El Quinto Libro DE LAS Crónicas
tomo xxiii de las obras completas administración: editorial «mundo latino»
MADRID
ES PROPIEDAD
COPYRIGHT, 1922 BT B. GÓMBZ CARRILLO
Tipografía YagUcs.— Doctor Fourqucf, 4.— Madrid.— Teléfono SO-76 M.
EN ROMA, CON D'ANNUNZIO
uÉ se había hecho el poeta le- gendario de todas las elegan- cias, de todos los refinamien- tos y de todas las raras com^ plicaciones , el de los trajes color del tiempo y de los per- fumes sin nombre, el cazador de imágenes singulares, el es- crutador de corazones exalta- dos?... Hacia la isla de San Luis, entre velos tenues que tamizaban las luces de lámpa*
ras invisibles, lo había yo visto, envuelto en el humo de cazoletas orientales. Su rostro tenía en- tonces algo de diabólico, y por sus labios pasaban, en vuelos sinuosos, las sonrisas del capricho, del or- gullo y de la ironía. A sus pies, dos grandes lebreles de pelo plateado alargábanse como bestias de tapi- cerías medievales. Millares de rosas decapitadas cubrían, con la sangre de sus pétalos, manteles de encaje, dignos de regias capillas. En los nichos de piedra de la estancia, las madonas de cera extasiá- banse en posturas de anhelo. Y cuando él abría la
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boca, era para recitar, en tono de melopea febril, los salmos de su incurable sed de goces imposi- bles...
Pero luego, cuando volví a encontrarle en Roma, en la aurora roja de la guerra italiana, ya no era el mismo.
* « 4:
«Saro molto felice di avere il latinissimo Carrillo á colazione frugale quí da me giovedi al Tocco» —escribióle a un amigo común, cuando supo que yo acababa de llegar. Y yo me preparaba a escuchar el antiguo monólogo de la adoración de sí mismo, a ver un cuadro más raro que el de París, a sentir aromas más embriagadores, a beber en copas más suntuosas... Y he aquí que, de pronto, sentíme en una atmósfera de vida franca y magnífica, que, des- pués de desconcertarme por lo inesperada, me en- cantó y me reconfortó.
* « *
Estábamos en una sala vulgar y elegante, alrede- dor de una mesa de hotel. Por las ventanas, abiertas, se veían las enramadas del corso, y los únicos per- fumes que llegaban hasta nosotros eran los del jar- dín de la reina Margarita. A la derecha del poeta hallábase Fernando Martini, el ministro, y a su iz- quierda, Rastignac, el cronista. Enfrente estábamos Aníbal Teneroni, Darío Niccodemi y 3-0. Las voces eran claras, cordiales, ardientes, y en vez de epíte- tos de elegía, oíanse a cada instante las viejas pala- bras «patria», cguerra», rejuvenecidas por adjetivos de amor y de confianza.
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—No te reconocerían tus adoradores de antaño —díjole Niccodemi.
D'Annunzio sonrió con juvenil regocijo y mur- muró:
—No... De seguro.
Luego, poniéndose serio:
—Eso consiste en que no me conocían... Porque yo he sido siempre el mismo... Hoy, revolviendo pa- peles de mi adolescencia, he encontrado una de mis primeras odas, escrita en el colegio... a los quince años.. . Os la voy a recitar.
Y con acento metálico exclamó:
« jSpera! Verrannó per Tltalia nostra i di novelli: ne '1 cerúleo spazio bello di gloria splenderá il vessillo su '1 Campidogio.»
* * *
En seguida, cambiando de tono, con una gran ter- nura en la voz, volvióse hacia Martini y le dijo:
—Usted fué el primero que reconoció en mí los do- nes poéticos.,. ;Lo recuerda?. . . Yo estaba en la es- cuela estudiando retórica, y en mis ratos de libertad escribía. Un domingo ocurrióseme enviar una de mis producciones a un periódico dirigido por usted. Pocos días después recibí una carta del director y un billete de cincuenta liras en pago de mi trabajo. Todo el colegio contempló aquel billete con admiración res- petuosa, y en el acto los compañeros, que hasta enton- ces no me habían hecho caso, se convirtieron en mis admiradores. Yo estaba tan contento, tan orgulloso, que me juré solemnemente guardar hasta mi muerte
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las cincuenta liras aurórales. Sólo que mi amor de los pasteles y de las tortas era más grande que mi voluntad, y el tesoro fué devorado...
El poeta hizo un gesto que le es familiar y que le da un aspecto infantil, picaresco y tímido a la vez; un gesto de los labios, que se entreabren, y de los ojos, que se entornan, y murmuró con voz muy queda, muy dulce, casi femenina:
—Los pasteles, los bombones, los sorbetes ... Las tres primeras pasiones de mi vida... ¿Te acuerdas, Rastignac?... En elFracassa, para hacerme escribir, tenían que darme una s católa de dulces. .. ¿Y los he- lados?... En el café Aragno, hace seis lustros, des- pués de la doce y media de la noche, los sorbetes que quedaban se nos vendían a tres sueldos cada uno, y todos tomábamos las cantidades que correspon- dían a nuestras fortunas. Un día yo tomé cincuen- ta... ¿Te acuerdas?... Fué un día de riqueza y de gloría...
* * *
Rastignac, siempre risueño, contemplaba con ter- nura a su amigo de infancia, y por sus pupilas claras pasaban los recuerdos de la alegre bohemia romana de hace treinta y cinco años... jAh, los saloni gialli del Fracassa, en los cuales los hombres hoy más ilustres reuníanse para soñar sus ensueños lo- cos de grandeza, entre bromas y disputas!.. . Allá era donde el futuro senador Paolo Michetti pintaba la caricatura del futuro ministro Martini; allá Eduardo Scarfoglio, ya endemoniado, trepaba sobre los ro- bustos hombros de Vassallo para hacer la pirámide humana; allá Wamba componía en un piano des ven-
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cijado sus famosos coros en honor de la emulsión de Scott; allá Giacosa, que aparecía cual un personaje legendario por haber ganado mil liras con una co- media, pedía a los jóvenes críticos que no fueran crueles para con sus obras; allá Alberto Mario bus- caba padrinos para desafiar al Papa León XIII por haberle puesto hojas de parra a la Venus del Vati- cano; allá Pascarella vacilaba entre sus aficiones pictóricas y su instinto poético; allá Orestes Bara- tieri, hoy tristemente famoso por el desastre de Adua, aplaudía los sonetos libertinos de una prin- cesa anónima; allá, en fin, era donde se formaba la Roma magnífica de hoy.
«Fu in questo ambiente — dice Rastignac en un libro famoso—che Gabriele face la sua prima inizia- zione alia vita della capitale.»
Y agrega:
cFra questa gente non irritabile egli passano sorri- denti come un piccolo dio grazioso chi fosse a tutti dolce offrire confetti e carezze per renderselo pro- pizio.»
♦ * #
El gran poeta y el gran cronista, tan calvo el uno como el otro, se miraban largamente, evocando aquellos tiempos, y sus ojos, cansados de haber visto tan de cerca la vida durante tantos lustros, se hume* decían y se rejuvenecían.
—Bello tiempo— murmuraba el cronista.
El poeta sacudía su cráneo desnudo y contes- taba:
—El bello tiempo es éste en que vivimos, esta au- rora de una Italia redimida por el milagro en que
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todo brilla con luces maravillosas, en que el pasado no sirve sino para que el porvenir se apoye en él, en que todo grita con voz de himno, en que la grande alma del pueblo encuentra su temple de acero, vi- brante cual una espada. . .
El rostro, el busto, el acento, todo había cambiado instantáneamente en el gran patriota. Sus labios no eran ya sinuosos y enigmáticos, ni infantiles, ni iró- nicos, ni voluptuosos, como cuando recitan madriga- les, sino que temblaban llenos de vida y de energía. La mirada gris de sus ojos redondos lucía con un fuego claro y tranquilo. Su torso erguíase, haciendo olvidar la pequeñez de la estatura, y el pecho amplio, fuerte, tenía algo de atlético. Por primera vez veía yo delante de mí al cantor de todo un pueblo, de toda una raza, al vate de la guerra de la violencia y de la esperanza, cuya voz encarna los ideales de una nueva humanidad redimida por la sangre v por la fe.
* * *
Las palabras seguían brotando, cálidas, de su boca de máscara antigua, muy abierta, muy móvil y hasta algo ruda. Era el eterno himno de la Italia de hierro» que se forja en el crisol de la lucha.
«Candente está aún el inmenso horno. ¡Oh, com- pañeros! iOh, hermanos! Que así, candente, perma- nezca, quiere nuestro genio; y que el fuego hierva ansioso, y que el fuego trabaje hasta que todo el me- tal se disuelva, hasta que la colada esté pronta, hasta que el choque del hierro abra el paso a la sangre ar- diente de la resurrección. Ya blanquea y europea el ardor en todas las hendiduras, en todas las grie-
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tas. Ya empieza a moverse el metal. El fuego crece y no basta. La fuerza de la llama crece, crece cada vez más, y no basta. Quiere más combustible, todo lo quiere, todo lo reclama. >
Durante un largo instante, el almuerzo suspendió* se. Todos oímos con respeto el lírico clarín que re- petía su marcha triunfal. Y tras el himno de lucha elevóse el evangelio de la patria redimida, engran- decida, purificada, santificada por el esfuerzo común y el común holocausto:
«¡Dichosos los que más poseen, porque más podrán dar y más podrán arder!
^¡Dichosos los que tienen veinte años, una mente casta, un cuerpo robusto, una madre animosa!
>iDichosos aquellos que, esperando y confiando, no disiparon sus fuerzas, sino que las sometieron a la disciplina del guerrero!
»iDichosos aquellos que desdeñaron los amores estériles y se conservaron vírgenes para este prime- ro y último amor!
»j Dichosos aquellos que, habiendo gritado ayer en contra del azar, aceptaron en silencio la suprema ne- cesidad, y no querrán ser los últimos, sino los pri- meros!
»|Dichosos los jóvenes que han tenido hambre y sed de gloria, porque ellos serán hartos!
»i Bienaventurados los misericordiosos, porque tendrán que restañar una sangre espléndida y que vendar radiantes heridas!
> ¡Dichosos los puros de corazón, dichosos los que vuelvan con la victoria, porque verán la nueva paz de Roma, la coronada frente de Dante, la triunfal belleza de Italia!»
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De pronto, el poeta volvióse hacia mí y me dijo: —Que España no palpite con todo su corazón de acuerdo con sus dos hermanas latinas, es inverosí- mil... En Italia, hasta en los momentos en que más fuerte parecía el lazo de la triple alianza, el pueblo sentíase atraído hacia Francia .. . Una guerra italo- francesa habría sido imposible, aun en tiempo de Crispi... Ya usted sabe que yo estaba en París en julio del año 1914, cuando estalló el conflicto euro- peo, y que, sin consultar a nadie, desde luego dije, seguro de no equivocarme, que jamás mi patria haría causa común con los alemanes. Mis temores, no de guerra, sino de neutralidad definitiva, vinieron mucho más tarde..., en vísperas de las fiestas de Quarto.»
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D'Annunzio inclinó la cabeza como agobiado por el peso de un recuerdo, y hablándose a sí mismo, lentamente, en voz baja, murmuró:
—Al saber que el rey y el Gobierno se abstenían de ir a Génova, que Giolitti se hallaba en Roma, que Austria había hecho nuevas proposiciones, sentí que todo estaba perdido y me encontré sin patria... Vol- ver a Francia después de haberme despedido pro- metiendo la guerra, era imposible... Quedarme en Italia, nunca... Entonces pensé en América, en la Argentina, no en Buenos Aires, no, sino en el cam- po, para encerrarme por siempre en la soledad y llorar la ruina de la conciencia italiana y del ideal latino... Porque no se trataba únicamente de Italia como país, sino de la latinidad como mundo... Con- quistar el pulmón izquierdo del Adriático y poder, al fin, respirar, es una gran empresa nacional... Otra
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empresa más alta, más necesaria, es combatir por mantener, con el apoyo paternal de Francia, la supre- macía del pensamiento latino y de la cultura medite- rránea, que son tan necesarios a los hombres. Esta guerra, desde un principio, es una guerra divina, una lucha de razas, de almas, una oposición de pode- res irreconciliables, una prueba de sangre, de la cual ha de salir o una barbarie mundial o un univer- so redimido. . . Era necesario ser ciego, como lo son nuestros políticos giolittistas, para no ver desde luego que las hordas germánicas, una vez vencedo ras, no se habrían contentado con las tierras del Norte, sino que hubieran buscado nuestros golfos. Mejor que la desembocadura del Rin, en efecto, lo que, a través de los siglos, desde la Edad Media hasta hoy, han buscado los hijos de los suevos es la dominación del Adriático . Más de una vez los pan- germanistas han confesado que uno de sus desiderá- tum futuros consiste en hacer de la Dalmacia un Reichsland para dominar el Mediterráneo... Y la voluntad germánica es tan recia, que se necesita el hacha latina, manejada por los brazos de todos los hijos de Roma, para abatirla... Todo esto, que ahora comprenden hasta los barqueros de Nápoles, hace doce meses yo era el único en clamarlo a todos los vientos... Mi orgullo, mi único orgmllo, es haber visto antes que los demás y haber ayudado a abrirles los ojos a mis compatriotas. . . Ahora...
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El poeta levantó la cabeza, sonrió y me miró con pupilas brillantes. Y continuó, midiendo cada palabra:
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—Ahora, créame usted, no es hablar por hablar; ahora mi único anhelo es dar mi sangre a Italia. . . Yo tengo la idea de que el mundo es un mar de san- gre y que nadamos en la sangre... A veces, para ali- mentar a los seres que viven, la sangre escasea... Entonces los hombres deben dar su sangre, su sangre viva, roja, robusta... Yo ofrezco la mía; tengo tal de- seo... No me creerá usted... Anoche me hice una he^ rida aquí para ver mi sangre...
Con los dedos crispados, d'Annunzio oprimíase el brazo izquierdo, como si quisiera hacer brotar la sustancia roja de sus venas. Su boca, contraída en una mueca dura, dejaba ver los dientes amarillos. Su rostro se alargaba y tomaba, con la punta mefis- tofélica de su barbilla incolora, un aspecto de más- cara de marfil oscuro.
Luego, llenando febrilmente mi copa de vino y la suya de agua, cambió de expresión y sonrió con su sonrisa de niño, murmurando, algo avergonzado de su arrebato:
—Usted se burla de mí, ¿no es cierto?. . .
* * *
¿Burlarme?.., El que conoce mi devoción, ya anti- gua, sabe que nunca, ni en los días de las rarezas que hacían sonreír a París, dejé de venerar su genio. Y entonces, cuando, transfigurado, me aparecía como el poeta de una raza, cuando de todas sus pasiones errantes hacía un único amor y se ofrecía en holo- causto a una idea, ya no era sólo al poeta al que ad« miraba, sino al héroe. Porque no hay duda de que este hombre lleva dentro de sí un alma de magnífico sacrificio. El 3 de septiembre, el día en que los ale-
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manes se acercaban a París, en vez de pedir a su amigo Gallieni que le permitiera marcharse hacia Burdeos, le suplicó que le dejara participar de la de- fensa en UQO de los fuertes avanzados.
—Quiero morir por Santa Genoveva— decía.
Hoy es por Italia, por su Italia, por la que quiere morir.
—Pero, ¿no cree usted que es necesario esperar el día del triunfo para saborear la bienaventuranza completa?— le pregunté.
— Ño~me contestó—, no... El triunfo ya lo he sabo- reado... Lo único grande es ser una gota de sangre en la onda regeneradora...
Luego, con melancolía, agregó:
—Lo malo es que no quieren creerme...
* * *
Para tratar de alejarlo de sus ideas, lúgubremente heroicas, le hablé de su casa de París, de sus amigos de París, de sus lebreles blancos, de sus perfumes, de sus fiestas maravillosas...
—Todo eso— exclamó, como saliendo de un sueño- es miserable... La vida que hemos llevado hasta ahora, entre mujeres y flores, entre halagos de vani- dad e ilusiones de lujuria, es miserable... Ahora que el mundo se renueva en la egregia prueba del fuego, lo que se llama el placer me parece vil... Fuera del trabajo y de la acción, no hay nada grande... Y esto no es nuevo en mí.. . Usted ha hablado de mi leyen- da... Sí..., ya sé..., algo monstruoso: una mezcla de cinismo y de bluff, una comedia mágica, hecha para espantar a los burgueses y para enloquecer a las mu jeres incautas.. . Pero todo eso no existe, todo eso no
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es nada más que una patraña... El lujo, sí... El amor y los amores, sí... El desorden, las deudas, sí, sí. . . Sólo que, en las épocas más frivolas de mi existen- cia, por encima del enfant de volupté ha estacío el hombre de esfuerzo y de energía... Hace pocos días, no sé si usted lo notó, cuando tomábamos el té en la Villa Médicis, un joven, discípulo de monseñor Du- chesne, empeñóse en hacerme explicar mi método de trabajo. Mi método verdadero es trabajar sin descanso día y noche, diez, doce horas seguidas, semanas y se-- manas, meses y meses. . . No hay más que ver el peso material de mí obra... Mis dramas..., mis novelas..., mis poesías..., ¿cree usted que se puede poseer ese te- soro a los cincuenta años sin haber trabajado como un fraile benedictino?... Y en mi labor no hay nada im- provisado... Bueno o malo, todo ha sido llevado por mí sin desaliento hasta el límite extremo de perfec- ción de que soy capaz. . . Cuando termino una página no tengo ni siquiera necesidad de corregirla, y puedo mandarla a la imprenta sin leerla, porque cada frase que escribo la pulo y la peso antes, con un respeto religioso de mi arte... jAh! Y además de trabajar, he sufrido... ¿Se puede, acaso, ser el autor del Triunfa de la muerte sin haber sufrido terriblemente?... El dolor ha sido mi maestro... {Dolor, divino musage^ ta!... Me acuerdo que un día, en Pescara, un niño se ahogó al pie de mi ventana, y que la madre, ante el cadáver, loca de pCEa, se puso a cantar con una^voz deliciosamente armoniosa. Yo soy cual aquella ma- dre... En mi alma todo aparece exagerado, pero rít- mico y sincero, como brotado de mi alma. El Piacere es la exageración de la elegancia; la Figlia del yo- rio, la exageración de la rudeza; el Triunfo de la muerte, la exageración de la exaltación... Y siempre,
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por encima de todo, la vida, la vida palpitante, la sangre, el alma, el amor, el hombre... Mi amigo Mo- rello me ftace decir en uno de sus artículos, contes- tando a Ruskin, que yo dejaría perecer un puebla entero por salvar un templo griego. Esto no es cier- to. Lo más grande para mí es el pueblo. Hace poco visitando la catedral de Reims, bombardeada, yo le aseguraba al arzobispo que no había por qué llorar la ruina de su divino santuario, pues tal cual ahora lo vemos es más bello que antes, porque encarna e dolor y la lucha de una raza.
Ahora mismo, ante los crímenes alemanes contra la belleza de Venecia, nada sufre en mí. ¿Es necesa- rio que perezca Venecia para que Italia triunfe? Que perezca. Todo puede perecer, con tal que el princi- pio de un pueblo y de una raza perdure. Y no vale decir que con evitar la guerra habría bastado. Sin la guerra, aun en el caso de que Austria nos hubiese hecho concesiones importantes, Italia habría dejado de ser Italia, porque el motor latente de su ánima era la lucha por la reconquista. Los países no son exactamente un territorio y un número determinado de millones de seres humanos. ¿Cree usted, por ejem- plo, que la Alemania de mañana, vencida, aunque no sea disminuida, será la Alemania de ayer? No. La victoria da alas a las razas, y la derrota se las corta. Desde el año 70 Francia no ha vivido en grandeza, en belleza y en nobleza, sino porque ni un sólo mi- nuto ha dejado de acariciar la idea sacrosanta de su revancha. ¿Qué es Alsacia y Lorena? Nada. La pelea y el éxito: he ahí lo esencial para que en el baño de sangre se afiance y se purifique el organismo.
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El poeta continuó hablando en el mismo tono, con el mismo fuego, entregándose en cada frase, vibran- do a cada exclamación. Había algo que era como una idea fija, como una sublime locura, en su obse- sionante voluntad patriótica. Y era en vano tratar de hacerlo tornar los ojos hacia el arte, hacia el pasado, hacia la Gracia, que fué su compañera de otros días» La garra de la tragedia habíase planteado en su pe- cho, y todo su ser se estremecía ante las visiones de un futuro magnífico. Pensaba tornar a Venecia, no para volver a ver el espectáculo del Fuoco^ no para gozar ante los esplendores del sol que dora las cúpu- las, sino para tomar parte en una batalla naval. So- bre una butaca tenía su uniforme de aviador. Tam- bién tenía un uniforme de caballero, para más tarde,, y murmuraba, lleno de fe, que con él puesto entraría en Viena. Su musa misma, desdeñando los soberbios mantos de púrpura que hicieron su gloria universal, no agitaba sino un modesto dAxóná^bersagliére^y cldi- maba, vestida de humilde paño gris, como un simple soldado de línea, los cantos ásperos de la fe nacional.
—Ya verá usted— decíame— , ya verá usted mis canciones nuevas, que son sencillas, cual si nacieran en pleno campamento, lejos de todo lugar de vanos refinamientos retóricos... Nada más que gritos de he- roísmo y promesas de recompensa... Cada guerrero que caiga en una acción extraordinaria tendrá su nombre escrito en mis estrofas... Es mi Paraíso, des- pués de tantos Purgatorios... Los versos me brotan de los labios sin que yo los busque y hablan la lengua de la divina plebe que muere y que mata. Ya verá usted... muy pronto . , .
Luego, la obsesión de la muerte volvía a su mente...
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«¡Dar su sangréis Deseaba morir una mañana, allá, hacia el ñn de la guerra, en ia capital del impe- rio aborrecido, cuando sea necesario luchar frente al palacio del emperador austríaco... O si no, en el mar, en el Adriático de sus amores y de sus odios, una tarde de arreboles rojos, en medio de un comba- te formidable, rodeado de llamas, de clamores triun- fantes, de músicas de bronce. . .
* * *
El poeta parecía fatigado y exaltado a la vez. Con la misma fiebre con que antes había comido, devo- rando los manjares casi sin masticarlos, encendió ci- garrillo tras cigarrillo y se envolvía en nubes de humo aromático. Por las ventanas abiertas entraba el aire fresco, llevándonos las palpitaciones tricolo- ras de las banderas que decoraban la puerta del ho- tel. Un sol espléndido iluminaba las copas de los magnolios del jardín de la rema Margarita. Arriba, el cielo azul, sin una nube, el cielo romano, parecía un domo de lapislázuli.
—¡Dios mío, cuán bello es todo estol— murmuraba, asomándose al balcón y respirando con febril volup- tuosidad los efluvios de las frondas.
Y había tal sencillez, tal frescura de ánimo, tal fuerza de vida en aquel hombre, que yo me pregunté si no habría sido una ilusión la que en París me hacía creerm.e, cuando lo visitaba en su palacio de la isla de San Luis, en un santuario de los más artificiales refinamientos... Porque no había ya nada en él, nada, ni en su persona, ni en su voz vibrante, ni en los ob- jetos que lo rodeaban, que hiciera pensar en el d^Annunzio de otro tiempo.
—Parece usted un hombre nuevo— le dije al fin.
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—Sí— me contestó— Parezco ya un soldado... ¿No es cierto?...
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Escuchando su voz de bronce no acertaba yo a com» prender, verdaderamente, cómo durante tantos años hemos podido todos, engañados por algunas novelas juveniles, equivocarnos sobre el verdadero carácter cíclico y popular, nacional y cíclico, mejor dicho, del gran poeta de Italia. Porque, lo repito, no es de hoy este fuego, no es de hoy este soplo viviñcante. Desde los primeros albores de su genio, d' Annunzio apare- ce, cuando no se le ve a través del Piacere^ tal cual las circunstancias lo han hecho al fin erguirse ante el mundo. Es preciso leer sus cartas escritas en plena adolescencia para comprender que bajo el aparente bizantinismo de las páginas que las damas leen como breviarios morbosos, ha palpitado siempre un cuoYe de guerrero latino. Todavía no tenía diez y ocho años cuando, al salir del colegio de Prato, escribió a su maestro: «La mia prima missione sur questa térra h d'insegnare al popólo ad amare el propio paese; la seconda é di odiare a morte i nemici d' Italia e di com- batterli sempre.» Y más tarde, en medio de sus triun- fos mundanos, en el momento en que las lindas peca- doras coronaban de rosas su cabeza, aun poblada de bucles castaños, dirigió a otro de sus antiguos profe- sores estas líneas: «Ah, se toutti gl' italiani fossero come me, avrebbero i nemici a pagar ben caro tutto il sangue que ci hanno levato coUe viltá e coi tradi* menti!» Pero ¿a qué buscar en páginas íntimas esta fidelidad al principio jurado? Toda su obra poética está llena de fuego santo.
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Hablando de lo que puede llamarse la leyenda d'annunziana, el maestro se indignó de nuevo contra la cestulticia» de las imágenes que lo hacen aparecer como una especie de des Esseintes genial y liber- tino.
—¿Me ves tú vestido de blanco, en un caballo sin silla,'-con una guirnalda de asfódelos en las sienes, a la orilla del mar, recitando odas lánguidas?— pregun- tó a Aníbal Teneroni— . Desde luego, el lujo, la ele- gancia y el refinamiento me gustan, y no lo niego... Pero creo que mi indumentaria ha sido siempre de una corrección británica, y mis aficiones, siempre vi- riles,.. ¿No es cierto?...
¡Viriles! Ya antes de ahora, en el salón parisiense, lleno de rosas y de perfumes, había yo notado la fre- cuencia y la energía con que d'Annunzio pronuncia esta palabra: «Ser feo— díjome un día en que contem- plábamos un retrato suyo dibujado en una plancha de metal por Valentina de Saint-Point— no me impor- ta, con tal de tener un aspecto viril.» Y otro día, como se hablara de la hermosura de un actor, exclamó con desdén: «No puede gustarle a las mujeres, porque no tiene un aspecto viril.» Su misma calva, de la cual los caricaturistas se sirven demasiado a menudo, lo entristece menos que su corta estatura. «¡Ser alto! —murmura a menudo, alzándose sobre las puntas de los pies—. ¡Ser grande!»
Roma, en sus semanas de conmoción, lo vió gran- de. Cuando, la víspera del voto supremo del Congre- so, apareció el poeta en su balcón del Hotel Regina, y, extendiendo un brazo, gritó: «¡Romani! ¡Romanil»,
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su figura crecióse de pronto con proporciones de es- tatua, y, reemplazando la antigua imagen falsa, sur- gió una imagen nueva que vivirá eternamente al lado de la de Dante. Hay que haber asistido a las convul- siones que determinaron la guerra para darse cuenta de este milagro transñgurador. El que la víspera no era sino un piccolo dio gracioso, un enfant de vo' luptéy un niño mimado de la fama y de la mala fama, metamorfoseóse súbitamente en un ser casi divino que se llama el Poeta. Fernando Martini, que fué el ministro que declaró la guerra, y que podría reivin- dicar para su Gobierno el honor trágico de haber despertado el alma del pueblo, díjole aquel día:
—Al volver del destierro lograste el milagro que el Alhigieri sólo soñó. .. Con una gracia grave, d'Annunzio contestóle: —No hay que hablar de mí... Yo no existo... Nada existe... Nada más que la patria... La gran patria latina...
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VISIONES DIABÓLICAS
Añones! ¡Municiones! ¡Más caño- nes!—gritan en coro los pueblos beligerantes—. Y desde hace cerca de dos años, casi todas las maquinarias que antes ser- vían en el mundo para producir elementos de vida, se encuen- tran consagradas a crear ins- trumentos de muerte. Los Go- biernos directamente interesa- dos en la formidable carrera hacia el abismo han requisado de una manera implacable hasta los más humildes tornos particulares, hasta los más modestos martillos pilones déla industria privada. Los ejércitos que tra- bajan son tan numerosos como los que combaten. Para ayudar a la mano de obra tradicional, experta y fuerte, se ha recurrido a todas las colaboraciones improvisadas. Las mujeres, que ayer no parecían capaces sino de coser, de bordar, de liar pitillos, de vender flores, manejan ahora los útiles de acero per- feccionados, y con sus dedos ágiles combinan la de- licada relojería de los percutores. Y no es sólo en las
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naciones que luchan donde esta fiebre manufacturera lo invade todo. En los pueblos neutrales también se trabaja día y noche para la guerra. De América y de Asia los barcos vienen cargados de municiones, de cañones.. ,
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í Cañones! ¡Municiones!... Con las que se fabrican en un día hubiera bastado para todas las guerras de todos los siglos pasados. Hoy, en cambio, los jefes se quejan de no tener nunca bastantes, de verse obli- gados a miserables y peligrosas economías, de no poder llevar a cabo su labor de cataclismo.
«No hubiera podido nunca la mente humana adivi- nar lo que este conflicto habría de exigir como ar- mamentos»—dice el ministro Salandra, hablando de las batallas del Tren tino. ¿Y qué son esas acciones, en su grandeza relativa, si se comparan con las tor- mentas de hierro y de fuego del frente ruso o del frente francés? Los ingleses mismos ignoran aún las titánicas voluptuosidades de Verdun o de Lutzk. Y, sin embargo, esta maravillosa isla británica está convertida en un taller inmenso, y todo lo que ese taller produce, sus tropas lo gastan día por día, hora por hora, clamando siempre:
—¡Municiones! ¡Cañones! ¡Más cañones! ¡Más mu- niciones!...
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Desde Folkestone hasta Londres y desde Londres hasta Plymouth, en nuestras rápidas peregrinacio- nes, no hemos estado nunca dos horas sin encontrar-
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mos ante alguna de las infinitas manifestaciones de la actividad productora del gran pueblo de operarios militares . A veces son interminables cilindros de hierro, que pasan en sus plataformas haciendo tem* blar los carriles; a veces son convoyes enormes de vagones llenos de cajas misteriosas, marcadas *war»; a veces son cureñas ligeras amontonadas en camio- nes descubiertos; a veces son chimeneas de altos hornos perdidas entre las espesuras de los bosques; a veces son llamas de fraguas en las inmediaciones de las ciudades; a veces son desfiles de trabajadores guiados por funcionarios vestidos de kaki... Y cuan-- do uno exclama: «¡Es fantástico tamaño esfuerzo!», siempre hay alguien para murmurar a nuestro oído: «Eso no es nada...; hay que esperar...; dentro de seis meses...» Entonces, sin poderlo remediar, uno piensa en el soplo de locura que conmueve a Europa y que, obligándola a renunciar a toda labor fecunda, la pre- cipita en un torbellino de fuego que es cada día ma- yor y que siempre parece pequeño, que siempre irá aumentando, que devorará todas las energías, que consumirá todos los elementos...
* * ."í:
{Cañones, cañones!... ¡Con cuánto entusiasmo habla esta gente fría de los nuevos monstruos de acero que salen de sus arsenales!... Hace un instante, en un de- pósito de la Intendencia, ante un tubo de 12 metros de largo, un oficial, que no había abierto aún la boca» animóse de pronto, y nos dijo:
— Ahí tienen ustedes nuestro obús de 300 milíme- tros, el más nuevo, el más rápido, el más seguro.... Con un ángulo de tiro de 45 grados, dispara pro-
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yectiles de 318 kilos, animados por una rapidez ini- cial de 945 metros al segundo... Su trayectoria, con una elevación enorme, es de más de 30 kilóme- tros. . . Y luego agregó:
—Pero todavía tenemos que hacer algo mejor, algo más estupendo... El coronel Ingallo, en Fran- cia, ha demostrado que con una rapidez inicial de 1.200 metros por segundo, un proyectil que sale de una pieza colocada en un ángulo de 45 grados des- cribiría una trayectoria de 78 kilómetros, con un punto culminante de 29 kilómetros... Hasta ahora esto no ha pasado de ser una teoría. . . Pronto será una realidad. . . Todo depende de los ensayos que se llevan a cabo en varios países para neutralizar los efectos de la temperatura de la explosión y del cho- que de la deflagración... ¡Hay tantos problemas que parecían más difíciles que se han resuelto al fin!. . . Sí. . sí. . . Yo espero ver el ensueño de In- gallo convertido en realidad. . .
* •
Poco a poco, en efecto, el genio diabólico del hom» bre va realizando las más espantosas quimeras. Los sabios no trabajan ya en sus laboratorios para sal- var a la Humanidad de sus miserias y de sus dolo- res, sino que se desvelan buscando los gases más de- letéreos, los líquidos más inflamables, los explosivos más horrendos, los metales más resistentes. Matar hombres no es nada en nuestra época. Para eso cual- quier* arma antigua sirve. De lo que se trata es de remover las montañas, de aniquilar las ciudades, de provocar, en una palabra, revoluciones geológicas.
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EL QUINTO LIBRO Dt LAS CRONICAS
Hay que haber visitado los campos de las recientes batallas para darse cuenta de lo que es la artillería moderna. Bosques, carreteras, pueblos, ríos, todo ha desaparecido en lugares como Carency, como Metzeral, como Duaumont. Y para lograr tamaños resultados es preciso que las naciones se consagren a la nueva, a la única industria europea que existe: a la fabricación de cañones y de municiones.
* * ♦
En Inglaterra, este movimiento industrial ha cau- sado quizás mayor entusiasmo que el movimiento militar. Con orgullo de país de acero y de máquinas, la Gran Bretaña entera ha respondido al llamamien- to de Lloyd George mejor que al de lord Derby. El ingeniero que va a acompañarnos en nuestra visita a algunos arsenales, nos dice, lleno de orgullo:
—Nuestra producción aumenta de día en día de un modo increíble, y estamos seguros de que dentro de algún tiempo ya no tendremos necesidad de recurrir a la industria extranjera. El ejemplo, en esto como en casi todo lo relativo a la guerra, nos viene de Francia, y nuestro ministro de las Municiones es el primero en rendir el más cumplido homenaje a las lecciones de Mr. Albert Thomas. Hay entre nos- otros tradiciones de trabajo que parecían difíciles de vencer para llegar a una labor verdaderamente uni- forme . El Gobierno ha creado en dos años treinta y dos manufacturas nacionales. Dentro de poco ten» dremos cincuenta. Pero además de esas fábricas fundadas con los recursos del Estado, disponemos de otras dos mil quinientas en plena producción, que pertenecen a personas o Compañías particulares.
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R . O O M E Z CARRILLO
Todo el material que podía transformarse o aprove- charse se halla en actividad. Cerca de un millón de operarios, hombres y mujeres, están consagrados a la formidable labor. El problema de la mano de obra ha sido, naturalmente, el más arduo de resolverse. Ha habido que reservar a los especialistas para las labores delicadas, y como no los teníamos en núme- ro suficiente, hemos recurrido a los ingenieros y con- tramaestres belgas que han podido salir de su pa- tria. Los Sindicatos han tratado de ponernos obs- táculos. Por fortuna, la opinión pública nos ha apo- yado con un ardor admirable, y gracias a ella todo se ha allanado. Las garantías que las leyes actuales del trabajo han suspendido serán restablecidas des- pués del conflicto. Las Trade-Lnions lo saben, y por eso no hay ningún conflicto que temer. Nuestro deseo es llegar a tener un especialista por cada diez operarios. Cuando lo logremos podremos equipar y armar mejor que ninguna otra potencia a nuestros cinco millones de soldados... No descansamos un momento... Hay que producir en cantidades enor- mes los cañones, las municiones... Ya verán uste- des. . . Hasta las Compañías de ferrocarriles nos han cedido sus talleres, renunciando a sus propias ambi- ciones de engrandecimiento, para permitir que nues- tra producción se intensifique todo lo posible. De un modo general, puede decirse que los industriales han obrado con un patriotismo perfecto. En Glasgow, algunas casas han renunciado, en favor de la Cruz Roja, a sus beneficios. En otras ciudades se nos han concedido tarifas más bajas de lo que nosotros ha- bíamos propuesto. Muchas fábricas, en fin, nos pi- den que no las paguemos sino después de la guerra... El arsenal que vamos a ver hoy es uno de los más
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
importantes. En 1914 tenía 12.000 obreros, y ahora tiene cerca de 100.000. .. De aquí salen nuestros más garandes cañones ...
* * *
Apenas penetramos en la primera galería, una sensación de vértigo invade nuestros ánimos. En el espacio infinito todo gira, todo palpita, todo cruje, todo rechina, todo se crispa, todo arde, todo chispo- rrotea, todo huye. . . Nuestra vista no encuentra un punto fijo en el cual pueda reposarse un segundo la mirada. . . Es un caos fugitivo hecho de correas que bajan del techo, de llamas que se escapan por las bo- cas de los hornos, de volantes que trepidan, de tor- nos que aúllan mordidos por el cincel, de yunques que se estremecen bajo el martillo, de crisoles que derraman torrentes de luz, de cuerdas sin fin que se enroscan en los tubos de acero, de plataformas aé- reas que corren arrastrando masas gigantescas de metal candente, de carros que pasan, de palancas que se inclinan... Y en medio de tan fantástico des- barajuste, millares de seres humanos, iluminados diabólicamente, aparecen cual legiones de condena- dos en un infierno voluntario. Hay aquí hombres de todas las edades: hay ancianos de rostros dolorosos, hay mozos en la plenitud de la vida, hay adolescen- tes rubios, de ojos infantiles. Pero las que más nos apiadan son las mujeres, las innumerables mujeres, jóvenes y viejas, feas y hermosas, cuyas manos nos parecen demasiado trágiles para el trabajo del hierro y del fuego.
* * ★
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C . GOMEZ C A k R í L L O
—Son las más felices— murmura nuestro guía.
Y luego nos explica que, entre sus muchas calami- dades, la guerra habrá tenido, por lo menos, la ven- taja de redimir al sexo débil de la especie de reclu- sión delicada y despreciativa en que el mundo lo te- nía. Hoy, en efecto, las obreras que ayer, cosiendo o bordando, se morían de miseria, han conquistado en la gran industria sus cartas de naturaleza y ganan jornales pingües sin matarse como antes.
—Lo curioso y lo maravilloso— agrega el mentor de nuestro grupo— es que estas labores formidables son mucho menos penosas que las del taller de cos- tura. Aquí, en apariencia, cada operario lleva a cabo labores titánicas, ¿no es cierto?. . . jTanto ace- ro!... En realidad, la fuérzala ponen las máquinas, y la mano del hombre sólo requiere habilidad... Es una faena de delicadeza, no de rudeza... Hasta los cañones... Vean ustedes...
* * ♦
Colocado en un torno inmenso, un bloque de 12 me- tros de largo gira, movido por dos cadenas que le imprimen un impulso tembloroso y epiléptico. A ve- ces la masa se detiene, se estremece y quiere rebe- larse contra la energía que la domina y la tortura . A veces el movimiento se acelera, y de la boca del bloque salen rizos argentinos que se desparraman con un rumor quejumbroso. A veces la misma boca vomita torrentes de líquido negro, como si su inte- rior férreo sangrara. A veces en las entrañas del monstruo hay un largo desgarramiento doloroso... Porque es realmente un monstruo el cañón que nace así en este infierno, y las doce muchachas que la
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asisten en su eclosión son doce princesas encantadas que disponen de secretos mágicos para vencer la dura materia con sus manos cloróticas.
— ¿Se acuerda usted de la Santa Catalina, de d'Annunzio?--le pregunto a Valdeiglesias ante el cuadro emocionante—. La bienaventurada pone sus pálidos dedos en la rueda de su propio martirio, y lo hace con tanta dulzura, según el poeta, que parece posarlos en las teclas de un clavicordio... Algo por el estilo se me figura contemplar ahora . Esas ingle- sitas rubias, manejando ese monstruo, tienen suavi- dades acariciadoras... Vea usted cómo vierten el aceite; vea usted cómo se acercan a las cadenas; vea usted cómo se apoyan en las palancas de la máquina horadadora... ¿No nota usted un gran orgullo en sus gestos lentos y escrupulosos?... Yo noto orgullo y placer.
En los ojos de mi noble compañero hay una ligera ironía, que Fabián Vidal traduce dieiéndome: —Usted es siempre el mismo.
* ♦ *
Como un espectáculo sobrenatural, esta manufac- tura de muerte me alucina con su ruido, con su inco- herencia, con su vértigo, con su olor acre y tenaz. Sin poderlo remediar, pienso en lo que tan grandes esfuerzos metódicos representan de barbarie refina- da, y ante cada bomba, ante cada cañón, ante cada fusil, evoco la imagen del hombre que mañana va a sucumbir en un campo lejano.
Algo de fiebre me hace contemplar la visión ho- rrorosa de lo que, en último término, representa la labor de las mujeres que, inconscientemente, inocen-
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
temente, colaboran a la universal carnicería. Y cuando nos dicen que entre las obreras del arsenal hay algunas que pertenecen a la aristocracia y que son voluntarias manejadoras de máquinas sanguina- rias, recuerdo que la extraña heroína del Jardín de Jos Suplicios también era inglesa y también acari- ciaba con voluptuosidad los instrumentos del ver- dugo.
—Es un ejemplo admirable de patriotismo— oigo murmurar a los que hablan de las ladys aquí em- pleadas.
Sin duda...
Pero yo prefiero el ejemplo de las que, vestidas de enfermeras, emplean sus energías suaves en vendar heridas.
¿Que esto es puro sentimentalismo, vago y vano? Sin duda...
¿Que no hemos venido aquí para soñar ensueños •de un evangelismo casi budista? Sin duda...
* 9|C *
Después de observar la formidable masa de acero de un cañón, mis amigos se detienen ante una mesa que es como el mostrador de una joyería. Hay en ella infinidad de piezas menudas y lucientes: anillos de oro, anillos de plata, pendientes en forma de co- razones, guardapelos bruñidos, espirales de reloje- ría, dedales minúsculos... Nada más inofensivo y nada más femenino en apariencia. Nada más propio para divertir a una niña...
—Reúna usted las piezas— ordena un contramaes- tre a una operaría.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
Los dedos ágiles superponen y atornillan diez o doce objetos de ésos, muy menudos, muy áureos, muy finos. Los labios rubios dicen:
—Ya está.
—Entonces, ante nuestra vista aparece un tintero de bronce, de una forma elegantísima. Es, nada me- nos, el fulminante que hace estallar la granada.
Este juego de trágicas frivolidades no dura sino un instante. Apenas volvemos la vista hacia el fondo de la galería, las correas nos precipitan de nuevo en el torbellino de la oscura materia hirviente, candente y trepidante. He aquí, a nuestros pies, en un foso de ladrillo, la famosa máquina para cargar los hornos. «Es— dice un escritor técnico y pintoresco— una tor- tuga enorme que resbala sobre dos ruedas y que, en é« aparente lentitud, lleva a cabo una labor formida- ble. Con una especie de trompa de elefante coge los crisoles llenos de metal y los introduce en el fondo del horno.» La trompa ra y viene, sin lograr nunca llenar por completo ese antro de las Danaides.
—¿Dónde va todo el metal?— preguntamos.
— Vengan ustedes — nos contestan, haciéndonos bajar a un sótano.
* * *
Ahí, de pronto, nos encontramos ante el cuadro más grandioso y más terrible que puede soñarse. De una altura de tres metros, una catarata de acero ea fusión precipítase en un tanque. Una luz blanca, ce- gadora, convierte el espacio en una ascua. Las chis- pas, irisadas, vuelan sobre nuestras cabezas. El te- cho, el suelo, el aire, todo fulgura, todo titila, todo crepita. Un rugido sordo sube de las entrañas de la
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tierra y nos hace creernos en el cráter de un volcán en plena actividad. Un grito oblíganos a retroceder de veinte metros. Una espuerta de cemento refrac- tario detiene el torrente. El tanque bulle, tranquila un instante, con una nitidez de espejo. Al fin, algo cae en su centro, y de la linfa alba elévase un surti- dor que hace pensar en algún juego de aguas del más lantástico de los parques de Las mil y una noches. No es sólo el acero, en efecto, lo que ahí luce, líqui- do y chisporroteante. Son todas las piedras precio- sas, todos los zafiros, todos los rubíes, todas las es- meraldas, todos los diamantes, todos los topacios, los que, mezclando sus fuegos en un borbollón altísi- mo, nos obligan a cerrar los ojos, incapaces de resis- tir a tanta belleza, a tanta luz, a tanto esplendor.
♦ « «
Al salir de esa caverna, al despojarnos del man- to de llamas que durante algunos minutos nos ha envuelto el cuerpo, yo experimento penosas sensa- ciones de desnudez y de vahído. Me parece que algo de mi voluntad y de mi fuerza se ha quedado ahí, fundido, y las palabras de nuestro guía no llegan a mis oídos sino cuaJ un rumor sordo y confuso. ¿De qué nos habla?... ¿Qué nos propone ver?... ¿Es posible que nuestros ojos puedan interesarse en algún es- pectáculo humano después de haber penetrado en los misterios infernales del fuego?...
—Vamos a ver cómo se hace una granada— me pa- rece que nos dicen.
« ♦ *
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tL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
Una granada. . . Pero ¿qué granada?... Porque aquí las hay de todas clases, de todos tamaños, de todas formas. Las hay tan pequeñas, tan finas, tan pulidas y tan brillantes, que parecen pisapapeles para escri- torios de damas; y las hay también que son más grandes y más gordas que un hombre gordo y gran- de. Las hay que tienen líneas de ánforas griegas, esbeltas, casi femeninas de contornos. Las hay con aletas, cual torpedos reducidos. Las hay redondas, como bombas; cuadradas, como cajas de conservas; largas, como botellas de Borgoña. Las hay que lle- van argollas para colgarse en los aeroplanos, y las hay que poseen mangos para ser manejadas lo mis- mo que mazas explosivas.
—Escojamos lo más corriente— nos dice nuestro guía.
^ ^
Y comenzamos a asistir al trabajo fantástico, in- creíble, fatigoso por lo largo y lo nimio, de la trans- formación de un trozo de acero de 77 milímetros de diámetro en proyectil. Una cuchilla gigantesca corta en cilindros de un pie de largo una barra negra. Cada cilindro va a colocarse en una máquina perfo- radora, y la labor se inaugura lenta, muy lenta. Del alma de hierro, que canta una canción aguda y que- jumbrosa, salen, entre chorros de aceite, largos ri- zos de plata. El torno va horadando poco a poco, poco a poco, hasta que el lopin se convierte en un tubo. Este tubo pasa a otra máquina, que le hace, por fuera, una ranura en la cual otra máquina em- bute un anillo de cobre. Luego, otra máquina estre- cha la boca de la granada^ dándola un elegante cor-
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te de ojiva. Pero esto no es todo. Aún hay que ver máquinas, aún hay que observar los perfecciona- mientos de la cosa infernal. Para que la lydita o la melinita no ataquen al hierro con sus cristales de picrato, lo que podría determinar una explosión poco plausible^ según la terminología de los técni- cos, hay que dar un baño de estaño interior al pro- yectil. Ahí está la máquina que se encarga de esa misión delicada. Al salir del baño, es preciso que otra máquina lime las escorias peligrosas del metal. ¿Creéis que es la última?... No, señor. Todavía que- dan otras máquinas para practicar la espiral en que el detonador se atornilla, para dar el peso exacto a la masa, para arreglar la parte que se introduce en la cápsula... Y cuando todo eso está hecho, aun se trata de poner la montera de bronce y de aluminio, formada de diez o doce piezas delicadísimas que de- terminan la distancia y la altura a la cual debe, de un modo matemático, producirse el rompimiento. —Ya ven ustedes...— exclama nuestro guía.
* * *
En realidad, no hemos visto fabricar un proyec- til. No hemos hecho más que ver máquinas y más máquinas, en las cuales está metamorfoseándose un lopiit de columna para convertirse en proyectil de cañón. Si quisiéramos asistir a las transformaciones completas de un simple 77, tendríamos que emplear el día entero. Porque esas granadas, que con tanta liberalidad gastan las baterías en el frente, esas gra- nadas, que caen por centenares de miles en las trin- cheras, cuestan un trabajo infinito a los operarios j a las operarías de las fábricas.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CROMCAS Nuestro guía agrega:
—Vamos ahora a observar cómo se cargan los proyectiles.
* * *
En una galería, un millar de mujeres trabajan en esta tarea, que a nosotros nos parece peligrosa. No hay nada tan natural, después de todo, como encar- gar a las manos delicadas de pesar y amasar la di- namita o la cordita. Los hombres, siempre más bruscos...
Nuestro guía se ríe...
— ¡Buena está la delicadeza!— murmura.
Yo contemplo, entonces, a una rubia de ojos infan- tiles, que, después de llenar un cilindro negro de una materia blanca, coge un martillo y da tres o cuatro golpes enérgicos en la boca del proyectil.
—¿Es dinamita eso?— pregunto.
—Es una materia terrible— me contestan—. Es lydi- ta o algo por el estilo..., ya usted sabe. una mezcla de ácido pícrico y de trinitrotolnol... o de clorato de potasa y de dinitrotolneno..., una cosa diabólica, en fin, que cuando estalla produce temperaturas inve- rosímiles... Pero ya usted nota que, antes de que el fulminante despierte en ella sus instintos neronia- nos, no hay nada más inofensivo. Fíjese usted en aquellas muchachas que cortan, sin la menor delica- deza, unas piltrafas hvimedas. Con lo que una de ellas tiene entre los dedos, bastaría para hacer saltar esta galería entera... Es fulmicotón, nada menos... Y, o mucho me equivoco, o por aquí debe haber también thermita..., sí..., la espantosa thermita incendiaria, que provoca un calor de 5.000 grados, así, como
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E . GOMEZ C A R R l L E O
quien no dice nada..., un calor cuatro mil veces ma- yor que el de una fragua... Para los torpedos aé reos, lo que se emplea es el trotyl..., un encanto. . Acérquense ustedes. . . Toquen ustedes.. .
No sin algo de aprensión, ponemos las manos, tími- damente, en los montones de cristales, de ungüentos y de sales que han de destruir mañana Dios sabe cuántas aldeas y que ahora están aquí, en estas me- sas de pino, tan tranquilos como los más suáves ce- ratos y las más inofensivas drogas...
» * *
—¿No hay a veces accidentes?— pregunto.
Nuestro guía no me entiende. Para él, los únicos accidentes importantes son los que paralizan la indus- tria química.
—Al principio— me dice— temimos una verdadera catástrofe por culpa de la negligencia nacional, que había permitido a los alemanes convertirse en nues- tros proveedores de materias indispensables a la producción. ¿De dónde sacar, en efecto, los explo- sivos cuando se carece de ácido sulfúrico, de sosa, de benzol, de naftalina?... Hoy, en Inglaterra y Francia, se consumen millares de toneladas de ácido sulfúrico, cada día. Para fabricarlo, hemos tenido que crear cámaras de plomo de dimensiones enormes y laboratorios inmensos. El acero, por fortuna, no nos ha faltado nunca, ni el cobre tampoco. Algodón te- nemos todo el que queremos. Pero los ácidos, los ni- tratos, los alcoholes, ha habido que improvisarlos... No hay una idea de lo científica que es una guerra moderna cuando se la estudia desde una manufactu- ra de armas. En otro tiempo, según se calcula, la
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
muerte de un hombre costaba su peso en plomo. Hoy, €S preciso emplear centenares de kilogramos de lydita, de algodónj de hierro y de bronce, para hacer salir aun soldado de su trinchera... El verdadero teatro de la guerra, en realidad, se halla aquí, en las fábricas... Estas muchachas son las que, con sus ma- nos de hadas, destruyen fortalezas, aldeas, bos- ques... De un modo simbólico, puede decirse que nos encontramos ya en la época, soñada por los sabios, en que basta con poner el dedo en un botón eléctri- co para hacer saltar una ciudad... Es la guerra quí- mica..
—Pero — le pregunto de nuevo— ¿no hay accidentes trágicos en esta galería de los explosivos?
—No— me contesta— , no... Antes de estar conclui- das, las granadas son muy mansas...
Y riendo, repite:
—Muy mansas..., muy mansas...
* :ic ♦
A medida que nos acercamos al antro del graa martillo, nuestro cicerone pierde su impasible calma inglesa y se anima con una fiebre igual a la que, en el Jardín de los Suplicios^ hacía palpitar el alma de la heroína de Mirbeau cuando el sonido de la campa- na trágica llegaba a sus oídos. «Escuchen ustedes —murmura—, escuchen...» Y en sus pupilas, en sus labios, en sus sienes, hay ligeros temblores de volup- tuosidad agitada.
