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EDITORIAL-AMÉRICA
OlractoPi R. BLANCO-POMBONA
publicaciones:
1 Biblioteca Andrés Bello (literatura).
II Biblioteca Ayacucho (historia).
III
Biblioteca de Ciencias políticas y so- ciales.
IV
Biblioteca de la Juventud hispano- americana.
V Biblioteca de Obras varias.
De venta en todas las buenas librerías de España y América,
Imprenta de Juan Pueyo Luna, 29, teléf. 14-30. Madrid.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS
BIBLIOTECA AYACUCHO
■AJO LA DIRECCIÓN DE DON RUFINO BLANCO-FOMSONA
OBRAS PUBLICADAS
HL — KUmorias del general O'Leary:
Bolívar y la emancipación de Sur- América. Dos lujosos volúmenes de 700 á 800 páginas er 4/ Se venden separadamente a! precio de 7,50 peseta? cada uno. ni. — Memorias de O'Connor sobre la independencia Americana.
La obra en 4.°, en papel pluma. Precio: 5 pesetas. IV. — Memorias del general Jor.É Antonio Páez.
Un volumen muy bien impreso, en 4." Precio: 7,50 pesetas. V. — Memorias de un oficial del ejército espamol.
Por el Capitán Rafael Sevilla. Un volumen en 4.°, 5 pesetas. VI- VII.— Memorias del general García Camba.
Para la historia de las armas españolas en el Perú Dos magníficos y gruesos volúmenes en 4.°, á todo lujo. Precio: 7,50 pesetas cada uno. Vin. — Memorias de un oficial de la legión británica.
Campañas y Cruceros durante la guerra de emanci- pación hispmno-americana.
Un volumen en 4.°, 4 pesetas.
IX. — k^MORIAS DEL GENERAL O'lEARY:
Ultim )s años de la vida pública de Bolívar
Este libi'o, dcFconocido hasta ahora, complementa los
dos volúmenes sobre Bolívar y la emancipación; es una
joya de historia americana por sus revelaciones, á las cua
les debió el que se le hubiera ocultado por tantos años.
En 4.° á todo lujo. Precio: 7,50 pesetas.
X, — Diario de María Graham.
San Martin.— Cochtane. — C Higgins.
En 4.° á todo lujo. Precio: 7,50 pesetas, lü.— Memorias del Regente Heredia.
Monteveí de. — Bolívar. — Boves. — Morillo. Precio: 4,50 pesetas. XII.— Memorias del general Rafael Urdaneta.
General en jefe y Encargado del gobierno de I a Gran Colombia, 7,50 XIII.— Memorias ds Lord Cochrane.
Precio: 6 pesetas. XIV.— Memorias de Urquinaona.
Comisionado de la Regencia española al Nuevo reino de Granada.
Precio: 7 pesetas.
XV.— Memorias de William Bennet Stevenson.
Sobre las campañas de San Martín y Cochrane en el Perú.
Precio: 5,50 pesetas.
XVi — Memorias postumas del general José María Paz.
Precio: 8 pesetas.
XVII. — La Creación de Bolivia, por Sabino Pinilla.
Precio: 7,50 pesetas.
XVIII. — La Dictadura de O'Higgins, por M. L. Amunátegui y B. Vi- cuña Mackenna.
BIBLIOTECA AYACUCHO
^JO LA DIRECCIÓN DE DON RUFINO BlANCO-FoMBONA
M. L. AMUNATEGUI y B. VICUÑA MACKENNA
.A Dictadura
DE O'HlGGINS
EDITORIAL - AMÉRICA
MADRID
CONCESIONARIA EXCLUSIVA PARA LA VENTA:
SOCIEDAD ESPAÑOLA DE LIBRERÍA FERRAZ. 25
i
ADVERTENCIA
El argumento principal de este libro es la historia de las tentativas que hizo sin fruto el capitán general don Bernardo O'Higgins para establecer en Chile la dictadu- ra. La conclusión que se deduce de los hechos referidos en él es la imposibilidad de plantar en América de un modo durable esa forma de gobierno.
Para que mi narración fuera clara he principiado por dar á conocer los antecedentes de los partidos y persona- jes políticos que figuran en el periodo histórico compren- dido entre el 12 de Febrero de 1817 y el 28 de Enero de 1823.
El resto de este trabajo contiene dos categorías de su- cesos que, aunque mezclados entre sí, son diferentes, y aun opuestos. La una abraza las hazañas, los eminentes servicios de D. Bernardo O'Higgins, los méritos que le valieron su gran prestigio sobre los contemporáneos y que le han hecho acreedor á la gratitud de la posteridad; la otra, las faltas que le hizo cometer su desmedida ambi- ción de mando, las conspiraciones á las cuales dio origen su falsa política, las venganzas que ensangrentaron su go- bierno, los grandes abusos que justificaron su caída.
He contado con más detención los sucesos políticos que los sucesos militares, porque así convenía al objeto de mi trabajo, y porque los segundos han sido perfecta- mente narrados por D. Salvador Sanfuentes, en una me- moria que lleva por título Chile desde la batalla de Cha-
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cabuco hasta la de Maipo, por D. Antonio García Reyes; en otra que se denomina La Primera Escuadra Nacional; y por D. Diego Barros Arana, en una tercera, que tiene por nombre Viceníe Benavides y las Campañas del Sur.
Para la redacción de! mío me he aprovechado de los interesantes datos consignados en esos tres escritos.
He consultado además para la composición de este libro todos los impresos de que he tenido noticia, todos los documentos depositados en los archivos públicos ó conservados por las familias de los interesados, y el tes- timonio de varios contemporáneos que intervinieron en aquellos acontecimientos. He tomado de esas fuentes lo que me ha parecido verdadero, y lo he escrito sin odio y sin temor.
Antes de concluir tengo una deuda de gratitud que sa- tisfacer. Para la redacción de este libro he recibido útiles consejos de mi ilustrado colega D. Francisco Vargas Fon- tecilla, y es para mí una satisfacción manifestar en este lugar el reconocimiento con que he escuchado las acerta- das indicaciones de un joven á quien respeto como hom- bre de ciencia, á quien amo como amigo.
INTRODUCCIÓN
Imposibilidad de que las monarquías se establezcan de un modo du- rable en los nuevos estados que se constituyan. — Causa que impi- dió en América la fundación de monarquías hereditarias ó electi- vas.— Sistema monárquico sostenido por San Martín. — Presidencias vitalicias imaginadas por Bolívar. — Negativa de Washington para ser proclamado rey constitucional. — Funestos efectos de los gobier- nos de larga duración para la América. — Tema del presente libro. — Esfuerzos impotentes de O'Higgins para fundar en Chile la dic- tadura.
La república es el gobierno que mejor corresponde al espíritu del siglo xix. De ahí resulta que es el más sóli- do, el más razonable, el más duradero, el único posible en las nuevas naciones que se constituyan.
Todo nuevo Estado que aparezca, todo pueblo que se emancipe, ha de ser necesariamente republicano.
A las monarquías se les ha pasado su tiempo.
Esa forma de gobierno está basada sobre un absurdo que repugna á la razón, que degrada á la dignidad huma- na. Su principio de existencia es un error conocido, una preocupación insostenible. Desde que no se admite el de- recho divino de los reyes, las monarquías están minadas en sus cimientos. Para ser acatados como antes necesita- rían los monarcas que también como antes el aceite sa- grado se derramase sobre sus cabezas.
En el día, la igualdad de los hombres es un dogma ge- neralmente respetado. Son pocos, muy pocos, los que creen aún que Dios ha dotado á ciertas familias con el privilegio de regir á las naciones. Ese error garrafal cons-
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titula todos los títulos de los reyes á las soberanías de los pueblos; era ese el diploma apócrifo con que justificaban su dominación. La falsedad de semejantes despachos está demostrada, es evidente. ¿Qué fundamentos podrán en adelante alegar para sostener sus pretensiones? ¿Por qué motivo los demás hombres, sus iguales en todo, en natu- raleza y en derechos, habrán de acatar su poder, habrán de conformarse con ser sus subditos?
Sólo la creencia en el derecho divino convierte el tro- no en el pedestal de un ídolo; sin eso, no es más que un armazón de cuatro tablas cubiertas de terciopelo color púrpura, donde se sienta un hombre. En los pueblos que no miran ya á sus reyes como á los ungidos del Señor, la monarquía puede subsistir durante algunos años, apoyada por el imperio del hábito y el egoísmo de los intereses existentes, haciendo concesiones, adoptando ciertas for- mas é instituciones republicanas; pero no conservará sino una sombra de su antigua autoridad, y su existencia no será larga.
A la creencia en la supremacía de ciertas razas, de cier- tas familias, de ciertos individuos, ha sucedido la creencia en la igualdad de todas las razas, de todas las familias, de todos los individuos. Las ideas son las que determinan los hechos. Es indispensable, pues, que á los gobiernos fundados en el privilegio, que correspondían á la primera de esas creencias, se sustituyan los gobiernos fundados en la igualdad de derechos, que corresponden á la se- gunda; es inevitablemente preciso que á las monarquías hereditarias ó presidencias vitalicias sucedan las repúbli- cas basadas en la soberanía popular, y en las cuales los cargos públicos son electivos y alternativos.
Todos los esfuerzos que se hagan para impedir ese re- sultado serán impotentes; todos ellos servirán sólo para derramar sangre, para producir trastornos, para causar la desgracia momentánea de las naciones. No hay hombre bastante sabio, no hay pueblo bastante poderoso para contener el torrente de las ¡deas de una época.
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La revolución de la independencia americana es una prueba irrefutable de mis asertos. Si en el siglo XIX las monarquías hereditarias ó electivas hubieran sido posi- bles, esa revolución las habría engendrado.
No había países peor preparados para la república que las colonias españolas. Por las venas de sus moradores corría la sangre del pueblo más monárquico de la Euro- pa, de un pueblo que profesaba idolatría á sus reyes, de un pueblo que tal vez ha hecho más sacrificios para de- fender el absolutismo de sus soberanos que otros para conquistar la libertad. La educación del coloniaje había robustecido, en lugar de combatirlas, esas tendencias de raza. El gobierno más despótico y arbitrario había creado en el Nuevo Mundo costumbres é iders favorables á la forma monárquica. Así, los americanos, por su origen, por el atraso de su civilización, por sus hábitos, parecían predestinados á darse un nuevo amo en el momento de renegar de la España como de dura y despiadada ma- drastra.
Sin embargo, la revolución de 1810, en vez de dos ó tres monarquías, como algunos lo aguardaban, crea en América diez ú once repúblicas.
¿Por qué?
Durante aquella época memorable no faltan los ami- gos de esa forma de gobierno. ¡Ese sistema cuenta con hombres de ciencia y con hombres de espada, con hom- bres que ponen a su servicio todo el prestigio del saber, todas las intrigas de la diplomacia, con hombres que po- seen la fuerza, que mandan ejércitos! La mayoría de los criollos está educada para !a tiranía, está habituada al ser- vilismo. ¿Cómo entonces no triunfa ese sistema?
La razón es muy sencilla.
Eso depende de que, por más que los buscan, no en- cuentran en ninguna parte, ni monarca que sentar en el trono, ni nobles que compongan su corte. Todos los ame- ricanos se consideran iguales entre sí, se consideran igua- les á los europeos, iguales á todos los hombres. Nadie
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cree en las castas; nadie admite la predestinación de cier- tas familias y de ciertos individuos para el mando. Cuan- do en una sociedad hay tales convicciones, no puede co- locarse á una sola persona bajo el solio; es preciso que todos los ciudadanos se coloquen á su sombra. El pueblo es el único soberano posible.
He ahí el motivo que impidió, que impedirá siempre en América el establecimiento de monarquías ó de insti- tuciones que se le parezcan.
Estimándose todos iguales, hay muchos que se creen con el derecho de aspirar al honor de dirigir á su nación. Con semejante convencimiento, la reyecía y cualquiera otro gobierno vitalicio son una quimera, un absurdo.
Para que no quedara la menor duda sobre esta verdad, quiso Dios que, desde el principio de nuestra revolución, se intentara sin fruto y sin consecuencias laudables el en- sayo de las dos combinaciones conocidas de esa forma de gobierno, y que tuvieran por padrinos á los dos hombres más grandes de la independencia, á los dos héroes más ilustres de la América moderna.
Bolívar y San Martín no eran republicanos. El primero trabajó por constituir en las colonias emancipadas presi- dencias vitalicias, creadas en favor de los jefes militares que más habían sobresalido en la guerra contra la metró- poli, es decir, en provecho suyo. El segundo deseó fun- dar monarquías constitucionales con príncipes traídos de las dinastías europeas. El uno se lisonjeó de improvisar reyes por la gracia de la victoria, .y buscó sus títulos en los grandes servicios prestados á la patria; el otro procu- ró continuar en el Nuevo Mundo y en el siglo XIX los re- yes por la gracia de Dios, y buscó un apoyo á sus tronos en el principio gastado de la legitimidad. Los dos queda- ron burlados en sus planes, y los dos llevaron á la tum- ba, como justo castigo de su error, el pesar de un triste desengaño (1).
(1) Estos autores, por lo que respecta á Bolívar, andan atrasados de noticias; no es culpa de ellos sino de la época en que escribían.
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 13
El sistema de San Martín, menos ambicioso, pero más quimérico que el de su émulo, no fué sino el pensamien- to, el sueño de ciertos políticos, que, como sucede á ve- ces, por ser demasiado previsores, demasiado sabios, no supieron apreciar convenientemente la marcha de la revo- lución y el estado de las ideas. Notaron las dificultades que se ofrecían para que la América fuera republicana, y no vieron que las había mayores para que fuese monár- quica. Ese falso juicio los precipitó en una crasa equivo- cación. La experiencia no tardó en dar á sus ilusiones un completo desmentido. Así que la historia de esos proyec- tos monárquicos está reducida á unas cuantas neg-ociacio- nes estériles. Todo el poder de los soberanos europeos que los fomentaban, todo el genio de Chateaubriand, que los patrocinaba, no alcanzaron á hacerlos triunfar.
El Gobierno de Buenos Aires ofreció la corona, prime- ro a! infante D. Francisco de Paula, hijo de Carlos IV, y en seguida á un príncipe de Luca. Después de varias no-
cuando todavía no eran populares en América algunas de las grandes colecciones de Documentos bolivarianos y otras no se habían publica- do. Tampoco habían visto la luz las exégesis sobre la vida, el pensa- miento y la obra del Libertador de Sur-América, que se han practica- do después. Entonces aún imperaba el criterio de los enemigos de Bolívar que lo tildaban de tirano, hipócrita, monarquista, falto de pa- triotismo y de talento, etc., etc.
Respecto al monarquismo de Bolívar baste recordar la influencia de BoHvar en todo el continente después de Ayacucho, y repetir con el co- lombiano Vejarano que la monarquía no se implantó simplemente por- que Bolívar no quiso. — Respecto al parangón del Libertador y el héroe de los Estados Unidos, léase la obra del mejicano D. Carlos Pereyra, ti- tulada Bolívar y Washington. Allí se verá que Washington es al Liber- tador, desde todos los puntos de vista, lo que el Monte Blanco, por ejemplo, es á la estupenda Cordillera de los Andes. De San Martín res- pecto á Bolívar puede decirse otro tanto; y lo ha dicho sumariamente el sociólogo y diplomático brasileíío Oliveira Lima, en su obra La evolu- ción histórica de la América latina. También la comparación entre Bo- lívar y Bonaparte se ha hecho con criterio científico por el pensador pe- ruano Francisco García Calderón. Bolívar, podemos concluir, es de lo más grande que ha producido la especie humana. En América no tiene semejante. — (Nota del editor.)
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tas cambiadas y de algunas estipulaciones, uno y otro re- husaron el regalo.
¡Entre tanteo vastagos de sangre real sin patrimonio, no se presentó uno solo que quisiera admitir el obsequio de un reino!
Es que la donación no era gratuita; es que tenían que conquistar ese reino á la cabeza de un ejército; es que para empuñar el cetro que se les prometía, necesitaban sostener una guerra larga, sangrienta, de resultados más que dudosos para el príncipe aventurero que lo preten- diese.
¿De dónde sacaba ese ejército? ¿De dónde desenterra- ba los millones que había menester para la empresa? ¿Dónde encontraba los millones que habían de formar su cortejo?
Ese monarca que, á despecho de las cosas, se trataba de improvisar, o era un Borbón, o se escogía entre las familias reales del Viejo Mundo. En el primer caso, ¿cómo habían jamás los criollos de doblar la rodilla ante uno de los miembros de esa dinastía que detestaban, con- tra la cual habían combatido á costa de tantos sacrificios, que habían vencido en los campos de batalla? En el se- gundo caso, ¿cómo habían de obedecer á un príncipe ex- tranjero, cuyo idioma no entenderían, que profesaría tal vez una religión distinta, que no tendría con ellos ningu- na de las relaciones que ligan á los hombres?
Se atribuye á Bolívar una frase espiritual que envuelve la crítica más completa de semejante sistema. "Un rey europeo en América — decía el fundador de la Gran Co- lombia— será el rey de las ranas." Efectivamente: un mo- narca como lo concebía San Martín no habría podido go- bernar, porque no habría hallado subditos que le respe- tasen. La duración de sú reitrado se habría contado por meses, y no por años.
Pero si este plan era irrealizable, el de Bolívar lo era poco menos. ¿Quién sería el presidente vitalicio entre tantos jefes de un mérito poco más ó menos igual, ambi-
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ciosos, animados de un noble orgullo por sus servicios, que iio estaban dispuestos por ningún pienso á reconocer superiores?
Si alguien lo hubiera merecido, habría sido Bolívar, el primer guerrero americano, el Libertador de cinco repú- blicas. Bolívar lo intentó; pero su pronta caída suministró una idea irrecusable de la vanidad de sus proyectos. Ese grande honr^bre, cuyas sienes rodeaba una tan brillante aureola de gloria, fué á morir obscura y miserablemente en un destierro, olvidado de sus antiguos compañeros de armas, maldecido quizás por los pueblos mismos que ha- bía emancipado, jél, que había soñado para sí la domina- ción de toda la América del Sur! Y todavía en sus últi- mos momentos pudo muy bien dar gracias al cielo de que no se hubiera cambiado en un cadalso el trono que había ambicionado.
¿Quién conseguirá lo que Bolívar no consiguió?
Frescos están los ejemplos de las espantosas caídas, que han dado cuantos después han tenido la pretensión de imitarle. La triste suerte que han corrido todos esos ambiciosos imprevisores y visionarios debe ser un escar- miento para los que participen de sus ideas. La desgracia que los ha seguido en sus empresas, como el remordi- miento al culpable, debe infundirles el convencimiento de que en América las dictaduras, las presidencias vitalicias,, son imposibles.
Los semidioses no son de este tiempo.
Desde que el mérito personal, y no la casualidad del nacimiento, es el único título legítimo para obtener los honores y las dignidades, hay muchos que se creen con derecho de alcanzarlos, y esos no tolerarán nunca que otro, quienquiera que sea, se los arrebate para siempre.
En esta época el monopolio del Poder no puede ser duradero. La creencia en la igualdad de todos ios hom- bres trae consigo la participación dfe todos, según sus ca- pacidades y virtudes, en el gobierno de las sociedades. Ni la monarquía hereditaria, ni la monarquía electiva ó-
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presidencia vitalicia, cumplen esa condición. Esas dos formas de gobierno tienen por base el privilegio, la exclusión. Eso es lo que las condena, lo que hace de ellas un anacronismo en el siglo xix, lo que las convierte, para la América sobre todo, en un plagio impracti- cable.
He dicho más arriba que Bolívar había resumido en una corta frase la crítica del sistema propuesto por San Martín. Este último le pagó la deuda y le criticó el suyo en otra frase más pintoresca y no menos profunda. "No podremos nunca — decía San Martín, hablando de las dic- taduras soñadas por Bolívar — obedecer como soberano á un individuo con quien habemos fumado nuestro cigarro en el campamento." Este pensamiento, trivial en su expre- sión, comprensivo en su significado, envuelve una verdad incontestable. La experiencia ha probado con hechos toda la exactitud y todo el alcance de esa sagaz observación.
Bolívar y San Martín, el uno con su proyecto de presi- dencias vitalicias, el otro con su plan de monarquías exó- ticas, se equivocaban grandemente. La América no podía, no puede ser sino republicana.
El gran Washington, más hábil, más moral que San Martín y que Bolívar, lo comprendió así, iluminado por su admirable buen sentido y guiado por la austeridad de su conciencia. Si alguien en un pueblo moderno hubiera contado con probabilidades de ser rey, habría sido ese santo de la democracia, ese guerrero esforzado, ese varón respetable que había conducido sus compatriotas á la gloria y á la libertad. Si alguien hubiera podido alegar tí- tulos para mandar perpetuamente, habría sido, por cierto, ese hombre sobre cuya tumba se pronunciaron por ora- ción fúnebre estas palabras, que seguramente merecía: "Ha sido el primero en la guerra, el primero en la paz, el primero en el amor de'sú§ .conciudadanos." Sin embargo, Washington, que disfíó'nrfi'de tantos recursos para soste- nerse, recibió con horror y desechó con indignación la propuesta que le hizo su ejército de proclamarle rey. Ha-
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 17
bría mirado la admisión de ella, no sólo como un crimen de lesa patria, sino también como una torpeza política. La verdad es que Washington mismo no se habría sostenido sobre un trono.
Para que se perciba en toda su grandeza el contraste que forma la conducta del héroe del Norte con la que han observado sobre el mismo particular algunos jefes milita- res del Sur, conviene recordar las circunstancias favora- bles para su ambición en que aquél se encontraba y las nobles palabras con las cuales rechazó como un grave in- sulto el ofrecimiento de una corona.
Corría el año de 1782. Washington se hallaba en el apogeo de su poder y de su popularidad. Estaba al fren- te de un ejército que le amaba con entusiasmo. Todo el mundo reconocía la magnitud de sus servicios y de sus talentos; nadie se atrevía á poner en duda que era el hom- bre necesario de la revolución.
Una porción considerable del pueblo se hallaba dis- gustada con el Congreso y la forma republicana, á la cual atribuía las lentitudes y embarazos de la guerra. Las tro- pas estaban mal pagadas y murmuraban. Esto fué causa de que comenzara á cundir e-ntre los oficiales y soldados una opinión monárquica muy marcada.
Muchos de los primeros se reunieron en conciliábulos, y después de haber creído descubrir en la organización del Estado el origen de todos los males, convinieron en proponer á Washington que se dejara coronar. Uno de los coroneles más respetables por su edad y su carácter fué designado para comunicar al general en jefe los sen- timientos del Ejército.
Como la severidad de aquel ilustre republicano era co- nocida, el comisionado no tuvo osadía suficiente para ma- nifestarle el pensamiento en toda su desnudez, y se valió de rodeos y circunloquios, á fin de expresarle los deseos de sus compañeros de armas. Principió por hacer un re- sumen de todos los males y dificultades que había origi- nado la forma de gobierno adoptada, y concluyó ofre-
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ciéndole el título de rey constitucional, como el remedio que sacaría al país de su crítica situación.
Si Washington hubiera sido un ambicioso vulgar, si el cielo no le hubiera dotado de un talento tan perspicaz, á la par que positivo, habría caído en la tentación y habría sido monarca... se entiende, por unos cuantos años. Pero era el primero en saber que su coronación sería, no sólo un abuso de confianza, sino también una usurpación efí- mera y temporal. La voz de su conciencia estaba de acuerdo con la de su razón. Conocía más que nadie que la América, por sus circunstancias, habría de ser necesa- riamente republicana. La vanidad del engrandecimiento personal no le impidió ver claro en la situación. Con un corazón desinteresado y un juicio certero, consideró pre- ferible la gratitud de sus conciudadanos á una dominación transitoria que, tarde ó temprano, había de envolver á su patria en trastornos y disensiones civiles.
La respuesta severa que dio á una invitación que tanto habría lisonjeado á otros caudillos menos íntegros que él, le honra más que sus triunfos, y es uno de sus títulos á la admiración de la posteridad. Hela aquí:
"Señor: He leído atentamente, con una mezcla de ex- trema sorpresa y de doloroso asombro, los pensamientos que me habéis dirigido. Estad cierto, señor, de que en todo el curso de la guerra ningún suceso me ha causado sensaciones tan penosas como la noticia que me comuni- cáis de que existen en el Ejército las ideas que me decís, y que yo debo mirar con horror y condenar con severi- dad. Por ahora esa comunicación quedará depositada en mi seno, á menos que, viendo agitarse de nuevo semejan- te materia, encuentre necesario publicar lo que vos me habéis escrito.
„Busco vanamente en mi conducta lo que ha podido alentar una proposición que me parece contener las ma- yores desgracias que puedan caer sobre mi país. Si no me engaño en el conocimiento que tengo de mí mismo, no habríais podido encontrar ningún otro á quien vuestros
LA DICTADURA DE o'hIGGINS Í9
proyectos fuesen más desagradables que á mí. Debo agre- gar al mismo tiempo, para ser justo con mis propios sen- timientos, que nadie desea más sinceramente que yo ha- cer al Ejército una amplia justicia; y si fuere preciso, em- plearé con el mayor celo cuanto poder é influencia tenida, conformándome á la Constitución, para alcanzar ese ob- jeto. Permitidme, pues, conjuraros, si tenéis algún amor á vuestro país, alguna consideración á vos mismo ó á la pos- teridad, ó algún respeto á mí, que desechéis de vuestro espíritu esos pensamientos, y que no comuniquéis nunca como nacidos de vos ó de alguna otra persona sentimien- tos de tal naturaleza. — Soy, señor, etc.— Firmado, Jorge Washington. "
Esta carta tan sencilla y tan llena de nobles ideas re- vela al hombre honrado y descubre la sinceridad del in- dividuo que no pretende tomar una apostura para la His- toria, sino que habla con su conciencia. Pero ese docu- mento tan sin pretensiones, de estilo tan modesto, con- signa la grande idea que ha proporcionado á los Estados Unidos una prosperidad fabulosa, proclama las ventajas de la organización democrática sobre todas las otras, y expresa el temor de las grandes desgracias que se con- tienen en una Constitución monárquica.
Esas palabras escritas en ocasión tan solemne y con una persuasión tan religiosa por el fundador de la República más grande de los tiempos modernos, de la República que trata de potencia á potencia con los imperios del Viejo Mundo, merecen ser meditadas muy maduramente. Con ellas Washington ha dado á los que pueden encon- trarse en su caso un ejemplo de moralidad y una lección de sabia política.
En efecto: ios que han promovido el establecimiento en América de la monarquía hereditaria ó electiva no han obrado únicamente por motivos egoístas.
Me complazco en hacer esa justicia á los que la merez- can; quiero suponer un estímulo generoso aun á los que no lo han tenido.
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Los individuos á que me refiero han querido alcanzar con su sistema una de las condiciones indispensables de todo Estado bien org^anizado: la consolidación del orden. Juzgaban las colonias españolas demasiado atrasadas, y creían que en ellas la república sería sólo una anar- quía.
Pero conocido el fin que se proponían, falta saber si eran conducentes los medios que habían imaginado para obtenerlo. Esta es la cuestión, pues el orden lo quieren todos los hombres honrados, cualesquiera que sean sus convicciones políticas.
A mi juicio la forma monárquica en América, lejos de afianzar la tranquilidad, trae consigo el desorden más complete, la anarquía más espantosa.
Lo que avanzo no es una paradoja, es un hecho. Donde- quiera que se ha ensayado una de esas presidencias vita- licias ó una de esas dictaduras de larga duración, se ha ido á parar á una revolución sangrienta y desastrosa, que ha engendrado una serie casi interminable de calamidades públicas y privadas.
Eso no puede ser de otro modo.
No hay ningún individuo entre nosotros, por grande que le supongamos, que no tenga sus émulos en méritos y en servicios. ¿Cómo puede entonces esperarse que éstos se conformen nunca con ser cuando más los opacos satélites de uno de sus pares? Eso sería desconocer abso- lutamente el corazón humano. ¿Por qué motivo respeta- rían por toda la duración de una vida^ ó por un período muy largo la dominación de uno de sus semejantes? No diviso, ciertamente, qué podría contenerlos. No veo cómo muchos de ellos, sintiéndose con capacidad para gober- nar, sufrirían pacientes su eterna subordinación y aun su completa segregación de los negocios. Establecido el Gobierno de la manera que critico, todo el que cayera en desgracia del jefe supremo quedaba á un lado para siem* pre, no levantaba nunca la cabeza, por grandes que fueran sus talentos, por esclarecidas que fueran sus virtudes.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 21
¿Puede creerse que habría muchos que se resignasen á ser ilotas políticos en su patria?
Sobre el horizonte de los gobiernos de esa especie se divisan siempre nubes borrascosas, y esas nube-s son de pólvora. Con esas organizaciones el trastorno, la guerra civil, pueden aplazarse más ó menos, pero indefectible- mente, vienentarde ó temprano. Las dictaduras no son el afianzamiento de la tranquilidad, de la paz, del orden; son la constitución del complot, del motín, de la conspi- ración. Cuando se cierran las vías legítimas á las aspira- ciones humanas, es indudable que éstas recurrirán á las maquinaciones subterráneas.
Las disensiones intestinas que producen esas presiden- cias con pretensiones de vitalicias son más terribles que las que nacen bajo los gobiernos democráticos. En aqué- llas la lucha es sobre personas; en éstos es sobre ideas. Podemos reprobar las convicciones diferentes de las nues- tras y respetar á los individuos que las profesan; pero cuando la cuestión se hace personal, los odios son á muerte: entonces se persigue al amigo y al pariente del contrario sin otra razón que el ser su amigo y su pariente; entonces no se perdona ni á las mujeres ni á los niños.
La monarquía y la dictadura han sido, y serán siempre en la América, la conjuración, la persecución implacable, la insurrección, la proscripción, la guerra civil, la guerra sin cuartel. Siempre, en lugar de consolidar el orden, lo alterarán; en vez de traer la paz pr©ducirán la anarquía.
No son ellas el antídoto contra los trastornos. Para evitar las revoluciones es preciso hacerlas imposibles, y para hacerlas imposibles es preciso hacer que no aprove- chen á ninguna persona honrada. No cerréis la puerta á ninguna aspiración legítima: dejad expeditas las vías de alcanzar el Poder á todo el que haya obtenido la confianza del mayor número; haced por este medio innecesarias las revuelta?, y las revueltas no vendrán.
La república es la única forma de gobierno que puede llenar esas condiciones; es la única que no sumerge en ia
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desesperación á los vencidos en las luchas políticas. Sien- do los g-obernantes alternativos y periódicos, todos los ciudadanos, aun los que han sufrido una repulsa, pueden abrig^aruna expectativa fundada de triunfar en otra ocasión; sólo necesitan para eso una Constitución que asegure las garantías y los derechos de todos.
He ahí por qué la república bien organizada es el or- den, es la paz, es el único gobierno que corresponda per- fectamente á ese sentimiento de igualdad que se ha des- arrollado en los pueblos modernos.
No puede decirse otro tanto ni de la monarquía ni de la dictadura, las cuales entregan el mando á un círculo determinado de individuos, y condenan á todos los demás á la nulidad. Ese defecto orgánico es el germen de ruina que llevan en sí mismas esas formas de gobierno.
Para subsistir sin contradicción y sin derramamiento de sangre necesitan por guardianes una preocupación religio- sa y una ignorancia supina. En los países como la Rusia y el Paraguay es donde florecen con todo su esplendor. En las naciones adelantadas, donde la fuerza de ciertos inte- reses existentes y con raíces profundas en una sociedad vieja ha hecho necesaria su conservación, se han visto, sin embargo, obligadas, para no caer, á adoptar ciertas instituciones republicanas que modifican notablemente su principio constitutivo. En los pueblos modernos, en los pueblos sin pasado, en los pueblos americanos, en una palabra, ni aun con esas concesiones serían posibles las monarquías. Su establecimiento sería efímero y ocasiona- ría desastres sin cuento.
Fuera de la república no hay salvación para la América. No se objeten contra este aserto las convulsiones que desde se emancipación han agitado á las antiguas colonias españolas, y que han causado nuestro descrédito á ¡os ojos del mundo. Esas convulsiones no traen su origen del sis- tema democrático, sino que, al contrario, han provenido de esa funesta pretensión de fundar dictaduras per fas o per nefas. Lejos de ser una acusación contra la república,
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son un argumento poderoso contra esas presidencias inde- fínidas creadas por la gracia del sable. Recorred nuestra historia contemporánea y veréis que casi todos esos des- órdenes han sido originados por la ambición de los cau- dillos, por sus rivalidades entre sí, por el empeño de los unos en conservar el Poder como si fuera su patrimonio, por la impaciencia de los otros por atraparlo, como si fuera una propiedad que se les hubiera arrebatado.
Ha habido anarquía porque hemos tenido miedo á las instituciones republicanas y las hemos establecido á me- dias. Hay hombres de bien que para consolidar el orden, esa condición de toda sociabilidad, han querido los gobier- nos de larga duración, sin reparar que precisamente eso era el desorden, porque no dejaban á los pretendientess desairados ó derribados otra esperanza de medrar que la conspiración, y porque ninguno de los favorecidos podía tener títulos suficientes y aceptados por la gran mayoría para distinción tan exorbitante.
Los gobiernos no pueden tener otro fundamento sólido que las creencias de cada época. Es preciso organizarlos en conformidad con ellas. Cuando se creía en la legitimi- dad, en razas privilegiadas, la monarquía era admisible; pero en los tiempos y países donde ese rancio principio ha sido reemplazado por el dogma de la igualdad de todos los miembros del género humano, no hay otro go- bierno estable, no hay otro gobierno posible que la re- pública, cuyos magistrados son electivos y alternativos.
Deseoso de corroborar con la experiencia de nuestra propia nación lo que acabo de decir, he escogido para tema de este libro la historia de la única época en la cual se ha intentado entre nosotros la fundación de una dic- tadura. Espero que, si hay quien tenga la paciencia de leer este trabajo, la simple narración de los hechos le hará palpables la imposibilidad de que la dictadura se es- tablezca jamás y la multitud de males que arrastra consi- go el mero conato de esa quimera.
Ese período comprende desde la batalla de Chacabu-
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co (12 de Febrero de 1817) hasta la caída del capitán ge- neral D. Bernarao O'Higgins (28 de Enero de 1823).
Si hubiera habido un hombre capaz de plantear la dic- tadura de un modo algo duradero, ese hombre habría sido seguramente O'Higgins. Era la primera reputación militar de su tiempo: su valor era proverbial; sus hazañas formaban la conversación del soldado en los cuarteles; su arrojo había asustado en más de una ocasión á San MarLín mismo, que continuamente se veía forzado á cal- mar la impetuosidad de su amigo en la pelea. Los milita- res le admiraban, porque nunca se había contentado con ordenar una carga, sino que siempre había dado el ejem- plo marchando á la cabeza. Había combatido en cinco campañas por la libertad de la patria y había tenido la gloria de firmar la proclamación de ia independencia.
Con un Erario exhausto había levantado ejércitos y creado una Marina. Bajo su dominación la bandera de la revolución había dominado sobre tierra y sobre mar; la guerra se había convertido de defensiva en ofensiva; el Perú había sido invadido, y los chilenos habían cesado de contemplar el humo del campamento enemigo. El presti- gio de la gloria se unía, para engrandecerle á los ojos de sus conciudadanos; con el afecto de la gratitud inspirada por sus servicios.
Contaba además con un ejército que había formado; todos sus oficiales, desde el primero hasta el último, te- nían sus despachos firmados por su mano.
Pues bien: O'Higgins dio indicios, solamente indicios, de aspirar á la dictadura, y experimentó la caída más mi- serable de que haya ejemplo en nuestra historia. El Norte y el Sur de la República, la capital y las provincias, el pueblo y el Ejército, se sublevaron contra él; ni siquiera su escolta le permaneció bien fiel en su desgracia.
A pesar de su fama, á pesar de sus incontestables mé- ritos, tuvo que expiar su falta muriendo en el destierro, sin haber tenido el consuelo de admirar en sus últimos días el cielo azul de su querido Chile.
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Ese escarmiento memorable, no lo dudo, será una lec- ción bastante elocuente para contener á cuantos intenten renovar semejantes pretensiones. Mas confío que en el porvenir no habrá, como no lo ha habido en el pasado, ningfún ambicioso tan insensato que se atreva á repetir el ensayo.
Hay una cosa que honra á los chilenos y que con orgu- llo importa recordar. Jamás en Chile ningún partido ha inscripto en sus banderas la palabra Monarquía; nunca ningún escritor, ningún publicista, ningún orador, se ha proclamado el campeón de esa añeja y absurda idea. La dictadura misma nadie ha osado sostenerla en alta voz. Ha habido conatos, pensamiento secreto, de llevarla á cabo; pero se ha tenido pudor ó miedo de revelar el pro- yecto con franqueza y sin disfraz.
Si eso ha sucedido en las épocas anteriores, con ma- yor razón sucede en la presente. Estamos divididos sobre la organización que conviene dar á la República; pero to- dos somos republicanos.
Esta falta de preocupaciones políticas es un bien in- menso, cuyos saludables efectos experimentaremos algu- na vez.
La Europa nos aventaja incomparablemente en ciencia, en industria, en riqueza; pero, en cambio, nosotros la ga- namos con usura en el reconocimiento por todos de una gran verdad que ella no ha logrado propagar entre sus hijos tanto como es debido: la creencia en la igualdad de todos los hombres.
Debemos gracias á Dios de que nuestro espíritu se halle libre de esas supersticiones políticas y de que esté tan virgen como el suelo feraz de la América.
CAPÍTULO PRIMERO
Importancia histórica de D. Bernardo O'Higg-ins. — Su padre el mar- qués de Vallenar. — Nacimiento y educación de D. Bernardo O'Hig- gins. — Su género de vida antes de la revolución. — Su carácter.
I
El período histórico cuya narración voy á emprender tiene un protagonista que lo domina todo entero con sus hechos desde el principio hasta el fin. Hay un hombre que llena toda esa época con sus proezas, con sus faltas, con sus odios, con sus afecciones, con su política, con sus triunfos, con sus reveses. Todos los sucesos que entonces se verifican en Chile tienen relación con ese hombre. Nada sucede ni de bueno ni de malo en la vida pública, donde deje de hacerse sentir su presencia. Todo lo que se emprende ó maquina es en su provecho o en su con- tra. Es el centro de todos los acontecimientos, el objeto de las simpatías de una mitad de sus conciudadanos, el blanco de los resentimientos de la otra mitad.
Héroe para los unos, tirano para los otros, las miradas de todo un pueblo están fijas sobre su persona. Estos le ensalzan, aquellos le denigran; pero su nombre tiene el raro privilegio de que todos lo pronuncien, los grandes y los pequeños, los magnates de la alta aristocracia y los individuos de la humilde plebe. Es la esperanza para un
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gran número de personas, la desgracia para otro no menor. Durante seis años ocupa la cima del Poder, y propor- ciona con sus actos materia para ios debates de toda una nación. La América observa su conducta con interés; la misma Europa presta a sus procedimientos alguna aten- ción.
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Ese personaje se llama D. Bernardo O'Higgins.
Su nombre se encuentra en todos los grandes sucesos de la revolución chilena. Está inscripto en las actas del primer Congreso, en las providencias de los primeros go- bernantes, en los boletines de seis ejércitos de la inde- pendencia. Ese jefe ha combatido contra las tropas de Pareja, después contra las de Ganiza, en seguida contra las de Ossorio, más tarde contra las de Marcó, á conti- nuación contra las de Ordóñez y de Ossorio. Ha creado una marina para destrozar á los realistas en el mar, como los había derrotado en tierra, y ha contribuido de todos modos á que San Martín organizase la expedición que condujo en auxilio de los patriotas peruanos. La declara- ción de la independencia de Chile está autorizada con su firma, y ha sido promulgada por su orden.
Con estos títulos hay de sobra para comprender su fama y su influencia. Después de leer semejante hoja de servicios se concibe cómo á los trece años de ostracismo, y cuando centenares de leguas le separaban de su patria, el nombre de ese general servía todavía en 1830 de pen- dón á los partidos.
III
Un personaje como ese merece ser estudiado detenida- mente.
No todo el que quiere remueve tantas pasiones como
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O'Higgíns. Los hombres vulgares no consiguen hacerse amar con fanatismo, ni aborrecer á muerte. Los que eso logran deben estar dotados de grandes cualidades para el bien ó para el mal.
La apreciación del comportamiento público del general O'Higgins ha dividido las opiniones, no sólo de sus con- temporáneos, sino también de la posteridad misma. Los individuos de las generaciones que sucedieron á su épo- ca, aquellos que han comenzado á pensar cuando hacía largo tiempo que estaba asilado en un país extranjero, y confinado en su hogar doméstico, están tan discordes en los juicios sobre sus acciones, como los que le auxilia- ron ó resistieron en esas luchas, viejas ya para nosotros, y que no tienen ninguna conexión con las divergencias del presente. Los problemas de su vida despiertan casi tanta exaltación en los hombres de ahora que no le han conocido, como despertaban en aquellos á quienes había favorecido ó agraviado personalmente.
Para comprender á fondo un personaje histórico de esa altura, que ha removido tan encontrados afectos en el co- razón de sus contemporáneos, y que agita de una manera tan apasionada á los que no saben sus hechos sino por tradición, es preciso enterarse con paciencia de todos los pormenores de su existencia, examinar su educación, es- tudiar su carácter, y descubrir, si es posible, el secreto de su alma. De otra manera nos exponemos á no darnos una cuenta muy exacta de su personalidad, y á equivocar- nos sobre los verdaderos motivos de su elevación, de su prestigio y de su caída.
Esta consideración me obliga á relatar los antecedentes de D. Bernardo O'Higgins, antes de ponerme á referir los sucesos que forman el tema de este libro. La historia de la época no quedará clara si no se ha principiado por trazar la biografía del protagonista.
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IV
D. Bernardo O'Higgins no fué uno de esos favoritos de la fortuna que se elevan de la nada, y que lo deben todo á sus acciones. Al entrar en la vida se encontró con una posición formada. Habría merecido serios reproches si no hubiera sabido aprovecharla. Estaba llamado por la sola casualidad de su nacimiento á ocupar un alto puesto en su país, cualesquiera que hubieran sido los sucesos.
Con la revolución ó sin ella, O'Higgins habría repre- sentado un papel en Chile. Únicamente, si no hubiera es- tallado ia insurrección de la independencia, ese papel ha- bría sido más modesto; en vez de adquirir una reputación americana, no habría conseguido más que una fama case- ra. Pero habría sido necesario suponer cualidades muy menguadas en el individuo que hubiera quedado nulo y desairado, con los medios de engrandecimiento que él tenía. O'Higgins debió mucho á su propio mérito; pero también debió mucho al prestigio que había dejado su padre.
Fué éste uno de los presidentes más distinguidos que gobernaron este reino, y uno de los hombres más extra- ordinarios que aparecieron en los últimos tiempos de la dominación española. Se llamaba D. Ambrosio O'Hig- gins y era natural ue Irlanda. En 1767 arribó á Chile, po- bre y sin protectores. Había pasado de España á Lima, habilitado por algunos comerciantes de Cádiz para esta- blecer una lonja en aquella ciudad. Pero la suerte no le había favorecido, sus cálculos habían sido errados, su ne gociación se le había frustrado. Había quebrado en una gruesa cantidad, y para huir de sus molestos acreedores había venido á pedir un asilo á este suelo hospitalario.
Treinta y tres años más tarde todo había cambiado en la condición de ese hombre.
En 1796, ese deudor fallido había llegado á ser tenien-
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te general de los reales ejércitos, barón de Vallenaf; mar- qués de Osorno, presidente de Chile, virrey del Perú.
Había trepado á esa altura, grada por grada y á despe- cho de obstáculos de toda especie. Había principiado por ser sobrestante en la obra de las casuchas que Guill y Gon- zaga hizo construir en la Cordillera para abrigo de los co- rreos, y había terminado por ser la segunda persona del monarca en América.
Para alcanzar ese elevado puesto se había visto forza- do á superar toda clase de dificultades. Siendo extranje- ro, había tenido que hacerlo olvidar en una tierra donde la calidad de tal era un signo de reprobación, un motivo de desconfianza. Siendo pobre, había tenido que propor- cionarse dinero para ganarse los favores de una corte ve- nal. No llevando un nombre ilustre, se había impuesto á las familias aristocráticas, cuya escrupulosidad en punto á no- bleza ya se sabe cuan exagerada era.
Ese hombre de fortuna venció todos los estorbos, todo lo consiguió, y se conquistó un rango que muchos titula- dos de Castilla podían envidiarle. Con hechos demostró que era digno de los empleos que sucesivamente fué ob- teniendo. En ellos desplegó la actividad y los talentos de un grande administrador.
Durante su gobierno ejecutó obras que conservarán por largos años su recuerdo entre nosotros. Visitó el país de una extremidad hasta la otra; refaccionó las fortifica- ciones de las plazas de guerra, mejoró el camino que atra- viesa las cordilleras, para dar pasaje á las comarcas tras- andinas, y abrió otro hasta el puerto de Valparaíso, por entre cerros y desfiladeros, á despecho de la Naturaleza; pacificó la siempre indómita Araucania, fundó cinco ciu- dades, y entre ellas la de Osorno, que había sido arrui- nada por los indios.
Pero si D, Ambrosio O'Higgins hubiera contado sólo con su mérito personal, con sus disposiciones para el man- do, se habría quedado de sobrestante toda la vida. Nece- sitábanse en aquellos tiempos otros apoyos para medrar.
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O'Higgins, que conocía la época y la tierra, no lo ig- noraba, y por eso se encumbró con tanta rapidez. Ese irlandés sabía como maestro la ciencia del cortesano; pa- recía que hubiera nacido de algún palaciego, y que se hu- biera educado en las antecámaras. A fuerza de insinua- ciones y de obsequios se proporcionó padrinos en Chile y en Madrid, y empujado por ellos subió hasta donde quiso. Ese fué el secreto de su elevación. Ese fué el talis- mán que le dio la presidencia de Chile, el virreinato del Perú. El oro y la intriga del aspirante abrieron de par en par á su presencia las puertas del Poder y de los honores. Los manejos encubiertos, más que sus servicios, más que sus brillantes cualidades, le valieron el grado de general, el título de barón, el título de marqués.
OHiggins exigía de sus inferiores la misma deferencia que él tributaba á sus superiores. Quería que se le entre- gasen en cuerpo y alma y que le perteneciesen sin res- tricciones. A los que eso hacían los apoyaba sin rebozo, y los sostenía con todos sus recursos; á los que le resistían los combatía implacablemente y sin cuartel. Era amigo de- cidido de sus amigos y enemigo terrible para los que no lo eran. Sus criaturas podían esperarlo todo. Del mayor- domo de su hacienda hizo todo un brigadier de los ejér- citos del rey.
Un gobernante con tal carácter y con tal sistema debía adquirir un prestigio y una influencia incalculables entre los apocados colonos. Las maneras imperiosas de D. Am- brosio le suscitaron muchos resentimientos; pero fueron todavía más numerosas las afecciones sumisas que se gran- jeó. Su habilidad para la política, su energía, sus orgullo, sus relaciones con la Corte, el incienso de las hechuras que había colocado en todos los puestos, altos y bajos, del Ejército y de la Administración, rodearon de una gran con- sideración su persona, su nombre y cuanto le pertenecía.
Elsa idolatría se aumentó con el tiempo y la distancia. Los que le habían acatado de presidente de Chile, le aca- taron más todavía á lo lejos de virrey del Perú.
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Don Bernardo debía recoger un día como herencia ese respeto ligado al recuerdo de su padre, esa veneración que muchos de sus compatriotas profesaban al apellido de su familia. El reconocimiento de aquellos á quienes el marqués había dado una posición, la adhesión que siem- pre se concede al gobernante que sabe serlo, debían alla- nar al hijo el mayor número de las dificultades que se atra- viesan en el camino de la vida. El legado forzoso de esa clientela importaba al joven más que un cuantioso caudal para satisfacer las aspiraciones de la ambición.
A estas ventajas, consecuencia del rango que había ocupado su progenitor, se agregaban todavía otras. Para darlas á conocer voy á hablar del origen del joven O'Higgins y de la conducta que con él observó el virrey.
V
D. Ambrosio era á la sazón sólo intendente de Con- cepción. Aunque llenasen casi toda su existencia los cui- dados de su empleo, los cálculos del cortesano, las zozo- bras de la intriga, los deseos de mando y de distinciones, sin embargo, le quedaban tiempo y lugar para sentimien- tos más tiernos, para ocupaciones más dulces.
Vivía entonces en aquella provincia una niña llamada D.^ Isabel Riquelme, cuya belleza era sobresaliente en esas comarcas del Sur, que la hermosura de sus mujeres ha hecho famosas. El adusto y grave intendente conoció á esa niña, la amó y se hizo amar de ella. D. Bernardo fué el fruto de esa unión clandestina.
Una preocupación injusta y bárbara castiga en los hijos de esos enlaces ilegítimos la culpa de los padres. Mas en las ideas aristocráticas de la época, los bastardos de los grandes no eran los bastardos de la gente vulgar. Lo que para los segundos era una mancha, era un lustre para los primeros. Ser bastardo de un virrey equivalía á una eje-
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cutoria en debida forma. Así la debilidad de su madre no iba á ser para el niño O'Higgins un estorbo en su ca- rrera.
Por su parte, D. Ambrosio se portó con él como hom- bre honrado y como padre solícito. Proveyó con largueza á sus necesidades, le hizo criar con cuidado, y cuando tuvo la edad correspondiente le envió á educarse en Inglaterra. No volvió de allá hasta la muerte de su padre, que aca- bó sus días de virrey en el Perú.
Creyó éste hacer lo suficiente por el hijo de su antigua querida con asegurarle su porvenir, y pensó que de ese modo cancelaba todas sus cuentas con el joven. Le había costeado una educación europea. Para completar su obra le legó en su testamento la valiosa hacienda de las Can- teras, situada en e! Sur de Chile, y los numerosos ganados que la poblaban. Con esto su conciencia quedó tranqui- la. ¿Qué más podía darle? Le había hecho rico é instruí- do. Le dejaba caudal y los medios de adquirir considera- ción. Le daba cuanto era necesario para que se hiciese feliz. No le encontraba derecho para exigir nada más.
Es cierto que D. Ambrosio daba á su hijo ciencia y bie- nes; pero quedaba todavía una cosa que le rehusaba con orgullo y que el joven podía reclamar con justicia. Era ese noble apellido de O'Higgins que el ilustre marqués ne- gaba tenazmente al hijo de su amor. En la misma cláusula del testamento en que le legaba una fortuna, le significaba con toda claridad que le prohibía llevar ese apellido, lla- mándose Bernardo Riquelme.
Sin duda el mercachifle ennoblecido, el barón de fresca data, el titulado de Castilla por el oro y por la intriga, no creía á su bastardo digno de heredar un nombre tan de-| corado como el suyo, y en eso, por cierto, se equivocabal grandemente el virrey, que echando en olvido la humil- dad de sus principios, tomaba ínfulas de rancio aristócra- ta. Ese joven iba á hacer por la ilustración de su apellido mucho más que lo que había hecho su altanero padre. Es más glorioso combatir contra los opresores de la Patria
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que contra los bárbaros de la Araucania, y es más difícil vencer un ejército disciplinado que una horda de salva- jes. Vale más atravesar los Andes para traer la libertad y la independencia á un pueblo; que abrir un camino en be- neficio del comercio por entre sus rocas y sus nieves. Es mayor empresa improvisar una escuadra y enseñorearse del Pacífico, que defender sus costas contra miserables piratas. Importa más fundar la república de Chile que fun- dar la ciudad de Osorno.
D. Bernardo no se conformó con el ag-ravio que el virrey le infería en su testamento. Estaba precisamente en España, de vuelta ya de Inglaterra para su patria, cuando supo la muerte del ilustre y altivo marqués, y sin tardanza entabló reclamación ante la corte por el apellido y los tí- tulos de su padre. Se le concedió que se llamara O'Hig' gins y no Riquelme, pero no se le permitió que fuera ba- rón ni marqués.
Sin desanimarse por una primera negativa, D. Bernardo persistió en su pretensión. Estaba porfiando en el empe- ño, cuando un ataque de fiebre amarilla le puso á la muer- te. Se salvó casi milagrosamente, pero quedó muy que- brantado. La debilidad de su salud y la disminución de sus rec*ursos pecuniarios le obligaron á desistir de sus reclamaciones y le hicieron regresar á Chile en el año de 1802.
VI
De vuelta á su patria se estableció en la hacienda de las Canteras y se dedicó á los trabajos agrícolas. Vivió allí con su madre y con sus hermanos; se portó con su fa- milia como un hijo amante y respetuoso.
Trabó desde luego relaciones con los oficiales que guarnecían la frontera, muchos de ellos compañeros de armas de D. Ambrosio, que pagaron en afecto al joven lo
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que debían al padre, y con los cuales se entrenía en con- versar acerca de las incidencias de sus campañas en la Araucania. Esas discusiones familiares fueron la escuela en que aprendió los rudimentos de la guerra el futuro ge- neral de los independientes. Por influjo de esos vete- ranos fué nombrado teniente coronel de las milicias de La Laja.
De cuando en cuando hacía viajes á la ciudad de Chi- llan ó á la ciudad de Concepción, donde permanecía lar- gas temporadas. En una y otra era perfectamente recibido. Su caudal, su educación europea, su ilustre apellido, fija- ban sobre su persona las miradas de la gente visible. Su comportación confirmaba la buena opinión que le gran- jeaban esas circunstancias accidentales.
Era modesto, franco, desinteresado, amigo de servir. Manifestaba amor á su patria y un grande entusiasmo por su prosperidad.
En el seno de la confianza y con la mayor reserva ha- blaba de ciertas ideas de independencia para la América, que circulaban en Europa, y de ciertas conferencias sobre el particular que había tenido con el general Francisco Miranda, que era uno de los que meditaban esos pro- yectos.
Todo esto le hacía popular en las poblaciones australes del país. Se respetaba en él al rico propietario que dispo- nía de un gran número de inquilinos ó vasallos, y se apre- ciaba al hombre bien educado, descendiente de un virrey, que no contrariaba los intereses de nadie.
Entre los protectores que por estos motivos se adqui- rió había sobre todo uno que le sirvió mucho para afian- zar su crédito. Era el Dr, D. Juan Martínez de Rozas, abogado hábil y de conocimientos muy adelantados para su época, que por sus riquezas, su ciencia y sus relaciones de familia, dominaba en la provincia de Concepción. Este tomó cariño á D. Bernardo y le protegió con su influen- cia. Cuando O'Higgins iba á la ciudad de Concepción, concurría todas las noches á su tertulia y escuchaba silen-
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cíoso y con devoción las palabras del maestro, como lla- maban á Rozas sus parciales.
Distinguido por el dueño de la casa, los demás asisten- tes, que eran las primeras notabilidades de la provincia, le trataban con afecto y se acostumbraban á estimarle. Pocos habrían sospechado, sin embargo, entonces que ese joven retirado y taciturno sería uno de los proceres de la República y el caudillo de un numeroso bando. Con todo, en esas reuniones fué donde principió á relacionarse con muchos de los individuos que debían más tarde ayudarle á apoyar la revolución y á escalar el Poder.
Vil
Su educación de niño y el género de vida que adoptó en su juventud robustecieron el carácter que los instintos naturales habían dado á D. Bernardo y determinaron su personalidad.
Su mansión en Inglaterra le amoldó á muchas de las costumbres de ese pueblo, tan original en su genio y en sus maneras. Tomó á los ingleses su gravedad, su espíritu aristocrático, su puritanismo aparente de costumbres, su sometimiento á las exigencias sociales, su moralidad den- tro del hogar doméstico, su seriedad en el modo de pen- sar; pero no les imitó en su respeto á la ley, su amor á las garantías del ciudadano, su veneración á todas las fórmu- las protectoras de la libertad y seguridad de los indi- viduos.
Su condición de rico propietario habitante de la fron- tera, considerado por sus superiores, reverenciado por sus subalternos, le infundió desde temprano tendencias des- póticas, el hábito de ser obedecido sin réplica y tardanza, inclinaciones imperiosas. Estas propensiones debían co- brar todavía mayor fuerza en los campamentos, donde cada gesto del jefe es una ley que todos se apresuran á
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cumplir. Había tela en este vástag"0 de un virrey para ser un dictador.
Ese joven circunspecto, bravo, amante de su suelo na- tal, lleno de modestia y de entusiasmo, tenía muchas cua- lidades para granjearse las simpatías de un pueblo como el chileno y llegar á ser uno de sus héroes. Su índole era muy propia para hacerse popular en su nación, por poco que trabajara en ello. Resumía en sí un gran número de las dotes que caracterizan á los pobladores de esta tierra.
El chileno es austero de costumbres; exige que se guarden cuando menos las apariencias, y que se respete siempre el decoro; no perdona nunca el descaro ó el ci- nismo ni en las opiniones ni en los actos. Conserva su compostura en todas las circunstancias de la vida. Jamás es bulliciosa la expresión de su alegría ó de su dolor. Tiene el pudor de sus sentimientos. Es raro que pierda en alguna ocasión su gravedad impasible. Su exterior es frío, y aunque capaz de entusiasmos ardientes, pocas ve- ces lo manifiesta por movimientos vivos ó gritos descom- pasados. Se asemeja á esas montañas que, en nuestro ho- rizonte, se levantan hasta el cielo, donde la nieve cubre el fuego de los volcanes.
Ensalza á los individuos que considera dignos, y rinde parias al talento y al valor; pero no tolera que sean los interesados mismos los que impudentemente soliciten el aura popular. No gusta nunca de darse en espectáculo, ni tampoco de que los demás se pongan en escena. Toda ostentación le es antipática; toda pretensión de vanaglo ria le incomoda. Concede con largueza sus favores á quienes los merecen, pero le repugna que se los pidan con vanidad.
Práctico y positivo, desprecia el ruido y el humo, y prefiere los hechos á las palabras. No escoge con apre- suramiento las ideas cuya realización ve remota, ni se co- loca en torno de los que las proclaman. Es poco utopis- ta y no se apasiona por las concepciones poéticas de la fantasía.
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En O'Higgins había, como digo, muchas de esas cua- lidades, y bajo ese aspecto puede decirse que era muy chileno.
Nada de extraño tiene entonces que le estuviera reser- vado un puesto brillante en el gobierno de su patria. Su carácter debía necesariamente conquistarle el afecto de un gran número de sus compatriotas, y poner en sus manos la suerte de Chile.
VIII
Ahora, para explicar su comportamiento en la revolu- ción y la actitud que tomó más tarde, me es indispensa- ble bosquejar á la ligera la situación política del país desde ese famoso año de 1810, que cambió la condición de la América. Sin esos antecedentes no se comprende- ría la dirección que dio á los negocios públicos, y se nos escaparía la verdadera signifícación de muchos de sus actos.
Nos es indispensable, por otra parte, para poder juz- garle como corresponde, conocer á los rivales contra quienes combatió y á los amigos que le sostuvieron.
I
CAPITULO II
Origen aristocrático de la revolución chilena. — Organización é in- fluencia de las grandes familias del reino. — Establecimiento de la primera Junta gubernativa el 18 de Septiembre de 1810. — Marcha moderada y legal que adopta la revolución en su principio. — Divi- sión de los revolucionarios en dos bandos: los moderados y los exaU tados. — D. José Miguel Infante. — D. Juan Martínez de Rozas. — Rivalidades de las grandes familias. — Motín de Figueroa el 1.° de Abrii de 1811. — Congreso de 1811. — Triunfos de los exaltados y política enérgica adoptada por ellos.
La revolución de Chile fué al principio la obra de unos cuantos ciudadanos, y tuvo en su origen una tendencia puramente aristocrática. Sus promotores, sus principales caudillos, fueron los cabezas de las grandes familias del país, los Larraines, los Errázuriz, los Eizaguirres. Por ellos comenzó la agitación, y de ellos descendió á la mayoría de la población, que les estaba ligada por los vínculos de la sangre ó del interés.
Es este un fenómeno curioso, que debe examinarse con alguna detención.
Generalmente son los pueblos, y no los individuos, los que hacen las revoluciones. Las ideas nuevas sólo se con- vierten en hechos cuando están admitidas por una porción considerable de hombres. Antes de ese momento se van
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propagando lenta y gradualmente por todas las clases sociales, y no producen ningún resultado importante has- ta que se han enseñoreado de un gran número de inteli- gencias. Sólo entonces aparecen los que han de realizar- las, y esos son, no los iniciadores de sus compatriotas, sino sus personeros, los órganos de una opinión esparci- da, la expresión de un pensamiento que está en el alma de muchos.
En Chile sucedió enteramente lo contrario. El movi- miento principió en un centenar de personas, mientras que los demás habitantes estaban tranquilos, indolentes y muy ajenos de tales novedades. Unos cuantos aristócratas dieron la señal de la insurrección, cuando la idea de se- mejante empresa no se le había ocurrido al pueblo, ni si- quiera como una ilusión de la fantasía.
A pesar de eso arrastraron consigo á la gente acauda- lada, á los comerciantes de las ciudades, á los labradores de los campos, á casi todos los pobladores de este suelo. Su grito de guerra no quedó sin eco, y su llamamiento á las armas fué obedecido.
Quien haya considerado la sociabilidad chilena en 1810 se explicará sin mucho trabajo esta marcha de la revo- lución.
Dominaban en el reino un cierto número de familias, respetadas por el recuerdo de sus antepasados, podero- sas por sus riquezas, por sus relaciones, por la multitud de sus dependientes, estrechamente ligadas entre sí y con una organización patriarcal.
Única poseedora de la tierra, del capital y de todos los instrumentos de la industria, esta nobleza indígena dispo- nía del país.
Los vecinos de las ciudades le estaban sometidos por razón de la protección que les dispensaba, y sin la cual no podían subsistir. Ella era la que los habilitaba, y la que les consumía sus productos. El interés le aseguraba con lazos dih'ciles de romper la fidelidad de esos subor- dinados por la fuerza de su posición. El enojo de algunos
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de esos magnates importaba para los comerciantes, para los artesanos, un atraso considerable en su fortuna, tal vez una causa de ruina. Los industriales no tenían, como ahora, los mil recursos que les proporcionan la actividad del comercio, la multiplicidad de los capitales, los pro- g^resos de la población y del bienestar, que traen consigo el aumento del consumo y la facilidad de las transaccio- nes. Ese círculo reducido de familias pudientes era su ma- yor sostén, su principal esperanza. Se concibe, pues, que por lo común no tuvieran otra opinión ni otra voluntad que la de esos patronos, de los cuales aguardaban el me- joramiento de su suerte y la subsistencia de sus hijos.
La dependencia de los campesinos era todavía más es- trecha. No les estaban solamente subordinados, sino que eran sus siervos. Descendientes de los indios, dueños pri- mitivos de estas comarcas, habían heredado la triste con- dición que la conquista había impuesto á sus padres. Tri- butaban á los propietarios, que los poseían juntamente con sus fundos, una obediencia pasiva, casi el respeto del esclavo á su amo.
Los hacendados, por su parte, los trataban como sus mayores habían tratado á los indios de las encomiendas. No diré que ejercían sobre ellos derecho de vida y de muerte, porque eso sería exagerado; pero con esa excep- ción, todo lo demás se lo creían permitido contra los in- felices inquilinos.
Esto se practicaba sin violencia, sin escándalo, sin re- sistencia. Los pacientes no murmuraban; los opresores, caballeros quizás bondadosos y de alma compasiva, no ex- perimentaban repugnancia ni remordimiento al dar un trato como aquel á semejantes suyos. Esa degradación de seres humanos parecía cosa natural. La costumbre la ha- bía sancionado, la había despojado de su horror.
Los hacendados chilenos eran una especie de señores feudales, menos el espíritu marcial y los hábitos guerre- ros. En sus tierras, su capricho era la ley, y no se respe- taban otras órdenes que las suyas. Casi puede decirse que
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la autoridad del presidente-gobernador no pasaba la raya de sus propiedades. En ellas hacían justicia á sus inquili- nos y les exigían servicios corporales como verdaderos soberanos.
Dentro de sus haciendas eran amos, en toda la exten- sión de la palabra. Cada uno de. ellos habría podido ha- cer levantarse á su voz un escuadrón de leales servido- res, que habría ido, sin preguntar el motivo, adonde su se- ñor se lo hubiera mandado, y habría acometido del pro- pio modo á quien el mismo le hubiera indicado.
Basta lo expuesto para concebir cuál era, al comenzar el siglo, el poder de las grandes familias del reino.
II
Sépass ahora que esa inmensa influencia no estaba re- partida entre varios individuos, sino concentrada en unos pocos, y se comprenderá la anomalía en la marcha de la revolución chilena que más arriba he señalado.
Las familias de que hablo eran muy numerosas; hubo una entre ellas, la de los Larraines, que contaba más de quinientos miembros; pero todas tenían una organización patriarcal, y reconocían un jefe, un padre común que las gobernaba, y sin cuya anuencia nada se emprendía.
La persona á quien la respetabilidad de sus años, la ri- queza ó una prudencia consumada habían granjeado ese acatamiento de sus parientes, disponía de fuerzas incalcu- lables y valía por muchos hombres. Podía obrar á su an- tojo con el caudal, con la clientela, con la consideración, con el prestigio de toda la familia.
Suponed que una docena de esos altos potentados aco- giese una idea cualquiera, la de la independencia, por ejemplo, y determinase realizarla. Está claro que en su posición no necesitaban preparar la opinión, ni detenerse en esas pequeñas escaramuzas que los innovadores eje"
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cutan antes de las grandes revoluciones para tantear sus recursos. La mayoría de la nación eran aquellos pocos magnates. Con que ellos se resolviesen estaba hecho casi todo. Sus parientes, sus habilitados, sus siervos ó va- sallos habían necesariamente de apoyarlos.
Pero lo que salvaba á la España de este riesgo inmi- nente era que ellos mismos no se tenían formada una noción bien clara de su poder, y mucho menos de sus de- rechos. Ignoraban que su voz podía conmover á aquel pueblo aletargado, y el mayor número no concebía si- quiera las injusticias y sinrazones de la metrópoli á su respecto. Una inteligencia sin cultivo que admitía como puntos de fe los errores más crasos, una educación mal dirigida que los había imbuido de preocupaciones grose- ras, habían apocado su ánimo y embrutecido su alma. Así fué que muchos de ellos no abrazaron nunca la causa de a independencia, y sostuvieron con su bolsillo, y aun con su persona, la dominación de los españoles.
Sin embargo, no todos eran de esa casta. Había algu- nos más inteligentes, más animosos, más capaces de am- bición, más enterados de los adelantamientos que las ciencias políticas habían hecho en el Viejo Mundo. Estos, por sus viajes á Europa, por sus lecturas ó por sus conver- saciones, habían adquirido algunos conocimientos. El contagio bienhechor del siglo xvill hacía penetrado en sus espíritus.
Como era natural, esos no podían conformarse con la nulidad á que en su propia patria los tenía condenados la suspicacia recelosa de la corte de Madrid. Por lo mismo que su bienestar material estaba asegurado, por lo mismo que gozaban de fortuna, por lo mismo que se veían ro- deados de consideraciones, deseaban con ansia lanzarse á la vida pública y satisfacer esa necesidad de lucha y mo- vimiento que todo hombre experimenta.
Esa segregación absoluta del gobierno en que se pre- tendía mantenerlos les era intolerable. Esa limitación á los asuntos domésticos que se les imponía era una cosa
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que hería su amor propio. Soportaban su vergonzosa con- dición con una impaciencia secreta y ocultaban en el fon- do de su corazón una profunda antipatía contra el Gobier- no español y sus agentes.
III
Tal era la disposición de sus ánimos cuando la usurpa- ción de José Bonaparte y la invasión de la Península por los franceses vinieron á ofrecerles una coyuntura favora- ble para obligar á los españoles-europeos á que les guar- dasen más respeto yá que atendiesen sus justas reclama- ciones.
So pretexto de defender el reino contra las tentativas del emperador Napoleón y de su hermano, el rey intru- so, se apoderaron de la administración de la colonia y sustituyeron al antiguo presidente con una Junta com- puesta de siete individuos.
Adoptaron esta forma de gobierno, tanto por imitación de lo que habían hecho las provincias de España, suble- vadas contra la dominación francesa, y las demás seccio- nes insurreccionadas de América, como porque daba ca- bida en la dirección de los negocios á muchas de las fa- milias que dominaban en la comarca. La elevación de una sola persona habría infundido celos á aquellos aristó- cratas, que se consideraban todos iguales y entre quienes reinaba la mayor emulación.
Esta rivalidad de las grandes familias, tan propia de esa organización medio patriarcal, medio feudal, que he procurado describir, es una circunstancia que debe tener- se muy presente, porque contribuyó en gran manera al nacimiento de las facciones que se disputaron el mando en la primera época de la revolución. Estas competen- cias de lo que, á falta de otro nombre mejor, llamaré nuestra nobleza, explican muchas de las evoluciones po- líticas de aquel]período.
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IV
Pero, sea de esto lo que se quiera, el cambio radical operado en la constitución de la colonia el 18 de Sep- tiembre de 1810 se ejecutó moderada y pacíficamente. No hubo ni derramamiento de sangre, ni destierros, ni prisiones. Algunas carreras de caballo, la guarnición so- bre las armas, patrullas que recorrían las calles, la agita- ción consiguiente del vecindario; pero sin actitud hostil ni amenazante; y eso, y nada más, fué todo el trastorno que ocasionó un acontecimiento que iba á ser el princi- pio de tantas mudanzas, de tantas peripecias, de tantas catástrofes.
Esta ausencia absoluta de violencias caracteriza á los proceres que dirigieron el movimiento y manifiesta cuál era su naturaleza y sus tendencias.
La sociedad chilena estaba sometida entonces á una especie de régimen doméstico. Los magistrados de la co- lonia no empleaban casi nunca rigor ó medios extremos, porque no tenían necesidad de hacerlo. Sus subditos re- cibían con respeto las leyes del monarca, y era muy raro que murmurasen en voz alta. Las medidas severas eran cosa inusitada en la tierra, y, por consiguiente, repugna- ban á la generalidad.
Todos los individuos de la clase acomodada tenían re- laciones de parentesco, ó eran amigos, ó tal vez compa- ñeros de negocios, que se trataban con franqueza y cor- dialidad. Los temas mismos de sus conversaciones habi- tuales versaban sobre asuntos caseros. El ruido de las luchas y contiendas de la vieja y alborotada Europa ve- nía á turbarlos muy de tarde en tarde, y los colonos re- cibían la noticia de esos sucesos con toda indiferencia, como si no les atañesen ó in^portasen.
Los acontecimientos del año 10 alteraron esta tran-
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quiiidad monástica, é introdujeron la desunión entre los ciudadanos; pero estas divergencias no podían desde lue- go y repentinamente cortar todas las relaciones y encar- nizar odios que apenas comenzaban. Hubo opiniones en- contradas, bandos opuestos y principios de enemistades, que algún día debían ser á muerte; mas no hubo ni san- gre, ni persecuciones, ni excesos de ningún género. Dis- cutióse la cuestión, con grande acaloramiento, si se quie- re, pero con todas esas consideraciones que se guardan en sus disputas los miembros de una misma familia.
Fué aquello un litigio más bien que una insurrección; una discusión de legistas más bien que una asonada de tribunos.
Los grandes propietarios que sostenían la mudanza se habían asociado, para llevar á cabo su proyecto, con los abogados más sobresalientes del reino, que representaban toda la ciencia del país, reducida entonces al Derecho ci- vil y al Derecho canónico. Los primeros eran la fuerza, el poder de la revolución; los segundos su pensamiento, su palabra.
Esos letrados, Marín, Infante, Argomedo, Pérez, formu- laban las pretensiones de los nobles colonos, y las apo- yaban con raciocinios basados en el código.
Los defensores del antiguo régimen, los oidores de la Audiencia y sus secuaces, que eran también abogados, tra- taban el asunto como tales, replicando á los contrarios con citas de leyes y de reales cédulas.
Este método para dilucidar la contienda era posible en- tre ellos, porque estaban acordes en un principio que les servía de punto de partida. Unos y otros reconocían la soberanía de Fernando Vil; unos y otros daban por mo- tivo de su conducta el amor al rey y el deseo de conser- varle estos dominios.
Para evitar equivocaciones debo advertir que esta os- tentación de fidelidad era sincera en la mayoría de los innovadores ó juntistas, como se les llamaba. Combatían por el establecimiento de un Gobierno nacional; pero ha-
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brían retrocedido espantados si se les hubiera propuesto separarse de la metrópoli.
Basta estudiar superficialmente los hechos de esa época para percibir cuánta razón tengo al asentar que la cues- tión ventilada en 1810 no fué más que un pleito entre la España y una de sus colonias, en el cual patrocinaba á la primera la real Audiencia, Argos vigilante de los intereses coloniales, y á la segunda el cabildo de Santiago, órgano de las nuevas ideas. Fué aquel un gran proceso que des- pertó más pasiones y metió más bulla que los procesos comunes que se resolvían diariamente en los tribunales, porque los litigantes eran dos pueblos, y no dos indivi- duos; pero que, salvo la¡ magnitud de la disputa, se les asemejaba en todo lo demás, habiéndose tramitado y de- cidido poco más ó menos como ellos.
La ley y la fuerza estaban de parte de los patriotas, y así, como era de esperarse, ganaron su causa, logrando que una Junta reemplazase en el gobierno al presidente- gobernador.
Esta es la primera faz de la revolución chilena.
Una cierta porción de los grandes propietarios es la que promueve el cambio y la que lo opera. La turba, la multitud, no interviene en él para nada y no lo compren- de todavía.
Los abogados dirigen el movimiento, y habituados á los procedimientos del Foro, tratan una cuestión de alta política, como si fuera un pleito sobre intereses privados.
La conducta de los innovadores es moderada, tímida, conciliadora hasta cierto punto, respetuosa para la metró- poli.
Todo lo que hacen está autorizado por órdenes ter- minantes de los gobernantes españoles, que efectiva- mente más tarde aprueban su comportamiento.
Si la Audiencia se opone á la ejecución de esas órde- nes, es porque, palpando las cosas _de cerca y temiendo por el porvenir, calcula, en su prudencia, que la más ligera alteración en el sistema colonial va á producir una serie
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de variaciones más radicales, y á engendrar, por último resultado, la completa ruina de la dominación española en América.
Los hechos no tardaron en realizar el presentimiento de los oidores.
La pendiente de las revoluciones es resbaladiza. Cuan- do los pueblos se han comprometido una vez en ella es difícil que se detengan.
Apenas los patriotas han conseguido la organización de una Junta, cuando algunos de ellos quieren que se vaya más lejos todavía, y se empeñan en que se desplegue ma- yor energía en contra de los amigos y sostenedores de la metrópoli. Antes, todas sus aspiraciones se reducían á co- locar el gobierno en manos de los naturales del país; pero ya eso les parece poca cosa, y no les basta.
Entonces los revolucionarios se dividen en dos grandes fracciones.
La una, más moderada, más prudente, se esfuerza por- que se continúe ese sistema solapado de transacción, que no se decide claravmente, ni corta del todo con el pasado.
La otra, más impaciente, más atrevida, clama por reso- luciones vigorosas y por una reforma pronta de los abusos.
Esos dos bandos enemigos tenían por centros las dos principales ciudades del reino, por sostenes las dos cor- poraciones más influyentes, y por caudillos á los dos hom- bres más notables de la época. Los moderados, los nom- braré así, aunque en ese tiempo ni ellos ni sus adversarios tenían una denominación especial, prevalecían en Santia- go; los exaltados, en Concepción. Los primeros contaban con la inmensa mayoría de la población; pero los segun- dos tenían en su favor el arrojo y el ardor de los partidos reformistas. El cabildo de la capital, donde imperaba don
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José Miguel Infante, presidía á los moderados; y la Junta gubernativa, cuya alma era D. Juan Martínez de Rozas, capitaneaba á los exaltados.
VI
Los caracteres de esos dos jefes ofrecían ciertos pun- tos de semejanza, pero los motivos que dirigían su con- ducta eran sumamente diferentes.
Infante era una alma varonil, recta y llena de entereza, cuya inteligencia estaba dotada de fuerza, pero no de flexibilidad. Cuando concebía una idea, era difícil que la abandonase. Cuando admitía un principio, deducía de él con todo rigor sus consecuencias.
Era incontrastable como un axioma, y tenaz como un dialéctico. No renegaba nunca y por nada de lo que esti- maba la verdad. Hablaba como pensaba, y obraba como hablaba.
Le faltaban esa perspicacia y esa facultad de larga vis- ta que constituyen el mérito de algunos hombres de Esta- do. Le adornaban la rectitud y la moralidad política, que tanto realzan á los ciudadanos de las repúblicas antiguas. Podía equivocarse; pero no era capaz de desoír la voz de su conciencia, ni de guardar silencio por motivos egoístas.
En esta época, Infante no era ni fervoroso federalista, ni discípulo de la Enciclopedia, como posteriormente se mostró. Era un revolucionario que quería marchar con toda prudencia, que participaba tal vez de muchas de las preocupaciones indígenas, y que, ¡cosa extraña!, sostenía la preponderancia de la capital sobre las provincias.
Don Juan Martínez de Rozas desplegaba en su conduc- ta tanta energía y tanta persistencia como su rival; pero su tenacidad le venía de la pasión, y no de la cabeza, como al otro. Era de la casta de esos individuos fogosos é impresionables que corren riesgo de ser déspotas ai
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servicio de los gobiernos, y demag-ogos cuando se colo- can al lado del pueblo.
De razón despejada, de juicio firme, de conocimientos variados y modernos, de mucha lectura, aventajaba inmen- samente á sus contemporáneos en el saber y en la profun- didad del pensamiento. Era un publicista de nota, que se habría lucido en los tiempos actuales, mientras que cuan- tos le rodeaban no pasaban de meros abogados. Elocuen- te en sus palabras, elegante en sus escritos, añadía á sus otros medios de influencia el prestigio del literato.
Estaba, en cambio, muy lejos de ser tan puro y tan in- tachable como Infante.
Don Juan Martínez de Rozas, cuya clientela se encon- traba particularmente en Concepción, defendía por con- veniencia los intereses provinciales en contra de la cen- tralización que pretendía establecer el cabildo de San- tiago.
Vil
Fuera de la diferencia en las miras políticas que he se- ñalado, contribuía á fomentar la desunión la rivalidad de las grandes familias que se disputaban el mando.
Había, por cierto, oposición de ideas en la divergencia de los patriotas; pero había también lucha de intereses.
La emulación de ciertos magnates entraba para mucho entre las causas de la discordia. La aristocracia inquieta y ambiciosa que había encabezado la revolución debía pro- ducir necesariamente todas esas querellas, todas esas in- cómodas competencias. Para comprender el movimiento de los partidos es preciso tomar en cuenta ese choque de pretensiones, al mismo tiempo que la disconformidad de las opiniones.
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VIII
Una intentona desgfraciada de los realistas proporcionó i los exaltados una coyuntura para comprometer la revo- lución, haciendo dificultoso todo avenimiento con los par- tidarios de España.
Hasta entonces el bando del rey y el bando de la pa- tria habían mutuamente combatido de palabra y por es- crito; pero entre ellos no había ni persecuciones ni sangre. Fueron los exaltados los que derramaron la primera san- gre en la lucha, y los que comenzaron las persecuciones.
El 1.° de Abril de 1811, el coronel D. Tomás Figueroa se puso al frente de una parte de la guarnición para de- rrocar las autoridades nacionales. El motín fué sofocado.
Rozas y sus amigos se aprovecharon de esta ocasión para aterrar á los realistas por la energía de su actitud. El mismo Rozas salió en persona á la pesquisa de Figueroa, le aprehendió por su propia mano, y le condujo á la cár- cel. En seguida, autorizado por la Junta gubernativa, le hizo juzgar por una comisión extraordinaria, condenar á muerte y ejecutar en el término de unas cuantas horas.
Todos los sospechosos, sin consideración á su rango, fueron asegurados, y algunos confinados poco después á distintos lugares del reino. La real Audiencia, que hasta aquel día había sido respetada, fué acusada de complici- dad en el motín, é inmediatamente disuelta.
Los moderados, aunque en el fondo de su alma no sim- patizaban con la mayor parte de estos rigores, sin embar- go, bajo el imperio del terror que había producido el mo- tín de Figueroa, no se atrevieron á combatirlos, y guarda- Iron silencio. La enemistad de las dos facciones se acaloró cada vez más y más.
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IX
Estaba próximo á reunirse un Congreso general de los diputados de todo el reino, y en esta Asamblea se prome- tían una y otra de dichas facciones hacer prevalecer sus principios.
Esta especie de Convención se instaló efectivamente el 4 de Julio de 1811. Pero las elecciones habían dado á los moderados una inmensa mayoría: los exaltados sólo con- taban con trece votos. Todos los esfuerzos de estos últi- mos para triunfar en las deliberaciones del Cuerpo sobe- rano fueron inútiles. Todas sus cabalas quedaron burla- das. El Poder se les escapó de entre las manos, y sus contrarios se les sobrepusieron completamente. El Con- greso nombró una Junta gubernativa, para la cual ninguno de sus amigos fué elegido.
