.^ %^''d \ . lm3^!^¿~ 4:^ Cv ... ^^ t> ^ S-- ( ■ COSMOS. OBRAS DE ALEJANDRO DE HUMBOLDT. COSMOS EXSAYO DE UNA DESCRIPCIÓN física DEL MUNDO PiiK ALEJANDRO DE HUMBOLDT. VERTIDO AL CASTELLANO POR BERNARDO GINER Y JOSÉ DE FUENTES. ((Natura) ven) reiuui vis atque üiajeslas in ómnibus momentis lide caret, si quis modo partes ejus ac non totam omplcctat aniuio." Plimo 1. Vil. c. í. TOMO L MADRID IMPRENTA DE GASPAR Y ROIG, EDITORES calle del paiNciPE, Mjr.i. í. 1874 cv i L. fi-!^f.l ADVERTENCIA DE LOS EDITORES. Háse despertado entre nosotros desde algún tiem- po, la afición á leer obras científicas: movimiento de la opinión digno de ser notado , si se tiene en cuenta el perpetuo desasosiego en que vivimos liá muchos años. Buena prueba de que esa corriente de progreso ha penetrado al cabo en nuestro pais, son la multitud de libros que se publican para esponer las diferentes ramas de la ciencia, ya originales de nuestros escri- tores patrios , (') bien traducidos de los de otros pue- blos mas adelantados. Una edición española del Cosmos, monumento inmortal de Alejandro de Humboldt-, reputado entre los mas ilustres sabios de nuestro siglo , ha de hallar necesariamente favorable acogida. La importancia que universalmente se atribuye al Cosmos , resumen, por decirlo así, de los grandes adelantos que las ciencias naturales esperimentaron en su tiempo, y que en gran parte se deben á las investigaciones de aquel hombre insigne, nos garantiza de antemano el éxito déla publicación. Es el Cosmos libro que igualmente aprovecha á los que hacen su profesión de la ciencia, como á aque- ^^01-01 VI . ADVERTENCIA. líos que estudian sin otro propósito en general que el de instruirse. Y si al mérito positivo de la obra de Humboldt, agregamos las condiciones de nuestra edición, que es elegante y económica relativamente, y las de la tra- ducción, fiel y esmerada, y al alcance de todas las in- teligencias por la sencillez de su estilo , debe espe- rarse que nuestros sacrificios no han de ser estériles y que el magnífico libro que ofrecemos hoy al pú- blico se verá bien recibido. Si estas aspiraciones se realizan , nos daremos el parabién por haber acertado á satisfacer una exi- gencia de la opinión ilustrada, animándonos con este estímulo á ir editando sucesivamente las restantes obras , no menos bellas que la presente , del sabio alemán de fama tan universal. GASPAR Y ROIG. PREFACIO DE ALEJ AiS^DRO DE IIUMBOLDT(0- Próxima á su íin mi existencia , ofrezco á mis compatriotas una obra que ocupa mi pensamiento hace ya medio siglo ; héia abandonado en diferentes ocasiones, dudando de que empresa tan temeraria lograra al cabo realizarse; pero otras tantas, qui- zás imprudentemente, he vuelto á proseguirla, persistiendo asi en mi propósito primero. Doy al público el Cosmos , con la na- tural timidez que me inspira la justa desconfianza de mis fuer- zas, y procurando olvidar que aquellas obras por mucho tiempo esperadas, son las que con menor benevolencia se reciben gene- ralmente. Las vicisitudes de mi vida y el ardiente deseo de instruirme en muy diferentes materias , me obligaron á ocuparme durante nuichos años , y esclusivamente en apariencia', en el estudio de ciencias especiales , como la botánica, la geología, la química, la astronomía y el magnetismo terrestre. Preparación necesaria era esta , si habían de emprenderse con utilidad lejanos viajes; pero también tales trabajos tenían otro objeto más elevado : el de comprender el mundo de los fenómenos y de las formas físicas en su conexión y mutua influencia. Desde mi primera edad he tenido la suerte de escuchar los benévolos consejos de hombres su periores , convenciéndome desde luego de que si no se poseen (I.) Las unidades de medida de que en esta obra se liace uso son las del sistema métri- co, lega! y vigente en España; y la< indicaciones termómótrícas, se relieren á la escala centígrada. íy. de los T.) VIII PREFACIO. sólidos conocimientos relativamente á las diversas partes de las ciencias naturales, la contemplación de la Naturaleza en mas estensos horizontes , como el intento de comprender las leyes porque se rige la física del mundo , solo vana y quimérica em- presa serian. Los conocimientos especiales se asimilan y fecundan mutua- mente por el mismo enlace de las cosas. Cuando la botánica des- criptiva , por ejemplo , no se circunscribe á los estrechos limites del estudio de las formas y su reunión en géneros y especies, lle- va al observador que recorre bajo diferentes climas, vastas es- tensiones continentales, moutaiías y mesetas, á las fundamenta- les nociones de la Geografía de las plantas, á la esposicion de Ui distribución de los vejetales, según la distancia del Ecuador y su elevación sobre el nivel de los mares. Ahora bien; para compren- der las complicadas causas de las leyes que regulan esta distri- bución , preciso es penetrar en el estudio profundo de los cambios de temperatura del radiante suelo y del Océano aéreo de que nuestro globo se halla envuelto. De este, modo es como el natu- ralista ávido de saber se vé conducido de una esfera de fenóme- nos dada á otra segunda que limita los efectos de aquella. La (Geografía de las plantas, cuyo nombre era casi desconocido há medio siglo , nos ofrecerla una árida nomenclatura , desprovista de interés, si no recibiese poderoso auxilio de los estudios me- teorológicos. La mayor parte de los viajeros que han veriücado espedicio- nes científicas , se limitaron á visitar costas , y así necesariamen- te tiene que suceder en los viajes alrededor del mundo; yo he disfrutado de la ventaja de haber recorrido espacios considera- bles en el interior de dos grandes continentes , y en regiones en que presentan los mas fuertes contrastes, como son : el paisage tropical y alpino de Méjico ó de la América del Sur, y el paisaje de las estepas del Asia boreal. Empresas de esta clase debían, dada la tendencia á generalizar las ideas que hay en mi espíritu, vivificar mi ardimiento , y escitarme á reunir en una obra espe- cial , los fenómenos terrestres y los que se efectúan en los espa- cios celestes. La descripción física de la Tierra, poco determina- ■n hasta entonces como ciencia , se convirtió, según este pensa- PREFACIO. IX. miento , ((iic se estendia á todas las cosas creadas , en una des- cripción física del Mundo. Grandes dificultades presenta la composición de una obra se- mejante , si ha de reunir al valor científico, el mérito de la forma literaria. Trátase de llevar el iárden y la luz á la riqueza inmen- sa de materiales que se ofrecen al pensamiento, sin despojar á los cuadros de la Naturaleza del soplo que los anima ; porque si nos limitáramos á esponer resultados generales , incurriríamos en una gran aridez y monotonía , parecida á la que resultaría de enumerar multitud de hechos particulares. No me atrevo á lisonjearme de haber satisfecho condiciones tan difíciles de lle- nar, y evitado escollos cuya existencia linicament e puedo ^o se- ñalar. La dííbii esperanza que tengo de obtener la indulgencia del público descansa en el interés que ha manifestado hace tantos años, por una obra publicada poco después de mi vuelta de Mé- jico y los Estados-Unidos , con el título de Cuadros de la Natu- raleza. Este libro, escríto prímitivamente en alemán, y tradu- cido al francés, con raro conocimiento de ambos idiomas, trata bajo puntos de vista generales , de algunas ramas de la geogra- fía física, tales como la fisonomía de los vegetales , de las sába- nas y de ios desiertos , y el aspecto de las cataratas. Si ha sido de alguna utilidad , débese menos á los conocimientos que en él han podido encontrarse, que á la influencia que ha ejercido en el ánimo y la imaginación de una juventud ávida de saber y pronta á lanzarse á lejanas empresas. He procurado hacer ver en el Cosmos, lo mismo que en los Cuadros de ¡a Naturaleza, ([ue la exacta y precisa descrípcion de los fenómenos no es abso- lutamente inconciliable con la pintura viva y animada délas im- ponentes escenas de la creación. Esponer en cursos ó lecciones públicas las ideas que se creen nuevas , me pareció siempre el medio mejor de darlas la posible claridad; por esto intenté este ensayo en dos lenguas diferentes, en París y en BerHn. No conozco los cuadernos que oyentes entendidos formaron entonces, prefiriendo no consultarlos; por- que la redacción de un libro impone bien diversas obliga- ciones de las que lleva consigo la esposicion oral de un curso X PREFACIO. público. A escepcion de algunos fragmentos de la Introducción, todo el Cosmos ha sido escrito en los años de 1845 y 1844; debiendo advertir, que el curso que di en Berlin, y que se compone de sesenta lecciones , es anterior á mi espedicion al Norte del Asia. El primer tomo de esta obra contiene un cuadro de la Na- turaleza, ({ue abarca el conjunto de los fenómenos del Universo, desde las nebulosas planetarias basta la geografía de las plantas y los anímales, terminando por las razas humanas. Este cuadro va precedido de algunas consideraciones sobre los diferentes gra- dos de goce que ofrecen el estudio de la naturaleza y el conoci- miento de sus leyes, y una discusión razonada sobre los límites de la ciencia del Cosmos, y el método según el cual intento es- ponerla. Todo lo que respecta al detalle de las observaciones particulares , y á los recuerdos de la antigüedad clásica , eterna fuente de instrucción y de vida , está reunido en notas colocadas al final de cada tomo. Es observación muy frecuente y al parecer poco consoladora, la de que cuanto no tiene sus raíces en las profundidades del pensamiento , del sentimiento y de la imaginación creadora, cuanto depende de los progresos de la esperiencia , de las revo- luciones que la creciente perfección de los instrumentos y la es- fera mas estensa cada dia de la observación hacen esperimentar á las teorías físicas, pronto envegece. Las obras de ciencias na- turales llevan pues en sí mismas un germen de destrucción , de tal suerte que en menos de un cuarto de siglo se ven condenadas al olvido por la rápida marcha de los descubrimientos , é ilegi- bles para aquellos que se encuentran á la altura de los progreso^ del tiempo. Sin negar la exactitud de estas reflexiones , pienso no obstante que aquellos á quienes el prolongado é íntimo con- tacto con la naturaleza penetró del sentimiento de su grandeza, y que en este saludable comercio fortificaron á la vez su carác- ter y su espíritu, no pueden afligirse de que cada dia sea mas y mas conocida, y se estienda incesantemente el horizonte de las ideas como el de los hechos. En el estado actual de nuestros co- nocimientos partes muy importantes de la física del mundo están ya cimentados sobre sólidos fundamentos. Un libro en que sepre- PREFACIO. XI tende reunir todo lo que en una época dada se ha descubierto en los espacios celestes, en la superficie del globo , y á la débil dis- tancia en que nos está permitido leer en sus profundidades, puede, si no me engaño, ofrecer aun algún interés, cualquiera que sean los progresos futuros «de la ciencia, con tal que logre retratar vivamente una parte siquiera de lo que el espíritu hu- mano apercibe como general , constante y eterno , entre las apa- rentes fluctuaciones de los fenómenos del Universo. APUNTES BIOGRÁFICOS DE HUMBOLDT. No [jreteudcinos escribir una biografía propiamente dicha del ihistrc sabio alemán, autor del Cosmos, empresa de suyo ardua y diíicil ; porque para seguir paso á paso el camino que Humboldt recorriera durante su vida, y detallar sus triunfos, y examinar sus trabajos , fuera preciso mas espacio del que pode- mos disponer, y entrar en la historia de las ciencias naturales, tan adelantadas en periodo tan breve , merced , muy principal- mente , á las investigaciones de este grande hombre. Ya que asi no sea, al menos reseñaremos lijeramente los pun- tos mas culminantes de tan gloriosa existencia, cumpliendo de este modo con el respeío que á la memoria del autor del Cosmos se debe, y con la obligación de darlo á conocer á los lectores de su obra inmortal. Nació Alejandro de Humboklt , barón de Humboldt , en Bcr- lin , el dia 14 de Setiembre de 1761). Su padre , mayor del ejér- cito prusiano y chambelán del rey, casó con Mme. Colomb, viuda del barón de Holwede. De estas segundas nupcias nacieron, el ilustre sabio de quien tratamos, y (juillermo, de alguna mas edad que Alejandro, muy estiuiado como lingüista y filósofo, y que ocupó puestos diplomáticos de importancia en su país. Una intimidad inalterable ligó durante su vida á los dos hermanos. que juntos pasaron sus primeros años en Tegel , posesión de recreo de la familia , cerca de la capital. Uno de los maestros que cuidó de su educación en la infan- cia fue Campe, autor del Nuevo Robinson , libro tan conocido como bello. Después continuó Kunth la enseñanza hasta la sali- da de los hermanos para las Universidades. XIV . APUXTES BIOGRÁFICOS. En 178o, fueron á Berlín donde recibieron las lecciones de varios hombres ilustres, hasta que en 1786 pasaron á la Uni- versidad de Francfort, y de allí á Gottinga , cuna por entonces de los mas distinguidos sabios. Blumenbach, Eíchhorn y líey- ne, ensenaban en aquella casa, y de todas partes venia la ju- ventud mas florida á recoger la ciencia de sus autorizados la- bios. Alejandro Hund)oldt, apartado de su hermano desde esta época , hizo gran amistad con Jorge Forster, residente en Gottin- ga. Forster que acompañó á Cook , siendo aun niño, á su viaje alrededor del mundo , encendió con sus narraciones inteligentes los deseos innatos de Humboldt hacia las correrías é investiga- ciones remotas. El resultado de estas sinceras relaciones de Forster y Hum- boídt, fue un viaje que hicieron el año 1790 á las orillas del Rhin. La primera obra de Humboldt Observaciones mineralógi- cas sobre ciertas formaciones basálticas del Rhin, fue el Iruto de esta espedícion. Poco tiempo después le llevaron sus aticiones á la escuela de Comercio de Ilamburgo, y de allí á la Academia de minas de Freiberg , donde Werner asentaba su l)rillante reputación como geólogo y mineralogista. En esta famosa Academia hizo conoci- miento con el célebre Leopoldo de Buch , que llegó á ser uno de sus mejores y mas íntimos amigos. Acabada su educación, ocupó el empleo de asesor del distri- to minero de Berlín y de los principados de Bayreulh y de Aus- pach. Por entonces (año de 1795), publicó ííumboldt su Flora subterránea de Freiberg, con aforismos sobre la fisiología quí- mica de las plantas. También en esta época el poeta Shiller le agregó á la redacción de su periódico Las horas, en el cual vio por primera vez la luz , su opúsculo la Fuerza vital, que después llevó á los Cuadros de la naturaleza. Algo mas tarde y por con- secuencia del descubrimiento famoso de Galbani , Humboldt dio ala imprenta en 179o, su trabajo titulado Esperimentos sobre la irritabilidad nerviosa y muscular, á que tanto cariño mostró siempre. Desde 179o á 1796, este espíritu infatigable, en el cual se engendraban necesidades y ahciones de tan diversos géneros, APUNTES BIOGRÁFICOS. XV ocupó también varios puestos en la carrera diplomática de algu- na importancia. A íines de i796, tuvo el pesar de perder á su virtuosa madre. Esta desgracia fue sin embargo la causa ocasio- nal de sus viajes á América, deseo contenido por su amor filial. Desde este momento no pensó sino en prepararse para nuevos estudios, entre ellos la astronomía bajo la dirección de Zach, enagenando sus bienes para realizar su propósito bien decidido de visitar el nuevo mundo. Con Leopoldo de Buch pasó en Italia corto tiempo, dirigién- dose á París que aun no conocía , con el objeto de adquiíir cier- tos instrumentos necesarios á sus espediciones y relacionarse á la vez con lo mas florido del mundo científico. La acogida que ob- tuvo escedió á sus esperanzas , y despertó en él un cariíio estra- ordinario por aquel país , que conservó hasta su muerte. Sin efecto la espedicion de Bristol al Egipto, en 4798, y aplazada indefinidamente la que Bandín y Hamelin proyectaban á la Australia , por encargo del Directorio , se decide Humboldt que venia ya acompaiíado de Bonpland, con quien trabó amis- tad en Francia , á pasar el invierno de 4798 a 4799 en la capital deEspaSa. Su merecida fama científica y lo esmerado de su educación, conquistáronle aquí las simpatías de muchas personas de vali- miento, y el apoyo de Urquijo, ministro á la sazón de Carlos lY* Aprovechóse Humboldt de estas relaciones, y solicitó y obtuvo por mediación de Urquijo, el permiso de visitar nuestras colonias de América y las islas Filipinas, encareciendo Humboldt las inapre- ciables ventajas que habríamos de reportar de su viaje, por el mas exacto conocimiento de nuestros dominios allende los ma- res.— En las siguientes palabras nos da cuenta él mismo de íus gestiones y del éxito que lograron: «Presentáronme á la corte, residente á la sazón en el real sitio de Aranjuez , y el rey me acogió consumo agrado. Espliquéle los móviles que me inducían á intentar un viaje al Nuevo Mundo y á las Filipinas, y presenté una Memoria sobre el asunto al secretario de Estado D. Mariano Luis de Urquijo. Este ministro apoyó mis pretensiones y desva- neció todos los impedimentos. Obtuve dos pasaportes , uno del rey mismo, y otro del Consejo de Indias : jamás se habia otor- XVI APUNTES BIOGRÁFICOS. gado un permiso mas lato á viajero alguno , ni ningim extran- jero habia sido honrado por el Gobierno espaniol con una con- íianza igual á la que se me dispensó.» Embarcáronse Hiimboldt y Bonpland en la Coruña , siendo recibidos por el capitán de la corbeta Pizarro con la considera- ción mas;distinguida, por orden de nuestro íiobierno. Hicieron escala en Tenerife , y allí se detuvieron los ilustres viajeros ])ara estudiar el Pico y la Orotava, todo el tiempo que desearon, ar- ribando felizmente á Cumaná, el 16 de julio del mismo ano de 1799, y pisando al íin el anlielado suelo americano, f. loria y grande toca a España por el auxilio eficacísimo que prestara á Humboldt, y por ser también con este motivo ocasión de la bellísima obra del sabio alemán, Ensayo sobre la isla de Cuba. Comenzó Humboldt sus investigaciones por el estado de Ve- nezuela, en donde llamaron su atención profundamente los tem- blores de tierra, tan frecuentes en aquellas regiones apartadas, aquellas selvas vírgenes , aquellos raudales que dan el carácter á la fértil naturaleza de los países de América. El Orinoco, el Rio Negro, el Casiquiare, el Atrapabo, cuan- tas corrientes de alguna importancia riegan aquel suelo, son vi- sitadas por los intrépidos viajeros, descansando al íin en Angos- tura, hoy Ciudad-Bolivar. Humboldt y Bonpland regresaron. á Cumaná, con el propósito de reunirse á la espedicion de Baudin y Hamelin; mas el bloqueo de los ingleses les hizo desistir de su intento, hasta que trascurridos dos meses llegan á la Ha- bana, permaneciendo allí algún tiempo. Tienen noticia por entonces de que el capitán Baudin habia doblado el Cabo de Hornos , y abandonan á Cuba, dirigiéndose á las costas del mar del Sur por Puerto Cabello , Cartagena y el istmo de Panamá. Suben el Rio Magdalena, en Nueva-Granada, hasta Santa Fé de Bogotá, desde donde, después de unos días de esplora- ciones curiosas , paran en Quito en enero de 1802. La cordillera de Quindiu y sus volcanes fueron prolijamente estudiados du- rante 5 ó 6 meses , verificando á seguida, el 2o de junio, la fa- mosa ascensión al Chimborazo hasta una altura de 6,072 me- APUNTES BIOGRÁFICOS. XVII tros, la mayor que hombre alguno habia por entonces alcan- zado. Humboldt y Bonpland se dirigieron luego al Perú, descan- sando en Lima algún tiempo; desde allí fueron á Guayaquil y -se embarcaron para Méjico á donde arribaron en abril de 4802. De gran importancia y fecundos resultados para la ciencia, fueron los numerosos trabajos de los intrépidos viajeros en esta comarca de la América , del dominio de los españoles en aquella época. Embarcáronse para la Habana en marzo de 1804. Des- pués de algún tiempo se dirigieron á los Estados-Unidos, visita- ron Filadelfia y Washington , haciendo conocimiento con Jeffer- son , presidente de aquella república , hombre ilustrado que los acogió con distinción. Tuvo allí Humboldt noticia de que la Academia de Ciencias de París le habia nombrado socio corres- pondiente, y el 9 junio de 1804 partió para Francia. Su llegada a la capital fue un triunfo , tanto mayor, cuanto que habían corrido noticias de su muerte. Humboldt comenzó á ocuparse , una vez en París , de la pu- blicación del célebre Viaje á las regiones equinocciales del Nue- vo Continente, cuya primera entrega salió en 1807, no termi- nando la obra hasta 1827. Al levantamiento de este trabajo monumental que consta de 8 tomos en 4.° y lo en folio, coope- raron con sus conocimientos Arago, Cuvier, Gay-Lussac,Kunth, Klaproth, Wildenow, Oltmanns, Latreille, Yalenciennes y Yau- quelin, en mas ó menos parte. Humboldt se ligó íntimamente con Gay-Lussac y Arago, á quienes tuvo por contrarios con oca- sión de su Memoria sobre la descomposición química del aireat- 'morsférico , publicada en Alemania antes de su viaje á América. Humboldt y Gay-Lussac pasaron juntos á Italia en marzo de 180o, atravesaron los Alpes y Apeninos , llegando á Roma, donde le esperaban su hermano Guillermo, y su amigo Leopol- do deBuch. Ademas de los trabajos y esperimeníos meteoroló- gicos que practicaron durante su espedicion, Humboldt con Gay-Lussac y Buch visitaron el Vesubio , precisamente en una de sus más terribles esplosiones. A su regreso de Italia , hace Humboldt una escursion á su patria, donde fue celebrada su vuelta por una medalla. Durante XVIII APUNTES BIOGRÁFICOS. SU permanencia en Prusia, preparó la primera edición de sug Cuadros de la Naturaleza, que se publicaron en 1808. — En 1814 pasa á Londres con su hermano, ministro plenipotenciario de Prusia en la Gran Bretaña. — En 1822, por deseo especial del rey de Prusia, le acompaña al Congreso de Verona y á Ñapóles. Terminada en d827 la publicación de su obra, cede á las instancias del rey de Prusia , y vuelve á lijar su residencia en Berlín. Ocúpase en esta época de la Geografía de las plantas del Nuevo Continente, y publica el Ensayo ^obre la isla de Cuba. En 1829 el czar Nicolás de Rusia le invitó a que visitara el Asia Central en compañía de G. Rose, Ehrenberg y Mensche- nin. Esta espedicion que emprendió Iíum])oldt álos sesenta años de edad, salió de San Petersburgo el 20 de mayo de 1829, visi- tando Moscou, Kasan, Yekatherinenburgo , los montes Ourales, Nisnei-Taguilok, Bogoslowsk, Tobolsk y Altai; desde allí el lago Dsainsang , en la Dzongaria , volviendo á Moscou á los nueve meses, por las estepas de Ischim, Omsk, Miask, el lago Ilimano, Orenburgo, Astrakan, el Mar Caspio, Saratow, Sarepta, Woro- nesch y Tula. Los principales resultados de este famoso viaje , fueron con- signados en los Fragmentos de geología y de climatología asiáti- cas, en la obra alemana de Gustavo Rose , Viaje de Humboldt, Ehrenberg y Rose á los montes Urales y Altai y al mar Caspio, y sobre todo, en el bellísimo estudio escrito en francés por Hum- boldt, á que dio el título de Asia Central. Al regresar de su espedicion , recibió llumboldt el encargo de ir á reconocer á Luis Felipe por rey de los franceses, después de los sucesos de julio de 1850 , volviendo á Berlín cuando la revolución destronó al Orleans. En 1855 Alejandro de Humboldt esperi mentó el amargo do- lor de perder á su hermano, y en 1858 tí la hija mayor de este, que era también la mas querida; y por último, en 1840 á su rey Federico Guillermo III, (pie de tantas distinciones le hizo objeto. Trabajaba Humboldt por entonces en su Asia Central , y en el Examen critico de la historia de la geografía del Nuevo Con- tinente. APUNTES BIOGRÁFICOS. XIX En 4841 acompañó á Federico Guillermo IV á Londres, con ocasión del bautismo del príncipe de Galles. Poco tiempo después, en 1842, con motivo de la muerte des- graciada del duque de Oiieans , volvió á París, y terminó su obra el Asia Central, que se publicó en 1845. No por esta incansable actividad , dejaba Humboldt de pen- sar en su Cosmos, resumen en donde se propuso encerrar la his- toria de la ciencia , y á pesar de sus setenta y cinco años de edad se ocupaba sin levantar mano de realizar su intento. En 1844 dio á la imprenta la primera parte del Cosmos, y apenas publicada en alemán , fué á París , entendiéndose con Faye, astrónomo y miembro del Instituto, para que empezase cuanto antes la traducción francesa que apareció en 1846. Al principio créese que el autor tuvo el propósito de no escribir sino dos tomos del Cosmos; mas su afán de estender los conocimien- tos por él adquiridos, le arrastró á dar cuatro. En 1847 salió la segunda parte de esta obra colosal, y la tra- ducción francesa de este segundo tomo, poesía de la ciencia, fue encomendada por Humboldt mismo á Galuski , distinguido es- critor que comprendió bien su pensamiento. Respecto del tercer tomo, Humboldt , para satisfacer la im- paciencia del público y aun la suya propia, lo dividió en dos partes , cuya traducción francesa coníió á Faye y Galuski. Por consecuencia de la muerte de Arago, á quien tanto esti- maba Humboldt, se paralizó algún tanto la publicación del cuar- to tomo del Cosmos, pues el autor trabajó mucho en la de las obras de su difunto amigo , las cuales adicionó y notó, prece- diéndolas de un prólogo importantísimo. Por lin en 1857 apareció la cuarta parte del Cosmos, y en 1859 su traducción francesa. Las fuerzas de este ilustre anciano comenzaron á decaer en 1858. Por entonces, sin embargo, era su constante preocu- pación la de dar un quinto tomo del Cosmos, y una nueva edi- ción en 8.° de todas aquellas desús obras que pudieran alcanzar éxito al reproducirlas. Esta edición debia contener el Viaje á las regiones equinocciales; las Vistas de las cordilleras y monumen- tos de Méjico; la Historia de la geografía del Nuevo Continente; XX. APUNTES BIOGRÁFICOS. GlAsia Central; los Cuadros de la Naturaleza; el Ensayo sobre la geografía de las plantas; las Misceláneas de geología y de fí- sica general, y el Cosmos ; en una palabra, las obras mas im- portantes y las que ejercieron tan justa y merecida influencia en la cultura y adelantos de la ciencia. Este genio profundo y bombre universal, murió el 6 de mayo de 1859, á los noventa anos de edad. Su fama y su nombre se- rán imperecederos. INTRODUCCIÓN. CONSIDERACIONES SOBRE LOS DIFERENTES GRADOS DE GOCE QUE OFRECEN EL ASPECTO DE LA NATURALEZA Y EL ESTUDIO DE SUS LEYES. Dos temores distintos esperimento al procurar desen- volver^ tras una larga ausencia de mi patria, el conjunto de los fenómenos físicos del globo v la acción simultánea de las fuerzas que animan los espacios celestes. De una parte, la materia que trato es tan vasta j tan variada, que temo abordar el asunto de una manera enciclopédica j superfi- cial; de otra, es deber mió no cansar la imaginación con afo- rismos que únicamente ofrecerían generalidades bajo formas áridas j dogmáticas. La aridez nace frecuentemente de la concisión, mientras que el intento de abrazar á la vez es- cesiva multiplicidad de objetos produce falta de clari- dad j de precisión en el encadenamiento de las ideas. La naturaleza es el reino de la libertad, j para pintar vivamen- te las concepciones j los goces que su contemplación pro- funda espontáneamente engendra, seria preciso dar al pen- samiento una espresion también libre v noble en armoLÍa con la grandeza j majestad de la creación. 2 Si se considera el estudio de los fenómenos físicos, no en sus relaciones con las necesidades materiales de la vida, sino en su influencia general sobre los progresos intelectuales de la humanidad , es el mas elevado é importante resultado de esta investigación , el conocimiento de la conexión que existe entre las fuerzas de la naturaleza, j el sentimiento íntimo de su mutua dependencia. La intuición de estas rela- ciones es la que engrandece los puntos de vista, j ennoblece nuestros goces. Este ensanche de horizontes es obra de la observación , de la meditación j de el espíritu del tiempo en el cual se concentran las direcciones todas del pensamien- to. La historia revela á todo el que sabe remontarse á través de las capas de los siglos anteriores , hasta las raices pro- fundas de nuestros conocimientos, cómo desde miles de años, el género humano há trabajado por conocer en las mutacio- nes incesantemente renovadas, lainvariabilidadde laslejes naturales, j en conquistar progresivamente una gran parte del mundo físico por la fuerza de la inteligencia. Interro- gar los anales de la historia es seguir esta senda misteriosa sobre la cual la imájen del Cosmos^ revelada primitivamen- te al sentido interior como un vago presentimiento de la armonía j del orden en el Universo, se ofrece hoj al espí- ritu como el fruto de largas j serias observaciones. A las dos épocas de la contemplación del mundo es- terior, al primer destello de la reflexión j á la época de una civilización avanzada , corresponden dos géneros de go- ces. El uno, propio de la sencillez primitiva de las antiguas edades, nace de la adivinación del orden anunciado por la pacífica sucesión de los cuerpos celestes j el desarrollo pro- gresivo de la organización; el otro, resulta del exacto cono- cimiento de los fenómenos. Desde el momento en que el hombre, al interrogar la naturaleza, no se limita á la obser- vación , sino que dá vida á fenómenos bajo determinadas condiciones; desde que recoge v registra los hechos para es- — 3 — tender la investigación mas allá de la corta duración de su existencia, la Filosofía de ¡a Naturaleza se despoja de las formas vagas j poéticas que desde su origen la Kan perte- necido; adopta un carácter mas severo; compulsad valor de las observaciones, no adivina ja; combina j razona. En- tonces las afirmaciones dogmáticas de los siglos anteriores, se conservan solo en las creencias del pueblo j de las clases que se aproximan á él por su falta de ilustración ; j se per- petúan sobre todo en algunas doctrinas que se cubren bajo místico velo, para ocultar su debilidad. Las lenguas re- cargadas de espresiones figuradas, llevan largo tiempo los rasgos de estas primeras intuiciones. Un pequeño número de símbolos, producto de una feliz inspiración de los tiem- pos primitivos, toma poco á poco formas menos vagas, j, mejor interpretados, se conservan hasta en el lenguaje científico. La naturaleza^ considerada por medio de la razón ^ es decir, sometida en su conjunto al trabajo del pensamiento, es la unidad en la diversidad de los fenómenos , la armonía entre las cosas creadas, que difieren por su forma, por su propia constitución , por las fuerzas que las animan ; es el Todo (ro-x'^-y) auimado por un soplo de vida. El resultado mas importante de un estudio racional de la naturaleza es recogerla unidad j la armonía en esta inmensa acumulación de cosas j de fuerzas; abrazar con el mismo ardor, lo que es consecuencia de los descubrimientos de los siglos pasados con lo que se debe á las investigaciones de los tiempos en que vivimos, j analizar el detalle de los fenómenos sin su- cumbir bajo su masa. Penetrando en los misterios de la na- turaleza, descubriendo sus secretos, j dominando por el tra- bajo del pensamiento los materiales recogidos por medio de la observación , es como el hombre puede mejor mostrarse mas digno de su alto destino. Si reflexionamos desde luego acerca de los diferentes — 4 — grados de goce á que dá vida la contemplación de la natu- raleza , encontramos que en el primer lugar debe colocarse una impresión enteramente independiente del conocimien- to íntimo de los fenómenos físicos; independiente también del carácter individual del paisaje , y de la fisonomía de la región que nos rodea. Donde quiera que en una llanura mo- nótona, sin mas límites que el horizonte , plantas de una misma especie, brezos, cistos ó gramíneas, cubren el suelo, en los sitios en que las olas del mar bañan la ribera y hacen reconocer sus pasos por verdosas estrias de ovas y alga flo- tante , el sentimiento de la naturaleza, grande y libre, ar- roba nuestra alma y nos revela como por una misteriosa ins- piración que las fuerzas del Universo están sometidas alejes. El simple contacto del hombre con la naturaleza , esta in- fluencia del gran ambiente, ó del aire Ubre, como dicen otras lenguas con mas bella espresion, egercen un poder tranquilo, endulzan el dolor y calman las pasiones , cuando el alma se siente íntimamente agitada. Estos beneficios los recibe el hombre por todas partes, cualquiera que sea la zona que ha- bite; cualquiera que sea el grado de cultura intelectual á que se haja elevado. Cuanto de 'grave jde solemne se en- cuentra en las impresiones que señalamos, débenlo al pre- sentimiento del orden y de las le jes , que nace espontánea- mente al simple contacto de la naturaleza; así como al con- traste que ofrecen los estrechos límites de nuestro ser con la imájende lo infinito revelada por doquiera, en la estre- llada bóveda del cielo , en el llano que se estiende mas allá de nuestra vista, en el brumoso horizonte del Océano. Otro goce es el producido por el carácter individual del paisaje, la configuración de la superficie del globo en una región determinada. Las impresiones de este género son mas vivas, mejor definidas, mas conformes á ciertas situa- ciones del alma. Ya es la inmensidad de las masas^ la lucha de los elementos desencadenados ó la triste desnudez de las estepas, como en el norte del Asia , lo que escita nuestra emoción; ja, bajo la inspiración de sentimientos mas dul- ces, cánsala el aspecto de los campos cubiertos de ricos fru- tos, la habitación del hombre al borde del torrente ó la sal- vaje fecundidad del suelo vencido por el arado. Insistimos menos aquí sobre los grados de fuerza que distinguen estas emociones, que sobre la diferencia de sensaciones que escita el carácter del paisaje,, j á las cuales dá este mismo carác- ter su encanto j su duración. Si me fuese permitido abandonarme á los recuerdos de lejanas correrías, entre los goces que presentan las escenas de la naturaleza, señalaria, la calma j magestad deesas no- ches tropicales, en que las estrellas privadas^ de centelleo, arrojan una dulce luz planetaria sobre la superficie blanda- mente agitada del Océano ; recordaria esos profundos valles de las Cordilleras, donde los esbeltos troncos de las palmeras agitan sus cabezas empenachadas, atraviesan las bóvedas ve- getales, j forman en largas columnatas, «un bosque sobre el bosque;» (1) describiría el vértice del pico de Tenerife, en el momento en que una capa horizontal de nubes^ des- lumbrante de blancura, separa el cono de cenizas de la lla- nura inferior^ j súbitamente, por efecto de una corriente as- cendente, dejaque desde el borde mismo del cráter, puédala vista dominar las viñas del Orotava, los jardines de naranjas j los grupos espesos de los plátanos del litoral. No es cierta- mente, lo repito, el dulce encanto uniformemente esparcido en la naturaleza, loque nos conmueve ja en estas escenas; es la fisonomía del suelo, su propia configuración, la mezcla de las nubes, de las islas vecinas j del horizonte del mar, que confunden sus formas indecisas en los vapores de la mañana. Todo cuanto nuestros sentidos perciben vagamente, todo cuanto los parajes románticos presentan de mas hor- rible, puede llegar á ser para el hombre manantial de goces; su imaginación encuentra en todo medios de ejercer libre- — 6 — mente un poder creador. En la vaguedad de las sensaciones, cambian las impresiones con los movimientos del alma, j, por una ilusión tan dulce como fácil creemos recibir del mundo exterior lo que nosotros mismos sin saberlo hemos depositado en él . Cuando alejados de la patria , desembarcamos por pri- mera vez en tierra de los trópicos , después de una larga navegación, nos sorprende agradablemente reconocer en las rocas que nos rodean las mismas eschistas inclinadas, iguales basaltos en columnas cubiertos de amigdalojdes ce- lulares, que los que acabábamos de dejar sobre el suelo europeo , v cuja identidad en zonas tan diferentes, nos de- muestra que la corteza de la tierra al solidificarse, ha que- dado independiente de la influencia de los climas. Pero es- tas masas de rocas schistosas j basálticas se encuentran cu- biertas de vegetales de una fisonomía que nos sorprende, j de un aspecto desconocido. Allí es donde, rodeados de formas colosales, j de la magestad de una flora exótica, es- perimentamos , cómo por la maravillosa flexibihdad de nuestra naturaleza, se abre el alma fácilmente á impresio- nes que tienen entre sí un lazo misterioso j secreta analo- gía. Tan íntimamente unido nos figuramos cuanto tiene relación con la vida orgánica, que si á primera vista se ocurre que una vegetación semejante á la de nuestro país natal deberla encantarnos, como encanta nuestro oido el idioma de la patria dulcemente familiar, poco á poco, sin em- bargo, nos sentimos naturalizados en los nuevos climas. Ciu- dadano del mundo, el hombre, en todo lugar, acaba por fa- miliarizarse con cuanto le rodea. Únicamente el colono apli- ca á algunas plantas de esas nuevas regiones , nombres que importa de la madre patria,, como un recuerdo cuja pérdi- da sentiría. Por las misteriosas relaciones que existen entre los diferentes tipos de la organización, las formas vegetales 'exóticas se presentan á su pensamiento embellecidas por la imagen de las que rodearon su cuna. Así es que la afinidad de sensaciones conduce al mismo objeto á que nos lleva mas tarde la laboriosa comparación de los liecbos , á la íntima persuasión de que un solo é indestructible nudo encadena la naturaleza entera. La tentativa de descomponer en sus diversos elementos la magia del mundo físico, llena está de temeridad: porque el gran carácter de un paisaje, j de toda escena imponente de la naturaleza, depende de la simultaneidad de ideas j de sentimientos que agitan al observador. El poder de la naturaleza se revela_, por decirlo así, en la conexión de im- presiones, en la unidad de emociones y de efectos que se producen en cierto modo de una sola vez. Si se quieren in- dicar sus fuentes parciales, es preciso descender por medio del análisis á la individualidad de las formas j á la di- versidad de las fuerzas. Los mas ricos j variados elementos de este género de análisis se ofrecen á la vista de los via- jeros en el paisaje del Asia austral , en el gran arcbipiéla- go de la India, j sobre todo en el Nuevo Continente, donde los vértices de las altas Cordilleras forman los bajíos del Océano aéreo, y donde las mismas fuerzas subterráneas que en otros tiempos levantaron cadenas de montañas , las con- mueven aun hoj, y amenazan sepultarlas. Los Cuadros de la naturaleza^ trazados con un pensa- miento, reflexivo, no se lian hecho con el único objeto de agradar á la imaginación; pueden también, cuando se los relaciona entre si, reproducirlas impresiones en virtud de las cuales , se pasa gradualmente desde el litoral unifor- me ó las desnudas estepas de la Siberia, hasta la inagotable fecundidad de la zona tórrida. Si colocamos imaginaria- mente el Monte-Pilato sobre el Schreckhorn (2), ó la Schneekoppe sobre el Mont-Blanc , no habremos llegado A componer uno de los grandes colosos de los Andes , el Chimborazo, que tiene doble altura que el Etna; y única- — 8 — mente superponiendo el Righi ó el monte Athos al Chim- borazo, puede formarse idea del mas alto vértice del Hima- laja, del Dhawalagiri . Aunque las montañas de la India, por su asombrosa elevación, escedan con mucLo (un gran número de exactas medidas han dado al fin este resultado) á las Cordilleras de la América meridional^ no pueden sin embargo, ofrecer la misma variedad de fenómenos, á causa de su posición geográfica. La impresión de los grandes aspectos de la naturaleza no depende únicamente de la altura. La cadena del Himalaja está colocada muy acá de la zona tórrida, y apenas si se encuentra una palmera en los lindos valles de Kumaoun j de Garhwal. (3) Entre los 28° y 34 de latitud , sobre la pendiente meridional del antiguo Paropaniso, la naturaleza no desplega ja aquella abundancia de heléchos y de gramíneas arborescentes, de helicóniasj de orquídeas, que, en la región tropical^ suben hasta las mas elevadas mesetas. En la falda del Himala- ja, á la sombra del pino deodzara y de encinas de largas hojas que caracterizan á los alpes de la India, la roca graní- tica j la micaschista se cubren de formas casi semejantes á las que vegetan en Europa j en el Asia boreal. Las es- pecies no son idénticas , pero sí análogas de aspecto j de fisonomía: son enebros, abedules alpinos, gencianas, la parnasia de pantanos, j las grosellas espinosas. (4) Falta^ también á la cadena del Himalaja el fenómeno imponente de los volcanes , que en los Andes j en el Archipiélago- Indio, revelan muj á menudo j de una manera formi- dable á los indígenas , la existencia de las fuerzas que re- siden en el interior de nuestro planeta. También la región de las nieves perpetuas, en la pendiente meridional del Hi- malaja , allí donde suben las corrientes de aire húmedo j con esas corrientes la vigorosa vejetacion del Indostan, em- pieza ja á los 3,600 j 3,900 metros de altura sobre el ni- vel del Océano , fijando por consiguiente al desarrollo de — 9 — la organización un límite que en la región equinoccial de las Cordilleras se encuentra á 850 metros mas arriba. (5) Los países próximos al Ecuador tienen otra ventaja so- bre la cual no se ha llamado la atención hasta aquí suficien- temente. Esta es la parte de la superficie de nuestro pla- neta en que la naturaleza dá vida á la major variedad de impresiones, en la menor estension. En las colosales monta- ñas de Cundinamarca, de Quito j el Perú, surcadas por va- lles profundos, es dable al hombre contemplar á la vez todas las familias de las plantas y todos los astros del firmamen- to. Allí, de un golpe de vista se abarcan magestuosas pal- meras, bosques húmedos de bambúes, la familia de las mu- sáceas, y sobre estas formas del mundo tropical, encinas, nísperos, rosales silvestres , j umbelíferas como en nuestra patria europea. De una sola mirada se abraza la constelación de la Cruz del Sud, las Nubes de Magallanes j las estre- llas conductoras de la Osa que giran al rededor del polo Ár- tico. Allí, el seno de la tierra j los dos hemisferios del cie- lo ostentan toda la riqueza de sus formas j la variedad de sus fenómenos ; allí, los climas , como las zonas vegetales cuja sucesión determinan, se encuentran superpuestos por pisos, j las lejes de decrecimiento del calor, fáciles de reco- ger por el observador inteligente, están escritas en carac- teres indelebles sobre los muros de las rocas, en la pendien- te rápida de las Cordilleras. Para no cansar al lector con el detalle de los fenómenos que he tratado há mucho tiempo de representar gráfica- mente (6), no reproduciré aquí mas que alguno de los resul- tados generales cujo conjunto compone el m(,aclro físico de la zona tórrida. Lo que en la vaguedad de las sensaciones se confunde, por falta de contornos bien determinados , lo que queda envuelto por ese vapor brumoso que en el paisaje, oculta ala vista las altas cimas, el pensamiento lo desar- rolla j resuelve en sus diversos elementos, desentrañando — 10 — las causas de los fenómenos, asignando á cada uno de di- chos elementos, que concurren á formar la impresión total, un carácter individual. De aquí resulta que en la esfera de la ciencia como en la de la poesía j la pintura de paisaje, la descripción de los parajes j los cuadros que hablan á ia imaginación tienen tanta major verdad j vida, cuanto mas determinados están sus rasgos característicos. Si las regiones de la zona tórrida , por su riqueza orgá- nica j su abundante fecundidad hacen brotar las mas pro- fundas emociones , ofrecen también la inapreciable ventaja de enseñar al hombre en la uniformidad de las variaciones de la atmósfera j del desarrollo de las fuerzas vitales, en los contrastes de los climas v de vegetación que nacen de la diferencia de alturas , la invariabilidad de las le jes que ri- gen los movimientos celestes, reflejada, por decirlo así, en los fenómenos terrestres. Séame permitido detenerme algu- nos instantes en las pruebas de esta regularidad, que puede hasta sujetarse á escalas j á evaluaciones numéricas. En los llanos ardientes que se elevan poco sobre el nivel de los mares, reina la familia de los bananeros, cjcas, j palmeras, cujas especies, incluidas en las floras délas regiones tropicales,, se han multiplicado maravillosamente en nuestros dias por el celo de los viajeros botánicos. A es- tos grupos siguen , sobre la pendiente de las Cordilleras, en lo alto de los valles ó en grietas húmedas j sombrías, los heléchos arbóreos j el quino que produce la corteza anti- febril. Los gruesos troncos cilindricos de los heléchos pro- jectan sobre el azul turquí del cielo el lozano verdor de un follaje delicadamente dentado. En el quino la corteza es tanto mas saludable cuanto mas frecuentemente está baña- da j refrescada la cima del árbol, por las lijeras nieblas que forman la capa superior de las nubes materialmente des- cansando sobre aquellas llanuras. En el límite donde acaba la región de los bosques, florecen en largas bandas, plan- — li- tas que viven por grupos, como la menuda aralia, los thi- baudes j la andrómeda de hojas de mirto\\La rosa alpina de los Andes, la magnífica befarla, forma un cinturon pur- purino al rededor de los salientes picos. Poco á poco en la región fria de los Páramos, espuesta á la perpetua tormen- ta de los huracanes j de los vientos , desaparecen los ar- bustos ramosos j las vellosas jerbas, constantemente car- gadas de grandes corolas de variados matices. Las plantas monocotiledones de delgada espiga, cubren uniforme- mente el suelo ; tal es la zona de las gramíneas. La sá- bana que se estiende sobre inmensas mesetas, refleja en la pendiente de las Cordilleras una luz amarillenta , casi do- rada en lontananza, j sirve de pasto á los llamas j al ga- nado introducido por los colonos europeos. Donde quiera que la roca desnuda de traquito toca al césped j se eleva en capas de aire que creemos las menos cargadas de ácido carbónico , las únicas plantas de una organización infe- rior, liqúenes, lecídeas j el polvo coloreado de lalepraria, se desarrollan en manchas orbiculares. Islotes de nieve es- porádica recientemente caida, variables de forma j de es- tension, detienen los últimos j débiles desenvolvimientos de la vida vegetal. A estos islotes esporádicos siguen las nieves perpetuas, cuja altura es constante j fácil de deter- minar, á causa de la muj pequeña oscilación que sufre su límite inferior. Las fuerzas elásticas que residen en el in- terior de nuestro globo trabajan, frecuentemente en vano, para quebrar esas campanas ó cúpulas redondeadas,, que resplandecientes con la blancura de las nieves perpetuas, dominan la espalda de las Cordilleras. Allí donde las fuerzas subterráneas han logrado, i, sea por cráteres circulares , sea por largas grietas^ abrir comunicaciones permanentes con la atmósfera, producen con gran frecuencia, escorias infla- madas, vapores de agua j de azufre hidratado, miasmas de ácido carbónico, v rara vez corrientes de lava. — 12 — Un espectáculo tan grandioso y tan imponente , no ha podido inspirar á los habitantes de los trópicos , en el pri- mer estado de una naciente civilización, mas que un vago sentimiento de asombro j de espanto. Debió suponerse quizás, j lo hemos dicho mas arriba, que la vuelta perió- dica de los mismos fenómenos, y el modo uniforme según el cual se agrupan por zonas superpuestas, habrian faci- litado al hombre el conocimiento de las le jes de la natu- raleza; pero por lejos' que se remonten la tradición j la historia, no encontramos que estas ventajas hajan sido pro- vechosas en aquellos dichosos climas. Investigaciones re- cientes hacen dudar de que la base primitiva de la civiliza- ción de losindios, una de las fases mas maravillosas del pro- greso de la humanidad, ha ja tenido su asiento entre los mismos trópicos. Ajriana Vaedjo, la antigua cuna del Zend, estaba situada al Nord-Oeste de los Altos-Indos ; j después del gran cisma religioso, es decir, después de la separación de los Iranios de la institución brahmánica, la lengua, en otro tiempo común á los Iranios j á los Indos, tomó entre estos últimos , en la Magadha ó Madhja Déza (7), comarca limitada por la gran Cordillera del Himalaja j la pequeña cadena Vindhja, una forma individual, al propio tiempo que la literatura, las costumbres j el estado de la sociedad. Bastante después, la lengua j la civilización sánscritas adelantaron hacia el Sud-Este j penetraron mucho mas en la zona tórrida, como ha espuesto mi hermano Guillermo de Humboldt (8) en su gran obra so- bre la lengua Kawi j las que con ella tienen algunas re- laciones de estructura. A pesar de todas las trabas que , bajo latitudes boreales^ oponian al descubrimiento de las le jes de la naturaleza , la escesiva complicación de los fenómenos _, j las perpetuas variaciones locales en los movimientos de la atmósfera j en la distribución délas formas orgánicas, precisamente á un — 13 — pequeño número de pueblos habitantes de la zona templa- da, es á quienes se ha revelado primero un conocimiento ín- timo j racional del as fuerzas que obran en el mundo físico. De la zona boreal , mas favorable aparentemente al progreso de la razón, á la dulzura de las costumbres j á las libertades públicas , es de donde los gérmenes de la civilización han sido importados á la zona tropical , tanto por esos grandes movimientos de razas que se llaman emigraciones de los pueblos, cuanto por el establecimiento de colonias, igual- mente saludables para los paises que van á poblar j para aquellos de donde parten , cualquiera que sean las diferen- cias que presenten por otro lado sus instituciones en los tiempos fenicios ó helénicos, j en nuestros tiempos mo- dernos. Al indicar la facilidad mas 6 menos grande que ha podido dar la sucesión de los fenómenos para reconocer la causa que los produce, he hablado de este punto impor- tante donde , en el^contacto con el mundo esterior , al lado del encanto que esparce la simple contemplación de la na- turaleza^ se coloca el goce que nace del conocimiento de las le jes j del encadenamiento mutuo de aquellos fenómenos. Lo que durante largo tiempo no ha sido sino objeto de una vaga inspiración , ha llegado poco á poco á la evidencia de una verdad positiva. El hombre se ha esforzado para encon- trar, como ha dicho en nuestra lengua un poeta inmor- tal «el polo inmóvil en la eterna fluctuación de las cosas creadas.» (9) Para llegar á la fuente de este goce que nace del traba- jo del pensamiento, basta echar una rápida mirada sobre los primeros bosquejos de la filosofía de la naturaleza ó de la. antigua doctrina del Cosmos. Encontramos entre los pue- blos mas salvajes (j mis propias escursiones han confirmado esta aserción) un sentimiento confuso v temeroso de la po- derosa unidad de las fuerzas de la naturaleza, de una esen- ~ 14 — cia invisible, espiritual, que se maniñesta en ellas ja desarrollen la flor j el fruto en el árbol productivo , ja quebranten el suelo del bosque ó ja truenen en las nubes. Así se revela un lazo entre el mundo visible j un mundo superior q[ue se escapa á los sentidos. Uno j otro se con- funden involuntariamente, sin que por ello deje de des- arrollarse en el seno del hombre, el g-érmen de una filoso- fía de la Natííraleza , aunque como el simple producto de una concepción ideal, j sin el auxilio de la obser- vación. Entre los pueblos mas atrasados en civilización , la imaginación se goza en creaciones estrañas j fantásti- cas. La predilección por el símbolo influjo simultánea- mente, en las ideas j en las lenguas. En vez de examinar, se adivina, se dogmatiza, se interpreta lo que nunca ba sido observado. El mundo de las ideas j de los sentimientos no refleja en su pureza primitiva el mundo esterior. Lo que en algunas regiones de la tierra no se ba manifestado como rudimento de la filosofía natural , sino entre un pequeño número de individuos dotados de una alta inteligencia , se presenta en otras regiones, entre familias enteras de pue- blos, como el resultado de tendencias místicas j de intui- ciones instintivas. En el comercio íntimo con la naturaleza, en la vivacidad j profundidad de las emociones á que dá vida, es donde se encuentran también los primeros impul- sos hacia el culto ^ bácia una santificación de fuerzas des- tructoras ó conservadoras del Universo. Pero á medida que el hombre recorriendo los diferentes grados de su desarrollo intelectual^ llega á gozar libremente del poder regulador de la reflexión , á separar por un acto de emancipación pro- gresiva, el mundo de las ideas j el de las sensaciones, no puede contentarse con presentir vagamente la unidad de las fuerzas de la naturaleza. El ejercicio del pensamiento empieza á cumplir su altami&ion; la observación, fecun- — 15 — dada por el razonamiento llega con ardor á las causas de los fenómenos. La historia de las ciencias enseña que no ha sido fácil satisfacer á las necesidades de una curiosidad tan ardiente. Observaciones poco exactas é incompletas han originada por falsas inducciones, ese gran número de cálculos físicos que se han perpetuado entre las preocupaciones populares de todas las clases de la sociedad. Así es como al lado de un conocimiento sólido j científico de los fenómenos, se ha con- servado un sistema de fenómenos mal observados, tanto mas difícil de destruir , cuanto que no se tiene en cuenta ninguno de los hechos que le contrarían. Este empirismo^ triste herencia de siglos anteriores, mantiene invariable- mente sus axiomas. Es arrogante como todo lo que es limi- tado; en tanto quelafísica fundada en la ciencia, duda por- que trata de profundizar, separa lo que es cierto de lo que es simplemente probable, j perfecciona sin cesar las teo- rías estendiendo el círculo de sus observaciones. Ese conjunto de dogmas incompletos que un siglo lega al otro, esa física que se compone de preocupaciones populares , no es solamente perjudicial porque perpetúa el error, con la obstinación que lleva siempre el testimonio de los hechos imperfectamente observados ; sino que también prohibe al espíritu elevarse á los grandes horizontes de la naturaleza. En vez de buscar el estado medio, alrededor del cual oscilan _, en la aparente independencia de las fuerzas, todos los fenómenos del mundo esterior, desea la ocasión de multiplicar las escepciones de la lej; investiga en los fenómenos j en las formas orgánicas , otras maravi- llas que las de una sucesión regular ó de un desarrollo in- terno v progresivo ; se inclina á creer incesantemente interrumpido el orden de la naturaleza , á desconocer en el presente la analogía con el pasado, á perseguir, en medio del azar de sus sueños, la causa de pretendidas per- — 16 — turbaciones, tanto en el interior de nuestro globo, como en los espacios celestes. El objeto particular de esta obra es el de combatir los errores que toman su oríg-en en un vicioso empirismo j en imperfectas inducciones. Los mas nobles goces que puede procurar el estudio de la naturaleza , dependen de la exac- titud jdela profundidad de sus concepciones, de la esten- siondel horizonte que se abarca de una vez. Con el cultivo de la inteligencia se ha acrecentado en todas las clases de la sociedad , la necesidad de embellecer la vida aumentando la masa de ideas y los medios de generalizarlas. Este sen- timiento es la refutación de las censuras que se han dirigido al siglo en que vivimos , j prueba que los espíritus no se han ocupado únicamente de los intereses materiales de la existencia. Toco no sin pesar á un temor que parece nacer de una mira limitada, ó de cierto sentimentalismo dulce v blando del alma : hablo del temor de que la naturaleza no pierda nada de su encanto , prestigio j poder mágico , á medida que empezemos á penetrar en sus secretos, á com- prender el mecanismo de sus movimientos celestes , j á evaluar numéricamente la intensidad de las fuerzas. Es cierto que estas no ejercen, propiamente hablando, un poder mágico sobre nosotros, sino cuando su acción envuelta en misterios j tinieblas, se halla colocada fuera de todas las condiciones que ha podido reunir la esperiencia. El efecto de un poder tal, es por consiguiente, el de conmover la ima- ginación ; j ciertamente que no es esta la facultad del alma que evocaríamos preferentemente, para dirigir las laboriosas j minuciosas observaciones cu jo objeto es el conocimiento de las mas grandes j admirables le jes del Universo. El as- trónomo que por medio de un heliómetro ó de un prisma de doble refracción (10) determina el diámetro de los cuer- pos planetarios; que mide con paciencia durante años en- — 17 — teros la altura meridiana, v las relaciones de distancia de las estrellas; que busca un cometa telescópico en un grupo de pequeñas nebulosas, no siente la imaginación ( j esta es la garantía misma de la precisión de su trabajo) mas conmovida, que el botánico que cuenta las divi- siones del cáliz, el número de los estambres, los diente^ ja libres, ja unidos, del anillo que rodea la cápsula de musgo. Sin embargo, las medidas multiplicadas de án- gulos por una parte, j de otra las relaciones del detalle de la organización, preparan el camino á importantes cálcu- los sobre la física general. Es preciso distinguir entre las disposiciones del alma del observador, en tanto que observa, j el engrandeci- miento ulterior de miras , que es el fruto de la investiga- ción j del trabajo del pensamiento. Cuando los físicos mi- den con admirable sagacidad las ondas luminosas de des- ig'ual longitud que se refuerzan ó se destrujen por interferencia, aun en sus acciones químicas; cuando el astrónomo armado de poderosos telescopios penetra en los espacios celestes^ contempla las lunas de Urano en los últimos límites de nuestro sistema solar, j descompone débiles puntos brillantes en estrellas dobles desigualmente coloreadas ; cuando los botánicos ven reproducirse la cons- tancia del movimiento giratorio del chara en la major parte de las celdas vegetales, j reconocen el íntimo enlace de las formas orgánicas por géneros j por familias natura- les, la bóveda celeste sembrada de nebulosas j de estrellas, el rico manto de vegetales que cubre el suelo en el clima de las palmeras , no pueden dejar de inspirar á esos ob- servadores laboriosos una impresión mas imponente j mas digna de la magestad de la creación que á aquellos otros cuja alma no está acostumbrada á recojer las grandes re- laciones que ligan á los fenómenos entre sí. No puedo por consiguiente estar de acuerdo con Burke , cuando, en una — 18 — de sus ingeniosas obras pretende «que nuestra ignorancia respecto de las cosas de la naturaleza es la causa principal de la admiración que nos inspiran , y fuente de que nace el sentimiento de lo sublime.» En tanto que la ilusión de los sentidos fija los astros en la bóveda del cielo, la astronomía con sus atrevidos trabajo» engrandece indefinidamente el espacio. Si circunscribe la gran nebulosa á la cual pertenece nuestro sistema solar, es únicamente para enseñarnos mas allá, bácia regiones que bu jen á medida que las potencias ópticas aumentan , otras islas de nebulosas esporádicas. El sentimiento de lo sublime, cuando nace de la contemplación de la distancia que nos separa de los astros, de su magnitud, y en general de la es- tension física, se refleja en el sentimiento de lo infinito, que pertenece á otra esfera de ideas, al -mundo intelectual. Cuanto el primero ofrece de solemne y de imponente , lo debe á la relación que acabamos de señalar , á esa analo- gía de goces y de emociones que sentinios, ja en medio de los mares, ja en el Océano aéreo, cuando capas vaporosas j semidiáfanas nos envuelven sobre el vértice de un pico ais~ lado, ja en fin delante de uno de esos poderosos instru- mentos que disuelven en estrellas lejanas nebulosas. Aquel trabajo que consiste en acumular observaciones de detalle, sin relación entre si, ba podido inducir, es cierto, á ese error profundamente inveterado, de que el estudio de las ciencias exactas debe necesariamente enfriar el sentimiento j disminuir los nobles placeres de la con- templación de la naturaleza. Los que , en los tiempos en que vivimos, en medio del adelanto de todas las ramas de nues- tros conocimientos j de la misma razón pública, alimentan todavía semejante error, ni aprecian bastante cada progreso de la inteligencia, ni lo que puede el arte encubrir el deta- lle délos hecbos aislados ;, para elevarse á resultados gene- rales. Al temor de sacrificar el libre goce de la naturaleza^ — 19 — bajo la influencia del razonamiento científico, se añade por lo común el de que no sea dable á todas las inteligencias el conocer el conjunto de la física del mundo. Cierto que en medio de esta fluctuación universal de fuerzas j de vida, en esta red intrincada de organismos que se desarro- llan j destrujen sucesivamente, cada paso que se dá hacia .el conocimiento mas íntimo de la naturaleza, conduce á la entrada de nuevos laberintos; pero esta intuición vaga de tantos misterios por descubrir, estimulando en nosotros el ejercicio del pensamiento , nos causa , en todos los grados del saber, un asombro mezclado de alegría. El descubri- miento de cada lej de la naturaleza lleva á otra lej mas general, ó hace presentir su existencia, al observador inte- ligente. La naturaleza, como la ba definido un célebre fisió- logo (11) j como la palabra misma indica entre los Griegos j los Romanos , es «lo que crece j se desarrolla perpetua- mente,, lo que solo vive por un cambio continuo de forma ^Sr* j de movimiento interior.» La serie de los tipos orgánicos se estiende ó se completa para nosotros á medida que, por medio de viajes de tierra ó mar, penetramos en regiones desconocidas j comparamos los organismos vivientes con aquellos que ban desaparecido con las grandes revoluciones de nuestro planeta; á medida que los microscopios se perfeccionan j aprendemos á servir- nos de ellos con mas discernimiento. En el seno de esta in- mensa variedad de producciones animales j vegetales, en el juego de sustrasformaciones periódicas, se renueva sin cesar el misterio primordial de todo desarrollo orgánico^ aquel pro- blema de la metamorfosis que Goethe ha tratado con una sa- gacidad superior, j que nace de la necesidad que esperi- mentamos de reducir las formas vitales á un pequeño número de fundamentales tipos. En medio de las riquezas de la naturaleza j de esta acumulación creciente de las ob- servaciones, se penetra el hombre de la convicción íntima — 20 — de que en la superficie j en las entrañas de la tierra, en las profendidades del mar y las de los cielos , aun después de miles de años, «el espacio no faltará á los conquistadores científicos.» Este pesar de Alejandro (12) no podria aplicarse á los progresos de la observación j de la inteligencia. Las consideraciones generales, bien sea que tengan re- lación con la materia aglomerada en cuerpos celestes ó con la distribución geográfica de los organismos terrestres, no solo son mas atractivas por sí mismas, que los estudios es- peciales , sino que ofrecen también grandes ventajas á los que no pueden emplear muclio tiempo en este género de ocupaciones. Las diferentes ramas de la Historia natural ni son accesibles mas que á ciertas posiciones de la vida so- cial, ni presentan el mismo encanto en toda estación ni bajo todo clima. En las zonas inhospitalarias del Norte es- tamos privados durante largo tiempo del espectáculo que ofrecen á nuestras miradas las fuerzas productivas de la na- turaleza orgánica; j si nuestro interés está limitado á una clase de objetos, los mas animados cuentos de los viajeros que han recorrido los paises lejanos, no tendrán atractivo al- guno para nosotros, á menos que se refieran á los mismos objetos de nuestra predilección. De igual manera que la historia de los pueblos (si pu- diese elevarse siempre con éxito á las verdaderas causas de los acontecimientos) llegarla á resolver el eterno enigma de las oscilaciones que esperimenta el movimiento sucesiva- mente progresivo ó retrógrado de la sociedad humana; asi también, la descripción física del mundo, la ciencia del Cosmos, si estuviese concebida por una alta inteligencia, j fundada sobre el conocimiento de todo lo que se ha des- cubierto hasta una época dada , haria desaparecer una parte de las contradicciones que parece ofrecer á primera vista la complicación de los fenómenos, j que descansan en una multitud de. perturbaciones simultáneas. El conocimiento de las lejes, va se revelen en los movimientos del Océano, en la marcha calculada de los cometas , ó en las atracciones mutuas de las estrellas múltiples , aumenta el sentimiento tranquilo de la naturaleza, cual si «la discordia de los ele- mentos,» constante fantasma del espíritu humano en sus primeras intuiciones, se debilitara á medida que las ciencias estienden su imperio. Las miras generales nos acostum- bran á considerar cada organismo , como una parte de la creación entera, á reconocer en la planta j en el animal, no la especie aislada, sino una forma unida en la cadena de los seres, á otras formas vivientes ó muertas; ayudándo- nos á conocer las relaciones que existen entre los descubri- mientos mas recientes j los que los han preparado. Reti- rados á un punto del espacio, recogemos con major avidez lo que se ha observado bajo diferentes climas. Complácenos seguir á los audaces navegantes hasta en medio de los hielos polares , hasta el pico del volcan del polo antartico cu jos fuegos son visibles durante el dia á grandes distancias. Llegamos aun á comprender algunas de las maravillas del magnetismo terrestre, j los resultados que pueden espe- rarse hoj de las numerosas estaciones diseminadas en los dos hemisferios, para espiar la simultaneidad de las per- turbaciones, la frecuencia j la duración de las tempesta- des magnéticas. Séame permitido adelantar por el campo de los des- cubrimientos cujas consecuencias no pueden ser apreciadas sino por aquellos que se han dedicado á los estudios de la física general. Ejemplos escogidos entre los fenómenos que han fijado especialmente la atención en estos últimos tiempos^ esparcirán nueva luz sobre las consideraciones precedentes. Sin un conocimiento preliminar de la órbita de los cometas, no se comprenderia cual es la importancia que tiene el descubrimiento del cometa de Encke, cuja ór- bita elíptica, está incluida en los estrechos límites de núes- — 22 — tro sistema planetario , j que ha revelado la existencia de un fluido etéreo , que tiende á disminuir la fuerza centrí- fuga j la duración de las revoluciones. En una época en que tantas gentes, curiosas de un relativo saber , se compla- cen en mezclar á las conversaciones del dia vaguedades científicas, los temores que antiguamente reinaban res- pecto del choque de los cuerpos celestes, ó de un pretendido trastorno de los climas, se renuevan bajo formas diferentes: sueños de la imaginación, tanto mas engañosos, cuanto que tienen su origen en pretensiones dogmáticas. La his- toria de la atmósfera j de las variaciones anuales que esperimenta su temperatura, tiene ja bastante antigüedad para habernos manifestado la reproducción de pequeñas os- cilaciones alrededor del calor medio de cierto lugar , j para prevenirnos por consiguiente contra el temor exagerado de la deterioración general j progresiva de los climas de Europa. El cometa de Encke, uno de los tres cometas inte- riores , acaba su carrera en mil doscientos dias ; j por la forma j la posición de su órbita, no es mas peligroso para la tierra que el gran cometa de Hallej, de setenta v seis años, menos bello en 1835 que en 1759, ni que el cometa in- terior de Biela, el cual, sin bien es cierto que corta la ór- bita de la tierra, no puede acercarse mucho á nosotros sin embargo, mas que cuando su proximidad al sol coincide con el solsticicio de invierno. La cantidad de calórico que recibe un planeta , v cuja desigual distribución determina las variaciones meteoroló- gicas de la atmósfera, depende á la vez de la fuerza fotogé- nica del sol , es decir , del estado de sus envueltas gaseosas , j de la posición relativa del planeta j del cuerpo central . Según las lejes de la gravitación universal , la forma de la órbita terrestre ó la inclinación de la eclíptica, es decir, el ángulo que forma el eje de la tierra con él plano de su ór- bita, esperimenta variaciones periódicas: pero tan lentas, j — 2S — encerradas en tan estrechos límites, que sus efectos térmi- cos no lleg-arian á ser apreciados por nuestros instrumentos actuales, sino después de miles de años. Las causas astro- nómicas á que pueden referirse el enfriamiento de nuestro g-lobo, la disminución de la humedad en su superficie, la naturaleza j frecuencia de ciertas epidemias (fenómenos frecuentemente discutidos en nuestros dias siguiendo las preocupaciones de la Edad media) deben mirarse como co- sas fuera del alcance de los procedimientos actuales de la física y de Is química. La astronomía física nos ofrece otros fenómenos que no podrian conocerse tampoco en toda su magnitud, sin estar preparados á ello por nociones generales acerca de las fuer- zas que animan al Universo. Tales son, el inmenso número de estrellas, ó mas bien, de soles dobles, que girando alre- dedor de un centro común de gravedad , nos revelan la existencia de la atracción nev^toniana en los mas aparta- dos mundos ; la abundancia ó la rareza de las manchas del sol, es decir, de esas aberturas que se forman en las atmós- feras luminosa j opaca de que su núcleo sólido está en- vuelto: las caidas irregulares de las estrellas errantes en el 13 de noviembre j dia de San Lorenzo, anillo de asteroides que cortan probablemente la órbita de la tierra, j se mueven con velocidad planetaria. Si desde las regiones celestes descendemos á la tierra, deseamos concebir las relaciones que existen entre las osci- laciones del péndulo en un espacio lleno de aire, oscilacio- nes cuja teoría ha sido perfeccionada por Bessel , j la den- sidad de nuestro planeta ; j preguntamos cómo el péndulo, haciendo las funciones de una sonda , nos ilumina hasta cierto punto acerca de la constitución geológica de capas situadas á grandes profundidades. Obsérvase una asom- brosa analogía entre la formación de las rocas granuladas que componen corrientes de lava en la pendiente de los volca- — 24 — nes activos, y esas masas endógenas de granito, de pór- firo j de serpentina, que nacidas del seno déla tierra, que- brantan , como rocas de erupción , los bancos secundarios modificándolos por contacto j haciéndolos mas duros por medio de la sílice que en ellos se introduce^ va reducién- dolos al estado de dolomia , ja en fin produciendo crista- les de muj variada composición. El levantamiento de islo- tes esporádicos, cúpulas de traquito j conos de basalto, por las fuerzas elásticas que emanan del interior fluido del globo, han llevado al primer geólogo de nuestro siglo, M. Leopoldo de Buch, á la teoría del levantamiento de ios continentes j cadenas de montañas. Esta acción de las fuerzas subterráneas, la ruptura y la elevación de los bancos de roca sedimentarias , de lo cual ha ofrecido un ejemplo reciente el litoral de Chile á consecuencia de un gran temblor de tierra, dejan entrever la posibilidad de que las conchas pelágicas halladas por M. Bonpland y por mí sobre la falda de los Andes, á mas de 4,600 metros de elevación, ha jan podido ser llevadas á esta altura, no por la intumescencia del Océano _, sino por agentes volcánicos capaces de arrollar la costra reblandecida de la tierra. Llamo mdcanisruo^ en el sentido mas general de la pa- labra, á toda acción que el interior de un planeta ejerce so- bre su corteza esterior. La superficie de nuestro globo, y la de la luna manifiestan las huellas de esta acción, que por lo menos en nuestro planeta, ha variado en la sucesión de los siglos. Los que ignoran que el calor interior de la tierra aumenta rápidamente con la profundidad , y que á ocho ó nueve leguas de distancia (13) está en fusión el gra- nito,, no pueden formarse idea exacta de las causas j de la simultaneidad de erupciones volcánicas muj aleja- das unas de las otras, de la estension j del cruzamiento de los círcídos de conmoción que ofrecen los temblores de tier- ra, de la constancia de temperatura y de la igualdad de '¿o composición química observadas en las aguas termales du- rante una larga serie de años. Tal es, sin embargo, la im- portancia de la cantidad de calórico propia de cada pla- neta, como resultado de su condensación primitiva, que el estudio de esta cantidad de calórico, arroja á la vez algu-. na luz sobre la historia de la atmósfera j acerca de la distribución de los cuerpos organizados escondidos en la corteza sólida de la tierra. De esta manera llegamos á con- cebir, cómo lia podido reinar antes sobre toda la tierra una temperatura tropical, independiente de la latitud j pro- ducida por las profundas grietas, largo tiempo abiertas des- pués del replegamiento j hundimiento de la corteza ape- nas consolidada, de donde se exbalaba al calor interior. Este estudio nos enseña un antiguo estado de cosas, en el cual, la temperatura de la atmósfera, j los climas en general, se debían mas al desprendimiento de calórico j de diferente? emanaciones gaseosas^ es decir, á la enérgica reacción del interior hacia el esterior , que á la relación de la posición de la tierra frente á frente del cuerpo central^ el sol. Las regiones frias guardan depositadas en capas sedi- mentarias, los productos de los trópicos: en el terreno linUero están encerrados troncos de palmeras que quedaron en pie, j mezclados á coniferas, heléchos arborescentes, goniatites, j peces de escamas romboidales huesosas (14); en el calcáreo de Jura^ enormes esqueletos de cocodrilos y de plesiosauros, planulitas j troncos de cjcádeas ; en el grecloso , peque- ños poljthálamos j briozoarios, cujas mismas especies vi- ven aun en el seno de los mares actuales; en el trípoho, ó esquisto sin pulir ^ el semi-ópalo y el ópalo harinoso , in- mensas aglomeraciones de infusorios silíceos que Ehrenberg ha revelado con su microscopio vivificador ; por último , en los terrenos de transjiorte y ciertas cavernas , huesos de elefantes^ de hienas y de leones. Familiarizados como lo es- tamos hov, con las grandes miras de la física del globo, — 26 — estas producciones de los climas cálidos, por encontrarse en el estado fósil en las regiones septentrionales, no escitan ya en nosotros una curiosidad estéril , sino que llegan á ser los mas dignos objetos de meditaciones j combinaciones nuevas. La multitud j la variedad de los problemas que acab de indicar, dan origen ala cuestión de saber si considera- ciones generales pueden tener un grado suficiente de cla- ridad, allá donde falta el estudio detallado j especial de la historia natural descriptiva, de la geología j de la astrono- mía matemática. Pienso que es necesario distinguir desde luego entre aquel que debe recoger las observaciones es- parcidas j profundizarlas para esponer su enlace , j aquel á quien debe ser trasmitido este encadenamiento bajo la forma de resultados generales. El primero se impone la obligación de conocer la especialidad de los fenómenos; es preciso que antes de llegar á la generalización de las ideas, baja recorrido, en parte al menos , el dominio de las cien- cias; que baja observado, esperimentado j medido por sí mismo. No negaré que allá donde faltan los conocimien- tos positivos, los resultados generales que, en sus relacio- nes continuadas, dan tanto encanto á la contemplación de la naturaleza , no pueden ser todos desarrollados, con el mismo grado de luz ; pero me inclino á creer sin embargo, que en la obra que preparo sobre la física del mundo, la parte mas considerable de las verdades se presentará con toda evidencia^ sin que sea necesario remontarse siempre á los principios j á las nociones fundamentales. Este cuadro de la naturaleza, aunque en muchas de sus partes presente contornos poco marcados, no será menos á propósito para fecundar la inteligencia, engrandecer la esfera de las ideas, j alimentar j vivificar la imaginación. Quizás no sin fundamento se ha criticado á muchas obras científicas de Alemania , el haber disminuido por la acumulación de los detalles, la impresión j el valor de los — 27 — resultados generales; el no haber separado suficientemente estos grandes resultados que forman, por decirlo así, los puntos culminantes de las ciencias, de la larga enumeración de los medios que Kan servido para obtenerlos. Esta censura ha hecho decir humorísticamente al mas ilustre de nuestros poetas (15): «Los Alemanes tienen el don de hacer inaccesi- bles las ciencias.» El edificio concluido, no puede producir el efecto que de él se espera^ en tanto que esté obstruido por el andamio que ha sido preciso levantar para construirlo. Así pues , la uniformidad de figura que se observa en la distribución de las masas continentales, que terminan todas hacia el Sur en forma de pirámide , y se ensanchan hacia el Norte (lej que determina la naturaleza de los climas, la dirección de sus corrientes en el Océano y en la atmósfera, el paso de ciertos tipos de vegetación tropical ala zoDa tem- plada austral), puede comprenderse con claridad, sin que se conozcan las operaciones geodésicas y astronómicas por las cuales han sido determinadas esas formas piramidales de los continentes. De la misma manera, la geografía física nos en- seña en cuantas leguas es m a vor el eje ecuatorial del globo que el eje polar; la igualdad media del aplanamiento délos dos hemisferios, sin que sea necesario esponer como se ha llegado á reconocer por la medición de los grados del meridiano ó por observaciones del péndulo , que la verdadera figura de la tierra no es exactamente la de un elipsoide de revolución regular, y que esta figura se refleja en las desigualdades de los movimientos lunares. Los grandes horizontes de la geografía comparada no han empezado á tomar solidez v brillo á la par, hasta la aparición de la admirable obra ti- tulada Estudios de la tierra en sus relaciones con la natu- raleza y con la historia del Jiortihrey en la cual Carlos Eitter ha caracterizado con tanta fuerza la fisonomía de nuestro globo , V enseñado la influencia de su configuración este- rior , tanto en los fenómenos físicos que tienen lugar en su — 28 — superficie, cuanto en las emigraciones de los pueblos, sus lejes, sus costumbres j todos los principales fenómenos bistóricos de los cuales es teatro. Francia posee una obra inmortal, Za F sposicion del sis- tema del mundo , en la cual ba reunido el autor los resultados de los trabajos matemáticos j astronómicos mas sublimes, despojándolos del aparato de las demostraciones. La es- tructura de los cielos queda reducida en este libro á la so- lución sencilla de un problema de mecánica. Sin embargo, La Esposicion del sistema del mundo de Laplace , no ha sido tachada hasta aquí de incompleta ni de falta de profundi- dad. Distinguir los materiales desemejantes, los trabajos que no tienden al mismo fin , separar las nociones gene- rales de las observaciones aisladas , es el único medio de dar unidad á la física del mundo , de esclarecer los objetos, j de imprimir un carácter de grandeza al estudio de la naturaleza. Suprimiendo los detalles que distraen la aten- ción solo se consideran las grandes masas j se conoce por el pensamiento lo que pasa desapercibido á la debilidad de nuestros sentidos. Es preciso añadirá estas consideraciones la de que la es- posicion de los resultados está singularmente favorecida en nuestros dias, por la feliz revolución que han esperimentado desde fines del siglo último , los estudios especiales v sobre todos la geología, la química j la historia natural descrip- tiva. A medida que se generalizan las le jes, j que las ciencias se fecundan mutuamente, que estendiéndose, se unen entre sí por lazos mas numerosos j mas íntimos , el desenvolvimiento de las verdades generales puede ser con- ciso sin llegar á ser superficial. En el principio de la civi- lización humana , todos los fenómenos aparecen aislados^ la multiplicidad de las observaciones j la reflexión los apro- ximan, j hacen conocer su mutua dependencia. Si acon- tece, sin embargo, que en un siglo caracterizado como el — 29 — nuestro por los mas brillantes progresos, se nota en algunas ciencias falta de enlace de los fenómenos entre sí , deben esperarse descubrimientos tanto mas importantes, cuanto que esas mismas ciencias se han cultivado con una sagaci- dad de observaciones y una predilección particulares. Asi sucede boj con la metereología, varias partes de la óptica, j, desde los bellos trabajos de Melloni j de Faradaj, con el estudio del calórico radiante j del electro-magnetismo. Queda por recoger en esto una rica cosecha, aunque la pila de Volta nos enseñe ja una relación íntima entre los fenó- menos eléctricos, magnéticos j químicos. ¿Quién se atreve- rá á afirmar hoj, que conocemos con precisión la parte de atmósfera que no es oxígeno? ¿quién que las miles de sus- tancias gaseosas que obran sobre nuestros órganos no están mezcladas de ázoe , ó que se baja descubierto el número total de las fuerzas que existen en el Universo? No se trata en este ensa jo de la física del m undo , de reducir el conjunto de los fenómenos sensibles á un pequeño número de principios abstractos , sin mas base que la razón pura. La física del mundo que jo intento esponer, no tiene la pretensión de elevarse á las peligi'osas abs- tracciones de una ciencia meramente racional de la na- turaleza ; es una geografia física reunida á la descripcmi de los espacios celestes j de los cuerpos que llenan esos es- pacios. Estraño á las profundidades de la filosofía puramente especulativa , mi ensajo sobre el Cosmos es la contempla- ción del Universo, fundada en un empirismo razonado; es decir, sobre el conjunto de hechos registrados por la cien- cia j sometidos á las operaciones del entendimiento que compara j combina. Únicamente en estos límites la obra que he emprendido , entra en la esfera de los trabajos á los que he consagrado la larga carrera de mi vida científica. No me aventuro á penetrar en una esfera donde no sabría mo- verme con libertad, aunque otros puedan á su vez ensajarlo — 30 — con éxito. La unidad que jo trato de fijar en el desarrollo de los grandes fenómenos del Universo , es la que ofrecen las composiciones históricas. Todo cuanto se relacione con individualidades accidentales , con la esencia variable de la realidad , trátese de la forma de los seres j de la agrupación de los cuerpos , ó de la lucha del hombre contra los elemen- tos, j de los pueblos contra los pueblos, no puede ser de- ducido de solo las ideas , es decir , racionalmente construido. Creo que la descripción del Universo j la historia civil se hallan colocadas en el mismo grado de empirismo ; pero sometiendo los fenómenos físicos j los acontecimientos al trabajo pensador, j remontándose por el razonamiento á sus causas , se confirma mas j mas la antigua creencia de que las fuerzas inherentes á la materia , j las que rigen el mundo moral, ejercen su acción bajo el imperio de una ne- cesidad primordial , j según movimientos que se renuevan periódicamente ó á desiguales intervalos. Esta necesidad de las cosas, este encadenamiento oculto, pero permanente, esta renovación periódica en el desenvolvimiento progresivo de las formas, de los fenómenos j de los acontecimientos , cons- tituyen la naturaleza , que obedece á un primer impulso dado. La física, como su mismo nombre indica, se limita á esplicar los fenómenos del mundo material por las propie- dades de la materia. El último objeto de las ciencias espe- rimentales es pues, elevarse á la existencia de las le jes, j generalizarlas progresivamente. Todo lo que va mas allá, no es del dominio de la física del mundo , j pertenece á un género de especulaciones mas elevadas. Manuel Kant, uno de los pocos filósofos que no han sido acusados de impiedad hasta aquí , ha señalado los límites de las esplicaciones fí- sicas , con una rara sagacidad , en su célebre Ensayo sohre la teoría y la construcción de los Cielos , publicado en Koe- nigsberg en 1755. El estudio de una ciencia que promete conducirnos á — 31 — través de los vastos espacios de la creación , semeja á un viaje á país lejano. Antes de emprenderle, se miden por lo común , con desconfianza , las propias fuerzas j las del guia que se ha escogido. El temor que reconoce por causa la abundancia j la dificultad de las materias , dis- minuye^ si se tiene presente, como hemos indicado mas arriba, que con la riqueza de las observaciones ha aumen- tado también^ en nuestros dias, el conocimiento cada vez mas íntimo déla conexión de los fenómenos. Lo que en el círcu- lo mas estrecho de nuestro horizonte , ha parecido mucho tiempo inesplicable, ha sido generalmente adornado de una manera inopinada por investigaciones hechas bajo lejanas zonas. En el reino animal, como en el reino vegetal, formas orgánicas que han permanecido aisladas, han sido unidas por cadenas intermedias, formas ó tipos de transición. Especies, géneros, familias enteras, propias de un Continente, se pre- sentan como reflejadas en formas análogas de animales j de plantas del continente opuesto, j así se completa la geografía de los seres. Son, por decirlo así, equivalentes que se suplen j se reemplazan en la gran serie de los organis- mos. La transición j el enlace se fundan sucesivamente, en una disminución ó un desarrollo escesivo de ciertas partes, sobre soldaduras de órganos distintos, sobre la preponde- rancia que resulta de una falta de equilibrio en el balanceo de las fuerzas, sobre relaciones con formas intermedias, que lejos de ser permanentes , determinan solo ciertas fases de un desarrollo normal. Si de los cuerpos dotados de vida, pasamos al mundo inorgánico, encontraremos en él ejem- plos que caracterizan en alto grado los progresos de la geo- logía moderna. Reconoceremos, cómo después de las gran- des miras de Elias de Beaumont, las cadenas de montañas que dividen los climas , las zonas vegetales j las razas de los pueblos^ nos revelan su edad relativa, ja sea por la na- turaleza de los bancos sedimentarios que han levantado, ja - 32 — por las direcciones que siguen por largas grietas, sobre las 'Cuales se ha hecho el rugamiento de la superficie del glo- bo. Relaciones de yacimiento en las formaciones de tra- quito j de pórfiro sienítico, de diorita y de serpentina, que han permanecido dudosas en los terrenos auríferos de la Hungría , en el Oural , rico en platino , j en la pendiente sud-oeste del Altai siberiano , se encuentran definidos clara- mente por observaciones recogidas sobre las mesetas de Méji- co j de Antioquía, y en los barrancos insalubres del Choco. Los materiales que la física general ha puesto en obra en los tiempos modernos, no han sido acumulados á la casuali- dad. Se ha reconocido por fin, y esta convicción dá un ca- rácter particular á las investigaciones de nuestra época, que las correrías lejanas, que no han servido durante largo tiempo mas que para suministrar la materia de cuentos aventureros, no pueden ser instructivas sino en tanto que el viajero conozca el estado de la ciencia cujo dominio deba estender, y en cuanto que sus ideas guien á sus investi- gaciones y le inicien en el estudio de la naturaleza. Por esta tendencia hacia las concepciones generales, peligrosa solamente en sus abusos , una parte considerable de conocimientos físicos ja adquiridos, puede llegar á ser propiedad común de todas las clases de la sociedad ; pero esta propiedad no tiene valor sino en tanto que la instrucción estendida, contraste, por la importancia de los objetos que trata y por la dignidad de sus formas , con las recopilacio- nes poco sustanciales que hasta el fin del siglo XVIII, se han conocido con el impropio nombre de saler j^ojmlar . Quiero persuadirme, de que las ciencias espuestas en un lenguaje que se eleva á su altura , grave y animado á la vez, deben ofrecer, á los que, encerrados en el círculo es- trecho de los deberes de la vida , se avergüenzan de haber sido largo tiempo estraños al comercio íntimo de la natura- leza, y de haber pasado indiferentes delante de ella, una — :33 — de las mas viVas alegrías que pueden esperimentarse, la de euriquecer el entendimiento con nuevas concepciones. Este comercio, por las emociones á que dá lugar, despierta, por decirlo así, en nosotros órganos que habian dormido largo tiempo. Asi llegamos á conocer de un golpe de vista estenso, lo que en los descubrimientos físicos engrandécela esfera de la inteligencia, j contribu je, por felices aplica- ciones á las artes mecánicas j químicas, á desarrollar la riqueza nacional. Un conocimiento mas exacto del enlace de los fenó- menos nos libra también de un error, muv esparcido aun; cual es el de que bajo el respecto del progreso de las socie- dades humanas j de su prosperidad industrial, todas las ra- mas del conocimiento de la naturaleza no tienen el mismo valor intrínseco. Establécense arbitrariamente grados de importancia entre las ciencias matemáticas , el estudio de los cuerpos organizados, el conocimiento del electro-mag- netismo j la investigación de las propiedades generales de la materia en sus diferentes estados de agregación molecu- lar. Despreciase locamente lo que se designa bajo el nombre de investigaciones puramente teóricas. Olvídase, jesta in- dicación es sin embargo bien antigua, que la observación de un fenómeno enteramente aislado en apariencia, encierra frecuentemente el germen de un gran descubrimiento. Cuando Alojsio Galvani escitó por vez primera la fibra nerviosa por el contacto accidental de dos metales Ketero- géneos, sus contemporáneos estaban bien lejos de esperar que la acción de la pila de Volta nos baria ver, en los ál- calis, metales de brillo de plata, nadando sobre el agua V eminentemente inflamables; que la misma pila llegaria á ser un instrumento poderoso de análisis química , un termóscopo j un imán. Cuando Hujgens observó por pri- mera vez en 1678 _, un fenómeno de polarización, ó sea la diferencia que existe entre los dos rajos en que se divide ''XrS^-^'7'pí-^^--'^'^ ^ — 34 — un haz de luz^ al atravesar un cristal de doble refracciou, no se previa que, siglo j medio después, el gran descubri- miento de \2i ¡polarización cromática^ de M. Arago , llevaría á este astrónomo-físico á resolver, por medio de un pequeño fragmento de espato de Islandia , las importantes cuestio- nes de saber si la luz emana de un cuerpo sólido ó de una envuelta gaseosa , J si la que los cometas nos envian es propia ó reflejada (16). Una estimación igual hacia todas las ramas de las cien- cias matemáticas, físicas j naturales, es necesidad de una época en que la riqueza material de las naciones y su pros- peridad creciente, están principalmente fundadas en un empleo mas ingenioso j mas racional de las producciones y de las fuerzas de la naturaleza. Basta arrojar una rápida mirada sobre el estado actual de la Europa para reconocer que, en medio de esta lucha desigual de los pueblos que ri- valizan en la carrera de las artes industriales, el aisla- miento y una lentitud perezosa, tienen indudablemente por efecto la disminución ó el total aniquilamiento de la ri- queza nacional. Sucede en la vida de los pueblos , como en la naturaleza , en la cual , según feliz espresion de Goethe (17), «el desarrollo y el movimiento no conocen punto de parada, lanzando su maldición á todo lo que suspende la vida.» La propagación de graves estudios cien- tíficos contribuirá á alejar los peligros que aquí señalo. El hombre no tiene acción sobre la naturaleza ni puede apro- piarse ninguna de sus fuerzas, sino en tanto que aprenda á medirlas con precisión, á conocer las le jes del mundo fí- sico. El poder de las sociedades humanas, Bacon lo ha di- cho , es la inteligencia ; este poder se eleva y se hunde con ella. Pero el saber que resulta del libre trabajo del pensa- miento no es únicamente uno de los goces del hombre, es también el antiguo é indestructible derecho de la huma- nidad; figura entre sus riquezas, y es frecuentemente la — 35 — compensación de los bienes que la naturaleza lia repartido con parsimonia sobre la tierra. Los pueblos que no toman una parte bastante activa en el movimiento industrial, en la elección j preparación de las primeras materias , en las apli- caciones felices de la mecánica j de la química , en los que esta actividad no penetra todas las clases de la socie- dad, deben infaliblemente caer déla prosperidad que bu- bieren adquirido. El empobrecimiento es tanto mas rápido cuanto que Estados limítrofes rejuvenecen sus fuerzas por la dichosa influencia de las ciencias sobre las artes. Del mismo modo que, en las elevadas esferas del pen- samiento j del sentimiento, en la filosofía, la poesía j las bellas artes, es el primer fin de todo estudio un objeto in- terior, el de ensanchar j fecundizar la inteligencia, es también el término hacia el cual deben tender las ciencias directamente, el descubrimiento de las le jes ^ del principio de unidad que se revela en la vida universal de la natura- leza. Siguiendo la senda que acabamos de trazar, los estu- dios físicos no serán menos útiles á los progresos de la indus- tria , que también es una noble conquista de la inteligencia del hombre sobre la materia. Por una feliz conexión de causas j de efectos, generalmente aun sin que el hombre lo ha ja previsto, lo verdadero, lo bello j lo bueno se en- cuentran unidos á lo útil. El mejoramiento de los cultivos entregados á manos libres j en las propiedades de una me- nor estension : el estado floreciente de las artes mecánicas libres de las trabas que les oponía el espíritu de corpora- ción; el comercio engrandecido j vivificado por la multi- plicidad de los medios de contacto entre los pueblos, tales son los resultados gloriosos de los progresos intelectuales j del perfeccionamiento de las instituciones políticas en las cuales este progreso se refleja. El cuadro de la historia mo- derna es, bajo este respecto, capaz de convencer á los mas porfiados. — 36 — No temamos tampoco que la dirección que caracteriza á nuestro siglo, que la predilección tan señalada por el estudio de la naturaleza y el progreso de la industria, tengan por efecto necesario debilitar los nobles esfuerzos que se producen en el dominio de la filosofía, de la historia, j del conocimiento de la antigüedad : que tiendan á privar las producciones de las artes , encanto de nuestra existen- cia, del soplo vivificador de la imaginación. Por todas par- tes donde, bajo la égida de instituciones libres y de una sa- bia legislación, pueden desarrollarse francamente todos los gérmenes de la civilización, no es de temer que una riva- lidad pacífica perjudique á ninguna de las creaciones del es- píritu. Cada uno de estos desarrollos ofrece frutos preciosos al Estado, los que dan alimento al hombre y fundan su ri- queza física , V los que , mas duraderos, trasmiten la gloria de los pueblos á la posteridad mas lejana. Los Espartaííos, á pesar de su austeridad dórica, rogaban álos dioses «la con- cesión de las cosas bellas, con las buenas.» (18). No desarrollaré mas ampliamente estas consideraciones, tan frecuentemente espuestas, sobre la influencia que ejercen las ciencias matemáticas y físicas en todo lo que se relacione con las necesidades materiales de la sociedad. La carrera que debo recorrer es demasiado estensa para que me per- mita insistir aquí sobre la utilidad de las aplicaciones. Acos- tumbrado á lejanas correrías, quizás cometa el error de pintar la senda como mas fácil y mas agradable que lo es realmente ; conocida costumbre de los que quieren guiar á los demás hasta los vértices de las altas mon- tañas. Elogian la vista de que se disfruta, aun cuando que- de oculta por las nubes una gran estension de llanuras; saben que un velo vaporoso y semi -diáfano tiene un en- canto misterioso, que la imagen de lo infinito une el mun- do de los sentidos con el mundo de las ideas y de las emociones. Del mismo modo también, desde la altura que — 37 — se eleva la física del mundo, no se presenta el horizonte igualmente claro j determinado en todas sus partes; pero lo que puede quedar vago j velado , no lo está úni- camente por consecuencia del estado de imperfección de algunas ciencias ; sino mas aun por falta del guia que ha pretendido imprudentemente elevarse hasta esas alturas. Por otra parte, la introducción del Cosmos no tenia por objeto hacer valer la importancia j grandeza de la fí- sica del mundo, que nadie pone en duda en nuestros dias. He querido únicamente probar que, sin perjudicar á la soli- dez de .los estudios especiales, pueden generalizarse las ideas, concentrádolas en un foco común, enseñarlas fuerzas .s» j los organismos de la naturaleza, como movidos j anima- V ^^z*^ dos por un mismo impulso. «La naturaleza, dice Schelling ) .