Un ruido sordo llega hasta nosotros, dominando el tumulto de las máquinas, sacudiendo el suela, ha- ciendo estremecerse la atmósfera. Del fondo de la galería, un soplo cálido se desprende en ráfagas
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bruscas, y barre el espacio con sobresaltos de fuego. Una boca íníernal, una boca enorme cual un cráter volcánico, resuella a lo lejos, marcando con compa- ses de congoja la zarabanda sobrehumana de los or- ganismos de hierro que nos rodean. Y por encima de todo, acercándose de minuto en minuto, creciendo a cada uno de nuestros pasos, llamándonos con su Toz de titán que jadea, el martillo continúa su obra tn la sombra > —Escuchen...
Es como una roca que cae, como una ola que se rompe, como una torre que se desploma, como una mina que salta... Hay un gemido apagado en esa voz, y hay un ronco aliento de triunfo, igual al de los ma- rineros que reman en la tempestad, en ese gemido... Hay algo de humano en lo sobrehumaao de ese tu- multo...
—Escuchen— repite nuestro guía—, escuchen... Y cuando llegamos al fin de la galería, agrega: —Vean...
« 4c «
Ante nosotros álzase una masa caótica, compuesta de cuatro columnas lucientes, de dos plataformas chatas, de un yunque bajo, de varias cadenas y de muchas ruedas... Al pie de tal instrumento de vida y de tortura, una falange de hombres desnudos man- tiene, horizontal, una gigantesca viga de acero enro- jecido, que se queja y tiembla en el potro.
—Cien mil kilos— exclama nuestro mentor, refi- riéndose al martillo.
Luego, sin esperar nuestras preguntas, comienza a explicarnos la labor gigantesca que se lieva a cabo-
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
en este hall^ del cual salen los más enormes cañones que hasta hoy se han visto. Sin ser de las mayores, esta viga de acero, que el martillo va convirtiendo poco a poco en un cilindro, pesa unas 80 toneladas, y no es sino la mitad de una pieza de 30 centímetros. Cuando el tubo esté terminado, perforado, envuelto en una inmensa cinta de metal, rayado en su alma y cromado en su superficie, habrá que rodearlo de cin- turones de veinte y de cuarenta toneladas. Ahora, antes de que adquiera su forma definitiva, la masa rojiza tiene aún que pasar más de una vez por el tor- mento del fuego. Cada tres o cuatro horas, en efecto, la plataforma superior de la formidable maquinaria gira sobre sus ejes y se lleva al monstruo naciente hacia los hornos que ablandan su carne. Y el trabajo de compresión cilindrica continuará así, todo un día y toda una noche. Y mañana por la mañana, después de una última caricia de las llamas, el tubo será pre- cipitado en una piscina fría, cuyas aguas se pondrá» en el acto a hervir. El menor descuido en ese supre- mo instante del temple, según parece, inutiliza la pieza entera.
—¿Han oído ustedes hablar de los antiguos sables japoneses, cuyas hojas están formadas de diez o doce láminas de metales diferentes o diferentemente tem- pladosP—nos pregunta nuestro guía—. Pues un cañón de grueso calibre, a pesar de su aspecto monolítico y homogéneo, requiere una formación más compleja aún. Para darnos cuenta de la multiplicidad de los tlementos que constituyen una pieza de 30 centíme- tros, hay que saber que requiere cerca de cuarenta operaciones de «cinturonaje» y que cada una de ellas corresponde a un elemento distinto. Pero aun des- pués de tan larga serie de labores, enormes y delica-
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das, el cañón está lejos de hallarse concluido, pues aun le falta el mecanismo de la culata, el rayado he- licoidal del alma, el ajustaje de los aparatos de alza sin contar la cureña, que tiene...
♦ * *
El ingeniero se interrumpe, da algunos pasos hacia una puertecilla de cristales, y, después de abrirla, nos dice:
—Vean ustedes una cureña...
En un patio aparece ante nosotros un cañón de los que disparan a treinta y tantos kilómetros de distan- cia proyectiles de centenares de kilos. Más que un arma, parece una columna destinada a conmemorar, en medio de alguna plaza pública, un acontecimiento histórico. Y lo que nuestro guía llama la cureña es en realidad, un verdadero tren de ferrocarril con doce pares de ruedas accionadas por una pequeña locomotora.
—¿Es lo más grande que existe?— preguntamos— • ¿Es mayor que el famoso Bertha, de los alemanes?... ¿Es de los de 40 ó 45 centímetros de diámetro?. . . ¿Es el monstruo misterioso de que tanto se ha hablado últimamente?... ¿Es para Flandes?...
Nuestro guía sonríe con un aire orgulloso y enig- mático ante nuestra curiosidad y nuestra estupefac- ción. «Es una pieza gorda..., muy gorda...; una de las más gordas», murmura. Pero, sin duda por culpa de las eternas consignas de reserva, no nos dice el cali- bre del nuevo monstruo, ni nos dice tampoco a qué frente de batalla está destinado.
Mirándonos fijamente, comienza con tono doctoral un curso de artillería teórica. Los ejércitos moder- nos, según nos dice, emplean cañones de veinte cali-
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bres diferentes, desde el de 35 milímetros, que es un bebé de acero con muy malas entrañas, hasta el mo- numental 43 de los alemanes y otro mayor de los aliados. El más popular en Europa, el 75 francés muy superior al 77 germano, es una máquina extra- ordinaria para las batallas en campo raso. Pero en la guerra actual, que en su esencia es una lucha de posiciones, lo más útil es el obús grueso... Este, por ejemplo... Este o cualquiera de sus hermanos, que disparan a distancias de 34 ó 35 kilómetros, y cuyos proyectiles, con cargas de 150 kilos de explosivos pesan hasta 700 kilos... ¡Ah, si se pudiera, con un gi- gante de tal especie, tirar, como con una pieza lige- ra, treinta granadas por minuto!... En la artillería de marina todavía se llega a enormidades más enormes. Hay piezas que pesan hasta 113 toneladas, en las cos- tas... Los proyectiles de tales piezas pesan cerca de mil kilos... Comparada con semejantes máquinas, esta de los doce pares de ruedas no es nada...
* * *
Atraído por el monstruo, Fabián Vidal, nuestro técnico, da algunos pasos hacia adelante. Un sargen- to le detiene, asegurándole que no es permitido acercarse, y le señala con el dedo los diez centinelas que montan la guardia alrededor de la pieza, y que parecen pigmeos al lado de la masa titánica de acero.
—¿No podría usted enseñarnos los proyectiles?— pregunta el marqués de Valdeiglesias.
El sargento contesta:
—Imposible... Nosotros mismos no los conocemos... El tren de las municiones no está aún formado...
*i * *
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El ingeniero contempla su obra, gozando de nues- tro asombro, y nos dice:
—¡Lo triste es pensar que mientras más grande es uno de estos leviatanes, más efímera es su existen- cia!... Los cañones ligeros, los de 75 ó 77 milímetros, duran meses y años vomitando fuego sin cesar. Los de 300 ó 400 tienen sus días y sus disparos contados... Hay en ellos algo de la fatalidad del mito balzaciano de la piel de zapa. Lo que quieren lo logran siempre. No hay nada imposible para ellos. Pero cada uno de sus esfuerzos representa un paso hacia el inexorable límite de sus existencias...
Una nube de melancolía pasa por la frente de núes» tro cicerone,
—¡Tanta grandeza para tan poea vida!— murmura.
De pronto, oyendo el ruido del martillo, que conti- núa sacudiendo la atmósfera con sus golpes metódi- cos, anímase de nuevo, y exclama:
—Pero no importa... A medida que las armas se usan y se desgastan en el frente, nosotros fabricamos más en nuestros arsenales... Cada día nuestra pro- ducción es mayor, cada día somos más poderosos, cada día inventamos algo nuevo... Los técnicos cal- culan que hoy existen en Francia, para un conjunto de cinco millones de hombres, más de quince mil ca- ñones en plena actividad... Eso representa un cañón por cada trescientos soldados... Dentro de algunos meses llegaremos a un cañón por cada cien hom- bres... Todo el mundo será al fin artillero. Ya las granadas de mano convierten a los infantes en gra- naderos. . . La artillería, eso es lo que terminará la guerra...
* * *
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EL QUINTO LIBRO DE LAS C/fONICÁS
—Lo más nuevo— agrega después de un corto silen- cio—no son los cañones gigantescos.,. Lo más nuero Tan ustedes a rerlo...
Y llevándonos a un extremo de la galería de las granadas, nos hace penetrar en una cuadra que pa- rece una sala de alguna antiquísima armería. Hay ahí corazas, cascos, lanzas,.. Hay cotas de mallas... Hay ballestas, enormes ballestas de madera, iguales a la que Guillermo Tell ostenta con orgullo en las viejas estampas.
—Al mismo tiempo que por una parte avanzamos hasta llegar a convertir en realidades las más locas quimeras científicas— continúa el ingeniero—, por otra retrocedemos, como si de pronto quisiéramos volver a la Edad Media... Esta cuadra es un arsenal tan útil y tan moderno cual el laboratorio de los ex- plosivos. ¿Se ríen ustedes de la ballesta?... La balles- ta sirve mejor que los morteros para lanzar, a cual- quier distancia, desde el fondo de las zanjas, grana- das especiales... Pero tenemos máquinas más anti- guas... ¿Han oído ustedes hablar de la sauterelle que se emplea en el Argona para bombardear a cincuen- ta o sesenta pasos los blokhaus enemigos? Pues no es, con sus cuerdas y sus correas, sino la balista de los romanos... Y el famoso, el popular crapouillot^ de que tanto se dice y que tantos estragos causa, ¿qué creen ustedes que es sino el remotísimo pot de fer de padre de los cañones?... La honda también nos sirve... En cuanto al torpedero aéreo, no es sino un cañón igual a los que se empleaban en tiempos pasados... Sólo que, ¡claro!, el torpedo, con sus ale- tas, que le permiten volar en el aire siguiendo una trayectoria fija, no está cargado de pólvora negra, sino de melinita.*. jEs lástima que no tengamos aquí
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torpederos de esos!... Lo que sí tenemos en abundan- cía son torpedos... Ya ustedes los han visto en las ga- lerías de los proyectiles... Volando sin gran prisa, bogando en el aire, mejor dicho, atraviesan grandes espacios, y cuando caen hacen destrozos inverosímil les... Hasta el año pasado, nosotros nos reíamos de ese invento boche. Un día, sin embargo, uno de nues- tros abrigos más sólidos sucumbió bajo las alas de un torpedo... Entonces nos convencimos de que no hay que reír nunca... Así, las granadas de mano, que también nos inspiraban burlas en un principio, han llegado a ser nuestras armas preferidas... ¿No han notado ustedes en los partes oficiales la frecuencia con que se habla de ataques a la granada?... Pues aquí las tienen ustedes... Estas tan ridiculas, sí... Es- tas que parecen cajas de sardinas... Estas de las me- chas primitivas...
• * ♦
En cestos de mimbre, los terribles envoltorios de metralla se amontonan sin orden, como objetos de poco valor y de poca importancia. Unas son redon- das, negras, iguales a las pelotas vascongadas; otras parecen realmente cajas de conservas; algunas afec- tan la forma de una marmita, con sus asas y su pan- za; unas cuantas tienen aspecto de martillos; muchas resultan simples paquetes de hoja de lata con mechas, ni más ni menos que las bombas de los anarquistas;, tres o cuatro, en fin, son tubos de caña reforzados con un cordel.
—¡Cohetes!— exclama Valdeiglesias, riendo como un niño, al fijarse en estas últimas.
Muy serio, nuestro guía, que no comprende el es-
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pañol, y que tampoco comprende Jas chanzas, re- pite:
—Granadas de mano...
Y con objeto de hacernos sentir la gravedad de tales instrumentos de muerte, nos habla de las gran- des empresas que han sido llevadas a cabo gracias a ellos. En mayo del año pasado, por ejemplo, en las batallas de los alrededores de Arras, cuando fué ne- cesario luchar cuerpo a cuerpo para desalojar a los alemanes de las fortificaciones subterráneas de Ca- rency, de Souchez, de Ablain Saint-Nazaire, el fusil no servía para maldita la cosa. Cada soldado colgóse entonces al cuello un cesto de éstos, lleno de bombas, y emprendió la ruda tarea de bombardear a boca de jarro al enemigo.
♦ « ♦
—Para el tiroindirecto a corta distancia— nos dice- no hay cañón mejor que el brazo. Por encima de una tapia, por las ventanas de las granjas, por las zanjas de los ramales, por entre las alambradas, por los in- tersticios de los sótanos, estos proyectiles penetran admirablemente y limpian como máquinas absorben- tes los espacios ocupados por el enemigo. Se ha dicho muy a menudo que los boches le tienen un miedo cerval a la bayoneta. En realidad, a lo que más le te- men, tanto ellos como nosotros y como todo el mun- do, es al ataque a la granada. No hay ametralladora que haga estragos iguales a los de un grupo de gra- naderos decididos y hábiles. Por primera vez este nombre de granaderos es exacto. En efecto: desde mediados del siglo xvii, en que las granadas de mano fueron abandonadas por «inofensivas», el Cuerpo de
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granaderos no se servía sino de sus fusiles. Hoy, en cambio, toda la Infantería puede llevar con orgullo ese título pomposo. Pero hay granaderos y granade- ros. Poco a poco la selección ha creado una élite ^ un Cuerpo de guerreros habituados a ejecutar el mag- nífico gesto helénico del discóbolo... Los pelotaris vascongados, en Francia, han hecho proezas... Entre nosotros son los canadienses y los australianos, los hombres del campo, los pastores de caballos, los ji- netes habituados a la honda y al lazo, los que mejor se sirven de sus brazos robustos. Sin que ninguna ordenanza lo disponga, va creándose así, de la mane- ra más lógica, un verdadero Cuerpo nuevo que bien merece ya los honores de una insignia, y que, mejor que aquellos granaderos sin granadas de la Guardia de Bonaparte, tiene derecho a ostentar en el casco la flor de fuego de los antiguos morriones peludos. Aquí hay escuelas y polígonos en los que los voluntarios se adiestran, con ejercicios dignos del stade griego, en el arte olímpico del lanzamiento de bombas. Para protegerse contra los golpes, éstos muchachos llevan escudos de acero, con los cuales se cubren el pecho. Y es tal la gracia atlética del nuevo juego, que no me extrañaría que después de la guerra se perpetua- ra convirtiéndose en un sport esencialmente británi- co, lo mismo que el foot^baU y el tennis.
—Por aquí debimos comenzar para darnos cuenta iógimente de los progresos a través de los siglos en la ciencia de matar y de destruir— dice uno de nos- otros.
El ingeniero murmura:
—En efecto.
Pero hay, entre la última frase suya y los discursos que acaba de hacernos, una flagrante contradicción
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
que su orgullo de forjador de tempestades no quiere, sin duda, percibir... Porque si, según sus propias pa- labras, «lo más nuevo» es esta serie de vejestorios, si es, en resumidas cuentas, el brazo del hombre el que siempre sirve mejor, si nada es tan eficaz como una caja primitiva cargada de metralla, ¿a qué tanta soberbia científica?
Adivinando, sin duda, mis retrógradas cavilacio- nes, nuestro amable cicerone me dice, en el momen- to de despedirnos en la puerta de la cuadra de las hondas y de las ballestas:
—En el fondo, estas cosas no tienen de antiguo sino la forma.. . Las comparamos con las armas de otro tiempo, porque llevan siempre los mismos nombres... Pero en realidad son tan modernas como un cañón de tiro rápido... Cuando Luis XIV suprimió las gra- nadas de mano por inútiles, no cometió un error. Cargadas de pólvora negra, estas cajas de sardinas casi no hacen más daño que una piedra... Es la meli- nita, la cordita, la schidita, la materia científica, en suma, lo que constituye su fuerza... El granadero que repite el gesto del discóbolo griego no es, en sustancia, siao un mozo de laboratorio, ni más ni menos que todos nuestros demás ayudantes... La gue- rra somos nosotros los que la llevamos a cabo en nuestras retortas. . .
« * *
A medida que avanzamos en nuestra visita, reco- rriendo galerías, subterráneos, patios, almacenes y laboratorios, notamos que realmente *un arsenal mi- litar es un mundo», según lo ha dicho Lloyd George. Pero no es un mundo como el que sueñan los hijos de
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Platón, no es un centro en que todas las energías y todos los esfuerzos de la Humanidad florecen de una manera armoniosa, sino un mundo de quimera y de pesadilla regido por leyes infernales. A cada paso> alguna imagen diabólica acude a nuestras imagina- ciones. Nos sentimos, sin duda, ahondando mucho en las correspondencias trascendentales, en un crisol gigantesco del cual ha de salir una nueva Europa pu- rificada, regenerada, ennoblecida. Percibimos en el formidable latido de los motores que nos rodean, algo que es el pulso de un universo: del universo de mañana. Notamos, en fin, que las llamas que ahora incendian desde aqaí la mitad del continente, la mitad del globo, han sido encendidas por el Destino con objeto de iluminar una aurora de justicia futura. Sólo que para llegar kasta el fondo del abismo donde se encuentran las visiones consoladoras, es preciso pa- sar antes por entre los más crueles, por entre los más angustiosos, por entre los más febriles espec- táculos. Decir que aquí se fabrica la muerte, no es bastante. El Vulcano moderno fragua hecatombes y fragua también tempestades, cataclismos y catástro- fes geológicas. Mejor que en los campos asolados del Norte de Francia, siento ahora la grandeza trágica délos relatos que en estos últimos días nos han con- movido o más bien espantado. Recordad los detalles monstruosos de la luch a por el fuerte de Vaux; evo- cad las enormes corazas de cemento saltando en mil pedazos, las armazones de acero rompiéndose cual haces de paja, las piedras ciclópeas hundiéndose en los fosos... Pensad en las colinas cuyos árboles dis- persábanse en el aire descuajados por el vendaval de la metralla... Figuraos el trueno perpetuo que hacía decir a los guerreros germánicos que ya no ¡[podían
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conservar su juicio... «Era un volcán enfurecido*, es- cribe un teniente prusiano. ..
Ahora bien: lo que en esta manufactura vemos es el molde de donde salen esos volcanes, esas tempes- tades, esos truenos. Para recorrer sus innumerables antros sin experimentar congojas infinitas, sería ne- cesario poseer el alma de cristal de roca de Tripto- lemo.
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Henchido de orgullo, nuestro guía nos habla del poder sobrehumano de las ruedas, de los volantes, de los tornos, de los martillos. En el fragor del traba- jo infernal, sus palabras se pierden entre las palpita- ciones del hierro y del fuego. El hombre es una cria- tura miserable que la más pequeña de estas máquinas devoraría en un instante. Y, sin embargo, es el hom- bre, es el espíritu del hombre, el que ha creado y do- mado a los fantásticos monstruos que nos rodean. Las claras pupilas de nuestro ingeniero nos lo dicen sin cesar: «¿Veis estos gigantescos organismos que pro- ducen los más estupendos instrumentos de tortura y de tormenta?— parecen murmurar con sus reflejos fosforescentes—. ¿Veis estas masas epilépticas cuya turbulencia está regida por leyes de destrucción y de violencia establecidas por el Destino?... ¿Veis estas ruedas que no se detienen nunca, que son más fuer- tes que la fuerza del agua, de la llama y del aire?. ¿Veis estos lagos de metal ígneo y estas cataratas de luz que ningún Dante se hubiera atrevido a imagi- nar?... ¿Veis este vértigo inextricable, incomprensi- ble, indefinible?... Pues todo es nuestra obra, todo obedece a nuestra voluntad, todo se mueve porque
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nuestro capricho divino lo alienta. Nosotros, los sa- bios, somos los verdaderos dioses de la lucha. Los que en las trincheras manejan las máquinas del cata- clismo, no son sino obreros inconscientes. La guerra está aquí, con su energía sublime y terrible. Aquí es donde se elabora el universo nuevo. Aquí se crea el porrenir. Aquí nace la humanidad de mañana.» Y eso nos hace ver que realmente hay, en nuestra épo- ca que se cree positiva y que es la más idealista de las épocas históricas, un misticismo exasperado que se sirve de los arcanos atroces de la Naturaleza para proclamar el triunfo de la omnipotencia del hombre.
4: )H 4:
¿Habéis olvidado las oraciones diabólicas del pan- germanismo moderno? Un profesor de Heidelberg decía el 29 de agosto de 1914: «Cuando hayamos aca- bado de subyugar a nuestros enemigos, cuando ha- yamos conquistado sus territorios, si algún individuo de esas razas inferiores que se llaman inglesas, fran- cesas, rusas, italianas, o las más inferiores aún, las de América o las de España, se atreve a elevar la voz para algo que no signifique pedir misericordia, si osa rebelarse contra el yugo de nuestra suprema- cía, lo destruiremos como un muñeco de barro vil. Y cuando hayamos destruido sus catedrales, sacrile- gas, caducas, sin olvidar las del culto pagano de la India, edificaremos nuestros santuarios, más esplén- didos que todos los imaginados por las creencias abolidas, para glorificar nuestra tuerza destructora de naciones podridas.» ¿Sonreís ante tamaño orgu- llo?... No hay que sonreír... Hay que fijarse en la fe- cha, hay que pensar que en 1914 los germanos no co-
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nocían sino la grandeza del infierno Krupp. Porque fué allá, en Essen, en un antro como el que ahora vi- sitamos, donde el Deutschland über alies abrió sus alas palpitantes y amenazadoras para lanzarse a la conquista del mundo. jCon qué fe tan ciega el pueblo elegido de la Ciencia forjaba sus armas! A su fuerza, domada por el método, ninguna otra fuerza parecía poder resistir. Sus cañones monstruosos sepultaban bajo una tempestad de metralla pueblos enteros. Las corazas de las cindadelas eran de frágil vidrio para sus proyectiles. Como divinidades del Ramayana, sus hombres llevaban encerradas en odres oscuras las nubes asfixiantes, las olas de fuego, las corrientes de lava. Cada uno de sus jefes era un dios destructor. La tierra entera hallábase ya encadenada al carro del Júpiter berlinés....
Que todo aquello no fué sino un sueño infernal, gra- "Tías al milagro del Marne, nadie lo niega. Pero figu- rémonos que no se hubiera operado el milagro; figu- rémonos que la marcha emprendida en Charleroi hubiese continuado hasta los confines de las landas meridionales; figurémonos que el plan primitivo se hubiera realizado.,. ¿Qué sería hoy el universo ente- ro, sino un feudo teutónico?...
Y después de meditar en lo que fué aquel peligro, preguntemos a un sabio cualquiera:
—¿Dónde se preparó el prodigio salvador?
Preguntémoslo, por ejemplo, al ingeniero que hoy nos sirve de guía en este arsenal.
—Aquí— nos dirá—, en uno de estos antros...
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Porque no hay duda de que para contestar al in- fierno alemán fué necesario, desde el principio de la guerra, recurrir a otros infiernos iguales. Los hom- bres, hoy, no son nada. ¿Qué Imperio los posee en mayor número que Rusia?... Y no fué Rusia, sin em- bargo, la que desbarató, en septiembre de 1914, el proyecto kaiseriano de dominación mundial. ¿Los hombres?... Ved con cuánta prodigalidad los maris- cales del Krcnprinz precipitan sus masas palpitantes en ios barrancos de Verdun... Ved cómo los deja fundirse bajo la lluvia de llamas el rudo Hinden- burg... Ved con qué desprecio habla de ellos el es- tratega von Bernhardi... Los hombres no son sino los obreros de la gran fábrica de tempestades Y lo importante en la existencia manufacturera de vida o de muerte, es conservar siempre las maquinarias in- tactas para que, tras los brazos rotos, otros brazos acudan a dirigir sus movimientos. «Una batería de morteros de grueso calibre— confiesa Lenard— tiene más valor que un regimiento de Infantería.» La an- tigua reina de las batallas, en efecto, ha pasado a un rango secundario desde el advenimiento de la era del cataclismo. Cuando ella se adelanta, entre las zarzas de alambre, para ocupar las posiciones ene- migas, el formidable trabajo está ya hecho. Si ella sucumbe, hay que desencadenar una nueva tor- menta. . .
* * *
Un laboratorio de tormentas: eso es el arsenal en que nos encontramos... Del suelo, del cielo, del aire, de todas partes, sin cesar, con una monotonía furio- sa, el rumor de los elementos captados viene a núes-
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tros oídos cantándonos los salmos atroces de la nue- va religión infernal. Como condenados, los operarios destácanse en la sombra sobre un fondo rojo de lla- mas. A nuestro lado, envuelto en vapores de sulfuro y de cloro que nimban su cabeza rubia, el ingeniero se yergue, silencioso y elocuente cual una divinidad implacable. «Contemplad mi obra y confesad que no hay nada más bello en el mundo— parece decirnos con su mirada clara—; contemplad lo único que el hombre ha hecho de superior a la naturaleza del hombre; ¡contemplad y adorad!» De la incoherencia, del barullo, de la crispación general, poco a poco se desprende, en realidad, una imagen caótica y subli- me de hermosura horrible. Hay angustia, hay una infinita angustia en las meditaciones que tanto de- rroche de energía y de genio, de magia y de fuerza, de violencia y de paciencia, sugieren a nuestras men- tes alucinadas. «¡Todo para destruir!», pensamos. Pero al mismo tiempo un noble orgullo nos anima, un orgullo divino e infernal, algo que es prometeico y que es luciferiano. ¿No está aquí, acaso, convertido en realidad el mito délos titanes fabulosos?... ¿No es el rayo, no es el fuego, no es la tempestad, lo que estos sqres, en apariencia débiles, manejan y enca- denan y subyugan?... Este es el rayo, sí. Y este dios somos nosotros...
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EL ALMA
DE LOS SACERDOTES -SOLDADOS
Y luego, llamándome aparte, me habló de las ha- zañas guerreras de aquel hombre.
—No hay un solo «peludo» en nuestra compañía —me dijo— que sea más temerario que él en los com- bates. Cuando se prepara un ataque, le vemos pri- mero hacer, entre dientes, sus preces. Luego se yer- gue, cala la bayoneta y se convierte en un verdadero león. Cierta mañana, durante el asalto de una aldea, mostróse tan desdeñoso del peligro, que cualquiera habría pensado que buscaba con empeño la muerte. El capitán le llamó, después de la pelea, y le pregun-
j»- ciendo la señal de la cruz.
ACE poco tiempo, en una trin- chera de Flandes, un soldado me llamó la atención. Era un hombre joven, muy pálido, de rostro grave. Sentado a la en- trada de un «abrigo», leía un libro, y de vez en cuando lle- vábase la mano a la frente, ha-
—Un sacerdote— murmuró a mi oído el oficial que me acom- pañaba.
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tó si realmente había tratado de hacerse matar. «¡Dios me libre de tales pensamientos!— contestóle algo asustado—. Eso sería pecar contra la voluntad del Señor, que es el único que puede quitarme la vida. Lo que yo deseo, ya que la desgracia me ha puesto las armas en la mano, es cumplir con mi de- ber.» Al principio, los «peludos» se reían un poco de sus modales suaves y de sus oraciones. Ahora le quieren y le veneran, a causa de su heroísmo, y más aún a causa de su bondad. Porque no hay un alma más piadosa que la suya. Cuando cogemos algunos prisioneros, les da sus cigarrillos, su pan, su vino. «Aunque sean alemanes— dice— , son nuestros her- manos en Jesús, y yo no puedo odiarlos.»
El oficial terminó exclamando :
—¡Es un tipol
ie^ * %
Yo me figuré entonces que no sólo era un tipo, sino un tipo raro, aquel hombre que unía la suprema cle- mencia a la perfecta bravura. Pero leyendo ahora la correspondencia de los soldados-sacerdotes, que la Asociación Católica de Francia ha reunido en volú- menes, noto que es un tipo genérico, un ser del cual existen en este país muchos millares. Escritas en es- tilos diferentes, fechadas en lugares distintos unos de otros, inspiradas en acontecimientos distintos, todas esas cartas, místicas y guerreras, tienen, en efecto, un sello común y parecen animadas por un mismo soplo del alma. Hablando con sus familias o con sus amigos, contando sus hazañas o las de sus compañeros, mostrándose apesadumbrados o felices, estos hombres muestran una preocupación de la vida
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
interior. En todas partes, a todas horas, los íntimos escrúpulos de su ministerio les acompañan. Muy a menudo nótase que el mandamiento divino, el «No matarás», los acongoja. Pero, en el acto, la idea del deber, la idea, más bella aún, de que no van a matar, sino a morir, los tranquiliza. He aquí una carta, hermosa como un poema: «He hecho el sacrificio completo de mi vida, y ten- go el presentimiento de un fin cercano. Lo he hecho voluntariamente, alegremente, por mi Dios y por mi patria. Soy sacerdote y nada tengo que desear en el mundo. Mañana, en el campo de batalla, alzaré mi mano para absolver, para bendecir, y luego sucum- biré. Que esta vida de privaciones, de fatigas, sea ofrecida como expiación de mis faltas. A ustedes, mis padres amados, les ruego que consideren que si Jesús me llama no deben llorarme, puesto que será una gran merced la que así me haga.»
Y como ésta las hay a centenares en las páginas recién publicadas. Un aliento de holocausto fecundo, un perfume de orgullo humilde anima y embalsama la antología. Cada uno de los que ahí figuran sabe que hace el sacrificio de su vida. Pero también sabe que ese sacrificio no será inútil, que servirá a Dios y que servirá a Francia. Ninguno de ellos tiene la desesperación de los que, no creyendo en nada y no esperando en nada de lo ultrahumano, caen, con los puños crispados, maldiciendo su suerte. Los hay que lloran, sí; mas no de pena por morir, sino de gozo por la perspectiva de ir a unirse al Señor. Algunos, repitiendo la frase de la santa española, llegan a murmurar, en sus minutos de éxtasis y de exalta- ción: «Y muero porque no muero.» He aquí una car- ta escrita por un sacerdote recién salido del Semina-
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rio y que hubiera sido el más ferviente pastor si una bala no le hubiera matado en las trincheras de Arras:
«¡Caer en el campo de batalla, morir unido a Nues- tro Señor; ser sacerdote, así, desde ahora, y caer en plena luz celeste, ¡qué gran idea! Ante esta esperan- za, los padecimientos de la campaña desaparecen. No, no me atrevo a esperar tanta ventura. Cuando pienso en estas palabras de San Pablo: Cupio dis» solvi et esse cum Christo^ las lágrimas se me vienen a los ojos. El año que acabo de pasar en el Semina- rio ha sido el más feliz de mi existencia. Que Dios sea bendito. Y si Dios quiere que vuelva, que tam- bién sea bendito. Ante todo, que su voluntad se haga* Él me ama, y todo será para mi bien. Un dolor me oprime, y es el morir matando. De eso no me con- suelo. Hubiera preferido ser enfermero y sucumbir salvando a mis prójimos. ¡Qué se ha de hacer! Cum- pliré mi deber con la bayoneta, aunque nunca me dejaré llevar a ningún sentimiento de odio.* Al asalto iré gritando: Adveniat regnun tuum, fiat volun-- tas tua,>
* * «
Cartas como éstas se iluminan de luces celestes cuando, al leerlas, se recuerdan las mil historias con- tadas por los oficiales laicos sobre la bravura tran- quila de sus soldados-sacerdotes o cuando se estudia en los diarios católicos el interminable martirologio de los curas que han caído ya en las trincheras. Aquí tengo, sobre mi mesa, el Gaulois de hoy, con su co- rrespondiente lista de prétres tués d ennemi. ¿Cuántos son en esta mañana? Son más de treinta. El
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teniente Guy Marcotte, cura de Quiviéres, cmuerto cuando, en pie en el parapeto, cantaba para animar a sus hombres»; el abate Espitallier, de Gap, <caído gloriosamente»; los abates de Borgne y Gueregau, «que sucumbieron juntos al tratar de socorrer a un herido»; el abate Alsjouanine, de Moulins; el abate Marie; el reverendo padre Hutin, de la Compañía de Jesús, «condecorado por su heroísmo»; el abate Mil- lot, cura de Authoison; el abate Robert, de Besan- Qon, «muerto víctima de su abnegación»; el abate Bramaire, profesor en un Seminario... Y la lista con- tinúa... Y cada día hay una lista igual, llena de ac- ciones sublimes, impregnada de espíritu de suprema bondad, murmurante de preces piadosas, perfumada de esencias de sacrificio. Escuchad estas palabras de un cura de Nevers: «Estoy satisfecho de mi grado de sargento. El sar- gento es el que debe darse cuenta por sí mismo del peligro antes que exponer a sus hombres. Salvar a los soldados que tal vez se hallan en estado de peca- do, evitar el infierno a esas almas y exponerse uno mismo con tal objeto es llenar un ministerio. Cuando voy al ataque a la cabeza de mi grupo, mi pensa- mientp sube hacia el cielo y mis labios murmuran: «Sálvalos, Señor; salva, sobre todo, a los pecadores, »para quienes la muerte sería una gran desgracia.» Y así, ya que no tenga la dicha de decir misa, ya que no pueda elevar la hostia para proteger la tierra, por lo menos sigo siendo sacerdote, ofreciéndome yo mismo como víctima para proteger a los que me siguen. Además, al sargento le toca alentar a los sol- dados en los instantes de debilidad moral. Y si un sacerdote no supiera hacer esto, ¿a quién cabría ha- cerlo? Ya ven, pues, cómo un pobre cura como yo
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puede ser un buen guerrero, aunque no lo crea La Dépéchc»>
* ♦ «
Sí; para los sacerdotes la guerra es santa. Hay, sin duda, en ella una parte mala, que es la necesidad ineludible de matar. Pero hay otra parte que es bue- na, porque significa sufrimiento, abnegación, obe- diencia, sacrificio.
«Nosotros— parecen decir todos ellos en sus cartas más íntimas— no tenemos la culpa de que, mantenien- do en teoría la prohibición de tomar las armas, la Iglesia nos permita, en la práctica, someternos a una ley que nos obliga a ser soldados.»
Subsiste, en este punto tan debatido, un problema que, resuelto en la realidad, sigue siendo un enigma ideal. Hay, en efecto, un canon eclesiástico en virtud del cual el sacerdote que ha derramado sangre que- da en el acto incapacitado para sus funciones sagra- das j no puede celebrar el santo oficio de la misa. ¿Ha derogado esta ley la Congregación Consistorial? No. «Pero— dice monseñor Lacroix— ha suspendido sus efectos en favor de los combatientes que las ac- tuales circunstancias obligan al servicio armado.» Una sola salvedad hace Roma, y es la de que el ser^ vicio tiene que ser «forzoso» para merecer la tole- rancia. Así, pues, si, en su ardor patriótico, un cura dispensado por cualquier causa de cumplir sus debe- res militares sentara plaza como voluntario, ya no en las filas mismas, sino hasta en formaciones auxilia- res, quedaría sometido a las antiguas sanciones ca- nónicas.
El sacerdote-soldado tiene, pues, en Francia, para
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libertar su conciencia de escrúpulos evangélicos, la protección del Fapa. Y si bien es cierto que esto no le basta siempre para mancharse las manos de san- gre en toda serenidad de espíritu, por lo menos le sirve para disculparse ante sí mismo y ante el Se- ñor. cNo niego— escribe un abate de Nevers— que mi deseo hubiera sido poder vivir en medio de los sol- dados, conservando mi sotana» y compartir con ellos los peligros, las fatigas, conservando siempre mi mi- nisterio y sin empuñar el fusil. Puesto que ello es imposible, y puesto que el Vaticano me permite cumplir mi deber de soldado, tan poco conforme con la vocación sacerdotal, estoy encantado de mi pues- to peligroso en las avanzadas y no lo cambiaría por ningún otro, a pesar de que los «peludos» se figuran que un cura no puede ser tan valiente como ellos» Hay que demostrarles lo contrario, y lo haremos con la ayuda de Dios. O somos o no somos; y somos.»
* * «
A principio de la guerra, esta idea de que para los militares profesionales los humildes clérigos resulta- ban «como un Cristo con un par de pistolas» ofendía a los guerreros tonsurados. En medio de las tormen- tas de fuego de Charleroi y del Marne, los pioupious irreverentes, al ver algún curé de uniforme, le de- cían bromas inofensivas, pero desagradables. Los curés contestaron con actos de arrojo, que en breve fueron legendarios, e hicieron comprender al Ejérci- to cuán frecuente es encontrar el heroísmo más su- blime unido a la mayor mansedumbre. Oíd a este se- minarista, que cuenta su proeza inicial:
«Esos endiablados vinieron a despertarme a las
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diez de la noche, cuando yo no tenía servicio sino a la mañana siguiente, y me dijeron: «Curita, ¿quieres »venir con nosotros? Vamos a cortar las alambradas *a diez pasos de las trincheras alemanas.» Yo tenía sueño; pero para que se convencieran de que con la ayuda de Dios todo es fácil, les contesté: «Vamos, >hermanos.» Y henos ahí en camino hacia las avan- zadas, para destruir las defensas enemigas de prime- ra Hnea. Un reflector nos descubrió en el acto, y en- tonces comenzó la lluvia de balas. Nos echamos boca abajo y esperamos. «¿Qué tal, curita?>, me pre- guntaron aquellos muchachos. Yo les contestaba: «No va mal, y si queréis, arrastrándonos podemos ir »hasta las trincheras boches,^ Entonces ya no vol- vieron a decir «curita» con tono de burla, y uno de ellos, enternecido, murmuró: «Eres un hermano.» Desde entonces creo que ya tienen otra opinión de nosotros.>
Crear esta opinión, formar esta atmósfera de res- peto, de familiaridad sin ironía, de fraternidad ad- mirativa, fué en 1914 una de las grandes preocupa- ciones del clero combatiente. ¿Encontráis en tal sen- timiento un poco de vanidad humana? Sin duda. Pero cuando se observa la tranquila bravura, la te- meraria suavidad con que cada sacerdote trabaja para obtener la estima guerrera, es imposible no in- clinarse ante tan noble esfuerzo colectiro.
« « ♦
Recuerdo que, al final de la batalla del Marne, cuando el general de Castelnau hizo notar la con- ducta admirable del clero en la guerra, Gallieni ex- clamó:
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—Es natural que esas gentes no tengan miedo... En primer lugar, no tienen hijos, y luego, están seguros de que al morir se van derechitos al cielo... Lo ad- mirable es que nosotros, los pecadores, que dejamos familias numerosas y que no creemos sino en la vida, marchemos también sin miedo hacia la muerte.
El viejo gobernador de París era un gran soldado y un gran psicólogo. Porque, én realidad, si el alma humana es una y única y no se transforma en sus lí- neas esenciales por el simple juego de la educación, resulta innegable que sus grandes movimientos co- rresponden a la voluntad tanto como a los sentimien- tos. Antes de todo los clérigos son hombres, y como tales tienen muy arraigado el instinto de la vida. Presentarlos cual seres sin miedo, sin movimientos reflejos de terror, sin angustias ante el peligro, sería sacarlos de su naturaleza. ¿No experimentó el mismo Cristo, Nuestro Señor y Nuestro Maestro, en el mo- mento supremo una congoja terrible? No dijo: cua- dre, ¿por qué me has abandonado?... > ¿No exhaló su último suspiro dando un gran alarido?... Pedir a los humildes hombres lo que Jesús no poseyó, sería in- justo. Al igual de los demás «peludos», el sacerdote soldado tiene miedo, y lo confiesa. «En medio de las >balas— escriben muchos— he sentido que mi cuerpo >temblaba.» Lo maravilloso justamente es que, so- breponiéndose a estas contracciones, esos hombres consigan, no sólo desafiar la muerte, sino ir en su busca. Por encima del temor, que no es sino un egoís- mo instintivo, está en ellos la confianza en una vida mejor, que es también un egoísmo, pero un egoísmo consciente. ¡Increíble reguero de fe, de fe sencilla, de fe primitiva, de fe que ninguna incertidumbre em- paña! No hay una carta, ni una sola, en la cual deje
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de resplandecer la seguridad de que morir es pasar a mejor vida. ¡Y cuando uno piensa en la idea que en países llamados católicos tienen de Francia y de su clero!
No hace todavía un año, cierto prelado español^ muy ilustre y muy liberal por cierto, hablábame con elogio de las nuevas generaciones educadas en los Seminarios franceses. Para él, el tipo del sacerdote galo era el más perfecto, justamente porque, «sin te- ner nada de místico», abría los ojosa los estudios modernistas y convertía su ministerio en un aposto- lado espiritual y moral, «sin casi ningún fermento fanático». Lo del fanatismo es cierto. Con una disci- plina perfecta, este clero, que es muy culto, sabe respetar las creencias ajenas sin irritarse. Pero lo del misticismo no es cierto. Casi no hay carta en la antología que estoy leyendo en la cual deje de per- cibirse la llama de una fe que, remontándose por en- cima de la simple moral cristiana, y aun de la misma espiritualidad evangélica, no llegue hasta las más altas moradas celestes. Mejor que en los grandes predicadores parisienses del tiempo de Luis XIV, en efecto, encuentro en estas páginas íntimas, sinceras, escritas en instantes graves, el ardor teresiano unido a la unción franciscana. Hay éxtasis, hay arrobos di- vinos, hay raptos sobrehumanos en muchas de estas epístolas. Y todo es en ellas sincero, todo es sencillo, porque los hombres que las firman saben que se ha- llan verdaderamente entre las manos misteriosas del Señor.
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Hay un libro de Maurice Barres consagrado a can- tar la gloria humilde de los soldados franceses, que se titula Au milieu des saints de la Jaranee. Y, sin duda, todos los que desde hace tres años viven y mueren en las zanjas negras de las trincheras, bajo una perpetua lluvia de fuego; todos los que, modes- tos y pacientes, han sacrificado su existencia en aras de un ideal patriótico; todos los que, sin quejarse, sin protestar, tratando, por el contrario, de sonreír, se someten a la más cruel de las penitencias, son santos. Pero entre esos santos, de un carácter nacio- nal y humano, los hay que lo son sin metáfora, que lo son a la manera antigua, que son santos dignos de que sus obras figuren en los devocionarios y en los himniarios cristianos, junto a las más bellas páginas de Santa Teresa y a los más dulces cantos de San Francisco de Asís. Me refiero a los curas, a los frai- les, a los seminaristas convertidos en guerreros. Vosotros los que en España y América habláis de una Francia sin religión, leed las cartas de los cléri- gos que luchan. Más que contemporáneos de mon- sieur Combes, os parecerán hermanos de Bossuet, de Bourdalou, de Fenelón. iQué digo! Tal vez no en- contraríais en toda la Francia sagrada un grupo de hombres iluminados por una fe tan pura, tan senci- lla, tan ardiente como la de estos guerreros místicos. Hay para ello una razón psicológica, y es que mien- tras los grandes predicadores del siglo de Luis XIV no pensaron en la muerte y en la eternidad, que son los manantiales del misticismo, sino ante las tumbas de los demás, los pobres soldados tonsurados que hoy escriben, lo hacen en sus propias tumbas, ante la imagen de su propia muerte, contemplando el es- pejismo de su propia vida eterna. «El momento su-
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premo de todo santo— dice Renán— es el de su muer- te. En vida, nos aparecen incompletos, porque se muestran, en general, exclusivos y porque, con mi- ras estrechas, carecen de amplitud de espíritu. Yo no envidio la existencia de ninguno de ellos, pero me siento celoso al verlos morir.» Y agrega: «Contem- plando esos fines gloriosos y tranquilos, el alma se eleva y se fortifica; se siente estimación por la natu- raleza humana y se ve que esta naturaleza es noble y que podemos estar orgullosos de ella.» Ahora bien: estos dos sentimientos que el gran historiador de Is- rael descubría en su alma leyendo los innumerables tomos de los padres Bolandos, yo los hallo en la lec- tura de las epístolas de mis padres soldados, los cua- les mueren como los grandes santos y como los grandes santos nos inspiran, en un momento en que tenemos derecho a creer que el mundo no es sino in- menso rebaño de fieras, el orgullo de ser hombres. ¡Cuántos episodios de una dulzura evangélica hay en mi antología! ¡Cuánto rasgo de sublime altruis- mo! ¡Cuánto episodio digno de la Leyenda Aurea!... Antes de hablar de la vida de mis héroes quiero, sin embargo, hacer oír algunas de sus voces, para que * en sus palabras gocen los que me oyen de un eco vivo, de un eco actual de las voces divinas de las grandes épocas místicas.
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El abate Guillar, en pleno campo de batalla, escri' bió estas líneas en la última página de su breviario:
«He caído, y por un favor de que soy indigno pue- do decir, como Jesús, que me hallo clavado en mi cruz, ya que no puedo moverme. La sed me devora.
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Nadie puede socorrerme, y veo venir la muerte sin angustia, contemplando mi crucifijo, orando con dul- zura, confiado en la voluntad de Dios. Desde que co- menzó la guerra hice el sacrificio de mi vida, y lo he renovado a menudo, feliz de poder servir para algo, feliz de poder ofrecer algo. Nunca he temido la muer- te; pero hoy que la siento venir, que la tengo ya cer- ca, la veo tal cual es en toda su belleza, en todo su esplendor, y sólo siento no poder moverme para co- rrer a su encuentro y abrazarme a ella lleno de júbi- lo... ¡ Ah! El resplandor del otro mundo inunda ya mi alma y el Señor me sonríe. ¡Bendito sea Jesús, que me hace morir como Él murió, ensangrentado, cla- vado, padeciendo la sed!...»
Buscad en las vidas de los santos una página de agonía más bella, más serena, más dulce, más llena de fe, y no la encontraréis. Las hay iguales, induda- blemente; pero más profundas y más tiernas, más heroicas y más graves, no.
He aquí a otro herido que se siente morir, que se acuerda de los niños cuya educación le está confiada y que escribe a un profesor compañero suyo:
«Los últimos momentos los empleo, en este lugar en el cual estoy rodeado de agonizantes, en rezar las ora- ciones por el descanso de las almas que se van, unas tras otra, y en absolver a los que vuelven hacia mí sus ojos suplicantes. ¡Qué encanto poder irme así, cum- pliendo in extremis mi santo ministerio, poder pre- sentarme a Jesús acompañado por los que me rodean, y a quienes, muñéndome, ayudo a morir! ¡Qué encan- to y qué júbilo, hermano! Aprovechando estos pos- treros minutos, quiero decirte que no debéis llorar- me, que no debéis entristeceros por mí, sino, al con- trario, considerar la gran merced que Dios me con-
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cede llamándome. El día de Navidad se acerca, y cuando las campanas toquen alegremente al santo Diem Natalem, es necesario que os regocijéis por Jesús y por mí. Di a nuestros queridos niños que la muerte no es triste sino para los que temen encon- trarse en presencia de Dios. ¡Qué feliz que soy al pen- sar que este último acto de mi vida pueda darte moti- vo para una lección de íe y de esperanza a nuestros alumnos bien amados! Me voy con el pensamiento puesto en Nuestro Señor, me voy cantando un salmo de confianza, y me parece que emprendo el único viaje hermoso de la vida.>
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Pero no es sólo en su muerte, no es sólo en el mo- mento de irse a juntar con Dios cuando el sacerdote- soldado encuentra acentos excelsos para hablar de sí mismo. Si Renán leyera las cartas que yo leo, com« prendería que también en plena vida, en plena acción, el alma santa es sublime. Nada de miras estrechas, como las de la Historia Bolandista, en esta antología. Los santos de las trincheras logran despojarse de todo fanatismo pequeño para obrar en pleno ardor y en plena actividad religiosa.
Oíd al jesuíta Gaillard Rancel, teniente de Infante- ría, que sucumbió con gloria en Woevre, y que deja unas cuantas cartas admirables:
«A veces— dice— , cuando apenas ha salido el sol, después de cuarenta y ocho horas de trincheras y de peleas, podría verme sucio, cubierto de lodo, cubier- to de sangre, correr, lleno de emoción, hacia una ca- pilla lejana para comulgar. Entonces me reconocería usted, y vería que siempre, siempre el divino Jesús
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es mi única, mi constante preocupación, y mi única, mi constante ventura. Y, a pesar de mi uniforme, ve- ría usted en mí al novicio a quien tanto distinguió. Desiderio desideravi hoc paschu manducare vobis» cum. ¡ Ay! Por desgracia, no todos los días es posible comulgar por la mañana, a pesar de un ayuno peno- so desde media noche, porque no siempre hay un sa- cerdote y no siempre tenemos hostias. Esos son mis días tristes. Y, a veces, en medio de la batalla, donde tengo que hacer, de prisa, entre las balas, mi acción de gracias.»
Otro oficial-soldado, subdiácono de la diócesis de París, también muerto después, el abate Leonce Ma- rraud, escribe:
«Amo esta vida de campaña; la amo apasionada- mente a . causa de sus fatigas, de sus sacrificios, de sus dolores, de sus angustias. En medio de mis soldados, que sufren de miserias espantosas, que sucumben a mi lado volviendo hacia mí sus miradas, comprendo hasta dónde llega mi amor por mis semejantes. Son mis amigbs, y los veo caer, y lo único que me preocu- pa es pensar que tal vez caen por culpa mía, que qui- zás no soy un buen jefe. Sus ojos, antes del combate, me dicen: «Es nuestra vida la que te confiamos.» Y yo, que daría cien veces la mía por salvarlos, tengo que gritarles: «¡Adelante, por Dios y por la patria!» Yo no cambiaría mi puesto por una mitra. Ante el peligro, ante la miseria, las almas se engrandecen, se elevan hacia el cielo, y yo siento que los que caen caen en estado de gracia por el divino sacrificio, por el soberbio desinterés con que se entregan a un ideal.»
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Cartas como éstas, jcuántas podría citar! Hay, sin duda, un espíritu uniforme, hasta un estilo uniforme, en los sacerdotes guerreros. Se nota que todos ellos han aprendido a leer en los mismos libros. Pero hay otra cosa que también les es común y que no se apren- de, que está en el temple del alma, que está en la na- turaleza íntima del ser, y que tiene algo de exaltación que lleg'a hasta la demencia cuando se trata de la presencia de Dios, y algo de serenidad que confina con la indiferencia cuando se trata de la presencia del enemigo. Muchos de ellos, en su modestia, con- fiesan que «han tenido miedo entre las balas como cualquier mortal.» No obstante, ese miedo no apare- ce nunca en los relatos de ataques, de combates, de sorpresas. Más que sus cuerpos, es su espíritu el que les interesa. Parecen ciegos ante el peligro materiaU sublimes ciegos que caminan guiados por una estre- lla interior, y que siempre, aun en el fragor de la tor- menta, escuchan una voz divina que les murmura al oído frases de aliento, de dulzura, de esperanza y de júbilo, i Ah! Verdaderamente, la religión así com- prendida, así sentida, sitj escrúpulos pequeños, sin fanatismos estériles, sin tristeza, sin sombras, sin va- nas fórmulas, hecha toda luz, toda confianza, toda ternura humana, toda amor santo, es el más excelso de los sentimientos que pueden animar al hombre y acercarle a Jesús!
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Refiriéndose a los escrúpulos guerreros de los sa- cerdotes-soldados, un ilustre catedrático del gran Se- minario de París me hace notar que, si bien es cierta que la Iglesia prohibe en principio a sus ministros que tomen personalmente parte en los combates, en
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cambio les permite y hasta les ordena que cpredi- quen las cruzadas»; lo que, «en definitiva, es lo mis- mo que predicar la guerra».
—En teoría— me dice— nos encontramos ante un caso de conciencia idéntico al del celibato eclesiásti- co, ün clérigo no puede, no debe casarse; en cambio, puede y debe aconsejar el matrimonio a los laicos.
