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EL INGENIOSO HIDALGO

DON OUIXOTE DE LA MANCHA

^^ ESTUDIO HISTÓRIGO-TOPOGRÁFIGO

DE

EL INGENIOSO HIDALGO

Don Quixote de la Mancha

DEDUCIDO DB LECTURA, Y APLICANDO LAS LEYENDAS

DE IMPORTANTES SUCESOS Y LAS CONSEJAS POPULARES

DE LA « REGIÓN BBTURIANA » . CON CONOCIMIENTO EXACTO DEL TERRENO

QUE DESCRIBIÓ CERVANTES, DONDE LA TRADICIÓN

CONSERVA LOS NOMBRES QUE JUSTIFICAN LOS PASAJES

MÁS CULMINANTES DE ESTA FANTÁSTICA OBRA,

POR

UN MANOHEGO, QUE LUEGO 8E D!RA

*••■■

MADRID I 1

Calle del Olñrar, nüm. S

1916 ^ 3

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Ktij

.1

ES PROPIEDAD

QUEDA HKCHO EL DEPÓSITO QUE MARCA LA LEY

DEDICATORIA

Á la memoria de mi madre..

¿Qué más puedo desear qué ser hijo tuyo?... ¡Ak, sí! ,,.iin beso; una caricia; dormir en tu regazo.

El recuerdo de estas alegrías de nuestros felices y amoro- sos tiempos, es bálsamo á mis doloridos ayes por tu ausencia.

me enseñaste á querer, no te quejes, madre Luisa, si mi cariño hacía aparece confundido con el de la madre España.

Tu Paco,

\

SALUDO

AL CUEEPO DIPLOMÁTICO ACREDITADO EN MADRID

excelencias: .brande fué mi airevimiento al acometer esta- empresa con tan "pocas letras, pero, aunc^ioe ^ingenio lego» fy esto no entra en los fileros gramaticales), comprendí fue la primera ohligación al salir l>xiscando mis desventuras consistía en dar gracias infinitas á los ^ue formaron coro alrededor del Mihro= Qraivde, cocAtora del úenio, símlolo de nuestra Mahla, ^ue para lionra de loy Jfación española salió del vientre de mi Jíadre.

¡Gracias, oiohles Varones/ y os sicplico, con las veras de mi- alma, las trasmitáis á vuestros puehlos, (^ue, acogiendo carirvosa- mente la feliz ocurrencia del Muy ufohle ^arón J^oi'd de Gar" teret, nos impusieron su impender ahle grandeza.

Mccihidlas, excelentísimos señores, y suhsanetnos este olvido de Gerv antes, vian flaco de memoria)-) al decir de las gentes.

^s lesa loumildemente las tnanos,

Juan Francisco de la Jara v Sánchez de Molina.

AL LECTOR:

Ardua empresa, lector bondadosísimo, me proporciona cHamete» con su honrosa distinción; pero ¿cómo negarme, habiendo hecho un viaje al solo objeto de procurar á nuestra amada patria (¡Ay, así debía de ser, amada!) los medios de rehabilitación ante el mundo, que nos tacha de superficiales, «mancha indeleble de nuestra idiosincracia»? ¿Y qué se diría de esta tierra hidalga si á su empeño no correspondiese con todas mis energías, supliendo con buena voluntad y arranques de alma agradecida los términos de una erudición ampulosa... que por carencia de solidez, nece- saria, forzosamente resultaría insustancial?

Las circunstancias especiales que rodean este misterioso asunto, pres- tan un aliciente tan simpático á la naturaleza de la misión que se me con- fía, que, orgulloso por haber sido el elegido, nada me arredra, pidiéndote sólo seas benigno con el moro que te presento.

Y no te molestes en indagar quién me presentad mí, porque te contes- tará J. Flavio Fiacco «que puse en esta obra todo mi cariño y no se pa- rece á ninguna de las farsas inventadas hasta el día.»

Después de inmensas cavilaciones (hijas de un escrúpulo muy lógico, si se atiende á que yo no me dedicaba á estas cosas), por ciertas dudas que me asaltaron con motivo de la exposición que había de hacerte, acudió en mi socorro el bueno de «Hamete», y, sin preámbulo, sin rodeos, con esa ingenuidad candorosa que imprime á sus actos el que camina en alas de hi sinceridad, me dijo: «¿Qué temor puede ser causa de tu indecisión? ¿No has leído el libro y mis notas...? Vamos, mi especial y cariñoso amigo... En la dedicatoria de Cervantes al gran conde de Lemos hallarás el filón que deseas». Y, en efecto; cuando al hojear nuevamente tan ingeniosa com- posición llegué á la página deseada, mi cerebro se iluminó con sus radian

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tes destellos, «percibiendo clara y distintamente las insinuaciones de ca- rácter concreto y bien definido, que el rey de los genios sometía al procer su Mecenas. »

De las reticencias que abundan en la especial y peculiar manera de expresarse, se trasluce con diafanidad que Cervantes fué invitado á trasla- darse á Ñapóles (pues la China cae muy lejos); que rehusó por no ser indi- cación directa (probablemente por los Argensolas), ó por las razones con que arguye y porque confiaba en la bondad de su protector, y que en la dedicatoria hace resaltar su acendrado amor á España, estimulando, con todas las energías de su genio, al virrey de Ñapóles, para que, en unión de su tío, el Ilustrísimo de Toledo, empleasen sus grandes valimientos en hacer que se pusiera de texto en todas las escuelas de España el libro que compuso.

Es decir, que á las instigaciones para enseñar el castellano en aquel virreinato, contestaba Cervantes: «Es aquí, en mi amada Patria, donde se necesita>. ¿Por qué semejante empeño ..? Tanto tesón, exponiéndose á las iras de sus enemigos, merece reñexionarse; pues, mirado «superficial- mente», no tiene otro valor que el egoísta de proporcionarle un triunfo para satisfacer su amor propio, consagrándole por maestro del buen decir; y esto, precisamente, se lo acaba de ortogar España... al cabo de trescien- tos años. ¿Y sabes cómo, lector? Triste es confesarlo, pero es verdad: in- conscientemente.

El estímulo constante de los extranjeros nos obligó á reconocer que Cervantes era un genio, á su instancia, primero, y por sus repetidas insi- nuaciones, después, hubimos de proceder á la busca y captura de todos sus escritos; en el continuo interés que mostraron, hallamos el acicate que sacudió nuestra eterna modorra; y, por último, cuando nos dispusimos á empresa tan honrosa, como por arte de encantamiento, se produjo un estado de compenetración inexplicable entre los desaprensivos forjadores de leyendas, y los investigadores, dispuestos á creerlas..., que causa horror cómo pudieron hacer ostentación de tamañas tragaderas. Y que no se han dado cuenta del por qué lo han hecho, no admite réplica; pudiéndote ase- gurar que la intención cervantina no ha dejado hasta hoy de ser una incógnita.

Cervantes, observador perspicaz y conocedor «á fondo» de la vida en su tiempo, vidente de la evolución que se produciría, dejó trazadas dos rutas, homogéneas en su nacimiento, pero de finalidad bien distinta: una secundaria, de orden privado y acomodaticia á la otra; ésta, primordial,

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grandiosa, inconmensurablemente grandiosa, bastante por si sola á gran jearle el dictado de «Patricio Sumo y Único >.

Y ahora juzgarás, lector, si tengo razón.

Poniendo de texto en las escuelas su libro, más pronto ó más tarde, pero seguramente, llegarían los chiquillos, sin darse cuenta, con la viva- cidad inherente á los pocos años y ayudados eficacísimamente por el cono- cimiento del terreno en que habían nacido, á descubrir ios parajes que el autor é iniciador de la idea holló cuando iba tomando apuntes para com- ponerlo. Kesultando de una claridad meridiana, que esta parte correspon- día, por derecho natural, á los que habitasen en la Mancha.

La otra, ¡portento de concepciones!, consistía en hacer de los dislo- cados, heterogéneos y extenuados residuos de una raza que fué grande, poderosa y magnífica... una nueva España.

Aquel que intentó alzarse con el reino de Argel para su patria, con los ojos puestos en la península Ibérica, ideó la forma de estimular los sentimientos de su pueblo, haciéndoles vibrar en latidos unísonos; y la ocasión no pudo estar mejor escogida: agotada la vitalidad española por la empresa de los reyes católicos y la expulsión de judíos y árabes; por las aventuras constantes de Carlos V; por las locas y soberbias pretensiones de Feiipe II; por la segunda expulsión de moriscos en 1609; por la cre- ciente emigración á las Indias, y el aditamento de la Inquisición en todos los tiempos (salvo raras excepciones...), la anexión de Portugal y sus colo- nias no bastaba á resarcirnos de las plagas sufridas. Había necesidad de acometer una reforma, que, aunque enorme en el íondo, por la suavidad de los medios que se emplearían había de producir opimos frutos.

Implantando en las escuelas la enseñanza obligatoria del libro que él escribió, se unificaría la dirección de los estudios; obligando X los niños á discurrir agradablemente sobre aventuras, llegaría á constituirse una socie- dad que ejecutase con método, que practicase con orden y sintiese los mis- mos efectos; es decir, que por senderos floridos, distraídamente, sin can- sancio, se llegaría á descubrir que lo más descabellado, en su forma aparente, ocultaba las más bellas imágenes, reveladoras de la redención de España.

Más aún; que el continuo estudio de su libro, incitador á la reflexión, poco á poco iría aproximando á unos y á otros, al par que, irreflexiva é in- sensiblemente, los apartase de las ideas de separación regional que por torpezas de los gobernantes se vienen manteniendo.

Es preciso decirlo, con todas sus letras, para no continuar haciendo el

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«bú» eu la historia del mundo: «¡El idealismo de Don Quixote consiste eu que, al cristalizar en la vida real de España, había nacido para su adorada patria la era de la felicidad! »

Por las artes de este mágico sublime debieron integrarse hace tiempo en una sola unidad los diferentes miembros que sangraban disgregados de su tronco; por cohesión espiritual, haber llegado amorosamente á fundirse en un solo cuerpo; extinguidas las ideas de bandería, hubiera brotado el pensamiento único; «resurgiendo á la vida mundial unida, fuerte, vigorosa, la matrona que por tantos siglos esparció por el Universo, con generoso desprendimento, los más preciados dones de su exuberante fecundidad».

Así pensaba el más grande soñador que ha tenido el mundo; así quería qne fuese la madre que le dio vida; su hermosa lectura llenó de ilusiones mi alma, y yo también sueño... mirando al Sur.

¡Isabel!... ¡Alma española!...

Juan Francisco de la Jara y Sánchez de Molina.

EL RETRATO DE CERVANTES

«Según indicios» pintó su retrato Francisco Pacheco, y «positiva- mente» el caballero sevillano D. Juan de Jáuregui, gran pintor y poeta, «Dicen» que de cualquiera de estos dos puede ser copia el que posee la Academia, «atribuido por unos» á Alonso del Arco y «por otros» á Vi- cente Carducho ó Eugenio Caxes ó alguno de su escuela.

Esta ambigüedad pone de manifiesto que lo dijeron «por decir algo»; pero que no tuvieron arte ni parte los susodichos artistas. Y mi afirmación de ningún modo envuelve censura que tienda á mermar sus bien ganadas reputaciones, haciéndolo constar así, como testimonio de admiración á sus talentos artísticos y en evitación de torcidas interpretaciones.

Ahora, veamos lo que dicen que asegura Cervantes (habrá que verlo del revés) en el prólogo de sus «Novelas ejemplares».

«Quisiera yo, si fuera posible (lector amantísimo), excusarme de es- cribir este prólogo, por que no me fué tan bien con el que puse en mi €Don Quixote», que quedase con ganas de segundar con éste. De esto tiene la culpa algún amigo mío de los muchos que en el discurso de mi vida he granjeado antes con mi condición que con mi ingenio; el cual amigo bien pudiera, como es uso y costumbre, gravarme y esculpirme en la primera hoja de este libro, pues le diera mi retrato el famoso D. Juan de Jáuregui, y con esto quedara mi ambición satisfecha, y el deseo de al- gunos que querrían saber qué rostro y talle tiene quien se atreve á salir con tantas invenciones en la plaza del mundo á los ojos de las gentes poniendo debajo del retrato: «Este que veis aquí, de rostro aguileno, de cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de alegres ojos y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de plata, que no ha veinte años que fueron de oro; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes

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no crecidos, porque no tiene sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies; éste, digo, que es el rostro del autor de «La Calatea» y de «Don Quiíote de la Mancha>, y del que hizo el «Viaje del Parnaso» á imitación del de César Caporal Perusino y otras que andan por ahi descarriadas y quizá sin el nombre de su dueño, «llámase comunmente Miguel de Cervantes Saavedra»; fué soldado muchos años y cinco y medio cautivo, donde aprendió á tener paciencia en las adversidades; perdió en la batalla naval de Lepanto la mano izquierda de un arcabuzazo; herida que, aunque parec« fea, él la tiene por hermosa, por haberla cobrado en la más memorable y alta ocasión que vieron los pasados siglos ni esperen ver los venideros, militando debajo de las vencedoras banderas del hijo del ra3'o de la gue- rra, Carlos V, de felice memoria; y cuando á la de este amigo, de quien rae quejo, no ocurrieran otras cosas de las dichas que decir de mí, yo me levantara á mismo dos docenas de testimonios, y se los dijera en se- creto, con que extendiera mi nombre y acreditara mi ingenio; porque pen- sar «que dicen verdad los tales elogios» es disparate, por no tener punto preciso ni determinado las alabanzas ni los vituperios. En fin, pues ya es*a ocasión se pasó, y yo me he quedado en blanco y sin figura, será for- zoso valerme por mi pico, que, aunque tartamudo, no lo será para decir verdades, que dichas por señas suelen ser entendidas».

La disparidad de criterio que existe entre lo que afirman «muy débil- mente» sus panegiristas y el que yo sustento en este punto, me ha movido á emitir una idea, que fundamento en el sentido del párrafo copiado.

Cuando Cervantes, acercándose al umbral de la tumba (ese momento en que el hombre parece estar obligado á ser sincero por primera vez en el curso de su vida), dedicaba sus novelas al gran conde de Lemos, toda- vía se sintió con bríos para insinuar que su mala suerte le persiguió hasta el borde del sepulcro, impidiendo poder legar á la Humanidad su retrato. Y no es posible negar que presidió el despecho en la redacción del prólogo; el detallado análisis que hace de su persona para ponerlo al pie del re- trato, se debe interpretar como un desahogo de su amargura.

El último párrafo, no debe estar escrito en chino «cuando lo he leído yo...> Se quedó en blanco y sin figura... y las señas con que se despide de sus amigos son bien transparentes.

La alusión á Jáuregui es una sátira al pintor y poeta, que le pagó los

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elogios recibidos haciendo su retrato en verso; pudiendo sospecharse que envuelve una recriminación, porque impidió conservar el mejor testimonio de su figura. ¡Y he aquí la causa de la tristeza que embargaba á Cervantes en el último trance de su vida!

El retrato que existe en la Academia fué concebido muy posterior- mente, concediéndole un abolengo no superior á la fecha en que el noble barón de Carteret hizo aquel encargo á Majans, y debió ejecutarse á me- diados del siglo xviii.

La intención del artista anónimo que quiso suplir aquella falta es magnífica; su obra, propia de un genio, que puso el suyo en tortura con presencia tan sólo de la descripción cervantina y de los versos del poeta; pero aunque mi admiración y agradecimiento sean enormes, no me obli- gan á silenciar por más tiempo la verdad que dejo apuntada.

Examine el retrato el que quiera salir de dudas, y adquirirá pleno convencimiento de que al preciosísimo conjunto de la genial creación le falta expresión, alegría, movimiento, vida Y esto solamente puede su- ministrarlo la presencia del modelo.

Prisión real de Cervantes á que hace referencia en su libro y la supuesta por los investigadores. Su permanencia en La Mancha desde los prime- ros días del mes de diciembre de 1597 hasta fin de enero de 1603.

ADVERTENCIA

En este trabajo únicamente me he ser- vido de Navarrete, confrontando las fechas con otros. (Vale.)

Cuando Cervantes salió de Madrid el año 1587 para trasladarse á Se- villa, D. Antonio de Guevara, que era el proveedor general de las Galeras de Indias, lo nombró comisionado para el abastecimiento á 15 de junio de 1588; y desde esta fecha, en el ejercicio de su cargo, recorrió las provin- cias de Sevilla, Granada, Córdoba y Jaén, hasta que regresó á la Corte en el de 1594.

Una vez en la Villa Coronada, mediante gestiones y fianza de su amigo D. Francisco Xuarez Gaseo, vecino de Tarancón, pero con residencia en Madrid, fué nombrado Agente ejecutivo de apremios de la provincia de Granada el dia 1." de julio de dicho año.

Después de haber realizado algunas partidas, y sin duda por apremio del Tesoro, marchó á Sevilla, entregando al comerciante hebreo Simón Freiré de Lima la cantidad de 7.400 reales para recibirlos en Madrid del portugués Gabriel Kodríguez; pero como pasase á la Corte donde no pudo hacer efectivo el importe de la letra, y en el entretanto se percatase de la quiebra del judío, se trasladó nuevamente á aquella ciudad andaluza, en 1595, con el fin de entablar las gestiones procedentes en estos casos.

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Hechas estas diligencias, continuó recorriendo los pueblos que tenía asignados para la recaudación, hasta que D. Gaspar de Vallejo, Juez de grados de Sevilla, lo mandó llamar y lo prendió «so pretexto de haber quedado un descubierto de ¡2.217 reales! poco más, en el asunto del mer- cader Freiré». A Xuarez, le retuyieron la fianza. ¡Qué tiempos más felices! Pero como ya pesaba sobre Cervantes la excomimión del Abad de tícija por haber embargado los cereales almacenados en las fábricas ecle- siásticas, no obstante ser ejecutor de un mandato real, creo que mediarían instrucciones secretas «por algo desconocido hasta el día», debiendo «á lo que fuese» su encarcelamiento.

Por tan enorme descubierto pasó algunos meses en la cárcel, y puesto en libertad condicional en virtud de una orden del mismo Rey, fecha l.o de diciembre de 1597, «con la obligación de presentarse en Madrid dentro del plazo de treinta días, para liquidar su débito y contestar á los cargos (?) que contra él tenía formulados la Contaduría general del Reino». (No guarda armonía la pequenez de la deuda con la calidad de los personajes). Respecto al esfuerzo que con tanto tesón han venido sosteniendo los habitantes de Argamasilla de Alba y de Alcázar de San Juan, digo, que aunque tuvo origen á presencia de requerimientos extraños, sustentándolo por confusión, merecen un aplauso sincero, y no he de ser yo el que rega- tee mérito á una acción tan piadosa. ¡Alguien había de hacer honor á la memoria del más grande de los mortales!

Aun á sabiendas de que se descubriese la superchería, inventaron his- torias rebosantes de inverosimilitudes; recordaron con pasmosa facilidad (hasta en sus menores detalles 120 años después de su muerte) las peri- pecias acaecidas á un alguacil (cuyo nombre no consta, ¿para qué) allá por los años de 1586 á 1589, y se las aplicaron «al silencioso Cervantes» que estuvo en La Mancha desde diciembre de 1597 á enero de 1603.

Pero la invención que tiene más gracia es posterior: me refiero á la que D. Antonio Sánchez Liaño, Cura propio de La Argamasilla, trasmitió en 7 de febrero de 1805 á D. Martín Fernandez de Navarrete, «la pasta- flora de la credulidad». El exordio de la cartita, dicen que decía: ^luengos días y menguadas noches me fatigan en esta cárcel, ó mejor diré ca- verna, (f- » ¿Te ha gustado, lector? Pues á mí, no; me ha erizado los

cabellos. Pero no acaba aquí el saínete. «Al ser requerido el suministrante de esta majadería para que entregase el papelito, contestó al Sacerdote que se le había extraviado*. Esta chuscada pudo interpretarse como mo- delo de desaprensión, que refleja el carácter del autor del vergonzante

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remedo á la dicción Cervantina y no debieron publicarla. Además, como se intitulaba «descendiente directo de un tio de Cervantes», en su empeño se ve claramente la intención de serlo de D. Baltasar de Cervantes; y ea este caso, lector, ya sabes el crédito que has de conceder al que heredó su apellido de una sotana: ¡Otro Mahoma!

El documento público que aparece firmado por Miguel de Cervantes Saavedra el año 1600 en Sevilla, y que se conserva en muy buen estado (¡pues no faltaba más!) en un archivo de aquella ciudad, debe ser una cosa así como la partida de bautismo de Alcázar, «con la diferencia de haber sucedido en Seviya».

Y no pudo ser el autor de Don Quinóte ¡ó no hay lógica en el mundo!, «porque estando excomulgado y reclamado judicialmente (con las agra- vantes de inhabilitación, rebeldía y haber faltado á su palabra de Caba- llero), no es, ni presumible siquiera, que se presentase en el acto oficial de un otorgamiento». ¡Y en aquellos tiempos!

jY pensar que por una humorada de las infinitas que contiene el libro

se armó tal baraúnda! Cervantes, que no callaba nada, dice «que su

hijo avellanado y seco lo engendró en una cárcel», pero yo nunca he leído •«que lo pariese», y en esto existe una pequeña diferencia de apreciación. El no haberla percibido á tiempo, ha sido causa de que se concediese im- portancia á una suposición harto extendida, y que viene á demostrar lo que te vengo contando, lector: que no han comprendido la manera de decir ambigua que empleó el autor en la construcción del libro.

Su dicción tiene un sabor lugareño que encanta, encubriendo maravi- llosamente con la gramática parda que emplean sus personajes, muchas cosas hasta ahora ignoradas; y el haberme percatado de estas circunstan- cias, facilitó mi estudio, señalando ancha brecha por donde penetré sus secretos á través de parajes no hollados por pluma alguna.

Que no estuvo preso Cervantes todo el lapso de tiempo que faltó de Madrid, y menos en la lób^^^d cueva de la casa de Medrano «en la Arga- masilla», ni tampoco en otra caverna peor en El Toboso, no te quepa duda, lector, ahora... que ya lo irás sabiendo.

Parece cosa de magia, pero en esta época, «incógnita de su vida», han resultado infructuosas cuantas investigaciones se practicaron; y es que el Genio, á imitación del río Guadiana, se escondió para reaparecer ea ocasión oportuna. ¡Por eso no se hallan documentos que justifiquen el vacío de estos cinco años!

Apenas liberto de la cárcel sevillana, ¿cómo avenirse á nuevo cautive-

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rio, él, que intentó romperlas cadenas argelinas? ¡Prefirió la vida errante y miserable que le ofrecía la gran Sierra Negra escondiéndose en sus in- trincados laberintos, á presentarse entre aquellos dos poderes que hicieron odioso al mundo el sacrosanto nombre de nuestra madre España! ¡Re- belión pasiva que la Humanidad le aplaude sinceramente! ¡Rasgo subli- me cuajado en su organización extraordinaria, acostumbrada á mayores

empresas!.

Una vez establecido, halló en la soledad de los montes el bálsamo bienhechor que curase las heridas de su alma lacerada; y abstraído del mundo y desús impurezas, contemplando la Naturaleza en su magnífica grandiosidad, fué fortaleciendo su ánimo deprimido por tan injusta perse- cución y predisponiéndolo al éxtasis precursor de la más grande concep- ción humana. Sin género de duda: en la gran Sierra Negra nació, se nu- trió y adquirió desarrollo el fruto de la gestación laboriosísima, que nos dice concibió en una cárcel.

¿Que por qué digo esto? Porque en el libro, rebosante de inspiración al aire libre, hay señales manifiestas de haberla recibido en lo alto de los riscos ó en las sinuosidades de los valles; y las impresiones, matrices de una germinación exuberante, al abrigo de una choza ó debajo de una en- cina, metido en las hendiduras de las peñas ó recibiendo en su frente los fecundizantes rayos del astro rey, durmiendo sobre malezas á la intemperie, brincando por breñales, saltando arroyos y salvando precipicios.

Todo esto se halla en su fábula, permitiendo transparentar á través del velo con que nubla la vista del lector en sus inimitables descripciones, que los cinco años de tinieblas, pero no sin rastros de sus huellas, los pasó escondido en las entrañas de esa gran Cordillera conocida por los antiguos y algunos historiadores de su tiempo con el nombre de Mons Aranni ó Mariani; él la llamó Sierra Morena.

Los gráficos que acompaño á la obra justifican con exactitud los sitios cuyas leyendas guardan concomitancia con las simuladas aventuras del godo Quixote, y que he deducido de su lectura literal con conocimiento material de los terrenos descritos en el inmortal libro de Cervantes.

LA MANCHA

Anhelo, incertidumbre, confusión, vértigo..., tal fué la gradación en el orden de sensaciones que experimentaron los comentaristas del libro de Cervantes al poner en tortura su magín para desentrañarlo; habiendo ob- tenido como galardón el mostrar cuan presto se olvida lo que prendieron con alfileres.

Todos «admiran» las bellísimas descripciones que contiene; aplauden, «hasta desgañitarse», la propiedad de las narraciones «por la justeza con que están hechas»; y yo pregunto: ¿cómo se puede afirmar esto si aún no se han fijado los puntos en que supone desarrolladas las aventuras? Per- cibo (con harta pena lo digo) «una superficialidad tan marcada en la mayor parte de cuanto se ha escrito con relación á este libro», que temo por mi Patria continúe haciendo estragos esta enfermedad.

Es verdad que constantemente relata aventuras ocurridas en La Man- cha, pero refiriéndose al país en general; y como la región manchega corai- prende las provincias de Toledo y Cuenca (Mancha alta); Albacete y Ciu- dad Real (Mancha baja), más un trozo de terreno enclavado en la de Te- ruel conocido por Mancha de Monte Aragón, hubiera sido de mucho provecho la especificación clara y terminante del ■punto en que se des- arrolló cada aventura, para apreciar en toda su magnitud si los críticos tenían razón. Yo creo que no, ique conste!

Entre ellos, los hay que están de acuerdo en el lugar de la penitencia (pero nada más que entre ellos), llevada á cabo en los términos orientales de Sierra Morena y como en el centro donde nacen los ríos Guadalraena y Guadalén; mas, afortunadamente, no pasa de ser una suposición que acre, dita la impenetrabilidad en el libro y en los montes: «se hacían los estu- dios aquí, en Madrid, y allá, en Sierra Morena, había infinitos bandoleros» .

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Y como para poder distinguir en el conjunto inmanente de la fábula la parte real que verdaderamente encierra, sea de imprescindible necesidad marcar la porción que llamó con sugestiva gracia y propiedad simula Malindrania», deberá tenerse presente que ínsula era equivalente á <Gohíerno» y <i-malandrines* á •ladrones». Altisonante, ¡como todos los nombres de su invención!, guarda perfecta armonía con las leyendas tra- dicionales de personajes siniestros que se guarecían en sus montañas, y cuyas fechorías se encargó de agrandar el miedo y esparcir la fama, tal y como han llegado á nosotros.

También explotó con acierto el lenguaje escaso y recortado, impreciso y confuso, lleno de refranes, de abreviaciones y rodeos, de los que moraban en aquellos pueblos «que nunca dicen francamente lo que desean», presen- tándolos á cada paso taimados é indolentes: rasgos distintivos que caracte- rizan la raza que dibujó tan magno artista.

Ahora, veamos qué país es éste, y la situación que ocupa en el Globo terráqueo, pues hasta la fecha no se ha podido delinir si la tan celebrada «como conocida ínsula» criaba carne ó pescado.

En tiempos fenicios y griegos, se llamó JBeturia; pero hace ya muchos siglos que los historiadores y geógrafos divagan de un modo raro sobre su existencia, sin concretar detalles que permitan fijar una orientación, ó eli- minándola en la generalidad de los casos. No obstante, «como es cierto que ha existido con esta denominación y Cervantes la considera teatro de gran- dísimas hazañas», los datos que he topado, aunque escasos é inseguros, los haré constar para que sirvan de indicio á ulteriores investigaciones.

Cuando los caudillos de las legiones romanas dominaron la resistencia ibera, Junio Bruto dispuso la traslación de los Celtas que habitaban en la región S. de La Lusitania á la cuenca situada entre los ríos Bétis y Anna, estableciendo varias colonias en parajes designados con antelación y distri- buidas á ambos lados de los Mons Aranni, en la extensión que media desde la parte E. de la Cordillera al S. de Montiel hasta Belalcázar por el O.

Aunque la oscuridad que se nota en los libros antiguos impida fijar el sitio en que tuvo lugar la batalla de la Beturia en la época romana, más adelante se esbozará una conjetura con visos de realidad.

Tampoco fué óbice á mis pesquisas tanta dificultad, pues he hallado, en fueraa de buscar antecedentes, que existen nombres reveladores de la raza que los fundó: «Carcuvitim», «Lapides Artiy^ (?) ^Maestatizay», «J.rf- liuhras», «-Font-amiosas* y <iBctnis>, aunque bastante desfigurados, lo atestiguan.

Y ya que trato de La Mancha, añadiré que creo Cervantina la siguien te copleja, tan sabida de todos, pero á medias:

Aunque eoy de La Mancha no mancho á «naidei; más de cuatro, quisieran,

(¡Sangre de origen godo, que era de lo que se preciaban los nobles es- pañoles del siglo XVI y de cuya procedencia somos los manchegos!) Ahora bien, como las seguidillas manchegas deben ir acompañadas de su corres- pondiente estribillo, aplicándolo «el cantaor á su antojo», sin duda por no parecerle bonito el que tenía, lo sustituyeron por otros más modernos; pero aún no se ha olvidado del todo: el verdadero, ¡el auténtico!, alcancé á oirlo una vez, yendo de paso, por el camino viejo que desde el puerto de Niefla conduce á Fuencaliente, en un Cortijo, y era:

Esto lo dijo un hombre que era manco en un Cortijo (1).

¡Qué archiveros!

(1) tSe da este nombre á los caseríos en aquella parte limítrofe de Andalucía.

VINDICACIÓN DE BETURIA

Por su lectura, que instruye deleitando y educa é incita á la reflexión, bien puedo calificarlo de prodigioso sin que me tachen de exagerado, puesto que ha hecho esclavo de su atractivo á todo el género humano. ¡Fué tanto el arte que derrochó en su confección, que ha sugestionado al mundo!

La grandeza de sus concepciones, la facilidad de exposición, la precisión admirable en sus cuadros, el oportunísimo juego de figuras, el lenguaje tan castizo que emplea, el desenvolvimiento parcial y de conjunto de tanta aventura, fueron causa de mi asombro y perplegidad. ¿Cómo yo, pigmeo en letras, que apenas cuento con las necesarias para desempeñar una plaza de copista á sueldo, me atrevería á tan descomunal empresa? l)j otra parte, ¿qué necesidad me impelía á salir á la plaza del mundo sólo por m:)3trar el tosco ingenio mío?

Las reflexiones expuestas motivaron una inercia tan grande en mis ener- gías, que á no ser por un poderoso esfuerzo de voluntad, esta idea lumino- sa (que, aunque toscamente expresada, ha de servir de faro á los doctos para que con datos ciertos y su facundia irradien por todos los ámbitos la verda- dera luz que centellea en el libro de Cervantes) hubiera quedaio relegadi á segundo término; mas no ha sucedido así, felicitándome por haber venci- do la resistencia que me hubiera acarreado eterno remordimiento. P.)rquí ¿cómo argumentar á mi conciencia, recriminadora constante de mi cobar- día, por la ocultación de un secreto de interés universal? ¿C)n qué derecho seguiría callando si á mis ojos se presentaba el dilema de ser útil á mi Patria en alguna cosa ó desaparecer del planeta con el pesado fardo de raí egoísmo?

Después de grandes insomnios y sufrir por largo tiempo ese müestar latente que crea la duda, hube de recapacitar y decirms: «No es tan grave

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delito como supones entrar en la liza acompañándote la razón, puesto que lo penuria del discurso estará amparada por una acción meritoria».

Desde aquel instante, exento de temor, he considerado deber ineludible rendir á la verdad su tributo sin pasión, sin egoismo, con la alegría que produce la satisfacción de una obligación cumplida. Y para ser sincero en todo, añadiré: «Ya no le temo á la crítica; porque considerándome yo en el montón de los iliteratos, no creo á nadie capaz de perder el tiempo y el in- genio en andanzas sin provecho.»

El fondo de mi propósito es claro, preciso, terminante, y aunque los valiosos ropones de una erudición grandilocuente hubieran sido oportunísi raos para hacerle grato á los lectores, no han de menester la ampulosidad en sus formas: Cide Hamete Benengeli fué autor «arábigo y manchego», y el que esto escribe «no quiere prescindir» de hacer resaltar esta última condición, ya que la de autor no le coja de cerca.

Por haber visto la luz en un pueblo de la región Beturiana, cuyos giros de dicción y trazas de su suelo están patentes en el libro de Cervantes, me atrevo á afirmar, bien convencido, que La Beturia albergó á aquel Caba- llero andante, dechado de virtudes, que el autor nos presenta por modela de altruismo; y de la algarabía que resultó en el lenguaje por mezcla de tantas razas, tomó el Genio la materia prima con que esmaltó las maravi- llosas narraciones de su hermosa fábula.

iQué facilidad y qué arte para apropiarse y colocar las medias palabras, los giros, hipérboles y equívocos!

La pintura que salió á pesar de tan toscos materiales, «concebida en una cárcel», sobrepuja al deseo del más exigente artista: luz, colorido, expre- sión, términos, dimensiones,... cuantos detalles (por ínfimos que sean) se reputen como imprescindibles, constan en la debida proporción. Velázquez, Murillo, Goya y tantos otros, ; gloria de España!, sois sus hermanos. Yo os aseguro que tendréis vida por centurias de años en fuerza de retoques; pero la producción de aquel Manco ha de vivir luengos siglos, conservando inal- terables sus rasgos, «aunque malandrines historiadores descuelguen la pé- ñola de Hamete para profanarla».

Con este objeto he salido á la palestra, y ¡vive Dios! que no he de cejar hasta conseguir la restauración de tan bellísima obra.

Críticas y correcciones al libro

No te sabré decir su antigüedad, querido lector, pero si que son geme- las é innatas en nuestra raza. ¿No lias tropezado (¡ay!, tanta frecuencia constituye nuestra mayor desgracia) con individuos que apenas tuvieron tiempo para oir ó leer (muchas veces sin llegar al final) una cosa, pidieron la palabra en contra ó cogieron la pluma para impugnarla? Pues eres un mortal feliz.

Esto precisamente ha sucedido con esa genial creación del más grande de los mortales, y yo pregunto: ¿Alguno de ellos señaló la región en donde se emplea el lenguaje que tan admirablemente trasladó á su libro Cervantes? No. ¿Tienen autoridad para modificar su texto? Tampoco. Pues si este libro se ha hecho incomprensible, si no supieron transportarse á aquellos tiempos para desentrañar su lectura y su texto debió de ser sa- grado, ¿qué razones ó clase de argumentación adujeron para conseguir retocarlo? A muchos conozco que hacen esta pregunta, sin hallar res- puesta satisfactoria, y como yo presumo haberla encontrado, te la voy á decir, lector (en lenguaje manchego y en secreto, no haga el diablo que la tomen conmigo): Deshaciendo la ohra de Cervantes, que para ellos no significaba nada, nunca se presentaría ocasión de descubrirles su ingenio.

Todos cuantos se dedicaron al estudio de este libro, debieron tener presentes los versos que puso Cerhino (aunque aquí leas Cervantes no te acongojes, aciertas) al pie de las armas de Orlando:

Nadie las mueva, que estar no pueda con Roldan á prueba.

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Muy lejos de mi ánimo está el liacer critica, pero no puedo sustraerme al deber de señalar algunos casos, y éstos con brevedad.

El plan cronológico de Rios es inconciliable con la fábula, por dos ra- zones: «Porque Cervantes no pensó en tal cosa ó pensó en lo contrario». Y como el ir en rogativas por el mes de a^osío jamás lo vi en mi tierra, sobran la cronometría y la lógica.

El mapa que delineó D. Tomás López, «con observaciones hechas (?) sobre el terreno» por D. Joseph Hermosilla, os una obra ilusoria que re- vela «travesura», pero nada más. Por la época en que debió confeccio- narse este «pastel», estaba Sierra Morena infestada de malandrínes y debía de hacer mucho «frío»; por lo cual, tuvieron á bien no pasar de Mestanzd y sus alrededores. Después de todo... una leyenda más.

Pellicer, Mayans y Navarrete, con otros muchos que me alegro no haber leído, «gloria de la credulidad ó de la inventiva», recopilaron una gran cantidad de leyendas fabricadas en La Argamasilla, lanzándolas á la publicidad y volviendo locos á los extranjeros... en justa reciprocidad á que nos impusieron la grandeza de Cervantes. ¡Aún se le ensalza por lo que nos dijeron de él!

Cleraencín. Leyó tantísimos libros de caballerías, que se le extravió la brújula: asegura haber estado en La Mancha, y confunde la puerta falsa de un corral con la principal de la casa; el postigo no sabe en donde colo- carlo, y, finalmente, arremete enfurecido contra el Ventero porque no re- comendó á su ahijado proveyese á Sancho de una maleta (según él, hubiera sido más decente) en vez de unas alforjas.

Una maleta en La Mancha y hace tres siglos... lector: no lo tomes á desconsideración si me río un rato largo, soy raanchego.

Hartzenbusch. Acreditó su paciencia oriunda de germanos publicando un volumen con «l.GS.-i notas al Quixote» (¡ahí es nada!), y confiesa en una de ellas «que no sabe lo que son veros^. ¿Sería por falta de tiempo...? En La Mancha le hubiesen dicho: ¡Veros de aquí! Con música de Caballero: celehro tanto volvet- á veros. Y el Diccionario de la Academia á que perteneció, dice: Blasones: Esmaltes que cubren el escudo, d'-.

Pero todo esto, con ser mucho, no es tan grave como la falta que co- metió la Academia de la Lengua Española al prestar asentimiento á las interpretaciones que formularon varios de sus miembros, muy doctos, es cierto (todos los escritores lo dicen...), pero en mi humilde opinión y sin agraviar á nadie, estaban ayunos en la materia. Ea fin, lector, ya te irás dando cuenta.

Hamete, bien á pesar su5^o, se ve obligado á variar algunas letras, mii}^ pocas, pero no porque ofrezca dificultad su lectura, como pomposamente argüyeron más de cuatro sin hacer las debidas salvedades, no; es, que por haber introducido muchísimas innovaciones que alteran esencialmente la constitución de nuestra habla, distanciándola de las fuentes de su primi- tivo origen y desviando su curso innecesariamente hacia otras orientacio- nes, se ha llegado al presente caos, que justifica la disparidad existente; pudiéndose asegurar «que la dificultad sólo estriba en la pronunciación de algunas letras, pero de ningún modo en la comprensión del significado á que responden las palabras y oraciones de este hermoso libro».

Las causas que alegaron doctoralmente «los entendidos» para acredi- tar los trastornos que hicieron, no son más que repeticiones de la eterna muletilla: No se imede leer en este libro, porque su escritura está, anti- cuada, y no se comprende lien lo que quiso decir Cervantes. Pero te aseguro que tal afirmación ha de quedar totalmente desvirtuada, sin más artificio que levísimas modificaciones en el texto de la presente edición y que anoto al final del presente capítulo sobre críticas.

¿Y qué fundamento tiene el tan cacareado desorden gramatical cuando la primer gramática que fijó reglas para usar con método de nuestros vo- cablos la escribió el P. Antonio de Nebrija pocos años antes de la publi- cación Cervantina? Vamos, ¡que se lee cada argumento! ¿Alguno puede demostrar que Cervantes la estudió? Si se confeccionó el primer libro regimental de nuestra dicción estando Cervantes en Italia, y después atra- vesó infinitas vicisitudes que le alejaron de la Corte, ¿cómo exigirle expre- sión ajustada á los cánones?

Pues, ¿y de la puntuación? Cada uno de los Censores {...de la familia de Catón) la ha acomodado á su criterio, descomponiendo los periodos más bellos á su capricho. Pero yo, admirador sincero del Genio y azote de sus profanadores, la restituyo al estado de la edición de 1608, sin- tiendo no podértela servir como la de 1605, por no haber llegado á mis manos ningún ejemplar de éstos.

Ahora bien; como abarca una intención perfectamente definida, no descubierta por los que al rebuscar sólo hallaron defectos, necesito expli- carte... que de la dicción goda, y de la posterior, arábiga, salió esa mez- cla con que Cervantes esmalta su ingeniosa producción. Y, como el autor «era moro», debe presidir en su lectura gran reposo; pues se sabe que son desconfiados, recelosos, cautos hasta en el andar, dominadores de sus ner- vios, y atemperan sus modalidades físicas á la mejor inexpresión de su

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semblante. Son perspicaces en grado sumo, y la sagacidad es innata en su raza; cualidades todas que los hacen caminar con aplomo, y así, en sos conversaciones se muestran parcos, para dar tiempo á madurar lo que han de decir sin comprometerse por palabra de más ó de menos.

En la puntuación estriban las más preciosas incógnitas: porque pe presta á esas continuas mutaciones en que la misma persona ocupa dis- tinto lugar en la conversación; hace innecesario el aviso de la intromisión de otro actor en escena; el narrador ó lector de una fábula se convierte en protagonista, y por último, los incisos, que son su alma, eliminan por in- necesarios los apartes y las aclaraciones.

De lo expuesto se deduce que á este libro, «hijo del entendimiento de Hamete», hay que leerlo mtiy despacio.

Modificaciones que se ha visto precisado á introducir este otro Hamete:

La S antigua, fácilmente confundible con la/ actual, queda suprimida, empleando siempre la 5 moderna.

La fque se empleaba indistintamente oomo Y ó como 7i, fijado su uso como vocal solamente, no tendrá otro en el presente libro; y la V y B se destinan á las voces que necesiten de estas consonantes.

Las alteraciones por el no uso de letras con pronunciación distinta á su escritura, se verifican por supresión en los casos en cfue se decía S por C con cedilla ó por Z; y la Q se convierte en C.

En otros, la y griega por i latina, y viceversa.

En los que se empleaba tilde sobre vocal para denotar la presencia y pronunciación de la N, se pone esta.

Y la X hubiera preferido conservarla, porque aunque cueste un po- quito más de trabajo su pronunciación gutural arábiga, no considero á nadie tan escaso (y esta ventaja les llevo á los críticos y reforraadore?), que establezca diferencia entre «^cuaxada» y cuajada; pero me he conte- nido, reteniéndola sólo en el caso concreto de JDon Quixote, que nació asi por voluntad hien estudiada de su Señor padre.

Ei ingenioso hidalgo

don Quixote de !a Mancha

Dice Clemencín que se ha dudado de la propiedad y conveniencia de este título «tachándolo de abultado y hueco»; según Pellicer, la calidad de «ingenioso» se aplicaba, no á la persona del Hidalgo, sino á la obra, «para denotar el ingenio con que estaba escrita», y los restantes han abusado de la pobreza del autor.

Lector, ¿no te parece una amalgama indigna, que debe cesar, la aplica- ción al Genio de epítetos rimbombantes mezclados con el producto de re- buscaciones terrenas, que aunque ejecutadas de buena fe parecen tenden- ciosas? Por decoro debemos desistir de ciertas inquisiciones. ¿Cuánto me- jor no haríamos tratando su memoria «con respeto sentido», que al fin y al cabo constituye en nuestro patrimonio mundial el más preciado florón? Esto sería nuestro mayor honor.

Los Señores que han criticado ó comentado su obra, hanse excedido en sus juicios extremadamente capciosos; y aunque emitidos con gran erudi- ción, «no han tenido habilidad bastante para evitar que se trasluzca la con- trariedad que les produjo no comprenderlo». ¿Con qué dereclio llaman va- nidoso á Cervantes? ¿Por qué razón calificaron de abultado y hueco ei títu- lo de su libro si no lo comprendían? «Peor será meneallo»: van transcurridos trescientos diez años desde su publicación y nadie acertó á interpretarlo. ¡Triste espectáculo el nuestro! ¡Y siempre criticándolo!

El presente trabajo tiende á servir de pauta para estudios sucesivos, proporcionando materiales ignorados hasta el día é indispensables, tanto para deshacer errores, como para continuar por una ruta cierta; bien enten- dido que todo cuanto yo exponga es de fácil comprobación.

No estará de más recordar, que en vida de Cervantes desorientaron á la opinión y efectuaron las enmiendas que tuvieron por conveniente al hacer li

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tirada de 1G08; y que allá por los años de 178G á 738, cuando el Lord inglés interesó de Majárs escribiese la «Vida de Cervantes», se produjo tal re\uelo en Espcña, que al disputarse el honor de haberle visto nacer varias poblaciones, dieron principio las tan traidas y llevadas historias de sucesos que nada tenían de común con lo que le sucedió al inventor de este cuen- to ideal». Desde entonces data la obsesión que se apoderó de nuestros lite- ratos: «cuantos se dedicaron al cultivo de las letras, se creyeron en el deber de rcmper una lanza con El Manco de Lepanto (¿seria por esto?), contán- dose muy pocos que no hayan propuesto correcciones». (jOh, poder de la sabiduría, á qué extremos conduces á los hombres que arriban á tu cum* bre!). Kesullando lo que tenía que ocurrir como cosa irremediable: que se haga imposible el estudio del libro Don (¿uixote sirviéndose de una edi- ción moderna. ¡De tal modo le han desfigurado el rostro los que se creye- ron capacitados, que, á vivir, no lo conocería ni el padre que lo «fundó»!

Y para que te convenzas de que en lo que yo digo no existe artificio, deseo de encumbramientio ó de mortificación (te ruego lo consideres como una perogrullada mía), confronta una edición moderna con otra antigua, «y verás que no te miento».

Y paso á di mostrarte, lector, que no es oscuro ni poco feliz el titulillo que puso Cervantes al Caballero-Libro.

Con este epígrafe quiso dar á entender «que un ingenioso hidalgo de La Mancha» descubriría el país de Don Quixote. Y la razón de este argu- mento (que se le olvidó (?) decir al autor) es obvia: Si entonces para ingre- sar en las Universidades se exigía Ja acreditación de limpieza de sangre, los estudiantes habrían de ser necesariamente hijos de Ricos-homes, de Caba- lleros y de HijosdaJgos; ofreciéndose esta ocasión, no única en el curso de tan larga cerno sabrosa historia, para rendir justo tributo de admiración á la videncia de aquel Ser privilegiado.

La interpretación literal de líamete es como sigue: Un Hijodalgo, estudioso, de ingenio despierto y conocedor del terreno, habría de ser el que descuhiera los ^parajes que holló en sus correrías el inmortal don Quixote de la Mancha.

¿Que lo de ingenioso lo dijo Cervantes por Hamete? Léase en la pri- mera parte el epígrafe del 2.o capítulo «metamorfoseado por los endiabla- dos retocadores»: Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quixote. En su muerte: Estefm tuvo el ingenioso hidal- go de la Mancha.— VúVlq^x no estuvo ala altura de sabiduría que le asignaron los clasificadores.

Tasa

Yo Juan Gallo de Andrada, escribano de Cámara del Rey nuestro señor, de los que residen en su Consejo, y doy fe, que habiendo visto por los se- ñores del un libro, intitulado. El ingenioso Hidalgo de la Mancha, com- puesto por Miguel de Cervantes Saavedra: tasaron cada pliego del dicho libro á tres maravedís y medio: el cual tiene setenta y tres pliegos, que al dicho precio monta el dicho libro, doscientos y cincuenta y cinco maravedís y medio, en que se ha de vender en papel, y dieron licencia para que á este precio se pueda vender. Y mandaron que esta tasa se ponga al princi- pio del libro, y no se pueda vender sin ella. Y para que dello conste di la presente en Valladolid, á veinte días del mes de Diciembre de mil y seis- cientos y cuatro años.

Jaan Gallo de Andrada.

Vi este libro, intitulado Don Quixofe de la Mancha, y en él no hay cosa digna de notar que no corresponda á su original. Dada en Madrid en veinte y cinco de Junio de 1608 años.

£/ Licenciado Francisco Murcia de la Llana.

Yo El Rey

Por cuanto por parte de vos Miguel de Cervantes Saavedra, nos fué fe- cha relación, que habíades compuesto un libro, intitulado El ingenioso Hi- dalgo de la Mancha, el cual os habla costado mucho trabajo, y era muy útil y provechoso, nos pedistes, y suplicastes, os mandásemos dar licencia y facultad, para le poder imprimir: y privilegio por el tiempo que fuésemos servidos, ó como la nuestra merced fuese. Lo cual visto por los de nuestro Consejo, por cuanto en el dicho libro se hicieron las diligencias que la pre- mática últimamente por nos fecha, sobre la impresión de los libros dispone, fué acordado, que debíamos mandar dar esta nuestra cédula para vos en la dicha razón, y nos tuvímoslo por bien. Por lo cual, por os hacer bien y merced, os damos licencia y facultad, para que vos, ó la persona que vues- tro poder hubiere, y no otra alguna, podáis imprimir el dicho libro, intitu- lado El ingenioso Hidalgo de la Mancha, que de suso se hace mención, en todos estos nuestros Reinos de Castilla, por tiempo y espacio de diez años, que corran y se cuenten, desde el dicho día de la data desta nuestra cédula. So pena, que la persona, ó personas, que sin tener vuestro poder lo imprimiere, ó vendiere, ó hiciere imprimir, ó vender por el mesmo caso pierde la impresión que hiciere, con los moldes, y aparejos della: y más incurre en pena de cincuenta mil maravedís, cada vez que lo contrario hi- ciere. La cual dicha pena, sea la tercia parte para la persona que lo acusa- re: y la otra tercia parte, para nuestra cámara: y la otra tercia parte para el juez que lo sentenciare. Con tanto, que todas las veces que hubiéredes de hacer imprimir el dicho libro, durante el tiempo de los dichos diez años, le traigáis al nuestro Consejo, juntamente con el original que en él fué vis- to, que va rubricado cada plana, y firmado al íln del, de Juan Gallo de Andrada, nuestro escribano de cámara, de los que en él residen, para saber

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si la dicha impresión está conforme el original: ó traigáis fe en pública for- ma, de como por Corretor nombrado por nuestro mandado, se vio, y corri- gió la dicha impresión por el original, y se imprimió conforme á él, y quedan impresas las erratas por él apuntadas, para cada un libro de los que asi fueren impresos, para que se tase el precio que por cada volumen hu- biéredes de haber. Y mandamos al Impresor que así imprimiese el dicho libro, no imprima el principio, ni el primer pliego del, ni entregue más de un solo libro, con el original al Autor, ó persona á cuya costa lo imprimie- re, ni otro alguno, para efeto de la dicha correción, y tasa, hasta que antes, y primero el dicho libro esté corregido, y tasado por los del nuestro Con- sejo: y estando hecho, y no de otra manera, pweda imprimir el dicho prin- cipio, y primer pliego: y sucesivamente ponga esta nuestra cédula, y la aprobación, tasa, y erratas, so pena de caer, é incurrir en las penas conte- nidas en las leyes, y premáticas destos nuestros Keinos. Y mandamos á los del nuestro Consejo, y á otras cualesquier justicias dellos, guarden, y cum- plan esta nuestra cédula, y lo en ella contenido. Fecha en Valladolid, á veinte y seis días del mes de Setiembre, de mil y seiscientos y cuatro años.

Yo El Rey Por mandado del Rey nuestro señor. Jgan de Amésqueta.

El Duque de Béjar, Marqués de Gibraleón, Conde de Benalcázar, y Bañares, Vizconde de la Puebla de Alcocer, Señor de las villas de Capilla, Curiel, y Burguillos.

En fe del buen acogimiento, y honra, que hace vuestra Excelencia á toda suerte de libros, como Príncipe tan inclinado á favorecer las buenas artes, mayormente, las que por su nobleza no se abate al servicio y gran- jerias del vulgo, he determinado de sacar á la luz al ingenioso hidalgo Don Quixote de la Mancha, al abrigo del clarísimo nombre de vuestra Ex- celencia, á quien, con el acatamiento que debo á tanta grandeza, suplico, le reciba agradablemente en su protección, para que á su sombra, aunque desnudo de aquel precioso ornamento de elegancia, y erudición, de que suelen andar vestidas las obras que se componen en las casas de los hom- bres que saben, ose parecer seguramente en el juicio de algunos, que no conteniéndose en los límites de su ignorancia, suelen condenar con más rigor, y menos justicia los trabajos ajenos, que poniendo los ojos la pru- dencia de vuestra Excelencia en mi buen deseo, fío, que no desdeñará la cortedad de tan humilde servicio.

Miguel de Cervantes Saavedra.

Prólogo

Desocupado lector, siu juramento me podrás creer, que quisiera que este libro como hijo del entendimiento, fuera el más hermoso, el más ga- llardo, y más discreto que pudiera imaginarse. Pero no he podido yo con- travenir la orden de naturaleza, que en ella cada cosa engendra su seme- jante. Y así, qué podía engendrar el estéril, y mal cultivado ingenio mío, sino la historia de un hijo seco, avellanado, antojadizo, y lleno de pensa- mientos varios, y nunca imaginados de otro alguno: bien como quien se engendró en una cárcel, donde toda incomodidad tiene su asiento, y donde todo triste ruido hace su habitación? El sosiego, el lugar apacible, la amenidad de los campos, la serenidad de los cielos, el murmurar de las fuentes, la quietud del espíritu, son gran parte para que las musas más estériles, se muestren fecundas, y ofrezcan partos al mundo, que le colmen de maravilla, y de contento. Acontece tener un padre un hijo feo, y sin gracia alguna, y el amor que le tiene, le pone una venda en los ojos; para que no vea sus faltas: antes las juzga por discreciones, y lindezas, y las cuenta á sus amigos por agudezas y donaires. Pero yo, que aunque pa- rezco padre, soy padrastro de don Quixote, no quiero irme con la corriente del uso, ni suplicarte, casi con lágrimas en los ojos, como otros hacen. Lector carísimo, que perdones ó disimules las faltas que en este mi hijo vieres: y pues ni eres su pariente, ni su amigo, y tienes tu alma en tu cuerpo, y tu libre albedrío como el más pintado, y estás en tu casa, donde eres señor della, como el Rey de sus alcabalas, y sabes lo que comun- mente se dice, que debajo de mi manto; al Rey mato. Todo lo cual te exenta y hace; libro de todo respeto, y obligación: así puedes decir de la historia, todo aquello que te pareciere, sin temor que te calumnien por el mal, ni te premien por el bien que dijeres della.

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Sólo quisiera dártela monda, y desnuda, sin el ornamento de prólogo, ni de la inumerabilidad, y catálogo de los acostumbrados Sonetos, Epiera- mas, y elogios que al principio de los libros suelen ponerse. Porque te decir, que aunque me costó algún trabajo componerla, ninguno tuve por mayor, que hacer esta prefación que vas leyendo. Muchas veces tomé la pluma para escribirla, y muchas veces la dejé, por no saber lo que escri- biría: y estando una suspenso con el papel delante, la pluma en la oreja, el codo en el bufete, y la mano en la mejilla, pensando lo que diría, entró á deshora un amigo mío, gracioso, y bien entendido. El cual viéndome tan imaginativo, me preguntó la causa: y no encubriéndosela yo, le dije, que pensaba en el Prólogo que había de hacer á la historia de don Qui- jote, y que me tenía de suerte, que ni quería hacerle, ni menos sacar á la luz las hazañas de tan noble caballero. Porque cómo queréis vos que no me tenga confuso, el qué dirá el antiguo legislador, que llaman vulgo, cuando vea que al cabo de tantos años como ha que duermo, en el silencio del olvido, salgo ahora con todos mis años á cuestas, con una leyenda seca como un esparto, agena de invención, menguada de estilo, pobre de con- ceptos, y falta de toda erudición, y doctrina: sin acotaciones en las már- genes, y sin anotaciones en el fin del libro, como veo que están otros libros, aunque sean fabulosos, y profanos, tan llenos de sentencias de Aris- tóteles, de Platón, y de toda la caterva de Filósofos, que admiran á los leyentes, y tienen á sus autores por hombres leídos, eruditos, y elocuentes? Pues que cuando citan la divina Escritura, no dirán sino que son unos san- tos Tomases, y otros Doctores de la Iglesia, guardando en esto un decoro tan ingenioso, que en un renglón han pintado un enamorado distraído, y en otro hacen un sermoncico Cristiano, que es un contento, y un regalo, oirle, ó leerle. De todo esto ha de carecer mi libro, porque ni tengo que acotar en el margen, ni que anotar en el fin, ni menos que autores sigo en él, para ponerlos al principio, como hacen todos, por las letras del A. B. C. Comenzando en Aristóteles, y acabando en Xenofonte, y en Zoilo, ó Zeuxis, aunque fué maldiciente el uno, y pintor el otro. También ha de carecer mi libro de Sonetos al principio, á lo menos de Sonetos, cuyos autores sean Duques, Marqueses, Condes, Obispos, Damas, ó Poetas cele- bérrimos. Aunque si yo los pidiese á dos, ó tres oficiales amigos, yo se que me los darían, y tales, que no les igualasen los de aquellos que tienen más nombre en nuestra España.

En fin señor, y amigo mío (proseguí) yo determino, que el señor don Quiíote se quede sepultado en sus archivos en la Mancha, hasta que el

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Cielo depare quien le adorne de tantas cosas como le faltan, porque yo me hallo incapaz de remediarlas, por mi insuficiencia, y pocas letras: y porque naturalmente soy poltrón, y perezoso, de andarme buscando autores, que digan lo que yo me decir sin ellos. De aquí nace la suspensión, y ele- vamiento en que me liallastes, bastante causa para ponerme en ella, la que de habéis oído. Oyendo lo cual mi amigo, dándome una palmada en la frente, y disparando en una larga risa, me dijo: Por Dios hermano, que ahora me acabo de desengañar, de un engaño en que he estado, todo el mucho tiempo que ha que os conozco, en el cual siempre os he tenido por discreto, y prudente, en todas vuestras acciones. Pero ahora veo, que estáis tan lejos de serlo, como lo está el cíelo de la tierra.

Como, que es posible, que cosas de tan poco momento, y tan fácil de remediar, puedan tener fuerzas de suspender, y absortar un ingenio tan maduro como el vuestro, y tan hecho á romper, y atropellar por otras difi- cultades mayores? A la fé, esto no nace de falta de habilidad, sino de sobra de pereza, y penuria de discurso. Queréis ver si es verdad lo que digo? Pues estadme atento, y veréis como en un abrir, y cerrar de ojos, confundo todas vuestras dificultades, y remedio todas las faltas que decís que os suspenden, y acobardan, para dejar de sacar á la luz del mundo, la historia de vuestro famoso don Quixote, luz, y espejo de toda la caballería andante. Decid, le repliqué yo, oyendo lo que me decía: De qué modo pensáis llenar el vacío de mi temor, y reducir á claridad, el caos de mi con- fusión? A lo cual él dijo: Lo primero en que reparáis de los Sonetos, Epigramas, ó Elogios, que os faltan para el principio, y que sean de perso- najes graves, y de título, se puede remediar, en que vos mismo toméis algún trabajo en hacerlos, y después los podéis bautizar, y poner el nom- bre que quisiereis, ahijándolos al Preste Juan de las Indias, ó al Empe- rador de Trapisonda: de quien yo que hay noticia, que fueron famosos Poetas: y cuando no lo hayan sido, y hubiere algunos pedantes, y bachi- lleres, que por detrás os muerdan, y murmuren desta verdad, no se os dos maravedís, porque ya que os averigüen la mentira, no os han de cortar la mano con que lo escribistes.

En lo de citar en las márgenes los libros, y autores de donde sacáredes las sentencias, y dichos que pusiércdes en vuestra historia, no hay más, sino hacer de manera que vengan á pelo algunas sentencias, ó latines, que vos sepáis de memoria: ó á lo menos que os cuesten poco trabajo el bus- callo. Como será poner, tratando de libertad, y cautiverio. Non bene 2)ro tolo libertas vendünr auro. Y luego en el margen citar á Horacio, ó á

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quien lo dijo. Si tratáredes del poder de la muerte, acudir luego con, Pa- luda mors fpquo pulsat pede pauperum tabernas, Regunque turres. Si de la amistad, y amor que Dios manda que se ten ga al enemigo, entra- ros luego al punto por la Escritura divina, que lo podéis hacer con tantico de curiosidad, y decir las palabras por lo menos, del mismo Dios. Egc aiitem dico vohis, diligite inirnicos vestros. Si tratáredes de malos pen- samientos, acudid con el Evangelio. De corde cxeunt cogitatione mala. Si de la instabilidad de los amigos, ahí está Catón, que os dará su dístico. JJonec erisfelix, multase numerahis amicos, témpora sifuerint nuhila solus cris. Y con estos latinicos, y otros tales os tendrán siquiera por gra- mático, que el serlo no es de poca honra, y provecho el día de hoy. En lo que toca el poner anotaciones al fin del libro, seguramente lo podéis hacer desta manera. Si nombráis algún Gigante en vuestro libro, hacelde que sea el Gigante Golias, y con sólo esto (que os costará casi nada) tenéis una grande anotación, pues podéis poner: El Gigante Golias, ó Goliat, fué un Filisteo, á quien el pastor David mató de una gran pedrada, en el valle de Terebinto, según se cuenta en el libro de los Reyes, en el capítulo que vos halláredes que se escribe.

Tras esto, para mostraros hombre erudito en letras humanas y cosmó- grafo, haced de modo como en vuestra historia se nombre el río Tajo, y os veréis luego con otra famosa anotación, poniendo: El río Tajo, fué asi dicho por un Rey de las Españas: tiene su nacimiento en tal lugar, y mue- re en el mar Océano, besando los muros de la famosa ciudad de Lisboa: y es opinión que tiene las arenas de oro, etc. Si tratáredes de ladrones, yo os daré la historia de Caco, que la de coro. Si de mujeres rameras, ahí está el Obispo de Mondoñedo, que os prestará á Lamia, Laida, y Flora, cuya anotación os dará gran crédito. Si de crueles, Ovidio os entregará á Medea. Si de encantadores, y hechiceras, Homero tiene á Calipso, y Virgi- lio á Circe. Si de Capitanes valerosos, el mismo Julio César os prestará á mismo en sus Comentarios, y Plutarco os dará mil Alejandres. Si tratáredes de amores, con dos onzas que sepáis de la lengua toscana, to- paréis con León Hebreo, que os hincha las medidas. Y si no queréis anda- ros por tierras extrañas, en vuestra casa tenéis á Fonseca del amor de Dios, donde se cifra todo lo que vos, y el más ingenioso acertare á desear en tal materia. En resolución, no hay más, sino que vos procuréis nombrar estos nombres, ó tocar estashistoriasenla vuestra, que aquí he dicho, ydejad- me á el cargo de poner las anotaciones, y acotaciones, que yo os voto á tal de llenaros los márgenes, y de gastar cuatro pliegos en el fin del libro.

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Vengamos ahora á la citación de los autores que los otros libros tie- nen, que en el vuestro os faltan. El remedio que esto tiene es muy fácil, porque no habéis de hacer otra cosa, que buscar un libro que los acote todos, desde la A hasta la Z como vos decís. Pues ese mismo abecedario pondréis vos en vuestro libro. Que puesto que á la clara se vea la mentira, por la poca necesidad que vos teniades de aprovecharos dellos, no importa nada: y quizá alguno habrá tan simple, que crea que de todos os habéis aprovechado, en la simple, y sencilla historia vuestra. Y cuando no sirva de otra cosa, por lo menos servirá aquel largo Catálogo de autores á dar de improviso autoridad al libro. Y más, que no habrá quien se ponga á ave- riguar, si los seguistes, 6 no los seguistes, no yéndole nada en ello. Cuanto más, que si bien caigo en la cuenta, este vuestro libro no tiene necesidad de ninguna cosa de aquellas que vos decís que le falta, porque todo él es una inventiva contra los libros de caballerías, de quien nunca se acordó Aristóteles, ni dijo nada San Basilio, ni alcanzó Cicerón. Ni caen debajo de la cuenta de sus fabulosos disparates las puntualidades de la verdad, ni las observaciones de la Astrología: ni le son do importancia las medidas geométricas, ni la confutación de los argumentos de quien se sirve la Ke- tórica: ni tiene para qué predicar á ninguno, mezclando lo humano con lo divino, que es un género de mezcla, de quien no se ha de vestir ningún cristiano entendimiento. Sólo tiene que aprovecharse de la imitación, en lo que fuere escribiendo, que cuanto ella fuere más perfecta, tanto mejor será lo que se escribiere. Y pues esta vuestra escritura no mira á más, que á deshacer ia autoridad, y cabida, que en el mundo, y en el vulgo tienen los libros de caballerías, no hay para que andéis mendigando sentencias de filósofos, consejos de la divina Escritura, fábulas de poetas, oraciones de retóricos, milagros de santos: sino procurar que á la llana, con palabras significantes, honestas, y bien colocadas, salga vuestra oración, y período, sonoro, y festivo. Pintando en todo lo que alcanzáredes y fuere posible vuestra intención, dando á entender vuestros conceptos, sin intrincarlos, y obscurecerlos. Procurad también, que leyendo vuestra historia, el melancó- lico se mueva á risa, el risueño la acreciente, el simple no se enfade, el discreto se admire de la invención, el grave no la desprecie, ni el pruden- te deje de alabarla. En efecto, llevad la mira puesta á derribar la máquina mal fundada destos caballerescos libros, aborrecidos de tantos, y alabados de muchos más: que si esto alcanzásedes, no habríades alcanzado poco. Con silencio grande estuve escuchando, lo que mi amigo rae decía, y de tal manera se imprimieron en sus razones, que sin disputa, las aprobé

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por buenas, y de ellas mismas quise hacer este prólogo. En el cual verás, lector suave, la discreción de mi amigo, la buena ventura mía, en hallar en tiempo tan necesitado tal consejero, y el alivio tuyo, en hallar tan sincera, y tan sin revueltas, la historia del famoso Don Quixote de la Mancha: de quien hay opinión por todos los habitadores del distrito del campo de Montiel, que fué el más casto enamorado, y el más valiente caballero, que de muchos años á esta parte se vio en aquellos contornos. Yo no quiero encarecerte el servicio que te hago, en darte á conocer tan notable, y tan honrado caballero: pero quiero que me agradezcas el conocimiento que tendrás, del famoso Sancho Panza su escudero, en quien á mi parecer te doy cifradas todas las gracias escuderiles, que en la caterva de los libros de caballerías, están esparcidas. Y con esto, Dios te salud, y á no olvide (?).— (Vale.)

Al libro de Don Quixote de la Mancha^ Urganda la Desconocida

Si de llegarte á los bus Libro fueres con letu No te dirá el boquirru Que no pones bien los de.

Mas si el pan no se te cue Por ir á manos de idió Verás de manos a bo Aun no dar una en el cía Si bien se comen las ma Por mostrar que son curio

Y pues la experiencia ense Que el que a buen árbol se arri Buena sombra le cobi En Bejar tu buena estre.

Un árbol real te ofre Que Príncipes por fru En el cual florece un Du Que es nuevo Alejandro Ma Llega a su sombra que a osa Favorece la fortu

De un noble hidalgo Manche Cantarás las aventu A quien ociosas letu Trastornaron la cabe.