El temple de Rozas y sus parciales no era para sopor- tar tal desaire con resignación. Aquellos políticos impe- tuosos no podían conformarse con que todas sus espe- ranzas se desvaneciesen en un momento. Protestaron, pues, contra todo lo obrado por el Congreso y se pusie- ron á conspirar. Consiguieron entonces por la fuerza y la audacia lo que no habían logrado por los trámites le- gales.
El 4 de Septiembre de 1811 estalló en la capital un movimiento revolucionario, apoyado por las tropas y una porción del pueblo, que cambió la situación de los nego- cios.
El 5 del mismo mes se verificaba, en combinación con el anterior, otro igual en la ciudad de Concepción.
El Congreso fué violado, expulsados ocho de sus miem- bros, entre los cuales se comprendía Infante, introducidos en su seno dos nuevos diputados á designación de los in- surrectos, alterada la organización de la Junta gubernativa
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y variado su persona!; es decir, los exaltados se enseño- rearon del mando y abatieron á los de la facción opuesta.
Su administración se mostró vigorosa, y la política que adoptaron fué franca y progresista.
Resueltos á continuar la revolución que había comenza- do el 18 de Septiembre, buscaron cómo procurarse alian- zas en el exterior y cómo atemorizar ó hacer expatriarse á los enemigos del interior. Con esta intención estrecha- ron sus relaciones con los revolucionarios argentinos, acreditaron un agente cerca del Gobierno de Buenos Ai- res, remitieron á este Gobierno pertrechos de guerra y le prometieron cuantos auxilios pudiesen. Con el mismo ob- jeto promulgaron un decreto, por el cual ponían á los realistas en la alternativa: ó de salir fuera del país, ó de decidirse por la causa nacional.
Entre otras reformas que plantaron, dignas de elogio y destinadas á mejorar la condición del pueblo y á favore- cer la Agricultura ó el Comercio, se encuentra la muy sig- nificativa del establecimiento de un Tribunal Supremo de Justicia. Ante él debían ventilarse y resolverse los recur- sos extraordinarios que, según las leyes españolas, no po- dían entablarse sino en los tribunales de la Península. Este era un paso más dado hacia la proclamación de la independencia, y todos lo entendieron de ese modo.
Como se ve, desde la creación de la Junta gubernativa que se instaló el 18 de Septiembre, la marcha de la revo- lución cambia visiblemente. Durante su > .línera faz, esto es, desde las primeras turbulencias á que dio margen la administración del presidente Carrasco, hasta la época indicada, es sólo un negocio de abogados, un pleito en- tre la Audiencia y el Cabildo de Santiago. Pero desde en-
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tonces la revolución se hace más parlamentaria, discute en nombre de los principios de la razón y de la ciencia, en vez de procurarse apoyo en el texto de las leyes. Sus tendencias son menos encubiertas; su conducta es menos hipócrita; sus propósitos son más confesados. Todavía permanece circunscripta á las altas clases sociales; pero una parte de la aristocracia se ha fanatizado por ella y se siente dispuesta á hacerla triunfar á toda costa. Entre Chi- le y la España hay sangre derramada. La lucha está com- prometida.
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CAPÍTULO III
D.José Miguel Carrera. — Su familia. — Su introducción en los nego- cios públicos. — Sus desavenencias con los exaltados. — Su populari- dad.— Movimiento del 15 de Noviembre de 1811, promovido por él. — Disolución del Congreso. — Lucha de Rozas y Carrera. — Políti- ca marcial seguida por D. José Miguel Carrera, é impulso vigoroso que imprime á la revolución. — Resistencias que se le oponen y apo- yos que le sostienen. — Campaña de 1813. — Destitución de Carrera y causas que la producen.
La dominación de Rozas y su partido duró poco.
Necesidades nuevas de la revolución llamaron hombres nuevos al Poder. Iba á llegar el tiempo en que la cues- tión debía controvertirse, no en los congresos á fuerza de argumentos, sino á balazos en los campos de batalla. Era urgentísimo que las masas la comprendiesen, y se acalo- rasen por ella, porque pronto iban á necesitarse soldados^ que sólo de la turba podían salir.
Rozas y sus amigos comprendían como teóricos la re- volución; pero en su calidad de togados y de hombres de gabinete, eran poco aptos para entusiasmar al pueblo, para levantar ejércitos, para defender el país de la inva- sión que desde el Perú amenazaba á los insurgentes chi- lenos. Debían ceder el puesto á otros que por su profe-
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fesión y por su genio fuesen más capaces de llevar á cabo todas esas cosas.
Por el impulso de los acontecimientos, al período par- lamentario había de suceder el período militar; los ofi- ciales habían de remplazar á los políticos, D.José Miguel Carrera á D. Juan Martínez de Rozas. Los exaltados no habían descuidado enteramente la defensa del reino; ha- bían principiado á acopiar armas; habían organizado algu- nos batallones; pero nada de eso habían hecho con la ac- tividad y la dedicación que las circunstancias hacían in- dispensables. Su gloria era haber contribuido á hacer prosperar la revolución en el interior de Chile; mas como digo, no eran aparentes para protegerla contra los ataques exteriores.
Apartados los obstáculos que aquí mismo, dentro de la tierra, le oponían las preocupaciones, el espíritu rancio y los intereses existentes que ella iba á perjudicar, que daban todavía por desbaratar los esfuerzos que para sofo- carla había de intentar el virrey de Lima, Abascal, ó cualquiera otro que estuviese en su lugar. Esa obra difícil exigía, no un literato como Rozas, que sólo conocía la guerra por los libros, sino un militar de audacia y de in- teligencia, que supiera continuar el sistema de tan hábil estadista, y conducir las tropas al combate.
Afortunadamente ese hombre no faltó.
Llamábase José Miguel Carrera.
Sus talentos, su carácter, su educación, sus anteceden- tes, la posición de su padre y de sus hermanos, todo, ca- lidades personales y relaciones sociales, le destinaban á ocupar un alto puesto entre sus conciudadanos. Una grande ambición de fama y de poder le estimulaba á la acción, y le impedía desperdiciar en la indolencia esas ventajas con que le favoreciera la fortuna. Naturalmente altanero, y exigiendo de los demás una entera deferencia, por la mucha estimación que de sí mismo tenía, era al propio tiempo insinuante, afectuoso y cordial. Acariciaba con sus palabras, y se ganaba las voluntades con su cor-
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tesanía. Se hacía perdonar su orgullo á fuerza de amabi- lidad. Esa mezcla graciosa de importancia y de franqueza le granjeaba el cariño de los que se le acercaban.
Su ingenio era pronto y agudo. Su instrucción había sido poco esmerada; y, sin embargo, su diario, escrito día á día en medio de los azares de la campaña, y de las in- trigas de la política, deja apreciar cuánta era la rapidez y facilidad de sus concepciones.
Inclinado á la ostentación y al fausto, lujoso en sus ves- tidos, de bella presencia, de maneras elegantes, de una conversación chistosa y llena de donaire, reunía á los atractivos del alma los atractivos del cuerpo.
Sus defectos estaban compensados por grandes cuali- dades.
Tenía muchas de las dotes que se exigen en un jefe de partido. Era pródigo de su dinero, arrojado hasta la te- meridad, incontrastable en los reveses, generoso con los vencidos.
En cambio, su índole impetuosa le quitaba en ocasio- nes toda prudencia, y le hacíi confiar demasiado en la bondad de su estrella.
Carrera había pasado en España los primeros años de su juventud, batallando contra los franceses. Había asis- tido á ocho funciones notables de esa guerra encarniza- da. Había recibido una herida, y se había retirado con el grado de sargento mayor en los húsares de Galicia.
No había llegado á Chile de vuelta de sus campañas europeas, sino el 25 de Julio de 1811, cuando la revolu- ción estaba ya muy avanzada.
Su familia era una de las más relacionadas, y una de ^as que gozaban en el reino de mayor consideración. En
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el momento de su arribo sobre todo, ocupaba una posi- ción brillante.
Su padre, D. Ignacio de la Carrera, era un buen caba- llero, de ideas poco atrevidas, de ánimo poco arrebatado, á quien la suavidad de los modales hacía estimar gene- ralmente. Había sido vocal de la primera junta gubernati- va y candidato del Cabildo de Santiago, en oposición á D. Juan Martínez de Rozas, caso que, como se había di- cho, éste hubiera pretendido restablecer la presidencia en su provecho. A pesar de la superioridad incontestable de Rozas, D. Ignacio de la Carrera, más popular, más apega- do á las opiniones dominantes, habría triunfado si la lu- cha se hubiera comprometido, y si se hubiera resuelto en el terreno de la ley. Esto da la medida de su crédito.
Tenía una hija, doña Javiera, señora de salón, que daba el tono en la sociedad de Santiago. Hermana de D. José Miguel, no sólo por la sangre, sino también por el genio, aunaba á las gracias de la mujer una arrogancia y una de- cisión verdaderamente varoniles. Ya desde entonces pre- ludiaba á la influencia que la elevación de sus parientes debía adquirirle poco después.
La familia se componía además de otros dos miembros, D. Juan José y D. Luis.
D. Juan José era el primogénito por la edad; pero esta- ba muy distante de ser el primero de sus hermanos por las dotes del espíritu. Parecía que lo que faltaba al des- envolvimiento de su inteligencia, se había compensado por el extraordinario desarrollo de sus fuerzas corporales. Tenía la contextura y el vigor de un atleta, y hacía prue- bas que los hércules le habrían admirado. Sujetaba un ca- rruaje tirado por una robusta muía, tomándolo de la tra- sera con la mano, y levantaba en °el aire con los dedos una media docena de fusiles, agarrándolos por las puntas de las bayonetas. Pero sus fuerzas y su valor eran las úni- cas calidades que podían estimarse en él. Era pretencioso sin talento, puntilloso hasta el extremo, tenía vanidad y tenía envidia. Cualquier hombre algo diestro, picándole
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SUS malas pasiones, podía convertirle en instrumento y ha- cerle obrar contra su propia conveniencia.
En la época á que me refiero era sargento mayor del batallón de granaderos residente en Santiago, y ejercía mucho prestigio sobre aquella tropa, que disciplinaba en persona, y á la cual imponía respeto su arrogante apos- tura.
D. Luis, el menor de todos, comenzaba apenas á vivir, puede decirse. Era, sin embargo, capitán en la compañía de Artillería, y se manifestaba ya tal cual había de ser du- rante todo el curso de su corta existencia; mozo alegre, bravo militar, camarada leal.
Una parentela como la que acabo de describir, ofrecía á un joven vivo y audaz muchos de los elementos preci- sos para satisfacer las aspiraciones de una noble am- bición.
III
D. José Miguel desembarcó en Chile completamente ignorante de la situación de la política, y sin ningún pro- yecto fijo.
La noche de su llegada á Santiago, después de haber recibido la bienvenida de su familia y de haber correspon- dido á sus cariños, se retiró con D. Juan José á descansar en la misma pieza.
Los dos hermanos no durmieron.
D. Juan José se puso á enterar á D. José Miguel del es- tado de las cosas públicas, y le confió que los parciales de Rozas le habían apalabrado á él y á D. Luis para in- tentar un golpe de mano contra el Congreso, y que se ha- bían comprometido á ejecutarlo.
D. José Miguel, por la narración truncada de su herma- no, alcanzó á adivinar algo de lo que había en efecto; co- noció que un gran partido tomaba á los Carrera por ins-
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trunientos para la realización de un acto peligroso, y com- prendió que las circunstancias, aprovechadas como conve- nía, podían darle en los asuntos de su patria esa posición que venía con ánimos de conquistarse. Tenía que regre- sar en el término de tres días á Valparaíso, y no podía, por consiguiente, recoger los datos que necesitaba para arreglar su conducta; pero rogó á D. Juan José que difi- riese el cumplimiento del proyecto, y le arrancó la pro- mesa de que hasta su vuelta nada haría.
El 10 ó 12 de Agosto regresó á Santiago, y el 4 de Septiembre capitaneaba la asonada que entregaba el rei- no al imperio de los exaltados.
Plan y ejecución, todo había sido suyo. Habíanle basta- do veinte días para ponerse al cabo de la política, para ganarse la confianza de los jefes de oposición, para hacér- seles necesario, para acaudillar con éxito completo un movimiento revolucionario. En ese corto espacio, que qui- zás á otros apenas les habría sido suficiente para reponer- se de las fatigas de una larga peregrinación, había calado las intenciones de los más encumbrados proceres del país, y penetrado la situación de las cosas; había calculado todas las ventajas que tenía sobre ellos, había puesto en juego los medios de influencia que le ofrecían sus calida- des personales y el auge de su familia, y los resultados habían justificado todas sus previsiones.
Esa viveza de concepción, esa energía de voluntad, de- berían haber alarmado á los hombres de Estado que le habían dado ingerencia en la política militante, tomándo- le por un joven osado, pero incapaz de hacerles sombra.
Nada de eso sucedió.
Repartiéronse los empleos y los cargos de gobierno. Unos fueron miembros del Ejecutivo, otros diputados al Congreso, éstos vocales del Tribunal Supremo de Justicia, aquéllos recibieron grados y mandos en el ejército que comenzaron á levantar. Mientras tanto, no se acordrron para nada de D. José Miguel Carrera, que el 4 de Sep- tiembre había sido el brazo derecho de ellos.
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En vez de ofrecerle alg-una colocación en recompensa de sus servicios, hicieron como ostentación de su indife- rencia para con él. Dieron oficialmente las gracias á todos los jefes militares que habían intervenido en el movimien- ta; se las dieron aun á los jefes de la guarnición que lo ha- bían apoyado con su prescindencia, y no hicieron otro tanto con Carrera, que había sido el principal caudillo» sino en último lugar y después de varios días, cuando el agravio había sido bien sentido. Quisieron tratarle como á un agente secundario que hubieran tenido á su sueldo, y todavía más, como á un subalterno cuyas pretensiones exageradas é injustificables convenía rebajar. Como el jo- ven mayor de húsares no había ocultado su disgusto al ver que se le hacía á un lado como instrumento inservible, después de acertado el golpe, los que se creían sus pa- tronos habían tenido muy á mal esa soberbia, que reputa- ban exagerada y completamente injustificada.
IV
Esta apreciación equivocada de la importancia de Ca- rrera fué una falta muy grave en los exaltados, una torpeza de que bien pronto tuvieron que arrepentirse. El triunfo decisivo alcanzado sobre antiguos rivales, á quienes apre- ciaban tanto más cuanto habían experimentado durante algunos mesas lo que valían, los enorgulleció demasiado y los sumergió en una seguridad imprudente acerca de la estabilidad de su buena fortuna.
Habían derrocado al venerable Ovalle, al rígido Infan- te, al Cabildo de Santiago, á la mayoría del Congreso; se habían enseñoreado de todos los altos puestos del Gobier- no; Rozas, su caudillo, había insurreccionado en su favor la ciudad de Concepción y las tropas de la frontera; ¿cómo habían de temer á un recién llegado, casi imberbe
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todavía, sin relaciones personales, que no tenía más títu- los que su audacia y una buena hoja de servicios en h ^erra de España?
El humo del incienso que siempre rodea á los victoric sos les ofuscaba la vista y no les permitía ver claro.
El prestio-io de Carrera se aumentaba, sin embargo, poi horas. Su arrojo desplegado el 4 de Septiembre, la colo- cación en primera línea que había tomado entre los actO' res de esa jornada, la felicidad que h".bía coronado su in' tentona, le habían granjeado en un día la reputación y e aura popular que otros se conquistan en años.
Su numerosa parentela le acariciaba como al orgullo de su nombre.
La plebe admiraba en él al oficial de aire marcial, de mirada atrevida, de gallarda apostura, que el día del mo- vimiento había recorrido las calles al galope de su caba- llo, dirigiéndolo todo, sin atolondrarse por nada.
La tropa, donde sus hermanos dominaban de antema- no, le acataba como á un valiente que había combatido en las guerras europeas. El, por su parte, no se descuidaba «n atraerse á los soldados, cuyos cuarteles visitaba con frecuencia.
Los jóvenes le tomaban por modelo.
Los realistas, abatidos, se lo figuraban en medio de sus aflicciones, tal vez como un salvador. ¿Por qué ese mayor de los húsares de Galicia, que había esgrimido en la Pen- ínsula su sable contra los enemigos de Fernando, no se había de hacer una gloria de conservar á ese monarca des- graciado este reino de Chile, que díscolos malintencio- nados pretendían arrebatarle?
Ese militar á la moda había llegado á ser la esperanza de los bandos más opuestos, la novedad del momento, el objeto de todas las miradas, el tema de todos los dis- cursos.
D. José Miguel no desperdició la coyuntura dejando pascir con la indecisión el tiempo, y esa boga, que si no h alimentaba con nuevos hechos podía ser tan rápida en na-
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cer como en apagarse. Se aprovechó de la situación con talento, y lleno de confianza en sí mismo, obró con esa temeridad que debía llevarle á la cumbre del Poder y más tarde al patíbulo. Supo fomentar contra los exaltados el descontento que siempre acompaña á la elevación impro- visada de un partido, sobre todo en las épocas revolucio- narias; log-ró que todas las facciones decaídas se lisonjea- sen con que el triunfo de aquel joven recién venido sería suyo y consiguió que todas ellas lo pidiesen al cielo; se hizo el ídolo de los soldados, y sin tener los despachos llegó á ser el general en jefe de la guarnición de San- tiago.
Cuando se colocó en esa posición, de la noche á la ma- ñana, el 15 de Noviembre de 1811, insurreccionó las tro- pas; bajo el amparo de sus cañones y de sus fusiles reunió una poblada numerosa de todos los colores políticos, pa- triotas y realistas, y por su medio comunicó é impuso á los gobernantes sus condiciones. El joven recién venido se encumbró sobre los viejos políticos del país.
Carrera, no obstante sus resentimientos, simpatizaba hasta cierto punto con los exaltados; participaba de sus convicciones, estimaba la alta capacidad de algunos de ellos y conocía demasiado los muchos recursos con que contaban. D. Juan Martínez de Rozas imperaba en la pro- vincia de Concepción y tenía bajo sus órdenes un ejército.
Su interés personal y el de su causa aconsejaban á don José Miguel que transigiese con los exaltados más bien que intentar el soterrarlos. La lucha era peligrosa, y cual- quiera que fuese el resultado, debía aprovechar á los ene- migos de la revolución.
Ensayó, pues, dividir el mando con los mismos á quie- nes se lo había arrebatado. Dejó intacto el Congreso, donde éstos dominaban, y cambió sólo la Junta ejecutiva organizada el 4 de Septiembre, por otra de tres indivi- duos. En esa Junta se reservó un puesto, y dio los otros dos al Dr. Rozas y á D. Gaspar Marín, el primero jefe reconocido,y el segundo una notabilidad de los exaltados.
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Como calculaba muy bien que el porvenir de la revo- lución era la guerra, y que en adelante el Ejército daría la supremacía, procuró asegurárselo, entregando á su hermano D. Juan José la comandancia del batallón de granaderos, y á su hermano D. Luis la brigada de Arti- llería.
Para dar una prueba de su fidelidad á la causa patrió- tica mandó salir sin tardanza del país á todos aquellos realistas á quienes su anterior reserva había envalentona- do, haciéndoles concebir esperanzas en su protección. Al propio tiempo hizo que se cumpliesen estrictamente cuan- tos bandos se habían dictado contra los adversarios del sistema nacional.
Pero todos sus conatos de reconciliación fueron inúti- les; todos sus actos de franqueza y de compromiso en fa- vor de la revolución fueron desatendidos.
Los exaltados no podían perdonarle su derrota. Así desecharon con terquedad todas las propuestas que les hizo. Ninguna combinación en que tuviese parte el que los había derribado les parecía admisible. Estaban arrui- nados, y todavía no creían en su vencimiento. ¿Cómo ha- bía de superarles un joven que para ellos era sólo un aventurero? Su elevación no podía ser sino una de esas peripecias políticas que asustan por su repentina é ines- perada aparición, y que se concluyen en un momento, tal vez sin dejar recuerdo. Rozas estaba en el Sur; Rozas disponía de un ejército y de la provincia de Concepción; él vendría á poner las cosas en orden y á castigar al inso- lente que las había desarreglado.
Carrera, por su parte, no era hombre que aguantase negativas, ni que rogase por largo tiempo. Convencido de que toda transacción era imposible, resolvió tratarlos como enemigos, ya que no querían ser tratados como amigos.
El 2 de Diciembre de 1811, á la voz de los Carrera, léis tropas salieron de sus cuarteles y fueron á acamparse en la plaza principal. En seguida D. José Miguel notificó
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al Congreso que estaba disuelto. No podía g^obernar con un Cuerpo que era el centro de la oposición á su persona. Los diputados principiaron por protestar con sus pala- bras; pero concluyeron por obedecer.
A los pocos días, la Junta ejecutiva fué modificada. Compúsose, como antes, de tres individuos; pero esta vez D. José Mig^uel cuidó de no asociarse colegas que tuvie- ran un pensamiento propio y una voluntad firme como Rozas y Marín. Aunque en la forma fuese un triunvirato, puede decirse que el Gobierno era él solo. Sin embargo, en esa época sólo contaba veintiséis años.
La mitad del reino se sometió al imperio de Carrera sin resistencia; pero el Sur, bajo la influencia de Rozas, tomó las armas y se declaró vengador de ese Congreso que la guarnición de la capital había disuelto.
Comenzó entonces una lucha cuyo resultado era difícil de prever. El caudillo de Santiago y el caudillo de Con- cepción eran dignos competidores. Ambos eran catego- rías de primer orden, y ambos disponían de fuerzas que poco más ó menos se equilibraban.
D. José Miguel empleó contra su rival la diplomacia y la guerra. Envió á Concepción agentes que procuraran arreglar sus diferencias con Rozas, y tropas que atajasen ius progresos. Todo aquello fué una mezcla de negocia- ciones y de maniobras militares. Hubo más intrigas que Datallas; más cálculos de gabinete que combates cuerpo i cuerpo.
; En esta contienda de astucias. Carrera, ese joven húsar jle que los exaltados no habían querido hacer más que un lero capitán de motines, venció completamente al doctor ). Juan Martínez de Rozas, el consumado estadista, el
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hábil político, que había encanecido en la dirección de loa negocios de la Colonia.
Después de muchas alternativas, de propuestas des- echadas, de réplicas y de contestaciones, obtuvo del jefe de los sublevados del Sur que consintiera en una especie de tregua; las hostilidades debían suspenderse; el uno debía retirar sus tropas á Santiago, el otro á Concepción; más tarde decidirían su contienda; en aquel momento era ■ de temer que los realistas se les sobrepusiesen, aprove- chándose de sus disidencias.
Este convenio fué la pérdida de Rozas. Carrera no re- mitió á Concepción las cantidades que se enviaban de la capital para el ajuste de la guarnición de la frontera. Ro- zas no tuvo cómo pagarla. La tropa se disgustó con esto y prestó oídos á las insinuaciones de D. José Miguel. Como era natural, el descontento se convirtió en una in- surrección abierta y declarada. Rozas y sus más adictos partidarios fueron aprehendidos y despachados á Santia- go bajo custodia.
Todo el reino, desde las márgenes del Biobio hasta el desierto de Atacama, reconoció la autoridad del audaz y feliz Carrera.
VI
El vencedor apreciaba demasiado los talentos y la in- fluencia de su respetable adversario para que estimara prudente su permanencia en el país, aun cuando estuviera aprisionado. Al cabo de algún tiempo Rozas recibió or- den de pasar á Mendoza. Se creía necesario para la tran- quilidad del Estado que las cordilleras estuviesen entre él y Chile.
Cuando se encaminaba al destierro el ilustre proscripto se detuvo para descansar en la villa de los Andes. Vivía en aquella población un hombre que, como él, había estado
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 69
empleado en la administración del presidente Carrasco, y cuyo destino era ñgurar todavía mucho más en la historia de su patria. D. Juan Francisco Meneses (era ese su nom- bre) fué á saludar á Rozas, de quien era amig-o. Los dos se pusieron á hablar sobre la marcha de la revolución, so- bre los hombres y las cosas del tiempo. Rozas, como se concibe, estaba despechado. Había servido la causa de la nación, había trabajado por ella como el mejor; tenía am- bición y se sentía con fuerzas para trabajar todavía más; sin embargo, era suplantado y recibía por premio el des- tierro.
En tales circunstancias, su afecto al rival que le ha- bía derribado no debía ser muy entrañable. A pesar de eso, juzgando la situación con la frialdad del hombre de Estado, dijo á su amigo que todas las esperanzas de la revolución se cifraban en los Carrera, sobre todo en don José Miguel.
Esas palabras del profundo y perspicaz Rozas expresa- ban la verdad; D. José Miguel Carrera representaba la es- peranza del sistema, como entonces se decía. Ese joven militar personificaba al Ejército; traía por principal objeto de su política la guerra; tenía por misión armar la revo- lución.
Era esa la necesidad que él, antes que los otros, había sabido estimar en todo su valor.
La gran cuestión de la época era la independencia, condición de todos los progresos futuros. Todos los an- tecesores de Carrera la habían considerado como juriscon- sultos, como políticos, como diplomáticos. Todos ellos habían pensado cómo escudar sus proyectos con las leyes españolas, cómo organizar juntas gubernativas, cómo ele- gir congresos, cómo promover ciertas reformas políticas y sociales. El armamento del pueblo, los preparativos de guerra contra los defensores de la España habían sido ipara ellos cosas secundarias.
La idea de un ataque exterior ó de una insurrección ¡interior eran riesgos que les habían parecido remotos.
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Apenas si la intentona de Figueroa había por un mo- mento despertado sus temores sobre este punto.
Carrera, á diferencia de ellos, trató de dirigir la revo- ; lución como militar. Vio dónde estaba el peligro y buscó í los medios de evitarlo. La invasión del reino por las tro- \ pas realistas del Perú fué su mayor zozobra, el objeto de ) todas sus previsiones.
Esta actitud marcial le hizo dar un empuje más vigoroso ? á la marcha de la política. Mientras todo se había reduci- |l do á litigios y discusiones, la conducta de los revoluciona- 3 rios había sido para la mayor parte ambigua, poco decisi- i va, casi enteramente legal. Si los delegados del monarca \ los hubieran juzgado por la significación externa de sus actos y no por sus intenciones, todos habrían sido ab- sueltos.
Pero cuando Carrera principió á armar á la nación y á prepararla para el combate, las reservas, las transacciones, los subterfugios fueron imposibles. Una resistencia á mano armada contra los agentes de la corte era ya un com- promiso serio que dejaba poco lugar á las disculpas.
Ese es el mérito de D. José Miguel: haber comprome- tido la revolución, haberle quitado mucho de la hipocre- sía con que comenzó, haberla armado, como yo decía arri- ba. Bajo su gobierno la decisión reemplazó á la prudencia.
Por su mandato se reclutaron soldados, se formaron ba- tallones, se activó la disciplina de los que ya estaban or- ganizados, se fabricaron armas, se aprontaron pertrechos y municiones. Con grande escándalo de la gente devota se convirtieron en cuarteles dos conventos, el de la Reco- leta Dominica y el de San Diego, y con mucho horror de los realistas y de las personas timoratas se cambiaron los colores de la cucarda española por otros que se adopta- ron como nacionales, lo que casi equivalía á la proclama- ción formal de la independencia. Fundóse una imprenta y establecióse por primera vez en Chile un periódico. Fo- mentóse de todos modos en las masas el entusiasmo por la Patria y el odio contra la metrópoli.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 71
VII
El sistema de Carrera encontraba, sin embargo, gran- des resistencias, y el joven gobernante necesitaba para sostenerse de toda su habilidad.
Su energía exasperaba á los realistas y asustaba al nu- meroso bando de los tímidos y pacatos.
Su triunfo importaba la supremacía de la gente de gue- rra y el predominio de la familia de los Carrera sobre las otras grandes familias del reino. Esos eran dos crímenes enormes que no le perdonaban ni los togados ni los aris- tócratas. Para reconquistar su imperio perdido, unos y otros fraguaban con tenacidad la caída del caudillo militar que los había suplantado.
El clero, aun la parte que había abrazado las nuevas ideas, le era hostil. No podía tolerarle la conversión de los conventos en cuarteles y su estrecha amistad con el cónsul de los Estados Unidos, Mr. Joel Robert Poinsett, que no se manifestaba muy católico. D.José Miguel había promulgado una Constitución provisional, y en el artículo relativo á la religión del Estado se la llamaba sólo cató- lica y apostólica, suprimiéndose el epíteto de romana. Esta supresión, atribuida al cónsul, había despertado con- tra el Gobierno todos los escrúpulos religiosos del país.
Para remate. Carrera hallaba obstáculos en su propia familia. Su padre era un anciano débil, á quien espantaba la política impetuosa y demasiado revolucionaria de su hijo. Su hermano D. Juan José le tenía envidia. No sobre- llevaba con paciencia una superioridad tan abrumadora. En más de una ocasión fué juguete de los enemigos de su familia y apoyó las intrigas que se tramaban contra don José Miguel.
A pesar de tantas contrariedades, éste se sostuvo en el ;nando. Fué tan hábil para conservar el Poder como audaz
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había sido para escalarlo. Sofocó cuatro ó seis conspira- ciones y supo conjurar todos los pelig-ros.
Tenía contra el clero y contra los aristócratas, contra los realistas y contra los prudentes, desde luego su arrojo y su genio, y en seguida dos auxiliares muy poderosos: el ejército y el pueblo; designo con este último nombre la juventud y la plebe.
Los soldados le idolatraban; él atendía á sus necesida- des y les daba importancia. Visitaba los cuarteles; velaba por el bienestar de los subalternos; trataba á los oficiales con benevolencia y cordialidad. En aquel momento no había ninguna fama militar que alcanzara á hacerle sombra ni á contrabalancear su prestigio. La tropa era decidida- mente suya.
La turba y la juventud le pertenecían también. Ejercía sobre ambas esa fascinación que es propia de las natura- lezas enérgicas y calurosas.
Hasta él ningún gobernante se había puesto en contac- to con la multitud. La agitación había quedado estancada en las altas clases sociales. La revolución no había des- cendido al pueblo. Fué Carrera quien la popularizó, quien inició á las masas en la cuestión que se debatía, quien las entusiasmó por la causa de la nación, y quien, como era natural, se ganó su afecto.
Esas asonadas que encabezó en provecho de su sistema y de su ambición trasladaron las discusiones políticas del recinto de la Cámara y de la sala capitular á las calles y á la plaza pública. Desde entonces el pueblo comenzó á ingerirse en los negocios de Estado. D. José Miguel Ca- rrera, el jefe de los movimientos revolucionarios, el hace- dor de gobiernos, fué su héroe. La viveza de su genio, la fertilidad de sus recursos, la temeraria arrogancia de su carácter, la prontitud de su elevación, impresionaron las imaginaciones populares. Creyeron que Carrera estaba destinado para el mando, que tal vez nadie podría derri- barle, y que, si por acaso llegaba eso á suceder, de la no- che á la mañana tramaría conspiraciones que le restituiría n
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 73
el Gobierno. Su reputación de revolucionario Ileg-ó á ser colosal, casi fabulosa. Por ese abuso de generalización tan común en las masas, dedujeron que siempre triunfaría, porque había triunfado tres veces. Así pudo contar con la multitud casi tanto como con el Ejército.
VIII
Si he logrado hacerme comprender, se habrá percibido sin trabajo el aspecto que tomó la revolución bajo la in- fluencia de Carrera.
Como lo he dicho, su primera faz fué un pleito trami- tado por abogados; la segunda, una discusión política y parlamentaria; la tercera, la preparación para una guerra inminente, que muchos ponían en duda, pero que la vista penetrante de D. José Miguel columbraba en el porvenir.
Durante los dos primeros períodos, la aristocracia sola interviene en el movimiento; durante el tercero, la agita- ción se generaliza y la turba se acalora á su vez por la causa de la Patria.
Bajo el mando de Carrera la marcha de los gobernantes es más firme y menos solapada; es él quien decreta el cambio de la escarapela española.
IX
Tal era el estado de las cosas cuando el 31 de Marzo de 1813, á las seis de la tarde, llegó apresuradamente de Concepción á Santiago un correo con la noticia de que en la tarde del día 26 había anclado en el puerto de San Vicente una expedición realista, capitaneada por el briga- dier D. Antonio Pareja.
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La alarma de los habitantes de la capital fué grande; mayor todavía su entusiasmo. Todos los patriotas olvida- ron sus resentimientos políticos para entregarse sólo á su odio contra la metrópoli. Todos en aquel momento hicie- ron justicia á Carrera, confesando que sus aprestos mili- tares no habían tenido únicamente por objeto apoyar su ambición. D. José Miguel fué nombrado por unanimidad general en jefe.
Aquella misma noche hizo éste declarar la guerra al son de la retreta, amenazar con la muerte á los que trata- sen de estorbarla, plantar en la plaza una horca, como se- ñal de que la amenaza no sería vana, convocar á todas las milicias del país y formar lista de los realistas más pro- nunciados para decretar su expatriación.
A las seis de la tarde del siguiente día partió para el Sur con el cónsul de los Estados Unidos, el capitán don Diego José Benavente y una escolta de catorce húsares.
A las nueve de la mañana del 2 de Abril supo en el camino que Pareja había desembarcado y se había apo- derado de Concepción. Carrera continuó su marcha.
Por dondequiera que pasaba organizaba tropas, bus- caba pertrechos y víveres, y por medio de confinaciones limpiaba la tierra de sarracenos, como entonces se deno- minaba á los partidarios de España.
A las ocho de la noche del 5 estaba en Talca y esta- blecía allí su cuartel general.
El 24, el ejército enemigo avanzó hasta Linares.
El 29 estaba acampado en Yerbas Buenas, á siete le- guas del río Maule; pero al amanecer de ese mismo día fué sorprendido en ese sitio por una corta división patrio- ta, y habría sido completamente destrozado si la luz del alba no hubiera venido en su auxilio. La campaña se abría con una victoria; era un buen agüero.
No obstante este descalabro. Pareja, el 30 de Abril es- taba á las orillas del Maule é intentaba atravesarlo; pero su tropa, desalentada, rehusó seguirle.
El 10 de Mayo tuvo que emprender la retirada.
j
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 75
El 15, Carrera alcanzó su retaguardia en la villa de San Carlos y se batió con ella.
Los realistas continuaron qon trabajo la retirada y fue- ron á encerrarse en Chillan, bajo el mando de D. Juan Francisco Sánchez, que los capitaneaba en reemplazo de Pareja, á quien la fiebre y el pesar tenían moribundo.
El 25, los insurgentes recobraron á Concepción, y el 29 á Talcahuano.
Los realistas, que por un instante se habían posesiona- do de la mitad del reino, quedaban reducidos al estrecho recinto de una ciudad. Carrera, primero por su previsión y luego por su actividad, había salvado el estado. Si él no lo hubiera estorbado con sus acertadas providencias, los españoles podían haber llegado sin disparar un tiro hasta la plaza de Santiago.
Impaciente por exterminar las reliquias del ejército real, antes de que le enviasen socorros del Perú, sitió el 8 de Julio á Chillan, último asilo de ellas y único punto de la provincia de Concepción donde tremolaba la bandera de Castilla. Pero todo su empeño y todo su coraje se estre- llaron en vano contra aquellas murallas. Sus soldados sa- bían combatir contra hombres, mas no contra los elemen- tos. Los realistas se defendieron heroicamente; eran chile- nos, pero tarde ó temprano habrían sucumbido si no hu- biera venido en su ayuda ese terrible invierno de 1813, que sepultó en las estepas de la Rusia el mayor ejército de Napoleón el Grande. Mientras ellos peleaban sobre un suelo enjuto, mientras tenían techos donde guarecerse, abrigos contra el viento, amparo contra la lluvia, los pa- triotas marchaban con el barro hasta las rodillas, el hura- cán arrebataba sus tiendas, la tempestad los hostigaba sin tregua ni descanso. La putrefacción de los cadáveres de amigos y enemigos, enterrados por rimeros en su campo, infestaba el aire y envenenaba sus pulmones. La falta de forraje y el rigor del tiempo habían aniquilado hasta tal extremo las cabalgaduras, que era más cómodo caminar á pie antes que sobre aquellas bestias extenuadas.
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Para colmo de desg^racia, una bala lanzada por las ba- terías de Chillan cayó sobre el principal depósito de mu- niciones y las incendió todas, causando entre los soldados de la Pat.ia estragos espantosos.
Sin víveres para alimentarse, sin cartuchos para comba- tir, sin medios de movilidad, la continuación del sitio era humanamente imposible. El 7 de Agosto, D.José Miguel Carrera dio la señal de la partida á los restos gloriosos de su brillante ejército que la muerte y la deserción ha- bían dejado á su lado.
Los realistas se movieron para perseguirlos, é intima- ron la rendición á esa tropa en retirada, que apenas lleva- ba tiros en las cartucheras. La contestación de Carrera fué una bravata dictada por la desesperación, y una salva de ventiún cañonazos con que saludó á la bandera de Chile, en torno de la cual se agrupaban sus compañeros, resuel- tos á vender caras las vidas, aunque fuese resistiendo cuerpo á cuerpo, ya que las balas les faltaban.
Los españoles los dejaron partir.
X
Este descalabro importaba la ruina del general Carrera. Durante su ausencia sus adversarios políticos se habían rehecho en la capital y ejercían grande influencia en el Gobierno. Si algo difería la caída de D. José Miguel era el prestigio de la victoria. Un revés como aquel iba á pre- cipitarla y á suministrar á sus émulos la coyuntura que atisbaban.
La gran popularidad de Carrera se había momentánea- mente menoscabado. En Chile puede decirse que no se conocía la guerra sino de oídas. Por primera vez experi- mentaban sus habitantes los males que ocasiona. Las fa- milias tenían muchas desgracias que llorar. Habían ocu-
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rrido enemistades, destierros, muertes. Las propiedades habían sido taladas por uno y otro ejército. Se habían co- brado contribuciones forzosas para subvenir á los gastos ordinarios del Tesoro. Todo esto se miraba, no como una consecuencia precisa de la guerra, sino como una culpa del general que la había declarado y que la dirigía.
Los hombres pacatos de la época se asustaban de la magnitud de los desembolsos que ella originaba, ponían el grito en los cielos por el destrozo de sus haciendas, se horrorizaban por el número de vidas que costaba la lucha. Para muchos D. José Miguel era el responsable de todos estos desastres.
Parece que aquellos inexpertos vecinos se figuraban que las montoneras, las marchas y contramarchas, las ba- tallas, no son más que simples paseos y correrías que no dejan rastros. Pretendían que la guerra se hiciera sin per- secuciones, sin gastos, sin muertes. Querían que se pe- lease sin que nadie derramase lágrimas; que las mieses crecieran bajo las patas de los caballos. Como esa bella ilusión de niños era irrealizable, Carrera cargaba con la odiosidad de todos aquellos que la veían desvanecida.
Bajo el predominio de este sentimiento se renovaban todas las viejas acusaciones que se habían levantado con- tra él. Se gritaba contra su ambición, contra su encum- bramiento, debido á las bayonetas; contra su fanatismo revolucionario que comprometía las cosas demasiado, contra la preponderancia de su familia sobre todas las demás, contra su indulgencia interesada para con los sol- dados, de quienes, según se vociferaba, lo sufría todo á fin de que le sostuvieran.
Estos murmullos impresionaron hasta á los miembros de la Junta que gobernaba el país. El reemplazo de Carre- ra habría sido el cumplimiento de su voto más querido; pero les parecía demasiado arriesgado el intento de arre- batar un general victorioso á un ejército que había forma- do y que le adoraba.
El mal éxito del sitio de Chillan fué lo que envalento-
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nó á todos los adversarios de D. José Miguel. Los exalta- dos, que nunca le habían perdonado su derrota, se apro- vecharon de esta circunstancia para acabar de perderle y para infundir á la Junta gubernativa alientos en ¡contra de él. En virtud de sus cabalas, la destitución de Carrera fué convenida y definitivamente acordada. Pero, ¿por quién reemplazarle? Si resistía, ¿cómo forzarle á obede- cer, cuando él se encontraba al frente de trepas adictas, y ellos no las tenían?
Resolvieron entonces debilitar disimuladamenteel ejér- cito de Carrera, y comenzar á organizar otro distinto en Santiago. Con este objeto fomentaron por lo bajo la de- serción, suspendieron la remisión de recursos á las tropas del Sur y se pusieron á reclutar gente so pretexto de for- mar una nueva división.
En vano D. José Miguel les pidió una y otra vez los so- corros que necesitaba; le entretuvieron con dilaciones y abandonaron las reliquias del sitio de Chillan á la provi- dencia de Dios y á los desvelos de su general.
Hacia este tiempo vino á Santiago de allende la Cordi- llera un cuerpo de ciento cincuenta cordobeses enviados en nuestro auxilio por el Gobierno de Buenos Aires. Con este refuerzo, los exaltados cobraron todavía más áni- mos para derribar á su enemigo.
Creyeron aún haber encontrado un sucesor idóneo para D. José Miguel en el coronel D. Marcos Balcarce, jefe de los auxiliares, y no ocultaron que era su candida- to para aquel destino.
Considerándolo todo preparado para dar el golpe, la Junta gubernativa se trasladó á Talca, con el motivo apa- rente de activar las operaciones de la campaña; pero en realidad para proceder desde más cerca al cambio de ge- neral. Carrera tuvo conocimiento de todos estos manejos» Si hubiera querido resistir, lo habría podido. Estaba se- guro de sus soldados; sabía que le sostendrían hasta lo último; pero repugnó á su patriotismo hacer de su nombre en tan crítico momento un grito de guerra civil.
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Por otra parte, el cansancio se había apoderado de su ánimo. Las intrigfas y el encarnizamiento de sus rivales le tenían fastidiado. No se sentía dispuesto á disputarles por más largo tiempo un mando que era menos liviano de lo que ellos se imaginaban.
A estos motivos se agregaba quizás la presunción se- creta de que no tardarían mucho en rogarle y en volverle á buscar. Como tenía la conciencia de su superioridad, el orgullo le impedía descubrir entre los que le rodeaban un competidor. Mas si estaba decidido á admitir un reemplazante, ese reemplazante debía ser chileno, y na extranjero. Este es un rasgo que caracteriza á Carrera. Su espíritu de nacionalismo era muy pronunciado y punti- lloso; no transigía por nada. Era altanero en lo que se re- fería á su persona, y altanero en lo que tocaba a su patria.
Hizo entender á los gobernantes que entregaría el ejér- cito á uno de sus camaradas, pero no á un argentino.
La Junta, que debía participar hasta cierto punto de la misma repugnancia, desistió de su primer pensamiento y buscó entre los oficiales chilenos el individuo que necesi- taba. La elección no era difícil. El coronel O'Higgins so- bresalía entre sus camaradas y era el que se había con- quistado mayor prestigio. Si Carrera no mandaba, la di- rección de la guerra no podía corresponder á otro. La fac- ción dominante se fijó, pues, definitivamente en este jefe,, y su nombramiento quedó acordado.
CAPITULO IV
Actitud de D. Bernardo O'Higgins en la revolución. — Su gran reputa- ción militar. — Es nombrado sucesor de Carrera. — Campaña de 1814. — Convención de Lircai. — Descontento general que este convenio produce en el pueblo. — Entrevista de O'Higgins y Carrera en Tal- ca.— Proscripción de D. José Miguel Carrera. — Movimiento de 23 de Julio de 1814, capitaneado por éste. — Lucha de O'Higgins y de Carrera. — Nueva invasión de Ossorio. — Reconciliación de O'Hig- gins y de Carrera. — Batalla de Rancagua. — Emigración á Mendoza.
D. Bernardo O'Higgins, el sucesor que se iba á dar á Carrera, gozaba en aquel momento de una gran repu- tación de buen militar. Su arrojo y su impetuosidad en el combate le habían hecho conocido en todo el país. Se le hacían muchos elogios; no se le dirigía ninguna crítica. Había llegado á ese período, que no se repite nunca en la vida de los hombres públicos,^ en que son bastante grandes para tener aplaudidores, y no lo son demasiado para tener enemigos.
D. Bernardo había abrazado con calor la revolución desde el principio. Había seguido á Rozas como fiel dis- cípulo y apoyado todas sus ideas. Había representado el partido de la Laja en el Congreso de 1811, y había per- tenecido á la minoría de los trece diputados exaltados.
Después del movimiento operado por Carrera el 15 de
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Noviembre, se erigió, como lo he dicho en otra parte, una Junta, compuesta del mismo D.José Miguel, del doc- tor Marín y del doctor Rozas. Como este último se hallase ausente en Concepción, Carrera llamó á O'Higgins para que integrase la Junta en calidad de suplente.
D. Bernardo se resistió, y costó trabajo que admitie- ra; pero al fin consintió. Sin embargo, permaneció en el mando con disgusto. Su maestro Rozas y sus antiguos amigos hacían oposición, y él no podía estar contento al lado del hombre que les había arrebatado el Poder. Tomó por pretexto una enfermedad y elevó su renuncia. Se le concedió, en vez de lo que solicitaba, una licencia de tres meses.
Dábase entonces en Santiago por muy próxima la insu- rrección de la provincia de Concepción, insurrección atizada por D. Juan Martínez de Rozas, que reprobaba la marcha del Gobierno central. Con la esperanza de evi- tarla. Carrera, aprovechándose de la separación de O'Hig- gins, le nombró su agente al lado de Rozas, á fin de que se explicara y arreglara con él. D. Bernardo aceptó el encargo, llegó aun á celebrar una especie de convenio COB los opositores de Concepción; más incidenciis, que no es del caso referir aquí, anularon las negocirciones é hicieron estallar el alzamiento del Sur, que ocasionó por resultado final el destierro de Rozas, que lo había pro- movido.
La intervención de O'Higgins en todos estos sucesos fué modesta: su papel secundario, su actitud por lo gene- ral no muy decidida. No tuvo iniciativa en nada, ni dirigió cosa alguna. Adicto de corazón á Rozas, fué colega de Carrera en la Junta y su plenipotenciario en Concepción. En toda esa época ocupó una posición de segunda línea. Tenía un nombre demasiado ilustre y una fortuna dema- siado cuantiosa para permanecer ignorado; pero sea cual fuere la causa, durante esa temporada sólo sirvió de satélite á otros astros más brillantes.
Fué la guerra la que le dio fama é importancia.
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Abrió la campaña de 1813 con una guerrilla. Con ella salió el primero al encuentro de los realistas y les sor- prendió en Linares una avanzada, que hizo prisionera sin que se le escapase un sólo hombre. Durante toda esk campaña siguió comportándose como bravo, y se con- quistó la reputación de intrépido oficial.
Cuando hubo dado sus pruebas, nadie puso en duda su coraje, lo que es raro en un campamento, donde frecuen- temente la emulación trata de cobarde al valiente. Siem- pre se le había visto arremeter con arrojo al enemigo; siempre los suyos le habían visto por delante y á su frente.
En los vivaques los soldados hacían conversación de las proezas del coronel O'Higgins.
Con nueve veteranos, diez y nueve milicianos, seis ofi- ciales, un pito y un tambor se había precipitado en la plaza de los Angeles, había penetrado en el fuerte sable en mano y aprisionado, en medio del espanto causado por su repentina aparición, al comandante, una compañía de artiiiería, cuarenta dragones y un batallón de milicias.
El 17 de Octubre de 1813 había combatido como un héroe en la sorpresa del Roble. Al amanecer de ese día una división realista había caído de repente sobre el cam- pamento de los patriotas, que no aguardaban el ataque. La confusión había sido espantosa, la tropa no atinaba á defenderse. O'Higgins había conservado una sangre fría admirable; había desplegado un denuedo extraordinario y había logrado que sus compañeros volviesen en sí hasta rechazar y escarmentar á los acometedores.
Carrera, en el parte de esta función de armas, entusias- mado con la valiente comportación de D. Bernardo, no había podido menos de llamarle el digno, el intrépido, el benemérito, el invicto O'Higgins, el primer soldado de Chile, capaz de resumir en sí solo el mérito de todas las glorias y triunfos del Estado.
Tal era el jefe que se daba por sucesor á D. José Mi- guel. Sólo era conocido, puede decirse, por sus hazañas guerreras. No era objeto de ningún odio encarnizado, y
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era de suponer que él tampoco lo abrigase contra nadie. Su elevación no inspiraba ni sobresaltos ni temores. Así los adversarios de Carrera se dieron prisa para poner á O'Higgins al frente del ejército.
II
El 27 de Noviembre de 1813 se firmó en Talca la se- paración de D. José Miguel Carrera y las de sus herma- nos D. Luis y D. Juan José.
El 1.° de Febrero de 1814 Carrera, según las órdenes de la Junta, dio á reconocer por general en jefe á don Bernardo O'Higgins, y á los dos días le entregó el man- do del ejército.
Desde entonces data la enemistad de esos dos grandes hombres. Carrera estaba resentido por el pago que reci- bían sus servicios. Naturalmente, se hallaba dispuesto á mirar como un insulto personal todas las providencias que tomase su sucesor para variar el régimen establecido. El caído no aplaude nunca en el primer momento al que se le ha sobrepuesto. El hombre público en desgracia lo ve todo de color sombrío y se siente agraviado por pe- queneces, por actos tal vez inocentes, á los cuales atribu- ye una significación hostil que no tienen.
O'Higgins, cuya alma era seca y poco expansiva, no comprendió la situación de ánimo en que debía encon- trarse su antiguo general, y no supo guardarle las consi- deraciones delicadas que las circunstancias reclamaban. En vez de tratarle afectuosamente, como á camarada, se mostró frío, terco quizás. Fué hasta manifestarle descon- fianza, impaciencia por que se alejara del campamento, como si temiera que amotinase la tropa. Parecía que mi- raba con emulación y recelo el que los soldados se des- pidiesen llorando de su primer general. Dejó que los ene*
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migos de Carrera ostentasen su odio á la luz del sol, y no puso obstáculo á sus manifestaciones ofensivas. Al con- trario, se rodeó de ellos. Eso era natural, lógico. El su- balterno, que de repente se veía encumbrado sobre su ge- neral, debía sentirse inclinado á tomar por amigos á los enemigos del otro y á hacer precisamente lo opuesto de lo que su antecesor había practicado.
Carrera y O'Higgins comenzaron á odiarse.
Su enemistad se hizo transcendental al ejército. Los oficiales, según sus simpatías, se decidieron por D. Ber- nardo ó por D. José Miguel; y desde entonces, desgra- ciadamente, las fuerzas patriotas se dividieron en dos bandos rivales, origen en el porvenir de las más fatales consecuencias.
El 4 de Marzo de 1814 una guerrilla realista aprisionó en Penco Viejo á D. José Miguel y D. Luis Carrera, que iban de camino para la capital. Esos dos guerreros de la independencia fueron á sufrir el castigo de su patriotis- mo en los calabozos de Chillan, donde se les mandó for- mar causa como traidores al rey.
El 7 del mismo mes una poblada destituyó en la capi- tal á la Junta compuesta de Infante, Eizaguirre y Cien- fuegos, que había decretado la separación de los Carrera, y concentró el mando en un solo individuo con el título de director supremo. Para este cargo fué nombrado el co- ronel D. Francisco de la Lastra.
III
Entretanto el aspecto de la guerra era poco lisonjero para los insurgentes.
A fines de Enero había desembarcado en la costa de Arauco el brigadier español D. Gabino Gainza, que con refuerzos de tropa y de dinero venía de Lima á reem-
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plazar á D. Juan Francisco Sánchez y á dirigir las opera- ciones de la campaña.
El nuevo general tomó la ofensiva con actividad y em- peño, y aunque e! 20 de Marzo fué rechazado en e! Mem- brillar, donde se hallaba atrincherado con una división el coronel D. Juan Mackenna, sin embargo, este descalabro estaba superabundantemente compensado con la toma de Talca, que había verificado el 5 dñ\ mismo mes el rea- lista Elorreaga.
La posesión de esta ciudad permitía á los españoles cortar toda comunicación entre la capital y las tropas pa- triotas. De este modo O'Higgins quedaba aislado del centro de sus recursos. El Gobierno de Santiago compren- dió toda la importancia del punto que acababa de perder y destacó un cuerpo de tropas para que lo recobrase; pero éste, en vez de recobrarlo, sufrió una completa de- rrota en los campos de Cancha-Rayada, que no sólo en aquella ocasión habían de ser infaustos para la República.
Con esto la situación se empeoró. Talca permaneció en poder del enemigo y Santiago quedó desguarnecido. Gainza concibió entonces el proyecto de interponerse entre el ejército de O'Higgins y la capital, para marchar sobre ésta sin resistencia. O'Higgins presumió el plan de su adversario y determinó estorbarlo á toda costa, porque su cumplimiento era la ruina de Chile.
Para conseguir su intento uno y otro se encaminaron hacia el Maule. La victoria debía ser de aquel que lo atra- vesase primero.
Ambos ejércitos llegaron á la ribera meridional del río casi á la misma hora el 3 de Abril. Con corta diferencia, lo pasaron al mismo tiempo; pero Gainza lo cruzó en bar- cas, con toda comodidad, protegido por la fuerza enemi- ga que ocupaba á Talca, y O'Higgins á nado, puede de- cirse, cortando la corriente de aquellas caudalosas aguas con los pechos de sus caballos y temiendo á cada instante que la guarnición de esa ciudad viniese durante el trán- sito á fusilar sin piedad á sus soldados.
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Los dos ejércitos se encontraron á este lado de! río, siempre inmediatos, y de cuando en cuando se saludaban disparándose con sus cañones balas y metralla. Uno y otro continuaron empeñándose por ganarse la delantera, Veían demasiado bien que de eso dependía el triunfo.
Gainza logró que una división suya se adelantase al ejército patriota y le cerrase el paso; pero un cañoneo bien dirig-ido por D. José Manuel Borgoño y una valiente carga de Caballería mandada por D. José Muría Benaven- ce despejaron el camino y lo limpiaron de realistas. Con esto, O'Higgins consiguió lo que quería y dejó atrás al enemigo. Santiago y, por consiguiente, Chile, estaban salvados por entonces. Para apoderarse de la capital, como lo había deseado, el general español tenía que atra- vesar por sobre el ejército nacional, lo que ciertamente le habría sido más costoso que atravesar el Maule.
Furioso por el malogro de su plan, intentó, sin embar- g-o, obtener por la violencia lo que no había podido al- canzar por el apresuramiento de las marchas. Se precipi- tó como un desesperado sobre los acantonamientos de los patriotas en la hacienda de Quechereguas. Durante dos días renovó el ataque y volvió á la carga; pero todas sus maniobras fueron desbaratadas, todos sus ímpetus im- potentes. Los insurgentes permanecieron firmes y no ce- jaron por un solo instante.
El 10 de Abril desistió, en fin, y se retiró á Talca.
Su ejército estaba aniquilado y era materialmente im- posible que continuara la campaña. La marcha que había imprendido desde Chillan lo había destruido más que una derrota. Aproporciónquese había ido alejando de las pro- /incias del Sur, una deserción incontenible y numerosísi- ma había enrarecido sus filas. Después del pasaje del Maule, sobre todo, sus batallones estaban en esqueleto. Los campesinos chilenos, de que se componían sus tro- pas, como los de todo el mundo, aman sus hogares, y no es cosa fácil retenerlos lejos de la tierra natal.
El largo viaje por aquellos ásperos caminos y el pasaje
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de los ríos que los cortan habían destruido su Caballería y las bestias de carga. El ejército realista estaba verdade- ramente á pie. Gainza habría deseado replegarse á Chi- llan para reorganizar su gente; pero una falta absoluta de medios de movilidad le encadenaba al suelo de Talca.
La condición de las tropas de O'Higgins era entera- mente distinta. Su proximidad á Santiago, centro de to- dos los recursos, y su establecimiento en las provincias que menos habían sufrido por la guerra, les habían per- mitido completar sus cuadros y aperarse de cuanto ne- cesitaban. Bastábales moverse para terminar la ruina de Gainza.
IV
Todos aguardaban la destrucción completa de las fuer- zas españolas. Los sucesos no correspondieron á esas ex- pectativas. Lo que se verificó fué, no la derrota de Gain- za, sino un convenio que el 3 de Mayo firmaron los beli- gerantes á las márgenes del Lircai, bajo la mediación del comodoro inglés Mr. James Hillyar.
Los principales artículos de este ajuste comprendían el reconocimiento de Fernando Vil y del Consejo de Regen- cia durante el cautiverio de aquél, la conservación de las autoridades nacionales á la sazón existentes, hasta que las Cortes españolas decidiesen lo que debía hacerse, y la evacuación del territorio chileno por el ejército de Lima en el plazo de treinta días, contados desde la ratífícacióo del tratado por el Gobierno patrio.
Ni el general Gainza ni los mandatarios chilenos ha^ bían estipulado estas condiciones de buena fe. Ni una ni otra de las partes contratantes estaba dispuesta á darles cumplimiento.
Para Gainza, aquel convenio era sólo un pretexto men-
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tiroso, un ardid fraguado para retirar con descanso las aniquiladas reliquias de su ejército á Chillan, donde pen- saba rehacerse para recomenzar la campaña. Sin este em- buste no podía dar un paso y era exterminado dentro de la ciudad de Talca.
Para los caudillos insurgentes era una hipocresía, una simple suspensión de armas con el objeto de orientarse de la situación de la metrópoli y tomar consejo.
Les habían venido malas^ muy malas noticias del exte- rior.
La alianza de la Inglaterra con España estaba sólida- mente afianzada. No había ya esperanza de que esa gran potencia favoreciese la insurrección de las colonias, como lo habían aguardado de su egoísmo comercial. Por lo con- trario, quizás iba á prestar ayuda para que fuesen someti- das. Los defensores de Fernando, unidos con los ingle- ses, habían alcanzado en Vitoria y los Pirineos dos triun- fos importantes. Todo presagiaba que los franceses se- rían expulsados de la Península. ¡Cuántos ejércitos lanza- ría la España contra la América el día que se viese libre de su guerra interior!
Había más aún. Los patriotas argentinos habían sufrido dos grandes desastres en Vilcapugio y Ayohuma. Gracias á esas dos victorias, el virrey Abascal iba á encontrarse más expedito para contraer su atención á los negocios de Chile.
Los gobernantes divisaron el horizonte cargado de ne- gros nubarrones. Esos signos de una próxima tempestad los acobardaron. Les faltó la fe en la justicia de su causa,, en la protección del cielo, y quisieron una tregua para reflexionar con despacio sobre su conducta delante de tantos riesgos como les amenazaban ¿Continuarían la re- volución? ¿Volverían atrás? El honor y la conciencia les aconsejaban lo primero; mas era necesario pensarlo.
El tratado de Lircai no era para ellos sino un descanso de que habían menester para observar bien lo que había, en realidad.
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V
Los motivos justificativos de la conducta del Gobierno eran un secreto de gabinete, que sólo poseían unos cuan- tos magnates.
La mayoría de los habitantes no atendía para nada á los sucesos de Europa ó del Alto Perú, y sólo considera- ba lo que acaecía á su vista en Chile. Esa ni leía periódi- cos extranjeros, ni tenía corresponsales en las naciones extrañas. ¿Qué sabía ella ni de los reveses de Vilcapugio y Ayohuma, ni de las batallas que se habían empeñado en Vitoria y los Pirineos?
De lo que sí tenía noticia era de que Gainza había es- tado casi destrozado, y de que se le había dejado esca- par; de que se había tratado con los godos y de que se había reconocido por soberano á Fernando. Eso no po- dían tolerarlo ni el Ejército, ni la juventud, ni el pueblo. La sangre derramada en los combates había enardecido los ánimos, y no aguantaban transacciones de ningún gé- nero con la metrópoli, esa madrastra desnaturalizada que por tantos años se había estado alimentando, sin compa- sión, con el sudor y la substancia de sus colonias.
La indignación pública se manifestó sin embozo. El con- venio fué reprobado con franqueza y exaltación. El Go- bierno, que lo había autorizado, recibió toda especie de críticas y aun de escarnios.
En medio de la agitación causada por este aconteci- miento comenzó á pronunciarse con entusiasmo el nom- bre de D. José Miguel Carrera. Si él hubiera estado en el mando no se habría cometido aquella infamia. Si no se encontrara padeciendo en un calabozo, ya estaría castiga- da y reparada.
Ese nombre sólo, repetido de boca en boca, como una
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VOZ de reunión para los protestantes del tratado, llenó de zozobras y de cuidados á los gobernantes y á los émulos de D. José Miguel que formaban su círculo. Ya se les figu- raba que se les aparecía de repente, y que con sólo pre- sentarse les arrebataba el mando. Habían como olvidado que él y su hermano Luis se hallaban prisioneros de ¡os españoles, y bien guardados en la ciudad de Chillan.
Nada contribuye más á elevar á ciertos hombres que el temor de sus enemigos. A fuerza de llevarse á toda hora manifestando sobresalto por lo que pueden intentar, lle- gan á circundarlos de cierto prestigio misterioso, que allana delante da ellos todos los obstáculos. El miedo que les muestran les presta un poder inmenso que de otro modo no tendrían.
Nadie negará, por cierto, que Carrera poseía un ingenio vivo, una voluntad varonil, una prontitud admirable de concepción y de ejecución, que le hacían triunfar á me- nudo en sus empresas; pero nadie negará tampoco que le ayudaba mucho para ello esa fama de revolucionario irre- sistible con que le habían favorecido.
El desasosiego muchas veces injustificable que inspira- ba á sus contrarios su sombra, su recuerdo, su solo nom- bre, era causa de que toda maquinación tramada por él se 3stimara, apenas se anunciaba, como si ya estuviera feliz- mente terminada. No se necesita explicar lo que para un hombre público vale tal concepto en una época revolu- cionaria.
VI
La multitud, después de haberse limitado en un princi- pio á invocar el nombre de D. José Miguel y á desear su presencia, se puso á repetir con toda seguridad, como si lo supiera muy de cierto, que no tardaría en venirse á
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Santiago, para arrojar del Gobierno á los autores de las capitulaciones de Lircai.
Estaba tan convencida de que este rumor vago tenía un fundamento razonable y serio, que aguardaba de día ea día su llegada.
Por una rara casualidad, los hechos confirmaron estas locas hablillas del vulgo.
Un artículo del convenio estipulaba la libertad de to- dos los prisioneros; mas una cláusula secreta establecía una excepción en contra de D. Luis y de D. José Miguel. Según toda probabilidad, el Gobierno se proponía alejar- los del país, enviándolos al Janeiro ó á los Estados Unidos. Mas Carrera y su hermano burlaron este plan, y se esca- paron de Chillan á favor del bullicio de un baile.
La noche era obscura y lluviosa. El guía que habían tomado tuvo miedo y los dejó abandonados en medio del campo y de las tinieblas.
No sabían absolutamente qué rumbo habían de seguir para continuar su rula y evitar la persecución. Una vieja los sacó de su perplejidad y les ayudó á orientsu'se. Un salteador de caminos, mediante una buena recompensa, los condujo en seguida hasta Talca por bosques y sendas extraviadas.
El 14 de Mayo, después del toque de oraciones, se presentaron á O'Higgins, que estaba acampado con su ejército en esta ciudad. D. Bernardo extendió sus brazos á D.José Miguel y le estrechó fuertemente contra su pe- cho, con un cariño de hermano. Pero una cosa eran las apariencias y otra lo que sentía en el fondo del alma.
A aquella hora estaba ya informado, por mensaje que le había enviado Gainza, de la fuga de los dos Carrera, y este suceso le tenía sumergido en la mayor ansiedad. Nadie mejor que él conocía la influencia de D. José Mi- guel sobre la tropa. Estaba persuadido de que aquel jo- ven ambicioso y emprendedor no se avendría nunca á vivir como simple particular; que jamás preferiría volun- tariamente las dulzuras de la vida privada á los azares de
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la vida pública, ni una condición humilde y retirada al primer puesto del Estado de que había descendido. No tenía ningún dato sobre que apoyar sus sospechas; pero tal era el juicio que se había formado de su rival, que la sola escapada de éste le parecía, no un acto natural de todo prisionero, sino un principio de maquinación contra él mismo y sus amigos.
Sus recelos se aumentaron con el arribo de los fugiti- vos. ¿A qué se introducían en su campamento?
La respuesta á semejante pregunta era sencillísima. Pa- saban para Santiago, y aquel era camino. El proceder de los Carrera no tenía nada de alarmante con esta obser- vación que se ocurría por sí misma.
Pero O'Higgins, en su suspicacia y en sus cuidados, se figuró que venían á corromperle el ejército, y á tramar conspiraciones con sus soldados.
Imbuido de esta idea, adoptó toda especie de precau- ciones para vigilarlos y para impedirles todo contacto con la tropa. Intentó nada menos que vigilarlos de vista, y mantenerlos encerrados en sus cuartos.
A pretexto de que algunos oficiales que estaban resen- tidos con ellos podían insultarlos si salían á la calle, les pidió, les rogó aun en nombre de la amistad, que no se moviesen de su casa, donde les había dado alojamiento. Estas desconfianzas hirieron á D. José Miguel en lo más vivo. El tratamiento que con él usaba O'Higgins, su ca- marada, su subalterno poco había, removió todo su orgu- llo. "Si usted quiere impedir que me mueva — contestó á sus importunidades — póngame en arresto. Mientras un centinela no esté á mi puerta, nada me impedirá salir. Pierda usted cuidado por las injurias que puedan hacer- me mis enemigos, que yo sabré estorbarlas." Delante de esta firmeza, O'Higgins quedó cortado, sin hallar qué re- plicar.
Los dos hermanos fueron entonces á hacer visitas á las personas que conocían en la ciudad.
A poco andar observaron que ocurría algo de extra-
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ordinario. La población estaba alarmada. Ningún soldado, ningún oficial andaba por las calles. Toda la guarnición estaba acuartelada y sobre las armas, como si se acerca- ran los realistas.
Los motivos de este redoble de prudencia no se ocul- taron á los Carrera. Su sola presencia se consideraba como un amago á la tranquilidad pública.
D. Luis, cuyo genio era pronto y travieso, corrió, luego que se cercioró del temor ridículo que se les manifesta- ba, á preguntar al general si por ventura temía algún asalto traicionero de Gainza y á ofrecerle sus servicios, caso que el aparato militar del campamento no le hubiera engañado. O'Higgins, viendo descubiertas sus intencio- nes, se turbó todo, no encontró qué responder á la burla del joven y devoró su rabia.
AI día siguiente por la tarde ios Carrera continuaron su viaje para Santiago.
En Concepción, D. José Miguel y O'Higgins se habían separado resentidos; en Talca se despidieron con el odio en el corazón.
VII
El general comunicó al director Lastra por un correo extraordinario, y antes de que partiesen, la libertad de los Carrera y su marcha para la capital.
El Gobierno se sobresaltó casi tanto como si se le avi- sara que un ejército invasor estaba á las puertas de la ciudad. Aquellos mozos revoltosos no podían venir sino á tramar conspiraciones, y á aprovecharse del desconten- to producido por las capitulaciones de Lircai. Había que desbaratar sus designios luego al punto, pues demasiadas pruebas tenían dadas de que apenas proyectaban algo cuando sin demora lo ejecutaban. Tardarse en perseguir- los era dejarse vencer.
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Entretanto los dos terribles conspiradores se detenían pacíficamente en la hacienda de San Miguel, distante doce leguas de Santiago, para abrazar á su anciano padre y saludar á su familia.
Desde allí, D. José Miguel escribió al director ponién- dose á sus órdenes, y disculpándose de no ir en persona, por falta de ropa. El general Gainza había mandado ven- der en almoneda sus equipajes durante su prisión.
En pos de la contestación á su carta vino un piquete de soldados á prenderle á él y á su hermano. Ambos al- canzaron á ocultarse en un bosquecillo. Los agentes del Gobierno gastaron cuatro días en buscarlos por ranchos y quebradas. Después de inútiles pesquisas aparentaron que se iban, y volvieron de repente para sorprenderlos. ¡Nada, trabajo perdido! Los Carrera no pudieron ser habidos.
Con su desaparición, las zozobras de los gobernantes subieron de punto. Sin duda estaban tramando algún com- plot infernal. Cada día que amanecía esperaban que esta- llase el movimiento. Los declararon traidores á la Patria; ofrecieron por bando grrndes premios al que los entre- gase ó descubriera su paradero; esparcieron que el pro- yecto que estaban fraguando era tan diabólico, que era su padre mismo quien, horrorizado, los había delatado.
Sin embargo, todo aquello era puro susto. Hasta la fe- cha los Carreras no habían proyectado cosa alguna contra las autoridades existentes.
Apenas se habían libertado de los españoles, sus corre- ligionarios se habían puesto á perseguirlos. No les habían dejado siquiera tiempo para respirar. En el momento mis- mo en que tantos horrores se propalaban contra ellos, en que se les daba caza como á bestias feroces, acompaña- dos sólo por unos cuantos sirvientes fieles y empapados por Ir. lluvia de un deshecho temporal, iban camino de Mendoza, para buscar un amparo al otro lado de la Cordi- llera contra la saña de sus implacables enemigos. Fvíien- tras se les suponía conspirando, marchaban para una tie-
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rra extranjera, casi desnudos, sin provisiones, sin equipa- jes. Estaban resueltos á asegurarse la tranquilidad con un destierro voluntario.
La Naturaleza, no obstante, fué más poderosa que su voluntad. Una gran nevada cubrió los senderos de los Andes y los puso intransitables para muchos meses. Los fugitivos tuvieron que renunciar á su pensamiento de huida.
Se volvieron á la hacienda de San Miguel, todavía sin ideas muy fijas sobre qué conducta adoptarían.
En este escondite los visitaron varios de sus amigos, que incitaron á D. José Miguel á trabajar en una revolu- ción. El director estaba desprestigiado. Lo mismo sucedía con sus allegados. Poniendo sus firmas al pie del convenio de Lircai, habían firmado todos ellos su propia destitu- ción. El pueblo murmuraba; el ejército estaba furioso. Ni el uno ni el otro podían contemplar, sin que la sangre le ardiese en las venas, que la bandera española hubiese vuelto á ser enarbolada en vez de la bandera nacional. Carrera no necesitaba decir sino yo quiero para salvar á la Patria, á sus hermanos, á sus amigos.
D. José Miguel se dejó persuadir y comenzó á tramar la caída de la facción que le era opuesta.
Sus incitadores^ á pesar de lo halagüeño de las noticias, no le habían engañado. En pocos días todo estuvo prepa- rado para un golpe de mano. Ganóse la guarnición; todos los aprestos quedaron expeditos; todos los papeles fueron repartidos entre los que se habían comprometido.
Sin embargo, principiaron mal. D. Luis fué sorprendi- do, encarcelado y sometido para ser juzgado á una Comi- sión extraordinaria. D. José Miguel fué emplazado por edictos para el 23 de Julio, á fin de que viniese á respon- der á los cargos que aparecían contra él.
La noche que precedió á ese día ejecutó felizmente el movimiento; se apoderó del Gobierno y de los gobernan- tes y pudo decir al director Lastra, á tiempo que éste era conducido preso á su presencia: "Aquí estoy. Dispense
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usted que no haya respondido más pronto á su llamado." Después de estas palabras, alusivas á los edictos y bandos que contra él se habían dictado, ordenó al ex director se retirase en libertad.
Por lo que toca á los demás prohombres de la facción que derrocaba, desterró los unos á Mendoza y los otros á sus haciendas.
Para regir el país hizo reconocer una Junta que debía constar de él mismo, del presbítero D. Julián Uribe y de D. Manuel Muñoz Urzúa.
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El triunfo alcanzado por Carrera en la capital no basta- ba para terminar la cuestión en su favor. Quedaba toda- vía por saber cuál sería la actitud que tomaría el ejército de Talca. Había en él numerosos partidarios de Carrera; pero estaba bajo las órdenes de O'Hig-gins, y era hasta cierto punto arrastrado por el influjo que un general ejer- ce necesariamente sobre su tropa.
Carrera intentó negociar con su rival, y envió con este objeto cerca de él varios comisionados; pero D. Bernardo desechó todas las propuestas con terquedad y declaró que marchaba sobre Santiago para restablecer el Directo- rio que había sido derribado.
A este anuncio, la Junta se dispuso á defenderse. Carre- ra se superó á sí mismo en actividad. En pocos días for- mó, organizó y medio disciplinó un ejército.
El 26 de Agosto de 1814, las dos divisiones se batían en los llanos de Maipo, y los reclutas de D. José Miguel rechazaban á los veteranos de su adversario.
O'Higgins, sin embargo, no salió del todo deshecho. Estaba preparándose para tentar de nuevo la fortuna, y las tropas de Carrera, que habían quedado dueñas del cam-
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po, sepultaban los muertos y recogían los heridos, cuando el sonido de una corneta, instrumento que no se usaba entre nosotros, anunció la llegada de un parlamentario es- pañol.
Era éste el oficial D. Antonio Pasquel, que había veni- do á alguna distancia de la división de Talca, calculando su marcha para no presentarse sino cuando los patriotas se hubieran destrozado entre sí.
El virrey Abascal había desaprobado el convenio de Lircai y había ordenado que la guerra continuara.
Haré aquí de paso una observación que exige la impar- cialidad de la Historia. Ese potentado ha sido calumniado por su proceder en esta ocasión. Se le ha atribuido injus- tamente una doblez más que púnica, por no haber ratifi- cado las capitulaciones. Abascal estaba, sin embargo, en su derecho. Sus agentes no sólo habían obrado sin la au- torización competente, sino contra las instrucciones expre- sas que les había dado.
Toda la culpa fué de los gobernantes chilenos. El audi- tor D. José Antonio Rodríguez, que asistía con sus conse- jos á Gainza en la negociación, advirtió al Dr. D. Jaime Zudáñez, quien desempeñaba igual oficio con los revolu- cionarios, que el general español no estaba autorizado para tratar con aquellas condiciones. Los patriotas se desentendieron de la observación, porque no queriendo ajustar una paz definitiva, sino ganar tiempo, poco les im- portaba el alcance de los poderes de Gainza.
El virrey obraba, pues, en buena ley desaprobando el convenio.
El general Gainza había sido reemplazado por D. Ma- riano Ossorio, que el 13 de Agosto de 1814 acababa de i desembarcar en Talcahuano con un cuadro de oficiales,' quinientos cincuenta hombres del regimiento español de Talavera, cincuenta artilleros y una buena provisión de municiones, efectos y dinero.
Pasquel traía pliegos del último, en los cuales intimaba á los que mandaban en Chile (era e! sobre del oficio) que
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no les quedaba otro medio de salvarse que rendirse á dis- creción, porque si no "venían con la espada y el fuego á no dejar piedra sobre piedra en los pueblos que, sordos á su voz, rehusasen someterse". Este insolente mensaje hizo enmudecer todas las facciones; acalló todos los re- sentimientos personales; todos olvidaron sus injurias para pensar únicamente en la defensa de la Patria amenazada.
Delante del peligro común, Carrera, aunque vencedor, propuso un avenimiento á O'Higgins. D. Bernardo acep- tó la reconciliación.
Las dos divisiones que acababan de medir sus fuerzas en los llanos de Maipo se unieron para rechazar la inva- sión de los realistas.
O'Higgins y Carrera, para dar ejemplo de concordia á sus subalternos, se pasearon juntos del brazo por la ciu- dad, vivieron como hermanos en una misma casa y diri- gieron á sus tropas proclamas firmadas por uno y otro.
Pero tal armonía era más de aparato que real. Al si- guiente día de una batalla es difícil que se estrechen cor- dialmente la mano soldados que acaban de combatir entre sí. Aunque en la superficie apareciese lo contrario, las heridas del amor propio no se hablan cicatrizado en to- dos; bajo la máscara de la cortesía, el rencor se escondía en más de un corazón. La desmoralización de la discordia tenía vencidos á los patriotas antes de la derrota del 2 de Octubre.
IX
Entretanto el ejército del rey distaba sólo sesenta le- guas de la capital. Ascendía á cinco mil veteranos bien armados, bien disciplinados, para quienes hasta aquel mo- mento la campaña no había sido más que un paseo, y que venían enorgullecidos con sus ventajas y las expectativas de una victoria segura.
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Según el arreglo ajustado entre O'Higgins y Carrera, el segundo debía ser el general en jefe y tomar á su cargo la dirección suprema de la guerra. Hizo éste los mayores esfuerzos para organizar la resistencia; pero le faltaron elementos y sobre todo tiempo. No tuvo más plazo para todos los preparativos que treinta días escasos.
En ese término alcanzó á reunir una división de tres mil novecientos veintinueve hombres, pero no soldados. Ha- bía batallones que se componían de criados, recién saca- dos del servicio doméstico, que nunca habían hecho fue- go ni aun con pólvora. Casi todos ellos sólo tenían de militares las gorras, y no habían aprendido otra disciplina que marchar mal y por mal cabo. El armamento era digno de lo demás; muchos no llevaban ni aun fornituras.
Para colmo de desgracia, no había unión ni acuerdo. Cuando estuvo empeñada la pelea con los españoles, al- gunos de los oficiales de O'Higgins se repetían por lo bajo, en medio de las balas, que después de vencer á las tropas de Ossorio tenían que precipitarse sobre los par- tidarios de Carrera, para destrozarlos.
Sin embargo, la comportación de este ejército, así mal equipado, y cuyos individuos se miraban de reojo los unos á los otros, fué heroica.
Tan sólo la mitad de él, atrincherada en la plaza de la villa de Rancagua, sostuvo el 1.° y el 2 de Octubre de 1814 un combate de treinta y seis horas sin descanso. El choque fué furioso. Los realistas y los patriotas habían enarbolado banderas negras y no se daban cuartel,
A los insurgentes les acosaban, no sólo los hombres y las balas, sino también el fuego y la sed. Los españoles habían incendiado los edificios detrás de los cuales se ha- bían guarecido sus contrarios, y habían cortado las ace- quias que proveían de agua á la población. Los batallo- nes de Ossorio avanzaban por el camino que les iban abriendo las llamas. El incendio ahogaba á los sitiados. Se veían obligados á mojar sus cañones con orines, por- que hasta para eso les faltaba el agua.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 101
No obstante, se defendían como leones. El que moría :aía en su puesto. Por un momento aún hicieron desespe- 'ar á los realistas de vencer á valientes como aquéllos, y ú general español estuvo tentado á desistir del empeño. Pero al fin triunfaron la superioridad en las armas y per- [rechos, el número, la disciplina.
Los patriotas dispararon hasta sus últimos cartuchos. A! :erm¡nar la batalla, á falta de balas, cargaron con pesos Fuertes los cañones. Hicieron para sostenerse cuanto po- día exigirse á hombres.
Entonces D. Bernardo O'Higgins, general de la van- guardia, y D. Juan José Carrera, general del centro, que biabían capitaneado á estos bravos, viéndolo todo perdi- do, á punta de lanza y á sablazos se abrieron paso, con algunos de los suyos, por entre las filas de los vencedo- res, y fueron á juntarse con la retaguardia, que, al mando del general en jefe, había quedado fuera y á alguna dis- tancia de la plaza.
D. José Miguel venía el 1.° de Octubre de Santiago con la tercera división.
El estampido del cañón era el primer anuncio que ha- bía recibido de que las otras dos divisiones habían traba- do la pelea.
Había volado entonces en su ayuda; había llegado bas- to la línea que los sitiadores habían formado en torno de Rancagua; los había acometido con su gente, pero no ha- bía conseguido desbaratar sus filas.
Volvía precisamente á la carga cuando la presencia de los fugitivos y la noticia del desastre introdujeron el pa- vor en la tropa que mandaba. Con esto se concluyó la su- bordinación, se apoderó de los soldados un desaliento contagioso y la mayor parte sólo pensó en salvarse.
La victoria de los realistas era completa y Chile estaba perdido.
Todos los militares, todos los que tenían compromisos serios y presentimiento de las venganzas que iban á ejer- cer los agentes de la metrópoli, buscaron cómo interpo-
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ner entre, ellos y sus perseg'uidores la barrera de los An- des. Más de 2,000 personas corrieron á Mendoza por en- tre las breñas de la Cordillera, como Dios les ayudó, y sin saber qué suerte les estaba deparada a! término del viaje. Carrera protegió la retirada de los fugitivos con las re- liquias de su ejército; el 11 de Octubre se batió todavía con los realistas en la ladera de los Papeles; y al siguien- te día pasó el último de todos la cumbre de los Andes, de donde arrojó también la última mirada sobre los her- mosos campos de su patria, que nunca había de volver á ver.
CAPITULO V
Desavenencias de los emigrados. — D.José de San Martín. — Compe- tencia de éste con Carrera. — Esfuerzos inútiles de Carrera para proporcionarse de Buenos Aires auxilios con que volver á Chile, y su partida á Estados Unidos. —Obstáculos superados por San Mar- tín para emprender la restauración de Chile. — Batalla de Chaca- buco.
Como siempre sucede, la desgracia hizo renacer más ínconados que nunca en el pecho de los emigrados chi- enos esos odios que por un momento había adormecido ;1 peligro común. Jamás las facciones de Carrera y de D'Higgins se habían manifestado tan enardecidas como se nostraron en ese viaje de la proscripción.
Son un triste accesorio de las catástrofes públicas y Drivadas esas recriminaciones que en su desesperación se irrojan recíprocamente aquellos que las padecen, aque- los que, en lugar de atacarse, deberían consolarse, aque- los á quienes une la fraternidad del dolor. Parece que lallaran un lenitivo contra su aflicción en hacerse cargos jnos á otros.