—Pero— le hago observar— eso de la predicación bé- lica será cuando se trata de luchar contra los infieles»
—Sin duda— me contesta— es necesario, no exacta- mente que la guerra sea una verdadera cruzada, mas sí una guerra justa. Cuando una causa se apoya en la Justicia y en el Derecho, el deber del sacerdote, como el de un simple ciudadano, consiste en apoyar- la con todas sus fuerzas. Y una vez la guerra decla- rada, no hay motivo para trabajar por su fin mien- tras el enemigo, que debemos considerar desde nues- tro punto de vista como campeón de un principio in- justo, no haya sido vencido. Monseñor Baudrillard, que es mi rector y mi maestro; ha creado en este asunto la verdadera jurisprudencia moral del clero moderno. «¿Cuál es el colmo de la injusticia para con un hombre?», pregunta este sabio prelado. Y él mis- mo contesta: «Es atentar contra su vida sin motivo.» «¿Cuál es el colmo de la injusticia para con un pueblo? Arrebatarle la existencia o la independencia.» Para el Estado, sin embargo, el mal es mayor, puesto que no tiene, como el individuo, la esperanza de una nueva vida más allá de la tumba. Así, pues, si un pueblo se halla en peligro de muerte, el sacerdote debe predi- car la guerra para evitar ese mal supremo.
—Bien podía usted decirme que muy a menudo to- dos los beligerantes creen de buena fe que la justicia les asiste en sus reivindicaciones.
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—Cierto. En ese caso, el clero de unos y otros se halla en la obligación de sostener a sus compatriotas y de ayudarles en todo lo que pueda. De no ser así, ¿cómo podría ningún sacerdote orar por el triunfo de las armas de su país? Sería como pedir a Dios que contribuyese a un crimen. Lo indispensable, en suma, es la buena fe y la fe.
—Ahora que tanto se habla de paz— le digo—, aho- ra que de varios lados se espera una interrención espiritual, los clérigos que luchan podrían muy bien un día encontrarse en una circunstancia muy grave.
—¿Cuál?— me pregunta.
—Figúrese , usted que el Papa, el Padre Santo, el jefe de la Iglesia, diga mañana: «Ha llegado la hora de la paz.> Y figúrese usted que los beligerantes, desoyendo su voz, deciden continuar la contienda.
—El Papa no puede hablar así... El Papa, como vicario de Jesús, puede ofrecer su mediación para llegar a un fin humano... Su Nota a las Potencias no tiene otro alcance que ése... Pero supongamos que quiera hacer otra tentativa... El Papa puede decir que, a su modo de ver, ha sonado la hora de pensar en deponer las armas... El Papa puede mandara los fieles que oren por que la paz se restablezca en la tie- rra. Pero el Papa no puede ordenar, como jefe de la cristiandad, que los pueblos se sometan a una paz que no es la que conviene a sus intereses.
—Figúrese usted, no obstante...
Mi interlocutor me interrumpe, murmurando:
—Si no es posible... Sino es posible figurarnos eso... Si sería contrario a las leyes divinas...
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Luego, volviendo al tema que más me interesa, agrega:
—Yo comprendo, y todos los católicos compren- den, que resultaría más cristiano, más humano, de- jar a los sacerdotes tranquilos y no obligarles a to- mar el fusil para derramar la sangre de sus herma- nos, ya que los hombres son siempre hermanos. La idea de que un clérigo pueda celebrar el santo sacri- ficio de la misa con las manos manchadas de sangre, nos choca a los que tenemos un alma evangélica. En este punto monseñor Baudrillart, que tan a fondo ha estudiado el problema de la guerra desde nuestro punto de vista católico, nos da la verdadera razón que la Iglesia ha tenido para permitir que haya cu- ras-soldados. En un universo dominado por la pasión democrática, en la cual los sabios, los millonarios, los aristócratas, todas las categorías sociales, en suma, forman parte de las masas que defienden el orden y la independencia nacional, exceptuar a los clérigos, y sólo a los clérigos, equivaldría a colocar- los en una situación de privilegio que los haría sos- pechosos a los ojos de los impíos. «Vean ustedes —dirían los que creen que un curato es siempre una canonjía—, vean ustedes... Sólo ellos no exponen su vida... Sólo ellos no sufren por la patria... Sólo ellos se quedan en su casa comiéndose tranquilamente el pan del pueblo. > Y por más que nos empeñásemos en hacer comprender que hay otros medios de ser úti- les a una nación en tiempos trágicos, siempre se crearía una atmósfera de desconfiansia contra nues- tro egoísmo. Me dirá usted, sin dtida, que un sacer- dote puede servir como enfermero. Muchos sirven así. Pero eso no basta. Es necesario vivir con el pue- blo, sufrir con el pueblo, confundir nuestra sangre
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con la del pueblo. ¿No dió Jesús su vida por salvar a los hombres? Nosotros damos la nuestra, que tan poco vale, para demostrar a nuestros semejantes que ningún egoísmo se anida en nuestros corazones. En cada regimiento, usted lo sabe, hay un capellán. ' ¿Cree usted que es a él a quien se le debe el soberbia soplo de renacimiento cristiano que se nota en el Ejército? No, no es a él. Es al cura-soldado, al que con su íusil en la mano vive la vida de los peludos, al que come sugamelle^ al que duerme en las trin- cheras, al que es un hermano de los más humildes, en fin, y que, tratándolos como hermano, puede in- fluir en ellos durante los minutos supremos en que ji las almas, por empedernidas que sean, se hallan dis- ' puestas a abrirse a la luz de la verdad.
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A medida que habla mi interlocutor, que por su I edad está dispensado de todo servicio militar, se ani- ma y se exalta.
—Lo único que siento— me dice al fin, en un arre- bato lleno de sinceridad— es ser demasiado viejo y no i poder quitarme esta sotana, no poder tirar mis libros i de Teología, para ir a combatir y a morir en las filas... No me crea usted guerrero de alma... No crea usted siquiera que hay en el fondo de mi pecho sentimien- tos de odio contra nuestros enemigos... No... No es como militar, sino como sacerdote... ¡Dar mi vida I por ganar a Jesús algunos fieles, por salvar de la in- credulidad a algunos descarriados!... EwStoy seguro de que cada uno de los nuestros que sucumbe en la guerra, deja realizada una admirable labor apostóli- ca. Por eso, el Papa ha hecho bien en aceptar una ley
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que parecía preparada para perjudicar a la Iglesia francesa, y que está, por el contrario, embelleciéndo- la, santificándola, engrandeciéndola. . Ya lo verá us- ted... Entre los soldados que vuelvan después de la paz no habrá uno solo que sea enemigo del clero, no habrá uno solo que se burle de la fe cristiana. . . El cura, en las trincheras, es un misionario...
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En las trincheras, el cura es un misionario... Esta frase, que en labios de mi profesor de Teología pare- cíame una flor de retórica, va convirtiéndose, a me- dida que leo las cartas de los sacerdotes soldados, en una realidad positiva. Fragmentos que antes no me habían llamado la atención en mi epistolario, adquie- ren ahora un valor apostólico. Cada cura es, en efec- to, un misionario. Y no lo es inconscientemente, no lo es por simple espíritu evangélico, sino de un modo metódico, disciplinado, casi puede decirse científico. «¿He obrado siempre como sacerdote en los mil de- talles de la vida ^militar?— pregúntase el abate de Va- lence— . ¿He logrado, con mi ejemplo cristiano, in- fluir en los que me rodean? Ese es mi deber.» Luego, dejando ver el fondo de su alma, agrega: «Una pre- dicación oportuna me enajenaría la simpatía de aquellos en quienes mayor interés debo tener. Debo vencer los obstáculos, y en ese sentido trabajaré.» El que así escribe es uno. Pero este uno es el espejo 3^ el reflejo de los demás.
—¿Y sabéis cuántos son los demás?
Maurice Barrés nos lo dice en su último libro: son veinticinco mil.
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Sí; veinticinco mil servidores de Dios y de la Igle- sia (curas, monjes, seminaristas) forman parte del gran ejército republicano, luchando por la patria y luchando también por la propaganda de la fe. Que esto inquiete a aquellos políticos empedernidos que en París no tienen más preocupación que el anticle- ricalismo mal entendido y peor expresado, se lo ex- plica todo el mundo. Pero hay librepensadores más inteligentes o más desaprensivos que se dan cuenta de que si ha de resultar, necesariamente, de la ac- tual fraternidad laicorreligiosa una transformación de los sentimientos del pueblo incrédulo, también hemos de asistir a una metamorfosis de la mentali- dad del clero. La penetración sin compenetración no existe nunca en las grandes convulsiones populares. La concordia que en vano intentaron durante siglos os pensadores mejor equilibrados, está formándose en Francia gracias a la tragedia. Un catedrático, M. Giraud, escribe, refiriéndose a los primeros me- ses de la guerra: «Entre los soldados notóse una hos- tilidad poco disimulada contra los clérigos. Desde su juventud habíanse acostumbrado a considerar al frai- le y al cura como seres maléficos por naturaleza, hipócritas, dominadores, explotadores de las supers- ticiones, glotones, prevaricadores, entregados en se- creto a los mayores excesos y no predicando la vir- tud sino en palabras. Para ellos, el jesuíta era el re- presentante déla Iglesia siempre enemiga del pro- greso, de la ciencia, de las reivindicaciones obreras, defensora del despotismo y de los reaccionarios.» Lo que estas líneas sintéticas expresan se halla confir- mado en innumerables cartas de sacerdotes que da- tan de 1914. Pero a medida que el tiempo transcurre, a medida que la fraternidad se establece en las trin-
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cheras, a medida que la sangre sella el pacto sacro, la desconfianza se desvanece y un nuevo modo de pensar nace de la realidad. «Tenemos un médico— es- cribe el abate Hutin Maur— que no era cristiano: es el venerable de una logia masónica. No obstante, está encantado de nosotros. Cuando viene gente a visitarnos, nos presenta con alabanzas.» Testimonios como éste se encuentran a millones en las simples cartas de los peludos. Un cazador alpino que co- mienza por declararse anticlerical, escribe: «He visto a los curas bajo la metralla a mi lado: son unos tipos extraordinarios; no sé si es la religión lo que les guía, pero me dejan siempre espantado. Parece que tuvieran el diablo en el cuerpo, lo que no les impide ser muy buenos.» Y un obrero de Belville: «No pue- de negarse que hay en ellos algo que no tenemos nosotros.» Y un comerciante parisiense: «Como no tienen familia, no tienen confidencia que hacernos, y nos hablan de nuestros hijos, nos consuelan, nos ayu- dan a esperar y nos dan ejemplos increíbles de pa- ciencia, de energía.» Y un sargento marsellés que se jacta de no creer ni' en Dios ni en el demonio: «Los curas no son esos seres sombríos y nefastos que nos figurábamos; no son enteramente como nosotros; son gente a su modo. Pero son tan afectuosos, tan tranquilos y tan buenotes, que todos hemos acabado por buscarlos y escucharlos con atención. En cuanto a valor, son unos tipos chic, y al verlos en los com- bates, lo que me extraña es que hace años se deja- ran insultar, como nosotros los insultábamos, sin de- cirnos nada.» De todos los grupos sociales que for- man la inmensa masa del Ejército, brotan así como rosas espontáneas los ditirambos para el clero de guerra. Y aunque no son muchos los que se atreven
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a confesarlo con franqueza, se nota que la fe perdi- da, la fe olvidada, florece de nuevo, al contacto de los apóstoles evangélicos, en las almas de los que oyen con gravedad sus palabras perfumadas de es- peranzas sublimes.
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¿Es la atmósfera de peligro?... ¿Es la constante presencia de la muerte lo que así abre los corazones a la gran ilusión del más allá?... Sí, sin duda. El te- rreno, para los misioneros, es propicio. Pero hay que convenir también en que la obra apostólica se realiza con una maestría digna del mayor respeto. La menor dureza, la más ligera intransigencia, ha- bría producido un efecto desastroso. El pueblo fran- cés, el pueblo en armas, seguro de su grandeza, due- ño de sus destinos políticos y morales, hubiera re- chazado a un clero que sin darle, ante todo, un ejemplo de sacrificio, de heroísmo, de santidad, se creyera permitida una obra de dominación y de in- fluencia espiritual. ¿Lo comprendieron así los sacer- dotes al tomar el fusil y se propusieron hábilmente ajustarse al medio en que iban a vivir? No es de creerse. El clero galo, educado en un país donde un curato no es una canonjía, donde no es compatible la insolencia con la tonsura, donde el sacerdocio es un verdadero ministerio de humildad y de sacrificio, donde el liberalismo no es pecado y donde la demo- cracia es un dogma, llegó a los campos de batalla preparado para fraternizar, no sólo con los que po- dían ser considerados como fieles, sino hasta con los que militaban en creencias opuestas a la suya. Uno de los más bellos espectáculos que los sacerdotes
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franceses ofrecen al mundo, o, mejor dicho, una de las fuertes lecciones que dan al mundo esos sacerdo- tes, es el de la tolerancia para con judíos y protes- tantes. A principias de 1915 el abate Lancrenion es- cribía a una dama israelita anunciándole la muerte de su hijo: «La amistad que me inspiró Charles Hal- phen trocóse, ante su muerte heroica, en admira- ción. El Dios Todopoderoso, en el cual creíamos am- bos a pesar de nuestras religiones diversas, ha re- cibido en su seno, seguro estoy de ello, esa alma recta que se sacrificó en aras del deber. Yo he orado ante ese Dios que le permita a usted, en su día, ir a reunirse con su hijo en el cielo.» ¿Les chocan estas excelsas palabras a los clérigos que, en su ignoran- cia presuntuosa, están seguros de que un judío tiene por fuerza que irse al infierno?. . . iCuánto más les chocaría ver en los campamentos, en medio de los soldados que descansan, esos grupos emocionantes compuestos por un pastor protestante, un cura cató- lico y un rabino israeHta, y de los cuales un murmu- llo de preces comunes, inspiradas en la gran reli- gión del sufrimiento, se eleva hacia las mismas altu- ras místicas para pedir al Padre común de las razas, al único inspirador de las creencias, que se digne confundir en su misericordia todas las alma? que hacia Él levantan el vuelo!
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«¿Eres católico?»— preguntan siempre los capella- nes en el momento de ayudar a bien morir a los que caen en las trincheras.
En general, la respuesta es afirmativa Pero hay casos en que de los labios agonizantes salen pala-
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bras hostiles. cSoy judío»— dice uno—. «Soy protes- tante:^—asegura otro.
«No importa— contesta el capellán—. Dios es el mismo para todos... Recita tus oraciones como sí yo fuera de tu misma fe...»
Existen también algunos empedernidos incrédulos que, aun en los trances de la muerte, guardan toda su entereza de carácter y que, con dureza en la voz que se apaga, rechazan los auxilios supremos. Ante éstos, el capellán se convierte en un hermano que sólo brinda, en su gran bondad, consuelos humanos y que se limita a recordar discretamente que Jesús ' ve el fondo de las almas más que las actitudes filosó- ficas. «Un cazador alpino había caído a mi lado— es- cribe el abate Juin— , y yo me acerqué a él para dar- le mi absolución. Con sus labios crispados me dijo que no le molestara con mis tonterías. Sin hablarle, le di agua, le ayudé a colocar la cabeza sobre su mo- chila y le cogí las manos. ¿Qué hubo en mis ojos en- tonces? Yo oraba mentalmente, pero también llora» ba sin notarlo, y el pobre muchacho se enterneció al fin y me dijo que llevaría un recuerdo bueno de mí. Si hubiera podido salvarlo, es seguro que no habría sido tan ciego en el resto de su vida.»
¿Cómo resistir, en efecto, a esa dulzura, que no- exige nada y que nada pide, que se entrega, que co- mulga, que ni siquiera se atreve a implorar cuando cree que puede ser importuna y que, fraternizando aun con los que lo detestan, va hasta el borde de la tumba, húmeda de lágrimas, palpitante de esperan- za, iluminada de fe?. . .
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Si la labor apostólica es difícil o imposible en algu- nos casos, en general resulta fecunda gracias a su discreta suavidad. El pueblo, en Francia, no se com- pone de descreídos, sino de indiferentes. No ha per- dido la íe, la ha olvidado. Y como hay en la Historia muchas páginas en las cuales la Iglesia aparece cual el baluarte de la tiranía, como hay en la memoria de los hombres muchos recuerdos tristes de fanatismo, de hipocresía, de engaño eclesiástico, no es fácil, en la vida ordinaria, lograr que las predicaciones des- de el púlpito lleguen al fondo de las almas. «El cura —gritan los mozos en las plazas de las aldeas—, el cura es peor que nosotros.» Luego, al ver pasar la sombra negra de la sotana, tocan un pedazo de hie- rro para conjurar la jettatura. Pero esos mismos al- deanos, una tarde de dolor y de melancolía, al oír las campanas de la iglesia, al recordar sus preces infantiles, al evocar la imagen de su madre arrodi- llada al pie de un altar, sienten que del misterio de sus pechos sube a sus labios un suspiro confuso de fe. Si el cura se acercara en ese momento, si hablara, no con citas del Evangelio, sino familiariñente, fra» ternalmente, de seguro ganaría un alma.
En los campos de batalla, sin sotana, sin solemni- dad, viviendo como los demás, exponiéndose a los peligros como los demás, matando como los demás, el sacerdote ya no es el pájaro de mal agüero, ya no es el hipócrita, ya no es sino un hombre, más bueno, más generoso, más heroico, más estoico que el resto de los hombres. Y ahí, acercándose a todo aquel que calla y medita con melancolía, su labor resulta fértil. Un fraile agustino, el hermano Gastón, escribe: «Me he convertido en el confidente de los zuavos de mi compañía. ¡Cuántas veces he sentido no estar orde-
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nado! Muchos querrían hacerme la confesión de sus culpas, y yo tengo que decirles que no soy sacerdote, que no soy más que monje. Ayer, a uno de ellos le aconsejé que fuera a buscar al capellán del regi- miento pdra confesarse. «No — me contestó—, no ^quiero a un cura que no conozco.» «Ya haré que lo conozca para que lo estime como a mí .> Estas líneas iluminan admirablemente el misterio de muchas al- mas tímidas y rebeldes a la vez, que no sienten la necesidad de ir en busca de la fe; pero que, si la en- cuentran en su camino t nvuelta en velos de dulzura^ de consuelo, de esperanza, la acogen sinceramente, íamiliarmeiite. Es lo que «inspira miedo» en el cura, lo negro, lo grave, lo severo, en fin, lo que no atrae a un pueblo libre de espíritu. Que desaparezca la so- tana, el ceño austero, el consejo indiscreto, y la vo- luntad se ablandará.
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Hay en la crónica religiosa de la guerra episodios que parecen destinados a formar en el porvenir un Evangelio de sublime tolerancia y de encantadora fraternidad Oíd esta anécdota que refiere el canóni- go Falguine, y notad los térmmos del diálogo:
«En nuestra trinchera, que se halla bajo la metra- lla, un cura-sargento está echado boca abajo, como todos los demás soldados. De la trinchera vecina sale, arrastrándose, un «peludo», y se mete en nues- tra zanja,
>— Salvan— dice— , ¿estás ahí?
*El sargento-cura le contesta:
>— Si; ¿qué quieres?... Si no te escondes bien te van a matar... No seas borrico, baja la cabeza...
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*— No te metas en eso. Acércate. .. Ven a confe- sarme... »--En seguida...
¡Eh!; pero no puedo ponerme de rodillas...
Pues nos quedaremos boca abajo; lo mismo da... »— Es más divertido...
»Y así, echados uno junto al otro, el buen peludo recibió la absolución de su compañero el cura.»
Otra historieta más curiosa aún es la que me refe- ría cierto capitán en uno de mis últimos viajes al frente. Es una dolora que recuerda a Campoamor. Y es delicadamente enternecedora.
«Una tarde, en los alrededores de Arras, un solda- do argelino llamó a un sargento francés que pasaba y le pidió, por favor, que le escribiera una carta.
»--Con mucho gusto— contestó el francés.
* Y el argehno comenzó a dictar:
»—Mi amada Leila... Espero tener una semana de > licencia pronto para ir a pasarla contigo, como hace » dos meses... ¿Te acuerdas?... ¡Cómo vamosa amar- » nos y qué buena va a parecerme nuestra cama des- >pués de dormir aquí en la paja tanto tiempo!... » Tengo un apetito terrible de tus caricias...»
»El sargento se detuvo; dudó un momento. Al fin, le preguntó:
>— ¿Es tu mujer?
>— No— contestó el soldado—; pero es lo mismo. . . Nos vamos a casar más tarde...
»Y siguió dictando frases ardientes.
»A1 ñn, después de darle las gracias, el argelino preguntó al francés:
>— ¿Cómo te llamas?
»— Me llamo Gabriel, y soy vicario de la parroquia deNesles...
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Yo soy mahometano... Ella también... ¿Será malo que te haya pedido que me escribas eso?...
»— -No, hermano, no... El amor no es nunca peca- do... Pero cásate pronto.»
4: » *
Para el sacerdote que vive la vida de las trinche- ras, que ve el fondo de las almas, que comulga en la gran religión de las pasiones humanas, la atmósfera moral se agranda maravillosamente, se limpia de es- crúpulos pueriles y se eleva en un vuelo libre hasta las regiones donde sólo el espíritu del Evangelio reina. No llegó así, de seguro, ese sacerdote a los campamentos. Pero el contacto con las realidades en una época en que la muerte acompaña los pasos de los hombres, ha ensanchado maravillosamente su conciencia. Para sí mismo, él conserva siempre la más estricta disciplina. Los oficiales confiesan que la existencia de los curas - soldados es un perpetuo ejemplo de pureza, de castidad, de sobriedad. «Con su uniforme y su casco— me dice un capitán que ha vivido largos años en España—, estos sacerdotes tienen menos arrogancia que los clérigos que encon- tramos tan a menudo en las calles de Madrid con el manteo terciado, un cigarro en los labios y una llama de soberbia en las pupilas.» Luego murmura melan- cólicamente, recordando lo que la prensa católica española suele decir del clero francés:
—Y, sin embargo, un clerical de España encon- trará siempre que un cura de Francia es un poco hereje.
* * *
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Cierto. Este modo de comprender y de practicar la Religión, esta suavidad sonriente e indulgente, este liberalismo, que no se alimenta de fórmulas fariseas, sino que busca el fondo úk: los corazones; esta humil- dad ardiente, esta dulce paciencia que no se irrita ante el pecado, sino que ora por el pecador; este mis- ticismo, que está en el alma, que se manifiesta en la alegría de morir y que no se apega a las mil intran- sigencias de la letra; este espíritu franciscano, en fin, no ñorece sino en los países donde el sacerdocio es un sacrificio. En otro tiempo, cuando el Estado fran- cés imponía el catolicismo, cuando en las familias se escogía a un niño desde que comenzaba a hablar para consagrarlo a la Iglesia como al estado más có- modo del mundo, este clero era también dominante e intransigente. Ahí están los libros del siglo xvii y del siglo XVIII, con sus abates galanteadores, con sus monseñores despóticos, con sus canónigos orgullo- sos. El interés suplía entonces a la vocación. Pero ahora, que no hay presupuesto de Cultos, que no hay fe oficial, que no hay prebendas ni capellanías, se ne- cesita un amor infinito del ministerio sagrado para consagrarse a él. La gran miseria de las iglesias de Francia, se titula un libro de Maurice Barrés. La gran miseria de los curas de aldea, podría titularse otro libro muy doloroso y muy verídico. Viviendo de limosnas, en medio de poblaciones poco practicantes y hasta poco creyentes, los párrocos llevan una exis- tencia de perpetuas privaciones. Hay que ver a esos infelices, en las comunas rurales, cultivando un pe- dazo de tierra para sacar de ella su pan de cada día; hay que verlos caminando por los senderos con sus zuecos de madera; hay que verlos junto a sus venta- nas remendando sus sotanas,. para darse cuenta délo
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que sufren. Pero por eso mismo, por su pobreza, por su humildad, son grandes. ¡Imaginad la figura que hubieran hecho en las trincheras los abates perfuma- dos del tiempo de Luis XV! Ha sido necesaria la persecución, la miseria, el escarnio, para crear una casta de curas que vi\re santamente sin exigir la san- tidad de los demás. Nada sirve tanto como el dolor para templar las almas y para hacerlas suaves al mismo tiempo que fuertes. ¿Queréis ver cómo sonríe uno de estos hombres en medio de las lágrimas? Leed esta carta de un novicio de la Compañía de Jesús, que acaba de perder un ojo en las trincheras:
«No puedo, sin emoción, pensar en los buenos ser- vicios que ese ojo derecho me había prestado en los veinte años y diez meses que vivimos juntos. Así, in- útil decirte qae no he podido impedir que su herma- no, el ojo izquierdo, derrame algunas lágrimas sobre su tumba, prematuramente abierta. En todo caso, creo haberme portado como jesuíta. Nuestro maestra nos decía a menudo que los mejores sufrimientos son los que uno no escogiera nunca. El mío es de esos, y voy a tratar de aprovecharlo En su bondad. Dios me ha dejado el ojo canónico. ¿Qué más puedo pedir? Y, si Nuestro Señor lo quiere, aquí está para dárselo con alegría también.»
Esta sonrisa es constante. Es la sonrisa infantil de los compañeros de Asís. Es una luz blanca que todo lo ilumina y que hace de la Iglesia de Francia un santuario sin tinieblas, sin amenazas, sin sombras medrosas, sin fantasmas trágicos. La muerte misma sonríe inefablemente en ella con sus esperanzas de vida eterna, con su olvido casi completo del demo- nio. Porque es en vano buscar, en los millares de cartas que acabo de ojear, una sola visión de llamas,
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de suplicios, de venganzas divinas. No es el temor de Dios lo que anima estas conciencias. Es el amor de Dios y la confianza en Dios. Y así, de un poema que en otro siglo o en otro pueblo hubiera podido ser un infierno, el clero francés, en su excelso optimismo^ ha hecho un paraíso .
Justus enim fide vivet, sed fide crucifixi,.
EN LAS FUENTES DEL ISER
A bastado que al acercarnos a la frontera belga alguien, señalan- do un arroyo, exclame «el Iser», para que todos, abandonando nuestra conversación , recorde- mos en el acto las luchas épicas que convirtieron durante meses enteros ese modesto río flamen- co en un torrente de sangre.
¡El Iser!... Aquí no es sino un hilo de agua clara, en el cual se miran algunas aldeas desiertas. Aquí sus puentes no han sido destruidos por el fuego de los cañones alemanes. De aquí a Schorbaque, a Stuyvenskerke, hay veinte o treinta kilómetros de distancia. Aquí, en ñn, los sublimes fusileros del al- mirante Ronarch no vinieron sino cuando, después de la victoria, se encaminaron hacia París por la ruta de Saint-Omer... Pero es tal el prestigio de su nombre, que al solo pensar que contemplamos su linfa, sentimos una de las más profundas emociones de nuestro viaje.
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—Ahora— me dice el capitán H...— el Iser no es sino un espejo de ciudades fantasmas...
Luego me pregunta:
—¿Las conocía usted... esas ciudades?...
Con algo de vergüenza le contesto que no. En tiem- po de paz, cuando era posible venir a estas viejas tierras con almas apacibles de peregrinos artistas, todos pasábamos por las márgenes del Iser sin dete- nernos, para acudir a la cita que el prestigio de Bru- jas, de Iprés y de Gante nos daban. Las ciudades pe- queñas quedábanse siempre para un día que no lle- gaba casi nunca. Y si de tarde en tarde una acuarela desteñida de la Venta del Papagayo, o de la torre de los Templarios, o de la iglesia de San Walburge, sugeríannos el deseo de emprender un viaje hacia Furnes, hacia Neuport, hacia Dixmude, algo más urgente, algo que se nos antojaba más importante, algún clásico itinerario italiano, alguna romería an- daluza, obligábanos pronto a olvidar nuestro pasaje- ro capricho. Aquel desvío injusto, la tragedia actual noi^lo hace llorar.
—¿No las conocía usted?— murmura mi guía—. Es lástima... Ya no podrá usted verlas nunca...
Y evocando el recuerdo de la lucha titánica que comenzó hace dos años y que continúa aún, me ha- bla, enternecido e indignado, de la lluvia de fuego que ha sepultado las venerables plazas silenciosas, los beateríos apacibles, las callejuelas de penumbra^ y de misterio, las casitas cinceladas como joyas...
Y agrega, con voz dolorida:
— Muertas las pobres ciudades, muertas para| siempre...
Neuport, realmente, ya no existe; Neuport no es sino un cadáver calcinado, cuyos escombros se miran
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en el espejo de las inundaciones. Ni existen tampoco Pervise y San Jorge, que sucumbieron entre las lla- mas. Y en cuanto a Dixmude, la perla de la comar- ca, la beata adormecida entre el rumor de los rezos y de los carrillones, la buena y tranquila hermana de Brujas, ha muerto para siempre, engrandecida por el martirio, sin dejar más que restos informes ante los cuales la Humanidad tendrá más tarde que incli- narse como ante un relicario.
* * *
Pero es el Iser mismo, el Iser que baña lo que Pie- rre Nothomb llama las ciudades Santas, el que me- rece, como sus grandes hermanos de Oriente, como el Ganges, como el Éufrates, ser canonizado por los franceses, a causa de sus milagros. Pensad, en efec- to, en lo que habría podido suceder sin la misión bí- blica de su fuerza. Sin la barrera de sus aguas, que obedecieron a la voz de los grandes pastores gue- rreros, Calais habría sucumbido, y con Calais todo el Norte y tal vez también todo el Canal de la Man- cha, por donde ahora vienen las fuerzas que vigori- zan el organismo defensivo del Occidente, Porque no hay que olvidar que el Iser, a pesar de su estre- chez, supo, durante la gran batalla de Flandes, imi- tar la hazaña del mar Rojo, ahogando en su linfa a los que se creían invencibles.
Como Condé, como Turena, como el duque de Guisa, los generales germanos sabían que para do- minar la llanura y llegar hasta los grandes puertos codiciados, era, ante todo, indispensable conquistar las dunas del vasto estuario de Lombatzide. Poseer las esclusas y los diques del Iser resultaba, para los
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vencedores de Charleroi, cuestión de vida o muerte. Toda la región depende de esas puertas marítimas y fluviales que mantienen los innumerables canales a un nivel determinado y que pueden también hacer- los desbordar. La idea de la inundación acudió, como es natural, desde un principio a la mente de los estrategas ingleses. Era preciso oponer un obstáculo a la marcha de los enemigos, y en el estado en que se hallaban las cosas a fines de 1914, sólo el agua po- día servir de un modo eficaz en aquel duro trance. Joffre, sin embargo, no quiso aceptar el consejo de sus aliados. Con su calma imperturbable, dejó acer- carse a los alemanes con su artillería pesada hasta las inmediaciones de Dixmude, de San Jorge y de Neuport. Las tres plazas parecían perdidas. Las fuerzas que resistían a la embestida tudesca no eran bastante numerosas para acariciar la esperanza de una victoria. «Lo que os pido— les dijo el taciturno— es que resistáis una semana.» Con un heroísmo de que no hay ejemplo en la Historia, los bretones dé Ronarch emprendieron entonces su pelea de locos maravillosos. «Sacrificios vanos>, decían los perió- dicos de Berlín. Y, realmente, si hubieran tenido que continuar como al principio, sin artillería propia, sin reservas para cubrir sus bajas espantosas, los hé- roes aquellos habrían sucumbido. Mas, de pronto, un aliado llegó en su auxilio, sin ruido, lento, invenci- ble, inconmovible: el agua .
En su tranquilidad habitual, Joffre había dejado pasar algunos días antes de romper los diques, con objeto de que el enemigo tuviera tiempo de avanzar sus baterías hasta la zona inundable. Los ingleses no comprendían su desidia. Los belgas se mostraban inquietos. Todo era inútil. Un ingeniero sabe mejor
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que un guerrero lo que puede esperarse de los re- cursos de la tierra, y el generalísimo francés ha sido siempre un ingeniero. Así, hasta que no estuvo se- guro de su maniobra no la llevó a cabo.
* * *
Fué en invierno.
En menos de lo que se hubiera necesitado para movilizar un cuerpo de ejército, las aguas acudieron a salvar a los que ya comenzaban a desesperar de ellas. El espectáculo fué tan extraordinario, que los alemanes lo recuerdan como un fenómeno sobrena- tural. Una noche de lluvia, los canales empezaron a desbordarse. Las ruedas de los cañones hundíanse poco a poco. Las trincheras llenábanse de lodo. Sólo que, en país lluvioso, aquello no era de extrañarse. Ya pasaría. . . Ya vendría el tiempo seco... Y el agua subía, subía; el agua extendía su sudario sobre la planicie, a pesar de que la lluvia había cesado... ¿Sería acaso la inundación?... Cuando los generales del Káiser se hicieron esta pregunta, era ya tarde. Toda su artillería pesada estaba perdida. El campo habíase convertido en un lago, del cual no emergían sino los cercados, marcando los linderos de las gran- jas y las ruinas de las aldeas, perpetuando el recuer- do de la contienda.
En esta obra salvadora, no sólo el Iser tomó parte- A su lado, ayudándolo con todas sus fuerzas caute- losas o reservándose para entrar en la lid cuando fuera necesario un ataque mayor, hallábanse el Col- me, el Aa y el Iperlée, sin contar sus innumerables canales.
Pero el mayor empuje fué, sin duda el del Iser.
* * ♦ .
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—¿Cómo se lo figuraba usted?~me pregunta nues- tro g^uía. —No sé— le contesto.
En todo caso, debo confesar que no lo creía tan modesto, tan suave, tan campesino y tan idílico. Su aspecto es el de un arroyo, más propio para mover las ruedas de los molinos que para detener una inva- sión. Sus aguas glaucas corren, ligeras, entre las márgenes que comienzan a cubrirse de flores. A lo lejos, sus curvas forman, alrededor de las aldeas, cinturones brillantes. Y no es sólo el río, es toda la región la que, con su gracia apacible, sugiere, más que imágenes de heroísmo y de crueldad, ideas de bienaventuranza, de paz, de bienestar campesino. Verdadera belleza, no hay que buscarla aquí. Estas mismas colinas, hoy célebres por el papel que han desempeñado en el curso de las operaciones estraté- gicas recientes, no son, en realidad, sino humildes ondulaciones en medio de la vasta planicie. La vista se extiende por todas partes sin descubrir una línea pintoresca o majestuosa. Como en el mar, el hori- zonte aparece siempre ante nuestros ojos limitando el panorama monótono con sus espejismos. El cielo, el dulce cielo pálido: he ahí la única hermosura del lugar, Pero hay, en la llanura misma, entre las gran- jas pardas y los campanarios diminutos, algo que seduce y que conmueve con su sonrisa humilde. Cada ramillete de álamos, cada huerto, cada bosquecillo, ha sido aquí creado por la energía del hombre en una perpetua labor de conquista, en un paciente es- fuerzo milenario. La enseñanza que se desprende de la llanura flamenca es una de las que más orgullo pueden inspirar a la Humanidad. De un desierto que las aguas cubrían, los trabajadores de la gleba han
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hecho, poco a poco, con canales sabiamente distri- buidos, con cuidados infinitos, una comarca rica y próspera. En el litoral actual, las aldeas ocupan te- rrenos que en otro tiempo pertenecían al Océano. Aquí mismo, en esta West-Flandre del interior, las tierras de cytts son tan pantanosas, que, según la ex- presión de Blanchard, «se necesitan prodigios de paciencia para cultivarlas». A principios del si- glo xviii, después del Tratado de la Barrera, los inge- nieros militares que estudiaron el país dictaminaron que toda fortificación era superfina, puesto que nin- guna caballería, ninguna infantería, podría atrave- sar los caminos con mejor suerte que las tropas de Felipe Augusto.
♦ *
Nuestro capitán, que adivina sin duda mis medita- ciones, murmura:
—Ya usted ve el río, el río trágico, que corre siem- pre suavemente, dulcemente, sin grandeza y sin có- lera... Es un buen río campesino, nada más...
Es cierto... Pero contemplándolo después de haber evocado la gesta milagrosa de sus aguas, no le veo tal cual es en realidad, sino que lo santifico en mi alma. Y sin poderlo remediar me acuerdo del Gan- ges, me acuerdo de la mañana clara en que me acer- qué a sus orillas sagradas, me acuerdo de las llanu- ras de Jericó, cual éstas húmedas, cual éstas flori- das, y siento una vez más que del corazón suben a mis labios los salmos franciscanos que celebran la santidad de la hermosa agua...
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EN EL CORAZON DE LA TRAGEDIA
uiÉN diría que estamos en pleno campo de batalla, en uno de los lugares que más a menudo son azotados por la tormenta de fue- go!... Antes de dejarnos escalar las faldas de la colina, el capitán Roberts, poniéndose serio, ex- clama: A vos risqueSy mes- sieurs! Y ya se sabe que esta frase sacramental significa que puede pasarnos lo mismo que le pasó pocos días hace a nuestro compañero Battersby, corresponsal del Morning P(9s^, en uno de Jos sectores de este mismo frente. jPero quién piensa en esas cosas! Hay en el fondo del alma humana un optimismo hecho de vanidad que no escarmienta nunca en cabeza ajena. ¿Ayer un hombre como nosotros fué herido por una bomba?... Bueno. . . No importa... A nosotros no nos sucederá nada... No hay cuidado... No hay nunca cuidado... El pobre periodista inglés que agoniza en el hospital de Saint-Omer, tampoco creía en el peligro, tampoc(> daba importancia al bombardeo, tampoco hacía caso
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del A vos risques oficial... Una voz insidiosa parece que nos murmura en el fondo del alma palabras hala- gadoras, tratando de convencernos de que los dis- paros no van con nosotros, paisanos inofensivos, sino con los soldados, que pueden contestar y que pueden defenderse... Además, hay días en que el peligro se diluye en la] alegría del ambiente, y éste es uno de ellos.
« « 4(
—Allá, enfrente, está Boescheps... Un poco más hacia el Oeste, el monte de Cats, ese que se distin- gue tan nítidamente con su cresta que parece una muralla de fortaleza... Hacia el Norte, Saint-Eloi y la ruta ensangrentada de Iprés... Más lejos, Mesines, donde ahora pelean los alemanes como demonios. . . Nos hallamos en el corazón de la gran batalla de Flandes, que aun no ha terminado...
Y nuestro amable guía, con una carta de Estado Mayor colocada sobre el césped, nos explica las acciones famosas que se desarrollaron en esta co- marca hace algunos meses, y en las cuales franceses, ingleses y belgas se cubrieron de gloria.
La conferencia es interesante. Mas nosotros ape- nas la escuchamos, y, lo que es peor, apenas le da- mos una importancia vaga, como si se tratase de un capítulo de Historia y no de una escena del drama que continúa representándose... ¡Saint-Eloi, allá en el fondo!... ¡Aquí al lado, el monte de Cats, con sus viejas piedras, en las cuales vinieron a sentarse los grandes conquistadores de antaño!... Sí..., sin duda tales nombres suenan a hierro y huelen a sangre. . . Sólo que el paisaje es tan bello, tan suave, tan tran- quilo... Sólo que la existencia nos sonríe tan deli-
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ciosamente con sus encantos primaverales... Sólo que el perfume de las flores silvestres nos halaga con tanta languidez... Sólo que los soplos tibios del aire nos envuelven en una atmósfera tan delicada- mente voluptuosa...
« ♦ «
Estamos al pie de un molino, cuyas amplias aspas de púrpura permanecen inmóviles a pesar del vien- to. Las gallinas de una granja cercana rascan el sue- lo con sus patas nerviosas, y de vez en cuando en- treabren sus alas con coqueterías casi femeninas, para atraer las miradas del soberbio gallo que las acompaña. Dos muchachas robustas, con las faldas arremangadas hasta la rodilla, empéñanse en levan- tar un haz de paja demasiado pesado para sus bra- zos, y se consuelan, riendo a carcajadas, de su impo- tencia. En los árboles, los pájaros parecen celebrar un concurso de trinos exasperados, en cual se mez- clan, en extraña cacofonía, todos los violines y todas las flautas silvestres. Los carreteros duermen en las carretas, mientras los caballos, sueltos, buscan la hierba fresca en los prados de las laderas. A lo lejos, entre los tableros de esmeralda del campo cultivado cual un jardín, las aldeas ostentan las torres negras de sus iglesias, los techos pardos de sus chozas, las tapias grises de sus casas de labor. Hay una alegría apacible y piadosa en el aire, en la tierra, en el cie- lo, en el humo, en el heno, en las ramas, en las flores. Y como para celebrar esta bienaventuranza de la Naturaleza, de la carretera sube de pronto en ondas místicas una música a la vez grave y alada, un him- no que tiene algo de sensual y algo de eclesiástico.
* * * •
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Contemplando las cruces que cubren las laderas de nuestra colina, un oficial nos dice:
—Una de esas tumbas puede muy bien ser la del príncipe Maximiliano de Hesse... ¿No recuerdan us- tedes las circunstancias de su muerte?. . . c Al pie de un molino, en las inmediaciones del monte Cats— ase- gura la noticia relativa a su desaparición— los mon- jes de un convento de trapenses encontraron a un oficial herido...» ¿Por qué no ha de ser éste el mo- lino?...
Es cierto... Y la historia lamentable del último landgrave hesés, tal cual la ha referido el monje Dom Bernardo a mi amigo Serge Basset, acude a mi memoria. Cuatro soldados alemanes trataban, una tarde de octubre de 1914, de socorrer a un oficial que no parecía tener más de veinte años. El religio- so acercóse al grupo y preguntó al herido si en algo podía ayudarle. «Lo más importante— contestó el militar—es que estos soldados me abandonen y tra- ten de escaparse,.. Yo ya no tengo necesidad sino de la ayuda de Dios.» Los soldados, con los ojos llenos de lágrimas, se inclinaro^í y luego huyeron. Dom Bernardo, con dos de sus compañeros, transportó al moribundo a su convento y se consagró a cuidarlo toda la noche. Sus cuidados fueron inútiles. «Voy k morir», murmuró el infeliz. Entonces el religioso in- terrogóle sobre su fe, sobre su estado social.
—Soy protestante— murmuró.
Y después de hacer un esfuerzo para incorporarse en el lecho, cerró los ojos y lanzó el último suspiro.
Antes de enterrarlo, los monjes le sacaron del bol sillo del uniforme los papeles que llevaba, y al ente- rarse de su elevada condición, dieron parte de su muerte a la autoridad militar inglesa. «Una serie de
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extrañüs circunstancias— termina diciendo Dom Ber- nardo—hicieron que el poderoso heredero de la fa- milia principesca de Hesse debiera su ataúd a la ge- nerosidad piadosa de un pobre aldeano que dió, con tal objeto, treinta francos al carpintero.» Y agrega cristianamente: cLa muerte de los grandes de este mundo encierra a veces lecciones profundas de hu- aiildad.»
♦ * ♦
La música que hace un instante llegaba a nuestros oídos como un murmullo vago y lejano, se acentúa y se acerca.
—Son las gaitas de los higlanders— murmura nues- tro guía, señalándonos un recodo del camino que pasa al pie de nuestro mirador.
Por ahí viene, en efecto, una tropa de escoceses con sus faldas cortas y sus pantorrillas desnudas, precedida por su clásica banda de gaiteros. La mar- cha es lenta, como los acordes que la acompañan. En las bayonetas de los fusiles el sol prende chispas fugitivas que vuelan de un acero a otro acero, ju- gueteando cual mariposas de oro que se divirtieran en acercarse a algún objeto trágico, y que al sentir el frío de la muerte levantaran el vuelo algo asustadas.
Para ver pasar el desfile, las dos muchachas de la granja han abandonado su reacio trabajo y han ve- nido a colocarse junto a nosotros.
—Son más guapos que los alemanes— las dice el marqués de Valdeiglesias.
Y oyéndolas exclamar un je vous crois! familiar, las pregunta, siempre curioso, siempre intervieva- dor y siempre galante, si han visto de cerca a los te- rribles germanos .
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--Mais owíV— exclama una. —7a m¿me/ —dice la otra.
Entonces el cuadernito sale de la aristocrática fal- triquera de nuestro amigo, y el interrogatorio co- mienza:
—¿Aquí?... ¿Cuándo?... ¿De dónde venían?... ¿Cuán- tos eran?... ¿Se condujeron bien?... ¿Pillaron?. . .
Una pregunta se asoma a los ojos del director de La Epoca^ y no llega ñasta sus labios; una pregunta que otro de nuestros compañeros formula delicada- mente, diciendo:
—¿No os hicieron la corte?...
De las bocas frescas se escapa entonces una risa loca, y una a otra las campesinas se preguntan: —Di, tú... ¿te la hicieron?...
De pronto, como si hubieran notado que su modo ligero de contestar nos sugiere ideas irreverentes, la más rubia de las dos, poniéndose seria, exclama:
—¡Buena bofetada se llevó el sargento que quiso molestar a ésta!
La Lucrecia lugareña se pone colorada y calla^ bajando la vista. Su amiga continúa:
—Como estábamos solas con nuestra abuela, los boches creyeron que podían permitírselo todo... Nos- otras teníamos miedo, naturalmente... Eran, lome- nos, ciento, mandados por un oficialito menudo, un verdadero muñeco, que llevaba un vidrio en el ojo... Nos pidieron vino, pan, carne... Les dimos todo lo que había en la granja, y se lo tragaron en un decir Jesús... Aquí, al pie del molino fué... Uno de ellos cogió a ésta por la cintura y le dió un beso en la boca... ¡Qué asco!... Entonces, ésta le aplicó la bofe- tada... ¿Y creerán ustedes que querían fusilarla?.. • Pero yo fui a buscar al oficial, y todo se arregló...
EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
—¿Nada más?— pregunta algo desilusionado uno de nosotros, que, sin duda, esperaba algo trágica- mente galante.
—Nada más...
♦ ^ «
Todos callamos para contemplar de nuevo el es- pectáculo de la llanura. Los árboles, ligeros, forman a lo lejos interminables vallas negras. Los caminos ondulan, como lazos de plata, alrededor de los pra- dos. De los techos suben lentas columnas de humo, que van a perderse en el espacio. El cielo, color de flor de lino y de flor de malva, parece, a causa de los innumerables copos blancos que lo constelan, un lago de esmalte, cubierto de alas de cisne- Las vacas ber- mejas se recortan en un prado vecino cual juguetes de cartón, y las gallinas, que, imitando nuestra acti- tud contemplativa, se han inmovilizado bajo las alas inmóviles del molino, figuran un friso esmaltado en un paisaje de fayenza holandesa.
Nuestras almas gozan de la bienaventuranza del día, del sitio, del aire.
Ahí, muy cerca, no obstante, está la angustia, la muerte, la sangre, el fuego... Ahí están las baterías, cuyo rugido rompe de vez en cuando la paz de la mañana... Ahí están, al volver de la carretera, las tropas que descansan hoy para tornar mañana al combate... Ahí están, entre las mieses que comienzan a crecer^ las innumerables tumbas de los que sucum- bieron hace algunos meses defendiendo esta colina... En el camino por el cual hemos venido, vimos rui- nas, cruces, ambulancias... La cruz roja, campeando en fondo blanco, es la enseña de la región... Los nom-
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bres que nuestro guía nos dice, señalándonos los puntos más visibles, suenan con sílabas patéticas. . . Messines está a la derecha... Saint-Eloi, enfrente... Mont des Cats, a la izquierda... No hay duda: nos ha- llamos en el corazón de la lucha, en uno de los luga- res más dramáticos de Flandes... Y, sin embargo, no logramos, por más esfuerzos que hacemos, fijar nues- tro pensamiento en la guerra. Y con una inconscien- cia que tiene algo de culpable, nos sentimos felices cual si asistiéramos a un idilio, cuando, en realidad, nos hallamos ante la más formidable de las trage- dias.
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VISIONES DE FLANDES
ON gentil condescendencia, nues- tro*capitán nos permite detener- nos algunos instantes en las ciu- dades que nos interesan, sin tra- tar de convencernos, como mu- chos de sus compañeros, de que, fuera de los reductos fortificados y de los lugares bombardeados, no hay.nada interesante en estas comarcas. «Puesto que tenéis la manía de quedaros boquiabier- tos ante las casas viejas— parece pensar—, no quiero contrariaros.» Y en su gran cor- tesía, hasta trata de excusarnos, diciendo:
—Estos pueblos, por los cuales pasaron los alema- nes a íines de mil novecientos catorce, ofrecen, gra- cias a la guerra, una animación extraordinaria.
En efecto: las villas más desiertas y más muertas de Flandes, las que antes de la tragedia llevaban una existencia de beato silencio a la sombra de sus igle- sias ennegrecidas por los siglos, palpitan ahora con una intensa vitalidad. La influencia inglesa las ha transformado sin deformarlas. En los escaparates,
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que antes no ostentaban sino objetos de uso provin- ciano, amontónanse, entre arreos bélicos y artículos de sport, las botellas de gin y los frascos de agua de Colonia. Un fuerte olor de tabaco rubio y de cuero nuevo flota en el ambiente, antaño sólo saturado de aromas y de incienso. Las viejecitas que empleaban sus existencias silenciosas en tejer sin prisas vanas una interminable tira de encaje, se consagran desde hace cerca de dos años a coser camisas de soldados. En las tabernas, ya no son los buenos burgueses los que discuten sobre los conflictos entre el señor cura y el señor alcalde, sino los bravos Tommys los que se juegan sus pagas.
Para que no tardemos mucho en volver a los auto- móviles, el capitán nos dice siempre:
—En el fondo, todos estos pueblos son iguales, y Gon ver uno basta...
i)^ Ht *
Pero no es cierto. Cada uno de ellos, por el contra rio, conserva, a pesar de su barniz guerrero de color kaki, un carácter peculiar de vetustez finamente pa- tinada. En cada uno de ellos podríamos permanecer largo tiempo admirando las nobles piedras que con tanta elocuencia hablan de las hazañas españolas de otro tiempo. Cada uno de ellos merecería, a pesar de su oscuridad, que los artistas lo visitaran a me- nudo.
—¿Ha oído usted hablar de Aire?— le pregunto a uno de mis compañeros. — No— me contesta. Y con extrañeza repite: —Aire... Aire... ¿Dónde se encuentra?...
EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
—Aquí mismo. Pídale a nuestro tirano que nos deje apearnos, y verá usted una de las ciudades más bellas del Artois... Yo ya no me atrevo.
El capitán sonríe y consiente en hacer apagar los motores, no sin decirme que en este pueblo no hay nada. Para excusarme, le recuerdo que fué aquí donde, después de largas negociaciones, el clero fla- menco consintió en cortar en dos pedazos la cabeza de Santiago, patrón de las Españas.
—Usted ve a España en todas partes—murmura con suave ironía.
Y es cierto. Es mi manía. Pero ¿cómo defenderme contra ella, cuando me hallo en una región que tan piadosamente ha conservado las huellas de los ter- cios flamencos?... Muchos años esta población fué es- pañola, y hoy mismo, sus edificios más ilustres se llaman, en lengua de cicerone, les maisons espagnO' les, Y maison no significa casa, sino mansión, es de- cir, hogar municipal, hotel de colectividades, centro de esfuerzos y de glorias locales. He aquí, por ejem- plo, la maison du Brasseur^ con sus esculturas sim- bólicas, con su pórtico cincelado, con sus cornisas caladas. En cualquier parte, tal edificio sería un mo- numento histórico. Aquí no pasa de ser una casa, una casa española. Y no es la única. En nuestro paseo rápido encontramos fachadas que nos sorprenden por su grandeza armoniosa y que, según nos dicen, son también maisons espagnoles, nada más, viejas mai- sons que inspiran respeto a los habitantes, induda- blemente, pero que no se les figuran dignas de que los viajeros se paren ante ellas llenos de admiración. Para los aireses, hay que ver primero San Pedro, luego el Cuerpo de guardia, y nada más. Nosotros comenzamos porelCuerpo .de guardia, que es una
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joya hispanoflamenca tan pura, tan exquisita y tan elegante como los más ilustres ejemplares de Bruse- las o de Arras. «Cest un edifice fort raignon», escribe un cronista del siglo xvii. Y realmente, «miñón» es, muy «miñón» y muy coqueto, con su logia sostenida por una esbelta columnata, con sus frisos floridos, con sus ventanales cruciformes, con sus aéreas cres- terías. Sólo que en esta mignardise hay una grande-^ za sobria y pura que no sugiere, como las •construc- ciones galantes del siglo xviii, ideas voluptuosas, sino que hace pensar en la existencia patética del tiempo de la princesa Isabel.
San Pedro, anterior a la dominación española, re- sulta, no obstante, la iglesia más española de Fran- cia. No me refiero a su arquitectura escueta, sino a sus adornos interiores. ¡ Ah, la extraña sorpresa en un país donde la penumbra y el buen gusto son de rigor litúrgico! Los muros, las bóvedas, los pilares, todo está cubierto de pinturas brillantes, de imáge- nes policromas, de exvotos suntuosos. Todo choca, según dicen los cristianos de Francia. Todo nos se* duce a nosotros, que encontramos en tal derroche de lujo algo sacrilego, el ingenuo carácter de idolatría que convierte los santuarios andaluces en boudotrs de santas voluptuosidades.
