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NOVELAS ESCOGIDAS
VERSIÓN CASTELLANA POR
JOSÉ FELIU Y CODINA
ILUSTRACIÓN DE
F. GÓMEZ SOLER
Grabados de GÓMEZ POLO
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BARCELONA BIBLIOTECA ARTE Y LETRAS, DANIEL CORTEZO Y C.a-Ausias-March, 95
1884
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Establecimiento tipográfico-editorial de DaniEL CorTEZO Y C.2
STE poeta y novelista italiano floreció á últimos del si- glo xv y principios del xv1.
Casi todas sus novelas se inspiraron en leyendas y tradicio- nes italianas que él recogió de labios del público y acomodó á una forma literaria de breve, interesante y animada narra- ción, pauta sobre la cual escribieron luégo los más reputados autores italianos de su época. El estilo sencillo, sobrio, ar- monioso y sentido que se saborea en sus obras, y la ingenui- dad con que hace sus relatos y descripciones dejando todo el atractivo á la verdad, le ganaron el puesto distinguido que ocupa entre los clásicos de su país.
El fué quien primero refirió la bella y trágica historia de xomeo y Julieta, la de la condesa de Saboya y otras muchas que iba transmitiéndose la fantasía popular, el recuerdo ó la gratitud de las generaciones. No tienen sus escritos la viveza y el poder imaginativo de Bocaccio, pero aventaja á éste en sentimiento y facilidad para percibir la belleza. La licencia y escasa aprensión que eran propias de aquel período literario, le condujeron, como á otros autores, á términos algo subidos de inmoralidad en algunas de sus novelas—que hemos elimi- nado de esta colección, —pero sobre tener en su disculpa la influenciá de los tiempos y de escuela, abónale también que
Vi MATEO BANDELLO
nunca se descubre en él, como en Bocaccio y otros, el propó- sito de lisonjear lascivias ni de gozarse en producir obsceni- dades.
Nació MaTEO BANDELLO hacia el año 1480, en Castel-Nuo- vo del Piamonte, siendo en su primera juventud, humilde y oscuro fraile dominico. Acompañando á un tío suyo, general de la orden, en 1501, hizo varios viajes con lo cual pudo go- zar de una vida algo más suelta y dedicarse al estudio de las ciencias y las letras en Roma y en Nápoles. En 1525, después de la batalla de Pavía, los españoles le desterraron de Milán, donde se había fijado, por mostrarse partidario resuelto de los franceses. Retiróse entonces al lado de Luís Gonzaga, cuya protección obtuvo, así como había gozado antes de la de Pirro Gonzaga, que le confió la educación de su hija Lu- crecia. Más tarde vivió al lado de César Fragoso, con quien recorrió varias cortes de Italia. Francisco 1 le llevó consigo á Francia y en 1550 fué nombrado obispo de Agen.
En 1554 publicó sus novelas, impresas en Lucques. No se conoce con fijeza el año de su muerte, pero se conjetura ve- rosímilmente que fué en 1562.
EL TRADUCTOR.
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(Dress años há, comencé á escribir algunas novelas mo- vido por las invitaciones de la jamás olvidada y siempre llorada, virtuosa señora Hipólita Sforza, consorte del egregio señor Alejandro Bentivoglio, á quien Dios tenga en su gloria. Mientras ella vivió, á ella presentaba yo todas mis novelas, no obstante estar algunas dedicadas á otras personas.
Pero no era el mundo digno de poseer tan elevado y glo- rioso espíritu en la tierra, y Dios se la llevó consigo al cielo enviándole una prematura muerte; y sucedióme á mí enton- ces lo que á la versátil muela ordinariamente sucede, que una vez movida por fuerte mano, no importa que ésta luégo se retire, para que aquella continúe girando un buen espacio en virtud del primer impulso. De igual modo después de ocurrida la muerte de aquella nobilísima dama, el ánimo mío que jamás supo dejar de obedecerla, no cesó de impulsar mi débil mano para que perseverase en escribir ora una, ora otra novela; de lo cual resultó que escribí muchas.
Algunos amigos tengo que deseosos ahora de leerlas (á pesar
VItl MATEO BANDELLO
de que son ya muy conocidas), no cesan de exhortarme á que las dé publicidad. Muchas he inmolado á Vulcano; otras han podido escapar á la voracidad de las llamas, y esas son las que reunidas en el mismo desorden que las he ido recogiendo y á medida que se me han ido viniendo á las manos, he dividido ahora en tres partes para repartirlas en otros tantos libros (1), á fin de que así, más divididas, se encierren en volúmenes lo más pequeños que posible sea.
No invito, ni menos fuerzo á nadie á que las lea, pero su- plico á todo el que tenga gusto de hacerlo, que se digne leer- las poseído del mismo ánimo con que por mí fueron escritas. Yo afirmo que las escribí para alegrar y divertir á los demás. Si lo he alcanzado ó no, al juicio benévolo y sincero de mis lectores lo dejo. No quiero decir, como dice el gentil y elo- cuentísimo Bocaccio, que estas novelas mías estén escritas en florentino vulgar, pues sería esto mentir á sabiendas, ya que no nací yo florentino, ni toscano, ni lombardo. Y si bien carezco de estilo (según lo confieso), me he atrevido á escri- bir estas novelas, amparado en la convicción de que lo mismo la historia, que este género de relatos, pueden agradar en cualquier lengua que se escriban.
Y Dios os guarde.
(1) Se refiere el autor á la forma en que por primera vez salieron á luz sus nove- las en Lucques.—EL T.
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NOVELA PRIMERA
Giulia, de Gazuolo, por la fuerza violada, se
arroja al Oglio y muere en él
ABÉIs de saber, que mientras el liberal y sabio principe, el ilustrisimo y reve- rendisimo monseñor Luigi Gonzaga, obispo de Mantua, tuvo su residencia en Gazuolo, vi- vió siempre rodeado de una corte distinguidisima de sabios y virtuosos inagnates, á fuer de varón amante de la virtud y generoso de sus riquezas.
Por aquel tiempo vivia alli una joven de diez y siete años, llamada Giulia, la cual era hija de un pobrisimo habitante de aquella tierra, hombre de humildisimo origen, cuyos recursos consistian en el trabajo y la fatiga de sus brazos, con cuya sola ayuda ganaba el sustento para si, para su esposa y para sus dos hijas.
10 MATEO BANDELLO
La esposa, que era buena mujer, se afanaba también para ganar alguna cosilla, hilando ó prestando algún otro servicio doméstico.
Dicha Giulia era muy bella y dotada de seductoras prendas, mucho más seductoras de lo que á la bajeza de su estado convenla. Acostumbraba andar por el campo, ya para ocuparse en layar las tierras, ya para servir en otras labores y ora se acompañaba con su madre, ora con otras mujeres. Yo la vi cierto día que sali paseando con la excelentisima señora Antonia Bauzia, camino de San Bartolomé; hallámosla que, con una cestaá la cabeza, se dirigia solita hacia su casa.
Madama, viendo á tan gentil doncella, cuya edad no pasaria entonces de los quince años, mandó detener la carreta y llamándola, le preguntó de quién era hija, á lo cual ella reverentemente contestó, diciendo el nombre de su padre, y tan á propósito fué satisfaciendo á las preguntas de Madama, que parecia no nacida y educada en ruin tugurio y en casa de paja, sino que todo el tiempo de su edad lo hubiese pasado criándose en la corte; de suerte que Madama me descubrió su intento de llevarla consigo é instruirla al igual de sus doncellas. Ignoro la causa por que luégo este propó- sito no tuvo cumplimiento.
Pero volviendo á nuestra Giulia, he de deciros que no perdía un momento de los días de labor, antes bien trabajaba sin reposo ya fuese sola, ya acompañada de otras trabajadoras. Los dias de fiesta, según es cos- tumbre del pais, se juntaba después de la hora de comer, con otras muchachas é iba al baile donde se divertia honestamente.
Y sucedió, que un día, estarido ya la niña en su edad cercana a los diez y siete años, un camarero del suso- dicho señor obispo, ferrarés de nacimiento, fijóse en ella y la miró con ojos codiciosos, mientras estaba danzando; y pareciéndole la más gallarda y hechicera
NOVELAS ESCOGIDAS 11
moza que en su vida hubiese contemplado, y viéndola tan bien compuestita que, como se ha dicho, no pare- cla sino educada en la casa de mayor alcurnia, se ena- moró aquel sensible camarero, de tan extraño y violento modo, que ya no pudo separar la vista de la mucha- cha, ni la muchacha del pensamiento.
Concluida aquella danza, que se hizo interminable para el camarero, y como la música anunciase el prin- cipio de otra, llegóse él á ella y la invitó á bailar, y aceptó la doncella bailando con el joven un baile d la gallarda, el cual era un estilo de danza que posela ella con la mayor perfección, y causaba un grandisimo recreo verla moverse tan á tiempo y agitar su cuerpo con tanta y tan encantadora gracia. Segunda y tercera vez bailó el camarero con la mocita, y si no fuera por vergilenza, á todas las danzas de la tarde la hubiera sacado; que le parecia al tenerla cogida de la mano, que le regocijaba el más dulce placer que jamás hu- biese experimentado; pues, aunque ella trabajaba todo el dia, no afeaba esto sus manos que las tenia muy blancas, largas y mórbidas.
El insensato amante, tan de improviso prendado de la muchacha y de su hechicero porte, creia que mi- rarla era apaciguar la naciente llama que tan desdi- chadamente le consumia, y nose percataba de que, bien al contrario, lo que hacia era añadir con cada mirada más leña á la hoguera.
Al segundo y tercer baile que con ella bailó, el joven comenzó á hablarla como suelen los recién enamora- dos, dirigiéndole agudezas y galanterlas, á las cuales respondia ella con gran cordura, suplicando al galán que no la hablase de amor y añadiendo que sentaba mal en una pobre muchacha como era ella, dar oidos a fábulas de semejante especie. Y no pudo el ferrarés importuno avanzar un solo paso mas.
Terminado el baile, tras de ella se fué el porfiado
12 MATEO BANDELLO
amante, con objeto de averiguar dónde tenia su casa, y desde aquel día en adelante no desperdició coyun- tura de cuantas él se procuraba en Gazuolo ó en el campo, para hablar con Giulia y hacerle revelación de su ferventisimo amor, dirigiendo siempre su esfuerzo a convencerla de su encarecimiento, Ó á producir la llama que nada encendía dentro de aquel heladísimo pecho. Todo en vano. Por mucha que fuese la elo- cuencia del camarero, jamás logró que ella se apartase de su casto propósito, antes le rogaba en todo punto que la dejase en paz y no le diese enojo. El desdichado amante, cuyo corazón iba fieramente royendo la car- coma de amor que en él se encerraba, tanto más sen- tía abrasarse cuanto más dura é irreducible se mos- traba ella, y tanto más porfiadamente la perseguia, afanándose por volverla piadosa y blanda á sus apeti- tos; esfuerzo que todo era en vano.
Envióle, para que la hablase, una vieja con modos y traza de santa mujer; la cual desempeñó su oficio con suma diligencia, agotando esfuerzos y lisonjeras pala- bras con el fin de ablandar el duro desdén de la casta doncella; pero se hallaba ésta con tal firmeza prepa-
rada, que ni una sola frase de aquella vieja traidora:
pudo penetrar en su pecho; de todo lo cual se enteró el ferrarés con la más fiera desesperación del mundo y menos que nunca inclinado á desistir de su porfíia,
puesto que no podía convencerse de que á fuerza de
rogar, de servir, de amar y de perseverar, no hubiera de vencer la brava dureza de Giulia; y tal animaban estos pensamientos su esperanza, que llegaba á darse por imposible que a más ó menos tardar la hermosura de la doncella no debiese quedar por suya. Esto era, como suele decirse, echar la cuenta sin la huéspeda.
Viendo, pues, que de dia en día se mostraba ella más sorda, y que cuando le veia se apartaba de él como pudiera hacerlo de un basilisco, quiso mudar
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NOVELAS ESCOGIDAS 13
de conducta y experimentar si lo que no habian con- seguido las súplicas y el rendimiento, lo podrian con- seguir los dones, reservándose para el último caso el empleo de la fuerza.
Volvió á hablar con la malvada vieja y le dió algunos regalillos no de mucho valor, para que fuese á ofre- cerlos de su parte á la empedernida Giulia. Partió la vieja y encontró á Giulia sola en su casa, y como se proponía vencerla á favor del ferrarés, empezó por mostrarle los presentes que éste le enviaba. Mas la honesta muchacha cogió todo lo que la vieja traia y saliendo á la puerta lo arrojó á la calle, despidiendo al propio tiempo de su casa á la vieja traidora, diciéndol> que si volvia á importunarla iria á Roma á exponer queja de todo a Madama Antonia.
La vieja recogió | los presentes que estaban sembra- dos por la calle y se volvió en busca del ferrarés, para decirle que la don- cella eraimposible de rendir y que ya no atinaba ella con medio humano de alcanzarlo.
El joven estaba, á todo esto, del peor humor del mundo. De buena gana hubiera re- nunciado á su em- peño; pero lo mis- mo era concebir esta idea, que sentirse la muerte en el alma. Al fin, no pudiendo ya el infeliz y ciego
14 MATEO BANDELLO
amante soportar aquel desdén con que era pagada su pasión, deliberó arrostrando todos los riesgos, que si venia una ocasión rodada habia de tomar por fuer- za lo que Giulia no quería otorgarle de buen grado.
Habia en la corte episcopal un palafrenero de mon- señor el obispo, grande amigo del ferrarés y aun, si mal no recuerdo, natural también del mismo Ferrara. Á este amigo descubrió el camarero la ardentisima llama que le abrasaba, explicánaole además cómo y cuánto se habia afanado por despertar en el pecho de la muchacha un poco de compasión, y cómo ella se le habia mostrado más dura y áspera que un escollo ma- rino, de suerte que no había podido ablandarla ni con ruegos, ni con dádivas.
—Asi, pues—decla él —en vista de que no me es dado vivir si mis deseos no se satisfacen y sabiendo cuánto me aprecias tú, te ruego me prestes tu ayuda para el logro de mi propósito. Ella sale á menudo al campo sin compañia, y allí, como los trigos ya están bastante altos, podremos cumplir nuestro intento.
El palafrenero sin mas pensarlo ni hablarlo, le hizo promesa de que estarla á su lado para todo cuanto qui- siese; y habiéndose puesto el camarero á espiar todos los pasos y acciones de Giulia, enteróse un día de que salia sola de Gazuolo. Llamó consigo al palafrenero y se dirigió á donde la joven estaba ocupada en no sé qué labor del campo.
Ella, que se vela sola, rogó al joven que no le diese más enojo, y temiéndose ya cualquier desmán, tomó camino para regresaría Gazuolo. Pero el mancebo no queria que le escapase la presa que ya tenia en la mano; afectó deseo de acompañar á la muchacha jun- to con su amigo y todavia la instó con frases humildes y amorosas para que tuviese piedad de su tormento. Respondía ella menudeando los pasos sobre el camino y siguiendo temerosamente hacia su casa; y asi, ca-
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minando sin dar ella contestación hablada á una sola palabra de cuantas le decia el joven, llegaron los tres á un ancho campo de mieses por el cual era necesario atravesar.
Era el penúltimo dia de mayo, cerca de medio día; y era el sol ardoroso como de tal estación, solitario el campo y remoto de todo lugar habitado. Y no bien hubieron en el campo entrado, el joven ciñó con sus
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16 MATEO BANDELLO
mándola en seguida entre los dos condujéronla a viva fuerza un buen trecho lejos de la senda que atravesaba el campo; alli, mientras la sujetaba el palafrenero las manos, el desenfrenado mozo violó á la niña indefensa y amordazada.
. La triste lloraba amarguisimamente y con gemidos y sollozos manifestaba su imponderable pena; mas el camarero despiadado, pese á tan fiera desesperación, segunda vez incurrió en su delito, gozando en ella todo el deleite que le plugo. Hizo luégo que su amigo le quitase la mordaza y con expresiones cariñosas co- menzó el intento de apaciguarla, prometiéndole que jamás la abandonaría y que habia de procurar la ma- nera de que se casase con comodidad. Ella á todo esto no respondía sino rogando que la dejasen libre y la permitiesen volver á su casa, y segula llorando amar- gamente. Aún ensayó de nuevo el joven consolarla con dulces frases, con lisonjeras promesas y con dinero que quiso hacerla aceptar; mas todo era como predi- car á un sordo, y cuanto más se empeñaba el en darle consuelo, más copiosas vertía ella sus lágrimas.
Vió, con todo, que el mancebo no cejaba en sus ra- zones, y entonces hubo ella de decirle asl:
—Joven, has hecho de mi lo que has querido y sa- ciaste ya tu apetito deshonesto. Suplicote ahora que te vayas y me dejes en libertad. Séate bastante lo que has hecho, que en verdad ha sido demasiado.
El amante hubo de temerse que el deshecho llanto de Giulia le descubriese; y como viera que era en vano cuánto se fatigaba por reprimirla, consideró que el mejor partido era abandonarla y marcharse con su compañero, como en efecto lo realizó.
Largo rato se quedó Giulia llorando amargamente su violada virginidad ; luégo compuso como pudo el desorden de su véstido y enjugándose los ojos echó á andar hacia Gazuolo y se fué á su casa. En esta no se
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encontraban ni su padre, ni su madre; en aquel mo- mento sólo se hallaba allí una hermana suya, de diez á once años de edad, que por haberse sentido algo en- ferma no habia salido aquel día al campo.
Asi que entró en su casa, Giulia fué a abrir un cofre en el cual tenía guardadas todas sus frioleras. Desnu- dóse en seguida de toda la ropa que llevaba puesta y se puso una camisa limpia, vistiéndose encima un ca- misón de muselina, blanco como la nieve y una gor- guera de encaje blanco labrado, con un delantal de batista que no solia ella ponerse más que los dias de fiesta. Y se puso también unas medias blancas y za- patos encarnados. Arreglóse luégo el cabello tan lige- ramente como pudo y se rodeó al cuello un collar de ámbares amarillos. En una palabra, se adornó con las más bellas galas que se halló tener, lo mismo que si pensara ir á enseñarse en la más solemne fiesta de Gazuolo. Después llamó á su hermanita, hizole dón de todas las demás cosas que le pertenecian, y tomándola de la mano salió con ella, cerró la puerta de la casa y se fue en dirección á la de una vecina, mujer ya muy anciana, que yacía en la cama, gravemente enferma.
Á esta buena mujer refirió Giulia, llorando todavia, el suceso de su desventura ; y á continuación la habló de esta manera:
—No quiera Dios que siga viviendo: después de per- dido el honor, que era la causa de mi vivir. Jamas he de verme en el caso de que nadie me señale con el dedo ó me diga en mi cara: «Esta es la gentil doncella que ha parado en cortesana y ha afrentado á su fami- lia, y que deberla esconderse si tuviera conocimiento.» No quiero que á ninguno de los mios sea echado en cara, que he complacido al camarero por mi flaqueza. y voluntad. Mi muerte manifestará á todo el mundo y dará ciertisima fe de que si mi cuerpo ha sido por la fuerza violado, siempre mi ánimo se mantuvo libre.
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He querido que me oyerais estas pocas palabras, para que pudiéseis referirlo todo á mis pobres padres, ase- gurándoles que jamás hubo en mi consentimiento de satisfacer el deshonesto apetito de mi deshonrador. Dios os tenga en paz.
Dicho esto, salióse á la calle y comenzó á caminar de prisa con dirección al Oglio, € iba siguiéndola su tierna hermanita llorando sin saber por qué.
Llegó Giulia al rio, avanzó la cabeza y se lanzó en el cauce profundo ; y como el llanto de la hermanita hu- bo de acrecentarse al verlo, y sus gritos de espanto eran tan fuertes que llegaban al cielo, acudió mucha gente, pero ya era tarde, pues como la muchacha se - habia sumergido en el río voluntariamente y con pro- posito de ahogarse, real y efectivamente se ahogó.
El señor obispo y Madama, enterados ambos del tristisimo suceso, mandaron que se buscase su cuerpo, en tanto que el camarero se puso en fuga acompañado del palafrenero.
Fué hallado el cuerpo, y como se divulgase el motivo por el cual la joven se había dado muerte, prodújose un llanto universal entre todas las mujeres y aun en- tre los hombres: del pais, que también éstos tuvieron lágrimas para honrar la memoria de la desdichada.
Ya qué no se la podia enterrar en sepultura sagrada, el ilustrisimo y reverendisimo señor obispo mandó que hasta tanto que no se la construyera un sepulcro de bronce, fuese enterrada en una hoya que se abrió en el centro de la plaza pública, donde todavia está, y mandó también que encima se colocase una columna de mármol que aún en dicho sitio se puede ver.
Y en verdad considero yo, que tal cual fué su pro- ceder y su clase, esta Giulia nuestra no es digna de menor alabanza que la que se tributa á la Lucrecia romana; antes, si bien se considera, la merece mayor; que a la naturaleza tan sólo hay que acusar de que tan
NOVELAS ESCOGIDAS 19
alto y generoso espiritu como el que tuvo Giulia, no naciese en más noble cuna. Á bien que harta nobleza lleva consigo aquel que de la virtud es vasallo y ante- pone el honor á todas las demás cosas del mundo.
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NOVELA SEGUNDA
Desventurada muerte de dos infelicisimos amantes, el uno de veneno, el otro de dolor; con otros varios accidentes (1).
Aa en tiempo de los señores de la Scala, existieron en Verona dos familias entre las demás famosas por su nobleza y fortuna, esto es, los Montecchi y los Capelletti, los cuales, fuese por la causa que fue- se, vivian reñidos en cruda y sangrienta enemistad;
(1) Esta relación de los amores de Romeo y Julicta, fué la primera que se escribió en Italia, según hemos manifestado en el estudio que encabeza:este libro. Justo es, por lo tanto, que se reconozca á MATEO BANDELLO la gloria de haber sentido el primero la belleza de la tradición, legándola á la popularidad inmensa que posteriormente alcanzó.—ElL T
22 MATEO BANDELLO
de suerte que, como ambas casas cran poderosas, mu- chos eran los que habian muerto en diferentes refrie- gas, asi Montecchi como Capelletti, é igualmente se- cuaces que por unos ú otros tomaron partido, siendo esto ocasión de que el odio se acrecentase más de dia en día. Era por entonces señor de Verona, Bartolomé Scala, y éste se esforzó empeñadamente por apaciguar á las dos razas, pero jamás pudo alcanzarlo, ¡tan arraigado vivia el odio en aquellos pechos! Sin embargo, logró reducirlos á un punto que si no era la paz, evitaba al menos las pendencias que a menudo trababan entre si con muerte de sus hombres: y asi, cuando ocurría que se hallasen algunas personas de los dos bandos, los jóvenes cedían el paso á los viejos de la otra fac- ción. | ( | Acaeció, pues, que un año, después de la Navidad, empezaron á celebrarse fiestas á las cuales concurrian muchos enmascarados, y Antonio Capelletto, cabeza de su familia, dispuso dar una de aquellas, bellisima, á la cual fué invitado lo más selecto de la nobleza asi en caballeros como en damas. Alli se reunió la mayor parte de la florida juventud veronesa, y entre los jóve- nes estuvo Romeo Montecchio, cuya edad era de veinte á veinte y un años, y que gozaba fama de ser el más apuesto y cortés mozo de Verona. Iba enmascarado y asi entre los demás jóvenes penetró en la casa de los Capelletti, siendo ya avanzada la noche. - Hallábase entonces Romeo locamente enamorado de cierta noble dama, á la cual tenia entregado su albe- drío hacia más de dos años; pero aunque él no cesaba de seguirla á la iglesia ó a donde fuese, nunca ella le habia hecho merced de una sola mirada. Una y otra vez la habia él escrito billetes y mandado embajadas, sin que lograra endulzar la rigida aspereza de la dama, la cual tan rigurosa se mostraba que no accedía niá
NOVELAS ESCOGIDAS 23
pagar con un gesto siquiera de atención, la porfía del apasionado mancebo. Este sufria con ello grave infor- tunio, tan imposible para el de sobrellevar, que insti- gado por su extremo dolor hubo de tomar el acuerdo de partirse de Verona y permanecer ausente uno Ó dos años viajando por Italia y macerando de este modo aquel desenfrenado apetito. Mas vencido por el fer- viente amor que á la dama tenia, reprochábase en se- guida por haber dado acceso á una tan loca idea y decidia no partir, dado que hubiera sabido hacerlo.
Unas veces hablaba consigo de este modo:
—Cese ya mi corazón de amar á esa mujer, puesveo! claramente por mil indicios que mi esclavitud le pesa. ¿Por qué seguirla á donde quiera que va, si el galan- tearla de nada me aprovecha? Antes me conviene me- jor no acudir á la iglesia ni á parte alguna donde ella se encuentre; pues ast, no viéndola, este fuego mio que de sus bellos ojos recibe pasto y alimento, irá ex- tinguiéndose poco á poco. |
Pero ¡qué vana ilusión ! Todos sus propósitos le sa- lian frustrados; que cuanto ella se mostraba con él más severa y cuanto menos podía él fundar una espe- ranza, tanto más su amor crecia, y el día que no la miraba pareciale no haberlo vivido.
Viéndole perseverar con tal férvor y constancia en este amor, varios amigos suyos concibieron temores de que tal pasión acabase con él, por lo cual en distin- tas ocasiones le amonestaron dulcemente exhortán- dole a que se disuadiese de aquella empresa. Pero asi atendia Romeo á estas leales amonestaciones y sa- nos consejos, como la dama á todos los pasos y extre- mos que él hacia.
Tenia Romeo entre sus amigos uno á quien más particularmente dolía que anduviese en pós de la ingrata dama, sin esperanza de galardón, malgas- tando el tiempo de su juventud y la flor de sus años;
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y movido de este pesar, una vez, entre otras, dijo á Romeo estas palabras:
—Romeo, pésame porque te amo como á un her- mano, verte de tal manera deshacerte lo mismo que la nieve al sol. Y puesto que harto ves que todo cuanto haces y malogras (malográndolo sin honor y sin provecho), no puede reducir á esa mujer al tér- mino de amarte, y que nada te ayuda de todo lo que tú empleas, antes al contrario, la encuentras más des- deñosa de dia en día ¿por qué fatigarte en vano»? Lo- cura rematada es querer que una cosa, no ya dificil, sino imposible, se haga fácil y llana. Harto ves tú que ella no te concede el menor cuidado. Quizás tenga al- gún otro amante para ella tan grato y querido, que no lo abandonara por el mismo emperador. Eres joven, quizas. el más gallardo que se encuentre en nuestra ciudad ; eres—séame lícito decirte la verdad,—cortés, virtuoso, amable, y sobre el adorno de la juventud, ostentas el de la ilustración; hijo único de tu padre, estás llamado á heredar sus riquezas cuantiosisimas, conforme todo el mundo sabe. ¿Acaso se muestra contigo avaro? ¿Te reconviene acaso por lo que gastas ó lo que das, según en gusto te viene ? Di más bien que él es un servidor de tus antojos, que por darte placer se afana, y que te deja hacer cuanto tienes voluntad. Vuelve, pues, en ti, reconoce el error en que vives constantemente; arranca de tus ojos la venda que los ciega y no te deja ver el camino que debes seguir; res- cata de ese estado á tu espiritu y trata de dárselo á mujer que sea digna de ser su dueña. Muévete á justo desdén, mucho más poderoso en los reinos del Amor, que no pueda serlo Amor mismo. Empiezan ahora aqui las fiestas y las máscaras; vé á todas las fiestas, y si por acaso vieses en alguna á aquella de quien has sido por tanto tiempo inútil esclavo, ni aun la mires, sino mirate á ti en el espejo del amor que la has teni-
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do, y á buen seguro que halles compensación á los males que estás pasando, pues entiendo que ha de despertarse en ti un desdén tan justo y razonable, que él ha de ser freno de ese tu desatinado apetito y causa de que recobres tu libertad. |
Otras muchas razones que ahora no expreso, empleó aquel fiel amigo para exhortar á su Romeo, moviéndole á abandonar su desgraciada empresa. Romeo escuchó pacientemente todo lo que su amigo le dijo y estiman- dolo sabio consejo, resolvióse á ponerlo por obra.
He aqui por qué el joven comenzó á frecuentar las fiestas. En ellas vió repetidamente á la desdeñosa dama; y cuando esto le acontecia, jamás volvia los ojos á mirarla, antes bien se afanaba mirando y contem- plando á las demás, para elegir aquella que mejor le pluguiese, lo mismo que si estuviera en un mercado comprando caballos ó telas. l
Por aquellos dias fué cuando Romeo concurrió en- mascarado, según se ha dicho, al baile de los Cape- lletti, pues aunque de ellos fuesé poco amigo, no se hacian entonces ofensa. El mancebo estuvo largo rato con la máscara puesta; se la quitó después y fué á sen- tarse en un ángulo desde el cual vela cómodamente todo lo que ocurria en el salón, el cual iluminado con multitud de luces, estaba tan claro como en medio del ' dia. Todos los circunstantes miraban á Romeo y sin- gularmente las damas, maravillandose de verle tan libremente acomodado en semejante casa. Sin embar- go, como el joven, sobre ser gallardisimo, era por todo extremo cortés y galante, tenia ganado el ánimo y el amor de todo el mundo. Sus enemigos, por otra parte, no se fijaban en él, como lo hubieran hecho á tener el mozo más adelantada edad. |
Allí, pues, se encontraba Romeo distrayéndose en considerar la belleza de las mujeres que concurrian al baile, y á unas ú otras según su gusto alahaba más ó
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- menos y sin tomar parte en la danza. Divertido estaba en tales contemplaciones, cuando se presentó á su vista una doncella gentil sobre todo exceso, á la cual no conocia. Hubo de agradarle tan infinitamente, que juzgó no haber visto jamás otra gracia y hermosura mayores que aquellas, y cuanto más atentamente la consideraba, pareciale que la belleza se iba haciendo más bella y que las gracias iban adquiriendo mayor encanto. Comenzó á galantearla muy amorosamente, ' sin acertar á separar la vista de ella, y en medio del pla- cer inusitado que experimentaba viéndola, propúsose en sus adentros dedicar todo su esfuerzo á conseguir la gracia y el amor de la doncella, y así se extinguió en su pecho el amor que por la otra dama sentía, ven- cido por este nuevo que rompió en llamas para no acabarse nunca jamás sino con la muerte.
Perdido ya Romeo en este ideal laberinto, no aten- dia á otro anhelo que el de apacentar sus ojos con la vista de la joven, sin que le asaltara el deseo de averi- guar quién ella fuese; minuciosamente observaba to- dos sus actos, bebiendo asi. el dulce amoroso veneno, ' mientras alababa todas las prendas y todos los gestos que en ella descubria. Estaba el joven, como ya se ha dicho, sentado en un ángulo del salón, por cual sitio "pasaban todas las parejas cuando se bailaba. Giulietta, que este era el nombre de la niña que á Romeo tanto agradaba, era hija del dueño de la casa y autor de la fiesta; tampoco ella conocía á Romeo, pero le veia alli, y le parecia el mozo mas gentil y agradable que pudie- ra hallarse, y mirándole maravillada recreaba su vista, enviándole además de cuando en cuando alguna mira- da furtiva y tierna, con el corazón poseido de cierta dulzura que se lo inundaba de gozoso y extraviado placer. Sentia la joven un vivo deseo de que Romeo se resolviese á bailar, para poderle ver mejor y para ex- perimentar si de sus labios se vertia tanta dulzura
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como la que sin medida le daban a gustar sus ojos cada vez que en estos ponla ella los suyos; pero él perma- necia sentado, sin demostrar el menor intento de par- ticipar en la danza. Todo su estudio consistia en ga- lantear á la doncella, la cual no pensaba en otra cosa que en mirarle, y de tal manera se cruzaban las mira- das de los dos, mezclándose los fogosos rayos de sus pupilas, que prestamente se comprendía el amante sentimiento que en ambos se despertaba; pues además de encontrarse sus miradas, cada vez que esto sucedia sus pechos llenaban el aire de enamorados suspiros, echándose de ver que todo su afán de aquel instante ' se cifraba en poderse hablar para revelarse mutua- mente su ardoroso afecto.
En tal estado de mutuo embebecimiento les halló el fin de aquel baile y dió principio otra especie de danza, llamada de la antorcha y conocida por otros con el nombre de danza del sombrero. Para entrar en este juego una dama invitó á Romeo, el cual hizo su parte según debia, entregó la antorcha á otra dama y fuéá colocarse junto á Giulietta, como lo requeria el orden de la evolución, y la tomó de la mano con impondera- ble placer de una y de otra parte. Hallábase la niña colocada entre Romeo y otro caballero, llamado Mar- cuccio el bizco, hombre de corte, muy agradable y ge- neralmente bien querido por su frase risueña y por lo diestro que era en ocurrencias y bizarrias; siempre tenia á mano algún cuentecillo con que hacer reir á su auditorio y asi buenamente, sin ofender á nadie, se divertia como lo manda Dios. Distinguiase además por la particularidad de tener siempre, en invierno, en ve- rano y en toda estación, las manos más frias y heladas que un carámbano de los Alpes, de suerte que aunque se las abrasase al fuego, nunca podia entrarlas en ca- lor. Giulietta, que tenia á Romeo á la izquierda y á Marcuccio a la derecha, sintió el deseo de oir hablar a
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se
aquél, no bien le hubo tomado la mano, y por esto vol- viendo á él su semblante risueño, le dijo con temblo- rosa voz:
— ¡Bien haya el momento en que os acercáis á mi!
Y asi diciendo, le apretaba amorosamente la mano.
El joven, que era perspicaz y no tenia nada de corto, respondió estrechandole á su vez la mano con ternura, y de este modo la hablo: |
— Decidme, señora mia; ¿ qué bendición es esa con que me habéis acogido ?
Y mirándola con ojos que gritaban piedad, esperó la respuesta de ella, anhelante y pendiente de sus labios.
Ella repuso entonces, riendo dulcemente:
— No os maraville, gallardo joven, que yo bendiga vuestra venida. Es que este buen señor Marcuccio me está dejando toda helada con el frio de su mano, y vos me volvéis en calor con el delicado contacto de la vuestra. o
— ¡Oh, señora mia!—contestó prontamente Romeo.
—Sea cual fuere la cosa en que yo os sirva, es para mi placer muy grato; que no anhelo en el mundo gloria mayor que la de serviros y he de tenerme por ventu- roso siempre que os dignéis ordenarme algo como á un humilde criado vuestro. Y ahora os digo, que si yo con el contacto de mi mano os hago entrar en calor, vos con el fuego de vuestros hermosos ojos me abra- sáis, y os juro que, como no me prestéis auxilio para que pueda resistir este incendio, no habéis de tardar mucho en verme perecer abrasado y convertido en ceniza. - Apenas tuvo tiempo el joven para acabar de decir estas últimas palabras, cuando el juego de la antorcha llegó á su fin, lo cual fué causa de que Giulietta, encen- dida de amor, suspirando y estrechando á aquél la ma- no, no tuviese espacio para darle otra contestación que esta:
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— ¡Ay de mi! ¿ Qué puedo yo deciros, sino que ya soy más vuestra que mía ?
Despediase el concurso de la fiesta, y Romeo aguar- daba para saber á dónde la doncella se dirigiria; mas estuvo aguardando en vano y no tardó en comprender claramente que aquella era hija del dueño de la casa, acabando de certificarse por el informe de. un amigo suyo á quien preguntó sobre varias damas de las pre- sentes. Grande desagrado sacó de esta averiguación, pues tuvo desde luégo por cosa arriesgada y de mucha dificultad, llegar á conseguir el término deseado de aquel amor. Pero la herida ya estaba abierta y el amo- Toso veneno muy profundamente ingerido.
Por otra parte, Giulietta, ganosa de adquirir noticias del joven de quien se sentia esclavo todo su sér, llamó consigo á una sirvienta vieja qué tenía, la cual la habia criado, entróse con ella en una cámara, y llegándose á la ventana, á la cual llegaba el resplandor con que ilu- minaban la calle gran número de hachas encendidas, empezó Giulietta á preguntar á la criada, quién era aquel que tal ó cual vestido tenia puesto, y quién aquel otro que llevaba la espada en la mano, y quién el de más allá, y de esta suerte siguió hasta preguntarle - quién era el apuesto joven que salía con el antifaz en la mano. La buena vieja, que casi á todo el mundo co- : nocia, iba nombrándole á unos y otros y como también conocia perfectamente á Romeo, dijo á la niña quién era él. | |
Al escuchar el apellido de Montecchio, la joven que- dó medio aturdida, reconociendo la imposibilidad de que su Romeo llegara á ser su esposo, á causa de la fuerte enemistad que existia entre las dos familias; sin embargo, no dejó conocer señal alguna de su descon- tento. Acostóse luégo, pero poco ó nada durmió aque- lla noche, desvelada su mente por mil pensamientos diversos; mas disuadirse de amar á su Romeo, esto
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ni lo podia ni lo queria, que de él se sentía entraña-. blemente enamorada. Representábasele la increible belleza de su amado, y deslumbrada con este recuer- do, cuanto más dificil y peligrosa veía aquella empre- sa, tanto más parecia | que, conforme iba menguando la espe- ranza, se le acrecenta- ba el deseo. Asi com- batida por dos contra- rios pensamientos, el uno dándole ánimo de conseguir su soñado intento, el otro cerrán- dole tenazmente el pa- so por todo camino, repetia á cada instante para si misma:
—¿Por qué me dejo asi llevar de mi desordenado afán»? ¿Sé yo, necia, si por ventura Romeo me ama? ¿No puede ese joven haberme dirigido astutamente sus palabras, para engañarme y obtener de mi favores no honestos que le dieran lugar a escarnecerme luégo y a convertirme en mujer vulgar, estimando ser éste modo oportuno de vengar la enemistad que cada dia reina más enconada entre sus parientes y los mios? Pero no; no cabe tanta falacia en aquel ánimo genero- so, incapaz de sorprender con engaños á quien le ama y le adora. No pueden ser tales los efectos de sus en- cantos, pues si el rostro es indicio manifiesto del áni- mo, no es posible que tras de él se esconda un corazón tan empedernido y despiadado. Antes me siento en el alma, que de tan bello y apuesto doncel no se puede esperar otra cosa que amor, nobleza y cortesania. Pero supongamos ahora, que verdaderamente, como me inclino á creer, él me ame y me quiera por su legitima esposa: ¿no debo en razón pensar, que mi padre no
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ha de consentirlo jamás ? Mas ¿quién sabe si por me- dio de ese nuevo parentesco, no se podria establecer entre nuestras dos familias una perpetua concordia y firme paz ? He oido decir que por medio de un matri- . monio se ha restablecido el acuerdo, no solamente entre villanos y señores, pero también muchas veces entre poderosos principes y reyes, que se habian hecho cruda guerra, la cual se ha trocado en sosiego y en amistad cumplida, con satisfacción y gusto de todos. ¿ Por qué no habria de ser yo la destinada a poner en reposo estas dos razas ?
En este pensamiento encerrada, mostrábase á Romeo siempre sonriente, cada vez que acertaba á verle pasar por la calle; merced que él recibia con profundisimo gozo, pues a pesar de que él también vivia con sus pensamientos en continua guerra, y ora esperaba, ora se desesperaba, no dejaba por esto de pasar por delan- te de. la casa de su amada, lo mismo de dia que de noche, sin considerar el grandisimo peligro en que se ponía, que todo se lo hacia olvidar la sonrisa y buen acogimiento que le hacía Giulietta, inflamándole más y más y atrayéndole invenciblemente á aquella calle.
La estancia de Giulietta tenia una ventana que caia sobre una callejuela muy estrecha, y al otro lado, en- frente, habia un portal. Pasando Romeo por la calle an- cha contigua, llegaba á la esquina de la callejuela y des- de alli veia frecuentemente á la doncella que se asomaba á la ventana, siempre mostrándo plácido semblante y dándole á entender cuán gustosamente le vela. Ron- daba el joven de noche, y siempre se detenía en la callejuela, tanto porque ésta era tranquila y poco fre- cuentada, como porque estando vecino a la ventana, algunas veces ola la voz de su enamorada. Y acaeció, que hallándose él en dicho sitio una noche, ya porque Giulietta le oyese, ya por otra razón cualquiera, abrió ella la ventana. Romeo se retiró al portal, mas no tan
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' aprisa que ella no le conociese, pues la luna ilumi- naba con su esplendor la callejuela.
Ella, que se hallaba sola en la cámara, llamó suave- mente al joven y le dijo:
- —¿Qué hacéis aquí, Romeo, solo en tal sitio y á tal hora? Si llegaban á sorprenderos, desdichado, ¿qué seria de vos y de vuestra vida ? ¿No sabéis la fiera ene- mistad que reina entre los vuestros y los nuestros, y cuántos han perecido ya, inmolados á ella? No hay duda que seriais cruelmente asesinado, de lo cual so- bre seguirse daño para vos, se seguiria poca honra para mi.
—Señora mia, —respondió Romeo,—el amor que os consagro es la causa de que yo venga aqui a esta hora. No dudo un momento que si en este sitio me sor- prendiesen los vuestros, tratarian de asesinarme, pero yo me esforzaria cuanto mis débiles fuerzas alcan- zasen por defenderme como bueno, y yo os juro que aun cuando me viese acometido por incontrastable fuerza, habia de hacerlo posible para no morir solo. Además, si de todos modos he de morir en esta amo- rosa empresa, ¿cuál muerte más afortunada puede ocurrirme, que caer cerca de vos? Por lo que á vuestro honor toca, jamás creo poder ser ocasión de que se manche en una minima parte; que para conservarlo limpio y famoso tal como está, yo le consagraria toda mi sangre. Con todo, si en vos pudiese tanto el amor por mi como en mi puede el amor por vos, y tanto os importase de la vida mia como á mi de la vuestra me importa, harto procurarlais alejar todos esos peligros € hiciérais que yo obtuviese el mayor contento que nunca en la tierra nadie haya soñado.
-——¿ Y qué quisiérais vos que yo hiciese?—dijo Giu- lietta. |
—Quisiera—contestó Romeo—que me amaseis vos como yo os amo, y que me dejaseis entrar en vuestra
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cámara, donde pudiera con mayor holgura y menos exposición, manifestaros la grandeza del amor mio y la acerbisima pena que por vos estoy sufriendo conti- nuamente.
Á estas palabras respondió Giulietta movida de cier- ta ira y turbada: j
—Romeo, vos conocéis el amor vuestro y yo conozco el mio. Sé que os amo cuánto se puede amar á un hombre y aun más acaso de lo que á mi honor con- viene; pero entended bien que si acaso imaginais ha- cerme vuestra de otro modo que por el honrado vin- - culo del matrimonio, os encontráis en un grave error y muy distante de mis propósitos. Y porque entiendo que frecuentando vos estas vecindades podriais facil- mente caer en asechanza de algún malévolo, lo cual no me dejaria un solo instante de calma, concluyo por deciros que si deseáis vos pertenecerme en igual me- “dida que yo perteneceros cordialmente deseo, ha de ser tomándome por esposa legitima vuestra. Si asi lo hacéis, yo presta me hallaré siempre á acudir á donde bien os plazca. Si pensáis de otro modo, id y allá os acomodad con vuestros proyectos, y dejadme á mi que viva en calma con mi estado. |
Romeo, que no apetecia otra cosa, contestó gozosa- mente á lo que acababa de oir, diciendo que aquel era justamente todo su deseo y que cuando la pluguie- se se desposaria con ella del modo y forma que quisie- ra ordenarlo.
-— Está bien—añadió Giulietta.—Asi pues, para que este asunto nuestro se conduzca ordenadamente, qui- siera que nuestros desposorios se celebrasen en pre- sencia del reverendo padre Lorenzo de Reggio, mi confesor.
Asi lo convinieron, quedando en que Romeo irla el día siguiente á tratar de ello con dicho fraile, con quien gozaba de mucha familiaridad.
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Era este fraile de la orden de menores, maestro en teología, gran filósofo, entendido en muchas materias, admirable destilador y práctico en las artes de magia. Proponiase el buen padre mantenerse en buena opi-
nión del vulgo y gozar en paz de sus deleites mentales, y por esta razón cuidaba de hacer sus estudios y expe- rimentos con toda la posible cautela, y para cualquiera eventualidad que pudiera ocurrirle, cultivaba siempre la amistad de alguna persona reputada y noble, en quien pudiera apoyarse. Entre otros amigos que en Verona le favorecian, contábase el padre .de Romeo, caballero de gran crédito y muy estimado de todo el mundo, el cual abrigaba el convencimiento de que aquel fraile era santo. El mismo Romeo le amaba tam- bién devotamente y era de él correspondido con intimo
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afecto, pues conceptuaba al joven como prudente y animoso. Y no tan sólo era frecuentador de la casa de los Montecchi, sino que asimismo gozaba de estrecha confianza con los Capelletti, y recibia en su confesona- rio á la mayor parte de la nobleza de la ciudad, asi á los caballeros como á las damas. |
Despedido, pues, Romeo de Giulietta, luego de acor- dar lo que se ha dicho, separóse de su amada y se dirigió á su casa, y al día siguiente se fué al convento de San Francisco, donde narró al fraile la historia de su amor y la resolución que habia tomado con Giu- lietta. Fray Lorenzo oyo el relato y prometió al mozo hacer todo lo que le demandaba, tanto porque no po- dia negar á aquel cosa alguna, como porque hubo de darse á entender que por este medio podria pacificar los odios de los Capelletti y los Montecchi, y conquis- tarse más y más la gracia del noble Bartolomé, cuyo vivo deseo era ver establecida la paz entre las dos fa- milias y que terminasen en la ciudad los mues y las refriegas.
Esperaron los dos amantes una ocasión para confe- sarse y dar en seguida cumplimiento á lo que tenian proyectado. Llegó en esto la cuaresma, y para mayor seguridad de sus planes, Giulietta decidió confiarse á la criada vieja que dormia en su compañia, como asi lo hizo en cuanto vino rodada una oportunidad. Bien . se propuso la buena anciana disuadir á su señora del empeño en que se hallaba puesta, y bien agotó para lograrlo todas sus razones ; pero nada le fué de prove- cho, antes bien hubo de ceder á los ruegos de Giulietta, hasta el punto que ésta la redujo á encargarse de llevar una carta á-Romeo.
El amante leyó lo que ella le Ga, y se tuvo por el hombre más venturoso de la tierra; y bien tenia motivo, que lo que en el papel iba escrito era una cita para que á las cinco de la madrugada fuese á hablar
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con la doncella por la ventana de la -callejuela, con advertencia de que llevase consigo una escala de cuerda. |
Contaba Romeo con un fidelisimo servidor, al cual se habia confiado en mil negocios de suma importan- cia, sin que nunca dejase de hallarle leal y dispuesto. Á éste hizo Romeo sabedor de su propósito, dándole el encargo de procurarse la escala de cuerda; y todo ya preparado, llegada la hora de la cita, el enamorado joven se fué con Pietro, que este era el nombre del servidor, y en el sitio designado encontró á Giulietta que le aguardaba. Conocióle ella, arrojó el hilo que preparado tenia, subió la escala atada á él, sujetóla ella á la reja con la ayuda de la criada que alli la asis- tia, y asi quedó todo dispuesto para la subida del amante. Este subió animosamente y Pietro se retiró dentro del portal frontero. |
La reja que guardaba la ventana era de hierros tan espesos, que dificilmente pasaba por ellos una mano. Á ella llegó Romeo, cambiando con Giulietta las primeras palabras de amoroso saludo. Y hecho esto, la joven á su enamorado de esta manera habló:
— Dueño y señor mío, á quien amo más que á la luz de mis propios ojos, sabed que os he hecho venir para enteraros de que he dispuesto con mi madre, que el viernes próximo vaya á confesarme, á la hora precisa del sermón. Ved de avisar á Fray Lorenzo que lo pre- venga todo.
Romeo dijo que el fraile se hallaba ya advertido y dispuesto a hacer cuanto ellos deseaban, y tras de se- guir conversando largo tiempo, todo el que bien les plugo, de sus amores y de sus lisonjas, Romeo descen- dió a la calle, soltó ella la escala y recogiéndola él se marchó acompañado de Pietro.
Quedose Giulietta muy contenta, pareciéndole que duraba mil años cada hora que tardase en casarse con
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su Romeo. Este, por su parte, iba discurriendo con su servidor, tan feliz que no cabía en si de gozo.
Vino aquel viernes, y conforme estaba prevenido, madama Giovanna, la madre de Giulietta, salió acom- pañada de su hija y de sus doncellas, dirigiéndose á San Francisco, que entonces se hallaba situado en el arrabal, y entrado que hubo en la iglesia, mandó lla- mar á Fray Lorenzo. Este, que de todo estaba adverti- do y que ya anticipadamente habia hecho entrar á Romeo en la celda de su confesonario, encerrándole dentro, salió al encuentro de la dama, quien al verle le dijo:
— Padre mio, he venido temprano para confesarme y aqui conmigo traigo también á Giulietta, porque no ignoro que tendréis todo el dia ocupadisimo con el grande concurso de vuestros hijos espirituales.
Respondióle el padre, que en el nombre de Diosfuese todo hecho, y después de darle su bendición entróse nuevamente en el convento y penetró en el confesona- rio en el cual Romeo estaba encerrado. Giulietta fue, por otra parte, la primera que se acercó para confe- sarse; y entrada en la celda y cerrada la puerta, hizo señal de que ya estaba dentro. El fraile levantó enton- ces la celosía y después de cruzados los naturales sa- -ludos, habló a Giulietta en la siguiente forma:
—Hija mia, cónstame por lo que me ha dicho Ro- meo, que con él has determinado enlazarte, querién- dole tú á él por marido y queriéndote él á ti por espo- sa. ¿Os halláis ambos ahora en la misma disposición?
Respondieron los amantes que no deseaban otra cosa, y cerciorado el fraile de que tal era la voluntad de los dos jóvenes, tras haberles dirigido algunas ex- hortaciones referentes á la santidad del matrimonio y cumplidas aquellas fórmulas que la Iglesia ordena para el acto de unos desposorios, Romeo entrego el anillo á Giulietta, con grande alegría de uno y de otro.
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Citáronse luégo para verse la próxima noche, besáron- se por el hueco de la ventanilla y salióse Romeo cau- tamente de la celda y del convento, para irse muy gozoso adonde le pluguiera. El fraile volvió á colocar la celosía en el hueco del confesonario, acomodandola de modo que no quedara indicio de haber sido quitada, y hecho esto se puso á oir la confesión de la venturosa joven, de su madre y de las mujeres que la acompa- ñaban.
Vino la noche, y á la hora convenida Romeo fué con Pedro á cierto lugar donde se levantaba una tapia, encaramóse por ella con la ayuda del servidor, bajó al jardin y en él encontró á su esposa que le aguardaba en compañía de la criada vieja. No bien distinguió Romeo á Giulietta, dirigióse á ella con los brazos abier- tos. Otro tanto hizo Giulietta por su parte, y le ciño el cuello y permaneció asi suspendida largo espacio, poseida de soberana dulzura que le embargaba el acento.
Idéntico extremo de pasión dominaba al inflamado esposo, pareciéndole que jamás habia gustado un pla- cer semejante. Luégo comenzaron á besarse el uno al otro con infinito deleite é indecible contento, y reti- rándose luégo á un ángulo deljardin, rindiéronse mu- tuamente tributo de amor legítimo y consumaron el santo matrimonio. Romeo, á fuer de joven y enamo- rado, entregábase repetidamente á mil transportes; enseguida, puestos de acuerdo para volverse á ver otras veces y decidido que entre tanto harian que se hablase á messer Antonio, para que se inclinase á ha- cer las paces y reconocer el parentesco, Romeo salió del jardin besando mil y mil veces á su esposa, llevan- do consigo, en el alma, toda la gloria del paraiso.
—+¿ Dónde se hallaria hoy otro hombre—iba dicién- dose—cuya felicidad pueda compararse con la mía? ¿ Quién se iguala á mi en pasión amorosa, ni quién
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puede llamar suya á una mujer más bella y más gra- ciosa que la que yo llamo mía ?
Por su lado Giulietta no se hallaba menos dichosa, pareciéndole imposible que se pudiese encontrar otro mozo más galán, más distinguido, más cortés, más gentil y mejor dotado de otras mil prendas iguales á las que en Romeo brillaban. Dabase á esperar con todo : el afán del mundo, que las cosas se arreglarian de ma- nera que sin sobresalto pudiese gozar el placer de llamar suyo a Romeo.
En tal estado, los esposos continuaron viéndose al- gunos dias y otros no.
Fray Lorenzo, entre tanto, aplicaba toda su diligen- cia al objeto de establecer la paz entre los Montecchi y los Capuletti, y hallábase en vias de conducir las cosas á tan buen término, que ya se prometía alcanzar el reconocimiento del parentesco contraido por los amantes, con satisfacción de una y otra parte. Cele- brábase en aquellos días la fiesta de la Pascua de Re- surrección, y ocurrió que en un paseo contiguo á la puerta de los Borsari, hacia la parte de Castel Vecchio, un grupo de partidarios de los Capelletti topóse con algunos del bando de los Montecchi y les acometió furiosamente con las armas. Hallábase entre los Capu- letti, Tebaldo, primo de Giulietta, joven valiente, el cual exhortaba á los suyos, inspirándoles coraje y alien- to contra los Montecchi, é invitándoles á herir sin contemplación alguna. De este modo se enconaba la pelea, y auxiliados ambos partidos con el aumento de gente y de armas que iban llegando y se les juntaban, iban enardeciéndose á tal extremo, que se dañaban y herian mutuamente sin cuartel y sin miramiento.
Mas he aquí, que por acaso pasó por alli Romeo, que además de sus servidores, llevaba consigo á unos cuan- tos jóvenes amigos suyos, con quienes andaba por la ciudad solazándose. Turbóse el mozo profundamente
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al ver á sus parientes que andaban á las manos con los Capelletti, a causa de que, enterado de las gestiones pacíficas que practicaba el fraile, hubiera querido que no surgiese reyerta alguna. Asi, pues, para apaciguar el tumulto volvióse á sus compañeros y servidores, y les dijo en alta voz, que fué oida de muchos que en la calle estaban:
—Hermanos, pongámonos en medio de esta gente y procuremos de todos modos que la contienda no vaya más allá, antes esforcémonos en hacerles SERES las armas. |
Y según habia dicho, comenzó á separar á los suyos y á los otros ayudado por sus compañeros, probando de esta suerte con hechos y con palabras su deseo de que la riña no pasara adelante. Nada, empero, le fué dado conseguir, pues el furor de una y otra parte se hallaba en tal punto, que nadie cuidaba sino de herir á su adversario. Yacian por tierra dos ó tres de cada parte, cuando esforzándose todavia Romeo por obli- gar á los suyos á retirarse, vino á hallarse próximo á Tebaldo, el cual avanzando de través, tiró á Romeo una estocada al costado. Pero llevaba el joven puesta su coraza de malla, y por esto no fué herido, pues la espada no pudo atravesar el acero. Volvióse entonces el mozo á Tebaldo, y con amistoso acento le dijo:
—Tebaldo, grande error es el tuyo, si piensas que aqui vine yo para trabar cuestión contigo ni con los tuyos. Por azar me he hallado yo aqui, y me meti en la refriega para apartar de ella á los mios; que mi an- helo es que vivamos de hoy en adelante pacificos y bienquerientes como á buenos ciudadanos correspon- de; y asi te ruego y exhorto a que hagas tú con los tuyos otro tanto, para que cese el ti que harta sangre ha costado ya.
Estas palabras fueron oidas de casi todos los presen- tes; pero Tebaldo, ya porque no las oyese, ya porque
42 MATEO BANDELLO afectase no haberlas oido, respondió á Romeo en esta forma:
a +*-.
ver) PS!
u-
—¡ Ah, traidor! ¡muerto eres! Y furioso se abalanzó contra él, amagándole un golpe á la cabeza; empero Romeo, que iba resguar-
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dado por las mangas de la malla que siempre lle- vaba puesta, y además la capa arrollada al brazo izquierdo, cubrióse con ella y esquivó el golpe, y diri- giendo la punta de su espada contra el enemigo, hirió- le rectamente en la garganta, pasándole de parte á parte, de modo que Tebaldo rápidamente cayó boca abajo en tierra y alli quedó muerto.
Levantóse con el lance grandisimo rumor de comen- tarios, hasta llegar á la corte del podestá, en tanto que los combatientes se ponian en fuga cada cual por dis- tinto lado. Romeo, fuera de si, dolido de haber mata- do á Tebaldo, se encaminó, acompañado de muchos de los suyos, a San Francisco, para refugiarse en la celda de fray Lorenzo. Al escuchar el buen padre la ocurrencia de la muerte de Tebaldo, no halló colmo a su desesperación, pues harto se dió á entender que ya no quedaba recurso humano para extinguir la ene- mistad de las dos familias.
Los Capelletti fueron todos Unidos á querellarse ante Bartolomé, señor de Verona. Por otra parte, el padre de Romeo, quien seguia escondido, se presentó acompañado de los primeros miembros de su familia, á probar, cómo discurriendo el joven por la ciudad de solaz con sus compañeros, llegó por casualidad al sitio donde los Montecchi habian sido atacados por los Ca- pelletti y se introdujo en la pelea para acallar el estré- pito y apaciguar la cuestión; mas que herido de través por Tebaldo, rogó á éste que mandase retirar á los suyos y que depusieran las armas; que Tebaldo volvió entonces á acometerle, y lo demás que en el suceso habia ocurrido. De esta suerte, acusándose entre si y excusándose todos, contendian enconadamente en pre- sencia del signor Bartolomé. Sin embargo, como era cosa harto manifiesta que los Capelletti habian sido los provocadores y cómo se probó par muchos testi- monios dignos de fe, lo que Romeo habia dicho pri-
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meramente á sus acompañantes, así como el lengua- je que había usado con Tebaldo, el signor Bartolomé se contentó con mandar deponer á todos las armas y desterrar á Romeo.
En casa de Capelletti se lloraba amargamente, por la pérdida de Tebaldo. Giulietta, suelto el raudal de sus lágrimas, no daba tregua al dolor de su corazón; pero aquel copioso llanto no lo vertía ciertamente por la pérdida de su primo, sino por la ruina de su espe- ranza, ante la cual se entristecia profundamente, sin acertar á prever cual seria el término de tamaña des- ventura. Como averiguase por conducto de fray Lo- renzo, el lugar donde Romeo se ocultaba, escribióle una carta regada con lagrimas abundantes, y se la mando por medio de la criada vieja. Declale en ella, que no ignoruba el fallo de destierro que contra él ha- bia sido dictado, el cual le obligaba á salir forzosamen- te de Verona; y que siendo asi, tiernisimamente le rogaba que le indicase el modo de partir con él.
Romeo le contestó exhortándola á que se tranquili- zase, que dejase al tiempo la misión de remediarlo todo y que no había decidido aun el hogar á donde iria á refugiarse, si bien pensaba elegirlo todo lo : mas cercano á Verona que en lo posible cupiera, y que de todos modos antes de partir él procuraria á toda costa verse y hablar con ella, en el punto donde más en co- modidad la viniese.
Quiso ella que este punto fuera el jardin, por ser lugar menos peligroso, como ya en la noche de su matrimonio lo habia igualmente elegido, y señalada con toda precisión la noche de la entrevista, Romeo tomó sus armas, salió del convento con la ayuda de fray Lorenzo y acompañado de su fidelisimo Pedro, se dirigió á donde su esposa le aguardaba. |
Giulietta le recibió en el jardin, derramando lágri- mas infinitas. Largo rato estuvieron los dos sin poder
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pronunciar palabra, bebiendo cada uno, al besarse, las lágrimas que hilo á hilo corrían por el rostro del otro
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en grandisima abundancia. Condoliéronse luégo, de que tan presto tuvieran que separarse, y no sabian sino llorar de continuo y lamentarse de la adversa for- tuna que á sus amores cupiera; y abrazándose y be-
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sándose mil y mil veces, el uno al otro tiernamente daba consuelo.
Acercábase, en esto, la hora de separarse, y Giu- lietta con el más suplicante acento que el alma supo dictarle, imploró de su esposo que la llevase consigo.
—Yo,—le decia, —señor y amado mio, me cortaré esta larga cabellera y me vestiré de muchacho, y siguién- doos adonde quiera que os plazca ir, fielmente os acom- pañaré y os serviré amorosamente. ¿Y en quién pu- - diérais hallar más fiel servidor? ¡Oh, amado esposo mio! Otorgadme esta gracia y permitidme que corra vuestra misma suerte y que vuestros azares sean los mios. |
Romeo le dirigía sus más dulcés palabras para alen- tarla y ponia su esfuerzo en infundirle consuelo, ase- gurándole que en su opinión, el destiérro sería muy en breve revocado, puesto que el principe había dado alguna esperanza á su padre; y añadia que si tuviera que determinarse á llevarla consigo, no sería con ropa de paje, sino como esposa suya y señora, honrosamen- te acompañada de sus iguales. Otra vez la afirmaba que el destierro no duraria más de un año, considerando que si en este plazo no se hacian las paces entre los deudos de uno y otro bando, el principe tomaria á su cargo el empeño de su pacificación, imponiéndosela mal de su grado y sucediese lo que sucediese ; y con- cluia, que si las cosas en todo caso se dilataban dema- siado, él cuidaria de buscar otro partido, puesto que le era imposible vivir mucho tiempo sin ella. Convi- nieron luégo en escribirse para saber el uno del otro, siguió Romeo diciendo mil ternezas á su esposa para dejarla consolada, mas sin que ella cesase de llorar con amargo desconsuelo, hasta que viendo ya des- puntar la primera luz del alba, besáronse y abra- záronse estrechamente ambos amantes, despidiéndose al fin entre abundantes lágrimas y suspiros, Romeo
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para volverse á San Francisco y Giulietta á su. es- tancia.