^j^" ' en su poético discurso sobre las artes, no es una masa / >^ inerte; es para aquel que sabe penetrarse de su sublime grandeza^ la fuerza creadora del Universo, agitándose sin cesar, primitiva, eterna, que engendra en su propio seno, todo lo que existe perece j renace sucesivamente.» Ensanchando los límites déla física del globo, reuniendo bajo un mismo punto de vista los fenómenos que presenta la tierra con los que abarcan los espacios celestes, llégase á la ciencia del Cosmos, es decir, que se convierte la física del globo en una física del mundo. Una de estas denomi- naciones , está formada á imitación de la otra , pero la cien- cia del Cosmos no es la agregación enciclopódica de los re- sultados mas generales j mas importantes que suministran los estudios especiales. Estos resultados no dan mas que los materiales de un vasto edificio; su conjunto no podria constituir la física del mundo , ciencia que aspira á hacer conocer la acción simultánea j el vasto encadenamiento de las fuerzas que animan al Universo. La distribución de los tipos orgánicos según sus relaciones de latitud, de altura, j de climas, en otros términos, la Geografía de las plantas j VI — 38 — de los animales , es diferente en todo de la botánica y de la zoología descriptivas, como lo es la geología de la mineralo- gía propiamente diclia. La física del mundo no puede por consiguiente, confundirse con las Enciclopedias de ¡as ciencias noMrales publicadas hasta aouí, j cujo título es tan vago, cuanto mal trazados están sus límites. En la obra que nos ocupa, los hechos parciales, no serán considerados mas que en sus relaciones con el todo. Cuanto mas elevado es este punto de vista tanto mas reclama la esposicion de nuestra ciencia un método que lo sea propio, un lenguaje animado j pintoresco. En efecto, el pensamiento j el lenguaje están entre sí en una íntima j antigua alianza. Cuando por la origina- lidad de su estructura j su riqueza nativa, la lengua llega á dar encanto j claridad á los cuadros de la naturaleza; j cuando por la flexibilidad de su organización se presta á pintar los objetos del mundo esterior, estiende al mismo tiempo como un soplo de vida sobre el pensamiento. Por este mutuo reflejo, la palabra es mas que un signo ó la forma del pensamiento. Su bienhechora influencia se manifiesta sobre todo en presencia del suelo natal, por la acción espon- tánea del pueblo, de la cual es viva espresion. Orgulloso de una patria que busca la concentración de su fuerza en la unidad intelectual, quiero recordar, volviendo sobre mí mis- mo , las ventajas que ofrece al escritor el empl-eo del idioma que le es propio, el único que puede manejar con alguna desenvoltura. ¡Feliz él, si al esponer los grandes fenómenos del Universo , le es dado penetrar en las profundidades de una lengua que , desde hace siglos , ha influido podero- samente en los destinos humanos, por el libre vuelo del pensamiento , asi como por las obras de la imaginación creadora! — 39 LÍMITES Y MKTODOS DE ESPOSICION DE LA DESCRirCION FÍSI- CA DEL MUNDO. En las precedentes consideraciones he tratado de espo- ner, j aclarar por medio de alg-unos ejemplos, de qué modo los goces que ofrece el aspecto de la naturaleza, tan diver- sos en sus orígenes, se lian acrecentado j ennoblecido por el conocimiento de la conexión de los fenómenos j de las le jes que los rigen. Réstame examinar el espíritu del método que debe presidir á la exposición de la descripción física del mundo ; indicar los límites á que cuento circuns- cribir la ciencia, según las ideas que se me han presentado durante el curso de mis estudios j bajo los diferentes cli- mas que he recorrido. ¡Séame lícito lisonjearme con la es- peranza de que una discusión de este género justificará el título imprudentemente dado á mi obra , poniéndome á cubierto de toda censura sobre una presunción que seria doblemente reprensible en trabajos científicos! Antes de presentar el cuadro de los fenómenos parciales, j distri- buirlos en grupos _, trataré las cuestiones generales que, íntimamente unidas entre sí, interesan á nuestros conoci- mientos acerca del mundo esterior , en sí mismos j en las relaciones que estos conocimientos muestran^ en todas las épocas de la historia, con las diferentes fases de cultura intelectual de los pueblos. Estas cuestiones tienen por objeto : 1." Los precisos limites de la descripción física del mundo, como ciencia distinta. 2." La rápida enumeración de la totalidad de los fenó- menos naturales, bajo la forma de nn cnad.ro general de la naturaleza. — 40 — 3." La influencia del mundo esterior sobre la imagi- nación j el sentimiento ; influencia que ha dado en los tiempos modernos un poderoso impulso al estudio de las ciencias naturales, por la animada descripción de lejanas regiones, por la pintura de paisaje, siempre que caracte- rice la fisonomía de los vegetales, por las plantaciones ó la disposióion de las formas vegetales exóticas en grupos que entre sí contrasten. 4.° La historia de la contemplación de la naturaleza, ó el desarrollo progresivo de la idea del Cosmos , según la esposicion de los hechos históricos j geográficos que nos han llevado á descubrir el enlace de los fenómenos. Cuanto mas elevado es el punto de vista desde el cual la física del mundo considera los fenómenos , es tanto mas necesario circunscribir la ciencia á sus verdaderos límites, separándola de todos los conocimientos análogos ó auxilia- res. La descripción física del mundo se funda en la con- templación de la universalidad de las cosasVreadas; de cuanta coexiste en el espacio concerniente á sustancias y fuerzas; jde la simultaneidad de los seres materiales que constitu- yen el Universo. La ciencia que trato de definir tienC;, por consiguiente^ para el hombre, habitante de la tierra, dos partes distintas : la tierra propiamente dicha, j los espacios celestes. Con objeto de hacer ver el carácter pro- pio é independiente de la descripción física del mundo, j para indicar al mismo tiempo la naturaleza de sus rela- ciones con \2i Física general^ con \2i Historia natural des- cri¡)tixa, la Geología y la Geografía comj) aojada , voj á detenerme en primer lugar j preferentemente en la par- te de la qiencia del Cosmos que concierne á la tierra. Así como la historia de la filosofía no consiste en la enu- meración, en cierto modo material, de las opiniones filosó- ficas que son producto de las diferentes edades^ de igual manera la descripción física del mundo no podria ser una — 41 — simple asociación enciclopédica de las ciencias que acaba- mos de nombrar. La confusión entre conocimientos ínti- mamente relacionados, es tanto major, cuanto que desde hace ja siglos nos hemos acostumbrado á designar grupos de nociones empíricas por denominaciones ora escesivamen- te latas, ora muj limitadas^ con relación á las ideas que debian espresar. Estas denominaciones ofrecen además la gran desventaja de tener un diferente sentido en las len- guas de la antigüedad clásica de las cuales fueron toma- das. Los nombres de fisiología, física, historia natural, geología j geografía, nacieron y comenzaron á usarse ha- bitualmente mucho antes de que hubiera ideas claras de la diversidad de los objetos que estas ciencias debian abrazar, es decir , antes de su recíproca limitación . Es tal la influen- cia de una larga costumbre en las lenguas , que^ en una de las naciones europeas mas avanzadas en civilización, la palabra /¿.s/c¿? se aplica á la medicina, en tanto que la quí- mica técnica , la geología y la astronomía , ciencias pura- mente esperimentales , se cuentan entre los trahajos filosó- ficos de una Academia cujo renombre es justamente universal. Háse intentado con frecuencia, y casi siempre en vano, sustituir á las denominaciones antiguas , vagas induda- blemente , pero en general comprendidas hoj , nuevos y mas adecuados nombres. Estos cambios han sido propuestos sobre todo por los que se han ocupado en la clasificación general de los conocimientos humanos, desde la gran En- ciclopedia (MarfjaTitajJhilosóphica) de Gregorio Reisch (19), prior de la Cartuja de Friburgo , á fines del siglo XV, hasta el canciller Bacon, desde Bacon hasta D^ Alem- bert, y en estos últimos tiempos, hasta el físico sagacísimo Andrés María Ampere (20). La elección de una nomen- clatura griega_, poco apropiada , ha podido ser quizás mas perjudicial aun á esta última tentativa, que el abuso de — 42 — las divisiones binarias y la escesiva multiplicidad de los grupos. La descripción del mundo , considerado como objeto de los sentidos esteriores , necesita indudablemente del con- curso de la física general , j de la historia natural descrip- tiva; pero la contemplación de las cosas creadas, enlazadas entre sí y formando un todo animado por fuerzas interiores, da á la ciencia que nos ocupa en esta obra un carácter par- ticular. La física se detiene en las propiedades generales de los cuerpos; es el producto de la abstracción, la gene- ralización de los fenómenos sensibles. Ya en la obra don- de se consignaron las primeras bases de la física general, en los ocho libros físicos de Aristóteles (21) , todos los fe- nómenos de la naturaleza se consideran como dependiendo de la acción primitiva v vital de una fuerza única, princi- pio de todo movimiento en el Universo. La parte terrestre de la física del mundo , á la que conservarla de buen grado la antigua y perfectamente espresiva denominación de Geografía física^ trata de la distribución del magnetis- mo en nuestro planeta, según las relaciones de intensidad y de dirección; pero no se ocupa de las le jes que ofrecen las atracciones ó repulsiones de los polos, ni de los medios de producir corrientes electro-magnéticas, permanentes ó pa- sageras. La geografía física traza á mas á grandes rasgos la configuración compacta ó articulada de los Continentes, la estension de su litoral comparado con su superficie , la división de las masas continentales en los dos hemisferios, división que ejerce una influencia poderosa sobre la diver- sidad de clima, j las modificaciones metereológ-icas de la atmósfera; señala el carácter de las cadenas de montañas, que, levantadas en diferentes épocas, forman sistemas parti- culares, ja paralelos entre sí, ja divergentes j cruzados; examina la altura media de los Continentes sobre el nivel de los mares j la posición del centro de gravedad de su — 43 — volumen , la relación entre el punto culminante de una ca- dena de montanas j la altura media de su cresta ó su pro- ximidad á un litoral cercano. Desoribe también las rocas de erupción como principios de movimiento, puesto que obran sobre las rocas sedimentarias que atraviesan, levantan é in- clinan; contempla los volcanes ora se encuentren aislados, ó colocados en series ja sencilla, ja doble, ora estiendan á diferentes distancias la esfera de su actividad , bien sea por las rocas que en estribos largos j estrecbos producen, bien removiendo el suelo por círculos que aumentan 6 disminuyen de diámetro en la marcha de los siglos. La parte terrestre déla ciencia del Cosmos describe, por último, la lucba del elemento líquido con la tierra firme; espone cuanto tienen de común los grandes rios en su curso superior ó inferior^ j en su bifurcación , cuando su cauce aun no está entera- mente cerrado; presenta las corrientes de agua quebrando las mas elevadas cadenas de montañas, ó siguiendo durante largo tiempo un curso paralelo á ellas , ja en su pié , ja á grandes distancias, cuando el levantamiento de las capas de un sistema de montañas j la dirección del rugamiento, son conformes á la que siguen los bancos mas ó menos in- . diñados de la llanura. Los resultados generales de la Oro- c/rafía j de la Hidrografía comparadas, pertenecen única- mente á la ciencia de la cual quiero determinar aquí los límites reales; pero la enumeración de las majores alturas del globo, el cuadro de los volcanes, todavía en actividad, la división del suelo en depósitos de agua j la multitud de rios que los surcan, todos estos detalles son del dominio de la geografía propiamente dicha. No consideramos aquí los fenómenos sino en su mutua dependencia, en las relaciones que presentan con las diferentes zonas de nuestro planeta, j su constitución física en general. Las especialidades de la materia bruta ú organizada, clasificadas según la ana- logía de formas j de composición , son indudablemente — 44 — un estudio del major interés; pero están unidas á una es- fera de ideas completamente distintas de las que constitu- yen el objeto de esta obra. Las descripciones de paises diversos ofrecen materiales muj importantes para la composición de una geografía física; sin embargo, la reunión de estas descripciones, aun ordenadas en series, no nos daria una imagen verdadera de la conformación general de la superficie poliédrica de nuestro planeta ; como las floras de las diferentes regiones, colocadas las unas á continuación de las otras , tampoco formarian lo que designo bajo el nombre de Geografía de ¡as -plantas. Por la aplicación del pensamiento á las obser- vaciones aisladas; por las miras del espíritu que compara j combina , llegamos á descubrir en la individualidad de las formas orgánicas, es decir ^ en la historia natural descrip- tiva de las plantas j de los animales, los caracteres co- munes que puede presentar la distribución de los seres, según los climas ; la inducción es la que nos revela las le- yes numéricas según las cuales se regulan la proporción de las familias naturales con la suma total de las espe- cies , V la latitud ó posición geográfica de las zonas donde cada forma orgánica alcanza en las llanuras el máximun de gU desarrollo. Estas consideraciones asignan^ merced á la generalización de sus miras, un carácter mas elevado á la descripción física del globo; j es efectivamente de esta repartición local de formas , del número y crecimiento mas vigoroso de las que predominan en la masa total , de lo que dependen el aspecto del paisaje j la impresión que nos deja la fisonomía de la vegetación. Los catálogos de los seres organizados, á que se daba otras veces el pomposo título de Sistemas de ¡a Na- tiwaleza, nos ponen de manifiesto un admirable enlace de analogías de estructura, ja en el desarrollo muj completo de esos seres, ja en las diferentes fases que re- — 45 — ' corren según una evohccion en espiral , de un lado las ho- jas, las brácteas, el cáliz, la corola j los órganos fecundan- tes; del otro, con major ó menor simetría, los tejidos celu- lares j fibrosos de los animales, sus partes articuladas ó dé- bilmente bosquejadas; pero todos estos pretendidos sistemas de la naturaleza, ingeniosos en sus clasificaciones, no nos hacen ver los seres distribuidos por grupos en el espacio, con respecto á las diferentes relaciones deflatitud y altura á que están colocados sobre el nivel del Océano , y según las inñuencias climatológicas que esperimentan en virtud de causas generales, j las mas de las veces muj remotas. El objeto final de una geografía física, es sin embargo, como lo hemos enunciado mas arriba^ reconocer la unidad en la inmensa variedad de los fenómenos, descubrir, por el libre ejercicio del pensamiento y combinando las observa- ciones , la constancia de los fenómenos , en medio de sus variaciones aparentes. Si en la esposicion de la parte ter- restre del Cosmos, debe descenderse alguna vez á hechos muj especiales , es solo para recordar la conexión que tie- nen las le jes de la distribución real de los seres en el espa- cio, con las lejes de la clasificación ideal por familias natu- rales, por analogía de organización interna j de evolución progresiva. Resulta de estas discusiones sobre los límites de las ciencias , y en particular sobre la distinción necesaria entre la botánica descriptiva ó morfologia vegetal, y la geografía de las plantas, que, en la física del globo _, la innumerable multitud de cuerpos organizados que embellecen la crea- ción, es considerada mas bien por :onas de hahitacion ó de estaciones, por bandas isotérmicas de inflexiones diferentes, que por los principios de gradación en el desarrollo del organismo interior. Sin embargo, la botánica j la zoología, que componen la historia natural descriptiva de los cuerpos organizados, no dejan de ser manantiales fecundos que — 46 — ofrecen materiales sin los cuales el estudio de las relaciones" j del enlace de los fenómenos no tendría sólido funda- mento. Una observación importante hay que añadir para de- mostrar claramente este enlace. A primera vista, al abra- zar de una ojeada la vegetación de un Continente en vastos espacios , vénse las formas mas desemejantes , como las gramíneas y las orquídeas , los árboles coniferos j las enci- nas, próximas unas á otras; j se ven por el contrario las familias naturales y los géneros , que lejos de formar aso- ciaciones locales, están dispersos como al azar. Esta disper- sión no obstante, es aparente. La descripción física del glo- bo nos muestra que el conjunto de la vegetación presenta numéricamente en el desarrollo de sus formas j de sus tipos, relaciones constantes; que bajo iguales climas, las especies que faltan á un pais están reemplazadas en el próximo por especies de una misma familia; j que esta ley de sustitícciones que parece consistir en los misterios mismos del organismo originario, mantiene en las regiones limítrofes la relación numérica de las especies de tal ó cual gran familia, con la masa total de las fanerógamas que com- ponen las dos floras. Asi es como se revela, en la multipli- cidad de las organizaciones distintas que las pueblan , un principio de unidad, un plan primitivo de distribución. Puede también reconocerse bajo cada zona diversificada, según las familias de plantas que produce , una acción lenta pero continua sobre el Océano aéreo , acción que de- pende de la influencia de la luz, primera condición de toda vitalidad orgánica en la superficie sólida j líquida de nuestro planeta. Diríase , valiéndonos de una bella frase de Lavoisier , que se renueva sin cesar á nuestra vista la anti- gua maravilla del mito de Prometeo. Si aplicamos el método que tratamos de seguir en la esposicion de la descripción física de la tierra,, á la parte — 47 -- sideral de la ciencia del Cosmos , es decir , á la descripción de los espacios celestes j á los cuerpos que los pueblan, habremos simplificado en mucho nuestro trabajo. Si se quiere , siguiendo una antigua costumbre á la cual nos obligaran un dia á renunciar miras mas filosóficas , dis- tinguir \2i física, es decir, las consideraciones generales sobre la esencia de la materia j las fuerzas que le impri- men el movimiento, de la qidmica, que se ocupa de la hete- rogeneidad de las sustancias, de su composición elemental, j de atracciones que no están determinadas solo por las relaciones de las masas^ preciso es convenir en que la des- cripción de la tierra presenta acciones /'¿5¿cíí5 j riuímicas á la vez. Al lado de la gravitación, que debe considerarse como la fuerza primitiva de la naturaleza, obran á nuestro alrededor, en el interior ó en la superficie de nuestro pla- neta, atracciones de otro género. Son estas las que se ejercen entre las moléculas en contacto, ó separadas á distancias infinitamente pequeñas (22); fuerzas de afinidad química que modificadas distintamente por la electricidad, el caló- rico, la condensación en los cuerpos porosos, ó el contacto de una sustancia intermedia , animan igualmente el mundo inorgánico j los tejidos de los animales j de las plantas. Si esceptuamos los pequeños asteroides que se nos aparecen bajo las formas de aerolito , bólides j estrellas errantes, los espacios celestes no ofrecen hasta ahora á nuestra observa, cion directa, mas que fenómenos físicos; aun no podemos juzgar con certeza, sino de los efectos que dependen de la cantidad de materia ó de la distribución de las masas. Los fenómenos de los espacios celestes deben, por consiguiente, considerarse como sometidos á las simples le jes dinámicas del movimiento. Los efectos que podrían nacer de la di- ferencia específica, de la heterogeneidad de la materia, no han sido hasta aquí objeto de cálculo para la mecánica de los cielos. — 48 — El habitante de la tierra no se pone en relación con la materia que contienen los espacios celestes, ja esté disemi- nada, ó reunida en grandes esferoides, sino por dos cami- nos; por los fenómenos de luz (propagación de las ondas luminosas), ó por la influencia que ejerce la gravitación universal (atracción de las masas). La existencia de ac- ciones periódicas del sol j de la luna sobre el magne- tismo terrestre son hasta hoj muj dudosas. Ninguna espe- riencia directa arroja luz sobre las propiedades ó cualidades específicas de las masas que circulan por los espacios celes tes, j sobre las de las materias que quizá los llenan por completo, á no ser, como acabamos de enunciar, respecto de los aerolitos ó piedras meteóricas que se mezclan á las sus- tancias terrestres. Basta recordar aquí lo que puede dedu- cirse de su dirección j de su enorme velocidad de proyec- ción , velocidad esencialmente planetaria, á saber : que dichas masas, rodeadas de vapores j al llegar al estado de incandescencia , son pequeños cuerpos celestes atraidos por la acción de nuestro planeta fuera de su primitivo camino. El aspecto, tan familiar á nuestra vista, de estos asteroides, la analogía que ofrecen con los minerales que componen la corteza de nuestro globo, tienen sin duda algo de sorpren- dente ; pero la única consecuencia que puede deducirse en mi juicio, es que en general los planetas j las otras masas que bajo la influencia de un cuerpo central se han aglome- rado en anillos de vapores, v después en esferoides, son como partes integrantes de un mismo sistema j tienen un mismo origen, j pueden ofrecer también una asociación de sustancias químicamente idénticas. Haj mas todavía: las csperiencias del péndulo, j particularmente las hechas con tan rara precisión por Bessel , confirman el axioma newto- niano, de que los cuerpos mas heterogéneos en su compo- sición (el agua, el oro, el cuarzo, la caliza granulada v diferentes masas de aerolitos) esperimentan por la atrae- ~ 49 — ciüu de la tierra, uua aceleración enteramente seme- jante. Unénse á las observaciones del péndulo pruebas obtenidas por observaciones puramente astronómicas. La casi identidad de la masa de Júpiter, deducida de la acción que ejerce este gran planeta sobre sus satélites , sobre el cometa de Encke de corto periodo , j sobre los pequeños planetas (Vesta, Juno, Ceres j Palas), dá igualmente la certeza de que, en los límites de nuestras actuales observa- ciones, la atracción está determinada por la sola cantidad de la materia (23). La carencia de percepciones sobre la heterogeneidad de la materia, que se obtiene de la observación directa j con- sideraciones teóricas, dá á la mecánica de los cielos un alto grado de simplicidad. Sujeta la estension inconmen- surable de los espacios celestes á la sola ciencia del mo- vimiento , la parte sideral del Cosmos bebe en las fuentes puras y fecundas de la astronomía matemática, como la parte terrestre en las de la física ;, química j morfología orgánica; pero el dominio de estas tres últimas ciencias abraza fenómenos de tal modo complicados, j hasta el dia tan poco susceptibles de métodos rigorosos, que la física del globo no podria vanagloriarse aquí de la certeza , sim- plicidad en la esposicion de los hechos j de su mutuo en- cadenamiento, que es lo que caracteriza la parte celeste del Cosmos. La diferencia que señalamos en este momento, quizás sirva de esplicacion al por qué, en los primeros tiem- pos de la cultura intelectual de los Griegos, la filosofía de la naturaleza de los Pitagóricos se dirigió con mas ardor hacia los astros j los espacios celestes, que hacia la tierra j sus producciones ; j cómo, merced á Philolao^ j después por los deseos análogos de Aristarco de Samos, j de Seleuco de Er jtrea, ha llegado á ser mas provechosa al conocimien- to del verdadero sistema del mundo, que haja podido serlo jamás para la física de la tierra^ la filosofía de la na- — 50 — turaleza de la escuela jónica. Atendiendo poco á las pro- piedades j á las diferencias específicas de las materias que llenan los espacios, la gran escuela itálica en su gra- vedad dórica, miraba preferentemente cuanto se refiere á las medidas, á la configuración de los cuerpos, á las dis- tancias de los planetas v á los números (24); en tanto que los físicos de Jonia se detenían en las cualidades de la ma- teria _, en sus transformaciones verdaderas ó supuestas , y en sus relaciones de origen. Al poderoso genio de Aristó- teles, tan profundamente especulativo j práctico á la vez, le estaba reservado el profundizar con igual éxito el mundo de las abstracciones j el mundo de las realidades materiales, que encierra fuentes inagotables de movimiento jde vida. Muchos j de los mas notables tratados de geografía fí- sica, ofrecen en sus introduciones una parte esclusivamente astronómica destinada á describir ante todo la tierra en su dependencia planetaria, j como formando parte del gran .sistema que anima el cuerpo central del Sol. Esta marcha de ideas es diametralmente opuesta á la que jo me propongo seguir. Para comprender bien la grandeza del mundo no debe subordinarse la parte sideral, llamada por Kant Ifis- ioria natural del cielo ^ ala parte terrestre. En el Cosmos, se- gún antigua espresion de Aristarco de Samos, que presen- tia el sistema de Copérnico, el Sol no es otra posa, con sus satélites, sino una de las innumerables estrellas que llenan los espacios. La descripción de estos espacios, la física del mundo, ha de empezar por los cuerpos celestes, por el trazado gráfico del Universo, mejor dicho, por un verdadero mapa del mundo^ tal como la mano atrevida de William Herschell intentó trazarlo. Si á pesar de la pequenez de nuestro pla- neta, lo que le concierne exclusivamente ocupa en esta obra el lugar mas importante, j se encuentra desarrollado con major precisión , depende esto tínicamente de la des- proporción de nuestros conocimientos entre lo que es — 51 — asequible á la observación y lo que de ella escapa. Esta subordinación de la parte celeste á la terrestre , se en- cuentra ja en la gran obra de Bernardo Varenio (25), que apareció á mediados del siglo XVII. Fué el primero que distinguió la geografía general j la geografía especial^ subdividiendo la primera en geografía absoluta, es decir, propiamente terrestre^ j en geografía relativa 6 planetaria, según que se mire á la superficie de la tierra en sus dife- rentes zonas, ó las relaciones de nuestro planeta con el sol j la luna. Es un justo título de gloria para Varenio, que su Geografía general y comparada pudiera fijar, como fijó, en alto grado la atención de Newton. Según el imperfecto estado de las ciencias auxiliares de que debia valerse , el resultado no podia corresponder á la magnitud de la em- presa. Estaba reservado á nuestro tiempo, j á mi patria, ver trazar á Carlos Ritter el cuadro de la geografía compa- rada en toda su estension , j en su íntima relación con la historia del hombre (26). La enumeración de los mas importantes resultados de las ciencias astronómicas y físicas, que, en el Cosmos, con- verjen hacia un foco común , legitima hasta cierto punto el título que he dado á mi obra. Quizás sea el título mas temerario que la empresa misma, circunscrita á los límites que la he fijado. La introducción de nombres nuevos, sobre todo cuando se trata de las miras generales de una cien- cia que debe estar al alcance de todos , ha sido hasta ahora mu j contraria á mis costumbres ; nada he añadido á la nomenclatura , sino allí donde en las especialidades de la botánica v de la zoología descriptivas, objetos reseñados por primera vez, han hecho indispensables nombres nuevos. Las denominaciones de Descripción física del mundo, ó Fí- sica del mundo, de que me valgo indistintamente, están formadas sobre las de Descripción física de la tierra ó física del glolo, es decir. Geografía física, desde largo — 52 — tiempo tenidas en uso. Uno de los genios mas poderosos, Descartes, dejó algunos fragmentos de la gran obra que pensaba publicar bajo el título de Mundo , j para la cual se habia dedicado á estudios especiales, incluso el de la anatomía del hombre. La espresion poco común, pero pre- cisa, de Ciencia del Cosmos^ recuerda al espíritu del habi- tante de la tierra , la idea de que se trata aquí de un hori- zonte mas vasto, de la reunión de cuanto llena el espacio, desde las mas lejanas nebulosas hasta los ligeros tejidos de materia vegetal , repartidos según los climas , que tapizan j coloran diversamente las rocas. Bajo la influencia de las limitadas aspiraciones propias de la infancia de los pueblos, las ideas de tierra j de mundo han sido confundidas desde el principio en el uso de todos los idiomas. Las vulgares espresiones : Viajes alrededor del mundo, maim-mimdi, nuew-mundo , son ejemplos de esta confusión. Las mas exactas j mas nobles de Sistema del miando, mundo planetario , creación y edad del mimdo , se re- fieren unas , á la totalidad de las materias que llenan los espacios celestes, otras, al origen del Universo entero. Parece natural que en medio de la estremada variabili- dad de los fenómenos que ofrecen la superficie del globo j el Océano aéreo que la envuelve, haja admirado al hom- bre el aspecto de la bóveda celeste , j los movimientos arre- glados j uniformes del sol y de los planetas. También la palabra Cosmos indicaba primitivamente, en los tiempos homéricos , las ideas de adorno y orden á la vez ; pasó mas tarde al lenguaje científico, j se aplicó progresivamente á la armonía que se observa en las movimientos de los cuerpos celestes_, al orden que reina en el Universo entero, al mundo mismo en el cual este orden se refleja. Según la aserción de Philolao, cu jos fragmentos ha comentado M. Boeckh con rara sagacidad, j según el testimonio ge- neral de toda la antigüedad, fué Pitágoras el primero que ÚÓ se sirvió de la palabra Cosmos para designar el orden que reina en el Universo, j el Universo ó el mundo mismo (27). De la escuela de la ñlosofía itálica, la espresion pasó en este sentido al idioma de los poetas de la naturaleza, Parmé- nides y Empédocles, j de allí al uso de los prosistas. No discutiremos aquí cómo según estas ideas pitagóricas,, dis- tingue Philolao entre el Olimpo , Urano ó el Cielo , j el Cosmos; cómo la misma palabra está empleada en plural para designar ciertos cuerpos celestes (los planetas) que circulan alrededor áeljbco central del mundo , ó grupos de estrellas. En mi obra, la palabra Cosmos está tomada como la prescriben el uso helénico , posterior á Pitágoras, j la definición muj exacta dada en el Tratado del mun- do que falsamente se ha atribuido á Aristóteles; es el conjunto del cielo j de la tierra, la universalidad de las cosas que componen el mundo sensible. Si desde largo tiempo los nombres de las ciencias no Hubieran sido aparta- dos de su verdadera significación lingüistica, la obra que publico deberia llevar el título de Cosmogo^afia y j dividir- se en Uranografía 7/ Geografía. Los romanos^ imitadores de los griegos, en sus débiles ensajos de filosofía, han concluido también por transportar al Universo la significación de sus mundos y que no indicaba primitivamente mas que la com- postura , el adorno , j no el orden ó la regularidad en la disposición de las partes. Es probable que la introducción de este término técnico en el idioma del Lacio, la impor- tación de un equivalente de la palabra Cosmos , en su doble significación, se deba á Ennio (28), partidario de la escuela itálica , traductor de los filosofemas pitagóricos compuestos por Epicarmo ó por alguno de sus adeptos. Distinguiremos desde luego la historia física del mundo de la descripción física del mundo. La primera, concebida en el mas lato sentido de la palabra, deberia, si existieran datos para escribirla , trazar las variaciones que ha esperimén- — 54 — tado el universo en el trascurso de las edades, desde las es- trellas nuevas que repentinamente han aparecido j des- aparecido en la bóveda del firmamento , desde las nebulosas que se disuelven ó se condensan, hasta la primera capa de veg-etacion criptógama que ha cubierto la superficie apeo as enfriada del globo, ó un banco de corales levantado en el seno de los mares. La descripción física del mundo ofrece el cua- dro de lo que coexiste en el espacio , de la acción simultá- nea de las fuerzas naturales v de los fenómenos que estas producen. Pero para comprender bien la naturaleza, no se puede separar enteramente j de una manera absoluta la consideración del estado actual de las cosas, de la de las fases sucesivas por las cuales estas han pasado , ni puede concebirse su esencia sin reflexionar acerca del modo de su formación . No es la materia orgánica sola la que perpetua- mente se compone j se disuelve para formar nuevas combi- naciones; el globo, á cada fase de su vida , nos revela tam- bién el misterio de sus estados anteriores. No es posible fijar la vista sobre la corteza de nuestro planeta, sin encontrar las huellas de un mundo orgá- nico destruido . Las rocas sedimentarias presentan una su- cesión de seres que se han asociado por grupos, escluidos j reemplazados mutuamente. Estos bancos superpuestos unos á los otros , nos revelan los faunos j las floras de los pasados siglos. En este sentido, la descripción de la natu- raleza está intimamente enlazada con su historia. El geólo, go no puede concebir el tiempo presente sin remontarse- guiado por el enlace de las observaciones, á miles de siglos trascurridos. k\ trazar el cuadro físico del globo, vemos, por decirlo asi, penetrarse reciprocamente el pasado j el presen- te ; por que sucede en el dominio de la naturaleza lo mismo que en el dominio de las lenguas , en las cuales las investigaciones etimológicas nos hacen ver también un desarrollo sucesivo, j nos demuestran el estado anterior de Di) un idioma, reñejado en las formas de que lioj nos valemos. Este reflejo del pasado se manifiesta tanto mas en el estudio del mundo material, cuanto que vemos aparecer á nuestros ojos rocas de erupción j capas sedimentarias semejantes á las de edades anteriores. Para tomar un ejemplo sorpren- dente de las relaciones geológ-icas que determinan la fisono- mía de un pais , recordaré aqu^ que los promontorios traquíticos, los conos de basalto, las corrientes de amig-- dalojdes de poros alargados j paralelos, j los blancos de- pósitos de pómez mezclados con negras escorias , animan > por decirlo asi, el paisaje, por los recuerdos del pasado. Estas masas obran sobre la imaginación del observador ins- truido, como obrarían las tradiciones de un mundo anterior; que la forma de las rocas es su historia. El sentido en que han empleado originariamente los Griegos y los Romanos la palabra historia, prueba que te- nían también la convicción íntima de que para formarse una idea completa del actual estado de las cosas, era preciso considerarlas en su sucesión. No en la definición dada por ^ Verrio-Flaco (29) , sino en los escritos zoológicos de Aris- tóteles, es donde la palabra historia se presenta como una esposicion de los resultados de la esperiencia j de la obser- vación. La descripción física del mundo de Plinio el Viejo, lleva el título de Historia natural: en las cartas de su so brino se la llama mas noblemente, Historia de la naiVyra- leza. Los primeros historiadores griegos no separaban aun las descripciones de los paises_, de la narración de los sucesos de que hablan sido teatro. Entre ellos , la geografía física j la historia formaron estrecha alianza; permanecieron mez- cladas , de una manera sencilla j graciosa , hasta la época en que el gran desarrollo del interés político j la perpetua agitación de la vida de los ciudadanos, hicieron desapare- cer de la historia de los pueblos el elemento geográfico, para formar de él una ciencia aparte. — oÜ — Queda que examinar si , por obra del pensamiento, puede esperarse que la inmensidad de los fenómenos diver- sos que comprende el Cosmos , vengan á la unidad de un principio j ala evidencia de las verdades racionales. En el estado actual de nuestros conocimientos empíricos, no nos atrevemos á concebir tan lisonjera esperanza. Las ciencias esperimentales, fundadas en la observación del mundo es- terior , no pueden pretender nunca el completarse ; la esencia de las cosas j la imperfección de nuestros ór- ganos se oponen á ello igualmente. Nunca se acabará la riqueza inagotable de la naturaleza; ninguna generación podrá lisonjearse de haber abrazado la totalidad de los fe- nómenos. Distribu jéndolos por grupos es como se ba lle- gado á descubrir en algunos de estos , el imperio de ciertas lejes de la naturaleza, sencillas j grandes como ella. La es- tensión de este imperio aumentará sin duda, á medida que las ciencias físicas se ensanchen y perfeccionen pro- gresivamente. Brillantes ejemplos de este adelanto se han dado en nuestros dias en los fenómenos electro-magnéti- cos, j en los que presentan la propagación de las ondas luminosas j el calórico radiante. Del mismo modo la fecun- da doctrina de la evolución nos hace ver cómo en los des- arrollos orgánicos todo lo que se forma ha sido bosquejado anteriormente, cómo los tejidos de las materias vejetales v animales nacen uniformemente de la multiplicación j de la transformación de las células. La generalización de las lejes, no aplicada primero sino en estrecho círculo á algunos grupos aislados de fenómenos, ofrece con el tiempo gradaciones cada vez mas señaladas, ganando en estension j en evidencia mientras se fija el razonamiento en fenómenos de naturaleza realmente aná- loga; pero desde el momento en que los cálculos dinámicos no son suficientes ; por donde quiera que las propiedades específicas de la materia y su heterogeneidad están en í)7 juego, es de temer que obstinándonos en conocer las lejes, encontremos bajo nuestros pasos abismos infranqueables. El principio de unidad deja de hacerse sentir ; el hilo se rompe do quiera que se manifieste entre las fuerzas de la naturaleza una acción de un género particular. La lej de los equivalentes j de las proporciones numéricas de com- posición , tan felizmente reconocida por los químicos mo- dernos , proclamada bajo la antigua forma de símbolos ato- místicos, permanece aun aislada, é independiente de las le jes matemáticas del movimiento y de la gravitación. Las producciones de la naturaleza, objeto de la observa- ción directa, pueden distribuirse lógicamente por clases, órdenes ó familias. Los cuadros de estas distribuciones ar- rojan sin duda alguna luz sobre la historia natural descrip- tiva ; pero el estudio de los cuerpos organizados j su enlace lineal, á pesar de dar mas unidad y sencillez á la distribu- ción de los grupos, no pueden elevarse á una clasificación fundada sobre un solo principio de composición y orga- nización interior. Del mismo modo que las le jes de la na- turaleza presentan diferentes gradaciones según la osten- sión de los horizontes ó de los círculos de fenómenos que abrazan , asi también la esploracion del mundo esterior tie- ne fases diversamente graduadas. El empirismo empieza por cálculos aislados que se van acercando según su analo- gía j su desemejanza. Al acto de la observación directa sucede, aunque muj tarde, el deseo de esperimentar, es de- cir, de producir fenómenos bajo condiciones determi- nadas . El esperimentador racional no obra al azar ; se guía por hipótesis que se ha formado, por un presenti- miento semi-instintivo, j mas ó menos exacto, del enlace de las cosas ó de las fuerzas de la naturaleza. Los resulta- dos debidos á la observación ó al esperimento, conducen, por medio del análisis j la inducción, al descubrimiento de le jes empíricas. Estas son las fases que la inteligencia hu- ~ 58 — mana Ka recorrido, v que han caracterizado diferentes épocas en la vida de los pueblos. Siguiendo este camino es como se ha llegado á reunir el conjunto de hechos que constitujen hoj la sólida base de las ciencias de la naturaleza. Dos formas de abstracción dominan el conjunto de nues- tros conocimientos : relaciones de cantidad relativas á las ideas de número ó de magnitud, j relaciones de cualidad que comprenden las propiedades específicas ó la heteroge- neidad de la materia. La primera de estas formas, mas ac- cesible al ejercicio del pensamiento_, pertenece á las ciencias matemáticas ; la segunda, mas difícil de comprender j mas misteriosa en apariencia, es del dominio de las ciencias quími- cas. Para someter los fenómenos al cálculo, haj que recurrir á una construcción hipotética de la materia por combina- ción de moléculas y átomos, cu jo número, forma, posición y polaridad deben determinar, modificar j variar los fenó- menos. Los mitos de materias imponderables j de ciertas fuerzas vitales propias de cada organismo, han compli- cado los cálculos j derramado una luz dudosa sobre el ca- mino que ha de seguirse. Bajo condiciones j formas de intuición tan diversas es como se ha acumulado, á través de los siglos, el conjunto prodigioso de nuestros conocimien- tos empíricos, el cual aumenta cada dia con rapidez crecien- te. El espíritu investigador del hombre trata de tiempo en tiempo, y con éxito desigual, de romper formas anticuadas, símbolos inventados para someter la materia rebelde á las construcciones mecánicas. Muj lejos estamos aun de la época en que será posible reducir á la unidad de un principio racional, por la obra del pensamiento, cuanto percibimos por medio de los sen- tidos. Puede aun dudarse si en el campo de la filosofía de la naturaleza llegará á conseguirse semejante resultado. La complicación de los fenómenos y la inmensa osten- sión del Cosmos parecen oponerse á este fin ; pero aun cuando ~ 59 — el problema fuera insoluble en conjunto, no por ello una solución parcial, la tendencia hacia la comprensión del mundo, dejaria de ser el objeto eterno j sublime de toda observación de la naturaleza. Fiel al carácter de las obras que he publicado hasta aquí , j á los trabajos de medidas^ esperiencias, é investigaciones que han llenado mi carrera, me encierro en el círculo de las concepciones empíricas. La esposicion de un conjunto de hechos observados v combinados entre sí, no escluje el deseo de agrupar los fe- nómenos según su racional enlace, ni generalizar lo que es susceptible de generalización en el conjunto de las observa- ciones particulares , ni llegar, en fin, al descubrimiento de las leyes. Concepciones del universo fundadas únicamente en la razón, en los principios de la filosofía especulativa, asignarían sin duda á la ciencia del Cosmos un objeto mas elevado. Lejos estoj de censurarlos esfuerzos que jo no he intentado, j de vituperarlos por el solo motivo de que hasta aquí han tenido un éxito muj dudoso. Contra la voluntad j los consejos de los profundos j poderosos pensadores que han dado una nueva vida á especulaciones con las cuales se habia ja familiarizado la antigüedad, los sistemas de la filosofía de la naturaleza han alejado los ánimos du- rante algún tiempo en nuestra patria de los graves estudios de las ciencias matemáticas j físicas. La embriaguez de pretendidas conquistas ja hechas; un lenguaje nuevo escéntricamente simbólico; la predilección por fórmulas de racionalismo escolástico .tan estrechas como nunca las conoció la edad media , han señalado , por el abuso de las fuerzas en una generosa juventud, las efímeras saturnales de una ciencia puramente ideal de la naturaleza. Repito la espresion , abuso de las fuerzas , porque espíritus superio- res entregados á la vez á los estudios filosóficos j á las ciencias de observación, han sabido preservarse de estos es- cesos. Los resultados obtenidos por serias investigaciones en — 60 — el camino de la esperiencia , no pueden estar en contradic- ción con una verdadera filosofía de la naturaleza. Cuando haj oposición , la falta está , ó en el vacío de la especula • cion 6 en las exageradas pretensiones del empirismo , que cree haber probado por la esperiencia mas de lo que la es- periencia puede probar. Ya se oponga la naturaleza al mundo intelectual, como si este último no estuviese comprendido en el vasto seno de la primera; ó bien se oponga al arte, considerado como una manifestación del poder intelectual de la humanidad, no deben conducir estos contrastes, reflejados en las lenguas mas cultivadas, á un divorcio entre la naturaleza y la in- teligencia, divorcio que reduciria la física del mundo a no mas que un conjunto de especialidades empíricas. La cien- cia no empieza para el hombre hasta el momento en que el espíritu se apodera de la materia , en que trata de some- ter el conjunto de las esperiencias á combinaciones racio- nales. La ciencia es, el espíritu aplicado á la naturaleza; pero el mundo esterior no existe para nosotros sino en tanto que por el camino de la intuición le reflejemos dentro de nosotros mismos. Así como la inteligencia j las formas del lenguaje, el pensamiento j el símbolo, están unidos por lazos secretos é indisolubles, del mismo modo también el mundo es- terior se confunde, casi sin echarlo de ver, con nuestras ideas j nuestros sentimientos. Los fenómenos esteriores, dice He- gel en La filosofía de la historia^ están en cierto modo tra- ducidos en nuestras representaciones internas. El mundo objetivo pensado por nosotros j en nosotros reflejado, está so metido á las eternas j necesarias formas de nuestro ser in- telectual. La actividad del espíritu se ejerce sobre los ele- mentos que le facilita la observación sensible. Así desde la infancia de la humanidad se descubre en la simple intui- ción de los hechos naturales , en los primeros esfuerzos in- tentados para comprenderlos, el germen de la filosofía de la — 61 — naturaleza. Estas tendencias ideales son diversas y mas ó menos fuertes, según las razas, sus disposiciones morales, y el grado de cultura que han alcanzado, merced á la na- turaleza que las rodea. La historia nos ha conservado el recuerdo del gran nú- mero de formas, bajo las cuales se ha intentado concebir ra- cionalmente el mundo entero de los fenómenos , reconocer en el Universo la acción de una sola¡fuerza motriz que pe- netra la materia, la transforma y la vivifica. Estos ensa- yos datan en la antigüedad clásica, desde los tratados de la escuela jónica sobre los principios de las cosas , en que apojándose en un corto número de observaciones, se quiso someter el conjunto de la naturaleza á temerarias es- peculaciones. A medida que por la influencia de grandes sucesos históricos se han desarrollado todas las ciencias auxiliándose de la observación, háse visto también enfriarse el ardor que llevaba á deducir la esencia de las cosas y su conexión, de construcciones puramente ideales y de princi- pios racionales en un todo. En tiempos mas próximos á nos- otros, la parte matemática de la filosofía natural ha sido la que recibió mayores adelantos. El método y el instru- mento , es decir el análisis , se han perfeccionado á la vez. Creemos que lo que fue conquistado por tan diver- sos medios , por la aplicación ingeniosa de las suposiciones atomísticas, por el estudio mas general y mas íntimo de los fenómenos y por el perfeccionamiento de nuevos aparatos, es el bien común de la humanidad, y no debe hoj como an- tes tampoco lo era, ser sustraido ala libre acción del pensa- miento especulativo. No puede negarse sin embargo , que en el trabajo del pensamiento ha jan corrido algún peligro los resultados de la esperiencia. En la perpetua vicisitud de los aspectos teó- ricos, no haj que admirarse mucho, como dice ingenio- samente el autor de Qiordano Bruno (30), «si la mavor — 62 - »parte de los hombres no ven en la filosofía sino una su- »cesion de metéoros pasajeros, j si las grandes formas que »lia revestido corren la suerte de los cometas , que el pueblo »no coloca entre las obras eternas j permanentes de la na- »turaleza , sino entre las fugitivas apariciones de los vapo- »res ígneos.» Apresurémonos á añadir que el abuso del pensamiento j las equivocadas sendas en que penetra, no pueden autorizar una opinión cu jo efecto sería rebajar la inteligencia, á saber, que el mundo de las ideas no es por su naturaleza mas que un mundo de fantasmas j sueños, j que las riquezas acumuladas por laboriosas observaciones tienen en la filosofía una potencia enemiga que las amena- za. No es propio del espíritu que caracteriza nuestro tiem- po el rechazar con desconfianza cualquier generalización de miras , cualquier intento de profundizar las cosas por la senda del raciocinio y de la inducción. Sería desconocer la dignidad de la naturaleza humana, j la importancia rela- tiva de nuestras facultades, el condenar , ja la razón aus- tera que se entrega á la investigación de las causas j de su enlace^ ja el vuelo de la imaginación que precede á los descubrimientos j los suscita por su poder creador. PRIMERA PARTE. EL CIELO. CU7i.DR0 DE LOS FENÓMENOS CELESTES. Cuando el espíritu tumano se enorgullece hasta querer avasallar al mundo material , es decir , al conjunto de los fenómenos físicos; cuando intenta reducir al dominio de su pensamiento la naturaleza entera con la rica plenitud de su vida, j la acción de las fuerzas ja patentes ja ocul- tas que la animan , los límites de su horizonte se pierden en lontananza j desde la altura á que se eleva se le aparecen las individualidades como agrupadas en masas j como veladas por una lijera bruma. Tal es el punto de vista en que queremos colocarnos para contemplar el Uni- verso, é intentar describir en su conjunto la esfera de los cielos j el mundo terrestre. No se me oculta la audacia de tentativa semejante, pues sé que entre todas las formas de esposicion á que consagro estas pajinas , el ensajo de un cuadro general de la naturaleza es tanto mas difícil, cuanto que en lugar de limitarnos á describir en detalle las rique- zas de sus tan variadas formas, nos proponemos pintar las grandes masas, ja sea que tengan sus contornos una exis- tencia real^ ja que las divisiones del cuadro resulten de la naturaleza misma de nuestras concepciones. Para que esta obra sea digna de la bellísima espresion de Cosmos , que significa el orden en el Universo , j la magnificencia en — 64 — el orden, es necesario que abrace j describa el gran Todo (to u¿>e) ; es preciso clasificar y coordinar los fenómenos, penetrar el juego de fuerzas que los producen, y pintar en fin, con animado lenguaje, una viviente imagen de la rea- lidad. ¡ Quiera Dios que la infinita variedad de los elemen- tos de que se compone el cuadro de la naturaleza no perju- dique á la impresión armoniosa de calma j de unidad, supremo objeto de toda obra literaria ó puramente artística! Desde las profundidades del espacio ocupadas por las nebulosas mas remotas, descenderemos por grados á la zona de estrellas de que es una parte nuestro sistema solar,, al esferoide terrestre con su envuelta gaseosa y líquida, con su forma, su temperatura y su tensión magnética, bas- ta los seres dotados de vida que la acción fecundante de la luz desarrolla en su superficie. Sobre este cuadro del mundo tendremos que pintar á grandes rasgos los espacios infinitos de los cielos , y trazar el bosquejo de microscópicas existencias del reino orgánico que se desarrollan en las aguas estancadas ó sobre las ásperas crestas de las rocas. Las riquezas de observación que el estudio severo de la na- turaleza ha sabido acumular basta nuestra época, forman los materiales de esta vasta representación , cu jo carácter princijoal debe ser el de llevar en sí misma el testimonio de su fidelidad. Pero en las condiciones consignadas en los pro- legómenos, un cuadro descriptivo de la naturaleza no puede comprender los detalles j las individualidades consideradas %era del conjunto, porque .perjudicaria al efecto general de la obra querer enumerar todas las formas en que se re- vela la vida, todos los hechos, y todas las le jes de la natu- raleza. La tendencia que lleva á fraccionar indefinidamente la suma de nuestros conocimientos es un escollo que el filósofo ha de saber evitar, so pena de perderse en la multi- tud de detalles acumulados por un empirismo casi siempre irreflexivo. Ignoramos aun, además, una parte considera- ble de las propiedades de la materia, ó para hablar en len- guaje mas conforme con la filosofía natural, fáltanos des- cubrir series enteras de fenómenos que dependen de fuerzas de que ninguna idea tenemos en la actualidad ; laguna que por sí sola sería suficiente para hacer que fuese incom- pleta toda representación unitaria de la totalidad de los hechos naturales. También en el fondo mismo del goce que le inspira el cuadro de sus conquistas, el espíritu, in- quieto, poco satisfecho del presente, esperimenta como una especie de malestar, cediendo al deseo enérgico que le lleva incesantemente hacia las regiones de la ciencia aun inesploradas. Estas aspiraciones de nuestra alma anu- dan mas fuertemente el lazo que une el mundo sensible al mundo ideal en virtud de las lejes supremas de la inteli- gencia, j vivifican esta relación misteriosa «de la impre- sión que recibe nuestra alma del mundo esterior v el acto que la refleja del seno de sus mismas profundidades.» Siendo ademas la naturaleza (considerada como con- junto de seres v de fenómenos) ilimitada en cuanto á sus contornos j á su contenido , nos presenta un problema que toda la capacidad humana no podria abarcar, problema in- soluble , porque exige el conocimiento general de todas las fuerzas que se agitan en el Universo. Bien puede hacerse se- mejante confesión, cuando nos proponemos por único objeto de nuestras investigaciones inmediatas , las leves de los seres ó de sus desenvolvimientos, j cuando nos sujetamos á seguir un solo camino, el de la esperiencia guiada por un método de inducción rigurosa. Es verdad que se renun- cia asi á satisfacer la tendencia que nos lleva á considerar la naturaleza en su universalidad, já penetrar la esencia misma de las cosas; pero la historia de las teorías generales sobre el mundo, que hemos reservado para otra parte de esta obra , prueba que la humanidad puede solamente as- pirar al conocimiento parcial, aunque cada vez mas pro- -- 66 — fundo, de las le jes generales del Universo. Trátase pues aquí, de pintar el conjunto de los resultados adquiridos, dentro del punto de vista de la actualidad, en cuanto á la medida j los límites, como en lo tocante á la estension de este cuadro. Ahora bien : cuando se habla de los movi- mientos j de las transformaciones que se efectúan en el es- pacio, es el fin principal de nuestras investigaciones la determinación numérica de los valores medios que constituyen la espresion misma de las le jes físicas. Estos números me- dios nos representan lo que haj de constante en los fe- nómenos variables, lo que haj de fijo en la fluctuación perpetua de las apariencias. De aquí el que los progresos actuales de la física se manifiesten casi esclusivamente por pesos j medidas, con el objeto de obtener ó de corre- gir los valores numéricos medios de ciertas magnitudes. Podria, pues, decirse que los números, últimos geroglíficos que aun subsisten en nuestra escritura , son nuevamente para nosotros, pero en una acepción mucho mas lata, lo que antiguamente eran para la escuela itálica : las fuerzas mis- mas del Cosmos. Ama el sabio la sencillez de estas relaciones numéricas que espresan las dimensiones del cielo visible, la magnitud de los cuerpos celestes, sus periódicas perturbaciones j los tres elementos del magnetismo terrestre , la presión at- mosférica j la cantidad de calórico que el sol irradia en cada una de las estaciones del año sobre todos los puntos de nues- tros continentes ó de nuestros mares; pero esto no bastaria al poeta de la naturaleza, j menos aun á la muchedumbre curiosa que creen á la ciencia contemporánea estraviada en falsos caminos porque no responde ja sino con la duda á una multitud de cuestiones que se ere jó en otro tiempo llegarían á entrar en su dominio, cuando no las declara absolutamente insolubles. Preciso es confesarlo: la ciencia actual, bajo una forma mas severa, con límires mas estre- — t)7 — chos , está desprovista de aquel engañoso atractivo de la antigua física, cu jos dogmas j símbolos tan propios eran para perturbar la razón , dando libre curso á las imagina- ciones mas ardientes. Antes del descubrimiento del Nuevo- Mundo, se ere jó percibir por mucho tiempo desde lo alto de las costas de las Canarias ó de las Azores, tierras situa- das al Occidente. Era ilusión producida, no por el juego de una refracción estraordinaria, sino por el anbelo que nos arrastra á penetrar mas allá de nuestro alcance. La filosofía natural de los griegos , la física de la edad media j lo mis- mo la de los últimos siglos, ofrecen mas de un ejemplo aná- logo de aquella ilusión del espíritu que se forja, por decirlo asi, fantasmas aéreos. Parece como que en los límites de nuestros conocimientos, de igual modo que desde lo alto de ias costas de las últimas islas, la vista turbada procura descansar en lejanas regiones ; j que luego la tendencia á lo sobrenatural , á lo maravilloso , presta una forma deter- minada á cada manifestación de ese poder de creación ideal de que el hombre está dotado, ensanchando el dominio de la imaginación, donde reinan como soberanos los sueños cosmológicos, geognósticos j magnéticos, en pugna cons- tantemente con el dominio de la realidad . Bajo cualquier aspecto en que quiera considerarse la naturaleza, ja sea como conjunto de seres j de sus des- arrollos sucesivos, ja como la fuerza interior de movimiento, ó ja en fin, como el tipo misterioso al que se refieren todas las apariencias , la impresión que produce en nosotros tiene siempre algo de terrestre. Ni aun reconocemos nuestra patria, sino allí donde comienza el reino de la vida orgá- nica : como si la imagen de la naturaleza se asociase fatal- mente en nuestra alma á la de la tierra adornada de sus flores jde sus frutos, animada por las razas innumerables de animales que viven en su superficie. El aspecto del fir- mamento j la inmensidad de los espacios celestes , forman — 68 — un cuadro en que la magnitud de las masas, el número de soles diversamente agrupados, j las mismas pálidas nebu- losas, pueden bien escitar nuestro asombro ó admiración; pero no dejamos de sentirnos estraños á esos mundos en que reina una soledad aparente , j que no nos producen la impresión inmediata, por la cual, la vida orgánica nos liga á la tierra. Asi vemos, que todas las concepciones físi- cas del hombre , aun las mas modernas_, han separado el Cielo de la Tierra como en dos regiones , la una superior, inferior la otra. Si pues para pintar el cuadro de la naturaleza escogiéra- mos el punto de vista en que nos colocan nuestros sentidos, seria preciso empezar por el suelo que nos soporta; describir el globo terrestre , su forma j sus dimensiones, su densidad j su temperatura creciente hacia el centro; separar las ca- pas superpuestas, tanto fluidas como sólidas; distinguir los continentes de los mares j presentar la vida orgánica desar- rollando por do quiera su trama, invadiendo la superficie j poblando las profundidades; dibujar, por fin, el Océano aéreo perpetuamente agitado por sus corrientes, en el fon- do del cual surgen como otros tantos bajíos j escollos, las altas cadenas de nuestras montañas coronadas de bosques. Según este cuadro, cu jos rasgos estarían tomados solo de nuestro globo , alzaríase la vista á los espacios celestes , v la tierra, dominio ja bien conocido de la vida orgánica, vendria á ser entonces considerada como planeta , tomando puesto entre los otros globos , satélites como ella de uno de esos astros innumerables que brillan con luz propia. Esta serie de ideas ha trazado la senda á las primeras teorías ge- nerales que adoptaron como punto de partida el de nuestras sensaciones; serie que casi recordaria la antigua concepción de una tierra rodeada por todos lados de agua, j como soste- niendo la bóveda celeste; serie que empieza en el lugar mis- mo en que se halla el observador , j parte de lo conocido — 69 — para ir á lo desconocido, de lo que nos toca y cerca, para llegar hasta los límites de nuestro alcance. Este es el mé- todo fundadamente matemático que se sigue en la esposi- cion de las teorías astronómicas , cuando se pasa del movi- miento aparente de los cuerpos celestes á sus movimientos reales. Pero si se trata de esponer el conjunto de nuestros co- nocimientos en lo que tienen de firme j de positivo, j aun de probable actualmente en major ó menor grado, sin em- peñarse, no obstan te_, en desarrollar su demostración, pre- ciso es recurrir á un orden de ideas muj diferente, j sobre todo renunciar al punto de partida terrestre, cuja importan- cia en la generalidad es esclusivamente relativa al hombre. La tierra no debe ja aparecer en primer término sino como un detalle subordinado al conjunto del cual forma parte, debiendo guardarnos de aminorar el carácter de grandeza de tal concepción por motivos fundados en la proximidad de ciertos fenómenos particulares_, en su influencia mas íntima, ó en su mas directa utilidad. De aquí, pues, que una des- cripción física del mundo, es decir, un cuadro general de la naturaleza, deba empezar por el cielo j no por la tierra; pero á medida que la esfera que abarca la mirada se estre- che, veremos aumentarse la riqueza de detalles, comple- tarse las apariencias físicas, j multiplicarse las propiedades específicas de la materia. Desde aquellas regiones en que la sola fuerza cuja existencia nos es dable comprobar es la gravitación , descenderemos gradualmente hasta nuestro planeta, j penetraremos al fin en el mecanismo complicado de las fuerzas que reinan en su superficie. El método des- criptivo que acabo de bosquejar, es el inverso del que su- ministró los materiales : el primero enumera j clasifica lo que el segundo ha demostrado. El hombre se pone en relación con la naturaleza por medio de sus órganos. Así la existencia de la materia en — To- las profundidades del cielo , se nos revela por los fenómenos luminosos; j puede decirse que la vista es el órgano de la contemplación del Universo, v que el descubrimiento de la visión telescópica, que data apenas de dos siglos v medio, ha dotado á las generaciones actuales de una potencia de la cual todavía se ignoran los límites. De las consideraciones que forman la ciencia del Cos- mos, las primeras v mas generales tratan de la distribu- ción de la materia en los espacios, ó de la creación, em- pleando la palabra que sirve de ordinario para designar el conjunto actual de los seres j los desarrollos sucesivos cu jo germen contienen aquellos. Y ante todo, veremos la mate- ria, ja condensada en globos de magnitudes j de densi- dades muj diversas, animados de un doble movimiento de rotación j de traslación ; ja diseminada en el espacio bajo la forma de nebulosidades fosforescentes^. Consideremos en primer lugar la materia cósmica es- parcida en el cielo bajo formas mas ó menos determinadas, j en todos los estados posibles de agregación. Cuando las nebulosas tienen cortas dimensiones aparentes, presentan el aspecto de pequeños discos circulares ó elípticos, ja ais- lados, ja pareados, j reunidos entonces alguna vez por un pequeño filete luminoso. Bajo majores diámetros, la materia nebulosa toma las formas mas variadas: envia lejos en el espacio numerosas ramificaciones; se estiende en abanico, ó bien afecta la figura anular de contornos clara- mente determinados, con un espacio central oscuro. Créese que estas nebulosas sufren gradualmente cambios de forma, según que la materia, obedeciendo á las leves de la gravi- tación, se condense alrededor de uno ó de muchos centros. Cerca de 2,500 de estas nebulosas que no han podido re- solver en estrellas los mas poderosos telescopios, están ja clasificadas j determinadas relativamente á los lugares que ocupan en el cielo. En presencia de este desarrollo genesiaco, de estas for- maciones perpetuamente progresivas que se efectúan en los espacios celestes , el observador filósofo no puede menos de establecer una cierta analogía entre estos grandes fenóme- nos j los de la vida orgánica ; de igual modo que vemos en nuestros bosques árboles de la mism.a especie que Kan llegado á todos los grados posibles de crecimiento , también pueden reconocerse en la inmensidad de los campos celestes las diversas fases de la formación gradual de las estrellas. Esta condensación progresiva, enseñada por Anaximenes, j con él toda la escuela jónica, parece como que se des- arrolla simultáneamente á nuestros ojos. Preciso es recono- cer que la tendencia casi adivinadora de estas investigacio- nes j de estos esfuerzos del espíritu ha ofrecido siempre á la imaginación el mas poderoso atractivo (31); pero lo que debe cautivarnos mas en el estudio de la vida j de las fuer- zas que animan al Universo, no es tanto el conocimiento de los seres en su esencia, como el de la lej de su desarrollo^ es decir , la sucesión de formas que revisten : pues por lo tocante al acto mismo de la creación , al origen de las cosas considerado como la transición de la nada al ser, ni la es- periencia ni el razonamiento pueden darnos ninguna idea. No se han limitado los astrónomos á comprobar en las nebulosas diversas fases de formacion_, según los grados de su condensación mas ó menos marcada hacia el centro; sino que han creido también poder deducir inmediatamente de las observaciones hechas en diferentes épocas , que se han verificado cambios efectivos en la nebulosa de Andrómeda, en la del navio Argos j en los filamentos aislados pertene- cientes á la nebulosa de Orion ; pero la desigual potencia de los instrumentos empleados en estas diferentes épocas, las variaciones de nuestra atmósfera j otras influencias de na- turaleza óptica, nos autorizan á dudar de una parte de aquellos resultados, cuando se los considera como térmi- DOS de comparación legados por la Listona de los cielos. No deben confundirse las manchas nehulosas propia- mente dichas, de formas tan variadas, j diferente bri- llo, cuja materia sin cesar concentrada acabará quizás por condensarse en estrellas , ni tampoco las nehulosas plañe- tañaos, que emiten desde todos los puntos de sus discos un tanto ovalados una luz suave y uniforme^ con las llama- das estrellas nebulosas. No se trata aquí de un efecto de projeccion puramente fortuito , antes al contrario la ma- teria fosforescente , la nebulosidad , forma un todo con la estrella á que rodea. A juzgar por su diámetro aparente, generalmente considerable, j por la distancia á que brillan las nebulosas nlanetarias j las estrellas nebulosas, estas dos variedades deben tener enormes dimensiones. Resulta de nuevas consideraciones estremadamente ingeniosas acerca de los diversos efectos que puede producir el alejamiento en el brillo de un disco luminoso de diámetro apreciable j en el de un punto aislado , que las nebulosas planetarias son probablemente estrellas nebulosas , en las cuales toda diferencia de brillo entre la estrella central y la atmósfera que la rodea ba desaparecido, aun para la vista auxiliada de los mas poderosos telescopios. Las magníficas zonas del cielo austral comprendidas en- tre los paralelos de los grados 50 j 80, son las mas ricas en estrellas nebulosas j en conjuntos de nebulosidades irre- ductibles. De las dos nubes magallánicas que giran alrede- dor del polo austral , de ese polo tan pobre en estrellas que asemeja comarca devastada, la major parece ser, según in- vestigaciones recientes (32) «una sorprendente aglomera- ción de masas esféricas de estrellas majores ó menores, v de nebulosas irreductibles, cuvo brillo general ilumina el campo de la visión j forma como el fondo del cuadro.» El aspecto de estas nubes, la brillante constelación del navio Argos, la via láctea que se estiende entre el Escorpión, el Centauro j la Cruz, j aun me atrevo á decir, el aspecto tan pintoresco de todo el cielo austral , lian producido en mi alma una impresión que no se borrará jamás. La luz zodiacal que se eleva sobre el horizonte como res- plandeciente pirámide, j cu jo dulce brillo constituye el eterno |adorno de las noches intertropicales _, es probable- mente una gran nebulosa anular que g-ira entre la órbita de Marte j la de la Tierra; porque no es admisible la opi- nión de los que creen ver en ella la capa esterior de la mis- ma atmósfera del Sol. A mas de estas nebulosidades, de estas nubes luminosas de formas determinadas, observa- ciones exactas tienden á comprobar la existencia de una materia infinitamente tenue,, que no tiene probablemente luz propia, pero que se revela por la resistencia que opone al movimiento del cometa de Encke(j quizás también á los^ de Biela j Faje) , j por la disminución que hace esperi- mentar á su escentricidad j á la duración de sus revo- luciones. Esta materia etérea ó cósmica, flotante en el es- pacio, parece como animada de movimiento; j á pesar de su tenuidad originaria , podemos suponerla sometida á las le- jes de la gravitación, j mas condensada^ por consiguiente en los alrededores de la enorme masa del Sol; debiendo admitirse, en fin, que se renueva j aumenta, há muchos miles de siglos, por las materias gaseiformes que las colas de los cometas abandonan en el espacio. Después de haber considerado asi la variedad de formas que reviste la materia diseminada en los espacios infinitos de los cielos (o¿pa»oí ^¿/jro;) (33), ja sea que se estienda sin límites ni contornos en forma de éter cósmico , ó que pri- mitivamente ha ja estado condensada en nebulosas, preciso es fijar nuestra atención ahora en la parte sólida del Uni- verso, es decir, en ia materia aglomerada en esos globos que esclusivamente designamos con el nombre de astros ó mundos estelares. Todavía aquí encontramos diversos gra- dos de ag-regacion j de densidad, y nuestro propio sistema solar reproduce todos los términos de la serie de los pesos es- pecíficos (relación del volumen á la masa) que nos han hecho familiares las sustancias terrestres. Cuando se comparan los planetas desde Mercurio hasta Marte al Sol j á Júpiter, j estos dos últimos astros á Saturno, menos denso aun, se lle- ga por una progresión decreciente desde el peso específico del antimonio metálico hasta el de la miel, el del agua j el del abeto. Además, la densidad de los cometas están dé- bil, que la luz de las estrellas los atraviesa sin refracción, aun por la parte mas compacta que se llama habitual- mente caheza ó núcleo: quizás no hav cometa alg'uno cu va masa equivalga á 0,005 de la de la tierra. Señalemos en este lugar lo que aparece como mas sorprendente en la diversidad de los efectos producidos por las fuerzas cuva acción progresiva ha presidido originariamente á las aglomeraciones de la materia; pues si bien desde el punto de vista general en que nos hemos colocado , hu- biéramos podido indicar á priori esta variedad indefinida como un resultado posible de la acción combinada de las fuerzas generatrices , hemos creido mejor mostrarla como un hecho real que se desarrolla efectivamente á nuestros ojos en las regiones celestes. Las concepciones puramente especulativas de Wright, Kant j Lambert acerca de la construcción general de los cielos, han sido establecidas por William Herschell sobre uñábase mas sólida, sobre observaciones j medidas exactí- simas. Este grande hombre, tan osado v tan prudente á la vez en sus investigaciones, fué el primero que se atrevió á sondear las profundidades de los cielos, para determinar los límites j la forma de la capa aislada de estrellas de que la Tierra es parte , j el primero también que intentó aplicar á esta zona estelar las relaciones de magnitud, de forma v de posición que le habían sido reveladas por el es- JO — tudio de las nebulosas mas remotas, justificando asi el bello epitafio grabado sobre su tumba de Upton : CtBlorum per- rupit claustra. Lanzado, como Colon., á un mar descono- cido, descubrió islas j archipiélagos, dejando á las gene- raciones siguientes el cuidado de determinar su exacta po- sición. Ha sido preciso recurrir á hipótesis mas ó menos vero- símiles acerca de las verdaderas magnitudes de las estre- llas j su número relativo , es decir , sobre su acumulación mas ó menos marcada en los espacios iguales que circuns- cribe el campo de un mismo telescopio graduado siempre del propio modo, para evaluar el espesor de las capas ó de las zonas que aquellas constitujen. Es también imposible atribuir á estos datos, cuando se trata de deducir de ellos las particularidades de la estructura de los cielos, el mismo grado de certeza á que se ha llegado en el estudio de los fenómenos peculiares de nuestro sistema solar, ó en la teoría general de los movimientos aparentes j reales de los cuer- pos celestes, ó en la determinación por último, de las revo- luciones verificadas por las estrellas componentes de un sistema binario alrededor de su centro común de gravedad. Esta parte de la ciencia del Cosmos, se asemeja á las épocas fabulosas ó mitológicas de la historia: la una como las otras se remontan en efecto á ese incierto crepúsculo en que van á perderse los orígenes de los tiempos históricos v los lími- tes del espacio, mas allá de los cuales no alcanzan nuestras medidas. La evidencia, á tal altura^ empieza á desaparecer de nuestras concepciones, j todo convida á la imaginación á buscar en sí misma una forma j contornos fijos para esas confusas apariencias que amenazan escapar á nuestra in- vestigación . Pero volviendo a la comparación que ja hemos indica- do _, entre la bóveda celeste j un mar sembrado de islas v archipiélagos, ella nos avudará á comprender mejor los — 76 — diversos modos de distribución de los grupos aislados que forma la materia cósmica ; de las nebulosas irresolubles condensadas alrededor de uno ó de muchos centros , que llevan en sí mismas el signo de su antigüedad; j de las agregaciones de estrellas ó de los grupos esporádicos dis- tintos que presentan rasgos de una formación mas reciente. La reunión de estrellas de que nosotros tacemos parte j que podríamos llamar en este sentido una isla del Universo, cons- tituye una capa aplanada , lenticular , aislada por todas partes; y se estima que su eje major es igual á setecientas ú ochocientas veces la distancia de Sirio á la Tierra , v el eje menor á unas ciento cincuenta. Para formar idea de la mag- nitud absoluta de la unidad de que se trata, puede supo- nerse que la paralaje de Sirio no escede á la de la estrella brillante del Centauro (O", 9128); en cu jo caso la luz emplearia tres años en recorrer la distancia que nos sepa- ra de Sirio; pues según los admirables trabajos de Bessel sóbrela paralaje de la estrella 61 del Cisne (O", :M83) (34), estrella que por su movimiento considerable propio, hace sospechar su proximidad, un rajo luminoso que partiera -de este astro no podría llegar hasta nosotros jsino después de nueve años v tres meses. Nuestro grupo de estrellas, cujo espesor es relativai;nén- te poco considerable, se divide en dos ramas á un tercio pró- ximamente de su estension; créese que el sistema solar está situado en él escéntricamente , no lejos del punto de divi- sión , mas cerca de la región en que brilla Sirio que de la constelación del Águila, j casi en medio de la capa en el sentido de su espesor. Ya hemos dicho mas arriba que midiendo sistemática- mente el cielo j contando las estrellas contenidas en el cam- po invariable de un telescopio dirigido sucesivamente hacia todas las regiones del espacio, es como se ha llegado á fijar la situación de nuestro sistema solar, j á determinar la for- / / ma j las dimensiones del conjunto lenticular de estre- llas de que hace parte. En efecto, si el número mas ó menos grande de estrellas contenidas en espacios igua- les, varía en razón del espesor mismo de la capa á cada dirección , este número debe darnos la longitud del rajo visual , sonda atrevidamente arrojada á las profundidades del cielo, cuando el rajo hiere el fondo de la capa estelar ó mas bien á su límite esterior , porque no tienen aplicación aquí las ideas de alto ni de bajo. En sentido del eje major de la capa, debe el rajo visual encontrar las estrellas esca- lonadas siguiendo esta direccion_, en mucho major número que por cualquier otra parte : en efecto , las estrellas están fuertemente condensadas en estas regiones j como reunidas en un matiz general que puede compararse á un polvo lu- minoso. Su conjunto señala en la bóveda celeste una zona que parece envolverla por completo. Esta zona estrecha, cujo brillo desigual se vé interrumpido á trechos por es- pacios oscuros, sigue con algunos grados de diferencia la dirección de un círculo máximo de la esfera , porque nos- otros venimos á estar colocados cerca del medio de la capa de estrellas , j en el plano mismo de la via láctea , que es su perspectiva. Si nuestro sistema planetario se encon- trase situado á una gran distancia de ese conjunto de es- trellas, la via láctea nos ofreceriala apariencia de un anillo; á una distancia aun major, aparecería en el telescopio como una nebulosa irreductible terminada por un contorno circular. Entre todos los astros que brillan con luz propia, tenidos largo tiempo por fijos, aunque equivocadamente, puesto que de continuo cambia su posición ; entre esos astros que forman nuestra isla en el Océano de los mundos, el Sol es el único que observaciones reales nos permiten reconocer como centró de los movimientos de un sistema secundario compuesto de planetas, de cometas j de asteroides análogos — 78 — á nuestros aerolitos. Las estrellas dobles ó múltiples no pueden ser asimiladas por completo á nuestro sistema pla- netario, ni por la dependencia de los movimientos rela- tivos^ ni por las apariencias luminosas. Ciertamente, los as- tros que brillan con una luz propia , j forman estas asociacio- nes binarias ó mas complejas, giran también alrededor de su centro común de gravedad, y quizás arrastren cortejos de planetas j de lunas cuja existencia no pueden revelar- nos nuestros telescopios; pero el centro de sus movimientos se encuentra en un espacio vacío, ó lleno únicamente de ma- teria cósmica , mientras que en el sistema solar, este mismo centro está situado en el interior de un cuerpo visible. Si, esto no obstante, queremos considerar como estrellas dobles el Sol y la Tierra, ó la Tierra y la Luna, y si tratamos de asimilar el conjunto de los planetas á un sistema múltiple, será necesario restringir á solo los movimientos, la analo- gía que entrañan estas denominaciones; porque puede ad- mitirse la universalidad de las lejes de la gravitación; pero todo lo que se refiere á las apariencias luminosas , deberá ser escluido de esta aproximación ó comparación. Colocados en el punto de vista general que nos babia impuesto la naturaleza misma de nuestra obra, podemos examinar ahora nuestro sistema solar bajo un doble aspecto: estudiaremos primero, en las diversas clases que en él pue- den distinguirse , los caracteres generales de magnitud^ figura , densidad y situación relativa ; trataremos en se- guida de las relaciones que parecen unir este conjunto á las demás partes de nuestra zona estrellada; con lo cual se in- dica bastante el movimiento propio del Sol mismo. En el estado actual de la ciencia, nuestro sistema solar se compone de once planetas principales, diez y ocho lunas ó satélites, y multitud de cometas^ entre los cuales hay algunos que constantemente permanecen en los estrechos límites del mundo de los planetas , y por esto llevan el — 79 — nombre de cometas planetarios. Podemos segun todas las probabilidades añadir al cortejo de nuestro Sol j colocar en la esfera donde se ejerce inmediatamente su acción cen- tral, primeramente un anillo de materia nebulosa, animado de un movimiento de rotación, probablemente situado entre la órbita de Marte j la de Venus , por lo menos sabemos de cierto que se estiende mas allá de la de la Tierra (35), j al cual se debe esa apariencia luminosa de forma de pirámide, conocida con el nombre de luz zodiacal; forman parte asi- mismo del sistema solar una multitud de asteroides escesi- vamente pequeños, cujas órbitas cortan la de la Tierra ó se separan muv poco de ella, j por los cuales se esplican las apariciones de estrellas errantes y la caida de aerolitos. Cuando consideramos estas formaciones tan complejas, los astros numerosos que giran alrededor del Sol en elipses mas ó menos escéntricas, sin tratar de esplicar, como el inmortal autor de la Mecánica celeste ^ el origen de la major parte de los cometas, por medio de porciones de materia desliga- das délas nebulosas, j errantes de un mundo al otro (36), preciso es reconocer que los planetas con sus satélites no forman sino una muj pequeña parte del sistema solar, si se atiende al número j no á las masas. Háse supuesto que los planetas telescópicos , Vesta, Ju- no , Ceres j Palas^ forman una especie de grupo interme- dio, j que sus órbitas, tan estrechamente enlazadas, tan in- clinadas , tan escéntricas, determinan en el espacio una zona de separación entre los planetas interiores , Mercurio, Venus , la Tierra , Marte , j la región de los planetas este- riores Júpiter , Saturno j Urano (37) . Estas dos regiones presentan con efecto , los mas sorprendentes contrastes . Los planetas interiores mas próximos al Sol , son de magnitud media j densidad considerable ; giran lentamente sobre sí mismos en tiempos casi iguales (veinte j cuatro horas pró- ximamente), son poco aplanados, y, salvo la Tierra, están — 80 — aespro vistos totalmente de satélites ; los planetas esteriores son de mucha major magnitud j cinco veces menos den- sos; su rotación es por lo menos dos veces mas rápida, su aplanamiento mas marcado, j el número de sus satélites comparado con el de los planetas inferiores está en la rela- ción de diez y siete á uno , si es que Urano posee efectiva- mente las seis lunas que se le atribujen. Pero las consideraciones de donde hemos deducido los caracteres generales de estos dos grupos no pueden esten- derse con igual grado de exactitud á cada uno de los pla- netas en particular, j no es fácil comparar asi, una á una, las distancias al centro común de los movimientos con las magnitudes absolutas, las densidades con el tiempo de la rotación , ni las escentricidades v la mutua inclinación de las órbitas con los ejes máximos. No conocemos relación ne- cesaria entre los seis elementos que acabamos de enumerar Y las distancias medias, é ignoramos si existe entre aque- llas diversas magnitudes alguna lej de la Mecánica celeste, análoga por ejemplo, á la que relaciona los cuadrados de los tiempos periódicos á los cubos de los ejes máximos. Marte está mas lejano del Sol que Venus y que la Tierra, j es sin embargo mas pequeño, v de todos los planetas de antiguo conocidos^ del que difiere menos en cuanto al diá- metro es de Mercurio, el planeta mas próximo al Sol. Sa- turno es mas pequeño que Júpiter ; pero es mucho major que Urano. Mas aun : á la zona de los planetas telescópicos sucede inmediatamente Júpiter , el mas poderoso de todos los astros secundarios de nuestro sistema; j sin embargo, la superficie de aquellos asteroides, cu vo diámetro por su pe- quenez escapa casi á nuestras mediciones, escede apenas en el duplo á la de Francia , Madagascar ó Borneo. Por sorprendente que pueda ser la densidad tan esti;aordinaria- mente débil de esos colosos planetarios que gravitan hacia el Sol en los confines de nuestro mundo, todavía, sin em- .— 81 — bargo. se echa también aquí de menos la regularidad en la serie decreciente (38) ; pues Urano parece ser mas denso que Saturno , aun admitiendo la masa calculada por La- mont, V-2i605> ^^6 es el mas pequeño; v á pesar de la escasa diferencia que se observa en las densidades del grupo de los planetas mas próximos al Sol (39), encontramos de una j otra parte de la Tierra á Venus j Marte, que son los dos menos densos que nuestro planeta. En cuanto á la dura- ción de la rotación, no haj duda que disminuje á medida que la distancia al Sol aumenta ; sin embargo , Marte in- vierte mas tiempo en su rotación que la Tierra, j Saturno mas que Júpiter. Las escentricidades majores pertenecen á las elipses que describen Juno, Palas, j Mercurio, j las menores son las de Venus j la Tierra, dos planetas que se suceden sin embargo en el orden de las distancias. Mercu- rio V Venus nos ofrecen exactamente el mismo contraste que los cuatro planetas menores, porque las escentricida- des poco diferentes de Juno j de Palas son triples que las de Ceres j de Vesta. Anomalías semejantes se nos presen- tan cuando consideramos la inclinación de las órbitas sobre el plano de la ecliptica^ y la posición relativa de los ejes de rotación ; elementos que influjen, de mu j distinta manera que la escentricidad, en los climas^ en la estension del año j en la duración variable de los dias. Las elipses mas pro- longadas, lasque recorren Juno, Palas j Mercurio, son también las mas inclinadas sobre la ecliptica , aunque en relaciones muj diferentes : la inclinación de la órbita de Palas , á la que no se encuentran otras análogas sino entre los cometas , es próximamente veintiséis veces major que la de Júpiter ; mientras que la del planeta menor Vesta, no obstante su proximidad á Palas, apenas escede del séstuplo del mismo ángulo. No se Ka obtenido mejor éxito en el propósito de formar una serie regular con las posiciones de los ejes de rotación délos cuatro ó cinco planetas, respecto — 82 — . de los cuales este elemento lia podido determinarse con exactitud. En lo tocante á Urano , á juzgar por la posición de los planos de los dos únicos satélites que de nuevo han sido observados recientemente, la inclinación de su eje de rotación sobre el plano de su órbita apenas llegará á 11°; de suerte que Saturno se encuentra asi colocado bajo este respecto entre Júpiter , cu jo eje de rotación es casi per- pendicular al plano de su órbita, j Urano. Parece resultar de la enumeración de estas irregula- ridades, que el mundo de las formaciones celestes debe ser aceptado como un becho, como un dato natural que se oculta á las especulaciones del espíritu, por la carencia de todo enlace visible entre la causa j el efecto. En otros tér- minos : las relaciones de magnitud absoluta y de posición relativa de los ejes , las razones en que están las densidades en el sistema planetario , las duraciones de rotación y las escentricidades, son cosas que no nos parecen mas ni menos necesarias en la naturaleza que la distribución de las aguas j de las tierras en la superficie de nuestro globo, los contornos de sus continentes ó la altura de sus cadenas de montañas. Ninguna lej general puede establecerse bajo estas dife- rentes relaciones, ni en los cielos ni en las desigualdades de las capas terrestres : esos son otros tantos becbos naturales producidos por el conflicto de fuerzas múltiples, que se ban movido en otro tiempo en condiciones del todo desconoci- das boj. Abora bien : en materia de cosmogonía el bombre atribu je á la casualidad lo que no puede esplicar por la ac- ción generatriz de las fuerzas que le son familiares. Con todo, si los planetas se ban formado por la condensación pro- gresiva de anillos de materias gaseosas, concéntricas al Sol^ las densidades, las temperaturas , las tensiones magnéticas desiguales de estos anillos, justifican las diferencias actuales de forma j de magnitud, asi como las velocidades primiti- vas de rotación , j pequeñas variaciones en la dirección — 83 ^ del movimiento, pueden darnos cuenta de las inclinaciones j de las escentricidades. Por otra parte, las atracciones de las masas j las lejee de la gravedad, debieron de jugar aquí su papel, como en los solevantamientos que produjeron las irregularidades de la superficie terrestre; aunque es impo- sible deducir del estado actual de las cosas la serie entera de las variaciones que ban debido recorrer antes de llegar á él. En cuanto á la lej bien conocida por la que se ban que- rido relacionar las distancias de los planetas al Sol, base demostrado su inexactitud numéricamente respecto de los intervalos que separan á Mercurio , Venus , j la Tierra de aquel astro, dado que por otra parte no estuviese, como lo está , en contradicción manifiesta con la noción misma de serie, á causa del primer término que en ella se supone. Los once planetas principales que boj componen el sis- tema solar, van acompañados en sus movimientos por ca- torce planetas secundarios (lunas ó satélites) cuja existen- cia es incontestable ; número que se eievaria á diez j ocbo si se tuviesen en cuenta cuatro satélites cuja realidad no está bien determinada. Asi, pues, los planetas principales son á su vez los centros de los movimientos de sistemas subordinados. Evidentemente, la naturaleza ba procedido en las formaciones celestes como en el reino de la vida orgánica, donde tan frecuente es que las clases secunda- rias reproduzcan los tipos primitivos alrededor de los cuales vienen á agruparse los animales j los vegetales. Los satéli- tes son mas numerosos bácia las regiones estremas del mundo planetario, mas allá de las órbitas, tan íntimamente ligadas , de los planetas que se llaman menores. Pero los planetas del lado opuesto están desprovistos de lunas, es- cepto la Tierra,, cu jo satélite es proporcionalmente des- mesurado, como que su diámetro equivale á la cuarta par- te del de nuestro globo, siendo así que el major satélite conocido, la sesta luna de Saturno, es linealmente diez - 84 — y siete veces mas pequeño que este último astro. Los pla- netas mas apartados del Sol , los mayores , los menos den- sos j mas aplanados, son precisamente los que poseen ma- jor número de satélites . Ni el mismo Urano forma escep- cion de esta regla bajo ning-an concepto, pues su aplana- miento, determinado por las nuevas investigaciones de Mted- ler, escede en ^/^^ al de todos los demás planetas. Pero en aquellos lejanos sistemas , la diferencia de diámetros j de masas entre los satélites y el astro central , es mucho mas pronunciada que en el sistema análogo formado por la Tier- ra y la Luna (40), que distan entre sí 38,400 miríame- tros (51,800 millas geográficas). Las relaciones de densi- dad son también en todo diferentes; porque la densidad de la Luna es '^/ ^ de la de la Tierra; al paso que el segundo satélite de Júpiter parece mas denso que su planeta cen- tral , si es permitido prestar siempre una entera confianza á determinaciones tan delicadas como lo son las de las ma* sas y volúmenes de aquellos satélites. De entre todos estos sistemas secundarios , al menos en- tre aquellos cuja teoría ofrece un cierto grado de exactitud, el mas singular es seguramente el mundo de Saturno , en el cual se encuentran reunidos los casos estremos por lo to- cante á las magnitudes absolutas y distancias de los saté- lites al planeta central. Asi, pues, el sesto y sétimo satélite de Saturno son enormes, de volumen muj superior al de todos los de Júpiter, y principalmente el sesto que quizás difiera poco de Marte , cu jo diámetro es precisamente el doble del diámetro de nuestra Luna: mientras que por el contrario , los dos satélites mas próximos á Saturno , que descubrió en 1787 William Herschell con el auxilio de su telescopio de 40 pies , j mas tarde observados á duras pe- nas por John Herschell en el Cabo de Buena-Esperanza^ por Vico en Roma, j por Lamont en Munich, son, jun- tamente , con los satélites de Urano, los astros mas pe- — 85 — queños y los menos visibles de todo nuestro sistema solar; los telescopios mas graduados no bastarían si además no se saben escoger las circunstancias mas favorables para obser- varlos. Por otra parte, los discos aparentes de todos estos satélites, son tan estremadamente pequeños, que la determi- nación de sus dimensiones reales no puede obtenerse sino por medidas micrométricas, que ofrecen todo género de di- ficultades; felizmente ]a astronomía calculadora, que repre- senta por números los movimientos de los astros, tales como se aparecen al observador colocado en la tierra, tiene me- nos necesidad de conocer con exactitud los volúmenes , que las masas j las distancias. De todos estos planetas secundarios, el sétimo satélite de Saturno es el que mas se aparta de su planeta central. Dista de él unos 333 mil miriámetros próximamente, casi el décuplo que la Luna de la Tierra. El último satélite de Jú- piter está á 19,300 miriámetros dé su planeta central; ver- dad es que el sesto de Urano, distaria 252,000 miriámetros, si estuviera bien comprobada su existencia. Para acabar de poner de relieve estos singulares contrastes , comparemos ahora el volumen de cada planeta central con las dimensio- nes de la órbita que recorre su último satélite. Las dis- tancias de los últimos satélites de Júpiter, Saturno j Urano, espresadas en radios de sus planetas centrales res- pectivos, son entre sí como 91, 64 j 27; en cu jo caso el sétimo satélite de Saturno apenas dista del centro de este planeta, lo que la Luna del centro de la Tierra, pues la dife- rencia no escederá de ^/y^- El satélite mas aproximado á su planeta central es sin duda el primero de Saturno, que nos ofrece además el ejemplo único de una revolución entera verificada en menos de veinticuatro horas. Su distancia, espresada en semidiámetros de Saturno, es de 2^47^, según Maedler, que vienen á ser 14,857 miriámetros, reduciríase á 8,808 miriámetros si se la contase á partir de la superfi- — 86 — cié de Saturno, j á 912 miriámetros desde el borde esterior del anillo: distancia bien pequeña, de la cual se com- prende que pueda un viajero darse exacta idea, si se re- cuerda la aserción del atrevido navegante Beeche j , que dice haber recorrido 18,200 millas geográficas (13,500 mi- riámetros) en tres años. Por último, si en lugar de compa- rar entre sí las distancias absolutas , continuamos evaluán- dolas en radios de cada planeta central , hallaremos que la distancia del cuarto satélite de Júpiter al centro de este planeta (distancia que escede en realidad 4,800 miriáme- tros de la que haj de la Luna á la Tierra) se reduce á seis semidiámetros de Júpiter, en tanto que la Luna dista de nosotros 60 ^/j radios terrestres. Por lo demás, las relaciones mutuas de los satélites entre sí j con sus planetas centrales, prueban que estos mundos secundarios están sometidos á las le jes de la gravitación que rigen los movimientos dé los planetas alrededor del Sol. Del mismo modo que estos _, los doce satélites de Saturno, de Júpiter j de la Tierra se mueven de Occidente á Oriente, en elipses que se diferencian poco del círculo. La Luna, j el primer satélite de Saturno, cu va escentricidad es de 0,068, son los únicos de (irbita mas elipticaque la de Jú- piter. La órbita del sesto satélite de Saturno, que ha sido calculada con bastante exactitud por Bessel , ofrece una es- centricidad de 0,029, superior por consiguiente á la de la Tierra. En los confines del mundo planetario, en aquellas regiones apartadas de nosotros 19 radios de la órbita terrestre, en donde la fuerza central del Sol se halla notablemente de- bilitada, el sistema de los satélites de Urano presenta ano- malías verdaderamente raras. Mientras que los demás saté- lites recorren, como los planetas, órbitas poco inclinadas so- bre el plano de la eclíptica y se mueven de Occidente á Oriente , sin esceptuar el anillo de Saturno que podria asi- milarse á una agregación de satélites confundidos en- ^<^ h — I . tre sí, ó invariablemente ligados, los^tétites de Urano por el contrario, se mueven del Esté'aTOeaíe y en planossítua- doréasíperpendicularmente á la eclíptica . Las observaciones que sir Jobn Herschell La iiecho durante muchos años, con- firman plenamente estas singularidades. Si los planetas j sus satélites se han formado por la condensación de las atmós- feras primitivas del Sol jde los planetas principales ; si es- tas atmósferas se han dividido sucesivamente en anillos flui- dos animados por un movimiento de rotación, preciso es que se ha jan producido de una manera desconocida efectos de retraso ó de reacción muj enérgicos, en los anillos de Urano, para que los movimientos del segundo j cuarto sa- télite se efectúen en sentido inverso á la rotación del pla- neta central. Es casi seguro, que cada satélite dá una vuelta comple- ta sobre su eje en el mismo tiempo que emplea en su revolución sideral alrededor del planeta á quien sigue; de donde se deduce que el satélite debe siempre presentar la misma cara al planeta. En realidad, estos dos períodos no pueden ser rigorosamente idénticos, por razón de las des- igualdades periódicas de la revolución sideral; tal es la principal causa de la oscilación aparente, es decir, de una especie de balanceo que en nuestra Luna llega á muchos grados de longitud j latitud. Asi es como descubrimos su- cesivamente algo mas de la mitad de la superficie de nues- tro satélite , hallándose la parte nuevamente visible , ja al Este, ja al Oeste del disco aparente. Estos pequeños movi- mientos, oscilatorios, j otros del mismo género que se mani- fiestan hacia los polos , dejan ver mejor en ciertas épocas partes interesantes, tales como el circo de Malapert que ocul- ta á veces el polo austral de la Luna, las regiones árticas que rodean el cráter de Gioja , j la gran llanura pardusca , si- tuada cerca de Endimion, cuja estension escede á la del Mare vaporum (41). Sin embargo, los ^/^ de la superficie — 88 — total de la Luna escapan á nuestras miradas j quedaran ocultos para nosotros eternamente , salva la intervención poco probable de nuevas fuerzas perturbadoras. La contem- plación de estas grandiosas leyes del mundo material con- vida alespíritu á buscar alguna analogía en el mundo de la la inteligencia, j se piensa entonces en esas regiones inac- cesibles donde la naturaleza ba sepultado el misterio de sus creaciones, cujo destino parece ser el de quedar ignoradas para siempre , bien que de siglo en siglo la naturaleza nos las baja enseñado en partes mu j pequeñas , de que el bom- bre ba podido recoger una verdad mas_, á veces una ilusión . Hasta aquí bemos considerado como productos de una ve- locidad originaria, j como unidos entre sí por el lazo pode- roso de una atracción recíproca, primeramente á los planetas, después á los satélites j á los anillos concéntricos en forma de arco no interrumpido, de que nos ofrece ejemplo uno de los planetas mas lejanos. Réstanos aun señalar otros cuerpos que se mueven también alrededor del Sol , cuja luz refle- jan, j sea en primer lugar del innumerable enjambre de los cometas. Cuando inquirimos según las reglas del cálculo de las probabilidades la distribución uniforme de las órbitas de estos astros, los límites de sus mas cortas distancias al Sol v la posibilidad de que escapen á las miradas de los babitan- tes de la tierra, llegamos á asignarles un número cuja enor- midad admira. Ya Keplero decia, con aquella vivacidad de espresion que poseia en tan alto grado. «Mas cometas baj en el cielo que peces en el Océano.» Y sin embargo, el nú- mero de las órbitas calculadas basta boj apenas llega á 150^ si bien es cierto que se evalúa en seis ó setecientos el nú- mero de cometas cuja aparición j curso á través de las constelaciones conocidas se bailan comprobados en docu- mentos mas ó menos auténticos. Mientras que los pueblos clásicos del Occidente , los Griegos j los Romanos, se limi- taban á indicar de cuando en cuando el lugar del cielo en — 89 — que un cometa aparecia_, sin precisar jamás su trayectoria aparente,, los Chinos, por el contrario, observaban y ano- taban con cuidado todos estos fenómenos, de suerte que sus ricos anales contienen detalles circunstanciados acerca del camino seguido por cada cometa. Estos documentos se remontan amas de cinco siglos antes de la era critiana, j los astrónomos sacan aún de ellos útiles resultados (42). Entre todos los astros de nuestro sistema solar, los come- tas, con sus largas colas , á veces de muchos millones de leguas , son los que llenan los majores espacios con me- nor cantidad de materia. En