Damas, armas, caballa Le provocaron de mo Que cual Orlando furio Templado a lo enamora Alcanzó a fuerza de bra A Dulcinea del Tobo.

No indiscretos hierogli Estampes en el escu

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Que cuando cb todo figu Con ruines puntos se embi.

Si en la dirección te humi No dirá mofante algu Que Don Alvaro de Lu Que Aníbal el de Carta Que Rey Francisco en Eepa 8e queja de la fortu

Pues al cielo no le plu Que salieses tan ladi Como el negro Juan La ti Hablar latines rehu.

No me despuntes de agu Ni me alegues con filo Porque torciendo la bo Dirá el que entiende la le No un palmo de la ore Para que conmigo flo?

No te metas en dibu Ni ei\ saber vidas age Que en lo que no ni vie Pasar de largo es cordu.

Que suelen en caperu Darles á los que grace Mas quémate las ce Solo en cobrar buena fa Que el que imprime neceda Dalas a censo perpe.

Advierte que es desati Siendo de vidrio el teja Tomar piedras en la ma Para tirar al veci.

Deja que el hombre de jui En las obras que compo Se vaya con pies de pío Que el que saca á luz pape Para entretener doñee Escribe á tontas, y a lo (1).

(1) Urganda la desconocida. Aunque Clemencín, apoyándose en la his- toria de Amadís de Gaula, asegure que era su amiga y que la llamaban así por la facilidad con que se transformaba y desconocía, no llevará á mi

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Amadís de Caula, á Don Quixotc de la Mancha

Soneto

que imitaste la llorosa vida, Que tuve ausente, y desdeñado, sobre El gran ribazo de la peña pobre, De alegre á penitencia reducida.

Tú, á quien los ojos dieron la bebida, De abundante licor, aunque salobre, Y alzándote la plata, estaño, y cobre. Te dio la tierra, en tierra la comida.

Vive seguro, de que eternamente, En tanto al menos que en la cuarta esfera, Sus caballos aguije el rubio Apolo.

Tendrás claro renombre de valiente, Tu patria será en todas la primera. Tu sabio autor al mundo único, y solo. (1).

Don Belíanís de Grecia, á Don Quixote de la Mancha

Soneto

Rompí, corté, abollé, y dije, y hice. Mas que en el orbe caballero andante, Fui diestro, fui valiente, y fui arrogante. Mil agravios vengué, cien mil deshice.

ánimo el convencimiento de que sentía lo que escribió; más bien creo, por la manera de eludir su analización, que esta salida constituye «una hal)i lidad tácita». El pensamiento de Cervantes iba encaminado á iniciar investigador por un derrotero que lo aproximara á un punto, cuyo nom- bre conserva estrecho parentesco con el del lugar que él no quiso nombrar.

A nuestra antigua tUrgao* en los campos Fostetanos, la han desfigu- rado tanto, que bien puede aplicársele «flcsconocida ■»,}', aunque en la ac- tualidad pasa por ser *Arjonay>, no me atrevo á afirmar que esto sea ver- dad. ¡Qué poder el de los encantadores! ¿eh?

¡TJrgando en lo desconocido! Entonces no lo era, y ahora, i)Ueda ser qwe tampoco. Al tiempo..., señores urgaores.

(1) Ámadifí de (lanía. Personaje caballeresco cuando Dios quipo, y que Cervantes, dormitando (según dice el mago Clemencín), dio acomodo en su historia. Yo he notado una pequeña diferencia, cual es, lu de desera penar su papelito.

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Hazañas di á la fama que eternice, Fui comedido, y regalado amante, Fué enano para todo gigante,

Y al duelo en cualquier punto natisíice Tuve á mis pies postrada la fortuna,

Y trajo del copete mi cordura, A la calva ocasión al estricote.

Mas aunque sobre el cuerno de la lui:a, Siempre se vio encumbrada mi ventura, Tus proezas envidio, ó gran Quixote. (1).

La Señora Oriana, á Dulcinea del Toboso

Soneto

O quien tuviera hermosa Dulcinea, Por mas comodidad, y más reposo, A Mira/lores puesto en el Toboso,

Y trocara sus Londres con tu Aldea, O quien de tus deseos, y librea,

Alma, y cuerpo adornara, y del famoso Caballero, que hiciste venturoso, Mirara alguna desigual pelea,

O quien tan castamente se escapara, Del señor Amadís, como hiciste, Del comedido hidalgo don Quixote.

Que asi envidiada fuera, y no envidiada,

Y fuera alegre el tiempo que fué triste,

Y gozara los gustos sin escote. (2).

(1) Don Belianís de Grecia. Otro andante, con su libro correspon- diente.

(2) La Señora Oriana. Era hija del Rey Lisuarte y de la Reina Bri- sena, señora de Amadís, y habitaba esta Princesa de la caballería andan- tesca un castillo ó casa de placer (que esto está por averiguar), á dos leguas de Londres, llamado Mirañores. Y dice la historia: E ante la puerta cJM, un trecho de ballesta, había un monasterio de monjas.

El nombre de tan alta dama, mediante metátesis que hace á la O

j -i.- -i Oriana .

vanar de sitio, se convierte en -^ y como su sonido parece acer-

Uio-ana, ■' ^

carse al de Ariadna, nos muestra... que á semejanza de lo que hizo Teseo,

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esto es, sin soltar el hilo, debemos seguir paralelamente el curso del

-p, j ; V encontraremos los primeros lunares del hermosísimo rostro

Quadi-ana, '' ^

que, con el manto de la erudición Cervantina, tan admirablemente escon- didos se hallan en el libro. El paradojismo que encierra se desen- vuelve con tanta sencillez, que nos revela su parte real no vista ante- riormente.

Cuando los árabes se adueñaron de España, un moro de cuenta lla- mado Raabah fué nombrado gobernador de la Beturia (superior ó céltica, para distinguirla de la que habitaban Túrdulos y Postetanos en la Bética), extendiéndose la demarcación de su ínsula, desde la parte andaluza que comprende la margen derecha del rio Jándula y atraviesa Los Pedroches, hasta Santa Eufemia (limitación al Sur de Sierra Morena); sube la linde Oeste hasta el río Guadiana, continuando su curso en dirección ascendente con algunos puntos que fortificaron en el partido de Piedrabuena hasta la antigua Calatrava, y, desde aquí, por tierras de Torralva, Carrión, Miguel- Turra y La Calzada, hasta tocar la orilla derecha del río de las ^Fresnedas, que al internarse en la provincia de Jaén recibe el nombre de 'Jándula.

Calatrava. Próximamente en el sitio donde se halló enclavada la anti- quísima Ciudad de Mii-aclo (corrupción del lemosín Milacre), debió darse la célebre batalla de la Beturia, de cuyas resultas fué arrasada hasta sus cimientos. Y como no se conservan documentos de los Fenicios ú otros que acrediten su fundación, y los Romanos que la demolieron callan este crimen gemelo de Numancia, de ahí que los historiadores apliquen el nombre de Milagro á la Ciudad de Almagro, con origen godo; pero se sabe que ésta se llamó Oretum, dando apellidación á otros territorios cuyos linderos naturales son los de la ínsula Malindrania. El error ha consistido en que el Arzobispo D. Rodrigo construyó una torre ó fortaleza por el año 1214 en las proximidades de Almagro, llamándola Milagro, en con- memoración de la victoria de las Navas de Tolosa.

Aprovechando la situación estratégica de aquellas ruinas como ba- luarte avanzado de sus dominios, por estar enclavada en el ángulo de conjunción con los Campos Oretanos y Laminitanos, fundó un castillo (Ka- lat en árabe), y siguiendo la usanza de la época le dio su nombre, de donde Kalat-Éaabah. Má,8 tarde, por depravación en el lenguaje, se contrajo en Calatraba, conservándose para designar la parte llana de la goberna- ción que tuvieron en feudo liaahah y su hijo Ali. Y que no busquen otras etimologías á su nombre. Esta que doy es la más admitida por la tradi- ción; la razón no la rechaza, y está apoyada por los ejemplos qiie presen- tan Calatayud de Kalat-Ayub, y Albarracín de Ahen-liazin, que fueron los fundadores.

Ahora pasemos al asunto capital de esta intrincada historia.

Proclaifiado Emir Hixem-ben-Abdcr-Rahmán el año 788, dio la gober- nación de aquella ínsula á su hijo Al-IIakem-ebn-Uixem-ben-Abder-Eahmán, quien la conservó en su poder hasta que sucedió á su Padre en el Emirato por el año 795.

Este Príncipe, no obstante su calidad moruna, era apasionadísimo por su hija ^Halía:», y correspondió á sus mimos y requerimientos, man- dando construir un * Palacio» á orillas del «.Gíiadiana^, para solaz y espar- cimiento de la joven y hermosísima Princesa.

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Gandalín escudero de Amadis de Caula, á Sancho Panza, escudero de Don Quixote

Soneto

Salve, varón famoso, á quien fortuna, Cuando en el trato escuderil te puso Tan l)landa, y cuerdamente lo dispuso, Que lo pasaste sin desgracia alguna.

Ya la azada, ó la hoz poco repugna Al andante ejercicio, ya está en uso La llaneza escudera, con que acuso Al soberbio que intenta hollar la Luna.

Envidio a tu jumento y á tu nombre, Y á tus alforjas igualmente envidio, Que mostraron tu cuerda providencia.

Según ha podido comprobar alíamete- Aben-Xaráh, el Beturaní* (por documentos de autenticidad indiscutible que se conservan primorosa- mente en aquellos archivos), las ruinas de aquella mansión señorial sobre la ribera derecha del río Guadi-ana, se hallan convertidas en casa de labor; de los hermosos y bien cuidados jardines que se extendían por muy gran- de espacio bordeando la orilla del río, quedan muy escasos rastros; y para completar el cuadro, añadiré, que al par de tantas vicisitudes, su nombre también experimentó transformación: De <Halta» y de «.Anna^, suavi- zando la pronunciación aspirada de la H árabe (que suena .7), y verifi-

, , . , lili Halia-Aiia.

cando la contracción, sacaron el actual de ., ,.

(raíl-ana.

De donde resulta, que los romances que cantan las grandezas relativas á los Palacios de Galiana, han sido mal interpretados y peor aplicados: no tienen nada que ver con las leyendas de la cueva toledana que muere en el río Tajo.

E aun trecho como de ballesta de Galiana se halla el cabero de Alárcos, con una Ermita, que no es convento de monjas precisamente, pero para el objeto del símil es lo mismo.

Y laa dos leguas (que, tratándose de leguas debía ser un poco máa acá de Ingalaterra) , distaba * Miradores de sus Londres*, están muy bien re- presentadas por la distancia que media entre la antigua Ciudad de Ckila- trava y la casa de placer que hubo en Galiana.

Ahora bien, el sitio que realmente sirvió á Cervantes para establecer la comparación, se halla situado al O. de Galiana, en una eminencia, cerca de Piedrabuena, conocido en nuestros dias por el tCastillo de Mira- flores*. Por cierto, que hará unos treinta años cuando lo \i, se conservaba ea bastante buen estado. (Véase gráfico.)

3J

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Salve otra vez, oh Sancho, tan buen nombre, Que á fiólo nuestro español Ovidio Con buzcorona te hace reverencia (1 \

Del Donoso poeta entreverado, á Sancho Panza, y Rocinante

Soy Sancho Panza escude Del Manchego Don Quixo Puse pies en polvoro Por vivir á lo discre. Que el tácito Villadie Toda su razón de esta Cifró en una retira Según siente Celesti Libro en mi opinión divi Si encubriera más lo huma.

A Rocinante

Soy Rocinante el famo Bisnieto del gran Babie Por pecados de flaque Fui á poder de un Don Quixo, Parejas corrí á lo flo Mas por uña de caba No se me escapó ceba Que esto saqué á Lazari Cuando para hurtar el vi Al ciego le di la pa (2).

(1) Gandálln. Amadis premió los servicios de su hermano de leche haciéndole Conde de la ínsula firme (Dinamarca); pero de este Ovidio español sólo se sabe que hacia el «W» (mamolas, zalamerías) cuando lie* gaba la ocasión.

(2) Del Donoso. Y dice Clemencín: Si fueron obscuros los versos de Urganda, no lo son menos los del Donoso. Pero, ¡Dios mío!..., ¿por quó permitiste que este libro cayese en sus manos? ¿Quisiste, acaso, castigar BU soberbia?... Desde ahora para siempre afirmo tque no existe obscuri- dad, confusión y mucho menos impropiedad, en ninguno de los concep-

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Orlando furioso, á Don Quixote de la Mancha Soneto

Si no eres par, tampoco le has tenido, Que par pudieras ser entre rail pares, Ni puede haberle donde te hallares, Invicto vencedor, jamás vencido.

Orlando soy Quixote, que perdido Por Angélica vi remotos mares, Ofreciendo á la dama en sus altares, Aquel valor, que respetó el olvido.

No puedo ser tu igual, que este decoro Se debe á tus proezas, y á tu fama. Puesto que como yo perdiste el seso.

Mas serlo has mío, si al soberbio Moro, Y Cita fiero domas, que hoy nos llama, -Iguales en amor con mal suceso (1).

tos que emitió Cervantes». Son artilugios que se derrumban: al tiempo.

En el soneto del Donoso establece un paralelo entre Sancho y el tó,- cito Villadiego, es verdad; pero debió tenerse presente para la crítica que el deseo en Sancho de mejorar de condición carece de afinidad con la razón de estado que arguye socarronamente en favor del otro. Viéndose claro que, ó yo poco de achaques de libros de caballerías, ó Cervantes hizo alusión á una locución manchega, que nació allí, llena de ironía, y que se aplica en los casos de manifiesta cobardía, cuando dicen: ^Ese tomó las de Villadiego. y>

Y lo de poeta entreverado supongo que pueda referirse á poner las pa- labras en hilera, por aquello de que suelen llamarlo ^hacer versos»; y en este caso deduzco que para comprobar la frase anotada es menester bus- car en los romances ó en las leyendas, porque en la historia no consta. Seguramente.

(1) Oríanáo/Mrioso. Cervantes empleó nombres que se encuentran en este libro, formó otros á su semejanza, y, aunque guardan bastante ana- logía de construcción, se observa una diferencia notable en los rumbos que siguieron: el de nAriosto» comienza y acaba transportándose á vista del lector á lo inverosímil; pero «Don (Quixote» acusa mucho fondo, ó lo que es lo mismo, que la estructura extrínseca la forma en fuerza de re- tórica para dar lugar á escenas ({ue ocurrieron á un loco y caben en lo posible, llegando á idealizar los vulgarísimos lugares que supone frecuen- tados por el hijo de su entendimiento.

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El Caballero del Febo, á Don Quixote de la Mancha

Soneto

A vuestra espada no igualó la mía, Febo Español, curioso cortesano, Ni á la alta gloria de valor mi mano, Que rayo fué do nace, y muere el día.

Imperios desprecié, y la Monarquía Que me ofreció el Oriente (rojo) en vano, Dejé por ver el rostro soberano De Claridiana, Aurora hermosa raía.

Amela por milagro único, y raro,

Y ausente en su desgracia, el propio infierno Temió mi brazo, que domó su rabia.

Mas vos Godo Quixote, ilustre, y claro, Por Dulcinea sois al mundo eterno,

Y ella por vos famosa, honesta, y sabia (1),

De Solisdan, á Don Quixote de la Mancha Soneto

Maguer señor Quixote, que sandeces Vos tengan el cerbelo derrumbado, Nunca seréis de alguno reprochado. Por hombre de obras viles, y soeces.

Serán vuesas f azaüas los joeces. Pues tuertos desfaciendo habéis andado^ Siendo vegadas mil apaleado, Por follones cautivos, y raheces.

Y si la vuesa linda Dulcinea, Desaguisado contra vos comete. Ni á vuesas cuitas muestra buen talante.

(1) El Caballero del Febo. Desconozco el mérito del libro; pero como llama á Don Quixote Febo Español, caí en la cuenta del parecido que tiene en algunos pasajes con « Villadiego*.

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En tal desmán vueso conorte sea, Que Sancho Panza fué mal alcahuete, Necio él, dura ella, y vos no amante (1).

Diálogo entre Babieca y Rocinante Soneto

B. Cómo estáis Rocinante tan delgado?

R. Porque nunca se come, y se trabaja.

B. Pues qué es de la cebada y de la paja?

R. No me deja mi amo, ni un bocado.

B. Anda señor, que estáis muy mal criado, Pues vuestra lengua de asno al amo ultraja:

R. Asno se es de la cuna á la mortaja, Queréislo ver? miraldo enamorado.

B. Es necedad amar? R. No es gran prudencia.

B. Metafísico estáis. R. Es que no como,

B. Quejaos del escudero. R. No es bastante. Cómo me he de quejar en mi dolencia. Si el amo, y escudero, ó mayordomo. Son tan Rocines como Rocinante, (2)

(1) Solisdán. El Sr. de Toro Gómez pone en las nubes al Sr. Pablo Groussac por haber descubierto, después de muchas vigilias, que se llamó Lassindo el escudero de «Bruneo de Bo7iamar». Hay sobrado motivo para exclamar: ¡No tanto. Señor, no tanto!... Es usted extremoso en sus entu- Kiasmos; al fin, de Loja. Y, si con el hallazgo se hubiese hecho luz, menos mal; pero parodiando á Sancho, diremos: Eramos pocos... y se aumentó el número de los involucradores.

Solisdáyi es una combinación preciosa de Lassindo, no lo puedo negar; pero el valor que aporta esa joya no puede cotizarse en la actualidad; ge ha descubierto muy tarde.

Su verdadera traducción la tiene en -r^—z = y lleva un dardo en-

Jnd. Lasso,

venenado con destino al « mestizo > Garci-Lasso Inca de la Vega, que, á juzgar por el soneto, él debió ser causante de que á Cervantes no le ad- mitieran en la Academia «Imitatoria» de Madrid.

Sin salir de casa... Y pudiera tener otra significación que se desconoce ahora.

(2^ Estos tres últimos versos han sido arbitrariamente interrogados por los que, en su hartura, no conciben un bostezo... precursor del des- mayo que se apoderó de Rocinante. Por rpo termina el soneto en «coma>... por falta de lastre. (¡Pobre pueblo españoll) «

LIBRO PRIMERO

PRIMERA PARTE

DEL

Ingeoioso hidalgo don Quixote de la Mancha

CAPITULO PKIMEKO

Que trata de la condición y ejercicio del famoso don Quixote de la Mancha

En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme

Así empieza su discurso Cervantes, y, á fe mía, que los investigadores interpretaron su sentido en armonía con historias inventadas por desocupa- dos manchegos, y apoyándose, ¡caso estupendo y casi increíble!, en las afir- maciones Avellanedescas.

Pero, sin hacer comentarios, yo te diré de donde tomó (para transfor- mar con inimitable picardía) el ^dístico que publicaba con sobrada sonori- dad la mancha del pueblecito.

Verás, lector, qué graciosa Ensaladilla:

Un lencero Portugués rezién venido á Castilla, más valiente que Roldan, y más galán que Macías, En un lugar de la Mancha que no le saldrá en su vida, se enamoró muy despacio de una bella casadilla, que vendiéndole rúan para faldas de camisa, una tarde le contó 8U6 amorosas fatigas. Eecuchábaselas ella ni muy falsa, ni muy fina, que es grande alcahuete un fardo de olanda y hilo de pita:

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Derritido el Portugués al sol de su hermosa vista, á cada vara que mide un palmo le daba encima, Alabábale su tierra, su nación, su fidalguía, su música, sus regalos, su espada en África limpia. Prometiéndole en efeto las especias de las Indias, los olores de Lisboa, y los barros de la China. Hicieron los dos concierto que aquella noche misma, si el marido fuese al campo, campo franco le daría. Quedóse en casa una pieza de rúan y olanda rica en rehenes de la junta de Portugal y Castilla. Era la villana astuta, y el Manchego de la vida, y en saliendo el Portugués, hablaron en su desdicha. Y visto bien el processo, condenáronle en re\ásta en perdimiento de bienes para gastos de justicia, y á dos dozenas de palos con una tranca de enzina, guardándole la cabeza á honor de su fantasía. A dos horas de la noche se escondió la bella Cintia cuando el Portugués y el cielo de vayeta se cubrían. Tomó su espada y guitarra, y entre una y otra requinta á suspiros fué templando desde el bordón á la prima. Puesto en la calle mirando

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á la ventana de arriba, á su dama reconoce que le cecea y le silva, Y entonando la garganta, suspiros y voz caminan al ayre, y á quien también le escucha muerta de risa.

«Afora, afora Rodrigo el soberbo Castejano, acordarse te debeira de aquel tempo ja passado, quando te armé cabaleyro no el altar de Santiago, miña may te deu las armas, miño pai te deu el cabalo, Castejano malo, el soberbo Castejano».

Apenas esto acabó, quando á su mismo requiebro por la calle abaxo acuden otros galanes del pueblo: El uno era el sacristán, que en otros passados tiempos, de todo su pie de altar le daba contino el medio. Renunciada la sotana, y echado al mundo el greguesco viene por la calle abaxo echando votos y retos. Sus mismas pisadas siguen el boticario y barbero, que entrambos cantan romance« de Belardo y de Riselo. Juntada pues la capilla, quiso el bonete primero en una ronca bandurria cantar los presentes versop.

«Si siempre crecen a.ssí tu desdén y mi passión,

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bien pueden cantar por mi,

kyrie eleysón. Si desta manera crece

señora tu disfavor, y al mismo punto mi amor

se levanta y desvanece. Y si por amar assí

no merezco galardón, bien pueden cantar por

kyrie eleysón.»

El barbero y boticario que al sacristán conocieron, en dos guitarras templadas esparcen la voz al viento.

íZagaleja del ojo rasgado, vente á que no soy toro bravo. Vente á zagaleja vente, que adoro á las damas, y mato á la gente, zagaleja del ojo negro, vente á que te adoro y quiero dexaré que me tomes el cuerno, y me lleves si quieres al prado. Tente á que no soy toro bravo».

Determinada la dama al concierto del marido, entre los cuatro llamados fué el Portugués admitido. Baxó á la puerta y llamóle por un pequeño resquicio, y entonces el vitorioso, cantando á los otros, dixo:

cPois que Madaleua remedio meu mal, viva Portugal, é morra Castella.

Seja amor testigo de tamanno ben,

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nao chegue ninguen á zombar conmigo, que á eapada é rodela á forneira sal, viva Portugal, é morra Castella».

Entróse dentro con esto, y los tres que le miraban, á tres juntaron assí quexas, vozes, y guitarras.

«Si para sufrir agravios al amor le pintan ciego,

fuego. Si para ver y callar le ponen aquella venda, el mismo fuego le encienda con que nos suele quemar, que sufrir cuernos y amar, y viendo fingirse ciego,

fuego».

Desampararon la calle, quando ya el lencero estaba desnudo de sus vestidos, aunque armado de esperanza. Pero apenas puso el pie en el lazo de la cama, quando salió el cazador detrás de la puerta falsa, y á dos manos esgrimiendo la verde y nudosa tran ca, al que vive de medir, midió muy bien las espaldas. El Portugués daba vozes, aquí dey Rey que me matan, pero el Rey que no lo oya, tampoco le remediaba. Echóse por la escalera, y quiso por la ventana:

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y hallando apenas la puerta, se fué en camisa á su casa.

Esto, querido lector, es completamente nuevo á través de los siglos, y, por si te sabe á poco, allá una copleja que aprendí siendo niño, que me produjo vértigo cuando alcancé su significación:

Puerto-llano, Argamasilla, Villamayor y El Corral, Mestanza é Hinojosillas, Veredas y El Retamar... «con cierto lugar alindan».

Pero, Dios mío, ¿qué pueblo será éste, que ha permanecido en la os- "Curidad nada menos que tres siglos? No, pues ya que Cervantes no lo dijo, yo, tampoco. ¡La lunita, allá dirá! (Véase el gráfico). •••

En un lugar de la Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco, y galgo corredor. Una olla de algo más vaca í[ue carnero, salpicón las más noches, duelos, y quebrantos los Sábados, lentejas los Viernes, algún palomino de añadidura los Domingos, consu- mían las tres partes de su hacienda. El resto della concluían, sayo de ve- larte, calzas de velludo para las fiestas, con sus pantufios de lo mismo, y los días de entre semana se honraba con su vellorí de lo más fino. Te- nía en su casa una ama que pasaba de los cuarenta: y una sobrina que no llegaba á los veinte, y un mozo de campo, y plaza, que así ensillaba el rocín, como tomaba la podadera. Frisaba la edad de nuestro hidalgo con los cincuenta años. Era de complexión recia, seco de carnes, enjuto de rostro, gran madrugador, y amigo de la caza. Quieren decir, que tenía el sobre nombre de Quixada, ó Quesada (que en esto hay alguna diferencia en los autores que deste caso escriben) aunque por conjeturas verosímiles se deja entender, que se llama Quixana. Pero esto importa poco á nuestro <;uento, basta que en la narración del no se salga un punto de la verdad. Es, pues, de saber, que este sobredicho hidalgo, los ratos que estaba ocioso (que eran los más del año) se daba á leer libros de caballerías, con tanta afición, y gusto, que olvidó casi de todo punto el ejercicio de la caza, y aun la administración de su hacienda: y llegó á tanto su curiosidad, y des- atino en esto, que vendió muchas anegas de tierra de sembradura, para comprar libros de caballerías que leer, y así llevó á su casa todos cuantos

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pudo haber dellos: y de todos, ningunos le parecían tan bien, como los que compuso el famoso Feliciano de Silva, porque la claridad de su prosa, y aquellas intrincadas razones suyas, le parecían de perlas: y más cuando llegaba á leer aquellos requiebros, y cartas de desafios, donde en muchas partes hallaba escrito. La razón de la sin razón que á, mi razón se hace, de tal manera mi razón enflaquece, que con razón me quejo de la vuestra fermosura. Y también cuando leía. Los altos cielos que de vuestra divinidad, divinamente con las estrellas os Jortifican, y os ha- cen merecedora del merecimiento que merece vuestra grandeza. Con estas razones perdía el pobre caballero el juicio, y desvelábase por enten- derlas y desentrañarles el sentido, que no se lo sacara, ni las entendiera el mismo Aristóteles, si resucitara para ello solo. No estaba muy bien con las heridas que don Belianís daba, y recibía, porque se imaginaba, que por grandes maestros que le hubiesen curado, no dejaría de tener el rostro, y todo el cuerpo lleno de cicatrices, y señales. Pero con todo alababa en su .autor,, aquel acabar su libro con la promesa de aquella inacabable av-entur», y muchas veces le vino deseo de tomar la pluma, y dalle fin al pie de la letra, como allí se promete: y sin duda alguna lo hiciera, y aun saliera con ello, si otros mayores, y continuos pensamientos no se lo estorbaran. Tuvo muchas veces competencia con el Cura de su lugar (que era hombre docto, graduado en Sigüenza) sobre cual había sido mejor caballero, Pal- merin de Ingalaterra, ó Amadís de Gaula: mas Maese Nicolás, barbero del mismo pueblo decía, que ninguno llegaba al Caballero del Febo, y que si alguno se le podía comparar, era don Galaor, hermano de Amadís de Gaula, porque tenía muy acomodada condición para todo, que no era caballero melindroso, ni tan llorón como su hermano, y que en lo de la valentía no le iba en zaga. En resolución, él se enfrascó tanto en su lec- tura, que se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio: y así del poco dormir, y del mucho leer, se le secó el ce- rebro de manera, que vino á perder el juicio. Llenósele la fantasía de todo aquello que leía en los libros, así de encantamientos, como de pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas, y disparates im- posibles. Y asentósele de tal modo en la imaginación, que era verdad toda aquella máquina de aquellas soñadas invenciones que leía, que para él no había otra historia más cierta en el mundo. Decía él, que el Cid Kuydiaz había sido muy buen caballero, pero que no tenía que ver con el caballero de la Ardiente espada, que de solo un revés había partido por medio dos fieros y descomunales gigantes. Mejor estaba con Bernardo del Carpió,

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porque en Koncesvalles había muerto á Koldán el encantado, valiéndose de la industria de Hércules, cuando ahogó á Anteón el hijo de la tierra entre los brazos. Decía mucho bien del gigante Morgante, porque con ser de aquella generación gigantea, que todos son soberbios, y descomedidos, él solo era afable, y bien criado. Pero sobre todos estaba Reinaldos de Mon- talbán, y más cuando le veía salir de su castillo, y robar cuanto topaba: y cuando en allende robó aquel ídolo de Mahoma, que era todo de oro, según dice su historia. Diera él por dar una mano de coces al traidor de Galalón, al ama que tenía, y aun á su sobrina de añadidura. En efecto, rematado ya su juicio, vino á dar en el más extraño pensamiento que jamás dio loco en el mundo, y fué, que le pareció convenible, y necesario, así para el aumen- to de su honra, como para el servicio de su república, hacerse caballero andante, y irse por todo el mundo con sus armas, y caballo, á buscar aven- turas, y á ejercitarse en todo aquello que él había leído, que los caballeros andantes se ejercitaban, deshaciendo todo género de agravio, y poniéndose en ocasiones, y peligros, donde acabándolos, cobrase eterno nombre, y fama. Imaginábase el pobre, ya coronado por el valor de su brazo, por lo menos del Imperio de Trapisonda: y así con estos tan agradables pensamientos, llevado del extraño gusto que en ellos sentía, se dio priesa á poner en efecto lo que deseaba. Y lo primero que hizo, fué limpiar unas armas que habían sido de sus visagüelos, que tomadas de orín, llenas de moho, luengos siglos había que estaban puestas, y olvidadas en un rincón. Limpiólas, y aderezó- las lo mejor que pudo, pero vio que tenían una gran falta, y era que no tenían celada de encaje, sino morrión simple: mas á esto suplió su indus- tria, porque de cartones hizo un modo de media celada, que encajada con el morrión, hacía una apariencia de celada entera. Es verdad que para pro- bar si era fuerte, y podía estar al riesgo de una cuchillada, sacó su espada, y le dio dos golpes, y con el primero, y en un punto deshizo lo que había hecho en una semana: y no dejó de parecerle mal la facilidad con que la había hecho pedazos, y por asegurarse deste peligro, la tornó á hacer de nuevo, poniéndole unas barras de hierro por de dentro, de tal manera, que él quedó satisfecho de su fortaleza, y sin querer hacer nueva experiencia della, la diputó, y tuvo por celada finísima de encaje. Fué luego á ver ásu rocín, y aunque tenía más cuartos que un real, y más tachas que el caballo de Gonela, que tantum pcllis, et oasa fuit, le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro, ni Babieca el del Cid con él se igualaban. Cuatro días se le pasaron en imaginar qué nombre le pondría, porque (según se decía él á mismo) no era razón que caballo de caballero tan famoso, y tan bueno él

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por SI, estuviese sin nombre conocido, y así procuraba acomodársele, de manera que declarase quién había sido, antes que fuese de caballero andan- te, y lo que era entonces: pues estaba muy puesto en razón, que mudando su señor estado, mudase él también el nombre, y le cobrase famoso, y de estruendo, como convenía á la nueva orden, y al nuevo fjercicio que ya profesaba: y así después de muchos nombres que formó, borró, y quitó, añadió, deshizo, y tornó á hacer en su memoria, é imaginación: al fin le vino ú llamar Rocinante, (1) nombre á su parecer, alto, sonoro, y significa- tivo de lo que había sido, cuando fué rocín antes de lo que ahora era, que era antes, y primero de todos los rocines del mundo. Puesto nombre, y tan á su gusto á su caballo, quiso ponérsele á mismo, y en este pensamiento duró otros ocho días, y al cabo se vino á llamar don Quixote: (2) de donde

(1) No cómo empezar, pues tratándose de «Rocinante», que ha con- movido al mundo con sus bondadosas cualidades excepción de aque- llos dos ratitos en que hizo patente el tierno amor que le inclinaba al rucio y la malhadada ocurrencia de las yeguas), todas la¿ alabanzas que se le prodiguen resultarán eclipsadas ante la esplendorosa luminaria de sus delicadas costumbres. Y si se tiene en cuenta que entre el ensalza- miento Cervantino y lo argumentado por otros parece como que á mi no me queda por decir maldita la cosa , mi situación resulta enojosa y dificilísima, porque examinando detenidamente tan peliagudo asunto, si yo no expongo una idea nueva, la ovación va á ser morrocotuda; pero, ¿y si sale espontáneamente? Debo prevenirte, lector, que yo la tengo por inédita, recordando haberla oído referir á los archiveros que tanto ensalzó el socarrón de Hamete.

Rocinante es una palabra de invención Cervántica, que la empleó no para zaherir, como gratuitamente se ha supuesto, á los naturales de la región que habitó (como los investigadores no supieron hallarla, esta in- sidia queda desvirtuada )' los inventores en ridículo), generalmente anal- fabetos, sino para poner de manifiesto la inveterada costumbre de aque- llas gentes que, en su ruda ignorancia, se nombran siempre en primer lugar. Ejemplos: «Yo y Fulano, juimos á tal sitio». «Agora iremos, yo y mi mujer». «Cuando venimos, yo y aquél».

¿Está claro que Cervantes jamás usó de impropiedades en su libro? Aplicó el horriqnito por delante para iniciar á los investigadores, y si éstos desatendieron sus indicaciones, echémosle la culpa... al Destino.

La pretensión de querer hacernos ver que por haber nido antes rocín puso Don Quixote á su caballo el nombre de Rocinante, es un absurdo. Debían los que tal aseguraron haber fijado la fecha y todas cuantas circunstan- cias concurrieron en el nunca visto ni oído momento de su metanorfosis. De caso tan asombroso bien pudieron escribir una historia. ¡Ahí es nada, molestar á Don Quixote... ^en su ojito derecho»!

(2) Causa de grandes disquisiciones fué el nombre de Don Quixote: y no podía suceder otra cosa, puesto que al autor creó uno de sus más gra-

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(como queda dicho) tomaron ocasión los autores desta tan verdadera histo- ria, que sin duda se debía de llamar Quixada, y no Quesada, como otros quisieron decir: pero acordándose que el valeroso Amadis, no sólo se había contentado con llamarse Amadis á secas, sino que añadió el nombre de su Reino y patria, por hacerla famosa, y se llamó Amadis de Gaula: así quiso como buen caballero, añadir al suyo el nombre de la suya, y llamarse don Quísote de la Mancha, con que á su parecer declaraba muy al vivo su lina- je, y patria, y la honraba con tomar el sobrenombre della. Limpias pues

ves aprietos. ¡Cuando al formarlo mostró tanto empeño en obscurecer el de aquel que se lo sugirió, sus motivos tendría!

Los que envueltos en el más impenetrable misterio, al parecer, dejan entrever la finalidad perseguida, traslucen «que hubiera empleado el nombre de Quixano cuya terminación le contuvo y no especificaba su intento si no atisbase el peligro de crearse enemistades, precisamente en los momentos de su vida que debía guardar más atenciones para asegu- rar su refugio». ¡No había necesidad de adjudicarle los calificativos de pendenciero, inmoral ú otros de que se hallan repletas las historias Arga- masillescas!

En la graciosísima é inmensa duda que le abruma, no sabe es Quixada el nombre de su hijastro; y aunque veladamente hace alusión al mayordomo de Carlos Y, yo vislumbro el propósito de ir tejiendo el embolismo que ha de ocultar su intención.

A continuación cita á Quexada, de igual origen que el anterior, y sirve para nombrar una venta situada á corta distancia de Villarta de San Juan, en la provincia de Ciudad Real, pero con el deliberado propósito de establecer confusión, pues donde dirige los tiros es á la población an- daluza de este nombre, de extraordinaria importancia estratégica, para orientarse en las averiguaciones «de cierto nombre» que no se ha querido decir en el discurso del libro.

Como justificación de lo expuesto, y aunque Cide Hamete Benengelí guardó silencio, digo: (iue en arábigo se escribe y pronuncia Kiratn, y de aquí á Qiiixote un paso. ]A la vista está! Y pues que sin salir de la provincia de Jaén y en los comienzos del libro nos ha citado el autor á Urgao prolongando el recorrido á Kixata, colijo que no debe estar muy lejos el pueblecito.

La afirmación condicional estampada seguidamente diciendo que es Quixana, lleva embebida una bonísima intención: despistar al lector y aproximarse al verdadero nombre de Quixano.

Por último, cuando postrado en su lecho de muerte recobra la lucidez y se pronuncia voluntariamente por hacer testamento, insiste en que lo llamen t Alonso Quixano, el bueno-», que así lo nombraban sus convecinos, y él lo recordaba con placer desde el fondo de su alma noble y sencilla. (¡Dios habrá acogido en su gracia á tan ferviente cristiano como buen ca- l)allero!)

Deduciendo: que Quixada, Quexada, Kixata, Quixana, Quixano y Quixo- te son una misma cosa.

Sólo me resta reconstituir desde su origen este nombre Cervantino,

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SUS armas, hecho del morrión celada, puesto nombre ú su rocín, y confir- mándose á mismo, se dio á entender, que no le faltaba otra cosa, sino buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era árbol sin hojas, y sin fruto, y cuerpo sin alma. Decíase él: Si yo por malos de mis pecados, ó por mi buena suerte, me encuentro por ahí con algún gigante (como de ordinario les acontece á los caballeros andan- tes), y le derribo de un encuentro, 6 le parto por mitad del cuerpo, ó final- mente le venzo, y le rindo, no será bien tener á quien enviarle presentado; y que entre, y se hinque de rodillas ante mi dulce señora, y diga con voz humilde, y rendida: Yo soy el gigante Caraculiambro, señor de la ínsula Malindrania, (1) á quien venció en singular batalla, el jamás como se debe

para evitar que, por las torcidas interpretaciones aplicadas, se lo adjudi- quen algunos Sanchos.

A la raíz latina Quiss (convertidas las 5 <S en X) le aumentó la par- tícula ote, que se emplea para formar los aumentativos despreciativos, y ima vez hecho esto, tanto porque la frase (comprimida en una palabra) resultaba deficiente para explicar su designio, como porque se trataba de un Caballero de hidalga alcurnia, le hizo preceder del Don, dejando al arbitrio del curioso lector, si caía en la cuenta, el pronunciar la O como A, con igual derecho que los árabes pronunciaban nuestra D con el sonido de la T.

Ocurriéndoseme preguntar: ¿Por qué se ha sustituido la X con una Jf ¿No habían quedado en que los nombres propios deberían conservar la ortografía que les imprimió el uso? Además, ¿este nombre no nació con Xf

Orbaneja! Orbaneja! Te has quedado muy chiquito. En Málaga ador- naron con un chaleco aun Santo Cristo.

(1) Yo soy el gigante t Caraculiambro*, señor de la ins^ula...

Por la sencillez de su construcción se percibe claramente que Cervan- tes no se cuidó más que de señalar un punto «próximo al otro» para obli- gar al observador á rastrear de cerca las huellas de sus andancias: Ca- racuel y tierra pobre son los únicos componentes empleados en la confec- oión de este nombre.

Anteriormente á la dominación romana ya existía un pueblo cuyo nombre no consta; pero, positivamente, ellos lo llamaron Carcitvio y Car- cuvium, pues lo señalan como mansión militar en el itinerario de Mérida (pasando por La Mancha) á Zaragoza.

Los árabes, que transformaron los de la generalidad de los pueblos, conservaron éste con bastante parecido: Caracul y Caracoi.

Las ruinas de su castillo acreditan que los moros concedieron gran va- lor á su situación topográfica guarneciendo la fortaleza con importantes retenes, por ser el centro para una rápida comunicación con Alarcos y Calatrava al N. y Mestanza y Castro-Ferral por el S.

El gran teKmetia Cervantes, conocedor de aquellos terrenos, lo eligió como punto culminante, desde donde se divi-'^aban los territorios que abarcó el gobierno de Kaabah, envolviéndolos con el gráfico remoquete

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alabado caballero don Quixote de la Mancba, el cual me mandó, que me presentase ante la vuestra merced, para que la vuestra grandeza disponga de á su talante. O como se bolgó nuestro buen caballero, cuando hubo hecho este discurso, y más cuando halló á quien dar nombre de su dama: y fué á lo que se cree, que en un lugar cerca del suyo, había una moza la-; bradora de muy buen parecer, de quien él un tiempo anduvo enamorado, aunque según se entiende, ella jamás lo supo, ni se dio cata dello). Lla- mábase Aldonza Lorenzo, y á esta le pareció ser bien darle título de seño- ra de sus pensamientos: y buscándole nombre que no desdijese mucho del suyo, y que tirase, y se encaminase al de Princesa, y gran señora, vino á llamarla Dulcinea del Toboso (1) porque era natural del Toboso: nombre á su parecer músico, y peregrino, y significativo, como todos los demás que á él, y á sus cosas había puesto.

de tlnsula Malindrania» , acepción burlesca, ciertamente; pero conviene con la circunstancia innegable de haber albergado en los escondrijos de sus montes tantos bandoleros como pregonan las historias.

Y también pudo sugerirle este nombre la disolución del Califato de Córdoba en tiempo de los Ommyadas, cuya desmembración dio motivo para que se formasen hasta veintitrés gobiernos ó estados (con sus reye- zuelos correspondientes, denominados por la Historia: «.Reinos de taifas*. Que no carece de significación y altisonancia.

(Véase el gráfico de la página siguiente.) (1) Dulcinea... Dulcinea... ¡Dulcinea!

Cervantes, que aprovecha todas las coyunturas para hacer indicaciones, salva de una manera sutilísima al principio de su libro el error que por supresión del acento pudiera cometerse al pronunciar el nombre músico, peregrino y significativo de tan alta dama. En el verso trigésimo de ür- ganda la desconocida, fija de modo preciso y terminante su pronunciación, porque aunque la imprenta lo suprima, el verso resulta largo... y contra esto no hay argumento.

Alguno dirá: en el soneto de Solisdán... no siga, hermano, y repita con el poeta: ¡fuerza del consonante á lo que obligas! Cervantes dejó sen- tado el precedente para su pronunciación, obligando al lector á embeber una sílaba en la ocasión primera que lo escribe, y si después se ha gene- ralizado distinta acentuacióii, culpémonos por haber establecido una va- riante que nos alejaba de su verdadero sentido.

La sospecha que me asaltó al leer el verso referido, desapareció al ins- tante, pues por la significación de dulce nuevo, fuerza á pensar seguida- mente en dulzón y hasta en dulcíneo. Después pensé en la caña de azúcar que había sido importada de las Indias, por lo que pudo tener de novedad entre sus contemporáneos el nuevo dulce, sin olvidar que hul:)iera podido sugerírselo la miel de abejas, el arrope, mostillo, alfajor ú otro cualquiera de la región.

íSin desechar el resultado de tan ¡peregrino pensamiento, me eché á.

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CAPITULO II

Que trata de la primera salida que de su tierra hizo el ingenioso don Quixote

Hechas pues estas prevenciones, no quiso aguardar más tiempo á "po- ner en efecto su pensamiento, apretándole á ello la falta que él pensaba que hacía en el mundo su tardanza, según eran los agravios que Ipensaba deshacer, tuertos que enderezar, sinrazones que enmendar, y abusos que mejorar, y deudas que satisfacer. Y así sin dar parte á persona alguna de su intención, y sin que nadie le viese, una mañana antes del día (que era

cavilar acerca de su significativo sentido, pero ¡que si quieres, morena! Varié de rumbo infinitas veces, hasta que por fin topé «de manos á boca» con El Toboso. Descubrir que este nombre tuvo su origen por las muchas tobas que en su suelo había y ponerme á bailar, fué cuestión de unos se- gundos. Había logrado con mi paciencia (bien empleada ¡vive Dios!) arrebatar á los malignos encantadores el tesoro que tan cuidadosamente escondieron por espacio de tres siglos bajo el insignificante nombre de las tobas.

Esta palabra «mágica» me llevó, como de la mano, á buscar en el Dic- cionario de tuuestra» lengua su significación; y héteme confuso, aturdi- do, al no hallar más definición que ésta: «Toba. Especie de piedra caliza^ esponjosa y blanda de orige^i acuático». Me quedé como el hielo. ¡Yo que esperaba encontrar la tabla de mi salvación en un elocuentísimo discur- so, rebosante de sapiencia, de la comunidad más docta del solariego Case- rón de mis mayoresl ¡Fementida ilusión que se formó al calor de mi buen deseo! Ya no creo en nada. ¡Cuando vea desaparecer de tus entrañas el fárrago inmenso de voces forasteras que te integran, introducidas por ma- landrines historiadores para afear su hermoso rostro... entonces hablare- mos! ¡Los sueños dorados de mi niñez se han esfumado por las malas artes del viejo Arcalaus y su caterva maldita! ¡Cuantísima razón debía de tener mi querido maestro, D, Francisco Ruíz Moróte! ¡Dios lo habrá aco- gido en su gracia! Fué muy buen hijo, honrando á sus padres y regando con su sangro los campos africanos en aquella jornada tan gloriosa como infecunda; amantisimo padre; maestro de varias generaciones manchegas,

Ír no cuantas cosas más; pero lo que aseguro, es que todas estas cua- idades (aunque amparadas por la grandeza de su alma hermosísima), no fueron bastante á mitigar su acerbo dolor por las continuas é innecesa- rias innovaciones de la Academia Española. Porque, como él decía: «Si los señores que la componen frecuentasen las regiones de nuestra patria.

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uno (le los calurosos del mes de Julio) se armó de todas sus armas, subió sobre Rocinante, puesta su mal compuesta celada, embrazó su adarga, tomó su lanza, y por la puerta falsa de un corral salió al campo con gran- dísimo contento, y alborozo, de ver con cuanta facilidad había dado princi- pio á su buen deseo: mas apenas se vio en el campo, cuando le asaltó un pensamiento terrible, y tal que por poco le hiciera dejar la comenzada empresa, y fué, que le vino á la memoria, que no era armado caballero, y que conforme á la ley de caballería, ni podía, ni debía tomar armas con ningún caballero: y puesto que lo fuera había de llevar armas blancas, como novel caballero, sin empresa en el escudo, hasta que por su esfuerzo la ganase. Estos pensamientos le hicieron titubear en su propó- sito, mas pudiendo más su locura que otra razón alguna, propuso de hacerse armar caballero del primero que topase, á imitación de otros mu- chos que así lo hicieron, según él había leído en los libros que tal le

¿cómo es posible que se introdujesen tantos vocablos extranjeros? ¿La causa? El desconocimiento délo mucho y bueno que atesora España». Cerrando siempre sus peroraciones con un dejo de amargura que impreg- naba á sus oyentes... «...la apatía, esa maldita condición que nos atrofia y que no tratamos de sacudir, tiene la culpa de cuanto malo nos su- ceda!...»

Por honor á la verdad, digo, que mi opinión es insuficiente para apre- ciar lo expuesto á modo de recuerdo: tanto por la escasez de conocimien- tos, como porque el continuo roce con oradores oficinescos y muchas veces «bilingües», produce graves trastornos; pero no ocultaré el disgusto que me produjo hallar un vacío en el sitio donde creí encontrar magis- tralmente definida la otra acepción, la regional, la que conviene con el músico nombre Cervantino. Y ahora, lector, sabrás el por qué.

En La Mancha, llaman á las caiias de los cardos-cucos, tobas; miden vara y media próximamente de altura; son de corteza blanda y fibrosa, sin nudos^ con unas cuantas hojas de regular grandor, y su florecilla en la parte superior formada por pelusa que con facilidad se desmorona: se cimbrea muy desgarbadamente á los embates del viento en aquellas lla- nuras. Cuando yo fui muchacho, ¡pena me recordarlol, hice de sus ca- ñas ¡flautas!; después... ¡he percibido las dxdcíneas notas de aquel gran músico que en su eternal vida se llamará Cervantes!

El aditamento del Toboso, suple en el presente caso al puntero que uti- liza el Maestro pitra señalar A los niños las letras de los carteles, ó si nó, y con más propiedad por ser algunas huecas, á la batuta del Director de una orquesta...; y sirve para enseñarnos adonde debieron encaminarse las in- vestigaciones.

iQué profundidad encierran sus estrambóticos decires!

¡Homero, Cicerón, Séneca, enviadme algo de aquel soplo divino que iluminó vuestras inteligencias á la antigua ciudad de Miacum!

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tenían. En lo de las armas blancas, pensaba limpiarlas de manera (en te- niendo lugar) que lo fuesen más que un armiño: y con esto se quietó, y prosiguió su camino, sin llevar otro que aquel que su caballo quería, cre- yendo que en aquello consistía la fuerza de las aventuras. Yendo pues caminando nuestro flamante aventurero, iba hablando consigo mismo, y diciendo: Quién duda, sino que en los venideros tiempos, cuando salga á la luz la verdadera historia de mis famosos hechos, que el sabio que los escribiere no ponga, cuando llegue á contar esta mi primera salida tan de mañana, desta manera? Apenas había el rubicundo Apolo tendido por la faz de la ancha, y espaciosa tierra las doradas hebras de sus hermosos cabellos, y apenas los pequeños, y pintados pajarillos con sus harpadas lenguas habían saludado con dulce, y meliflua armonía la venida de la ro- sada Aurora, que dejando la blanda cama del celoso marido, por las puer- tas y balcones del Manchego horizonte, á los mortales se mostraba, cuando el famoso caballero don Quixote de la Mancha, dejando las ociosas plumas, subió sobre su famoso caballo Rocinante, y comenzó á caminar por el antiguo, y conocido campo de Montiel (y era la verdad que por él cami- naba) (1) y añadió diciendo: Dichosa edad, y siglo dichoso aquél, adonde saldrán á luz las famosas haaafias mías, dignas de entallarse en bronces, para memoria en lo futuro. O tu sabio encantador, quien quiera que seas, á quien ha de tocar el ser cronista desta peregrina historia, ruégote, que no te olvides de mi buen Rocinante, compañero eterno mío en todos mis caminos, y carreras. Luego volvía diciendo (como si verdaderamente fuera enamorado). O Princesa Dulcinea, señora de este cautivo corazón, mucho agravio me habedes fecho en despedirme, y reprocharme con el riguroso afincamiento, de mandarme no parecer ante la vuestra fermosura: Plegaos señora de membraros deste vuestro sujeto corazón, que tantas cuitas por vuestro amor padece. Con éstos iba ensartando otros disparates, todos al modo de los que sus libros le habían enseñado, imitando en cuanto podía su lenguaje: y con esto caminaba tan despacio, y el sol en- traba tan apriesa y con tanto ardor, que fuera bastante derretirle los sesos

(1) Si se tiene presente que dos afirmaciones se destruyen, no es verdad esta manifefctación, ó sobra la reafirmación del paréntesis; además, ya lo dijo en el prólogo é insiste en lo mismo cuando Don Quixote sale Begunda vez á pus aventuras.

Y como quiera (jue «campo» está escrito con minúscula y la aclara- ción holgaba, infiero que Cervantes puso especial empaño en ocultar los verdadenjs pasos del Hidalgo, como se verá en la nota siguiente.

(si algunos tuviera). Casi todo aquel día caminó sin aconteccrle cosa que de contar fuese, de lo cual se desesperaba, porque quisiera topar luego con quien hacer experiencia del valor de su fuerte brazo. Autores hay que dicen, que la primera aventura que le avino, fué la del puerto Lapice, otros dicen, que la de los molinos de viento. (1).

(1) Si pasas la vista por el adjunto gráfico, querido lector, ol^servarás que el lugar fijado por los investigadores (La Argamasilla, ó Lugar nuevo como decimos los manchegos) se halla fuera de la jurisdicción de Mon- tiel, por lo cual habrá que convenir en que Don Qaixote salió con direc- ción al S., y en alas del deseo, envuelto en una ráfaga de buen viento, aunque contrario, ó á causa de la ojeriza que le tenían los encantadores (que será lo más cierto), vino á caer por desdicha diez ó doce leguas más al N.; pero lo que dicen que se pudo averiguar, es que Eolo soplaba con fuerza escasa, pues por la poca elevación con que efectuó el vi&je nuestro Caballero, le recogieron prendido de un chaparro en el puerto. Un poquito más... y verás con qué facilidad se desenvuelve la parte sutil de este enmarañado negocio.

Según consta por relación topográfica que los vecino.'? de Villa-Harta (hoy Villarta de San Juan) remitieron al Gobierno en 1573, *en el sitio al N. de la villa y /unto á la venta del puerto Lapice, se había llevado á cabo el rompimiento de un puerto, j^ara facilitar la comunicación C07i Andalucía y ¡as provincias orientales del S. E.» Por tanto, la importancia que le conce- dió Cervantes es ilusoria, tomando por los cabellos la ocasión de la no- vedad que ofrecía, y, al propio tiempo, sirviéndose de su insignificancia para hacer indicaciones de gran mérito, que no han sido apreciadas.

Puerto Lapice viene del Portus Lápidum de los romanos, y Cervantes, por medio de deducciones lógicas, nos obliga á pensar: 1.0 Que con un lápiz ó carboncillo, escribió su obra; y 2.0 Que por Lápidum, profundizando en las investigaciones, se podría llegar á conocer el nombre del pueblo que él no quiso decir.

Luego que Cervantes tuvo otra intención al hacer esta cita, es inne- gable; ¿cuál sería...? En todos los cuadros que tan magistralmente nos pinta, y con un derroche de inmenso poderío, muestra una divinidad arrebujada graciosamente entre los pliegues de finísima gasa, recamada de dorados reflejos: por esta causa, aunque su hermosura nos deslumbre, se debe insistir con tenaz fijeza profundizando en el fondo de sus hirien- tes destellos hasta escudriñar su interior. «Achacarle que cometió errores, sufrió distracciones ó se olvidaba de lo que escribía», debe considerarse como pobre artificio que usaron los que, en su inopia, tacharon de «ita- lianismos» los saladísimos giros del más castizo decir.

La humorada, «que en un lugar de la Mancha», etc., juntamente con la creación de «Académicos Argamasillescos», llamar los naturales del pais Lugar nuevo á «La Argamasilla», citar al «puerto Lapice», y nombrar al «campo de Montiel», causas fueron en mi sentir de tan general trans- torno; pero aun así, la mayor y más grande parte de culpa corresponde á los que han dado las gentes en llamar «investigadores», que, con un des- parpajo punible, hicieron gala de su superficialidad.

lia Argamasilla á que hace alusión Cervantes, es la otra, la de Cala-

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Pero lo que yo he podido averiguar en este caso, y lo que he hallado escrito en los Anales de la mancha, es, que él anduvo todo aquel día, y al anochecer, su rocín, y él se hallaron cansados, y muertos de hambre: y que mirando á todas partes, por ver si descubriría algún castillo, ó alguna ma-

trava, con abolengo ilustre muy bien ganado en tiempo de las Cruzadas: allí se encontrarán rastros verídicos y abundantes de generaciones hidal- gas, como los Rosales, los Maestre, los Corchado, los Salido, los Sánchez- Tirado, los Rodríguez-Tardío... y alguno que otro Medrano y Pasamente; hallándose enclavada dentro del Campo de operaciones de Don Quixote.

Como en aquel rinconcinco se ha participado de la creencia tan gene- ralizada de ser este libro una sátira burlesca contra los manchegos, no tiene nada de particular el que mis paisanos, guiándose por apariencias engañosas (esparcidas malévolamente por los que en su tiempo aparen- taban no entenderlo), hayan guardado un silencio absoluto; pero bueno será advertirles «que de lo dicho no hay nada», como verá el que leyere.

Usa Cervantes del «campo de Montiel» por contraposición al «campo de Calatrava», subsistiendo aún la causa que justifica este equivoco: «La indiferencia con que miramos los grandes problemas que nos afectan, y el estúpido ardor que ponemos en lo que no nos importa». Me apoyo en la historia. Por haber dado muerte el de Trastamara á su hermano el Rey D. Pedro en Montiel, hubieron de confeccionarse historias, cuyas exage- radas leyendas encontraron sanción en la General; y como quiera que el hecho en no merecía la importancia que se le ha concedido (pues se resolvió de la manera más favorable para los españoles), Cervantes, gran observador, nos lo echa en cara, «contraponiéndolo por su pequenez á una serie de lances ininterrumpida durante varios siglos, que por su grandeza merecían especial detalle y permanecen en la oscuridad.»

Para que la orientación sea exacta, sirviendo de comprobante á lo que digo, mídanse las distancias que median entre Argamasilla de Alba y puerto Lapice, y Argamasilla de Calatrava y el puerto del Muradal; ob- sérvese, que el campo de Montiel cae al S. y fuera de la trayectoria á re- correr entre ¡a de Alba y puerto Lapice, debiendo su celebridad á un suce- so solamente: por tanto, su valor bajo cualquier punto de vista que se mire, es cero.

Pero corriéndose hacia el O., ¡ya es otra cosa!, aunque la Historia sea parca en alabanzas. Allí se encuentra el campo de Calatrava, célebre por haber sido teatro de grandes y casi increíbles hazañas; y en su confín S. O. una región desconocida (como Urgnnda) que en la antigüedad se llamó: LA BETURIA. ¡Región misteriosa, cuya densísima oscuridad impide averi- guaciones! ¡Mansión intangible para los historiadores, qué oculto poder imprimieron los dioses á tu nombre para causar tanto respeto? Perdóna- me, si por un exceso de curiosidad penetro en tus soledades: no temas que rasgue tus vestiduras: ¡son, para mí, sagradas!

Perteneció al confuso estado de Thurro, Bey de Alcea, después Alces, conocida en la actualidad por Alcázar de San Juan; Tito Sempronio Graco lo derrotó, cogiendo prisioneros á sus dos hijos y á su hija.

Pero antes de este suceso, cuenta la tradición, de Miguel, que habién-

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dolé mandado ou padre guardar el extremo O. del territorio, construyó entre otras, una torre, para comunicarse con las avanzadas de sus domi- nios y en ella fijó su residencia. Su hermano Gil, en medio de extensa llanura abrió un pozo, levantó una casa, labró su huerta, y por mucho tiempo vivió en un espléndido aislamiento.

Gracias á un aparato de trasmisión, marca manchega, se ha podido averiguar que la Torre de Miguel es ahora Miguel-turra, y el Pozo-seco (porque estaba en tierras de secano, pues bien desmintió el mote cuando Alfonso Vm dio de beber á todo su ejército en 1212, y en algún año de sequía que presenció Hamete), se llamó por mucho tiempo Pozo seco de don OH. Alfonso X, fundó un pueblo amurallado con la denominación de Villa-real y en la actualidad lo conocemos por Ciudad-Real. Hallándose comprendidos estos pueblos en la región que gobernó el moro Raabah, fundador del castillo de su nombre, que denomina á toda la comarca.

¿Habrá alguno que ignore la existencia de una Orden de Caballeros Cristianos que se llamaban Calatrabos? Lo dudo. Pero hasta que se creó esta institución, ¿qué pasó allí? Entonemos un himno en el lugar que dejó vacío la Historia.

Esa condición sequereña de su suelo, que guarda perfecta armonía con el carácter de sus hijos, le acarreó el calificativo de Mancha... mancha maldital... ¡/Bendita sea La Mancha!!... ¡IMogollo de los de mi casta que me legaron su sangre, sus bríos y su quixotismo! ¡Huesa infinita de inno- minados mártires que se sacrificaron en aras de la independencia españo- la, con el significativo lema: Por su madre, por su fe y por su hogar! ¡Tierra santificada con la sangre de sus hijos (¡por eso es roja!) que sin medir los pehgros se lanzaron á la peleal ¡Pechos generosos que servísteis de muro contentivo á las hordas agarenas, qué fué de vuestro esfuerzo?.... La His- toria, calla; vuestros hermanos, os vilipendian. Pero no os importe: por mucha cantidad de malicia que acumulen los detractores, nunca será bas- tante á perturbar el tranquilo sueño que gozáis en la mansión de los ele- gidos. Podrán los mahgnos encantadores con artes de su cosf^cha tergiver- sar vuestros méritos, pero, ¿hacerlos desaparecer? ¡Imposible! ¡Los escri- bisteis con la sangre de honrosísimas heridas sobre el suelo que os sustenta; en las piedras de los matorrales; en los peñascos de las sierras; en la cor- teza de viejísimas encinas (secreto imperturbable de los tiempos); y cuan- do llevan agua vuestros riachuelos, al través de su transparencia argentada dejan ver á modo de señales... que son los signos de tan grandiosa histo- toria!... ¿Que no aciertan á descifrarlos? ¡No importa! Esos caracteres deno- tan origen gentílico; y ahora escasean los escudriñadores de cosas antiguas. Por eso no se le ha concedido gran valor á una alhaja manchega, pero yo haré resaltar su mérito.

Después de pasar revista á las tropas en Salvatierra y acordado por los caudillos cristianos el acometer á los sarracenos, ¿á quién dirás, lector, que dan el caUficativo de t héroe de la jornada»? El Cronista ocular de aquel suceso extraordinario. Arzobispo D. Rodrigo, y los que le sucedieron en el comento de nuestra Historia, se remontan á regiones indistintas para arre- batar la gloria... á un pobre pastor manchego. Y eso, no: se llamaba /Jíar- tin Halaja Gotrán!, y su nombre debe grabarse en los corazones de cuan- tos alienten sangre española.

Por su humilde profesión conocía admirablemente los desfiladeros de

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jada de pastores donde recogerse, y adonde pudiese remediar su mucha necesidad: vio no lejos del camino por donde iba, una venta, que fué como si viera una estrella, que á los portales, sino á los alcázares de su reden- ción, le encaminaba. Diose priesa á caminar, y llegó á ella á tiempo que anochecía (1).

los Montes Marianos; se ofreció á guiarlos, y loa condujo por el puerto de Murada! á la victoria. Agregando, cuantos de esto escribieron, que desapare- ció. ¡Y pensar que el Héroe moriría en el com batel Pero no: esto es una quimera. ¡Vive en las desconocidas regiones de la gloria, donde moran in- contable número de manchegos que ofrendaron su vida á su Dios y á su Patria! ¡Dichosos ellos que haciendo alarde de una fe sentida (lo mismo que ahora), escalaron los empíricos aposentos! Cristianos sin mancilla; enamorados de im ideal; esforzados con silencioso tesón; oriundos de una raza brava y altruista; sois dignos de figurar por vuestros titánicos esfuer- zos á la cabeza de los más afamados Caballeros que ha tenido el mundo, ¡PORQUE SOIS DE LA MANCHA!

Ahora, dime, lector, ¿fueron justos los historiadores?

(1) Prepárate, lector, para recibir en tu gracia una revelación traduci- da al castellano de un libro escrito en manchego.

La Venta que produjo tanto trastorno en algunos cerebros, se halla si- tuada en la Sierra del S. del Valle de Alcudia, precisamente adonde va á morir la ladera meridional del Monte Judío. Es de antigüedad remota, y punto de reunión de los dos caminos de herradura que, por distintos sitios de la provincia de Toledo, atravesaban la de Ciudad-Real para dirigirse á las de Córdoba y Sevilla.

En la preciosa novela de Rinconete y Cortadillo se hace mención de laa Ventas del Molinillo y del Alcalde^ que sin duda fueron los puntos que tocó á su paso para Andalucía.

La Venta del Molinillo, propiamente dicha, se halla enclavada en el Monte de la Estrella al N. de la provincia de Ciudad Real; pero como Cer- vantes señala dos bajo una sola denominación, no estará demás explicar en qué consiste esta mutación.

Dice tan habilidoso prestidigitador: En la Vetita del Molinillo que está puesta en los fines de los campos de Alcudiaj como vamos de Castilla á la An- dalucía... Como podrá observarse, nombra á la del N., pero refiriéndose á un suceso acaecido en la del S.; y es que á ésta la llamaban así por su proximidad al Molino del Campillo.

Nuestro genial artista, que gozaba lo indecible donnitando, mediante una sencillísima contracción que le dieron hecha las gentes de aquellos contornos, comprendió á ambas bajo un solo epígrafe. Véase:

Veyíta del Molino Campillo.

Venta del Molin illo.

Este resultado lo confirma Cervantes cuando más adelante refiere qtie una tropa de á caballo pasó por allí é iban á sestear á la Venta del Alcalde, distante media legíia, pero se le olvidó agregar manchega. Y como el autor

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Estaban acaso á la puerta dos mujeres mozas, destas que llaman del .partido, las cuales iban á Sevilla con unos arrieros, que en la venta aque- lla noche acertaron á hacer jornada: y como á nuestro aventurero, todo cuanto pensaba, veía, ó imaginaba, le parecía ser hecho, y pasar al modo ■de lo que había leído, luego que vio la venta, se le representó que era un castillo con sus cuatro torres, y capiteles de luciente plata, sin faltarle su puente levadiza, y honda cava, con todos aquellos adherentes que seme- jantes castillss se pintan. Fuese llegando á la venta (que á el le parecía castillo), y á poco trecho della, detuvo las riendas á Eocinante, esperando que algún enano se pusiese entre las almenas, á dar señal con alguna trom- peta, de que llegaba caballero al castillo. Pero como vio que se tardaban, y que Rocinante se daba priesa por llegar á la caballeriza, se llegó á la puerta de la venta, y vio á las dos distraídas mozas que allí estaban, que á él le parecieron dos hermosas doncellas, ó dos graciosas damas, que de- lante de la puerta del castillo se estaban solazando. En esto sucedió acaso, que un porquero que andaba recogiendo de unos rastrojos una manada de puercos (que sin perdón así se llaman) tocó un cuerno, á cuya señal ellos se recogen, y al instante se le representó á don Quixote lo que deseaba, que era que algún enano hacía señal de su venida, y así con extraño con- tento llegó á la venta, y á las damas. Las cuales como vieron venir un hombre de aquella suerte, armado, y con lanza, y adarga, llenas de miedo se iban á entrar en la venta: pero don Quixote, coligiendo por su huida su miedo, alzándose la visera de papelón, y descubriendo su seco, y polvoroso •íostro, con gentil talante, y voz reposada les dijo: Non fuyan las vuestras

establece un símil diabólico, habré de aclararte en qué consiste, aunque á medias.

Desde la Venta del Jlhlinillo á la en que armaron Caballero á Don Qui- xote hay poco más de media legua, pero de ningún modo pudo referirse á l<i del Alcalde, distante más de tres, sino para establecer una comparación que aún rueda de lengua en lengua, sin que se pueda concretar su proce- dencia y si tienen razón ó no los murmuradores.

Se llamó y se llama La Venta del puerto del Mochuelo, conocida en toda la región, y debe su celebridad á que el Ventero fué un capitán de saltea- dores que terminó su historia en Peralvillo á manos de los de la Santa Her- mandad.

¿\'erdad, lector, que trascienden á rancias estas leyendas? Aquella.s gentes todo lo archivan; pero de la del Alcalde-Mochuelo, algo se dirá en su tiempo.

(Véase el gráfico de la página siguiente).