Á los dos ú tres dias, Romeo dispuso su partida y salió de Verona ocultamente, disfrazado de mercader extranjero, yéndose á vivir a Mantua donde podia es- tar con seguridad; alli tomó una casa y atendido por su padre que no le dejaba escaso de dineros, vivia hon- rosamente y bien acompañado.
Giulietta no hacia otra cosa que llorar y suspirar todo el dia, perdidos el apetito y el sueño, sin hallar ni poner diferencia entre el dia y la noche. Su madre que vela aquel llanto, mil veces le preguntó cuál era la causa de semejante malestar y cuál el daño que se sentia, é invitábala á enjugar ya suslágrimas, diciendo que bastante habia llorado la muerte de su primo. Respondia Giulietta que no sabia lo que la aquejaba; pero no bien tenia ocasión de quedarse sola, otra vez se entregaba á las lágrimas y al dolor, de suerte que acabó por ponerse flaca y melancólica, tanto que nadie reconociera en ella aquella Giulietta hermosa de poco antes. Romeo la animaba y confortaba por medio de sus cartas, dándole siempre esperanzas de que en breve volverian a verse, e instábala encarecidamente porque se alegrase y distrajese lanzando de si el humor melancólico, y porque confiase en que todo se concilia- ria del mejor modo'; vanas instancias para la joven, que ausente de su amado no hallaba para sus penas remedio alguno.
La madre, dando vueltas al pensamiento, hubo de caer en la sospecha de que el pesar de la joven pudie- se provenir del deseo de casarse, estimulado por el casamiento de algunas amigas suyas. Y una vez con- cebida esta idea, fué á comunicarla á su marido, y le dijo asl:
— Esposo mio, nuestra hija vive sumida en una profunda tristeza, y no hace otra cosa que llorar y sus-
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pirar, huyendo cuánto puede del trato de todo el mun- do. Muchas veces le he preguntado por la causa de su pesar y he espiado por todas partes para llegar á co- nocerla, sin que nunca mi interés se haya satisfecho. Ella me contesta siempre diciendo que no sabe lo que tiene, y toda la gente de nuestra casa se encoge de hombros sin acertarse á explicar lo que esto significa. Cosa cierta es, que alguna gran pasión debe de ator- mentarla, puesto que sensiblemente se va consumiendo lo mismo que la cera al fuego. Aunque me he perdido en mil suposiciones, una sola se me hace posible y es que, como ha visto que muchas de sus amigas tomaban esposo en el último carnaval, y por lo que á ella res- pecta nada se ha hablado de desposarla, de aqui tal vez nazca esa tristeza suya. Cercana esta ya á sus diez y ocho años, que por Santa Eufemia los cumple, y esto pensando he creido prudenté, esposo mio, decirte algo sobre este particular para que veas si ya es hora de que le busques y ofrezcas un digno y honrado partido, y no la tengamos más tiempo en doncellez, que esta no es mercancia para guardada en casa.
Escuchó messer Antonio cuanto su mujer le estuvo diciendo, y no estimándolo fuera de propósito, le res- pondió de esta suerte: |
— Esposa mia, puesto que no has podido averiguar otra cosa con respecto á la melancolía de nuestra hija, y eres de parecer que debemos darla un marido, yo empezaré desde hoy á hacer las debidas diligencias para hallárselo tal y como conviene al lustre de nuestra casa. Mas procura tú entretanto, descubrir si ella está ena- morada y que te manifieste cuál marido la agradaria.
Madonna Giovanna ofreció hacer todo cuanto supie- se, y en efecto no se descuidó en investigar con su hija y con los demás de la casa, todo lo que se le alcanzó y pudo, pero no le sirvió para llegar á descubrimiento alguno.
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En estos dias fué presentado á messer Antonio, el conde Paris de Lodrone, joven de veinticuatro años, muy apuesto y rico, el cual pareció al primero un par- tido excelente, y empezando á tratar el asunto con no pocas esperanzas de buen éxito, messer Antonio lo participó á su mujer, quien lo tuvo porcosa de grande - excelencia y honra. Contenta se apresuró á decirselo á Giulietta, lo cual fué acrecentar en ésta el dolor y la tristeza, con intimo desagrado de madonna Giovanna, que lo echó de ver sin atinar en el misterioso motivo.
Largamente estuvo hablando con Giulietta, y al cabo de sus razonamientos le dijo:
— De suerte, hija mía, que á juzgar por lo que veo, no quieres tomar marido.
— No,—respondió ella,—no quiero casarme.
Y añadió que si su madre la amaba y algo le impor- taba su dicha, le pedía que no la hablase de matrimo- nio.
— Pues entonces—exclamó la madre oyendo tal res- puesta de su hija—¿ qué quieres tú ser ? ¿Piensas ha- certe beata santurrona, Ó quieres meterte á monja? Dime, revélame tu pensamiento.
Respondiole Giulietta, que no quería ser beata ni monja, y que no sabia lo que queria, como no fuese morir, con lo cual quedó la madre llena de asombro y disgusto, sin saber qué decir y menos qué hacerse.
Otro tanto pasaba á todos los habitantes de la casa, pues ninguno podia explicarse aquella rareza, ni se les ocurría otra observación sino que desde la muerte de su primo, Giulietta no había vuelto á alegrar su humor, ni cesado de llorar, ni asomado su rostro á una ven- tana.
Todo lo refirió madonna Giovanna á messer Antonio y entonces llamó éste á la joven, y después de varios razonamientos, le dijo:
— He considerado, 20 mía, que te encuentras ya en
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sazón de tomar marido, y á este fin te he buscado uno muy noble, rico y apuesto, el cual es señor y conde de Lodrone. Prepárate, pues, a recibirle y á hacer todo lo que mi voluntad te ordene, que tales y tan honrosos partidos no se ofrecen todos los dias.
Giulietta, con más resuelto ánimo del que á una niña convenla, respondió sin rebozo que no quería casarse, exasperando con esta respuesta de tal manera á su padre, que estuvo éste á punto de pegarle. Amenazóla no obstante con fiera energia y duras palabras, y le previno que, de grado ó por fuerza, se dispusiera para dentro de tres ó cuatro dias, que debia ir á Villafranca en compañia de su madre y otros parientes, porque era aquel el lugar a donde llegaria el conde Paris con su acompañamiento, al objeto de verla. Y advirtióle que á esto no opusiese réplica ni resistencia, si no queria que le rompiese la cabeza y la pusiese en la más triste condición que jamás hubiera conocido doncella nacida. ¡Cómo estaria el ánimo de Giulietta, cuáles serían sus pensamientos, imaginelo quien haya sentido la llama de amor! Quedose la infeliz anonadada como si acabase de herirla la saeta de un fulgurante trueno.
Asi que hubo vuelto en si, apresuróse a ponerlo todo en noticia de Romeo, por conducto de fray Lorenzo, á lo que contestó aquél incitándola á cobrar ánimo, pues muy luégo habia de procurar sacarla de la casa paterna para conducirla con él a Mantua. No pudo, sin embargo, dispensarse de ir á Villafranca, donde su padre gozaba de gran poder. Dejóse conducir con el mismo placer que van los condenados á ser colgados en la horca. ]
Alli estaba ya el conde Paris, que la vió por primera vez en la iglesia oyendo misa; y aunque estuviese fla- ca, pálida y melancólica, el conde gustó de ella, en virtud de lo cual pasó á Verona donde concluyó con messer Antonio el trato del casamiento. Á su vez re-
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gresó Giulietta á Verona, y allí oyó de su padre la nueva de que su matrimonio con el conde Paris estaba ajustado, y que alegrase su ánimo y cobrase buen aliento. Ella se revistió de energia para reprimir las lágrimas que á los ojos se le venian en dos torrentes, y nada replicó á las razones de su padre. Mas certifi- cóse de que la boda se disponia para mediados del próximo setiembre, y no acertando por si misma á hallar medio de contrarestar aquel necesario conflic- to, resolvió acudir en persona á tomar consejo del pa- dre Lorenzo, para saber cómo podria librarse del ya concertado matrimonio. Estaba cercana la fiesta de la Ascención de la siempre gloriosisima Virgen Madre del Redentor, y aprovechando Giulietta la ocasión que esto le ofrecia, fuése en busca de su madre, y le dijo asi:
— Madre mia querida, yo no sé ni puedo imaginar de qué haya nacido esta fiera melancolía que me posee y tanto me aflige, porque desde el dia en que Tebaldo fué muerto no he podido recobrar el contento, antes _ paréceme que de continuo voy cayendo de mal en peor, sin hallar cosa alguna que me lisonjee ; y asl, he pensado que en esta bendita y santa fiesta de la Ascen- ción de nuestra abogada, la Virgen Maria, vaya á con- fesarme, esperando que este paso pueda serme de al- gún remedio en mi tribulación. ¿Qué dices tú á eso, dulce madre mia > ¿ Quieres que yo siga este propósito que se me ha ocurrido ? Si otro camino te parece que deba seguir, enséñamelo, que yo ni aun sé ya dónde tengo la cabeza.
Madonna Giovanna, que era mujer de bondad y muy religiosa, acogió con vivo agrado el pensamiento de su hija y la exhortó á seguirlo con gran recomendación. En consecuencia salieron juntas, camino de San Fran- cisco, y llegadas alli hicieron llamar á fray Lorenzo. Acudió éste y entró en el confesonario al cual se llegó
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Giulietta y puesta de rodillas delante de él, á través de la rejilla se expresó con el padre de esta suerte:
— Padre mio, nadie mejor que vos sabe en el mun- do, lo que ha pasado entre mi marido y yo, y ocioso seria, por lo tanto, que os lo repitiese. Dejadme con todo, que os recuerde la carta, que debéis tener pre- sente, dirigida por mi á Romeo y que vos leisteis por encargo mio antes que á aquél la remitiéseis, en la cual le daba noticia de cómo mi padre me habia prometido por esposa al conde Paris de Lodrone. Romeo me con- testó que veria y obraria, pero Dios sabe cuándo. Aho- ra esel caso, que entre ellos han convenido que los desposorios se celebren este mes de setiembre próxi- mo, y que yo haya de prestarme sin réplica á sus acuerdos. Y como el tiempo se apresura y yo no veo manera de desenredarme de ese Lodrón ó ladrón, que ladrón y aun asesino me parece á mi, á vos he acudido en demanda de consejo y ayuda para encaminar las cosas á un término distinto de ese á que se dirigen. Yo no quiero verme enredada, confiando en ese veré y obraré que Romeo me escribe, pues su esposa soy, y con él he consumado el matrimonio, y de nadie puedo ser, sino suya, ni quisiera aunque pudiese; noconcibo en la tierra que yo sea mas que suya. Necesito, pues, con urgencia vuestro auxilio y vuestro consejo. Mas oid antes lo que á mi se me ha ocurrido. Yo quisiera, padre mio, que me ayudaseis á hacerme con unas cal- zas, jubón y lo demás del vestido de hombre, para disfrazarme como un muchacho y salir de este modo de Verona, al oscurecer de la tarde ó muy temprano de la mañana, que nadie me conozca, y yo partiré de- rechamente á Mantua, á refugiarme en la casa de mi Romeo.
El buen fraile escuchó atento la explicación de seme- jante quimera, á la verdad no con gran destreza formada, y como era natural que no le complaciese ni
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una minima, tomó la palabra y dijo á su joven peni- tente:
— Hija mia, tu proyecto no es para ejecutado, pues te pondr'as, cumpliéndolo, en gran peligro. Eres tú muy joven y con demasiado primor educada para que sufrieses la fatiga del camino, el cual tendrias que se- guir á pié, cosa en tu estado desacostumbrada; sobre que no conoces ese camino y te verías extraviada dis- curriendo por aca y por aculláa. Tu padre, no bien des- cubriría tu ausencia de su casa, mandaria pesquisido- res á todas las puertas de la ciudad y por todos los caminos de la comarca, y sin la menor duda serias descubierta por los espias. Volveriante á tu casa y alli tu padre querría enterarse de los motivos que te hubie- sen obligado á huir disfrazada de hombre. Y no com- prendo cómo podrias tú resistir á las fieras amenazas que te harian, ni menos á los malos tratos con que los: tuyos te forzarian á declarar la verdad del suceso; y siendo asi, todo cuanto habrias hecho con el propósito de ir á ver á Romeo, serviria para destruirte la espe- ranza de volverle á ver jamás.
Aquietose el espiritu de Giulietta con estas persua- sivas palabras del religioso, y le replicó:
—Puesto que mi intento no Os parece bueno, padre mio, aconsejadme vos y ayudadme á deshacer este enredadisimo nudo, por el cual ¡ay de mi! me'sien- to oprimida, y decidme el modo que con menos aza- res pueda reunirme con mi Romeo. Porque es im- posible que yo siga viviendo sin tenerle á él. Y cuando no deis con arbitrio factible de encaminarme á su lado, servidme al menos de ayuda para que si no soy de Romeo, no sea de ningún otro. Romeo me dijo que sois gran destilador de yerbas y de otras materias, y que sabéis componer un líquido que en dos horas no más produce la muerte sin atormentar el cuerpo. Dad- me de él una cantidad bastante que me libre de las
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manos de ese ladrón o Lodrón, ya que no podéis de- volverme á Romeo, que amandome él como yo sé que me ama, verá contento que yo muera, antes que ir á parar en el poder de otro hombre. De esta suerte, ade- más, me libráis á mi de una gran vergúenza, y conmi- go libráis á toda mi familia. Hacedlo, padre, pues si. otro auxilio no me asiste para salirme de este mar tempestuoso en el cual ahora me encuentro luchando en barquilla frágil y desgobernada, yo os juro por mi fe, —y he de tenérosla,—que una noche atentaré a mi propia vida abriéndome con un cuchillo las venas del cuello; que á morir estoy resuelta, antes que á Romeo quebrante la fe conyugal.
Era el religioso un entendidisimo experimentador, y tenía, á su edad, recorridos muchos paises en los cua- les se habia gozado aprendiendo cosas diversas; y era sobre todo experto en discernir las virtudes de las plantas y de las piedras, cualidad que le hacía uno de los más notables quimicos de su tiempo. Componia entre otras cosas, varios narcóticos de inofensivos efec- tos, uno de los cuales obtenía por medio de una pasta que fabricaba y reducia luégo á menudisimo polvo, cuya virtud era maravillosa. Una vez habia sido bebi- da mezclada con un poco de agua, en un cuarto de hora 6 media hora adormecia de tan intensa manera al que la hubiese bebido, enagenándole el espiritu y suspendiéndole los sentidos, que no habia médico, por práctico y distinguido que fuese, que no diese a aquel por muerto. Manteniase, después, el narcoti- zado cerca al menos de cuarenta horas en tan dulce estado de muerte, conforme á la cantidad de aquellos polvos que se tomaba y según el temperamento hu- moral del cuerpo de cada uno. Cumplido el efecto del nárcótico, despertábase el hombre ó mujer, ni más ni menos que si volviera de un largo y plácido sueño, sin experimentar otra alteración, ni daño.
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Habia escuchado el fraile la resuelta disposición de la desconsolada joven, quebrantado de piedad y pu- diendo á duras penas contener las lágrimas. Conmo- vido, pues, y con apiadado acento le dijo:
—Óyeme, hija mia. No hay que pensar en morir, pues yo te afirmo que si una sola vez te murieses, no volvieras á esta tierra hasta aquel dia del universal Juicio, cuando juntamente con todos los muertos se- remos resucitados. Quiero que pienses en vivir hasta tanto que plegue a Dios; él nos ha dado la vida, él nos la conserva, él, cuando á bien lo tiene, nos la vuelve á quitar. Asi pues, destierra de ti ese negro pensa- miento, que muy joven eres y debes holgarte de vivir y de gozar á tu Romeo. No dudes que para todo he- mos de hallar remedio. Según tú no ignoras, yo dis- fruto en esta magnifica ciudad, general concepto que _me da grandisimo crédito y buena reputación; si se supiera que yo he sido participe en tu matrimonio, cosa fuera que me reportaria daño é infinita vergúen- za. ¿Qué seria, pues, si yo te diese un veneno? No lo tengo yo para dártelo, mas aun cuando lo tuviese te lo rehusaría, ante todo porque incurriria con Dios en ofensa mortalisima, y además porque mi concepto se arruinaria totalmente. Bien puedes tú comprender que de ordinario pocos asuntos de importancia se re- suelven aqui, en los cuales yo no intervenga con mi autoridad ; y no irán pasados quince dias que el señor de la ciudad me llamó para confiarme un negocio de grandisimo interés. Por esta razón, hija mia, yo me esmeraré gustosamente en favor tuyo y de Romeo, y mirando á tu salvación hare de modo que Romeo no te pierda y que no llegues tú á ser de ese Lodrone, todo sin que hayas de morir; mas necesario es que esto suceda de modo que nadie lo sospeche jamás. Conviénete ahora cobrar ánimo y fortaleza para hacer cuanto yo te ordene, que será sin causarte daño, sea
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en todo caso lo que fuese. Y atiende, ahora, á lo que dispongo.
Al llegar aqui, el fraile mostró detenidamente á la joven, aquellos polvos que se han mentado, y le expli- có la virtud que tenian, muchas veces por el experi- mentada y siempre efectiva y perfecta.
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—Hija mia, — añadió luégo el religioso, —estos polvos de mi composición, son tan preciosos y de tan raro valor, que ellos te harán dormir sin riesgo ni daño, según te he dicho, y en tal quietud te quedarás repo- sando, que si Galeno, é Hipócrates, y Messue, y Avi- cenna, y toda la escuela de los más excelentes médicos te viera y te tomara el pulso, ninguno quedaría entre ellos que no te juzgase muerta; y así que haya pasado
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el efecto de ese sueño artificial, vas á despertar tan sana y tan bella como sueles todas las mañanas cuando saltas de tu lecho. Has de beberte este liquido, alla, cuando veas que despunta el alba; irás durmiéndote poco á poco, y a la hora del levantarse, observando los tuyos que aún duermes, querrán despertarte sin que puedan. Hallarante inmóvil, sin pulso y fria como un hielo; llamarán á los médicos, convocarán á los pa- rientes, todos, en una palabra, te tendrán por muerta, y puestos en tal creencia, te darán por la noche sepul- tura y te colocarán en el sarcófago de los Capelletti, tus ascendientes. Alli, en esa primavera de tu edad, reposarás toda la noche y todo el dia. Mas llegará la noche siguiente y Romeo y yo buscaremos el modo de sacarte de allí, pues ya habré yo dado á Romeo el conveniente aviso, escribiéndole por la posta. De esta suerte y con tal secreto te conducirá en su compañia á Mantua, donde ocultamente habra de guardarte has- ta tanto que se alcanza entre los tuyos y los suyos esa tregua bendecida, de cuyo logro me siento en el cora- zón no sé qué agradable promesa. Si por esta senda rio quieres tú seguir, ignoro por cuál otro recurso conseguirte el socorro que me solicitas. No olvides, empero, que es altamente necesario el sigilo y no re- velar este proyecto sino á ti misma; de otro modo, darias en tierra con tus esperanzas y con mi crédito.
Giulietta, que por encontrar á su Romeo, no en un sepulcro, sino en un horno ardiente se hubiera entra- do, respondió con su entero asentimiento á la propo- sición del fraile, y sin detenerse á pensar, se PAD á aquél de esta manera:
—Padre, yo haré todo cuanto me mandéis, y asi, en vuestras manos me entrego. Y no temais que á perso- na humana revele yo un átomo de este secreto, pues he de guardarlo estrechisimo.
Dirigióse en seguida el religioso á su celda, y de ella
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volvió, entregando á la joven una porción de polvo,— como la que se cogeria con una cuchara,—envuelta en un pedazo de papel. Recibió Giulietta aquel dón y lo guardo en su bolsa, agradeciéndoselo mil veces á fray Lorenzo.
Éste, que no podía darse á entender con seguridad que una niña fuese tan serena y tan audaz que se dejase encerrar en una tumba entre los muertos, detú- vola un momento más e interrogóla.
—Dime, hija, ¿no tendrás miedo de tu primo Tebal- do, que fué muerto tan poco tiempo há, y que yace en la misma sepultura donde vas tú á ser colocada y debe de estar hediendo terriblemente ?
—Padre,—respondióle la animosa joven,—no os pre- ocupe este punto, que si pasando por entre los conde- nados del infierno esperase yo llegar al encuentro de mi Romeo, no temeria ni al fuego eterno.
— Ahora bien—dijo el fraile. —Todo sea en nombre de Dios, Nuestro Señor.
Volvió Giulietta muy contenta al lado de su madre, y mientras caminaban de regreso á su casa le dijo:
—Madre, yo os doy certeza de que fray Lorenzo es un santisimo varón. El me ha consolado á tal extremo con sus dulces y santas palabras, que casi me ha echa- do fuera la melancolia que yo estaba padeciendo. Me ha hecho un sermoncito tan devoto y tan apropiado á mi mal, que no era,posible imaginar remedio mejor.
Madonna Giovanna que vió á su hija más alegre que de costumbre y que iba oyéndole cuanto decia, no ca-
bia en si de gozo, y dijo á la joven, muy satisfecha de
verla recobrar el placer y el ánimo perdidos:
—¡Oh, hija mia querida, así te bendiga Dios, como infundes en mi alma nuevo regocijo, mostrándome que vuelves á alegrarte! Y quedamos muy obligados á ese nuestro padre espiritual, que tan grande beneficio nos ha alcanzado. Justo es que le tengamos en mucho
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afecto y que le socorramos con nuestras limosnas, que si el monasterio es pobre, él en cambio ruega sin cesar á Dios por nosotros. Acuérdate con frecuencia de él y mándale de cuando en cuando algún buen agasajo.
Convencida estaba madonna Giovanna, de que ver- daderamente la melancolía de Giulietta habia desapa- recido, y bien se guiaba, á juzgar por el semblante pla- centero que la joven ponia. Fué y dijoselo á su marido, y ambos á dos se felicitaron, tranquilizándose con respecto á la sospecha que abrigaban, de que su hija estuviera enamorada de alguno.
Y aunque, separada esta versión, no les quedaba satisfactorio motivo para explicarse la pasada tristeza de la joven, atribuyéronla buenamente á la desgracia del primo ó á otro accidente análogo que pudiese ha- berla contristado. Así pensaban, y considerando que la muchacha era todavía muy jovenzuela, de buena gana, á poder ser con decoro, se habrian resuelto á aplazar por dos ó tres años el acto de darle marido; pero el convenio celebrado con el conde se hallaba ya en un punto tan avanzado, que no era posible sin es- cándalo deshacer lo hecho y retroceder en lo concluido. Se fijó, en consecuencia, dia para la boda, y proveye- ron á Giulietta de vestidos y de joyas, conforme era ley y costumbre.
La joven seguia mostrándose placentera; rela y bro- meaba, y allá en sus adentros haciasele un siglo cada momento que tardaba en llegar la hora de beber el agua con los polvos. Llegada la noche, vispera del dia, que era domingo, en que públicamente debia casarse, nuestra joven enamorada, sin dejárselo sospechar á nadie, preparó una copa con agua y, sin que lo advir- tiese la vieja criada, la colocó junto á la cabecera de la cama. Poco ó nada durmió aquella noche, embebida en numerosos pensamientos. Íbase llegando la hora del alba, á cuyo anuncio debía beber el narcótico preve-
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nido, y entonces comenzó á representarle su imagina- ción á su primo Tebaldo, en la propia conformidad que le habia visto, herido en la garganta y todo ensan- grentado; ; y al pensar que al lado de su cadáver ó qui- zás encima, la habian de sepultar á ella, y que alli, dentro de aquel sarcófago se encontraban tantos cuer- pos muertos, y tantos huesos y despojos, entróle: un frio por el cuerpo y se le erizaron los cabellos de tal suerte, que poseida del miedo temblaba como una hoja al viento. Y luégo se le esparció por todos los miembros un helado sudor, y le parecia á cada instan- te que aquellos muertos la deshacian en pedazos y los sembraban. Semejante terror suspendia su acción, de suerte que no acertaba á determinarse, y lucgo cuando recobraba algún tanto la serenidad de su juicio, decia para si:
— ¡Qué voy á hacer, oh triste! ¿Adonde voy á de- jarme conducir? Si por desdicha abro los ojos antes que el fraile y Romeo vayan, ¿qué va á ser de mi? ¿ Podré soportar el hedor insufrible que debe despedir el cuerpo corrompido de Tebaldo, yo que no tolero el más leve é inofensivo mal olor que en casa se perciba?
¿Quién sabe si en ese sepulcro habra reptiles y gusa- nos, que tanto temo y aborrezco? Y sijamás he tenido valor para mirarlos, ¿cómo podré sufrir que me ro- deen y toquen? ¿No he oido yo mil relatos de cosas espantosas ocurridas durante la noche, no ya dentro de una sepultura, sino en el recinto de una iglesia y de un cementerio?
Llena la cabeza de estas ideas pavorosas é imaginan- do mil accidentes espantables, estuvo a punto de no beber y de esparcir por tierra el contenido de la copa. Asi estuvo oscilando entre opuestas resoluciones y ali- mentando pensamientos, de los cuales unos la invita- ban á apurar Ja copa y otros la intimidaban con mil peligrosas imágenes. Por fin, cuando hubo luchado un
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buen espacio, entre quimeras y vacilaciones, pudo en ella, más que nada, su vivo y ferviente amor por Ro- meo, por los afanes sufridos aún más y más acrecen- tado, y á la hora en que la aurora comenzaba á asomar la faz por los balcones de Oriente, la joven, des- echados los pensamientos cobardes, apuró de un sorbo la mezcla de los polvos y el agua, tendióse reposada y pocos momentos después ya estaba dormida.
La anciana que dormía junto á ella, no dejó de ob- . servar esa agitación, comprendiendo que la joven no dormia 0 dormia muy poco, pero nada echó de ver en el momento en que aquella se bebió el brebaje; levan- tóse á la hora acostumbrada y fuése á sus habituales quehaceres domésticos. Vino más tarde la hora de le- vantarse la joven, y dirigiéndose la criada al aposento, dijo cuando hubo entrado: |
—¡Ea, ea! ¡Que ya es hora de sacudir el sueño!
Abrió la ventana, y como viese que su señora ni se movía, ni daba señales de levantarse, se aproximó á ella y meneándola decia:
— ¡Ea, ea! ¡Levántate, dormilona! |
Pero todo su esfuerzo era como hablar á un sordo. Comenzó. á moverla fuertemente, y á sacudirla, y á tirarla de la nariz, y á pellizcarla; todo inútil. La joven tenia de tal manera suspendido el espiritu vital, que no la hubieran despertado los más horrendos y estre- pitosos truenos, con todo su poderoso ruido. Llena con esto de espanto la pobre anciana, viendo que Giulietta no daba trazas de sentir, ni más ni menos - que hubiera hecho un cuerpo muerto, por tal muerta la tuvo; así es, que fuera totalmente de su acuerdo, dolorida y triste, y rompiendo á llorar con amarguisi- mo llanto, corrió al encuentro de madonna Giovanna, á la cual dijo con acentos que apenas le permitia arti- cular el dolor que la tenía embargada:
— ¡Señora, vuestra hija es muerta!
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Acudió la madre con trémulo paso y llorando, y al encontrar á su hija en el estado que descrito queda, no hay que decir cuál fué su dolor y desconsuelo. Sus gritos lastimosos hubieran conmovido á las piedras y ablandado á los tigres en el instante de su ira más te- rrible, que es cuando les han robado sus cachorros. Las lágrimas y sollozos de la madre y de la criada se oyeron presto en toda la casa, poniendo en agitación á todos los habitantes de ella, que presurosamente co- rrieron al sitio de donde salian tales anuncios de sen- timiento. Acudió el padre y sintióse próximo á morir de dolor al hallar á su hija fria como el hielo y privada de todo indicio de la vida. Y divulgóse el caso, pasó de boca en boca, llenóse la ciudad de sus comentarios, presentáronse amigos y parientes, henchiase de gente la casa, y á medida que el concurso era en ella mayor, iban siendo también mayores el llanto y la desespera- ción.
Llamaáronse médicos, los más famosos de la ciudad, los cuales, empleados todos los recursos que tuvieron por más oportunos y saludables, viendo que no conse- guian cosa alguna con las aplicaciones de su arte y enterados además de cual habia sido la vida de la jo- ven, que desde largo tiempo no hacia sino llorar y suspirar, convinieron unánimemente que la fuerza del dolor la habia sofocado y que era muerta sin que cu- piese la menor duda. Con esta declaración redoblóse el llanto y corrió sin término, y en toda Verona se do- lia la gente de tan acerba é inesperada desventura ; pero la triste madre era quien sobre todo se lamentaba y vertia amarguisimas lágrimas, sin querer aceptar consuelo de nadie. Por tres veces cayó desvanecida abrazando el cuerpo de su hija, tan muerta como ésta lo parecia; y volvia en sí para desesperarse con nuevo dolor y para llorar con más tristes lágrimas. Rodeá- banla muchas mujeres, esforzándose cuánto podian por
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consolarla; mas ella habia soltado de tal suerte las riendas al dolor y á tal extremo se hallaba á éste aban- donada, que ni oía una palabra de cuantas le decian, ni tenia sentidos más que para llorar y suspirar, y cla- mar al cielo desesperada, y mesarse el cabello como demente. Messer Antonio, tan dolorido como su espo- sa, sentiase el pecho aún más atormentado, pues cuanto menos desahogaba con lágrimas su pena, tanto más grande se hacia ésta interiormente; que aunque amaba a su hija con toda la profundidad de su ternura y le afligía por su pérdida dolor crudelisimo, él como prudente, se esforzaba mejor en contenerlo.
Fray Lorenzo escribió largamente á Romeo, aquella mañana, refiriéndole la disposición que el habja dic- tado de que Giulietta tomase los polvos, con lo demás que se habia seguido; y añadiale, que á la noche si- guiente él iria á sacar á la joven de la sepultura para llevarla á su celda, en virtud de lo cual procurase Ro- meo entrar disfrazado en Verona, donde le aguardarla hasta las doce de la noche del dia siguiente; quedando luégo en arbitrar lo que más propio y conducente les pareciera. Escrita y sellada esta carta, Fray Lorenzo la confió á un fraile que le era muy fiel, al cual enca- recidamente dió el encargo de que fuese á Mantua y buscase á Romeo Montecchio, y le diese la carta á el en persona y á nadie más. Partió el fraile y llegó á Mantua, todavia en hora temprana y fué á apearse á la puerta del convento de San Francisco. Alli dejó su caballo, y al dirigirse en busca del padre guardián para que le diese un hermano que le guiase por la ciu- dad á desempeñar sus encargos, tuvo noticia de que pocos momentos antes de su llegada habia muerto un fraile de aquella comunidad. Reinaba, por entonces, alguna sospecha ó temor de peste, y los diputados de la sanidad hubieron de creer que el susodicho fraile habia sin la menor duda fallecido de pestilencia; cre-
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yéndolo asi con tanto mayor motivo, cuanto se había descubierto en el cuerpo del difunto un bubón del ta- maño de un huevo, en la ingle, el cual era cierto y evidentisimo sintoma de la pestifera enfermedad. Y he aqui que en el preciso instante en que el fraile ve- ronés demandaba un acompañante, llegaron los guar- dias de la ciudad é intimaron al guardián que bajo gravisima pena y de orden del gobernador, no permi- tiese que del monasterio saliese persona humana. El fraile recién llegado de Verona, querla alegar que en aquel preciso instante habia entrado y que no habia - tenido trato ni contacto con nadie; pero se cansó en balde, mal de su grado tuvo que quedarse en el con- vento encerrado con los otros frailes y de aqui se ari- ginó que ni pudo entregar á Romeo la bendita carta de Fray Lorenzo, ni tampoco mandarle recado ningu- no. Esto fué ocasión de grandisimo daño é infortunio, según á renglón seguido lo váis á ver.
Entretanto disponianse en Verona solemnisimas exequias en sufragio de la joven a quien tenian por muerta, habiéndose acordado celebrarlas aquel mismo dia, á las últimas horas de la tarde. Llegaron estas no- ticias á conocimiento de Pietro, el servidor de Romeo, el cual oyendo decir que Giulietta era muerta, llenóse todo de espanto y decidió ir á Mantua, si bien quiso esperar la hora del enterramiento de la joven para verla por sus ojos conducir á la sepultura, puesto que asi podia dar á su señor el testimonio de su vista. Se propuso, pues, aguardar a la noche, montar entonces á caballo y salir de Verona para llegar á Mantua en el punto que abrieran las puertas de esta ciudad.
Por la tarde, conforme estaba dispuesto, sacaron el féretro donde se encerraba Giulietta, y en medio del sentimiento de Verona entera, fué conducido con gran pompa de clérigos y frailes, á la iglesia de San Fran- cisco. Pietro asistió al acto: tan aturdido y tan fuera
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de su acuerdo le tenia el dolor que probaba por su amo, de quien harto sabia que sólo por Giulietta alen- taba, que no pudo concebir la idea de ver al padre Lo- renzo; á habersele ocurrido, le habria enterado éste de la historia del narcótico, y transmitiendola á Ro- meo, se evitaran tantas desdichas como luégo suce- dieron. Convencido, pues, de que Giulietta era la que en el ataúd iba encerrada, habiéndola reconocido ma- nifiestamente, montó Pietro á caballo y echó á caminar hasta Villafranca, donde se detuvo un buen rato para dormir un sueño y dar descanso á su caballo. Desper- tó como unas dos horas antes del día, siguió su cami- no, llegó á Mantua con el primer rayo de la aurora y se dirigió á la casa de su amo.
Pero volvamos á Verona. Conducida la joven al templo y habiéndosele cantado solemnemente el oficio de difuntos, según es costumbre en semejantes exe- quias, fué luégo puesta en la sepultura, cerca de la media noche. El sarcófago era de mármol, muy espa- cioso y estaba fuera de la iglesia, ya en el cementerio; y por un lado se hallaba junto á un muro que comu- nicaba con otro cementerio contiguo, el cual tenia como dos ó tres brazas de espacio amurallado; allí, cuando se metia en el nicho algún nuevo cadáver, se echaban los huesos de los que anteriormente habian sido sepultados, á cuyo efecto existian algunos respi- raderos algo elevados del suelo.
Cuando fué abierto el nicho, Fray Lorenzo hizo que retirasen á un lado el cuerpo de Tebaldo, el cual, á causa de haber sido por naturaleza enjuto y de la mu- cha sangre que perdiera en el lance de su muerte, no despedía muy fuerte hedor. También cuidó el fraile de mandar barrer y limpiar la sepultura, y como en- cargado que estaba de presidir el enterramiento, hizo que se introdujera la caja en el nicho, todo lo más sua- vemente que se pudo y aun dispuso que se apoyara la
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cabeza de la joven en una almohada. Hecho esto ce- rraron el sepulcro.
Al llegar Pietro á la casa de Romeo, encontró á éste que todavia estaba acostado; llegó á su presencia, pero comenzó á llorar y sollozar de tal manera, que le era imposible pronunciar palabra. En vista de lo cual, Romeo profundamente maravillado, y presumiendo algún mal distinto del que su criado iba á notificarle, hubo de decirle con viva instancia:
—¿ Qué es eso, Pietro? ¿Qué nuevas me traes de Verona ? ¿Cómo está mi padre y los demás de nuestra casa +? Habla, y no me tengas más angustioso. ¿Quées lo que puede ocurrir, para que vengas tan afligido? Habla, apresúrate.
Finalmente Pietro, sobreponiéndose á su dolor, con débil acento é interrumpidas palabras, anunció á su dueño la muerte de Giulietta, y cómo él la habia visto llevar á enterrar, y que se decia en Verona que habia muerto de pena. Al oir este infausto y terrible anun- cio, Romeo permaneció largo rato como embobado, mas luégo lanzándose fuera del Jecho, lo mismo que un loco, comenzó á exclamar:
—¡Ah, traidor Romeo! ¡ah, desleal! ¡ah, pérfido é ingratisimo entre los ingratos! No; no ha sido el dolor la causa de su muerte; que no se muere de pena. ¡ Tu, Romeo, tú, miserable, eres quien la ha muerto! ¡Tu, cruel, has sido el verdugo; tú has sido el asesino! ¿No te escribia ella, diciéndote que antes preferia morir, que acceder á casarse con otro, y rogándote que fueses tú para sacarla á toda costa de la casa de su padre» Y tú, ingrato, tú, descuidado, tú, mal amante, tú, perro maldito, ¿sabias, acaso, hacer otra cosa que contestar- le dándole palabra de que irias por ella y que ya proveerlas, incitándola á que viviese contenta, sin que nunca te resolvieses á lo que ella te pedia ? Te quedas- te mano sobre mano, y ella se ha muerto. ¡ Giulietta es
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muerta!... ¡Muerta Giulietta y yo estoy vivo! ¡ Ah, traidor! ¡Cuantas veces le has escrito que no podrias vivir sin ella! ¡ Y vives todavia! ¿Dónde piensas que está ella ahora ? ¿No la sientes, que está aqui, aqui, que errante vaga por este espacio, aguardando que tú la sigas ? Y. para sí va diciendo: «Ese es el engañador, el amante falaz y marido infiel, que ala nueva de que soy muerta conserva la vida.» ¡Perdóname, perdóna- me, oh amadisima esposa mia! Yo confieso mi vil pecado. Pero puesto que el dolor que yo pruebo, amar- go sobre todo extremo, no es bastante á quitarme la vida, yo mismo haré lo que él hacer debiera. Yo, a despecho de este dolor cobarde y á despecho de la muerte que no viene, yo me mataré por mi propia mano.
Esto dijo, echando mano á la espada que tenla á la cabecera de la cama, y desenvainándola rápidamente, dirigiósela al pecho hincándose la punta en la parte del corazón. Pero Pietro, el buen servidor, acudió tan presto, que no le dejó tiempo para herirse, y le quitó de un golpe el arma de las manos. Dijole en seguida . algunas frases, de esas que todo buen criado debe en . semejantes lances decir á su dueño, y sacando poco á poco al joven de tan exagerada locura, fué alentándole tan bien como pudo y supo, y exhortóle á vivir, puesto que ya ningún socorro humano podia valer á la joven muerta. Halláabase aún Romeo tan profundamente asombrado de la crudelisima nueva que acababa de recibir, que parecia petrificado y convertido en mar- mol, de suerte que por sus ojos no asomaba una sola lágrima. Pero no pasó mucho rato sin que el llanto rompiese el hielo de aquel dolor, comenzando á correr en tal abundancia, como si fuera manantial de copiosa fuente que de su cauce se desbordara. Las exclama- ciones que llorando y suspirando lanzaba, hubieran sido capaces de mover á piedad los más duros y dia-
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mantinos y más bárbaros pechos. Á medida que se desahogaba el dolor interno, Romeo comenzaba á con- cebir diferentes pensamientos, á dejarse vencer por la fuerza de sus acerbas pasiones, á fomentar siniestros y desesperados intentos, acabando finalmente por decidir que pues era muerta su amada Giulietta, él no quería de ningún modo seguir viviendo.
Nada, con todo, dió á comprender de este fiero pro- pósito, ni dijo palabra que indujese á sospecharlo ; por el contrario, disimuló cautamente, á fin de que su criado ú otra persona no le opusiera impedimento á la ejecución de su idea. Dió á Pietro, que estaba solo con él en el cuarto, el encargo de que ocultase á todo el mundo que la muerta fuese su esposa, como también el error en que había incurrido, de quererse matar por su mano; ordenóle después, que preparase dos caba- los, pues queria que en ellos partiesen ambos á Ve- rona.
— Tú—le dijo—vas á ponerte en marcha ahora mis- mo, sin que nadie lo penetre, y asi que estés en Vero- na, guardandote de decir á mi padre que yo voy á llegar, procuúrate las herramientas que sean menester para abrir el sepulcro en que mi esposa yace sepulta- da, y buscarás también puntales para sostenerlo; yo entraré en Verona después de caida la tarde y me iré derechamente á la casilla que tú habitas á espaldas de nuestro huerto, donde me ocultaré hasta las tres ó las cuatro que saldremos para el cementerio. Porque yo quiero ver otra vez siquiera á mi esposa infortunada, aunque sea muerta, tal como ahora yace. Después, antes de la aurora, saldré otra vez de Verona sin haber sido conocido, y siguiéndome tú detrás á pocos pasos, nos volveremos acá.
¡No tardó mucho, con efecto, en dealer á Pietro, de- trás de si!
Una vez hubo partido el criado, Romeo se puso á
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escribir una carta á su padre, pidiéndole perdón por haberse casado sin pedirle su licencia, y narrándole por entero la historia de su amor y el hecho del matri- monio. Rogábale después con mucho encarecimiento, que mandase celebrar un solemne oficio de difuntos en memoria de Giulietta, como nuera suya que había sido, ordenando además que fuese perpetuo y estable- ciéndolo con sus rentas, pues conviene saber que Ro- meo poseia algunas propiedades como heredero de una tía suya que se las dejó en testamento. Á Pietro dejaba favorecido de manera que sin tener que poner- se al servicio de otro dueño, pudiese vivir con comodi- dad. De todo lo cual encargó á su padre con instancia empeñadisima, manifestándole que aquella era su ul- tima voluntad; y como la muerte de aquella tia suya que hemos mentado, era reciente de pocos dias, enco- mendaba también á su padre, que los primeros frutos que se recogiesen en las posesiones que había heredado, fuesen por entero repartidos á los pobres como limos- na por amor de Dios. Escrita la carta, y sellada, se la guardó en el seno. Tomó en seguida una redomita llena de cierto licor venenoso, y vistióse de tedesco, montó á caballo diciendo á los suyos que en la casa se quedaban, que al dia siguiente, temprano, estaria de vuelta y partió sin permitir que nadie le acompañase. Caminando con diligencia, penetraba en Verona al to- que del Avemaríia, y dirigióse acto seguido en busca de Pietro, á quien encontró en su casa, que ya tenia dispuesto todo lo que le habia sido ordenado. Asi las cosas, aguardaron que fuese la hora oportuna, y á eso de las cuatro, provistos de los instrumentos y herra- mientas que creyeron necesarios, encamináronse al arrabal y sin tropezar con obstáculo alguno se intro- dujeron en el cementerio de San Francisco. No tarda- ron en hallar la sepultura donde Giulietta estaba ente- rrada; abriéronla con los instrumentos que traian y
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levantaron la losa dejándola sostenida en alto con fir- misimos puntales. Pietro, por mandato de Romeo, se habia provisto de una linterna sorda, cuya luz les sir- - vió de ayuda para las operaciones dichas de levantar la losa y apuntalarla.
Entró Romeo en la sepultura, y en ella vió á su amadisima esposa, cuya traza era enteramente la de una muerta. En el acto cayó Romeo desvanecido al lado de Giulietta, más muerto que ella, y largo rato estuvo sin juicio, tan torturado de la pena, que creyó morir. Vuelto después en si, comenzó á abrazar á su esposa queridisima, y á besarla mil veces, bañándole en ar- dientisimas "lágrimas el cadavérico semblante y sin que su labio, mudo por el dolor, pudiese pronunciar una sola palabra. Solamente después de haber llorado mucho, logró romper el nudo de la garganta y se puso á verter mil palabras lastimosas que habrian quebran- tado el ánimo más empedernido del mundo. Y por fin, cumpliendo lo que determinado habia, que no queria seguir viviendo, sacó la redoma que consigo trala, y aplicándola á sus labios, de un sorbo apuró todo el licor venenoso que en ella se encerraba. Hecho esto, llamó á Pietro que aguardando estaba en un ángulo del cementerio, y le mandó que se subiese al borde de la tumba. Obedeció el servidor, y cuando estuvo asomado á la orilla del sepulcro, Romeo empezó á ha- blarle de esta suerte:
—He aqui, Pietro, á mi esposa, a la cual he amado y amo como tú en parte lo sabes. De igual modo podia yo vivir sin ella, cuanto un cuerpo puede vivir sin alma; por esto traje conmigo el licor de la sierpe, que según tú no ignoras, en menos de una hora mataá un hombre, y lo he bebido alegre y voluntariamente, con el intento de quedar muerto aquí, junto á la que en vida tanto adoré, á fin de que si viviendo no me es licito morar con ella, muerto al menos quede con ella
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sepultado. Mira la botella que contenia el veneno, el mismo que, si bien lo recuerdas, nos dió en Mantua aquel Espolatino que llevaba consigo áspides vivos y otros reptiles. Dios en su misericordia é infinita bondad me perdone, puesto que no me mato por ofenderle, sino porque me estorba la vida sin mi esposa idolatrada. Estás viendo mis ojos bañados en lágrimas, pero no pienses que lloro porque me duela dejar el mundo en los dias de mi lozana juventud ; lloro por esta desven- turada, que tan digna era de vivir placentera y sose- gada, y cuya muerte me traspasa el alma de crudisimo dolor. Esta carta mia darás á mi padre, al cual escribo declarándole cuánto deseo que haga después de mi muerte, asi en lo referente á esta sepultura. como en lo que respecta á mis servidores que están en Mantua. Á ti, que siempre me has servido fielmente, te dejo mejorado en tan buena parte, que jamás tendrás ne- cesidad de servir á otro señor. Y ahora, adios; que ya siento el veneno de aquel licor mortifero propagarse por todos mis miembros y entorpecerlos. Quita los puntales de esta losa, y déjame aqui morir al lado de mi desposada. |
Pietro estaba sufriendo, a todo esto, en tan colmada medida, que sentia partirsele el corazón dentro del pecho, traspasado de lástima y dolor. Agotó en aquel instante todas sus palabras para disuadir á su dueño, pero en vano, pues ya no quedaba remedio que opo- ner á la acción mortal del tósigo, que se habia apode- rado de todo el infecto cuerpo del joven.
Romeo habia tomado á Giulietta en sus brazos, y besándola sin cesar aguardaba la cercana é inevitable muerte, repitiendo á Pietro la invitación para que des- apuntalase la losa de la sepultura. o
Digerido el narcótico en el cuerpo de Giulietta y extinguidos los efectos de su virtud, en aquel punto despertó la joven; y como se sintiese besar, creyó que
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el fraile al cogerla para llevarla de allí, no se hubiese dejado poseer del apetito concupiscente, y que él era quien la estaba besando. En tal creencia, dijo:
—¡ Ah, padre Lorenzo! ¿era ésta la fe que Romeo habia puesto en vos? ¡ Quitáos allá !
Y esforzándose por librarse de aquellos brazos, abrió los ojos y hallóse estar sobre el pecho de Romeo, que bien le reconoció á pesar de su disfraz de tedesco.
—¡ Ay de mi!—exclamó al verle.—¿ Vos estáis aquí, vida mia ? ¿Dónde está fray Lorenzo ? ¿Por que no me lleváis fuera de esta sepultura? Vamos, alejémonos por el amor de Dios.
Romeo contemplaba á Giulietta, que abria los ojos, que le hablaba, que manifiestamente le probaba no estar muerta, sino viva, y sintió dentro de sí un movi- miento de alegria y pesar, extraño, inenarrable, extra- ordinario, imposible de imaginar. Rompió en abun- dante llanto, mientras oprimia á su amada contra su corazón y exclamaba fuera de si:
—¡ Oh, vida de la vida mia y aliento del cuerpo mio! ¡Cuál hombre alcanzó en el mundo dicha mayor que la que yo alcanzo, pues abrigando la convicción pro- funda de que erais muerta, os tengo en mis brazos viva y sana! Mas ¡cuál dolor existe semejante al mío, y cual acerba pena á la mía se iguala; que me siento próximo al instante postrero de esta infelicisima exis- tencia mia y se me acaba el vital aliento, en el instante en que más debiera bendecir la vida! ¡ Ay, que apenas me resta ya media hora de vivir! ¿Cuándo se vieron asi, confundidos en un solo ánimo y en un mismo ins- tante la extrema alegria y el infinito dolor, como den- tro de mi estoy sintiendo? Gozoso y lleno de imponde. rable felicidad y contento, porque de improviso, mi dulcisima esposa, os veo viva, después de llorar amar- gamente vuestra muerte, lo cual es, en efecto, y debe ser ocasión de alborozarse el ánimo; que vuelvo á
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hallaros, oh compañera mía tiernisima. Mas también desconsolada y de cruentisima pena atormentado, con- siderando que bien pronto va á serme arrebatada la gloria de veros, de oiros, de estar con vos gozando vuestra dulcisima compañia, por mi tan anhelada. Con todo, yo siento que el placer de veros viva aventaja grandemente á la amargura con que me atormenta la proximidad del momento que ha de separarme de vos; y ruego á Dios todopoderoso, que los años que quita á esta infortunada juventud mia, sean medrados para la vuestra, y que os deje gozar dilatada vida con suer- te menos infeliz; pues yo siento ya que la vida me falta.
Giulietta, que habia ido recobrándose en todo su acuerdo, durante las palabras de Romeo, hubo de ex- clamar, poseida de honda turbación:
—¿ Qué palabras son esas, amado mio? ¿Qué es lo que me decis? ¿Es este el consuelo que venis á dar- me, y habéis venido de Mantua para traerme esa te- rrible nueva ? ¿Qué tenéis, qué os sentis ?
Refirióle entonces el desventurado Romeo, el hecho de haber bebido un veneno, y rompió ella en tristisi- mas exclamaciones.
—¡ Ay de mi! ¡Ay, infelice! ¿Qué escucho? ¿ Qué me reveláis? ¡Oh, desdichada!... Asi pues, ¿nada os ha escrito fray Lorenzo, sobre el proyecto que conmigo habia trazado, teniéndome hecha promes de que os lo advertiria ?
La desconsolada joven, traspasada de dolor, lloran- do, gritando, deshaciéndose en suspiros y casi á punto de perder el juicio con la fuerza de su desesperación, hizo el relato minucioso de lo que con el fraile habian
combinado, para salvarla de ser entregada al marido
que su padre la destinaba; lo cual acrecentó más y
más el dolor que Romeo sentia. Y en tanto que
Giulietta seguia querellándose de su infortunio, y lla-
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maba enemigos suyos al cielo y á la tierra con todos sus elementos, Romeo acertó á fijar los ojos en el cada- ver de Tebaldo, que alli, á un lado yacia, aquel que por él habia sido muerto en una refriega, según ya oisteis; y como le reconociera, á else volvió, dirigién- dole estas frases :
—Tebaldo, donde quiera que tú estés, harto sabes que yo no me proponia ofenderte, antes al contrario me entré en la refriega con intento de aquietarla y amonestándote á ti para que hicieses retirar á los tu- yos, á lo cual los mios hubieran respondido deponien- do las armas. Pero tú, lleno de cólera y dominado por el odio antiguo, en lugar de atender á mis razones, quisiste acometerme con ánimo felón para ensañarte conmigo. Por ti forzado, perdida la paciencia y no que- riendo retroceder un paso, tuve que defenderme, y quiso el azar adverso que te matase. Yo te pido en este instante, perdón de la ofensa que hice á tu cuer- po, tanto más, cuanto ya era yo pariente tuyo, puesto que habia recibido á tu prima por esposa mia. Si anhelas venganza de mi, contémplate aqui vengado. ¿ Qué venganza podias desear mejor, que ésta de sa- ber que tu matador se ha matado por su propia mano, en la presencia tuya, y que á tu lado va á caer espi- rante para quedar en tu propia tumba sepultado +? Si nos combatimos en vida, en muerte tendremos paz dentro de un mismo sepulcro.
Pietro, que asistia á todos estos lastimosos razona- mientos del marido y al llanto de la esposa, mantenla- se inmóvil como una estatua de mármol, no acertando a resolver sí eran cosas ciertas ó soñadas las que vela, y sin saber qué hacer, ni qué decir, tal era sú asombro.
La misera Giulietta, mujer la más desdichada de las mujeres, seguía doliéndose sin término, hasta que agotado ya el caudal de sus lamentos, volvióse á Ro- mco y le dijo:
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—Ya que á Dios no plugo que juntos viviésemos, pléguele ahora que juntos quedemos sepultados; y tened, esposo mio, por cosa fija, que suceda lo que suceda, yo no me separaré nunca de este sitio sin que vos vengáis. i
Romeo la tomó de nuevo en sus brazos y comenzó á rogarle tiernamente que se consolara y resolviera á vivir, puesto que él moriria más consolado si le dejaba seguro de que viviria. Y á este propósito le dijo mil encarecidas razones. Sentiase el infeliz desfallecer paso a paso y casi tenia la vista enteramente ofuscada; ha- biansele debilitado las demás fuerzas del cuerpo, á tal extremo que ya no podía sostenerse en pié; y llegado á este punto de descaecimiento, abandonóse á su pro- pio peso y se dejó caer, puesta en la abatida joven su mirada dolorosa y diciéndole:
—¡Ay de mi, vida mia, que me muero!
Fray Lorenzo, fuese por lo que fuese, no quiso tras- ladar á Giulietta á su celda, la noche misma que fué enterrada; mas á la noche siguiente, en vista de que Romeo no comparecia, llamó á un fraile de su confian- za, y con él se dirigió al cementerio, provisto de los necesarios instrumentos para abrir el sepulcro. Lle- gaba á dicho sitio en el momento en que Romeo se desvanecia, y viendo que la sepultura estaba abierta y reconociendo a Pietro, le dijo:
—Dios te guarde, Pietro. ¿Dónde está tu señor ?
Oyoó Giulietta la voz y reconoció al fraile, y alzando la cabeza, dijo al religioso :
—¡Dios os perdone, padre! ¡Qué picó mandasteis la carta á Romeo!
—Se la mandé—dijo el fraile—y su portador fué fray Anselmo, á quien tú harto conoces. Mas ¿por qué me hablas asi ?
Llorando acerbamente le contestó Cuiiena:
—Subid, padre, y lo veréis.
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Subió fray Lorenzo hasta asomarse al borde de la tumba, y descubrió á Romeo tendido, luchando ya con las ansias de la muerte.
—Romeo, hijo mio—pronunció—;¿ qué tienes?
Romeo entreabrió languidamente los ojos y le cono- ció; y en voz baja le dijo que le recomendaba á Giu- lietta, que no le faltaba á él ni socorro, ni consejo, y que arrepentido de sus males pedia perdón á Dios. Á duras penas pudo el infeliz amante proferir estas últi- mas palabras y acompañarlas con algunos desmayados golpes de pecho; en seguida, perdió el aliento, cerró los ojos y espiró.
No tengo yo palabras : ni ánimo bastante para pintar la pena, el dolor, el desconsuelo de la infortunada esposa ; considérelo aquél que de veras ame, y descrl- base en su imaginación lo horrendo de semejante es- pectáculo. Alli estuvo la infeliz vertiendo sin medida su inútil, amarguisimo llanto; alli repitió una y cien veces el nombre querido del inanimado esposo; allí permaneció largo espacio caida sobre el cadáver, tur- bado el acuerdo y suspensos los sentidos. El religioso y Pietro, quebrantados de lástima, la socorrieron con tanto ahinco, que al cabo lograron volverla en si. Pero no fué esto sino para reincidir en su dolor y sentimien- to, y para soltar nuevamente el raudal inextinguible de su llanto, que eran sus lágrimas tantas como jamás derramó mujer alguna en la tierra. Y otra vez rompió en exclamaciones y doloridos acentos, como éstos, que pronunciaba, ora juntando las manos fuertemente y estrechadas, ora besando el cuerpo dis inanimado es- poso: ? —¡Oh, dulcisimo albergue de todos mis pensamien- tos y de cuantos placeres en el mundo haya gustado, caro y único dueño mio! ¡Qué amargo me sois, cuan- do tan dulce me habéis sido! “Tú, por ti propio has detenido tu paso en el curso de tu juventud florida y
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hermosa, despreciando la vida que tanto por todos es apreciada. Quisiste morir en el punto en que á los de- más parece la vida más gozosa, y apresuraste el tér- mino que á todos más ó menos tarde espera. Viniste, señor y amado mío, á concluir tus dias en el regazo de ésta á quien amaste sobre todas las cosas; aqui, donde creiste tenerla muerta y sepultada. ¡Qué poco has pensado que estas crudelisimas y verdaderas lágri- mas de mis ojos habian de regar tu cadáver! ¡Qué . poco sospechaste, al partir para otro mundo, que no habias de hallarme en él! ¡Certisima estoy de que no encontrándome allí, vuelves en busca mía para ver si te sigo! ¿Pues no siento yo que tu espiritu por este espacio vaga, en torno mio, maravillado y quejoso de lo que tardo? ¡Si! Yo te veo, dueño mio, yo te siento, yo te conozco y sé que no aguardas otra cosa que mi compañia, para volverte. Mas no temas, amado mío, no pienses que yo pueda quedarme en la tierra, no teniéndote á ti en ella; antes bien aprende que el vivir sin gozarlo contigo, me seria mil veces más duro y angustioso, que todas las muertes que imaginarse puedan. Yo no viviré sin ti; y cuando á alguien pudiere parecer que yo viviera, sería mi vivir una continua y atormentada muerte. Ten, pues, por seguro, oh mi amado esposo, que muy pronto iré á reunirme conti- go. Porque, ¿cómo, para salir de esta misera y azarosa existencia, puedo hallar compañia que me sea lisonjera y confiada, sino yéndome tras de ti, siguiendo tus huellas? No; no hay para mi otro camino que el que tú has andado.
Fray Lorenzo y Pietro, que cerca de Giulietta esta- ban, sentianse vencidos de infinita compasión, y llo- raban, y cuanto mejor sabian, procuraban infundirle algún consuelo; mas todo era en vano.
Deciale fray Lorenzo:
—Hija mia, nadie puede hacer que deje de ser lo que
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ya ha sido. Si con lágrimas nos fuera dado resucitar á Romeo, aquí nos quedaríamos deshechos en llanto por conseguirlo; pero no hay remedio. Consuélate y procura vivir, y si no quieres volver á tu casa, déjame á mi el encargo de recluirte en un convento, donde puedas, sirviendo á Dios, rogar por el alma de tu Romeo.
Ella no atendía en forma ninguna á las razones del fraile; sino perseverando en su propósito, doliase de no poder con la suya rescatar la vida de su adorado, y concentrando su voluntad, la puso entera en el pen- samiento de fenecer. Y tal fué; que recogidos dentro de sí misma los sentidos y el espiritu, y abrazada á su Romeo, sin pronunciar una palabra más, murió.
Y acaeció en esto, que entre tanto que los dos frai- les y el escudero se afanaban por socorrer á la di- funta joven, creyéndola desmayada, acertaron á pasar los guardias de la corte, vieron luz en el panteón y se apresuraron á entrar. Detuvieron alli al padre Loren- zo, al otro fraile, su compañero, y á Pietro, de quienes escucharon la relación del lastimoso suceso, y dejando á los frailes en el mismo sitio, seguros con buena guar- dia, condujeron al criado á la presencia del principe Bartolomé, refiriéndole cómo le habian sorprendido. - Oyo el principe la historia de los dos amantes, que minuciosamente se hizo contar, y como ya era en hora que el alba clareaba, abandono el lecho y salió para ir a ver los dos cadáveres. Difundióse por toda Verona la noticia de lo ocurrido, de suerte que acudieron todos, grandes y pequeños. Acordóse la libertad á los frailes y al escudero y con particular dolor de Montecchi y de Capelletti, y general lamento de toda la ciudad, celebrá- ronse exequias con grandisima pompa. Quiso el prin- cipe que los amantes quedasen sepultados en aquel mismo mausoleo, lo cual fué ocasión de que se hiciera la paz entre Capelletti y Montecchi, bien que no fué la
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tregua muy duradera. El padre de Romeo leyó la carta de su hijo, y después de haberla mojado con doloridas lágrimas, dió entero cumplimiento á la voluntad pos- trera de aquél.
Sobre la sepultura de los dos amantes se grabó un epitafio, concebido en estos términos: *
Creyó Romeo, que á su dulce esposa miraba muerta, y detestó la vida ; y en brazos de su bien, leal suicida, bebió el agua de sierpe venenosa. Mas ella vuelve en sí, y le ve, y copiosa, la fuente de su llanto sin medida sobre él vierte; y al cielo que la olvida, y á los astros increpa rencorosa. Le ve expirar al fin, y con acento que del muerto, por débil, más parece: — ¡ Oh, cielo! — dice. — Ya mi pensamiento por un afán tan sólo se enardece. ¡Seguirle! Más no pido, más no intento. Y así clamando, de dolor perece.
NOVELA TERCERA
-Un marido sorprende á su mujer en adulte- rio, la obliga á que ahorque al adúltero y la condena á vivir para siempre en la estan- cia donde el amante fué ahorcado.