efecto, es imposible atribuirles una masa equivalente á ViiOoo ^® ^^ masa terrestre , cuando menos si se atiende á los únicos datos que se tienen hoj acerca de este punto; j sin embargo, el cono de materias - gaseiformes que los cometas projectan á lo lejos , ha sido algunas veces (en 1680 j en 1811) de longitud igual á la de una línea que se tirase desde la Tierra al Sol; línea inmensa que atraviesa la órbita de Mercurio jlade Venus. Parece también que estas emanaciones han llegado á nues- tra atmósfera, j para mezclarse á ella, singularmente en 1819 j en 1823. Se presentan los cometas bajo aspectos tan diversos, con relación mas bien á los individuos que á la especie mis- ma, que seria imprudente generalizar los hechos observa- dos j aplicarlos indistintamente á todas las apariciones de estas nuhes errantes^ nombre que las daban jaXenopha- nesj Theon de Alejandría^ contemporáneo de Pappus. Los cometas telescópicos están casi siempre desprovistos de co- la, j se parecen á las estrellas nebulosas de Herschell , pues presentan el aspecto de nebulosidades redondeadas, de luz pálida j concentrada hacia el medio. Tal es, por lo menos, el tipo mas sencillo de la especie ; pero no lo señalamos como tipo de un astro naciente, porque puede referirse igualmente á astros antiguos, cuja materia se hubiese volatilizado j di- — 90 — seminado poco apoco en el espacio. Cuando se trata de co- metas majores j mas visibles, se distingue en ellos la cabeza , elcuer])oy la cola simple ó múltiple, á la cual los astróno- mos Chinos daban el pintoresco nombre de escoba {sui). En general el núcleo no tiene contornos bien definidos; sin em- bargo, se han visto algunos tan brillantes como las estrellas de primera ó de segunda magnitud, j aun en pleno dia hasta en la parte del cielo mas iluminada por el sol, se distinguie- ron los núcleos de los grandes cometas que aparecieron en los años 1402, 1532, 1577, 1744 j 1843 (43); hechos nota- bles de donde podria deducirse que la materia de los come- tas está á veces condensada v mas apta para reflejar la luz solar. Los únicos cometas que han presentado un disco bien determinado en los grandes telescopios deHerschell (44) son el cometa de 1807 descubierto en Sicilia, y el magnífico de 1811, cujos discos tenian 1" v O", 77 de diámetro apa- rente, lo cual dá 100 j 79 miriámetros para los diámetros reales. Los núcleos, de contornos menos claros, de los co- metas de 1798 V 1805 no tenian mas que cuatro ó cinco miriámetros de diámetro. Los cometas cuja constitución física fué mejor estudiada, v sobre todo el cometa ja ci- tado de 1811 que permaneció visible tan largo tiempo, pre- sentaron la particularidad notable de que el núcleo no pa- recia formar cuerpo con la nebulosidad luminosa que le ro- deaba^ viéndose por todas partes un espacio oscuro que mutuamente los aislaba. Además, la intensidad de la luz, no crecía regularmente del estremo al centro de la cabeza, dibujándose brillantes zonas concéntricas alternando con ca- pas de una nebulosidad mas rara j menos reflectantes, j por consiguiente mas oscuras. Unas veces la cola es simple, otras es doble, j en este último caso las dos ramas tienen ordinariamente longitudes muj desiguales (1807 j 1843); el cometa de 1744 tenia una cola séstupla cujos radios es- tremos formaban un ángulo de 60°. La cola es, ademas, — 91 — recta ó curva; eu este último caso puede ser cóncava por sus dos Wdes esteriores (1811), ó por un solo lado, j en- tonces la concavidad está dirigida hacia la reg-ion que aban- dona el cometa, á manera de llama obligada á quebrarse por un obstáculo. Finalmente , las colas están siempre opuestas al Sol, j dirigidas en el sentido de una línea que partiendo de su origen fuese á parar al centro de aquel astro. Según Eduardo Biot, esta observación -capital ha- bia sido notada ja en el año 837 por los astrónomos chi- nos; pero no fue señalada en Europa hasta el siglo XVI por Fracastor j por Pedro Apiano , si bien con mayor exactitud. Muchas de estas apariencias ópticas tan compli- cadas se esplican de una manera muj sencilla, conside- rando las emanaciones gaseosas que projectan á lo lejos los Cometas, como atmósferas de forma conoidal de capas múl- tiples. Para encontrar diferencias salientes en la forma de estos astros, no es indispensable pasar de un cometa á otro y comparar los cometas desprovistos de apéndice visible con el 3" de 1618, por ejemplo, cuja cola tenia 104° de longitud; porque está fuera de duda que un cometa esperimenta cam- bios continuos que se suceden con sorprendente rapidez. Heinsius lo comprobó en San-Petersburgo con el cometa de 1744; pero las observaciones mas exactas j decisivas acerca de estas variaciones de forma las hizo Bessel en Koenigsberg á la última reaparición del cometa de Halej en 183»5. Hacia la parte del núcleo que miraba directa- mente al Sol se apercibió un apéndice luminoso en forma de borla , cu jos rajos se encorvaban por detrás j venian á confundirse con la cola ; «el núcleo del cometa de Hallej se parecia con sus efluvios á un cohete volante algún tanto quebrado de cola por el impulso de una brisa ligera.» Arago j JO hemos notado desde el Observatorio de París cambios notables, de una noche á otra, en los ravos emá- — 92 — tidos por la cabeza del cometa. (45) El gran astrónomo de Koenigsberg lia deducido de sus numerosas medidas j consideraciones teóricas , «que el cono luminoso se alejaba poco á poco de la dirección del radio vector en una canti- dad considerable , pero que volvia siempre á la misma di- rección para separarse de ella enseguida del lado opuesto; por consiguiente , el cono luminoso j el cuerpo del cometa de donde habia sido projectado , debian estar animados de un movimiento de rotación ó mas bien de oscilación en el plano de la órbita. Estas oscilaciones no pueden esplicarse por la atracción que el Sol ejerce sobre todos los cuerpos pesados, denotan mas bien la existencia de una fuerza po- lar, es decir, de una acción que pugnase por llevar en dirección del Sol la estremidad de uno de los diámetros del cometa , j por alejar del mismo astro la otra estremidad. La polaridad magnética de la Tierra, ofrece fenómeno aná- logo; j si el Sol estuviese dotado de la polaridad inversa, el efecto jwdria bacerss sentir en la retrogradacion de los puntos equinocciales.» No es aquí lugar de dar mas amplios desarrollos á este asunto; pero nos ba parecido que obser- vaciones tan memorables (46), consideraciones tan grandio- sas acerca de los astros mas estraordinarios del sistema solar, merecian tener sitio propio en el bosquejo de un cua- dro general de la naturaleza. Contra la regla general que siguen las colas de los co- metas de hacerse maj-ores j mas brillantes en la proximi- dad del perihelio , aunque permaneciendo constantemente en dirección opuesta al Sol, el cometa de 1823 ba ofrecido el curioso espectáculo de una cola doble , una de cujas ra- mas se contraponia al Sol mientras que la otra se estendia casi rectamente bácia este astro formando con la primera un ángulo de 160". ¿No podriamos recurrir para esplicar este fenómeno escepcional , á ciertas modificaciones de la polaridad obrando sucesivamente j provocando esas dos — 1)3 — corrientes de materia nebulosa que luego pudieron conti- nuarse libremente? (47) En la filosofía natural de Aristóte- les se encuentra una conexión estraña entre la via láctea y los fenómenos que acabamos de describir. Supone el Estagi- rita que las innumerables estrellas de que está compuesta la vía láctea , forman en el firmamento una zona incandes- cente (luminosa), como un inmenso cometa cuja materia se renueva sin cesar. (48) Las ocultaciones de estrellas causadas por el núcleo de un cometa ó por la capa atmosférica que inmediatamente le rodea , nos daria mucha luz sobre la constitución física de estos notables astros^ si existiesen observaciones por cuva virtud hubiéramos podido llegar al convencimiento de que la ocultación lia sido realmente central (49); pero esta con- dición se obtiene difícilmente^, merced alas capas concéntri- cas de vapores alternativamente densos j raros que ro- dean el núcleo j de que antes hemos hablado. He aquí, sin embargo, un hecho de esta especie que las medidas lle- vadas á cabo por Bessel el 29 de setiembre de 1835, han puesto fuera de toda duda. Una estrella de décima magni- tud se hallaba entonces á 7", 78 del centro de la cabeza del cometa de Halle j, j su luz debia atravesar una parte bastante densa de la nebulosidad ; el rajo luminoso , sin embargo, no se separó en nada de su dirección rectilí- nea (50). Una carencia tan completa de poder refringente, no permite admitir que la materia de los cometas sea un fluido gaseiforme. ¿Deberemos, pues, recurrir á la hipóte- sis de un gas casi infinitamente enrarecido, ó bien habre- mos de suponer que los cometas consistan en moléculas in- dependientes _, cuja reunión forma nubes cósmicas despro- vistas de la facultad de obrar sobre los rajos luminosos, de igual manera que las nubes de nuestra atmósfera, que no alteran nada las distancias zenitales de los astros que observamos? En cuanto á la disminución de luz que las — 94 — estrellas sufren al parecer por la interposición de la sus- tancia cometaria, Kásele atribuido justamente al fondo ilu- minado sobre el cual se projectan entonces sus imágenes. Debemos á las investigaciones de Arago sobre la polariza- ción los datos mas importantes j decisivos acerca de la na- turaleza de la luz de los cometas. Su polariscopo le ha ser- vido para resolver los mas difíciles problemas, así sobre la constitución física del Sol como de los cometas. Este instru- mento permite en mucnas circunstancias, determinar si un rajo de luz, que llega basta nosotros luego de haber recor- rido un espacio cualquiera, es un rajo directo, un rajo re- flejado, ó un rajo refractado; j si el manantial de luz de donde emana es un cuerpo sólido, líquido ó gaseiforme . Con ajuda de este aparato, fueron analizadas simultáneamente en el observatorio de París la luz de la Cabra , j la del gran cometa de 1819 : la luz de la estrella fija obró como debia esperarse, es decir, como deben hacerlo los rajos emitidos bajo todas las inclinaciones j en todos los azimuts posibles por un sol que brilla con luz propia, mas la luz del co- meta apareció polarizada, j tenia por consiguiente luz re- fleja(51). La existencia de rajos polarizados en la luz que nos llega de los cometas no ha sido únicamente comprobada por la desigualdad de brillo de dos imágenes, pues de ello nos ha dado una nueva prueba el contraste sorprendente de los co- lores complementarios, basado en las lejes de la polarización cromática descubierta por Arago en 1811. Estas observacio- nes se renovaron con el mismo resultado en 1835, época de la última aparición del cometa de Halle j. Sin embargo, es- tos brillantes trabajos no son bastantes para decidir si de la luz propia de los cometas, no se mezcla nada , á la luz solar que estos astros reflejan; combinación de la cual cisrtos planetas _, tal como Venus, ofrecen un ejemplo bastante probable. Tampoco es posible atribuir todas las variaciones que se ban notado en el brillo de los cometas á sus cambios de po- sición relativamente al Sol. Pueden nacer también de la condensación progresiva j de las modificaciones que debe esperimentar el poder reflectante de las materias que los for- man. Hevélius descubrió que el núcleo del cometa de 1618 se disminujó á su paso por el peribelio j se dilataba á medida que el astro alejábase del Sol. Estos Kechos nota- bles fueron largo tiempo olvidados, j Val fué quien reno- vó sus observaciones sobre los cometas de corto período ; el hábil astrónomo de Marsella hizo ver con cuanta regula- ridad decrece el volumen de los cometas al mismo tiempo que su radio vector ; pero parece bien difícil encontrar la es- plicacion de este fenómeno en la acción de un éter cósmica mas condensado hacia el Sol, porque entonces seria necesa- rio representarnos la atmósfera de los cometas como una masa gaseosa impenetrable al éter (52). Merced á la variedad de formas de las órbitas cometa- rias, la astronomía solar se ha enriquecido en estos últimos tiempos con un brillante descubrimiento. Encke demostró la existencia de un cometa de corto período que no se aparta jamás de la región en que se mueven los planetas, j tiene situado el punto de su órbita mas lejano del Sol, entre la región de los planetas menores j la de Júpiter. Su escentricidad es de 0,845 (la de Juno, la mas fuerte de todas las escentricidades planetarias es de 0,255.) El cometa de Encke se ha presentado á la simple vista, en diferentes ocasiones, especialmente en 1819 en Europa j en 1822 en la NuevaHolanda, donde le vio Eümker, pero siempre con dificultad. El tiempo de su revolución es próximamente de tres años j medio. Resulta de una comparación bastante mi- nuciosa entre los pasos sucesivos de este cometa por el peri- helio, que los periodos comprendidos entre 1786 j 1838 han disminuido regularmente de revolución en revolución, — 96 — dando una variación total para los cincuenta j dos años de 1 dia y ^/u)- Para armonizar juntamente los cálculos v las observaciones, no ha bastado llevar una cuenta exacta de las perturbaciones planetarias, y lia sido preciso recurrir á una hipótesis, en parte muj verosímil, y suponer que los espacios celestes están llenos de una materia fluida es- cesivamente tenue, que opone cierta resistencia á los movimientos, disminuje la fuerza tangencial, y también por consiguiente , los grandes ejes de las órbitas cometa- rias. El valor de la constante diQ esta resistencia parece poco diferente antes y después del paso del cometa por su perihe- lio, quizás á causa de las variaciones de forma que esperimen- ta entonces esta pequeña nebulosidad , ó de la densidad va- riable de las capas formadas por el éter cósmico (58). Estos hechos, así como las teorías que de ellos nacen, son segura - mente una de las partes mas interesantes de la astronomía moderna. Añadamos que los cálculos de las perturbaciones del cometa de Encke han dado ocasión de someter á una prueba delicada la masa de Júpiter, que juega tan impor- tante papel en la astronomía, y producido una disminución sensible en los cálculos hechos sobre la de Mercurio. A este primer cometa de corto periodo haj que agregar otro, el de 182G, también planetario^ cujo afelio está co- locado mas allá de la órbita de Júpiter, pero mas lejos aun de la de Saturno. Este cometa, llamado de Biela, efectúa su revolución alrededor del Sol en 6 años y •^/4. Es mas débil que el de Encke, y se mueve, como este, en el mismo sentido que los planetas, en tanto que el cometa de Halle y es retrógrado. Este es el único caso que se ha presentado hasta aquí de un cometa que corta la órbita terrestre, y que podria ocasionar por su encuentro con la Tierra una catás- trofe , si es permitido emplear esta voz hablando de un fe- nómeno desconocido en la historia y cuyas consecuencias escapan á toda apreciación. Es cierto que pequeñas masas — 97 — animadas de una velocidad enorme, pueden producir efec- tos considerables ; pero después de haber probado Laplace que es imposible atribuir al cometa de 1770 ni aun los Viooo ^® ^^ masa de la Tierra , ha calculado con bas- tantes visos de probabilidad que la masa media de los co- metas es inferior en Viooooo ^® ^^ ^® ^^ Tierra (próxima- mente V1200 ^® la masa de la Luna) (54). Sea como quiera, es preciso guardarnos de confundir el encuentro de la Tierra y del cometa de Biela con el paso de este á través de nues- tra órbita; paso que se verificó el 29 de octubre de 1832, hallándose la Tierra entonces á una distancia tal de este punto de su órbita, que no llegó á él sino al cabo de un mes entero. Las órbitas de estos dos cometas de breve periodo se cortan también entre sí, no siendo por lo tanto improbable^ atendidas las fuertes perturbaciones á que están sometidos estos pequeños astros, que puedan encontrarse j chocar (55) . Si tal acaeciese efectivamente, á mediados de un mes de oc- tubre , los habitantes de la Tierra presenciarían el mara- villoso espectáculo del choque de dos cuerpos celestes, ó mas bien de su mutua penetración , tal vez de una aglutinación que los reuniese en un solo cuerpo, ó quizás también los ve- riamos disiparse completamente en el espacio. Tales conse- cuencias de la acción perturbadora de las masas preponde- rantes ó de la situación relativa de órbitas que se cruzaron siempre, pueden muj bien haberse realizado frecuentemen- te, há miles de siglos, en la inmensidad de los cielos; es- tos acontecimientos no dejarian de ser por ello accidentes ais- lados, sin acción sobre los grandes hechos generales , j sin mas influencia que la erupción ó la obliteración que un vol- can puede tener en el estrecho dominio que ocupamos. Un tercer cometa de corto periodo ha sido descu- bierto por Faje el 22 de noviembre de 1843 en el Ob- servatorio de París. Su órbita elíptica se acerca mas á la - 98 — forma circular que la de todo otro planeta conocido, j está comprendida entre la órbita de Marte j la órbita de Satur- no. El cometa de Faje, que según los cálculos de Golds- midt, rebasa en su afelio la región de Júpiter, pertenece al pequeño número de cometas cu jo perihelio está situado mas allá de la órbita de Marte. Su periodo es de siete años ^ViOü> J ^^ ^ovma. actual de su órbita es debida quizás á la acción perturbadora de Júpiter , del cual estuvo mu v cerca este cometa hacia fines del año 1839. Si consideramos á todos los cometas de órbitas elípticas como partes integrantes del mundo solar, j los colocamos por el orden de sus grandes ejes j de sus escentricidades, encontraremos muchos que pueden ponerse inmediata- mente después de los tres cometas planetarios de Encke, Biela j Faje. En primer lugar el cometa descubierto por Messier en 1766, que Clausen mira como idéntico al tercer cometa de 1819; después, el cuarto cometa de este úl- timo año descubierto por Blanpain, j análogo, según Clau- sen, al cometa directo de 1743 (este cometa como el de Lexell, han debido esperimentar fuertes perturbaciones por parte de Júpiter). Sus períodos parecen ser de cinco á seis años, j sus afelios caen en la región de Júpiter. Vie- nen luego los cometas cu jo período está comprendido en- tre setenta j setenta j seis años; j son : el cometa de Ha- llej , que tan importante papel ha jugado en la teoría j la física del cielo, cuja última reaparición (1835) fué menos brillante que las precedentes; el cometa de Olbers (6 de Marzo de 1815), j el descubierto por Pons en 1812, cuja órbita elíptica fué calculada por Encke. Estos dos últimos no han sido nunca perceptibles á simple vista. Conocemos actualmente nueve apariciones ciertas del gran cometa de Halle j f por los recientes cálculos de Langier, fundados en la nueva tabla de cometas, extractada por Eduardo Biot de los Anales chinos, dejan fuera de toda duda la identi- — 99 — dad del cometa de 1378 con el de Halle j. (56) De 1378 á 1835, el tiempo de la revolución del cometa de Halle j ha variado de 74,91 á 77,58 años; siendo el período in- termedio de* 76,1. Esta clase de cometas contrasta con otro grupo de astros del mismo género, cu jo período siempre incierto j difícil de determinar, abraza muchos miles de años. Tales son entre otros, el bello cometa de 1811, que empjea 3,000 años se- gún los cálculos de Arlegander, en verificar su revolucion_, j el sorprendente de 1680, cu jo tiempo periódico pasa de ochenta j ocho siglos, según Encke. El primero de estos astros se aleja del Sol ventiun radios de la órbita de Ura- no , j el otro , cuarenta j cuatro , ó sean respectiva- mente 6200 j 13000 millones de miriámetros. La fuerza atractiva del Sol alcanza, pues , aún á estas enormes dis- tancias; pero debe tenerse en cuenta que el cometa de 1680 recorre 393 kilómetros por segundo en su perihelio, cuja velocidades entonces trece veces major que la de la Tierra, al paso que en su afelio se mueve apenas á razón de 3 metros por segundo próximamente; velocidad casi triple de la que llevan los rios de Europa, é igual á la mitad de la que he comprobado en un brazo del Orinoco, el Cassiquiare. Entre los cometas que no han podido calcularse , j en el número inmenso de los que han pasado desapercibidos , deben cier- tamente encontrarse algunos cu jo eje maj'or exceda bas- tante del de 1680. Limitándonos á este último, citaremos algunos números por donde pueda formarse idea, no de la estension que abraza la esfera de atracción de los otros Soles, sino únicamente de la distancia que los separa aun del afe- lio, ja de por sí tan remoto, de dicho cometa. Según recien- tes determinaciones del paralaje de las estrellas mas próxi- mas, distan estas del Sol doscientas cincuenta veces mas que el afelio del cometa de 1680; porque esta última distan- cia equivale á cuarenta j cuatro radios de la órbita de Ura- — 100 — no, al paso que la estrella " de Centauro está á 1 1000 radios de la misma órbita, y la estrella 6P ^del Cisne á 31000. Después de habernos ocupado de los casos en que los co- metas se alejan mas del astro central , réstanos bablar de las mas cortas distancias que hasta ahora han sido medidas. El cometa de Lexell y de Burckhardt (1770), célebre por las fuertes perturbaciones que ha esperimentado del lado de Júpiter, es de todos los conocidos el que se ha acercado mas á la Tierra, pues el 28 de junio se hallaba á una dis- tancia tan solo seis veces major que la de la Luna. Este mismo cometa atravesó dos veces, á lo que parece (en 1767 ven 1779) el sistema de los cuatro satélites de Júpiter, sin causar ningún trastorno en estos pequeños astros, cujos movimientos son tan bien conocidos. La distancia del come- ta de 1680 al Sol, fué ocho ó nueve veces menor que la del cometa de Lexell á la Tierra, pues el 17 de diciembre, dia de su paso por el perihelio , esta distancia no era mas que la sesta parte del diámetro solar que equivale á los "' / ^q de la distancia de la Luna. En cuanto á los cometas cujo peri- helio se encuentra mas allá de la órbita de Marte, son rara- mente visibles para los habitantes de la Tierra , á causa de su alejamiento; sin embargo, el cometa de 1729 llegó á su perihelio en la región situada entre las órbitas de Palas y de Júpiter, y fué observado aun mas allá de este último planeta. Desde que los conocimientos científicos, mezclados de algunas nociones imperfectas y confusas, han penetrado mas hondamente en la sociedad , háse esta preocupado mas que otras veces de las catástrofes de que estamos amenaza - dos por el mundo de los cometas, si bien sus temores han tomado una dirección menos vaga. La certeza que existe, sin salir del seno mismo de nuestro mundo planetario, de que haj cometas que recorren tras cortos intervalos las re- giones en que la Tierra ejecuta sus movimientos; las pertur- — 101 — Laciones considerables que Júpiter y Saturno producen en sus órbitas, perturbaciones cu jo resultado puede ser trans- formar un astro indiferente en un astro poderoso ; el come- ta de Biela que corta la órbita de la Tierra; el éter cósmico, cuja resistencia tiende á reducir todas las órbitas; las di- ferencias individuales de estos astros , que dejan sospechar los grados mas diversos en la cantidad de materia de que están formados sus núcleos : tales son actualmente los mo- tivos de nuestras aprensiones, que reemplazan por su nú- mero los vagos terrores que han inspirado á los siglos mas atrasados, las esjpadas inflamadas y las estrellas de calellera que amenazaban abrasar al mundo en universal incendio. Los motivos de seguridad, basados en el cálculo de las probabilidades, obran sobre el entendimiento ilustrado por un razonado estudio del asunto, pero no bastarán á pro- ducir la convicción profunda que resulta del asentimien- to de todas las fuerzas de nuestra alma; son impotentes para la imaginación; j no está desprovista de justicia la censura que se ha hecho á la ciencia moderna, de querer ahogar las preocupaciones que ella misma ha despertado. Siempre lo imprevisto ^ lo extraordinario , darán origen al temor , jamás á la alegría ni á la esperanza (57) ; lej se- creta de la naturaleza humana que no debe despreciar un investigador reflexivo. En todos los paises j en todas las épocas, el aspecto estraño de un cometa , la pálida claridad de su cabellera, su súbita aparición en el firmamento, han producido en el ánimo de los pueblos el efecto de una temible fuerza , amenazadora del orden establecido de antiguo en la creación; j como el fenómeno está limi- tado á un corto tiempo , afírmase la creencia de que su acción debe ser inmediata, ó por lo menos próxima; aho- ra bien ; los acontecimientos de este mundo ofrecen siem- pre en su encadenamiento un hecho que puede mirarse como la realización de un presagio funesto. Diríase, sin — 102 — embargo, que las tendencias populares han tomado en nues- tra época otra dirección , j han revestido una forma me- nos sombría; pues vemos que en los graciosos valles del Rhin j del Mosela se atribuye ho j á estos astros , por tan largo tiempo calumniados , una bienhechora influencia sobre la fertilidad de los viñedos. Aunque en nuestra época abun- dan los cometas, v no han faltado tampoco ejemplos con- trarios á este mito meteorológico , nada ha podido quebran- tar la nueva creencia de que estos astros errantes nos traen fecundante calor. Abandono por ahora este asunto para pasar á otra serie de fenómenos aun mas misteriosos : hablo de esos pequeños asteroides cujos fragmentos toman el nombre de piedras meteóricas ó de aerolitos, al penetrar en nuestra atmósfera. Si entro aquí , como al tratar de los cometas , en detalles que á primera vista pueden parecer estraños al plan de esta obra, no es sino después de haberlo reflexionado con madurez. He indicado todo lo que tienen de variable j de individual , los caracteres distintivos de estos astros , j cómo la ciencia, tan adelantada bajo el aspecto de las me- didas j los cálculos, parece atrasada relativamente á la constitución física de los cometas. Y en efecto, se hace im- posible discernir actualmente, en medio de esta gran masa de observaciones mas ó menos exactas , qué hechos son genera- les j esenciales, j qué otros accidentales ó particulares. Así las cosas, hemos debido limitarnos á describir los principales caracteres físicos, lo que podríamos llamar las diferencias de fisonomía; á comparar la duración de las revoluciones ; á señalar en fin, las variaciones estremas, ja en las dimensio- nes de las órbitas, ja en las distancias á los astros mas im- portantes. En estos fenómenos, como en aquellos de que vamos á hablar, los tipos individuales dominan necesaria- mente el conjunto del cuadro j para llegar á la realidad es preciso hacer que resalten con mas energía los contornos. — 103 — Todo induce á creer que las estrellas errantes, los bóli- des y las piedras meteóricas son pequeños cuerpos que se mueven alrededor del Sol describiendo secciones cóni- cas, j obedeciendo en un todo, como los planetas, á las le- yes generales de la gravitación . Cuando estos cuerpos llegan á tocar á la Tierra , se hacen luminosos en los límites de nuestra atmósfera , se dividen por lo común en fragmen- tos cubiertos de una capa negra y brillante ^ y caen en un estado de calefacción mas ó menos fuerte. La análisis mi- nuciosa de las observaciones recogidas en ciertas épocas de aparición periódica que tienen tales cuerpos (en Cumana en 1799, y en la América del Norte en 1833 y 1834) no permite que se consideren los bólides v las estrellas erran- tes como fenómenos de distinto orden ; pues no solo están frecuentemente mezclados los primeros á las últimas, sino que sus discos aparentes , sus vias luminosas y sus velocidades reales, no ofrecen diferencias de magnitud esenciales. Se ven enormes bólides acompañados de humo v de detonaciones que iluminan el cielo con una luz bastante viva para ser sensible aun en pleno dia (58) bajo el ardien- te sol de los trópicos ; mas también hay estrellas errantes tan pequeñas , que aparecen como otros tantos puntos trazando sobre la bóveda celeste innumerables líneas fosforescen- tes (59). ¿Pero estos cuerpos brillantes que pueblan el fir- mamento de chispas estelares , son todos de una misma na- turaleza? Cuestión es esta que actualmente no puede con- testarse. He vuelto de las zonas equinocciales creyendo, ba- jo la impresión recibida, que en las llanuras ardientes de los trópicos, y como á 5 ó 6 mil metros sobre el nivel del mar, las estrellas errantes son mas frecuentes y de colores mas ri- cos que en las zonas frias ó templadas ; pero no es así, y en la pureza y admirable trasparencia de la atmósfera de aque- llas regiones es preciso buscar la causa de este fenóme- no (60), allí, nuestra mirada penetra mas fácilmente las — 104 — capas de aire que nos rodean. También á la purciza del cielo de Bokhara atribuje Sir Alejandro Burnes «el mag- nífico espectáculo^, renovado sin cesar, de estrellas errantes de vistosos colores» que tuvo ocasión de admirar en aquel pais. Al brillante fenómeno de los bólides, viene á referirse el de la caida de piedras meteóricas que algunas veces pene- tran en la tierra basta 3 j 5 metros de profundidad. La de- pendencia mutua de estos dos fenómenos se baila estable- cida por numerosos becbos, y sobre todo por las observacio- nes muj exactísimas que poseemos acerca de los aerolitos que cajeron en Barbatan, departamento de las Laudas, (24 de julio de 1790), en Siena (16 de junio de 1794), en Wes- ton en el Connecticut (14 de diciembre de 1807), y en Ju- venas departamento de la Ardecba (15 de junio de 1821). Estos fenómenos se presentan también bajo otro aspecto- estando el cielo sereno , una nubecilla mu j oscura apa- rece en él súbitamente ; y en medio de esplosiones se- mejantes al ruido del cañón , se precipitan á la tierra la& masas meteóricas. Algunas veces nubecillas de esta espe- cie , recorren regiones enteras sembrando la superficie de miles de fragmentos muy desiguales pero de naturaleza idéntica. Hase visto caer también, pero mas raramente,, aerolitos estando el cielo perfectamente sereno, j sin previa formación de nube precursora alguna. Se presentó este caso bace algu- nos meses (16 de setiembre de 1843) cuando cajó el gran aerolito recogido en Kleinwenden, no lejos de Mulbouse, con un ruido semejante al del rajo. Varios becbos establecen, en fin , una íntima analogía entre las estrellas errantes y los bólides que arrojan sobre la tierra piedras meteóricas, porque sucede por lo común que estos bólides apenas si tienen las dimensiones de las pequeñas estrellas de nues- tros fupgo? artificiales. — 105 — ¿Cuál es aquí la fuerza productiva? ¿cuáles son las ac- ciones físicas ó químicas que juegan en estos fenómenos? ¿Hallaríanse originariamente en el estado gaseoso las molé- culas de que se componen estas piedras meteóricas tan compactas, ó simplemente esparcidas como en los cometas, condensándose en el interior del metéoro en el momento mismo de comenzar á brillar á nuestros ojos? ¿Qué ocurre en esas nubes negras donde truena minutos enteros antes de que los aerolitos se precipiten? ¿Es preciso creer, que ias estrellas errantes dejan también caer alguna materia com- pacta, ó es solamente una especie de niebla, de polvo meteó- rico^ compuestode hierro jnikel (61)? Cuestiones son estas que se hallan aun envueltas en profunda oscuridad; porque si bien se ha medido la espantosa rapidez, la velocidad esen- cialmente planetaria de las estrellas errantes, de los bólides j de los aerolitos; si es cierto que conocemos el fenómeno en sus generalidades, j hemos podido comprobar cierta uni- formidad en sus apariencias, ignoramos de todo punto los antecedentes cósmicos j las trasmutaciones originarias de la sustancia. Suponiendo que las piedras meteóricas circulen en el espacio formadas ja en masas compactas (de una densidad mas débil no obstante , que la densidad media de la Tier- ra) {Q2)y es necesario admitir que solo constitujen un pe- queño núcleo , rodeado de gas ó de vapores inflamables ,. en aquellos enormes bólides cu jos diámetros reales , deducidos de sus alturas j diámetros aparentes, son de 160 j de 850 me- tros. Las majores masas meteóricas que conocemos son las de Bahia en el Brasil , j la de Otumpa en el Choco , descritas por Rubin de Celis , j que cuentan 2 metros j2 j medio de longitud. La piedra de JEgos-Potamos, mencionada ja en la crónica de Paros, j tan célebre en la antigüedad, cajó hacia la época del nacimiento de Sócrates ; j según la descripción que de ella existe, era gruesa como dos veces una — 106 — rueda de molino, j su peso el suficiente para la carga de un carro. Apesar de las inútiles tentativas que Kizo el viajero Brown para descubrirla, no renunció á la esperanza de que pueda un dia encontrarse, mas de 2300 años después de su caida , aquella masa meteórica cuja destrucción no me pa- rece admisible; esperanza tanto mas fundada, cuanto que la Tracia es al presente mas accesible que nunca á los Euro- peos. A principios del siglo X cajó un aerolito tan colosal en el rio de Narni _, que , según aparece de un documento descubierto por Pertz , sobresalia mas de una vara sobre el nivel de las aguas. Es preciso consignar aquí, que todas estas masas meteóricas , antiguas ó modernas , deben ser consideradas como los principales fragmentos del núcleo que se ba roto con explosión, ja en el bólido inflamado, va en la nube oscura; porque cuando considero la enorme velocidad, matemáticamente demostrada, conque se precipitan las pie- dras meteóricas desde las últimas capas de la atmósfera hasta el suelo, j la corta duración de su trayecto, no pue- do resolverme á creer que un tan pequeño espacio de tiem- po baja bastado para condensar una materia gaseiforme, convirtiéndola en un núcleo sólido, me tálico, con incrus- taciones perfectamente formadas de cristales de olivina , de labrador j de pirogeno. Por lo demás, todas estas masas meteóricas tienen un carácter común, cualesquiera que sean las diferencias de su constitución química interna; j es, un aspecto bien pronun- ciado de fragmentos j frecuentemente una forma prismática ó piramidal de vértice truncado, caras anchas j un poco curvas, j ángulos redondeados. Ahora bien; ¿de qué puede provenir en los cuerpos que circulan en el espacio, como los planetas, esta forma fragmentaria, señalada primeramente por Schreibers? Confesemos que aquí, como en la esfera de la vida orgánica, todo lo que se refiere á los períodos de formación está rodeado aun boj de profunda oscuridad. — 107 — Las masas meteóricas empiezan á brillar ó á inñamarse en alturas donde reina ja un vacío casi absoluto. A la ver- dad, las recientes investigaciones de Biot, acerca del importante fenómeno de los crepúsculos (63) , rebajan con- siderablemente la línea que ordinariamente se designa con el atrevido nombre de límite de nuestra atmósfera; por otra parte, los fenómenos luminosos pueden producirse in- dependientemente de la presencia del gas oxígeno, j Pois- son se inclinaba á creer que los aerolitos se inflaman mas allá de las últimas capas de nuestra envuelta gaseosa. Pero, sin embargo, ni esta parte de la ciencia, ni la que se ocupa de los otros cuerpos majores de que se compone el sistema solar, ofrecen base sólida á nuestros razonamientos é inves- tigaciones, sino allí donde pueden aplicarse el cálculo j las medidas geométricas. Ya en 1686 consideraba Halle j como un fenómeno cósmico el gran metéoro que apareció en aquella época, cu JO movimiento se efectuaba en sentido inverso del de la Tierra (64). Pero á Chladni pertenece la gloria de haber re- conocido el primero, en toda generalidad, la naturaleza del movimiento de los bólides j sus relaciones con las piedras que al parecer caen de la atmósfera (65). Los trabajos de Dionisio Olmsted en Newhaven (Massacbusets), confir- maron mas tarde de una manera brillante la hipótesis que dá á estos fenómenos un origen cósmico. Cuando apare- cieron las estrellas errantes en la noche del 12 al 13 de noviembre de 1833, época que llegó áser luego tan céle- bre, Olmsted demostró, que según el testimonio de todos los observadores, tanto los bólides, como las estrellas erran- tes partian al parecer, en direcciones divergentes, de ¡un solo j mismo punto de la bóveda celeste, situado cerca de la estrella~de la constelación de Leo; punto constante- mente común de divergencia de los metéoros, aunque el azimut j la altura aparente de la estrella hubiesen — 108 — variado notablemente , durante el largo tiempo empleado en las observaciones. Independencia tal en el movimiento de ro- tación de la Tierra prueba que eñtos meteoros provenian de regiones situadas fuera de nuestra atmósfera, j que antes de llegar á ella recorrian los espacios celestes. Según los cálcu- los de Encke (66), fundados en el conjunto de las observa- ciones que se hicieron en los Estados-Unidos de América, entre las latitudes de 35 j de 40", el punto del espacio de donde estos metéoros parecfan divergir , era precisamente aquel bácia el cual estaba dirigido en aquella época el mo- vimientode la Tierra. Lasapariciones de noviembre se repro- dujeron en 1834, en 1837, j unas j otras fueron observadas en América; la de 1838 lo fué en Brema : estas observaciones comprobaron de nuevo el paralelismo general de las trayec- torias, así como su dirección común bácia el punto del cielo opuesto á la constelación de Leo. Como las estrellas erran- tes periódicas afectan una dirección parelela mas general- mente que las estrellas errantes esporádicas , ha creido no- tarse en 1839, en la aparición del mes de agosto (las lágri- mas de San Lorenzo), que los metáoros en su major parte procedian de un punto situado entre Perseo j Tauro, bácia el cual se dirigia entonces la tierra. Un fenómeno tan sorprendente como la dirección retrógrada de todas estas ór- bitas en noviembre j en agosto^ merece ciertamente que se recojan para lo futuro , las mas exactas observaciones que puedan confirmarle ó invalidarle. Nada es mas variable que la altura de las estrellas er- rantes, es decir, la parte visible de su tra jectoria _, que os- cila en un espacio de 3 á 26 miriámetros : importante resul- tado que debemos", así como un conocimiento mas exacto de la enorme velocidad de estos problemáticos asteroides, á las observaciones simultáneas de Brandes j de Benzenberg, j á las medidas de paralage que bicieron los mismos to- mando por base una longitud de 15.000 metros (67). Su — lOí) — velocidad relativa es de 5 á 13 leguas por segundo, y por lo tanto, equivalente á la de los planetas. Esta velocidad , ver- daderamente planetaria de los bólides y de las estrellas er- rantes (QS) , y la dirección bien comprobada de sus movi- mientos inversos á los de la Tierra , son los principales ar- gumentos que se oponen ordinariamente ala hipótesis que atribu je el origen de los aerolitos á la existencia de preten- didos volcanes activos en la Luna. Ahora bien; cuando se trata de un pequeño astro desprovisto de atmósfera , toda suposición numérica acerca de la energía de las fuerzas vol- cánicas tiene que ser por naturaleza arbitraria , y nada im- pide, por lo tantO;, admitir una reacción del interior contra la capa esterior_, cien veces mas enérgica, por ejemplo, que en nuestros volcanes actuales: así podría esplicarse aun, cómo masas arrojadas por un satélite , cu jo movimiento se verifi- ca de Oeste al Este, pueden parecemos animadas de un mo- vimiento retrógrado, pues basta para esto que la tierra llegue mas tarde que aquellos projectiles á la parte de órbita, que hubieran atravesado; pero si se considera el conjunto de he- chos, cuja enumeración he debido hacer^, á fin de evitar la censura que se formula contra las teorías atrevidas, se verá que la hipótesis del origen selenítico de estos metéoros supo- ne un concurso de circunstancias numerosas, cuj^a realiza- ción solo podria efectuarse por la casualidad (69). Es mas sencillo admitir la existencia de pequeñas masas planetarias que estén circulando desde el origen en los espacios celes- tes^ pues esta hipótesis está mas en armonía con las ideas, aceptadas ja, acerca de la formación de nuestro sistema solar. Es mu j probable que muchas de estas masas cósmicas pasen muj cerca de nuestra atmósfera j continúen su curso alrededor del sol , sin haber esperimentado otro efec- to_, de la atracción del globo terrestre, que una modifica- ción en la escentricidad de su órbita ; j que luego no las — lio — volvamos áver sino después de largos años, j cuando ha jan verificado un cierto número de revoluciones. En cuanto á los metéoros ascendentes que Chladni , poco inspirado esta vez, esplicaba por la reacción de capas de aire comprimi- das violentamente durante un rápido descenso, pudo verse luego en estos fenómenos el efecto de una fuerza misteriosa que pugnase por arrojar estos cuerpos lejos de la Tierra; pero Bessel ha demostrado que tales hechos serian teóricamente inadmisibles; j apojándose después en los cálculos ejecuta- dos por Feldtcon el major cuidado posible, probó que la rea- lidad de estos pretendidos hechos, se desvanece aun en aque- llas observaciones que parecen mas favorables, si se tienen en cuenta los errores inherentes á la apreciación simultánea que formen dos observadores separados, de la desaparición de una misma estrella errante ; así , que esta ascensión de los metéoros no debe considerarse hasta ahora como un resultado de la observación (70). Olbers pensaba que los bólides infla- mados podrian estallar j lanzar verticalmente sus fragmen- tos á modo de cohetes, jque esta ruptura alteraria en cier- tos casos la dirección de sus trayectorias; pero todas estas hipótesis deben ser objeto de nuevas observaciones. Las estrellas errantes caen ja desparramadas j aisla- das, es decir, esporádicas, ja como enjambres j á millares. Estas últimas apariciones, que han comparado los escritores árabes á nubes de langostas, son periódicas, j siguen direc- ciones generalmente paralelas. Las mas célebres son las del 12 al 14 de noviembre j las del 10 de agosto, dia de San Lorenzo, cujas candentes lágrimas parece que fueron anti- guamente en Inglaterra el símbolo tradicional de la vuelta periódica de estos metéoros (71). Ya Kloeden, habia seña- lado en Potsdan, en la noche del 12 al 13 de noviembre de 1823,1a aparición de una multitud de estrellas errantes j bólides de todas magnitudes. En 1832, vióse el mismo fe- nómeno en toda Europa, desde Portsmouth hasta Orenbur- — lll — go en los bordes del Oural, j hasta en la isla de Francia en el hemisferio austral. Sin embargo, la idea de que ciertos dias del año están predestinados á estos grandes fenómenos no tomó vida hasta 1833, con ocasión del enorme haz de es- trellas errantes que cajó como copos de nieve, j que Olms- ted j Palmer observaron en América la noche del 12 al 13 de noviembre: durante nueve horas de observación conta- ron más de 240.000. Palmer se remontó á la aparición de los metéoros en 1799 descrita por Ellicot y por mí (72), de la cual resultaba en virtud de la comparación que habia vo hecho de todas las observaciones de aquel tiempo , que la aparición habia sido simultánea para los lugares situados en el Nuevo Continente, desde el Ecuador hasta New- Herrnhut en la Groenlandia (lat. 64" 14') entre 46 j 82" de longitud; reconociéndose con sorpresa la identidad de las dos épocas. Este flujo de metéoros que surcaron todo el firmamento en la noche del 12 al 13 de noviembre de 1833, j fué visible desde la Jamaica hasta Boston (lat. 40^ 21'), se reprodujo en la noche del 13 al 14 de noviembre de 1834 en los Estados-Unidos de América , aunque con intensidad menor. Desde esta época la periodicidad del fenómeno se confirma en Europa de la manera mas exacta. La aparición de San Lorenzo (del 9 al 14 de agosto), se- gunda lluvia de estrellas errantes, se verifica con igual re- gularidad que la primera. Ya hacia mediados del último siglo, Musschenbroek habia notado la frecuencia de los metéoros que aparecen en el mes de agosto (73); pero Qué- telet, Olbers j Benzenberg han sido los primeros que pro- baron la periodicidad de estas apariciones, fijando su época en el dia de San Lorenzo. Indudablemente nos reserva el porvenir el descubrimiento de otras épocas análogas, desti- nadas igualmente á la reproducción periódica de estos fe- nómenos (74); tales sean quizás la del 22 al 25 de abril, la del 6 al 12 de diciembre^ j como consecuencia de las in- — 112 -- vestigaciones de Capocci, la del 27 al 29 de noviembre ó la del 17 de julio. Parece ser que estos fenómenos se han realizado hasta ahora, con una independencia completa de todas las circuns- tancias locales, tales como la altura del polo, temperatura de la atmósfera, etc.; sin embargo, su aparición va acom- pañada frecuénteme!' te de otro fenómeno meteorológico^ y aunque esta coincidencia pueda ser efecto de simple ca- sualidad, no está fuera de lugar el señalarla aquí. Una au rora boreal muj intensa . acompañó á la aparición mas magnífica de estrellas errantes , entre las que se conocen hasta el dia, ó sea la del 12 al 13 de noviembre de 1833, cuja descripción debemos á Olmsted. En 1838 se repro- dujo en Brema esta concordancia de ambos fenómenos, si bien la caida periódica de las estrellas errantes fué allí menos notable que en Richmond, cerca de Londres. En otro escrito me he hecho cargo de una observación del al- mirante Wraugel (75), que he tenido frecuente ocasión de oirle confirmar. Viajando por las costas siberianas del Mar Glacial, vio el almirante en medio de los resplandores de una aurora boreal iluminarse de repente ciertas partes del cielo que habian quedado oscuras , al ser atravesadas por una estrella errante , j recobrar enseguida su rojo brillo. Estas miriadas de asteroides constituyen, indudable- mente, diversas corrientes que vienen a cortar la órbita terrestre como el cometa de Biela; j podemos imaginar, si- guiendo esta idea, que su conjunto forma un anillo conti- nuo, dentro del cual siguen todos una misma dirección. Ya en los planetas menores situados entre Marte j Júpiter, escepto Palas, hemos hallado relaciones análogas relativa- mente á sus órbitas tan íntimamente enlazadas. Pero si se trata de la teoría misma de estos anillos, preciso es confesar que aun quedan muchos puntos por resolver; por ejemplo: ¿las épocas de estas apariciones, varían"? ¿los retrasos que — 113 — esperimentan, señalados por mí há mucho tiempo, provienen de una retrógradacion reg-ular, ó de un simple cambio osci- latorio de la línea de los nodos, es decir, de la línea de in- tersección del plano de la órbita terrestre con el plano del anillo? Quizás estos pequeños astros estén agrupados muj irregularmente; quizás sus distancias mutuas sean muj desiguales; j su zona de tan considerable anchura que ne- cesitara la Tierra dias enteros para atravesarla. El mundo de los satélites de Saturno nos presenta ja un grupo de in- mensa amplitud, compuesto de astros íntimamente unidos entre sí. La órbita del último satélite, la del sétimo, es tan considerable, que la Tierra, en su movimiento alrededor del Sol , emplea tres dias en recorrer una parte de la su ja igual al diámetro de aquella. Supongamos ahora , que en vez de ser homogéneos es- tos anillos que consideramos como formados por corrientes periódicas de estrellas errantes, no contengan mas que un pequeño número de partes en que los grupos sean bastante densos para dar lugar á una de aquellas grandes aparicio- nes_, j se comprenderá por qué los brillantes fenómenos del mes de noviembre de 1799 j 1833 se reproducen tan rara- mente. Meditando Olbers profundamente acerca de este di- fícil asunto, ere JÓ tener algunas razones para anunciar la época del 12 al 14 de noviembre de 1867 para la primera reproducción del gran fenómeno de las estrellas errantes mezcladas con bólides, cajendo del cielo como copos de nieve. Alguna vez la aparición de noviembre no ha sido visi- ble sino en partes muj limitadas de la superficie terrestre. En 1837, por ejemplo, fué brillante en Inglaterra, donde se la comparó á una lluvia de metéoros (meteoñc showeT)^ mientras que en Braunsberga (Prusia), un observador muj práctico j escesivamente atento , no vio aquel la misma noche , mas que un pequeño número de estrellas errantes — 114 — aisladas, á pesar de que el cielo permaneció constante- mente sereno , y duró la observación desde las siete de la noche Kastala salida del Sol. Bessel ha deducido de estos hechos, que un grupo poco estenso de los asteroides de que el anillo se compone pudo tocar á la reg-ion terrestre en el punto en que está situada Inglaterra, al paso que las co- marcas mas orientales atravesaban otra parte del anillo, comparativamente mucho menos rica (76). Si la hipótesis de una retrogradacion regular ó de una simple oscilación de la línea de los nodos tomara consistencia, los documen- tos antiguos serian objeto de un interés muj especial. Ta- les son los Anales chinos, donde entre las noticias cometo- gráficas se citan varias apariciones de metéoros, que se remontan á épocas anteriores á la de Tirteo ó segunda guerra mesénica. Señalaremos entre otras dos apariciones que tuvieron lugar en el mes de marzo , j una de las cuales se remonta al año 687 antes de la Era Cristiana. Entre las cincuenta j dos apariciones que ha recogido Eduardo Biot en los Anales chinos , ha notado que las del 20 al 22 de julio (estilo antiguo), son las mas frecuentes; j podrian corresponder á la aparición actual del dia de San Lorenzo (77). Boguslawski hijo, ha descubierto en los anales de la Iglesia de Praga [Benessii de Horoivic Chroni- con Ecclesm Pragensis) una aparición de estrellas erran- tes ocurrida el 21 de octubre de 1366 (est. ant.); si esta aparición que fué entonces visible en pleno dia, corresponde al fenómeno actual del mes de noviembre, puede deducirse de la precesión en 477 años, que el sistema entero de los metéoros ó mas bien , su centro de gravedad , describe con un movimiento retrógrado una órbita alrededor del Sol. Por último, de las teorías mas arriba desarrolladas resulta, que si haj años en que las dos apariciones de agosto y de noviembre faltan á la vez en toda la superficie de la Tierra, es preciso buscar la causa de esta anomalía, ja en una in- — 115 — terrupcion del anillo, ja en los intervalos que dejen entre sí los grupos sucesivos de asteroides, ja, en fin, como quiere Poisson (78), en las acciones planetarias, cu jo efecto seria modificar la forma j la situación del anillo. Ya lo hemos dicho: las masas sólidas que despide el cielo provienen de los bólides inflamados que se ven durante la noche; de dia_, j estando el cielo sereno, caen con estrépito del seno de una nube oscura, pero no llegan en estado de incandescencia, aunque sí muj calientes. Ahora bien: cualquiera que sea su origen, estas masas presentan en ge- neral , un carácter común que es imposible desconocer; cualquiera que sea el tiempo j el lugar de su caida, son siempre las mismas las formas esteriores, las propiedades físicas de la corteza, é iguales los modos de agregación química de sus elementos. Tan sorprendente paridad de aspecto j de constitución^ no ha escapado á los observadores; pero cuando se la examina individualmente encuéntranse también notables escepciones. Compárense los aerolitos por- Pallas mencionados, la masa de hierro maleable de Hrads- china en el condado de Agram , j la de las orillas de Sisim en el gobierno de leniseisk , ó también las que traje de Mé- jico (79)^ todas las cuales contienen 96 por 100 de hierro; compárense , digo , con los aerolitos de Siena , en los que apenas se cuenta un "/lOO ^®^ mismo metal, ó con los de Alesia, Jonzac jJu venas, desprovistos enteramente de hierro metálico, j reducidos á una mezcla cu jos elementos perfec- tamente separados ja en cristales, puede distinguir el mi- neralogista, j dígasenos si es dable concebir oposición mas marcada. De aquí la necesidad de diferenciar en dos clases estas masas cósmicas: la de los hierros meteorices combina- dos con el nikel, j la de las piedras de grano fino ó basto. Otro carácter particular de los aerolitos es el aspecto de su corteza esterior, cu jo espesor no pasa jamás de algunas líneas de superficie, reluciente como la pez, j surcadas á — 116 — veces por venas ó ramificaciones muv señaladas (80). Uno solo, que yo sepa, se esceptúade esta relación; el aerolito de Chantonnaj (Vendeé), cu jos poros j abolladuras constitu- jen, como en el aerolito de Juvenas, otra singularidad mu j rara. En todos los demás, la corteza nesfra es distinta del resto de la masa de un gris bastante claro, con una línea de separación tan marcada como el pedrisco de granito blanco con veta negra ó aplomada (81), que traje jo de las cata- ratas del Orinoco _, j que se encuentra en otras muchas como las del Ni lo j rio Congo por ejemplo. El fuego mas violento de nuestros hornos de porcelana, no produce nada análogo á esta corteza, tan perfectamente distinta del resto de la masa de los aerolitos , cu jo interior no ha su- frido alteración alguna. Ciertamente que^ algunos hechos parecen indicar que estos fragmentos meteorices, han es- perimentado una especie de reblandecimiento; pero, en ge- neral, la manera de agregarse sus partes, la carencia de aplanamiento después de la caida, j el poco calor que po- seen en aquel instante, no permiten suponer que su masa interior haja estado en fusión durante el corto trajecto que recorren desde los límites de la atmósfera hasta la su- perficie de la tierra. Berzelius ha hecho escrupulosamente la análisis quí- mica de estos cuerpos, j encontrado en ellos los mismos elementos que vemos esparcidos en la superficie de la tier- ra, á saber: ocho metales, el hierro, el nikel, el cobalto, el manganeso, el cromo , el cobre, el arsénico j el estaño; j cinco tierras, á saber : la potasa, la sosa, el azufre^ el fós- foro j el carbón ; es decir, la tercera parte del número de los cuerpos simples actualmente conocidos. x\unque las ma- sas meteóricas estén formadas de iguales elementos quími- cos que las especies minerales de las montañas j de las lla- nuras, no por ello dejan de presentar siempre en el modo como están combinados estos elementos, un carácter muj — 117 — diferente, v un aspecto estraño á nuestro globo. El hierro en el estado nativo que se encuentra en casi todos los aero- litos les imprime también un sello especial ; mas no podria atribuirse por ello este tipo esclusivamente á la Lu- na, pues nada se opone á que pueda haber otros astros desprovistos como ella de agua , j privados de las reaccio- nes químicas de donde nace la oxidación. En cuanto á las vesículas gelatinosas^ á las masas orgánicas semejantes á la tremella nostoc , que han sido tenidas desde la Edad media como un producto cósmico , residuo de las estrellas errantes, así como también á las piritas de Sterlitamak (al oeste del Oural), que pasaban por núcleos de granizos (82), es preciso colocarlas entre los mitos de la meteorología. Los aerolitos de tejido fino v granuloso, compuestos de olivina, de augita j de labrador (83), son, según Gustavo Rose, los únicos que se asemejan á nuestros minerales (tal es el aero- lito de Juvenas muj semejante á la dolerita) ; pues con- tienen sustancias cristalinas como las que se encuentran en la corteza terrestre; j aun en el hierro meteórico de Siberia, citado por Pallas, la olivina no se distingue de la ordi- naria, mas que por la falta de nikel^ el cual está sus- tituido por el óxido de estaño (84). Si se tiene en cuenta que la olivina meteórica contiene, como nuestros basaltos, 47 ó 49 por 100 de magnesia, v que forma mas de la mitad de las partes terrosas de los aerolitos, según Berzelius, no causará admiración la gran cantidad de magnesia que se halla en estas masas cósmicas. Y como el aerolito de Juve- nas contiene cristales separables de augita j de labrador, podemos deducir de la análisis de las piedras meteóricas de Chateau-Renard , de Blansko j de Chantonnaj , que la primera es probablemente una diorita compuesta de anfibol V de albita, j que las otras dos son combinaciones de anfi- bol j de labrador. Pero estas analogías me parecen débiles argumentos que citar en favor del origen terrestre ó atmos- — 118 — férico que ha querido asignarse á los aerolitos. Porque no haj razón alguna, j aquí podria referir el célebre entrete- nimiento de Newton j Conduit, en Kensington (85), para suponer que sean en gran parte idénticos, los elementos que forman un mismo grupo de astros, ó un mismo siste- ma planetario ¿Ni cómo admitir el principio de la heteroge- neidad de los planetas después del bello sistema que es- plica su génesis por la condensación gradual de anillos gaseosos, abandonados sucesivamente por la atmósfera solar? A mi juicio, estamos tan poco autorizados para atri- buir esclusivamente al nikel, al hierro, á la olivina ó al piróxeno (augita) de los aerolitos , la calificación de sus- tancias terrestres, como podríamos estarlo para designar por ejemplo, como especies europeas de la flora asiática, las plantas alemanas que encontré mas allá del Obj. Y si los astros de un mismo sistema se componen de iguales ele- mentos, ¿cómo no admitir que estos elementos, sometidos á las lejes de una atracción mutua, puedan combinarse en relaciones determinadas y dar vida, ja á las cúpulas res- . plandecientes de nieve ó de hielo que cubren las regiones polares de Marte , ja en otros astros , á las pequeñas masas meteóricas que contienen , como los minerales de nuestras montañas , cristales de olivina , de augita j de labrador? No debe dejarse nunca nada abandonado al arbitrio, j has- ta en el dominio de las conjeturas es preciso que el espí- ritu sepa dejarse guiar por la inducción. En ciertas épocas, se oscurece momentáneamente el disco del Sol, j su luz se debilita hasta el estremo de ser vi. sibles las estrellas en pleno dia. En 1547, hacia la época de la fatal batalla de Mühlberg, se efectuó por espacio de tres dias enteros un fenómeno de este género, que no pue- de esplicarse ni por las nieblas ni por las cenizas volcánicas. Kepler quiso buscarle una causa, primero en la interposi- ción de una materia cosmética , j después en una nube ne- — 119 — . gra .que suponía formada por las emanaciones fuliginosas^ salidas del cuerpo mismo del Sol. Chladni jSchnurrer atri- buían al paso de masas meteóricas por delante del disco so- lar, los fenómenos análogos de los años 1090 j 1203, de los cuales duró el primero, tres horas, j el segun- do seis. Desde que han sido consideradas las estrellas er- rantes como formando un anillo continuo, situado en el sentido de su dirección común , háse notado una singular coincidencia entre la vuelta periódica de las lluvias de me- téoros j las manifestaciones de los misteriosos fenómenos de que acabamos de hablar ; j á fuerza de ingeniosas investi- gaciones y de una discusión profunda de todos los hechos conocidos, ha llegado Adolfo Erman á señalar dos épocas del año, el 7 de febrero J el 12 de majo, en que se ha ma- nifestado esta coincidencia de un modo sorprendente. Aho- ra bien : la primera de estas dos fechas corresponde á la con- junción de las estrellas errantes que están en el mes de agosto en oposición con el Sol, v la segunda, se refiere á la conjunción de los asteroides de noviembre j á los famosos dias fríos de las creencias populares (San Mamerto , San Pancracio j San Servando) (86) . Los filósofos griegos tan poco inclinados á la observación, como ardientes j fecundos en sistemas cuando se trataba de esplicar fenómenos que apenas habian entrevisto , nos han dejado consideraciones muj aproximadas á las ideas que se aceptan hoj generalmente, acerca del origen cósmico de las estrellas errantes j aerolitos. «Piensan algunos filósofos, di- ce Plutarco en la vida de L jsandro (87) , que las estrellas errantes no provienen de partículas desprendidas del éter que llegan á apagarse en el aire inmediatamente después de haberse inflamado; ni que tampoco nacen de la combus- tión del aire que se disuelve en gran cantidad en las regio- nes superiores, sino que son mas bien cuerpos celestes que caen, es decir, que sustraídos en cierto modo al movimiento 5^ — 1-20 — de rotación general se precipitan enseguida irregularmente, no solo en las regiones habitadas de la Tierra, sino que tam* bien en el gran Océano, de donde resulta que no se los puede encontrar.» Diógenes de Apolonia se espresa en términos aun mas claros (88). «Entre las estrellas visibles, dice , se mue- ven también estrellas invisibles á las cuales por consiguien- te no ha podido darse nombre. Estas últimas caen frecuente- mente sobre la Tierra, y se apagan como aquella estrella de piedra que tocó encendida cerca de ^gos-Potamos.» Indu- dablemente una doctrina anterior habia inspirado al filósofo de Apolonia, que creia también que los astros eran semejan- tes á la piedra pómez. En efecto, Anaxágoras de Clazomeno se figuraba todos los cuerpos celestes «como fragmentos de roca que el éter por la fuerza de su movimiento giratorio hu- biera arrancado á la Tierra, inflamándolas j transformándolas en estrellas.» Así, pues, la escuela jónica colocaba, como Dió- genes de Apolonia, en una misma clase á los aerolitos j á los astros , asignándoles el propio origen terrestre , pero en el único sentido de que la Tierra, como cuerpo central, facili- ta la materia á cuantos le envuelven (89); de igual modo que con nuestras ideas actuales derivamos el sistema pla- netario de la atmosfera primitivamente dilatada de otro cuerpo central , el Sol. Es preciso pues guardarnos de con- fundir estas ideas con lo que comunmente se llama el orí- gen terrestre ó atmosférico de los aerolitos, ó con la sin- gular opinión de Aristóteles, que no veia en la enorme masa del ^gos-Potamos sino una piedra arrastrada por un huracán. Hav una disposición de ánimo mas nociva aun quizás que la credulidad desnuda de toda crítica, j es la arro- gante incredulidad que rechaza los hechos sin dignarse pro- fundizarlos. Estas dos irregularidades del espíritu son un )bstáculo al progreso déla ciencia. En vano^ desde hace vein- te j cinco siglos, los anales de los pueblos hablan de piedras — 121 — desprendidas del cielo; á pesar de tantos hechos fundados en testimonios oculares, irrecusables, tales como los hceiilios, que desempeñaron tan importante papel en el culto de los metéoros entre los antiguos ; el aerolito que los compañeros de Cortés vieron en Cholula j que habia chocado con la pirámide próxima; las masas de hierro meteórico de que se hicieron forjar espadas de sables los califas j príncipes mogoles ; los hombres muertos por piedras caldas del cielo, como por ejemplo , un fraile de Cremona el 4 de setiembre de 1511 , otro fraile de Milán en 1650 j dos marineros sue- cos, heridos dentro de su navio en 1674; á pesar de tantas pruebas acumuladas, quedó en el olvido un fenómeno cós- mico de tamaña importancia, j sus íntimas relaciones con el mundo planetario permanecieron ignoradas hasta los tiempos de Chladni , ilustre ja por su descubrimiento de las líneas nodales. Pero hov es imposible contemplar indiferentemente las magníficas apariciones de las noches de noviembre j de agosto; diré mas, uno solo de esos rápidos metéoros bastará frecuentemente para dar vida á serias observaciones. Ver surgir de repente el movimien- to enmedio de la calma de la noche j turbarse por un ins- tante el plácido brillo de la bóveda celeste ; seguir con la vista al metéoro que cae dibujando en el firmamento una luminosa trayectoria ¿no nos trae luego al punto á la ima- ginación esos espacios infinitos llenos por doquiera de ma- teria j vivificados por todas partes de movimiento? ¿Qué im- porta la estremada pequenez de esos metéoros en un siste- ma donde se encuentran, al lado del enorme volumen del Sol, átomos tales como el de Ceres, j el primer satélite de Saturno? ¿Qué importa su repentina desaparición cuando un fenómeno de otro orden , la estincion de las estrellas que brillaron en Casiopea , en el Cisne j en la Serpentaria , nos ha obligado ja á admitir que en los espacios celestes pue- den existir otros astros de los que en ellos vemos por lo co- — 122 — mun? Al presente ja lo sabemos : las estrellas errantes son agregaciones de materia, verdaderos asteroides que circulan alrededor del Sol, que atraviesan como los cometas las órbi- tas de los grandes planetas y que brillan, por último, cerca de nuestra atmósfera, ó al menos en sus últimas capas. Aislados en nuestro planeta de todas las partes de la creación que no comprenden los límites de nuestra atmós- fera, no estamos en comunicación con los cuerpos celestes si- no por el intermedio de los rajos, tan íntimamente unidos, de la luz j del calor (90) j por la misteriosa atracción que los cuerpos lejanos ejercen, en razón de su masa, sobre nues- tro globo, sobre los mares, j aun sobre las capas de aire que nos rodean. Pero si los aerolitos v las estrellas errantes son realmente asteroides planetarios, su modo de comunicación con nosotros cambia de naturaleza , se hace mas directo j se materializa en cierto sentido. En efecto; no se trata ja de aquellos cuerpos lejanos cuja acción sobre la tierra se limita á ocasionar vibraciones luminosas v caloríficas, ó también á producir movimientos según las lejes de una gravitación recíproca; sino de cuerpos materiales , que abandonando los espacios celestes atraviesan la atmósfera j vienen á chocar con la tierra, de la cual forman parte desde entonces: tal es el único acontecimiento cósmico que puede poner á nuestro planeta en contacto con las otras re- giones del Universo. Acostumbrados como estamos á no co- nocer los seres colocados fuera de nuestro globo sino por las medidas, el cálculo j el razonamiento, nos admira ahora el poder, sin embargo, tocarlos, pesarlos j analizarlos. Así es como la ciencia pone en juego los secretos resortes de la imaginación j las fuerzas vivas del espíritu, mien- tras que el vulgo no vé en estos fenómenos sino chispas que se encienden j apagan, j en esas piedras ennegreci- das, caidas con estrépito del seno de las nubes, el producto grosero de una convulsión de la naturaleza. — 123 — Aunque estos enjambres de asteroides, de los cuales nos liemos ocupado largo tiempo como asunto de predilección, se asemejan á los cometas por la pequenez de sus masas y por la multiplicidad de sus órbitas, difieren, no obstante, de ellos, esencialmente, por el mero hecho de que no brillan ni son visibles para nosotros , sino hasta el momento en que atraviesan la esfera de acción de nuestro globo, Pero el es- tudio de estos metéoros, no completa todavía el cuadro de nuestro sistema planetario , tan complejo , tan rico en for- mas variadas, desde el descubrimiento de los planetas me- nores, de los cometas interiores de corto periodo j de los as- teroides meteorices ; réstanos hablar del anillo de materia cósmica á que se atribuje la luz zodiacal , citada va mu- chas veces en el transcurso de esta obra. Todo el que haja pasado años enteros en la zona de las palmeras, con- servará toda su vida el dulce recuerdo de aquella pirá- mide de luz que ilumina una parte de las noches, siempre iguales, de los trópicos. De mí sé decir, que la he visto tan brillante como la via láctea en el Sagitario, no solamente sobre las cimas de los Andes, en las alturas de 3.000 ó 4.000 metros donde el aire es tan puro j tan raro, sino que también en las inmensas praderas (llanos) de Vene- zuela, j á orilla del mar bajo el cielo siempre sereno de Cumaná. Sin embargo, alguna vez proyéctase una pe- queña nube sobre la luz zodiacal j contrasta de un modo pintoresco en el fondo luminoso del cielo , siendo entonces el fenómeno de gran belleza. Este juego atmosférico se halla apuntado en mi diario de viaje, desde Lima á la costa occidental de Méjico. «Hace tres ó cuatro noches (entre 10 j 14° de latitud septentrional) que apercibo la luz zodiacal con una magnificencia totalmente nueva para mí. Por el brillo de las estrellas j de las nebulosas , podria creerse que en esta parte del mar del Sud la transparencia de la atmósfera es extraordinaria. Desde el 14 al 19 de marzo^ — 124 — regularmente tres cuartos de hora después de ponerse el sol, era imposible distinguir el menor rajo déla luz zodia- cal, j sin embargo la oscuridad era completa. Una hora después de Ib prueba , aparecía de repente con gran bri- llo, entre Aldebaran j las Plejades; el 18 de marzo te- nia 39^ 5' de altura. De una j otra parte, cerca del hori- zonte, estendíanse pequeñas nubes prolongadas sobre un fondo amarillo ; mas arriba, otras nubes matizaban el azul del cielo con sus cambios de color, ofreciendo un aspecto semejante al de una segunda puesta de sol. La claridad de la noche aumentaba entonces por aquella parte de la bóveda celeste , hasta igualarse casi á la del primer cuarto de luna. A las diez, la luz zodiacal era muj débil, j á media noche apenas se divisaba una huella en aquella parte de la mar del Sud. El 16 de marzo, cuando brillaba con major intensidad, se vislumbraba hacia el Oriente una débil reverberación.» En nuestros climas del Norte, en esas regiones brumosas que se llaman templadas, muv al contrario sucede: la luz zodiacal no es visible de una ma- nera clara sino hacia el principio de la primavera, después del crepúsculo de la tarde, v sobre el horizonte occidental; j hacia el fin del otoño en el Oriente, antes del crepúsculo matutino. Apenas se comprende que un fenómeno tan notable no ha ja llamado la atención de los físicos j astrónomos hasta mediados del siglo XVII , j que haja pasado desapercibido también á los árabes, que hicieron observaciones tantas en el antiguo Bactriana , en las márgenes del Eufrates j en el mediodía de España. Por lo demás, no es menos sorpren- dente el tardío descubrimiento de las dos nebulosas Andró- meda j Orion, que Simón Mario j Huvgens fueron los pri- meros á describir. En la Britannia Baconica¿Q Childrej(91) de 1661, es donde se encuentra la primera descripción bien clara de la luz zodiacal, no habiéndose hecho la pri- — 125 — mera observación sino dos ó tres anos antes; pero induda- blemente pertenece á Domingo Cassini la gloria de haber sometido el primero este fenómeno á un examen profundo (en la primavera de 1683) . En cuanto á la luz que se vio en Bolonia en 1668jquepercibia también por lamismaépoca el célebre viajero Chardin (los astrólogos déla corte de Ispahan no la habian citado con anterioridad : llamábanla nijceh^ pe- quena lanza), no era la luz zodiacal (92), sino la enorme cola de un cometa cuja cabeza estaba oculta bajo el horizon- te, J que debia presentar una gran analogía de aspecto j de posición con el largo cometa de 1843. Es imposible dejar de reconocer la luz zodiacal en el brillante resplandor que se vio en 1509, durante cuarenta noches consecutivas, subir como una pirámide por encima del horizonte oriental del llano mejicano. En un manuscrito de los antiguos Aztecas, perteneciente á la Biblioteca real de París {Codex Telleria- no-Remensis) (93), es donde he visto mencionado este cu- rioso fenómeno. Así, pues, la luz zodiacal ha existido en todos los tiem- pos, aunque su descubrimiento en Europa no date masque desde Childrej j Domiugo Cassini. Háse querido atri- buirla á una cierta atmósfera del Sol; pero esta esplicacion es inadmisible, porque según las le jes déla mecánica, el aplanamiento de la atmósfera solar no puede esceder del de un esferoide, cu jos ejes estén en la relación de 2 á 3, j por consiguiente sus capas estremas no pueden estenderse mas allá de los ^/2q del radio de la órbita de Mercurio. Las mismas lejes mecánicas fijan también los límites ecuatoria- les de la atmósfera de un cuerpo celeste que gira sobre sí mismo , en el punto donde la gravedad se equilibra con la fuerza centrífuga ; solamente allí el tiempo de la revolución de un satélite sería igual al tiempo de la rotación del astro central (94) . Esta limitación tan restringida de la atmósfe- ra actual de nuestro Sol llega á ser mas sorprendente, cuan- — 126 — do se la compara con la de las estrellas nebulosas. Herschell ha encontrado muchas cu jo diámetro aparente llega á 150"; j admitiendo para esos astros un paralaje inferiora 1", re- sulta que la distancia de la estrella central á las últimas ca- pas de la nebulosidad, equivale á 150 radios de la órbita ter- restre. Si pues una de esas estrellas nebulosas ocupara el lugar de nuestro sol, no solamente comprenderia su atmós- fera la órbita de Urano, si no una distancia ocho veces major (95). Asi, pues, la atmósfera solar está encerrada en límites mas estrechos que aquellos por que se estiende la luz zodia- cal. Este fenómeno se esplica mejor suponiendo que existe entre la órbita de Venus y la de Marte, un anillo muj apla- nado, formado de materias nebulosas, j que gira libremente en los espacios celestes (96). Quizás se halle este anillo en relación con la materia cósmica que creemos esté mas con- densada en las regiones próximas al Sol ; ó acaso se au- mente de continuo con las nebulosidades abandonadas en el espacio por las colas de los cometas (97). Tan difícil es decidir algo sobre este punto _, como consignar las verda- deras dimensiones del anillo, que varían indudablemente, puesto que parece algunas veces comprendido por entero en la órbita de la Tierra. Las partículas de las nebulosi- dades de que este anillo se compone, pueden ser lumino- sas por sí mismas, ó reflejar únicamente la luz del Sol. La primera suposición no parece inadmisible, pues podria citarse en su apojo la célebre niebla de 1783, que en plena noche , j en la época de novilunio, producía una luz fos- fórica bastante intensa para iluminar los objetos j hacer- los claramente visibles aun á la distancia de 200 me- tros (98). En las regiones tropicales de la América del Sur, han causado muj amenudo mi asombro las variaciones de in- tensidad que la luz zodiacal esperimenta. Como entonces — 127 — pasaba jo durante meses enteros las noches al aire libre, ja á orillas de los rios, 6 en las praderas (llanos), tuve frecuentes ocasiones de observar atentamente este fenóme- no. Cuando la luz zodiacal habia llegado á su máximum de intensidad , se debilitaba notablemente algunos minu- tos para volver después á tomar inmediatamente su primi- tivo estado. Nunca llegué á ver_, como dice Mairan, ni co- loración roja, ni arco inferior oscuro, ni aun centelleo; pero si noté mucbas veces que la pirámide luminosa estaba atra- vesada por una rápida ondulación. ¿Habrán de creerse cam- bios reales en el anillo nebuloso? ¿O bien no será mas pro- bable que en el momento mismo en que mis instrumen- tos metereológicos no me revelaban variación alguna de temperatura ó de humedad en las regiones inferiores de la atmósfera , se operasen sin embargo en las capas elevadas, sin JO advertirlo , condensaciones capaces de modificar la trasparencia del aire, ó mas bien su poder reflectante? Ob- servaciones de naturaleza muj diferente justificarían, en caso necesario , esta apelación por causas meteorológicas que suponemos obrando allá en el límite de la atmós- fera. Olbers, en efecto, ha señalado «los cambios de luz que se propagan en algunos segundos como pulsaciones de un punto á otro de la cola cometaria, j que tan pronto aumentan como disminujen su estension en muchos gra- dos; j como las diferentes partes de una cola de algunos millones de leguas deben estar mu j desigualmente distan- tes de la tierra, resulta, por consiguiente, que la propagación gradual de la luz no nos permitiria apercibir, en un tan corto intervalo de tiempo, los cambios reales que pudieran ocurrir en un astro de estension tan considerable (99).» Forzoso es convenir, sin embargo, en que estas obsérva- nos en nada contradicen la realidad de las variaciones ob- servadas en las colas de los cometas; ni tienen además por objeto negar que los cambios de resplandor tan frecuentes ~ 128 == en ]a luz zodiacal puedan provenir, ja de un movimienta molecular en el interior del anillo nebuloso, ja de una sú- bita modificación de su poder reflectante, sino que be querido solamente distinguir en estos fenómenos, la parte que per- tenece á la sustancia cósmica propiamente dicba, de la que debe restituirse á nuestra atmósfera , intermedio obligado de todas nuestras percepciones luminosas. En cuanto á los fenómenos que pasan en el límite superior de la atmósfe- ra, límite tan controvertido frecuentemente por otros mo- tivos , ciertos becbos bien observados demuestran cuan di- fícil es darse en este punto cuenta satisfactoria. Por ejem- plo: aquellas nocbes de 1831, tan maravillosamente claras en Italia j en el Norte de Alemania que podian leerse aun á media nocbe los caracteres mas finos, están en mani- fiesta contradicción con todo lo que las mas nuevas j sa- bias investigaciones ban podido enseñarnos acerca de la teoría de los crepúsculos j de la altura de la atmósfe- ra (100). Los fenómenos luminosos dependen de condicio- nes poco conocidas , cujas variaciones imprevistas nos sor- prenden, ja se trate de la altura de los crepúsculos, ó ja de la luz zodiacal. Hasta abora bemos considerado lo que pertenece á nues- tro Sol, ó sea el mundo de las formaciones que dependen de su acción reguladora, es decir, los planetas, los satélites, los cometas de corto j largo período , los asteroides meteóricos aislados ó reunidos en anillo continuo, j por último, el anillo nebuloso cuja posición en los espacios planetarios autoriza á conservar el nombre de luz zodiacal, con que propia- mente se le designa. Por todas partes reina la lej de la pe- riodicidad en los movimientos, cualquiera que sea la velo- cidad ó la masa de los cuerpos celestes. Solo los asteroides que atraviesan nuestra atmósfera pueden ser detenidos en medio de sus revoluciones planetarias, pasando á formar parte de un gran planeta. En este inmenso sistema, en — 129 — el que la fuerza de atracción del cuerpo central determina los límites, se ven los cometas obligados á volver al punto de partida, aun desde una distancia igual á 44 radios de la órbita de Urano, j recorrer una órbita cerrada; no siendo me- nos maravilloso que basta en aquellos cometas que por la es- cesiva tenuidad de su masa se nos aparecen bajo el aspecto de una nube cósmica, retenga sin embargo el núcleo, en virtud de su atracción , las últimas partículas de una cola de mu- cbos millones de leguas. Por donde se vé que las fuerzas centrales son á la vez las que constituyen j las que man- tienen un sistema. Aunque podemos considerar al Sol como inmóvil con relación á los astros majores ó menores, densos ó nebulosos, que verifican alrededor de él sus revoluciones periódicas, en realidad gira el mismo Sol en torno del centro de gra- vedad de todo el sistema, j este punto está situado ordina- riamente en el interior del propio Sol, a pesar de los cambios que sobrevienen sin cesar en las posiciones respectivas de los planetas. Pero el movimiento progresivo que trasporta-^l Sol en el espacio, ó mejor dicbo, el centro de gravedad del sis- tema solar, es de una naturaleza diferente; movimiento cuja velocidad es tal, que el cambio relativo del Sol j de la estrella 61 del Cisne, es, según Bessel, de 619_,000 miriá- metros por dia (1). Nada sabríamos de este movimiento de traslación del sistema solar, si la admirable exactitud de los instrumentos de medición que posee actualmente la astro- nomía, j los progresos de sus métodos de observación, no hu- biesen llegado á bacer sensibles los pequeños cambios de po- sición que al parecer afectan las estrellas, semejantes en esto á los objetos colocados sobre un rio, movible en aparien- cia. El movimiento peculiar de la estrella 61 del Cisne, es sin embargo bastante considerable para producir en sete- cientos años 1° entero de diferencia en su posición relativa. Apesar de las dificultades inherentes á la determina- — 130 — cion del movimiento propio de las estrellas (llámase asi el cambio que se origina en sus posiciones relativas) , es, sin embargo, mas fácil medirle con exactitud que inves- tio-ar su causa. Descartada la aberración producida por la sucesiva propagación de los rajos luminosos , j el peque- ño paralaje que procede del movimiento de la Tierra alrededor del Sol, los cambios observados no nos dan aun el movimien- to real de las estrellas sino combinado con los movimientos aparentes que han debido originarse de la traslación gene- ral de todo el sistema solar. Mas los astrónomos han llegado á separar estos dos elementos, merced á la exactitud con que se conoce al presente la dirección del movimiento propio de ciertas estrellas, j ala ingeniosísima consideración, debida á las le jes de la perspectiva, de que aun cuando las estrellas fuesen absolutamente inmóviles, deberian, no obstante apa- rentemente moverse separándose del punto hacia el cual di- rige el Sol su carrera ; j resulta en último análisis de estos trabajos, en que el cálculo de las probabilidades juega tan importante papel, que tanto las estrellas como el sistema solar están en movimiento á la vez en el espacio. Por investiga- ciones practicadas con arreglo á un plan mas vasto j mas perfecto que las de W. Herschell y Prevost, Argelander ha ha probado que el Sol se dirige actualmente hacia un pun- to situado en la constelación de Hércules , á 257° 49' 1" de ascensión recta y k 28" 49' 1" de declinación boreal (equi- noccio de 1792,5) ; resultado importante que se funda en la combinación de los movimientos propios de 537strellas(2). Fácilmente concíbese qué cúmulo de dificultades han debi- do presentarse en estas delicadas investigaciones, en que se trataba de distinguir los movimientos reales de los movi- mientos aparentes, v de formar la parte relativa al sistema solar. Considerando los movimientos propios de las estrellas, despojados de todo efecto de perspectiva , hállanse muchas — 131 — que sig-uen direcciones opuestas por grupos ; mas los datos actuales de la ciencia no bastan para obligarnos á admitir que todas las porciones de nuestra zona estrellada, v todas las pertenecientes á las demás zonas de que está lleno el Universo, deben moverse alrededor de un gran cuerpo des- conocido, brillante ú opaco. Indudablemente, semejante hipótesis satisface a la imaginación, j á la incesante acti- vidad del espíritu humano , siempre deseoso de desentra- íiar las últimas causas. El Estagirita habia dicho ja: «Todo lo que tiene movimiento supone un motor; el enca- denamiento de las causas no tendria fin ^ si no existiese un primer motor inmóvil (3).» Pero el estudio de estos movimientos estelares no para- lájicos, independientes del cambio de posición del observa- dor, ha abierto á la actividad humana ancho campo para que estienda libremente sus investigaciones, sin lanzarse á concepciones vagas en el mundo ilimitado de las analogías. Aludo á las estrellas dobles, cu jos movimientos lentos ó rá- pidos, se verifican en órbitas elípticas según las le jes de la gravitación , dándonos asi la prueba irrecusable de que es- tas le jes no son especiales de nuestro sistema solar , si no que reinan también hasta en las mas apartadas regiones de la Creación: sólida j bella conquista de la Astronomía, que asimismo debemos á los recientes progresos de los métodos Aq observación j de cálculo. El número de estos sistemas binarios ó múltiples cu jos astros componentes circulan al- rededor de un centro de gravedad común , es verdadera- mente pasmoso (pasaba de 2,800 en 1837); pero lo que principalmente hace de este descubrimiento una de las mas brillantes conquistas científicas de nuestra época , es la es- tension que dá á nuestros conocimientos sobre las fuerzas esenciales del Universo; es la prueba que nos ha suminis- trado de la universalidad de la gravitación. Los tiempos que emplean estas estrellas en trazar una revolución entera, — 132 — varían desde cuarenta j tres años, como en la estrella »? de la Corona, hasta miles de años, como en la 66 de la Ba- llena, en la 38 de Géminis j en la 100 de Piscis. Desde los cálculos de Herschell hechos en 1782, el satélite mas próximo de la estrella principal en el sistema triple C de Cáncer, ha completado ja una revolución v aun parte de otra. Combinando convenientemente las distancias j los án- gulos (4) que determinaban en diferentes épocas las posi- ciones relativas de las estrellas que componen los sistemas- dobles^ se llega á calcular los elementos desús órbitas rea- les, j aun á fijar provisionalmente sus distancias á la Tierra y la relación de sus masas con la del Sol. Estos re- sultados conservarán largo tiempo un carácter hipotético, porque ignoramos si la fuerza de atracción se regula inva- riablemente en aquellos sistemas, como en el nuestro , por la cantidad de las moléculas materiales ; Bessel ha demos- trado por qué aquella fuerza podria ser allí específica y no proporcional á las masas (5). La solución definitiva de estos problemas, parece, pues, reservada á un porvenir muy lejano aun de nosotros. Comparando el Sol con los astros que componen nues- tra capa lenticular de estrellas, es decir, á otros soles que brillan por sí mismos con luz propia, se reconoce la posibi- lidad de determinar, respecto de algunos por lo menos, cier- tos límites estremos entre los cuales deben hallarse com- prendidas sus distancias, sus masas, sus magnitudes y su velocidad de traslación en el espacio. Tomemos por unidad de medida el radio de la órbita de Urano, que equi- vale á diez y nueve radios de la órbita terrestre , y halla- remos que la distancia de a del Centauro, al centro de nuestro sistema planetario, contiene 11^900 de aquellas unidades ; la de la estrella 61 del Cisne cerca de 31,300 y la de o. de la Lira 41,600. La comparación del volumen de las estrellas de primera magnitud con el del Sol, depende — 133 - de su diámetro aparente; elemento óptico cuja determina- ción presentará siempre una gran incertidumbre. Admi- tiendo con Herschell que el diámetro aparente de Arturo no escede de un décimo de seg-undo, resultará que su diá- metro real es once veces major que el diámetro del Sol (6). Una vez que la distancia de la estrella 61 del Cisne es co- nocida, merced á los trabajos de Bessel, es posible determi- nar aproximadamente la masa de esta estrella doble. Bien es verdad, que no basta la porción de la órbita que el saté- lite ha recorrido desde las observaciones de Eradle j , para fijar con gran precisión los elementos de su órbita real , v particularmente el eje máximo; sin embargo, el célebre as- trónomo de Koenigsberg (7) cree poder afirmar que «la masa de esta estrella doble no difiere en mucho de la mitad de la del Sol.» Este es un resultado de medidas efectivas; que por lo tocante á analogías fundadas en la masa que predomina en los planetas provistos de satélites _, v en la observación hecha por Struve de que ha j entre las estrellas brillantes seis veces mas sistemas binarios que entre las estrellas telescópicas, han creido otros astrónomos poder atribuir á la major parte de las estrellas dobles, una masa media superior á la del Sol (8). Mucho tiempo ha de pas?ir todavía antes de obtener en este punto resultados genera- les. Añadamos por último, que Argelander coloca al Sol en el rango de las estrellas cu jo movimiento propio es con- siderable. Causas^ numerosas que obran incesantemente produ- ciendo variaciones en la posición relativa de las estrellas j de las nebulosas , en el resplandor las de diferentes regio- nes del cielo, j en la apariencia general de las constelacio- nes, pueden después de miles de años imprimir un carác- ter nuevo al aspecto grandioso j pintoresco de la bóveda estrellada. Estas causas son : los movimientos propios de las estrellas; el de traslación que lleva en el espacio todo - 134 -- nuestro sistema solar; la súbita aparición de nuevas estre- llas ; la debilitación j aun la estincion de alg'unas de las antiguas; j finalmente _, j mas que todo, los cambios que esperimenta la dirección del eje terrestre á consecuencia de la acción combinada del Sol y de la Luna. Dia llegará en que las brillantes constelaciones de Centauro j de la Cruz del Sud, serán visibles para nuestras latitudes borea- leSy en tanto que otras estrellas (Sirio j el Tahalí de Orion) dejarán de aparecer sobre el horizonte. Las estrellas í5 v "■ de Cefeo j la s del Cisne servirán sucesivamente para reconocer en el cielo la posición del polo norte; y al cabo de doce mil años, la estrella polar será Vega de la Lira, la mas magnífica de todas cuantas pudieran desempeñar este papel. Semejantes consideraciones hacen sensible en algún modo la magnitud de aquellos movimientos que proceden con lentitud , pero sin interrumpirse nunca; y cu jos vas- tos periodos forman como un reloj eterno del Universo. Supongamos por un momento que se realizan los sueños de nuestra imaginación : que nuestra vista escediendo los límites de la visión telescópica, adquiere una potencia so- brenatural; que nuestras sensaciones duraderas nos permi- ten comprender los majores intervalos de tiempo; en tal supuesto al punto desaparece la inmovilidad que reina en la bóveda celeste : innumerables estrellas son arrastradas como torbellinos de polvo en direcciones opuestas; las nebulo- sas errantes se condensan ó se disuelven ; la vía láctea se divide en pedazos como un inmenso cinturon que se des- garra en girones; por todas partes reina el movimiento en los espacios celestes, como reina sobre la tierra en cada punto de ese rico tapiz de vegetales, cu vos retoños, hoja» y flores presentan el espectáculo de un perpetuo desarro- llo. El célebre naturalista español Cavanilles fué el pri- mero que tuvo la idea de ver «crecer la verba,» dirigien- — 135 — do un fuerte anteojo provisto de un hilo micrométrico hori- zontal , ja sobre el tronco de un aloe americano [Agaxe ame- ricana)^ cu JO crecimiento es tan rápido, ja sobre la copa de un botón de bambú, de igual manera que lo hacen los astrónomos cuando miran por la cuadrícula de sus telesco- pios una estrella culminante. En la naturaleza física, para los astros como para los seres organizados, el movimiento pa- rece ser una condición esencial de la producción , de la con- servación j del desarrollo. El fraccionamiento de la vía láctea, que acabo de men- cionar, merece especial atención. Midiendo el cielo con la ajuda de estos poderosos telescopios, William Herschell, á quien es preciso tomar siempre por guia en esta parte de la historia de los cielos , halló que la latitud real de la via lác- tea escede en 6 ó 7° á su latitud aparente, á la que se dis- tingue con la simple vista j se halla figurada en los mapas celestes (9). Los dos nodos brillantes en que se reúnen sus dos ramas, uno de loscuales está situado hacia Cefeo j Ca- siopea, j el otro hacia el Escorpión j Sagitario, parecen ejercer sobre las estrellas inmediatas una atracción pode- rosa. Entre la /3 j ^ del Cisne se vé una región resplan- deciente como de 5." de ancha. Este conjunto de estrellas contiene á lo menos 330000, de las que una mitad parece dirigida en un sentido completamente opuesto á la de la otra mitad; por donde Herschell supone una tendencia á la ruptura en esta parte de la capa estelar (10). Calcúlase en 18 millones el número de estrellas que permite dis- tinguir el telescopio en la via láctea. Para formarse idea de la magnitud de este número , ó mas bien , para bus- car un término de comparación , basta recordar que no di- visamos á simple vista en toda la superficie del cielo , mas que 8000 estrellas ; que tal es , en efecto , el número de las comprendidas entre la primera j sesta magnitud. Por lo demás, los dos estremos de la estension, es decir, los cuer- — 136 — pos celestes y los animalillos microscópicos, concurren am- bos á producir esa impresión de asombro que escitan en nos- otros los grandes números, sentimiento estéril cuando se les presenta aislados, sin relación con el plan g-eneralde la natu- raleza ó con la inteligencia bumana: una pulgada cúbica de trípol de Bilin , contiene en efecto, según Erbem - berg^ 40.000 millones de conchas silíceas de galionelas. Según hace notar Argelander, las estrellas brillantes son mas numerosas en la región de la via láctea que en cualquiera otra parte del cielo; pero además de esta via láctea, compuesta de estrellas, haj otra via láctea de ne- bulosas que encuentra á la primera casi en ángulo recto. De las observaciones de Sir John Herschell , se desprende que la primera forma un anillo análogo ai de Saturno, una especie de cinturon aislado por todas partes j colocado á alguna distancia de nuestra capa lenticular de estrellas. Nuestro sistema planetario está situado en el interior de este anillo, pero escéntricamente, mas cerca de la región donde se halla la Cruz del Sud que de la región opuesta de Casiopea (11). Una nebulosa que Messier descubrió en 1774 , pero que no pudo observarse sino imperfecta- mente , reproduce al parecer con asombrosa exactitud todos los rasgos del conjunto que acabamos de bosquejar, pues, se encuentra allí el grupo interior y el anillo formado por las diversas partes de la via láctea (12). Respecto déla via láctea compuesta de nebulosas , créese que no pertenece á nuestra zona estelar, sino que la rodea únicamente á una enorme distancia bajo la forma de un gran círculo , casi perfecto, que atraviésalas nebulosas de Virgo tan nume- rosas hacia el ala septentrional, la cabellera de Berenice, la Osa major, el cinturon de Andrómeda j los Piscis boreales. Probablemente esta via láctea se cruza con la otra formada de estrellas hacia la región de Casiopea , reuniendo asi sus polos situados en la dirección en que es menos espesa núes- — 137 — tra capa estelar; polos destruidos indudal)lemente por las fuerzas que condensaron las estrellas en grupos (13). Según estas consideraciones deberíamos representarnos en el espacio: primero, nuestro grupo de estrellas, donde se encuentran indicios de un cambio progresivo deforman, j aun de una dislocación, determinada, indudablemente, por la atracción de los centros secundarios; después, dos anillos de los cuales, uno, colocado á muj grande distancia se compone esclusivamente de nebulosas, j el otro mas aproxi- mado á la Tierra , está formado enteramente de estrellas desprovistas de nebulosidades, (es el que llamamos via láctea) . Estas estrellas parecen por término medio, de dé- cima ó undécima magnitud (14) ; pero tomadas separada- mente, difieren mucho entre sí; mientras que, por el con- trario, las que componen los grupos aislados ofrecen casi siempre una perfecta uniformidad de magnitud j de brillo. Por cualquier punto que se baja estudiado la bó- veda celeste con auxilio de telescopios, bastante graduados para penetrar en el espacio, hánse visto estrellas siquiera no bajan sido mas que de vigésima ó vigésima cuarta magnitud; ó bien nebulosas, en las cuales, instrumentos mas poderosos, nos barian distinguir, sin duda, algunas estrellas aun mas pequeñas. En efecto, los rajos lumino- sos que recibe la retina en estos diversos géneros de obser- vación, proceden, va de puntos aislados, ja de puntos es- tremadamente cercanos ; siendo en este último caso la visi- bilidad major que en el primero, como lo ba demostrado recientemente Arago (15). La nebulosidad cósmica univer- salmente esparcida en el espacio, modifica verosímilmente su transparencia, j deberia por lo tanto disminuir la in- tensidad de aquella luz homogénea que, deberia existir en toda la bóveda celeste , según Hallej j Olbers, si cada uno de sus puntos fuese la base de una serie infinita de estrellas dispuestas en el sentido de la profundidad (16). Pero estas - 138 — ideas no están conformes con lo que nos enseña la observa- ción ; muéstranos esta^ regiones enteras desprovistas de es- trellas, aberturas en el cielo, como decia Herschell ; existe una en Escorpión, de 4° de latitud, j otra en el Serpentario; cerca de estas dos aberturas y hacia sus bordes, se encuen- tran nebulosas resolubles. La que se nota al borde occiden- tal de la abertura de Escorpión es uno de los mas ricos gru- pos de pequeñas estrellas que pueden hallarse en el cielo. Herschell esplica por la atracción de estos grupos la ausen- cia de estrellas en las regiones vacías (17). «Hav, dice, en nuestra zona estelar regiones que el tiempo ha destruido.» Si queremos representarnos las estrellas telescópicas escalo- nadas en el espacio, como formando un tapiz que cubre toda la bóveda aparente del cielo, entonces, las regiones vacías de Escorpión y Serpentario, serian otras tantas aber- turas por donde penetra nuestra vista hasta en las mas hondas profundidades del universo. Allá donde las capas del tapiz están interrumpidas, habrá quizás otras estrellas que nuestros instrumentos no alcanzan á divisar. La apari- ción de los metéoros Ígneos, indujo también á los antiguos á suponer que existen hendiduras ó brechas {chasmata) en la bóveda celeste ; pero las consideraban únicamente como pasajeras, creyendo además que estas hendiduras eran bri- llantes j no oscuras, á causa del éter luminoso que debia se- gún ellos distinguirse^ por aberturas accidentales (18). Derham j el mismo Hujgens^ no estuvieron muj lejos de esplicar de esta manera latranquilaluz de las nebulosas (19). Cuando comparamos las estrellas de primera magnitud con las estrellas telescópicas , que están ciertamente , por término medio, mucho mas apartadas de^nosotros ; cuando comparamos los grupos nebulosos con las nebulosidades ir- reductibles^ como la de Andrómeda por ejemplo, ó bien con las nebulosas planetarias, nuestras concepciones acerca de esos mundos situados á distancias tan diferentes j como — 139 — perdidos en la inmensidad , esperimentan el dominio de un hecho que modifica, según ciertas lejes, todos los fenó- menos j todas las apariencias celestes : el hecho de la pro- pagación sucesiva de los rajos luminosos. Según las últi- mas investigaciones de Struve, es de 30,808 miriámetros por segundo la velocidad de la luz : un millón de veces próximamente major que la del sonido. Con arreglo á lo que los trabajos de Maclear_, de Bessel j de Struve nos han enseñado acerca de las paralajes j las distancias absolutas de tres estrellas mu j desiguales en brillo, « del Centauro, 61 del Cisne j a. de la Lira, un rajo luminoso, á partir de cada una de ellas emplearía respectivamente tres, nueve j un cuarto, j doce años para llegar de aquellos astros hasta nosotros. Ahora bien: en el corto pero memorable periodo de 1572 á 1604, es decir desde Cornelio Gemma j Tjcho hasta Képlero, aparecieron sucesivamente tres es- trellas nuevas, una en la Casiopea, otra en el Cisne j la tercera en el pie del Serpentario. El mismo fenómeno se re- produjo en 1670, en la constelación déla Vulpeja, pero con