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mercedes, nin teman desaguisado alguno, ca á la orden de caballería que profeso, non toca, ni atañe facerle á ninguno, cuanto más á tan altas don- cellas como vuestras presencias demuestran. Mirábanle las mozas, y anda- ban con los ojos buscándole el rostro, que la mala visera le encubría. Mas como se 03'eron llamar doncellas, cosa tan fuera de su profesión, no pu- dieron tener la risa, y fué de manera, que don Quixote vino á correrse, y á decirles: Bien parece la mesura en las fermosas, y es mucha sandez ade- más la risa, que de leve causa procede: pero non vos lo digo porque os acuitedes, ni mostredes mal talante, que el mío non es al, que de serviros. El lenguaje no entendido de las señoras, y el mal talle de nuestro caba- llero acrecentaba en ellas la risa, y en él el enojo, y pasara muy adelante, si á aquel punto no saliera el ventero, hombre que por ser muy gordo, era muy pacífico, el cual viendo aquella figura contrahecha, armada de armas tan desiguales, como eran la brida, lanza, adarga, y coselete no estuvo en nada en acompañar á las doncellas en las muestras de su contento. Mas en efecto, temiendo la máquina de tantos pertrechos, determinó de hablarle comedidamente, y así le dijo: Si vuestra merced, señor caballero, busca posada, amén del lecho (porque en esta venta no hay ninguno) todo lo de- más se hallará en ella en mucha abundancia: Viendo don Quixote la hu- mildad del Alcaide de la fortaleza (que tal le pareció á él el ventero, y la venta) respondió: Para señor Castellano, cualquiera cosa basta, porque mis arreos son las armas, mi descanso el pelear, etc. Pensó el huésped, que el haberle llamado Castellano, había sido por haberle parecido de los sanos de Castilla, aunque él era Andaluz, y de los de la playa de Sanlucar, no menos ladrón que Caco, ni menos maleante que estudiante, ó paje, y así le repondió: Según eso, las camas de vuestra merced serán duras pe- ñas, y su dormir siempre velar: y siendo así, bien se puede apear, con se- guridad de hallar en esta choza ocasión, y ocasiones para no dormir en todo un año, cuanto más en una noche. Y diciendo esto, fué á tener del estribo á don Quixote, el cual se apeó con mucha dificultad, y trabajo (como aquél que en todo aquel día no se había desayunado). Dijo luego al hués- ped, que le tuviese mucho cuidado de su caballo, porque era la mejor pieza que comía pan en el mundo. Miróle el ventero, y no le pareció tan bueno como don Quixote decía, ni aun la mitad: y acomodádole en la ca- balleriza, volvió á ver lo que su huésped mandaba, al cual estaban desar- mando las doncellas (que ya se habían reconciliado con él) las cuales, aun- que le habían quitado el peto, y el espaldar, jamás supieron, ni pudieron desencajarle la gola, ni quitarle la contrahecha celada, que traía atada

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con unas cintas verdes, y era menester cortarlas por no poderse quitar los nudos, mas él no lo quiso consentir en ninguna manera: y asi se quedó toda aquella noche con la celada puesta, que era la más graciosa, y extraña figura que se pudiera pensar: y al desarmarle (como él se imaginaba que aquellas traídas, y llevadas que le desarmaban, eran algunas principales señoras, y damas de aquel castillo) les dijo con mucho donaire: Nunca fuera caballero de damas tan bien servido, como fuera don Quixote cuando de su aldea vino, doncellas curaban del. Princesas de su rocino. O Rocinan- te, que éste es el nombre, señoras mias, de mi caballo, y don Quixote de la mancha el mío: que puesto que no quisiera descubrirme, fasta que las faza- ñas fechas en vuestro servicio, y pro, me descubrieran, la fuerza de aco- modar al propósito presente este romance viejo de Lanzarote, ha sido causa que sepáis mi nombre antes de toda sazón: pero tiempo vendrá en que las vuestras señorías me manden, y yo obedezca, y el valor de mi brazo descu- bra el deseo que tengo de serviros. Las mozas que no estaban hechas á oir semejantes retóricas, no respondían palabra, sólo le preguntaron, si quería comer alguna cosa. Cualquiera yantaría yo, respondió don Quixote, porque á lo que entiendo, me haría mucho al caso. A dicha acertó á ser Viernes aquel día: y no había en toda la venta sino unas raciones de un pescado, que en Castilla llaman abadejo, y en Andalucía bacalao: y en otras partes cura- dillo, y en otras truchuela. Preguntáronle, si por ventura comería su merced truchuela, que no había otro pescado que darle de comer. Como haya mu- chas truchuelas, respondió don Quixote, podrán servir de una trucha, porque eso me que me den ocho reales en sencillos, que en una pieza de á ocho. Cuanto más que podría ser que fuesen estas truchuelas como la ternera que es mejor que la vaca, y el cabrito que el cabrón. Pero sea lo que fuere, venga luego, que el trabajo, y peso de las armas, no se puede llevar sin el gobierno de las tripas. Pusiéronle la mesa á la puerta de la venta, por el fresco, y trájole el huésped una porción del mal remojado, y peor cocido ba- calao, y un pan tan negro, y mugriento como sus armas: pero era materia de grande risa verle comer, porque como tenía puesta la celada, y alzada la visera, no podía poner nada en la boca con sus manos, si otro no se lo daba, y ponía, y así una de aquellas señoras servía deste menester: mas al darle de beber no fué posible, ni lo fuera, si el ventero no horadara una caña, y pues- to el un cabo en la boca, por el otro le iba echando el vino: y todo esto lo re- cibía en paciencia, á trueco de no romper las cintas de la celada. Estando en esto, llegó acaso á la venta un castrador de puercos, y así como llegó, sonó su silvato de cañas, cuatro, ó cinco veces, con lo cual acabó de confirmar

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don Quixote, que estaba en algún famoso castillo, y que le servían con mú- sica, y que el abadejo eran truchas, el pan candeal, y las rameras damas: y el ventero, Castellano del castillo, y con esto daba por bien empleada su determinación, y salida. Mas lo que más le fatigaba, era el no verse armado caballero, por parecerle que no se podría poner legítimamente en aventura alguna, sin recibir la orden de caballería.

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CAPITULO III

Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quixote en armarse caballero

T así fatigado deste pensamiento, abrevió su venteril, y limitada cena, la cual acabada llamó al ventero, y encerrándose con él en la caballeriza, se hincó de rodillas ante el, diciéndole: No me levantaré jamás de donde estoy, valeroso caballero, hasta que la vuestra cortesía me otorgue un don que pedirle quiero, el cual redundará en alabanza vuestra, y en pro del género humano. El ventero que vio á su huésped á sus pies, y oyó seme- jantes razones, estaba confuso mirándole, sin saber qué hacerse, ni decirle, y porfiaba con el que se levantase, y jamás quiso, hasta que le hubo de decir que él le otorgaba el don que le pedía. No esperaba yo menos de la gran magnificencia vuestra, señor mío, respondió don Quiiote, y así os digo, que el don que os he pedido, y de vuestra liberalidad me ha sido otorgado, es, que mañana en aquel día me habéis de armar caballero: y esta noche en la capilla deste vuestro castillo velaré las armas, y mañana, como tengo dicho, se cumplirá lo que tanto deseo, para poder, como se debe, ir por todas las cuatro partes del mundo, buscando aventuras en pro de los menesterosos, como está á cargo de la caballería, y de los caballeros andantes, como soy yo, cuyo deseo á semejantes hazañas está inclinado. El ventero (que como está dicho) era un poco socarrón, y ya tenía algunos barruntos de la falta de juicio de su huésped, acabó de creerlo cuando acabó de oír semejantes razones: y por tener que reir aquella noche, de- terminó de seguirle el humor, y así le dijo, que andaba muy acertado en lo que deseaba, y que tal propuesto era propio, y natural de los caballeros tan principales, como él parecía, y como su gallarda presencia mostraba: y que él asimismo en los años de su mocedad, se había dado á aquel hon- roso ejercicio, andando por diversas partes del mundo, buscando sus aven- turas, sin que hubiese dejado los percheles de Málaga, islas ác Riarán, compás de Sevilla, azoguejo de Segovia, la olivera de Valencia, rondilla de Granada, playa de Sanlucar, potro de Córdoba, y las Teudillas de Toledo, y otras diversas partes, donde había ejercitado la ligereza de sus pies,

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sutileza de sus manos, haciendo muchos tuertos, recuestando muchas viu- das, deshaciendo algunas daac9llas, y engañando á algunos pupilos, y finalmente dándose á conocer por cuantas audiencias, y tribunales hay casi en toda España: y que á lo último se había venido á recoger á aquel su «astillo, donde vivía con su hacienda, y con las agenas, recogiendo en él á todos los caballeros andantes, de cualquiera calidad, y condición que fue- sen, sólo por la mucha afición que les teníü,, y porque partiesen con él de sus haberes, en pago de su buen deseo. Díjole también, que en aquel su castillo no había capilla alguna donde poder velar las armas, porque estaba derribada para hacerla de nuevo: pero que en caso de necesidad, él sabía que se podían velar dondequiera, y que aquella noche las podría velar en un patio del castillo, que á la mañana, siendo Dios servido, se harían las debidas ceremonias, de manera que él quedase armado caba- llero, y tan caballero que no pudiese ser más en el mundo. Preguntóle si traía dineros, respondió don Quixote, que no traía blanca, porque él nunca había leído en las historias de los caballeros andantes, que ninguno los hu- biese traído. A esto dijo el ventero, que se engañaba, que puesto caso que en las historias no se escribía, por haberles parecido á los autores dalla, que no era menester escribir una cosa tan clara, y tan necesaria de traerse, como eran dineros, y camisas limpias, no por eso se había de creer, que no los trajeron: y así tuviese por cierto, y averiguado, que todos los caballeros andantes, de que tantos libros están llenos, y atestados, llevaban bien he- rradas las bolsas por lo que pudiese sucederles, y que asimismo llevaban camisas, y una arqueta pequeña llena de ungüentos, para curar las heridas que recibían, porque no odas veces en los campos, y desiertos donde se combatían, y salían heridos, había quien los curase, si ya no era, que tenían algún sabio encantador por amigo, que luego los socorría, trayendo por el aire en alguna nube alguna doncella, ó Enano, con alguna redoma de agua de tal virtud, que en gustando alguna gota della, luego al punto quedaban sanos de sus llagas, y heridas, como si mal alguno hubiesen tenido: mas que en tanto que esto no hubiese, tuvieron los pasados caba- lleros por cosa acertada, que sus escuderos fuesen provistos de dineros, y de otras cosas necesarias, como eran hilas, y ungüentos para curarse: y cuando sucedía, que los tales caballeros no tenían escuderos (que eran pocas, y raras veces) ellos mismos lo llevaban todo en unas alforjas muy sutiles, que casi no se parecían, á las ancas del caballo, como que era otra cosa de más importancia: porque no siendo por ocasión semejante, esto de llevar alforjas, no fué muy admitido entre los caballeros andantes: y por

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esto le daba por consejo, pues aún se lo podía mandar como á su ahijado» que tan pronto lo había de ser, que no camínase de alli adelante sin dine- ros, y sin las precaucioues recibidas, y que vería cuan bien se hallaba con ellas, cuando menos lo esperase. Prometióle don Quixote, de hacer lo que se le aconsejaba con toda puntualidad: y así se dio luego orden como ve- lase las armas, en un corral grande que á un lado de la venta estaba, y recogiéndolas don Quíxote todas, las puso sobre una pila que junto á un pozo estaba: y embrazando su adarga, asió de su lanza, y con gentil continente se comenzó á pasear delante de la pila, y cuando comenzó el paseo, comenzaba á cerrar la noche. Contó el ventero á todos cuantos estaban en la venta la locura de su huésped, la vela de las armas, y la armazón de caballería que esperaba. Admirándose de tan extraño género- de locura, íuéronselo á mirar desde lejos, y vieron que con sosegado ade- mán, unas veces se paseaba, otras arrimado á su lanza, ponía los ojos en las armas, sin quitarlos por un buen espacio de ellas. Acabó de cerrar la noche con tanta claridad de la luna, que podía competir con el que se la prestaba: de manera, que cuanto el novel caballero hacía, era bien visto de- todos. Antojósele en esto á uno de los harrieros que estaban en la venta, ir á dar agua á su recua, y fué [menester quitar ¿las armas de don Quixote, que estaban sobre la pila, el cual viéndole llegar, en voz alta le dijo: O tu quien quiera que seas atrevido caballero, que llegas á tocar las armas del más valeroso andante, que jamás se ciñó espada, mira lo que haces, y ño- las toques, si no quieres dejar la vida en pago de tu atrevimiento. No se curó el harriero de estas razones, (y fuera mejor que se curara, porque- fuera curarse en salud) antes trabando de las correas, las arrojó gran trecho- de sí. Lo cual visto por don Quixote, alzó los ojos al cielo, y puesto el pen- samiento (á lo que pareció) en su señora Dulcinea, dijo: Acorredme señora mía en esta primera afrenta, que á este vuestro avasallado pecho se le ofrece, no me desfallezca en este primer trance vuestro favor, y amparo: y diciendo estas, y otras semejantes razones, soltando la adarga, alzó la lanza á dos manos, y dio con ella tan gran golpe al harriero en la cabeza, que le de- rribó en el suelo tan maltrecho, que si segundara con otro, no tuviera necesidad de maestro que le curara. Hecho esto, recogió sus armas, y tornó á pasearse con el mismo reposo que primero. Desde allí á poco, sin sabérse- lo que había pasado, (porque aún estaba aturdido el harriero) llegó otro con la misma intención, de dar agua á sus mulos, y llegando á quitar las armas para desembarazar la pila, sin hablar don Quixote palabra, y sin pedir favor á nadie, soltó otra vez la adarga, y alzó otra vez la lanza, y sin

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hacerla pedazos, hizo más de tres la cabeza del segundo harriero, porque se la abrió por cuatro: al ruido acudió toda la gente de la venta, y entre ellos el ventero. Viendo esto don Quixote, embrazó su adarga, y puesta mano á su espada, dijo: O señora de la hermosura esfuerzo, y vigor del debilitado corazón mío, ahora es tiempo que vuelvas los ojos de tu gran- deza, á este tu cautivo caballero, que tamaña aventura está atendiendo. Con esto cobró á su parecer tanto ánimo, que si le acometieran todos los harrieros del mundo, uo volviera el pie atrás. Los compañeros de los heridos, que tales los vieron, comenzaron desde lejos á llover piedras sobre don Quixote, el cual lo mejor que podía, se reparaba con su adarga, y no se osaba apartar de la pila, por no desamparar las armas. El ventero daba voces que le dejasen, porque ya les había dicho como era loco, y que por loco se libraría, aunque los matase á todos. También don Quixote las daba mayores, llamándolos de alevosos y traidores, y que el señor del castillo era un follón, y mal nacido caballero, pues de tal manera consentía, que se tratasen los andantes caballeros, y que si él hubiera recibido la orden de caballería, que él le diera ú entender su alevosía, pero de vosotros, soez y baja canalla, no hago caso alguno. Tirad, llegad, venid, y oféndeme en cuanto pudieres, que vosotros veréis el pago que lleváis de vuestra sandez y demasía. Decía esto con tanto brío, y denuedo, que infundió un terrible temor en los que le acometían: y asi por esto, como por las persuasiones del ventero, le dejaron de tirar: y él dejó retirar á los heridos y tornó á la vela de sus armas, con la misma quietud y sosiego que primero. No le parecieron bien al ventero las burlas de su huésped, y determinó abreviar, y darle la negra orden de caballería luego, antes que otra desgracia suce- diese, y así llegándose á él, se disculpó de la insolencia que aquella gente baja con él había usado, sin que él supiese cosa alguna: pero que bien castigados quedaban de su atrevimiento. Díjole como ya le había dicho, que en aquel castillo no había capilla, y para lo que restaba de hacer, tam- poco era necesaria, que todo el toque de quedar armado caballero, consistía en la pescozada, y en el espaldarazo, según él tenía noticia del ceremonial de la orden, y que aquello en mitad de un campo se podía hacer: y que ya había cumplido con lo que tocaba al velar de las armas, que con solas dos horas de vela se cumplía, cuanto más, que él había estado más de cuatro. Todo se lo creyó don Quiíote, y dijo, que él estaba allí presto para obedecerle, y que concluyese con la mayor brevedad que pudiese, porque si fuese otra vez acometido, y se viese armado caballero, no pensaba de- jar persona viva en il castillo, excepto aquellas que él le mandase, á quien

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por 911 respeto dejaría. Advertido y medroso desto el Castellano, trajo luego un libro donde asentaba la paja, y cebada que daba á loa harrieros, y con un cabo de vela que le traía un muchacho, y con la3 ya dichas doncellas, se vino á donde don Quixote estaba, al cual mandó hincar de rodillas, y leyendo en su manual (como que decía alguna devota oración) en mitad de la leyenda, alzó la mano, y dióle sobre el cuello un gran golpe, y tras él con su misma espada un gentil espaldarazo (siempre murmurando entre dientes, como que rezaba). Hecho esto, mandó á una de aquellas damas que le ciñese la espada, la cual lo hizo con mucha desenvoltura, y discre- ción, porque no fué menester poca para no reventar de risa á cada punto de las ceremonias: pero las proezas que ya habían visto del novel caballero, les tenía la risa á raya. Al ceñirle la espada, dijo la buena señora: Dios haga á vuestra merced muy venturoso caballero, y le ventura en lideS' Don Quixote le preguntó cómo se llamaba, porque él supiese de allí ade- lante á quién quedaba obligado, por la merced recibida, porque pensaba darle alguna parte de la honra que alcanzase por el valor de su brazo. Ella respondió con mucha humildad, que se llamaba la Tolosa, y que era hija de un remendón natural de Toledo, que vi fía á las tendillas de San- chobienaya, y que dondequiera que ella estuviese le serviría, y le tendría por señor. Don Quixote le replicó, que por su amor le hiciese merced, que de allí adelante se pusiese don, y se llamase doña Tolosa. Ella se lo pro- metió: y la otra le calzó la espuela, con la cual le pasó casi el mismo co- loquio que con la de la espada. Preguntóle su nombre, y dijo que se lla- maba la Molinera, y que era hija de un honrado molinero de Antequera: á la cual también rogó don Quixote, que se pusiese don, y se llamase doña Molinera, ofreciéndole nuevos servicios, y mercedes. Hechas pues de galope, y apriesa las hasta allí nunca vistas ceremonias, no vio la hora don Quixote de verse á caballo, y salir buscando las aventuras: y ensillando luego á Eocinante, subió en él, abrazando á su huésped, le dijo cosas tan extrañas, agradeciéndole la merced de haberle armado caballero, que no es posible acertar á referirlas. El ventero por verle ya fuera di la venta, con no menos retóricas, aunque con más breves palabras, respondió á las suyas, y sin pedirle la costa de la posada, le dejó ir á la buena hora .

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CAPITULO IV

De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando salió de la venta

La del alba sería, cuando don Quixote salió de la venta, tan contento, tan gallardo, tan alborozado, por verse ya armado caballero, que el gozo le reventaba por las cinchas del caballo. Mas viniéndole á la memoria los consejos de su huésped, cerca de las prevenciones tan necesarias que había de llevar consigo, especial la de los dineros, y camisas, determinó volver á su casa, y acomodarse de todo, y de un escudero: haciendo cuenta de reci- bir á un labrador vecino suyo, que era pobre, y con hijos, pero muy apro- pósito para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento guió á Rocinante hacia su aldea, el cual casi conociendo la querencia, con tanta gana comenzó á caminar, que parecía que no ponía los pies en el suelo. No había andado mucho, cuando le pareció que á su diestra mano, de la espesura de un bosque que allí estaba, salían unas voces delicadas, como de persona que se quejaba. Y apenas las hubo oido, cuando dijo: Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan pronto me pone ocasio- nes delante, donde yo pueda cumplir con lo que debo á mi profesión, y donde pueda coger el fruto de mis buenos deseos. Estas voces, sin duda son de algún menesteroso, ó menesterosa, que ha menester mi favor, y ayuda, y volviendo las riendas, encaminó á Rocinante hacia donde le pa- reció que las voces salían. Y á pocos pasos que entró por el bosque, vio atada una yegua á una encina, y atado en otra aun muchacho, desnudo de medio cuerpo arriba, hasta de edad de quince años, que era el que las voces daba: y no sin causa, porque le estaba dando con una pretina muchos azotes un labrador de buen talle, y cada azote le acompañaba con una re- prensión, y consejo: porque decía: La lengua queda, y los ojos listos. Y el muchacho respondía: No lo haré otra vez, señor mío, por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez, y yo prometo de tener de aquí adelante mas cuidado con el hato. Y viendo don Quixote lo que pasaba, con voz airada dijo: Descortés caballero, mal parece tomaros con quien defender no se puede, subid sobre vuestro caballo, y tomad vuestra lanza (que también tenía una lanza arrimada á la encina, adonde estaba arrendada la yegua) que yo os haré conocer ser de cobardes lo que estáis haciendo. El labrador

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que vio sobre aquella figura llena de armas, blandiendo la lanza sobre su rostro, túvose por muerto, y con buenas palabras respondió: Sefior ca- ballero, este muchacho que estoy castigando, es un mi criado, que me sirve de guardar una manada de ovejas, que tengo en estos contornos, el cual es tan descuidado, que cada dia me falta una, y porque castigo su descuido, ó bellaquería, dice que lo hago de miserable, por no pagarle la soldada que le debo, y en Dios, y en mi ánima que miente. Miente de- lante de mí, ruin villano, dijo don Quixote, por el sol que nos alumbra, que estoy por pasaros de parte á parte con esta lanza, pagadle luego sin más réplica, sino por el Dios que nos rige que os concluya, y aniquile en este punto: y sin responder palabra desató á su criado. Al cual preguntó don Quixote, que cuánto le debía su amo: el dijo que nueve meses, á siete reales cada mes. Hizo la cuenta don Quixote, y halló que montaban se- tenta, y tres reales: y díjole al labrador que al momento los desembolsase, sino quería morir por ello. Respondió elmedroco villano, que para el paso en que estaba, y juramento que había hecho (y aún no había jurado nada) que no eran tantos: porque se le habían de descontar, y recibir en cuenta tres pares de zapatos que le había dado, y un real de dos sangrías que le habían hecho estando enfermo. Bien está todo eso, replicó don Quixote: pero quédense los zapatos, y las sangrías, por los azotes que sin culpa le habéis dado, que si él rompió el cuero de los zapatos que vos pagasteis, vos le habéis roto el de su cuerpo: y si le sacó el barbero sangre estando enfermo, vos en sanidad se la habéis sacado: así que por esta parte no os debe nada. El daño está señor caballero, en que no tengo aquí dineros, véngase Andrés conmigo á mi casa, que yo se los pagaré un real sobre otro. Irme yo con él, ¿ijo el muchacho, mas mal año, mi señor, ni por pienso, porque en viéndose solo, me desollará como á un S. Bartolomé. No hará tal, replicó don Quixote, basta.que yo se lo mande, para que me tenga respeto: y con que me lo jure, poí la ley de caballería que ha recibido, le dejaré ir libre, y aseguraré la paga. Mire vuestra merced señor, lo que dice, dijo el muchacho, que este mi amo no es caballero, ni ha recibido orden de caballería alguna, que es Juan Haldudo el rico, el vecino del Quintanar. Importa poco eso, respondió don Quixote, que Haldudos puede haber caballeros: cuanto mas, que cada uno es hijo de sus obras. (1).

(1) A pesar de la manifestación de Cervantes, yo nunca creí que el Juan Haldudo fuese del Quintanar, pues conozco perfectamente el camino que conduce á la próxima aventura de los mercaderes.

La escena en que «pinta» cómo desollaban vivo al cabrerillo Andrés,

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Así es verdad, dijo Andrés: pero este mi amo de qué obras es hijo, pues me niega mi soldada, y mi sudor, y trabajo? No niego hermano An- drés, respondió el labrador, y hacedme placer de veniros conmigo, que yo juro por todas las órdenes que de caballerías hay en el mundo de pagaros como tengo dicho, un real sobre otro, y aun sahumados. Del sanmerio os hago gracia, dijo don Quixote, dádselos en reales, que con eso me conten- to: y mirad que lo cumpláis como lo habéis jurado, sino por el mismo ju- ramento os juro, de volver á buscaros, y castigaros, y que os tengo de ha- llar, aunque os escondáis más que una lagartija. Y si queréis saber quien os manda esto para quedar con más veras obligado á cumplirlo: Sabed que 3^0 soy el valeroso don Quixote de la Mancha, el desfacedor de agravios, y sinrazones, y á Dios quedad: y no se os aparte de las mientes lo prometi- do, y jurado, so pena de la pena pronunciada. Y en diciendo esto, picó á su llocinante, y en breve espacio se apartó dellos. Siguióle el labrador con los ojos, y cuando vio que había traspuesto del bosque, y que ya no parecía, volvió á su criado Andrés, y díjole: Venid acá hijo mío, que os quiero pa- gar lo que os debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado. Eso juro yo, dijo Andrés, y como que andará vuestra merced acertado en cumplir el mandamiento de aquel buen caballero, que mil años viva, (jue según es de valeroso, y de buen juez, vive Roque que si no me paga, que vuelva, y ejecute lo que dijo. También lo juro yo; dijo el labrador, pero por lo mucho que os quiero, quiero acrecentar la deuda, para acrecentar la paga. Y asiéndole del brazo le tornó á atar á la encina, donde le dio tantos azotes, que le dejó por muerto. Llamad señor Andrés ahora, decía el labrador, al desfacedor de agravios veréis como no desjacc aqueste, aunque creo que no está acabado de hacer, porque me viene gana de deso- llaros vivo, como vos temíais: pero al fin le desató, y le dio licencia que fuese ú buscar á su juez, para que ejecutase la pronunciada sentencia, Andrés se partió algo mohíno, jurando de ir á buscar al valeroso don Quixote de la Mancha, y contarle punto por punto lo que había pasado, y

tiene su explicación topográfica en el Estrecho del Ahogadero, al pie de la Sierra de San Andrés; siguiendo ésta, se llega á la Sierra de los Caldero- nes, y, al final, se halla la Aldea del Hoyo, de donde era el Haldudo de nuestro cuento.

Ahora bien, como este punto <ha sido rozado por un escritor» sin que pueda asegurar el grado Je consciencia con que lo hizo, lo dejo correr hasta que pase el centenario; pero á partir de esa fecha quedo relevado de este voto.

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que se lo había de pagar con las setenas. Pero con todo esto él se partió llorando, y su amo se quedó riendo, y desta manera deshizo el agravio el valeroso don Quixote, el cual contentísimo de lo sucedido, pareciéndole que había dado felicísimo, y alto principio á sus caballerías, con gran sa- tisfacción de si mismo iba caminando hacia su aldea, diciendo á media voz: Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas hoy viven en la tierra, ó sobre las bellas bella Dulcinea del Toboso, pues te cupo en suerte, tener sujeto, y rendido á toda tu voluntad, y talante, á un tan valiente, y tan nombrado caballero, como lo es, y será don Quixote de la Plancha: el cual (como todo el mundo sabe) ayer recibió la orden de caballería, y hoy ha desfecho el mayor tuerto, y agravio, que formó la sinrazón, y cometió la crueldad. Hoy quitó el látigo de la mano á aquel despiadado enemigo, que tan sin ocasión vapuleaba á aquel delicado infante. En esto llegó á un ca- mino que en cuatro se dividía, y luego se le vino á la imaginación las en- crucijadas donde los caballeros andantes se ponían á pensar cual camino de aquellos tomarían: y por imitarlos, estuvo un rato quedo, y al cabo de haberlo muy bien pensado soltó la rienda á Rocinante, dejando á la volun- tad del rocín la suya, el cual siguió su primer intento, que fué el irse ca- mino de su caballeriza. Y habiendo andado como dos millas, descubrió don Quixote un gran tropel de gente, que, como después se supo, eran unos mercaderes Toledanos, que iban á comprar seda á Murcia. Eran seis, y venían con sus quitasoles, con otros cuatro criados á caballo, y tres mozos de muías á pie. Apenas los divisó don Quixote, cuando se imaginó ser cosa de nueva aventura: y por imitar en todo cuanto á él le parecía posible, los pasos que había leído en sus libros, le pareció venir allí de molde uno que pensaba hacer. Y asi, con gentil continente, y denuedo, se afirmó en los estribos, apretó la lanza, llegó la adarga al pecho, y puesto en la mitad del camino, estuvo esperando que aquellos caballeros andantes llegasen, que ya él por tales los tenía, y juzgaba: y cuando llegaron á trecho que ge pu- dieron ver, y oír, levantó don Quixote la voz, y con ademán arrogante dijo: Todo el mundo se tenga, si todo el mundo no confiesa, que no hay en el mundo todo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso. Paráronse los mercaderes al son destas razones, y á ver la extraña figura del que las decía: y por la figura, y por ellas luego echaron de ver la locura de su dueño, mas quisieron ver despacio, en qué paraba aquella confesión, que se les pedía, y uno dellos que era un poco burlón, y muy mucho discreto, le dijo: Señor caballero, nosotros no conocemos quién sea esa buena señora que decís, mostrádnosla, que si ella

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fuere de tanta hermosura como significáis, de buena gana, y sin apremio alguno confesaremos la verdad, que por parte vuestra nos es pedida. Si os la mostrara, replicó don Quixote, qué hicierais vosotros en confesar una verdad tan notoria, la importancia está, en que sin verla lo habéis de creer, confesar, afirmar, jurar y defender, donde no conmigo sois en batalla, gente descomunal, y soberbia: que ahora vengáis uno á uno (como pide la orden de caballería) ora todos juntos, como es costumbre, y mala usanza de los de vuestra ralea, aquí os aguardo, y espero, confiado en la razón que de mi parte tengo. Señor caballero, replicó el mercader, suplico á vuestra merced, en nombre de todos estos Príncipes, que aquí estamos, que por- que no carguemos nuestras conciencias, confesando una cosa por nosotros jamás vista, ni oída, y más siendo tan en perjuicio de las Reinas de la Al- carria, y Extremadura, que vuestra merced sea servido de mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea tamaño como un grano de trigo, que por el hilo se sacará el ovillo, y quedaremos con esto satisfechos, y seguros, y Vuestra merced quedará contento, y pagado: y aún creo que estamos ya tan de su parte, que aunque su retrato nos muestre, que es tuerta de un ojo, y que del otro le mana bermellón, y piedra azufre, con todo eso por com- placer á vuestra merced, diremos en su favor todo lo que quisiere. Ko le mana, canalla infame, respondió don Quixote encendido en colera, no le mana digo eso que decís, sino ámbar, y algalia entre algodones: y no es tuerta, ni corcobada, sino más derecha que un uso de Guadarrama: (1) pero

(1) Los toledancs que iban á Murcia, debe considerarse un sofisma para encubrir la verdad. Nadie ignora en la región que por el puerto del Mo- chuelo ó por el del Muradal^ según do donde procedían ó á la parte que se dirigían, se trasladaban los harrieros á las provincias de Córdoba ó Jaén para comprar aceite; acordándome haber oido referir, en distintas ocasiones, que los Montoreños, particularmente, llamaban Toledanos á todos sus compradores, sin distinción de provincia.

Pero lo que tiene «la gracia por arrobas», es el embolismo que forma defendiendo á las Emperatrices de la Mancha, &... para terminar asegu- rando que Dulcinea ev más derecha que un huso de Guadarrama.

Asegura el Sr. de Toro Gómez, que los críticos Cowle, A.sensio, Cíe- mcncín ('?), Cortejón y otros, ya discutieron suficientemente este extre- mo; pero como yo no opino del mismo modo, con su permiso *voy ó echar mi cuarto á espadas» (pues también soy hijo de Dios), por creerlo más armónico con la locución: «Estar ó ser, más derecho que un huso de Gíiadarrama* .

Cuantos se dedicaron á sacar punta á las agujas de hielo con que ador- na «Mamá Naturaleza» á la Sierra de este nombre que atraviesa por territorio de los antiguos Vaceos, vieron visiones y han perdido un

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vosotros pagareis la gran blasfemia que habéis dicho contra tamaña beldad «orno es la de mi señora. Y en diciendo esto, arremetió con la lanza baja, contra el que lo había dicho, con tanta furia, y enojo, que si la buena suer- te no hiciera, que en la mitad del camino tropezara, y cayera Rocinante, lo pasara mal el atrevido mercader. Cayó liociuante, y fué rodando su amo una buena pieza por el campo, y queriéndose levantar, jamás pudo: tal em- barazo le causaban la lanza, adarga, espuelas, y celada, con el peso de las antiguas armas. Y entretanto que pugnaba por levantarse, y no podía, es- taba diciendo: Non fuyades gente cobarde, gente cautiva atended, que no por culpa raía, sino de mi caballo, estoy aquí tendido. Un mozo de muías de los que allí venían, que no debía de ser muy biea intencionado, oyeado decir al pobre caído tantas arrogancias, no lo pudo sufrir, sin darle la res- puesta en las costillas. Y llegándose á él, tomó la lanza, y después de ha- berla hecho pedazos, con uno de ellos comenzó á dar á nuestro Don Quixo- te tantos palos, que á despecho, y pesar de sus armas, le molió como cibe- ra. Dábanle voces sus amos, que no le diese tanto, y que le dejase: pero estaba ya el mozo picado, y no quiso dejar el juego, hasta envidar todo el resto de su cólera: y acudiendo por los demás trozos de la lanza, los acabó de deshacer sobre el miserable caído, que con toda aquella tempestad de palos que sobre él vía, no cerraba la boca, amenazando al cielo, y á la tie- rra, y á los Malandrines, que tal le parecían. Cansóse el mozo, y los mer-

tiempo precioso; demostración al canto: «La vara larga que en posición vertical susteiita el rocadero donde tienen engarce la rueca de hilar ó el basti- dor de la devanadera, esa, digo que es el huso á 'que se refería Cerrantes, que trataba asuntos vianchegos exclusivamente, y por convenir con la locución, pues tiene que ser y estar derecha».

Era la señora de sus pensamientos ¡nada menos! el objeto de la com- paración, y, además, el que va á dilucidar este enigma por todos los si- glos venideros es Hamete, que aún no se ha examinado de Geografía, ni de Topografía, ni de refranes.

Entre la Aldea de Huertezuelas de Sierra Morena y buscando el término municipal de Calzada de Calatrava para revolver al del Viso del Mar- qués, se espacia una «montañuela» conocida geográficamente por Sierra Baja, que afecta á la forma de herradura algo irregular.

La ])unta E., por poniente se denomina ¡ Umbría de Guadarranm!: De este sitio cortaban las varillas para hacer los husos, y allí nació la frase- cita que desveló á unos cuantos.

Y en donde cierra el semicírculo por la parte N., existe un cerro que recibe el requetesaladísimo y significativo apodo de <íLos Mirones^.

Estos lugares lindan con los de la aventura anterior.

(Véase el gráfico).

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caderes siguieron su camino, llevando que contar en todo él del pobre apa- leado; el cual después que se vio solo, tornó á probar si podía levantarse: pero sino lo pudo hacer cuando sano, y bueno, cómo lo haría molido, y casi desecho? y aún se tenía por diciioso, pareciéndole que aquella era propia desgracia de caballeros andantes, y toda la atribuía á la falta de su caballo, y no era posible levantarse, según tenía abrumado todo el cuerpo.

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CAPÍTULO V

Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero.

Viendo pues que en efecto no podía menearse, acordó de acogerse á su ordinario remedio, que era pensar en algún paso de sus libros, y trájole su locura á la memoria aquel de Baldovinos, y del Marqués de Mantua cuando Carloto le dejó herido en la montiña, historia sabida de los niños, no ignorada de los mozos, celebrada, y aún creída de los viejos: y con todo esto, no más verdadera que los milagros de Mahoma. Esta pues le pareció á él que le venía de molde, para el paso en que se hallaba: y así con mues- tras de grandes sentimientos, se comenzó á volcar por la tierra, y á decir con debilitado aliento, lo mismo que dicen decía el herido caballero del bftsque: Dónde estás señora mía, que no te duele mi mal? ó no lo sabes señora, ó eres falsa, ó desleal. Y desta manera fué prosiguiendo el roman- ce, hasta aquellos versos que dicen: O noble Marqués de Mantua, mi tío, y señor carnal. Y quiso la suerte, que cuando llegó á este verso, acertó á pasar por allí un labrador de su mismo lugar, y vecino suyo, que venía de llevar una carga de trigo al molino: el cual viendo aquel hombre allí ten- dido, se llegó á él, y le preguntó, que quién era, y qué mal sentía, que tan tristemente se quejaba? Don Quiíote creyó sin duda, que aquél era el Mar- qués de Mantua su tío, y así no le respondió otra cosa, sino fué proseguir en su romance, donde le daba cuenta de su desgracia, y de ios amores del hijo del Emperante con su esposa, todo de la misma manera que el roman- ce lo canta. El labrador estaba admirado, oyendo aquellos disparates, y quitándole la visera, que ya estaba hecha pedazos de los palos, le limpió el rostro, que lo tenía lleno de polvo. Y apenas le hubo limpiado cuando le conoció, y le dijo: Señor Quixada (que así se debía de llamar cuando él tenía juicio, y no había pasado de hidalgo sosegado, á caballero andante) quién á puesto á vuestra merced desta suerte: pero él seguía con su roman- ce á cuanto le preguntaba. Viendo esto el buen hombre, lo mejor que pudo le quitó el peto, y espaldar, para ver si tenía alguna herida, pero no vio sangre, ni señal alguna. Procuró levantarle del suelo, y no con poco traba-

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jo le subió sobre su jumento, por parecerle caballería más sosegada. Reco- gió las armas, hasta las astillas de la lanza, y liólas sobre Rocinante, al cual tomó de la rienda, y del cabestro al asno, y se encaminó hacia su pue- blo, bien pensativo de oír los disparates que Don Quiíote decía: y no me- nos iba Don Quiíote, que de puro molido, y quebrantado no se podía tener sobre el borrico, y de cuando en cuando daba unos suspiros que los ponía en el cielo, de modo, que de nuevo obligó á que el labrador le preguntase, le dijese qué mal sentía: y no parece sino que el diablo le traía ala memo- ria los cuentos acomodados á sus sucesos, porque en aquel punto, olvidán- dose de Baldovinos, se acordó del Moro Abindarraez, cuando el Alcaide de Antequera, Rodrigo de Narvaez le prendió, y llevó preso á su Alcaidía. De suerte, que cuando el labrador le volvió á preguntar que cómo estaba, y qué sentía, le respondió las mismas palabras, y razones, que el cautivo Abencerraje respondía á Rodrigo de Narvaez, del mismo modo que él ha- bía leído la historia en la Diana de Jorge de Montemayor, donde se escri- be: aprovenchándose della tan de propósito, que el labrador se iba dando al diablo de oir tanta máquina de necedades, por donde conoció, que su ve- cino estaba loco, y dábale priesa á llegar al pueblo, por excusar el enfado que Don Quixote le causaba con su larga arenga. Al cabo de lu cual dijo: Sepa vuestra merced, señor don Rodrigo de Narvaez, que esta hermosa Xarifa que he dicho, es ahora la linda Dulcinea del Toboso, por quien yo he hecho, hago, y haré los más famosos hechos de caballerías que se han visto, vean, ni verán en el mundo. A esto respondió el labrador: Mire vues- tra merced señor, pecador de mí; que yo no soy don Rodrigo de Narvaez, ni el Marqués de Mantua, sino Pedro Alonso su vecino: ni vuestra merced es Baldovinos, ni Abindarraez, sino el honrado hidalgo del señor Quixada. Yo quien soy, respondió Don Quixote, y que puedo ser, no sólo los que he dicho, sino todos los doce pares de Francia, y aun todos los nueve de la Fama, pwes á todas las hazañas que ellos todos juntos, y cada uno por hicieron, se aventajarán las mías. En estas pláticas, y en otras semejantes, llegaron al lugar, á la hora que anochecía: pero el labrador aguardó á que fuese algo más noche, porque no viesen al molido hidal- go tan mal caballero. Llegada pues la hora que le pareció, entró en el pue- blo, y en la casa de Don Quiíote, la cual halló toda alborotada, y estaban en ella el Cura, y el Barbero del lugar, que eran grandes amigos de Dou Quiíote, que estaba diciéndoles su ama á voces: Qué le parece á vuestra merced, señor Licenciado Pero Pérez (que así se llamaba el Cura) de la desgi'acia de mi señor, seis días hace que no parecen él, ni el rocín, ni la

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adarga, ni la lanza, ni las armas: desventurada de mí, que me doy á enten- der, y así es ello la verdad: como nací para morir, que estos malditos li- bros de caballerías que él tiene, y suele leer tan de ordinario, le han vuel- to el juicio, que ahora me acuerdo haberle oído decir muchas veces, hablan- do entre sí, que quería hacerse caballero andante, é irse á buscar las aven- turas por esos mundos. Encomendados sean á Santanás, y á Barrabás tales libros, que así han echado á perder el más delicado entendimiento que ha- bía en toda la Mancha. La sobrina decía lo mismo, y aún decía más: Sepa señor Maese Nicolás, (que éste era el nombre del Barbero), que muchas veces le aconteció á mi señor tío, estarse leyendo en estos desalmados li- bros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arroja- ba el libro de las manos, y ponía mano á la espada, y andaba á cuchilladas con las paredes, y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto á cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio, decía que era sangre de las heridas que había recibido en la batalla, y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida, que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo: mas yo me tengo la culpa de todo, que no avisé á vuestras mercedes de los disparates de mi seSor tío, para que lo remediaran, antes de llegar á lo que ha llegado, y quemaran todos estos descomulgados libros, que tiene muchos, que bien merecen ser abrasados, como si fuesen de hereges. Esto digo yo también, dijo el Cura, y á íé que no se pase el día de mañana, sin que dellos no se haga acto público, y sean condenados al fuego, porque no den ocasión á quien los leyere, de hacer lo que mi buen amigo debe de haber hecho. Todo esto estaban oyendo el labrador, y Don Quixote, con que acabó de entender el labrador la enfermedad de su vecino, y así comenzó á decir á Toces: Abran vuestras mercedes al señor Baldo vinos, y al señor Marqués de Mantua que viene mal ferido, y al señor Moro Abindarraez, que trae cautivo el valeroso Rodrigo de Narvaez Alcaide de Antequera. A estas vo- ces salieron todos, y como conocieron los unos á su amigo, las otras á su amo, y tío, que aún no se había apeado del jumento, porque no podía, orrieron á abrazarle. El dijo: Ténganse todos, que vengo mal ferido por la culpa de mi caballo: llévenme á mi lecho, y llámese, si fuere posible, á la sabia Urganda, que cure, y cate de mis feridas. Mirad en hora mala, dijo á este punto el ama, si me decía á bien mi corazón, del pie que cojeaba mi señor: Sul)a vuestra merced en huen hora, que sin que venga esa Urganda le sobremos curar. Malditos digo sean otra vez, y otras cien

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to, estos libros de caballerías, que tan mal han parado á vuestra merced. Lleváronle luego á la cama, y catándole las heridas, no le hallaron ningu- na: y él dijo, que todo era molimiento, por haber dado una gran caída cou Bocinante su caballo, combatiéndose con diez Jayanes, los más desafora- dos, y atrevidos, que se pudieran hallar en gran parte de la tierra. Ta, ta, dijo el Cura, Jayanes hay en la danza, para mi santiguada, que yo los queme mañana antes que llegue la noche. Hiciéronle á Don Quixote mil preguntas, y á ninguna quiso responder otra cosa, sino que le diesen de comer, y le dejasen dormir, que era lo que más le importaba. Hízose así, y el Cura se informó muy á la larga del labrador, del modo que había hallado á Don Quiíote: él se lo contó todo, con los disparates que al hallar- le, y al traerle había dicho, que fué poner más deseo en el Licenciado, de hacer lo que otro día hizo, que fué llamar á su amigo el Barbero Maesa Nicolás, con el cual se vino á casa de Don Quixote.

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CAPITULO VI

Del donoso, y grande escrutinio que el Cura, y el Barbero hicieron en la librería de nuestro inge- nioso hidalgo.

El cual aún todavía dormía. Pidió las llaves á la sobrina del aposento, donde estaban los libros, autores del daño, y ella se las dio de muy buena gana: entraron dentro todos, y la ama con ellos, y hallaron más de cien cuerpos de libros grandes muy bien encuadernados, y otros pequeños: y así como el ama los vio, volvióse á salir del aposento con gran priesa, y tornó luego con una escudilla de agua bendita, y un hisopo, y dijo: Tome vuestra merced señor Licenciado, rocíe este aposento, no esté aquí algún encantador de los muchos que tienen estos libros, y nos encanten, en pena de Ja que les queremos dar, echándolos del mundo. Causó risa al Licen- ciado la simplicidad del ama, y mandó al Barbero que le fuese dando de aquellos libros uno á uno, para ver de que trataban, pues podía ser hallar algunos que no mereciesen castigo de fuego. No, dijo la sobrina, no hay para qué perdonar á ninguno, porque todos han sido los dañadores, mejor será arrojarlos por las ventanas al patio, y hacer un rimero dellos, y pegarles fuego, y sino llevarlos al corral, y allí se hará la hoguera, y no ofenderá el humo. Lo mismo dijo el ama, tal era la gana que las dos tenían de la muerte de aquellos inocentes, mas el Cura no vino en ello, sin pri- mero leer los títulos. Y el primero, que Maese Nicolás le dio en las ma- nos, fué los cuatro de Amadís de Gaula, y dijo el Cura: Parece cosa de misterio esta, porque según he oido decir, este libro fué el primero de ca- ballerías que se imprimió en España, y todos los demás han tomado prin- cipio y origen deste, y así me parece, que como á dogmatizador de una secta tan mala, le debemos sin escusa alguna condenar al fuego. No señor, dijo el barbero, que también he oido decir, que es el mejor de todos los libros que de este género se han compuesto, y así como á único en su arte se debe perdonar. Así es verdad, dijo el Cura, y por esa razón se le otorga la vida por ahora. Veamos esotro que está junto á él. Es, dijo el barbero, las Sergas de Esplandián, hijo legítimo de Amadís de Gaula. Pues en

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verdad, dijo el Cura, que no le ha de valer al hijo la bondad del padre: Tomad señora ama, abrid esa ventana, y echadle al corral, y principio al montón de la hoguera que se ha de hacer. Hízolo así el ama con mucho contento, y el bueno de Esplandián fué volando al corral, esperando con toda paciencia el fuego que le amenazaba. Adelante, dijo el Cura. Este que viene, dijo el barbero, es Amadís de Grecia, y aun todos los deste lado, á lo que creo, son del mismo linaje de Araadis. Pues vayan todos al corral, dijo el Cura, que á trueque de quemar á la Reina Pitiquiniestra, y al Pastor Dariniel, y á sus Églogas, y á las endiabladas y revueltas razones de su autor, quemara con ellos al padre que engendró, si anduviera en figura de caballero andante. De ese parecer soy yo, dijo el barbero: y aun yo, añadió la sobrina. Pues asi es, dijo el ama, vengan, y al corral con ellos, Diéronselos, que eran muchos, y ella ahorró la escalera, y dio con ellos por la ventana abajo. Quién es ese tonel, dijo el Cura. Este es, respon- dió el barbero, don Olivante de Laura. El autor des€ libro, dijo el Cura, fué el mismo que compuso á Jardín de Flores, y en verdad que no sepa determinar, cual de los dos libros es más verdadero, ó por decir mejor, menos mentiroso, sólo decir, que éste irá al corral, por disparatado, y arrogante. Este que se sigue, es Florismarte de Hircarnia, dijo el barbero. Ahí está el señor Florismarte, replicó el Cura, pues á fe, que ha de parar pronto on el corral, á pesar de su extraño nacimiento, y soñadas aventuras, que no da lugar á otra cosa la dureza, y sequedad de su estilo. Al corral con él, y con esotro, señora ama. Que rae place señor mío, respondió ella, y con mucha alegría ejecutaba lo que le era mandado. Este es el caballero Platir, dijo el barbero. Antiguo libro es ese, dijo el Cura, y no hallo en él cosa que merezca venia: acompañe á los demás sin réplica, y así fué hecho. Abrióse otro libro, y vieron que tenía^ por título, el Caballero de la Cruz, por nombre tan santo como este libro tiene, se podía perdonar su ignoran- cia, mas también se suele decir, tras la Cruz está el diablo, vaya al fuego. Tomando el barbero otro libro, dijo: Este es Espejo de caballerías. Ya conozco á su merced, dijo el Cura, ahí anda el señor Reinaldos de Mon- talbán, con sus amigos, y compañeros, más ladrones que Caco, y los doce Pares con el verdadero historiador Turpín, y en verdad que estoy por con- denarlos no más que á destierro perpetuo, siquiera porque tienen parte de la invención del famoso Mateo Boyardo, de donde también tejió su tela el Cristiano Poeta Ludovico Ariosto, al cual si aquí le hallo, y que habla en otra lengua que la suya, no le guardaré respeto alguno, pero si habla en su Idioma, le pondré sobre mi cabeza. Pues yo le tengo en Italiano, dijo

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el barbero, mas no lo entiendo. Ni aun fuera bien que vos le entendierais, respondió el Cura, y aquí le perdonáramos al señor Capitán, que no le hubiera traido á España, y hecho Castellano, que le quitó mucho de su natural valor, y lo mismo harán todos aquellos que los libros de verso qui- sieren volver en otra lengua, que por mucho cuidado que pongan, y habi- lidad que muestren, jamás llegarán al punto que ellos tienen en su primer nacimiento. Digo en efecto, que este libro, y todos los que se hallaren que tratan destas cosas de Francia, se echen, y depositen en un pozo seco, hasta que con más acuerdo se vea, lo que se ha de hacer dellos, excep- tuando á un Bernardo de Carpió que anda por ahí, y á otro llamado Kon" cesvalles, que éstos en llegando á mis manos, han de estar en las del ama, y dellas en las del fuego sin remisión alguna. Todo lo confirmó el barbero, y lo tuvo por bien, y por cosa muy acertada, por entender que era el Cura tan buen Cristiano, y tan amigo de la verdad, que no diría otra cosa por todas las del mundo. Y abriendo otro libro, vio que era Palmerín de Oliva, y junto á él estaba otro, que se llamaba Palmerín de Inglaterra. Lo cual visto por el Licenciado, dijo: Esa Oliva se haga luego rajas, y se queme, que aún no queden della cenizas, y esa Palma de Inglaterra se guarde, y se conserve, como á cosa única, y se haga para ella otra caja, como la que halló Alejandro en los despojos de Darío, que la diputó para guardar en ella las sobras del Poeta Homero. Este libro, señor compadre, tiene autoridad por dos cosas: la una porque él por es muy bueno: y la otra, porque es fama que le compuso un discreto Rey de Portugal. Todas las aventuras del castillo de Miraguarda son bonísimas, y de gran artificio, las razones cortesanas, y claras, que guardan, y miran el decoro del que habla, con mucha propiedad y entendimiento. Digo pues, salvo vuestro buen parecer (señor Maese Nicolás) que éste, y Amadís de Gaula, queden libres del fuego, y todos los demás, sin hacer más cala y cata, perezcan. No señor compadre, replicó el barbero, que este que aquí tengo, es el afa- mado don Belianís. Pues ese, replicó el Cura, con la segunda, tercera, y cuarta parte tienen necesidad de un poco de ruibarbo, para purgar la demasiada cólera suya, y es menester quitarles todo aquello del castillo de la Fama, y otras impertinencias de más importancia, para lo cual seles término ultramarino, y como se enmendaren, así se usará con ellos de mi- sericordia, ó de justicia, y en tanto, tenedlos vos compadre en vuestra casa, mas no los dejéis leer á ninguno. Que me place, respondió el barbero, y sin querer cansarse más en leer libros de caballerías, mandó al ama, que tomase todos los grandes, y diese con ellos en el corral. No se dijo á tonta,

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ni á sorda, sino á quien tenía más gana de quemarlos, que de echar una tela, por grande y delgada que fuera, y asiendo casi oelio de una vez, los arrojó por la ventana. Por tomar muchos juntos, se le cayó uno á los pies del barbero, que le tomó gana de ver de quien era, y vio que decía: Histo- ria del famoso caballero Tirante el Blanco. Válgame Dios, dijo el Cura, dando una gran voz, que aquí esté Tirante el Blanco, dádmele acá compa- dre, que hago cuenta que he hallado en él un tesoro de contento, y una mina de pasatiempos. Aquí está don Quirieleisón de Montalbán, valeroso caballero, y su hermano Tomás de Montalbán, y el caballero Fonseca, con la batalla que el valiente Detriante hizo con el Alano, y la^ agudezas de la doncella Placerdemivida, con los amores, y embustes de la viuda Repo- sada, y la señora Emperatriz, enamorada de Hipólito su escudero. Dígoos verdad, señor compadre, que por su estilo es éste el mejor libro del mundo: aquí comen los caballeros, y duermen, y mueren en sus casas, y hacen testamento antes de su muerte, con otras cosas, de que todos los demás libros deste género carecen. Con todo eso os digo, que merecía el que lo compuso, pues no hizo tantas necedades de industria, que le echaran á galeras por todos los días de su vida. Llevadle á casa y leedle, y veréis que es verdad cuanto del os he dicho. Así será, respondió el barbero, pero qué haremos destos pequeños libros que quedan. Estos, dijo el Cura, no deben de ser de caballerías, sino de Poesía, y abriendo uno, vio que era la Diana de Jorge de Montemayor, y dijo (creyendo que todos los demás eran del mismo género): Estos no merecen ser quemados como los demás, porque no hacen, ni harán el daño, que los de caballerías han hecho, que son libros de entendimiento, sin perjuicio de tercero. Ay señor, dijo la sobrina, bien los puede vuestra merced mandar quemar como á los demás, porque no sería mucho, que habiendo sanado mi señor tío de la enfermedad caba- lleresca, leyendo éstos se le antojase de hacerse pastor, y andarse por los bosques y prados, cantando, y tañendo: y lo que sería peor, hacerse Poeta, que según dicen, es enfermedad incurable, y pegadiza. Verdad dice esta doncella, dijo el Cura, y será bien quitarle á nuestro amigo este tropiezo, y ocasión delante, Y pues comenzamos por la Diana de Montemayor, soy de parecer que no se queme, sino que se le quite todo aquello que trata de la sabia Felicia, y de la agua encantada, y casi todos los versos mayores, y quédesele en hora buena la prosa, y la honra de ser primero en seme- jantes libros. Este que se sigue, dijo el barbero, es la Diana llamada se- gunda, del Salmantino, y este otro que tiene el mismo nombre, cuyo autor es Gil Polo. Pues la del Salmantino, respondió el Cura, acompañe, y acre-

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cíente el número de los condenados al corral, y la de Gil Polo se guarde, como si fuera del mismo Apolo, y pase adelante señor compadre, y démo- nos priesa, que se va haciendo tarde. Este libro es, dijo el barbero abriendo otro, ios diez libros de fortuna de Amor, compuestos por Antonio de Loíraso, Poeta Sardo. Por las órdenes que recibí, dijo el Cura, que desde que Apolo fué Apolo, y las Musas Musas, y los Poetas Poetas, tan gra- cioso, ni tan disparatado libro como ese, no se ha compuesto, y que por su camino es el mejor, y el más único de cuantos deste género han salido á la luz del mundo: y el que no le ha leído, puede hacer cuenta que no ha leído jamás cosa de gusto. Dádmele acá compadre, que aprecio más haberle hallado, que si me dieran una sotana de raja de Florencia. Púsole aparte con grandísimo gusto, y el barbero prosiguió, diciendo: Estos que se siguen, son, el pastor de Iberia, Ninfas de Enares, y desengaños de celos. Pues no hay más que hacer, dijo el Cura, sino entregarlos al brazo seglar del ama, y no se me pregunte el por qué, que sería nunca acabar. Este que viene, es el Pastor de Filida. No es ese pastor, dijo el Cura, sino muy discreto cortesano, guárdese como joya preciosa. Este grande que aquí viene, se intitula, dijo el barbero. Tesoro de varias Poesías. Como ellas no fueran tantas, dijo el Cura, fueran más estimadas: menester es, que este libro se escarde, y limpie de algunas bajezas que entre sus gran- dezas tiene: guárdese, porque su autor es amigo mío, y por respeto de otras más heroicas, y levantadas obras que ha escrito. Este es, siguió el barbero, el Cancionero de López Maldonado. También el autor dése libro, replicó el Cura, es grande amigo mío, y sus versos en su boca admiran á quien los oye, y tal es la suavidad de la voz con que los canta, que encanta. Algo largo es en las Églogas, pero nunca lo bueno fué mucho; guárdese con los escogidos. Pero qué libro es ese que está junto á él: La Calatea de Miguel de Cervantes, dijo el barbero. Muchos años ha, que es grande amigo mío ese Cervantes, y que es más versado en desdichas que en versos. Su libro tiene algo de buena intención, propone algo, y no concluye oíada: es menester esperar la segunda parte que promete, quizá con la enmienda alcanzará del todo la misericordia que ahora se le niega, y entre- tanto que esto se ve, tenedle recluso en vuestra posada. Señor compadre, que me place, respondió el barbero, y aquí vienen tres todos juntos: la Araucana de don Alonso de Ercilla, la Austriada de Juan Rufo Jurado de Córdoba, y el Monserrato de Cristóbal de Virues, Poeta Valenciano. Todos estos tres libros, dijo el Cura, son los mejores que en verso heroico, en lengua Castellana están escritos, y pueden competir con los más famosos

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de Italia: guárdense como las más ricas prendas de Poesía que tiene Ea- pafta. Cansóse el Cura de ver más libros, y así á carga cerrada, quiso que todos los demás se quemasen, pero ya tenía abierto uno el barbero, que se llamaba las Lágrimas de Angélica. Lloráralas yo, dijo el Cura en oyendo el nombre, si tal libro hubiera mandado quemar, porque su autor fué uno de los famosos Poetas del mundo, no sólo de España: y fué felicísimo en la traducción de algunas fábulas de Ovidio.

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CAPITULO VII

De la segunda salida de nuestro buen caballero, don Quixote de la Mancha

Estando en esto, comenzó á dar voces don Quixote, diciendo: Aquí, aquí valerosos caballeros, aquí es menester mostrar la fuerza de vuestros valerosos brazos, que los cortesanos llevan lo mejor del torneo. Por acudir á este ruido, y estruendo, no se pasó adelante con el escrutinio de los de- más libros que quedaban, y así se cree, que fueron al fuego, sin ser vistos ni oídos, la Carolea, y León de España, con los hechos del Empera- dor, compuestos por don Luis de Avila, que sin duda debían de estar entre los que quedaban, y quizá si el Cura los viera, no pasaran por tan rigurosa sentencia. Cuando llegaron á don Quixote, ya él estaba levantado de la cama, y proseguía en sus voces, y en sus desatinos, dando cuchilladas, y reveses á todas partes, estando tan despierto, como si nunca hubiera dor- mido. Abrazáronse con él, y por fuerza le volvieron al lecho, y después que hubo sosegado un poco, volviéndose á hablar con el Cura, le dijo: Por cierto señor Arzobispo Turpín, que es gran mengua de los que nos llamamos doce Pares, dejar tan sin más, ni más, llevar la victoria deste torneo á los caba- lleros Cortesanos, habiendo nosotros los aventureros ganado el prez en los tres días antecedentes. Calle vuestra merced señor compadre, dijo el Cura, que Dios será servido, que la suerte se mude, y que lo que hoy se pierde, se gane mañana, y atienda vuestra merced á su salud por ahora, que me parece, que debe de estar demasiadamente cansado, si ya no es, que está mal herido. Herido no, dijo don Quixote, pero molido y quebrantado, no hay duda en ello, porque aquel bastardo de don Koldán, me ha molido á palos con el tronco de una encina, y todo de envidia, porque ve, que yo solo soy el opuesto á sus valentías: mas no me llamaría yo Reinaldos de Mon- talbán, si en levantándome deste lecho no me lo pagare, á pesar de todos sus encantamientos, y por ahora tráigame de yantar, que que es lo que más me hará al caso, y quédese lo del vengarme á mi cargo. Hiciéronlo así, diéronle de comer, y quedóse otra vez dormido, y ellos admirados de su locura. Aquella noche quemó, y abrasó el ama cuajitos libros había en

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el corral, y en toda la casa, y tales debieron de arder, que merecían guar- darse en perpetuos archivos, mas no lo permitió su suerte, y la pereza dei escudriñador, y así se cumplió el refrán en ellos, de que pagan á las veces justos por pecadores. Uno de los remedios que el Cura, y el barbero dieron por entonces para el mal de su amigo, fué, que le murasen, y tapiasen el aposento de los libros, porque cuando se levantase no los hallase, quizá quitando la causa, cesaría el efecto, y que dijesen, que un encantador se los había llevado, y el aposento, y todo, y así fué hecho con mucha presteza. De allí á dos días se levantó don Quixote, y lo primero que hizo, fué ir á ver sus libros, y como no hallaba el aposento donde le había dejado, anda- ba de una en otra parte buscándole. Llegaba adonde solía tener la puerta, y tentaba con las manos, y volvía y revolvía los ojos por todo, sin decir pa- labra: pero al cabo de una buena pieza, preguntó á su ama que hacia qué parte estaba el aposento de sus libros. El ama, que ya estaba advertida de lo que habla de responder, le dijo: Qué aposento, ó qué nada busca vuestra merced, ya no hay aposento, ni libros en esta casa, porque todo se lo llevó el mismo diablo. No era diablo, replicó la sobrina, sino un encantador, que vino sobre una nube una noche, después del día que vuestra merced de aquí se partió, y apeándose de una sierpe en que venía caballero, entró en el aposento, y no lo que hizo dentro, que á cabo de poca pieza salió volan- do por el tejado, y dejó la casa llena de humo, y cuando acordamos á mirar lo que dejaba hecho, no vimos libro, ni aposento alguno, sólo se nos acuer- da muy bien, á y al ama, que al tiempo de partirse aquel mal viejo, dijo en altas voces, que por enemistad secreta, que tenía al dueño de aque- llos libros, y aposento, dejaba hecho el daño en aquella casa, que después se vería: dijo también, que se llamaba el sabio Muñatón. Frestón diría: dijo don Quixote. No sé, respondió el ama, si se llamaba Frestón, ó Fritón, sólo se, que acabó en ton su nombre. Así es, dijo don Quixote, que ese es un sabio encantador, grande enemigo mío, que me tiene ojeriza, porque sabe por sus artes y letras, que tengo de venir andando los tiempos, á pelear en singular batalla con un caballero á .quien él favorece, y le tengo de ven- cer, sin que él lo pueda estorbar, y por esto procura hacerme todos los sin- sabores que puede, y mandóle yo, que mal podrá él contradecir, ni evitar lo que por el cielo está ordenado. Quién duda de eso, dijo la sobrina, pero quién le mete á vuestra merced señor tío, en esas pendencias, no será mejor estarse pacífico en su casa, y no irse por el mundo á buscar pan de trastri- go, sin considerar que muchos van por lana, y vuelven trasquilados. O so- brina mía, respondió don Quixote, y cuan mal que estás en la cuenta, pri-

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mero que á me trasquilen, tendré peladas, y quitadas las barbas á cuan- tos imaginaren tocarme en la punta de un solo cabello. No quisieron las dos replicarle más, porque vieron que se le encendía la cólera. Es pues el caso, por él estuvo quince días en casa muy sosegado, sin dar muestras de querer segundar sus primeros devaneos, en los cuales días, pasó graciosísi- mos cuentos con sus dos compadres el Cura, y el barbero, sobre que él decía, que la cosa de que mas necesidad tenía el mundo, era de caballeros andantes, y de que en él se resucitase la caballería andatesca. El Cura algunas veces le contradecía, porque sino guardaba este artificio, no había poder averiguarse con él. En este tiempo solicitó don Quixote á un labra- dor vecino suyo, hombre de bien (si es que este título se puede dar al que es pobre), pero de muy poca sal en la mollera. En resolución, tanto le dijo, tanto le persuadió, y prometió, que el pobre villano se determinó de salir- se con él, y servirle de escudero. Decíale entre otras cosas don Quiíote, que se dispusiese á ir con él de buena gana, porque tal vez le podía suce- der aventura, que ganase en quítame allá esas pajas, alguna Ínsula, y le dejase á él por gobernador della. Con estas promesas, y otras tales, Sancho Panza (que así se llamaba el labrador), dejó su mujer, é hijos, y asento por escudero de su vecino. Dio luego don Quixote orden en buscar dineros, y vendiendo una casa, y empeñando otra, y malbaratándolas todas, allegó una razonable cantidad. Acomodóse asimismo de una rodela que pidió presta- da á UD su amigo, y pertrechando su rota celada lo mejor que pudo, avisó á su escudero Sancho, del día, y la hora que pensaba ponerse en camino, para que él se acomodase de lo que viese que más le era menester. Sobre todo le encargó que llevase alforjas: y dijo, que llevaría, y que asimis- mo pensaba llevar un asno que tenía muy bueno, porque él no estaba hecho á andar mucho á pie. En lo del asno reparó un poco don Quixote, imagi- nando, si se le acordaba, si algún caballero andante, había traído escudero caballero asnalmente, pero nunca le vino alguno á la memoria: mas con todo esto, determinó, que le llevase, con propósito de acomodarle de más honrada caballería, en habiendo ocasión para ello, quitándole el caballo al primer descortés caballero que topase. Proveyóle deca misas, y de las de- más cosas que él pudo, conforme al consejo que el ventero le había dado. Todo lo cual hecho, y cumplido, sin despedirse Panza de sus hijos-, y mu- jer, ni don Quixote de su ama, y sobrina, una noche se salieron del lugar» sin que persona los viese, en la cual caminaron tanto, que al amanecer se tuvieron por seguros de que no los hallarían, aunque los buscasen. Iba Sancho Panza sobre bu jumento como un patriarca con sus alforjas, y su

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bota, y con mucho deseo de verse ya gobernador de la ínsula que su amo le había prometido. Acertó don Quixote á tomar la misma derrota, y ca- mino, que el que él había tomado su primer viaje, que fué por el campo de Montiel, por el cual caminaba con menos pesadumbre que la vez pasa- da, porque por ser la hora de la mañana, y herirles á soslayo los rayos del sol, no les fatigaban. Dijo en esto Sancho Panza á su amo: Mire vuestra merced, señor caballero andante, que no se le olvide, lo que de la ínsula me tiene prometido, que yo la sabré gobernar por grande que sea. A lo cual le respondió don Quixote: Has de saber amigo Sancho Panza ,que fué costumbre muy usada de les caballeros andantes antiguos, hacer goberna- dores á sus escuderos, de las ínsulas, ó Reinos que ganaban, y yo tengo determinado, de que por no falte tan agradecida usanza, antes pienso aventajarme en ella, porque ellos algunas veces, y quizá las más, espera- ban á que sus escuderos fuesen viejos, y ya después de hartos de servir, y de llevar malos días, y peores noches, les daban algún título de Conde, ó por lo menos de Marqués de algún Valle, ó Provincia de poco más ó me- nos, pero si vives, y yo vivo, bien podría ser que antes de seis días ga- nase yo tal Keino, que tuviese otros á él adherentes, que viniese de molde para coronarte por Rey de unos dellos. Y no lo tengas á mucho, que cosas, y casos acontecen á los tales caballeros, por modos tan nunca vistos, ni pensados, que con facilidad te podría dar, aun más de lo que te prometo, Desa manera, respondió Sancho Panza, si yo fuese Rey por algún milagro de los que vuestra merced me dice, por lo menos Juana Gutiérrez, mi oíslo (1) vendría á ser Reina, y mis hijos infantes. Pues quién lo duda, res- pondió don Quixote. Yo lo dudo, replicó Sancho Panza, porque tengo para mí, que aunque lloviese Dios Reinos sobre la tierra, ninguno asentaría bien sobre la cabeza de Mari Gutiérrez. Sepa señor, que no vale dos maravedís para Reina, Condesa le caerá mejor, y aun Dios, y ayuda. Encomiéndalo á Dios Sancho, respondió don Quixote, que él te dará lo que más le con- venga: pero no apoques tu ánimo tanto, que te vengas á contentar con me- nos, que con ser Adelantado. No haré señor mío, respondió Sancho, y más teniendo tan principal amo en vuestra merced, que me sabrá dar todo aque- llo que me esté bien, y yo pueda llevar.