* 4: *
En el camino de Loos vemos una magnífica torre gótica que nos obliga a detenernos de nuevo.
—Es Lilliers— nos dice nuestro capitán, con un tono algo desdeñoso.
Y notando que estamos dispuestos a apearnos, nos ofrece enseñarnos el primer pozo artesiano que fué
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
abierto en Europa, y que aun se halla en actividad, en el patio de un convento de este pueblo. Pero nos- otros nos contentamos con ir hasta Nuestra Señora por callejuelas silenciosas.
—Lo que hay que ver— me permito decirle— es la iglesia, la gran iglesia del siglo xii, en la cual se en- cuentra el Cristo milagroso que tantas devociones y tantas cavilaciones inspiró a Felipe II... ¿No recuer- da usted, capitán? Cuando el rey católico se encon- traba muy cerca de aquí, en Bavay, un hugonote disparó su arcabuz contra el Cristo de Lilliers. «Y de la herida manó sangre en abundancia», dice la crónica.
El marqués de Valdeiglesias saca su cuadernito del bolsillo, y antes de tomar nota de mis palabras me pregunta algo inquieto:
—¿Es verdad eso?. . .
—Ya se lo repetirá a usted el sacristán— le digo.
Pero, por desgracia, el templo está cerrado y te- nemos que continuar nuestro camino sin poder con- templar la santa llaga.
Pocos minutos después, divisando a lo lejos la fle- cha de una atalaya, nuestro guía exclama:
— ¡Bethune!
41 ♦ «
Y yo evoco el recuerdo de otro viaje menos pinto- resco y más tranquilo, que me permitió pasar algu- nas horas en esa ciudad, hace muchos años, cierta tarde de otoño... Una lluvia fina y gris envolvía los contornos de los edificios en un velo misterioso. Las calles estaban desiertas y, sin embargo, en el aire flotaba una animación musical llena de vida, llena de
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fi. GOMEZ CARRILLO
alegría. ¿Eran las eampanas del carillón que desgra- naban, de cuarto en cuarto de hora, sus seculares armonías?... ¿Era el rumor que salía de los cafés llenos de gente?... ¿Era el murmullo laborioso de las fábricas?... No lo sé. Pero aquella impresión de un pueblo muy vivo y muy activo en el cual no se veía un alma, me ha quedado siempre grabada en la me- moria como una aventura fantástica. Había voces, había aleteos, había risas, había regocijo entre la bruma. Y por más que yo andaba por las calles, no encontraba a un solo ser humano. En la plaza prin- cipal, el Beffroy, con su torre enorme, cuya cima perdíase entre las nubes bajas, tomaba, a mi vista, aspectos extraños de castillo encantado. Detrás del Beffroy, la torre cuadrada de Saint- Vaast, con las luces que iluminaban sus ojivas, era como una nave perdida en el mar. Yo no distinguía, sino de un modo confuso, las líneas de las arquitecturas flamencas, las escalinatas aéreas de los pórticos, los salidizos ligeros de los balcones, las columnatas bajas de las arcadas, las galerías grises de los monumentos muni- cipales. Y tal vez por lo mismo que aquella visión era tan vaga, dejóme en el espíritu una imagen que resucita ahora con tonos de ensueño, haciéndome gozar, de antemano, del placer de un retorno ines- perado.
—Béthune— repite nuestro guía cuando los automó- viles se detienen...
Y veo de nuevo el Beffroy, veo la torre de Saint- Vaat, veo las casas flamencas, veo las calles estre- chas... Pero nada me parece lo mismo que había vis- to hace años... Nada... Los soldados ingleses se pa- sean en grupos, siempre lentos, siempre impasi- bles... Las tiendas están llenas de compradores... En
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EL QUIÑI O LIBRO DE LÁS CRONICAS
el espacio claro, las campanas del carillón^ cantan las horas... La vida, una vida intensa y práctica, anima la ciudad... Y mientras mis compañeros se extasían ante las soberbias arquitecturas medieva- les de ia gran plaza, yo me pregunto por qué he co- metido la locura de venir a perder así, comparándo- lo con la realidad, un recuerdo que era un en- sueño...
El personaje más popular de Bethune se llama €uignoL «Nuestro héroe, nuestro maestro>, dice la «cente con ternura. Y cuando pasa por las calles, moviendo la cola, todo el mundo le ofrece terrones de azúcar... Porque Guignol es un perro, un perro blanco, con un monóculo negro en el ojo izquierdo; un pacíñco perro que, antes de la guerra, no sabía ni cazar, ni morder, ni casi ladrar. ¡Qué digo! Sus compañeros los canes lujosos de razas escandinavas o alemanas, lo asustaban con sólo enseñarle los dien- tes, y su amo, cuando le veía esconderse entre sus piernas para huir de conflictos inútiles, provocados, en general, por un vecino malhumorado y corpulen- to, solía reírse de sa prudencia. «Este Guignol— á^* cía— es un señor que no quiere historias.» Y, real- mente, ñolas quería. ¿Para qué, puesto que su exis- tencia era confortable bajo los manzanos de su jar- dín? Alegremente, cumpliendo con su deber de un modo estricto, vivía tranquilo y no pensaba en la guerra. Pero la guerra estalló un día, sin que él pu- diera evitarla, y entonces, como por encanto, su alma cambió de pronto. La primera granada que cayó en la plaza principal, le hirió una pata. Su due- ño llevólo a casa del farmacéutico, y después de ha- cerlo curar, preguntó: «¿Cuánto debo?» A lo cual el farmacéutico contestó: «Las heridas de guerra se
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vendan gratis.» Una vez bautizado por el fuego» Guignol no quiso volver a su hogar. ¡Oh, no! Siem- pre en la calle, corría hacia los lugares donde mayor era el peligro, y cuando veía caer una bomba, pre- cipitábase sobre ella ladrando, sin miedo de la muerte.
—Es un perro simbólico, que debiera llamarse frunce, lo mismo que el gran Anatole— dice el mar- qués de Valdeiglesias.
—¡Es cómico!— exclama nuestro capitán.
Todo tiene algo de cómico, efectivamente, en la tragedia de Bethune. Allá, a fines de 1914, cuando las tropas inglesas llegaron aquí, el general publicó una orden del día recomendando a sus hombres que tu- vieran mucho cuidado con los espías. En el acto, el miedo al espionaje convirtióse en una obsesión. Los que tenían una barba rubia, o una barriga un poco abultada, o unas gafas de oro, parecían sospechosos. Un gendarme francés fué arrestado por un grupo de escoceses a causa de su cara de flamenco rubi- cundo.
—Pero lo más extraordinario— nos dice el amo de Guignol— es la aventara de M. Chanelar, procura- dor de la República y jefe de la magistratura local. Este buen fiscal tuvo una mañana el capricho ino- cente de salir a la puerta de su casa para observar el cielo. Una patrulla inglesa acercóse a él, y le pre- guntó: «¿Qué mira usted en las nubes?i^ «Trato de ver si lloverá o no lloverá. * La respuesta pareció poco satisfactoria a nuestros aliados, y M. Chancler fué detenido y conducido al Cuerpo de guardia, donde pasó todo el día prisionero.
Cuando Bethune se hallaba aún indefenso, antes de la llegada de los ingleses, los alemanes decidieron
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
apoderarse de ella y saquearla. Sus habitantes, que sabían la importancia de las tropas enemigas reuni- das en Couture, a poca distancia, creíanse ya per- didos, y se preparaban a emigrar. Pero las autori- dades no eran partidarias del éxodo, y trataron de convencer a todo el mundo de que no había peligro ninguno. Cierta tarde, cuando el subprefecto tomaba su aperitivo en un café lleno de gente, una bomba estalló en una calle cercana. Luego se oyó un galo- pe de caballos, «¡Los prusianos!», gritó un gendar- me. Todo el mundo volvióse hacia el representante del Gobierno preguntándole: «¿Qué va usted a hacer?» cYo...— contestó el funcionario— pues tomar otro vet" mouth. Al mismo tiempo, el alcalde salía al encuen- tro de los invasores, que no eran sino cincuenta ula- nos mandados por un teniente. «Señores— les dijo—, apéense ustedes y vengan a tomar una copa de cham- paña.» El oñcial vaciló algunos instantes. «¿Tiene us- ted miedo?», preguntóle M. Rinquin. Sin decir una pa- labra, el alemán dió un salto y penetró en la casa municipal, donde no encontró sino unos cuantos em- pleados viejos que colocaban sobre una mesa diez o d©ce cestas llenas de botellas. «Llame usted a mis hombres», ordenó el militar al alcalde. «Llámelos us- ted mismo.» Los cincuenta prusianos entraron y be- bieron.
— iCómo bebieron!— exclama el amo de Guignol. —¿Y después?— le pregunto.
—Después— me responde— se quedaron dormidos en el suelo, hasta que el alcalde fué a despertarlos, asegurándoles que las tropas inglesas comenzaban a penetrar en la población. Al oírle, salieron corriendo y no volvieron nunca más a asomarse por aquí...
El buen flamenco que nos cuenta estas historias ríe
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B . GOMEZ CARRILLO
a carcajadas. Nosotros también reímos. Todo ríe en Bethune (1).
* * «
(1) Todo... menos el señor alcalde, que, deepaés de haber protestado en la prensa de París contra el tono li- gero de mis impresiones, me dirige el siguieite relato de la ocupación alemana de Béthune:
«Ainsi qu'il resulte des notes personnelles du maire de Béthune, et des renseignements qu'il a pu recueilür par la suitevoici dans quelles circonstanees se sont produites les incursión» de patrouilles allemandes dans la ville de Béthune.
' »Dans la nuit du 3 au 4 septembre 1914, une patrouille de Hussards de la Mort se dirigeant vers Béthune par la route de la Bassée, renconíre une voiture de place vide, conduiíe par un tout ¡eune homme. Le chef de la patrouille allemande demande au conducteur s'il connait la maisoi du maire de Béthune. Sur la réponse affirmative, rofGcicr allemand lui dit: «Eh bien!, conduisez nous.»
»Encadré par cet officier et ses six hommes, le jeove homme obéit et méne la patrouille vers Béthune. II ne s'arréte que devant la maison du maire. It étaií alors 10 , 45 du soir.
*Le maire ctait dans sa chambre a coucher. II entend nft coup de sonnette, ouvre la croisséc. L'officíer demande:
«Est ce ici, maison maire?^Qu¡, lui est ¡1 répondu. — >Moi, désire vous parler. — Bien, attendez, je descends.»
>3ur le seuil de la porte, au salut de Tofficier, le maire reconnait qu'il a devant lui des allemands. L'officier et l'u» de ses hommes en armes entrent dans le bureau du maire* L'officier allemand ne parle que par monosyllabes, il a peine á traduire 6a pensée en franjáis, ce qui donne de lo facilité au maire pour ne répondrc qu'aprés réflexions.
•D'abord, l'officier s' excuse de déranger le maire á nae heureaussi avancée, mais, dit il, j'ai une mission á remplir et vais vous poser quelques questions. A partir de ce mo- ment,le maire se tient sur ses gardes. Quelques fours aupa- ravant les fils du maire d'une importante ville du Nord enva- hl,ravait mis au courant des exigences des allemands h lenr
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BL QUINTO LIBRO DE LAS CRÓNICAS
El marqués de Valdeiglesias nos había dicho ayer, cuando tomábamos el té en un campamento inglés:
arrivéc; la legón vcnail á propos. Aux différcnícs qncsíions |K)s¿e3 par l officicr, ic maire rcpond sana hésilaíion. Entre aulrc choses, il dií que les Irois cascrnes sont vides, que Ies deux brigades de gendarmeric soní parlies, enfin que la patrouille se írouve dans une ville ouveríc. Le chef de la patrouillc s'informe aussi de Tesprií de la popolaíion, dn jiombre des habiíanís el de leur situaíion au point de vne de leur richcsse. Celíc dernicre quesíion esí pour le maire la plus délicaíe, car il sait que les allemands ont prélévé dans Ies auíres villes oii ils oní passé, de largues contri- butions de guerre. 11 veuí absolument éviícr cette contribu- llon a la population béíhunoise et il y réussit.
>L'offic¡er allemand prend note de íouíe» Ies réponses du «aire. L'interrogaíoirc terminé, Ic maire esí invité á pro- carer un logemení pour Tofficier et ses hommcs eí un gííe pour les chevaux, pui á réquisitionner une aatomobilc, Tofficier désirant, accompagné sculement d'un de ses hom- mes faire un voyage au cours de cette méme nuií. 11 eut soin de ne donner aucune auírc indication.
>La patrouille allemande parí vers 1 1 h Va- Le maire sorí avec les allemands et les conduit dans un restaurant íout lwoche, ou un modeste rcpas eat commandé.
>Pendaní qu'on le prepare, l'officier manifesté Tintentio» dcrédigcr son rapport aprés avoir recommandé a la hó- lessc de rnctíre un couvert pour le maire, á coíé du sien, les hómmes devant manger á la cuisine. Entre temps, aprés avoir préalablemení averti l'officier allemand, le maire va chez lui prendre du papier d'un format suffisant pour que le chef de patrouille puisse y rédiger son rapport. Mais avant de rentrer chez lui, le maire sonne a la porte d'un voisin, ami^du sous-prcfet et le prie d*avertir cclui-ci de ce qui se passe. Naturellement le sous-préfet n'ayant aucune raison de se monírer, reste chez lui.
»A miniut et demi. les allemands peuvent se mettre á ta- ble eí se resíaurer avec une modeste omeletíe au jambón. L'officier a coaimandé une bouteille de vin ordinaire, une kouíeille de Vichy source Célesíins.
>Pendaní le repas, Tofficier allemand parle beaucoup de la BcIgique, du mauvais esprií de ses habiíanís, des An-
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—Es la guerra aristocrática.
Hoy, en Bailleul, viendo la animación de la plaza principal, exclama:
glais que les allemands n'aimení pas. II dit méme que deu\ peuples comme Ies franjáis et les allemands sont faits pour s'eníendre eí ne pas se faire la guerre, que son empereur n*a pas voulu la guerre, mais qu'il y a éíé forcé par son eníóurage militaire, etc., etc.
»Aprés le desserí tres frugal (un morceaü de fromage, du beurre eí un biscuií) l'officier offe au maire d'accepter un verre de champagne, du Moet.
>On prend done une ílüíe de champagne, mais rien q*une car Tofficier se haíe de diré a I hotesse: «Dame, mtítez >bouchon, moi boirai reste aujourd'hui.»
»L'auío réquisiíionnée étaií venue, pendant le repas, se ranger devant la porte du restaurant. Aussitót le repas terminé, l officier se dispocsa á partir, mais auparavant le maire avait pu faire, en cachette ses récommandaíioris au conducteur, lui disaní suríouí de ne donner aucuna ensei- gnement, en alléguant qu'il ne comprenait pas.
»L'auío partit, et c'esí rofficier qui aprés avoir quitíé le maire á deux heures du matin, indiqua au conducteur la route de Lille. II resta 35 minutes á la Préfecture de cette ville oü se tenait la «Kommandantur>. A sa soríie, il ordon- na au conducteur: «Retournons á Béthuno
>1I fui de retour á cinq heures du matin, fit lever ses hom- mes et se disposa á partir de nouvcau avec eux Mais, avant son départ il voulut payer les frais du repas et de- manda á rhóíesse combien il lui devait. Celle-ci qui avait été stylce, par le maire répondh: «Rien.» L'officier insista €í paya .
>A sepí heures moins vingt minutes, la patrouille quitía Béíhune en passant sur la place oü se trouve la maison du maire. Celui-ci entendant le bruit des chevaux, se mit á sa fenétre eí vit Tofficier, á cheval, s'avancer á dix métres de luí eí lui diré en le saluant á Tallemande: «Partons, au re- »voir meilleurs jours, merci.»
»Sans demander sa route, la patrouille se dirigea vers le hameau de Gorre, commune de Beuvry, oü elle renconíra deux autres palrouilles. Aprés un échange de conversa- fions, chacun des groupes prit sa direction.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
—Es la guerra alegre.
Y a fe mía, tiene razón. Estas ciudades que casi se
»Lc mairc se croyait liberé des allemands, lorsquc le di- «lanche 6 sepíembre 1914, á deux heures de l'aprés midi, W vií arriver chez lui, accompagné d'un faníassin en ar- mes le méme officier qui venaií Tinviter á prendre le café á «rHoíel de France» afín de lui «préseníer» deux autres offi- ciers: un lieutenaní eí un sous lieuíenaní.
>Je suis monté en grade, dit Tofficier au maire^ eí j'aí changé de compagnie, vous voyez ees hommes font partie du 55« d'lnfanlerie.
2>Le lieutenaní présente au maire parlaií bien le franjáis cí dans la conversation, íouí en restant poli, il avaií des allusions ironiques sur ce que nous, franjáis, nous pen- sions des allemands. II y avaií dans cetíe seconde peíroui- He 3 officiers, 8 hommes, 2 autos doní les chauffeurs éíaiení de Lens (un franjáis, un belge doní fofficier alle- mand se défiaií).
»Aprés le café, le commandaní resta seuI avec le maire, es, en l'absence de íouíe auíre personne, lui dií: «Moi, éíon- >nc revenir Béthune, moi, faií bon rapporí sur esprií popu- >lation eí maire. Mais, général dií á moi: reíournez Béthu- >ne, esprií changé, et voyez plus loin.» Le maire n'euí pas ^rand argumení á faire valoir. 11 assura l'officier que de- puis 48 heures, les habiíanís étaien aussi calmes qu avant sa premiére visite. L'officier paruí le croire.
»En quilíaní Béthune, la pairouille prií la rouíe de Lillers €í Aire sur la Lys.
»Le méme ¡our, á quatre heures de Taprés-midi, une auíre paírouille allemande viní á la Mairie demander le maire qui venaií jusíemení de quiííer le précédente. Eíaní done ab- aení, le maire fui remplacé par le commissaire de Pólice, qui accompagna les allemands á la prison cellulaire. Ceííe seconde paírouille recheachait un prisonnier de marque, allemand, qu'elle croyaitiníerné á Béthune, II n*en éíaií ríen.
>Enfm, aníérieuremení a ees deux paírouilles, une auíre venant d' Arras, était enírée dans un faubourg de Béthune. oü elle avaií rencontré quaíre gendarmes, venus en bicy- cleííes d'une commune volsine. Les allemands avaiení faií moníer írois de ees gendarmes dans leur auío, le qua-
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emcuentran en la línea de fuego y sobre las cuales los tauhen dejan caer a cada instante sus bombas incen- diarias, han aprendido poco a poco a reír bajo la me- tralla y hasta a reírse de la metralla. Los que cono- cían en tiempos normales las apacibles tierras fla- mencas, laboriosas y silenciosas, no las reconocen ahora. El mismo Tommy, que en sus vivacs aislados conserva su aire flemático de gentilhombre aburrido, en las calles ruidosas de Béthune, de Lilliers, de Saint-Pol, de Aire, se anima y charla. Hay algo de feria, algo de fiesta, algo de romería, en estas buenas y leales rillas guerreras. La viejecita en cuya tienda nos encontramos buscando tarjetas postales, nos rue- ga que nos sirvamos nosotros mismos, para dejarla
íriétne avaií fui. Puis raotomobile allemande 9'éíaíí dirigée vcrs Arra8.
L'impression da mairc, en rapprochani tous ees faits eí ta conversaíion qu'il a eue avcc i'officier de Hussards de la Morí, est qu*il a eu affaire á un homme intelligent (ou pcul «Irc habile), de bonne cducation—conírairemcní á scs com- patríotes prussicns— eí qui pourraií éíre dans la vic civiíc (car il cíaií dissaií-il officier voloníairc habiíaní la Hollan- de, venu pour repondré a l'orden de 4[son> cmpercur) ou un grand indusíriel, ou un ingénieurou dirccteur d'une grosse affaire commerciale ou indusírielle.
>I1 résulíe aussi que Ies habiíanís de Béíhune, sont re- «onnaisaní envers leur maire, d'avoir su, dans une siíua- ñon írés criliquc, Icur éviter, par son aang froid eí sa prc- scnce d'esprií, une conlribuíion de guerre cí des incidenís qui auraiení pu amener une occupaíion de la ville par les allemands, puisqu'il n'y avaií aucune íroupe frangaise ni alliée dans la localiíé, ni dans ses environs.
Le Maire, RlNQIHN.
ttBdthune, le li sepfembre 191S.»
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EL QUINTO LIBRO Dñ LAS CRONICAS
continuar la conversación pintoresca qne ha entabla- do con un grupo de irlandeses.
—Yo no sé inglés y ellos no saben francés— mur- mura—; pero nos entendemos muy bien.
Yríe...
La buena voluntad y el buen humor allanan las mayores dificultades. Lo qu« no puede explicarse €Pon palabras, se expresa por medio de señas. La tra- gicomedia conviértese muy a menudo en pantomima. De lo que se trata es de no hablar de cosas tristes^ de olvidar laa miserias de la vida, de vivir, en suma, an pensar en que puede morirse de un momento a otro# Los consejos nietzscheanos sobre la existencia feliz, la gente de la zona militar los pone en práctica por instinto. ¿Dónde, en efecto, se ha vivido nunca mÁs peligrosamente? Y, al mismo tiempo, ¿dónde se ka vivido con más intensa alegría?... Cuando uno piensa en París, y en sus preocupaciones, y en sus odios, y en sus lobresaltos, no puede menos de ad- mirar, cual un milagro, el suave regocijo de nervios de estos pueblos que ven la lucha de cerca, que han sufrido los horrores de la invasión^ y que, en vez de gritar, sonríen.
—Nuestro pobre Bailleul — nos dice un burgués muy amable que se empeña en acompañarnos para hacernos ver las calles principales del lugar— ha su- frido terriblemente. En otras villas de la,<comarca, que conservan sus industrias, lo único aificil es en- contrar obreros. Aquí, la industria casi no existe* Nuestra riqueza estaba en nuestros ganados, que son los mejores de Francia, y que enriquecían a nues- tras familias linajudas, dueñas de las tierras cerca» ñas. Ahora, figúrense ustedes lo que quedará de nuestros rebaños... Verdad es que siempre conserva*
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mos nuestras telas y nuestros encajes... Pero eso de los encajes no es sino un entretenimiento de pobres mujeres que se mueren de hambre... ¿Cuánto creen ustedes que gana al día una encajera?.. . Pues de se- senta a ochenta céntimos... Y hoy, ni eso... ¿Quién compra encajes en tiempo de guerra?... No tenemos suerte..., no hemos tenido nunca suerte... Cuando quisimos, en otro tiempo, rivalizar con Iprés en la fabricación de paños, llegamos tarde... Cuando se nos ocurrió, tres siglos después, imitar a Roubaix y consagrarnos al trabajo de la lana, estuvimos a pun- to de hacer bancarrota. Últimamente, nuestras uvas, cultivadas en invernaderos, comenzaban a darnos buenos resultados. Y ya ve usted si las Flandes están para uvas...
Kuestro cicerone se consuela de todas esas mise- rias de la existencia haciéndonos notar la animación y la belleza de su ciudad. En la calle del Occidente, al descubrir a lo lejos la torre del Municipio, con su domo altísimo en forma de pera, sus ojos brillan lle- óos de orgullo. «Es el más hermoso befroi del Nor- te», nos dice. En realidad, no es sino una atalaya como otras muchas, más interesante por lo que evo- ca de recuerdos históricos que por su masa arquitec- tónica. Varias cosas hay en Bailleul que merecen mayor admiración. «El Museo— asegura la Guía lo- cal—es uno de los más ricos del mundo en muebles antiguos, y cualquier capital podría enorgullecerse de poseerlo. Pero los Museos, en estas regiones, están cerrados.
—¿Vamos hasta la iglesia de Saint-Waast?— pre- gunla Fabián Vidal.
Nuestro capitán prefiere que rayamos a cenar, y murmura:
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
—Se hace tarde... Las iglesias son todas igua- les. . . No sé qué les encuentran ustedes a estos pue- blos...
♦ * *
Lo que les encontramos, además de sus casas vie- jas, de sus piedras venerables, de sus calles tortuo- sas y pintorescas, es algo que nos emociona profun- damente por lo inesperado. Les encontramos, en medio de la tragedia, una fisonomía risueña, un buen humor inalterable, una resignación animada, una energía serena. Les encontramos un alma heroica, en fin, y por eso sentimos, al alejarnos, que algo de sublime se queda detrás de nosotros.
IPRES LA MUERTA
CONGOJADOS y atónitos camina^ mos lentamente por en medio del arroyo. Hay algo de feérico en el cuadro que va desarrollán- dose, poco a poco, ante nuestra vista. De una calle pasamos a otra calle, de una plaza a otra plaza, y en todas partes es la misma desolación, la misma tristeza, el naismo silencio se- pulcral. Nosotros mismos no nos atrevemos a decir una pala- bra, como temerosos de despertar el alma dormida de las ruinas. Las lamentaciones, las imprecaciones, las exaltaciones, serían aquí insuñcientes por lo demás. ^Dónde encontrar, en efecto, salmos bastantes para tanto horror y tanta angustia?... En otras ciudades des- truidas, los escombros no forman sino islas que rodean espacios aun llenos, si no de vida, por lo menos de esperanza. Aquí es la muerte absoluta, la muerte Cíompleta, la muerte sin ilusiones de resurrección. Los edificios que conservan sus tapias en pie, ao son sino esqutletos cuyas entrafias están calcinadas. Un
B . O O M E Z CARRILLO
soplo de viento bastaría para derribar lo que se em- peña en desafiar la cólera del fuego. Evocando el re- cuerdo de antiguas visitas a este relicario de los ^ grandes siglos flamencos, me pregunto con angustia lo que será de las casas que más me interesaron* ¿Existirá alguna de ellas?... ¿Se habrá salvado por milagro algo de lo que constituía el encanto de la arquitectura local?... Qon la imaginación contemplo el venerable café de la Buena Voluntad, donde pasé tantas horas agradables hace algunos años, y veo al viejo hostelero que solía decirme, sin darse cuenta de que halagaba en mí un sentimiento muy íntimo; «¡Ya no estamos en los tiempos de Alberto e Isabel, por nuestra desgracia!» Veo también la plaza del Museo, con sus casitas puntiagudas, y oigo al cice- rone que, después de enseñarme los tesoros de las colecciones artísticas, salía hasta la puerta con la gorra en la mano y se quejaba también de los tiem- pos modernos. Luego, como en un cinematógrafo, pasan por mi memoria las fachadas ilustres de la ruc de Lille, de la ruc de Dixmude, de la Bouche, de la plaxa Van den Peereboom, del Marché aux Bois, de la rué Elverdinghe, de la rué du Temple.. . ¡Aquellas casitas labradas como joyeles, con sus pórticos lige- ros, con sus ventanas festoneadas, con sus cornisas floridas!-. ¡Aquella maravillosa Boucherie con su doble pignon escaloaado, con su fachada ojival, con sus frisos esculpidos!... ¡Y el antiguo Beaterío, con- vertido en cuartel de gendarmería!... ¡Y la casa de los Templarios, que parecía un juguete de encaje, un relicario de piedra, algo en que las proporciones di- minutas contrastaban con la suntuosidad de la orna- mentación!... — Todo destruido —murmura el oficial que me
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acompaña: un oficial belga que vivió aquí largos años de paz, que luchó aquí a principios de la guerra y que aquí, entre estas ruinas, dejó su brazo izquierdo.
En el silencio de esta mañana de bruma, en la sole- dad inmensa de esta necrópolis, hay algo de mor- tuorio que me penetra, que me llena de angustia. Sé que mi compañero de peregrinaciones conoce cada una de estas piedras, y ni siquiera me atrevo a inte- rrogarle, por no aumentar su pena. «¿Qué debe ex- perimentar él— me pregunto—, cuando yo mismo»^ que no soy sino un extranjero, oigo en el fondo del pecho voces de congoja? De vez en cuando, al verlo detenerse un instante ante ciertas casas destruidas que encontramos en nuestro camino, se me figura que algún recuerdo íntimo lo entristece, que algún fantasma familiar surge ante su vista de los montones de escombros, que algún quejido desgarrador le hace estremecerse.
Por las calles muertas vamos hacia el Mercado de los Paños, que era el Partenón de la arquitectura cívica de Europa. Ya sé que no encontraremos sino ruinas, siempre ruinas. Las fotografías nos han acos- tumbrado al espectáculo de este formidable esquele- to de piedra. «No queda nada>— nos dicen los que han estado aquí antes que nosotros. Pero la imagen de aquel palacio de encanto se halla tan grabada en mi retina, que no lo evoco tal cual las últimas tarje- tas postales lo ofrecen a la lástima universal, sino tal cual lo vi hace años, una de aquellas mañanas primaverales en que los romeros del arte veníamos a contemplar sus cien ventanas, sus techos de enca- je, sus torrecillas aéreas, su enorme atalaya... Entre los innumerables monumentos de las viejas Flandes, laboriosas y guerreras, éste era tal vez el único in-
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comparable. Catedrales como la de Ambares, las hay en otras ciudades. Palacios como el Municipio de Bruselas, también los hay. En cambio, sólo una Halle aux Draps existía en el mundo... Y era una obra tan singular, que quien la veía una vez no la olvidaba nunca... Era, al mismo tiempo, una joya afiligranada, calada, labrada, con detalles de una delicadeza exquisita, y un baluarte enorme, una masa imponente, un santuario cíclico. Era la perfección y la armonía con sus líneas puras, con sus ojivas simé- tricas, con sus soportales severos, y era el capricho ^ era la fantasía, era la sorpresa... Era la serenidad de una raza de negociantes enriquecidos y era el or- gullo de una comuna batalladora. «Figuraos— dice Verhaeren— una catedral gótica q«e fuese a la par un palacio veneciano y un alcázar árabe: eso era nuestra Halle.* Era el gran relicario del arte belga* en efecto. Diez, veinte veces, los ipreses habían tem- blado, no ante la idea de su ruina completa, pues esto parecía imposible, dada su grandeza, sino ante el temor de su mutilación. Las guerras, a través del tiempo, habían amenaaado su fiera atalaya. Sin em- bargo, ni los españoles del príncipe de Parma duran- te el sitio de 1584, ni los franceses en el siglo vxii, habíanse atrevido a atentar contra su belleza. Sólo en 1794, cuando la tormenta de la Revolución fran^ cesa se encarnizaba contra los muros más venera- bles, un concejal republicano propuso la demolición completa del edificio. En vez de hacerle caso, los habitantes de Ipr6s se decidieron entonces a restau- rarlo. lY con cuánto entusiasmo, con cuánto respeto kistórico lo hicieroni En las vastas salas, antes de- siertas, todo el pasado local surgió de pronto, en una serie de frescos, con sus miserias y sus grandezas .
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Para que nada faltara, hasta a la peste de mediados del siglo XIV se le atribuyó un muro ¿1 pie del cual se leía la antigua frase: «La muerte de Iprés»... Hoy, ese cuadro, como todos los demás, ha sido pas- to de las llamas; pero su recuerdo hace comprender a los flamencos que la muerte de la Edad Media, la muerte de la ciudad causada por la peste negra, lué poca cosa comparada con la muerte actual.
Hoy, sí puede escribirse en todas las piedras que encontramos en las calles: «Dood van Ipéren»... Hoy, las otras poblaciones que se creían sepultadas, las Brujas muertas, las Malinas muertas, aparecen llenas de vida comparadas con este campo santo. Ni Soisson, ni Reims, ni Arras, ni la misma Dixmude, pueden poner sus martirios junto al martirio de Iprés. En las largas calles que recorremos a pie, encaminándonos hacia el centro, no hemos hallado más que un edificio habitable: la antigua cárcel. Allí se hallan los soldados que guardan las ruinas.
—Ahí debieran estar los incendiarios—me dice mi compañero.
Pero luego exclama:
—No... No... No basta la justicia humana para exi- gir cuentas de un crimen como éste.. . Es toda la his- toria, es todo el arte, es toda la existencia de una co- muna que merecía seguir viviendo, la que así ha su- cumbido asesinada. Ya verá usted los mercados y la catedral...
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El oficial que me acompaña parece dar a la des- trucción de la catedral una importancia mayor que a la de los demás edificios de la ciudad. De pie, frente
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a las ruinas del templo, permanece inmóvil, mudo, evocando, sin duda, recuerdos enternecedores de su adolescencia cristiana. De la alta torre no quedan sino restos informes. Las naves se han hundida. Las pilastras que sostenían la bóveda y que parecían a los artistas demasiado gruesas, demasiado bastas para una carga tan aparentemente ligera, yacen, convertidas en polvo, bajo el hacinamiento de los techos. Las maravillosas sillerías del coro, obra maestra, del famoso Urbano Taillebert, no son sino ceniza. Los frescos, los altares, los púlpitos labra- dos, las verjas áureas de las capillas, las tumbas de los obispos con sus figuras de mármol, todo lo que constituía el tesoro religioso de la venerable basílica de San Martín, se halla allí, en ese montón caótico y negro...
—Todo, todo— murmura mi compañero como para hacerme sentir que el corazón de Iprés estaba en su catedral.
Para mí, sin embargo, la pérdida de tan bello tem- plo, que en otra parte me habría emocionado, aquí apenas me interesa. Y es que, a pocos pasos, otras ruinas aparecen más grandiosas, más trágicas, más lamentables, haciéndome olvidar las pompas religio- sas de la cuna de Cornelio Jansenio, para no pensar sino en las luchas y en las victorias de los burgueses medievales que encerraron en ese alcázar extraor- dinario sus ideales.
En Iprés, en efecto, la verdadera catedral era el Mercado de los Paños, una catedral de creencias cí- vicas y municipales, un santuario de la fe laboriosa que logra sobreponerse a las tiranías de los príncipes.
Decir que todas las reivindicaciones del socialismo moderno se hallaban realizadas en la Edad Media,
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gracias a la organización de las gildes flamencas, es no conocer ni el pasado ni el presente. No es una lec- ción sindicalista lo que estas ruinas nos dan. Es, qui- zás, una lección contraria... Sin sentimientos compa- rables a lo que nosotros hoy llamamos patriotismo, pero animados de un profundo amor de sus ciudades, y, más que todo, de un deseo de buen gobierno y de amplia libertad municipal, los flamencos pasaban del partido de sus condes al partido del rey de Francia, según las esperanzas del momento. Justamente los años en que los mercados edi^caban, derrochando tesoros, el palacio cuya ruina lloramos hoy, son los más agitados de la historia local.
Para luchar contra Gui de Dampierre, que, a fines del siglo XIII, pretendía imponer su despotismo perso- nal, los demócratas, «los hombres del común», según la expresión de la época, llamaron en su auxilio al monarca francés, que ofreció defender la causa del pueblo contra los patricios. Las ilusiones de los tra- bajadores no duraron mucho tiempo. «Durante la pe- lea dentro de las ciudades— dice Pirenne— , en la cual los ricos estaban frente a los pobres, despertóse en estos últimos una especie de conciencia nacional.»
Cómo terminó aquella guerra, todo el mundo lo sabe: terminó en Courtray con la magnífica batalla en la cual los obreros, armados de picas y de garro- tes, destruyeron la magnífica falange de Chatillon. «Es nuestro triunfo—gritaron los hombres del co- mún—; la era de nuestro reino ha llegado.» Y, en efecto: durante algunos años la eterna ilusión de to- das las democracias victoriosas hizo creer en el ad- venimiento de la era de la igualdad social. En el nue- vo régimen, cada oficio, cada categoría de ciudada- nos, disponía de una parte del Poder público. «Pero
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—dice el gran historiador belga -tal sistema no podía poner un término a las luchas sociales. Si los peque- ños industriales y los mercaderes lo aceptaron, aqué- llos con entusiasmo y éstos resignados, los trabaja- dores no se mostraron satisfechos, pues lo que espe- raban de la democracia era un cambio completo de su situación. Habían tomado las armas para salvarse del yugo del patronato, acariciando ensueños de igualdad, de fraternidad, de justicia absoluta. Mu- chos de ellos proclamaban la fórmula de que cada uno debía tener tanto como los demás. Y de pronto veían que si habían destruido el patriciado y si ha- bían adquirido derechos políticos y electorales, que para nada les servían en el fondo; si habían logrado el privilegio de elegir a los jefes de las corporacio- nes, no por eso dejaban de seguir condenados a tra- bajar perpetuamente.» Los mercados de Iprés, con su alta atalaya, con sus altos muros, con sus torres angulares, fueron el verdadero baluarte del orden burgués contra la perpetua agitación de las clases trabajadoras en la Edad Media, y también, aunque la historia socialista no lo diga, el ancla salvadora del pueblo. Arruinados periódicamente por sus huelgas, los obreros encontraban de nuevo, al volver a la la- bor necesaria, gracias a las organizaciones patrona- les, los elementos indispensables a la existencia.
Buscando la lana en regiones remotas, buscando mercados en toda Europa, estudiando ios progresos del arte de tejer, los pañeros flamencos, durante va- rios siglos, no sólo triunfaron de la concurrencia ex- tranjera, sino que mantuvieron la riqueza local por encima de Us tormentas comunales. Rigurosos para con los humildes, aquellos industriales lo eran al pro- pio tiempo para consigo mismos.
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En las viejas ordenanzas echevinales todo está previsto y para todo hay sanciones. La lana había de ser, no sólo pura, sino de una sola calidad. El que mezclaba dos especies de lana era castigado severa- mente. El número de hilos era contado con escrúpulo por los inspectores En el tinte la materia grasa tenía que ser «manteca de vaca pura», y los colores no de- bían salirse de ciertas recetas. El trabajo nocturno era un delito. Emplear niños, un delito. Secar los paños de modo que se alargaran al ser estirados, más que un delito, casi un crimen... Junto a estapar- te técnica del patriciado encontramos la parte de la solidaridad capitalista. «Cuando los hermanos de la cofradía de los pañeros salgan de la villa— dice una ordenanza— han de ir varios, para prestarse mutua ayuda de consejos, de bolsa o espada. Para rescatar a un hermano prisionero o cautivo, los otros han de contribuir. Ninguno puede entrar en la cofradía - an- tes de jurar que no siente odio por alguno otro de los hermanos.»
Y tampoco olvidan los reglamentos la caridad para con el pueblo. El art. 4.° ordena que «cuando los her- manos se reúnan en banquetes y beberías, den el diezmo de lo que consuman a los pobres.»
Viendo ahora la ciudad destruida y desierta, no me la figuro cual era hace cuatro años, en la melancolía de su decadencia, en su pálida gloria de santuario histórico, sino tal como debe haber sido en el si- glo XIII y en el siglo xiv, con sus calles llenas de ani- mación, con sus fiestas perpetuas, con el ardor de sus luchas, con la fiebre de su comercio, con el orgullo de su poder y de su riqueza.
En una bula pontifical de 1247, el número de sus ha- bitantes está calculado en 200.000. Pero lo que el do-
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cumento romano no dice es si esa cifra, ya muy con- siderable para la Edad Media, se refiere sólo al re- cinto de la villa fortificada y cercada, o también a sus suburbios obreros. Porque, en realidad, lo que las antiguas estampas nos ofrecen como «panora- ma de Iprés» no era más que una cité comparable al centro de Londres, en la cual no había sino resi- dencia de magnates, de magistrados municipales y de mercaderes importantes. El pueblo^ «el común», según la fórmula flamenea, vivía extramuros, en ca- sitas de madera, que sin duda eran edificadas para ellos por sus patronos, puesto que en las cartas de Varkindera se lee que «los trabajadores no tienen de recho a llevarse sus casas si abandonan la comuna. > En cuanto a las viviendas de los industriales, que eran steenen^ o sea de cal y canto, con torres y con muros de defensa, resultaban verdaderas fortalezas, capaces de defender las vidas de sus dueños contra la cólera del proletariado, y hasta la independencia del Municipio contra las fuerzas enemigas.
Cuando, en 1383, los ingleses y los ganteses unidos, «con gran número de pueblos en armas», pusieron si- tio ala ciudad y la atacaron «de ruda manera», los burgueses, bajo las órdenes de sus concejales, defen- dieron tan bien sus muros, que al cabo de dos meses de varias tentivas, anglois et gantois considerant le peu de prouffit que jusq'alors ils avaientfait^ par- tirent á'illec.
Pero, en realidad, no era el enemigo de fuera el que más temor infundía al patriciado flamenco, sino el adversario de dentro. Hasta en pleno centro y en pleno día, los hermanos de las cofradías estaban dis- puestos de tal modo a los ataques de sus obreros, que el reglamento primitivo de la cofradía de los pañeros
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condena a pagar una multa a aquellos de sus socios que van al mercado sin cota de mallas y sin ballesta. La vida, en medio de este perpetuo peligro, tenía para los ricos hombres un sabor intenso que, por una parte, los incitaba a gozar de todos los placeres sin moderación, aprovechando sus ganancias, y, por otra, obligábalos a someterse a una organización mu- nicipal tan minuciosa y tan perfecta, que aun podría servir de modelo a los que sueñan en resucitar el re- gionalismo basado en la independencia municipal.
—Con las leyes que se promulgaron y se hicieron cumplir en nuestro Mercado de los Paños— me dice mi guía— , muchas ciudades modernas serían felices...
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Por las calles desiertas vamos, sin rumbo fijo, si- guiendo las huellas del asesinato de la ciudad. Hay una gran monotonía en el espectáculo que contem- plamos. Lo que antes era un museo de arquitecturas grandiosas o pintorescas con su mezcla de estilos de varios siglos, con sus contrastes de casitas puntiagu- das y de altos palacios ojivales, con su abundancia de pórticos ornados y pintados, hoy es un hacinamiento informe de piedras y de ladrillos. De vez en cuando algunas hileras de fachadas aparecen, si no intactas en realidad, por lo menos aparentemente enteras. Las bombas han pasado por ciertos lugares sin en- carnizarse contra las construcciones humildes. Y cuando se piensa en el número incalculable de bom- bardeos que ha sufrido la ciudad durante tres años de martirio, esas islas de muros y de techos sorprenden más que las ruinas. Me acuerdo del día en que los partes oficiales hicieron saber al mundo que los ale-
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inanes habían disparado sus cañones contra la plaza del Mercado. cHa habido muchos muertos entre la población», decía el telegrama. Y un corresponsal de guerra, pintando las impresiones causadas por aquel atentado, agregaba: «Los belgas tienen tal con- fianza en la próxima victoria de las tropas que com- baten en las inmediaciones, que no quieren alejarse de sus casas. Sólo las familias ricas han emigrado. La gente del pueblo dice que no vale la pena de asus- tarse.» Machos de aquellos patriotas pagaron con sus vidas el amor a sus hogares. Los demás tuvieron que huir, poco a poco, a medida que sus viviendas caían bajo la lluvia de fuego.
—Hubo un tierhpo— me dice mi guía— en que no quedó aquí ni un paisano, ni un soldado, ni un perro ni nada. . . La ciudad estaba envuelta en un torbellino de metralla. De lejos, las tropas inglesas veían las llamas que devoraban los monumentos, y oían las ex- plosiones, que hacían temblar el suelo. Y aquella duró meses y meses. De vez en cuando un aviador heroico volaba sobre las ruinas humeantes, y se dab^ cuenta, de un modo vago, de que la catástrofe era irreparable. Luego, cuando en el curso de las bata- llas fué posible ensanchar el cerco enemigo, los sol- dados comenzaron a poder penetrar en el brasero in- menso cautelosamente, aprovechando las sombras de la noche. En cuanto a ocuparla de nuevo, y po- blarla, y aprovecharla militarmente, un imposible. Ahora mismo la visita no se verifica sin correr peli- gro, como lo demuestra la aventura del general ruso que hace tres días fué, en una de estas plazas, vícti- ma de una granada.
Hoy los obuses tudescos no quieren turbar la paz .angustiosa de nuestra romería. No hemos oído un
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solo disparo en toda la mañana. El silencio es tan absoluto, la soledad es tan completa, que para res- petarla hablamos en voz baja y marchamos con cau- tela, como conviene en un cementerio. Mi guía me señala de vez en cuando un montón de escombros^ murmura un nombre y se detiene para dejarme el tiempo de llorar las reliquias destruidas.
—La iglesia de San Pedro— me dice, indicándome un vasto espacio rodeado de árboles, que también han sido heridos por las bombas.
Después es el hospital, que aun conserva algunos de sus pórticos escalonados...; después, una casa de la rué de Dixmude, que debe haber sido una joya, con sus muros calados y labrados...; después, otra casa igual, con aire de joyel roto; después, el Beate- río, que era una especie de barrio para muñecas, con sus ventanillas estrechas, sus puertecillas bajas, sus jardincillos minúsculos...; después, el mercado de la madera, que no tenía nada de la grandeza del Halle de los Paños, que no pasaba de ser una calle llena de tiendas... Y siempre la misma desolación, siempre la misma ruina, siempre el mismo silencio de muerte...
Ante los hierros torcidos de un ventanal, mi com- pañero pronuncia un nombre que resucita en mi alma el recuerdo de una hora deliciosa. ¡El hotel Merghebgny!... Y me acuerdo del día, ya lejano, en que penetré en ese palacio que parecía una invención de cuento de hadas, a causa de sus grandes salones alhajados para recibir a una princesa siempre ausen- te. Su dueño había querido hacer un museo de obje- tos y de muebles del siglo xriii; pero huyendo del método mortuorio de las galerías, en las cuales las cosas preciosas se amontonan, había colocado cada
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mesa, cada silla, cada lecho, en el lugar que le hu- biera correspondido en una casa habitada. Sobre los veladores, las bujías no esperaban sino una mano blanca que las encendiera... La gran cama de apara- to tenía sus sábanas y sus mantas de seda, para que la princesa ausente pudiera acostarse... En las chi- meneas, la leña estaba preparada... Y había algo de alucinante en aquel perpetuo esperar de un ser que no Ueg^aba nunca, en aquel lujo que sólo necesitaba la animación de una dueña, en aquel silencio que pedía una voz armoniosa que lo turbara.
—Era una de las más admirables colecciones del siglo de Luis XV-^me dice mi guía con voz acongo- jada.
En realidad, era algo más poético y algo más raro: era como una casa habitada por el fantasma de ma- dame de Pompadour...
¿Qué será ahora de todos los tesoros de Mer- ghebgny?...
Pero llorar aquí la pérdida de un mobiliario artís- tico sería como enternecerse en un cementerio ante una flor muerta...
Es toda la ciudad, es todo un relicario de la Edad Media, es uno de los santuarios históricos de Europa y del mundo, lo que lloramos en estas calles desier- tas, en estas plazas lúgubres, ante estos muros calci- nados. Es un crimen de lesa humanidad el que todos los hombres de todos los países deben llorar en Iprés.
lAh! Ya sé que las palabras, en épocas de horro- res, pierden, con la distancia, todo su valor trágico... Pero figuraos lo que sería para vosotros, que me leéis en España, el bombardeo de Toledo, un bom- bardeo que no dejara piedra sobre piedra, y, sobre
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todo, un bombardeo inútil, un bombardeo sin la me- nor utilidad nacional o militar... Figuraos la Cate- dral, y el Alcázar, y el Tránsito, y Santa María la Blanca, y los grandes conventos castellanos, y hasta la pobre casa del Greco, convertidos en ceniza... ¿Qué voz no se elevaría en el universo para clamar contra semejante sacrilegio?... Y el de Iprés no es menor. Iprés, como Toledo, era una noble pobla- ción que dormía un sueño de glorias pasadas al abrigo de todas las ambiciones y de todas las con- vulsiones del tiempo... Iprés no acariciaba quimé- ricas esperanzas de poderío ni de esplendor. . . Iprés era una bella del bosque durmiente que ningún prín- cipe debía sacar jamás de su lecho de piedra... Ves- tida de encajes góticos esperaba sin impaciencia el paso de los siglos, sin más ilusiones que las de ago- nizar lentamente, tranquilamente, rodeada del res- peto de los hombres y del amor de los poetas. Sus campanas mismas tenían voces apagadas que pa- recían marcar horas ancianas y celebrar ceremonias desvanecidas. Su atmósfera gris, tibia, húmeda, su- gería ideas de pereza meditativa y de dulce escepti- cismo. Sus calles eran demasiado grandes para su población; sus palacios, demasiado señoriales para sus burgueses; su mercado de los paños, demasiado orgulloso para sus burgomaestres.. . Pero esa misma humildad, ese mismo alejamiento de las ñebres mo- dernas, parecían una garantía para su larga vejez tranquila... ¿Quién podía pensar en asesinar a la ve- nerable princesa de las añoranzas?... Y, sin embar- go, el asesino ha venido...
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EN UNA CIUDAD BELGA
L atravesar la frontera belga, una profunda angustia nos opri- me el corazón. En realidad, nada ha cambiado ante nuestra vista. La misma carretera blanca con- tinúa desenvolviendo su amplia curva entre los mismos campos de lúpulo. No hay ni aduanas, ni gendarmes, ni siquiera un letre- ro para indicar que en este pun- to preciso termina una república y comienza un reino. Pero la sola idea de que nos encontramos en Bélgica y que pisamos al fia el suelo santificado por el sacrificio de todo un pueblo mártir, basta para inspirarnos medi- taciones dolorosas. Entre todas las naciones que combaten, nos decimos, es la única que no tenía, la víspera del conflicto, ni odios, ni inquietudes, ni am- biciones. Creyéndose al abrigo de las crisis que, des- de hace cuarenta y seis años, amenazaban a sus gran- des vecinas del Norte y del Sur, llevaba una exis- tencia serenamente egoísta y se enriquecía con la confianza de poder gozar en paz de sus riquezas. Y
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he aquí que, por un absurdo capricho de la tormenta, la que más ha sufrido es ella. Sus ciudades, sus cam- pos, sus costas, sus rutas, todo se encuentra en po- der del invasor. Sus más preciados tesoros han sido incendiados. Sus habitantes viven en el cautive- rio como los antiguos pueblos de Oriente que los reyes de Egipto y de Babilonia convertían en re- baños.
—Todo lo que nos queda— murmura el oficial bel- ga que nos acompaña—, es esta minúscula faja de la costa f amenca.
Una estrecha banda de tierra limitada por un río de sangre que se halla bajo una perpetua lluvia de fuego: eso es lo único que aun le pertenece al rey Alberto. Pero para los belgas, esto es más grande, más bello que lo que poseían antes, porque esto es la patria, esto es el alma de la patria. En las pupilas claras de nuestro guía luce un orgullo que no cono- cían nunca, en tiempos de paz, los ojos flamencos. La llanura que se extiende hacia el Norte es un desierto gris, apenas animado de trecho en trecho por algún bosquecillo, por alguna granja, por alguna fábrica. Para los que estamos acostumbrados a la belleza de otros paisajes, nada aquí nos parece digno de aten- ción. Pero todo nos emociona, todo nos interesa, todo nos conmueve a causa de su misma humildad, de su misma calma, de su mismo aspecto de bien- aventuranza silenciosa. En los lupulares floridos, las mujeres trabajan sin prisa, cual si ignorasen que se hallan en la zona de la guerra.
—¡Si hubieran ustedes visto esta carretera hace dos años, en los días de la gran batalla!— murmura el oficial belga—. Los habitantes de Iprés, en un éxo- do doloroso, pasaban por aquí huyendo de las Ha-
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mas... Era una visión de infierno dominado por el trueno de la artillería...
Hoy es el rumor de una campana lo único que ani- ma el espacio, un rumor grave y suave que se ex- tiende en el aire claro con una serenidad religiosa. ¿De qué campanario salvado por milagro viene?... ¿Qué mensaje lleva en sus alas hacia las aldeas veci- nas?... Uno de los crímenes que los flamencos no perdonan a los alemanes, a pesar de ser el más pe- queño de todos, es justamente el de haber hecho en- mudecer sus viejas torres, antes tan sonoras de ca- rril^ones. En todos los lugares donde penetraron las tropas del Káiser, las iglesias y las atalayas se han quedado sin voz. Muertos, ¡ay!, muertos para siem- pre los conciertos seculares de Dixmude, de Furnes, de Pevyse, de Elverdinghe, de Loo, de Reninghe... Muertos los enjambres de notas áureas que subían hacia el cielo, todas las tardes, de las innumerables campanillas de los beateríos.