intermitencia; j en estos últimos tiempos Sir John Herschell ha reconocido durante su permanencia en el Cabo de Buena- Esperanza, que el brillo de la estrella n del Navio sehabia aumentado gradualmente desde la segunda hasta la pri- mera magnitud (20). Todos estos hechos pertenecen en realidad á épocas anteriores á aquellas en que los fenómenos de luz los anunciaron á los habitantes de la tierra ; llegan pues á nosotros como por la tradición. Háse dicho con ver- dad, que, merced á nuestros poderosos telescopios, nos ha sido dable penetrar á la vez en el espacio j en el tiempo. Medimos efectivamente el uno por el otro; j una hora de camino equivale para la luz á 110.000.000 de miriámetros que recorrer. Mientras que en la Teogonia de Hesiodo las dimensiones del Universo están espresadas por la caida de los cuerpos («el junque de acero no cajó del cielo á la tier- — 140 — ra mas que 9 dias v 9 noches»), Herschell estimaba que la luz emitida por las últimas nebulosas, visibles aun con su telescopio de cuarenta pies, debia emplear cerca de dos millones de anos para llegar basta nosotros (21)." Así pues, j cuántos fenómenos habrán desaparecido mucho antes de ser percibidos por nuestros ojos! j ¡cuántos cambios que no vemos aun se habrán verificado ja de muj antiguo! Los fenómenos celestes no son simultáneos sino en apariencia; V aunque se disminuya tanto como se quiera la distancia á que se hallan de nosotros las débiles manchas de nebulosa, ó los grupos estrellados; aunque se reduzcan los miles de años que miden sus distancias, no por ello dejará de ser la luz que emitieron y que llega á nosotros hoj, en virtud de las lejes de la propagación , el testimonio mas antiguo de la existencia de la materia. De esta manera es como la cien- cia lleva al espíritu humano desde las premisas mas simples á las mas altas concepciones, j abre esos campos fecundados de luz «donde infinitos mundos germinan como la jerba de una noche (22).» SEGUNDA PARTE. LA TIERRA. CUADRO DE LOS FENÓMENOS TERRESTRES. Después de la naturaleza celeste , vengamos á la ter- restre. Un lazo misterioso las une, j en el mito de los Titanes era el sentido oculto (23) , que el orden en el mundo depende de la unión del cielo con la tierra. Si por su origen pertenece la Tierra al Sol, ó cuando menos k su atmósfera, subdividida en otro tiempo en anillos, actual- mente está la Tierra en relación con el astro central de nuestro sistema y con todos los soles que brillan en el fir- mamento, por medio de las emisiones de calor j de luz: pues si bien haj gran desproporción entre esas influencias^ no debe impedir esto el reconocimiento de su semejanza v conexión. Una débil parte del calor terrestre, proviene del espacio en que se mueve nuestro planeta; j esta tempera- tura del espacio, resultante de las irradiaciones caloríficas de todos los astros del Universo^ es casi igual, según Fourier, ala temperatura media de nuestras regiones polares. Pero la acción preponderante pertenece al Sol; sus rajos pene- tran la atmósfera; iluminan y calientan su superficie; pro- ducen corrientes eléctricas j magnéticas; j engendran j desarrollan el germen de la vida en los seres organizados. Tendremos que considerar primeramente la distribución de los elementos sólidos j líquidos, la figura de la Tierra, — 142 — su densidad media j las variaciones que esperimenta acier- ta profundidad, j por último, el calor j la tensión electro- magnética del globo. De este modo llegaremos á estudiar la reacción que el interior ejerce contra la superficie; j la in- tervención de una fuerza universalmente esparcida, el calor subterráneo, nos esplicará el fenómeno de los temblores de tierra, cu jo efecto se bace sentir en círculos de conmoción, mas ó menos estensos, el salto de las fuentes termales, j los poderosos esfuerzos de los agentes volcánicos. Las sacudi- das interiores , ja bruscas j repetidas , ja continuas j por consiguiente apenas sensibles, modifican poco á poco las al- turas relativas de las partes sólidas j líquidas de la corteza terrestre_, j cambian la configuración del fondo del mar. Al mismo tiempo fórmanse aberturas temporales ó permanen- tes que ponen en comunicación el interior de la tierra con la atmósfera; j en tal caso, de una profundidad desconocida surgen masas en fusión que se estienden en corrientes es- trechas por los flancos de las montañas, ja con la impetuo- sidad del torrente , ja con un movimiento lento j pro- gresivo, hasta que la fuente ignea se agota j la humeante lava se solidifica bajo la corteza de que está cubierta. Nue- vas rocas se presentan entonces á nuestra vista, en tanto que las fuerzas plutónicas modifican las antiguas por medio del contacto con las formaciones recientes, j mas frecuente- mente aun por la influencia de un manantial próximo de calor ; sin que aun faltando la penetración las partículas cristalinas estén fuera de lugar j de unirse en un tejido mas denso. Las aguas ofrecen combinaciones de otra naturaleza; tales son , las concreciones de restos de animales ó vegeta- les; los sedimentos terrosos^ arcillosos ó calizos, j los conglo- merados, compuestos de detritos de las rocas, cubiertos por capas formadas de conchas silíceas de los infusorios, j por los terrenos de transporte donde jacen las especies anima- les del mundo antiguo. El estudio de estas formaciones; de — 143 — estas capas dislocadas, repuestas, dobladas en todos sen- tidos por presiones contrarias , ó por los esfuerzos de los agentes volcánicos , lleva á comparar la época actual con las anteriores; á combinar los hechos según las reglas mas simples de la analogía ; á generalizar las relaciones de es- tension , y las de las fuerzas que se ven todavía en activi- dad. Así ha salido también de la vag-a oscuridad en que ha jacido la geognosia, totalmente desconocida hace cin- cuenta años. Háse dicho que los grandes telescopios nos habian dado á conocer el interior de los demás planetas, mas bien que su superficie: la indicación es exacta , si se esceptúa la Luna. Merced á los admirables progresos de las observacio- nes j de los cálculos astronómicos, pésanselos planetas ; se miden sus volúmenes, j determínanse sus masas j sus den- sidades con una precisión siempre creciente ; pero quedan ignoradas, por el contrario, sus propiedades físicas. Solo en la Tierra, merced al contacto inmediato, estamos en relación con los elementos que componen la naturaleza orgánica j la inorgánica; los cuales, combinados j transformados de mil maneras , ofrecen á nuestra actividad el alimento que le conviene, asignan un fin á nuestras investigaciones, abren ancho campo á nuestras indagaciones, j el espíritu humano, fortificado en esta lucha continua , se eleva j se engran- dece con sus conquistas. Así el mundo de los hechos se re- fleja en el de las ideas, y cada gran clase de fenómenos viene á ser, á su vez, objeto de una nueva ciencia. En la de la tierra encuentra el hombre la supe- rioridad de acción que resulta de su posición misma sobre la superficie del globo. Hemos visto cómo la física del cie- lo, desde las lejanas nebulosas hasta el cuerpo central de nuestro sistema , está limitada á las nociones generales de volumen j de masa. Allá, nuestros sentidos no pueden per- cibir raso-o alo'uno de vida , v si se han aventurado al- — 144 — gunas conjeturas acerca de la naturaleza de los elementos que constitujen tal ó cual cuerpo. celeste, ha sido preciso deducirlos de simples semejanzas. Pero las propiedades de la materia; sus afinidades químicas; los modos de agrega- ción regular de sus partículas, ja en cristales, ja en forma granítica ; sus relaciones con la luz que la atraviesa sepa- rándose ó dividiéndose, con el calórico radiante, ora trans- mitido en el estado neutro , ora en el de la polarización , j con las fuerzas electro-magnéticas _, tan enérgicas; en una palabra _, todo ese tesoro de conocimientos que dan á nues- tras ciencias físicas tanta grandeza j poder , lo debemos únicamente á la superficie del planeta que habitamos j mas aun á su parte sólida que á su parte líquida. Pero se- ría superfino el detenernos mas tiempo en este asunto; la superioridad intelectual del hombre en ciertas ramas de las ciencias del Universo, de pende de un enlace de causas semejantes á las que dan á ciertos pueblos una superiori- dad material sobre parte de los elementos. Después de haber señalado la diferencia esencial que existe bajo este punto de vista entre la ciencia de la tier- ra j la ciencia de los cuerpos celestes , es indispensable re- conocer también hasta donde pueden estenderse nuestras investigaciones sobre las propiedades de la materia. Su campo está circunscrito por la superficie terrestre, ó mas bien por la profundidad adonde las escavaciones naturales j los trabajos de los hombres nos permiten llegar. Estos úl- timos no han penetrado en el sentido vertical mas que 650 metros bajo el nivel del mar , es decir , á Vosoo ^^^ ^^" dio de la Tierra (24). Las masas cristalinas arrojadas por los volcanes todavía en actividad , j semejantes en su ma jor parte á las rocas de la superficie , provienen de profundida- des indeterminadas, pero cuando menos, sesenta veces ma- jores que aquellas que alcanzaron los trabajos del hombre. Allá donde un lecho de carbón de piedra se sumerge j se — 145 — encorva para elevarse mas lejos á una distancia conocida, es posible evaluar en números la profundidad de la capa; y se lia demostrado que estos depósitos de carbón , mezclados con restos orgánicos del mundo antiguo, se hunden á 2.000 metros bajo el nivel del mar (en Bélgica, por ejemplo). Los terrenos calcáreos^ j las capas devonianas encorvadas en for- ma de valles, alcanzan una doble profundidad (25). Si se comparan estas depresiones subterráneas con las cimas de las montañas miradas hasta el presente como las mas altas partes de la corteza levantada de nuestro globo , se en- cuentra una distancia de 1 miriámetro j */iq , lo que equivale á Vo24 ^®^ radio terrestre. Tal es, en el sen- tido vertical, el único espacio donde podrían ejercerse las investigaciones de la geognosia, aun cuando la super- ficie de la Tierra entera se estendiese hasta los vértices del Dhawalagiri ó del Sorata. Todo cuanto está situado á ma- yores profundidades que las depresiones de que he hablado, que los trabajos de los hombres j que el fondo del mar donde la sonda haja podido llegar (James Ross ha desar- rollado 30.000 pies de sonda sin alcanzarle), nos es tan desconocido como el interior de los demás planetas de nues- tro sistema solar. De ig'ual modo, conocemos únicamente el total de la masa de la Tierra j su densidad media, com- parada con la de las capas superficiales, las únicas accesi- bles para nosotros. En la carencia de todo dato positivo acerca de las propiedades químicas ó físicas del interior del globo, estamos nuevamente obligados á recurrir á las con- geturas, como si se tratase de los demás planetas que giran alrededor del Sol. Así, que no tenemos dato alguno cierto acerca de la profundidad en la cual llegan las rocas al es- tado de reblandecimiento ó de fusión completa: ni de las cavidades que llenan los vapores elásticos ; ni del estado de los gases interiores sometidos á una enorme presión j á •una alta temperatura; ni, v, en fin, sobre la ley que — 146 — siguen las densidades crecientes de las capas comprendidas entre el centro j la superficie de la tierra. La elevación de la temperatura á proporción que se va profundizando en el terreno, j la reacción del interior del globo contra la superficie,, nos conducirán á la larga serie de los feaómenos volcánicos: tales son, los terremotos, las emisiones gaseosas, las fuentes termales , los volcanes de cieno j las corrientes de lava que vomitan los cráteres erup- tivos. También la potencia de las fuerzas elásticas obran alterando el nivel de la superficie. Grandes pía jas, con- tinentes enteros, se han levantado ó hundido; las partes sólidas se separan de las fluidas; el Océano, atravesado por corrientes cálidas ó frias, como por otros tantos rios aislados en su masa líquida, cubre de hielo los polos y baña con sus aguas las rocas, ja densas j resistentes^ ja disgregadas j reunidas en bancos movibles. Los límites que separan las aguas de los continentes ó de las tier- ras^ esperimentan frecuentes cambios. Las llanuras han oscilado de abajo á arriba, j de alto á bajo. Después del solevantamiento de ios continentes, se han producido gran- des hendiduras casi todasparalelas; j hacia la misma época, probablemente, surgieron las cadenas de montañas. Lagos salados j grandes masas de aguas interiores, durante largo tiempo habitados por las mismas especies animales, vio- lentamente se separaron , ocasionando estos trastornos , de que son prueba suficiente los restos fósiles de conchas j de zoófitos, que se encuentran idénticos en todas partes. Así se descubre , siguiendo el examen de los fenómenos en su mutua dependencia, que las fuerzas poderosas cuja acción se ejerce en las entrañas del globo, son también las que quebrantan la corteza terrestre, j abren salidas á los tor- rentes de lava arrojados por la enorme presión de los vapo- res elásticos. Estas fuerzas que en otro tiempo solevantaron hasta la — 147 — región de las nieves perpetuas, las cimas de los Andes j del Himalaja, han producido también en las rocas combi- naciones y agregaciones nuevas, j trasformado las capas, anteriormente depositadas en el seno de las aguas _, en donde existia ja bajo mil formas la vida orgánica. Re- conocemos aquí toda la serie de las formaciones superpues- tas por orden de antigüedad, j bailamos de nuevo en estas capas las variaciones de forma que ban afectado á la super- ficie, los efectos dinámicos de las fuerzas espansivas, j basta las acciones químicas de los vapores emitidos por las hen- diduras. Las partes sólidas j secas de la superficie terrestre don- de la vejetacion ba podido desarrollarse en todo su estraor- dinario vigor, es decir, los continentes, están en continua relación de acción j de reacción con las masas que los rodea, en donde reina casi esclusivamente la organización animal. El elemento líquido se baila á su vez cubierto por las capas atmosféricas , Océano aéreo cu jos bajíos son las cadenas de montañas j las mesetas, j en donde se producen también corrientes j variaciones de temperatura; la humedad acu- mulada en la región de las nubes se condensa alrededor de los vértices elevados, corre por los flancos de las montabas, j de allá va á esparcir por do quiera en las llanuras la fe- cundidad j el movimiento. Pero si la distribución de los mares j de los continentes, la forma general de la superficie j la dirección de las líneas isotermas (zonas en que las temperaturas medias del año son iguales), regulan j dominan la geografía de las plan- tas; no sucedo lo mismo cuando se trata de las razas huma- nas, último j mas noble objeto de una descripción física del mundo. Los progresos de la civilización, el desarrollo de las facultades j la cultura general de la inteligencia que funda en las naciones la supremacia política, concurren con los accidentes locales, aunque de una manera mas eficaz, á — 148 — determinar los caracteres diferenciales de la raza j su dis- tribución numérica sobre la superficie del globo. Ciertas razas, fuertemente apegadas al suelo que ocupan, pueden ser rechazadas de él jaun destruidas por razas vecinas mas desarrolladas, sin que apenas quede de ellas un recuer- do que recoger en la historia. Otras, inferiores solamente por el número, atraviesan entonces los mares, j de este modo es como han adquirido casi siempre los pueblos na- vegantes sus conocimientos geográficos , aunque la super- ficie total del globo, ó al menos la de los países marítimos, no se hava conocido del uno al otro polo sino hasta mucho después. Antes de abordar en los detalles el vasto cuadro de la naturaleza terrestre , he querido indicar aquí en globo de qué manera pueden reunirse en una sola obra la descrip- ción de la superficie de la Tierra; las manifestaciones de las fuerzas que se mueven sin cesar en su seno, como el electro- magnetismo j el calórico subterráneo; las relaciones de es- tension j de configuración, tanto horizontal como vertical- mente consideradas; las^ formaciones típicas de la geognosia; los grandes fenómenos del mar j de la atmósfera; la distri- bución geográfica de las plantas j de los animales ; j por último, la gradación física de las razas humanas, únicas susceptibles de cultura intelectual, siempre j por do quiera. Esta unidad de esposicion supone que los fenómenos han sido mirados en su mutua dependencia j en el orden natu- ral de su encadenamiento. La simple justa posición de los bechos no llenaria el objeto que me propongo; no podría sa- tisfacer la necesidad de una esposicion cósmica que despier- ta en mi alma el aspecto de la naturaleza durante mis lar- gos viajes marítimos j terrestres por las mas diversas zonas; deseo formulado mas enérgicamente cada dia, á medida que el detenido estudio de la naturaleza desarrollaba en mí el sentimiento de su unidad. Indudablemente que esta tenta- — 149 — tiva será imperfecta bajo mas de un concepto; pero el mag- nífico espectáculo que ofrecen los rápidos adelantos de to- dos los ramos de las ciencias físicas, me permiten esperar que bien pronto será posible corregir j completar las partes defectuosas de mi obra. En el orden mismo de los progresos científicos está, que bechos por largo tiempo aislados j sin enlace vengan sucesivamente á ligarse con el conjunto, so- metiéndose á las lejes generales. Solamente indico aquí la via de la observación y de la esperiencia, por donde ca- mino como otros mucbos, esperando que llegue un dia en que realizándose los votos de Sócrates (26), «sea la razón el único intérprete de la naturaleza.» Pasando abora á pintar la naturaleza terrestre bajo to- dos sus aspectos, necesario es empezar por la figura j las dimensiones de la Tierra, atento que la figura geomé- trica de este planeta nos manifiesta su origen j su bistoria tan bien ó mejor que el estudio de sus rocas j minerales. Su forma elíptica acusa la fluidez primitiva, ó al menos el reblandecimiento de su masa; asi como su aplanamiento es, para los que saben leer en el libro de la naturaleza, uno de ios datos mas antiguos de la geognosia. De la misma ma- nera, la forma elíptica del esferoide lunar ^ j la dirección constante de su eje máximo bácia nuestro planeta, son be- cbos que se remontan al origen de aquel satélite. «La figura matemática de la Tierra es aquella que tomaria su superfi- cie si la cubriese completamente un líquido en estado de reposo;» j á esta superficie ideal, que no reproduce las des- igualdades ni los accidentes de la parte sólida de la superficie real, (27) es á la que se refieren todas las medidas geodési- cas, cuando se las reduce al nivel del mar. Para determinar exactamente esta superficie ideal, basta conocer el valor del aplanamiento j la longitud del diámetro equatorial; pero el estudio completo de la superficie exigiría que una doble medida fuere ejecutada en dos direcciones rectangulares. — 150 — Con las once medidas de grados (determinaciones de la curvatura de la Tierra en diferentes puntos de su superficie) practicadas hasta ahora, 9 de ellas en nuestro siglo, cono- cemos ja bien la figura del globo, que Plinio llamaba «un punto en el Universo» (28). Estas medidas no dan para di- ferentes meridianos la misma curvatura bajo igual latitud; lo cual prueba la exactitud de los instrumentos emplea- dos y la fidelidad de los resultados parciales. El decreci- miento de la pesadez cuando se va del ecuador al polo, de- pende de la lej que siguen las variaciones de la densidad en el interior del globo ; j lo mismo sucederá con cuantas deducciones saquemos de este hecho respecto de la figura de la Tierra. Asi, por ejemplo, cuando inspirado por consi- deraciones teóricas no menos que por el descubrimiento del aplanamiento de Júpiter, que Cassini habia hecho antes de 1666, anunció Newton en sus inmortales Philosophia naturalis Principa el aplanamiento de la Tierra , (29) fijó su valor en V^oo? ^^jo ^^ hipótesis de una masa homogénea^ en tanto que las medidas efectivas, sometidas á los podero- sos métodos de la análisis recientemente perfeccionada, han probado que el aplanamiento del esferoide terrestre es pró- ximamente igual á ^/30o, por considerarse que la densidad de las capas es cada vez major hacia el centro. Tres métodos se han empleado para determinar la curva- tura de la Tierra; á saber: las medidas efectivas de grados de meridiano; las observaciones del péndulo; j ciertas des- igualdades lunares: todas tres dan idéntico resultado. El primer método es á la vez geométrico v astronómico; en los otros dos, se pasa de los movimientos observados con exac- titud á las fuerzas que los han producido, j de estas mis- mas fuerzas á su causa común, que está en relación con el aplanamiento de la Tierra. Aunque en este cuadro general de la naturaleza no debiera tratar de métodos, me ha pare- cido conveniente, sin embargo, hacer una escepcion en fa- — 151 — vor de los que acabo de citar, porque son muy propios para hacer resaltar la estrecha conexión de la forma j de las fuerzas con los fenómenos generales. Por otra parte, estos métodos han jugadg en la ciencia un papel principal, pro- porcionando la ocasión de someter á una prueba delicada todos los instrumentos métricos, do perfeccionar en astro- nomía la teoría de los movimientos de la Luna, j en mecá- nica la del péndulo oscilante en un medio resistente, v abriendo en fin, nuevos caminos á la análisis. Desde la in- vestigación del paralaje de las estrellas, á la que debemos el descubrimiento de la aberración j de la mutación, no se encuentra en la historia de las ciencias ningún otro pro- blema, sino el de la figura de la Tierra, cuja solución pue- da rivalizar en importancia con los progresos generales que resultan indirectamente de los esfuerzos intentados para llegar al objeto. Bessel ha comparado v calculado, sujetán- dose á los métodos mas rigurosos , once medidas de grados, de las cuales tres fueron ejecutadas fuera de Europa; una en el Perú (la antigua medida francesa), y las otras dos en las Indias orientales: deduciéndose de todas ellas un aplana- miento equivalente á V299 (^^)- ^^h pues, el semidiámetro polar de este elipsoide de revolución, tiene de longitud 10,938 toesas (21 kilómetros próximamente), menos que el semidiámetro ecuatorial; de donde se sigue que el ensanche del Ecuador es como cinco veces la altura del Mont-Blanc, ó como dos veces j media la altura probable del Dhawala- giri, que es la mas alta montaña de la cadena del Hima- laja. Las desigualdades lunares (perturbaciones del mo- vimiento de la Luna en longitud j en latitud) han dado á Laplace un aplanamiento de V299J ^^ decir, el mismo resultado que se obtuvo de las medidas de grados. Pero las observaciones del péndulo (31) dan por término medio un aplanamiento mucho major (V^ss)- Cuéntase que Galileo en su niñez, hallándose un dia en los divinos oficios, que indudablemente no debian inte- resarle, reconoció Ja posibilidad de medir la elevación de la cúpula de la iglesia por la duración de la? oscilaciones de las lámparas suspendidas en la bóveda • á alturas desigua- les. ¡Cuan lejos estaba entonces de prever que su .péndulo seria trasportado del uno al otro polo, para determinar la figura de la Tierra, ó mas bien, para comprobar que la di- ferente densidad de las capas terrestres influje sóbrela longitud del péndulo de segundos! Verdaderamente son admirables en sumo grado las propiedades geognósticas de este instrumento, destinado al principio á medir el tiempo, pero que puede asimismo servir para sondear en cierta sentido grandes profundidades ; para indicar, por ejemplo, si en ciertas islas volcánicas (32), ó sobre las vertientes de las cadenas de montañas (33), existen cavidades subterrá- neas ó pesadas masas de basalto v de melafiro. Desgraciada- mente estas bellas propiedades se convierten en graves inconvenientes, cuando se trata de aplicar el método de las oscilaciones del péndulo al estudio de la forma de la Tierra. Las cadenas de montañas v la variable densidad de las capas terrestres influven también, aunque no de una ma- nera tan perjudicial, en la parte astronómica de las medidas de arcos de meridiano. Conocida la figura de la Tierra, puede deducirse de ella la influencia que ejerce en los movimientos de la Luna; v recíprocamente, conociendo bien estos movimientos es fácil llegar á la forma de nuestro planeta. Por esto decia La- place (34): «Es cosa muj notable, que un astrónomo sin salir de su observatorio, j comparando únicamente sus ob- servaciones con la análisis, hubiese podido determinar exactamente la magnitud j el aplanamiento de la Tierra, j su distancia al Sol j á la Luna; elementos cu jo conoci- miento ha sido el fruto de largos v penosos viajes en uno j otro hemisferio.» El aplanamiento que se deduce asi de — 153 _ las desigualdades lunares, tiene sobre las medidas aisladas de grado, j sobre las observaciones del péndulo, la ventaja de ser independiente de los accidentes locales, j puede considerarse como el aplanamiento medio de nuestro pla- neta. Comparándole con la velocidad de rotación de la Tierra, prueba que la densidad de las capas terrestres va creciendo desde la superficie hacia el centro; resultado idéntico al que se obtiene cuando se compara los aplana- mientos de Júpiter j Saturno con la duración de sus res- pectivas rotaciones. Por donde se vé_, que el conocimiento de la figura esterior de los astros conduce á la de las pro- piedades de su masa interior. Los dos hemisferios presentan casi la misma curvatura bajo las mismas latitudes (35); pero las medidas de grados y las observaciones del péndulo dan para diversas locali- dades resultados tan diferentes , que ninguna figura regu- lar puede adaptarse á datos asi obtenidos. La figura real de ]a Tierra es á una figura regular geométrica, «lo que la accidentada superficie de un mar tempestuoso á la su- perficie tranquila de un estanque.» No le bastaba al hombre haber medido asi la Tierra, sino que le era preciso también pesarla ; j para ello se han imaginado muchos métodos. El primero consiste en deter • minar, por medio de una combinación de medidas astronó- micas V geodésicas, cuánto desvia la plomada de la direc- ción vertical á las inmediaciones de las montañas. Fúndase el segundo en la comparación de las longitudes de un pén- dulo que se hace oscilar primero al pié, j luego al vértice de una montaña. El tercero es la balanza de torsión, que puede considerarse también como un péndulo oscilante en el sentido horizontal . De estos tres procedimientos (36), el último es el mas seguro, porque no exige , como los otros dos , la determinación , siempre difícil , de la densidad de los minerales de que se compone una montaña. Las inves- — 154 — tigaciones recientes de Reich, hechas con la balanza de tor- sión , han fijado la densidad media de toda la Tierra en 5,44, tomando por mitad la del agua pura. Ahora bien: según la naturaleza de las rocas que componen las capas superiores de la parte sólida del globo , la densidad de los continentes es apenas de 2,7 ; j por consiguiente la densi- dad media de los continentes j de los mares no llega á 1,6. Véase, pues, cuánto deberá ir creciendo hacia el centro la densidad de las capas interiores, bien sea por la presión que esperimentan, ó bien por la naturaleza de sus materia- les. Nueva razón que añadir á las que han hecho dar al péndulo vertical ü horizontal, el nombre de instrumento greog-nóstico. Muchos físicos célebres, colocados en puntos de vista di- ferentes , han deducido de este resultado conclusiones dia- metralmente opuestas acerca del interior de nuestro globo. Háse calculado á cuánta profundidad deben adquirir los lí- quidos, j aun los gases, mavor densidad que la del platino ó el iridio; j después, para armonizar la hipótesis de la compresibilidad indefinida de la materia con el valor fijo del aplanamiento, reducido ja hoj á límites muj aproxi- mados entre sí, el ingenioso Leslie se ha visto en la necesi- dad de presentarnos el interior del globo terrestre como una caverna esférica «llena por un fluido imponderable, pero dotada de una fuerza de espansion enorme.» Tan aventura- das concepciones dieron origen bien pronto á ideas aun mas fantásticas , en espíritus verdaderamente estraños á las ciencias. Llegóse á suponer que crecian plantas en aquella esfera hueca; poblósela de animales; j para disipar las tinieblas, díjose que circulaban en ella dos astros: Pluton V Proserpina, Estas regiones subterráneas fueron dotadas de una temperatura casi igual, v de un aire siempre lu- minoso á causa de la presión que esperimenta (olvidóse sin duda la existencia de dos soles colocados allí para ilu- -^ 155 — minarlas); por último, imaginóse que á los 82* de latitud, cerca del Polo Norte, se hallaba una inmensa abertura por donde debia salir la luz de las auroras boreales, j que per- mitia bajar á la esfera hueca. Sir Humphrj Davj j jo fuimos invitados públicamente por el capitán Sj^mmes para emprender esta espedicion subterránea. ¡Tan enérgica es la tendencia de ciertos espíritus á poblar de maravillas los es- pacios desconocidos, sin tener en cuenta los hechos adqui- ridos por la ciencia ni las lejes umversalmente reconocidas en la naturaleza! Ya á fines del siglo XVII, el célebre Ha- lle j, en sus especulaciones magnéticas, habia escavado así el interior de la Tierra, suponiendo que un núcleo , gi- rando libremente en aquella cavidad subterránea, producia las variaciones anuales j diurnas de la declinación de la aguja imantada. Estas ideas, que no fueron jamás sino pura ficción para el ingenioso Holberg, han hecho fortuna en nuestros dias, j háse pretendido darles con seriedad in- creible cierto valor científico. La figura , la densidad j consistencia actuales del globo están íntimamente ligadas á las fuerzas que se agitan en su seno independientemente de toda influencia esterior. Así, la fuerza centrífuga, consecuencia del movimiento de rotación de que está animado el esferoide terrestre, ha de- terminado el aplanamiento del globo; j á su vez este apla- namiento denota la fluidez primitiva de nuestro planeta. Una cantidad enorme de calórico latente háse hecho libre por la solidificación de esta masa fluida; y si, como Fourier dice, las capas superficiales son las primeras que se han enfriado j solidificado al emitir sus rajos hacia los espacios celestes, las partes mas próximas al centro deben haber conservado su fluidez é incandescencia primitivas. Durante largo tiempo este calórico interno ha atravesado la corteza así formada , para perderse al cabo en el espacio ; j luego vino otro período_de equilibrio estable en la temperatura del — 156 -- globo_, de suerte que á partir de la superficie , el calórico debe ir creciendo gradualmente hacia el centro. Este au- mento de calórico se halla establecido de una manera irre- cusable, al menos hasta una gran profundidad, por la tem- peratura de las aguas que brotan de los pozos artesianos, por la de las rocas que se esplotan en las minas profundas, j sobre todo por la actividad volcánica de la Tierra, es de- cir, por la erupción de las masas en liquefacción que arroja de su seno. Según inducciones fundadas á la verdad sobre simples analogías, es altamente probable que este aumento de calórico se propague hasta el centro. En la ignorancia completa en que estamos acerca de la naturaleza de los materiales de que estáformado el interior de la Tierra; de los diversos grados de capacidad para el calórico y de conductibilidad de las capas superpuestas; j por último, de las trasformaciones químicas que las materias sólidas ó lí- quidas deben esperimentar bajo la influencia de una presión enorme, no podemos aplicar á nuestro planeta sin resérvalas lejes de la propagación del calórico que ha descubierto un profundo geómetra para un esferoide homogéneo de metal, ajudado de una análisis que él mismo habia creado (37). Ya nuestro espíritu llega, aunque con trabajo, á representarse el límite que separa la masa líquida interior, de las capas sólidas de que se compone la corteza terrestre, ó sea la gradación insensible en cuva virtud pasan las capas, de la solidificación completa á la semi-fluidez de las sustancias terrestres reblandecidas, aunque no en fusión todavía. Las lejes conocidas de la hidráulica no pueden aplicarse á este estado intermedio sin grandes restricciones. La atracción del Sol j de la Luna, que levanta las aguas del Océano j produce las mareas^ debe hacerse sentir también bajo la bóveda formada por las capas solidificadas, produciendo in- dudablemente en la masa fundida un reflujo, una variación periódica de la presión que soporta la bóveda. Sin embargo, — 157 — estas oscilaciones deben de ser muj pequeñas, y no pode- mos atribuir á ellas, sino á faerzas interiores mas poderosas, los temblores de tierra. Por donde se ve, que existen series enteras de fenómenos cuja débil influencia apenas podría- mos determinar numéricamente, pero que es útil señalar, á fin de establecer las grandes le jes de la naturaleza en toda su generalidad j hasta en los menores detalles. --.^. Según esperiencias, bastante contestes entre sí^ á que se ha sometido el agua de diferentes pozos artesianos , pa- rece que por término medio la temperatura de la corteza terrestre se aumenta á medida que se va profundizando en sentido vertical á razón de 1 "" del termómetro centígrado por 30 metros. Si se aplicase esta \qj á todas las profundi- dades, una capa de granito no llegaria al estado de plena fusión, sino á mas de 4 miriámetros debajo de tierra (4 ó 5 veces la altura del mas alto vértice del Himalaja) (38). El calórico se propaga en el globo terrestre de tres ma- neras diferentes. El primer movimiento es periódico j hace variar la temperatura de las capas terrestres á medida que el calórico, según las estaciones j la posición del Sol, penetre de alto á bajo, ó se estienda de abajo á arriba, tomando la misma senda, aunque en sentido inverso. El segundo mo- vimiento, que resulta también de la acción solar, es de uca escesiva lentitud : una parte del calórico que penetra por las capas ecuatoriales, se mueve en el interior de la corteza terrestre hasta casi los polos; allí se desvía de su dirección, sale á la atmósfera j va á perderse en las apartadas regio- nes del espacio. El tercer modo de propagación es el mas lento de todos ^ j consiste en el enfriamiento secular del globo,, es decir, en la pérdida de aquella débil parte de ca- lórico primitivo que actualmente se trasmite á la superfi- cie. En la época de las mas antiguas revoluciones de la Tierra, esta pérdida del calor central ha debido ser .consi- derable; pero ha ido tan á menos desde los tiempos históri- — 158 — eos, que escapa casi á los instrumentos termométricos. La superficie de la Tierra se encuentra por lo tanto colocada entre la incandescencia de las capas interiores, j la baja temperatura de los espacios celestes, que probablemente es inferior al punto de congelación del mercurio. Las variaciones periódicas que la situación del Sol j los fenómenos meteorológicos producen en la temperatura de la superficie , no se propagan al interior de la Tierra sino hasta muj cortas profundidades. Esta lenta trasmi- sión del calórico á través del suelo disminu je la pérdida que esperimenta en el invierno, j es favorable á los árboles de hondas raices. Los puntos situados á diferentes pro- fundidades sobre una misma linea vertical, alcanzan asi, en épocas muj diferentes, el máximun jel mínimun de la temperatura que les corresponde ; j cuanto mas se alejan de la superficie menor es en ellos la diferencia de sus dos estremos. En la región templada que nosotros habitamos (latitud 48°-52^) , la capa de temperatura invariable se en- cuentra á una profundidad de 24 á 27 metros ; hacia la mitad de ella las oscilaciones que el termómetro esperi- menta á consecuencia de las alternativas de las estaciones, valen á penas medio grado. Bajo los trópicos, la capa inva- riable se encuentra ja á 1 pie debajo de la superficie , cir- cunstancia de que Boussingault ha sacado partido para de- terminar de una manera sencilla j á su juicio mu j segura, la temperatura media de la atmósfera local (39). Puede considerarse esta temperatura media de la atmósfera en un punto dado de la superficie, ó mejor dicho, en un grupo de puntos cercanos, como el elemento fundamental que deter- mina en cada región la naturaleza del clima j de la vege- tación . Pero la temperatura media de toda la superficie es muj diferente de la del mismo globo terrestre. Se pregunta frecuentemente si el curso de los siglos ha modificado sensi- blemente esta media temperatura del globo,- si el clima de — 159 — una región se ha deteriorado ; si el invierno se ha hecho en ella mas dulce,, j el estio menos cálido. El termómetro es el único medio de resolver cuestiones semejantes, j su des- cubrimiento apenas se remonta á dos siglos j medio ; j casi no ha sido aplicado de una manera racional hasta hace ciento veinte años. La naturaleza j la novedad del medio restrigen asi considerablemente el campo de nuestras inves- tigaciones acerca de las temperaturas atmosféricas. No su- cede lo mismo cuando se trata del calor central de la Tierra. Asi como de la igualdad en la duración de las oscilaciones de un péndulo puede deducirse la invariabilidad de su temperatura, asi también la constancia de la velocidad de rotación que anima al globo terrestre , nos dá la medida de la estabilidad de su temperatura media. El descubrimiento de esta relación entre la duración del diay elcalor del glolo, es ciertamente una de las mas brillantes aplicaciones que han podido hacerse de un largo conocimiento de los movi- mientos celestes , al estudio del estado térmico de nuestro planeta. Se sabe que la velocidad de rotación de la Tierra depende de su volumen; enfriándose la masa de la Tierra por medio de la irradiación, debe disminuir su volumen; por consiguiente todo decrecimiento de temperatura , cor- responde aun aumento de la velocidad de rotación, es decir, á una disminución en la duración del dia. Ahora bien, te- niendo en cuenta las desigualdades seculares del movimien- to de la Luna, en el cálculo de los eclipses observados en las épocas mas remotas , se encuentra que desde el tiempo de Hiparco, es decir, dos mil años há, la duración del dia no ha disminuido ciertamente ni aun la centésima parte de un segundo. Puede afirmarse sin salir de estos mismos límites, que la temperatura media del globo terrestre no ha variado en ^/i7Q de grado, desde dos mil años acá (40). Esta invariabilidad en las dimensiones, supone una in- variabilidad igual en la distribución de la densidad por el — 160 — interior de la Tierra; de donde resulta, que la formación de los volcanes actuales, su erupción de lavas ferruginosas, v el transporte de las pesadas masas de piedras que han relle- nado las hendiduras y las grietas, no producen, en reali- dad, sino insignificantes modificaciones, meros accidentes superficiales, cujas dimensiones se desvanecen cuando se las compara á las del globo. Las consideraciones precedentes acerca del calórico in- terno de nuestro planeta descansan casi esclusivamente en los resultados de las magnificas investigaciones de Fourier. Poisson ha suscitado ciertas dudas sobre la realidad de este crecimiento continuo del calórico terrestre desde la su- perficie del globo hasta su centro ; según él, no haj caló- rico que no ha ja penetrado de lo esterior á lo interior ; j el que no proviene del Sol depende de la temperatura, ó muj alta ó muj baja, de los espacios celestes que atraviesa el sistema solar en su movimiento de traslación. Por mas que esta hipótesis se ha ja emitido por uno de los mas pro- fundos geómetras de nuestra época, no ha podido satisfacer ni á los físicos ni á los geólogos. Pero cualquiera que sea el origen del calor interno de nuestro planeta, cualquiera que sea la causa de su crecimiento, limitado ó ilimitado hacia el centro, siempre resulta que la conexión íntima de todos los fenómenos primordiales de la materia , j el lazo oculto que une entre sí alas fuerzas moleculares, nos inducen á referir al calórico central del globo los misteriosos fenómenos del magnetismo terrestre. En efecto, el magnetismo terrestre, cujo carácter principal es el de presentar en su triple modo de acción una continuidad de variaciones periódicas, debe atribuirse á la desigualdad de ia temparatura del globo (41), ó á las corrientes galvánicas que consideramos como electricidad movida en un círculo cerrado (42). La misteriosa dirección de la aguja imantada depende á la vez del tiempo j del espacio, del curso del Sol j de la posición — 161 — geográfica. Por la aguja imantada puede saberse la hora que es del día, lo mismo que bajo los trópicos por las osci- laciones del barómetro. Las auroras boreales, resplandores rogizos que coloran el cielo de nuestras regiones árticas, ejercen también sobre la aguja una acción pasajera , pero inmediata. Cuando el movimiento horario de la aguja se vé turbado por una tempestad magnética , acontece con fre- cuencia que la perturbación se manifiesta simultáneamen- te^ asi como suena, en la tierra j en el mar, á centenares j millares de leguas , ó bien se propaga en todos sentidos por la superficie del globo , de una manera sucesiva j con cortos intervalos de tiempo. (43). En el primer caso, la simultaneidad de los fenómenos podria servir para deter- minar las longitudes geográficas, lo mismo que los eclip- ses de los satélites de Júpiter, las señales de fuego j las estrellas errantes convenientemente observadas. Es cosa verdaderamente admirable, que los movimientos irregulares de dos pequeñas agujas imantadas pueden revelarnos la distancia que las separa, aunque se las suspenda bajo tierra á grandes profundidades , j enseñarnos por ejemplo, á qué distancia del Oriente de Goetinga ó de Paris, se encuentra Casan. Existen regiones en el globo en que los navegantes , envueltos de nieblas espesas durante muchos dias, se ven privados con frecuencia de los medios astronó- micos que sirven para determinar la hora, j la posición del buque : la inclinación de la aguja les indicaria entonces con exactitud si se hallan al Norte ó Sud del puerto á donde deben arribar (44). Pero cuando la súbita perturbación del movimiento ho- rario de la aguja anuncia j prueba la existencia de una tempestad magnética , es preciso confesar que ignoramos aun el lugar donde reside la causa perturbadora : ¿será en la corteza terrestre , ó en las regiones superiores de la at- mósfera? Por desgracia la cuestión aun no está resuelta en — 162 — la actualidad. Si se considera la tierra como uu verdadero imán, es preciso entonces atribuirle, según la espresion de Federico Gauss, célebre fundador de una teoría general del magnetismo terrestre, la fuerza magnética de una barra imantada, de una libra de peso, por cada octavo de metro cúbico (45). Si es cierto que el hierro, el nikel j probable- mente el cobalto (pero no el cromo (46) como por largo tiempo se ha creido), son las únicas sustancias que pue- den conservar de una manera durable las propiedades mag- néticas, en virtud de cierta fuerza coercitiva, no es menos cierto por otra parte, que todas las sustancias terrestres pueden llegar á ser j) as ager amenté magnéticas , como lo prueba el magnetismo de rotación de Arago j las corrien- tes de inducción de Faradaj. El primero de estos dos físi- cos ilustres, ba demostrado que el agua, el hielo, (47) el vidrio, el carbón j el mercurio, ejercen alguna influencia en las oscilaciones de la aguja imantada ; y apenas haj sus- tancia que no presente cierto grado de imantación cuando sirve de conductor, es decir, cuando por ella atraviesa una corriente de electricidad. Parece que los pueblos occidentales conocieron desde muj antiguo la fuerza de atracción de los imanes natura- les; j es por lo mismo hecho bien notable, que solo los pueblos de la estremidad oriental del Asia , los Chinos, conociesen la acción reguladora que el globo terrestre ejer- ce sobre la aguja imantada. Mas de mil años antes de nues- tra era , en la época tan oscura de Codro j de la vuelta de los Heraclides al Peloponeso , los Chinos tenian ja halanzas magnéticas , uno de cu jos brazos llevaba una figura huma- na que indicaba constantemente el Sud; j se servian de esta brújula para caminar á través de las inmensas estepas de la Tartaria. Ya en el siglo III de nuestra era, es decir, setecientos años por lo menos antes de la introducción de la brújula en los mares europeos, los barcos chinos navegaban — 163 --> por el Océano Indico (48), según la indicación mag- nética del Sud. He demostrado en otra obra cuánta superio- ridad (49) daba á los geógrafos chinos el conocimiento y el ^empleo de la aguja imantada en épocas tan remotas, sobre los geógrafos griegos y romanos, que ignoraron siempre, por ejemplo , la verdadera dirección de- los Apeninos y de los Pirineos. La fuerza magnética de nuestro planeta se manifiesta en la superficie por tres clases de fenómenos, uno de los cuales corresponde á la intensidad variable de la fuerza misma, mientras que los otros dos comprenden los hechos relativos á su dirección variable , es decir, la inclinación y la declinación ; este último ángulo se cuenta en cada lugar en el sentido horizontal, á partir del meridiano terrestre. El efecto completo que el magnetismo produce en lo este- rior, puede también representarse gráficamente por medio de tres sistemas de líneas , á saber : las líneas isodincmicas , las líneas isoclinicas, y las líneas i,so^Ó7iicas; ó en otros tér- minos : las líneas de igual intensidad,, de igual inclinación y de igual declinación. La distancia y la posición relativa de estas líneas no permanecen siempre las mismas, sino que están sometidas á continuas desviaciones oscilatorias. Sin embargo, haj en la superficie del globo, ciertos puntos (50) tales como la parte occidental de las Antillas y el Spitzberg, donde la declinación de la aguja imantada, no varía, ó si varía , es en cantidades apenas sensibles en el curso de todo un siglo. De la misma manera, si por consecuencia de su movimiento secular llegan algunas líneas isogónicas á pa- sar de la superficie del mar , sobre un continente ó sobre una isla un tanto considerable, se detienen allí largo tiem- po y se doblan á medida que avanzan mas allá. Estos cambios sucesivos y modificaciones desiguales de las declinaciones orientales v occidentales , complican las representaciones gráficas que corresponden á siglos diferen- — 164 — tes^ é impiden reconocer fácilmente en ellos las relaciones j analogías de las formas. Ramal haj de ciertas curvas, que tiene una historia totalmente particular ; pero entre los pueblos occidentales esta historia no se remonta á mas allá de la época memorable (13 de set. de 1492) en que el grande hombre qire hizo el segundo descubrimiento del Nueve-Mundo , reconoció una línea sin declinación como á> los 3° al Oeste del meridiano de una de las Azores, la isla de Flores (51). Esceptuando una pequeña parte de la Ru- sia, todo el resto de Europa tiene ahora una declinación occidental, mientras que á fines del siglo XVII (en Lon- dres 1657 j en 1665 en París) _, la aguja se dirigia exacta- mente hacia el polo : donde es de notar que á pesar de la pequeña distancia á que se hallan entre sí estas dos capi- tales , la diferencia de las dos épocas fué doce años. Dos es- celentes observadores, Hansteen y Adolfo Erman , han se- ñalado el admirable fenómeno que presentan las líneas de igual declinación en las vastas regiones del Asia septen- trional : cóncavas hacia el polo entre Obdorff del Obi y Turuchansk , son convexas entre el lago Baikal j el mar Ochotsk. En estas regiones del norte del Asia oriental, en- tre la cadena de Werchojansk, Jakoutsk j la Corea sep- tentrional , las líneas isogónicas forman un sistema particu- lar muj notable, cuja forma ovalada (52) se reproduce en escala mas estensa en el mar del Sud, casi bajo el meri- diano de Pitcairn y del archipiélago de las Marquesas, entre los 20" de latitud boreal y 45" de latitud austral. Po- drían atribuirse estos sistemas aislados, cerrados por todas partes j formados de curvas casi concéntricas, á propieda- des locales del globo terrestre ; pero si tales sistemas , en apariencia aislados^ deben esperimentar desviaciones tam- bién en el trascurso de los siglos, deduciremos en conclusión que estos fenómenos , como todos los grandes hechos natu- rales, se refieren á causas mucho mas generales. ~ 195 — Las variaciones horarias de la declinación dependen del tiempo verdadero; están reguladas por el Sol mientras luce sobre el horizonte, y decrecen en valor angular con la lati- tud magnética. Cerca del Ecuador, por ejemplo, en la isla de Rawak, son apenas de tres á cuatro minutos, mientras que suben hasta trece ó catorce en la Europa central. Ahora bien; como desde las ocho j media de la mañana hasta la una V media de la tarde, por término medio, la estremidad boreal de la aguja se dirige del Este al Oeste en el hemis- ferio septentrional v del Oeste al Este en el hemisferio aus- tral , se ha supuesto con razón (53) que debe haber en la Tierra una región situada probablemente entre el Ecuador terrestre j el Ecuador magnético, en la cual la variación horaria de la declinación sea nula completamente. Esta úl- tima curva , no hallada todavía^ podría llamarse línea sin 'cariacion horaria de la declinación. Así como se ha dado el nombre ^^ polos magnéticos á los puntos de la superficie de la Tierra en que desaparece la fuerza horizontal, puntos cuja importancia por otra parte se ha exagerado mucho, (54) de igual manera se llama Ecuador magnético^ la curva formada por los puntos en que la inclinación de la aguja es nula. La posición de esta línea v sus cambios seculares de forma han sido en nuestros dias objeto de serias investigaciones. Según los escelentes traba- jos de Duperre j (55) que ha atravesada el Ecuador magné- tico en seis ocasiones diferentes desde 1822 á 1825, los nodos de los dos Ecuadores, es decir, los dos puntos en que la li- nea sin inclinación corta el Ecuador terrestre, pasando de uno á otro hemisferio , están colocados de una manera poco regular: en 1825, el nodo que estaba cerca de la isla de Santo-Tomás hacia la costa occidental de África , se hallaba A 188° ^/.2 del nodo situado en el mar del Sud, junto á las pequeñas islas de Gilberto, casi bajo el meridiano del archi- piélago de Vití. A principios de este siglo, he determinado — 166 -- JO astronómicamente á 3600 metros bajo el nivel del mar, el punto (7° V lat. aust. j SO"* 54' long. occid.) en que el Ecuador magnético corta la cadena de los Andes entre Quito V Lima. Al Oeste de este punto, el Ecuador magné- tico atraviesa casi todo el mar del Sud en el hemisferio austral j se aproxima lentamente al Ecuador terrestre. Poco antes de llegar al archipiélago Indio, pasa al hemisferio septentrional , toca únicamente las estremidades meridio- nales del Asia, j penetra en seguida en el continente afri- cano al Oeste de Socotora, hacia el estrecho de Bab-el- Mandeb, siendo entonces cuando se separa mas del Ecua- dor terrestre. Después de haber atravesado las regiones desconocidas del interior del continente africano en direc- ción al Sud-Oeste, "el Ecuador magnético vuelve á la zona austral de los trópicos hacia el Golfo de Guinea, separán- dose entonces de tal modo del Ecuador terrestre , que va á cortar la costa brasileña hacia Os Ilheos, al norte de Porto • Seguro, á los 15° de latitud austral. Desde allí á las mese- tas elevadas de las cordilleras, en que he podido observar ia inclinación de la aguja, entre las minas de plata de Micui- pampa j la antigua residencia de los Incas, Caxamarca, re- corre toda la América del Sud; vasta región, que por aque- llas latitudes es aun para nosotros una térra incógnita, mag- nética, como el África Central. Por recientes observaciones, recogidas j discutidas por Sabine (56), sabemos que desde 1825 á 1837 el nodo de la isla de Santo Tomás se ha adelantado 4° de Oriente á Occi- dente. Seria de suma importancia averiguar si el otro nodo, situado en el mar del Sud, hacia las islas de Gilberto, ha retrocedido al Oeste otro tanto, aproximándose al meri- diano de las Carolinas. Bastan estas consideraciones ge- nerales para hacernos ver, cómo los diferentes sistemas de líneas isoclínicas se ligan á la gran línea sin inclinación, cujas variaciones de forma j posición cambian las latitu- — 167 — des magnéticas, é influyen también sobre la inclinación de la aguja, hasta en las mas apartadas regiones (57) ; y cómo además por una favorable distribución de las tierras j de los mares, los ^/-j del Ecuador magnético están situados so- bre el Océano , circunstancia ventajosa para el estudio del magnetismo terrestre^ atento á que ja poseemos los medios de medir en el mar con la mayor exactitud la inclinación V la declinación de la aguja inmantada. Espuesta ja la distribución del magnetismo por la su- perficie del globo , bajo el doble punto de vista de la decli- nación y de la inclinación de la aguja imantada, réstanos aun considerarla con relación á la intensidad de la fuerza misma; intensidad que las líneas isodinámicas están desti- nadas á representar gráficamente. El vivo j universal inte- rés que inspiran hoj el estudio y la medida de esta fuerza por el método de las oscilaciones de una aguja vertical ú ho- rizontal , apenas data desde principios de este siglo ; pera merced á los adelantos de la óptica y de la cronometría, este género de medida excede en exactitud á todas las demás de- terminaciones magnéticas ; y si bien es cierto que las líneas isogónicas son mas importantes para el navegante y para el piloto, no lo es menos que las isodinámicas ó de igual inten- sidad, son las que prometen hoj mas fecundos resulta- dos (58). El primer hecho comprobado por las medidas di- rectas , es que la intensidad total decrece del ecuador hacia el polo (59) ; y si conocemos actualmente la lej que sigue esta disminución de intensidad _, y la dis- tribución geográfica de todos los términos de que se compone, lo debemos, sobre todo desde 1819 acá, ala infatigable actividad de Eduardo Sabine : el cual, des- pués de haber observado las oscilaciones de la aguja en el polo norte americano, en la Groenlandia, en Spitzberg , y en las costas de la Guinea y del Brasil , siempre con los mismos aparatos, se ha ocupado también en reunir j coor- — 168 — diñar todos los documentos que pueden esclarecer la gran cuestión de las líneas isodinámicas. Por lo que á mí toca, he hecho para una pequeña parte de la América del Sud, el primer ensajo de un sistema isodinámico dividido por zo- nas. Estas líneas no son paralelas á las isodinámicas ó de igual inclinación , pues dista mucho de ser cierto que el mínimum de intensidad de la fuerza magnética se halle en el ecuador, como se crejó al principio , ni es uniforme esta fuerza en parte ninguna. Comparando las observaciones de Erman en la parte meridional del Océano Atlántico , donde se encuentra una zona de débil intensidad (0_,706) que va desde Angola por la isla de Santa Elena hasta las costas del Brasil , con las últimas observaciones del gran nave- gante James Clark Ross junto al Cabo de Crocier, resulta que la fuerza magnética se aumenta casi en razón de 1 á '¿ hacia el polo magnético austral (polo situado en la tierra de Victoria al Oeste del volcan Erebo, cujo nevado vértice se eleva á 3H00 metros sobre el nivel del mar) (60). En efec- to, la major intensidad magnética evaluada hasta ahora es de 2,052 (la unidad adoptada para este género de evalua- ción es la intensidad determinada por mí en el Perú sobre el ecuador magnético); Sabine ha hallado que en el polo magnético norte,, cerca de las islas de Melville , á los74°27' de latitud septentrional, es solo de 1,624, al paso que en New- York , es decir, bajo la misma latitud de Ñapóles, asciende á 1,803. Los brillantes descubrimientos de Oersted , Arago j Faradaj demuestran que existe una relación íntima entre la tensión eléctrica de la atmósfera j la tensión magnética del globo terrestre. Según Oersted, el conductor queda imantado por la corriente eléctrica que le atraviesa: y se- gún Faradaj, del magnetismo nacen por inducción corrien- tes eléctricas. El magnetismo, pues, no es otra cosa que una de las formas múltiples bajo las cuales puede ma- — 160 — nifestarse la electricidad; v estaba reservado á nuestra épo- ca el probar la identidad de las fuerzas eléctricas y mag- néticas , presentidas ja confusamente desde los tiempos mas remotos. <oívo^ fuentes intermiten- tes, pero irregulares, de donde salta una mezcla fluida de óxidos metálicos, de álcalis j de tierra, bajo la poderosa presión de los vapores elásticos ; j si estos manantiales íg- neos corren también tranquilos j apacibles, allá donde las masas liquefactadas han hallado una salida permanente, ¿podemos olvidar cuan próximo estuvo Platón á estas ideas, cuando aquel gran filósofo atribuia á las erupciones volcá- nicas j al calor délas fuentes termales, una causa única, universalmente estendida por las entrañas de la tierra, j simbolizada por un rio de fuego subterráneo, el Pyriip'hle- gethon (25)? Independientes de la influencia de los climas en su modo de distribución o-eo2:ráfica, hánse dividido los volcanes en dos clases esencialmente diferentes : los wlcanes centrales y las cadenas volcánicas. «Los primeros forman siempre el centro de un grupo de volcanes secundarios muj numeroso v re- gularmente dispuestos en todos sentidos; al paso que los de las cadenas volcánicas están escalonados á cortas distancias en una misma dirección , como chimeneas que se hubieran formado sobre una gran falla. Esta segunda clase se subdi- vide á su vez en otras dos : ó bien los volcanes de una mis- ma cadena se elevan del fondo del mar en forma de islotes cónicos , y entonces están ordinariamente distribuidos al pié de una cadena de montañas primitivas que corre en la mis- ma dirección, ó bien están colocados entre la línea culmi- nante de la cadena primitiva cujas cimas forman (26)». El Pico de Tenerife, por ejemplo, es un volcan central^ j el centro de un grupo al cual pertenecen las islas volcánicas de Palma j Lanzarote. El inmenso baluarte natural que se estiende desde el Chile meridional hasta la costa Noroeste de América, ja simple, ja dividida en dos ó tres ramales paralelos, reanudados de trecho en trecho por estrechas ar- — 219 — ticulaciones trasversales; la cadena de los ALndes, en una palabra, nos ofrece en gran escala el ejemplo de una cadena rolcánica, colocada en tierra firme. En esta cadena la pro- ximidad de los volcanes activos se anuncia constantemente por la brusca nivelación de ciertas rocas (dolerita, mela- firo, traquito, anderita, porfiro diorítico) que lian atrave- sado las primitivas, los terrenos de transición formados de arcilla ó greda j los estratos recientes. De esta observación deduje jo, hace ja tiempo, que las rocas esporádicas que acabo de enumerar han sido la base del fundamento de los antiguos fenómenos volcánicos j causa determinante de las erupciones. Al pié del poderoso Tunguragua, cerca de Ponipe (á orillas del Rio-Paela) vi claramente por primera vez una roca volcánica que atravesó una capa de micas- quisto asentada sobre el granito. Cuando los volcanes de las cadenas volcánicas del nuevo Continente están muj próximos, existe entre ellos una cierta conexión. La actividad volcánica parece propagarse lentamente en el Perú, de muchos siglos á esta parte, en dirección de Sud á Norte. El foco general se estiende por debajo de toda la meseta que forma la provincia de Qui- to (27), abriéndose aquí j allí respiraderos que establecen comunicaciones entre este foco y la atmósfera: tales son los volcanes de Pichincha, de Cotopaxi j de Tunguragua; sus elevadas cimas j distribución pintoresca forman el cuadro mas grandioso que se puede encontrar en región volcánica tan cerrada. Las estremidades de estas cadenas volcánicas se hallan pues ligadas entre sí por comunicaciones subter- ráneas; j las numerosas pruebas que justifican este aserto recuerdan una frase muj notable de Séneca,, que dice: «un cráter no es mas que la salida de las fuerzas volcánicas que obran á gran profundidad (28).» Una dependencia mutua enlaza los volcanes de la meseta mejicana, el Orizaba, el Po- pocatepell, el Jorullo vel Colima, situados todos en la misma ~ :¿20 — dirección sobre una gran falla que se estiende trasversalmen- te de un mar á otro, entre los IS"* 59' j 19" 12' de latitud septentrional. Precisamente en esta dirección, reconocida j señalada por mí ^29), sobre la misma falla, fué donde surgió el volvan de Jorullo el 29 de Setiembre de 1759 á 513 me- tros sobre las llanuras que le rodean. Solo una vez ha vo- mitado lava este volcan, así como el monte Epomeo, en la isla de Ischa, que tampoco tuvo mas que una erupción ha- cia el año 1302. Pero si el Jorullo, situado á 15 miriámetros de todo volcan activo, puede pasar por una montaña nueva, en la verdadera acepción de esta palabra, no debe su aparicion_, sin embargo, asemejarse ala del Monte-Nuovo (19 de se- tiembre de 1538), que no es mas que un siniple cráter de le- raniamiento. En mi opinión es mas exacta j mas natural la comparación, que ja antes habia jo hecho, de la súbita erección del volcan mejicano, con el levantamiento volcá- nico del pico de Metonia (hoj Metana) en la Península de Trezena. Este último fenómeno, descrito por Strabon j por Pausanias, dio origen en la brillante imaginación de un poeta romano á consideraciones que sorprenden por su ad- mirable afinidad con las ideas actuales, «Cerca de Trezena se alza un pico árido j escarpado que antes era una llanura j ahora se halla convertido en colina. Los vapores encerra- dos en sombrías cavernas en vano buscaban una salida; mas á su poderoso esfuerzo inflóse el suelo como una vegiga que se llena de aire, ó como un odre hecho con piel de cabra. La Tierra así levantada, ha conservado la forma de una alta colina, trocada por el tiempo en duro peñasco.» El Pico de Metonia se elevó entre Trezena j Epidaura en un sitio en que Eussegger encontró venas de traquito; j su formación se remonta á 282 años antes de nuestra Era, es decir, á45 años antes de la separación volcánica de Tera (Santorin) j de Terasia. Añadiremos que cuantos hechos — '2'2l — análog'os son iioj del dominio de la ciencia justifican la poé- tica descripción que nos ha dejado Ovidio de aquel suceso tan o-rande como natural (30). La mas importante de todas las Islas eruptivas que son parte de cadenas volcánicas, €S Santoriu. «Sautorin es el tipo completo de las islas de levantamiento. Desde 2,000 años acá, tan lejos como la historia v la tradición pueden remontarse , se está viendo á la naturaleza trahajar sin descanso para abrir un vol- can en medio del cráter de levantamiento» (31). En la isla de San Miguel, una de las Azores, pasan también fenó- menos semejantes^ que se reproducen en periodos de ochenta á noventa años (32); pero el solevantamiento del fondo del mar no ha ocurrido siempre en los mismos parajes. La Isla Sabrina, llamada asi por el capitán Tillard, apareció el 30 de enero de 181 !_, si bien los sucesos políticos de aquella época no permitieron por desgracia á las potencias maríti- mas de la Europa Occidental prestar á este gran fenómeno toda la atención de que fué objeto mas tarde (33) la efímera aparición de la Isla Ferdinandea, ocurrida en 2 de julio de 1831 en el mar de Sicilia, entre las costas calizas de Seiacca y la isla volcánica de Pantelaria. El gran número de volcanes activos situados en las is- las ó en las costas, y las erupciones submarinas que se pro- ducen todavía de tiempo en tiempo, han hecho pensar que la actividad volcánica está subordinada á la proximidad del mar, j háse creido que la una no podia desarrollarse ni durar sin la otra. «El Etna j las islas Eólicas_, dice Jus- tino (34), ó mas bien Trogue Pompe jo estractado por Jus- tino, arden desde hace ja muchos siglos, ¿pues como este fuego podria durar tanto tiempo si el mar no lo al i mentara '?/> Aceptando estas ideas* antiguas como punto de partida, se ha procurado últimamente fundar toda la teoría de los vol- canes sobre la hipótesis de la introducción de las aguas ma- rinas en sus focos, es decir, en las capas mas profundas de — 222 — la corteza terrestre. Esta teoría produjo una discusión muj complicada; mas sin embargo, después de bien considera- dos los datos que actualmente posee la ciencia, paréceme que el debate podia reasumirse en las cuestiones siguientes: ¿Los vapores acuosos que incontestablemente exhalan los Tolcanes en gran cantidad^ aun en sus periodos de reposo, provienen de las aguas saladas del mar ó de las aguas dulces meteóricas? ¿La fuerza de espansion del vapor de agua que se desarrolla á diversas profundidades en los focos de los volcanes (á poco mas de 28,600 metros de profundidad esta fuerza seria igual en 2^800 veces á la de la atmósfera), puede formar equilibrio con la presión bidrostática de las aguas del mar, y permitirla en ciertos casos un libre acceso á los focos volcánicos (35)? ¿La producción de una gran can- tidad de cloruros metálicos; la presencia de la sal marina en las hendiduras de los cráteres , y la del ácido hidroclórico libre en los vapores acuosos que se desprenden de aquellos, suponen necesariamente la intervención de las aguas del mar? ¿La inactividad de los volcanes, va temporal, ja per- manente y definitiva, está determinada por la obliteración de los canales que primitivamente han conducido hacia sus focos las aguas del mar ó las ag-uas meteóricas? Finalmente y sobre todo ¿como conciliar la carencia de llamas y la falta de gas hidrógeno durante el periodo de actividad, con la hipótesis que atribuje esta actividad á la descomposición de una enorme masa de agua? (no haj que perder de vista que el desprendimiento de hidrógeno sulfurado es propio de las sulfataras, mas bien que de los volcanes activos). Debo circunscribirme á plantear estas importantes cues- tiones de física general^ porque su discusión no cabe en los límites de esta [obra. Pero puesto que se trata de la dis- tribución geográfica de los volcanes, séame permitido al menos restablecer en su integridad los hechos que no se han tenido suficientemente en cuenta^ al suponer que la — 223 — proximidad del mar es una condición necesaria á la acti- vidad volcánica. Hállanse en el nuevo mundo tres volca- nes, el Jorullo, el Popocatepell, j el volcan de la Fragua, situados respectivamente á 15, 25, j 29 miríametros de las costas del Océano. En el Asia central casi á ig-ual dis- tancia del mar glacial j del Océano Indico ( á 273 j 284 miríametros) , se estiende una gran cadena de montañas volcánicas, el Thian-Chan, 6 montañas celestes^ señaladas á la atención de los geólogos por Abel Remusat (36), de la que forman parte el Pé-chan , que arroja lava , la sul- fatara de Urum-tsi , j el volcan , aun activo , de Turfan (Hotsen). El Pé-chan está situado á 250 miríametros del mar Caspio, á 32 y 39 miríametros de los grandes lagos de Issikul y de Balkasch (37); los escritores chinos han descrito sus erupciones, que en el siglo 1." j en el 7.° de nuestra Era devastaron los países limítrofes; es imposible dejar de reconocer las corrientes de lava^ cuando dicen: «Las masas de piedra fundida, no menos fluidas que la manteca derretida, corrian por una estension de 10. li». Finalmente entre las cuatro grandes cordilleras paralelas, el Altai, el Thian-chan, el Kouen-lun , y el Himalaja que atraviesan de Este á Oeste el continente Asiático , las dos interiores, situadas á 297 j 134 miríametros del mar, son cabalmente las que poseen volcanes que vomitan fuego como el Etna j el Vesubio, y exhalan vapores amoniacales, como los volcanes de Guatemala, mientras que no existe ninguno en las cordilleras mas próximas del mar^ en el Himalaja. Los fenómenos volcánicos no dependen , pues, de la proximidad del mar , en el sentido de que deban su origen á la introducción de las aguas en las regiones subterráneas; que si las costas al parecer ofrecen favorable asiento á las erupciones , es en razón de que forman los bordes de profundas llanuras ocupadas por el mar, y de que estos bordes cubiertos solamente por las capas de agua, — 'jn — V situados á major abuudamieuto á algunos miles de me- tros bajo el uivel del interior de los continentes, deben presentar en general á la acción de las fuerzas subter- ráneas, mucho menos resistencia que la tierra firme. La formación de los volcanes actuales cu jos cráteres establecen una comunicación permanente , entre la atmos- fera j el interior del globo, no debe ser de época muy remo- taj porque las capas de creta mas elevadas, como todas las for- maciones terciarias,, existian antes que estos volcanes, como lo demuestran las erupciones de traquito y los basaltos que constitu ven por lo común las paredes de los cráteres de le- vantamiento. Los melafiros se estienden hasta las capas me- dias terciarias, pero empieza ys. á mostrarse bajo de la for- mación jurásica, puesto que atraviesan los abigarrados aspe- rones (38). Conviene no confundir los cráteres actualmente en acción , con las erupciones anteriores de granito , de porfiros cuarzosos, y de eufótida, que se efectuaron por las fallas del antiguo terreno de transición. La actividad volcánica puede desaparecer completa- mente, como ha sucedido en Auvernia; algunas veces cambia de lugar v busca otra salida en la mismas cade- nas de montañas, y entonces la estincion no es mas que ijarciaL Sin necesidad de remontarnos mas allá de los tiempos históricos , encontramos ejemplos de estincion iota! mucho mas recientes que los de la Auvernia. En efec- to, el Mosjchlos (39), volcan situado en la isla consagrada á Vulcano, y cu jos «torbellinos de llamas» cita Sófocles, está en la actualidad apagado : v otro tanto puede decirse del volcan de Medina, que , según Burckhardt, vomitó el último torrente de lava el 2 de Noviembre de 127(5. Cada fase de la actividad de los volcanes desde su nacimiento hasta su estincion , está caracterizada por productos dife- rentes. En primer lugar vomita el volcan escorias incan- descentes, corrientes de lava formada de traquito, pirogeno — 225 — V ohsidiaoa, fragmentos de piedra pómez y de lava redu- cida á cenizas, acompañados de un desprendimiento con- siderable de agua casi siempre pura. Mas tarde el volcan llega á convertirse en solfatara, j los vapores acuosos que ar- roja van mezclados de hidrógeno sulfurado j ácido carbó- nico. Finalmente, el cráter mismo se enfria enteramente, j solo exhala gas ácido carbónico. Existe, sin embargo, una especie singular de volcanes, tales como el Galunggungo de Java, que no vomitan lava, sino torrentes devastadores de agua hirviendo cargados de azufre en combustión y de rocas reducidas á polvo (40). Antes de decidir si su estado actual es un estado normal ó una simple modificación pa- .sagera de la actividad volcánica , es necesario esperar á que ha jan sido examinados por geólogos iniciados en las doctrinas de la química moderna. Hemos llegado al término de la descripción general de los volcanes, una de las mas importantes manifestaciones de la actividad interior de nuestro planeta; descripción funda- da parte en mis propias observaciones , y parte en los tra- bajos de mi amigo Leopoldo de Buch, el mejor geólogo de nuestra época, y el primero que ha reconocido la íntima conexión y dependencia mutua de los fenómenos volcánicos. Estos trabajos me sirvieron de guia, principalmente en lo que se refiere á los contornos generales. Durante mucho tiempo se ha considerado la vulcanicidad (reacción del interior de un planeta contra su corteza) como un fenómeno aislado, como una fuerza local, notable úni- camente por su potencia de destrucción. Estaba reservado á la nueva geonesia colocarse en un punto de vista mas ele- vado y estimar á las fuerzas volcánicas como formando nue- xas rocaSy ó como modificando las 'preexistentes . Bajo el pun- to de vista que hemos va señalado, dos ciencias diferentes, la parte mineralógica de la geognosia (estructura y suce- sión de las capas terrestres), y el estudio geográfico de la — 226 — forma de los continentes j de los archipiélagos levantados sobre el nivel del mar, vienen á confundirse en una sola y única doctrina : la de la vulcanicidad. Si la ciencia ha logra- do reducir así á una sola concepción dos grandes clases de fenómenos , débelo á la dirección verdaderamente filosófica que siguen hoj todos los geólogos. Las ciencias proceden en su marcha como los grandes intereses políticos de la huma- nidad; es decir, que tienden incesantemente á llevar á la unidad las partes que han permanecido separadas largo tiempo. Las rocas pueden clasificarse, según sus diferencias de estructura ó de superposición, en estratificadas y no estrati- ficadas, en laminosas j compactas, en normales y anormales; pero cuando se trata de descubrir por el estudio de los fe- nómenos que se producen aun á nuestra vista, de qué ma- nera han sido formadas las rocas y modificadas después, ve- mos que pueden distribuirse en cuatro especies fundamen- tales , conviene á saber : 1." Rocas de erupción, salidas del interior de la tierra^ va xolcánicamente en estado de fusión, ó fliitónicamente en estado de rellandecimiento masó menos fuerte. 2.° Rocas de sedimento, precipitadas 6 depositadas del fondo de un medio líquido, en el cual estaban primitiva- mente disueltas ó en suspensión. Tal es la major parte de los grupos secundario j terciario. 3." Rocas transformadas (metamórficas) , cuja testura V modo de estratificación han sido alterados ja por el con- tacto ó por la proximidad de una roca de erupción plutóni- ca ó volcánica (rocas endógenas) (41), ó por la acción de los vapores v de las sublimaciones (42) que acompañan la sali- da de ciertas masas en estado de fluidez ígnea, que es el modo de alteración mas frecuente. , 4." Rocas conglomeradas ó simplemente conglomerados ^ (asperones de granos finos ó bastos, v algunos mármoles). — 227 — Los cuales se componen de restos de las tres ciases prece- dentes mecánicamente divididas. Estas cuatro especies de rocas se producen todavía á nuestra vista por el derramamiento de masas volcánicas en Corrientes estrechas , por la acción de estas masas sobre las rocas antiguas, por la separación mecánica ó química de las materias suspendidas ó disueltas en aguas cargadas de ácido carbónico, j finalmente, por la cimentación de los detritos de las rocas de cualquier naturaleza. Pero todo esto no es sino un pálido reflejo de lo que ha pasado durante el perío- do caótico del mundo primitivo ; siendo entonces mu j dife- rentes las condiciones de calor j de presión , la actividad de nuestro globo se desarrollaba con mas energía en un suelo menos resistente j en una atmósfera mas estensa j mas car- gada de vapores. Hoj, las enormes fracturas de la corteza terrestre han desaparecido ; los anchos huecos de las capas superficiales ja consolidadas , se han llenado de cadenas de montañas levantadas j empujadas al esterior por las fuer- zas subterráneas ó las rocas de erupción (el granito, el pór- firo , el basalto , j el meláfiro) ; j apenas han quedado sobre una estension tal como la de Europa, cuatro aberturas, cuatro volcanes por donde puedan hacer irrupción las ma- terias ígneas. En otro tiempo, la corteza naciente fracturada en todos sentidos , poco compacta á la sazón j sometida á fluctuaciones continuas que ja la levantaban _, ja la depri- mían, dejaba comunicar casi por todas partes la masa inte- rior en fusión con la atmósfera ; j los efluvios gaseosos^ cuja naturaleza química debia variar tanto como las pro- fundidades de donde se escapaban, venian á dar como una vida nueva á los desarrollos sucesivos de las formaciones plu. tónicas ó metamórficas. Lo que acabamos de decir acerca del período ígneo, puede también aplicarse á la época en que se formaron los terrenos de sedimento. Las capas de travertino que se depositan diariamente en Roma, como en — 228 — Hobert-Town , en Australia , nos dan la imagen , pero una imagen muj debilitada , de la formación de los terrenos fo- silíferos. Bajo influencias todavía poco conocidas, nuestros mares actuales producen incesantemente por vía de preci- pitación, de aluviones j de cimentación, en las costas de Sicilia, en las de la isla de la Ascensión j en la laguna del re j Jorje (Australia) , pequeños bancos calcáreos , en los cuales ciertas partes han adquirido una dureza comparable á la del mármol de Carrara (43). Estas formaciones del Océano actual han sepultado en las costas de las Antillas productos de la industria humana, j hasta esqueletos de la raza caribe (en Guadalupe). Los negros délas colonias fran- cesas llaman á estas formacion'es maconne-hoii- Diev, (44). Háse encontrado en una de las islas Canarias, la de Lanza- rote, una pequeña capa de oolita, que á pesar de su novedad recuerda el calcáreo de Jura, y es producto del mar j de las tempestades (45). Las rocas compuestas son asociaciones determinadas de ciertos minerales simples, tales como el feldespato, la mica, la sílice, la augita y la nefelina. Los volcanes producen aun á nuestra vista rocas semejantes á las del mundo primitivo, si bien los elementos están agrupados diferentemente en las unas y las otras. Hemos dicho mas arriba (46) que no existe ninguna relación entre los caracteres mineralógicos y la distribución geográfica de las rocas; y en efecto, el geólogo se admira al ver en las zonas mas distantes del Norte y del Sud del Ecuador, repetirse los menores detalles en la dispo- sición alternada de las capas silúricas , y reproducirse los mismos efectos al contacto de las masas augíticas de erup- ción. Consideremos ahora mas inmediatamente las cuatro clases fundamentales de rocas (clases correspondientes á cuatro fases de formación) que nos presentan las capas es- tratificadas ó macizas de la corteza terrestre. Y ante todo, entre las rocas endógenas ó de erupción que la geognosia — 229 — moderna ha designado bajo los nombres de rocas macizas j anormales, encontramos varios productos de la acción inme- diata de las fuerzas subterráneas, cu jos grupos principales pasamos á enumerar, j son los siguientes: ^\ granito v la sienita^ que pertenecen á épocas muj diferentes, no obstante lo cual el primero atraviesa por lo común á la segunda (47), en cu jo caso es su origen mas reciente que la fuerza que ha introducido el levantamiento de la sienita. Cuando el granito aparece en grandes masas aisladas bajo la forma de elipsoides, ligeramente abovedados, ja sea en el Hartz, en el Mjsora ó en el Bajo Perú; siem- pre tiene sobre sí una corteza dividida en pedazos. Esta es- pecie de mar formado de rocas debe su origen probablemente á la contracción de la superficie primitiva del granito (48). En el Asia septentrional (49), sobre las orillas pintorescas del lago Kotivan (Altaj), como sobre las vertientes de la cordillera maritima del Caracas, en las Trincheras (50), he visto también hiladas de granito cujas divisiones provienen sin duda de una contracción análoga; pero me ha parecido que esta estructura se estendia profundamente por debajo de tierra. El aspecto de las rocas de erupción sin vestigios de gneiss, que he encontrado en las fronteras de la provin- cia china de Ili (al Sur del lago Kolivan, entre Buchtar- minolv j el rio Narjm), me sorprendió estraordinariamen- te; nunca habia visto nada semejante en las demás partes del mundo. El granito, siempre desconchado en la superfi- cie, siempre caracterizado por divisiones prismáticas, se eleva en la estepa, ja en pequeños montecillos hemisféri- cos de dos ó tres metros de altura á lo sumo, ja como el basalto, en forma de copa, cuja base presenta dos estribos estrechos diametralmente opuestos (51). Tanto en las cata- ratas del Orinoco como en el Fichtelgebirge (Seissen), en Galicia como sobre el Papagallo (entre el mar del Sud j las llanuras de Méjico), he visto el granito en grandes globos — 230 — achatados que pres3ntaban divisiones concéntricas, seme- jantes á las de ciertos basaltos. En el valle de Irljsch, en- tre Buchtarminsk j Ustkaminogorsk , el granito cubre el esquisto arcilloso de transición en una longitud de cerca de un miriámetro (52), j envia á esta capa de arriba á abajo estrechas venas que se ramifican j terminan en afiladas puntas . Cito estos detalles con el único objeto de hacer resaltar por medio de algunos ejemplos el carácter fundamental de las rocas de erupción , tomándolos de una de las que mas generalmente esparcidas se hallan en la naturaleza. Así como el granito cubre á la arcilla en la Siberia v en el de- partamcnto del Finisterre (isla de Mihau), cubre también el calcáreo jurásico en las montañas de Oisans (Fermonts) á la sienita, y en medio de esta roca á la creta de Wein- boehla en Sajonia (53). En el Oural, en Mursiusk, el gra- nito es poroso, j sus células están llenas como las celdas j las hendiduras de las rocas volcánicas recientes, de magní- ficos cristales, j principalmente de berilos y topacios. El jporfiro cuarzoso, que se une tjon frecuencia en forma de ganga á las demás rocas. La pasta es ordinariamente una mezcla de menudos granos de los mismos elementos que se encuentran diseminados en gruesos cristales. En ú j^orñro granítico, mu j pobre de cuarzo, la pasta feldespática es casi (jranular como especie de hojas (54). \jd% grunsteins , las dioritas, mezcla granular de albita blanca v de anfíbol de un verde negruzco, que forman los j)órfiros diorlticos cuando los cristales de albita están repar- tidos en una masa compacta. Estos grunsteins^ ja puros, va mezclados con hojas intercaladas de diálage (Fichtelgebirge) en cu JO caso se convierten en serpentina, se injectan al- gunas veces entre los antiguos estratos del esquisto arci- lloso verde, en donde forman lechos, v atraviesan mas fre- cuentemente el suelo á modo de filones, ó se levantan en — 231 — cúpulas, análogas de todo punto á las del basalto j por- fíro (55). El hiperstheiifeh , que es una mezcla granular de la- brador j de hiperstene. La eufótida j la serpentina^ en las cuales se encuentra á veces el diálage reemplazado por cristales de augita j uralita, presentando entonces el aspecto de una roca mas comun_, casi diria, de una roca de erupción mas activa, del porfiro augítico (56). El melafiro y los pórfidos de cristales de augita, de ura- lita j de oligoklas, á cuja última especie de porfiro perte- nece el puro verde anticuo, tan célebre por el uso que de él se hacia en las artes. El basalto con laolivina j sus elementos, que, tratados por los ácidos, dan precipitados gelatinosos, la fonolita (por- firo arcilloso), el traquito j la dolerita: la primera de estas rocas está en parte dividida en placas delgadas; la segunda presenta siempre la estructura que dá á estas dos rocas, aun en grandes estensiones, la apariencia de una especie de es- tratificación. Según Girard, la mesotipa y la nefelina tienen ana parte importante en la composición j contestura interna de las masas basálticas. La nefelina del basalto recuerda al geólogo la miascita de las montañas del limen en el Oural (57), mineral que se ha confundido con el granito j (Uie contiene á las veces circonia; también semeja la ne- felina pirogénica descubierta por Gumprecht cerca del Lo- bau v de Chemnitz. La segunda clase de rocas, las rocas de sedimento, com- prenden casi todas aquellas formaciones que en otro tiempo se designaron con los nombres sistemáticos, aunque incor- rectos, ^^ formaciones idanas ^ formaciones de transición^ for- maciones secundarias y terciarias. Si las rocas de erupción no hubieran levantado la corteza terrestre, ni los temblores de tierra que ocasionaron, trastornado las combinaciones se- — 232 — dimentarias, la superficie de nuestro planeta se compondría de capas horizontales, reg-ularmente dispuestas las unas so- bre las otras. Desprovista en tal suposición de las cordilleras de montañas, cujas vertientes reflejan, por decirlo así, des- de la base l^asta el vértice y merced á la graduación pinto- resca de las especies vegetales, la escala de las temperatu- ras decrecientes de la atmósfera, apenas la superficie de los continentes ofreceria mas desigualdades que tal cual tor- rentera ó montecillo formado por la acumulación de algunos detritos, productos insignificantes de la fuerza de erosión j de transporte de masas corrientes de agua dulce; del uno al otro polo la superficie monótona de la tierra presentarla e triste espectáculo de las llanuras de la América del Sud, ó de las estepas del Asia Septentrional, j veríamos por do- quiera la bóveda celeste descansando inmediatamente sobre las llanuras, j á los astros saliendo de un horizonte unifor- me, como del seno de un mar sin orillas. Pero ni aun el mundo primitivo ha presentado por todas partes este as- pecto, ó por lo menos el estado de cosas que acabamos de describir no ha podido ser duradero, porque en todas las- épocas las fuerzas subterráneas han obrado para modifi- carle. Los terrenos de sedimento han úá.o precipitados del seno de las aguas, ó simplemente depositados , según que su ma- teria constitutiva, el calcáreo ó el esquisto arcilloso, se en- contraba químicamente disuelta en el medio líquido, ó en estado de mezcla ó de suspensión. Cuando llegan á precipi- tarse las tierras disueltas en el agua, merced á un esceso de ácido carbónico^ su descenso j su acumulación en capas es- tán esclusivamente arregladas por las le jes ordinarias de la mecánica. Observación que no deja de tener importancia para el estudio del hundimiento de los cuerpos orgánicos- en las capas calcáreas en que se efectúa la petrificación. Es probable que los mas antiguos sedimentos de los terrenos de — 233 — transición, ó de los terrenos secundarios, se hajan formado en aguas mantenidas á una temperatura bastante elevada por el fuerte calor que reinaba entonces en la superficie de la tierra; j solo en este punto de vista, es permitido decir que las fuerzas plutónicas han obrado sobre las capas sedi- mentarias, especialmente sobre las mas antiguas, si bien estas capas parecen haberse endurecido y adquirido su es- tructura esquistosa, bajo la influencia de una gran presión, en tanto que las rocas salidas del interior (el granito, el porfiro ó el basalto), se han solidificado por medio de en- friamiento. Las aguas primitivas, al ir descendiendo lenta- mente de su elevada temperatura, absorbieron en major cantidad el gas ácido carbónico de que la atmósfera estaba sobrecargada, j pudieron por lo tanto tener en disolución majores masas de calcáreo. Hé aquí la enumeración de las capas de sedimento, de la cual escluiremos todas las capas exógenas que provienen de la acumulación mecánica de las arenas ó de los guijar- rales: El esquisto arcilloso de los terrenos de transición infe- riores j superiores, que comprenden las formaciones silú- rica j devoniana, desde las capas inferiores del sistema silúrico, antes llamadas formaciones cámbricas, hasta la capa mas elevada del antiguo asperón rojo ó de la formación devoniana, capa inmediata al calcáreo de montaña. Los lechos de carhon de piedra. Los calcáreos intercalados en las formaciones de transi- ción y en las capas de carbón; el zechstein, el calcáreo conchífero, la formación jurásica, la creta j todos los terre- nos del grupo terciario que no pueden clasificarse, ni entre los asperones ni entre los conglomerados. El tramrtino^ el calcáreo de agua dulce, las concrecio- nes silíceas de los manantiales termales, las formaciones producidas, no por la presión de grandes masas de aguas — 234 — marinas, sino casi al aire libre en los bajos de los pantanos y de los pequeños rios. Los bancos de infusorios^ dato geológico de gran trascen- dencia, en razón á que nos revela la influencia que la acti- vidad orgánica de la naturaleza ha ejercido en la formación de los terrenos; descubrimiento muj reciente que debe la ciencia á los trabajos de mi ingenioso amigo Ehrenberg, uno de mis compañeros de viaje. Parece que en este examen, aunque rápido completo, de los elementos mineralógicos de la corteza terrestre, ñu- biéramos debido colocar, inmediatamente después de las rocas simples de sedimento , los conglomerados j los as])e' roñes que son también , por lo menos en parte , sedimentos separados de un medio líquido y que alternan en los terre- nos de transición y en las capas tosilíferas con el esquisto arcilloso y con la creta. Pero los conglomerados y los aspe- rones no se componen solamente de restos de rocas de erup- ción y de sedimento, antes contienen también detritos de cuarzo; de micasquisto j de otras masas matamórfosis; y por lo tanto, éstas últimas rocas deben componer la tercera clase de las formas fundamentales. La roca endógena 6 de erupción (el granito^ el porfiro y el melafiro) no es un agente esclusivamente dinámico; pues no tan solamente levanta ó conmueve las capas supra- jacentes, elevándolas ó rechazándolas hacia los lados, sino que modifica profundamente las combinaciones químicas de sus elementos y la naturaleza de su tejido interior, dando así origen á nuevas rocas, cuales son: el cuarzo, el micas- quito y el calcáreo sacaróide (mármol de Carrara v de Pa- ros). Los antiguos esquistos de transición, de formación si- lúrica ó devoniana, el calcáreo belenítico de la Tarentesia, el macigno (asperón calcáreo) pardo y blanco que contienen algas marinas, que se encuentran en el Apenino septentrio- nal, toman con frecuencia después de su trasformacion una — 235 — nueva estructura j un brillo que ios hacen casi descono- cidos. La teoría del metamorfismo se ha ja fundada desde luego que se ha logrado seguir paso á paso todas las fases de la trasformacion, j dar por guia á las inducciones del geólogo, las investigaciones directas déla química_, sobre la influencia de los diferentes grados de fusibilidad, de presión j de enfriamiento. Cuando al estudio délas combinaciones de la materia preside una idea fecunda (58), puede la química esparcir vivísima luz desde el estrecho recinto del labora- torio en el campo de la geognosia, vasto taller de la natu- raleza, en el que las fuerzas subterráneas han formado y metamorfoseado las capas terrestres. Pero si el elemento ma- terial nos es hoj bien conocido, no sucede lo mismo con la medida de las fuerzas que han obrado con tanta energía en el mundo primitivo. Y por lo mismo, el observador filósofo debe siempre tener fijas en su entendimiento, so pena de incurrir en falaces analogías , ó de no remontarse nunca á estensas miras acerca de los grandes fenómenos naturales, las con- diciones tan complejas que han debido modificar antes las reacciones químicas. Que los cuerpos simples han obedecido sin duda en todo tiempo á las mismas afinidades es cosa indudable ; si pues se encuentran todavía algunas contra- dicciones, el químico conseguirá las mas de las veces resol- verlas_, estoj seguro de ello^ remontándose á las condiciones primitivas de la naturaleza que no se ha jan reproducido idénticamente en sus trabajos. Observaciones exactísimas hechas sobre una estension considerable de terreno, demuestran que las rocas de erup- ción no se han producido con carácter de violencia j de desconcierto. Con harta frecuencia se ve, aun en los mas opuestos países, que el granito, el basalto ó la diorita, ejer- cen con regularidad hasta en los menores detalles su acción trasformadora sobre los estratos j capas del esquisto arci- lloso, sobre los del calcáreo compacto j sobre los granos de — 236 — cuarzo de que se compone el asperón. En tanto que una roca endógena cualquiera ejerce en todas partes y del mis- mo modo su acción, las diversas rocas de esta clase presen- tan, por el contrario, caracteres muj diferentes. Verdad es que todos los fenómenos nos revelan los efectos de un calor intenso; pero el grado de fluidez ó de reblandecimiento varía singularmente del granito al basalto ; y por otra parte _, las erupciones de granito, de basalto, de porfiro grunsteinado y de serpentina han coincidido con sublimaciones cuja naturaleza Ka cambiado según las épocas geológicas. Debe- mos recordar aquí que los hechos de metamorfismo no se limitan meramente á los fenómenos de simple contacto^ an- tes bien^ comprenden todos los fenómenos que han coinci- dido con la salida de una masa de erupción determinada; que allí^ donde el contacto no es inmediato, basta la simple proximidad de semejante masa, para modificar la cohesión^ testura, riqueza en sílice y forma cristalina de las rocas preexistentes. Toda roca de erupción penetra, al ramificarse, en otras masas igualmente endógenas ó en los estratos sedimenta- rios , si bien existe con respecto á esto una diferencia capi- tal entre las rocas plutónicas (59) (el granito, el pórfiro, la serpentina) y las rocas volcánicas^ en el sentido mas estricto de la palabra (el traquito , el basalto , la lava) . Las rocas cuja producción volcánica actual parece ser el último es- fuerzo de la actividad de nuestro globo, se presentan en re- gueros estrechos j forman solo capa de alguna estension en los parajes donde llegan á reunirse varias corrientes. Cuando ha sido posible seguir el examen de las erupciones basálticas á grandes profundidades, se las ha visto termi- nadas siempre por sutiles filamentos. Cerca de Marksuhl (á 1 ^/^ miriámetro de Eisenach) en Eschevega (á orillas del Verra) , j cerca de la piedra druídica del camino de Ho- llert (Siegen), por no citar sino tres ejemplos tomados de — 237 — nuestra patria, el basalto, injectado por estrechas abertu- ras , ha atravesado el asperón abigarrado j la grauwacka, semejante á una columna con su chapitel , se ha ensancha- do en forma de copa, dividida su masa ja en láminas delga- das, ó bien en agrupadas columnas. No sucede lo mismo con el granito, la sienita, el cuarzo aporfirado, la serpentina, V toda la serie entera de estas rocas no estratificadas , de testura maciza , á las cuales se ha dado el nombre de rocas j)Iutómcas , por predilección hacia una nomenclatura saca- da de la mitología. Escepto algunos raros filones, todas es- tas rocas han surgido en el estado pastoso , j no en el de fusión completa; no por estrechas hendiduras, sino por an- chas fallas como valles, j por gargantas de gran estension^ empujadas de abajo á arriba, j no por injeccion como los líquidos ; no formando corrientes estrechas como la lava, sino masas poderosas (60) . Algunos grupos de dolerita j de traquito parecen haber tenido el mismo grado de fluidez que el basalto , al paso que otros grupos que se elevan en masas considerables, bajóla forma de campanas ó cúpulas sin cráteres, han surgido en estado de simple reblandeci- miento. Ciertos traquitos están dispuestos por lechos, como el granito j el pórfiro cuarzoso : tales son los traquitos de la cordillera de los Andes, cuja sorprendente analogía con los pórfiros de pasta de grunstein j de sienita (argentíferos j desprovistos por lo tanto de cuarzos) , he tenido ocasión de notar diferentes veces. Estudiando directamente las modificaciones que el ca- lor imprime al tejido j á las propiedades químicas de las rocas (61), se ha visto que las masas volcánicas (la diorita, el pórfiro augítico, el basalto j la lava del Etna) fundidas j después enfriadas, forman un vidrio negro que se frac- ciona de una manera homogénea si el enfriamiento ha sido rápido , j una masa pétrea de estructura granular ó crista- lina si el enfriamiento se ha verificado con lentitud ; en cu- — 238 ~ JO último caso los cristales se forman en celdillas , v dentro de la masa misma en que están empastadas. El tieclio, ja comprobado, de que unas mismas materias pueden producir composiciones diferentes entre sí, es de lama jor importan- cia para el estudio de las rocas de erupción j de las trans- formaciones á que pueden dar lugar estas rocas. Por ejem- plo, la cal carbonizada, fundida bajo una fuerte presión, no pierde su ácido carbónico ; pero la masa se transforma, des- pués de enfriarse, en calcáreo granular, en mármol sacaroí- de. Tales son los resultados obtenidos por la vía seca. Por la vía húmeda se obtiene el espato calcáreo , ó aragonita , se- gún que el grado de calor baja sido mas ó menos eleva- do (62) , pues las diferencias de temperatura determinan el modo de agregación de las moléculas que se unen en el ac- to de la cristalización , é influjen basta en la forma del mis- mo cristal (63). Ademas baj- circunstancias en que las mo- léculas de un cuerpo pueden adquirir una disposición nueva que se manifiesta por propiedades ópticas diferentes , sin que el cuerpo baja pasado por el estado de fluidez (64). Por donde se ve que los fenómenos de la vitrificación, de la producción del acero por fundición ó cimentación , del paso del hierro fibroso al estado de hierro granoso por la acción del calórico (65), j tal vez la influencia de pequeños cho- ques regulares por largo tiempo repetidos, contribu jen á esclarecer el estudio geológico del metamorfismo. El calóri- co puede llegar á producir en los cuerpos cristalizados efec- tos completamente opuestos , pues los notables trabajos de Mitscherlich [Q^) han puesto fuera de toda duda que el es- pato calcáreo se dilata por uno de sus ejes, en tanto que se concentra por el otro. Si de estas consideraciones generales descendemos á al- gunos ejemplos particulares, veremos en primer lugar que el esquisto se transforma en pizarra de un negro azulado j brillante, por la proximidad de las rocas plutónicas. Los — 239 — planos de estratificación se hallan en tal caso interrumpidos por otros planos de división (unionesj casi perpendiculares á los primeros; indicio positivo de una acción posterior á la metamorfosis de la roca primitiva (67). Cuando el ácido si- lícico penetra por el esquisto arcilloso , produce en él ve- nas de cuarzo , j se transforma parcialmente en piedra de amolar y en esquisto silícico; esta última roca es algunas veces carbonífera, v puede entonces dar lugar á fenómenos galvánicos. En el mas alto grado de sílicijicacion {Q^) , el esquisto se convierte en una materia preciosa para las artes, cual es el jaspe rajado que se produce en el Oural, por la erupción j el contacto del porfiro augítico,(Orsk)del porfiro dioritico (Auschkal) , ó de una masa redondeada de liipers- teue (Bogoslowsk) . En la isla de Elba (Monte Serrato), se- gún Federico Hoffmann , y en Toscana , según Alejandro Brongniart, este mismo jaspe rajado, se forma por el con - tacto del esquisto con la eufótide