Nel tiempo en que Margarita de Aus-
tria, hija de Maximiliano Cesar, vino á
Saboya, á casarse, vivia en cierta parte del Piamonte un hoble y valeroso caballero, cuyo nombre me callo, señor de súbditos y castillos, y que pasaba en la corte lo más del año, pues como era persona de gran pruden- cia y claro saber, el duque hacia de él no poca estima. Habiase casado con cierta dama noble del pais, no mal parecida ni despreciable, aunque no fuera ningún de- chado de belleza; lo que en ésta le faltaba, tenialo en vivacidad de ingenio, cortés educación, risueño trato,
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cariñoso afecto, ocurrente palabra y otras mil dotes asimismo agradables. Era además por todo extremo cuidadosa y bien portada, y no habia en el Piamonte otra dama de mejor vestir, no tanto por el lujo de sus trajes, por más que los tenia ricos y variados, cuanto por la gracia y diestro aliño con que sabía honrarlos sobre su cuerpo, aunque hubiesen sido de ruln y burdo anascote.
El marido, hombre formal y de bien, la queria tier- namente y estaba encantado con ella. Tenia de su ma- trimonio dos hijos ya crecidos. Sin embargo, él rayaba en los sesenta años, Ó los tenia quizás cumplidos, mientras que ella podria contar unos treinta y cinco eneros; razón por la cual, no satisfecha con las cari- cias del marido,—y recibiéndolas tasadas, por vivir él la mayor parte del tiempo ausente, al lado del duque que ordinariamente residia en Saboya,—hubo de fijar la mujer sus ojos en un joven vasallo de su marido, concluyendo por prendarse ciegamente de él. Todo el dia lo retenia en el castillo con coloquios intimos y abandonados, gozándose con su compañia; jugaban los dos á ajedrez, á damas y otras veces á las cartas, y asi vivia con él en gran familiaridad y confianza, sin que el esposo, que no tenia punto de celoso, parase mientes en lo que su mujer hacia, por más que lo viese cuando en el castillo pasaba con ella una tempo- rada; tanto menos se fijaba, cuanto, como no ignoráis, _ es costumbre de nuestra tierra que las mujeres traten con suma familiaridad á los hombres á cualquier pro- pósito, y no es cosa que desdiga ni se aparte de lo lií- cito y honesto el besar á nuestras mujeres en presen- cia nuestra. Tanto es asi, que si un noble llegara á nuestra casa y no se dignara besar á nuestra esposa, hija y hermana, y á cuantas mujeres con nosotros se alberguen, lo recibiriamos por grave ofensa, puesto que el besarlas se reputa como favor grandisimo. Asi
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también, cuando vemos á nuestras mujeres platicar en secreto con algún hombre, no solemos reconvenirlas ni tomarlo á mala parte como sucedería entre vosotros, los lombardos; que estas son costumbres y la cos- tumbre hace ley.
Conversando, pues, según he dicho, tan familiar- mente con la dama, el joven tardó poco en caer en la cuenta de que aquella estaba de él perdidamente ena- morada. Y dándose por muy venturoso de alcanzar el amor de tan gentil y elevada señora, prestó fomento en su pecho a la amorosa llama, sin considerar el daño que podia venirle, y dióse á amarla con pasión ardien- te. Amándose ya el uno al otro, no se pasó mucho tiempo sin que mutuamente se lo descubrieran. Ni después de esto dilataron mucho el deleite de su pa- sión; que poseidos ambos de un mismo anhelo y en- caminándoles á un mismo punto, pronto hubieron de llegar á gozarse el uno en brazos.del otro; y ya gus- tado su primer placer, quedaron abrasándose en de- seos de volver á verse. Favoreciales la fortuna y les brindaba frecuentes las ocasiones; pero abandonando ellos poco á poco la discreción con que se mostraba su familiaridad y cegados por el amor que les abstrala el alma, comenzaron á fiarse demasiado de los servi- dores de la casa y á hacer públicos extremos, mal ave- nidos con el natural decoro. Originóse de esto, que muchos de los que en la casa habitaban, entraron en sospecha del oculto trato que mantenlan,.sospecha que se convirtió luégo en certeza, bien que ninguno osase á decir palabra á la señora, ni menos á dirigir la menor advertencia al marido, el cual, por otra parte, vivia tan confiado en su mujer, que hubiera despedi- do enhoramala á todo el que se hubiese llegado á decirle que aquella le faltaba mo más que en un ápice.
Mas acaeció que cierta vez el marido volvió de Sa-
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boya á su castillo, uno de los primeros días del mes de julio; y ocurrióle asomarse á una ventana de su estan- cia, que cala sobre un bellisimo jardin extendido más allá de la muralla. Era esto después de oscurecido, poco antes de la hora de la cena, y la dama en compa- nia de su galán saliose al jardin por la puerta del so- corro; alli, cobijados á la sombra de un emparrado y nada sospechosos de que les observara alma viviente, ella besó á él con amoroso y repetido transporte, y contestóla él acariciándola libremente, y. gozáronse ambos en retozar sin cuidado. El marido vió desde la ventana aquella culpable confianza, y lleno de turba- ción, ardiendo en cólera fierisima, dispúsose á ven- garse; mas á fuer de prudente sofocó su coraje y quiso aguardar á sorprender el delito en toda su culpa. Era ya la hora de la cena y estaba dispuesta la mesa, por lo que el marido se fué á cenar en compañía de los dos infieles, mostrándose con ellos más apacible que de ordinario y dirigiendo al joven mil caricias, todo para mejor disponer el esclarecimiento de su ofensa. Co- menzó, pues, á observar con todo su disimulo los ges- tos, las miradas, las palabras y cuantos movimientos se diriglan ellos, adquiriendo sin dificultad el conven- cimiento de que su esposa vendia su amor honrado por otro amor criminal. Con todo, tal discreción halló todavia en si, y tal fuerza de prudencia, que ni á su mujer dijo una palabra de su pensamiento, ni al joven mostró el menor gesto de tristeza que pudiera ponerle sobre aviso; antes bien, conforme se lo habia propues- to, siguió recogiendo indicios y esperando la coyuntura de sorprenderles en el acto del delito. Asi fué que los amantes, bien agenos de creerse espiados, segulan buscándose mutuamente para requebrarse, aunque por la presencia del señor en el castillo, tropezaban con invencible dificultad para desahogar sus amorosos deseos.
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Vino en esto el mes de Setiembre; el duque de Sa- boya se hallaba en Turin y con motivo de ciertos asuntos de gravedad reclamó á su lado la presencia del marido de aquella mujer, el cual vió en ello la oca- sión propicia de coger por fin á los pájaros en la tram- pa. Ordenó, pues, que toda la servidumbre se dispu- siera para montar á caballo el día siguiente y partir á Turín, quedándose él solamente con un escudero que era hombre de toda su confianza.
Preguntóle su mujer la causa de tales disposiciones; y él se la dijo con estas palabras:
—Propóngome, esposa mia, que mañana temprano se marchen todos y vayan á aguardarme en la corte, pues yo pienso permanecer aqui todo el dia no po- niéndome en marcha hasta después de la cena, acom- pañado de mi escudero y en posta, á cual objeto he mandado preparar caballos; que aunque estamos en Setiembre, creo que por el día debe de hacer aún mu- chisimo calor. Asi viajaremos de noche, á la luz de la luna y el calor no nos molestará.
La pobre mujer, que no sospechaba en todo esto malicia ni engaño, elogióle su providencia, mientras por otro lado advertia á su amante que aquella noche le esperaria, de lo que este último se holgó grande- mente, que llevaba ya muchos dias de no verse á solas con su amante.
Cenaron juntamente los tres, á la entrada de la no- che, y concluida la cena el marido comenzó á reco- mendar á la esposa muchos encargos, dándole á en- : tender que su ausencia habia de ser larga; no descuidó tampoco encomendar al joven varias comisiones, para infundir en los dos coapricos mayor seguridad y des- cuido.
Comenzaba ya á ser entrada la noche, y montó el castellano á caballo, lo propio que el servidor que le acompañaba ; mas no habia caminado una milla cuan-
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do se detuvo, entrándose por cierto sitio de su pro- piedad, donde tenia una bellisima posesión y alli estu- vo en espera más de dos horas; pasadas las cuales cabalgó de nuevo y volvióse á su castillo, cuando se- rian cerca de las cuatro de la madrugada, introdu- ciéndose en él sin rumor ni obstáculo, gracias a la intervención del mayordomo, que ya de antemano se hallaba por él advertido. Una vez dentro, hizo que muy á la quieta se armaran el mayordomo y el escudero, y espada en mano se dirigió á la camara donde su mujer se hallaba, alumbrándoles el paso una vela que el ma- yordomo sostenia. Próximos ya á la cámara, el caba- llero mandó al mayordomo que llamase á la puerta diciendo que habia llegado una carta de su señor. Mando la dama levantarse a una vieja criada que dor- mia cerca de ella, en una cama baja, y que estaba ins- truida de todo; y encargóle que recibiese la carta sin permitir que el mayordomo entrase. Asi trató de cum- plirlo la vieja, y con tal intento abrió la puerta; mas adelantándose entonces el mayordomo, fingiendo que iba á dar la carta, pegó á aquella tal golpe en el pecho que la derribó por tierra. Penetraron en seguidalos tres hombres en la estancia, con las espadas desnudas, y alli encontraron á los infelices amantes, sorprendidos en medio de su reposado abandono. Pusiéronles pre- sos, y también á la camarera, confidente de su culpa. Considere todo el mundo, cuál debia ser el espanto de los tres prisioneros, descubiertos en el momento de su delito; ninguno de los tres se atrevía á mover los labios.
Dispuso el señor del castillo que se trajese una cuer- da, y ofreciéndola a la misera mujer le mandó que col- gase a su amante de un clavo largo y grueso que salia de una viga. Tomó la infeliz la cuerda, y llorando amarguisimamente la anudó al cuello de su amante; y subió luégo á una escala que para aquel caso le tra-
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jeron, y sujetó la cuerda al clavo, y de este modo es- tranguló al desventurado joven.
El implacable esposo hizo luégo desamueblar la es- tancia hasta quedar desnuda, dejando tan sólo en un rincón una yacija de paja, tan ruin y mermada, que a duras penas hubieran podido acurrucarse en ella dos perros. Después dijo a su esposa:
—Tú, mujer, que no has sabido guardar el honor mio ni el tuyo y que por el amor de un vasallo me has vendido: yo te condeno á que te quedes viviendo con él sin interrupción, sin otra compañia que la de esa rufiana que á delinquir te ayudó; adios para siempre, pues de este sitio nunca jamás volverás a salir.
Todas las súplicas fueron vanas. Mandó asegurar la ventana con barras de hierro, en tal forma que era imposible salir por ella; hizo en seguida tapiar la puer- ta, dejando no más que un pequeño agujero, por el cual hacia dar á las pobres mujeres el escaso alimen- to de pan y agua, encargando de este oficio y de la custodia al mayordomo.
Las dos desventuradas mujeres alli quedaron ence- rradas, doliéndose de su culpa con llanto inconsolable. No tardó muchos dias en empezar á corromperse el cadaver del ahorcado, lo cual aumento el tormento de aquel cautiverio tremendo, pues el hedor era tan in- soportable que sin remedio habia de hacerse mortal. Imaginese cada cual la vida que alli vivia la noble dama á tan miserable estado reducida. Verdugo de su amante, allí, ante sus ojos sin interrupción le mi- raba, y noche y dia respiraba el hedor intolerable que aquellos miembros podridos despedian.
Seis años vivió en esta miserable existencia, al lado de la vieja; mas al cabo de ese tiempo enfermó gra- vemente, por lo cual el marido la hizo trasladar con su compañera de expiación á otro aposento, donde muy en breve la desdichada murio. |
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El castellano dejó entonces salir en libertad á la vie- . ja, mandándola enhoramala, á donde mejor la pluguie- se ir.
Margarita de Escocia, delfina de Francia, honra á maese Alano, poeta francés
ARLOS séptimo, rey de Francia, tuvo un hijo lla-
36 mado Luis, más tarde el onceno de este nombre, el cual libertó el reino de Francia de la larga y ruinosa opresión de los ingleses, quelo habian saquea- do y casi destruido en su mayor parte; y además de esto, de tal manera supo reducir á los barones rebel- des que con las pasadas discordias se habian hecho á vivir con licenciosa libertad, que no quedó magnate ó
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señor, por grande y poderoso que fuese, que se atre- viera al menor gesto ó palabra cuando vela á un minis- tro de la corte; que era la voluntad de dicho rey, obte- ner para sus oficiales la misma reverencia que á su persona se tributaba.
Ahora bien; todavia siendo Delfin de Viena, titulo y principado de los hijos primogénitos de los reyes de Francia que han de suceder á la corona, ese Luís se casó con Margarita, hija del rey de Escocia, mujer de bellisimas prendas y real presencia, de exquisita edu- cación y gran riqueza, de ánimo elevado y sutil pers- picacia, y tan bien adornada, en fin, de todas aquellas dotes que convienen á una dama real como lo era ella, que en su tiempo gozaba fama de ser la más virtuosa y discreta señora de su reino.
Distinguiala sobre todas estas nobilisimas partes, su inclinación y acierto en honrar á los hombres de valer ' asi en las letras como en las demás artes, y hacialo con admirable bondad y seductora lisonja, que jamás hubo quien, valiendo por su saber, recurriera á ella en balde. |
Vivia por entonces en la corte, maese Alano Carre- tieri, hombre entendido en muchas ciencias y el más elegante escritor francés de aquel tiempo, tanto en prosa como en verso, de suerte que por todos era lla- mado padre de la lengua galicana y tenido por tal ra- zón en gran reverencia del rey y de los vasallos. No se metia el tal á celebrar en sus versos á una dama con preferencia á otra, sino que todos los días componla algunas rimas dedicándolas alternadamente ya á una gran señora, ya á un joven doncel, según se los inspi- raba una frase que oyese ó una acción que observase, dignos á su entender de ser celebrados; y estos versos recitaba luégo con suavisimo y claro acento. Madama la Delfina gustaba grandemente de conversar con él, como discretisimo interlocutor y sabio hablista que
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era; pues no se hallaba en la corte otro que mejor su- piese narrar un sucedido, ni que con más finura acer- tase á decir una chanza siempre que á ello se vela re- querido. Con igual deleite lela la Delfina las composi- ciones de maese Alano, honrándole á todas. horas y celebrándole sin medida. |
Y aconteció un día de los calurosos del estio, que á la hora de la siesta, vencido del sueño, maese Alano se quedó dormido en el salón, sobre un banco en el cual se habia sentado para reposar la fatiga de su ve- jez y de la vigilia de la precedente noche, que no la había dormido toda. Ocurrióse á la Delfina salir á aquella hora de su cámara y pasar por el salón; al ha- cerlo descubrió á maese Alano que dormia, y no bien le vió, aproximóse á él, hizo con la mano señal á los que la seguian, para que no moviesen el menor ruido, ni de otro modo despertasen al poeta, ¿ inclinándose medrosamente sobre él le dió bonitamente un beso en la boca sin turbar ni por un segundo su placidisimo sueño.
Al mirar esta noble y distinguida acción, muchos de los alli presentes, emponzoñados por el pestifero sen- timiento de la envidia, se dirigieron á la Delfina y di- jéronle :
— Señora, ¿cómo haBiis tenido valor para besar a ese hombre tan feo y tan deforme ?
Y fuerza es consignar, que era, en efecto, maese Alano, aun aparte su vejez, que siempre es poco atrac- tiva, un varón de rostro muy feo y casi, casi, atemori- zante.
Madama Margarita volviose á los que de aquel modo la interpelaban y así les dijo:
— Vosotros, salvo vuestro respeto, cometéis gran villania reprochándome lo mismo que, si fuérais cuer- dos, tendriais que haberme alabado; pero sois unos necios, y no sabéis ver aqui más que estas apariencias
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exteriores. Que no hemos Nos besado esa boca que tan fea os parece, antes con nuestro beso hemos prestado reverencia y honor á la bellisima boca del preclaro in- genio de este divino poeta y fecundisimo decidor; esa boca de la cual todo el día sin cesar manan perlas y rubles, y tantas piedras preciosas de elocuencia con que se enriquece nuestra habla galicana. Y yo os doy palabra de que mil veces prefeririamos ver nuestro nombre mezclado con sus doctos y bien limados ver- sos y con los periodos de su elegante prosa, y en ellos vernos celebrada, que ganar los titulos y las grandezas de un ducado. Que Nos abrigamos la firme creencia de que asi, sus escritos ilustres nos librarian del olvido de los que tras de nosotros vengan, cuando la muerte ya haya reducido á triste polvo este cuerpo flaco y pe- recedero. Ellos, los escritores, son los que perpetúan la memoria de todos aquellos que les han merecido mención en sus escritos; é infinitos son los que hoy alcanzan renombre y sobreviven á su muerte en nues- tra memoria, sin que se lo deban á otros que á los poetas é historiadores que les han mentado, sacándo- les de las tinieblas del olvido en que de otro modo ya- cerian sepultados. Hemos tenido, pues, por cosa justa, agradecer á maese Alano la merced que le debemos, de habernos nombrado algunas veces en sus versos, gratitud que en igual medida le deben todas las damas á quienes de continuo anda en la corte celebrando. El Trey, nuestro suegro y señor, y monseñor nuestro con- sorte, le han remunerado largamente en dones y bienes de fortuna; Nos hemos querido honrarle en la forma que más grande honor representa entre nosotros. Y sépase, que aun cuando sea costumbre de este reino, que varones y hembras se besen familiarmente, los pares nuestros, sin embargo, no suelen dejarse besar sino de personas reales y de algún principe extranjero, que de muy alta estirpe provenga. Y es que no menor,
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ni menos distinguida muestra ha parecido á Nos con- veniente testimonio para honrar el saber y la elocuen- cia de tal alto varón, cuyas luces merecieran haber brillado en aquellos antiguos tiempos, cuando la cien- cia alcanzaba el debido premio y me-
recido honor, como lo relatan las his- UN torias, henchidas de brillantes ejem- ay
plos Y Divulgóse en seguida por la corte, eN e cuanto habia dicho y hecho la Del- | fina, y no quedó hombre cuerdo que dejase de calificar aquel proceder, de sabio, cortés y digno de un gene- roso y noble espiritu. Maese Alano viose desde aquel dia aún más res- petado y tenido en estima, que antes lo era, pues propagado el conoci- miento de su valor y mérito, con las palabras y el acto memorable de la Delfina, todo el mundo dentro y fuera de la corte se sintió poseido de reverencia por él, y honraban su nom- bre, y le dedicaban » toda clase de aca- e e
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Despreciado don Diego pcr su amada, retirase á una gruta, y cómo salió de ella
e=w cierto castillo de España, cerca de los montes JP, Pirineos, habitaba no há muchos años una viu-
da, cuyo difunto marido fué de nobilisima sangre y natural de aquel pais; y tenia de su matrimonio una hija única, de notable gracia y belleza, la cual vivia en su compañia, rodeada de mil cuidados. Esta doncella era conocida por todo el mundo con el nombre de Ginebra la blonda, á causa de tener el cabello tan ex-
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tremadamente rubio que parecia de hebras de oro muy bruñido y terso.
Á media jornada del lugar donde habitaba Ginebra la blonda, existia otro castillo propio de un caballero joven, huérfano también de padre, y cuya madre le habia tenido largo tiempo en Barcelona, para que se instruyese en las letras, y juntamente en los usos civi- les y corteses dignos de un hombre bien nacido. Asi se habia él hecho un mozo de gentil crianza además de muy apuesto, cultivando al propio tiempo que las letras el ejercicio de las armas, con tan notable prove- cho que pocos eran los caballeros de la juventud de Barcelona que pudieran comparársele.
Y aconteció que habiéndose dispuesto en Barcelona una justa para honrar al rey Felipe de Austria que pasó de Francia á Cataluña para dirigirse á tomar posesión de sus reinos de España, eligiéronse varios jóvenes entre los cuales figuró como uno de los prin- cipales, don Diego, de quien veniamos hablando.
Con tal motivo, dirigióse éste á su madre para que le proveyese de todo cuanto le era preciso para figurar en el torneo, á fin de poder mostrarse digna y honro- - samente, conforme á su clase correspondia; á cual petición respondió la madre, que era mujer prudente y que amaba á su hijo como á las niñas de sus ojos, enviándole dinero en abundancia y servidores á pro- pósito, escribiéndole además que nada economizase para honrarse según debia. Proveyoóse, pues, el man- cebo, de armas y caballos, y comenzó á ejercitarse todos los días bajo la enseñanza de un justador adies- trado. |
Llego alli el rey Felipe, siendo recibido por los bar- celoneses con grande agasajo, y festejado con todas cuantas demostraciones eran posibles en aquella ciu- dad, considerándole como yerno de Fernando el cató- lico, que acababa de embarcarse para el reino de Ná-
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poles con motivo de la muerte de la reina Isabel; y á la muerte de aquel rey católico, Felipe de Austria en- traba á sucederle en todo. Celebróse el torneo, no figurando en él más que jóvenes escogidos que aún no hubiesen tomado nunca las armas, y los honores de la fiesta, que fué famosa, todos fueron para don Diego, razón por la cual agradado el rey, viéndole un doncel de diez y nueve años, le armó caballero, ensal- .zándole sobre manera á los ojos de toda la ciudad y _exhortándole á perseverar en la profesión de las ar- mas, de suerte que siempre fuera de bien en mejor.
Partido el rey para seguir su viaje á Castilla, don Diego deseoso de ver á su madre, de la cual estaba separado mucho tiempo habia, puso en orden sus asuntos de Barcelona, y salió de la ciudad en dirección -á su castillo.
En él fué recibido amorosamente por su madre, y dióse á recrear sus ocios cazando por aquellas cerca- nias, ya ciervos y jabalies, de que estaba lleno todo aquel pais, ya de vez en cuando algún oso, á cuyo encuentro se dirigla internándose por la montaña.
- Sucedió, pues, que un dia, habiéndose lanzado' sus _perros en persecución de unas cabras monteses y . siguiéndoles él en su carrera, descubrió en el interior de un bosque gran copia de ciervos, de los cuales uno - salió de su escondite y echó á correr delante del caba- _llero, lo cual fué á éste incentivo para abandonar las huellas de las cabras monteses y emprender el segui- miento de aquel animal; y dijo á algunos de sus ser- vidores que le siguiesen y emprendió la carrera á brida suelta. Cuatro de los que le acompañaban mon- tando en buenas cabalgaduras, lanzáronse detrás de -su señor; pero su carrera fué muy breve, pues el caba- llero montaba un brioso caballo español guiado por el jinete, quien siguiendo la velocísima huida del ciervo, se alejó mucho de los suyos. Al cabo de mucho correr 7
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observó que su caballo casi estaba sin aliento, mientras que el ciervo continuaba volando con igual rapidez, lo cual le puso de mal talante; pero como la bestia des- apareciese de su vista y ninguno de los acompa- nantes del joven estuviese alli con cl, aplicóse el cuer- no á los labios y comenzó á tocarlo fuertemente, en señal de que acudieran. Inútil esfuerzo, porque se habia alejado tanto, que no podia ser oido de los su- yos. Viendo el mozo que no le respondian, tomó su camino á solas y paso á paso con intento de volverse atrás, pero nunca pudo acertar con la senda, pues era desconocedor de aquella comarca, y cuando pensaba avanzar hacia su castillo, iba por el contrario acer- cándose al de Ginebra la blonda, la cual en compañia de su madre y de sus servidores habla salido aquella tarde á cazar liebres, y andaba por los mismos sotos que el caballero seguia. Y oyó éste las voces que levan- taban los del acompañamiento de Ginebra la blonda, y tomo la dirección de aquel ruido, oyéndole tanto más distinto á medida que avanzaba, bien que como se le alcanzase que los que lo producian no eran los suyos, hallábase perplejo sobre lo que debia hacer.
Iba ya muy entrada la tarde y el sol descendia dando mayor cuerpo á las sombras, en vista de lo cual y ob- servando que su caballo apenas podia moverse, tomó don Diego su partido, y para no quedar solo en el bos- que, siguió lo mejor que pudo rastreando, hacia el sitio donde sonaba aquella griteria. No bien hubo andado un breve rato, ofrecióse á sus ojos un magnifico castillo, que se levantaba á la distancia escasa de una milla italiana, y cerca de él vió una comitiva de mujeres y hombres que acababan de matar una liebre, y conje- turó que una dama que entre ellos se distinguia, seria la señora del castillo. Viendo la dama al caballero, y juzgándole persona de calidad por lo que anunciaban "su caballo y sus vestidos, y echando de ver que el ca-
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ballo no podía andar rendido de cansancio, mandó a uno de los de su séquito que se aproximase al jinete para informarse de quién era, y enterada de su con- dición y nombre, dirigióse á su encuentro haciéndole cortés acogida y mostrósele muy regocijada de aquel hallazgo, asi por la buena fama que de él le habia llegado, como por respeto a su madre, con la cual tenía establecida muy buena amistad, según es cos- tumbre entre propietarios colindantes.
La noche se les venia encima, lo cual fué ocasión de que invitaran á don Diego á que se albergase en el castillo, enviando un mensajero á su madre con . Objeto de advertirla y librarla del cuidado en que se hubiera puesto no viéndole aquella noche volver á su casa. Don Diego besó las manos á la madre y á la hija, y aceptó la invitación dándoles gracias por la cortesia que le dispensaban, y de este modo, junta- mente tomaron la ruta del castillo, después de montar el joven en un caballo que le dieron para que el suyo fuese llevado á la cuadra, á descansar de su extrema fatiga. 0 ?
Y he aqui que don Diego, que era un gallardisimo y agraciado mozo, alzó los ojos y se encontró con los de Ginebra la blonda que en aquel momento le estaba mirando fijamente, y fueron ambas miradas tan fogo- sas y de tal fuerza, que él de ella y ella de él quedaron tiernamente prendados, y el uno del otro prisionero.
Contemplaba el embelesado mancebo á la hermosa doncella, cuya edad seria de diez y seis á diez y siete años, que cabalgaba gentilmente en una hacanea enjae- zada de terciopelo. Tenia en la cabeza un sombrero lin- damente ataviado, con una pluma sobre el ala que la cubria parte del cabello, y la otra parte se veía ondean- do alrededor del rostro, dividido en dos rizadas guede- jas, y parecia decir á quien lo miraba: «Aqui y no enotra - parte, ha colocado Amor con las tres Gracias, su pro-
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pio nido.» Pendian de sus lindas orejas dos finisimas joyas y en cada una lucia una preciosa perla oriental. Descubriasele la despejada y alta frente, de proporcio- nado espacio, en medio del cual rutilaba un finisimo diamante engastado en oro, como se ve en el cielo rutilar las estrellas. Las cejas como el ébano negras y lucientes, arqueadas y formadas de cortos y menudi- simos pelos, cubrian y resguardaban, separadas á con- veniente distancia, dos ojos seductores cuyo esplendor de tal manera encendia la vista de quien los miraba, que todo él se sentia arder en fuego voraz; y el que fijamente clavaba en ellos los suyos, bajábalos deslum- brados y ciegos, bien asi como sucede al que los fija en el sol ardiente cuando llamea por Junio, en mitad del cielo limpio y abrasado. Con ellos podia su dueña matar á cualquier viviente, y como quisiera, volver la vida á un muerto. La perfilada nariz, formada en re- gular proporción con los otros rasgos de aquel rostro divino, separaba en iguales partes las rosadas mejillas, cuya viva blancura y honesto carmin las asemejaban á dos sazonadas y deliciosas manzanas. La pequeñisi- ma boca se formaba de dos labios que hechos pare- cian del mas brillante y fino coral, y cuando la niña hablaba ó reia, descubrianse dos hileras de orientales - perlas, por entre las cuales se vertía tan armonioso y dulce sonido, grato rumor del graciosísimo hablar, que los más groseros é insensibles corazones tenian que rendirse mal de su grado. Pues ¿ y qué decir del trozo lindisimo de la lindisima barba, qué del ebúrneo y cándido cuello, qué de los marmóreos hombros, y qué del alabastrino pecho cuyas gracias deliciosas ocultaba ella bajo un sutilisimo velo? No era aquel pecho virginal, elevado con grande exceso, pero, en- vuelto en celajes de honestidad, harto claro anunciaba : _todo su encanto sin alterar las puras y bellas lineas que eran propias de la tierna edad de la doncella. El
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resto de su gentil y bien proporcionada persona, fácil- mente se adivinaba no ser menos bello, puesto que no se descubria la menor imperfección. No hablo de los esbeltos brazos y bellisimas manos, que mostraba ella, largas, blancas y mórbidas, al quitarse frecuen- temente los perfumados guantes. Ni cala la joven en la afectación de otras que por querer darse traza de honestas, se fingen tristes y melancólicas, antes se la veia siempre alegre con discreción, afable, cortés y modesta. Rodeábale la enhiesta y blanca garganta una cadenita de oro de sutilisima labor, que pendiéndole sobre el pecho seguia la suave ondulación de su seno palpitante. El vestido era de cendal blanco, todo con sumo gusto y maestria acuchillado, debajo de cuya tela rala se veia lucir otra de oro. - Caminaba la comitiva hacia el castillo, y. «don Diego observando la costumbre galante del pais, colocóse al derecho lado de Ginebra la blonda, llevando las riendas de su caballería y departiendo con ella sobre varios asuntos, y alli, viéndoles reunidos en un solo grupo, era donde se reconocia que el caballero era tan ga- llardo mozo como la dama preciosa doncella. Llegados ya al castillo, quiso la madre de Ginebra la blonda, que el caballero se fuese á reposar, á cuyo fin le hizo acompañar á una cámara ricamente dispuesta donde aquél se alivió del peso y opresión de las botas. Pocos - deseos tenia de reposar, mas para complacer á la cas- _ tellana se detuvo en el aposento para desnudarse el traje de caza y vestirse otro de rica tela que la señora le mandó ofrecer ; y todo esto hacia sin caérsele de la mente el pensamiento de la divina hermosura de la joven, cuyas gracias celestiales no acertaba á compa- rar con otras que en su vida hubiese visto.
Por otra parte, mientras el mancebo estaba en su apo- sento, servido por varios criados de la castellana que le asistlan en todo, Ginebra la blonda no hacia más
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sino recrear su pensamiento con la idea del caballero á quien acababa de conocer, y que en el breve tiempo que habia estado junto á ella, le pareció el más bello, más bizarro y más valeroso mancebo de cuantos había visto, y experimentaba mientras pensaba en él un maravilloso deleite, cual jamás lo habia conocido su pecho. Y sin percatarlo acabó por sentirse locamente enamorada de él, en tanto que él sumido por su lado en iguales meditaciones y gozándose allá, en su me- moria, en admirar una y otra prenda de las que en ella descubriera reunidas, bebía insensiblemente el amoroso veneno, llegando al fin á decirse que por ha- ber querido matar un ciervo, él era quien de mano de la hermosa doncella quedaba por amorosa saeta mor- talmente herido.
Á todo esto, los criados del séquito de don Diego se volvieron á su morada, después de haber buscado largo tiempo á su amo sin descubrir rastro de él, lo cual les hizo presumir que podia haberse dirigido al castillo por otra senda. Y hallábanse todavia á cosa de media milla antes de llegar á la fortaleza cuando les topó el mensajero enviado para advertir á la ma- dre de don Diego, que no le aguardase aquella noche. Sabia la madre, con esto, que su hijo estaba albergado en sitio bueno y seguro, por lo cual, como estaban ya cerca las dos de la noche, no quiso ordenar que nadie saliera por aquella noche á reunirse con él.
No permanecieron mucho rato los dos enamorados á solas con sus pensamientos, pues la cena se dispuso prontamente, siendo servida en una sala lujosamente adornada. Á ella condujeron al caballero, quien se en- contró con la madre y la hija que le recibieron con grata y cortés acogida, entreteniéndole además con agradables razonamientos. Los criados sirvieron agua- manos, y á invitación de la castellana, tomáronlo los tres; después de lo cual se sentaron á la mesa viéndose
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don Diego á pesar de su resistencia, forzado á sentar- se á la cabecera, con la castellana á su derecha y Gine- bra la blonda á la izquierda, y siguiendo los demás comensales á ambos lados conforme 4 cada uno per- tenecía.
La cena se compuso de varios y delicados condi- mentos, servidos en abundancia, bien que poco de ellos comieron los dos amantes. Y habia la castellana mandado sacar vinos preciosisimos, á pesar de no be- berlos ni ella ni su hija, y habiéndose asimismo alli aclarado que tampoco don Diego habia catado jamás el vino, acostumbrado de niño á no beberlo; de suerte que los tres bebian agua sola. Yo, sin embargo, á es- tar alli, me hubiera avenido con los demás comen- sales, que bebian vino; pues si ha de valer mi leal dictamen, creo que donde no hay vino es imposible gustar vianda ninguna que no parezca insipida, y cuanto el vino es mejor, más sabroso y más bien sazo-' nado me parece á mi un platillo.
La noble dama, que era una hábil discutidora, inte- resaba discretamente al caballero en varios razona- mientos, rogándole al mismo tiempo que honrase las viandas, y animados uno y otro en su diálogo hubo de animarse á su vez la hermosa Ginebra, de suerte que se introdujo en la conversación, con lo cual á nuestro caballero le parecia hallarse en el paraiso. No menos gustosos se sentian los demás con el entendido razonar del mancebo, pasando de esta suerte, discu- rriendo y saboreando los delicados platos, todo el tiempo de la cena, halagados por la más plácida alegria y distracción. Concluida la cena y mientras llegaba la -' hora de irse á dormir, el caballero siguió conversando: á su sabor con su enamorada, no atreviéndose empe- ro en ningún momento á descubrirle su fervoroso' amor, sino reduciéndose tan sólo á decirla en frases de general cortesia, que era servidor suyo y que no
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comprendía que pudiese recibir de ella merced más grande, que la de que le mandase y emplease en su servicio. La doncella ponliase, á todo esto, de mil colo- res. y daba al caballero gracias por sus ofrecimientos rendidos; y aunque no se le escapaba que asi los ges- tos como las palabras del mancebo eran indicio de amor mal contenido, hizo talante de no repararlo con ánimo de mejor espiar el ánimo de aquél.
Llegada la hora de recogerse, cada cual dió á cada cual las buenas noches, según se suele, yéndose a acostar ; pero si durmieron ó no durmieron aquella noche los dos nuevos amantes, colijalo quien se haya visto extraviado en ese laberinto del amor. Ni para el uno ni para el otro hubo posibilidad de conciliar el sueño, que toda la noche se les fué en pensamientos é imaginaciones, ora temiendo, ora esperando, repren- diéndose después, y luégo animándose á proseguir en su empresa. Pareciale á Ginebra la blonda, que en el caballero habia observado cierto no sé qué en el cual fundaba el indicio y ponia la certeza de que el caba- llero la amaba y de que si en él cifraba ella su amor, no le amaría en vano; reflexiones que añadian pábulo y fomento á la ya comenzada llama de su pecho. Don Diego, por su parte, recordaba la donosura y belleza, la gentileza y discreción que habla admirado en la joven, y reputaba estas prendas en un todo superio- res á cuanto imaginarse pudiera, y abrasándose á tales ideas sentíase obligado á amarla aunque lo resis- tiera. Pero meditaba luégo que su pasión ya se habia mostrado en cierta medida y á despecho suyo, y como considerase que esta declaración tácita no había en- contrado en la doncella la correspondencia que él apetecia, sumerglase en la duda y desconfiaba de su felicidad. Ocurriasele después, que ella era todavía muy jovencita y que es ley de honestidad en una niña guardar la modestia y corresponder de ligero á las
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galanterias de los hombres, y con esto volvia á conso- larse ganando aliento y esperanza de conquistar á su amada con el rendimiento de una amante esclavitud. Tales fueron aquella noche los pensamientos de los dos nuevos enamorados.
Á la mañana siguiente llegaron los servidores de don Diego para llevarle con ellos á su casa ; mas la castellana que ya habia dejado el lecho y mandado disponer el desayuno, que estuviese presto y honro- -.samente preparado, se opuso á que el caballero se fuese por la mañana; á lo cual accedió el joven gusto- samente, que su deseo no era otro que contemplar á todas horas á Ginebra la blonda. Esta se levantó aque- lla mañana afanosa de agradar á su amante, y por conseguirlo se vistió riquisimamente, sintiéndose al mismo tiempo con tales transportes de alegría, que todo en derredor parecia sonreirle. Miróse y remiróse al espejo, y pidió opinión sobre su tocado á todas sus camareras, á fin de que nada quedase en ella que pu- diese ser tachado ; luégo salió de su cámara y se diri- gió al jardin, en el cual se paseaba su madre depar- tiendo con el caballero. No bien la vió éste llegar, saludóla reverentemente, y fijando en ella los ojos no pudo ya separarlos, que si le pareció el día antes bella y encantadora, parecióle ahora que en ella se reunia toda la gloriosa perfección que en humana criatura pudiese concebirse ó que descrito hubiesen todos los poetas en sus poesias y escritos. Asimismo juzgo ella al llegar á la presencia del caballero, que no cabla en un hombre mayor gentileza y bizarrla ; y de tal suerte cambiándose miradas llenas de embeleso, apacentá- banse sus ojos en tan dulce y sabrosa contemplación. '
Oyeron misa en la capilla del castillo, y luégo fueron a desayunarse. Concluido el desayuno y dispuesta á la marcha la gente de don Diego, con caballos y demás, aquél repitió á la señora del castillo todo el encareci-
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miento de su gratitud, esforzándolo en los términos que más pudo, y le besó la mano ofreciéndose á ser siempre servidor de ella diligentisimo. Volvióse en se- guida á Ginebra la blonda y le besó á su vez la mano, y aunque quiso hablarla para decirla no sé qué razo- nes, ni pudo articular palabra, turbado por la fuerza de su poderoso amor, ni tampoco acertaba á soltar la delicada mano que le tenia cogida ; cosas ambas que fueron para la joven señales ciertas de lo mucho que el caballero le amaba. Sintióse con esto llena de sin- gular contento y dijo con trémula voz:
—Señor don Diego, yo soy toda vuestra.
Acabó el caballero de despedirse y recibiendo otra vez licencia, montó con los suyos á caballo y salió del castillo, no sin haber reiterado a la castellana las muestras de su obligación por la grata acogida y seña- lada honra que le habia hecho.
Existia entre las dos viudas, señoras de los dos cas- tillos, antigua amistad que era causa de que frecuen- temente se visitasen y comiese la una en casa de la otra, en vista de lo cual, enterado don Diego, dispuso dar una fiesta invitando á ella á Ginebra la blonda, como asi se verificó. La fiesta fué bellisima y placida, adornada de lujoso aparato, sones armoniosos y dis- tinguidas cuanto hermosas damas; y esta fué la oca- sión en que bailando el caballero con Ginebra la blonda algunas danzas y entrando poco á poco en con- fianza, empezó á pintarla con expresivas palabras el amor y la pasión que por ella experimentaba. Bien queria la joven mantenerse reservada, pero no pudo; que hartas señales dió al gozoso enamorado, de que en el pecho de ella no ardía llama menos voraz y po- derosa. Concluyóse el baile y combinaronse algunos juegos de los acostumbrados en tales ocasiones, con lo cual tuvo el caballero nuevo motivo para permane- cer al lado de su amada, y espaciaba su buen humor
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complaciendo á los convidados en todo cuanto se le ocurría, honrando en su presencia con galante esme- ro á Ginebra la blonda y á su madre. Asi, de esta suerte, pues, trataban ambos amantes de mitigar el ardor que al uno por el otro consumían, sin percatar que al contrario más y más lo avivaban bebiendo la amorosa ponzoña que en su mutuo mirar se con- tenla.
Sucedió, pues, que prosiguiendo el joven en esta empresa, á menudo visitando en su castillo á su ama- da é invitándola á las fiestas que disponia en el suyo, hubo de dar ocasión á que las dos madres cayeran en la cuenta de su amor, de cual descubrimiento no se dolieron en verdad ni un punto; que la madre del caballero se sentía muy gratamente inclinada á tomar por su nuera á Ginebra la blonda, no menos que la madre de ésta se hubiera complacido en recibir por su yerno á don Diego. Hallábanse con todo, puestas ambas en aquel caso frecuente de la vida, en que los miramientos y reparos frustran las más bellas ilusio- nes, y asi ninguna de las dos se determinaba á ser la primera que tratara de aquel asunto. Por su parte, el mismo don Diego habla ido repetidas veces 3 la casa vecina, de cierto caballero amigo suyo, con ánimo de revelarle lo que por él pasaba y aconsejarse con él, mas siempre se habia callado por temor de que en esta confidencia pudiese encerrarse ofensa para su amada. |
Mientras tanto la familiaridad entre los dos amantes se habia ido acrecentando, de manera que apenas pa- saba don Diego un dia sin visitar á la dama, y á su lado permanecia sin sentirlo tres ó cuatro horas en dulce coloquio, y aun muchas noches cenaba á su mesa, volviéndose luégo á su castillo; así fué que ya no hubo persona que no echara de ver el amor de los dos jóvenes. Éstos ardían en deseos de unirse en lazo
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conyugal, pero el temor sellaba sus labios, y ni Gine- bra la blonda se atrevia á revelar á su madre tales deseos, ni á la suya don Diego se resolvía á decir pa- labra. Las madres discurrian cada una por su respeto que ambos hijos eran todavia muy jóvenes y que les quedaba tiempo sobrado para casarse, y no provoca- ban explicación alguna, complaciéndose en observar y callarse.
En tal estado se hallaban las cosas, cuando á cierta joven, muy bella por cierto, hija de un noble del pais, que frecuentraba el castillo de Ginebra la blonda, le ocurrió enamorarse perdidamente de don Diego, dán- dose á emplear cuantos recursos tenía á su alcance para obtener la preferencia de aquél; pero el caballero tenía entregado á Ginebra la blonda el corazón ente- ro, y no reparaba ninguno de los esfuerzos que aquella joven hacia. Vino á manos de dicha joven un hermoso y adiestrado gavilán, y como le era conocida la afición de don Diego por las aves de rapiña, se lo envió ha- ciéndole presente de él, y el caballero, que no vió el alcance de aquel paso, aceptólo satisfecho, dando en albricias un par de medias al criado que de él fue portador y enviando gracias rendidas á la joven, ofre- ciéndose á sus mandatos ; y por ser ya entonces tiem- po de cazar perdices salió á probar el ave que le habia sido regalada, y halló ser de excelente destreza y olfa- to, por lo que no hay que preguntar si lo estimaria en mucho. Por dos veces habla mandado á Ginebra la blonda, oferta de perdices, y aun habia ido varios dias á verla, llevando el gavilán posado en su puño, elogiando su bondad y ponderando la afición en qu le tenia. A
Ya he dicho que todo el mundo estaba enterado del amor de los dos jovenes; lo cual fué ocasión de que se hablara de el cierto dia en el castillo de Ginebra la blonda en presencia de ésta, siendo la conversación
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muy en alabanza del mancebo á quien declaraban todos el más virtuoso y cumplido caballero; mas no faltó en esto un señor Gracián, alli presente, que sin contrariar que fuese don Diego tan de buenas pren- das como los demás decian, añadió que era como el rocin del ollero, que se para á todas las puertas. Ad- miróse Ginebra la blonda de esta expresión y suplico al que la había dicho que la aclarase, á cuyo ruego el hidalgo, que se tenia á sí mismo por muy suficiente, dijo:
—Señora, los olleros que andan con su rocin ven- diendo por los pueblos ollas, escudillas y otros bártu- los de barro, se detienen á cada puerta, y esto hace el caballero don Diego, el cual galantea á cuantas jóvenes ve, y ahi le tenéis ahora ciegamente enamorado de la hija de don Fernando de la Sierra, de cuyas bellas manos ha recibido el presente de un gavilán que esti- ma en más que su propia vida.
No sé si aquel gracioso hablaba por su sola cuenta Ó si lo hacia inducido por alguno; lo que si puedo afir- mar es que sus necias palabras fueron origen de gran- disimo daño, según podréis oir; que no bien las hubo recogido Ginebra la blonda, salióse de la estancia en que se hallaba y se encamino á la suya, y abandonóse alli á tal impetu de celos, y á tal corriente de fieri- sima cólera, que estuvo á punto de desesperarse; y considerábase tan rebajada por aquel desdén, que en un momento transformósele en odio crudelisimo todo el amor que á don Diego tenia, no parándose á consi- derar que el que la habia dado la malhadada nueva podia haber procedido por incitaciones extrañas 0 bien por propia malicia y envidia.
No tardó el caballero en llegar, según su costumbre, al castillo para ver á su ya perdida Ginebra, mas no bien oyó ésta que aquél se apeaba de su caballo en el patio, fuése apresuradamente á su cámara y en ella
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se encerró. El caballero se introdujo en el salón y tra- bó diálogo con la madre de la airada doncella, entre- teniéndose de este modo un buen rato, y refiriendo los prodigios de su gavilán que tenia posado en el puño. Pero viendo que Ginebra la blonda no comparecia según acostumbraba, preguntó por ella, y le contes- taron que á su llegada se habia retirado á su apo- . sento, lo cual puso punto en boca del joven. Cuando le pareció que ya era oportunidad, pidió á la caste- llana licencia para ausentarse, y bajando la escalera hallóse con una camarera de la joven á la cual dió encargo de besar en su nombre las manos a la señora. Dicha camarera no ignoraba el amor de los dos jóve- nes y como nada hubiese aun traslucido del disgusto del gavilán, tomó gustosamente el mensaje y fué á desempenarlo con su señora.
Ginebra la blonda se hallaba ya advertida de que don Diego se habia presentado con el gavilan al puño y de los elogios enfervorizados que le tributó, y con esto se daba más y más á entender que el joven la hacia objeto de menosprecio, y sentiase por lo tanto doblemente lastimada, primero porque creia firme- mente que su amante enamoraba á otra mujer, y lué- go porque se juzgaba de él burlada y escarnecida; esto la encendia mayormente en ira, y con tanta más furia cuanto aquella ventolera se le habia entrado en la mente de modo que no habia en el mundo reflexión que bastara á curarla de semejante desatino.
En tal disposición la encontró la camarera cuando fué á desempeñar el mensaje del caballero. Oyóla Gi- nebra la blonda, y montando en cólera prorumpió en estas exclamaciones: |
—¡ Ah, desleal, ah, temerario amante, que tras haber- me vendido y abandonado por otra cien veces inferior á mi, se atreve aún a venir donde estoy yo y á es- carnecerme mandándome á besar las manos! Pero á
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Dios juro, que he de darle el premio que merece.
Entonces refirió á la criada todo el sucedido del gavilán y de los amores de don Diego con la hija de don Fernando de la Sierra, lo cual oido por aquella y teniéndolo luégo por cosa ciertisima, le inspiró conse- jos y exhortaciones que se esforzó ella en dirigir á su dueña para que perseverase en su propósito; de suer- te que asi se añadia más leña al fuego. Andaba esta camarera metida en amores con cierto escudero del castillo, el cual, no sé por qué ignorada razón, tenia contra don Diego grande animosidad y le veia con fuerte descontento tan cercano a casarse con Ginebra la blonda ; y enterado por la camarera del disgusto en que estaba su señora, trató de utilizarlo y urdió una fabula, fingiendo haber oido de persona digna de cré- dito, que don Diego ya se habría. casado con la dama del gavilán, si no fuese por mirar el respeto que debía á la madre de su abandonada amante; confió luégo á la camarera el encargo de referirlo asi á su señora, y no hay que decir de qué manera y con qué ceguedad otorgó la señora entero crédito a tan torpe impostura. Tal se lo dió, que resuelta á romper del todo con el caballero, llamó un paje á su presencia y le encomendó . estrechamente el encargo de aguardar el día siguien- te en la entrada del castillo, la llegada de don Diego, y que al verle acercarse saliese a su encuentro y le dijese: «Señor don Diego, Ginebra la blonda me envia á vos y por mi boca os dice, que debéis volveros al sitio de donde salió ese vuestro gavilán que os es tan querido, pues aqui no cazaréis con él ni perdigones, ni codornices.»
Á la hora designada el paje fué á ponerse en espera donde se le habia ordenado, y tanto aguardó que al cabo vió comparecer á don Diego, el cual con arreglo á su costumbre, dirigiase al castillo. No bien le distin- guió adelantóse el paje á su encuentro y le dijo cuanto
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su señora le habia mandado decir. El caballero, que era buen entendedor y discreto, harto bien se explicó aquella embajada, y sin dar un paso más volvió gru- pas y se dirigió á su casa dominado por el peor humor del mundo; y una vez que estuvo en su castillo, en- tróse en su cuarto y alli escribió una carta en tales términos como el caso los requería ; cogió en se- guida el gavilán, lo mató y junto con la letra lo puso en manos de un servidor suyo, mandándole montar á caballo para que fuese á su vez á ponerlo en las de Ginebra la blonda.
La joven, con todo, aunque recibió al servidor, no quiso aceptar la carta ni el gavilán y solamente respon- dió por su boca a aquel mensaje, di- ciendo al mensajero:
—Buen hombre, dirás á tu señor que nunca más se me ponga delante, pues me hallo muy enterada de sus procederes. Y que á Dios le doy gracias con toda mi alma, que tan á tiempo me ha advertido de la mala fe de un falso caballero.
Portador de esta fiera embajada volvió el enviado á la presencia de su dueño, y por mandato de éste se lo refirió todo. Cuánta, al escucharlo, fué su turbación, cuánto su espanto, cómo se lamentó de su mala ven- tura y cuánto se desconsoló, no hay que decirlo. Mil veces se propuso disuadir á su amada del engaño en que estaba, dándole á conocer que todo habia sido impostura de malas lenguas; todo fué en vano, que ni accedió ella á apaciguarse, ni quiso prestar oidos á las veraces explicaciones del veraz amante, tan pene- trada tenia en el corazón aquella falsa creencia, y tanta era ya la imposibilidad de desarraigarla. Asi fué que
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118 MATEO BANDELLO jamás admitió ni billetes ni mensajes de don Diego.
Viéndose este infortunado amante tan rigurosamen- te y tan sin culpa maltratado. y no pudiendo soportar el peso de su tristeza, no hallando por otra parte me- dio de apagar su ardorosa llama, que por el contrario más parecia acrecentarse, fu¿ sumergiéndose en tal melancolía que estuvo á punto de morir. Fácil cosa era dar con la causa de la enfermedad del caballero, puesto que se le veia abandonar su frecuente trato con la doncella; y esto daba á las dos viudas ocasión de reirse, pensando que todo ello no era más que ren- cilla de enamorados.
Don Diego llegaba ya al término de todos los ensa- yos y remedios que la imaginación podia sugerirle en beneficio de su amor, y convencido de que todo era inútil, cansado de la vida, mas no queriendo qui- társela por su propia mano, resolvió apelar á otro medio, cual era el de alejarse de la causa de su mal y andar algunos dias vagamundo por acá y aculla, pro- metiéndose que con esto se extinguiría su fiero dolor. Y acordado que tuvo este propósito extremo, dispuso todo cuanto queria llevar consigo y mandó hacer dos sayales de ermitaño, uno para él y otro para un com- pañero que pensaba llevar. Escribió luégo una carta, y entrególa á uno de sus servidores diciéndole :
—Voy á partir para ciertas incumbencias mías, pero no quiero que mi madre ni otra persona alguna sepa adonde me dirijo. Después que me haya ausentado, dirás á mi señora madre, cuando pregunte adónde he ido, que yo no lo he declarado, pero que he dicho que al cabo de veinte dias estaré de vuelta. Al cuarto dia después de mi partida, y no antes, llevaras esta carta mía que ahora te entrego, á Ginebra la blonda, y si ella no quisiese recibirla, vé y entrégasela á su madre. Y ten cuenta por tu vida, de no olvidar un solo punto de este mandato.
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Respondióle el servidor que nada temiese, que todo lo cumpliria según se lo ordenaba. Hecho esto, don Diego llamó á otro criado de toda su confianza, hom- bre de bien y práctico en las cosas del mundo, y le dió á conocer sin reserva todo cuanto se proponía rea- lizar. El buen hombre reprobóle con toda su alma - aquel insensato proyecto y puso todo su esfuerzo en disuadir al joven de tal desatino; mas de nada le apro- vechó, que ya estaba su amo resuelto al partido que le manifestaba, lo cual visto por el leal y cariñoso servidor, hubo de inspirarle la idea de que al cabo era menos malo irse acompañando á su amo, para ver si más adelante le quitaba de la cabeza semejante locura y porque estando de continuo con él podria guardarlo de otros peligrosos accidentes; y asi discurriéndolo, manifestó al joven que partiria con él y que jamás le abandonaria. Puestos en consecuencia ambos de acuerdo y ordenado cuanto les convenía, la noche siguiente montaron á caballo, don Diego en un brioso potro español de rápido andar, y el criado en otro buen caballo, con la balija.
Eran las tres de la noche cuando partieron, y cabal- - garon todo lo que de noche quedaba, sin particulari- dad notable ; mas cuando asomo el dia comenzaron á tomar por sendas extraviadas á campo travieso, á fin de no ser vistos por nadie, y en tal conformidad siguie- ron marchando hasta muy cerca del mediodía. Suce- dia esto en el mes de setiembre y el calor no era excesivo. Parecióle al caballero que se hallaban ya á buena distancia de su castillo, por lo cual podían dar algún descanso á los caballos. y movido de este inten- to llegóse á una casa que alli habia, apartada de todo camino ordinario, comprando en ella lo que á ellos y á sus caballos hacia falta; sentáaronse á comer en tanto que las bestias reposaban, y dejáronles un descanso de tres horas, que no menor lo necesitaban. Montaron
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nuevamente en ellas, y del mismo modo anduvieron tres jornadas enteras, hasta que llegaron al pié de una alta montaña que se elevaba á muchas millas de todo lugar frecuentado.
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El pais era salvaje y solitario, poblado de varios ár- boles y recorrido de conejos, liebres y otros animales selváticos, y existia alli una gruta espaciosisima, capaz para mucha gente, junto á Ja cual se soltaba una fuen- te limpida y fresca. Al ver nuestro caballero aquel sitio, prendose de él en todo extremo, y asi dijo al
- servidor.
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—Hermano, este quiero que sea el lugar de mi estan. cia, mientras dure mi frágil y miserable vida. | Apeáronse, en consecuencia, y quitaron sillas y bri- das á los caballos, dejándolos en libertad, que fueran adonde mejor los pluguiese; y partieron los bravos ani- males sin que se tuviera de ellos otra noticia, siendo de creer que alejados de la caverna y extraviados con el incentivo del pasto, hubieron de ser presa de los lobos. El caballero mandó colgar á la entrada de la gruta, la silla, brida y demás arreos, y despojose el luégo de su traje acostumbrado para vestirse el hábito de ermitaño, en lo que le imitó el criado, y finalmen- te cubrieron el paso de la gruta con troncos, de suerte que no pudiese entrar ninguna fiera. La gruta era muy espaciosa y toda ella abierta en la dura roca. Dentro de ella se dispusieron dos yacijas hechas de hojas de haya, y en tal disposición vivieron muchos días, sustentándose unas veces de las carnes de bestias salvajes que el criado mataba con la ayuda de una ballesta que habia llevado consigo, y otras veces, cuan- do les faltaba la caza, de raices de yerbas, frutos sil- vestres, bellotas y otros parecidos alimentos. La sed, apagábanla con el agua de la fuente; cosa que al caba- llero no había de ser enojosa, pues ya se recordará
que no bebía vino.
En esta miserable y selvática existencia Daaba don Diego sus dias, sin otra ocupación que llorar la dureza y crueldad de su amada y vagar como una fiera por aquellos barrancos, quizás buscando un oso que le despedazara. El servidor se consagraba por entero al acecho de su caza; y cuando la ocasión se lo brindaba, poniase á exhortar á su dueño, para que dejase aquella vida bestial y se volviese a su casa, tra- tando á Ginebra la blonda como una necia que era, ignorante de su propio bien é indigna de las prefteren- cias de tan noble y rico galán. Cuando llegaban á estos
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razonamientos, el joven no podía sufrir que hablase con tal menosprecio de su amada, é imponía silencio al criado 0 mandábale que tratase de otro asunto, vol- viendo él á sus lamentos y á su llanto, de modo que perdido ya el natural color y cada vez más flaco y ma- cilento, mejor parecia un hombre salvaje, que caballe- ro en altas esferas educado. El hábito ceniciento que le cubría, con su capilla echada á la espalda, la barba que le iba creciendo espesa y desordenada, los cabe- llos espeluznados y los ojos que cada dia mas hundi- dos le penetraban en el cráneo, eran todas partes que tan por completo le habian transformado, que no que- daba en el indicio de su pasada apostura. “ La madre de don Diego, que no le vió comparecer á la hora del desayuno, la mañana siguiente á la noche de su partida, preguntó por él, y el criado á quien el joven habia dado la carta para Ginebra la blonda, contestó á la castellana que su hijo habia partido á. caballo en compañia de un solo escudero, dejando dicho que al cabo de veinte dias daría la vuelta. Oyendo esto, la buena madre se tranquilizó.
Pasáronse los cuatro días siguientes á la marcha del caballero, y el criado fué á entregar el billete á Gine- bra la blonda, y hallándola en la sala de su castillo junto con su madre, hizo á las dos la debida reveren- cia y puso el papel en manos de la doncella. Echó ésta de ver al punto que la carta era de don Diego, y la tiró en seguida al suelo, exclamando al propio tiempo, mudada la color y lleno el pecho de ira :
—Harto he dado á entender á tu amo que no quiero cartas ni mensajes suyos. |
La madre añadió riendo:
—¡Gentil enojo es el tuyo! Dame acá ese billete y yo lo leer. |
Un criado dela casa recogió el billete y lo entregó a su señora, la cual abriólo y leyó que decia de este modo :
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«Puesto que, señora mia, mi inocencia para con vos »no halla punto por donde se le permita introducir' »en vuestro corazón una minima siquiera de sus vera- »Ces razones, y advirtiendo yo por clarisimas señales »que os causa enojo y os inspiro mortal aborrecimien- »to, he determinado irme tan lejos de estas comarcas, »que ni á vos ni á nadie llegue nunca jamás otra: noti- »cia de mi; que no puedo tolerar el causaros con mi »presencia cualquier disgusto, ni aun el más leve, y »prefiero vivir yo infortunadisimo porque vos podáis »vivir contenta. Durisima cosa es, y por todo extremo dolorosa, verme de vos despreciado, pero mayor do- »lor y más dureza encuentro en saber que vos por »causa mia Ó por cualquiera de mis actos, aunque »sean justos y acertados, no sabéis sino encolerizaros »y tomarlo todo á malisima parte; que todo suplicio »es más soportable, que el de vuestro desprecio. » Y porque esta vida mia tan débil no ha de poder, »sufrir mucho tiempo los crudos 'martirios que aho- »ra sufro, he querido, antes que me falte, lo cual será »en breve, escribiros estas últimas letras en las “que »os refiero la sencilla verdad de mis procederes, no »para que de.ello os resulte ofensa, mas para que ha- »yais testimonio de la inocencia mia. Pues ya que sin »catármelo he caido en desgracia vuestra y asi no »quiero vivir, sepa al menos el mundo que os he ama- »do cuanto á mujer nacida es posible amar, que os »amo y os amaré eternamente, y me vale la esperanza »de que cuando seré muerto tendréis, bien que tarde, »piedad de mi, pues entonces recanoceréis no haber »hecho yo cosa, mi haberla pensado, que en buena »razón pudiera causaros el menor disgusto. Os amé, »bien lo sabéis, no para robaros el honor de vuestra »virginidad,.sino para haceros mi esposa, siéndoos »esto grato; de lo cual no puedo citaros mejor testigo »que vos misma. Y no habiéndoos vos mostrado aira-
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»da contra mi sino con motivo del gavilán que me »dieron uno de esos últimos dias, os digo que quien »me hizo el presente fué doña Isabel, hija de don Fer- »nando ; estimé que fuera gran descortesia el recha- »zarlo y lo acepté, pues son esos dones que suelen »hacerse entre personas nobles; pero os añado que »con doña Isabel jamás he hablado sino en vuestra »casa y presencia. Si ella me ha amado de la manera »que vos os habéis imaginado, esto lo ignoro, puesto »que conmigo jamas lo habló, que si hablado lo hu- »biese, claramente le habria yo mostrado que en mi »pecho latia un solo corazón, el cual no me pertenecía »puesto que de él os tenia hecha á vos donación irre- »vocable. Ahora sabrá que por miramiento vuestro he »estrangulado su gavilán y dado su carne á comer á »los perros, y espero que esto ha de darle demostra- »ción y evidencia de que no la amo, y bien pudiera ¿también haberlo sido para vos, de que mi conducta »era inocente. Pero'tan tupida y oscura venda de fiero »é injusto desdén os ha cubierto los ojos y de tal for- »ma'os los ha cegado, que no os es posible distinguir »la verdad ; ni acierto yo á demostrárosla con otro »testimonio que el de mi propio corazón, que con vos, »junto al vuestro mora. Sea, pues, lo que á vos place »que sea. Odiado por vos, odiado he de ser por mi »mismo, y considerando que mi muerte ha de agra- »daros, sentenciado á muerte estoy. Pésame tan sólo »una idea: que quedando yo inocente, vos vais á que- »dar culpable, y que mi muerte sera un suspiro, mien- »tras que la crueldad vuestra siempre se mantendrá »presente á vuestros ojos. Á Dios ruego que os haga »tan dichosa como á mi me hicisteis desgraciado. Y »El os guarde. »
Poseida quedó la viuda de infinito estupor con la lectura de esta carta, y con gran severidad reconvino á la doncella y le hizo mil cargos, por haber conduci-
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do á tan tristes riesgos á un tal noble y gentil caballero. La hija, con todo, manteniase tan irritada y odiaba de tal suerte al caballero, que le parecia hallar gozo en la nueva de su sufrir. Llamó la señora al criado de don Diego y le preguntó cuánto había que su amo es- taba ausente. Respondió el criado que con aquel iban cinco dias de su ausencia. |
—Está bien—dijo ella. —Vé y saluda á su madre de mi parte. |
No quiso la castellana que nadie se enterara del texto de la carta, más que ella y su hija, con la cual estaba á solas poco antes, cuando la reprendió.