Alguien exclama de pronto:
—Es domingo...
Y alguien contesta:
—Es en Poperinghe donde nos llaman a misa... * ♦ «
Ante nosotros aparecen, en efecto, las primeras casas de la única ciudad flamenca del Houtland que no ha sufrido de los horrores de la invasión y que apenas ha sido herida por el bombardeo aéreo, pero que conoce, mejor que ninguna, los dolores de la guerra, por ser desde el principio el cuartel general de las ambulancias del frente de Iprés. ¿Qué mise- rias, qué angustias ramos a ver ahí?... A mi mente
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acude la página en que Philipp Gibbs refiere su lle- gada a este mismo sitio, una tarde de invierno, hace algo más de un año. La plaza del Municipio estaba llena de carros de la Cruz Roja, en los cuales agoni- zaban millares de heridos. Un olor espantoso de yo- doformo y de muerte hacía irrespirable la atmós- fera. Los enfermeros, enloquecidos por la imposibi- lidad en que se hallaban de atender a todos los casos urgentes, corrían de un lado a otro sin acertar a cumplir con su deber. Una dama que dirigía un hos- pital salió al encuentro del escritor inglés, y, con lá- grimas en los ojos, le dijo: «No tenemos dónde dor- mir; nos morimos de hambre.» Y Gibbs, que no ha- bía comido ni dormido tampoco durante dos días, comenzó a buscar en las calles, como un mendigo, un rincón y un mendrugo de pan. Por todas partes el mismo espectáculo de sufrimiento y de desorden lo entristecía y lo desesperaba. No había ni una casa sin heridos. No había nada que ofrecer a los que allí buscaban asilo. Los únicos que disponían aún de sus raciones de campaña eran los soldados ingle- ses acampados fuera de la población.
Apenas penetramos en Poperinghe, noto con gusto lo que va de ayer a hoy. Hoy, no sólo la Intendencia está organizada dentro de sus muros de una manera impecable, sino que hasta la vida ordinaria del ve- cindario parece tan apacible cual antes de la guerra. Por la calle principal, la gente, que se encamina ha- cia la iglesia, viste trajes domingueros, muy limpios. Las muchachas se han puesto sus cofias de encaje, y los ancianos ostentan amplios chambergos, dignos de figurar en un lienzo de Rubens. Una animación tran- quila, lugareña, sin nada que indique ni fiebre ni in- quietud, reina por todas partes. En el interior de los
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clásicos estaminets^ los bebedores se agrupan alre- dedor, de las mesitas y fuman sus pipas, soñando va- gos ensueños. Las tiendas ostentan en sus modestas vidrieras todo lo indispensable y todo lo superfluo. Hay escaparates llenos de encajes, lo mismo que en Bruselas. Hay perfumerías. Hay talleres de modis- tas. Pero lo que más nos seduce y más despierta nuestra curiosidad, ávida siempre de color local, son las casitas burguesas, que, con sus ventanas abier- tas, exponen a nuestras miradas indiscretas la exis- tencia íntima del hogar flamenco. No hay aquí, na- turalmente, las vetustas suntuosidades que se des- cubren en algunas casas labradas de Brujas o de Malinas. Poperinghe es un pobre pueblo sin abolen- go histórico, sin familias poderosas, sin tradiciones de bienestar hereditario. En la comarca, sus vecinas inmediatas, Bailleul e Iprés, han tenido histórica- mente mayor suerte. A ella, en medio de sus cam- pos de lúpulo, no le ha reservado el Destino sino una aisance oscura de buena obrera, de buena cervecera, de buena encajera y de buena devota. Su población^ que no pasaba de 15.000 habitantes, componíase de obreros y de manufactureros. Algunos de sus pro- ductos tienen fama. Pero como no posee ni catedral, ni atalaya, ni beaterío, y como no conserva leyen- das de remotas empresas comunales, sólo puede en- vanecerse de una plaza hermosa en la cual hay un elegante palacio municipal.
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En esta plaza, esta mañana de sol, esta mañana de íQesta, alegrada por el repique de las campanas, el
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oficial belga que nos acompaña agita ante nuestras imaginaciones un espectáculo de futuras grandezas que harán no sólo olvidar las penas pasadas, sino bendecirlas. Gravemente, como si hablase ante un auditorio numeroso, nos dice:
— Hace dos años no éramos una nación propia- mente dicha, no éramos una patria, no éramos más que un pueblo muy laborioso, sin duda, y muy ape- gado a sus costumbres, pero sin un alma colectiva. Entre flamencos y walones no existía ni siquiera la comunidad de la lengua. Nos creíamos vecinos, no hermanos, y en el fondo estábamos más dispuestos a detestarnos que a amarnos. Nuestras peleas de campanario nos mantenían en perpetuo estado de guerra civil. Para imponer el flamenco en las placas que indican las calles se gastaba más energía que para crear un ideal grande y noble. Pero la tragedia ha venido de pronto a unirnos a todos en una subli- me comunión de odio sagrado que nos convierte en hijos de una patria.
Nuestro oficial dice la verdad. Desde la época de su fundación, la monarquía del rey Alberto no tuvo más lazos comunes para aspirar al título de nación que los de la Constitución y los del interés material. El bien de todos los belgas estaba basado en la con- fianza en la paz, en medio de una Europa siempre atormentada por el espectro de la guerra. Satisfe- chos y algo egoístas, los burgueses de Amberes y de Bruselas, de Gante y de Lieja, veían a las grandes potencias gastar sus energías en armamentos, y aprovechaban, llenos de calma y de tino, las circuns- tancias en que vivían para hacer conquistas comer- ciales, mientras los demás no soñaban sino en aven- turas militares.
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El gran Verhaeren lo ha dicho:
jadis nous nous bercions aux bonheurs qui cndormcní. Nous ne vivíons que pour nous sculs...
Gracias a aquella situación, en apariencia envidia- ble, el desarrollo del país llegó a ser monstruoso a fuerza de ser enorme. Muy pequeña en el mapa, Bélgica ocupaba en las estadísticas un lugar muy grande. Su territorio no era nada, comparado con el de Alemania, con el de Francia, con el de Inglaterra. Sólo en Francia podían caber más de quince Bélgi- cas, y los 7.000.000 de belgas apenas representaban la décima parte de la población alemana.
Su comercio de importación y exportación era, no obstante, más grande, en números exactos, que los de Italia y España reunidos. De un modo relativo» también era superior al del resto del mundo. Así, de un extremo a otro del minúsculo reino, todos de- cían:
—No hay país como el nuestro.
Pero en cuanto tratábamos los extranjeros de ver algo que no fuera negocio, nos encontrábamos con que ni siquiera existía un verdadero país. «La ma- yor parte de los que se sublevaron contra la domi- nación holandesa— escribe Dumont Wilde en 1904—-, soñaron primero en ser franceses. Europa, en sus consejos, decidió otra cosa. Libre, el pueblo tardó veinte años en tener confianza en su propia inde- pendencia. El orgullo de ser belga no existía. Ahora mismo nuestro patriotismo está hecho de intereses materiales, y esto vale menos que el Sentimiento de una nacionalidad vigorosa, íntima, atávica, hecha, como dice Renán, de la herencia de la gloria común y de los dolores comunes. Nada reemplaza esos mo«
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mentos trágicos en que los pueblos perciben los lati- dos de su corazón, en que la embriaguez del peligro da a todos los ciudadanos una sola alma.»
Esta alma, en efecto, Bélgica no la tenía. No tenía un alma nacional. Tenía muchas almas locales, y las unas odiaban a las otras. Para un walón, orgulloso de hablar francés, un flamenco era casi un bárbaro. Los de Amberes detestaban a los de Bruselas. En Lieja, los de Gante hacían reír. El Gobierno tenía que redactar sus decretos en dos lenguas para ser entendido. Un viaje de tres horas en ferrocarril, den- tro del territorio nacional, le bastaba a un burgués de Brujas para encontrarse entre extranjeros que casi le eran hostiles. Los optimistas, por no pronun- ciar la terrible palabra divisiÓHy hablaban de mal- entendus, Y lo más grave era que día por día aquel foso se ahondaba.
Pero no hay duda: el optimismo tenía razón. Bajo aquella capa de separatismo moral e intelectual, el instinto de la nacionalidad no era un mito. El mismo día en que los alemanes pusieron el pie en territorio belga, todo el pueblo se levantó como un solo héroe.
<iYa han llegado— dice hoy con alegría Drumond Wilden, recordando sus palabras de hace diez años—, ya han llegado los tiempos dolorosos y sublimes de que habla Renán: tenemos ahora dolores comunes que llorar, y la prueba suprema nos ha hallado más preparados para soportarla de lo que nos figurába- mos. La altivez conque todos, desde el Rey hasta el último aldeano, levantaron la cabeza para recha- zar las vergonzosas proposiciones germánicas, nos demuestra que valíamos más de lo que creíamos valer.»
Nuestro guía, que sabe estas páginas de mi amigo
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Drumond Wilden de memoria, y que nos las recita con orgullo, como si fueran el credo de la Bélgica santificada por el íuego y la sangre, contempla a los burgueses que pasan a nuestro lado, y exclama:
—Vean ustedes a estos hombres que nos rodean: antes de 1914 casi eran, para mí que nací en Lieja, extranjeros. Ahora son mis hermanos...
Hay en sus labios una ternura infinita y en sus pu- pilas un fuego intenso. Se nota que para él la pala- bra «patria» tiene un sentido nuevo, un sabor de ideal recién conquistado, algo fuertemente jugoso. Con la frente erguida, en el curso de nuestros paseos por las calles, saluda a los que encuentra de un modo familiar, cual si de verdad fueran deudos suyos. ¡Y cómo se para a cada paso para contemplar las casas y para sonreír a las ancianas que celebran, en el in- terior de los viejos comedores y de las cocinas en- negrecidas, el rito milenario de las labores coti- dianas I...
* * *
Nosotros también, aunque extranjeros, sentimos una honda ternura ante la mansedumbre de la ciu- dad, que continúa cultivando su dulce geseling a pocos pasos del enemigo. No hay en ninguna parte del mundo gente que sepa mejor que ésta dar una gracia íntima y dulce alas más bajas ocupaciones del día. Lo mismo que en los cuadros de Teniers o de Breughel, en la realidad las buenas ménagéres flamencas dijérase que se entretienen en hacer que, mientras sus rostros permanecen perdidos en las va* gas penumbras del claroscuro, las cacerolas de co- bre que manejan, los objetos de estaño que limpian, las frutas que pelan, las aves que despluman, se des-
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taquen en plena luz, absorbiendo los rayos vivos del sol. Lo más humilde, lo más servil, lo más vulgar, adquiere, por el sitio que ocupa en el hogar, por las ideas de fervor familiar que sugiere, por los cuida- dos que inspira, una especie de cariño respetuoso. Sería necesario disponer del ingenuo y beato lirismo de Francis James, para dar una idea de lo que son estas cocinas ordenadas y lucientes en las que todo es útil y todo es ritual, en las que el pavimento brilla haciendo resaltar la oscuridad barnizada del fogón, en las que cada muro, cada viga, cada armario, cada mesa, conserva devotamente el recuerdo de genera- ciones apacibles, en las que las ricas carbonades se guisan en sartenes que pertenecieran a las contem- poráneas de Memling, en las que la sopa de vaca, la clásica sopa de los domingos, tiene hoy el mismo olor que tenía en la Edad Media.. .
Sin poderlo remediar, recito los versos famosos que en París nos hacían antes sonreír, con su aireci- lio de cocina franciscana, y que aquí adquieren un acento patético:
II y a une armoíre luisante au¡ a cníendu les voix (^e mes grandes tantes, quí a eníendu la voix de mon grand-pcre, qui a entendu la voix de mon pcre. A ees souvcnirs Tarmoire csí fidéle. Ou a torí de croire qu'elle ne sait que se taire. Car ie cause avec elle,
11 y a aussi un cou-cou en bois. ]e ne sais pour quoi il n'a plus de voix. Je ne veux pas le lui dcmander. Peut étre bien qu'elle est cassée, la voix qui était dans le ressorí, tout bonnemení comme celle des morís ..
* * *
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El oficial belga me escucha, y sonríe, y siente la profunda poesía de estos balbuceos. Pero su alma está tan llena de visiones de vida, que la sola idea de que algo puede sugerirnos la noción de una voz muer- ta, aunque no sea sino en la garganta de un reloj , lo in- digna.
—No—me dice—, no... El cou'cou está más vivo que nunca, esperando el momento de cantar la hora de la victoria y del renacimiento. Vea usted la tran- quilidad con que toda esta gente la espera... ¿Nota usted inquietud, nota usted duda en algún rostro?... Yo no veo sino confianza . . .
Y por mi fe, el buen guerrero no se equivoca. Sin fanfarronería [habladora, sin estandartes, sin procla- mas callejeras, este pueblo, con sus palabras tran- quilas y con su actitud apacible, demuestra que con- serva siempre una fe absoluta en el porvenir.
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UNA "KERMESSE" EN FLANDES
A en las afueras de Poperinghe, bajo los lupulares que rodean un caserío, unos cuantos campesi- nos, sentados alrededor de dos barricas, beben y cantan acom- pañados por un acordeón algo ronco. «Es la fiesta de la parro- quia», nos dice una anciana de pelo blanco y de mejillas de co- lor de rosa. Luego, otra anciana robusta se acerca a nosotros, trayendo jarros de cerveza, y
nos invita a apurarlos. «¡Por los muchachos— excla- ma—, por los pobres muchachos que no pueden este año acompañarnos! > Y hay en su voz, en su gesto, en su actitud, tal ingenuidad y tal bondad, que no pen. samos siquiera en rehusar sulconvite. «¡Por los bra- vos flamencos que han de volver pronto para las nuevas fiestas!», clamatmuestro capitán, llevándose el jarro a los labios. «¡Por los muchachos que están lejos y por las muchachas que los esperan!», agrega- mos los demás. Entonces, los buenos aldeanos se acercan, forman un corro a nuestro derredor, cho-
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can sus rústicos vasos con los nuestros, y nos pre- guntan si no queremos un poco de pan y un poco de queso.
—Es el santo de la patrona— murmuran, como para excusarse de haberse así reunido en humilde rome- ría cuando la sangre corre cerca.
* * *
Y mientras mis compañeros se informan de cosas relativas a la guerra, yo evoco, en silencio, las viejas fiestas flamencas que se han perpetuado en la reali- dad, lo mismo que^rcn los lienzos de los museos, con todos sus colores de truculencia familiar, de alegría grave y de sensual socarronería. Hoy, naturalmen- te, no hay aquí una verdadera kermesse. Los tiem- pos no están para orquestas, ni para mástiles ense- bados, ñipara carreras de cañas. Hoy los mozos que forman las compañías de tocadores de violín y de trompeta se hallan en los campos de batalla. Hoy, las chicas rubias, de ojos maliciosos, no tienen con quien bailar. Pero, en el fondo, a pesar de las penas de cada uno, el soplo secular del aniversario que se celebra anima todas las almas y hasta les permite olvidar, durante unas cuantas horas, las miserias y las zozobras de los tiempos en que viven. Junto a los barriles, en una mesa rustica, vemos un jamón y un queso. Los panes morenos llenan un cesto. La cerve- za corre con largueza de vaso en vaso. Y para aletar- gar la angustia de los corazones recalcitrantes, el acordeonista se empeña en no tocar sino aires ale- gres, aires de paz y de jolgorio, buenos y voluptuo- sos aires de danza lugareña hechos para agitar las faldas juveniles.
* * ♦
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—Los únicos que se divierten, como siempre—me dice un campesino, señalándome un grupo de ni- ños—, son esos inocentes.
Entre risas y gritos, en efecto, los chiquillos han organizado juegos tradicionales, en los cuales la malicia y la violencia se unen en un encantador con- cierto de regocijo. Un par de granujas corren ahora, tiznados, con plumas en la cabeza, y detrás de ellos vuelan las saetas de caña.. . En vano las abuelas les gritan que se estén quietos para no aturdimos a nos- otros, los señores.,, ¡Buenos están ellos para pensar en algo que no sea la fiesta! En sitios más trágicos que éste, entre los escombros de las aldeas de Lore- na, en plena batalla del Marne, los que visitábamos por primera vez el teatro de la guerra nos conven- cimos, hace dos años, de que para la niñez no hay tragedias, que no hay más que tragicomedias.
Las mozas casaderas, en cambio, pensando en el novio, que está en las trincheras, demuestran una melancolía que en vano tratan de ocultar con sus sonrisas. Una de ellas, cuando llegamos, tenía su mano, gorda y fresca, entre los dedos secos de una bruja que murmuraba con acento tétrico:
—Antes de que regrese has de rezar aún mucho. . . Veo un signo negro y un signo rojo. .. El rojo se des- vanece, lo que indica que no hay muerte... El negro es más tenaz..., es un signo de penas...
Y ahora que la decidora de buena y mala ventura la ha abandonado para venir, como las otras campe- sinas, a colocarse junto a nosotros, todavía la infeliz que desea conocer el porvenir sigue ahí, al pie de un manzano, y con sus pobres ojos ojerosos contempla su palma rubicunda, tratando, sin duda, de ver si el signo rojo no se aviva.. . .
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—¿Tiene usted a su novio en la guerra?--me he permitido preguntarla, acercándome a ella.
Sin levantar la vista, me ka dicho:
—-Hace un año entero que no sabemos nada de él... Unos pretenden que está prisionero... ¡Dios lo quie- ra!... Así podremos volverlo a ver* . .
Un hombre grueso, risueño, bonachón y pesado, la pone sobre la cabeza un jarro y exclama:
—Si dejas escapar una lágrima, te doy un baño. . . Ya sabes que está prohibido llorar. La patrona del pueblo hará que todo salga bien, pero a condición de no entristecerla su fiesta... Vamos, canta algo para estos señores.
1^ La muchacha trata de sonreír y se aleja.
— ¡Hay que cantar, hay que cantar! — repite el buen aldeano, que parece muy animado por excesivas li- baciones.
Y dando una palmada en la espalda del hombre del acordeón, grita:
—No te duermas, maestro, porque te quito el ins- trumento.
Los niños entonan un concierto de triunfo, cele- brando la caída de los dos emplumados. Las abuelas, sin poderse contener, aplauden ai borracho, que se ha puesto a bailar con un taburete entre los brazos. Un cántico lento se eleva, vibra un instante en el aire claro y luego se apaga en un suspiro general.
—El mayor— me explica al oído un viejo de luen- gos bigotes— no quiere que haya ruido, a causa de los que no han de volver nunca.
m, n. n.
Mis compañeros, ya enterados de los movimientos militares que este villorrio ha presenciado desde el
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principio de la guerra, aceptan un nuevo jarro y se guardan los cuadernitos en los cuales han apuntado lo único que les interesa. En cuanto a la fiesta mis- ma, con su humilde solemnidad de liturgia pagana, no les inspira sino sonrisas piadosas. «¡Pobre gente —piensan de seguro—, pobre gente inconsciente, que así vive a pocos pasos de ios cañones, y que, sin es- tar siquiera segura de que una bomba no va a matar- los dentro de un instante, trata de olvidar las triste- zas de la vida!» Y yo pienso lo mismo. Yo pienso, como ellos, que hay en la situación de los que siguen viviendo en estos campos desolados una tristeza infi- nita. Pero, lejos de sonreír de su inconsciencia, ad- miro la serena energía con la cual se inclinan ante lo irremediable. Todos los espectáculos macabros, ellos los han contemplado. Ellos han visto la ola invasora, ellos han visto los gestos de la muerte, ellos han visto la mueca siniestra del odio. Desde hace dos años, el rugido del cañón es la música constante que acompaña sus pasos. Sus hijos, sus hermanos, sus és- posos, se hallan Dios sabe dónde, en las trincheras o tal vez en los camposantos silvestres. Si hubieran un día soñado en lo peor que podía pasarles, no habrían de fijo, logrado imaginar tanto horror... Y, sin em- bargo, helos aquí cantando un día, después de haber trabajado un año; helos aquí bebiendo el zumo de sus lúpulos, entonando himnos a la patrona de su parro- quia, tratando, en suma, de sacar fuerzas de ñaqueza para no dejarse doblegar por las desgracias. Sin sa- berlo, llegan así, en la tranquila mansedumbre de sus instintos, a una filosofía más sublime que la de Sócrates. Y si no dicen: «En verdad, atenienses, la vida no es un bien tan grande que hayamos de sacri- ficarlo todo por ella», hacen algo mejor que decirlo,
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puesto que, con su alegre serenidad en medio de la tormenta, demuestran que hay en el alma de la hu- manidad sencilla un resorte tal de energía moral, que ni las amenazas, ni las miserias, ni las angustias,^ logran debilitarlo. La misma muchacha que un ins- tante ha hallábase a punto de llorar por algo que para ella es de mayor precio que su propia existen- cia, se ha sobrepuesto al fin a su dolor, y ríe ahora, de pie junto al músico, pidiéndole que toque algo nuevo. Y yo, viéndola transfigurada, erguida, ado- rable en su humilde frescura, siento impulsos de arrodillarme ante ella para adorarla cual una ima- gen de la fuerza que anima ái pueblo flamenco en su martirio.
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EN EL CANAL DE LA MANCHA
L barco en el cual vamos a atra- vesar el Canal está amarrada cerca del Suxess, cuyas ruinas acabamos de visitar. Un poca más lejos, en la rada misma, dos épaves hundidas muestran sus palos y sus chimeneas. En el fondo, a una milla del buque, distingüese la masa flotante de una goleta que hace señales pi- diendo socorro. Éstas no son sino unas cuantas víctimas de las minas y de los submarinos, colocadas, sin duda;, junto al puerto para inspirar prudencia a los via- jeros.
—Si ustedes no quieren correr el riesgo de la trave- sía—nos dice lord Drogheda— , aun estamos a tiempo de volvernos atrás.
El marqués de Valdeiglesias, en calidad de deca- no, responde por los tres con la más alegre energía:
— |Sí qué queremos!... Por lo mismo que hay peli . gro, queremos embarcarnos!
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—Noten ustedes— agrega nuestro guía— que si el tráfico de pasajeros se ha suprimido desde aquí hasta Folkestone, a causa de los numerosos accidentes de estas últimas semanas, aun queda la vía del Havre, que, por ser más segura, sigue abierta al público. Podemos ir a embarcarnos al Havre. Aquí vamos a realizar el viaje en uno de estos buques llenos de tro- pas, que son los que más empeño tiene el enemigo en perseguir...
—Mejor— exclama nuestro compañero.
Entonces, un oficial rubicundo se acerca a nosotros y nos hace firmar una declaración por la cual queda establecido que, pase lo que pase, el Gobierno de Su Majestad Británica no tiene responsabilidad ninguna. El consabido a vos visques suena de nuevo a nues- tros oídos.
En seguida, otro militar nos lleva hasta la pasare- la, sin decirnos una sola palabra.
Y henos aquí, a bordo del Invicta, en medio de in- dolentes tommys^ que nos miran con ojos de indife- rencia, como si no tuviera nada de extraño ver a tres pobres escritores de un país lejano y pacífico venir a compartir con ellos los riesgos del mar. Todos llevan puesto el salvavidas de corcho sobre sus uniformes kaki, y cada uno se ha colgado al cuello un número que corresponde a una de las embarcaciones de sal- vamento que penden a babor y estribor. A nosotros también nos da el mayordomo un salvavidas y un número: el número 13 nada menos.
—Mal presagio— murmura Fabián Vidal.
Valdeiglesias pregunta, al ver los cinturones de alcornoque:
—¿Qué hacemos con estos armatostes?...
De común acuerdo, los tiramos en un rincón, más
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confiados en la Providencia que en nuestras faculta- des de nadadores.
« « *
El día está claro: uno de esos días primaverales del Norte, en los cuales el sol, después de largas ausencias, parece volver al mundo con alegrías aca- riciadoras. En el cielo, color de ñor de lino y de ñor de malva, no hay una nube. El mar se abre, cual un lago, en la inmovilidad celeste de su misterio, y va a perderse a lo lejos, cubriéndose de reñejos áureos. Es un día en que las ideas de muerte resultan tan ab- surdas, que nadie se atreve a evocarlas sin sonreír como ante la más inverosímil de las hipótesis. Y, no obstante, todo a nuestro derredor es amenaza, todo es asechanza, todo es tragedia. Mejor que en los campos de batalla del Artois, donde marchábamos sobre un terreno minado que podía volar de un ins» tante a otro, nuestra razón percibe aquí de un modo matemático el terrible juego a que el Destino somete la suerte de nuestra vida. Cada travesía feliz, en es- tos parajes sembrados de minas, es, según los mari- nos, un verdadero milagro. Las Compañías de Segu- ros lo saben de una manera positiva, y por eso no aceptan ya responsabilidades de existencias ni de va- lores. Pero, o mucho me engaña el instinto, o no hay nadie, ni entre los tripulantes ni entre los pasajeros, que sienta la menor aprensión angustiosa. Una con- fianza serena, una fe vanidosa en nuestra estrella, algo que es demasiado sutil para analizarse y que contiene la esencia de la lógica oscura del instinto, seguro de no haber tocado aún al fin de la exis-
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tencia, nos anima y nos sostiene mejor que un sal- vavidas.
« * *
—Creo que hicimos mal en visitar el Suxess antes de embarcarnos— murmura nuestro buen lord. , A pesar nuestro, en efecto, la tragedia que acaba, de referirnos uno de los tripulantes del barco torpe- deado acude a nuestra memoria. Aquel día aciago, también el sol iluminaba el espacio; también el mar estaba muy verde, muy tranquilo; también los pasa- jeros sonreían... Fué justamente a la hora del lunch^ en los minutos apacibles en que la charla se hace amena y ligera. Todos sabían que el peligro era una realidad; pero en el fondo de su alma cada uno creía que la Providencia lo haría llegar sano y salvo al puerto. ¿Por qué habían de ser ellos, en efecto, los de lámala suerte?... Verdad es que también hubie- ran podido preguntarse por qué no habían de ser ellos... Sólo que esto casi nunca se lo pregunta ano cuando hay en la atmósfera luz y alegría. . . De pronto . . .
El marinero que nos recibió y que nos enseñó el camarote del infeliz maestro Granados, nos dijo:
—De pronto, alguien en la proa gritó: <Look outl..., » look out!...i> Yo me hallaba en el centro del barco, junto a la chimenea, y al oír aquel grito volví la vista hacia el mar... La explosión se produjo en el mismo instante... ¡Ah! ¡Si supieran ustedes lo que pasa en esas horas supremas!... Como locos, sin darse cuenta de lo que hacían, los hombres echábanse al agua. Las mujeres aullaban, literalmente, aullaban y co- rrían, sin dirección fija, buscando, de seguro, una
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tabla misteriosa de salvación... Yo caí aquí mismo, en este sitio, sin sentido; pero por fortuna mi des- mayo duró poco. Al ponerme luego de pie vi a mi derredor muchos heridos... Un oficial trataba de ha- cerse oír y de tranquilizar a los que no se habían ti- rado de cabeza al mar. Con la mayor calma, los re- meros descolgaban las lanchas, en las cuales habían sido amontonadas las familias... Una primera lancha se alejó, y los que se quedaban en el puente la con- templaban con ojos llenos de pena y de envidia... Luego, otra lancha...; luego, otras dos... Los que estaban en el agua esforzábanse por acercarse a esas embarcaciones, sin darse cuenta de que una persona más en cualquiera de ellas la haría hundir- se... Inflexibles, los remeros alejaban a los que acu- dían nadando... El tiempo transcurría con una len- titud horrible... Y el buque no se hundía... El capitán, que había examinado la proa y que estaba seguro de que las paredes de los estanques no se rompe- rían, dió orden a las lanchas de volver a bordo... La agitación y el vocerío nos hacían creernos en una casa de locos... Nadie oía y todos gritaban... En vano el capitán aseguraba que no había peligro . . . Mientras el María Teresa no se acercó para tras- bordarnos a todos, no cesó el vértigo.
—¡Y pensar que lo mismo podría pasarnos a nos- otros!—dice Valdeiglesias, después de evocar aquel recuerdo.
Pero luego, sonriendo, sin jactancia, muy tranqui- lo, exclama:
—A nosotros no nos sucederá nada... Además, ya ustedes ven que venimos bien custodiados...
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Delante de nosotros dos barcos diminutos nave- gan, haciendo evoluciones que los alejan y los acer- can de nuestro costado de minuto en minuto... Pa- recen mastines que nos guardan cual si fuéramos un rebaño. Son muy pequeños, muy pequeños y muy rápidos. A veces se pierden a lo lejos. Luego apa- recen a babor o a estribor, nos acompañan algún tiempo haciendo señales misteriosas a nuestro co- mandante, y después vuelven a desvanecerse en el horizonte...
—¿Torpederos?— pregunto a un oficial.
—No— me contesta—, monitores... Lo más nuevo que tenemos..., lo más ligero..,, lo más raro... Han sido creados para reírse de los torpedos... Vea usted.
Y me da un periódico, en el cual encuentro el re- lato de un repórter que asistió a la botadura del pri- mero de estos buques, fabricado en los astilleros bri- tánicos.
«Era tan pequeño y tan joven- dice— , que nadie se había tomado el trabajo de bautizarlo y llevaba un número en lu2:ar de un nombre. Apenas si se puede decir que su tripulacióa de setenta hombres vive a bordo; aparentemente está suspensa en él. Los enemigos debieron mirar al recién llegado con una mezcla de diversión y de desprecio; pero se des- encantaron sin duda cuando se apercibieron de que el bebé podía lanzar cien libras de explosivos a vein- te kilómetros de distancia sin cansarse.
>La tripulación empezó a bañarse. Aparentemente todos los marineros tenían el divino poder de andar sobre las aguas, porque, descendiendo de la escala, en lugar de hundirse en el agua, marchaban a lo largo del barco; después se ponían a nadar y anda- ban de nuevo.
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»Por medio de botes fuimos a examinar este ex- traño fenómeno. Exactamente debajo de la superfi- cie, el costado del navio tiene un saledizo de diez pies formando una plataforma cubierta por las aguas. Aquí reside el secreto y el misterio de esos navios. Si un torpedo hiere el costado, explota en medio de una sustancia Que no puedo nombrar y la quilla del barco queda indemne. Estos monitores no llevan más que dos cañones de siete pulgadas y una pieza con- tra los aeroplanos.»
« * *
De pronto, uno de los nuestros, el más periodista de los tres, el único que en todo ve la noticia sensa- cional, exclama:
—¿Saben ustedes lo que sería estupendo?... Que un submarino apareciera ahora mismo ante nosotros..., que lanzara un torpedo..., que el buque se hun- diera...
—¡Hombre!— interrumpe Fabián Vidal.
—Esperen ustedes— termina el primero esperen HStedes... Sí..., que viniera la catástrofe y que nos- otros nos salváramos para contarla... ¡Qué artículos tan estupendos!...
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Por mi parte, yo pienso en una tragedia marítima muy lejana, de la que fui actor hace veinte años en las costas de Colombia, a bordo del Amérique,,. En- tonces no había minas, sin enabargo, ni había gue- rra, ni había submarinos. En compañía de un gran poeta que ha muerto ya, y que se llamó José Asun-
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ción Silva, iba yo de Saint-Nazaire a Panamá en busca de visiones nuevas, y no llevaba en mi alma adolescente sino esperanzas de ^oces, de amor, de gloria, de vida intensa. Mi compañero habíame reci- tado, a la luz de la luna del trópico, sus hoy famosos Nocturnos^ llenos de presentimientos patéticos y de amarguras precoces. Luego, con su voz doliente, habíame hablado de la muerte, que ya llevaba den- tro del alma, del dolor de vivir, de la vanidad de to- das las voluptuosidades, de la mentira de todas las ternuras, de la tragedia de cada existencia. Yo había oído, distraído, aquel lenguaje para mí incompren- sible, pensando, más que. en misterios m.etafísicos, en el misterio de dos ojos verdes que iluminaban el barco. Antes de separarnos para meternos en nues- tros camarotes, el poeta, contestando a una confiden - cia mía, me dijo aquella noche:
—Ya lo había notado... Yo soy como el médico que ve los progresos del mal ajeno y que, aun cono- ciendo la impotencia de su ciencia para curar, hace lo que su conciencia le ordena... Esas pupilas glau- cas son un piélago... No esas solas... Todas las pupi- las de amor... Por eso le he hablado a usted de la tristeza de vivir... Pero ya sé que es inútil... Será ésta..., luego otra..., luego muchas otras... Usted creerá que eso es placer... Y un día, con el pelo blanco, mirando hacia atrás, no encontrará sino una palabra, la única que no miente, y que es: Dolor...
«Este hombre— pensé— está loco.» Y me dormí con mis ilusiones, para despertarme, algunas horas más tarde, con el agua que ya me llegaba a la cintura. ¡Qué espectáculo, Dios mío!... '^or la primera vez en mi vida sentí pasar junto a mis sienes el soplo de la muerte. <Aquí no se salva nadie», decían los mari-
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nos. Casi todos nos salvamos, no obstante. Yo me embarqué, al lado de José Asunción Silva, en una lancha que fué recogida veinte horas más tarde por un velero español. Al encontrarme de nuevo en tie- rra, recordando, sin duda, que durante el drama yo había siempre tratado de sonreír, el poeta me dijo:
—Decididamente, el optimismo es tan incurable como el pesimismo...
—Y menos incómodo—le contesté.
* * *
Hoy, en nuestra travesía de la Mancha, me com- plazco en ver que todos somos optimistas, que todos amamos la vida, que todos tenemos en nuestro Des- tino una de esas confianzas que se llaman ciegas tal vez porque son las únicas clarividentes. Que el peli- gro existe, los tres lo sabemos. Mas el peligro, para nosotros, no es un fantasma amenazador, no es un espantajo obsesionante, sino una cosa vaga , casi abstracta, como los otros grandes misterios del mun- do, como la vida misma, como la muerte, como el amor... Y además, ¿dónde no está el peligro?... Hace apenas dos meses, en Madrid, al ir a acompa- ñarme a la estación, mi amiguito Rodolfo Gaché, con sus veinte años llenos de poesía y de vigor, dá- bame consejos de prudencia, y entre bromas afectuo- sas prometíame una elegía para el caso de que una granada me matara. Hoy, al embarcarnos, Valde- iglesias me dijo:
—¿Sabe usted?... Gaché ha muerto...
En realidad, la vida no es nada, la muerte no es nada. .. No hay más que una realidad, y es el mila-
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gro... ¿Optimismo?... No... Filosofía helénica nada más, filosofía de poeta que dice:
Riez comme au printemps s'agitent les rameaux; pleurez comme la bise er le flot sur la gréve; sroutez tous les plaísirs et soufrez tous Ies maux; et diíes: C'est beaucoup et c'est Tombre d'un r^ye...
Vombre de réve de nuestro viaje comienza a des- vanecerse, sin que hayamos visto nada de extraor- dinario. Nunca el cielo fué tan bello, nunca el mar fué tan clemente. Aun en los serenos lagos italianos, los barcos se mueven más que el nuestro en este es- trecho por lo general proceloso. La Providencia nos brinda una copa de asul, igual a la que embriagaba a los argonautas. Sin sentirlo, hemos perdido d^ vista las minas, los submarinos, los torpedos, los riesgos, y, en silencio, dominados por la suavidad de la atmósfera, acariciamos los flecos del gran ensueño vago que llena el espacio. La guerra misma no es, a estas horas, para nosotros, sino un drama absurdo cuyo objeto se nos alcanza apenas De los labios de mis compañeros brotan frases sin coherencia, que denotan un estado de espíritu pacífico, filosófico y bienaventurado.
—Parece mentira... Veinte pueblos..., todo el mundo..., la más atroz tragedia...— murmura uno.
Y otro dice, entre dientes:
—Dios sabe lo que será del universo dentro de al- gunos años...
Estamos en el centro del drama, en un campo de batalla que quizás determinará el ñn del último acto, y no vemos sino lo que hay de abstracto en el con- junto. La serenidad del infinito ha colocado nuestras-
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
almas fuera del espacio, entre mar y cielo, inspirán- dolas meditaciones piadosas.
* * *
De pronto, una yoz de mando m^eve y despierta a las tropas, que llenan la cubierta. Ya hemos llegado, ya es hora de abandonar los salvavidas, ya es preci- so pensar en los pasaportes, en las maletas, en la acción... Y entonces, sin poderlo remediar, sentimos que el viaje este sea tan corto y que la dulzura de las horas contemplativas desaparezca tan pronto. ¡Es tan grato soñar bajo el cielo!... Pero la tierra está ahí, la terrible tierra, donde la realidad nos es- pera...
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LA CAPITAL DEL EJÉRCITO INGLÉS
L pasar por la rué Saint-Bertin, uno de nuestros compañeros de- tiénese ante una vasta fachada de ladrillo, y después de leer el letrero que campea en el alto portal, exclama:
—¡Qué gente! Hasta tiempo han tenido para fundar un semi- nario...
Los que sabemos que el Cole- gio Inglés de los jesuítas de Saint-Omer data del siglo xvi, nos echamos a reír.. . Pero, en el fondo, todos tene- mos que reconocer que las ingenuas palabras de nuestro amigo contienen una observación muy justa. En menos de dos años, los hijos de la Gran Bretaña han hecho aquí algo más que un aula; han hecho una ciudad británica.
—Es nuestra capital— exclamaba anoche el capitán que nos sirve ordinariamente de cicerone,
Y un hostelero campechano que suele ofrecernos la ahumada hospitalidad de su comedor cuando re- gresamos de nuestras correrías por el frente, mur- mura a menudo, entre irónico y satisfecho:
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£. GOMEZ CARRILLO
—Ahora los que necesitamos intérpretes somos nosotros, los indígenas..^
—¿Se queja usted?— pregunté a este último cierta mañana.
—De ninguna manera— contestóme.
« :k 4:
Nadie se queja de la invasión, en electo. ¿No son, acaso, esos mozos rubios, vestidos de kaki^ los her- manos heroicos que dan su sangre para regar las tie- rras francesas amenazadas por los bárbaros?. .. Sí, lo son. Además, considerados desde el punto de vis- ta algo prosaico, pero muy humano, de los señores comerciantes, también son los mejores clientes del mundo, los más generosos, ^os más rumbosos, ios menos difíciles de contentar. Con sus mentalidades especiales de gentlemen ricamente mantenidos por el GobiernOí se sienten incapaces de economizar, no sólo los dos chelines diarios de su paga, sino hasta lo que la Intendencia les da para equiparse y para ali- mentarse. €¡Souvenir!», les gritan los chicos france- ses, con sus caras socarronas. Y los buenos tommys sacan de la mochila sus cajas de conservas, se arran- can los botones dorados, dispersan las bandas de sus polainas, tiran sus navajas de ordenanza, reparten sus arreos de cuero amarillo.
cLes officiers de la pólice militaire— dice la Revue de Parts— ont ordonné á plusieurs reprises des per- quisitions. Et encoré que les habitants prévenus aicnt prestement enterré dans leurs jardinets leurs souvenirs les plus préciux~on eút dit qu'une fréne- sie de jardinage s^emparait des villages au fur et á
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CROM CAS
mesure que les camins se remplissaient de débris— la quantité d^objets recueillis était effarante.>
Como es natural, nuestro hostelero no habla de €Sto, y se contenta con murmurar, lleno de ternura, contemplando a sus parroquianos:
—¡Son tan bonachones, tan amables, tan calla- dos!... Véanlos ustedes... ¿No se diría que están en la escmela?...
Sentados alrededor de las mesitas de mármol, los buenos tommys saborean en silencio sus grandes vasos de cerv^eza, sin pronunciar una palabra. Du- rante horas enteras permanecen así, quietos, impa- sibles, como si esperaran al^o que no llega nunca. Cuando quieren otro vaso, golpean la mesa con la pipa y hacen un gesto. Cuando liega la hora del par- te oficial que anuncia las hazañas nuevas de sus compañeros de las trincheras, leen sin pestañear la hoja impresa, que pasa de mano en mano, y no dicen nada. Cuando el clarín, a lo lejos, los llama, se po- nen de pie, pagan y se marchan...
* * Hí
En las calles, donde ahora los vemos, tampoco se muestran más locuaces. Los que se pasean van des- pacio, dos por dos, cuatro por cuatro, con la pipa en la boca, siempre callados, siempre distraídos, muy derechos, muy rígidos, pisando fuerte, y tan seguros de sí mismos, que parecen haber vivido siempre aquí. Nada les inspira esas curiosidades inocentes que hacen detenerse a los «peludos» franceses ante cualquier edificio. Pasan ante los nobles palacios blasonados y ante las viejas torres, sin levantar si- quiera la vista. Lo único que de vez en cuando los
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obliga a salir de su mutismo y de su indiferencia, son los escaparates en los cuales se amontonan las bote- llas de agua de Colonia y los frascos de licor. ¡Ahí Ahí sí que se animan sus pupilas claras; ahí sí que sus labios se entreabren para pronunciar con religio- so respeto los nombres de los más famosos wiskys y de los más venerables gins,.. Pero, por desgracia, los hombres graves de la Military Pólice, con sus brazales rojos, están siempre cerca de las tiendas tentadoras, para hacer respetar la consigna de la sobriedad. Y Tommy, que apenas mira a sus oficia- les cuando pasan a su lado, y que no los saluda nun- ca, ante el policeman se cuadra, no sin cierta in- quietud.
* * #
Tan acostumbrado está Saint-Omer a no ver por las calles sino soldados callados, que nuestro grupo de paisanos parleros y curiosos llama la atención de los chiquillos. ¿Qué podemos buscar nosotros^ que nos paramos ante cada fachada histórica; nosotros, que discutimos con animación al pie de los pórticos antiguos; nosotros, que tocamos con manos irrespe- tuosas las piedras de los santuarios?... En el atrio de Saint-Denis, ante los encajes góticos del campana- rio, unos cuantos pilletes, muy desharrapados y muy despiertos, nos rodean, empeñándose en adivinar lo que estamos diciendo en una lengua para ellos ex- traña, que es, sin embargo, la que hablaron sus abue- los del siglo XVI. Nuestro guía, que los ve con sim- patía, les reparte algunas monedas de cobre, y les pregunta por el camino del monasterio de Saint Bertin.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CROMCAS
—El monasterio — gritan todos — por aquí, por aquí...
Y contentos de encontrar forasteros que no son mudos, echan a andar delante de nosotros, para indi- carnos el más breve itinerario a través de callejue- las pintorescas,
« * *
La masa de la torre aparece, al fin, ante nuestra vista, enorme, cuadrada, negra, dominando toda la población y toda la comarca, irguiéndose con fosco orgullo por encima de las demás torres, señorial de veras en su majestad inmutable e impasible. A me- dida que nos acercamos a ella, las calles, las casas y las plazuelas son más vetustas, más grises, más de- siertas. Estamos en el centro de la antigua metrópoli abacial, en el feudo milenario de los priores de horca y cuchillo, que, con su riqueza y su ciencia, convir- tieron este barrio de Saint-Omer en uno de los cen- tros más venerados de Europa. Como Cluny en Borgoña, como San Millán de la Cogulla en la Rioja, en efecto, San Bertin en el Artois fué, durante largos siglos, un santuario, al cual acudían, en demanda de luces espirituales, reyes, santos, príncipes y docto- res. Carlomagno estuvo aquí, y aquí preparó, en el silencio de breve retiro, una de sus gloriosas expedi- ciones. Aquí estuvieron Santo Tomás de Cantorbery y su paisano San Dunstan, el oráculo de Inglaterra. Aquí oró San Bernardo antes de predicar las Cruza- das, y aquí lloró San Anselmo al final de su vida. Aquí buscaron la paz del alma, en días de tormentas interiores, muchos conquistadores. Por este mismo camino que nosotros seguimos ahora, vino, una tar-
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de otoño, la dulce Blanca de Castilla acompañada de su hijo el divino San Luis de Francia. Aquí el rudo Duguesclin y su amigo Oliverio de Clisson, arrodi- liándose ante las reliquias de la abadía, imploraron la protección de San Bertin para la empresa que en- tonces preparaban. Aquí, Carlos el Temerario, en el apogeo de su carrera sanguinaria que la mano de un adolescente había de detener pronto en las inmedia- ciones de Nancy, colocó cinco campanas de bronce dorado para que celebraran sus victorias. Aquí, en fin, el César Carlos V vino con su padre para jurar fidelidad como conde del Artois.
* ^ ^
El anciano guardián de las ruinas nos guía por los claustros arruinados, quejándose de que nuestro si- glo impío haya olvidado sus devociones al santo patrón de estos lugares. Todo lo que pasa en el mun- do, según él, se debe a la poca fe de los tiempos mo- dernos.
—En otras épocas— murmura con una voz que es leve cual un suspiro—, los hombres eran más bue- nos...; la guerra no era tan cruel... ¡Ahora, santos cielos! . ..
Entre los escombros se descubre la grandeza de la antigua abadía que fué una ciudad de monjes. Las oji- vas mutiladas extiéndense en líneas paralelas, mar- cando los interminables límites del gran patio. Pero las habitaciones de los frailes, los refectorios, las bi- bliotecas, las capillas, las estancias de los príncipes, los aposentos del abad, la sala del Consejo del Toi- són de Oro, todo lo que constituía el esplendor ver- dadero del monasterio, ha desaparecido por comple-
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ñL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
to. La torre sola queda intacta, en su masa arquitec- tónica, irguiendo siempre su grandeza cincelada en el espacio claro. Y hasta la torre misma no es sino el esqueleto de lo que fué. ¿Dónde están sus escultu- ras, sus encajes de granito, sus frescos dorados, sus altares, sus tumbas?... ¿Dónde están las figuras de su pórtico?... ¿Dónde están sus vidrieras de colores?...» «La iglesia— dice el cronista Lesigne— parecía un re- licario, con sus retablos de oro macizo, con sus mo- saicos, con sus lienzos, con sus candelabros de plata, con su techo de plomo, labrado cual un joyel.» Hoy, en el interior, no quedan sino los muros escuetos, y si el exterior conserva sus líneas soberbias y sus proporciones primitivas, en cambio sus adornos es- cultóricos están mutilados o carcomidos.
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Cuando nos disponemos a salir del santuario deso- lado, el viejo guardián nos dice, señalándonos un án- gulo oscuro:
—Ese es el rincón de Carlos V.
Nada, en la minuciosa guía del abate Dusautoir, indica que el César español haya tenido, en el gran monasterio de su muy noble y muy leal ciudad de Saint-Omer, un lugar preferido. Pero, a pesar de su vaguedad, las palabras de nuestro cicerone nos emo- cionan y nos halagan. Que en este lugar, por el cual pasaron desde Carlomagno hasta Luis XIV, los más grandes reyes, la figura del Emperador continúe siendo la más viva de todas, es un signo de que su recuerdo perdura siempre en el corazón del Artois, como el de su nieta Isabel en el alma de las Flandes. De cualquier modo, si no fué en ese rinconcillo exac-
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tamente, es indudable que Carlos V oró aquí, no sólo cuando vino con Felipe el Hermoso a jurar como conde del Artois, sino más tarde, mucho más tarde, ya en el ocaso de su vida, en vísperas de ir a ente- rrarse en Yuste. «U vint—se lee en la crónica— pour se recueillir dans la solitude, avant d'abdiquer l'em- pire.» Y así, puede decirse que estas losas conservan las huellas de los primeros y de los últimos pasos del más gran monarca de España. . .
na * Hfi
Cuando volvemos hacia nuestra hostelería hospi- talaria, contemplamos a la luz del crepúsculo, desde una alta terraza, el conjunto de la ciudad que Frois- sard llamó lavilleaux beaux clochers. Por todas partes, alguna flecha negra marca el sitio de un san- tuario. Piadosamente, los artesianos han restaurado muchas de las torres que el tiempo había degradado. Entre los resplandores áureos del atardecer, los te- chos se extienden á perte de vue^ y el panorama se agranda, se embellece y se anima. De todas partes elévanse, en el aire tibio, los toques del Avemaria. Y más que con la vista, con el oído sentimos que el viejo cronista de las guerras caballerescas no se en- gañaba al hablar de los innumerables campanarios de Saint-Omer. Como en Venecia, como en Brujas, como en Toledo, las notas de bronce pasan sobre nuestras cabezas, graves y ligeras, saludándose fa- miliarmente en su concierto alado .
« * «
En las calles centrales, los tommys nos acogen de nuevo con su frialdad habitual. No se ven más que uniformes kakis. No hay más que rostros afeitados.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRÓNICAS
ojos claros, labios cerrados. No se escucha una pa- labra. Y, sin embarg^o, el ruido es ensordecedor; ua ruido trepidante, discordante; un ruido de hierro y de fiebre; un ruido serio, duro, enérgico, entre el cual sólo ios gritos de los chiquillos ponen acordes alegres. Son los automóviles militares, las motocicle- tas militares, los talleres militares, los que así hacen vibrar la atmósfera. Por todas partes se oyen sire- nas, yunques, motores, ruedas. Los oficiales pasan a caballo, ligeros y esbeltos. Por las ventanas de los restaurantes se escapa un estrépito de platos y de copas. La hora solemne de la cena acércase, y los hijos de la Gran Bretaña, que han canonizado esa hora, parecen saludarla con entusiasmo. Por las ace- ras van, corriendo, los carrillos humeantes que lle- van las marmitas hacia los cuarteles. En las tiendas de ultramarinos, custodiadas por severos pólice^ men, los soldados se amontonan, pidiendo por se- ñas lo que necesitan para aumentar el suculento ran- cho que la Intendencia les ofrece. Los centinelas, a las puertas de los palacios, paséanse con paso duro e impaciente. El estómago nacional, de que hablaba Oscar Wilde, es, en estos hombres, más elocuente que los labios. En las ventanas, las muchachas more- nas, de ojos tiernos y maliciosos, sonríen a los bue- nos mozos rubios. Una alegría serena, un buen hu* mor sin risas y sin bromas, algo como una beatitud general, mueve a la ciudad entera, dándola un as- pecto de feria y de campamento. Y como nosotros, aunque no tenemos el honor de ser ingleses, sabe- mos ser sensibles a los perfumes de sopa caliente que flotan en el aire, murmuramos, al fin, apresu- rando el paso: —Nuestro hostelero nos espera...
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EL MISTERIO DESCONCERTANTE DEL ALMA INGLESA
lENE un alma militar, tiene un alma guerrera este pueblo? >, nos preguntamos a cada mo- mento desde que comenzó la guerra, Y a medida que más observamos sus costumbres, sus leyes, su carácter, su men- talidad, más contradictorias son las respuestas que nos hace- mos. Naturalmente, si el tipo del militarismo perfecto es el prusiano, puede decirse, sin te-
mor de equivocarse: «No, los ingleses no son milita- res.» Para una raza individualmente orgullosa e ins- tintivamente libre, una disciplina como la que so- portan los alemanes sería el más insoportable de los escarnios. No se necesita siquiera un estudio muy hondo de Psicología comparada para descubrir la oposición irreconciliable que existe entre las virtu- des germánicas y las virtudes británicas desde el punto de vista de las armas. El valor mismo de los dos ejércitos que ahora luchan en las llanuras de Flandes es, no sólo diferente, sino opuesto. Aunque
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fí. o o M E Z CARRILLO
parezca una paradoja, puede decirse que el heroís- mo de las tropas prusianas, ese magnífico heroísmo que en las batallas llega a grandezas de holocausto, está compuesto de timideces. Ved a los reclutas que aprenden las maniobras: todos ellos tiemblan; todos ellos atienden, espantados, a los gritos del jefe; en todos ellos el rostro denota el terror y la humildad. Cuando el duro puño del que manda cae sobre la cabeza de uno de los bisoños, los demás, lejos de in- dignarse, se inmovilizan en la más impasible pos- tura, convencidos de que no hay en el mundo nada tan natural como la brutalidad del divino feldwebeL Y si de un grupo de soldados pasamos a contemplar el ejército entero, el país entero, encontramos siem- pre el mismo terror domado por la misma fuerza. Los hombres de raza latina que viven en Berlín, en Hamburgo, en Colonia, no logran nunca explicarse que en un pueblo de guerreros el arrojo personal sea tan raro. Injuriad a un alemán aislado, en efec- to, y pocas veces lo encontraréis dispuesto a contes- tar con Tiolencia a vuestro ataque. Hay una frase que, vista a la luz de la Historia, parece una simple expresión de hipocresía, y que contiene, no obstan- te, una verdad absoluta: «Nosotros— dicen los súb- ditos del Káiser— somos pacíficos; no buscamos plei- tos, como los franceses, como los españoles; no so- mos ni quijotescos ni cyranescos.» Y es cierto. Cada uno de ellos aparte, es un ser apacible. El Imperio entero es el que resulta belicoso. En cambio, en In- glaterra pasa lo contrario. Un inglés, un escocés, un irlandés, tiene en la sangre fermentos batalladores que lo llevan al cultivo de ejercicios físicos en los cuales hay algo de lucha y de peligro. Una disputa en un bar^ en Londres, no termina en largos discursos,
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como en Berlín, sino que conduce inevitablemente al pugilato. La self 'defensa del ciudadano britá- nico, que confía en su propia bravura y en su propia fuerza para hacerse respetar, es una institución sa- grada, casi un rito místico. Sin penacho, sin garbo, sin insolencia, esos hombres rubios y flemáticos es- tán siempre dispuestos a arriesgar su vida por de- fender su honra o su tranquilidad. Y lay del que trata de ofenderlos! Aun los más humildes reclutas, al instruirse bajo las órdenes de sargentos graves y fríos, conservan un aire de nobleza y de orgullo per- sonal que hace imposible el empleo de la violencia en quienes los mandan. ¿Habéis oído hablar nunca de malos tratos en los cuarteles de la Gran Breta- ña?... ¿Tenéis noticias de oficiales británicos arma- dos de látigos para conducir sus tropas?... Hace um minuto veíamos maniobrar en el patio de una granja a un grupo de tommys adolescentes, guiados por un cabo atlético. Las órdenes eran breves; los mo- vimientos, secos; el conjunto, armonioso. Sin em- bargo, dos o tres novatos empeñábanse en no com- prender las voces del mando. El cabo acercábase a cada uno de ellos y les hacía observaciones que pro- vocaban sonrisas y no terror.