y la serpentina. El contacto y la acción plutónica del granito dan al es- quisto arcilloso una testura granulada, y le transforman en una masa granitoide ; es decir, en una mezcla de feldespa- to y de mica, cuajada de grandes partículas de este último mineral (69). Género de metamorfosis observado por Gus- tavo Rose y por mí, en el interior de la fortaleza de Bucli- tarminsk (Altai) (70). «Si liaj alguna hipótesis universal- mente admitida en la geognosia, dice Leopoldo de Buch, es, sin disputa^ la que atribuje á la acción transformadora del granito sobre las capas silurianas de los terrenos de transición, todo el gneiss comprendido entre el mar Bálti- co j el golfo de Filandia; y aun puede asegurarse, que para la major parte de los geólogos tiene esta hipótesis el valor de una verdad demostrada. También en los Alpes, en el monte de San-Gotardo, la marga calcárea ha sido igual- mente transformada por el granito, primero en micasquisto y luego en gneiss (71).» La producción del gneiss v del — 240 — micasquisto, bajo la influencia del granito, se nota también en el grupo oolítico de la Tarantesia (72), donde se han en- contrado belenitas en rocas que podrian ja pasar por mi- casquisto; en el grupo esquistoso de la parte occidental de la isla de Elba, no lejos del cabo Calamita, y en el Fichtelge- birge de Baireuth, entre Lomitz y Markleiten (73). Ya hemos dicho que el jaspe, de cujas masas conside- rables no tuvieron conocimiento los antiguos (74), fué pro- ducido por la acción volcánica del porfiro augítico; pues aun haj otra materia empleada por el arte antiguo en gran- des y nobles usos; el mármol granoso ó sacaroide, el cual debe ser igualmente considerado como una capa de sedi- mento modificada por el calórico terrestre y por la proximi- dad de una roca de erupción. Este último aserto está justi- ficado por la análisis exacta de los fenómenos que nacen al contacto de las rocas ígneas, y por las investigaciones direc- tas de sir James Hall acerca dé la fusión de las sustancias minerales : investigaciones interesantes que datan de mas de medio siglo á esta parte, y que unidas al estudio pro- fundo de las venas graníticas han acelerado singularmente el progreso de la geognosia moderna. A las veces la acción de la roca eruptiva cesa á corta distancia de la superficie de contacto, y se produce entonces una transformación parcial que se estiende por la capa como una especie de penumbra; tal es la creta de Bolfart (Irlanda), atravesada por venas de basalto; y tales son las capas fosilíferas de calcáreo compac- to, parcialmente dobladas por una especie de granito siení- tico, hacia el puente de Boscampo y en la cascada de Cau- zocoli (Tirol), á que el conde Marzari Pencati ha dado tan- ta celebridad (75). Otro modo de transformación es aquel en que todas las capas de calcáreo compacto se han convertido enteramente en calcáreo granular^ por la acción del grani- to, de la sienita ó del porfiro diorítico (76). Séame permitido hacer aquí mención especial de los — 241 — mármoles de Paros v de Carrara, que tanta importancia tie- nen por haber servido de materia á las obras maestras de la escultura, j que han figurado tan largo tiempo en nues- tras colecciones geológicas como tipos de los calcáreos pri- mitivos. Unas veces se ejerce la acción del granito por la via del contacto inmediato, como en los Pirineos por ejem- plo (77) ; ja otras se propaga á través de las capas inter- medias de gneiss ó de micasquisto , como en el continente o-rieofo V en las islas del mar Eg-eo: mas en ambos casos, si bien han sido sincrónicas las transformaciones de las capas calcáreas, no han procedido sin embargo del mismo modo. Háse observado en la Ática, en la isla Eubea j en el Pelo- poneso que «el calcáreo superpuesto al micasquisto es tanto mas bello j tanto mas cristalino, cuanto mas puro j arcilloso es el mismo micasquisto.» Esta última roca brota con igualdad asi como los estratos de cuarzo en muchos luga- res profundos de Paros j de Antíparos (78). Según el fun- dador de la escuela de Elea, Xenophane de Colophon (79), que pensaba que la Tierra habia sido cubierta en otro tiempo por el mar, hubieron de encontrarse fósiles marinos en las canteras de Siracusa, j el vestigio «de un pececillo» (una sardina) en el fondo de la de Paros. Si esta aserción citada por Origenes, fuese exacta, podria creerse que ciertas capas fosilíferas no han esperimentado sino una metamorfosis in- completa. En cuanto al mármol de Carrara (Luna) cu jo uso se eleva á una época anterior al siglo de Augusto, j que conservará el privilegio de satisfacer casi esclusiva- mente á las necesidades de la estatuaria , mientras quede abandonada la esplotacion de las canteras de Paros,, es una capa, transformada por las acciones plutónicas, del mismo asperón calcáreo {rriacigno) que aparece en los Alpes Apua- nos entre el micasquisto j el esquisto talcoso (80). Háse asignado otro origen á los mármoles de ciertas localidades: afírmase, por ejemplo, que el calcáreo granoso se formó ea lÜ 242 un principio en el interior de la Tierra ; j que recliazado después á la superficie por el gneiss j la sienita, rellenó ciertas hendiduras como en Auerbacli, sobre el Bergs- trasse (81); pero antes de haber estudiado la cuestión sobre el terreno no puedo permitirme decidir acerca de este asunto. De todas las metamorfosis producidas por las rocas de^ erupción en los estratos de calcáreo compacto, la mas nota- ble es la que Leopoldo de Buch ha señalado en las masas dolomíticas, sobre todo en las del Tirol meridional y en las de la vertiente italiana de la cadena de los Alpes. Este modo de transformación del calcáreo procede de las hendi - duras por las cuales está atravesado en todos sentidos; pues por doquiera se ven tapizadas las grietas de cristales rom- boideos de magnesia, j la formación toda no es mas que una aglomeración granosa de cristales de dolomia , en los cuales no se encuentra ja rasgos de la estratificación origi- naria, ni de los fósiles que estuvieran allí contenidos pri- mitivamente, viéndose acá j acullá esparcidas en la roca nueva hojas de talco j masas de serpentina. En la Fassa- thal, la dolomia se eleva verticalmente á muchos miles de pies, formando paredes de blancura deslumbradora que terminan en multitud de cimas agudas j muj próximas entre sí, aun que nunca llegan á tocarse. Su aspecto re- cuerda el gracioso paisaje de montañas fantásticas, con que ha adornado Leonardo de Vinci el fondo del retrato de Monna Lisa. Los grandes fenómenos geológicos que acabamos de des- cribir hablan á nuestra imaginación quizás tanto como á nuestra inteligencia, y son efecto de un pórfiro augítico que ha levantado, roto j metamorfoseado las capas supra- jacentes (82). El ilustre observador que ha notado la con- versión del calcáreo en dolomia, no atribuje este fenómeno á la introducción de cierta cantidad de talco procedente del — 243 — porfiro negro; antes bien la considera únicamente coma modificación contemporánea de la projeccion de esta última roca á través de las largas hendiduras llenas de vapores; pero forzoso es decir que también en ciertos lugares se en- cuentran lechos de dolomia intercalados entre los de calcá- reo, j queda por esplicar cómo ha podido verificarse la transformación sin la intervención de una roca endógena. Efectivamente : ¿cuáles pueden ser en estos casos escepcio- nales los caminos seguidos por la acción plutónica? ¿Será preciso abandonar ja teorías tan amenudo esperimentadas j limitarse á repetir el antiguo adagio romano de que la naturaleza sigue á las veces vias diferentes para llegar á los mismos fines?» ¡Como! Después de haber comprobado paso á paso en toda una región, en zonas enteras, la armonía de dos fenómenos; después de haber visto siempre que la pro- jeccion del melafiro acompaña á la metamorfosis del calcá- reo compacto en una masa cristalina dotada de nuevas pro- piedades químicas, ¿bastará que encontremos un paraje en que el primer fenómeno no acompañe al segundo para que ja no nos sea permitido esperar que observaciones ulterio- res resuelvan esta contradicción aparente , que no depende quizás, en última análisis, sino de una anomalía oculta en las condiciones bajo las cuales ejerce ordinariamente su ac- ción la causa principal? Tanto valdria poner en duda la na- turaleza volcánica j la fluidez ígnea del basalto, por el mero hecho de haber aparecido acá j allá casos aislados en que venas de basalto han penetrado por un lecho de carbón de piedra sin sustraerle una parte notable de su carbono, por capas de asperón, sin darle el aspecto de frita ó de escoria; j por capas de calcáreo, sin que la creta le ha ja convertido en mármol granular. En resumen, seria imprudente aban- donar el hilo conductor ó, si se quiere, la débil claridad que nos guia en la oscura región de las formaciones mine- rales, tan solo porque queden aun algunos desiderata en la — 244 — historia de las transformaciones de las rocas j de las inter- calaciones de ciertas capas alteradas en medio de estratos -que no han sufrido metamorfosis alguna. Después de haber descrito la transformación de la cal carbonatada compacta en calcáreo granular y en dolomia, réstanos hablar de un tercer modo de alteración que los vapores de ácido sulfúrico volcánicamente emitidos en las épocas primitivas han producido en la misma roca. El jeso, nacido de esta reacción , ofrece cierta analogía con los de- pósitos de sal gemma j de azufre (depositado este último mineral por vapores de agua cargados de vapores sulfuro- sos). Sobre las altas cordilleras de Quindiu, lejos de todo volcan , he encontrado depósitos de azufre que se habían formado de una manera análoga en las hendiduras de gneiss, en tanto que en Sicilia, en Católica, cerca de Girgenti_, el azufre, el jeso j la sal gemma pertenecen á las mas re- cientes capas de los terrenos secundarios, es decir, á los terrenos cretosos (83). En los bordes del cráter del Vesubio he visto también hendiduras llenas de sal gemma en tanta abundancia, que á veces bandado lugar á un comercio prohibido. En los Pirineos es imposible dudar de que la aparición de la dolomia, del jeso y de la sal gemma no se une ala délas masas ¡dioríticas (ó pirogénicas) (84). Todo concurre en estos fenómenos á anunciarnos la acción de las fuerzas subterráneas sobre las capas sedimentarias deposita- das por el Océano primitivo. Es bien difícil determinar el origen de las poderosas hi- ladas de cuarzo puro que forman uno de los rasgos carac- terísticos de las riquezas minerales de la cadena de los Andes (85) en la América del Sud. De Caxamarca á Guan- gamarca bajando hacia el mar del Sud , he encontrado lechos de cuarzo de una potencia de 2,000 á 3,000 metros,, descansando sobre el pórfiro sin cuarzo, ó sobre una diori- ta, V que provenían quizás de la transformación del asperón, — 245 — como los lechos de cuarzo de la garganta de la Pescadera (al Este de Briancon), á los cuales Elias de Beaumont atri- buje el mismo origen (86). En los distritos de diamante ^ de las provincias brasileñas de Minas-Geraes j de San Pa- blo, que acaba de estudiar Claussen con mucho deteni- miento, las fuerzas plutónicas de los filones de diorita han producido mica común j el hierro especular en el itacolu- mito cuarzoso. Los diamantes de Grammagoa están encer- rados en capas de ácido silíceo sólido , j alguna vez en- vueltos en panes de mica , como los granates de micasquis- to . Los diamantes mas septentrionales, que se han descubierto en 1829 hasta ahora (á los 58° de latitud en la vertiente europea del Oural) , se encuentran en relación geológica con la dolomia negra carbonífera de x\dolfskoi (87) , j con el pórfiro augítico; pero estas relaciones no han sido aun suficientemente esclarecidas por exactas observaciones. Debemos colocar, en fin, entre los fenómenos de con- tacto mas notables la formación de los granates en el es- quisto arcilloso cuando se halla en contacto con el basalto ó con la dolerita (en el Northumberland,, isla de Anglesej), V la producción de una gran cantidad de hermosos crista- les mu j variados (el granate, la vesuviana, la augita j la celajnita) que se han desarrollado en la superficie de con- tacto de rocas eruptivas v de capas sedimentarias, ó en la unión de la sienita de Monzón con la dolomia j el calcáreo compacto (88). Las masas de serpentina de la isla de Elba, que quizás no presentan en ninguna otra parte tan clara- mente el carácter de rocas de erupción, han producido su- blimaciones de hierro especular j de óxido rojo de hierro en las hendiduras del asperón calcáreo (89). Diariamente vemos también depositarse del mismo modo este hierro es- pecular en los bordes del cráter j en las corrientes de re- cientes lavas del Stromboli, del Vesubio j del Etna (90). Estas venas y filones que las fuerzas volcánicas producen — 246 — á nuestra vista en rocas llegadas ja á cierto grado de soli- dificación , nos enseñan de qué manera se iian formado los filones metálicos j pétreos en las primeras edades geológi- cas, donde quiera que la corteza sólida de nuestro planeta, de poco espesor á la sazón, frecuentemente conmovida por las sacudidas, quebrada j fracturada en todos sentidos á consecuencia del enfriamiento j del cambio de volumen, presentaba comunicaciones numerosas con el interior, J sa- lidas multiplicadas á los vapores ascendentes j á las subli- maciones de toda especie. La disposición de las partículas en capas paralelas á las salbandas, la repetición regular de las capas homologas en las partes opuestas de la vena (el techo y la pared) y la cavidad celular prolongada de la parte media, nos hacen reconocer luego al punto en un gran número de filones metalíferos el acto plutónico de la subli- mación. Como las y Qnd.s penetrantes son de origen mas re- ciente que las capas penetradas, los jacimientos relativos del pórfiro y de las formaciones argentíferas de las minas de Sajonia, las mas ricas de toda Alemania, prueban que las formaciones son al menos mas recientes que los troncos de árboles del terreno hullero v del nuevo asperón rojo in- ferior (Rothliegendes) (91). Fecunda inspiración ha sido en verdad para la teoría de la formación de la corteza terrestre, y para la del me- tamorfismo la feliz idea de comparar los minerales natura- les á las escorias de nuestros hornos de fundición, j procu- rar reproducirlos en todas sus partes (92). En efecto, todas estas operaciones nos ofrecen la acción de las mismas afini- dades que determinan las combinaciones químicas, así en los laboratorios como en el seno de la tierra. Entre los mi-- nerales formados artificialmente, se han encontrado los sim- ples mas importantes de que se componen las rocas de erup- ción plutónicas ó volcánicas j las metamórficas, no ja imi- tados toscamente , sino reproducidos en el estado cristalino — 247 — con la mas completa identidad. Sin embargo, conviene dis- tino-uir los minerales que se forman accidentalmente en las escorias, de los que el químico se propone reproducir. En- tre los primeros se cuenta el feldespato, la mica, la augita, la olivina, la blenda, el óxido de hierro cristalizado (hierro especular), el óxido de hierro magnético octaédrico j el titanio raetásico (93); y entre los segundos, el granate, el idocrasio, el rubí tan duro como el rubí oriental, la olivina V la augita (94). Estos minerales forman las partes compo- nentes del granito, del gueiss y del micasquisto, del basalto, de la dolerita j de un gran número de pórfiros. La repro- ducción artificial del feldespato j de mica es singularmente importante en geología para la teoría de la conversión del esquisto arcilloso en gneiss. El primero contiene los elemen- tos de granito sin esceptuar ni aun la potasa (95). No ha- l)ria motivo de admiración si , como ha dicho el ingenioso geólogo M. de Duchen^ se formase un fragmento de gneiss sobre las paredes de un horno de fundición construido con esquisto arcilloso j grauwacka. Después de haber examinado en estas consideraciones generales sobre la parte sólida de la corteza terrestre las tres clases fundamentales de rocas (rocas de erupción, las de sedimento j las metamórficas), réstanos todavía ocupar- nos de la cuarta j última clase que comprende los conglo- merados ó las rocas detríticas. Estos mismos nombres re- cuerdan las revoluciones de la superficie de la Tierra, v así mismo el acto de la cimentación que ha consolidado, por el intermedio del óxido de hierro ó de materias arcillosas j calizas, montones de fragmentos redondos ó de aristas agu- das. Los conglomerados j las brechas en su mas lata acepción, presentan los caracteres de un doble origen. Los materiales que los componen mecánicamente no se han acu- mulado solo por las olas de mar ó por las aguas dulces en movimiento, porque roca detrítica existe, cuja formación — 248 — no puede atribuirse á la acción de las aguas, «Cuando islas de basalto ó montes de traquita se levantan á través de grandes fracturas, del rozamiento de las masas ascendentes contra las paredes de los fallos ha resultado en el basalto ó traquito una capa de conglomerados, formada á espensas de su propia miateria. Los granos que componen el asperón de un gran número de formaciones se han desprendido mas bien por el rozamiento de las rocas de erupción plutónicas ó volcánicas, que no por la fuerza de erosión de un mar pró- ximo. La existencia de esta especie de conglomerados, que se encuentra en masas enormes en los dos hemisferios, re- vela la intensidad de la fuerza con que las rocas de erup- ción se han hecho paso á través de las capas sólidas de la corteza terrestre, hasta que apoderándose en seguida las aguas de estos restos^ los han diseminado por capas sobre el mismo suelo que hov vuelven á cubrir (96).» Encuéntranse formaciones de asperones intercalados entre todas las capas, desde los terrenos silúricos de transición mas bajos, hasta las formaciones terciarias, por encima déla creta. A orillas de las llanuras inmensas del nuevo Continente, hacia den- tro V hacia fuera de los trópicos, vénse estas hiladas de as- perón estenderse en grandes muros, como para indicar la antigua orilla donde las olas del mar han venido á rom- perse. Reconócese á la primera ojeada que se dirige sobre la dis- tribución geográfica de las rocas , y sobre la estension que cada una de ellas ocupa en las partes accesibles de la corte- za del globo, que la sustancia mas esparcida es el ácicío silí- cicOy ordinariamente opaco j colorado; sigue al ácido silí- cico sólido la cal carbonatada, y vienen después las combi- naciones del ácido sicílico con el aluminio, la potasa j la sosa, con la cal , la magnesia j el óxido de hierro. Las sus- tancias que comprendemos bajo el nombre genérico de ro- cas, son asociaciones determinadas de un número muj re- — 249 — ducido de minerales simples^ á los cuales se unen otros mi- nerales parásitos; pero siempre según ciertas le jes fijas. Es- tos elementos no son peculiares á tal ó cual roca, j así ol cuarzo (ácido silícico), el feldespato j la mica, cuja reunión constituye esencialmente el granito, se encuentran aislados ó combinados dos á dos, en gran número de formaciones diferentes. Una cita bastará para demostrar cuantas varia- ciones pueden ocurrir en las proporciones de estos elementos de una á otra roca , de una roca feldespática ; por ejemplo_^ á una micácea: MistcherlicJi ha hecho ver que si á una can- tidad de feldespato se añaden tres tantos de alumina , j el tercio de la proporción de sílice que ja contiene , se obtiene la composición química de la mica. Estos dos minerales encierran potasa, cuja presencia en un gran número de rocas es un hecho anterior, sin duda alguna, á la aparición de los vegetales sobre la tierra. El orden de superposición de los estratos sedimentarios, de las capas metamórficas j de los conglomerados; la natu- raleza de los terrenos que las rocas de erupción han tocado ó atravesado ; la presencia de restos orgánicos j sus diferen- cias de estructura : tales son los indicios que permiten reco- nocer la edad relativa de las formaciones sucesivas; los monumentos de la historia del globo, j los puntos culmi- nantes de su cronología, que el genio de Hooke presentía ja en otro tiempo. La aplicación de los medios de prueba bo- tánicos j zoológicos á la determinación de la edad de las rocas, ha sido el principio de la era mas brillante de la geog- nosia moderna. Bajo la influencia vivificadora de los estu- dios paleontológicos, la teoría de las formaciones sólidas de la corteza terrestre «del globo se ha visto libre al fin, al me- nos en lo relativo al continente, de sus trabas originarias, j parece ja revestida de un carácter de profundidad j de variedad enteramente nuevo. Las capas fosilíferas son las catacumbas donde jacen los faunos j las floras de las an- — 250 — tenores épocas. Cuando descendemos de capa en capa estu- diando sus relaciones de superposición, mundos sepultados de animales j vegetales se presentan á nuestra vista y re- trocedemos realmente en la serie de las edades. Cada cata- clismo del globo , cada levantamiento de esas cadenas de montañas cuja antigüedad relativa podemos determinar, ha sido señalado por la destrucción de antiguas especies v por la aparición de nuevas organizaciones, quedando durante algún tiempo para indicar la transición, algunas especies antiguas entre las creaciones mas recientes. Esta última es- presion, digámoslo de paso, acusa la limitación forzada de nuestros conocimientos sobre el ser, j en el lenguaje figu- rado de que nos servimos para disfrazarla , llamamos crea- ciones nuevas al fenómeno histórico de las variaciones que ocurren por intervalos, ja sea en las formas orgánicas, ja en las cuencas de los mares primitivos, ja en los contornos de los continentes levantados. Frecuentemente estos seres organizados se han conservado intactos hasta en los menores detalles de su tejido, j de sus células j divisiones. En la oolita inferior (lias de Ljme-Regis) se ha encontrado una gibia tan admirablemente conservada , que ha podido sa- carse el color destinado á pintarla de la materia negruzca de que se servia este animal, há muchos miles de anos para escapar de sus enemigos (97). En otros parajes no se hallan mas que vestigios, tales, por ejemplo, como las huellas que un animal ha dejado al correr por una blanda arcilla, ó los residuos de su digestión {coprolitos). Otras capas nos ofre- cen tan solo la huella de una concha ; concha que si perte- nece á un género característico (98) , es bastante para dar- nos á conocer al punto la formación en que ha sido recogi- da, j la naturaleza de los demás restos orgánicos con ella sepultados. La concha que trae el viajero de sus escursio- nes, nos dice la historia del país donde fué encontrada. El estudio analítico del reino animal v veoj-etal del — 251 -. mundo primitivo, lia seguido dos direcciones, de las cuales lian resultado dos ciencias distintas. La una, meramente morfológica, describe los organismos j estudia su fisiología, tratando de llenar por las formaciones estinguidas, los va- cíos que se presentan en la serie de los seres que actual- mente viven. La segunda , mas especialmente geológica, considera los restos fósiles en sus relaciones con las capas sedimentarias donde se les encuentra, j cuja antigüedad relativa pueden ellos determinar. Largo tiempo lia predo- minado la primera de estas dos ciencias. Comparando de una manera mu v superficial las especies fósiles con las es- pecies actuales, se habia incurrido en un error cujas huellas se descubren aun ho v en las singulares denomina- ciones que se dieron á ciertos cuerpos déla naturaleza. Este error consistia en el empeño de reconocer las especies vivas entre las organizaciones estinguidas , de igual manera que en el siglo XVI se confundian , por falsas analogías , los animales del mundo antig*uo con los del nuevo continente. Peter Camper,, Saemering j Blumenbach, fueron los pri- meros que entraron en una senda mas racional ; j sujo es el mérito de baber aplicado los recursos de la anatomía com- parada de una manera verdaderamente científica á la parte de la paleontologia , (arqueología de la organización) que se ocupa de los osameutos de los grandes animales verte- brados. Pero los grandes trabajos de Jorge Cuvier j Ale- jandro Brongniart^ son los que han fundado la geología de los fósiles, por la feliz combinación de los tipos zoológicos con el orden de sucesión j la edad relativa de los ter- renos. Las capas sedimentarias mas antiguas_, j los terrenos de transición , presentan en los restos orgánicos que abrazan, una mezcla de formas muj diversamente colocadas en la serie progresiva de los seres. Tratándose de plantas, estas capas no contienen mas que raras ovas licopodiáceas, quizás — 252 — arborescentes, equisetáceas j heléchos tropicales; pero en materia de organizaciones animales^ hallamos en estas capas una asociación singular de crustáceos (trilobitos con ojos reticulares), de braquiopodos (Spiriferos Orthis) , de ele- gantes esferonitos, muj semejantes á los crinoides (99), de ortocerátitos de la familia de los cefalópodos, j de poliperos petrosos; después, entre estas organizaciones inferiores, se encuentran ja peces de una forma estraña en las capas su- periores del sistema silúrico. La familia de los cefalaspides de pesados escudos, de los cuales ciertos fragmentos del género pterichtvs han sido tenidos largo tiempo por tri- lobitos, caracterizan esclusivamente la formación devonia- na fOld-Red). Esta familia, según Agasiz, constituye un tipo tan claramente pronunciado en ]a serie de los peces, como los ictiosauros v los plesiosauros entre los repti- les (100). Los goniatitos, de la tribu de las amonitas (1), empiezan igualmente á indicarse en el calcáreo de transi- ción , en la grauwacka de Jas capas devonianas, j aun en las últimas del sistema silúrico. No se ha logrado hasta el presente descubrir una re- lación exacta entre la edad de los terrenos j la graduación fisiológica de las especies que contienen , por lo tocante á los animales invertebrados (2); por el contrario, esta depen- dencia se manifiesta de la manera mas regular tratándose de los animales vertebrados. Entre estos últimos , los mas antiguos^ como acabamos de ver, son los peces; después, recorriendo de abajo á arriba la serie de las formaciones, se encuentran sucesivamente los reptiles v los mamíferos. El primer reptil (un sauriano del género Monitor según Cu- vier), se encuentra en el esquisto cobrizo de Zechstein, en Turingia, j habia ja llamado la atención de Leibnitz (3); según Murchison, el paleosauro j el tecodontosauro de Bristol, son de la misma época. El número de saurianos va aumentando en el calcáreo conchifero (4) , en el Kenper, j — 253 — en la formación jurásica, que es donde llega al máximun. En la época de esta formación vivian plesiosauros de largo cuello de cisne formado de treinta vértebras; el megalosau- ro, cocodrilo gigantesco de 15 metros de largo, con los huesos de sus pies muj semejantes á los de nuestros mas pesados mamíferos terrestres; ocho especies de ictiosauros; el giosauro (Lacerta gigantea de Soemmering); v en fin, siete especies de repugnantes plerodáctilos ó saurianos pro- vistos de alas membranosas (5). El número de saurianos semejantes á los cocodrilos, disminuje ja en la creta; encuéntrase sin embargo, en esta formación , el cocodrilo th Maestricht (el mososauro de Con jbeare) , v el colosal igua- nodonte;, que quizás era herbívoro. Según Cuvier, los ani- males pertenecientes á la especie actual de los cocodrilos se remontan casi á la formación terciaria ; j aun el hombre testigo del diluvio de Schenzer (homo diluvii testes)^ enorme salamandra del género del axolote que traje á Europa de los grandes lagos del rededor de Méjico , pertenece á las mas recientes formaciones de a/^-ua dulce de CEnin^a. Tratando de leer en el orden de superposición de los terrenos la edad relativa de los fósiles que contienen , se han descubierto importantes relaciones entre las familias y las especies (estas últimas siempre poco numerosas) que han desaparecido, y las familias ó las especies vivas todavía. Todas las observaciones están contestes en que los faunos j las floras fósiles difieren tanto mas de las formas animales ó vejetales existentes , cuanto que las formaciones sedimen- tarias donde jacen , son mas inferiores , es decir, mas an- tiguas. Así, pues, grandes variaciones han tenido lugar sucesivamente en los tipos generales de la vida orgánics : grandiosos fenómenos , señalados primero por Cuvier (6), que ofrecen relaciones numéricas, que han sido objeto de las investigaciones de Deshajes j Ljell, j han llevado á estos sabios á resultados decisivos, sobre todo en cuanto á — 254 — los tan numerosos j perfectamente conocidos fósiles , de las formaciones terciarias. Agasiz, que ha 'examinado 1700 es- pecies de peces fósiles , j que calcula en 8000 el número de las especies actuales descritas, ó conservadas en nuestras co- lecciones, afirma en su gran obra^ que «escepcion hecha de un pez fósil _, propio de las geodas arcillosas de la Groen- landia , no ha encontrado nunca en los terrenos de transi- ción , ni en los secundarios j terciarios , animal de esta clase que fuese indéntico con un pez vivo en la actualidad;» j añade esta importante observación : «La tercera parte de los fósiles del calcáreo tosco j de la arcilla de Londres per- tenece á familias estinguidas ; debajo de la creta no se ha- lla ni un solo género de peces de la época actual ; y la sin- gular familia de los sauroides (peces cujas escamas están cubiertas de esmalte , que se aproximan casi á las de los reptiles, j provienen de la formación carbonífera_, donde ja- cen sus majores especies, hasta la creta donde se encuen- tran aun algunos individuos) presenta con dos especies que habitan hoj el Nilo j ciertos rios de América (el lepidos- teo j el poljptero) las mismas relaciones que existen entre nuestros elefantes ó nuestros tapires, j los mastodontes ó los anaploteriones del mundo primitivo (7). Sea lo que quiera^ las preciosas investigaciones de Eh- renberg han probado que las capas de creta, donde jacen aun dos especies de estos peces sauroides j reptiles gigan- tescos j todo un mundo destruido de corales j de con- chas, están enteramente compuestos de poljtolamos micros- cópicos , de los cuales un gran número vive ho j en nues- tros mares , j hacia las latitudes medias en el mar del Norte j en el Báltico. Hablando, pues, rigorosamente, el grupo terciario que descansa inmediatamente sobre la creta, lla- mado ordinariamente de capas del período eóce?io no mere- ce este nombre, «porque la aurora del mundo en que vi- vimos se estiende mas allá de las edades anteriores,» — '255 — mucho mas de lo que se ha creído hasta el presente (8). Acabamos de ver que los vertebrados mas antiguos, es decir, los peces que aparecen en todas las formaciones, á partir de los estratos silúricos de transición hasta las capas de la época terciaria. De la misma manera, los saurianos empiezan en el zechstein ; j si añadimos que la formación jurásica (esquisto de Stonesfield) nos presenta los primeros mamíferos (tilacoterion de Prevost j de Buckland, aná- logo á los marsupiales , según Valenciennes) , (9) j que el primer pájaro se ha encontrado en el depósito mas antiguo de la formación cretácea (10), habremos indicado los lími- tes inferiores de las cuatro grandes divisiones de la serie de los vertebrados. Tal es, acerca de este punto de vista, el estado actual déla paleontología. En cuanto á los animales invertebrados , los corales pé- treos j los sérpulos se encuentran confundidos en las forma- ciones mas antiguas con los cefalópodos j crustáceos de una organización muj elevada, así que se hallan mezclados los órdenes mas diferentes en esta parte de la serie animal; pero aun así, han podido descubrirse le jes fijas respecto de muchos grupos aislados pertenecientes á un ¡mismo orden. Conchas fósiles de la propia especie, goniatitas, trilobitas, j numulitas , cons'ítujen montañas enteras ; j allí donde quiera que diferentes géneros están mezclados, existe por lo común una relación regular entre la serie de los organis- mos jla de las formaciones, habiéndose observado también que la asociación de ciertas familias j de ciertas especies, sigue una lej regular en los estratos superpuestos cu jo conjunto compone una misma formación. Asi es como Leopoldo de Buch, luego de haber clasificado las amonitas en familias bien definidas, ajudado de su ingeniosa iej acerca de la disposición de los lóbulos , ha demostrado que las cerátitas pertenecen al muschelkalk (calcáreo conchífe- ro) , las aristas al lias , j los goniatitos al calcáreo de tran- ~ 256 — sicion j á la grauwacka (11). Las belemnitas tienen su li- mite inferior (12) en el keuper, situado por debajo del cal- cáreo jurásico, V el superior en la greda. Sábese ja que en las mismas épocas, j en zonas apartadas entre sí , han po- blado las aguas testáceos idénticos, al menos en parte, álos fósiles de Europa. Por ejemplo : Leopoldo de Buch, ha se- ñalado en el hemisferio austral (volcan de Majpo, Chile) exogiros j trigonios; v d'Orbignv ha descrito ciertas amo- nitas j grífeas del Hi mala va j de las llanuras índicas de Cutch, que son exactamente de la misma especie que las del antiguo mar jurásico en Francia j Alemania. Las capas cuja naturaleza ha sido determinada por los fósiles ó los cantos rodados que contienen , constituyen un Áorizonte geológico , según el cual , el observador perplejo puede orientarse v reconocer la identidad ó la antigüedad relativa de las formaciones , la rejHticion periódica de cier- tas capas, su j)a7'aIelismo ó su completa supresión. Cuando nos proponemos abrazar así en toda su simplicidad, el tipo general de la formación sedimentaria , se encuentra sucesi- vamente jendo de abajo á arriba: 1 .° El terreno de transición , dividido en grauwacka in- ferior j superior, ó' en sistemas silúrico j devoniano: este último tenia en otro tiempo el nombre de asperón rojo ; 2." El trias inferior (13) , que comprende el calcáreo de montaña, los terrenos hulleros, el nuevo asperón rojo infe- rior (todtliegendesj, y el calcáreo magnésico (zechstein); 3.° El trias swperior ^ que comprende el asperón abigar- rado (14), el calcáreo conchífero j el keuper; 4.° El calcáreo jurásico (lias j oólita); 5.^ El asieron macizo (quadersandstein), la greda infe- rior j superior , asi como las últimas capas que empiezan en el calcáreo de montañas ; 6.° Las formaciones terciarias ^ que comprenden tres subdivisiones caracterizadas por el calcáreo basto, el car- — 257 — ]>on moreno ó lignita , v los arenales sub-apeninos. Vienen luego los terrenos de transporte (aluvión), que contienen los osamentos gigantescos de los mamíferos del antiguo mundo, tales como los mastodontes, el dinoté- rion, el misurion j los megaterios, contándose entre es- tos últimos el mjlodon de Owen , especie de perezoso de tres V medio metros de largo. A estas especies estinguidas, se unen los restos fosilificados de animales cujas especies vi- ven aun, como elefantes, rinocerontes, buejes, caballos v ciervos. Existe cerca de Bogotá, 2660 metros sobre el ni- Yel del mar , un campo lleno de osamentos de mastodontes (campo de gigantes) , en el cual he hecho ejecutar escava- ciones con el major cuidado (15); j eu cuanto á los osa- mentos de la meseta mejicana, pertenecen á ciertas razas estinguidas de verdaderos elefantes. En los estribos del Hi- malaja (colinas de Sev^alik , estudiadas con tanto celo por el capitán Cautlej j el doctor Falconer), se contienen igual- mente numerosos mastodontes; encuéntrase también el si- vaterion j la gigantesca tortuga terrestre de cuatro me- tros de largo j dos de ancho (Colossocheljs) ; j por último^, restos pertenecientes á especies vivas en la actualidad , co- mo elefantes, rinocerontes, girafas: j cosa notable; estos fósiles corresponden á una zona donde domina todavía hoj el clima tropical , que se creia haber reinado en la época de los mastodontes (16). Comparada ja la serie de las formaciones inorgánicas de que la corteza terrestre se compone, con los restos orga- nizados que las mismas contienen, réstanos por bosquejar el reino vegetal de los mundos primitivos, j demostrar de que manera el ensanchamiento de la Tierra firme j las mo- dificaciones atmosféricas han traido el desarrollo sucesivo de las diferentes floras. Ya hemos visto que las mas anti- guas capas de transición no contienen sino plantas marinas Y hojas celulares, j que los estratos devonianos (17) son los — 258 — primeros en que se encuentran algunas formas criptógamas de plantas vasculares (calamitas licopodiáceas). Por mas que se haja creido posible deducir de ciertas miras teóricas acerca de la simplicidad de las formas jjrmitix as de los seres orgánicos^ que la vida vegetal ha precedido á la vida animal, j que la primera era una condición necesaria para el des- arrollo de la segunda, ello es lo cierto, que ningún dato lia venido a justificar semejante hipótesis^ antes al contrario, las razas humanas que en lo antiguo fueron rechazadas ha- cia las regiones glaciales del polo ártico, j se alimentaban esclusivamente de peces j cetáceos, prueban por el hecho mismo de su existencia, que, en rigor, las sustancias vege- tales no son indispensables á la vida animal. Después de las capas devonianas j del calcáreo de montaña, viene una formación cuja análisis botánica ha hecho grandes progre- sos en estos últimos tiempos (18). El terreno hullero com- prende no solamente plantas criptógamas análogas á los he - lechos, j monocotiledones fanerógamas (céspedes, liliáceas semejantes á las jucas j palmeras), sino también dicotile- dones gjmnos permas (coniferos j^ cicádeas). De las cuatrocientas especies que próximamente se co- nocen pertenecientes á la flora del terreno hullero^ nos li- mitaremos á citar las calamitas j las licopodiáceas arbores- centes; los lepidodendros escamosos; las sigilarias de 20 metros de longitud , que á las veces suelen encontrarse de pié j arraigadas, j se distinguen por su doble sistema de haces vasculares; las estigmarias semejantes á los cactos; una infinidad de hojas de heléchos acompañados por lo co- mún de sus troncos, j cuja abundancia prueba que la tierra firme de las épocas primitivas era esencialmente in- sular (19); las cicádeas (20), j sobre todo las palmeras (21), en menor número que los heléchos; las asterofilitas de ho- jas verticilares, parecidas á las najades; j las coniferas se- mejantes á ciertos pinos del género Araucaria (22) con es- — 259 — casos vestig-ios de anillos anuos. Todo este reino vegetal se ha desarrollado ampliamente en las partes levantadas j se cas del viejo asperón rojo, manteniéndose invariables los ca- racteres que le distinguen del mundo vegetal actual, á tra- vés de los periodos siguientes, hasta las últimas capas de la greda. Pero la flora de formas tan estrañas en los terrenos hulleros, presenta en todos los puntos de la tierra primitiva (en la Nueva-Holanda, en el Canadá, en la Groenlandia como en las islas Melville) una uniformidad sorprendente en los géneros, si no en las especies (23). Uno de los principales caracteres de la flora primitiva es el de ofrecernos formas vegetales cuva analogía con nu- merosas familias del mundo actual prueba que han pere- cido con ellas numerosos miembros de la serie orgánica. Así, por no citar sino dos ejemplos, las especies de lepido- dendron llegan á colocarse, según Lindlej, entre las coni- feras j las licopoditas (24); j por el contrario^ las araucari- tas j las pinitas presentan alguna cosa estraña en la reunión de sus haces vasculares. Aun limitando nuestras consideraciones al mundo actual_, no podremos negar una alta significación al descubrimiento de las cicadeas j de los árboles de raices hendidas verticalmente (coniferos) en la flora del terreno hullero, al lado de sagenarias j lepidoden- dros. En efecto, las coniferas no guardan solamente analo- gía con las cupulíferas j las betulineas que se encuentran con ellas en la formación de lignitos, sino que la tienen también con las licopoditas. La familia de las cicadeas se aproxima mucho á la de las palmeras por el aspecto j figura esterior, en tanto que se parece esencialmente á las conife- ras en cuanto á la estructura de las flores j semillas (25) . Donde quiera que existen superpuestos muchos lechos de carbón de piedra, los vegetales no se hallan repartidos con- fusamente sin distinción de géneros ni de especies; antes bien están dispuestos lo mas frecuentemente por géneros, — 260 — de tal suerte,, que las licopoditas j ciertos heleclios ocupan una capa, j las estigmarias j las sigilarías otra distinta. Para formar idea del grado de desarrollo que la vida vege- tal habia tomado en el mundo primitivo, j de la masa de vegetales acumulados en ciertos lugares por corrientes y transformados luego en carbón por la via húmeda (26), conviene recordar que en las minas de hornaguera de Saar- bruk, se ven ciento veinte lechos de carbón superpuestos, sin contar un gran número de otras capas de menos espesor, cuja potencia no escede de un tercio de metro; j asimismo, que haj lechos de carbón de piedra de 10 metros j aun de 16 de potencia, como por ejemplo, enJonoton (Escocia) jen Creuzot (Borgoña), al paso que los árboles que cubren una superficie dada en los bosques de nuestras zonas templadas, formarían apenas en cien años sobre esta superficie una capa de carbón de 16 milímetros de espesor (27). Cerca de la embocadura del Misisipí, j á orillas del mar glacial, donde el almirante Wrangel ha visto j descrito las monta- ñas (le madera^ hállanse todavía montones considerables de troncos de árboles acarreados por los rios y por las corrien- tes del mar; estas capas de madera f otante pueden dar una idea de lo que ha debido ocurrir en las aguas interiores j en las bahías insulares del mundo primitivo. A lo que se agrega, que las capas carboníferas deben una parte consi- derable de la materia de que están formadas, no a grandes árboles, sino á masas de césped y arbustos ramosos j de pe- queñas criptógamas. Acabamos de decir que las palmeras se encuentran re- unidas con ciertas coniferas en el terreno hullero, asocia- ción que se reproduce en todas las formaciones j se conti- núa buen trecho en el período terciario. En la actualidad parecen que hujen las unas de las otras. Estamos de tal modo acostumbrados, aunque sin razón, á considerar las coniferas como esencialmente propias de las regiones sep- — 261 — tentrionales, que jo mismo quedé sorprendido al encontrar un espeso pinar (Pínus occídentalís ^ semejante al pino del Lord Weimouth) entre la venta j el alto que se hallan como subimos al mar del Sud, hacia Chilpansingo j las elevadas praderas de Méjico, á 1,200 metros sobre el nivel del mar; pinar que tardé un dia entero en atravesar, v en el cual se bailan los árboles coniferos entrelazados con pal- meras de abanico (Cort/pha dulcís) (28) llenas de papaga- yos de variados colores. La América del Sud produce en- cinas, pero no alimenta ni una sola especie de pinos; j la primera vez que se presentó á mi vista un abeto como un recuerdo de mi patria, estaba situado cerca de una palmera de abanico. También Cristóbal Colon en su primer viaje de esploracion divisó coniferas j palmeras mezcladas en la punta oriental del Norte de Cuba (29), j por consiguiente, entre los trópicos, aunque apenas sobre el nivel del mar. Este observador profundo, á quien nada se escapaba, habla de este hecho en su diario de viaje como de una singulari- dad, j su amigo Anguiera, secretario de Fernando el Ca- tólico, refiere lleno de sorpresa «que se encuentran juntos pinos j palmeras en el país nuevamente descubierto.» Es de gran interés para la geología comparar la distribución actual de las plantas sobre la superficie de la tierra, con la geografía de las floras estinguidas. La zona templada del hemisferio austral, cujas innumerables islas, abundantes aguas j maravillosa vejetacion que participa á la vez de la flora de los trópicos j de los países frios , ha descrito Dar- win (30) con tanto arte, es la que ofrece ejemplares mas instructivos para la geografía de las plantas modernas V para la de las plantas primitivas, rama muj importante de Ja hisloria del reino vegetal. Las cicádeas, que según el número de las especies fósi- les pertenecientes á esta tribu debieron jugar un papel mas importante en el mundo primitivo que en el mundo actual. — 262 - acompañan á sus análogas las coniferas de la época en que se formaron los lectios de carbón , j desaparecen casi totalmente en el período de los asperones abigarrados; pero en este mismo período se desarrollaron también ciertas co- niferas { Voltzia, Haidingera^ Alhertia). Las cicádeas ad- quieren su máximun en el Keuper j en ellias, donde se han encontrado hasta veinte especies distintas. En la greda predominan las plantas marinas j las náyades. Así es que los bosques de cicádeas de la formación jurásica han des- aparecido hace mucho tiempo, j aun en los grupos mas antiguos de la formación terciaria se los encuentra relega- dos muj por debajo de las coniferas j palmeras (31). Los lignitos ó las capas de carbón moreno que ¿e encuentran en cada división del periodo terciario, contienen en medio de los mas antiguos criptógamos terrestres algunas palmeras, gran número de coniferos con anillos anuos bien señalados, V arbustos ramosos de carácter mas ó menos tropical. El periodo terciario medio está caracterizado por la vuelta de las palmeras y de las cicádeas. Finalmente, la vegetación del último período ofrece gran analogía con la flora ac- tual. Nuestros pinos j abetos, nuestros cupulíferos, arces j álamos aparecen allí sin transición en toda la plenitud de sus formas. Los troncos de dicotiledóneas escondidos en los lignitos, se distinguen á las veces por sus dimensiones enor- mes j por su mucha edad. Noeggerath ha encontrado cer- ca de Bona uno de esos troncos, en el cual contó hasta 792 anillos anuos (32); j en la Francia septentrional, en Iseux (cerca de Abeville) háse descubierto un pino en las hor- nagueras del Soma de cuatro metros j medio de diáme- tro; espesor estraordinario para las regiones extra-tropicales del antiguo Continente. Según las investigaciones de G?ep- per, que esperamos se den pronto á la estampa con láminas esplicativas, «todo el ámbar del Báltico proviene de un co- nifero que, á juzgar por los fragmentos de madera v de cor- — 263 — teza de diferentes edades, debia de formar una especie ¡)ar- iicwlar muj semejante á nuestros abetos blancos j rojos. El árholde ámbar del mundo '^v\vn\i\\'o(Pinites succifer^ era mas resinoso que cualquiera de los coniferos del mundo actual; no solamente está colocada la resina en él por den- tro j fuera de la corteza como en estos últimos, sino en la madera misma, cujas células j ramificaciones medulares llenas de sucino se distinguen perfectamente con el mi- croscopio; j así mismo en grandes masas blancas j amari- llas entre los anillos concéntricos de la parte leñosa. En medio de las materias vegetales incrustradas en el ámbar se han encontrado flores machos v hembras de cupulíferas j de árboles indígenas de hojas aciculares; pero varios frag- mentos bien determinados de tJmja , de ciqwessiis , de ej)kedera v de castania vesca, mezclados á otros fragmentos de nuestros abetos j enebros, acusan una vejetacion dife- rente de la que reina actualmente sobre el litoral del mar Báltico j del mar del Norte. » Acabamos de recorrer en la parte geológica del cuadro de la naturaleza toda la serie de las formaciones , desde las rocas de erupción j las capas sedimentarias mas anti- guas , hasta el terreno de transporte en que jacen los pe- dr úseos errantes. Supúsose que estos pedruscos fueron tras- ladados por ventisqueros ó por montañas de hielo flotantes; pero en mi concepto , mas bien lo fueron por la impetuosa caidadelas aguas, detenidas primero en receptáculos natu- rales, V desencadenadas luego por el levantamiento de las montañas (33). Por lo demás,, el origen de estas masas aisla- das, deque no hablo aquí 'sino incidentalente , será largo tiempo aun objeto de discusión. Los mas antiguos miem- bros de la formación de transición son el esquisto y la grauwacka, en los cuales se encuentran algunas plantas marinas procedentes del mar silúrico, llamado antigua- mente mar cámbrico. Estos terrenos primarios (como se los — 264 — llama) descansan sobre el gneiss j el micasquisto; pero sí estas dos rocas deben considerarse en sí mismas como capas sedimentarias transformadas, ¿sobre qué base descansan los mas antiguos sedimentos? Aquí, escapa nuestro medio de investigación que es la observación directa, j quedamos abandonados á meras conjeturas. Según un mito de la cos- mogonia india, la tierra está sostenida por un elefante , el cual , para no caer, está á su vez apojado en una enorme tortuga; pero no está permitido á los crédulos bramines preguntar quién mantiene á la tortuga. Muj semejante es el problema que aquí tratamos de resolver, jno será estraño, por tanto, que nuestra solución se vea sometida á los ataques de la crítica. En la parte astronómica de esta obra bemos visto cómo se ha formado nuestro planeta á espensas de la atmósfera primitiva del Sol; es verosímil que la materia ne- bulosa de los anillos separados de esta atmósfera se baja aglomerado en esferoides, circulando alrededor del Sol, j que luego la condensación se fuere operando sucesivamen- te procediendo de las capas esteriores hacia el centro, has- ta quedar, por último, formada la primera corteza sólida; las capas superiores de esta corteza constitujen, como las llamamos boj, las mas antiguas capas silúricas ; capas que han sido atravesadas j levantadas por rocas de erupción salidas de profundidades inaccesibles. Es_, pues, indudable,, que existian ya estas rocas completamente formadas debajo del sistema silúrico, semejantes á esas otras rocas que apa- recen aquí y allá, sobre la superficie de la tierra j que he- mos llamado granito, roca augítica ó pórfiro cuarzoso. Guia- dos por la analogía _, podemos admitir que las materias que han penetrado por los estratos sedimentarios, j rellenado sus hendiduras, son simples ramificaciones de una base in- ferior. Los focos de los volcanes activos están situados á pro- fundidades enormes, j si he de juzgar por los fragmentos incrustados en la lava de los volcanes que he estudiado bajo — 265 — las zonas mas diferentes, debo creer que una roca graníti- ca primitiva forma el soporte de todo el edificio de las capas superpuestas que constituje la corteza terrestre (34). Si es cierto que el basalto compuesto de olivina no se dá antes del período cretáceo^ j si las traquitas se presentaron mas tarde, no lo es menos que las erupciones graníticas pertenecen á la época de las mas antiguas capas sedimenta rias, como se baila palpablemente demostrado basta en la metamorfosis de estas últimas capas. Hemos comparado to- dos estos becbos con esquisita diligencia; pero puesto que el objeto de nuestras investigaciones escapa á la inspección de los sentidos, nos liemos visto en la necesidad de recurrir á la analogía j á raciocinar por inducción ; de este modo be- mos intentado restituir al viejo granito una parte de sus disputados derecbos con el título de roca 'primordial. Los progresos recientes de la geognosia nos permiten concebir cómo la determinación de las épocas geológicas, por medio de los caracteres que suministran ja la composición mineralógica de los terrenos, ja la serie de los organismos cu JOS restos aquellos contienen, ja el modo de estratifica- ción de las capas levantadas, contorneadas ú borinzontales, pueden conducirnos por el encadenamiento íntimo de los fe- nómenos al estudio de la repartición de las masas sólidas y líquidas , j de los continentes j de los] mares, que dan su corteza á nuestro planeta. Existe, en efecto, un punto de contacto entre la bistoria de las revoluciones del globo j de la descripción de su superficie actual _, entre la geología j la geografía física ; ciencias ambas que concurren á fundar la doctrina general de la forma j división de los continen- tes. Los contornos que separan la tierra firme del elemento líquido, j las relaciones de estension de sus superficies res- pectivas, ban cambiado singularmente en la larga serie de las épocas geológicas. Han variado cuando el carbón de piedra formaba sus lecbos borizontales sobre las capas levantadas ~ 266 — del calcáreo de montaña y del viejo asperón rojo; han varia- do también cuando las lias y la oolita se depositaban sobre las hiladas del keuper j del calcáreo conchífero, ó cuando la greda se precipitaba por las pendientes de la arena verde j del calcáreo jurásico. Si damos con Elias de Beaumont los nombres de mar Jtmisico y de mar Cretáceo á las aguas de donde se han separado la oolita y la greda formando depósitos cenagosos, es para reconocer luego al punto, que los límites de estas dos formaciones indican, respecto de las épocas geológicas correspondientes, la línea de demarca- ción entre la tierra firme y las aguas de un Océano que á la sazón iba á engendrar una parte sólida de la corteza ter- restre. Ingeniosa fué la idea de dibujar el mapa de esta par- te de la geografía primitiva, mapa mas seguro quizás que el de los viajes de lo v de la Odisea de Homero ; porque en estos últimos se trata de opiniones ó mitos, y en los prime- ros son hechos positivos de la geología lo que se intenta re- presentar gráficamente. Hé aquí el resultado de las investigaciones hechas con el objeto de determinar la estension de la tierra firme en épocas diferentes. En los tiempos mas antiguos , durante los períodos de transición silúrica y devoniana, y hacia las primeras formaciones secundarias, incluso el trias, el suelo continental consistia únicamente en islas separadas cubier- tas de vegetales. En los períodos siguientes estas islas se unieron entre sí, pero de tal suerte, que formaban innu- merables lagos y golfos profundamente cortados. Por últi- mo, cuando las cadenas de los Pirineos, de los Apeninos v de los montes Kárpatos se levantaron , y por consecuencia hacia la época de los terrenos terciarios, los grandes conti- nentes aparecieron casi con la figura que tienen al presente. En el mundo silúrico y en la época en que reinaron las ci- cadeas y los saurianos gigantescos , fue ciertamente menor del uno al otro polo la estension de los terrenos salidos de ~ 267 — las aguas , que la que tienen lioj los del mar del Sud j Océano Indico. Veremos mas adelante cómo ha podido concurrir con otras causas, esta preponderancia del ele- mento líquido, á regularizar los climas j á mantener una alta temperatura. Aquí es necesario añadir, para acabar la descripción del engrandecimiento sucesivo (aglutinación) de las tierras salidas de las aguas , que poco tiempo antes de los cataclismos que han traido en intervalos mas ó menos largos la súbita destrucción de un número tan grande de vertebrados gigantescos , una parte de las masas continen- tales ofrecia ya las actuales divisiones; j aun se estenderá mucho mas esta semejanza, si atendemos á la gran analogía que reina en la América del Sud j en las tierras australes, entre los animales indígenas de nuestro tiempo v las espe- cies estinguidas. Se han encontrado por ejemplo, en la Nueva- Holanda, restos fósiles de kangarones ; j en la Nueva- Zelandia, el esqueleto semi-fosilificado de un enor- me pájaro semejante al avestruz, el dinornis de Owen , de la especie de nuestros apterigios , pero algo diferente del doronte (dodo) , de la isla Rodríguez, cuja especie ha de- saparecido mas tarde. Nuestros continentes deben quizás su altura sobre el nivel general de las aguas circundantes, á la erupción del pórfiro cuarzoso, que ha trastornado tan violentamente la primera gran flora terrestre j los estratos de terreno hulle- ro. Las partes unidas de los continentes, á las cuales damos el nombre de llanuras , no son en realidad mas que grupos estensos de colinas v de montañas , cujas bases jacen al nivel del fondo del mar ; ó en otros términos : toda llanura es una meseta con relación al suelo sub-marino. Las desi- gualdades primitivas de estas mesetas han sido niveladas por las capas sedimentarias , j luego recubiertas por los terrenos de aluvión. Esta parte del cuadro de la naturaleza se compone de — 268 -~- una serie de consideraciones generales, cu jo orden no es arbitrario en manera alguna. En primera línea debe figu- rar la evaluación de la cantidad de tierras levantadas sobre el nivel del mar. Viene luego el examen de la configura- ción particular de las grandes masas , en sentido horizontal (forma articulada de los continentes) , j en sefitido verti- cal (hipsometría de las cadenas de montañas). Por último, el cuadro se completa con la descripción de dos envueltas que posee nuestro planeta; la una es general , á saber, la atmósfera, compuesta de fluidos elásticos; la otra es locai, es decir, circunscrita solo á ciertas regiones : el mar, que limita la tierra firme j determina su figura. Estas dos en- vueltas de nuestro globo, el aire j el agua, constituyen un conjunto natural , y á ellas debe la superficie de la tierra la variedad de climas , según las relaciones de estension superficial de la tierra j del mar^ según la forma articu- lada y orientación de los continentes , según la altura j dirección de las cadenas de montañas. Resulta de esta acción recíproca del aire, del mar j de la tierra firme, que los grandes fenómenos metereológicos no podrían compren- derse sin el auxilio de la gfeog-nosia. Por eso la metereolo- gía, la geografía de las plantas y la de los animales, no ban hecho verdaderos progresos hasta la época en que eáta dependencia mutua fué claramente reconocida. Es cierto que la palabra clima, designa constitución particular déla atmósfera; pero esta misma constitución se halla sometida por una parte á la influencia del mar, surcado en su super- ficie y en sus profundidades por corrientes dotadas de temperaturas muj diferentes; y por otra al de la tierra firme, cuya superficie articulada, accidentada j coloreada de mil maneras, ja desnuda, ja cubierta de bosques ó de céspedes, irradia el calórico con una intensidad estrema- damente variable. En el estado actual de la superficie de nuestro planeta , la de la tierra firme es á la del elemento — -269 - líquido como 1 á 2 y 5 , ó sea según Rigaud (35), como 100 á 270. Reunidas todas las islas , compondrían apenas la vigésima tercera parte de las masas continenta- les, y su distribución es tan irregular, que ocupan en el hemisferio boreal tres veces mas superficie que en el aus- tral. Desde el 40*^ de latitud meridional hasta el polo an- tartico , la corteza terrestre está casi enteramente cubierta por las aguas, de suerte que el hemisferio austral es esen- cialmente oceánico. El elemento líquido predomina igual- mente en el espacio comprendido entre las costas orientales del antiguo continente y las costas occidentales del Nuevo- Mundo , donde no se halla interrumpido sino por mu j raros archipiélagos, reinando bajo los trópicos en un espacio de 145° de longitud ; por lo cual el sabio hidrógrafo Fleu- rien ha dado con justicia á este ancho espacio el nombre de Gran Océano, para distinguirlo de todos los otros mares. El hemisferio austral y el hemisferio occidental (occidental, decimos, tomando ahora como primer meridiano el de Te- nerife) , son por lo tanto las regiones del globo mas abun- dantemente provistas de agua. Tales son los principales datos que deben tenerse en cuenta cuando se trata de comparar las superficies respec- tivas de la tierra firme y del mar, y de estudiar la influen- cia que estas relaciones ejercen sobre la distribución de las temperaturas, las presiones variables de la atmósfera, la dirección de los vientos, el estado higrométrico del aire, y por consiguiente sobre el desarrollo de la vegetación . Basta considerar que el agua cubre cerca de los tres cuartos de la superficie total del globo (36), para que nos estrañe menos ia imperfección en que habia permanecido la meteorología hasta principios de este siglo; pues solamente á partir de esta época, es cuando se empezó á recoger y á examinar una gran copia de observaciones exactas sobre la temperatura del mar en diferentes latitudes, y en diversas estaciones del año. — 270 — Ya en la antigüedad los filósofos griegos se ocupaban en determinar la configuración horizontal de la tierra firme. Tratábase de averiguar entonces cual era el máximun de su estension, de Oeste á Este; y según el testimonio de Aga- temero_, Dicearco habia encontrado este máximum bajo la latitud de Rhodas, en la dirección de las columnas de Hér- cules á Tinea. A esta línea se dá el nombre de paralelo del diafragma de Dicearco\ y por cierto que la exactitud de su posición astronómica, sobre la cual he discurrido en otra de mis obras, puede escitar fundadamente nuestra admira- ción (37). Guiado indudablemente por las ideas de Eratos- tenes, Strabon parecia estar firmemente persuadido de que el grado 36 debia tener estrecha relación con la figura de la Tierra por ser el máximum de estension lineal del mundo conocido entonces , que en este grado cabalmente, entre la Iberia y las costas de Tinea, fué donde colocó la tierra firme cuja existencia anunció profética mente (38). Si como antes consignamos la estension de las tierras es mucho major en uno de los hemisferios que en el otro, ja se haga la división por el meridiano de Tenerife ó el Ecua- dor, también es fácil reconocer que existen además otros contrastes entre el antiguo j el nuevo continente, verda- deras islas rodeadas por todas partes del Océano. En efecto, su respectiva configuración general j las direcciones de sus ejes máximos son totalmente diferentes: el continente orien- tal se dirige en masa del Oeste al Este, ó con mas exactitud del Sud-Oeste al Nordeste; en tanto que el continente occi- dental casi sigue la dirección de un meridiano, corriendo del Sud al Norte ó mas bien de S.-S.-O. al N.-N.-O. A pe- sar de estas notables diferencias, obsérvanse también ciertas analogias entre ambos continentes, sobre todo en la confi- guración de las costas opuestas: por el Norte, los dos conti- nentes están cortados en la dirección de un paralelo (el de 70°): j al Sud, terminan ambos en punta ó en pirámi- ~ 271 — des, con prolongaciones sub-marinas señaladas por salientes islas V bancos^ que no otra cosa son, el archipiélago de la Tierra de Fuego, el banco de Lagullas, al Sud del cabo de Buena-Esperanza, j la Tierra de Van-Diemen separada de la Nueva Holanda (Australia) por el estrecho de Bas. La plaja septentrional del Asia escede al paralelo de que aca- bamos de hablar, pues hacia el cabo de Taimura llega á los 78° 16' de latitud, según Krusenstern; pero desde la embocadura del gran rio de Tschukotschja hasta el estrecho de Bering, el promontorio oriental del Asia no pasa de 63" 3' según Beechej (39). La orilla septentrional del nuevo con- tinente sigue con bastante exactitud el paralelo de 70"; porque al Sud y al Norte del estrecho de Barrow, de Boo- thia-Felix j de la Tierra de Victoria todos los terrenos no son sino islas disgregadas. La forma piramidal de las estremidades meridionales de todos los continentes entra en la categoría de las simili- tudines fliyskce. in configurationi muncli^ sobre las cuales tanto insistió Bacon en el Novwn Organon, j que uno de los compañeros de Cook, Reinhold Forster, ha tomado por testo para consideraciones ingeniosas. Partiendo del meri- diano de Tenerife en dirección al Este vése que las puntas de tres continentes, la de África (estremidad de todo el mundo antiguo), la de Australia j América meridional, se van aproximando gradualmente al polo Sud. La Nueva Ze- landia, que ocupa un espacio de 12^^ de latitud, forma un miembro intermediario entre la Australia j la América del Sud; terminando igualmente hacia el Mediodía por una isla, la de New-Leinstter. Es también muj notable que las salidas de los continentes hacia el Norte j sus prolongacio- nes hacia el Sud estén situadas casi en los mismos meridia- nos; así es que el cabo de Buena-Esperanza j el banco de Lagullas se hallan en el meridiano del Cabo Norte; j la pe- nínsula de Malaca, en el mismo que el cabo Taimura en — '21-2 — la Siberia (40). En cuanto á los polos, ignórase si están co- locados en la tierra firme ó en medio de un Océano cubierto de hielo, pues por el Norte no se ha podido pasar del para- lelo de 80" 55', j por el Sud de 78" 10'. La forma piramidal que los grandes continentes afectan en sus estremidades se reproduce frecuentemente en me- nor escala, no solamente en el Océano Indico (penínsulas de la Arabia é Indica, j península de Malaca), sino también en el Mediterráneo , donde ja Eratóstenes j Pol jbio ha- bian comparado bajo esta relación las penínsulas ibérica, itálica j helénica (41). La Europa misma, cuja superficie es cinco veces menor que la del Asia , puede ser considera- da como una península occidental de la masa casi entera- mente compacta del continente asiático; mucho mas si se atiende á que bajo la relación del clima la Europa es al Asia lo que la península de Bretaña al resto de la Fran - <íia (42). Las numerosas articulaciones j la forma ricamen- te accidentada de los continentes, ejercen una gran influen- cia sobre las artes j la civilización de los pueblos que los ocupan : ja Strabon preconizaba como una ventaja capital «la variada forma» de nuestra pequeña Europa (43). El África (44) j la América del Sud , que ofrecen bajo otras relaciones tantas analogías en su configuración, son de to- dos los continentes aquellos que guardan en las costas ma- jor uniformidad. Pero la costa oriental del Asia , quebrada por decirlo asi , por las corrientes del mar (fractas ex wqiio- re ierras) (45) forma una línea fuertemente accidentada, sucediéndose en ella casi sin interrupción las penínsulas j las islas cercanas á la orilla, desde el ecuador hasta el gra- do 60 de latitud. Nuestro Océano Atlántico presenta todos los rasgos que caracterizan la formación de un valle. Diríase que el cho- que de las aguas se ha dirigido primero hacia elNord-este, luego hacia el Ñor- oeste, j después otra vez hacia el Ñor- — 273 — este. El paralelismo de las costas situadas al Norte leí déci- mo erado de latitud austral : los áng-ulos salientes v en- trantes de las tierras opuestas; la convexidad del Brasil, cjue mira hacia el golfo de Guinea: la de África, opuesta al golfo de las Antillas; todo en una palabra, confirma estas consideraciones que pudieron parecer en un principio te- merarias (46). En el valle Atlántico, j aun en casi todas las partes del mundo, las orillas profundamente desgarradas j abundantes en islas numerosas se oponen á orillas segui- das y compactas. Largo tiempo ha que hice jo observar de cuanto interés era para la geognosia la comparación de las costas occidentales del África j de la América del Sud bajo los trópicos. La costa africana forma una gran curva á ma- nera de golfo en Fernando Pó, á los 40" ^/^ de latitud me- ridional; pues de la misma manera, la costa del mar del Sud sigue del Sud al Norte hasta los 18° de latitud austral, cambia bruscamente] de dirección entre el valle de Arica v el morro de Juan-Diaz, v corre hacia el Nor-Oeste. De igual cambio de dirección participa la cadena de los Andes, dividida en esta región en dos ramas paralelas; v no afecta solamente esta variación á la rama marítima (47) , sino que también á la cordillera oriental , que ha sido base de la mas antigua civilización indígena de la América, verificándose la inflexión allí donde el reducido mar Alpino de Titicaca, baña el pié de dos montañas colosales (el Ilimani j el Sora- ta). Mas lejos, al Sud , desde Valdivia j Chiloe (á 40 ó 42° de latitud meridional) hasta el archipiélago de los Chonos, V desde allí hasta la Tierra de Fuego , nos encontramos la configuración particular de las costas occidentales de la No- ruega j de la Escocia , es decir, un laberinto de estrechos golfos cujas ramificaciones penetran profundamente en la ti erra. Tales son las mas generales consideraciones que el exa- men de la superficie de nuestro planeta puede sugerir, re- — . 274 — lativamente á la figura j estension actual de los continen- tes, en el sentido horizontal. Hemos reunido los hechos y puesto de relieve algunas analogías esteriores entre regio- nes lejanas, sin que pretendamos por ello haber fijado las lejes de la forma general de la Tierra. Cuando un viajero examina las eminencias partidas que se producen con bas- tante frecuencia al pié de ciertos volcanes activos, como el Vesubio, por ejemplo; cuando vé variar el nivel del suelo algunos pies, antes ó después de las erupciones, j formar un vuelo semejante á un techo ó una eminencia aplanada, no tarda en reconocer que basta la mas insignificante va- riación en la intensidad de las fuerzas subterráneas, ó en la resistencia que les opone el terreno, para que las partes levantadas afecten tal ó cual configuración , tal ó cual di- rección completamente diferente. Pues de igual manera, cualquier débil perturbación ocurrida en el equilibrio de las fuerzas interiores de nuestro planeta, habrá determi- nado una reacción mas enérgica de las motoras contra una parte de la costra terrestre, que contra la parte opuesta, y no habrá sido menester mas para que estas fuerzas levanta- ran en el hemisferio occidental un continente compacto con un eje casi paralelo al ecuador , j hecho salir de las aguas en un mismo meridiano del hemisferio oriental , una ban- da estrecha de tierras que abandona á las aguas mas de la mitad de esta parte del globo. A pesar de tales analogías j contrastes, no es permitido á la ciencia escrutar profundamente los grandes fenómenos que han debido presidir al nacimiento de los continentes. Lo que sabemos se reduce á lo siguiente: la causa produc- tora es una fuerza subterránea; los continentes no se han formado de una vez, tales como existen hoj, antes bien re- móntase su origen, como indicamos mas arriba, á la época silúrica (separación neptuniana), y su formación ocupa los períodos sucesivos hasta los terrenos terciarios _, habiéndose — 275 — efectuado lentamente á través de una larga serie de levan- tamientos j depresiones, j cumplídose al cabo por la aglu- tinación de pequeños continentes antes aislados. La figura actual de estos es producto de dos causas que han obrado una en pos de otra, j son : la primera, una reacción sub- terránea, cuja fuerza j dirección nos seria imposible de- terminar, porque salen para nosotros del círculo de los he- chos necesarios; j la segunda, comprende todas aquellas potencias que se mueven en la superficie, entre las cuales las erupciones volcánicas, los temblores de tierra, los levanta- mientos de las cadenas de montañas j las corrientes del mar, han desempeñado principal papel. jCuán diferente de como es hoj no habria sido la temperatura de la tierra, la vegetación, la agricultura j hasta la civilización misma, si los ejes del antiguo y nuevo Continente hubiesen reci- bido igual dirección; si la cadena de los Andes, en vez de dibujar un meridiano , corriese del Este al Oeste ; si no hubiese ninguna tierra tropical (África) que irradiese fuer- temente el calórico al Sud de Europa; si el Mediterráneo, en fin, que comunicaba primitivamente con el mar Caspio j con el mar Rojo^ j que ha favorecido poderosamente el es- tablecimiento de las razas humanas , hubiera sido reempla- zado por un terreno de tanta altura como las llanuras de la Lombardía 6 de la antigua Cirene ! Los cambios que se han originado en los niveles relati- vos de las partes sólidas j líquidas de la costra terrestre, j que han determinado la emersión j la inmersión de las tierras bajas j los contornos actuales de los continentes, deben atribuirse á un conjunto de causas numerosas que han ido obrando sucesivamente, j entre las cuales las mas decisivas son sin disputa la fuerza elástica de los vapores contenidos en el interior de la tierra; las variaciones brus- cas de temperatura de ciertas capas de mucho espesor (48); el enfriamiento secular é irregular de la corteza j del cen- - '216 — tro del globo, de donde provieneD las arrugas j los pliegues de la superficie sólida; las modificaciones locales de la gra- vitación (49), y por consiguiente, los cambios de curvatura en ciertas partes de la superficie de equilibrio del elemento líquido. Es un hecho reconocido lioj por todos los geólogos, que la emersión de los continentes se debe á un levanta- miento real v no á un levantamiento aparente ocasionado por la depresión real del nivel general de los mares. El primero que enunció esta concepción capital, que concuerda con el conjunto de las observaciones y con los fenómenos análogos de la vulcanicidad, fué Leopoldo de Buch, .en su memorable Viaje d Norwegay á Suecia por los años de 180G j 1807 (50). Toda la costa sueca y finlandesa se eleva pro- gresivamente á razón de 1,3 metros en cada siglo, desde el límite de la Escania septentrional (Soelvitsbourg) hasta Torneo, y de Torneo hasta Abo, en tanto que la Suecia meridional desciende, según Nilson (51.) La fuerza de le- vantamiento parece adquirir su máximum en la Laponia septentrional, y hacia el Sud va disminujendo poco á poco, hasta Calmar y Soelvitsbourg. Las líneas del antiguo nivle que el mar alcanzaba antes de los tiempos históricos, están indicadas en toda la Noruega (52), desde el cabo de Lin- desmes hasta la estremidad del cabo Norte^ por bancos com- puestos de conchas idénticas á las del mar actual ; Bravais ha medido estas líneas con el major cuidado durante su larga permanencia en Bosekop. La altura sobre el nivel medio del mar es de 195 metros, y según Keilhau y Eu- genio Robert, reaparecen sobre las costas de Spitzberg, frente á frente del cabo Norte (al N.-N.-O.) Pero Leopoldo de Buch, que ha señalado el primero el banco de conchas de Tromsoe (lat. 69° 40'), ha demostrado que los mas an- tiguos levantamientos de las tierras bañadas por el mar del Norte, no tienen relación alguna con la emersión lenta, gradual y regular del litoral sueco, en el golfo de Bothnia. — 277 — Es necesario no confundir este último fenómeno, del cual poseemos irrecusables testimonios históricos, con los cam- bios que sobrevienen al nivel del suelo por consecuencia de los temblores de tierra, como en las costas de Chile y de Cutch. La escursion de la costa sueca ba llevado á varios g-eólog-os á hacer investigaciones semejantes en otros países; resultan do de ellas que alas veces un descenso sensible, ocasio- nado por el doblez de los estratos, corresponde á un levanta- miento general ; observación hecha en la Groenlandia oc- cidental (por Pingel j Graah), en Dalmacia j en Scania. Siendo muj probable que los movimientos oscilatorios del suelo, los levantamientos y descensos de la superficie du- rante las primeras edades de nuestro planeta, tuviesen mas intensidad que hoj, no debe sorprendernos encontrar en el interior mismo de los continentes, depresiones , locales y pía jas enteras situadas mu j por debajo del nivel , siempre igual, de los mares actuales. Tales son los lagos de Anatron, descritos por el general Andreossj, los pequeños lagos Amargos del Istmo de Suez , el mar Caspio, el lago de Ti- beriada, y sobre todo el mar Muerto (53). Los niveles de estos dos últimos mares están respectivamente situados á 203 y 400 metros por debajo del nivel del Mediterráneo. Si fue- se posible quitar de una vez todo el terreno de aluvión qne envuelve las capas pétreas en un gran número de partes planas de la superficie del globo, se veria que la corteza ter- restre, así desnuda, ofrece multitud de depresiones profun- das bajo el nivel actual de los mares. En ciertos lugares parece que el suelo se halla sujeto aun á lentas oscilaciones,, independientes de todo temblor de tierra, propiamente di- cho, y muy semejantes á las que han debido producirse, casi por do quiera , en la costra ja solidificada , pero poco consistente de las épocas primitivas. Deben, probablemente? atribuirse á las oscilaciones de este género, los períodos ir- regulares de elevación j descenso del nivel del mar Caspio, — 278 — fenómeno del cual he visto jo mismo rasgos bien marcado^ en la cuenca septentrional de este mar (54) ; j de la misma manera pueden esplicarse las observaciones hechas por Darwin en el mar de Coral (55). Estos fenómenos, sobre los cuales hemos querido llamar por un momento la aten- ción, manifiestan cuan lejos está todavía el actual orden de cosas de una perfecta estabilidad, enseñándonos que los contornos pueden , por los incesantes cambios que se efec- túan j la configuración de los continentes, modificarse á la larga, y que estas variaciones, sensibles apenas, de una generación á otra, se acumulan por períodos cuja duración rivaliza con la de los grandes períodos astronómicos. Desde hace 8.000 años la orilla oriental de la península escandi- nava quizás se ha va elevado mas de 100 metros; j si este movimiento es uniforme, puede asegurarse, que á los 12.000 años comenzarán á surgir de las aguas j á convertirse en tierra firme ciertas partes del fondo del mar, próximas al litoral, j cubiertas actualmente por 50 brazas de agua. Tan largo período de tiempo suspende desde luege el ánimo ; v sin embargo, apenas es comparable á los inmensos períodos geológicos que abrazan series enteras de formaciones super- puestas j de mundos de organismos estinguidos. No hemos considerado hasta aquí mas que los hechos de levantamien- to; pero si continuamos las mismas analogías al tratar de los fenómenos que parecen indicar una depresión pro - gresiva , reconoceremos al punto, que este último efecto puede, asimismo, producirse en gran escala. Así es que la altura media de la región de las llanuras en Francia , no llega á 156 metros, j bastaria, por lo tanto, el menor de los cambios interiores de que nos ofrecen rasgos sorprenden- tes las edades geológicas, para que en muj poco tiempo se sumergiese gran parte del norte de la Europa occidental, ó al menos, para que se modificase profundamente la forma que hoj tiene nuestro litoral. — 279 — El levantamiento j la depresión de la |tierra tírme ó de la masa de las aguas, fenómenos recíprocos , puesto que la elevación real de uno de estos elementos hace que aparez- ca al instante una depresión en el otro^ son las únicas cau- sas de todas las | variaciones que esperimenta la formade los continentes. Conviene á una obra libre é imparcial, como la presente, mirar esta gran cuestión bajo todas sus fases, v mencionar al menos la posihilidad de una depresión real del .nivel de los mares; es decir, de una disminución de la masa de las aguas. Que cuando la temperatura de la superficie era mas elevada, cuando las aguas se filtraban por fractu- ras majores, v cuando la atmósfera poseia propiedades mu v diferentes de las actuales, se bajan producido grandes va- riaciones en la cantidad del elemento líquido, j por consi- guiente en el nivel de los mares, cosa es de la que nadie duda bov. Pero en el estado actual de nuestro planeta, ningún becbo anuncia semejante disminución, ni baj nada que pruebe directamente que la masa de las aguas aumente ó decrezca de una manera progresiva, como tampoco que la altura media del barómetro al nivel del mar cambie lenta- mente en un mismo apostadero. De las investigaciones de Danssj j de Antonio Nobile, resulta que el descenso del ni- vel del mar seria inmediatamente acusado por un aumento correspondiente en la altura de la columna barométrica; pero como esta altura no es idéntica en todas las latitudes, V depende de varias causas meteorológicas, tales como la dirección general de los vientos v el estado bigrométrico del aire_, sigúese de ello que el barómetro solo no es indicio seguro de las variaciones del nivel del mar. Que á princi- pios de este siglo, ciertos puertos del Mediterráneo bajan sido abandonados por las aguas j quedado secos durante mucbas horas, no quiere decir que la masa de las aguas del mar baja realmente disminuido, ó que el nivel general del Océano baja esperimentado un descenso ; pues lo único — 280 — que de tales hechos se deduce, es_, que las comentes del mar, jpueden , mediante un cambio de fuerza y de dirección, ocasionar la retirada ¡ocal de las aguas, y aun la emersión permanente de una pequeña parte del litoral. Al interpre- tar los datos que la ciencia posee actualmente, acerca de esta cuestión tan delicada, toda circunspección es poca; de lo contrario^ se correrla el riesgo de atribuir á uno de los «antiguos elementos» , al agua, lo que en realidad perte- nece á otros dos; es decir, al aire j á la tierra. Así como la forma esteriormente articulada de los con- tinentes V los innumerables cortes de sus orillas ejercen una saludable influencia en los climas , en el comercio y basta en los progresos generales de la civilización , así tam- bién la configuración del suelo en el sentido de la altura, es decir, la articulación interior de las grandes masas con- tinentales, puede jugar un papel no menos importante en el dominio del hombre. Todo lo que produce variedad de forma (polimorfía) en un punto de la superficie terrestre, ja sea una cadena de montañas, una meseta, un grau lago, una verde estepa, ja también un desierto, con bosques por orillas; cualquier accidente del suelo, en una palabra, impri- me un sello particular al estado social del pueblo que allí habita. Si está el suelo como entre nevadas y altísimas ci- mas, las comunicaciones quedarán interrumpidas y el co- mercio será imposible. Si por el contrario le forman bajas llanuras, con algunas cadenas discontinuas y poco eleva- das (06), como en el Oeste y en el Sud de la Europa, donde este género de articulación se desarrolla tan felizmente, multiplícanse entonces las influencias meteorológicas, y con ellas las producciones del mundo vegetal. Y como en tal caso cada región exige un cultivo diferente, aun á la mis- ma latitud , resulta que esta configuración especial da vida á necesidades que estimulan la actividad de las po- blaciones. — 281 — Así, pues, las reacciones interiores son las que levan- tando las cadenas de montañas á través de las capas vio- lentamente erectas, han dado figura á la superficie del glo- bo, j preparado el dominio en que las fuerzas de la vida orgánica debian obrar nuevamente, después de restablecida la calma, para desarrollar en toda su profusión las formas individuales. Sin estas formidables revoluciones, la salvaje uniformidad que ellas han hecho desaparecer en gran par- te en uno j otro hemisferio , hubiese debilitado la energía física é intelectual de la especie humana. Las grandes miras de Elias de Beaumont, nos permi- ten señalar la edad relativa de cada sistema de montañas, partiendo del principio de que la época del levantamiento de una cadena, está necesariamente comprendida entre la época de la formación de las capas levantadas j la del de- pósito de estratos que se estienden horizontalmente hasta el pié de la montaña (57). Los pliegues de la corteza terres- tre, (levantamiento de las capas) cuando datan de una misma época geológica, parece que siguen una dirección común. La línea culminante de las capas levantadas, no es siempre paralela al eje de la cadena de montañas (58), corta también alguna vez este eje, de donde resulta á mi juicio, que el fenómeno del levantamiento de las capas, cujos ras- gos pueden seguirse muj lejos por las llanuras vecinas, es entonces mas antiguo que el levantamiento de la cadena. La dirección principal del continente europeo (del S. O. al N. O), es opuesta á la de las grandes fallas (del N. O. al S. E.), las cuales parten de las bocas del Elba y del Rhin, atraviesan el mar Adriático, el mar Rojo, el sistema de montañas de Louchti-Koh en el Luristan, j vienen á morir al golfo Pérsico j al Océano ludico. Este sistema de gran- des líneas geodésicas casi rectangulares, ha favorecido sin- gularmente las relaciones comerciales de la Europa con Asia v el Norte del África Occidental , así como la marcha — 282 — de la civilización en las costas, mas felices en otro tiempo, del Mediterráneo (59) . Cuanto mas se admira la imaginación al representarse la altura j la masa de las cadenas de montañas , mas se sorprende el espíritu al reconocer en ellas los testigos de las revoluciones del globo, los límites de los climas, el punto de división de las aguas, v la base de una vegetación parti- cular; j es mas necesario enseñar por medio de la exacta evaluación numérica de su volumen, cuan pequeño es este en realidad , comparado con el de los continentes , ó con la estension de las regiones vecinas. Supongamos, por ejem- plo, que la masa entera de los Pirineos,, cuja base j altura media está medida con gran exactitud , se ha ja de distri- buir uniformemente por la superficie de la Francia; hecbo, pues, el cálculo, nos encontramos con que el suelo apenas llegaria á los 3 metros de elevación. Si del mismo modo diseminásemos por la superficie de Europa los materiales que forman la cadena do los Alpes, el aumento de su al- tura sería á lo mas de 6 metros j medio. Merced á un tra- bajo largo V penoso, que de sujo no podia conducir sino á un límite superior, es decir, á un número quizás escesi- vamente bajo, pero nunca á un número alto en demasía, be bailado que el centro de gravedad de la tierra firme está situado respecto de Europa j la América del Norte á 205 j á 228 metros sobre el nivel actual de los mares, j á 855 já 351 metros respecto del Asia j la América del Sud (60). Las regiones septentrionales son por lo tanto relativamente bajas , si bien en Asia la poca altura de las estepas de la Siberia está compensada por el enorme ensanchamiento del suelo comprendido entre los paralelos de 28" j ^/.