Los gloriosos derrotados de Rancagua no se eximieron le esta que llamaré la injusticia de la desgracia. Necesi-
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taban un pretendido culpable, colocado á sus alcances, sobre quien descargar los golpes de su pesar. La víctima que escogieron fué D. José Miguel Carrera. Atribuyóse la derrota del 2 de Octubre, la pérdida de Chile, á una traición del general en jefe. El no haber éste socorrido á los sitiados de Rancagua había sido, no por impotencia, sino por el execrable deseo de que quedaran sepultados bajo los escombros de la plaza O'Higgins y los principa- les partidarios de ese rival odiado.
La acusación no podía ser más absurda y desnuda de fundamento. ¿Era tan implacable el odio de D.José Mi- guel contra O'Higgins, que por hacerle perecer fuera hasta sacrificar á su propio hermano, que combatía al lado de éste, dentro de la villa? ¿Tanto le cegaba la pasión que se ocultara á su perspicaz inteligencia que la destruc- ción de aquella tropa era la ruina de todo el reino? ¿Im- portábale tanto la vida de ese émulo, que por arrebatár- sela consintiera en perder su ejército, su patria, las expec- tativas de su ambición? Si estaba dispuesto á asesinar, ¿le faltaría acaso ocasión más propicia y oportuna?
Pero el espíritu de partido nada reflexiona, y acoge con favor todo lo que ensalza á sus héroes, ó abate á sus contrarios.
Esa calumnia infundada, arrojada por los o'higginistas al rostro de los carrerinos, acabó de exasperar sus resen- timientos. Estos últimos volvieron á sus adversarios inju- ria por injuria, y les replicaron con las capitulaciones de Lircai, que calificaban de ignominiosas, y desde las cua- les hacían datar la pérdida del país. Todo fué acusaciones y cargos, todo fué reproches y denuestos.
Los emigrados arribaron á Mendoza divididos en dos bandos, que se aborrecían de muerte, y entre los cuales todo avenimiento era imposible.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 105
II
En aquellas circunstancias gobernaba la provincia de Cuyo D. José de San Martín.
La figura de este guerrero famoso es una de las más prominentes de la revolución americana. Grande por el genio, grande por los resultados que obtuvo, ocupa el se- gundo lugar en la numerosa falange de ilustres capitanes que se inmortalizaron en la guerra de la Independencia, Sólo se encuentra inferior delante de Bolívar.
Había militado con brillo en las tropas españolas, y su nombre es citado con elogio en el parte de la batalla de Bailen.
En Europa había aprendido no sólo la táctica de los ejércitos, sino también la de las sociedades secretas. Ha- bía sido soldado y miembro de logias masónicas. En esas dos escuelas diferentes había estudiado las dos ciencias que habían de asignarle entre sus contemporáneos un puesto tan elevado: la ciencia de los combates y la cien- cia de los manejos encubiertos, la que enseña á vencer por el cañón y la que enseña á triunfar por la intriga.
Las armas y la astucia más refinada fueron siempre las dos palancas que San Martín empleó para realizar sus pro- pósitos. Como el general de Maquiavelo, tenía algo del león y algo del zorro. Valiente é instruido como militar, era aún más hábil como diplomático. Por temible que fuera en un campo de batalla, lo era todavía mucho más dentro de su gabinete, fraguando tramoyas, armando ce- ladas, maquinando ardides para envolver á sus enemigos.
Conocedor profundo del corazón humano, tenía el arte de escoger sus agentes y de hacer que los hombres co- operasen á sus designios, tal vez sin que ellos mismos \o comprendiesen.
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En la política no tenía ni conciencia ni moralidad. Todo lo creía permitido. Para él todos los medios, sin excepción, eran lícitos. No retrocedía ni delante de la perfidia ni delante del asesinato.
Seguía en esto sin vacilar el sistema de los príncipes italianos de los siglos XV y XVI.
Poseía una inteligencia fuerte para concebir los planes más vastos y complicados, una imaginación fecunda en re- cursos, una voluntad persistente para ejecutarlos. Hombre de cálculo más bien que de inspiración, todo lo hacía pen- sado. Procuraba dejar lo menos que fuera posible á la ca- sualidad. Cuando emprendía la menor cosa se esforzaba por prever todas las incidencias probables, todos los re- sultados posibles. Concedía á la razón humana un poder inmenso, y no era fat:- lista ni en las creencias ni en las ac- <;iones. Así son admirables la fe y constancia con que llevaba á ejecución sus proyectos.
Puede decirse que toda la vida pública del general San Martín no es más que la realización de una sola idea, que todos habrían quizás tachado de quimérica si la hubiera proclamado cuando la concibió, y á la cual se debió más tarde la emancipación de una gran parte de la América Meridional.
Lima era la metrópoli de la dominación española en esta extremidad del Nuevo Mundo; el Perú, el centro de sus recursos; el virrey, el jefe visible de los realistas en estas comarcas. A nadie se ocultaba que mientras no se aniquilase ese foco de realismo, la guerra no tendría tér- mino.
Hasta San Martín, los patriotas argentinos, para soste- ner y propagar la revolución, habían elegido por campo de batalla las regiones del Alto Perú que les son limítro- fes. La suerte de las armas había sido para ellos muy va- riable. Habían alcanzado grandes victorias, habían sopor- tado desastrosas derrotas.
San Martín, con su vista penetrante, percibió que los ejércitos de la revolución habían equivocado su itinerario.
LA DICTADURA DE Cj'hIGGINS 107
Para ahogar en Lima el poderío de los reyes de Castilla pensó que era camino más corto y tricado pasar por Chi- le y atravesar el Océano, que no empeñarse en hacerlo por el Alto Perú, como hasta entonces se había intenta- do. Hacer triunfar definitivamente en Chile la causa de la independencia era, pues, una condición precisa para po- ner en práctica este sistema.
San Martín, que lo había elaborado, determinó también ejecutarlo, y, en efecto, lo llevó á cabo á despecho de los obstáculos que le opusieron la Naturaleza y los hombres.
Había arribado de Inglaterra á Buenos Aires en 1812. Casi inmediatamente había sido nombrado comandante de un regimiento de Caballería, que organizó y disciplinó á la europea. A principios de 1813, con sólo ciento cincuenta de estos jinetes había destrozado en San Lorenzo á tres- cientos españoles. Con esta hazaña su fama militar había acabado de consolidarse.
En 1814 había sido puesto bajo sus órdenes el ejército del Alto Perú. San Martín sólo permaneció algunos me- ses en este puesto, que tantos le habían envidiado. El no divisaba por aquel lado una victoria duradera y definitiva. Desde la provincia de Tucumán, donde acampaban las tropas, su pensamiento se lanzaba á los Andes, á Chile, al Pacífico, á Lima.
Para abandonar el mando aparentó que estaba enfermo. Fingió que escupía sangre y pidió su retiro, so pretexto de curarse. El Gobierno accedió á sus deseos.
Al poco tiempo solicitó la gobernación de Mendoza. Este pedido se le otorgó con menos trabajo que el otro. Era aquella una provincia pobre y retirada, cuya adminis- tración ningún jefe de categoría habría codiciado. Mas su situación al pie de la Cordillera la hacía para San Martín de una importancia inmensa. Era en ella donde debía pre- parar la ejecución de su gran proyecto.
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III
En el me*' ^^ Octubre de 1814 estaba en ese destino cuando l^ emigración chilena llegó en busca de hospitali- dad /protección.
5an Martín no podía contentar á un mismo tiempo á /os dos bandos rivales en que iba dividida. No lo pensó tampoco. Desde el primer momento se decidió por O'Hig- gins y los suyos.
Los confinados que Carrera le había remitido después del movimiento de Julio, entre los cuales se encontraban hombres de mucha labia, le tenían ya prevenido en su contra.
Los jefes argentinos que iban con la emigración confir- maron las acusaciones de los confinados chilenos, y les dieron la autoridad de sus testimonios. D. José Miguel se había malquistado en Chile con todos ellos. La decisión que los auxiliares cordobeses habían demostrado por sus adversarios, la oposición que él mismo había hecho al nombramiento de Balcarce para general en jefe, ios ha- bían recíprocamente enemistado.
Estos dos motivos habrían bastado para que el gober- nador de Cuyo hubiera escogido con marcada preferencia á O'Higgins; pero á ellos se agregaron todavía otros más poderosos. D. José Miguel era altanero en sus negocios privados, y más altanero aún en aquellos que ventilaba como representante de Chile. La desgracia sobre todo le ponía más inflexible que una barra de hierro. En la prosperidad era capaz de ceder; en el infortunio, nunca.
A nombre de la alianza que ligaba á los dos países so- licitaba el apoyo de los argentinos para restaurar la Patria; pero jamás habría tolerado que la expedición libertadora no se efectuara bajo su mando ni con otra bandera que la
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 109
de Chile. Como miembro de la Junta ejecutiva pedía que se le prestasen socorros, no que se le alistase como su- balterno.
San Martín, que también era orgulloso, y que, como Carrera, había nacido para el mando, no sobrellevaba con mansedumbre semejante arrogancia. La aguantaba tanto menos cuanto columbraba en D. José Miguel un estorbo para sus planes, un competidor que le disputaría con tenacidad la dirección de una empresa de que había hecho el sueño dorado de su vida.
Esos dos hombres no estaban hechos para entenderse. Ni el uno ni el otro reconocían superiores.
O'Higgins era más dócil, más flexible, más manejable. Se doblegaba mucho mejor que su émulo bajo el imperio de las circunstancias. En vez de aspirar á ser general en jefe se avenía á ser simple general de una división.
San Martín le caló de una mirada. Comprendió al ins- tante que se conformaría con ser su segundo, que le ayu- daría con su prestigio y con su brazo, y que nunca pen- saría siquiera en hacerle sombra. Era ese el hombre que necesitaba, el hombre que le convenía. Desde entonces fué su amigo declarado y el enemigo implacable de Ca- rrera, que le ofendía con su orgullo y le hacía competen- cia con su ambición.
No habiendo logrado imponer á D. José Miguel con su título de gobernador, trató de someterle por la fuerza. Para eso congregó las tropas del país, y por el influjo de O'Higgins insurreccionó contra el soberbio Carrera una parte de la división chilena. De este modo pudo desar- marle y enviarle con escolta á Buenos Aires.
IV
D. José Miguel no perdió el tiempo en la capital de las provincias argentinas. No obstante las persecuciones de
lio M. L. AMUNÁTEGUI Y B. VICUÑA MACKENNA
que fué víctima muchas veces, no obstante su falsa posi- ción de proscripto desvalido, no cesó un momento de so- licitar auxilios para salvar á su patria de la opresión en que yacía, pretendiéndolos ante los diversos personajes que sucesivamente tomaron á su cargo el Gobierno argen- tino. A fin de conseguirlos movió toda especie de resor- tes, acarició las pasiones y se dirigió al convencimiento de aquellos magistrados; pero tan vanos fueron sus hala- gos como poco escuchados sus argumentos.
Después de tantos esfuerzos frustrados, cualquiera otro habría desesperado. D. José Miguel sintió redoblarse su constancia con el mal éxito de sus pretensiones. Por no haber encontrado amparo en Buenos Aires no desconfió de ser más dichoso en otra parte.
En Noviembre de 1815 se embarcó para Estados Uni- dos, con la esperanza de traer bien pronto de la extremi- dad septentrional de la América los recursos que necesi- taba para libertar á Chile. No llevaba consigo más que su genio y una suma de dinero que se habría tenido por módica para cualquiera especulación mercantil de regular importancia.
V
Hacia la misma época San Martín, cuyo carácter no era menos tenaz, comenzaba á organizar un ejército en Cuyo para realizar su pensamiento favorito: la consolidación de la independencia en Chile, el aniquilamiento de! realismo en el Perú.
El permiso sólo de levantar levas, de hacer los prepa- rativos le había costado esfuerzos increíbles.
£! Gobierno de Buenos Aires, agotado de recursos, distraído con las disensiones civiles que agitaban el país, dedicado exclusivamente á la guerra inmediata que soste- nía en Montevideo ó en el Alto Perú, no se sentía muy
LA DICTADURA DE O'HIGGINS Vil
dispuesto á emprender, como lo proponía San Martín, una campaña allende la Cordillera. Escuchaba esta indica- ción como una cosa de ejecución remota que se haría con el tiempo; tal vez como una ilusión quimérica. San Martín fomentó entonces las sociedades secretas en Buenos Aires y se hizo conspirador, para allanar el camino del Poder a hombres que le prestasen su cooperación. Este arbitrio le surtió el efecto deseado. Log-ró que subiesen al Gobierno amig-QS que por lo menos le dejasen obrar libremente en las provincias de Cuyo, San Luis y San Juan. No pedía nada más. Pero poco le faltó para que perdiese en un momento todas estas ventajas.
Una Asamblea constituyente reunida en la ciudad de Tucumán proclamó el 9 de Julio de 1816 la independencia de la República A.rg-ent¡na y nombró director supremo dei Estado á D. Juan Martín Pueyrredón. Este caballero era contrario á la expedición á Chile. San Martín lo sa- bía. Si no se le hacía variar de opinión todo estaba per- dido.
Pueyrredón debía pasar de Tucumán á Buenos Aires para hacerse cargo del mando. San Martín determinó convencerle de la bondad de su proyecto en el camino.
Principió por despachar á la capital un emisario de toda su confianza, con ciertas instrucciones para los amigos que allí tenía, muchos de los cuales ocupaban puestos eleva- dos en el Gobierno. Este agente debía ir á mata caballo. El tiempo andaba escaso.
San Martín partió en seguida con dirección á Córdoba, donde se proponía salir al encuentro del director.
En el camino se le presentó su emisario, que le traía la respuesta de los amigos de Buenos Aires. El objeto de su comisión se había llenado completamente.
San Martín le escuchó y continuó su carrera hasta Cór- doba.
A poco de haber llegado hizo también su entrada en la ciudad D. Juan Martín Pueyrredón. Desde las cinco de la tarde hasta la una de la noche el presidente y el gene-
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ral tuvieron una larga conferencia. Al salir de ella Puey- rredón estaba conforme con que se llevase á cabo la ex- pedición de Chile.
Nunca se ha sabido de un modo positivo cuál fué el irreplicable argumento que empleó San Martín para con- vencerle; pero entonces se susurró por lo bajo que, entre otras razones, le había indicado que si no se convenían corría riesgo de ser asesinado antes de alcanzar á la posta vecina.
San Martín regresó á Mendoza, con la autorización del director, para preparar la expedición. Desde ese momen- to se dedicó con tesón á la organización y disciplina del Ejército. El Gobierno central sólo le ayudó con auxilios casi insignificantes. Lo sacó todo, hombres y pertrechos, de las tres provincias de Cuyo, San Juan y San Luis. Quien conozca la pobreza de esas comarcas, ese sólo sa- brá apreciar en su justo valor los talentos y la actividad de San Martín. Con los escasos elementos que ellas le proporcionaban levantó un ejército de 4.000 soldados, bien armados y equipados.
Junto con hacer los aprestos correspondientes, el go- bernador de Cuyo pensó cómo superar la gran dificultad que se oponía á la realización de su plan. Lo que más le asustaba para invadir el territorio chileno era, no las tro- pas realistas, sino la Naturaleza, los Andes, ese baluarte colosal con que Dios ha fortificado nuestro país por el Oriente.
Los agentes de la metrópoli que, después de la batalla de Rancagua, se habían encargado de la administración del reino, estaban muy distantes de hallarse á la altura de la situación. Eran, por lo común, individuos groseros, ig- norantes, fanáticos, que en vez de hacer amar su causa la hicieron aborrecer. Con sus persecuciones inútiles, con sus extorsiones de toda especie, convirtieron al patriotis mo á cuantos no lo habían abrazado todavía. En este sen- tido puede decirse que la reconquista española de 1814 fué un gran bien para el sistema de la independencia.
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 113
Ella, con la elocuencia de los hechos, hizo revolucionario de corazón á casi todo el pueblo.
El presidente, D. Francisco Casimiro Marcó del Pont, fué particularmente la personificación verdadera de ese período de estupidez y de tiranía. Era ése un ente tan presuntuoso como necio, tan cobarde como sanguinario, que se perfumaba como una mujer y gobernaba á los chi- lenos como déspota.
Ese general almizclado, y los realistas atrabiliarios que formaban su cortejo, eran ciertamente demasiado peque- ños para luchar con San Martín; pero tenían un ejército de 5.000 veteranos aguerridos, y por parapeto para res- guardarse, la cordillera más escabrosa y encumbrada del mundo. Esa inmensa muralla de piedra, fortificación dig- na de un reino, no tiene en toda su extensión sino seis boquetes ó pasajes que sean transitables. Un jefe vivo y experto habría desbaratado todas las fuerzas de los insur- gentes en sus ásperos desfiladeros, en sus angostas gar- gantas.
Era eso lo que temía San Martín y lo que supo im- pedir.
Nadie más propio que él para lograrlo. Antes de em- plear contra los realistas las maniobras militares, los atacó con intrigas. Desde Mendoza burló completamente á Mar- có y su camarilla y les persuadió de cuanto le convino. Usó para ello de grandes y pequeños resortes; de argu- cias domésticas, puede decirse, que harían reir en una co- media, y de insurrecciones populares, como las montone- ras de Coichagua. que forman un hermoso episodio del poema de la revolución.
Con estas maquinaciones, las unas pueriles, las otras magníficas, todas ingeniosas, consiguió su objeto. Marcó perdió la cabeza. San Martín tuvo el talento de dejarle vacilante sobre cuál de los seis boquetes iba á ser la en- trada de los invasores. Marcó, desorientado, quiso estar 2n todas partes, prepararse para rechazar á los patriotas 3or cualquier punto que se presentasen y ocupar militar-
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mente todas las ciudades, todas las aldeas, todos los vi- llorrios para sofocar la sublevación general de los habi- tantes que le amenazaba. Con este sistema no estuvo realmente en ninguna parte. Despedazó su ejército en destacamentos y lo inutilizó.
San Martín atravesó los Andes sin ser sentido; y casi junto con la noticia de su llegada se supo que estaba al pie de la cuesta de Chacabuco, á unas cuantas leguas de la capital.
Marcó, en su confusión, se había olvidado hasta de nombrar general en jefe para sus tropas. El coronel don Rafael Maroto, en quien recayó su tardía elección, no lle- gó al campamento realista, situado al lado meridional de la cuesta de Chacabuco, sino la antevíspera de la batalla.
El 12 de Febrero de 1817 los dos ejércitos vinieron á las manos. Todo se redujo á una carga á la bayoneta, dada por O'Higgins, y otra carga de los granaderos á caballo. Los realistas fueron completamente deshechos. Puede de- cirse que el general argentino los había derrotado desde su gabinete en Mendoza.
Después de este descalabro. Marcó, en lugar de pen- sar en defenderse con los brillantes restos que aún le quedaban de su numeroso ejército, pensó únicamente en buscar la salvación en la fuga.
Todos los demás jefes le imitaron, menos el coronel D. José Ordóñez, intendente de Concepción, que concen- tró en aquella provincia todas las fuerzas del Sur y forti- ficó á Talcahuano para sostenerse contra los patriotas, como correspodía á uq valiente, mientras remitía auxilios el virrey de Lima.
El día 13 los vencedores de Chacabuco tomaron pose- sión de Santiago.
El 15 un cabildo abierto proclamó á D. José de San Martín director supremo del Estado que acababa de li- bertar. San Martín, por política, para no ofender con un vano título las preocupaciones nacionales, renunció por dos veces el honor que se le ofrecía en señal de gratitud.
LA DICTADURA Dfc: o'hIGGINS 115
En consecuencia, al siguiente día fué elegido del mismo modo director suprerno D. Bernardo O'Higgins, como se traía acordado desde el otro lado de los Andes.
La primera campaña de la restauración estaba termina- da. La bandera española no conservaba á su rededor sino unos cuantos centenares de hombres. La mayor parte del territorio chileno reconocía ya, ó iba á reconocer muy pronto, la autoridad de los insurgentes. San Martín, para dar cuenta á su Gobierno del resultado de su expedición, habría podido imitar ese famoso boletín de César a! se- nado de Roma: veni, vidi, vici.
I
CAPITULO VI
Abandono de la capital de Chile por los realistas. — Elección de don José San Martín para director supremo, y su renuncia de este cargo. — Elección de D. Bernardo O'Higgins para el mismo empleo. — Pri- mer ministerio de O'Higgins. — La Logia Lautarina. — Política in- flexible adoptada por el Gobierno. — Medidas fiscales. — Ejecución de D. Manuel Imas.— Ejecución de San Bruno y Villalobos. — Nombra- miento del general argentino D. Hilarión de la Quintana para di- rector delegado y descontento que produce. — Nombramiento de una Junta en reemplazo del gobernante anterior. — Nombramiento de D. Luis de la Cruz para director delegado. — Creación de la Le- gión de Mérito. — Proclamación de la independencia de Chile. — Campaña de 1817 contra los realistas del Sur. — Campaña de 1818 contra el ejército de Ossorio.
Después de la batalla de Chacabuco, la fuga precipita- da de Marcó del Pont, de sus cortesanos y de sus tropas, dejó en acefalia la ciudad de Santiago.
La plebe, viéndose libre de toda sujeción, dio rienda suelta á su furor contra los sostenedores de la metrópoli, y principió sus venganzas por el saqueo del palacio de los presidentes-gobernadores. En pocas horas, los lujosos tapices, los magníficos muebles, las primorosas porcela- nas, todos los dijes que constituían la vanagloria y el de- leite del último gobernante español, pasaron á manos de individuos menos relamidos y delicados que su dueño primitivo.
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El destino que había cabido á los bienes de Marcó inspiró serios cuidados al vecindario de la capital. Temió que el populacho, cebado con el botín del tirano, y sin f -eno que le contuviera, entregase al pillaje las propieda- aes de los demás ciudadanos.
Para evitar un riesgo tan inminente, muchos de los principales habitantes rogaron á D. Francisco Ruiz Tagle que invistiera el mando de la ciudad hasta la entrada del ejército libertador. Este señor, convencido de la grave- dad de las circunstancias, se prestó á sus deseos, y acep- tó para conservar el orden aquella delegación popular.
Tal era el Gobierno provisional que había establecido cuando el general San Martín hizo su entrada en la ca- pital.
Una de sus primeras providencias fué convocar á los notables del pueblo para que, reunidos en cabildo abier- to, designasen tres electores, uno por cada una de las tres provincias en que estaba dividido el reino, Santiago, Concepción y Coquimbo, á fin de que éstos nombrasen la persona que había de regir e! país.
En cumplimiento de esta convocatoria, el 15 de Febre- ro se congregaron en la sala capitular cien vecinos, bajo la presidencia del gobernador Tagle. Era aquel un acto de pura fórmula. No había otra elección posible que la del general en jefe del ejército vencedor, ó la de la per- sona que él indicara. Aquella junta lo consideró así, de- claró inútil el nombramiento de los tres electores, y pro- clamó por unanimidad director supremo á D.José de San Martín.
Como ya lo he dicho, no entraba en la política de éste admitir semejante título. Renunció, pues, el honor que se le ofrecía, y volvió á convocar el vecindario con el mismo objeto que anteriormente.
El 16 se reunieron 210 individuos, que insistieron en el acuerdo del día precedente.
San Martín tornó á renunciar, y manifestó á aquella asamblea electoral, por conducto del auditor de guerra
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D. Bernardo Vera, las razones que apoyaban su reso- lución.
Como ella permaneciera todavía congregada, nombró por unanimidad también á D. Bernardo O'Higgins director supremo interino del Estado con facultades omnímodas. Vera, que hacía en aquella ocasión como de apoderado de San Martín, expresó cuan placentera sería para el ge- neral la elección que acababa de efectuarse.
Apenas el auditor hubo concluido su discurso, una porción de los ciudadanos allí reunidos corrió á casa de O'Higgins, y en medio de vítores y aplausos le trajo á la sala capitular, para que prestara el juramento de estilo.
Se convino en que los deníás pueblos irían ratificando lo acordado, á medida que la retirada de los realistas lo fuese permitiendo.
II
La proclamación de aquellos 210 individuos fué el títu- lo primitivo de D. Bernardo O'Higgins para la dictadura que ejerció por el espacio de seis años. Es preciso con- fesar que, en las circunstancias, no podía consultarse la voluntad de la nación de una manera más legítima y formal.
El pueblo de Santiago se hallaba en el día siguiente al de una victoria que trastornaba todo el orden establecido, sin que fundase sólidamente el nuevo sistema. El enemi- go, aunque derrotado, se atrincheraba en una extremidad del país, y abandonaba el resto con lentitud, como quien se propone volver á disputarlo. A nadie se ocultaba que Chacabuco no había sido más que un principio de la lu- cha, brillante para las armas de la Patria. La campaña de la restauración estaba abierta con ventaja, pero no con- cluida. Todos tendían la vista á las costas del Perú, de
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donde seguramente iba á partir la escuadra que había de transportar las nuevas legiones de la España. La gente pa- cífica recelaba todavía mayores padecimientos que los que llevaba ya soportados en aquella encarnizada con- tienda, y los militares afilaban sus sables.
En semejante situación habría sido insensatez mostrar- se demasiado escrupuloso por las formalidades que se observasen en la elección del gobernante supremo. Era aquel un momento de descanso entre dos batallas. ¿Cómo pensar en reglamentar y convocar comicios electorales, cuando el tiempo apenas alcanzaba para los preparativos de guerra?
Es preciso confesar igualmente que, entre todos los je- fes nacionales que en aquella época pisaban el territorio chileno, O'Higgins era el más aparente para regir á sus conciudadanos, y el más digno de merecer ese honor. Soldado valiente, hombre de prestigio, caudillo de un numeroso bando, en íntimas y buenas relaciones con el general del ejército aliado, poseía todas las calidades que habrían podido desearse.
Pero hechas estas reservas, no se negará tampoco que la irregularidad de su elección debía perjudicarle andando el tiempo. La opinión de 210 padres de fan^ilia no es la opinión de un pueblo, tanto más cuanto sus sufragios ha- bían estado muy lejos de ser enteramente libres. Ellos no habían hecho sino pronunciar en voz alta el nombre que San Martín les había repetido al oído. No dudo que sin esa poderosa indicación O'Higgins habría sido designa- do; pero la cosa había sucedido de ese modo.
No hay sentimiento más puntilloso que el del naciona- lismo. Dijérase lo que se dijese, el director debía su ele- vación al apoyo de un ejército perteneciente á una nación extranjera, aunque hermana, más bien que á un acto es- pontáneo de sus conciudadanos. Esta observación que se deducía lógicamente de los hechos no podía menos de ser funesta para la popularidad de D. Bernardo. Sus ad- versarios políticos, desde los primeros tiempos hicieron
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servir en provecho suyo el vicio de que adolecía el nom- bramiento del director.
III
O'Higgins inmediatamente organizó su Ministerio, que dividió en tres departamentos, á saber, el de Gobierno y Relaciones Exteriores, el de Guerra y el de Hacienda.
Los dos primeros fueron encomendados á D. Miguel Zañartu y á D. José Ignacio Zenteno. Zañartu se hizo tam- bién cargo del de Hacienda, que no fué dado sino algu- nos meses más tarde á D. Hipólito Villegas.
Zenteno se había comprometido por la causa nacional; pero antes de la emigración no había ocupado un puesto de primera línea. En Mendoza, San Martín le había nom- brado oficial de su secretaría. Los dos se habían entendi- do. Zenteno tenía una cabeza organizadora y era infatiga- ble para el trabajo. El gobernador de Cuyo, prendado de la inteligencia con que le comprendía y de la laboriosi- dad con que ejecutaba sus disposiciones, no había tarda- do en hacerle su secretario.
La parte que Zenteno había tomado en la formación del Ejército de los Andes había sido importantísima. Era él quien había dirigido esos mil pormenores indispensa- bles para el arreglo y la disciplina de la tropa, y cuya mi- nuciosidad y multiplicidad piden una contracción y un empeño difíciles de encontrar.
En el ministerio de la Guerra iba á continuar las mis- mas tareas que en la secretaría de Mendoza, tareas que sin descanso soportó durante años, y que á otros les ha- brían rendido en unos cuantos meses.
Zañartu era un hombre apasionado, de bastante habili- dad, de carácter firme y decidido, de sentimientos pro- fundos, que cuando aborrecía aborrecía de muerte, y
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cuando amaba era con exaltación. El odio contra los Ca- rrera era en él una pasión.
En 1813 había sido en Concepción, si no el caudillo, al menos el orador fog^oso y audaz de la facción que había combatido contra D. José Miguel. En esa ocasión había desplegado un atrevimiento al cual nada había intimida- do, ni el prestigio de Carrera, ni el fanatismo del Ejérci- to por su general. Esta conducta debió ser á los ojos de O'Higgins uno de sus principales méritos para confiarle la cartera de uno de los ministerios.
En los departamentos se reinstalaron los antiguos ca- bildos, que no tenían ningunas franquicias ni iniciativa, y autoridades locales que no eran sino agentes sumisos del Ejecutivo.
Los enumerados eran, puede decirse, los funcionarios públicos y oficiales de la Administración. Pero en la som- bra se formó además un senado misterioso, especie de re- medo de las instituciones venecianas que, aunque no es- tuviera autorizado por ninguna ley, formaba en realidad ol Consejo del director. Era una Asociación masónica que se denominaba la Logia Lautarina.
El público designaba con más ó menos fundamento á varios altos potentados civiles ó militares como cofrades de aquel club tenebroso y encubierto; pero nadie podía asegurar á punto fijo y con certidumbre quiénes eran sus miembros.
Estaba estrechamente relacionado con otro semejante que existía en Buenos Aires y que gobernaba también aquel Estado. Ambos debían su fundación al general San Martín, que era muy inclinado á dirigir la política por re- sortes ocultos y maquinaciones subterráneas.
Este senado enmascarado, que deliberaba á escondi- das, como si temiera la luz, sin secretario que autorizase sus acuerdos y sin actas donde se consignasen sus proce- dimientos, decidía, según se dice, bajo la presidencia del director, todos los negocios grandes y pequeños de la guerra y de la administración. Ejercía al mismo tiempo las
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funciones de Cuerpo deliberante y de Poder ejecutivo. Lo que se resolvía en sus sesiones era lo que se ponía en práctica.
IV
Desde los primeros días de su establecimiento dejóse conocer cuál sería el progframa del Gobierno que debía su elección al triunfo de Chacabuco.
Asegurar á toda costa la independencia de Chile era su principal objeto, francamente confesado.
Para conseguirlo estimaba necesarias particularmente dos cosas: crear y conservar en el partido revolucionario la más absoluta unidad de miras bajo la disciplina más se- vera, y abatir moralmente, aterrorizar á los realistas.
Todo lo consideraba perdido si, como antes de la ba- talla de Rancagua, la división se introducía entre los pa- triotas. Creía casi infructuosas las ventajas militares mien- tras los realistas se atreviesen á confesarse tales y á tener el descaro de su opinión.
Estaba dispuesto á emplear toda clase de medios para alcanzar esos dos resultados. Esto explica el encarniza- miento con que se puso á perseguir á los carrerinos y el rigor de las represalias que tomó contra los adictos á la España.
El gobernador de Mendoza, Luzurriaga, recibió orden de detener á cuantos no llevasen el competente pasapor- te. La Cordillera debía servir de atajo á todos los amigos decididos de Carrera, aun cuando ofrecieran sus servi- cios, aun cuando no hubiera sospechas contra ellos.
Los que estaban en Chile fueron vigilados casi de vista.
Todas las medidas preventivas se juzgaban lícitas para impedir la más remota posibilidad de anarquía. El Go-
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bierno era tanto más estricto en sus precauciones cuanto que D. José Miguel había arribado por aquel entonces al Río de la Plata con una expedición de los Estados Uni- dos. Su proximidad sola se consideraba como el amago de un gran peligro.
La persecución de los realistas fué todavía más dura y tenaz. Las congojas que entonces debieron soportar fue- ron, sin duda, espantosas, y dejaron compensadas las que ellos, durante la reconquista, hicieron sufrir á los pa- triotas.
Ningún español, ningún americano tachado de godo podía andar por la calle después del toque de oraciones, so pena de ser fusilado en el acto.
Estaban conminados con el mismo castigo si se re- unían en número de tres, bien fuese en su casa ó en cual- quiera otra parte.
Otro bando ordenó que todo individuo que hubiera recibido boleto de calificación del tiibunal de infidencia establecido por Ossorio, fuese á entregarlo al ministro de Gobierno en el término de cuarenta y ocho horas.
Esta penitencia era terrible. El decreto callaba el fin de tal disposición, de modo que el paciente, cuando había presentado el documento que podía acarrearle quién sabe qué castigo, quedaba sujeto á la angustia más dolorosa, ignorando cuál sería su suerte.
A imitación de los españoles, se creó también una Jun- ta de calificación. Todo el que en el plazo de dos meses no hubiera justificado ser patriota, era declarado sin op- ción á empleos públicos y perdía el que tuviera.
Algunos destierros, entre los cuales se enumeró el del obispo Rodríguez, convencieron á todo el mundo de que las amenazas del Directorio no eran vanas palabras.
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Al mismo tiempo que se dictaban estos rigorosos de- cretos se reorg-anizaba el Ejército á toda prisa. Se hacían levas, se disciplinaban tropas, se aprestaban armas y mu- niciones.
Todos temían por días la invasión. Nadie se lisonjeaba de que la guerra estuviese terminada.
Mas los preparativos bélicos exigen dinero, y el Erario nacional estaba escueto. Los vencedores de Chacabuco no habían traído más riquezas que las que habían llevado á la emigración: sus espadas. Las cajas del Tesoro estaban casi vacías. Al enemigo sólo se le habían tomado 75.710 pesos. El Gobierno de la reconquista había dejado el rei- no agotado, había saqueado la hacienda de los patriotas, y había arrancado á las familias empobrecidas las contri- buciones, puede decirse, con la punta de las bayonetas.
Había entretanto que sostener una guerra inevitable y sagrada, que mantener un ejército, que proveer á la sal- vación del país. ¿Qué hacer en tales apuros? En pocos días y entre dos campañas, no se improvisa un sistema de rentas.
No había más arbitrio que obligar á los particulares til- dados de realistas á satisfacer con sus caudales los gastos de la guerra y de la Administración.
No retrocedió el Gobierno delante de una providencia que justificaban la necesidad y los resentimientos políti- cos. Impuso una contribución de 400.000 pesos á los es- pañoles europeos residentes en el país y declaró propie- dad de la nación todos los bienes, derechos y acciones de los realistas prófugos, de los que habían sido tomados con las armas en la mano, de los que no se habían pre- sentado á sincerar su conducta, de los que vivían en los
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reinos de España y sus dominios, á no ser que se hallasen en ellos presos ó confinados por adictos á la independen- cia americana.
En cortos plazos todos los tenedores de estos bienes debían entregarlos á la Comisión respectiva, bajo las penas más severas. Por una perversión de las reglas morales, que jamás podría disculparse, se fomentaba la delación y se otorgaban premios á los abusos de confianza, á fin de evi- tar cualquiera ocultación en las propiedades mencio- nadas.
Los realistas pusieron entonces el grito en los cielos por aquel despojo. Algunos de sus descendientes han re- oetido después las quejas de sus padres. Ni unos ni otros han reparado que los verdaderos culpables de la extor- sión eran los mismos sobre quienes recaía. Eran ellos los que, después de la derrota de Rancagua, habían abusado de las confiscaciones y secuestros; eian ellos los que ha- bían empobrecido el reino con las rapiñas de los talaye- ras, y los que no habían dejado otro camino de salva- ción á los insurgentes en la escasez del Erario y el ago- tamiento de todas las fuentes de la riqueza pública.
Por otra parte, la República, como hija honrada y he- redera celosa por la reputación de sus primogenitores, na reconocido todas las deudas de esa especie que podían acreditarse de un modo legítimo, y las pagará fielmente. Los secuestros no habrán sido entonces más que un prés- tamo forzoso.
Sería de desear aún que si fues3 posible se satisficiesen hasta su último cuartillo, con todos sus intereses, sin des- cuento, sin rebaja.
VI
Pero si la República debe cargar con las deudas en di- nero que nuestros padres contrajeron para darnos la li-
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bertad, la existencia, no puede hacer otro tanto con sus deudas de sangre, sobre todo de sangre inútil. Esas las re- chaza, las repudia. Caig-a su responsabilidad sólo sobre quien tuvo la desg-racia de mancharse con ellas.
De esa clase es el asesinato innecesario, injustificable, del español D. Manuel linas.
Era éste un comerciante obscuro, honrado, pacato, de limitados alcances. Era adicto á la España, porque era peninsular. Sin talento, sin valor, sin relaciones, podía mirarse como el ser más inofensivo.
Pero esa insignificancia, que salva á tantos en las con- vulsiones políticas, fué la causa de su ruina. El Gobierno deseaba aterrar á los realistas; deseaba manifestarles que las conminaciones de sus bandos no eran simples amena- zas escritas en el papel, propias para asustar á los inocen- tes y á los niños. El desdichado Imas fué la víctima esco- gida para lograrlo. No pertenecía á una familia pudiente; no poseía grandes riquezas; su muerte sería un ejemplar que produciría su efecto sin suscitar embarazos á los go- bernantes.
El 18 de Febrero se había publicado un bando que ordenaba á los particulares, bajo pena de la vida, la entre- ga, en el perentorio término de seis días, de cuantas armas poseyesen.
D. Manuel Imas era jefe de los guarda-tiendas, que desempeñaban en los barrios del comercio el cargo que ahora los gendarmes de la Policía. Como tal, guardaba en su tienda las armas de los expresados celadores. Las pres- cripciones del bando de 18 de Febrero no podían com- prenderle. El lo entendió así, y, por lo tanto, ni siquiera pensó en entregar las armas que le servían para el desta- camento de Policía que mandaba.
Cierto día presentósele un soldado á venderle un sa- ble. Imas rehusó comprárselo. El soldado reiteró su ofer- ta con instancia. El pobre comerciante se negó todavía; pero el vendedor se lo pidió con tanto encarecimiento, que, por librarse de su importunidad, le respondió que
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volviese pasados algunos días, y que entonces le compra" ría el arma. Imas la necesitaba para sus g-uarda-tiendas.
El infeliz había casi olvidado esta incidencia que debíc serle tan fatal, cuando á las doce de la noche del día que había designado (1.° de Abril de 1817), hallándose reco' gido en su casa, oyó redoblados golpes á su puerta. A suí interrogaciones para averiguar la causa del alboroto, U respondió la voz del soldado, cobrándole su palabra sobre la compra del sable. Imas le expresó su extrañeza de que hubiera escogido hora tan avanzada para concluir su ne- gocio; pero no sé por qué destino adverso, accedió á si solicitud.
Apenas hubo abierto la puerta para recibir el sablcj cuando se encontró rodeado de un piquete, que le con- dujo á la cárcel, acusándole de haberle sorprendido en flagrante infracción del bando de 18 de Febrero.
Ignoro si en el calabozo se le presentó un juez para in- terrogarle; lo único que he sabido es que al poco tiempo vino un sacerdote á ofrecerle su auxilio, porque estaba condenado á morir dentro de pocas horas.
El sacerdote escuchó la confesión de ese hombre que iba á comparecer delante de Dios, y corrió á palacio para asegurar al director la inocencia del supuesto reo. Era de- masiado temprano y se le negó la entrada.
El sacerdote se fué á la catedral á decir misa, mientras podía hablar con O'Higgins. Cuando salió de la iglesia colgaba en la plaza de una horca el cadáver de D. Manuel Imas, que acababa de ser pasado por las armas.
Se tenía resuelto aterrar á los realistas. La casualidad había ofrecido contra uno de ellos, quizás el más insignifi- cante de todos, una leve sombra de culpabilidad, un infun- dado pretexto de acusación. Impacientes los gobernantes por ostentar su severidad, no habían desperdiciado la oca- sión, y se había cometido una grande injusticia.
Los que eso autorizaron, ¿creían que la sangre de un godo era menos preciosa que la de un patriota?; ¿que las lágrimas de la mujer y de los hijos de ese español eran
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menos amargas que las de sus propias mujeres é hijos?
Después de ese atentado contra la humanidad, ¿con qué derecho criticaban á Marcó la ejecución de Traslaviña y sus compañeros?
Este y otros actos de esa Administración, que yo que- rría borrar del catálogo de sus providencias, traían su ori- gen de esa impía máxima que había adoptado por base de su política: El fin justifica los medios.
Ese principio abominable, disculpa de la maldad, escu- do del crimen, mezcla sacrilegamente el bien con el mal, hace de la moral un negocio de cálculo, y no de concien- cia, y procura sofocar el remordimiento con los sofismas del raciocinio. Una vez admitido, no hay cosa que no sea lícita. Todo lo que hay de más horrible puede legitimar- se. Los gobiernos, como los individuos, no deben apre- ciar la moralidad de sus actos por las consecuencias, por los resultados próximos ó remotos, sino por la malicia ó bondad intrínseca. Nunca el asesinato será permitido, aun cuando llegara á probarse, lo que me parece difícil, que la suerte de una nación dependiera de la vida de un hombre.
Doce días después de Imas fueron también fusilados en la plaza principal D. Vicente San-Bruno, el célebre Talayera, presidente del tribunal de Vigilancia, y el sar- gento del mismo cuerpo Villalobos, su cómplice en los asesinatos que el 6 de Febrero de 1815 ejecutaron en la cárcel de Santiago.
La muerte de aquellos dos hombres feroces era justa. Ambos habían ultimado infamemente á indefensos prisio- neros. San-Bruno había cometido con los habitantes de la capital toda especie de tropel'as sangrientas. Para uno y otro, el suplicio era la merecida expiación de sus delitos.
Estas tres ejecuciones abatieron el ánimo de los realis- tas, que pedían en secreto al cielo la venganza de sus agravios, pero que no se atrevían ni siquiera á lamentarse en alta voz. El miedo los enmudecía y la rabia les hacía tender con avidez sus miradas á la provincia de Concep-
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cíón, donde el valiente Ordóñez defendía el honor de la bandera española.
Vil
La necesidad de apresurar la conclusión de la guerra oblig-ó á O'Higgins á dejar la capital y á partir para el Sur con el ministro Zenteno.
El 15 de Abril de 1817 nombró para que le subrogfa- se durante su ausencia con el título de director delegado ó sustituto, al coronel argentino D. Hilarión de la Quin- tana.
La designación de este individuo para el mando supre- mo fué altamente impopular. Esta preferencia de un jefe extranjero sobre los hijos del país chocó hasta el mayor punto con los sentimientos del nacionalismo.
Los enemigos del Gobierno se aprovecharon de este pretexto para redoblar sus murmuraciones.
Decían que Chile estaba constituido en colonia de Bue- nos Aires. ¿De qué les serviría no hallarse dependientes de los españoles, si habían de serlo de los argentinos? Aquello sólo era cambiar dominación por dominación. Los vencedores de Chacabuco les habían traído la con- quista, y no la libertad.
Los opositores presentaban el nombramiento de Quin- tana como la prueba más bochornosa de la subordinación de O'Higgins á San Martín.
Este último, como era natural, ejercía grande influjo. Puede decirse que en muchos casos era él quien gober- naba. Esto daba margen á la crítica más acerba y pretex- to á los émulos de D. Bernardo para desacreditarle. Re- petíase que, después de Chacabuco, los Andes, como frontera, habían desaparecido; que Chile y las provincias argentinas formaban un solo Estado; que San Martín era
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SU verdadero soberano, y O'Hig-gins y Pueyrredón, cole- gas que le estaban subordinados.
En estas hablillas había mucho de cierto. San Martín, con el buen éxito de su empresa, había adquirido una fama y una influencia incalculables de este y del otro lado de la Cordillera. En esta y en aquella comarca, su voluntad pesaba mucho en la dirección de los neg-ocios. Poco después del 12 de Febrero había realizado un rá- pido viaje á Buenos Aires, probablemente para afianzar por la diplomacia su supremacía en aquel Gabinete, como en Chile la había afianzado por la victoria.
Esta ingerencia del general argentino en el Gobierno, que era inevitable, pero quizás demasiado absoluta, he- ría á los habitantes en las delicadezas del amor propio. No soportaban con paciencia esta especie de vasallaje, y echaban sobre O'Higgins la responsabilidad de aquella deferencia que, en su orgullo de chilenos, calificaban de excesiva.
La acusación era injusta. D. Bernardo se veía arrastra- do por las exigencias de su posición, tenía que mostrarse condescendiente con aliados de quienes necesitaba para asegurar la emancipación del país, que habían prestado grandes servicios y que estaban prontos á prestar otros no menores.
Pero el espíritu de partido no admitía estas excusas, y presentaba la adhesión de O'Higgins á San Martín, no como una consecuencia precisa de las circunstancias, sino como el pago de sus despachos de director. Se propala- ba que el cabildo abierto de! 16 de Febrero no había sido más que una pura farsa; que el nombramiento de O'Higgins debía datarse en Mendoza, y no en Santiago; y que era la gratitud de tan alto empleo lo que le hacía tan obsecuente y tolerante para con el general del Ejérci- to de ios Andes y sus paisanos.
Los que proferían estas acriminaciones, hijas de las pa- siones políticas, tenían buen cuidado de tomar sus pre- cauciones para hacerlo. No andaban divulgándolas ni en
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las plazas, ni en los lugares públicos. La libertad de la lengua no estaba reconocida en aquella época, y habrían tenido por qué arrepentirse los que se la hubieran toma- do. Pero no por esto surtían menos efecto estos amargos reproches, que se hacían circular sigilosamente y por lo bajo. El sentimiento de un nacionalismo exagerado, si se quiere, pero vigoroso, les prestaba un alcance terrible.
La elección de Quintana para director sustituto acabó de irritar el descontento producido por los motivos in- dicados.
VIII
Por desgracia aquel militar estaba muy distante de ser hombre aparente para desvanecer las prevenciones del público.
Como la mayor parte de los oficiales del Ejército de los Andes, se mostraba soberbio por los servicios presta- dos y la importancia de su posición en una tierra que acababa de salvar del yugo tiránico de la metrópoli. Sus pretensiones eran exorbitantes; desmedidas las conside- raciones que exigían, tanto él como casi todos sus demás camaradas.
A la aspereza de su orgullo se añadía la tosquedad de las maneras, más propias de un campamento que de una ciudad. Quería gobernar poco menos que como se dirige á los soldados en campaña.
Ciertas medidas fiscales necesarias, pero que no podían menos de ser odiosas, robustecieron las antipatías que se habían despertado en el pueblo contra él.
Las salidas del Erario estaban muy lejos de hallarse ba- lanceadas con las entradas. Los gastos de la guerra se au- mentaban en una gran desproporción con los fondos del Tesoro. Para llenar el déficit, Quintana, á imitación del
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Gobierno de !a reconquista, decretó sobre todos los ve- cinos pudientes una contribución mensual por el término de un año, y restableció algunos de los impuestos que aquél había ideado. Semejantes disposiciones debía natu- ralmente suscitarle el aborrecimiento de muchos de los contribuyentes.
Pero le que puso el colmo á su impopularidad fué la prisión inmotivada de varios ciudadanos tachados de ca- rrerinos, entre quienes se encontraban D. Manuel Rodrí- guez y D. Manuel José Gandarillas, ambos patriotas emi- nentes y generalmente estimados.
La presencia de los tres Carrera en las provincias ar- gentinas traía cuidadosos á los gobernantes. Temían el atrevimiento de aquellos jóvenes, y así redoblaban su vi- gilancia. Mas Quitana no se contentó con estar alerta, sino que, demasiado receloso, á la menor sospecha aseguró á hombres que no eran adictos á la Administración, pero que en aquel momento no conspiraban. Esta tropelía acrecen- tó de una manera alarmante el descontento.
IX
Vista la actitud de los habitantes, San Martín y O'Hig- gins no estimaron prudente contrariar una opinión tan pronunciada, y dieron satisfacción á las exigencias del pú- blico, reemplazando á Quintana por una Junta compuesta de D. Francisco Antonio Pérez, D. Luis de la Cruz y don José Manuel Astorga. La dirección suprema delegada per- tenecía á todos ellos unida é indivisiblemente; pero la presidencia de la Junta debía alternarse cada tres meses entre los tres, por el orden de sus nombramientos.
Quintana les entregó el mando el 7 de Septiembre de- lante de todas las corporaciones.
D. José de San Martín, general del Ejército argentino,
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y D. Tomás Guido, agente diplomático de la misma repú- ca, no desperdiciaron esta ocasión solemne para desmen- tir los rumores que se habían esparcido acerca de las pre- tensiones de su Gobierno á la dominación de Chile. Am- bos protestaron que aquel Gabinete no tenía otro plan que el de mantener la independencia absoluta de este país.
La junta de 7 de Septiembre se esforzó por calmar la irritación que había causado la petulancia de su prede- cesor.
Puso en libertad á Gandarillas y Rodríguez, dándoles un certificado de su inocencia.
Dictó algunas medidas fiscales y se empeñó por regu- larizar el sistema de contribución. La mensualidad se co- braba de un modo arbitrario y desigual. La junta trató de evitar esta desproporción inicua. Para ello dictó un de- creto ordenando que todo propietario, todo negociante y todo poseedor de censos cediese á la Patria, una vez en principios de cada año, el uno por ciento de su capital ó del valor calculado de su propiedades rústicas y ur- banas.
Desgraciadamente la Junta no tuvo tiempo de hacer po- ner en práctica el equitativo plan de contribuciones que había acordado.
Ella misma pidió al director O'Higgins que concentra- se todo el poder en una sola persona para conseguir la actividad en las resoluciones y la rapidez en la ejecución, que demandaban las circunstancias del Estado. D. Ber- nardo, reconociendo la conveniencia de esta solicitud, mandó que D. Luis de la Cruz resumiese todo el mando.
El 16 de Diciembre recibió cumplimiento esta decisión suprema.
Las peripecias de la campaña que se abrió inmediata- mente impidieron al delegado hacer ejecutar el proyecto que él mismo había concebido, en unión de sus otros dos colegas.
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X
Pero antes de relatar las alternativas y los principales resultados de la guerra, voy á hablar de dos célebres é importantes disposiciones que promulgó el director su- premo durante su permanencia en las provincias del Sur. Es la una la creación de la Legión de Mérito, y la otra la proclamación de la independencia de Chile.
La primera es la revelación del sistema político de O'Hig-gins, y la segunda puede decirse la partida de bau- tismo de la República. Ambas merecen, por cierto, que se les dediquen algunas líneas en una reseña de la época.
El 22 de Marzo de 1817 O'Higgins había abolido la nobleza de sangre y la había declarado una anomalía en una República. Por su orden se habían borrado del fron- tispicio de las casas los escudos de armas é insignias aná- logas, esos jeroglíficos, como los llama el bando, que mu- chas veces no son sino el signo del servilismo ó de la de- gradación humana.
Oficialmente la nobleza heráldica, la nobleza heredi- taria, quedaba suprimida. Era ése un gran paso hacia la reforma social, la extirpación de una preocupación ridi- cula, pero perniciosa.
En Chile, con reducidas excepciones, la que se preten- día nobleza era una nobleza apócrifa que, por dinero, ha- bía comprado un título al Gabinete de Madrid, y que, á fuerza de cavilaciones, se había acomodado una genealo- gía medio decente que tal vez no tenía más realidad que el hallarse escrita en un libro lujosamente encuadernado y de broches de oro. Otros no tenían títulos, sino un sim- ple mayorazgo, y muchos aun ni siquiera eso.
El tronco de esas altaneras familias había sido quizás algún pobre polizón venido de España sin más riquezas que su sombrero embreado y un chaquetón de lana, ó al-
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gún honrado comerciante que había ganado sus blasones detrás del mostrador de una tienda. Sin embargo, estos colonos ennoblecidos, olvidándose de la humildad de su origen, ostentaban más arrogancia que un Montmorency y exigían más acatamiento que un descendiente de los cruzados. Era conveniente apartar del camino ese estorbo á la igualdad de todos los ciudadanos; era útil derribar esa superioridad ficticia que se levantaba sobre un pedes- tal de arena.
O'Higgins manifestó comprender el espíritu del siglo cuando firmó el bando de 22 de Marzo. Pero el mismo gobernante que esto había hecho creó por un decreto de 19 de Junio una nobleza militar, en lugar de la nobleza hereditaria y civil que acababa de destruir.
Fué esa la fecha con que ordenó la formación de la Le- gión de Mérito, que debía sustituir á los marq leses, á los duques, á los condes del viejo sistema, los brigadieres, los coroneles, los mayores.
Los togados, los literatos, los filántropos, los sabios, tenían, como los hombres de guerra, opción al honor de ser incluidos en ella; pero según la categoría en que eran clasificados, así recibían también el grado militar corres- pondiente, y eran tratados en conformidad.
La intención del fundador estaba manifiesta: quería calcar la organización de su orden sobre la jerarquía del Ejército; la ordenanza debía ser la magna carta de esta nobleza de creación moderna.
La Legión se componía: de grandes oficiales, que te- nían el carácter y los honores de brigadieres generales, con una pensión anual de 1.030 pesos; de oficiales, que equivalían á coroneles de Ejército, con un sueldo de 500 pesos; de suboficiales, equivalentes á sargentos mayores con el de 250 pesos, y de legionarios, que correspondían á tenientes, con una asignación de 150 pesos. Los sueldos de estos individuos no debían sufrir el menor descuento. Se señalaban para el mantenimiento de la Legión todos los bienes secuestrados á los enemigos de la independen-
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cía que se habían fugado al tiempo que el ejército liber- tador había ocupado el territorio chileno.
Los miembros de la Orden gozaban de fuero especial, y sólo podían ser juzgados por sus pares. Contra ninguno de ellos podía ejecutarse la sentencia sobre materia cri- minal de cualqu"'":' otro tribunal. La nobleza creada por O'Higgins tenía, ^v^bre los titulados de Castilla, la ventaja de hallarse basada en el mérito personal, y no en la herencia de un mérito ajeno; pero siempre era una aristocracia privile- giada, una desigualdad disonante en una verdaderarepública
El valor, el talento, la virtud, el patriotismo tienen, sin duda, derecho á la consideración, al respeto, á la venera- ción de los ciudadanos; pero de ningún modo tienen de- recho á la desigualdad, al privilegio. El premio de los hombre eminentes es el acatamiento público, la estima- ción general, la gloria; pero fuera de eso, deben ser tra- tados sin distinciones injustificables y de la misma mane- ra que todos los demás.
O'Higgins era consecuente con el régimen político que se proponía plantar después de la victoria definitiva al destruir la nobleza hereditaria, fundada en los servicios ó quizás en la riqueza de los antepasados, y al establecer la nobleza militar que tenía por base los servicios persona- les prestados á la nación. El no ambicionaba ceñir su ca- beza con una corona de metal como los reyes europeos, sino con una de laurel, como los dictadores romanos. Los marqueses, los duques, los nobles de Castilla, eran anti- guallas que despreciaba como inservibles; pero los briga- dieres, los coroneles, los individuos del Ejército que da- rían la independencia al país, formaban el cortejo forzoso de un presidente vitalicio que alegaría títulos semejantes- para ocupar ese encumbrado puesto. La creación de la Legión de Mérito era una medida preparatoria para realizar más tarde la otra idea que había de completarla. Estaba la base; faltaba la cúspide. El 12 de Septiembre de 1817 se verificó en Concepción la instalación solemne de la nueva. Orden.
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XI
Desde la victoria de Chacabuco la proclamación de la independencia era una exig-encia del público, un propósi- to firme y decidido de los gobernantes.
Esta franqueza sobre el fin que se proponían los pa- triotas es un rasgo característico del período revoluciona- rio que comenzó en 1817. Antes de entonces la idea es- taba en muchas cabezas; algunas voces valerosas habían pedido su realización abiertamente; diversos actos de los gobernantes no podían tener más significado que el de una emancipación resuelta.
Pero era éste un deseo oculto en las almas, que no se expresaba claramente por palabras. El nombre de Fer- nando VII se levantaba siempre en todos ios documentos oficiales como una especie de pararrayo contra la cólera de la metrópoli, como una precaución de prudencia con- tra las eventualidades de la suerte y los peligros del por- venir.
Mas después del 12 de Febrero de 1817, los insurgen- tes tomaron otro tono, adoptaron otro lenguaje más atre- vido y correspondiente á ¿us verdaderas intenciones. La separación absoluta de la España era el objeto confesado de la lucha, el clamor general de todos los patriotas. El disimulo se había dejado entre los bagajes de que Osso- rio se había apoderado en Rancagua.
La independencia estaba declarada de hecho; pero se necesitaba hacerlo de una manera solemne y con la pre- cisa formalidad. El Gobierno pensó que no debía retar- darlo por más tiempo y se dispuso á consultar la volun- tad de ios habitantes.
Con este objeto la Junta delegada de Santiago promul- gó el 13 de Noviembre de 1817 un decreto, por el cual se ordenaba que en todos los cuarteles de cada ciudad,
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y por el término de quince días, cada inspector, acompa- ñado de dos alcaldes de barrio, abriese dos registros, en uno de los cuales firmarían los ciudadanos que estuvieran por la pronta declaración de la independencia, y en el otro los de la opinión contraria.
Este modo de hacer constar la voluntad nacional fué acremente censurado por el partido que con cautela ha- cía oposición al Gobierno del general O'Higgins. Los des- contentos pretendían que el acto no tendría la suficiente solemnidad si no se convocaba un Congreso que lo dis- cutiese y acordase. Mas ni San Martín ni D. Bernardo es- taban muy dispuestos á autorizar la reunión de un cuerpo deliberante, que habría coartado sus facultades y emba- razado su marcha.
Debe confesarse que no dejaba de asistirles razón para opinar así en la víspera de la invasión realista, que por momentos debía precipitarse sobre el país. Con todo, la postergación del Congreso fué un cargo más que sus ene- migos añadieron al catálogo de las recriminaciones que les dirigían.
El resultado de la suscripción fué, como debía aguar- darse, unánime por la independencia. En consecuencia, O'Higgins expidió la declaración memorable en que está consignada la voluntad del pueblo chileno para consti- tuirse en nación independiente y gobernarse como tal. Este decumento fué en realidad firmado en Talca á fines de Enero de 1818; pero el director lo supuso fechado en Concepción el 1.° de ese mes y año.
El 12 de Febrero próximo, aniversario de la batalla de Chacabuco, fué proclamada esta misma independencia en toda la República y jurada por todos sus habitantes.
XII
Era este un reto arrogante arrojado al general D. Ma- riano Ossorio, el vencedor de Rancagua, que á mediados
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de Enero acababa de desembarcar en el puerto de Tal- cahuano con un ejército de 3.407 veteranos, entre los cua- les se contaba el batallón Burgos, que había combatido en Bailen.
Había encontrado allí al denodado Ordóñez, que con mil quinientos y tantos compañeros había sostenido su puesto con toda heroicidad.
Inmediatamente después de haberse los patriotas pose- sionado de la capital, en Febrero de 1817 enviaron con una división á D.Juan Gregorio Las-Heras, para que pro- curase desbaratar los restos realistas que existían en el Sur á las órdenes del intendente de Concepción.
Apenas hubo llegado este jefe á las inmediaciones de aquella ciudad, cuando el 5 de Abril intentó Ordóñez sorprenderle en la hacienda de Curapaligue; pero fué en- gañado en su esperanza y rechazado con pérdida. Retiró- se entonces con su gente al puerto de Talcahuano, que con anticipación tenía fortificado, resuelto á defenderse allí hasta que los auxilios del virrey del Perú le permitie- sen tomar la ofensiva.
Efectivamente: á los veintiséis días le llegó un refuer- zo considerable. Luego que los restos del ejército de Mar- có, que escaparon en las naves de Valparaíso, habían arri- bado al Callao, el virrey, sin pérdida de momento, les había ordenado volverse, en número de 1.600, para soco- rrer á Ordóñez.
Las-Heras, noticioso de este suceso, y temiendo ser atacado con tropas mucho más numerosas, lo comunicó apresuradamente á O'Higgins, que ya iba de la capital en su ayuda con un batallón de Infantería y un escuadrón de Caballería, instándole porque viese cómo reunírsele cuan- to antes.
Con este aviso el director apura sus marchas; hace avanzar aún un destacamento de su división; pero á pesar de su ardoroso empeño, sólo alcanza á escuchar á distan- cia el cañoneo de la refriega.
El 5 de Mayo Ordóñez había atacado á Las-Heras en
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 141
el campamento del Gavilán, cerrito que limita á Concep- ción por el Noroeste, y no obstante su superioridad nu- mérica, había sufrido la misma suerte que en Curapaligue. Como entonces, había buscado un refugio detrás de las murallas de Talcahuano y se había encerrado en aquella plaza.
El rig-or del invierno impidió por algunos meses á don Bernardo estrecharle en aquel atrincheramiento. Aprove- chó Ordóñez este intervalo para resguardar con 60 ca- ñones de todos calibres, colocados en baterías, la lengua de tierra que une al continente la pequeña península donde se había situado.
A mediados de Noviembre O'Higgins movió su ejérci- to y fué á acamparlo en frente de Talcahuano, bajo los propios tiros de aquellas baterías. Pero el director debía ser tan impotente delante de esta plaza, como en otro tiempo su rival Carrera lo había sido delante de Chillan.
El 6 de Diciembre los patriotas acometieron á Talca- huano. El asalto era dirigido por el general francés Bra- yer, uno de los capitanes de Napoleón. La reyerta fué sangrienta; la comportación de los atacadores heroica; pero los realistas sostuvieron su puesto y no se dejaron arrebatar sus fortificaciones.
Xlll
Acababan los patriotas de sufrir este descalabro delan- te de Talcahuano, cuando llegó la noticia de que una ex- pedición invasora al mando del general Ossorio estaba próxima á zarpar de los puertos del Perú.
San Martín, que á este tiempo se hallaba disciplinando un ejército en la hacienda de las Tablas, inmediata á Val- paraíso, convino con O'Higgins en que éste levantase el sitio de Talcahuano y en concentrar ambos sus fuerzas para resistir al enemigo con toda la masa de sus tropas, dondequiera que se presentase.
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En conformidad de este plan, los dos generales, en los primeros días de Marzo de 1818, efectuaron en San Fer- nando la reunión de sus respectivas divisiones y compu- sieron con ellas un ejército de seis mil seiscientos soldados.
Ossorio, que por el mes de Enero había, como he di- cho, desembarcado en Talcahuano, había avanzado en el mismo tiempo hasta Talca á la cabeza de cinco mil hom- bres.
El 19 de Marzo los dos ejércitos estaban á la vista en las cercanías de esta ciudad. La victoria parecía segura para los insurgentes. Tenían en su favor dos ventajas in- mensas: la unión y el número.
La discordia reinaba en el campamento realista. Osso- rio y Ordóñez eran dos caracteres opuestos, que se mira- ban con celos y se trataban con desconfianza.
Ordóñez no podía perdonar á Ossorio que le hubiera arrebatado el título de general, á que su honroso compor- tamiento le había hecho tan acreedor. Los demás oficiales se habían dividido en bandos que seguían al uno ó al otro. Esta situación no les pronosticaba ciertamente el triunfo. Sin embargo, lo obtuvieron, y en pocas horas el brillante ejército de San Martín era sólo cuerpos de fugitivos que huían camino de Santiago.
A las ocho de esa noche los realistas se precipitaron sobre el campamento de los patriotas, situado en los lla- nos de Cancha-Rayada, y cayeron sobre ellos sin ser sen- tidos. Los sorprendieron en el instante que ejecutaban un movimiento para cambiar su línea. Todo fué desorden. Los batallones insurgentes se hicieron fuego unos contra otros. A la confusión se siguió el pavor y todo pareció perdido para la causa de Chile.
Las numerosas y bien disciplinadas tropas que consti- tuían la esperanza de la revolución fueron rotas y en apa- riencia completamente dispersadas.
O'Higgins recibió una grave herida en un brazo, mien- tras combatía entre los primeros y procuraba alentar á los suyos.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 143
XIV
Al anochecer del día 21 principió á difundirse por San- tiago la noticia de este desastre.
Desde luego fué un rumor vago, que nadie acertaba á decir de dónde había salido y que rehusaban creer los que se habían comprometido por la revolución.
En seguida fué una voz general que aterró á los habi- tantes. No cabía duda. Había llegado un oficial fugitivo, que todos nombraban, y que en dos días había recorrido las ochenta leguas que median entre la capital y Talca.
Aquel testigo presencial traía la noticia del fatal suce- so. El lo había visto y relataba todos sus pormenores.
Habían venido también otros; pero más discretos y pre- cavidos, habían comunicado la desgracia á muy pocos y se habían ocultado para entregarse á la desesperación en silencio. Más tarde, cuando San Martín entró en Santiago, castigó la imprudencia disculpable del primero, separán- dole del ejército.
En pocos momentos un temor contagioso é irreflexivo se apoderó de todos, de los gobernantes y de los ciuda- danos. Casi todos desesperaron de la salvación de la Pa- tria. Pensaron en huir y no en defenderse. La agitación no les permitía siquiera tomar datos para calcular la mag- nitud de la pérdida. Todo era preparativos de fuga para Mendoza. Decíase que los españoles venían á descargar sobre Santiago venganzas espantosas. Era preciso correr. En estas circunstancias se presenta un hombre que vuelve el valor á los tímidos, el entusiasmo á los desalen- tados, la esperanza á todos: D. Manuel Rodríguez (ese era su nombre), se hace elegir, en una junta de corporaciones, colega del director delegado D. Luis de la Cruz; manda volver los caudales públicos, que ya se llevaban para allende ios Andes; levanta en unas cuantas horas el regi- miento Húsares de la Muerte; promete por bando á los
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militares, en recompensa de sus servicios, cuantiosos pre- mios para después de la victoria y la extinción del enemi- go, como si esas fuesen cosas posibles; repite con fe y unción Aún tenemos patria, y todos lo creen.
El terror pánico se cambia en heroísmo. Son muy pocos los que abandonan sus hogares. El mayor número jura morir por la santa causa de la independencia.
Esto sucedía el 23.
El 24 entran San Martín y O'Higgins. Son recibidos en triunfo, como si volvieran de la victoria. Con su presencia se redoblaba el entusiasmo.
El primero establece su cuartel general á una legua de la ciudad y comienza la reorganización del ejército.
El segundo olvida su herida, desprecia la fiebre que ella le causa, firma sus decretos con una estampilla de su nom- bre, porque no puede valerse de la mano derecha, y tra- baja sin descanso.
El 26 de Marzo había ya reunidos 4.000 hombres. El suceso de Cancha-Rayada había sido en realidad, no una derrota, sino una dispersión. Las Heras y otros jefes ha- bían conservado en orden diversos cuerpos del Ejército, que proporcionaban una base respetable.
Por otra parte, la victoria había sido muy costosa para Ossorio, y su gente había quedado bastante maltratada.
Sin embargo, había continuado su marcha sobre San- tiago. Se esperaba por momentos una batalla decisiva.
A pesar de los muchos elementos de defensa que se habían organizado en pocos días, la más cruel zozobra se ocultaba en el pecho de la mayor parte. El revés del 19 de Marzo había probado que la suerte en la guerra es trai- cionera, y las eventualidades de las armas demasiado du- dosas. ¿Quién sabe lo que podría suceder?
El 4 de Abril los dos ejércitos durmieron á la vista.
Al siguiente día, desde las doce de la mañana, el es- tampido del cañón anunció á los vecinos de la capital que el destino de Chile se estaba decidiendo en el llano de Maipo.
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 145
O'Hig'g'Ins, á quien su herida mantenía postrado en la cama, escuchó desde luego resignado ese estruendo leja- no que sus oídos estaban habituados á percibir desde más cerca; pero al fin no pudo contener su impaciencia, se le- vantó y se hizo conducir, debilitado por la fíebre como estaba, al campo de batalla, para correr la suerte de sus camaradas. Allí tuvo la felicidad de presenciar un triunfo decisivo y completo. Los realistas no tuvieron, como en Cancha-Rayada por auxiliares á ias tinieblas de la noche, y sufrieron uno de los golpes más rudos que hayan reci- bido en América.
La emancipación de Chile parecía en adelante ase- gurada.
Después de un acontecimiento tan próspero, el porve- nir de O'Higgins se presentaba brillante y halagüeño. Ha- bía vencido en Chacabuco, había promulgado la declara- ción de la independencia, se había encontrado en Maipo. Había alcanzado !a gloria y merecido el reconocimiento de sus conciudadanos.
¿Por qué fatalidad estaba destinado á empañar tanto lustre con una ambición desmedida de mando absoluto y con venganzas implacables y poco generosas?
En los días subsiguientes á la acción de Maipo tuvo lu- jar en Mendoza una catástrofe sangrienta que disminuyó ú crédito que le habían valido sus eminentes servicios, que le acarreó odiosidades profundas y que arrojó som- Dras siniestras sobre el cuadro de su vida.
Voy, con sentimiento, á trasladarme al otro lado de los \ndes, para referir ese suceso doloroso. Es cosa triste que a Historia sea una mezcla de grandes virtudes y de gran- des crímenes, y que sean muy raros aquellos de sus he- ces que pueden ser elogiados sin restricciones.
10
CAPITULO VII
/¡aje de D. Miguel Carrera á Estados Unidos. — Su llegada á aquel país. — Relaciones que traba con varios oficiales emigrados del ejér- cito de Napoleón I. — Dificultades que tiene que soportar para orga- nizar una expedición. — Su partida de Estados Unidos. — Su llegada á Buenos Aires. — Sus desavenencias con Pueyrredón. — Persecucio- nes del Gobierno argentino contra Carrera. — Fuga de D. José Mi- guel para Montevideo.
En Noviembre de 1815, es decir, poco más ó menos á la época en que su émulo O'Higgins prestaba en Mendo- za su activa cooperación á San Martín para comenzar á organizar el ejército libertador, D. José Miguel Carrera se hacía á la vela en el bergantín Expedición, de Buenos Aires, para el puerto de Baltimore.
Había desesperado de proporcionarse en las provin- cias argentinas los auxilios necesarios para la restaura- ción de su patria, y corría á sacarlos de los Estados Unidos. Para realizar este viaje aventurado había puesto en contribución el bolsillo de sus amigos, había vendido cuanta prenda preciosa poseía y empeñado las alhajas de su mujer. Con estas trazas había logrado reunir doce mil quinientos pesos, y quinientos noventa y tres marcos de plata en barra: pequeña suma, que un comerciante no
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habría considerado suficiente para una especulación de regular importancia; pero que él juzgaba tal para equipar una escuadrilla capaz de imponer á los realistas de Chile. Para llevar adelante su pensamiento había pasado por toda especie de sacrificios. Baste decir que dejaba en una tierra extraña, confiada á la Providencia divina, y á la protección de algunos fieles partidarios, la subsistencia de una esposa joven y bella á quien amaba, y de dos tiernas niñas que dormían todavía en la cuna.
II
El 17 de Enero de 1816 arribó felizmente al puerto de Baltimore. Tenía á la vista la poderosa República del Norte, la tierra deseada donde esperaba hallar los ele- mentos precisos para la salvación de su país natal.
Sin embargo, no conocía siquiera el idioma del pueblo cuyo amparo venía á implorar; y entre todos esos ciuda- danos de la democracia americana con los cuales debía congraciarse, sólo contaba dos amigos. Eran éstos el co- modoro Porter, cuyo afecto se había ganado en un viaje que el noble marino había hecho á Chile, y Mr. Joel Ro- bert Poinsett, aquel agente diplomático de los Estados Unidos que había sido su consejero y le había acompa- ñado en la campaña de 1813.
De la rada de Baltimore, Carrera escribió al último anunciándole su llegada, y comunicándole sus proyectos. Poinsett le contestó que el momento era muy oportuno; que el presidente pensaba consultar al Congreso sobre la conducta que debería observarse con los insurgentes his- pano-americanos; y que este cuerpo estaba entusias- madísimo en favor de la emancipación de las colonias españolas.
Con esta noticia, D. José Miguel se apresuró á pasar á
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Washing"ton, donde se cercioró por sí mismo de las bue- nas disposiciones que abrigaban por la causa de la inde- pendencia los gobernantes y ciudadanos de la Unión.
Allí trabó inmediatamente relaciones muy estrechas con Monroe, en aquel momento ministro de Estado, y que iba á ser poco después presidente de la Confederación, quien le alentó para llevar á efecto su empresa.
Ill
En aquellas circunstancias, los Estados Unidos servían de asilo á muchos de los oficiales de Napoleón I, a quie- nes la caída del emperador había obligado á salir de la Francia. El general chileno se puso en relaciones con mu- chos de ellos, á ''n de persuadirles que cambiasen un ocio molesto para aquellos hombres de guerra por las campa- ñas de la libertad en Chile. Se hizo amigo con José Bo- naparte, con los mariscales Clausel y Grouchy, con el ge- neral Brayer. Todos estos le dieron planes y consejos; Brayer se comprometió además á acompañarle.
Carrera, que había ido sabiendo únicamente el caste- llano, había aprendido en pocos meses el inglés y el fran- cés para comunicarse, ya con los ciudadanos norteameri- canos, ya con los oficiales imperiales cuya cooperación solicitaba, y se expedía en esos idiomas con tanta facili- dad como si los hubiera hablado desde la infancia.
A pesar de una acogida tan lisonjera, D. José Miguel encontraba á cada paso mil tropiezos. Muchos militares se ofrecían á seguirle; pero había necesidad de procurarse municiones, armas, naves, y el dinero le faltaba. Por más que lo buscaba, no hallaba armadores que se atreviesen á correr los riesgos de una expedición cuyas probabilida- des de buen éxito eran problemáticas.
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Mr. Poinsett le ayudaba con todas sus fuerzas y toda su influencia.
Al fin pudo éste inducir á unos ricos comerciantes, más emprendedores que los otros, á que entrasen en el pro- yecto. Exigían g-anancias exorbitantes y ventajas de judío; pero D. José Miguel estaba dispuesto á pasar por todo, á trueque de que la expedición se realizara.
Tenía ya muy avanzados los preliminares del convenio, cuando se presentó á aquellos negociantes una especula- ción para Santo Domingo, si no más lucrativa, al menos más segura, y rompieron los ajustes.
Esta contrariedad, como otras de la misma especie, no le abatieron. Sostenido por su inquebrantable voluntad, comenzó de nuevo sus pesquisas de uno ó algunos capi- talistas bastante arrojados para que le habilitasen.
Por último, después de un sinnúmero de sinsabores, se entendió con los señores Darcy y Didier, que se compro- metieron á suministrarle y á equiparle cinco buques de distintos portes.
IV
Cuando Carrera tuvo la certidumbre de que iba á con- seguir una escuadrilla, alistó 30 oficiales ingleses y fran- ceses, algunos de un mérito distinguido, compró una gran cantidad de armas, é hizo todos los aprestos que creyó precisos para levantar un ejército en cualquier punto de la costa chilena donde desembarcase.
Corao si contara con el triunfo, :? «7, se limitó á transpor- tar en sus naves un cuadro de militares y un cargamento de fusiles. Pensando, no sólo en la destrucción, sino tam- bién en la reedificación, contrató y condujo al mismo tiempo un cierto número de sabios, artistas y artesanos. Una docena de tales personas, repetía, vale más para
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Chile, que un ejército. Con oficiales pueden formarse tropas en cualquiera parte; pero los mecánicos no se for- man con sargentos instructores.
Sería difícil imaginarse todos los obstáculos que tuvo que superar, todos los trabajos que tuvo que tomarse para poner su expedición en estado de partir.
No obstante la habilitación de Darcy y Didier, tenía todavía por su parte que hacer frente á una multitud de gastos. Para eso le faltaban los medios absolutamente. No hallaba cómo proporcionarse fondos. Estaba ya para venirse; todo estaba costeado y preparado; y, sin embar- go, no podía moverse, porque no tenía dinero con que atender á las necesidades del viaje. Había consumido en los aprestos hasta el último real.
En este apuro logró que le prestasen 4.000 pesos en papel moneda de Baltimore, bajo condición de reembol- sarlos al fin de un año en pesos fuertes, con la utilidad de un ciento por ciento.
Por gravoso que fuera este empréstito, Carrera lo reci- bió como un favor señalado del cielo. Sin esta cantidad se habría visto forzado á llevarse anclado en el puerto. Así por una carta que he tenido ocasión de consultar, dio las más expresivas gracias á su acreedor, el jefe de la Administración de Correos de Baltimore, Mr. John Skin- ner Squire.
Era éste uno de los norteamericanos más entusiasma- dos en favor de la independencia de las colonias españo- las, y grande apreciador del revolucionario chileno. Se había prestado gustoso á servir de agente al Gobierno de nuestro país para mantenerlo en relación con todos los gobiernos insurgentes de América, y distribuir entre ellos su correspondencia y sus periódicos. Era D. José Miguel quien le había apalabrado con este objeto, y Skinner se había ofrecido á desempeñar, no sólo la mencionada co- misión, sino igualmente cualquiera otra que se le enco- mendase.
Por las condiciones que exigía un amigo de la causa y
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del caudillo como era éste, puede colegirse cuáles serían las que impondrían los indiferentes, los simples especu- ladores.
Lo referido permitirá conjeturar las dificultades venci- das por Carrera para efectuar la expedición.
En pocas circunstancias de su vida desplegó más acti- vidad, más genio, que en su viaje á los Estados Unidos. Habiendo llegado á ese país como un desconocido y sin dinero, se relacionó con los más encumbrados personajes, y organizó una escuadrilla bien tripulada y pertrechada.
El 26 de Noviembre de 1816 salió de Baltimore á bor- do de la corbeta Clifton. La escuna Davei, los berganti- nes Salvaje y Regente y la fragata General Scott (así se llamaban los otros barcos de la expedición) debían se- guirle sucesivamente y en el orden en que los dejo enu- merados.
El 9 de Febrero del año siguiente arribó la Clifton á Buenos Aires.
Sin pérdida de tiempo desembarcó D. José Miguel, y fué á ponerse á las órdenes de Pueyrredón. Su objeto al hacer escala en aquel puerto era el de orientarse del es- tado de la guerra, y combinar sus movimientos con los del ejército que sabía se estaba organizando en Mendoza.
El director de la República Argentina le recibió con cortesía y benevolencia; le anunció que en aquel momen- to las tropas de San Martín debían estar atravesando la Cordillera; le dijo que ese general llevaba orden de hacer proclamar á O'Higgins director supremo; le confesó con sinceridad que, en aquellas circunstancias, estimaría fu- nestísima la presencia de su interlocutor en Chile; á su juicio, la antigua rivalidad de D.José Miguel con O'Hig-
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gins, y las desavenencias más recientes que el primero había tenido con San Martín, le cerraban por entonces la entrada de la Patria; concluyó proponiéndole que cedie- se la escuadrilla al Gobierno y regresase á los Estados Unidos en calidad de agente diplomático de Chile y Bue- nos Aires.
Carrera replicó que, como ciudadano chileno, no podía admitir cargo alguno de un Gobierno extranjero, y que, por otra parte, estimaba poco decoroso para sí un em- pleo holgado y lucrativo, cuando la independencia de la tierra de su nacimiento no estaba asegurada. Con todo,, agregó que suspendería su viaje á Chile hasta ver el re- sultado de la invasión de San Martín, y esperaba, caso de frustrarse ésta, ser auxiliado por la República del Plata para intentar á su vez la restauración de su país natal.
Fué éste el fin de la conferencia. Los dos interlocuto- res se separaron disgustados, pero con todas las aparien- cias de la cordialidad y sin romper todavía uno con otro abiertamente.
Entretanto llegó la noticia de la victoria obtenida en Chacabuco. Este suceso variaba necesariamente el plan de la expedición de Carrera, pero no su importancia.
D. José Miguel ofició entonces al director solicitando que le dejase ir con su escuadrilla á perseguir el comer- cio español en el Pacífico y á esforzarse porque la ban- dera de la revolución dominase en el mar, como ya do- minaba en tierra.
Pueyrredón le contestó de palabra que estaba resuelto á desbaratar la expedición y á impedir, tanto la partida de Carrera, como la de sus compañeros. Temía que la presencia de este caudillo en Chile fuese la señal de un trastorno en el orden establecido.
D. José Miguel protestó enérgicamente contra tal vio- lencia; indicó los perjuicios que iba á sufrir la causa de la emancipación con el destrozo de una fuerza naval que po- día ser muy provechosa; y manifestó el aprieto en que se- mejante medida le ponía, obligándole á faltar á sus com-
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premisos con los armadores y con las personas que había traído de la otra extremidad de la América, confiadas en su buena fe.
Todas sus representaciones fueron palabras arrojadas al viento. Carrera no tenía cómo resistir y se vio precisado á ceder.
Los pasajeros de la Clifton y de la escuna Davei, que en el intervalo había también llegado, recibieron orden de desembarcar.
El Gobierno había prometido pagar el costo de la ma- nutención en tierra de aquellos voluntarios extranjeros. Era eso justo, puesto que era él quien estorbaba al jefe de la expedición cumplirles las promesas que les había hecho.
Carrera se apresuró á hacer los honoies del recibimien- to á los compañeros que había conducido. Los alojó y alimentó lo mejor que pudo. En poco tiempo gastó 1.500 pesos para satisfacer las necesidades más premiosas de sus huéspedes, con lo que puso fin á todos sus recursos.