Transcurrieron quince y veinte dias de la partida de don Diego, y como la madre de éste no le viera volver, ni en otro más largo plazo que vanamente le esperó, púsose en gran cuidado y mandó que le bus- caran por todos los sitios que pudo imaginar, pero no alcanzó con todo esto la menor noticia. Llegaron á sus oidos ciertos rumores del enfado de Ginebra la blonda á propósito del gavilán, y prometiéndose por esta via esclarecer algo, mandó recado á la madre de la joven - para que le dijese si alguna cosa sabia del paradero de don Diego; aquella, empero, nada le participó, para no desesperarla, respecto al contenido de la carta que la doncella habia recibido. Júzguese ahora cual seria la existencia de la infortunada madre del caba- llero ; piénselo y midalo todo aquel que sepa lo que es el amor de una madre á su hijo, y tanto más cuanto es éste virtuoso, cortés y adornado de excelentes cos- tumbres. Lloraba todo el dia, como loca llamaba sin descanso al hijo de su corazón, y asi lastimosamente se afligía; no murió, porque no se muere de pena, aunque ésta sea mayor de lo que ella la experimen- taba.
Eran ya pasados catorce ó quince meses que el tris- te don Diego se había ausentado de su casa y vivia en
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comunidad con los animales salvajes por bosques y precipicios, sin haber visto en todo este tiempo otro semblante humano, que el del escudero que con él estaba ; y la áspera vida, con el incesante llorar y el desconsuelo en que su espiritu se sumergla, transfi- guráronlo de tal suerte que no le conociera su propia madre si á su presencia viniera.
Mas ya arrepentida la fortuna de tanto rigor como al desventurado caballero infligía, comenzó á dar mues- tras de apaciguarse; pues sucedió que aquel caballero, el cual más arriba os he mentado y de quien os he dicho que quiso don Diego hacerle confidente de sus amores, aunque luégo no lo verificó por alguna causa que ignoro, dando un día la vuelta de Gascuña, adon- de le llamaron negocios suyos, pasó por aquellos si- tios de los cuales era don Diego rústico habitante ; y errando el camino acertó á pasar delante de la habi- tada caverna, junto á la cual descubrió vestigios hu- manos en abundancia ; y pasando á la distancia de un tiro de saeta le pareció que un hombre penetraba en la cueva, aunque no pudo distinguir quién fuese.
El que entraba era don Diego, quien discurriendo . por aquellos sitios entregado a sus lamentos, oyó el pisar de los caballos y corrió á esconderse. El caballe- ro jinete, cuyo nombre era Rodrigo, en vista de lo que observaba y conociendo que habia perdido el ca- mino, ordenó á uno de sus criados que adelantase el caballo y viese quién estaba en la gruta, y que le de- mandara informes para volver á la senda común. Obe- deció el criado, mas como llegase á la entrada de la cueva y la viese interceptada con troncos y maleza, no tuvo ánimo para entrar y menos para levantar la voz en demanda de informes, pues pensó que aquella seria manida de ladrones; volvióse al lado de su señor, le expuso sus observaciones y recelos y se calló. El caba- llero, que era valiente y animoso, además de ir bien
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acompañado, se dirigió entonces á la cueva con todo su séquito; llegado á la entrada preguntó con firme voz, quién estaba dentro, y á estas voces miró abrirse la valla y aparecerse el criado de don Diego, con tan distinta traza de la que solia mostrar, que no parecia sino un verdadero salvaje. Repitióle don Rodrigo su pregunta de quién era, añadiendo que les enseñara el camino recto para continuar su viaje; á lo que respon- dió el interrogado, diciendo:
—Aqui estamos dos miseros compañeros, mal trai- dos por la fortuna, y encerrados en este sitio para desdicha nuestra. Y sabed que aqui vivimos haciendo penitencia de nuestros pecados. Y esto es todo cuanto puedo deciros, pues en lo que respecta á cuál pais sea éste y cuál el camino por donde os enderezáis, ni yo sé nada, ni mi compañero tampoco.
Acaectóle entonces á don Rodrigo el deseo de pene- trar en la gruta, descabalgó con algunos de los suyos, penetró y hallándose alli con don Diego que se pasea- ba, aunque sin conocerle, hizole las mismas preguntas que habia hecho al servidor, mientras los que con él habian entrado le dejaban razonar con el desconocido don Diego, para diseminarse por la gruta acá y acullá, examinandolo y registrándolo todo. En esto ocupados dieron con dos sillas de montar que en un rincón esta- ban colgadas, úna de ellas ricamente guarnecida y con primor labrada, y dijo uno de la servidumbre con tono de chanza:
—Padre ermitaño, no descubro yo aqui caballo, mulo, ni pollino, en cuyo lomo puedan encajar estas sillas ; por lo que estimo mejor que me las vendáis.
—Si os agradan, —respondió el ermitaño—quedaos con ellas sin merced ni precio alguno; vuestras son.
En esto, don Rodrigo, que nada en limpio pudo sacar de su coloquio con don Diego, se volvió á su gente diciendo :
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a
—Ea, vámonos y dejemos en paz y con Dios á estos ermitaños; y veamos si por estos sitios se nos depara quien mejor nos encamine.
Pero uno de la comitiva le detuvo y le dijo:
—Señor, ved que aqui hemos descubierto dos sillas de montar, y de ellas la una está primorosamente labrada, con muestras de haberla llevado puesta algún bravo corcel. |
Mandó el caballero que le acercasen las dos sillas, y no bien miró la más rica, fijáronse sus ojos en una divisa que en el arzón tenia magistralmente pintada y en la cual se leian estos términos:
QUEBRANTAR LA FE ES COSA MUY FEA.
En aquella divisa y aquel mote don Rodrigo recono- ció los de don Diego, por lo que ya no dudó que la silla habria pertenecido á éste, y con semejante idea entró en sospecha de que uno de los dos ermitaños fuese su amigo. Púsose á mirarlos atenta y fijamente, mas no pudo en el uno ni en el otro descubrir rasgos de fisonomía que le fueran conocidos, tal habia dege- nerado en el caballero aquella antigua gentileza, á puro de vivir como salvaje y de llorar sin intermisión. Quiso entonces saber cómo habian pasado las dos sillas á poder de los ermitaños, á lo cual don Diego que desde el principio conoció al caballero, su amigo, y que temia vivamente ser por él reconocido, respon- dió con el semblante todo turbado, que habian hallado aquellas sillas abandonadas en la “cueva. Observó don Rodrigo la turbación del ermitaño y como con esto redoblase su sospecha, volvió á considerarlo más dili- gentemente; y advirtió un lunar que aquél tenia en el cuello, formado de seis ó siete pelos rubios, más dora- dos que el oro bruñido. Ya no cupo al caballero la
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menor duda de que el que tenia delante era su amigo, por lo que echándole los brazos al cuello y estrechán- dole tiernisimamente le dijo:
—Venid acá, que vos sois el mismisimo don Diego.
El otro ermitaño, que por su parte había reconocido perfectamente á don Rodrigo, hubo de conmoverse al verle llorar y abrazar tan amorosamente al joven ; asi fué que comenzó á sollozar enternecido y á derramar abundantes lágrimas. Tampoco pudo contenerse don Diego que se sentia ceñido por los brazos de su mejor amigo, y mal de su grado hubo de dar suelta á dos copiosas corrientes que de sus ojos se escapaban. Con todo, aun por eso se mantenia callado, hasta que le venció el acento con que don Rodrigo repetía sin can- sarse :
—¡S1! ¡Vos sois, vos, mi don Diego querido, vos, aquel amigo de mi alma! |
Entonces hubo de templar el despecho con que sin- tió correr sus primeras lágrimas y dejándolas ya de buen grado y con toda abundancia desbandarse por sus mejillas, con ellas declaró abiertamente y por na- tural instinto, lo que su conmoción y su propósito aún no le dejaban decir.
Continuaba don Rodrigo dirigiéndole estas y otras parecidas frases:
—Declaradlo al fin, puesto que no lo podeis negar. Vos sois aquel mi amigo; yo os conozco ; vos sois don Diego.
Viéndose al fin compelido por tan diferentes fuer- zas, redújose don Diego á manifestarse, y dijo:
—Si; yo soy ese don Diego sin ventura, aquel que- rido amigo vuestro; y puesto que el azar os ha con- ducido á este sitio solitario, os ruego que tengáis por contento bastante el de haberme visto, y asi, os vayáis y me dejéis aqui concluir el escaso aliento de vida que me resta. Y callad á todo el mundo que yo esté
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vivo, mandando á esos que os acompañan, que igual- mente observen el más estrecho silencio.
—Amigo mio, —respondióle llorando don Rodrigo, — á Dios le doy gracias, que me ha conducido á encon- traros, cosa que en verdad no esperaba, puesto que vuestra madre y todo el mundo os juzgaba muerto. Y asi os digo que os dispongáis á volver en mi compa- ñía á vuestra casa, llevando á vuestra madre tan col- mada alegria, cuando tanta aflicción la rinde por la pérdida de su hijo y cuando más necesita ese consuelo vuestro y de todos sus deudos.
Estas y otras muchas razones empleó aquel buen caballero para convencer al joven ermitaño, pero éste de ningún modo quiso doblegarse á la idea de volver á su casa; antes llevando aparte á don Rodrigo le hizo relato puntual de todo su infortunio y le manifestó la firme resolución que tenía tomada. Oyéndole el buen don Rodrigo, casi se sintió desvanecer, quebrantado de piedad ; que con el relato de don Diego suscitósele el recuerdo de la dama que ardientisimamente amaba y pensando que en otra semejante desventura pudiera verse con ella, tuvo de don Diego tanta lástima como de si mismo habria tenido. Se propuso, en consecuen- cia, no alejarse sin llevarlo consigo y á este intento usó con él toda clase de persuasiones para inducirle a abandonar una vida tan áspera y bestial. Mas no acu- dió á sus labios razón tan esforzada que lograse per- suadir á don Diego. Viendo don Rodrigo lo vano de su empeño, pidió a su amigo promesa de aguardarle dos meses en aquel mismo sitio, templando mientras la crudeza con que vivía, puesto que le daba el cora- zón que había de conseguir reconciliarle con Ginebra la blonda. Á esto se avino don Diego, en vista de lo cual don Rodrigo le dejó su cama de viaje que consigo traia é invitóole á desnudarse del burdo sayal de ermi- _ taño, para vestirse sus propias ropas que todavia esta-
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ban en la caverna; pero contestóle don Diego que no quería mudar de ropa hasta no haber recobrado la paz. Dejóle también don Rodrigo dos servidores con sus caballos y dinero suficiente, á fin de que uno de los dos fuera con frecuencia á las poblaciones inme- diatas á proveerse de viveres y de cuanto fuera me- nester hasta su regreso. Finalmente, despedido por don Diego con abundante llanto, volvió á seguir su viaje, parando su atención en el camino para acertar con él á la vuelta; y mientras caminaba no se le caia del pensamiento la desventura de su infeliz amigo y
la fiera crueldad de la doncella.
Al llegar a su morada, dió á los que le habian acom- pañado, orden estrecha de no mentar siquiera el nom- bre de don Diego. Como era vecino y familiar del cas- tillo de Ginebra la blonda, dióse á frecuentarlo más asiduamente de lo que solia y á observar conahincada diligencia cuanto la doncella hacia, y advertido hoy por un indicio, advertido mañana por otro, presta- mente llegó á averiguar que la joven tenía puesta gran confianza en cierto paje que se habia criado en el cas- tillo; comenzó, pues, á fre- cuentarse con él atrayén- doselocon dones, y al poco tiempo de emplear este ardid, ya se enteró de todos los secretos de Gi- nebra la blonda. Supo :;; que ésta, después de su enfado con don Diego, se habia enamorado de ejerto mozo vizcaino, que servía en el castillo de do- mador de caballos, el cual tenía cierto señorio mer- :mado sobre una aldea de Vizcaya, mozo fanfarrón
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y hablador, que se daba aires de opulento, fiado en la esperanza de cierta herencia en cuyo goce no habia de entrar hasta la muerte de unos parien- tes suyos. No se hallaba por entonces presente en el castillo, mas para cuando volviese tenia Ginebra la blonda concertado huirse con él á Vizcaya, acompa- ñada de una criada y el paje mencionado poco há. Quedóse don Rodrigo, al imponerse de este proyecto, maravillado de la locura que imaginaba la doncella, y decia en sus adentros de este modo:
— ¡Ah, ingrata y cruel mujer, indigna de la fiel y larga esclavitud en que por ti se mantiene un tan no- ble, rico y virtuoso caballero como lo es don Diego, que más te ama que á las horas de su propia vida! Pero si no me abandonan mis fuerzas, fio en Dios que he de malograr esos tus desordenados pensamientos y hacer que seas de don Diego y no de otro alguno.
Volvióse luégo al paje que acababa de descubrirle la trama, y asi le dijo:
— Ciemamente que tu señora obra con erandeac acuer- do, buscándose marido, puesto que su madre parece no llevar prisa en dárselo. Ella es joven y bella, y en edad conveniente y al fin su elección recae en un hom- bre de calidad ; y puesto que no sea el tan rico como de desear fuera, ella tiene hacienda por los dos, que á la muerte de su madre la pertenece heredar universal- mente.
Después de estas razones puúusose el caballero sobre aviso para saber la llegada del vizcaino, el cual se pre- sentó al cabo de tres dias, seguido de otros dos paisanos suyos, hombres robustos, á fin de que le valiesen con su ayuda y compañia en el rapto de Ginebra la blonda.
En ese mismo dia de la llegada del vizcaino, halla - base don Rodrigo en la morada de la doncella, y asi que le vió de vuelta fuése al paje que todo se lo reve- laba y en estos términos le hablo:
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— Amigo, aquí está ya de regre- so el galán, por donde colijo que presto será la fu- ga. Si algo de- seas tú antes que os ausentéis, pl- demelo en «con- fianza; pero culi- da que no se te trasluzca el se- creto sino es por mi, á quien pue- des decirlo todo sin miedo de que salga de mis labios una palabra. Dime, pues; ¿cuando pensáis partir ?
— Partiremos , según me ha dicho mi señora— respondióle el paje—en la noche de tal dia, al pun- to de dar las cuatro.
Dueño ya de esta noti- cia, el caballero se volvió á su castillo, ordenando alli todo lo que le pare- ció conducente al logro de su proyecto. Y vino la noche en que Ginebra la blonda debia huir con su amante, y alas cuatro en punto de la noche ella y una doncella que en su: camara dormia, bajaron
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por una ventana, a la cual ya estaban puestas las es- calas, con tanto sigilo, que nadie lo echó de ver; lle- gadas ambas al suelo, encamináronse al sitio donde las aguardaban dispuestos los caballos y montando en ellos comenzaron a marchar. Pero don Rodrigo, que de todo se hallaba avisado, se habia puesto en acecho con una decena de hombres, vasallos suyos, en cierto bosque distante más de seis millas de todo lugar habi- tado. Al sitio de la emboscada llegaron los fugitivos antes de lucir el día, bien agenos de que alli les espe- rase el caballero con su gente, bien amaestrada por el en cuanto debian hacer. :
Al verles que se acercaban, don Rodrigo con los su- yos salióles al encuentro, gritando:
— ¡Ah, traidores, muertos sois!
Y arremetiendo lanza en mano contra el amante, al cual harto bien distinguió á pesar de la oscuridad, pa- sole la garganta de parte á parte, de modo que el des- dichado cayó muerto en tierra. Al ver los vizcainos que moria su señor, picaron espuelas á los caballos y sin pararse á descubrir quién habia sido el matador, des- aparecieron en precipitada fuga, cosa que les fué muy fácil, pues los de la partida de don Rodrigo, viendo que los contrarios no presentaban batalla según espe- raban, acudieron desde al principio á apoderarse de las dos mujeres y el paje, tranquilizándoles al propio tiempo y diciéndoles que no corrian peligro alguno. Habiase disfrazado el caballero de manera extraña, lo mismo que sus acompañantes, para no ser conocidos; y sin perder momento, colocando el cadáver del joven atravesado en su caballo, no sin haberle antes cubierto con paños las heridas del cuello para que no se vertie- se más sangre, mandó que todos volviesen á montar y emprendieron la vuelta.
Ginebra la blonda lloraba á todo esto, con amargui- simo desconsuelo y soltaba desesperados gritos, por lo
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cual uno de los soldados, hombre barbitaheño y de ojos bizcos, cara de diablo, se acercó á ella puñal en mano, y con bronca voz le dijo amenazándola :
— ¡Voto a Dios, que si gritas asi te he de cortar el cuello! Calla, que se te hace ahora mas bien del que tu mereces y se obra aqui en tu provecho sin que lo conozcas.
Siguió la comitiva adelante hasta llegar á cierta ca- sita extraviada, en la cual se detuvieron el tiempo pre- ciso para enterrar al muerto, y continuaron el camino. Á las cuatro ó cinco horas después de salido el sol hi- cieron otra vez alto en un bosquecillo inmediato á una población, y á ésta mandaron por viveres con que ali- mentarse ellos y los caballos, y en aquel descanso se -refrigeraron. Ginebra la blonda no cesaba de llorar, por lo que poco ó nada comió, y por ningún indicio pudo conocer quiénes eran los que la conducian. De esta manera continuaron su viaje, tomando por la noche posada en casas que estuviesen en despoblado, y sin
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permitir que persona hablase á la joven, ni á su servi- dora, ni tampoco al paje su confidente.
Por fin, una noche que se habian alojado en la hos- teria de cierto villorrio distante siete millas de la gruta en que habitaba don Diego, expidió don Rodrigo un mensaje á su amigo, poniendo en su noticia cuanto practicado habia y añadiéndole que á la hora del des- ayuno estarian en su presencia él y los que le acompa- ñaban.
Cincuenta dias proximamente se habrian pasado desde aquel en que don Rodrigo dejó al misero aman- te en cierta manera esperanzado de volver á ganar la gracia de su rigurosa señora, y en este tiempo fortale- cido el ánimo, sustentado el cuerpo con mayor dili- gencia y viviendo en más apacible estado que no solia, habíiase repuesto su color natural y casi también del todo restablecido su antigua gentileza y vivacidad. Oyoó el mensaje que le enviaba el caballero su amigo, y al conocer el suceso tal cual habia ocurrido quedose lar- go rato atónito y fuera de si, y al considerar que den- tro de una hora tendría ante sus ojos aquella que su corazón adoraba, sintió que la sangre se le ardia, y latióle el corazón fuertisimamente, y difundiósele un sudor frio por todos sus miembros, con otros mil acci- dentes, que no le permitian guardar quietud ni le de- jaban acuerdo para nada.
Mientras tales afectos al joven amante combatian, don Rodrigo iba acercándose con los suyos al sitio de la caverna, y viéndose ya muy próximo a ella, diri- gióse á Ginebra la blonda, de la cual habia seguido ocultándose, y hallándola que no cesaba de llorar la muerte de su amante y su propia desgracia, la habló de este modo:
—No dudo, señora mia, que haya de maravillaros el verme aquí en la disposición que me veis, y que tengáis por cosa gravisima que habiendo sido yo cons-
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tante amigo de vuestra casa y no teniendo de vos injuria recibida, os haya cautivado en medio de un camino y conducido á estos sitios solitarios y salvajes. Mas cuando de todo os manifieste la causa, no es po- sible sino que os vengáis á la razón y en Dios espero que me concedáis alabanzas. Y porque nos hallamos ya cerca del sitio á donde os conduzco, es tiempo de deciros que no os traigo aqui con ánimo dañado de arrebataros la virginidad, puesto que harto sabéis que amo á otra, sino con propósito noble de salvar vues- tro honor y fama, prendas que vos tan insensatamente queriais mancillar; por cuenta de otro he hecho lo mismo que por la mía quisiera que en semejante caso hicieran. Y sabed ya, para no teneros mas tiempo perpleja, que el término al cual me encamino, es pone- ros en la presencia de don Diego, aquel á quien tanto amasteis, aquel que os amó, y siempre fidelisimamen- te ha seguido amándoos y os ama aún con tal fuego, que mejor diría que os adora ; aquel, en fin, que por no sufrir el rigor de vuestros desdenes se habia ence- rrado con su desesperación en el fondo de una cueva, viviendo allí como salvaje y sin esperanza de volver á alternar en el comercio del mundo.
Prosiguió narrándole cómo dando la vuelta de Gas- cuña, habia descubierto al caballero amante en el interior de la fragosa gruta, con todo lo demás que tramado habia ; exhortóla después á secar el llanto, deponer el enojo que tan sin razón alimentaba y reci- bir nuevamente á don Diego en su gracia. Hablale estado oyendo la doncella tan asombrada y fuera de si, que no acertó á hallar palabras para contestarle. No se extinguia en ella la cólera y el dolor por la muerte de su nuevo amante; al contrario, si le valie- ran sus fuerzas, con sin igual placer habría arrancado los ojos á don Rodrigo ; y oyendo pronunciar el nom- bre de aquel primer favorecido suyo, á quien tanto
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después odiaba, exacerbósele el dolor y la ira, que se sentia perecer de coraje. Volvióse, pues, al caballero que la venía hablando y con airadisimo acento le dijo :
—No concibo cómo podéis tener por posible, que yo llegue a perdonaros tan grave injuria cual la que vos deslealmente me habéis hecho. Y no entendáis que quiero, como una mujer villana, desfogarme en palabras, que la ocasión en que me habéis puesto no me tolera ; entended mas bien todo lo que encierro en el fondo de mi pecho y que si algún día se me viene á la mano coyuntura de vengarme, he de haceros com- prender que esta empresa vuestra ha sido de asesino, que nunca jamás de caballero. ¿Con qué derecho os pertenece á vos el curaros de mis actos, ni el contener mis inclinaciones? Libre soy y puedo de mi hacer lo que en voluntad me viniere. No os metáis vos en cer- cado que no es vuestro, y cuidad mejor lo que os atañe, y esto ha de daros más provecho. Y dejadme que dirija yo mis pasos á donde me plazca; que aun- que mientras me tengáis cautiva sois dueño de con- ducirme á la presencia de don Diego, jamás habéis de serlo para lograr que yo le vea con agrado, niá su. lado esté un punto por mi inclinación, ni le ame. An- tes os digo que primero me daré muerte que soportar el enojo de ser por él gozada ; todo lo cual os dice que vuestro deber está en dejarme ir con mi doncella y con mi paje, libertándome de vuestra injusta opresión.
Porfió el caballero con más ahinco para persuadirla á obrar más en razón, pero todo en vano, tal estaba la joven de obstinada y llena de enojo. En estos contra- rios diálogos llegaron al fin delante de la gruta, desde cuya entrada, al ver don Diego á su cruel señora, que ya se habla apeado, precipitóse á sus plantas y ver- tiendo torrentes de lágrimas comenzó á pedirla mer- ced, si era que en algo la hubiese agraviado, á cuales extremos ella colmada de ponzoña y coraje mujeril, no
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dió otra respuesta que volver el rostro á otro lado, sin dignarse mirar al joven, ni decirle palabra. Viéndolo don Diego, postróse nuevamente de hinojos y después de reiterar mil veces sus ruegos y de verter todas sus lágrimas, acabó diciendo :
—Puesto que la sinceridad de mi fe para con vos, oh señora mía, no puede obtener el crédito de su ino- cencia y puesto que falto de vuestra gracia yo no he de poder vivir, un beneficio os pido y no me sea este ne- gado en albricias de ser el último y dado que en vues- tro pecho quede un asomo de nobleza y generosidad; y es que por vuestra propia mano os toméis de mi la venganza que mejor os agrade. Cuidad que no habra suerte para mí más gustosa, que veros satisfecha y daros contento con raudales de mi propia sangre: que será en verdad más dulce destino morir satisfaciéndoos que vivir desagradándoos; pues si vos no lo hiciéreis se- gún os lo pido, me pesa ya tanto esta vida que os estor- ba, que seré capaz de quitármela por mi propio, y esto me dejará decir que siquiera una vez os he complacido.
No se ablandaba con todo esto la doncella, antes mantenía toda su dureza; más insensible que un pe- nasco, ni se le ocurrió palabra que responder al supli- cante caballero. Lo cual visto por don Rodrigo, dis- gustóle infinitamente, que ya no era achaque humano tan extremada crueldad, y de justa ira é incontinente enojo movido, hubo de exclamar volviendo a la joven el airado semblante:
—Viendo estoy que me será preciso poner mano en este negocio y tomar providencias que jamás quisiera. Asi pues, atiéndeme, Ginebra, y medita bien lo que voy á decirte. Ó resuélvete á perdonar al caballero, que nunca en cosa alguna te ha ofendido, y restitúu- yele tu gracia que por mil causas tiene merecida, Ó teme que contra ti y esos tus servidores me irrite y te obligue mal de tu grado a lo que por tu inclinación
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debieras ya haber concedido; que en Dios y en mi ánima juro que nunca hubo mujer más ingrata y cruel que tú. Pues ¿cómo no discurres que si él hubiese, conforme tú crees, aceptado como presente de amor aquel malhadado gavilán y preferido por amante suya á la hija de don Fernando, hubiera podido dar muerte al ave y venirse á este lugar desierto, viviendo como las fieras en el antro de una caverna ? ¿ Quién le veda- ba tomar á aquella por esposa, si él la hubiese que- rido, y gozarse con ella largamente para siempre ?» Y digo yo ahora que sería á tu tenacidad castigo muy. justo, que el caballero supiese ahora despreciarte se- gún mereces, y entregase tu carne a los lobos y se decidiera a servir á otra amante, condenándote á ver- dadero pesar. Y ¡bien pudiera (si el amor que por ti siente no le cegase y le permitiera discernir la verdad) de ti querellarse é imputarte amargamente de mil maneras! Mejor diré que deberia odiarte como á una fiera y mortal enemiga y relegarte al olvido conside- rando que tan sin causa se ha visto de ti abandonado. : ¡ Y, así Dios me perdone, que tratabas de reemplazarle con un hombre que podia igualarsele en riqueza, apostura, virtud é hidalguia ! ¡Oh, qué brava elección la tuya entre tantos caballeros de linaje como pueblan nuestra comarca ! Supiste inclinar tu gusto de manera que se prendase del peor; que favoreciste á un viz- calno pobre, fanfarrón y enemigo de decir verdad, que nunca la oi en su boca mas que cuando se equivocaba. Pienso yo que te llevaba á Vizcaya á guardar cabras, pues harto se sabe lo menguado de su hacienda, que no le permitla vivir seis meses en su casa mantenien- do á un paje, sin morirse los dos de hambrientos. Y diras tú quizás: «Rica me soy yo y bastábame lo mio para mi holgura.» Mas acuérdate de que tu madre goza de juventud y frescura, y tiene 'aún larga vida delante de sí, y que mientras viva ella es señora de
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todo. Además de que si al vizcaino hubieses tomado por esposo, ella no hubiera querido oir hablar más de ti, con lo que te habr as visto en términos de estre- chez, que á fe, á fe, hubieras tenido envidia á los muer- tos. Y asi quisiese don Diego aconsejarse en mi dicta- men, para escarmiento tuyo y mejor dirección de este asunto ; pues te hablas de ver sumida en eterna ver- gúenza sin hallar quien te quisiera por esposa, que sabiéndose tu fuga en pós de un vizcaino, servidor de tu casa, ¿quién se daria á entender que no hubieses - sido ya su manceba? Á bien, que los hombres son más
inclinados á pensar lo malo que no lo bueno. Pero, pues don Diego asi lo quiere, siga su amante inclina- ción y sea contra toda ley tu servidor y enamorado; lo cual séate ocasión de deponer esa tu obstinada ter- quedad y dureza, considerando lo que te he dicho, y válgate la prudencia antes no te veas caida en tal ex-: tremo que te pese, pues has de saber que no me he metido yo en esta empresa para dejarla imperfecta. Esto te digo, puesta entre el agua y el fuego; escoge tú y decide á qué lado te inclinas.
La joven oyó al caballero, y más obstinada y fiera que nunca, turbado y fosco el semblante, no como tocara á una timida doncella, antes como mujer avezada á mil contratiempos de la vida, con altas voces respondió:
—Caballero: á tu sabor me has hablado y me has hecho oir cuanto te ha venido en boca, bueno ó malo, que no quiero ahora pararme á juzgarlo. Mas quiero que sepas que á cualquier sufrimiento, por acerbo que sea, estoy dispuesta, antes que me rinda á querer á ese desleal. Y si me das muerte, según me amenazas, he de morir contenta ya que seguiré el destino de mi amante y esposo, á quien has ferozmente asesinado. Da principio, pues, á tu hazaña, mas no esperes que mi constancia se postre; que ni tu poder, ni el del mundo entero alcanzarán que yo ame á ese hombre.
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Estas despiadadas frases causaron en el buen don Ro- drigo, efecto profundisimo ; que le vino en mientes la idea de oirlas en boca de la dama que él amaba éima- ginó ser él la victima de tan enconado desprecio, y tal sentimiento de lástima le dominó, que estuvo á punto de perder el sentido; y hubo de echar pié á tierra, y largo espacio se mantuvo perdidas las fuerzas y turba- do el juicio, de suerte que no acertaba á decir palabra.
Mientras esto le ocurria, la criada y el paje de la doncella, temerosos de que don Rodrigo cebase en ellos su cólera, según les habia amenazado, arrojáron- se á los piés de su señora y llorando la pidieron que accediese á la honrada invitación del caballero, recon- ' ciliándose con don Diego; todo lo cual no era sino cla- mar en desierto.
El desconsolado don Dieto: oyendo las sañudas ex- presiones de su amada, habiase dejado caer en tierra desvanecido, y acudía á socorrerle el otro ermitaño, quien cogiéndole entre sus brazos le prestaba aquellos auxilios que son propios de semejantes casos. Y todos los demás que alli estaban presentes, rodeaban á Gi- nebra la blonda, estrechándola con cuantas razones les ocurrían para que se apaciguase; ella seguia inmóvil como duro escollo en medio de las olas que le combaten.
Don Rodrigo, vuelto á cobrar alguna parte de su aliento, discurria sobre lo que más oportuno pudiera ser en aquel caso, á cada instante más dolido del ator- mentador afan que vela sufrir á su amigo. Asi fué que tomando nuevamente la palabra, dirigióse a Ginebra la blonda y la dijo: | |
—Maravillado estoy de ti; ni acierto á creer que en el tierno pecho de una doncella se albergue tan grande crueldad. Hame parecido que mi amada era la que delante de mi estaba y sus labios los que me daban esa despiadada respuesta, y crel sentir en mi corazón la punta de un aceradisimo puñal, y aun paréceme
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que lo tengo ahora traspasado de mortales dardos. Y porque, midiéndola por la mía que no es sino imagi- naria, mido la pena acerbisima que este don Diego sin ventura padece, tal que no me explico que á ella no perezca, determino ahora poner término á toda impor- tunidad , y causándole á ¿él un sinsabor intento librar- le de este y de todos los que por causa tuya le aguar- den, confiando en Dios que mi amigo comprenderá con el tiempo el beneficio que me debe y que todo el mundo alabará mi proceder. ¡Hola!—añadió volvién- dose á los de su partida ;—llevad á esta empedernida doncella á cualquier paraje, cerca de aqui, donde se encuentre otra caverna como esta, y haced en ella el escarmiento que merece; y á fin de que todo quede en secreto, llevaostambién á esa criada y ese paje y ma- tadles también, pues así nadie publicará estos sucesos. - Alescuchar esta orden, la doncella lanzó un grito, fue- ra de si, y la cuitada camarera unió su vozá la del atri- bulado paje, pidiendo perdón. Fingieron los servidores de don Rodrigo, que se ibaná realizar el mandato de su señor, cuando Ginebra la blonda, secos los ojos, les dijo: —Amigos, yo os ruego que me matéis á mi sola, mas no á estos infelices. Y tú, don Rodrigo: ¿por qué haces morir á estos desdichados que en nada te ofendieron ? Reponiase, en esto, don Diego de su desmayo, y co- brando fuerza intimó á todos que se detuvieran y vol- viéndose á don Rodrigo, le habló como sigue: —Amigo y señor mio, si mil años tuviese yo de vi- da, no podria pagaros lo que os debo, puesto que mi gratitud sobrepuja á mi humano poder. Conociendo, empero, cuánto me amáis, voy á pediros una gracia con la que más me obligaréis, si más cabe;. y es que, atento á esa generosidad con que hicisteis por mi mu- cho más de lo que yo mismo habria hecho, accedáis ahora á restituir esa mi dueña y señora á su morada, guardando con ella tan fiel miramiento como á una
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hermana vuestra guardariais. Que aunque tan duro me es verme por ella maltratado, amandola mas queá mi vida, todavia me produce mayor duelo y tortura verla sufrir. Asi pues, a fin de que el espectáculo de su pena no acreciente la mia, vayase enhorabuena á donde bien le cuadre, mientras yo quedo en esta ás- pera caverna esperando el fin de mis dias, valido del contento que me ha de dejar el saber que ella no sufre.
Admirabilisimos son los misterios del Amor, cuan- do le place ejercerlos, y á menudo convierte en llanas y factibles cosas que por imposibles se juzgaban. La doncella á quien no pudieran doblegar tanta esclavi- tud y tanta miseria como en don Diego habia visto, y que resistiera al miedo de la muerte que ante sus . Ojos se cernia, sintió que la luz de su razón nuevamen- te alboreaba á esas últimas palabras del caballero, y romperse al cabo toda su invencible dureza. Y recono- ciendo la verdadera fe y sin igual firmeza de su aman- te, echóle los brazos al cuello y rompiendo en copioso llanto se mantuvo largo tiempo sin-poder decir pala- bra; después, cubriéndole de besos, le pedia perdón.
Cual seria en aquel instante la alegria de don Diego, considérelo quien ame y se vea en trance semejante.
Todos los testigos se alegraron también desmedi- damente: don Rodrigo, después de consultarlo con don Diego y con la doncella, envió sin perder momento un mensaje á las madres de los dos jóvenes, dándoles al propio tiempo dictamen sobre lo que entendía ser consecuente en aquel caso.
Las dos madres, locas de júbilo con las nuevas de sus hijos, empezaron á difundir la voz de que don Diego y Ginebra la blonda habian partido juntamente, puestos de acuerdo, y que albergados en un castillo, propiedad de don Rodrigo, alli se habian desposado. Y como consecuencia de esto, dieron las debidas oór- denes para disponer fiestas suntuosas y espléndidas,
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de grandisimo aparato, con que se 'celebraran las bo- das de los dos esposos, segun á la calidad y riqueza de ambos correspondía. Ordenado y dispuesto todo, los dos amantes se presentaron acompañados de don Rodrigo, en el castillo de la madre de ella, en el cual se encontraba también la madre de él, rodeada de noble y vistoso cortejo. Celebróse la boda y á la noche si- guiente los dos esposos consumaron el santo matrimo- nio, dándose luégo á vivir siempre dichosos; frecuente- mente se recordaban el uno al otro con dulces frases, las pasadas fatigas, y á la misma "Ginebra parecia im- posible, como cosa soñada, que hubiese podido ser tan rigida, tan pertinaz y tan irreducible como reconocia haber sido. Y aconteciales asimismo mentar el nom- bre de don Rodrigo, y nunca lo hacian sin que ella le bendijera por el grandisimo favor que de buen grado confesaba deberle.
Mas no sé yo, si tal doncella hubiese parado en ma- nos de hombre menos cortés, si hubiera éste tenido la paciencia de que el buen don Rodrigo se hizo héroe para con tanta y tan empeñada obstinación femenil.
Didaco de Centellas toma á una joven por esposa, y luégo la repudia, siendo por ella asesinado
<Sw/0-ALENCIA, la de España, es una hermosa y nobili- 44% sima ciudad, cuyas mujeres, al decir de muchos mercaderes genoveses á quienes se lo he oido,
son muy bellas y graciosas, y tan diestras en tender sus redes á los hombres, que en toda Cataluña (1) no
(1) Perdónese al buen MATEO BANDELLO este error de geo- grafía, puesto que otros peores no comete tratando de nuestra España.— EL T.
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se encuentra otro más grato centro de amor y de pla- ceres; y si por acaso cae en sus manos algún mozo no bien experto, con tan buena maña saben rasurarlo, que ni las mismas sicilianas son más habiles y astutas
rapadoras. |
En dicha ciudad existe la casa de los Centellas, siem- pre famosa, opulenta y lograda de nobilisimos varones, entre los cuales se contaba no há muchos lustros, uno de gran riqueza, joven de veintitres años, cuyo nom- bre era Didaco. Gozaba en Valencia concepto de muy liberal y cortés, y tenia ganado ilustre prestigio en los juegos de cañas, toros y otras fiestas que se celebra- ban. Este caballero, pues, vió un día á cierta moza de humilde linaje, pero muy bella y sobremanera donai- rosa y bien portada, de la cual ciegamente se enamoró. Tenía esta muchacha, además de su madre, dos her- manos, ambos plateros, y ella trabajaba de bordadora, para lo cual tenía finisima mano.
El caballero, sintiéndose de amor tan inflamado, que no hallaba paz ni reposo más que pensando en ella ó viéndola, comenzó á rondar su casa y á solicitarla por medio de recados y billetes, á cuales solicitaciones, ella, que se sentia en gran manera lisonjeada viéndose objeto de los galanteos del primer caballero de la ciu- dad, ni se mostraba del todo rendida, ni del todo se reservaba, manteniendo al joven entre uno y otro de estos dos extremos. El mozo, que ambicionaba galar- dón más sabroso que el de mantenerse con palábras y miradas, que de dia en día se iba enamorando con mayor ceguedad y que se prometia realizar su desig- nio gracias á los balidos del cordero de oro, halló manera de que la muchacha se prestase á hablar con él, empeñándole promesa de que no recibiria inju- ria, ni fuerza alguna. La joven comunicólo todo á su madre, la cual cediendo á los ruegos de su hija, con- sintió en que el caballero fuese á verla á su casa. En-
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tró, pues, en ella el caballero y trabó largo coloquio con Violante, que asi era el nombre de la moza, pre- sente la madre, que ni por un segundo se'ausento. Y por más que era el galan muy elocuente y de seducto- ra palabra, y no puso tasa al prometer á la madre y á la hija, y quiso seducirlas con una buena suma de di- nero que quiso darles, con ofrecimiento de señalarle una rica dote cuando la muchacha se casase, no obtu- vo á pesar de todo, otra respuesta de Violante, sino que se sentia muy agradecida al amor que le dedica- ba y que estaba pronta á complacerle en toda petición honesta, mas que tenia deliberado intento de morir primero que perder su honestidad.
La madre, por su parte, apoyaba á la hija con opor- tunas palabras. El pobre amante, á quien estos razona- mientos tenian enternecido y que estaba de Violante locamente prendado, y con más calor se aficionaba por ella a medida que la escuchaba departir,—pues en verdad la muchacha era seductora y bellisima,—vien- do que con todas sus artes de galanteria nada alcanza- ba y que como amante jamás llegaría á obtenerla, de- terminó casarse con ella.
Veiala, que nada podia reprochársele en punto á - hermosura, discreción, donaire y corteses maneras, y que en todos conceptos era agradable y gentil; y dába- se á pensar que aunque fuese de plebeyo linaje, to- mándola él por esposa podia hacerla figurar entre las más selectas clases de Valencia; sobre que no teniendo- padre ni madre que le reprocharan, gozaba de libertad completa para llevar á término aquel enlace. Estimu- labale, sobre todo, el vivisimo amor que por Violante sentía y persuadiase á seguir su intento mirando que no hay en la tierra cosa de mayor importancia que la satisfacción del propio gusto; porque es cosa llana com- prar un caballo por consejo de un amigo, y tomar otros parecidos acuerdos, pero la mujer hay que buscarla
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según manda y quiere el corazón de cada uno. Acor- dábase además, de haber oido referir que un rey de Aragón, no mucho tiempo antes se había casado con la hija de un súbdito. Y asi, revolviendo en su mente todas estas consideraciones y observando que bien le- jos de poder dejar el amor de la muchacha, su pasión iba agigantandose de día en dia, por más tiempo no vaciló y dirigiéndose á Violante para manifestarle el acuerdo que en sus adentros había tomado, hablóle de esta manera:
— Violante, en demostración de que es verdadero el amor que os tengo declarado y de que no son menti- das mis protestas de que en el corazón traigo constan- temente la imagen vuestra, yo quiero, si vos queréis, ser vuestro mientras dure mi vida, á cuyo fin estoy resuelto á casarme con vos.
Al oir estas palabras, tanto la hija como la madre recibieron imponderable alegria y dieron gracias á Dios por la buenaventura que les enviaba, encomian- - do con sentidas frases la generosidad del mancebo.
Violante dijo á éste con modesta expresión:
— Noble Didaco, siendo tal la forma de honestidad que queréis dar á vuestro amor, yo no puedo ofende- ros con mi desdén; y aun cuando me reconozco indig- na de un caballero como vos, descendiente de noble linaje y en esta tierra famosisimo, mientras que yo vengo de pobres y humildes padres, os agradezco la - honra que me hacéis y os prometo ser para siempre vuestra leal consorte y esclava.
Acordaron en consecuencia que se unirian en matri- monio, contrayéndolo él gustosamente por su parte, en presencia de la madre y los hermanos de Violante, y en la ocasión que ésta decidiese; y siendo ya tiempo de retirarse el caballero, asi lo hizo, besando la mano de su prometida y dirigiéndose a su casa.
No bien comparecieron los dos hermanos, acudió su
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madre á referirles lo que con el caballero quedaba re- suelto, noticia que celebraron ellos con notable regoci- jo, pues se les hacia cosa muy grata casar á su hermana con tanta comodidad y honra ; sobre que no olvidaban el beneficio que se les seguia de no tener que darle dote.
- No más de dos dias tardó Didaco en volver con todas las prevenciones dispuestas, y en presencia de la ma- dre, de los dos hermanos y de un servidor suyo en quien tenia puesta su confidencia, con toda la solem- nidad unióse por palabras de presente, con su deseada Violante; rogando, empero, á los que asistian, que guardasen el secreto de aquel enlace, hasta que per- mitiesen publicarlo ciertos motivos secretos que exis- tian. Casado ya con la joven, compartió con ella el tá- lamo aquella noche inmediata, y con dulce placer suyo y fiel acogimiento de Violante, consumó el santo ma- trimonio.
Siempre enamorado el mancebo, continuó por espa- cio de más de un año yaciendo maritalmente con ella. Durante este tiempo habiala provisto con opulencia de vestidos y joyas, sin echar en olvido á los hermanos, que recibieron de él una buena suma de dinero. Esto ofreció fundamento a muchos, que ignoraban la verdad de lo sucedido y velan á la muchacha tan soberbia- mente engalanada, para suponer que el caballero ha- bla alcanzado el amor de la joven á precio de dádivas y que la poseia como amante ó manceba; y tanto más cimentada en razón les parecia esta creencia, cuanto el caballero no cesaba de menudear sus visitas en ple- no día, a la casa de Violante. No se le ocultaba á esta del todo, ese murmurar de la gente, mascomo le cons- taba á punto cierto el error en que tenía apoyo y por otro lado esperaba desengañar en breve á todo el mundo con la publicidad de su matrimonio, no se preocupaba de aquello y vivia en paz y tranquilidad.
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Otro tanto hacian su madre y sus hermanos, bien que estos últimos no dejasen de estimular al marido para que apresurase cuánto pudiese el momento de publi- car la verdad. |
Tampoco Violante se olvidaba en las horas de más dulce intimidad con su esposo, de rogar á éste que la llevase consigo á su casa, en cumplimiento de lo que le tenía prometido; él respondia siempre que asi que- ria hacerlo como ella se lo demandaba, mas sin que nunca llegase á realizarlo.
Transcurrido rba ya un año, desde que después del casamiento ambos esposos se gozaban en su intimo y confiado amor, cuando ocurrió que el caballero, fuese porque entrase en vergúenza de la baja condición de Violante, fuese porque se saciase al cabo de ella, ó fuese porque le influyera otro motivo, contrajo amo- res para casarse, con la hija de un don Ramiro Vilara- . gut, caballero perteneciente á una de las primeras familias de Valencia. Y llevado adelante ese nuevo trato, convinose la dote y ordenado todo lo que de estos casos es propio, nuestro Didaco se casó un dia con la susodicha dama.
Hizose el hecho público en Valencia y llegó por ende, sin tardanza, á noticia de Violante, la cual quedó llena de doloroso espanto y poseida de indescriptible pesar. Sentia por el caballero, su esposo, un ardiente é infinito amor; vivia además consentida en que habla de verse transportada al esplendor del mundo según se lo dieran á esperar, y ahora al considerarse escar- necida, no hallaba para su pena, forma ni camino de consuelo. Por la noche llegaron á su casa los dos her- mangqs, á cuyos oidos llegara también la nueva del reciente matrimonio, y hallando á su hermana que vertía amargo llanto sin querer escuchar palabra algu- na de consuelo, trataron de aquietarla y volverla en su acuerdo, junto con la madre que también con gran-
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de ahinco se esforzaba. La joven, empero, afligida sobre toda ponderación y embargada del más acerbo dolor, no prestaba oidos á palabra que la dijesen, ni podia más que llorar sin término y lamentarse acerbi- simamente de su desgracia. Tres dias pasó en tal estado, sin comer, sin beber y sin dormir, en términos que poco á poco se consumía ; hasta que compelida últimamente por la natural necesidad, hubo de tomar algún alimento y durmiéndose después un buen rato, su fuerza se recobró. Púsose entonces á reflexionar sobre el trance en que se veia y dióse cuenta de lo inútil de su continuo llanto; dijose también que no podia en modo alguno reducirse á tolerar la injuria que el caballero le habia. hecho y que le era fuerza discurrir hasta donde lo alcanzase su mente, un medio de lograr que alguien más que ella sufriese un justo castigo, disponiéndose á venganza tal como la pedia tan vituperable maldad, pues queria que de ella se des- prendiese ejemplo y enseñanza para que en lo sucesivo no pudieran los hombres burlar á las pobres mujeres. Á nadie manifestó su agresivo propósito, é imponiéndo- se paciencia se determinó á esperar la ocasión opor- tuna, pues dábale el corazón que el mismo delincuente había de ir á ponerse en sus manos. Firme, pues, en esta resolución de tomar ejemplarisima venganza, iba sin descanso, muy metida en si, imaginando el modo cómo realizaria su intento, y poniendo entre tanto, fin á su lloro, procuró vivir todo lo alegremente que su ánimo le toleraba.
Servia en la casa una esclava, mujer entera y gallar- da, de treinta años no bien cumplidos, la cual tenia puesta toda su voluntad en Violante, á causa de ha- berla amamantado y educado. Esta mujer vivia á sus solas en airado despecho por el escarnio que habian hecho de su ama, y llorábalo secretamente con pro- fundo duelo y viva desazón. Violante se dirigió un día
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á esta sierva para pedirle dictamen, comprendiendo que ella sola no se bastaba para llevar á ejecución lo que estaba meditando ; y tanto más confiadamente se llegó á ella, cuanto Ja reconocia mujer abonada para toda empresa y mejor que otra ninguna. Asi, pues, descubrióselo todo, con lo cual no solamente obtuvo de ella promesa de ayudarla, sino que la exhortase con airadas palabras á no desistir de su vengativo intento. Conviniéronse, pues, para llevarlo á cabo y esperaron á que se les ofreciera la ocasión, que es, como suele decirse, la que hace al ladrón.
No habrian pasado aun quince dias desde las segun- das nupcias del caballero, cuando acontecióle á éste, que paseando a caballo por la ciudad, pasó por delan- te de la casa de Violante; la joven estaba á la ventana como si ya esperase con firme seguridad, que el caba- llero habia de pasar un momento ú otro por su calle, y al verle se puso toda encendida, aguardando lo que él le dijese. También el caballero se confundió algún tanto al verla; mas haciendo por serenarse llegóse á ella, refrenó el caballo y le dijo con respetuoso acento:
—Guárdeos el cielo, señora mia. ¿Cómo estáis » Un año me parece que no os he visto.
La joven le respondió con cierta vaga sonrisa :
—Pedis al cielo que me guarde, mas vos me habéis en verdad, completamente abandonado. Y me deman- dais cómo estoy, cuando podéis vos saberlo tan bien como yo. Pero sea como Dios quiera, puesto que no cabe otro remedio. Aqui me tenéis del todo olvidada, y después os presentáis diciendo que os parece un año que no me habéis visto. Hasta se me alcanza que ya no os importa nada de mi, y en verdad quiero deciros que así cual sucede, tal siempre me lo esperé, pues no fui tan ciega, ni era tan menguado mi seso, que no reconociese mi bajeza, indigna de vuestra distin- ción y alcurnia. Esto no obstante, yo os ruego que de
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cuando en cuando os dignéis acordaros de mí, que agradándoos ó no, yo he de seguir siendo eternamen- te vuestra esclava.
Felicitóse el caballero allá para su coleto, al escu- char tan blandas razones y pensó haber salido de su aprieto más bien parado de lo que pensaba; y dijo á la joven estas expresiones:
—Lo que he hecho, señora mia, ha sido necesario para establecer una concordia perfecta entre la familia de los Vilaragut y la mia, pues entre los dos han exis- tido sangrientas enemistades que con este parentesco habrán terminado. Mas no temáis por esto, veros de mi abandonada, pues que siempre he de hallarme dispuesto á todo cuanto se me ofrezca en beneficio vuestro, y razones hartas tendréis en lo porvenir para convenceros de que el amor que os juré no os habra faltado.
—Yo me convenceria,—dijo ella,—si alguna vez me dejaseis gozar de vuestra presencia y vuestras cari- cias.
Prometióle el caballero que la complaceria y siguió su camino ; pero no se habria alejado cincuenta pasos, cuando llamó á aquel servidor, impuesto de todo, que con él entonces iba, y le dijo:
—Vuélvete atrás y di á doña Violante, que por mos- trarla que la amo y tengo en debida consideración, lejos de causarle enojo, esta noche iré á partir el le- cho con ella. | |
Cumplió el criado este encargo, con grande conten- tamiento de Violante, que veia cómo principiaba á cumplirse su proyecto acercándole la ocasión que es- peraba. En consecuencia llamó á la sierva, y dióle orden de tenerlo todo dispuesto conforme lo tenian trazado. | |
Llegada la noche y despedido el caballero Didaco de su nueva esposa—con la cual estuvo largo rato, puesto
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que cenaron juntos, y siendo el dejarla cosa natural, como que aún no habian juntado su techo — tomando licencia de ella se salió, despidió á toda la servidumbre que le acompañaba y quedóse unicamente con el cria- do que conocia su secreto, el cual le siguió hasta la casa de Violante, quien hizo al joven lisonjera y con- tentisima acogida. Alli le dejó el criado, encaminán- dose á su retiro.
Y era ya la hora muy avanzada, por lo cual Didaco y Violante se encerraron en su cámara, y alli entre mutuas y enamoradas caricias, platicaron largamente á propósito de aquel nuevo matrimonio ; con todo, la astuta joven hacia apariencia de no curarse gran cosa de este asunto, poniendo todo su ahinco en rogar al ca- ballero que no la dejase abandonada á los azares de lo porvenir. Á esta súplica respondia él que nada temiese y era verdad; que como la amaba—pues era bellisi- ma,—no pensaba dejar de tenerla jamás por su amiga. Por fin, al cabo de mil transportes y lisonjas amorosi- simas, más que cuantas se hicieran hasta entonces fervientes y arrebatadas, el caballero que se sentia postrado, quedó sumido en profundo sueño, y asi que le vió ella de esta suerte dormido, levantóse sigilosa- mente y abrió la puerta introduciendo en la cámara á la sierva, que fuera estaba aguardando. Cogieron en- tonces la cuerda que preparado habian y auxilióles en todo la fortuna, que las dejó atar con mil fortisimos nu- dos el cuerpo del caballero desdichado, sin que él lle- gase á sentirlo. Despertóse en breve todo soñoliento y en seguida se vió amordazado por las dos osadas mu- jeres, á fin de que no las descubriese con sus voces. Habia en el centro de la estancia una vigueta que se levantaba para servir de apoyo á la viga del techo, y á aquella sujetaron mal de su grado al caballero, puesto en pié y desnudo según le parió su madre.
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cuchillo y un par de tenazas diminutas y otros hierros cortantes. ¿Qué pasaria en aquel momento, en el áni- mo del infeliz caballero? ¿ Qué pensamientos le asalta- rian, viendo ante sus ojos á aquellas dos mujeres ar- madas de mortales instrumentos, disponiéndose á emplearlos sañudamente contra él, bien como hace el carnicero cuando se dispone á desollar una res, arma- do de su cuchilla ? En verdad pienso yo que debia de pesarle alla en su alma de haber ofendido á Violante ; pero el arrepentimiento tardio poco aprovecha. Poco aprovecha, digo, para con los hombres, que con Dios, mil veces he oido predicar que el arrepentirse de co- razón siempre trae provecho y salvación.
Asi que tuvo, pues, al joven según se ha dicho aga- - rrotado, la desesperada Violante tomó unas tenazas y llegándose á aquél con fiero semblante, le cortó la len- gua, acompañando su enconado castigo con estas pa- labras:
— ¡Ah desleal, ah pérfido, ah villano y mal caballe- ro, ya de tu nobleza despojado por tus miserables actos y caido en la más enlodazada villania ! ¡cuánto me pesa no poder tomar la venganza que mereces, en publico catafalco, á la vista de toda la ciudad! Pero sea como fuere, he de castigarte de tal modo que á los presentes y venideros enseñe tu ejemplo, cuánto les importa guardarse de burlar á las sencillas é incautas doncellas y no arrepentirse de sus actos honrados, legitimos y agradables á Dios. ¿No conoces, traidor, esta cámara, en la cual con mentidas palabras me entregaste el ani- llo de boda, y con promesas aún más falsas te hiciste ladrón de mi virginidad ? Mira, hombre sin fe, la cama nupcial que villanamente has violado. ¡Ah, cuantas imposturas, todas en daño mio, ha proferido esa len- gua tuya! Pero gracias á Dios, que ya á ninguna otra mujer engañará.
Diciendo esto le cortó la lengua en cuatro pedazos.
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Cogiéndole después con unas tenazas los dedos de la mano, prosiguió :
— ¡Desleal! ¿por qué con esos dedos me entregaste el anillo de matrimonio? ¿por qué los uniste con los mios ante el sacerdote ? ¿ por qué después me ceñiste los brazos al cuello para estrecharme, si para otra guardabas aquel anillo y tu legítimo amor?
E iba cortándole con las tenazas la yema de cada dedo, y esto cumplido tomó un agudisimo puñal y acercándose nuevamente al JOYen, continuó dicién- dole:
—+ Y qué injuria he de guardar para esos ojos en- gañadores y perversos que fueron tiranos agresores de los mios +? Ellos me mostraban cuando los miraba, una infinita ternura, un inmenso amor, un ardientisimo deseo de verme feliz. ¿Dónde están ahora aquellas lá- grimas falaces que fingiais haber vertido por causa del amor mio? ¡Cuántas veces os esforzasteis por darme á entender que no os deslumbraba otra belleza que la mia, y que no esperabais ver otra mujer que me ven- ciese en gracia y encanto, y que en mi os mirabais como en un espejo de toda hermosura, de toda gracia, de toda cortesia y elegancia que en criatura nacida cupiese! Oscurézcase ya esa falsa luz.
Y esto diciendo, cególe de entrambos ojos, en forma que nunca más habian de volver á ver la luz del sol.
No saciada aún con esto, otras partes de aquel ator- - mentado cuerpo mutiló, y después que se hubo ceba- do en todos los miembros del infelicisimo caballero, hincole el puñal en el corazón.
Estaba ya el mancebo más muerto que vivo con las profusas heridas que recibiera, y dolorosamente se re- volvia sin que le valiese consuelo, ni auxilio humano, pues le habian las mujeres atado con tal firmeza, que no había contorsión que le deshiciese de tales ligadu- ras. ¡Horrendo espectáculo era en verdad el de aquel
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hombre atado á un madero, con los miembros terri- blemente lacerados y sin poder defenderse ni conse- guir misericordia!
. Violante, antes rendida que saciada de aquel venga- tivo tormento, dijo finalmente al falso marido, el cual no sé si tenia aún los sentidos para oirla: .
— Didaco, me he vengado de ti como he podido, no como tú mereclas; que el delito de doblez que come- tiste, debias haberlo purgado abrasándote en una ho- guera, á la faz de todo el pueblo. Puedes al menos glo- riarte de morir á manos de una mujer á quien amaste y que te amó con toda su alma. No me espera á mi tanta dicha; que á poder ser, yo quisiera morir de tu mano y bendeciriía la muerte que me dieses. Pero, pues no es posible, Dios haga de mi lo que en su vo- luntad disponga. Y basta, que no quiero más atormen- tarte.
Acompaño estas últimas palabras con la acción, cla- vando varias veces el acero hasta el puño, en el costado izquierdo del joven; éste dilatando su cuerpo en una postrera convulsión, acabó de morir.
Cuando las mujeres conocieron que habia expirado, pusierónse á secar la sangre que por el aposento esta- ba vertida, desataron el cadáver y metiéndolo, junto con los mutilados miembros, en un gran cesto, cubrié- ronlo con una tela y lo escondieron debajo de la cama.
Esto hecho, Violante volvióse á la esclava y le dijo: - —Juana (tal era el nombre de la sierva), jamás podré agradecerte bastante la ayuda que me has prestado en esta mi deseada venganza, pues que á no tenerte á ti, yo jamás hubiera podido verla cumplida. Mas ahora que miro satisfecho ese loco afán de mi cólera, tócale á mi gratitud proveer á tu salvación antes que, sucé- dame lo que me suceda, proceda yo á publicar a la luz del mundo la manera cómo me he vindicado. Quisie- ra, pues, que partieses cuanto antes, buscando medio
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de huir al África, cosa que ha de serte facil según en- tiendo, á cual fin te daré tanto dinero que no halles dificultad que no venzas en tu fuga; tanto, que nunca jamás te olvides de mi. Tengo aqui—prosiguió abrien- do un cofrecillo—tanta riqueza de monedas, oro en rieles y joyas, que su valor excede de mil y quinientos ducados; tómalo todo, que de corazón te lo doy, y no tardes ya un punto en ponerte en salvo. Yo ocultaré lo ocurrido todo el dia de hoy; aprovéchalo para huir.
Oyendo la sierva estas amorosas invitaciones, rom- pió á llorar copiosamente, y de ningún modo quiso avenirse á la idea de separarse de su ama, antes le afirmó que quería correr la misma suerte que á ella tocase, puesto que la vida le era menos cara que el amor que le tenia. Y no se dejó persuadir á otro in- tento.
Violante hubo de abandonar toda su insistencia, en vista de que era tan vana, y viendo á la esclava dis- puesta á morir con ella, propuso que trataran de dor- mir lo que quedaba de noche, que por cierto era corto espacio. Durmieron, pues, un brevisimo sueño dentro de aquella cámara, y al despertarse, Violante de nue- vo invitó á Juana á que se decidiese por la fuga ; pero tampoco esta vez llegó á convencerla.
Entrada la mañana, cerca de la hora del desayuno, el criado del infeliz caballero compareció en la casa, con ánimo de acompañarle, según costumbre, á la de su nueva esposa. Vióle llegar Violante y asi le dijo:
—Tu amo no está aqui; y si quieres saber á dónde ha ido, vé y conduce contigo al señor Virrey, pues tengo encargo de decirselo á él y no á ningún otro. De otro modo te cansarás en balde, pues nada averi- guarás.
Partió el criado, y hallándose en el camino con un tio y.un primo del caballero, les manifestó cuánto Vio- lante le habia dicho. Ambos allegados conocian los
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amores de Didaco y la moza plebeya, mas no lo del matrimonio, puesto que el caballero habia impuesto á su servidor aquel estrechisimo secreto que sabemos, y bien distantes uno y otro de presumir la realidad de lo que acontecíia, fuéronse Juntos al encuentro de Violante. Recibióles ella con rostro risueño y asi les dijo:
—Señores mios ¿qué es lo que buscáis ?