^ j de 40° entre el Himalaja, el Kouen-Lun del Thibet sep- tentrional j las Montañas celestes. Es posible, hasta cierto punto, leer en los números hallados por mí en qué lugares de la superficie del globo han obrado con mas energía las — 283 — fuerzas platónicas, para levantar las grandes masas de los continentes. Nada nos dice que estas fuerzas plutónicas no lian de añadir en el curso de los siglos venideros, nuevos sistemas de montañas á los ja producidos, cujas edades relativas ha determinado tan exactamente Elias de Beaumont. ¿Qué causa con efecto, ha podido hacer perder ala corteza ter- restre la facultad de arrugarse^ bajo la influencia de las acciones subterráneas? Cuándo se vé en los Andes j en los Alpes, que se cuentan entre los sistemas mas recientes, co- losos como el Monte Rosa j el Mont-Blanc, como el Sora- ta , el Ilimani j el Chimborazo , ¿ es permitido suponer que las potencias subterráneas que levantaron tales colosos, sigan un período decreciente, ni que ha jan agotado su úl- timo esfuerzo? Todos los fenómenos geognósticos revelan alternativas periódicas de actividad j de reposo (61): el de que hoj gozamos, no es sino aparente. Los temblores de tierra que conmueven indistintamente toda clase de ter- renos bajo todas las zonas; la elevación continua de Suecia, j la aparición súbita de nuevas islas de erupción, prueban que el interior de nuestro planeta no ha llegado aun al es- tado de reposo definitivo. La envuelta líquida j la gaseosa, de que está rodeado nuestro planeta , presentan á la vez contrastes j analogías. Nacen los primeros de la diferencia que existe entre los ga- ses j los líquidos, relativamente á la elasticidad j al modo de agregación de sus moléculas, j provienen las segundas de la movilidad común á todas las partes de los fluidos j de los líquidos , manifestándose por consiguiente sobre todo en las corrientes j en la propagación del calórico. La profun- didad del mar como la del Océano aéreo nos son igualmen- te desconocidas. En los mares de los trópicos se ha sondea- do hasta 8220 metros, sin llegar al fondo; j si como pen- saba Wollaston , la atmósfera acaba en un límite fijo seme- — 284 — jante á la superficie ondulada del mar, la teoría de los fenó- menos crepusculares indican para el Océano aéreo una pro- fundidad nueve veces mavor por lo menos. Este último Océano descansa en parte sobre la tierra firme, cujas mon- tañas y mesetas coronadas de bosques vienen á ser respecto de él como otros tantos bajíos, j parte sobre el mar, que sus- tenta las capas aéreas mas bajas y mas húmedas. En ambos Océanos, y á partir de su límite común, la temperatura decrece según lejes determinadas, ja nos ele- vemos por las capas aéreas, ja que descendamos por las acuosas; pero este decrecimiento del calor es mucho mas lento en la atmósfera que en el mar. Como toda molécula de agua que se enfria se hace mas densa y desciende en seguida, resulta que por todas partes la temperatura de la superficie del mar tiende á ponerse en equilibrio con la de las capas de aire que le rodean. Una larga serie de obser- vaciones termométricas , muj exactas, nos enseñan que desde el ecuador bástalos paralelos de 48° de latitud boreal j austral , la temperatura 7nedia de la superficie de los ma- res es un poco mas elevada que la de la atmósfera (62). Pero como la temperatura decrece á partir de la superficie, j á medida que la profundidad aumenta , los peces j demás ha- bitantes del mar que buscan las aguas profundas (quizás á causa de su respiración bronquial j cutánea) , pueden ha- llar hasta en los mares tropicales las bajas temperaturas j los climas frescos de las zonas templadas^ j aun de las re- giones frias; circunstancia que influjo poderosamente so- bre las emigraciones j sobre la distribución geográfica de un gran número de animales marinos. Agregúese á esto que la profundidad á que habitan los peces modifica su respi- ración cutánea _, en razón del crecimiento depresivo, j de- termina la relación de los gases oxígeno j ázoe, que llenan su vegiga natatoria. Como el agua dulce j el agua salada no llegan á su máximum de densidad á la misma temperatura, — 285 — j como la salazón de los mares hace que baje el grado ter- mométrico correspondiente á aquel máximum , se compren- de fácilmente por qué el agua del mar sacada á grandes pro- fundidades, durante los viajes de Kotzebue j de Dupetit- Thonars, no acusa en el termómetro mas que 2"^ 8 j 2° 5. Esta temperatura casi glacial , reina aun en los abismos de los mares intertropicales, j ha dado á conocer las corrientes inferiores que se dirigen desde los dos polos hacia el ecua- dor; porque si en efecto, esta doble corriente sub-marina no existiese, el calor de las capas profundas no descendería nunca del minimum de temperatura de las capas aéreas que descausan inmediatamente sobre el mar. El Mediterráneo no presenta, es cierto, gran disminución de calórico en sus capas mas hondas; pero Arago ha hecho desaparecer toda la dificultad de este asunto, demostrando que en el estre- cho de Gibraltar , donde las aguas del Océano Atlántico producen una corriente superficial dirigida de Oeste á Este, haj una contra corriente inferior que vierte las aguas dei Mediterráneo en el gran Océano,, j se opone á la introduc- ción de la corriente polar inferior. En la zona tórrida, sobre todo en los paralelos compren- didos entre el grado 10, al Norte j al Sud del Ecuador, la envuelta líquida de nuestro planeta goza lejos de las cos- tas j de las corrientes de una temperatura que permanece singularmente constante j uniforme en miles de miriáme- tros cuadrados (63). Háse deducido de aquí con razón, que la manera mas sencilla de acometer la solución del o-ran problema tantas veces agitado, de la invariabilidad de los climas j del calórico terrestre, seria someter la tempera- tura de los mares tropicales á una larga serie de observacio- nes (64). Si sobreviniese en el disco del Sol alguna gran revolución bastante duradera, se reflejarían sus efectos en las variaciones del calor medio del mar, con mas ses'uridad aun que en la de las temperaturas medias de la tierra firme. — 286 — La zona en que las aguas del mar alcanzan su máxi- mun de densidad (de salazón), no coincide ni con la del máximun de temperatura, ni con el Ecuador geográfico. Las aguas mas calientes forman al parecer al Norte j al Sud de esta línea, dos fajas no paralelas. Lenz ha descubierta en su viaje alrededor del mundo, que las aguas mas densas, estando el mar en calma, se hallan á los 22° de latitud Norte j á los 18° de latitud Sud; j la zona de las agua menos saladas á algunos grados al Sud del Ecuador. En la región de las calmas casi perennes, el calor solar no produce sino una lijera evaporación, porque las capas de aire satu- rado de humedad que descansan sobre la superficie del mar, raramente se renuevan por los vientos. En general, todos los mares que se comunican entre sí, deben considerarse, con relación á su altura media, como perfectamente nivelados. Sin embargo de esto, varias cau- sas locales (probablemente los vientos j corrientes reinantes) producen en ciertos golfos profundos_, diferencias de nivel permanentes, aunque siempre poco notables. Por ejemplo en el Istmo de Suez, la altura del mar Rojo, escede á la del Mediterráneo en 8 ó 10 metros, según las diversas horas del dia. Diferencia notable que era j^a conocida en la antigüe- dad, j que parece depender de la forma particular del estre- cho de Bab-el Mandeb, por el cual penetran las aguas del Océano Indico en el mar Rojo, con mas facilidad de la que les ofrece la salida (65). Las escelentes operaciones geodé- sicas de Corabaeuf j de Delcrós, demuestran que de un cabo al otro de la cadena de los Pirineos, como desde Mar- sella á la Holanda septentrional , no existe diferencia alguna apreciable entre el nivel del Mediterráneo y el del Océano {^^). Las perturbaciones en el equilibrio de las aguas j los movimientos que de ellas resultan, son de tres especies. Los- unos irregulares j accidentales como los vientos que loa — :^87 — originan; producen en pleamar j durante la tempestad, olas cuja altura suele llegar hasta 11 metros. Los otros, regulares y periódicos, dependen de la posición j de la atracción del Sol j de la Luna (flujo j reflujo). Las cor- rientes pelágicas constitujen un tercer género de pertur- baciones, j aunque variables en cuanto á la intensidad, son permanentes sin embargo. El flujo j reflujo es propie- dad de todos los mares, escepto los pequeños mediterráneos, en los cuales la oleada producida por el flujo es apenas per- ceptible. Este gran fenómeno se esplica completamente en el sistema newtoniano, el cual «le ha colocado en el círculo de los hechos necesarios.» Cada una de estas oscilaciones perió- dicas de las aguas del Océano dura poco mas de medio dia? su altura en pleamar es de muj pocos pies, si bien por consecuencia de la configuración de las costas, que se opo- nen al movimiento progresivo de las ondas, puede aquella tocar en los 16 metros en Saint-Malo, en los 21 j aun á 23 metros en las costas de la Acadia. «Despreciando la profun- didad del Océano, como imperceptible con relación al diá- metro de la Tierra, el ilustre Laplace ha demostrado ana- líticamente que la estabilidad del equilibrio de los mares exige para la masa líquida una densidad inferior á la den- sidad media da la Tierra; j en efecto, esta última densidad es, como ja hemos visto, cinco veces major la del agua, por lo cual las tierras altas no pueden jamás ser inundadas por el mar, ni los restos de animales marinos que se en- cuentran en la cima de las montañas han sido llevados á ella por mareas mas altas en otro tiempo que las actua- les (67)». Uno de los triunfos mas brillantes de la análisis, ciencia que ciertos espíritus pequeños afectan despreciar, es el haber sometido el fenómeno de las mareas á la previ- sión humana : gracias á la teoría completa de Laplace, anunciase hoj ja en las efemérides astronómicas la altura de las mareas que deben ocurrir en cada sicigia, advir- — -288 — tiendo de esta manera á los habitantes de las costas los pe- ligros que están espuestos h correr en tales épocas. Las corrientes oceánicas, cuja influencia en las relaciones de los pueblos j en el clima de las regiones próximas á las costas, no puede desconocerse, dependen del concurso casi simultáneo de un gran número de causas mas ó menos im- portantes^ entre las cuales pueden contarse las siguientes: la propagación sucesiva de la marea en su movimiento al- rededor del globo; la duración y la fuerza de los vientos reinantes; las variaciones que la pesantez específica de las aguas del mar esperimenta según la latitud, profundidad, temperatura j grado de salazón (68); y por último, las variaciones horarias de la presión atmosférica tan regula- res bajo los trópicos, que se propagan sucesivamente del Este al Oeste. Singular espectáculo el que presentan las corrien- tes en medio de los mares: su anchura está determinada, v atraviesan el Océano como rios cujas orillas estuvieran for- madas por^aguas mansas^ que contrastan por su inmovilidad con el movimiento de las otras, sobre todo cuando largas capas de algas arrastradas por la corriente permiten apre- ciar su velocidad. Durante las tempestades notánse á las veces en la atmósfera corrientes análogas,, aisladas en medio de las capas inferiores; j si un bosque se encontrase á su paso solo se verian árboles derribados en la estrecha zona seguida por las mismas corrientes. La marcha progresiva de las mareas j los vientos ali- sios, producen en los trópicos el movimiento general que arrastra á las aguas de los mares de Oriente á Occidente, v al cual se ha dado el nombre de corriente ecuatorial ó cor- riente de rotación. Su dirección varía merced á la resis- tencia que le oponen las costas orientales de los continen- tes. Comparando los trajectos seguidos por botellas arroja- das á propósito al mar por los viajeros, j recogidas mas tarde, Daussj ha determinado la velocidad de agua cor- — 289 — riente, y su resultado se diferencia tan solo en '/j¡j del que vo deduje de esperimentos mas antiguos (10 millas marinas de 1856 metros cada 24 horas) (69). Cristóbal Colon reco- noció lá existencia de esta corriente en su tercer viaje (el primero en que intentó llegar á las regiones tropicales por el meridiano de las Canarias) , pues en su libro se ve lo que sigue (70): «Tengo por cierto que las aguas del mar se mueven como el cielo ^ de Este á Oeste, (¡as aguas van con los cielos) » es decir , según el movimiento diurno apa- rente , del Sol , de la Luna j de todos los astros. Las corrientes, verdaderos rios que surcan los mares, son de dos especies: llevan las unas las aguas calientes hacia las altas latitudes , y traen las otras las aguas frias hacia el Ecuador. La famosa corriente del Océano Atlántico, el Gulf Stream (71) , reconocida ja en el siglo XVI por Angleria (72) j sobre todo por sir Humfrv y Gilbert, pertenece á la primera clase. Hacia el Sud del cabo de Buena-Esperanza es necesario buscar el origen y los pri- meros indicios de esta corriente ; penetra de allí en el mar de las Antillas , recorre el golfo de Méjico , desemboca por el estrecho de Bahama, y luego en dirección del Sud-sud- oeste al Nor-noroeste se aleja mas y mas del litoral de los Estados-Unidos , se ladea hacia el Este en el banco de Ter • ranova, y vá á tocar las costas de Irlanda , de las Hébridas y de la Noruega , á donde arrastra granos tropicales (Mi- mosa Scandens, Guilandina bonduc, Dolichos urens). Su prolongación del Nord-este recalienta las aguas del mar y ejerce su benéfica influencia hasta en el clima del promon- torio septentrional de la Escandinavia. Al Este del banco de Terranova, el Gulf Stream se bifurca, y envía, no lejos de las Azores^ una segunda rama hacia el Sud (73), en el cual se encuentra el mar de ¡as Sargasas, inmenso banco de plantas marinas (Fucus natans, una de las mas estendidas entre las plantas sociales del Océano) , que impresionó tanto 19 — 290 — la imaginación de Cristóbal Colon , j que Oviedo llama praderías de yerla. ün número inmenso de pequeños ani- males marinos habitan estas masas de eterna verdura_, transportados aquí j allá por las blandas brisas que en estos lugares soplan. Como se ve esta corriente pertenece, casi en su totali- dad, á la parte septentrional del Atlántico , j costea tres continentes : África , América j Europa. Una segunda corriente, cuja baja temperatura he reconocido en el otoño de 1802, reina en el mar del Sud é influye de una ma- nera sensible en el clima del litoral. Esta segunda corriente lleva las aguas frias de las altas latitudes australes, hacia las costas de Chile, baña dichas costas v las del Perú, di- rigiéndose primeramente del Sud al Norte, j después, á partir de la bahía de Arica , marcha del Sud-sud-este al Nor-nor-oeste. La temperatura de esta corriente fria no pasa entre los trópicos j en ciertas estaciones del año, de 15° 6^ mientras que en las aguas mansas inmediatas, sube has- ta 27° 5, j*aun hasta 28° 7. Por último^ al Sud de Pajta,. hacia la parte del litoral de la América meridional que sale al Oeste , la corriente se encorva como la misma costa, j se separa de ella jendo de Este á Oeste; de suerte que conti- nuando con rumbo hacia el Norte, el navegante abandona la corriente j pasa de una manera brusca del agua fria al agua caliente. Ignoramos á qué profundidad se detiene el movimiento de las masas de aguas calientes ó frias que asi son arras- tradas por las corrientes oceánicas; el reflejarse la corriente de la costa meridional del África en el banco de las Lagu- llas, cuja profundidad es de 70 á 80 brazas, induce á sos- pechar que aquel movimiento se propague hasta las mas hondas capas. Merced á un descubrimiento del venerable Franklin , el termómetro ha llegado á ser hoj una verda- dera sonda. Con efecto, casi siempre es posible reconocer — 291 — la presencia de un bajío ó de un banco de arena colocado fuera de las corrientes, por el descenso de temperatura de las aguas que le cubren. Este fenómeno, del cual puede sa- carse partido para hacer mas segura la navegación, provie- ne á mi juicio , de que las aguas profundas , arrastradas por el movimiento general de los mares, suben las pendien- tes que rodean á los bajíos, j van á mezclarse con las capas de agua superiores. Mi inmortal amigo sir Humpbrj Davj, ha dado esta otra esplicacion : las moléculas de agua que durante la noche se enfrian por via de irradiación , des- cienden hacia el fondo del mar; pero encima de un bajío, quedan estas moléculas mas cerca de la superficie, conser- vándose asi la temperatura á una menor elevación que por cualquiera otra parte. Sobre los bajíos suelen formarse con frecuencia nieblas, porque el agua fria que los cubre de- termiaa una precipitación local de los vapores contenidos en la atmósfera. Yo he visto muchas veces estas nieblas al Sud de la Jamaica v en el mar del Sud ; sus contornos de- finidos , vistos desde lejos , reproducían exactamente la forma de los bajíos, como verdaderas imágenes aéreas en que se reflejaban los accidentes del suelo submarino. El agua fria que cubre ordinariamente los bajíos , produce efectos todavía mas sorprendentes en las altas regiones de la atmós- fera, donde casi obra como las islas aplanadas de coral ó de arena, siendo muj común ver en pleamar, lejos de las costas j en un cielo sereno , nubes suspendidas sobre los puntos donde están situados los bajíos , en cu vo caso se puede observar con el auxilio de la brújula la dirección de aquellos puntos, como si se tratase de una cadena de mon- tañas ó de un pico aislado. Con una superficie menos variada que la de los conti- nentes, encierra, sin embargo, el mar en su seno una ex- huberancia de vida, de la que ninguna otra región del glo- bo basta á darnos idea. Carlos Darwin nota con razón en su — '29-2 — interesante Diario de viaje, que nuestros bosques terrestres noabrÍ2"an, ni con mucho, tantos animales como los del Océano: que el mar tiene también sus bosques compuestos por las largas verbas marinas que crecen en los bajíos, ó por flotantes bancos de fucos arrancados por las corrientes v las olas, cujas ramas desunidas suben basta la superficie por causa de sus células que el aire hincha. La admiración que produce la profusión de las formas orgánicas en el Océano, se acrecienta cuando se usa el microscopio, porque se reco- noce entonces que el movimiento v la vida lo han invadido todo. A profundidades que esceden en altura á las mas po- derosas cadenas de montañas, cada capa de agua está ani- mada por poligástricos, ciclidias v ofridinas: pululan allí los animalillos fosforescentes, los mammarios del orden de los acalefos, los crustáceos, los peridinios y las nereidas, cujos innumerables enjambres salen á la superficie por ciertas circunstancias meteorológicas, v transforman enton- ces cada ola en espuma luminosa. La abundancia de estos pequeños seres vivientes es tal, j tal la cantidad de materia animal que resulta de su rápida descomposición, que el agua del mar se convierte en verdadero líquido nutritivo para animales mucho majores. El mar no ofrece, ciertamente, fenómeno alguno mas digno de ocupar la imaginación, que ese lujo de formas animadas, esa afinidad de seres microscópicos, cu va orga- nización, no por pertenecer á un orden inferior, es menos delicada j variada; pero también origina otras emociones mas profundas, y casi me atreveria á decir mas solemnes, por la inmensidad del cuadro que desarrolla á la vista del navegante. Aquel que aspira á crear dentro de sí mismo un mundo aparte donde pueda ejercerse libremente la activi- dad espontánea de su alma, se siente lleno de la idea subli- me de lo infinito al aspecto de un mar sin orillas , donde su mirada busca principalmente los lejanos horizontes; allá el — 293 -- cielo j el agua parecen confundirse en vaporoso contorno, por el cual los astros salen j se ponen alternatÍTamente. Bien pronto esta eterna vicisitud de la naturaleza despierta en nosotros el vago sentimiento de tristeza que acompaña á toda humana alegría. La particular predilección que el mar me inspira j el grato recuerdo de las impíesiones que el elemento líquido, ja reposado en medio de la calma de la noche, ó en lucha contra las fuerzas de la naturaleza, ha producido en mí en la región de los trópicos,, es lo que me determina á señalar los goces individuales de la contempla- ción, antes de las consideraciones generales que me restan por enumerar. El contacto del mar ejerce indudablemente una influencia saludable en la moralidad v en el progreso intelectual de gran número de pueblos, pues multiplica v estrecha los lazos que deben unir un dia todos los miembros de la humanidad en un solo haz. Si es posible llegar al cono- cimiento completo de la superficie de nuestro planeta, lo de- bemos al mar, como le debemos ja los mas bellos progresos de la astronomía j de las ciencias físicas j matemáticas. Al principio, parte de esta influencia se ejercia únicamente en el litoral del Mediterráneo j en las costas occidentales del Sud del Asia ; pero se ha generalizado desde el siglo XVI, estendiéndose aun á los pueblos que viven lejos del mar en el interior de los continentes. Desde la época en que Cris- tóbal Colon fué enviado á librar al Océano de sus cadenas (así una voz desconocida le hablaba en una aparición que tuvo, hallándose enfermo á orillas del rio Belem) (74), el hombre ha podido lanzarse á regiones ignotas, desligado ya su espíritu de toda traba. La segunda envuelta de nuestro planeta, la esterior j universal, es el Océano aéreo, en cujos bajios (mesetas j montañas) habitamos; j nos presenta seis clases de fenóme- nos ^ íntimamente ligados entre sí por una dependencia mutua. Estos fenómenos proceden de la constitución quí- — 29á — mica del aire, de las variaciones que esperimenta su diafa- nidad, su coloración, j la manera con que polariza la luz; V nacen de los cambios de densidad ó de presión, de tem- peratura, de humedad j de tensión eléctrica. El aire, ade- más de contener el oxíjeno que es el primer elemento de la vida animal, posee otro atributo no menos importante, cual es el de servir de conductor al sonido, y serlo por consi- guiente del lenguaje, ideas y relaciones, sociales para los pueblos. Si el globo terrestre careciera de atmósfera como nuestra Luna, no seria mas que un desierto silencioso. Desde principios de este siglo, la proporción de los ele- mentos que forman las capas accesibles del aire ha sido ob- jeto de continuas investigaciones, en las cuales hemos to- mado una parte muj activa Gaj-Lussac j jo. La análisis química de la atmósfera ha llegado en estos últimos tiem- pos á un alto grado de perfección, merced á los escelentes trabajos que Dumas j Boussingault han hecho con arreglo á nuevos métodos de mavor exactitud. Según dicha análisis, el aire seco contiene en volumen 20,8 de oxígeno j 79,2 de ázoe; v además, de 2 á 5 diez milésimas de ácido carbó- nico, menor cantidad aun de gas hidrógeno (75), j, según las importantes investigaciones de Saussure j de Liebig, algunos vestigios de vapores amoniacales, que suministran á las plantas el ázoe en ellas encerrado (76). Algunas ob- servaciones de Lewj nos inducen á creer que la proporción de oxígeno varia algo según las estaciones, j según que el aire se recoja del interior de los continentes ó de la atmós- fera del mar; j en efecto^ si la inmensa cantidad de orga- nizaciones animales que alimenta el mar puede hacer que varié la proporción del oxígeno en el agua, compréndese que debe resultar de aquí una alteración correspondiente en las capas de aire próximas ala superficie (77). El aire reco- gido por Martins en el Faul-horn á 2,762 metros de altura no era menos rico en oxígeno que el aire de París (78). — 295 — La introducción del carbonato amoniacal en la atmós- fera, es probablemente anterior á la aparición de la vida or- gánica sobre la superficie del globo. Las fuentes de que proviene el ácido carbónico á la atmósfera, son infinitas (79). Señalaremos en primer lugar la respiración de los ani- males: estos extraen el carbono de las sustancias vegetales de que se alimentan , j á su vez los vegetales lo toman de la atmósfera. El interior de la tierra, en las regiones donde haj volcanes apagados j fuentes termales,, es un manan- tial abundante de ácido carbónico. Lo produce también el carbono á espensas del hidrógeno carbonado que existe en la atmósfera j cuja descomposición se efectúa por las des- cargas eléctricas de las nubes, tan frecuentes en los trópi- cos. Otras sustancias, miasmas j emanaciones pestilentes, se mezclan accidentalmente, sobre todo en las regiones mas cercanas del suelo, á los elementos que acabamos de indi- car, como partes constitutivas de la composición normal del aire en todas las alturas accesibles. Verdad es que estos gases no son aun del dominio de la análisis química ; pero es un hecho que no admite duda el de su existencia en cier- tas regiones de la atmósfera ; antes bien los datos mejor comprobados de la patología jlos fenómenos que acompa- ñan á la incesante descomposición de las materias vegetales ó animales en toda la superficie del globo, la establecen su- perabundantemente. Prescindiendo de las regiones panta- nosas j de las plajas cubiertas de moluscos putrefactos ó de manojos de rkkophora ma^igle v de avicenias^ existen circunstancias en las cuales ciertos vapores amoniacales j nitrosos, hidrógeno sulfurado y aun compuestos análogos á las combinaciones de bases múltiples (ternarias j cuater- narias) del reino vegetal (80), pueden mezclarse al aire v enjendrar la terciana ó el tifus. Ciertas nieblas que exha- lan un olor particular, nos ofrecen ejemplos de las mezclas que pueden efectuarse accidentalmente en las regiones in- — 296 — feriores -de la atmósfera. Además, los vientos j las corrien- tes producidas por el calentamiento del suelo, elevan á las veces á grande altura sustancias sólidas reducidas á polvo fino : tal es el que cae hacia las islas del Cabo Verde os- cureciendo la atmósfera á grandes distancias^ sobre cu jo fenómeno llamó Darwin la atención de los sabios hasta que Ehrenberg descubrió que aquel polvo contiene innumera- bles infusorios de conchas silíceas. Enumerando ahora los fenómenos principales que carac- terizan la atmósfera, tendremos que distinguir : 1.° Las xariacionesde ¡a presión atmosférica: Compren- den las oscilaciones horarias del barómetro, especie de marea atmosférica que no puedcí atribuirse á la atracción lunar^ y que varía considerablemente con la latitud geográfica, con las estaciones j con la altura del lugar de observa- ción (81). 2." La distribución de los climas y del calor : Depende de la posición relativa de las masas diáfanas y de las opa- cas, y de la configuración hipsométrica de los continentes. Estas relaciones determinan la posición geográfica v la cur- vatura de las líneas isotermas en el sentido horizontal y vertical, es decir, sobre una misma superficie de nivel, y en la serie de las capas superpuestas. 3.° La distribución de la humedad ^ que depende de la proporción que existe entre la superficie de las tierras y la del Océano, de la distancia al Ecuador y de la altura sobre- el nivel del mar; es necesario distinguir entre sí las dife- rentes formas que los vapores acuosos revisten al precipi- tarse, pues varían con la temperatura, la dirección y el or- den de sucesión de los vientos. 4." El estado eléctrico de la atmósfera ^ cu jo origen se debate todavía cuando se trata déla electricidad desarrolla- da en un cielo sereno. Bajo este epígrafe habremos de exa- minar qué relaciones unen la ascensión de los vapores á la ~ ^97 — tensión eléctrica J á la figura de las nubes , señalando la influencia que les toca á las horas del dia, á las estaciones, á los climas j á la configuración de las regiones constituidas por bajas llanuras ó elevadas mesetas; inquiriendo las causas de la rareza ó frecuencia de las tempestades, de su periodi- cidad j de su formación en el estío ó en el invierno; é indi- cando en fin, las relaciones de la electricidad con el granizo noGturno, fenómeno estremadamente raro, j con ^las trom- bas (torbellinos de agua ó de arena) sobre las cuales ha he- cho Peltier ingeniosas observaciones. Las variaciones horarias del barómetro presentan bajo los trópicos dos máxima, á las nueve ó nueve j cuarto de la mañana, j á las diez j media ú once menos cuarto de la noche; j dos mínima hacia las cuatro ó cuatro j cuarto de la tarde, y á las cuatro de la madrugada, es decir, casi á las horas de mas calor j mas frió del dia. El estudio de estas variaciones ha sido para mí, durante mucho tiempo, ob- jeto de asiduas observaciones de dia j de noche (82). Su regularidad es tal, que por la simple inspección del barómetro se puede determinar la hora, especialmente de dia, sin temor de equivocarnos en mas de 15 á 17 minutos por término medio; j es tal su permanencia, que ni las tem- pestades, ni las tormentas, ni las lluvias, ni los temblores de tierra , la afectan en nada , j así persiste en las cálidas regiones del litoral del Nuevo-Mundo, como en las mese- tas de mas de 4.000 metros de elevación, en que la tempe- ratura media desciende á 7." La amplitud de las oscilacio- nes diurnas decrece de 2,98 á 0,41 milímetros, desde el Ecuador hasta el 70.*^ paralelo de latitud norte, bajo el cual ha hecho Bravais una serie de observaciones exactísi- mas (83). Háse creido que en parajes mucho mas próximos al polo, la altura media del barómetro era menor á las diez de la mañana que á las cuatro de la tarde , de suerte que en estos climas se hallarían realmente invertidas las horas — -298 — del máximun v del mínimum; pero las observaciones de Parry en el puerto de Bowen (TS*^ 14') en nada justifican esta creencia. A causa de las corrientes ascendentes de la atmósfera, la altura media del barómetro es algo menor en el ecua- dor j generalmente en los trópicos, que en las zonas tem - piadas (84); v parece adquirir su máximum en la Europa occidental, entre los paralelos de 40 v 45. "^ Kípmtz ba pro- puesto para el estudio de la distribución de estos fenómenos en la superficie del globo, un modo de representación grá- fica, que consiste en unir por medio de curvas los lugares en que las diferencias medias son iguales entre las estre- mas alturas mensuales del barómetro; tales son las líneas ¡soharoinétricas ^ cu va situación y curvaturas geográficas conducen á resultados importantes para el estudio de la in- fluencia que la configuración de las tierras v la estension de los mares ejercen sobre las oscilaciones de la atmósfera. El Indostan, con sus altas cadenas de montañas v su pe- nínsula triangular, v las costas orientales del nuevo conti- nente bácia el punto en que las aguas calientes del Gulf- Stream se dirigen al Este (Terra -Nova\ presentan oscila- ciones isobarométricas mas considerables que las Antillas j la Europa occidental. Los vientos reinantes son la causa principal que determina la disminución de la presión at- mosférica: V donde quiera que esta presión disminuye, la altura media del mar aumenta en la misma propor- ción (85), según así aparece de las observaciones de Danssv. Las variaciones que se reproducen regularmente por perío dos borarios ó anuales, en la presión atmosférica; los cam- bios bruscos, por lo común peligrosos (86), que ocurren accidentalmente en la misma presión, v en general, todos los fenómenos cu jo conjunto constitu ve el estado del cielo, deben atribuirse en gran parte al poder calorífico de los ravos del Sol; de donde resulta, que la dirección de los — 299 — vientos, la altura del barómetro, los cambios de tempera- tura j el estado higrométrico del aire, son fenómenos conexos. Los resultados de una larga serie de observacio- nes, empezadas ha ya mucho tiempo á propuesta de Lam- bert , se ha van reducidos á tablas que indivían la presión atmosférica correspondiente á la área de cada viento; cujas tablas conocidas con el nombre de rosas larométricas de los r lentos^ han permitido escudriñar mas profundamente el enlace de los fenómenos metereológicos 87). Dove ha reconocido con exactitud de admirable cálculo , que la lev de rotación de los vientos, por él mismo establecida para ambos hemisferios, es la causa de muchos de los gran- des fenómenos que tienen lugar en el Océano aéreo (88). La diferencia de temperatura entre las regiones equinoc- ciales V las polares , engendra dos corrientes opuestas , la una en las altas reofiones de la atmósfera, v la otra en la superficie del globo. Como los puntos situados hacia ei ecuador j los situados hacia los polos , están animados de velocidades de rotación mu v diversas , resulta que la cor- riente que viene del polo^ se inclina hacia el Este, en tanto que la corriente equinoccial se dirige al Oeste. De la lucha de estas dos corrientes; del lugar en que la superior cae v toca en la superficie, v de su recíproca penetración, depen- den las mas importantes variaciones de la presión atmosfé- rica , los cambios de temperatura en las capas de aire j la precipitación de los vapores acuosos condensados, así como la formación v la variedad de figuras que las nubes toman, según observaciones de Dove. El aspecto de las nubes que dá á los paisajes tanto movimiento v encanto, nos anuncia lo que pasa en las altas regiones de la atmósfera; cuando el aire está en calma, las nubes dibujan en el cielo de un ca- luroso dia de verano, «la imagen proyectada» del suelo que tan abundantemente irradia calórico hacia el espacio. Cuando la iradiacion obra sobre grandes superficies — 300 — continentales y oceánicas^ cuja posición relativa satisface á ciertas condiciones, como entre la costa oriental del África j la costa occidental de la península indica , sus efectos se hacen patentes, produciendo los monzones de los mares de la India (89), ó el Híppalos de los navegantes griegos, cuja dirección, periódicamente variable con la declinación del Sol, ha sido fácilmente reconocida j utilizada desde la mas remota antigüedad. Así comenzó la meteorologia: el cono- cimiento de los monzones, esparcidos en el Indostan, en China, en el Oriente del golfo arábigo, al Oeste del mar Malajo; la noción aun mas antigua y mas general de las brisas de tierra y mar, tales fueron los primeros, los débi- les rudimentos de una ciencia que hoj hace rápidos pro- gresos. Las estaciones magnéticas, cuja larga serie atraviesa ahora, desde Moscou á Pekin, todo el Asia septentrional, j cujos trabajos deben abrazar el magnetismo terrestre , j los demás fenómenos meteorológicos, están llamadas á es- clarecer con importantes resultados la teoría de los vientos. Comparando las observaciones recogidas en diferentes pun- tos de esta inmensa línea, se podrá decidir, por ejemplo, si los vientos del Este soplan sin interrupción desde la meseta desierta de Gobi hasta el interior del Imperio ruso^ ó si la corriente producida por la precipitación del aire en las al- tas regiones no empieza hasta la mitad de la cadena de los apostaderos. Entonces se sabrá positivamente de donde viene el viento. Si no se tienen en cuenta para el resultado que se busca sino los lugares donde se han hecho durante mas de veinte años las observaciones sobre la dirección de los vien- tos, conócese (según los últimos cálculos tan cuidadosos de G. Mahlmann) que el viento de Oeste Snd- Oeste es el viento reinante en las latitudes medias de las zonas templadas de ambos continentes. Nuestras ideas respecto de la distrihucion del calor at- mosférico han ganado en claridad, en cierto sentido, desde — 301 — que se ha procurado someter los fenómenos á un modo uni- forme de representación gráfica, relacionando unos con otros^ por un sistema de líneas, todos los puntos en que las temperaturas medias del año, del verano v del invierno, han sido determinadas con exactitud. El sistema de las líneas isotermas, isoteras é isoquimenas , que jo propuse en 1817^ podrá quizás prestar una base cierta á la clima- tolog-ia comparada, si los físicos consienten en reunir sus esfuerzos para perfeccionarle. De esta manera es como el estudio del magnetismo terrestre ha llegado á ser una ver- dadera ciencia, desde el momento en que los resultados par- ciales fueron reunidos j representados gráficamente por líneas de igual declinación, de igual inclinación j de igual intensidad. La palabra cima, tomada en su acepción mas general, sirve para señalar el conjunto de variaciones atmosféricas que afectan nuestros órganos de una manera sensible, á sa- ber: la temperatura, la humedad, los cambios de la presión barométrica, la calma de la atmósfera^ los vientos, la ten- sión mas ó menos fuerte de la electricidad atmosférica , la pureza del aire ó la presencia de miasmas mas ó menos de- letéreos, V por último, el grado ordinario de transparencia j de serenidad del cielo. Este último dato no influje úni- camente sobre los efectos de la irradiación calorífica del suelo, en el desarrollo orgánico de los vejetales y la madu- rez de los frutos^ sino que también en la moral del hombre y la armonía de sus facultades. Si la superficie de la tierra estuviese formada de un solo fluido homogéneo, ó de capas de un mismo color, igual densidad, el propio brillo, idéntica facultad de absorber los ravos solares_, j análogo poder de irradiar el calórico hacia los espacios celestes , todas las líneas isotermas , isoteras é isoquimenas se dirigirian paralelamente al Ecuador. Bajo esta hipótesis las cualidades absorbente j emisiva para el ~ 302 — calor j para la laz, se hallarían por todas partes de la su- perficie del globo en paridad de latitud. De este estado me- dio, que no escluje ni las corrientes de calórico en el inte- rior del globo ni en su envuelta gaseosa, ni la propagación del calor por las corrientes de aire, es de donde debe partir la teoría matemática de los climas, como de un estado pri- mitivo. Todo lo que altera los poderes absorbente j emisivo en algunos puntos situados en paralelos iguales, produce una inflexión en las líneas isotermas. La naturaleza de es- tas inflexiones; los ángulos en que las líneas isotermas, iso- teras, isoquimenas, cortan los círculos de latitud; la posi- ción del vértice de su convexidad ó de su concavidad con relación arpólo del hemisferio correspondiente, son efectos de causas que modifican, mas ó menos poderosamente, la temperatura bajo las diferentes latitudes geográficas. Es útil al progreso de la climatología el que la civiliza- ción europea se ha ja establecido sobre dos continentes opuestos, ó mas bien que haja irradiado de nuestra costa occidental hasta una costa oriental, atravesando la gran cuenca del Atlántico. Cuando después de muchas tentati- vas efímeras en Islandia j en Groenlandia, fundaron al fin los habitantes de la Gran Bretaña sobre el litoral de los Estados-Unidos de América sus primeras colonias durade- ras, cuja población aumentó rápidamente, por virtud de las persecuciones religiosas, del fanatismo j del amor á la li- bertad, los colonos que vinieron á establecerse entre la Ca- rolina del Norte j la embocadura del rio San Lorenzo, se- admiraron de esperimentar inviernos mucho mas frios que los de Italia, Francia j la Escocia, bajo iguales latitudes que la de estos países. Semejante diferencia de climas debia fijar la atención; j sin embargo, esta observación no fué realmente fecunda en resultados para la meteorología, sino cuando pudo fundarse en datos numéricos , espresivos de las temperaturas medias anuales. Comparando de estarna- — 303 — uera Nain en la costa del Labrador con Gothenburo-, Ha- lifax con Burdeos, New- York con Ñapóles, San Agustín en la Florida con el Cairo, se nota, que para las mismas latitu- des, las diferencias entre las temperaturas medias del año en la América oriental j las de la Europa occidental son^ jendo del Norte al Sud, 11° 5, 7*^ 7, 3" 8 j casi 0\ El decreci- miento progresivo de estas diferencias en una serie que comprende 28° de latitud, es sorprendente. Mas lejos, ha- cia el Sud^ bajo los mismos trópicos, las líneas isotermas son siempre paralelas al Ecuador. Por los ejemplos prece- dentes se ye que estas cuestiones tan frecuentes en los círcu- los de la sociedad: ¿cuántos grados es la América mas fria que la. Europa? (sin distinguir entre las costas del Oeste j las del Este) ¿qué diferencia haj entre las temperaturas medias del año en el Canadá ó en los Estados- Unidos j las de la Europa? ^«vése, repetimos, que bajo una forma tan absoluta, tan general, tales cuestiones carecen de sentido. La diferencia, en efecto^ no es constante, pues varía de un paralelo á otro; j sin una comparación especial de las tem- peraturas del verano j del invierno sobre las costas opues- tas, es imposible formarse idea exacta de las verdaderas re- laciones que existen entre los climas, ni apreciar su influen- cia sobre la agricultura, la industria j el bienestar de los pueblos. Al señalar las causas que pueden modificar la forma de las líneas isotermas, distinguiré las que elevan la tempera- tura de las que tienden á hacerla descender. La primera clase comprende : La proximidad de una costa occidental en la zona templada; La configuración particular á los continentes que están divididos en penínsulas numerosas; Los mediterráneos ó los golfos que penetran profunda- mente en las tierras: — o04 — . La orientación, es decir, la posición de una tierra relati- vamente á un mar sin hielos, que se estiende mas allá del círculo polar, ó con relación á un continente de una esten- sion considerable, situado sobre el mismo meridiano hacia el Ecuador, ó cuando menos en el interior de la zona tropical; La dirección Sud j Oeste de los vientos reinantes, tra- tándose del borde occidental de un continente situado en la zona templada, v sirviendo las cadenas de montañas de am- paro j abrigo contra los vientos que llegan de regiones mas frias ; La falta de pantanos cuja superficie queda cubierta de hielo en la primavera j hasta principio del estío; La carencia de bosques en un terreno seco j arenoso; La serenidad constante del cielo durante los meses de verano; La proximidad, en fin, de una corriente pelágica, si sus aguas son mas calientes que las del mar circundante. Entre las causas que hacen descender la temperatura media_, coloco: La altura sobre el nivel del mar de una región que no presente cimas considerables; La cercanía de una costa occidental para las latitudes altas j medias; La configuración compacta de un continente cuyas cos- tas estén desprovistas de golfos; Una gran estension de tierras hacia el polo v hasta la región de las nieves perpetuas, á menos que no ha va entre la tierra y esta región un mar constantemente libre de hielo en el invierno; Una posición geográfica tal, que las regiones tropicales de igual longitud estén ocupadas por el mar, o en otros términos, la ausencia de toda tierra tropical bajo el meri- diano del país cu vo clima se trata de estudiar; — 305 — Una cadena de montañas que por su forma ó dirección se oponga al acceso de los vientos calientes, ó bien aun, la proximidad de picos aislados, por causa de las corrientes de aire frió que bajan á lo largo de sus Vertientes; Los bosques de gran estension , porque impiden la ac- ción de los rajos solares sobre el suelo ; porque sus órga- nos apendiculares (hojas) provocan la evaporación de una gran cantidad de agua en virtud de su actividad orgánica, j porque aumentan la superficie capaz de enfriarse por irradiación. Los bosques obran, pues, de tres maneras: por 5U sombra, por su evaporación j por su irradiación; Los numerosos pantanos que forman en el Norte, hacia la mitad del estío, verdaderos ventisqueros en medio de las llanuras; Un cielo nebuloso de verano, porque intercepta parte de los rajos del Sol ; Un cielo de invierno mu j puro , porque favorece lu irradiación del calórico (90). La acción simultánea de todas estas causas reunidas, de aquellas sobre todo que dependen de las relaciones de es- tension j configuración de las masas opacas (los continen- tes) j de las masas diáfanas (ios mares) , determinan las inflexiones de las líneas isotermas projectadas sobre la superficie del globo. Las perturbaciones locales engen- dran ios puntos convexos j cóncavos de estas líneas. Como son de diferentes órdenes estas causas, deberá cada or- den considerarse primero aisladamente. Mas tarde, para ob- tener su efecto total sobre el movimiento de las líneas iso- termas , es decir, sobre la dirección j las curvaturas loca- les de estas líneas, examinaremos cómo se modifican dichas causas reunidas* j cómo se anulan ó se refuerzan mutuas mente, como si se tratase de pequeños movimientos ondula- torios que se encuentran j se cruzan. Tal es el espíritu del método por el cual me lisonjeo en creer que será posible un — 306 -. día someter inmensas series de hechos, en apariencia aisla- dos, á lejeá empíricas espresadas numéricamente, j poner de manifiesto su recíproca dependencia. Los alisios (vientos del Este de la zona tropical), pro- ducen remolinos ó contra-corrientes que imprimen la direc- ción Oeste ú Oeste-Sud-Oeste á los vientos reinantes de las dos zonas templadas; son, pues, estos últimos vientos, ter- rales relativamente á una costa oriental, j vientos maríti- mos respecto de una costa occidental. Ahora bien; no siendo la superficie del mar tan susceptilíle de enfriarse como la de los continentes á causa de la enorme masa de las aguas j de la precipitación inmediata de las partículas enfriadas, resulta de aquí que las costas occidentales deben ser mas cálidas que las costas orientales, siempre que no venga á modificar su temperatura alguna corriente oceánica. Esta diferencia fue señalada la primera vez por un joven compa- ñero de Cook , el ingenioso Jorge Forster, que ha contri- buido de una manera tan eficaz á alimentar en mí el gusto por las espedicioues lejanas. Otro tanto sucede con la analo- gía que existe respecto de la temperatura, entre la costa occidental de la América del Norte, bajo las latitudes me- dias, j la costa occidental de Europa (91). Aun en las regiones del Norte se nota una sorpren- dente diferencia entre las temperaturas medias anuales de las costas orientales y la de las costas occidentales de Ame- rica. En Nain, en el Labrador (lat. 57° 10') , es la tempe- ratura de 3°, 8 bajo O": mientras que es todavía de 6°, 9 so- bre 0° en Neu-Archangelsk, en la costa Noroeste de la Amé- rica rusa. La temperatura media del estío es apenas de 6°, 2 en el primer lugar, jde 13°, 8 en el segundo. Pekin (39^54') en la costa oriental del Asia, posee una temperatura media anual (11° 3) menor que la de Ñapóles, que no obstante está situado algo mas al Norte : la diferencia escede de 5°. La temperatura media del invierno en Pekín es, por lo me- — 307 — nos, de 3" bajo O"*; y en la Europa occidental_, en el mismo París (lat 48° 50'), de 3°, 3 sobre 0^ Los inviernos de Pekin son también, por término medio, dos grados j medio mas frios que los de Copenhague^ á pesar de la situación mucho mas septentrional de esta última ciudad (17° de latitud mas al Norte que Pekin). Hemos dicho ja con qué lentitud sigue la enorme masa de las aguas del Océano las variaciones de temperatura de la atmósfera, deduciéndola consecuencia de que el mar sirve para igualar las temperaturas, j templar los rigores del invierno á la vez que los calores del estío. De aquí una importante oposición entre el clima de las islas ó de las cos- tas, propio á todos los continentes articulados, ricos en pe- nínsulas jen golfos, j el clima del interior de una gran masa compacta de tierras firmes; contraste desarrollado com- pletamente la primera vez por Leopoldo de Buch , .sin que sus rasgos característicos, ni sus efectos sobre la fuerza de la vegetación , el desenvolvimiento de la agricultura, la trasparencia del cielo , la irradiación calorífica del suelo j la altura de las nieves perpetuas, hajan escapado al gran geólogo. En el interior del Asia, Tobolsko, Barnol del Obi é Irkustk tienen los mismos estíos que Berlin , Münster j Cherburgo , si bien á estíos semejantes suceden inviernos cuja espantosa temperatura media fluctúa entre los 18 j 20°, siendo frecuente que en los meses del estío se man- tenga el termómetro semanas enteras entre 30 j 31°, Estos climas continentales recibieron con justicia el nombre de es- cesivos que el célebre Buffon les dio; j los habitantes de las regiones en que reinan tales climas escesivos, parece como que están condenados como las almas en pena del purgato- rio del Dante (92) , A sofferir iormenti caldi e geli. Jamás he encontrado en parte ninguna del mundo, ni aun en el mediodia de Francia, en España ó en las islas — 308 — Canarias , tan buenos frutos , j, sobre todo , tan hermosos racimos de uva, como en los alrededores de Astrakan , á ori- llas del mar Caspio (lat. 46° 21'). La temperatura media del año es allí próximamente de 9*^; la del estío sube á 2F, 2 como en Burdeos; pero en invierno el termómetro descien- de á 25'' j á 30. Lo mismo sucede en Kislar á la emboca- dura del Terek, aunque esta última ciudad es aun mas me- ridional que Astrakan (como las latitudes de Avignon j de Rímini próximamente). El clima de Irlanda , de las islas de Jersej y de Guer- nesej , de la península de Bretaña , de las costas de Nor- mandía j^ de la Inglaterra meridional , paises de inviernos dulces j de veranos frescos y nebulosos , contrasta estraor- dinariamente con el clima continental del interior de la Eu- ropa oriental. Al Nord-Este de Irlanda (lat. 54" 56'), en la misma latitud que Kcenigsberg en Prusia, crece el mirto al aire libre como en Portugal. La temperatura del mes de Agosto llega á2r' en Hungría; mientras que en Dublin (igual línea isoterma de 9° ^/.2) no pasa de 16*^. La tempe- ratura media de invierno desciende á 2*^, 4 en Buda; y en Dublin, donde la temperatura anual no es mas quede 9°, 5, la del invierno llega hasta 4^^, 3 sobre el' hielo, que vienen á ser 2" mas que en Milán , Pavía, Padua y casi toda laLom- bardía, en donde el calor medio del año sube á 12", 7. En las Oreadas (Stromness), un poco mas al Sud que Stokol- mo (la diferencia de latitud es de medio grado) , la tempe- ratura media del invierno es de 4"^ es decir , mas elevada que la de París _, y casi tanto como la de Londres. Ademas, en las islas de Feroe , situadas á los 62° de latitud bajo la dulce influencia del viento de Oeste y del mar, las aguas interiores nunca se hielan. En las risueñas costas del De- vonshire , uno de cu jos puertos (Salcombe) se denomina el Montpellier del Norte por la benignidad de su clima , se ha visto florecer al aire libre el agave mejicano , y dar fruto naranjos en espaldera, con estar solo abrigados por algu- nas esteras. Allá, como en Penzancio, en Gosport y Cher- burgo, en las costas de la Normandía, la temperatura me- dia del invierno es de 5°, 5, é inferior por consiguiente á la;s de Montpeilier j Florencia en 1°, 3(93). Estas comparacio- nes demuestran suficientemente de cuántas maneras puede repartirse una sola j misma temperatura media anual en- tre las diferentes estaciones, j como estos diversos modos de distribuirse el calórico en el curso del ano, influjen en la vejetacion, en la agricultura, la sazón de los frutos j el bienestar material del hombre. Las líneas que he llamado isoquimenas é isóieras (líneas de iguales temperaturas de invierno j de estío) no son en modo alguno paralelas á las líneas isotermas (líneas de iguales temperaturas anuales). Si allá donde los mirtos cre- cen al aire libre , j donde el suelo no se cubre jam.ás en in- vierno de nieve permanente , las temperaturas del verano j del otoño bastan apenas para que sazonen las manzanas ; j si para dar vino potable hujen los viñedos de las islas j de casi todas las costas , aun de las occidentales _, no debe esto atribuirse únicamente á la baja temperatura que reina por el estío en el litoral ; pues la razón de estos fenómenos, no está en .las indicaciones producidas por los termómetros sus- pendidos á la sombra , sino que es preciso buscarla en la in- fluencia de la luz directa, que hasta aquí para nada se ha tenido en cuenta, aunque se manifieste en multitud de fe- nómenos, como, por ejemplo, en la combustión de una mez- cla de hidrógeno v de cloro. Existe bajo este respecto una diferencia capital entre la luz difusa j la luz directa, entre la luz que atraviesa un cielo sereno , y la que se debilita j dispersa en todos sentidos, en un cielo nebuloso; diferencia sobre la cual hace ja tiempo (94) que procuré llamar la atención de los físicos j los fitólogos, como también sobre la cantidad de calórico, desconocida aun , que la acción de la — 310 — luz directa desarrolla en las células de los vegetales vi- vientes. Si recorremos la escala térmica de los diferentes géneros de cultivo (95) empezando por aquellos que exigen mas cá' lidos climas^ encontraremos sucesivamente la vainilla, el cacao , el pisang j el cocotero ; j después el ananas , la caña dulce , el árbol del café , la palmera , el limonero , el olivo, el castaño fino j la vid que produce vino potable. Estudiando la distribución de estos diversos cultivos en los llanos y las vertientes de las montañas, es fácil comprender, que sus límites geográficos no están regulados esclusi va- mente por las temperaturas medias anuales. Así, pues, para que la viña dé vino potable (9í)), no basta que el calor medio del año esceda de 9° '/.¿j sino que es preciso ademas que á una temperatura de invierno superior á -f- O*' 5, siga una temperatura media de 18'^ por lo menos durante el es- tío. En el valle de Garonne , eu Burdeos (lat. 44° 50'), las temperaturas medias del año, del invierno, del verano j del otoño, son respectivamente: 13", 8; 6°, 2; 21"*, 7; 14°, 4- En las llanuras del litoral del mar Báltico (lat. 52°), donde el vino no es ja potable , aunque sin embargo se consuma, <íorresponden á dichos números los siguientes: 8°, 6; — 0°, 7; 17°, 6: 8°, 6. Indudablemente debe existir una oposición mu j marcada entre estos dos climas , de los cuales el uno es emi- nentemente favorable al cultivode la viña, mientras que el otro llega al límite en que este cultivo deja de dar produc- to; V parece por tanto sorprendente á primera vista que las indicaciones termomét ricas no señalen con major precisión semejante diferencia ; la estrañeza sin embargo, será me- nor considerando que un termómetro colocado á la sombra, enteramente al abrigo , ó casi por completo defendido de los efectos de la insolación directa y de la irradiación noc- turna, no puede indicar la temperatura del suelo, libre- mente espuesto á tales influencias , ni las variaciones pe- — 311 — riüdicas que afectan á la misma temperatura de uua á otra estación. Las mismas relaciones de climas que se observan entre la península de Bretaña j el resto de la Francia^ cuja masa es mas compacta, sus estíos mas cálidos j mas crudos sus inviernos, se reproducen hasta cierto punto entre la Europa V el continente asiático, del cual viene á ser la Europa península occidental. Debe Europa la benignidad de su clima, á su configuración ricamente articulada; al Océano que baña las costas occidentales del Antiguo Mundo: al mar libre de hielos que la separa de las regiones polares; y sobre todo, á la existencia v situación geográfica del Continente africano, cujas regiones intertropicales irra- dian abundantemente j provocan la ascensión de una in- mensa corriente de aire cálido, al paso que las regiones si- tuadas al Sud del Asia son en gran parte oceánicas. Ha- ríase indudablemente mas fria la Europa (97), si el África se sumergiese; si saliendo la fabulosa Atlántide del fondo del Océano uniese la Europa con la América; si las aguas calientes del Gulf-Stream no se vertieran en los mares del Norte; ó si una nueva tierra, levantada por las fuerzas vol- cánicas, se intercalase entre la península Escandinava j Spitzberg. Á medida que avanzamos del Este al Oeste, re- corriendo^ en un mismo paralelo de latitud, la Francia, la Alemania, la Polonia, la Rusia, hasta la cadena de los mon- tes Ourales^ vemos á las temperaturas medias del año seguir una serie decreciente; pero también al mismo tiempo que penetramos de este modo en el interior de las tierras, la forma del Continente se hace cada vez mas compacta, au- méntase su anchura, la influencia del mar disminuje, j la de los vientos del Poniente se deja sentir menos: circuns- tancias en donde haj que buscar la principal razón del des- censo progresivo de la temperatura. En las regiones situa- das mas allá del Oural, los vientos del Oeste llegan ya á — 312 — convertirse en vientos terrales, j al penetrar en aquellas comarcas después de haber soplado sobre grandes estén sio- nes de tierras heladas j cubiertas de nieve_, las enfria en vez de calentarlas. El rigor del clima de la Siberia occi- dental es un efecto de estas causas generales, debido á la configuración de la tierra firme j á la naturaleza de las corrientes atmosféricas; pero no á la grande elevación del suelo sobre el nivel del mar (98), aunque lo ha jan así asen- tado Hipócrates, Trogue -Pompe jo j mas de un viajero cé- lebre del siglo XVIII. Dejemos ja las llanuras para ocuparnos de las desigual- dades de que está sembrada la superficie poliédrica de nuestro globo, j consideremos las montañas relativamente a su acción sobre el clima de lus paises vecinos j á la in- fluencia que ejercen en razón de su altura sobre la tempe- ratura de sus propias cimas, ó aun de sus mesetas. Las ca- denas de montañas dividen la superficie terrestre en gran- des cuencas, en valles angostos j profundos^ j en valles circulares, que encajonados por lo común como entre mu- rallas, indimdualiza7i los climas locales (por ejemplo, en Grecia j en una parte del Asia menor) colocándoles en condiciones especiales con relación al calor, á la humedad, á la trasparencia del aire j á la frecuencia de los vientos j tempestades. Esta configuración ha ejercido en todo tiempo una po- derosa influencia sobre las producciones del suelo, la elec- ción de cultivos, costumbres, formas de gobierno, j aun sobre las enemistades de las razas vecinas. El carácter de la individualidad geogrcifica llega, por decirlo así, á su máxi- mum, cuando la configuración del suelo, en el sentido ho- rizontal como en el vertical, es lo mas variada posible; ha- llándose fuertemente grabado por el contrario el carácter opuesto en las estepas del Asia septentrional , en las gran- des llanuras herbáceas del Nuevo-Mundo (sábanas, llanos^ — 313 — pampas), j en los eriales de maleza (ericeta) de Europa, y en los desiertos arenales ó pedregales del África. La lej que sigue el decrecimiento del calor, en diferen- tes latitudes, á medida que la elevación aumenta, es de altí- sima importancia parala meteorología, j no interesa menos á la geografía de las plantas, ó la teoría de la refracción ter- restre j á las diferentes hipótesis en que se funda la evalua- ción de la altara de la atmósfera. Por eso el estudio de esta lej lia sido siempre uno de los principales objetos de mis investio-aciones, en las numerosas ascensiones de montañas que he verificado, en las regiones próximas j apartadas de los trópicos (99). Desde que se sabe con alguna exactitud cómo se distri- buye el calor en la superficie del globo, es decir, desde que se estudian las inflexiones j las distancias de las líneas iso- termas é isoteras en los diferentes sistemas de la tempera- tura al Este y Oeste del Asia, de la Europa central j de la América del Norte, no es ja permitido formular de una manera absoluta la siguiente cuestión: ¿á qué fracción del calor termométrico medio del año ó del estío corresponde una variación de 1" de latitud sin salir de un mismo meri- diano? Existe en cada sistema de líneas isotermas de igua- les curvaturas una relación íntima j necesaria entre estos tres elementos: la disminución del calor en sentido vertical j de abajo á arriba; la variación de temperatura por cada cambio de un grado en latitud geográfica; la relación, final- mente, que se da entre la temperatura media de un punto situado sobre una montaña, j la distancia al polo de otro punto de igual nivel que el mar. En el sistema de la América oriental, la temperatura media anual varía, desde la costa del Labrador hasta Bos- ton O", 88 por cada grado de latitud; desde Boston á Char- leston 0^,95, j de Charleston al trópico de Cáncer (Cuba) la variación disminu ve j no es mas que de 0°,66. Ya en — 314 — la zona tropical la variación de la temperatura media es tan lenta, que desde la Habana á Cumana , el cambio para cada grado de latitud no escede de 0°,20. Todo lo contrario sucede en el sistema formado por las líneas isotermas de la Europa central. Entre los paralelos de 38° V de 71° encuentro que la temperatura decrece uni- formemente á razón de medio grado del termómetro por cada grado de latitud; mas como, por otra parte, el calor disminuye un grado en esta región, cuando la altura au- menta 156 á 170 metros, resulta de aquí que 78 ú 85 metros de elevación sobre el nivel del mar producen el mis- mo efecto sobre la temperatura anual que un cambio de un grado de latitud hacia el Norte. Así vemos que la tempe- ratura media anual del Convento del Monte San Bernardo, situado á 2.491 metros de elevación, hacia los 45*^ 50' de latitud, vuelve á encontrarse en llanuras situadas á 75° 50'. Las observaciones hechas por mí hasta 6.000 metros de altura en la parte de la cadena de los Andes comprendida entre los trópicos, me dieron primero un grado de disminu- ción de temperatura por cada 187 metros de aumento de elevación. Treinta años después, mi amigo Boussingault halló que el término medio era de 175 metros. Comparando los lugares situados en la vertiente misma de las cordilleras, con otros puntos de igual altura sobre el nivel del mar, aunque colocados sobre mesetas de gran estension, tengo notado que la temperatura media del año mas elevada es de 1°,5 á 2°, 3 en estos últimos parajes. La diferencia seria major sin la pérdida de calórico que produce la irradiación durante la noche. Como en esta región los climas se encuen- tran sobrepuestos unos á otros, desde los bosques de cacaos de los bajos llanos hasta la región de las nieves perpetuas; j como la temperatura varía allí muj poco de un cabo á otro del año, se puede formar idea muv exacta de las tem- peraturas particulares de las grandes ciudades de la cadena — 315 — de ios Andes, comparándolas á las de Francia é Italia en ciertas épocas del año. Mientras que reina diariamente en las frondosas márgenes del Orinoco una temperatura de mas de 4" que la del mes de agosto en Palermo, á medida que subimos los Andes encontramos en Popa jan (1,775 me- tros) la de los tres meses del estío de Marsella; en Quito (2,908 metros) la de fines del mes de majo de París; jpor último, en los Páramos, donde crecen plantas alpestres, que aunque mezquinas se ven cubiertas de flores, se goza de igual temperatura que la que reina en París á princi- pios de abril. Cuanto mas próximos del Ecuador nos bailamos, mas elevado es el limite de las nieves ])erfétuas ^ como tuvo oca- sión de observar,, j fué el primero, el ingenioso Pedro Mártir de Angieria, uno de los amigos de Cristóbal Colon, después de la espedicion emprendida en octubre de 1510 por Rodrigo Enrique Colmenares. Véase lo que Angieria escribe á este propósito en su bella obra De Rehus ocea- nicis (100) : «El rio Gaira desciende de una montaña (en la Sierra Nevada de Santa Marta), que al decir de los com- pañeros de Colmenares, supera en altura á todas las cono- cidas; y así debe de ser, en efecto, puesto que tal montaña, situada lo mas á lO"* del Ecuador, conserva en todo tiempo la nieve sobre sus cimas.» El límite de las nieves perpetuas, «n una latitud dada, le constituje la línea de las nieves que resisten al estío, ó en otros términos, la major altura á que puede llegar esta línea en el trascurso entero del año. De- bemos distinguir cuidadosamente este dato de los tres fenó- menos siguientes: de la oscilación anual del límite inferior de las nieves; de la caida de la nieve esporádica; jde la for- mación de los ventisqueros, que no pueden existir al parecer sino en las zonas frias y templadas. Desde los inmortales trabajos de Saussure, el fenómeno de los ventisqueros ha sido estudiado en los Alpes por Venetz j Charpentier, v — 316 — sobre todo por Agassiz, cu va perseverancia é intrepidez esceden á toda ponderación. Conocemos ja el límite inferior de las nieves perpetuas; en cuanto á su límite superior, nada hemos de decir ^ por que aun las cimas mas altas de las montañas no llegan, ni con mucho, á las capas de aire enrarecido que, según la ve- rosímil opinión de Bougner, no contienen ja vapor vesi- cular capaz de producir cristales de hielo por vía de enfria- miento, ni de tomar de tal modo una forma visible. El límite inferior de las nieves no es solamente una fun- ción de latitud geográfica j de la temperatura media anual del lugar en que se encuentran aquellas, porque ni en el Ecuador ni aun en la misma zona tropical es donde este límite llega á su major altura sobre el nivel del mar, como se ha creido por mucho tiempo; el fenómeno de que se trata es en general un efecto muj complejo de la temperatura, del estado higrométrico j de la forma de las montañas; y si le sometemos á una análisis todavía mas minuciosa que permiten hoj las últimas observaciones (1), reconoceremos que depende del concurso de un gran número de causas, tales como la diferencia de las temperaturas propias de cada estación; la dirección de los vientos reinantes y su contacto con el mar ó con la tierra; el grado habitual de sequedad ó de humedad de las capas superiores de la atmósfera; el es- pesor absoluto de la masa de nieve, caida ó acumulada; la relación entre la altura del límite inferior de las nieves j la altura total de la montaña; la situación relativa de esta última en la cadena de que forme parte; una gran escarpa- dura de las vertientes; la proximidad de otras cimas igual- mente cubiertas de nieve perpetua; la estension j la altura absoluta de las llanuras en cu jo seno se eleva la nevada cima como un pico aislado, ó sobre el flanco de una cadena de montañas; j finalmente, la situación de estos llanos á orillas del mar ó en el interior de los continentes, j el estar — 317 — formados de bosques ó de praderas de pantanos ó áridos are- nales, y de grandes moles pétreas. En América, el límite inferior de las nieves llega bajo el Ecuador á la altura del Mont-Blanc de la cadena de los Alpes, y luego desciende hacia el trópico boreal; las últi- mas medidas le colocan 312 metros próximamente mas bajo en la meseta de Méjico, á los 91° de latitud septentrional- Elévase, por el contrario, hacia el trópico austral, pues se- gún Pentland, en la cordillera marítima de Chile (de 14° ^/^ á 18*^ de latitud austral) está dicho límite á 800 metros mas elevado que en el Ecuador, cerca de Quito, en el Chim- borazo, el Cotopaxi j el Antisana. E] doctor Gillies aseguró también que á los 33^ de latitud austral el límite de las nieves perpetuas está comprendido entre 4,420 y 4,580 metros en las vertientes del volcan de Penquenas. En aque- llos dias puros del estío, la sequedad estremada de la atmós- fera favorece hasta tal punto la evaporación de la nieve, que el volcan de Aconcagua (al nor-oeste de Valparaiso, la- titud 32° ^/^i) se ha visto alguna vez completamente libre de ella, sin embargo de que cuenta 450 metros de altura mas que el Chimborazo, según las medidas de la espedicion delBeagle (2). Casi en el mismo círculo de latitud boreal (de 30° ^/ ,^ á 31°), sobre la vertiente meridional del Himalava, el lí- mite de las nieves perpetuas está situado á 3,956 metros de altura. Combinando j comparando las medidas prcicti- cadas en otras cfidenas de montañas, se habia previsto este resultado, que han confirmado plenamente y después las medidas directas. Pero en la vertiente septentrional, some- tida á la influencia de la meseta tibetana, cuja altura me- dia parece ser de 3,500 metros, el límite de las nieves per- petuas sube mas alto j llega próximamente á 4,068 me- tros. Semejante diferencia ha sido largo tiempo controver- tida en Europa v en la India, v jo mismo he consagrado — 318 — desde 1820 varios escritos, á fin de esponer mis opiniones acerca de este asunto (3). Tratábase, con efecto, de uno de esos grandes hechos naturales que no interesan solo á los físicos; porque la altura de las nieves perpetuas ha debido ejercer una poderosa influencia en las condiciones de vida de los pueblos primitivos_, j casi siempre simples datos me- teorológicos han determinado en grandes estensiones de un mismo continente, aquí la existencia agrícola, j en cual- quiera otra parte la nómada. Como la cantidad de vapor contenido en la atmósfera aumenta con la temperatura, resulta de aquí que este ele- mento debe variar según las horas del dia , las estaciones, latitudes v alturas. Nuestros conocimientos sobre el ele- mento higrométrico, que juega un papel tan importante en la creación orgánica, han adelantado notablemente desde que se adoptó un nuevo procedimiento de medida, según ■una ingeniosa aplicación de las ideas de Dalton j de Da- niell. Este procedimiento, cu jo uso tanto se ha generali- zado, es el sicrómetro de Augusto, por medio del cual se determina la diferencia entre el punto de rocío con la tem- peratura del aire ambiente, y por consiguiente la cantidad de vapor contenido en la atmósfera. La temperatura, la presión atmosférica j la dirección del viento guardan ínti- ma relación con la humedad, cu jo poder vivificador no depende únicamente de la cantidad absoluta del vapor di- suelto en las capas aéreas, sino también de la frecuencia j modo de precipitación del mismo vapor , ja humedezca el suelo bajo la forma de rocío ó de niebla , ja caiga conden- sado en gotas de agua j en copos de nieve. Según Dowe (4), «la fuerza elástica de vapor de agua contenido en la atmós- fera de nuestra zona templada llega al máximum con el viento Sud-Oeste j al mínimum con el Nordeste, disminu- jendo al Oeste de la rosa náutica j aumentando , por el contrario, en la región oriental; j es que, con efecto, por ■-- 319 -- el ladü del Oeste, una corriente de aire frió, denso j seco rechaza á la vez aire caliente, ligero y húmedo, en tanto que por la parte opuesta esta última corriente es la que repele á la primera. La corriente del Sud-Oeste no es mas que una desviación de la corriente ecuatorial, j la corriente del Nordeste es la única corriente polar reinante.» Si algunas regiones intertropicales donde jamás cae lluvia ni rocío j cujo cielo permanece completamente des- pejado durante cinco j aun siete meses, nos ofrecen , no obstante, árboles cubiertos de fresco j gracioso verdor, dé- bense indudablemente á quelaspartes apendiculares (las ho- jas) poseen la facultad de absorber el agua de la atmósfera por un acto particular á la vida orgánica, independiente - mente de la disminución de temperatura que produce la irradiación. Las áridas llanuras de Cumana, de Coro v de Ceara (Brasil septentrional), que no humedece jamás la llu- via, contrastan con otras comarcas intertropicales en donde llueve con abundancia. En la Habana, por ejemplo, Ramón de la Sagra ha deducido de seis años de observaciones, que caen al año, por término medio, 2,761 milímetros de agua, es decir, cuatro ó cinco veces mas que en París j Gine- bra (5). En la vertiente de la cadena de los Andes, la can- tidad de lluvia anual decrece como la temperatura, á me- dida que la altura aumenta (6). Caldas, uno de mis compa- ñeros de viaje en la América del Sud, notó que en Santa Fé de Bogotá (2,600 metros de altura), la cantidad anual de agua no escede de 1,000 milímetros; siendo por esto allí menos abundante que en ciertos puntos de las costas occi- dentales de la Europa. Boussingault, ha visto muchas veces en Quito retrogradar el higrómetro de Saussure hasta 26", para una temperatura de 12 á 13", Gaj-Lussac en su céle- bre ascensión aerostática hizo marcar al mismo instrumen- to 25", 3 en capas de aire situadas á 2,100 metros de altu- ra. Pero la major sequedad que se ha observado hasta aquí — 320 — en las llanuras bajas es indudablemente la que Gustavo Ro- se, Ehrenberg" j jo hemos tenido ocasión de medir en Asia entre las cuencas del Irtjsch j del Obi en la estepa de Platowskaia. El viento de Sud -Oeste, habia soplado largo tiempo de el interior del continente, v siendo la tempera- tura atmosférica de 23", 7 encontramos que el punto de rocío había descendido á 4"_,3 bajo el hielo, de suerte que el aire no contenia mas que ^Viou ^® vapor acuoso (7). En estos últimos tiempos, algunos observadores han suscitado dudas acerca de la gran sequedad que las medidas higrométricas de Saussure jlas mias asignan al aire en las altas regiones de los Alpes j de los Andes; pero se han limitado á compa- rar la atmósfera de Zurich con la de Faulhorn, cuja altura solo en Europa puede tomarse por considerable (8). Bajo los trópicos, cerca de la región en que la nieve empieza á caer, es decir, entre 3,600 j 3,900 metros de altura, las plantas alpestres de hojas de mirtos j de grandes flores, propias de los Páramos, están bañadas por una humedad casi perpetua: pero esta humedad no prueba que exista á tal elevación una gran cantidad de vapores, sino única- mente que su precipitación se reitera con frecuencia. Puede decirse otro tanto de las nieblas, tan comunes en la bella meseta de Bogotá. Los nublados se forman en capas j se disuelven muchas veces en el espacio de una hora: rápidos juegos atmosféricos que caracterizan, en general, las me- setas j los Páramos de la cadena de los Andes. La electricidad de la atmósfera se une de mil modos á los fenómenos todos de la distribución del calórico, á la pre- sión, á los meteoros acuosos, j probablemente también al magnetismo de que parece estar dotada la corteza superfi- cial del globo. Estas relaciones íntimas se nos revelan, ja se considere la electricidad délas bajas regiones del aire en donde su silenciosa marcha varía por períodos todavía pro- blemáticos, bien la estudiemos en las capas elevadas, en el — 321 — geno de las nubes, donde brilla el relámpago, j n^ce atro- nador el rajo.. Grande es la influencia que ejerce sóbrelos dos reinos animal j vegetal, no solo por los fenómenos meteo- rológicos que produce, tales como la precipitación de los va- pores acuosos^ j la formación de compuestos ácidos ó amo- niacales, sino como agente especial que escita directa- mente el aparato nervioso j los movimientos circulares de los líquidos orgánicos. No es esta ocasión de renovar anti- guas discusiones acerca del origen de la electricidad que se desarrolla en la atmósfera estando el cielo sereno : ni in- vestigaremos si es preciso atribuir aquella electricidad á la evaporación de las aguas cenagosas cargadas de sales v de sustancias terreas (9), á la vegetación (10), á las innume- rables reacciones químicas que se verifican en el suelo, á la desigual distribución del calor en las capas aéreas (11); ó si será necesario recurrir á la ingeniosa hipótesis porque esplica Peltier la electricidad positiva de la atmósfera, suponiendo al globo cargado constantemente de la negativa (12), Lejos de penetrar en este vasto campo de discusiones, la descrip- ción física del mundo debe partir de las observaciones electro-métricas, tales como las suministra, por ejemplo, el ingenioso aparato electro -magnético propuesto por Calla- don, para buscar como crece la tensión de la electricidad positiva con la altura del sitio v la falta de árboles de las re- giones vecinas (13); qué periodos varian con el flujo j re- flujo diurnos de la electricidad atmosférica (según las in- vestigaciones becbas en Dublin por Clarke, estos periodos no parecen ser tan simples como aquellos cuja existencia habíamos reconocido Saussure j jo); j cómo cambia la ten- sión según las estaciones, la distancia al Ecuador, v la pro- porción local entre la superficie de las tierras v la del Océano. Si puede decirse en tesis general que el equilibrio de las fuerzas eléctricas está sujeto á perturbaciones menos fre- cuentes allí donde el Océano aéreo descansa sobre un fon- do líquido, que en las atmósferas continentales, no por ello sorprende menos ver en el seno de los mas vastos mares pe- queños grupos de islas obrar sobre e\ estado eléctrico de la atmósfera provocando la formación de las tempestades. En mis largas series de investigaciones bechas en tiempo ne- buloso, ó al empezar á caer la nieve^ be visto á menudo á la electricidad atmosférica, vitrea en un principio de un modo permanente, pasar de súbito á la electricidad resinosa, reproduciéndose estas alternativas en diversas ocasiones, lo mismo en las llanuras de las zonas frias, que en los pára- mos de las Cordilleras, entre 3,200 j 4,500 metros de al- tura. Y siendo el fenómeno de todo punto semejante á los que indican los electro-metros en los instantes que preceden á la tempestad (14), j durante ella. Cada vesícula de vapor está rodeada de una pequeña atmósfera eléctrica; y cuando estas vesículas se agrupan j condensan en nubes de contor- nos determinados, la electricidad de cada una de ellas pasa á la superficie j contribuye al aumento de la tensión gene- ral en la envuelta esterior (15). Las nubes de color gris pi- zarra cargadas de electricidad resinosa^ según las investiga- ciones de Peltier bechas en París; y las blancas, rosadas ó naranjadas, poseen la electricidad vitrea. Las nubes tem- pestuosas pueden formarse á cualquier altura. Yo las be visto coronar las cimas mas altas de los Andes; j aun be encontrado señales de vitrificación producidas por el rajo sobre una de las rocas en forma de torre que cubren el cráter del volcan de Toluca, á 4,600 metros de elevación. De igual manera en las bajas llanuras de las zonas templadas, la al- tura de ciertas nubes tormentosas, medida en sentido ver- tical, escedia de 8,000 metros (16). Pero en cambio la capa de nubes que encierra el rajo puede bajarse j descender alguna vez á 150 j aun á 100 metros del suelo de las lla- nuras. — 323 — En el trabajo mas completo que tenemos hasta ahora acerca de una de las mas delicadas ramas de la meteorolo- gía, Arago distingue tres especies de manifestaciones lu- minosas (los relámqagos) , que son : relámpagos en zig zag, cu JOS bordes están claramente terminados; los que sin for- mas definidas iluminan el cielo, pareciendo cuando brillan que la nube se entreabre para darlos paso , j los que ase- mejan globos de fuego ("17). Los primeros darán apenas Viooo de segundo; pero los relámpagos de forma de globo son menos rápidos j pueden durar muchos segundos. Sucede alguna vez que nubes solitarias colocadas á una gran altu- ra sobre el horizonte , se hacen luminosas, sin que se oiga el trueno, j aun sin apariencia alguna de tempestad; sin- gular fenómeno que dura bastante tiempo, j fue señalado la primera vez por Nicholson j Beccaria , cujas descripcio- nes concuerdan perfectamente con las observaciones mas recientes. Hanse visto también brillar con eléctrico resplan- dor j sin síntoma alguno de tempestad , granizos , gotas de lluvia j copos de nieve. Indicaremos, por último, como uno de los rasgos mas sorprendentes de la clistrihucion geográfi- ca de las tormentas^ el contraste singular que ofrécela costa peruana, donde nunca truena, comparada con el resto de la zona intertropical , donde en ciertas épocas del año , j casi diariamente se forman tempestades cuatro ó cinco horas después de haber tocado el sol en su zenit. Arago ha reco- gido acerca de tan interesante cuestión , los testimonios de un gran número de navegantes (Scoresbj_, Parrj , Ross, Franklin) que ponen fuera de duda la estremada rareza de las esplosiones eléctricas en las altas latitudes boreales de 70 j de 75° (18). No terminaremos la parte meteorológica del cuadro de la naturaleza,, sin insistir de nuevo sobre la íntima conexión que guardan entre sí los fenómenos atmosféricos. Ninguno de los agentes que como la luz, el calor, la elasticidad de — 3-24 — los vapores y la electricidad, desempeñan papel tan impor- tante en el océano aéreo, puede dejar sentir su influencia, sin que el fenómeno producido sea inmediatamente modifi- cado por la intervención simultánea de todos los demás agentes. Esta complicación de causas perturbadoras nos lle- va involuntariamente á las que alteran sin cesar los movi- mientos de los cuerpos celestes, j especialmente los de una masa pequeña que se aproximan mucho á los centros prin- cipales de acción (cometas, satélites y estrellas errantes). Pero aquí la confusión de las apariencias llega á ser fre- cuentemente mestricable , v quítanos la esperanza de poder llegar alguna vez á prever, fuera de límites muj estrechos, los cambios de la atmósfera , cujo conocimiento anticipado seria de tanto interés para el cultivo de los verjeles j de les campos , para la navegación , el bien estar j los placeres de los hombres. Los que buscan ante todo en la meteorología esta problemática previsión de los fenómenos , se convencen de que en vano se han emprendido tantas espediciones, j recogido v examinado observaciones tantas; para ellos la meteorología no adelantó nada , y niegan su confianza á una ciencia, tan estéril á sus ojos, para concedérsela á las fases de la luna ó á ciertos dias señalados en el calendario por an- tiguas supersticiones. Rara vez ocurren grandes separaciones locales en la dis- tribución de las temperaturas medias: ordinariamente, las anomalías se reparten uniformemente sobre grandes esten- siones de terreno. La desviación accidental llega á su máxi- mum en un lugar determinado, j decrece en seguida de una j otra parte de este punto , dentro de ciertos límites; mas pasados estos pueden hallarse grandes desviaciones en sentidos opuestos ^ solo que se producen con mas frecuencia del Sud al Norte que del Oeste al Este. A fines del año 18*20 (terminaba jo entonces un viaje por la Siberia) , el máxi- mum de frío cajó en Berliu, mientras que la América del — 325 — Norte gozaba de un calor insólito. Es una suposición gra- tuita esperar un estío riguroso después de un crudo invier- no_, ó un invierno benigno después de un fresco estío. Háse notado con razón , que las indicaciones del baró- metro se refieren á todas las capas aéreas situadas sobre el lugar de la observación (19) hasta los límites estremos de la atmósfera , al paso que las del termómetro j del sicró- metro son puramente locales j no se aplican mas que á la capa de aire próxima al suelo. Si se trata de estudiar las modificaciones termométricas ó higrométricas de las capas superiores , es necesario proceder á observaciones directas sobre las montañas ó á ascensiones aerostáticas. Si estos medios directos faltan , es preciso recurrir entonces á hipó~ tesis que permitan emplear el barómetro como instrumento de medida para el calor j la humedad. Los fenómenos me- teorológicos se inician ordinariamente por una perturbación lejana que ocurre en las corrientes de las altas regiones; luego poco á poco el aire frió ó caliente, seco ó húmedo de algunas corrientes desequilibradas, invade la atmósfera? turba ó restablece su trasparencia, amontona las nubes, dán- doles formas macizas j redondas (mmulus)^ ó las divide j disemina en ligeros copos como la pluma blanda de las aves (cirrm). Así, pues, la multiplicidad de las perturbaciones se complica también por la lejanía de las causas de ordina- rio inaccesibles. TERCERA PARTE. LA VIDA ORGÁNICA. CUADRO GENERAL DE LA VIDA ORGÁNICA, Después de recorrido el círculo de la vida inorgánica del globo terrestre, j bosquejados á grandes rasgos la forma esterior de nuestro planeta , su calor interno^ su tensión electro -magnética, los efluvios luminosos de sus polos, su vulcanismo, es decir, la reacción del interior contra la cor- teza sólida, j sus dos envueltas, 6 sean el mar j el Océano aéreo, parece ja concluido el cuadro; j lo estaría con efecto, bajo el punto de vista de la descripción física del mundo, tal como era concebida en otro tiempo; pero damos un ob- jeto mas elevado á nuestros esfuerzos, j el cuadro de la Na- turaleza carecería para nosotros de su mas bello atractivo, si esclujéramos de él la organización con las fases innu- merables de su desarrollo típico. La noción de vida tan ín- timamente unida se halla en todas nuestras concepciones á las de las fuerzas incesantemente activas de la Naturale- za, ja creadoras, ya destructoras, que los mitos de los pue- blos primitivos han atribuido siempre á estas fuerzas el germen de las plantas j de los animales , j presentado la época en que la tierra estaba inanimada j desierta, como la época del caos originario j de la lucha de los elementos. Pero en el dominio de los hechos, de la esperiencia , de la observación, j en el estudio descriptivo del estado actual de — 328 — nuestro plaiieta_, no tienen lugar las investigaciones de las causas primeras^ ni las inabordables cuestiones de origen. Encadenada á la realidad por el espíritu de moderación de la ciencia moderna, la descripción física del mundo per- manece estraña, no por timidez, sino por la naturaleza mis- ma de su objeto j de sus límites, á los oscuros principios de la bistoria de la organización (20) (tomamos aquí la palabra historia en su mas usual acepción). Una vez be- cbas estas reservas^, la descripción física del mundo debe mostrar que todos los materiales de que la armazón de los seres vivos está compuesta, se encuentran también en la cor- teza inorgánica de la tierra; que los vegetales j los anima- les se bailan sometidos á las mismas fuerzas que rigen la materia bruta , señalando en las combinaciones ó descom- posiciones de esta^ la acción de los mismos agentes que dan á los tejidos orgánicos sus formas y sus propiedades; solo que entonces obran dicbas fuerzas bajo condiciones poco conocidas, que se designan con el vago nombre de fenóme- nos vitales, j que se ban agrupado sistemáticamente según analogías mas ó menos acertadas. Esto legitima la tenden- cia de nuestro espíritu á perseguir la acción de las fuerzas físicas basta en la evolución de las formas vegetales j en la de les organismos que llevan en sí propios el principio de sus movimientos; siendo también esto lo que constituje el enlace que existe entre el cuadro de la naturaleza inorgá- nica j el de la distribución de los seres vivientes en la su - perficie del globo, es decir, La Geografía de las flantas y de los animales. Sin ánimo de promover aquí nuevas discusiones sobre las diferencias que separan la vida vegetal de la vida ani- mal, baré notar sin embargo, que si la Naturaleza bubiese dado á nuestra vista el poder del microscopio, j una per- fecta trasparencia á los tejidos de las plantas^ el reino ve- getal estaría mu v lejos de ofrecer el aspecto de inmovilidad — 329 — que es al parecer uno de sus atributos. En el interior de los vegetales, el tejido celular de los órganos vése recorrido j vivificado incesantemente por las corrientes mas diversas: tales son las de rotación, que suben j bajan_, ramificándose y cambiando continuamente de dirección, según se observa en las plantas acuáticas (najades^ baraceas é hidrocari- deas) j en las plantas terrestres fanerógamas : tal es tam- bién el bormigueo molecular , descubierto por el gran botánico Roberto Brown, j del cual toda materia debe pre- sentar algunos rasgos , siempre que se la reduzca á un es- tado de división estrema : tal es finalmente la corriente giratoria de los glóbulos del camhium {ciclos is) en un sis- tema de vasos particulares. Indicaré ademas los bilos celu- lares que se articulan j se arrollan en forma de bélice en las anteridies del cbara j en los órganos reproductores de las bepáticas j de las algas ; filamentos singulares en que Majen, cuja temprana muerte lamentan las ciencias, creia encontrar alguna analogía con los espermatozoarios de los animales. Añádanse á dicbas corrientes v á esta agitación molecular los fenómenos de la endosmosis, de la nutrición V crecimiento de los vegetales , así como las corrientes for- madas por los gases interiores^ j se tendrá una idea de las fuerzas que obran independientemente de nuestra voluntad en la vida tan apacible en apariencia de los vegetales. Desde la época en que describí en mis Cuadros de la Naturaleza la universal difusión de ia vida sobre la super- ficie del globo, y la distribución de las formas orgánicas, ja en altura, ja en profundidad, la ciencia habecbo admi- rables progresos en esta senda, que debemos á los descu- brimientos magníficos de Ebrenberg «sobre la vida mi- croscópica que reina en el Océano j en los bielos de las regiones polares;» descubrimientos fundados, no en deduc- ciones acertadas, sino en la observación directa j cuidadoso estudio de los becbos. Desde esta época, la esfera ó mejor - 330 -- dicho, el horizonte de la vida, se ha estendido ante nos- otros: «Cerca de los dos polos, donde grandes organizacio- nes no podrian ja subsistir, reina en cambio una vida infi- nitamente pequeña, casi invisible, pero incesante. Las for- mas microscópicas recogidas en los mares del polo austral durante el viaje del capitán Jaime Ross, ofrecen una ri- queza esencialmente particular de organizaciones descono- cidas hasta entonces, j por lo común de notable elegancia. En los residuos de la fuente de los hielos que flotan en tém- panos redondos allá por los 78" 10' de latitud, se han en- contrado mas de cincuenta especies de poligástricos silíceos j de coscinodiscos, por cujos ovarios verdes todavía, se comprende que han vivido j luchado fácilmente contra los rigores de un estremado frió. La sonda ha sacado en el golfo del Erebo, desde 403 á 526 metros de profundidad, sesenta j ocho especies de poligástricos silíceos j ^% fhyto- Utharia, acompañados de una sola especie de folythalamia de concha calcárea.» De todas las formas microscópicas, cuja existencia nos ha revelado hasta ahora la observación en el Océano^ los infusorios silíceos son los mas abundantes, aunque la aná- lisis química no haja encontrado sílice en el agua del mar, cosa que por otra parte no debe estrañar, puesto que la sí- lice no podria subsistir en el agua sino en el estado de sim- ple mezcla ó de suspensión. Y no sucede esto solamente en algunos puntos aislados, el fenómeno es general, en los ma- res interiores ó cerca de las costas, donde el Océano se ve también poblado de corpúsculos dotados de vida,. impercep- tibles á la simple vista. Desde las investigaciones que Scha- ver ha hecho al volver de la tierra de Van-Diemen, en agua sacada del mar al Sud del Cabo de Buena Esperanza (á los 57° de latitud)^ j en medio de la zona tropical en el Océano atlántico, puede considerarse como demostrado, que el mar en su estado normal v cristalinas sus a^-uas, contiene — 331 -- innumerables organismos microscópicos en un todo distin- tos de los filamentos silíceos del género chcetoceros que flo- tan en estado fragmentario, como los oscilatorios de las aguas dulces. Algunos poligástricos que se han encontrado mezclados con arena y escrementos de pájaros -niños en las islas de Cockburn, están esparcidos al parecer por toda la tierra; otras especies pertenecen á las regiones polares es- clusivamente(21). La vida animal domina, por consiguiente, en la eterna noche de las profundidades oceánicas; en tanto que la vida vegetal, estimulada por la acción periódica de los rajos so- lares, se estiende con mas amplitud por los Continentes. La masa de los vegetales es incomparablemente major que la de los animales. Los grandes cetáceos j los pesados paqui- dermos reunidos formarian una masa insignificante al lado de los gigantescos troncos de árboles de 3 ó4 metros de diá- metro que pueblan uno solo de los bosques de la América del Sud, como el que se estiende entre el Orinoco, el rio de las Amazonas y el rio de Madeira. Si es cierto que el ver- dadero carácter de cada región depende á la vez de todos los detalles esteriores; si los contornos de las montañas, la fisonomía de las plantas y de los animales, el azul del cie- lo, la figura de las nubes, la trasparencia de la atmósfera, concurren á producir lo que puede llamarse la impresión total , es preciso reconocer también que el adorno vegetal de que se cubre el suelo es la determinante principal de esta impresión. Las formas animales no son tampoco las mas aptas para producir los grandes efectos de conjunto, tanto mas, cuanto que los individuos mismos, en virtud de su propia movilidad, escapan frecuentemente á nuestras mi- radas. Por el contrario, la creación vegetal hiere la imagi- nación por la amplitud de sus formas siempre presentes, en cuja masa se revela la antigüedad ligada, por un privi- legio especial, con la espresion de una fuerza sin cesar re- — 332 — novada (22). En el reino animal precisamente (esta última consideración pertenece á los descubrimientos de Ehren- berg) son los animalillos microscópicos los que por su pro- digiosa fecundidad (23) ocupan j llenan las majores es- tensiones. Los mas pequeños infusorios, las monadinas, cu jo diámetro no escede de Viooo ^® milímetro, constitujen capas vivas de muchos metros de espesor bajo el suelo de las regiones húmedas. Cada zona posee el don de presentarnos bajo un as- pecto particular la difusión de la vida por la superficie del globo; pero en ninguna parte es tan poderosa la impresión que recibimosde ellocomo en el Ecuador: en esa patria de las palmeras, de los bambúes, de los heléchos arborescentes, en donde, desde las orillas de un mar poblado de moluscos j corales, se eleva el suelo hasta la región de las nieves per- petuas. Los seres vivientes en su distribución general no se detienen ni por la altura ni por la profundidad. Bajan al interior de la tierra, á favor de las grandes escavaciones j registros de los mineros, introduciéndose aun en aquellas cavernas naturales cerradas por todas partes, donde solo las aguas meteóricas parecen tener acceso. Habiendo reabier- to por la esplosion de la pólvora una de esas cavernas, ha- llé las paredes cubiertas de estalactitas blancas como la nieve, sobre las cuales una us/ioa habia tejido sus delicadas redes. Algunos saltoncillos se introducen en los pozos de nie« ve del monte Rosa, del Grindelwald j del Aar superior; la chionea araneoides, descrita por Dalmau, la díscerea ni- valis microscópica (llamada en otvoÚQva.'^oprotoccoccus) ^ vi- ven en las nieves polares como en las de nuestras altas mon - tañas. El color rojo que toma la nieve antigua (24) habia ja sido notado por Aristóteles, sin duda sobre los montes de la Macedonia. En las altas cimas de los Alpes suizos, alguras raras, lecidea, parmelia j umbilicaria coloran apenas las rocas despojadas de nieve ; en tanto que se ven — 333 — aun bellas fanerógamas, el culcitmm rufescens lanoso, la sida pichinchensis ^ j la saxífraga Boiissingaulti^ florecer aisladamente sobre los Andes tropicales á 4,550 v aun á 4,680 metros sobre el nivel del mar. Las fuentes termales contienen pequeños insectos (hidroporus thermalis)^ galio- nelas , occilarios j confervas ; y sus aguas alimentan á las raices de las vegetales fanerógamas. Pero la vida no se des- arrolla únicamente sobre la tierra_, en el agua j en el aire, sino que invade hasta las partes internas mas variadas de los animales. Hav animalillos en la sangre de la rana j en la del salmón; j, según Nordmann, los humores del ojo de los peces están frecuentemente llenos de una especie de gu- sanos armados de chupadores í diplostomiim ) . El mismo naturalista ha descubierto en los oidos de la breca un sin- gular animalillo doble (displozoon paradoxon), provisto de dos cabezas j de dos estremidades, de suerte que su des- arrollo completo se verifica en dos direcciones cruzadas. Aunque nadie crea ja en la existencia de los pretendi- dos infusorios meteóricos, no puede negarse por ello que infusorios ordinarios sean arrebatados pasivamente por los vapores ascendentes hasta las altas regiones del aire, j sos- tenidos algún tiempo flotantes en la atmósfera, para caer en seguida sobre el suelo como el polen anual de los pi- nos (25) . Esta consideración es capital para la antigua cues- tión de la generación espontánea (26), j merece tomarse en cuenta, tanto mas, cuanto que puede apo jarse en un descubrimiento de Ehrenberg de que ja he hablado antes. Los navegantes encuentran con frecuencia á la altura de las islas del cabo Verde j aun á 380 millas marinas de la costa de África, una lluvia de polvo fino que enturbia la trasparencia del aire como podría hacerlo la mas espesa nie- bla; ahora bien, este polvo contiene los restos de diez j ocho especies de infusorios poligástricos de conchas silíceas. La geografía de las plantas j de los animales puede — 334 — considerarse bajo el punto de vista de la variedad v del número relativo de las formas típicas, en cujo caso inves- tiga el modo de distribuirse en el espacio los géneros y las especies. Podemos estudiarla también respecto del nú- mero de individuos de que cada especie se compone en una superficie dada; y bajo este último punto de vista es esen- cial distinguir, tanto para las plantas como para los anima- les, entre la vida aislada y la vida social. Las especies á que yo he dado el nombre de plantas sociales (27) cubren uniformemente grandes estensiones de terreno: á ellas per- tenecen un gran número de plantas marinas; las cladonias y los musgos que crecen en las estepas del Asia septentrio- nal; los céspedes y las cácteas que se desarrollan reunidas como los tubos de un órgano; las avicenias y las manglas en las regiones tropicales, y los bosques de coniferas y abe- dules en el litoral del Báltico y en las llanuras de la Sibe- ria. Este modo especial de distribución geográfica, unido al aspecto de los vegetales, á su magnitud, á la forma de las bojas j de las flores, constituye el principal rasgo del carác- ter de una región cualquiera (28). La vida animal, á pesar de su variedad y su aptitud para producir en nosotros senti- mientos de simpatía ó de repulsión, presenta, lo repetimos, un aspecto sobrado móvil y fugaz para influir eficazmente sobre la fisonomía de un pais, siéndole por consiguiente casi estraüo. Los pueblos agrícolas aumentan artificialmente el dominio de las plantas sociales, dando así el aspecto de una naturaleza uniforme á regiones enteras de las zonas templa- das y de la zona boreal; con su trabajo hacen desaparecer las plantas silvestres, pero propagan otras sin saberlo, por- que ha v ciertas plantas que siguen al hombre hasta en sus mas lejanas emigraciones. La zona tropical resiste con mas energía que ninguna otra á estos esfuerzos que tienden impe- riosamente á modificar el orden establecido en la creación. La idea de una distribución regular de las formas ve- — 335 — getales, debió uaturalmente presentarse á los primeros via- jeros que pudieron recorrer en poco tiempo vastas regiones j ascender á las montañas, donde los climas se encuentran superpuestos como por pisos. Tales fueron, en efecto, los primeros ensajos de una ciencia que hasta de nombre ca- recia. Las zonas ó regiones vegetales que el cardenal Bembo habia distinguido en su juventud en las laderas del Etna (29), nuevamente fueron encontradas por Tournefort en el monte Ararat. Mas tarde, el mismo Tournefort com- paró la flora de los Alpes con la de llanuras situadas á muj diferentes latitudes, demostrando cómo se regula la distri- bución de los vegetales en los llanos, según la altura del suelo sobre el nivel del mar, ó la distancia al polo. En una flora inédita del Japón, emitió Menzel casualmente el nom- bre de Geografía de las plantas^ que se encuentra también en los Estudios de la naturaleza de Bernardino de Saint- Pierre, que aunque obra de imaginación, lo es de una imaginación viva y brillante. Mas esto era poco; y para que la geografía de las plantas ocupara su lugar entre las cien- cias, era preciso que la doctrina de la distribución geográ- fica del calor estuviese fundada y pudiera compararse con la de los vegetales; también era necesario que una clasifi- cación de estos ^ot familias naturales permitiese distinguir las formas que se multiplican, de las que se hacen cada vez mas raras á medida que se camina del Ecuador hacia ios polos, y fijar las relaciones numéricas que cada familia presenta en cada región, con la masa entera de las faneró- gamas de la misma comarca: asi es que cuento entre las circunstancias mas felices de mi vida el que mis in- vestigaciones durante una época en que mis estudios ver- saban especialmente sobre botánica _, ha jan podido abra- zar al mismo tiempo los elementos esenciales de una nueva ciencia, poderosamente favorecidas, como lo estaban, por el aspecto de una Naturaleza grandiosa en la que se en- — me — encontraban reunidos todos los contrastes climatológicos. La distribución geográfica de los animales, sobre la cual habia emitido Buffon antes que nadie consideraciones ge- nerales casi siempre exactas, ha sido estudiada de una ma- nera mas completa en estos últimos tiempos, gracias á los recientes progresos de la geografía de las plantas. Las cur- vaturas de las líneas isotermas, j de las isoquimenas sobre todo, se manifiestan junto á los límites que raramente tras- pasan ciertas especies vegetales y ciertos animales de resi- dencia fija, ni hacia los polos ni hacia los vértices de las montañas cubiertas de nieve. Así vemos que el danta vive en la península Escandinava bajo una latitud 10" mas bo- real que la Siberia_, en donde las líneas de temperatura media del invierno afectan una forma cóncava tan sorpren- dente. Las plantas emigran en germen: las semillas de una multitud de especies están provistas de órganos particula- res que les permiten viajar á través de la atmósfera, j una vez que se fijan ja no dependen mas que del suelo v del aire ambiente. Los animales, por el contrario, estienden á su gusto el círculo de sus emigraciones desde el Ecuador á los polos, pero especialmente del lado en que las líneas iso- termas forman arco, j en donde á inviernos crudos suce- den calurosos estíos. El tigre real^ por ejemplo, idéntico en un todo al de la India oriental, hace todos los veranos incur- siones al norte del Asia, hasta latitudes iguales á las de Berlin j Hamburgo. Este hecho se halla indicado circuns- tanciadamente en otra obra escrita por M. Ehrenberg j por mí (30). Por lo que tengo visto de la tierra en mis viajes, la aso- ciación de las especies vegetales que se designa ordinaria- mente con el nombre de Flora, no me parece que manifiesta el predominio de ciertas familias, de modo que permita asignar geográficamente la región de las umbeláceas, de las solidagíneas, de las labiadas ó de las escitaminadas. Mis — 337 — ideas' personales en este punto difieren de las de varios ami- gos mios, botánicos distinguidos de Alemania. Lo que ca- racteriza á mi juicio las floras de la meseta de Méjico, de Nueva Granada j de Quito, las de la Rusia europea y del Asia septentrional, no es la superioridad numérica de las especies cuja reunión constituje una ó dos familias, sino las relaciones complejas que nacen de la coexistencia de un gran número de familias j de la cantidad relativa de sus especies. Indudablemente las gramíneas j las ciperáceas predominan en las praderas j en las estepas, como los ár- boles de raices arqueadas, las cupulíferas j las betulíneas, reinan en los bosques del Norte; mas este predominio de ciertas formas es puramente de apariencia, decepción pro- ducida por el aspecto particular de las plantas sociales. El norte de la Europa j la zona sibérica situada al norte del Altai, no merecen con mas razón el título de regiones de las gramíneas j de las coniferas, que las inmensas llanuras si- tuadas entre el Orinoco j la cadena de Caracas, ó que los pinares de Méjico. La asociación de las formas vegetales, que pueden reemplazarse en parte mutuamente, su impor- tancia numérica relativa j su modo de agruparse , es lo que hace que la naturaleza vegetal revista á nuestros ojos el carácter de variedad j riqueza, ó el de la pobreza v la uniformidad. Después de haber tomado por punto de partida de estas rápidas consideraciones sobre los fenómenos de la organiza- ción, la simple célula (31), primera manifestación de la vida, he debido llegar á formas mas j mas elevadas en la serie ascendente de los seres. «Algunas granulaciones mu- cilaginosas producen al justaponerse un citoblasto de figura determinada, al que luego rodea un saco membranoso que constituje definitivamente la célula cerrada j aislada.» Este primer trabajo de la organización puede haber sido provocado por la producción anterior de otra célula ja acá- — 338 — bada (32), ó bien la evolución originaria de la célula se halla oculta en la oscuridad de una reacción química aná- loga ala fermentación que enjendra los filamentos bisoideos de la espuma de cerveza. Pero concretémonos á indicar li- geramente el misterio por el cual aparece la vida sobre la tierra; que la geografía de los seres orgánicos no trata sino de los gérmenes ja desarrollados, determinando la patria que adoptan j las regiones á donde influencias esteriores. les llevan; investigando sus relaciones numéricas, j limi- tándose, en una palabra, á trazar su distribución general en la superficie del globo. Quedaria incompleto el cuadro general de la Naturaleza- que trato de reseñar, si no me propusiera describir igual- mente en algunos rasgos característicos la especie humand considerada en su aspecto físico, en la distribución geográ- fica de sus tipos contemporáneos, en la influencia que las fuerzas terrestres le han suministrado_, j en la que á su vez ha ejercido aunque débilmente sobre ellas. Sometida nuestra especie, si bien en menor grado que las plantas j los animales , á las circunstancias del suelo j á las condiciones metereológicas de la atmósfera, escapa mas fácilmente al dominio de las potencias naturales por la actividad del es- píritu, por el progreso de la inteligencia que poco á poco se eleva, así como también por la maravillosa flexibilidad de organización que se adapta á todos los climas, sin que por ello deje de participar esencialmente de la vida que anima á todo el globo. Por estas secretas relaciones , el oscuro j controvertible problema de la posibilidad de un origen común para las diferentes razas humanas, entra en la esfera de las ideas que abraza la descripción física del mundo. El examen de esta cuestión dará al objeto final de mi obra, un interés mas noble, si me es lícito decirlo así, el interés su- premo que se refiere á la humanidad. El inmenso dominio de las lenguas^ en cuja variada estructura se reflejan mis- — 339 — teriosamente las aptitudes de los pueblos, se aproxima en mucho al del parentesco de las razas; j lo que sea capaz de producir la menor diferencia entre ellas, lo sabemos por un gran ejemplo, que es el de la cultura intelectual tan di- versa de la nación griega. Así, pues, las cuestiones mas importantes que ofrece la historia de la civilización de la especie humana, se refieren á las nociones capitales del orí- gen de los pueblos, de la afinidad de lenguas j de la in- mutabilidad de una dirección primordial, tanto del alma como del espíritu. Mientras que solo se atendió á los estremos de las varia- ciones del color j la figura, dejándonos preocupar por la vivacidad de las primeras impresiones , consideráronse las razas, no como simples variedades, sino como troncos hu- manos originariamente distintos. La permanencia de cier- tos tipos (33) , á pesar de las mas contrarias influencias de las causas esteriores, sobre todo del clima, parecia venir en apojo de este modo de ver, por muj cortos que sean los períodos de tiempo cujo conocimiento histórico ha llegado' hasta nosotros. Pero en mi opinión, razones mas poderosas militan en favor de la unidad de la especie humana, á sa- ber : las numerosas gradaciones (34) del color de la piel j de la estructura del cráneo, que han dado á conocer en los tiempos modernos, los rápidos progresos de la ciencia geo- gráfica; la analogía que siguen al alterarse en otras clases de animales _, ja salvajes, ja domesticados; j las observa- ciones positivas que se han recogido acerca de los límites prescritos á la fecundidad de los mestizos (35). La major parte de los contrastes que tanto admiraban antiguamente_^ se ha desvanecido ante el profundo trabajo de Tiedemann acerca del cerebro de los negros j de los europeos, ante las investig-aciones anatómicas de Vrolik v de Welber sobre la configuración de la parte posterior de la cabeza. Si abar- camos en su generalidad las naciones africanas de color os- — 340 — curo subido, sobre las cuales ha dado tanta luz la obra ca- pital de Pricbard_, j las comparamos con las tribus del Ar- chipiélago meridional de la India y de las islas de la Aus- tralia occidental, con los papúes j los alfurues (haraforo, endamenos), claramente apercibiremos que el tinte negro deja piel, los cabellos crespos y los rasgos de la fisonomía negra^ están muj lejos de hallarse siempre asociados (36). Mientras que solo estuvo abierta á los pueblos del Occi- dente una pequeña parte de la tierra , ideas esclusivas do- minaron entre ellos; por cuja razón el ardiente calor de los trópicos j el color negro de la piel , les parecieron inse- parables. «Los etiopes, » cantaba el antiguo poeta trágico Teodectes de Phaselis (37), «deben al dios del sol que se aproxima á ellos en su carrera el brillo sombrío de la ma- teria que dá color á sus cuerpos.» Fueron necesarias las conquistas de Alejandro, que despertaron tantas ideas de geografía física, para entablar el debate relativo á esta pro- blemática influencia de los climas sobre las razas humanas. «Las familias de los animales j de las plantas,» dice uno de los mejores anatómicos de nuestro tiempo, Juan Müller, en su fisiología del hombre, «se modifican durante su pro- pagación sobre la faz de la tierra, entre los límites que de- terminan las especies j los géneros ; j se perpetúan orgá- nicamente como tipos de la variación de las especies. Del concurso de diferentes causas v condiciones, tanto interio- res como esteriores, que no pueden señalarse detallada- mente, nacieron las razas presentes de animales, j sus mas admirables variedades se encuentran en aquellos que tienen la facultad de estension mas considerable sobre la tierra. Las razas humanas, son las formas de una especie única i que se ajuntan permaneciendo fecundas , j se perpetúan por la generación; j en manera alguna especies diversas de un mismo género, porque si lo fueran , al cruzarse se tor- narian estériles. La cuestión de saber si las razas humanas — 341 — existentes descienden de uno ó de muchos hombres primi- tivos (38), es cosa que la esperiencia no puede darnos á conocer.» Las investigaciones geográficas sobre el lugar primor- dial, ó como se dice mas comunmente, sobre la cuna de la especie humana, tienen en el terreno de los hechos un ca- rácter puramente mítico. «No conocemos,» dice Guillermo de Humboldt, en un trabajo inédito aun sobre la diversi- dad de los idiomas j de los pueblos, «ni históricamente ni por ninguna tradición verídica, momento alguno en que la especie humana no haja estado separada en grupos de pue- blos. Qae semejante estado de cosas ha ja existido desde el origen ó se ha ja producido mas tarde, cuestión es que no puede decidir la historia. Lejendas aisladas, que se hallan en puntos mu j diferentes del globo, sin comunicación apa- rente, están en contradicción con la primera hipótesis, j hacen descender á todo el género humano de una sola pa- reja: tradición tan esparcida, que se la ha considerado al- gunas veces como un antiguo recuerdo de los hombres. Pero esta misma circunstancia probaria mas bien que no haj aquí trasmisión alguna real de un hecho, ningún fun- damento verdaderamente histórico, sino simplemente la identidad de la concepción humana, que por todas partes ha conducido á los hombres á una esplicacion semejante de un fenómeno idéntico. Acontece también esto con un gran nú- mero de mitos sin enlace histórico entre sí j que igualmente deben su semejanza j origen á la paridad de las imagina- ciones ó reflexiones del espíritu humano. Lo que demues- tra asimismo en la tradición de que se trata el carácter manifiesto de la ficción, es que por ella se pretende esplicar un fenómeno que no cae absolutamente bajo el dominio de la esperiencia, cual es el primer origen de la especie hu- mana, de un modo conforme á la esperiencia de nuestros dias: de la propia manera, por ejemplo, con que en una — 342 — época en que todo el género humano contaba ja miles de años de existencia puede haberse pobiado una isla desierta ó un valle aislado en las montañas. En vano el pensamiento se sumerje en la meditación de este problema del primer origen; el hombre está tan íntimamente ligado á su espe- cie j su tiempo, que no puede concebirse la aparición en el mundo de un ser humano sin una familia preexistente j sin una época pasada. No siendo, pues ^ esta cuestión^ resultado de raciocinio ni de esperiencia, ¿debemos creer que el estado primitivo, tal como nos lo describe esa preten- dida tradición, es realmente histórico, ó bien que la especie humana desde su principio cubrió la tierra en forma de tribus? Cuestión es esta que la ciencia de lenguas no pue- de decidir por sí misma , como tampoco debe buscar la so- lución en otra parte, intentando sacar de ella alguna luz sobre los problemas que la ocupan.» La humanidad se distribuye en simples variedades que suelen designarse con la palabra un tanto indeterminada de razas. Así como en el reino vegetal j en la historia natural de las aves v de los peces es mas seguro agrupar los indi- viduos en un gran número de familias, que no reunirlos en un pequeño número de secciones que abracen masas considerables; así también en la determinación de las razas me parece preferible establecer pequeñas familias de pue- blos. Ya adoptemos la clasificación de mi maestro Blumen- bach en cinco razas (caucásica, mongólica, americana, etiópica j malava), ó bien reconozcamos siete con Pri- chard (39) (iránea, turánea, americana, de los hotentotes j buschmanes, de los negros, de los papúes v de los al- furues), no es menos cierto que ninguna diferencia radical j típica, ningún principio de división natural y rigoroso rige tales grupos, en los cuales no se ha hecho mas que apartar lo que al parecer constituje los estremos de la figura j del color, sin cuidarse de las familias, de pueblos — 343 — qu-e -escapan á estas grandes clases, y que han sido desig- nados unas veces con el nombre de razas escíticas j otras con el de razas alofílicas. Ifranianos es ciertamente una de- nominación mejor escogida para los pueblos de Europa que la de caucásicos , j sin embargo , es necesario confesar que los nombres geográficos aplicados á la designación de las razas son estremadamente indeterminados, especialmen- te cuando nos encontramos con que el país que debe dar su nombre á tal ó cual raza, ha sido habitado en diferentes épocas como el Tuuran ó Mawerannahr (40), por ejemplo, por troncos de pueblos muj diversos de origen indo-germá- nico y fislándico, aunque no mongólico. Las lenguas, creaciones intelectuales de la humanidad, tan intimamente ligadas á los primeros desarrollos del espí- ritu, son d'e gran importancia, por el sello nacional que en sí misma llevan para ajudarnos á reconocer la semejanza ó la diferencia de las razas; importancia que deben principal- mente á que la comunidad de su origen es un hilo conduc- tor por medio del cual penetramos en el misterioso laberinto en que la unión de las disposiciones físicas del cuerpo con las facultades de la inteligencia se manifiesta bajo mil for- mas diferentes. Los notables progresos que ha hecho en Alemania desde menos de medio siglo á esta parte el estu- dio filosófico de las lenguas, facilitan las investigaciones sobre su carácter nacional (41) en aquello que parece rela- cionarse con el parentesco de los pueblos que las hablan. Pero como en todas las esferas de la especulación ideal, al lado de la esperanza de un botin rico j seguro, hállase aquí el peligro de las ilusiones que son tan frecuentes en semejantes materias. Estudios etnográficos positivos, fundados en un conoci- miento profundo de la historia, nos enseñan que es necesa- rio proceder con cierta cautela en la comparación de los pueblos j de las lenguas que han hablado los mismos en — 344 — una época determinada. La conquista^ una larga costumbre de vivir juntos, la influencia de una religión estraña j la mezcla de las razas, aun cuando hubiera tenido lugar con un corto número de inmigrantes mas fuertes v mas civili- zados, han producido un fenómeno que se observa á la vez en ambos continentes, á saber: que dos familias de lenguas enteramente diferentes pueden hallarse en una sola j mis- ma raza; j que por el contrario en pueblos de origen muj diverso se dá con lenguas de una misma raiz. Por el poder de sus armas, por la dispersión j trastorno de las poblacio- nes, han contribuido los grandes conquistadores asiáticos á crear en la historia este singular fenómeno. El lenguaje es una parte integrante de la historia na- tural del espíritu; j aunque este por su feliz independen- cia se dicte á sí mismo lejes que sigue bajo las mas diver- sas influencias; aunque con su libertad se esfuerce constan- temente en sustraerse á estas influencias, así j todo no puede emanciparse de los lazos que le ligan á la tierra. Siempre queda algo de lo que las disposiciones naturales toman del suelo, del clima, de la serenidad de un cielo de puro azul ó del sombrío aspecto de una atmósfera cargada de vapores. Indudablemente la riqueza j la gracia en la estructura de las leuguas son obra del pensamiento, del cual nacen como de la flor mas delicada del espíritu; mas no por ello dejan de subsistir íntimamente unidas las dos esferas de la naturaleza física j de la inteligencia ó del sen- timiento, razón por la cual no hemos querido privar á nues- tro cuadro de la naturaleza de la luz j colorido que pu- dieran comunicarle estas brevísimas consideraciones sobre las relaciones de las razas j de las lenguas. -"'^Si hemos de mantener el principio de la unidad de la especie humana _, necesariamente habremos de desechar como lógica consecuencia la desoladora distinción de las ra- zas en superiores é inferiores f42). Indudablemente haj — 345 — familias de pueblos mas susceptibles de cultura, mas civi- lizadas, mas ilustradas que otras: pero uunca mas nobles, porque todas han nacido igualmente para la libertad, para esa libertad, que si bien en un estado social poco adelantado no pertenece mas que al individuo, es en las naciones lla- madas al goce de verdaderas instituciones políticas el dere- cho de toda la comunidad. «Una idea existe que se revela á través de la historia j estendiendo cada dia su saludable im- perio; una idea que prueba mejor que otra cualquiera el hecho, con frecuencia discutido, pero peor comprendido aun, de la perfectibilidad general de la especie; j esa idea es la idea de la humanidad. Ella es la que tiende á destruir las barreras que prejuicios j aspiraciones interesadas en to- dos sentidos, han llevado á los hombres á mirar á la huma- nidad en su conjunto, sin distinción de religiones, de na- ciones^ ni de valor, como una gran familia de hermanos, como un cuerpo único_, que caminan á un solo j mismo ob- jeto, al libre desenvolvimiento de las fuerzas morales. Tal es el objeto j fin supremo de la sociabilidad, j tal al mis- mo tiempo la dirección impuesta al hombre por su propia naturaleza para el engrandecimiento indefinido de su exis- tencia. La tierra que su mirada abarca, y cuanto le es posi- ble distinguir en el estrellado cielo, es para el hombro como su última propiedad, como doble campo abierto á su actividad física é intelectual. De niño aspira ja á franquear las montañas j los mares que circunscriben su estrecha ha- bitación; luego replegándose sobre sí mismo como la planta, suspira por su regreso. Esta doble aspiración hacia lo quo desea j hacia lo que ha perdido, viene á ser indudable- mente lo mas bello j sublime que en el hombre se dá, lo que le libra del riesgo de apegarse á la muerte de una ma- nera esclusiva. Arraigada así en las profundidades de la na- turaleza humana la íntima j fraternal unión de la especie, j al propio tiempo exigida por sus mas nobles instintos, — 346 — preséntasenos como una de las grandes ideas que presiden k la historia de la humanidad (43). Permítase á un hermano terminar con estas palabras que toman su encanto de lo mas hondo de los sentimientos, la descripción general de los fenómenos de la naturaleza en el seno del Universo. Desde las mas lejanas nebulosas, j desde las estrellas dobles que circulan por los cielos, hemos descendido hasta los cuerpos organizados mas pequeños del reino animal, asi en el mar como en la tierra; hasta los gér- menes delicados de las plantas que tapizan la desnuda roca en las vertientes de los montes coronados de nieve. Le jes conocidas parcialmente nos han servido para clasificar todos estos fenómenos; otras de naturaleza mas misteriosa ejercen su imperio en las regiones mas elevadas del mundo orgá- nico, en la esfera de la especie humana, con sus diversas conformaciones, con la energía creadora del espíritu de que está dotada j con las varias lenguas que son su producto. Un cuadro físico de la naturaleza se detiene en el límite en que comienza la esfera de la inteligencia, j donde penetra la mirada en un mundo diferente : marca ese límite, pero no lo salva. NOTAS Hemos snpriniitlola cifra de las centenas en la indicación numérica do las notas; en ..