En cumplimiento de lo prometido pidió entonces al director que ordenase librarle contra las arcas nacionales el alcance de aquel desembolso. Pueyrredón respondió con una negativa formal á esta petición.
Esto puso el colmo á la exasperación de Carrera; pero su mala estrella quería que no tuviese siquiera ni á quién demandar justicia.
VI
En el ínterin fondeó en el puerto el bergantín Salvaje. Su capitán y sobrecargo exigieron del capitán Davy, de la Clifton, que se escapase con su corbeta y se marchase en unión del Salvaje á las costas de Chile, para cumplir el convenio que habían ajustado en Norte-América.
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Davy, que ya se había puesto á disposición del direc- tor, rehusó convenir en lo que le proponían. De aquí se originó entre ellos una disputa bastante acalorada.
El Gobierno no tardó en tener conocimiento de las pretensiones del capitán del Salvaje y de lo que ocurría en la escuadrilla.
Entre los oficiales franceses venía un coronel, Lavays- se. Carrera le había encontrado en Nueva York, arruina- do y sin tener cómo vivir. Lavaysse le había manifestado su cruel situación y le había rogado que le trajese consi- go. Había obtenido sin trabajo que sus súplicas fueran acogidas y se había venido en la corbeta Clifton.
Cuando, por orden del director, habían bajado los ex- pedicionarios á tierra, D. José Miguel había hospedado á este individuo en la propia casa de su hermana doña Javiera, donde había sido tratado con toda especie de consideraciones.
Mas aquel hombre ingrato y desleal, viendo que el pro- yecto de su bienhechor podía darse por frustrado, entró en negociaciones con Pueyrredón, se aseguró un grado en el Ejército y delató la contienda de los capitanes, atri- buyéndola á intrigas de D. José Miguel, que quería fu- garse para Chile con sus buques.
Bastó este denuncio para que se decretara la prisión de los tres hermanos Carrera y de algunos de sus principa- les amigos.
A las doce de la noche del 29 de Marzo fueron arres- tados D. José Miguel y D. Juan José y puestos en la más absoluta incomunicación á bordo de un buque de guerra surto en la bahía.
Una casualidad salvó á D. Luis de correr igual suerte.
A la hora de la aprehensión estaba fuera de su casa. Doña Javiera, sin atolondrarse por lo que sucedía, en me- dio de la confusión del momento, envió un ¿nensajero á la casa donde sabía se encontraba su joven hermano. Don Luis, advertido á tiempo, alcanzó á ocultarse y logró bur- lar las pesquisas de sus perseguidores.
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Los otros dos estuvieron á bordo catorce días, sin que se les tomara una sola declaración, ni se les hiciera la me- nor indicación acerca del motivo de su arresto. El Go- bierno no pensó nunca en formarles un proceso, para el cual no había absolutamente materia.
Al fin de ese término fueron trasladados á uno de los cuarteles de la ciudad, siempre con la misma incomuni- cación.
Hacía tres días que se hallaban en esta nueva cárcel, cuando San Martín, que después de la batalla de Chaca- buco había hecho un viaje á Buenos Aires, se presentó en el cuarto de D. José Miguel.
La conversación de los dos generales fué una mezcla extraña de insultos y de cumplimientos. San Martín dijo, entre otras cosas, que él era el primero en reconocer los servicios que Carrera había prestado á la causa de la in- dependencia en su país, y agregó á continuación que no divisaba ningún inconveniente en que regresase allá con sus hermanos, pues tenían acordado con O'Higgins ahor- car sin más plazo que media hora al que chistase la me- nor palabra contra el Gobierno. "Siendo eso así, gene- ral— ^le contestó el preso — , ningún hombre racional se expondrá á semejante arbitrariedad sin contar con los me- dios de resistirla."
Después de esta visita, Pueyrredón envió á doña Javiera tres pasaportes para que sus hermanos partiesen á los Es- tados Unidos. Junto con la remesa de los salvoconductos, le hizo asegurar que entretanto D. Luis podía presentarse en público libre de temor, y que la prisión de los otros dos no había sido más que una pura medida de política.
La familia, creyendo descubrir en este dulce recado una red para encarcelar á D. Luis, que se había escapado hasta entonces de las garras de sus enemigos, obró en conformidad de tal concepto. D. Luis tuvo buen cuidado de no salir de su escondite, y los otros dos se pusieron á pensar seriamente en los medios de fugarse. Veían dema- siado que era locura aguardar justicia del Gobierno. Sólo
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con el silencio respondía el director á todas sus solici- tudes.
No sé con qué pretexto logró D. José Miguel que se le trasladara nuevamente al buque de guerra donde pri- mero le habían colocado, y desde allí, burlando la vigi- lancia de sus guardianes, se salió en un bote que tenía preparado de antemano.
Su fuga fué conocida al instante.
Inmediatamente corrió en su alcance una lancha con veinte soldados; pero á despecho de sus esfuerzos, el pri- sionero les ganó la delantera, y pudo refugiarse en Mon- tevideo, que se hallaba entonces en poder de los portu- gueses.
D. Juan José, menos feliz que su hermano, no encontró una ocasión propicia para imitarle en su fuga, y permane- ció todavía encarcelado.
Al cabo de varios días, cuando se hubo amortiguado algún tanto la irritación de sus adversarios, se fingió en- fermo, y obtuvo de esta manera que se le permitiera ir á medicinarse en su casa.
Esta circunstancia le permitió ponerse otra vez en con- tacto con su hermano Luis, que siempre permanecía es- condido en Buenos Aires, y con aquellos amigos de su familia que en la desgracia común habían dado pruebas del sincero afecto que á ella los unía.
CAPITULO VIII
Exasperación de los carrerinos inmigrados en las provincias argenti- nas.— Tertulia que tenían en casa de doña Javiera Carrera. — Pro- yectos de conspiración contra el Gobierno de O'Hig-g-ins. — Viaje de D. Luis Carrera para Chile. — Su prisión en Mendoza. — Prisión de D. Juan Felipe Cárdenas, compañero de D. Luis, en San Juan. — Viaje de D. Juan José Carrera. — Su prisión en la posta de la Barran- quita, provincia de San Luis. — Proceso que se sigue á los dos her- manos y sus cómplices. — Anhelo da D.Juan José por encerrarse en la vida doméstica. — Trabajos de los dos hermanos para fugarse de la cárcel. — D. Luis forma el proyecto, no sólo de escaparse, sino- también de derribar á las autoridades de Mendoza, para proporcio- narse auxilios con que pasar á Chile. — Este plan es denunciado al intendente Luzurriaga, quien lo estorba al tiempo de irse á ejecutar. — Generosidad de D. Luí?. — Defensa que hace en favor de los Ca- rrera D. Manuel Novoa. — Temores que inspiran los dos Carrera. á las autoridades mendocinas á consecuencia del desastre de Can- cha-Rayada.— Determinación que toma San Martín contra estos dos adversarios con motivo del mismo suceso. — Procedimientos extraor- dinarios que se siguen para sentenciar á los Carrera. — Ejecución de D. Juan José y D. Luis Carrera. — Oficios de San Martín y O'Hig- gins en favor de estos dos jóvenes. — Conducta cruel del último con: el padre de los Carrera.
La persecución y el infortunio, como era natural, tenían I ¿e:>pechados á los Carrera y á cuantos se habían ligada j á su suerte.
I La vuelta á la patria los estaba prohibida, como si los. españoles dominaran en ella. La proscripción había reem-^
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plazado á su antiguo poderío, la miseria á su esplendor. La calidad de amigo suyo era de este y de aquel lado de los Andes un motivo de desgracia, como, en otra época, lo había sido de prosperidad.
Veían felices, fuertes, poderosos, á sus aborrecidos con- trarios, que les habían sucedido en ese mando, en esos honores, en esa influencia, poseídos poco antes por ellos solos.
A los viejos agravios se habían agregado otros nnevos. Con esto se había redoblado el encono de los Carrera contra San Martín, contra O'Higgins, contra el círculo de estos generales, contra todos esos que en Chile les habían disputado el poder, que en Mendoza los habían encade- nado como díscolos incorregibles, que después de la vic- toria de Chacabuco les negaban la entrada al país de su nacimiento, de sus afecciones, de su prosperidad, como si fueran bandidos intratables.
Sus ánimos altivos se rebelaban contra una persecución tan rigorosa, y, á su juicio, tan inmerecida.
La esperanza de vengarse, de abatir á sus rivales, de recuperar esa dominación que habían perdido, era su único consuelo, el único lenitivo de sus males; el medio de conseguirlo era su pensamiento dominante.
II
La mayor parte de los carrerinos que residían en Bue- nos Aires se reunían con D. Juan José y D. Luis en casa de doña Javiera. Esta tertulia era, puede decirse, el club central del partido. En ella se leían las cartas que escri- bían los amigos de Chile y de Mendoza; se comentaban los sucesos en vista de los interesas y pasiones de los concurrentes; se murmuraba contra San Martín, O'Hig- gins y Pueyrredón; se avanzaba por la imaginación la mar-
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 161
cha de los acontecimientos, y se trazaban planes de con- ducta para el porvenir.
Se sabe cuan propensos son los bandos políticos á for- jarse ideas halagüeñas, sobre todo cuando están caídos. El deseo de levantarse les quita toda prudencia y no les permite juzgar los hechos como son en sí. Se abstraen de la realidad, para vivir sólo en un mundo de ilusiones.
Fué lo que sucedió á los tertulios de doñajaviera.
Sus corresponsales de aquende la Cordillera, víctimas del encono implacable que D. Bernardo abrigaba contra los carrerinos, sintiendo un ardiente deseo de un cambio en el Gobierno, lo creían una cosa posible; y dominados de su ilusión, miraban todas las ocurrencias sólo por el lado que era favorable para ellos. Así hablaban en sus cartas de la impopularidad que atraían sobre la nueva ad- ministración la inflexibilidad de la política adoptada por ella, los secuestros y contribuciones, el absoluto dominio que ejercía San Martín, las pretensiones demasiado alta- neras de algunos jefes auxiliares; pero se dejaban en el tintero el prestigio inmenso que le habían dado el esplén- dido triunfo de Chacabuco, la restauración de la Patria, la expulsión casi completa de los realistas; y se olvidaban, al hacer sus raciocinios, del poderoso apoyo que le pres- taban las bayonetas de un brillante ejército.
En vez de referir los corresponsales lo que la pasión les impedía ver, una de sus cartas prometía 21.000 pesos para tramar una conspiración; otra anunciaba que tal po- tentado, poco ha enemigo de los Carreras, se hallaba dispuestísimo en su favor, y había quebrado enteramente con O'Higgins; otra, que tal oficial superior estaba dis- gustado con el Gobierno. El uno ofrecía su brazo; el otro, su caudal; aquél echaba en rostro á sus antiguos caudillos la inercia vergonzosa que los mantenía en una tierra ex- traña mano sobre mano; éste les suplicaba que salvasen á sus partidarios y á Chile.
Casi todos los proscriptos de Buenos Aires daban asenso á estas noticias lisonjeras, por la misma causa que
II
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inducía á sus corresponsales á transmitirlas como ciertas. Estaban impacientes por salir de su abatimiento, y esto los forzaba á tomar por realidades lo que no era sino sueños. [ij D. Juan José y D. Luis habían intervenido en muchas conjuraciones para que ignorasen que antes de ponerse á la obra todo es ofertas, todo se allana, todo se proporcio- na; pero que cuando se llega á la ejecución, muchos de esos elementos son palabras, nada más que palabras.
Con todo, á pesar de su experiencia, no supÍ3ron esti- mar semejantes datos en lo que valían, y se acaloraron con los dichos apasionados de sus amigos.
El apresuramiento por reconquistar la elevada posición que habían perdido les quitaba la calma para apreciar la verdad de los hechos. El arrojo que sobraba á su carác- ter les presentaba como posibles las empresas más teme- rarias.
No faltaron entre sus mismos adictos hombres previ- sores que les señalasen el abismo donde iban á precipi- tarse; pero no quisieron escucharlos y caminaron adelante con los ojos cerrados.
D. José Miguel, que habría sido el único capaz de mo- derar su ardor desenfrenado, estaba asilado en Montevi- deo y no sabía absolutamente nada de lo que en la capi- tal del Plata maquinaban sus hermanos, en unión con al- gunos impetuosos partidarios.
III
En vista de las noticias y ofrecimientos que les venían de Chile, los concurrentes á la tertulia de doña Javiera se pusieron á combinar sus planes. La distancia y el atrevi- miento de sus ánimos les hacían mirar los proyectos más aventurados como fáciles y asequibles. Se fijaban mucho en las probabilidades favorables y poquísimo en las ad-
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versas. De ahí resultaba que veían las ventajas y no los inconvenientes de sus pensamientos.
Raciocinando de este modo, nada les parecía más sen- cillo que derribar al Gobierno, sostenido por el prestigio de la victoria del 12 de Febrero y al general San Martín, á quien apoyaba un ejército lleno de entusiasmo por su per- sona.
Para eso contaban con las promesas vagas que ya he mencionado y con otros recursos no menos eventuales.
D. Manuel Rodríguez había sido en otro tiempo su amigo decidido. Los servicios que este eminente patriota había prestado al sistema nacional le habían valido una gran reputación y mucha influencia en el país. Era seguro que les ayudaría con su nombre y su cooperación. No lo sabían positivamente, ni se habían comunicado con Ro- dríguez; pero lo suponían.
La fragata General Scott no había llegado aún de Es- tados Unidos; pero no debía tardar. D.José Miguel podía embarcarse en ella en el momento oportuno para ir á sos- tenerlos por mar. ¿Y si la fragata no venía? ¿Y si al tiem- po de su arribo el Gobierno argentino se apoderaba de ella, como lo había hecho con los otros buques? No to- maban en cuenta para nada las eventualidades adversas como las que he indicado, y, por consiguiente, todo lo veían á medida de sus deseos.
Estos dos ejemplos, que he entresacado entre otros, mostrarán de qué naturaleza eran los arbitrios que en aquel club se propusieron y discutieron. Todos ellos eran el producto de un despecho impaciente que no podía contenerse, que no sabía aguardar. Los medios debían ser tan disparatados como el pensamiento de derribar el Gobierno de O'Higgins al siguiente día, puede decirse, de un triunfo como el de Chacabuco, que había libertado al país de una dominación odiosa y que había cubierto de gloria á los vencedores.
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IV
Sin embargo, todo me inclina á creer que lo que dejo narrado fué sólo conversación, y que nada quedó defini- tivamente acordado, á no ser la resolución de conspirar para derrocar á sus adversarios y la necesidad de introdu- cirse en Chile de una manera furtiva, á fin de disponer los elementos de la empresa en el lugar mismo que había de ser teatro de ella.
Se decidió, pues, ese viaje, cuyo término había de ser tan fatal para los dos actores principales.
Con el objeto de no despertar sospechas, se convino en que los completados se dirigiesen á Chile sucesiva- mente y en grupos separados, y se señaló por punto de reunión la hacienda de San Miguel, perteneciente á don Ignacio de la Carrera.
Partieron los primeros D. Manuel Jordán, D. Juan de Dios Martínez, D. Manuel Lastra, hijo de doña Javiera; José Conde, fiel asistente de D. José Miguel, que le había acompañado desde España, y dos ó tres oficiales norte- americanos, también comprometidos en el proyecto.
Todos ellos lograron atravesar la Cordillera sin acci- dente notable y penetrar felizmente en el territorio chi- leno.
El 10 de Julio de 1817, al rayar el alba, salió D. Luis de Buenos Aires para el último viaje que había de em- prender en su vida. Para no ser reconocido se había ata-
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do la cara con un pañuelo y había tomado el traje de peón y el nombre de Leandro Barra. Venía acompañando á D. Juan Felipe Cárdenas, joven militar retirado del Ejér- cito chileno, á quien aparentaba servir en calidad de mozo.
Cárdenas fingía ser un comerciante que pasaba á este lado de los Andes por motivos mercantiles, y de este modo se había provisto sin dificultad en Buenos Aires del correspondiente pasaporte.
Les dos viajeros se apartaron del camino real, y siguie- ron sendas extraviadas al través de los campos. Comían y dormían en los ranchos del tránsito, cuidando de no dete- nerse sino el tiempo absolutamente preciso. Con estas precauciones llegaron salvos y sin ningún contratiempo á la ciudad de Córdoba.
D. Luis se fingió enfermo y permaneció en cama mien- tras estuvieron en aquel punto. Cárdenas, en su papel de amo, hizo revisar el pasaporte y agenció las diligencias de la Policía.
Hasta allí todo iba bien.
El 20 de Julio dejaron á Córdoba y continuaron su ruta. Llevaban la más completa seguridad de que nada había revelado su verdadera condición á las autoridades de la población de donde se alejaban.
Hacía dos días que marchaban, sin que les hubiera su- cedido cosa notable, cuando por desgracia se les juntó el correo que conducía la correspondencia para la Rioja.
La vista de aquella valija les inspiró la maldita idea de que tal vez por su medio podrían averiguar si su fuga ha- bría sido descubierta en Buenos Aires. Caso de haber acontecido así, debía ir entre la correspondencia oficial encerrada en aquella maleta una requisitoria contra ellos.
En el acto se apoderó de ambos, y en especial de don Luis, un vivo deseo de disipar sus dudas. Para satisfacer- las trataron de ganarse la confianza del postillón, y co- menzaron á halagarle. Cuando se hubo establecido entre los tres esa cordialidad amistosa, propia de caminantes
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que siguen el mismo rumbo, Cárdenas, mirando la valija, dijo que dentro de ella debían ir unos documentos que mucho le interesaban, y preguntó al correo si le sería lí- cito abrirla para cerciorarse de ello.
El conductor se negó redondamente á la pretensión, manifestando que sólo los maestros de posta podrían con- cederle lo que solicitaba. Viendo D. Luis que el arbitrio no había surtido efecto, para no despertar sospechas se apresuró á apoyar los asertos del postillón, y demostró con toda formalidad á su supuesto amo la sinrazón de la de- manda.
Los tres prosiguieron la marcha en la mejor armonía y no volvieron á tocar una sola palabra del asunto.
Sin embargo, los dos chilenos estaban muy lejos de ha- ber desistido de su propósito. Habiéndoseles frustrado su primer plan para registrar la correspondencia, confabula- ron otro, de que se prometieron mejor resultado.
Cuando se iba acercando la noche convidaron al posti- llón para beber y le embriagaron. En el alojamiento, Cár- denas le pidió la valija para convertirla en almohada. E correo no se atrevió á rehusar un favor tan ligero á su ale- gre y garboso compañero de viaje.
Pocos momentos después, el cansancio y la embriaguez le tenían sumergido en el más profundo sueño.
Entonces Cárdenas, sacando una navaja, se puso á rom- per la maleta. Pareció á D. Luis que andaba lerdo en la operación, y arrebatándole la navaja, la concluyó el mis- mo. Extrajeron la correspondencia y acomodaron la valija lo mejor que pudieron.
AI día siguiente, habiéndose convencido de que no ve- nía ninguna requisitoria, arrojaron los paquetes de cartas á un lado del camino.
El postillón no reparó absolutamente en la rotura de su maleta.
Llegó ese día á la posta del Corral del Negro, siempre en compañía de los dos viajeros, entregó la valija y se vol- vió atrás en la misma ignorancia.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 167
El nuevo postillón no observó tampoco la falta de la co- rrespondencia y continuó con Carrera y con Cárdenas hasta la posta inmediata, en donde se separaron, los unos para San Juan y el otro para la Rioja, sin que nadie hu- biera recelado la sustracción.
En San Juan, Carrera y Cárdenas se detuvieron cuatro ó cinco días. Mientras el segundo practicaba las diligen- cias de estilo, el primero, como en Córdoba, se fingió en- fermo y permaneció oculto en la cama.
Desde este punto D. Luis se encaminó solo para Men- doza. Quedóse todavía Cárdenas, porque tenía que arre- glar algunos negocios; pero se comprometió para alcan- zarle en breve tiempo, á fin de emprender juntos el paso de los Andes.
VI
El 3 de Agosto, á las siete de la noche, arribó D. Luis á Mendoza. Un mozo que le acompañaba le llevó á alo- jarse á casa de un vecino obscuro, el cual, no sé por qué motivo, malició el disfraz de su huésped. Por el tono con que se le trataba conoció el viajero que, si no estaba des- cubierto, era al menos sospechoso, y pensó al punto cómo ponerse á salvo, saliendo á buscar otra casa más segura adonde mudarse.
Como era de noche no le fué fácil encontrarla, y tuvo á las diez que regresar á su primer alojamiento, resuelto sí á tomar al otro día sus precauciones.
Halló la puerta cerrada, y á pesar de sus súplicas no consiguió que se la abriesen. Reclamó entonces su equi- paje; pero también le fué negado. Esta conducta aumentó los temores de D. Luis.
Echóse á andar por la ciudad sin rumbo fijo y sin saber qué determinación tomar. Estaba proscripto. El intendente
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de aquella provincia era D. Toribio Luzurriag-a, el azote de los carrerinos. Este funcionario era tan temido conao detestado por todo el partido. Era el carcelero, el verdu- go, el brazo de hierro que San Martín empleaba en sus persecuciones. El proceder de su huésped hacía temer á D. Luis que su lleg-ada hubiera sido denunciada á ese implacable enemigo. Tal vez en aquel momento sus esbi- rros corrían á prenderle. ¿Cómo no azorarse?
En medio de su inquietud é incertidumbre, Carrera se encontró casualmente con un antiguo camarada. Le miró como un socorro enviado del cielo y se creyó salvado.
Era éste D. José Ignacio Fermondoy, ex capitán de Ar- tillería, que había sido su subalterno, cuando, en tiempos más felices, mandaba ese cuerpo en Chile.
Apenas el proscripto hubo reconocido á su compañero de armas, le descubrió quién era, le manifestó su apurada situación, le pidió que le auxiliase. Fermondoy le ofreció protegerle como pudiera, y le condujo á un fundo inme- diato á la ciudad, en el cual vivía.
D. Luis respiró y se estimó seguro bajo el amparo de la amistad. Esperaba por momentos á Cárdenas, y tenía resuelto, tan luego como éste llegase, abandonar para siempre aquel país, que para él y su familia había sido la tierra del infortunio. Al otro lado de los Andes le aguar- daba lo desconocido, quién sabe qué, la lucha, tal vez el triunfo, tal vez la muerte. Pero poco se detenía en las ideas lúgubres. Iba á tentar la fortuna y confiaba en la bondad de su estrella. La magnitud de la jugada no le hacía palidecer. Su audacia le presentaba como infalible el logro de sus deseos.
Entretanto su ocultador Fermondoy era presa del miedo más acerbo. Acababa de saber que el equipaje de D. Luis había sido entregado á Luzurriaga. La presencia de su amigo en la ciudad no era ya un secreto para el intenden- te, que en aquella hora debía estar haciéndole buscar con todo empeño. Si era descubierto en su casa, ¿qué le su- cedería á él mismo?
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 169^
En aquella época los odios políticos eran inhumanos, encarnizados. No conocían la piedad ni la toleraban en los indiferentes.
Fermondoy temblaba delante de los grandes perjuicios que le amenazaban si el proscripto era sorprendido en su casa. Esta zozobra le puso triste, meditabundo.
D. Luis observó su aire sombrío y comenzó á recelar una traición. ¿Tendría aquel hombre ánimo de venderle? Los individuos que están fuera de la ley son muy suspica- ces y propensos á sospechar una perfidia en cuantos se les acercan, una red en cuanto les rodea.
Impaciente el joven por salir de sus atormentadoras du- das, interrogfó á Fermondoy sobre aquel sobresalto que no podía disimular y se traslucía en su semblante.
Fermondoy le participó en contestación con franqueza, aunque con miramientos, cuáles eran sus cuidados.
D. Luis reconoció la verdad de sus temores.
Entonces convinieron en que el fugitivo se trasladaría aquella misma noche á un escondite más lejano y, por lo tanto, menos expuesto á la vigilancia de los agentes de Luzurriaga.
A las dos de la mañana del 5 de Agosto se pusieron en marcha con este objeto, acompañados de un solo sirvien- te. Habían andado apenas unas cuantas cuadras, cuanda fueron sorprendidos por dos patrullas que estaban apos- tadas en el sitio, evidentemente con el conocimiento an- ticipado del itinerario que iban á seguir.
VII
Hallándose D. Luis en poder de sus enemigos, y siendo interrogado sobre el fin de aquel viaje misterioso, declaró que el aburrimiento de la pobreza y de las persecuciones le hacía encaminarse á su patria para buscar protección!
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en su familia; que iba dispuesto á vivir retirado en el cam- po, ó si esto no era posible, á pasar á alguna tierra extran- jera con los recursos que le proporcionase su padre; que, para no ser estorbado en su proyecto, había salido de Buenos Aires con el nombre fingido de Leandro Barra y el disfraz de mozo de D. Juan Felipe Cárdenas; que éste se había detenido en San Juan; pero que había quedado convenido en alcanzarle pronto para atravesar juntos la Cordillera.
Sin pérdida de tiempo Luzurriaga despachó un pliego á esta última ciudad, ordenando se aprehendiese á Cárde- nas, para continuar y formalizar la sumaria.
Antes de recibirse este mandato, D. Juan Felipe había sido asegurado.
Apenas Carrera y Cárdenas se habían separado del postillón, el maestro de posta había reparado la sustrac- ción de la correspondencia. Una falta tan extraña había alarmado á las autoridades locales. Se habían hecho in- vestigaciones y todos los indicios habían designado á los dos chilenos.
Desgraciadamente para ellos, habían dejado trazas por las cuales podía conjeturarse la dirección que llevaban. En el acto se habían despachado requisitorias, y, en su virtud, Cárdenas había sido aprehendido en San Juan el 3 de Agosto.
D. Juan Felipe principió por negar porfiadamente cuan- tos cargos se le hacían. Se le tomó una primera y una se- gunda declaración; en las dos se mantuvo firme. Enton- ces, para vencer su obstinación, el que le interrogaba le hizo saber que D. Luis había sido descubierto, que había revelado su disfraz, y dado á conocer la complicidad de Cárdenas en su fuga. A esta noticia, el reo perdió la se- renidad y confesó todo lo que sabía, la rotura de la vali- ja, la conspiración proyectada contra el Gobierno de Chi- le, la escapada de Buenos Aires que á la fecha debía ha- ber practicado D. Juan José, á imitación de su hermano.
Esta revelación dio á Luzurriaga el hilo del complot.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 171
Sin pérdida de tiempo ordenó á Dupui, gobernador de San Luis, que asegurase la persona de D. Juan José, cuan- do pasase por su jurisdicción; y ofició á San Martín, co- municándole lo que acontecía.
VIII
Efectivamente, con corta diferencia, el anuncio de Cár- denas se había verificado.
D. Juan José Carrera salió con el día de Buenos Aires el 8 de Agosto. Para no hacerse sospechoso, se valió de un ardid semejante al de su hermano. Cambió su nombre por el de Narciso Méndez, y se fingió mozo de un impre- sor chileno llamado Cosme Alvarez, que venía represen- tando el papel de comerciante de muías.
Durante las primeras jornadas se extraviaron de pro- pósito por los campos; pero viendo que el rodeo los re- tardaba demasiado, volvieron á tomar el camino real, y continuaron por la ruta común.
El viaje de D. Juan José iba á ser más azaroso que el de su hermano D. Luis. Una aventura terrible debía pro- nosticarle el triste destino que le aguarda al fin de la jornada.
En la posta del arroyo de San José dieron un mucha- cho por postillón á nuestros dos caminantes.
El cielo estaba sereno, la atmósfera pura y calmada.
Carrera venía sumamente fatigado y muerto de hambre. La escasez de recursos por aquella pampa casi desierta, y las zozobras de la fuga, le habían hecho pasarse dos días sin comer. Sentía necesidad de pronto refrigerio y de pronto reposo.
Estas imperiosas exigencias de la naturaleza le hicie- ron suplicar á Alvarez que se adelantase á la cañada de Luca, la posta más vecina, para que le tuviera preparado
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alojamiento y comida. Por este motivo, quedó solo con el muchacho que le servía de postillón.
El cielo, poco antes limpio y azul,se comenzó de repen- te á cargar de negros nubarrones. Los viajeros, olfatean- do una de esas improvisadas tempestades, frecuentes en esos climas, apresuraron el paso; pero, por mucho que aguijonearon á sus caballos, la tempestad anduvo más li- gera que ellos.
El agua principió á caer á torrentes; el granizo azotaba sus cuerpos entumecidos; la obscuridad de la noche, que por instantes se hacía más densa, les impidía distinguir los objetos á una vara de distancia.
Por el pronto, resistieron la furia desencadenada de los elementos; pero al fín sucumbieron. Habían perdido el camino. No sabían dónde estaban, ni adonde dirigirse. No tuvieron más arbitrio que detenerse en medio del campo y á cielo raso, encomendándose á la protección de Dios.
La tempestad duró trece horas, sin calmarse.
Cuando aclaró, D. Juan José quiso levantarse, pero no pudo; el hielo había trabado sus miembros. El calor de los rayos del sol, que por fortuna suya apareció sobre el horizonte, reanimándole algún tanto, le permitió moverse. Entonces logró ponerse de pie, y mirar á su alrededor. Los caballos se habían escapado. A poca distancia esta- ba el postillón, tendido sobre el suelo. Acercóse á tocar- le y le encontró muerto. Su contextura, más débil que la de su hercúleo compañero, no había tenido fuerzas para sostener el ímpetu de la borrasca.
D. Juan José sentía su cuerpo todo quebrantado. Sin embargo, le era forzoso andar para buscar socorro. Así lo hizo con una fatiga indecible, hasta que llegó á un mise- rable rancho, donde pudo secar su ropa y calentar ai fuego sus ateridos miembros.
Cosme Alvarez le había estado aguardando toda la noche en la cañada de Luca, lleno de ansiedad. No vién- dole venir todavía al otro día, aquel fiel amigo, más bien
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 173
que servidor, volvió atrás para buscarle. Hallóle caminan- do á pie, enfermo, desalentado. Le tomó consigo y le llevó al alojamiento.
Junto con ellos, y por opuesto lado, llegaba á la caña- da de Luca el correo de Mendoza.
Trabaron los tres conversación, y el correo, sin com- prender el golpe mortal que asestaba á sus interlocutores, les refirió la única noticia de importancia que traía: la prisión de D. Luis Carrera á tiempo que se dirigía de in- cógnito para Chile.
Con esta nueva, D. Juan José se creyó enteramente perdido. A la debilidad de su cuerpo se añadió el abati- miento de su ánimo. Se llenó de dudas y vacilaciones; no sabía qué hacerse. Ya proponía á Álvarez regresar á Bue- nos Aires; quizás su ausencia no habia sido todavía nota- da. Ya quería irse á refugiar á Santa Fe, cuyo gobernador era su amigo y pariente. Pero todos estos no fueron sino proyectos. Pasando de la desesperación al colmo de la audacia, determinó desafiar la enemistad declarada de la fortuna y proseguir adelante. Se proporcionó cabalgadu- ras, y adolorido, quebrantado como estaba, corrió á todo galope para Mendoza.
No alcanzó sino hasta la posta de la Barranquita, don- de el 20 de Agosto fué aprehendido por el piquete que con este objeto tenía allí apostado el gobernador Dupui, en cumplimiento de las órdenes de! intendente Luzu- rriaga.
Cosme Alvarez intentó resistir; pero D. Juan José, con- siderando inútil cualquier derramamiento de sangre, le mandó que se entregara y señaló él mismo al oficial del destacamento un par de pistolas que, por no haberlas visto, había dejado á los presos.
Habiendo sido transportados á San Luis, tomaron des- de luego declaración á Cosme Alvarez. Este animoso jo- ven rehusó revelar la menor cosa. Para soltarle la lengua le aplicaron cien azotes. El tormento le hizo confesar á medias la verdad. Refirió los pasos que había dado para
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procurarse el pasaporte; describió el itinerario que habían seguido; contó algunas incidencias poco comprometedo- ras del viaje, y se mantuvo pertinaz en que nada más sabía.
D. Juan José dio por objeto á su fuga la firme resolu- ción de buscar en los bosques de Chile, entre los campe- sinos, un refugio contra la encarnizada persecución de sus enemigos, un asilo donde volver á hallar las dulzuras de la vida privada, el retiro, el olvido.
IX
D. Juan José Carrera no confesaba la verdad.
El deseo de abstraerse de los negocios públicos no había sido ciertamente lo que le conducía á su patria.
Pero si al emprender su viaje no había tenido ese pen- samiento, lo tuvo seguramente cuando se encontró ence- rrado dentro de un calabozo, abatido por la tenaz ene- mistad de la fortuna, viendo desvanecidas las ilusiones que le habían acariciado, sufriendo dolores punzantes de cuerpo y de alma. Entonces los proyectos de la ambición le llegaron á ser odiosos. En aquel momento lo habría dado todo, lo habría prometido todo, porque le hubieran concedido el sosiego de la obscuridad.
Después de tantas agitaciones, de tantos desengaños crueles, de tanto cálculo errado, de tanta esperanza frus- trada, el reposo del hogar doméstico, la separación más completa de la política, habrían sido su mayor felicidad.
Exaltado por la fiebre, no pudo resolverse á aguardar, y se puso á trabajar sobre la marcha para obtener una cosa que en aquel instante era para él el bien supremo. Trató de hacer conocer su voluntad á su esposa, doña Ana María Cotapos, residente en Santiago, para que, mo- viendo toda especie de resortes, empleando cuantos em-
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peños fuesen posibles, le consig-uiera lo que tanto anhe- laba.
Estaba encadenado y no tenía aperos para escribir. La ag-udeza de ingenio que da á los presos la concentración de sus facultades en una sola idea le enseñó á suplirlos. Se proporcionó como pudo una tira de papel mugriento, molió carbón, que remoje en una cascara de nuez, y tajó con unas tijeras una pluma de gallina. Con estos utensilios escribió á su mujer una tierna carta, que descubre la sin- ceridad de su petición.
"Un hombre oprimido y desesperado — le dice en ella — es capaz de hacer diabluras, que en otra situación ni aun. pensaría. Déjenme volver á mi país tan libre como salí de él; déjenme quieto en el campo, y estén seguros que ni. sentirán que tal hombre existe en Chile. Si falto á esto, yo mismo pronuncio desde ahora mi sentencia: que me fusi- len. Pero si soy siempre perseguido, es natural y forzoso que busque de todos modos mi descanso y seguridad."
¡Pobre D. Juan José! Esta súplica y esta promesa no lle- garon á sus adversarios por boca de su esposa, sino más directamente todavía. La carta fué interceptada, fué leída, y, sin embargo, el ruego no fué escuchado.
X
El Gobierno de Chile, el más interesado y el único ofendido en el negocio de los Carrera, puesto que la. conspiración se estaba tramando contra él solo, comisionó al intendente de Mendoza para que adelantase el sumario á los dos jóvenes y les formalizase su proceso. Estimaba peligroso el trasladarlos á este lado de los Andes, aun cuando fueran alojados en un seguro calabozo, y prefería- los inconvenientes que acarrearía el alejamiento de los dos reos principales, á los continuos azares que le ocasio-
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naría la presencia de individuos tan removedores como aquéllos.
En consecuencia, D. Juan José fué transportado á Men- doza y colocado, aunque con entera separación, en la mis- ma cárcel que su hermano.
Las razones de política que aconsejaban esas precau- ciones contra los Carrera, no mediaban respecto de Cár- denas. Antes por el contrario, á San Martín y O'Higgins les convenía procurar indagar por sí mismos de este cóm- plice el alcance y ramificaciones del complot. Así el pri- mero ordenó á su agente Luzurriaga que sin tardanza remitiera á Cárdenas para Santiago.
Entretanto se fué aprehendiendo sucesivamente en Chile á la mayor parte de los conjurados subalternos que habían salido de Buenos Aires antes que D.Juan José y D. Luis.
Excusado es decir que se hicieron con todo empeño las averiguaciones del caso; pero bien poco ó nada fué lo que se sacó en limpio. Como lo he asentado más arriba, no había en realidad sino el pensamiento de conspirar; los medios estaban todavía por acordarse.
Cuando se dirigieron á los Carrera los cargos que re- sultaban contra ellos de las diligencias practicadas en Santiago, como no se les presentaba ningún documento ni testimonio formal que los apoyasen, ó los negaron con fir- meza, ó los explicaron satisfactoriamente.
En este estado de la causa, se les notificó el 23 de Di- ciembre que nombrasen apoderados á quienes encomen- dar su defensa en Chile. Estos apoderados debían aperso- narse ante el director de esta República en el término de veinte días, contados desde la fecha. Los dos hermanos designaron á D. Manuel Araoz.
Este caballero correspondió á la prueba de confianza que le daban y procuró con todo empeño aliviar la triste condición de los proscriptos, sus clientes. Desesperando de conseguir cosa alguna por la vía judicial, recurrió á otro arbitrio, que le pareció más expedito y eficaz.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 177
Se aprovechó de la oportunidad que le ofrecía la jura de la independencia para pedir al Gobierno que manda- se sobreseer en aquel proceso. Daba por fundamento á su solicitud los servicios prestados á la causa de la revolu- ción por los Carrera, por sus amigos y parientes. Pedía para ellos, no la libertad absoluta, sino el destierro. Nin- guno de los dos hermanos volvería á pisar el territorio chileno ó el de las provincias argentinas, cualquiera que fuese el Gobierno que rigiese esos estados, sin permiso previo y terminante. En garantía del cumplimiento de esta promesa ofrecía Araoz la fianza de muchos distinguidos ciudadanos que firmaban con él aquella petición.
La propuesta fué desechada.
¿Por qué el Gobierno no se mostró generoso? ¿Por qué O'Higgins no acabó de vencer á sus rivales á fuerza de magnanimidad? ¿No le bastaba para la tranquilidad de la República el alejamiento de sus émulos? ¿Para qué quería su sangre?
Entretanto D. Juan José y D. Luis eran custodiados en VIendoza con la mayor rigidez.
Aunque ya hubiesen dado sus confesiones, estaban condenados á la más absoluta incomunicación y aprisio- lados con pesados grillos. Luzurriaga les hacía soportar ncomodidades y vejaciones inútiles.
Doña Javiera, su fiel y cariñosa hermana, que no los labía olvidado un solo instante, sabedora de sus padeci- nientos, había reclamado con energía contra tanta seve- idad ante el director de Buenos Aires. Había obtenido )rovidencias favorables; pero éstas habían quedado es- TÍtas al pie de sus representaciones, y en Mendoza fue- on tan desatendidas como si nunca se hubieran dictado.
la
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XI
La humedad del calabozo, el peso de las cadenas, la molestia de la reclusión, la tristeza del infortunio, la so- ledad de la incomunicación, habían debilitado los cuer- pos robustos de aquellos jóvenes vigorosos, y los dos ge- mían bajo el martirio de agudos dolores.
La incertidumbre de su suerte les era insoportable. El recuerdo de su familia sin recursos y en la orfandad aca- baba de abatirlos. D. Juan José sobre todo ansiaba vol- ver á ver á su esposa, y tenía, sin embargo, como un vago presentimiento de que no tornaría á encontrarla sino en el cielo. Este temor le ponía fuera de sí, le desesperaba.
Ese hombre cuya existencia había sido tan agitada, que había gastado la flor de sus años en los devaneos juveni- les, en las conspiraciones, en los campamentos, sentía una necesidad insaciable de quietud, de goces domés- ticos.
Había recibido un bucle de cabello de su querida Ana, que guardaba como una prenda sagrada, como una me- moria de días más felices que temía no volviesen á lucir para él.
Conversaba con su mujer en largas y apasionadas car- tas, donde se revelaba el fuego del amante más bien que el afecto del marido. Escribía también á su compañero de desgracias, el desdichado D. Luis, y á su inconsolable hermana doña Javiera.
Se valía de mil arbitrios, de las más ingeniosas combi- naciones para hacer llegar estas cartas furtivamente á su destino. Luzurriaga le había prohibido que se correspon- j diese con nadie.
Un día que fueron á tomar una declaración á D. Juan José, dejaron olvidados en el calabozo un tintero y unas plumas. El preso robó una pluma y la mitad de la tinta;
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en seguida escondió aquel tesoro en una cueva de ratón. Eran esos los utensilios con que escribía las cartas de que he hablado.
XII
D. Luis se entregaba con menos frecuencia á los pen- samientos tiernos; el objeto de su continua meditación era la fuga.
La libertad es un sentimiento tan natural, que el pri- mer acto de todo preso, cuando se le deja solo, es regis- trar en todos sentidos el calabozo donde se le ha ence- rrado, desde el techo hasta el suelo, á fin de descubrir algún resquicio para poder escapar.
Cuando estas indagaciones le han salido infructuosas no por eso se desanima, sino que intenta ganar al carce- lero, que muchas veces no es tan seguro y fiel como la prisión, y que por codicia, por ambición ó por piedad le suministra los recursos necesarios para huir.
Lo que sucede con todos los prisioneros en general sucedió esta vez con los Carrera, y en especial con don Luis. Desde el instante que fueron sorprendidos pensa- ron en los medios de salvarse, sin aguardar el resultado de un proceso que, dirigido por sus enemigos, no podía menos de serles adverso. AI principio, sus tentativas no fueron muy felices. Cargados de prisiones como estaban, no podían libertarse sin auxilio ajeno. Los centinelas, qua habrían podido ayudarlos en aquel trance, estaban muy distantes de querer hacerlo. Eran soldados vetera- nos, acostumbrados á una rígida disciplina, que no que- rían siquiera escuchar sus palabras, que rehusaban sus obsequios y los mantenían en la más estricta incomuni- cación.
Sin embargo, los dos presos eran tan insinuantes, tan
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activos, tan porfiados, que lograron seducir á algunos de aquellos severos guardianes, aunque no en número sufi- ciente para que la realización de su proyecto no fuera en extremo aventurada. El temor de un fracaso les hizo es- perar una ocasión más oportuna.
La casualidad no tardó en presentársela.
Siendo necesario remitir á Chile todos los desertores del Ejército de los Andes que se habían podido recoger para que se incorporaran de nuevo en sus respectivos cuerpos, salió escoltándolos la mayor parte de la guarni- ción. Con su partida, quedó tan poca tropa de línea en la ciudad, que el intendente se vio precisado á ordenar que en adelante los cívicos reemplazaran á los soldados veteranos en la custodia de la cárcel.
Este cambio mejoró notablemente la condición de los reos. Los nuevos guardianes eran menos rígidos y más accesibles que los antiguos; la ordenanza no había aho' gado en su pecho la voz de la Humanidad. Muchos ade- más eran chilenos á quienes la miseria ó la emigración habían hecho salir de su país, y que simpatizaban natu- ralmente con dos compatriotas desgraciados.
D. Luis Carrera supo con maña utilizar estas disposi- ciones, y bien pronto pudo contar con decididos partida- rios entre los mismos que estaban encargados de custo- diarle. En poco tiempo tuvo á su devoción algunos hom- bres resueltos que no aguardaban más que una señal suya para moverse.
La facilidad con que había logrado persuadirlos le alu- cinó y le hizo pensar más en grande.
Hasta entonces, había limitado sus aspiraciones á la fuga; pero las simpatías que notaba en su favor le inspira- ron la idea de una conspiración. Le pareció poco recupe- rar la libertad; quiso también alzarse con e! mando. No se contentó ya con escaparse, sino que pretendió además aprisionar á sus enemigos y suplantarlos en el Gobierno, como ellos le reemplazarían en la cárcel.
Comparativamente, con recursos iguales ihabían triun-
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fado los Carrera en Chile; ¿por qué no sucedería lo mismo en Mendoza?
La idea era demasiado seductora para que la desecha- se; satisfacía demasiado bien su ambición y su venganza para que no la admitiera.
D. Luis modificó, pues, su primitivo plan, y convirtió en una revolución contra el Estado la sorpresa que había meditado contra la guardia.
El calabozo, como el desierto y como el mar, tiene sus mirajes. El débil crepúsculo que penetra al través de sus rejas favorece la ilusión. Abrumado por la soledad, el huésped de esa morada siniestra se forja sueños de glo- ría y poderío, que por lo común no tienen más realidad que la que la imaginación les presta. Pocos son los que han logrado romper las puertas de la prisión para escalar el poder; muchos son los que las han visto abrirse para marchar al suplicio.
D. Luis entretuvo el tedio de su aislamiento con una de esas visiones de prisionero, y se vio transportado por la fantasía, del fondo de su calabozo, á la cabeza de un ejército que le ayudaría á encontrar en Chile su antiguo rango y la venganza.
El proyecto temerario que imaginó para conseguirlo revela, ya que no un juicio perspicaz y una gran pruden- cia, al menos la extraordinaria osadía que era peculiar á su familia.
Proponíase nada menos que usurpar el mando en la provincia de Cuyo; reemplazar las autoridades existentes en Mendoza, San Juan y San Luis por los cabildos, á los cuales exigiría previamente juramento de que le presta- rían su activa cooperación; formar una división respetable con los muchos chilenos que habitaban en aquella tierra; proponer después de esto una transacción á San Martín; si no admitía, penetrar con su tropa por Arauco, tomar á los españoles por retaguardia y vencerlos. A continuación de su triunfo, tenía meditado convidar de nuevo á San Martín á un arreglo amistoso; pagarle los gastos, si con-
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sentía en regresar con sus soldados á las provincias ar- gentinas; auxiliarle, si prefería marcharse al Perú; obli- garle por la fuerza de las armas, caso que no aceptara buenamente sus ofertas.
La base de este plan gigantesco, concebido por un jo- ven á quien las prisiones privaban de todo movimiento, eran unos cuanto^ milicianos que se había ido ganando uno por uno con sus cálculos halagüeños, con sus ofreci- mientos de futura riqueza.
Un zapatero chileno llamado Manuel Solís, que residía en Mendoza y servía en uno de los batallones cívicos de esa ciudad, fué el principal agente de quien se valió don Luis para organizar su conjuración y conquistarse adeptos.
Por conducto de éste notició sus proyectos á D.Juan José, quien por el pronto negó su participación, ó bien porque la fidelidad del emisario no le fuese bastante conocida, ó porque creyera el plan impracticable. Sin embargo, al fin lo aprobó y se puso en comunicación por escrito con su hermano. Pero más tarde sostuvo hasta el cadalso que su única idea había sido la fuga, y que si había aparentado conformarse con lo demás había sido sólo para impedir que los otros se desanimasen y dejasen por eso de favo- recer su huida. El resto de la maquinación le había pa- recido siempre una quimera.
XIII
D. Luis prosiguió la realización de su propósito con la tenacidad del que está privado de su libertad y traba- ja por recobrarla.
Designóse para dar el golpe la noche del 25 de Febre- ro de 1818. Prefirióse ésa, porque en ella tocaba estar de guardia á Solís con algunos otros de los conjurados.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 183
Ese día se pasó en los preparativos y agitaciones con- siguientes á una conspiración cuya hora va á sonar.
Las cosas comenzaron pésimamente. Los dos iiermanos habían recibido dos limas cada uno para quitarse las pri- siones; pero las limas salieron tan malas y las prisiones eran tan gruesas, que no les fueron de ninguna utilidad. Los dos jefes de la conjuración se veían precisados á principiar el movimiento con los grillos en los pies.
Esla desgracia no vino sola.
Solís, ignorante todavía del apuro en que se hallaban los Carrera, concibió el funesto antojo de salir á cobrar, antes de que se tocara la retreta, cierta cantidad que se le debía.
Por el camino se encontró fatalmente con D. Pedro Antonio Olmos. Era éste su vecino, y como vivían pared de por medio, le había descubierto anteriormente los pla- nes que estaba fraguando con D. Luis.
Olmos, que era uno de esos soplones aficionados á tan vil oficio para congraciarse con los gobernantes, le había escuchado con todos sus sentidos, había aparentado que- rer participar de la empresa y le había ofrecido el auxilio de cuatro hombres seguros.
Con todo, no había sabido ocultar tan bien sus perver- sas intenciones que Solís no hubiera llegado á traslucir- las. Había éste entonces concebido recelos de su confi- dente, había procurado corregir su imprudencia empe- ñándose en persuadir á Olmos que todo había quedado en nada, y no le había vuelto á hablar del asunto.
Mas esa noche, al encontrarse con su vecino, olvidan- do de repente, no sé por qué, sus primitivas sospechas, le anunció que el golpe iba á darse dentro de pocas ho- ras, y le exigió los cuatro hombres que en otro tiempo había prometido para coadyuvar á la salvación de los Ca- rrera.
Aquel espía por afición manifestó alegrarse de lo que se le avisaba; repitió á su interlocutor que por los Carre- ra estaba pronto á derramar hasta la última gota de san-
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gre, y se despidió, asegurándole que corría en busca de los cuatro auxiliares ofrecidos.
El delator se dirigió á casa de Luzurriaga para contár- selo todo, Solís á la cárcel para verse con sus cómplices.
Cuando este principal agente de la conjuración se pre- sentó en los calabozos de D. Juan José y D. Luis, vio con desaliento que no habían podido desembarazarse de sus prisiones. Desesperando del éxito por esta causa, les pro- puso retardar la ejecución del proyecto para mejor oca- sión. Pero los dos Carrera dieron á las palabras de So- lís la misma contestación: que estaban dispuestos á salir, aun cuando fuera con grillos.
La paciencia tiene sus límites; la resignación no es una virtud predominante en oficiales jóvenes y valientes, que están habituados á ceñir espada. Hacía meses que se les sometía á la más dura incomunicación. Su causa se les seguía con una lentitud calculada. Muchas de las acusa- ciones que se les hacían eran imputaciones falsas y alta- mente ofensivas para su honor. No tuvieron fuerzas para aguardar más. Estaban impacientes por respirar el aire libre, por vengarse.
Así hablaron á sus cómplices con calor hasta persua dirles que persistieran en el intento, y esperaron agitados y llenos de inquietud la media noche, hora que habían señalado para llevarlo á efecto.
Mientras tanto el intendente, advertido de todo por J Olmos, se echó sobre la guardia con un destacamento de tropa y aseguró á los conjurados.
D. Luis, apenas sintió el ruido de la sorpresa, arrojó las limas y quemó una exposición de todo lo que proyec- taba hacer, que tenía preparada para remitirla sin tardan- za á D. José Miguel, pidiéndole acudiese por mar á Chile en su socorro.
En un instante se le habían arruinado los espléndidos castillos que había edificado en los aires. El despertar de aquel alegre sueño era terrible. Desde aquella hora, la esperanza se había cilejado de su calabozo.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 185
XIV
A pesar de un contratiempo tan espantoso para él, doa Luís no perdió la serenidad. Delante del peligro, se olvi- dó de sí mismo para no pensar sino en salvar á su her- mano, á los infelices soldados á quienes su imprudencia había comprometido.
Cuando fueron á tomarle su declaración, ofreció refe- rirlo todo francamente, revelar hasta sus más íntimos pen- samientos, si Luzurriaga le daba palabra de perdonar, ó por lo menos de minorar la pena de los pobres cívicos á quienes había seducido para la conjuración. Hizo presen- te, en descargo de ellos, que la miseria é ignorancia no les había permitido resistir á los halagos con que él los acariciaba, á las perspectivas de ventura con que los alu- cinaba.
El intendente accedió á la petición del noble prisio- nero.
Con esta seguridad, D- Luis relató minuciosamente el plan cuyo extracto se conoce ya. Echó sobre sí toda la culpa de la maquinación. El solo había sido el que había concebido el proyecto, él solo se había empeñado en llevarlo á efecto. Su hermano no tenía otra complicidad que la de no haber delatado un pensamiento á cuya eje- cución había rehusado cooperar. Solís y sus camaradas eran individuos candorosos del pueblo, á quienes había engañado. Si había un crimen, era de él solo, y de na- die más.
El sumario, en el cual intervinieron veinte testigos, confirmó en lo substancial la relación de D. Luis, salvo que no hacía aparecer tan exclusivamente suya la respon- sabilidad del hecho.
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XV
Los reos nombraron por defensor á D. Manuel Novoa, su amigo y partidario, que desde la acción de Rancag^ua residía en Mendoza. Este caballero estaba enfermo en aquellas circustancias; sin embargo, admitió la difícil co- misión de patrocinarlos.
En los pocos días que se le dieron de plazo hizo una buena defensa en estilo forense y con razonamientos de abogado. ¡Trabajo inútil! ¡Vana ceremonial En las causas políticas, cuando los que van á juzgar son los enemigos implacables del acusado, no hay otra defensa posible que la dignidad del silencio ó uno de esos desahogos elo- cuentes, conminatorios, que aterran con la amenaza de represalias probables de parte de los hombres, ó de un castigo infalible de parte de Dios.
Lo demás es una hipocresía para los jueces, que fingen oir razones cuya justicia están de antemano resueltos á no admitir, y una debilidad para los reos, que emprenden desmentir lo que justamente han maquinado y justificarse delante de adversarios que en nada quieren concederles disculpa.
Los alegatos de Novoa no sirvieron sino para abultar el expediente. Fuesen débiles ó fuertes sus raciocinios, no podían influir en lo menor sobre la sentencia que se iba á pronunciar.
XVI
Novoa presentó su último escrito el 29 de Marzo. Ese mismo día llegó á Mendoza la funesta nueva del desastre de Cancha-Rayada.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 187
Este suceso era fatal para los acusados. Esa derrota inesperada arrebataba á San Martín y á O'Higgins el prestigio de la victoria. Aquel descalabro era un grave cargo contra ellos, fuese merecido ó no. Po- día temerse muy bien que los carrerinos hiciesen servir en provecho suyo la impopularidad y el descrédito que por el pronto debían recaer sobre sus rivales.
En Mendoza los amigos de San Martín lo recelaron así. Tuvieron miedo de que los audaces prisioneros quisieran aprovecharse de la desgracia de Cancha -Rayada para una nueva intentona.
Luzurriaga, que estaba cierto de no ser el mejor tratado en caso de una sublevación, temblaba más que los otros. Todas las precauciones le parecían pocas contra los Ca- rrera. Había colocado á los dos juntos en el calabozo más bien resguardado de la cárcel; les había redoblado las prisiones; había tomado sus medidas para que no se comunicasen ni aun con los centinelas; pero nada le cal- maba y siempre estaba lleno de sobresaltos.
El 31 de Marzo participó sus temores al director de Buenos Aires y le consultó sobre si debía sentenciar él mismo la causa, ó remitírsela en estado de conclusión, para que el supremo Gobierno decidiese. Le instaba que tomase una resolución pronta, cualquiera que fuese, y ter- minaba pidiéndole que si decidía avocarse el proceso, le permitiese enviar á la capital los reos al mismo tiempo que los autos, pues en la situación en que se hallaba no se atre^ vía á garantir la seguridad de individuos tan revoltosos. Un chasque partió con el pliego á todo correr. Parecía natural que Luzurriaga aguardase para proce- der la respuesta del director. Si así no había de ser, ¿para qué le había consultado?
No obstante, hizo todo lo contrario. Si esperar las órdenes que había pedido, continuó de repente el proceso de una manera arbitraria é ilegal, con- tra los trámites fijados en el Código, contra las disposicio- nes terminantes de la Constitución.
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Indudablemente había recibido instrucciones de algfún potentado más caracterizado que el mismo Pueyrredón, las cuales ponían á cubierto la inmensa responsabilidad de su condutca.
XVII
Era el caso que después de Cancha-Rayada San Mar- tín había experimentado respecto de los Carrera los mis- mos temores que sus adictos en Mendoza.
Creía redobladas con su derrota la influencia y la osa- día de aquellos jóvenes. Aunque estuvieran separados por los Andes y encerrados en una cárcel, le incomoda- ban, le infundían susto. Miraba su existencia como el ama- go de un peligro.
San Martín no vacilaba nunca para tomar una determi- nación.
D. Bernardo Monteagudo partió para Mendoza, llevan- do instrucciones del general sobre lo que debía hacerse. La aparición de este personaje explica claramente el cam- bio operado en los procedimientos de Luzurriaga.
Para paliar algún tanto la irregularidad y extrañeza del procedimiento, los agentes de San Martín hicieron que el Cabildo, á propuesta del síndico procurador, elevase al intendente una representación para que, en vista de los gravísimos peligros que amenazaban á la provincia, "pro- nunciase á la mayor brevedad el fallo correspondiente en la causa de los Carrera, ó tomase la medida más condu- cente, á fin de separarlos cuanto antes de aquel pueblo y acallar así su clamoroso empeño".
Luzurriaga, aparentando conformarse con los votos del Cabildo, nombró al siguiente día una comisión de tres le- trados á fin de que, instruyéndose de los autos, dictami- nase "sobre si estando concluido el proceso, debía pro-
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 189
ceder, atendidas las ci/cunstancias, á pronunciar la sen- tencia y mandarla ejecutar, sin embargo de apelación".
Esta comisión se componía de Monteagudo, el enviado ad hoc de San Martín, y de dos abogados de mala fama: D. Miguel José Galigniana y D. Juan de la Cruz Vargas.
Como era de esperarse, decidieron que una situación excepcional y un riesgo inminente dispensaban en este caso de la observancia de la ley; y, por lo tanto, fueron de opinión que se pronunciase sin más trámite sentencia definitiva y que ésta se ejecutase en el acto.
Sin tardanza el intendente pidió parecer á los mismos individuos sobre lo que debería fallarse. Vargas, que no había tenido escrúpulo para firmar el informe anterior, se excusó de hacer otro tanto con este segundo, alegando que él había sido designado para ser puesto preso en caso de triunfar la conspiración de los Carrera, y que, por consiguiente, se hallaba implicado.
Por este motivo la comisión quedó reducida á sólo dos miembros: Galigniana y Monteagudo. Ambos se portaron en el asunto con la mayor expedición. En pocas horas confabularon su dictamen y lo elevaron al intendente.
Luzurriaga lo leyó, y en el acto resumió al pie su con- tenido en la providencia que va á leerse: "Visto el pre- sente dictamen, y conformándome con él en todas sus partes, téngase por sentencia en forma y ejecútese á las cinco de la tarde, pasándose por las armas á D.Juan José y D. Luis Carrera; y en cuanto á los demás correos, sa- qúense de la prisión en que se hallan, para que presen- cien la ejecución de los Carrera, debiendo ser remitidos oportunamente al excelentísimo director supremo, para que les dé el destino que juzgue conveniente, aplicándo- los á las armas ó Marina, poniéndose en libertad á Enri- que Figueroa. — Toribio de Luzurriaga."
Esto sucedía á las tres de la tarde del 8 de Abril de 1818.
Inmediatamente se notificó á los reos el anterior decre- to y se les puso en capilla.
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D. Juan José creía que aquello era una burla; pero D. Luis le persuadió que era muy serio y le instó para que arreglase sus cuentas con Dios.
Los dos, y sobre todo el segundo, vieron acercarse la muerte con la misma serenidad con que la habían despre- ciado tantas veces en las batallas. Marcharon tomados del brazo al lugar de la ejecución; delante del banco se abrazaron fuertemente, dedicaron un recuerdo á su fami- lia, á su hermano José Miguel, y no habiendo permitido que les vendasen los ojos, recibieron la descarga que les arrebató la vida á las seis de la tarde.
Tenía D. Juan José sólo treinta y tres años y D. Luis sólo veintisiete.
Presenciaron su ejecución: Manuel Solís, Carlos Tello, José Antonio Jiménez, José Mesa y José Benito Veláz- quez, los cívicos que se habían comprometido á salvarlos.
D. Luis, poco antes de sentarse en el banco pidió al religioso fray José Lamas, que le auxiliaba, escribiera á su padre y á su hermano, rogándoles que socorrieran y sir- vieran en cuanto pudiesen á aquellos infelices sobre quie- nes él había atraído la persecución y la desgracia. El sacerdote cumplió puntualmente la última voluntad de su penitente.
El principal crimen de los Carrera para los que habían ordenado su suplicio había sido, no la conspiración abor- tada, sino su influencia y su arrojo, que, después de Can- cha-Rayada, espantaban á San Martín y á O'Higgins.
Hacía media hora que habían dejado de existir cuando todos los campanarios de Mendoza echaron al vuelo sus campanas para anunciar al pueblo la espléndida victoria obtenida en e! llano de Maipo por el ejército chileno-ar- gentino.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 191
XVIII
Á los tres días se escribían en Santiago las dos cartas- que á continuación copio:
San Martin á O'Higgins.
"Excelentísimo señor: Si los cortos servicios que tengo rendidos á Chile merecen alguna consideración, la inter- pongo para suplicar á V. E. se sirva mandar se sobresea en la causa que se sigue á los señores Carrera. Estos su- jetos podrán ser tal vez algún día útiles á su patria, y V. E. tendrá la satisfacción de haber empleado su clemen- cia uniéndola en beneficio público. Dios, etc. — José de San Mattin."
O'Higgins á Luzurriaga.
"La madama de D. Juan José Carrera, interponiendo la mediación del excelentísimo capitán general, ha solicita- do se sobresea en la causa que se sigue á su esposo por este Gobierno, el que no ha podido resistirse ni al pode- roso influjo del padrino, ni á las circunstancias en que se hace esta súplica, no considerando el Gobierno justo que el placer universal de la victoria no alcance á esta des- consolada esposa. En consecuencia, este Gobierno supli- ca á usía que, en favor del citado individuo, por lo res- pectivo al delito perpetrado contra la seguridad de este Estado, se aplique toda indulgencia, dando así á él como á su hermano, aquel alivio conciliable con los progresos de nuestra causa augusta. Dios, etc. Santiago, Abril 11 de; 1818. — Bernardo O^Higgins.
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¿No sospecharon los que esto firmaron que á la fecha los Carrera estaban en una cárcel más segura que los ca- labozos de Mendoza? ¿Sus cartas no eran una farsa, una burla cruel?
¿O bien sus resentimientos políticos se habían aplacado con la victoria? Después de Maipo, ¿no creían ya necesa- íia la muerte de los Carrera, como la habían creído des- pués de Cancha-Rayada?
Mientras tanto, al poco tiempo, D. Manuel Novoa, el abogado que los había patrocinado, era desterrado de Mendoza á Buenos Aires, y O'Higgins mandaba pagar á D. Ignacio de la Carrera la cuenta de las costas del pro- ceso seguido á sus hijos, cuenta que con este objeto le había pasado Luzurriaga.
En esa cuenta maldita, que ascendía á ciento noventa y cinco pesos, siete reales, el anciano padre tuvo que satis- facer esta partida:
Diligencias de presenciar la sentencia y ejecución de ^lla y otras intimaciones, cuatro pesos.
CAPÍTULO IX
Juventud de D. Manuel Rodríguez. — Su mansión en Chile durante la reconquista española y servicios que prestó á la causa de la inde- pendencia.— Montonera. — Primera prisión de Rodríguez por orden de O'Higgins. — Su segunda prisión por orden de Quintana. — Su conducta después de la derrota de Cancha-Rayada. — Poblada del 17 de Abril de 1818. — Nueva prisión de Rodríguez. — Confidencia del teniente D. Antonio Navarro al capitán D. Manuel José Benavente. — Marcha de Rodríguez para Quillota con el batallón número 1 de Cazadores de los Andes. — Muerte de Rodríguez. — Impresiones que causa este suceso sobre los gobernantes y el pueblo.
La sangre de D. Juan José y D. Luis Carrera no fué la única sangre de patriotas que empañó el brillo de la vic- toria obtenida por San Martín y O'Higg-ins en las llanuras de Maipo. El sistema de aquellos gobernantes era infle- xible, inhumano, implacable. Para evitar la sombra más ligera de oposición, para conjurar el amago más remoto de anarquía, no retrocedían delante de nada. La santidad de las intenciones cubría en su concepto todos los crí- menes, como la respetabilidad de la bandera cubre los horrores de un campo de batalla.
A la muerte de los dos Carrera, se siguió la muerte de iD. Manuel Rodríguez.
I Este segundo fué un atentado más i.x- dío, más injustifi- : 13
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cable que el primero. Aquello siquiera fué un suplicio ejecutado á la luz del sol, después de un proceso más ó menos formal; pero esto fué un asesinato aleve, perpetra- do bajo el amparo de las tinieblas en el recodo de un ca- mino. Los Carrera conspiraban; se recelaba sólo que Ro- dríg-uez hiciera con el tiempo otro tanto.
Este único temor bastó para que un pistoletazo le arre- batara la existencia. Sus servicios, su crédito, la fogosidad de su carácter, fueron los considerandos de la sentencia tenebrosa que le entregó indefenso á los tiros de un vi asesino.
Como Sila veía en César muchos Marios, O'Higgins vio en Rodríguez otro Carrera; pero el dictador chileno fué menos generoso que el romano.
Para que puedan apreciarse los motivos de este crimen, y la popularidad justamente adquirida que perdió á la ilustre víctima, se hace necesario presentar un rápido re- sumen de su vida y de sus méritos en la revolución.
II
Como generalmente sucede con todos los hombres, la la niñez de Rodríguez fué un anuncio de lo que sería su edad viril. Desde el colegio manifestó cómo se conduci- ría más tarde en los negocios del Estado.
Estudiaba poco, y aprendía bastante. Dentro de la cla- se, su aprovechamiento le había valido el grado de moni- tor; afuera, su natural osadía le había conquistado el rango de caporal. Así alternativamente pasaba la lección á sus condiscípulos, y los capitaneaba en los combates á pe- dradas que trababan de cuando en cuando. Era el promo- tor, ó por lo menos el cómplice de todos los alborotos estudiantiles.
Despedazaba más libros que seis de sus compañeros,
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y no se mostraba más cuidadoso de sus vestidos que de sus libros. Su exterior mal traído revelaba la despreocu- pación de su ánimo; y la altivez de su mirada, la arrogan- cia de su carácter.
No conocía el miedo, y era capaz de arrostrarlo todo.
Este conjunto de cualidades le hacía aptísimo para lucir en una revolución.
Tenía por émulo de saber á D. José Mig-uel Carrera. Ocupaba éste el primer asiento en la clase y Rodríguez el segundo; pero los condiscípulos repetían en abono del último que D. José Miguel era estudiante más antiguo.
En los trastornos de la independencia, debían conser- var entre sí la misma graduación. Carrera figuró primero, y en más alta escala, que su camarada de colegio.
En el período revolucionario que se extiende desde 1810 hasta 1814, Rodríguez no aparece sino muy en se- gunda línea.
A fines de 1811 firma como secretario de D. José Mi- guel Carrera; en 1812 se compromete en una conspira- ción contra el mismo gobernante cuyos decretos autori- zaba pocos meses antes, y sufre su primera prisión; en 1814, después de las capitulaciones de Lircai, ayuda para que recobre el mando al mismo individuo que en 1812 había trabajado por derribar.
En el espacio señalado, mientras su antiguo condiscí- pulo llega á ser general del Ejército chileno, él no puede presentar sino el humilde título de abogado en los tribu- nales del reino.
III
-1 La época de esplendor para Rodríguez comienza con la reconquista española, consecuencia de la derrota expe- rimentada por los patriotas en Rancagua.
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Rodríguez, como tantos otros, emigró entonces á las provincias argentinas. Tenía de veintisiete á veintiocho años. Estaba en el vigor de la juventud, en la fuerza de la vida. La acción era una necesidad de su naturaleza. La ociosidad le mataba. Su genio impaciente y apasionado no se avenía con el reposo, con la quietud.
Era uno de esos hombres de sentimientos impetuosos, que nacen para vivir entre las borrascas de la pasión ó de la política, y cuyo elemento es el peligro. Las revolu- ciones son el centro natural de los individuos de esa es- pecie; la lucha azarosa y arriesgada es la única ocupación que les agrada.
D. Manuel Rodríguez no pudo conformarse con per- manecer en Mendoza mano sobre mano, aguardando la organización del ejército restaurador. Deseaba ardiente- mente no perder tiempo para servir á la causa que había abrazado. Por este motivo, propuso á San Martín pasar á Chile, prepararle inteligencias en este país, hacer que los patriotas se entendieran secretamente entre sí, é insurrec- cionar la población de los campos. Se sentía con ánimos para llevar á cabo todo eso.
San Martín, que conocía á los hombres, comprendió en el acto todo el mérito de aquel joven osado, y se apresu- ró á admitir su ventajosa oferta.
Rodríguez no se entretuvo en largos preparativos. Sin tardanza atravesó la Cordillera y se puso á la obra.
Para apreciar como es debido su habilidad y su arrojo en esta difícil empresa es preciso recordar la situación de Chile en aquellas circunstancias.
Los mandones metropolitanos trataban á los chilenos como á pueblo vencido, como á nación conquistada. La condición de criollo era por sí sola un motivo de descon- fianza, de sospecha. Para aquellos gobernantes necios y apasionados, todo americano era insurgente, ó, por lo me- nos, debía llegar á serlo. Así aun en sus partidarios divi- saban enemigos futuros.
Esta convicción les hizo no estimarse en seguridad
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mientras no hubieron ocupado militarmente todo el terri- torio y puesto en estado de sitio el país entero. Desde Atacama hasta Concepción habían diseminado cuerpos de tropas, cuyos jefes gobernaban sus respectivos canto- nes, aplicando á la letra las leyes marciales más rigurosas. Todos los bandos tenían por sanción los azotes ó la muer- te. Puede decirse que en la plaza de cada ciudad los es- pañoles habían levantado un rollo y una horca. Eran esas las señales de su toma de posesión en esta tierra.
A nadie le era lícito alejarse unas cuantas leguas de su casa sin permiso y sin pasaporte. El tribunal de Vigilancia tenía un ojo en todas partes. La delación era un oficio lu- crativo. El terror tendía á ahogar en los corazones todo noble sentimiento.
Sin embargo. Rodríguez se paseó como un duende por entre todos esos destacamentos; vivió en las ciudades, y recorrió los campos; repartió armas y proclamas subversi- vas; promovió la insurrección dondequiera que se pre- sentó; y se burló á su gusto de las restricciones impoten- tes que habían plantado los conquistadores.
Su impunidad no nació de que el Gobierno ignorase su presencia en el país. Los agentes de España no tardaron en conocer su venida, y en sentir sus manejos. Entonces le persiguieron de muerte, pero siempre en balde. Rodrí- guez se les escapaba de entre las manos.
Alguien ha dicho que llevaba en el dedo un anillo donde ocultaba veneno para evitar por el suicidio la ven- ganza de sus enemigos en caso de una sorpresa. El hecho es falso. El anillo que llevaba en el dedo no era el de Aníbal para matarse, sino el de Jijes para hacerse invisible.
Los ardides ingeniosos á que recurría, las burlas atre- vidas que jugaba á sus perseguidores, le hicieron popular en breve tiempo, y le han valido un prestigio novelesco, que ha hecho de este revolucionario un héroe de roman- ce. Hombres y mujeres, pobres y ricos, celebraban en voz baja las jugarretas que hacía Rodríguez á los esbirros de un Gobierno detestado.
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Sería interminable recopilar todas las anécdotas de esta especie que se cuentan. Cada contemporáneo tiene una colección distinta. Es probable que se le atribuyan no sólo aquellas de que fué realmente actor, sino también otras que han inventado y adornado la imaginación po- pular.
Uno le pinta elegantemente vestido, entrometiéndose en un baile de oficiales talaveras, que vomitaban impro- perios contra Rodríguez, el montonero, el bandido; otro le representa disfrazado de lacayo, abriendo con todo acatamiento la portezuela del coche al presidente Marcó, que acababa de poner á precio su cabeza. Este se divierte en describir la visita que hizo bajo el traje de criado á uno de sus amigos preso en la cárcel de Santiago; aqué! ha- bla del asombro que ocasionó su aparición en una tertu- lia de la capital, donde pasó jugando malilla toda la no- che con la mayor sangre fría, mientras los demás tembla- ban á cada instante de que viniesen á prenderle.
Estas audaces calaveradas le hacían querido á todo el mundo. La lucha que aquel joven sostenía él solo contra todos los recursos de los opresores, no podía menos de granjearle la estimación general.
IV
Rodríguez, haciendo servir en provecho de su causa la consideración que se había conquistado, organizó, a fines de 1816, en la provincia de Colchagua, una montonera que preparó la ruina de la dominación española.
Antes de su vuelta á Chile, después del desastre de Rancagua, no había tenido ningún motivo de influencia sobre la gente del campo. Su padre era empleado en la Aduana, y no poseía fundo rural donde iu hijo hubiera podido tener relación con los moradores de la campaña.
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D. Manuel se había criado y educado en Santiago. Sus hábitos eran puramente urbanos. No sabía siquiera mon- tar á caballo, y se le desvanecía la cabeza en el pasaje de los ríos.
Eran éstas unas cualidades que no le favorecían mucho para hacerse caudillo de guasos chilenos. No obstante, con el tesón y la facilidad de inventiva que Dios le había dado, consiguió hacerse respetar y obedecer de aquellos hombres del caballo y del lazo, que generalmente miden la importancia de los individuos por su destreza en estos ejercicios.
Rodríguez concibió desde temprano que los habitan- tes de las ciudades, oprimidos por las guarniciones rea- listas, estaban en la imposibilidad de insurreccionarse. Los campesinos, que no podían ser velados continuamen- te y tan de cerca, eran los llamados para levantar los pri- meros la bandera de la sublevación.
Con estas ideas dirigió todos sus trabajos á ganarse la confianza de los guasos y á disponerlos para una insu- rrección.
Principió por anudar sus relaciones con algunos hacen- dados patriotas de Colchagua, por contraer amistad con los demás que había del mismo color político; en segui- da, por su medio, se puso en contacto con los inquilinos. Al fin de algunos meses, toda aquella gente le amaba con entusiasmo y estaba dispuesta á seguirle adonde él qui- siera.
Marcó publicó por todas partes al son de trompeta que contaría mil pesos al que le entregase á Rodríguez, y le concedería el perdón del delito más atroz, si era que el denunciante lo había cometido. Nadie respondió á ese llamamiento tentador.
Con una sola palabra, aquellos miserables podían re- unir más plata de lo que jamás habían soñado y, sin em- bargo, ninguno la pronunció.
Aún más. Sufrieron que los destacamentos que anda- ban buscando á Rodríguez hasta por debajo de los mato-
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rrales, castigasen su obstinado silencio con azotes; que quemasen sus ranchos, toda su riqueza; que incendiasen sus sementeras, toda su esperanza, antes que revelarles el paradero del proscripto. No puede darse una prueba más convincente del afecto que había sabido inspirarles.
Cuando D. Manuel supo por las comunicaciones de San Martín que la invasión de los patriotas se aproxima- ba, armó á los más alentados de sus guasos y comenzó la campaña.
La tropa era poco numerosa, pero se componía de in- dividuos tan intrépidos como su jefe. Ella tenía la venta- ja de que el enemigo ignoraba siempre dónde había asentado su campamento. Asaltaba los fundos de los rea- listas ó las partidas españolas cuando y como le conve- nía. Si encontraba resistencia, cambiaba apresuradamente con sus contrarios algunos fusilazos y se desbandaba para irse á reunir más lejos, en parajes designados.
Como esta milicia volante é incógnita no llevaba uni- forme ni usaba distintivo, sus soldados, fuera de la for- mación y de la reyerta, no podían ser reconocidos. Tal vez el guía que conducía á los realistas, el huésped que los alojaba, eran miembros de la banda. El individuo que con aire indiferente se les acercaba en el camino, el que los seguía desde lejos, eran quizás centinelas, espías de los montoneros.
Una campaña como esta, en la cual casi siempre se ig- noraba la posición del enemigo, fatigaba y hacía trabajar en gran manera á los destacamentos de Marcó. Tenían que combatir, no contra un ejército, sino contra un pueblo.
Rodríguez, cuya única estrategia consistía en asaltos y sorpresas, no se limitaba á recorrer los campos, sino que también caía sobre las poblaciones cuando menos se le esperaba. Melipilla, San Fernando y Curicó fueron suce- sivamente invadidas y estuvieron ocupadas durante varias horas por los insurgentes. Cuando éstos presumían que los escuadrones realistas debían venir acercándose en sa
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persecución, montaban sobre sus veloces caballos y no dejaban sino los vestigios de su pasaje y de sus insultos á las autoridades constituidas.
En vez de adversarios, las tropas del Gobierno halla- ban sólo las noticias de su mansión en aquellos lugares, y de la insolencia con que despreciaban el poder de los conquistadores. Ponianse entonces á buscarlos con en- carnizamiento; pero eran raros los que tenían la desgra- cia de caer en sus manos.
Rodríguez, precisamente aquel cuya aprehensión más les interesaba, siempre se les escabullía. Hubo ocasión en que pasaron á muy corto trecho del escondite donde se ocultaba; pero parece que el cielo le protegía y no fué advertida su presencia.
La fecunda imaginación del proscripto y su extraordi- naria serenidad no le abandonaban nunca. Estaba acorra- lado y, sin embargo, hallaba medio de señalar á su irrita- dos perseguidores una falsa huella que les hacía perder su rastro. Entonces corría al lado opuesto y daba un nue- vo é inesperado golpe en algún paraje muy distante de aquel donde se figuraban tenerle bien encerrado.
Esta impotencia para destruir aquellas guerrillas de al- deanos disminuía en gran parte el prestigio del Gobierna á los ojos de los habitantes. Los realistas eran los prime- ros en conocer el descrédito que les traía una insurrec- ción como aquella. Por eso hacían los mayores esfuerzos para sofocarla. Su mejor caballería repasaba en todos sentidos la provincia de Colchagua, centro de los monto- neros; 2.600 soldados, la flor de su ejército, se ocuparon en perseguir á Rodríguez y los suyos; pero no sacaron otro provecho que acuchillar á unos cuantos de los gue- rrilleros, y no poder asistir, embromados como estaban por un puñado de campesinos, á la acción de Chacabuco,. donde su presencia habría sido útilísima para su causa.
Las excursiones de D. Manuel contribuyeron, pues, á la victoria tanto como el valor de O'Higgins, como las es- tratagemas de San Martín. La guerrilla que organizó va*
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lió tanto como un ejército, pues ella sola hizo frente á un ejército realista.
La reputación que le adquirieron estas proezas, fué, como era de aguardarse, colosal, reconocida por todo el mundo. Su influencia, particularmente en las masas, era muy grande. Su vida aventurera le había puesto en con- tacto con individuos que se habían fanatizado por su per- sona hasta el punto de que se habrían dejado matar por servirle.
Apenas San Martín y O'Higgins se posesionaron de Santiago, y medio se arreglaron en el Gobierno, fijaron su atención en aquel caudillo popular que se había levan- tado; y previeron que, si no le hacían á un lado, sería en el porvenir un poderoso estorbo para la realización de su sistema.
Nadie conocía mejor que ellos á Rodríguez; nadie sa- bía mejor que nunca se doblegaría sumiso bajo su mando. Aquel joven osado, de ánimo inquieto, de opiniones exal- tadas, no estaba formado para sufrir con humildad el im- perio de un gobernante, ni para llevar el amén á quien- quiera que fuese. Sobrábale la franqueza para emitir sus ; juicios y el arrojo para ejecutar lo que decía. '
Un hombre como este, cuya frente habían rodeado sus últimos servicios con una aureola de gloria, era verdade- ramente temible. Sus pretensiones iban á ser, no las de un individuo aislado, sino las de una facción numerosa. Rodríguez estaba llamado á ser un jefe de partido, y no así como quiera, sino un jefe de partido que dispondría de muchos elementos para hacer triunfar sus ideas.
San Martín y O'Higgins trataron de alejar con tiempo á ese soldado ciudadano, en quien su previsión columbra- ba un opositor á sus miras.
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Forjaron un frivolo pretexto para hacerle venir á San- tiago en calidad de arrestado, de la provincia de Colcha- gua, donde estaba persiguiendo á los dispersos realistas. Aquí se le significó que "razones políticas y el impe- rio de las circunstancias" exigían su salida del país. Se le señalaron los Estados Unidos por lugar de este ostracismo más bien que destierro, y se le comunicó que se le em- plearía en aquella república como agente diplomático. Se le prometieron 2,000 pesos para el viaje, y 1.000 pesos anuales para sueldo. Su padre y su familia no debían dar- le ningún cuidado. El director le ofrecía velar por ellos. Por lo demás, en todo caso podía contar con la gratitud nacional y la amistad del jefe supremo. El Gobierno es- peraba que como fiel hijo le participaría las observacio- nes que, en beneficio de su patria, le sugiriera el estudio de aquel ^ets clásico de la libertad.
Ciertamente era imposible imponer un destierro de una manera más honorífica y cortés. La categoría y la inocen- cia del condenado hacían necesarios todos estos mira- mientos.
Rodríguez no era dueño de admitir ó rehusar. Estaba preso, y, por consiguiente, á disposición del director.
Fué conducido bajo custodia á Valparaíso, donde se le alojó en un castillo, mientras se preparaba el buque des- tinado á transportarle. En el ínterin, D. Manuel, que no ■emprendía de buena gana semejante peregrinación, sobor- nó á su centinela y huyó de la prisión.
Esto sucedía en Abril de 1817.
Rodríguez se ocultó y aguardó la llegada de San Mar- tín (que á la sazón se hallaba en Buenos Aires) para ver modo de avenirse con él. Efectivamente: luego que regre- só el general, D. Manuel le pidió una entrevista; y ha- ¡ biéndole dado sus explicaciones, los dos se separaron j muy amigos.
i Por intervención de San Martín, O'Higgins convino en Ique el temido montonero permaneciera en Chile, y todo i pareció quedar arreglado por entonces.