—Sin embargo— observan los estrategas—, un re- gimiento alemán es una máquina de guerra más te- rrible que un regimiento inglés. ¿Os explicáis eso vosotros, que admiráis a los ingleses y desdeñáis a los alemanes? . . .
Lo que yo no me explico es el csin embargo». Por- que para formar ejércitos cuya disciplina se parezca a la esclavitud, una raza de hombres conscientes de «u dignidad resultará siempre inapta. Leed, por ejemplo, el siguiente telegrama de Calais, y decid si
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sería posible que el Estado Mayor del general Dou- glas Haig procediera del mismo modo con sus regi- mientos de tommys:
«Lors des derniers combats prés de Saint-Eloi les soldats allemands ont été obligés d'attaquer baíonnette au canon; derriére eux on avait placé une ligne d'hommes qui avaient regu Pordre de tirer sur ceux qui tenteraient de reculer; di autre part, les malades sont trités sans la moindre consi- deration.>
No; a los ingleses no se les podría tratar así, no se les podría disciplinar así. Y por eso repito que si el tipo del militar perfecto es el alemán, Inglaterra no es, no ha sido, no será nunca un país militar. Pero por fortuna no sólo el sistema prusiano da grandes resultados de triunto en el mundo. Los mismos crí- ticos de Berlín confiesan ya que el ejército francés es una maravillosa máquina guerrera, y bien sabe- mos, no obstante, que en Francia el soldado es un ciudadano libre, digno y consciente, a quien nadie maltrata. Abandonemos, pues, las comparaciones y preguntémonos de nuevo: «¿Tiene Inglaterra un alma guerrera?»
4( * *
—Para comprender nuestro modo de ser actual —dicen los ingleses— es necesario conocer a fondo nuestro carácter nacional.
Y luego, con la perpetua contradicción de todo lo relativo a esta raza, agregan:
—Sólo que tal cosa resulta casi imposible...
Y, a fe mía, en esto por lo menos no deben enga- ñarnos, puesto que hasta Kipling confiesa que no es
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
fácil ahondar en el arcano de la mentalidad y de la sensibilidad de sus compatriotas. «Si nos es difícil analizar a los franceses—escribe, en efecto, el autor de Kim—^ mucho más difícil es para los franceses analizarnos a nosotros. Yo no los censuro. ¿Habéis olvidado a nuestros propios paisanos hablando de nuestros asuntos graves de abril último? Lo único que decían era: «Twas damned unhealty.» Así somos todos: tan desarticulados como cuando acabábamos de nacer.» Este desarticulamiento moral, que no existe en tan alto grado en ningún otro pueblo, los ingleses tratan de ocultarlo con una máscara de uni- formidad y de silencio. Observad superficialmente a Inglaterra, y os figuraréis encontraros ante un ver- dadero rebaño de seres de sangre pura y de espíritu automático. Todos los hombres se afeitan del mismo modo; todos guardan el mismo silencio; todos se visten con el mismo traje; todos toman té a hora fija. Hasta sus hogares son iguales, y el que aseguró que en la Gran Bretaña no hay más que una casa repro- ducida a millones de ejemplares, no se equivocó mucho. Llamemos a esto disciplina instintiva o lla- mémoslo espíritu rutinario, poco importa. La apa- rente monotonía británica es un hecho. Pero cuando tratamos de edificar hipótesis filosóficas sobre la base de esta monotonía, nos encontramos con sor- presas inauditas. Escojamos, por ejemplo, el caso de Bernard Shaw. ¿En cuál de los países empeñados en la terrible contienda hubiera un escri tor ilustre po- dido hablar como este gran hacedor de paradojas? Por colocarse por encima del conflicto y por tratar de razonar con frío patriotismo, Romain Roland se ha convertido, a pesar de la libertad de espíritu del pueblo francés, en un síínbolo de las más odiosas
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traiciones morales. En cambio, Bernard Shaw, cuyo famoso folleto es una defensa de Alemania y un ata- que contra Inglaterra, sigue siendo estimado, respe- tado y admirado en su patria. «Cada uno es libre de expresar sus ideas», dice la gente de Londres. Y uno lo cree sin dificultad. Pero luego recordamos que por haber pronunciado el nombre de Oscar Wilde en un salón, un ilustre pintor americano fué expul- sado de lo que se llama la buena sociedad londinen- se. Y entonces, una vez más, tenemos que pregun- tarnos dónde se encuentran las articulaciones psico- lógicas de este pueblo. *
^ ^ %
El único sentimiento que aparece de un modo cla- ro en el alma colectiva de Inglaterra es el de la ca- ballerosidad. En efecto: durante las dos semanas que ha durado nuestra excursión, y en las cuales hemos tenido oportunidad de tratar con militares, con ma- rinos, con periodistas, con hombres políticos y hasta con gente de baja laya, no hemos oído una sola frase contra los alemanes en general. Sin duda, cuando hablan de ellos, dicen siempre los boches\ pero en sus labios esta palabra despójase de lo que en su origen tiene de dura, de rencorosa, y se convierte, gracias al acento británico, en un término familiar, desdeñoso e irónico. L.os boches son, en principio, los grandes bárbaros que han deshonrado la guerra con sus crueldades inútiles, con sus balas explosivas, con sus invenciones diabólicas. Eso nadie lo niega cuando llega el caso de hacer el proceso moral del conflicto. Sólo que en su desamor de las frases, de los discursos, de las indignaciones, los hombres de
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kaki parecen huir de tal tema, con el mismo escrú- pulo de sencillez con que huyen de los motivos or- questales del patriotismo, del honor nacional y de la gloria colectiva. «¿Para qué repetir lo que nadie ignora?», piensan. Y en la conversación, que nunca llega hasta las ideas generales, y que se mantiene en las anécdotas, en las observaciones menudas, en los relatos episódicos, el tono es tan suave, tan justo, tan mesurado, que muy a menudo los beligerantes parecemos nosotros, con nuestros entusiasmos y nuestras pasiones, y ellos los neutrales.
Hace poco, examinando los libros que componea la biblioteca del Estado Mayor que nos aloja, encon- tré, entre obras de historiadores franceses y de cro- nistas ingleses, dos o tres tomos alemanes consagra- dos a celebrar el Deutschland über alies... «Sin duda— me dije—, nuestros oficiales no han notado que estos son cantos germánicos en los cuales suena a cada instante el grito de Gott sttaffe England.i^ Y llamando al capitán Roberts, le señalé aquellas obras.
—Sí— murmuró hojeándolas—, sí... Esto le extraña a usted como les extraña a los franceses que vienen a visitarnos... Nosotros creemos que es preciso leer- lo todo para saber lo que piensa el enemigo... Hay cosas muy interesantes y muy instructivas en los libros de tal índole... Tal vez hacemos mal en ser así... Así hemos sido siempre, no obstante... Los hé ' roes más venerados entre nosotros son nuestros ma- yores adversarios: Juana de Arco y Napoleón...
— Eso se llama espíritu caballeresco — le con- testé.
—No; eso es fair plai...
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Bair plai, franco juego, jue^o leal, juego sin saña^ juego noble, eso es, sin disputa, para los ingleses la guerra. Los psicólogos lo atribuyen ala influencia de las prácticas deportivas, en las cuales la mayor violencia va unida a la más tranquila corrección. Pero yo creo que, por el contrario, sí el sports en Inglaterra, puede llegar hasta la sangre, sin que la hiél asome a los ojos, es por la herencia de senti- mientos guerreros, que parecen aprendidos en los poemas homéricos. Héctor, gritando a su rival: «jOh! Amigo, prepárate a morir o a darme la muer- te», es un héroe que se encuentra a cada paso en el curso de la historia británica. Los eruditos han de- mostrado que el famoso tires les premiers, meS" steursjno fxxé dicho por los franceses, sino por losr ingleses. Ingleses fueron también aquellos caballe- ros del sitio de Calais que, pasando por encima del respeto que debían a la voluntad de su soberano, opusiéronse a que los burgueses de la ciudad fueran ajusticiados, y de tal modo hablaron y con tanta elo- cuencia celebraron el heroísmo de sus enemigos, que consiguieron lo que la idea de justicia les dic- taba. Inglés, asimismo, gran barón de Inglaterra, fué el temerario y suave Burghersch, que, pudiendo enterrar bajo los escombros del castillo de Courmicy a Henry de Vaux, llamóle aparte, y en un discurso lleno de ternura le hizo comprender cuán vana sería el sacrificio de su vida y de las de sus com- pañeros... Y más inglés que todos fué el príncipe de Gales, que, después de la batalla de Poitiers, teniendo prisionero al rey de Francia, arrodillóse ante él y le dijo: «Señor, yo creo que debéis regocijaros en vuestra alma, pues aunque habéis perdido la partida, nadie negará que en proezas y
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glorias acabáis de mostraros superior a todos nos- otros...»
« * *
Y como en los pueblos, lo mismo que en los indi- viduos, las virtudes son incurables, los ingleses de hoy resultan, en punto a fair plai^ iguales a los in- gleses de ayer. Poco importa que el adversario no se muestre dipno de tan hidalgas maneras de ser. Un oficial, a quien yo le hablaba hace poco de las crueldades germánicas, contestábame:
—¡Qué quiere usted que hagamos!... No porque los negros del África ecuatorial se coman a nues- tros soldados que cogen prisioneros, nosotros nos hemos de comer a los negros que caen en nuestro poder...
Pero aun van más lejos en su generosidad caballe- resca, cuando declaran que no es justo hacer respon- sables a todos les alemanes de lo que han hecho al- gunos alemanes. En una carta de un capitán, publi- cada por John Buchan, encuentro estas líneas, que parecen escritas por un compañero de Burghersch: «Las matanzas de Bélgica que se refieren son espan- tosas; yo debo decir, sin embargo, que los enemigos que aquí luchan contra nosotros no hacen nada de eso y pelean perfectamente; son altamente respetables.» Hay algo de evangélico^ en el sentido protestante de la palabra, en esta mentalidad. Cada individuo, se- gún Lutero, no es responsable sino de sí mismo. Para el que no ha pecado no puede haber castigo, aunque sus hermanos pequen. En cambio, para el pecador no debe haber perdón. Porque lo carioso, lo carac- terístico, es que, en el sistema inglés, la caballerosi-
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dad no va unida, como en la gentileza francesa, a la piedad. ¡Ah, no! Los espías, los saqueadores de al- deas, los matadores de heridos, lo saben. Ante la gendarmería de Joffre suelen encontrar, en cuanto existe algún escrúpulo de conciencia, la esperanza del perdón. Ante los oficiales de lord Kitchener, la horca está al fin del delito, sin escapatoria posible. Bayardo, después de encolerizarse, tiene lástima. Bartolomé de Burghersch no se enfada nunca, pero tampoco perdona nunca. Juego franco, sí; juego de dupes, no.
* * *
En todo caso, juego, juego de azar, al mismo tiem- po que sport; juego de manos y juego de pies, más que de espíritu; eso es, indudablemente, la guerra para los ingleses. El ardor de los sentimientos que animan con fuego sublime y terrible al pueblo de Francia, resulta para ellos incomprensible. «Si habla- ran de la gloria y del honor como los latinos—dice Chevrillon-— , se producirían a sí mismos un efecto de actores.» Y es que, en realidad, por mucho que la Prensa de Londres se empeñe en hacer comprender al pueblo que en el caso actual se trata de una gue- rra por la independencia de la nación, nadie consigue meterse en la cabeza la idea peregrina de que la pa- tria corre peligro .
—Nuestra desgracia— acaba de decirnos un oficial partidario del servicio militar obligatorio— consiste en no haber sido invadidos nunca, desde los tiempos fabulosos de Guillermo el Conquistador... Si hubié- ramos sentido, como los alemanes o los franceses, la herida del enemigo en nuestro propio suelo, no pen-
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saríamos ni sentiríamos del mismo modo. En una empresa formidable de lucha, lo más necesario es el odio... Nosotros no tenemos odios... Tampoco tene- mos el otro resorte admirable que se llama vanidad... No...*No nos importa que se diga que los demás lle- gan más pronto que nosotros adonde quieren ir. Lo importante para nuestros principios es llegar nos- otros también adonde nos lo proponemos, y de eso siempre estamos seguros... Acuérdese usted de nuestros desastres del Transvaal. . . Otro pueblo se habría sentido humillado... Nosotros, no... Nosotros desconocemos los tormentos y los placeres del amor propio. Busque usted en las pupilas de nuestros sol- dados el reflejo de gloria o de pena que ilumina los ojos franceses después de un triunfo o de una derro- ta, y no los encontrará. Cuando ganan una batalla, están satisfechos cual si hubieran vencido en una partida de foot-balL Cuando la pierden, se consuelan con la convicción de que han peleado lo que han po- dido.
* * 4:
Esta observación ya yo la había hecho más de una vez durante nuestras recientes correrías. Con la mis- ma impasible tranquilidad los oñciales nos dicen «Él día en que tomamos tal trinchera», que «El día en que nos arrebataron tales posiciones>. El deber del soldado, para ellos, no es vencer, sino pelear. Y te- niendo, como tienen, la idea de que el adversario es digno de respeto por su fuerza, por su arrojo, por sh energía, no les ofende la desgracia. Al principio, ante los gases asfixiantes, un movimiento general de escándalo se produjo, lo mismo que en un match de
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box cuando uno de los campeones emplea un golpe incorrecto. Aquello no era gentleman, Pero en cuanto el Gobierno les dió las máscaras protectoras, no volvieron a pensar en el asunto y continuaron el combate, sin meterse a discutir sobre lo que existe de inhumano y de inicuo en los nuevos métodos del ad- versario. Desde el momento en que el Starter acepta el nuevo golpe, ya no hay que hablar. La imagina- ción, la sutileza, el espíritu observador, no han sido nunca virtudes de británicos. Con una mentalidad tarda y uniforme, sin grandes curiosidades y sin gran fantasía, se someten a las leyes de la guerra ni más ni menos que a las del sport. «No somos— escribe uno de ellos— sino buenos muchachos, honrados y sanos, y sólo pensamos en respetar la consigna, en tirar bien, en r esistir a las fatigas, riendo o callando, se- gún el humor y el momento, y luego, si es posible, en tomar un baño y en comer de un modo honorable.» Las palabras mismas tienen en labios de estos hom" bres un sentido que nosotros no entendemos. Lo res' petable y lo honorable para ellos está muy a menudo en el traje y en la comida. Los sentimientos, en cam- bio, no necesitan calificativos. Una frase igual a la de «¡Arriba los muertosl>, no la comprendería ningún tommy. Tampoco comprendería las injurias contra los que están en la trinchera contraria. Hay una car- ta del capitán A. G. Reid, escrita en el hospital, en la que, después de contar de qué manera fué herido, agrega: «¡Era extraordinario aquel ataque alemán! Centenares de hombres reemplazaban a los que caían, y las filas se llenaban a medida que nuestra metrállalas vaciaba como por encanto. Avanzaban y caían, y esta extraña marcha duró así horas. Así, cuando os digan que no son valientes, no lo creáis. Tal
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vez no saben resistirá las cargas a la bayoneta; pero bajo las balas se portan de tal modo, que no es posi- ble dejar de admirarlos.» Esta admiración tranquila, que no es, como la de otros pueblos, una especie de diploma que se otorga con orgullo al adversario, sino que representa de manera muy sencilla el reconoci- miento de la verdad, la encontramos en los soldados lo mismo que en los oficiales, y en los paisanos como en los militares. Estimar al adversario, por odioso que sea, no resulta aquí, como en Francia, un pecado que hay necesidad de ocultar.
Ayer, a la hora del almuerzo, hablando de la bata- lla de Verdun, uno de nosotros se expresó en térmi- nos irónicos y denigrantes sobre las capacidades del Kronprinz: «¡ Ah, ese príncipe de caricatura, ese prín- cipe siniestro y grotesco!...» Los oficiales que nos ro- deaban no dijeron una sola palabra; pero lord D..., siempre muy fino, murmuró con suave natura- lidad:
—El Kronprinz es padrino de mi hija. Nada más.
Las relaciones espirituales, las relaciones intelec- tuales, las que Romain RoUand pone «por encima de la pelea», no están rotas para los ingleses. De lo que se trata, según ellos, es de vencer, de obtener lo que el Gobierno ha dispuesto, de imponer 3a paz necesa- ria a los intereses de Europa, y no de destruir inútil- mente, y menos aún de injuriar.
* « *
Verdad es que los periódicos no suelen ser tan dis- cretos ni tan caballerescos en este punto, y que la pa- labra boche en la pluma de ciertos polemistas toma
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un acento de odio y de desprecio. Pero Galsworthy» el más gran psicólogo inglés, dice: «No hay que juz- garnos por nuestra Prensa, que se halla en manos de periodistas que no son verdaderos ingleses, ingleses típicos, y que, en general, exagera.» En seguida agre- ga: «Tampoco hay que juzgarnos por nuestra litera- tura.» Y concluye asegurando que «el inglés propia- mente dicho es incapaz de expresión y no se ha ex- presado nunca.» Así, pues, el hombre que mejor ha definido a sus compatriotas, confiesa que es imposi- ble definirlos. ¿Podemos los extranjeros abrigar la loca presunción de ver más claro? De ninguna mane- ra. Pero tal vez por lo mismo que los contrastes na- cionales nos sorprenden como fenómenos extraños, nos hallamos en mejores condiciones para hacerlos sentir. Fijémonos de nuevo en el tono de los que ha- blan de la guerra, y notaremos algo que a los ingle- ses no parece llamarles la atención. Me refiero a esa especie de desinterés sonriente con que todos los que no son reclutadores de voluntarios o apóstoles polí- ticos, consideran las fases trágicas del conflicto. El mismo Wells, después de aceptar la idea de Norman Angel de que la guerra arruinará al vencedor como al vencido, abandona su lenguaje sibilino, y con gen- til ironía dice: «Eso precisamente es lo único bueno que puede decirse de la lucha a que asistimos. Nada de lo que vale la pena, en la vida, es prácticamente recomendable: ni el amor, ni el cultivo del Arte, ni la honradez.» En Alemania, en Francia, en Italia, una respuesta idéntica, tratándose de un asunto de vital importancia para el porvenir, sería considerada como una salida de mal gusto. En Inglaterra, no. En Ingla- terra la ironía conserva sus fueros aun en los mo- mentos más dolorosos. Recordad, si no, el artículo
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de Wirlwind relativo a la catástrofe del Lusitania, y en el cual, después de examinar los métodos de de- fensa moral de los alemanes, aquel escritor concluye diciendo: «¿No veis acaso, ioh queridos profesores germanos!, que la riqueza misma de vuestro genio inventivo establece una duda sobre cada una de vuestras explicaciones sapientísimas? Si yo estuviera en vuestro caso, me habría contentado con expresar una gran verdad, en la que está contenida la excusa de vuestro acto, y es, a saber: que si habéis echado a pique el Lusitania^ ha sido porque, como nosotros pretendemos ser señores del mar, todo el mundo tie- ne derecho a echarnos al agua para colocarnos en nuestro verdadero reino. En otros países la seriedad es de rigor cuando se trata de asuntos trágicos en los cuales va envuelto el honor nacional y el orgullo guerrero. En Inglaterra, ni aun los que con mayor ardor cantan la epopeya actual creen en la grandeza de la guerra y en la belleza de los sentimientos pa- trióticos. «Creo en la paz de todo corazón— escribe Galsworthy— ; creo que la guerra es un crimen; odio el militarismo y odio la fuerza. Y desconfío terrible» mente de lo que se llama el honor nacional.»
* « He
De lo que también desconfían los psicólogos ingle- ses es del espíritu de iniciativa, del ingenio vivo y de la sensibilidad del pueblo inglés. Hay que leer el hermoso estudio de Galsworthy sobre el alma de sus compatriotas en los actuales instantes históricos, para ver la franqueza con que esta gente habla de sí misma. «Es muy difícil— dice— mover a un ciuda- dano déla Gran Bretaña. Conseguid moverlo, no
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obstante, y cuando los demás se hayan detenido, él seguirá moviéndose. Vive como un hombre prácti- co, no como un hombre de imaginación. Esto lo hace parecer, cuando se le considera filosóficamente, algo ridículo. En los negocios mismos, eso le hace daño al principio; pero luego le da una incalculable fuerza de resistencia. En parte por falta de sensibilidad nerviosa y de espiritualidad, en parte por su antipa- tía de los extremos y por hábito de esconder sus sentimientos, es el ejemplo vivo de la conservación de la energía. Es preciso convencerlo, lo que resulta muy ardua tarea. Absorbe las ideas muy lentamente y con gran disgusto; prefiere no imaginar nada y sólo se resigna a hacerlo por necesidad. La lentitud con que avanza es igual a la lentitud con que retro- cede. En las circunstancias actuales, su carácter se adapta bien a lo que se necesita de su esfuerzo. Por lo mismo que carece de imaginación y de facultades expresivas, economiza sus nervios. Por lo mismo que huye de los extremos, economiza su energía de cuerpo y de alma. Que los hombres de todos los paí- ses están dotados de un heroísmo iguala lo vemos en la guerra actual. La victoria hay que esperarla de otras virtudes, dado el carácter de la lucha. El in- glés no se analiza a sí mismo, no medita, no ve muy lejos, y tiene, en su seriedad, necesidad de un poco de broma. Estas son ventajas terribles y maravillo- sas. Cuando comenzó la guerra, nuestros hombres se frotaron los ojos, nublados por el pacifismo. Aun se los frotan, aunque algo menos cada día... Hay que confesar con franqueza que nuestros compatriotas, privados del sentido de la luz y de la penumbra, ves- tidos con sus trajes oscuros y muy rígidos en sus posturas, no tienen nada de simpático. Pero en el
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lento trabajo de la guerra nueva, terrible y gris, los ingleses, poco imaginativos, humoristas, combativos, prácticos, enemigos de los extremos, optimistas, mu- dos y tenaces, están muy bien preparados para lo- grar la victoria. >
He citado esta página que contiene la esencia de lo que Inglaterra piensa de sus virtudes y de sus defec- tos, porque en ella se encuentran explicados los mis- terios que más sorprenden a los pueblos latinos— y aun a los pueblos germánicos—en la conducta actual de la Gran Bretaña. Cuando nos preguntamos cómo es posible que un país que dispone de tres millones de soldados no ocupe aún sino unos cien kilómetros en un frente de cerca de mil kilómetros, lo único que olvidamos es el orgullo con que el pueblo entero habla de su lentitud. Cuando notamos el desinterés desdeñoso con que Tommy refiere sus propias haza- zas, no nos damos cuenta de que hasta para apreciar la reahdad es indispensable la imaginación sensiti- va. Cuando nos asombramos de que al odio alemán se conteste con una especie de galantería halagado- ra, no pensamos en que todavía el libre ciudadano pacífico de Albión se está frotando los ojos sin darse una cuenta exacta de que la lucha actual no es una campaña colonial, sino un duelo a muerte. Cuando nos sentimos desconcertados ante el tono ligero de los grandes escritores de Londres, en fin, perdemos de vista que, aun en la tragedia, este pueblo necesita algo que suene a humour.
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LOS CAMPOS DEL MARNE
OMo hace tres años, voy a reco- rrer ahora, guiado por un capi- tán de Estado Mayor, los cam- pos gloriosos y trágicos del Mar- ne. La campiña parisiense, con sus casitas tapizadas de madre- selvas, se queda atrás, y las no- bles llanuras de la Isla de Fran- cia extienden ante nosotros sus líneas onduladas. Yo no había vuelto a pasar por esta carrete- ra desde los días legendarios de la lucha de Ourc. Y a cada instante, sin poderlo re- mediar, una voz misteriosa murmura en mi alma: «Como hace tres años... como hace tres años...» Es cierto. Pero entonces era en invierno, bajólas últi- mas lluvias de septiembre, en una atmósfera gris y helada. .. Entonces el cañón nos indicaba sitios cer- canos en los cuales desarrollábase el drama... En- tonces las llamas del incendio iluminaban aún estos paisajes... ¡Ah, mis visiones de aquellos días: mi pri- mer encuentro con la máscara horrible de la trage- dia, mis palpitantes congojas de Monthyon, humean-
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te; de Barcy, convertido en cementerio; de Vared- des, aún lleno de cadáveres!... Los rostros de los lugareños, en aquel momento, no reflejaban sino odio y dolor. En el espacio de unas semanas habían visto destruido todo el fruto de una larga vida de paciente esfuerzo. Sus casas estaban comvertidas en montones de escombros. Sus guías espirituales, sus maestros, sus jefes, sus pastores, habían sido lleva- dos como esclavos hacia lugares desconocidos. Sus hijas habían sido violadas, ultrajadas. Y en los cam- pos desiertos, las innumerables cruces rústicas de las tumbas eran los únicos signos de paz y de re- poso.
—Esos son los más felices...
Fué un anciano de rostro lívido el que pronunció a mi oído, señalando una sepultura, esta frase deses- perada.
Les plus heureux..,
Y es que,a ñnes de septiembre de 1914, todo parecía perdido para siempre en estas llanuras. El cañón anunciaba la victoria militar, y el enemigo retroce- día siempre hacia el Norte. Pero ante sus granjas incendiadas, ante sus tierras convertidas en campo- santos, los labradores no veían, para el porvenir^ sino miseria.
¿Quién iba a pensar, efectivamente, en que de nue- vo el arado pasara por aquellos interminables ce- menterios? Como Atila, el Káiser parecía haber se- cado para siempre la hierba con los pies de su ca- ballo.:
Hoy, sin embargo, la vida palpita en estas campi- ñas. Hoy nada nos habla de muerte, de dolor, de des- esperación. Hoy, en medio de los trigales dorados, los rostros rudos sonríen. Hoy, en lugar de cruceS;^
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vemos las amapolas que manchan de alegre sangre la llanura.
Y yo pregunto con algo de congoja:
—¿Qué ha sido de las tumbas de hace cuatro años? ¿Dónde han ido a parar los huesos de los héroes del Marne?
—Los campesinos los han reunido en los cemente- rios provisionales— me contesta mi guía.
Los campesinos han restaurado también sus chozas.
En Francia las horas de desaliento no son nunca durables. Con paciencia y con constancia, el aldea- no, después de maldecir su suerte, después de decla- rar que no le queda ninguna esperanza, después de quejarse de la ruina irremediable, vuelve a la tierra para fecundarla con el sudor de su frente. Ya sea el Croquant del Poitou, o el Santurlu de Borgoña, o el Va-nupieds de Normandía; ya sea en tiempo de En- rique IV, ya sea durante la Revolución, ya sea aho- ra, ya sea en épocas de sequía o en épocas de inun- daciones, para él la existencia es una perpetua queja y un perpetuo esfuerzo. Oídlo hablar, y veréis que nada le resulta nunca como él lo desea. ¿La cosecha? Muy mala, siempre muy mala.. . ¿El cielo?... Siempre inclemente... ¿La salud? Siempre quebrantada... ¿Los impuestos? Siempre terribles... Y el estribillo final, siempre el mismo:
—Ya no se puede vivir...; ya es preciso abandonar la tierra...
Pero hoy, como ayer, su amor del trabajo es admi- rable. En 1484, un orador de los Estados generales decía: «Después de las grandes guerras hemos visto a los labradores que, por no tener caballos ni bue- yes, arrastran ellos mismos el arado, igual que ani- males, para abrir el surco.» Luego, durante las cam-
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pañas napoleónicas, los comisarios denunciaban a los campesinos que, «arriesgando su vida, entregábanse a la labranza en terrenos expuestos al fuego de la artillería». Ahora, en fin, los generales se quejan de que, «por codicia, los aldeanos de las zonas de com- bate no quieran abandonar sus granjas, a pesar de las órdenes de la autoridad militar». Lo de la codicia es cierto. Comparado con un cultivateur^ Harpagón resulta desprendido. Pero hay también una gran parte de pasión, de entusiasmo casi religioso, de sen- timiento inconsciente, en el alma oscura y tenaz de los trabajadores déla gleba. Hay pasión, sí, en esa vida de sacrificio constante, y, por lo mismo, hay goce y orgullo: un goce algo sórdido, un orgullo si- lencioso, receloso:
II n*y a rol ni prlnce ni duc«que» ni seigneur, qui n'vivc de la peine du pauvre laboureur.
El pauvre laboureur de la Isla de Francia ha lo- grado, en tres años, devolver a los campos del Marne su esplendor y su belleza. Por todas partes la tierra aparece cubierta de mieses que prometen cosechas magníficas, y nuestro guía, hombre práctico, nos da detalles de estadística agrícola:
—Cest un grenier cette terre— -murmura, enterne- cido.
A mí, más que un granero, me parece un jardín. En las cercas, en los bordes de los caminos, en los patios de las granjas, en las viejas tapias, las flores del campo abren sus corolas humildes. Hay una al- fombra roja y azul en el vasto espacio. Y bajo el sol de oro, que todo lo anima, la campiña sonríe feliz,
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cual si de aquellos días aciagos de 1914 no quedara ya, en el suelo y en el alma, ni siquiera el recuerdo.
En Creil, donde nos detenemos para almorzar, esta sensación de dulzura, de bienestar, de trabajo ale- gre, se acentúa y se convierte en un símbolo na- cional.
Hay en el aire, en el cielo, en los árboles, en el río, en las flores, en la sonrisa de la gente que me rodea, una suavidad ligera y activa, clara y armoniosa, que hace amar la vida en lo que tiene de más humilde y de más intimo, en sus gracias sin fiebre, en sus dones modestos, en lo que apenas es una caricia que nos envuelve y nos anima, en lo que sólo es un perfume que nos alienta sin embriagarnos, en las miradas ju- veniles que pasan, en la cordialidad que nos halaga, en el canto de los pájaros, en la sombra de los bos- ques, en los reflejos del agua.
Para oírlos hablar hago que los lugareños que se acercan me refieran sus impresiones del principio de la guerra, de la invasión alemana, del incendio de sus casas, de la tragedia local de 1914, en fin. Y como todos tienen algún recuerdo personal, todos quieren hablar a la vez. Pero hay tal cortesía en la buena gente, que nadie se atreve a cortarle la palabra al vecino, nadie gri'.a, nadie gesticula.
—Aquí todo era alemán antes de la guerra— dice una muchacha rubia.
Y como un viejo territorial protesta, ella replica riendo:
—Mais oui, mon vteux... mais oui„. tout Boche,.. ¿Te acuerdas de la famosa Sociedad Parisiense de Anilina? El director era un alemán, Mittrueyer, y los ingenieros eran alemanes. ¿Y la fábrica de electri- cidad? El director era otro alemán, Zingler... Así,
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cuando las tropas prusianas entraron en la población, los oficiales que las mandaban conocían las casas mejor que nosotros mismos... Pregúntale a M. Verlé, nuestro juez de paz, con quién se encontró al ir al Cuartel general a pedir al jefe boche que respetara nuestros bienes... Nada menos que con uno délos ingenieros de la Anilina, a quien había tratado antes amistosamente, y que venía de coronel. ; Ah! ¡Y cómo lo recibió!... Aquí, en tiempo de paz, habíase mos- trado muy amable, muy obsequioso, muy entusiasta de todo lo francés. Al volver, a la cabeza de su regi- miento, nos llamaba «perros franceses»... Ese fué el que dió la orden de incendiar toda la rué Gam- betta...
El viejo territorial no puede ya contradecir y mur- mura:
—Es cierto... Nos habíamos dejado invadir por los boches y por sus fábricas...
Creil, a principios de 1914, era una ciudad mitad industrial, mitad campesina, que gozaba, en medio del más bello paisaje de la Isla de Francia, de una existencia paradisíaca. Rodeada de jardines, enri- quecíase sin prisa, conservando siempre, a pesar de sus 10.000 habitantes, un aspecto de petite vi lie pa- triarcal y tranquila, apenas turbada al caer de la tar- de por los cortejos de obreros que salían de las fá- bricas. Un núcleo de familias burguesas, dueñas de las antiguas casas solariegas, formaba lo que en los pueblos pequeños se llama «la aristocracia>. Su anti- quísima iglesia de San Medardo y algunas nobles vi- viendas, ennegrecidas por el tiempo, concedíanle un abolengo de antigüedad señorial.
Hoy una gran parte de la población está en ruinas y su industria se halla paralizada. Porque los bo-
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ches^ queriendo pagar, sin duda, la hospitalidad aquí recibida en tiempos tranquilos, se apresuraron, ape- nas dueños del lugar, a incendiar los barrios en los cuales no había fábricas alemanas. Y no sólo incen- diaron. El relato oficial de los acontecimientos de septiembre de 1914 contiene la página siguiente, re- lativa a Creil:
oEl 3, bajo la dirección de un capitán que había querido obligar a los señores Guillot y Demonts a que le indicasen las moradas de los propietarios más ricos, invadieron los alemanes las casas, destrozan- do puertas y ventanas y entregándose al saqueo con la complicidad de sus jefes, a los que iban a mostrar a cada instante las alhajas de que se habían apodera- do. Demonts y Guillot fueron conducidos en seguida al campo, en el que se unieron a un centenar de ha- bitantes de Creil, de Nogent-sur-Oise y de los alre- dedores. Todos estos prisioneros debieron pasar por la vergüenza y sufrir el dolor de trabajar contra la defensa de su patria, cortando el maíz de un campo que podía dificultar el tiro del enemigo y abriendo trincheras destinadas a proteger a los alemanes. Sie- te días fueron retenidos, sin darles ningún alimento; y gracias a que las mujeres del país pudieron procu- rarles algunas provisiones. En este tiempo fueron muertas varias personas de la ciudad. El señor Pa- rent, al escaparse, fué muerto en la calle de Víctor Hugo por el disparo de un ulano. Tan pronto cayó, se precipitaron sobre él unos jinetes para registrar sus vestidos. Al señor Alejandro le destrozaron el cráneo en la esquina de la calle de Gambetta y de la calle de Carnot. Otros alemanes entraron en el esta- blecimiento de bebidas del señor Bréche. Farecién- doles que no les servía bastante pronto, lo arrastra-
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ron hasta el patio de su vecina, la señora Egasse, en el que un oficial, que lo acusó de haber disparado contra los soldados, ordenó, a pesar de sus negati- vas, que fuese fusilado en el acto. La señora Egasse intentó aplacar a los verdugos, pero recibió el man- dato brutal de retirarse. Desde la habitación a que se trasladó oyó las detonaciones, y vió por la venta* na el cuerpo de Bréche tendido en el suelo. Cuando salió, como no pudiese reprimir su dolor, le replicó el oficial: «De un hombre muerto no hacemos caso. ¡Se ven tantos!... Además, allí donde se nos tira, ma- tamos e incendiamos.
»Un joven llamado Odener fué conducido desde Liancourt hasta Creil cargado con un saco de arroz. Al llegar a la plaza de la Iglesia, extenuado por la fatiga y los malos tratos, arrojó la carga e intentó escapar. Dos soldados le apuntaron, hicieron fuego y lo mataron. Otro vecino llamado Leboeuf, que ha- bía vSido su compañero de cautiverio, murió en Creil al cabo de algunos días, a consecuencia de una heri- da recibida en la marcha.»
Todo esto la gente de Creil no lo olvida. Ni lo ol- vida, ni lo olvidará nunca. Pero a pesar de su luto y de sus ruinas, la ciudad ha recobrado su animación, su sonrisa, su espíritu laborioso, su confianza en el futuro, su orgullo del presente, su dulzura de vivir^ en fin.
—Es la fuerza de nuestro país a través de los si- glos—me dice nuestro guía, oyéndome elogiar esta virtud de la Francia provinciana.
Luego murmura:
—Lo malo es que los extranjeros no conocen sino las fiebres de París, de Niza, de Biarritz, de lo me- nos francés...
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Cierto... Para darse cuenta de lo que constituye el verdadero carácter de este pueblo fuerte, paciente y sonriente, hay que penetrar en la existencia modes- ta de sus petites villes, que continúan cultivando sus antiguas tradiciones en un cuadro de viejas tapias, de viejas torres y de viejos jardines. Hay, en primer lugar, en este carácter, un sentimiento exquisito de la cortesía, de la medida, de la amabilidad. Los cam- pesinos mismos, en la Isla de Francia, conservan algo de aquellas botines fagons que tanto enterne- cían a Juan Jacobo en la época de sus pastoriles filo- sofías. El jardinero se acerca siempre con el som- brero en la mano, como en las estampas desteñidas de Emilio, no sólo cuando dirige la palabra a su amo sino cuando tiene que responder a cualquiera que lo interroga. La hostelera sale hasta la puerta a acom- pañar al parroquiano que se marcha. La muchacha que recibe un piropo, lo paga con una sonrisa. El campesino que se encuentra con alguien en el sen- dero, lo saluda. El burgués que se ve precisado a preguntar por un camino, pide perdón primero, lue- go da las gracias y se inclina. Y es que la más ele- mental de las virtudes francesas es la cortesía, una cortesía innata, instintiva, hecha, no de deseos de halagar, sino de la voluntad de gustar; una cortesía que es una coquetería, que tiene algo de voluptuoso, que se complace en sí misma, y que hace de las re- laciones sociales, por humildes que sean, un comer- cio agradable. cEs el pueblo más sociable del mun- do», dice Kipling. Sin duda, y a un inglés esto le sorprende. Es el pueblo más sociable, porque es el que mejor ha comprendido lo grato que resulta ofre- cer una flor para recibir una ñor en recompensa. Además, es el pueblo más optimista, más confiado,
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más ingenuo en sus relaciones. Oíd hablar a la gen- te y notaréis que muy a menudo exclama, refirién- dose a las personas de quienes se trata: «Me quiere mucho.» El cariño, en efecto, es un artículo de pri- mera necesidad en este país. «Puesto que hemos de vivir— piensan todos—, vivamos lo mejor posible, no nos atormentemos inútilmente, gocemos de todos los goces, endulcemos cada minuto la existencia.» Y si esto acarrea el dolor de las desilusiones, en cambio esto establece una general confianza, una general obsequiosidad, un general bienestar moral. Hay que ver en las fiestas públicas y en los lugares públicos el cuidado que cada uno pone en no molestar a los demás. El «Perdón, señor», que a los extranjeros les choca, es un símbolo nacional. En los pueblos peque- ños sobre todo, se pide perdón hasta para entrar en la taberna. ¡Y en la mesa, aun en la mesa de familia! El acto de comer tiene algo de ritual en este pueblo que ha hecho de la cocina un arte, del apetito una delicia, del vino un néctar. Es una pura fórmula, sin duda, el «perdón» que precede a cada acto social, pero es una fórmula exquisita.
Ahora mismo, alrededor de la mesa de la venta donde unos cuantos lugareños nos acompañan a to- mar unas copas entre perdones y s'il vous plait^ sentimos hasta qué punto la cortesía, al servicio de las almas fuertes, es un resorte de felicidad para un pueblo. Hemos evocado recuerdos amargos. Hemos hablado de los enemigos ancestrales, de los invaso- res incendiarios. Hemos removido las cenizas de las más crueles memorias. Y, sin embargo, no hemos oído ni frases groseras, ni fanfarronadas violentas. La misma muchacha rubia, sobrina del ventero, que es la más exaltada de todos, la que más hondamente
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siente el odio del boche, se ha contentado con servir- se de las armas del sarcasmo.
—¡Ahí— exclama—. ¡Lo feos que son con sus barril gas y sus espejuelos! .. . |AhI ¡Y cómo corrían, des- pués de habernos jurado que estaban aquí para toda la vida!...
Luego, ella y los demás han hablado de la victo^ ria y del porvenir con una confianza sencilla y sin- cera, han hablado de sus esfuerzos por reconstruir lo destruido, han hablado de los esplendores del estío.
Y cuando un anciano ha dicho a la moza si su boda es para este año, ella, franca, clara, encendida de esperanza, ha contestado:
— lOjalá!...
Y todos han reído, apurando una nueva copa y di- ciendo, con el brillo de sus ojos, el poema de la dou- ceur de vivre.
« « «
De Creil a Ch&teau-Thierry, el viaje es un paseo por un parque, un paseo algo largo, pero que hemos escogido de intento para recorrer los bosques armo- niosos de Ermenouville y de Halatte, donde los ale- manes creyeron triunfar en 1914, y los campos idíli- cos del Valois, poblados de fantasmas galantes. A cada paso se nos figura oír un nombre ilustre acom- pañado de un nombre acariciador. Por aquí paseaba Jean Jacques, soñando en Heloisa; por aquí se en- cuentra una torre donde el rey Enrique visitaba a la bella Gabriela; por aquí está el lugar donde el Taso comenzó su /erusalén Libertada; por aquí se descu- bre, de vez en cuando, la mano de mago de Le No-
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tre; por aquí nació Racine; por aquí vivió La Fon- taine...
■ Justamente a hacer una risita a La Fontaine va- mos. Pero al llegar a su villa natal, el que nos sale ai encuentro no es el indolente fabulista, sino el gene- ral alemán von Kluck...
VonKluck... ¡Cuánto tiempo hacía que yo no es- cuchaba este nombre ayer popular, ayer mundiaU ayer legendario, y hoy ya casi tan remoto como el de los héroes de guerras antiguas!... Von Kluck... Por aquí pasó, según me asegura mi guía; aquí estuvo con sus tropas; aquí dejó su Estado Mayor... Y aquí no se condujo como en otros lugares vecinos. Aquí casi puede decirse que se mostró caballeroso y cle- mente. Aquí no fusiló alcaldes, ni incendió iglesias, ni saqueó palacios... Sus oficiales, que permaiíecie- ron en este mismo castillo durante una semana, no pensaron sino en comer y en beber. Uno de ellos, que había vivido antes en la ciudad y que conocía a todas las familias ricas, llamó a la puerta una maña- na de principios de septiembre, y preguntó al jar- dinero si la vieja Fany estaba siempre en la cocina.
—Siempre— contestó el jardinero.
— |Ah!, muy bien— clamó el ulano, frotándose las manos de alegría—. En ese caso, no tienen ustedes nada que temer. Lo único que pedimos es que la fa- mosa Fany se encargue de hacernos nuestra comida. ¡Aun me acuerdo de un admirable ragout que ade- rezó el año pasado, la última vez que su amo me in- vitó a cenar!... Es una maestra la buena Fany... Vaya usted a decirla que el varón von Stein, que antes era viajante en cobres de arte y que ahora es coronel de S. M. el Káiser, desea saludarla...
Después de repetirme este noble discurso^ mi cú
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cerone me asegura que desde el 3 hasta el 9, o sea durante toda la ocupación prusiana de Cháteau- Thierry, los oficiales de yon Kluck no pensaron sino en saborear los platos de la tía Fany y en cantar co- plas francesas bajo estos árboles seculares,
—Ella los domesticó— murmura, con una sonrisa socarrona.
Ella, sin duda, ella con sus ragouts. ..Fero también el paisaje, también el aire suave, noble y galante del lugar. También la sombra de La Fontaine, que sigue errando por estos boscajes, con su sonrisa burlona, glotona y bonachona. Hay cuadros que no se prestan a la tragedia. Una hecatombe en estos parques se- ñoriales que parecen conservar el ritmo malicioso de las viejas violas a cuyos acordes danzaba las ami- gas del fabulista, es una cosa absurda. Una lucha en trajes de seda y de encajes, una lucha de caballeros armados de lanzas, eso sí, eso se comprende, Pero una matanza como las actuales, no. Las mismas rui- nas del viejo chateau^ que tan formidables parecían a los contemporáneos de Luis XIV, no resistirían a un solo cañonazo de una pieza mediana. Por fortu- na, los obuses alemanes no han querido aquí deshon- rarse, como en otros lugares cercanos, destruyendo una inofensiva reliquia histórica. Nada o casi nada de malo hicieron en realidad los hombres de von Kluck en Cháteau-Thierry. En el relato oficial de las atrocidades no se encuentran sino estas líneas rela- tivas a esta ciudad:
«En Cháteau-Thierry, en donde permanecieron las tropas alemanas desde el 2 hasta el 9 de septiembre, el saqueo se efectuó a la vista de los oficiales. Más tarde, los médicos militares que se habían quedada en la ciudad después de la marcha de su ejército^
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fueron comprendidos en un canje de prisioneros. Abiertos sus bagajes, se encontraron en ellos varias prendas de vestir procedentes de saqueo de las tiendas. >
Ahora bien: el saqueo, el simple saqueo, sin incen- dios, sin fusilamientos, sin violencias, sin rehenes, casi representa un estado paradisíaco en la crónica de los acontecimientos de hace tres años. Desde las altas terrazas del castillo que domina los verdes campos de la Brie, se descubren aldeas mártires, al- deas que conservan recuerdos trágicos y siniestros, aldeas que asistieron impotentes a las más espanto- sas orgías de sangre, de vino y de sacrificio. Allá, hacia el Oeste, se halla Senlis, cuyos nobles hoteles fueron quemados, cuyo alcalde fué asesinado...; aquí, más cerca, hacia el Sur, se .hallan los campos de desolación y de abominación de Meaux, con sus iglesias en ruinas y sus cementerios de víctimas ci- viles; aquí, hacia el Norte, se halla Villers Cotterets, donde las mujeres llevan aún luto... En Chateau- Thierry no hubo nada verdaderamente grave, nada realmente trágico. Cuando, en nombre délos bur- gueses del lugar, un funcionario municipal salió al encuentro del jefe de los invasores para pedirle que respetara los bienes y las vidas, el militar tudes- co, que era una especie de Porthos rubio, exclamó
— -jAh! ¡Ah!... ¡Ya tenéis miedo!...
El funcionario se echó a reír:
—Miedo— dijo— . En esta ciudad, ni las liebres tie- nen miedo...
—Así me gusta .
Luego, el Estado Mayor vino a instalarse en esta casa, que la gente llama castillo, y que es, en reali- dad, una suntuosa villa edificada por un rico indus-
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EL QUINTO LIBRO Dñ LAS CRONICAS
trial en medio de un parque antiguo. Y aquí, gracias a la cocina de Fany, gracias a los encantos del lugar, gracias a la suavidad irónica y socarrona del pue- blo, los mismos que la víspera habíanse complacido entre llamas y matanzas, se convirtieron en pacífi- cos saqueadores de casas linajudas. Los buenos bur- gueses los veían llenar las maletas de bibelots, de cubiertos de plata, de adornos femeninos, y sonreían, cMientras no se atrevan a entrar en la vivienda de La Fontaine— decían todos—, que hagan lo que quie- ran.» Porque aquí la religión local es el culto al gran poeta, y el más venerado santuario es la vieja casa solariega, casa en que se conservan los libros, los papeles, las estampas, los tinteros y las plumas del glorioso bonhomme .
—¿Quiere usted un consejo?— murmuró el funcio- nario al oído del comandante de la plaza,
Prefiriría un jamón y unas cuantas botellas de Borgoña— contestó el germano.
—Para todo hay tiempo.
—Pues venga el consejo.
—Que no se les ocurra a los soldados penetrar en el Museo La Fontaine, si desea usted vivir en paz.
Porthos se puso serio. Que los soldados no profa- naran aquel templo de los recuerdos locales, pare- cíale muy justo. Pero, <íy él?... ¿No podía él solo visi- tar el hogar del fabulista?... Era justamente su autor favorito, V
—Usted, sí— contestóle el concejal.
Y se fueron juntos al barrio silencioso donde el manoir alza su torrecilla, y juntos admiraron el or- den claro de aquel interior burgués del tiempo de Luis XIV. Y al marcharse, emocionado, el alemán dijo al francés:
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—Debe usted estar orgulloso de ser paisano de un poeta tan grande. Nuestro Goethe sabía sus fábulas de memoria. Yo, también..
Luego, al encontrarse juntos en la calle, como el alemán parecía buscar algo con la vista, el francés preguntóle:
—¿Quiere usted ver otras cosas?
—Estoy tratando de descubrir el torreón de María de Mancini... Por aquí debe encontrarse, puesto que La Fontaine podía desde su ventana saludar a su linda vecina...
Hoy, después de ver por fuera la casa del poeta, esta casa que él mismo describió diciendo que era una «bicoca cubierta de teja, con un jardincillo de- lante y un gallinero detrás>, nosotros también que- rríamos descubrir el torreón en el cual soñaba y se aburría la gran musa de La Fontaine. En toda la calle no se encuentra una sola torre. Las casas, con sus ventanas cuadradas y sus portalones oscuros, parecen viviendas de canónigos. Pero balconcillo florido como aquel en que la dama melancólica es- peró en vano, durante años y años, el regreso de- finitivo del duque de Buillon, no hay ninguno.
—Cest bien la province /rawf a/se— murmura me- lancólicamente mi guía.
En realidad, es una aparición encantadora de la antigua Francia, con su gravedad discreta y risueña, con su calma algo monótona, con su elegancia un poco gris, con su amor de las líneas puras, de las balaustradas cubiertas de hiedra y de los nobles en- rejados, con su silencio, que no es nunca tétrico, que no es nunca completo, que está lleno de rumores galantes que suben de los jardines y de melodías suaves que se escapan por las ventanas, con su sen-
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
timiento de las gratas reverencias de las imágenes irónicas y de las claras ambiciones, en fin... Y aquí, esta aparición se anima al recuerdo del gran hombre que pasó su vida entre estas piedras y que fué, con su gracia bonachona, con su espíritu sutil y burgués, con su urbanidad risueña, con su profundo sentido de la existencia voluptuosa y tranquila, la encarnación verdadera del alma francesa de antaño.
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LOS ALEMANES, EN COMPIEGNE
QUí estuvieron..., aquí se instala- ron como para no volver a mar- charse..., aquí ataron sus caba- llos en los troncos de los árbo- les..., aquí las mujeres de mala vida vinieron a buscarlos, con la esperanza de tomar parte en el saqueo... Aquello comenzó el 1.** de septiembre, hace tres años, en 1914...
Y el poeta Gabriel Mourey, conservador del palacio de Com- piegne, continúa lentamente, melancólicamente, la historia patética de aquellos días en que los alema- nes se creían dueños para siempre del castillo de Na- poleón, del parque de María Luisa, de los baluartes de Juana de Arco... Sin prisa, nos paseamos bajo los tilos que abrigaron el último idilio imperial . Aquí^ a nuestra derecha, está el emparrado que la archidu- quesa austríaca, convertida en señora del mundo, mandó construir para recordar su jardín de Schoen- brunn... Aquí está el banco rústico en el cual una no- che, una clara noche de verano, el vencedor de Aus-
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terliz se arrodilló ante su cfiel» Louissette para jurar- la que no había visto a Josefina... Aquí las blancas estatuas, en sus actitudes seculares, nos invitan, con gestos mitológicos, a no evocar sino memorias ga- lantes. Y hay tal embeleso en el aire suave de la tar- de, hay tal encanto en los boscajes del parque, hay tal paz en el ligero temblor de las flores, que las pa- labras de mi mentor me parecen un cuento extraño, una historia de otros tiempos, de otros lugares, casi de otros mundos.