¿de ll;i, por ojoraplo. hemos puesto sencillamente l'i. Esta supresión no puede oca- sionar confusión , toda vez nue al número de llamada est¿ unido el do la página corres- pondiente. vez NOTAS. (1) Pág^. 5>. — Frase tomada de la preciosa descripción de un bosque que se hace en PaWo y Virfjinia , de Bernardino de Saint-Pierre. (2) Pá^. 7. — Estas comparaciones solo son aproximadas: hé aquí las medidas exactas, es decir, la altura sobre el nivel del mar. La Schneekoppe ó Púesenkoppe, en Silesia, 1606 metros, seg-un Ha- llaschka; el Rij^i, 1799, admitiendo i'Vá para la altura de la superficie del lag^o de los Cuatro Cantones. (Eschmíínn, Erg ehnüse der trigonometrischen Vermeanungen in der Schweiz, 1840, p. 2.30j; el monte Athos, 2065 m., se- ^un el capitán Gauttier; el Pilato, 2300 m.; elEtna, 3314, según el capitán Smylh Testa altura es de 3313 m. seg-un una medida barométrica de sir John Herschell, que este sabio tuvo á bien comunicarme por escrito en 1S25; y de 3322 m., seg^un los ángulos de altura medidos por Cacciatore en Palermo, y calculados admitiendo 0,076 como valor de la refracción terrestre;; el Schreckhorn, 0Í79 m.; el Jungírau , 4181, según Tralles; el Mont-Blanc, 4808 m., según diversas medidas discutidas por Ptoger (BM. universal, mayo 182S, p. 24-o3j, 4795 m., según las medidas tomadas des- de el monte Colombier , en 1S21 , por Carlini , y 4800 m,, según los inge- nieros austríacos que le midieron desde Trélod y el ventisquero de Ambin. (La altura efectiva de las montañas de la Suiza varía próximamente 7 m., según Eschmann, á causa del espesor variable de las capas de nieve que cubren sus cimasj. El Chimborazo, 6529 m., según mis medidas trigono- métricas (Humboldt, Recueil d'Observ. aatron., 1. 1, p. LXXíIl); el Dhawala- giri, 8356 rn. Existiendo una diferencia de 136 m, éntrelas determinacio- nes de Blake y las de Webb, debemos observar que no es posible conce- der la misma exactitud á la medida del Dhawalagiri (montaña blanca se- gún el sánscrito ; dhawala, blanco, y giri , montaña), que á la del Jawa- hir, 7848 m., pues esta última se ha deducido de una operación trigono métrica completa, (V. Hebert y Hogdson en los Asiat. Researchei, t. XíV, 1). 189, y Suppl. to Encyd. Brit., t. IV, x>. 6í3j. En otro lugar (Ann. — 350 — des Sciences natur., marzo 1825), he hecho ver que la altura del Dhavvala- hiri (8558 m.) depende á la vez de varios elementos algo inciertos, azi- muthsy latitudes astronómicas: (Humboldt, Asie céntrale, i. lU, p. 282). Se ha creído, pero infundadamente, que exislia en la cordillera Tartárica (al Norte del Thibet) y frente á la cordillera de Kouen-lun, varios pieos ne- vados de 30000 pies ingleses de elevación (9144 m. , casi doble de la altura del Mont-Blanc), o por lo menos de 29000 pies ing-leses=8839 m. {Cap. Ale- xander Gerard's and John Gerardos Journey ío Boorendo Pass, 1810, 1. 1, p. 143 y 311). El Chimborazo está indicado en el testo solamente como «uno de los picos mas elevados de la cadena de los Andes," porque en 1827, el distinguido y hábil viajero M. Pentland , midió en su memorable espedi- cion al Alto- Perú (Bolivia), dos montañas situadas al Este del lago de Ti- ticaca, el Sorata (7696 m.), y el Illimani (7315 m.) que esceden en mucho la altura del Chimborazo (6530 m.), y que casi alcanzan la delJawahir, que es la mayor montaña medida hasta ahora en el Himalaya. Asi, el Mont-Blanc (4808 m.)cs 1721 m. mas bajo que el Chimborazo; éste cuen- ta 1163 menos que el Sorala; el Sorata, 154 m.raenosque el Jawahir, y probablemente 863 m. menos que elDhawalagiri. Las alturas de las mon- tañas están insertas en esta nota con exactitud minuciosa, porque falsas reducciones han introducido en gran número de mapas y láminas moder- nas, resultados completamente erróneos. Según la nueva medida del Illi- mani por Pentland, en 1838, la altura de esta montaña es de 7275 m.; y su diferencia con la medida de 1827 es apenas de 41 m. (3) Pág. 8. — La falta de palmeras y heléchos arhoresc«>ntcs en las ver- tientes templadas del Himalaya , está demostrada en la Flora Nepalensü de Don (1825), así como en las notables láminas litografiadas de la Flora Indica de Wallich, catálogo que contiene la enorme cantidad de 7683 es- pecies de plantas del Himalaya, casi todas fanerógamas, pero cuyo estu- dio y clasificación han quedado incompletos. En el Nepaul (lat. 26° */j — 27" * 'i)> T^o conocemos aun mas que una sola especie de palmera , el ChamcBrops Martiana Wall. (Plantee Asiaf., t. III, p. o), la cual crece á una altura de 1600 m. sobre el nivel del mar, en el humbrio valle de Bunipa. El magnífico helécho arborescente A /.$o;)/ii7a Brunoniana Wall., del cual el Museo británico posee desde 1831 un tronco de lo m. de longitud, no crece en el Nepaul, sino en las montañas de Silhet, al N. 0. de Calcuta, por los 24° 50' de latitud. El helécho del Nepaul, Paranema cyathoides Don., otras veces Sphxropteris barbata Wall. (Pl. Asíat. , t. I, p. 42), se aproxima en verdad á la Cyathea, de la cual he visto en las misiones de Caripe de la América del Sur, una especie de 10 m. de altura; pero no es un árbol propiamente dicho. (4) Pág. 8 — Ribes nuhírola. R. glacialis. R. grossularia. Las especies — 351 — que caracterizan la vegetación del Himalaya son cuatro pinos, á pesar de la aserción de ios antiguos «sobre el Asia oriental.» (Slrabon, lib. XL, página olO Cas.), veinticinco robles, cuatro abedules, dos JEsculus (un gran mono blanco de cara negra vive encima del castaño salvaje de 30 metros de altura que crece en el reino de Kachemira, hasta los 33° de la- titud. Cari von Hügel, Kaschmir, 1840, 2.^ parte, p. 249, siete arces, doce sauces, catorce rosales, tres fresales, siete especies de rosas de los Alpes (Rhododendra), una de las cuales tiene 6 m. de altura, y muchas otras espe- cies septentrionales. Entre las coniferas, se encuentra el Pinus Deodwara ó Deodara (en sánscrito dewa-daru , madera de construcción de los dioses), que se aproxima mucho al Pinus cedrus. Cerca de las nieves perpetuas brillan las grandes flores de la Gentiana venusta, G. Moorcrof liana, Swertia purpurascens . S. speciosa, Parnasia armata, P. nubicola, Pceonia Emodi, Tu- lipa stellata; y aun al lado de estas variedades de los géneros de Europa, peculiares de las montañas de la India , encontramos verdaderas especies europeas, tales como el Leontodón taraxacum , la Prunelta vulgaris , el Ga- lium aparine, el Thlaspi arvense. El brezo, mencionado ya por Saunders en el Viaje de Turner, y que entonces se había confundido con el Calluna vulgaris, es una Andrómeda, dato de la mayor importancia para la geo- grafía de las plantas asiáticas. Si he hecho uso en esta nota de espresio- nes poco filosóficas, tales como géneros europeos, especies europeas, se encuen- tran en Asia en estado silvestre, es una consecuencia del lenguaje empleado por la antigua botánica , que á la idea de una vasta diseminación , ó mas bien, de la coexistencia de las producciones orgánicas, ha sustituido muy dogmáticamente la hipótesis fabulosa de una inmigración, que ella misma supone , en su predilección por la Europa , haber procedido del Occidente hacia el Oriente. (5) Pág. 9. — En la vertiente meridional del Himalaya, el límite de las nieves perpetuas se encuentra á 3947 m. sobre el nivel del mar; y en la vertiente septentrional , ó mas bien, en los picos que se elevan sobre la meseta tibetana (tartárica), este límite asciende á 3067 m. , desde los 30" Y2 hasta los 32 de latitud ; mientras que en el Ecuador, en la cordillera de los Andes de Quito , no pasa de una altura de 4813 m. Tal es el resul- tado que he deducido de la combinación de un gran numero de datos de Webb , de Gerard , de Herbert y de Moorcroft. (Véanse mis dos Memorias sobre las montañas de la India de 1816 y 1820, en los An- uales de Chimie et de Physique , t. III, p. 303; t. XIV, p. 6, 22, 50). Esta mayor altura, á que se ve relegado en la vertiente tibetana el límite de las nieves perpetuas , es consecuencia de la irradiación de las altas lla- nuras vecinas, de la pureza del cielo y de la rara formación de la nieve en una atmósfera muy fria y seca á la vez. (Humboldt, Asie céntrale, t. III, p. 281-326). Mi opinión acerca de la diferencia de altura de la — 352 — nieve en los dos lados del Hinialaya , tenia en su apoyo la reconocida, autoridad de Colebrooke. «Seg-un los documentos que poseo, me escribía en junio de 1824, encuentro también 13000 pies ing-leses (3962 m.) para altura de las nieves perpetuas en la vertiente meridional y á los 31" de latitud. Las medidas de Wcbb me dan 13300 pies ingleses (4114 m.), por consiguiente, 500 pies (132 m.) mas que las observaciones del capitán Hogdson. Las medidas de Gerard confirman en un todo vuestra opinión, y prueban que la línea de las nieves es mas elevada al Norte que al Sur.»» Hasta este año (1840), no se ha impreso el diario completo de los her- manos Gerard , bajo los auspicios de M. Lloyd (Narrative ofa Journey from Caunpoor io thc Boorendo pass in the Himalaya hy cap. Akxander Gerard and John Gerard, ediled by George Lloyd, t. I, p. 291, 311, 320, 327 y 341). Se encuentran muchos detalles sobre algunas localidades, en la Visit to thc Shatool , for the purpose of determining the Une o f perpetual sriow on the sou- ihern face of the Himalaya , in Aug. 1822 ; desgraciadamente estos viajeros confunden sin cesar la altura en que cae la nieve esporádica con el má- ximun de la que alcanza la línea de las nieves en la meseta tibetana. El capitán Gerard distingue los picos que se elevan en el centro de la meseta, y en los que coloca el límite de las nieves perpetuas entre ISOOO y 19000 pies ingleses (de 3486 á 3791 m.), de las vertientes septentrionales de la cordillera del Himalaya que rodean el desfiladero atravesado por el Sut- ledgtí, y cuyos flancos, profundamente surcados, no pueden irradiar mu- cho calor. La altura de la villa de Tangno es solo de 9300 pies ingleses (2833 m.) , mientras que la de la meseta que rodea el mar sagrado de Ma- iiasa, debe ser de 17000 pies ingleses ó 5181 m. También, hacia este punto en que se interrumpe la cordillera , el capitán Gerard encontró la nieve á 500 pies ingleses (132 m.) mas baja en la vertiente septentrional que en la meridional, frente al Indostan ; y valúa en 15000 pies ingle- ses (4372 m.) la altura de las nieves perpetuas. La vegetación de la meseta tibetana ofrece notables diferencias comparada con la de los ter- renos meridionales que dependen de la cordillera del Himalaya. En estos últimos , las mieses cesan a los 3040 m. ; á veces hasta hay que segarlas cuando los tallos están verdes; el límite superior de los bosques en que crecen aun grandes robles y pinos Dévadáru , se halla situado á 3643 m.; el de los abedules enanos á 3957 m. En los llanos elevados, vio el capi- tán Gerard pastos hasta una altura de 5184 m. ; los cereales dan resulta- dos á 4300 m. y aun á 5630 ; los abedules de troncos altos á 4300 m. , y se encuentran pequeños tallares que sirven de combustible hasta á 2300 m., esto es, 390 m. sobre el límite inferior de las nieves perpetuas, bajo ■ el Ecuador, en Quito. Por otra parte, es de desear que la altura media de la meseta tibetana fijada por raí en 2500 m., solo entre el Himalaya y el Koueulun, asi como la diferencia de altura de las nieves en las vertien- tes del Sur y del Norte, sean determinadas nuevamente por viajeros — 353 — acostumbrados á juzgar por la coufig'uracion g-eaeral del terreno. Con demasiada frecuencia se han confundido hasta ahora las simples evalua- ciones con medidas efectivas, y la altura de los picos aislados con la de las mesetas que los rodean. (Consúltense las ing-eniosas observaciones sobre la hipsometría, de Cari Zimmermann, en su geographische Analyse der Karie von Inner-Asien, 1841, p. 98). Lord hace notarla diferencia que presentan las dos vertientes del Himalaya y las de la cordillera alpina del Hindou- kouch, con respecto á los límites de las nieves perpetuas. «En esta últi- ma cadena, dice, la meseta está situada al Sur , y por consig-uiente la altura de las nieves es mayor en la vertiente meridional ; lo contrario tiene lugar en el Himalaya , que está limitado al Sur por terrenos cálidos, como el Hindoukouch lo está al Norte." Los datos hipsometricos de que tratamos aquí , necesitan ciertamente una revisión crítica respecto á los detalles ; bastan sin embarg-o , para establecer el hecho capital de que la admirable config-uracion del terreno del Asia central ofrece á la especie humana todo lo que es necesario para su desarrollo : habitación, alimen- to y combustible , y esto á una altura sobre el nivel del mar tal , que á la misma en cualquier otro paraje no encontramos mas que nieves per- petuas. Escoptuemos sin embarg-o la árida Bolivia en que tan raras son las nieves: Pentland , en 1838 , fijó su límite á una altura media de 4775 m. entre los 16 y 17° ^4 de latitud austral. Las medidas barométricas de Víctor Jacquemont, víctima prematura de un ardor noble é infatig-a- ble , han confirmado de la manera mas completa la opinión que yo había emitido sobre la diferencia de las dos vertientes del Himalaya, en lo re- lativo á la altura de las nieves. (Véase su correspondencia durante su viaje á la India, 1828-1832 , libro XXIII, p. 290, 296, 299). «Las nieves perpetuas, dice Jacquemont, descienden mas en la pendiente meridional que en las pendientes septentrionales, y su limítese eleva constantemente á medida que nos alejamos hacia el Norte , de la cordillera que rodea la India. En la garg-anta de Kioubrong-, á 3581 m. de altura, seg-un el capi- tán Gerard, me hallaba todavía muy por debajo del límite de las nieves perpetuas, que creo será en esta parte del Himalaya de 6000 m.» (Valua- ción muy exag-erada). «Cualquiera que sea la altura á que se ascienda en la pendiente meridional del Himalaya, añade este viajero , siempre con- serva el clima el mismo carácter , ig-uales estaciones que en las llanuras de la India ; el solsticio de verano produce lluvias no interrumpidas hasta el equinoccio de otoño. Pero desde Cachemira, cuya altura calculo ser de 5350 pies ingleses (1630 m., casi la altura de las ciudades de Méjico y úe Popayan), comienza un nuevo clima en un todo diferente.» (Corres- pond. de Jacquemont, t. II, p. 38 y 74). El aire caliente y húmedo del mar, llevado por los monzones á través de las llanuras de la India, Ueg-a y se detiene en las pendientes avanzadas del Himalaya , según la ing-eniosa observación de Leopoldo de Buch , y no se esparce por las reg-iones ti- — 354 — betanas de Ladak y de Lassa. Cari de Hiig-cl aprecia la altura del valle de Cachemira sobre el nivel del mar en 5818 pies ing-lescs, ó bien 1775 m., segmi el grado de ebullición del agua (2.^ parte, p. 155, y Journal ofGeo- gr ph., Society , t. YJ, p. 215). A los 34° 7' de latitud, se encuentran mu- chos pies de nieve, desde diciembre hasta marzo, en este valle donde los vientos casi nunca agitan la atmósfera. (6) Pág. 9. — Véase en general mi Essai sur la Géographie des plantes, y el Tableau physique des régions équinoxiales , 1807 , p. 80-88; sobre las va- riaciones de temperatura del dia y de la noche, véanse la lámina 9 de mi Atlas géogr. et phys. du Nouveau Continent , y los cuadros de mi obra de Distributione geographica Plantaruní secundum cceli temperiem et AUüudinem montium, 1817, p. 90-116; la parte metereológica de mi iisí'e cen^ro/e, t. III, p. 212-224, y por último, la esposicion mas nueva y mas exacta de las variaciones que csperimenta la temperatura á medida que se ascien- de en la cordillera de los Andes , en la Memoria de Boussingault Sur la profondeur á laquelle on trouvc , sous les tropiques, la conche de température invariable (Annales de Chinde et de Physique. 1833, t. Lili, p. 22o-2í7). Esta memoria contiene las alturas de ciento ventiocho puntos comprendidos entre el nivel del mar y la vertiente de Antisana (o4íi7 m.), asi como la determinación do su temperatura media atmosférica, la cual varía según la altura, de 27°, oá 1°, 7. (7) Pág. 12. — Véase sobre el Madhjadéca, propiamente dicho, la esce- lente obra de Lasse , indische Alterthumskunde, t. I, p. 92. Los Chinos llaman Mo-hie-thi al Bahar meridional situado al Sur del Ganges; véase Foe-Koue-Ki , por Chy-Fa-Hian , 1836 , p. 256. Djambu-dwipa es la India entera; pero esta palabra signilica también algunas veces uno de los cua- tro continentes búdicos. (8) Pág. 12. — Ueber die Kawi-Sprache auf der Insel Java , nebst einer Einleitung ueber die Verschiedenheit der menschlichen Sprachbaues des Mens- chengeschlechts , por Guillermo de Humboldt, 1836 , t. I , p. 3-310. (9) Pág. 13. — Este verso esiá tomado de una elegía de Schiller que vio la luz por primera vez en las Horen de 1795. (10) Pág. 16. — El micrómetro ocular de Arago, feliz perfeccionamien- to del micrómetro prismático ó de doble refracción de Rochon. Véase la nota de M. Mathieu, en la Histoire de V Astrommie au dix-huitiéme siécle. por Delambre , 1827 , p. 651. (11) Pág. 19. — Carus, Von den Ür-Theilen des Knochenund Schalen-Ge- r«síes, 1828, § 6. — 355 — (12) Pág. 20. — Plutarco, in vita Alex. Magni, c. 7. (13) Vág. 24. — Las determinaciones aceptadas generalmente para el punto de fusión de las sustancias refractarias son exageradas. Según las investigaciones siempre exactas de Mitscherlich , el punto de fusión del granito no escede nunca de 1300° centígrados. (14) Pág. 2S. — Véase la obra clásica de Luis Agassiz sobre los peces del mundo antidiluviano: Recherches sur les poissons fossiles , 1834, t. I, p. 38; t. II, p. 3, 28, 34, Apend., p. 6. La especie entera de los Amblypte- riis Ag. , que se asemeja á la de los Paloeoniscus (llamados también Paloeothrissum) , desapareció bajo las formaciones jurásicas en el antiguo terreno hullero. Las escamas de los peces de la familia de los Lepidoides (orden de los Ganoides), forman como una especie de dientes en ciertos sitios y están cubiertas de esmalte , perteneciendo á las especies mas an- tiguas de peces fósiles después de los Placoides ; encuéntranse aun re- presentantes vivos de estas especies en dos ; el Bichir del Nilo y del Se- negal y el Lepidosteus del Ohio. (lo) Pág. 27.— Goethe, Aphoristiches ueher die Natur (edición de las Obras Completas, 1833 , t. L, p. 155). (16) Pág. 34. — Descubrimientos de Arago en 1811 (Delambre, Hist. de l'Astron., pasaje ya citado , p. 652). (17) Pág. di.— Gc^ihe, Aphoristiches ueher die Natur. (Obras, t. L. p. 4). (18) Pág. 36.— Pseudo-Platon, A/c¿&. , II, p. 148, ed. Steph.; Plutar- co , Instituta lacónica, p. 253 , ed. Hutten. (19) Pág. 41. — La Margarita philosophica del prior de la Cartuja de Fri- burgo, Gregorio Reisch, apareció primeramente bajo el siguiente título: .Epitome omnis philosophice , alias Margarita philosophica , tractans de omni gennere scibili. La edición de Heidelberg (1486) y la de Strasburgo (1504) llevan también este título ; pero su primera parte fué suprimida en la edición de Friburgo del mismo año y en las doce ediciones posteriores que se sucedieron en cortos intervalos hasta 1535. Esta obra ejerció gran influencia en la difusión de los conocimientos matemáticos y físicos á principios del siglo XVI y Chasles , el distinguido autor del Apercu his- torique des méthodes en géométrie ( 1837 ) , hizo ver cuan importante es la enciclopedia de Reisch para la historia de las matemáticas en la edad media. He sacado partido de un pasaje de la Margarita philosophica que se encuentra solo en la edición de 1513, para esclarecer la importante cues- tión de las relaciones del geógrafo de Saint-Dié , Hylacomilo (Martin — 356 — WaldsccmüUer , el primero que dio al Nuevo Coiiliiicnle el nombre do América), con Amerigo Vespucio. con el rey Rene de Jerusalem, duquo de Lorena y las célebres ediciones de Ptolomeo de lol3 y 1522. Véase mi Examen critique de la géografhie du Nouveau Continent et des progrés de l'astronomie nautique aux XV" et XVi' siécles, t. IV, p. 99-12o. (20) Pág. 41.— Ampere, Essai sur la Pililos, des Sciences , 1831, p. iV}. Whewel , Indiict. philos. , t. II , p. 277 : Parck , Paniology , p. 87. (21) Pág. 42. — Todos los cambios en el mundo físico pueden referirse al movimiento. Véase Aristóteles, Phys. ausc. , 1. III, c. 1 y 4, p. 200 y 201 (1. VIH, c. 1 , 8 y 9 , p. 2o0 , 262 y 265 , ed. Bekker). De Generat. el corrupt. , 1. H , c. 10, p. 336; Pseudo- Aristóteles, de Mundo, c. 6, p. 39S. (22) Pág-. 47.— Sobre la diferencia que existe entre la atracción de la. masas y la atracción molecular, cuestión ya suscitada por Newton, véanse Laplace , Exposition du Systémc du Monde, p. 384, y el Supplément au livre X de la Mécanique celeste, p. 3 y 4. Véanse también Kant , Mc- taphys. Anfangsgründe der Naturwissenschaft (Obras completas, 1839. t. V, p. 309); Péclet, Physique, 1838, t. I, p. 59-G3. (23) Pág-. 49. — Poisson , Connaissances des temps pour Vannce 1836, p. C4-66; Bessel, en los Annalen der Phys. de Poggendorff, t. XXV, p. 417; Encke, en las Mémoires de rAcadémie de Berlin , 1826 , p. 257 ; Mitscher- lich, Lehrbuch der Chemie. 1837. t. I. p. 352. (24) Pág. 50.— Cf. Otfried Miiller, Dorier, i. I, p. 365. (25) Pág. SI. — Geographia generalis in qua affectiones generales telluris explicantur. La edición mas antigua dada en Amsterdam por los Elzevir es del año 1650; la segunda (1672) y la tercera (1681), fueron publicadas en Cambridge por Newton. Esta obra capital de Várenlo es, en el verda- dero sentido de la palabra , una descripción física de la tierra. Desde la descripción del Nuevo Continente . discretamente bosquejada por el je- suíta José de Acosta (Historia natural de las Indias, 1590) , no hablan sido consideradas de una manera tan general las cuestiones que se relacionan con la física del globo. Acosta es mas rico en observaciones, pero Vá- renlo abraza un círculo de ideas mas estenso, porque su permanencia en Holanda, centro de las mas vastas relaciones comerciales de la época, le habia puesto en contacto con gran número de viajeros instruidos. «Ge- neralis sive universalis geographia dicitur, qufe tellurem in genere con- siderat atque affectiones explicat, non habita particularium regionum ra- tione.» La descripción general de la tierra por Várenlo {Pars absoluta, ca- pítulo I-XXII) es, en su conjunto, un tratado de geografía comparada, sirviéndome del término empleado por el autor mismo (Geographia com- — 357 — parativa , c. XXXIII-XL) , pero en una acepción mucho mas restringida. Se pueden citar entre los pasajes mas notables de este libro los siguien- te's : la enumeración de los sistemas de montañas y el examen de las rela- ciones que existen entre sus direcciones y la forma general de los conti- nentes (p. 66-76, ed Cantabr. 1681); una lista de los volcanes apagados y de los volcanes en actividad; la discusión de los hechos relativos al re- parto general de las islas y de los archipiélagos (p. 220), á la profundidad del Océano con ralacion á la altura de las costas próximas (p. 103), á la igualdad de nivel en todos los mares abiertos (p. 97), y á la dependencia que tienen entre sí las corrientes y los vientos reinantes; la desigual sa~ lumbre de los mares; la configaracion de las costas (p. 139); la dirección de los vientos como consecuencia délas diferencias de temperatura, etc. Citaremos aun como muy notables las consideraciones de Várenlo sobre la corriente equinoccial de Oriente á Occidente, á la cual atribuye el origen del Gulí-Stream que principia en el Cabo de San Agustín y desaparece entre Cuba y la Florida (p. 140). Nada mas exacto que su descripción de la corriente que baña la costa occidental de África, entre el Cabo Verde y la isla de Fernando Pó en el golfo de Guinea. Várenlo esplica por el alevaníamiento del fondo del mar» la formación de las islas esporádicas: u magna spirituum inclusorum vi, sicut aliquando montes e térra protusos esse quidam scribunt (p. 225).» La edición publicada por Newton en 1681 (auctior ef emendatior) no contiene desgraciadamente ninguna adición de tan notable genio, ni siquiera se menciona elachatamicnto del globo ter- restre, no obstante las esperiencias de Richer sobre el péndulo, denueve años de anterioridad á la edición de Cambridge. Por lo demás, los Prin- cipia mathematica philosophioe naturalis de Newton, no fueron comunicados en manuscrito á la Royal Society de Londres hasta abril de 168G. No se sabe á punto fijo dónde nació Várenlo: según Joecher, en Inglaterra; la Biographie universeUe.(t. XLVÍI, p. 495) le supone nacido en Amsterdam; pero de la dedicatoria de su Géographie genérale al burgomaestre de esta ciudad, se deduce que las dos suposiciones son falsas. Várenlo dice cla- ramente que se refugió en Amsterdam «porque su pais natal habla sido quemado y completamente destruido durante una larga guerra;» estas palabras parecen aplicarse al Norte de Alemania y á los estragos de la guerra de los Treinta años. En la dedicatoria de otra obra , Descriptio regni JaponiíB (Amst. 1649) , al senado de Hamburgo , dice Várenlo que hizo sus primeros estudios matemáticos en el Gimnasio de esta ciudad. Es, pues, de creer, que tan ingenioso geógrafo naciera en Alemania, y pro- bablemente en Luneburgo. (Wiüen,Mem. Theol. , 1685 , p. 2142; Zedler, Universal Lexihon, t. XLVI, 1745, p. 187). (26) Pág. 51. — La Science géographique genérale comparée ou Elude de la ierre, dans ses rapports avec la nature et avec Vhistoire de Vhomme , por Cari — 358 ~ Rittcr (traducido del alemán al francés por E. Buret y E. Desor). (27) Pág-, 53.— Koff/xosen su acepción mas antigua y en el sentido pro- pio de la palabra, significa adorno (ornato del hombre, de la mujer ó del caballo); tomada en sentido figurado por íura|ta significa orden y orna- mento del discurso. Por confesión de todos los antiguos, Pitágoras fue el primero que empleó esta voz para designar el orden en el universo y aun el universo mismo. Pitágoras nunca escribió, pero se encuentran pruebas muy antiguas de este aserto en muchos pasajes de los fragmentos de Philolao (véase Stobée Eglogce, p. 360 y 400, ed. Hecren, y Boeckh, Phi- lolaus , p. 62 y 90). Siguiendo el ejemplo de Naeke, no citamos á Timeo de Locres por ser dudosa su autenticidad. Plutarco (dePlacilis philosopho- rum, 1. II, c. 1) dice del modo mas claro que Pitágoras dio el nombre de Cosmos al universo , á causa del orden que en él reina. (Véase también Gallen, de Historia philosoph., p. 429). De las escuelas filosóficas, esta pa- labra con su nueva significación paso al dominio de los poetas y de los prosistas. Platón designa los cuerpos celestes con el nombre de Uranos; pero el orden de los cielos es también para él el Cosmos; y en su Timeo (página 30, b) , dice que el mundo es un animal dotado de un alma {K6<; no hubiera sido empleada comunmente para designar de una manera general el espacio comprendido en un recinto. Por lo de- más, no puede desconocerse la afinidad de esta palabra con el Gañen de los alemanes (en lengua gótica gards, la cual se deriva , según Jacobo Grimm, de gairdan, cingere), ó con el grad, gorod de los Eslavos, con el khat't de los Osetas, y según Pott, (Etymolog. Vorschungen, primera parte, p. 1 íí) con el chors de los Latinos (de donde corte, corte ó corral). Cite- mos también el gard, gárd de las lengas del Norte (un cerramiento, y por consiguiente un cercado, una residencia), y las palabras persas gerd, gird, recinto, círculo, después residencia regia, castillo ó ciudad, como se ve en los antiguos nombres de lugares que se encuentran en el Schahna- meh de Firdusi: Siyawakchgird, Darabgird, etc. (34) Pág. 76. — El error probable de la paralaje de 22 del Centauro, de- terminada por Maclear, es de O", 064. {Resultáis de 1839 etde 1840;. Véan- se las Transad, of tlie Astron. Soc, t. XII, p. 370. Para la paralaje de la 61*del Cisne, véase Bessel, en el Annuairedc Schumacher, 1839,p. 47-49: error medio O», 014. Respecto á la idea que debemos formarnos déla fi- gura real de la via láctea, encuentro en Keplero este notable trozo (Epi- tome Astronomias Copernicana;, 1618, t. I, 1. 1, p. 34-39): «Sol hic noster nil aliud estquam unaexfixis,nobismajor et clarior visa, quiapropiorquam fixa. Pone Terram stare ad latus, uno semidiámetro vise lactse , tune hsec via láctea apparebit circulus parvus, vel ellipsis parva, tota declinans ad latus alterum; eritque simul uno intituitu conspicua, qusenunc non potest nisi dimidia conspici quovis momento. Itaquefixarumsphaira non tantum urbe stellarum, sedetiam circulo lactis versus non deorsum est terminata.» (33) Pág. 79, «Si en las zonas abandonadas por la atmósfera del sol, se han encontrado moléculas demasiado volátiles para unirse entre sí ó á los planetas, deben, continuando su circulación alrededor de este astro, ofrecer todas las apariencias de la luz zodiacal, sin oponer resistencia sen- sible á los diversos cuerpos del sistema planetario , bien por causa de su ostremada rareza, bien porque su movimiento es casi el mismo que el de los planetas que encuentran. » Laplace , Exposition du Systéme du Monde, (quinta edición), p. 41o. (36) Pág. 79.— Laplace, obra citada, p. 396 y 414. — 362 — (37) Pág. 79.— Littrow, Astronomie, 1823, t. II, p. 107; Mcedler, As- tron., ISíl, p. 212; Laplace, obra citada, p. 210. (38) Pag-. 81. — ^Vcase Keplero, sobre la densidad decreciente y el vo- lumen creciente de los planetas á medida que aumenta su distancia al Sol : considera el astro central (el sol) como el mas denso de todos. Véase su Epitome Astron. Copern. in Vil libros digesta, 1618-1622, p. 420. Del mismo modo que Keplero y Otto de Guericke, pensaba Leibnitz que los volú- menes de los planetas crecen en razón de su distancia al Sol. Puede leer- se su carta al burgomaestre de Mag-deburgo (Maguncia, 1371) , en la co- lección de Escritos alemanes de Leibnitz, editada por (juhrauer, primera parte, p. 264. (39) Pág. 81. — Para la comparación délas masas, véase Enclce, en las Astronom. Nachrichten de Schumacher, 1843, n.o Í88, p. 114. (40) Pag. 8 í.— Admitiendo con Burckliardt, 0.2723 para diámetro de la Luna y */49,o9 para su volumen, se encuentra O, 3396, ó próximamen- te Va para su densidad. Véase también G. Beer y H. Maidler , derMondy p. 2 y 10: y la Astronomie de Majdler, p, 137. Según Hansen, el volumen por unidad. Para el tercer satélite de Júpiter , el mayor de todos , las re- laciones con el planeta central son: Vibsto ^^ volumen, y Viooo ^^ masa. Respecto al achatamiento de Urano, véanse las Asíron. iVac^nV/iím de Schu- macher, 1844, n.° 493. (41) Pág. 87.— Véanse Beer y M8edler , obra citada , § 183, p. 208, y § 347, p. 332, y de los mismos autores la Physische Kenntniss der himmlischen Kdrper,-p. 4 y 69, tabla I. (42) Pág. 89. — Los cuatro cometas mas antiguos, cuyas órbitas se han podido calcular, fueron observados por los chinos, y son: el 1.° el del ano 240 (en tiempo de Gordiano III); el 2.*' el de 539 (en tiempo de Jus- tiniano); el 3.<> el de 363, y el 4.° el de 837. Según Duséjour, este último permaneció durante 24 horas, ámenos de 400,000 miriámetros de la Tier- ra. Su aparición aterró de tal modo á Luis el Piadoso, que este príncipe creyó deber fundar muchos conventos á fin de conjurar el peligro. Durante este tiempo, los astrónomos chinos observaban de una manera verdadera- mente científica, la trayectoria aparente del nuevo astro, midieron su cola, cuya longitud era de- 60^, y describieron sus variaciones; pues era unas veces sencilla y otras múltiple. El primer cometa cuya órbita ha sido calculada por solo las observaciones europeas, fue el de 1436, una de las apariciones del cometa de Halley; durante mucho tiempo se creyó equi- — 363 — vocadamente que esta era la primera aparición b^en cierta de este famoso cometa. Véase Arago, en e\ Annuaire de ISS^, p. 204 y ademas la nota (56) de las aquí coleccionadas. (43) Pág^. 90.— Arag-o, en el Annuaire de 1832, p. 209-211. El cometa de 1402 fue visible en pleno sol, como el de 1843. Este último fue obser- vado en los Estados-Unidos el 28 de febrero, entre una y tres de la tarde, por J. G. Clarke (en Portland, Estado del Maine). Se pudo medir con gran precisión la distancia del núcleo al borde del Sol. Este núcleo debía ser muy denso; el cometa tenia la apariencia de una nube blanca de contornos muy destacados: únicamente presentaba un espacio oscuro entre el núclo y la cola. (Amer. Journ. of Science, t. XLV, n.° 1, p. 229; Astron. Na- chrichfen de Schumacher 1843, n.°491, p. 175). (44) Pág:. ^O.—Philos. Transact. for 1808, 2.^ parte, p. 155; for 1812, 1.* parte, p. 118. Los diámetros de los núcleos, medidos por Herschell, fueron de 538 y de 428 millas ing-lesas. Para las dimensiones de los co- metas de 1798 y 1805, véase Arag-o en el Annuaire de 1832 , p. 203. (45) Pág-, 92. — Arag-o, des Changements ])hysiques de la comete de Halley, du 15 ou23 octobre 1835, cne\ A 7inuaire de 1836, p. 218-221. La dirección que afectan ordinariamente las colas de los cometas era ya conocida en tiempo de ^eron, Comee radios soUs effugimi, dice Séneca, Nat. Qucest., li- bro Yíl, c. 20. (46) Pág-. 92. — Véase Bessel , en las Astron. Nachrdchfen de Schuma- cher, 1836, núm. 300-302, p. 188, 192, 197, 200, 202 y 230, y en el Jahr- buch del mismo, 1837, p. 149-168. W. Herschell creyó encontrar en el mag-nífico cometa de 1811, indicios de un movimiento de rotación en el núcleo y la cola. (PUL Transact. for 1812, Leparte, p. 140); la misma observación hizo Dunlop en Paramatta, con respecto al tercer cometa de 1825. (47) Vág. 93. — Bessel, enlas Asíron. Nachrichten de Schumacher, 1836, número 303, p. 231; Schum. Jahrbuch, 1837 , p. 175. Véase también Leh- mann, sobre las colas de los cometas, en Bode's Astron. Jahrb. fiir. 1826, p. 168. (48) Pá^. 93.— Aristóteles, Meteor. \. I, c. 8, 11-15 y 19-21 (ed. Ide- 1er, í. I, p. 32-34), Biese, Philos. des Aristóteles, t. 11, p. 86, Cuando se re- flexiona en la influencia que ejerció Aristóteles durante toda la edad me- dia, no puede menos de deplorarse la hostilidad de este g-rande hombre contra las brillantes ideas de los antiguos pitag-óricos sobre la estructura del Universo. En el mismo libro en que recuerda Aristóteles que la es. cuela de Pitág-oras consideraba á los cometas como otros tantos planetas de — 364 — largo periodo, declara él que los cometas son simples meteoros pasajeros, que nacen y se disipan en nuestra atmósfera. De la escuela de Pitágoras, estas ideas, cuyo origen se remonta á los Caldeos según Apolonio de Mynda, llegaron á los Romanos que se limitaron á reproducirlas, como hacian con todo. Apolonio, al describir las órbitas de los cometas dice, que penetran profundamente en las regiones superiores del cielo; sobre esto, Séneca se espresa como sigue (Natur. Quoest.A. VIL c. 17); «Come- tes non est species falsa, sed proprium sidus , sicut Solis et Lunse: altiora mundi secat et tune demum apparet quum in imum cursum sui venit.» Añade (1. VII, c. 27): «Cometas ícternos esseet sortis ejusdem cujus ccetera (sidera), etiamsi facicm illis non habent similem. Plinio (lí , 25) hace igualmente alusión alas ideas de Apolonio de Mynda cuando dice: «Sunt qui et haec sidera perpetua esse credant suoque ambitu iré, sed non nisi relicta á Solé cerni.» (49) Pág. 93.— Olbers, en las Astron. Nachrichten. 1828, p. lo7 y 184. Arago, de la Constitution physique des Cometes, Anmaire de 1832, p. 203-208. Ya los antiguos hablan notado que penetra nuestra vista al través de los cometas lo mismo que al través de una llama. La observación mas anti- gua de estrellas que han permanecido visibles, á pesar de la interposición de un cometa, se remonta á Dcmócrito (Aristóteles , Meteor., 1. I, c. 6). Este hecho ha dado ocasión a Aristóteles para referir que él mismo habia observado la ocultación de una estrella de Geminis, á causa de la interpo- sición de Júpiter. Séneca ha dicho: «Se ven las estrellas al través de un cométalo mismo que al través de una nube.» {Nat. Quoest. 1. VII, c. l8); en realidad, estas palabras no deben referirse al cuerpo del cometa , sino solamente á su cola, pues el mismo Séneca añade (1. VIL c. 26): «Non in caparte qua sidus ipsum est spissi et solidi ignis, sed qua rarus splendor occurrit et in crines dispergitur. Per intervalla ignium non peripsos vi- des.» Esta última restricion essupérflua; toda vez que puede verse á tra- vés de una llama cuyo espesor no sea muy considerable. Galileo no lo ig- noraba y acerca de este particular hizo investigaciones las cuales cita en el Saggiatore {Lettera á Monsignor Cesarini, 1619.) (50) Pág. 93.— Bessel, en las Asiron. Nachrichten, 1836, n." 301, p. 204-206. Struve, en el Recueil des Mém. de l'Acad. de Saint-Pétersbourg, 1836. p. 140-143, y en las Astron. Nachrichten, 1836, n.° 303, p. 238. «En Dorpat, la estrella que se hallaba en conjunción con el cometa , distaba solo 2'', 2 del punto mas brillante del núcleo. La estrella no dejó de ser visible; su luz no pareció debilitarse siquiera, en tanto que el núcleo del cometa fué como eclipsado por el brillo mas intenso de la estrella que sin embargo no era mas que de 9.* ó 10.^ magnitud.» (51) Pág. 94. — Las primeras investigaciones en que Arago hizo uso — 365 — ■de los fenómenos de la polarización para analizar la luz de los cometas, llevan la fecha del 3 de julio de 1819 , la noche misma que aparecía de repente el gran cometa. Yo estaba entonces en el Observatorio , y pude convencerme, como Mathicu y como el difunto Bouvard, de que las do> imágenes luminosas obtenidas por medio del anteojo prismático, tenían im brillo desigual , cuando el instrumento recibía la luz del cometa, al paso que cuando mirábamos á la Cabra, cerca de la cual se encontraba ol cometa aquella noche, las dos imágenes brillaban con la misma intensi- dad. En la época del retorno del cometa de Halley, en 183o, el aparato modificado indicaba la presencia de la luz polarizada, por el contraste de dos imágenes de colores complementarios (rojo y verde, por ejemplo); nueva aplicación de la polarización cromática, cuyo descubrimiento es debido á Arago. Véanse, Anuales de Chimie, t. Xlll, p. 108, y el Annuaire. de 1832, p. 216. «Del conjunto de estas observaciones, dice Arago, debe deducirse que la luz del cometa no estaba compuesta en su totalidad de rayos dotados de las propiedades de la luz directa, propia ó asimilada; en él se encontraba luz reflejada especialmente y prolongada, esto es, luz proveniente del sol. De este método no puede asentarse de una ma- nera absoluta que los cometas no tengan luz propia. En efecto, hechos luminosos por sí propios , los cuerpos no pierden por esto, la facultad de reflejar luces estrañas á ellos.» (o2) Pág. 93.— Arago, en el Annuaire de 1832, p. 217-220; Sir John Herschell, Asfronomie , § 488. (53) Pág. 96.— Encke , en las Astron. Nachrichten , 18Í3 , n.° 489, p. 130-132. (o4) Pág. 9".— Laplace, Expos. du Systéme du Monde, p. 216 y 237. (5o) Pág. 97. — Littrow, Beschreibende Astronomie , 1835, p. 274. Acer- ca del cometa de corto período descubierto recientemente por Faye en el Observatorio de París, cuyaescentricidad es 0,551, su distancia perihclia 1,690 y la afelia 5,832, véanse las Asírow. Nachrichten de Schumachcr 1844, n.° 495. (Acerca de la identidad presunta del cometa de 1766 «on el tercer cometa de 1818 , véase la obra citada, 1833, n.° 239; y so- bre la identidad del cometa de 1743 con el cuarto cometa de 1819. el n." 237). (56) Pág. 99. — Laugier, en ios Comptes rendus des SJances de I' A cade- mié, 1843, t. XVI, p. 1006. (57) Pág. 101.— Fries, Vorlesungen ueher die Síernkundc , 1833, p. 262- 267. Se encuentra en Séneca {Nat. Qucest, 1. Víí, c. 17 y 21) una prueba — 366 — bastante mal elegida de la innocuidad de los cometas ; habla el filósofo del cometa «quem nos Neronis principatu Icelissimo vidimus et qui co- metis detfaxit infamiam. " (58) Pág. 103.— En Popayan (latitud boreal 202G', altura sobre el ni- vel del mar, 1793 m.) En 1788, uno de mis amigos , persona muy ins- truida, vio en pleno dia un bólide tan brillante, que iluminó por com- pleto toda su habitación, á pesar de la luz solar cuyo resplandor no es- taba debilitado por nube alguna. En el instante de su aparición , el ob- servador se hallaba de espaldas á la ventana ; y cuando se volvió , una gran parte de la trayectoria recorrida por el bólide, brillaba aun con mu- cha intensidad. En lugar de la repugnante espresion de Sternschnuppe (literalmente pavesas de estrellas) preferirla otras espresiones de alemán no menos castizo como Sternschuss ó Sternfall (en sueco Stjernfall; Star-shoot en inglés y Stella Candente en italiano), si no me lo hubiera im- pedido la obligación que me he impuesto de evitar escrupulosamente en mis escritos, las palabras inusitadas, cuando se trata de cosas conocidas generalmente y bien determinadas en el lenguaje ordinario. El vulgo en su física grosera cree que las luces celestes necesitan ser despabiladas como si fueran candiles. Sin embargo , he oido otros nombres menos agradables aun en los bosques próximos al Orinoco y en las solitarias orillas del Casiquiare ; los indígenas de la misión de Yasiva (Relat, hist. du Voyageaux régions équinoxiales , t. II, p. 513), llaman á las estre- llas errantes, orina de las estrellas, y al rocío que se deposita en perlas sobre las preciosas hojas de la heliconia , saliva de estrellas. El popular mito de los lituanos acerca del origen y significación de las estrellas errantes, indica mas elegancia y nobleza en esa facultad de la imagina- ción que da á todo una forma simbólica: «Cuando nace una criatura, Werpeja tuerce para él el hilo de su destino ; cada uno de estos hilos se termina en una estrella. En el instante de la muerte, el hilo se rompe y la estrella cae, palidece y se apaga.» Estas palabras están estractadas del libro de Jacobo Grimm , Deutsche Mithologie , 1843, p. 685. (59) Pág. 103. — Según la relación de Denison Olmsted, profesor del colegio de Yale en New-Havre (Connecticut). Véanse los Annalen der Physik de Poggendorff, t. XXX, p. 194. «Keplero, dicen, ha desterrado de la astronomía losbólides y las estrellas errantes. Según él, estos me- teoros son engendrados por las exhalaciones terrestres y van en seguida á perderse en las altas regiones etéreas.» Sin embargo, acerca de esto se ha esplicado con suma reserva. «Stellse candentes, dice, sunt materia viscida inflammata. Earum aliquse ínter cadendum absumuntur, aliquse veré in terram cadunt, pondere suo tractae. Nec est dissimile vero quas- dam conglóbalas esse ex materia foeculenta, in ipsam aurara setheream — 367 — iminixta: exqae «theris reg-ione, tractu rectilíneo, per aerem trajicere, ceu minutos cometas, occulta causa motus utrorumque.» Keplero, Epit. Aslron. CopernicanoB, t. I, p. 80. (60) Pág. \QZ.—RelalionhistoriqM, t. I, p. 80, 213 y o27. Si se distin- gue en las estrellas errantes como en los cometas la cabeza ó el núcleo y la cola , se puede juzgar por la longitud y el brillo de la cola, ó del ras- tro luminoso , del grado de transparencia de la atmósfera, y dar cuenta de la superioridad de las regiones tropicales á este respecto. En ellas la impresión producida por el espectáculo de las estrellas errantes es mas viva, sin que por esto el fenómeno necesite ser mas frecuente ; allí se ve mejor y dura mas tiempo. Por lo demás, la influencia de la atmósfera sobre la visibilidad de estas apariciones , se hace sentir, aun en las zo- nas templadas , por las grandes diferencias que se observan en apostade- ros poco distantes. Así Wartmann dice que el número de los meteo- ros que han podido contarse durante una aparición de noviembre, en dos lugares próximos, en Ginebra y en Planchettes, estaban en la relación de 1 á 17 (Wartmann, Mem. sur les étoiles filantes, p. 17). Brandes ha he- cho una serie de numerosas observaciones muy exactas acerca de las colas de las estrellas errantes. Este fenómeno no podría esplicarse por la persistencia de la impresión producida en la retina , visto que continúa á veces hasta un minuto después que el núcleo de la estrella ha desapa- recido. Generalmente el rastro luminoso aparece inmóvil (Gilbert's, An- nalen, t. XIV, p. 231). Estos hechos establecen una gran analogía entre las estrellas errantes y los bólides. El almirante de Krusenstern, en su viaje alrededor del mundo , vio á un bólide dejar tras sí un rastro lumi- noso que brilló durante una hora, sin cambio sensible de lugar. (Voyage, primera parte, p. 58). Sir Alexander Burnes describe en brillantes tér- minos la transparencia atmosférica de Bokhara (latitud 39°43' ; altura so- bre el nivel del mar , 390 m. : «There is also a constant serenity in its atmosphere , and an admirable clearness in the sky. At night, the stars have uncommon lustre , and the milky way shinhes gloríously in the firmament. There is also a neverceasing display of the most brilliant meteors, which dart like rockets in the sky: ten or twelve of them are sometimes seen in an hour, assuming every colour : fiery , red, blue, palé and faint. It is a noble country for astronomical scíence , and great must have been the avantage enjoyed by the famed observatory of Sa- markand.» Burnes, Travels into Bokhara, t. II, 1834, p, 138. Si Burnes cree que las estrellas errantes son numerosas cuando pueden contarse 10 ó 12 por hora , no seria justo hacer de ello un motivo de censura para un viajero aislado : ha sido necesario recurrir en Europa á un sistema de observación es regularmente continuado, antes de poder asegurar con Quetelel (Corresp. mathém. et phys., nov. 1837. p. 4Í7), que aparecen, por — 368 — término medio , ocho estrellas errantes por hora en el círcuio que abraza una sola persona ; y aun otro escelente observador , Olbers, reduce este número a cinco ó seis. (Annuaire de Schuniacher, 1836, p. 3^5). (61) Pág-. 10o. — Sobre el polvo meteórico, véase Arago, en elAnnmirc <\e 1832, p. 21) í. Hace muy poco he tratado en otra obra (Asie céntrale, t. I, p. 408) de demostrar, cómo el mitoescítico del oro sagrado, que cayó del cielo en plena incandescencia , y fue luego una propiedad de la Horda dorada de los Parálalas (Hcrod., 1. IV c. 5-7), pudo tomar nacimiento en el confuso recuerdo de lacaida de un aereolito. Los antig:uos han ha- blado también de masas arg-entíferas lanzadas del cielo en tiempos del emperador Severo , y con las cuales se intentó platear algunas meda- llas de bronce (Dio Casio, 1. LXXV , p. 1239); sin embargo, el hierro metálico habia sido ya reconocido como uno de los elementos de las piedras meteóricas (Plinio, 1. II, c. 56). Respecto a la espresion tan repetida lapidibus fluit, sábese ya que no siempre se refiere á la caida de aereolitos. Así, en el libro XXV, c. 7. estas palabras designan rapillis, esto es, fragmentos de piedra pómez arrojados por un volcan no com- pletamente estinguido. el Monte Albano, hoy Monte-Cavo; véase lleyne, Opuscula, acad., t. IIÍ, p. 261, y mi Relat. histnr., t. I,p. 39í. El combate sostenido por Hércules contra los Ligios cuando se dirigía desde el Cáu- caso al jardín de las Hespérides, se refiere á otro orden de ideas. Este mito tenia por objeto asignar un origen á los trozos de cuarzo que se encuentran en abundancia en los Campos Ligios, cerca de la embocadura del Ródano. Aristóteles creía que los arrojaba una hendidura eruptiva durante un temblor de tierra; y Posidonio los atribuye á la acción de las olas de un antiguo mar interior. En un fragmento del Prometeo libertado, de Esquilo, se halla una descripción, cuyos detalles todos pudieran apli- carse perfectamente á una lluvia de aereolitos. Júpiter /brnm una nube y hace caer « una lluvia de piedras redondeadas que tapizan el suelo de aquel país.» Ya Posidonio se permitía ridiculizar el mito geognóstico de los tejos y de los pedruscos. Por lo demás, la descripción que han dejado los antiguos de las piedras de los Campos Ligios ( hoy este país se llama La Crau), está conforme en un lodo con la realidad. Véase Guerin, Me- sures baroinétriques dans les Alpes, el Météorologie d'Avignon, 1829, cap. XII, p. lio. (62) Pág. 10o. — El peso específico de los aerolitos varía desde 1 , 9 (Alesía) á4, 3 (Tabor); su densidad es generalmente tres veces mayor que la del agua. En cuanto á los diámetros reales que he asignado á les bóli- lides, he recurrido á las medidas mas dignas de confianza ; desgraciada- mente el número de estas medidas es muy limitado. Hé aquí algunas : el bólide de Weston(Connecticut, 14 diciembre 1807), 162 m.: el observado — 369 — por Le Roí (10 julio 1771), 32o m. próximamente; el dellS de enero de 1783, le estimó sir Carlos Blagden en 84o m. Brandes {Unter-haltungen, t. I, p. 42) asigna un diámetro de 2o d 40 m. á las estrellas errantes; apre- cia la longitud de sus colas ó de sus rastros luminosos en dos ó tres mi- riámetros. Pero es de creer que los diámetros aparentes de los bólides y de las estrellas errantes han sido exagerados, bajo la influencia de ciertas causas de naturaleza óptica. Su volumen no puede bajo ningún concepto compararse con el de Ceres, aun admitiendo « 70 millas inglesas» como diámetro de este pequeño planeta. Véase la escelente obra: On the Conne- lion ofthe Physical Sciences, 1835, p. 411. Como documento justificativo en apoyo de un aserto de la página 106, sobre el gran aerolito caido en el lecho del rio de Narni, y que hasta ahora no ha sido encontrado , voy á trasladar aquí el pasaje que Pertz copió del Chronicon Benedictimonachi Sancti Andreas, in Monte Soracte (Biblioteca Chigi en Roma); este documen- to se remonta al décimo siglo y en él se refleja el estilo bárbaro de aquella época: "Anno 921, temporibus domini Johannis decimi papse, in anno pontificatus illius 7, visa sunt signa. Nam juxta urbem Romam lapides plurimi de coelo cadere visi sunt. In civitate quae vocatur Narnia , tam diri ac tetri, ut nihil aliud credatur , quam de infernalibus locis deducti essent. Nam ita ex illis lapidibus unus omnium maximus est, ut decidens in flumen Narnus, ad mensuran! unius cubiti super aquas fluminis usque hodie videretur. Nam et ignitse faculae de coelo plurimse ómnibus in hac civitate Romani populi visse sunt, ita ut pene térra contingeret. Alise ca- dentes, etc.» (Pertz, Monum. Germ. hist. scriptores, t.IIÍ, p. 715.) Sobre el aerolito de AEgos-Potamos, cuya caida dicela crónica de Paros haber te- nido lugar en el año primero de la 78* olimpiada (Boeckh, Corp. Inscr. grcEC, t. II, p. 302, 320 y 340), cf. Aristóteles, Meteor., 1. I, c. 7 (Ideler, Comm.,t. I. p. 404-407); Stobee, EcLphys. 1. I, c. 25, p. 508, ed. Heeren; Plutarco, Lysandre, c. 12; Diógenes Laert., 1. II, c. 10. (Véanse también mas adelántelas notas 69, 87, 88 y 89). Según una tradición mogóli- ca, una roca negra de 13 metros de altura, hubo de caer del cielo á una llanura próxima á las fuentes del Rio Amarillo en la China Occidental. (Abel Remusat, en el Journal de Physique de Lametherie, 1819 , mayo,, p. 264). (63) Pág. 107.— Biot, Traite d' Astronomie physique, (S^ edic.) 1841, t. I, p. 149, 177, 238 y 312. Mi amigo el inmortal Poisson esplicó de una manera completamente nueva la ignición espontánea de las piedras me- teóricas á una altura en que la densidad de la atmósfera es casi nula. «A una distancia de la tierra tal, que la densidad de la atmósfera sea total- mente insensible, parece difícil atribuir, como ya se ha hecho, la incan- descencia de los aerolitos á un rozamiento contra las moléculas del aire. ¿No pudiera suponerse que el fluido eléctrico, en estado neutro, formase 24 — 370 — uaa especie de atmósfera que estendiéndose mas allá de la masa de aire estuviera sometida á la atracción de la tierra aunque físicamente impon- derable, y que sig-uiera por tanto á nuestro g^lobo en sus movimientos? En semejante hipótesis, al penetrar en esta atmósfera imponderable, los cuerpos de que tratamos descompondrían el fluido neutro por su de- sigual acción sobre las dos electricidades, y al electrizarse aumentaría su temperatura concluyendo por ponerse en estado incandescente." (Pois- son. Rech. sur laProhaMlité des jugcmenta. 1837. p. VI). (64) Pág. 101. —Pililos. Transad., t. XXIX, p. 161-163. (65) Pág. 107. — La primera edición de la importante obra de Chladni. Veberden Vrsprung der von Pallas gefundenen und anderen Eísenmassen, apa- reció dos meses antes de la lluvia de piedras de Siena, y dos años antes que Lichtemberg escribiera en una colección de Gceting-a «que piedras provenientes de los espacios celestes penetraron en nuestra atmósfera.» Véase también le carta deOlbers á Benzenbcrg-, fecha 18 noviembre 1837, en la obra de este último sobre las estrellas errantes, p. 186. (66)Pág. 108.— Encke. en los y\nrta/íH (le Pogg-endorff,t. XXXIII (1834). p. 213. Arag-o, en el Annuairc para 1836, p. 291. Dos cartas mías á Ben- zenbersf, del 19 mayo y del 22 octubre 1837, sobre la precesión presumi- ble de los nodos de la órbita recorrida por el flujo periódico de las estre- llas errantes (Benzenberg, Slernschnuppen, p. 207 et 209). El mismo OJ- bers adoptó mas tarde esta idea de un relardo prog^resivo en la aparición de noviembre (Astron. Nachrichien, 1838, n" 372, p. 180). Voy á esponer á continuación los elementos que me parecen deber servir para fijar el movimiento de los nodos y añadiré dos observaciones árabes á la época descubierta por Bog-uslawski para elsig-lo XíV: En el mes de octubre de 902, y en la noche en que murió el califa Ibraim-ben-Ahmed, aparecieron g-ran número de estrellas errantes; apa- rición que "se asemejaba á una lluvia de fuego.» Por esta razón dióse á este año el nombre de año de las estrellas. (Conde, Hist. de la dom. de los Árabes, p. 346). El 19 de octubre de 1202 ^estuvieron en movimiento las estrellas du- rante toda la noche. Caían como langostas." (Comptes rendas, 1837, t. I, p. 294, y Fraehn, en el Bull. de /' Arad, de Saint-Petersbourg, t. III. p. 308). El 21 de octubre, est. ant. de 1366; die sequente'ipost festum XI míUia Virginum, ab hora matutina usque ad horam primaní , vísae sunt quasi stellae de coelo cadere continuo, et in tanta muUitudine qnoá nemo narrare sufficit. Esta curiosa noticia de la que vuelvo á ocuparme mas adelante en el testo fue descubierta por M. de Boguslawski hijo, en la Chronicon EcclesiaPragensis,]}. 389. Esta crónica se encuentra también en la segunda — 371 — parte de los Scriptores rerum Bohemicarum, de Pelzel y Dobrowsky, 1784. {Astron. iVac/irícftfen do Schumacher, diciembre 1839). Del 9 al 10 de noviembre de 1787, observó Hemmer numerosas estre- llas errantes enelmediodiade Alemania, y particularmente eu Manheim. {Kdimiz, Meteorologie, parte ÍII, p. S37). El 12 de noviembre de 1799, después de la media noche, tuvo lug-ar la gran lluvia de estrellas errantes que hemos descrito Bonpland y yo , y que fue observada en gran porción de la tierra (Relat. hist., t. I, p. 319-527). Del 12 al 13 de noviembre de 1822, Kloeden vio en Postdam un gran número de estrellas errantes entremezcladas con bólidos (Gilbert's Anna- kn, t. I, LXXIl, p. 219). El 13 de noviembre de 1831, hacia las cuatro de la mañana, vio el ca- pitán Bérard una g-ran lluvia de estrellas errantes en la costa do España á la altura de Cartagena, {Annuaire de 1836, p. 297). En la noche del 12 al 13 de noviembre 1833, la memorable aparición tan bien descrita por De nison Olmsted, en la América del Norte. En la del 13 al 14 de noviembre de 1834. el mismo fenómeno, aun- que un tanto menos marcado, en la América del Norte(Pog-g-end., Aít- mkn, i. XXXIV, p. 129). El 13 de noviembre de 1835, un bólido esporádico cayó cercado Belley, departamento del Ain, y prendió fiieg-o á un montón de leña. (Annuaire del836, p. 296). En 1838, el flujo de las estrellas errantes se manifestó con mayor cla- ridad del 13 al 14 de noviembre (Asírow. Nachrichfen, 1838, n." 372). (67) Pág. 108. — Me consta quede sesenta y dos estrellas errantes ob- servadas en Silesia (1823), por invitación de Brandes, viéronsc muchas de ellas á una altura de 34, 45 y aun de 74 miriámotros. (Brandes, Unkrhnl- tungenfür Preunde der Astron. und Physik, libro 1.°, p. 48); pero á causa déla pequenez de su paralaje, Olbers cree dudosas todas las determina- ciones de alturas que escedan de 22 miriámetros. (68) Pág. 109. — La velocidad planetaria, es decir, la celeridad de tras- lación de los planetas en sus órbitas, es en Mercurio de 4,9; en Venus, de 3, 6; en la Tierra, de 3, O miriámotros por segundo. (69) Pág. 109. — Seg-un Chladni, fue un físico italiano, Paolo Maria Tcr- zago, el primero que consideró los aerolitos como piedras arrojadas por la Luna. Emitió con efecto esta idea en 1660, en ocasión de haber sido muerto en Milán un monje franciscano por la caida de un aerolito. «La- bant Philosophorum mentes,» dice en su ohrsL^MusoBum Septalianum, Man- frediSeptalce, PatricüMediolanensis, industrioso labore construcíum. Tortona^ — 372 — 1664. p. 44). «sub horum lapidum ponderibus; ni dicerc velinius, lunam terram alteram. sive mundum esse, ex cujus montibus divisa frusta \n inferiorem nostruní hunc orbem delabantur.» Olbers, que ignoraba estas hipótesis, se ocupó desde 1793, después de la célebre caida de aerolitos de Siena (16 junio 1794), en calcular la velocidad que deberla animar á una masa lanzada desde la Luna para llegar ala Tierra. Este problema de balística preocupó diez ó doce años después á los geómetras Laplace, Biot, Brandes y Poisson. La opinión muy admitida en aquella época, y hoy abandonada, de que existían volcanes muy activos en la Luna, indu- cía al público á confundir dos cosas muy diferentes á saber: la posibili- dad bajo el punto de vista matemático, y la verosimilitud bajo el punto de vista físico. Olbers, Brandes y Chladni creyeron encontrar «en la ve- locidad relativa de 3 á 6 miriámelros por segundo, de que los bólides y estrellas errantes están animados cuando penetran en nuestra atmósfera,'r un argumento decisivo contra el origen selcnítico de estos meteoros. Para que las piedras lanzadas de la Luna puedan llegar ala Tierra, es ne- cesario, según Olbers, que estén animadas de una velocidad inicialde 2527 metros por segundo. (Laplace habia hallado 2396 m.; Biot, 2324; Pois- son , 2314). Laplace considera esta velocidad inicial como siendo so- lamente 3 ó 6 veces mayor que la de una bala de canon á su salida de la pieza; pero Olbers ha hecho ver »'qae si las piedras meteóricas fueran arrojadas de la Luna con una velocidad inicial de 2300 á 2600 m.Uega- rian á la tierra animadas de una velocidad que seria solo de 1,14 miriá- melros por segundo. Pero como la velocidad observadaes realmente de 3,70 miriámetros por termino medio, la velocidad de proyección inicial en la superficie de la Luna debería ser de 33700 m. próximamente, 15 veces mayor por lo tanto que la supuesta por Laplace.»» (Olbers, en el Schuma- macher's Jahrbuch, 1837, p. 52-58, y en el Neues Physik, Worterhuch de Gehler, t. VI, 3.* parte, p. 2129-2136. Sin embargo, es preciso conve- nir en que si la hipótesis de los volcanes lunares fuese hoy aun admisi- ble , la falla de atmósfera daria á estos volcanes una notable ventaja sobre los de la Tierra con relación á la fuerza de proyección ; pero con respecto á esto, carecemos de datos exactos aun para nuestros volcanes y todo induce á creer que su fuerza de proyección ha sido notablemente exagerada. El doctor Pcters, que observó y midió con escrupulosa exac- titud todos los fenómenos del Etna, halló que la velocidad máxima de las piedras arrojadas por su cráter era solo de 81 m. por segundo. Otras ob- servaciones hechas en el Pico de Tenerife en 1798, dieron 975 m. Si La- place, al hablar de las piedras meteóricas al final de la Expos. du Syst. du monde (eá'mon de 1824, p. 339), dice con inteligente reserva que «según lo mas verosímil provienen de las profundidades del espacio celeste»», se le ve en otro lugar sin embargo (cap. IV, p. 233) volver á la hipótesis selenítica con cierta predilección (sin duda no debía conocer la enorme — 373 — velocidad planetaria de las piedras meteórieas), y suponer que las piedras arrojadas por la Luna, «llegan á ser satélites de la Tierra, describiendo á su alrededor una órbita mas o menos alargada, de tal suerte que no lle- gan á la atmósfera terrestre, sino después de muchas y á veces de un nu- mero muy considerable de revoluciones.» Así como á un Italiano dcTor" tona ocLirriósele un dia la idea deque los aerolitos pro venia» de la Luna, del mismo modo algunos físicos griegos imaginaron hacerlos venir del Sol. Diógenes Laercio (1. II, c. 9) relata esta opinión al hablar de la masa caida cerca de AEgos-Potamos (véase la nota 62). Plinio, el gran recopi- lador, recuerda también esta idea singular (1. II, c. 38): «Celebrant Grseci Anaxagoram Clazomenium Olympiadis septuagesim» octavie secundo anno prsedi.xisse coelestium litterarum scientia, quibus diebus saxum ca- surum esse e Solé, idque factum interdiu Thraciíe parte ad ^gos flumen. — Quod si quis predictum credat, simul fateatur necesse est majoris mi- raculi divinitatem Anaxagorcefuisse, solvique rerumnaturee intellectum, et confundí omnia, si aut ipse Sol lapis esse aut unquam lapidem in eo fuisse credatur; decidere tamen crebro non erit dubium.» Se atribuía igualmente á Anaxágoras el haber profetizado la caida de una piedra de mediana magnitud, conservada en el gimnasio de Abydos. Aerolitos caí- dos en pleno dia, cuando la Luna no era visible, fueron probablemente el origen de la idea de piedras arrojadas por el Sol. Uno de los dogmas fí- sicos de Anaxágoras, dogmas que atrajeron sobre él persecuciones reh- giosas, fue que el Sol era «una masa incandescente en fusión ((iv3po<; SiaTcvpoq).» En el Faetón de Eurípides , llámase al Sol, según la idea del fi- lósofo de Clazomena «masa de oro,»» es decir, materia de color de fuego y que brilla con un vivo resplandor. Véase Walckenaer. Diatribe in Eurip. perd. dram. Reliquias, 116', p. 30; Diog. Laert,l. II, c. 10. — Encontramos, pues, en los físicos griegos cuatro hipótesis diferentes: los unos atribuyen estos meteoros á las exhalaciones terrestres; los otros, á piedras arranca- das y levantadas por huracanes; (Arist. , MeteoroL, 1. I, c. 4 y 9). Estas dos primeras opiniones asignan un origen terrestre á las estrellas errantes y álosbólides. La tercera hipótesis coloca esteorígenen el Sol; y finalmen- te, la cuarta lo coloca en los espacios celestes, esplicando el fenómeno por la aparición de astros por mucho tiempo invisibles, á causa de su alejamien- to. Sobre esta última opinión de Diógenes de Apolonia, opinión que coin- cide completamente con las ideas actuales, véase el testo pág. 111 y la nota 88. Por mi profesor de lengua persa, M. Andrea de Nerciat (sabio orientalista, actualmente en Smirna), sé que en la Siria se da mucha importancia, á causa de una antigua creencia popular, á las piedras caí- das del cielo, cuaudo este está iluminado por la Luna. Los antiguos, por el contrario, se preocupaban por la caida de aerolitos durante los eclipses de Luna: véase Plinio, 1. XXXVlí, c. 10: Solinus, c. 37:Salm., Exerc, p. 531 , y los pasajes reunidos por Ukert en la Geogr. der Griechen und — 374 — Rómer, 2.* parte, 1. I, p. 131, nota 14. Véase sobre la inverosímil hipó- tesis de Fasieneri, que atribuia la formación de las piedras meteóricas á la condensación súbita de vapores metálicos de que estuvieron ordinaria- mente carg-adas las capas superiores de la atmósfera, como sobre la pe- netración mutua y la mezcla de gases de especies diferentes, mi Relat hist. i. I, p. 323. (70j Pág. UO.—Bessel, en la Asir oj». ^achrichten de Schum. , 1839, números 380 y 381, p. 222 y 346. Termínala Memoria con una compa- ración délas long-itudes del Sol con las épocas de la aparición del mes de noviembre, á partir de 1799, fecha de la primera observación practica- da en Cumana. (71) Pág. 110. — El doctor Tomás Forster dice (The pocket Encyclop. of natural Phwnomena, 1827, p. 17), que en el colegio de Christ-Church en Cambridge, se conserva un manuscrito titulado: Eph^merides rerumnatu- ralium, cuyo autor parece ser un fraile del siglo precedente. Al lado de cada dia del año, indica el manuscrito el fenómeno correspondiente, como la primera florescencia de ciertas plantas, la llegada délos pájaros, etc.. El 10 de agosto está designado bajo el nombre de meteorodes. Esta indica- ción, unida á la tradición relativa á las lágrimas de fuego de San Lorenzo, determinaron á M. Forster á seguir asiduamente la aparición del mes de agosto. (Quételet, Corresp. mathem., serie III, t. 1, 1837, p. 433). (72) Pág. 111.— Humboldt, Relaf. hüt., 1. 1, p. 519-327; EUicot en las Transad, of the American Society, 1804, t. VI p. 29. Arago dice, hablando de la aparición de noviembre : «Asi se confirma cada vez mas la exis- tencia de una zona compuesta de millares de pequeños cuerpos , cuyas órbitas encuentran al plano de la eclíptica hacia el punto que la Tierra va á ocupar todos los años del 11 al 13 de noviembre. Es un nuevo mundo planetario que empieza á revelársenos.» ( Annuaire de 1836, p. 296.) (73) Pág. 111.— Cf. Musschenbroek,7nírod. orfP/ii/..Yoí.,t. II,p. 1061; Howard, Ctimate of London, i. II, p. 23, observaciones del año 1806,. por consiguiente , siete años anteriores á las primeras de Brandes (Ben- zenberg, Sternschnuppen , p. 240-244) ; las observaciones de agosto he- chas por Tomás Forster, en Quételet , obra citada, p. 438-453; las de Adolfo Erman,de Boguslawskiy deKreil, e^iel Jaftr&uf/ideSchum. 1838, p. 317-330. Sobre la posición del punto de divergencia de los me- teoros en la constelación de Perseo, el 10 agosto 1839, véanse las esce- lentes medidas de Bessel y de Erman (Schum., Astron. Nachrichten, nú- raeros 3S5 y 428). Sin embargo, parece que el movimiento en la órbita — 375 — no fue retrógrado el 10 de agosto de 1837. Véase Arago , en los Comptes Tendus. 1837. t. II. p. 183. (74) Pág. 111. — El 25 de abril de 1095, uuna infinidad de personas vieron caer las estrellas del cielo, tan compactas como el granizo,» (ut grando, nisi lucerent, pro densitate putaretur; Baldr., p. 88); llegóse á creer en el concilio de Clermont , que tal suceso debia ser presagio de grandes revoluciones en la cristiandad; Wilken, Geschichte der Kreuzzü- ge, t. í, p. 75. El 22 de abril de 1800, se vio una gran lluvia de estrellas errantes en la Virginia y en Massachussets ; parecía «como la combus- tión de un cohete que hubiese durado dos horas.» Arago fue el primero que señaló la periodicidad de este «surco de asteroides.» (Annuaire de 1836, p. 297). Las lluvias de aerolitos á principios de diciembre, son también muy notables ; y pueden encontrarse indicios de su periodicidad en las antiguas observaciones de Brandes (contó dos mil estrellas erran- tes durante la noche del 6 al 7 de diciembre de 1798), y quizás también en la enorme lluvia de aerolitos que cayó en el Brasil , el 11 de diciembre de 1836, cerca del pueblo de Macao, sobre el rio Assu (Brandes, Unter- haltungen. 134o, 1.^ entrega, p. 65, j Comptes rendus , t. V, p. 211). Capoc- ci descubrió doce lluvias de aerolitos entre el 27 y 29 de noviembre (de 1809 á 1839), y otros fenómenos del mismo género correspondientes al 13 noviembre, al 1 0 agosto y al 17 julio. (Comptes rendus, t. XI, p. 257). Es muy notable , el que ningún flujo periódico de estrellas errantes ó de aerolitos se haya presentado hasta ahora en las partes de la órbita terres- tre que corresponden á los meses de enero, febrero y tal vez marzo. Sin embargo , yo he observado en el mar del Sur , el 15 de marzo de 1803, una gran cantidad de estrellas errantes, y se ha visto en Quito una lluvia de meteoros del mismo género , poco tiempo antes del horrible temblor de tierra de Riobamba(3 febrero 1797). Reasumiendo, las épocas siguien- tes parecen deber fijar la atención de los observadores : 22-25 abril ; 17 julio (17-26 julio?) (Quételet. Corresp., 1837, p. 435); 10 agosto ; 12-14 noviembre; 27-29 noviembre ; 6-12 diciembre. La multiplicidad de estos flujos periódicos no deben ser objeto de se- ria dificultad, como no lo es el gran número de cometas que llenan los espacios celestes , sin que la diferencia esencial que existe entre un co- meta aislado y un anillo de asteroides , pueda hacer viciosa la asimi- lación. (75) Pág. 112.— Fernando de Wrangel , Reise lúngs der Nordkuste von — 376 — Sibirien in den Jahren, 1820-1824, 2.* parte , p. 2o9.— Sobre la vuelta de la gran aparición del mes de noviembre, en períodos de 34 años, véase Olbers, en el Schumacher's Jarbuch, 1837, p. 280. — He oido decir en Cu- mana , que poco tiempo antes del temblor de tierra de 1766, se habia visto un fuego de artificio celeste, semejante al del II aH2 de noviembre de 1799; el intervalo seria pues de 33 años. Sin embargo, el temblor de tierra no tuvo lugar á principios de noviembre, sino el 21 de octubre de 1766. Una noche apareció el volcan de Cayambo , durante una hora, como envuelto por una lluvia de estrellas errantes , y los habitantes de Quito, asustados por esta aparición, hicieron procesiones , con objeto de atenuar la cólera celeste; quizás los viajeros que van á Quito pudieran decirnos la fecha precisa de este fenómeno. Véase Relaf. hist., t. 1, c. 4, p. 307; c. 10, p. 520 y 527. (76) Pág. 11 í.— Estrado de una carta que me fue dirigida con fe- cha 24 enero 1838. El enorme enjambre de estrellas errantes del mes de noviembre de 1799, no fué visible mas que en América ; pero allí se observó desde New-Herrnhut, en la Groenlandia , hasta el Ecuador. El enjambre de 1831 y el de 1832 se vieron solo en Europa; los de 1833 y 1834 únicamente lo fueron en los Estados-Unidos de América. (77) Pág. 114.— Carta deM. Eduardo Biot á M. Quételet, sobre las an- tiguas apariciones de estrellas errantes en China, en los Bull. de V Acad. de BruxeUes, 1843, t. X, n.° 7, p. 8.— Sobre la noticia sacada del Chronicon Ecclesioe Pragensis, véase Buguslawski hijo, en los Annalen de Poggend., t. XLVIII, p. 612. (78) Pág. lio. — «Se cree que un número , que parece inagotable, de cuerpos demasiado pequeños para ser observados, se mueven en el cielo , ya alrededor del Sol, ya alrededor de los planetas, asi como quizás también alrededor de los satélites. Supónese que cuando nuestra atmósfera encuen- tra á estos cuerpos , la diferencia cnire su velocidad y la de nuestro pla- neta es suficientemente grande para que el rozamiento que sufren contra el aire, eleve su temperatura hasta el punto de ponerlos incandescentes y á veces hasta de hacerlos estallar. Si el grupo de las estrellas errantes forma un anillo continuo alrededor del Sol , su velocidad de circulación, podrá ser muy diferente de la de la Tierra ; y sus desplazamientos en el cielo , consecuencia de las acciones planetarias , podrán aun hacer posi- ble ó imposible, en diversas épocas, el fenómeno de que se encuentren en el plano de la eclíptica.»» (Poisson , Rerherches sur la probabilifé des juge- ments, p. 306-307.) (79) Pág. 115.— Humboldt, Essai poUtique sur la N-ouvelle-Espagne (2.* /ídicion), t. in,p. 310. — 377 — (80) Pág-. 116.— Plinio habia observado ya el color particular de la costra de los aerolitos t*colore adusto» (1. II, c. 56 y 38); la espresion «ía- teribus pluisse» se refiere ig-ualmente al aspecto de los aerolitos cuya super- ficie indica la acción del fueg-o. (81) Pág-. ll6.~Humboldt, «e/aí. hüt. , t. II, c. 20, p. 299-302. (82) Pág. 117.— Gustavo Rose, iíetse nachdem Ural, t. II, p 202. (83) Pág. 117.— G. Rose, en los Anmlen de Pog-gend. , 1825 , t. IV., p. 173-192 ; Rammelsberg-, Erste^ Suppl. zum chem.- Handwórterb. dar Mi- neral. , 1843 , p. 102. «Es un hecho muy notable y por mucho tiempo olvidado , dice 01- bers, el quening-un aerolito fósil haya sido encontrado entre las conchas fósiles de los terrenos secundarios y terciarios. ¿Débese deducir de aquí que si caen verosimilniente , según Schreibers , setecientos aerolitos por año sobre la superficie actual del globo, no haya caido ninguno antes de la época en que fué formada esta superficie?» (Olbers, Schum. Jahr- buch, 1838 , p. 329). Muchas masas de hierro nativo niquelífero, de na- turaleza problemática, han sido halladas á una profundidad de 10 metros debajo de tierra en el norte del Asia (lavaderos de oro de Pctropawlowsk), y muy recientemente aun en los Karpatos occidentales (minas de Magura, cerca de Szlanicz). Cf. Erman , Arcftíü. für wissenschatfl. Kunde von Russ- land, tomo I , p. 315 ; y Haidinger , Berichí tiher die Szlaniczer Schürfe in Vngarn. (84) Pág. 117,— Berzélius, Jahresbericht , t. XV, p. 217 y 231 ; Ram- melsberg jffanrfwóríer&wcA , 2.* parle, p. 25-28. (85) Pág. 118. — ííSir Isaac said, he took all the planets to be compo- •sed of the same matter with this earth , viz. earth , water and stones, but variously concocted.» Turner, Colledions for the hist. of Grantham, conf. authentic Memoirs of sir Isaac Newton,]). 172. (86) Pág. 119.— Adolfo Erman, en los Amalen de Poggend., 1839, t. XLYIII,p. 582-601. Algunos años antes, dudaba Biot que la corriente de asteroides de noviembre, debiera reaparecer hacia principios de mayo (Comptes rendas, 1836, t. II, p. 670). Msedler investigó, mediante ochenta y seis años úe observaciones metereológicas hechas en Berlín, lo que se debe pen- sar de la popular creencia relativa á los tres famosos dias de frió del mes de mayo (Verhandl. der Vereins für Beford. des Gartenbaues, 1834, p. 377), y halló que efectivamente, el 11, el 12 y el 13 de mayo, la temperatura retrograda l.°22, precisamente en la época del año en que — 378 — el movimiento ascendente debería ser el mas marcado. Convendria que este fenómeno curioso, donde se ha visto el efecto de la fundición de los hielos en el noroeste de Europa, pudiera ser estudiado simultáneamente en puntos muy distantes ,' en América , por ejemplo, y en el hemis- ferio austral. Cf el Bull. de VAcad. imp. de Saint-Petershourg , 1843, t. I, n.°4. (87) Pág. 119. — Plutarco. Lysandro , c. 22. Según la narración de Damachus (Daimachos) se ha visto durante setenta dias consecutivos, una nube inflamada arrojar chispas que se asemejaban á estrellas er- rantes, descender después y lanzar por último la piedra de ^í^gos-Pota- mos, «que solo formaba una porción insignificante de la nube.» Esta narración es inverosímil; puesto que de ella resultaría que el bóUde ha debido moverse durante setenta dias en el mismo sentido y con la misma velocidad que la tierra, circunstancia á la cual solo obedeció durante un corto número de minutos, el bólide del 19 de julio de 1686 descrito por Halley. Por lo demás , este Daimachos, el escritor, {ictpí tvpíStioi) podría ser muy bien el Daimachos de Platea , que Seleuco envió á las Indias al hijo de Androcoto y que Strabon (p. 70, Casaub.) presenta como un '•gran narrador de fábulas»; otro trozo de Plutarco Pároli, de Solón, et de Public, c. 4, induciría á pensarlo. Sea como fuere, aquí solo se trata de la narración muy tardía de un autor que escribía en Tracia, siglo y me- dio después de la caída del célebre Aerolito, y cuya veracidad ha pare- cido suspecta á Plutarco. (88) Pág. 120.— Stob. , ed. Heeren, 1. I. c. 25, p. 508; Plutarco, de Plac. philos., 1. II, c. 13. (89) Pág. 120.— El trozo notable de Plutarco (de Plac. philos., 1. II, c. 13) está concebido en estos términos ; «Anaxágoras demuestra que el éter ambiente es de naturaleza ígnea ; por la fuerza de su movi- miento giratorio, arranca pedazos de piedras, los pone incandescentes y IOS transforma en estrellas.'» Parece que el filósofo de Clazomena, espli- caba también por un efecto análogo del movimiento general de rotación, la caída del león de Nemea , que una antigua tradición hacía caer de la Luna sobre el Peloponeso (Elien., 1. XII, c. 7; Plutarco, de Facie in orbe Luna, c. 24; Schol. ex Cod. Parisin Apoll. Argón., 1. I, p. 498, ed Schoef.; t. II , p. 40; Meineke, Annal. Alex., 1843, p. 85). Antes teníamos piedras de la luna, ahora tenemos un animal caido de la luna. Según la ingeniosa observación de Boeckh, este antiguo mito del león lunario de Nemea, tiene un origen astronómico, y en la cronología se halla en relación sim- bólica con el ciclo de intercalación del año lunar , con el culto de la Luna en Nemea, y los fuegos que le acompañaban. — 379 — (yOj Pág, 1*22. — Copio aquí ua notable trozo de Keplero sobre las irradiaciones calóricas de las estrellas ; una de esas inspiraciones que á cada paso se encuentran en los escritos de tan distinguido sabio. .^Lucios proprium est calor : sydera omnia calefaciunt. De syderum luce clarita- tis ratio testatur, calorem universorum in minori esse proportione ad ca- loren! unius solis quara ut ab homine , cujus est certa caloris mensura, uterque simul pcrcipi et judicari possit. De cincindularum lucula te- nuissima negare non potes, quin cum calore sit. Vivunt enini et moven- tur. hoc autem non sine calefactione perficitur. Sed ñeque putrescen- tium lignoruní lux suo calore destituitur; nam ipsa putredo quidem len- lus ignis est. Inest et stirpibus ^uus calor.» ( Paraliiiomena in Vitdl. Astron. pars óptica, 160Í, prop. XXXII, p. 2o). Cf. Keplero, Epit. Astro- nomía Copernicamp . 1618 . t. i . 1. I, p. 35. (91 j Pág. 124. — «Thereis another thing, wich 1 recommend to the ob- servation of mathematical men : wich is , that in February, and for a little before, and a little after that month (as I have observed several years together) about sex in the cvening , when the Twilight hath almost deserted the horizon , you shall see a plainly discernable way of the Twilight strihing up toward the Pleiades , and seeming almost to touch them. It is so observed any clear night , but it is best illac nocte. There is no such way to be observed at any other time of the year (that I can perceive) , ñor any other way at that time to be perceived darting up elsewhere. And I believe it hath been and will be constantly visible at that time of the year. But what the cause of it in nature should be, 1 cannot yet imagine, but leave it to further inquiry,» Childrey , Britanniü Baconica , 1661 , p. 183, Tal es la primera y mas sen- cilla descripción del fenómeno. (Cassini, Découverte de lalumiére celeste qui parait dans le zodiaque, en las Mém. de l-Acad., t. YÍII, 1730, p. 276. Mairan, Traite phys. de l'aurore buréale, 1754; p. 16). La notable obra de Childrey de la cual hemos tomado el trozo que antecede, contiene^ también (p. 91) detalles muy bien razonados sobre las épocas de máxi- mo y mínimo en la distribución anual del calórico y en la marcha diur- na de la temperatura, y algunas consideraciones sobre el retardo que se manifiesta para la producción del efecto máximo ó mínimo en todos los fenómenos metereológicos. Desgraciadamente el capellán de lord Henry Somerseí , enseña al propio tiempo, en su Filosofía baconiana que la tierra está alargada hacia los polos (idea también de Bernardino de Saint-Pierre). «En su origen , dice , la tierra era completamente esférica; pero el continuo aumento de las capas de hielo hacia los dos polos, mo- dificó esta figura; y como el hielo está formado de agua, de aquí resulta que la masa de esta disminuye por todas parles.»: — 380 — (92) Pag. 125.— Dominico Cassini {Mém. de l'Acad. , t. VIH, 1730- p. 188) , y Mairan (Aurore horéale, p. 16), creyeron encontrar la luz zo- diacal en el fenómeno que se observó en Persia en 1(>68. Delambrc (Hist. de l'Astron. moderne, t. lí, p. 742) atribuye el descubrimiento de esta luz al célebre viajero Chardin; pero el mismo Chardin presenta este nyazouk (nyzek, lanza pequeña) en el Couronnement de Solimán y en otros lugares del relato de su viaje (ed. de Langlés, 1. IV, p. 326; t. X, p. 97), como «el grande y famoso cometa que apareció casi en toda la tierra en 1668, y cuya cabeza estaba oculta en el Occidente, de suerte que no podia vérsele en parte alguna desde el horizonte de Ispahan.» (Atlas du voyage de Chardin, tab. IV, con arreglo á las observaciones he- chas en Schiraz). La cabeza de este cometa fué vista en el Brasil y en las Indias (Pingré, Cométographie, t. II, p. 22.). Sobre la identidad presu- mida del último gran cometa de 1843, con el que Cassini había tomado por la luz zodiacal, véase la Astron. -Nachr. de Schumacher, 1843, n." 476, 1480. En Persa, las palabras níze/ii , áteichin (dardos o lanzas de fuego) se aplican también á los rayos del sol en su orto ú en su ocaso ; del propio modo nayázih está traducido en el Léxico árabe de Freytag , por stellce candentes. Por lo demás , estas singulares denomina- ciones aplicadas á los cometas , comparándolos con lanzas y espadas, se encuentran en todos los idiomas, sobre todo, durante la edad media. Hay mas , el gran cometa observado en loOO, desde el mes de abril hasta el mes de junio, fue designado siempre por los escritores italianos de aquella época con el nombre de il signor Astone (véase mi Examen cri- tique de l'histoire de la Géographie , t. V,p. 80). Háse afirmado muchas veces que Descartes (Cassini, p. 230, Mairan, p. 16) y aun Keplero (De- lambre , t. I , p. 601 ) habían conocido la luz zodiacal ; pero esta opinión me parece inadmisible. Descartes (Principes, III, art. 136, 137) esplicade un modo bastante oscuro la formación de las colas de los cometas : «Por rayos obhcuos que al caer sobre diferentes partes de las órbitas plane- tarias, llegan á nuestra vista desde las partes laterales, por una refracción estraordinaria»» ; dice también que los cometas que se ven en el cre- púsculo de la noche ó en el de la mañana , pueden aparecemos «como una ancha vigueta» cuando el sol se halla entre el cometa y la tierra. Estos pasajes en nada se refieren á la luz zodiacal, así como tampoco aquel en que habla Keplero de una atmósfera solar (limbus circa solem, coma lucida); esta , dice , impide que la oscuridad sea completa durante los eclipses totales de sol. Nada es menos exacto que el pensar con Cassini (p. 231, art. XXXI), y con Mairan (p. 15), que las palabras «tra- bes quas SoKovg vocant» (Plinio, 1. II, c. 26 y 27) se refieren á la luz zo- diacal que se levanta en el horizonte en forma de lengua. Entre los an- tiguos, la palabra trabes se aplica siempre á los bólídes (ardores et faees) y á otros meteoros ígneos, ó bien á los cometas de largas cabelleras. (So- — 381 — bre las palabras Soxh:, So«'a,-, Soxít»??, véase Schoeffer , Schol. Par. ÁpoU. Rhod. , 1813, t. IL p. 206; Seudo-Aristóteles , de Mundo, 2, 9; Comment. Álex., Joh. Philop. et Olymp. in Aristot. MeUor. , t. 1, c. 7, 3 p. 195. ed. Ideler; Séneca, Naíur. Qucest. , t. I, c, 1. (93) Pág:. 12o Humboldt, Monuments des peuples indigénes de VAmeri- que, i. II, p. 301. Jistc rarísimo manuscrito, proviene de la biblioteca de Letellier , arzobispo de Reims; contiene numerosos pasages sacados de un ritual azteca, de un calendario astrológico y de anales históricos que se estienden desde 1197 á 1549 , los cuales transcriben á un tiempo los fe- nómenos naturales , la fecha de los terremotos, la aparición de los come- tas, los de los años 1490 y 1529, por ejemplo , y numerosos eclipses de sol muy importantes para la cronología mejicana. En el manuscrito de Camargo, Historia de Tlascala, llámase á la luz que ascendía desde el horizonte occidental hasta casi el zenit «chispeante y como sembrada de estrellas muy unidas.»» Esta descripción de un fenómeno que duró cua- renta días, no puede aplicarse en manera alguna alas erupciones del Popocatepetl, volcan situado a muy poca distancia en dirección del S.-E. (Prescott, Hist. of the Conquest of México, t. I, p. 284). Comenta- dores mas recientes han comprendido esta aparición, en la que veia Mo- tezuma el presagio de alguna gran desventura, con la «estrella que humeaba» (mas propio; que centelleaba; en mejicano choloa , chispear y centellear). Por lo que respecta ala conexión de este vapor con la estrella Citlal Choloa (Venus) y con el Monte de la Estrella (Citlaltepetl, ó el vol- can de Orizaba), véase mi obra sobre los Monuments des peuples indig. de l'Amérique, t. II, p. 303. (94) Pág. 125.— Laplace, Expos. du Systémedu Monde, p. 270; Mecani- que celeste, t. II, p. 169 y 171. Schubert, Astron. , t. III, § 206. (95) Pág. 126.— Arago, Annuaire de 1842, p. 408. Cf. las considera- ciones desarrolladas por sir John Herschell, acerca de la pequenez del volumen y del brillo de las nebulosas planetarias , en la obra de Mary Sommerville , Connexion of the phys. Sciencies , 1835, p. 108. La idea de que el Sol es una estrella nebulosa , cuya atmósfera diera lugar al fenómeno de la luz zodiacal , no fué emitida por Dominico Cassini y sí por Mairan en 1731 (Traite de i' Aurore boreale, p. 47 y 263; Arago en el Aíinuaire de 1842 , p. 412). Esta idea no es mas que una reproducción de otra de Keplero. (96) Pág. 126.-— Con objeto de esplicar la forma de la luz zodiacal, recurrió Dominico Cassini, como lo hicieron mas tarde Laplace, Schubert y Poisson, á la hipótesis de un anillo aislado. Dice así : «Si las órbitas de Mercurio y de Venus fueran visibles (materialmente en toda la estén- — 382 — sion de su superficie), las veríamos habitualmente de la misma fig-ura y en la misma disposición , con respecto al Sol y en las mismas épocas del año que la luz zodiacal. »» (Mem. de /' Acad. , t. VIII , 1730, p. 218; y Biol en los Comptes rendus , 1836, t. IIÍ, p. 666). Cassini pensaba que el ani- llo nebuloso de la luz zodiacal estaba formado de un número infinito de cuerpos planetarios escesivamente pequeños, g^irando alrededor del Sol; no estaba muy lejos de creer también que la caidá de los bólides tenia relación con el paso de la Tierra á Iravcs de este anillo nebuloso. Olmsted y especialmente Biot (obra citada, p. 673), trataron también de relacio- nar esta opinión con la lluvia de estrellas errantes del mes de noviembre; pero Olbers espuso sus dudhs acerca de este particular. (Schumacher's Jahrbuch, 1837, p. 281). Houzeau en las Astron. Nachr. del mismo edi- tor, 1843; n.° 492, p. 190, examina si el plano de la luz zodiacal coin- cide exactamente con el plano del Ecuador solar. (97) Págj. 126.— Sir Jhon llerschell , Astron., § 487. (98) Pág, 120. — Arago, eu el Annuaire de I8í2. p. 246. >'umerosos hechos parecen indicar, que cuando una masa esta reducida mecánica- mente al estado de división estrema , la tensión eléctrica puede crecer lo bastante para desarrollar la luz y el calor. Las tentativas que se han he- cho con los mejores espejos cóncavos no han dado, hasta ahora , ningu- na prueba decisiva de la existencia del calórico radiante en la luz zodia- cal. (Carta de M Matthiessen á M. Ara§-o , on los Comptes rendur,. i. XVI; abril, 1843, p. 687. (99) I^ág. 127. — » Lo que me decis acerca de las variaciones déla luz zodiacal entre los trópicos , y sobre las causas de estas variaciones , escita tanto mas mi interés, cuanto que yo mismo, desde hace mucho tiempo, presto particular atención á este fenómeno , cada vez que se presenta du- rante la primavera, en nuestra zona septentrional. He pensado siempre como vos que la luz zodiacal debia estar animada de un movimiento de rotación: pero en contradicción con la idea de Poisson , de que me dais cuenta , admito que esta luz se estiende hasta el Sol . creciendo rápida- mente en intensidad y que su parte mas brillante forma la corona lumi- nosa , que parece rodear al Sol , durante los eclipses totales. He observa- do de un año á otro considerables variaciones en esta luz : es alas veces, durante muchos años consecutivos, muy brillante y muy estensa ; otras, apenas perceptible , también durante algunos años. Creo haber hallado la primera indicación de la luz zodiacal en una carta de Rothmann á Tycho, en la que aquél, dice haber observado que el crepúsculo de la tarde con- cluía durante la primavera , cuando el Sol habia descendido 24° bajo el horizonte. Rothmann tomó ciertamente la desaparición sucesiva de la luz zodiacal en los vapores del ocaso , por el ñn real del fenómeno crepuscu- — 383 — lar. Jamás he visto movimiento de efervescencia á causa, sin duda, de la pequenez de la luz zodiacal en muchos paises ; pero con seg-uridad te- neis razón al atribuir las rápidas variaciones de brillo , que bajo los tró- picos os han presentado los objetos celestes , á los cambios que sobrevie- nen en nuestra atmósfera, especialmente en las reg-iones elevadas. El efec- to de que habláis se manifiesta del modo mas asombroso en las colas de los cometas. Se ven con frecuencia, sobre todo cuando el cielo está muy despejado , pulsaciones que parten de la cabeza , como panto mas bajo , y que en uno ó dos segundos recorren toda la cola , de lal suerte , que ésta parece dilatarse rápidamente alg-unos grados y contraerse inmediatamen- te, después, del mismo modo. Estas ondulaciones, de las que antes se habia ocupado Roberto Hooke, y hace poco tiempo también Schrseter y Chladni , no se producen en el cuerpo mismo del cometa ; resultan de simples accidentes atmosféricos. Esto se hace evidente con solo pensar en que las diferentes partes de un cometa , cuya longitud es de muchos mi- llones de leguas , se encuentran necesariamente situadas á distancias muy desiguales de la Tierra , y que su luz emplea , para llegar hasta nosotros, intervalos de tiempo que pueden diferir en muchos minutos. Respecto á esas variaciones de la luz zodiacal que habéis visto en las orillas del Ori- noco prolongarse durante minutos enteros, no puedo decidir si deben atribuirse á resplandores efectivos , ó bien á un juego de la atmósfera. Me es igualmente imposible esplicar la claridad singular de ciertas no- ches, así como la estension y el resplandor anormal de los crepúsculos de 1831, crepúsculos cuya parte mas brillante no correspondía, se- gún algunos observadores, al lugar que el Sol debia ocupar debajo del horizonte. » (Tomado de una carta que me dirigió , desde Brema el doc- tor Olbers . el 26 de marzo de 1833.) (100) Pág. 1-28.