(1) ((Mi oíslo» no es italianismo, es un giro muy español importado á La Mancha en tiempos de las Cruzadas, por algunos que se quedaron en el país. Se usa mucho de.sde la Rioja para arriba, y más de cuatro lecto- res de don Quixote habrán recordado: «Hay que se... amolar», como decía la Pasiega.

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CAPITULO VIII

Del buen suceso que el valeroso don Quixote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinos de viento, con otros sucesos dignos de felice recordación .

Eq esto descubrieron treinta, ó cuarenta molinos de viento que hay en aquel campo (1), y asi como don Quixote los vio, dijo á su escudero. La ven- tura va guiando nuestras cosas mejor de lo que acertáramos á deseai*. Porque ves allí amigo Sancho Panza, donde se descubren treinta, ó pocos más desaforados Gigantes con quien pienso hacer batalla, y quitarles á todos las vidas, con cuyos despojos comenzaremos á enriquecer, que esta es buena guerra, y es gran servicio de Dios, quitar tan mala simiente de sobre la faz de la tierra. Qué Gigantes, dijo Sancho Panza. Aquellos que alli ves, respondió su amo, de los brazos largos, que los suelen tener algu- nos de casi dos leguas. Mire vuestra merced, respondió Sancho, que aqu(>-

(1) ¡Genio sin iguall ¡Creación fantástica y originalísima! ¡Cuánto tiem- po perdieron los investigadores (?) discurriendo sobre lo imaginario, lo inexistente, puesto que se trata del subterfugio mejor de su fábula! La pantalla que opuso á la realidad, repujada de matices riquísimas, no fué producto de grandes vigilias; ni la visión estrambótica de un sueño; fué, sencillamente, «que su espíritu observador y práctico recogió al vuelo el conjunto que se ofreció á su vista y le dio aplicación». ¿Te acuerdas, lec- tor, del Gigante Briareo, con muchos y muy largos brazos? Pues rétenlo en la memoria, porque t€ hará falta.

A poco más de una milla de la Venta del Mochuelo se halla la del Campillo, y más allá, la Gran Sierra Negra, pues bien: ¿qué dirás que vio Cervantes cuando ascendió á su cumbre? Te ruego, con todas las veras de mi alma, lleves mejor la cuenta que el famoso Don Quixote en el cuento de las cabras que pasaban el río, es muy importante.

Al extremo S. de la Sierra y sobre las riberas de mucho;*

ó ribera

arroyos y riachuelos que con sus aguas acaudalan las del río Giuidalmez,

se hallan los siguientes: Molino del Campillo, Molino del Batán, Molino

de la Raya, Molino Maestro, Molino La Jurado, Molino de la Costanilla,

Molino de la Señuela, Molino Camacho, Molino de los Monges, Molino

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líos que allí se parecen no son Gigantes, sino molinos de viento, y lo que en ellos parecen brazos, son las aspas, que volteadas del viento, hacen andar la piedra del molino. Bien parece, respondió don Quixote, que no estás cursado en esto de las aventuras, ellos son Gigantes, y si tienes miedo, quítate de ahí, y ponte en oración en el espacio que yo voy á entrar con ellos en fiera, y desigual batalla. Y diciendo esto, dio de espuelas á su caballo Rocinante, sin atender á las voces que su escudero Sancho le daba, " advirtiéndole, que sin duda alguna eran molinos de viento, y no gigantes, ^ aquellos que iba á acometer. Pero él iba tan puesto en que eran gigantes, que no oía las voces de su escudero Sancho, ni echaba de ver, aunque es- taba ya bien cerca, lo que eran, antes iba diciendo en voces altas: No fu- yades cobardes y viles criaturas, que un solo caballero es el que os acomete. Levantóse en esto un poco de viento, y las grandes aspas comen- zaron á moverse, lo cual visto por don Quixote, dijo: Pues aunque mováis más brazos que los del gigante Briareo, me lo habéis de pagar. Y en di- ciendo esto, y encomendándose de todo corazón á su señora Dulcinea, pi- diéndole que en tal trance le socorriese, bien cubierto de su rodela, con la lanza en el ristre, arremetió á todo el galope de Rocinante, y embistió con el primero molino que estaba delante, y dándole una lanzada en el aspa, la volvió el viento con tanta furia, que hizo la lanza pedazos, llevándose tras al caballo, y al caballero, que fué rodando muy mal trecho por el campo. Acudió Sancho Panza á socorrerle, á todo el correr de su asno, y

de las Tres Paradas, Molino de la Grañuela, Molino del Dorna.io, Molino del Barranco, Molino de la Viña, Molino de las Monjas, Molino de Cas- tilcabra, Molino del Horcajo, Molino de los Tamujos, Molino Nuevo y algu- nos más. , . . ., , ,

Luego, dice Sancho á su amo, con una socarronería inimitable: «no le dije yo á Vm. que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar sino quien llevase otros tales en la cabeza.'»

La verdadera lección de las dos Uneas del texto, debió interpretarse así- quien dice treinta, dice cuarenta ó los queftiese)}. Molinos con minúscula, ayuda á deshacer la figura y explica admirablemente lo dados que somos á forjar castillos en el aire, y, en el mapa, además de otros molinos, en- contrarás la semejanza de Briareo con el río Guadalmez.

La circunstancia de atribuir sus desdichas al sabio Freston (yo no lo considero error por Fristón), me hizo pensar, en que trasladaba el campo de sus aventuras; iniciándome en este secreto de tan verídica y monumen- tal historia, el que en su nueva ruta hay un sitio que efectivamente tiene , tres fuentes, de donde deduje, que se convertía «por arte de los malos»

en II^"!^ -(Véase el gráfico.) Tres-fón.

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cuando llegó, halló que no se podía menear: tal fué el golpe que dio con el Rocinante. Válgame Dios, dijo Sancho, no le dije yo á vuestra merced, que mirase bien lo que hacía, que no eran sino molinos de viento, y no lo podía ignorar, sino quien llevase otros tales en la cabeza. Calla amigo Sancho, respondió don Quixote, que las cosas de la guerra más que otras están sujetas á continua mudanza: cuanto más que yo pienso, y es asi ver- dad, que aquel sabio Frestón que me robó el aposento, y los libros, ha vuelto estos gigantes en molinos, por quitarme la gloria de su vencimiento, tal es la enemistad que me tiene, mas al cabo al cabo, han de poder poco sus malas artes contra la bondad de mi espada. Dios lo haga como puede, respondió Sancho Panza, y ayudándole á levantar, tornó ó subir sobre Ro- cinante, que medio despaldado estaba: y hablando en la pasada aventura, siguieron el camino del puerto Lapice, porque allí decía don Quixote, que no era posible dejar de hallarse muchas, y diversas aventuras, por ser lugar muy pasajero, sino que iba muy pesaroso por haberle faltado la lanza, y diciéndoselo á su escudero, le dijo: Yo me acuerdo haber leído, que un caballero Español, llamado Diego Pérez de Vargas, habiéndosele en una batalla roto la espada, desgajó de una encina un pesado ramo, ó tronco, y con él hizo tales cosas aquel día, y machacó tantos Moros, que le quedó por sobrenombre Machuca, y así él como sus descendientes, se llamaron desde aquel día en adelante. Vargas y Machuca. Hete dicho esto, porque de la primera encina, ó roble que se me depare, pienso desgajar otro tronco, tal y tan bueno como aquel, que me imagino, y pienso hacer con él tales hazañas, que te tengas por bien afortunado, de haber mere- cido venir á verlas, y á ser testigo de cosas que apenas podrán ser creídas. A la mano de Dios, dijo Sancho, yo lo creo todo así como vuestra merced lo dice, pero enderécese un poco, que parece que va de medio lado, y debe de ser del molimiento de la caída. Así es la verdad, respondió don Quixot«, y si no me quejo del dolor, es, porque no es dado á los caballeros andan- tes quejarse de herida alguna, aunque se le salgan las tripas por ella. Si eso es así, no tengo yo que replicar, respondió Sancho, pero sabe Dios, yo me holgara que vuestra merced se quejara cuando alguna cosa le do- liera. De decir, que me he de quejar del más pequeño dolor que tenga, si ya no se entiende también con los escuderos de los caballeros an- dantes, eso del no quejarse. No se dejó de reír don Quixote de la simpli- cidad de su escudero, y así le declaró que podía muy bien quejarse, cómo, y cuando quisiese, sin gana, ó con ella, que hasta entonces no había leído cosa en contrario en la orden de caballería. Díjole Sancho, que mirase que

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«ra hora de comer. Respondióle su amo, que por entonces no le hacía me nester, que comiese él cuando se le antojase. Con esta licencia se acomodó Sancho lo mejor que pudo sobre su jumento, y sacando de las alforjas lo que en ellas había puesto, iba caminando, y comiendo detrás de su amo, muy despacio, y de cuando en cuando empinaba la bota con tanto gusto, que le pudiera envidiar el más regalado bodegonero de Málaga. (1).

Y en tanto que iba de aquella manera menudeando tragos, no se le acordaba de ninguna promesa que su amo le hubiese hecho, ni tenía por ningún trabajo, sino por mucho descanso, andar buscando las aventuras, por peligrosas que fuesen. En resolución, aquella noche la pasaron entre unos árboles, y del uno dellos desgajó don Quixote un ramo seco, que casi le podía servir de lanza, y puso en él el hierro que quitó de la que se le liabía quebrado. Toda aquella noche no durmió don Quixote, pensando en su señora Dulcinea, por acomodarse á lo que había leído en sus libros,

(1) ¿Porqué de Málaga más que de otra parte? No lo entiendo, etc., con fiesa Clemencín... ¡Por ahí debió empezar el amigo antes de meterse en camisa de once varas! Y es que no recordó la locución vulgarísima de *salir de Málaga y entrar en Malagón», que da á entender haber perdido en un cambio. Y si mal no recuerdo, esto es lo que le sucedió á Sancho. Y, además, que no toparon con aquello...

de aquí vino á Malagón

la del refrán bien sabido: que justifica la antigüedad de

(en Malagón..., en cada casa un ladrón,

y en la del Alcalde, el hijo y el padre.) También debieron tenerse presente en la crítica, «el estado financiero de Sancho, y la distancia>, para deducir que le estaba vedado surtirse de tan lejos. Esto es elemental.

Otra cosa es la causa que originó esta expresión, veamos: Iba Sancho «embaulando» al pasar por Sierra Malagona; enfrente de esta Sierra tiene 6u nacimiento el Arroyo de las Malagonas, y por aquellos vallecillos, seme- jando callejuelas, el continuo serpentear del riachuelo obliga al caminan- te á cruzarlo más de veinte veces. (No me he atrevido á estampar vadearlo, porque no se alboroten los críticos que han abusado hasta el infinito de la escasez de aguas en mi tierra, pero sin aportar una gota.) ¡Vaya si bebe- ría! Hasta hartarse. Y de lo barato.

Esto, es tan cierto . como saltarse vn ojo y quedarse tuerto. Por último, si Cervantes hubiese dicho Ma!.a<x;)n en vez de Málaga, aparecería en abierta oposición al sistema que eniple í. (Véase el gráfico de la ftágina siguiente).

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cuando los caballeros pasaban sin dormir muchas noches en las florestas, y despoblados, entretenidos con las memorias de sus señoras. No la pasó así Sancho Panza, que como tenía el estómago lleno, y no de agua de achicoria, de un sueño se la llevó toda, y no fueran parte para despertarle (si su amo no le llamara) los rayos del sol que le daban en el rostro, ni el canto de las aves, que muchas, y muy regocijadamente la venida del nuevo día saludaban. Al levantarse dio un tiento á la bota, y hallóla algo más ñaca que la noche antes, y afligióse el corazón, por parecerle que no llevaban camino de remediar tan pronto su falta. No quiso desayunarse don Quixote, porque como está dicho, dio en sustentarse de sabrosas me- morias. Tornaron á su comenzado camino del puerto Lapice, y á obra de las tres del día le descubrieron. (1).

(1) Y no podía suceder de otro modo, porque el intrincado laberinto de montes y valles que hubieron de cruzar se hallaba cubierto de tupidí- sima vegetación que, con su exuberancia, hacía imposible distinguir, des- de donde se encontrasen, el cerro más inmediato. Para que formes idea, lector, del camino que siguieron, anoto una trayectoria fácilmente com- probable (aliora, ¿eh'?), pues Píamete recuerda de su infantil edad, que por allí abundaban los nidos. ¡Quién lo había de decirl

Desde cierto lugar, emprendiendo el caminejo que pasa por el puerto y la Aldea de La Viñuela, marchando con dirección al puerto de Tres Ventas, se presenta el Valle de Alcudia á la vista; y á manderedia, á j)0ca distancia en la solana de la Sierra, la fuente de la Pizarra (Véase «La Ilus- tre fregona»), cuyas aguas bebió Cervantes. Ahora la llaman la fuente de la Zarza, pero los pastores la nombran con el que antiguainente tuvo. Des- pués, dejando el camino del puerto del Mochuelo, se tuerce á la izquierda por el que conduce al Quinto de la Fuente del Castaño, para seguir desde aquí á la Venta del Zarzoso, y marchar por otro caminillo ó vereda vieja, í^i no se quiere salir al general do la Venta del Mochuelo, hasta llegar á la Venta del Molino del Campillo con vistas al Molino del Batán. Se retro- cede un poco para emprender la nueva caminata, y dejando á la derecha los Cerros de la Rivera (del nombre de un caz antidiluviano en el cual hay hasta cuatro molinos más), por el puerto del Correo, interna en un valle- cilio que se extiende á lo largo por entre las Sierras del Horcajo al N. y de la Garganta al S., y sin perder el hilo de las que prolongan á ésta, cono- cidas por Malagona y La Serrezuela, se llega á - -j~- que es Fuenca-

liente.

He elegido en mi itinerario el ce mino de la Fuente del Castaño, por seguir el humor al Caballero aventurero, al cual convenía que no le des- cubriesen; y yendo por medio del Valle de Alcudia, en grandes trechos despoblados de encinas, hubiera sido fácil á los que él suiwnía que habían de salir en su busca, divisarlo desde una eminencia cualquiera.

Afirmo, querido lector, que Frestón es Fuencaliente, porque en las co-

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Aquí (dijo en viéndole don Quiíote) podemos hermano Sancho Panza, meter las manos hasta los codos, en esto que llaman aventuras. Mas advier- ta, que aunque me veas en los mayores peligros del mundo, no has de poner mano á tu espada para defenderme, si ya no vieres que los que me ofenden.

sas que ocurrieron á nuestro Hidalgo, casi siempre se percibe algo que trasciende á malignidad de los encantadores; y como yo les tengo tanto miedo, procuro examinar con escrupulosa exquisitez hasta sus más insigni- ficantes escondrijos. ¡No que no! Por eso he llegado á averiguar, que si Fres- tón fué un sabio encantador con fama bien ganada en los libros que tratan de estas cosas, Fuencaliente es el mejor símil que pudo establecer Cervan- tes. Lajuente é San Benito tiene una agua riquísima, ¡como que es de Sie- rral, y los nacimientos de sus baños, ¡que se lo pregunten á los reumáticos! f, Verdad que parece cosa de brujería?

Continuaron caminando por los valles situados en la falda de Sierra Madrona, hasta que saliendo á la parte llana, aprovechada en su curso por el río de las Fresnedas, vieron el puerto del ¡Muradal!

¿Qué puerto será éste? Urganda, Minerva, ¡acorredme en el más duro

trance de mi vida! Argos, portentísimo Argos, ¡préstame una de las

cien candelicas de tu exclusivo servicio, para recorrer y ver de descubrir los oscuros ei que también inescrutables precipicios en que por ventura me hallo metido!

Mucho temo, que por la inconsistencia de los rasgos que trazó líame- te con un lápiz del puerto al escribir tan verídica historia, pueda tergi- versar su verdadero sentido; pero, en este caso, se lo pasaremos en cuenta á la fatalidad, que es muy socorrido entre musulmanes ser fatalistas. Y empiezo:

En tiempos de los romanos ya existía como punto de tránsito; y si bien es cierto, que el laconismo empleado por aquellos historiadores ofrece bastante dificultad para fijar con exactitud el sitio en que se halla enclava- do, no es menos verídico el abandono observado por nuestros historiógra- fos en este punto concreto. Pero aún hay algo más, ¡que es lastimosísimo!

D. Joaquín Ramón Domínguez, autor de un Diccionario, dice: « J/wm- daí», véase a. Muladar.»

D. José Antonio Conde, en su Geograña-Histórica de España: el puer- to del Muradal ó del Muladar

D. Leandro Mariscal, en su Compendio de Geografía Militar: hay ade- más varios senderos, de los que podemos citar contó principales dos, poco al O.

de Despeñaperros, que cruzan los jmertos del <s.líoradal-» y del Rey

¿Para qué seguir? Hay más textos equivocados indudablemente, pero como éstos fueron los primeros que cayeron en mis manos, les he con- cedido este honor; yo, por mi parte, esquivo los comentarios.

¿Puede darse justificación más patente de mis aseveraciones? ¿No es verdad cuando aseguro que hay muchos errores á causa de haber escrito desde el cuarto de estudio? Pues ahí están esos tres botoncitos sobre el mismo tema, y, por si no es bastante, añadiré <í.que cuanto se relaciona con el libro de Cervantes está inx:ert\do.'»

Alguno habrá capaz de suponer en el deseo de lauros á que tan

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es canalla, y gente baja, que en tal caso bien puedes ayudarme: pero si íue- ren caballeros, en ninguna manera te es lícito, ni concedido por las leyes de caballería, que me ayudes, hasta que seas armado caballero. Por cierto señor, respondió Sancho, que vuestra merced sea muy bien obedecido en

aficionados se muestran los mortales, pero como me hallo divorciado Dios las gracias) del común sentir, «con exactitud, y sin recriminaciones», copiaré los párrafos de donde tomaron el error, sin tener presente p^ra nada los grandes males que acarreaban á la juventud estudiosa. ¡Buen trabajo me costó hallarlos!

En la crónica de D. Alfonso VII, Emperador de las Españas, que es- cribió Fr. Prudencio de Sandoval, Obispo de Pamplona, impresa en Ma- drid el año 1792, hallo que dice con reíerencia al año 1131: «acordóse que

>se juntase la gente de guerra en Toledo pusieron su exército en orden,

»y asentaron sus tiendas riberas del río Tajo. De ahí levantaron el campo, »y á una jornada dividieron el exército en dos partes, porque, por ser mu- »cha la gente, no hallaron c(m que se sustentar. Entró el Rey con la parte »que tomó para por el puerto Real, y el otro exército, que con el Rey »Moro Zafadola llevaba el Conde D. Rodrigo Martínez Osorio, entró por >el puerto del MuradaU.

En otro capítulo, al relatar los sucesos acaecidos el año 1167, se expre- sa de esta^uisa: «Regresaba El Emperador de Andalucía, después de alla- »nar á todos los Moros del Reyno de Jaén, y Córdoba, dexando por sus j' vasallos los Reyes que había entre ellos; y á su hijo el Rey Don Sancho »por frontero y guarda de aquellas tierras, sintiéndose mal dispuesto, dio »la vuelta para Castilla; y llegando al puerto del Muladar le fué cargando »la enfermedad, de manera que no pudo pasar adelante de un lugarejo, »llamado las Fresnedas, y debaxo de una encina le armaron la tienda, y el ^Arzobispo de Toledo D. Juan le dio los Sacramentos, en veinte y un días >de Agosto del referido año».

Como nadie, al menos que yo sepa, se ha tomado el trabajo de averi- guar si fué equivocación del Sr. Obispo, ó sencillamente un error de im- prenta (en este caso no se ha notado; en cambio, lector, al libro que sa- bes ¡las que le sacaron!), trataré de reconstituir el sitio, los hechos más

culminantes que allí acaecieron, y, en junto, «todo lo que tenga conexión y esté á mi alcance (pues voluntad me sobra), y sirva de justificación á su legendario historial».

Por confusión en la interpretación de los textos latinos, sin duda, que denominan bajo la sola acepción de Saltus Castulonemis á todos los saltos (puertos en Castellano) que facilitan el paso de los Mons Aranni, y toman- do al pie de la letra lo que dicen el P. Mariana y otros que le copiaron, nos hallamos frente á un problema cuya solución parece difícil, por afir- mar que = e¿ = Saltus Castidonensis es el puerto del Muradal. Y así como este nombre viene de la antigua Cástiúo, y Mariana dice que se vea Cazlo- pu, ein aclarar que sea Cazorla, he podido observar que en su índice de nom- bres antiguos con los correspondientes modernos, existe otro sin definir, que lo conocía Cervantes y no quiso nombrar.

En tiempos de los romanos (los itinerarios antiguos no expresan éste

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esto, y más que yo de mío me soy pacífico, y enemigo de meterme en rui- dos, ni pendencias: bien es verdad, que en lo que tocare á defender mi per- sona, no tendré mucha cuenta con esas leyes, pues las divinas, y humanas permiten, que cada uno se defienda de quien quisiere agraviarle. No digo

que voy á trazar), desde Cástulo, por el puerto del Muradal y caminando por los vallecillos que se extienden á lo largo de Sierra Madrona, saltaban por los puertos de Ventillas ó de Niefla al Valle de Alcudia; atravesaban éste en dirección de S. E. á N. O., y pasando por la Bienvenida se dirigían por el puerto de la Morena á Sisajw, hoy Almadén del Azogue.

Durante la dominación sarracena, el Califato lo utilizó como punto de fácil acceso y comunicación con la ínsula Malindrania, para las incursio- nes á tierras de cristianos.

Almanzor, acampó el año 1195 con su ejército en los Barrancos de Sierra Morena dos jornadas cortas de Medina Alarca, según cuentan las historias), cuando aquello de Villadiego, que uo logró averiguar el mago Clemencln.

Cuando Alfonso VIII intentó atravesar los Mons Aranni por los puer- tos del Rey y de Despeñaperros, hubo de desistir, y gracias al pastor Ha- laja, fueron conducidos sin quebranto por el puerto del Muradal á la vic- toria.

Por último, Cervantes, riñó en el Muradal la más estupenda y desco- munal batalla que ha podido imaginarse, pero como no dio el nombre ni dijo el sitio, seguimos igual: repitiendo de coro la lección aprendida, y de- mostrando al mundo nuestra condición de aves parleras.

La agudísima sátira con que nos recrimina el mejor hijo que ha tenido España (al par que se duele de tan grave olvido), produjo muy saludables efectos, porque es innegable que corriendo una coma á distinto lugar del en que la puso el autor, variaba el sentido de la frase j quedando á gusto del interpretador (?). Pero no me negarás, amable lector, que estos rasgos de ingenio que cayeron sobre el libro como nube de langosta en campos man- chegos, dejaron huellas: [El hermoso rostro de la más grande y genial creación, deformado en fuerza de rasguños y mordiscos, ha pasado á con- vertirse en un antifaz indefinible, cubierto de chichones, lleno de excres- cencias é impresentable! ¡El loco sublime, todo abnegación y sacrificio, ha sido suplantado por los magos modernistas! ¡Los yangüeses.... fueron unos infelices!

Nadie las mueva, que somos respetuosísimos.

El puerto del Muradal, torno á mi comenzada historia, se halla en Sierra Morena, ocupando el sitio por donde corren las aguas del rio Fres- nedas; por allí pasó Alfonso VII, el año 1131; y de retorno de la campaña del 1157, murió debajo de una encina en la Aldea de las Fresnedas, que se conoce aún por la Aldehuela, conservando ruinas de las cuatro casuchas <jue la formaron.

Por él, el pastor Halaja condujo á las tropas que capitaneaban don Diego López de Haro y D. García Romeu al castillo de Ferral (Castro- Ferral), sorprendiendo por el flanco izquierdo á las huestes agarenas, apos- tadas en los desfiladeros y quebradas de la .'¡ierra, mientras el grueso de

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yo menos, respondió don Quixote, pero en esto de ayudarme contra caba- lleros, has de tener á raya tus naturales ímpetus. Digo que asi lo haré, res- pondió Sancho, y que guardaré ese precepto tan bien como el día del Do- mingo. Estando en estas razones, asomaron por el camino dos Frailes de la orden de S. Benito, (1) caballeros sobre dos Dromedarios, que no eran más pequeñas dos muías en que venían. Traían sus antojos de camino, y sus quitasoles. Detrás dellos venía un coche, con cuatro, ó cinco de á ca- ballo que le acompañaban, y dos mozos de muías á pie. Venía en el coche, como después se supo, una señora Vizcaína, que iba á Sevilla donde estaba

las fuerzas que acaudillaba Alfonso VIII^ acampaba en tierras de Jaén, dejando á mano derecha dicho río, que por allí recibe el nombre de río Jándula^ y extendiéndose hacia Las Navas.

¿Es añeja su historia? Bien merece no olvidarse.

Posdata. Cuando se dividió en dos el ejército de Alfonso VII, á una jor- nada de Toledo, supongo que tuviera lugar en los Montes de Toledo, en el sitio que de antiguas excursiones conservaba el conocido nombre de Fuente del Emperador (?), ó pasado el río Guadiana; pues bien: si las causas eran la abundancia de gente y la falta de mantenimientos, necesariamente hubieron de emprender las siguientes trayectorias: El Rey, desde Calatrava, por Almagro, á buscar El Viso, para salvar el puerto Real; y el Conde, por Alarcos y Róblete, siguiendo la» llanuras de la ya conocida ínsula del moro Raabah, á pasar por el puerto-llano, y por Mestanza al puerto del Muradal. Porque pensar que se separaron á una jornada de Toledo por las razones dichas, para caminar paralelamente hasta el puerto Real y Despeñape- rros, que los separa una pequeña distancia, es pensar un imposible. Y en esto, dice Hametc, que no cayeron los historiadores. (Véase el gráfico de la plana siguiente).

(1) El autor: Estando en estas razones, asomaron por el camin» dos frai- les de la ORDEN de San Benito

Sancho: Mire, señor, que aquellos son Frailes de San Benito

Los frailes: Señor caballero, nosotros no somos endiablados, ni desco- munales, sino dos religiosos de San Benito

Con auxilio de la telegrafía de señales que emplearon los Árabes, me dijo Hamete los otros días usando unos signos nuevos y perfectamente comprensibles: no eches en saco roto el encarguito de leer despacio, y ob- serva: que el autor hace la cita correctamente; que Sancho abrevió la fra- se de un modo muy significativo puesto que señala á aquellos, y lo mismo podían ser frailes, vecinos ó harrieros que él conocía, ó demostraba en su presunción conocer por de San Benito; y por último, en la contestación de ambos religiosos se nota que se dirigían al que cabalgaba, no al caballero por condición. (Señor caballero, etc.) Después, arremetió Don Quixote al primero Fraile, y el segundo religioso huyó.»

Tanta variedad en la repetición de los nombres para afirmar el embo- lismo que se propuso, tiene fácil y lógica explicación, porque una leyenda que oyó Cervantes lo aclara todo.

En los tiempos de Mari- Castaña salieron dos hombres de la Aldea de

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su marido, que pasaba á las Indias con un muy honroso cargo. No venían los Frailes con ella, aunque iban el mismo camino: mas apenas los divisó don Quiíote cuando dijo á su escudero: O yo me engaño, ó esta ha de ser la más famosa aventura que se haya visto, porque aquellos bultos negros que allí aparecen, deben de ser, y son sin duda algunos encantadores, que llevan hurtada alguna Princesa en aquel coche, y es menester deshacer este tuerto á todo mi poderío. Peor será esto que los molinos de viento, dijo Sancho: Mire señor, que aquellos son Frailes de S. Benito, y el coche debe de ser de alguna gente pasajera. Mire que digo, que mire bien lo que hace, no sea el diablo que le engañe. Ya te he dicho Sancho, respondió don Qui- íote, que sabes poco de achaque de aventuras, lo que yo digo es verdad, y ahora lo verás: y diciendo esto se adelantó, y se puso en la mitad del cami- no por donde los Frailes venían, y en llegando tan cerca, que á él le pare- ció que le podrían oír lo que dijese, en voz alta dijo: Gente endiablada, y descomunal, dejad luego al punto las altas Princesas que en ese coche lle- váis forzadas, sino aparejaos á recibir pronta muerte por justo castigo de vuestras malas obras. Detuvieron los Frayles las riendas, y quedaron admi- rados, así de la figura de don Quixote, como de sus razones, á las cuales respondieron: Señor caballero, nosotros no somos endiablados, ni descomu - nales, sino dos religiosos de san Benito, que vamos nuestro camino, y no sabemos si en este coche vienen, ó no, ningunas forzadas Princesas. Para conmigo no hay palabras blandas, que ya yo os conozco fementida canalla, dijo don Quiíote, y sin esperar más respuesta picó á Rocinante, y la lanza baja arremetió contra el primero Fraile, con tanta furia, y denuedo, que si el Fraile no se dejara caer de la muía, él le hiciera venir al suelo mal de su grado, y aun mal herido, sino cayera muerto. El segundo religioso, que vio del modo que trataban á su compañero, puso piernas al castillo de su buena muía, y comenzó á correr por aquella campaña, más ligero que el mismo viento. Sancho Panza, que vio en el suelo al Fraile, apeándose lige-

San Benito, y al trasponer un altozano de aquellos vallecillos, se toparon con la partida del Mochuelo, que desde una encrucijada les dio el ¡alto!, conminándolos Beguidamente: ¡la bolsa ó la vida!. Ante la inopinada y brutal sorpresa, recurrieron á las súplicas para calmar las amenazas que Bobre ellos menudeaban, implorando piedad del capitán de los bandole- ro*! en esta forma: no nos tnate Vm., por Dios, que somos unos infelices; buenos

y derotos cristianos; muy religiosos ; ¡por la Pasión del Serior, que tenemos

familia, y somos de San Benito!

Hamete, sirviéndose de este original é ilustrándolo con moruna fanta- eía, desarrolló una de sus más graciosas aventuras.

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ramente de su asno, arremetió á él, y le comenzó á quitar los hábitos. Lle- garon en esto dos mozos de los Frailes, y preguntáronle, que porqué le desnudaba? Kespondióles Sancho, que aquello le tocaba á él legítimamen- te, como despojos de la batalla que su señor don Quixote había ganado. Los mozos que no sabían de burlas, ni entendían aquello de despojos, ni batallas, viendo que ya don Quixote estaba desviado de allí, hablando con las que en el coche venían, arremetieron con Sancho, y dieron con él en el suelo, y sin dejarle pelo en las barbas, le molieron á coces, y le dejaron tendido en el suelo, sin aliento, ni sentido: y sin detenerse un punto, tornó á subir el Fraile, todo temeroso, y acobardado, y sin color, en el rostro: y cuando se vio á caballo, picó tras su compañero, que un buen espacio de allí le estaba aguardando, y esperando en qué paraba aquel sobresalto; y sin querer aguardar el fin de todo aquel comenzado suceso, siíjuieron su camino, haciéndose más cruces que si llevaran el diablo á las espaldas. Don Quixote estaba como se ha dicho, hablando con la señora del coche, dicién- dole: La vuestra hermosura señora mía, puede hacer de su persona lo que más le viniere en talante, porque ya la soberbia de vuestros robadores yace por el suelo, derribada por este mi fuerte brazo: y porque no penéis por saber el nombre de vuestro libertador, sabed que yo me llamo don Quixote de la Mancha, caballero andante, y cautivo de la sin par, y hermosa doña Dulcinea del Toboso: y en pago del beneficio que de habéis recibido, no quiero otra cosa, sino que volváis al Toboso, y que de mi parte os pre- sentéis ante esta señora, y le digáis lo que por vuestra libertad he hecho. Todo esto que don Quixote decía, escuchaba un escudero Viícaíno, el cual viendo que no quería dejar pasar el coche adelante, sino que decía que luego había de dar la vuelta al Toboso, se fué para don Quixote, y asiéndole de la lanza, le dijo en mala lengua Castellana, y peor Vizcaína, desta manera: Anda caballero, que mal andes, por el Dios que crióme, que si no dejas coche, así te matas como estás ahí Vizcaíno. Entendióle muy bien don Qui- xote, y con mucho sosiego le respondió: Si fueras caballero como no lo eres, ya yo hubiera castigado tu sandez, y atrevimiento, cautiva criatura. A lo cual replicó el Vizcaíno: Yo no caballero: Juro á Dios tan mientes como Cristiano. Si lanza arrojas, y espada sacas, el agua cuan pronto verás que al gato llevas: Vizcaíno por tierra, hidalgo por mar, hidalgo por el diablo, y mientes, que mira si otra dices cosa. Ahora lo veredes dijo Agrages, res- pondió don Quixote, y arrojando la lanza en el suelo, sacó su espada, y em- brazó su rodela, y arremetió al Vizcaíno, con determinación de quitarle la vida. El Vizcaíno que asi le vio venir, aunque quisiera apearse de la muía,

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que por ser de las malas de alquiler, no había que fiar en ella, no pudo hacer otra cosa, sino sacar su espada: pero avínole bien, que se halló junto al coche, de donde pudo tomar una almohada que le sirvió de escudo, y luego se fueron el uno para el otro, como si fueran dos mortales enemigos. La demás gente quisiera ponerlos en paz, mas no pudo, porque decía el Vizcaíno en sus mal trabadas razones, que sino le dejaban acabar su bata- lla, que él mismo había de matar á su ama, y á toda la gente que se lo es- torbase. La señora del coche, admirada, y temerosa de lo que veía, hizo al cochero que se desviase de allí algún poco, y desde lejos se puso á mirar la rigurosa contienda: en el discurso de la cual, dio el Vizcaíno una gran cuchillada á don Quixote encima de un hombro, por encima de la rodela que á dársela sin defensa, le abriera hasta la cintura. Don Quixote que sintió la pesadumbre de aquel desaforado golpe, dio una gran voz, dicien- do: O señora de mi alma Dulcinea, flor de la hermosura, socorred á este vuestro caballero, que por satisfacer á la vuestra mucha bondad, en este riguroso trance se halla. El decir esto, y el apretar la espada y el cubrirse bien de su rodela, y el arremeter al vizcaíno, todo fué en un tiempo, lle- vando determinación de aventurarlo todo á la de un solo golpe. El Viz- caíno que así le vio venir contra él, bien entendió por su denuedo su cora- je, y determinó de hacer lo mismo que don Quixote: y así le aguardó bien cubierto de su almohada, sin poder rodear la muía á una, ni á otra parte, que ya de puro cansada, y no hecha á semejantes niñerías, no podía dar un paso. Venía pues, como se ha dicho, don Quixote contra el cauto Vizcaíno, con la espada en alto, con determinación de abrirle por medio: y el Viz- caíno le aguardaba asimismo, levantada la espada, y aforrado con su al- mohada, y todos los circunstantes estaban temerosos, y colgados de lo que había de suceder de aquellos tamaños golpes con que se amenazaban, y la señora del coche, y las demás criadas suyas, estaban haciendo mil votos, y ofrecimientos á todas las imágenes, y casas de devoción de España, porque Dios librase á su escudero, y á ellas, de aquel tan grande peligro en que se hallaban. Pero está el daño de todo esto, que en este punto, y término, deja pendiente el autor desta historia esta batalla, disculpándose, que no halló más escrito destas hazañas de don Quixote, délas que deja referidas. Bien es verdad, que el segundo autor desta obra, no quiso creer, que tan curiosa historia estuviese entregada á las leyes del olvido, ni que hubiese sido tan poco curiosos los ingenios de la Mancha, que no tuviesen en sus archivos, ó en sus escritorios, algunos papeles que deste famoso caballero tratasen, y así con esta imaginación, no se desesperó de hallar el fin desta

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apacible historia, el cual siéndole el cielo favorable, le halló del modo que se contará en la segunda paite (1).

(1) Esta aventura ha sido adjudicada, ccon rara unanimidad>, á los vascuences, pero creo que el pensamiento del autor no salió de La Man- cha más que para establecer el sinail, haciendo que prorrumpiesen todoe: ¡son uvas! ¡son uvas!, porque lo presentó en una banasta, y entre pámpa- nos. Y si fué así, lo consiguió.

Sin necesidad de salir de La Mancha (donde no recuerdo que hubiese Secretarios de Carlos V, ni de Felipe U, único extremo en que coincido con todos los historiadores) puede demostrarse que Cervantes halló cuan- to necesitaba; en testimonio de lo cual, sería conveniente dar una vuelte- cita por las Aldeas y Lugares donde cantan las siguientes coplas:

En mi pueblo. En la ínsula.

Como que t'agusta Aceitunas con tomate

tanto el mostillo y un canto encima...

por abajo la puerta se crian las moiuelas

feché un adobe. como ceporros.

San Pedro que lo supo En el Cerro d'Alárcos,

mercó tres varas... dijo Pichurri:

para los Angélicos a'njablegar con puchero

qu'están escalzos. no hay quien me gane.

Alrededores de la Venta.

Jaléate, cuelpo güeno que te vas anequilando, con la calor del ivierno y las frescas del verano.

SEGUNDA PARTE

DEL

iDgeDioso hidalgo don Quiíote de la MaDcha

CAPITULO IX

Donde se concluye, y da fin á la estupenda batalla, que el gallardo Vizcaíno, y el valiente Manchego tuvieron.

Dejamos en la primera parte desta historia, al valeroso Vizcaíno, y al famoso don Quixote, con las espadas altas, y desnudas, en guisa de des- cargar dos furibundos hendientes, tales que si en lleno se acertaban, por lo menos se dividirían, y henderían de arriba abajo, y abrirían como una granada: y que en aquel punto tan dudoso paró, y quedó destroncada tan sabrosa historia, sin que nos diese noticia su autor donde se podría hallar lo que della faltaba. Causóme esto mucha pesadumbre, porque el gusto de haber leído tan poco, se volvía en disgusto, de pensar el mal camino que se ofrecía, para hallar lo mucho que á mi parecer faltaba de tan sabroso cuento. Parecióme cosa imposible, y fuera de toda buena costumbre, que á tan buen caballero le hubiese faltado algún sabio que tomara á cargo el escribir sus nunca vista hazañas, cosa que no faltó á ninguno de los caba- lleros andantes, de los que dicen las gentes, que van á sus aventuras, por- que cada uno dellos tenía uno, ó dos sabios como de molde, que no sola- mente escribían sus hechos, sino que pintaban sus más mínimos pensa- mientos, y niñerías, por más escondidas que fuesen. Y no había de ser tan desdichado tan buen caballero, que le faltase á él lo que sobró á Platir, y á otros semejantes. Y así no podía inclinarme á creer que tan gallarda his- toria hubiese quedado manca, y estropeada, y echaba la culpa á la maligni- dad del tiempo devorador, y consumidor de todas las cosas: el cual, ó la tenía oculta, ó consumida. Por otra parte me parecía, que pues entre sus libros se habían hallado tan modernos como Desengaño de celos, y Ninfas, y pastores de Henares, que también su historia debía de ser moderna, y que ya que no estuviese escrita, estaría en la memoria de la gente de su aldea, y de las á ella circunvecinas. Esta imaginación me traía confuso, y deseoso de saber real, y verdaderamente, toda la vida, y milagros de nuestro famoso Español don Quixote de la Mancha, luz, y espejo de la caballería Manchega, y el primero que en nuestra edad, y en estos tan ca-

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lamitosos tiempos se puso al trabajo, j ejercicio de las andantes armas: y al de deshacer agravios, socorrer viudas, amparar doncellas, de aquellas que andaban con sus azotes, y palafrenes, y con toda su virginidad á cuestas, de monte en monte, y de valle en valle: que sino era que algún follón, 6 algún villano de hacha, y capellina, 6 algún descomunal Gigante las forza- ba, doncella hubo en los pasados tiempos, que al cabo de ochenta años, que en todos ellos no durmió un día debajo de tejado, se fué tan entera la sepultura, como la madre que la había parido. Digo pues, que por estos, y otros muchos respetos, es digno nuestro gallardo Quixote, de continuas y memorables alabanzas: y aun á no se me deben negar, por el trabajo, y diligencia que puse, en buscar el ftn desta agradable historia. Aunque bien sé, que si el cielo, al acaso, y la fortuna no me ayudaran, el mundo quedará falto, y sin el pasatiempo, y gusto que bien casi dos horas podrá tener, el que con atención la leyere. Pasó pues el hallarla en esta manera. Estando yo un día en el Alcana de Toledo, llegó un muchacho á ven der unos cartapacios, y papeles viejos á un escudero, y como soy aficionado á leer, aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado desta mi natu- ral inclinación, tomé un cartapacio de los que el muchacho vendía, y vile con caracteres que conocí ser Arábigos. Y puesto que aunque los conocía, no los sabía leer, anduve mirando si aparecería por allí algún Morisco Aljamiado que los leyese: y no fué muy dificultoso hallar intérprete seme- jante, pues aunque le buscara de otra mejor, y más antigua lengua le halla- ra. En fin la suerte me deparó uno, que diciéndole mi deseo, y poniéndole el libro en las manos, le abrió por medio, y leyendo un poco en él, se comenzó á reir. Pregúntele, que de qué se reía? y respondióme, que de una cosa que tenía aquel libro escrita en el margen por anotación. Díjele. que me la dijese, y él sin dejar la risa, dijo: Está, como he dicho, aquí en el margen escrito esto: Esta Dulcinea del Toboso, tantas veces en esta historia refe- rida, dicen que tuvo la mejor mano para salar puercos, que otra mujer de toda la Mancha. Cuando yo decir Dulcinea del Toboso, quedé atónito, y suspenso, porque luego se me representó que aquellos cartapacios contenían la historia de Don Quixote. Con esta imaginación le di priesa que leyese el principio: y haciéndolo así. volviendo de improviso el Arábigo en Cas- tellano, dijo que decía: Historia de Don Quixote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador Arábigo. (1)

(1) Dice Clemencín, que Cervantes cometió errores porque no repasaba lo que escribía, y, sin duda de ningún género, el equivocado era el autor

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Mucha discreción fué menester para disimular el contento que recibí, cuando llegó á mis oídos el título del libro: y salteándosele al escudero, compré al muchacho todos los papeles, y cartapacios, por medio real: que si él tuviera discreción, y supiera lo que yo los deseaba, bien se pudiera prometer, y llevar más de seis reales de la compra. Apárteme luego con el Morisco por el claustro de la Iglesia mayor, y roguéle me volviese aquellos cartapacios, todos los que trataban de don Quixote, en lengua Castellana, sin quitarles, ni añadirles nada, ofreciéndole la paga que él quisiese. Con- tentóse con dos arrobas de pasas, y dos fanegas de trigo, y prometió de traducirlos bien, y fielmente, y con mucha brevedad. Pero yo por facilitar .más el negocio, y por no dejar de la mano tan buen hallazgo, le traje á mi casa, donde en poco más de un mes, y medio la tradujo toda, del mismo modo que aquí se refiere. Estaba en el primer cartapacio pintada muy al natural la batalla de don Quixote con el Vizcaíno, puestos en la misma postura que la historia cuenta, levantadas las espadas, el uno cubierto de su rodela, el otro de la almohada: y la muía del Vizcaíno tan al vivo, que estaba mostrando ser de alquiler á tiro de ballesta. Tenía á los pies escrito el Vizcaíno un título que decía: Don Sancho de Azpeitia, que sin duda de bía de ser su nombre: y á los pies de Bocinante estaba otro que decía: don

de una gramática: vio estampado Benengegeli, y no comprendió la adver- tencia.

Aunque el descuidado Cervantes escribió en una palabra, mal escrita, concedido, Benengeli, yo entiendo que fué para dar color de apariencia á la tan debatida confusión que se produciría entre los defensores de la he- rengena, y los que hiciesen valer hijo del ciervo como verdadera traducción.

Este nombre arábigo no acertaré á definirlo en toda su extensión por mi pobreza de conocimientos y escasez del idioma, pero, así de pronto, en- treveo una indicación precisa que nos guía por senderos árabes en busca de giros que estampó en su libro; y volviéndolo dtl revés Mighel de Ce- bante y ene. Si no fuera, lector bondadosísimo, por temor á que me ofus- que el buen deseo, me atrevería á leer de corrido con la alegría de los pri- meros años: Mighel, del italiano, segnala al Ariosto, libro de donde recibió impresiones para la composición del suyo, este otro que ostentaba el ape- llido de una ilustre familia, que á su vez lo había tomado del Valle de Ce- barde en Asturias; y }s., es la inicial que empleamos desde tiempo remo- to, en sustitución de un nombre que nos es desconocido.

Cervantes, por consecuencia de un desafío que tuvo en su juventud con un pariente y admirador de la que después fué su mujer, aprovechan- do la estada en Madrid del Cardonal Aquaviva, se acogió á sagrado, tras- ladándose á Italia; después .... ya lo dijo bien claro en el prólogo de sus Novelas ejemplares: llamábase cormnmente, Miguel de Cervantes Saavedra, en vez de Cortinas, que era su apellido materno.

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Quixote. Estaba Rocinante maravillosamente pintado, tan largo, y tendido, tan estenuado, y flaco, con tanto espinazo, tan ético confirmado, que mos- traba bien al descubierto con cuanta advertencia, y propiedad, se le había puesto el nombre de Rocinante. Junto á él estaba Sancho Panza, que tenía del cabestro á su asno: á los pies del cual estaba otro rótulo, que decía: Sancho Zancas, y debía de ser, que tenía á lo que mostraba la pintura, la barriga grande, el talle corto, y las zancas largas: y por esto se le debió de poner nombre de Panza, y de zancas, que con estos dos sobrenombres le llama algunas veces la historia. Otras algunas menudencias había que ad- vertir, pero todas son de poca importancia, y que no hacen al caso á la verdadera relación de la historia, que ninguna es mala como sea verdadera* Si á ésta se le puede poner alguna objeción cerca de su verdad, no podrá ser otra, sino haber sido su autor arábigo, siendo muy propio de los de aquella nación ser mentirosos: aunque por ser tan nuestros enemigos, antes se puede entender haber quedado falto en ella que demasiado. Y así me pa- rece á mí, cuando pudiera, y debiera extender la pluma, en las alabanzas de tan buen caballero; parece que de industria las pasa en silencio. Cosa mal hecha, y peor pensada, habiendo, y debiendo ser los historiadores puntuales, verdaderos, y no nada apasionados, y que ni el interés, ni el miedo, el rencor, ni la afición, no les haga torcer del camino de la verdad, cuya madre es la historia émula del tiempo, depósito de las acciones, tes- tigo de lo pasado, ejemplo, y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir. En esta sé, que se hallará todo lo que se acertare á desearen la más apacible: y si algo bueno en ella faltare, para tengo, qu« fué por culpa del galgo de su autor, antes que por falta de sujeto. En fin su segunda parte, siguiendo la traducción, comenzaba desta manera.

Puestas, y levantadas en alto las cortadoras espadas de los dos valerosos, y enojados combatientes, no parecía sino que estaban amenazando al cielo, á la tierra y al abismo; tal era el denuedo y continente que tenían. Y el primero que fué á descargar el golpe, fué el colérico Vizcaíno: el cual fué dado con tanta fuerza, y tanta furia, que á no volvérsele la espada en el ca- mino, aquel sólo golpe fuera bastante para dar fin á su rigurosa contienda, y á todas las aventuras de nuestro caballero: mas la buena suerte que para mayores cosas le tenía guardado, torció la espada de su contrario, de modo, que aunque le acertó en el hombro izquierdo, no le hizo otro daño que desarmarle todo aquel lado, llevándole de camino gran parte de la celada, con la mitad de la oreja, que todo ello con espantosa ruina vino al suelo- deiándole muy mal trecho. Válgame Dios, y quién será aquél que buena

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mente pueda contar ahora, la rabia que entró en el coraaón de nuestro Manchego, viéndose parar de aquella manera! No se diga más, sino que fué de manera, que se alzó de nr.evo en los estribos, y apretando más la espada en las dos manos, con tal furia descargó sobre el Vizcaíno, acertándole de lleno sobre la almohada, y sobre la cabeza, que sin ser parte tan buena de- fensa, como si cayera sobre él una montaña, comenzó á echar sangre por las narices, y por la boca, y por los oídos, y á dar muestras de caer de la muía abajo, de donde cayera sin duda, si no se abrazara con el cuello: pero con todo eso sacó los pies de los estribos, y luego soltó los brazos, y la muía espantada del terrible golpe, dio á correr por el campo, y á pocos corcobos dio con su dueño en tierra. Estábaselo con muoho sosiego mirando don Quixote: y como le vio caer, saltó de su caballo, y con mucha ligereza se llegó á él, y poniéndole la punta de la espada en los ojos, le dijo que se 'rindiese, sino que le cortaría la cabeza. Estaba el Vizcaíno tan turbado, que no podía responder palabra, y él lo pasara mal, según estaba ciego don Quixote, si las señoras del coche, que hasta entonces con gran desmayo habían mirado la pendencia, no fueran adonde estaba, y le pidieran con mucho encarecimiento, les hiciese tan gran merced, y favor, de perdonar la vida á aquel su escudero. A lo cual don Quixote respondió, con mucho en- tono, y gravedad: Por cierto herniosas, yo soy muy contento de hacer lO que rae pedís, mas ha de ser con una condición, y concierto: y es, que este caballero me ha de prometer de ir al lugar del Toboso, y presentarse de mi parte ante la sin par doña Dulcinea, para que ella haga del lo que más fuere de su voluntad: La temerosa, y desconsolada señora, sin entrar en cuenta de lo que don Quixott' pedía, y sin preguntar quien Dulcinea fuese, le pro- metieron que el escudero haría todo aquello que de su parte le fuese man. dado. Pues en fe de esa palabra, yo no le haré más daño, puesto que me lo teaía bien merecido.

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CAPITULO X

De lo que más le avino á don Quixote con el Vizcaí- no, y del peligro en que se vio con una turba de Yangüeses (o.

Ya en este tiempo se había levantado Sancho Panza, algo maltratado de los mozos de los Frayles, y había estado atento á la batalla de su señor don Quixote, y rogaba á Dios en su corazón, fuese servido de darle la vic- toria, y que en ella ganase alguna ínsula de donde le hiciese Gobernador, como se lo había prometido. Viendo pues ya acabada la pendencia, y que su amo volvía á subir sobre Bocinante, llegó á tenerle el estribo: y antes que subiese se hincó de rodillas delante del, y asiéndole de la mano se la besó y le dijo: Sea vuestra merced serndo, señor don Quixote mío, de dar- me el gobierno de la ínsula que en esta rigurosa pendencia se ha ganado, que por grande que sea, yo me siento con fuerzas de saberla gobernar, tal, y tan bien, como otro que haya gobernado ínsulas en el mundo. A lo cual respondió don Quixote, advertid hermano Sancho, que esta aventura, y las á estas semejantes, no son aventuras de ínsulas, sino de encrucijadas, en

(1) Así rezaba el título original de este capítulo puesto por Cervantes, y así queda restituido por en la presente edición, pero la Academia de la Lengua Española á requerimiento de los Alquifes que la integraban, le colocó este otro, rebosante de gracia, como podrás observar sin grande egf uerzo: De los graciosos razonamientos que pasaron entre Don Quixote y San- cho Panza su escudero.

Con un candidez merecedora de azotes anticipan que el discurso va á ser gracioso, «cosa rara tratándose de este libro», nombran á las personas que tú, pacientísimo lector, ignorabas, y, por último, aprendes que Sancho era escudero del otro. (?)

La soberbia que representa esta suplantación sólo es comparable con el destrozo realizado, pues no vieron el ingenioso artificio, por el cual, Cervantes, obliga al lector á que le siga con la esperanza de ver aumenta- das las peripecias de tan tremenda batalla, ó, al menos, con sucesos á ella conexos; que no llegan, es cierto, pero también es verdad que el lector entretenido salva la narración, y sin acordarse de lo que le tenían anun- ciado se precipita en el capítulo inmediato.

Al no entenderlo, estarse quietos.

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las cuales no se gana otra cosa que sacar rota la cabeza ó una oreja menos. Tened paciencia, que aventuras se ofrecerán, en donde no solamente os pueda hacer Gobernador, sino más adelante. Agradecióselo mucho Sancho, y besándole otra vez la mano, y la falda de la loriga, le ayudó á subir sobre Rocinante, y él subió sobre su asno, y comenzó á seguir á su señor, que á paso tirado, sin despedirse, ni hablar más con las del coche, se entró por un bosque que allí junto estaba. Seguíale Sancho, á todo el trote de su jumen- to: pero caminaba tanto Bocinante, que viéndose quedar atrás, le fué forzo- so dar voces á su amo, que se aguardase. Hízolo así don Quixote, teniendo las riendas á Rocinante, hasta que llegase su cansado escudero, el cual en llegando le dijo: Paréceme señor, que sería acertado irnos á retraer á algu- na Iglesia, que según quedó maltrecho aquel con quien os combatisteis, no será mucho que den noticia del caso á la santa Hermandad, y nos prendan: y á f é que si lo hacen, que primero que salgamos de la cárcel, que nos ha de sudar el hopo. Calla, dijo don Quixote, y dónde has visto tú, ó leído ja- más, que caballero andante haya sido puesto ante la justicia, por más ho- micidios que hubiese cometido. Yo no nada de omecillos, respondió Sancho, ni en mi vida le caté á ninguno: sólo sé, que la santa Hermandad tiene que ver con los que pelean en el campo, y en esotro no me entrome- to. Pues no tengas pena amigo, respondió don Quixote, que yo te sacaré de las manos de los Caldeos, cuanto más de las de la Hermandad. Pero dime por tu vida, ¿has visto más valeroso caballero que yo, en todo lo descu- bierto de la tierra? ¿Has leído en historias otro que tenga, ni haya tenido más brío en acometer, más aliento en el perseverar, más destreza en el he- rir, ni más maña en el derribar? La verdad sea, respondió Sancho, que yo no he leído ninguna historia jamás, porque ni leer, ni escribir: mas lo que osaré apostar, es, que más atrevido amo que vuestra merced, yo no le he servido en todos los días de mi vida, y quiera Dios que estos atrevi- mientos no se paguen donde tengo dicho. Lo que le ruego á vuestra mer- ced, es, que se cure, que le va mucha sangre de esa oreja, que aquí traigo hilas, y un poco de ungüento blanco en las alforjas. Todo eso fuera bien escusado, respondió don Quixote, si á se me acordara de hacer una re- doma del bálsamo de Fierabrás, que con sólo una gota, ahorraran tiempo, y medicinas. ¿Qué redoma y qué bálsamo es ese, dijo Sancho Panza? Es un bálsamo, respondió don Quixote, de quien tengo la receta en la memoria, con el cual no hay que tener temor á la muerte, ni hay pensar en morir de herida alguna. Y así, cuando yo le haga, y te le dé, no tienes más que ha- cer, sino que cuando vieres que en alguna batalla me han partido por me-

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dio del cuerpo (como muchas veces suele acontecer): bonitamente la parte del cuerpo que hubiere caído en el suelo, y con mucha sutileza, antes que la sangre se hiele, la pondrás sobre la otra mitad que quedare en la silla, advirtiendo de encajarlo igualmente y al justo. Luego me darás á beber so- los dos tragos del bálsamo que he dicho, y verasme quedar más sano que una manzana. Si eso hay, dijo Panza, yo renuncio desde aquí el gobierno de la prometida ínsula, y no quiero otra cosa en pago de mis muchos, y buenos servicios, sino que vuestra merced me la receta de ese extrema- do licor, que para tengo que valdrá la onza adonde quiera, más de dos reales, y no he menester yo más, para pasar esta vida honrada, y descansa- damente. Pero es de saber ahora, si tiene mucha costa el hacerle? Con me- nos de tres reales se pueden hacer tres azumbres, respondió don Quiíote. Pecador de mí, replicó Sancho, ¿pues á qué aguarda vuestra merced á ha- cerle, y enseñármele? Calla amigo, respondió don Quixote, que mayores secretos pienso enseñarte, y mayores mercedes hacerte: y por ahora curé- monos, que la oreja me duele más de lo que yo quisiera. Sacó Sancho de las alforjas hilas, y ungüento: mas cuando don Quixote llegó á ver rota su celada, pensó perder el juicio, y puesta la mano en la espada, y alzando los ojos al cielo, dijo: Yo hago juramento al Criador de todas las cosas, y á los santos cuatro Evangelios, donde más largamente estén escritos, de hacer la vida que hizo el grande Marqués de Mantua, cuando juró de ven- gar la muerte de su sobrino Baldevinos; que fué, de no comer pan á man- teles, ni con su mujer folgar, (l)y otras cosas, que aunque dellas no me

(1) Empieza esta aventura recordando el juramento del Marqués de Mantua, por la muerte de su sobrino Baldovinos, de no comer pan á mante- les, ni cotí su mujer folgar, hasta haberlo vengado; pero sospecho un símil, y una afirmación del terreno que pisa Cervantes.

Cuando D. Alvar Pérez de Castro llamó al Santo Rey Fernando por haber sorprendido la Axarquía de Córdoba, el Monarca, con sólo cien Caballeros de su Corte, .se trasladó á Benquerencia; alcanzándole en esta fortaleza escuadrones aislados, en virtud de los avisos que circularon desde los puntos de su tránsito.

Por haberse prolongado el sitio, y considerando esta empresa trans- cendentahsima para ulteriores determinaciones, hubo de permanecer allí bastante tiempo, y, en este lapso, se trasladaron al Pozuelo de Don Gil (Ciudad-Real), su madre D.» Berenguela (atormentada de horribles presen- timientos cumplidos bien pronto) y su segunda esposa la Reina D.* Juana.

Y que no debe andar muy descaminado Hamete en sus suposiciones, lo dice bien claro el arzobispo D. Rodrigo en el siguiente párrafo de su crónica: el santo Rey, se trasladó á este punto j^ara saludar á su madre y folgar en la Reina D.^ Juana. Además, ya había pronunciado la solemnísima

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acuerdo, las doy aquí por expresadas, hasta tomar entera venganza del que tal desaguisado me hizo. Oyendo esto Sancho, le dijo: Advierta vuestra merced, señor don Quixote, que si el caballero cumplió lo que se le dejó ordenado, de irse á presentar ante mi señora Dulcinea del Toboso, ya ha- brá cumplido con lo que debía, y no merece otra pena, sino comete nuevo delito. Has hablado, y apuntado muy bien, respondió don Quixote, y así anulo el juramento, en cuanto lo que toca á tomar nueva venganza: pero hágole, y confirmóle de nuevo, de hacer la vida que he dicho, hasta tanto que quite por fuerza otra celada, tal, y tan buena como esta á algún caba- llero. Y no pienses Sancho, que así á humo de pajas hago esto, que bien tengo á quien imitar en ello, que esto mismo pasó al pie de la letra sobre el yelmo de Mambrino, que tan caro le costó á Sacripante (1).

Que al diablo vuestra merced tales juramentos, señor mío, replicó Sancho, que son muy en daño de la salud, y muy en perjuicio de la con- ciencia. Si no dígame ahora, si acaso en muchos días no topamos hombre armado con celada, ¿qué hemos de hacer, base de cumplir el juramento, á despecho de tantos inconvenientes é incomodidades, como será el dormir vestido, y en no dormir en poblado, y otras mil penitencias, que contenía el juramento de aquel loco viejo del Marqués de Mantua, que vuestra mer- ced quiere revalidar ahora? Mire vuestra merced bien, que por todos estos

promesa de no regresar á Castilla sin haber conquistado á Córdoba, y, en esta diabólica aplicación, estriba la malignidad del chiste; pues se sabe perfec- tamente que Alfonso VIII juró venganza, pero de lo otro ¿no tenía

completamente abandonada á la Reina, por la hermosa judía que degolla- ron los cortesanos?

La doble confirmación de lo expuesto, en la historia y en la nota si- guiente.

(1) Como consecuencia inmediata del juramento que acababa de hacer tan cristiano caballero, lo que procedía en consonancia con sus arraigadí- simas convicciones, era encomendarse á Dios por tan grave falta, y vinién- dosele á las mientes los nombres del «Orlando furioso», los aplica con una oportunidad encantadora.

Ee costumbre muy generalizada por aquellos lugares, santiguarse acto seguido de haber nombrado al diablo, y Cervantes que no desperdiciaba ocasión para fijar los usos del país y sus parajes, aprovecha ésta para

decirnos que -— -~- es un recuerdo al Monte Judío, al lado de la Ven-

Mon rabín

ta, por donde pasó Fernando III; y el que pronunciad continuación, para

dejar bien expuesto lo que debe hacer todo buen cristiano: signarse, en el

nombre del padre, & cuya es la significación de '

sicnapater

MO -

caminos no andan hombres armados, sino harrieros, y carreteros, que no sólo no traen celadas, pero quizá no las hayan oído nombrar en todos los días de su vida. Engañaste en eso, dijo don Quixote, porque no habremos estado dos horas por estas encrucijadas, cuando veamos más armados que los que vinieron sobre Albraca, á la conquista de Angélica la Bella. (1)

Alto pues, sea así, dijo Sancho, y á Dios plazca que nos suceda bien, y que se llegue ya el tiempo de ganar esta ínsula que tan cara me cuesta, y muérame yo luego. Ya te he dicho Sancho, que no te de eso cuidado algo- no, que cuando faltare Ínsula, ahí está el Reino de Dinamarca, ó el de So- bradisa, que te vendrán como anillo al dedo, y más qut por ser en tierra firme te debes más alegrar. Pero dejemos esto para su tiempo, y mira si traes algo en estas alforjas que comamos, porque vamos luego eu busca de algún castillo donde alojemos esta noche, y hagamos el bálsamo que te he dicho, porque yo te voto á Dios, que me va doliendo mucho esta oreja. (2)

(1) Símil habilísimo que con su espejuelo deslumhró á los investiga- dores, haciéndoles caminar por regiones remotas en busca de lo que tenía- mos en nuestra propia casa.

En su aspecto exterior, se debe reconocer que apunta al Castillo de Albraca, que según las historias era una fortaleza de origen fabuloso, que Galafrón, Emperador del Catai, mandó construir para guardar á su hija Angélica la Bella, en previsión de que Agricán, Rey de Tartaria, le decla- rase la guerra, disgustado porque no se ' a dio en matrimonio; pero si nos

, , , , . Albraca ,

paramos a pensar que por metátesis es -jj^ y por otra, con supresión

de la h es Alarca, tendremos ante los ojos un camino expedito que nos conduce á la solución, colmando la medida de nuestros deseos.

Cuando Alfonso VIII, corriendo y talando los campos andaluces Uegó hasta Xerez, retando al Miramamolín de Marruecos, Almanzor aceptó el desafío para la campaña siguiente, y desembarcando en Algeciras con nu- meroso ejército, á buenas jornadas llego á Córdoba, estableciendo su cam- pamento en los Montes y Dehesa de Albacra; después emprendió el cami- no que le condujo al puerto del Muradal, y una vez traspuesto, dio des- canso á sus tropas en los Barrancos de Sierra Morena dos jornadas cortas de Medina Alarca); luego, atravesaron las llanuras del Campo de Kalat- Rabah (Calatrava), avistándose á 19 de Julio de 1195 con el enemigo, al que derrotaron.

De lo manifestado infiere Hamete, que el Castillo de Albraca era nuestra fortaleza de Alarcos, guardia constante de Angélica la Bella, cono- cida en los rom'ances árabes por la Hermosa Halía, la de los Palacios de Galiana; pero en realidad, Angélica la Bella es otra.

(2) Entre burlas y veras, ésta es una de las escenas más claritas de Cervantes. Hicieron ¡alto! en una choza (que tal aspecto presentaba la

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Aquí traigo una cebolla, y un poco de queso, y no cuantos mendru- gos, dijo Sancho, pero no son manjares que pertenecen á tan valiente ca- ballero como vuestra merced. Qué mal lo entiendes, respondió don Quiíote: hágote saber Sancho, que es honra de los caballeros andantes, no comer en un mes, y ya que coman, sea de aquello que hallaren más á mano: y esto se te hiciera cierto, si hubieras leído tantas historias como yo, que aunque han sido muchas, en todas ellas no he hallado hecha relación do que los caballeros andantes comiesen, si no era acaso, y en algunos sun- tuosos banquetes que les hacían, y los demás días se los pasaban en flores. Y aunque se deja entender, que no podían pasar sin comer, y sin hacer todos los otros menesteres naturales, porque en efecto eran hombres como nosotros, hase de entender también, que andando lo más del tiempo de su vida por las florestas, y despoblados, y sin cocinero, que su más ordinaria comida sería de viandas rústicas, tales como las que ahora ofreces. Así que Sancho amigo, no te acongoje lo que á me da gusto, ni quieras tu hacer mundo nuevo, ni sacar la caballería andante de sus quicios. Perdó- neme vuestra merced, dijo Sancho, que como yo no leer, ni escribir, como otra vez he dicho, no ni he caído en las reglas de la profesión caballeresca, y de aquí adelante yo proveeré las alforjas de todo género de fruta seca para vuestra merced, que es caballero: y para las proveeré, pues no lo soy, de otras cosas volátiles, y de más sustancia. No digo yo, Sancho, replicó don Quixote, que sea forzoso á los caballeros andantes, no comer otra cosa sino esas frutas que dices, sino que su más ordinario sus- tento debía de ser dellas, y de algunas yerbas que hallaban por los cam- pos, que ellos conocían, y yo también conozco. Virtud es, respondió Sancho, conocer esas yerbas, que según yo me voy imaginando, algún día será me- nester usar de ese conocimiento. Y sacando en esto, lo que dijo que traía, comieron los dos en buena paz, y compaña. Pero deseosos de buscar donde alojar aquella noche, acabaron con mucha brevedad su pobre, y seca co- mida. Subieron luego á caballo, y diéronse priesa por llegar á poblado

dichosa venta que ha producido infinitos desvelos) para comer; la ínsula á que hace alusión es Córdoba (Taifa á la desmembración árabe), y se de- bía de alegrar Sancho que le diera uvo en tierra firme, porque el de Sobradi- sa (Sobrarbe, que tuvo su nacimiento en tiempo de los Moros) se hallaba en tierra de cristianos. El de Dinamarca, no tiene más finalidad que exten- der la figura y establecer la confusión.

O, de no ser esto, la Historia y la Retórica están demás.