—El primero que llegó— me dice— cuando los ingle- ses desalojaron el parque fué un general muy cortés, muy serio, que, antes de hablar de la guerra, me pi- dió como un favor especial que le enseñara la alcoba del Emperador. Yo tenía pocas ganas de abrir las puertas del palacio. Pero el deseo de humillar a aquel hombre mostrándole las reliquias de nuestro héroe, me hizo apresurarme a complacerle... «Esta es su cama— murmuraba— , esta es su mesa, esta es su almohada.» Y con la cabeza descubierta, inclinábase trémulo de emoción y de respeto... Luego, cuando salimos del santuario, después de detenernos un ins- tante en el boudoir de la Emperatriz, me estrechó la mano, diciéndome que aquello había sido una de las más hondas emociones de su vida. «No tema usted nada— agregó— ; no hay un alemán, por bárbaros que ustedes nos crean, que sea capaz de profanar este relicario de la epopeya francesa.» Poco des- pués, otro general, igualmente cortés, me entregó un papel que decía: «Queda terminantemente prohi- bido penetrar en el palacio, que contiene obras de arte que nadie debe tocar.» Pero, lay!, al mismo tiempo, aquel hombre, excusándose, hizo arriar la bandera francesa y enarboló sobre nuestra fachada
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CROMCAS
el negro pabellón alemán. ¡Si usted hubiera visto lo que pasó en mi alma! . . . Todo el espacio parecióme, de pronto, ennegrecido. Todo el parque se me antojó cubierto por la sombra cruel de aquel trapo que pal- pitaba allá arriba. Los tilos, las parras, las flores, todo era oscuro. Todo era lúgubre. Ahora mismo, cuando pienso en aquello...
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Ahora, sin embargo, todo es oro, púrpura y esme- ralda, todo sonríe con sonrisa de gozo, todo canta, todo murmura en el jardín. Los alemanes, desde hace tres meses, se hallan tan lejos, que ni siquiera pueden ya entregarse a su sport de enviar unas cuantas bombas de vez en cuando para asustar a los pájaros que pueblan las enramadas. Y más lejos to- davía están los recuerdos de 1914, los tristes días en que el vuelo del águila extranjera amenazaba el re- licario de la otra águila, del águila latina. Dijérase que es el alma frivola de su creador la que anima esta tarde las enramadas que nos rodean. Hay algo de «muy siglo xviii», algo de muy Luis XV, en este paisaje armonioso, apacible, ligero y galante. La in- terminable alameda de los tilos extiéndese, penetran- do en el corazón del bosque vecino. De trecho en trecho, otros caminos transversales se abren con misterio para ir hacia los quioscos propicios. Entre la hierba, las ñores de tiempos pasados, las ñores que se encuentran en los viejos libros pastoriles, los jacintos, las anémonas, las violetas, las flores pasa- das de moda, rompen la monotonía del verde tapiz.
De vez en cuando se descubre una estatua con su fócalo cubierto de musgo y de rosas. La brisa suave
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y tibia nos trae del fondo del parque aromas fugaces de mirto, de lavándula y de romero, con algo miste- rioso que se nos antoja una añeja exhalación de pe- lucas empolvadas.
* * *
—¿En qué piensa usted?— me pregunta mi mentor al verme distraído. Como sé que él piensa en otra cosa, le contesto: —En lo que usted me decía.
Entonces continúa su relato de guerra en estos términos:
—A pesar de la orden escrita del general von der Marwitz, los soldados comenzaron por invadir el an- tiguo Cuerpo de guardia. El parque se llenó de ca- rros, de cocinas de campaña, de aparatos de inge- niería. La primera noche, un capitán, que no tenía la cortesía de sus jefes, exigió que encendiéramos todas las luces eléctricas. Luego, un pregón nos hizo saber que el alcalde del pueblo había sido detenido y que al día siguiente sería fusilado en caso de que a algún alemán le pasase algo desagradable. La verdadera ocupación militar a la prusiana, con sus amenazas, sus exigencias y su método de terror, comenzaba. El 3 de septiembre pasó un regimiento, después otro, después otro... Todos iban cantando, todos llevaban su rumbo fijo, todos estaban seguros de que entra- rían en París al paso de parada . . . Los que se queda- ban aquí no perdían oportunidad de interrogar a la gente sobre las delicias de la capital. Este mismo palacio parecíales despreciable comparado con lo que se figuraban que iban a poseer en París. «iPa- rís!...> Note usted que estábamos a principio de sep*
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EL QUINTO LIBRO Dñ LAS CRONICAS
tiembre, y que la ironía que más tarde habíamos de poner al repetir aquel estribillo era entonces angus- tia. De los alrededores nos venían noticias desespe- rantes. La ola enemiga arrollaba nuestras fuerzas. Gallieni preparábase a resistir en las calles si era ne- cesario. La visión de una lucha en la cual nuestra gran ciudad iba a sufrir los horrores del bombardeo, nos oprimía el pecho. Y mientras tanto, aquí, los ofi- ciales eruditos, lectores del Baedeker y adoradores de recuerdos históricos, no me dejaban un instante tranquilo. Era preciso ser el guía perpetuo de aque- llos señores. Yo había establecido un curso de esplen- dores pasados, y me vengaba de mis carceleros exal- tando el recuerdo de nuestras glorias. Desde aquí, por las tardes, complacíame en irles enseñando las huellas de nuestros huéspedes de antaño. Ellos abrían la boca llenos de respeto y pedían más detalles, siempre más detalles. Aquellas murallas ruinosas —decíales— son las que Juana de Arco defendió con- tra los borgoñones... Juana de Arco!... Aquí Luis XV recibió a María Antonieta cuando vino para casarse con el Delfín... Aquí Napoleón, el gran Napoleón, el dueño del mundo, pasó su luna de miel con María Luisa.
• * «
Juana de Arco, Luis XV, María Antonieta, Napo- león, María Luisa... ¡Cuánto fantasma glorioso bajo estas enramadas!... Gabriel Mourey los evoca por orden, ejerciendo de conservador de los recuerdos, lo mismo que es conservador áel palacio.
—Napoleón es tan grande, tan absorbente— mur- mura—que lo invade todo, lo conquista todo, y hasta
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de este paisaje, que no es de su época, hace un pa- norama imperial... Los otros huéspedes desaparecen ante su sombra...
Es cierto, tan cierto, que ni siquiera se nota la pre- sencia, en el desfile de los augustos fantasmas, de un rey español que cambió sus dominios por este pala- cio y este parque. ¡Pobre y débil Carlos TV, juguete del gran aventurero corso, y que vino aquí sin coro- na, sin cetro, sin honra, para soñar, en estas alame- das, los más vanos sueños! Yo me lo figuro de pie en uno délos boscajes, tal cual lo pintó Goya, con casa- ca, calzón y chupa de color de pasa bordados de pla- ta, y llevando al cuello, como supremo signo de iro- nía, el collar de la Orden de Cristo de Portugal... En un medallón que contempla, aparece una dama del- gada, de perfil imperioso, vestida con una basquiña negra, una falda naranjada y una mantilla de blon- da. «Mireina— murmura— , mi reina amada, la única que me ha sido siempre fiel. . .> Y de entre las ramas se desgrana una lluvia de trinos burlones e irrespe- tuosos, iguales a los que otra noche habían comenta- do la fe de Napoleón que, a los pies de su empera- triz, se creía el hombre más amado del mundo... Y por primera vez aquellos dos soberanos, tan grande el uno, tan miserable el otro, me parecen iguales al presentárseme, con sus caras serias de maridos bur- lados, en este parque que fué creado por el frivolo Luis XV para idilios sin fe, sin penas y sin conse- cuencias...
—Los alemanes— me dice Mourey sacándome de mis meditaciones filosóficas—, los alemanes... — ¡Ah, sí!... Los alemanes... Continúe usted.
* «
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
Mi buen mentor sonríe melancólicamente contem- plando el desfile de los fantasmas imperiales y de los fantasmas reales que convierten este parque en uno de los sitios más animados de la historia francesa... Juana de Arco y Napoleón, la archiduquesa austría- ca y el pobre rey español sin cetro... Y antes de ellos, cuando aun no había aquí ni emparrados ni pala- cios, otros reyes, otros príncipes... Y después, casi en nuestros días, ya en plena República, un empera- dor entonces todopoderoso, hoy cautivo: el infeliz Nicolás de Rusia... [Cuánta corona!... ¡Cuánto manto de armiño!... Y de todo, apenas queda en el ambiente un poco de gloria, mezclado con un poco de tris- teza...
—Los alemanes mismos—murmura Gabriel Mou- rey— pasaron para no dejar sino las huellas de sus botas en los pavimentos... ¡Con qué orgullo marcha- ban, creyéndose dueños de todo!... «Cuando Su Ma- jestad el Káiser se digne venir— me dijo una tarde un capitán— será preciso alojarlo en los aposentos de Napoleón.» Aquella soberbia, aquella assurance, me indignaban entonces. Ahora comprendo que a eso es a lo que se debe la conservación de los tesoros histó- ricos del palacio. Creyendo que todo les pertenece- ría durante mucho tiempo, pusieron empeño en con- servarlo intacto. El día en que impusieron a la ciu- dad una contribución de quinientos mil francos, el intendente de von Kluck, después de contar el dine- ro, exclamó contemplando las obras de arte de uno de los salones: «Esta suma es una miseria compara- da con lo que valen los tesoros aquí amontonados.» Y con sus ojos claros examinaba los muebles, como si quisiera juzgar de su valor. Todos los oficiales, hasta los que menos aire de artistas tenían, esforzá-
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banse por hacer gala de sus conocimientos históricos y arquitectónicos. Me acuerdo de un grupo de te- nientes, muy finos de aspecto, que invadieron el 4 de septiembre la galería Coypel, y que se empeñaron en hacerme comprender que lo único que Francia necesita para ser el país más dichoso del mundo, es un rey. «Vea usted este palacio— me decían—, vea usted Versalles, vea usted Fontainebleau, vea usted todas las grandes cosas de su patria: no hay una sola que no esté llamando a gritos una restauración mo- nárquica.» Yo me reí de ellos. Ellos no se enfada- ron. Al marcharse, uno exclamó: «Un día u otro, un futuro rey francés hará la .alianza franco-alemana, y entonces seremos hermanos.» Yo me divertía, por la tarde, recordando estas tonterías, cuando el jardi- nero me trajo la copia de un cartel impreso que el comandante de la plaza acababa de hacer colocar en la puerta del Ayuntamiento, y en el cual se amena»» zaba a la población con el incendio, en caso de que algún paisano atacara a algún soldado o cortara las líneas telefónicas de campaña. Por fortuna, nada grave pasó. Pero yo temblaba ante la idea de que un borracho tuviese la ocurrencia de cortar el teléfono o de atacar a un milit-ir. Cada día algún nuevo fun- cionario se instalaba en la Komandatur y daba órde- nes, profiriendo amenazas. Con cualquier pretexto, aquellos señores hablaban de fusilar. Para salir del palacio, yo y los demás empleados teníamos necesi» dad de una tarjeta llena de firmas. Eramos prisione- ros. Y con el alma acongojada, yo no perdía de vista a los innumerables oficiales que iban y venían, que invadían mis salones, que daban gritos imperiosos, que pedían víveres, que examinaban los muebles con ojos recelosos. El 6, por la mañana, tuve un susto te*
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rrible. Estaba vistiéndome cuando, de pronto, oí al- gunos disparos de fusil. ¿Sería el ataque provocado o simulado, para poder realizar las amenazas de incen- dio? Precipitéme hacia la terraza, y en la escalera me encontré con un capitán de ulanos que vocifera- ba, amenazando a un guardián con su revólver: «¿Qué pasa?», preguntéle. Él me contestó: «Que no Sfclga nadie de aquí..., que se cierren las puertas..., que nada se mueva mientras yo no vuelva. Y des- apareció como un fantasma . Al cabo de dos horas, viendo que no volvía, me decidí a salir. No había un solo alemán en el parque. Todos habían desapareci- do. En los alrededores, tampoco había nadie. Por la tarde supimos que el Estado Mayor había ido a ins- talarse al Hotel de la Pasarela, del otro lado del Oise. ¡Libres!... Nos sentimos libres, nos encontra- mos solos, sin carceleros, sin enemigos. ¡Libres! No puede usted imaginarse nuestra alegría.
Al recuerdo de aquellas horas en las cuales tuvo una prematura ilusión de libertad, mi mentor sonríe con las pupilas lucientes de alegría. Toda una tarde, según me dice, la pasó examinando el daño que los enemigos habían hecho al noble palacio napoleóni- co. «En realidad— exclama—, nada o casi nada.»
Y abriendo su cartera, me hace leer la página escrita en su cuaderno de apuntes aquel mismo día.
Hela aquí:
«Comment se peut-il, nous écrions-nous, en exami- nant minutieusement chaqué piéce, qulls n'aient pas pris ceci, qu41s n^aient pas pris cela, qu41s aient épargné ceci, qu'ils n'aient pas méme touché á cela? lis ont pénétré partout; ils ont ouvert toutes les por- tes: portes d'appartements, portes de vestibules, portes d'armoires, portes de meubles; ils ont ou-
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vert tous les tiroirs de toutes les commodes, de tous les secrétaires, de toutes les tables da palais; ils ont traíné partout, dans toutes les caves et dans tous les combles. Qui aurait pules empécher de íaire main basse sur n'importe lesquels des objets d^art et des objets usuels dont les palais est plein?»
>Qu^ont-ils volé? Bien peu de chose, et la liste^ heureusement, en est courte:
>Les seize grandes piéces, rois, reines, fous, cava- liers et tours en corail et en lave sculptés du jeu d'échecs offert par Caroline de Naples á Napo- léon ler;
»Prés d'une douzaine et demie de poignards, sty- lets, trousses faisant partie des panoplies qui ornent les murs de la salle des Gardas;
»Un sujet de pendule en bronze doré, du premier Empire, représentant Atalante;
»Trois flambeaux en bronze doré;
»Un binet en bronze ciselé appartenant á un can- délabre en biscuit de Sévres;
>Enfin, huit couvertures de laine.»
« * «
Luego, tornándose sombrío, agrega:
—Mi alegría no duró sino un día... El 8, un solda- do vino a ordenarme que preparara alojamiento para un general, para un gran general, para el más gran general «¿VonKluck?>, le pregunté. Él se echó a reír. «Más grande», me dijo. Poco después supe por el director del Harás de Compiegne que acababan de llegar algunos oficiales de la guardia personal del Kaiser, y que, seguramente, Guillermo II tenía la firme intención de esperar en este palacio la con-
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quista de París. El 9, sin embargo, no recibí sino la visita de un coronel que quiso visitarlo todo, como sus compañeros, y que exclamaba: «¡Kolosal! Kolo- sal», a cada paso. Pero el 10, ¡ay!, la horda entera volvió a invadir el parque, las galerías, los salones, todo, todo... En la plaza, frente a la entrada, un ba- tallón entero se detuvo. En la verja, dos centinelas montaron ia guardia con caras crispadas y ojos te- rribles... ¿Sería el Káiser que llegaba? No. En la inso- lencia del jefe que daba órdenes se adivinaba que no había ningún gran general en las inmediaciones. Para todo, gritos y blasfemias. «¡Que abran las ven- tanas», dijo, como si mandara bombardear. «¡Que se alejen los guardianes!» «¡Que lo traigan!* Y yo me ñguré que iban a traer algo enorme, cuando pene- tró, sonriente, erguido, desdeñoso, un pobre soldado francés prisionero. Al verlo, el jefe germano se cal- mó y ordenó que dieran café al cautivo. <Mercu^ contestó el soldado con aire burlón. «Que se lo lle- ven!» Y se lo llevaron, Dios sabe a dónde. Luego co- menzó una visita militar minuciosa. Los oficiales hablaban entre ellos y examinaban, desde las venta- nas, los puntos estratégicos. Se veía que estaban dis- puestos a defenderse dentro del palacio. Yo tenüblé por las reliquias, por los objetos de arte, por los myx^^ bles históricos. Pero al mismo tiempo sentí la inefa- ble alegría de pensar que si se preparaban así a de- fenderse, era porque los nuestros los perseguían... En efecto: por la noche, el rugido del cañón se apro- ximó. Al mismo tiempo^ las noticias tristes comen- zaron a circular. En los viejos hoteles cercanos, los oficiales organizaban orgías, saqueaban las bode- gas, obligaban a las mujeres de mala vida a bailar con ellos... Se notaba un gran desorden, una gran
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agitación. Y por la mañana del 11, los regimientos enemigos principiaron a desfilar hacia el Norte... ¿Era el éxodo? Nosotros ignorábamos la derrota del Marne; nosotros no sabíamos nada a punto fijo. Pero adivinábamos que algo pasaba y que ese algo no era lo que esperabaa los alemanes. jAh, no!... ¿Dónde estaba el nach París de los primeros días de sep- tiembre? Ya nadie hablaba de París. Ya no se ha- blaba tampoco de los «grandes generales» que de- bían venir. Ya no pensaba nadie en María Antonie- ta, en María Luisa, en Luis XV... Toda la elegancia erudita de los caballeros de monóculo había desapa- recido. Una fiebre general animaba a los alemanes, que bebían, que gritaban, que pasaban corriendo, que parecían no entenderse entre sí.. . ¡Bendito sea Dios!... El 12 vimos un interminable desfile de ca- rros, de cañones, de caballos, de ambulancias. Era el éxodo al fin, el éxodo verdadero, el éxodo defini- tivo... iSe iban!... Se iban todos, se iban sin volver la vista hacia atrás, ¡se iban con prisa, nerviosos, en montones!... Y el rugido del cañón acercábase de hora en hora, llenando el aire, haciendo temblar los vidrios de las ventanas... Eran los nuestros, que se aproximaban... «¿Serán franceses o ingleses?», nos preguntamos todos. En el fondo, lo mismo daba... Pero, íntimamente, deseábamos que fueran france- ses... ¡Ahí La dicha de volver a contemplar nuestro uniforme, de volver a oír nuestras canciones de mar- cha, de volver a escuchar bromas de cuartel, francas e ingenuas!... Al fin, por la tarde, supimos que eran los nuestros, en efecto, los que se acercaban. Los habíamos esperado con paciencia diez días, y de pronto los instantes nos parecían largos, largos... Y los alemanes seguían pasando... ¡Qué día!...
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tL QUINTO LiBRO DE LAS CRONICAS
Después de un largo silencio, mi amable mentor concluye diciéndome:
—Iban hacia allá, hacia el Norte. . . Un gran silen- cio reinaba en el parque.. . De nuestras almas, que habían sufrido tanto, una oración elevábase, una oración de gracias... Pero, al mismo tiempo, las lla- mas del espacio nos hacían temblar de piedad y de espanto... ¿Qué ardía a lo lejos?... Era una tarde como ésta, con luces de fragua en el poniente... ¿Ve usted?...
En el fondo, por encima del bosque, una inmensa llamarada enciende el ocaso... Ahora que los alema- nes están muy lejos, muy lejos, allá por Noyon, allá por Coucy, sabemos que no son ni las aldeas ni los castillos de las inmediaciones los que arden, que no es sino la apoteosis del sol en su agonía. Pero, sin duda, aquella tarde del éxodo, aquella tarde sagrada en que las alas de la victoria pasaron por encima del palacio napoleónico, las iluminaciones de lontananza deben de haber tenido una grandeza de tragedia...
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NO YON
UÉ será de Noyon, qué de sus manumentos, qué de sus reli- quias históricas, qué de sus vie- jas casas abaciales y de sus jar- dines sombríos?... En este vasto panorama de ruinas, la espe- ranza de encontrar intacta la cuna de Calvino resulta absur- da. Lo mismo que en las aldeas, en la noble ciudad los alemanes han debido encarnizarse contra las piedras que guardan los anales franceses. . . Y del fondo de mi memoria surge la imagen de la belle ville endormie dans son pas- séj tal cual ]e vimos todos los peregrinos apasiona- dos hasta hace tres años, con la noble masa negra de su catedral, con las claras galerías de su Biblioteca de los Canónigos, con la fackada florida de su Ayun- tamiento en una plaza que es una joya, con sus tapias claustrales, con su fuente alegórica de las virtudes cardinales, con su atmósfera pensativa, silenciosa y tibia; con su murmullo de preces, con su olor de hu- medad y de incienso, en fin... Y en la melancolía de
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mis evocaciones, la ciudad aparece en toda su gran- deza remota. «Ahí, en ese pueblo, que hoy no debe ser sino una subprefectura de tercera clase —me digo— fué donde nació la nación francesa. > ¿Cómo olvidar, en efecto, que hace mil años, según rezan las letras carcomidas de una lápida, fué allí elegido rey el fundador de la dinastía que reinó hasta el siglo xviii en Francia y que sigue reinando en España? Y alre- dedor de Hugo Capeto, ¡cuántas otras ñguras augus- tas en este nido de águilas, en el cual yace Chilperi- co, del cual sale coronado Carlomagno, en el cual oran San Medardo y San Eloy! ...
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A medida que nos acercamos a Noyon, el campo parece menos desolado. Los campesinos trabajan tranquilamente, y el trigo extiende sus ondas áureas a uno y a otro lado de la ruta. De trecho en trecho, en las puertas de las granjas, destácanse, como re- cuerdos de la ocupación, letreros alemanes: Ein- gang.,. J^ein Ausgang... Lebensgefahr.,. En los cráteres abiertos en la tierra negra por las explosio- nes de las bombas, la hierba ha crecido ya, «la buena hierba ñorida del buen Dios», convirtiendo estos agu- jeros redondos en jardincillos agrestes. J^a carrete- ra, según parece, fué desempedrada por los zapado- res germanos la víspera de la retirada general. Pero ya los franceses han reparado el daño, y los carros de la Intendencia, que forman inmensos cortejos, ruedan por aquí tranquilamente.
— Vea usted — me dice mi guía levantando la mano—, vea usted... la catedral...
Ya estamos en la puerta de la ciudad, en efecto.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
Por encima de los techos álzanse, armoniosas y gri- ses, las torres de Nuestra Señora. Están intactas.
Un sargento de la territorial, que sale a nuestro encuentro para pedirnos nuestros papeles, nos dice:
—Aquí no hay muchas ruinas materiales. Ningún edificio público ha sido destruido. El Municipio, la plaza de la Villa, la Biblioteca de los Canónigos, la catedral, todo está como antes de la guerra . Sólo esta calle y el houlevard exterior y algunas casas del centro han sido destruidas por las explosiones.. .
* * *
En el barrio por el cual penetramos en la cuna de Calvino se ven, realmente, algunas ruinas. Pero, ¿qué importancia tiene eso, puesto que el viejo cen- tro de la ciudad ha guardado sus viejas tapias con- ventuales, sus viejas iglesias, sus viejos hoteles aba- ciales, sus viejos torreones tapizados de hiedra?... Hay en los rostros de los habitantes una expresión extraña, que hace pensar en los convalecientes, en los escapados de presidio, en los náufragos que se salvan. Hay alegría y espanto en esos ojos. Hay do- lor y dulzura en esos labios. Los niños juegan en las plazas y los ancianos charlan en las puertas de las ^ tiendas. No vemos más que ancianos y niños.
—Los que podían luchar, los que podían trabajar^ fueron enviados como cautivos a Alemania— nos di- cen todos.
Una anciana de rostro gris, en cuyos ojos se lee una tristeza infinita, murmura:
—Mis nietas..., mis nietecitas.
Y sin poderse contener, rompe a llorar silenciosa- mente, como una estatua milagrosa de cuyos párpa- dos de piedra brotaran lágrimas.
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GOMEZ C A R Q ¡ L L O
¡Cuántas otras abuelas, cuántas otras madres se hallan en el mismo caso! Porque, antes de marcharse, los oficiales alemanes escogieron a las muchachas más guapas del pueblo y se las llevaron «para su ser- vicio»... El comandante de Ham, que viendo a una lin- da niña de diez y seis años le dijo cínicamente al alcal de: «Esa es para mí>, no es un tipo único en ese ejér- cito de reitres. En Noyon, más de cincuenta militares escogieron también sus presas, sin que el general se diera siquiera por enterado de tamaño crimen. A las que lloraban se les tapaba la boca con un pañuelo. A las madres que protestaban se les contestaba con sar- carmos obscenos.
—Además— nos dice un funcionario municipal que nos sirve de cicerone^, se llevaron cerca de ocho- cientas personas, entre los cuales se hallan los cinco curas de nuestras parroquias; nuestro juez, M. Hu- bert; el director de El Liberal de Noyon, M. Vidal; nuestros únicos médicos, los doctores Vedoudart y Hallot; el marqués de Escayrac; el director de la gran fábrica, M. Kiener; lo más notable, en fin.
♦ « •
A medida que no6 acercamos del centro, yo reco- nozco las calles vetustas^ los paredones carcomidos, los ventanales señoriales, los pórticos labrados. Las huellas de la invasión han desaparecido por comple to. Una vida lenta, apacible, igual a la de antaño, anima la vieja ciudad monástica. Los curiosos deta* lies que en otro tiempo me interesaron, vuelven a in- teresarme ho3^. He aquí una capilla gótica converti- da en taller... He aquí una fachada de convento en la cual campea un rótulo industrial. .. He aquí un ábsi-
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EL QÜiNTO LIBRO DE LAS CRONICAS
de románico en el cual hay un puesto de frutas... Y al final de una calle callada y solitaria, he aquí, al fin, la plaza del Mercado, con sus casitas del siglo xvii, muy estrechas, muy puntiagudas, muy li^eritas... He aquí el Bazar, he aquí las Nouvelles Galeries, he aquí la Grande Epicerie, he aquí la farmacia, he aquí la Casa Gasset, con sus escaparates tapados... Es la existencia entera de la petite ville francesa, en la cual hay de todo y todo es pequeño, todo es tradicio- nal, todo viene de padres a hijos.
¿Y la fuente, la fuente de Chilperico, de Carlo- magno y de Hugo Capeto?
—La voild.
Es cierto: en el centro» detrás de una barraca de tablas, está intacta, ofreciendo siempre la frescura de su chorro, atrayendo siempre con el prestigio de sus inscripciones, inspirando siempre curiosidad con la inocencia de sus figuras alegóricas, la famosa, la tutelar fuente de las Virtudes Cardinales. El Amor acaricia siempre a un cordero...; el perro está siem- pre en su lugar, con su hocico leal...; las flechas se salen siempre del carcaj... Es la fuente de Noyon...
♦ * *
Sin prisa, como romeros que saben gozar del día, de la hora, del lugar, vamos hacia la catedral por las viejas calles noyonesas y nos detenemos a cada paso para admárar algún detalle pintoresco. Toda la antigua Francia revive aquí, con sus nobles líneas armoniosas y sus matices discretos. Estamos en ple- no verano y, sin embargo, el cielo es gris, de un gris algo celeste, con ligeros reflejos de cobre y con sua-
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ves pátinas de humedad. No sin algo de nostalgia, pienso en otras ciudades hermanas de ésta, que en otros países representan una concepción tradicional de vida y de belleza. Pienso en la púrpura de Sena, en el azul de Venecia, en la blancura de Cádiz. Y me pregunto: «¿Cuál es el color de Noyon, cuna de la Francia monárquica?» Pero Noyon no tiene color, no tiene más que medias tintas y claros oscuros. Sus altas tapias, a lo lejos, se funden en el ambiente par- do. Si estuviéramos en España, pensaría que tanta penumbra responde a una voluntad monacal. En Francia no es la Iglesia, sino la clase media enrique- cida y ennoblecida, la que así se hizo antaño una existencia de puertas adentro, una vida entre gran- des patios y grandes jardines. Hay, sin duda, en las plazas que atravesamos y en las calles que recorre- mos huellas de alto clero . Hay casas que son nidos de canónigos, colmenas de monjes, retiros de beatas. Hay, sobre todo, mansiones solariegas, no de las que ostentan en sus fachadas orgullosos escudos de pie- dra, sino de las otras, de las que abrigaron a las fa- milias de los magistrados de peluca, de los conseje- ros del Parlamento, de los cancilleres provincianos, de los prebostes municipales, de los contralores de Hacienda. De vez en cuando, al ver que un portalón se abre, me figuro que voy a asistir a la salida de Monsteur le Procureur en su carroza o de la señora consulesa en su silla de manos. Mi cicerone me dice: «Si Calvino resucitase, reconocería su casa y su ba- rrio.» Ni los siglos, en efecto, ni las guerras, ni las revoluciones, han logrado hacer cambiar el carácter de este pueblo silencioso y orgulloso, lento y conten- to. Sólo que no es a Calvino, con sus fiebres de fa- natismo, con sus exaltaciones de reformador, con sus
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energías de iluminado, a quien evoco, sino a los con- sejeros y a los canónigos algo irónicos que acogie- ron sus ideas con una sonrisa, pensando cuerda- mente que en asuntos religiosos lo mejor es no rae- íérse a discutir lo que manda la Santa Iglesia.
* * *
—Vea usted— exclama de pronto, en la esquina de la calle de los Tanneurs, mi guía.
Unas cuantas casitas humildes, sin ninguna impor- tancia histórica, sin ninguna gracia arquitectónica, aparecen, desventradas, enseñando el interior calci- nado de sus estancias. Los alemanes las mandaron saltar el mismo día en que abandonaron la ciudad, como para hacer ver a los noyoneses lo que eran ca- paces de hacer con sus bombas perfeccionadas. La puerilidad, la inutilidad de este juego de niños bár- baros, inspira sonrisas más que cólera, ¿Para qué un crimen tan pequeño?... Para nada; para dejar si- quiera un recuerdo...
Ante los escombros, mi cicerone me hace leer un cartel de la komandatur pegado aún en una tabla, y que dice: «Aviso al público . —Se recuerda a la po- blación que, por orden superior, todos los habitantes del sexo masculino, de edad de doce años para arri- ba, deben saludar cortésmente a todos los oficiales del ejército de Su Majestad, así como a los funciona- rios asimilados y con rango militar. El comandante de la plaza ha notado que, a pesar de las ordenanzas anteriores sobre esta materia, muchos hombres, en especial los muy jóvenes, no saludan o lo hacen de un modo inaceptable. En consecuencia, y para evitar medidas rigurosas, la población queda invitada a
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conformarse de una manera estricta a este aviso.» Mi guía sonríe. «Tenían empeño, murmura, en obli- garnos a adoptar la cortesía prusiana, que consiste en inclinarse ante los uniformes. Fué una lucha de tres años. Dejar de obedecer era imposible. Perb nosotros nos arreglábamos de tal suerte, que los ofi- ciales inteligentes hubieran preferido no ser saluda- dos. Un día les hacíamos ceremonias de corte, como las que se usan en el teatro. Otro día les saludába- mos militarmente, cuadrándonos. Otro día, a la mos- quetera, con un amplio ademán ciranesco. .. ¡Si no hubiera sido más que aquello!» Y mi buen noyonés, tornándose grave, exclama:
—¡Si supiera usted lo que fué nuestra existencia!.,* A cada instante era una amenaza, una injuria, un susto. En agosto de 1914, cuando los alemanes llega- ron ebrios de orgullo, seguros de su triunfo, nos tra- taron como si hubiéramos sido una tribu rebelde. Fué el último día del mes. Los jefes que mandaban las tropas dirigiéronse al Ayuntamiento, donde se encontraba nuestro alcalde, el sabio M. Noel, sena- dor y director de la Escuela de Artes y Manufactu- ras de París. Sin respeto por su edad ni por su nom- bre, que todos ellos conocían, lo amarraron y se la llevaron. Detrás de él iban también los dos tenientes de alcalde^ M. Jouve y Falix, atados a los estribos de dos capitanes. El calor era espantoso. El po- bre M. Jouve, que no podía seguir el trote del caba- llo al cual iba atado, cayó ¡al suelo. Un soldado le obligó a levantarse a culatazos. Y así recorrieron todas las calles nuestros magistrados municipales, entre las risas de los alemanes. Cuando se conven- cieron los invasores de que no había tropas france- sas escondidas en las casas, soltaron a nuestros po-
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
bres alcaldes y les metieron en calabozos, declaran- do que en cuanto le sucediese algo a algún germano serían fusilados los tres. Y para hacernos ver que no bromeaban, fusilaron, frente al Ayuntamiento, a M. Devaux, industrial modesto que no quiso abrir las puertas de su casa a un grupo de sargentos... Por fortuna, no pasó nada en las tabernas, donde los soldados, apenas libres del servicio, se reunían para beber y cantar. Nuestros compatriotas evitaron las disputas para no dar pretexto a que M. Noel fuese víctima de la crueldad teutónica. El comandante de la plaza, un tal Josepshon, una vez seguro de que no tenía nada que temer de los noyoneses, ocupóse de saquearnos. Todas las cosechas de trigo, avena, ce- bada, etc., fueron requisicionadas. Todos los campe- sinos fueron obligados a trabajar sin retribución nin- guna, V^ea usted. . . Vea usted.. .
En una esquina mi cicerone me enseña un car- tel firmado por el coronel Gloss, que dice literal- mente:
«Todos los obreros, y hombres y niños de más de quince años, están obligados a los trabajos del campo todos los días, también los domingos, de las cuatro de la madrugada a las ocho de la noche.
;^Las que se muestren perezosos serán separados y trabajarán a las órdenes de soldados, y luego se- rán encarcelados; alimentos para éstos: sólo pan y * agua.
»Las mujeres perezosas serán enviadas a Holnoa para trabajar; luego, seis meses de prisión.
»Los niños perezosos serán estimulados a palos.
»E1 comandante se reserva, además, el derecho de castigar con veinte palos al día a los obreros que no trabajen.»
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—¿Qué le parece a usted el régimen a que estuvi- mos sometidos durante tres años?— me pregunta mi cicerone*
—Vamos a la catedral— le contesto.
* * *
En la plaza del Parvis, entre los severos muros de la catedral y las armoniosas fachadas de las casas de los canónigos, en la suavidad gris y florida de este rinconcillo de la antigua Francia cristiana y sibarita, es donde mejor se siente el contraste de esta conti- nuidad de una vida milenaria en medio de una comar- ca asolada. ¿Por qué ninguna de estas piedras, que conservan las huellas de varias generaciones de re- yes y de santos, tentó al enemij^o? ¿Por qué los ale- manes de Noyon no se condujeron lo mismo que los alemanes de los pueblos comarcanos?
—Un milagro de Nuestra Señora— murmura un jo- ven sacerdote que ha venido a colocarse a nuestro lado, deseoso de enseñarnos su catedral. Pero otro sacerdote que también nos acompaña, y que parece, con su cara pálida y seca, una figura de piedra salida de un nicho del ábside, sonríe maliciosamente y con- testa: cNo es a Nuestra Señora, no, a quien le debe- mos el milagro, sino a un hereje... No hay que olvi- • dar que Noyon es la cuna de Calvino y los alemanes se preparan a celebrar el cuarto centenario de la Reforma... Más de una vez, los militares que venían a visitar nuestro gran santuario, nos decían que un día u otro, gracias a ellos, este templo dejaría de ser un lugar de idolatría para convertirse en una basíli- ca del calvinismo...»
—Lo importante— exclama el clérigo mozo— es que
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no hayan destruido nada, que no se hayan llevado siquiera los ángeles de bronce del altar mayor.
♦ ♦ *
En el interior de la catedral, en efecto, todo parece intacto. Sólo las campanas y las trompetas del órga- no fueron requisadas por la komandatur para fabri- car proyectiles. Lo demás está en su sitio, como hace cuatro años, como hace cuatro siglos...: Mis compañeros de viaje, que no tenían idea de que Noyon poseyera una iglesia tan admirable, se mues- tran maravillados ante la belleza de las naves. Des- de la entrada, el conjunto aparece en todo su esplen- doi, sin que ninguna de sus partes se interponga entre el vestíbulo y el ábside. Es quizás el único san- tuario de Francia que así se ofrece en su total her- mosura al que penetra en su seno. «En nuestras cate- drales dice Hallays — admiramos el coro, luego cada nave, luego el santuario, y cmando queremos abarcarlas de una sola ojeada, nos sentimos asom- brados por su grandeza, pero nuestra vista no expe- rimenta el mismo placer. En Nuestra Señora de Noyon, colocándonos junto a la primera puerta cen- tral, vemos una obra armoniosa sin la menor discor- dancia: la unidad del edificio es incomparable; el coro es el remate de la inmensa nave gótica, que pa- rece encaminarse hacia esa encrucijada de luz con un ritmo tranquilo; esta es la singularidad artística del monumento.» Nosotros, en esta tarde de penum- bra, sin tiempo para apreciar los detalles de la fábri- ca y las preciosidades de las ornamentaciones, nos contentamos con sentir la impresión inefable de la atmósfera de paz y de austeridad que reina bajo las
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altas bóvedas. No hay un alma en el místico recin- to. Un absoluto silencio, sólo interrumpido por nues- tros pasos indiscretos, llena el espacio. Un ligfero aroma de flores y de incienso ñota en el aire tibio. En los altares, las llam^ de los cirios iluminan, tem- blando, los pies de Nuestro Señor y los mantos de las madonas milagrosas. Los ángeles de bronce que sos- tienen el altar mayor brillan apenas en la sombra. El coro está vacío. Hay algo de mortuorio, algo de exquisitamente acongojador, algo que despierta imá- genes de consoladora melancolía... Y para aumentar esta sensación, las enormes losas funerarias del pa- vimento, con sus epitafios y sus versos latinos, nos recuerdan que nos hallamos en uno de los más anti- guos panteones de Europa. En una lápida tumbal de cobre aparecen las escenas del día del Juicio escul- pidas por un artista que quiso, sin duda, inspirarse en las danzas macabras de la Edad Media, y que ro- deó al Juez supremo de esqueletos envueltos en su- darios desgarrados. En medio de los huesos corren unas estrofas que no alcanzamos a descifrar.
—Es la tumba de Coquevil— murmura el sacerdo- te joven que nos acompaña.
* * *
De pronto, como para animar las figuras de la lá- pida, un largo lamento se escapa del órgano nuevo y llena de armonías descarnadas el santuario. Es el lamento angustioso, monótono, interminable y entre- cortado de suspiros del Dies zrt^.,. Es el Dies if(^, Dies illa, que a través de los siglos hace estremecer- se a los muertos en los féretros de las catedrales gó- ticas. .. Es el himno del eterno terror, del eterno va-
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cío, del eterno desprecio a la carne... Y poco a poco, escuchando sus notas solemnes, se me figura que los versos que antes no podía leer se iluminan de clari- dades fosforescentes para clamar la terrible vanidad de todo con las palabras del antifonario:
Dies iras, dies illa, crucis expandens vexilla, solvent, scculum in favílla quantus Tremor esí futurus, quando Judex est ventur us cuneta síricte discussurus.. .
Todos los cuadros trágicos que antes hemos visto en nuestras excursiones de estos días, todos los huer- tos talados, todas las aldeas convertidas en campos de escombros, todos los cementerios profanados, todo lo que es el horror y las miserias de la guerra, aparece de pronto amontonado en un panorama de sangre, de lágrimas y de fuego ante mis ojos aluci- nados. El inmenso santuario que antes era un refugio de paz, de esperanza, de consuelos, de preces gra- ves, se convierte, poco a poco, en un antro de visio- nes macabras. La voz milenaria de la Muerte llena las naves, tratando de escaparse por los ventanales para ir a clamar al mundo entero el espanto de la guerra, para ir a implorar la piedad universal, para ir a despertar a las almas que duermen en medio de la tormenta.
Oro suj^Iex el acclinis, cor contrftum quasi cinis, gcrc curam mci finís. . .
Mis compañeros, que también deben experimentar entre este clamor de voces implacables una sensa-
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ción penosa, se encaminan hacia el atrio en silencio. El aire frío refresca nuestras sienes, y el espectáculo provinciano, gris, discreto y bienaventurado de la plaza del Parvis, con sus macetas, en las cuales se marchitan los últimos geránios del año, nos devuel- ven poco a poco la calma de los nervios. A algunos pasos, la Librería de los Canónigos, con su fachada carcomida, nos habla de la existencia tranquila de esta ciudad, que ni aun durante los largos meses del cautiverio perdió su serena gracia monótona. Las casas burguesas, cuyos portalones están siempre en- treabiertos, dejan ver el lento ir y venir de las bue- nas mujeres que trabajan.
♦ ^ «í:
Uno de los sacerdotes que nos ha acompañado nos habla con orgullo de las bellezas de la catedral y de sus altas torres chatas, que levantan sobre nues- ras cabezas sus masas negras.
—Hay que ponerle una vela a Calvino— -nos dice sonriendo—, si es cierto que a su intercesión le debe- mos el haber conservado intactos nuestros tesoros... Ustedes han visto que en el interior del santuario no faltan sino las trompetas del antiguo órgano... Pero ya tenemos otro; ustedes lo han visto... Y lo impor- tante era que no destruyeran los altares... El altar mayor es uno de los más preciosos que hay en el mundo... Los arqueólogos lo encuentran un poco fri- volo para nuestra iglesia... Dicen que los ángeles de bronce que lo sostienen parecen cupidos paganos... Lo cierto es que es una joya... Yo siento un verdade- ro placer cada vez que lo contemplo... Hace un mo- mento, cuando oíamos el órgano nuevo, yo no pensa
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ba sino en la pena que me habría causado la ruina de ese altar... ¿Están ustedes contentos de su visita?
—Muy contentos — contestan mis compañeros—, mucho. . . Ha sido el espectáculo más agradable de nuestro viaje...
Oyéndolos así hablar me convenzo, con algo de rubor, de que el único que ha sufrido, el único que ha creído escuchar voces trágicas, el único que ha sen- tido un lamento desgarrador en el fondo del alma, he sido yo...
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EN LOS CAMPOS RECONQUISTADOS
AGIENDO parar el autom(Jvii en las cercanías de Chauny, nuestro guía nos invita a continuar a pie nuestro camino, para darnos una cuenta exacta del estado en que estos campos, ayer risueños, han sido dejados por los alemanes. A derecha e izquierda extiéndense las líneas negras de las trinche- ras abandonadas, bombardea- das, removidas por las zapas y por las minas. Hay ahí, en esas interminables fosas comunes, muchas reliquias ma- cabras y muchos recuerdos épicos. Ahí lucharon cuerpo a cuerpo, haciendo prodigios de valor, los héroes republicanos y los héroes imperiales . Ahí se leen, confundidos, al pie de cruces rústicas, nombres germanos y nombres franceses. Ahí se descubren todavía jirones de uniformes grises y de uniformes azules, fragmentos de armas, cascos de granadas y también, cuando se escarba un poco, miembros hu- manos arrancados por la metralla. En los labios del oficial que nos acompaña, y que fué uno de los acto-
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GOMEZ CARRILLO
res del drama de abril, se nota un ligero temblor^ que a mí se me antoja de preces piadosas por las almas de sus pobres compañeros caídos en estas si- niestras zanjas para no levantarse más.
—¡Qué días aquellos!— murmura, evocando las ru- das peleas de hace tres meses.
* « 4!
Hoy, sin embargo, no es la batalla lo que nos inte- resa, sino la tierra redimida, el suelo mártir que, después de un cautiverio de tres años, sufrió, antes de sentirse libre de la planta enemiga, una terrible agonía. Durante días y días una verdadera tormenta de hierro y de fuego sacudió estas campiñas, convir- tiéndolas en un infierno. Por todas partes la huella del odio, la huella de la rabia, la huella de la volun- tad devastadora, la huella de la locura sanguinaria^ la huella de la ferocidad humana aparece, a cada paso, metódica, casi científica. No hay nada que sea obra del puro azar. El orden más absoluto ha presi- dido a la catástrofe. Las aldeas incendiadas, los po- zos cegados, los árboles cortados, los campos tala- dos, las granjas destruidas, todo lo que es ruina ha sido objeto de un plan meticuloso. En una orden del día que los ingleses encontraron en la komandatur de Demicourt, y que lleva la firma del comandante Tyede, se leen las líneas siguientes:
«El jefe de los zapadores dirigirá en persona la destrucción de las localidades a medida que sean desalojadas por las tropas imperiales. La destrucción de Grevillers, Biefvillers, Aubiny Avesnes, comen- aarán a las tres, Para cubrir los grupos encargados de incendiar, cada comandante de sector dará dos
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
suboficiales y veinte hombres de los batallones B y dos enfermeros con camillas. La destrucción de Fa- rreuil, de Benguatre y deFreuicourt, comenzará el segundo día de marcha^ a las tres. La destrucción de Morchies será ejecutada en la mañana del tercer día y deberá estar terminada a las cinco. La destrucción de Lonveral, Boursies y Demicourt, comenzará el mismo día. Para estas destrucciones el jefe de zapa- doi;es se entenderá con el comandante del sector III de la vanguardia de la división 8, mayor Nechtrichz, de modo que todas las no indicadas sean llevadas a cabo por la división S. La destrucción de todos los pozos, fuentes, etc., es indispensable.»
Y para darse cuenta del escrupuloso modo de cum- plir estas órdenes, hay que recorrer l^-S campiñas de estos alrededores de Chauny, hay que ver las ruinas de los pueblos, hay que contemplar la desolación de los huertos. Tres amigos españoles me acompañan hoy en mi excursión por las tierras reconquistadas. Los tres han visto ya escombros y campos de batalla. Y, sin embargo, los tres confiesan que no hubieran nunca creído que se pudiera convertir una comarca rica, fértil, activa, en el erial siniestro que visitamoSo
—Allá hubo una aldea— nos dice cada cinco minu- tos nuestro guía, señalándonos un punto del hori- zonte.
De esas aldeas no queda nada, nada, nada. . . Ha- ciendo alardes de despilfarro, los zapadores de Tye- de y de sus colegas empleaban toneladas de explosi- vos para volar unas cuantas casas, un campanario, algunas granjas. . . Y la lista es tan larga, tan larga, que resulta imposible publicarla. «Entre Nesle y Pe- ronne— dice el rapport americano— no queda sino un desierto.» Lo mismo puede decirse del espacio com-
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prendido entre Noyon y San Quintín, entre Chauny y Ham. . . Las estepas más áridas de Castilla pueden apenas dar una idea de lo que es el antiguo Noyon- nais, que hasta hace cuatro anos parecía un jardín.
« « «
Nuestro guía nos repite:
—Ahora van ustedes a ver Chauny,..
Chauny era una villa industrial de 12.000 habitan- tes, famosa por sus fábricas de espejos. No teníamos monumentos antiguos, y sus casas, de ladrillo, care- cían de belleza. Durante treinta meses, los alemanes vivieron en Chauny satisfechos, según sus propias declaraciones, de la actitud pacífica de sus habitan- tes. Nunca nadie les dió pretexto a represalias. Y, sin embargo, Chauny es, realmente, la obra maestra de la destrucción. Con método, con calma, lósale- manes, al notar que sus primeras líneas del frente de Noyon comenzaban a caer en poder de los franceses, preparáronse a abandonar Chauny a su manera. Du- rante una semana, dos compañías de zapadores visi* taron los sótanos de las casas, una por una, y coloca- ron en ellas la cantidad de explosivos indicada por la komandatur. Algunas infelices familias, temiendo por sus vidas, quisieron abandonar sus hogares. La policía se lo prohibió. Había que dormir sobre la di- namita, había que esperar, había que tener pacien- cia... Al fin, sonó la hora de la retirada, y la pobla- ción fué autorizada a refugiarse en las inmediaciones para contemplar el espectáculo maravilloso de la voladura general. En una hora todo fué consumado.
— Ya ven ustedes lo que queda— nos dice nuestro guía.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CROMCAS
No hay una sola habitación intacta, habitable, re- parable siquiera. La pobre ciudad ha desaparecido para siempre.
Mis compañeros recorren las . calles silenciosos, emocionados, preg^untándose, sin duda, cuáles pue- den ser las razones militares de este atentado con- tra la vida de un pobre pueblo de trabajadores. En Lovaina, al principio de la guerra, los germanos in- vocaron, para excusar su vandalismo, la dura nece- sidad de castigar a los paisanos, que, según ellos, habían atacado a las tropas imperiales. En Chauny no hubo ni la sombra de un atentado.
Pero, a decir verdad, Chauny no me conmueve más que cualquiera de las aldeas que hemos visto antes convertidas en eriales, y hasta siento, ante sus calles de necrópolis, menos tristeza que ante algu- nas granjas aisladas, de las cuales sólo quedan las cenizas.
Toda la comarca es un campo de escombros. Las estadísticas oficiales son espantosas. En las tierras reconquistadas en la primavera de este año hay 250 pueblos destruidos, 36.000 casas destruidas, 222 igle- sias destruidas... De los árboles frutales, el 90 por 100 fué talado. Las fábricas fueron incendiadas en su to- talidad. ¿Y los habitantes?... El prefecto del Paso de Calais escribe: «En las comunas de mi departa- mento abandonadas por el enemigo, no se ha encon- trado un solo habitante>...
Y uno se pregunta con angustia, pensando en las 563 aldeas que quedan en poder de los alemanes, lo que aun habrá que ver mañana, cuando todo el terri- torio esté reconquistado...
* * *
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Al salir de Chauny para recorrer de nuevo las campiñas vecinas, nuestro guía nos hace leer una nota de la Embajada Alemana en Berna, en la cual se anuncia solemnemente al mundo que las «medi- das tomadas durante la retirada de Noyon fueron to- madas muy a pesar del buen deseo de Su Majestad el Káiser y sólo para asegurar la tranquilidad de las tropas imperiales, conforme a los métodos moder- nos de guerra.»
jLos métodos modernos! No hay un solo pueblo en las vastas comarcas ocupadas por los germanos cu- yos habitantes de más de diez y seis años y de me- nos de sesenta hayan podido, salvo casos de salud aceptados por los médicos militares, escapar a esa forma contemporánea de la esclavitud que se llama «la deportación». Las escenas que en Noyon, en Nes- le, en Ham, en Fremicour provocaron las órdenes de deportaciones fueron tan crueles, que los mismos oficiales encargados de ejecutarlas se sintieron más de una vez emocionados ante tanto dolor. En Nesle, el 17 de febrero de este año, en el momento de lle- varse a unas cien muchachas condenadas a los du- ros trabajos del campo, un capitán declaró que «no podía resignarse a tal oficio» y pidió a sus jefes que lo relevaran de su misión, «tan ajena a la guerra». Por desgracia, no todos fueron como éste. El relato francés publicado por el Gobierno dice: «Un día de noviembre de 1915, una mujer, enloquecida de dolor, presentóse dando gritos ante el Municipio de Chau- ny. Pedía que le devolvieran a sus hijas, que habían sido deportadas a un lugar desconocido. El alcalde, lleno de piedad, condujo a aquella infeliz al despa- cho del comandante militar Bergschmidt, de la re- serva prusiana, abogado del colegio de Berlín. Este
EL QUINTO LIBRO DE LAS CROMCAS
militar echó a empellones a la mujer, diciéndole que dejara de molestarlo. Luego, dirigiéndose en tono descompuesto al alcalde, exclamó: «Usted debiera »saber, puesto que se lo he repetido cien veces, que »las palabras humanidad y piedad están borradas del ^Diccionario.» Después de hablar así despidió tam- bién al alcalde, empujándolo.» Casos como éste los hay a centenares, a millares, en el proceso que Fran- cia instruye en las tierras reconquistadas. Cada vez que algún ingenuo cura, algún infeliz maestro de es* cuela, algún inocente edil, pedía a los incendiarios que tuvieran lástima de sus pobres aldeas, los mili- tares, impasibles, contestaban:
—Son las leyes de la guerra moderna. Todos los países harían lo mismo puestos en nuestro caso...
¿Es esto cierto? No lo creo. No puedo creerlo. Pero si en realidad la guerra científica obliga a las tropas de países civilizados a arrasar el terreno por el cual pasan, a no dejar detrás de sí más que cenizas, lágri- mas, maldiciones; si el progreso militar ordena tan- ta barbarie, tanto horror, tanto exterminio, conven- gamos en que los tiempos de Atiia eran menos inhu- manos que los nuestros.