—Buscamos—respondiéronle—el paradero de nues- tro pariente don Didaco.
—Perdonad—añadió la joven,—pero no puedo que- brantar su mandato, el cual me impone no decir nada sino en presencia del señor Virrey. Id y traedle con vosotros y esta será la manera de que lo sepáis todo.
Era por entonces Virrey de la ciudad, el duque de Calabria, hijo del rey Federico de Aragón, el que murió en Torsi de Francia ; y los dos parientes mirando á la alta dignidad de tal personaje, dijeron a Violante :
—No es procedente que el Virrey venga acá.
—Haced entonces—dijo ella, —que mande por mi.
Viendo que nada de otra suerte adelantaban, los dos caballeros se fueron á hablar con el Virrey.
Entretanto Violante, que junto con la esclava habia premeditado cuánto habia de suceder, se vistió rica- mente, con todas sus galas, é hizo que Juana se ador- nase con igual ostentación, quedando luégo ambas en espera del mensaje del Virrey. La madre de la joven, sorprendida de la entrada de los dos nobles en su casa, habia preguntado á aquella por la explicación, la cual fingió darle su hija por medio de cierta fábula que inventó para encubrirle el hecho de la verdad.
Y no tardó en presentarse un guardia de los del Virrey, con la orden de conducir á Violante á la pre- sencia de su señor. Ella, que apercibida estaba á ello, no opuso razón ninguna, y saliendo sin que su madre lo advirtiese, siguió al guardia y llegó delante del Virrey, acompañada siempre de su sierva.
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Hallábase el Virrey acompañado de la mayor parte de los nobles y caballeros del pais, y en cuanto vió á Violante, que á sus plantas llegaba haciéndole la debi- da reverencia, intimóle que le dijera lo que por comi- sión del señor de Centellas tuviese encomendado.
Entonces la joven, no como afligida y timida mujer, sino como valerosa y resuelta heroina; de esta suerte habló al Virrey con animoso acento:
—Señor Virrey, habéis de saber que el caballero Didaco de Centellas—va pasado de esto más de un año—puso en mi persona un grande y empeñado amor; y cuando vió que mi gracia se le hacia imposi- ble de alcanzar, como no fuera dándome su mano de esposo, asi lo verificó estando presente mi madre y mis hermanos, y Pedro, su escudero, siendo el legiti- mo acto celebrado en mi propia casa.. Y después de esto, por el término de quince meses partió conmigo el lecho casi todas las noches. Y más tarde, sin parar- se á pensar que yo era su mujer legitima, se casó uno
de estós dias, conforme en todo Valencia es público y.
notorio, con la hija de don Ramiro de Vilaragut, la cual no podía ser suya, habiendo el legal impedimen- to de haberse él casado antes conmigo. Y no contento con esto, tratándome como si yo fuera su manceba óú su meretriz, ayer fué á encontrarme con todo el des- caro y quiso darme á entender mil patrañas é impos- turas, mostrándome lo blanco negro; y despidióse luégo, mas no bien se hubo marchado envióme á su criado Pedro, á decirme que esta noche pasada iría á dormir en mi lecho conmigo. Á lo cual yo nada opuse, conforme Pedro puede testificar, pues ese anuncio me pareció ser el primer paso que yo daba por el camino de mi soñada venganza. Heme, pues, aqui venida, justisimo señor, para daros explicación cabal de todo cuanto ha ocurrido ; que no tengo el ánimo dispuesto á negar, ni á suplicar, pues seria necedad insigne
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tener miedo al castigo de un acto como el mio, tan vo- luntaria y deliberadamente cometido. Antes quiero confesar la verdad con toda arrogancia, pues entiendo que esto es defender mi fama, y de esta suerte, si alguno piensa mal de mi por las apariencias de lo pa- sado, rectifique su opinión y sepa que yo era de don Didaco de Centellas legitima esposa, y no su ramera. Salvese el honor mio, que con esto me basta, y sea de mi lo que Dios quisiere. Señor Virrey, yo, con estas manos he matado esta noche á aquel miserable; yo, con la ayuda de esta esclava mia, he tomado la ven- ganza que justa he estimado, de la injuria que sin razón me habia hecho aquel caballero desleal. El me quitó el honor; yo le he quitado la vida, y hasta he . perdido en el cambio, que todos sabéis cuanto menos vale la vida que el honor.
Refirió en seguida puntualmente el modo cómo ha- bia dado tortura y muerte al caballero, sin olvidar el auxilio que recibiera de la esclava, y cómo quiso que
ésta huyese sin haberlo podido lograr.
- - Todos los presentes quedaron aterrados con la rela- ción de tal tragedia, juzgando al propio tiempo á Vio- lante, por animosa mujer y brava ofendida, mucho más de lo que con su sexo se compadecia. Llamóse, para examinarlos, á la madre y hermanos, como también al escudero, quedando reconocido que en efecto el caballero no podía haber contraido matrimonio con otra.mujer. Acudieron á levantar el cadáver del infeli- cisimo Didaco, cuyas fieras mutilaciones y heridas llenaron de horror á cuantos las vieron, reputándolo de horroroso espectáculo. É instruido diligentemente el sumario sobre tal muerte, aparecieron únicas cul- pables Violante y Juana, por lo cual fueron pública- mente decapitadas.
Ambas fueron al suplicio con alegre traza, lo mismo que si fueran á una fiesta; y se oyó á la esclava que
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sin acordarse un punto de si, no cuidaba más que de exhortar á su dueña, a que recibiese tranquila la muerte, puesto que moria con el consuelo de quedar vengada.
NOVELA SÉPTIMA
El abate Gesualdo trata de robar á una joven; ésta le hiere vergonzosamente y se salva tirándose al rio.
Labate Gesualdo, joven muy estima- do en el reino como hijo de noble y antigua familia, habiase estableci- do en Nápoles, donde en compañía de otros jóvenes hidalgos se dedicaba á matar el tiempo jugando y en- tregándose á otros desvaneos.
Discurriendo iba un dia á caballo por la ciudad, cuando acertó á pasar una doncella, la cual le pareció la más hermosa y gallarda mujer de cuantas habia visto en Nápoles; y de tal manera clavó en ella la vista codiciosa, que antes que dejase de mirarla ya se sin- tió de ella cautivo y le pareció al dejarla que le arran- caban el corazón de raiz.
Era la jovencita, hija de un joyero que adoraba en ella, lo mismo que la madre, pues no tenian de su ma- trimonio otro fruto. Y en verdad se hallaba la mucha-
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cha favorecida de tan bellas prendas y tan agradables, que universalmente se la juzgaba como de las más apuestas y galanas mozas de Nápoles.
El abate, que se sentía ciegamente enamorado de tanta belleza y que consideraba la empresa de quitar el pensamiento de la muchacha y ponerlo en otra mu- jer, mucho más difícil que encerrar toda el agua del mar en una redoma, trató de ingeniarse para dar a comprender á la joven su sentimiento y si posible era, conseguir que se lo premiase. Comenzó, pues, á ron- dar la casa de su beldad, unas veces solo, otras acom- pañado de sus amigos; y si alguna vez se le mostraba la fortuna tan propicia que le dejase ver á la joven, ya asomada á su ventana, ya por alguna otra parte mos- trándose, reunía en sus ojos todo el fuego del alma para revelarle el amor en que le consumía, y éste era el único lenguaje de que se podia valer, puesto que jamás se le ofrecia coyuntura de dirigirle la palabra. Si los dias de fiesta la niña iba con su madre á algún templo para asistir á los divinos oficios, jamas falta- ban á nuestro buen abate uno ó dos santos á quienes encomendarse en la misma iglesia, ni altar donde fue- ra á ofrecer su vela. Y no fueron menester muchos de estos pasos y andares, para que la mocita cayera en la cuenta de lo que traian; que además de bella, ha- biala hecho la naturaleza muy avisada y astuta; asi fué que se le alcanzó prestamente de qué pié cojeaba el asiduo Gesualdo y cuáles eran los santos que iba buscando por los altares. Sin embargo, a fuer de dis- creta y como dotada que estaba de ánimo elevado y distinguido, sabia que su honor era para ella el mejor y más estimado tesoro del mundo, por lo cual hizo siempre talante de no haber reparado en nada y se mantuvo sin que el abate descubriese en ella mirada, ni sonrisa, ni otra muestra alguna que pudiese hacerle concebir un átomo de esperanza; y asi, cada vez que
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acertaba á verle, ni mostraba fijarse en él, ni daba traza de conocerle más que si hubiese sido un extran- jero.
Esto era causa de que el malaventurado y dolidisi- mo amante viviese en continuo despecho y enojo, . viéndose tan mal comprendido y pagado. Mandar a la doncella mensajes y embajadas, tampoco era posible, pues no se apartaba su madre en todo el dia. Mas como a todas horas vemos que cuando menos probabilidad tienen de satisfacer el combatido anhelo, entonces esos desdichados amantes aumentan su obstinación y - porfia, y cuánto más vedada les está una cosa, tanto más se desmanda en ellos el deseo, así, de esta suerte nuestro enamorado abate se desvelaba y consumia por llevar á buen fin aquel desairadisimo empeño, y asi parecia que la llama de su pecho se hiciera de hora en hora mas grande ó desapoderada. Viendo, empero, que no se Je ofrecia manera de adelantar un paso en su codiciada conquista, se resignó á esperar paciente- mente, y acomodóse con sus prácticas ordinarias de rondar é ir á la iglesia, confiando en que finalmente la joven tendría alguna piedad de él. Esperó en vano, pues todo era como echar incienso á un muerto.
Pero sucede también, que aquel que ama, siempre anda en pos de noticias referentes al objeto amado y aplica todo su estudio á enterarse de sus acciones, es- perando quizás que con esto ha de amortiguarse el amoroso incendio; y observando esta ley, con tanto ahínco se dió el solicito y ferviente abate á espiar todo cuanto hacia su ingrata favorecida, que un día consi- guió averiguar que se disponía a salir con su padre y su madre, para ir á un campo que tenian en cierto si- tio no distante de Nápoles. |
Supo esta noticia nuestro abate, y sintiendo que se recrudecia aquel ciego é insensato amor— que más bien furor debiéramos llamarlo—por la joven napoli-
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tana, determinó para si que puesto que por amorosos medios y por voluntad de su objeto amado no podia gozar fruto sabroso de su loca pasión, habia de alcan- zarlo por la fuerza, aprovechando la coyuntura que se le brindaba para arrebatar, en medio de la calle, de poder de los confiados padres, á la muchacha sin cuyo amor le parecia imposible seguir viviendo. Una vez tomada esta resolución y sin pararse á considerar el notorio riesgo en que podia ponerse, llamó á sus ser- vidores y les hizo exposición completa de su proyecto.
Y vino en esto, el dia en que la muchacha debia salir de Nápoles, y saliendo el abate de la ciudad en compa- ñia de sus servidores armados, á la hora que pareció conveniente á su idea, fuc a ponerse en espera donde creyó que era sitio á propósito, por el cual tenian que pasar necesariamente la joven y sus padres.
Los pobres viejos, que junto con su hija salian, ha- ciendo ánimo inocente de irá divertirse á la quinta que poselan cerca de Nápoles, como ajenos á toda sospecha tomaron con efecto el camino que la sagacidad del - abate habia adivinado. Este último, que se sintió bu- llir el corazón en el pecho como anuncio de que su bella amada iba aproximandose, exhortó nuevamente á sus criados, ordenándoles lo que les competia y enca- reciéndoles sobre todo que se guardásen de causar el menor daño á su enamorada.
Entre los fértiles collados que se levantan alrededor de Nápoles, se desata un limpidísimo riachuelo llama- do el Sabeto, cuyas mansas y transparentes ondas se dividen en dos partes no lejos de los muros de la ciu- dad; de las cuales una se entra por vias subterráneas á proveer á la comodidad y ornamento de la población, mientras la otra continúa soltándose por la fructifera campiña hasta llegar al mar para prestarle el debido y natural tributo. Sobre esta parte corriente y libre del famoso riachuelo se tiende un puente, al cual aquellos
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habitantes dan el nombre de puente de la Madalena, y alli fué donde el furioso abate sorprendió á la des- prevenida joven, que gentil y donairosa, aunque sin separarse del lado de sus padres, iba haciendo su ca- mino adornada de toda su gracia y atractivo, y más hechicera aún de lo acostumbrado, gracias al incendio que en sus mejillas causaba el calor, que era del fuerte de los últimos dias de junio, y la fatiga de caminar á pié. Iba, pues, la mocita, conforme hemos dicho, si-
guiendo su via llena de viveza y donaire, volviendo - acá y acullá su preciosa cabecita, cubierto el rizado y blondo cabello con un airoso y gentil sombrerito, bajo cuya sombra brillaban dos seductores y ardientes ojos, tan claramente como brillan las doradas estrellas en el ámbito del cielo espacioso y sereno. Y mezclábase tan bien en su rostro la cándida blancura de su inocencia con el encendido y natural color, que no era posible sino mirarla y sentirse el alma poseida de dulce y nunca probado embelesamiento. Así, de tal suerte en- cantadora, la contemplo el abate, sintiéndose de nuevo y más impetuoso deseo acometido; y viéndola llegar, como otra cosa no esperaba, hizose unos pasos adelan- te y desnudando su tajante espada, comenzó á querer- le hacer violencia para robarla. Á esta señal y viendo el principio que su señor daba á la empresa, los cria- dos se pusieron también arma en mano, encerrando á. la doncella en un circulo y comenzaron á dar voces amenazadoras contra los despavoridos ancianos, aña- diendo además otros extremos que en tales casos de desmán é insulto se suelen emplear. No contentos con esto y como el padre y la madre de la muchacha rom- piesen en lamentos y gritos de socorro, lanzáronse so- bre ellos y aplicándoles las puntas de las espadas á la garganta y al pecho, trataron de separarles de su hija, á fin de poder apoderarse de ella con mayor facilidad, lo cual trataba de realizar el abate no descuidándose,
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en medio de aquella agitación, en sujetar á la mucha- cha como en señal de obtener su dominio.
¿Cuál será de vosotras, oh amables señoras, la que no sienta su corazón amedrentado dentro del casto seno ? ¿ cuál la que no se mueva á piedad y quebranto? De mi sé decir, que la palabra expira en mis labios y de tal modo se debilita la fuerza de mi expresión, que casi no acierto á desanudar la lengua para llegar al término de este relato; ¡tanta es la compasión que ex- perimento por el infeliz padre, por la atribulada ma- dre y por aquella ofendida joven! Mas quiero esfor- zarme en recobrar mi ánimo acostumbrado, aunque no para extenderme en demostraciones de cuánto y cuán profundo serla el espanto de aquellos tres desdi- chados, al verse rodeados de tantos aceros que contra ellos amenazadores se blandian. Cada cual de vosotras, piadosas damas, tome ejemplo de si misma, é imagi- nese puesta en el terrible caso de ver asi, con seme- jante alevosía asaltada una hija doncella, y rodeada de tantas amenazas y peligros. ¿ Cuál seria vuestro ánimo, cuál vuestro pensamiento, cuál vuestra resolución, si á tan miserable trance os arrojara algún dia el tempes- tuoso viento de la azarosa fortuna? Á buen seguro que en tan extremado aprieto, todas perderiais el sentido.
Ahora bien, nuevamente entrando en el hilo de mi historia, os digo que nuestra intrépida joven no se desvaneció, antes considerando —al ver cómo el abate á ella se lanzaba, mientras los otros se dirigian rabiosa- mente contra sus padres—que ella era la única ocasión de aquel ataque, rápidamente meditó lo que el mo- mento pedia y el riesgo aconsejaba ; y tomando su re- solución con tanta prisa como demandaba la apretura del instante, revestida de ánimo quizás más fuerte, audaz y magnánimo de lo que podía esperarse de la bajeza de su linaje, volvióse al abate, y sonriéndole, de este modo le dijo:
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— Señor, dame esa espada que desnuda tienes en la mano; que quiero en un momento vengarte á ti y á mi, de ese celoso y tiránico padre que con sus chocheces de vejancón me ha impedido siempre mostrárteme agradecida al amor con que me favoreces. El es, señor mio, quien con sus repulsas fastidiosisimas me ator- mentaba sin cesar, reganándome y no dejándome un punto de quietud y desembarazo. Yu te doy palabra de que, á no ser por él, mi madre y yo nos hubiéramos hallado desde el primer día sometidas á tu mandato.
Oiala el padre, y rompia en voces enojadas, llamán- dola perversa y desalmada; mientras tanto, el crédulo amante, dejándose cautivar por las frases de la mucha- _Cha, lleno de dulce estupor y de alegre maravilla, pres- tábales esa completa ¿indubitada fe con que los necios acogen todo cuanto se les dice en su lisonja ú alaban- za, y asi fué cómo puso la desnuda espada en la mano blanca y delicada que le tendía aquella valiente y enar- decida moza.
. No bien se vió ésta dueña del deseado acero, todo cambió, que volviéndose la joven al abate bobalicón y helando con su bravo acento el goloso afán con que él ya se relamia y refocilaba, asi le dijo, el rostro femenil mudado en fiero y amenazador semblante:
—Abate, retrocede y abandóname; no quieras lle- garte á mi, 0 por el alma de mi padre te juro que he de defenderme sin respeto alguno. ]
Dirigióse luégo al contristado anciano, y vibrando el conquistado acero, tan animosamente como si de largo tiempo estuviera avezada á esgrimirlo, le habló de esta suerte:
—Padre mio, tú con la daga que traes al cinto y yo con esta espada que he ganado, defendamos hasta morir la honra nuestra que estos asesinos quieren arrebatarnos. Cuéstenos la vida, antes que tolerar que estos villanos nos escarnezcan.
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Llevaba la muchacha la falda algún tanto recogida, conforme suelen las mujeres para andar por el campo, y asi, pudiendo moverse con mayor expedición, se co- locó en actitud de herir rectamente á cualquiera que osase acercársele.
Viéndose el abate tan neciamente caido en el lazo, engañado y desarmado por el ardid de una mucha- chuela, y corrido en gran manera de ello, mandó á sus servidores que á toda costa quitaran el arma de ma- nos de la joven. Mas ¿creéis vosotras, nobles damas y señoras mias, que aquella valerosa muchacha, aunque se vió estrechada y combatida por todos lados, perdió un punto de su aliento y se dejó arrebatar el hierro sin defenderlo briosamente? ¿Pensáis que atemorizada y vencida en su ánimo valeroso, se dió á huir ignomi- niosamente ? No, en verdad; que al verse acometida por los sicarios del abate, que intentaban arrancar de sus manos la bien esgrimida espada, comenzó á deten- derse con toda la bravura y fuerza que en si misma pudo descubrir; y segun más atinado le parecia cada golpe, asi los descargaba acá y allá, contra sus enemi- gos, moviendo á éstos y á los demás que contempla- ban aquel portentoso espectáculo, á grandisima estu- pefacción y maravilla. No parecía sino que era una de aquellas antiguas amazonas, 0 criada entre ellas; ó bien que se habla amamantado con la leche de aquella virgen latina, cuyo esfuerzo fué en Italia ocasión de tanto daño para los troyanos; ¡tan bien y tan animo- samente se defendia! Pusiéronse los dos viejos des- venturados á auxiliar á su esforzada hija; mas ¿qué podian hacer dos tímidos y débiles ancianos y una niña contra diez ó doce hombres robustos, jóvenes y bien armados? Y no hay duda que si el abate hubiese dejado que éstos emplearan todo su esfuerzo, la mu- _Chacha hubiera acabado por ser vencida y quedar pri- sionera en poder de él; pero el enamorado galán no
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queria que se hiciese daño á su amada, y ésta se halla-
ba resuelta á no dejarse sujetar. eL - Con todo, en el calor de la refriega, la muchacha recibió una herida, y otras recibieron los dos ancianos, de suerte que ambos cayeron en tierra; y viendo esto la hija y considerando que al fin y á la postre, mal de su grado, aquel trance se resolvería dejándola á ella cautiva, hubo de apelar nuevamente á todo el aliento de su ánimo, que no por esto se debilitaba, para que le sugiriese un nuevo arbitrio contra el abate, que la vengase de la injuria que éste le estaba infiriendo. Deliberó, pues, rápidamente; observó que su enemigo no se hallaba á mucha distancia del sitio de la con- tienda; creyó que todo la favorecia para el intento que acababa de proponerse; acercóse en consecuencia al galán deshonrador, y con toda la fuerza de sus brazos lanzóle la espada al medio del rostro, lo cual hizo con tan afortunado tino, que dando el acero de filo, causó en aquel rostro profunda herida á través de la nariz y del carrillo. En el mismo punto que la espada heria al abate, la joven dió un paso atrás, encomendóse devotamente á Dios, y saltando, como antes lo hiciera Horacio Cocles, por encima de la valla del puente, se tiró á la corriente limpida de Sabeto, prefiriendo morir en el fondo de sus aguas, á perder al tesoro de su virginidad. Pareció el rio acogerla en sus ondas, piadoso y complaciente, pues en lugar de cubrirla y sepultarla en la profundidad de su cauce, la mantuvo en la superficie, ayudada de sus ropas que se ahueca- ron.
Á todo esto, el estrépito de la refriega y el clamor de los ancianos heridos, habia llamado mucha gente al lugar de aquel crudelisimo espectáculo, y algunos de los que acudieron, que sabian nadar, arrojáronse al agua y sacaron á la doncella, con vida si, pero me- dio muerta.
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Veiase el abate burlado y no poco, en cuanto se ha- bia imaginado y propuesto; constábale además que asi la joven como los viejos padres de ésta habían sido estúpida y vanamente heridos por mano de sus ser- vidores; considerabase á si mismo con el rostro igno- miniosamente desfigurado; y no queriendo por todos estos motivos volver á entrar en la ciudad, fué á es- conderse en uno de sus castillos.
Los que acudieron llamados por el ruido, socorrie- ron á los dos ancianos, que heridos yacian en tierra, y juntamente con la doncella, también herida, los con- dujeron á Nápoles, donde, referido y divulgado el su- ceso, se levantó gran clamor de animosidad contra el abate y de admiración y alabanza para la joven, á la cual reputaron todos de honesta, prudente, valerosa y de elevado y generoso corazón.
Y en verdad que mereció todas cuantas alabanzas puedan dedicarse á mujer nacida, por púdica y casta. Si en estos corrompidos tiempos que hoy alcanza- mos, se tributase á la virtud, el aprecio y honra que entre los romanos obtenian, ¿que estatua, qué colosal monumento de piedra, ó bronce,.0.de cualquier mate- ria que fuera, qué titulos insignes y memorables no serian escasos para perpetuar con el honor debido, este magnánimo y gloriosisimo rasgo de la doncella napolitana ? |
He aqui, pues, el término que hubo aquel desaten- tado amor del abate Gesualdo, quien queriendo con- seguir por la fuerza el favor de su amada, solamente reportó de su empresa, odio y desgracia; siendo asi que — habiendo sabido reducir su pasión á mayor templanza y servir á la doncella con la ordenada cor- tesia que al uno y á la otra convenia,—quizás se hu- biera salvado él de un merecido y constante vituperio, librándola á ella de las crueles heridas y de la extrema resolución con que puso su existencia en peligro.
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> RASE en el que fué a, reino de Persia,
un rey llamado Artajerjes , varón de ánimo elevadisimo y sobremanera adiestra- do en las armas. Este fué aquel que en sus
verdes años, según refieren los anales persas, y siendo aún soldado, pues no habia obtenido grado alguno en
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la carrera de las armas, dió muerte á Artabán, ul- timo rey de los Arsacidas, bajo cuyo mando mili- taba; y aquel que restituyó á los persas el dominio de la Persia, sometida al poder de los macedonios por espacio de quinientos treinta y ocho años, desde la muerte de Dario, derrotado por Alejandro Mag- no. Dicho Artajerjes fué coronado por su pueblo rey de Persia, después que hubo libertado esta tierra, y alli estableció una corte famosa por su magnificen- cia y por los actos de memorable virtud que en ella se presenciaban ; y conduciase el rey espléndidamente en todos sus rasgos, lo cual, amen de sus titulos glo- riosamente ganados en muchas acciones de guerra, le tenia fama lograda en todo el Oriente, de ser el más liberal y magnánimo principe que reinaba en aquella edad. En sus convites era un nuevo Lúculo, pues hon- raba grandemente á todos cuantos forasteros le visita- ban en su corte.
Tenia este rey en su palacio, á cierto senescal llama- do Ariobarzanes, cuyo ministerio consistia en presidir, montado en un corcel blanco y empuñando una maza de oro, la comitiva de pajes y escuderos que, cada vez que el rey hacia un público convite, llevaban las sucu- lentas viandas en aurea vajilla, cubiertos con finisi- mos paños de oro y seda bellisimamente labrados y pespunteados. Este oficio de senescal era tenido en grande estima y se otorgaba generalmente á alguno de los primeros barones del reino. Por tal motivo lo desempeñaba entonces el nombrado Ariobarzanes, pues sobre que era de linaje clarisimo y noble y su riqueza tan opulenta que casi no se conocia otra igual en el reino, alcanzaba justo renombre y prestigio de caballero liberal y cortés en extremo, como no habia otro semejante en la corte; y á tal punto llevaba su magnanimidad y tan sin medida gastaba de sus bie- nes, que en ciertos casos, olvidando el justo medio en
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el cual toda virtud consiste, é inclinándose al opuesto extremo, incurria en el vicio de prodigalidad. Este exceso y su consecuente soberbia le ponian á menudo en empeño de querer, no solamente parangonarse con el rey en obras de generosidad y cortesia, sino tam- bién de querer aventajarle y vencerle.
Un dia, pues, mandó el rey que le trajeran su juego de ajedrez é invitó á Ariobarzanes á jugar con él una partida de escaques. En aquel tiempo era este juego tenido entre los persas como ejercicio de gran valor, y un buen jugador de escaques era estimado tal como estimamos hoy á un diestro discutidor en puntos de humanidades o materias filosóficas. Sentados el rey y el senescal uno frente á otro, teniendo intermedia una mesa de la sala real, comenzaron su partida en pre- sencia de gran número de personajes que observaban y seguian el juego con religioso é interesado silen- cio, y ambos se empezaron á estrechar mutuamente, aplicando todo el saber y ahinco de que disponian. Ariobarzanes,—ya porque fuese mejor jugador que el rey, ya porque éste se distrajese después de las pri- meras jugadas, ya por cualquier otro motivo que no es del caso investigar,—redujo á su adversario al ex- tremo de no poder evitar el jaque mate que-se venía imprescindiblemente en dos ó tres jugadas. Advirtiólo el monarca y considerando entonces el riesgo en que le ponía la inminencia del jaque mate, pusose viva- mente encendido y comenzó a estudiar con gran pausa si le quedaba arbitrio para esquivar el jaque, manifes- tando, además del encendido color de su cara, con movimientos de cabeza, suspiros y otras análogas se- nales, cuánto le dolia verse puesto en tal extremo delante de los más selectos caballeros de su corte.
Nada de esto se ocultó al senescal, en quien produjo noble pesar aquella honrada vergienza de su sobera- no, y no queriendo consumarla, hizo una jugada falsa
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moviendo un caballo, de suerte que dejó libre la linea del rey, con lo cual no. sólo libertó á esta pieza de la amenaza en que la tenía puesta, sino que abandonan- do sin defensa una de sus torres, venia á perderla; con lo cual la partida volvía á quedar igualada. Mas adver- tido el monarca de todo este acto y conociendo que todo era generosidad y grandeza de ánimo de su vasa- llo, que ya en otras ocasiones se las habia dado á conocer, hizo apariencia de no reparar el abandono en que la torre quedaba, descompuso de un golpe la colo- cación de las piezas y poniéndose en pié, dijo: —Basta, Ariobarzanes; vuestra es la partida y yo me confieso derrotado. | Meditando más tarde sobre este lance, dióse Artajerjes áentender que Ariobarzanes no había cedido á un puro estimulo de cortesía, sino al de dejar á su rey obligado, reflexión que no le supo bien y que le colocó en el caso de no volver á jugar con el senescal, bien que á pesar de esto, jamás demostró que el proceder galante de este último le hubiese producido el menor desagrado. No dejaba, con todo, allá, en su interior, de sentirse el rey disgustado por las muchas acciones de indole parecida que Ariobarzanes frecuentemente hacia; y pensaba que bien podia su vasallo guardar la cortesía - y liberalidad, ya fuera en el juego, ya en ocasiones de otra especie, para sus inferiores Ó sus iguales, y no juzgaba razonable, que un vasallo quisiese luchar con su señor en puntos de magnanimidad y galanteria. Pocos dias iban pasados después de esto, cuando hallándose el rey en Persépolis, ciudad principal de la Persia, determinó salir á una cacería de animales que en aquel pais se crian, muy diferentes de los que se crian en el nuestro; preparóse todo lo indispensa- ble y dirigióse el rey al sitio designado, en compañla de todos los caballeros y servidumbre de la corte. Preparose alli una buena parte del bosque, cercándolo
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de redes y lazos, y hecho esto, repartidos los caza- dores en la forma que pareció conveniente, el rey mandó empezar el estrépito de perros y cuernos de caza para atraer á las bestias fuera de sus cubiles. Al instante se mostró un animal salvaje, muy feroz y muy ligero, el cual traspasando las redes de un salto, se puso velocisimamente en fuga. Al ver el monarca á tan extraño animal, determinó perseguirle y darle muerte, y haciendo á varios de sus barones señal de que corrieran juntamente con él detrás de la fiera, soltó las riendas á su caballo y partió en seguimiento de aquella. Uno de los cortesanos que iban con el rey en aquella persecución, era Ariobarzanes.
Y acertaba el rey a montar en aquel dia, un caballo que por su velocisimo correr le merecia grande predi- lección, á tal punto, que por conservarlo hubiera dado otros mil de los de sus caballerizas, puesto que ade- más del mérito de la ligereza, tenia el de ser aptisimo para escaramuzas y lances de batalla. Asi, pues, lan- zado á la carrera y suelta la brida, detrás de la volante más bien que corredora fiera, sin advertirlo fué el rey alejándose del séquito que con él habia partido, de modo que no quedaban siguiéndole de cerca más que Ariobarzanes y un criado de éste que siempre á su amo acompañaba en las lides de la caza, montado en un buen caballo. Asimismo el senescal iba caballero en un corcel que era tenido como de los mejores dela corte.
Segulan, pues, corriendo los tres jinetes, de tal ma- nera, sueltas las bridas y á todo escape, cuando Ario- barzanes echó de ver que la caballeria del rey iba desherrada de los dos piés delanteros, de modo que ya comenzaban las piedras del suelo á quebrantarle los cascos; lo cual ponia al monarca en el caso de abandonar la pista de la caza que perseguia ú dejar que se estropease el caballo. Ambos eran extremos que en igual medida habían de disgustar al rey, que se-
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guia á todo esto corriendo sin advertir que su caballo habia perdido las herraduras. En un solo punto ad- virtió el senescal dicha circunstancia y se apeó de su caballo; volvióse en seguida al servidor que detrás marchaba (que no con otro objeto iba siempre á él adjunto) y haciéndose dar el martillo y las tenazas que á prevención traia, quitó á su buen caballo las herra- duras delanteras para ponerlas al del rey, pensando que luégo continuarla la caza á la ventura dejando al caballo discurrir á su antojo. Llamó al rey para que se detuviera, avisándole del peligro en que su corcel estaba. Desmontó el rey, y aunque vió las dos herra- duras en manos del criado del senescal, no paró mien- tes en ello, ya porque lo atribuyese naturalmente á previsión de Ariobarzanes que para tal caso iba ya apercibido, ya porque pensase que eran las mismas que se le habian caido al caballo. Aguardaba, pues, á que éste se hallase nuevamente herrado, para volver á cabalgar. Mas asi que observó que el caballo del se- nescal estaba desherrado de delante, hubo de caer en la cuenta de que aquella era una de las generosidades de su vasallo, y se propuso vencerle por el mismo camino en que se esforzaba el otro en vencerle a él; asi fué que cuando el caballo estuvo herrado, hizo dón de el al senescal. De este modo quiso el rey, antes per- der el gusto de la caza, que ser ganado en liberalidad por un súbdito suyo, cuyo ánimo generoso parecia haberse puesto en empeño de sobrepujarle en actos gloriosos y liberales.
_No creyó el senescal que era oportuno rehusar el presente que su rey le hacia, y asi lo aceptó, pero con la misma alteza de ánimo con que habia desherrado antes su caballo y esperando nueva ocasión de vencer á su señor en nobleza é hidalguia. Á poco de esto, lle- garon los rezagados del séquito rea), y tomando el monarca uno de los caballos que traian, montó en él y
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restituyóse á la ciudad con todo su acompañamiento.
Algunos días después, el rey mandó disponer un so- lemne y pomposo torneo para el dia de las calendas de mayo. El premio señalado al vencedor era un bra- vo y animoso corcel, ricamente guarnecido con brida cuyo freno era de finisimo oro labrado, silla de gran- - disimo precio, y el resto de los arreos de primor y riqueza en nada inferiores á los de la silla y el freno; y las riendas eran dos cadenillas de oro trabajadas con delicado artificio. lba además el corcel cubierto con una gualdrapa de brocado de oro de muchos altos, recorrido todo al rededor de una bellisima franja de recamo, de la cual pendian cascabeles y campanillas de oro. Colgaba por un costado del arzón una espada finisima, con su vaina toda cuajada de perlas y piedras preciosas de grandisimo precio, y al otro lado se vela sujeta una hermosa y fuerte maza diestrisimamente labrada á la damasquina. Hallábanse además expues- tas junto al caballo y en forma de trofeo, todas las otras armas que son propias de un caballero comba- tiente, magnificas y bien templadas sobre toda ponde- - ración. El escudo era maravilloso y fuerte, y de mani- fiesto estuvo junto con una dorada y esbelta lanza, el día señalado para la celebración de la justa. Y todas estas cosas eran el premio que debia adjudicarse al que resultase vencedor.
Acudieron á tan solemne fiesta, muchisimos foras- teros, unos con ánimo de participar en la lucha, otros - para disfrutar de su espléndido aparato. De los súb- ditos del rey, ni uno quedó, caballero ó barón, que no compareciese adornado con sus mejores ropas; y en- tre los primeros que se presentaron á suscribir su nombre para justar contóse el primogénito real, mozo de valor y muy celebrado por su conocimiento en las armas, como educado que habia sido desde la infancia en los campos de batalla. También el senescal
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Habeis de pensar que todas las damas del pais eoncurrian á aquel acto, y además gran gentio de todas partes, atraido por la magnificencia y fama de tan ponderada fiesta. Y puede decirse que no justaba un caballero que no tuviese alli presente á
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su enamorada, y ostentaba cada cual un dón de su dama, como en tales lides es costumbre hacerlo.
El día y a la hora señalados, comparecieron todos los paladines, acompañados de grandisima pompa y cu- biertos con riquisimas sobrevestas, tanto ellos como los corceles que montaban. Comenzó la justa, y des- pués que se hubieron roto muchas lanzas y producido numerosos y bravos encuentros, inclinábase el gene- ral juicio á pensar que el ganador del premio sería Ariobarzanes, y que si éste no fuese, el primogénito del rey era quien le seguía en turno, á larga distancia de todos.los demás combatientes, puesto que ninguno de éstos pasaba de cinco encuentros, y el primogénito real alcanzaba a nueve. El senescal mostraba once lan- zas rotas vigorosamente y á toda ley, y un solo com- bate más que sostuviera, le daba la victoria ; que eran doce los encuentros que se exigian á los justadores para ganar el premio, y quien primero los resistiese sin impedimento, ése conseguía el ofrecido galardón.
Á decir verdad, el rey cifraba todo su anhelo en que su hijo fuese aquel dia el que reportara la honra del triunfo; pero no se le ocultaba la dificultad de su deseo, pues claramente vela que el senescal llevaba mayor y más notable ventaja; por lo que disimulaba su despecho procurando que éste no se revelase en su rostro. Por su parte el joven primogénito, que justaba en presencia de su amada, sentiase morir de pena al considerar que no le quedaba esperanza de conseguir el primer puesto ; y asi era como en un mismo instan- te coincidian el padre y el hijo en un mismo pensa- miento y ardian en un común deseo. Pero toda su confianza, si alguna les quedaba, perecia á la idea de la virtud y valor del senescal, tan próximo ya al tér- mino de la victoria.
Llegando para el senescal el momento de romper su última lanza, hubo de venirsele á la mente la proce-
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dencia del caballo que en aquella ocasión montaba, el cual no era otro que el que el rey le habia regalado el dia de la caza ; y consideró además, el ardientíisimo de- seo que dicho rey estaba experimentando, del cual bien claramente se daba razón, como también del estimulo del joven principe, acuciado por sentimiento de honra y por la presencia de su amada; todo esto pasó en el ánimo del generoso cortesano, inspirándole la resolu- ción de renunciar al honor que tan cerca tenia, para dejarlo al primogénito del rey. Y no era que al senes- cal se le escondiera el desagrado con que el rey acogla sus actos de liberalidad; sino que aun conociendolo, se proponia perseverar en su conducta hasta trocar en satisfacción ese desagrado, y no porque ambicionase nuevas gracias y honores de la munificencia real, sino por el solo afan de honrarse á sí mismo y ganar fama; y haciasele ingratitud patente aquel empeño del rey en acoger de manera tan enojada las bizarrias que á él iban dedicadas. Firme, pues, en su propósito de renun- ciar á favor del primogénito real el triunfo que este tanto apetecia, puso la lanza en ristre y cuando es- tuvo próximo al encuentro con aquél, pues el principe era quien se le adelantaba como adversario, dejó la lanza de la mano y dijo:
— Vaya esta liberalidad mia, al par de las 9ñas, por más que no sea apreciada.
El hijo del rey tocó fácilmente al escudo del senescal y rompiendo contra él su lanza en mil trozos, ganó su décimo encuentro. Muchos en el palenque oyeron las palabras del senescal cuando dejaba caer la lanza, de suerte que todos los circunstantes se dieron presta cuenta de que aquél no habia querido dar el golpe para no ganar su última suerte, con ánimo de no arre- batar al principe el premio que con tanto ardor codi- ciaba; y sobre todo lo pensaron asi, cuando vieron al senescal que se salia de la liza. Poco tardó el joven en
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ganar las otras dos suertes, y sin fatiga alguna, que- dando en consecuencia vencedor del campo y dueño del premio apetecido, siendo luégo llevado en triun- fo por toda la ciudad, al són de mil músicos instru- mentos, precedido del premio del torneo y rodeado de los barones de la corte, entre los cuales iba el senescal con risueño semblante, más que ningún otro procla- mando y ensalzando el valor del joven campeón.
El rey, que era hombre sagaz y que en una y otra ocasión, en torneos, justas, escaramuzas y batallas, habla tenido motivos hartos para experimentar el valor de su senescal, así como su destreza, su ánimo avisado y su resolución, no dudó por un momento que la caida de la lanza no habia sido cosa fortuita, sino intento muy deliberado; lo cual le confirmó en la creencia que abrigaba, relativa á la grandeza de espiritu y liberali- - dad del noble cortesano. Y en verdad que fué grandi- sima la generosidad de Ariobarzanes, tanta, que pocos, según yo entiendo, se hubieran decidido á imitarle; pues vemos á todas horas muchos hombres dadivosos y espléndidos en lo que toca á sus bienes de fortuna, regalar vestidos, plata y oro, piedras preciosas y otros objetos de gran valia que reparten acá y acullá; y si miramos lo que hacen los más altos señores, les ve- mos que llevan la opulencia de sus dádivas hasta des- prenderse de sus castillos, tierras y villas, en beneficio de sus vasallos y servidores. ¿Qué diremos también, de aquellos que hacen dón de su propia sangre y aun de su vida, por servir la causa ó el bien de otro? De estos y otros ejemplos, henchidos están los libros de todas las lenguas. Lo que no se encuentra, es quien dilapide su propia gloria y haga dádiva de su honor. El caudi- llo victorioso, después del sangriento combate cede á sus conmilitones los despojos del enemigo, y les entre- ga los prisioneros, y de todo el botín les deja ser par- ticipes; mas se reserva para si la gloria y el honor de
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la batalla. Y, como con divino acierto escribe el verda- dero padre de la romana elocuencia, aun aquellos mismos filósofos que escribieron sobre el desprecio de la gloria, gloria y no otra cosa buscaban con sus escri- tos.
El rey , á quien estas grandezas y desprendimientos del senescal, en vez de placer daban enojo,—á causa de no quitársele de la mente la impertinencia éirregu- laridad de que un súbdito y servidor intentase no sólo igualarse con su señor, mas también dejarle obligado comenzó a mostrársele mohino y á negarle el trato agradable que antes le concediera, determinando final- mente convencer á su vasallo de que alimentaba un grande error si esperaba poner á su soberano en obli- gación para con él. Y vais a saber cómo.
Era antigua y celebrada costumbre en Persia, que el rey solemnizase todos los años con gran fiesta y pom- pa el aniversario de su coronación; y tenian todos los nobles barones el deber de estar presentes en la corte, donde el rey ofrecia mesa franca, sirviéndose en ella suntuosos banquetes, con otros festejos de grande os- tentación. Llegado, pues, el aniversario de la corona- ción de Artajerjes, y dispuesto cuanto era menester para su celebración, se propuso el rey cumplir con tal coyuntura lo que tenia decidido, y asi, llamando á uno de sus camareros le ordenó que acto continuo fuese en busca de Ariobarzanes y le dijese: |
— Ariobarzanes, el rey te manda que en este instan- te mismo vayas tú en persona á la presencia de Dario, tu enemigo, y le entregues el corcel blanco, la maza de oro y demás atributos de la senescalia; y de parte del rey le dirás que ha sido nombrado senescal de su palacio.
Salió el camarero e hizo cuanto el rey le acababa de mandar. Al oir Ariobarzanes aquella infausta embaja- da, estuvo por morir de duelo, el cual era tanto ma-
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yor, cuanto efectivamente aquel Dario era el mayor enemigo que tenía en el mundo. Sin embargo, como era de ánimo elevado, no dejó de mostrar la grandeza que consigo tenia, y respondiendo con semblante apa- cible al camarero, de esta suerte le dijo:
— Hágase conforme á mi señor le place, y tú vas á ver cómo sin la menor demora pongo en ejecución todo lo que él acaba de mandarme.
Y asi lo hizo desde luégo, con la más apresurada di- ligencia, de modo que á la hora del desayuno Darlo prestó ya sus oficios de senescal. Sentóse el rey á la mesa, y Ariobarzanes, con rostro placentero ocupó su sitio, al par de los otros barones. Grandisima fué la sorpresa de todos al verle destituido, y en las conver- saciones de los nobles, unos loaban la conducta del rey, mientras otros por lo bajo le tachaban de ingrato; por lo bajo he dicho, como es costumbre de cortesanos. El monarca, á todo esto, no separaba la vista de Ariobar- zanes, y considerando el risueño talante con que éste se mostraba, admirábase y no podia menos de reco- nocer que era su vasallo hombre de ánimo generosisi- mo. Pero le tardaba ya el momento de comenzar á cumplir el designio que tenia formado, y asi comenzó á promover conversación, en la cual con agrias frases mostraba el profundo descontento que tenia del anti- guo senescal; y este era ardid que empleaba, pues te- nia sobornados á algunos señores para que cerca de Ariobarzanes espiasen todo lo que éste dijese é hicie- se. Oyendo Ariobarzanes el lenguaje de su señor, y estimulado por los aduladores que éste habia amaes- trado, no pudo dejar de considerar lo poco que le valia su paciencia y la mesura que en el hablar se habia im- puesto; y acordóse de la fiel y larga servidumbre que á su rey prestara, de los daños sufridos, de los riesgos afrontados, de sus liberalidades y de otros actos me- recedores de agradecimiento; y dejándose llevar de
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su instinto generoso, sublevado ante la injusticia que le pagaba en vituperio lo que era tan digno de honorifica recompensa, privándole de su oficio en vez de aumentarle el galardón, empezó á quejarse del rey con acres reproches, y á tacharle de ingrato, cosa que entre los persas era tenida como delito de lesa majes- tad. De buena gana se habria partido de la corte yendo á retirarse en uno de sus castillos, pero este no era acto lícito sin conocimiento y licencia del rey, y al ofendido magnate se le resistia el corazón á pedir en- tonces gracia ninguna.
El rey se enteraba desde el otro extremo de la mesa, de cuanto hablaba y hacia Ariobarzanes, pues no se descuidaban los que de ello tenia encargados; efecto de lo cual fué, que algunos días más tarde le llamara, y cuando le tuvo en su presencia le dijo asi:
—Ariobarzanes, los lamentos que has esparcido, las amargas quejas que has soltado á los cuatro vientos, tu continuo dolerte han penetrado por las mil venta- nas de mi palacio hasta llegar á mis oidos, y me han dado á comprender tales cosas de ti, que con dificul- tad puedo darles crédito. Quisiera ahora saber de tu boca la causa que á esos lamentos te induce; pues harto sabes que el querellarse del rey y máximamente mo- tejarle de ingrato, es en Persia falta no menor que la de blasfemar de los dioses inmortales, puesto que los antiguos estatutos de nuestra tierra han ordenado que los reyes sean reverenciados al par de los dioses; además de que entre los pecados que nuestras leyes castigan cruelmente, el pecado de ingratitud es el que pena más dura tiene señalada. Ahora bien, dime: ¿en qué has sido por mi ofendido ? Que por más que soy rey, no debo sin razón ofender á nadie. pues en tal caso, no rey me llamarian según quiero ser llamado, sino tirano, que es titulo de que huyo como de la ma- yor ignominia.
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Ariobarzanes, cuyo humor descontento no se habia ablandado, siguió en aquella ocasión la acostumbrada inclinación de su ánimo valeroso y franco, repitiendo en presencia del rey todo cuanto habia dicho en su ausencia:
Á lo cual contestó el rey:
—«¿ Sabes tú, Ariobarzanes, la causa que racional- mente me ha movido á despojarte del cargo de senes- cal ? Pues no es otra que el haber querido tú quitarme el mío de rey. Á mi me pertenece el ser en todos los actos liberal, generoso y magnifico; á mi, usar corte- sia con todos y obligar á'mis servidores otorgándoles, que no debiéndoles; á mi, finalmente, recompensarles, no con la estrecha medida de lo que á sus servicios corresponda, sino excediéndome de lo que en rigor hayan merecido. Yo no debo nunca tener cerrada la mano para obras de virtud y liberalidad, ni sentirme jamás cansado de dar á los mios y á los extraños se- gún lo exijan sus merecimientos ; éste es atributo pro- pio de todo rey, y particularmente mio. Empero, tú que eres mi servidor, no cesas de arbitrar maneras de conseguir con tus actos corteses y liberales, no que yo quede servido de ti como señor tuyo que soy, sino de ligarme á tu dependencia con indisoluble nudo, dejáandome para siempre obligadisimo. Y ahora, dime: ¿qué galardón podría yo brindarte, qué dádiva hacer- te, con qué premio retribuirte, si nadie ha de pararse en mi generosidad, puesto que tú ya primeramente me has obligado con algún exceso de tu nobleza ? Los altos y magnánimos señores sólo empiezan á sentir preferencia ó amor hacia un servidor, cuando le hacen verdaderas dádivas, cuando le exaltan, cuando logran que la recompensa lleve ventaja al mérito; pues de otra suerte, liberalidad no fuera, ni gallardía. El ven- cedor del mundo, el grande Alejandro, se apoderó de una ciudad riquísima y poderosa, altamente codiciada
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por los capitanes de su ejército y cuya cesión le tenian solicitada muchos de los que pelearon valerosamente para tomarla y regaron con su sangre las murallas y los fosos; pero el gran guerrero no quiso cederla á ninguno de los que la habian merecido, sino que lla- mando á un pobre hombre, de condición oscura, que el acaso envió por alli, se la dió á ese, á fin de que su acostumbrada munificencia y liberalidad se hiciesen más famosas, ejercitadas en pró de tan abyecta y ruin persona; que un beneficio otorgado á sujeto de tan vil estofa, no puede suponerse que procede de obligación alguna, antes se distingue claramente que todo su origen está en la mera cortesia, mera liberali- dad, mera magnificencia y mera generosidad del que se lo concede. Y no entiendas con esto, que sea mi opinión contraria á que se niegue al fiel servidor la justisima recompensa, antes quiero decirte que es de- ber el otorgársela ; pero me propongo inferir que el premio siempre ha de exceder al mérito del servicio. Y ahora vengamos á ti, que por todos conceptos dig- no de todo galardón, pretendes tan de continuo y tan infinitamente obligarme con tus larguezas, que me haces impotente para pagarte, de modo que cierras el paso á mi liberalidad. ¿No consideras que yo me veo por ti detenido y dificultado en la mitad de mi acostumbrado viaje, en el cual me encamino a hacer- me á mis servidores amorosos, agradecidos y obliga- dos con mis dones, venciendo al cabo de la jornada sus méritos con el mio, de suerte que si uno ha gana- do por valor de un talento, yo me exceda á recom- pensarle con dos ó tres ? ¿No sabes que cuanto menos espera un vasallo mio su premio, tanto más luégo yo se lo doy, y con mayor satisfacción le engrandezco y le honro ? Cuida, pues, Ariobarzanes, que en lo por- venir te conduzcas de tal conformidad, que á ti se te conozca por servidor y á mi se me tenga por lo que
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soy, puesto que soy tu soberano. Todo principe, se- gún yo me doy á entender, apetece dos cosas en sus servidores, es á saber, fidelidad y amor, y en hallando estas dos cualidades ya se curan poco de buscar otras. Asi procedo yo también, por lo que has de persuadirte á que todo el que se proponga, como tú haces, trabar conmigo contienda de bizarria, ha de caer á la postre en que me habrá dado muy poco gusto. Además de que yo no necesito de mis mercedes para cobrar fama de magnanimidad, pues aun despojando á un servi- dor de lo suyo para apropiármelo, si tal se me anto- jase, no habia de haber entre los que lo supieran quien me negase por esto aquella fama ; tú mismo, á fuer de vasallo, me la otorgarias sin violencia tantas veces cuantas me ocurriera hacerlo.
Callóse el rey; Ariobarzanes entonces, con mucha reverencia, mas sin dejar caer su dignidad, le respon- dió de esta manera :
-—Jamás me he propuesto, invictísimo rey, humillar vuestra grandeza, ni poner la mia en paralelo con ella, antes bien he dirigido mi esfuerzo á que conocié- rais vos, al par de todo el mundo, que mi más alto deseo era conseguir y merecer vuestra gracia ; y apar- te Dios de mi tan extraviada pretensión, como lo es querer yo contender con vos en punto de nobleza y longanimidad. Pues ¿quién habrá que quiera apagar la luz del sol? Harto se me alcanzó y se me sigue alcanzando, que mi deber está no solamente en prodi- gar, mirando á vuestro honor y servicio, estos mis bienes de fortuna que de vos he recibido, sino también en tener siempre dispuesta mi vida para ofrecerla en provecho de vuestra corona, no ya como generoso, pero como dilapidador. Y si por acaso os imaginasteis que yo quería luchar con vos en cuanto a grandeza de ánimo, debisteis atribuirlo á deseo mio de ganar más cumplidamente el favor vuestro y al afán de in-
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clinaros cada dia más á amarme, pues tuve para mi que el objeto de un buen vasallo era procurarse con todo esfuerzo el amor y la benevolencia de su señor. Y ahora os diré, invicto rey, que si vos lo mandáis, podré yo confesar á despecho de mi opinión, que el haber mostrado largueza, generosidad y ¿nimo gran- de, ha merecido injuria y castigo, y caer en vuestra desgracia, que de todo esto da clara fe lo que habéis vos hecho conmigo; esto sin perjuicio de que cuanto yo sea y tenga lo dedique a vivir y morir perseveran- do en el noble y laudable (á mi entender ) propósito mio. Mas que despojándome de mis bienes un señor mio (cuyo deber es, al contrario, dotarme de lo suyo) le reconozca yo y le propague fama de liberal y gene- roso, y que esto sea obrar en razón, nadie ha de verlo, ni en mi cabe poderlo hacer.
El rey se puso en pié al oir estas palabras, y dijo:
—No es esta oportunidad de discutir contigo, pues- to que la discusión y fallo de lo que has dicho y hecho, remitidos están al grave dictamen de mis con- sejeros, los cuales á su tiempo juzgarán-:según lo im- pongan las leyes y costumbres de Persia. Bástame por ahora decirte, y dispuesto me hallo á demostrártelo con la práctica, que lo que acabas tú ahora de negar- me, será verdad, y verdad confesada por tu boca. En- tretanto has de salir de mi corte, y retirate en tus cas- tillos, sin que pienses en volver más que en el caso de ser llamado por mi.
Oido este mandato del rey, Ariobarzanes se fuéá su casa, y de ésta se partió luégo con mil amores en dirección á sus castillos, dándose el parabién de poder alejarse de la corte, en la cual vivia continuamente espiado por sus enemigos; atormentábale, empero, el disgusto por la remisión que el rey le dijo haber he- cho de sus palabras, al juicio de sus consejeros. Dis- puesto se hallaba, no obstante, á todo azar, y mientras
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éste no venía, gozábase en sus posesiones con el pla-
cer y ejercicio de la caza. Tenia Ariobarzanes dos hijas únicas, que le habia
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dado su esposa ya difunta; ambas gozaban renombre de bellisimas, pero la mayor era sin comparación mu- cho más bella que la otra y la llevaba un año de ven- taja. Por toda la Persia se extendia la fama de su her- mosura, y muchos eran los barones y altos magnates que de buen grado emparentaran con Ariobarzanes.
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Cerca de cuatro meses llevaba éste de residir en uno de sus castillos, en el cual le era más grata la estancia, tanto por la sanidad de los aires, como por la profu- sión de caza mayor y menor que se hallaba en sus alrededores, cuando compareció un heraldo del rey, que le dijo: |
—Ariobarzanes, el rey, mi señor, te manda que en- vies á su corte conmigo la más hermosa de tus dos hijas. | Al escuchar esta orden, Ariobarzanes, que no acerta- ba á comprender cuál seria la intención del rey, dióse á formar mil diversas conjeturas y parándose en un pensamiento que le vino, determinó enviar á la corte la hija menor, cuya belleza, según se ha dicho, no era comparable a la de la mayor.
Acordada, pues, tal resolución, fuése al encuentro de la hija y le habló de esta suerte:
—Hija mía, el rey acaba de mandarme que le envie la más bella de mis dos hijas; mas por cierto motivo conveniente y cuya explicación no es para hecha en este instante, he determinado que seas tú la que vaya á la corte. Es necesario, empero, que adviertas é im- . primas en tu ánimo la obligación de no revelar por ningún concepto que seas la menos bella, recordando que el silencio te ha de ser beneficioso, al paso que si no lo guardases me causarlas á mi irreparable daño y aun quizás me costarias la vida. Y has de poner gran cuidado, que cuando te sientas que entras en preñez, á nadie lo digas, ni dejes conocer señal de hallarte preñada, sino has de aguardar á certificarte cumplida- mente por ti misma de que tal es tu estado, y cuando las señales vayan siendo tan manifiestas que no pue- das ya ocultarlo, entonces con toda la discreción y forma que sepas, has de ir al rey y decirle que tu her- mana es mucho más bella que tú, y que tú eres la menor de mis dos hijas.
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La joven, que era avisada y discreta, escuchó la vo- luntad de su padre, y haciéndose capaz de lo que ella le imponia, prometió hacerlo tal cual se le había enco- mendado. Y partiendo en compañia del heraldo, llegó á la corte. Asunto fácil fué engañar al rey y á todos los demás, á causa de que si bien la hermana mayor . era más bella, no dejaba la menor de serlo en tal ma- nera, que cuando se la veía sin el parangón de la otra, no pareciese á todo el mundo hermosisima y sin igual mujer; y tenia además con la otra tan gran parecido, que solamente el que conociese mucho á las dos podia caer en la cuenta de la desemejanza. Y habialas tenido Ariobarzanes tan recluidas, que muy raramente habian sido vistas por los extraños.
El rey habia perdido á su esposa ron años an- tes, por lo cual resolvió enlazarse con la hija de . Ariobarzanes, atendiendo á que si bien no era mujer de sangre real, la tenia en sus venas de nobilisimo origen. Vióla y contemplóla, reputándola desde luego por mucho más bella de lo que la fama le había anun- ciado, y en consecuencia, con ella se enlazó en forma solemne y á la presencia de todos sus barones, man- dando en seguida mensaje á Ariobarzanes para que le remitiese la dote de su hija, que era ya la mujer del rey. Recibió Ariobarzanes la nueva alborozado y. no perdió punto en mandar á su hija la dote que de mu- cho tiempo le tenia ofrecida, de igual valor que la que á su otra hija pensaba dar.
Maravillaronse muchos en la corte, de que siendo el rey hombre ya entrado en años, hubiese tomado por esposa á una niña, á mayor abundamiento hija de un súbdito á quien habia desterrado. Otros, por lo con- trario, aplaudian este paso; que asi, en estas diferen- tes murmuraciones suelen ocuparse los cortesanos. No hubo, con todo, ninguno que sospechara ni coli- gilera el verdadero motivo de haber contraido el rey
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aquel parentesco; motivo que no era otro que el pro- pósito de hacer confesar á Ariobarzanes que habién- dole quitado una cosa suya, se habia el rey portado con hidalgula y generosidad.
Después de celebradas las bodas, que fueron sun- tuosas, Ariobarzanes envió al rey una segunda y nue- va dote de valor y riqueza iguales á los de la primera, y le dijo, que por más que de mucho tiempo antes tenia estatuida á cada una de sus dos hijas su respec- tiva dote, esto habia hecho pensando casarlas con hombre de su nivel y condición; pero puesto que el rey, que debia estar siempre excepcionalmente consi- derado, se habia casado con una de las dos, á ésta co- rrespondíia llevarle más cuantiosa dote que no hubiese llevado á cualquier otro marido. El rey no aceptó esta mejora de la dote, pues se tenia por muy bien pagado con la posesión de una esposa tan gentil y de tan esco- gida educación: y la amaba y honraba como á tal rei- na que era. |
Andando los dias, quedóse ella en cinta de un hijo: varón, como pudo luégo averiguarse á la hora del parto; y advertida de su preñez, puso todo el cuidado en ocultarla hasta que ya no pudo más: entonces, viendo el crecimiento del vientre y dando por imposi- ble que esta señal no la denunciara, esperó una oca- sión en que el rey estuviera con ella, y habiéndola alcan- zado, comenzó á chancearse familiarmente con él, yá fuer de discreta le condujo insensiblemente á la con- versación que ella apetecia, para descubrirle sin vio- lencia el secreto que guardaba; y asi fué, que viniendo rodado dentro del coloquio, le hizo saber cómo no era ella la más hermosa de las dos hijas de Ariobarzanes. Al escucharlo el rey, enojóse fuertemente de que Ario- barzanes no hubiese obedecido su mandato, y aunque mucho amaba á la que era su esposa, quiso con todo que se realizara su primitivo designio; y en conse-
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cuencia llamó al heraldo que habia sido portador del primer mensaje, y entregándole su esposa mandóle que la volviera al poder de su padre. Y encargóle que dijese á éste:
—Ariobarzanes, cuando viste que la grandeza de nuestro rey superaba á la tuya y la vencia, has queri- do, en vez de cortesia, emplear con él malignidad y desobediencia, y de tus dos hijas entregarle no la que yo te pedi en su nombre, sino la que tuviste á bien, cosa en verdad digna de rigurosisimo castigo. Esta es la razón porque fieramente airado contra ti, á tu casa devuelve la hija que le enviaste y quiere que yo me lleve la primera; y asimismo te restituye integramente por mi conducto la dote que le enviaste. Esto es todo.
Ariobarzanes recibió con gusto placentero la devo- lución de la hija y de la dote ; y habló de este modo al heraldo del rey :
—La otra hija mia, que el rey, mi señor, demanda, no puede ahora partir contigo, á causa de estar en cama gravemente enferma, según podrás tú verlo en- trando conmigo en su habitación; mas yo te empeño mi fe, que apenas convalezca ella irá a la corte.
El heraldo vió, con efecto, á la doncella, que yacía en el lecho y se volvió á referirlo todo al rey, confor- me habia pasado; de todo lo cual se satisfizo este último y quedó esperando el término de aquellos su- cesos. No llegó, empero, la convalecencia de la donce- lla enferma tan pronto como esperaba, y en esto se halló la otra hija en dias mayores y parió un niño gentilisimo, con notable sanidad de una y de otra par- te. De lo cual recibió Ariobarzanes imponderable con- tento y placer infinito, cuya medida llegó en breve á todo su colmo, cuando á los pocos dias el recién naci- do comenzó á descubrir en su fisonomia tan perfecta semejanza con la del rey, su padre, que más ya no podia ser. |
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Repuesta que estuvo la una hija del parto y curada la otra de su enfermedad sin haber perdido un ápice de su anterior belleza, Ariobarzanes vistió ricamente á entrambas y las envió al rey seguidas del debido cortejo, no sin haberlas antes amaestrado en cuanto debian hacer y decir.