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ant€B que anocheciese: pero faltóles el Sol, y la esperanza de alcanzar lo que (leseaban, junto á unas chozas de unos cabreros, y así determinaron de pasarla allí: que cuanto fué de pesadumbre para Sancho no llegar á poblado, fué de contente para su amo, dormirla al cielo descubierto, por parecerlc que cada vez que esto le sucedía, era hacer un acto posesivo que iacilitaba la prueba de su caballería.

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CAPITULO XI De lo que sucedió á don Quixote con unos cabreros.

Fué recogido de los cabreros con buen ánimo, y habiendo Sancho, lo mejor que pudo, acomodado á Kocinante, y á su jumento, se fué tras el olor que despedían de ciertos tasajos de cabra, que hirviendo al fuego en un caldero estaban, y aunque él quisiera en aquel mismo punto, ver si estaban en sazón de trasladarlos del caldero al estómago, lo dejó de hacer, porque los cabreros los quitaron del fuego, y tendiendo por el suelo unas pieles de ovejas, aderezaron con mucha priesa su rústica mesa, y convida- ron á los dos, con muestras de muy buena voluntad con lo que tenían. Sentáronse á la redonda de las pieles seis dellos, que eran los que en la majada había: habiendo primero con groseras ceremonias rogado á don Quixote que se sentase sobre un dornaje que vuelto del revés le pusieron. Sentóse don Quixote, y quedábase Sancho en pié para servirle la copa, que era hecha de cuerno. Viéndole en pie su amo, le dijo: Porque veas Sancho el bien que en encierra la andante caballería, y cuan á pique están los que en cualquiera ministerio della se ejercitan, de venir brevemente á ser honrados, y estimados del mundo, quiere que aquí á mi lado, y en compa- ñía desta buena gente te sientes, y que seas una misma cosa conmigo, que soy tu amo, y natural señor, que comas en mi plato, y bebas por donde yo bebiere: porque de la caballería andante se puede decir lo mismo que del Amor se dice, que todas las cosas iguala. Gran merced, dijo Sancho, pero decir á vuestra merced, que como yo tuviese bien de comer, tan bien, y mejor me lo comería en pié, y á mis solas, como sentado á par de un Em- perador. Y aún si á decir verdad, mucho mejor me sabe lo que como en mi rincón, sin melindres, ni respetos, aunque sea pan, y cebolla, que los gallipavos de otras mesas, donde me sea forzoso mascar despacio, beber poco, limpiarme á menudo, no estornudar, ni toser, si me viene en gana, ni hacer otras cosas que la soledad, y la libertad traen consigo. Así que señor mío, estas honras de vuestra merced quiere darme, por ser ministro, y adherente de la caballería andante, como lo soy siendo escudero de vues- tra merced, conviértalas en otras cosas que me sean de más acomodo, y

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provecho que éstas (aunque las doy por bien recibidas) las renuncio para desde aquí al fin del mundo. Con todo eso te has de sentar, porque á quien se humilla Dios le ensalza, y asiéndole por el brazo, le forzó á que junto á él se sentase. No entendían los cabreros aquella gerigonza de escuderos, y de caballeros andantes, y no hacían otra cosa que comer, y callar, y mirar á sus huéspedes, que con mucho donaire, y gana embaulaban tasajo como el puño. Acabado el servicio de carne, tendieron sobre las zaleas gran cantidad de bellotas avellanadas, y juntamente pusieron un medio queso, más duro que si fuera hecho de argamasa. No estaba en esto ocioso el cuer- no, porque andaba á la redonda tan á menudo (ya lleno, ya vacio) como ar- caduz de noria, que con facilidad vació un zaque, de dos que estaban de manifiesto. Después que don Quixote hubo bien satisfecho su estómago, tomó un puño de bellotas en la mano, y mirándolas atentamente, soltó la voz á semejantes razones: Dichosa edad, y siglos dichosos aquellos, á quien los antiguos pusieron nombre de dorados, y no porque en ellos el oro (que en esta nuestra edad de hierro tanto se estima) se alcanzase en aquella ven- turosa sin fatiga alguna, sino porque entonces los que en ella vivían, igno- raban estas dos palabras de Tuyo y Mío. Eran en aquella santa edad todas las cosas comunes, á nadie le era necesario, para alcanzar su ordinario sus- tento, tomar otro trabajo, que alzar la mano, y alcanzarle de las robustas encinas, que liberalraente les estaban con\idando, con su dulce y sazonado fruto. Las claras fuentes, y corrientes ríos, en magnífica abundancia, sa- brosas y transparentes aguas les ofrecían. En las quiebras de las peñas, y en lo hueco de los árboles, formaban su república las solícitas, y discretas abejas, ofreciéndose á cualquiera mano, sin interés alguno, la fértil cose- cha de su dulcísimo trabajo. Los valientes alcornoques despedían de sí, sin otro artificio que el de su cortesía, sus anchas, y livianas cortezas, con que se comenzaron á cubrir las casas sobre rústicas estacas sustentadas, no más que para defensa de las inclemencias del cielo. Todo era paz entonces, todo amistad, todo cortesía: aún no se había atrevido la pesada reja del corvo arado á abrir, ni visitar las entrañas piadosas de nuestra primera madre, que ella sin ser forzada, ofrecía por todas las partes de su fértil, y espacioso seno, lo que pudiese hartar, sustentar, y deleitar á los hijos que entonces la poseían. Entonces sí, que andaban las simples, y hermosas za- galejas de valle en valle, y de otero en otero, en trenza, y en cabello, sin más vestidos de aquellos que eran menester para cubrir honestamente, lo que la honestidad quiere, y ha querido siempre que se cubra, y no eran sus adornos de los que ahora se usan, á quien la púrpura de Tyro, y la por

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tantos modos martirizada seda encarecen, sino de algunas hojas de verdes lampazos, y yedra, entretejidas, con lo que quizá iban tan pomposas, y com- puestas, como van ahoranuestras cortesanas con las raras, y peregrinas inven, dones, que la curiosidad ociosa les ha mostrado. Entonces se declaraban los conceptos amorosos del alma, simple, y sencillamente, del mismo modo, y ma- nera que ella los concebía, sin buscar artificioso rodeo de palabras para enca- recerlos. No había el fraude, el engaño, ni la malicia, mezclándose con la verdad, y llaneza. La justicia se estaba en sus propios términos, sin que la osasen turbar, ni ofender los del favor, y los del interés, que tanto ahora la menoscaban, turban, y persiguen. La ley del encaje, aún no se había sen- tado en el entendimiento del juez, porque entonces no había que juzgar, ni quien fuese juzgado. Las doncellas, y la honestidad andaban, como tengo dicho, por donde quiera, solas, y señoras, sin temor que la ajena desenvol- tura, y lascivo intento las menoscabasen, y su perdición nacía de su gusto, y propia voluntad. Y, ahora en estos nuestros detestables siglos, no está segura ninguna, aunque la oculte, y cierre otro nuevo laberinto como el de Creta, porque allí por los resquicios, ó por el aire, con el celo de la maldi- ta solicitud, se les entra la amorosa pestilencia, y les hace dar con todo su recogimiento al traste. Para cuya seguridad, andando más los tiempos, y creciendo más la malicia, se instituyó la orden de los caballeros andantes, para defender las doncellas, amparar lae viudas, y socorrer á los huérfanos, y á los menesterosos. Desta orden soy yo hermanos cabreros, á quien agra- dezco el agasajo, y buen acogimiento que hacéis á mí, y á mi escudero: que aunque por ley natural, están todos los que viven obligados á favore cer á los caballeros andantes, todavía por saber, que sin saber vosotros esta obligación, me acogisteis, y regalasteis, es razón, que con la voluntad á posible, os agradezca la vuestra. Toda esta arenga (que se pudiera muy bien escusar) dijo nuestro caballero, porque las bellotas que le dieron, le trajeron á la memoria la edad dorada: y antojósele hacer aquel inútil razonamiento á los cabreros, que sin responderle palabra, embobados, y suspensos le estuvieron escuchando. Sancho, asimismo callaba, y comía bellotas, y visitaba muy á menudo el segundo zaque, que porque se enfriase el vino, le tenían colgado de un alcornoque. Más tardó en hablar don Qui- xote, que en acabarse la cena: al fin de la cual, uno de los cabreros dijo: Para que con más veras pueda vuestra merced decir, señor caballero an- dante, que le agasajamos con pronta, y buena voluntad, queremos darle solaz, y contento, con hacer, que cante un compañero nuestro, que no tar- dará mucho en estar aquí: el cual es un zagal muy entendido, y muy ena-

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morado, y que sobre todo sabe leer y escribir, y efl músico de un rabel, que no hay máá que desear. Apenas había el cabrero acabado de decir esto, cuando llegó á sus oídos el son del rabel, y de allí á poco llegó el que le tañía, que era un mozo de hasta veinte, y dos afios, de muy buena gracia. Preguntáronle sus compañeros, si había cenado, y respondiendo, que sí, el que había hecho los ofrecimientos, le dijo: De esa manera Antonio, bien podrás hacernos placer de cantar un poco, porque vea este señor hués- ped, que tenemos también por los montes, y selvas, quien sepa de música. Hémosle dicho tus buenas cualidades, y deseamos que las muestres, y nos saques verdaderos: y así te ruego, por tu vida, que te sientes, y cantes el Romance de tus amores, que te compuso el Beneficiado tu tío, que en el pueblo ha parecido muy bien. Que me place, lespondió el mozo, y sin ha- cerse más de rogar, se sentó en el tronco de una desmochada encina, y templando su rabel, de allí á poco con muy buena gracia comenzó á can- tar, diciendo desta manera.

ANTONIO

Yo Olalla que me adoras, Puesto que no me lo has dicho, Ni aun con los ojas siquiera, .Mudas lenguas de amorío.s.

Porque que eres sabida, En que me quieres me afirnn). Que nunca fué desdichado Amor que fué conocido.

Bien es verdad, que ta! vez Olalla, me has dado indicio, Que tienes de bronce el alma,

Y el blanco pecho de risco. Mas allá entre tus reprochen,

Y honestísimoH desvíos. Tal vez la esperanza muostra La orilla de su vestido.

Abalánzase al señuelo Mi fé, que nunca ha podido, Ni menguar por no llamada, Ni crecer por escogido.

Si el amor es cortesía.

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De la que tienes colijo, Qu« el fin de mis esperanzas, Ha de ser cual imagino.

Y si son servicios parte de hacer un pecho benigno, Algunos de los que he hecho Fortalecen mi partido.

Porque si has mirado en ello, Más de una vez habrás visto, Que me he vestido en los Lunes, Lo que me honraba el Domingo.

Como el amor y la gala Andan un mismo camino, En todo tiempo á tus ojos Quise mostrarme pulido.

Dejo el bailar por tu causa, Ni las músicas te pinto. Que has escuchado á deshoras,

Y al canto del gaUo primo. No cuento las alabanzas,

Que de tu belleza he dicho, Que aunque verdaderas, hacen, Ser yo de algunas mal quisto.

Teresa del Berrocal, Yo alabándote, me dijo. Tal piensa que adora un Ángel,

Y viene á adorar á un gimió. Merced á los muchos dijes,

Y á los cabellos postizos,

Y á hipócritas hermosuras, Que engañan al amor mismo.

Desmentila, y enojóse, volvió por ella su primo. Desafióme, y ya sabes Lo que yo hice, y él hizo.

No te quiero yo á montón. Ni te pretendo, y te sirvo, Por lo de barragan ía. Que más bueno es mi designio.

Coyundas tiene la Iglesia, Que son lazadas sirgo.

mR

Pon tn cuello en la gamella, Verás como pongo el rolo.

Donde no, deede aquí juro Por el santo más bendito. De no salir deetas sierras, Sino para Capuchino.

Con esto dio el cabrero fin á su canto, y aunque don Quiíote le rogó que algo más cantase, no lo consintió Sancho Panza, porque estaba más para dormir, que para oir canciones. Y así dijo á su amo: Bien puede vues- tra merced acomodarse desde luego, adonde ha de posar esta noche, que el trabajo que estos buenos hombres tienen todo el día, no permite que pasen las noches cantando. Ya te entiendo Sancho, le respondió don Quiíote, que bien se me trasluce, que las visitas del zaque piden más recompensa de sueño, que de música. A todos nos sabe ¿ien, bendito sea Dios, respondió Sancho. No lo niego replicó don Quixote, pero acomódate donde quisie- res, que los de mi profesión mejor parecen velando que durmiendo. Pero con todo eso, sería bien Sancho, que me vuelvas á curar esta oreja, que me va doliendo más de lo que es menester. Hizo Sancho lo que se le manda- ba. Y viendo uno de los cabreros la herida, le dijo, que no tuviese pena, que él pondría remedio con que fácilmente se sanase. Y tomando algunas hojas de romero, de mucho que por allí había, las mascó, y las mezcló con un poco de sal, y aplicándoselas á la «reja, se la vendó muy bien, asegu- rándole, que no había menester otra medicina, y así fué la verdad.

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CAPÍTULO XII

De lo que contó un cabrero á los que estaban con

don Quíxote.

Estando en esto, llegó otro mozo de los que les traían del Aldea el bastimento, y dijo; Sabéis lo que pasa en el lugar compañeros? Cómo lo podemos saber, respondió uno dellos. Pues sabed, prosiguió el mozo, que murió esta mañana, aquel famoso pastor estudiante llamado Grisóstomo, y se murmura que ha muerto de amores de aquella endiablada moza de Marcela, la hija de Gruillermo el rico, aquella que se anda en hábito de pastora por esos andurriales. Por Marcela dirás; dijo uno? Por esa digo, respondió el cabrero: Y es lo bueno, que mandó en su testamento, que le enterrasen en el campo, como si fuera Moro, y que sea al pié de la peña, donde está la fuente del alcornoque: (1) porque según es fama, y él dicen, que lo dijo, aquel lugar es adonde él la vio la vez primera. Y también mandó otras cosas tales, que los Abades del pueblo, dicen que no se han de cumplir, ni es bien que se cumplan, porque parecen de Gentiles. A todo lo cual, responde aquel gran su amigo Ambrosio, el estudiante, que también se vistió de pastor con él, que se ha de cumplir todo sin faltar nada, como lo dejó mandado Grisóstomo, y sobre esto anda el pueblo albo-

(1) Esto corresponde á una leyenda muy confusa de algo que se dea- arrolló en el Valle de Alcudia, pero como la distancia es grande, la habi- lidad del que compuso esta fábula extraordinaria, y, por si acaso, loa malditos retocadores cometieron una falta garrafal, he perdido muchísimo tiempo hasta hallar su explicación.

Alcornoque está contrapuesto á encina, y en la umbría de la Sierra S. del Valle hay una fuente, que, ei mal no recuerdo, empieza á formarse el arca del agua á raiz de una gran peña. A cinco pasos, y á la vera del arroyue- lo, una corpulenta y frondosísima encina resguarda de los rayos solares á loe bañiotas que acuden á Fuencaliente buscando alivio á sus afeccionen reumáticas, y es punto obligado para almorzar y echar un rato de siesta, sustrayéndose á la sombra de tan anciano quitasol de las abrasadoras ca- ricias de Febo.

Casi lindando con estos sitios se halla el Quinto de Pedro Morillo, y como el mozo que lo cuenta se llama Pedro, deduje si podría tener con- comitancia lo uno con lo otro (aunque sin vislumbrar el alcance que pudo

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rotado, mas á lo que se dice, en fin, se hará lo que Ambrosio y todos los pastoree sus amigos quieren, y mañana le vienen á enterrar con gran pompa, adonde tengo dicho. Y tengo para mí, qu« ha de ser cosa muy de ver, al menos yo no dejaré de ir á verla, si supiese no volver mañana al lugar. Todos haremos lo mismo, respondieron los cabreros, y echaremos suertes á quién ha de quedar á guardar las cabras de todos. Bien dices Pedro, dijo, aunque no será menester usar de esa diligencia, que yo me quedaré por todos: y no lo atribuyáis á virtud, y á poca curiosidad mia, sino á que no me deja andar el garrancho, que el otro día me pasó este pie. Con todo eso te lo agradecemos, respondió Pedro. Y don Quiíote rogó á Pedro le dijese, qué muerto era aquél, y qué pastora aquélla. A lo cual Pedro respondió, que lo que sabía era, que el muerto era un hidalgo rico, vecino de un lugar que estaba en aquellas sierras, el cual había sido estu- diante muchos años en Salamanca, al cabo de los cuales había vuelto á su lugar, con opinión de muy sabio, y muy leído. Principalmente decían, que sabía la ciencia de las estrellas, y de lo que pasan allá en el cielo, el Sol, y la Luna, porque puntualmente nos decía el cris del Sol, y de la Luna. Eclipse se llama amigo, que no cris, el oscurecerse esos dos luminares mayores, dijo don Quixote. Mas Pedro, no reparando en niñerías, prosi- guió su cuento, diciendo: Asimismo adivinaba, cuando había de ser el año abundante, ó estíl. Estéril queréis decir amigo, dijo don Quixote? Es- téril, ó estíl, respondió Pedro, todo se sale allá. Y digo, que con esto que decía, se hicieron su padre, y sus amigos que le daban crédito, muy ricos,

dar Cervantes al nombre de Grisóstomo, anagramático de Moro Sigstc). ¿Quién seria este moro?

El significado que se pudiera deducir del nombre de su amigo Ambro- sio, viene á corroborar mis suposiciones, y aunque parezca una débil afir- mación, es metátesis de Ambos río con aplicación al rio Tablillas que pasa cerca y conviene con ambos por la pluralidad del nombre.

Las pasiones árabes están magníficamente retratadas en la escena que describe, rememoradora de los celos del Moro de Venecia; las costumbree morunas, traen á la memoria en seguida el testamento de Mulhacén, pero esta historia se ha perdido. No encontré la tradición.

Ahora bien, algo queda que demuestra el trabajoso triunfo de mis pee- quifiicionee^ y Cervantes nos lo dijo al llamar endiablada moza á Marcela. La pastora hermosísima que nos presenta iluminada por la aureola de la discreción, la han perpetuado aquellas gentes de modo imperecedero: se sabe positivamente que la vieja Caria fué transformada en ¡Casa de la Di- mna Pastora! (En otra ocasión seré extenso.)

Véase el gráfico.

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porque hacían lo que él les aconsejaba, diciéndoles: Sembrad «ate año cebada, no trigo: en éate podéis sembrar garbanzos, y no cebada: el que viene será de guilla de aceite: los tres siguientes no se cogerá gota. Eaa ciencia se llama Astrología, dijo don Quixote. No se yo cómo se llama, replicó Pedro, mas que todo esto sabía, y aun más. Finalmente, no pa- saron muchos meses, después que vino de Salamanca, cuando un día remaneció vestido de pastor, con su ganado, y pellico, habiéndose quitado los hábitos largos, que como escolar traía, y juntamente se vistió con el de pastor, otro su grande amigo llamado Ambrosio, que había sido su compañero en los estudios. Olvidábaseme de decir, como Grisóstomo el diftinto fué grande hombre de componer coplas, tanto que él hacía los vi- llancicos para la noche del nacimiento del Señor, y los autos para el día de Dios, que los representaban los mozos de nuestro pueblo, y todos decían, que eran por el cabo. Cuando los del lugar vieron tan de improviso vestidos de pastores á los dos escolares, quedaron admirados, y no podían adivinar la causa que les había movido á hacer aquella tan extraña mu- danza. Ya en este tiempo era muerto el padre de nuestro Grisóstomo, y él quedó heredado en mucha cantidad de hacienda, así en muebles, como en raíces, y en no pequeña cantidad de ganado, mayor, y menor, y en gran cantidad de dineros: de todo lo cual quedó el mozo señor absoluto, y en verdad que todo lo merecía, que era muy buen compañero, y caritativo, y amigo de los buenos, y tenía una cara como una bendición. Después se vino á entender, que el haberse mudado de traje, no había sido por otra cosa, que por andarse por estos despoblados, en pos de aquella pastora Marcela, que nuestro zagal nombró antes, de la que había enamorado el pobre difunto de Grisóstomo. Y quiéreos decir ahora, porque es bien que lo sepáis, quién es esta rapaza, quizá, y sin quizá, no habréis oído se- mejante cosa en todos los días de vuestra vida, aunque viváis más años que la Sarna, Decid Sarra, replicó don Quixote, no pudiendo sufrir el tro- car de los vocablos del cabrero. Harto vive la sarna, respondió Pedro, y si es señor que me habéis de andar zahiriendo á cada paso los vocablos, no acabaremos en un año. Perdonad amigo, dijo don Quiíote, que por haber tanta diferencia de sarna á Sarra, os lo dije, pero vos respondisteis muy bien, porque vive más sarna que Sarra, y proseguid vuestra historia, que no os replicaré más en nada. Digo pues, señor mío de mi alma, dijo el cabrero, que en nuestra aldea hubo un labrador, aún más rico que el padre de Grisóstomo, el cual se llamaba Guillermo, y al cual dio Dios, amén de las muchas, y grandes riquezas, una hija, de cuyo parto murió su

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madre, que fué la más honrada mujer que hubo ea todos estos contornos: no parece sino que ahora la veo con aquella cara, que del un cabo tenía el Sol, y del otro la Luna, y sobre todo hacendosa, y amiga de los pobres, por lo que creo que debe de estar su ánima á la hora de ahora, gozando de Dios en el otro mundo. De pesar de la muerte de tan buena mujer, murió su marido Guillermo, dejando á su hija Marcela muchacha, y rica, en po- der de un tío suyo Sacerdote, y Beneficiado en nuestro lugar. Creció la niña con tanta belleza, que nos hacía acordar de la de su madre, que la tuvo muy grande, y con todo esto se juzgaba que le había de pasar la de la hija. Y así fué, que cuando llegó á edad de catorce á quince años, nadie la miraba, que no bendecía á Dios que tan hermosa la había criado, y los más quedaban enamorados, y perdidos por ella. Guardábala su tío con mu- cho recato, y con mucho encerramiento: pero con todo esto, la fama de su mucha hermosura, se extendió de manera, que así por ella, como por sus muchas riquezas, no solamente de los de nuestro pueblo, sino de los de muchas leguas á la redonda, y de los mejores dellos, era rogado, solicitado, é importunado su tío se la diese por mujer. Mas él (que á las derechas es buen Cristiano) aunque quisiera casarla luego, así como la veía de edad, no quiso hacerle sin su consentimiento, sin tener ojo á la ganancia, y gran- jeria que le ofrecía el tener la hacienda de la moza, dilatando su casa- miento. Y á que se dijo esto en más de un corrillo en el pueblo en ala- banza del buen Sacerdote. Que quiero que sepa señor andante, que en estos lugares cortos de todo se trata, y de todo se murmura. Y tened para vos, como yo tengo para mí. que debía de ser demasiadamente bueno el clérigo, que obliga á sus feligreses á que digan bien del, especialmente en las aldeas. Así es la verdad, dijo don Quixote, y proseguid adelante, que el cuento es muy bueno, y vos buen Pedro, le contáis con muy buena gra- cia. La del Señor no me falte, que es la que hace al caso. Y en lo demás sabréis, que aunque el tío proponía á la sobrina, y le decía las cualidades de cada uno en particular, de los muchos que por mujer la pedían, rogán- dole que se casase, y escogiese á su gusto, jamás ella respondió otra cosa, sino que por entonces no quería casarse, y que por ser tan muchacha no se sentía hábil para llevar la carga del matrimonio. Con estas que daba, al parece? justas escusas, dejaba el tío de importunarla, y esperaba á que en- trase algo más en edad, y ella supiese escoger compañía á su gusto: Por- que decía él, y decía muy bien; que no habían de dar los padres á sus hijos estado contra su voluntad. Pero hételo aquí, cuando no me cate, que rema- nece un día la melindrosa Marcela hecha pastora: y sin ser parte su tío, ni

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todos los del pueblo, que se lo desaconsejaban, dio en irse al campo, eoa las demás zagalas del lugar, y dio en guardar su misrao ganado. Y así como ella salió en público, y su hermosura se vio al descubierto, no os sa- bré decir, cuantos ricos mancebos, hidalgos, y labradores, han tomado el traje de Grisóstomo, y la andan requebrando por esos campos. Uno de Iob cuales, como ya está dicho, fué nuestro difunto, del cual decía, que la de- jaba de querer, y la adoraba. Y no se piense, que porque Marcela se puso en aquella libertad, y vida tan suelta, y de tan poco, ó de ningún recogi- miento, que por eso ha dado indicio, ni por semejas, que venga en menos- cabo de su honestidad, y recato: antes es tanta, y tal la vigilancia con que mira por su honra, que de cuantos la sirven, y solicitan, ninguno se ha alabado, ni con verdad se podrá alabar, que le haya dado alguna pequeña esperanza de alcanzar su deseo. Que puesto, que no huye, ni se esquiva de la compañía, y conversación de los pastores, y los trata cortés, y amiga- blemente, en llegando á descubrir su intención cualquiera dellos, aunque sea tan justa, y santa, como la del matrimonio, los arroja de como con un trabuco. Y con esta manera de condición, hace más daño en esta tierra, que si por ella entrara la pestilencia, porque su afabilidad, y hermosura atrae los corazones de los que la tratan á servirla, y á amarla: pero su des- dén, y desengaño, los conduce á términos de desesperarse: y así no sabe que decirle, sino llamarla á voces cruel, y desagradecida, con otros títulos á este semejante, que bien la calidad de su condición manifiestan: y si aquí estuvieseis señor algún día, veríais resonar estas tierras, y estos valles, con los lamentos de los desengañados que la siguen. No está muy lejos de aquí un sitio, donde hay casi dos docenas de altas hayas, y no hay ninguna q«e en su lisa certeza no tenga grabado, y escrito el nombre de Marcela, y en- cima de alguna corona grabada en el mismo árbol, como si más claramen- te dijera su amante, que Marcela la lleva, y la merece de toda la hermo- sura humana. Aquí suspira un pastor, allí se queja otro, acullá se oyen amorosas canciones, acá desesperadas endechas. Cual hay, que pasa todas la horas de la noche sentado al pié de alguna encina, ó peñasco, y allí sin plegar los llorosos ojos, embebecido, y transportado en sus pensamientos, le halló el Sol á la mañana. Y cual hay, que sin dar vado, ni tregua á sus suspiros, en mitad del ardor de la más enfadosa siesta del Verano, tendido sobre la ardiente arena, envía sus quejas al piadoso cielo: y deste, y de aquél, y de aquéllos, y destos, libre, y desenfadadamente triunfa la hermosa Marcela. Y todos los que la conocemos, estamos esperando en que ha de parar su altivez, y quien ha de ser el dichoso que ha de venir á domeñar

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condición tan terrible, y gozar de hermosura tan extremada. Por ser todo lo que he contado tan averiguada verdad, me lo doy á entender, que tam- bién es la que nuestro zagal dijo, que se decía de la causa de la muerte de Grisóstomo. Y así os aconsejo señor, que no dejéis de hallaros mañana á su entierro, que será muy de ver, porque Grisóstomo tiene muchos amigos, y no está deste lugar, á aquel donde manda enterrarse, media legua. En cuidado me lo tengo, dijo don Quixote, y agradezcoos el gusto que me ha- béis dado con la narración de tan sabroso cuento. O, replicó el cabrero, aún no se yo la mitad de los casos sucedidos á los amantes de Marcela, mas podría ser que mañana topásemos en el camino algún pastor que nos los dijese: y por ahora bien será que os vayáis á dormir debajo de techado, porque el sereno os podría dañar la herida, puesto que es tal la medicina que se os ha puesto, que no hay que temer de contrario accidente. Sancho Panza, que ya daba al diablo el tanto hablar del cabrero, solicitó por su parte, que su amo se entrase á dormir en la choza de Pedro. Hízolo así, y todo lo más de la noche se le pasó en memorias de su señora Dulcinea, á imitación de los amantes de Marcela. Sancho Panza se acomodó entre Rocinante, y su jumento, y durmió no como enamorado desfavorecido, sino como hombre molido á coces.

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CAPITULO xm

Donde se da fín al cuento de la pastora Marcela, con otros sucesos.

Mas apenas comenzó á descubrirse el día por los balcones del Oriente, cuando los cinco de los seis cabreros se levantaron, y fueron á despertai- á don Quixote, y á decirle si estaba todavía con propósito de ir á ver el famoso entierro de Grisóstomo, y que ellos le harían compañía. Don Qui- xote, que ofcra cosa no deseaba, se levantó, y mandó á Sancho que ensillase, y enalbardase al momento, lo cual hizo con mucha diligencia, y con la misma se pusieron luego todos en camino. Y no hubieron andado un cuarto de legua, cuando al cruzar de una senda, vieron venir hacia ellos hasta seis pastores, vestidos con pellicos negros, y coronadas las cabezas con guirnaldas de ciprés, y de amarga adelfa. Traía cada uno un grueso bastón de acebo en la mano. Venían con ellos así mismo dos gentiles hom- bres de á caballo, muy bien aderezados de camino, con otros tres mozos de á pie, que lus acompañaban. En llegándose á juntar se saludaron cor- tésmente: y preguntándose los unos á los otros donde iban, supieron que todos se encaminaban al lugar del entierro, y así comenzaron á caminar todos juntos. Uno de los de á caballo, hablando con su compañero le dijo: Paréceme señor Vibaldo, que hemos de dar por bien empleada la tardanza» que hiciéremos en ver este famoso entierro, que no podrá dejar de ser íamoso, según estos pastores nos han contado extraflezas, así del muerto pastor, como de la pastora homicida. Así me lo parece á mí, respondió Vibaldo: y no digo yo hacer tardanza de un día, pero de cuatro la hiciera á trueco de verle. Preguntóles don Quixote, qué era lo que habían oído de Marcela, y de Grisóstomo. El caminante dijo, que aquella madrugada ha- bían encontrado con aquellos pastores, y que por haberles visto, en aquel tan triste traje, les había preguntado la ocasión por qué iban de aquella manera, que uno dellos se lo contó: contando la extrañeza, y hermosura de una pastora llamada Marcela, y los amores de muchos que la reque- braban, con la muerte de aquel Grisóstomo, á cuyo entierro iban. Final- mente, él contó todo lo que Pedro á don Quixote había contado. Cesó esta

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plática, y comenzaron otra, preguntando el que se llamaba Vibaldo, á don Quixote, qué era la ocasión que le movía á andar armado de aquella ma- nera por tierra tan pacífica? A lo cual respondió don Quixote: La profesión de mi ejercicio no consiente, ni permite que yo ande de otra manera: El buen paso, el regalo, y el reposo, allá se inventó para los blandos corte- sanos: mas el trabajo, la inquietud, y las armas, sólo se inventaron, é hicieron, para aquellos que el mundo llama caballeros andantes, de los cuales, yo aunque indigno, soy el menor de todos. Apenas le oyeron esto, cuando todos le tuvieron por loco. Y por averiguarlo más, y ver qué gé- nero de locara era el suyo, le tornó á preguntar Vibaldo, qué quería decir caballeros andantes? No han vuestras mercedes leído, respondió don Qui- xote, los anales é historias de Ingalaterra, donde se tratan las famosas hazañas del Key Arturo, que continuamente en nuestro Eomancero Caste- llano llamamos, el Rey Artús, de quien es tradición antigua, y común en todo aquel Reino de la Gran Bretaña, que este Rey no murió, sino que por arte de encantamiento se convirtió en cuervo, y que andafcdo lo» tiempos ha de volver á reinar, y á cobrar su Reino, y cetro. A cuya causa no se probará que desde aquel tiempo á este, haya ningún Inglés muerto cuervo alguno. Pues en tiempo deste buen Rey fué instituida aquella famosa orden de caballería, de los caballeros de )a tabla Redonda, y pasa- ron sin faltar un punto, los amores que allí se cuentan, de don Lanzarote del Lago, con la Reyna Ginebra, siendo medianera dellos, y sabidora, aquella tan honrada dueña Quintañona, de donde nació aquel tan sabido romance, y tan decantado en nuestra España, de «Nunca ñiera caballero de damas tan bien servido, como fuera Lanzarote cuando de Bretaña vino». Con aquel progreso tan dulce, y tan suave, de sus amorosos y fuertes he- chos. Pues desde entonces, de mano en mano fué aquella orden de caba- llería extendiéndose, y dilatándose por muchas, y diversas partes del mundo: y en ella fueron famosos, y conocidos por sus hechos, el valiente Amadís de Gaula, con todos sus hijos, y nietos, hasta la quinta genera- ción: y el valeroso Felixmarte de Hircania: y el nunca como se debe ala- bado Tirante el Blanco: y casi que en nuestros días, vimos, y comunica- mos, y oímos al invencible, y valeroso caballero don Belianís de Grecia. Esto pues señores es ser caballero andante, y la que he dicho, es la orden de su caballería. En la cual, como otra vez he dicho, yo aunque pecador^ he hecho profesión, y lo mismo que profesaron los caballeros referidos profeso yo: y así me voy por estas soledades, y despoblados, buscando aventuras, con ánimo deliberado de ofrecer mi brazo, y mi persona, á la

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más peligrosa que la suerte me deparare, en ajuda de los flacos, 7 meneaU- rosos. Por estas razones que dijo, acabaron de enterarse los caminantes, que era don Quixote falto de juicio, y del género de locura que lo seño- reaba, de lo cual, recibieron la misma admiración, que recibían todos aquellos que de nuevo venían en conocimiento della. Y Vibaldo, que era persona muy discreta, y de alegre condición, por pasar sin pesadumbre el poco camino que decían que les faltaba, al llegar á la sierra del entierro, quiso darle ocasión á que pasase más adelante con sus disparates. Y así le dijo. Paréceme, señor caballero andante, que vuestra merced ha profesado una de las más estrechas profesiones que hay en la tierra: y tengo para mí, que aun la de los Frailes Cartujos no es tan estrecha. Tan estrecha bien podía ser, respondió nuestro don Quiíote, pero tan necesaria en el mundo, no estoy en dos dedos de ponerlo en duda. Porque si va á decir verdad, no hace menos el soldado que pone en ejecución lo que su Capitán le manda, que el mismo Capitán que se lo ordena. Quiero decir, que los religiosos con toda paz, y sosiego, piden al cielo el bien de la tierra: pero los soldados, y caballeros, ponemos en ejecución lo que ellos nos piden, defendiéndola con el valor de nuestros brazos, y filos de nuestras espadas. No debajo de cubierta, sido al cielo abierto, puestos por blanco de los in- sufribles rayos del Sol en Verano, y de los erizados hielos del Inrierno. Así, que somos ministros de Dios en la tierra, y brazos por quien se eje- cuta en ella su justicia. Y como las cosas de la guerra, y las á ella tocan- tes, y concernientes, no se pueden poner en ejecución, sino sudando, afanando, y trabajando excesivamente, sigúese, que aquellos que la profe- san, tienen sin duda mayor trabajo que aquellos que en sosegada paz, y reposo, están rogando á Dios, favorezca á los que poco pueden. No quiero yo decir, ni me pasa por pensamiento, que es tan buen estado el de caba- llero andante, como el de encerrado religioso, sólo quiero inferir por lo que yo padezco, que sin duda es más trabajo, y más aporreado, y más hambriento, y sediento, y miserable, roto, y piojoso, porque no hay duda, sino que los caballeros andantes pasados pasaron mucha malaventura en el discurso de su vida. Y si algunos subieron á ser Emperadores por el valor de su brazo, á que les costó buen por qué de su sangre, y de su sudor: y que si á los que á tal grado subieron les faltaran encantadores, y sabios que los ayudaran, que ellos quedaran bien defraudados de sus de- seos, y bien engañados de sus esperanzas. De ese parecer estoy yo, replicó el caminante: pero una cosa entre otras muchas me parece muy mal de los caballeros andantes, y es, que cuando se ven en ocasión de acometer

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una grande, y peligrosa aventura, en que se ve manifiesto peligro de per- der la vida, nunca en aquel instante de acometerla se acuerdan de enco- mendarse á Dios, como cada Cristiano está, obligado á hacer en peligros semejantes: antes se encomiendan á sus damas con tanta gana, y devoción, como si ellas fueran su Dios: cosa que rae parece que huele algo á Genti- lidad. Señor, respondió don Quixote, eso no puede ser menos en ninguna manera, y caería en mal caso el caballero andante que otra cosa hiciese, que ya está en uso, y costumbre en la caballería andantesca, que el caba- llero andante que al acometer algún gran hecho de armas, tuviese su señora delante, vuelva á ella los ojos, blanda, y amorosamente, como que le pide con ellos le favorezca, y ampare en el dudoso trance que acomete. T aun si nadie le oye, está obligado á decir algunas palabras entre dientes^ en que de todo corazón se le encomiende, y desto tenemos innumerables ejemplos en las historias. Y no se ha de entender por esto, que han de dejar de encomendarse á Dios, que tiempo, y lugar les queda para hacerlo en el discurso de la obra. Con todo eso, replicó el caminante, me queda un escrúpulo, y es, que muchas veces he leído, que se traban palabras entre dos andantes caballeros, y de una en otra se les viene á encender la cólera, y á volver los caballos, y á tomar una buena pieza del campo, y luego sin más, ni más, á todo el correr dellos, se vuelven á encontrar, y en mitad de la corrida se encomiendan á sus damas: y lo que suele suceder del encuentro, es, que el uno cae por las ancas del caballo, pasado con la lanza del contrario de parte á parte: y al otro le viene también, que á no tenerse á las crines del suyo, no pudiera dejar de venir al suelo. Y no yo, cómo el muerto tuvo lugar para encomendarse á Dios, en el dis- curso desta tan acelerada obra. Mejor fuera, que las palabras que en la carrera gastó, encomendándose á su dama, las gastara en lo que debía, y estaba obligado como Cristiano. Cuanto más, que yo tengo para mí, que no todos los caballeros andantes tienen damas á quien encomendarse, por- que no todos son enamorados. Eso no puede ser, respondió don Quixote: Digo que no puede ser, que haya caballero andante sin dama, porque tan propio, y tan natural les es á los tales ser enamorados, como al cielo tener estrellas. Y á buen seguro que no se haya visto historia, donde se halle caballero andante sin ameres: y por el mismo caso que estuviese sin ellos, no sería tenido por legítimo caballero, sino por bastardo, y que entró en la fortaleza de la caballería dicha, no por la puerta, sino por las bardas, como salteador, y ladrón. Con todo eso, dijo el caminante, rae parece (si raal no me acuerdo) haber leído, que don Galaor, hermano del valeroso Amadis

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de Gaula, Dunca tuvo dama señalada á quien pudiese encomendarse: y eoo todo esto, no fué tenido en menos, y fué un muy valiente y famoso caba- llero. A lo cual respondió nuestro don Quiíote: Señor, una golondrina sola no hace Verano. Cuanto más, que yo sé, que de secreto estaba ese caba- llero muy bien enamorado: fuera que aquello de querer á todas bien, cuan- tas bien le parecian, era condición natural, á quien no podía ir á la mano. Pero en resolución, averiguado está muy bien, que él tenía una sola, á quien él había hecho señora de su voluntad, á la cual se encomendaba muy á menudo, y muy secretamente, porque se preció de secreto caballe- ro. Luego si es de esencia, que todo caballero andante, haya de ser enamo- rado (dijo el caminante) bien se puede creer, que vuestra merced lo es, pues es de la profesión. Y si es que vuestra merced no se precia de ser tan secreto como don Galaor, con las veras que puedo, le suplico en nombre de toda esta compañía, y en el mío nos diga el nombre, patria, calidad, y hermosura de su dama, que ella se tendría por dichosa, de que todo el mundo sepa, que es querida, y servida de un tal caballero como vuestra merced parece. Aquí dio un gran suspiro don Quixote, y dijo: Yo no podré afirmar si la dulce mi enemiga, gusta, ó no, de que el mundo sepa que ye la sirvo, sólo decir (respondiendo á lo, que con tanto comedimiento se me pide) que su nombre es Bulcinea, su patria el Toboso, un lugar de la Mancha: su calidad poj lo menos, hade ser Princesa, pues es Reina, y señora mía. Su hermosura sobrehumana, pues en ella se vienen á hacer verdaderos todos los imposibles, y quiméricos atributos de belleza, que los Poetas dan á sus damas. Que sus cabellos son oro, su frente campos Elí- seos, sus cejas arcos de cielo, sus ojos soles, sus mejillas rosas, sus labios corales: perlas sus dientes, alabastro su cuello, mármol su pecho, marfil sus manos, su blancura nieve: y las partes que á la vista humana encubrió la honestidad, son tales, según yo pienso, y entiendo, que sólo la discreta consideración puede encarecerlas, y no compararlas. El linaje, prosapia, y alcurnia, querríamos saber, replicó Vibaldo. A lo cual respondió don Quixote: No es de los antiguos Curcios, Gayos, y Cipiones Eomanos, ni de los modernos Colonnas, y ursinos: ni de los Moneadas, y Requesenes de Cataluña: ni menos de los Rebellas, y Villanovas de Valencia, Pala- foxes, Nuzas, Kocabertis, Corellas, Lunas, Alagones, Urreas, Fozes, y Ga- rreas de Aragón: Cerdas, Manriques, Meudozas, y Guzmanes de Castilla: Alencastros, Pallas, y Meneses de Portugal: pero es de los del Toboso de la Mancha, linaje, aunque moderno, tal, que puede dar generoso principio á las más ilustres familias de los venideros siglos: y no se me replique en

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esto, si no fuere con las condiciones que puso Cerbino al pie del trofeo de las armas de Orlando, que decía: «Nadie las mueva, que estar no pueda con Koldán á prueba>. Aunque el mío es de los Cachopines de Laredo, respondió el caminante, no le osaré yo poner con el del Toboso de la Man- cha: puesto que para decir verdad, semejante apellido, hasta ahora no ha llegado á mis oídos. Como eso no habrá llegado, replicó don Quixote. Coh gran atención iban escuchando todos los demás la plática de los dos: y aun hasta los mismos cabreros, y pastores, conocieron la demasiada falta de juicio de nuestro don Quixote. Sólo Sancho Panza pensaba, que cuanto su amo decía era verdad, sabiendo él quién era, y habiéndole conocido desde su nacimiento. Y en lo que dudaba algo, era en creer aquello de la linda Dulcinea del Toboso, porque nunca tal nombre, ni tal Princesa, había llegado jamás á su noticia, aunque vivía tan cerca del Toboso. En esta plática iban, cuando vieron que por la quiebra que dos altas montañas hacían, bajaban hasta veinte pastores, todos con pellicos de negra lana vestidos, y coronados con guirnaldas, que á lo que después pareció, eran cual de Tejo, y cual de Ciprés. Entre seis dellos traían unas andas, cu- biertas de mucha diversidad de flores, y de ramos. Lo cual visto por uno de los cabreros dijo: Aquellos que allí vienen, son los que traen el cuerpo de Grisóstomo: y el pie de aquella montaña es el lugar donde él mandó que le enterrasen. Por esto se dieron priesa á llegar, y fué á tiempo, que ya los que venían habían puesto las andas en el suelo: y cuatro dellos con agudos picos estaban cavando la sepultura á un lado de una dura peña. Recibiéronse los unos, y los otros cortésmente: y luego don Quixote, y los que con él venían, se pusieron á mirar las andas, y en ellas vieron cubier- to de flores un cuerpo muerto, y vestido como pastor, de edad al parecer de treinta años: y aunque muerto, mostraba, que vivo había sido de rostro hermoso, y de disposición gallarda. Alrededor del tenía en las mismas andas algimos libros y muchos papeles abiertos, y cerrados. Y así los que esto miraban, como los que abrían la sepultura, y todos los demás que allí había, guardaban un maravilloso silencio. Hasta que uno de los que al muerto trajeron, dijo á otro: Mirad bien Ambrosio, si es éste el lugar que Grisóstomo dijo, ya que queréis, que tan puntualmente se cumpla lo que dejó mandado en su testamento. Este es, respondió Ambrosio, que muchas veces en él me contó mi desdichado amigo, la historia de su desventura. Allí me dijo él, que vio la vez primera á aquella enemiga mortal del linaje humano: y allí fué también, donde la primera vez le declaró su pensa- miento tan honesto como enamorado: y allí fué la última vez, donde Mar-

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cela le acabó de desengañar, y desdeñar, de suerte que puso íin á la trage- dia de su miserable vida. T aquí, en memoria de tantas desdichas, quiso él que le depositasen en las entrañas del eterno olvido. Y volviéndose á don Quixote, y á los caminantes, prosiguió, diciendo: Esc cuerpo, señores, que con piadosos ojos estáis mirando, fué depositario de un alma, en quien el cielo puso infinita parte de sus riquezas: Ese es el cuerpo de Grisósto- mo, que fué único en el ingenio, solo en la cortesía, extremo en la genti- leza, fénix en la amistad, magnífico sin tasa, grave sin presunción, alegre sin bajeza: y finalmente, primero en todo lo que es ser bueno, y sin se- gundo en todo lo que fué ser desdichado. Quiso bien, fué aborrecido: ado- ró, fué desdeñado: rogó á una fiera, importunó á un mármol, corrió tras el viento, dio voces á la soledad, sirvió á la ingratitud, de quien alcanzó por premio, ser despojos de la muerte en la mitad de la carrera de su vida. A la cual dio fin una pastora, á quien él procuraba eternizar, para que vivie- ra en la memoria de las gentes: cual lo pudieran mostrar bien esos pape- les que estáis mirando, si él no me hubiera mandado que los entregara al fuego, en habiendo entregado su cuerpo á la tierra. De mayor rigor, y crueldad usaréis vos con ellos, dijo Vibaldo, que su mismo dueño, pues no es justo, ni acertado, que se cumpla la voluntad de quien lo que ordena va fuera de todo razonable discurso. Y no le tuviera bueno Augusto César, si consintiera que se pusiera en ejecución, lo que el divino Mantuano dejó en su testamento mandado. Así que, señor Ambrosio, ya que deis el cuer- po de vuestro amigo á la tierra, no queráis dar sus escritos al olvido, que si él ordenó como agraviado, no es bien que vos cumpláis como indiscreto: antes haced, dando la vida á estos papeles, que la tenga siempre la cruel- dad de Marcela, para que sirva de ejemplo en los tiempos que están por venir á los vivientes, para que se aparten, y huyan de caer en semejantes despeñaderos; que ya yo, y los que aquí venimos, la historia deste vuestro enamorado, y desesperado amigo, y sabemos la amistad vuestra, y la ocasión de su muerte, y lo que dejó mandado al acabar de la vida: de la cual lamentable historia, se puede sacar, cuanto haya sido la crueldad de Marcela, el amor de Grisóstomo, la fe de la amistad vuestra, con el paradero que tienen los que á rienda suelta corren por la senda que el desvariado amor delante de los ojos les pone. Anoche supimos la muerte de Grisóstomo, y que en este lugar había de ser enterrado, y así de curio- sidad, y de lástima, dejamos nuestro derecho viaje, y acordamos de venir á ver con los ojos, lo que tanto nos había lastimado en oírlo: y en pago desta lástima, y del deseo que en nosotros nació de remediarla, si pudié-

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ramos, te rogamos, ó discreto Ambrosio (al menos, yo te lo suplico de mi parte), que dejando de abrasar estos papeles, me dejes llevar algunos dellos. Y sin aguardar que el pastor respondiese, alargó la mano, y tomó algunos de los que más cerca estaban, viendo lo cual Ambrosio, dijo: Por cortesía, consentiré que os quedéis señor con los que ya habéis tomado, pero pensar que dejaré de quemar los que quedan, es pensamiento vano. Vibaldo, que deseaba ver lo que los papeles decían, abrió luego él uno dellos, y vio que tenía por título: Canción desesperada. Oyólo Ambrosio, y dijo: Ese es el último papel que escribió el desdichado, y porque veáis se- ñor, en el término que le tenían sus desventuras, leedle de modo que seáis oído, que bien os dará lugar á ello, el que se tardare en abrir la sepultura. Eso haré yo de muy buena gana, dijo Vibaldo: y como todos los circuns- tantes tenían el mismo deseo, se le pusieron á la redonda, y él leyendo en voz clara, vio que decía:

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CAPITULO XIV

Donde se pone los versos desesperados del difunto pastor, con otros no esperados sucesos

Canción de Grisóstomo.

Ya que quieres cruel que se publique De lengua en lengua, y de uno en otra gente Del áspero rigor tuyo la fuerza:

Haré que el mismo infierno comunique Al triste pecho mío un son doliente, Con que el uso común de mi voz tuerza.

Y al par de mi deseo, que se esfuerza A decir mi dolor, y tus hazañas. De la espantable voz irá el acento, Y en él mezcladas, por mayor tormento, Pedazos de las míseras entrañas.

Escucha pues, y presta atento oído. No al concertado son, sino al ruido. Que de lo hondo de mi amargo pecho, Ijlevado de un forzoso desvarío, Por gusto mío sale, y tu despecho.

El rugir del León, del Lobo ñero El temeroso aullido, el silbo horrendo De escamosa serpiente, el espantable

Baladro de algún monstruo: el agorero Graznar de la corneja, y el estruendo Del viento contrastado en mar instable.

Del ya vencido toro el implacable Bramido, y de la viuda tortolilla El sentible arrullar, el triste canto Del envidiado buho, con el llanto De toda la infernal negra cuadrilla.

Salgan con la doliente ánima fuera, Mezclados en un son de tal manera, Que se confundan los sentidos todos.

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Pues la pena cruel que en se halla, Para contarla pide nuevos modos.

De tanta conñisión, no las arenas Del Padre Tajo, oirán los tristes ecos, Ni del famoso Betis las olivas: Que allí se esparcirán mis duras penas, En altos riscos, y en profundos huecos, Con muerta lengua, y con palabras vivas

Oye en oscuros valles, ó en esquivas Playas, desnudas de contrato humano, O á donde el sol jamás mostró su lumbre, O entre la venenosa muchedumbre De fieras, que alimenta el Nilo llano.

Que puesto que en los páramos desiertos. Los ecos roncos de mi mal inciertos, Suenen con tu rigor, tan sin segundo, Por privilegio de mis cortos hados. Serán llevados por el ancho mundo.

Mata un desdén, aterra la paciencia, O verdadera, ó faka una sospecha. Matan los celos con rigor más fuerte:

Desconcierta la vida larga ausencia, Contra un temor de olvido no aprovecha Firme esperanza de dichosa suerte.

En todo hay cierta inevitable muerte. Mas yo (milagro nunca visto) vivo Celoso, ausente, desdeñado, y cierto De las sospechas que me tienen muerto, Y en el olvido en quien mi fuego avivo.

Y entre tantos tormentos, nunca alcanza Mi vista á ver en sombra á la esperanza, Ni yo desesperado la procuro, Antes por extremarme en mi querella. Estar sin ella eternamente juro.

Puédese por ventura en un instante Esperar, y temer? ó es bien hacerlo, Siendo las causas del temor más ciertas?

Tengo, si el duro celo está delante De cerrar estos ojos? si he de verlo Por mil heridas, en el alma abiertas?

Quién no abrirá de par en par las puertas

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De la dcBConfianza, cuando mira Descubierto el desdén? y las sospechas, (O amarga conversión) verdades hechas, Y la limpia verdad, vuelta en mentira?

O en el Reino de amor, fieros tiranos Celos, ponedme un hierro en estas manos, Dame desdén una torcida soga. Mas ay de mí, que con cruel victoria Vuestra memoria el sufrimiento ahoga.

Yo muero en tin, y porque nunca espere Buen suceso en la muerte, ni en la vida. Pertinaz estaré en mi fantasía:

Diré que la enemiga siempre mía, Hermosa el alma, como el cuerpo tiene,

Y que su olvido de mi culpa nace,

Y que en de los males que nos hace Amor su Imperio en justa paz mantiene.

Y con esta opinión, y un duro lazo, Acelerando el miserable plazo, A que me han conducido sus desdenes. Ofreceré á los vientos cuerpo y alma, Sin lauro, ó palma de futuros bienes.

Tú, que con tantas sinrazones muestras La razón que me fuerza á que la haga; A la cansada vida que aborrezco:

Pues ya ves que te notorias muestras, Esta del corazón profunda llaga, De cómo alegre á tu rigor me ofrezco.

Si por dicha conoces que merezco, Que el cielo claro de tus bellos ojos, En mi muerte se turbe, no lo hagas, Que no quiero que en nada satisfagas, Al darte de mi alma los despojos.

Antes con risa en la ocasión funesta Descubre, que el fin mío fué tu fiesta. Mas gran simpleza es avisarte desto, Pues que está tu gloria conocida, En que mi vida llegue al fin tan presto.

Venga, que es tiempo ya, del hondo abismo Tántalo con su sed, Sísifo venga Con el peso terrible de su canto.

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Ticio traiga su buitre, y asimismo Con su rueda Egión no se detenga, Ni las hermanas que trabajan tanto,

Y todos juntos, su mortal quebranto Trasladen en mi pecho, y en voz baja, (Si ya á un desesperado son debidas) Canten obsequias, tristes, doloridas

Al cuerpo, á quien se niega aiin la mortaja.

Y el portero infernal de los tres rostros. Con otras mil quimeras, y mil monstruos Lleven el doloroso contrapunto.

Que otra pompa mejor no me parece Que la merece un amador difunto.

Canción desesperada, no te quejes, Cuando mi triste compañía dejes, Antes pues que la causa do naciste. Con mi desdicha aumentas su ventura, «Aumente en la sepultura» no estés triste (1).

Bien les pareció á los que escuchado habían la canción de Grrisóstomo, puesto que el que la leyó, dijo, que no le parecía, que conformaba con la relación que él había oído del recato, y bondad de Marcela, porque en ella se quejaba Grisóstomo de celos, sospechas, y de ausencia, todo en perjui- cio del buen crédito, y buena fama de Marcela. A lo cual respondió Am- brosio (como aquel que sabía bien los más escondidos pensamientos de su amigo): Para que señor os satisfagáis desa duda, es bien que sepáis, que

(1) Pesaditos anduvieron los Críticos que, en el pleito poético, nega- ron á Cervantes esta cualidad.

Después ha salido un caballero diciendo: ¡Cervantes fué un gran poeta! Pero ya estaba hecha la atmósfera, y nadie lo ha tomado en serio... ¡Cómo ha de ser!

Ahora, Hamete que no sabe Retórica, ni Poética, ni cosa que lo valga va á probar fortuna, por si esta volubilísima danzante le sonríe con más franqueza que al autor del «Florilegio». (Es cuestión de oído, nada más.)

Don Ramón de Campoamor, de talento innegable, gran pensador y filósofo profundo español que no bebía en extrañas fuentes no se desdeñó en remedar una cosa tan mala como es la canción antecedente, aunque sin penetrar el alcance del Genio.

Te ruego, lector amable, si en ello no existe molestia, que leas segui- damente «El tren expreso.

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cuando este desdichado escribió esta canción, estaba ausente de Marcela, de quien se había ausentado por su voluntad, por ver si usaba con él la ausencia de sus ordinarios fueros. Y como al enamorado ausente, no hay cosa que no le fatigue, ni temor que no le alcance: asi le fatigaban á Grisóstomo los celos imaginados, y las sospechas tenidas, como si f'uerao verdaderas. Y con esto queda en su punto la verdad que la fama pregona, de la bondad de Marcela: la cual, fuera de ser cruel, y un poco arrogante, y un mucho desdeñosa, la misma envidia, ni debe, ni puede ponerla falta alguna. Así es la verdad, respondió Vibaldo, y queriendo leer otro papel de los que había reservado del fuego, lo estorbó una maravillosa visióo (que tal parecía ella) que improvisamente se les ofreció á los ojos: y fué, que por cima de la peña donde se cavaba la sepultura, apareció la pastora Marcela, tan hermosa que pasaba á su fama su hermosura. Los que hasta entonces no la habían visto, la miraban con admiración, y silencio: y los que ya estaban acostumbrados á verla, no quedaron menos suspensos que los que nunca la habían visto. Mas apenas la hubo visto Ambrosio, cuando con muestras de ánimo indignado, le dijo: ¿Vienes á ver por ventura, ó fiero basilisco destas montañas, si con tu presencia vierten sangre las heri- das deste miserable, á quien tu crueldad quitó la vida? ¿O vienes á ufanarte en las crueles hazañas de tu condición? ¿O á ver desde esa altura, como otro despiadado Nerón, el incendio de su abrasada Roma? ¿O á pisar arro- gante este desdichado cadáver, como el de la ingrata hija al de su padre Tarquino? Dinos pronto á lo que vienes, ó qué es aquello de que más gus- tas, que por saber yo, que los pensamientos de Grisóstomo, jamás dejaron de obedecerte en vida, haré, que aun él muerto, te obedezcan los de todos aquellos que se llamaron sus amigos. No vengo, ó Ambrosio, á ninguna cosa de las que has dicho, respondió Marcela, sino á volver por misma, y á dar á entender, cuan fuera de razón van todos aquellos que de sus pe- nas, y de la muerte de Grisóstomo me culpan: y así ruego á todos los que aquí estáis, me estéis atentos, que no será menester mucho tiempo, ni gastar muchas palabras, para persuadir una verdad á los discretos. Hízome el cielo, según vosotros decís, hermosa, y de tal manera, que sin ser pode- rosos á otra cosa, á que me améis, os mueve mi hermosura. Y por el amor que me mostráis, decís, y aun queréis que esté yo obligada á amaros. Yo conozco con el natural entendimiento que Dios me ha dado, que todo lo her- moso es amable: mas no alcanzo, que por razón de ser amado, esté obli- gado lo que es amado por hermoso, á amar á quien le ama. Y más, que podría acontecer, que el amador de lo hermoso fuese feo, y siendo lo feo

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digno de ser aborrecido, cae muy mal el decir: Quiérete por hermosa hás- me de amar aunque sea feo. Pero puesto caso que corran igualmente las hermosuras, no por eso han de correr iguales los deseos, que no todas hermosuras enamoran, que algunas alegran la vista y no rinden la volun- tad. Que si todas las bellezas enamorasen, y rindiesen, sería un andar las voluntades confusas, y descaminadas, sin saber en cual habían de parar: porque siendo infinitos los sujetos hermosos: infinitos habían de ser los deseos, y según yo he oído decir, el verdadero amor no se divide, y ha de ser voluntario, y no forzoso. Siendo esto así, como yo creo que lo es, ¿por- qué queréis que rinda mi voluntad por fuerza, obligada no más, de que decís que me queréis bien? Sino decidme, si como el cielo me hizo hermo- sa, me hiciera fea, fuera justo que me quejara de vosotros, porque no me amabais? Cuanto más, que habéis de considerar, que yo no escogí la her- mosura que tengo, que tal cual es, el cielo me la dio de gracia, sin yo pe- dirla ni escogerla. Y así como la víbora no merece ser culpada por la pon- zoña, que tiene, puesto que con ella mata, por habérsela dado naturaleza: tampoco yo merezco ser reprendida por ser hermosa, que la hermosura en la mujer honesta es como el fuego apartado, ó como la espada aguda, que ni él quema, ni ella corta á quien á ellos no se acerca. La honra, y las virtudes, son adornos del alma, sin las cuales el cuerpo aunque lo sea, no debe de parecer hermoso. Pues si la honestidad es una de las virtudes, que el cuerpo y alma más adornan, y hermosean, por qué la ha de perder la que es amada por hermosa, por corresponder á la intención de aquel que por sólo su gusto, con todas sus fuerzas, é industrias, procura que la pier- da? Yo nací libre, y para poder vivir libre, escogí la soledad de los cam- pos. Los árboles destas montañas son mi compañía, las claras aguas des- tos arroyos mis espejos: con los árboles, y con las aguas comunico mis pensamientos, y hermosura. Fuego soy apartado, y espada puesta lejos. A los que he enamorado con la vista he desengañado con las palabras. Y si los deseos se sustentan con esperanzas, no habiendo yo dado alguna á Gri- sóstomo, ni á otro alguno el fin de ninguno dellos, bien se puede decir, que antes le mató su porfía, que mi crueldad. Y si se me hace cargo, que eran honestos sus pensamientos, y que por esto estaba obligada á corres- ponder á ellos, digo, que cuando en ese mismo lugar donde ahora se cava su sepultura, me descubrió la bondad de su intención, le dije yo, que la mía era vivir en perpetua soledad, y de que sola la tierra gozase el fruto de mi recogimitnto, y los despojos de mi hermosura: y si él con todo este desengaño, quiso porfiar contra la esperanza, y navegar contra el viento,

lyo

qué mucho que se anegase en la mitad del golfo de su desatino? Si yo le entretuviera, fuera falsa, si le contentara, hiciera contra mi mejor intención, y presupuesto. Porfió desengañado: desesperó sin ser aborrecido, mirad ahora si será razón, que de su pena se me á culpa? Quéjese el en- gañado: desespérese aquel á quien le faltaron las prometidas esperanzas: confíese el que yo llamare, ufánese el que yo admitiere: pero no rae llame cruel, ni homicida, aquel á quien yo no prometo, engaño, llamo, ni admito. El cielo aun hasta ahora no ha querido, que yo ame por destino, y el pen- sar, que tengo de amar por elección, es excusado. Este general desengaño, sirva á cada uno de los que me solicitan, de su particular provecho: y entiéndase de aquí adelante que si alguno por muriese, no muere de celoso, ni desdichado, porque quien á nadie quiere á ninguno debe dar celos, que los desengaños no se han de tomar en cuenta de desdenes. El que me llama fiera, y basilisco, déjeme como cosa perjudicial, y mala: el que me llama ingrata, no me sirva: el que desconocida, no me conozca: quien cruel, no me siga: que esta fiera, este basilisco, esta ingrata, esta cruel, y esta desconocida, ni los buscará, servirá, conocerá, ni eeguirá en ninguna manera. Que si á Grisóstomo mató su impaciencia, y arrojado deseo, por qué se ha de culpar mi honesto proceder, y recato? Si yo con- servo mi limpieza con la compañía de los árboles, por qué ha de querer que la pierda, el que quiere que la tenga con los hombres? Yo como sabéis, tengo riquezas propias, y no codicio las agenas. Tengo libre condición, y no gusto de sujetarme, ni quiero, ni aborrezco á nadie. No engaño á éste, ni solicito aquél, ni burlo con uno, ni me entretengo con el otro. La con- versación honesta de las zagalas destas aldeas, y el cuidado de mis cabras me entretiene. Tienen mis deseos por término estas montañas: y si de aquí salen, es á contemplar la hermosura del cielo, pasos con que camina el alma á su morada primera. Y en diciendo esto, sin querer oir respuesta alguna, volvió las espaldas, y se entró por lo más cerrado de un monte que allí cerca estaba, dejando admirados tanto de su discreción, como de su hermosura, á todos los que allí estaban. Y algunos dieron muestras (de aquellos que de la poderosa flecha de los rayos de sus bellos ojos estaban heridos) de quererla seguir, sin aprovecharse del manifiesto desengaño, que habían oído. Lo cual visto por don Quixote, pareciéndole que allí venía bien usar de su caballería, socorriendo á las doncellas menesterosas, puesta la mano en el puño de su espada, en altas, é inteligibles voces, dijo: Ninguna persona de cualquier estado, y condición que sea, se atreva á seguir á la hermosa Marcela, so pena de caer en la furiosa indignación

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mía. Ella ha mostrado con claras razones la poca, ó ninguna culpa que ha tenido en la muerte de Grisóstomo, y cuan agena vive de condescender con los deseos de ninguno de sus amantes: á cuya causa, es justo, que en lugar de ser seguida, y perseguida, sea honrada, y estimada de todos los buenos del mundo, pues muestra, que en él ella es sola la que con tan honesta intención vive. O ya que fuese por las amenazas de don Quixote, ó porque Ambrosio les dijo, que concluyesen con lo que á su buen amigo debían, ninguno de los pastores se movió, ni apartó de allí, hasta que acabada la sepultura, y abrasados los papeles de Grisóstomo, pusieron su cuerpo en ella, no sin muchas lágrimas de los circunstantes. Cerraron la sepultura con una gruesa peña, en tanto, que se acababa una losa, que según Am- brosio dijo, pensaba mandar hacer, con un epitafio que había de decir desta manera.

Yace aquí de un amador El mísero cuerpo helado, Que fué pastor de ganado, Perdido por desamor.

Murió á manos del rigor De una esquiva hermosa ingrata, Con quien su imperio dilata La tiranía del amor.

Luego esparcieron por cima de la sepultura muchas flores, y ramos: dan do todos el pésame á su amigo Ambrosio, se despidieron del. Lo mismo hicieron Vibaldo, y sus compañeros; y don Quixote se despidió de sus huéspedes, y de los caminantes, los cuales le rogaron se viniese cen ellos á Sevilla, por ser lugar tan acomodado á hallar aventuras, que en cada calle, y tras cada esquina se ofrecen más que en otro alguno. Don Quixote les agradeció el aviso, y el ánimo, que mostraban de hacerle merced, y dijo, que por entonces no quería, ni debía ir á Sevilla, hasta que hubiese despojado todas aquellas sierras de ladrones Malandrines, de quien era fama que todas estaban llenas. Viendo su buena determinación, no quisie- ron los caminantes importunarle más, sino tornándose á despedir de nuevo le dejaron, y prosiguieron su camino, en el cual no les faltó de qué tratar, así de la historia de Marcela, y Grisóstomo, como de las locuras de don Quixote: el cual determinó de ir á buscar á Marcela y ofrecerle todo lo que él podía en su servicio. Mas no le avino como él pensaba, según se cuenta en el discurso desta verdadera historia, dando aquí ñn la segunda parte.

TERCERA PARTE

DEL

Ingeoioso hidalgo don Quíxote de la Mancha

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CAPITULO XV

Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quixote, en topar con unos desalmados Yangüeses.

Cuenta el sabio Cide Haraete Venengeli, que así como don Quixote se despidió de sus huéspedes, y de todos los que se hallaron al entierro del pastor Grisóstomo: él y su escudero se entraron por el mismo bosque, don- de vieron, que se había entrado la pastora Marcela. Y habiendo andado más de dos horas por él buscándola por todas partes sin poder hallarla, vi- nieron á parar á un prado lleno de fresca yerba, junto del cual corría un arroyo apacible, y fresco: tanto, que convidó, y forzó á pasar allí las horas de la siesta, que rigurosamente comenzaba ya á entrar. Apeáronse don Quixote, y Sancho, dejando al jumento, y á Eocinante á sus anchas pacer de la mucha yerba que allí había dieron saco á las alforjas, y sin ceremo- nia alguna, en buena paz, y compañía amo, y mozo comieron, lo que en ellas hallaron. No se había curado Sancho de echar sueltas á Rocinante, seguro de que le conocía por tan manso, y tan poco rijoso, que todas las yeguas de la dehesa de Córdoba no le hicieron tomar mal siniestro. Orde- nó pues la suerte, y el diablo, que no todas veces duerme, que andaban por aquel valle paciendo una manada de hacas Galicianas, de unos arrieros Yangüeses: de los cuales es costumbre sestear con su recua en lugares, y sitios de yerba, y agua. Y aquel donde acertó á hallarse don Quixote, era muy á propósito de los Yangüeses. Sucedió pues, que á Rocinante le vino en deseo de refocilarse con las señoras facas: y saliendo así como las olió de su natural paso, y costumbre, sin pedir licencia á su dueño, tomó un tro- tillo algo picadillo, y se fué á comunicar su necesidad con ellas. Mas ellas, que á lo, que pareció, debían de tener más gana de pacer, que de al, reci- biéronle con las herraduras, y con los dientes, de tal manera, que á poco espacio se le rompieron las cinchas, y quedó sin silla en pelota. Pero lo, que él debió más de sentir fué, que viendo los arrieros la fuerza, que á sus yeguas se les hacía, acudieron á sus estacas, (1) y tantos palos le dieron.