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Sin embargo, Rodríg^uez era siempre observado con desconfianza, y tenido en clase de sospechoso. Tal vez la poca reserva que guardaba para emitir su opinión daría margen á que se le tuviera por desafecto á la Administra- ción. Lo cierto es que el 7 de Agosto de aquel mismo año, el delegado D. Hilarión de la Quintana le hizo arres- tar de nuevo como cómplice de una conspiración carreri- na, que, según decía, le habían denunciado.
En esta ocasión era tan inocente como en la anterior.
Estuvo en la cárcel durante algunos meses, hasta que por fin la Junta misma que sucedió á Quintana le puso en libertad, declarando no resultar ningún cargo en contra suya. El motivo de su arresto, como el del destierro á que anteriormente había querido condenársele, no era otro que un infundado recelo.
Los gobernantes mismos manifestaron estar sinceramen- te convencidos de su ninguna culpabilidad. Apenas sali- do, puede decirse, de la cárcel, San Martín le nombró auditor de guerra en el ejército que comenzó á disciplinar en la hacienda de las Tablas para resistir la nueva inva- sión realista que á fines de 1817 se supo estaba muy próxima á desembarcar en las playas chilenas.
Esta armonía duró poco. Estaba visto: Rodríguez no podía entenderse ni con San Martín, ni con O'Higgins- Las antiguas sospechas se reavivaron con mayor fuerza. Al pasar el ejército por Santiago en su marcha para el Sur, el auditor de guerra recibió orden de detenerse, y prepararse á partir para Buenos Aires en calidad de agen- te diplomático, ó de diputado de Chile, como entonces se decía.
Esto era volver á la idea de alejarle del país. No había más diferencia que el cambio de los Estados Unidos por las provincias argentinas.
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VI
Encontrábase Rodríguez en esta situación, sin saber qué hacerse, ni cómo evitar el golpe que le amenazaba, cuando sobrevino el desastre de Cancha-Rayada. En me- dio de la desesperación que produjo esta fatal noticia, el vecindario creyó que sólo Rodríguez podía salvar la pa- tria. Muchos altos potentados fueron á buscarle á su resi- dencia; le condujeron ante las Corporaciones, que se ha- bían reunido en sesión general; y allí todo el concurso, por aclamación, determinó que el director delegado, don Luis de la Cruz, compartiese el mando con él.
Rodríguez correspondió á la confianza de sus conciu- dadanos. Con sus palabras y acciones volvió á todos la esperanza, encendió el entusiasmo en todos los pechos. Como con una convicción vivísima repitiese que la Pa- tria no perecería aquella vez, los desalentados habitantes lo creyeron. Los que poco antes sólo pensaban en huir, no pensaron ya sino en defender sus hogares hasta el últi- mo aliento, y en morir, si era preciso, pero heroicamente.
El gobernador provisional, Rodríguez, publicó la inmi- nencia del peligro é hizo un llamamiento á todos los hombres de corazón para que viniesen en auxilio de la santa causa de la revolución. Sacó de la Maestranza las armas necesarias y señaló el cuartel de San Diego por punto de reunión.
El cuerpo de voluntarios que iba á levantarse en aque- lla hora suprema tendría por nombre Húsares de la Muer- te, y por divisa una calavera. La denominación y la insig- nia eran bien significativas.
Rodríguez pidió para sí la comandancia de aquel regi- miento.
En pocas horas se alistaron seiscientos individuos, mu- chos de ellos oficiales y soldados retirados del servicio.
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Cuando llegaron á la ciudad O'Higgins y San Martín, no supieron con agorado lo que había sucedido; pero, ocu- pados en ver cómo rechazar al enemigo, que avanzaba rá- pidamente sobre Santiago, olvidaron por entonces las disensiones domésticas. En aquel momento solemne, su pensamiento exclusivo era la salvación de la Patria.
La victoria espléndida, decisiva, del 5 de Abril, coro- nó los esfuerzos de los jefes, recompensó la abnegación de los ciudadanos.
Rodríguez, con su regimiento, no tuvo la gloria de en- contrarse en toda la batalla, pero contribuyó á su conclu- sión. Ese día, por la mañana, se hallaba en un punto dis- tante del sitio donde se trabó. El estruendo de los caño- nes le advirtió que la reyerta estaba ya empeñada. Inme- diatamente se encaminó con su tropa á la pelea, guiándose por el ruido de las descargas. Atravesó la llanura de Maipo casi á tientas, sin saber con fijeza cuál era la posi- ción respectiva de los beligerantes.
Esta incertidumbre retardó su marcha. No pudo pre- sentarse en el lugar de la acción hasta leis cinco de la tarde.
El triunfo estaba decidido; mas todavía quedaba trabajo para los recién llegados. Fueron los Húsares de la Muerte los que obligaron á rendirse al jefe realista D. Ángel Calvo, que, con algunos restos, se defendía como un león en el cerro de la Niebla. Calvo había desertado en otro tiempo del ejército patriota, y combatía con la desespera- ción de quien está seguro que su derrota es el suplicio.
Habiendo muerto ó hecho prisionero con su jefe á todo aquel piño de enemigos, los húsares permanecieron en el campo de batalla.
A los dos días recibieron orden de continuar para el 3ur en persecución de los fugitivos: y en desempeño de esa comisión se pusieron en marcha bajo el mando del teniente coronel Serrano. El comandante Rodríguez se volvió para Santiago.
Este jefe y aquellos voluntarios se separaron muy aje-
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nos de que nunca tornarían á verse. Sin embarg-o, así de- bía suceder. Al jefe le aguardaba la muerte; al regimien- to, la dispersión.
San Martín y O'Higgins miraban el cuerpo levantado por Rodríguez como una falange de revolucionarios, como una base de futuros motines. Esa tropa, donde en la hora del peligro se habían alistado los amigos más de- cididos de Carrera, los partidarios más acérrimos del ilustre montonero, era para los gobernantes una amenaza perpetua, el núcleo de una oposición armada.
Los húsares alcanzaron hasta Linares. Allí se les ordenó que se replegasen sobre Talca. En esta ciudad encontra- ron al coronel Zapiola, quien les comunicó que traía ins- trucciones del Gobierno para licenciarlos. En el acto el cuerpo quedó disuelto.
La suerte que cupo al jefe fué todavía mucho más triste que la del regimiento.
VII
El triunfo de Maipo envalentonó á los vecinos de San- tiago. Muchos creyeron que la independencia estaba ya. asegurada, y que la dictadura era en adelante innecesaria.
Comenzóse á hablar con calor en los círculos de la ca- pital sobre la urgencia de poner término al régimen mili- tar y absoluto que se hallaba establecido. Se clamó por que de una vez se afianzasen las garantías de los ciudada- nos, y se tomasen precauciones contra los desafueros po- sibles de la autoridad. Era ya preciso que se proveyese al respeto de las propiedades; que se atendiese á la segu- ridad de las personas; que se fijasen reglas al ejercicio del poder; que se diese intervención al pueblo en el Go- bierno.
Algunos querían que, por medio de una asamblea, se
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consultase la voluntad de la nación acerca de cuestiones tan vitales para ella.
Los más consideraban este arbitrio demoroso y lleno de dificultades. El país no estaba completamente pacifi- cado; el enemigo no lo había aún evacuado todo entero. ¿Cómo pensar en lo convocatoria de un congreso gene- ral? Eso se haría más tarde; pero entretanto era urgen- tísimo dar al Gobierno una forma constitucional, aunque fuese provisional.
Los de esta opinión, que eran muchos, juzgaron que el Cabildo de Santiago podía suplir !a falta de una represen- tación nacional.
Esta corporación era tan antigua como la fundación misma del reino de Chile. Durante el coloniaje, había sido venerada con amor; en 1810 había comenzado la revolu- ción; y ésta, que había abolido la Audiencia, disuelto á bayonetazos un Congreso, cambiado tantas veces violen- tamente las juntas ejecutivas, había respetado siempre á la municipalidad.
Los regidores y sus partidarios juzgaban tales antece- dentes títulos bastantes para pretender, en aquellas cir- cunstancias extraordinarias, una ingerencia considerable en la dirección del Estado.
El Cabildo, que en otro tiempo había sido el cuerpo deliberante de los revolucionarios, el que había formula- do las ideas de los innovadores, el que había dado res- petabilidad á los actos de éstos, ¿por qué no había de desempeñar en 1818 las mismas funciones que en 1810, es decir, por qué no había de ser el Senado de la nación más bien que el Consejo de una ciudad?
Los municipales de la época de O'Higgins soñaron lle- gar á ser lo que habían sido los de la época de Carrasco y de Toro, y se lisonjearon con imponer la ley al dicta- dor, como sus antecesores se la habían impuesto á los dos presidentes que acabo de nombrar.
El 17 de Abril de 1818, á los doce días de la victoria de Maipo, los que patrocinaban el proyecto mencionado
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concurrieron en gran número á la sala capitular, y se constituyeron en cabildo abierto.
En seguida nombraron una Comisión compuesta de D. Agustín Vial, D. Juan José Echeverría y D.Juan Agus- tín Alcalde, para que pasasen al lado del dictador, y le hicesen conocer, en nombre de la reunión, la necesidad que había de que se supliese por la intervención del cabil- do en los negocios púdicos la falta de una Asamblea na- cional, cuya convocatoria impedía por entonces la situa- ción del país. Pretendían que por lo menos se les conce- diese el nombramiento de los ministros de Estado, excep- to el de la Guerra, cuya elección sería privativa del jefe jupremo.
O'Higgins escuchó con disgusto los discursos de aque- llos diputados, y les ordenó que fuesen á llamar á los ca- bildantes, para que éstos viniesen á saber por sí mismos la respuesta que iba á dar á semejantes proposiciones.
La actitud altanera que tomaba el director disminuyó los bríos de los municipales, que acudieron á palacio un 5Í es no es medrosos, y con aire de arrepentimiento.
D. Bernardo les reprendió su conducta, acusó de irres- petuosas, de descomedidas las expresiones de que se ha- DÍa servido Vial para hacer presente su misión, y los des- 3Ídió con una negativa terminante y todas las señales de jn gran descontento.
Nadie se atrevió á contradecirle, y todos se retiraron, sumisos.
Vial y Echeverría fueron desterrados de Santiago, en :;ast¡go de lo que llamaban su insolencia.
VIH
Rodríguez había representado un gran papel en todo aquel alboroto. Había sido uno de los más animados, y uno de los que con más empeño habían sostenido que de-
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bía obligarse á los gobernantes á condescender con los votos del pueblo.
Su voz había resonado tonante en la sala capitular, y en seguida había venido acompañando al cabildo hasta el patio del palacio, donde había continuado en sostener con toda energía su opinión.
O'Higgins supo ó escuchó lo que Rodríguez estaba diciendo. El proceder osado de aquel soldado tribuno agotó su paciencia. El dictador no se resolvió á sufrir por más largo tiempo á un revoltoso tan incorregible y y deter- mimó escarmentarle.
Hizo venir del cuartel de San Pablo una compañía del batallón Número 1 de Cazadores de los Andes, que allí estaba hospedado; y con ella remitió al mismo lugar pre- j so á D. Manuel Rodríguez. El capitán D. Manuel Antonio Zuloaga, que la mandaba, recibió orden de hacer fuego sobre el pueblo si durante el tránsito algún grupo inten- taba arrebatar al prisionero.
Nada de eso sucedió, y Rodríguez fué encarcelado en ^ el cuartel de San Pablo.
El teniente coronel D. Rudesindo Alvarado, coman- dante del número 1 de Cazadores, escogió veinticinco hombres de confianza, los puso á las órdenes del capitán Zuloaga y del teniente español D. Antonio Navarro, y. encargó á los dos la custodia de D. Manuel, haciéndoles responsables de ella.
Rodríguez permaneció en San Pablo cerca de un mes. Sus guardianes tenían instrucciones expresas de no dejar- le comunicarse con nadie; pero D. Manuel supo congra- ciarse con Navarro, y éste, que se alternaba en la guardia con Zuloaga, cada vez que entraba de turno le dejaba sa- lir disfrazado á la calle. En esas ocasiones, Navarro saca- ba al preso á la media noche, y confiado en su palabra, le permitía irse adonde más le acomodase. Una hora an- tes del toque de diana volvían á reunirse en una esquina que tenían designada, y Navarro encerraba otra vez á Ro- drigue? en su cabbozo. Los amigos con quienes éste se
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veía durante aquellas escapadas nocturnas, le instaban que aprovechase la ocasión y huyese. Rodríg-uez desecha- ba sin vacilación tales consejos. Jamás, decía, comprome- tería al oficial que le prestaba aquel servicio, y que se confiaba en su honor.
A fines de Mayo, el batallón comenzó á prepararse para trasladarse á Quillota. El preso debía seguirlo.
¿Con qué objeto se hacía emprender á Rodríguez se- mejante viaje?
IX
En uno de los días que precedieron á la partida (el 22 de Mayo), Navarro se acercó todo inquieto y azorado al capitán del mismo cuerpo D. Manuel José Benavente, y le pidió una conferencia, porque deseaba consultarle so- bre un negocio delicado.
Refirióle en seguida que la noche anterior el coman- dante Alvarado le había conducido, sin decirle para qué, á presencia del director; que éste se encontraba con el general D. Antonio Balcarce; que O'Higgins le había ha- blado de Rodríguez, pintándoselo como un hombre dis- tinguido por su talento y valor, el cual había prestado buenos servicios á la revolución, pero turbulento é inco- rregible; que le había contado cómo él y San Martín ha- bían procurado infructuosamente ganar de todos modos á aquel hombre díscolo, ó alejarle del país con comisiones honoríficas; que le había explicado á lo largo cómo seme- jante individuo sería funestísimo para Chile, descubriéndo- le la intención en que se hallaban de deshacerse de él como único arbitrio que restaba; y que, por último, des- pués de este minucioso preámbulo, había terminado con la propuesta de que se encargara de desempeñar aquella co- misión, para lo cual se ofrecía una oportunidad en la mar-
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cha del batallón á Quillota. El director le había comuni- cado además que la misma indicación se había hecho á Zuloaga; pero que este joven había andado con escrúpulos que habían obligado á fijarse en otro.
Navarro, después de una larga conferencia, había pedi- do veinticuatro horas para resolverse.
Aquella noche se cumplía el plazo y no sabía qué hacer.
Benavente oyó esta relación con desconfianza. Temió que aquella fuera una red que se le tendía para experi- mentar su fidelidad al Gobierno. Todo podía temerse. La época no era para descuidarse. Su familia era conocida- mente carrerina y era ese un motivo más que suficiente para andar con tiento. Sin embargo, contestó á Nava- rro: — Imite usted á Zuloaga; rehuse como él.
A este consejo objetó el consultante su calidad de es- pañol, su aislamiento en un país extranjero, el temor de que se le hiciera morir para asegurar el secreto.
— Usted sabrá entonces lo que hace — le dijo Benaven- te, y le volvió las espaldas, indeciso sobre si aquello sería ! un embuste ó una realidad.
I
El 25 de Mayo á la madrugada, el batallón se puso en camino para Quillota.
A cierta distancia iba Rodríguez con su escolta bajo las órdenes de Zuloaga; le acompañaba también Navarro.
El capitán Benavente mandaba ese día la guardia de prevención y marchaba á la inmediación del grupo que acabo de describir.
Aprovechóse de esta circunstancia para acercarse á Rodríguez y para ofrecerle un cigarro de papel, en cuya envoltura había escrito: "Huya usted, que le conviene."
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 213
Rodríguez leyó estas palabras siniestras. La sorpresa le impidió ocultarlas bastante á tiempo para evitar que las leyera también Navarro, que en aquel momento caminaba á su lado.
Rodríguez no era ciertamente un hombre cobarde; na- die se habría atrevido á decirlo. Había siempre arrostrado el peligro con una rara serenidad. Pero no es lo mismo el desprecio de la muerte en una lucha, que el recelo de ser apuñalado por la espalda en un camino solitario. Esto último hace palidecer al más bravo.
El aviso de Benavente dio miedo á Rodríguez. Recor- dó los tristes pronósticos de sus amigos en Santiago. Agolpáronse á su mente mil incidencias en que antes ape- nas había reparado, y que en aquel momento tomaron para él un significado funesto.
Rodríguez había vivido en una época de trastornos y de violencias; sabia á no caberle duda que las pasiones políticas en cierto grado de exaltación no se detienen de- lante de nada, que la vida del hombre no es para ellas más sagrada que cualquiera otra cosa. No tenía ningún motivo para mirar como imposible una venganza sangrienta.
Acercóse á Navarro; le pidió como amigo una revela- ción de lo que supiese sobre el particular. ¿Le habían dado algún encargo fatal? Si era así, le suplicó que per- mitiese su fuga. ¿Qué mal podía acarrearle aquel acto de piedad? El le haría rico, le haría feliz. Á él mismo no le faltaba dinero; tenía además amigos que recompensarían espléndidamente aquel servicio.
El español procuró tranquilizarle; aseguróle que no te- nía nada que temer.
Sin embargo, sus protestas no calmaron á Rodríguez. Había en aquellas palabras algo que le alarmaba. El temor no sólo desazona el corazón de la víctima, sino también el corazón del asesino; la palidez no sólo cubre el sem- blante del que va á morir, sino también el de aquel qué debe herir.
Rodríguez continuó la marcha triste, taciturno.
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En la primera ocasión intentó sobornar al sargento del destacamento. Le ofreció oro si favorecía su fuga. Nada consiguió.
Durante ese día y el siguiente, !as alternativas del viaje permitieron á Rodríguez trabar conversación con algunos oficiales. A todos les descubrió sus sospechas y les rogó que si algo sabían se lo comunicaran. Sus respuestas ne- gativas no le satisficieron Si no le decían nada que apo- yase sus recelos, tampoco le decían nada que los di- sipase.
Dos leguas antes de llegar á la hacienda de Poipaico, Zuloaga recibió orden de entregar el preso y el mando de la escolta al teniente Navarro. Rodríguez lo supo con sen- timiento é hizo inútiles esfuerzos para que el cambio no se operase.
En la tarde del día 26 el batallón acampó en las márge- nes de un arroyo que corre inmediato á las casas de la ha- cienda de Poipaico.
Navarro, con el preso y su escolta, se alojó en una pul- pería distante tres cuadras á retaguardia.
Rodríguez estaba más sombrío y meditabundo. Interro- gó á Navarro con más instancia sobre cuál sería su suerte; le reiteró sus ofertas.
El español se esforzó por ahuyentarle aquellos lúgubres pensamientos. Le repitió que estaba viendo visiones. Para restituirle la alegría mandó que sirviesen licor, y le hizo beber.
Después de eso le convidó para ir por aquella vecindad á una de esas visitas que los hombres de guerra rehusan pocas veces, deseosos de mezclar los dulces deleites á los rigurosos ejercicios de su dura profesión. Rodríguez se negó desde luego á la invitación; pero fueron tan apre- miantes las instancias de su guardián, que al fin consintió.
Parece que el desgraciado hubiera tenido como un pre- sentimiento de que en vez de los brazos de una mujer le aguardaba la muerte.
Los dos montaron á caballo y partieron solos.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 215
Era la oración.
A poco andar, Navarro sacó repentinamente de entre la ropa una pistola, y apoyando casi la boca de esta arma sobre el cuello de su compañero, la disparó sobre él y le derribó por tierra.
Al ruido del pistoletazo acudieron los cabos Gómez y Agüero, á quienes de antemano y á prevención tenía el español emboscados por allí cerca, y á una orden de su teniente ensartaron sus bayonetas en el pecho de su ilus- tre víctima.
Navarro había cuidado de alejar con diversos pretex- tos á los otros individuos del destacamento.
A continuación se rasgó con un cuchillo la manta en tres distintas partes y se puso á decir que había hecho fuego sobre Rodríguez porque había arremetido contra él para fugarse.
XI
La noticia de aquella desgracia se divulgó en un ins- tante por todo el batallón. Alvarado levantó en el acto un sumario de lo que había sucedido y lo remitió sin tardan- za con el capitán D. Santiago Lindsay.
Este bravo oficial partió á escape para la capital. Fué á desmontarse á la puerta misma del palacio y exigió que, todo cubierto de polvo como estaba, le condujesen á O'Higgins.
Lindsay venía palpitante de emoción. Aquel aconteci- miento desastroso había conmovido profundamente, tan- to á él como á sus camaradas. Esperaba que hiciese una impresión no menos fuerte sobre el ánimo de O'Higgins. Mas éste leyó el pliego de Alvarado y permaneció impa- sible. No se reveló ni en su semblante ni en su apostura la menor sorpresa. No preguntó un solo detalle, no pidió
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una sola explicación sobre un hecho que, hiese como fue- ra, debía comprometerle tan seriamente á los ojos del pú- blico. Capitán, ¿cuándo piensa usted regresar al bata' llón?, fué la única interrogación que dirigió á Lindsay.
En vista de tan extraordinaria indiferencia, este militar dijo más tarde á uno de sus amigos que para él no era dudoso que O'Higgins sabía con anticipación lo que iba á suceder.
La noticia de esta catástrofe produjo la mayor discor- dancia en las opiniones.
Muchos al principio no la creyeron, y dándose por sa- gaces atribuyeron la desaparición de Rodríguez á una tramoya de San Martín, que le había enviado al Perú con igual comisión á la que había desempeñado en Chile an- tes de la restauración.
Los partidarios del Gobierno sostuvieron que sus cona- tos de fuga habían causado su muerte.
Los enemigos de la Administración llamaron el hecho con su verdadero nombre: un asesinato.
Navarro, después de una prisión de mes y medio, salió para las provincias argentinas. En cuanto á los dos cabos Gómez y Agüero, fueron sin demora enviados con reco- mendación al ejército del Tucumán.
El capitán Benavente, aquel que en el camino había dado en el cigarro un aviso á Rodríguez, recibió orden de ir á continuar sus servicios á la otra banda, y allí fué dado de baja al poco tiempo.
CAPITULO X
Nombramiento de D. Miguel Zaííartu para ag-ente diplomático de Chile en Buenos Aires. — Modificación en el personal del Ministerio. — Nombramiento de una comisión para que redacte una Constitución provisional. — Renuncia que hace D. José Miguel Infante del Minis- terio de Hacienda y nombramiento de D. Anselmo de la Cruz para sucederle. — Promulgación de la Constitución provisional. — Análisis de esta Constitución. — Nombramiento de D.José Joaquín Echeve- rría y Larraín para reemplazar á D. Antonio José de Irisarri en el Ministerio de Gobierno. — Insurrección de los Prietos.
Después de la victoria de Maipo, el Ministerio del Di- rector se renovó casi completamente. Sólo Zenteno per- maneció en el departamento de la Guerra.
D. Hipólito Villegas se retiró, fatigado de los negocios políticos.
Zañartu recibió despacho de agente diplomático cerca del Gabinete argentino. El objeto de esta misión era tri- ple: facilitar las relaciones entre dos gobiernos tan estre- chamente aliados como lo eran ios de Chile y Buenos Aires; impedir las maquinaciones de D. José Miguel Ca- rrera, refugiado entonces en Montevideo; adquirir buques y pertrechos navales para la escuadra que se proyectaba.
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organizar á fin de dominar el Pacífico. El desempeño de esta comisión exigía un hombre de la capacidad de Za- ñartu. Sólo esta consideración pudo obligar á D. Ber- nardo á separar de su lado un ministro que era al mismo tiempo su amigo.
El temor de los manejos de Carrera, y la urgencia que se sentía de poner lista una fuerza marítima, hicieron apresurar la salida de Zañartu. No se reparó en medios para superar cuantos obstáculos se oponían á su marcha. Una nevada que duró seis días le retuvo en la villa de Santa Rosa. Luego que Zañartu comunicó este contra- tiempo, O'Higgins le contestó instándole para que conti- nuase su viaje tan pronto como le fuera posible. En Men- doza, la falta de carruaje le retardó todavía. Tuvo que comprar uno á fin de proseguir su camino hasta Buenos Aires, y poder dar principio cuanto antes á las funciones para que iba destinado.
La separación de Villegas y la ausencia de Zañartu de- jaron vacantes dos ministerios: el de Hacienda y el de Gobierno. El primero se encomendó á D. José Miguel Infante, y el segundo á D. Antonio José de Irisarri.
Era éste un distinguido escritor guatemalteco, que ha- bía tomado una parte activa en la revolución chilena. Estaba ligado por su esposa á la familia de los Larrai- nes, y se había mostrado siempre acérrimo enemigo de los Carrera. Había llegado recientemente de Europa, y gozaba de una gran reputación de talento.
II
Después del cabildo abierto que una porción del vecin- dario celebró el 17 de Abril para exigir que se diese al <aübierno una forma constitucional, tanto los ministros de O'Higgins como sus demás consejeros, le persuadieron
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que accediese hasta cierto punto á ios deseos del pueblo. El poder omnímodo é indefinido que ejercía asustaba á la generalidad, y convenía quitar todo pretexto á la murmu- ración. A la dictadura arbitraria y sin restricciones de ningún género que existía debía sustituirse una dictadura legal. Así, todo lo que habría de nuevo sería un regla- mento y unos cuantos dignatarios, y se aquietaría la alar- ma de los que criticaban que no se hubieran fijado reglas al ejecutivo.
O'Higgins reconoció la justicia de estas observaciones.
En consecuencia, el 18 de Mayo de 1818 expidió un decreto que anunciaba un cambio en la organización del Gobierno. Principia en él por recordar que su nombra- miento de director había sido con facultades ilimitadas; los dictámenes de su prudencia eran la única traba que se le había señalado. Añade en seguida que no quiere expo- ner por más tiempo el desempeño de los arduos negocios de la República al alcance de su solo juicio. Concluye declarando que, como no sería oportuno la reunión de un congreso, el cual se convocaría más tarde, en la época conveniente, nombra entretanto una comisión de siete in- dividuos para que le presente un proyecto de Constitución provisional.
Estos legisladores por gracia del director, eran D. Ma- nuel de Salas, D. Francisco Antonio Pérez, D. Joaquín Gandarillas, D. José Ignacio Cienfuegos, D. José María Villarreal, D. José María Rosas y D. Lorenzo José de Vi- llalón.
III
La comisión se puso sin tardanza á elaborar el trabajo que se le había encomendado; pero antes de terminar sus tareas el Ministerio sufrió una nueva modifícación con la
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salida de D. José Miguel Infante, uno de sus miembros más caracterizados y respetables.
Este republicano de estilo antiguo, de conciencia rígi- da, de principios inflexibles, no podía de ningún modo formar parte de una Administración que en muchas oca- siones se creía autorizada para anteponer el interés de la revolución, ó de su partido, á la legalidad; la razón polí- tica á la justicia.
Infante hizo, pues, dimisión de su cartera en Junio de 1818.
Había marcado su pasaje en el Gobierno con dos dis- posiciones importantes. Fué la una el nombramiento de una comisión central de secuestros y el arreglo de este ramo de ingresos públicos. Son superiores á toda ponde- ración el despilfarro en que se hallaba la administración de las propiedades confiscadas y los robos escandalosos á que había dado origen. D. José Miguel ordenó que rin- dieran cuentas todos los que habían intervenido en los secuestros, y que en adelante ninguno de aquellos bienes se vendiera ó arrendara sino en subasta pública. El reme- dio, sin embargo, era tardío é ineficaz. Habían ensuciado sus manos en aquellas deshonrosas sustracciones algunos individuos para con los cuales era necesario tener mira- mientos, en razón de sus circunstancias y de su alta posi- ción social. La ley era impotente contra semejantes reos.
La segunda providencia notable tomada por Infante, de que he hablado, fué la concesión de franquicias por pri- mera vez al comercio de cabotaje.
Para llenar la vacante que D. José Miguel dejaba en el Ministerio se llamó á D. Anselmo de la Cruz, caballero que, si no descollaba por una capacidad sobresaliente, había sido un buen patriota. Al mérito de su civismo aña- día para O'Higgins la calidad de ser hermano de la se- ñora en cuya casa se había educado cuando niño.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 221
IV
El 8 de Agesto de 1818 la comisión nombrada para re- dactar la Constitución provisional remitió al director el proyecto que había concertado.
Por una advertencia colocada á su conclusión, opinaba que para ponerla en planta se hiciera sancionar y jurar en todas las ciudades y villas del Estado por los cabildos, corporaciones y cuerpos militares.
El director y sus ministros encontraron muy á medida de sus deseos el contenido de aquella carta constitucio- nal, que probablemente se había compuesto según las bases que ellos mismos habían designado; pero no se conformaron igualmente con la manera de hacerla apro- bar por el pueblo que indicaba la comisión. Napoleón, á su vuelta de la isla de Elba, había practicado un procedi- miento para el caso, que les parecía muy conveniente imi- tar. Era tan seguro en su resultado como el que había imaginado la comisión, y más solemne é hipócrita en la forma.
Consistía el admirable invento en publicar por bando el proyecto constitucional y en poner á continuación en cada parroquia por cuatro días dos libros, de los cuales e! uno llevaría por epígrafe: Libro de suscripciones en fa- vor del proyecto constitucional, y el otro. Libro de sus- cripciones en contra del proyecto constitucional. En el primero debían firmar los que querían ser regidos por la Constitución provisional, y en el segundo los que no.
El Gobierno sabía de antemano que sólo uno de esos libros se cubriría de firmas, y que el otro quedaría en blanco.
Sucedió como lo había pensado, y como no podía me- nos de suceder.
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Todas las firmas que se recogieron desde Copiapó has- ta Cauquenes estuvieron por la afirmativa, y no hubo nin- guna por la negativa.
La operación no se hizo extensiva á los departamentos de más al Sur, porque los restos del ejército real no los habían evacuado todavía.
El círculo del director quiso hacer pasar la uniformidad de los signatarios por la expresión más clara y evidente de la voluntad nacional. Pero eso estaba bueno para di- cho, mas no para creído. Aquella Constitución formulaba la teoría política de los que la habían elaborado.
El 23 de Octubre se juró por todas las corporaciones en el salón principal del Consulado la Carta que en ade- lante iba á regir la República.
Las disposiciones de la Constitución provisional eran de dos especies: las unas reconocían y formulaban esos derechos individuales que se encuentran proclamados en todas las constituciones modernas; las otras organizaban los poderes públicos.
Las garantías de los ciudadanos eran en este código simples adornos. No se había estatuido nada que asegu- rase su observancia. En último resultado, su infracción ó su respeto dependían del capricho del director, que era la autoridad soberana.
La Constitución provisional principiaba por declarar jefe sup'-emo de la nación á D. Bernardo O'Higgins. No fijaba término á la duración de su cargo. Le facultaba para nombrar todos los empleados, incluso los senadores y los jueces, á propuesta en ciertos casos de las respec- tivas corporaciones ó jefes de oficina. Le era privativa la inversión de los caudales públicos sin sujeción á presu-
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puestos, y sin más traba que la de dar cuenta al Senado.
El director mandaba y arreglaba las fuerzas de mar y tierra; confirmaba ó revocaba las sentencias dadas contra los militares por los consejos de guerra; autorizaba las sentencias contra el fisco; podía conceder perdón ó con- mutación de la pena capital.
Cuando así conviniese al bien del Estado, )e era per- mitido abrir la correspondencia epistolar delante del fis- cal, procurador de ciudad y administrador de Correos.
Si salía del territorio chileno, estaba facultado para de- signar, de acuerdo con el Senado, la persona que había de reemplazarle.
En una palabra: según la letra de la Constitución pro- visional, el director de la República gozaba de más am- plias atribuciones que el antiguo presidente-gobernador de la colonia.
Su autoridad sólo estaba limitada por el Senado, al cual competía el Poder legislativo, y por los tribunales,, que entendían en lo contencioso. Sin embargo, tanto el primero, como los segundos, eran todavía, como queda dicho, nombrados por el director.
Las indicadas eran las facultades que le estaban expre- samente concedidas; pero podía tomarse sin obstáculo cuantas se le antojasen. La única precaución que los le- gisladores habían adoptado para asegurar el cumplimien- to de su código eran las observaciones que, en caso de infracción, debían elevar al mismo director el Senado y ciertos funcionarios que, con ese objeto y el pomposo tí- tulo de censores, se habían creado en cada uno de los cabildos. ¿Podía creer alguien de buena fe que esos de- pendientes del Poder ejecutivo (pues senadores y censo- res no eran otra cosa) habían jamás de molestarle con re- primendas y protestas?
Es verdad que este Código se promulgaba con e! ca- rácter de provisional, que se reconocía la soberanía del pueblo y se prometía que más tarde éste, por medio de sus representantes, acordaría lo que mejor le pareciese..
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Pero, ¿cuándo creería el director O'Higgins que había llegado ese momento oportuno?
El Senado sólo se componía de cinco propietarios y de cinco suplentes. Aunque su elección correspondía al di- rector, éste quiso que el pueblo sancionase su nombra- miento en la misma forma y al mismo tiempo que la Constitución. Al efecto ordenó que se publicasen junto con el proyecto provisional, los nombres de los senadores designados, á fin de que los ciudadanos los confirmasen con sus firmas en el elevado puesto para que él los había considerado dignos.
Los senadores propuestos fueron admitidos con la mis- ma unanimidad que la Carta constitucional.
Los propietarios fueron D. José Ignacio Cienfuegos, D. Francisco de Borja Fonteciila, D. Francisco Antonio Pérez, D. Juan Agustín Alcalde y D. José María Rosas; y los suplentes, D. Martín Calvo Encalada, D. Francisco Javier Errázuriz, D. Agustín Eizaguirre, D. Joaquín Gan- darillas y D. Joaquín Larraín.
Todas estas medidas dejaban constituida en Chile la dictadura más absoluta, disfrazada bajo ciertas apariencias hipócritas, que sólo podían engañar á los muy inocentes ó á los que querían dejarse alucinar. La Constitución que se otorgaba como una concesión á las exigencias de la opinión pública, no era, poco más ó menos, sino la redac- ción en el papel de cuanto se había estado practicando desde la victoria de Chacabuco. O'Higgins, en realidad, después de la promulgación de la Carta fundamental, que- daba con facultades tan omnímodas como las que tenía antes de que se hubiera dictado.
VI
A los seis días de la jura de la Constitución, se retiró del ministerio D. Antonio José de Irisarri, con el objeto
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de pasar á Europa á representar los derechos de Chile en el Congreso de soberanos que por aquel entonces se anunciaba iba á reunirse en Aquisgrán. A ésta comisión se le agregaba la de que negociase un empréstito que sa- cara de apuros al erario nacional.
Entró á reemplazarle en la cartera de Gobierno don Joaquín Echeverría y Larraín.
Era éste un caballero ligado á una de las primeras fa- milias del país, que había sufrido la pena de su decisión por el sistema revolucionario con una dura prisión en las casamatas de Lima.
De carácter condescendiente y bondadoso, de maneras suaves y corteses, era uno de esos hombres que, en vez de dar el impulso á los partidos políticos, lo reciben de ellos. Los individuos de este temple, si no tienen el pres- tigio de los jefes de facción, en cambio se eximen de la odiosidad que los otros siempre arrastran. Las tempesta- des estallan sobre sus cabezas sin tocarlos. Cuando vuel- ven á la vida privada, son pocos los odios que los siguen hasta ella. D.Joaquín Echeverría podía ser contado en esa ciase. Por consiguiente, su presencia en los consejos del director no debía introducir ninguna variación en el sis- tema político que estaba adoptado.
VII
La Constitución provisional estuvo muy distante de sa- tisfacer las aspiracio.ies de una gran parte de la gente ilustrada. Deseaban muchos más libertad, más garantías. Pero la mayoría de tales opositores creía lo más prudente guardar silencio y estarse quietos.
Los unos consideraban una locura todo pensamiento de insurrección contra un Gobierno á quien sostenía un brillante ejército. Los otros miraban como un crimen de
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lesa patria todo proyecto que envolviera probabilidades de anarquía, cuando los enemigos de la América no esta- ban aún completamente vencidos. A los primeros los contenía el sentimiento de su impotencia; á los segundos, la persuasión de que todo debía postergarse á la conso- lidación del sistema nacional. Unos y otros murmuraban entre sus amigos, y aguardaban una ocasión más oportuna para hacer valer sus reclamaciones del modo que se lo permitieran las circunstancias.
Sin embargo, no faltaron individuos menos cautos, ó más audaces que los anteriores, los cuales, á pesar de los consejos de la prudencia, resolvieron protestar á mano armada y sin tardanza contra la dictadura de O'Hig- gins.
Los principales promotores de esta disparatada empre- sa fueron D. Francisco de Paula Prieto y sus dos herma- nos José y Juan Francisco, vecinos de la ciudad de Talca, y relacionados en aquella tierra. Hasta aquella fecha, nin- guno de los tres había representado un papel grande ni pequeño en la revolución. Habían sido patriotas decidi- dos, como tantos otros, y nada más. Pero de repente, y sin saber por qué, D. Francisco de Paula concibió la idea de acaudillar la oposición latente que existía contra el director.
Ni él ni sus hermanos habían sido nunca militares; pero en lugar de grados y servicios les sobraba la osadía. Este sentimiento, que no era moderado en ellos por un cálculo bastante certero de lo que son las cosas humanas, les hizo persuadirse que el levantamiento de una guerrilla era una base suficiente para comenzar una insurrección contra un Gobierno que, si no contaba con una opinión unánime en su favor, estaba al menos apoyado en un poderoso ejército.
Las ventajas que D. Manuel Rodríguez había obtenido con sólo su montonera, contribuían indudablemente á alucinarlos. No tomaban en cuenta la inmensa diferencia que había entre su propia situación, y aquella en que se
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había encontrato el ilustre revolucionario cuyo ejemplo se proponían imitar.
Este falso juicio los precipitó en su ruina.
Los Prietos se lisonjeaban de que bastaba lanzar un grito contra O'Higgins para que el pueblo lo repitiese. Partían del supuesto de que para conseguir un éxito com- pleto, era suficiente comenzar. Bien pronto y á su costa, la serie de sucesos les hizo conocer cuan equivocada era semejante presunción.
En el mes de Noviembre de 1818 los Prietos, segui- dos de un cierto número de secuaces, establecieron su campamento en los montes de Cumpeu, partido del Maule.
Desde este sitio, D. Francisco de Paula, tomando el pomposo título de Protector de los pueblos Ubres de Chi- le, dirigió al general del ejército del Sur D. Antonio Bal- carce, y al gobernador intendente de Concepción D. Ra- món Freiré, sendos paquetes de proclamas, bandos y re- glamentos en que los excitaba á cooperar al derribamien- to de la administración de O'Higgins. Como era natural, la respuesta que ambos jefes dieron á aquellas invitacio- nes fué remitirlas con un correo extraordinario al Gobier- no de Santiago.
Entretanto los sublevados habían engrosado sus filas con la incorporación de sesenta granaderos á caballo, que habían logrado atraer á su partido. Este refuerzo les dio ánimos para entrar en campaña y principiar sus correrías. Apoderáronse momentáneamente de los pueblos de Cu- ricó y Linares, donde sacaron algunas contribuciones, y se encaminaron sobre Talca, á la que intimaron rendición en ;el plazo de veinticuatro horas. Pero manifestándose esta ciudad dispuesta á resistir, y sabedores los montoneros ;de que se aproximaba en contra de ellos, con alguna tro- |pa, el sargento mayor D. Santiago Sánchez, se retiraron 1/ se refugiaron en los bosques.
En esta situación, D. Francisco de Paula vino de incóg- lito á Santiago para buscar recursos y entenderse con al.
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gunos correligionarios, y dejó el mando de la guerrilla á sus dos hermanos.
Durante su ausencia, estos jóvenes se confiaron de un español que se les había presentado como desertor, pero que era sólo un espía del Gobierno. Este traidor se puso de inteligencia con D. Francisco Martínez, jefe de uno de los destacamentos que andaban en persecución de los in- surrectos, y le procuró una ocasión de que sorprendiera el cuerpo principal de ellos. Los dos Prieto y los suyos intentaron una resistencia desesperada, pero inútil. Algu- nos murieron en la refriega, muchos fueron prisioneros y los restantes encontraron la salvación en la fuga.
Entre los prisioneros se contaba D. José Prieto, que aquella vez hacía de caudillo. Conducido á Talca, fué fu- silado sin tardanza.
D. Francisco de Paula supo en Santiago este descala- bro. Sin embargo, no se desanimó, y resolvió volverse á los campos de Talca para continuar su aventurado pro- yecto.
A su pasaje por Paine se puso de acuerdo con el juez de este lugar, y entre ambos formaron una pandilla, que sorprendió la guardia de la Angostura.
Esta fué la última hazaña de Prieto.
Una persona respetable que se le había vendido por amigo durante su residencia en Santiago delató al Go- bierno cuanto el proscripto le había revelado y su nuevo viaje para el Sur. Con este aviso, la autoridad pudo atra- parle en las orillas del Cachapoal, con todos los que le acompañaban.
Traído á Santiago, fué sometido con sus cómplices á una comisión extraordinaria que condenó á Prieto y al juez de Paine á sufrir el último suplicio. En conformidad de esta sentencia, los dos recibieron la muerte en la pla- zuela de San Pablo, el 30 de Abril de 1819.
Tal fué el trágico é infructuoso resultado de la primera intentona á mano armada á que dio margen la dictadura de O'Higgins.
CAPITULO XI
Retirada de las tropas realistas para Valdivia, después de la batalla de Maipo. — Emigrados patriotas de la provincia de Concepción. — Amnistía. — Vicente Benavides. — Insurrección de Benavides en la frontera. — D. Ramón Freiré.— Acción de Curalí. — Creación de la es- cuadra.— Su primera salida al mando de Blanco Encalada. — Lord Cochrane. — Toma de Valdivia. — Expedición libertadora del Perú.
Se equivocaría quien, juzg-ando la administración de O'Higgins únicamente por lo que dejo relatado, entendie- ra que ella sólo comprendió facultades omnímodas, arbi- trariedades, secuestros, proscripciones, suplicios. Prestó también grandes servicios á la causa de la independencia. Tuvo la guerra con España por pretexto de sus faltas, la victoria por frute de sus trabajos, la gloria por disculpa de sus vicios y demasías.
Con un erario escueto, con un país empobrecido, con una nación agotada, improvisó una marina, sostuvo un ejército, combatió contra el enemigo de la América por mar y por tierra; le aniquiló en nuestro suelo, y fué á per- seguirle hasta el Pacífico, hasta el Perú.
La magnitud de tales méritos compensó para muchos ¡a deformidad de su despotismo. El afecto que se profesa-
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ba al Libertador acallaba en más de un corazón el odio que se debía al dictador. Sin el prestigio de sus triunfos, O'Hig-o-ins no habría podido sostenerse seis meses, y mu- cho menos seis años.
Fueron los bienes que hizo en pro de la independen- cia los que estorbaron el horror que de otro modo ha- brían inspirado algunos de sus pecados políticos.
II
He referido en lo que antecede las faltas que cometió como magistrado y como hombre; es una justicia para él, y un placer para rní, contar ahora los servicios que al mis- mo tiempo prestaba á la República.
La batalla de Maipo arruinó completamente el poder moral de los realistas en Chile, pero no su poder mate- rial. Después del 5 de Abril, sólo los muy obtusos y rea- cios conservaron una firme esperanza de vencer, y, sin embargo, sus tropas poseían toda la región que se extien- de desde la orilla meridional del Maule, y componían un ejército que alcanzaba á 2.000 hombres.
Al frente de ese ejército estaban Ossorio, el vencedor de Rancagua y de Cancha- Rayada, y Sánchez, el soste- nedor de Chillan. Pero ni el uno ni el otro hicieron nada para recuperar la superioridad de sus armas. El desalien- to había amilanado á esos dos jefes, que nadie, por cier- to, puede razonablemente tachar de cobardes.
Ossorio se fugó casi solo para el Perú, antes de tornar á ver las caras á los vencedores de Maipo.
Sánchez, que le sustituyó en el mando, intentó hacer alguna resistencia á los batallones patriotas que, á las ór- denes del general D. Antonio Balcarce y de D. Ramón Freiré, envió O'Higgins pa»-a desalojar de sus últimas po- siciones á los partidarios de la metrópoli; pero habiendo-
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se limitado á algunas descargas y á dos ó tres pequeños encuentros, se retiró con su gente para Valdivia, atrave- sando el territorio araucano.
En el mes de Febrero de 1819, toda la provincia de Concepción quedó libre de realistas, é incorporada á la República. El pendón de Chile volvió á flamear sobre esa ciudad de Chillan, que en 1813 había contenido la impe- tuosidad de Carrera, y sobre ese puerto de Talcahuano, que en 1817 había resistido al denuedo de O'Higgins.
La guerra pareció concluida.
III
Los emigrados que á la época de la segunda invasión de Ossorio habían abandonado las comarcas del Sur, re- cibieron orden de restituirse á sus hogares.
A pesar de las escaseces del Tesoro, el Gobierno ha- bía velado por la subsistencia de aquellos infelices mien- tras habían permanecido en Santiago y lugares inme- diatos; cuatro mil trescientos treinta y uno de ellos ha- bían recibido de las arcas nacionales toda especie de so- corros.
Así como se había atendido á su manutención, se cui- dó también de proporcionarles los medios de transporte que necesitaban para regresar á las casas de sus padres. El Estado les facilitó cabalgaduras y víveres para el via- je y veló con celo paternal en que nada les faltase.
El director O'Higgins no redujo á estas medidas la ex- presión de su interés por los habitantes de la provincia que más había sufrido durante la larga guerra de la inde- pendencia.
Publicó la más completa amnistía para todos sus mora- dores. Sólo serían perseguidos los que estuvieran arma- dos contra la República y no se rindiesen. Las personas
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y propiedades de todos los demás eran sagradas, cuales- quiera que hubieran sido sus anteriores ideas. Nadie po- día ser interrogado, ni por los particulares ni por los ma- gistrados, sobre su conducta pasada. El menor insulto, la más simple alusión que se hiciera con ánimo ofensivo á las opiniones realistas de los que las habían abrazado, de- bían ser castigados con las penas que la ley señala para las injurias graves. En una palabra: se otorgaba á los ven- cidos el olvido más absoluto de todo lo que habían obra- do antes de aquella fecha.
El 3 de Marzo del mismo año se hizo extensiva esta amnistía á todos los habitantes de la República.
Estas providencias honran á sus autores y son dignas de la justicia de la causa que habían defendido. La abso- lución de las faltas políticas es, no sólo una prueba de generosidad, sino también un acto de habilidad. Es una torpeza en un hombre de Estado cerrar la puerta para toda reconciliación, y poner á sus adversarios en la alter- nativa de perecer ó combatir. Por propia conveniencia no los debe reducir nunca á la desesperación.
Se ve por lo expuesto que en 1819 O'Higgins adopta con respecto á los realistas un sistema muy diverso del que había empleado en 1817. Antes había perseguido, ahora perdona.
¿Por qué no observó con todos sus enemigos un pro- cedimiento igualmente magnánimo? La generosidad y la nobleza de alma nunca son superfluas y siempre apro- vechan.
IV
Cuando todos daban por concluida la guerra en la pro- vincia de Concepción, de repente un bandolero se pro- clama el sucesor de Sánchez y el sostenedor de la metro-
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poli. Los rezagados del ejército español se asocian á Ios- bárbaros de la Araucania y recorren en bandas la fron- tera. Es este el preludio de una de esas campañas inhu^ manas, triste consecuencia de los trastornos prolongados, en las cuales no se pelea, sino que se asesina, y se enu- meran más saqueos, más incendios de poblaciones que- batallas campales.
El demonio que promueve y organiza esta insurrec- ción despiadada es Vicente Benavides, un hombre que había sido sucesivamente desertor y espía de los patrio-- tas, que había sido ajusticiado por ellos, y que, puede de- cirse, se había levantado milagrosamente de la tumba.
Era natural de Quirihue, y su padre había ejercido el empleo de alcaide en la cárcel de aquella villa. Alistado como sargento bajo las banderas de la revolución, las abandonó de improviso sin motivo y corrió á incorporar- se en el ejército enemigo. El encarnizamiento con que atacaba á sus antiguos camaradas no tardó en hacerle caer prisionero. Las operaciones de la guerra no dieron tiem- po para aplicarle inmediatamente la pena señalada por la ordenanza militar al crimen que había cometido; mas sólo se aguardaba una ocasión oportuna para escarmentar con su suplicio á los que tuvieran intención de imitarle. En este apuro, una fuga feliz le libertó del peligro de muerte que le amenazaba.
Una noche de Marzo de 1814, el general O'Higgins, entre cuyas tropas era conducido el prisionero, sólo es- peraba la venida de la aurora para acometer á los realis- tas capitaneados por Ganza. Creía muy acertado el plan que había concebido, y tenía por segura la victoria. Así, estaba impaciente de que amaneciera.
Algunas horas antes de aclarar, el ejército había co- menzado á ponerse en movimiento, y todos se alistaban para la marcha.
En esta situación, un estallido espantoso aterró á los patriotas y les hizo saber que una gran parte de sus mu- niciones se había incendiado. Una muía que llevaba una.
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carga de cartuchos, revolcándose sobre una fogata medio apagada, había producido aquel desastre. La sorpresa fué grande, y la confusión mayor.
Aprovechóse de ellas Benavides para escaparse y para ir á anunciar á Gainza cuanto proyectaba O'Higgins con- tra él. La relación del fugitivo puso en guardia al general español, é impidió que se realizara el pensamiento del caudillo insurgente.
Este suceso hizo conocido en uno y otro bando el nom- bre de Benavides. La multitud aún, por esa tendencia que tiene á exagerarlo todo, atribuyó el incendio de las muni- ciones, no á un accidente casual, sino á la maña de aquel cuya libertad había favorecido.
La fama que sus aventuras, un si es no es novelescas, habían valido á Benavides, se acrecentó todavía con su comportación en la guerra. En todas las funciones de ar- mas donde se encontró manifestó un valor extraordinario, é hizo que se ie nombrase entre los más denodados.
Sus méritos de soldado le elevaron hasta el grado de capitán, que era el que obtenía en la batalla de Maipo.
En esta acción fué hecho prisionero con su hermano Timoteo.
Vicente debía temer, con sobrado fundamento, que su conducta anterior no quedara sin castigo; pero el Gobier- no pareció olvidarle. Por más de tres meses los dos her- manos arrastraron la cadena del presidiario y estuvieron trabajando, como otros muchos, en las calles de San- tiago.
Al fin, una tarde, al regresar de su tarea para la pri- sión, vieron junto á su puerta un piquete de cazadores á caballo mandado por un oficial. Este entregó al alcaide un pliego firmado por San Martín, y los dos hermanos re- cibieron orden de montar á la grupa de dos cazadores. Nadie les dio ninguna explicación sobre lo que aquello significaba.
La comitiva se puso silenciosamente en marcha. Tomó por la calle de Santa Rosa y no se detuvo hasta las in-
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mediaciones de la chacra conocida con la denominación de e/ Conventillo.
En este paraje, el oficial mandó desmontarse á ambos Benavides, y sin más preparación les notificó que tenían cinco minutos para arreglarse con Dios, porque iban á morir.
Las súplicas y las protestas fueron inútiles.
El jefe del destacamento era un subalterno que no te- nía más que ajustarse á las instrucciones que había reci- bido.
Vicente y Timoteo se abrazaron é hicieron una corta oración.
En seguida, cuatro soldados se pusieron al frente de cada uno y descargaron sus armas, haciendo la puntería al pecho de los reos. Los dos cayeron tendidos en el suelo.
El sargento del piquete, al retirarse, desenvainó su sa- ble y dio al que creía cadáver de Vicente dos tajos en cruz entre la cabeza y la parte superior del cuello.
Los ejecutores de la sentencia, concluido su encargo, regresaron á la capital.
¿Por qué no se había elegido un consejo de guerra para juzgar á aquellos hombres? ¿Por qué se habían pre- ferido para su suplicio los extramuros de la ciudad á la plaza principal, las tinieblas de la noche á la luz del día? ¿Por qué se daba á una ejecución que podía ser legal el carácter de un asesinato?
Son estas unas preguntas á las cuales se encontrará con dificultad respuesta satisfactoria.
Pero sea de esto lo que se quiera, Vicente Benavides no había muerto. Dos balas habían pasado cerca de sus dos costados, habían quemado su camisa, pero ni siquiera habían tocado su piel.
En tan apurado trance había conservado toda su san- gre fría y se había arrojado á tierra como si realmente hubiera perdido la existencia. Los sablazos del sargento no le habían arrancado un solo gemido. El deseo de la
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conservación le había hecho ser bastante dueño de sí mismo para contener en su garganta las quejas del dolor.
Ecta vez sí que había merecido, con toda justicia, la reputación de burlador de la muerte.
Cuando se hubo cerciorado de que sus verdugos iban lejos, se levantó, desgarró algunas tiras de la vestidura de su hermano, se vendó con ellas la herida, y fué á pedir socorro á una casucha inmediata, donde, para explicar su situación, inventó una historia de ladrones. Su fábula fué creída por aquellas buenas gentes y él mismo conducido á casa de su suegra, donde se curó en secreto.
La autoridad ignoró desde luego aquella superviven- cia. La familia de los ajusticiados, después de la ejecu- ción, obtuvo permiso para darles sepultura. Excusado me parece advertir que ella se guardó muy bien de publicar que en vez de dos cadáveres sólo había encontrado uno.
Cualquier otro hubiera huido del país ó, caso de que- darse en él, se habría ocultado bajo la tierra, habría cam- biado de nombre, habría procurado pasar por un indivi- duo distinto del que todos creían en la otra vida. Nada de eso hizo Benavides. No se conformó siquiera con cir- cunscribirse á vivir como un simple particular, sino que, por medio de un caballero respetable que le protegía, di- rigió propuestas de avenimiento á San Martín.
El general concibió al punto los importantes servicios que un hombre como éste podía prestar en la campaña del Sur. Le prometió el perdón y admitió sus ofertas. Lo pasado, pasado. Benavides de ahí en adelante iba á ser un buen patriota y á perseguir á los realistas con tanto ardor como el que había desplegado para molestar á los insurgentes. Con estas disposiciones partió para Concep- ción.
Balcarce y Freiré pusieron en provecho la actividad y las numerosas relaciones de aquel hombre verdaderamen- te extraordinario.
Benavides correspondió á su confianza y les ayudó mu- cho y con lealtad á la pacificación de la comarca.
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V
Cuando Sánchez se retiró para Valdivia, Balcarce hizo que Benavides se encaminase á Arauco con el encargo de reunir los dispersos que iba dejando el ejército espa- ñol y de procurar ganarse Ir. amistad de los indios, que, por lo general, se habían mostrado hostiles á la revolu- ción.
Fué mientras estaba desempeñando esta comisión cuan- do le vino la idea de levantar bandera contra los inde- pendientes.
Son varias las causas de este cambio en su conducta.
En Arauco vio la posibilidad de organizar una insu- rrección. ¿Qué le impedía sublevar en nombre del rey á esos indígenas cuyo afecto se quería que conquistase para la patria y congregar bajo su mando á esos disper- sos que estaba encargado de incorporar á las tropas de Freiré? No tenía sino quererlo y era sucesor de Sánchez.
Esta idea no podía menos de lisonjear á un viejo sol- dado como Benavides, en quien abundaba el arrojo y que estaba habituado á una vida de azar y de violencias. Esto sólo habría bastado para decidirle. Pero á este motivo, muy poderoso por sí solo, añadía el odio que natural- mente profesaba á los insurgentes. Habían muerto á su hermano, y si no habían hecho otro tanto con él mismo no había sido por falta de voluntad.
Eran esas unas grandes injurias que pedían venganza, y, como si no hubieran bastado, uno de esos revolucio- narios había agregado otra que le dolía en el alma.
Benavides era casado y profesaba una pasión loca á su mujer, Teresa Ferrer. Había quedado ésta en Talcamavi- da, mientras su marido practicaba sus excursiones por el territorio araucano. Antojósele galantearla á un oficial pa-
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triota. Benavides lo supo, y desde entonces principiaron á atormentarle el corazón los celos más frenéticos. No tenía un solo momento de calma. A todo instante pen- saba en la seducción de su esposa, y esta ¡dea le ponía furioso.
Aquella afrenta exigía venganza, y una venganza terri- ble. Benavides envolvió en su cólera, no sólo al que le arrebataba el objeto de su amor, sino también á cuantos seguían la misma bandera.
La ambición y los celos le precipitaron, pues, en la re- belión.
Sánchez no le dejó, para que realizase tal intento, sino sesenta hombres, en su mayor parte inservibles. Sobre esa base diminuta y miserable levantó una montonera impo- nente, con araucanos y con forajidos españoles, y comen- zó las hostilidades.
Nadie más propio que Benavides para acaudillar una guerra vandálica, como aquella. Era una especie de ban- dido español ó calabrés, supersticioso y sanguinario, de una mala fe como pocos la han tenido, sin piedad en el alma, desenfrenado en sus pasiones.
Desde niño había adoptado por patrona á la Virgen de las Mercedes; todos los días le rezaba precisamente, ha- Uárase donde se hallara; y contando en su calidad de de- voto con aquel poderoso amparo al lado de Dios, se creía autorizado para cometer los crímenes más enormes con entera impunidad. Su sacrilego pensamiento hacía cómplice á la madre del Salvador en sus rapiñas, en sus traiciones, en sus asesinatos, y no vacilaba en invocar el apoyo de la Santa Virgen para triunfar en sus mal- dades.
Benavides era hombre que mataba sin escrúpulo; pero que corría en seguida á pedir la absolución á un sacerdote para volver á matar. Fanático corrompido, pensaba que todo quedaba allanado con hacerlo consagrar por las augustas ceremonias de la religión. Antes de marchar á un combate, donde iba dispuesto á no perdonar la vida á un
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solo prisionero, hacía que todos sus soldados se confesa- sen y comulgasen.
No le faltaban operarios para estas profanaciones. Los frailes fugitivos de Chillan bendecían las negras banderas de semejante caudillo en nombre del Dios de los ejérci- tos, y arengaban á aquella tropa de bandoleros, animán- dolos con las palabras santas de la religión. Los párrocos de la frontera, godos en su mayor parte, le servían de es- pías, y le redactaban sus proclamas. Tal cooperación ex- plica el incremento que tomó en poco tiempo la insurrec- ción de que hablo.
Benavides no carecía de talento. Tenía esa astucia gro- sera de los bárbaros, que burla muchas veces á la gente civilizada con el cinismo inesperado de sus embustes.
Era, para decirlo todo de una vez, por sus anteceden- tes y por su carácter, el hombre de las circunstancias. En aquella época, sólo un bandido podía encargarse de sos- tener en Chile la causa perdida'de la España.
VI
El jefe que por su empleo debía poner atajo á esta su- blevación realista era uno de los más notables que pro- dujo la guerra de la independencia. Esta comisión tocaba de derecho al intendente de Concepción, D. Ramón Freiré.
Es preciso que se me permita detenerme algún tanto delante de esta noble figura de nuestra historia. Freiré merece esta distinción, no sólo porque va á ser el héroe de la campaña del Sur, sino también porque será él quien en 1823 arruinará la dictadura de D. Bernardo O'Higgins.
Desde sus más tiernos años había manifestado una in- clinación decidida á la milicia. £1 niño Freiré no pensaba sino en ser soldado. Su padre fomentaba las disposicio.
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nes marciales de su hijo, con gran disgusto de su madre, doña Gertrudis Serrano, la cual, como que adivinaba des- de entonces los padecimientos, las angustias que ellas habían de originarle.
Como esto sucedía en la última veintena del siglo pa- sado, no se divisaba en Chile ni ocupación ni porvenir para un militar. Esta consideración hacía que el padre de Freiré le prometiera, cada vez que tocaba el asunto, lle- varle á España para que sentara plaza al lado de un tío que servía en los ejércitos de la Península y que más tar- de obtuvo en ellos el grado de general.
Al principio, estas ofertas no fueron sino uno de tantos proyectos quiméricos con que se divierten las familias; pero al fín estuvieron casi al realizarse.
El padre de Freiré emprendió una negociación naval, en !a que comprometió toda su fortuna, y se llevó consi- go á sus tres hijos, á quienes dejó en Lima, mientras él continuaba adelante. Al cabo de algún tiempo debía vol- ver por D. Ramón, con el objeto de transportarle á Es- paña para que cumpliera su vocación.
Era otro, sin embargo, el destino que al joven estaba reservado.
El Sr. Freiré no regresó nunca. Jamás se supo la suerte que habían corrido él y su buque. Es probable que fuese la mar la que privó juntamente á D. Ramón de todos los bienes de su casa y del autor de su existencia.
Este accidente desgraciado le impuso una obligación cuyo desempeño era difícil, aunque muy dulce para él. No era todavía un joven, y tenía ya que velar por la sub- sistencia de su madre.
Para proporcionarse los medios de hacerlo se alistó en la marina mercante que hacía entonces el comercio entre Chile y el Perú. Su ánimo denodado hallaba atractivo en una ocupación que pone de continuo al hombre enfrente del peligro.
De marino pasó Freiré á ser soldado.
En 1811 entró como cadete al cuerpo de dragones de
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Concepción. Había procurado alimentar á su madre con el sudor de su frente, como ella le había alimentado con 5U leciie. La suspensión que produjeron los sucesos de 1810 en nuestras relaciones comerciales con el Perú le Jejo sin empleo. Entonces no vaciló en alimentarla á costa de su sangre si era preciso. Uno gusta de encontrar esta delicadeza de sentimientos bajo la casaca de un sableador i lo Murat.
Durante las campañas de 1813 á 1814, Freiré adquirió a reputación de ser uno de los mejores brazos del ejérci- :o patriota. Cuando se hablaba de oficiales valientes, el lombre de Freiré se venía naturalmente á los labios. Cuan- os le conocían, amigos ó enemigos, le hacían la justicia le tributarle ese elogio, que es el primero para un mili- ar. La bravura de aquel jefe era una cosa sobre que no labía discusión posible.
En la época de la emigración, Freiré no se mantuvo jcioso en las provincias argentinas. Para ganar la vida 5USCÓ, como siempre, una ocupación que cuadrase á su :arácter impávido y temerario. Se asoció con varios aven- :ureros europeos y algunos intrépidos emigrados chilenos, f entre todos formaron un corso para perseguir en el Pa- cífico las naves españolas.
Aquella compañía abundaba en buenas espadas y en arazos que supieran manejarlas; pero no en capitales ni en •ecursos. Los buques que aprestaron estaban medio po- dridos y gastados por la vejez. Sin embargo, los osados :orsarios se embarcaron en ellos con confianza y marcha- ron adelante, sin tener miedo ni á las escuadras de la Es- paña ni á las tempestades del Océano.
£1 cielo protegió su audacia. Apresaron un buen núme- ro de embarcaciones enemigas con valioso cargamento, lanzaron impunemente sus balas sobre el Callao y Guaya- quil, y con sus cuatro barquichuelos mal equipados y peor iparejados alarmaron todas las costas del Pacífico.
En esta expedición marítima Freiré se distinguió com- iatiendo en el rnar, como en Chile había sobresalido com-
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batiendo en tierra. Su extraordinario arrojo le valió en esta ocasión, como en todas las demás, uno de los primeros puestos entre sus camaradas.
Cuando regresó á las provincias argentinas, San Martín le dio 100 infantes y 20 jinetes para que viniese por el Planchón á distraer la atención de los realistas, mientras el grueso del ejército desembocaba por el camino de los Patos. El éxito más completo coronó esta arriesgada co- misión y acabó de consolidar la fama de Freiré.
En las campañas que siguieron se portó con admirable valor, y su nombre llegó á ser el orgullo de sus compañe- ros de armas y el terror del enemigo.
Freiré peleaba sin descanso contra los españoles. Esta vez tenía, no sólo que defender á la patria amenazada, sino también que rescatar á su madre.
Los españoles habían imputado á esta anciana inofen- siva como un crimen las proezas de su hijo. En la impo- tencia de vengarse en este ilustre guerrero, habían resuel- to atormentar á la madre. Con esta intención le habían se- ñalado por cárcel su morada y habían colocado un centi- nela á la puerta.
A poco les pareció demasiado ligero este castigo, y la transportaron á las bóvedas de Penco, donde por muchos días no tuvo más compañía que las osamentas de dos ca- dáveres que habían quedado insepultos en aquel calabo- zo. Aquella infeliz señora, para libertarse de tan horrible espectáculo se vio obligada á abrirles una sepultura, ca- vando la tierra con fragmentos de ellos mismos.
En las épocas borrascosas no se puede impunemente tener la gloria de haber dado el ser á un grande hombre.
De Penco, doña Gertrudis Serrano fué trasladada á Talcahuano. Hacía poco que había llegado á este lugar^ cuando un día sintió que clavaban por fuera la puerta de su prisión. Se le dio por motivo de esta extraña providen- cia que la guarnición marchaba contra las tropas insur- gentes que andaban por los alrededores y que no queda- ba nadie para que la guardase.
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Cuando los realistas regresaron de su expedición fueron á decirle que los patriotas habían sido completamente de- rrotados y que D. Ramón Freiré había muerto. No limita- ron su crueldad á esta mentira inicua. Intimaron á su cau- tiva que saliera á prender luminarias en celebridad de la victoria, y sin atender á sus lágrimas y súplicas la forzaron á cumplir tan bárbaro mandato.
Al fin, compadecido de la triste situación de ia señora Serrano D. Santiago Ascacíbar, consiguió, á fuerza de em- peños, que se le permitiera trasladarla á su casa, encar- gándose de custodiarla.
Permaneció al lado de este generoso caballero hasta que en 1818 los triunfos de los independientes ofrecieron una coyuntura para canjearla. Entonces tuvo la satisfacción de abrazar á ese hijo por cuya causa había padecido tanto y que había llegado á ser una de las primeras notabilida- des de la milicia chilena.
Cualquiera otro menos generoso que Freiré habría sido implacable con los realistas. El tratamiento que habían dado á su madre justificaba toda especie de represalias. Pero se portó tan noble después de la victoria como bravo en la pelea.
Arriesgando siempre su vida en las batallas, economi- zaba cuanto podía la sangre de los enemigos. "No mere- cen ni el plomo que se emplearía para matarlos", era su respuesta á los que le instaban para que castigase con la muerte los crímenes de algunos guerrilleros españoles. Escudaba á sus contrarios con el desprecio, á fin de pro- tegerles contra el furor de los patriotas.
Se ve, por lo dicho, que entre Freiré y Benavides (per- dóneseme que los compare) lo único que había de co- [mún era el valor.
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VII
El sanguinario Benavides comenzó las hostilidades como era propio de un hombre sin fe y sin entrañas. Al principio le contuvo algún tanto la consideración de que su mujer estaba en poder de los patriotas, que la retenían como en rehenes; pero habiéndola recobrado, por una de esas arterías que le eran familiares, dio rienda suelta á su furor. El y los suyos degollaban á los prisioneros, so pre- texto de que no tenían donde conservarlos, y asesinaban á los campesinos que encontraban á su paso para que no revelaran su itinerario- Como si deseara hacer imposible todo avenimiento, hizo sablear á un plenipotenciario que se le había enviado para arreglar las estipulaciones de un canje.
Esta guerra desastrosa duró tres meses, con alternati- vas, ya favorables, ya adversas.
La táctic»a de Benavides consistía en evitar un encuen- tro con la división de Freiré, y en caer de improviso so- bre los puntos menos resguardados de la frontera.
Este plan le salió bien, desde luego; pero el 1° de Mayo de 1819 no pudo evitar el venir á las manos en Curalí con el intendente de Concepción. Su derrota fué completa. Benavides no escapó sino con veinte jinetes.
Todos juzgaron imposible que aquel bandido volviera á rehacerse. Dióse otra vez por concluida la campaña del Sur; pero en esta ocasión, como en la anterior, los he chos iban á desmentir esta lisonjera esperanza.
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VIII
Al mismo tiempo que el director O'Higfgins sostenía en una de las extremidades del territorio chileno la lucha que dejo referida, llevaba á cabo en Santiago y Valparaí- so una empresa más grandiosa y de una importancia vi- tal, no sólo para la República, sino para la América en- tera.
El Perú era el centro de la resistencia antirrevolucio- naria en las comarcas meridionales del Nuevo Mundo. Ahí estaba la oficina principal de las maquinaciones rea- listas; de ahí se enviaban socorros y estímulos á los sos- tenedores de la metrópoli; de ahí partían las expedicio- nes armadas contra las colonias sublevadas. Mientras sub- sistiera en pie ese virreinato, guardián celoso de la domi- nación española, la independencia no estaba asegurada. La consolidación del sistema nacional exigía su ruina.
A esta razón política se añadía otra especial de conve- niencia para Chile. El Perú era nuestro principal merca- do. La cerradura de sus puertos destruía nuestro comer- cio. Era urgentísimo que se levantara en aquel país un Go- bierno amigo que restableciera la cordialidad en las relaciones de ambos pueblos.
O'Higgins y San Martín habían reconocido desde Men- doza la justicia de estas consideraciones y habían conve- nido en hacer sin tardanza una expedición al Perú, caso de triunfar en Chile. Era necesario invadir al enemigo para no ser invadidos; era preciso llevar la guerra á aque- llas regiones para alejarla de nuestro territorio.
Para esto convenía, antes de todo, organizar una es- cuadra que asegurase la posesión del Pacífico y facilitase el transporte de las tropas. La necesidad de esa medida
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no admitía discusión. Pero, ¿cómo efectuarla? ¿De dónde se sacaban los elementos que se habían menester?
Faltaban los buques; faltaban pertrechos; faltaban ofi- ciales expertos; faltaban marineros; faltaba el dinero, que todo lo allana, y sin el cual no se hace nada. No había más que voluntad decidida de poner en práctica ese pen- samiento, y la fuerza de esa voluntad hizo milagros.
La formación de la escuadra en aquellas circunstancias es el más brillante timbre del director O Higg-ins, de su ministro Zenteno y de cuantos le ayudaron con su coope- ración.
Para crearla se tocaron toda especie de resortes fisca- les, contribuciones forzosas, préstamos, confiscaciones. El pueblo, por lo general, correspondió con su entusiasmo al entusiasmo de los gobernantes. Se encargaron naves á Buenos Aires, á los Estados Unidos, á Inglaterra. Se ad- mitió, sin reparar en condiciones, á los marinos de todas las naciones que se presentaron á alistarse. Se convirtió en marineros de guerra á los pescadores de las costas, que no sabían manejar sino e! remo de sus miserables ca- noas.
Al fin, gracias á todas estas providencias, y á la reso- lución incontrastable de que nuestra joven bandera se en- señorease de la mar, pudo reunirse una escuadrilla que enumeraba un navio, una fragata, una corbeta y dos ber- gantines.
Estas naves llevaban entre todas 142 cañones y 1.109 hombres de tripulación. Su comandante en jefe era un al- férez de la Marina española, D. Manuel Blanco Encalada. La mayor parte de su gente ignoraba la maniobra.
El 10 de Octubre de 1818 zarparon de Valparaíso las embarcaciones mencionadas, menos uno de los berganti- nes. Su objeto era dar caza á una expedición enviada desde Cádiz, compuesta de 11 buques convoyados por la fragata María Isabel, de 44 cañones. Esta expedición transportaba 2.500 hombres de desembarco y muchas municiones y pertrechos.
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Luego que la escuadrilla independiente se comprome- tió en alta mar, se puso á un mismo tiempo á buscar al enemigo y á disciplinar su gente.
Los chilenos, en su primer ensayo naval imitaban á los romanos de la antigüedad, quienes, en igual situación, adiestraban su marinería á la par que construían sus ga- leras.
Como ellos, en su primera correría por la mar alcanza- ron la victoria.
A los diez y ocho días de haber salido de Valparaíso, la fragata María Isabel estaba en poder de Blanco Enca- lada, y á los treinta y ocho días de su partida regresaba éste al mismo puerto con su hermosa presa y cinco de los transportes que la acompañaban.
IX
Después de este glorioso triunfo, la escuadrilla nacio- nal se aumentó con una fragata y dos bergantines y me- joró su tripulación con varios oficiales extranjeros de un mérito distinguido, entre los cuales se encontraba lord Tomás Cochrane, quien se puso á su cabeza.
Era éste un marino de reputación europea, que, aunque inglés y enemigo, había arrancado elogios al mismo Na- poleón, y de quien se referían prodigios de audacia. En la guerra naval que sostuvo la Inglaterra al principio del siglo contra la Francia y la España, mandaba Cochrane un bergantín de 14 cañones y 60 hombres de tripulación, y esto le bastó para apresar en diez meses 33 naves con 533 hombres de tripulación. Estos números pueden dar idea de cuántos eran su actividad y su arrojo. En efecto: las proezas de lord Cochrane le hacen un héroe de epo- peya, más bien que de Historia. I Pertenecía á esa raza de guerreros cosmopolitas que
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viven en los campamentos y que reconocen por patria todo país donde se combate por la libertad. Ese mismo lord de la aristocracia británica, que en 1819 desenvaina- ba su espada en apoyo de la independencia americana, debía más tarde contarse entre los defensores de la Gre- cia, en su lucha contra los turcos.
Su dirección era una prenda de victoria.
Al mando de la escuadrilla chilena continuó las haza- ñas que le habían hecho famoso en las escuadras de la Gran Bretaña. Su sola presencia en el Pacífico ahuyentó á las naves españolas, que fueron á esconderse amedren- tadas bajo las baterías del Callao.
Cochrane las siguió allá, y por larg;o tiempo estuvo tra- bajando por sacarlas de su escondrijo, sea por la fuerza, sea por la invitación de un combate. Todas sus tentativas fueron inútiles.
Recorrió entonces sin obstáculo los mares y las costas, é hizo valiosas presas en el agua y en la tierra. Semejan- te paseo por el Océano equivalía á un triunfo espléndido, porque importaba el abatimiento confesado de la marina realista.
Sin embargo, Cochrane no podía conformarse con un resultado que para él era mezquino y despreciable. Esta- ba acostumbrado á hacer memorables sus correrías por prodigios; así se impacientaba de no haber señalado to- davía su presencia en América por nada de extraordina- rio. Sentía rubor de regresar á Valparaíso sin haber dado cima á ninguna empresa portentosa.
Ocurriósele entonces lavar esta deshonra con la toma de Valdivia, la plaza mejor fortificada del Pacífico. El proyecto era el colmo de la temeridad y su ejecución pa- recía un imposible. Pero era eso precisamente lo que ha- lagaba al bravo marino.
Valdivia está situada á la embocadura de un río nave- gable, á cinco leguas del mar. Nueve castillos levantados en ambas riberas, y cuyos fuegos se cruzan, defienden ese espacio y aseguran aquella angosta entrada. En la época
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á que me refiero estaban armados con 118 cañones y guarnecidos por 780 veteranos y 300 milicianos.
Cochrane tuvo ocasión de averiguar el estado de la plaza, y, por consiguiente, iba á obrar con entero conoci- miento del riesgo á que se exponía. Con todo no se des- alentó.
Resuelto á llevar á cabo tan aventurado pensamiento^ hizo vela para Talcahuaíno, á fin de buscar algún refuerzo.
Allí se encontró con D. Ramón Freiré. Aquellos dos valientes no podían menos de entenderse. No estaban autorizados por el Gobierno para dar aquel paso; pero ni el uno ni el otro vacilaron en cargar con la responsabili- dad en la parte que le correspondía.
Freiré proporcionó cuantos auxilios pudo, y Cochrane marchó sobre Valdivia con una fragata averiada, un ber- gantín, una goleta y un cuerpo de 250 hombres.
Estos miserables elementos le bastaron, sin embargo, para enarbolar en unas cuantas horas la bandera tricolor sobre una pla/a que, con justo título, pasaba por inex- pugnable. El ataque fué tan repentino y todo se verificó con tal rapidez, que los realistas no tuvieron tiempo para clavar una sola de sus piezas.
Esta heroica acción tuvo lugar en los días 3 y 4 de Fe- brero de 1820.
Cochrane regresó satisfecho á Valparaíso.
Entretanto el Gobierno, á pesar de los apuros del Era- rio, de los inmensos desembolsos que exigía el manteni- miento de la escuadra, de los gastos que ocasionaba la campaña contra Benavides, había organizado un ejército para invadií* el Perú y prestar ayuda á los patriotas de ese país. Nombró por su general en jefe á D. José de Saa
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Martín, é incorporó en él á los batallones argentinos que habían pasado á Chile. Pudo reunir de este modo una di- visión de 3.500 hombres, perfectamente vestidos y equi- pados. Completó la expedición libertadora con una pro- visión de víveres para seis meses y un repuesto de per- trechos para levantar un ejército de 15.000 soldados.
Si se quiere apreciar todo el mérito de esta empresa, recuérdese que era la obra de un Gobierno empobrecido y de un pueblo agotado por diez años de trastornos in- cesantes y siete de una guerra sangrienta. Para realizar algo como eso en tales circunstancias, se necesitaban mu- cha actividad en los gobernantes y mucho civismo en los ciudadanos. Es preciso reconocer, para gloria de unos y otros, que su comportamiento fué esta vez digno de ad- miración.
"El que no se ha hallado en estas circunstancias — de- cía O'Higgins — no sabe lo que es mandar. Yo debí en- canecer á cada instante."
El Gobierno se trasladó á Valparaíso para activar ios preparativos de marcha.
El 16 de Agosto de 1820 las tropas libertadoras esta- ban reunidas en ese puerto. El 19, á las nueve de la ma- ñana, se desplegó al aire la bandera nacional y fué salu- dada por todos los cañones de los castillos y de la escua- dra. A esa hora principió el embarco. Al siguiente día por la tarde la expedición se hizo á la vela, escoltada por la escuadrilla de lord Cochrane.
CAPÍTULO XII
Maquinaciones de los carrerinos en Chile. — Persecuciones que su- fren.— Conspiración de 1820 contra el Gobierno de O'Higgins.— D. José Antonio Rodríguez.
La necesidad de no interrumpir la narración de las campañas marítimas y terrestres me ha obligado á sus- pender hasta ahora el relato de las maquinaciones que en ese mismo tiempo tramaban, tanto los carrerinos como los demás opositores á la administración de O'Higgins.
Ni D. José Miguel desde Montevideo, ni sus parciales en Chile, habían abandonado por un instante el pensa- miento de derribar á su aborrecido rival. Si la ambición no los hubiera impulsado á ello, los habría ciertamente estimulado el deseo de vengar los sangrientos agravios que habían recibido y la tenaz persecución de que eran víctimas. Así no cesaban un momento de trabajar con ese objeto, y tanto Carrera como sus secuaces de acá, man- tenían entre sí una correspondencia furtiva y sostenida. Los de Chile enviaban noticias, y de Montevideo les ve- nían instrucciones.
Estas relaciones no pudieron permanecer ocultas por largo tiempo, y el director, que daba en su temor la me-
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dida de la importancia que atribuía á Carrera, se apresu- ró á tomar precauciones para evitar cualquier descalabro. Con esta intención se presentó al Senado el 16 de No- viembre de 1818, para que declarase que aquél era un peligro inminente de la patria, y le autorizase para proce- der extraordinariamente al descubrimiento y castigo de los tales corresponsales.
Habiéndole el Senado concedido en el acto lo que so- licitaba, O'Higgins nombró una comisión compuesta de Villalón, Lazo y Villegas, á fin de que rastreasen las tra- mas que hubiera y aplicasen á los cómplices la condig- na pena.
Se levantaron entonces minuciosos sumarios y se for- maron abultados expedientes. No se arribó, sin embargo, por el pronto á ningún resultado importante; pero á poco se sorprendió un cajón de impresos que D. José Miguel remitía de Montevideo á sus confidentes de acá, con lo cual se creyó que había llegado la ocasión de hacer un riguroso ejemplar.
El 20 de Enero de 1819, la comisión arriba menciona- da dictó, bajo la presidencia del director, un fallo por el cual condenaba á José Conde, el asistente de Carrera, á perpetua expulsión del territorio chileno y á una confi- nación de seis años en Las Bruscas; á D. Tomás José Urra, á destierro á la Patagonia; á doña Rosa Valdivieso, suegra de D. José Miguel, á encierro en un monasterio de Mendoza; á doña Ana María Cotapos, viuda de D. Juan José, á confinación en Barrasa; á D. Miguel Ureta, á des tierro en Córdoba; á D. José Mauricio Mardones, á des- tierro en la ciudad de San Luis de Loyola; al presbítero D. José Peña, á destierro en Mendoza, y á otros correos, á penas menores. Todos estos individuos eran los com- plicados en el negocio de la correspondencia clandestina enviada desde Montevideo.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 253
II
Estas severas medidas suspendieron por varios me- ses en Chile las tramoyas carrerinas; pero á principios de 1820, el descontento general producido por la dicta- dura de O'Higgins originó una vasta conspiración, en que se comprometieron muchos personajes de alta cate- goría. Contábanse entre ' _ s alistados nada menos que Infante, D. Agustín Eizaguirre, Cienfuegos, D. Pedro Prado, D. Manuel Muñoz Urzúa, todos miembros de las antiguas juntas gubernativas. A éstos se agregaban algu- nos oficiales retirados de la patria vieja, muchos en ac- tual servicio, y muchos paisanos de diferentes rangos y edades.
El jefe que debía ponerse á la cabeza del movimiento era D. José Santiago Luco, que en el principio de la re- volución había sido coronel del batallón de granaderos; pero como en la época de que voy tratando no tenía nin- guna influencia personal sobre la tropa, y sólo debía á su alta graduación el honor que le discernían los conjura- dos, ios jefes reales y verdaderos de la insurrección pro- yectada eran otros oficiales que ofrecían por su inter- vención el apoyo de los cuerpos que guarnecían á San- tiago.