Llegaron á la corte, y uno de los del séquito, servi- dor de Ariobarzanes, habló al rey de este modo:
—Señor, aqui tenéis no á una sola hija de Ariobar- zanes, sino á las dos, que él os las envia y son todo cuanto posee.
Oido esto por el rey y viendo la generosa cortesia de Ariobarzanes, el rey aceptó la misiva en tanto que iba pensando:
—Yo he de hacer que con holgado contento se de- clare Ariobarzanes vencido por mi.
Y antes que volviese á partir el mensajero que a las dos jóvenes habia conducido, mandó el monarca lla-
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mar á un hijo suyo, que tenia por nombre Ciro, y le habló de esta suerte :
—Hijo mio, quiero que dés tu mano de esposo á esta doncella, hermana de mi consorte, y bella sobre todo elogio, conforme la ves.
Gustosamente accedió el mancebo, y nuevamente congraciado el rey con la otra joven, celebróse todo con una brillante fiesta, á la cual siguieron otros rego- cijos de mayor fausto y triunfo, con que quiso el rey que se festejaran las bodas de su hijo, y ordenó que estos festejos durasen ocho dias.
Recibió Ariobarzanes la grata nueva, mas sin darse con ella por vencido, antes bien dábase á entender que su proyecto le salia á maravilla; y para cumplirlo parte por parte, decidió enviar el niño nacido poco antes, cuyo parecido con el rey era, como se ha dicho, maravilloso. Hizo, pues, construir una riquísima cuna de marfil, toda incrustada de oro fino y cubierta de preciosisimas piedras, y en ella colocó al tierno infan- te, cubierto con finiísimos paños de seda y brocado de oro, mandándolo después á la corte acompañado de la nodriza y un pomposo séquito, de suerte que llegó á la ciudad en ocasión de estarse celebrando Jos magnl- ficos festejos de las bodas del principe.
Hallábase el rey en una lujosa cámara, rodeado de sus nobles, y entrando en ella el que traia el encargo de presentarle el infante, hizo colocar la cuna delante del rey, y se postró en seguida á los piés de éste. El monarca y todos los suyos maravillados aguardaban á saber lo que el mensajero queria, y éste levantando la cuna en sus manos, dirigió al rey la palabra y dijo asi:
—Invicto señor, vengo enviado por Ariobarzanes, mi señor y vasallo vuestro, y en su nombre beso hu- mildemente vuestra real mano; y cumplida ya esta obligada reverencia, os ofrezco este dón. Ariobarzanes
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os eleva, señor, mil expresiones de su agradecimiento por tanta largueza y generosidad como os plugo usar con él, honrándole con un doble vínculo de paren- tesco. Razón por la cual, no queriendo mostrarse in- grato á tal beneficio, este presente por mi conducto os envía.
Y aqui el mensajero descubrió la cuna.
Descubierta la cuna, apareció el bellisimo infante, mostrandose á los ojos como la cosa más linda del mundo, y tal semejanza descubria entre sus facciones y las del rey, como media luna se parece á la otra me- dia. Entonces todos los presentes, sin más pensarlo, dijeron á una voz:
—En verdad, sacro rey, que este niño es vuestro.
El rey no se saciaba de mirarlo, y tal era el placer que con esto sentía, que no acertaba á mover los labios. El infante revolviéndose en graciosos movi- mientos y agitando las manitas, á cada punto volvia á su padre el rostro sonriente. Por fin, al cabo de con- templar un buen espacio al encantador retoño, quiso el rey saber del mensajero la explicación de aquel paso, en lo que le sirvió aquél haciéndole fiel relato de todo. Oyólo el rey é hizo llamar á la reina y con ella se cercioró de la verdad, después de lo cual se mostró inundado de profundo gozo, aceptando el pre- sente con alma y vida, y sintiéndose casi inclinado á declararse vencido. Sin embargo, parecióle que habia avanzado ya mucho en la contienda, para que pudiera retroceder un paso sin que le fuera vergiúenza y vitu- perio, y esto considerando resolvió seguir con Ario- barzanes una conducta generosa y magnánima, de suerte que ó bien acabara por vencerle ó bien tuviera un motivo aparente para declararle una mortal ene- mistad. Tenia el rey una hija de veinte á veintiún años, muy bella y gentil, como criada y educada en palacio real, y no habia cuidado aún de darle marido,
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porque la guardaba para contraer alguna importante alianza con algún rey ó elevadisimo principe ; y era la dote de esa hija, todo el valor de mil pesos de oro de ley y además la renta de varios castillos, sin contar las preciosas ropas y joyas infinitas que su madre al morir le había dejado. Constante el rey en su idea de superar á Ariobarzanes, hizo propósito de ensalzarle á la condición de yerno suvo, casándole con esa hija. Cierto que inclinándose á este pensamiento, le parecia dirigirse á mucha humillación; que es en verdad asun- to de no poco peso, para una mujer de alto linaje, el tomar por marido á un hombre de sangre inferior á la suya, bien al contrario de lo que sucede en el hombre, el cual puede ser de nobilisima estirpe y elegir mujer de condición más baja, sin que se le considere por esto rebajado. Que como sea el varón de ilustre y nobilisi- mo nacimiento, él ennoblece y ensalza hasta su misma grandeza á la mujer que escoge, aunque vaya á bus- carla entre la hez de la plebe, y los hijos que de su unión procedan, todos serán nobles ni más ni menos que su padre. Al paso que una mujer, por muy ele- vada que esté, no podrá casarse con marido villano, sin que los hijos que le nazcan se aparten de la condi- ción de la madre y tiendan á mantener la del padre, y se quedarán villanos como éste ; tanta es la suprema- cia y la autoridad del sexo viril. Por esto han dicho muchos sabios, que el hombre se asemeja al sol y la mujer á la luna. Vemos, en efecto, que la luna no brilla por su luz propia, ni podria por si misma pres- tar á las tinieblas nocturnas esplendor ó claridad nin- guna, si no fuese iluminada por el sol, que con su lumbre poderosa se la presta á las estrellas y la luna. No de otro modo la mujer depende del hombre y reci- be de él toda su dignidad.
Decia, pues, que al rey parecía paso un tanto arris- cado el de dar la hija suya á Ariobarzanes, pues temia
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provocar contra si represión y vergúenza; mas todo recelo ó temor de vituperio quedó vencido ante la emulación que sentía de llegar al contraste de genero- sidades, en el cual esperaba aparecer victorioso. En consecuencia mandó á Ariobarzanes quese presentase en la corte. El antiguo senescal se puso en camino no bien recibió la orden, llegó á la ciudad y fué á apearse en un palacio que allí posela; en seguida dirigióse á hacer su rendimiento al monarca, del cual recibió lisonjera y cordial acogida. Y no se tardó mucho rato después de esto, cuando el rey le dijo:
—Ariobarzanes, puesto que te has conservado sin tomar otra mujer, Nos queremos ahora darte una, á nuestro placer y voluntad; pero tal hemos de dártela, que te sientas forzosamente el alma orgullosa y rego- cijada.
Respondió Ariobarzanes que allí le tenia dispuesto á acatar cuanto le mandase; y habiendo llamado el rey á su hija y comparecido ésta pomposamente ata- viada, presentóla aquél á su vasallo y quiso que alli, en presencia de toda la corte, la recibiese por esposa. Asi se cumplió con todas las oportunas ceremonias; mas Ariobarzanes obediente se reducía, sin manifestar señal alguna de contento, y. sin dirigir á su esposa sino muy templadas y poco amorosas caricias. Todos los barones y caballeros que el palacio frecuentaban, quedaron asombrados asi de la munificencia del rey, al tomar primeramente por suegro y después por yerno á un vasallo suyo, como de la grosería que ob- servaban en Ariobarzanes, de quien murmuraban- y maldecian sin fin.
Ariobarzanes estuvo todo aquel dia distraido y ab- sorto, y en tanto que la corte entera se regocijaba bailando y el mismo rey se engolfaba 'en el gozo de festejar las bodas de su hija, solamente aquél se mos- traba ensimismado y ageno á cuanto le sucedía.
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Por la noche, después de una espléndida cena, el rey hizo con solemne pompa acompañar á su hija al palacio de Ariobarzanes, enviando con ella la dote que era riquísima. Hizola aquél muy honroso acogimiento y en el mismo instante, á la presencia de todos los barones y dignatarios que la acompañaban, la consti- tuyo otra dote de entidad igual á la que el rey le aca- baba de mandar, y devolvió á aquél los mil pesos de oro que eran el valor de esta última. Este rasgo de liberalidad puso al monarca en tal extremo de mara- villa y al propio tiempo en tal exceso de irritación, que no supo decidir si tenia que ceder ante la genero- sidad de su rival ó si debía desterrarlo perpetuamen- te. Pareciale ya que el ánimo espléndido de Ariobar- zanes era resueltamente invencible, y no podia tolerar con paciencia aquella facilidad que en un vasallo existia para igualarse con su señor. Cedió, por consi- guiente, a la indignación y comenzó á meditar cuál fuese el proceder que en aquel lance le competía, mos- trando á todo esto, tan mal talante y perverso humor, que ni cuidaba de reservarlo, ni podian los que le rodeaban dejar de advertirlo por muy ciertas señales.
Esta manifestación tan clara del enojo real vino á ser causa de que sus consejeros tomasen cartas en el asunto; que por aquel tiempo eran los reyes.en Per- sia honrados y reverenciados al par de sus dioses, y siempre que el rey se salía de su habitual placidez y caia en algún acceso de mal humor, le obligaba la ley á revelar el motivo del disgusto á sus consejeros, y éstos examinaban el caso con madura atención, y como hallaran ser injusta la ira del rey, se aplicaban á reponerle y tranquilizarle; mas como hallaran que habla tenido causa legitima y bastante para ofenderse y montar en cólera, castigaban al causante de la inju- ria, con mayor ó menor pena, según la calidad de la falta, unas veces con destierro, otras con pena capital,
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siendo el fallo que dictaban, llevado á inmediato cum- plimiento sin apelación, á no ser que mediase la gra- cia del rey, quien podia en todo ó en parte atemperar el rigor de la sentencia y absolver al reo; de donde claramente se desprendía que el fallo de los conseje- ros era extricta justicia y la absolución del rey pura merced y misericordia. |
Observado, pues, el mal talante del rey, fué compe- lido á ley de su estado, á manifestar en consejo cuál fuese la ocasión de su enojo, lo cual hizo él con toda puntualidad. Oyéronle los consejeros, y queriendo en seguida conocer las explicaciones que Ariobarzanes diera de tal ó cual acto de los suyos, mandáronle com- parecer. Y juntados ya todos los informes, pusiéronse los consejeros á deliberar, esforzándose cada cual en descubrir la verdad y claro sentido del hecho, lo cual les entretuvo en un largo debate; á cuyo término fallaron que Ariobarzanes debia perder la cabeza por haber osado á ponerse en parangón con el rey, y aun querido aventajarle, y además por no haber mostrado satisfacción alguna al recibir una princesa por esposa, ni ofrecido al rey testimonio de su gratitud según debia. Esto era ley en Persia; pues estaba mandado y era con todos tenido, que en cualquier caso ó empresa que fuese, que el servidor tratase de aventajar ó sobreponerse á su soberano, por más que fuera valién- dose de obras laudables y dignas, hubiera de pagarlo con la vida, en atención á que siempre en su proceder se encerraba desprecio hacia la majestad real, lo cual era gravemente ofenderla. Asi lo dictaron, pues, los miembros del consejo, y para mejor fundar esta su sentencia, cuidaron de establecer que en otras análo- gas ocasiones había sido aplicada dicha ley y seguida por los reyes persas, como constaba registrado en los anales.
Y alegaban también un histórico sucedido, que era
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éste. Cierto rey de Persia salió un dia acompañado de. sus nobles, a espaciarse por el campo, y:como lle- vara consigo sus halcones, comenzó á soltarlos diri- giéndolos contra varias aves que por aquel espacio volaban. Dentro de poco se divisó un airón, y quiso el. rey que uno de sus halcones,—que era estimado por el mejor de cuantos se conocian, á causa de su grande ' aliento, que subia hasta las estrellas, —fuese soltado en seguimiento del airón. Hizose de este modo, y hete al airón remontándose y el halcón. lanzándose gallardamente tras de él. Mas hé aqui que en el punto que el halcón estaba pronto, después de mil giros y revueltas, á apoderarse del airón, compareció un águi- la en el horizonte. Asi que la distingue el bravo ani- mal cazador, júzgase indigno de seguir combatiendo a la timida garza, suelta rápidamente su vuelo hacia donde el águila eleva el suyo y comienza á perseguir- la con poderoso ahinco. Defiéndese el aguila con no menor aliento, pero el halcón no cede de su esfuerzo, quiere aterrarla, clávala por fin el noble animal sus garras en el cuéllo, hincale el pico en la cabeza y cae el ave vencida y muerta, dando en tierra en medio del corro que formaban los cortesanos con el rey. No quedó entre los primeros uno solo que no se deshicie- ra en alabanzas del halcón, reputándole el más diestro y valeroso cazador del mundo, y cada cual se expresó en este sentido con las palabras que más propias esti- mó, de suerte que se produjo un coro de alabanzas que no cesó en un buen espacio. El rey callaba; ni una sola voz unió á las de admiráción y lisonja que en torno suyo se repetian, antes parecia reflexionar muy metido en si, y absorto de esta manera ni elogiaba al halcón ni lo desalababa. Era ya tarde del día, cuando el halcón dió la muerte al águila, motivo por el cual mandó el rey que volvieran todos á la ciudad.
El dia siguiente fué á palacio un joyero llamado por
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el rey, recibiendo de éste el encargo de hacer una co- rona de otro de un tamaño apropiado á la cabeza del halcón, y cuando estimó el rey que era ocasión opor- tuna, dispuso que en medio de la plaza de la ciudad se montase un catafalco cubierto de paños, tapices y - Otros ornamentos, como es costumbre exornar un palco real. Á ese tablado hizo conducir el halcón, lla- mando el concurso de gentes á trompa tañida; alli, por mandamiento del rey, un barón principal colocó la corona en la cabeza del ave, en premio de su soberbio combate con el aguila. Mas no bien se conclula esta —Cceremonia, cuando por otro lado aparecia el verdugo, el cual llegandose al coronado halcón, le quitó la co- rona y en seguida con la segur le degolló. Asombrados quedaban de tan contrarios efectos todos cuantos al . espectáculo concurrian, y se promovieron en la plaza «animados coloquios en comento de tal sucedido. El rey, que todo lo presenciaba desde una ventana del pala- cio, asomóse é impuso silencio, y de modo que pudie- ra de todos los asistentes ser oido, asi como sigue se expresó: |
—Nadie se entregue á murmurar de lo que acaba de hacerse con el halcón, puesto todo se aj:usta á perfecto derecho y equidad. Abrigo yo en miánimo, firme con- vencimiento de que es misión forzosa de todo principe magnánimo conocer la virtud y el vicio, á fin de que pueda premiar las obras virtuosas y laudables y casti- gar las culpadas; de otro modo, no le corresponde el titulo de rey ó principe, sino el de pérfido tirano. He aquí porqué, reconociendo yo en el degollado halcón, gran generosidad y aliento de ánimo, acompañados de una fiera bizarria, con la corona de oro he querido honrarle y galardonar su hazaña, que hazaña fué la de haber muerto tan valientemente al águila, y digna de recompensa por lo animosa y arrojada. Empero venia después el considerar, que el halcón obró con audacia,
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y aun mejor con temeridad, persiguiendo y matando á un águila, que reina es de las aves y reina por lo tanto era del atrevido halcón, lo cual me ponia en el trance de imponerle justa pena correspondiente á la maldad de tal fechorla; que nunca al súbdito es licito ensan- grentar sus manos.con sangre de su señor. Habiendo, pues, el halcón asesinado á la que era reina suya y de todas las otras aves, ¿quién habrá que en buena razón pueda reprocharme por haberle mandado cortar la cabeza ? En mi conciencia digo que no lo espero.
He aqui el juicio que alegaron los jueces de Ario- - barzanes, para fundar la sentencia en la cual condena- ban á éste á ser decapitado. Y ciñéndose en un todo á ese hecho de su tradición, ordenaron que primeramen- te fuese el noble caballero coronado con corona de oro, en atención á su magnanimidad y largueza de senti- mientos, para que no apareciera despreciado el distin- guido ánimo que le inspiraba; mas que en seguida, por haber puesto su emulación, su estudio, su industriosa asiduosidad y su esfuerzo en el propósito de competir con su rey, y alcanzar titulo de generoso al par de aquel, ó aun superior, aspirando á vencerle en todo caso y manteniéndose con él en pugna, habiendo ade- más murmurado de los reales mandatos, que por todo - esto fuese á Ariobarzanes cortada la cabeza.
Al ser la severa condena notificada al caballero, oyó- la con serenidad soportando este fiero revés de la suer- te, con la misma fortaleza que habia soportado los de- más, y de tal manera procuraba divertir su espíritu y tenerle á raya, que ni por un momento se le advir- tio signo de dolor ni de melancolia. Antes bien se le oyó expresarse como sigue, en presencia de muchos testigos :
—Esto sólo me faltaba; que á mi rey y señor hiciera liberal sacrificio de mi sangre y mi vida, lo cual efec- tuaré con gozo tan cumplido y de tan abierta manera,
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que conozca el mundo entero cuán resuelto estoy á morir antes que falte yo un punto á mi proverbial ge- nerosidad. |
Hizo en seguida que fuera á su prisión un notario y otorgó testamento, conforme á las leyes de Persia, que asi se lo permitian. Aumentó primeramente la dote de su esposa y las de sus dos hijas, y después de al- gunas mandas que estimó conveniente dejar á varios de sus parientes y amigos, dispuso á favor del rey, de una gran cantidad de joyas preciosisimas; y á Ciro, hijo del rey y además yerno suyo, legó otra bue- na suma de dinero y todas sus armas ofensivas y de- fensivas, juntamente con todos sus instrumentos de guerra y sus caballos. En último lugar ordenó, que considerando que su esposa podía quedar en cinta, si paria un varón éste le sucediese en todos sus bienes como heredero universal, y en el caso de ser hija, que se le diese una dote igual á la de las otras dos hijas y que entre las tres se repartiese por partes iguales el resto de la herencia. Proveyó además al galardón de todos sus servidores, haciéndoles mandas acomodadas al grado de cada uno.
Publicóse este testamento, según la usanza de Persia, el dia anterior al de la ejecución de la sentencia, y al conocerlo se declaró la opinión de todo el mundo, ad- judicando á Ariobarzanes el dictado de hombre el más liberal y magnánimo que jamás hubiera existido en aquella tierra y aun en las circunvecinas; y áexcepción de unos cuantos envidiosos que siempre habian estado cerca del rey tramando la ruina del noble caballero, todos lus demás se mostraban adoloridos de que éste hubiese de morir en la forma que determinado estaba; sobre todo su esposa y sus hijas, que poseidas de acerbo dolor, no sabian sino llorar día y noche.
El octavo dia después del fallo, cumplido el plazo que se otorgaba á los condenados para disponer de sus
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cosas, levantóse por mandato del rey un catafalco en medio de la plaza, todo cubierto de negros paños, y en frente de éste otro tablado con paños de púrpura y sedas donde el rey, si quería, se sentaba en medio de los jueces y después de leido el proceso mandaba por su voz que se llevase adelante lo fallado, ó si asi le pla- cia, indultaba y dejaba libre al reo. Si no quería el rey asistir al acto del juicio, presidialo el más viejo de los jueces, después de consultada la voluntad é intento reales.
Artajerjes, á quien de todas veras dolia que un tan magnánimo caballero, tan fiel á su persona y por aña- didura unido con él por doble vinculo de suegro y yerno, tuviese tan horrible fin, quiso aquel dia presen- ciar el acto, asi para observar el continente de Ario- barzanes, como para ver si hallaba modo de conseguir su salvación. |
Ariobarzanes fué conducido al cadalso por los guar- dias de la justicia, é iba lujosamente vestido. Prime- ramente ciñeron á su cabeza la corona de oro, y des- pués que esta ceremonia se cumplió, quitáronle la corona y le despojaron de sus vestidos, poniéndole los que él acostumbraba usar. Alli estaba el verdugo en pié, aguardando la señal de desempeñar su terrible oficio, y ya tenia la tajante espada suspendida en alto, sin que el rey, cuya mirada no se apartaba del rostro de Ariobarzanes, pudiese descubrir en éste ni la más ligera mudanza en su natural color, lo mismo que si se tratase de cosa á semejante hombre extraña. Y sin embargo, podia con razón creer que el verdugo 1ba en aquel instante á cortarle la cabeza.:
Viendo el rey la fiera firmeza y ánimo invencible de su vasallo, dirigióle la voz:y en tono claro, que de todos pudo ser oido, le habló de esta suerte:
— Ariobarzanes, según puedes tú saber, no soy yo quien te condena á muerte, sino tus actos mal dirigi-
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dos y las leyes de este reino, cuyo rigor te ha traido á este solemne trance. Mas tú sabes también, que nues- tras venerandas leyes me otorgan la prerogativa de absolyer á todo condenado, según sea mi voluntad, ya remitiéndole parte de la pena, ya indultándole del todo con regreso á su pristino favor; ahora, pues, si tú te declaras por mi vencido y dices que aceptas de mi mano el dón de la vida, yo estoy dispuesto á perdo- narte, y no morirás y volverás á obtener todos tusem- pleos y dignidades.
Escuchó Ariobarzanes estas palabras, puesto de hi- nojos y con la cabeza vencida, esperando ya el golpe mortal que se la segase; levantóla entonces y la volvió hacia el rey. Meditó que á aquel duro paso en que se veía, no tantole condujera la malignidad del rey, como la envidia de los cortesanos y las lenguas emponzoña- das de sus enemigos, y resolvióse en consecuencia a valerse de la piedad y gracia que su señor le ofrecía, conservando la existencia y frustrando á sus contrarios el gozo que se prometian de verle morir de tan triste muerte. Habló, pues, al rey con reverente tono y so- - nora voz, y le dijo asi:
— Invicto señor, por mi venerado al par de los dio- ses inmortales: puesto que tu longanimidad quiere que yo viva, de tu mano acepto rendidamente la existencia; y no la aceptara si creyera que habia de seguir viviendo en tu desgracia. Yo me declaro vencido en todo. Vi- viré para consagrar la vida que me das á tu constante servicio, y como la recibo prestada de tu bondad y soy en deberla al beneficio de tu sacra corona, yo la ten- dré siempre sumisa á tu mandato, dispuesto á resti- tuirtela. Esto haré yo de bonisimo grado, tal como tu merced ahora acepto. Y puesto que tanta generosidad usas conmigo, quiero pedirte una en este instante, y es que, si no te desplace, me permitas publicar aquí en alta voz lo que á propósito de este suceso me ocurre.
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Hizole el rey señal de que se pusiese en pié y dijese lo que á bien tuviera. Y levantóse Ariobarzanes, y des- pués de imponer silencio á la muchedumbre, ESnEnzo a hablar del modo que sigue:
— Dos cosas existen, sacratisimo principe, con toda exactitud comparables á las movibles olas del mar y á la instabilidad de los vientos; y es numerosa la mul- titud de los necios que á pesar de esto las solicitan. Y entiéndase que no digo siempre, sino las más de las veces. Digo, pues, que esas dos cosas, tanto por todos apetecidas, son el favor de los grandes y el amor de las mujeres, pues aquellos y estas suelen pagar con engaño al que con lealtad les sirve, de suerte que al cabo más bien que premio reporta penitencia. Y em- pezando por lo que a las mujeres respecta—las cuales, como generalmente se dice, siempre se suelen inclinar á lo peor—mil veces verás á un doncel apuesto, noble, rico, virtuoso y de todas las prendas adornado, el cual elige para hacerla señora amada de su corazón, á una joven doncella y á ella se confia, la sirve y la honra con el mismo fervor que á los dioses inmortales vene- ra, y no acierta á tener otra voluntad que la que ella le imponga; y con todo, pese á tanto amor y á tan abnegada servidumbre, infinitos ejemplos se .nos muestran de no poder el mancebo conquistar el pre- mio de su amada, la cual por el contrario, ama á otro desprovisto de todo mérito y á ese se entrega; ni ha de tardar mucho en saciarse de éste y volverse al pri- mero, y de él recibirá favor y adoración que la eleven á las estrellas; pero mudable siempre y desdeñosa, ella misma ha de ser en breve ocasión de la pérdida del infeliz. Pidase de este proceder explicación á la don- cella, y no ha de contestaros otro argumento plausi- ble, sino que asi le agrada, de donde procede que rara vez á un verdadero amante le sea dado sentar el pié, antes su vida ha de verse continuamente agitada por
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el voluble viento femenil. Asimismo observaréis en las cortes de los reyes y principes, que un servidor parece llegado al colmo de la privanza y valimiento, y tal le miráis favorecido, que no parece sino que su se- ñor no sabe hacer ni decir cosa alguna sin tenerle á el consigo; y sin embargo, cuando más ponga él esfuerzo é industria para mantener ó acrecentar la gracia del soberano, entonces ha de mudarse el ánimo de éste y convertirse á la preferencia y distinción de otro pri- vado, y aquel que poco antes era el primer hombre de la corte, se encuentra en un momento ser el último.. Á otro veréis, solicito, diligente y asiduo servidor, prác- tico en todos los ejercicios de corte y que más cuidará las cosas é intereses de su señor que su propia vida ; y todo serle en vano, pues ni su mérito logra nunca ser bienquisto, ni le está reservada otra suerte que enveje- cer sirviendo sin esperanza de recompensa. Pues no falta un tercero, sabio cuanto la ciencia puede ser po- seida por hombre mortal, que en la corte se muere de hambre, en tanto que otro, ignorante y falto de toda virtud, se ve enriquecido por antojo, que no por justi- cia de su señor. Y esto acontece, no porque al señor no agraden los hombres sabios y virtuosos, sino porque el genio de éstos no se compadece muchas veces con el suyo, y como se dice vulgarmente, no ligan sus ca- racteres. ¡Con cuánta frecuencia, señor, no te habrá acontecido, hallarte de pronto con un sujeto á quien jamás conociste, y que sin embargo en el mismo punto de verle te inspira tal repulsión como si estuviese apestado y no puedes sufrirle, de suerte que tanto más ha de enojarte, cuanto procure él servirte y darte gus- to! Por lo contrario, vendrá luégo otro con quien no habrás tenido más conocimiento que con el anterior, y desde el primer instante se te hace grato y tanto te satisface y cautiva, que le dieras la vida si te la de- mandase, y te sientes hacia él inclinado por una fuerza
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ignorada que te reduce sin remedio á preferirle y amarle; y esto á tal extremo, que aunque haga cosa contraria á tu gusto y voluntad, se la toleras y todo se lo tomas á bien. ¿Quién acertaria con la explicación de estas variedades? ¿Son por ventura, efecto de un determinado temperamento de la sangre, que con el del otro sujeto se conforma, ó es movimiento sobrena- tural del alma, que por secreto influjo se revela? ¿Quién lo sabe? Ciertamente que en estos asuntos y privanzas de corte, de que tratamos, se puede hallar
algún fundamento de razón manifiesta, que explique - todas las mudanzas y desabrimientos, buscándola en el pungente y venenoso estimulo de la pestifera envi- - dia, que de continuo mantiene el favor de los principes en los platillos de la balanza, y en un momento hace subir el que estaba bajo y caer el que en alto se encon- traba ; que no puede en una corte reinar otra epidemia más nociva ni más funesta que esa dolencia infame de la envidia. Cúranse y apaciguanse fácilmente y con poco duelo, todos los otros vicios; de suerte que no recibes de ellos ofensa. Pero la envidia ¿por qué me- dio, con qué arte, con qué medicina la extirparás ? En verdad que yo no sé cómo, sin daño tuyo, podrás salvarte de sus envenenadas y hondas mordeduras. Dame en tu corte un orgulloso, soberbio, henchido, ambicioso, de ánimo más altivo que la soberbia mis- ma; yo le reverenciaré siempre que le vea, le honraré, le rendiré acatamiento y llenaré sus oidos de lisonjas que suban hasta el séptimo cielo, yo me haré humilde con él, y será mi amigo y pregonaré por do quiera sus . altas dotes de gentil cortesano. Dame un lascivo mu- jeriego, muy dado al sensual placer y que otra cosa no apetezca que este fugitivo deleite; como no le im- pidas sus amores y no censures su inclinación, antes cuides de celebrarle delante de las mujeres, él será tu amigo. Dame un avaro, ó dame un goloso; si al pri-
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mero administras una medicina de dinero y al segun- do llevas á menudo á que se harte en tu mesa, ambos te quedan inofensivos y aun podrán servirte de solaz y utilidad. Pero ¡dame un envidioso, señor! ¿qué medi- cinale darás, que le purgue su pestifero mal? Si sanarle de él pretendes, has de hacerlo á costa de su propia vida; de otro modo, es quimera pensar que un envidio- so tenga remedio posible. Porque ¿quién negará, sa- cratísimo rey, que si alguno de los de tu corte se siente por mi herido de ese pestifero mal — ya por- que me vea más favorecido por tu gracia y mis servi- cios te sean más aceptos que los suyos, ya porque sea más diestro que él en manejar las armas, 0 por otra causa que me ponga por encima de su inferiori- . dad —quién negará que para ese no tendré yo nunca medicina conveniente á mano, si no es la de perder tu gracia, y salir desterrado, y verme sumido en el peor extremo de mi ruina? Si estoy colmándole todo el dia de preciosos dones, si le honro, si le tributo alabanzas sin fin y le sirvo con incesante asiduidad, nada me agradece, ni por nada en mi favor se convierte. Jamás ha de darse tregua en su villano ejercicio de revolverse contra mi hasta verme hundido en la profunda mise- ria, único remedio poderoso entre todos los demás ineficaces y perdidos. Porque ese es el venenoso mal que todas las cortes infesta, y todos los actos nobles daña, y á todo espiritu puro ofende y emponzoña ; es el tenebroso velo que tan estrechamente suele tapar los ojos de los extraños, que no les deja percibir la . verdad, y ofusca el juicio que ya tan dificilmente dis- tingue lo justo de lo injusto, puesto que á todas horas y por solo achaque natural se incurre en mil errores sobre el móvil y los efectos de las acciones humanas. Y para decir de una vez lo que á mi propósito de este momento pertenece, no existe en el mundo otro vicio que más las cortes asuele, que más el vinculo de santa
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amistad y compañia disuelva, que más arruine á los señores, como el envenenado vicio de la envidia. Por esto no cabe recto proceder ni acción honrada, en quien presta oidos al envidioso y se deja convencer de sus intrigas. Y llego ya al fin de mi razonamiento, di- ciendo que el envidioso no tanto se alegra de su pro- pio bien, ni tanto goza de sus ventajas, cuanto se re- gocija del-mal de los otros y se entristece de la agena prosperidad y provecho: que por ver quitar los dos ojos á su compañero, el envidioso se resigna á que le salten uno. Estas palabras, invictisimo principe, he querido pronunciar aquí, en presencia tuya y de tus sátrapas y del pueblo entero, para que entiendan to- dos que el haber yo caido en desgracia contigo y sido alejado del esplendor de tu corona, no fué por malig- nidad tuya, ni por culpa mia, sino por las venenosas lenguas que en mi daño y en tu corrupción se emplea- ron, |
Grandemente complació al magnánimo rey, el vera- cisimo discurso de Ariobarzanes, y á pesar de que hu- bo de sentirse lastimado en su conciencia por las alu- siones que aquél le hizo, no pudo tampoco dejar de conocerlas justas y muy provechosas en lo porvenir para cuantos las hubiesen oido; por lo cual dedicó en presencia de todos los circunstantes, grandes elogios á su antiguo senescal. |
Habiendo ya Ariobarzanes aceptado el dón de la vida que el rey le ofreciera y hecho declaración de que se confesaba vencido; conociendo por su parte el mo- narca el valor y la fe de tal vasallo y amándole como verdaderamente le amaba, quiso alli dar por concluido el acto público, y mandó que el amnistiado reo bajase del catafalco negro y subiese al de los jueces, y ya en él le abrazó y le besó en la mejilla, siendo esto prenda de quedar toda injuria olvidada y perdonada. Quiso el rey además, que recobrase todos los oficios y hono-
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res que antes le pertenecian, y aun se propuso hacer- le más grande que habia sido, á cuyo efecto le hizo donación de la ciudad de Pasagarda, donde se encon- traba el sepulcro de Ciro, y nombróle lugarteniente de sus estados, con privilegio de ser obedecido como á la propia persona real. De este modo quedo el rey siendo digno suegro de Ariobarzanes y al mismo tiem- po su cariñoso yerno, aconsejandose de él en todos sus actos y no realizando jamás cosa de importancia que no la acordase con su parecer. Por lo querespecta al noble Ariobarzanes, una vez reconquistada la gra- cia de su señor, de tal manera que mejorada la obtenia, y vencidos con la fuerza de su clara virtud los amaños de sus enemigos, melladas y rotas las armas de la en- vidia, no perdió en su nueva prosperidad un solo pun- to de su antigua largueza y cortesania, antes bien po- nia olvido de sus grandezas pasadas con las presentes, que eran de naturaleza verdaderamente real, y si antes en tal ó cual caso hubiera hecho una merced, entonces dispensaba dos; todo, empero, ejecutado con tal me- sura y templanza, que á nadie dejara de alcanzarse que no por contender y provocar lucha con su rey ejercia el vasallo sus magnificencias, antes bien para honrarle y mostrar más patente la esplendidez de su corte; en tal sentido prodigaba y expendía largamente sus bienes, asi los que del rey le venian, como los que le diera su condición y fortuna. De este modo vivió gloriosamente congraciado con su principe hasta la hora de su muerte, siendo por aquél estimado como dechado que la naturaleza produjo para espejo limpi- simo de cortesia y liberalidad, puesto que antes era posible quitar el calor al fuego y la luz al sol, que qui- tar á Ariobarzanes su proceder magnifico y generoso. Por lo cual no cesaba aquel rey de honrarle más y más y de multiplicar sin término sus riquezas, á fin de que nunca su munificencia dejase de ir en aumento. Y en
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verdad que aunque las dos virtudes de cortesia y li- beralidad, en toda persona sienten bien, ya que sin ellas no hay hombre que en realidad lo sea, sin em- bargo mucho más se avienen á la condición de los ricos, principes y grandes señores; que en ellos son como perlas orientales engastadas en finisimo y bru- ñido oro, y como én gentil y esbelta dama dos ojos bellos y dos manos ebúrneas y delicadas.
NOVELA NONA
Mahomet, emperador de los turcos, asesina cruelmente á su favorita
NA AHOMET, hijo de Amurat Otomano, rey de los JN turcos, fué aquel que, para vituperio grandisimo
y eterna infamia de todos los principes cristia- nos que en aquella edad existian, debeló á Constanti- nopla, el año de nuestra gracia mil cuatrocientos cin- cuenta y cuatro, y ocupo el imperio griego después de mil ciento noventa y un años que Constantino, hijo de Elena, estableció alli su metrópoli, trasladándola de
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Roma. Y aquí viene al caso observar que asj como el imperio griego se inauguró con un Constantino, hijo de Elena, concluyó con Constantino Paleólogo, hijo de otra Elena; el cual viendo á los turcos entrados en la ciudad y que no le quedaba remedio para recobrarla _de su poder, despojóse de los vestidos que sobre la armadura llevaba y que le daban á conocer como em- perador, y lanzándose en medio de la refriega se puso á pelear valerosamente como simple y bravo soldado, tendiendo en tierra á muchos enemigos. Y alli luchan- do sin volver nunca la espalda, cayó en medio de los turcos, cubierto de heridas y muriendo en el terreno del honor.
Obtenida, pues, tan señalada victoria, Mahomet, que era de condición cruel, ordenó que Calibazo, go-* bernador que le habia impuesto su padre, fuese muer- to no por otro delito que el de haber evitado muchos excesos y crueldades durante la toma y ruina de la ciudad; por esto fué bárbaramente atormentado y muerto aquel bueno y humano Calibazo.
Recorriendo los vencedores la hermosa ciudad que por suya habian ganado, hallaronse con una hermosa joven griega, llamada Istrea, cuya edad no seria más de diez y seis ó diez y siete años, y que fué reputada la más cabal hermosura que jamás se hubiese admira- do. Por dar contento á su emperador, quisieron los que en suerte ganaron el dominio de la joven, presen- tarla á aquél, y asi se la presentaron ofreciéndosela en dádiva. Era Mahomet de muy verde edad é inclinado á la lujuria, como por lo general son todos los turcos; y viendo ante sus ojos á.una tan preciosa doncella, prendose de sus gracias con sin igual ardor y mandó que le fuese reservada, haciendo ánimo de regalarse con ella. No me resuelvo á decir que el emperador amase á la griega, puesto que de haberla amado no llegara con ella al vituperable término á que llego;
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gustábale si, en gran manera, y atento á la idea del placer que se prometia, comenzó á lisonjearla, acaban- do por recibir de ella cuantos goces puede un hombre recibir de una mujer; y tanto con ella se embelesó y de tal manera le placian sus amores, que ni de día ni de noche se apartaba de sus encantos, pareciéndole que lejos de Istrea no le era posible vivir. Y dilatóse este estado cerca de tres años, durante los cuales cada día se mostraba el emperador más perdido por su fa- vorita, descuidando el gobierno de su estado en ma- nos de sus bajás, que lo dirigian á su antojo y confor- me á su mezquino interés. Á muchos desagradaba la viciosa administración de la justicia y el régimen in- teresado de los bajás, y esto comenzó á despertar un gran descontento entre los hombres de la corte y aun en las honduras de la plebe. Del mismo modo se pu- sieron á murmurar los genizaros y demás gente de guerra, teniendo á su principe por hombre ya afemi- nado é incapaz de volver á ocuparse en negocios mili- tares. Y el descontento fué acrecentándose, de manera que más bien podía llamársele sedición que no ya murmuración. No habia, con todo, quien:se atreviese á decir una palabra de todo esto al emperador, pues todos temblaban ante su natural terrible y en extre- mo sañudo. El emperador, por su parte, vivia tan embriagado con la belleza de su hermosisima griega, que se daba á sj mismo por más feliz habiendo llegado á la posesión de tal mujer, que habiendo conquistado la de su famoso y opulento imperio. |
Segula en aumento la sedición y muchos eran ya los que se arrojaban á decir que á tan afeminado em- perador no. se le debía obediencia, y que convenía ele- gir otro más atento á la gloria de sus armas, á la dila- tación del imperio y al acrecentamiento de la secta mahometana; en vista de lo cual, Mustafá —que se habia educado de niño con Mahomet, y que era joven
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de noble ánimo, muv querido del emperador, con facultad de entrar familiarmente en cualquier estan- cia donde aquel estuviese, aunque fuera con su favo- rita—aprovecho la ocasión un dia que Mahomet se pa- seaba solo por los jardines de palacio, y acercándose á él con toda la reverencia que en aquellos infieles es habitual, le habló de esta manera: |
— Gran señor, si no ha de venirte en desagrado, quisiera que me escuchases todo lo que se me ocurre, tocante al interés de tu persona y al de tu imperio.
— ¿Qué es ello?>—preguntóle Mahomet, con afable expresión. |
_—Es, señor,—continuó Mustafá, —que a riesgo de parecerte presuntuoso, he de decirte lo que yo entien- do que fuera delito ocultar; que me he educado junto á ti, desde mis primeros años, y la inexausta bondad -que siempre conmigo has usado, haciéndome tu fide- lisimo siervo, me presta aliento para, hablarte, en la seguridad firme de que, á fuer de prudente, nada de cuanto me oigas, dejarás de tomarlo á buena parte. El género de vida á que te has dado desde la toma de Constantinopla, despierta la murmuración entre todos los de tu pueblo y especialmente crea el descontento entre tus soldados, que no pueden mirar en paz cómo se pierde tu existencia tres años há—sétame licito decirlo en tu bien—detrás de una mujer, cuyos hechi- zos te roban á la gobernación de tu estado y á la direc- ción de tus ejércitos. ¿No piensas, señor, que si dejas que tu milicia se acostumbre á la pereza y en el ocio se afemine y embote su proverbial valor, pierdes tú la estabilidad de tu imperio? ¿Dónde es ida aquella tu grandeza de ánimo en que solias inspirarte? ¿ Dónde, aquel generoso deseo que desde niño te agitaba, de sujetar toda la Italia y coronarte en Roma? En verdad, que este proceder tuyo de ahora, no ha de abrirte el camino de más amplias conquistas, antes ha de llevar-
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te á disminuir y perder las que tienes hechas. ¿Pien- sas por ventura, que si Otomano Il, el que ensalzó la gloria de tu estirpe, hubiese observado la vida que tu observas, serias tú hoy emperador proclamado de la Grecia ? ¿No recuerdas haber leido en los anales de tus antepasados, que Otomano partiendo de la Galatzia sojuzgó la Betimia y una gran parte de las provincias que rodean el Mar mayor, y que en diez años que rel- nó no tuvo un solo momento de reposo ? Orcano, su sucesor, émulo de la bravura paterna y heredero de su bélica virtud, redujo con felicidad gloriosa la Frigia y la Caria y extendió los términos de sus dominios hasta el Helesponto. Amorato, que sucedió a Orcano, fué el primero que á Europa encaminó los ejércitos turcos, conquistando la Tracia, hoy dicha Rumania, y la Servia, y dominó á los búlgaros. ¿Qué te diré de Bayaceto, que con Solimán, su hermano y pretendien- te á los derechos de su corona, trabó aquella memora- ble batalla en la cual este último peréció? ¿Cuál pien- sas que fuera su ánimo, cuando se lanzó á cerrar el paso del Tamberlán en los confines de la Galaria y de Bitinia, y guerreó con él sin considerar lo formidable de su ejército, que constaba de cuatrocientos mil ca- ballos de sus escitas y seiscientos mil infantes? Suce- dieron á Bayaceto, Calapino, Orcano y Moisés; mas poca gloria se les previno, á causa de las luchas que mantuvieron entre si. Pero ¿no vino detrás de ellos Mahomet, hermano de Moisés y abuelo tuyo, conquis- tador de la Macedonia y triunfante en toda la exten- sión que cierra el mar Jónico, limitado á su vez por el Adriático, y vencedor en Asia de los Lidas y Cilicas, contra los cuales hizo diversas expediciones, todas dig- nas de memoria ? ¿ Y qué términos emplearé para ha- blarte de Amorato, tu padre, el cual por continuo es- pacio de cuarenta años que se prolongó su reinado, no soltó el arma de la diestra y tan admirablemente en-
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grandeció los términos del imperio turco > Él, después de la muerte de su padre, pasó de Asia á Europa, y á despecho de los griegos, que favorecian las pretensio- nes de Mustafá, su tio, pretendiente para si de los es- tados europeos, penetró en la Rumanía con ayuda de las naves genovesas; y trabó batalla con su tio, ven- ciéndole y matándole después de largo combate, que- dando pacifico posesor de todo el reino. ¿Crees tú, acaso, que se contentó con guardar el imperio que su padre le dejara, y que se entregó al ocio y á la molicie? Has de saber que no ha existido otro caudillo de san- gre otomana, que más haya fatigado las armas nazare- nas, ni que por éstas haya visto más fatigadas las su- yas. Primeramente se dirigió contra los griegos, arre- batándoles muchas de sus ciudades, destrozando sus provincias, saqueando sus tierras, asolando sus cam- pos y reduciendo á tributo una gran parte de la Ru- mania. Expugnó á Tesalónica, ciudad poderosa en los confines de la Macedonia, que se hallaba entonces bajo el dominio de los venecianos, y pasó. más allá de To- maro y Pindo, al frente de su ejército numerosisimo; y con perpetua victoria debeló á los focenses, sojuzgó la provincia de Ática, la Beocia, la Etalia, la Hacarna- nia y todos los pueblos del lado acá de la Morea, hasta el Seno de Corintho. Juan Castriote, al cual obedecia toda la región epirótica, temeroso de perder sus esta- dos, entregó tres hijos á tu padre y además la pobla- ción de Croia, con otros muchos rehenes. ¿He de hablarte de la batalla que sostuvo ese tu animoso padre, contra Segismundo emperador y Felipe duque de Borgoña, á quienes defendia la flor y nata de la ca- balleria cristiana? Allí derrotó al emperador é hizo prisionero al duque borgoñón, conduciéndole á Adria- nópoli, donde le exigió cuantioso rescate á peso de oro. Y no mucho después envió tu mismo padre un ejército de cien mil caballos á devastar la Hungria,
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bajo el mando de Mesibeco, que causó en efecto gran- disimos daños en aquellas tierras. Tomó luégo por esposa á la hija de Zorzo Dispota, la cual fué tu madre, y recibió de ella dote riquísima y con las armas reivin- dicó todas las posesiones de su suegro. Paso por alto otras expediciones de tu padre contra los húngaros, puesto que en ellas participaste personalmente, siendo testigo de aquella diligencia, presteza y vigilancia que en todo demostraba ; pues si en el ocio se hubiera. el sumido, no serias tú ahora tan poderoso señor como . eres. Mas dime: ¿tienes acaso intento, porque ya miras conquistado el imperio griego y ensanchado el limite de tu poder, tienes intento, digo, de permane- cer ocioso y entregarte á la paz, y piensas que no sea la primera necesidad de tu poder el cuidar de que no se pierda, ni bambolee ? Muchos de tus súbditos que hoy te obedecen y acatan, en tal disposición se encuentran, que si se viniese rodada una guerra, no dudarian en tomar las armas contra ti. Y harto debes discurrir que toda la cristiandad, por ti despojada, no acaricia otro pensamiento que el de agredirte y ofen- derte; y ahora te digo, que su Papa no emplea su voz sino en exhortar á sus prelados de acá y de acullá, que junten los ánimos de todos los principes cristianos para que se dirijan á causar tu ruina. Y si los cristia- nos se uniesen, lo que Dios no permita, ¿qué hariamos nosotros? Siguiendo tú en esta afeminada vida que enerva tus fuerzas, que poco á poco destruye tu valor y debilita tu virilidad, y si tus guerreros desarmados olvidan sus belicosas hazañas, ¿qué sucedería el dia en que los cristianos de Europa se aliasen con el Sha de Persia, tu enconado enemigo, y con el Soldán de Egip- to, que no te profesa mejor voluntad? Horrorizase el ánimo al pensarlo y á Dios envio mis preces, que no ponga semejante idea en cabeza cristiana; pues de lo contrario, el imperio que hoy disfrutas se desharia sin 15
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remedio, en humo. Ahora, pues, señor, despierta, que harto has dormido; muéstrate varón y no hembra; sigue los vestigios de tus antecesores; y atiende al gobierno de tu imperio, y haz que tus soldados vivan con el arma en la mano. Y si esa griega tanto te agra- da que no puedas de ella separarte, ¿quién te veda llevarla contigo en las expediciones que emprendas? Pues ¿no puedes dedicarte juntamente al goce de sus bellezas y a la gloria de tus milicias *? Antes quiero que observes cuanto más gratos han de serte, haciéndolo asi, los placeres; que sera gran consuelo para ti, el descansar en brazos de ella después de haber batido ' “áun ejército ó asaltado una ciudad, y no que. ahora ha de acabar el hastio por sorprenderte á su lado, de donde no te apartas. Prueba de separarte de ella por unos cuantos dias, y hallarás ser ciertq lo que diciéndote estoy, pues conocerás la diferencia que existe entre el deleite continuado y el que alternativa- mente se gusta. Fáltame, señor, decirte, que todas las victorias de tus antepasados y la conquista de este imperio griego que tú has concluido, han de ser nulas, como no trates de mantenerlas y acrecentarlas; que no es tan gran mérito el ganar las glorias de la tierra, como el saber conservarlas después. Véncete á ti mis- mo, señor, y vencerás á todo: el resto del mundo. Y ahora te suplico, que si ha salido de mis labios cosa que te haya agraviado, que uses conmigo de tu natu- ral clemencia y me lo perdones, considerando que á ello me indujo la fidelidad que te debo y el celo que por tu honra y tu salvación me anima. Palabrate doy y puedo santamente jurar, que no he vertido razón ninguna que no haya encaminado á servirte y alen- tarte. Á ti queda ahora el hacer de mi discurso, el empleo que mejor te parezca apropiado á tu bien. Callóse aqui Mustafá, aguardando el efecto que en su señor se determinase. Después de oirle Mahomet,
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mantúvose un buen espacio sin pronunciar palabra; pero bien se descubria en su rostro la variedad de ideas que asaltaban su mente y-las fluctuaciones en que su ánimo batallaba, de suerte que Mustafá llegó á temer por la vida. En verdad, sus razonamientos ha- bian herido dolorosamente el espiritu del emperador; y éste, con efecto, se sentia tanto más en lo profundo lastimado, cuanto se le alcanzaba que su siervo le ha- bia dicho la verdad y seguido la inspiración de un fidelisimo servidor. Por otro lado, tan preso le tenian los lazos del desordenado placer que hallaba en el amor de la griega, que se le partia el corazón dentro del pecho cada vez que pensaba en dejarla ó separarse de ella por el solo espacio de un dia. Últimamente, como no acertase á remediar aquel caso en que se vela ligado, sin daño de la infortunada griega, decidió allá en su ánimo lo que debia hacer y volviéndose con semblante pacifico á Mustafá, le dijo de esta suerte:
— Grande ha sido, Mustafá, tu audacia, hablándome en la forma que acabas de hacerlo ; mas válgate el ha- ber sido criado conmigo, y la fidelidad que siempre me has demostrado. Comprendo que me has dicho la verdad y no tardaré en probarte á ti y á todo el mun- do, que poseo el valor bastante para vencerme á ml mismo. Vé y ordena de mi parte, que mañana se re- unan todos los bajás y principales hombres de mi mi- _licia, en la sala de mi palacio.
Dicho esto, el emperador se encaminó en busca de la griega y con ella se estuvo todo aquel día y la si- guiente noche. Y según él mismo declaró más tarde, gozóse con la favorita con el exceso mayor que nunca lo hiciera, y á la mañana inmediata se desayunó en su compañia, y concluido el desayuno la hizo vestirse con sus mejores ropas y cubrióla de joyas preciosas, como nunca las habia ella lucido ni soñado. La des-
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venturada iba obedeciendo en todo, ignorando que aquello era adornarse para sus funerales.
Mustafa, ignorante también, por su lado, de las in- tenciones de su señor, habia congregado para la ho- ra señalada, á todos los personajes de la corte, los cuales acudian á la sala de palacio con gran maravilla de que el emperador les convocase, al cabo de tanto tiempo que nadie en público le veia. Y aguardando estaban, comentando aquella ocurrencia de mil distin- tas formas, cuando vieron comparecer al emperador, llevando de la mano á su hermosisima griega, la cual iba tan acabada de adornos, realce de sus naturales gracias, que más bien que mujer parecia una diosa descendida del cielo para admiración y encanto de la tierra.
Asi que Mahomet penetró en la sala, todos aquellos turcos le adoraron y reverenciaron á su usanza; y de- teniéndose el emperador en medio de la pieza, sin dejar de la mano á la bella joven, dirigióse á sus cor- tesanos y les dijo:
—Murmuráis y maldecis de mí, á lo que yo he en- tendido, porque en brazos de esta mujer me paso to- das las horas del dia; y sin embargo, no conozco yo uno de todos vosotros que fuese capaz de abandonarla, si tal dechado de belleza tuviese consigo. ¿Qué opináis de ella? Digame cada cual libremente su parecer.
Oyendo estas palabras de su señor y contemplando ante su vista una belleza tal, todos los circunstantes se apresuraron á concederle mil razones, puesto que en su joven edad, gozar tal conjunto de maravillas, era derecho bastante para abandonar todo otro cuida- do y no pensar sino en la gloria de aquel placer.
Á estas palabras, el bárbaro y cruel les respondió:
— Yo en cambio, voy á demostraros que no existirá jamás causa en el mundo, que me haga descuidar el esplendor de la casa otomana.
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No bien hubo dicho estos términos, cogió rápida- mente con una mano el cabello de su favorita, y desnu- dando con la diestra el alfanje que al costado le pendia, atravesóle la garganta y la infortunada cayó muerta en tierra.
En seguida, tal como si acabase de matar una sim- ple golondrina, á los tres años de haber tomado á Constantinopla, mandó poner en marcha ciento cin- cuenta mil combatientes y con ellos recorrió toda la Bosnia; y allí fué, queriendo apoderarse de Belgrado, en donde sufrió aquella memorable derrota que le causaron los cristianos, conducidos por Juan Uniade, nombrado el Blanco, padre del glorioso rey Matias Corvino.
Con lo dicho habréis podido convenceros de que en Mahomet no habia amor ni piedad; pues si queria dejar de gozarse con la griega, no debia el barbaro asesinarla tan fieramente. Pero tales son las costum- bres de los turcos y tales eran las inclinaciones de Mahomet, cuyas crueldades, si quisiera relatároslas, me ocuparian largo. y dilatado espacio, puesto que fueron innumerables.
Otón III, emperador, enamórase de Gualdrada, de quien no es amado, y honradamente la casa
SABEIS de saber, que regresando el emperador q Otón III, de Roma, donde el sumo pontifice Gre- gorio V le ciñó con solemnisima pompa la corona imperial, hizo parada en esta ciudad nuestra, cuando aún toda la Toscana dependia del imperio, siendo go-. bernada por Hugo, marqués brandeburgense, primo del nombrado emperador y hombre de singular justi- cia, muy estimado de todos sus pueblos.
Acertaba á estar aqui el dia de san Juan Bautista, patrón tutelar de Florencia, y oyendo misa en la igle- sia de aquel santo, entre el concurso de toda la ciudad que alli asistia, distinguió á una bellisima joven, ya en edad de merecer, hija de maese Bellincione Besti de Ravegnau.
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Gozaba esta muchacha renombre de ser la más bella, espiritual y graciosa, no solamente de Florencia, sino de toda Toscana; y era justa fama, que allá donde iba ella, se llevaba tras de silos ojos de cuantos la miraban.
Al fijarse en ella el emperador, gozóse profunda- mente en contemplarla y fué por puntos agradándose tanto de sus prendas, que mientras estuvo en la igle- sia no la quitó la vista del rostro encantador, ora tal rasgo, ora tal facción examinándole, y pareciéndole todos peregrinos, de suerte que poco á poco y sin per- catárselo, fué prendándose de la doncella con mucho mayor fuego del que á la grandeza de su majestad convenia. Y cuanto más la iba mirando, más bella le parecia; y no ponla en su cuerpo una nueva mirada, que no echara de ver algún nuevo encanto que aún no - habia advertido.
Concluyeron los divinos oficios, con gran despecho del emperador, que hubiera querido dilatarlos por todo el dia, y la doncella salió con sus compañeras, yéndose por su lado el emperador al palacio donde tenia su residencia. Llegado á el sentóse á la mesa, que ya la halló dispuesta, aunque nada ó poco comió, pues tenia la mente embargada por el recuerdo de la seductora doncella, de suerte que no le daba espacio para atender á otra cosa alguna. Sintiéndose, pues, de tal manera inflamado y conociendo que querer, no ya extinguir, pero ni aun amenguar aquel fuego, era em- presa imposible, hubo de ennegrecérsele el humor y andaba sombrio sin saber por qué partido resolverse. Comisionó, por fin, á un su: camarero, hombre fiel, para que averiguase quién era la joven y de quién fuese hija, dándole al efecto las señas del vestido y el lugar de la iglesia donde estuvo colocada. Partió el diligente camarero, y supo darse tan buena traza, que á poco volvió a presencia del emperador, averiguado ya el nombre del padre de la muchacha, añadiéndole
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con respecto á su condición que era un caballero muy hidalgo, pero muy pobre y hombre de pocos alcances. Con estas noticias el emperador comenzó á reflexionar cuál podía ser su conducta, y como no quisiese en mo- do alguno hacer empleo de la fuerza, determinó bus- car el concurso del padre para llegar al logro de su intento. Hizole, en consecuencia, llamar un día á su palacio y quedándose en su cámara á solas con él, mandoóle sentarse á su lado, pese á la resistencia que por respeto el hidalgo le oponia.
Y cuando le tuvo sentado, el emperador dando un suspiro, comenzó á expresarse asi:
—Pienso, maese Bellincione, que sin duda alguna “sabréis cómo todos los hombres naturalmente nace- mos inclinados al amor. Sea esto vicio ó virtud, ello es que esa inclinación es una enfermedad que á ninguno perdona y á todos daña ; que no hay corazón, por va- ronil que sea, del cual más tarde 0 más temprano no se apodere el estimulo incontrastable del amor. Si re- pasáis la historia divina, ella os hablará de Sansón el fuerte, de David el santo, de Salomón el más sabio de todos los hombres, en quienes el amor ejerció enérgico y poderoso dominio. Si leéis las historias griega, ro- mana y de todos los paises, ¿á cuantos no hallaréis que sin medida y sin término amaron? César, el primero que dividió el imperio romano, ante el cual se rindiera el mundo entero, fué esclavo de Cleopatra, la cual faltó poco para que enloqueciera también á Marco Antonio. ¿ Y qué hizo Massinissa? ¿Cómo se condujo Anibal - con Pulia? Otros mil y mil pudiera citaros, egregios varones, duques, reyes y emperadores, que á la llama del Amor abrieron su pecho y bajo el amoroso estan- darte se alistaron; pero convencido estoy de que todo ello se os alcanza á vos tan claramente como á mi. Por esto pues, y persuadido de que como hombre que sois, habréis amado en vuestra juventud, no me avergon-
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zaré de descubriros mis pasiones y de daros á conocer mi más supremo deseo, pidiéndoos para lograrlo vues- tra ayuda, de la cual espero algún consuelo. Y adver- tid que cuando no viese confirmada esa esperanza que en vos tengo puesta, tan turbado me he de ver y tan sin consejo, que no acertaré dirigir mis intenciones ni mis actos. Sabed, pues, para no teneros más rato perplejo, que amo á vuestra hija más que á mi mismo. Me he esforzado cuanto en mi ha sido posible, por desterrar de mi pecho esta pasión, pero todo ha sido en vano; á tal punto reducido me veo, que necesito el amor de vuestra hija 6 yo moriré de afán. Bien ima- ginaréis cuántos recursos tenia á mano para alcanzar- la, mas deseo que todo se conduzca secretamente. Esta es la razón porque á vos he acudido, pues vos sois el que, queriendo, mejor puede satisfacerme, pensando que si asi lo hacéis, será labrar vuestra feli- cidad y la de vuestra hija.
Maese Bellincione oyó al emperador y creyó haber descubierto el filón de toda su fortuna, puesto que tan gran principese habia enamorado desu hija. Asi es que sin pensarlo un momento, respondió al emperador:
—Serenisimo señor, poned tregua á ese cuidado, que la hija mía ha de estar siempre sumisa al mandato vues- tro. Yo hablaré con ella, y pienso hacerlo con tal maña, que en breve pueda volver á traeros buenas nuevas.
Con esta lisonjera esperanza alegróse infinitamente el ánimo del emperador, y despidiéndose de el Bellin- cione, se encaminó á su casa, llamó á su hija, la con- dujo á su estancia y solo con ella le dijo asi :
—Gualdrada (que tal era el nombre de la doncella ), te soy portador de prósperas nuevas, pues has de sa- ber que el emperador se ha prendado de tu belleza, según acabo de oirlo de su boca; y como te muestres con él apacible, te hará dama de gran jerarquia. Con- sidera que aunque con nobleza, somos pobres, y que
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ahora es cuando Dios nos manda la ventura; sepá- mosla aprovechar.
No toleró la altiva y honestisima joven que el desho- nesto padre le dirigiese una palabra más. Llenóse de justa indignación y dijo:
—¡ Qué, padre mio! ¿Queréis, pues, antes hacerme ramera que casada ? Pues si teniendo marido y hablán- dome vos de esa suerte, no querria oiros, ¿qué he de hacer siendo virgen? Máteme Dios antes que llegue á titularse dueño mio, otro hombre que aquel que es- poso mio se llame. Id, y no me hableis:mas de eso.
Hallóse el padre todo confuso, sin valor para insistir con nuevas razones; y mensajero de tan malas nuevas, se volvió á la presencia del emperador, el cual entera- do de la sabia y'honestisima respuesta de Gualdrada, extremadamente dolorido, se quedó un buen rato frio é inmóvil, que mejor que hombre vivo parecía estatua de mármol.
Pero luégo, reflexionando allá para si, sobre la mag- 'nánima determinación de la doncella y presentán- dosele digna de todo encomio y respeto, volvióse al padre y asi le hablo:
— Venciéndome á mi mismo y encadenando mis fie- ras pasiones, quiero que el mundo me considere digno de las victorias que obtengo sobre los demás. El amor que siento y sentiré siempre por vuestra hija, dará de esto cumplida y verdadera fe.
Llamó en seguida á su fiel camarero, cuyo nombre era Guido, y le dirigió estas palabras: |
.—Guido, queremos darte esposa, y tal te la depara- mos como para nuestro propio hijo la elegiriamos. Te casarás con la hija de maese Bellincioni á quien ves presente, y Nos te damos en dote, que por suya ad- quieras, el Casentino y otros muchos castillos que po- seemos en Val de Arno.