— Biot. Traite d- Aslron. physique (3/ ed.), 18H , t. I, p. 171, 238 y 31-2. (1) Pág. 129. — Bessel, en el Schumacher's Jharbuch für, 1839, p. 51; esta velocidad llega quizá á 742.000 miriámetros por dia ; la velocidad relativa es, por lo menos, de 618.000 miriámetros ; mas del doble de la velocidad con que gira la Tierra alrededor del Sol. (2) Pág. 130. — Sobre el movimiento del sistema solar, según Bradley, Tobías Mayer, Lambert, Lalande y W. Herschell, véase Arago en e Ánnuaire de 1842, p. 388-399; Argelander en las Astron. Nachr. de Schum. , números 363, 364, 498; y sobre Perseo , considerado como cuerpo central , alrededor del cual girase todo el conjunto estelar, en la MemoTia von der eigenen Beivegung des Sonnensystems , 1837, p. 43. Yéaíc también Othon Struve en el Bull. de /• Acad. de Saint-Pefersbourg , 1842 — 384 — t. X , n.° 9 , p. 137-139. Un nuevo cálculo de este último dá, para la di* reccion del movimiento solar , 261° 23' A. R. ; h- 37° 36' decl. ; y unien- do este resultado al de Argelander , se encuentra por una combinación definitiva de 797 estrellas, 259° 9' A. R. ; -H 34° 36' decl. (3) Pág. 131. —Aristóteles, de Coelo , 1. lll, c. 2, p. 201 , ed. Bekker; Phys., 1. VIII, c. 5,p. 256. (4) Pág. 132. — Savary, en el Conmissance des íem])s para 1830, p. 56 y 163; Encke. Berl. Jahrbücher, 1832, p. 25 y siguientes; Arago en el Annuaire de 1834, p. 260-295; John Herschell, en las Mem. ofthe Astron. Soc, t. V, p. 171. (5) Pág. 132. — Bessel , üntersuchung des Theils der planetaris chen Sto- r ungen, welche aus der Betoegung der Sonne entsechen, en lasJlfem. de V Acad. des Sciences de Berlín, 1821. {Classe des Mathem.), p. 2-6. La cuestión fué iniciada por Juan Tobías Mayer, en los Comment. Soc. Reg. Gotting., 1804 1808, t. XVI, p. 31-68. (6) Pág. 133.— P/ít/os. Transad, for, 1803, p. 225: Arago, Annuaire de 1842 , p. 375. Para poder considerar de un modo sencillo la distancia de las estrellas, tal como la he transcrito algunas líneas mas arriba, en el testo, basta colocar dos puntos, que disten entre sí un pié para repre- sentar el Sol y la Tierra ; Urano entonces estaña situado á 19 pies del primer punto y Vega de la Lira á 64 leguas (de 4.000 metros). (7) Pág. 133.— Bessel, en Schumacher's Ja/ir6uc/i, 1839, p. 53. (8) Pág. 133.— Maedler, Astron. , p. 476; el mismo, en Schum. Jahr^ buch , 1839 , p. 95. (9) Pág. 135.— Sir W. Herschell, en las Philos. Transad, for., 1817; 2.» parte, p. 328. (10) Pág. 135. — Arago, Astronomie populaire , t. II, p. 17. (11) Pág. 136.— Sir John Herschell, en una carta escrita desde el cabo de Buena Esperanza el 13 de Enero de 1836 ; NichoU , Archit. of the Hea- vens, 1838, p. 22. Véanse también muchas indicaciones aisladas de sir William Herschell , sobre el espacio privado de estrellas que nos separa de la via láctea , en las Philos. Transad, for, 1817 ; 2.* parte , p. 328. (12) Pág. 136. —Sir John Herschell , Astron. , § 624. El mismo, en las- Obscrvations of Nehulce and Cluslers of Stars {Transad , 1833; 2.* parte, — 385 — p. 479 , fig. 25) : « We have herea brother System bearing a real physical resemblance and strong analog-y of structure of our own. >: (13) Pág. 137.— Sir William Herschell, en las Transad, for, 1785, 1. 1, p. 257. Sir John Herschell , Asíron. , § 616. («The nebulous región of the heavens forms a nebulous milky way, coraposed of distinet nebulse as the other of stars. « El mismo , en una carta que me dirigió en marzo de 1829.) (14) Pág. 137.— John Herschell , Asíron. , § 585. (15) Pág. 137.— Arago, Annuaire de 1842, p. 282-285. Astronomie po- pulaire, t. I, p. 524-527 y 534-536. (16) Pág. 137. — Olbers, sobre la transparencia de los espacios celestes eii Bode's Jahrbuch, 1826, p. 110-121. (17) Pág. 138. — «An opening in the heavens,» Villiam Herschell en las Transad, for., 1785, t. LXXV, primera parte, p. 256; el francés La- lande, en el Conn. des temps^Rra. el año VIH, p. 383; Arago, Astronomie populaire, t. I, p. 511. (18) Pág. 138.— Aristóteles, Meteor., 1. II, c. 5, 1; Séneca, JVaíttr. Qucest., 1. I, c. 14, 2. «Coelum discessisse», en Cicerón, de Divin., 1. I, capítulo 43. (19) Pág. 138. — Arago, Astronomie populaire, t. I, p. 515. * (20) Pág. 139.- En diciembre de 1837, sir John Herschell vio la es- trella r¡ de Argos, que habia sido hasta entonces de segunda magnitud, crecer rápidamente en brillo, y llegar á ser de primera. En enero de 1838, lucia ya tanto como la de la a del Centauro. Según las noticias mas re- cientes, Maclear la halló en marzo de 1843 tan brillante como Canopea, y aan la a de la cruz del Sud parecía completamente deslucida al lado de la >í de Argos. (21) Pág. 140. — «Henee it follows that the rays of light of the re- motest nebulse must have been almost two millions of years on their way, and that consequently, so many of years ago, this object must already have had an existence in the sidereal heaven , in order to send out those rays by which we now perceive it.» William Herschell, en las Transad, for., 1802, p. 498: John Herschell, Astron. § 590; Arago, As- tronomie populaire, t. I,p. 363-406 y 438-445. (22) Pág. 140. — Este verso es de un precioso soneto de mi hermano Guillermo de Humboldt, yesammelte Werhe , t. IV, p. 358, núm. 25. — 386 - (23) Pag. 141.— Otfried Müller, Prolegomena, § 373. (24) Pág. 144. — Cuando se trata de la mayor profundidad á que los trabajos de los hombres han podido Ueg-ar, es necesario distinguir la profundidad absoluta , contada desde la superficie misma del suelo , de la profundidad relativa , contada solamente á partir del nivel del mar. La mayor profundidad relativa alcanzada, es quizás la del pozo artesiano de Ncu-Salzwerk , cerca de Minden , en Prusia, que en junio de 1844 era de 607,4 m. ; la profundidad absoluta era de 680 m. La temperatura del ag-ua en el fondo del pozo, ascendía entonces á 32°, 7 admitiendo 9*^,6 para la temperatura media de la atmósfera, se tendria el aumento de 1° por cada 29,6 m. El pozo de Grenelle , en París, tiene 347 m. de profundidad absoluta. Según dice el misionero Imbert, á la profundidad de nuestros pozos artesianos, escede con mucho la de las fuentes de fuego (Ho-tsing), en China ; estos pozos se perforan con el objeto de procu- rarse gas hidrógeno , que se quema en las salinas para la evaporación del agua. En la provincia china de Szou-Tchouan . las fuentes de fuego tienen generalmente de 600 á 6')0 m. de profundidad ; en Tseou-Lieou- Tsing [lugar del derramamiento ferféiuo), se perforó á la cuerda en 1812, un ho-tsing de 975 m. (Humboldt, Asie céntrale, t. íl, p. 521 y 525; Aúnales de I' association pour la propagation de la Foi, 1829, núm. 16, \). 369 ). La profundidad relativa alcanzada en Monte-Massi , en Tos- cana, al Sud de V'oltera , solo es de 382 m. , según Matteucci. Es pro- bable que la hullera de Apendale, en Newcastle, sobre el Tyne (Stafford shire) , venga en profundidad relativa inmediatamente después del pozo artesiano de Neu-Salzwerk. En esta mina los trabajos de esplotacion se verifican á 725 yardas (658 m.) debajo de la superficie (Thomas Smith, Miner' s Guide , 1836, p. 160); no conozco desgraciadamente la altura exacta del suelo sobre el nivel del mar. La profundidad de la mina de Monk-Wearmouth , en Newcastle, es de solo 436 m. (Phillips en el Philos. Magaz., t. V, 1834. p. 446); la dei carbonage la Esperanza, en Seraing, 413 m., según M. de Dechen ; la de la antigua mina Marihaye, cerca de Val-Saint-Lambert , en el valle del Mosa, 376 m., según Ger- naert , ingeniero de minas. Las escavaciones mas profunda (midiendo ahora á partir del suelo) se han practicado en su mayor parte sobre me- setas ó en valles , de tal altura, que el nivel del mar ó ha sido escedido en muy poco, ó no ha sido alcanzado. Un pozo de mina, actualmente abandonado en Kuttenberg, en Bohemia, habia llegado á la enorme profundidad absoluta de 1151 m. (F. A. Schmidt , Berggesetze der ostei^r. Mon., primera parte, t. I, p. XXXIl). En San Daniel y en Geist, sobre el Roererbühel (distrito de Kitzbühl), llegaron los trabajos en el siglo XVI á 947 m. Aun se conservan los planos de los trabajos ejecutados sobre el Roererbühl en 1539. (.loseph de Sperges Tyroler Bergwerksgeschichk, — 387 — p. 121). Cf. también Humboldt, in die Gutachten über Heraníreibung des Meissner Slolkns in die Freiberger Erzrevier , impreso en Herder, ueber den jeht bcgonnenen Erbstollen , 1838, p. CXXIV). La estraordinaria pro- fundidad de estos trabajos parece haber sido conocida desde muy antig-uo en Inglaterra, pues Gilbert , de Magnete, asegura que el hombre ha podi- do penetrar en la corteza terrestre á 780, y aun á 975 m. de protundi- dad, « Exigua videtur térra; portio , qu?e unquam hominibus spectanda emergct aut eruitur: cum profundius in ejus viscera, ultra efftorescentis extremitatis corruptelam, aut propter aquas in magnis fodinis, tanquara per venas scaturientes , aut propter aeris salubrioris ad vitam operarium sustinendam necessarii defecíum , aut propter ingentes sumplus ad tan- tos labores exantlandos, mullasque difficultates, ad profundiores ter- rae partes penetrare non possumus; adeo ut quadringentas aut (quod rarissime) quingentas orgyas in quibusdam metallis descendisse , stu- pendus ómnibus videatur conatus." Guillielmi Gilberti. Colcestrensis , de Magnete Physiologianova, Lond., 1600, p. 40. Las profundidades absolutas de las minas de Freiberg , en Sajonia , son de S92 y 537 m, ; las profundi- dades relativas no esceden de 201 y 84 m. suponiendo que para hallarla altura del suelo sobre el nivel del mar se tome , con Reich , 387 m. para la de Freiberg. La profundidad absoluta de las minas de Joachimsthal, en Bohemia, no menos célebres por su riqueza que las de Freiberg, es de 646 m., sin que por esto hayan llegado los trabajos al nivel del mar, puesto que las medidas de M. de Dechen dan próximamente 731 m. para la altura de la superficie sobre este nivel. En el Hartz, el pozo Samson, en Andreasberg , tiene 670 m. de profundidad absoluta. En la antes América Española , no conozco minas mas profundas que las de Valen- ciana, en Guanaxuato (Méjico), donde he medido la profundidad abso- luta de losplaíies de San Bernardo: estos planes tenian 514 m. : por con- siguiente les faltaba todavía 1816 m. para llegar al nivel del mar. La profundidad de los antiguos trabajos de Kuttenberg' escede á la altura del monte Brocken, y es inferior á la del Vesubio en solo 65 m. Si se la compara á la altura de los mayores edificios construidos por la mano de los hombres (la pirámide de Cheosp y la aguja del campanario de la catedral de Strasburgo), se encuentra la relación de 8 á 1. Nuestros li- bros geológicos contienen tantos datos mecánicos de manifiesta inexac- titud , y estos datos han sido alterados con tanta frecuencia por falsas reducciones , que me ha parecido útil presentar aquí todos los documen- tos ciertos que he podido recoger sobre las profundidades absolutas y relativas de las minas y pozos artesianos. — Cuando se desciende de Je- rusalem hacia el mar Muerto dirigiéndose al Este , se goza de un espec- táculo único en el mundo ; y digo único por el estado actual de nuestros conocimientos sobre la hipsometria de la superficie terrestre ; á medida que se va llegando á la quebrada que sirve de lecho al Jordán, se camina — 388 — á cielo abierto sobre capas de rocas, cuya profundidad bajo el nivel del Mediterráneo es de 422 ra., según la nivelación barométrica de Bertou y Russegger. (Humboldt, Asie céntrale, t. II, p. 323.) (25) Pág. 145. — A falta de los trabajos mineros, las capas que se encorban en forma de bóvedas tumbadas que se ven caer y reaparecer mas lejos á una distancia determinada, pueden dar indicaciones preciosas a cerca de la constitución de las partes mas profundas de la costa ter- restre. Los datos de esta naturaleza tienen un g-ran interés para la geog- nosia. Debo las notas siguientes á un escelcnte geólogo , M. de Dechen: aLa profundidad de la depresión formada por las capas carboníferas de Luttichen el monte San Gilíes, según las medidas tomadas por mí, de acuer- do con nuestro amigo M. de OEynhausen , es próximamente de 1186 m. debaio de la superficie; como el monte San Gilíes no tiene mas de 130 m. de altura absoluta, el fondo del seno es de 1056 m. bajo el nivel del mar. El se- no de los lechos de carbón de piedra de Mons, es aun 368 m. mas profundo. Pero estas profundidades son bien pequeñas en comparación de laque pue- de deducirse de la disposición de los lechos de carbón de piedra de Saar- Revier (Saarbrücken.)En diferentes ensayos he hallado que la capa de car- bón situada en los alrededores de Duttweiler cerca deSaarlouis desciende hasta 6710 m. bajo el nivel del mar. «Este resultado escede en 2600 m. la profundidad que he atribuido en el testo aun seno formado por el plega- miento de los estratos devonianos. Los lechos de carbón de piedra de que habla Dechen se suceden asi bajo el nivel del mar, en tanto que el Chimborazo se eleva sobre el mismo nivel. A esta profundidad el calor terrestre debe ser de 224°. Desde las cimas mas altas del Himalaya hasta las capas donde lavejetacion del mundo primitivo se ha escondido, la dis- tancia contada verticalmente es de 14600 m. ó de V43B del radio de la Tierra. (26) Pág. U9.— Platón P/ííEdo, p. 97. (Aristóteles, lfeíaj)/í,p. 985). Cf. Hegel Geschichte der Philos., 1840, p. 16. (27) Pág. 149. — Bessel, Allgemeine Betrachlungen ueber Gradmessungen nach astronomisch-geodátischen Arbeikn, al fin de la obra de Bessel y Bseyer Gradmessung in Ostpreussen, p. 227. En cuanto al pasaje relativo á la luna, voy. Laplace. Expon, du Systéme du Monde, p. 308. (28) Pág. 150.— Plinio, 1. II. c. 68. Séneca. Natur. Qucest. Pmf, c. 2 uEl mundo es poco» decia Cristóbal Colon en una carta que escribió desde Jamaica á la reina Isabel, el 7 de julio de 1503, á fin de hacerla compren- der que el camino de España no podia ser largo cuando se buscaba el ^.Oriente partiendo de Occidente». Cf. nVi Examen critique del'hist, déla — 389 — Gcogr. au XV' siecle, t. I. p. 83: y t. II p. 327. Delislc, Fréret y Gosselia han sostenido que las contradicciones de los Grieg-os á cerca de las dimensio- nes de nuestro globo eran solo aparentes, y podían desvanecerse, teniendo en cuenta la diferencia de las estadías tomadas por unidades de medida; yo he demostrado en las dos partes citadas mas arriba , que esta opinión habla sido emitida ya en 1295 por Jaime Ferrer, en una proposición hecha por él para fijar la línea de demarcación papal. (29) Pág-. 150.-Brewster. Life ofsir Isaac Newton, 1831, p. 162: «The discovery of tlie spheroidal form of Júpiter by Cassini had probably di- rected the attention of Newton to the determination of its cause , and consequently to the true fig-ure of the Earth.» La primera publicación de Cassini acerca del aplanamiento de Júpiter (habíalo fijado en */jg) data de 1691 {Anciens Mémoires de VAcad. des Sciences, t. ÍI, p. 108). Pero La- lande advierte (Astron., 3.* edic, t, III, p. 335) queMaraldi poseía alg'u- nas hojas impresas de una obra latina de Cassini , «sobre las manchas de los planetas, V que prueban que Cassini conocía el aplanamiento de Júpi- ter con anterioridad al 1666 , es decir, veintiún años antes de la apari- ción de los Principia de Newton. (30) Pág. 151. — Seg-un las investigaciones hechas por Bessel , sobre diez medidas de grado, en las cuales tuvo en cuenta el error que descu- brió Puissant en el cálculo de la medida francesa de grado (Schumacher's Astron. Nachr., 1841 , n.° 438, p. 116), el semi-eje mayor del elipsoide de revolución que se aproxima mas á la figura irregular del esferoi- de terrestre, es de 3272077, '14 (6377398,'"!); el semi-eje menor es de 3261139. '33 ('6356079,°' 9j; el aplanamiento es de S'aggMSs- La longi- tud del grado medio de un meridiano es 57013 ',109 (111120," 64), con un error de -f- '2, '84 03 (5,"" 536); asi, pues , una milla geográfica equi- vale á 3807, '23 (7420,™ 43). Los resultados obtenidos anteriormente por otros autores , combinando las mismas medidas de grado , dan para el aplanamiento cantidades que oscilan entre V302y^^297• Walbeck, por ejemplo. De forma et magnitud ine Tellurisindemensis arcubus meridianis defi- niendis, 1819, encontró \302.78 ; y Ed , Sehmidt , en 1829, dedujo V287'49» de siete medidas de grado {Cours. de matliem. et de geogr. phys., p. v.)- Acerca de la influencia que grandes diferencias de longitud ejercen so- bre el aplanamiento polar, véase la Bibliothéque unimrselle, t. XXXIII, p,.181, y t. XXXV, p. 56; véase también la Conawsa«ce des temps, 1829, p. 290. Laplace dedujo tan solo de las desigualdades lunares el valor del aplanamiento, que fijó en Vsoí'B- según las antiguas Tablas de Bürg; y más tarde en V299»2 según las observaciones de la Luna discutidas por Burckhardl y Bouvard {Mecanique celeste, t. V. p. 13 y 43). — 390 — (31) Pág. 151.— lié aquí los valores del aplanamiento que se han de- ducido de las oscilaciones del péndulo: resultado general de la gran es- pedicion de Sabine (1822 y 1823 desde el Ecuador hasta 80° de latitud Norte) V288'7' según Freycinet, escluyendo las series de la Isla de Fran_ cia, de Guam y de Mowi (Maoui), Vjse-a' según Fo-ster, V/jgg^s; según Duperrey, V266' según Lütke (Partie nautique , 1836, p. 232), Vjgg' ^^ once apostaderos. Las observaciones hechas entre Fornientera y Dun- kerque (Conaiss. des temps, 1816, p. 330), han dado V298'2' según Malhieu. entre Formentera y la isla de Unst, Vao*» según Biot. Cf. Baily, Reporí on Pendulum experimenls , en las Memoirs ofthe royal Astron. Society, t. VIÍ. p. 96; Borenius, en el Bulletin de VAcad.de Sahü Peiershourg , 1843, t. I, p. 25. El [primero que propuso emplear la longitud del péndulo de segundos como base de un sistema de medida, y tomar el tercio de esta longitud que se supone constante en toda la-tierra, por pea horarius; unidad de medida cuyo valor podían encontrar siempre todos los pue- blos, fue Huygens en s\i Horolofjium oscilaínrium . 1673, prop. 25. Este mismo deseo se encuentra reproducido en un monumento erigido solem- nemente en el Ecuador por Bougucr, la Condamine y Godin. Léese en la hermosa mesa de mármol que he encontrado intacta en el antiguo cole- gio de Jesuiías de Quito, «Penduli simplicis sequinoxialis unius minuli secundi archetypus , nionsune naturalis exemplar, utinam universalis.» Según lo que dice La Condamine en su Journal de Voyage á l'equateur, 1751 , p. 153, acerca de ciertas lagunas de la inscripción , y sobre sus dife- rencias con Bouguer con motivo de algunos números, esperaba yo en- contrar notables discordancias entre la mesa de mármol y la inscripción publicada en París. Hechas todas las comparaciones, no he podido hallar mas quedos diferencias poco importantes, á saber: exarcugraduum, 3 72' en vez de ex arcu graduum plus quamtnum; y la fecha de 1745, en vez de la de 1742; fecha bien singular la primera, porque La Condamine y Bouguer volvieron á Europa en 1744, el uno en el mes de noviembre, y el otro en el de junio; y el mismo Godin habia ya abandonado la Amé- rica en julio de 1744. La corrección mas importante y útil que pudo ha- cerse á los números citados en la inscripción, habría sido la de la longi- tud aslron«3mica de la ciudad de Quito (Humboldt, Recueü d'Observ. astron. t. II, p. 319-354). Las latituiles, inscritas por Nouet en los monumen- tos egipcios, dan un nuevo ejemplo del peligro que se corre al conceder con mucha ligereza una especie de solemne perpetuidad a resultados fal- sos ó mal calculados. (32) Pág. 152.— Acerca del crecimiento de la pesantez que se ha ob- servado en las islas volcánicas (Santa Elena, Oualan , Fernando de No- ronha,Isla de Francia, Guaham, Mowi, é islas Galápagos) escepto la isla de Rawak que difiere de esta regla, quizás á causa de su proximidad á las — 391 — tierras altas de la Nueva-Guinea (Lütke, p. 240), véase Mathieu, en la Hist. de VÁstron. au XVIII.e siécle, por Delambre, p. 701. (33) Pág-. 152.— Numerosas observaciones han probado, que existen, en medio de los mismos continentes, atracciones locales que se anuncian por grandes irregularidades en la longitud del péndulo (Delambre, Mesure de la meridienne, t. III, p. 548 ; Biot, en las Mém. de VAcad. des Sciences, t. Yin, 1829, p. 18 y 23). Cuando se atraviesa del Oeste al Este, el Mediodía de la Francia y la Lombardía, se encuentra en Burdeos la me- nor intensidad de la pesantez; luego crece rápidamente en Figeac, en Clermont-Ferrand y en Milán, hasta Padua , donde llega á su máxi- mum. La inflnencia de la vertiente meridional de los Alpes en estas variaciones, no debe atribuirse únicamente á la gran masa de esta cade- na; pertenece especialmente á las rocas de melafiro y serpentina que han verificado su levantamiento : esta opinión se debe á Elias de Beau- mont en sus Rech. sur les Revol. de la surface du globe , 1830, p. 729. Lo mismo puede decirse de las vertientes del Ararat, que está con el Cáucaso casi en el centro de gravedad del antiguo continente (Europa, Asia y África); las notables observaciones del péndulo que Fedorow ha hecho en este punto, lejos de comprobar la existencia de cavidades subterrá- neas, autorizan por el contrario, para suponer la de masas volcánicas de gran densidad. (Parrot, Voyageau mont Ararat, t. II, p. 143). Hállanse en las operaciones geodésicas de Carlini y Plana , en Lombardía, diferencias de 20" á 47", 8 entre las latitudes astronómicas y las latitudes dedudidas de estas operaciones (vénse, por ejemplo, Andrate y Mondovi, Milán y Pádua, en las Opératíons géodcs. etastron. four lamesure d'un are duparalléle moyen, i. II, p. 347; Effemeridí astron. di Milano, 1842, p. 57). Si se cal- cula la latitud de Milán por la de Berna por medio de la triangulación francesa , resultan 45° 27' 52" para dicha latitud, mientras que las ob- servaciones astronómicas han dado 45° 27' y 35". Como las perturbacio- nes se estienden en las llanuras de la Lombardía hasta Parma , muy al Sud del Pó (Plana, Opérat. géodés., t. II, p. 847), puede creerse que la des- viación que esperimenta la plomada dependa de la naturaleza del suelo mismo déla llanura. Efectos semejantes ha probado Struve en los llanos mas unidos de la Europa oriental (Schumacher' s Asíron. Nachr , 1830, número 164, p. 399). En cuanto á la influencia de las ma^as pesadas que se suponen á una profundidad igual á la altura media de la cadena de los Alpes, véanse las espresiones analíticas que Hossard y Rozet han in- sertado en las Compfes rendus, t XVllI, 1844, p. 392; y Cf. conPoisson, Tr-aité de Mecanique (2.^ ed.), t I, p. 482. La primera indicación déla in- fluencia que las rocas de diferente naturaleza pueden ejercer en las osci- laciones de un péndulo, ha sido dada por Thomas Young en las PW/os. trancsact. for, 1819, p. 70-96. Pero cuando se trata de deducir de las ob- — 392 — servaciones del péndulo alguna conclusión acerca de la curvatura de la tierra, es preciso no perder de vista que la consolidación de la costra ter- restre puede haber sido anterior a la erupción de las masas basálticas y metalíferas. (34) Pág-. i:>2.— Laplactí. Exp. duSyst, du Monde, p. 231. (35) Pág. 153. — ^Las observaciones del péndulo hechas por la Calilo, en el cabo de Buena-Esperanza, y calculadas con el mayor cuidado por Mathieu (Delambrc Hist. de l'aslron. au XVIII. siecle p. 479), dan un apla- namiento de V284>i: pero de cualquier manera que se conbinen las obser- vaciones hechas bajo las mismas latitudes en ambos hemisferios, no hay razón alguna para creer que el aplanamiento del austral sea mayor que el del boreal (Biot, en las Mem. de l'Acad. des sciences, t. VIH, 1829. p. 39-41.) (36) Pág. 153. — Los tres métodos de observación dan los resultados siguientes; l.°por la desviación de la plomada cerca del monte Sheha- llien(engalo Tichallin) en el Perthshire, método propuesto antiguamente por Newton, y ejecutado en 1-774-1776 y en 1810 por Maskelyne, Hulton, y Playfair: 4713; 2.° por las oscilaciones del péndulo, observado sobre el vértice de una montaña y en la llanura: 4837 (observaciones de Carlini sobre el Monte Genis, comparadas con las de Biot en Burdeos, Effemer. astr. di Milano, 1824, p. 1S4;; 3.° por la balanza de torsión , con el auxi- lio de un aparato imaginado primitivamente por Mitchell: 5,48 según Cavendish; (5.32, segunla revisionquehizoHuttonde los cálculos; y5, 52, según nueva revisión de Eduardo Schmidt; Lehrbucb der mathem. GeogrJ t. I, p. 487); Reich encontró por la balanza de torsión, 5,44. En el cálculo de estas últimas investigaciones, verdadera obra maestra de exactitud, el profesor Reich obtuvo primero por termino medio, 5,43 (con un error probable de 0,0233 únicamente); pero teniendo en cuéntalo que la fuerza centrífuga hace disminuir la intensidad de la pesantez en la latitud de Freiberg (59° 55'), obtíenese de unitivamente 5,44. La sustitución del hierro fundido al plomo no produce diferencia alguna que no pueda atri- buirse justamente á levísimos errores de observación; no se ha manifes- tado señal alguna de acción magnética (Reich, Versuche über die mittlere Dichtigheitder Erde, 1838. p. 60, 62 y 66.) La densidad media di la tierra que se dedujo primeramente de las observaciones hechas en el vértice y al pie de las montañas, tiene de me- nos casi Ve: 4,"61 (Laplace, Mecan. celeste, t. V. p. 46) ó 4,785 (Ed. Sch- midt, Cours de Geograpfi. mattem. 1. 1. § 387 y 418.) Esta diferencia se espli. ca por haber asignado en los cálculos al aplanamiento un valor menor ¿leí real, y por la dificutad de determinar con exactitud la densidad de — 393 — las rocas de la superficie. Sobre la hipótescs de Halley (citada en la pá- gina ISSdel testo) que consideraba la tierra como una esfera hueca (ori- g-en de las ideas de Franklin á cerca de los temblores de tierra), véanse las Philos. Transaet. fortheyear. 1693 t. XVII p. 563. (On the structure of the internal parís of the Earth and the concave habitated arch ofthé shell). Halley piensa que es mas dig-no del Creador «que el globo terrestre esté habitado en el inteiior y en el esterior como una casa de muchos pisos, sin que sea obstáculo la falta de luz interior, pues debe haber provisto de alg-un modo á esta necesidad, (pág-. 576)" (37) Pág-. 156.— Esta cuestión ha sido objeto de los bellos trabajos anahticos de Fourier, Biot, Laplace, Duhamel y Lame. En la Théorie ma- thmatique de laChaleur. 183o, p. 3,428-430, 436 y 521-524 (véase también el estracto hecho por de La-Rive en la Bibliothéqueunivers. de Genéve. t. LX. p. 415). Poisson ha desarrolado una hipótesis completamente opuesta á las miras de Fourier {Theorie analytique déla Chaleur); niega que el núcleo de la Tierra este actualmente en estado líquido , y según él , «cuando la tierra se ha enfriado irradiando hacia el medio concentrante , las partes de la superficie que se han solidificado primero, se han precipitado al pun- to hacia el centro, y una doble corriente ascendente y descendente ha disminuido asi, la gran desigualdad que hubiera tenido lugaren un cuer- po sólido, cuyo enfriamiento se verifica á partir de la superficie.» El gran geómetra admite que la solidificación ha comenzado por las partes mas aproximadas al centro ; «que el fenómeno del calor que crece con la pro- fundidad no se estiende á la masa total del globo , y que es una simple consecuencia de nuestro sistema planetario en el espacio celeste , cuyas diversas partes poseen, en virtud del calor estelar, temperaturas muy dife- rentes.» El calor de las aguas de nuestros pozos artesianos no seria, por consiguiente, según Poisson, sino un calor estraño que hubiese penetrado del esterior al interior del globo terrestre: «podria este compararse á un pedazo de roca que se transportara del ecuador á los polos, con la rapidez bastante para que no tuviese tiempo de enfriarse por completo; el creci- miento de temperatura no llegarla en un pedrusco semejante sino hasta las capas próximas al centro.'- Puede leerse en los Annalen der Plmik und Chemie de Poggendorff, t. XXXIX, p. 93-100, las justas objecciones que ha levantado esta singular teoría cosmogónica , que atribuye á los espa- cios celestes un fenómeno que se esplica mejor por el pp.so de la materia primitivamente gaseosa al estado actual de solidificación. (38) Pág. 157. — El aumento de calor indicado por el pozo de Grenelle, en París, es de 1° por cada 32 m. ; el que señala el pozo artesiano de Neu- Salzwerk, cerca de Minden, en Prusia, de l*^ por cada 29, '"6; exactamente — 394 — como el pozo artesiano de Pregny , cerca de Ginebra , no obstante que su orificio está situado á 490 m. sobre el nivel del mar , según Augusto de la Rive y Marcet. Este método fue propuesto por vez primera en 1821 por Arago (Ánnuaire du Bureau des longitudes, 183o, p. 234); acabamos de ver cuan admirablemente concuerdan los resultados obtenidos en tres pozos artesianos, cuyas profundidades son respectivamente S47 , 680 y 221 metros. Si hay dos puntos en la tierra, colocados á corta distancia uno debajo de otro , cuyas temperaturas medias anuales sean conocidas perfectamente , estos dos puntos se hallan en el Observatorio de París, donde la temperatura media del aire osterior es de 10°. 822! y de 11°, 834 la de los sótanos, resultando una diferencia de l,°012 por cada 28 m. de profundidad. (Poisson. Théorie mathem. de la Chaleur, \>. 415 y 462). Pa rece que en el transcurso de los últimos diez y siete años, ciertas causas cuya naturaleza no se conoce aun perfectamente , hacen subir 0°,220, no la temperatura de los sótanos del Observatorio , sino las indicaciones del termómetro que hay fijado en ellos. Si los pozos artesianos presentan probabilidades de perturbación en su temperatura propia á poco que las aguas estrañas se introduzcan en ellos por las grietas laterales. las ob- servaciones hechas en las minas están espuestas á muchos errores, mer- ced á las corrientes de aire friu que allí circulan sin cesar. Las nume- rosas investigaciones de Reich acerca de la temperatura de los pozos de las minas de Sajonia , dan un aumento algo menor de calórico, pues es solo de 1° por cada 41, "'84. (OUervations sur la température des cauches á diverses pro fondeurs , 1834, p. 134). Sin embargo, Philips ha hallado (Poggend, Annalen. i. XXXIV. p. 191) en un pozo de la mina carbonífera de Monk-Wearmouth , en Newcastle , cuya profundidad es de 456 metros bajo el nivel del mar, un aumento de calor de 1° por cada 30, m. 4, re- sultado casi idéntico al que Arago y Walferdin obtuvieron en el pozo deGrenelle referido. (39) Pág. 158. — Boussingault, Sur la profondeur a laquelle se trouve la conche de température invariable, entre íes tropiques, en los Anuales de Chimie et de Physique. t. Lili, 1833, p. 225-247. (40) Pág. 159.— Laplace, Exp. du Syst. du Monde, p. 229 y 263; Méca- nique celeste, t. V, p. 18 y 72. Es de notar que la fracción de V170 de gra- do centesimal del termómetro de mercurio , con la cual se designa en el testo el límite de la estabilidad de la temperatura terrestre desde el tiem- po de Hiparco , supone que la dilatación de las materias de que se com- pone el globo terrestre, es igual á la del vidrio, ó á Viocooo P^'' ^^^^ grado del termómetro. Véanse las notas de Arago acerca de esta hipó- tesis en el Ánnuaire para 1834 , p. 177-190. (41) Pág. 160.— William Gilbert, de Colchester , á quien llamaba — 395 — Galileo «grande hasta escitar envidia,» dccia ya: «Magnus magneg ipse est globus terrestris. » Ridiculizando las montañas de imán que Fracastor, ilustre contemporáneo de Cristóbal Colon, colocaba en los polos, añade: « Rejicienda est vulgaris opinio de montibus magneticis, aut rupe aliena magnética, aut polo pliantástico á polo mundi distante." Admite que la declinación de la aguja imantada es invariable sobre toda la tierra (varialío unius cujusque loci constans est), y esplica las cur- vaturas de las líneas isogónicas por la conliguracion de los continentes y la situación del fondo délos mares, cuya acción magnética es menor, que la de las masas sólidas que se levantan sobre ¿1 nivel del Océano. (Gübert. de Magnete, ed. de 1633, p. Í2, 98, 132 y loo.) (42) Pág. 160. — Gauss. Allyemeine Theorie des Erd-magnetismus , en Rc- suUaíe aus denBeob. des magnef. Vereins, imJahr, 1838, § 41, p. o6. (43) Pág. 161. — Existen otras causas perturbadoras aun mas locales, que tienen su asiento quizás á menos profun idad , y cuyos efectos no se estienden á largas distancias. — Yo hice conocer hú tiempo un ejemplo muy raro de estas perturbaciones escepcio nales, sentidas en las minas de Sajonia y no en Berlín. (Lettre de M. de Humholdt á S. A. R. le duc. de Sussex, sur les moyens propres d perfedionner la connaissance dti magnetisnig terrestre, en el Traüé experimental de l'electricité de Becqucrel, t. Vil, p. 442.) Hanse manifestado ciertas tempestades magnéticas simultá" neamente desde Siciha á Upsala , sin propagarse de Upsala á Alten. (Gauss. y Weber. Resultate desmagnet. Vereins. 1839, p. 128; Lloyd, en las Comptes Rendus de l'Academie des Sciences, t. XIII, 1843. p. 725 y 827). Entre los numerosos y recientes ejemplos de estas perturbaciones que Sabine ha reunido en su importante obra (Observ. on days of unusual magnetic disturhance , 1843), uno de los mas notables es el del dia 23 de setiembre de 1841 : la perturbación se hizo sentir en Toronto , en el Ca- nadá , en el cabo de Buena- Esperanza , en Praga y en parte , por lo me- nos, de la Tierra de Van-Diémen. Los ingleses dan tanta importancia á 1^ solemnidad del domingo, que creerían cometer un pecado si consintie- sen en leer una escala gradual después de las doce de la noche del sába- do, aunque se tratase de los fenómenos mas maravillosos de la Creación. Ahora bren ; como la tempestad magnética de que nos ocupamos acaeció precisamente en la sierra Yan-Diémen , en domingo , á causa de la dife- rencia de longitud , la observación no fue completa. (Observ. p. XIV, 78, 8o y 87). (44) Pág. 161.— En el Journal de Phisyque de Lamétherie, 1804, t. LIX, p. 449, he mostrado cómo puede determinarse la latitud por medio de la inclinación de la aguja imantada en una costa dirigida siempre de Nor- te á Sud , que como las de Chile y el Perú , estén constantemente en- — 396 — vueltas por la niebla (garua) unapartedel año. Esta aplicación es de gran utilidad en aquella localidad por la corriente violenta; que vá del Sud al Norte hasta cabo Fariña, la cual haria que un navegante perdiese mucho tiempo , si por no conocer bien su latitud se dirigiese á la costa norte del puerto donde quisiera detenerse. Desde el Callao de Lima hasta Trujillo, en el mar del Sud, es decir, en una diferencia de latitud de 3°, 57', he encontrado 9° (división centesimal) de variación en la in- clinación de la aguja imantada; desde el Callao á Guayaquil por 9°, 50' de diferencia de latitud , 33°, 05 de diferencia en la inclinación magnéti- ca (véase mi Relation hisloriqui , t. llí , p. 622). En Guarmey (10°,4' lal. Sud), en Huaura (lat. 11°, 3'), y en Chancay (11°,22') las inclinaciones son respectivamente , 6°, 80 ; 9°, 00 ; y 10°35 de la división centesimal. Este método para determinar la latitud por medio de la brújula de incli- nación , es , pues, perfectamente aplicable cuando el buque camina cor- tando casi en ángulo recto las líneas isoclínicas , y tiene, sobre los demás métodos, la notable ventaja de no exigirla determinación de la hora, ni por consiguiente la observación del Sol y restantes astros. He descubierto muy recientemente que á fines del siglo XVI, veinte años después de la in- vención del Inclinatorium por Roberto Norman , William Gilbert propuso en su grande obra deMagnete, determinar la latitud por medio de la aguja imantada, cuando el cielo está nebuloso «aere caliginoso.» (Phisiologia nova de Magnete, 1. V. , c. VIH , p. 200). Edward Wright dice en el pre- facio colocado al frente de la obra de su maestro , que proposición seme- jante « vale mucho oro. » Pero como creia con Gilbert , que las líneas isoclínicas coincidian con los paralelos de la esfera , así como el Ecuador magnético con el Ecuador geográfico , no observó que este método no puede emplearse en todas partes, sino únicamente en ciertas localides. (45) Pág. 162.~(;auss y Weber. Resultate r. p. 485). (81) Pág. 183. — Saint Martin, en las eruditas notasque ha reunido en la Histoire du Bas-Empire, de Lebeau, t. IX, p. 401. (82) Pág. \8S.—Hamho\(\l, Asie céntrale, i. 11, p. 110-118. Sobre la di- ferencia entre el sacudimiento de la superficie y el de las capas inferio- res, véase Gay-Lussac en los Anuales de Cfiimie et de Physique, t. XXII, p. 429. (83) Pág. 184. — ííTutissimum est cuní vibrat crispante ícdificioruní crepitu; et cuní intumescit assurgens alter noque motu residet, innoxium et cum concurrentia tecta contrario ictu arietant; quoniam alter niotus al- teri renililur. Undantis inclinatio et fluctus more qusedam volutatio in- festa est, aut cum in unam partem totus se motus impellit.» Plinio. 1. 11, c. 82. (84) Pág, 183.— En la misma Italia empieza á reconocerse cuan poco dependen los temblores de tierra de los fenómenos metereológicos, y del aspecto del cielo antes de las sacudidas. Los datos numéricos de Federico — 408 — Hoffmann concuerdan perfectamente con las esperiencias del Abate Scina de Palermo; véanse las obras postumas del primero, t. II, p. 366-375. Yo mismo he notado en diferentes veces que una niebla rogiza se veia poco tiempo antes de las sacudidas, en el momento en que se oia un fuerte trueno. {Relat. hist. 1. IV, c. 10). Un físico de Turin,. Vasalli Candi, ha visto fuertemente agitado el electro-metro de Volta durante los largos temblores de tierra que duraron en Pignerol, desde el 2 de abril al 17 de- mayo de 1808 {Journal de Phisique, t. LXVII, p, 291). Pero las nieblas, las variaciones bruscas de la electricidad atmosférica y la calma del aire, no se refieren necesariamente á los temblores de tierra, é incurriríamos en gran error si les atribuyésemos una general significación, porque se ha observado por do quiera, en Quito, en el Perú, en Chile, y lo mismo en el Canadá que en Italia, que los temblores de tierra acaecen igualmente en un cielo sereno y completamente despejado de nubes, que reinando una brisa fresca de tierra ó de mar. Pero aun reconociendo que los temblores de tierra no van precedidos ni anunciados por ningún signo meteorológico, aun durante el dia en que deben hacerse sentir, conviene sin embargo no rechazar con desprecio ciertas creencias populares que atribuyen alguna influenciadlas estaciones (los equinoccios de otoño y de primavera), á los principios de la estación de las lluvias bajo los trópicos después de una larga sequia, y por fin á la vuelta de los monzones; conviene no desde- ñarlas fundándose en nuestra actual ignorancia acerca de las relaciones que pueden existir entre los fenómenos subterráneos y los meteorológi- cos. Investigaciones numéricas ejecutadas con estremado celo por M. de- Hoff, Pedro Merian y Federico Hoffmann, con objeto de establecer el modo- de distribución de los temblores de tierra en 'las diferentes estaciones del año, están contestes en fijar el máximum hacia la época de los equinoccios. Es muy singular que Plinio haya llamado á los temblores de tierra tempes- tad subterránea, y es mas curioso aun el ver qué razones da en apoyo de su fantástica teoría. Para él, la semejanza no está solamente en el estrépito que acompaña generalmente este fenómeno formidable; lo que le sorpren- de sobre todo és, que las fuerzas elásticas, cuya tensión creciente acaba por quebrantar el suelo, se reúnen en las entrañas de la tierra, cuando faltan en la atmósfera. «Ventos in causa essc non dubium reor. Ñeque enim unquam intremiscunt terrse, nisi sopito mari coeloque adeo tranqui- llo, ut volatus avium non pendeant, subtracto omni spiritu qui vehit; nee unquam nisi post ventos conditos, scilicet in venas et cavernas ejus oc- culto afflatu. Ñeque aliud est in térra tremor quam in nube tonitruum; nec hiatus aliud quam cum fulmen erumpit, incluso spiritu lucíante et ad \i- bertatem exire nitente.» (Plinio, 1. II, c. 79). Por lo demás, en Séneca {Natur. QuiBst, 1. II, c. 4-31), se encuentra el germen bastante desarrollado de todo lo que ha sido dicho ó imaginado hasta en estos últimos tiempos^ acerca de las causas de los temblores de tierra. — 409 -- (85) Pág-. 18o. — He demostrado en mi Relat. hist., í. I, p. 311 y 513, que la marcha de las variaciones horarias del barómetro , no se inter- rumpe ni antes ni después de un temblor de tierra. (86) Pág. 186— Humboldt, Relat. hist., t. T,p. oIü-517. (87) Pág-. 188.— Véase acerca délos J?ramí(íos de Guanaxuato, miEssai poUt. sur la Nouv. Espagne, t. I , p. 303. A este estrépito subterráneo no acompaiíó ninguna sacudida en las minas profundas ni en la superficie; (la ciudad de Guanaxuato está situada á 19oo m. sobre ol mar); no se oyó en el terreno vecino, sino únicamente en la parte montuosa de la Sierra, desde la Cuesta de los Aguilares , no lejos de Marfil , hasta el Norte de Santa Rosa. Las ondas sonoras no llegaron aciertas regiones aisladas de la Sierra, colocadas á4 ó 5 miriámetros al Nor-Oeste de Guanaxuato, cerca del manantial de agua caliente de San José de Comangilias. No es posible imaginarse el esceso de autoridad á que creyeron deber recurrir los magistrados de este gran centro de industria metalúrgica, cuando el terror causado por el trueno subterráneo llegó á su colmo. «Toda familia que huya será castigada con una multa de 1000 piastras si es rica, y con j dos meses de prisión si es pobre. La milicia tiene orden de perseguir y \ volver á traer á los fugitivos.» Lo que hay de mas curioso en esta histo- ! ria singular, es la confianza afectada por la autoridad (el Cabildo): véase lo que he leido en una de las Proclamas: «La autoridad sabrá reconocer en su sabiduría, el momento del peligro inminente, y entonces pen- sará en la fuga. Por el momento basta con que continúen las procesio- nes.» Llegó el hambre; porque el miedo á los truenos impidió á los habi- tantes de las tierras altas proveer de granos á la ciudad. Los antiguos conocían también los ruidos subterráneos sin sacudidas. Véase Aristóte- les, Meteor, t. II, p. 802: Plinio, t. II, c. 80. El ruido singular que se oyó desde Marzo de 1822 hasta setiembre de 1824 en la isla dalmática de Me- ; déla (á 3 miriámetros de Ragusa), ruido del cual ha dado esplicacion sa- tisfactoria Partscli, va alguna vez acompaiíado de sacudidas. (88) Pág. 190— Drake, Nat. and Statist. View of Cincinati, p. 232-238; Mitchell, en las Transadions of theLitt. and Philos. Soc. ofNeío-York, t. I, p. 281-308. En el condado piamontés de Pignerol, vasos llenos de agua hasta los bordes permanecieron en movimiento durante horas enteras. (89) Pág. 191. — Se dice en español; rocas que hacen puente. Estas in- terrupciones, verdaderamente locales, de los quebrantamientos trasmiti- dos por las capas superines , tienen quizás alguna analogía con un fenó- meno notable que se ha presentado á principios de este siglo en las mi- — 410 — ñas de Sajoiiia: fuertes sacudidas se hicieron sentir con tanta violencia en las minas de plata de Mariemberg-, que los obreros espantados se die- ron prisa á subir; y sin enibarg-o, sobre el suelo no se habia esperimen- tado sacudida alguna. Hé aquí ahora el fenómeno inverso: en noviem- bre de 1823, los mineros de Falem y de Persberg no esperimentaron sacudida alguna hasta el momento mismo en que sobre su cabeza un violento temblor llevaba el espanto á los habitantes de la superficie. (90) Pág. 191.— Sir Alex, Burnes, Travels inio Bokhara, t. I, p. 18; y Wathen, Mem, on the Usbek State en el Journal of the Asiatic Soc. of^en- gal, t. III, p. 337. (91) Pág. \n.-Philos. Transad., t. XLIX, p. 414. (92) Pág. 193. — Véase acerca de la frecuencia de los temblores de tierra en Cachemira, la traducción del antiguo Radjata rangini, por Tro- yer, 1. 11, p. 297, y Carlos de Hiigel. Rehén, t. II, p. 184. (93) Pág. 19 í. — Strabon, 1. I, p. 100, Casaub. La prueba de que la es- presion 7rr/A,oi; ^Laitvpov Tuorafióv, no significa lodo (erupción de cieno) sino mas bien lava , resulta claramente de otro pasaje del mismo actor (Stra- bon, 1. VI, p. 412). Cf. Walter. Ueber Abnahme der vulkanischen Thaitigkiüin historischen Zeiten 1844, p. 25. (94) Pág. 196. — Acerca de los pozos de fuego artesianos (Ho-tsing) en China', y acerca del empleo de gas trasportado con ayuda de tubos de bambú á la ciudad de Khioung-Tchcou, véase Klaproth en mi Añe cén- trale i. II, p. S19-530. (93) Pág. 196. — Véasela escelente obra de Bischof Wdrmelehere des in- neren Erdkorpers. (96) Pág. 196. — Boussingault (Aniiales de chimie., t. LIII, p. 181), no ha notado ácido hidroclórico en las emisiones gaseosas de los volcanes de Nueva Granada, en tanto que Monticelli lo ha encontrado en enormes cantidades en los productos de la erupción del Vesubio en 1813. (97) Pág. 196. — Humboldt, Recueild' Observ. astronomiques. t. I. p. 311 Nivellenient barometrique de la Cordillére des Andes , n.° 206). (98) Pág. 197. — Adolfo Brongniart, en los Anuales de Sciences naíure- lles. i. XV, p. 225. — 411 — (99j Pág. 197.— Bischof, obra citada p. 32i. ñola 2. (100) Pág:. 198.— Humboldt, Asie céntrale t. I, p. 43. (1) Pág 198 — Acerca de la teoría de las líneas isóg^etermas {chthoni sothermes) véanse los ing-eniosos trabajos de Kupffer en los Annalen de Poggend. t. XV, p. 184, y t. XXXII, p. 270; en el Voyage dans I' Oural , p. 382-398; y en /' Edinb. Journal of Sciences new series, t. IV, p, 335. Cf. Kaemtz Lehrhuch der Meteorologie t. II. p. 217; y acerca de la elevación de las chthonisothermas en el país de las montañas, Bischof, p. 174-198. (2) Pág-. 198.— Leopoldo de Buch, en los Annalen de Pog'g-end. t. XIL p. 405. (3) Pág-, 198.— La temperatura de las g-otas de lluvia habia bajado ú 22° 3, cuando la temperatura del aire era de 30 á 31° alg-unos mo_ mentos antes ; durante la lluvia la temperatura atmosférica era de 23°. 4; véase mi Relat. hist. t. II, p. 22. La temperatura inicial de las gotas de lluvia depende de la altura de la capa nebulosa y del grado de calor que los rayos del sol han transmitido á la cara superior de esta capa; pero esta temperatura cambia durante la caída. Cuando las gotas de lluvia empiezan á formarse, su temperatura es superior á la del medio próximo, á causa del calórico latente que llega á ser libre ; luego, al caer, atravie- san capas de aire mas bajas y mas calientes, donde crecen su temperatura y también su volumen, por la condensación del vapor de agua contenido en las capas; (Bischof Warmelehere des Í7in. Erdkürpers, p. 73); pero este crecimiento de temperatura está compensado con la pérdida de calórico que entraña la evaporación de las mismas gotas. Si se prescinde de la elec- tricidad magnética , cuyos efectos se hacen probablemente sentir en las lluvias de tempestad, puede atribuirse el enfriamiento de la atmósfera durante la lluvia, primero á la temperatura inicial mas pequeña que han adquirido las gotas en las altas regiones, luego, al aire frió de las capas superiores que arrastran consigo; y por último , á la evaporación que se establece sobre el suelo humedecido. Tal es , en efecto , la marcha ordina- ria del fenómeno. Pero en ciertos casos raros las gotas de lluvia son mas calientes queel aire próximo al suelo (Humboldt, Relat liist., t. líl, p. 513), lo que dimana tal vez déla presencia de corrientes de aire caliente en las altas regiones ó de la temperatura elevada que la insolación puede desar- rollar en las capas de nubes muy estendidas y poco espesas. Añadiremos que Arago ha demostrado, en el Annuaire para 1836, p. 300, como se unen la magnitud y el crecimiento de volumen de las gotas de lluvia, al fenómeno de los arcos suplementarios del arco iris, que se han esplicado por la interferencia de rayos luminosos; esta sabia discusión ha hecho — 412 — ver todo el partido que puede sacarse de un fenómeno óptico convenien- temente observado, para esclarecer las cuestiones mas arduas de la me- teorología. (i) Vág. 199. — Seg-un las observaciones decisivas de Boussingault no puede dudarse de que la temperatura del suelo á corta profundidad es ig-ual á la temperatura media de la atmósfera , bajo los trópicos. Me per- mitiré citar los ejemplos sig-uientes : ESTACIONES enla zona tropical. i pié 0™ , 32) debajo de la su- perficie de la tierra. ■ Temperatura media de la at- mósfera. Alturas sobre el nivel del mar. Guayaquil Anserma nuevo Zupia Popayan Quito 26°,0 23°,7 21V'i 18°,2 lo^5 25°,6 23°,8 2r,a 18",7 lo^o 0 1050 m. 1225 1807 2910 La duda que mis propias observaciones en la caverna de Caripe (Cueva del Guácharo) han podido dar lugar respecto á este asunto (Relat. hist. , t. III, p. 191-196), desaparece ante la siguiente observación. He comparado la temperatura media probable del aire del convento de Caripe (18°, S), no á la temperatura del aire en la caverna (18°, 7) si no ala del arroyo subter- ráneo (16°, 8); siempre habia yo reconocido (Relat. hist., t. III, p. 146-194), que era muy posible que se mezclasen aguas procedentes de las altas montañas con las de la caverna. (o) Pág. 200. — Boussingault , en los Annales de chimie, t. LII, p. 181. La temperatura de la fuente de (^laudes-Aigues, en Auvergnia, no pasa de 80°. Es también de notar que todas las fuentes situadas sobre las ver- tientes de ciertos volcanes aun activos (el Pasto, el Cotopaxi , el Tungu- ragua), no tienen una temperatura mayor de 36 á S4°, en tanto que las Aguas calientes de las Trincheras (al Sud de Porto-Cabello), salen de un gra- nito dividido en hiladas regulares, con una temperatura de 97°. (6) Pág. 201.— La Casotis (fuente de San Nicolás) y la fuente de Casta- lia (al pié de las Phedriadas) están descritas enPausanias, 1. X, c. 24, y 1. X, c. 8; la del Pirene [Acrocorinio), en Strabon, p. 379; la fuente de Era- — 413 — sinos (sobre el cliaon, al Sudde Arg^os), en Herodoto, 1. VI, c. 67, y en Pausanias , 1. II , e. 24 ; las termas de Edepso (en Eubea) , cuya tempera- tura es para los unos de 31° y para los otros de 62 á 73°, en Strabon p. 60 , 447 , y en Ateneo , 1. II , c. 3 ; las fuentes de las Termopilas , si- tuadas al pié del (Eta , y cuyo calor es de 6o°, en Pausanias , 1. X, c. 21. (Estracto de notas manuscritas del profesor Curtius , sabio compañero de viaje de Otfried MüUer.) (7) Pág. 201. — Plinio, 1. II, c. 106; Séneca, Epist. 79, § 3 (ed. Ruh- kopf); (Beaufort, Survey of the Coast of Karamania , 1820, art. Yanar, cerca de Deliktasch , la antigua Phaselis, p. 24), Cf. también Ctenias, Fragm., c. 10, p. 230, ed. Bsehr ; Strabon, 1. XIV, p. 665, Casaub. (8) Pág. 201. — Arago, en el Annuaire para 1833, p. 234. (9) Pág. 201.— Ada S. Patricii, p. 333, ed. Ruinard, t. II, p. 383, Ma- íochi. Dureau de la Malle es el primero que ha indicado este paraje no- table, en sus Recherches sur la Topographie de Carthage , 1833, p. 276. (Cf. Séneca , Natur. Qucest. , 1. III , c. 24.) (10) Pág. 203.— Humboldt, Relat. hist., t. III, p. 362-367; Asie cén- trale, t. I, p. 43, t. II, p. 303-313; Vues descordilléres, lára. XLI. Sobre el Macalubi (del árabe mak hlub invertido ; raiz Khalaba) y sobre « la tierra fluida que vomita la Tierra » , véase Solinus , c. 5. « ídem ager Agrigen- tinus eructat limosas scaturigines , et ut vense fontium sufñciunt rivis subministrandis, ita in hac Sicilise parte, solo nunquam deficiente, seter- na rejectatione terram térra evomit.» (11) Pág. 203. — Véase el excelente mapita de la isla de Nysiros, en Ross. Reisen auf den griechischen Inseln., t. II , 1843 , p. 69. (12) Pág. 203. — Véase Leopoldo de Buch, Cañar ische Inseln , p. 326; y el mismo autor Ueber Erhebungscratere und Vulcane, en los Annalen de Poggendorff , t. XXXVI, p. 169. Ya Strabon distingue muy bien dos modos de formación de las islas , en el período en que habla de la sepa- ración de la Sicilia y de la Calabria : « Algunas islas , dice (1. VI, p. 238, ed. Casaub.), son fragmentos separados de la tierra firme; otras, han sur- gido del fondo de los mares, como sucede aun hoy. Las islas de alta mar (las islas situadas lejos de los continentes) han sido probablemente formadas así por el levantamiento de una parte del suelo submarino ; en tanto que las islas colocadas delante de los promontorios parecen haber sido separadas de la tierra firme, » (13) Pág. 206 — Ocre Fisove (Mous Vesuvius) en la antigua Ieng:iri — 414 — umbriana ( Lassen , Bentung der Eugubinischen Tafeln en el Rhein Mtt- seum , 1832 , p. 387) ; la palabra ocre significa montaña, seg-un el testimo- nio del mismo Festus. Según Voss, Etna indica montaña ardiente 6 montaña brillante; pero Voss cree de origen griego la palabra Alrn?, y la une á a¿d(d ó á aidito; ; ahora bien , el sabio Parthey rechaza este origen helénico , primero por motivos puramente etimológicos , y luego porque el Etna no ha sido nunca para los navegantes griegos un faro luminosa como el infatigable Stromboli , que Homero designa en la Odisea (1. XII, V. 68, 202 y 219), aunque sin fijarbien claramente su posición. En mi jui- cio, seria preciso buscar en la lengua de los antiguos Sículos el origen de la palabra Etna , si por ventura llega algún dia en que se recojan restos importantes de esta lengua. Según Diodoro (1. V, c. 6) los Sicani, es de- cir, los ab-orígenes , que habitaban la Sicilia antes que los Siculi, fueron obligados á confinarse en la parte Occidental de la isla para huir de las erupciones del Etna , que duraron muchos años. La erupción histórica mas antigua de este volcan , es aquella de que Píndaro y Esquilo han hecho mención: que tuvo lugar bajoHieronen el año segundo déla Olim- piada 75. Según toda verosimilitud , Hesiodo conocía las erupciones de- vastadoras del Etna antes del establecimiento de las colonias griegas; Sin embargo, quedan aun algunas dudas sobre la palabra AtTfr¡, que está en el testo de Hesiodo (Humboldt , Examen critique, 1. I , p. 168.) (14) Pág. 20^. —Séneca, Epist. 79. (lo) Pág. 206.-Eiiano, Var. hist., 1. VIII, c. H. (16) Pág. 208.— Petri Bembi, Opucusla (^tna Dialogus). Basil., 1356, p. 63. «Quidquid in -^tnse matris útero coalescit nunquam exit ex cratere superiore, quod vel eo incendere gravis materia non queat, vel quia inferius alia spiramenta sunt , non fit opus. Despumant flammis ur- gentibus ignei rivi pigro fluxu tolas delambentes plagas, et in lapidem indurescunt.» (17) Pág. 209. — Véase mi dibujo del volcan de JoruUo , de sus Hor- nitos y del Malpais levantado, en las Vues des Cordilléres , lára. XLIII, p. 239. (18) Pág. 209.— Humboldt, Essai sur la Geogr, des Plantes et Tableau phys. des regiones equinoxiales , 1807, p. 130, y Essai géogn. sur le Gisement des Roches, p. 321. Basta considerar la mayor parte de los volcanes de la isla de Java, para convencerse de que la forma , la posición y la altura absoluta de un volcan, no son suficientes á esplicar la carencia total de las corrientes de lava durante un período de actividad no interrumpida. — 415 — Véase Leopoldo de Buch , Canarische Inselu, p. 419: Reiiiwardt y Hoff- man, en los Amalen de Pogg-endorff, t. XII, p. 607. (19) Pág-, 21 1 . — Véase la comparación de mis medidas con las de Saus- siire y del conde Minto, en las Mémoires de VAcaáémie des Sciences de Ber- /m, 1822, y 1823, p. 30. (20) Pág-. 212.— Pimelodes Cyclopum. Véase Humboldt, Recueü d'Oh- servations de Zoologie et d'Anaiomie comparée, t. I, p. 21-25. (21) Pág-. 214. —Leopoldo de Buch, en los Annalen de Pog-gend., t. XXXVII, p. 179. . (22) Pág^. 214.— Sobre la formación del hierro especular en las masas volcánicas, véase Mitscherlich, enlos Aíma/en de Poggend., t. XV, p. 630. Sobre el desprendimiento del g-as ácido hidroclórico en los cráteres, véase Gay-Liissac, en los Anuales de Chimie et de Phys.,i. XXII, p. 423. (23) Pág-. 216. — Véanse las preciosas investigaciones de Bischof acerca del enfriamiento de las masas pétreas, en Wdrmekhre, etc., p. 384, 443^ 500-312. (24) Pág-. 216. — Véanse Berzelius y Woehler, en los Annalen de Pog-- gend., t. I, p. 221, y t. XI. p. 146; Gay-Lussac, en los Aúnales de Chimie, tomo XXII, p. 422; Bischof, Reasons againsí the Chemical Theory of Volca- noes, en la edición inglesa de Warmelehere, p. 297-309. (23) Pág. 218). — Según las ideas geognósticas de Platón , tales como nos las presenta en su Phcedo, el Pyriphlegéthon , jugaba, con relación á la actividad volcánica , casi el mismo papel que el calórico interno de la tierra y el estado de fusión de las capas profundas en nuestras ideas ac- tuales (Phcedon, ed Ast., p. 603 y 807; Annot, p. 808 y 817). «Existen en el interior de la tierra y á su alrededor, conductos subterráneos de di- versas magnitudes, por donde el agua corre en abundancia; y asimismo fuego y corrientes de fango líquido mas ó menos impuro , semejantes á los torrentes de lodo que preceden en los volcanes de Sicilia á las erup- ciones ígneas, y cubren, como estas últimas, todo el terreno situado á su paso. El Pyriphlegéthon se vierte en un inmenso espacio lleno de fuego ardiente y activo; forma allí un lago mayor que nuestro mar, en cuyo lago el agua y el fango están constantemente en ebullición; y sale en se- guida de aquel espacio , describiendo con sus turbias y fangosas aguas^ un círculo al rededor de la tierra.» Tan convencido se hallaba Platón de que este rio de tierra fundida y de fango, era la fuente general de los fe- — 416 — iiómenos volcánicos, que añade terminantemente; «Tal es el Pyriphlege- ton de que se escapan alg-unas porciones hacia arriba y forman torrentes ; Ukert en las Ephem. googr. de Bertuch, t. XXXIX, 1812, p. 361 : Hhode, Res Lemnicoe, 1829, p. 8; y Walter, ueber Ahuahme der vulkanischen Thdtigkeit in historischen Zeiten , 1844, p. 24. Se ha su- puesto que el cráter apagado de Mosychlos fué sumerjido por el mar en época muy remota, así como la isla desierta de Chrysa, antigua mansión de Filoctétes (Otfried Muller Minios, p. 300); el mapa hidrográfico de la isla de Lemnos, levantado por Choiseul, da mucha verosimilitud á esta opinión , y los arrecifes y escollos situados al Nor-Esle de Lemnos, in- dican aun el sitio que en el mar Egéo ocupaba en otro tiempo, un volcan activo semejante al Etna, al Vesubio, al Stromboli y al Volcan de las islas de Lipari. (40) Pág. 223, — Cf. Reinwardt yHoffmann, en los ^nna/en de Poggen- dorff. t. XIÍ, p. 607; Leopoldo de Buch, Cauarischeinsein, p. 424, 426. La erupción de los fangos arcillosos de Carguairazo en 1698, cuando la demolición del volcan; los Lodazales de Igualata, y la Moya de Pelileo, son fenómenos volcánicos del mismo género en la meseta de Quito. (41) Pág. 226. — En un plano de los alrededores de Tezcuco, de Toto- nileo y de Moran (Atlas geogr. et phys. lam. VIL) que destinaba primi- tivamente (1803) á que formase parte de la obra inédita (Pasi grafageog- — 421 — nóslka destinadn al uso de los jóvenes del colegio de Minería de Méjico,) desig-iic después (1832) las rocas de erupción plutónlcas y volcánicas bajo el nombre de endógenas (enjendradas en el interior), y las de sedi- mento bajo el de exógenas , (enjendradas esteriormente sobre la corteza terrestre.) En el sistema g-ráfico que adopté, las primeras estaban indi- cadas por una flecha dirigida hacia arriba, y las segundas por una fle- cha vuelta hacia abajo. Este método tiene al menos la ventaja de no desfigurar los planos en que se trata ordinariamente de lepresentar se- ries de capas sedimentarias dispuestas horizontalmente unas sobre otras; mas en la mayor parte de los planos modernos , las erupciones y las penetraciones de basalto, de pórfiro ó de sienita, están fig-uradas por "venas ascendentes de un modo arbitrario y poco conforme con la natu- raleza. Las denominaciones que he propuesto en el plano pasigráfico- geog"nóstieo fueron formadas según las de CandoUe , que llamaba en- dógenas á las plantas monocotíleas , y exógenas á las dicotíleas. Pero Mohl ha probado, por una análisis mas exacta del reino veg^etal, que en tesis g-eneral y rig-orosa , el crecimiento de las monocotíleas, no se verifica de dentro á fuera, ni el de las dicotíleas, de fuera á dentro. (Link , Elementa philosophioe botanicce , t. 1, l837, p. 287 ; Endlicher y Ung'er, GrundzUge der Botanik, 1843, p. 89; y Jussieu, Traite de Bota- nique, t. I, p. 8o). Lo que yo llamo endógeno, lo designa Lyell por la «spresion característica de netherformed ó hipogene rocks. (Principies of Oeology, 1833, t. III, p. 374). (42) Pá^. 226.— Cf. Leop. de Buch, Ueber dolomitals Gebirgsart, 1823, p. 36; y el mismo autor, acerca del grado de fluidez que debe atri- buirse á las rocas plutónicas en la época de su erupción, y sobre la transformación del esquisto en g-neiss por la acción del granito, y de las materias que han acompañado el levantamiento de esta roca, en las Mem. de VAcad. de Berlin, 4842, p. 58 y 63; y en Jahrbuch fur wissens- chaftliche Kritik , 1840, p. 195. (43) Pág-. 228. — Darwin, volcante Islands, 1844, p. 49 y 154. (44) Pág. 228. — Moreau de Jonnés, Hist. phys. des Antilles, i. I, p. 136, 138 y 543; Humboldt, Belat. histor., t. III, p. 367. (45) Pág-. 228. — Cerca de Teguiza; Leop. de Buch, Canarische Inseln, p. 301. (46) Pág-. 228.— Véase la pág. 6. (47) Pág. 229.— .Bernhard Cotta, Geognosie, 1839, p. 273. — 422 — (Í8) Pá^. 229. — Leop. de Buch. üeber Granit und Gneiss, en las- JMem. de l'Acad. de Berlín, 1842, p. 60. (49) Pá^. 229.--E1 g:ranito que se eleva cerca del lago Kolivan, en forma de paredes divididas en estrechos sillares paralelos, contiene muy pocos cristales de titanita, siendo el feldespato y la albita los que pre- dominan; véase Humboldt, Asie Céntrale, t. I, p. 295; Gustavo Rose Reise nach dem Ural, t. I, p. 524. (50) Pág. 229.— Humboldt, Relat. hist. , t. II, p. 99. (31) Pág-. 229. — Véase en la obra citada de Rose, t. I, p. 584, el plano de Biri-Tau que he dibujado desde la parte del Sud, donde se hallaban las tiendas de los Kirg-hisos. Acerca del granito esferoidal que se divide en escamas concéntricas, véase Humboldt Relat. histor. , t. il , p. 591 , y Essai. geogn. sur legisenunt des roches, p. 78. (52) Pág. 230.— Humboldt , Asie céntrale, t. I, p. 299-311, y los di- bujos del viaje de Rose, t. I, p. 611; estos últimos reproducen la cur- vatura de las escamas del granito indicada por Leop. de Buch. como I asgo característico. (53) Pág. 230. — Este yacimiento notable, ha sido descrito por pri- mera vez, por Weiss, en Karsten's Archiv. für Bergbau und Hüttenwesen, t. XVI, 1827, p. 5. (54) Pág. 230. — Dufrénoy y Elias de Beaumont , Geologie de la- France, t. I, p. 130. (55) Pág. 231.— Estos lechos intercalados de diorita juegan un im- portante papel en el distrito de las minas de Naila, cerca de Steben, los mas dulces recuerdos de la juventad , van unidos á esta región,, donde he estudiado la dirección de los trabajos de las minas , hacia fines del siglo último. Cf. F. Hoffmann en los Annalen de Poggendorlf^ t. XVI, p. 558. (56) Pág. 231. — En el Ural meridional y Baschkirien; véase G. Rose, Reise nach dem Ural, t. II, p. 71. (57) Pág. 231.— G. Rose, Reise nach dem Ural t. II, p. 47, 52 acerca de la identidad del eleolito y la nefelina, (la proporción de cal es algo mayor en esta última); véase Scheerer. en los Annalen de Poggend. t. XLIX,p. 359-381. — 4-^3 — (38) Pá^. 235. — Véanse las bellas invesligacionesde Misstchcr, enlas Mem. de l'Acad. de Berlín. 1822 y 1823, p. 25-41, en los Annalen de Pog-- gend., t. X, p. 137-152, t. XI, p. 323-332, t. XLI, p. 213-216, y Gustavo Rose, ueber Bildung des Kalpat und Aragonitens en los Annalen de Po^g-end., t. XLII,p. 553-366; Haidinger, en las Transad, oftheRoyal Society ofEdin- burg, 1827, p. 148. (59) Pág. 236.— Lyell, Principies ofGeology, t. III, p. 353 y 359. (60) Pág. 237. — Esta descripción de las relaciones de yacimiento del granito pone de relieve el carácter fundamental y general de toda la for- mación. Sin embargo, el aspecto que el granito presenta en algunas lo- calidades, autoriza á creer que esta roca no ha estado desprovista siempre de una cierta fluidez en el momento de la erupción. Véase mas arriba p. 229; véase también la descripción de una parte de la cadena de Narym cercana á las fronteras del imperio chino, en Rose, Reise nachdem Uval, t. I, p. 599; otro tanto puede decirse del traquito ; V. Dufrénoy y Elias de Beaumont, Description géologique de ¡a France, 1. 1, p. 70. Puesto que he hablado anteriormente en el testo de hendiduras estrechas por las cuales los derramamientos basálticos se han efectuado alguna vez , mencionaré aquí las anchas fallas que han dado paso álos mclafiros (esta última roca no debe ser confundida con los basaltos); véase en Murchison, Silurian System^ p. 126, la interesante descripción de una falla de 146 m. de an- chura, por la cual se ha inyectado el melafiro en la hullera de Corn- brook, Hoar-Edge. (61) Pág. 237.— Sir James Hall , en las Edinb. Transad., t. V, p. 43. i. VI, p. 71; Gregory Watt, en las Philos. Transactions of the Royal Society of hondón for 1804, 1. II, p. 279. Dartigues y Fleuriau de Bellevue, en t\ Journal dePhysique, t. LX, p. 436; Buschof. Wdrmelehre , p. 313 y 443. (62) Pág. 238. — Gustavo Rose, en los Annalen de Poggend., t. XLII, p. 364. (63) Pág. 238. —Véase acerca de el dimorfismo de azufre, Mitscherlich, Lehrhuch der Chemie, § 55-63. (64) Pág. 238. — Acerca del yeso considerado como cristal de un solo eje, acerca del sulfato magnésico y los óxidos de zink y de nikel, véase Mitscherlich, en los Annalen de Poggend., t. XI, p. 328. (65) Pág. 238. — Véanse las investigaciones de Costa en el Creusot, so- — 424 — bre la trasforraacion del hierro laminado en hien-o quebradizo al frió, en las Mem. geolog. de Elias, Beaamont, t. II, p. 411. (66) Pág, 238. — Mitscherlicli, ueher die Ausdehnung der kristallkirkn Kórper durch die Warme en los Annalen de Pog^^endorff, t. X, p. 131. (67) Pág-. 239. — Sobre las dobles uniones de estratificación, véase Elias de Beaumont, Geologie déla France, p. 41; Credner, Geognosie Thü- ringens und des Harzes, p. 40; Roemer, das rheinische Uebergangsgehirge, 1844 , p. Sy9. (68) Pág. 239. — La sílice no está coloreada simplemente por el óxido de hierro; va acompañada de arcilla de cal y de potasa; véase Rose, JRet- se, t, II, p. 187. Sobre la formación del jaspe por la acción del pórfiro, de la augita y del hiperstenfels, véase el mismo autor t. II, p. 169, 187 y 192. Cf. t. I. p. 427, donde entre los globos de pórfiro allí dibujados contiene la grauwacka calcárea de Bogoslowsk, se presenta también el jaspe como un producto de la acción plutónica de la augita, t. II, p, 543, y Humboldt A sie céntrale, t. I,p. 486. (69) Pág. 239. — A propósito del origen volcánico déla mica es impor- tante recordar que los cristales de mica se encuentran en el basalto de Mitlelgebirge bohemio; en la lava arrojada por el Vesubio en 1822. (Mon- ticelli, Storia del Vesüvio, vieglianni, 1821 é 1822, § 99); en los Iragmentos de esquisto arcilloso envueltos de basalto escoriado que se encuentran so- bre el Hohenfels, no lejos de Gerolstein, en el Eifel (véase Mitscherlich, en el Basalto-Gebilde de Leonhard p. 244), sobre el feldspato producido en el esquisto arcilloso por el contacto del pórfiro, entre Urval y Poiet, (ForezJ, véase Dufrénoy , Geol. de la France, t. I, p. 137. A un contacto de éste gé- nero debe atribuirse la singular estructura amigdaloide y celular de los esquistos que he encontrado en Paimpol, en Bretaña (t. I, p. 234) en una escursion geológica emprendida de acuerdo con el profesor Kunt. (70) Pág. 239.— Rose, Reise nach dem Uval, t. I, p. 386-588. (71) Pág. 239. — Leopoldo de Buch. en las Mem. deVAcad. de Berlín. 1812, p. 63, y en los Jahrbücher für wissenschafliehe Kritik, 1840, p. 196. (72) Pág. 240. — Elias de Beaumont, en los Aúnales de Sciences nature- lles, t. XV, p. 362-372: «Aproximándose á las masas primitivas del Monte- Rosa y de las montañas situadas al oeste de Coni , vése como las capas secundarias pierden mas y mas los caracteres inherentes á su manera de depositarse. A menudo adoptan algunos modos que parecen provenir de — 425 — una causa distinta, sin perder por ello su estratificación , recordando por esta disposición la estructura fisica de un tizón carbonizado á medias, en el cual pueden seguirse las señales de las fibras leñosas, aun mas allá de los puntos que presentan todavía los caracteres naturales déla madera.»» {Cf. los Anuales des Sciences naturelles, t. XIV, p. 118-122, y M. de Dechen, Geognosie, p. 553). Entre las pruebas mas sorprendentes de la metamorfo- sis de las rocas bajo la influencia plutónlca, es preciso contar las belem- iiilas de esquisto de Nuffenen (valle alpestre de Eglno y ventisquero de Gries), y las que M. Charpentier ha encontrado en el pretendido calcáreo primitivo, sobre el flanco occidental de la Garg-anta de Seig-ne (entre el Cercado de Monljovet y la barraca alpina de la Lanchette) que me enseñó en Bex, en el otoño de 1822 {Anuales de Chimie, i. XXIII, p. 262). (73) Pág". 240. — Hoffniann, en los A «wa/er» de Poggend., t. XVI, p. 552: «Los estratos de esquisto arcilloso de transición que pueden obser- varse en el Fichtelgebirg-e, sobre una eslension de tres miriámetros , se han trasformado en g-neisspor los dos estreñios únicamente en que se hallan en contacto estas capas con el g"ranito. Allí se ve como se ha formado el, g"neiss poco á poco; como el mica y las amigdaloides feldespáticas se han desarrollado en la masa interior del esquisto que contiene en sí mismo todos los elementos de estos minerales." (74) Pág-, 240. — Entre las obras de arte que nos ha leg^ado la anti- güedad griega y romana , no se encuentran columnas ni grandes vasos ^e jaspe ; hoy mismo los montes Ourales solamente suministran pedazos de jaspe de grandes dimensiones. La materia que se esplota en Altai (Revennaja Sobka) con el nombre de jaspe , proviene de un magnífico pór- fido alistonado. La palabra misma se encuentra en las lenguas semíticas; y ha sido aplicada también á fragmentos de jas|)ac/iaí, y á una especie de ópalo jaspóide conocido entre los antiguos con el nombre de jasponyx, esto es al menos lo que parece resultar de la descripción embrollada que se lee en Teofrasto, (deLapid., c. 23 y 27) y en Plinio(l. XXXVÍI, e. 8 y 9), este último coloca al jaspe entre el número de las gemas opa- cas. Esta materia era tan poco común entre los antiguos, que hablando de un pedazo de jaspe de once pulgadas de longitud, Plinio creía deber afirmar que él mismo habia visto esta rareza. «Magnitudinem jaspidig undecim unciarum vidimus , foratamque inde effigiem Neronis thoraca- tam.» Según Teofrasto la piedra llamada smaragd, ó esmeralda, de la cual se han hecho grandes obeliscos , no era sino una especie de jaspe sin Usías. (75) Pág. 240. — Humboldt, Lettre á M. Brochant de Villiers, en los An- nales de Chimie et de Physique, t, XXIII, p. 261. Leopoldo de Buch, Briefe ueber das südliche Tyrol, p. 101, 105 y 273. (76) Pág. 240. — Sobre la transformación del calcáreo compacto en calcáreo granular por el granito en los Pirineos (Montaña de Rancie), véase Dufrénoy, en las Mémoires géologiques, t. II, p. 440. y en las mon- tañas de i'Oisons , Elias de Beaumont , Mém. géol. , t. II, p. 379-415 ; por el pórfiro diorítico y piroxénlco (opJnjta ; Elias de Beaumont, Géol. de la France, t. I, p. 72), entre Tolosa y San Sebastian , véase Dufrénoy en las Mém. Géol., t. II, p. 130; en la isla de Skye, donde el calcáreo meta- morfoseado por la sienita presenta aun rasgos visibles de petrificaciones, véase M. de Dechen. Géognosie, p. 573. En la metamorfosis de la creta, en contacto con -el basalto, las moléculas han debido esperimentar un desplazamiento muy notable para dar lugar á la estructura cristalina ó de grano de la roca actual , porque antes de la transformación esas mo- léculas formaban una infinidad de pequeños anillos separados, según Ehremberg ha tenido ocasión de acreditar por medio de investigaciones microscópicas sobre la roca primitiva. Véanse los Annalen de Poggendorff, t. XXXIV, p. 105, y sobre anillos formados por precipitados de arago- nita, Gustavo Rose, en la misma colección, t. XLII, p. 354. (77) Pág. 241. — Lechos de calcáreo granular en el granito, en el puerto de Oó y en el Monte de Labourd. Charpentier, Constitution géolo- gique des Pyrénées, p. 144-146. (78) Pág. 241. — Leopoldo de Buch , Canarische Inseln, p. 394; Fiedler, Reise durch Griechenland, 2.^ parte, p. ISl, 190 y 516. (79) Pág. 241. — Ya he aludido en otro sitio á este pasaje notable de Orígenes: Philosophumena, c. 14 (Opera, ed Delarue, t. I, p. 893). Todo induce á creer que Jenofanes no ha querido hablar de una impresión de laurel (tvtcov 8áfv,,g), sino de una impresión de pescado (tíjcov dfvr¡qy, De- larue vitupera injustamente á Jacobo Gronovius por haber preferido la segunda versión y haber sustituido la palabra sardina á la palabra laurel. En todo caso el descubrimiento de un pez fósil es mas verosímil que el de una imagen de Sueno (Plinio, 1. XXXVI, c. 5), hallada por los obre- ros en las canteras de Paros (mármoles del monte Marpessos, Servius, adVirg. .En., 1, VI, v. 571). (80) Pág. 241. — Sóbrela constitución geológica de los alrededores de Carrara (ciudad de la Luna, Strabon , I. V , p. 222), véase Savi , Osserva- zioni sui terreni antichi Toscani, en el Nuovo Giornale de LitteraH di Pisa y — 427 — núm. 63, y Hoffnian, en Karsten's Archiv für Mineralogie, t. VI, p. 2o8 263; véase también del mismo autor, Geogn. Reise durch Italien , p. 244-263. (81) Pág". 242. — Esta hipótesis la ha emitido un observador distin- guido, Karls de Leonhard; véase su Jahrhuch für Mineralogie, 1834, p. 329, y Benrhard Cotta, Geognosie, p. 310. (82) Pág-. 242.--Leop. de Bueh, geogn. Briefe an A. von Humboldt, 1824, p. 36 y 82; el mismo, en los Ánnales de Chimie, t. XXIII, p. 276, y en la Mém. de l'Acad. de Berlín, 1822 y 1823, p. 83-136; H. de Dechen, Geogno- sie, p. 374-576. (83) Pag. 244. — Hoffman, Geogn. Reise, revisado por H. de Dechen, p. 113-119, 380-386; Poggendorffs Annalen, t. XXVI, p. 41. (84) Pág. 244. — Dufrénoy, en lasMem. géologiques, t. II, p. 145 y 179. (83) Pág. 244. — Humboldt, Essai geogn. sur le Gisement des Roches, p. 93. Asie céntrale, t. III, p. 532. (86) Pag. 245. — Elias de Beaumont, Annales des Sciences naturelles, t. XV, p. 362; Murchison, Silurian System, p- 28!). (87) Pág. 245.— Rose, Reise nach dem üral, t. I, p. 364 y 367. (88) Pág. 245.— Lcop. deBuch, Briefe, p. 109-129. Cf. Elias de Beau- mont, acerca del contacto del granito con las capas del Jura, en las Mem. géologiques, t. lí, p. 408. (89) Pág. 245.— Hoffmann, Reise, p. 30 y 37. (90) Pág. 245. — Sobre la formación del hierro especular y sobre las reacciones químicas que la determinan, véase Gay-Lussac, en los Annales de Chimie, t. XXII, p. 415; y Mitscherlich, en los Annalen de Poggend., t. XV, p. 630. Las cavidades de la obsidiana del Cerro del Jacal, que yo traje de Méjico, contienen también cristales de olivina, formados sin duda por via de sublimación (Gustavo Rose, enlosAnnalen de Poggend., t. X, p. 323). Así, pues, la olivina se presenta en el basalto, la lava, la obsi- diana, las escorias artificiales, las piedras meteóricas, la sienita de Elf- dalen, y bajo el nombre de yalosiderita, en la wacka de Kaiserstuhle. (91) Pág. 246.— Constantino de Beust, ilher die Porphyr-Gebilde, 1835, — 428 — p. 89-96; y del mismo autor, Beleuchtung der Werner' schen Gangtheorie, p. 6; C. áe'Weissenbíich. Abbildungenmerkwürdiger Gangverhaltnisse, 1836, fig-, 12. Pero la estructura en forma de bandas estrechas no es g-eneral, ni tampoco el orden en el cual se suceden los diferentes miembros de es- tas masas indica necesariamente su edad relativa; véase Freiesleben, ilber die sachsischen Erzgange, 1843, p. 10-12. (92) Pág-. 246.— Mitscherlich, ilber die künstliche Darstellung der Minera- lien, en las Mém. de l'Acad. de Berlín, 1822 y 1823, p. 25-41. (93) Pág-. 247. — Las escorias han dado lo siguiente: cristales de feldes- pato, descubiertos por Heine en un hornillo de fundición para el cobre, cerca de Sangerhausen , y analizados por Kerslen (Poggend. Anna- len, t. XXXIII, p. 337); cristales de auglta, en las escorias de Sahle (Mits- cherlich, Mém. del'Acad. de Berlín, 1822 y 1823, p. 40) ; cristales de olivi- na (Sefstrnem, en la obra de Leonhard, Basalt-Gebilde, t. II, p. 493); mica, ■en las antiguas escorias de Garpenberg (Mitscherlich, en la obra citada de Leonhard, p. 506)|; cristales de óxido mag-nético de hierro, en las esco- rias de Chátillon-sur-Seine (Leonhard , p. 341); hierro especular en la arcilla de los alfareros (Mitscherlich, en Leonhard, p. 234). (94) Pág^. 247. — Lus minerales cuya repro.luccion se ha log-rado cu todas sus partes, 'son: el idocrasio y el granate (Mitscherlich, enlosPog- §ená y Annalen , t. XXXIII, p. 340); el rubí(Gaudin, Comptes rendus de l'Acad. des Sciences, t. IV, p. I, p. 999); la divina y la aug-ita (Mitscher- lich y Berthier, en los Aúnales de Cliimie et de Physique, t. XXIV, p. 376). Por mas que la augita y el anfibol presentan , seg^un G. Rose , la mayor semejanza en la forma de sus cristales, y tengan casi la misma composi- ción química, sin embargo, el anfibol no se encuentra jamás en las es- corias al lado de la ang-ita, y los químicos no han podido reproducir aun ni el anfibol ni el feldespato (Mitscherlich, en los Pog-gend. , Annalen, t. XXXIII, p, 340, y Rose, Reise nach dem Üral,{. II, p. 338 y 363). Cf., también Beudant, Mém. de l-Acad. des Sciences, t. VIII, p. 221, y las in- vestigaciones ingeniosas de Becquerel, en su Traite de l'Électricité, t. I, p. 334: t. III, p. 218; t. V, i. aparte, 148 y 183. (95) Pág. 247.— D'Aubuisson, Journal de Physique, t. LXVIII, p. 128. (96) Pág. 248.— Leop. de Buch, geogn. Briefe, p. 75-82 ; vése al mismo tiempo en este pasaje, por qué el asperón rojo (el todtliegende délas capas de flcetz de la Turingia) y el terreno hullero, deben ser considerados como producidos por la erupción de las rocas porfiríticas. — 4-^9 — (97) Pág'. iliO. — Es un doscubrimienlo de miss iMary Aiiniíig', que ha encontrado también los coprolitos do los peces. Estos coprolitos y los de los ictiosauros son tan abundantes en Ing-laterra (por ejemplo, en Lyme Regis), que Buckland los compara á patatas sembradas en g'ran número por el suelo. Cf. Buckland Geology comidered with reference to natural Theo- logy, t. I, p. 188-202 y 305. Sobne la esperanza manifestada por Hooke, •í to raise a chronolog-y » del estudio de las conchas fósiles : « and to state the intervals of the lime wherem such catastrophes and mutations have happened, « véase. Posth. Works, Ledure Feb. 29, 1688. (98) Pá^. 2oO.-Leop. de Buch, Mém. del'Acad. de Berlín, 1837, p. 6k (99) Pág-. 252.— El mismo, Gebirgs formationen von Russland, 1840, p. 24-40. (100) Pág-. 2o2. — Agassiz , Monographie des Poissons fossiles du vkux gres rouge, p. VI y 4. (1) Pág-. 252.— Leop. de Buch, Mém. de l'Acad. de Berlín, 1838, p. 149 y 168; Beyrich, Beitr. ziir Kenntn. des rhein. Uebergangsgebirges , 1837, p. 45. (2) Pág-. 252. — Agassiz, Recherches sur les Poissons fossiles, 1. 1. Introd., p. XVITI (Davy, ConsolaUon in Travel, dial. Ifí). (3) Pág-. 252.— Según Hermann de Meyer, seria un Protosaurus. La costilla de un sauriano, que se supone encontrada en el calcáreo de mon- taña (calcáreo carbonífero) de Northumberland (Herm. de Meyer, Palceo- logica, p. 299), es muy dudosa, según Lyell (Geologíe, 1832, t. I,p. 148). El mismo autor del descubrimiento fija su lug-ar en las capas de aluvión que cubren el calcáreo de montañas. (4) Pág-. 252. — F. d'Alberli, Monographie des bunfen Sandsíeins, MuscheU kaVis und Keupers, 1834, p. 119 y 314. (5) Pág. 253. — Véanse las ingeniosas consideraciones de H. de Meyer, sobre la org-anizacion de los saurianos voladores en las Paloeologíca, p. 228 y 252. En Solenhofen, en el esquisto litográfico de la formación jurásica superior, es donde se ha encontrado el Pterodadylus crassirostrís, así como el P. longirostris (Ornithocephalus, Soemmering-) de mas antig-uo conocido. El profesor Goldfuss halló también en un ejemplar fósil de la primera es- pecie, señales del ala membranosa y la impresión de muchos mechones — 430 — de pelos rizados , de varios centímetros de long-itud por alg^iinas partes. (6) Pág. 253.— Cuvier, Recherches sur les Ossements fossiles. t. I, p. LlI y LVII. Cf. l'Éc/ie//e des époques géologiques, en Philips, Geology, 1837, p. 166-185. (7) Pág. 254.— Agassiz, Poissons fossiles, t. I, p. XXX, y t. IIÍ, p. 1-52; Buckland, Geology, t. I, p. 273-277. (8) Pág. 255. — Ehrenberg, über nochjetztlebende Thierarten der Kreidebil- dung, en las Mém. de l'Acad. de Berlín, 1839, p. 164. (9) Pág. 255. — Valenciennes , Comptes rendus de l'Acad. des Sciences, t. VII, 1838. P. II, p. 580. (10) Pág. 255.— En el weald-clay ; véase Beudant, Géologie, p. 173. El número de los ornitolitos aumenta en el yeso de la formación terciaria, cf. Cuvier, Ossements fossiles, t. III, p. 302-328. (11) Pág. 256.— Leop. de Buch, en lasüíem, de l'Acad. de Berlín, 1830, p. 135-187. (12) Pág. 256.-Quenstedt, Flcezgebirge Wtírtenbergs, 1843, p. 135. (13) Pág. 256.— El mismo, p. 13. (14) Pág. 256. — Murchison hace dos divisiones del bunter sandstein; la primera es el trias superior de Alberti ; y la segunda el trias inferior, al cual pertenece el asperón vosgo de Elias de Beaumont; el zechstein (calcáreo magnésico) y el todlliegende (nuevo asperón rojo inferior) for- man el sistema permiano. Es necesario empezar las formaciones secunda- rias en el trias superior, es decir, en la división superior del bunter sands- tein alemán ; el sistema permiano , el calcáreo carbonífero ó calcáreo de montaña, los estrados devonianos y silurianos constituyen los terrenos paleozoicos de Murchison. En este sistema la creta y el calcáreo del Jura reciben el nombre de formaciones secundarias superiores , y el keuper el- calcáreo coachillar, el asperón abigarado^ llevan el de formaciones, se cundarias inferiores ; el sistema permiano y calcáreo carbonífero compo- nen la formación paleozoica superior, en tanto que las capas devonianas y silurianas son simultáneamente designadas con el nombre de forma- ción paleozoica inferior. Las bases de esta clasificación general están de- — 431 — sarrolladas en la gran obra, donde el infatig-able sabio inglés debe espo- ner la geología de una gran parte de la Europa Oriental. (15) Pág. 257.— Cuvier, Ossements fossües, 1831, 1. 1, p. 157, 261 y 264 Cf. Huniboldt , über die Hochebene von Bogotá , en la deutsche Vierteljahrs- Schrift, 1839, t. I, p. 117. (16) Pág. ^^1.— Journal ofthe Asiatic Society, 1844 , n.° 15, p. 109. (17) Pág. 257.— Beyrich, en Karsten's, Archiv für Mineralogie, 1844, t. XVIÍI, p. 218. (18) Pág. 258.— Por los escelentes trabajos del conde Sternberg, de Adolfo Brongniart, de Goeppert y de Lindley. (19) Pág. 258. — Véase Roberto Brown, Botany'of Congo, p. 42; y d'Urville, en la memoria: de la Distribution des Pougéres sur la sur face du globe terrestre. (20) Pág. 258. — Tales san las cicadeas descubiertas por el conde Stern- berg en el antiguo terreno hullero de Nadnitz, en Bohemia, y descritas por Corda (dos especies de cycaditas y la zamita , Corday ; véase Gseppert, fossile Cycadeen, en los Arbeiten der Schles. Gesellschaft, 1843, p. 33, 37, 40 y 50.) Se ha encontrado también una cycadea, el Pterophyllum gonorrha- chis G(Bpp., en el terreno hullero de la Silesia superior. (21) Pág. 258.— Lindley, Fossil Flora. n.° 15, p. 163. (22) Pág. 258.— Fom7 coniferce, en Buckland, Geology, p. 483 490. A. Witham corresponde la gloria de haber reconocido el primero la exis- tencia de los coniferos en la vegetación primitiva de la antigua formación carbonífera. En otros tiempos , la mayor parte de los troncos de árboles que se encontraban en esta formación se consideraban como palmeras. Por lo demás, las especies del género Araucarites no son esclusivamente propias de los terrenos hulleros de las islas Británicas; se encuentran tam- bién en la Silesia superior. (23) Pág. 259.— Adolfo Brongniart, Prodrome d'une Histoire des Vgé~ iaux fossües, p. 179; Buckland, Geology, p. 479; Endlicher y Unger , Grund- ziige der BotaniK, 1843, p. 455. ! subterránea cui accedunt apl(orif;mi ev PlnjsinJogia rhemica jylantarum , 1793, p. JX-X. Acerca délos movimientos espontáneos, de que sehal)la mas abajo en el testo, Cf., un pasaje notable de Aristóteles {i1^ Cato. 1. If, c. 2. p. 58 i; — 450 — ed. Bekker), donde la distinción entre los cuerpos animados y los inani- mados está deducida del modo de determinación del movimiento, ya sea interior, ya esterior. «El alma nutritiva de los vegetales, dice el Estagi- rita, no produce ningún movimiento, porque está sumida en un letargo del que nada puede sacarla" (Aristóteles, de General, animal., \. V, c. I. p. 778; ed. Bekker), y en otra parte «no tienen ningún deseo que las invite á producir movimientos por sí mismas. » (Aristóteles^ de Somno ef VigiL, c. I, p. 45o; ed. Bekker.) (21) Pág. 331.— Memoria de Ehrenberg, über das kleinsíe Leben im Ocean, Icida en la Acad. des Sciences de Berlín, el 9 de mayo de 1844. (22) Pág. 333.— Humboldt, Tahkaux de la yature. (23) Pág. 332. — Acerca de la multiplicación por la división espontá- nea del cuerpo generador, y por la intercalación de una nueva sustancia, véase Ehrenberg , von den jetztlebenden Thierarfen der Kreidebildung , en las Mémoires de l'Academie des Sciences de Berlin, 1832, p. 94. La mayor facul- tad generatriz en la naturaleza es la de los Vorticellos. Se halla la eva- luación del máximum de rapidez que puede afectar el desarrollo de su masa, en la gran obra de Ehrenberg, titulada: die Infusionsthierchen ais vollkommne Organísmen, 1838, p. XIII, XIX y 24i. «La via láctea de esos organismos está formada de las especies Mona?, Vibrio, Bactrium y Bodo»» La vida está repartida en la naturaleza con tal profusión, que pequeños infusorios viven como parásitos sobre otros infusorios mayores, y los primeros sirven , á su vez, de habitación á otros infusorios todavía mas diminutos ; véase p. 194, 211 y ol2, (2i) Pág. 332.— Aristóteles, Hist. animal, 1. V. c. 19, p. li'ih od- Bekker. (25) Pág. 333.— Ehrenberg, obra citada, p. XIV, 122 y 493. A la multiplicación rápida de los animalillos microscópicos, se ánade en al- gunos (anguilas de trigo , infusorios circulares, osos de agua ó tardígra- dos) una maravillosa vitalidad. Después de haberlos desecado durante 28 diasen el vacío, valiéndose del cloruro de cal, y del ácido sulfúrico, y de tenerlos espuestos á una temperatura de 120", estos infusorios han podido volver á la vida y salir de su letargo. Véanse las bellas investi- gaciones de M. Doyére en su memoria sur les Tardigrades, ctsur leur pro- prieíéde revenir á la vie, 1842, p. 119, 129, 131 y 133. Cf. en general, acerca de la resurrección de los infusorios desecados durante años ente- ros, Ehrenberg, . 492, 496. ^ 451 ^ (26) Pág'. 333,— Acerca de la presunta «transformación primitiva» (.le la materia orgánica o inorgánica en plantas y en animales, Cf. Ehrcn- berg-, en los jinnalen de Pog-gendorff, t. XXIV, p. l-á8; y el mismo autor Infusionst/iierchen, p. 121 y 525; y Juan MüUer, Physiologie des Menschen (4.^ cd., 1844), t. I, p. 8-17. Me parece verdaderamente notable que al tratar San Ag'ustin la cuestión de cómo pudieron recibirlas islas, después del diluvio, nuevas plantas y nuevos animales, no se manifieste muy dis- tante de admitir la idea de una g-eneracion espontánea (generatio (equivoca, sponíanea aut primaHü). «Si los ángeles ó los cazadores délos continentes, dice este Padre de la Ig-lesia, no han transportado animales á estas islas apartadas, es preciso convenir en que los ha engendrado la Tierra; pero entonces, ¿á qué fin, encerrar en clarea, animales de todas las especies?» Si e tena exortce sunt (bestise) secundum orig-inem primam, quando dixit: Producat térra animam vivaml multo clarius apparet, non tam reparando- rum animaliuní causa, quam figurandarum variarum g-entium (?) propter Ecclesise sacramentum in Arca fuisse omnia genera, si in insnlis, quo transiré nonpossent, multa animalia térra produxit (Augustinus, de Civi- tate Dei,X XVI , c. 7 , t. Vil; Venet, 1732, p. 422, de la edición de los Benedictinos). Dos siglos antes del obispo de Hipona hallamos ya establecida en Trogo-Pompeyo, entre el desecamiento primitivo del mundo antig-uo, de la meseta asiática y la g-eneracion espontánea, una conexión semejante á la que se observa en la teoría del g-ran Linneo acerca del Paraíso Ter- renal, y los delirios del siglo XVIII, sobre la Atlántida fabulosa. uQuod si omnes quondam terrpe submersee profundo fuerunt, profecto editissi- niam quamque partem decurrentibus aquis primum detectam; humillimo autem solo eamdem aquam diutissime immoratam, et quando prior qu?e- que pars terrarum siccata sit, tanto prius animalia g-enerare coepisse. Porro Scythiam adeo editiorem ómnibus terris esse, ut cuneta flumina ibi nata in Mseotim, lum deinde in Ponticum et ^gyptium mare decurrant»» (Justino, 1. II, c. I). La opinión equivocada que hace de la Scitia una meseta elevada, es muy antig-ua; la encontramos ya claramente indicada en Hipócrates (de aere, loci et aquis, c. 6. §. 96, edic. de Coray). «La Scitia, dice, forma una llanura alta y seca que sin estar coronada de montañas, va siempre elevándose hacia el Norte.» (27) Pág-. 334. — Humboldt, Apliorismi ex Physiologia chemka planta- rum, en \a Flora Fribergensis subterránea, 1793, p. 178. (28) Pág-. 334. — Acerca de la fisonomía de los vejetales, véase Hum- boldt, Tabkaux de la nature, t. lí, 1851, p, 1-243. — 452 — (29) Pag. 33o.— .í://ía Dialogus {Opuscula, BasiK l.'iot», p. 33-'U). En estos últimos tiempos, Philippi lia pulilicado una bella geografía de las plantas del Etna. Véase Limwa, 1S32, p. 73. (30) Pag. 336.— Elirenberg, en los Anuales des scienres nalurelles, t. XXf, p. 387-412; Hmiiboklt, Ásie céntrale, í. I. p. 339-342: 1. III, p. 96-104. (31) Pág. 337. — Sclileiden, über die Enlewickclung der Pflanzcnzdlcn, en MiiUer's Archiv für Anatomie und Phijsiolorjie, 1838, p. 137-176; y Grund- züge der wissenschaftlichen Botanik, 1.* parle, p. 191; 2.^ parte, p. 11; Schwann, mikroskopische Untersuchungen über die Ubereinstimmung iti der Síruklur und dem Wachsthum der Thiere und Pflanzen, 1839, p. 45 y 220, Cf. J. Miilier, Physiologie desMenschcn, 18í0, 2. •''parte, p. 614. (32) Pág. 33S.^Scheleidcn, Grundtügc der Bolanik , 1842, P. I, p. 192-197. (33) Pág. 339.— Tácito, en sus consideraciones sobre la población do la Bretaña, (Agrícola, c. 2). distingue perfectamente, lo que puede pro- venir de las influencias del clima, de lo que entre las tribns llegadas de afuera, pertenece por el contrario al antigno c inmutable poder del tipo hereditario: «Britanniam qui moríales initio colucrunt, indigeníe an ad- vecti, ut Ínter barbaros, parum compertum. Habilus corporis, atque ex eo argumenta; namque rutila' Caledoniam habitantium coma- , magni ar- lus Germanicam originem adseverant. Silurum colorati vultus et torti plerumquc crines, et posita contra Hispania. Iberos veteres trajecisse, easque sedes occupasse fldem faciunt: proximi Gallis, et símiles sunl; seu durante originis vi; seu, procurrentibus in diversa terris, positio ccell cor- poribus habitum dedit » Cf. acerca de la permanencia de los tipos de coji- figuracion en las regiones cálidas y frias de la Tierra y de las montañas del NuevOrContinente, mi Relation historiqae. t. 1, p. 498-303: t. II, p. 572-574. (34) Pág. 339. — Véase acerca de la raza americana en general, la magnítica obra de Samuel Jorge Morton. Crania americana^ 1839. p. 62 86: y acerca de los cráneos traídos por Pentland del alto país de Titicaca, Bublin Journal of medical and chemical Sciences, t. V, 1835- P- Í7'j: Alcides de Orbigny, I' Homme américain consideré sous ses rapporffi physiologiques et inoraux, 1839, p. 221. Véase también Reise in das innere von Nordamerika, por el príncipe Maximiliano de Wied, 1839, libro tan rico en delicadas observaciones etnográficas. (3o) Pág. 339. — Rodolfo Wagner, über Blendlinge und Baslarikrzeugung, — 453 — eii sus notas á la traducción alemana de la obra de Piichard, Nafurrjes- rhichte des Menschengeschlechls. t. I, p. 174-188. (36) Piig. 3Í0.— Priehard, i. I, p. 431; 1. lí, p. 363-369. Í37) Pág. 340.— ünésicrito, en Strabon,!. XV, p. 690 y 69o, Casaub. Welcker (Griechische Tragwdien, t. Hí, p. 1078), piensa que los versos de Teodectes citados por Slrabon pertenecían á una tragedia perdida que quizás llevarla el nombre de Memnon. (38) Pág. 341.— Joh. Miillcr, Phijsiologíe des Menschen , t. íí, p. 768, 772.77Í. (39) Pág. 342.— Pricliard, 1.'^ parte, p. 293; 3." parle, p. 11. (40) Pág. 343, — La tardía llegada de los turcos y mongoles, ya sea al Oxus, ya á la estepa de los Kirghisos, está en oposición con la opinión de Niebuhr, según la cual los Scitas de Herodoto y de Hipócrates son Mongoles. Es mucho mas verosímil la opinión de que los Scitas (Scolo- tos) pertenecían á los Masagetas indo-germanos (Alanos). Los Mongoles, los verdaderos Tártaros (nombre que impropiamente se aplicó mas tarde en Rusia y Siberia á tribus puramente turcas), habitaban entonces bien lejos en el Este del Asia. xv. mi Asle céntrale, 1. 1, p. 239 y 400; y l'Exa^ men critique de l'histoire de la Géographie, t. II, p. 320. Un lingüista dis- tinguido, el profesor Buschmann, recuerda que Firdusi, en el Schahna- meh, que comienza por una historia semi-mítica, hace mención de «una fortaleza de los Alanos» á orillas del mar , donde Selm , el primogénito del rey Feridoum (dos siglos ciertamente antes de Ciro) , queria refu- giarse. Los Kirghisos de la estepa llamada scitica, eran originariamente una población finesa; hoy son verdaderamente, con sus tres hordas, el pueblo mas numeroso de todos los nómadas , y vivían ya en el siglo vi en la estepa donde yo los he visto. El Bizantino Menandro (p. 380-382, ed. de Niebuhr) , cuenta positivamente que el chakan de los Turcos (Thou-Khiou), en o69, hizo el presente de una esclava kirghisa al emba- jador de Justino II, Zémargo; llama á esta esclava una ^í^.^íí, y aun Aboulgasi {Historia Mongolorum el Tatarorum), los Kirgisos son denomina- dos Kirkiz. La semejanza de co stumbres, allá donde la naturaleza del país les imprime un carácter dominante, es prueba poco segura de la identi- dad de razas. La vida de las estepas produce entre los Turcos (Ti-Tou- koiu), entre los Baschkirs (Fineses) entre los Kirghisos, entre los Torgod y los Dsungaros (Mongoles), los usos comunes á las tribus nómadas; el de las tiendas de fieltro, por ejemplo, trasportadas en carros y armadas cerca de los rebaños. — 454 — (41) Pág-. 343. — Guillermo do Humboldl, tibor die Verschicdenhcit dea menftchlichen Sprachbaues, en la gran obra üher dio Kawi-Sprache , auf der Insel Java, 1. 1, p. xxi, xlviii y ccxiv. (42) Pá^. 34Í. — La desoladora doctrina de la desig-ualdad del dere- cho á la libertad entre los hombres, y de la esclavitud como una institu- ción fundada en la naturaleza, se encuentra desgraciadamente desarrolla- da con un rigor sistemático en la Politique de Aristóteles, 1. I, c. 3, 3, 6. (43) Pág-. 346. — Guillermo de Humboldt, ilber die Kawi-Sprache, t. III, p. 426. De la misma obra tomo las reflexiones sig-uientes : «Las impe- tuosas conquistas de Alejandro; las que los Romanos llevaron á cabo con habilidad verdaderamente política ; las de los Mejicanos , tan salvajes y crueles; las despóticas reuniones de territorio de los Incas , han contri- buido en ambos mundos á hacer cesar el aislamiento de los pueblos y á formar mas vastas sociedades. Almas grandes y enérgicas , naciones en- teras obraban entonces bajo el imperio de una idea que en su pureza moral les era completamente estraña. El cristianismo fue el primero en proclamarla, en su verdad y caridad profunda, si bien ha necesitado mucho tiempo para hacerla aceptar. Antes no se encontraba de ella sino esparcidos acentos que preludiaban esta gran voz. Los tiempos moder- nos han dado nuevo vuelo á la idea de la civilización , y suscitado la necesidad de eslender mas y mas las relaciones de los pueblos entre sí, y los beneficios de la cultura moral é intelectual. La misma avaricia em- pieza á comprender que tiene mucho mas que g"anar siguiendo esta sen- da de progreso , que manteniendo por la fuerza un aislamiento retrógra- do. El lenguaje mas que toda otra facultad del hombre, forma un haz de toda la especie humana. Parece al principio que separa los pueblos como los idiomas ; pero justamente, la necesidad de entenderse recípro- camente en una lengua estraña , es la que reúne las individualidades de- jando íí cada una su propia originalidad." {Tbid., p. 427). FIN DEL TOMO PRIMERO. índice DE LAS MATERIAS CONTENIDAS Ei\ ESTE TOMO Advcrlcucia de los editores V Prefacio de Alejandro Humboldl vn Apuntes biográficos de Humboldt , . xui Introducción. — Consideraciones sobre los difcrcnles grados de goce que ofrecen el aspecto de la Naturaleza y el estudio de sus leyes. 1 ■— Límites y métodos de csposicion de la descripción física del mundo • í]9 Primera PARTE. — El Cielo. — Cuadro de los fenómenos celestes. . 03 Segunda parte. — La Tierra. — Cuadro de los fenómenos terrestres. 14 1 Tercera parte. — La vida orgánica. — Cuadro general de la vida orgánica 327 Notas 347 FIN DEL índice DEL TOMO rfilMEIlO. Q158.H861xvl ^-^-^ 3 9358 00220107 4 á^' *^**J- Huraboldtf Alexandery freiherr von» 1769-1859. Cosmos : ensayo de una descripción fisica del mundo / Alejandro De flumboldt. Vertido al castellano por Bernardo Giner y José De Fuentes* Madrid : Roig, 1874-75* 4 V. ; 22 cm. 220107 m^itr^éi^. 0 -^ K < •*^» .•«'