Entre éstos se distinguían dos jóvenes que tenían sen- tada su reputación de bravos: D. Ramón Novoa y D. Ra- món Allende. El primero, ya desde entonces llevaba es- crita su hoja de servicios en las cicatrices de su cuerpo, y el segundo debía merecer más tarde el honor de ser saludado por Bolívar como la mejor lanza del Ejército colombiano. En torno de estos dos se agrupaban otros, no menos sobresalientes que ellos por su arrojo.
Como sucede en las maquinaciones políticas, no todos
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los comprometidos sacaban francamente la cara. Había una especie de comisión central, cuyos miembros agen- ciaban los preparativos de la empresa y se comunicaban en particular con los demás iniciados. Reuníase ésta en casa de D. Manuel Ovalle, y se componía de este mismo señor, de D. Juan Antonio Díaz Muñoz, D. Manuel Mu- ñoz Urzúa, D. Ramón Novoa, D. Ramón Allende, Cua- dra, D. Isidoro y D. Antonio Vial, D. Bernardo Luco, D. Miguel Ureta, y dos ó tres personas más.
Estos caballeros se habían proporcionado inteligencias en los cuerpos de la guarnición, y obraban con el conven- cimiento de que todos elloí. se sublevarían á su voz. El principal obstáculo que divisaban para el triunfo era el ejército que San Martín tenía en aquel entonces acanto- nado en Raacagua; pero no dejaban de haber trabajado sobre aquellos batallones mismos, y como, por otra parte, su número era más ó menos igual al de la guarnición de Santiago, estaban resueltos en último caso á decidir la cuestión en batalla.
El odio de la dictadura de O'Higgins ligaba momen- táneamente á los conjurados; pero el fin que se propo- nían no era el mismo. Todos ellos deseaban la caída del director; mas los altos magnates que se habían compro- metido en la empresa pensaban trabajar para sí mismos, y los jóvenes oficiales que disponían de la tropa se bur- laban á sus solas de estas esperanzas, porque tenían acor- dado llamar de Montevideo á D. José Miguel Carrera.
El triunfo, si es que lo hubieran obtenido, los habría necesariamente dividido. Sin embargo, estuvieron muy distantes de encontrarse en ese trance.
Discutían sobre el momento oportuno para dar el gol- pe, cuando el Gobierno se puso en movimiento y aseguró á la mayor parte de los conjurados.
Después de algunas averiguaciones fueron confinados: quiénes á las costas del Chocó, quiéiies á Valdivia, quié- nes á Juan Fernández. Unos pocos lograron escaparse, y otros pocos, los de más categoría y cuya intervención en
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 255
la conjuración había sido más solapada, fueron conside- rados por el director mismo, que no se atrevió a encarce- lar un tan gran número de ciudadanos.
m
Este suceso, que sumergía en la aflicción á muchas fami- lias, exasperó los ánimos de una porción considerable del vecindario. Aunque por lo bajo, se redoblaron las quejas contra el despotismo de O'Higgins.
Los más exaltados propalaron que era él mismo quien había fomentado la conspiración para descubrir y atrapar á sus enemigos; que, por medio de D. José Antonio Ro- dríguez, había sugerido el pensamiento á algunas perso- nas que le eran sospechosas; y que este mismo caballero le había conducido en varias ocasiones disfrazado á casa de Ovalle, y que en otras le había mantenido al corriente de cuanto pasaba. Según los que esto pretendían, Rodrí- guez estaba al cabo de todo, porque se hallaba en con- tacto con varios conjurados, y vivía aun en casa de uno de ellos.
Los más moderados no cargaban en cuenta á O'Hig- glns la iniciativa del proyecto, pero acusaban á Rodríguez de traidor y delator.
La primera de estas aserciones no merece discutirse; es uno de esos absurdos que sólo puede admitir la pasión de partido en momentos de acaloramiento, jamás los go- biernos recurren á medios tan peligrosos como el men- cionado para reconocer á sus adversarios.
La segunda aserción es posible; pero, ¿dónde están las pruebas? Es verdad que, en los cargos de esa especie, es difícil suministrarlas; mas también es cierto que las faccio- nes políticas son sobrado ligeras en sus acriminaciones. Rodríguez pasó casi incontinenti á ser el ministro in-
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fluente del director O'Higgins. Sus contrarios dieron su elevación como una prueba irrecusable de su delación; mas yo pregunto ¿no sería ella el origen de esa terrible acusación?
En un caso como éste, la suspensión de juicio es el partido que corresponde á la imparcialidad de la His- toria (1).
IV
De todos modos, esa verdad, ó esa calumnia, era un mal antecedente para un ministro. Suministraba á sus opo- sitores una arma poderosa para mancillar su reputación, para arrebatarle su popularidad. El pueblo, en todas par- tes, en las monarquías y en las repúblicas, es propenso á prestar oídos á los cargos que se levantan contra sus go- bernantes.
Por desgracia de Rodríguez, no era este el único moti- vo de disfavor que se podía remover para desprestigiarle. Había sido realista; había servido destinos de importancia al lado de las autoridades españolas; esos antecedentes políticos no podían menos de perjudicarle, cuando la exaltación de la lucha contra España no se había calmado todavía, cuando esa lucha misma no estaba concluida.
(1) En un escrito que publicó D.José Antonio Rodríguez en 1823 dice, para vindicarse de esta acusación, lo que va á leerse:
«No entré al Ministerio para buscar fortuna, ni creo que ese empleo pueda proporcionarla á ninguno en Chile. Fui llamado á él por reco- mendación del excelentísimo Senado; admití por sólo cuatro meses. Esto es demasiado público, y esto desmiente la tiorrible imputación de que por el bajo medio de una supuesta denuncia me abrí el cami- no. No era yo tan torpe para admitir en este caso un premio que de- bía dar la presunción del servicio. Esto es lo único que puedo decir, y aún he dicho demasiado — hay calumnias contra las que la misma inocencia pierde el valor — . Sé, y nadie lo sabrá de mí, quiénes fueron Jos denunciantes.»
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 257
Rodríguez era un hombre de alta capacidad, uno de los primeros abogados de América. Había comenzado su ca- rrera pública sirviendo la auditoría del ejército realista bajo el mando del general Gainza.
Después de la reconquista española en 1814 había sido nombrado fiscal de la Audiencia de Santiago. En este empleo se había mostrado clemente y bondadoso con los patriotas vencidos.
Su ninguna animosidad contra los rebeldes le había hecho sospechoso á la camarilla de Marcó, que comenzó á tratarle de insurgente y de venal. La irritación de aque- lla administración contra Rodríguez por la conducta que observaba llegó hasta el punto de recabar Marcó de la Audiencia que le remitiese á España bajo partida de re- gistro. Los oidores sostuvieron á su colega y se negaron á tomar semejante medida. Pero Marcó no desistió de su empeño y envió á la corte un sumario que levantó en se- creto para hindar sus recelos contra Rodríguez.
Afortunadamente para éste, la nave que conducía ese sumario cayó en poder de unos corsarios patriotas, que lo arrojaron al mar con el resto de la correspondencia.
Entretanto Rodríguez había averiguado, no sé cómo, el riesgo que le amenazaba, y escribió al arzobispo de Lima, que le protegía. Este patronato le conservó en su empleo hasta la batalla de Chacabuco.
Después del triunfo de los revolucionarlos, los servi- cios que había prestado á muchos individuos, poco antes oprimidos y entonces vencedores, su conducta equívoca en la época de Marcó, sus relaciones de amistad con O'Higgins y su familia, á quienes había tratado en Chillan, de donde era natural, le valieron el no ser perseguido como lo fueron los demás realistas, sus correligionarios.
Por el pronto se encerró en la vida privada; pero poco á poco fué adquiriendo una grande influencia sobre el ánimo del director.
En 1819 el Gobierno pensó en reorganizar el Instituto Nacional, que, hijo de la revolución, había perecido con
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la reconquista de 1814. Para asegurarle rentas se resol- vió incorporarle el Seminario conciliar. Esta medida sus- citó dificultades y murmullos de parte del clero. Para des- vanecer esos escrúpulos se encargó á Rodríguez la re- dacción de una memoria en apoyo de la providencia.
Esta Comisión puede decirse que marcó su vuelta á los negocios públicos. Su escrito fué muy bien recibido, y aplaudido por la erudición que desplegaba en él. Pero su reputación de hábil legista no alcanzaba á desvanecer las prevenciones que abrigaban los patriotas contra un individuo que había servido á los gobernantes españoles. Su conversión de fresca data no les parecía una prenda suficiente de seguridad, y le miraban con cierta descon- fianza y desapego.
Por grande que fuera el afecto que le profesaba, O'Hig- gins era el primero en reconocer la impopularidad de Rodríguez y el disgusto que ocasionaría su encumbra- miento. Así, para efectuarlo, caminó con tiento, y tomó precauciories. Principió por hacer que el Senado se lo recomendase como una persona digna de ocupar un mi- nisterio; y en seguida, con fecha 2 de Mayo de 1820, le nombró sólo como interino para el de Hacienda, so pre- texto de que D. Anselmo de la Cruz debía trasladarse á Valparaíso para erigir en principal la aduana de aquel puerto.
Esta fué la manera precavida y temerosa como se in- trodujo al Gabinete un hombre que á los pocos meses debía ser el factótum del director, y señalar el rumbo á la política del Gobierno.
Pero antes de referir los sucesos á que dio lugar la in- gerencia de Rodríguez en la Administración, tengo que transportar al lector al otro lado de los Andes, donde se desarrollaron acontecimientos que se hallan íntimamente ligados con la historia que voy narrando.
CAPITULO XIII
Mansión de D.José Miguel Carrera en Montevideo. — Carrera se pone en relación con el gobernador de Entre-Ríos, D. Francisco Ramírez. — Situación de la República Argentina en 1819. — Rompimiento de las hostilidades entre los federales y el Gobierno de Buenos Aires. — Tri'mfo de los federales y su influencia en Buenos Aires. — Pro- tección que el Gobierno argentino dispensa á Carrera para que haga una expedición á Chile. — Actitud que toma con este motivo D. Miguel Zañartu. — Persecución que sufre. — Mansión de Carrera en el rincón de Gorondona. — Protección que dispensa á Alvear para que sea gobernador. — Sitio de Buenos Aires. — Sorpresa de San Nicolás. — Acción del arroyo de Pavón. — Acción de Gamonal. — Retirada de Carrera á la pampa. — Su mansión entre los indios. — Su marcha para Chile. — Maquinaciones diplomáticas de Zañartu para destruir á Carrera. — Contramarcha de D. José Miguel á la pro- vincia de Córdoba. — Acción de la Cruz Alta. — Carrera intenta de nuevo pasar á Chile. — Acción de la punta del Médano. — Motín de los soldados de Carrera contra su jefe. — Prisión de D. José Mi- guel en Mendoza. — Su ejecución. — Apreciación de Carrera hecha por un enemigo. — Suerte que corren algunos de los compañeros de este general.
La tenacidad y audacia de ciertos hombres son verda- deramente asombrosas. La persecución no ios contiene, sino que los irrita; el poder de sus enemigos no los aco- barda, sino que acrecienta sus bríos. Si la desgracia y el encono de sus adversarios llegan á expulsarlos de su pa- tria, continúan en el extranjero la misma lucha que habían
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promovido en su país natal. Para ellos no hay tregua ni reposo hasta que triunfan ó perecen.
D. José Miguel Carrera tenía un temple de alma seme- jante. Le hemos dejado, en un capítulo anterior, aislado en Montevideo, que era para él, pueril decirse, el destie- rro en el destierro. Encontrábase en juella ciudad, que pisaba entonces f>or primera vez, como el náufrago arro- jado por la tormenta en una playa desconocida, sin un techo bajo que guarecerse, sin recursos de que echar mano, sin amigos de quienes valerse. Cuanto poseía lo había perdido en la crisis pasada. No sólo se le había quitado su fortuna, sino que también se había intentado arrebatarle su honor. El espíritu de partido había llegado hcista negar los servicios que había prestado en favor de la independencia y á poner en duda su honradez y patrio- tismo.
La suerte le había tratado sin piedad y desbaratado todos sus planes; pero no había logrado abatirle, y mu- cho menos fatigarle. Carrera era de esos hombres que vi- ven para combatir, y que combaten hasta que mueren. El cansancio no le era conocido.
En las circunstancias en que se hallaba, su primer pen- samiento fué refutar por escrito las calumnias esparcidas contra su persona. La Prensa era el único terreno en que no necesitaba otro abogado que la justicia para vencer á sus poderosos adversarios. El cuidado de su propia fama le imponía la obligación de vindicar su conducta anterior como general, como magistrado, como ciudadano.
No sólo su gloria, sino su venganza se interesaban en que hiciera esa manifestación. La justificación de todos sus actos era la acusación más terrible que podía lanzar á sus rivales. Las vejaciones que había sufrido no admitían excusa alguna desde el instante en que probara su ino- cencia. La vindicación del perseguido es el oprobio del perseguidor.
Concebida esta idea, la puso en planta sin tardanza. Nada le fué más fácil que hacer una relación documenta-
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 261
da de los sucesos de que había sido actor, de las tropelías de que había sido víctima. Las dificultades no empezaron para él sino cuando trató de publicarla. El Gobierno bra- silero, que en aquella época imperaba en Montevideo ín- timamente relacionado con el Gobierno argentino, no quiso permitir la salida de una obra en que se censuraba acremente la conducta de su aliado. La paz con una república vecina le importaba más que el buen nombre de un proscripto.
El general chileno no se desalentó por esta arbitrarie- dad, que le privaba de un derecho que se concede aun á los criminales más atroces: el derecho de defenderse. An- sioso como estaba por dirigirse al pueblo, ese gran jurado encargado de sentenciar en definitiva las causas políticas, no se acordó de la prohibición sino para pensar en el modo de eludirla.
No pudiendo servirse como todos de la imprenta pú- blica, arregló improvisadamente una privada para su uso particular. Una mala prensa suministrada por un amigo suyo y dos ó tres cajones de tipos que había salvado de la confiscación decretada en Buenos Aires contra los utensilios que había traído de los Estados Unidos para fundar en Chile un establecimiento tipográfico, le propor- cionaron los elementos estrictamente indispensables para romper la mudez á que se había querido condenarle.
Cuando estuvo corriente la pequeña imprenta que for- mó con estos restos, pudo, al fin, dar á luz un manifiesto, en cuya impresión trabajó materialmente con sus propias manos. La necesidad de sincerarse había transformado al militar en escritor; la penuria transformó al escritor en cajista.
A esta publicación se siguieron otras varias, cuyo ob- jeto era criticar los actos administrativos de O'Higgins y Pueyrredón, á quienes atacaba con la pluma, aguardando la ocasión de atacarlos con la espada. Un chileno, don Diego Benavente, y dos argentinos, D. Nicolás Herrera y D. Santiago Vázquez, le ayudaron en la redacción.
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El estilo caluroso de estos escritos y el sentimiento de libertad que respiraban estaban hechos para entusiasmar. Carrera procuraba en seguida derramarlos en Chile y la república del Plata, adonde llevaban el descrédito á sus enemigos y la esperanza á sus partidarios. La escasa y di- minuta imprenta que poseía se convirtió de esta manera en una especie de máquina bélica, por cuyo medio dis- paraba balas rojas y cohetes incendiarios sobre estos dos países.
La conflagración producida por sus folletos y procla- mas fué tal, que el director de Buenos Aires, alarmado, se apresuró á oficiar á D. Manuel García, su agente diplo- mático en el Janeiro, para que solicitase de esta corte que impidiera la impresión de aquellos papeles subversivos y arrojara á D. José Miguel de Montevideo. El Gobier- no del Brasil accedió á lo primero y prometió lo se- gundo.
El general Lecor, gobernador de la plaza, recibió, en consecuencia, órdenes terminantes para cerrar la impren- ta de Carrera, las que se vio forzado á ejecutar, á pesar de la benevolencia que profesaba al dueño.
Este nuevo golpe acabó de exasperar á Carrera y llevó al colmo su furor. Larga era la lista de las injurias que te- nía que vengar: la muerte de sus hermanos, la orfandad de su esposa é hijos, la prisión que sufría en Buenos Aires su hermana querida doña Javiera, la mísera suerte de su padre, la persecución de sus parciales, la confisca- ción que á sus bienes había impuesto O'Higgins en Chi- le, la pérdida de su felicidad pasada, su desgracia pre- sente. El vaso estaba lleno; aquella última gota lo hizo desbordar.
La inseguridad de su asilo y el temor de ser entregado á sus enemigos, pues por conductos fidedignos sabía las gestiones hechas para su extrañamiento, le impelieron á tomar una resolución suprema. Estaba dispuesto á morir peleando, antes que arrastrar de ciudad en ciudad una vida llena de privaciones y afanes. Sus contrarios se lo
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habían quitado todo menos su inteligencia, fértil en re- cursos; su audacia, capaz de tentar lo imposible.
II
Un día g-uardó D. José Miguel todo su equipaje, el equipaje de un proscripto, en una pequeña maleta, la amarró él mismo á la grupa de su caballo, saltó en segui- da sobre la silla y se encaminó ocultamente á Entre-Ríos, en tanto que los numerosos espías que el director de Bue- nos Aires mantenía apostados en Montevideo, desorienta- dos por tan brusca desaparición, noticiaban á su amo que Carrera se había embarcado en la goleta Congreso, buque francés armado en corso que acababa de salir del puerto, y le comunicaban que, según sus presunciones, este te- mido adversario se dirigía, sin duda, al Sur de Chile.
Mientras se le suponía navegando en alta mar, el fugi- tivo se presentaba en la tienda del general D. Francisco Ramírez, que mandaba la provincia de Entre-Ríos bajo las órdenes de Artigas, donde se le recibió con bastante frialdad. Artigas desconfiaba de Carrera por creerle emi- sario de los brasileros, con los cuales estaba en guerra, y el subalterno participaba de las prevenciones del su- perior.
D. José Miguel no se desalentó por aquella terca aco- gida y se puso á trabajar por convertir en instrumento suyo aquel militarote grosero. En menos de tres días, no sólo había desvanecido las sospechas, sino que se había captado la voluntad del mismo que poco antes había pen- sado en negarle hasta la hospitalidad.
Algunas semanas después Carrera, no sólo era su ami- go, sino también su consejero, y le impulsaba á separarse de Artigas, que enviaba, para prender al proscripto chi- leno, una requisitoria que su teniente desobedecía, como
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probablemente no lo había hecho jamás con ninguna de las órdenes bajadas de tan alto.
Un poco más tarde, las huestes de Ramírez, siempre impulsado por Carrera, entraban vencedoras en Buenos Aires. ¡Tan irresistible era la seducción que acompañaba á las palabras de aquel incansable revolucionario, tan grande el ascendiente de su genio.
in
Por aquel entonces comenzaban á desenvolverse en la República Argentina los gérmenes de desorganización que ella contenía. Las provincias miraban de reojo á la capital y soportaban con impaciencia el yugo que les te- nía impuesto. El atraso y la pobreza las prevenían contra su civilización y poderío.
Las ciudades, fundadas á distancia inmensa unas de otras y sin comunicaciones expeditas entre sí, se aseme- jaban á las islas desparramadas de un vasto océano, más bien que á las partes constitutivas de un mismo Estado. La posición geográfica las condenaba al aislamiento, y el aislamiento hacía imposible la plantación de un régimen común y unitario.
Los caudillos que en cada una de estas secciones co- menzaban á elevarse proclamaban la federación como el único sistema de gobierno conveniente, tanto por odio instintivo á la metrópoli, cuanto porque ese sistema fa- vorecía sus aspiraciones privadas, permitiéndoles conver- tirse en régulos de sus respectivos departamentos. Las opiniones de los caudillos encontraban eco en las masas, naturalmente más dispuestas á seguir á los gobernantes, con los cuales estaban en un contacto diario, que á la autoridad central, cuya existencia sabían sólo de oídas.
La dislocación del Estado era completa; la anarquía, es- pantosa; la guerra civil, inminente.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 26S
No se necesitaba ser profeta para conocer que un tras- torno general estaba próximo. Bastaba para predecirlo observar el odio profundo de las provincias contra Bue- nos Aires, como basta ver la atmósfera cargada de negros y espesos nubarrones, para anunciar la tempestad.
D. José Miguel Carrera supo utilizar con habilidad las circunstancias y hacerlas servir á sus propósitos. La parte que tomó en los acontecimientos de la otra banda fué considerable. Dos eran los objetos que llevaba en vista al mezclarse en tan sangriento drama. El primero, la caída del Gobierno existente en la capital, que se proponía su- plantar por otro que le fuera favorable, y el segundo, la organización de una expedición con que escalar los An- des para precipitarse sobre Chile. Necesitaba aniquilar la República Argentina, trastornar el régimen establecido en ella, cambiar por otros los hombres que gobernaban, para que le fuese permitido levantar tropas, proporcio- narse auxilios y limpiar de estorbos el camino que debía conducirle á su patria.
El proyecto no podía ser más gigantesco; pero, á true- que de conseguir su objeto, estaba dispuesto á intentarlo todo.
A fin de realizar el plan mencionado, se ligó con los federales; pero es preciso tener presente que adoptó esta resolución, no sólo por necesidad, sino también por con- vicción. Acababa de regresar de los Estados Unidos, cuyo pasmoso engrandecimiento había contemplado de cerca, y venía enamorado de aquella Constitución. Natural era que se plegara á los hombres que trabajaban ó fingían trabajar por la adopción, en la América del Sur, de tales instituciones, mucho más cuando todos sus contrarios se hallaban alistados en eli opuesto bando. La justicia y la conveniencia le trazaban así el camino que debía seguir..
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IV
D. José Mio-uel, con su carácter impetuoso, no podía permanecer mucho tiempo en la inacción. Escritor al pro- pio tiempo que militar, abrió la campaña con la publica- ción de una g-aceta, en la que predicó la federación y re- veló los secretos manejos de Pueyrredón con los brasile- ros para entreg-ar el país á algún príncipe de la familia de Borbón, intriga que había descubierto durante su perma- nencia en Montevideo. Este periódico activó la revolu- ción, propagando los principios en que se apoyaba y des- prestigiando al Gobierno existente.
Cuando la opinión estuvo bien preparada, se valió df^ la influencia que había adquirido sobre Ramírez para ex- citarle á sublevarse. El jefe de Entre-Ríos, que necesita- ba del freno más bien que de la espuela, no vaciló un momento en adoptar el consejo de su huésped. En con- secuencia, la guerra quedó declarada, y las hostilidades comenzaron.
Mientras se formaba la tempestad revolucionarle en las provincias, tenía lugar en Buenos Aires un cambio de go- bernantes. El despotismo y las ideas monárquicas de don Juan Martín Pueyrredón le habían hecho altamente impo- pular. Una numerosa facción de ciudadanos atribuía á su falsa política el descontento y los amagos de trastornos que se notaban en los pueblos del interior.
Las muchas dificultades que le suscitaba esta disposi- ción desfavorable á su persona, le obligaron á renunciar el elevado empleo que desempeñaba.
El 10 de Julio de 1819 le sucedió en la silla presiden- cial el brigadier D. José Rondeau. Este recibió de su an- tecesor por herencia la guerra civil. Hizo cuanto pudo para sofocarla en su principio; pero todos sus esfuerzos
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fueron impotentes. En vano opuso á los insurrectos sus mejores tropas; los federales las arrollaron por donde- quiera y se abrieron paso por entre todas ellas. Recurrió- se entonces al ejército del Alto Perú que militaba á las órdenes del general Belgrano, y se componía de militares aguerridos y perfectamente disciplinados.
La lucha con semejantes tropas habría sido aventurada para las milicias de las provincias, por no decir imposi- ble; pero la deserción permitió obtener lo que el hierro no habría logrado. Se hicieron propuestas al segundo en el mando, D. Juan Bautista Bustos, quien, á trueque de que se le concediera la gobernación de Córdoba, con- sintió en pasarse á los federales. El odio contra la capital estaba tan difundido en las masas, que la mayor parte de aquella tropa abandonó sus banderas por no pelear en favor de ella.
El director Rondeau, sin dejarse abatir por el revés mencionado, reunió apresuradamente un ejército y mar- chó á su frente para contener el progreso de los invaso- res; pero sólo fué á hacerse derrotar vergonzosamente en la cañada de Cepeda.
Después de este desastre Buenos Aires hizo todavía al- gunas tentativas de resistencia; pero todos sus esfuerzos sólo sirvieron para impedir que los vencedores entraran en la ciudad al galope de sus caballos y sable en mano.
Un tratado la eximió de esta afrenta. Los principales artículos del convenio fueron el establecimiento de un Gobierno federal, la reunión de un próximo Congreso, en- cargado de fijar sus bases, la retirada del ejército invasor por pequeñas divisiones y el nombramiento de D. Manuel Sarratea para gobernador de Buenos Aires.
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Las estipulaciones comenzaban á llevarse á efecto, y hacía diez días que S-arratea había tomado tranquilamente posesión de su destino, cuando el general D. Marcos Bal- caree, que había salvado la Infantería del descalabro de Cepeda, se presentó de improviso en la capital y echó por tierra la nueva Administración, haciéndose proclamar capitán general de la provincia.
D. José Miguel Carrera, que á la sazón se hallaba en Buenos Aires, fué nombrado por Balcarce para que le sirviera de mediador con los federales. So pretexto de desempeñar esta comisión, pudo dirigirse con la celeridad del rayo al campamento de Ramírez, que estaba á alguna distancia de la capital. Unas cuantas palabras les bastaron para entenderse. No se tolera en el poder á un enemigo cuando se tienen en la mano los medios de derribarle.
Con un cuerpo de doscientos hombres marcharon ara- bos jefes apresuradamente sobre la ciudad, y en vez de encontrar en ella resistencia, hallaron abiertas las puertas y vieron venir á incorporarse en sus filas á los mismos que la defendían. Balcarce, abandonado por los ciudadanos y por sus propios soldados, no tuvo otro recurso que huir, dejando el puesto á Sarratea.
Buenos Aires reconocía la ley del más fuerte, y Carrera había logrado sus designios: el nuevo Gobierno no podía menos de serle adicto, porque le debía gran parte de su elevación. En toda la campaña el nombre del jefe chileno había sonado poco en los documentos oficiales, pero mu- cho en el consejo y las conferencias privadas. Los dos caudillos de la cruzada contra la metrópoli, el gobernador de Entre-Ríos, Ramírez, y el de Santa Fe, D. Estanislao López, eran hoaibres groseros c ignorantes, que habían obrado bajo la inspiración de Carrera. En las convulsio- nes políticas figuran muchas veces en primera línea los que menos lo debieran, como en los períodos de fiebre suelen aparecer los malos humores en la superficie del cuerpo humano.
Los dos^generales ya nombrados eran intrépidos|y va-
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Üentes; pero habían recibido de otra cabeza el impulso y la dirección. El acj-ente diplomático de Chile en las pro- vincias argentinas, D. Miguel Zañartu, que tenía motivos para saberlo, lo creía también así. En una carta reservada escrita á O'Higgins por ese tiempo, le dice que Carrera "es el alma de todos estos movimientos", y que los sol- dados federales le llaman paño fino, expresión que pinta el grande ascendiente que este caudillo ejercía sobre un ejército cuyo uniforme era el chiripá.
VI
Con la variación del Gobierno cambió completamente la condición de Carrera. A las persecuciones anteriores sucedieron las adulaciones; á las negativas, aun para las peticiones más razonables, las facilidades, aun para la violación de las leyes más obvias del Derecho internacio- nal. Cuando habló de llevar una expedición contra O'Hig- gins, no sólo se le permitió reclutar gente y disciplinarla, sino que además se le franquearon soldados.
Como le repugnaba presentarse en su patria, cual otro Coriolano, al frente de extranjeros, Sarratea le concedió que sacara de la guarnición de Buenos Aires todos los compatriotas que en ella se encontraban. Los cuerpos de granaderos y artilleros, compuestos en su mayor parte de chilenos, quedaron por esta causa en esqueleto; el de Hú- sares de la Patria se le incorporó en masa por la misma razón.
D. José Miguel nombró comandante general de la divi- sión á D. José María Benavente, y jefes parciales á los oficiales chilenos que, por serle adictos, habían quedado en la capital del Plata. De este modo alcanzó á reunir un cuerpo de tropa que ascendía á seiscientas plazas.
La fortuna comenzaba á sonreirle. Se encontraba fuerte
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con SU genio, que nunca le había abandonado, con la pro- tección de un Gobierno que nadie se atrevía á negarle, con las bayonetas de centenares de bravos que le amaban como á la personificación de la patria ausente.
En tales circunstancias, y cuando menos era de espe- rarse, hubo, sin embarg-o, un hombre que fué bastante osado para desafiar su poder y contrariar sus designios.
El representante de la república de Chile, D. Miguel Zañartu, había seguido todos los pasos de Carrera con la mayor ansiedad. De un carácter tan arrojado como el de este último, no era persona que se asustaba por las ame- nazas de un Gobierno ni por los tumultos de un pueblo.
Viendo la protección decidida que Sarratea prestaba á los expedicionarios, resolvió protestar oficialmente contra ella, no porque pensara que un oficio suyo obligaría al director á suspender las providencias que había dictado, sino á fin de crearle obstáculos y embarazos.
En consecuencia, le remitió el oficio siguiente, que co- pio íntegro, porque me parece que en él está pintada la audacia de su autor.
"Buenos Aires, Marzo 16 de 1820.
„Mientras el heroico pueblo de Chile y su digno Go- bierno sostiene el crédito de la revolución del Sur, evita la ruina total de estas provincias y se prepara sus últimos laureles, dando un golpe decisivo sobre el Perú, Buenos Aires, en contradicción con sus intereses, y la más bene- ficiada en aquellos sacrificios dispone en su mismo seno una expedición que lleve el exterminio y la desolación á ese Estado virtuos o.
„Me hallo muy distante de creer que este sea el senti- miento universal del pueblo. El lamenta en secreto los males que le amenazan, y espera el remedio de su Go- bierno. Yo, sin temer el suceso, he guardado igualmente silencio hasta ahora, animado de la misma esperanza. Pero ya no puedo ser por más tiempo indiferente á la
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VOZ pública, que con los preparativos de esta expedición ba divulg-ado también la protección que V. S. le dispen- sa, al extremo de franquear á D. José Miguel Carrera, au- tor de ella, todos los soldados chilenos que paga este país, y que, bajo el nombre de desertores, existen en la :iudad y en la comprensión de la provincia.
„Si es verdadero este permiso, ó más bien esta co- jperación, ella expresa una declaración abierta de guerra contra el Estado y Gobierno que represento, y me impo- le el deber de pedir á V. S., con los motivos de esta re- solución, el pasaporte correspondiente para retirarme á ni Estado.
„Dios guarde á V. S. muchos años. — Miguel Zañartu.
«Señor gobernador de la provincia de Buenos Aires."
Como Sarratea retardara la contestación, Zañartu le emitió el 19 del mismo mes un duplicado de su nota, igregándole que en vista de la publicidad de los prepa- ativos que se hacían contra Chile, la única contestación jue exigía era su pasaporte, pues ya no quería permane- cer por más tiempo en un país que tan enemigo del suyo ;e mostraba.
El gobernador de Buenos Aires se negó á entrar en re- aciones con el agente diplomático chileno, so pretexto le que sólo se hallaba acreditado cerca de la Administra- ;ión anterior, y no cerca de la que existía, por lo cual li- nitó sus explicaciones al envío del pasaporte que aquél lolicitaba.
Zañartu no dio, sin embargo, la cuestión por termina- la. Queriendo examinar cuál era la opinión pública sobre istos sucesos, dio á luz sus comunicaciones al director en )os de una relación de lo que había ocurrido en la tema le Valdivia por Cochrane, noticia que acababa de llegar, üomo insinuaba diestramente que la expedición de Ca- rera tenía el inconveniente de hacer fracasar la que se )royectaba en Chile contra el Perú, logró por este medio lue el pueblo se declarara por su causa, y que el 26 se
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expresara de un modo tan manifiesto contra D. José Mi- guel, que le forzara á huir con sus prosélitos.
Irritado Sarratea por la audacia de este proceder, hizo que se intimara á Zañartu la orden siguiente, que, sin ne- cesidad de ningún comentario, manifiesta el furor de que estaba poseído.
"Buenos Aires, Marzo 29 de 1820.
„ Habiéndole expedido este Gobierno su pasaporte para Chile á su pedimento, como lo ha publicado ya us- ted mismo, el honor del Gobierno y la tranquilidad pú- blica se interesan en que, haciendo uso de él, salga us- ted para aquel reino de que depende, por mar ó por tie- rra, dentro de cuatro horas de recibida ésta, en inteligen- cia que, de [no hacerlo, el j^Gobierno no "responde de cualesquiera resultas que puedan sobrevenir contra su persona, por la indignación con que el pueblo mira sus notorias relaciones con los individuos de la anterior Ad- ministración, y por la conducta que se le ha notado en la última ocurrencia, de que se reserva instruir extensamen- te al Gobierno á que corresponde.
„Y de orden superior lo comunico á usted para su pun- tual cumplimiento. — Dios guarde_á usted. — Manuel Luis de Olidén.
„ Señor Don Miguel Zañartu."
Hacía algunos días que Zañartu había recibido su pa- saporte y estaba resuelto á partir; pero esta orden impe- riosa, en¿vez de estimularle á apresurar su viaje, le inspi- ró el deseo de diferirlo. Se determinó á permanecer por algún tiempo más en Buenos Aires, á fin de destruir las telas de araña de Sarratea, como llama en una de sus cartas á O'Higgins los manejos de aquél para auxiliar á Carrera.
Apenas se le notificó el mandato supremo de que he hecho mención, ocurrió al Cabildo, protestando contra la violencia que se le hacía.
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"Buenos Aires, Marzo 29 de 1820.
«Excelentísimo señor: Tengo el honor de dirigirme á V. E. por la primera vez, acompañando en copia el oficio que recibo en estos momentos del secretario de Gobier- no. Yo suplico á V. E. reprima los efectos de la justa in- dignación que debe producirle su lectura.
„E1 ministro público de un Estado aliado, el deposita- rio de las confianzas de un pueblo que se sacrifica por la jrosperidad del que V. E. dignamente preside, el envia- jo de aquel Gobierno amigo es á quien se dirige esa or- len impolítica y grosera, comunicada en una noche tem- >estuosí, con cuatro horas de término, cuando el río está naccesible, cuando los caminos de tierra están cortados. ^ ¿poi" qué delito? Por el único, aunque glorioso, de ha- )er cooperado á trastornar los planes inicuos y sangrien- os que tiraba Carrera sobre las ruinas de estas repúbli- cas. Sí, señor; tales eran las consecuencias necesarias de la >rotección que se dispensaba á ese hombre ambicioso.
„Yo, despreciando mis personales peligros, llenando os deberes de mi empleo, conduciéndome por los senti- lientos de mi corazón, presenté al público sus aspiracio- es. La ilustración de este pueblo vio en aquel cuadro, unque mal trazado, todo un fondo de malicia y de per- ersidad. Formada la opinión, se preparó á impedir los regresos del proyecto, y esta alarma de los ciudadanos ifluyó en las glorias del 26, en el triunfo de la libertad, n el triunfo de V. E. ¡Feliz yo, aunque fuese víctima, s¡ uedo congratularme de haber corrido parte del tenebro- ) velo que esconde designios horrorosos! „Tal es la conducta que me ha notado el señor gober- iidor en la última ocurrencia. Las notorias relaciones — iade— con los individuos de la anterior Administración ¡inen indignado al pueblo. ¿Con que al pueblo, señor li'bernador?, podría yo decirle. Á ese juez apelo: rele- ; ntes pruebas ha dado en estos días de su imparcialidad i i8
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y penetración... Nada extraño sería que mi empleo me hu- biese proporcionado relaciones estrechas con unas per- sonas que se hallan en rango. Para mayor confusión del gobernador, ese mismo pueblo cuyo nombre toma sabe demasiado que no tengo intimidad con un solo individuo de aquellos con quienes quiere unirme maliciosamente.
„ Excelentísimo señor. Yo suplico á V. E. dispense la elasticidad de mi pluma; ella es arrebatada por la exalta- ción de mi espíritu, y por la intensidad del agravio. Conozco lo que ordena la política en este caso crítico del pueblo. Por esto he pedido á V. E., en mis primeras lí- neas, sofoque su indignación. Por esto cederé también al imperio de las circunstancias y me retiraré á Montevi- deo, luego que el tiempo lo permita. Pero entretanto, tengo derecho, sí, para esperar que V. E. impida toda tropelía contra mi persona, evitando que mi Gobierno, in- sultado en ella, exija por su honor una satisfacción sensi- ble á la armonía que felizmente parece ya establecida. Dios, etc. — Miguel Zañartu.
;, Excelentísimo Cabildo de Buenos Aires."
La influencia del agente chileno en el Cabildo debía ser extremada, cuando esta corporación no se atrevió á desatender su solicitud, y, lo que es más, cuando ella con- siguió del gobernador de la provincia, á quien se trataba con tanta acrimonia, que concediera á su propio ofensor el tiempo necesario para el arreglo de su partida.
Excusado parece decir que Zañartu no empleó esta pró- rroga en los preparativos del viaje. De pasiones violentas y de un arrojo que rayaba en la temeridad cuando le ani- maba el espíritu de partido, su única ocupación durante los días que permaneció en la capital fué hacer una opo- sición declarada á todos los actos del Gobierno. La rabia de Sarratea llegó al colmo con aquella tenacidad, y le precipitó á extender el mandato siguiente:
"El ayudante mayor de la plaza, D. José Coníi, intimará á N. Zañartu, diputado del Gobierno de Chile cerca del
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Directorio, que en el término de seis horas se embarque íara afuera de la provincia; y de quedar así cumplida ;sta orden dará cuenta, en inteligencia que no deberá iepararse de su persona hasta dejarle embarcado. — Bue- IOS Aires, Abril 10 de lS20.Sarratea."
Esta orden perentoria no admitía réplica. Mal de su Trado, Zañartu tuvo que cumplirla. Se retiró á la Colonia, Je donde se dirigió en seguida á Montevideo.
VII
Con la partida de Zañartu, Carrera se vio libre de toda incomodidad, y se dedicó exclusivamente á la disciplina de sus 600 chilenos. Sin embargo, no gozó por largo tiempo de semejante sosiego. En medio de la espantosa anarquía que devoraba á la República Argentina, era di- fícil para un hombre como D. José Miguel conseguir que se le dejara en paz, haciendo sus aprestos para inva- dir á Chile. Había tomado una parte demasiado activa en la política para que le fuera posible, por más que lo qui- siera, abstraerse enteramente de los negocios públicos. La experiencia no tardó en hacérselo conocer.
D. Carlos María Alvear, uno de sus antiguos amigos, y su camarada en la guerra de España, acaudilló sin resul- tado feliz una revuelta en Buenos Aires. Para escapar de la venganza de sus adversarios victoriosos, buscó un refu- gio en el campamento de Carrera. El Gobierno exigió la entrega de su enemigo. D. José Miguel respondió con fir- meza que jamás negaría su protección al individuo des- graciado que se la había pedido. Esta incidencia enfrió sus relaciones con Sarratea.
Para aplacar sus disputas con las autoridades de la ca- pital y entregarse con toda quietud al arreglo de sus tro- Ipas se retiró con ellas al Rincón de Gorondona, ángulo
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de terreno formado por la confluencia de los ríos Paraná y Carcaraña, donde abundaban los pastos para sus caba- llerías.
Hacía dos meses que se hallaba en ese punto instru- yendo á sus soldados, cuando, con corta diferencia, le lle- garon cuatro mensajeros enviados de cuatro lugares dife- rentes, en demanda de auxilios.
Era el primero un francés que llevaba cartas de Chile, en las cuales se anunciaba el malogro de la conspiración tramada á principios de 1820, y las persecuciones sufridas por los principales cómplices; los carrerinos de acá pe- dían socorros y clamaban por la presencia de su cau- dillo.
El segundo era un enviado de D. Mariano Mendizábal, recién nombrado gobernador de San Juan, donde acaba- ba de insurreccionarse contra San Martín el batallón Nú- mero 1 de Cazadores de los Andes, aquel cuerpo que he- mos visto en otra parte custodiando al infeliz Rodríguez; éstos invitaban á Carrera á que fuera á establecer sus cuarteles en San Juan, y le ofrecían cuanto necesitase para atravesar la Cordillera. jfl
El tercero era de Ramírez, el gobernador de Entre- Ríos, el cual rogaba á su aliado el general chileno que volase con prontitud en su ayuda: el terrible Artigas le había declarado las hostilidades y amenazaba invadir la provincia.
Por fín, el cuarto iba con pliegos del coronel D. Ma- nuel Dorrego, en los cuales describía la triste situación de Buenos Aires y solicitaba el amparo de Carrera. Sa- rratea había sido derribado, y después de trastornos que no tengo para qué referir, se había apoderado del mando D. Miguel Estanislao Soler: era la tiranía de éste último la que ponderaba Dorrego.
D. José Miguel examinó con detención todas estas no- ticias y se puso á meditar sobre la determinación que to- maría. El invierno le impedía pasar desde luego á Chile. Su presencia en San Juan no era necesciria. La guerra en-
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tre Artigas y Ramírez debía ser larga, y siempre habría sobrado tiempo para entrometerse en ella. Lo que sí importaba arreglar pronto era el Gobierno de Buenos Aires.
Esta serie de reflexiones bastó á D. José Miguel para resolverse por el último partido. Sin tardanza ordenó á su gente que se alistara para la marcha y persuadió al go- bernador de Santa Fe, López, á que le acompañara con 400 jinetes.
Entre todos los expedicionarios componían 1.000 hom- bres. Soler mandaba un ejército de cerca de 5.000. Pero eso no acobardaba á los montoneros de López y Carre- ra, quienes sabían por experiencia que la desproporción numérica no era en aquella multitud indisciplinada un obstáculo para la victoria.
El 28 de Junio de 1820 los dos bandos opuestos se en- contraron en la cañada de la Cruz, y los defensores de Buenos Aires sufrieron una completa y vergonzosa de- rrota, perdiendo 780 individuos entre muertos y prisio- neros, cinco piezas de artillería y dos banderas.
Un paso en falso, una torpeza política neutralizó para Carrera las ventajas de esta espléndida victoria. Se le an- tojó proclamar gobernador de Buenos Aires á su amigo D. Carlos María Alvear. Era éste uno de los jefes más impopulares, más malqueridos de la República Argenti- nn. No gozaba siquiera de las simpatías de los mismos carrerinos, de los que debían sostenerle. La elección de este gobernante causó la ruina del general chileno.
El desastre experimentado en la cañada de la Cruz ha- bía aterrado á los habitantes de la capital; no pensaban sino en obtener las buenas gracias del vencedor y habían comisionado ya cerca de él diputados que ajustasen las condiciones de su rendición; pero cuando supieron que Alvear era el designado para gobernarlos, cuando tuvie- ron noticia de la soberbia insoportable que el solo título había infundido á aquel gobernante, todavía sin subditos, sintieron reanimarse su valor y resolvieron sepultarse
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bajo los escombros de la ciudad antes que someterse á semejante dominación.
Carrera, para doblegar aquella rebeldía, rodeó con sus tropas á Buenos Aires. Por diez y nueve días la estrechó con un sitio riguroso; pero al cabo de ese tiempo em- prendió la retirada para Santa Fe, conociendo la imposi- bilidad de lograr su intento con la gente de que dispo- nía y en la estación en que se hallaba.
VIII
El coronel Dorrego, que había sucedido á Soler en el Gobierno, se aprovechó de este descanso para formar, en unión de La Madrid y D. Martín Rodríguez, una divi- sión de 3.000 hombres.
En estas campañas irregulares, los ejércitos se levan- tan en días y se disipan en horas.
Los carrerinos supieron, durante la marcha, que el go- bernador de Buenos Aires los seguía con sus tropas á la distancia respetuosa de treinta leguar. Se burlaron de tanta prudencia y despreciaron hasta tal punto á los por- teños, que se desdeñaron de poner en práctica las pre- cauciones de uso.
Siguieron caminando como quien va de paseo é inda- gando apenas lo que hacía ese enemigo que venía á re- taguardia. Bien pronto tuvieron por qué arrepentirse.
A fines de Julio, una parte de los soldados chilenos estaba acampada en San Nicolás con sus jefes Carrera y Benavente. López, con su división, se hallaba siete leguas más al Norte de la provincia de Santa Fe. Otros cuerpos y destacamentos estaban situados en parajes diferentes.
El 31 de Julio, al anochecer, el gobernador López tuvo noticias de que Dorrego pensaba sorprender á los chile- nos en San Nicolás. Procuró informar al punto á D. José Miguel de tan importante descubrimiento.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 279
Alvear, que estaba presente, no quiso consentir que se despachara un mensajero con el aviso y se encargó de llevarlo en persona.
Efectivamente: partió con todas las muestras de una extremada diligencia; pero durante el tránsito se detuvo en una quinta y pasó toda la noche entregado á las dul- zuras del sueño.
Mientras esto sucedía en el campamento de López, lle- gaban al de Carrera enviados de Dorrego con proposi- ciones de paz. Era este un ardid del general porteño para infundir mayor confianza á sus descuidados adversarios.
El 1.° de Agosto, á la madrugada, D. José Miguel salió con los parlamentarios para ir á convenir con López en las bases de las estipulaciones.
Apenas partidos, cayeron sobre los chilenos los 3.000 soldados de Dorrego. La sorpresa fué completa, y, por consiguiente;, la confusión cual era de aguardarse.
D. José María Benavente, que en la ausencia del gene- ral en jefe había quedado con el mando, puede decirse que no contaba para resistir sino con 250 jinetes. Le bas- tó, sin embargo, ese puñado de hombres para sostener desde la salida del sol hasta medio día un combate encar- nizado contra un número tan superior de enemigos.
A esa hora pudo ponerse en salvo con sólo 130 de sus bravos compañeros; los demás habían perecido.
Los porteños se apoderaron de todos los bagajes y municiones, y obtuvieron un triunfo verdadero, aunque nada glorioso.
López, irritado con el revés sufrido, aseguró la persona de Alvear, cuyo proceder se prestaba á interpretaciones poco favorables, y pretendió fusilarle junto con los parla- mentarios de Dorrego. Carrera le contuvo, proporcionó un bote á Alvear para que huyera á Montevideo y se des- pidió de este su viejo amigo asegurándole que no le creía un traidor, pero que jamás volvería á militar con él bajo las mismas banderas. Así se separó de un hombre que en dos ocasiones le había sido tan funesto.
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El desastre de San Nicolás no vino solo.
A los doce días los montoneros federales experimen- taron una nueva derrota en el arroyo de Pavón. Dorreg^o, á la cabeza de 2.600 porteños, destrozó á 300 enemigos, entre los cuales se comprendían los 130 chilenos de Be-, navente. |
Carrera y López se retiraron á la provincia de Santa Fe; allí reunieron los restos de su división, hicieron levas, llamaron en su socorro algunos indios, y en pocos días levantaron un cuerpo como de 1.000 hombres. Con estos elementos volvieron á invadir la provincia de Buenos Aires.
Una escaramuza feliz en San Lorenzo, y la toma del pueblo de Pergamino, que guarnecían 350 enemigos, les hicieron pronosticar buenos resultados en la nueva cam- paña.
El 1." de Septiembre de 1820 se avistaron en el Ga- monal con las fuerzas de Dorrego. En esta ocasión, el nú- mero era igual por ambas partes. La deserción había dis • minuído notablemente el ejército de Buenos Aires. Lue- go que vinieron á las manos, la victoria se declaró por los federales, y Dorrego escapó con dificultad, dejando en el campo muchos muertos y prisioneros.
Los habitantes de la capital le recibieron con un des- contento manifiesto. La derrota que acababa de sufrir im- portaba el acto de su destitución. Así sucedió que el 27 de Septiembre se nombró para que le reemplazase al brigadier D. Martín Rodríguez.
Entretanto Carrera se esforzaba por persuadir á López que se aprovechase del triunfo marchando sobre Buenos Aires y haciendo elegir en esta ciudad gobernantes que le fuesen adictos.
El gobernador de Santa Fe rehusaba con terquedad aceptar ninguna de las indicaciones que le hacía; estaba envidioso de la superioridad de D. José Miguel, y había comenzado á prestar oídos á las propuestas que le diri- gían los agentes de Rodríguez para que separase su cau-
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sa de la del proscripto chileno. En aquel momento no pen- saba en abatir á la capital, sino en vender á su com- pañero.
La situación de Carrera llegaba á ser muy crítica. Sólo disponía de ciento cincuenta chilenos. La guerra impedía á su aliado Ramírez moverse de Entre -Ríos, y le ponía en el caso de solicitar auxilio más bien que de darlo. Mientras López se preparaba á traicionar á su amigo. Bustos, el gobernador que Carrera había colocado en Córdoba, le traicionaba abiertamente y se pasaba á los contrarios. Mendizábal y los Cazadores de los Andes eran deshechos en San Juan, al mismo tiempo que don Martín Rodríguez organizaba en Buenos Aires con la ma- yor actividad y á toda prisa un ejército respetable.
Parecía que Carrera no podía evitar su ruina.
En este apuro encuentra repentinamente auxiliares don- de menos lo esperaba. La fama de sus hazañas había lle- gado hasta los indios de la pampa. Un veterano chileno de Carrera, que por inclinaciones salvajes había abando- nado la vida civilizada para irse á habitar con los bárba- ros, y que se había conquistado grande influencia entre ellos, fomentó el entusiasmo que D.José Miguel les ins- piraba. De todo esto resultó que los caciques enviasen al general chileno diputados para ofrecerle el apoyo de sus lanzas.
Carrera escuchó desde luego tal mensaje con asombro y desconfianza; ¿no sería aquello una red de sus adversa- rios? Pero después, instruido de lo que había de cierto, aceptó la oferta y se fué con su diminuta división á bus- car en la pampa un asilo contra el furor de sus enemigos. En aquellas circunstancias, según la expresión de un poe- ta, no le quedaba más recurso que su espada y el desierto.
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IX
Los indios vinieron á encontrarle para conducirle á sus tolderías; pero antes de alejarse de la frontera, sin que Carrera pudiera evitarlo, á pesar de sus esfuerzos, asalta- ron en los últimos días de Noviembre de 1820 la pobla- ción del Salto; y según su costumbre, cometieron en ella atrocidades sin cuento. Saquearon las casas, robaron las mujeres y no respetaron ni los templos.
Los adversarios de D. José Miguel se aprovecharon de este suceso lamentable para atizar la odiosidad pública contra un caudillo á quien detestaban. Como no podía menos de suceder, lograron completamente sus deseos. La irritación que produjeron en Buenos Aires las horro- rosas escenas ejecutadas por los bárbaros en el Salto, fa- cilitó el equipo de un numeroso ejército, con el cual don ivlartín Rodríguez partió en persecución de los montone- ros. Sin embargo, no los siguió sino á larga distancia, y teniendo miedo de comprometerse muy adentro en la pampa, al fin abandonó el intento de alcanzarlos.
Carrera y los suyos continuaron su viaje en entera se* guridad.
A los treinta y dos días llegaron á las tolderías de los indios. Allí descansaron de sus fatigas y vivieron algún tiempo.
Durante su permanencia en aquellos agrestes lugares, D. José Miguel adquirió en breve sobre los salvajes ese predominio que en otras épocas de su existencia había alcanzado sobre la gente civilizada.
Había en ese hombre algo del Alcibíades griego. Po- seía la flexibilidad de maneras de ese héroe ateniense, que en Esparta ejemplarizaba con su sobriedad á los^discípu- los de Licurgo; que en Jonia era el más voluptuoso; que en Tracia pasaba por el mejor jinete y el mayor bebedor;
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y que en Persia asustaba con su lujo á los sátrapas del gran rey.
Carrera también había sido en España un oficial bravo y alegre; en Chile, un revolucionario hábil y audaz; en Estados Unidos, un proscripto circunspecto y emprende- dor; en Montevideo, escritor y diarista; entre los monto- neros de Entre-Ríos y Santa Fe, incansable batallador; en la pampa, un gaucho eximio en el manejo del caballo y de la lanza.
Aprendió á hablar el idioma de los indios como el más elocuente cacique, y les imitó hasta la perfección sus cos- tumbres, como si se hubiera educado entre ellos. Los in- dios no !e ocultaban su admiración, y no le nombraban de otro modo que Pichi Rei ó Reyecito.
Carrera no permaneció por largo tiempo aislado en las tolderías. La ociosidad desmoralizó su tropa, que (adver- tiré de paso) no recibía ninguna paga, y desarrolló entre los soldados tendencias sediciosas.
El general chileno estimó que aquel terrible mal no te- nía más remedio que volver otra vez á los combates, y determinó ir sin tardanza á tentar en Chile la fortuna. Se despidió de los caciques sus amigos, y se encaminó á la cordillera de los Andes con un cuerpo de ciento cuaren- ta chilenos y cuarenta indios, que le servían de baqueanos.
A poco andar se perdió en la inmensidad de la pampa. Ni los indios, ni mucho menos él, sabían absolutamente dónde estaban.
Treinta y tres días permanecieron en aquella cruel si- tuación, alimentándose con carne de caballo, y bebiendo agua salobre, que ni aun así encontraban siempre.
Al cabo fueron á salir á la frontera de Córdoba.
En este punto supieron que las provincias limítrofes de la Cordillera estaban preparadas para cerrarles el paso. O'Higgins había repartido entre ellas armas y dinero en abundancia, y les había hecho además magníficas prome- sas para que detuvieran á su temido y odiado rival. Si los carrerinos querían llegar hasta Chile tenían, pues, que
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abrirse paso por entre varios ejércitos. Esta consideración no les acobardó y continuaron su peligroso viaje.
En Chaján encontraron una división de cordobeses y la desbarataron. En el llano del Pulgar, márgenes del Río Quinto, vinieron á las manos con otra perteneciente á la provincia de San Luis, y después de una pelea sangrienta la aniquilaron casi del todo.
Después de estas ventajas, todavía les quedaba que combatir para conquistarse el permiso de trepar por los Andes; pero el recuerdo de sus recientes triunfos y la es- peranza de otros nuevos debían animarlos. Sin embargo, desistieron de su primera resolución, y volvieron atrás.
Voy á explicar los motivos de esta variación, que qui- zás parecerá extraña.
D. Miguel Zañartu había vuelto á la capital del Plata y trabajaba con tesón en la ruina de Carrera. El estudio de los hechos le había dado á conocer que una de las prin- cipales causas de la impunidad que conseguía D. José Miguel era la desunión de las provincias. En efecto: las fuerzas de cada una de ellas no le perseguían sino mien- tras él recorría sus respectivos territorios; pero una vez que se retiraba al de otra, abandonaban el cuidado de re- chazarle á quien correspondiese. No había unión en el ataque, y era eso lo que salvaba al caudillo chileno.
Zañartu se empeñó en que los gobernadores ajustasen entre sí una especie de alianza ofensiva y defensiva para auxiliarse mutuamente contra las correrías de los monto- neros, y cuando lo hubo obtenido á costa de mil dificul- tades, respiró, porque creyó segura la pérdida de Ca- rrera.
Luego que hubo allanado este primer obstáculo, se
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puso á trabajar para que la destrucción de su enemigo Fuera pronta. He aquí los medios que empleó para lo- g-rarlo. Persuadió á D. Martín Rodríguez que lo que con- ^^enia para libertar de aquella guerra desastrosa á la Re- pública Argentina era obligar á D. José Miguel á que no retardase su entrada á Chile. En este país estaban toma- das todas las medidas necesarias para castigarle luego que se presentase. De esta manera conseguía Zañartu que Rodríguez se esforzase en acosar á Carrera y en perse- §^uirle de cerca.
Al mismo tiempo dirigía comunicaciones en igual sen- tido á los demás gobernadores, con el objeto de que ca- yesen en manos de D. José Miguel y le retrajesen de atravesar la Cordillera, con la amenaza de los grandes preparativos que se habían hecho en Chile para recibir- le. Presumía que esta noticia le haría volver atrás y estre- llarse con sus perseguidores. La destrucción de D, José Miguel sería así pronta, y se verificaría en la República Argentina, y no en Chile, donde siempre ofrecería algu- nas dificultades.
Las previsiones de Zañartu se realizaron en gran parte. Los montoneros interceptaron uno de aquellos oficios, y habiéndose impuesto de su contenido, no estimaron sufi- cientes para penetrar en su patria las fuerzas con que con- taban, y pidieron á su jefe Carrera que tratara de engro- sar su número antes de continuar ellos la marcha.
Coincidió con este incidente el envío de un mensaje de Ramírez, por el cual anunciaba que iba á hacer una expe- dición contra Buenos Aires, y ofrecía á D. José Miguel para después de la victoria un refuerzo considerable, caso que se volviese á auxiliarle con sus chilenos en la inva- sión proyectada.
Lo dicho explica la determinación de retroceder que tomaron los montoneros después de la acción del Pulgar.
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XI
Cuando Carrera contramarchó hacia la provincia de Buenos Aires, la tropa de Ramírez no había pasado to- davía el Paraná. Para aguardar á que lleg-ase, D. José Mi- guel se puso a recorrer el territorio de Córdoba.
Nadie le opuso resistencia. El gobernador Bustos se retiró con su gente á un punto fortificado en las inmedia- ciones del Río Tercero, y de allí no se movió. Todas las poblaciones de la provincia se entregaron sucesivamente á Carrera á medida que se fué presentando en ellas. Sólo Córdoba le cerró sus puertas y prefirió soportar un sitio antes que abrírselas.
En esta expedición se unió al general chileno con ocho- cientos milicianos el coronel D. Felipe Alvarez, hombre muy influyente en la provincia, que en adelante no debía abandonarle nunca, que debía acompañarle hasta el ca- dalso.
Carrera esperaba que su aliado Ramírez viniera á reunírsele al frente de un ejército de cuatro mil soldados; pero de repente supo que aquel caudillo acababa de su- frir una espantosa derrota, y que de todas sus legiones apenas le restaban cuatrocientos hombres.
Las peripecias como éstas no eran asombrosas en aque- llas montoneras más bien que campañas. Nadie se asusta- ba por esas alternativas de desgracia ó felicidad; D. José Miguel menos que cualquiera otro; sabía que eran cosa corriente en aquella especie de guerra. Así, sin desani- marse lo menor por tal revés, incorporó sus fuerzas con las reliquias que quedaban al gobernador de Entre-Ríos, y los dos se encaminaron contra Bustos.
AI aproximarse sus enemigos abandonó éste la posi- ción donde se había mantenido encerrado, y siendo per- seguido de cerca por ellos, fué á parapetarse en la Cruz
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Alta, villa de la frontera, que estaba fortificada para recha- zar los ataques de los indios.
En este paraje una torpeza de Ramírez hizo soportar un gran descalabro á los carrerinos, que fueron rechaza- dos con pérdida y forzados á replegarse.
Por este motivo Ramírez y Carrera se disgustaron, y aunque no quebraron del todo, sin embargo, convinieron en volver á separar sus fuerzas y en obrar con entera in- dependencia uno de otro. Marchando hacia lados diferen- tes se proponían además dividir la atención de sus con- trarios y escapar más fácilmente de la persecución.
Ramírez se dirigió hacia el Norte para Santiago del Estero, y Carrera al Occidente para San Luis; quería acer- carse otra vez á los Andes, la única barrera que le apar- taba de esta patria adonde tan ardientemente deseaba regresar.
En las inmediaciones de la villa de Concepción, vecina al Río Cuarto, encontró un cuerpo de tropas mendocinas, y aunque les era muy inferior en número, señaló con una nueva victoria todavía su peregrinación por la República Argentina.
Esta facilidad para triunfar, á pesar de la escasez de recursos, dio á Carrera entre los campesinos la fama de hechicero. Aquellas pobres gentes no podían explicarse tan constante y buena fortuna en la guerra, sino atribu- yéndola á causas sobrenaturales. Referían mil patrañas á este respecto. Contaban, entre otras cosas, que había quien hubiera visto á Carrera, durante un combate, sacar del bolsillo un papel blanco, arrojarlo al viento, y hacer brotar de la tierra, por la virtud de tal conjuro, legiones de soldados, cuyo empuje nadie era capaz de resistir. Una reputación como esta no dejaba de aprovecharle y apar- taba de su camino más de un enemigo.
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XII
D. José Miguel, continuando su marcha, se apoderó sin resistencia de la ciudad de San Luis. Después de algunos días de mansión en este punto, determinó trasladarse á San Juan, para organizar un ejército y emprender el pasaje de la Cordillera en el próximo verano.
Con este objeto puso en movimiento su división el 21 de Agosto de 1821.
D, José Miguel era poco conocedor de aquella comar- ca, y se vio obligado á confiarse de guías, que no tuvieron ningún escrúpulo en traicionarle. Comenzaron á condu- cirle por sendas solitarias y fragosas, donde faltaba el ali- mento para los hombres, el pasto para los animales, el agua para unos y otros.
La tropa había salido de San Luis mal montada. Las correrías anteriores habían aniquilado los caballos y no había habido oportunidad de reemplazarlos. La áspera marcha de San Luis á San Juan acabó de poner inservi- bles aquellas bestias extenuadas.
Muchos de los soldados abandonaban sus cabalgaduras, á las cuales el cansancio impedía andar, y preferían con- tinuar la ruta á pie y tirándolas de la rienda. Otros se veían forzados á cambiarlas por muías enflaquecidas, que habrían podido suplir para un viaje, pero no para un com- bate.
Esta escasez de elementos tan precisos desconsolaba á los soldados, arrebatándoles todas las ilusiones. Así mar- chaban desanimados, sin confianza en el porvenir, sin esa conciencia de sus fuerzas, condición de la victoria.
Carrera participaba de la misma inquietud, sentía el mismo descaecimiento. Nadie sabía mejor que él cuánto importaba la caballería en una guerra de esta especie,
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donde los encuentros eran por lo g-eneral embestidas de jinetes.
Su situación se empeoraba á cada jornada. La fragosi- dad del camino disminuía por días el poco vigor que res- taba á los caballos, fatigados por el duro servicio que se les imponía.
Sin embargo, no había más arbitrio que continuar ade- lante y seguir superando con un trabajo indecible las di- ficultades del terreno. No podían retroceder de ningún modo. Poco después de la partida de los montoneros, los mendocinos habían recobrado á San Luis. Los secuaces de D. José Migue! no tenían ya á su retaguardia ningún asilo; y aun cuando hubieran conservado esta ciudad, ¿de qué les habría servido? Habían estado ya en San Luis, y la extenuación de la provincia no les había abso- lutamente permitido proveerse de caballerías.
No les restaba otra esperanza que la de proporcionar- se en San Juan los caballos que necesitaban. Eso era lo único que podía salvarlos; mas para que así fuese, era preciso evitar hasta entonces el encuentro del enemigo. En la triste situación en que se hallaban, un combate era para ellos la derrota, la destrucción.
Convencido de esta verdad, D. José Miguel ponía en juego todos los recursos de su ingenio para ocultar su di- rección á sus contrarios y diferir toda pelea; ignoraba que sus propios conductores servían de espías á los mendoci- nos y los mantenían al corriente de cuantos pasos daba la división.
XIÍI
El 31 de Agosto de 1821 se hallaba Carrera con sus ompañeros en la Punta del Médano, lugar inmediato á i ciudad de San Juan. Pensaba con fundamento que quel día adquiriría los caballos necesarios para montar á
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SUS soldados» y, con este fin, desde el alba se había pues- to en movimiento.
De repente divisó formado en batalla el ejército de Mendoza, que mandaba el coronel D. José Albino Gu- tiérrez.
Esta fuerza alcanzaría como á ochocientos soldados. D. José Miguel apenas contaba con quinientos, y de esos, á lo sumo doscientos cabalgaban sobre caballos debilita- dos; los demás estaban á pie ó iban sobre muías. Sin em- bargo, era indispensable venir á las manos, pues no ha- bía remedio: ó combatían, ó se entregaban. Era imposi- ble aplazar la acción.
El general dio orden á Benavente de que se pusiera á la cabeza de los jinetes disponibles que tenían, y de que cargara con ellos.
El coronel Benavente obedeció.
El terreno era arenoso y movedizo; los caballos se en- terraban en aquella tierra suelta y experimentaban la ma- yor dificultad para moverse; un polvo sutil y delgado qui- taba la vista á los soldados, que los dirigían al galope contra el enemigo. Estos embarazos acabaron de rendir á aquellos hombres y á aquellos animales, agotados de hambre y de fatiga. No obstante, continuaron á fuerza de espuela su camino.
Los mendocinos habían abierto delante de su línea una profunda zanja; !a naturaleza del suelo les había hecho aquella operación fácil y poco larga.
Los jinetes de Benavente se encontraron detenidos en su carga por este obstáculo, y se desordenaron. Los que intentaron hacer saltar á sus macilentas cabalgaduras por sobre la zanja, cayeron rodando dentro de ella y perecie- ron. Los demás no soportaron el tiroteo sostenido de los contrarios, y volvieron caras.
En diversas ocasiones se rehicieron y tornaron al com- bate; mas otras tantas fueron de nuevo rechazados. Con esto, a despecho de las exhortaciones de sus jefes, los carrerinos quedaron completamente desalentados.
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Estaban precisamente en ese momento de indecisión que precede á una derrota, cuando distinguieron á lo le- jos una gran polvareda. No tardaron en averiguar que era levantada por las tropas de San Juan, que venían en ayu- da de las de Mendoza. Esta incidencia concluyó la fun- ción y determinó la fuga de los montoneros.
Carrera, Benavente y el coronel cordobés D. Felipe Ál- varez emprendieron la retirada á la cabeza de ciento cin- cuenta soldados, último resto de la división. La caballería de Gutiérrez los persiguió por un largo trecho; pero al fin lograron tomar la delantera, y la dejaron atrás unas cuantas leguas.
XIV
Aquel grupo de fugitivos continuó la marcha con toda ligereza; pero la velocidad con que caminaban no impi- dió que se tramase entre ellos y se ejecutase en pocas horas una negra traición. La desgracia es á veces una mala consejera para los hombres, y suele despertar las pasiones depravadas que se ocultan en las almas.
Los compañeros de D. José Miguel, considerando des- esperada la causa de su jefe, comenzaron á concebir el designio de comprar su propia impunidad á precio de la entrega de aquel á quien hasta entonces habían servido, á quien hasta entonces habían respetado.
Cuatro oficiales, cuyos nombres y apellidos eran don Rosauro Fuentes, D. José María Moya, D. José Manuel Arias y un tal Inchaurte, fueron los promotores de esa in- famia. Dijeron á los soldados que Carrera únicamente trataba de escaparse para algún país extranjero con sus principales amigos, y que á ellos los abandonaría á la venganza del Gobierno. Era preciso prevenir ese golpe, asegurar las personas del general y de los oficiales y res- catar su libertad á costa de la de éstos.
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Los planes de aquellos malvados fueron aceptados, y tanto ellos como sus cómplices resolvieron ponerlos en planta sin demora.
Toda esta maquinación se había fraguado trasmitiéndo- se las palabras por lo bajo, de linea en línea, y sin que la columna hubiera hecho alto un solo momento.
La noche estaba obscura, y serían como las dos de la mañana.
Improvisamente interrumpió el silencio la voz de ¡alio!, pronunciada con violencia.
Los que no estaban en la trama, pensando que el ene- migo los había cortado, iban a prepararse para la defen- sa, cuando se sintieron sujetados por los mismos que marchaban á su lado.
Este pensamiento fué también el que ocurrió á D. José Miguel, y alcanzó á exclamar: — ¡A mí, mis chilenos! A este grito, se vio rodeado por varios individuos, entre los cuales se distinguían Inchaurte y Moya, quienes respon- dieron á su petición de auxilio: — Está usted preso; entre- gue las armas.
Carrera, forcejando, logró libertarse de aquellos que pretendían asegurarle, y contestó con dos pistoletazos á sus intimaciones; pero habiendo errado la puntería de ambos, quedó desarmado, á merced de los traidores.
El teniente irlandés Dooler, que trató de defender á su general, recibió una grave herida.
Todos los oficiales quedaron prisioneros de sus pro- pios soldados, menos el coronel Benavente, que consi- guió fugarse.
Sin tardanza los jefes del movimiento despacharon dos mensajeros, el uno á Mendoza, y el otro al campamento de D. Albino Gutiérrez, para noticiar á uno y otro punte lo que había sucedido.
Luego que tomaron esa providencia, se pusieron en| marcha para la ciudad. Conducían consigo á D. José Mi- guel, amarrado de pies y manos, como si fuera un facine- roso. Le habían intimado, so pena de la vida, que no diri-
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gfiera una sola palabra á los soldados. Los jefes del motín temblaban de que recobrase sobre la tropa ese predomi- nio que la reciente catástrofe no había hecho sino ador- mecer.
En el primer alto que hizo la columna, Moya se mani- festó pesaroso de su conducta; y á fin de reparar en par- te el mal á que había contribuido, obtuvo de sus cómpli- ces permiso para escribir en nombre de los cuatro una carta á D. Tomás Godoy Cruz, gobernador de Mendoza, intercediendo por la vida de los oficiales que conducían prisioneros.
Un jinete se adelantó para ser conductor de aquel es- crito, cuyo contenido misericordioso había sido inspirado por el remordimiento. Antes de que entrasen á la pobla- ción regresó el enviado con respuesta, en la cual Godoy prometía el perdón que se le había pedido.
XV
Los montoneros llegaron á Mendoza la noche del 1.** de Septiembre. Los oficiales fueron encerrados en el cuartel de Santo Domingo; Carrera y el coronel Álvarez, en un calabozo de la cárcel.
Estos últimos encontraron en su triste alojamiento á su amigo D. José María Benavente, á quien una pesada ba- rra de grillos impedía moverse.
Los tres prisioneros principiaron por contarse sus aventuras desde que se habían separado. Sabemos ya lo que había ocurrido á Álvarez y Carrera. En cuanto á Be- navente, poco después de su fuga se le había cansado el caballo y se había visto forzado á quedarse agotado de fatiga en medio del camino. Allí le había sorprendido un destacamento, y le había conducido á Mendoza. Había entrado de día á la ciudad; la plebe se había agolpado á
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SU pasaje, y le había insultado; una mujer le había dado un bofetón en el rostro, un hombre !e había arrebatado el sombrero, el capitán que le custodiaba le había quita- do el reloj.
Aquellos tres valientes sospechaban demasiado bien la suerte que debía estarles reservada; sin embargo, pasaron una noche que quizás era para ellos la última, conver- sando tranquilamente, como lo habían hecho en otras ocasiones alrededor de una fogata, la víspera de una ba- talla.
XVI
Al día siguiente hizo su entrada triunfante en la ciudad el vencedor de la Punta del Médano, D. José Albino Gu- tiérrez. Acampó su tropa en la plaza principal, y con el tono de quien todo lo puede, exigió la muerte de Carre- ra, Álvarez y Benavente.
El 2 de Septiembre, á las once de la noche, los prisio- neros fueron sacados de su calabozo y llevados á una pieza donde los esperaban el mayor Cavero, que desem- peñaba las funciones de fiscal, el teniente Chenado y el mayor de plaza Corvalán. Cavero les notificó que nom- brasen defensores.
D. José Miguel, tomando la palabra por sí y sus com- pañeros, contestó que mal podían proceder á tal nombra- miento cuando no sabían de qué se les acusaba, cuando ignoraban los cargos á que deberían responder; que si el ánimo de los gobernantes era fusilarlos, debían dejarse de ceremonias inútiles, y condenarlos al suplicio por un simple decreto.
El fiscal, todo cortado, no supo qué replicar, y se limitó á decir que era preciso cumplir la orden que se le había dado.
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Los prisioneros convinieron al fin en designar por de- fensores á tres oficiales del país, que sus propios interro- gantes les señalaron. Ninguno de los tres elegidos admi- tió la comisión.
Los reos volvieron á ser encerrados en el calabozo, donde permanecieron sin ninguna novedad, y sin que se les hiciera saber ninguna otra tramitación de su juicio hasta las ocho de la noche del día 3.
A esa hora los sacaron de nuevo y les leyeron una es- pecie de sentencia concebida del modo siguiente: "Vis- tos, conformándome con el parecer del consejo de gue- rra, serán pasados por las armas en el perentorio término de diez y seis horas el brigadier D. José Miguel Carrera, el coronel D. José María Benavente y el de igual clase D. Felipe Alvarez. — Mendoza, etc. — Godoy Cruz.**
Los tres escucharon sin inmutarse la lectura de esa pie- za fatal. Desde que habían sido presos aguardaban este resultado, y no les asombraba lo menor.
D. José Miguel pidió que le permitiesen hablar con el presbítero D. José Peña, confesor de su suegra, y despe- dirse de esta misma señora, que á la sazón estaba confi- nada en Mendoza. El fiscal le contestó que vería.
XVII
Los tres condenados regresaron á su prisión, en la cual se les dejó solos é incomunicados hasta las seis y media de la mañana del día 4 de Septiembre.
Entonces entró á visitarlos D. Juan José Benavente, hermano de D. José María, que ejercía el comercio en la ciudad de Mendoza. Venía á decirles que no conservasen la más remota esperanza de la vida.
Les contó que había ido en compañía de muchos ciu- dadanos respetables á pedir al gobernador intendente la
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gracia de su hermano el coronel, Godoy Cruz se había ablandado con sus súplicas; pero les había manifestado que no podía hacer nada sin la aprobación de D. José Albino Gutiérrez. Los solicitantes, sin pérdida de tiempo, habían pasado con el mismo aparato á la presencia del jefe victorioso; mas Gutiérrez, dándose aires de conquis- tador, había rechazado todos los ruegos y permanecido inexorable. La sentencia iba á ejecutarse sin remedio.
Carrera volvió á instar porque se le permitiera una con- ferencia con su suegra y el presbítero Peña; tenía asun- tos de familia que comunicarles. Le respondieron que las dos personas de que hablaba estaban enfermas y no podían acudir á aquel llamado.
D. José Miguel hizo entonces que le trajeran papel y tinta, y se puso á escribir la siguiente carta á su esposa, doña Mercedes Fontecilla:
''Sótano de Mendoza, Septiembre 4 de 1821, „(9 de la mañana.)
,Mi adorada, pero muy desgraciada Mercedes: „Un accidente inesperado y un conjunto de desgracia- das circunstancias me han traído á esta situación triste. Ten resignación para escuchar que moriré hoy á las once. Sí, mi querida; moriré con el solo pesar de dejarte aban- donada con nuestros tiernos cinco hijos, en país extraño, sin amigos, sin relaciones, sin recursos. ¡Más [puede la Providencia que los hombresl"
Llegaba á este punto de la última despedida que había de dirigir á su mujer, cuando se introdujo un oficial para anunciar á los reos que probablemente no serían ajusti- ciados; tenía datos para creer que iba á revocarse la or- den de matarlos.
D. José Miguel, tan pronto como hubo escuchado la plausible nueva, como si se hubiera propuesto tener á su
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esposa al corriente de todas las impresiones que iba re- cibiendo, continuó así la carta interrumpida:
"No sé por qué causa se me aparece como un ángel tu- telar el oficial D Olazábal, con la noticia de que so- mos indultados y vamos á salir en libertad, con mi buen amigo Benavente y el viejito Álvarez, que nos acom- paña."
Entretanto, Olazábal se retiró, prometiendo tornar pronto con la confirmación de lo que les había ase- gurado.
Transcurrió en seguida como un cuarto de hora.
Los prisioneros estaban agitados por la ansiedad; no sabían si aquel sería ó no su último día.
Al fin de ese tiempo, el carcelero se presentó en la puerta del calabozo y llamó á Carrera, en nombre del mayor de plaza.
D. José Miguel entendió lo que aquello significaba, y pidió que le concedieran unos cuantos minutos antes de partir. Tomando entonces un lápiz, escribió por los dos lados de una angosta tira de papel: "Miro con indiferen- cia la muerte; sólo la idea de separarme para siempre de mi adorada Mercedes y tiernos hijos despedaza mi cora- zón. ¡Adiós, adiós!"
Álvarez había salido poco antes con el objeto de pre- pararse para morir, por si no se realizaba la noticia de Olazábal.
Benavente fué dejado en el calabozo.
XVIll
A la puerta de la cárcel encontró Carrera la escolta que debía custodiarle hasta el banco, á algunos sacerdo- tes que le ofrecieron sus servicios, y al coronel Álvarez, que'^ldebía acompañarle en el cadalso, como le había acompañado en la ultima campaña.
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Los dos condenados estaban serenos, y desafiaban el odio de sus enemigos.
Un gentío inmenso había acudido á presenciar aquel sangriento espectáculo.
D. José Miguel contempló aquella multitud de espec- tadores con la mayor sangre fría; pero manifestó repug- nancia de que hubieran venido mujeres á divertirse con un suplicio. — ¡Qué incivil es este pueblo! — dijo — . Ya se ve, ¡educado por Luzurriaga! ¿En qué parte se ve que salgan las mujeres á presenciar este espectáculo?
Habiendo notado que un muchacho le estaba sacando la lengua, miró á aquel püluelo maligno, sonriéndose y con una alegría natural, que revelaba la mayor tranquili- 1 dad de espíritu.
Después se puso á examinar la guarnición, que estaba formada y sobre las armas, é hizo al oficial que iba encar- gado de su custodia varias observaciones relativas á la tropa.
En este momento se le acercó uno de los sacerdotes, diciéndole: que se ocupase en Dios y no se distrajese con las cosas que le rodeaban.
— A Dios — le respondió Carrera — le llevo, no en los labios, sino en el corazón, que es lo que vale.
Cuando llegó al lugar del suplicio, el mismo donde habían perecido sus dos hermanos, se sentó en el banco sin ninguna apariencia de temor, pero sin afectación.
En ese instante oyó pronunciar su nombre en alta voz; levantó la vista y vio en un balcón unas señoras que pa- recían conocerle; se llevó la mano á la gorra y las saludó con cortesía.
Uno de los religiosos que le cercaban le indicó que perdonase á los que le habían ofendido y pidiese él mis- mo perdón por sus faltas.
— A mis enemigos — dijo D.José Miguel — los perdono, si es que el olvido de sus agravios puede hacerles suspen- der la persecución contra mi familia.
Por lo que á mí toca — continuó — , como creo haber
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obrado siempre con rectitud, no solicitaré el perdón de ninguno de mis contrarios, y menos de los mendocinos, á quienes considero los más bárbaros de todos.
Después de esto rogó que se entregaran á su suegra su 'eloj y una manta de valor que llevaba, para que ella transmitiera estas prendas á sus hijos como un recuerdo del desgraciado á quien debían el ser. » El verdugo se aproximó para atarle los brazos. I Al notarsus intenciones, D. José Miguel, indignado, ;se puso de pie y preguntó al oficial que mandaba la eje- icución:
I — ¿Ha visto usted alguna vez que un militar de honor Ise deje amarrar por un facineroso? I Tampoco permitió que le vendaran los ojos. ' Volvió á sentarse con gran calma sobre el banco y co- llocó su mano sobre el pecho. Entonces la voz de ¡fuego! 'se hizo oir, siguióse una descarga y el jefe de los monto- neros expiró en el acto. Dos balas le habían roto la fren- te, y otras dos, atravesándole la mano, le habían penetra- do hasta el corazón.
El coronel Alvarez sucumbió poco más ó menos al mis- mo tiempo.
D. José Miguel Carrera perdió la existencia el 4 de Septiembre de 1821, á los diez años, día por día, de haber comenzado en Chile su vida pública. Aquel era precisa- mente el aniversario del primer movimiento que capitaneó contra el Congreso de 1811. A las doce de la mañana de un día que llevaba la misma fecha se había mostrado en la plaza de Santiago lujosamente vestido, victoreado por el pueblo y por la tropa, animado por la ambición, con- fiado en el porvenir, lleno de esperanzas. ¿Quién le ha- bría dicho entonces que diez años más tarde había de perecer casi á la misma hora en un cadalso?
El verdugo cortó al cadáver de Carrera la cabeza y el brazo derecho, miembros que fueron clavados y expues- tos á la contemplación de todos en lo alto de la casa que ocupaba el Ayuntamiento.
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Alg-ún tiempo después fueron separados de aquel sitio y enterrados en la misma tumba que guardaba los demás restos.'
XIX
Por aquellos días un cura de San Luis, que había cono- cido á D. José Miguel, pero que era su enemigo, hizo una apreciación notable de las sobresalientes prendas con que le había dotado la Naturaleza, en una carta escrita para noticiar á otra persona la triste suerte que aquél había co- rrido. Voy á copiar algunas de las palabras de ese adver- sario, que por su origen mismo dicen en elogio de Ca- rrera más que el panegírico de un amigo.
"Aunque la muerte de Carrera — escribía el dicho cura — es una felicidad y su vida una calamidad para la Patria, no he podido dejarle de sentir, porque mi razón y mi co- razón tienen que luchar conmigo mismo, cuando recuerdo las aptitudes de este grande hombre, á quien traté algo de cerca.