Mandó acto seguido que compareciesen los barones
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y dignatarios de su corte, en tanto que maese Bellin- cioni iba en busca de la bella y honesta Gualdrada. Llegada ésta y reunidos todos, manifestó el principe en pública declaración el afecto loco que le había ins- pirado la joven, y la sabia y prudente respuesta que de ella obtuviera, y quitándose un anillo de inestimable precio, se lo dió á Guido para que se lo pusiese á Gualdrada en prenda de esponsales.
Y aquel mismo día fué otorgado el privilegio de la dote que Otón habia prometido, otorgando además á Guido el título de caballero de Gualdrada, que siempre más usó. Y el día de la boda, asi que la hermosa don- cella quedó desposada, el emperador la besó en la fren- te, y encomendóla a Dios, y no quiso verla nunca más.
De Guido y de Gualdrada se originaron dos ilustres familias, la una de los condes de Guido y la otra de los condes de Puppio, en los cuales residió por largo tiempo el señorio de Val de Arno y del Casentino, que sus primeros ascendientes recibieran del emperador. Más tarde, en tiempo de Filippo Visconti, duque de Milán, fueron desterrados de nuestra república, y al- gunos de sus miembros se trasladaron á Rumania, dando alli origen á la estirpe de los condes de Bagno, que actualmente poseen muchos castillos en el conda- do de Casena.
¿Admirable burla hecha por una dama á dos caballeros del reino de Hungria
NA ATÍAS Corvino, según sabrá todo el que se haya JN) enterado de la fama, fué rey de Hungria; y
á fuer de gran guerreador y dotado de clara previsión, alcanzó ser el más famoso y más temido de los turcos, de cuantos reyes se sucedieron en el trono de aquella nación. Adornábale, entre otras muchas virtudes asi referentes á las armas como á las letras, la de ser el más liberal y bondadoso principe de cuan- tos reinaron en aquella edad. Tuvo por esposa á la reina Beatriz de Aragón, hija del viejo rey Fernando de Nápoles y hermana de la madre de Alfonso, hoy duque de Ferrara; la cual fué señora instruidisima en las letras, asi como de ejemplares costumbres, y aven- tajada por su virtud sobre toda otra mujer de cual- quier condición que fuese, alta ó baja. Bondadosa y
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liberal, no menos que su consorte el rey Matías, no reconocia cuidado de mayor atención que honrar sin tregua y dar galardón á todo el que por sus mereci- mientos lo conquistaba ; y así era cómo en la corte de estos dos nobles principes se acoglan y refugiaban hombres de todos los paises, dotados de algún mérito en uno ú otro ramo del saber y destreza humanos; y todos se velan alli pagados y distinguidos en propor- ción á su valor y servicios.
Sucedió, pues, que por aquel tiempo, cierto caballe- ro bohemio, vasallo del rey Matias (que también era éste rey de Bohemia), joven de ilustre cuna, bizarro y muy entendido en el ejercicio de las armas, se ena- -.moró de una bellisima doncella, también de noble li- naje y que gozaba concepto de ser la más hermosa mujer de su comarca; y tenía la joven un hermano, el cual, aunque noble, era muy pobre y maltratado por la fortuna. El caballero bohemio tampoco por su parte era sobradamente rico, pues tan sólo poseia un castillo, lo cual le reducia á vivir con bastante estre- chez y premura.
Enamorado, pues, el caballero, de la hermosa joven, pidiósela al hermano y la recibió en matrimonio, bien que acompañada de muy corta dote. No tenia hasta entonces nuestro caballero una clara idea de su pobre- za; mas la entrada de su mujer en el castillo hubo de abrirle los ojos, y comenzó á advertir cuán en mal orden se hallaba y con qué dificultud podria mante- nerse de las mermadas rentas que el castillo le produ- cia. El era, por lo demás, hombre juicioso y de bien, y no quería gravar con obligaciones y empeños el caudal que habia heredado, ni con dispendios ex- traordinarios reducirlo, contentándose con los mis- mos censos que á sus abuelos era costumbre pagar, que montaban, por cierto, bien mezquina suma. Dióse con esto á meditar que le era preciso un auxilio ex-
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traordinario, y siguiendo el curso de estos pensa- mientos, vino á parar, después de muchas y encontra- das ocurrencias, á la de introducirse en la corte y ponerse al servicio del rey Matias, su señor, condu- ciendose alli de mánera y dando tal ejemplo de su mérito, que alcanzase posición y medios de mante- nerse él y su esposa, conforme al nacimiento y linaje de ambos correspondía.
Sin embargo, era tanto y tan ferviente el amor que por su esposa alimentaba, que le parecia imposible poder vivir separado de ella una hora solamente, cuanto más todo el tiempo de una larga estancia en la corte; ni le parecia bien, por otro lado, llevarla consigo y tenerla en la corte establecida. Estas reflexiones le tuvieron todo aquel día pensativo y melancólico.
La mujer, que era prudente y avisada, no dejó de fijarse en la traza de su marido, y entrando en recelo de que fuera causa de su mal humor algún descon- tento que de ella tuviese, llegóse á él un día y le dijo:
—Amado esposo mio, de buen grado, si no temiese importunaros, os pediría una gracia.
—Pedid cuanto os agrade—respondio él;—pues como en mi poder esté, yo he de daros gusto en cuanto me pidáis; que no cuido tanto de mi propia vida, como deseo y ardo en afan de complaceros.
Entonces le rogó la mujer con modesta y amable instancia, que tuviese á bien descubrirle el motivo del descontento que en el semblante llevaba escrito; pues le parecía que era su humor más desapacible que so- lía, lo cual manifestaba con suspiros frecuentes y con huir el trato de las gentes que hasta entonces le habia sido tan agradable.
Oyó el caballero la súplica de su esposa, y después de reflexionar algún rato, contestóle en-la siguiente forma:
—Amada esposa mia, puesto que saber deseáis la
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causa de mi preocupación y cuál sea el asunto que me trae tan melancólico, ahora de buen grado os lo voy á declarar. Todos los pensamientos que me atormentan, se encaminan á un solo fin, y es éste hallar el modo y forma de que podamos vivir vos y yo más dignamente, según corresponde á nuestra clase, pues en verdad, que para lo que somos y valemos, vivimos, esposa mia, en estrechez demasiada, gracias á la prodigalidad de vuestro padre y del mio que consumieron los muchos bienes que nuestros abuelos les habian dejado. Discu- rro, pues, todo el día sobre este negocio y me pierdo de continuo en mil imaginaciones, sin que hasta ahora se me haya ocurrido otro expediente que uno solo, al cual más que á ningún otro se inclina mi resolución, es á saber, que yo me parta á la corte de nuestro ex- celso señor, el rey Matias, de quien fui conocido en la guerra. Yo me prometo que de su munificencia re- cibiré buen auxilio y que me ganaré su gracia; que siendo, como él es, rey liberalisimo y amante de los hombres de valia, yo he de gobernarme de manera que su favor me acuda para vivir entrambos, vos y yo, con mayor holgura de la que hoy gozamos. Y en esta esperanza me afirmo tanto más, cuanto ya otras veces, militando yo á las órdenes del gobernador de la Tran- silvania, en guerra con los turcos, vime instado por el conde de Cilia á entrar en el servicio de la casa real. No obstante, por otro lado considero que he de dejaros á vos sola en este castillo, sin mi compañía, y he aqui lo que me desazona, que no puede mi ánimo resolver- se á tal ausencia, puesto que sin vos yo no tengo vida, que sois vos mi único objeto amado en el mundo; además de que me asalta grave recelo, al miraros tan joven y bella, que mi honra no sufra algún daño de nuestro apartamiento. Tened por seguro que no bien me hubiera alejado, vendrian presurosos á festejaros los nobles y caballeros de esta comarca, con propósito
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empeñado de merecer vuestro amor'; y si esto sucedie- se, bien comprendéis que no podría mostrarme nun- ca más entre la compañia de hombres de honor, pues- to que estaria deshonrado. He aquí el nudo que me tiene sujeto y no me deja acudir al remedio que deman- dan nuestras premuras, y esas son las causas de mi preocupación y melancolia. Acabáis de oirlas, señora, pues os digo que estas son.
Dicho esto, el caballero se calló. La dama, que era valerosa y de ánimo grande, y que á su marido amaba con todo su corazón, aguardó á que éste le señalara haber concluido su razonamiento, y cuando vió que por terminado lo daba, acercósele con semblante ri- sueño y cariñoso, y contestóle de esta manera:
—Ulrico ,—asi se llamaba el caballero,—al par del vuestro mi pensamiento se ha parado mil veces á con- siderar la grandeza de vuestros mayores y de los mios, y opinando que de ella vivimos nosotros muy distan- tes, y á fe sin culpa por nuestra parte, iba en mis adentros imaginando qué remedio hallariamos á nues- tro alcance, para ponernos más en orden de lo que es- tamos. Pues aunque soy mujer y vosotros, los hom- bres, decís que las de nuestro sexo somos débiles y para poco, he de recordaros, señor, que en mi sucede lo contrario, y que soy de corazón resuelto, lleno de ambición quizás con mayor exceso de lo que me con- vendria, y que aspiro siempre á poder tratarme con la misma dignidad que se trató mi madre, á lo que al- canza mi recuerdo. Con todo, sé moderar mis ambi- ciones de manera que siempre habéis de verme con- tenta con lo que á vos os plazca disponer. Pero viniendo al caso, os digo, que discurriendo como vos lo hacéis, sobre nuestro estado, háseme de igual manera ocurri- do que siendo vos joven y valiente, no se os ofrecía más propio remedio que dedicaros al servicio del rey; partido que creo ahora doblemente provechoso, des-
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SIKA A A EK AAA A A A e 5 5 5 5 5 5 5 5 5 o 5
pués de haberos oido decir, que ya el rey os ha cono- cido con motivo de la guerra, pues esto me mueve á creer con seguridad, que siendo nuestro principe tan recto estimador de méritos y virtudes, no es posible sino que os honre y dé recompensa conforme á vues- tro valimiento. Esto pensaba, y no me resolvia á decl- roslo temiendo que os hiciera ofensa. Pero puesto que vos acabáis de abrirme ahora la via franca para que os lo manifieste, no he querido perder esta coyuntura de que conociérais mi opinión. Obrad, pues, según lo juzguéis más conveniente y á propósito para vuestra utilidad y honor. Yo, por lo que á mi respecta, aunque soy, como antes dije, mujer ambiciosa por naturaleza, y quisiera por ende mostrarme entre las demás hon- rada según me toca, y con adorno y pompa que á to- das eclipsase ; bien me hallaré, no obstante, con nues- tra fortuna escasa, viviendo lo que de vida tengamos, aqui, en este castillo, compasándome con vos, gozarido lo que Dios nos da para bastarnos honestamente, con- tenta con lo necesario, olvidada de lo superfluo y re- ducida á gastar con modestia y mesura las rentas que poseemos, puesto que no quiere la fortuna que sean más. Aqui podemos vivir con una servidumbre de dos ó tres criados y otras tantas camareras, sin que nos falte nuestro par de buenas cabalgaduras, y sin susto ni congoja en nuestra existencia retirada y quieta. Si el cielo nos enviase hijos, los educaremos hasta poner- les en aptitud de tomar el arma y les mandaremos después á la corte, que se ganen allí un digno situado entre los demás de su clase; y allá ellos, según su bue- na ó mala traza, se ganen ó se pierdan la ventura, con- quistándose honra y caudal ó quedándose pobres se- gún de nosotros habrán nacido. Tal es mi sentimiento, y bien sabe Dios que en mis dichos no hay mentira ; y vivamos juntos los dos, en fortuna y en desgracia, y no hay miedo que me asuste, ni gozo que más me
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agrade. Debo, sin embargo, considerar quién sois vos y lo que á vos mismo os debéis, y sabiendo que sois hombre para quien vale más uñ adarme de honra que todas las riquezas del orbe juntas, he de deciros que al veros siempre de mal talante, ocurrióme pensar (en- tre otros pensamientos que se me venian), que todo se originaba de algún acto ó proceder mio que os hubiese desagradado, ú bien de que os doliese tener vuestras armas ociosas y no gozar entre los caballeros, vuestros iguales, un sitio digno de vos. Yo quiero, señor, lo que vos queréis y deseo lo que vos deseáis; que os amo sobre todo lo del mundo, y no quiero más placer mientras me dure la vida, que asentir continuamente á cuanto vos propongáis y tener por muy más placen- tero hacer vuestro gusto, que cuidar de mi propia vida. Por esto he de veros partir de mi lado, caso que lo determinéis, si con dolor de la ausencia, con dul- -zura de veros satisfacer un honrado deseo, y con el grato recuerdo que me quedará de vos, yo engañaré mis pensamientos y los alegraré con la promesa de veros regresar más risueño que no hayáis partido. Pero lleguemos ya á la parte que respecta á vuestros temores, los que me habéis manifestado, de que me vea combatida por álguien que se proponga hacer pre- sa en mi honestidad y arrebatar de mi poder el honor que es vuestro y mio; y en este punto, yo os afirmo que mientras mi razón se mantenga entera, abrigo fir- me resolución de morir, antes que consienta manchar en un ápice mi pudor. Bien veo que de esta seguridad no sé ni puedo daros otra prenda que mi fe; mas en- tended que si ésta os fuese conocida tal como en mi la siento, firme é inviolable, tan sin recelo os satisfa- ceriais con ella, que nunca jamás se despertara en vuestra mente ni el ápice de una sospecha. Pero, pues no tengo otra certeza más firme que inspiraros, me remito á las obras que se seguirán, esperando que
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la vida que observaré, sea la que al cabo de la jornada os dé testimonio de mi firmeza. Mas con todo, no sea esto óbice á que por todos cuantos medios y caminos os parezcan oportunos, experimentéis mi fidelidad y busquéis vos aseguraros, bien entendido que todos han de serme por todo extremo agradables, como que no otra cosa anhelo y codicio con declarado ardor. Y si os hubiese de satisfacer el ponerme encerrada en una de las torres de este castillo, hasta tanto que vos deis la vuelta, allí con todo mi placer me pasaré la vida como una ermitaña, harto dichosa con haberme mostrado sumisa á vuestra voluntad.
El caballero estuvo atendiendo á la respuesta de su esposa, bañándosele el alma en corriente de delicias. Oyóla, pues, y cuando ella se callo, le dijo: |
—Esposa mia muy amada, altisimamente elogio la grandeza de ese ánimo vuestro, y en el alma me place que vuestro dictamen sea tan conforme al mio. Cáu- same igualmente inestimable contento, oiros manifes- tar ese firme propósito en que estáis de conservar el honor nuestro, y asi, os exhorto á perseverar en tal firmeza, no olvidándoos ni un momento de que la mu- jer que ha perdido el honor, perdido tiene todo el cau- dal de su vida, puesto que ya ni el nombre de mujer merece. No pienso realizar por de pronto lo que os he dicho tener en proyecto, pues intento proceder con calma; pero el día que lo ponga en práctica, sabed desde ahora que os dejaré señora y dueña de todo. Entretanto dejadme que medite el partido que nos convenga y que oiga el consejo de parientes y amigos, después de lo cual acordaremos lo que mejor se esti- me. Vivamos por ahora, alegremente.
De todos estos pensamientos, planes y cavilaciones, nada en suma desazonaba á nuestro caballero, más que una cosa, y era el recelo que tenia por su mujer, á causa de verla joven, delicada y hermosa; y por esto
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ocupaba de continuo su imaginación pesquisando el . medio de atender á su seguridad.
Fijo, pues, en este cuidado, acontecióle un dia salir de partida con otros varios caballeros, y suscitándose conversación acerca de puntos varios, uno de aquellos nobles hubo de narrar cierto incidente ocurrido á un caballero de la comarca, que habla obtenido la gracia y el amor de su dama, por la mediación de un viejo polaco, famoso encantador, que vivia ejerciendo puú- blicamente la medicina en Cuziano, ciudad de Bohe- mia, donde se hallan en abundancia las venas de plata y otros metales. El caballero, que tenia su castillo á no mucha distancia de Cuziano, hizose venir rodada una ocasión de ir á dicha ciudad, con achaque de cier- tos negocios; y fuése en busca del viejo polaco, y ha- biéndole hallado estuvo hablando largamente con él, instándole en suma á que, bien como á otros tenia prestada ayuda para ganar amores, le diese á él modo de no perder los suyos, con algún influjo que impidiese á su mujer hacerle traición. El polaco, que era hombre de edad avanzadisima y muy diestro, según habéis oido, en cosas de encantamiento, respondió al caballe- ro de esta suerte:
—Hijo mio, ardua cosa me demandas y que yo no —sabria jamás hacer; que no hay, de Dios abajo, quien pueda poner seguro en la castidad de una hembra. Ella es por naturaleza frágil é inclinadisima á la lubri- cidad y en extremo sensible á los ruegos y lisonjas de los amantes; de modo que son muy pocas las que siendo rogadas no se resbalen, muy pocas, digo, á las cuales se debe toda reverencia y honor. Mas soy yo poseedor de un secreto que en gran parte podrá sa- tisfacer tu solicitud; y consiste en que yo, con mis artes y en breves horas, he de hacerte mediante el em- pleo de cierta composición mia, una figurita de mujer, que guardarás en una cajita y podrás llevar continua-
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mente en el bolsillo para mirarla tantas veces cuantas te plazca al día. Si tu esposa no quebranta la fe mari- tal, verás siempre la imágen tan bella y tan bien colo- rida como yo te la habré fabricado, de modo que ha de parecerte recién salida de las manos del pintor; mas si tu dicha esposa pensase no más en ceder á cual- quiera que no seas tu, verás que la figura se desco- lora; y si cayese su fidelidad tan abajo que llegase á consumar el acto del adulterio, al momento esa ima- gen se pondrá negra como el carbón y hederá de modo que la peste no se pueda sufrir. Y cada vez que se sienta tentada, la figura se volverá de un color amari- llo como el oro.
Complació en gran manera al caballero la explicación de este secreto y dióle crédito como á cosa cierta y verdadera, movido y asegurado por la fama que atri- buía al polaco tanto saber y destreza, pues se narraban en Cuziano increíbles prodigios que él había realizado. Ajustaron, pues, el precio, obtuvo el caballero la ima- gen y se volvió á su castillo muy satisfecho de tal ad- quisición. e
Después de pasar alli unos cuantos dias, resolvió uúl.- timamente ir á la corte del glorioso rey, y asi lo ma- nifestó á su mujer; puso en orden sus negocios y entregando á la dama el gobierno doméstico, preparó cuanto Je era menester para el viaje, y aunque con grave sentimiento y dolor, despidióse de su esposa y emprendió el camino.
Estaba por entonces la corte establecida en Alba Real, y allá dirigió sus pasos, siendo recibido con gran- de agasajo por el rey Matías y por su cónyuge la rei- na Beatriz. Poco llevaba de permanencia en la corte, cuando ya se habia granjeado el afecto y la conside- ración de todo el mundo. El rey, que ya le conocia, señalóle un buen situado, y comenzó á emplearle en muchos asuntos, en los cuales siempre salió con bien,
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á entero gusto de aquel monarca. Enviáronle después á defender cierto punto que los turcos hostilizaban, di- rigidos por Mustafá-bajá, y demostró en aquella empre- sa tan buen acierto, que lanzó á los invasores fuera de la raya que habian salvado, mereciéndo renombre de valiente soldado y entendido capitán. Estole acrecentó el favor y la gracia del rey, de manera que sobre las dádivas de dinero y presentes que á todas horas re- cibia, alcanzó la propiedad de un castillo con muy buenas rentas. Asi es que el caballero se felicitaba mil veces por su determinación de haber ido á la corte y entrado al servicio del rey, y no se cansaba de alabar á Dios que tal inspiración le enviara, pues de ella es- peraba continuamente seguir de bien en mejor. Y con tanta más alegria y satisfacción vivia, cuanto que todos los dias sacaba repetidas veces de la cajita aquella fi- gura en la cual representada estaba su mujer, y siem- pre la veia hermosa y nada descolorida, lo mismo que si acabase de salir de las manos del que la pintó.
Habiase por la corte corrido la fama de que Ulrico tenia en Bohemia á su esposa, y que ésta era la mas hermosa y gallarda joven de toda la Bohemia y la Hun- gria; y esta voz asi propagada dió ocasión á que en cierto corrillo de caballeros donde se conversaba, uno de ellos, barón húngaro, dijese á nuestro caballero :
- —¿Es posible, señor Ulrico, que llevéis ya cerca de año y medio desde que partisteis de vuestra Bohemia, y no hayáis pensado nunca en ir á ver á vuestra espo- sa, la cual, según la pinta la fama, es bellisima y joven? En verdad, que muy poco de ella debe importaros.
— Mucho me importa—respondió Ulrico—y la amo tanto como á mi propia vida. Y mejor arguyerais, di- ciendo que mi larga ausencia habla mucho en pró de su virtud y de la fe mia: de su virtud, porque se con- tenta dejandome servir al rey y satisface todo su cui- dado con las nuevas frecuentes que de mi recibe,
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como yo de ella, puesto que no nos falta la comodidad de visitarnos á menudo por medio de nuestras cartas; y de la fe mia, porque reconozco la obligación en que me hallo de tener mi persona al servicio de mi señor, de quien llevo recibidos tantos y tan estimables bene- ficios, y porque el continuo guerrear que conviene sos- tener en las fronteras contra los enemigos de Cristo, pueden en mi ánimo mucho más que el amor de mi mujer. Y tanto más me ayuda á querer que mi obliga- ción para con el rey prepondere sobre el afecto del marido, cuanto estoy seguro y amparado de todo re- celo que á la constancia y fidelidad de mi esposa se refiera; que es ella mujer prudente, además de hermo- sa, de elevada crianza y honestidad, y me ama por su señor y marido, como á la misma luz que ilumina sus ojos. V
—Eso se llama hablar firme y bizarro—contestó el barón hungaro.— Aunque me parece harto afirmar, eso de hallaros tan seguro de la constancia y pudor de vuestra esposa, cuando ella misma no podria decir otro tanto; que puede la mujer hallarse en tal disposi- ción y momento, que no se mueva á súplicas ni á dá- divas del mundo entero, y en otra ocasión ha de bas- tarle una mirada de un galán, ó una simple palabreja, ó una lagrimilla que abrase, ó una súplica ligera, para que se rinda á discreción y entregue todas sus prendas á merced de cualquier amante advenedizo. Pues ¿quién hay, ni quién ha habido, que pudiera alardear de tanta confianza? ¿Quién puede lisonjearse de conocer los secretos del corazón, que son impenetrables? Nadie en verdad, á lo que yo entiendo, excepto Dios que en to- das las tinieblas lee. La mujer es por naturaleza ver- sátil y voluble, y la más ambiciosa bestezuela del mun- do. ¿ Y cuál es, por Dios y sus santos, cuál, la que no guste y apetezca ser lisonjeada, solicitada, perseguida, festejada y querida? Pues ¿no sucede á cada instante,
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que aquellas que por más astutas se tienen y creen con fingidos halagos engañar á varios amantes, son al cabo las que sin percatárselo, dan más pronto y más fuerte- mente en las redes de amor, y de tal suerte en ellas se enredan, que como aturdidos pajarillos, ya no atinan con la forma de libertarse? Asi pues, señor Ulrico, hasta tanto que me demostréis ser vuestra esposa he- cha de otra materia que de carne y huesos, como el Señor Dios nuestro las hizo á todas, toleradme en paz que yo la crea sujeta á corrupción, como CUnIquiera hija de Eva, nuestra madre.
—Bástame á mi—replicó el caballero bohemio—te- ner esa confianza y creerla tan fundada, gozándome conmigo de que asi sea y asi yo lo entienda. Y cada cual sabe de sus cosas mejor que otro, y al adagio atengámonos que dice: más sabe el loco en su casa, que el cuerdo 'en la ajena. Quédese, por tanto, cada uno con su creencia, pues yo me hallo bien con la mia y no me enoja la vuestra, considerando que ningún daño me trae; que en negocios de esta especie todo el mundo es libre de pensar y creer lo que le parezca.
Asistian á este coloquio muchos otros magnates y caballeros de la corte, y propagándose el humor de conversar según se acostumbra, sucedió lo de siempre, que se multiplicaron los pareceres, y quien en tal sentido, quien en tal otro, se expusieron mil opiniones sobre la materia controvertida. Como no á todos los hombres dió la naturaleza un mismo temperamento, y los hay que en todo caso pretenden saber más que su contrincante, y se obstinan en sus disputas, y no hay forma de reducirles á la razón, de igual manera alli se produjo tal discutir, y tan empeñado, que acabó por convertirse todo en voces y bullicio, llegando á despertar la atención de la reina, que estaba en sus habitaciones.
La reina, que era mujer á quien disgustaban por
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todo extremo las contiendas y cuestiones, mandó que fueran á su presencia los sostenedores de la disputa, y quiso que puntualmente le narrasen el motivo de su apasionamiento; oyólo, pues, todo, y reconoció que, en efecto, cada cual podia en aquel asunto profesar á su gusto las opiniones que quisiera, añadiendo empero, que merecia ser tratado de loco presuntuoso y teme- rario, aquel que midiese á todas las mujeres por un mismo rasero, asi como incurría en crasisimo error el que juzgase á todos los hombres dotados de una misma condición, puesto que claramente se manifestaba á todas horas suceder lo contrario; que lo mismo entre los hombres que entre las mujeres, produce la natura- leza mil opuestas diferencias y variedades, tantas cuantos son los talentos, y así se ve que dos hermanos ó dos hermanas, hijos de un mismo parto, las más de las veces se manifiestan con temperamento contrario y con inclinaciones abiertamente reñidas, de suerte que lo que al uno complazca, al otro causará enojo y fastidio. De todo lo cual concluyó aquella discretisima princesa, que en su opinión firme y segura, el caballe- ro bohemio tenia razón para creer de su esposa lo que creia, puesto que él podia conocerla y estimarla por un largo trato, y que procedía en todo con suma dis- creción y según tocaba á un hombre prudente y avi- sado. ]
Pero harto sabemos que los apetitos humanos son insaciables, y hombres ha y osados, ó por mejor decirlo, obstinados y temerarios, que á toda empresa se lanzan y cuyo afán de aventuras jamás se satisface. Asi fué, que después de haber hablado la reina con tan buen tino y después que las anteriores contiendas se hu- bieron acallado, aún quedaron dos nobles de la corte, húngaros de nación y mozos, con los cascos á la jineta, los cuales se adelantaron y dijeron:
— Señora, bien hacéis vos en defender el concepto
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de las mujeres, puesto que al sexo pertenecéis; pero nos da el corazón, que si fuéremos allá donde esa mu- jer de mármol se encuentra, y pudiéramos hablarla, sin duda alguna lograriamos quebrantar aquel corazón diamantino y la someteriamos á nuestra voluntad.
— No sé yo lo que sucederia, ni de lo que vosotros fuérais capaces, —observó el caballero bohemio, —pero sé bien que mi confianza no me engaña.
Mucho se habló después volviéndose á encender el debate; y acalorándose en razones y réplicas de una y de otra parte, llegóse á un punto en que los dos caba- lleros húngaros, tan pagados de su suficiencia para cualquier empeño, afirmaron de nuevo lo que dicho habian poco antes más de ligero, y añadieron que bajo la fe de juramento empeñaban cuanto poseian en bie- nes, muebles y raices, si en el término de cinco meses no reducian á la esposa de Ulrico á obediencia y tribu- to de amante, con la sola condición de que éste no fuese al castillo, ni mandase apercibimiento que a su mujer pusiese sobre aviso.
La reina y cuantos con ella estaban oyendo, acogie- ron con fuertes risas esta propuesta de los dos caba- lleros, y se mofaron de ellos durante un buen rato; en vista de lo cual dijeron ambos á dos:
— Sin duda pensáis, señora, que hablamos en chan- za y por baladronada; mas entended que hablamos de todas veras y que en Dios quisiéramos ver aceptada nuestra propuesta, á fin de que se experimentase quién ha defendido aquí mejor opinión.
Iba dilatándose la contienda, de modo que el rey Matias hubo de oirla, y deseoso de conocerla bien, pasó á la cámara de la reina, en donde halló a ésta persuadiendo á los dos barones que se quitasen de la cabeza aquel delirio que pretendían. Viendo llegar al rey, aquellos se le dirigieron suplicándole que inter- pusiese su instancia con el caballero Ulrico, para que
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aceptase el pacto con que le brindaban, y repitieron que de buen grado se someterian á perder toda su ri- queza, la cual libremente fuese por el rey entregada al caballero bohemio, cuando no lograsen llevar á efecto la conquista que se prometian; queriendo, empero, que Ulrico contrajese obligación de no vengarse de su mujer y de abandonar la falsa opinión en que estaba, proclamando por lo contrario, que no hay mujer que resista á las súplicas y galanteos de un amante.
El caballero bohemio no vela en el mundo cosa de mayor certeza, que la fidelidad y pudor honestisimo de su mujer, y tenia puesta su fe, como en el Evange- lio, en el parangón de la imagen, la cual en todo el tiempo no se le habia vuelto pálida, ni negra, sino amarilla alguna que otra vez, en señal de que alguno requería de amores á su mujer, mas para volver en seguida á su primitivo color. Valido estaba, por lo tanto, de su confianza, y así, oyendo la proposición o reto formal de los dos húngaros, no vaciló en respon- derles como sigue:
—Os habéis entrado, señores, por un laberinto, cuyos vericuetos y revueltas me placen á mi también, y me holgaré de seguiros por ellos. Dejadme, empe- ro, la libertad de hacer con mi mujer lo que á mi de- recho convenga; y esto aceptado, yo pongo contra vuestros bienes todos los que en Bohemia poseo, y afirmo que jamás podréis reducir á mi mujer á entre- garos su amor; y prometo no advertirla de este pacto, ni hablar de ello palabra que llegar pueda á sus oidos, ni á los de quien precaverla pudiese.
Cruzáronse, sobre este asunto, otras mil razones, hasta que últimamente, alli, en la cámara real y en presencia del rey y de la reina, viéndose el bohemio más y más estrechado por el confiado empeño de los dos húngaros, hacia el rey se avanzó y dijo asi:
—Puesto que el señor Uladislao y el señor Alberto
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—que estos eran los nombres de los dos húngaros— se muestran dispuestos á practicar la prueba de sus esperanzas, yo, siempre que sea con la gracia y licen- cia vuestra, sacro rey, y vuestra, reina y señora mila, pronto me encuentro á acordarles cuanto demandan. — Y nosotros — respondieron los húngaros —nueva- mente afirmamos y tenemos todo lo que hemos dicho. Esforzóse el rey con mil consejos en disuadir al bo- hemio de aquel empeño, mas no pudo, é instado por los dos barones, acabó por dictar el decreto real, en cuya virtud se daba por establecida la contienda con todos sus pactos. De este decreto tomaron copia los dos nobles y otra igual tomó para si el caballero bo- hemio. as Fuéronse los dos húngaros á comentar su proyecto y acordaron que Alberto fuese el primero que mar- chase á probar ventura con la dama en cuestión, y que pasado el término de mes y medio iria Uladislao. Partió, pues, el barón Alberto, seguido de dos ser- vidores bien equipados, y derechamente se encaminó al castillo del caballero bohemio. Apeóse no lejos de aquél, en una venta ó mesón que vecino estaba y á las primeras nuevas que pidió de la castellana, confir- máronle en lo que ya sabla, esto es, que era aquella dama de superior hermosura é€ irreprochable hones- tidad, y tan enamorada de su marido, que más no era posible. Esto no obstante, en nada decayó el ánimo del caballero, antes bien al día siguiente, sin perder más tiempo, vistióse con suma riqueza y se fué al cas- tillo, haciéndose anunciar á la castellana. Ésta, que era cortés y cumplida, recibióle en su estrado y le dispen- só amabilisimo acogimiento. No pudo menos el barón, de maravillarse ante la soberana belleza de la dama, cuya gracia natural se acrecentaba con su finura cor- tesana y su traza honesta. Sentáronse ambos y co- menzo el joven á decir á la dama, que el renombre de
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su prodigiosa hermosura había sido la causa de salir él de la corte y dirigirse á aquel castillo, para darse el placer y la admiración de verla; y siguió, añadiendo que en verdad los ojos hallaban y velan mayor prodi- gio del que la ilusión esperaba y la fama prometia. Asi le dijo y repitió mil lisonjas, de modo que ella echó al punto de ver cuál propósito al caballero guia- ba y el rumbo que éste queria dar á su nave, por lo cual, á fin de que ésta más pronto tocase á puerto, se dejó la dama resbalar hacia el terreno amoroso, em- belesando de esta suerte al galán advenedizo. Este, que no era en verdad todo lo ladino que él pensaba, antes adolecia de corta destreza y más escasos alcan- ces, no daba reposo á la sin hueso, descubriendo cada vez más el atrevimiento de su propósito. De este mo- do, pues, no mostrándose la castellana esquiva á tales requiebros y animado el caballero por la amable dis- posición que ella le mostraba, adelantó aquel negocio á paso largo en dos ó tres dias, de suerte que ya el caballero no recataba su galanteo. Viendo la dama que no era más que un pajarillo de primer vuelo, se dis- . puso á jugarle una partida que le escarmentase, tal que no se le perdiese jamás la memoria de haberla conocido. Resuelta, pues, á esto, un día, no muchos después de la llegada del húngaro, haciéndose la ven- cida y como si no pudiese ya resistir á las instancias de aquél, le dijo:
—Señor Alberto, á punto estoy de confesar que sois un temible encantador, puesto que me habéis traido al extremo de no poder negarme á vuestros deseos. Pronta, pues, me tenéis á ser vuestra, con la sola con- dición, que mi marido no lo sepa, pues que de lo con- trario me matarla sin remedio. Y á fin de que ninguno de los que en mi casa habitan, llegue á descubrirlo, es preciso que nuestro amor se gobierne en secreto; asi, venios mañana á la hora de mi comida, según ya
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soléis, y entraos en el castillo sin deteneros con nadie; y una vez dentro, os esconderéis á toda prisa en la es- tancia de la torre del homenaje, sobre cuya puerta veréis labradas en mármol las armas de este reino; y después que entréis, cerraréis prontamente la puerta. Hallaréis dicha cámara abierta y á ella iré yo poco después de vos, para que sin que persona nos vea, (pues ya proveeré que nadie ande por aquel lado) poda- mos satisfacer nuestro anhelo de ser el uno del otro.
Era la cámara á que la astuta dama se referia, una formidable prisión, mandada construir años antes con el objeto de tener alli seguro algún prisionero de cali- dad al cual no se quisiere matar, aunque si tenerlo en- carcelado mientras viviese. Ganada por el barón una tan buena esperanza, según él la creia, reputóse á si mismo por el más dichoso hombre de la tierra, y no diera la conquista que ya por hecha se daba, á cambio del más poderoso imperio. Deshizose en mil frases de gratitud hacia la dama y partió, lleno su cuerpo de tanta alegría y tanto orgullo, que no cogia dentro del
ellejo.
El día siguiente, llegada que fué la hora, dirigióse el. barón al castillo, y entró en él y no halló persona que por alli anduviese, y siguiendo en todo las prevencio- nes de la dama, encaminóse á la torre del homenaje; penetró en la estancia y empujó la puerta, que por si misma se cerró. Estaba esta puerta construida de mo- do que por dentro no se la podía abrir sin llave, y por fuera tenia un fortisimo cerrojo. La dama del casti- llo, que no muy lejos se habia puesto en acecho, asi que sintió encajarse la puerta en el muro, salió de donde estaba oculta y llegándose á la cámara en que el barón acababa de entrar, la cerró por fuera y se guardó la llave. Pertenecia dicha cámara, según ya queda expresado, á la torre del homenaje, y habia en - ella un lecho muy bien preparado; la ventana por
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donde entraba la luz, estaba tan alta que no era posi- ble asomarse á ella sin la ayuda de una escala. Por lo demás, bien podía aquella estancia aceptarse por una cómoda prisión.
Entrado en ella, sentóse el barón Alberto y se puso á esperar, como los judios al Mesias, que la dama fue- se á cumplirle la palabra que le habia dado de visitar- le en aquel lugar. Esperando estaba sin dejar de aca- riciar allá en su mente, una infinidad de imágenes que le ocurrían, cuando escuchó que se abria un postigui- llo que estaba practicado en la puerta de la cámara, el cual era un agujero tan estrecho, que á duras penas pasaban por él un pan y un jarro de vino, en la forma que se suelen dar á los prisioneros. Á dicho ruido, el barón se levantó creyendo que le anunciaba la llegada de su amante, que acudía rebosando amor; mas al acercarse á la puerta oyó una vocecita de doncella, que - por la abertura del postigo le hablaba asi:
—Barón Alberto, mi ama, la señora Bárbara (que tal era el nombre de la dueña del castillo), me manda deciros que, puesto que en su casa os entrasteis con ánimo de robarle su honor, como tal ladrón que sois, os ha encarcelado, y que se propone haceros sufrir la penitencia quele parezca conveniente y digna de vues- tra culpa. Por lo tanto, mientras ahi dentro os estéis prisionero, si queréis comer y beber os será fuerza ganarlo poniéndoos á hilar, según lo hacen las muje- res pobres para ganarse el sustento. Dándoos yo mi palabra de que cuanto mejor. maña os deis en hilar, tanto más apetitosos y abundantes serán los alimentos que se os sirvan; de otro modo os tendremos á pan y agua; y sabedlo de ahora para siempre, pues ya nose os hará más prevención, ni se os dirá sobre este punto más palabra.
Esto dicho, la doncella cerró el postigo y se volvió al lado de su señora.
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El barón, que se creyó convidado a una boda y que para andar más deprisa, no se habia desayunado aque- lla mañana sino muy ligeramente, no volvia en si de su asombro, después de haber escuchado aquella rara embajada ; parecióle que le faltaba la tierra, turbáron- sele en un momento todos los sentidos y perdida la fuerza de su animo, desmayóse y cayó sobre el pavi- mento de la cámara. Verle en aquel instante, habría sido más bien ver un muerto que ver á un vivo. Mucho tiempo permaneció en aquel estado; fué después vol- viendo en sí poco á poco, y al recobrar el acuerdo no acertaba á explicarse si habla soñado óÓ si era cierto que había oido á la doncella hablándole por el postigo. Por último, viendo y palpando que no habia más ver- dad, ni más sueño, sino que estaba encarcelado como pájaro en jaula, creyó que iba á perecer de ira y de coraje; y entre gestos y lamentaciones que para si exclusivamente despedia, frenético como un demente, y no atinando con otro remedio que valerle pudiera, pasó todo lo que quedaba de aquel día en pasear por la cámara, y en disparatar, suspirar, blasfemar y malde- cir la hora menguada en que le ocurrió ponerse en se- mejante compromiso. Afliglale sobremanera la ver- gúenza, el escarnio y el vituperio que le aguardaban, cuando su fracaso se averiguase en la corte, como no podía menos de suceder; y pareciale sentirse el cora- zón comprimido y destrozado por dos mordedoras te- nazas, de manera que el dolor le embargaba el juicio y toda otra sensibilidad. Dando vueltas por la estancia, lleno de furia y sin poder parar en ningún lado, fijose por acaso en un rincón y descubrió en él apoyada una rueca dispuesta con un copo de lino, y el huso pen- diente del hilo comenzado. Montó en cólera terrible a la vista de aquel trabajo mujeril, y estuvo á punto de romperlo todo y hacerlo añicos; aunque no lo efec- tuó, ignoro por qué reflexión ó motivo.
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Vino la hora de la cena, y compareció al postigo la criada, la cual saludó primeramente al barón y luégo acto seguido le dijo :
—Señor barón, vengo a llevarme el hilo que hayáis hilado, para saber qué tal ha de ser la cena que os sirva.
Al oirla el caballero, llsose de fierisimo coraje y fe- lona indignación; y perdiendo la ya escasa continencia que le quedaba, comenzó á vomitar dicterios y villanias contra la doncella, tales como jamás se habran dichoá la más baja ramera, y no cesó de insultarla deshonesta y torpemente con tal suelta palabra como si en su propio castillo se hallase, donde nada tuviera que te- mer. La doncella, que ya por su ama iba instruida, se le reia en las barbas y asi que pudo meter baza le dijo:
—Señor barón, por mi fe que andáis fuera de justicia braveando y escupiendo injurias de esta suerte contra ml; sobre que todos esos extremos, encerrado como estáis, ni montan nada, ni a nada os conducen. Harto sabéis que el embajador nunca tiene pena. Mi señora quiere saber de vuestra boca, cuál ha sido la causa que os moviera á venir, y si álguien tiene noticia de esta venida vuestra. Esto es fuerza que me digáis, amén de hacer vuestra tarea en la rueca; pues á tal extremo os veis reducido, que todo vuestro gritar es como dar puñadas al viento.ó echarle sahumerios á un muerto; que de aqui no habéis de salir si no hacéis lo que se os manda y no declaráis lo que se os pregunte. Decidios, en consecuencia, á pasar la vida tranquilamente, aten- diendo á que no os queda más remedio, ni otra mejor salida, y pensad que obrando de otra suerte, os fati- gais la cabeza y nada más. Y os repito que la fir- me resolución de mi señora es, que no saldréis de ali- mentaros con pan y agua, si no hacéis vuestra tarea de hilandero y si no ponéis en claro el objeto que os haya aqui conducido. Veamos, pues, lo que habéis hi-
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lado y referidme en seguida el por qué de vuestro via- je, Ó cierro el postigo y os dejo aquí con vuestro mal humor y vuestra hambre.
No respondió el caballero, y viendo la doncella que ni le mostraba el hilado, ni le decia lo que ella le pre- .guntaba, cerró la portezuela y se fué. El malaventura- do caballero se quedó aquella noche sin pan y sin vino; y como suele decirse: «tripas llevan corazón, que no corazón tripas,» asi se sintió el triste galán tan desco- razonado de puro hambriento, que perdido en mil temores é imágenes de su derrota, no pudo en-toda la noche pegar el ojo.
Los servidores, con caballerias del barón Alberto, que en el mesón quedaban, fueron detenidos secreta- mente y con diestro ardid por orden de la castellana, asi que aquél estuvo encerrado en la torre, y llevados junto con los demas objetos de la propiedad de dicho barón, á un sitio apartado donde se les trató á cuerpo de rey, sin que nada les faltara excepto la libertad. Y de este modo, desaparecido todo vestigio, se propagó la nueva de que el barón Alberto había partido otra vez para Hungria. |
Volviendo ahora al caballero bohemio, os diré que advertido de que uno de los dos caballeros húngaros se habia ausentado de la corte con dirección á la tierra de Bohemia, no paraba de contemplar la imagen en- cantada para ver si mudaba ó perdía su color. Y du- rante los tres ó cuatro dias que el caballero húngaro se empleo 'en solicitar y hacerse propicio el amor de la dama, si el bohemio coincidia al mirar su figurita con la hora en que el húngaro hostilizaba a su mujer, observaba que aquella se ponía de color amarillo, bien que para recobrar en breve el suyo natural; con lo cual, viendo que el color no se alteraba de una manera pe- renne, adquirió la seguridad de que su competidor habla sido rechazado y que nada habia conseguido de
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su intento; esta convicción le regalaba el alma y acre- cia la fe que tenia puesta en la honestidad de suesposa.
Con todo, aún no se atrevia nuestro caballero á can- tar victoria, ni se determinaba á reposar por entero su corazón, al considerar que faltaba todavia la prueba del barón Uladislao, el cual no habia partido aún, pu- diendo ser en ella más afortunado que su compañero de apuesta, y obtener lo que éste no habia obtenido.
El caballero cautivo, que no habia probado bocado el día de su prisión, ni por la noche dormido un se- gundo, hubo de ponerse sobre si á la mañana siguien- te, y después de revolver, mientras amanecíia, todo un montón de ideas que le atiborraban los sesos, aca- bó por reconocer que no tenia otra esperanza de liber- tad sino la de obedecer á la castellana, y asi se deter- mino á hacer de la necesidad virtud. Aceptó, pues, a sus solas el partido de revelar el pacto que él y su compañero habian propuesto al marido de la dama, y resignóse por otra parte á ganarse el sustento ciñén- dose la rueca y poniéndose á hilar. Nada se le alcan- zaba al triste galán de esta faena, pues nunca había tomado en sus manos el huso ni la rueca, pero es la necesidad gran profesora y asi comenzó su trabajo como Dios le dió á entender, hilando ora sutil, ora gordo, y á trechos de mediana hechura, de suerte que le iba saliendo un hilado tan infeliz que á cualquiera porqueriza de aquellas tierras hubiera hecho morir de risa. Pasóse toda la mañana hilando con todo su ahinco hasta la hora del desayuno en que compareció la consabida mensajera, preguntando al caballero des- de el postiguillo, si se habia resuelto á declarar el motivo de su viaje y cuánta labor tenia hecha de su hilado. El barón, lleno de confusión y vergúenza, dijo a la doncella todo lo relativo al tratado pendiente con Ulrico, y luégo le mostró una husada de hilo que te- nia concluida.
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Sonrióse la muchacha y le dijo:
— Asi me place; y bien sabia yo que el hambre saca al lobo de su lobera. Muy en razón habéis pensado, confesándome toda la verdad del hecho, é hilando con tan buena maña, que de vuestro hilo tejeremos cami- sas para mi señora; y no os asuste, que si no le sirven para cilicios, no ha de dejar de aprovecharlas para estropajos.
Dicho esto, premió al barón dándole buenas viandas para desayunarse, y se fué dejándole en paz. Pre- sentóse á la castellana, mostrandole el hilo y refirién- dole la historia del empeño pendiente entre Ulrico y los dos barones húngaros. Admiróse grandemente la ' dama, al descubrir el género de asechanzas de que habían querido hacerla objeto, mas al asombro suce- dió en breve la alegría de ver que el asunto se enca- minaba por tan buen sendero y que Ulrico tenia oca- sión para cerciorarse una vez más de la firmeza y - honestidad de su esposa. Antes de mandar á su mari- do noticia alguna de lo que pasaba, se propuso aguar- dar la llegada del barón Uladislao y también á éste imponer el castigo de que era merecedor por su des- atentada y ofensiva opinión de las mujeres; harto ma- ravillada de que uno y otro cortesano hubiesen incu- rrido en tal extremo de temeridad ó insensatez, que obligaran todos sus bienes en la empresa de rendir á una dama, cuyas cualidades ni remotamente cono- cian. De todo lo cual dedujo que ambos barones eran tan menguados de juicio, como dispendiosos en osadia é imbecilidad.
Pero para no ir refiriendo paso á paso todas las par- ticularidades del suceso, que sería esta muy prolija y fastidiosa tarea, os diré que el barón enjaulado poco á poco fué haciéndose muy regular hilandero, y con la rueca y el huso se consolaba de su malaventura; que la castellana le ofrecia recompensa de su trabajo y do-
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cilidad, enviándole á su prisión muy buenos y delica- dos alimentos; que aunque el prisionero solicitó mil veces tener conversación con la dama, ésta nunca se lo concedió; y que allá en la corte, el buen Ulrico no se cansaba de mirar y:remirar su querida imagen en- cantada, la cual siempre hallaba en el mismo estado, bella y colorida como acabadita de hacer. No faltaba en verdad, quien hubiese observado que el caballero abria con gran frecuencia su escarcela para sacar de ella una cajita y que descubriéndola contemplaba abs- traidamente el objeto que dentro se contenila; y que luégo cerraba la caja y volvia á guardarla en la escar- cela. Y hablase despertado con esto gran curiosidad en la corte, de manera que muchos se habian llegado al caballero a pedirle la explicación de su misterio; mas él á nadie quiso darla, con lo cual se quedó todo el mundo á oscuras, pues por mucho que se echasen á conjeturar, nadie llegó á caer en la verdadera cuenta de lo que aquello significaba. ¿Ni quién podía imagi- _nar tan raro y admirable encantamiento? El mismo rey, y su consorte la reina, habrian de buena gana pe- netrado en la oscuridad de aquel misterio, y se pere- cian de afán por averiguar qué cosa era aquella que el caballero bohemio contemplaba con tanta frecuencia y tanto embeleso; sin embargo no les pareció digno de su dignidad real, meterse á curiosear ni tampoco hacer fuerza sobre el caballero para que hablase.
Entre tanto se habia pasado ya un mes y medio desde que el barón Alberto partiera de la corte á convertirse en castellano, aunque sin señorio, y hacerse gran hilan- dero; y estaba Uladislao, el otro barón, muy sorpren- dido de que Alberto no le enviase noticia alguna, ni mensajero, conforme Jo tenian acordado, lo cual le te- nia confuso entre mil perplejidades, no sabiendo á qué términos ajustar su conducta. Parecióle al cabo, lo más acertado pensar que su amigo debia de haber
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tocado felizmente al logro de su empresa consiguiendo de la dama el deseado galardón, y que sumergido en el amplio y profundo piélago de sus placeres, debia de haberse olvidado de todo cuanto convinieron, siendo esta la razón de no enviarle aviso ni noticia; por lo que determinó ponerse él en camino por su cuenta é ir á darle un tiento á la fortuna. Sin más tardanza, pues, dispuso cuanto era menester para su partida, y mon- tando a:caballo emprendió la marcha seguido de sus criados, en dirección á las tierras de Bohemia. Paso tras paso y dia tras dia, llegó por fin á la puerta del castillo donde vivia la bella y honesta dama; y fuése primero al mesón donde supo que el otro barón se ha- bia alojado, y por los informes que alli recibió hubo de creer que aquél se habia partido muchos días antes. Maravillóse de esto y no acertaba á dilucidárselo, mas dejando al fin, de buscar otras explicaciones que las que poseia, decidió ponerse á obrar por su respeto é intentar la prueba tras de la cual habia salido de Hun- gria. Investigó cuánto pudo, referente á la senora del castillo, y dijéronle lo que ya era fama acreditada y extendida por todo aquel contorno, esto es, que no tenía igual en puntos de belleza, discreción, cortesía y honestidad.
“No tardó la dama en ser advertida de la llegada del barón, y como ya no ignoraba el intento que le condu- cia, se dispuso á darle el pago en la misma moneda que él lo merecia. El día siguiente, dicho barón pre- sentóse en el castillo solicitando ver á la castellana, diciéndose recién llegado de la corte del rey Matias y deseoso de rendir á tan noble dama sus respetos y cor- tesia. Y fué introducido, mereciendo de aquella lison- jero y cordial acogimiento. Trabaron desde luégo con- versación sobre distintos asuntos y notando el barón Uladislao que la dama se le mostraba festiva y com- placiente, y que como vulgarmente se dice, iba poqui-
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to á poco metiéndose en harina, hubo de prometerse en sus adentros mil glorias y galardones, dándose ya por triunfador en la empresa. No quiso en aquella primera entrevista arriesgarse en prueba ninguna, re- duciéndose a decir en términos generales, que entera- do por la voz que todos difundian, de que era la dama del castillo, tal dechado de gracias, de gallardia, de amabilidad y de perfecta educación, y habiéndole sido preciso pasar por Bohemia con motivo de ciertos ne- gocios, no quiso alejarse sin haber visto á tan singular portento, y que entonces que ya lo lograba, mucho más veia de lo que los anuncios de la fama le habian hecho esperar. De esta suerte pasó esta primera visita, después de la cual se fué el barón á su alojamiento. Después que se hubo alejado el barón, púsose la dama á meditar que no habia de tenerle mucho tiempo en espera, pues no le cabía en el pecho la indignación contra aquellos dos malvados felones que con tal so- berbia y presuntuosidad se lanzaron en su camino, como dos públicos malhechores, para asaltarla al paso y robarle el honor y manchar su fama, condenándola á perpetuo desprecio de su marido y aun quizás po- niéndola en riesgo de muerte. Mando, por lo tanto, disponer otra cámara, pared por medio con aquella donde el otro barón se pasaba la vida hilando, y cuan- do Uladislao volvió á visitarla en el castillo, comenzó á ponerle semblante risueño, dándole á entender que se abrasaba en ansias de sus amores. Poco tardó este segundo galan en caer en las redes del primero, y en verse cautivo en la prisión que se le tenia preparada, y a ella fue la camarera consabida á hablarle por el postigo de la puerta, diciéndole que si no quería ha- ber trato continuo con el hambre, que le era fuerza ganarse el sustento trabajando en el oficio que le esta- ba destinado, el cual era ir devanando las madejas de lino hilado que allí en un rincón de la cámara encon-
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traria dispuestas, como también una devanadera á. propósito para la susodicha tarea.
— Y daos buena prisa en devanar — añadió la don- cella —y en caridad os aconsejo que no perdáis el tiempo.
El que en tal instante hubiese visto al asombrado barón, le hubiera creido mejor estatua de mármol, que persona humana. Pensó el malaventurado que iba á enloquecer de cólera 0 á morir de confusión. Con- vencido, no obstante, de que no cabía otro remedio á su desdicha, se resignó con su suerte y desde el segundo dia púsose á devanar.
Mando en seguida la castellana, que fuesen puestos en libertad los criados del barón Alberto, y juntándo- los con los de Uladislao, les hizo guiar á las camaras de sus dueños para que viesen cómo se ganaban la vida, después de lo cual despidió á una y otra servi- dumbre, con orden de volverse a la corte llevando consigo los caballos y todo cuanto pertenecia á los dos barones. Por otro lado envió un mensajero á su mari- do, enterándole de todo lo que habia pasado. Asi que recibió este mensaje, el caballero bohemio compareció á la presencia del rey y de la reina, y después de in- clinarse ante ellos con reverente saludo, les hizo na- rración de la historia de los dos barones húngaros, conforme en un todo á lo que por letras de su mujer habia sabido. Quedaron los monarcas llenos de admi- ración, y no hallaban frases bastantes á encomiar la perspicacia de la dama, reputándola por honestisima, prudente y dotada de sin par agudeza.
Como pidiese el caballero bohemio, la ejecución in- mediata de lo pactado con los húngaros, mando el rey que se juntara su consejo y que expusiera cada conse- jero su parecer, acordándose al cabo de larga delibe- ración, que el gran canciller del reino acompañado de dos ministros de dicho consejo, se trasladase al castillo
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del caballero bohemio con encargo de extender el pro- ceso de todo cuanto apareciese haber sucedido. Par- tieron los expresados, y cumplieron diligentemente su misión; y después de examinar á la dama y á la don- cella y á otros varios deudos de la casa, interrogaron también á los barones, á los cuales había la dama re- unido poco antes, para que con sus coloquios se distra- jesen de la fatiga de hilar y devanar. Formado el pro- ceso, volvió el gran canciller á la corte, donde el rey Matias juntamente con la reina y los principales baro- nes del Estado y miembros de su consejo, después de ventilar cuidadosamente el caso, y al cabo de mil de- bates en los que la reina abogó con todo su esfuerzo en pró de la dama y haciendo el interés del bohemio, sentenció el rey que Ulrico adquiriese la posesión de los bienes muebles y feudos pertenecientes á los dos barones, haciéndolos suyos para si y sus herederos, a titulo perpetuo; y mandó que los dos nobles húngaros saliesen desterrados de los dos reinos de Hungria y Bohemia, bajo conminación de ser muertos por mano del verdugo, si volvian á parecer por dichos reinos. Asi se falló y asi fué ejecutado, entrando el caballero bohemio á disfrutar los bienes, y siendo los dos hún- garos transportados fuera de los susodichos reinos, después de comunicarles la sentencia contra ellos ful- minada. La cual pareció á muchos excesivamente ri- gida y severa, máximamente á los deudos y amigos de los dos barones. Recordando, empero, que el pacto habla sido propuesto y libremente establecido por los ' perjudicados, hubieron de convenir todos en que su desenlace habla sido conforme á justicia, reconociendo que serviria de saludable ejemplo para el porvenif y de enmienda á muchos que livianamente y sin base nin- guna opinan que todas las mujeres han de ser de una misma calidad ; punto notoriamente falso, pues todos los días se nos demuestra por actos de nuestra expe-
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riencia, que entre las mujeres caben todos los defectos y todas las virtudes, conforme pasa entre los hombres.
Plugo á la reina que la animosa y honrada esposa de Ulrico fuese á la corte, en la cual se vió acogida por los monarcas con singular favor y de todo el mundo admirada con respetuoso extremo; é hizola la reina su dama de honor, otorgándole toda su preferencia y valimiento. El caballero, medrado en caudales y en dignidad, gozó por su parte sin medida del favor real, viviendo largamente en paz y tranquilidad con su be- llisima esposa, sin olvidarse del hechicero polaco, au- tor de la prodigiosa imagen, al cual regaló pródiga- mente, mandandole ricos dones.
Hallándose don Timbreo de Cardona en Mesina, acompañan- do al rey don Pedro de Aragón, se enamora de Fenicia Lionati, y azares que se sucedieron antes que la tomase por esposa.
ORRÍA el año de nuestra gracia, mil doscientos Aé ochenta y tres, cuando los sicilianos, cansados de
sufrir el dominio de los franceses, con inaudita crueldad asesinaron á cuantos en la isla se hallaban, un dia, á la hora de visperas; que tal era la voz de trai- ción propagada secretamente por toda la isla. No so- lamente perecieron en aquella matanza los hombres y mujeres de nación francesa, sino también murieron aquel mismo dia todas las sicilianas, de quienes se
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pudo pensar que estaban en cinta por haberse unido con un francés, y aun después de aquel día, si de al- guna mujer se probaba que estuviese preñada por obra de un francés, era muerta sin compasión. De esto na- ció el nombre de Visperas Sicilianas con que es cono- cido aquel hecho de tristisima memoria.
Noticioso del suceso el rey don Pedro de Aragón, prestamente se trasladó á Sicilia con su armada y ad- quirió el dominio de la isla, cediendo á las instancias del papa Nicolás III, el cual le declaró señor legitimo de dicha isla, como esposo que era de Constanza, hija del rey Manfredo. Larga estancia hizo el rey don Pedro en la ciudad de Palermo, donde estableció su corte con real y magnífico fausto, y alli celebró con notables fes- tejos la adquisición que habia hecho de aquel nuevo estado. Y llegáronle más tarde nuevas de que el rey Carlos II, hijo del rey Carlos I, que poseia el reino de Nápoles, se habia hecho a la mar con una formidable escuadra, y se dirigia á arrojarle de Sicilia, en virtud de lo cual juntó el rey don Pedro todos sus navíos y galeras y salió al encuentro de su enemigo; y hallá- ronse ambos enemigos trabando mortal combate en medio del mar, con sus armadas, entre cuyas gentes hubo número incalculable de muertos y heridos. Mas al cabo el rey don Pedro deshizo la escuadra de Carlos y á éste se llevó prisionero, yendo, para atender mejor á los negocios de la guerra, á establecerse en Mesina, por tener esta ciudad su situación más próxima á Ita- lia y poderse pasar desde ella á la Calabria por más breve trayecto. Allí vivía con su corte, rodeado de un esplendor real, y llenando la ciudad de animación y fiesta, pues como la pasada victoria tenia á todas sus gentes alborozadas y de buen talante, todo se volvia _ justas y bailes; y en una de estas fiestas acaeció que
cierto caballero, barón de alto linaje y por el rey te- nido en grande estima por su valor mostrado en las
pasadas luchas, vió á una joven, hija de maese Lionato Lionati, hombre noble de Mesina, y pare- cióle aquella tan escogida donce- lla, —como que no había en la co- marca otra mejor provista de gentileza, donaire y hermosura, — que se prendó perdidamente de ella, y poco á poco la llama amo- rosa fugalcanzando en el caballero tal crecimiento, que ya no le era posible vivir, ni lo quería, sin gozar de la dulce presencia de la doncella.
Llamábase este caballero, don Timbreo de Cardona, y Fenicia era el nombre de la joven. Y era aquél rico en extremo, pues por haber servido al rey don Pedro desde su infancia, éste le habia recompensado con es- pléndida largueza; y en aquellos días, por colmo á los infinitos dones que le tenia hechos, habiale. dado el condado de Colisano y además otras tierras, de suerte que sus'rentas ascendian á más de doce mil ducados,
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amén de la pensión que gozaba como adscrito al ser- vicio del rey.