(1) Magnificas deecripcioneB (comprobables ahora) hizo Cervantes de aquellos terrenos en anteriores capítulos; pero en ésta, como si hubiese

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que le derribaron mal parado en el suelo. Ya en esto don Quixote, y San- cho (que la paliza de Rocinante habían visto) llegaban jadeando. Y dijo don Quixote á Sancho: A lo que yo veo amigo Sancho, estos no son caba- lleros, sino gente soez, y de baja ralea: Dígolo, porque bien me puedes ayudar á tomar la debida venganza del agravio, que delante de nuestros ojos se le ha hecho á Rocinante. Qué diablos de venganza hemos de tomar, respondió Sancho, si estos son más de veinte, y nosotros no más de dos, y aún quizá nosotros, sino uno, y medio. Yo valgo por ciento, replicó don Quixote, y sin hacer más discursos echó mano á su espada, y arremetió á los Yangüeses, y lo mismo hizo Sancho Panza, incitado, y movido del ejemplo de su amo. Y á las primeras, dio don Quixote una cuchillada á uno, que le abrió un sayo de cuero de que venía vestido con gran parte de la espalda. Los Yangüeses que se vieron maltratar de aquellos dos hom- bres solos, siendo ellos tantos, acudieron á sus estacas, y cogiendo á los dos en medio, comenzaron á menudear sobre ellos con grande ahinco, y vehemencia. Verdad es, que al segundo toque, dieron con Sancho en el suelo, y lo mismo le avino á don Quixote, sin que le valiese su destreza, y buen ánimo. Y quiso su ventura, que viniese á caer á los pies de Rocinan- te, que aún no se había levantado: donde se echa de ver la furia con que machacan estacas puestas en manos rústicas, y enojadas. Viendo pues los Yangüeses, el mal recado, que habían hecho, con la mayor presteza, que pudieron cargaron su recua, y siguieron su camino, dejando á los dos aven- tureros de mala traza, y de peor talante. El primero, que se resintió, fué

tenido el presentimiento de que pudieran descubrirle, ideó narrar la aven- tura de los yangüeses por retazos, que por hallarse diseminados con un arte inimitable, confunden y dificultan la penosa tarea de reunirlos para formar un sólo cuerpo. ¡Tal y tan grande es la inconexión de sus compo- nentes!

Y habiendo andado más de dos horas por él (el bosque) buscando á Mar- cela... iñnieron á 2)arar á un prado, lleno de fresca yerba, junto al cual corría un arroyo apacible y fresco... qne todas las yeguas de la dehesa de Córdoba... una manada de hacas galicianas... de unos arrieros Yangüeses... acudieron á sus estacas... ¿Para qué seguir? El embolismo está primorosamente tejido, deduciéndose únicamente que por haber seguido á Marcela se extravia- ron, yendo á dar con sus huesos en un pradecillo de los muchos que hay á la parte S. del puerto de Niefla, donde sestearon.

Pero Rocinante, caldeado por los ardentísimos rayos de un sol abrasa- dor, al dar muestras de enagenación (pasajera y disculpable) no lo hizo tan disimuladamente, que no quedasen señales inequívocas de su herra- je. Ya irán saliendo.

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Sancho Panza, y hallándose junto á su señor, con voz enferma, y lastimada dijo: Señor don Quixote? señor don Quixote? Qué quieres Sancho herma- no, respondió don Quixote, con el mismo tono afeminado, y doliente, que Sancho. Querría si fuese posible, respondió Sancho Panza, que vuestra merced me diese dos tragos de aquella bebida del feo Blas, si es, que la tiene vuestra merced ahí á mano, quizá será de provecho para los quebran- tamientos de huesos, como lo es para las heridas. Pues á tenerla yo aquí, desgraciado yo, qué nos faltaba, respondió don Quixote. Mas, yo te juro Sancho Panza, á de caballero andante que antes, que pasen dos días (si la fortuna no ordena otra cosa) la tengo de tener en mi poder, ó mal me han de andar las manos. Pues en cuantos le parece á vuestra merced, que podremos mover los pies, replicó Sancho Panza. De decir (dijo el molido caballero don Quixote) que no sabré poner término á esos días: Mas yo me tengo culpa de todo, que no había de poner mano á la espada con- tra hombres, que no fuesen armados caballeros como yo. Y así creo que en pena de haber pasado las leyes de la caballería, ha permitido el Dios de las batallas, que se me diese este castigo: por lo cual hermano Sancho, con- viene que estés advertido en esto que ahora te diré, porque importa mucho á la salud de entrambos: y es, que cuando veas que semejante canalla nos hace algún agravio, no aguardes á que yo ponga mano á la espada para ellos, porque no lo haré en ninguna manera, sino pon tu mano á tu espada y castígalos muy á tu sabor, que si en su ayuda, y defensa acudieren caballe- ros, yo te sabré defender, y ofenderlos con todo mi poder, que ya habrás visto por mil señales, y experiencias, hasta donde se extiende el valor de este mi fuerte brazo. (Tal quedó de arrogante el pobre señor, con el venci- miento del valiente Vizcaíno). Mas no le pareció tan bien á Sancho Panza, el aviso de su amo, que dejase de responder, diciendo: Señor, yo soy hom- bre pacífico, manso, sosegado, y disimular cualquiera injuria, porque tengo mujer, é hijos que sustentar, y criar. Así, que séale á vuestra mer- ced también aviso (pues no puede ser mandato) que en ninguna manera pondré mano á la espada, ni contra villano, ni contra caballero. Y que des- de aquí para delante de Dios, perdono cuantos agravios me han hecho, y han de hacer: ora me los haya hecho, ó haga, ó haya de hacer persona alta, 6 baja, rico, ó pobre, hidalgo, ó pechero, sin aceptar estado, ni condición alguna. Lo cual oído por su amo, le respondió: Quisiera tener aliento para poder hablar un poco descansado, y que el dolor que tengo en esta costilla se aplacara tanto cuanto, para darte á entender Panza, en el error en que «stás. Ven acá pecador, si el viento de la fortuna hasta ahora tan contrario,

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en iiiiestio favor se vuelve, llenándonos las velas del deseo, para que segu- rauDcnte, y sin contraste alguno tomemos puerto en alguna de las ínsulas que te tengo prometida: qué sería de tí, si ganándola yo, te hiciese señor della, pues lo vendrás á imposibilitar por no ser caballero, ni quererlo ser, ni tenor valor, ni intención de vengar tus injurias, y defender tu señorío? Porque has de saber, que en los lleynos, y provincias nuevamente con- quistados, nunca están tan quietos los ánimos de sus naturales, ni tan de parte del nuevo sefior, que no se tenga temor, de que han de hacer alguna novedad, para alterar de nuevo las cosas, y volver como dicen, á probar ventura: y así es menester, que el nuevo posesor tenga entendi- miento para saberse gobernar, y valor para ofender, y defenderse en cual- quier acontecimiento. En este que ahora nos ha acontecido, respondió Sancho, quisiera yo tener ese entendimiento, y ese valor, que vuestra merced dice: mas yo le juro á de pobre hombre, que más estoy para bizmas, que para pláticas. Mire vuestra merced si se puede levantar, y ayudaremos á Kocinante, aunque no lo merece, porque él fué la causa principal de todo este molimiento. Jamás tal creí de Rocinante, que le tenía por persona casta, y tan pacífica como yo. En fin, bien dicen, que es menester mucho tiempo para venir á conocer las personas: y que no hay cosa segura en esta vida. Quién dijera, que tras de aquellas tan grandes cuchilladas, como vuestra merced dio á aquel desdichado caballero an- dante, había de venir por la posta, y enseguimiento suyo, esta tan grande tempestad de palos, que ha descargado sobre nuestras espaldas? Aun las tuyas Sancho, replicó don Quixote, deben de estar hechas á semejantes nublados, pero las mías criadas entre sinabafas, y holandas, claro está que sentirán más el dolor desta desgracia. Y si no fuese porque imagino (que digo imaginó) muy cierto, que todas estas incomodidades son muy ane- jas al ejercicio de las armas, aquí me dejaría morir de puro enojo. A esto replicó el escudero: Señor, ya que estas desgracias son de la cosecha de la caballería, dígame vuestra merced, si suceden muy á menudo, ó si tienen sus tiempos limitados en que acaecen, porque me parece á mí, que á dos cosechas quedaremos inútiles para la tercera, si Dios por su infinita mise- ricordia no nos socorre. Sábete amigo Sancho, respondió don Quixote, que la vida de los caballeros andantes está sujeta á mil peligros, y desven- turas: y ni más, ni menos está en potencia propincua de ser los caballeros andantes. Reyes, y Emperadores, como lo ha demostrado la experiencia en muchos, y diversos caballeros, de cuyas historias yo tengo entera noti- cia.jY pudiérate contar ahora (si el dolor me diera lugar) de algunos, que

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sólo por el valor de su brazo, han subido á los altos grados, que he con- tado. Y estos mismos, se vieron antes, y después en diversas calamidades, y miserias: porque el valeroso Amadís de Gaula se vio en poder de su mortal enemigo Arcalaus el encantador, de quien se tiene por averi- guado, que le dio teniéndole preso más de doscientos azotes con las rien- das de su caballo, atado á una columna de un patio. Y aún hay un autor secreto, y de no poco crédito, que dice, que habiendo cogido al caba- llero del Febo con una cierta trampa, que se le hundió debajo de los pies, en un cierto castillo, y al caer se halló en una honda sima debajo de tierra, atado de pies, y manos, y allí le echaron unas destas que llaman medicinas de agua de nieve, y arena, de lo que llegó muy al cabo: y si no fuera socorrido en aquella gran cuita, de un sabio grande amigo suyo, lo pasara muy mal el pobre caballero. (1) Así, que bien puedo yo pasar entre tan buena gente, que mayores afrentas son las que estos pasaron, que no las que ahora nosotros pasamos: porque quiero hacerte saber Sancho, que no afrentan las heridas, que se dan con los ins- trumentos, que acaso se hallan en las manos. Y esto está en la ley del duelo, escrito por palabras expresas, que si el zapatero á otro con la horma, que tiene en la mano, puesto que verdaderamente es de palo, no por eso se dirá que queda apaleado aquel á quien dio con ella. Digo esto, porque no pienses, que puesto que quedamos desta pendencia molidos, quedamos afrentados, porque las armas que aquellos hombres traían con

(1) No respuesto aún del inmenso trabajo que me proporcionaron las dos nota.s precedentes, me hallo perplejo ante la actual, por haber trasla- dado el campo de sus imágenes diez y seis leguas más al N.; y aunque con- serve el distintivo fácilmente conocible para del terreno, ofrece la dificultad de presentarlas envueltas en lienzos de nuestra historia, y re- cubiertas con gasas del Amadís,

Adornada con la deslumbrante hermosura nacida en su fecundo inte- lecto, nos pinta las amarguras que debió sufrir Alfonso VIH cuando lo derrotaron en Alarcos; percibiéndose al través de tan primorosos encajes, que Amadís de Gaula y El Caballero del Febo se confunden en una misma persona, el Rey de los Cristianos.

Arcalaus representa al Miramamolín de los Sarracenos, Almanzor; y el poder transfor mista de este «verdadero sabio encantador», rayó tan

ÁTCdldHS

alto, que es anagrama-metático de j^

' ^ '^ su- Atarea.

La penitencia que Amadís llevó á cabo en la peña Pobre por desdenes de su señora ami'ja Uriana, está equiparada al juramento de aquel Rey, ñe no descansar hasta haberse vengado.

Pero aunque j^eña Pobre rodeada de agua, tenga mucho parecido con

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que nos machacaron, no eran otras que sus estacas, y ninguno dellos lo que se rae acuerda) tenía estoque, espada, ni pufial. No me dieron á lugar, respondió Sancho, á que mirase en tanto, porque apenas puse mano á mi tizona, cuando me santiguaron los hombros con sus pinos, de manera que me quitaron la vista de los ojos, y la fuerza de los pies, dando con- migo adonde ahora yazgo, y adonde no me pena alguna, el pensar si fué afrenta ó no, lo de los estacazos, como me la el dolor de los golpes, que rae han de quedar tan impresos en la memoria, como en las espaldas. Con todo eso, te hago saber hermano Panza, replicó don Quixote, que no hay memoria á quien el tiempo no acabe, ni dolor que muerte no le con- suma. Pues qué mayor desdicha puede ser, replicó Panra, de aquella, que aguarda al tiempo que la consuma, y á la muerte que la acabe. Si esta nuestra desgracia fuera de aquellas que con un par de bizmas se curan, aún no tan malo: pero voy viendo, que no han de bastar todos los emplas- tos de un hospital, para ponerlas en buen término siquiera. Déjate deso, y saca fuerzas de flaqueza Sancho, respondió don Quixote, que así haré yo, y veamos cómo está Rocinante, que á lo que me parece, no le ha cabido al pobre la menor parte desta desgracia. No hay de qué maravillarse deso, respondió Sancho, siendo él también caballero andante. De lo que yo me maravillo, es de que mi jumento haya quedado libre, y sin costas, donde nosotros salimos sin costillas. Siempre deja la ventura una puerta abierta en las desdichas, para dar remedio á ellas, dijo don Quixote. Dígolo, por- que esa bestezuela podrá suplir ahora la falta de Rocinante, llevándome á desde aquí, á algún castillo, donde sea curado de mis heridas. Y más, que no tendré á deshonra la tal caballería, porque me acuerdo haber leído, que aquel buen viejo Sileno, ayo, y pedagogo del alegre Dios de la risa, cuando entró en la ciudad de las cien puertas, iba muy á su placer ca-

el Cabezo de Alárcos (pues tal quedó á la terminación del desastre), y por pasar el río Guadiana al pié, entiéndase como un artilugio mágico; el símil de esta doble significación que aquí se presenta, tiene su aplica- ción exacta en Peña escrita, y su explicación en la vida de todos los escri- tores de todos los tiempos antiguos.

Su Alarca, quiere decir debajo del Cerro de Alarcos, y es parecida, por la relación que guarda, á una cierta trampa que se le hundió debajo de los pies en un cierto castillo al Caballero del Febo, y quitándole los azotes y las melecinas de agua de nieve con que exornó tan artística narración, resultará perceptible el acaecimiento del 19 de Julio de 1195.

El autor secreto, de bastante crédito por cierto, suele ser en mi tierra el abuelo, que, al resplandor de inmensa hoguera, cuenta á sus nietecillos todas las tradiciones que aprendió en su vida.

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ballero sobre un muy hermoso asno. Verdad será, que él debía de ir caballero como vuestra merced dice, respondió Sancho: pero hay gran diferencia del ir caballero, al ir atravesado como costal de basura. A lo cual respondió don Quixote: Las heridas que se reciben en las batallas, antes dan honra, que la quitan. Así que Panza amigo, no me repliques más, sino como ya te he dicho, levántate lo mejor que pudieres, y ponme de la manera que más te agradare encima de tu jumento, y vamos de aquí, antes que la noche venga, y nos saltee en este despoblado. Pues yo he oído decir á vuestra merced, dijo Panza, que es muy de caballeros andantes, el dormir en los páramos, y desiertos lo más del año, y que lo tienen á mucha ven- tura. Eso es, dijo don Quixote, cuando no pueden más, ó cuando están enamorados: y es tan verdad esto, que ha habido caballero que se ha es- tado sobre una pefía, al Sol, y á la sombra, y á las inclemencias del cielo, dos años, sin que lo supiese su señora. Y uno deetos fué Amadís, cuando llamándose Beltenebros, se alojó en la peña Pobre, ni gi ocho años, 6 ocho meses, que no estoy muy bien en la cuenta. Basta que él estuvo allí, haciendo penitencia, por no se qué sinsabor le hizo la señora Oriana. Pero dejemos ya esto Sancho, y acaba antes de que suceda otra desgracia al jumento, como á Rocinante. Aún ahí sería el diablo, dijo Sancho, y despi- diendo treinta ayes, y sesenta suspiros, y ciento y veinte pestes, y renie- gos de quien allí le había traído, se levantó, quedándose agobiado en la mitad del camino, como arco Turquesco, sin poder acabar de enderezarse: y con todo este trabajo aparejó su asno (que también había andado algo distraído con la demasiada libertad de aquel día). Levantó luego á Roci- nante, el cual si tuviera lengua con que quejarse, á buen seguro, que Sancho, ni su amo no le fueran en zaga. En resolución Sancho acomodó á don Quixote sobre el asno, y puso de reata á Rocinante: y Jlevando al asno de cabestro, se encaminó poco más ó menos hacia donde le pareció que podía «gtar el camino Real. Y la suerte, que sus cosas de bien en mejor iba guiando, aún no hubo andado una pequeña legua, cuando le deparó el camino, en el cual descubrió una venta, que á pesar suyo, y gusto de don Quixote, había de ser castillo. Porfiaba Sancho que ena venta, y su amo que no, sino castillo: y tanto duró la porfía, que tuvieron lugar sin aca- barla de llegar á ella, en la cual Sancho se entró sin más averiguación con toda su recua. (1)

(1) Por esta vez, era castillo, el de Miraílores, y allí fué donde se refu- gió en la noche del 19 de Julio, Alfonso VIII, que iba cuatodiado por U caballería de D. Lope de Haro (Sancho de Azpeitia).

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CAPITULO XVI

De lo que le sucedió al ingenioso hidalgo en la venta, que él imaginaba ser castillo

El ventero, que vio á don Quixote atravesado en el asno, preguntó á Sancho, qué mal traía? Sancho le respondió, que no era nada, sino, que había dado una caída de una peña abajo, y que venía algo brumadas las costillas. Tenía el ventero por mujer á una, no de la condición que suelen tener las de semejante trato, porque naturalmente era caritativa y se dolía de las calamidades de sus prójimos: y así acudió luego á curar á don Qui- xote: y hizo, que una hija suya doncella, muchacha, y de muy buen pare- cer la ayudase á curar á su huésped. Servía en la venta asimismo una moza Asturiana, ancha de cara, llana de cogote, de nariz roma, del un ojo tuerta, y del otro no muy sana. Verdad es, que la gallardía del cuerpo suplía Jas demás faltas. No tenía siete palmos de los pies á la cabeza, y las espaldas que algún tanto le cargaban, la hacían mirar al suelo, más de lo que ella quisiera. Esta gentil moza pues ayudó á la doncella, y las dos hicieron una muy mala cama á don Quixote en un camaranchón, que en otros tiempos daba manifiestos indicios que había servido de pajar muchos años: en la cual también alojaba un arriero, que tenía su cama hecha un poco más allá de la de nuestro don Quixote. Y aunque era de las enjalmas, y mantas de sus machos, hacía mucha ventaja á la de don Quixote, que sólo contenía cuatro mal lisas tablas, sobre dos no muy iguales bancos, que en lo sutil parecía colcha, lleno de bodoques, que á no mostrar que era de lana por algunas roturas, al tiento en la dureza semejaba de guijarro, y dos sábanas hechas de cuero de adarga, y una frazada, cuyos hilos si se quisieran con- tar, no se perdiera uno solo de la cuenta. En esta maldita cama se acostó don Quixote: y luego la ventera, y su hija le emplastaron de arriba abajo, alumbrándoles Maritornes, (1) que así se llamaba la Asturiana. Y como al

El altercado de ambos antes de la batalla, es, pintiparado, el combate que sostuvieron D. Alonso Quixano y el valiente Vizcaíno; ó la Historia de España es menor de edad, y por tanto, irresponsable. ¡Conste que no me meto con Jos sabios! (1) Maritornes. Perdónenme los Señores Críticos, pero la creo com- binación Cervantina, con dos significaciones:

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bizmarle viese la ventera tan acardenalado á partes á don Quixote dijo, que aquello más parecían golpes, que caída. No fueron golpes, dijo Sancho, sino que la peña tenía muchos picos, y tropezones, y que cada uno había hecho su cardenal, Y también le dijo: Haga vuestra merced señora de manera que queden algunas estopas que no faltará quien las haya menes- ter, que también me duelen á mi un poco los lomos. Desamanera, respon- dió la ventera también debisteis vos de caer? No caí, dijo Sancho Panza, sino que del sobresalto que tomé de ver caer á mi amo, de tal manera me duele á el cuerpo, que me parece, que me han dado mil palos. Bien podría ser eso, dijo la doncella, que á me ha acontecido muchas veces, soñar, que caía de una torre abajo, y que nunca acababa de llegar al suelo, y cuando despertaba del sueño, hallarme tan molida, y quebrantada, como si verdaderamente hubiera caído. Ahí está el toque señora, respondió San- cho Panza, que yo sin soñar nada, sino estando más despierto, que ahora estoy, me hallo con pocos menos cardenales, que mi señor don Quixote. Cómo se llama este caballero? preguntó la Asturiana Maritornes. Don Quixote de la Mancha, respondió Sancho Panza, y es caballero aventurero, y de los mejores, y más fuertes, que de luengos tiempos acá se han visto en el mundo. Qué es caballero aventurero? replicó la moza. Tan nueva sois en el mundo, que no lo sabéis vos, respondió Sancho Panza. Pues sabed hermana mía, que caballero aventurero es una cosa, que en dos palabras se ve apaleado, y Emperador. Hcy está la más desdichada criatura del mundo, y la más menesterosa, y mañana tendrá dos ó tres coronas de Reinos que dar á su escudero. Pues cómo vos, siéndolo deste tan buen se- ñor, dijo la ventera, no tenéis, á lo que parece, siquiera algún Condado? Aun es temprano, respondió Sancho, porque no ha sido un mes que anda- mos buscando las aventuras, y hasta ahora no hemos topado con ninguna, que lo sea. Y tal vez hay, que se busca una cosa, y se halla otra. Verdad es, que si mi señor don Quixote sana desta herida, ó caída, y yo no quedo

Sirt-Morena. Compuesto de la palabra turca que denomina á los ban- cos de arena, y de la castellana que expresa el color.

Tir's Morena. Pronunciación del plural de la voz germana die Thür, que manifiesta ser sierra de muchos puertos.

Habiendo podido observar cómo los historiadores de su tiempo llama- ban Mons Marianos á la Cordillera Mariánica, de donde deduzco que el que lo dio el nombre actual fué Cervantes.

(En La Calatea, para nombrar á su amigo y paisano el poeta Luis Gálvez de Montalvo, ya empleó Sir albo.)

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contrahecho della, no trocaría mis esperanzas con el mejor título de Espa- ña. Todas estas pláticas estaba escuchando muy atento don Quiíote, y sentándose en el lecho como pudo tomando de la mano á la ventera, le dijo: Creadme hermosa señora, que os podéis llamar venturosa, por haber alojado en este vuestro castillo á mi persona, que es tal, que si yo no la alabo, es por lo que suele decirse, que la alabanza propia envilece; pero mi escudero os dirá quién soy: sólo os digo, que tendré eternamente escrito en mi memoria el servicio que me habéis hecho, para agradecéroslo mien- tras la vida me durare. Y pluguiera á los altos cielos, que el amor no me tuviera tan rendido, y tan sujeto á sus leyes, y los ojos de aquella hermosa ingrata, que digo entre mis dientes, que los desta hermosa doncella fueran señores de mi libertad. Confusas estaban la ventera, y su hija, y la buena de Maritornes, oyendo las razones del andante caballero, que así las enten- dían como si hablara en Griego: aunque bien alcanzaron que todas se en- caminaban á ofrecimiento, y requiebros: y como no usadas á semejante lene:uaje, mirábanle, y admirábanse, y parecíales otro hombre de los que se usaban, y agradeciéndole con venteriles razones sus ofrecimientos, le dejaron. Y la Asturiana Maritornes curó á Sancho, que no menos lo había menester, que su amo. Había el arriero concertado con ella, que aquella noche se refocilarían juntos: y ella le había dado su palabra, de que en estando sosegados los huéspedes, y durmiendo sus amos, le iría á buscar, y satisfacerle el gusto en cnanto le mandase. Y cuéntase desta buen moza, que jamás dio semejantes palabras que no las cumpliese, aunque las diese en un monte, y sin testigo alguno: porque presumía muy de hidalga, y no tenía por afrenta estar en aquel ejercicio de servir en la venta; porque decía ella, que desgracias, y malos sucesos, la habían traído á aquel esta- do. El duro, estrecho, apocado, y fementido lecho de don Quiíote, estaba primero en mitad de aquel estrellado establo: y luego junto á él hizo el suyo Sancho, que sólo contenía una estera de enea, y una manta, que an- tes mostraba ser de angeo tundido, que de lana. Sucedía á estos dos lechos el del harriero, fabricado como se ha dicho, de las enjalmas, y de todo el adorno de los dos mejores mulos que traía: aunque eran doce, lucios, gor- dos, y famosos, porque eran unos de los ricos harrieros de Arévalo, según lo dice el autor desta historia, que deste harriero hace particular mención, porque le conocía muy bien, y aun quieren decir que era al^o pariente suyo. Fuera de que Cide Mahamate Benengeli fué historiador muy cu- rioso, y muy puntual en todas las cosas: y échase bien de ver, pues las que quedan referidas, con ser tan mínimas, y tan rateras, no las quiso pa-

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«ar en silencio. De donde podrán tomar ejemplo los historiadores grares, que nos cuentan las acciones, tan corta, y sucintamente, que apenas nos llegan á los labios, dejándose en el tintero, ya por descuido, por malicia, ó ignorancia, lo más sustancial de la obra. Bien haya mil veces el autor de Tablante de Ricamonte, y aquel del otro libro, donde se cuentan los hechos del Conde Tomillas, y con qué puntualidad lo describen todo. Digo pues, que después de haber visitado el harriero á su recua, y dádole el se- gundo pienso, se tendió en sus enjalmas, y se dio á esperar á su puntua- lísima Maritornes. Ya estaba Sancho bizmado y acostado, y aunque pro- curaba dormir, no lo consentía el dolor de sus costillas: y don Quiíote coa «I dolor de las suyas, tenía los ojos abiertos como la liebre. Toda la venta estaba en silencio, y en toda ella no había otra luz que la que daba una lámpara, que colgada en medio del portal ardía. Esta maravillosa quietud, y ios pensamientos que siempre nuestro caballero traía, de los sucesos que á cada paso se cuentan en los libros, autores de su desgracia, la trajo á la imaginación, una de las extrañas locuras que buenamente imaginarse pue- den: y fué, que él se imaginó haber llegado á un famoso castillo (que como le ha dicho, castillos eran á su parecer todas las ventas donde alojaba) y que la hija del ventero, lo era del señor del castillo: la cual vencida de su gentileza, se había enamorado del, y prometido que aquella noche á hurto de sus padres, vendría á yacer con él una buena pieza. Y teniendo toda esta quimera (que él se había fabricado) por firme, y valedera, se comenzó á cuitar, y á pensar en el peligroso trance en que su honestidad se había de ver. Y propuso en su corazón, de no cometer alevosía á su señora Dul- cinea del Toboso, aunque la misma Reyna Ginebra con su dama Quintaño- na se le pusiesen delante. Pensando pues en estos disparates, se llegó el tiempo, y la hora (que para él fué menguada) de la venida de la Asturiana, la cual en camisa, y descalza, cogidos los cabellos en una albanega de fus- tán, con tácitos, y atentados pasos entró en el aposento, donde los tres alo- jaban, en busca del harriero. Pero apenas llegó á la puerta cuando don Qui- íote la sintió, y sentándose en la cama á pesar de sus bizmas, y con dolor de sus costillas, tendió los brazos para recibir á su hermosa doncella la Asturiana, que toda recogida, y callando, iba con las manos delante, bus- cando á su querido. Topó con los brazos de don Quixote, el cual la asió fuertemente de una muñeca, y tirándola hacia (sin que ella osase hablar palabra) la hizo sentar sobre la cama. Tentóle luego la camisa, y aunque ella era de arpillera, á él le pareció ser de finísimo, y delgado cendal. Traía en las muñecas unas cuentas de vidrio, pero á él le dieron vislum-

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bres de preciosas perlas Orientales. Los cabellos, que en albina manera ti- raban á crines, él los marcó por hebras de lucidísimo oro de Arabia, cuyo resplandor al del mismo Sol oscurecía. Y el aliento, que sin duda alguna olía á ensalada, fiaaibre, y trasnochada, á él le pareció que arrojaba de su boca un olor suave, y aromático: y finalmente él la pintó en su imagina- ción de la misma traza, y modo, lo que había leído en sus libros de la otra Princesa, que vino á ver el mal herido caballero, vencido de sus amores, con todos los adornos que aquí van puestos. Y era tanta la ceguedad del pobre hidalgo que el tacto, ni el aliento, ni otras cosas que traía en la buena doncella, no le desengañaban, las cuales pudieran hacer vomitar á otro que no fuera harriero. Antes le parecía que tenía entre sus brazos á la diosa de la hermosura Y teniéndola bien asida, con voz amorosa, y baja, le comenzó á decir: Quisiera hallarme en términos, hermosa, y alta señora, de poder pagar tamaña merced, como la que con la vista de vuestra gran hermosura me habéis hecho: pero ha querido la fortuna (que no se cansa de perseguir á los buenos) ponerme en este lecho, donde yago tan molido y quebrantado, que aunque de mi voluntad quisiera satisfacer á la vuestra, fuera imposible. Y más se añade á esta imposibilidad otra mayor, que es la prometida íé, que tengo dada, á la sin par Dulcinea del Toboso, única señora de mis más escondidos pensamientos: que si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero, que dejara pasar en blanco la ven- turosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto. Maritornes esta- ba acongojadísima, y trasudando, de verse tan asida de don Quixote, y sin entender ni estar atenta á las razones que le decía, procuraba sin hablar palabra desasirse. El bueno del harriero, á quien tenían despierto sus malos deseos, desde el punto que entró su coima por la puerta la sintió: estuvo atentamente escuchando todo lo que don Quixote decía, y celoso de que la Asturiana le hubiese faltado á la palabra por otro, se fué llegando más al lecho de don Quixote, y estúvose quedo, hasta ver en que paraban aquellas razones que él no podía entender. Pero como vio que la moza forcejaba por desasirse, y don Quixote trabajaba por tenerla: pareciéndole mal la burla, enarboló el brazo en alto, y descargó tan terrible puñada sobre las estre- chas quijadas del enamorado caballero, que le bañó toda la boca en sangre: y no contento con esto, se le subió encima de las costillas, y con los pies, más que de trote, se las paseó todas de cabo á cabo. El lecho que era un poco endeble, y de no firmes fundamentos, no pudiendo sufrir la añadidura del harriero, dio consigo ea el suelo, á cuyo gran ruido despertó el ventero, y luego imaginó que debían de ser pendencias de Maritornes, porque habién-

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dola llamado á voces no respondía. Con esta sospecha se levantó, y encen- diendo un candil, se fué hacia donde había sentido la pelea. La moza vien- do que su amo venía, y que era de condición terrible, toda medrosica y alborotada, se acogió á la cama de Sancho Panza, que aún dormía, y allí se acurrucó, y se hizo un ovillo. El ventero entró diciendo: Adonde estás puta? A buen seguro que son tus cosas estas. En esto despertó Sancho, y sintien- do aquel bulto casi encima de sí, pensó que tenía la pesadilla, y comenzó á dar puñadas á una, ú otra parte, y entre otras alcanzó con no cuantas á Maritornes, la cual sentida del dolor, echando á rodar la honestidad, dio el retorno á Sancho con tantas, que á su despecho le quitó el sueño: el cual ▼iéndose tratar de aquella manera, y sin saber de quién, alzándose como pudo, se abrazó con Maritornes, y comenzaron entre los dos la más reñida, y graciosa escaramuza del mundo. Viendo pues el harriero á la lumbre del candil del ventero, cual andaba su dama, dejando á don Quixote, acudió á darle el socorro necesario: lo mismo hizo el ventero, pero con intención di- ferente: porque fué á castigar á la moza, creyendo sin duda, que ella sola era la ocasión de toda aquella armonía. Y así como suele decirse, el gato al rato, el rato á la cuerda, la cuerda al palo: daba el harriero á Sancho, Sancho á la moza, la moza á él, el ventero á la moza, y todos menudeaban con tanta priesa, que no se daban punto de reposo: y ftié lo bueno, que al ventero se le apagó el candil, y como quedaron á oscuras, dábanse tan sin compasión todos á bulto, que á do quiera que ponían la mano, no dejaban cosa sana. Alojaba acaso aquella noche en la venta un cuadrillero, de los que llaman de la santa Hermandad vieja de Toledo, el cual oyendo asimis- mo el extraño estruendo de la pelea, asió de su media vara, y de la caja de lata de sus títulos, y entró á oscuras en el aposento, diciendo: Téngase á la justicia, téngase á la santa Hermandad. Y el primero con quien topó, fué con el apuñeado de don Quixote, que estaba en su derribado lecho, tendido boca arriba sin sentido alguno, y echándole á tiento mano á las barbas, no cesaba de decir: Favor á la justicia: pero viendo que el que tenía asido no se bullía, ni meneaba, se dio á entender que estaba muerto, y que los que allí dentro estaban'eran sus matadores: y con esta sospecha, reforzó la voz, diciendo: Ciérrese la puerta de la venta, miren no se vaya nadie, que han muerto aquí á un hombre. Esta voz sobresaltó á todos, y cada cual dejó la pendencia en el grado que le tomó la voz. Retiróse el ventero á su aposen- to, el harriero á sus enjalmas, la moza á su rancho: solos los desventurados, don Qnixote, y Sancho, no se pudieron mover de donde estaban. Soltó en esto el cuadrillero la barba de don Quixote, y salió á buscar luz para bus-

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car, y prender los delincuentes, mas no la halló, porque el rentero de in- dustria había muerto la lámpara, cuando se retiró á su estancia, y fuéle forzoso acudir á la chimenea, donde con mucho trabajo, y tiempo encendió el cuadrillero otro candil.

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CAPITULO XVII

Donde se prosigue los innumerables trabajos que el bravo don Quixote, y su buen escudero Sancho Panza pasaron en la venta, que por su mal pensó que era Castillo.

Había ya vuelto en este tiempo de su parasismo don Quixote, y con el mismo tono de voz con que el día antes había llamado á su escudero, cuando estaba tendido en el «val de las estacas», (1) le comenzó á llamar, diciendo: Sancho amigo duermes? Qué tengo de dormir, pese á mí, res- pondió Sancho lleno de pesadumbre, y de despecho, que no parece sino que todos los diablos han andado conmigo esta noche. Puédeslo creer así sin duda, respondió don Quixote: porque ó yo poco, ó este castillo es encantado. Porque has de saber, mas esto que ahora quiero decirte hásme de jurar que lo tendrás secreto hasta después de mi muerte. juro, res- pondió Sancho. Dígolo, replicó don Quixote, porque soy enemigo de que se quite la honra á nadie. Digo que juro, tornó á decir Sancho, que lo callaré hasta después de los días de vuestra merced, y plega á Dios que lo pueda descubrir mañana. Tan malas obras te hago Sancho, respondió don Quixote, que me querrías ver muerto con tanta brevedad? No es por eso, respondió Sancho, sino porque soy enemigo de guardar mucho las cosas, y no querría que se me pudriesen de guardadas. Sea por lo que fuere, dijo don Quixote, que más fío de tu amor, y de tu cortesía: y así has de saber

(1) Y dicen los comentari.stas: El antiquísimo romance titulado « Val de las estacas»... se ha perdido. Pero ¿existió? Históricamente, hace alusión á la batalla de Alarcos, donde se repartieron estacazos á granel; mas el sitio de la aventura que narra, existe.

En el camino que desde el puerto de Niefla conduce á Fuencaliente, más al E. del Quinto de Balandra, conozco un vallecillo que conserva «todavía» en los archivos manchegos el altisonante y significativo nom- bre de tValdestacas*. ¡Qué cosas tan extrañas han sucedido con todo lo atañedero á este librol Cuando hacían falta el romance y la carta de ma- rras^ se extraviaron. Lo innegable es que Cervantes fué más desgraciado que el Postigo de San Rafael.

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que esta noche me ha sucedido una de las más extrafías aventuras, que yo Babré encarecer, y por contártela en breve, sabrás, que poco ha que á vino la hija del señor deste castillo, que es la más apuesta y hermosa don- cella, que en gran parte de la tierra se puede liallar. Qué te podría decir del adorno de su persona? Qué de su gallardo entendimiento? Qué de otras cosas ocultas, que por guardar la íe que debo á mi señora Dulcinea del Toboso, dejaré pasar intactas, y en silencio? Sólo te quiero decir, que envidioso el cielo de tanto bien, como la ventura me había puesto en las manos, ó quizá (y esto es lo más cierto) que como tengo dicho, es encan- tado este castillo, al tiempo que yo estaba con ella en dulcísimos, y amo- rosísimos coloquios, sin que yo la viese, ni supiese por donde venía, vino una mano pegada á algún brazo de algún descomunal Gigante, y asentóme una puñada en las quijadas, tal que las tengo todas bañadas en sangre, y después me molió de tal suerte, que estoy peor que ayer cuando los harrie- ros, que por demasías de Bocinante, nos hicieron el agravio que sabes. Por donde conjeturo, que el tesoro de la hermosura desta doncella, le debe de guardar algún encantado Moro, y no debe de ser para mí. Ni para tampoco, respondió Sancho, porque más de cuatrocientos Moros me han aporreado de manera, que el molimiento de las estacas, fué tortas y pan pintado. Pero dígame señor: Cómo llama á esta buena y rara aventura, habiendo quedado della cual quedamos? Aun vuestra merced menos mal, pues tuvo en sus manos aquella incomparable hermosura que ha dicho. Pero yo qué tuve, sino los mayores porrazos que pienso recibir en toda mi vida? Desdichado de mí, y de la madre que me parió, que ni soy caba- llero andante, ni lo pienso ser jamás, y de todas las malandanzas me cabe la mayor parte. Luego también estás aporreado, respondió don Quixo- te? No le he dicho que sí, pese á mi linaje, dijo Sancho. No tengas pena amigo, dijo don Quixote, que yo haré ahora el bálsamo precioso, con que sanaremos en un abrir y cerrar de ojos. Acabó en esto de encender el can- dil el cuadrillero, y entró á ver el que pensaba que era muerto, y así como lo vio entrar Sancho, viéndole venir en camisa, y con su paño de cabeza, y candil en la mano, y con una muy mala cara, preguntó á su amo: Señor, si será éste á dicha el Moro encantado que nos vuelve á castigar, si se dejó algo en el tintero? No puede ser el Moro, respondió don Quixote, porque los encantados no se dejan ver de nadie. Sino se dejan ver, déjanse sentir, dijo Sancho, sino díganlo mis espaldas. También lo podrían decir las mías, respondió don Quixote, pero no es bastante indicio ese, para creer, que este que se ve sea el encantado Moro. Llegó el ■cuadrillero, y como los halló

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hablando en tan sosegada conversación, quedó suspenso. Bien es verdad, que aún don Quixote se estaba boca arriba, sin poderse menear de puro molido, y emplastado. Llegóse á él el cuadrillero, y díjole: Pues, cómo va buen hombre? Hablara yo más bien criado, respondió don Quixote, si fue- ra que vos. Usase en esta tierra hablar desa suerte á los caballeros andan- tes, majadero? El cuadrillero que se vio tratar tan mal, de un hombre de tan mal parecer, no lo pudo sufrir, y alzando el candil con todo su aceite, dio á don Quixote con él en la cabeza, de suerte que le dejó muy bien descalabrado, y como todo quedó á obscuras, salióse luego. Y Sancho Pan- za dijo: Sin duda señor que éste es el Moro encantado, y debe de guardar el tesoro para otros, y para nosotros sólo guarda las puñadas, y los candi- lazos. Asi es, respondió don Quixote, y no hay que hacer caso destas cosas de encantamientos, ni hay para qué tomar cólera, ni enojo con ellas, que como son invisibles y fantásticas, no hallaremos de quien vengarnos, aun- que más lo procuremos. Levántate Sancho si puedes, y llama al alcaide desta fortaleza, y procura que se me un poco de aceite, vino, sal, y ro- mero, para hacer el salutífero bálsamo, que en verdad que creo que lo he bien menester ahora, porque se me va mucha sangre de la herida que esta fantasma me ha dado. Levantóse Sancho con harto dolor de sus huesos, y fué á obscuras donde estaba el ventero, y encontrándose con el cuadrillero, que estaba escuchando en qué paraba su enemigo, le dijo: Señor quien quiera que seáis, hacednos merced, y beneficio, de darnos un poco de ro- mero, aceite, sal, y vino que es menester para curar uno de los mejores \;aballeros andantes que hay en la tierra, el cual yace en aquella cama mal- herido, por las manos del encantado Moro que está en esta venta. Cuando el cuadrillero tal oyó, túvole por hombre falto de seso. Y porque ya co- menzaba á amanecer, abrió la puerta de la venta, y llamando al ventero, le diio lo que aquel buen hombre quería. El ventero le proveyó de cuanto quiso, y Sancho se lo llevó á don Quixote, que estaba con las manos en la cabeza, quejándose del dolor del candilazo, que no le había hecho más mal, que levantarle dos chichones algo crecidos: y lo que él pensaba que era sangre, no era sino sudor que sudaba con la congoja de la pasada tor- menta. En resolución, él tomó sus simples, de los cuales hizo un com- puesto, mezclándolos todos, y cociéndolos un buen espacio, hasta que le pareció que estaban en su punto. Pidió luego una redoma para echarlo, y como no la hubo en la venta, se resolvió de ponerlo en una alcuza, ó acei- tera de hojadelata, de quien el ventero le hizo grata donación. Y luego dijo sobre la alcuza más de ochenta Pater nostres, y otras tantas Ave-

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Marías, Salves, y Credos, y á cada palabra acompañaba una cruz, á modo de bendición: á todo lo cual se hallaron presentes, Sancho, el ventero, y cuadrillero, que ya el harriero sosegadamente andaba entendiendo «n el be- neficio de sus machos. Hecho esto, quiso él mismo hacer luego la expe- riencia de la virtud de aquel precioso bálsamo que él se imaginaba: y asi se bebió de lo que no pudo caber en la alcuza, y quedaba en la olla donde se había cocido casi media azumbre, y apenas lo acabó de beber, cuando comenzó á vomitar de manera, que no le quedó cosa en el estómago, y con las ansias, y agitación del vómito, le dio un sudor copiosísimo, por lo cual mandó que le arropasen y le dejasen solo. Hiciéronlo así, y quedóse dor- mido más de tres horas, al cabo de las cuales despertó, y se sintió alivia- dísimo del cuerpo, y en tal manera mejor de su quebrantamiento, que se tuvo por sano. Y verdaderamente creyó que había acertado con el bálsamo de Fierabrás, y que con aquel remedio, podía acometer desde allí adelante sin temor alguno, cualesquiera ruinas, batallas, y pendencias, por peligro- sas que fuesen. Sancho Panza, que también tuvo á milagro la mejoría de su amo, le rogó que le diese á él, lo que quedada en la olla, que no era poca cantidad. Concedióselo don Quixote, y él tomándola á dos manos, con buena fe, y mejor talante, se la echó á pechos, y envasó bien poco menos que su amo. Es pues el caso, que el estómago del pobre Sancho, no debía de ser tan delicado como el de su amo, y así primero que vomitase le dieron tantas ansias, y vascas, con tantos trasudores, y desmayos, que él pensó biin y verdaderamente, que era llegada su última hora: y viéndose tan afligido, y acongojado, maldecía el bálsamo, y al ladrón que se lo había dado. Vién- dole así don Quixote, le dijo: Yo creo Sancho que todo este mal te viene de no ser armado caballero: porque tengo para mí, que este licor no debe de aprovechar á los que no lo son. Si eso sabía vuestra merced, replicó San- cho, mal haya yo, y toda mi parentela, para qué consintió que lo gustase? En esto hizo su operación el brebaje, y comenzó el pobre escudero á des- aguarse por entrambas canales, con tanta priesa, que la estera de Enea sobre quien se había vuelto á echar, ni la manta de angeo con que se cubría, fueron más de provecho. Sudaba, y trasudaba con tales parasismos, y acci- dentes, que no solamente él, sino todos pensaron que se le acababa la vida. Duróle esta borrasca, y mala andanza casi dos horas, al cabo de las cuales no quedó como su amo, sino tan molido, y quebrantado, que no se podía tener. Pero don Quixote, que como se ha dicho, se sintió aliviado y sano, quiso partirse luego á buscar aventuras, pareciéndole que todo el tiempo que allí se tardaba, era quitársele al mundo, y á los menesterosos de su

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favor y amparo: y más con la seguridad, y confianza que llevaba en su bal. samo: y así forzado deste deseo, él mismo ensilló á Rocinante, y enalbardó al jumento de su escudero, á quien también ayudó á vestir, y á subir en el asno. Púsole luego á caballo, y llegándose á un rincón de la venta, asió de un lanzón que allí estaba, para que le sirviese de lanza. Estábanle mirando todos cuantos había en la venta, que pasaban de más de veinte personas, mirábale también la hija del ventero, y él también no quitaba los ojos de- ila, y de cuando en cuando arrojaba un suspiro, que parecía que lo arran- caba de lo profimdo de sus entrañas, y todos pensaban que debía de ser del dolor que sentía en las costillas, al menos pensábanlo aquellos que la noche antes le habían visto bizmar. Ya que estuvieron los dos á caballo, puesto á la puerta de la venta, llamó al ventero, y con voz muy reposada y grave, le dijo: Muchas y muy grandes son las mercedes, señor Alcaide, que en este vuestro castillo he recibido, y quedo obligadísimo á agradecéroslas todos los días de mi vida. Si os las puedo pagar en haceros vengado de algún so- berbio que os haya hecho algún agravio, sabed que mi oficio no es otro sino valer á los que poco pueden, y vengar á los que reciben tuertos, y castigar alevosías. Recorred vuestra memoria, y si halláis alguna cosa de este jaez que encomendarme, no hay sino decirla, que yo os prometo, por la orden de caballero que recibí, de haceros satisfecho, pagado, á toda vuestra vo- luntad. El ventero le respondió con el mismo sosiego: Señor caballero, yo no tengo necesidad de que vuestra merced me vengue i^ingún agravio, por- que yo tomar la venganza que me parece, cuando se me hacen. Sólo he menester que vuestra merced me pague el gasto que esta noche ha hecho en la venta, así de la paja, y cebada de sus dos bestias, como de la cena, y camas. Luego venta es ésta? Replicó don Quixote, Y muy honrada, respon- dió el ventero. Engañado he vivido hasta aquí, respondió don Quixote, que en verdad que pensé que era castillo, y no malo pero pues es así, que no es castillo sino venta: lo que podrá hacer por ahora es, que perdonéis por la paga, que yo no puedo contravenir á la orden de los caballeros andantes: de los cuales cierto (sin que hasta ahora haya leído cosa en contrario) que jamás pagaren posada, ni otra cosa, en venta donde estuviesen. Porque se les debe de fuero, y de derecho, cualquier buen acogimiento que se les hiciere, en pago del insufible trabajo que padecen, buscando las aventuras de noche, y de día, en invierno, y en verano, á pie, y á caballo, con sed, y con hambre, con calor, y con frío, sujetos á todas las inclemencias del cie- lo, y á todos los incómodos de la tierra. Poco tengo yo que ver con eso, - respondió el ventero, pagúeseme lo que se me debe, y dejémonos de cuen->

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tos, ni de caballerías, que yo no tengo cuenta con otra cosa, que con cobrar mi hacienda. Vos sois un sandio, y mal hostelero, respondió don Quiío- te, y poniendo piernas á Rocinante, y terciando su lanzón se sa'ió de la venta sin que nadie le detuviese: y él sin mirar si le seguía su escudero, se alongó un buen trecho. El ventero que le vio ir, y que no le pagaba, acu- dió á cobrar de Sancho Panza, el cual dijo, que pues su señor no había querido pagar, que tampoco él pagaría, porque siendo él escudero de caba- llero andante como era, la misma regla, y razón corría por él, como por su amo, en no pagar cosa alguna, en los mesones, y ventas. Amohinóse mu- cho desto el ventero, y amenazóle, que si no le pagaba, que lo cobraría de modo que le pesase. A lo cual Sancho respondió, que por la ley de caba- llería que su amo había recibido, no pagaría un sólo cornado, aunque le costase la vida, porque no había de perder por él la buena, y antigua usan- za de los caballeros andantes, ni se habían de quejar de los escuderos de los tales, que estaban por venir al mundo, reprochándole el quebranta- tamiento de tan justo fuero. Quiso la mala suerte del desdichado Sancho, que entre la gente que estaba en la venta, se hallasen cuatro peráiles de Segovia, tres agujeros del potro de Córdoba, y dos vecinos de la hería át Sevilla, gente alegre, bien intencionada, maleante, y juguetona, los cuales casi instigados, y movidos de un mismo espíritu, se llegaron á Sancho, y apeándole del asno, uno dellos entró por la manta de la cama del huésped: y echándole en ella, alzaron los ojos, y vieron que el techo era algo más bajo de lo que habían menester para su obra, y determinaron salirse al co- rral, que tenía por límite el cielo. Y allí puesto Sancho en mitad de la manta, comenzaron á levantarle en alto, y á holgarse con él, como con pe- rro por carnestolendas. Las voces que el mísero manteado daba, fueron tantas, que llegaron á los oídos de su amo: el cual deteniéndose á escuchar atentamente, creyó, que alguna nueva aventura le venía, hasta que clara- mente conoció que el que gritaba era su escudero, y volviendo las riendas, con un penado galope llegó á la venta, y hallándola cerrada la rodeó, por Ter si hallaba por donde entrar. Pero no hubo llegado á las paredes del co- rral (que no eran muy altas) cuando vio el mal juego que se le hacía á su escudero. Viole bajar y subir por el aire, con tanta gracia, y presteza, que si la cólera le dejara, tengo para que se riera. Probó á subir desde el caballo á las bardas, pero estaba tan molido y quebrantado, que aun apearse no pudo: y así desde encima del caballo comenzó á decir tantos denuestos, y baldones á los que á Sancho manteaban, que no es posible acertar á es- cribirlos, mas no por esto cesaban ellos de su risa, y de su obra, ni el vo»

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lador Sancho dejaba sus quejas, mezcladas ya con amenazas, ya con ruegos, más todo aprovechaba poco, ni aprovechó, hasta que de puro cansados le dejaron. Trajéronle allí su asno, y subiéndole encima, le arroparon con su gabán. Y la compasiva de Mantornes, viéndole tan fatigado, le pareció ser bien socorrerle con un jarro de agua, y así se lo trajo del pozo, por ser más frío Tomóle Sancho, y llevándole á la boca, se paró á las voces que su amo le daba, diciendo: Hijo Sancho no bebas agua, hijo no la bebas, que te matará, ves aquí tengo el santísimo bálsamo (y enseñábale la alcuza del brebaje) que con dos gotas que del bebas sanarás sin duda. A estas voces volvió Sancho los ojos como de través, y dijo con otras mayores: Por dicha básele olvidado á vuestra merced, como yo no soy caballero, ó quiere que acabe de vomitar las entrañas, que me quedaron de anoche. Guárdese su licor con todos los diablos, y déjeme á mí. Y el acabar de decir esto, y el comenzar á beber, todo fué uno: mas como al primer trago vio que era agua, no quiso pasar adelante, y rogó á Maritornes que se lo trajese de vino: y así lo hizo ella de muy buena voluntad, y lo pagó de su mismo di- nero, porque en efecto se dice della, que aunque estaba en aquel trato, te- nía unas sombras, y dejos de Cristiana. Así como bebió Sancho, dio de los caréanos á su asno, y abriéndole la puerta de la venta de par en par, se sa- lió della muy contento de no haber pagado nada, y de haber salido con su intención, aunque había sido á costa de sus acostumbrados fiadores, que eran sus espaldas. Verdad es, que el ventero se quedó con sus alforjas, en pago de lo que se le debía: mas Sancho no las echó menos, según salió turbado. Quiso el ventero atrancar bien la puerta, así como le vio fuera, mas no lo consintieron los manteadores, que era gente, que aunque don Quixote fuera verdaderamente de los caballeros andantes de la tabla redon- da, no le estimaran en los ardites.

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CAPITULO XVIII

Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Pan- za con su señor don Quixote, con otras aventuras dignas de ser contadas

Llegó Sancho á su amo, marchito, y desmayado, tanto que no podía arrear á su jumento. Cuando así le rió don Quixote, le dijo: Ahora acabo de creer Sancho el bueno, que aquel castillo, ó venta, es encantado sin duda, porque aquellos que tan atrozmente tomaron pasatiempo contigo, qué podían ser sino fantasmas, y gente del otro mundol Y confirmo esto, por haber visto que cuando estaba por las bardas del corral, mirando los actos de tu triste tragedia, no me fué posible subir por ellas, ni menos pude apearme de Bocinante, porque me debían de tener encantado; que te juro por la fe de quien soy, que si pudiera subir, ó apearme, que yo te hiciera vengado de manera, que aquellos follones, y Malandrines, se acor- daran de la burla para siempre, aunque en ello supiera contravenir á las leyes de caballería, que como ya muchas veces te he dicho, no consienten que caballero ponga mano contra quien no lo sea, sino fuere en defensa de su propia vida, y persona, en caso de urgente, y gran necesidad. También me vengara yo si pudiera, fuera, ó no fuera armado caballero, pero no pude: aunque tengo para mí, que aquellos que se holgaron conmigo, no eran fantasmas, ni hombres encantados, como vuestra merced dice, sino hombres de carne, y de hueso, como nosotros: y todos según los nom- brar, cuando me volteaban, tenían sus nombres, que el uno se llamaba Pedro Martínez, y el otro Tenorio Hernández; y el ventero que se lla- maba Juan Palo meque el Zurdo. Así que señor, el no poder saltar las bar- das del corral, ni apearse del caballo, en al estuvo, que en encantamientos. Y lo que yo saco en limpio de todo esto, es, que estas aventuras que an- damos buscando, al cabo, al cabo, nos han de traer á tantas desventuras, que no sepamos cuál es nuestro pie derecho. Y lo que sería mejor, y más acertado, según mi poco entendimiento, fuera el volvernos á nuestro lugar, ahora que es tiempo de la siega, y de entender en la hacienda, dejándonos

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de andar de ceca en meca, y de zoca en colodra, como dicen. Qué poco sabes Sancho, respondió don Quixote, de achaque de caballería, calla y ten paciencia, que día vendrá, donde veas por vista de ojos, cuan honrosa cosa es andar en este ejercicio. Si no dime, qué mayor contento puede haber en el mundo, ó qué gusto puede igualarse al de vencer una batalla, y al de triunfar de su enemigo? Ninguno sin duda alguna. Así debe de ser, res- pondió Sancho, puesto que yo no lo sé. Sólo sé, que después que somos ca- balleros andantes, ó vuestra merced lo es (que yo no hay para que me cuente en tan honroso número) jamás hemos v^encido batalla alguna, sino fué la del Vizcaíno, y aun de aquella salió vuestra merced con medía oreja, y me- dia celada menos, que después acá todo han sido palos, y más palos, puña- das y más puñadas, llevando yo de ventaja el manteamiento, y haberme su- cedido por personas encantadas, de quien no puedo vengarme, por saber hasta donde llega el gusto del vencimiento del enemigo, como vuestra merced dice. Esa es la pena que yo tengo, y la que debes tener Sancho, respondió don Quixote: pero de aquí adelante, yo procuraré haber á las manos alguna espada hecha por tan maestría, que al que la trajere consigo, no le puedan hacer ningún género de encantamientos. Y aun podría ser que me deparase la aventura aquella de Amadís, cuando se llamaba el caballero de la ardiente espada, que fué una de las mejores espadas que tuvo caba- llero en el mundo: porque ñiera que tenía la virtud dicha, cortaba como una navaja, y no había armadura por fuerte, y encantada que fuese, que se le parase delante. Yo soy tan venturoso, dijo Sancho, que cuando eso fuese, y vuestra merced viniese á hallar espada semejante, sólo vendría á servir, y aprovechar á los armados caballeros, como el bálsamo, y á los escuderos que se los papen duelos. No temas eso Sancho, dijo don Quixote, que me- jor lo hará el cíelo contigo. En estos coloquios iban don Quixote, y su es- cudero: cuando vio don Quixote, que por el camino que iban, venía hacia ellos una grande, y espesa polvareda, y en viéndola se volvió á Sancho, y le dijo: Este es el día, ó Sancho, en el cual se ha de ver el bien que me tiene guardado mi suerte. Este es el día (1) en que se ha de mostrar, tanto como en otro alguno, el valor de mi brazo, y en el que tengo de hacer obras que queden escritas en el libro de la fama, por todos los venideros siglos. Vés aquella polvareda, que allí se levanta Sancho? Pues

(1) 19 de Julio de 1195, época de siega, y fecha precisa de un dolo- rosísimo desastre.

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toda es cuajada (1) de un copiosísimo ejército, que de diversas é innume- rables naciones por allí viene marchando. A esa cuenta dos deben de ser, dijo Sancho, porque desta parte contraria se levanta asimismo otra seme- jante polvareda. Volvió á mirarlo don Quixote, y vio que así era la verdad: y alegrándose sobre manera, pensó sin duda alguna, que eran dos ejércitos que venían a embestirse, y á encontrarse en mitad de aquella espaciosa llanura. Porque tenia á todas horas, y momentos llena la fantasía de aque- llas batallas, encantamientos, sucesos, desatinos, amores, desafíos, que en los libros de caballerías se cuentan: y todo cuanto hablaba, pensaba, ó ha- cía, era encaminado á cosas semejantes, y la polvareda que había visto, la levantaban dos grandes manadas de ovejas y carneros, que por aquel mismo camino, de dos diferentes partes venían, las cuales con el polvo no se echa- ron de ver, hasta que llegaron cerca. Y con tanto ahinco afirmaba don Qui- xote que eran ejércitos, que Sancho lo vino á creer, y á decirle: Señor, pues qué hemos de hacer nosotros? Qué, dijo don Quixote, favorecer, y ayudar á los menesterosos, y desvalidos, Y has de saber Sancho, que este que viene por nuestra frente, le conduce, y guía, el grande Emperador Alifanfarón, señor de la grande Isla Trapobana: este otro que á mis espaldas marcha, es el de su enemigo el Rey de los Garamantas, Pentapolín del arremanga- do brazo, (1) porque siempre entra en las batallas con el brazo derecho desnudo. Pues porqué se quieren tan mal estos dos señores, preguntó San- cho? Quiérense mal, respondió don Quixote, porque este Alifanfarón es un furibundo pagano, y está enamorado de la hija de Pentapolín, que es una muy hermosa, y además agraciada señora, y es Cristiana, y su padre no se la quiere entregar al Rey pagano, si no deja primero la ley de su falso pro- feta Mahoma, y se vuelve á la suya. Para mis barbas, dijo Sancho, sino hace muy bien Pentapolín, y que le tengo de ayudar en cuanto pudiere. En eso

(1) Dice Clemencin que la palabra cuaxada no la aplicó Cervantes con propiedad. ¡Phs!

Y dice Hamete: «Cocido un huevo, se le quita el cascarón, y, sin par- tirlo, averigüese dónde termina la clara y empieza la yema.» Y esto mis- mo pasa en el caso presente: Don Quixote veía la densísima polvareda, tan compacta, que hacía imposible distinguir al ejército de los «Sarrace- nos» que todos han creído de «carneros».

¿Quién tiene razón?...

(1) Pido la palabra: Mahomed el Verde, Sancho el fuerte (Rey de Fantpilone) y Alfonso VIH se están saliendo del marco. Mas como quie- ra que este emboHsmo archimonumental <está bien tramado», aviso que en plazo no lejano quedará deshícho.

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harás lo que debes Sancho, dijo don Quixote, porque para entrar en bata- llas semejantes, no se requiere ser armado caballero. Bien se me alcanza «so, respondió Sancho: pero dónde pondremos á este asno, que estemos ciertos de hallarle después de pasada la refriega, porque en entrar en ella «n semejante caballería, no creo que está en uso hasta ahora. Así es verdad, dijo don Quixote, lo que puedes hacer del, es, dejarle á sus aventuras, ahora se pierda, ó no, porque serán tantos los caballos que tendremos des- pués que salgamos vencedores, que aún corre peligro Bocinante, no le true- que por otro. Pero estarae atento, y mira que te quiero dar cuenta de los caballeros más principales que en estos dos ejércitos vienen. Y para que mejor lo veas, y notes, retirémonos aquel altillo que allí se hace, de don- de se deben de descubrir los dos ejércitos. Hiciéronlo así, y pudieron ver sobre una loma, desde la cual se verían las dos manadas, que á don Quixo- te se le hicieron ejército, si las nubes del polvo que levantaban no les tur- bara, y cegara la vista: pero con todo esto, viendo en su imaginación lo que no veía, ni había con voz levantada comenzó á decir: Aquel caballero que allí ves, de las armas jaldes, que trae en el escudo un león coronado, ren- dido á los pies de una doncella, es el valeroso Laurcalco, señor de la puen- te de Plata: el otro de las armas de las flores de oro, que trae en el escudo tres coronas de plata en campo azul, es el temido Micocolembo, gran Du- que de Quirocia: el otro de los miembros Giganteos, está á su derecha mano, es el nunca medroso Brandabarbarán de Boliche, señor de las tres Arabias, que viene armado de aquel cuero de serpiente, y tiene por escudo una puerta, que según es fama, es una de las del templo que derribó San- són, cuando con su muerte se vengó de sus enemigos. Pero vuelve los ojos á estotra parte, y verás delante, y enfrente destotro ejército, al siempre vencedor, y jamás vencido. Timonel de Carcaxona, príncipe de la nueva Vizcaya, que viene armado con las armas partidas á cuarteles azules, ver- des, blancas, y amarillas, y trae en el esciido un gato de oro en campo leonado, con una letra que dice, Min, que es el principio del nombre de su dama, que según se dice es la sin par Miulina, hija del Duque Alfeñiquen del Algarve. El otro que carga, y oprime los lomos de aquella poderosa Alfana, que trae las armas como nieve blancas, y el escudo blanco, y sin empresa alguna, es un caballero novel de nación Francés, llamado Pierres Papín, señor de las Baronías de Utrique: el otro que bate las lujadas con los herrados caréanos á aquella pintada, y ligera cebra, y trae las armas de los veros azules, es el poderoso Duque de Nerbia, Espartafi lardo del Bos- que, que trae por empresa en el escudo una esparraguera, con una letra en

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Castellano, que dice así, «Rastrea mi suerte». Y desta manera fué nom- brando muchos caballeros del uno, y del otro escuadrón que él se imagi- naba: y á todos les dio sus armas, colores, empresas, y motes de impron- 80, llevado de la imaginación de su nunca vista locura, y sin parar prosi- guió, diciendo: A este escuadrón frontero, forman, y hacen gentes de diversas naciones; aquí están los que beben las dulces aguas del famoso xan- to, los Montuosos que pisan los Masílleos campos: los que criban el finísi- mo, y menudo oro en la felice Arabia: los que gozan las famosas, y frescas riberas del claro Termodonte: los que sangran por muchas, y diversas vías al dorado Pactólo: los Numidas dudosos en sus promesas: los Persas en arcos, y flechas famosos: los Partos, los Medos, que pelean huyendo: los Árabes de mudables casas: los Citas tan crueles como blancos: los Etiopes de horadados labios, y otras infinitas naciones, cuyos rostros conozco y veo, aunque de los nombres no me acuerdo. Eu estotro escuadrón vienen los que beben las corrientes cristalinas del olivífero Betis, los que tersan, y pulen sus rostros con el licor del siempre rico, y dorado Tajo: los que gozan las provechosas aguas del divino Genil: los que pisan los Tartesios campos de pastos abundantes: los que se alegran en los elíseos Xerezanos prados: los Manchegos ricos, y coronados de rubias espigas: los de hierro vestidos, re- liquias antiguas de la sangre Goda: los que en Pisuerga se bañan, famoso por la mansedumbre de su corriente, los que su ganado apacientan en las extendidas dehesas del tortuoso Guadiana, celebrado por su escondido cur- so: los que tiemblan con el frío del silboso Pirineo, y con los blancos copos del levantado Apenino. Finalmente, cuantos la Europa en contiene y en- cierra. Válgame Dios, y cuántas provincias dijo, cuántas naciones nombró, dándole á cada una con maravillosa presteza los atributos que le pertene- cían, todo absorto, y empapado en lo que había leído en sus libros menti- rosos! Estaba Sancho Panza colgado de sus palabras sin hablar ninguna, y de cuando en cuando volvía la cabeza á ver si veía los Caballeros, y Gigan- tes que su amo nombraba: y como no descubría ninguno, le dijo: Señor en- comiendo al diablo hombre ni Gigante, ni caballero de cuantos vuestra merced dice, parece por todo esto al menos yo no los veo, quizá todo debe ser encantamiento, como las fantasmas de anoche. Cómo dices eso, respon- dió don Quixote? No oyes el relincho de los caballos, el tocar de los clari- nes, el ruido de los atambores? No oigo otra cosa, respondió Sancho, sino muchos balidos de ovejas y carneros: y así era la verdad, porque ya llega- ban cerca los dos rebaños. El miedo que tienes, dijo don Quixote, te hace Sancho que ni veas, ni oigas á derechas. Porque uno de los efectos del

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miedo es, turbar los sentidos, y hacer que las cosas no parezcan lo que son: y si es que tanto temes, retírate á una xiarte, (1) y déjame solo, que sólo basto á dar la victoria á la parte á quien yo diere mi ayuda: y diciendo esto, puso las espuelas á Rocinante, y puesta la lanza en el ris- tre, bajó la costezuela como un rayo. Dióle voces Sancho, diciéndole: Vuél- vase vuestra merced señor don Qnixote, que voto á Dios que son carne- ros, y ©vejas las que va á embestir. Vuélvase, desdichado del padre que me engendró, qué locura es ésta? Mire que no hay Gigante, ni caballero alguno, ni gatos, ni armas, ni escudos partidos, ni enteros; ni veros azules, ni endiablados: qué es lo que hace pecador yo soy á Dios? Ni por esas vol- vió don Quixote, antes en altas voces iba diciendo: Ea caballeros, los que seguís, y militáis debajo de las banderas del valeroso Emperador Pentapo- lín del arremangado brazo, seguidme todos, veréis cuan fácilmente le doy Tenganza de su enemigo Alifanfarón de la Trapobana. Esto diciendo se en tro por medio del escuadrón de las ovejas, y comenzó á alancearlas con tanto coraje, y denuedo, como si de veras alanceara á sus mortales enemi- gos. Los pastores, y ganaderos, que con la manada venían, dábanle voces, que no hiciese aquello, pero viendo que no aprovechaban, desciñéronse las hondas, y comenzaron á saludarle los oídos, con piedras como el puño. Don Quixote no se curaba de las piedras, antes discurriendo á todas partes de- cía. Adonde estás soberbio Alifanfarón, vente á mí, que un caballero sólo soy, que desea de sólo á sólo probar tus fuerzas, y quitarte la vida, en pena de la que das al valeroso Pentapolín Garamanta. Llegó en esto una pela- dilla de arroyo, y dándole en un lado le sepultó dos costillas en el cuer- po. Viéndose tan maltrecho, creyó sin duda que estaba muerto, ó mal herido: y acordándose de su licor, sacó su alcuza, y piisosela á la boca, y comenzó á echar licor en el estómago: mas antes que acabase de envasar lo que á él le parecía bastante, llegó otra almendra, y dióle en la mano, y en la alcuza tan de lleno, que se la hizo pedazos, llevándole de camino tres ó cuatro dientes, y muelas de la boca, y machacándole malamente dos dedos la mano. Tal fué el golpe primero, y tal el segundo, que le fué forzoso al pobre caballero, dar consigo del caballo abajo. Llegáronse á él los pas- tores, y creyeron que le habían muerto. Y así con mucha priesa recogieron su ganado, y cargaron de las reses muertas, que pasaban de siete, y sin averiguar otra cosa se fueron. Estábase todo este tiempo Sancho sobre la

(1) Haro 86 retiró á Alarcos.