,;Su personaje físico era el más interesante; sus ojos ex- primían todas las pasiones de su alma; sus modales eran los más arreglados y finos; su lenguaje ganaba todos los espíritus y corazones. El error y la mentira tenían en su boca todo el aspecto de la verdad y la sinceridad. No había en él la menor pedantería; sus conversaciones, las más criminales, tenían toda la decencia de la virtud; sus vicios ya no parecían feos desde que él comenzaba á hacer su apología. En una palabra, amigo mío: Carrera ha sido un hombre tan grande por sus talentos cual lo habían menester las necesidades de la Patria; ella no producirá en mucho tiempo un genio tan capaz como el suyo de hacer la felicidad ó la desgracia pública. Creo firmemente que la Providencia se ha apiadado de nosotros, cuando le hizo perecer."
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XX
Habiendo dado á conocer los hechos que produjeron bl suplicio de Carrera y las circunstancias que lo acompa- áaron, sólo me resta hablar del destino que tuvieron sus demás camaradas.
He dicho más arriba que D. José Albino Gutiérrez había desatendido las súplicas de muchos vecinos nota- bles de Mendoza, que le pedían gracia en favor de Bena- »rente. Tan dura repulsa no desanimó á los amigos de éste, los cuales determinaron tocar otros arbitrios para conse- g^uir su objeto. Efectivamente: hicieron que volviera á di- rigir en persona á Gutiérrez igual petición la mujer de don |uan José, en unión de muchas señoras principales vesti- das todas de luto. Esta vez el augusto vencedor se dejó enternecer y concedió á las esposas é hijas lo que había negado á los maridos y padres. Merced á ese irresistible influjo, Benavente fué salvado.
Casi todos los demás oficiales de la montonera fueron remitidos á Chile, y de aquí al Perú, á disposición de San Martín.
CAPÍTULO XIV
Reorganización de las bandas de Benavides en la frontera. — Venta- jas que este caudillo obtiene sobre los patriotas. — Acción de Tal- cahuano. — Acción de la Alameda de Concepción. — Tercera insu- rrección de Benavides. — Acción de las vegas de Saldías. — Solici- tud de Benavides para entregarse al Gobierno. — Su tentativa para fugarse al Perú. — Su prisión en la costa de Topocalma. — Su eje- cución.
Casi simultáneamente con la insurrección trasandina de Carrera que acabo de referir, inquietaban al Gobierno de Santiago los progreso del caudillo realista Benavides en el Sur de la República. La derrota de Curalí no había agotado sus recursos, como lo habían esperado los patrio- tas. Después de una batalla que se había creído decisiva en la contienda, aquel jefe de bandidos se había levanta- do más amenazante, más formidable.
En el fondo de la Araucania había encontrado nuevos elementos de resistencia; y con indios y dispersos había organizado nuevas bandas para renovar las hostilidades.
Los gobernadores realistas de Valdivia y de Chiloé le habían enviado auxilios de armas y de gente.
El virrey del Perú se los había también remitido; le ha-
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bía agraciado con los despachos de coronel, y le había hecho entregar un cierto número de diplomas en blanco para que premiase á aquellos de sus subalternos que en su concepto lo mereciesen.
Este potentado, que veía con susto los preparativos que se hacían en Chile para invadir sus dominios, no hallaba otro arbitrio de estorbarlos, que atizar la guerra en nues- tro suelo y fomentar la insurrección de Benavides.
Sus cálculos le salieron erróneos; el director O'Hig- gins llevó adelante, como se ha visto, la expedición liber- tadora, no obstante las correrías cada vez más alarmantes de los españoles en el Sur del territorio; pero fué aquel un arriesgón atrevido en que casi se jugó la estabilidad de la República. Con el levantamiento de aquel ejército y escuadra, el Estado quedó agotado; el Erario se hallaba vacío; las tropas que restaban para guarnecer el país esta- ban aniquiladas.
Freiré no tenía en el Sur sino el esqueleto de una di- visión. Los rigores de una campaña tan cruda como era la que se hacía en la frontera habían diezmado sus bata- llones y puesto fuera de servicio á un gran número de sus soldados. No encontraba en aquellas comarcas devasta- das por una larga guerra los recursos que necesitaba para reorganizarse. Tampoco conseguía que le vinieran de Santiago, por más que lo solicitaba con instancia.
No era tal la situación de Benavides. Por las causas que he explicado más arriba, éste se hallaba boyante. Te- nía reunido un ejército de dos mil hombres bien arma- dos, y contaba con embarcaciones que pirateaban en las costas vecinas. Así, un jefe de bandoleros estaba mejor equipado que el general de las fuerzas chilenas.
Benavides reconoció las ventajas de su posición y le- vantó el blanco de sus pretensiones. Ya no se contentó con hacer escaramuzas por las regiones fronterizas, sino que pensó en dar batallas. En su campamento no se ha- blaba sino de la toma de Santiago. Benavides mismo es- cribía al virrey que le mandase cortar la cabeza si no se
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apoderaba de la primera ciudad del país. Aquellos mon- toneros, vista la debilidad del enemigo que tenían al frente, se juzgaban bastante fuertes para abrirse camino hasta la capital de la República.
II
En Septiembre de 1820 el resultado de las operacio- nes de Benavides comenzó á inspirar serios cuidí Jos á los patriotas. En pocos días las tropas realistas ganaron tres victorias, y casi se posesionaron de todo el Sur.
El 20 de ese mes, D. Juan Manuel Pico, segundo de Benavides, á la cabeza de mil quinientos hombres, derro- ta completamente en Yumbel un escuadrón de cazadores mandados por el teniente coronel Viel. La buena fortuna de este úttimo y la ligereza de su caballo le salvan de caer en manos del vencedor, que daba la muerte á todo oficial prisionero.
A los tres días el mismo Pico encuentra en el Pangal al coronel D, Carlos M. O'Carrol; destroza su división; uno de los indios que siguen la montonera enlaza á este desdichado jefe mientras procura escaparse, y Pico le manda fusilar.
Tres días después, Benavides, que se ha reunido con el cuerpo de su teniente, obliga en TarpeJIanca al mariscal D. Andrés Alcázar á que se rinda, prometiéndole que respetará su vida y la de sus oficiales; y en seguida, con desprecio de lo pactado, ordena asesinar sin misericordia al jefe y todos sus subalternos.
Después de estos descalabros. Freiré desconfía de po- der resistir en Concepción, y se retira con escasas tropas á Talcahuano.
20
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El 2 de Octubre de 1820 Benavides entra á la capital de la provincia, se establece en ella y encierra al inten- dente en el recinto del puerto.
Freiré envia á pedir socorro con toda premura al director.
La noticia de ios sucesos del Sur inquieta á los santia- guinos. Nadie niega ya, en vista de lo que ha pasado, la posibilidad de que ese desertor que se ha levantado del banquillo para irse á insurreccionar se aproxime con sus hordas hasta la ciudad donde el Gobierno central ha fijado su asiento.
El director es el primero en reconocer la justicia de estos temores. Para conjurar ese riesgo inminente da al coronel D. Joaquín Prieto la comisión de trasladarse en el acto á los partidos que riega el Itata, á fin de que reuniendo allí todas las milicias que pueda, contenga con ellas á Benavides, caso de que intente venirse sobre San- tiago.
Junto con dictar esta providencia remite por mar á Tal- cahuano un corto auxilio de tropas.
Freiré resuelve entonces morir en el campo combatien- do, y por las balas, antes que dentro de una ciudad y por el hambre.
El 25 de Noviembre saca de la plaza sus batallones y carga á Benavides, que le sitia. La certidumbre de que no tienen otra alternativa que la victoria ó la muerte, hace á sus soldados irresistibles. Los realistas son rechazados, y tienen que replegarse á Concepción.
Una copiosa lluvia impide á los patriotas completar inmediatamente su triunfo, persiguiéndolos hasta allá; pero á los dos días, el 27 del mismo mes, avanzaban hasta la alameda de Concepción, donde Benavides ha concen- trado sus fuerzas. Aquí unos y otros renuevan la pelea, y los de Chile obtienen una segunda victoria más decisiva que la de Talcahuano. El valiente Freiré, á fuerza de coraje, vuelve á las armas de la República el lustre que [íxs anteriores derrotas les habían quitado.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 307
Esta acción, como la de Curalí, parecía terminar la gfuerra. ,-
Benavides fugó únicamente con veinticinco jinetes, lle- vándose consigo todas las prendas de valor que poseía [jienos una que apreciaba más que la vida: su mujer, Te- resa Ferrer. Esta cayó en poder del vencedor y quedó prisionera en Concepción.
Benavides no estaba tranquilo mientras no la tenía á sU lado. Su separación era para él el mayor de los males, Apenas estuvo en salvo, el recuerdo de su esposa no le dejó un momento de quietud. Teresa Ferrer era realmente para Benavides la mitad de su persona. A trueque dé recuperarla determinó arriesgarlo todo, aun la libertad, aun la existencia. Sin que le contuviera el temor de ser aprehendido, regresó de incógnito á Concepción para arrebatar á su querida Teresa, y tuvo la dicha de lograrlo sin que nadie le descubriese.
III
Luego que hubo puesto á cubierto de todo peligro el objeto de su amor, sólo pensó en vengar su derrota. Pico recibió orden de asolar la frontera. Nueve pueblos fueron incendiados. Todos los fundos y chacras vecinas sufrieron igual suerte. Parecía que aquellos bárbaros querían con- vertir la comarca en un desierto para dejar un eterno re- cuerdo de su pasaje.
Benavides estaba entretanto casi enteramente destruí- do; para todos, y quizás para él mismo, su ruina era in- evitable.
En esta apurada situación la maldita captura de dos buques que cayeron en sus manos, el uno cargado de ar- mas, vino á proporcionarle recursos para rehacerse. Mien- tras que él mismo reclutaba gente en la Araucania, envió una de las naves apresadas á Chiloé, en demanda de auxi-
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lios. Con los que le vinieron de la isla y los que él se procuró en el Continente, pudo formar en la primavera de 1821 un ejército de 3.000 hombres, el más numeroso y el más brillante de cuantos había acaudillado.
Estaba visto: Benavides se levantaba más terrible tras de cada derrota. Después de Curalí se había convertido de montonero en general de tropas regladas, y después de la derrota de Concepción se hallaba á la cabeza de una división tan respetable como nunca la había tenido.
El pensamiento que dominaba á todos los oficiales de aquel ejército, desde el jefe hasta el último, era la toma de Santiago. Las poblaciones del Sur habían sido saquea- das demasiadas veces y estaban en extremo empobrecidas para que su ocupación halagara á los realistas. La opulen- ta capital de la República era la única presa digna de su codicia.
Benavides estaba disgustado consigo mismo por haber- se entretenido el año anterior sitiando á Freiré en Talca- huano, en vez de haber marchado directamente sobre Santiago. En esta ocasión estaba resuelto á corregir ese error. Se encontraba decidido á caminar adelante, sin fijarse en lo que dejaba atrás. ¿Qué mella pedían hacer al futuro señor de Santiago las reliquias esparcidas que quedasen á su espalda?
En el mes de Septiembre de 1821 atravesó con los suyos el Biobio para comenzar á poner en ejecución el plan que había concebido. Marchó derecho sobre Chillan.
El intendente de la provincia en aquellas circunstancias se hallaba en Santiago; pero D. Joaquín Prieto guarnecía á Chillan con la división que, por orden del director, iiabía en 1820 organizado en las regiones del Itata. Se recordará que este jefe tenía por instrucciones impedir á los realistas el pasaje para Santiago. Prieto no las había olvidado, y las cumplió al pie de la letra. Efectivamente: el 9 de Octubre salió al encuentro del enemigo y le de- rrotó completamente en el sitio denominado vegas de Saldías
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 309
Este descalabro detuvo á los conquistadores de San- tiago muy lejos del término de su viaje.
Benavides y los que escaparon de la muerte ó de la prisión volvieron caras y corrieron á refugiarse en sus ma- drigueras de la Araucania. El capitán D. Manuel Bulnes, con un Cuerpo de tropas, les siguió las huellas y conti» nuó hostigándoles hasta sus últimas guaridas.
IV
Esta vez sí que la fortuna parecía haber abandonada para siempre á los montoneros realistas. El enemigo que los perseguía sin descanso no sólo era Bulnes, sino tam- bién !a discordia.
Benavides tenía entre sus oficiales algunos peninsula- res. Estos habían experimentado siempre cierta repug- nancia en reconocer por caudillo á un criollo. El presti- gio y los triunfos de Benavides los habían, sin embargo, forzado á la obediencia. Pero su sumisión cesó junto con la prosperidad. La desgracia trajo, en vez de la unión que |es era necesaria para defenderse, las rencillas y las com- petencias. Algunos de sus tenientes españoles echaron en rostro á Benavides como una traición el desastre de las vegas de Saldías, amotinaron sus bandas contra él y co- menzaron á obrar con entera independencia.
El proceder de sus subalternos exasperó á Benavides y le puso fuera de sí. ¡Qué! ¿Había servido con tanto tesóa á la metrópoli para recibir semejante pago, para obtener por único premio la ingratitud?
La rabia y el deseo de venganza le transformaron de súbito en insurgente acalorado. Si de él hubiera depen- dido, en aquel momento hubiera hecho la guerra á Espa- ña coi'i' tanto jencarnizamiento como había| desplegado contra los revolucionarios.
Su pofeición era crítica; se veía perseguido por los des-
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tacamentos de Bulnes y acosado por sus propios secua- ces. En tal trance, dirigió á Prieto una carta y un oficia para proponerle á un mismo tiempo en ambos escritos una de dos cosas: ó bien que la República admitiera sus servicios, que le serían muy provechosos para aquietar la Aráucania, ó que se le permitiera retirarse tranquilamen- te con su familia y algunos amigos al punto que le aco- modara. Al proponer este avenimiento protestaba de su buena fe y fundaba su resolución en la conducta díscola y desleal de sus subalternos españoles, y en el disgusto que le ocasionaba el que Fernando Vil hubiera jurado una Constitución. Benavides asentaba que se sentía dis- puesto á sostener á un soberano absoluto, pero no á uno constitucional. Es casi seguro que él no entendía el sig- nificado de tales palabras; pero repetía probablemente lo que había oído á alguno de los frailes con quienes culti- vaba relaciones.
El coronel Prieto dio parte al Gobierno de la solicitud de Benavides para que determinara lo conveniente.
Con fecha 20 de Septiembre, el director ordenó que se le admitiera la primera de sus ofertas. Creía que la in- fluencia de un hombre como aquél ahorraría mucha pla- ta y mucha sangre en la pacificación de las comarcas del Sur.
Pero no hubo medio de notificarle que su propuesta había sido aceptada y que estaba perdonado. Benavides se había ocultado y eran muy pocos los que sabían su pa- radero. Esta circunstancia le impidió acogerse á ia gracia que se le concedía, y le perdió.
Deseoso entretanto Benavides de salir de tan falsa po- sición, trató de abandonar el país y de irse al Perú.
Había buscado en Pilmaiquén, á orillas del río Lebu,
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 311
un asilo contra la saña de los suyos y las persecuciones de los patriotas.
Un día del mes de Enero de 1822 hizo venir á su pre- sencia al g-enovés Mateo Maineri, marino de la escuadra nacional, al cual había hecho prisionero y obligado, se- gún su costumbre, á tomar servicio entre los suyos, y se- ñalándole una pequeña chalupa que tenía varada en la ri- bera del Lebu, le preguntó qué se necesitaría para llegar en aquella embarcación hasta el Perú.
Benavides sabía que el viaje era posible, aunque arries- gado. En otra ocasión, su segundo Pico había emprendi- do por su orden uno semejante en un esquife casi tan dé- bil como aquel, para ir á solicitar socorros del virrey.
Maineri contempló la chalupa con ojo inteligente y re- plicó á su interlocutor que haciéndole ciertas compostu- ras, poniéndole dos boyas y metiendo dentro cuatro hom- bres de mar, él se animaba á conducirla al punto desig- nado.
Benavides mandó al genovés que sin tardanza hiciera al bote las reparaciones necesariéis, y él, por su parte, se encargó de alistar la tripulación.
En la Araucania no abundan los marineros. En su de- fecto, Benavides apalabró para que supliesen por ellos á un alférez y tres soldados.
Arreglados estos preparativos, el 21 de Enero se em- barcaron en la chalupa los cuatro marineros improvisa- dos, Maineri, que hacía de piloto; Benavides; su mujer, Teresa Ferrer; su secretario, D. Nicolás Artigas, y un niño. Los hombres iban armados como si fueran á un combate. '
El secretario Artigas había estado vacilando sobre^si se comprometería ó no en aquella excursión aventurada; pero Maineri le había sacado de dudas prometiéndole que Valparaíso, y no el Perú, sería el término del viaje. Los dos se habían convenido en entregar á las autorida- des chilenas la persona de Benavides para comprar á tal precio la libertad y la vida. Así, en aquella pequeña bar-
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ca, donde no iban sino ocho personas y un niño, se tra- maba una traición, y los mismos que por fieles había es- cogido Benavides para compañeros de su infortunio, se ocupaban en maquinar la perdición de su jefe, mientras sus cuerpos se tocaban con el de éste en tan estrecho es- pacio.
La navegación duró diez díéis. Fué este un tiempo sufi- ciente para que las sospechas y las recriminaciones ene- mistaran al equipaje de la chalupa.
Notó Benavides que de noche desandaban en gran par- te lo que de día habían recorrido. Esta observación le hizo cavilar, y la suspicacia que le era característica se alarmó con ella. Reconvino á Maineri, pero éste le dio respuestas satisfactorias. Benavides aparentó calmarse; mas en su interior quedó siempre convencido de que le traicionaban, y tomó la resolución de volver á su proyec- to primitivo de tratar con el Gobierno.
VI
Entretanto se concluyó la provisión "de agua. No po- dían continuar sin abastecerse de un artículo que es in- dispensable para vivir.
Estaban precisamente á la vista de las costas de Topo- calma. Nada más sencillo que desembarcar y hacer agua- da; pero la prudencia aconsejaba explorar el terreno an- tes de intentarlo.
Benavides ordenó á uno de los soldados que formara con dos odres vacíos una especie de balsa y se dirigiera sobre ellos á la playa. Si alguien le preguntaba quién era y qué gente ocupaba la chalupa de donde salía, debía responder que pertenecía á un comerciante inglés de vi- nos y de chorros, y que él iba por agua, la cual faltaba á sus compañeros de viaje.
LA DICTADURA DE o'HIGGINS 313
El soldado prometió cumplir con sus instrucciones y partió para su destino en la extraña embarcación.
Este hombre, como Maineri y Artigas, tenía sus peca- dos que hacerse perdonar. Pocos de los que habían ser- vido bajo las banderas de Benavides eran inocentes. Bus- có, pues, cómo merecer su absolución, y en vez de refe- rir la fábula del comerciante inglés que se le había aco- modado para el caso de una interrogación, fué de motu proprio, y sin que nadie le preguntara nada, á relatar cuanto sabía á tres hacendados de aquella vecindad.
Estos, en el acto tomaron sus medidas para prender al famoso montonero de la frontera, é hicieron que el men- sajero regresara á la chalupa, á^ fin de que asegurase á Benavides que no corría ningún riesgo en desembarcar.
Animado por este aviso, tomó Vicente tierra, con sus demás compañeros, el 2 de Febrero de 1822. Estaba desa- sosegado; tenía como un presentimiento de lo que iba á sucederle. La primera persona que encontró en la playa fué un pescador. Benavides se le acercó y le suplicó que corriese á casa del juez más vecino para pedir un mozo y cabalgaduras que condujesen inmediatamente hasta San- tiago á un coronel de la patria que traía consigo. Este co- ronel, según él, era portador de pliegos muy interesantes para el Gobierno, relativos á los asuntos de Concepción.
Mientras el pescador desempeñaba su comisión llega- ron los tres hacendados de que he hablado.
Benavides les repitió el mismo pedido. Le replicaron que hasta dentro de algunas horas no podrían satisfacer sus deseos.
Tras de los tres hacendados fueron acercándose suce- sivamente los hombres que tenían preparados para el arresto. De repente, los fugitivos se encontraron rodea- dos por un número muy superior, y Benavides conoció que estaba perdido. No le quedaba ^más recurso que la resignación. Toda resistencia habría sido insensata.
Un poco de apresuramiento en su fuga, una casualidad, una nada le había impedido aprovecharse del perdón de
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director, y terminar quizás sin más inquietud que sus re- mordimientos el resto de su vida. Pero había sucedido de otro modo, y la hora del castigo había sonado para él.
El 23 de Febrero era sacado de la cárcel de Santiago y arrastrado en un serón para ser ahorcado en la plaza prin- cipal. Después de la ejecución se le cortaron los miem- bros para que se clavasen en los parajes del Sur que ha- bían sido teatro de sus principales crímenes. El tronco fué reducido á cenizas en el llano de Portales, hoy barrio de Yungay.
Después de estas precauciones todos quedaron bien ciertos de que el terrible Benavides no resucitaría, como en 1818.
CAPITULO XV
Exigencia general para que se organice legalmente la República. — Rivalidad de los ministros Zenteno y Rodríguez. — Trabajos del segundo en el Ministerio. — Impopularidad que se había atraído. — Arresto de Blanco Encalada. — Triunfo de Rodríguez sobre Zenteno. — Desavenencia entre el general Freiré y el ministro Rodríguez. — Venida de Freiré á Santiago.
I!
La toma de Lima por el ejército libertador á las órde- nes del general San Martín, en los primeros días de Julio de 1821, había abierto con un brillante triunfo la campa- ña del Perú, y reducido los realistas á un sistema pura- mente defensivo en su último atrincheramiento.
La ejecución en Mendoza de D. José Miguel Carrera, el 4 de Septiembre de 1821, había aniquilado la facción que acaudillaba, y puesto fin á los temores de una guerra civil.
El suplicio de Vicente Benavides, el 21 de Febrero de 1822, había, si no extirpado las montoneras del Sur, á lo menos quitádoles todo su carácter amenazante.
La independencia del país podía ya darse por cosa ase- gurada. El archipiélago de Chiloé era el único punto de nuestro territorio donde se sostenían todavía los partida- rios de la España, defendidos por las tempestades austra- les, y los escollos de una mar alborotada. Los habitantes
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de Chile no divisaban, como antes, el humo del campa- mento enemigo desde sus principales ciudades, y el cañón no resonaba sino muy lejos, al otro lado del mar.
La victoria y la paz llevaban naturalmente los espíritus al examen de la política. Las peripecias de una lucha cuyos resultados eran dudosos, no distraían, como poco había, su atención de los negocios públicos.
¿Qué se aguardaba para organizar el país? ¿Se preten- día acaso que una dictadura militar fuese su constitución permanente? Estas preguntas y otras análogas eran las que con enojo se dirigían, no solo los ciudadanos de alta categoría, sino también la mayor parte de la gente que pensaba.
La tardanza del Gobierno en corresponder á aquellos votos suscitaba críticas y murmullos. La exigencia por la reunión de un Congreso era un clamor general. ¿Qué mo- tivos con visos de razonables podían alegar el director y sus consejeros para aplazar su convocatoria?
n
Había contribuido no poco á fomentar la indicada ext citación en la opinión la ninguna unidad que reinaba en el Ministerio mismo de O'Higgins. Formaban parte de aquel Gabinete dos miembros que, en lugar de apoyarse, se miraban de mal ojo, y eran, puede decirse, los jefes de otras tantas facciones. Sus rencillas transcendían del inte- rior del palacio á la calle, atizaban el descontento, y da- ban pábulo y materia á las conversaciones sobre nego- cios de Estado.
Esos dos émulos eran D. José Ignacio Zenteno, el mi- nistro de la Guerra, y D. José Antonio Rodríguez, el mi- nistro de Hacienda.
El primero había sido el compañero de O'Higgins du-
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rante todo su gobierno, su confidente y su amigo, el hom- bre de todas las simpatías y de toda la confianza del ge- neral San Martín, el administrador laborioso y enérgico que con escasísimos elementos había mantenido un ejér- cito y organizado una escuadra. Estas calidades y estos méritos le habían dado una gran preponderancia en el Gabinete y sobre el ánimo del director. Pero desde la en- trada de Rodríguez su influencia había comenzado á de- bilitarse. En breve no fué un secreto para nadie que Zen- teno había dejado de ser el ministro favorito. Un nuevo astro que se levantaba sobre el horizonte eclipsaba el brillo de su estrella. Rodríguez era el que dominaba sobre O'Higgins, y el que mandaba en palacio.
He mencionado en otra página las precauciones que hubo necesidad de tomar para proteger la elevación de este caballero al Ministerio. A los pocos meses, el hom- bre que había subido á ese alto empleo como á hurtadi- llas, bajo la protección del Senado, y con el humilde títu- lo de interino, no encubría sus pretensiones de llegar á ser el ministro omnipotente, el verdadero director bajo el nombre de D. Bernardo.
El 2 de Noviembre de 1820, D. Anselmo de la Cruz había sido separado definitivamente, y Rodríguez le había sucedido en propiedad. Esta determinación indicaba que se creía firme sobre su asiento, y que el antiguo realista desafiaba sin temor las antipatías de los revolucionarios exaltados.
Sin embargo, su posición era en extremo difícil. Aun sin tomar en cuenta los antecedentes políticos de su vida, que tanto le perjudicaban, la naturaleza sola del cargo que ejercía habría asustado á cualquiera.
Rodríguez era ministro de Hacienda en un Estado sin tesoro y sin crédito. Los capitalistas rehusaban prestar al Gobierno las cantidades más módicas, á no ser que les fuesen garantidas por las firmas y los bienes personales de los gobernantes. ¡Tan escuetas se hallaban las cajas del erario, y tan poca confianza inspiraba el porvenir de
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una República recién nacida de entre trastornos y revo- luciones! i
A pesar de esa falta de medios, so pena de perderse/i había que sostener ejércitos y escuadra. "Sin fondos efec- tivos ó sin crédito que los supla — decía Rodríguez en uno de sus documentos públicos — , no hay tropas ni Marina; y sin éstas no hay independencia ni Gobierno."
La proposición era incontrovertible. Había que conté-" ner al enemigo en el interior; había que combatir contra él en el exterior; ni una ni otra cosa podía hacerse sin di- nero. Pero, ¿de dónde sacar fondos? ¿cómo crearse eré-, dito?
El país estaba agotado con tantos años como llevaba de revolución. El pueblo se hallaba cansado de impues- tos, y murmuraba. La sola contribución mensual ascendía á más de cuatrocientos mil pesos anuales, desde el Maule hasta Copiapó. A los empleados de la lista civil se les rebajaba una porción de su sueldo, y la otra porción se les pagaba rnal.
Rodríguez procuró aliviar la condición de los contri- buyentes, y lo consiguió. Suprimió todas las contribucio- nes directas y extraordinarias. Hizo que á los emplea- dos civiles se les satisficiesen íntegra y exactamente to^ dos sus haberes. Trabajó sin descanso y con tesón. Sus conocimientos habían sido forenses. Antes de entrar al Ministerio no sabía nada de Economía política. Así estu* diaba al mismo tiempo que administraba. De noche leía á Say, Destut de Tracy ó Galiani, y de día formulaba las ideas que había bebido en las obras de estos autores y que juzgaba realizables.
Antes de él había habido pocos ministros más laborio- sos. En algunos meses dio una nueva planta á la contadu- ría mayor, á la tesorería, á la aduana de Valparaíso, á la aduana de Santiago, y dictó un gran número de ordenan- zas ó reglamentos fiscales.
Parece que esta actividad y este género de disposicio- nes deberían haber granjeado á Rodríguez una gran po-
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 319
pularidad, y, sin embargo, era todo lo contrario. Su pre- sencia en el Gabinete, lejos de proporcionar nuevos ami- bos á la administración de O'Higgins, no hizo más que separarle muchísimos de los antiguos.
Rodríguez era muy poco estimado. Nadie le negaba su distinguida capacidad; pero casi todos atacaban su con- ducta.
La razón de este hecho está en el sistema que había adoptado. Para improvisar recursos sin gravar al pueblo, había recurrido al fatal expediente de dispensar toda es- pecie de consideraciones, á veces ilegítimas é indebidas, á ciertos comerciantes ó capitalistas, que, en cambio, prestaban al Gobierno en los apuros del Erario una par- te de sus caudales. El pueblo veía con disgusto esas ne- gociaciones escandalosas y ese favoritismo inmoral, que permitía á unos cuantos engrosar su bolsillo á costa de la generalidad, por medio de monopolios ó especulaciones reprensibles.
Los adversarios de Rodríguez abultaban todavía más de lo que eran en sí estos abusos, que, ante la justicia, son violaciones de la ley, y, ante la política, torpezas, por- que necesariamente habían de traer el descrédito de los que los toleraban ó fomentaban.
Las hablillas del vulgo iban hasta suponer interesados en esas especulaciones clandestinas al ministro de Ha- cienda y á la hermana misma del director O'Higgins. No es menester desarrollar las consecuencias de esos rumo- res sobre el prestigio del Gobierno. Se perciben con sólo enunciarlos.
III
He dicho que el jefe de la oposición contra Rodríguez era uno de sus mismos colegas, Zenteno. Ambos lucha-
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ban por la supremacía: el uno, por conquistarla; el otro, por conservarla.
Si Rodríguez contaba con el apoyo de O'Higgins, con el cariño de la familia del director, Zenteno contaba con sus largos servicios, con el sostén de la opinión. Los con- tendores tenían poco más ó menos fuerzas iguales. La lu- cha era dudosa en su resultado.
Un motivo de desavenencia, casi personal, para el mi- nistro de la Guerra, vino á enconar la rivalidad.
D. Manuel Blanco Encalada tenía ciertas relaciones de parentesco con la esposa de Zenteno, y era además su amigo, su camarada de campamento, uno de esos ma- rinos que la necesidad había improvisado bajo la di- rección del ministro, y cuyos despaches habían sido confirmados por la victoria. El apresador de la María Isabel gozaba, como era justo, de gran consideración pú- blica, y desempeñaba por aquella época el cargo impor- tante de jefe interino del Estado Mayor general y coman- ; dante de armas de la capital.
Militar y emparentado con Zenteno, seguía la facción de su compañero de armas, y murmuraba contra Rodrí-, guez. Este, que lo sabía, atisbaba una ocasión para pa- garle la deuda.
Blanco había promovido con aprobación suprema una sociedad de personas respetables, que se congregaba en, su propia casa, á fin de discutir sobre asuntos de benefi-i cencía y otros de utilidad general. Ni el Gobierno ni los^ mismos socios miraban la institución con el interés que ha- ; bría deseado el entusiasmo de su fundador. Esto dio mar-, gen para que una noche del mes de Junio de 1821, en la cual se reunieron los miembros suficientes para formar sesión, Blanco se quejara de la apatía que observaba, tanto en los gobernantes como en los ciudadanos, y dije- j ra, en medio del calor de su razonamiento, que más que- ría vivir en Turquía que en Chile, ó cosa parecida.
En el acto hubo quien denunciara la expresión; y, lo que es más abominable, el Gobierno ordenó al siguiente :i
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lía que se arrestara el comandante de armas y que se le ormara causa. Hay hechos que pintan una época, y uno le ellos es la anécdota que acabo de referir.
Zenteno, como era natural, se declaró el protector de- sdido de su amigo; y Rodríguez, su perseguidor descu- )¡erto. La cuestión dio origen á que se agriara todavía nás la enemistad de ambos ministros. Sus celos necesita- )an únicamente de pretextos para atacarse, y el arresto le Blanco vino á proporcionarles uno excelente.
El resultado fué que el acusado salió absuelto; pero re- ;ibiendo orden de ir á continuar sus servicios, no en la lomandancia de armas, sino en la marina.
IV
Aunque la solución que se dio al negocio de Blanco pa- ece una especie de transacción entre los dos bandos mi- listeriales, lo cierto es que Zenteno y Rodríguez estaban 'a tan exasperados con sus competencias, que era abso- utamente imposible que continuasen en el mismo Gabi- lete. El uno ó el otro debían salir por precisión.
Por un momento pudo creerse que el antiguo favorito riunfaba sobre el nuevo.
En el mes de Septiembre de 1821, el director dio á Rodríguez los despachos de enviado extraordinario cerca leí Gobierno del Perú, con retención de su ministerio iiSto se asemejaba mucho á una separación honorífica, >ero efectiva.
Se nombró para que le subrogase interinamente en el aabinete, á D. Agustín Vial, viejo patriota, y uno de los ombres de su tiempo que más conocimientos poseían en laterías económicas. Este señor se puso á trabajar con ido empeño, tal vez en el concepto de que su adminis- ación sería un poco más larga de lo que fué. Mas ape- as había comenzado á realizar las reformas que tenía
21
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proyectadas en la Hacienda pública, cuando una nueva é inesperada crisis ministerial vino á advertirle que su per- manencia en el Gabinete sería menos durable de lo que quizás había pensado.
Rodríguez, aunque con diploma de enviado extraordi- nario cerca del Gobierno peruano, no se había movido de Santiago. Seguramente continuó desde su casa la lu- cha que en el Ministerio había sostenido contra Zenteno, pues el 8 de Octubre obtuvo éste título de gobernador interino de Valparaíso, aunque también con retención del empleo que estaba ejerciendo.
Como se ve, las dos salidas tuvieron mucho de pareci- do; pero hubo entre ellas la diferencia muy esencial de que Zenteno no volvió nunca á tomar la cartera de la Guerra, mientras que Rodríguez, á los dos meses de esa fecha, volvió á ocupar su asiento en el Gabinete.
Zenteno no tuvo sucesor. Los dos ramos de su minis- terio, es decir, la Guerra y la Marina, se encomendaron ac- cidentalmente, el primero al ministro de Hacienda, y el segundo al de Estado.
Con este arreglo, el triunfo de Rodríguez era comple- to. Puede decirse que quedaba de ministro universal, pues el carácter suave de Echeverría no podía oponerle ninguna resistencia. Era este último uno de esos indivi- duos que cargan con la responsabilidad de providencias en las cuales poca ó ninguna parte tienen. La debilidad de su colega aseguraba la omnipotencia á Rodríguez.
V
Sin embargo, la prosperidad del primer ministro no es- taba sin nubes. Restábale un adversario más temible, más poderoso que Zenteno. Ese era D. Ramón Freiré, el in- tendente de Concepción, que tenía un ejército bajo su
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mano, y la fama militar más respetada después de la de O'Higgíns.
Freiré no simpatizaba con Rodríguez, ni Rodríg-uez con Freiré. Este último culpaba al primero de la penuria en que se encontraban los soldados de su mando. Era opi- nión generalmente esparcida que el ministro miraba con desconfianza á la división del Sur y á su general, y que eso motivaba la parsimonia con que se remitían los recur- sos para aquella tropa.
En efecto: aquellos soldados, sobre no recibir corrien- temente el pago de sus sueldos, ni aun tenían muchas ve- ces cómo alimentarse. Esta escasez de elementos redo- blaba para ellos los rigores de una campaña que por sí sola era bastante cruda.
Freiré participaba de las prevenciones de sus subalter- nos contra Rodríguez. Cansado de pedir por escrito re- medio á las necesidades de su ejército, y de que se res- pondiese á todas sus reclamaciones con los apuros del Erario, tomó en la primavera de 1821 la resolución de trasladarse en persona á la capital, con el objeto de agen- ciar por sí mismo el ajuste de su división, y la provisión de los auxilios que le eran precisos para la guerra.
Esta visita del joven general á Santiago fué una verda- dera ovación. Todos los círculos, todos los bandos com - pitieron á porfía por ganarse su voluntad. Se conocía que hasta los políticos de vista menos penetrante divisaban en Freiré, si no por un cálculo previsor, á lo menos por instinto, el militar de cuya espada pendían los destinos del país.
El director le recibió con los brazos abiertos y le aca- rició como á un hijo ausente largo tiempo del hogar pa- terno. Hizo grandes, pero inútiles, esfuerzos para desbara- tar sus quejas contra el ministro favorito, y procuró, aun- que en vano, operar entre ellos una reconciliación since- ra. Uno y otro se acomodaron un rostro placentero; mas 'Rodríguez conservó sus sospechas y Freiré sus resenti- mientos.
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Por SU parte, los miembros más condecorados de la oposición rodearon al general recién llegado, y pusieron en juego toda especie de seducciones, aun las del amor, para inclinarle á sus ¡deas. Le expusieron minuciosamen- te todas las acusaciones que habían acumulado contra la conducta de Rodríguez, pintándole su administración con colores sombríos y recargados.
Para añadir á los motivos patrióticos otros más egoís- tas, le soplaron al oído con destreza, que Prieto, el jefe de la división acantonada en Chillan, era el reemplazante que le destinaba el ministro, y le citaron en prueba de la verdad de tal presunción el esmero con que el Gobierno cuidaba del equipo y engrandecimiento de aquel cuerpo de tropas. Según ellos, la intención de Rodríguez era ma- nifiesta. Quería combatir la influencia de Freiré por la de Prieto, y oponer el ejército de Chillan al de Concepción. De ahí venía que favoreciese al uno^ y tratase de debili- tar al otro.
Freiré los escuchaba y se envolvía en esa circunspec- ción recelosa que por lo común adquieren los militares en el campamento y bajo el imperio de la ordenanza. Ha- blaba poco, oía á todo el mundo, no manifestaba á nadie su opinión, concurría á las tertulias de los descontentos y visitaba á ios amigos del director.
Sin embargo, á pesar de esa frialdad aparente, los ra- ciocinios de los primeros le habían convencido; muchas de sus acriminaciones le parecían verdaderas; algunas de sus palabras le habían herido en el alma; los procedi- mientos de ciertos gobernantes repugnaban á la honra- dez de este jefe, que antes y después de esa época dio siempre laudables muestras de la mayor delicadeza en su conducta pública; estimaba en su interior justas las pre- tensiones del pueblo que reclamaba más libertad, más garantías; veía que, tanto en Santiago como en Concep- ción, la generalidad estaba pronunciada contra el Gobier- no de O'HiggÍHS, y que sólo se necesitaba una chispa para que estallase una explosión que nada podría conté-
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ner. Es muy probable que la idea de encabezar esa insu- rrección naciese en la cabeza de Freiré, durante su man- sión en la capital; pero en lo que no cabe la menor duda es en que fué entonces cuando comenzaron á entibiarse sus relaciones con D. Bernardo.
Era éste en extremo celoso del afecto de sus subalter- nos y amigos, y muy suspicaz. El proceder un si es no es ambiguo que observaba Freiré, sin duda también las insi- nuaciones que no dejaría de hacerle Rodríguez, le hicie- ron entrar en sospechas. El ardor de su amistad para con el joven general se enfrió notablemente. Dejó de tratarle con aquella franqueza y cariño que en otro tiempo.
Freiré lo observó y acabó de resentirse con semejante variación.
Aunque los dos se guardaban mutuamente todas las apariencias de la cortesía, no eran ya amigos como antes.
El director principió á instar á Freiré que regresase á su provincia, donde la tercera aparición de Benavides hacía necesaria su presencia. Freiré replicó que si no se le daban los recursos que había venido á buscar, no se volvía.
O'Higgins tornó á apresurarle para que partiese; y ha- biendo recibido una contestación semejante á la anterior, terminó la conferencia diciéndole: «Pues bien, general, si usted no quiere volverse, no faltará á quien encomen- dar el mando de la provincia de Concepción.»
Esta frase importaba un rompimiento, si no próximo, re- moto. Hay palabras que no deben pronunciarse nunca en- tre personas que desean permanecer unidas, porque, una vez dichas, toda reconciliación bien sincera es imposible.
Había sucedido lo que era de esperarse. Los miembros del Gobierno habían comenzado por sospechar de un jefe, tal vez antes de tiempo, y habían concluido por con- vertirle en verdadero enemigo.
Entretanto llegó á Santiago la noticia de la victoria ob- tenida por Prieto en las vegas de Saldías. Este suceso hizo variar á Freiré de resolución respecto á su partida.
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La prudencia le aconsejaba regresar al Sur cuanto antes para impedir que un rival menoscabase en aquella comar- ca su influencia. Así manifestó tanto empeño por volverse, como desgano anteriormente.
A la despedida, O'Hig-gins pareció restituirle su anti- gua confianza, y los dos se separaron con todas las seña- les de una mutua benevolencia. Era, sin embargo, aquella la última vez que debían estrecharse la mano sin un re- sentimiento personal en el alma.
CAPITULO XVI
Convocatoria de una Convención preparatoria. — Escándalo en las elecciones. — Apertura de las sesiones. — Renuncia y reelección de O'Higgins. — Contradicción entre la convocatoria y el mensaje pre- sentado á la Convención por el director. — Descontento ocasionado or la elección de D. Agustín Aldea para diputado suplente por los Angeles. — Amnistía. — Reposición del obispo Rodríguez en el gobierno de la diócesis. — Discusión promovida por D. Francisco de Paula Caldera sobre la extensión de los poderes de la Convención preparatoria. — Mensaje del Ejecutivo para que la Convención pre- paratoria redacte una Constitución.— Oposición de D. Fernando Errázuriz y de D. José Miguel Irarrázaval. — Análisis de la Constitu- ción de 1822.
Mientras estaba ocurriendo lo que acabo de referir en el capítulo anterior, un suceso de gran bulto ocupó ex- clusivamente la atención del público. El director, no pu- diendo resistir por más tiempo á las exigencias de la opi- nión, había resuelto convocar un Congreso que diese una constitución definitiva á la República.
El acontecimiento no podía ser más importante. Chile ba á pasar por uno de sus períodos más críticos, á re- emplazar su organización provisional por otra estable, á intrar en una vida nueva. Había suficiente motivo para liscutir, para agitarse. Hasta entonces, la guerra contra 'a metrópoli había sido el objeto principal de todos los
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esfuerzos, el fin primordial á que se habían sacrificado los demás intereses del Estado. Los españoles habían su- cumbido en los campos de batalla. Había llegado el mo- mento de pensar en la constitución de la colonia, que to- maba su rango entre las naciones del mundo.
La gloria de O'Higgins hubiera sido ayudarla con su influjo á afianzar la libertad civil y política, como con su espada había contribuido á que alcanzase su emancipa- ción de la metrópoli. Una ambición egoísta y mal enten- dida le impidió comprenderlo.
El pueblo estaba cansado del régimen militar y arbi- trario; clamaba por leyes y garantías. Era peligroso, im- posible, diferir por más tiempo el cumplimiento de sus deseos.
O'Higgins se veía forzado á corresponder de algún modo á ese clamor general por la convocatoria de un Congreso: no tenía disculpa para retardarla. Pero obran- do mal de su grada, no trató de satisfacer las exigencias de la opinión, y todo lo que hizo fué burlarla con una farsa.
II
El 7 de Mayo de 1822 promulgó un decreto que orde- naba la reunión de una Convención preparatoria.
No había nada resuelto ni estatuido sobre las muchas y graves cuestiones que ofrecían la organización de un Congreso y la elección de los diputados. El Directorio no podía determinar por sí solo en negocio de tan alta enti- dad. No tenía ninguna Asamblea legislativa á quien con- sultar El antiguo Senado estaba de hecho disuelto por la ausencia ó renuncia de los miembros que lo componían. No quedaba otro arbitrio (y era de todos modos el más razonable) que consultar á la nación por medio de sus representantes sobre las condiciones que debían obser-
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 329^
varse en la congregación del Cuerpo legislativo. El de- creto del 7 de Mayo tenía ese objeto y esos fundamentos.
Cada municipalidad debía elegir á pluralidad absoluta de sufragios un individuo, vecino ú oriundo del respecti- vo partido, para la Convención preparatoria.
Se conferirían á los electores "poderes suficientes, no sólo para entender en la organización de la corte de re- presentantes, sino también para consultar y resolver en orden á las mejoras y providencias cuyas iniciativas les presentase el Gobierno.
Las sesiones de la Convención preparatoria debían du- rar tres meses.
Hasta aquí todo iba bien; los adversarios más injustos de la Administración no habrían encontrado nada que objetarle.
El escándalo principió con las elecciones.
Junto con la convocatoria, se dirigió á cada goberna- dor una esquela firmada por el director, en la cual se de- signaba el candidato que debía ser nombrado por el res- pectivo Cabildo y se ordenaba que hiciese procederá la elección en el momento de recibir la esquela. Al pie de ésta debía apuntar la hora en que le fuese entregada y la hora en que se verifícase la elección. Con estas anotacio- nes debía devolverla sin tardanza á D. Bernardo por un correo extraordinario.
El gobernador de Rere cumplió como los demás con las instrucciones que se le daban; pero tuvo la feliz idea de dejar copia de la esquela. Hela aquí:
Santiago, Mayo 7 de 1822,
"Muy señor mío: Por los documentos que incluyo de ofício verá usted la grande obra que vamos á emprender para hacer feliz nuestra patria. Si la Convención no S3^ compone de hombres decididos por nuestra libertad, des- prendidos de todo partido, sería mejor no haberse movi- do á esta marcha majestuosa. Usted es quien debe coope-
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rar á llenar el voto público, haciendo que la elección re- caiga en el presbítero D. F. Acuña, de quien tengo ente- ra satisfacción; pe.o debe usted advertir que el nombra- miento debe hacerse en el momento que usted reciba ésta; de lo contrario entran las facciones, y todo sería desorden.
„A1 pie de la esquela anotará usted la hora en que la recibe y la del nombramiento, y me la devolverá cerrada aparte con el conductor ó por extraordinario dirigido á mí mismo.
"Espera de usted este servicio, que sabrá distinguir su amigo afectísimo, Bernardo O Hiogins.
"Señor Gregorio Tejeda, gobernador de Rere."
Excusado parece decir que todos los propuestos fueron electos unánimemente.
Habría sido más llano y más digno que el gobernador los hubiera nombrado y hubiera ahorrado á los secreta- rios de Cabildo el trabajo de levantar actas y de escribir oficios.
Este proceder produjo una indignación general. La mayoría estaba disgustada de antemano con el director, mucho más con su ministro. La impudencia del mansjo referido puso el colmo al descontento.
Por desgracia, y para bochorno nuestro, esta manera de hacer elecciones es y ha sido frecuente en las repúbli- cas hispano-americanas. Else abuso que impide la expre- sión de la voluntad nacional, y no las instituciones demo- cráticas que ellas han adoptado, es una de las principales causas de todos sus trastornos. Pero en la ocasión á que aludo, el cinismo fué sin ejemplo, repugnante. No se guardaron siquiera las apariencias, comió ha ocurrido en otras circunstancias análogas.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 331
ÜI
El 23 de Julio, el director O'Hig-gins instaló en Santia- go con gran pompa y solemnidad la Convención pre- paratoria.
Acompañado de todas las corporaciones, y en medio de salvas de artillería, se dirigió de su palacio á la sala de sesiones, á cuya puerta le aguardaban todos los di- putados (1).
Habiéndose sentado bajo el solio pronunció unas cuan- tas palabras alusivas al caso y procedió á tomar el jura- mento á los representantes. A continuación les indicó que procediesen á elegir un presidente y un vicepresidente; y concluido el acto, y habiendo colocado en sus asientos á los nombrados, D. Francisco Ruiz Tagle y D. Casimiro Albano, declaró instalada la Convención preparatoria.
Por último puso en manos del presidente una memoria y pidió á la Asamblea su pronta lectura, anunciándole que iba á esperar al palacio la resolución, "porque quería ser el primero de los ciudadanos en la obediencia".
Aquella memoria no era otra cosa que un mensaje; pero entre los diversos puntos que comprendía venía la renuncia del cargo supremo que estaba ejerciendo La
(1) La Convención preparatoria se componía de los miembros que á continuación se expresan:
Diputados propietarios elegidos por las municipalidades. — D. Ma- nuel Matta, diputado por Copiapó; D. José Antonio Bustamante, por Coquimbo; D. Francisco de Borja Valdés, por Vallenar; D.José Miguel Irarrázaval, por Illapel; D. Manuel Silva, por Petorca; D. José Nicolás de la Cerda, por la Ligua; D. Francisco de Paula Caldera, por San Felipe; D. José Antonio Rosales, por Santa Rosa de los Andes; don Francisco Olmos, por Quillota; fray Celedonio Gallinato, por Valpa- raíso; D. Santiago Montt, por Casablanca; D. Francisco Ruiz Tagle, por Santiago; D. Fernando Errázuriz, por Rancagua; D. Francisco
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Convención representó con viveza su papel en esta come- dia ridicula, que ni siquiera tenía el mérito de la origina- lidad. Escuchó con un asombro aparente la proposición del director, y todos los miembros gritaron á una que era preciso forzarle á que permaneciese en el mando. Dijeron que una mutación de gobernante en aquella época sería más peligrosa que una invasión, y ratificaron por aclama- ción en O'Higgins la elección que habían hecho los pue- blos, confíándole la dirección suprema del Estado por el término que fijase la futura Constitución.
Inmediatamente el vicepresidente, acompañado de ocho diputados, corrió á participar á D. Bernardo el acuerdo que acababa de celebrar la Asamblea y á pedirle que volviera otra vez ante ella para que se le notificara de una manera más solemne.
Luego que O'Higgins, en compañía de la comisión, se presentó de nuevo en la sala, el presidente le repitió lo que ya sabía, y el director contestó en los términos si- guientes: "Sacrificaré mis deseos á mi obediencia. El honor que recibo sólo puede hacerme continuar en el mando; bien que siento reanimarse mis fuerzas al consi- derar que la honorable Convención aprueba por esle acta cuanto he practicado anteriormente, y que sabrá guiar y sostener su hechura. Sea mi silencio el intérprete de mi gratitud."
Varcras, por Melipilla; D. Francisco Valdivieso, por San Fernando; don Pedro Castro, por Curicó; D. Casimiro Aibauo, por Talca; D. Pedra José Peña y Lillo, por Linares; D. Juan de Dios Urrutia, por Cauque- nes; D. Domingo Urrutia, por el Parral; D. Juan Manuel Arriagada, por San Carlos; D. Pedro Arriagada, por Chillan; D. Santiago Fer- nández, por Concepción; D.Juan Antonio González Palma, por Quiri- hue, y D. F. Acuña, por Rere.
Diputados suplentes elegidos por la Convención. — D. Agustín Al- dea, por los Angeles; D. Pedro Trujillo, por la Florida; D. Camilo Henríquez, por Valdivia; D. José Antonio Astorga, por Osorno, y doa José Antonio Vera, por Chiloé.
Secretarios. — D. Camilo Henríquez y D.José Gabriel Palma.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 333
IV
El mensaje era una pieza notable, no sólo por la renun- cia del director, sino también por la mayor latitud que concedía á los poderes de los diputados, y por la especie de contradicción que había entre él y la convocatoria.
Se recordará que esta última sólo llamaba á los con- vencionales para organizar la corte de representantes, y resolver sobre las mejoras y providencias que propusiese el Ejecutivo. El mensaje reconocía que la Convención no investía todo el carácter de representación nacional; pero á pesar de esa declaración, le hablaba, no como á una Asamblea preparatoria, sino como á un cuerpo verdadera- mente legislativo que estuviera facultado para dictar leyes, y tomar disposiciones transcendentales.
El director hacía ante ella dimisión de su empleo, lo volvía á aceptar de su mano; y como si fuera realmente la reunión de los diputados de la República, le recomenda- ba el Ejército y la Marina, y le pedía que atendiera á la instrucción pública, á la reforma de los códigos, á la crea- ción de un fondo de amortización, al fomento de la inmi- gración extranjera, del Comercio, de la Industria, de la Agricultura, á la protección de la beneficencia públi- ca, etc., etc.
Por el pronto, la Convención no hizo alto en esta con- tradicción, ni procuró averiguar, en medio de aquella confusión de ideas, cuál era la extensión efectiva de sus facultades. Púsose á celebrar sesiones y á discutir los asuntos que se le sometían, como si fuera el poder legis- lativo de la nación.
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Dos de los primeros actos de la nueva Asamblea cau- saron efectos muy diversos en el ánimo del pueblo.
Algunos de los partidos de la República no habían en- viado diputados: unos, como Chiloé, porque estaban aún bajo la dominación española; otros, como la Florida, por haber hecho renuncia de su cargo el diputado electo; y otros, como Valdivia, Osorno y los Angeles, por diferen- tes motivos. Para no dejarlos sin representación, se resol- vió que la Convención les eligiese suplentes.
En conformidad, se procedió á la votación; y con estu- por de todo el mundo resultó electo por los Angeles don Agustín Aldea, hombre nulo bajo todos aspectos, que, para remate, había tenido relaciones con Benavides, y que no tenía otro mérito que ser primo del ministro Ro- dríguez.
Esta elección dio origen á un sinnúmero de comenta- rios injuriosos para el Gobierno, y produjo una grande irritación. La introducción de Aldea en la Convención se miraba como un insulto á la dignidad del pueblo.
No alcanzaron á desvanecer el disgusto ocasionado por este incidente, ni la amnistía que se publicó por entonces, ni la reposición del obispo D. José Santiago Rodríguez Zorrilla al gobierno de la diócesis de Santiago, de donde había sido separado como realista contumaz y peligroso desde la victoria de Chacabuco.
La Convención, á propuesta de su secretario Camilo Henríquez, acordó enviar una diputación al director con el objeto de solicitar que solemnizase el 20 de Agosto, día de su natalicio, con la promulgación de una amnistía en favor de todos los que estaban sufriendo alguna pena por las disensiones pasadas. O'Higgins aceptó la indica- ción; pero tuvo el buen tono de rechazar la adulación monárquica de que se celebrase con ella el día de su
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santo; y señaló, en cambio, el próximo 18 de Septiembre, aniversario de la revolución.
En vista de tal propósito, uno de los diputados de la comisión le pidió que al menos permitiera que se feste- jase su cumpleaños con la reposición de! obispo en el go- bierno de la diócesis. El director admitió la propuesta caso de que la Asamblea le manifestara ser así de su agra- do, como, en efecto, no tardó ésta en hacerlo.
O'Higgins, desde tiempo atrás, deseaba, por consejo de su primer ministro, granjearse con esta medida el apoyo de la gente devota. El obispo Rodríguez tenía mu- cho prestigio y numerosas relaciones. El alivio de la per- secución que se le hacía soportar, podía traer al Gobier-^ no gran popularidad en ciertos círculos.
Por otra parte, aquel encopetado eclesiástico no inspi- raba mucho miedo al director. Había mostrado energía, y defendido con calor los intereses de la metrópoli; pero era hombre de acero, más bien que de hierro, y sabía doblegarse como el que más á las circunstancias. O'Hig- gins habría podido dar á leer á quien le hubiera hecho observaciones sobre la tenacidad indomable y, por consi- guiente, peligrosa, que se atribuía al obispo, una nota en la cual ese prelado, que pasaba por tan sostenido en sus opiniones, cumplimentando al jefe de la República por los progresos de las armas patrióticas, calificaba de justa causa la de la independencia, y veía en los triunfos de los revolucionarios "un testimonio indeficiente de los sobe- ranos designios del absoluto dueño de los destinos acer- ca del de la América". Semejante flexibilidad debía hacer concebir á D. Bernardo fundadas esperanzas de que aquel influyente sacerdote contribuiría á sostenerle en el alto puesto que ocupaba.
El cálculo le salió fallido. El contento que produjeron la amnistía y la vuelta del obispo, quedó sobradamente compensado con la indignación que suscitaron la elección de Aldea y demás sucesos que paso á relatar.
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VI
Entretanto se promovió en la Asamblea una discusión acalorada sobre la extensión de sus facultades. D. Fran- cisco de Paula Caldera, diputado por San Felipe, sostuvo de repente en una sesión que los poderes de la Conven- ción preparatoria sólo alcanzaban á organizar la corte de representantes y á resolver provisionalmente, hasta la re- unión del Congreso, los asuntos que el Gobierno le con- sultase. La Convención había excedido sus facultades al deliberar sobre la renuncia del director supremo, negán- dose á admitirla, y al reelegirle por un período cuya du- ración no se hallaba aún determinada. Fundaba su opi- nión en las palabras mismas de la convocatoria.
Caldera fué llamado al orden; pero su discurso causó una gran sensación, y algunos diputados exigieron que se discutiese aquella cuestión fundamental.
Tres representantes intentaron rebatir los asertos de su colega y demostrar que la Convención preparatoria era un verdadero Cuerpo legislativo, que resumía la sobera- nía nacional.
D. Casimiro Albano, verdadero hermano del director, por afecto y educación, dijo que aquella Asamblea poseía facultades legislativas, porque en ello se interesaban el bien y conveniencia de la sociedad, porque así lo había declarado el Gobierno, que, á más de serlo, reunía la vo- luntad general, y porque los miembros que la componían llenaban la confianza pública. Estas tres aseveraciones dogmáticas, que no desarrolló siquiera con más palabras de lo que yo he dicho, parecían al orador otras tantas ra- zones incontrastables.
D. Santiago Fernández añadió dos nuevos argumentos que bien merecían agregarse á los del diputado Albano. El Gobierno había reconocido facultades legislativas en la
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asamblea; luego las tenía. Los miembros de la Conven- nón habían sido elegidos por los cabildos, que tenían un Drigen popular; luego los convencionales habían sido :ompetentemente autorizados. Como se ve, el Sr. Fer- lández parecía entender que la soberanía residía en el di- rector y no en el pueblo, y que las municipalidades ha- 3Ían recibido de sus comitentes poderes omnímodos para ^ue los representasen en todo y para todo.
Por último, Camilo Henríquez, la reputación literaria nás acatada de su época, y uno de esos hombres que •iempre ponen su talento al servicio de los gobiernos ixistentes, manifestó que la Asamblea podía estatuir so- Dre todo aquello en que estuviera pronunciada la volun- :ad nacional, como si eso fuera cosa fácil de averiguar, y }ue ya que no había otro Cuerpo legislativo, convenía }ue fuese ella la que dictara las leyes, más bien que el Ljecutivo. Este orador, como los dos anteriores, hallaba a legitimidad del mandato de la Convención en una de- egación del director que antes de ella resumía en su per- iona los dos poderes: legislativo y ejecutivo.
Estos discursos descubren las ideas embrolladas que te- lían los políticos de la administración de O'Higgins so- 3re el origen y fundamentos de las autoridades públicas. El apocamiento que la dictadura había producido en sus ínimos les hacía mirar al jefe supremo como á un ser su- )erior, que valía él solo por toda la nación. Estaban casi lispuestos á recibir como una gracia el reconocimiento y a consolidación de las garantías y derechos que corres- Donden á todos los hombres. El despotismo los había imoldado á los hábitos monárquicos.
Sometido el asunto á votación, se declaró por todos los 'Otos, menos uno, que la Convención preparatoria tenía acultades legislativas.
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VII
No pararon en éstas las metamorfosis de esa Asamblea elástica, cuya naturaleza conocía el pueblo soberano bien, pero que ella y el Gobierno aparentaban ignorar. De pre- paratoria se convirtió en legislativa, y de legislativa en constituyente.
El 28 de Septiembre de 1822, es decir, cuando á la D 1 vención no alcanzaba á quedarle un mes de sesiones, O'Higgins le pasó un segundo mensaje, con el objeto de apresurarla para que procediese á la redacción de una Constitución fundamental del Estado, reformando, cortan- do ó adicionando la provisional que existía. "Sin que se dé primero esta ley fundamental — decía el director — no pueden dictarse bases y reglamentos para la representa- ción nacional." Era éste el sofisma ridículo, la única jus- tifícaciÓH que se le ocurría para paliar aquella burla es- candalosa, inaudita.
El pueblo se exasperó. La impopularidad del Gobierno subió de punto.
En la Convención misma se formó una oposición acau- dillada por uno de los cabildantes del año 10, D. Fer- nando Errázuriz, hombre apasionado, de una energía ex- traordinaria, adversario temible por su riqueza, por sus numerosas relaciones de familia y de amistad; más que todo, por la impetuosidad de su carácter.
Los diputados disidentes componían una fracción de- masiado diminuta para ganar el debate por el número de votos, mas no para triunfar ante el público por la razón.
En la sesión del 10 de Octubre, D. José Miguel Irarrá- zaval, joven diputado que participaba de las opiniones de Errázuriz, se hizo el órgano de su partido y no dejó ré- plica á los amigos del Gobierno. En un discurso lleno de nioqeración y de lógica demostró que la Convención no
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podía ser de ningún modo constituyente. Su misión no alcanzaba á dictar una Carta fundamental, pues estaba re- ducida á objeto mucho menos arduo: la organización de un Congreso que tendría por mandato el formularla. Las palabras de la convocatoria eran claras, terminantes; no daban asidero á la más leve duda. £1 corto término que se había fijado á la Asamblea, tres meses, el calificativo mismo de preparatoria que se le había asignado, estaban probando hasta la evidencia la humildad de sus funcio- nes. ¿No sería absurdo que un cuerpo que, á juicio de todo el mundo, al decir mismo de O'Higgins, no investía todo el carácter de representación nacional, viniese á te- ner más facultades que los futuros congresos, elegidos con todas las formalidades y solemnidades de estilo?
Esos raciocinios eran incontestables; pero la mayoría no obraba, ni quería hacerlo, por convencimiento, sino por servilismo. El director lo mandaba, y eso valía más para ella que los discursos más elocuentes y razonables. Ni las valientes protestas de Errázuriz, ni los argumentos contundentes de Irarrázaval, lograron apartarla de esa senda que la conducía al descrédito, á la ruina.
El proyecto de Constitución fué discutido y aprobado con tanta prisa, que los secretarios apenas tuvieron tiem- po para redactar los acuerdos de la Cámara.
La discusión de esa pieza notable terminó con las ta- reas de la Asamblea el 23 de Octubre de 1822.
El 30 del mismo mes, el director supremo juró obser- varla, y la mandó cumplir.
VIH
Para dar á conocer ese código, cuyo origen fué tan ile- gítimo y cuya vida fué tan breve, permítaseme copiar el juicio que ha emitido sobre él uno de nuestros raás com-
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patentes é ¡lustrados publicistas, D. José Victorino Las- tarria. He aquí cómo resume y analiza sus disposiciones fundamentales:
"En la nación reside esencialmente la soberanía, cuyo ejercicio delega conforme á esta Constitución. Las auto- ridades en que lo delega son los tres poderes indepen- dientes: legislativo, ejecutivo y judicial. El poder legisla- tivo reside en un Congreso, el ejecutivo en un director, y el judicial en los tribunales de Justicia.
^Según la mente de este código, la Cámara de diputa- dos es como la fuente de todos los poderes; pero ella saca su autoridad, no tanto de la elección popular cuan- to de la casualidad.
„En cierta época señalada en la Constitución, los ins- pectores, los alcaldes de barrio y los jueces de distrito debían formar y pasar á los cabildos las listas de los ciu- dadanos elegibles para electores que hubiese en sus res- pectivas jurisdicciones; y como aquellos funcionarios eran dependientes subalternos del Ejecutivo, es evidente que no habían de poner en sus listas sino á los individuos de cuyas simpatías y voluntades pudieran disponer. Los ca- bildos, después de tal operación, procedían á un sorteo de un elector por cada mil almas, verificándolo sobre los nombres incluidos en las listas. Los ciudadanos á quienes la suerte había dado el poder electoral formaban un co- legio en la cabecera del departamento, y hacían por vo- tos secretos la elección de los diputados y suplentes res- pectivos.
„ Constituida así la Cámara de diputados, elegía siete individuos, de los que cuatro á lo menos debían ser de su propio seno, los cuales pasaban á formar un cuerpo per- manente, con el nombre de Corte de representantes.
„Los ex directores debían ser miembros vitalicios de esta corte; pero los elegidos de la Cámara se renovaban cuando se hacía elección de director; y si éste era reele- gido, podían serlo también los siete miembros.
„E1 Senado se componía de todos los vocales de la
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Corte de representantes, de dos comerciantes y dos ha- cendados, cuyo capital no bajase de treinta mil pesos, nombrados por la Cámara de diputados, de un doctor de cada Universidad (había una sola) nombrado por su claus- tro, de tres jefes del Ejército de la clase de brigadier arriba, designados por el Ejecutivo, y de los ministros de Estaco, de los obispos, de un miembro del Tribunal Su- premo y del delegado directorial del departamento en que abriese sus sesiones el Congreso, todos los cuales eran funcionarios que debían su puesto al Ejecutivo.
„Este Congreso, cuya Cámara alta representaba á la aristocracia del país, componiéndose casi en su totalidad de nombrados por el director supremo, y cuya Cámara baja era la de diputados, nombrados á medias entre el mismo director y la suerte, era el que daba las leyes, re- uniéndose para este efecto cada dos años. Durante tan largo receso, la Corte de representantes ejercía todo el poder legislativo, pero sin que sus determinaciones tuvie- sen fuerza de ley permanente hasta la aprobación del Congreso.
„E1 director supremo era elegido á su vez por este Congreso cada seis años, y podía ser reelegido por cuatro más. Su facultades eran amplísimas, y entre ellas tenía la de nombrar por sí solo en unos casos, ó de acuerdo con el Legislativo en otros, á los miembros de los tribunales de justicia, cuyas provisiones debían despacharse á nom- bre del director supremo. Pero la atribución más notable que le competía era la de nombrar la regencia que había de sucederle en caso de muerte, hasta la nueva elección; y debía hacer ese nombramiento tres veces al año, depo- sitando el pliego cerrado que lo contenía á presencia de las corporaciones y con ciertas ceremonias designadas en la Constitución, sin perjuicio de poder hacer en cual- quiera otra época las variaciones que quisiera en el nom- bramiento», sujetándose á las mismas ceremonias.
"La persona del director era inviolable. Semejante or- ganización del Gobierno representativo no era entera-
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mente nueva, aunque estaba ¡ng-eniosamente calculada para dar la preponderancia á la autoridad del director su- premo. Ella tenía su modelo en las monarquías constitu- cionales que se habían formado en Europa sobre las rui- nas del imperio de Napoleón. La única diferencia que le daba los aires de una República aristocrática procedía de la temporalidad y de la elegibilidad del Poder ejecu- tivo; pero es probable que después de aquel primer en- sayo, este poder se hubiese convertido en vitalicio, y lue- go en hereditario. En lo demás, la Constitución no había descuidado las garantías individuales y los derechos po- líticos conquistados por la revolución; mas como era tan prolongado el receso del Congreso, no tenían éstos otra salvaguardia que la que podía prestarles el director con su autoridad permanente y poderosa, cuando no se halla- se investido de facultades extraordinarias. El Poder legis- lativo, y, por consiguiente, la Corte de representantes, que lo ejercía permanentemente, podía investir al director de tales facultades en caso de "peligro inminente del Estado".
A este exacto y bien trabajado extracto, nada más ten- go que agregar sino que el artículo 84 de la Constitución ordenaba que se tuviera por primera elección de director supremo la que la Convención había hecho al principiar sus sesiones en la persona de D. Bernardo O'Higgins. Podía éste, pues, contar con añadir otros diez á los siete años que llevaba de gobierno: si el pueblo soportaba con paciencia el insulto que acababa de inferírsele, la reelec- ción era más que probable, segura.
Al fín de ese largo período, ¿habría O'Higgins renun- ciado el Poder?
El curso natural y lógico de los sucesos dejó en la obs- curidad la solución de ese problema. La promulgación de la nueva Carta agotó el sufrimiento demasiado prolongado de los chilenos. Puede decirse que ella fué el testamento de aquella administración. Afortunadamente para nos- otros, no encontró herederos que cargasen con la respon- sabilidad de ejecutarlo. ¡Quiera Dios que jamás los haya!
CAPÍTULO XVII
Escasez en toda la República y sobre todo en el Sur. — Descontento
del ejército de Concepción. — Agravio inferido al general Freiré. — El temblor grande. — Insurrección de la provincia de Concepción. — Insurrección de la plaza de Valdivia. — Insurrección de la provincia de Coquimbo. — D. Miguel Irarrázaval. — Entusiasmo del vecindario de Illapel en favor de la revolución. — Pasada á los revolucionarios de Coquimbo de la fuerza que marchaba á someterlos.
Los últimos meses de 1822 fueron aciagos para O'Hig- gins y para el país.
Una escasez extremada afligía á todo el país. El año había sido malo, y el labrador no había cosechado casi nada en esta tierra de ordinario tan fértil, tan productiva.
Las provincias del^ Sur particularmente sufrían una hambre espantosa. Las calamidades de la guerra, que por tanto tiempo habían pesado sobre ellas; la marcha des- tructora de los ejércitos, el vandalaje de las montoneras, habían talado sus campos, empobrecido sus habitantes, agotado todas sus fuerzas de producción.
Referíase con extrañeza que hombres se habían suici- dado por no tener qué comer. La necesidad obligaba á los menesterosos á no despreciar para su sustento ni la
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carne de los lobos marinos, ni la de los animales que las enfermedades hacían perecer. En pocos meses, más de 700 personas habían muerto en sólo la provincia de Con- cepción, por falta de alimentos saludables.
Para colmo de desgracia, guarnecía esa comarca un ejército hambriento, como sus demás pobladores, que no recibía su paga casi nunca, desnudo hasta el extremo de haber compañías á las cuales la decencia no permitía pre- sentarse en poblado.
Coaio ordinariamente sucede, el Gobierno era acusado de todos los males, de aquellos de que era culpable y de aquellos de que era inocente. El pueblo le pedía cuenta de los escándalos de la Convención y de la miseria que soportaba.
El malestar físico hacía que las arbitrariedades injusti- ficables de los gobernantes produjesen mayor indigna- ción. Las poblaciones aquejadas por la escasez estaban más propensas á irritarse.
Los soldados del Sur sobre todo murmuraban en alta voz. La guarnición de Santiago estaba perfectamente tra- tada, lujosamente vestida, corrientemente pagada, mien- tras que ellos, los veteranos de la frontera, los defensores incansables de la Patria contra las agresiones de los últi- mos jefes realistas, contra las invasiones de los bárbaros, carecían de ropa y de pan. Se desconfiaba del ejército de Concepción y había un plan para destruirlo. La guerra contra Benavides se había prolongado, porque el temor ó la indiferencia habían escatimado á los que la soste- nían todos los recursos precisos, aun las municiones para pelear. Estas y otras hablillas parecidas formaban la con- versación de los cuarteles.
El cínico proceder de la Convención en sus últimos actos llevó á su colmo el furor de todos: de los paisanos y de los militares.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 345
El general Freiré agregaba á los motivos de queja de sus soldados, á los motivos de disgusto de todos los ciu- dadanos, ofensas personales que con imprudencia le ha- bían inferido algunos de los altos potentados que rodea- ban al director.
Como una precaución contra el hambre, el Gobierno había prohibido la extracción de granos para el extranje- ro. El intendente de Concepción, creyéndose autorizado por ciertas órdenes anteriores del director, había estre- chado todavía más los límites de la prohibición, mandan- do que no se extrajeran granos de la provincia para la ribera septentrional del Maule; y con el objeto de poner coto á la codicia de los vendedores, había fijado un pre- cio al trigo.
En estas circunstancias, un comerciante ofreció 3.000 pesos para el pago de la tropa, á condición de que se le permitiera extraer para el Perú 6.000 fanegas de trigo. Freiré consultó el negocio á una Junta de guerra, y la propuesta fué admitida. Era urgentísimo dar á la tropa alguna cosa siquiera, á cuenta de sus sueldos atrasados.
El ministro de Hacienda, que, como se sabe, estaba prevenido de antemano, vio en todas estas medidas otras tantas usurpaciones de un subalterno que, ensoberbecido por la importancia de su posición, no trataba al Gobierno con el acatamiento debido. Sin embargo, no se atrevió á reconvenirle. Freiré era demasiado poderoso, demasia- do temido, para que un superior cualquiera, aun cuando fuera el primer ministro, osase reprenderle.
Pero si no recibió una censura oficial, la recibió indi- rectamente por la Prensa. Un artículo comunicado que se insertó en el Cosmopolita, periódico de Santiago, criticó la conducta del intendente de Concepción, y le echó en
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rostro la contradicción aparente que había entre la prohi- bición de vender §^ranos fuera de la provincia y el per- miso de extraer 6.000 fanegas de trigo fuera de la Repú- blica.
La tal contradicción no existía, pues la prohibición era la medida general que se había dictado para remediar el hambre que experimentaban los habitantes de aquellas regiones, y el permiso era una excepción particular desti- nada á satisfacer las urgentes necesidades del ejército. Aquellas dos providencias tenían una explicación clara y sencilla para quien buscase el fundamento de ellas sin prevenciones.
Sin embargo, el artículo produjo sensación. Era una cosa muy extraña que la Prensa servil de aquella época atacase á un funcionario público, sobre todo á un funcio- nario de aquella categoría. Eso no se explicaba sino por la intervención de algún personaje muy condecorado.
Lo que el público creía Freiré lo creyó también, y atri- buyó el artículo á D. José Antonio Rodríguez, el ministro favorito y su adversario declarado. Escribió entonces á O'Higgins, quejándose con amargura de la manera como se le había atacado. El león había sido insultado, y rugía. El Gobierno, que tuvo miedo, buscó cómo dar á Freiré la más cumplida satisfacción. O'Higgins le respondió ase- gurándole que podía contar con la amistad de Rodríguez, que éste nunca había pensado siquiera en escribir seme- jante artículo, que todo lo demás eran calumnias de los anarquistas, que procuraban dividirlos; que el mismo Ro- dríguez se había encargado de contestar la insolente dia- triba, y que se indagaba con empeño quién era su verda- dero autor, para hacer pesar sobre él todo el enojo del Gobierno. Junto con esta carta se remitió á Freiré un de- creto que dejaba á su arbitrio la extracción por mar y por tierra de los trigos de Concepción.
Freiré escuchó la satisfacción; pero le quedó el conven- cimiento de que no era sincera. Aquel incidente sólo sir- vió para darle la medida de sus fuerzas y para confirmarle
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más y más en la persuasión de que en adelante su causa era muy diversa de la del director.
Con todo, poseía un corazón demasiado bien puesto para desear la ruina del Gobierno de O'Higgins por un simple agravio personal. Si los gobernantes no se hubie- ran hecho culpables de tantos abusos, de faltas tan graves, Freiré se habría mantenido quieto y no habría buscado jamás en una sublevación la venganza de las ofensas que se la habían hecho. Mas si podía perdonar como hombre, no podía tolerar como ciudadano la arbitrariedad. Antes de prestar su cooperación á las medidas extremas para remediar los males públicos, interpuso con el director las amonestaciones de la amistad. Le escribió mostrándole el abismo donde se precipitaba, transmitiéndole las quejas del pueblo, haciéndole ver la injusticia de ciertos proce- dimientos, la impolítica de ciertos manejos. Estas adver- tencias no fueron escuchadas.
Después de eso, el amigo había cumplido con su deber; tocábale al ciudadano cumplir con el suyo.
III
Las dificultades que dejo referidas no eran las únicas que inquietaban á O'Higgins.
Lord Cochrane y el general San Martín habían choca- do en el Perú, Esa fatal desavenencia había convertido la escuadra chilena para aquel país en una especie de ame- naya. Las autoridades peruanas y los jefes de la escuadra, en vez de auxiliarse, se hostilizaban seriamente. Esto fué causa de que lord Cochrane regresase á Valparaíso, don- de ancló el 13 de Junio de 1822.
Desde entonces la mayor parte de nuestros buques de guerra pf^rmanecieron ociosos en el puerto.
El almirante bajó á tierra.
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Las tripulaciones comenzaron á exigir el ajuste de sus cuentas. El atraso del Erario impedía satisfacer sus recla- maciones. A fines de Octubre redoblaron sus instancias y hubo en la escuadra una especie de motín.
Para calmar este alboroto tuvo O'Higgins que partir apresuradamente para Valparaíso el 2 de Noviembre, á los dos días de haber promulgado su famosa Constitu- ción, con 60.000 pesos que se pidieron prestados á una casa de comercio.
Encontrábase en esa ciudad ocupado en ese incómodo negocio, cuando el 19 del mismo mes sobrevino por la noche ese espantoso terremoto que el pueblo no ha olvi- dado y que llama todavía el temblor grande.
Apenas el director había salido de la sala donde se había alojado, cuando el techo se desplomó y todo el aposento no fué más que un montón de escombros. Con un segundo más de demora habría perecido. Los antiguos habrían mirado aquella calamidad como un presagio fu- nesto, y ciertamente en esta ocasión los sucesos habrían venido en apoyo de su superstición.
IV
Casi inmediatamente después de este acontecimiento, y cuando O'Higgins aún no se había vuelto á la capital, le llegó la noticia de que la provincia de Concepción se había insurreccionado, con el general Freiré á la cabeza.
Los pueblos del Sur habían respondido con un levan- tamiento armado á la intimación de jurar la Constitución. El ejército allí acantonado, que alcanzaría poco más ó menos á 1.600 hombres, había fraternizado con los ciuda- danos. Todos habían protestado contra los actos ilegíti- mos de la Convención preparatoria, y todos exigían la pronta reunión de un Congreso que organizase el país.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 349
Los insurrectos de Concepción, antes de pronunciarse, habían ofrecido el mando al intendente D. Ramón Freiré; Este se había negado á capitanear todo movimiento que tuviera el menor viso de personal, y en que se proclama- ran intereses, y no principios; pero había ofrecido su es- pada y su influencia para apoyar uua revolución popular, dirig-ida á dar á la República una organización legal, que hiciese efectivos los derechos de la nación. En conse- cuencia, había exigido, como condición de su coopera- ción, la convocatoria de una Asamblea de diputados provinciales que determinase y autorizase sus procedi- mientos.
Para conformarse con el plan trazado por aquel gene- ral que en esta conducta daba la prueba de ser tan buen ciudadano como valeroso soldado, los vecinos del Sur habían congregado una Asamblea de representantes de todos los partidos que componían la provincia; y este cuerpo, como el caso lo pedía, había nombrado por su caudillo á D. Ramón Freiré, para que al frente de un ejército, si no se podía de otro modo, hiciera respetar sus justas reclamaciones, que se resumían en la reunión de un Congreso nacional (10 de Diciembre de 1822).
El movimiento era, pues, no un simple motín de tropa, sino una verdadera revolución de pueblo. Los paisanos y los militares, todos los habitantes casi sin excepción, abrigaban idénticas convicciones, y se habían armado para sostenerlas.
Uno de los primeros cuidados del general Freiré fué destacar á la ribera del Maule una compañía de cazado- res á caballo, que avanzó sin obstáculo y protegió la su- blevación de todo el país que se extiende desde las már- genes meridionales de ese río.
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En seguida, en unión con la Asamblea, escribió al Ca- bildo y vecindario de Coquimbo, noticiándoles lo ocurri- do en Concepción, y excitándolos á que imitasen su ejemplo.
Por último, hizo otro tanto con el gobernador de Val- divia, D. Jorge Beauchef, y le dio orden de que se le reuniese á la mayor brevedad, con la guarnición de aque- lla plaza.
Beauchef recibió con asombro una nueva tan inespera- da y quedó sumergido con ella en una extrema perpleji- dad. Vacilaba entre las prescripciones de la ordenanza y sus deberes de ciudadíno. Sin más datos para determi- narse que el pliego de Freiré, no sabía realmente qué re- solución tomar. En esa incertidumbre adoptó el partido de aguardar los acontecimientos, y mientras tanto no con- fió á nadie el contenido de la nota que le habían enviado de Concepción.
Se hallaba en esa disposición de ánimo cuando arribó al puerto la goleta de guerra Motezuma. Su comandante, Covarruvio, desembarcó sin tardanza, y entregó al gober- nador oficios de O'Higgins, por los cuales le comunicaba la insurrección del Sur y le mandaba dirigirse inmedia- tamente con su tropa á Valparaíso.
Beauchef los leyó, y á continuación pidió como amigo al portador que le diese á conocer con sinceridad el es- tado de la República. Covarrubio le contestó que, como hombre de honor, no podía ocultarle que toda ella esta- ba sublevada, si no de hecho, al menos de intención, y que consideraba perdida la causa del director.
Con esta explicación, Beauchef salió de dudas, y tomó una determinación definitiva. Convocó al Cabildo y á los oñciales de su división, les leyó las notas de O'Higgins y de Freiré, y les manifestó que, aunque la obligación del soldado era sostener las autoridades constituidas, con todo, en el caso presente juzgaría una sinrazón y una im- prudencia no plegarse á un movimiento que estaba apo- yado por la República entera y el ejército del Sur, á que
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 351
ellos pertenecían. Su opinión era que debían incorporar- se á las tropas del general Freiré.
El Cabildo y casi todos los oficiales aprobaron el ante- rior dictamen. Fueron contados aquellos de estos últimos que protestaron contra éí.
Se decidió que los disidentes quedarían de guarnición en la plaza, y los demás se embarcaron, para dirigirse á Talcahuano, en la goleta Motezuma y la fragata Indepen- dencia, que por entonces estaba bloqueando el archipié- lago de Chiloé.
Beauchef llevaba consigo 400 infantes, cuatro piezas de campaña servidas por 30 artilleros, y víveres para un mes.
Luego que le llegó este refuerzo, mayor de lo que él mismo esperaba. Freiré resolvió marchar sobre Santiago. Al efecto embarcó su infantería y su artillería, é hizo rumbo á Valparaíso.
La caballería caminó por tierra á las órdenes de don Salvador Puga.
VI
El 20 de Diciembre de 1822, el Cabildo y vecindario de la Serena se congregaron en sesión solemne. Acababa de llegarles la proposición de Freiré y de la Asamblea de Concepción, por la cual les invitaban á cooperar al triun- fo del movimiento que acababa de operarse en el Sur^ haciendo de este modo respetar la voluntad de los pue- blos. Los coquimbanos, por unanimidad aprobaron el pro- ceder de sus hermanos de Concepción, y determinaron trabajar con ellos por la libertad del país.