* * «
No es siquiera indispensable penetrar en los pue- blos para notar la dureza metódica con que los inva- sores trataron esta comarca antes de abandonarla. Entre Lasigny y Noyon, en el vasto campo de líneas armoniosas que era ayer el vergel de la Picardía, sólo se extiende ahora un desierto. Los grandes cho- pos murmurantes que daban sombra a la carretera yacen en el suelo, descuajados. «Es para interceptar
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i?. GOMEZ CARRILLO
el paso del enemigo», dirá, sin duda, ia komanda- tur. Muy bien. Que los chopos sufran en nombre de la seguridad de los hombres. Pero ¿y los pobres man- zanos, y los frágiles almendros, y los infelices cere- zos? Pero ¿y ios arbustos de los huerto»? Pero ¿y los simples plantíos de flores?... No se comprende el mó- vil de la larga, de la ardua, de la paciente labor que consistió en ir cortando, uno por uno, todos los ár- boles frutales, todas las plantas floridas de estos hu- mildes cotos. ¿Qué mentalidad pudo presidir a esta hecatombe de ramas inofensivas? Por insensible que uno sea, al cabo de algunos minutos de muda con- templación no puede menos que sentirse el alma inundada de congoja ante una obra que ha sido eje- cutada por seres como nosotros, por hombres que son nuestros semejantes.
« * *
Desde una altura desierta descubrimos, a lo lejos, ruinas de alquerías, de pueblos, de granjas, de igle- sias, de fábricas... La tarde está brumosa, y bajo el cielo gris, de un gris muy suave, los horizontes se estrechan entre tenues muselinas de niebla. Es el cielo y la atmósfera que convienen a estas comarcas húmedas, tibias y melancólicas, donde la vida tiene siempre algo de velado, algo de quieto, algo de con- templativo. De las copas abatidas de los árboles que el sol del verano ha tostado, elévase un interminable murmullo de quejas y de preces. En un estanque, el agua verde tiene fosforescencias cadavéricas. Todo nos habla de muerte.
iCuáata desolación!— dice mi guía.
Y yo recuerdo otras jiras de otros tiempos ya le-
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janos, otros paseos autumnales por estos mismos campos antes risueños, antes ricos, otros días pasa- dos en las márgenes floridas del Oise. Recuerdo Noyon, donde Oscar Wilde encontraba un encanto sólo comparable con el de Oxford. Recuerdo los pai- sajes discretos que para Ruskin eran «entre Amiens y Arras, con sus álamos y sus fuentes», más bellos que los de Italia. Recuerdo mis siestas de pescador que no pescaba nunca, bajo los manzanos que se mi- raban en los arroyos. Y con el pecho oprimido» me pregunto si realmente esta campiña es la misma de antaño, de un antaño que fué ayer y que parece re- moto; si esta Isla de Francia es la de Racine, la de La Fontaine, la de cien idilios legendarios; si es la región de los boscajes geórgicos, de los firmamentos color de flor de malva, de las inspiraciones sua- ves, ligeras, apenas veladas de voluptuosas soña- ciones.
* * *
No, esce Noyonnais ya no es el mío, ya no es el de los horizontes limitados por verdes florestas, ya no es el de los huertos que parecían jardines, el délas canciones campesinas, el de las romerías apacibles, el délos perennes rumores de campanas, el de la lenta labor virgiliana... ¿Qué puede cantar en una comarca de donde hasta los pájaros han huido? Una estadística oficial nos asegura que de las 37 aldeas que componían, en 1914, el distrito de Royes, no quedan sino tres. De las 19 del distrito de Ham, que- dan cuatro... Y como las aldeas, sus coronas de fron- das han desaparecido en la tormenta de hierro, de fuego, de odio. Y del paisaje, del suave paisaje fran- cés, no se ve ahora sino el esqueleto.
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Silenciosos y acongojados continuamos nuestro camino, meditando en eso que se llama «los horro- res de la guerra», en eso de que todos hablan y que nosotros sentimos hoy con más fuerza que en ningu- na de nuestras excursiones anteriores. Todo es ho- rror, en efecto, en esta comarca. Todo es horror metódico, todo es obra matemática de desolación, todo es resultado de un cálculo de pesadilla. Y uno piensa, por la centésima vez, en cuál puede ser la idea fundamental de este sistema espantoso que no perdona ni los árboles ni las chozas, que todo lo arra- sa, que todo lo tala, que todo lo incendia. Allá, a co- mienzos de la tragedia, cuando las tropas germáni- cas, al penetmr en las ciudades, mostrábanse despia- dadas, podíase creer en un principio casi bíblico, que consistía en aumentar la visión terrorífica para lo- grar más pronto la victoria. «Huid de nuestras hues- tes — parecía decir von Kluck — ; huid de nuestro brazo vengador y dejadnos terreno libre para que nuestro dominio haga reinar pronto la paz alemana.» Pero hoy, después de tres años de lucha, hoy que el mundo se ha convencido de que ni los más inverosí- miles azotes logran amedrentar a los pueblos, no se percibe claramente el resorte moral que así mueve a las masas destructoras de campos y de aldeas.
* * *
—¡Ved!— exclama nuestro guía señalándonos un huerto intacto.
El espectáculo es tan inesperado, que todos nos detenemos para contemplarlo. Y, sin embargo, no hay en él nada de grandioso, nada de bello. En me- dio de una estrecha pradera verde corre un arroyo
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CROMCAS
de aguas claras. Una cortina de álamos temblorosos limita un plantío de habas. Unos cuantos parrales, cuyos racimos brillan al sol con translucideces de granate, alegran el cuadro. En el fondo de mi memo- ria, una voz algo pedante murmura: «Es el mismo paisaje que llenó de regocijo el alma de Ulises en el país de Nausicaa: es el mismo riachuelo, son las mismas viñas, son los mismos arbolitos, son las mis- mas habas.» Cierto. Pero no es el recuerdo de la poesía clásica lo que nos hace encontrar tanto en- camo en un panorama que ayer se nos hubiera, de seguro, antojado insignificante en esta tierra de pra- deras, de granjas y de linfas cristalinas, sino el con- traste entre lo que su aspecto representa en la ve- cindad de tanta desolación. Como no hay aquí ni riquezas que puedan tentar a los conquistadores ex- tranjeros ni alturas que puedar inquietar a los estra- tegas, como no hay más que una estrecha llanura muy humilde, ningún capitán germano quiso dete- nerse para destruir unas cepas y un huertecillo. Y los álamos siguen temblando de placer al contem* piarse en el arroyo.
—¿Sabe usted para qué han dejado esto intacto? — me pregunta mí guía.
—No— le contesto.
—Pues para hacer sentir mejor los horrores del resto del paisaje.
Algo ingenuas me parecen en su diabólica compli- cación estas explicaciones. Pero no hay duda de que, sin quererlo, los alemanes han aumentado el horror de los campos talados y asolados con esta mancha verde, fresca, idílica, en medio del gran desierto del Noyonnais...
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HABLANDO CON LOS QUE SALEN DEL INFIERNO
L llegar a la frontera suiza nos encontramos con una sorpresa que, en un principio, nos parece desagradable. «La visita de los pasaportes para los viajeros — nos dicen — no se verificará sino dentro de dos o tres horas.» Y cuando preguntamos el por- qué de tal retraso, el inspector de Policía, que preside a nues- tras evoluciones con aire impa- sible, conténtase con señalarnos del otro lado de una barrera de hierro un cortejo ex- traño y lamentable.
¿Es un pueblo entero que emigra, huyendo de al- guna catástrofe?... ¿Es un éxodo de réprobos, que van a pagar en el destierro algún crimen común? . . . ¿Es una tribu maldita que recorre el mundo doble- gada por el peso de pecados milenarios?...
—Son los repatriados— murmura alguien con voz llena de emoción.
* ♦ *
¡Los repatriados!... ¡Los infelices que, después de vivir dos años en los departamentos del Norte de
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Francia, bajo el yugo extranjero, comienzan a obte- ner, gracias a la diplomacia española, salvoconduc- tos para salir de la tierra mártir!... Y el cuadro más espantoso de esta espantosa guerra, el que no está animado por sublimes heroísmos de guerreros, apa- rece, de pronto, ante nuestra vista con todos sus do- lores, todas sus crueldades, todas sus miserias y toda su inverosímil grandeza. Basta contemplar estos rostros para comprender lo que es la tragedia de los territorios ocupados. Cada uno de estos seres, lívi- dos, crispados, deshechos, parece salir de algún an- tro dantesco .
—¿No podríamos hablar con ellos?— le pregunto al comisario?
—En el buffet pueden ustedes ver a los que ya han pasado por la Aduana— me contesta.
Y ahí los encontramos, ante las mesitas llenas de vituallas, comiendo cual autómatas, silenciosos, me- drosos, con algo de fantasmal en los gestos.
—¿Viene usted de los departamentos del Norte de Francia?— pregunto a una anciana de nobles faccio- nes y de blanca cabellera.
Sin contestarme siquiera, vuelve la cabeza hacia un sacerdote que lee cerca de ella un libro de horas.
^¿Y usted?— digo a otra.
—Yo vengo de Avesnes, en el Norte... Yo soy pa- rienta del diputado Defontaine...
—¿Qué impresiones tiene usted de su largo cauti- verio?
La anciana me contesta con un ademán vago, tris- te, desmayado, que indica un terrible cansancio de la vida, una gran desesperanza de la suerte.
* ♦ ♦
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BL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
¿Lograré hacer hablar a alguna de estas infelices? Todas parecen obedecer a una consigna. Todas hu- yen de mis indiscretas y piadosas curiosidades. Todas parecen avergonzadas de haber sufrido tanto, tanto, durante tanto tiempo.
-—Monsieur— oigo, al fin, que me dicen.
Una mujer rubia, aún joven, de una delgadez ca- davérica, y que oye mis preguntas con interés, me hace sentar a su lado.
—Lo que hemos sufrido... —me dice— sólo Dios lo sabe... Yo vengo de Lille, en donde poseía una pape- lería elegante en el centro de la población... Tengo dos hijas; pero, afortunadamente, ninguna de ellas ha cumplido los doce años... Porque el peligro mayor es ser mujer joven... Con las niñas no se atreven. . . Con las muchachas, en cambio, no se puede saber lo que hacen... De repente, en medio de la noche, lla- man a las puertas de las casas, entran armados y exigen que todas las mujeres se levanten, sin darles tiempo de vestirse. Una vez, hace cuatro meses, en septiembre último, al oír los gritos que daban al lado de nuestra casa, ocurrióseme abrir la ventana y vi salir a unos cuantos soldados, revólver en mano, lle- vándose a las tres hijas de un relojero vecino nues- tro... Eran tres muchachas preciosas... Cuatro días después, las infelices volvieron a su hogar, medio locas, contando en frases incoherentes lo que habían tenido que hacer para evitar la muerte. . . Una de ellas tenía una herida en la cara...; las otras dos te- nían las muñecas magulladas, porque las habían atado a una cama... Este es un caso... uno entre ciento... Uno de que yo fui testigo... Interrogue usted a cualquiera de las personas que se hallan aquí y se convencerá de que a cada momento
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pasa lo mismo en cualquiera de las ciudades inva- didas. . .
Oyendo hablar a esta mujer cadavérica, algunas de las personas que nos rodean anímanse y se acer- can, haciendo gestos de aprobación.
—Sí... sí... sí...— murmura un anciano.
— Sí — exclama un hombre relativamente joven, enorme, obeso, jadeante.
—¿Me ve usted a mí?— dice una mujer vestida de harapos—. ¿Me ve usted?... Yo soy monja... Yo he viajado por países lejanos.,. Yo he estado en Siria en las escuelas cristianas... Yo he estado en Armenia. - Yo he visto matanzas... Yo he tratado de evangeli- zar a los druzos, sin conseguirlo... Pero en ninguna parte he presenciado tantos dolores como en mi po- bre pí;tria, en mi pobre Francia invadida... Yo me encontraba en las inmediaciones de Lille en el mo- mento en que entraron los alemanes, en una ambu- lancia llena de heridos... Al cabo de una semana no nos quedaba un solo herido francés... No sé adónde se los llevaron. Lo que sé es que a nosotras nos obíi- garon a cuidar a nuestros enemigos, amenazándo- nos con los más severos castigos. .. A una pobre en- fermera, porque se resistió a obedecer a una dama diaconesa prusiana, la dejaron todo un día atada a un pilar.
* ♦ ♦
Poco a poco, alrededor de la mesa a la cual nos hemos sentado, los infelices repatriados van acudien- do. Los recuerdos de unos parecen avivar los de los demás. Las caras lívidas se animan, y en los ojos tristes enciéndense chispas de fiebre. El aire de la libertad al que aun no están acostumbrados por
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
completo estos infelices escapados del infierno, re- fresca sus frentes. Cada uno quiere decir algo, cada uno tiene alguna pesadilla que confiarnos...
— iSi usted supiera!
—Pero oiga usted al señor cura...
* * «
El señor cura cierra su libro de horas, levanta ha- cia mí sus ojos infantiles, murmura entre dientes algo que puede ser una excusa y que también puede ser una oración, y luego mueve lentamente, con inten- ciones negativas, su cabeza rubia.
—¿Ha estado usted mucho tiempo en el cautiverio? le pregunto .
Una mujer contesta por él.
—Ha estado más de dos años— exclama—. Desde la batalla del Marne... Porque este santo hombre no es de Jos territorios ocupados, sino del departamento del Marne. . . Los alemanes lo cogieron en su retira- da y lo condenaron a muerte. . . ;E1 miedo que debe haber pasado el pobrecito! ...
Con un ademán paternal, el señor cura impone si- lencio a su habladora amiga y dice:
—No hay que exagerar... A muerte, en realidad, no me condenaron nunca... Los soldados me amenaza- ban con matarme como un perro si no les entregaba a los ingleses heridos que yo tenía en mi iglesia... Pero el general no me trató mal. c— Abate— díjo- me— , no seas terco y enseña el lugar en que están escondidos los ingleses. > Yo le contesté: «No tengo ingleses.» Entonces dió orden de quemar la pobre casa del Señor y me hizo llevar atado a un pueblo, en el cual se hallaban otros sacerdotes prisioneros. Ahí pasamos dos días, al cabo de los cuales fuimos
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enviados a la frontera belga, primero, y después a Alemania, al campamento de Gustrow, donde he per- manecido todo este tiempo. —¿Y los otros sacerdotes?
—Los otros... Verá usted... Como eran muy ancia- nos, no pudieron soportar el cautiverio... Uno tras otro, sucumbieron en ios primeros seis meses de es- clavitud... El abate Lisel, de Champaña, con sus ochenta años, fué el primero en abandonarnos. . . Se apagó cual una llama, suavemente, sin una queja^ bendiciéndonos, aconsejándonos que tuviéramos pa- ciencia, rogándonos que pensáramos en nuestra dul- ce Francia... ¡El pobrecito se había quedado seco cual un sarmiento a fuerza de ayunar y de no dor- mir!... Porque la verdad es que, sobre todo a princi- pios de 1915, se nos tuvo sometidos a un régimen de severidad y de hambre que difícilmente puede ima- ginarse. Por la menor queja, por la más leve falta a la disciplina impuesta por ios guardianes del campa- mento, se nos aplicaban penitencias muy crueles. Un día, para castigarme por haber tratado de escribir una tarjeta postal a mis parientes, me ataron a un árbol y me tuvieron así, sin darme de comer, duran- te varias horas... Yo no me quejo por mis dolores personales... Todo sea por el amor de Dios... Pero el ver padecer a mis compañeros de cautiverio me lle- naba el alma de congoja. Cada quince o veinte días, cuando penetraban en nuestro depósito los nuevos infelices que habían sido condenados a la deporta- ción, el espectáculo de las desesperaciones de los re- cién llegados era tan doloroso, que nos arrancaba lágrimas y a veces hasta nos hacía dudar de la bon- dad divina... No todos tenemos almas de santos; no todos sabemos bendecir nuestros males, como Job...
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
La carne es cobarde... Nunca olvidaré el cuadro que presenciamos a principios de julio del año pasado r Atados codo con codo, como malhechores, llegaron una mañana treinta y siete ancianos decrépitos, es- queléticos, que apenas podían sostenerse sobre sus pobres piernas. Yo quise acercarme a ellos para di- rigirles algunas palabras de consuelo. Un oberlieu- tenant me apartó cortésmente de los ancianos, y dió orden de que se les impidiera hablar con nosotros. Más tarde supimos que el crimen de aquellos infeli- ces consistía en no haber podido entregar a las auto- ridades alemanas la suma que se había impuesto como multa al pueblo en que vivían. En estos últimos meses, preciso es confesarlo, el régimen se ha sua- vizado, gracias a la intervención de la Cruz Roja Americana...
Oyendo hablar al buen sacerdote rubio, algunas mujeres que vienen de los departamentos invadidos olvidan sus propias penas pasadas y lloran en si- lencio... Una atmósfera de angustia pesa en la vasta sala de la fonda. Los mismos inspectores de Policía, acostumbrados desde hace largos meses a contem- plar cuadros como éste, parecen emocionados ante la suave pena de este cura de aldea, que sale del infier- no sin que el dolor y las humillaciones hayan amar- gado su alma evangélica.
—Después de todo— concluye el clérigo—, estos dos años nos habrán servido para aprender a ser re- signados...
Una mujer joven y bien parecida acércase a nues- tra mesa y ofrece al cura qne acaba de referir su cal- vario una taza de té.
—Yo también he sufrido— murmura— , pero no tan- to como usted... Yo he sufrido moralmente más que
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físicamente. . . Yo he sufrido en mi corazón de fran- cesa, sobretodo...
—La vida es un valle de lágrimas— dice el sa- cerdote.
Luego pregunta a la mujer:
—¿Viene usted de Alemania?
—No. Ye he permanecido en Francia hasta hace pocas semanas... En Joeuf... Yo era maestra de escue- la... Cuando los alemanes entraron en Joeuf, el te- niente de gendarmería me ofreció un asiento en un carro para que pudiera escaparme. Pero yo no quise abandonar a mis infelices niños... Después, lo con- fieso, más de una vez me arrepentí de no haber huí- do. . . ¡He sufrido tanto, tanto!... Pero pensando en el poco bien que he podido hacer, me alegro de no ha- ber abandonado mi puesto. Ahora mismo, no sé si he cometido una cobardía al aceptar la libertad que se me ha concedido... Desde el principio de la ocupa- ción, nuestra vida ha sido muy dura. Se ha quitado de nuestras escuelas cuanto podía recordar a Fran- cia; las paredes están desnudas. No queda más que un Cristo y un reloj de pared. El catecismo lo dan en las clases los curas alemanes, y los niños tienen que cantar el himno nacional alemán y rezar en ale- mán. Las escuelas de Joeuf y de Homecourt asistie- ron el 1 de enero, en la plaza del Ayuntamiento de Joeuf, a la «Kaiser parada». Los militares obligaban a los niños a gritar: j Viva el Emperador! Los míos no quisieron gritar. En las escuelas libres de Geni- bois y de Joeuf han limpiado los retretes con jirones de banderas francesas, y a los niños se les castiga por la menor cosa, porque las institutrices alemanas son muy duras. El inspector que venía a nuestra clase decía un día: «Pegadles en las nalgas hasta que
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I
EL QUINTO LIBRO DE LAS CRUN/CAS
no puedan sentarse.» Yo no lo hacía, naturalmente. Se nos maltrataba continuamente, llamándonos la- drones, descorteses y sucios, y se añadía que todo lo que tenemos no vale nada. En plena clase se llama a los franceses bandidos y asesinos... Y nosotros tene- mos que oír todo eso sin protestar. . . Porque cuando alguien protesta, se expone a los más severos trata- mientos...
—Es cierto—murmuran varias voces.
El señor cura parece orar... Sus labios, delgados y exangües, palpitan nerviosamente, y sobre su pecho sus dos manos pálidas se unen en gesto crispado.
—Todo sea por Dios— dice, al fin. , .
Y las mujeres que lo rodean contestan con acento contrito:
—Todo sea por Dios y por Francia...
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ANTE LAS LLAMAS DE SAN QUINTÍN
E usted algo? ¿Ve usted la cate- dral? ¿Ve usted las llamas de los incendios?
Como la hermana Ana, cada uno contesta:
—No veo más que un poco de humo blanco entre las nieblas grises. . .
Nuestro guía insiste, nuestro guía se impacienta... Ahí están las altas torres, y detrás de la? torres, las llamas, las perpetuas llamas del perpetuo incendio... No hay más que fijar- se bien a la derecha. . .
Uno tras otro, mis compañeros suben a la plata- forma estrecha del observatorio. Y uno tras otro ba- jan sin haber visto más que el humo, y las nubes, y la bruma, y también, allá, en medio de todo, un alto fantasma de piedras negras. Yo soy el último de to- dos, y como nadie espera mi descenso par^ ocupar el sitio, puedo sentarme tranquilo en el mirador im- provisado. —¿Ve usted algo?...
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E . GOMEZ CARRILLO
Ni siquiera contesto, para que nadie se ría de mí. Pero sí veo algo, veo mucho... Toda la tragedia os- cura, oculta, callada y formidable, aparece ante mis ojos con su monótono misterio. En la llanura no se distingue ni una aldea, ni una granja. Todo ha sido talado por la metralla. Los árboles mismos yace» heridos de muerte, y sus copas se deshojan sacudi- das por la brisa fría del otoño. Es un desierto del cual hasta los cuervos parecen haber emigrado... Y, sin embargo, en los cuatro kilómetros que me se- paran de San Quintín hay millares y millares de hombres que viven enterrados atisbándose como s«l* vajes, sin más ideas que la de matar y la de morir. Por la noche, según parece, la planicie se puebla de cortejos cautelosos que van de las trincheras a los puestos de retaguardia en busca de víveres y de mu- niciones. Luego, en cuanto el sol pálido del Norte vuelve a iluminar la tierra, la vida de topos reco- mienza.
Es la guerra y es toda la guerra. En cualquier sec- tor del frente, un silencio igual, una desolación igual,, «na soledad igual nos acogen. Hace tres años que vemos este espectáculo invariable, al cual ya debía- mos estar habituados, y que nos impresiona y nos sorprende siempre como un cuadro inverosímil de tristeza.
Mi tristeza hoy se agrava de nostalgias, y mi vi- sión se complica de reminiscencias. La culpa la tie- ne nuestro guía, que me enseñaba anoche, en el ho- tel de Comfi^gne, donde dormimos, un viejo libra , de crónicas locales, ilustrado por un discípulo anó- nimo de Van der Meulen. «Es el mismo lugar que va- mos a visitar mañana»— me decía. Y yo contempla- ba las estampas desteñidas, al pie de las cuales figu-
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ran los nombres prestigiosos de Enrique II y de Felipe II, del duque de Saboya y del Condestable, de Montmorency, del conde de Egmont y de Fran- cisco Díaz... ¡Cuánta animación, cuánta vida, cuánta grandeza en aquellos movimientos de hace cuatro siglosl Los jinetes llenan la llanura, los estandartes flotan al viento, los penachos rematan los morrio- nes.. . Y uno tiene que hacer un esfuerzo de cálculos precisos para darse cuenta de que la célebre batalla, comparada con la de nuestros días, no fué sino una simple escaramuza, a pesar de que la Historia la considera como «una de las victorias más considera- bles que se leen en los anales de las guerras>. Toda la nobleza española y toda la nobleza francesa esta- ba ahí. Los condes de Feria, de Olivares, de Fuen- salida, de Chinchón, de Ribagorza; el duque Siesa; los marqueses del Valle, de la Cámara, de Aguilar, de Montemayor, «y otros muchos no menos ilustres por su cuna», combatían contra los duques de Mont- pensier y de Longueville, contra los señores de Saint-André, de La Roche, de Tournay, de Cour- ton... Y el cronista agrega: «Estos eran los más no- tables, pues antes que ellos figuraban otros que, como el almira-nte de Coligny, el príncipe de Man- tua y el príncipe de Salmona, pasaban primero en dignidades y empresas. Pero todos estos esplendo- res militares palidecen cuando, al llegar al resultado de la batalla, leemos: «Las pérdidas del ejército del rey de España, aquel día memorable, que íué el 10 de agosto del año de Nuestro Señor (1557), no pasaron de ochenta hombres, y de los franceses murieron dos mil quinientos y dejaron prisioneros entre las manos españolas, además del Condestable y trescientos ca- balleros, unos cinco mil soldados... > ¿Qué es esto»
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Dios santo, cuando se piensa en las hecatombes de Verdun, cuando se cuentan los prisioneros de las úl- timas batallas italianas, cuando se recuerdan las ma- sas del Marne? Nada, nada. Y, sin embargo, 5^0 me pregunto si más tarde, cuando, en lejanías para las cuales un espacio de cuatrocientos años no es un abismo, los hombres estudien las gestas antiguas, no encontrarán siempre mayor grandeza, mayor poesía en una lucha como la de San Quintín, con sus escuadrones vistosos, con sus épicas cabalgatas, con su brillo de corazas, con sus vuelos de estandartes, que en una carnicería cual la del Carso, en la que los regimientos sucumben bajo tormentas de hierro y de fuego sin ver siquiera el rostro de sus adver- sarios...
Aquí, ahora, lo que más emoción causa a los que vienen a sentarse en el observatorio en que yo me encuentro no es la batalla misma, sino el gran miste- rio de San Quintín, que arde ahí enfrente, a cuatro kilómetros.
—No hay día en que no se vean llamas— me dice nuestro guía.
Y, melancólicamente, agrega:
—¿Qué vamos a encontrar cuando logremos re- conquistarla?
Trágica pregunta, que es preciso repetir ante to- das las ciudades ocupadas por los enemigos; pero que aquí, en esta región, donde las tropas, al retirar- se, no han dejado sino ruinas, resulta más siniestra que en ninguna otra parte. ¿Qué quedará de San Quintín después de la guerra?... Con melancolía pienso en el Museo discreto, fresco, silencioso y gris como un claustro, en el cual sonreían, con sus labios voluptuosos y escépticos, las damas del siglo xriii,
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eternizadas por Latour. ¿Qué será de aquellas pelu- cas blancas, de aquellas faldas floridas, de aquellos lunares provocativos en las comisuras de los labios, de aquellas miradas maliciosas que parecían hechas para no contemplar sino galantes cortejos en los parques de Versalles?... El Louvre hubiera querido robar a la humilde galería tan gran tesoro de arte, que ahora debe estar en alguna lejana pinacoteca tu- desca. Pero no son esos pasteles, ni son tampoco los famosos marfiles y las preciosas miniaturas del Mu- seo lo que acongoja a los que vemos desde aquí las llamas del perpetuo incendio. Es la ciudad misma, con sus plazas vetustas, con sus venerables vivien- das de canónigos, con su carácter medio burgués, medio episcopal, con su aire tan de otro tiempo. . . Las torres de la iglesia, que se ven entre la niebla, altas, negras, impasibles, demuestran que por lo me- nos el venerable santuario en el cual Felipe II oró con fervor, existe aún. Pero, ¿y el Hotel de Ville, que con sus muros calados, con sus nichos profun- dos, con su balaustrada aérea, parecía un relicario labrado por Benvenuto?... ¿Y el palacio de Fervas- ques?... ¿Y la atalaya de Santiago?... ¿Y el monu- mento del sitio, que era un recuerdo glorioso para España?..
Mi guía, que ha venido a colocarse a mi lado, y que me señala, entre el humo y la niebla, los resplan- dores de las llamas, murmura:
—No quedará nada... Nada... San Quintín ha teni- do siempre mala suerte... Todas las guerras y todas las revoluciones se han encarnizado contra ella...
Es cierto. Los españoles mismos, que en Amiems, alg^unos años más tarde, habían de mostrarse tan respetuosos de vidas y haciendas, en San Quintín
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fueron crueles. En la relación de la biblioteca de El Escorial, que todos hemos leído, uno de los que en- traron a saco en la ciudad escribe: cMurió mucha gen- te, y hubo algunos que después de muertos y desnu- dos en carnes, los hombres en el suelo los abrían por los estómagos, y aun yo vi uno que le sacaron las tripas por el estómago. > No tenemos, sin embargo, por qué ruborizarnos mucho, pues el mismo cronis- ta, a renglón seguido, agrega, haciendo la cuenta de los crímenes que a cada pueblo de los que peleaban bajo las banderas de Felipe H le corresponden: «En las casas que entraban alemanes, no dejaban hombre con vida, ni mujer, ni niño. Hallóse de cuenta que ma- taron setecientos y diez franceses, sin las mujeres y muchachos.» La furia era tal en los tudescos, que Felipe II, espantado de las matanzas, tuvo que hacer esconder en las iglesias a las mujeres que aun que- daban por la noche con vida. «Hoy, 28 de agosto, continúa el narrador, se sacaron todas estas muje- res que se pudieron salvar, y por mandato de Su Ma- jestad se llevaron delante las tiendas del obispo de Arras. Las monjas recogió el conde de Feria, que en esto hubo mucho cuidado porque no fuesen deshon- radas, porque a quedar en sus monasterios, los tudes- cos las mataran.»
Mi guía, a quien le recuerdo estas cosas, murmura entristecido:
—Sí... sí... Pero no es lo mismo... Aquellos hom- bres no se encarnizaron hasta contra los árboles... Vea usted...
En toda la llanura reconquistada hace pocos me- ses, y que los alemanes ocuparon durante dos años, los manzanos, los perales y los olmos fueron corta- dos. No queda en el vasto espacio que nuestra vista
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS,
alcanza un solo huerto. Como si una tormenta hubie- ra barrido la comarca, las pobres copas abatidas forman, en el suelo gris, un inmenso cementerio ve- getal.
—Es increíble— murmura mi guía. Y después de un largo silencio, me pregunta: —¿Dónde pueden haber aprendido este método ie guerra?...
Yo no me atrevo a contestar. Pero recuerdo la página en que La Fuente, en su historia de la batalla de San Quintín, después de hablar de la toma de la ciudad, dice literalmente que Felipe II «mandó cor- tar todo el arbolado de aquella fértil campiña..»» Y como aquella campiña es esta misma en la cual aho- ra n»e encuentro, tengo ganas de decir a mi compa- ñero:
—Fué, por desgracia, el rey católico quien dió el ejemplo, allá a mediados del siglo xvi. . . Pero prefiero callar...
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EL MARTIRIO DE SOISSONS
NA ciudad blanca, apacible y ri- sueña, que alza sus campana- rios a orillas de un río pere- zoso, en medio de un círculo de colinas...» Así me figuraba yo siempre a Soissons, por haber- la hallado así, hace muchos años, en la época feliz en que se viajaba para admirar pie- dras viejas y suaves paisajes...
Y muy a menudo, evocando su recuerdo, veía la admirable fachada de San Juan de las Viñas con sus altas to- rres desiguales, con sus maravillosos encajes de gra- nito, con su soberbio pórtico, que en vez de conducir a una nave de catedral, conduce al campo...
Y veía el claustro de San Ligero, muy apropiado, en su exquisita elegancia, al nombre del santo pa- trón de la Abadía...
Y veía las nobles viviendas de la rué des Corde- liers, a cuyas ventanas, colgadas de hiedra, parecía- me siempre ver asomarse una buena cara de canóni- go indulgente, melancólica y algo irónica.
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Hoy, al penetrar de nuevo en la ciudad, noto que ya no es blanca, que ya no es apacible y, sobre todo, que ya no es risueña.
Herida de muerte, herida en sus entrañas de arte, parece contemplar sus mutilaciones con una pena desesperada.
De entre los árboles, de entre las piedras, de entre los escombros, un lar^^o gemido y una perpetua mal- dición se escapan. «¿Qué te habían hecho mis nobles iglesias, mis claustros desiertos, mis reliquias in- ofensivas?», parece preguntar a los que la tortura- ron. Y es en vano tratar de calmarla hablándola de los dolores más crueles de sus hermanas Arras, Iprés, Reims. Nada, la calma.
Hay, en efecto, en Soissons una especie de mal hu- mor general, que nos explicamos perfectamente. ¡Lo que CvSta población heroica ha sufrido desde hace más de tres años!... Y con qué energía, con qué des- interés, con qué estoicismo se ha sometido a su mar- tirio.
Ni las^ súplicas, ni los consejos, ni las am.enazas de la autoridad militar lograron nunca, en los días en que la lluvia de fuego parecía destinada a devorar- la, que la ciudad fuese abandonada por todos sus ha- bitantes. Nunca la vida se interrumpió por com- pleto.
A falta de alcalde, una mujer admirable se impro- visó alcaldesa. Las escuelas se establecieron en las cuevas. Las tiendas de artículos indispensables ni si- quiera cerraron sus puertas. Pero todo esto los soissoneses no lo han hecho sonriendo, como los ha- bitantes de Reims o de Arras, sino gruñendo.
—¿De veras?-~me pregunta el funcionario municipal que me sirve de guía—. ¿De veras?... Yo no lo noto.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
Después de todo, tal vez me equivoco; tal vez Soissons no es más hosca que sus hermanas las su- blimes ciudades que sonríen bajo la metralla.
—Si los alemanes hubieran logrado quedarse aquí —me dice mi cicerone— seguro que no habrían des- truido nuestra catedral, nuestros edificios, nuestras casas. Es por vengarse por lo que nos bombardean desde el 14 de septiembre de 1914. Fué el día en que nuestras tropas los hicieron salir corriendo. Habían estado aquí trece días... ¡Cómo me acuerdo de la ma- ñana en que llegaron insolentes, arrogantes, mar- chando como en una parada!... El rey de Sajonia en persona los mandaba... Yo lo vi en su automóvil, ro- deado de oficiales de monóculo; insignificante de fiso- nomía, más bien bondadoso de aspecto... Los en- cargados de mantener el orden a la prusiana, en cambio, tenían caras patibularias y trataban de ins- pirarnos un terror diabólico. Un pobre obrero, lla- mado Debru, que se permitió gritar ¡Viva Francia! al ver pasar las tropas alemanas, fué fusilado en el acto. Al mismo tiempo, nuestros más eminentes fun- cionarios son detenidos y encerrados en el palacio municipal en calidad de rehenes. Unos cuantos ofi- ciales fracturan la caja de hierro de la Subprefectn- ra; otros saquean el castillo de la Rochefoucauld, donde el príncipe Eitel, hijo del Káiser, se aloja... Los días pasaban en una perpetua ansiedad... No sa- bíamos nada de ninguna parte... Lo poco que nos quedaba, los soldados nos lo quitan... El pillaje se convierte en un sport. Al fin, el 10 comenzamos a ver pasar tropas alemanas, que se dirigían, no hacia ei Sur, sino hacia el Norte... Al mismo tiempo, los aristócratas compañeros de las orgías del príncipe Eitel abandonan ei castillo. El 11, el movimiento de
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retirada acentuóse; las tropas pasaban en desorden, ya no al paso de parada, sino andando lo más rápida- mente posible. El 12 fué el desbarajuste: la cabalga- ta sin orden de los que huían, y detrás de ellos las primeras patrullas de nuestros cazadores, que galo- paban persiguiendo a los ulanos... ¡Ah, el hermoso día!... ¡Ah, los divinos minutos!.. . Nos creíamos fe- lices para siempre, libres para siempre de todo peli- gro, de toda humillación. Pero, jay!, veinticuatro horas después, el bombardeo comenzó, ese bombar- deo que dura aún, que nos ha martirizado sin cesar desde hace más de tres años.
Lo mismo que todos los demás soissoneses, mi guía, cuando se habla de lo que la ciudad ha sufrido, piensa, ante todo y sobre todo, en la catedral.
—Era una de las más bellas de Europa—me dice—, y por eso los bárbaros se han propuesto destruirla.
Era una de las joyas de la arquitectura cristiana, en efecto, la muy antigua y muy venerable basílica. Era la hermana mayor de la de Reims, y aunque no podía comparársela en esplendores y en lujo exterior, siempre era digna de figurar en la maravillosa fa- milia de las grandes catedrales de Francia.
Ahora es un fantasma agujereado, cuyos altares, cuyos adornos, cuyas vidrieras yacen convertidos en escombros. En el exterior, las mutilaciones se notan menos que en el interior. Son tan enormes las masas de estos templos de la Edad Media, que aun encontrándose, como el de Reims, más muertos que vivos, siempre producen desde fuera una sensación de vigor invencible.
Pero cuando se penetra bajo sus naves, cuando se ven los coros y los transeptos convertidos en monto- nes de piedras, cuando se camina sobre los restos
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informes de sus vidrieras, cuando se ven las brechas por las cuales aparece el cielo indiferente, entonces se nota que el daño es mucho mayor de lo que al principio habíamos creído .
Oyéndome hablar español con mi compañero de viaje Miguel Moya Gastón, nuestro guía me dice:
—Las vidrieras de Soissons que ahora ve usted destrozadas, habían sido regaladas a la basílica por una compatriota de ustedes, por la reina doña Blan- ca de Castilla.
Y como Miguel Moya parece extrañarse de que a principios del siglo xiii ya esta catedral estuviese terminada, el cicerone exclama:
—Es la primera de todas, es la más antigua, es la más bella, es la más santa...
Los enamorados de las glorias locales exageran siempre. Pero no puede dudarse de que hay una ma- jestad inmensa, unida a una delicadeza exquisita, en esta nave, cuyas columnas ligeras suben entre flore- cimientos de encajes hasta la alta bóveda.
«Con sus enormes rosas de luz— dice un crítico—, el interior de la catedral de Soissons constituye una obra de genio.»
Ahora, por desgracia, las vidrieras han desapare* cido y la claridad entra por todas partes, cruda, sin matices, para hacer apreciar mejor la obra de los bárbaros. En el suelo, bajo nuestras botas de viaje, Jos fragmentos multicolor de sus vidrieras de Blan- ca de Castilla, se rompen en mil pedazos y forman en el suelo fantásticas combinaciones de piedras pre- ciosas.
Más que la catedral me interesa en esta ciudad las ruinas de San Juan de las Viñas, con su alta fachada gótica, detrás de la cual no hay ningún templo, con
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sus claustros abandonados, con su refectorio miste- rioso.
¿En qué guerra antigua, en qué revolución terrible desapareció la nave de la iglesia y el resto de la abadía?...
La crónica local, algo irónica, nos contesta:
«San Juan de las Viñas no es una víctima de las re- voluciones ni de las guerras, sino de la catedral y de sus obispos.»
En efecto: aunque parezca mentira, a principios del siglo XIX habían los arquitectos notado que tanto la abadía como la catedral necesitaban urgentes re- paraciones. ¿De dónde sacar el dinero?
El obispo no lo tiene, ni el Municipio tampoco. Pero el obispo tiene una idea, que consiste en hacer demoler la iglesia abacial para vender sus materia- les y pagar con su producto las reparaciones de la catedral. El historiador que nos refiere este acto de vandalismo episcopal, concluye diciendo: «La suma que se necesitaba era de 23.786 francos.»
De la fachada, que por fortuna no fué destruida y que es una de las más armoniosas de Francia, el con- junto ha sido relativamente respetado por los caño- nes alemanes; sólo una de las torres ha perdido su flecha.
—¿Y Nuestra Señora, con los restos de su monas- terio?—le pregunto a nuestro guía.
—Queda tan poco, que no es fácil que lo destruyan los alemanes ... Un muro de la antigua iglesia de Notre Dame, un fragmento de la nave de la iglesia de San Pedro, algunas piedras de otra iglesia.
Porque aquella abadía de monjas nobles tenía en su recinto varias iglesias, todas magníficas y magní- ficamente alhajadas, como conviene a las hiias de los
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reyes, de los príncipes y de los cardenales cuando se deciden a consagrarse a la oración.
En uno de esos santuarios las monjas guardaban la tumba de San Drausin, que tenía la virtud de ase- gurar la victoria a los guerreros que pasaban una noche orando a sus pies... Esto permitió a muchos capitanes penetrar aquí al anochecer y no salir sino al día siguiente.
Miguel Moya sonríe. Nuestro guía se santigua. Yo apenas oigo sus discursos históricos.
El aspecto de las calles por las cuales nos encami- namos hacia la puerta de la ciudad me interesa más que los recuerdos de la Edad Media. A cada instante un estallido formidable hace temblar el aire. Son las baterías francesas que tiran ahí mismo, en el extre- mo del paseo público, a pocos pasos de las trin- cheras.
Y las trincheras alemanas están a cien pasos más lejos, detrás de los suburbios, de tal modo, que por ia noche, en el silencio de esta ciudad sepulcral, los que aun viven entre sus ruinas oyen los cantos gutu- rales de los guerreros del Káiser, confundidos con las alegres coplas de los soldados de la República.
—Por ahí no puede pasarse— nos dice de vez en cuando el cicerone al llegar a ciertas bocacalles.
Y es que allá, en el fondo, detrás de unas enrama- das que parecen inofensivas, se esconden unas mal- ditas ametralladoras que se entretienen en disparar apenas ven una sombra en los espacios descubiertos.
—¿Cómo pueden ustedes seguir viviendo aquí?— le pregunto a nuestro amigo.
—En primer lugar— me dice—, apenas somos unos cuantos centenares... Tal vez mil... Además, el peli- gro no es tan grande para nosotros como para los
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monumentos. Nosotros, en cuanto comienza el bom- bardeo, nos metemos en nuestras cuevas. Luego nos echamos todos a la calle para ver lo que ha pasado y para maldecir a los boches... Cuando ustedes llega- ron acababa justamente de terminar el bombardeo.
Ahora me explico el aspecto relativamente anima- do que le encontramos a la ciudad. Y ahora me ex- plico también su aire hostil y gruñón... La gente es- taba maldiciendo . . .
Por eso, sin duda, la primera vieja a quien le pre- gunté nuestro camino me miró con ojos hostiles...
Por eso, el anciano a quien le pedimos agua para nuestro automóvil no nos contestó siquiera.
—Póngase usted en su caso— me dice Miguel Moya.
Es cierto. iPobre gente, pobres víctimas de la mi- seria, de las costumbres burguesas, del amor del hogar... Por no alejarse de los rinconcillos en los cuales han visto morir a sus padres y nacer a sus hijos, se exponen así a todos los peligros, a todas las privaciones, y se consuelan maldiciendo a los enemi- gos y gruñendo contra los gendarmes que los moles- tan, contra los amigos que los visitan, contra los sol- dados que cantan...
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LAS RUINAS DEL LOURDES DEL NORTE
UESTRA Señora de Brebiéres, ei Lourdes del Norte, protegido por su Virgen de oro... Va usted a ver! ...» Y yo me figuraba un santuario como el de los Piri- neos, más misterioso aún, más impregnado de milagros y más velado de brumas; algo muy gris en medio de un bosque profun- do, un paisaje antiguo y discre- to, embellecido por el dolor y por las preces milenarias; un fondo de cuadro de Memling coronado de murallas vetustas, de torres negras, de vuelos de estandartes místicos... Recordando las viejas crónicas de la Abadía de Saint Aignan, evocaba la sombra de Hugo de Camp de Avesnes, señor de Saint Pol, excomul- gado por Inocencio II por haber querido apoderarse de las tierras de la Santa Colegiata. Y a través de diez siglos de fe veía los largos cortejos de canóni- gos, de abades, de frailes descalzos, encaminándose desde los confines de Europa hacia el inmenso prio- rato picardo... Fortificado por Hugo Capeto, bende-
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cido por todos los papas, venerado por todos los re- yes, el dominio espiritual de Ancre tomaba en mi imaginación proporciones soberbias de devoción grave y sombría...
Y he aquí que de pronto mi ensueño se desvanece ante la realidad. De sus fastos antiguos, ni el nombre le queda siquiera al famoso santuario. Ancre se llama hoy Albert. Ancre no tiene misterio. Ancre es una villa de aspecto burgués. Nuestro guía nos lleva a lo que aquí se llaman los Alpes picardos, y nos asegura que no hay sitio más pintoresco en todo el Norte de Francia. Pero por mucho que nos empeñe- mos en admirar, no vemos sino rocas que parecen artificiales, una cascada de teatro, un riachuelo pe- bre y turbio. La gruta misma, la ilustre gruta que los devotos visitan con fervor, tiene paredes de ce- mento. En cuanto a los restos de la antigua muralla, con sus remiendos de ladrillo, lo' único agradable que tienen es su tapicería de hiedra.
Hay tal fe, tal entusiasmo, tal patriotismo local en el anciano que nos guía, que no me atrevo, sin em- bargo, a dejar ver mi desencanto.
—Cuando Lourdes no era sino una montaña desco- nocida—me dice—, aquí llevábamos ya cerca de diez siglos de existencia milagrosa...
Es muy remota, en efecto, la santidad de Nuestra Señora de Brebiéres. «En el siglo x— dice la leyen- da—, un pastor de ovejas que apacentaba su rebaño en las inmediaciones de Ancre notó que uno de sus blancos animalitos se quedaba horas y horas quieto ante una mata seca, sin buscar en la hierba verde su alimento. Cansada de verlo así, inmóvil, el pastor azuzó a sus perros para que obligaran a la oveja a seguir a sus compañeras. Pero la oveja, a pesar de
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su timidez natural, resistió a los mordiscos y no se movió del lugar en que estaba. Entonces el pastor, impaciente, cogió su cayada y se puso a aporrear la jnata.
»¡Cuál no sería su sorpresa al oír una voz dolorosa que le decía: «Detente, pastor, que me hieres.» Y más aún espantóse al ver su palo ensangrentado. Con manos febriles púsose a cavar la tierra, y no tardó en desenterrar una estatua de Nuestra Señora con el niño Jesús en los brazos. La estatua tenía la marca sangrienta del golpe que había recibido.»
El milagro, en lo que tiene de local, no termina aquí. La leyenda agrega que cuando los obispos de la comarca oyeron lo que acababa de pasar, decidie- ron hacer transportar la santa imagen a un gran mo- nasterio lejano. Procesionalmente colocaron aUa Vir- gen en un carro tirado por dos magníficos caballos. Todos los esfuerzos del cochero fueron vanos. El ca- rro no se movió. Entonces, comprendiendo la volun- tad divina, decidió el clero dejar a la Madre de Dios en aquel lugar y edificar un santuario para abrigarla.
Del santuario primitivo no quedan ni las huellas.
La iglesia actual es un enorme edificio bizantino, sin ninguna belleza, digno hermano de la basílica de Lourdes. En lo alto de su torre de ladrillo, que los cañones alemanes han destruido, la Madona dorada no se inclina ya bendiciendo a los fieles.
—Es el interior— me dice mi cicerone— lo que había que ver.
El interior, ahora, es un montón de escombros in- formes. Pero en ese desorden de columnas rotas, de piedras calcinadas, de ladrillos hechos polvo, se des- cubre el brillo de los metales preciosos. Todo era áureo aquí. Generaciones de peregrinos habían traí-
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do para adornar los altares milagrosos lámparas de oro, vasos de oro, floreros de oro, paños de oro, án- geles de oro. Y los arquitectos, por su parte, habían prodigado los mármoles blancos, los mosaicos multi- colores y las vidrieras policromas en la decoración. Aun vemos en la vasta tribuna del órgano, entre dos inmensos querubines, un mosaico de púrpura, de za- firo y de oro. En lo alto de la nave, un friso repre- senta una teoría de santos que se dirigen hacia el lugar del descubrimiento de la sagrada imagen. En- tre las pedrerías de los ventanales, de que ya no que- dan sino fragmentos, adivínase también la historia del pastor y de su hallazgo.
—Este templo— me dice mi cicerone^ repitiendo sin duda una frase popular— era una oración de oro en honor de Nuestra Señora.
Luego, pensando en los alemanes, agrega con voz patética:
— jAh, los miserables!,.. Dios les pedirá cuenta de lo que han hecho aquí...
Durante los qi ince días durante los cuales los sol* dados del Káiser ocuparon la ciudad, no puede de- cirse que se hayan conducido de un modo cruel. No fusilaron ni al alcalde, ni al cura, ni a los notables Sabiendo que la población era rica, prefirieron pillar j a matar. Metódicamente, militarmente, saquearon todas las casas inhabitadas y exigieron fuertes con- tribuciones. En el templo ni siquiera penetraron; sin duda porque ignoraban las grandes riquezas que contenía. Pero cuando después de la derrota del Marne tuvieron que desalojar la plaza, comenzaron a destruir lo que no habían podido conservar. Sin la menor razón estratégica, por puro juego de niños diabólicos, dirigieron el fuego de sus cañones prime-
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ro contra el templo, en seguida contra las fábricas, al fin contra las pobres casas particulares. Albert, en medio de su misticismo, era una villa muy prácti- ca y muy laboriosa, que sabía unir el esfuerzo mate- rial a los entUvSiasmos espirituales. Durante once meses del año sus habitantes se consagraban a fa- bricar ruedas de hierro, limas de acero y objetos de cobre. Sus habitantes no eran muy numerosos; pero todos tenían su casita, su jardín, su libreta de la Caja de Ahorros. Era una colmena en la cual vivían unos ocho mil capitalistas. Por lo mismo, las huelgas y los conflictos entre patronos y obreros no ensangrenta- ban nunca su suelo. Interesados en los beneficios, los trabajadores respetaban a sus amos. Los cálculos estadísticos prometían un porvenir risueño a la in- dustria local.
Y además, durante un mes entero, desde princi- pios hasta fines de septiembre, la Virgen trabajaba por los más humildes, atrayendo más de cien mil pe- regrinos, que contribuían con sus limosnas y con sus compras a dorar la ciudad. La oración de oro, de oro acuñado, eran esos piadosos romeros los que la reci- taban.
Desde el día de las grandes procesiones de los pas- tores hasta la tarde del último rosario, las multitu- des fervorosas daban al Lourdes del Norte el aspec- to de una nueva Compostela cosmopolita delirante de fe, rumorosa de plegarias, ávida de milagros. Y los milagros menudeaban. No hay más que ver la hecatombe de brazos y de piernas de cera que los cañones alemanes han hecho en la basílica para comprender el número infinito de paralíticos y de tullidos que recobraron la salud gracias a los favo- res de la madona áurea.
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—lAhl—exclamó mi g^uía evocando aquellos tiem- pos bienaventurados—. ¡Si usted hubiera visto!... No hay nada que se le pueda comparar en los tiempos modernos... Era más hermoso que Lourdes; era como la Roma de los jubileos; era como las romerías de la Edad Media. ¡Qué devoción, qué fe, qué con- fianza!... Esa torre, de que ya no quedan sino las ruinas, estaba compuesta de láminas de cobre pía- ^«^^5 sobre un ligero armazón de hierro. Durante el día, su parte superior brillaba cual un ascua, lle- nando de fulgores de oro el espacio. Por la noche, una infinidad de lámparas eléctricas, disimuladas por la corona en la cual se erguía la Virgen, hacía lucir cual en pleno sol la imagen santa, que parecía man- tenerse en el aire cual una aparición de oro... Ahora. . .
Yo no tengo gran amor por los Lourdes moder- nos. Mis devociones milagrosas van hacia los vetus- tos santuarios que agonizan en el abandono, como Santiago de Compostela. Pero el dolor de este an- ciano que encarna el alma de Brebiéres me enter- nece.
—Todo renacerá de sus cenizas— le digo—, y los romeros serán más numerosos mañana, después de la victoria.
—Mañana— murmura— , mañana... ¿Pero no ve usted que ya no queda nada, que ya no queda una calle, que ya no queda ciudad?...
Es un cementerio de ruinas, en efecto, la pobre villa de Albert. Como Arras, como Iprés, como Soissons, sólo conserva muros derruidos y techos desplomados. Sus fábricas se han convertido en la- berintos de hierros que se retuercen en el suelo. Sus mismos jardines están talados.
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EL QUINTO LIBRO DE LAS CRONICAS
—Entonces— le pregunto—, ¿usted no tiene fe en la resurrección de la ciudad?
—Sí— me contesta con energía—; tengo una fe ab- soluta... Gracias a Nuestra Señora, toda la Francia que sufre revivirá más grande y más pura y más bella en el porvenir...
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ÍNDICE
ÍNDICE
Páginas
En Roma, con d'Annunzio 5
Visiones diabólicas 23
El alma de los sacerdotes soldados 57
En las fuentes del Iser 91
En el corazón de la tragedia 99
Visiones de Fiandes 107
íprés, la müerta 125
En una ciudad belga 141
Una kermesse en Fiandes 153
En el Canal de la Mancha 159
La capital del ejército inglés 171
El misterio desconcertante del alma inglesa. . . 181
Los campos del Marne 199
Los alemanes, en Compiégne 217
Noyon 231
En los campos reconquistados 247
Hablando con los que salen del infierno 259
Ante las llamas de San Quintín 269
El martirio de Soissons 277
Las ruinas del Lourdes del Norte 285
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