Dióse Timbreo á pasar todos los dias por delante de la casa que Fenicia habitaba, reputándose feliz el día que conseguia verla. Fenicia, que aunque muy joven poseia discreción y sagacidad, no tardó en darse cuen- ta del motivo de tales paseos: y como decía del caba- llero la fama, que era uno de los privados del rey y que pocos en la corte alcanzaban mayor valimiento, ni obtenian mayor respeto de todos, Fenicia, que además de haber oido estas voces, veia por otro lado, al caba- llero gallarda y ricamente vestido, acompañado siem- pre de brillante servidumbre, y por añadidura galán y apuesto, con agradables señales de exquisita educación, comenzó también á mirarle y á mostrarle plácido el rostro, haciéndole á su paso gentil y amable reveren- cia. El caballero iba de hora en hora sintiéndose más abrasado de amor, y cuanto con másfrecuencia se go- zaban sus ojos en mirar á la doncella, tanto más se sentía dominado por la llama de aquel loco afecto; y como no pudiese ya resistir la inquietud de su ánimo, pues se moria por el amor de la encantadora joven, determinó al cabo que por todos los medios que á su alcance estuviesen, aquella divina belleza habia de ser suya. Mas todo su empeño fué vano; que á billetes, recados y embajadas ella respondió invariablemente que queria guardar su inviolada virginidad para aquel que fuese su esposo. Con esto andaba el desdichado amante lleno de pesar y desazón, y tanto más cuanto . - que nunca habia logrado que la muchacha guardase en su poder carta ó regalo que le hubiese enviado. Y vencido por su anhelo, mirando que la constancia de su amada era tal que no habia otro medio de reducir- la sino tomarla por esposa, única senda abierta al que aspirase á ser su feliz posesor, pensólo primero mu- cho y á espacio, y acabó por decidirse á hacer pedir al
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padre de Fenicia la mano de ésta. Asi pues, aunque no se le ocultaba cuánto de su rango descendia, con- sideró que en medio de todo, también á la joven abo- naba la antigua nobleza de su sangre, y acabó, de una vez, todas sus dudas. ¡Tan grande era la pasión que sentia! Resuelto, pues, en este punto, fuése al encuen- tro de un caballero mesinés, con el cual tenia intimo trato, y después de manifestarle su estado y su inten- ción, le impuso en cuanto deseaba que por su cuenta hiciese con maese Lionato. Dejóle el mesinés y fué á cumplir parte por parte la comisión que recibiera del caballero.
Maese Lionato escuchó alborozado la buena nueva que á su casa llegaba, y túvola por tanta dicha, no ig- norando cuánto era el mérito y autoridad de Timbreo, que sin pararse á consultar con parientes ni amigos, respondió complacidisimo, manifestando cuánta honra y placer recibía de que tan respetada persona tuviese el intento de emparentar con él; y corriendo presu- roso hacia su casa, refirió á su mujer y á su hija, la fortuna deshecha que por la puerta se les entraba. Grandemente se holgó Fenicia de las noticias de su padre y elevó al cielo su corazón devoto para darle gracias de que con tan glorioso fin se coronase su cas- to amor; y nose curaba de esconder la alegría que llevaba en su pecho.
Mas la fortuna que jamás se descuida en su tarea de frustrar las dichas de la tierra, tampoco esta vez dejó de poner impedimento á la deseada unión de los dos felices amantes. Y vais á escuchar cómo.
Divulgóse por Mesina la nueva de que don Timbreo de Cardona debia casarse dentro de poco con Fenicia, la hija de maese Lionato; nueva que generalmente fué agradable á todos los mesineses, por ser maese Lionato hombre que se hacia querer de las gentes, como que a nadie trataba de dar enojo por ninguna causa y an-
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tes servia en todo lo que Je era dable a cuantos sus servicios le pedian. Pero existía en la ciudad otro ca- ballero joven y de ilustre familia, llamado Girondo Olerio, valenciano, el cual se había distinguido por actos de valor en las pasadas guerras y era uno de los más liberales y espléndidos señores de la corte. Este tal acogió la noticia de la próxima boda, con todo el desagrado que cabe en humano pecho, á causa de que pocos días antes se habla fijado en las prendas seduc- toras de Fenicia y quedado por ésta ciegamente per- dido de amores; y de tal manera se sentía apoderado de la destructora llama, que daba por segura su muer- te si no conseguía que Fenicia fuese. su mujer. Y ya tenia determinado ir á pedirsela á su padre, cuando con el asombro y dolor que hemos mentado, supo la nueva de que su amada iba á desposarse con Timbreo;, y no hallando entonces lenitivo para su pena, de tal suerte se puso su mente á delirar, que arrebatado por la pasión amorosa y olvidando el respeto que á sí pro- pio, por su noble condición, se debia, lanzóse á un ex- tremo vituperable no ya en un caballero bien nacido, sino en cualquiera persona, por bajo que haya sido su nacimiento. Siempre, en todas las empresas militares, habia sido compañero de Timbreo, por lo cual les unia una amistad poco menos que de hermanos; pero en el asunto de sus amores, sea por lo que fuese, guardáronse una reserva que les mantuvo mutuamen- te ignorantes de su sentimiento. Deliberó, pues, Gi- rondo sembrar entre Timbreo y su amante una tan fiera discordia, que se rompiese la promesa de matri- monio; en cual caso se prometía alcanzar á la joven para el, pidiéndola á su vez por esposa. No demoró mucho tiempo la realización de esta culpable idea; que hallando con presteza hombre abonado para ayu- darle y servirle, diestramente le enteró de todo y le puso en aptitud de cooperar á su loco designio. Era el
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escogido por Girondo para confidente y ministro de su villania, un mozo cortesano, persona de corto en- tendimiento, al cual placia mejor el mal que el bien, y enterado con toda perfección del papel que en la trama de Girondo tenia que desempeñar, se fué á la siguien- te mañana en busca de Timbreo, y le halló que aún no habia salido de su casa y estaba solo paseando por su jardin. Y como se entrase el joven cortesano por el jardin adentro, el noble caballero que le vió se adelan- tó á recibirle, dispensándole la más cortés y afable acogida. Cambiáronse los habituales saludos, después de lo cual el joven dijo á Timbreo:
—Amigo mio, á esta hora temprana vengo en tu busca, para que hablemos de cosas para ti muy inte- resantes, puesto que á tu honor y a tu utilidad se re- fieren; y temiendo que podria soltar alguna frase que quizás te ofendiese, me anticipo á rogarte que me per- dones, mirando á mi deseo de servirte y pensando que me guia un fin noble y por ti interesado. Yo no abrigo duda de que lo que ahora voy á decirte, ha de serte de provecho. Y viniendo ahora al caso, he de decirte, cómo ayer he sabido que has tratado con maese Lionato de Lionati, que te casarás con su hija Fenicia. Y vete á la mano, señor y amigo mio, y mira lo que haces, que mucho le va en ello á tu honor. Asi - te hablo, porque yo sé de cierto caballero amigo mío, . que casi todas las semanas dos ou tres dias entra de noche en casa de Fenicia, y allí se está con ella gozan- do de su amor en sus brazos; hoy debe ir; hoy, te digo, esta misma noche, y yo he de acompañarle hasta la puerta, según suelo cada vez que allá va. Si tú quieres empeñarme tu palabra, y hacerme juramento de que no has de ofender á mi amigo, ni á mi, yo te proporcionaré ocasión de que lo veas todo. Y sábete, que van ya muchos meses que esto dura. La obliga. ción que tengo contigo y los muchos favores que me
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has prodigado, me inducen á revelarte este secreto; decide ahora lo que mejor te parezca, pues á mi me basta haber cumplido con lo que entendí ser mi de- ber.
Estas palabras dejaron á Timbreo lleno de estupor y de tal manera amargado, que estuvo á punto de perder la vida. Permaneció largo espacio revolviendo en su mente mil ideas, y dejando que la acerba y á su entender justa irritación se sobrepusiese en su pecho al leal y ferviente amor que por Fenicia sentia ; suspi- ró luégo, y dijo á su joven interlocutor:
—Amigo mio, no puedo ni debo sino quedarte eter- namente reconocido, al ver el amoroso cuidado que mi honor y estimación te inspira, y algún dia he de demostrarte el aprecio en que te tengo. Entretanto comprende mi gratitud, que es tan profunda cuanto puede sentirla pecho mortal. Y pues que de tu grado y voluntad te me ofreces á hacerme ver lo que yo ja- más hubiera imaginado, sea como me lo ofreces, y te ruego por esa caridad de tu ánimo que te ha traido á descubrirme tal bajeza, que libremente vayas á acompañar á ese tu amigo, empeñándote yo mi fe de buen caballero, que ni á ti ni á tu amigo intentaré hacer daño, amén de guardar siempre el secreto muy callado á fin de que ese amigo pueda seguir gozando en paz de su amor; que no hay en esto culpa de nadie, sino mia, que debi andar más precavido, como he de serlo ahora, pues ya dispongo mis ojos á avizorarlo todo diligentemente.
Contestó el joven á Timbreo:
—Esta noche, á las tres, os dirigiréis á la casa de maese Lionato, y escondiéndoos en las ruinas del edi- ficio que hay alli cerca, ponéos en acecho.
Correspondía á la parte de estas ruinas una fachada del palacio de maese Lionati, y por este lado habia una sala antigua á cuyas ventanas, que noche y dia
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estaban abiertas, solia asomarse Fenicia de cuando en cuando, para disfrutar mejor de la belleza del jardin; maese Lionati, con toda la familia, habitaba el ala opuesta, pues el palacio era de los de construcción antigua, espacioso y capaz no ya para contener la fa- milia de un noble, sino toda la corte de un principe.
Habiendo pues acordado lo que se ha dicho con el de Cardona, el joven engañador se volvió en busca del pérfido Girondo, manifestándole todo cuanto le habia ocurrido con aquél, dando con su relato sin igual con - tento al nombrado Girondo, que ya se vió en el térmi- no de su proyecto villano. Llegada Ja hora que conve- nida estaba, aquel desleal y pérfido vistió ricamente á un criado suyo, de antemano instruido, y perfumole con suaves y finos olores, despidiéndole luégo á él y al joven que hablara por la mañana con Timbreo; sa- lieron juntos, seguidos de otro servidor que llevaba á la espalda una escalera de mano.
Asi las cosas ¿cuál no seria el dolor y la perturba- ción que en su ánimo sentiria el noble Timbreo, y cuáles los pensamientos que como nubes y torrentes cruzarlan por su mente en todo aquel malaventurado dia ? ¿Pudiera alguien decirlo, alguien explicarlo? Yo, por mi, comprendo que me esforzaría en balde. In- apetente y decaido anduvo todo el día el desdichado y harto crédulo barón, y mostrando á sus gentes un rostro tan mudado, que á todos parecia más muerto que vivo. Y media hora antes de la hora concertada, fué á situarse en el sitio ruinoso que estaba contiguo al jardin de Fenicia, y cuya disposición le permitía ver con toda comodidad á todo el que pasase por la calle, y alli se quedó aguardando, aun pareciéndole imposible que Fenicia se hubiese entregado á las ca- ricias de otro hombre. Alternaba este pensamiento con el de que las mujeres son mudables, ligeras, tor- nadizas, desdeñosas y sensibles á la novedad, y de esta
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suerte, ora excusándola, ora dirigiéndole mil repro- ches, se mantenía oculto y dispuesto a espiar todo lo que ocurriese. No era la noche muy oscura, mas si muy reposada, y apenas distinguió el caballero que se acercaba ruido de pisadas, y alguna que otra pala- bra, aunque confusa á sus oidos, se puso á obser- var con más atención, y vió que pasaban tres. hom- bres, en uno de los cuales reconoció al joven palacie- go de aquella mañana, no llegando á conocer quiénes fueran los otros dos. Al pasar esos tres hombres junto al lugar en que él se escondía, oyó que el que iba per- fumado y vestido con traza de amante, decia al que llevaba la escala :
— Atiende tú á colocar la escala con todo el tiento, de forma que no dé el menor golpe, pues la última vez que alli estuvimos, se me dolió mi Fenicia de que habias apoyado la escala con mucho ruido. Conviéne- me en este negocio gran destreza y mucho secreto.
Sintió Timbreo que estas palabras le pasaban el co- razón como la hoja de una espada; y aunque se veia solo, y no llevaba más arma que su acero, mientras que los que cruzaban, además de ceñir la espada, iban ar- mados de lanzas, amén de que podian traer más gente detrás, prevenida para su defensa; no obstante, eran tan crudos y fieros los celos que el corazón le roian, y tan grande la cólera en que se inflamaba, que estuvo próximo á salir de su escondite, y animosamente ce- rrar contra los presentes, y matar al que se decia aman- te de Fenicia, Ó hacerse matar por él, concluyendo asi en un momento sus afanes. Acordóse, empero, de la fe que habia empeñado, y de que seria villana desleal- tad y falsia agredir á los que iban fiados en su palabra; asi, conteniendo toda su ira y revolviéndose dentro de si mismo, quebrantado de pena y de furor, aquietó sus impetus y aguardó a saber el término de aquel lance.
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Llegaron los tres paseantes al pié de la ventana de la casa de maese Lionati, por el lado que se ha dicho, y con mucha suavidad apoyaron la escala contra el pretil, y el que fingia ser el amante subió por ella, entrándose por la ventana como si le fuese aquel acto muy familiar y hubiera en la casa quien le guardase acogida. Y viólo el desconsolado Timbreo, y creido ya firmemente de que el que en la sala había entrado iba á pasar la noche en los brazos de Fenicia, se sintió he- rido de dolor imponderable, y alli, entre. aquellas rui- nas, estuvo á punto de morir; mas tanto pudo en seguida la fuerza de su ira, que él creía justa, que lan- zando de su pecho todo sentimiento celoso, convir- tió su amor en odio cruel y ensañado. Y no quiso aguardar á que saliese su rival, y alejóse del lugar donde se ocultaba, yéndose á su morada atormentado de negros pensamientos. El joven cortesano que le vió salir y le reconoció perfectamente, harto claro se dió á entender lo que por el caballero pasaba. Por lo cual dentro de poco hizo una señal convenida, para que saliese el servidor disfrazado y descendiera por la escala, y hecho esto, los tres se volvieron juntosá casa de Girondo. Oyoó éste el relato de todo lo sucedido, y felicitóse mil veces por el buen éxito de su invención, creyéndose ya dueño y posesor de los encantos de la bella Fenicia. |
Poco durmió Timbreo aquella noche, y temprano dejó la cama; y habiendo mandado llamar á aquel ciudadano mesinés, por cuya mediación pidió la mano de Fenicia, impúsole en todo cuanto le quería nuevamente confiar. Enterado éste del propósito y voluntad de Timbreo y compelido por él á obrar con toda prisa, fuése á la hora del desayuno en busca de maese Lionato, y hallóle que se paseaba por el salón de su casa, esperando que le sirvieran su refacción, y alli en su compañía estaba la inocente Fenicia, ocupa-
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da en cierta labor de su sexo, juntamente con dos her- manas suyas menores que ella y dirigidas las tres por su madre. Maese Lionato recibió al ciudadano con grandes extremos de amabilidad y cortesia, después de los cuales dijole este último:
— Vengo, maese Lionato, á desempeñar cierto en- cargo que del señor Timbreo he recibido para vos y . para vuestra mujer y vuestra hija.
— Bien venido sois— respondióle Lionato.— Decid qué encargo «es ese. Acércate, esposa mia, y tú, Feni- cia, llégate también á oir lo que nos manda el señor Timbreo. |
Y entonces el enviado habló de esta manera:
— Sábese vulgarmente, que á quien con titulo de embajador procede, no ha de alcanzarle culpa ni pena por lo que tiene misión de hacer ó decir. Á vosotros vengo en nombre de otro, y á fe lamentandome de que no tenga nueva más placentera que daros. Ahora bien; el señor Timbreo de Cardona, á vos, maese Lio- nato, y á vuestra esposa me manda decir, que debéis buscaros otro yerno, puesto que él'no quiere teneros por suegros; y añade que no es por falta vuestra, puesto que os estima como personas leales y de bien, sino por haber visto con testimonio de sus ojos, tales liviandades de Fenicia, que jamás de otro modo las hu- biera creido; y esta es la razón porque os devuelve la palabra y os deja en libertad. Y á ti, Fenicia, por mi boca te dice, que nunca para el amor que te consagra- ba, pudo esperar el miserable premio que ha recibido, y siendo asi, que te busques por ahi otro marido, bien como supiste buscar otro amante, ó que veas de casar- te con aquel á quien has dado tu virginidad; pues por lo que á Timbreo respecta, repudia desde ahora tu trato y renuncia á llamarte su mujer; que primero diste en hacerle tu engañado, que tu marido.
Al escuchar esta amarga é injuriosa embajada, Fe-
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nicia se quedó muerta, y otro tanto pasó á maese Lio- nato y á su pobre mujer. Mas volviendo en su acuerdo y recobrando el ánimo que casi por entero le habla . dejado, maese Lionato dijo al que en nombre de Tim- breo les hablaba:
— Hermano, siempre, desde el primer instante en que me hubiste hablado de ese matrimonio, abrigue sospecha de que el señor Timbreo no mantendria su demanda; que no se me ocultó la indignidad de mi pobreza y la bajeza de mi condición, tratándose de la suya. Mas paréceme, con todo, que si ese noble señor se arrepiente de su propósito y desiste de su matri- monio, debió bastarle asi decirlo llana y claramente, mas no echar sobre mi hija la mancha de torpeza y liviandad que acabas tú de echarle. Á mi bien se me alcanza que nada en el mundo esimposible, aun lo que menos sea de pensar, pero sé también que he criado á mi hija para honrada, y cuáles son sus inclinaciones y sus costumbres. Dios, por medio de su justicia, pro- veerá algún dia al esclarecimiento de la verdad.
Con esta respuesta marchóse el ciudadano, y maese Lionato se quedó en su casa bien persuadido de que todo el origen de tal caso era que Timbreo se habia arrepentido del proyectado matrimonio, por conside- rarlo poco digno del lustre de su raza. Era, en verdad, el linaje de maese Lionato, muy antiguo en Mesina y de clara nobleza, y gozaba en la ciudad de estimadisi- ma reputación; pero sus riquezas eran las de un hidal- guillo oscuro, sin que bastase á realzarlas el recuerdo de que sus abuelos las tuvieron en holgada abundan- cia, procedentes de tierras y castillos solariegos con amplisima jurisdicción, habiendo, empero, sucedido que con las peripecias de Sicilia y con las guerras ci- viles, todo aquel patrimonio paró en ruinas, conforme en otras familias y linajes se ha visto. Por esto pensa- ba el buen padre, que no pudiendo imaginar de su
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hija cosa torpe, ya que nada de cuanto en ella obser- vara se la hacia presumir, todo lo acaecido debia atri- buirse á desdén que el caballero sentía por su merma- da fortuna y humilde posición.
En cuanto á Fenicia, á la cual por la fuerza del dolor y por el vencimiento de su debilidad, asaltaron en aquel acto varios accidentes € insultos, viéndose con tan solemne injusticia acusada, y no hecha, como tier- na y delicada niña, á los golpes fieros del infortunio, se sentía sin aliento ni aun para pensar, y mejor deseaba morir que conservar aquella ingrata existencia. Y al cabo de su estupor y de sufrir el tormento de una sola idea, hubo de caer totalmente desvanecida, que la tu- vieron por muerta, y en brazos la llevaron á su lecho, donde se rehizo tan poco, manteniendo su palidez mortal, que cualquiera la tomara por un mármol, antes que por un cuerpo vivo. Acudieron todos á re- mediarla con paños calientes y otros auxilios, con lo cual lograron después de mucho devolverle el conoci- miento y el calor de vida. Fueron llamados médicos, y como estas son cosas que pronto se traslucen, comenzó á propagarse por la ciudad el rumor de que la hija de Lionato se hallaba enferma de tal gravedad, que se des- confiaba de su salvación. Á esta voz, corrieron muchas damas nobles, amigas y parientas, á visitar á la des- consolada Fenicia, y como se enterasen de la causa del -mal, se esforzaban todas en dirigirle consuelos, no sin que luégo, aparte y por su cuenta, según es uso donde se juntan mujeres, se entregasen á mil comentarios de aquel suceso, vituperando con toda suerte de repro- ches la conducta del de Cardona. No cuidaron las que asi departian, de ponerse tan apartadas de la cama en que yacia la joven enferma, que ésta no oyese toda su conversación; antes escuchado por ella cuanto dijeron, y mirando que, compadecidas de su desdicha, todas lloraban, rogóles que se aproximasen más á la cama,
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y viéndolas agrupadas enderredor, hablóles con lasti- mero acento, de este modo:
— Señoras y amigas mias, enjugad ese llanto que vertéis, puesto que á vosotras no os alivia de nada y á mi me sirve de nueva amargura, no siendo además provechoso para remediar el terrible trance en que me veo puesta. Asi plugo á Dios deparármelo, y hay que sufrirlo con paciencia. El dolor que yo más crudo experimento, el que poco á poco me va cortando los hilos de esta desventurada vida mia, no es el de verme repudiada, por más que esto en el alma acerbisima- mente me duela; sino lo que amarga y quebranta el pecho, es la forma de este repudio, que me destroza lo vivo de las entrañas, y me condena á perpetua aflic- ción sin esperanza de remedio. Dijera el señor Tim- breo, que no gustaba de mi para esposa suya, y fuera todo enhorabuena; pero el modo como rehusa mi mano es tal, que yo no dudo que me ha de atraer el vituperio de toda Mesina y su reprobación severa, por un pecado que yo, no digo jamás cometi, pero ni aun barrunté en el más remoto limite del pensamiento. Y sin embargo, yo voy á ser tenida como liviana ramera, y señalada por las calles con el dedo. Siempre recono- ci, y reconozco todavia, que mi calidad no se igualaba a la de tan alto caballero y barón, como lo es el señor Timbreo, y jamás tuve por mi sola ni soñación de ca- sarme con un tan elevado personaje. Mas harto se sabe quiénes son los Lionati, así por su nobleza como por el antiquísimo lustre de su sangre, pues viene su fa- milia de los más antiguos nobles de esta isla; y hablen por mi las escrituras y pergaminos, en cuyas letras se hallará descender los mios de una selectisima familia romana, anterior al tiempo de la encarnación de Nues- tro Señor Jesucristo. Y si confieso que, mirando á la cortedad de riquezas, yo no era digna de ese opulento magnate, digo también y protesto que nunca fui digna
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tampoco del vergonzoso abandono en que ahora me deja; que yo he mostrado con mis actos ser punto cla- rísimo, no haber jamás pensado en dar á otro lo que el derecho manda guardar para el marido. Y si esto es cierto, sábelo Dios del cielo, cuyo santo nombre sea alabado y bendecido. Y ¿quién sabe si el designio sa- grado de la majestad divina se propone con este con- tratiempo salvarme de mayor pena +? Que pudiera ser que habiéndome casado se desvaneciese mi razón con tan rápido encumbramiento, y me volviese soberbia y altiva, y desdeñosa con mis iguales é inferiores, y hu- biese desconocido ú olvidado la bondad del Señor para conmigo. Asi, pues, haga Dios de mi lo que bien le agrade, y séale este trabajo mio acepto para la reden- ción de mi alma; y con todo mi corazón alzo á sutrono los ojos, para suplicarle que abra á la luz el juicio del señor Timbreo, no para que vuelva á quererme por esposa, puesto que yo me muero, sino para que reco- nozca que mi fe no era el objeto vil que él ahora des- precia, y vea con todo el mundo, que jamás cometi esa locura y vituperable error por el cual contra toda ra- zón me veo inculpada; de este modo, si con infamia muero, algún día resucitará mi fama justificada. Góze- se mi perdido amante, en paz con otra mujer, para la cual Dios le haya destinado, y viva feliz con ella por largos años; á mi, dentro de pocas horas me bastarán unos cuantos piés de tierra. Valga á mi padre y á mi madre y a todos mis parientes y amigos, un consuelo en medio de su quebranto, y es que soy inocentisima de la vergienza que me han querido imputar; y sirva- les de testimonio la fe mía que como reverente hija les doy, pues otra prenda de mayor eficacia ni testimonio de mayor crédito no puedo ofrecerles. Á mi me es su- ficiente dicha, que ante el tribunal de Cristo haya de ser conocida mi inocencia, y asi, á aquel que mele dió encomiendo mi espiritu, que ansioso de romper la
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cárcel de este mundo terreno, buscando el camino de la gloria, tiende las alas y se me quiere huir.
Acabando de decir estas palabras, asaltóla de pronto tan vivo dolor en el corazón y oprimiósele este de tal manera, que aunque deseaba seguir hablando, ya no pudo, y comenzó á perder la voz, bisbisando medias palabras que de ninguno delos circunstantes eran en- tendidas; y al mismo tiempo se difundió por todos sus miembros un sudor heladisimo, de suerte que se que- dó cruzadas las manos é inmóvil, y cuantos allí esta- ban la creyeron muerta. Los médicos que todavia la segulan asistiendo, como viesen que ningún remedio de los suyos era bastante á retornarla de aquel grave accidente, dejáronla también por difunta, manifestando que la acerbidad del dolor era tan grande, que la ha- bla matado; y se fueron. Á poco, las amigas y parien- tas que sostenian en sus brazos el cuerpo de Fenicia, sintieron que en ésta se extinguila totalmente el pulso y que se quedaba yerta, por lo cual juzgaron que en efecto la doliente joven había expirado. Llamóse nue- vamente á uno de los médicos, y éste, no hallándole pulso, declaró que de positivo era muerta. Cómo se desataron entonces todos los asistentes, en quejas, y lágrimas, y suspiros desconsolados, es cosa que dejo á vuestra consideración. El pobre y desesperado padre, la afligida y desatinada madre se entregaban á tales extremos de pesar, que hubieran enternecido á una roca. Y á sus lamentos se unian los de las damas y otra gente que en aquel acto se encontraba.
Iban ya transcurridas cinco ó seis horas y se dicta- ban las debidas providencias para el entierro, dispo- niéndolo para el dia siguiente. Marcháronse poco á poco toclos los circunstantes, y cuando se quedo sola la madre, que seguia más muerta que viva, con una su cuñada, mujer de un hermano de Lionato, ambas a dos, sin querer más auxilio ni compañia, mandaron
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calentar agua, y se encerraron en el aposento; desnu- daron á Fenicia y comenzaron á lavarla con el agua caliente. Cerca de siete horas hacia que los alterados sentidos de'la joven estaban en suspenso, cuando con el calor del agua los helados miembros se restauraron
y volvieron á hacer su oficio; y dando la joven señales manifiestas de estar viva, comenzó poco á poco á en- treabrir los ojos. La madre y la cuñada estuvieron por lanzar un grito de espanto; mas recobrando el ánimo aplicaron la mano al corazón de la doncella y sintieron que daba algunos latidos. Con esto acabaron de con- vencerse que la muchacha vivia, y dejando todo estré- pito para después, comenzaron á socorrerla con paños calientes y otros remedios, y tanto hicieron, que Feni- cia casi volvió en si del todo y abriendo los ojos, lanzó un profundo suspiro y pronunció:
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—¡ Ay de mi! ¿dónde estoy ? —+¿No ves, hija de mi alma—le dijo la madre,—que - estás aqui conmigo y tu tia > Te habia sobrevenido un accidente de tal fuerza, que en verdad crelamos que eras muerta. Pero ¡loado sea el Señor que te conserva la vida!
—¡ Ay !—respondió Fenicia. —¡Cuánto mejor no fue- ra que me hubiese muerto y salido de tantos afanes!
—Hija mia,—dijéronle la madre y la tia, —á Dios pla- ce que vivas; vivir primero, que á lo demás no ha de faltar remedio.
La madre, conteniendo apenas la alegría que expe- rimentaba, entreabrió la puerta de la estancia y man- do llamar a maese Lionato, el cual acudió incontinente. No hay que pintar su alegria al ver á su hija reco- brada ; acaricióla, y después de imaginar varios par- tidos, acordó que por primera providencia se ocultase á todo el mundo aquella especie de resurrección, pro- poniéndose, para mejor encubrirla, mandar á la joven fuera de Mesina, á la quinta de su hermano, cuya es- - posa se hallaba en la cámara presente. Restablecióse brevemente la joven, á fuerza de alimentos delicados
y excelentes vinos; y después que la vió su padre - vuelta á la primitiva lozania y belleza, mandó llamar al hermano, dueño de la quinta á donde pensaba en- viarla, y le instruyó de todo cuanto había proyectado. Y acordaron un programa de acción, que fué el si- guiente: llevóse messer Girolamo (que este era el nombre del hermano) á Fenicia á su casa, la noche si- guiente á la fingida muerte de aquella, y alli la guardó con su mujer en el más estrecho recogimiento. Hecha luégo provisión de cuanto era menester, una mañana, temprano, envió fuera de la ciudad á su mujer y á Fe- nicia, acompañadas de una hija de aquella y una de las dos hermanas de ésta, niña de trece a catorce años; y Fenicia tenia diez y seis. Y todo esto hacian con el
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propósito de que andando el tiempo y pasados dos ó tres años, Fenicia más crecida y mudada la traza, como con el desarrollo de la edad sucede, pudiese ca- sarse bajo un nombre distinto y otra condición su- puesta. El día siguiente al del insulto de la joven, se propagó por toda Mesina la nueva de que Fenicia era muerta y mandó messer Lionato que se dispusiesen las debidas exequias, según fuesen correspondientes a su estado. Hicieron construir un ataud, y en él en- cerró la madre yo no sé qué, a escondidas de todo el mundo, y lo hizo luégo cerrar con pez, á fin de que más tarde no pudiese descubrirse el engaño; asl es que todo el mundo creyó que dentro de aquella caja iba el cadáver de Fenicia. Á la noche, messer Lionato y sus parientes, vestidos de negro, acompañaron el ataúd hasta la iglesia, afectando lo mismo el padre que la madre tan profundo pesar, como si verdadera- mente fuese el cuerpo de su hija el que habían visto conducir á la sepultura. Lo cual despertó un general clamor de piedad, pues divulgada la causa de la muer- te, nadie en Mesina dejó de creer que el caballero ha- bia forjado aquella fábula para librarse de su compro- miso. A
Fué, en consecuencia, sepultado el ataúd en medio del llanto de toda la ciudad; y sobre la fosa se levantó un monumento de piedra con el blasón de los Lionati esculpido, y una losa en la cual messer Lionato mandó grabar el siguiente epitafio:
Fenicia me llamé; y honradamente de un pérfido barón fuí desposada, el cual, por recoger su fe jurada,
vil culpa me imputó dolosamente.
Yo, que era tierna virgen é inocente, al verme sin justicia así manchada, primero muerta fuí, que señalada ¡Oh triste! por ramera de la gente.
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Ni fué á mi muerte necesario el hierro; que más pudo el mirarme escarnecida, y el dolor, y el espanto, y la vergienza.
Al mundo muestre Dios el torpe yerro, y pues no ya el esposo que me olvida, á duelo el mundo y á piedad se venza.
Celebráronse las tristes exequias, y en virtud de lo ocurrido se suscitaron en todas partes mil con- versaciones, tratándose de la causa de haber muerto Fenicia, y no habia quién no se mostrase consternado, puesto que nadie sospechaba la ficción del suceso; todo lo cual hubo de influir en el ánimo del de Car- dona, que comenzó á sentirse poseido de intima pena y de una cierta desazón de espiritu, que no acertaba á qué atribuirla. Á él le parecia que no podia ser objeto de reproches, puesto que por sus ojos habia visto su- bir un hombre por la escala y penetrar en la casa. Con todo, meditando luégo en lo que habia ocurrido, y habiéndose templado en gran parte el enojo, para dejar acceso á la razón, vino á pensar que el desconocido que en la casa entró, pudo hacerlo, bien por otra mu- jer, bien con el intento de robar. Acordábasele que la casa de messer Lionato era muy grande y que en el ala que cala sobre el jardin no habitaba nadie; y con- sideraba que durmiendo Fenicia en compañía de su hermana, en una cámara más interior que la de su pa- dre y su madre, y habiendo de pasar por esta última para llegar á la parte del jardin, no podia acudir á las citas de aquel incógnito amante. De suerte que com- batido y contristado por sus propios pensamientos, no sabia el caballero darse un instante de reposo.
Asimismo el joven señor Girondo, enterado de la muerte de Fenicia y acusándole su propio corazón de haber sido el verdadero homicida y verdugo de la don- cella, no se perdonaba á sí mismo la invención de su
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torpe calumnia, ni el haber sido con ella motivo de tanto escándalo; por lo que atormentado en el alma de dolor hondisimo, dos ó tres veces estuvo á punto de henderse el pecho con un puñal. Y no podia comer ni dormir, viviendo todo el día como un orate, ó como un poseido; y de este modo, frenético siempre, no ha- bia quietud ni descanso para él. Por fin, al séptimo día de los funerales de Fenicia, no pudo contener por más tiempo el afan que le torturaba y sintióse con ejecutiva necesidad de descubrir á Timbreo la maldad que habia consumado, y resuelto á decirselo, aquel mismo día, á la hora en que solían las gentes de la ciu- dad irse cada cual á su casa para el desayuno, enca- minose el al palacio del rey y alli encontró á Timbreo que salia para su casa. Detúvole y le dijo:
—Timbreo, quisiera, si no os fuese enojo, queos vinié- raisconmigo ahi cerca, para un asunto que me importa.
El caballero, que á Girondo distinguia como buen camarada y amigo de corte, siguióle sin replicar, y saliéronse ambos del palacio departiendo sobre varias cosas; y de esta suerte llegaron en poco tiempo á la iglesia donde se habia construido el sarcófago de Fe- nicia. Una vez estuvieron alli, mandó Girondo á sus criados que ninguno de ellos entrase en el templo, ro- gando al de Cardona que otro tanto ordenase á los su- yos, como asi lo hizo. Entraron, pues, los dos solos en la iglesia, cuyo recinto estaba desierto, y dirigióse Gi- rondo á la capilla donde estaba la fingida sepultura, seguido siempre de Timbreo. Penetrando en la capi- lla, Girondo se hincó de rodillas ante el sepulcro y desenvainó un puñal que traia al cinto y desnudo lo puso en la mano de Timbreo, que maravillado espe- raba comprender todo aquel misterio, tanto más lejos de sospecharlo, cuanto que aún no habia advertido qué sepultura era aquella delante de la cual su amigo se habia postrado. |
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Volvió Girondo hacia Timbreo el rostro inundado de lágrimas, y rompiendo en precipitados sollozos, asi le habló:
—Magnánimo y noble caballero: aqui me ves, que habiéndote según mi juicio, hecho mortal é irredimi- ble ofensa, vengo, no á pedirte perdón, puesto que la magnitud de mi culpa no lo merece, ni me deja espe- rarlo; antes bien te digo, que si deseas hacer cosa dig- na de tu valor, si quieres obrar caballerosamente, si pretendes consumar un acto que acepto sea a Dios y alabado por los hombres, que hundas ese hierro con que tus manos he armado, en este pecho desleal, encierro del corazón más traidor. Haz de mi sangre villana y corrompida justo holocausto y dedicalo á es- tos restos sacratisimos que aqui reposan, de la ino- cente y desventurada Fenicia; pues has de saber que yo de su dolorosa y temprana muerte he sido único causante. Y si tú, más compasivo que yo lo soy de mi mismo, el castigo me niegas, que á ley de justicia te reclamo, yo con mis propias manos he de darte la ven- ganza sangrienta que aqui procede. Aunque bien es- pero de ti, que eres caballero noble y leal, y que nun- ca toleraste en tu nombre ni la sombra de una leve mancha, que no ha de valerte piedad hacia mi, para detener tu brazo, pues te atañe esta venganza, que es tuya y de la infortunada Fenicia, á quien tanto amaste.
Al escuchar Timbreo, que aquella era la sepultura de la bella Fenicia, y asombrado con las expresiones que su amigo le dirigía, no acertaba á explicarse el significado de semejante escena y se mantenía perple- jo sin palabra que decir; hasta que finalmente, domi- nado por no sé qué emoción, comenzó á llorar amar- gamente, rogando á Girondo que se levantase y más claramente le expusiese cual era su objeto; y al propio tiempo lanzo lejos de si el puñal que tenía en la mano. Tanto rogó y obligó, que al cabo Girondo se puso en
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pié, y sin que se interrumpiera su lloro comenzó á hablarle de esta manera:
—Has de saber, amigo y señor mio, que yo améeá Fenicia con ardentisimo fuego, tan entrañablemente, que si viviera cien años no esperara en toda su dura- ción hallar consuelo, ni olvido de ese amor; que él y no otra causa, ha sepultado en esta fosa á aquella gen- til y adorada niña, pues yo fui quien, desesperando de ganar su correspondencia, ni la más leve gracia de su amante favor, y habiendo sabido que tú eras el elegi- do para la gloria de ser su esposo, yo fui quien, cega- do por mi desenfreno y apetito, pensé en hallar medio que te disuadiese de casarte con ella, á fin de que lué- go la alcanzara yo con facilidad, pidiéndosela á su pa- dre. Y no acertando á imaginar otra esperanza para mi ferviente pasión, y á otra cosa no mirando, dime á urdir una trama la más pérfida de cuantas han urdido traidores, y dispuse aquel engaño con que tú te per- suadiste y creiste ver que un hombre entraba de noche en casa de tu prometida; y sabe ahora que aquel hombre no era sino uno de mis servidores. Y aquel . Otro que fué á hablarte y á darte á entender que Fe- nicia se habia entregado á otros brazos que no eran los tuyos, iba por mi instruido y por mi enviado á desempeñar aquella infame embajada; esta fué toda la causa de que al siguiente día repudiases á Fenicia, y esta la ocasión de que muriese de dolor y aqui, en esta sepultura, parase. Yo he sido, pues, el tirano, yo el verdugo, yo el asesino, yo el ofensor tuyo y de la fama honradisima de aquella virgen; y.yo soy ahora, el que aqui de hinojos y los brazos en cruz (y aqui de nuevo se arrodilló, y extendió los brazos), te imploro que de mi negra y ominosa crueldad quieras tomar sañuda y conducente venganza, que me pesa la vida y la aborrezco, pensando haber sido miserable autor de tanto escandalo y desventura.
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Estaba Timbreo oyendo, y caianle las lágrimas por el rostro hilo á hilo; mas consideraba al propio tiempo que el error cometido era irreparable y que muerta ya Fenicia no le era dado, aunque sacrificara al mundo, restituirle la existencia, y decidia no ensañarse contra Girondo, antes perdonarle su falta y conseguir que el concepto de la doncella fuese restablecido y reparada la honra que tan sin razón y con tal vituperio le ha- bia sido arrebatada. Quiso, pues, que Girondo se le- vantase de su posición postrada, y mirándole con des- consolados suspiros y bullentes lagrimas, en esta for- ma le hablo:
—¡Oh, cuánto mejor me fuera, hermano mio, no haber nacido á la luz de este mundo, Ó ya que naci, haber estado sordo, que jamás oyera palabras para mi tan graves y dolorosas como las que acabas de de- cirme! Que ya no habrá dicha para mi en la tierra, puesto que por crédulo en demasía, he matado á aque- lla, cuyo amor y cuyas singulares y excelentes virtu- des y gracias, que el cielo con mano pródiga las sem- bró en ella, merecian por cierto, de mi otro galardón, que no ignominia, y calumnia, y prematura muerte, nunca bastantemente llorada. Pero puesto que asi lo quiso Dios, cuya voluntad todo lo rige y sin la cual no se mueve la hoja de un árbol, y puesto que todo lo ocurrido sólo admite reprensión, mas no enmienda, no esperes que yo tome de ti venganza alguna ; fuera esto perder un amigo sobre otro amigo, y añadir amargura sobre otra amargura, sin que por esto el alma purisima de mi doncella malograda retornase á su castisimo cuerpo, que finió ya su carrera. De una cosa tan sólo quiero hacerte reproche, á fin de que no vuelvas á caer en semejante error; y es que debiste hacerme participe de tu amor, pues sabias tú que yo estaba enamorado y yo de ti no lo sabia; que de ha- bérmelo dicho antes que yo fuese á pedirsela á su pa-
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dre, yo te habria cedido el bien de aquella amorosa empresa, y obrando como es práctica de caballeros generosos y magnánimos, me venciera á mi mismo y antepusiera la amistad al deseo; Ó quizás fueras tú el que, vencido por mis razones, te habrias separado de la contienda, evitando asi el escándalo producido. Pero lo hecho, hecho está, y no hay remedio que atrás nos vuelva. Por lo tanto, bástame que me complazcas en lo que te diga, y estés á todo lo que me convenga.
—Manda, amigo y señor—dijo Girondo—que todo he de hacerlo sin replicar.
—Quiero—continuó Timbreo—que á la culpa que entrambos á dos cometimos, tratando á Fenicia de liviana, pongamos toda la enmienda posible, restitu- yéndole su fama y tributando á su memoria el debido honor, primeramente delante de sus padres y luégo de todos los mesineses, pues hoy por hoy, divulgado lo que yo le hice decir, toda la ciudad podria creer que aquella casta niña no fué más que una mujer del partido. De otra suerte, á todas horas creería tener ante mi vista la airada sombra de la infeliz, y escuchar su acento clamando a Dios venganza contra mi.
Á esto, siempre llorando, respondió Girondo:
—Á ti, señor, te toca mandar, y a miobedecer. Ami» go era antes tuyo; ahora, por virtud de la injuria que te he hecho, y que tú, a fuer de generoso y leal caba- llero, perdonas á este pérfido y villano, servidor te soy y rendido esclavo.
Dichas estas palabras, ambos caballeros se postraron ante la tumba y, los brazos en cruz, llorando amarga- mente, el uno su falta y el otro su credulidad, pidie- ron perdón á Fenicia y a Dios. Enjugáronse luégo las lágrimas, y quiso Timbreo que Girondo le acom- pañase á casa de messer Lionato. Salieron, pues, en compañia y hallaron á messer Lionato, que en aquel punto se quitaba de la mesa, después de comer con
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algunos de sus parientes; maravillóse el messer cuan- do oyó que los dos caballeros iban con pretensión de hablarle, y saliendo á recibirles dispensóles cortés aco- : gimiento. Al ver los dos nobles á messer Lionato y á su mujer vestidos de luto, despertóseles la idea de la pérdida de Fenicia, y rompieron á llorar con tal vio- lencia que no les era fácil pronunciar una palabra. Dieronles dos escaños y sentáronse todos, y después de nuevos suspiros y sollozos, el señor Timbreo en presencia de todos cuantos alli estaban, narró la dolo- rosa historia, causa, según él creia, de la triste y pre- matura muerte de Fenicia; y concluido el relato, hin- cose de rodillas, al par del señor Girondo, y pidió al padre y á la madre perdón de su impiedad y lacura, Messer Lionato lloraba de enternecimiento y de go- zO, y abrazó repetidas veces á entrambos jóvenes diciéndoles que les perdonaba la injuria; y elevaba desde el fondo de su alma gracias a Dios, pues al fin permitia que Fenicia se viese rehabilitada.
Después de mucho razonar sobre los referidos pun- tos, Timbreo se volvió á messer Lionato y le dijo:
—Señor y venerado amigo mio: aunque no ha que- rido la suerte aciaga que yo llegase á llamarme vues- tro yerno, según era mi ardiente deseo, sin embargo, yo os pido con todo mi encarecimiento, y en cuanto yo alcance os conjuro, que de mi persona y de mis bienes os digneis hacer el mismo uso que hiciérais si en realidad nuestro parentesco se hubiese establecido; pues siempre os tendré en respeto y obediencia, como un humilde hijo debe tener á su padre. Y si os resol- véis á mandarme, veréis mis actos conformes con mis palabras, pues no imagino cosa de este mundo, por difícil que sea, que yo no esté dispuesto á hacer por vos.
El buen anciano dió con cariñosa expresión las gra- cias á Timbreo, y finalmente le dijo:
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—Puesto que con tanta largueza me ofrecéis y ya que la fortuna adversa ha hecho imposible nuestra afi- nidad, una cosa me atreveré á suplicaros, la cual no os ha de ser en verdad costosa; y es, que os pido por la lealtad que en vos reina y por todo el amor que tuvié- rais á la desventurada Fenicia, que cuando entréis en deseo de tomar esposa, que vengáis á notificáarme- lo; y que siempre que yo os la ofrezca digna de vos y á vuestro gusto, esa aceptéis con preferencia á cual- quier otra.
Juzgó Timbreo que era bien humilde compensación esa que el desconsolado viejo pedia de tan grande pérdida, y tomóle la mano, y besósela, respondién- dole asi: |
—Señor, puesto que tan poca cosa solicitáis de mi, cuando yo tan fuerte obligación os debo, y cuando es todo mi afan demostraros el placer con que os com- plazco, os prometo que no solamente no he de casar- me sin que vos lo sepáis primero, sino que mi mano daré a la mujer que vos me aconsejareis 0 diéreis; y asi os lo juro por mi fe de caballero, en presencia de todos estos señores aqui presentes.
Siguieron á estas razones las de Girondo, quien rei- teró también mil veces sus protestas de fiel servicio y presta obediencia á las órdenes de messer Lionato; después de lo cual ambos caballeros se fueron á comer, dejando el asunto esclarecido y en tal estado, como rápidamente se difundió por Messina, demostrando á todos la falsedad y arteria con que Fenicia habia sido calumniada. |
Aquel mismo dia la joven recibió por un propio de su padre, noticia exacta de todo cuanto habia ocurri- do, lo cual regocijó gratisimamente su alma y la hizo elevar los ojos á Dios, agradecida por el hallazgo de su honor perdido.
Un año iba ya pasado desde que la doncella vivia en
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la posesión de su tio, lejana de la ciudad, y el misterio pudo ser observado tan felizmente, que nadie llegó a concebir sospecha de que estuviese viva y sana, la que por muerta habia sido llorada. Durante este tiem- po, el de Cardona se mantuvo en estrecha amistad con messer Lionato, el cual iba preparando las cosas para el término que meditaba y del que ya tenia im- puesta á Fenicia. Fenicia, entre tanto, habia ganado en hermosura sobre toda ponderación, y habia cum- plido sus diez y siete años y llegado á su fisico des- arrollo, en tal forma, que quien la hubiera visto, no la reconociera, en verdad, por aquella Fenicia, máxima- mente teniéndola, como la tenian todos, por muerta. La hermana que con ella vivia, contaba quince años Ó poco menos, y llamabase Bellaflor, nombre que la cuadraba á maravilla, porque era en efecto una belli- sima flor, de manera que poco diferia, en cuanto a hermosura, de su mayor hermana. Esto observado por messer Lionato, que frecuentemente iba á verlas, se dispuso a realizar sin más tardanza su pensamien- to, por lo cual hallándose un dia en conversación con los dos caballeros, miró sonriéndose á Timbreo y le dijo: | —Tiempo es ya, señor y amigo mío, que os haga franco de la obligación que conmigo tenéis contraida. Tengo para mi que os he hallado para esposa vuestra, una joven gentilisima y encantadora, la cual espero en Dios que ha de agradaros. Y si bien no os inspire qui- zas tanto amor como supo inspiraros Fenicia, yo sé en cambio y os aseguro que no hallaréis en ella ni un átomo menos de hermosura, nobleza y gallardia. De otras femeniles y graciosas prendas está ella, gracias á Dios, colmada. Vos la veréis, y luégo en vuestra mano queda obrar según os parezca más útil y agra- dable. El domingo por la mañana yo iré á vuestra casa, acompañado de algunos de los mios, y vos con
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el señor Girondo os hallaréis dispuesto, porque con- viene que salgamos fuera de Messina, á una quinta que está distante unas tres millas, y alli oiremos misa y luégo haré que conozcáis á la joven de que os he hablado, y comeremos en compañia.
Aceptó Timbreo el convite y la orden, y el próximo domingo se dispuso desde muy temprano, con Giron- do, para montar á caballo. Compareció á poco el se- nor Lionato con un acompañamiento de caballeros, y partieron todos en dirección á la quinta, donde aquél ya tenia dispuesto lo que á su propósito convenía. Á dicha quinta llegaron casi sin advertirlo, divertidos los ánimos en varias conversaciones, como sucede an- dando asi, de cabalgata, y alli fueron cortésmente recibidos, después de lo cual descabalgaron y se fue- ron juntos á oir misa en una iglesia cercana. Después de comer, todos se dirigieron a la sala, que dispuesta y guarnecida hallaron, con tapices de Alejandria. Asi que en ella estuvieron acomodados, he aqui que se abre una puerta, dando paso á muchas damas que se halla- ban en un aposento contiguo y entre las cuales se con- - fundian Fenicia y Bellaflor; y alliera de verá la primera brillando entre todas, bien como brilla la luna entre las estrellas sobre el espacio de un sereno cielo. Nuestros dos caballeros se adelantaron á saludar á aquellas damas, haciéndoles reverentes obsequios, según es ley de hombres hidalgos siempre portarse con las damas.
El señor Lionato cogió en seguida á Timbreo de la mano y acercándose con él a Fenicia, la cual usaba el nombre de Lucila desde que vivia oculta, hablo de este modo: l
—Aqui está, señor caballero, la bella Lucila, á quien he elegido para dárosla por esposa, siempre y cuando de vuestro agrado sea. Y siá mi parecer se acomoda el vuestro, ella su mano os dará; mas sois libre de aceptarla 0 dejarla según os plazca.
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Timbreo, que después de contemplar á la joven, la tuvo por maravillosamente gentil, como en realidad lo era, quedóse un breve espacio metido en si; luégo, tomando en sus adentros la determinación de satisfa- cer al señor Lionato, dijole de esta suerte:
—Señor y amigo mio, no ésta que me presentáis, de tal hermosura, que me parece una soberana mujer, sino cualquier otra que ofrecido me hubiéseis, habria yo aceptado. Y á fin de que veáis cuánto es mi deseo de contentaros, probándoos que la promesa que os hice no es cosa vana, á ésta, y no otra, elijo para legi- tima esposa mia, siempre que su voluntad á esto se avenga. (
Á estas palabras respondió la joven, diciendo:
—Señor caballero, yo estoy presta á hacer todo cuanto me sea dicho por el señor Lionato.
—Y yo—añadio este último—os exhorto, bella joven, á recibir por esposo al señor de Cardona.
Y en seguida, sin más demora, por no perder la ocasión oportuna, entró en la sala un sacerdote que apercibido estaba en una pieza contigua para que dije- ra las palabras de costumbre según el rito de la madre iglesia. E hizolo muy sabiamente el ministro divino, en virtud de lo cual el caballero Timbreo se casó con su Fenicia, creyendo que con una Lucila se casaba.
Bien le habia parecido al noble mancebo, cuando poco antes apareció Fenicia saliendo por la puerta de la cámara, sentirse en el corazón cierto no sé qué, an- tojándosele que en las facciones de la doncella descu- bria alguna semejanza con las de Fenicia, y asi, la miraba con tal afán, que nunca se saciaba, de suerte que todo el amor que á Fenicia tuviera, se despertó nuevamente en su pecho para convertirse hacia su nueva desposada.
Concluida la ceremonia de la boda, sirvióse sin di- lación el aguamanos y sentáronse todos los presen-
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tes a.la mesa, la novia a la cabecera con Timbreo á su derecha y enfrente Bellaflor á cuyo lado se sentó Gi- rondo, y de igual conformidad ellos con ellas, fueron colocandose las damas y los hombres. Sirvióse grande abundancia de platos exquisitos, y siguió adelante el banquete suntuoso y ordenado, magnificamente dis- puesto y con grata complacencia y humor de los con- vidados, entre los cuales no escasearon las chanzas, las risas, las frases y obsequios galantes y otros entre- tenimientos propios de aquel caso. Al fin, llegado el servicio de los postres, cubierta la mesa de frutas que la estación brindaba, hablo la tia de Fenicia, que con ésta habia vivido la mayor parte del año, y volviéndo- se festivamente á Timbreo, que junto á ella sentado estaba, le dirigió esta pregunta, como si de tal cosa no hubiese oido hablar en su vida:
— Señor Timbreo, ¿nunca amasteis á otra dama ?
Á estas palabras, el caballero sintió llenársele los ojos de lágrimas; y rompió en sollozos, primero que pudo hablar. Después, venciendo el enternecimiento de su ánimo, contesto:
— Señora tia, vuestra demanda me trae á la memo- ria cierto recuerdo que de mi corazón no se aparta y cuya crueldad yo creo que ha de dar término á mis dias. Pues aunque de Lucila estoy muy contento y vano, con todo, por otra mujer que amé y que aún muerta amo más que á mi mismo, me siento de conti- nuo atormentado; que su muerte envenenó mi alma y poco á poco la vida se me extingue pensando que de aquella castísima amada mia, fui yo, contra toda razón, causa única de deshonra y muerte.
Oyendo esto levantóse Girondo, que deshecho en sollozos y desatado llanto, no podia pronunciar una palabra; pero venció al cabo su impedimento, y ha- bló, y dijo de esta suerte, tal como sigue:
— Yo, señores, yo fui el desleal y traidor, yo el mi-
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nistro de muerte, yo el verdugo de la infelicisima doncella, tan digna por todas sus dotes de más largo vivir y felicidad; y tú, Timbreo, no hubiste en ello culpa ninguna, sino yo, que la tuve toda entera.
Á estas razones, comenzó la recién desposada, á su vez, á derramar copioso y sentido llanto, efecto de la memoria triste de sus pasadas penas, que en ella se despertaba. Siguió nuevamente la tia, que dirigiéndo- se como antes á su sobrino, le dijo así:
— Y digame, señor caballero, por cortesia, puesto que ya no es ahora todo lo que se hable sino pura conversación, ¿cómo sucedió y fué esa historia que tanto os hace llorar y también á ese joven amigo vues- tro ?
— ¡Ay de mi!—repuso Timbreo.—Me estáis pidien- do, señora mía, que renueve el más desesperado y fiero dolor de mi vida, cuyo solo pensamiento me des- troza y mata; pero por satisfaceros voy á haceros sa- ber mi amargura y mi deshonra, que fueron hartas, y “todo os lo diré.
Comenzó, pues, su relato, interrumpiéndose á cada paso desde el principio al fin con ardientes lágrimas y profundos suspiros, y narró todo el hecho, parte por parte, con notable admiración y piedad de cuantos le olan. Y cuando hubo terminado, dijole la noble ma- trona:
— Peregrina y cruel historia me habéis narrado, se- ñor caballero, y no dudo en decir que jamás oi otra de más raros y lamentables sucesos. Pero decidme: si con la ayuda de Dios, delante de esta esposa que acabáis de recibir, os fuera posible resucitar á aquella antigua enamorada vuestra, ¿qué hariais ó por qué partido os resolviérais ?
Contestó Timbreo, llorando todavía :
— Juro á Dios, que de ésta mi esposa me hallo satis- fecho y orgulloso, tanto más cuanto espero de ella
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mayor dicha y amor de los que hoy le merezca ; mas si antes de hacerla mia yo hubiese podido recobrar á la muerta, por mi fe que hubiera dado la mitad de los años de mi vida, amén de todos los tesoros; que la amaba mi espiritu cuanto á una mujer puede amar espiritu humano, y he de seguir amándola aun des- pués de muerta, constante por mil años, si mil años viviese, y por amor á ella tendré siempre en afecto y reverencia á cuantos fueron parientes suyos.
Al llegar aqui, no pudo ya el alborozado padre de Fenicia contener por más tiempo la alegria que le re- tozaba en el alma, y volviéndose á su yerno, con tal ternura y placer, que se le saltaban las lágrimas, dijo:
— Mal demostráis, querido hijo y yerno mio (que ambos nombres os debo dar), mal demostráis con las obras lo que con las palabras sostenéis; que habiendo, como decis, amado tanto á Fenicia y teniéndola toda la mañana a vuestro lado, aún no la reconocéis. ¿Dón- de esta ese vuestro amor tan leal y tan ferviente ? ¿ Tal ha mudado ella de forma y asi se han desfigurado sus facciones, que os casáis con ella y no lo percatáis >
Entonces, con las palabras del buen anciano, se abrieron á la luz los ojos del amante caballero, y to- mando en brazos á su idolatrada Fenicia, estrechóla sobre su corazón, y cubrióla de abrasados besos, é inundado de supremo gozo mil y mil veces la contem- plaba con extasiados ojos y lloraba dulcisimo llanto, sin acertar á proferir más palabra que las de ciego € iluso que á si mismo se atribuia. Refirió el señor Lio- nato cómo habia ocurrido todo lo hasta entonces igno- rado, lo cual fué causa de nueva admiración y contento entre los circunstantes.
Concluido esto, Girondo se levantó de la mesa y vencido de dolor fué á arrojarse á los piés de Fenicia, pidiéndole perdón con humildes frases, á lo cual res- pondió ella otorgándoselo entero y prometiéndole con
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cariñosas palabras que nunca se acordaria de la pasada ofensa. Y volviéndose en seguida á su esposo, que en la falta cometida pedía también participación de culpa, rogóle dulcemente que más no le hablase de semejante cosa, que pues no era cierto que cl interviniese en el delito, no era justo que solicitase gracia. Y de esta suerte, el uno en brazos del otro y llorando de tierni- simo gozo, bebian mutuamente sus lágrimas, poseidos de interminable contento.
Gozaba cada uno de los presentes esta alegria á su modo, y disponianse todos á la danza y otros festejos, menos Girondo, que atento á otras ideas se llegó á Lionato, y turbando un instante la alborozada alegria de que tenia inundada el alma, le suplicó que se dig- nase concederle una grandisima merced, la cual había de serle de gran dicha. Respondióle el señor Lionato, diciéndole que pidiese, puesto que si era cosa posible, nada le seria más grato que otorgársela.
—Pues bien—dijo Girondo—lo que os pido es, tene- ros á vos por padre y suegro, á Fenicia y Timbreo por cuñados, y á la hermosa Bellaflor, que aquí he conoci- do, por mi legitima y adorada esposa.
El buen padre, que vió con esto acumularse nueva felicidad á la que ya sentia, temió enloquecer al influjo de tan propicia demanda, y no sabia darse cuenta de si soñaba Ó estaba despierto. Decidióse, empero, por creer que no dormía, y dió gracias á Dios que tal caudal de bienes vertia sobre su casa, no habiéndolo mere- cido; y volviéndose en seguida á Girondo, que su res- puesta aguardaba, le dijo que accedía gustoso á lo que le habia solicitado. Y llamo á su hija Bellaflor, y le dijo:
— Ya ves, hija mía, cuánta dicha llueve hoy sobre nosotros. Este noble caballero te solicita por esposa; yo le concederé gustosisimo tu mano, siempre que tu voluntad á ello se incline, según mi consejo te insta. Pero dime ahora libremente tu voluntad.
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La bella muchacha respondió toda trémula y llena de vergúenza, que estaba pronta á hacer todo to qúe su padre le dijese; en virtud de lo cual, para no dar más demora al asunto, el señor Girondo, después de obtenido el asentimiento de todos los deudos alli con- gregados, siguiendo la usual ceremonia de palabras, entrego el anillo de esponsales á Bellaflor, con gran contentamiento del señor Lionato y de todos los que presentes estaban. Y en atención á que Timbreo habia recibido á su esposa bajo el nombre de Lucila, enmen- dóse acto seguido esta falsedad, recibiendo nuevamen- te á aquella, con toda la solemnidad, bajo el verdadero nombre de Fenicia.
Todo aquel dia se pasó en bailes y regocijos, y á la siguiente mañana dispusiéronse todos para volver á Messina, donde se celebraron más tarde las bodas con la suntuosidad que correspondia al rango de tales per- sonajes, con la asistencia del rey Pedro, y de la reina, y del infante don Jaime, que también en la isla se ha- llaba, y gran concurso de caballeros y damas principa- les de Aragón y de Sicilia.
De este modo llegó el noble Timbreo de Cardona á la posesión de su honesto amor; y asi también el daño que causara Girondo se convirtió para todos y para él mismo. en bien, gracias al noble arrepentimiento que sintió de su delito.
Ambos caballeros gozaron por largos años el amor de sus esposas, viviendo con ellas en gloriosa paz y no sin que á menudo les sirviéra de placer y encanto, re- cordar aquel infortunado lance y supuesta muerte de la hermosa y sin par Fenicia.
FIN
ÍNDICE
MATEO BANDELLO.. Y
MarTEO BANDELLO al cándido y humano lector.
NOVELA PRIMERA.—Giulia, de Gazuolo, por la fuerza violada, se arroja al Oglio y muere en él.
NOVELA SEGUNDA.— Desventurada muerte de dos infelicisimos amantes, el uno de veneno, el otro de dolor; con otros varios accidentes..
NOVELA TERCERA.—Un marido orprónda: á su mujer en adulterio, la obliga á que ahorque al adúl- tero y la condena á vivir para siempre en la estan- cia donde el amante fué ahorcado.
NOVELA CUARTA.— Margarita de Escota. delfina de Francia, honra á maese Alano, poeta francés. .
' NOVELA QUINTA. —Despreciado Don Diego por su amada, retírase á una gruta y cómo salió de ella. .
NOVELA SEXTA.—Didaco de Centellas toma á una joven por esposa, y luégo la repudia, siendo por ella asesinado. . A
NOVELA SEPTIMA.—El abate eudidon trata de robar á una joven; ésta le hiere vergonzosamente y se salva tirándose al río.
Y
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312 ÍNDICE
Pic NOVELA OCTAVA.—Ariobarzanes, senescal del rey de Persia, se propone vencer á éste en generosidad; y varios accidentes que de ello se originaron... . 177 NOVELA NONA.—Mahomet, emperador de los tur- cos, asesina cruelmente á su favorita. . . . 223
NOVELA DÉCIMA.—Otón III, emperador, enamóra-
se de Gualdrada, de quien no es amado, y honra-
damente la casa. . . 235 NOVELA UNDÉCIMA. — Adeñicable burla deóha
por una dama á dos caballeros del reino de Hun-
gría. . . 241 NOVELA DUODÉCIMA. —Hallándose donT Timbreo
de Cardona en Mesina, acompañando al rey don
Pedro de Aragón, se enamora de Fenicia Lionati,
y azares que se sucedieron antes que la tomase
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