Como los del Sur, establecieron una Asamblea provin- cial, la cual delegó el Poder ejecutivo á una Junta com- puesta de D. Ramón Várela, D. Juan Miguel Munizaga y D. Gregorio Aracena.
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Sin pérdida de tiempo, diputados provinciales y miem- bros de la Junta ejecutiva se pusieron á trabajar con em- peño en propagar la revolución por el Norte, como los de Concepción la extendían por el otro extremo de la República.
Con este objeto enviaron comisionados especiales á las distintas poblaciones de la provincia. En todas partes, el movimiento de la Serena fué acogido con entusiasmo. El descontento contra la administración de O'Higgins era casi unánime. Todos deseaban con ansia que se organiza- ra el Estado bajo un régimen legal
VII
Illapel era la villa más austral de la provincia, y, en con- secuencia, aquella que, por su posición, debía rechazar la primera los esfuerzos que indudablemente haría el direc- tor para sofocar la insurrección del Norte. Importaba, pues, muchísimo que los vecinos de aquel pueblo abraza- sen con calor la causa popular y se pusiesen en estado de resistir á las tropas del Gobierno.
Por este motivo, la Asamblea de la Serena cuidó de elegir para agente revolucionario en esta población á don Francisco Solano Lastarria, hombre activo y emprende- dor, que no podía ser más idóneo para el destino. Este comisionado se desempeñó perfectamente y consiguió que el vecindario de Illapel se distinguiese, entre todos los demás, por su entusiasmo y decisión.
Es verdad que tuvo la buena fortuna de contar con la cooperación de D. Miguel Irarrázaval, el padre de aquel joven diputado que negó á la Convención preparatoria la facultad de dictar una Constitución.
Era éste el más rico propietario del departamento y podía decir sin baladronada: Illapel soy yo. Pertenecía á
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una familia verdaderamente aristocrática, que habría po- dido ostentar sus blasones entre los titulados mismos de Castilla. Sus mayores habían combatido con brillo en la guerra de los treinta años; habían sido generalísimos de los ejércitos españoles, comendadores de las órdenes mi- litares establecidas en la Península, virreyes de los reinos de la monarquía, y más tarde habían regado con su san- gre la Araucania, batallando contra los indios, como en Europa habían batallado contra los herejes.
D. Miguel, aunque abstraído de la vida pública, habí^ heredado de sus antepasados el valor personal, y la pro- digalidad de gran señor para proteger á cuantos le ro- deaban. Su bolsillo estaba siempre abierto para todo el mundo. Esto había hecho que el exmarqués de la Pica se hubiera ligado por benefisios á todos los moradores de íllapel, los cuales veneraban en aquel bondadoso á la par que altivo caballero al representante de la familia más opulenta de la comarca, y amaban en él al protector ge- neroso de todas sus necesidades.
A estos títulos añadía Irarrázaval el prestigio de una hazaña reciente que le había merecido la gratitud del ve- cindario. A principios de 1818, por un acto de valor, ha- bía salvado aquella villa de una ruina completa. ' Vivía entonces, por aquellos alrededores, un mestizo turbulento llamado Carvajal, que por ciertas relaciones de servidumbre profesaba opiniones realistas. Este se iprovechó del descontento que un cambio de cacique ha- DÍa producido entre los indios de Chalinga, reducción nmediata á íllapel, y logró sublevarlos, á nombre del rey, liándose por agente autorizado para ello por el general p. Mariano Ossorio.
í Era precisamente ese 19 de Marzo de 1818 que pre- lenció el desastre de Cancha-Rayada, y la mayor parte de ¡a población se encontraba en la iglesia parroquial cele- brando los oficios del Jueves Santo, cuando el mestizo se >recip¡tó sobre ella, á la cabeza de doscientos indígenas, eguidos de sus mujeres y niños. La santidad del lugar no
23
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los contuvo, y dentro del templo mismo acuchillaron á varios de los asistentes. La resistencia fué imposible. Car- vajal aseguró á todos los notables, y los encerró en la cárcel.
El, con su tropa de bárbaros, se acampó en la plaza.
Treinta horas permaneció en aquella posición.
Los indefensos habitantes, trémulos, dentro de sus ca- sas, aguardaban por momentos un saqueo y un degüello general. Sus temores no eran vanos. Sólo á fuerza de ar- dides pudieron algunos individuos que tenían influencia sobre Carvajal, obtener que retardara la señal.
Al fin, Dios se apiadó de aquella mísera población. Se anunció que D. Gabriel Larraín y D. José María Caballe- ro marchaban contra los insurrectos, al frente de algunos milicianos.
A esta noticia. Carvajal hizo que su gents montara á caballo, y dejando una cierta porción de ella para custo- dia de la villa, salió al campo con el objeto de combatir contra los patriotas.
La reyerta no fué larga ni dudosa. Los indios, superio- res en número y valentía, hicieron prontamente volver caras á los agresores. Se pusieron entonces á perseguirlos con encarnizamiento en todas direcciones. Pero mientras se entretenían y cansaban sus caballos en esta operación, se posesionaba de Illapel el que debía reducirlos á la obediencia.
D. Miguel Irarrázaval estaba en su hacienda al tiempo de la invasión. No obstante, había sabido lo que ocurría, porque Carvajal, que le respetaba, como todos los demás, le había enviado á ofrecer que si consentía en ello le proclamaría gobernador. Irarrázaval no había respondido nada, y se había venido de incógnito á Illapel. Allí había reunido catorce ó quince hombres, y los había armado del mejor modo posible.
Poco después de haber partido Carvajal con una parte de los suyos, para cerrar el paso á los milicianos de La- rraín, D. Miguel se había precipitado sobre los indios que
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 355
habían quedado de guardia, y los había obligado á ren- dirse.
En seguida corrió al encuentro del cuerpo principal. Hallóle que regresaba vencedor, pero con los caballos extenuados de fatiga; apenas podían hacerlos moverse.
La sola vista del marqués, como ellos le llamaban, im- puso á todo:, menos á Carvajal, que venía á la cabeza, y que no desmintió un solo instante su osadía y su coraje-
D. Miguel llevaba en la mano una escopeta, cuya cer- tera puntería era famosa en la comarca. Apuntóla sobre el pecho del mestizo, y le intimó que se entregara.
Carvajal abandonó su caballo, que de puro cansado para nada le servía; colocóse frente á frente de su adver- sario, con la mirada fija y la espada desnuda, y no le dio más respuesta que: "El toro bravo no se rinde".
La gente de uno y otro caudillo estaba entretanto si- lenciosa y atenta al resultado de aquel combate singular.
Irarrázaval soltó el gatillo de su fíel escopeta; pero la ceba no prendió.
Favorecido por este incidente, el mestizo se lanzó so- bre él como un relámpago; pero D. Miguel, aprovechán- dose de la ventaja de estar á caballo, retrocedió un buen trecho, y pudo renovar la ceba.
Apuntó por segunda vez, y por segunda vez la esco- peta no hizo fuego.
I Se repitió lo mismo por tres ocasiones. ' En cada una. Carvajal redobló la impetuosidad de su ataque. En una de sus acometidas hirió al caballo de su contendiente en el anca.
' Al fin, el tiro salió; y el jefe insurrecto, herido en la ¡'rente, midió con su cuerpo la tierra. ' La muerte del caudillo produjo la completa dispersión de los indios. De esta manera, puede decirse que un solo lombre derrotó á doscientos.
i Con tal proeza, Irarrázaval salvó á lilapel, y el pueblo iñadió este beneficio á los otros de que se ie confesaba leudor.
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Contar con un hombre como el que he procurado dar á conocer, era contar con el vecindario de la villa. Así es que éste aceptó sin discrepancia la proposición de Lasla- rria. Se destituyó al gobernador que había y se le reem- plazó por una Junta, cuyo presidente era Irarrázaval, y vo- cales D. Gabriel Larraín y el mismo Lastarria.
VIII
Los nuevos gobernantes de Illapel no se durmieron so- bre sus asientos. Previendo que el director no dejaría de enviar fuerzas para sofocar la insurrección del Norte, acuartelaron las milicias, ordenaron una leva y pidieron auxilios á la Serena.
Junto con estas providencias, enviaron agentes secre- tos con cartas y proclamas á Petorca, la Ligua, Quillota y San Felipe, para conmover aquellas poblaciones. En to- das ellas los comisarios encontraron la mejor disposición y recibieron la seguridad de que todas se sublevarían á la aproximación de las tropas coquimbanas.
El gobernador de la Ligua, capitán de línea D. Agus- rín Gallegos, no se limitó á responder favorablemente á las insinuaciones que se le hicieron, sino que se vino lue- go á Illapel á ofrecer sus servicios como militar, trayén-j dose un tambor y cuatro fusiles, que era todo el arma- mento que había en el partido de su mando.
La Asamblea de la Serena nombró á D. Miguel Irarrá- zaval general en jefe de las tropas de la provine. a, y le remitió cuanta gente y recursos pudo.
Con esto se formó una división de 400 hombres, que se componía de 150 cívicos de Infantería de Coquimbo 100 de Illapel, 25 artilleros con dos piezas y 100 milicia- nos de Caballería. A éstos se agregaban unos 30 españo I¿s prisioneros de Maipo, armados con fusiles, á quieneí
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 357
se había prometido que la victoria sería para ellos la li- bertad, y los cuales constituían toda la esperanza de aquella división bisoña.
IX
Entretanto se ig-noraban completamente las operacio- nes del general Freiré y los progresos del movimiento en Concepcijn.
La misma obscuridad había respecto de la capital. Se aseguraba únicamente que habían partido fuerzas con el objeto de someter á los coquimbanos; pero no se cono- cía absolutamente ni su número ni su dirección.
Para salir de incertidumbres, determinó Irarrázaval to- mar la ofensiva y avanzar. En efecto: se puso á buscar con todo empeño al ene.i^igo; mas gastó varios días en marchas y contramarchas, sin poder averiguar ni de qué condición era ni el camino que traía.
Al cabo supo de positivo que la fuerza agresora se componía de un escuadrón de cazadores á caballo (80 ó 100 hombres) capitaneado por el comandante Boiie y que venía por la costa.
Guiado por estos datos estableció su campamento en la cuesta de ¡as Vacas, á unas seis leguas de Illapel, pun- to por donde indefectiblemente tenían que atravesar los o'higginistas.
Los libres de Coquimbo no las tenían todas consigo, á pesar de su superioridad numérica. Eran reclutas que no se habían batido nunca, y los cazadores gozaban de mu- cha fama; sin embargo, estaban resueltos á cumplir con su deber. La noche que precedió al día del encuentro la pasaron en vela sobre las armas.
Cuando amaneció, en vez del escuadrón que aguarda- ban vieron venir á escape cuatro cazadores, gritando con
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todos SUS pulmones: / Viva Coquimbo! Eran portadores de un pliego del sargento Madariaga, por el cual comu- nicaba que se había insurreccionado con la tropa y pues- to presos á sus jefes. Pedía órdenes.
El júbilo que produjo en la divición esta fausta noticia se deja entender sin que se le describa.
El escuadrón fué incorporado á los expedicionarios; sus sargentos y cabos, ascendidos, y los oficiales remiti- dos con escolta á la Serena.
La división de Coquimbo no se contentó con esta pri- mera ventaja y continuó su marcha sobre Santiago.
Durante el tránsito no tuvo combates que empeñar sino ovaciones que recibir. El entusiasmo y la decisión de los pueblos eran superiores á toda ponderación.
Las milicias de San Felipe y de los Andes, en vez de procurar impedir el paso á los insurrectos, se incorpo- raron á sus filas y abrazaron la revolución con tanto ar- dor, como los coquimbanos mismos.
Animado por tantas y tan espontáneas manifestaciones, el ejército improvisado de Irarrázaval marchó derecho sobre la capital, sin que le causara temor el que tal vez iba á tener que habérselas con veteranos, y resuelto á coadyuvar con su presencia el alzamiento de los santia- guinos contra la usurpación del director. Pero antes de llegar al fin de su viaje supo que O'Higgins había caído y que el drama estaba terminado.
CAPÍTULO XVIII
Esperanzas que al principio concibe e! Gobierno de sofocar la insu- rrección y firme resolución que toma de hacerlo así.— Ofrecimiento de auxilio hecho por el Gobierno de Mendoza.— Abatimiento que reemplaza en los g-obernantes á las ilusiones de triunfo. — Renuncia de Rodríguez. — Determinación que toma O'Higgins de caer con dignidad. — Tentativas para arreglar amistosamente la cuestión. — Efervescencia de las provincias. — Pasada á los insurrectos de Con- cepción de la vanguardia mandada por el coronel Cruz. — Conferen- cia tenida por los plenipotenciarios de O'Higgins y los de Freiré. — Empeño que toma el director para que se le dé tiempo de retirarse del mando con las apariencias de una renuncia voluntaria. — Comi- sión dada á Zañartu para que vaya á entenderse con Freiré. — Orden del director a! general Prieto para que se replegué con sus tropas á Santiago. — Junta de los oficiales de la vanguardia, convocada por O'Higgins. — Preparativos del vecindario de Santiago para una ma- nifestación solemne de su voluntad.— Poblada del 28 d^ Enero.— Irritación que este suceso causa al director y medidas que toma para ver modo de disolverla. — Precauciones de defensa tomadas por el vecindario reunido. — Invitación que dirige á O'Higgins para que comparezca á su presencia.— Negativa de la madre de D. Bernardo para persuadir á su hijo que acceda á la invitación de! pueblo. — Me- diación de Rodríguez y de Cruz. — Sesión del Consulado.— Renun- cia de O'Higgins y nombramiento de una Junta gubernativa. — Fal- sa alarma en el cuartel de San Diego. — Partida de O'Higgins para Valparaíso. — Llegada de Freiré á este puerto. -Residencia del di- rector y sus ministros.— Partida de O'Higgins para el Perú. — Amor que en la proscripción maniñesta á Chile. — Elección de Freiré para director supremo.
I
He dicho ya que el director se encontraba en Valparaí- o cuando recibió la noticia de la insurrección que don ^amón Freiré había encabezado en el Sur.
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El primer movimiento de su alma fué la determinación decidida de castigar á los que para él eran unos anarquis- tas, unos rebeldes, y sostenerse en el Poder, á despecho de sus enemigos, por la fuerza.
Uno de sus generales le abandonaba, uno de sus ejér- citos le negaba la obediencia, una de las provincias des- conocía su autoridad. ¿Qué importaba? Le quedaban to- davía fieles ctros jefes militares; le quedaban dos ejérci- tos: uno en Valdivia, otro en Santiago; le quedaba la es- cuadra para interceptar lai comunicaciones, para dominar las costas y el mar; le quedaba la capital con sus grandes recursos; le quedaba sumisa casi toda la República; le quedaban su espada y su prestigio. Tenía elementos de sobra para imponer la ley á los descontentos, para escar- mentar á los revoltosos.
Tal era la disposición de ánimo que traía cuando re- gresó á Santiago.
D. José Antonio Rodríguez y todo el círculo ministe- rial participaban de los mismos sentimientos. Era preciso sofocar á toda costa la insurrección, y, según lo pensa- ban, tenían los medios suficientes para ello. Convenía ha- cer un ejemplar terrible que impidiese para el porvenir la repetición de actos tan funestos y criminales.
La rabia y el calor de) primer momento no les permitía apreciar como era debido los sucesos del Sur y prever los resultados que, en el estado de la opinión pública, ellos iban indudablemente á producir.
Esta fe en el triunfo, esta confianza en sí mismos, la in- dignación que la desobediencia de Freiré y si'S secuaces causaba á aquellos gobernantes que habían n itraído el hábito de ser siempre atacados, les infundieron un ardor y una actividad extraordinaria para prepararse al someti- miento de los sublevados de Concepción. Todo fué apres- tos marciales, levas, acopio de armas y pertrechos, disci- plina de cuerpos, movimiento de tropas, transcripción de órdenes á los gobernantes subalternos para que contribu- yesen á la organización del formidable ejército que debíai
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restablecer la paz en la República y someter á los revo- lucionarios del Sur.
Con fecha 16 de Diciembre, el director supremo co- municó de la manera siguiente á la Corte de representan- tes las primeras providencias que había tomado, pidién- dole eficaces auxilios para llevar á efecto su firme propó- sito de reducir á los insurrectos.
"Excelentísima Suprema Corte. — Tengo el disgusto de anunciar á V. E. S. una desgracia alarmante. Ya se han recibido comunicaciones oficiales de la sublevación de los díscolos de Concepción con el gobernador intenden- te á su cabeza. ¡Nuestra pitria va á perecerl y los laure- les de doce años de revolución van á mancharse con la sangre y estragos de la guerra civil; esto es lo que verda- deramente siente mi corazón. ¡El éxito no es dudoso, y debe sernos favorable!; mas para asegurarlo firmemente, pido la más enérgica cooperación de V. E. S. en la eje- cución de mis planes. V. E. S. puede estar segura de que mi espada, acostumbrada á vencer los enemigos exterio- res, estará ahora también siempre á su lado, para conser- var el orden, las vidas, la seguridad y las propiedades de los ciudadanos pacíficos, y no se colgará, como he dicho otra vez, hasta que no deje ni enemigos ni ingratos.
„La independencia y la paz que, á trueque de tantos y tan heroicos sacrificios, goza Chile, no debía ser turbada, y menos por sus hijos... mas el orden será restablecido á todo trance, y la Constitución que hemos jurado será sos- tenida.
«Facultado á este fin ampliamente por V. E. S., al pri- mer rumor de este desgraciado incidente di órdenes, y todas las providencias necesarias están ya dictadas para poner en pie dos ejércitos; una fuerza considerable está ya en marcha sobre el Maule; nuevas tropas van á seguir- le, y espero que la razón ó la fuerza destruirán en breve el germen de la anarquía.
„Para llevar adelante estas medidas, se necesitan fon- dos y recursos extraordinarios; no los hay, y debemos
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proporcionarlos necesariamente; la urgencia es suma y de momentos; y en este negocio no puede haber ni paliati- vos ni demora. Yo dejo enteramente á la elección de V. E. S. los medios más adecuados; pero ha de conse- g^uirse y realizarse el fin. El ministro secretario de Hacien- da instruirá á V. E. S. de las circunstancias que nos ro- dean y de las cantidades que indispensablemente se ne- cesitan para salir de ellas.
«Dígnese V.E. S. fijar su alta consideración en lo rela- cionado y aceptarlos sentimientos de mi mayor aprecio. Palacio Directorial en Santiago, 16 de Diciembre de 1822. — Bernardo OHiggins.—José Antonio Rodríguez.**
Todavía una fausta noticia vino á robustecer las espe- ranzas de O'Higgins y sus amigos. D. Miguel Zañai-tu, el agente diplomático de Chile en Buenos Aires, había pe- dido su carta de retiro, y precisamente en aquel mismo tiempo regresaba á su país. Estaba de tránsito en Mendo- za cuando se supo en aquella ciudad el alzamiento de Freiré.
Los mendocinos, y sobre todo los gobernantes de la provincia, eran muy afectos á D. Bernardo, que había re- compensado generosamente sus servicios en la lucha con- tra Carrera. Por lo tanto, todos ellos recibieron con sumo disgusto la nueva del suceso, y lo consideraron no como un negocio doméstico de tal República, sino como una calamidad americana.
Zañartu, con su talento y actividad habitual, sacó pro- vecho de estas disposiciones favorables á su partido, é hizo que no quedaran reducidas á buenos deseos. En efecto: por las diestras insinuaciones del hábil diplomáti- co, el Gobierno de Mendoza, dejándose llevar del primer
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ardor de su entusiasmo, y siendo en esto el eco de aquel vecindario, ofreció á O'Higg-ins el auxilio de 1.500 ó 2.000 soldados. D. José Albino Gutiérrez, el vencedor de la Punta del Médano, dijo de todas veras que si así se estimaba por conveniente, estaba pronto á marchar, en el térn^ino de tres días, á la cabeza de esta fuerza.
Zañartu se apresuró á comunicar por un correo extraor- dinario al Gabinete de Santiagfo estas promesas, que no eran sino puras promesas; pero que aquí aparentemente fueron creídas, y, en consecuencia, recibidas con extrema- da satisfacción por los interesados.
Con este socorro extranjero y los elementos de defen- sa de que disponían en el país, creyeron los o'hig-gfinistas que la victoria era segurísima. ¿Quién sería tan descon- fiado para ponerla en duda? ¿Por qué motivos, con visos siquiera de fundados, podría hacerlo?
En una carta que teníjo á la vista, escrita por Rodrí- guez á D. José Antonio Bustamante, después de darle cuenta del ofrecimiento que acababa de hacer el Gobier- no de Mendoza, por medio de Zañartu y de varios otros incidentes, todos favorables á la causa directorial, le anun- cia que los sublevados del Sur, conociendo, aunque tar- de, que han obrado con ligereza, tienen prontos sus ca- ballos para huir y buscar la impunidad en la formación de montoneras; pero que D. Bernardo toma sus medidas para cercarlos y hacer inútiles aquellos preparativos de fuga.
III
Sin embargo, estas ilusiones duraron poco. La marcha de los acontecimientos, la actitud del pueblo eran tales, que debían hacer palpar la realidad de las cosas y lo qui-
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mérico de las esperanzas de triunfo, aun á los parciales más visionarios de la Administración.
El 1.° de Enero de 1823 lleq^ó á Santiag-o la noticia de que toda la provincia de Coquimbo, desde la Serena has- ta lilapel, estaba insurreccionada, y de que, como la Con- cepción, exigía la reforma de los abusos, y entretanto había reasumido su soberanía.
La importancia de este suceso puede decirse que, bajo el aspecto material, era insignificante; pero bajo el aspecto moral era inmensa. En Coquimbo no había como en el Sur, un ejército veterano capaz de hacer res- petar á cañonazos la voluntad de los ciudadanos; pero había una población ilustrada y numerosa, que casi en masa protestaba contra la conducta del director y sus allegados. El movimiento del Norte daba al de Concep- ción el apoyo de la opinión.
Así las dos extremidades de la República se levanta- ban contra O'Higgins, y cada una de ellas por su lado dirigía sus fuerzas sobre el centro para propagar la con- flagración por todo el país.
Santiago, bajo el peso del Gobierno y de una fuerte guarnición, se mantenía quieto; mas era evidente que las simpatías de todos los habitantes estaban por la revolu- ción. Los gobernantes no encontraban por dondequiera sino tibieza, disposiciones hostiles; no veían sino rostros que apenas disfrazaban el odio de que ellos eran objeto, ó la alegría inspirada por la ventajas de sus adversarios; no escuchaban sino palabras frías, semiofensivas aun por la mala voluntad que dejaban adivinar. Nadie les mani- festaba solicitud; nadie se mostraba dispuesto á servirlos con abnegación; nadie se les ofrecía, siquiera para con- suelo, á sucumbir con ellos y á participar de su desgra- cia. Los subalternos mismos de la administración esta- ban revelando en sus maneras que aguardaban nuevos jefes por momentos. Era claro para quien tenía ojos y quería ver, que aquel Gobierno llevaba ya las señales de la muerte.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 365
Los hombres de la dictadura de O'Hig-gins habían co- metido faltas muy graves, crímenes aún; pero ese abando- no en la adversidad era un castigo bien doloroso, una ex- piación muy terrible.
IV
La sublevación de Coquimbo, el silencio hostil de la capital, abatieron á los g-obernantes y les quitaron todos sus bríos. No consideraron ya la victoria como una cosa fácil; pensaron, al contrario, que obtenerla sería casi un milagro. A la confianza sucedió el desaliento; á las ilu- siones, el desengaño de la realidad.
El 7 de Enero D. José Antonio Rodríguez hizo dimi- sión de su cartera; cedía el campo á sus adversarios y se confesaba vencido.
Al día siguiente, un decreto supremo le admitió la re- nuncia, dándole las gracias por sus buenos servicios y el fiel desempeño de su cargo.
Rodríguez, en la solicitud que con el objeto referido había elevado al director, había tenido cuidado de indi- car la necesidad de la pronta reunión de un Congreso que terminase las diferencias con las provincias del Sur y del Norte, y de consignar en el mismo documento que desde el principio de las turbulencias había sido este su dictamen. Sin embargo, los hechos que he narrado y el tono de los escritos que he copiado no manifestaban tan buenas y conciliadoras disposiciones.
No obstante el retiro de su primer ministro, O'Higgins permaneció en su puesto, pero ya no como antes, con
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ánimo de mantener la espada fuera de la vaina hasta no dejar un solo ingrato sin castigo, un solo revoltoso sin es- carmiento. La fuerza irresistible de los acontecimientos había doblegado su arrogancia y hecho más humildes sus pretensiones.
Quizás conservaba todavía en el fondo del alma una vaga idea, que él mismo debía esforzarse en desechar como imposible, de retener el mando; la esperanza es el último amigo que abandona al hombre en la desgracia; pero lo que, en vista de los sucesos, ansiaba por conse- guir, era no tanto continuar en el Poder como descender con honor, con dignidad. Quería que no se le obligara á rendirse á discreción, que no se le expulsara á empello- nes de su palacio, que se le permitiera salir de él como había entrado, con ¡a frente erguida; en un palabra: que- ría tratar, y no que se le venciera; renunciar, y no que se le depusiera.
Desde la salida de Rodríguez fué éste el blanco de todas sus aspiraciones, el objeto de todos sus conatos.
Para alcanzar el logro de tal deseo contaba con un ejército bien disciplinado y todavía fiel. Tenía avanzado en la hacienda de Quechereguas, provincia de Talca, un escuadrón de cazadores á las órdenes del coronel D. José María de la Cruz, jefe de la vanguardia. Las partidas de esta fuerza tenían frecuentes encuentros con otras también de cazadores que Freiré había destacado á las márgenes del Maule. Una división compuesta del número 7 de línea, de un escuadrón de Caballería y de algunas piezas de arti- llería estaba acantonada en Rancagua, bajo el mando de D. Joaquín Prieto, que era general en jefe del ejército de operaciones. Quedaban todavía de guarnición en Santia- go el regimiento de la Guardia de Honor: comandante D. Luis José Pereira; una compañía de artilleros: coman- dante D. Francisco Formas, y el escuadrón de la escolta: comandante D. Mariano Merlo.
Se había procurado igualmente poner en servicio activo las milicias del país; pero casi todas ellas habían rehusado
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 367
sostener la dictadura y se habían desbandado tan pronto como se había intentado sacarlas á campaña.
O'Higgfins confiaba en las tropas que acabo de enume- rar para obtener una capitulación honrosa.
VI
Con esta intención escribió á Freiré, proponiéndole arreglar sus diferencias sin derramamiento de sangre por medio de comisionados de una y otra parte que se reuni- rían en Talca.
Freiré aceptó la propuesta, y nombró para el efecto á D. Pedro Zañartu y á D. Pedro José del Río, miembros de la Asamblea provincial de Concepción.
D. Bernardo dio sus poderes á D.José Gregorio Argo- medo, D. Salvador de la Cavareda y D. José María As- torga, y los autorizó para que tratasen con las condiciones siguientes: él renunciaría el mando y lo delegaría en Freiré; éste quedaba obligado á convocar inmediatamente un Congreso constituyente; O'Higgins pedía para sí el generalato de un ejército auxiliar que D. Luis de la Cruz acababa de venir á solicitar en nombre de los patriotas peruanos; si Freiré prefería al título de director provisio- nal el de general de estas tropas, podía marchar con ellas, y en ese caso sería D. Bernardo quien quedaría obligada á reunir el Congreso constituyente y á depositar el mando en las manos de esta Asamblea.
Los señores Argomedo, Cavareda y Astorga partieron de Santiago el 18 de Enero de 1823, para ir á cumplir su misión de concordia.
Luego que en su viaje comenzaron á recorrer el país, vieron con admiración "que los deseos de una reforma (son expresiones de ellos mismos) se habían generalizado hasta el extremo de apetecerla aun las últimas clases de la sociedad."
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Para calmar la extraordinaria efervescencia que nota- ban en los ciudadanos y ver modo de arribar á un arreglo pacífico, impidiendo que un levantamiento en masa de las irritadas poblaciones diese á la crisis una solución violenta y tumultuosa, adoptaron el arbitrio de congregar, á medi- da que fueron llegando á estas ciudades, el Cabildo y vecindario de Rancagua, San Fernando y Curicó, y mani- festarles la disposición en que se hallaba el director de reunir un Congreso constituyente y de renunciar. Sólo así pudieron apaciguar algún tanto la exaltación de los habitantes y lograr que se mantuvieran quietos, aguardan- do el resultado de la negociación.
Sin embargo, los comisionados vieron todavía durante su viaje una nueva y alarmante muestra del desprestigio en que había caído ese D. Bernardo O'Higgins, antes tan influente sobre los militares, tan respetado por los pai- sanos.
La vanguardia que capitaneaba el coronel Cruz se in- surreccionó, aclamó por su jefe a D. Salvador Puga y volvió sus armas contra el Gobierno. Los soldados ama- ban á Cruz: era un valiente, y además los trataba bien; á pesar de eso no pudieron sustraerse al sentimiento gene- ral que impulsaba á todos á pronunciarse contra las auto- ridades establecidas, y antes que servirlas prefirieron abandonar á un jefe querido.
Los cazadores dejaron á la elección de Cruz: ó que se pasara con ellos al ejército de Concepción y continuara mandándolos, ó que se volviera libre á Santiago. Cruz admitió la segunda oferta; se creía en el deber de venir en persona á dar cuenta al director del destino que había corrido la tropa confiada á sus cuidados. En aquella época. O'Higgins pudo enumerar bien pocos oficiales que 1< probaran una fidelidad tan acendrada como la del jefe de| su vanguardia.
La insurrección de este cuerpo avanzado trajo para el Gobierno la pérdida de todo lo que en la actualidad per- tenece á la provincia de Talca.
LA DICTADURA DE O'HIGGINS 369
Los enviados de D. Bernardo, prosiguiendo entretanto su camino, se encontraron con los de Freiré.
Abiertas las conferencias, unos y otros convinieron sin dificultad en que O'Higgins debía renunciar el mando y separarse de! Gobierno.
Luego que estuvo acordado este primer punto, los co- nisionados de Santiago pidieron, en nombre de los emi- lentes servicios prestados á la Patria por el director, que iquella separación no se asemejase á una destitución y jue fuese acompañada de circunstancias que no la hicie- an indecorosa para el magistrado cesante, que, después le todo, había regido por tantos años la República, Para ilcanzar el fin indicado proponían que se le permitiera lelegar la autoridad al que había de sucederle. Los ple- lipotenciarios del Sur aceptaron sin embarazo la condi- ción y consintieron en que D. Bernardo se retirase del ^oder con todas las apariencias de quien lo deja volun- ariamente.
Entonces los otros demostraron las ventajas de que la lelegación recayese en D. Ramón Freiré.
Aquí comenzaron las dificultades. Zañartu y Río tenían nstrucciones expresas para que el Gobierno se constitu- era en un triunvirato, en el cual estuviesen representa- as las tres provincias de Santiago, Concepción y Co - uimbo; por lo tanto, les era absolutamente imposible dmitir la indicación. Sin embargo, consideraban el arre- lo propuesto por Argomedo, Astorga y Cavareda pre- rible á aquel para el cual venían facultados.
A fin de allanar el inconveniente, resolvieron que Río •gresase apresuradamente á Concepción, con el objeto .; solicitar que se le autorizara para acordar aquel ar- i:ulo y concluir en seguida el ajuste de las estipula- ijOnes.
¡Todos estos pasos eran inútiles. Los plenipotenciarios t; una y otra parte tomaron esta determinación el 29 de lero; pero precisamente el día anterior el pueblo de ► ntiago había puesto término á la cuestión.
24
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VII
O'Hig-gins, iueg^o que se convenció de que su perma- nencia en el mando era imposible, buscó cómo calmar la agitación del pueblo y cómo conseguir que le diera tiem- po para descender con dign-dad del alto puesto que ocu- paba. Estaba resuello á abdicar el Poder; veía demasiado bien que no le sería lícito retenerlo más; pero deseaba retirarse honrosamente, con las apariencias de quien abandona un empleo por su propia voluntad y no obliga- do por la fuerza.
Quería hacer pasar su vuelta á la vida privada como un acto de desprendimiento y abnegación, y no como un acto que le hubiera sido impuesto por la insurrección del pueblo y del ejército. Consentía en hacer una renuncia; pero su orgullo se revelaba á la idea de verse forzado á ceder delante de un motín de soldados, delante de una revuelta de demagogos; á juicio del dictador, los proce- dimientos de los ciudadanos y de las tropas no merecían otro nombre. El pensamiento sólo de semejante humilla- ción le era insoportable.
Estaba pronto á devolver esa autoridad que se le dis- putaba; ios chilenos, que daban la ingratitud por recom- pensa á sus servicios, no eran dignos de que él los man- dase; pero estaba también decidido á impedir que mano extraña viniese á arrancar con violencia de su pecho la banda directorial.
Como ese héroe de Homero que en medio de la tem- pestad y la batalla desafiaba á los dioses del Olimpo, O'Higgins se ponía en abierta lucha con un pueblo en- tero, insolentado por la sublevación, enfurecido por las pasiones políticas. Sintiéndose impotente para someterlo y castigarlo, no se resolvía, sin embargo, á cederle el c^mpo sino imponiéndole sus condiciones.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 371
Para que se le dejara salir de su palacio sin insultos, sin desdoro, sin humillaciones, prometió acceder espon- táneamente á cuanto se le exigía por la fuerza. Ofreció renunciar al título de director, dejar preparada la re- unión de una Asamblea constituyente, hacer una amplia justicia á todas las reclamaciones.
Mas para eso era preciso que no se le viniera á inti- mar con ejércitos, con pobladas. De otro modo, él sería vencido combatiendo. Y ¿quién sabe?; la suerte de las armas es siempre dudosa. El también tenía soldados bra- vos y fieles; tenía la división de Cruz, la división de Prie- to, la guarnición de Santiago. Si se empeñaban en recu- rrir á las armas, recurrirían á ellas y verían.
VIII
Había ordenado terminantemente á los redactores de periódicos que no hicieran la menor alusión á las ocu- rrencias del día; temblaba de dar con la publicidad pá- bulo á la agitación de los ánimos.
A pesar de esta prohibición, hizo insertar en el Mer- curio de Chile la renuncia del ministro Rodríguez. La re- tirada de su favorito era una prenda de la sinceridad de sus promesas que daba á los descontentos.
En ese documento se hacía además referencia á la pronta convocatoria de un Congreso como á cosa resuel- ta en el Gabinete. Convenía grandemente que el pueblo tuviera conocimiento de este hecho para que se aquieta- ra y aguardara el desenlace de la crisis en sosiego y sin recurrir á las últimas extremidades. Lo que deseaba O'Higgins era conservar ilesa la dignidad de su persona y conseguir, á costa de cualquier sacrificio, que se le res- petara.
El mismo día que se daba á luz la renuncia del minis-
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tro, partía para el Sur la comisión conciliadora. Los ami- gos de D. Bernardo cuidaban de comunicar á quien que- ría oírles cuáles eran las instrucciones de aquellos pleni- potenciarios: iban á tratar de dar una solución pacífica á !a cuestión; O'Higgins prometía renunciar y pedía que una Asamblea legalmente elegida dictase una Constitu- ción; era necesario que los ciudadanos diesen tiempo para ajustar la negDciación mencionada y que no preci- pitasen los sucesos con pretensiones indebidas, con actos reprensibles de impaciencia.
Todo esto estaba destinado á aplacar la irritación de los habitantes; pero todo era trabajo inútil y perdido. Un Gobierno que carece de autoridad moral y de fuerza ma- terial no puede hacerse respetar. Un hombre que está ya caído no debe lisonjearse nunca de imponer condi- ciones á nadie; mucho menos á los vencedores.
El plan de O'Higgins era irrealizable. Para poder lle- varlo á cabo habría necesitado de un ejército que le fue- se fiel, y las tropas con que él contaba estaban insurrec- cionadas, si no de hecho, al menos de intención.
Acababa de saberse en Santiago la pasada de la van- guardia á los sublevados de Concepción, cuando se reci- bió la noticia de que el escuadrón de Boile había hecho otro tanto en Illapel con los ccquimbanos. ¿Qué recurso quedaba entonces al Gobierno? Los batallones que había alistado para que le defendiesen, luego que llegaban á la vista del enemigo, en vez de pelear corrían á engrosar las filas contrarias.
IX
Estos sucesos manifestaron á D. Bernardo que su situa- ción iba de mal en peor, y que si no se apresuraba á tra- tar con los insurrectos, corría riesgo de ser aprehendido en su propio palacio.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 373
D. Miguel Zañartu acababa de llegar á Santiago. O'Higgins creyó que un comisionado como éste aligera- ría las negociaciones, y le hizo salir sin tardanza para que fuese á ver el modo de arreglarse con Freiré. Zañartu lle- vaba la siguiente carta de introducción:
* Santiago, Enero 25 de 1823.
>Mi distinguido amigo: Nuestro amigo común D. Mi- guel Zañartu parte inmediatamente á buscar á usted don- de lo encuentre; no puedo tener un mejor intérprete de mis intenciones; cuanto usted desee saber de mí le será explanado por él, y estoy cierto que todo, todo se con- ciliará de un modo honorable y conveniente á la Patria.
» Estos son los deseos de su siempre amigo invariable, Bernardo O^ Higgins.
» Señor D. Ramón Freiré.»
Después de las dos defecciones que acababa de sufrir el director, queriendo vigilar por sí mismo sobre las tro- pas que le quedaban, determinó concentrarlas en la capi- tal, aunque para esto tuviera que abandonar á sus contra- rios el resto de la República. El Gobierno comenzaba á agonizar; como sucede á los moribundos, la vida se reti- raba de sus extremidades y sólo le animaba ya el co- razón.
El 26 de Enero, O'Higgins dio orden al general en jefe de su ejército, D. Joaquín Prieto, de que recogiera todo el armamento que se había repartido á las poblaciones para la defensa, y se replegara á Santiago con la división de su mando acantonada en Rancagua. Daba por funda- mento de esta disposición, no, por supuesto, el verdadero, sino la necesidad que había de dejar á los ciudadanos completri.nente libres para cuando procediesen á la elec- ción de los diputados que habían de componer el próxi- mo Congreso constituyente.
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Ese mismo día reunió en su palacio á todos los oficia- les de línea y de la g^uardia cívica que existían en la capi- tal. Les hizo una pintura triste de la situación de la Repú- blica; les pidió que, sin alistarse en los bandos políticos, fueran los defensores del orden, de las propiedades y de la seguridad de los habitantes; y concluyó proponiéndo- les que se comprometieran por juramento al exacto des- empeño de deberes tan sagrados. Dichas estas palabras, se retiró de la sala y los dejó en libertad para resolver.
Muchos de los concurrentes habían prestado ya el ju- ramento, cuando el mayor Barainca, interrumpiendo la operación, manifestó que la promesa que se les exigía era poco determinada, de sentido ambiguo, y que, á su juicio, el estado del país reclamaba la congregación, no sólo de los militares, sino también de las corporaciones civiles y eclesiásticas, para que entre todos acordasen lo conve- niente. Esta indicación fué apoyada por D. Ignacio Re- yes, D. Domingo Godoy y un alférez de la escolta, y adop- tada en seguida por todos los presentes.
El director supremo, luego que fué informado de lo que había ocurrido, aprobó también el acuerdo; y al si- guiente día, 27 de Enero, mandó al ministro de Gobierno, Echeverría, que dictase las providencias precisas para que aquella reunión general se verificase prontamente.
X
Esta apelación al pueblo venía demasiado tarde. Aquel mismo día 27, los representantes más caracterizados del vecindario habían determinado, sin la anuencia de O'Hig- gins, congregarse ellos y los demás padres de familia en sesión solemne, y poner de una vez término á la azarosa situación en que se encontraba la República.
Era urgentísimo restablecer la tranquilidad. No podían
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 375
vivir por más tiempo en medio de tantas alarmas, de tan- tas zozobras, de tanta agitación. La paralización de ios neg-ocios era completa y estaba preparando la bancarrota de los particulares, la ruina de la República. Importaba que aquella anarquía cesase pronto; lo que la fomentaba era la presencia de un solo hombre, y, por consiguiente, ése debía caer, debía ser hecho á un lado; las delicade- zas del amor propio de un individuo no podían hacer contrapeso en la balanza á los intereses de un pueblo.
Además, si el vecindario de la capital no tomaba en la cuestión la parte que le correspondía, los ejércitos de las provincias entrarían en la ciudad tambor batiente y ban- deras desplegadas^ y como vencedores dictarían las con- diciones del nuevo pacto social, organizando el Estado según su conveniencia y capricho. Era preciso evitar á toda costa esa vergüenza; era indispensable atender á que no fuera ajada la dignidad de la capital de Chile.
Estas y otras consideraciones habían inspirado á los ciudadanos que entonces llevaban la voz entre los demás, la idea de promover una manifestación solemne, impo- nente, que, dando á conocer de un modo palpable la opinión casi unánime de los santiaguinos, obligara á don Bernardo á que hiciera dimisión de la dictadura.
Días antes aún habrían puesto en ejecución el pensa- miento, si no los hubiera contenido el tenor de ser dis- persados á bayonetazos por los soldados de la guarni- ción. Sabían, sin embargo, que los jefes de los cuerpos y la mayor parte de los oficiales habían mostrado en con- versaciones privadas el mismo descontento que los pai- sanos; pero nadie se había atrevido todavía á proponer- les el proyecto, y á exigirles el compromiso formal de que cooperarían á su realización.
Al fin, el 27 de Enero los promotores de la reunión se decidieron á obrar á cara descubierta. Contaban con la aquiescencia del intendente de Santiago, D. José María Guzmán; con la aprobación de casi todos los miembros del Cabildo, con el auxilio del comandante de Artillería
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D. Francisco Formas, con el del comandante de la escol- ta D. Mariano Merlo. Faltaba sólo asegurarse la ayuda de Pereira, que era la más importante, pues la Guardia de Honor ascendía como á mil plazas.
t ste jefe estaba estrechamente relacionado con O'Hig- gins, y era su amigo personal. Así nadie quería encargar- se de ¡r á preguntarle qué conducta observarían él y su regimiento, caso de verificarse la manifestación que se preparaba.
Por último, D. Juan Melgarejo y D. Buenaventura La- valle, dos jóvenes que se distinguían por su actividad en la maquinación, se ofrecieron para dirigir á aquel jefe una pregunta que era un si es no es peligrosa. Pereira les contestó con franqueza que su regimiento no volvería ja- más las armas contra una reunión popular tan respetable cjmo la que se proyectaba; pero que, en cambio, exigía que la persona del director fuese considerada y no reci- biese ningún insulto.
Conocidas de un modo positivo las buenas disposicio- nes en que se encontraba el comandante de la Guardia, no había ningún embarazo para ejecutar lo pensado.
Sin pérdida de tiempo, los mismos Melgarejo y Lavalle redactaron unos carteles por los cuales se invitaba á los ciudadanos para que, al día siguiente, 28 de Enero de 1823, se congregasen á resolver lo que mejor conviniese á la República, y ellos mismos, protegidos por las tinie- blas de la noche, fueron fijándolos en las esquinas de la ciudad.
XI
El 28 de Enero, entre las diez y once de la mañana, la parte más visible del vecindario comenzó á juntarse en los salones de la Intendencia, que ocupaba entonces la casa de los obispos, al costado de la catedral. Asistieron á
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 377
aquella reunión los hombres más condecorados de San- tiago, y entre ellos algunos que jamás habían tomado la menor ingerencia en la política.
A las doce del día, la concurrencia, que no cabía en aquel edificio, resolvió trasladarse á la sala del Consulado, donde ahora se reúne la Cámara de senadores. Hubo gente para llenar, no sólo esa sala, sino también el patio.
Todos los individuos de aquella Asamblea, verdadera- mente respetable por muchos motivos, estaban acordes en que D. Bernardo O'Higgins debía ser separado del mando. No veían otro medio de conjurar la multitud de males que amenazaban al país.
Entretanto el director era informado en su palacio de lo que estaba sucediendo, y se ponía furioso al saber una manifestación que reputaba un desacato contra la autori- dad, un insulto á su persona. Bien fuera que le engañasen los que le llevaban las noticias, bien que la indignación no le dejara comprender la importancia de aquel aconte- cimiento, lo cierto es que se obstinó en mirar aquella re- unión como "una asonada promovida por unos cuantos demagogos y cuatro mozos de café", y que prometió no dejar impune tamaña insolencia.
Al instante impartió órdenes para que los comandantes de la escolta y de la Guardia tuvieran listas sus tropas respectivas.
No tardó en saber que Merlo, aunque no había rehusa- do obedecer, había hablado de respetos al pueblo, y ma- nifestado la resolución de no cooperar á ningún acto hos- til contra los ciudadanos reunidos en el Consulado.
A esta noticia sube de punto su furor. Se dirige del palacio al cuartel, acompañado de solos sus edecanes. Busca á Merlo; en presencia de los soldados le arranca las charreteras de los hombros, y se las pisotea; después le arroja á empellones para la calle.
Los soldados vitorean al director. O'Higgins les da á reconocer por su comandante á D. Agustín López, y sale con ellos á la plaza. Allí los deja formados; y con un corto
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número se encamina al convento de San Agustín, donde se hallaba acuartelado el regimiento de la Guardia de Honor,
El centinela que está á la puerta hace ademán de ata- jarle el paso. "Esa consigna no se extiende al director su- premo de la República", le gritó O'Higgins con voz tonante, y sigue su camino, sin que el soldado se atreva á impedírselo.
Pereira le recibe con consideraciones y procura cal- marle; pero le hace entender que, en caso de un conflicto, no se halla dispuesto á embestir contra el pueblo, aunque sí á exigir que se guarde todo el respeto debido á la per- sona de D. Bernardo.
O'Higgins, en medio de su acaloramiento, da él mismo á la tropa las voces de mando para que se ponga en mar- cha; no es obedecido. Pereira le recuerda con modera- ción que el comandante es quien debe entenderse con los subalternos, y que es á éste á quien el director debe transmitir, para que se cumplan, las órdenes que tenga á bien.
O'Higgins le toma entonces del brazo; director y co- mandante, enlazados de ese modo, se ponen á la cabeza del regimiento y van á situarse en la plaza, que guarnecía ya, como lo he dicho, la mayor parte de la escolta.
En este lugar permaneció largo tiempo D. Bernardo, agitado por la más violenta indignación, impaciente por castigar á los revoltosos del Consulado, y dudando si po- dría contar ó no con la fidelidad de una tropa que aca- baba de darle muestras tan poco equívocas de insubordi- nación.
Xli
Al mismo tiempo que el director toma contra la Asam- blea del Consulado las medidas hostiles que he referido, ésta, por su parte, no se descuidaba, y se preparabaá la defensa, por lo que pudiera suceder.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 379
El intendente de la provincia, que puede decirse era quien presidía aquel solemne cabildo abierto, dio orden á los oficiales de la Guardia nacional para que reuniesen sus soldados y los pusiesen sobre las armas. Se hizo que el cuerpo de Artillería, que desde temprano se había ple- gado al movimiento, viniera á fortificar con sus cañones el cuartel de San Diego, donde los cívicos se encontra- ban situados. Se mandaron transportar de la Maestranza al mismo punto, fusiles, sables y municiones, y se incitó á los ciudadanos á armarse en apoyo de la causa populcr. El llamamiento fué escuchado, y en pocas horas quedó improvisado un verdadero ejército de voluntarios, que estaban dispuestos á sostener, aunq-.e fuera á costa de su sangre, la justicia de sus pretensiones.
La Asamblea del Consulado estaba, sin embargo, muy distante de querer recurrir á la violencia; su más ardiente deseo era evitar cualquier conflicto. Si dictaba aquellas disposiciones marciales, era precisamente con el objeto de hacerse respetar y de impedir, por la ostentación de sus recursos, todo pensamiento de resistencia que la des- esperación pudiese inspirar á D. Bernardo. Conocía que éste, en el estado de las cosas, no podría emprender nada de eso con provecho; pero temía que una tentativa impru- dente produjese males irreparables, desastres innecesa- rios y tal vez una matanza que por largo tiempo hiciera derramar lágrimas.
A fin de prevenir el intento que suponía posible en el director, le envió una comisión, de la que hacían parte D. Fernando Errázuriz y D. José Miguel Infante, encarga- da de invitarle con todo respeto, en nombre del Cabildo y del vecindario, á que se personase en el Consulado y fuese á oír las peticiones que el pueblo había acordado dirigirle.
O'Higgins recibió á estos diputados en la plaza al fren- te de su tropa, formada en batalla y con las armas en des- canso; escuchó el mensaje con impaciencia y enojo, y res- pondió:
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"Que el Cabildo fuera de su sala de sesiones no tenía ninguna representación; que el vecindario reunido tumul- tuariamente en asonada tenía aún menos derecho para pretender entrar en arreglos con la autoridad suprema de la República; que se restituyera el Cabildo á su sala, que se disolviera aquel tumulto, y entonces, sólo entonces, consentiría él en oir lo que tenían que decirle."
XIll
Cuando los ciudadanos del Consulado supieron la alta- nera contestación de D. Bernardo, la actitud amenazante que tenía al frente de sus soldados, determinaron no sepa- rarse hasta haber logrado lo que se habían propuesto; pero almismo tiempo decidieron no recurrir á los medios extre- mos sino en último caso, y trabajar cuanto pudiesen para alcanzar sus propósitos de una manera pacífica y amistosa. Sintiéndose fuertes por el derecho, querían observar toda la moderación y dignidad propias del augusto carácter que investían en aquellas circunstancias. Deseaban que no hubiera nada de violencia, nada de arrebatos coléricos; era preciso que la opinión del pueblo, expresada clara- mente, triunfase por su sola virtud.
Convenía hacer entrar en su deber á D. Bernardo con suavidad, sin derramamiento de sangre. ¿Para qué arries- gar la vida de un solo hombre antes de haber agotado todos los arbitrios de restituir al director esa serenidad que le había sido arrebatada por la rabia del vencimiento, y sin la cual no podía apreciar su situación como era de- bido?
O'Higgins amaba y respetaba mucho á su madre.
Algunos creyeron que quizás una boca tan querida le haría entender la razón mejor que cualquiera otra, y fue- ron á manifestar á la señora los riesgos á que se exponía
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 381
- A i
SU hijo, las desgracias que una terquedad inútil iba segu- ramente á atraer sobre la ciudad.
Aquella matrona era tan altiva como D. Bernardo y es- taba tan encolerizada como él.
"Preferiría — contestó á los que procuraban inspirarle susto para que interpusiera su influencia — ver á mi hijo muerto, antes que deshonrado. No le dirigiré una sola palabra sobre este asunto; tiene sobrado juicio y edad para gobernarse por sí solo."
Cuando se perdió la esperanza de que las insinuaciones maternas aplacasen al director, se recurrió á las amones- taciones de la amistad.
Se ordenó que un mensajero corriese en alcance de don Luis de la Cruz, que aquella misma mañana había salido para Valparaíso, ignorante de lo que iba á suceder, y le pidiera, en nombre del vecindario reunido, que volviera á servir de mediador entre el pueblo y su amigo D. Ber- nardo, el cual se empeñaba en sostener una lucha que, aunque desesperada, no dejaría por eso de producir ma- les irreparables. Al propio tiempo se enviaron algunos comisionados á indagar si D. José Antonio Rodríguez se prestaría á hacer servir su valimiento con O'Higgins para persuadirle que no le quedaba más arbitrio que ceder.
Estos últimos no tardaron en venir á anunciar á la Asamblea que el ex ministro accedía con gusto á la soli- citud.
Con esta seguridad, se pidió á Rodríguez que escribie- se una carta á D. Bernardo, aconsejándole la dimisión del mando supremo, y que él mismo concurriese al Consulado para que apoyase la indicación con su presencia y pala- bras cuando el director compareciese ante el vecindario, lo que indudablemente había de suceder. Rodríguez es- cribió la carta como se le pedía y vino á sentarse entre los miembros de la reunión popular.
Entretanto Cruz acudió presuroso al urgente llama- miento que se le había dirigido. Luego que estuvo infor- mado de cuanto sucedía y de las intenciones que abrigaba
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la Asamblea, marchó sin tardanza á verse con el director, para conseguir que desistiera de su primera negativa á léis instancias del pueblo.
Encontró por el camino un edecán que, en nombre de O'Higgins, iba á intimar á la Asamblea que se disolviera, si no quería exponerse á los resultados de una desobe- diencia. Cruz cargó con la responsabilidad de hacer sus- pender la orden y se llevó consigo al portador de ella.
Llegado delante de O'Higgins, le encontró siempre enfurecido y dispuesto á persistir en su propósito. Le ex- plicó entonces cómo era que había retrocedido del cami- no de Valparaíso por llamamiento del vecindario y cómo era que, por comisión de este mismo, iba á solicitar que el director pasase al Consulado.
D. Bernardo, en contestación, le repitió con tono des- preciativo la frase con que había estado justificando has- ta aquel momento su conducta: "Esa reunión, salvo redu- cidas excepciones, sólo se compone de demagogos y mo- zos de café."
"Se engaña V. E. — le replicó Cruz, con firmeza — ; ven- go de allá y puedo asegurarle que se halla congregada en ese sitio la porción más notable de los habitantes de Santiago."
"Entonces me han informado mal", dijo O'Higgins, con alguna vacilación; pero todavía persistió en su primera resolución.
Cruz y Pereira tuvieron que gastar aún más de un cuarto de hora para hacerle cambiar de propósito.
Al cabo de ese espacio lograron atraerle á su opinión. O'Higgins pasó á su palacio á revestirse de todas sus in- signias, y adornado de esa manera, se encaminó el Con- sulado en compañía de Cruz y Pereira, y seguido de su escolta. La Guardia permaneció en la plaza.
Serían como las cuatro de la tarde.
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 385
XIV
La venida de D. Bernardo se anunció en el Consulado por un gran movimiento entre los asistentes.
Era tanto el gentío que llenaba el edificio, que costó trabajo abrir un estrecho pasaje al primer mag^istrado de la República, que, mal de su girado, acudía al llamamien- to del pueblo. Al fin, á costa de algunos esfuerzos,, CHig-gins pudo atravesar la multitud y colocarse en el sitio de honor, á la testera de la que en el día es sala del Senado. Quedóse de pie con el rostro encendido, la mi- rada airada, el cuerpo algo inclinado adelante, las manos apoyadas sobre una mesa.
Al bullicio que había producido su llegada siguióse el más completo silencio.
D. José Miguel Infante se levantó, y principió á hablar recordando la lamentable situación de la República, pro- bablemente para deducir de aquí la necesidad de que O'Higgins renunciara el alto cargo que estaba ejerciendo.
Este clavó sañudo su vista sobre el orador é interrum- piendo su discurso, le preguntó impetuosamente: "El in- dividuo que ha tomado la palabra, ¿qué títulos, qué de- rechos tiene para hacerlo?
Esta apostrofe inesperada cortó á Infante, que quedó sin saber qué responder.
Entonces Errázuriz saltó de su asiento, gritando con voz retumbante: "El título que tiene Infante, excelentísimo señor, para dirigiros la palabra, es el haber sido uno de esos diputados del pueblo á los cuales V. E. ha rehusado escuchar cuando por encargo de esta respetable reunión hemos ido á buscarle á la plaza principal." En seguida se puso á enumerar los fatales resultados de esa tenaz persistencia que mostraba O'Higgins para retener el mando, á despecho de sus conciudadanos; habló de la
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continua alarma que había alejado del país toda tranqui- lidad, de la g^uerra civil que devoraba á la República, de la anarquía que la estaba destrozando; y concluyó exhor- tando al director en nombre de la Patria á que evitara, dimitiendo su empleo, la desgracia de los chilenos, la ruina completa del Estado.
A su vez, O'Higgins pareció conmovido y turbado. Pidió que los presentes nombrasen una comisión para discutir con ella el asunto, y tomar una resolución. Así se hizo, proponiendo D. Mariano Eg-aña los miembros que deban componerla, y aclamándolos el pueblo á me- dida que los iba designando.
XV
En el acto, el director y los comisionados se pusieron á dilucidar aquella ardua cuestión.
O'Higgins negó al vecindario de Santiago el derecho de exigirle una renuncia, y negó también la urgencia de la medida. El había recibido de la representación nacio- nal la investidura de su cargo, y los vecinos allí congre- gados no eran sino la representación de una ciudad. El director de toda la República no podía ser removido por el vecindario de sola la capital. Por otra parte, ¿para qué tanta prisa cuando en aquel momento sus plenipotencia- rios debían estar ajustando con los de Freiré las condi- ciones de la paz?
Según refiere Domingo Santa María en su biografía de Infante, el intendente Guzmán rebatió victoriosamente la primera de estas objeciones. "Es cierto señor — dijo — , que V. E. es director de toda la República, y que aquí no se encuentra sino el pueblo de Santiago; pero yo tuve también la honra de concurrir á la reunión popular que nombró á V. E, supremo director, y esa reunión se hizo
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 385
sólo del pueblo de Santiago y con un número de perso- nas mucho más limitado que el presente.
La segunda objeción fué igualmente bien contestada. Si estaba resuelto á retirarse, ¿para qué la demora, cuan- do con su dimisión todo se arreglaba, todo se pacifi- caba?
El director y los comisionados se dieron todavía algu- nas explicaciones, hasta que al fin el primero convino en delegar la autoridad á una Junta de tres individuos que el pueblo le designaría.
XVI
Luego que la concurrencia estuvo informada de esta determinación, eligió por unanimidad para vocales de la nueva Junta á D. Agustín Eizaguirre, D. José Miguel In- fante y D. Fernando Errázuriz.
O'Higgins comenzó entonces á desprenderse de la banda.
"Siento — dijo — no depositar esta insignia ante la Asam- blea nacional, de quien últimamente la había recibido; siento retirarme sin haber consolidado las instituciones que ella había creído propias para el país y que yo había jurado defender; pero llevo al menos el consuelo de de- jar á Chile independiente de toda dominación extranjera, respetado en el exterior, cubierto de gloria por sus he- chos de armas.
«Doy gracias á la Divina Providencia, que me ha ele- gido para instrumento de tales bienes y que me ha con- cedido la fortaleza de ánimo necesaria para resistir el in- menso peso que sobre mí han hecho gravitar las azarosas circunstancias en que he ejercido el mando.
„P¡do muy de veras al cielo proteja del mismo modo á los que deben sucederme."
25
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Dichas estas palabras depositó la banda sobre la rae¿a?^ que tenía delante y prosiguió: "
"Señores, al presente soy un simple particular. Mien- tras he estado investido de la primera dignidad de la"^ República, el respeto, si no á mi persona, al menos á" ese alto empleo, debía haber impuesto silencio á vues-^ tras quejas. Ahora podéis hablar sin inconveniencia. Que se presenten mis acusadores. Quiero conocer los males'^^ que he causado, las lágrimas que he hecho derramar. Sa- " lid y acusadme. Si las desgracias que me echáis en rostro'^ han sido, no el efecto preciso de la época en que me ha ocado ejercer la suma del poder, sino el desahogo de mis malas pasiones, esas desgracias no pueden purgarse sino con mi sangre. Tomad de mí la venganza que que- ráis, que yo no os opondré resistencia. Aquí está mi pe- cho".
Al decir esto entreabrió violentamente su casaca, ha- ciendo saltar dos ó tres botones, por la impetuosidad del movimiento, y mostró su pecho desnudo, como para pre- sentarlo á ios tiros de sus adversarios.
Viendo esta acción, los circunstantes se pusieron á gri- tar: "No tenemos nada que pedir contra vos, general. ¡Viva el general O'Higgins!"
"Bien sabía — dijo el ex director, al parecer muy satis- fecho de aquella explosión de entusiasmo — que nadie po- dría con justicia demandarme cuenta de males que sólo han sido el resultado de las circunstancias; pero de todos modos os agradezco la manifestación con que acabáis de honrarme."
XVII
En este momento turbó la reunión el ruido de un gran- de alboroto en la calle y el estruendo de descargas y ca- ñonazos, que se dejaban oir á alguna distancia.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 387
Los concurrentes pensaron desde luego que, sin duda, la guarnición se había dividido en bandos, unos por O'Higgins y otros por el pueblo, y que habían venido á las manos; pero poco á poco la calma volvió á establecer- se, y se supo que todo no había sido más que bulla.
Era el caso que los ciudadanos armados que ocupaban el cuartel de San Diego habían estado mirando todo el día con desconfianza la actitud indecisa de la Guardia de Honor- Esto había motivado que aseguraran á varios sol- dados de este cuerpo, á quienes habían sorprendido se- parados del resto de sus compañeros. Los voluntarios de San Diego creían que cada uno de estos prisioneros era para ellos un enemigo menos.
A eso de la oración, sabedor de tal ocurrencia, el jefe que había quedado en la plaza al mando del regimiento, . envió una partida para reclamar la libertad de sus subal- ternos.
Los centinelas avanzados en las bocacalles inmediatas al cuartel, tan luego como distinguieron el uniforme de la Guardia dieron la alarma, y anunciaron que venían á ata- carlos.
Bastó este falso aviso para que cívicos y artilleros pren- diesen fuego á sus armas y estuvieran tiroteando al aire por más de un cuarto de hora. Por último, reconocieron su error y volvieron á permanecer quietos, como antes.
XVlll
Luego que los señores del Consulado se cercioraron de que aquella bullanga no había sido más que puro rui- do, y que todo había pasado como lo dejo dicho, conti- nuaron su sesión.
El tiempo había corrido, y serían como las nueve de la noche.
388 M. L. AMUNÁTEGUI Y B. VICUÑA MACKENNA
O'Higgins manifestó que después del arreglo convenido su presencia era inútil, é indicó que iba á retirarse. Nom- bróse una comisión para que le acompañase hasta el pa- lacio, y casi toda la concurrencia hizo voluntariamente o;ro tanto.
XIX
La conducta del vecindario de Santiago en este día fué firme, llena de calma y moderación, noble, generosa, im- ponente. Se hizo respetar sin recurrir á la violencia, sin perder un sólo instante su dignidad con los arrebatos de la cólera.
No cedió un solo punto á las pretensiones del dicta- dor y le obligó á que compareciese, á su despecho, ante el pueblo; pero en cambio se mostró magnánimo con el caído y le guardó toda especie de consideraciones en su desgracia. Fuerte con la justicia y con el triunfo, no se complació en insultar al vencido, é hizo lo menos amargo que !e fué posible el infortunio de un hombre que, si ha- bía cometido grandes faltas, había prestado también gran- des servicios á la Patria.
El 28 de Enero de 1823 es una fecha que el vecindario de la capital puede escribir con letras de oro al lado de el 18 de Septiembre de 1810.
Los hechos como esos honran á los pueblos y deben servir de ejemplo para sus descendientes.
Tan pronto como se supo en la división de Prieto la abdicación de D. Bernardo, el número 7 de línea se amo- tinó deponiendo á sus jefes, so pretexto de que eran o'hig- ginistas incorregibles. Así puede asentarse que ni uno solo de los cuerpos del Ejército se mostró bien fiel al di- rector, y que todos ellos, cuando menos, manifestaron simpatías por el movimiento del pueblo.
LA DICTADURA DE o'hIGGINS 389
XX
O'Híj^gins partió inmediatamente para Valparaíso, con permiso de la Junta gubernativa de Santiago. Llevaba la determinación de embarcarse para el Perú. En ese puerto fué á alojarse en casa del gobernador Zenteno. Una com- pañía del cuerpo de Pereira le servía de guardia de honor.
Estaba allí cuando arribó Freiré de Talcahuano con su división.
Los dos generales tuvieron una entrevista cordial y amistosa; pero Freiré se vio forzado á tomar una provi- dencia severa, seguramente á su pesar.
El ejército del Sur, animado por el espíritu de provin- cialismo, supo con sumo disgusto que la Junta de Santia- go, sin anuencia de las otras provincias, hubiera decidido acerca de la suerte del ex director. Miró esta disposición como una usurpación de los derechos que correspondían á los demás pueblos, como un ultraje á la dignidad de és- tos y exigió una satisfacción.
Para acallar los murmullos Freiré tuvo que censurar la conducta de la Junta en este negocio y ordenar que se residenciara al director y sus ministros.
Esta era una medida puramente de circunstancias. Así no produjo ningún resultado serio, ni para D. Bernardo, ni para los individuos que le habían acompañado como ministros en la última época de su gobierno.
A los cinco meses de encontrarse detenido por este motivo en Valparaíso, O'Higgins recibió el siguiente pa- saporte, que era más bien un certificado de sus servicios, altamente honorífico para su persona:
"Excelentísimo señor: Sólo las repetidas instancias de V. E. han podido arrancarme el permiso que le concedo
390 M. L. AMUNÁTEGUI Y B. VICUÑA MACKENNA
para que salga de un país que le cuenta entre sus hijos distinguidos, cuyas glorias están tan estrechamente enla- zadas con el nombre de O'Higgins, que las páginas más brillantes de la historia de Chile son el monumento con- sagrado á la memoria de V. E. £n cualquier punto que V. E. exista lo ocupará el Gobierno de la nación en sus más arduos encargos; así como V. E. jamás olvidará los intereses de su cara patria y la consideración que merece á sus conciudadanos. Yo faltaría á un deber mío, que y. E. sabrá apreciar altamente, si á la licencia no añadie- se las dos condiciones siguientes: primera, circunscribirla á sólo e! tiempo de dos años; segunda, que V. E. avise al Gobierno de Chile sucesivamente el punto donde se halle. Esta misma nota servirá de suficiente pasaporte, y ai mismo tiempo de una recomendación á todas las auto- ridades de la República que existan en su territorio y á sus encargados y funcionarios que se encuentren en paí- ses extranjeros, para que presten á V. E. todas las aten- ciones debidas á su carácter y consideraciones que le dis- pensa el Gobierno.
„Dios guarde á V. E. muchos años. — Santiago de Chi- le, Julio 2 de 1823. — Ramón Freiré. — Mariano Egaña.
„ExceIentísimoseñorcapitán general de los ejércitos de esta República, D. Bernardo O'Higgins."
Con este pasaporte, O'Higgins se dirigió al Perú, país que él había elegido para su destierro y que el cielo des- tinaba para su sepulcro.
Hay un elogio que tributarle por el amor que nunca dejó de manifestar á Chile durante su proscripción. Su caída era justa, su desgracia merecida; pero él, cegado por la pasión, no podía considerarlo así. Sin embargo, jamás, como otros proscriptos, maldijo la tierra de su na- cimiento; jamás cesó de estimar como el título más pre- ciado su calidad de chileno. Como tantos otros en igual situación, no parodió la célebre imprecación de Escipión
LA DICTADURA DE O'hIGGINS 391
el africano contra Roma: Ingrata patria^ no tendrás ni aun mis huesos. Al contrario, su mayor deseo era volver á visitar, antes de morir, ese Chile que las instituciones republicanas habían hecho en pocos años libre, rico y flo- reciente, y que él había conocido pobre, atrasado y es- clavo.
No pudiendo regresar á esa comarca por cuya emanci- pación había derramado su sangre, y cuya independencia había proclamado, se entretenía en estudiar el mapa de este suelo querido, en trazar sobre él caminos y canales, en inventar proyectos para la prosperidad de esa patria, cuya entrada le estaba prohibida, en escribir á los amigos que acá había dejado para que trabajasen en la ejecución de esos planes.
No obstante, D. Bernardo O'Higgins no debía volver á pisar nunca la tierra de sus hazañas, de sus glorias, de su felicidad, de su afecto. Era esa la dolorosa expiación que estaba reservada á las graves faltas del dictador.
El 31 de Marzo de 1823, el general D. Ramón Freiré fué elegido director supremo. La República, bajo la di- rección de este valeroso soldado, y más que eso buen ciudadano, iba á entrar en un nuevo período de su exis- tencia y á hacer el ensayo de las instituciones liberales.
índice
pagina». Advertencia 7
INTRODUCCIÓN
Imposibilidad de que las monarquías se establezcan de un modo durable en los nuevos estados que se constituyan. — Causa que impidió en América la fundación de monarquías here- ditarias ó electivas. — Sistema monárquico sostenido por San Martín. — Presidencias vitalicias imaginadas por Bo- lívar.— Negativa de Washington para ser proclamado rey constitucional. — Funestos efectos de los gobiernos de larga duración para la América. — Tema del presente libro. — Es- fuerzos impotentes de O'Higgins para fundar en Chile la dictadura 9
CAPÍTULO PRIMERO
Importancia histórica de D. Bernardo O'Higgins. — Su padre el marqués de Vallenar. — Nacimiento y educación de D. Bernardo O'Higgins. — Su género de vida antes de la revolución. — Su carácter 27
CAPÍTULO II
Origen aristocrático de la revolución chilena. — Organización é influencia de las grandes familias del reino. — Estable- cimiento de la primera Junta gubernativa el 18 de Sep-
394 ÍNDICE
Páginas.
tiembre de 1810.- Marcha moderada y legal que adopta la revolución en su principio. — División de los revolucionarios en dos bandos: los moderados y los exaltados. — D. José Miguel Infante. — D. Juan Martínez de Rozas. — Rivali- dades de las grandes familias. — Motín de Figueroa el 1." de Abrii de 1811. — Congreso de 1811. — Triunfos de los exaltados y política enérgica adoptada por ellos 41
CAPÍTULO III
D. José Miguel Carrera. — Su familia. — Su introducción en los negocios públicos. — Sus desavenencias con los exalta- dos.—Su popularidad. — Movimiento del 15 de Noviembre de 1811, promovido por él. — Disolución del Congreso. — Lucha de Rozas y Carrera. — Política marcial seguida por D. José Miguel Carrera, é impulso vigoroso que imprime á la revolución. — Resistencias que se le oponen y apoyos que le sostienen. — Campaña de 1813. — Destitución de Carrera y causas que la producen 57
CAPÍTULO IV
Actitud de D. Bernardo O'Higgins en la revolución. — Su gran ' ' reputación militar. — Es nombrado sucesor de Carrera. — Campaña de 1814. — Convención de Lircai. — Descontento general que este convenio produce en el pueblo. — Entre- vista de O'Higgins y Carrera en Talca. — Proscripción de D. José Miguel Carrera. — Movimiento de 23 de Julio de 1814, capitaneado por éste.— Lucha de O'Higgins y de Carrera. — Nueva invasión de Ossorio. — Reconciliación de O'Higgins y de Carrera.— Batalla de Rancagua. — Emigra- ción á Mendoza 81
CAPÍTULO V
Desavenencias de los emigrados. — D. José de San Martín. — Competencia de éste con Carrera. — Esfuerzos inútiles de Carrera para proporcionarse de Buenos Aires auxilios con que volverá Chile, y su partida ¿Estados Unidos. — Obs-
ÍNDICE 395
Páginas.
táculos superados por San Martín para emprender la res- tauración de Chile. — Batalla de Chacabuco 103
CAPÍTULO VI
Abandono de la capital de Chile por los realistas. — Elección de D.José San Martín para director supremo, y su renun- cia de este cargo. — Elección de D. Bernardo O'Higgins para el mismo empleo. — Primer ministerio de O'Higgins. — ha Logia Lautarina.— Política inflexible adoptada por el Gobierno. — Medidas fiscales. — Ejecución de D. Manuel Imas. -Ejecución de San Bruno y Villalobos. — Nombra- miento del general argentino D. Hilarión de la Quintana para director delegado y descontento que produce. — Nom- bramiento de una Junta en reemplazo del gobernante an- terior.— Nombramiento de D. Luis de la Cruz para direc- tor delegado. — Creación de la Legión de Mérito.— Pro- clamación de la independencia de Chile. — Campaña de 1817 contra los realistas del Sur. — Campaña de 1818 con- tra el ejército de Ossorio 117
CAPÍTULO VII
Viaje de D. Miguel Carrera á Estados Unidos. Su llegada á aquel país. — Relaciones que traba con varios oficiales emi- grados del ejército de Napoleón I. — Dificultades que tiene que soportar para organizar una expedición. ^Su partida de Estados Unidos.— Su llegada á Buenos Aires. —Sus desavenencias con Pueyrredón. — Persecuciones del Go- bierno argentino contra Carrera.— Fuga de D.José Miguel para Montevideo 147
CAPÍTULO VIII
Exasperación de los carrerinos inmigrados en las provincias argentinas. — Tertulia que tenían en casa de doña Javiera Carrera. — Proyectos de conspiración contra el Gobierno de O'Higgins. — Viaje de D. Luis Carrera para Chile. — Su prisión en Mendoza. — Prisión de D. Juan Felipe Cár- denas, compañero de D. Luis, en San Juan. — Viaje de don
396 ÍNDICE
Páginai.
Juan José Carrera. — Su prisión en la posta de la Barran- quita, provincia de San Luis. — Proceso que se sigue á los dos hermanos y sus cómplices. — Anhelo de D. Juan José por encerrarse en la vida doméstica. — Trabajos de los dos hermanos para fugarse de la cárcel. — D. Luis forma el pro- yecto, no sólo de escaparse, sino también de derribar á las autoridades de Mendoza, para proporcionarse auxilios con que pasar á Chi'e. — Este plan es denunciado al intendente Luzurriaga, quien lo estorba al tiempo de irse á ejecutar. — Generosidad de D. Luis. — Defensa que hace en favor de los Carrera D. Manuel Novoa. — Temores que inspiran los dos Carrera á las autoridades mendocinas á consecuen- cia del desastre |de Cancha-Rayada. — Determinación que toma San Martín contra estos dos adversarios con motivo del mismo suceso. — Procedimientos extraordinarios que se siguen para sentenciar á los Carrera. — Ejecución de don Juan José y D.Luis Carrera. — Oficios de San Martín y O'Higgins en favor de estos dos jóvenes. — Conducta cruel del último con el padre de los Carrera 159
CAPÍTULO IX
Javentud de D. Manuel Rodríguez. — Su mansión en Chile durante la reconquista española y servicios que prestó á la causa de la independencia. — Montonera. — Primera prisión de Rodríguez por orden de O'Higgins. — Su segunda pri- sión por orden de Quintana. — Su conducta después de la derrota de Cancha- Rayada. — Poblada del 17 de Abril de 1818. — Nueva prisión de Rodríguez. — Confidencia del te- niente D. Antonio Navarro al capitán D. Manuel José Be- navente. — Marcha de Rodríguez para Quillota con el bata- llón número 1 de Ceizadores de los Andes.— Muerte de Rodríguez. — Impresiones que causa este suceso sobre los gobernantes y el pueblo 193
CAPÍTULO X
Nombramiento de D. Miguel Zañartu para agente diplomático de Chile en Buenos Aires. — Modificación en el personal del Ministerio. — Nombramiento de una comisión para que redacte una Constitución provisional. — Renuncia que hace
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D. José Mig-uel Infante del Ministerio de Hacienda y nom- bramiento de D. Anselmo de la Cruz para sucedería. — Promulgación de la Constitución provisional. — Análisis de esta Constitución.— Nombramiento de D. José Joaquín Echeverría y Larraín para reemplazar á D. Antonio José de Irisarri en el Ministerio de Gobierno. — Insurrección de los Prietos 217
CAPÍTULO XI
Retirada de las tropas realistas para Valdivia, después de la batalla de Maipo. — Emigrados patriotas de la provincia de Concepción. — Amnistía. — Vicente Benavides. — Insurrec- ción de Benavides en la frontera. — D. Ramón Freiré. — Acción de Curalí.— Creación de la escuadra. — Su primera salida al mando de Blanco Encalada. — Lord Cochrane. — Toma de Valdivia. — Expedición libertadora del Perú 229
CAPÍTULO XII
Maquinaciones de los carrerinos en Chile. — Persecuciones que sufren. — Conspiración de 1820 contra el Gobierno de O'Higgins. — D. José Antonio Rodríguez 251
CAPÍTULO XIII
Mansión ^ '^ losé Miguel Carrera en Montevideo. — Ca- rrera se pone ei. , Sción con el gobernador de Entre-Ríos, D. Francisco Ramírez. — Situación de la República Argén tina en 1819. — Rompimiento délas hostilidades entre los federales y el Gobierno de Buenos Aires. — Triunfo de los federales y su influencia en Buenos Aires. — Protección que el Gobierno argentino dispensa á Carrera para que haga una expedición á Chile. — Actitud que toma con este mo- tivo D. Miguel Zañartu. — Persecución que sufre. — Man- sión de Carrera en el rincón de Gorondona. — Protección que dispensa á Alvear para que sea gobernador. — Sitio de Buenos Aires. — Sorpresa de San Nicolás. — Acción del arroyo de Pavón. — Acción de Gamonal. — Retirada de Ca- rrera á la pampa. — Su mansión entre los indios. — Su mar-
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cha para Chile. — Maquinaciones diplomáticas de Zañartu para destruir á Carrera. — Contramarcha de D. José Miguel á la provincia de Córdoba. — Acción de la Cruz Alta. — Ca- rrera intenta de nuevo pasar á Chile. — Acción de la pun- ta del Médano.— Motín de los soldados de Carrera con- tra su jefe. — Prisión de D. José Miguel en Mendoza. — Su ejecución. — Apreciación de Carrera hecha por un enemi- go.— Suerte que corren algunos de los compañeros de este general 259
CAPÍTULO XIV
Reorganización de las bandas de Benavides en la frontera. — Ventajas que este caudillo obtiene sobre los patriotas. — Acción de Talcahuano, — Acción de la Alameda de Concep- ción.— Tercera insurrección de Benavides. - Acción de las vegas de Saldías. — Solicitud de Benavides para entregar- se al Gobierno. — Su tentativa para fugarse al Perú. — Su prisión en la costa de Topocalma. — Su ejecución 303
CAPÍTULO XV
Exigencia general para que se organice legalmente la Repú- blica.— Rivalidad de los ministros Zenteno y Rodríguez. — Trabajos del segundo en el Ministerio. — Impopularidad que se había atraído. — Arresto de Blanco Encalada. — Triunfo de Rodríyfuez sobre Zenteno. — Desavenencia entre el general Freiré y el ministro Rodiíguez. — Venida de Freiré á Santiago 315
CAPÍTULO XVI
Convocatoria de una Convención preparatoria. — Escándale en las elecciones. — Ape/tura de las sesiones. — Renuncia y reelección de O'Higgins. — Contradicción entre la con- vocatoria y el mensaje presentado á la Convención por el director. — Descontento ocasionado por la elección de don Agustín Aldea para diputado suplente por ios Angeles. — Amnistía.— Reposición del obispo Rodríguez en el go- bierno de la diócesis. — Discusión promovida por D. Fran-
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cisco de Paula Caldera sobre la extensión de los poderes de la Convención preparatoria. — Mensaje del Ejecutivo para que la Convención preparatoria redacte una Consti- tución.— Oposición de D. Femando Errázuriz y de D.José Miguel Irarrázaval. — Análisis de la Constitución de 1822.. 327
CAPITULO XVII
Escasez en toda la República y sobre todo en el Sur. — Des- contento del ejército de Concepción. — Agravio inferido al general Freiré. — El temblor grande. — Insurrección de la provincia de Concepción. — Insurrección de la plaza de Valdivia. — Insurrección de la provincia de Coquimbo. — D. Miguel Irarrázaval.— Entusiasmo del vecindario de Illa- pel en favor de la revolución. — Pasada á los revoluciona- rios de Coquimbo de la fuerza que marchaba á someterlos. 343-
CAPÍTULO XVIII
Esperanzas que al principio concibe el Gobierno de sofocar la insurrección y firme resolución que toma de hacerlo así. — Ofrecimiento de auxilio hecho por el Gobierno de Men- doza.— Abatimiento que reemplaza en los gobernantes á las ilusiones de triunfo. — Renuncia de Rodríguez. — Deter- minación que toma O'Higgins de caer con dignidad. — Ten- tativas para arreglar amistosamente la cuestión. — Eferves- cencia de las provincias. — Pasada á los insurrectos de Concepción de la vanguardia mandada por el coronel Cruz. — Conferencia tenida por los plenipotenciarios de O'Hig- gins y los de Freiré. — Empeño que toma el director para que se le dé tiempo de retirarse del mando con las apa- riencias de una renuncia voluntaria. — Comisión dada á Za- ñartu para que vaya á entenderse con Freiré. — Orden del director al general Prieto para que se replegué con sus tropas á Santiago. — ^Junta de los oficiales de la vanguar- dia, convocada por O'Higgins. — Preparativos del vecinda- rio de Santiago para una manifestación solemne de su vo- luntad.— Poblada del 28 de Enero. — Irritación que este suceso causa al director y medidas que toma para ver modo de disolverla. — Precauciones de defensa tomadas por el vecindario reunido. — Invitación que dirige á O'Higgins
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para que comparezca á su presencia. — Negativa de la ma- dre de D. Bernardo para persuadir á su hijo que acceda á la invitación del pueblo. — Mediación de Rodríguez y de Cruz. — Sesión del Consulado. — Renuncia de O'Higgins y nombramiento de una Junta gubernativa. — Falsa alarma en el cuartel de San Diego. — Partida de O'Higgins para Valparaíso. — Llegada de Freiré á este puerto. — Residen- cia del director y sus ministros. — Partida de O'Higgins para el Perú. — Amor que en la proscripción manifiesta á Chile. — Elección do Freiré para director supremo 359
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