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cuesta, mirando las locuras que bu amo hacía, y arrancábase las barbas, maldiciendo la hora, y el punto en que la fortuna se le había dado á cono* oer. Viéndole pues caído en el suelo, y que ya los pastores se habían ido' bajó de la cuesta, y llegóse á él, y hallóle de muy mal arte, aunque no ha- bía perdido el sentido, y díjole: No le decía yo, señor don Quixote, que se volviese, que los que iba á acometer no eran ejércitos, sino manadas de carneros. Como eso puede desaparecer, y contrahacer, aquel ladrón del sa- bio mi enemigo. Sábete Sancho que es muy fácil cosa á los tales, hacernos parecer lo que quieren, y este Maglimo que me persigue, envidioso de la gloria que vio que yo había de alcanzar desta batalla, ha vuelto los escua- drones de enemigos en manadas de ovejas. Si no haz una cosa Sancho, por mi vida, porque te desengañes y veas ser verdad lo que te digo, sube en tu asno, y sigúelos bonitamente, y verás como en alejándose de aquí algún poco, se vuelven en su ser primero, y dejando de ser carneros, son hombres hechos y derechos, como yo te los pinté primero. Pero no vayas ahora, que he menester tu favor, y ayuda: llégate á mí, y mira cuantas muelas, y dientes me faltan, que me parece que no me ha quedado ninguno en la boca. Llegóse Sancho tan cerca, que casi le metía los ojos en la boca, y fué á tiempo que ya había obrado el bálsamo en el estómago de don Qui- xote, y al tiempo que Sancho llegó á mirarle la boca, arrojó de más re- cio que una escopeta cuanto dentro tenía, y dio con todo ello en las barbas del compasivo escudero. Santa María, (1) dijo Sancho, y qué es esto que me ha sucedido, sin duda este pecador está herido de muerte, pues vomita san- gre por la boca. Pero reparando un poco más en ello, echó de ver en el color, sabor, y olor, que no era sangre, sino el bálsamo de la alcuza, que él le había visto beber: y fué tanto el asco que tomó, que revolviéndosele el estómago, vomitó las tripas sobre su mismo señor, y quedaron entrambos como de perlas. Acudió Sancho á su asno para sacar de las alforjas con que limpiar- se, y con que curar á su amo, y como no las halló, estuvo á punto de perder el juicio: maldijese de nuevo, y propuso en su corazón, de dejar á su amo, y volverse á su tierra, aunque perdiese el salario de lo servido, y las esperanzas del gobierno de la prometida ínsula. Levantóse en esto don Quixote, y pues- ta la mano izquierda en la boca, porque no se le acabasen de salir los dien- tes, asió con la otra las riendas de Bocinante, que nunca se había movido de junto á su amo (tal era de leal, y bien acondicionado) y fuese adonde su

(1) De Alarcos, y se completa la exclamación.

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escudero estaba, de pechos sobre su asno, con la mano en la mejilla, en guisa de hombre pensativo además. Y viéndole don Quixote de aquella ma- nera, con muestras de tanta tristeza, le dijo: Sábete Sancho, que no es un hombre más que otro, sino hace más que otro. Todas estas borrascas que nos suceden, son señales de que pronto ha de serenar el tiempo, 5^ han de sucedemos bien las cosas, porque no es posible, que el mal, ni el bien sean durables, y de aquí se sigue, que habiendo durado mucho el mal, el bien está ya cerca. Asi que no debes acongojarte, por las desgracias que á me suceden, pues á no te cabe parte en ellas. Cómo no, respondió San- cho: por ventura el que ayer mantearon, era otro que el hijo de mi padre? Y las alforjas que hoy me faltan con todas mis alhajas, son de otro que del mismo? Que te faltan las alforjas Sancho, düo don Quixote? que me faltan, respondió Sancho. De ese modo no tenemos que comer hoy, re- plicó don Quixote. Eso fuera, respondió Sancho, cuando faltaran por estos prados las yerbas que vuestra merced dice que conoce, con que suelen su- plir semejantes faltas los tan malaventurados caballeros andantes como vuestra merced es. Con todo eso, respondió don Quixote, tomara yo ahora más bien un cuartal de pan, ó una hogaza, y dos cabezas de sardinas aren- ques, que cuantas yerbas describe Dioscórides, aunque fuera el ilustrada por el Doctor Laguna. Mas con todo esto sube en tu jumento Sancho el bueno, y vente tras de mí, que Dios que es proveedor de todas las cosas, no nos ha de faltar: y más andando tan en su servicio, como andamos, pues no falta á los mosquitos del aire, ni á los gusanillos de la tierra, ni á los renacuajos del agua. Y es tan piadoso, que hace salir su Sol, sobre los bue- nos, y los malos, y llueve sobre los injustos, y justos. Más bueno era vues- tra merced, dijo Sancho, para predicador, que para caballero andante. De todo sabían, y han de saber los caballeros andantes Sancho, dijo don Qui- xote, porque caballero andante hubo en los pasados siglos, que así se para- ba á hacer un sermón, ó plática en mitad de un campo real, como si fuera graduado por la Universidad de París: (1) de donde se infiere, que nunca la lanza embotó la pluma, ni la pluma la lanza. Ahora bien, sea así como vuestra merced dice, respondió Sancho, vamos ahora de aquí, y procure- mos donde alojar esta noche, y quiera Dios que sea en parte donde no haya mantas, ni manteadores, ni fantasmas, ni Moros encantados, que si los hay, daré al diablo el hato, y el garabato. Pídeselo á Dios hijo, dijo don

(1) Arzobispo Don Rodrigo.

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Quixote, y guía por donde quisieres, que esta vez quiero dejar á tu elec- ción el alojarnos: pero dame acá la mano, y tiéntame con el dedo, y mira bien cuantos dientes, y muelas me faltan deste lado derecho, de la quijada alta, que allí siento el dolor. Metió Sancho los dedos, y estándole tentando, le dijo: Cuántas muelas solía vuestra merced tened en esta parte? Cuatro, respondió don Quixote, fuera de la cordal, todas enteras, y muy sanas. Mire vuestra merced bien lo que dice, respondió Sancho. Digo cuatro, sino eran cinco, respondió don Quixote, porque en toda mi vida me han sacado diente ni muela de la boca, ni se me ha caldo, ni comido de negui- jón, ni de reuma alguna. Pues en esta parte de abajo, dijo Sancho, no tie- ne vuestra merced más de dos muelas, y media: y en la de arriba, ni me- dia, ni ninguna, que toda está rasa como la palma de la mano. Sin ventura yo, dijo don Quixote, oyendo las tristes nuevas que su escudero le daba, que más quisiera que me hubieran derribado un brazo, como no fuera el de la espada. Porque te hago saber Sancho, que la boca sin muelas es como molino sin piedra, y en mucho más se ha de estimar un diente, que un diamante. Mas á todo esto estamos sujetos los que profesamos la estrecha orden de la caballería: sube amigo, y guía, que yo te seguiré al paso que quisieres. Hízolo asi Sancho, y encaminóse hacia donde le pareció que po- día hallar acogimiento, sin salir del camino real, que por allí iba muy se- guido. Yéndose pues poco á poco, porque el dolor de las quijadas de don Quixote no le dejaba sosegar, ni atender á darse priesa, quiso Sancho en- tretenerle, y divertirle, diciéndole alguna cosa, y entre otras que le dijo, fué, lo que se dirá en el capitulo siguiente. (1)

(1) Habrás observado, lector, que «ni una sola vez» se le ha escapado á Sancho «su mercé», siempre dice, vuestrm merced.

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CAPITULO XIX

De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo, y de la aventura que le sucedió con un cuer- po muerto: con oíros acontecinaáentos famosos.

Parécerae señor mío, que todas estas desventuras que estos días nos han sucedido, sin duda alguna han sido pena del pecado cometido x)or vuestra merced contra la orden de su caballería, no habiendo cumplido el juramento que hizo, de no comer pan á manteles, ni con la Keina folgar, con todo aquello que á esto se sigue, y vuestra merced juró de cumplir, hasta quitar aquel almete de Malandrino, ó como se llama el moro, que no me acuerdo bien, (1) Tienes mucha razón Sancho, dijo don Quixote. Mas para decirte verdad, ello se me había pasado de la memoria: y también puedes tener por cierto, que por la culpa de no habérmelo acordado en tiempo, te sucedió aquello de la manta: ]pero yo haré la enmienda, que modos hay de composición en la orden de caballería para todo. Pues juré yo algo por dicha, respondió Sancho? No importa que no hayas jurado, dijo don Quixote, basta que yo entiendo que de participantes no estás muy seguro: y por sí, ó por no, no será malo proveernos de remedio. Pues si ello es así, dijo Sancho, mire vues1;i'a merced no se le torne á olvidar esto, como lo del juramento, quizá les volverá la gana á las fantasmas, de solazarse otra vez conmigo, y aun con vuestra merced si le ven tan perti- naz. En estas, y otras pláticas, les tomó la noche en mitad del camino, sin tener, ni descubrir donde aquella noche se recogiesen: y lo que no había de bueno en ello, era, que perecían de hambre, que con la falta de las al- forjas, les faltó toda la despensa, y matalotaje. Y para acabar de confirmar esta desgracia, les sucedió una aventura, que sin artificio alguno, verdade-

(1) Aún, entre la gente rústica de aquellos lugares para la cual es cosa sagrada la tradición (que llegó hasta mí), la derrota que en Alarcos sufrió Alfonso VIII fué debida á que se hallaba en pecado mortal; esto 68, que por estar amancebado con una judía tenía abandonados sus debe- res conyugales, y Dios lo castigó.

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ramente lo parecía. (1) Y fué, que la noche cerró con alguna obscuridad, pero con todo esto caminaban, creyendo Sancho, que pues aquel camino era Real, á una, ó dos leguas, de buena razón hallaría en él alguna venta. Yendo pues desta manera, la noche obscura, el escudero hambriento, y el amo con gana de comer, vieron que por el mismo camino que iban, venían hacia ellos gran multitud de lumbres, que no parecían sino estrellas que se movían. Pasmóse Sancho en viéndolas, y don Quixote no las tuvo todas consigo: tiró el uno del cabestro á su asno, y el otro de las riendas á su Bocino, y estuvieron quedos, mirando atentamente lo que podía ser aque- llo, y vieron que las lumbres se iban acercando á ellos, y mientras más se llegaban, mayores parecían. A cuya vista Sancho comenzó á temblar como un azogado, y los cabellos de la cabeza se le erizaron á don Quixote. El cual animándose un poco, dijo: Esta sin duda Sancho debe de ser grandí- sima, y peligrosísima aventura, donde será necesario que yo muestre todo mi valor y esfuerzo. Desdichado de mí, respondió Sancho, si acaso esta aventura fuese de fantasmas, como me lo va pareciendo, adonde habrá costillas que la sufran? Por más fantasmas que sean, dijo don Quixote, no consentiré yo, que te toquen en el pelo de la ropa: que si la otra vez se

(1) En la presente aventura, que sin artificio alguno, verdader ámenle lo parecía, todo es fantasmagórico.

Tina ó dos leguas de buena razón llevarían andadas, y además, man-

chegas.

Sancho comenzó á temblar como un azogado dirige las señales al Valle,

Río y Aldea de Valdeazogues, pero no es verdad; á sus pies y en corto perímetro, se conservan aún empaquetados en aquellos archivos los cuer- pos del delito.

Navarrete aplica á esta aventura la leyenda de la traslación del cadá- ver de San Juan de la Cruz en el año 1593, desde Ubeda á Segovia; y Clemencín arguye con una de laa de cajón: que todos los qiie toman ó respi- ran el azogue se ponen trémulos. Hay que confesar que es verdad, y, que los chiquillos de la región^ lo saben ¡también!. Pero lo mejor será poner las cosas en su punto, que ya es hora.

Cervantes hiro ascender á Don Quixote y á Sancho por la Sierra á un peñón aislado y escarpado de 1160 metros de altura, y como el buenazo de Sancho era tan medrosico, al verse en aquella eminencia se echó á temblar; la cosa más natural del mundo.

Pero no es eso: En su larga caminata por aquellos andurriales llegaron á Rio Frió, y al vadearlo con todo género de precauciones (probablemen- te estaría seco, pero no importa), presumiendo sentir una mojadura ho- rrible y dando diente con diente, prorrumpieron el tan sabido como ejer- citado ¡aaaaaaaaal

Siguieron por entre breñales, y fué tan espantoso el sobresalto que les

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burlaron contigo, fué porque no pude yo saltar las paredes del corral, pero ahora estamos en campo raso, donde podré yo como quisiere esgrimir la espada. Y si le encantan y entumecen, como la otra vez lo hicieron, dije» Sancho, qué aprovechará estar en campo abierto, ó no? Con todo eso, re- plicó don Quísote, te ruego Sancho, que tengas buen ánimo, que la expe- riencia te dará á entender el que yo tengo. tendré, á Dios place, res- pondió Sancho, y apartándose los dos á un lado del camino, tornaron á mirar atentamente, lo que aquello de aquellas lumbres que caminaban po- día ser: y de allí á muy poco descubrieron muchos encamisados, cuya temerosa visión de todo pur.to remató el ánimo de Sancho Panza, el cual comenzó á dar diente con diente, como quien tiene frío de cuartana: y creció más el batir, y dentellear, cuando distintamente vieron lo que era, porque descubrieron hasta veinte encamisados, todos á caballo, con sus hachas encendidas en la mano: detrás de los cuales venía una litera, cu- bierta de luto, á la cual seguían otros seis de á caballo, enlutados hasta los pies de las muías, que bien vieron que no eran caballos en el sosiego con que caminaban. Iban los encamisados murmurando entre sí, con una voz

causó encontrarse con el Arroyo del Muerto, que, sin darse cuenta, excla- maron: ¡eeeeeeeeel

Huyendo despavoridos de lugares tan siniestros subieron á Punta Re- bollera, y ateridos por las corrientes de aquella atmósfera, parece que se les oye la destemplada estridencia ¡iiiiiiüil

Desde la cumbre, divisaron una serie de cerros chiquitos que se ex- tienden al S. de Sierra Morena, en tierras de Jaén, que se mueven mucho, conocidos por Las Tembladeras; y esta sorpresa, en un tris estuvo que no les costase muy cara, porque motivó un ¡oooooooool, que á poco más se caen.

Pero la chuscada mayor que jugó Hamete á loa inescudriñadores, consta que pasó de la manera siguiente: Para evitar á Don Quixote y á Sancho el grave contratiempo que podía haberles sobrevenido, tanto por la impremeditada subida, como por la peligrosa bajada de un peñón cua- jado de musgo, les ordenó bajasen pasitamente, y luego que lo hubieron efectuado, abrazados como un solo hombre, rebosando alegría rompie- ron el silencio sepulcral de tan solitarios parajes, cantando alabanzas á las divinidades escondidas (>n aquellos Bosques sagrados, dejando percibir el inimitable ¡uuuuuuuuuy, qué miedo hemos pasado!

De donde podrás colegir, y sacar en limpio, lector, que esto no tiene relación con lo de San Juan déla Cruz, más que en apariencia; y, que para comprender á Cervantes, se hace preciso aprender el a, e, i, o, u, que pro- nuncian en aquella bendita tierra con tanta gracia, conservando intacta la originalísima rusticidad do los tiempos de Plinio. No importa omitir si fué el viejo ó el joven; es igual.

(Véase el gráfico en la página siguiente.)

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baja, y compasiva. Esta extraña visión á tales horas, y en tal despoblado, bien bastaba para poner miedo en el corazón de Sancho, y aun en el de su amo: y así fuera en cuanto á don Quixote, que ya Sancho había dado al traste con todo su esfuerzo. Lo contrario le avino á su amo, al cual en aquel punto se le presentó en su imaginación al vivo, que aquella era una de las aventuras de sus libros. Figurósele, que la litera eran andas donde debía de ir algún malherido, ó muerto caballero, cuya venganza á él sólo estaba reservada: y sin hacer otro discurso enristró su lanzón, púsose bien en la silla, y con gentil brío, y continente se puso en la mitad del camino por donde los encamisados forzosamente habían de pasar; y cuando los vio cerca alzó la voz, y dijo: Deteneos caballeros, quienquiera que seáis, y dadme cuenta de quién sois? de dónde venís? adonde vais? qué es lo que en esas andas lleváis? que según las muestras: ó vosotros habéis hecho, ó, os han hecho algún desaguisado, y conviene, y es menester que yo lo sepa, ó bien para castigaros del mal que hicisteis, ó bien para ven- garos, del tuerto que os hicieron. Vamos de priesa, respondió uno de los encamisados, y está la venta lejos, y no nos podemos detener á dar tanta cuenta como pedís: y picando la muía pasó adelante. Sintióse desta res- puesta grandemente don Quixote, y trabando del freno dijo: Deteneos, y sed más bien criado, y dadme cuenta de lo que os he preguntado, sino con- migo sois todos en batalla. Era la muía asombradiza, y al tomarla del fre- no se espantó de manera, que alzándose en los pies dio con su dueño por las ancas en el suelo. Un mozo que iba á pie, viendo caer el encamisado, comenzó á denostar á don Quixote, el cual ya encolerizado, sin esperar más, enristró su lanzón, arremetió á uno de los enlutados, y mal herido dio con él en tierra: y revolviéndose por los demás, era cosa de ver con la presteza que los acometía, y desbarataba, que no parecía sino que en aquel instante le habían salido alas á Rocinante, según andaba de ligero, y orgulloso. Todos los encamisados eran gente medrosa, y sin armas, y así con facilidad en un momento dejaron la refriega, y comenzaron á correr por aquel cam- po, con las hachas encendidas, que no parecían sino á los de las máscaras, que en noche de regocijo, y fiesta corren. Los enlutados asimismo revuel- tos, y envueltos en sus faldamentos, y lobas, no se podían mover: así que muy á su salvo don Quixote los apaleó á todos, y les hizo dejar el sitio mal de su grado: porque todos pensaron que aquel no era hombre, sino dia- blo del infierno que les salía á quitar el cuerpo muerto, que en la litera llevaban. Todo lo miraba Sancho, admirado del ardimiento de su señor, y decía entre si: Sin duda este mi amo es tan valiente, y esforzado como él

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dice. Estaba una hacha ardiendo en el suelo, junto al primero que derribó la muía, á cuya luz le pudo ver don Quixote, y llegándose á él le puso la punta del lanzón en el rostro, diciéndole, que se rindiese, sino que le ma- taría. A lo cual respondió el caído: Harto rendido estoy, pues no rae puedo mover, que tengo una pierna quebrada, suplico á vuestra merced, si es ca- ballero Cristiano, que no rae raate, que coraeterá un gran sacrilegio, que soy Licenciado, y tengo las primeras órdenes. Pues quién diablos os ha traído aquí, dijo don Quiíote, siendo hombre de Iglesia? Quién señor, re- plicó el caído, rai desventura. Pues otra raayor os araenaza, dijo don Qui- xote, sino rae satisfacéis á tedo cuanto primero os pregimte. Con facilidad será vuestra merced satisfecho, respondió el Licenciado, y así sabrá vues- tra merced, que aunque antes dije que yo era Licenciado, no soy sino Ba- chiller, y llamóme Alonso López, soy natural de Alcobendas, vengo de la ciudad de Baeza, con otros once Sacerdotes, que son los que huyeron con las hachas: vamos á la ciudad de Segovia acompañando un cuerpo muerto que va en aquella litera, que es de un caballero que murió en Baeza; don- de fué depositado, y ahora (como digo) llevaraos sus huesos á su sepultura. que está en Segovia, de donde es natural. Y quién le mató? preguntó don Quixote. Dios, por medio de unas calenturas pestilentes que le dieron, respondió el Bachiller. Desa suerte, dijo don Quixote, quitado me ha nues- tro Señor del trabajo que había de tomar en vengar su muerte, si otro alguno le hubiera muerto: pero habiéndole muerto quien lo mató no hay sino callar, y encoger los hombros, porque lo mismo hiciera si á raí mismo me matara. Y quiero que sepa vuestra reverencia, que yo soy un caballero de la Mancha, llamado don Quixote, y es mi oficio y ejercicio, andar por el mundo enderezando tuertos, y deshaciendo agravios. No cómo pueda ser eso de enderezar tuertos, dijo el Bachiller, pues á de derecho me habéis vuelto tuerto, dejándome una pierna quebrada, la cual no~se verá derecha en todos los días de su vida: y el agravio que en habéis des- hecho, ha sido dejarme agraviado de manera, que me quedaré agraviado para siempre: y harta desventura ha sido topar con vos que vais buscando aventuras. No todas las cosas, respondió don Quixote, suceden de un mis- mo modo: el daño estuvo, señor Bachiller Alonso López, en venir corao veníais de noche, vestidos con aquellas sobrepellices, con las hachas encen- didas, rezando, cubiertos de luto, y así yo no pude dejar de cumplir con mi obligación acometiéndoos, y os acometiera aunque verdaderamente su piera que erais los mismos Satanases del infierno, que por tales os juzgué, y tuve siempre. Ya que así lo ha querido mi suerte, dijo el Bachiller, su-

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plico á vuestra merced señor caballero andante (que tan mala andanza rae ha dado) me ayude á salir de debajo desta muía, que me tiene tomada una pierna entre el estribo, y la silla. Hablara yo mañana, dijo don Quiíote, y hasta cuándo aguardabais á decirme vuestro afán? Dio luego voces á San- cho Panza, que viniese: pero él no se curó de venir, porque andaba ocu- pado desvalijando una acémila de repuesto, que traían aquellos buenos se- ñores, bien abastecida de cosas de comer. Hizo Sancho costal de su gabán, y recogiendo todo lo que pudo y cupo en el talego, cargó su jumento, y luego acudió á las voces de su amo, y ayudó á sacar al señor Bachiller, de la opresión de la muía: y poniéndole encima della, le dio la hacha, y don Quixote le dijo, que siguiese la derrota de sus compañeros, á quien de su parte pidiese perdón del agravio, que no había sido en su mano dejar de haberle hecho. Dijole también Sancho: Si acaso quisieren saber esos seño res, quién ha sido el valeroso que tales los puso, diráles vuestra merced que es el famoso don Quiíote de la Mancha, que otro nombre se llama El caballero de la triste figura. (1) Con esto se fué el Bachiller, y don Quixote preguntó á Sancho, que qué le había movido á llamarle el caba llero de la triste figura, más entonces que nunca? Yo se lo diré, respondió Sancho, porque le he estado mirando un rato á la luz de acuella hacha que lleva aquel malandante, y verdaderamente tiene vuestra merced la más mala figura de poco acá, que jamás he visto; y débelo de haber causado, ó ya el cansancio deste combate, ó ya la falta de las muelas, y dientes. No es eso, respondió don Quixote, sino que el sabio á cuyo cargo debe de estar el escribir la historia de mis hazañas, le habrá parecido, que será bien que yo tome algiin nombre apelativo, como lo tomaban todos los caballeros pasados: cual se llamaba el de la ardiente Espada: cual el del Unicornio; aquel el de las Doncellas: aqueste el del ave Fénix: el otro el caballero del Grife: estotro el de la muerte: y por estos nombres, é insignias eran cono- cidos por toda la redondez de la tierra. Y así digo, que el Sabio ya dicho, te habrá puesto en la lengua, y en el pensamiento ahora, que me llamases el caballero de la triste figura, como pienso llamarme desde hoy en ade-

(1) que es el famoso don Quixote de la mancha. ¿Qué otro

nombre se llama? El caballero de la tríate figura.

Y ep igual, á El caballero de la tirte áfugsir, perfectamente traducible á El caballero de la Tirtc á fuera.

Cuando trate de EL Buscapié diré algo más en obsequio á los que nie- gan la paternidad cervantina. ¡Yo pondré las cosas en su punto, Adolfo de Castro, para mayor honra tuya y gloria de los crédulos!

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Jante: y para que mejor me cuadre tal nombre, determino de hacer pintar, cuando haya lugar en mi escudo, una muy triste figura No hay para qué señor querer gastar tiempo, y dineros en hacer esa figura, dijo Sancho, sino lo que se ha de hacer es, que vuestra merced descubra la suya, y rostro á los que le miraren, que sin más ni más, y sin otra imagen, ni escudo le llamarán el de la triste Figura: y créame que le digo verdad, porque le prometo á vuestra merced señor, (y esto sea dicho ea burlas) que le hace tan mala cara la hambre, y la falta de las muelas, que como yo tengo dicho, se podrá muy bien escusar la triste pintura. Rióse don Quixote del donaire de Sancho, pero con todo propuso de llamarse de aquel nombre, en pudiendo pintar su escudo, ó rodela, como había imaginado, y dijole: Yo entiendo Sancho, que quedo descomulgado, por haber puesto las manos violentamente en cosa sagrada, Juxta illud, si quis suadente diabolo, d^. Aunque se bien que no puse las manos, sino este lanzón: cuanto más, que yo no pensé que ofendía á Sacerdote, ni á cosa de la Iglesia, á quien res- peto, y adoro como á Católico, y fiel Cristiano que soy, sino á fantasmas, y á vestiglos del otro mundo. Y cuando ello así fuese, en la memoria ten- go lo que le pasó al Cid Ruy Díaz cuando quebró la silla del Embajador de aquel Rey, delante de su Santidad del Papa, por lo cual lo descomulgó, y anduvo aquel día el buen Rodrigo de Vivar, como muy honrado, y va- liente caballero. En oyendo esto el Bachiller se fué, como queda dicho, sin replicarle palabra. Quisiera don Quixote mirar, si el cuerpo que venía en la litera eran huesos, ó no, pero no lo consintió Sancho, diciéndole: Señor, vuestra merced ha acabado esta peligrosa aventura lo más á su salvo, de todas las que yo he visto, esta gente aunque vencida, y desbaratada, podría ser que cayese en la cuenta, de que los venció solo una persona, y corridos, y avergonzados desto, volviesen á rehacerse, y á buscarnos, y nos diesen muy bien en que entender. El jumento está como conviene, la montaña está cerca, la hambre carga, no hay que hacer más, sino retirarnos con gentil compás de pies: y como dicen, vayase el muerto á la sepultura, y el vivo á la hogaza: y antecogiendo su asno, rogó á su señor que le siguiese: el cual pareciéndole que Sancho tenía razón, sin volverle á replicar le si- guió. Y á poco trecho que caminaban por entre dos montañuelas, se halla- ron en un espacioso, y escondido valle, donde se apearon, y Sancho alivió el jumento, y tendido sobre la verde yerba, con la salsa de su hambre, almorzaron, comieron, merendaron, y cenaron á un mismo punto, satisfa- ciendo sus estómagos con más de una fiambrera que los señores clérigos del difunto (que pocaí veces se deja mal pasar) en la acémila de su repues-

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to traían. Más sucedióles otra desgracia, que Sancho la tuvo por la peor de todas, y fué, que no tenían vino que beber, ni agua que llegar á la boca, y acosados de la sed, dijo Sancho, viendo que el prado donde estaban: estaba colmado de verde, y menuda yerba, lo que se dirá en el siguiente capítulo.

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CAPITULO XX

De la jamás vista, ni oída aventura que con más poco peligro fué acabada del famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Qui- xote de la Mancha.

No es posible señor mío, sino que estas yerbas dan testimonio de que por aquí cerca debe de estar alguna fuente, ó arroyo, que estas yerbas hu- medece: 7 así será bien que vayamos un poco más adelante, que ya topare- mos donde podamos mitigar esta terrible sed que nos fatiga, que sin duda causa mayor pena que la hambre. Parecióle bien el consejo á don Quixote, y tomando de la rienda á Rocinante, y Sancho del cabestro á su asno, des- pués de haber puesto sobre él los relieves que de la cena quedaron, comen- zaron á caminar por el prado arriba á tiento, porque la obscuridad de la noche no les dejaba ver cosa alguna: mas no hubieron andado doscientos pasos cuando llegó á sus oídos un grande ruido de agua, como que de al- gunos grandes, y levantados riscos se despeñaba. Alegróles el ruido en gran manera, y parándose á escuchar hacia qué parte sonaba, oyeron á deshora otro estruendo, que le aguó el contento del agua, especialmente á Sancho, que naturalmente era medroso, y de poco ánimo. Digo que oyeron que da- ban unos golpes á compás, con un cierto crujir de hierros, y cadenas, que acompañados del furioso estruendo del agua, pusieran pavor á cualquier otro corazón que no fuera el de don Quixote. Era la noche, como se ha dicho, obscura, y ellos acertaron á entrar entre unos árboles altos, cuyas hojas movidas del blando viento, hacían un temeroso, y manso ruido: de manera que la soledad, el sitio, la obscuridad, el ruido del agua, con el su- surro de las hojas, todo causaba horror, y espanto: y más cuando vieron, que ni los golpes cesaban, ni el viento dormía, ni la mañana llegaba: aña- diendo á todo esto, el ignorar el lugar donde se hallaban. Pero don Quixo- te, acompañado de su intrépido corazón, saltó sobre Rocinante, y embrazando su rodela, terció su lanzón, y dijo: Sancho amigo, has de saber, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la de oro, ó la dorada, como suele llamarse. Yo soy aquel para quien esta-

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ban guardados los peligros, las grandes hazañas, los valerosos hechos Yo soy, digo otra vez, quien ha de resucitar los de la tabla redonda, los doce de Francia, y los nueve de la íama, y el que ha de poner en olvido los Pla- tires, los Tablantes, Olivantes, y Tirantes: los Febos, y Belianisis, con toda la caterva de los famosos caballeros andantes del pasado tiempo, haciendo en este en que me hallo tales grandezas, extrafiezas, y hechos de armas, que obscurezcan las más «laras que ni ellos hicieron. Bien notas escudero fiel, y legal, las tinieblas desta noche, su extraño silencio, el sordo y conftiso estruendo destos árboles, el temeroso ruido de aquella agua en cuya busca venimos, (jue parece que se despeña, y derrumba desde los altos montes de la luna, y aquel incesable golpear que nos hiere, y lastima los oídos; las cuales cosas todas juntas, y cada una de por sí, son bastantes á infundir miedo, temor, y espanto en el pecho del mismo Marte, cuanto más en aquel que no está acostumbrado á semejantes acontecimientos, y aventuras. Pues todo esto que yo te pinto, son incentivos, y despertadores de mi ánimo, que ya hace que el corazón rae reviente en el pecho, con el deseo que tiene de acometer esta aventura, por más dificultosa que se muestra. Así que aprieta un poco las cinchas á Eocinante, y quédate á Dios, y espérame aquí hasta tres días no más, en los cuales sino volviere, puedes volverte á nuestra aldea, y desde allí, por hacerme merced, y buena obra, irás al To- boso, donde dirás á la incomparable señora mía Dulcinea, que su cautivo caballero murió, por acometer cosas que le hiciesen digno de poder llamarse suyo. Cuando Sancho oyó las palabras de su amo, comenzó á llorar con la mayor ternura del mundo, y á decirle: Señor, yo no por qué quiere vuestra merced acometer esta tan temerosa aventura: ahora es de noche, aquí no nos ve nadie, bien podemos torcer el camino, y desviarnos del peligro, aun- que no bebamos en tres días: y pues no hay quien nos vea, menos habrá quien nos note de cobardes. Cuanto más, que yo he oído muchas veces pre- dicar al cura de nuestro lugar (que vuestra merced muy bien conoce) que quien busca el peligro perece en él: así que no es bien tentar á Dios, acome- tiendo tan desaforado hecho, donde no se puede escapar sino por milagro: y basta los que ha hecho el cielo con vuestra merced, en librarle de ser man- teado, como yo lo fui, y en sacarle vencedor, libre, y salvo de entre tantos enemigos como acompañaban al difunto. Y cuando todo esto no mueva, ni hablande ese duro corazón, muévale el pensar, y creer, que apenas se habrá vuestra merced apartado de aquí, cuando yo de miedo mi ánima á quien quisiere llevarla. Yo salí de mi tierra, y dejé hijos, y mujer, por venir á servir á vuestra merced, creyendo valer más, y no menos; pero como la co-

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dicia rompe el saco, á mi me ha rasgado mis esperanzas, pues cuaudo más vivas las tenía de alcanzar aquella negra, y malhadada ínsula, que tantas veces vuestra merced me ha prometido, veo que en pago, y trueco della, me quiere ahora dejar en un lugar apartado del trato humano. Por un solo Dios, señor mío, que no se me haga tal desaguisado: y ya que del todo no quiera vuestra merced desistir de acometer este hecho, dilátelo, al menos hasta la mañana, que á lo que á me muestra la ciencia que aprendí, cuando era pastor, no debe haber desde aquí al alba tres horas: porque la boca de la bocina está encima de la cabeza, y hace la media noche en la línea del brazo izquierdo. Cómo puedes Sancho, dijo don Quixote, ver donde hace esa línea, ni donde está esa boca, ó ese colodrillo que dices, si hace la noche tan obscura, que no aparece en todo el cielo estrella alguna? Así es, dijo Sancho, pero tiene el miedo muchos ojos, y ve las cosas debajo de tierra, cuanto más encima en el cielo, puesto que por buen discurso bien se puede entender que hay poco de aquí al día. Falte lo que faltare, res- pondió Don Quixote, que no se ha de decir por ahora, ni en ningún tiempo, que lágrimas, y ruegos me apartaron de hacer lo que debía á estilo de caballero: y así te ruego Sancho, que calles, que Dios que me ha puesto en corazón de acometer ahora esta tan no vista, y tan temerosa aventura, tendrá cuidado de mirar por mi salud, y de consolar tu tristeza. Lo que has de hacer, es, apretar bien las cintas á Rocinante, y quedarte aquí, que yo daré la vuelta presto, ó vivo, ó muerto. Viendo pues Sancho la última re- solución de su amo, y cuan poco valían con él sus lágrimas, consejos, y ruegos, determinó de aprovecharse de su industria, y hacerle esperar hasta el día si pudiese: y así cuando apretaba las cinchas al caballo, bonitamen- te, y sin ser sentido ató con el cabestro de su amo, ambos pies á Rocinan- te, de manera que cuando don Quixote se quiso partir no pudo, porque el caballo no se podía mover sino á saltos. Viendo Sancho Panza el buen su- ceso de su embuste, dijo: Ea señor, que el cielo conmovido de mis lágri- mas, y plegarias, ha ordenado que no se pueda mover Rocinante, y si vos queréis porfiar, y espolear, y darle, será enojar á la Fortuna, y dar coces (como dicen) contra el aguijón. Desesperábase con esto don Quixote, y por más que ponía las piernas al caballo, menos le podía mover: y sin caer en la cuenta de la ligadura, tuvo por bien de sosegarse, y esperar, ó á que amaneciese, ó á que Rocinante se menease, creyendo sin duda, que aquello venía de otra parte que de la industria de Sancho, y así le dijo: Pues así es Sancho, que Rocinante no puede moverse, yo soy contento de esperar á que ría el alba, aunque yo llore lo que ella tardare en venir. No hay que

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llorar, dijo Sancho, que yo entretendré á vuestra merced, contando cuentos desde aquí al día, si ya no es que se quiere apear, y echarse á dormir un poco, sobre la verde yerba, á uso de caballeros andantes, para hallarse más descansado cuando llegue el día, y punto de acometer esta tan desemejable aventura que le espera. A qué llamas apear, ó á qué dormir, dijo don Quixo- te? Soy yo por ventura de aquellos caballeros que toman reposo en los peli- gros? Duerme que nacistes para dormir, ó haz lo que quisieres, que yo haré lo que viere que más conviene con mi pretensión. No se enoje vuestra merced señor mío, respondió Sancho, que no lo dije por tanto: y llegándose á él, puso la una mano en el arzón delantero, y el otro en el otro, de modo que quedó abrazado con el muslo izquierdo de su amo, sin osarse apartar del un dedo: tal era el miedo que tenía á los golpes, que todavía alternativamente son <? ban. Díjole don Quixote, que contase algún cuento para entretenerle, como se lo había prometido: á lo que Sancho dijo, que hiciera, si le dejara el temor de lo que oía, pero con todo eso yo me esforzaré á decir una histo- ria, que si la acierto á contar, y no me van á la mano, es la mejor de las historias: y estéme vuestra merced atento, que ya comienzo. Erase que se era, el bien que viniere para todos sea, y el mal para quien lo fuere á bus- car. Y advierta vuestra merced, señor mío, que el principio que los anti- guos dieron á sus consejas, no fué así como se quiera, que fué una senten- cia de Catón Zonzorino Romano, que dice. Y el mal para quien le fuere á buscar, que viene aquí como anillo al dedo, para que vuestra merced se esté quedo, y no vaya á buscar el mal á ninguna parte, sino que nos volva- mos por otro camino, pues nadie nos fuerza á que sigamos éste, donde tan- tos miedos nos sobresaltan. Sigue tu cuento Sancho, dijo don Quixote, y del camino que hemos de seguir, déjame á el cuidado. Digo pues, pro- siguió Sancho, que en un lugar de Extremadura había un pastor cabrerizo, quiero decir, que guardaba cabras, el cual pastor, ó cabrerizo, como digo de mi cuento, se llamaba Lope Ruiz, y este Lope Ruiz, andaba enamorado de una pastora que se llamaba Torralva, la cual pastora llamada Torralva, era hija de un ganadero rico, y este ganadero rico... Si desa manera cuen- tas tu cuento, dijo don Quixote, repitiendo dos veces lo que vas diciendo, no acabarás en dos días: dilo seguidamente, y cuéntalo como hombre de entendimiento, y sino no digas nada. De la misma manera que yo lo cuen- to, respondió Sancho, se cuentan en mi tierra todas las consejas, y yo no contarlo de otra, ni es bien que vuestra merced me pida que haga usos nuevos. Di como quisieres, respondió don Quixote, que pues la suerte quie- re que no pueda djare de escucharte, prosigue. Así, que señor mío de mi

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ánima, prosiguió Sancho, que como ya tengo dicho, este pastor estaba ena- morado de Torralva la pastora, que era una moza rolliza, zahareña, v tira- ba algo á hombruna, porque tenía unos pocos bigotes, que parece que ahora la veo. Luego conocístela tú, dijo don Quiíote? No la conocí yo, res pondió Sancho, pero quien me contó este cuento, me dijo, que era tan cierto y verdadero, que podía bien cuando lo contase á otro, afirmar y ju- rar, que lo había visto todo. Así, que yendo días, y viniendo días, el diablo que no duerme, y que todo lo añasca, hizo de manera, que el amor que el pastor tenía á la pastora, se volviese en omecillo, y mala voluntad, y la causa fué, según malas lenguas, una cierta cantidad de celillos que ella le dio, tales, que pasaban de la raya, y llegaban á lo vedado, y fué tanto lo que el pastor la aborreció de allí adelante, que por no verla, se quiso ausen- tar de aquella tierra, é irse donde sus ojos no la viesen jamás. La Torralva que se vio desdeñada de Lope, luego le quiso bien, más que nunca le había querido. Esa es natural condición de mujeres, dijo don Quiíote, desdeñar á quien las quiere, y amar á quien las aborrece, pasa adelante Sancho. Su- cedió, dijo Sancho, que el pastor puso por obra su determinación, y ante- cogiendo sus cabras se encaminó por los campos de Extremadura, para pa- sarse á los Keinos de Portugal. La Torralva que lo supo su fué tras él, y seguíale á pie, y descalza desde lejos, con un bordón en la mano, y con unas alforjas al cuello, donde llevaba (según es fama) un pedazo de espejo, y otro de un peine, y no qué botecillo de mudas para la cara: mas lle- vase lo que llevase, que yo no me quiero meter ahora en averiguarlo. Sólo diré que dicen, que el pastor llegó con su ganado á pasar el río Guadiana, y en aquella sazón iba crecido, y casi fuera de madre: y por la parte que llegó no había barca, ni barco, ni quien le pasase á él, ni á su ganado de la otra parte, de lo que se acongojó mucho, porque veía que la Torralva venía ya muy cerca, y le había de dar mucha pesadumbre con sus ruegos, y lágrimas: mas tanto anduvo mirando, que vio un pescador que tenía jun- to á un barco tan pequeño, que solamente podían caber en él una per- sona, y una cabra: y con todo esto le habló, y concertó con él, que le pasase á él, y á trescientas cabras que llevaba. Entró el pescador en el barco, y pasó una cabra, volvió y pasó otra, tornó á volver y tornó á pasar otra. Tenga vuestra merced cuenta con las cabras que el pescador va pasando, porque si se pierde una de la memoria, se acabará el cuento, y no será po- sible contar más palabra del. Sigo pues, y digo, que el desembarcadero de la otra parte, estaba lleno de cieno, y resbaloso, y tardaba el pescador mu- cho tiempo en ir, y volver. Con todo esto, volvió por otra cabra, y otra, y

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otra. Haz cuenta que las pasó todas, dijo don Quixote, no andes yendo y viniendo desa manera, que no acabarás de pasarlas en un afio. Cuántas han pasado hasta ahora, dijo Sancho? Yo qué diablos sé, respondió don Quixo- te. He ahí lo que yo dije, que tuviese buena cuenta. Pues por Dios que se ha acabado el cuento, que no hay pasar adelante. Cómo puede ser eso, res- pondió don Quixote? Tan de esencia de la historia es, saber las cabras que han pasado por extenso, que si se yerra una del número, no puedes seguir adelante con la historia? No señor, en ninguna manera, respondió Sancho, porque así como yo pregunté á vuestra merced, que me dijese cuantas ca- bras habían pasado, y me respondió que no sabía, en aquel mismo instante se me fué á de la memoria cuanto me quedaba por decir, y á que era de mucha virtud y contento. De modo, dijo don Quixote, que ya la histo- ria es acabada? Tan acabada es como mi madre, dijo Sancho. Dígote de verdad, respondió don Quixote, que has contado una de las nuevas con- sejas, cuento, ó historia, que nadie pudo pensar en el mundo, y que tal modo de contarla, ni dejarla, jamás se podrá ver, ni habrá visto en toda la vida, aunque no esperaba yo otra cosa de tu buen discurso, mas no me ma- ravillo, pues quizá estos golpes que no cesan, te deben de tener turbado el entendimiento. Todo puede ser, respondió Sancho, mas yo que en lo de mi cuento, no hay más que decir, que allí se acaba, do comienza el yerro de la cuenta del pasaje de las cabras. Acabe norabuena donde quisiere, dijo don Quixote, y veamos si se puede mover Bocinante. Tornóle á poner las piernas, y él tornó á dar saltes y estarse quedo, tanto estaba de bien atado- En esto parece ser, ó que el frío de la mañana que ya venía, ó que Sancho hubiese cenado algunas cosas lenitivas, ó que fuese cosa natural (que es lo que más se debe creer) á él le vino en voluntad, y deseo de hacer lo que otro no pudiera hacer por él. Mas era tanto el miedo que había entrado en su corazón, que no osaba apartarse un negro de uña de su amo. Pues pen- sar de no hacer lo que tenía gana, tampoco era posible, y así lo que hizo por bien de paz, fué soltar la mano derecha, que tenía asida al arzón tra- sero, con la cual bonitamente, y sin rumor alguno, se soltó la lazada corre- diza, con que los calzones se sostenían, sin ayuda de otra alguna, y en qui- tándosela dieron luego abajo, y se le quedaron como grillos: tras esto alzó la camisa lo mejor que pudo, y echó al aire entrambas posaderas, (que no eran muy pequeñas). Hecho esto (que él pensó que era lo más que ttínía que hacer, para salir de aquel terrible aprieto, y angustia) le sobrevino otra mayor, que fué, que le pareció que no podía mudarse, sin hacer estré- pito, y ruido, y comenzó á apretar los dientes, y á encoger ios hombros.

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recogiendo en el aliento todo cuanto podía. Pero con todas estas diligen- cias, fué tan desdichado, que al cabo al cabo, vino á hacer un poco de rui- do, bien diferente de aquel que á él le ponía tanto miedo. Oyólo don Quixo- te, y dijo: Qué rumor es ese Sancho? No señor, respondió él, alguna cosa nueva debe de ser, que las aventuras, y desventuras, nunca comienzan por poco. Tornó otra vez á probar ventura, y sucedióle tan bien, que sin más ruido, ni alboroto que el pasado, se halló libre de la carga que tanta pesa- dumbre le había dado. Mas como don Quiíote tenía el sentido del olfato, tan vivo como el de los oídos, y Sancho estaba tan junto, y cosido con él, que casi por línea recta subían los vapores hacia arriba, no se pudo escu- sar, de que algunos no llegasen á sus narices: y apenas hubieron llegado, cuando él fué al socorro, apretándolas entre los dos dedos, y con tono algo gangoso, dijo: Paréceme Sancho, que tienes mucho miedo? tengo, res- pondió Sancho, mas en qué lo echa de ver vuestra merced ahora más que nunca? En que ahora más que nunca hueles, y no á ámbar, respondió don Quixote. Bien podrá ser, dijo Sancho, más yo no tengo la culpa, sino vues- tra merced, que me trae á deshoras, y por estos no acostumbrados pasos. Ketírate tres, ó cuatro allá amigo, dijo don Quixote (todo esto sin quitarse las dedos de las narices) y desde aquí adelante ten más cuenta con tu per- sona, y con lo que debes á la mía, que la mucha conversación que tengo, contigo, ha engendrado este menosprecio. Apostaré, replicó Sancho, que piensa vuestra merced, que yo he hecho de mi persona alguna cosa que no deba. Peor es meneallo amigo Sancho, respondió don Quixote. En estos coloquios, y otros semejantes, pasaron la noche, amo y mozo. Mas viendo Sancho que á más andar se venía la mañana, con mucho tiento desligó á Rocinante, y se ató los calzones. Como Rocinante se vio libre (aunque él de suyo no <íra nada brioso) parece que se resintió, y comenzó á dar mano- tadas, porque corbetas (con perdón suyo) no las sabía hacer. Viendo pues don Quixote, que ya Rocinante se movía, lo tuvo á buena señal, y creyó que lo era, de que acometiese aquella temerosa aventura. Acabó en esto de descubrirse el alba, y de parecer distintamente las cosas, y vio don Qui- xote, que estaba entre unos árboles altos, que eran castaños, que hacen la sombra muy oscura: sintió también que el golpear no cesaba, pero no vio quien lo podía causar. Y así sin más detenerse, hizo sentir las espuelas á Rocinante, y tornando á despedirse de Sancho, le mandó que allí le aguar- dase tres días, á lo más largo (como ya otra vez se lo había dicho) y que si al cabo dellos no hubiese vuelto tuviese por cierto, qse Dios había sido ser- vido, de que en aquella peligrosa aventura se le acabasen sus días. Tornóle

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á referir el recado y embajada, que había de llevar de su parte á su señora Dulcinea, y que en lo que tocaba á la paga de sus servicios, no tuviese pena, porque él había dejado hecho testamento, antes que saliera de su lugar, donde sf hallaría gratificado de todo lo tocante á su salario, rata por cantidad del tiempo que hubiese servido. Pero que si Dios le sacaba de aquel peligro, sano, y salvo, y sin cautela, se podía tener por muy más que cierta la prometida ínsula. De nuevo tornó á llorar Sancho, oyendo de nuevo las lastimeras razones de su buen señor, y determinó de no dejarle, hasta el último tránsito, y fin de aquel negocio. Destas lágrimas, y deter- minación tan honrada de Sancho Panza, saca el autor desta historia, que debía de ser bien nacido, y por lo menos Cristiano viejo. Cuyo sentimiento enterneció algo á su amo, pero no tanto que mostrase flaqueza alguna, an- tes disimulando lo mejor que pudo, comenzó á caminar hacia la parte por donde le pareció que el ruido del agua, y del golpear venía. Seguíale San- cho á pie, llevando como tenía de costumbre, del cabestro á su jumento, perpetuo compañero de sus prósperas, y adversas fortunas. Y habiendo andado una buena pieza por entre aquellos castaños, y árboles sombríos, dieron en un pradecillo que al pie de unas altas peñas se hacía, de las cua- les se precipitaba un grandísimo golpe de agua. Al pie de las peñas esta- ban unas casas mal hechas, que más parecían ruinas de edificios, que casas, de entre las cuales advirtieron que salía el ruido, y estruendo de aquel golpear (que aún no cesaba). Alborotóse Bocinante con el estruendo del agua, y de los golpes: y sosegándole don Quixote, se fué llegando poco á poco á las casas, encomendándose de todo corazón á su señora, suplicán- dole que en aquella temerosa jornada, y empresa le favoreciese: y de cami no se encomendaba también á Dios, que no le olvidase. No se le quitaba Sancho del lado, el cual alargaba cuanto podía el cuello, y la vista por en- tre las piernas de Rocinante, por ver si vería ya, lo que tan suspenso, y medroso le tenía. Otros cien pasos serían los que anduvieron, cuando al doblar de una punta, apareció descubierta, y patente la misma causa, sin que pudiese ser otra, de aquel horrísono, y para ellos espantable ruido, que tan suspensos, y medrosos toda la noche los había tenido. Y eran (si no lo has, ó lector, por pesadumbre, y enojo) seis mazos de batán, qué eon sus alternativos golpes aquel estruendo formaban. (1) Cuando don

(1) Por haberse hablado ya de muchos molinos, entre ellos el del « Batán >, parece como que huele á rancio este asunto, pero ofrece la no- vedad de desarrollarse á gran distancia y en paraje distinto.

Tiene por teatro el sitio en que por desnivel del terreno ee produce

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Quixote vio lo que era, enmudeció, y pasmóse de arriba abajo. Miróle San- cho, y vio que tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, con muestras de estar corrido. Miró también don Quixote á Sancho, y viole que tenía los ca- rrillos hinchados, y la boca llena de risa, con evidentes señales de querer reventar con ella: y no pudo su melancolía tanto con él, que á la vista de Sancho, pudiese dejar de reírse, y como vio Sancho que su amo había co- menzado, soltó la presa de manera, que tuvo necesidad de apretarse las ija- das con los puños, por no reventar riendo. Cuatro veces sosegó, y otras tan- tas volvió á su risa con el mismo ímpetu que primero: de lo cual ya se daba al diablo don Quixote: y más cuando le oyó decir, como por modo de fisga: Has de saber, ó Sancho amigo, que yo nací por querer del cielo en esta nuestra edad de hierro, para resucitar en ella la dorada, ó de oro. Yo soy aquel para quien están guardados los peligros, las hazañas grandes, los va- lerosos hechos. Y por aquí fué repitiendo todas, ó las más razones que don Quixote dijo la vez primera que oyeron los temerosos golpes. Viendo pues don Quixote, que Sancho hacía burla del, se corrió, y enojó en tanta ma- nera, que alzó el lanzón y le asentó dos palos, tales, que si como los recibió en las espaldas, los recibiera en la cabeza, quedara libre de pagarle el sa- lario, sino fuera á sus herederos. Viendo Sancho que sacaba tan malas ve- ras de sus burlas, con temor de que su amo no pasase adelante en ellas, con mucha humildad le dijo: Sosiégúese vuestra merced, que por Dios que me burlo: Pues porque os burláis, no me burlo yo, respondió don Quixote. Venid acá señor alegre, pareceos á vos, que si como estos fueron mazos de

una regular cascada en el Arroyo ó rio de los Batanes, antes de llegar con sus aguas á engrosar el Río de los Molinos, marcando una confusión que desaparece al citar á Catón Zonzorino Ronuxno.

Demasiado sabía él, que de los dos Catones, al mayor, para distinguir- lo del menor, le llamaban Catón el Censor. ¿Por qué verificó la mutación de Censor en Zonzorino? Aquí tienes, lector, una cuestión de magia que ningún nigromante ha resuelto; pero Hamete, abusando tal vez del aje- treo cabalLstico á que le condujo la superstición, dice que pronunciando

las Z. Z. como S. S. ha llegado á averiguar que —, tiene su equi-

o -1 no-zonzon ^

valencia en río s»n son.

Y aunque supone que esta niusiquita te habrá iluminado acerca de la verdadera significación, me ruega te suplique, que hagas el favor de fijar- te en lo que dijo Don Quixote á Sancho: «Estoy yo obhgado á dicha (siendo como soy caballero^ á conocer, y distinguir los sones, y saber cua- les son de batanes ó no? »

(Véase el gráfico.)

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batán, fueran otra peligrosa aventura, no había yo mostrado el ánimo que conrenía, para emprenderla, y acabarla? Estoy yo obligado á dicha (siendo como soy caballero) á conocer, y distinguir los sones, y saber cuáles son de batanes, ó no? Y más que podría ser (como es verdad) que no los he visto en mi vida, como vos los habréis visto, como villano ruin que sois, criado, y nacido entre ellos. Si no haced vos que estos seis mazos, se vuelvan en seis Jayanes, y echádmelos á las barbas uno á uno, ó todos juntos, y cuan- do yo no diere con todos patas arriba, haced de la burla que quisiereis. No haya más señor mío, replicó Sancho, que yo confieso, que he andado algo risueño en demasía: pero dígame vuestra merced, ahora que esta- mos en paz, así Dios le saque de todas las aventuras que le sucedie- ren, tan sano, y salvo como le ha sacado desta, no ha sido cosa de reír, y lo es de contar, el gran miedo que hemos tenido, al menos el que yo tuve, que de vuestra meiced, ya yo sé, que no le conoce, ni sabe qué es te- mor, ni espanto? No niego yo, respondió don Quixot«, que lo que nos ha sucedido, no sea cosa digna de risa pero no es digna de contarse, que no son todas las personas tan discretas, que sepan poner en su punto las co- sas. Al menos, respondió Sancho, supo vuestra merced poner en su punto el lanzón, apuntándome á la cabeza, y dándome en las espaldas: gracias á Dios, y á la diligencia que puse en ladearme. Pero vaya, que todo saldrá en la colada, que yo he oído decir: Ese te quiere bien, que te hace llorar: y más que suelen los principales señores, tras una mala palabra que dicen á un criado, darle luego unas calzas, aunque no sé, lo que le suelen dar tras haberle ¿lado de palos: si ya no es, que los caballeros andantes, dan tras palos ínsulas, ó Keinos, en tierra firme. Tal podría correr el dado, dijo don Quiíote, que todo lo que dices viniese á ser verdad: y perdona lo pa- sado, pues eres discreto, y sabes que los primeros movimientos no son en mano del hombre: y está advertido de aquí adelante en una cosa (para que te abstengas, y reportes en el hablar demasiado conmigo) que en cuantos libros de caballerías he leído, que son infinitos, jamás he hallado que nin- gún escudero hablase tanto con su señor, como con el tuyo. Y en ver- dad que lo tengo á gran falta tuya, y mía: tuya, en que me estimas en poco: mía, en que no me dejo estimar en más. que Gandalín, escudero de Ama- dís de Gaula, Conde fué de la ínsula firme. Y se lee del, que siempre ha- blaba á su señor con la gorra en la mano, inclinada la cabeza, y doblado el cuerpo (more Turquesco). Pues qué diremos de Gasabal, escudero de don Galaor, que fué tan callado, que para declararnos la excelencia de su ma- ravilloso silencio, sola una vez se nombra su nombre en toda aquella tan

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grande como verdadera historia. De todo lo que he dicho, has de inferir Sancho, que es menester hacer diferencia, de amo á mozo, de señor á cria- do, j de caballero, á escudero. Asi que desde hoy en adelante nos hemos de tratar con más respeto, sin darnos cordelejo, porque de cualquiera ma- nera que yo rae enoje con vos, han de ser mal para el cántaro. Las merce- des, y beneficios que yo os he prometido, llegarán á su tiempo, y sino lle- garen, el salario al menos no se ha de perder (como ya os he dicho). Está bien cuanto vuestra merced dice, dijo Sancho. Pero querría yo saber (por si acaso no llegase el tiempo de las mercedes, y fuese necesario acudir al de los salarios) cuánto ganaba un escudero de un caballero andante en aque- llos tiempos? y si se concertaban por meses, ó por dias, como peones de albañil? No creo yo, respondió don Quixote, que jamás los tales escuderos estuvieron á salario, sino á merced. Y si yo ahora te le he señalado á en el testamento cerrado que dejé en mi casa, fué por lo que podía suceder, que aún m cómo prueba en estos tan calamitosos tiempos nuestros la caballería, y no querría que por pocas cosas penase mi ánima en el otro mundo. Porque quiero que sepas Sancho, que en él no hay estado más pe- ligroso, que el de los aventureros. Así es verdad, dijo Sancho, pues sólo el ruido de los mazos de un batán, pudo alborotar, y desasosegar el corazón de un tan valeroso andante aventurero, como es vuestra merced. Mas bien puede estar seguro, que de aquí adelante, no despliegue mis labios, para hacer donaire de las cosas de vuestra merced, sino fuere para honrarle como á mi amo, y señor natural. Desa manera, replicó don Quixote, vivirás sobre la haz de la tierra, porque después de á los padres, á los amos se ha de respetar, como si lo fuesen.

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CAPITULO XXI

Que trata de la alta aventura, y rica ganancia del yelmo de Mambrino, con otras cosas sucedidas á nuestro invencible caballero.

En esto comenzó á llover un poco, y quisiera Sancho que se entraran en el molino de los batanes. Mas habíales cobrado tal aborrecimiento don Quixote por la pasada burla, que en ninguna manera quiso entrar dentro: y asi torciendo el camino á la derecha mano dieron en otro como el que habían llevado el día de antes. De allí á poco, descubrió don Quixote un hombre á caballo, que traía en la cabeza una cosa que relumbraba, como si fuera de oro, y aun él apenas le hubo visto, cuando se volvió á Sancho, y le dijo: Paréceme Sancho, que no hay refrán que no sea verdadero, por- que todos son sentencias sacadas de la misma experiencia, madre de las ciencias todas: especialmente aquel que dice: Donde una puerta se cierra, otra se abre. Dígolo, porque si anoche nos cerró la ventura la puerta de la que buscábamos, engañándonos con los batanes, ahora nos abre de par en par otra, para otra mejor, y más cierta aventura, que si yo no acertare á entrar por ella, mía será la culpa, sin que la pueda dar á la poca noticia de batanes, ni á la oscuridad de la noche. Digo esto, porque sino me engaño, hacia nosotros viene uno, que trae en su cabeza puesto el yelmo de Mam- brino, sobre que yo hice el juramento que sabes. Mire vuestra merced bien lo que dice, y mejor lo que hace, dijo Sancho, que no querría que fue- sen otros batanes, que nos acabasen de batanar, y aporrear el sentido. Vál- gate el diablo por hombre, replicó don Quixote, qué va de yelmo á bata- nes? (1) No nada, respondió Sancho, mas á fe que si yo pudiera hablar

(1) Símil por el cual nos hace pensar aquel gran retórico Cervant«s, valiéndose de la brillantez de las aguas y el relumbrón de una hacia de

azófar heridas por los rayos solares que no debemos ocuparnos para

nada de los Batanes aludidos anteriormente. Bien claro dice que bebieron del agua del arroyo de los batanes svi volver la cura á mirarlos, y yo supon- go, que así como el agua del arroyo del Molino del Batán no estaría bebi- ble, la del otro, carente de fondo fangoso por constituir su lecho multitud

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tanto como solía, que quizá diera tales razones, que vuestra merced viera que se engañaba en lo que dice. Cómo me puedo engañar en lo que digo, traidor escrupuloso, dijo don Quixote? Dime, no ves aquel caballero que hacia nosotros viene, sobre un caballo rucio rodado, que trae puesto en la cabeza un yelmo de oro? Lo que veo, y columbro, respondió Sancho, no es sino un hombre sobre un asno pardo, como el mío, que trae sobre la cabe- za una cosa que relumbra. Pues ese es el yelmo de Mambrino, dijo don Quixote, apártate á una parte, y déjame con él á solas, verás cuan sin ha- blar palabra, por ahorrar del tiempo, concluyo esta aventura, y queda por mío el yelmo que tanto he deseado. Yo me tengo en cuidado el apartarme, replicó Sancho: mas quiera Dios, torno á decir, que orégano sea, y no ba- tanes. Ya os he dicho hermano, que no me mentéis, ni por pienso más eso de los batanes, dijo don Quixote, que voto, y no digo más, que os batanee el alma. Calló Sancho, con temor que su amo no cumpliese el voto, que le había echado redondo como una bola. Es pues el caso, que el yelmo, y el

de piedrecitas, correría cristalina é incitaría á apagar la sed del más escru- puloí=o.

Desdo que se alejaron los protagonistas del arroyo de los batanes, an- duvieron vagando al azar, hasta que la buena ventura que sus pasos guiaba los proveyó de lo necesario á mitigar la pesadumbre de don Quixote con harta pena de Sancho.

Los lugares que veía, colocados en cada cabo del camino por donde vio venir al caballero del yelmo, eran, y son, las aldeas de El Hoyo y del Tamaral que, acobardadas por su insignificancia, no se han atrevido á sa- lir á la vergüenza pública luciendo su abolengo.

El Hoyo, debe su nombre á la situación topográfica que ocupa en uno de los «Barrancos de Sierra Morena», es bastante mayor que la otra, y ya en aquellos tiempos estaba mejor surtida que la Solanilla del Tamaral, que en 1865 constaba de Seis casas, y con los caseríos inmediatos que in- tegran el censo de la aldea 132 habitantes. Esta era la que no tenía botica ni barbero.

Y por último, la fenomenal batalla que permitió á don Quixote entrar en posesión de la rica ganancia del yelmo de Mambrino, se dio en el cruce del camino real de Andalucía, con el que lo atraviesa para trasladarse desde El Hoyo á la Solanilla, ó viceversa.

Dice tan estupendo como mínimo narrador, que allí despojaron la acémila; de las sobras del real (es decir, de lo que supuso desparramado como consecuencia de la cno vista» batalla) almorzaron, junto al arroyo llamado rio Frío, en su confluencia con el río de las Fresnedas, y des- pués volvieron al camino real.

Al hablar de la mitad de la bacía del barbero (que, por serlo, tocaría la guitarra), agrega: Yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herrero. Alusión á sitios que frecuentó, conocidos por «Cañada de los Herradores> y «Cerro de la Herradura». (Véase el gráfico de la página siguiente.)

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caballo, y el caballero que don Quixote veía, era esto, que en aquel contor- no había dos lugares, el uno tan pequeño, que ni tenía botica, ni barbero, y el otro que estaba junto á él, sí, y así el barbero del mayor, servía al menor: en el cual tuvo necesidad un enfermo de sangrarse, y otro de ha- cerse la barba, para lo cual venía el barbero, y traía una bacía de azófar. Y quiso la suerte, que al tiempo que venía, comenzó á llover, y porque no se le manchase el sombrero, que debía de ser nuevo, se puso la bacía sobre la cabeza, y como estaba limpia, desde media legua relumbraba. Venía sobre un asno pardo, como Sancho dijo, y esta fué la ocasión que á don Quixote le pareció caballo rucio rodado, y caballero, y el yelmo de oro: que todas las cosas que veía, con mucha facilidad las acomodaba á sus des- variadas caballerías, y malandantes pensamientos. Y cuando él vio que el pobre caballero llegaba cerca, sin ponerse con él en razones, á todo correr de Eocinante, le enristró con el lanzón bajo, llevando intención de pasarle de parte á parte. Mas cuando á él llegaba, sin detener la furia de su carre- ra, le dijo: Defiéndete cautiva criatura, ó entrégame de tu voluntad, lo que con tanta razón se me debe. El barbero, que tan sin pensarlo, ni temerlo, vio venir aquella fantasma sobre sí, no tuvo otro remedio, para poder guar- darse del golpe de la lanza, sino fué el dejarse caer del asno abajo, y no hubo tocado al suelo, cuando se levantó más ligero que un gamo, y comen- zó á correr por aquel llano, que no le alcanzara el viento. Dejóse la bacía en el suelo, con la cual se contentó don Quixote, y dijo que el pagano ha- bía andado discreto, y que había imitado al Castor, el cual viéndose aco- sado de los cazadores, se taraza, y corta con los dientes, aquello por lo que él por instinto natural sabe, que es perseguido. Mandó á Sancho, que alza- se el yelmo, el cual tomándole en las manos, dijo: Por Dios que la bacía es buena, y que vale un real de á ocho, como un maravedí. Y dándosela á su amo, se la puso luego en la cabeza, rodeándola á una parte, y á otra, buscándole el encaje: y como no se le hallaba, dijo: Sin duda que el paga- no, á cuya medida se forjó primero esta famosa celada, debía de tener grandísima cabeza, y lo peor dello es, que te falta la mitad. Cuando San- cho oyó llamar á la bacía, celada, no pudo tener la risa, más vínosele á las mientes la cólera de su amo, y calló en la mitad della. De qué te ríes San- cho, dijo don Quixote? liíome, respondió él, de considerar la gran cabeza que tenía el paisano, dueño deste almete, que no semeja si una bacía de barbero, pintiparada. (1) Sabes que imagino Sancho, que esta famosa pieza

(1) En estos «soliloquios» Cervantinos, ha habido errores de tanto bulto como el de interpretar hablando de la celada, y lo peor es que le falta

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deste encantado yelmo, por algún extraño accidente debió de venir á naanos de quien no supo conocer, ni estimar su valor, y sin saber lo que hacía, viéndola de oro purísimo, debió de fundir la otra mitad para aprovecharse del precio, y de la otra mitad hizo ésta que parece bacía de barbero, como dices: pero sea lo que fuere, que para que la conozco, no hace al caso 8u transmutación, que yo la aderezaré en el primer lugar donde haya herre- ro, y de suerte que no le haga ventaja, ni aun le llegue, la que hizo y forjó el dios de las herrerías, para el dios de las batallas: y en este entretanto la traeré como pudiere, que más vale algo que no nada, cuanto más, que bien será bastante, para defenderme de alguna pedrada. Eso será dijo Sancho, sino se tira con honda, como se tiraron en la pelea de los dos ejércitos, cuando le santiguaron á vuestra merced las muelas, y le rompieron la al- cuza, donde venía aquel benditísimo brebaje, que me hizo vomitar las asa- duras. No me mucha pena el haberle perdido, que ya sabes Sancho, dijo don Quixote, que yo tengo la receta en la memoria. También la tengo yo, respondió Sancho. Pero si yo le hiciere, ni le probare más en mi vida, aquí sea mi hora. Cuanto más que no pienso ponerme en ocasión de haber- le menester, porque pienso guardarme con todos mis cincos sentidos, de ser herido, ni de herir á nadie. De lo del ser otra vez manteado no digo nada, que semejantes desgracias mal se pueden prevenir, y si vienen, no

la mitad. Sin duda los comentaristas no se dieron cuenta de que don Qui- xote la tenía en la mano, y á ella se dirigía, por eso está escrito, y muy bien expresadp: que te falta la mitad.

Otra interpretación capciosa es, la agregación al de un no á todas luces innecesario: la negación de la «semejanza», la afirmación de que es «bacía» y la redundancia de «pintiparada» que en este caso concreto equivale á «igual», demuestran claramente que no ha sido comprendido el Genio.

No quise al tratar de los desaforados gigantazos de hacha y capelli- na— deshacer el enredo, esperando esta coyuntura en que el gran Clemen- cín mete al; porque al afirmar que almete se llamaba también capellina, puede afirmar que no hay Dios, y por el solo hecho ¡insólito! de decirlo un sabio, que lo crean.

A Capellina, al igual que capacete, se les ha dado la misma acepción por la Academia de la Lengua, sin duda á instancia de Clemencín, que las leyó en este libro; pero la significación real y verdadera en la región de donde tomó Cervantes el habla para su fantástica historia, es como sigue: Se llama capellina á un capotillo muy corto, del tamaño de la esclavina más corta del carrick, que lleva unida á la parte del cuello un capuchón para cubrirse la cabeza. Y como yo he visto á los leñadores de mi tierra ir al monte con hacha y capellina, protesto de este olvido. ¡Allá los Gigantes!

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hay que hacer otra cosa, sino encoger los hombros, detener el aliento, ce- rrar los ojos, y dejarse ir por donde la suerte, y la manta nos llevare. Mal Cristiano eres Sancho, dijo oyendo esto don Quixote, porque nunca olvidas la injuria que una vez te han hecho: pues sábete que es de pechos nobles, y generosos, no hacer caso de niñerías. Qué pie sacaste cojo, qué costilla quebrada, qué cabeza rota, para que no se te olvide aquella burla? que bien apurada la cosa, burla ñié, y pasatiempo, que á no entenderlo yo así, ya yo hubiera vuelto allá, y hubiera hecho en tu venganza más daño, que el que hicieron los Griegos por la robada Elena. La cual si fuera en este tiempo, ó mi Dulcinea fuera en aquel, pudiera estar segura, que no tuviera tanta fama de hermosa como tiene: y aquí dio un suspiro, y le puso en las nubes. Y dijo Sancho, por burlas, pues la venganza no puede pasar en veras: pero yo de que calidad fueron las veras, y las burlas, y también que no se me caerán de la memoria, como nunca se quitarán de las espaldas. Pero dejando esto aparte, dígame vuestra merced, qué haremos deste caballo ru- cio rodado, que parece asno pardo, que dejó aquí desamparado aquel Mar- tino, que vuestra merced derribó, que según él puso los pies en polvorosa, y cogió las de Villadiego, no lleva pergenio de volver por él jamás, y para mis barbas, sino es bueno el rucio. Nunca yo acostumbro, dijo don Quixo- te, despojar á los que venzo, ni es uso de caballería, quitarles los caballos, y dejarles á pie: si ya no fuese que el vencedor hubiese perdido en la pen- dencia el suyo, que en este caso, lícito es tomar el del vencido, como ga- nado en guerra lícita. Así que Sancho deja ese caballo, ó asno, ó lo que quisieres que sea, que como su dueño nos vea alongados de aquí, volverá por él. Dios sabe si quisiera llevarle, replicó Sancho, ó por lo menos tro- carle con este mío, que no me parece tan bueno, verdaderamente que son estrechas las leyes de caballería, pues no se extienden á dejar trocar un asno por otro, y querría saber si podría trocar los aparejos siquiera. En eso no estoy muy cierto, respondió don Quixote, y en caso de duda (hasta estar mejor informado) digo que los trueques, si es que tienes dellos necesidad extrema. Tan extrema es, respondió Sancho, que si fueran para mi misma persona, no los hubiera menester más: y luego habilitado con aquella licen- cia, hizo mutatio caparum, y puso su jumento á las mil lindezas, deján- dole mejorado en tercio, y quinto. Hecho esto, almorzaron las sobras del real que del acémila despojaron bebieron del agua del arroyo de los bata- nes, sin volver la cara á mirarlos (tal era el aborrecimiento que les tenían), por el miedo en que les habían puesto, que cortada la cólera, y aun la melancolía, subieron á caballo, y sin tomar determinado camino (por ser

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muy de caballeros andantes no tomar ninguno cierto) se pusieron á cami- nar por donde la voluntad de Rocinante quiso (que se llevaba tras si la de su anao, y aún la del asno, que siempre le seguía por dondequiera que guiaba, en buen amor, y compañía). Con todo esto volvieron al camino real, y siguieron por él á la ventura, sin otro designio alguno. Yendo pues asi caminando, dijo Sancho á su amo: Señor quiere vuestra merced darme li cencía, que departa un poco con él, que después que me puso aquel áspe- ro mandamiento del silencio, se me han podrido más de cuatro cosas en el estómago, y una sola que ahora tengo en el pico de la lengua, no que- rría que se me malograse? Dila, dijo don Quixote, y breve en tus razo- namientos, que ninguno hay gustoso, si es largo. Digo pues señor, dijo Sancho, que de algunos días á esta parte he considerado, cuan poco se gana, y granjea, de andar buscando estas aventuras, que vuestra merced busca por estos desiertos, y encrucijadas de caminos, donde ya que se ven- zan, y acaben las más peligrosas, no hay quien las vea, ni sepa, y así se han de quedar en perpetuo silencio, y en perjuicio de la intención de vuestra merced, y de lo que ellas merecen. Y así me parece que sería mejor (salvo el mejor parecer de vuestra merced) que nos fuésemos á servir á algún Em- perador, ó á otro Príncipe grande, que tenga alguna guerra, en cuyo ser- vicio vuestra merced muestre el valor de su persona, sus grandes fuerzas, y mayor entendimiento: que visto esto del señor á quien serviremos, por fuerza nos ha de remunerar, á cada cual, según sus méritos, y allí no falta- rá quien ponga en escrito las hazañas de vuestra merced, para perpetua memoria. De las mías no digo nada, pues no han de salir de los límites es- cuderiles: aunque decir, que si se usa en la caballería escribir hazañas de escuderos, que no pienso que se han de quedar las mías entre renglo- nes. No dices mal Sancho, respondió don Quixote, mas antes que se llegue á este término, es menester andar por el mundo, como en aprobación, bus- cando las aventuras: para que acabando algunas, se cobre nombre, y fama, tal, que cuando se fuere á la Corte de algún gran Monarca, ya sea el caba- llero conocido por sus obras, y que apenas le hayan visto entrar los mucha- chos por la puerta de la ciudad, cuando todos le sigan, y rodeen dando vo- ces, diciendo: Este es el caballero del Sol, ó de la Serpiente, ó de otra insignia alguna, debajo de la cual hubiere acabado grandes hazañas. Este es dirán, el que venció en singular batalla al Gigantazo Brocabuno de la gran fuerza, el que desencantó al gran Mameluco de Persia del largo en- cantamiento, en que había estado casi novecientos años. Así que de mano en mano irán pregonando sus hechos, y luego al alboroto de los mucha-

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chos, y de la demás gente, se parará á las ventanas (1) de su Real palacio, el Rey de aquel Reino: y así como vea al caballero, conociéndole por las armas, ó por la empresa de su escudo, forzosamente ha de decir: Ea su^s salgan mis caballeros, cuantos en mi Corte están, á recibir á la flor de la caballería que allí viene, á cuyo mandamiento saldrán todos, y él llegará hasta la mitad de la escalera, y le abrazará estrechísimamente, y le dará paz, besándole en el rostro, y luego le llevará por la mano al aposento de la señora Reina, adonde el caballero la hallará con la Infanta su hija, que ha de ser una de las más hermosas, y acabadas doncellas, que en gran par- te de lo descubierto de la tierra á duras penas se puede hallar. Sucederá tras esto, luego en continente, que ella ponga los ojos en el caballero, y él en los della, y cada uno parezca al otro cosa más divina que humana, y sin saber cómo, no como no, han de quedar presos, y enlazados en la intrinca- ble red amorosa, y con gran cuita en sus corazones, por no saber como se han de hablar, para descubrir sus ansias, y sentimientos. Desde allí le lle- varán sin duda á algún cuarto del palacio, ricamente aderezado: donde ha- biéndole quitado las armas, le traerán un rico mantón de escarlata, con que se cubra: y si bien pareció armado, tan bien, y mejor ha de parecer en far- seto. Venida la noche, cenará con el Rey, Reina, é Infanta, donde nunca quitará los ojos della mirándola á hurto de los circunstantes: y ella hará lo mismo, y con la misma sagacidad, porque como tengo dicho, es muy discreta doncella. Levantarse han las tablas, y entrará á deshora por la puerta de la sala un feo, y pequeño enano, con una hermosa dueña, que entre dos Gigantes, detrás del enano viene, con cierta aventura, hecha por un antiquísimo sabio, que el que la acabare será tenido por el mejor caba- llero del mundo. Mandará luego el Rey, que todos los que están presentes la prueben, y ninguno le dará fin, y cima, sino el caballero huésped, en mucho pro de su fama, de lo cual quedará contentísima la infanta, y se tendrá por contenta, y pagada además, por haber puesto, y colocado sus pensamientos en tan alta parte. Y lo bueno es, que este Rey, ó Príncipe, ó lo que es, tiene una muy reñida guerra, con otro tan poderoso como él: y el caballero huésped le pide (al cabo de algunos días que ha estado en su Corte) licencia para ir á servirle en aquella guerra dicha. Darásela el Rey, de muy buen talante, y el caballero le besará cortésmente las manos, por la merced que le hace. Y aquella noche se despedirá de su señora la Infan- ta, por las rejas de un jardín, que cae en el aposento donde ella duerme,

(1) «Ventanas», sustituye á la palabra lemosina «feneetras».

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por las cualea ya otras muchas veces la había hablado, siendo medianera, y sabidora de todo, una doncella de quien la infanta mucho se fia. Suspi- rará él, desmayarase ella, traerá agua la doncella, acuitarase mucho, por- que viene la mañana, y no querría que fuesen descubiertos, por la honra de su señora. Finalmente, la Infanta volverá en sí, y dará sus blancas manos por la reja al caballero, el cual se las besará mil, y mil veces, y se las ba- ñará en lágrimas Quedará concertado entre los dos, del modo que se han de hacer saber sus buenos, ó malos sucesos: y rogarále la Princesa, que se detenga lo menos que pudiere: prometérselo ha él con muchos juramentos, tórnale á besar las manos, y despídese con tanto sentimiento, que estará poco por acabar la vida: vase desde allí á su aposento, échase sobre su le- cho, no puede dormir del dolor de la partida, madruga muy de mañana, váse á despedir del Rey, y de la Reina, y de la Infanta, diciéndole (habién- dose despedido de los dos) que la señora Infanta está mal dispuesta, y que no puede recibir visita: piensa el caballero, que es de pena de su partida, traspásasele el corazón, y falta poco de no dar indicio manifiesto de su pena: está la doncella medianera delante, halo de notar todo, váselo á decir á su señora, la cual la recibe con lágrimas, y le dice, que una de las mayores penas que tiene, es no saber quien sea su caballero, y si es de linaje de Reyes, ó no: asegura la doncella, que no puede caber tanta cortesía, genti- leza, y valentía, como la de su caballero, sino en sujeto real, y grave. Con- suélase con esto la cuitada, y procura consolarse, por no dar mal indicio de á sus padres. Y á cabo de dos días sale en público: ya se es ido el caba- llero, pelea en la guerra, vence al enemigo del Rey, gana muchas ciudades, triunfa de muchas batallas, vuelve á la Corte, ve á su señora por donde sue- le, conciértase que la pida á su padre por mujer, en pago de sus servicios, no se la quiere dar el Rey, porque no sabe quien es. Pero con todo esto, ó robada, ó de otra cualquier suerte que sea, la Infanta viene á ser su espo- sa, y su padre lo viene á tener á gran ventura, porque le vino á averiguar, que el tal caballero, es hijo de un valeroso Rey de no que Reino, porque creo que no debe de estar en el mapa. Muérese el padre, hereda la Infanta, queda Rey el caballero en dos palabras. Aquí entra luego el hacer merced á su escudero, y á todos aquellos que le ayudaron á subir á tan alto estado. Casa á su escudero con una doncella de la Infanta, que es hija de un Du- que muy principal. Eso pido, y barras derechas, dijo Sancho, á eso me atengo, porque todo al pie de la letra ha de suceder por vuestra merced, llamándose: el caballero de la triste Figura. No lo dudes Sancho, replicó don Quixote, porque del mismo, y por los mismos pasos que esto he con-

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tado, suben, y han subido los caballeros andantes á ser Reyes, y Empera- dores. Sólo falta ahora mirar, qué Rey de los Cristianos, ó de los Paganos tenga guerra, y tenga hija hermosa: pero tiempo habrá para pensar esto, pues como te tengo dicho, primero se ha de c»brar fama por otras partes, que se acuda á la Corte. También me falta otra cosa, que puesto caso que se halle Rey con guerra, y con hija hermosa, y que yo haya cobrado fama increíble por todo el universo, no yo cómo se podía hallar que yo sea de linaje de Reyes, ó por lo menos, primo segundo de Emperador? Porque no me querrá el Rey dar á su hija por mujer, sino está primero muy enterado en esto, aunque más lo merezcan mis famosos hechos: así que por esta fal ta, temo perder lo que mi brazo tiene bien merecido. Bien es verdad, que yo soy hidalgo, de solar conocido, de posesión, y propiedad, y de devengar quinientos sueldos: y podría ser que el sabio que escribiese mi historia, deslindase de tal manera mi parentela, y descendencia, que me hallase quinto, ó sexto nieto de Rey. Porque te hago saber Sancho, que hay dos maneras de linajes en el mundo: unos que traen, y derivan su descendencia de Príncipes, y Monarcas, á quien poco á poco el tiempo ha deshecho, y han acabado en punta, como pirámides. Otros tuvieron principio de gente baja, y van subiendo de grado en grado, hasta llegar á ser grandes señores. De manera que está la diferencia, en que unos fueron, que ya no son: y otros son que ya no fueron, y podría ser yo destos, que después de averi- guado, hubiese sido mi principio grande, y famoso, con lo cual se debía de contentar el Rey mi suegro que hubiere de ser. Y cuando no, la Infanta me ha de querer de manera, que á pesar de su padre, aunque claramente sepa que soy hijo de un azacán, rae ha de admitir por señor, y por esposo: y sino aquí entra el robarla, y llevarla donde más gusto me diere, que el tiempo, ó la muerte ha de acabar el enojo de sus padres. Ahí entra bien también, dijo Sancho, lo que algunos desalmados dicen. No pidas de gra- do, lo que puedes tomar por fuerza. Aunque mejor cuadre decir: Más vale salto de mata, que ruego de hombres buenos. Dígolo, porque si el señor Rey, suegro de vuestra merced, no se quisiere domeñar á entregarle á mi señora la Infanta, no hay sino como vuestra merced dice, robarla, y tras- ponerla. Pero está el daño, que en tanto que se hagan las paces, y se goce pacíficamente del Reino, el pobre escudero se podrá estar á diente en esto de las mercedes: si ya no es, que la doncella tercera, que ha de ser su mu- jer, se sale con la Infanta, y él pase oon ella su malaventura, hasta que el cielo ordene otra cosa, porque bien podrá, creo yo, desde luego dársela su señor por legítima esposa. Eso no hay quien lo quite, dijo don Quixote.

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Pues como eso sea, respondió Sancho, no hay sino enconaendarse á Dios, j dejar correr la suerte, por donde mejor lo encaminare. Hágalo Dios, res- pondió don Quixote, como yo deseo, y Sancho has menester, y ruin sea quien por ruin se tiene. Sea por Dios, dijo Sancho, que yo Cristiano viejo soy, y para ser Conde esto me basta. Y aún te sobra, dijo don Quixote, y cuando no lo fueras, no hacia nada al caso, porque siendo yo el Key, bien te puedo dar nobleza sin que la compres, ni me sirvas con nada: porque en haciéndote Conde, cátate caballero, y digan lo que dijeren, que á buena que te han de llamar señoría, mal que les pese. Y montas que no sabría yo autorizar el litado, dijo Sancho. Dictado has de decir, que no litado, dijo su amo. Sea así respondió Sancho Panza. Digo que le sabría bien aco- modar, porque por vida mía que un tiempo fui muñidor de una cofradía, y que me asentaba tan bien la ropa de muñidor, que decían todos que tenía presencia para poder ser Prioste de la misma cofradía. Pues qué será, cuando me ponga un ropón Ducal acuestas, ó me vista de oro, y de perlas, á uso de Conde extranjero para tengo, que me han de venir á ver de cien leguas. Bien parecerás, dijo don Quixote, pero será menester que te rapes las barbas á menudo, que según las tienes de espesas, aborrascadas, y mal puestas, sino te las rapas á navaja cada dos días por lo menos, á tiro de escopeta, se echará de ver lo que eres. Qué hay más, dijo Sancho, sino tomar un barbero, y tenerle asalariado en casa, y aun si fuera menes- ter, le haré .que ande tras mí, como caballerizo de grande. Pues cómo sabes tú, preguntó don Quixote, que los grandes llevan detrás de á sus caballe- rizos? Yo se lo diré, respondió Sancho: Los años pasados estuve un mes en la Cort«, y allí vi, que paseándose un señor muy pequeño, que decían que era muy grande, un hombre le seguía á caballo, á todas las vueltas, que daba que no parecía, sino que era su rabo. Pregunté que cómo aquel hom- bre no se juntaba con el otro hombre? Respondiéronme, que era su caba- llerizo y que era uso de grandes, llevar tras á los tales. Desde entonces lo tan bien que nunca se me ha olvidado. Digo que tienes razón dijo don Quixote, y que así puedes llevar á tu barbero, que los usos no vinieron todos juntos, ni se inventaron á una, y puedes ser el primer Conde que lleva tras á su barbero: y aún es de más confianza el hacerla barba, que ensillar un caballo. Quédese eso del barbero á mi cargo, dijo Sancho, y al de vuestra merced se quede, el procurar venir á ser Rey, y el hacerme Conde. Así será, dijo don Quixote, y alzando los ojos vio, lo que se dirá en el siguiente capitulo.

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CAPITULO XXII

De la libertad que dio don Quixote á muchos desdi- chados, que mal de su grado los llevaban donde no quisieran ir.

Cuenta Cide Hamete Benengeli, autor Arábigo, y Manchego, en esta gravísima, altisonante, mínima, dulce, é imaginada historia, que después que entre el famoso don Quixote de la Mancha, y Sancho Panza su escudero pasaron aquellas razones, que en el fin del capítulo veinte, y uno, quedan referidas: Que don Quixote alzó los ojos, y vio que por aquel camino que llevaba, venían hasta doce hombres á pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas á las manos. Venían asimismo con ellos dos hombres de á caballo, y dos de á pie. Los de á caballo con escopetas de rueda, y los de á pie con dardos, y espadas, y que así como Sancho Panza los vio, dijo: Esta es cadena de galeotes, gente forzada del Rey, que va á las galeras. Cómo gente forzada, pregun- tó don Quixote? es posible que el Rey haga fuerza á ninguna gente? No digo eso, respondió Sancho, sino que es gente, que por sus delitos va con- denada, á servir al Rey en las galeras de por fuerza. En resolución, repli- có don Quixote: como quiera que ello sea, esta gente aunque los llevan van de por fuerza, y no de su voluntad. Así es, dijo Sancho. Pues desa manera, dijo su amo, aquí encaja la ejecución de mi oficio, deshacer fuer* zas, y socorrer, y acudir á los miserables. Advierta vuestra merced, dijo Sancho, que la justicia, que es el mismo Rey, no hace fuerza, ni agravio á semejante gente, sino que los castiga en pena de sus delitos. Llegó en esto la cadena de los galeotes, y <lon Quixote, con muy corteses razones, pidió á los que iban en su guarda, fuesen servidos, de informarle, y decir- le, la causa, ó causas, porque llevaban aquella gente de aquella manera? Uno de los guardas de á caballo respondió, que eran galeotes, gente de su Majestad, que iba á galeras, y que no había más que decir, ni él tenía más que saber. Con todo eso, replicó don Quixote, querría saber de cada uno dellos en particular la causa de su desgracia? Añadió á estas, otras

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tales y tan comedidas razones, para moverlos á que le dijesen lo que de- seaba, que el otro guarda de á caballo le dijo: Aunque llevamos aquí el registro, y la fe de las sentencias, de cada uno destos malaventurados, no es tiempo este de detenerles á sacarlas, ni á leerlas, vuestra merced lle- gue, y se lo pregunte á ellos mismos, que ellos lo dirán, si quisieren, que querrán, porque es gente que recibe gusto, de hacer, y decir bellaque- rías. Con esta licencia que don Quiíote se tomara, aunque no se la dieran, se llegó á la cadena, y al primero le preguntó: Que por qué pecados iba de tan mala guisa? El respondió, que por enamorado. Por eso no más? replicó don Quixote, pues si por enamorados echan á galeras, días ha que pudiera yo estar bogando en ellas. No son los amores como los que vuestra merced piensa, dijo el galeote, que los míos fueron, que quise tanto á una canasta de colar, atestada de ropa blanca, que la abracé conmigo tan fuertemente, que á no quitármela la justicia por fuerza, aún hasta ahora no la hubiera dejado de mi voluntad. Fué en flagrante, no hubo lugar de tormento, con- cluyóse la causa, acomodáronme las espaldas con ciento, y por añadidura tres años de gurapas, y acabóse la obra. Qué son gurapas, preguntó don Quixote? Gurapas son galeras, respondió el galeote, el cual era un mozo, de hasta edad de veinte, y cuatro años, y dijo que era natural de Piedra- hita. Lo mismo preguntó don Quixote al segundo, el cual no respondió palabra, según iba de triste, y melancólico; mas respondió por él el prime- ro, y dijo: Este señor va por Canario, digo, que por músico, y cantor. Pues cómo, repitió don Quixote, por músicos, y cantores van también á galeras? señor, respondió el galeote, que no hay peor cosa que cantar en el ansia. Antes he oído decir, dijo don Quixote, que quien canta, sus males espanta. Acá es al revés, dijo el galeote, que quien canta una vez, llora toda la vida. No lo entiendo, dijo don Quixote; mas uno de los guardas le dijo: Señor caballero, cantar en el ansia se dice entre esta gente non sancta, confesar en el tormento. A este pecador le dieron tormento, y confesó su delito, que era ser cuatrero, que es ser ladrón de bestias y por haber confesado le con- denaron por seis años á galeras, amén de doscientos azotes que ya lleva en las espaldas. Y va siempre pensativo, y triste, porque los demás ladrones que allá quedan, y aquí van, le maltratan, y aniquilan, y escarnecen, y tie- nen en poco, porque confesó, y no tuvo ánimo de decir nones. Porque di- cen ellos, que tantas letras tiene un no, como un sí: y que harta ventura tiene un delincuente, que está en su lengua su vida, ó su muerte, y no en la de los testigos, y probanzas, y para tengo, que no van muy fuera de camino. Y yo lo entiendo así, respondió don Quixote, el cual pasando al

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tercero, preguntó lo que á los otros: el cual de presto, y con mucho des- enfado, respondió, y dijo: Yo voy por cinco años á las señoras gurapas, por faltarme diez ducados. Yo daré veinte de muy buena gana, dijo don Qui- xote, por libraros desa pesadumbre. Eso me parece, respondió el galeote, como quien tiene dinero en mitad del golfo, y se está muriendo de ham- bre, sin tener adonde comprar lo que ha menester. Dígolo, porque si á su tiempo tuviera yo esos veinte ducados que vuestra merced ahora me ofrece, hubiera untado con ellos la péndola del escribano, y avivado el ingenio del procurador, de manera, que hoy me viera en mitad de la plaza de Zocodo- ver de Toledo, y no en este camino atraillado como galgo, pero Dios es grande, paciencia, y basta. Pasó don Quixote al cuarto, que era un hombre de venerable rostro, con una barba blanca, que le pasaba del pecho: el cual oyéndose preguntar la causa, por qué allí venía, comenzó á llorar, y no res- pondió palabra: mas el quinto condenado le sirvió de lengua, y dijo: Este hombre honrado, va por cuatro años á galeras, habiendo paseado las acos- tumbradas, vestido en pompa, y á caballo. Eso es, dijo Sancho Panza, á lo que á me parece, haber salido á la vergüenza. Así es, replicó el galeo- te: y la culpa porque le dieron esta pena, es por haber sido corredor de oreja, y aun de todo el cuerpo: en efecto quiero decir, que este caballero va por alcahuete, y por tener asimismo sus puntas, y collar de hechicero. A no haberle añadido esas puntas, y collar, dijo don Quixote, por solamen- te el alcahuete limpio, no merecía el ir á bogar en las galeras, sino á man- darlas, y á ser General dellas, porque no es así como quiera el oficio de alcahuete, que es oficio de discretos, y necesarísimo en la república bien ordenada, y que no le debía de ejercer sino gente muy bien nacida: y aún había de haber veedor, y examinador de los tales, como le hay de los de- más oficios, con número diputado, y conocido, como corredores de lonja; y desta manera se escusarían muchos males, que se causan, por andar en este oficio, y ejercicio entre gente idiota, y de poco entendimiento: como son mujercillas de poco más á menos, pajecillos, y truhanes de pocos años, y de muy poca experiencia, que á la más necesaria ocasión, y cuando es menester dar una traza que importe, se les hielan las migas entre la boca, y la mano, y no saben cuál es su mano derecha. Quisiera pasar adelante, y dar las razones, por qué convenía hacer elección de los que en la repú- blica habían de tener tan necesario oficio: pero no es el lugar acomodado para ello, algún día lo diré, á quien lo pueda proveer, y remediar. Solo digo ahora, que la pena que me ha causado ver estas blancas canas, y este rostro venerable en tanta íatiga por alcahuete, me ha quitado el asunto de

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ser hechicero. Aunque bien que no hay hechizos en el mundo, que pue- dan mover, y lorzar la voluntad, como algunos simples piensan, que es libre nuestro albedrío, y no hay yerba ni encanto que le fuerce: lo que suelen hacer algunas mujercillas simples, y algunos embusteros bellacos, es algunas mixturas, y venenos con que vuelven locos á los hombres, dan- do á entender que tienen fuerza para hacer querer bien, siendo como digo cosa imposible, forzar la voluntad. Así es, dijo el buen viejo, y en verdad señor, que en lo de hechicero, que no tuve culpa, en lo de alcahuete, no lo pude negar: pero nunca pensé que hacía mal en ello, que toda mi inten- ción era, que todo el muiiJo se holgase, y viviese en paz, y quietud, sin pendencias ni penas: pv- no me aprovechó nada este buen deseo, para dejar de ir adonde no v;-;.i,:j volver, según me cargan los años, y un mal de orina que llevo, que no me deja reposar un rato: y aquí tornó á 8U llanto como de primero, y túvole Sancho tanta compasión, que sacó un real de á cuatro del seno, y se le dio de limosna. Pasó adelante don Qui- lote, y preguntó á otro su delito, el cual respondió con no menos, sino con mucha más gallardía que el pasado: Yo voy aquí porque me burlé dema- siadamente con dos primas hermanas mías, y con otras dos hermanas, que no lo eran mías: finalmente tanto me burlé con todas, que resultó de la burla, crecer la parentela tan intrincadamente, que no hay Sumista que la declare. Probóseme todo, faltó faver, no tuve dineros, vime á pique de per- der los tragaderos: sentenciáronme á galeras por seis años, consentí; casti- go es de mi culpa, mozo soy, dure la vida, que con ella todo se alcanza. Si vuestra merced, señor caballero, lleva alguna cosa con que socorrer á estos pobretes. Dios se lo pagará en el cielo, y nosotros tendremos en la tierra cuidado de rogar á Dios en nuestras oraciones por la vida, y salud de vuestra merced, que sea tan larga, y tan buena, como su buena presen- cia merece Este iba en hábito de estudiante, y dijo uno de los guardas, que, era muy grande hablador, y muy gentil Latino. Tras todos estos, venia un hombre de muy buen parecer, de edad de treinta años, sino que al mirar metía un ojo en el otro: un poco venía diferentemente atado que los demás, porque traía una cadena al pie, tan grande, que se la liaba por todo el cuerpo, y dos argollas á la garganta, la una en la cadena, y la otra, de las que llaman guarda amigo, ó pie de amigo. De la cual descendían dos hie- rros, que llegaban á la cintura, en los cuales se asían dos esposas, donde llevaba las manos, cerradas con un grueso candado, de manera, que ni con las manos podía llegar á la boca, ni podía bajar la cabeza á llegar á las manos. Preguntó don Quixote, que cómo iba aquel hombre con tantas pri-

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siones, más que los otros? Respondióle el guarda: Porque tenía aquel solo más delitos, que todos los otros juntos: y que era tan atrevido, y tan gran- de bellaco, que aunque le llevaban de aquella manera, uo iban seguros del, sino que temían que se U-s Labia de huir. Qué delitos puede tener, dijo don Quixote, sino ha merecido mas pena que echarle á las galeras? Va por diez años, replicó el guarda, que es como muerte civil: No se quiera saber más, sino que este buen hombre es el famoso Ginés de Pasamente, que por otro nombre llaman, Ginesillo de Parapilla. Señor Comisario, dijo en- tonces el galeote, vayase poco á poco, y no andemos ahora á deslindar nombres, y sobrenombres, Ginés me llamo, y no Ginesillo, y Pasamonte es mi alcurnia, y no Parapilla, como voacé dice, y cada uno se una vuel- ta á la redonda, y no hará poco. Hable con menos tono, replicó el Comi- sario, señor ladrón de más de la marca, sino quiere que le haga callar, mal que le pese. Bien parece, respondió el galeote, que va el hombre como Dios es servido, pero algún día sabrá alguno, si me llamo Ginesillo de Parapilla, ó no. Pues no te llaman asi embustero, dijo el guarda? lla- man, respondió Ginés, mas yo haré que no me lo llamen, ó me las pelaría, donde yo digo entre mis dientes. Señor caballero, si tiene algo que darnos, dénoslo ya, y vaya con Dios, que ya enfada con tanto querer saber vidas ajenas: y si la mía quiere saber, sepa que yo soy Ginés de Pasamonte, cuya vida está escrita por estos pulgares. Dice verdad, dijo el Comisario, que el mismo ha escrito su historia, que no hay más que desear, y deja empeña- do el libro en la cárcel en doscientos reales. Y le pienso quitar, dijo Ginés, si quedara en doscientos ducados. Tan bueno es, dijo don Quixote. Es tan bueno, respondió Ginés, que mal año para Lazarillo de Termes, y para todos cuantos de aquel género se han escrito, ó escribieren. Lo que de- cir á voacé, es, que trata verdades, y que son verdades tan lindas, y tan donosas, que no pueden haber mentiras que se le igualen. Y cómo se inti- tula el libro, preguntó don Quixote? La vida de Ginés de Pasamonte, res- pondió el mismo. Y está acabado, preguntó don Quixote? Cómo puede estar acabado, respondió él, sino está acabada mi vida: lo que está escrito, es desde mi nacimiento, hasta el punto que esta última vez me han echado en galeras. Luego otra vez habéis estado en ellas, dijo don Quixote? Para servir á Dios, y al líey, otra vez he estado cuatro años, y ya á qué sabe el bizcocho, y el corbacho, respondió Ginés: y no me pesa mucho de ir á ellas, porque allí tendré lugar de acabar mi libro, que me quedan muchas cosas que decir: y en las galeras de España, hay más sosiego de aquel que seria menester, aunque no es menester mucho más para lo que yo tengo

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de escribir, porque me lo de coro. Hábil pareces, diio don Quixote? Y desdichado, respondió Ginés, porque siempre las desdichas persiguen al buen ingenio. Persiguen á los bellacos, dijo el Comisario. Ya le he dicho señor Comisario, respondió Pasamente, que se vaya poco á poco, que aquellos señores no le dieron esa vara, para que maltratase á los pobre- tes que aquí vamos, sino para que nos guiase, y llevase, adonde su Ma- jestad manda: sino por vida de, basta, que podría ser que saliesen algún día en la colada, las manchas que se hicieron en la venta; y todo el mun- ndo calle, y viva bien, y hable mejor, y caminemos, que ya es mucho regodeo este. Alzó la vara en alto el Comisario, para dar á Pasamente en respuesta de sus amenazas, mas don Quixote se puso en medio, y le rogó que no le maltratase, pues no era mucho, que quien llevaba tan ata- das las manos, tuviese algún tanto suelta la lengua: j volviéndose á todos los déla cadena, dijo: De todo de cuanto me habéis dicho, hermanos carí- simos, he sacado en limpio, que aunque os han castigado por vuestras cul- pas, las penas que vais á padecer no os dan mucho gusto, y que vais á ellas muy de mala gana, y muy contra vuestra voluntad: y que podría ser, que el poco ánimo que aquel tuvo en el tormento, la falta de dineros des- te, el poco favor del otro, y finalmente el torcido juicio del juez, hubiese sido causa de vuestra perdición, y de no haber salido con la justicia que de vuestra parte teníais. Todo lo cual se me representa á ahora en la memoria, de manera que me está diciendo, persuadiendo, y aun forzando. que muestre con vosotros el efecto para que el cielo me arrojó al mundo, y me hizo profesar en él la orden de caballería que profeso, y el voto que que en ella hice, de favorecer á los menesterosos, y opresos de los mayo- res. Pero porque sé, que una de las partes de la prudencia es, lo que se puede hacer por bien no se haga por mal, quiero rogar á estos señores guardianes, y Comisario, sean servidos de desataros, y dejaros ir en paz, que no faltarán otros que sirvan al Rey en mejores ocasiones: porque me parece duro caso hacer esclavos á los que Dios, y naturaleza hizo libres. Cuanto más, señores guardas, añadió don Quiíote, que estos pobres no han cometido nada contra vosotros, allá se lo haya cada uno con su peca- do, Dios hay en el cielo que no se descuida de castigar al malo, ni de pre- miar al bueno: y no es bien que los hombres honrados sean verdugos de los otros hombres, no yéndoles nada en ello. Pido esto con esta manse- dumbre, y sosiego, porque tenga, si lo cumplís, algo que agradeceros: y cuando de grado no lo hagáis, esta lanza, y esta espada, con el valor de mi brazo, harán que lo hagáis por la fuerza. Donosa majadería, respondió el

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Comisario: bueno está el donaire con que ha salido á cabo de rato, los for- zados del Eey quiere que le dejemos, como si tuviéramos autoridad para soltarlos, ó él la tuviera para mandárnoslo. Vayase vuestra merced, señor, norabuena su camino adelante, y enderécese ese bacín que trae en la cabe- za, y no ande buscando tres pies al gato. Vos sois el gato, y el rato, y el bellaco, respondió don Quixote: y diciendo, y haciendo, arremetió con él tan presto, que sin que tuviese lugar de ponerse en defensa, dio con él en el suelo, mal herido de una lanzada: y avínole bien, que este era el de la es- copeta. Los demás guardas quedaron atónitos, y suspensos del no esperado acontecimiento, pero volviendo sobre sí, pusieron mano á sus espadas los de á caballo, y los de á pie á sus dardos, y arremetieron á don Quixote, que con mucho sosiego los aguardaba: y sin duda lo pasara mal, si los galeotes viendo la ocasión que se les ofrecía de alcanzar libertad, no la procuraran, procurando romper la cadena donde venían ensartados. Fué la revuelta de manera, que los guardas, ya por acudir á los galeotes que se desataban, ya por acometer á don Quixote, que los acometía, no hicieron cosa que fuese de provecho. Ayudó Sancho por su parte, á la soltura de Ginés de Pasa- monte, que fué el primero que saltó en la campaña libre, y desembarazado; y arremetiendo al Comisario caído, le quitó la espada, y la escopeta, con la cual apuntando al uno, y señalando al otro, sin dispararla jamás, no quedó guarda en todo el campo, porque se fueron huyendo, así de la escopeta de Pasamonte, como de las muchas pedradas que los ya sueltos galeotes les tiraban. Entristecióse mucho Sancho deste suceso, porque se le representó que los que iban huyendo habían de dar noticia del caso á la santa Herman- dad, la cual á campana herida saldría á buscar los delincuentes, y así se lo dijo á su amo, y le rogó que luego de allí se partiesen, y se emboscasen en la sierra, que estaba cerca. Bien está eso, dijo don Quixote. pero yo lo que ahora conviene que se haga: v llamando todos los galeotes, que anda- ban alborotados, y habían despojado al Comisario, hasta dejarle en cueros, se le pusieron todos á la redonda para ver lo que les mandaba, y así les dijo: De gente bien nacida es agradecer los beneficios que reciben, y uno de los pecados que más á Dios ofende, es la ingratitud. Dígolo, porque ya ha- béis visto, señores, con manifiesta experiencia, el que de habéis recibi- do, en pago del cual querría, y es mi voluntad, que cargados de esa cadena que quité de vuestros cuellos, luego os pongáis en camino, y vayáis á la ciudad del Toboso, y allí os presentéis ant« la señora Dulcinea del Toboso, y le digáis, que su caballero, el de la triste figura, se le envía á encomen- dar: y le contéis punto por punto todos los que ha tenido esta famosa aven-

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tura, hasta poneros en la deseada libertad: j hecho esto os podréis ir donde quisiereis, á la buena ventura. Respondió por todos Ginés Pasamonte, j dijo: lo que vuestra merced nos manda, señor, y libertador nuestro, es im- posible de toda imposibilidad cumplirlo, porque no podemos ir juntos por los caminos, sino solos y divididos, y cada uno por su parte, procurando meterse en las entrañas de la tierra, por no ser hallado de la santa Her- mandad, que sin duda alguna ha de salir en nuestra busca: lo que vuestra merced puede hacer, y es justo que se haga, es, mudar ese servicio y mon- tazgo de la señora Dulcinea del Toboso, en alguna cantidad de Ave-Marías, Credos, que nosotros diremos por la intención de vuestra merced, y esta es cosa que se podrá cumplir de noche, y de día: huyendo, ó reposando: en paz, ó en guerra: pero pensar que hemos de volver ahora á las ollas de Kgipk), digo, á tomar nuestra cadena, y á ponernos en camino del Toboso, es pensar que es ahora de noche, que aún no son las diez del día, y es pe- dir á nosotros eso, como pedir peras al olmo. Pues voto á tal dijo don Quí- sote (ya puesto en cólera) don hijo de la puta, don Ginesillo de Paropillo, ó como os llaméis, que habéis de ir vos sólo, rabo entre piernas, con toda la cadena á cuestas. Pasamonte que no era nada bien sufrido, estando ya enterado que don Quixote no era muy cuerdo (pues tal disparate había co- metido, como el de querer darles libertad) viéndose tratar mal, y de aquella manera, hizo del ojo á los compañeros, y apartándose aparte, comenzaron á llover tantas y tantas piedras sobre don Quixote, que no se daba manos á cubrirse con la rodela: y el pobre de Rocinante no hacía más caso de la es- puela, que si fuera hecho de bronce. Sancho se puso tras su asno, y con él se defendía de la nube, y pedrisco que sobre entrambos llovía. No se pudo escudar tan bien don Quixote, que no le acertasen no cuantos guijarros en el cuerpo, con tanta fuerza, que dieron con él en el suelo: y apenas hubo caído, cuando fué sobre él el estudiante, y le quitó la bacía de la cabeza, y dióle con ella tres, ó cuatro golpes en las espaldas, y otros en la tierra, con que la hizo casi pedazos. Quitáronle una ropilla que traía sobre las armas, y las medias calzas le querían quitar, si las grebas no lo estorbaran. A Sancho le quitaron el gabán, y dejándole en pelota, repartiendo entre los demás despojos de la batalla, se fueron cada uno por su parte, con más cui- dado de escaparse de la Hermandad que temían, que de cargarse de la ca- dena, é ir á presentarse ante la señora Dulcinea del Toboso. Solos quedaron jumento, y Rocinante, Sancho, y doi Quixote. El jumento cabizbajo, y pensativo, sacudiendo de cuaude en cuando las orejas, pensando que aún no había cesado la borrasca de las piedras que le perseguían los oídos. Roci-

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nante, tendido junto á su amo, que tambiéu vino al suelo de otra pedrada. Sancho en pelota, y tenaeroso de la Santa Hermandad. Don Quixote mohi- nísimo de verse tan mal parado, por los mismos á quien tanto bien había hecho.

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CAPITULO XXIII

De lo que le aconteció al famoso don Quixote en Sie- rra Morena, que fué una de las más raras aventu- ras que en esta verdadera historia se cuentan.

Viéndose tan mal parado don Quixote, dijo á su escudero: Siempre Sancho lo he oído decir, que el hacer bien á villanos, es echar agua en la mar. Si yo hubiera creído lo que me dijiste, yo hubiera escusado esta pe- sadumbre, pero ya está hecho, paciencia, y escarmentar para desde aquí adelante. Asi escarmentará vuestra merced, respondió Sancho, como yo soy Turco: pero pues dice, que si me hubiera creído se hubiera escusado este daño, créame ahora, y escusará otro mayor: porque le hago saber, que con la santa Hermandad no hay usar de caballerías, que no se le da á ella por cuantos caballeros andantes hay dos maravedís: y sepa que ya me pa- rece, que sus saetas me zumban por los oídos. Naturalmente eres cobarde Sancho, dijo don Quixote, pero porque no digas que soy contumaz, y que jamás hago lo que me aconsejas, por esta vez quiero tomar tu consejo, y apartarme de la furia que tanto temes, mas ha de ser con una condición, que jamás en vida, ni en muerte has de decir á nadie, que yo me retiré, y aparté deste peligro de miedo, sino por complacer á tus ruegos: que si otra cosa dijeres, mentirás en ello: y desde ahora para entonces, y desde entonces para ahora te desmiento, y digo que mientes, y mentirás todas las veces que lo pensares, ó lo dijeres: y no me repliques más, que en solo pensar que me aparto, y retiro de algún peligro, especialmente deste, que parece que lleva algún es no es de sombra de miedo, estoy ya para que- darme, y para aguardar aquí solo, no solamente á la santa Hermandad que dices, y temes, sino á los hermanos de las doce Tribus de Israel, y á los siete Macabeos, (1) y á Castor, y á Polux, y aun á todos los hermanos, j hermandades que hay en el mundo. Señor, respondió Sancho, que el reti- rar no es huir, ni el esperar es cordura, cuando el peligro sobrepuja á la

(1) Aunque no lo dijese en la primera edición de Cuesta, yo siempre sostendría que era un error intencionado lo de los siete Mancebos.

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esperanza: y de sabios es guardarse hoy para mañana, y no aventurarlo todo en un día. Y sepa, que aunque zafio, y villano, todavía se me alcanza algo desto que llaman, buen gobierno: así que no se arrepienta de haber tomado mi consejo, sino suba en Kocinante, si puede, ó sino yo le ayudaré, y sígame, que el caletre me dice, que hemos menester ahora más los pies que las manos. Subió don Quixote, sin replicarle más palabra, y guiando Sancho sobre su asno, se entraron por una parte de Sierra Morena, que allí junto estaba, llevando Sancho intención de atravesarla toda, eirá salir al Viso, ó á Almodóvar del Campo, (1) y esconderse algunos días por aque. lias asperezas, por no ser hallados, si la Hermandad los buscase. Animóle á esto haber visto, que de la refriega de los galeotes se había escapado libre la despensa que sobre su asno venía, cosa que la juzgó á milagro, «egún fué lo que llevaron, y buscaron los galeotes. Aquella noche llegaron ú la mitad de las entrañas de Sierra Morena, adonde le pareció á Sancho,

(1) Eii el gráfico anterior consta el pradeciílo donde comieron al reti- rarse de la despampanante refriega sostenida con el barbero, confirmán- dolo Sancho, que en su apresuramiento por huir, marca dos direcciones: al E., el Viso del Marqués, y al N., Almodóvar del Campo.

Fijándose en dicho gráfico, se observará que desde el sitio elegido para descanso de nuestros héroes (donde engulleron his sobras del real) prolon- gando dos rectas hasta los puntos que cita el imprudente Sancho, no exis- te una milésima de diferencia; y esto, aparentemente casual, tiene fácil y lógica explicación, si se recuerda al profesor de telemetría que midió las distancias desde las Argamasillas á los puertos y estableció su observato- rio en Caraculiambro.

Después pasaron el río Fresnedas, y al cruzar el camino real tras la escena de los galeotes determinaron de atravesar toda la Sierra, longitu- dinalmente, de O. á E., que es la trayectoria que recorrieron Haro y Ro- meu aún no había nacido D. Josoph Hermosilla para subir á Castro- Ferral; y aunque asegura que aquella noche llegaron á la mitad (de su anchura, do N. á S.,) de las entrañas de la Sierra que allí junto estaba, pasando la noche entre dos peñas y muchos alcornoques, debemos levan- tar por ahora el juramento de no creerle por lo que diga, pues la pa:saron en la «Serrezuela del Agua», que es la montañuela por donde iba saltando Cardenio al amanecer.

Enfrente, por el N., está Ortezuela, (jue ahora se dico Huertezuelas de •Sierra Morena, y e^ta terminación en uda, se usa mucho por aquella parte de España descubierta nn poco después que I^as Hurdes; salvando el caso ¡claro está! de que sea un italianismo más, y yo no rae haya apercibido.

Y, para terminar, agregan los cabreros: le homs de llevar á la villa de Almodóvar, que está de aquí ocho leguas. Justas y cabales. Esa es la distan- cia que media entre Sierra Morena y Almodóvar del Campo, por Mestan- la y el Puerto llano.

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pasar aquella noche, y aun otros algunos días, al menos todos aquellos que durase el matíilotaje que llevaba: y así hicieron noche entre dos peñas, y entre muchos alcornoques. Pero la suerte fatal, que segiin opinión de los que no tienen lumbre de la verdadera Fe, todo lo guía, guisa, y compone á su modo, ordenó, que Ginés de Pasamonte, el famoso embustero, y ladrón, que de la cadena, por virtud, y locura de don Quixote, se había escapado, llevado del miedo de la santa Hermandad (de quien con justa razón temía) acordó de esconderse en aquellas montañas: y llevóle su suer- te, y su miedo á la misma parte donde había llevado á don Quixote, y á Sancho Panza, á hora y tiempo que los pudo conocer, y á punto que los dejó dormir. Y como siempre los malos son desagradecidos, y la necesidad sea ooasión de acudir á lo que se debe, y el remedio presente venza á lo porvenir, Ginés, que no era ni agradecido, ni bien intencionado, acordó de hurtar el asno á Sancho Panza, no curándose de Rocinante, por ser prenda tan mala para empeñada, como para vendida. Dormía Sancho Panza, hur- tóle su jumento, y antes que amaneciese se halló bien lej^^s de poder ser hallado. Salió la Aurora alegrando la tierra, y entristeciendo á Sancho Pan- za, porque halló menos su Rucio, el cual viéndose sin él, comenzó á hacer el más triste, y doloroso llanto del mundo: y fué de manera, que don Qui- xote despertó á las roces, y oyó que en ellas decía: O hijo de mis entrañas, nacido en mi misma casa, brinco de mis hijos, regalo de mi mujer., envi- dia de mis vecinos, alivio de mis cargas: y finalmente, sustentador de la mitad de mi persona, porque con veinte, y seis maravedís que ganaba cada día, mediaba yo mi despensa. Don Quixote que vio el llanto, y supo la causa, consoló á Sancho con las mejores razones que pudo, y le rogó que tuviese paciencia, prometiéndole de darle una cédula de cambio, para que le diesen tres en su casa, de cinco que había dejado en ella. Consolóse Sancho con esto, y limpió sus lágrimas, templó sus sollozos, y agradeció á don Quixote la merced que le hacía. El cual como entró por aquellas mon- tañas, se le alegró el corazón, pareciéndole aquellos lugares acomodados para las aventuras que buscaba. Reducíansele á la memoria los maravillo- sos acaecimientos, que en semejantes soledades, y asperezas habían suce- dido á caballeros andantes: Iba pensando en estas cosas, tan embebido, y transportado en ellas, que de ninguna otra se acordaba. Ni Sancho llevaba otro cuidado (después que le pareció que caminaba por parte segura) sino de satisfacer su estómago con los relieves que del despojo clerical habían quedado, y así iba tras su amo cargado con todo aquello que había de lle- var el Rucio, sacando de un costal, j embaulando en su panza: y no se le

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diera por hallar otra aventura entretanto que iba de aquella manera, un ardite. En esto alzó los ojos, y vio que su amo estaba parado, procurando con la punta del lanzóu alzar no qué bulto que estaba caído en el suelo, por lo cual se dio priesa á llegar á ayudarle, si fuese menester: y cuando llegó fué á tiempo, que alzaba con la punta del lanzón un cojín, y una ma- leta asida á él, medio podridos, ó podridos del todo, y deshechos: mas pesaba tanto, que fué necesario que Sancho se apease á tomarlos, y man- dóle su amo que viese lo que en la maleta venía. Hízolo con mudia pres- teza Sancho, y aunque la maleta venía cerrada con una cadena, y su can- dado, por lo roto, y podrido della vio lo que en ella, que eran cuatro cami- sas de delgada holanda, y otras cosas de lienzo, no menos curiosas que lim- pias, y en un pañizuelo halló un buen montoncillo de escudos de oro: y así como los vio, dijo: Bendito sea todo el cielo, que nos ha deparado una aventura que sea de provecho. Y buscando más, halló un librillo de memo- ria, ricamente guarnecido. Este le pidió don Quixote, y mandóle que guar- dase el dinero, y lo tomase para él. Besóle las manos Sancho, por la mer- ced, y desvalijando á la valija de su lencería, la puso en el costal de la despensa. Todo lo cual, visto por don Quixote, dijo: Paréceme Sancho (y no es posible que sea otra cosa) que algún caminante descaminado debió de pasar por esta Sierra, y salteándole Malandrines, le debieron de matar, y le trajeron á enterrar en esta tan escondida parte? No puede ser eso, res- pondió Sancho, porque si fueran ladrones, no se dejaran aquí este dinero. Verdad dices, dijo don Quixote, y así no adivino, ni doy en lo que esto pueda ser: mas espérate veremos si en este librillo de memoria hay alguna cosa escrita, por donde podamos rastrear, y venir en conocimiento de lo que deseamos. Abrióle, y lo primero que halló en él, escrito como en borrador, aunque de muy buena letra, fué un Soneto, que leyéndole alto porque San- cho también lo oyese, vio que decía desta manera.

O le falta al amor conocimiento, O le sobra crueldad, ó no es mi pena Igual á la ocasión que me condena, Al género más duro de tormento.

Pero si amor es dios, es argumento, Que nada ignora, y es razón muy buena, Que un dios no sea cruel: pues quién ordena El terrible dolor que adoro, y siento?

Si digo qun sois vos Fili, no acierto. Que tanto mal en tanto bien no cabe.

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Ni me viene del cielo esta ruina.

Presto habré de morir, que e'i lo máa cierto, Que al mal, de quien la causa no se sabe, Milagro es acertar la medicina.

Por esta trova, dijo Sancho, ne se puede saber nada, si ja no es que por ese hilo que está ahí se saque el ovillo de todo. Qué hilo está aquí, dijo don Quixote? Paréceme, dijo Sancho, que vuestra merced nombró ahí hilo. No dije sino Fili, respondió don Quixote, y éste sin duda es el nom- bre de la dama de quien se queja el autor deste Soneto: y á fe que debe de ser razonable Poeta, ó yo poco de arte. Luego también, dijo Sancho, se le entiende á vuestra merced de trovas? Y más de lo que tu piensas, res- pondió don Quixote, y veráslo cuando lleves una carta escrita en verso de arriba abajo, á mi señora Dulcinea del Toboso: porque quiero que sepas Sancho, que todos, ó los más caballeros andantes de la edad pasada, eraa grandes trovadores, y grandes músicos, que estas dos .habilidades, ó gra- cias (por mejor decir) son anejas á, ios enamorados andantes. Verdad es, que las coplas de los pasados caballeros, tienen más de espíritu, que de primor. Lea más vuestra merced dijo Sancho, que ya hallará algo que nos satisfaga. Volvió la hoja don Quixote, y dijo: Esto es prosa, y parece carta. Carta misiva, señor, preguntó Sancho? En el principio no parece sino de amores, respondió don Quixote. Pues lea vuestra merced alto, dijo Sancho, que gusto mucho destas cosas de amores. Que me place, dijo don Quixote, y leyéndola alto, como Sancho se lo había rogado, vio que decía desta manera.

«Tu falsa promesa, y mi cierta desventura, me llevan á parte, donde antes volverán á tus oídos las nuevas de mi muerte, que las razones de mis quejas. Desechásteme, ó ingrata, por quien tiene, mas no por quien vale más que yo: mas si la virtud fuera riqueza que se estimara, no envi- diara yo dichas agenas, ni llorara desdichas propias. Lo que levantó tu hermosura, han derribado tus obras: por ella entendí, que eras Ángel, y por ellas conozco que eres mujer. Quédate en paz, causadora de mi gue- rra, y haga el cielo, que los engaños de tu esposo estén siempre encubier- tos, porque no quedes arrepentida de lo que hiciste, y yo no tome ven- ganza de lo que no deseo.»

Acabando de leer la carta, dijo don Quixote: Menos por ésta que por los versos se puede sacar más, de que quien la escribió es algún desdeñado amante. Y hojeando casi todo el librillo, halló otros versos, y cartas, que

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algunos pudo leer, y otros no: pero lo que todos contenían, eran quejas, lamentos, desconfianzas, sabores, y sinsabores; favores, y desdenes, solem- nizados los unos, y llorados los otros. En tanto que don Quixote pasaba el libro, pasaba Sancho la maleta, sin dejar rincón en toda ella, ni en el cojín que no buscase, escudriñase, ó inquiriese, ni costura que no deshiciese, ni vedija de lana que no escarmenase, porque no se quedase nada por diligen- cia, ni mal recado: tal golosina habían despertado en él los hallados escu- dos, que pasaban de ciento. Y aunque no halló más de lo hallado, dio por bien empleados los vuelos de la manta, el vomitar del brebaje, las bendi- ciones de las estacas, las puñadas del harriero, la falta de las alforjas, el robo del gabán, y toda la hambre, sed, y cansancio que había pasado en servicio de su buen señor, pareciéndole que estaba más que rebién pagado con la merced recibida, de la entrega del hallazgo. Con gran deseo quedó el caballero de la triste figura, de saber quien fuese el dueño de la maleta, conjeturando por el Soneto, y carta, por el dinero en oro, y por las tan buenas camisas, que debía de ser de algún principal enamorado, á quien desdenes, y malos tratamientos de su dama, debían de haber conducido á algún desesperado término. Pero como por aquel lugar inhabitable, y es- cabroso, no parecía persona alguna de quien poder informarse, no se curó de más, que de pasar adelante, sin llevar otro camino que aquel que Boci- nante quería, que era por donde él podía caminar: siempre con imagina- ción que no podía faltar por aquellas malezas, alguna extraña aventura: Yendo pues con este pensamiento, vio que por cima de una montañuela, que delante de los ojos se le ofrecía, iba saltando un hombre de risco en risco, y de mata en mata, con extraña ligereza. Figurósele que iba desnu- do, la barba negra, y espesa, los cabellos muchos, y rebultados, los pies descalzos, y las piernas sin cosa alguna: los muslos cubrían unos calzones, al parecer de terciopelo leonado, mas tan hechos pedazos, que por muchas partes se le descubrían las carnes. Traía la cabeza descubierta, y aunque I>a^ó con la ligereza que se ha dicho, todas estas menudencias miró, y notó el caballero de la triste figura: y aunque lo procuró no pudo seguirle, por- que no era dado á la debilidad de Rocinante andar por aqueUas asperezas, y más siendo él de suyo pisacorto, y ñemático. Luego imaginó don Quixo- te, que aquel era el dueño del cojín, y de la maleta, y propuso en de buscarle, aunque supiese andar un año por aquellas montañas hasta hallar- le: y así mandó á Sancho, que se apease del asno, y atajase por la una parte de la montaña, que él iría por la otra, y podría ser que topasen con esta diligencia, con aquel hombre que con tanta priesa se les había quitado

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de delante. No podré hacer eso, respondió Sancho, porque en apartándome de vuestra merced, luego es conmigo el miedo, que me asalta con mil gé- neros de sobresaltos, y visiones. Y sírvale esto que digo de aviso, para que de aquí adelante no rae aparte un dedo de su presencia. Así será, dijo el de la triste figura, y yo estoy contento de que te quieras valer de mi ánimo, el cual no te ha de faltar, aunque te falte el ánima del cuerpo: y vente ahora tras mí, poco á poco, ó como pudieres, y haz de los ojos linternas, rodea- remos esta serrezuela, quizá toparemos con aquel hombre que vimos, el cual sin duda alguna no es otro, que el dueño de nuestro hallazgo. A lo que Sancho respondió: Harto mejor sería no buscarle, porque si le halla- mos, y acaso fuese el dueño del dinero, claro está que lo tengo de restituir, y así fuera mejor sin hacer esta inútil diligencia, poseerlo yo con buena íé, hasta que por otra vía menos curiosa, y diligente pareciera su verdadero señor, y quizá fuera á tiempo que lo hubiera gastado, y entonces el Rey me hacía franco. Engañaste en esto Sancho, respondió don Quixot«, que ya que hemos caído en sospecha de quien es el dueño, casi delante, estamos obli- gados á buscarle, y volvérselos: y cuando no le busquemos, la vehemente sospecha que tenemos de que él lo sea, nos pone ya en tanta culpa como si lo fuese. Así que Sancho amigo, no te pena el buscarle, por la que á se me quitará, si le hallo: y así picó á Rocinante, y siguióle Sancho á pie, y cargado, merced á Ginesillo de Pasamente. Y habiendo rodeado la montaña, hallaron en un arroyo caída, muerta, y medio comida de perros, y picada de grajos, una muía, ensillada, y enfrenada. Todo lo cual confirmó en ellos más la sospecha, de que aquel que huía era el dueño de la muía, y del cojín. Instándola mirando, oyeron un silbo, como de pastor que guarda- ba ganado: y á deshora á su siniestra mano, parecieron una buena cantidad de cabras, y tras ellas por cima de la montaña, apareció el cabrero que las guardaba, que era un hombre anciano. Dióle voces don Quísote, y rogóle que bajase donde estaba. El respondió á gritos, que quién les había traído por aquel lugar, pocas, ó ningimas veces pisado, sino es de cabras, ó de lo- bos, y otras fieras que por allí andaban? Respondióle Sancho, que bajase, que de todo le darían buena cuenta. Bajó el cabrero, y en llegando adonde don Quiíote estaba, dijo: Apostaré que está mirando la muía de alquiler que está muerta en esa hondonada, pues á buena fe que ha ya seis meses que está en ese lugar. Díganme, han topado por ahí á su dueño? No hemos to- pado á nadie, respondió don Quixote, sino á un cojín, y á una maletilla que no lejos deste lugar hallamos. También la hallé yo, respondió el cabrero, mas nunca la quise alzar, ni llegar á ella, temeroso de algún desmán, y áe

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que no me la pidiesen por hurto, que es el diablo sutil, y debajo de los pies 8e levanta al hombre cosa donde tropiece, y caiga, sin saber cómo, ni como DO. Eso mismo es lo yo digo, respondió Sancho, que también la hallé yo, y no quise llegar á ella con un tiro de piedra; alli la dejé, y allí se queda como se estaba, que no quiero perro con cencerro. Decidme buen hombre, dijo don Quixote, sabéis vos quien sea el dueño destas prendas? Lo que sa- bré yo decir, dijo el cabrero, es, que habrá al pie de seis meses, poco más ó menos, que llegó á una majada de pastores, que estará como tres leguas deste lugar, un mancebo de gentil talle, y apostura, caballero sobre esa misma muía que ahí está muerta, y con el mismo cojín, y maleta, que de- cís que hallasteis, y no tocasteis. Preguntónos que cuál parte desta sierra era la más áspera, y escondida. Dijímosle, que era esta donde ahora estamos: y es, así la verdad, porque si entráis media legua más adentro, quizá no acertaréis á salir: y estoy maravillado de cómo habéis podido llegar aquí, porque no hay camino, ni senda que á este lugar encamine. Digo pues, que en oyendo nuestra respuesta el mancebo, volvió las riendas, y enca- minó hacia el lugar donde le señalamos, dejándonos á todos contentos de su buen talle, y admirados de su demanda, y de la priesa con que le veíamos caminar, y volverse hacia la sierra: y desde entonces nunca más le vimos, hasta que desde allí á algunos días salió al camino á uno de nues- tros pastores, y sin decirle nada se allegó á él, y le dio muchas puñadas, y coces, y luego se fué á la borrica del hato, y le quitó cuanto pan, y queso en ella traía: y con extraña ligereza, hecho esto, se volvió á entrar en la sierra. Como esto supimos algunos cabreros, le anduvimos á buscar casi dos días, por lo más cerrado desta sierra, al cabo de los cuales le hallamos metido en el hueco de un grueso, y valiente alcornoque. Salió á nosotros con mucha mansedumbre, ya roto el vestido, y el rostro desfigurado, y tos- tado del Sol, de tal suerte, que apenas le conocimos, sino que los vestidos, aunque rotos, con la noticia que dellos teníamos, nos dieron á entender que era el que buscábamos- Saludónos cortésmente, y en pocas, y muy buenas razones nos dijo, que no nos maravillásemos de verle andar de aquella suerte, porque así le convenía para cumplir cierta penitencia que por sus muchos pecados le había sido impuesta. Rogámosle que nos dijese quién era, mas nunca lo pudimos acabar con él. Pedímosle también, que cuando hubiese menester el sustento (sin el cual no podía pasar) nos dijese dónde le hallaríamos, porque con mucho amor, y cuidado se lo llevaríamos: y que si esto tampoco fuese de su gusto, que al menos saliese á pedirlo, y no á quitarlo á los pastores. Agradeció nuestro ofrecimiento, pidió perdón de

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los asaltos pasados, y ofreció de pedirlo de allí adelante por amor de Dios, sin dar molestia alguna á nadie. En cuanto lo que tocaba á la estancia de su habitación dijo, que no tenia otra que aquella que le ofrecía la ocasión donde le tomaba la noche, y acabó su plática con un tierno llanto, que bien fuéramos de piedra los que escuchado le habíamop, si en él no le acompañá- ramos: considerándole como le habíamos visto la vez primera, y cual le vela- mos entonces. Porque como tengo dicho, era muy gentil, y agraciado man- cebo, y en sus corteses, y concertadas razones, mostraba ser bien nacido, y muy cortesana persona. Que puesto que éramos rústicos los que le escu- chábamos, su gentileza era tanta, que bastaba á darse conocer á la misma rusticidad. Y estando en lo mejor de su plática paró, y enmudecióse: clavó los ojos en el suelo por un buen espacio, en el cual todos estuvimos que- dos, y suspensos, esperando en qué había de parar aquel embelesamiento, con no poca lástima de verlo, porque por lo que hacía de abrir los ojos, estar fijo mirando al suelo, sin mover pestaña gran rato, y otras veces ce- rrarlos, apretando los labios, y enarcando las cejas, fácilmente conocimos, que algún accidente de locura le había sobrevenido: mas él nos dio á en- tender presto, ser verdad lo que pensábamos: porque se levantó con gran furia del suelo, donde se había echado, y arremetió con el primero que halló junte á con tal denuedo, y rabia, que sino se le quitáramos le ma- tara á puñadas, y á bocados. Y todo esto hacía, diciendo: A fementido Fernando, aquí, aquí me pagarás la sinrazón que me hiciste, estas manos te sacarán el corazón, donde albergan, y tienen manida todas las maldades juntas, principalmente el fraude, y el engaño: y á éstas añadía otras razo- nes, que todas se encaminaban á decir mal de Fernando, y á tacharle de traidor, y fementido. Quitámosele pues con no poca pesadumbre, y él sin decir más palabra se apartó de nosotros, y se emboscó corriendo por entre estos jarales, y malezas, de modo que nos imposibilitó el seguirle. Por esto conjeturamos, que la locura le venía á tiempos, y que alguno que se llamaba Fernando, le debía de haber hecho alguna mala obra, tan pesada, cuanto lo mostraba el término á que le había conducido. Todo lo cual se ha confirmado después acá, con las veces (que han sido muchas) qus él ha salido al camino, unas á pedir á los pastores le den de lo que llevan para comer, y otras á quitárselo por fuerza: porque cuando está con el acciden- te de la locura, aunque los pastores se lo ofrezcan de buen grado, no lo admite, sino que lo toma á puñadas: y cuando está en su seso lo pide por amor de Dios, cortés, y comedidamente, y rinde por ello muchas gracias, y no con falta de lágrimas. Y en verdad os digo, señores, prosiguió el ca-

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brero, que ayer determinamos yo, y cuatro zagales, los dos criados, y los dos amigos míos, de buscarle, hasta tanto que le hallemos, y después de hallado, ya por fuerza, ya por grado, le hemos de llevar á la villa de Almo- dóvar, que está de aquí ocho leguas, y allí le curaremos, si es que su mal tiene cura, ó sabremos quién es cuando esté en su seso, y si tiene parien- tes á quien dar noticia de su desgracia. Esto es, señores, lo que sabré de- ciros de lo que rae habéis preguntado: y entended que el dueño de las prendas que hallasteis, es el mismo que visteis pasar con tanta ligereza, como desnudez: que ya le había dicho don Quixote, cómo había visto pasar aquel hombre saltando por la sierra. El cual quedó admirado de lo que al cabrero había oído, y quedó con más deseo de saber quién era el desdicha- do loco, y propuso en lo mismo que ya tenía pensado, de buscarle por toda la montaña, sin deiar rincón, ni cuenca en ella que no mirase, hasta hallarle. Pero hízolo mejor la suerte, de lo que él pensaba, ni esperaba: porque en aquel mismo instante apareció por entre una quebrada de una sierra que salía donde ellos estaban, el mancebo que buscaba: el cual venía hablando entre sí, cosas que no podían ser entendidas de cerca, cuanto más de lejos. Su traje era cual se ha pintado, solo que llegando cerca vio don Quixote, que un coleto hecho pedazos que sobre traía, era de ámbar: por donde acabó de entender, que persona que tales hábitos traía, no debía de ser de ínfima calidad. En llegando el mancebo á ell«s, los saludó con una voz desentonada, y bronca, pero con mucha cortesía. Don Quixote le volvió los saludos, con no menos comedimiento, y apeándose de Rocinante, con gentil continente, y donaire le fué á abrazar, y le tuvo un buen espa- cio estrechamente entre sus brazos, como si de luengos tiempos le hubiera conocido. El otro, á quien podemos llamar el Roto de la mala figura (como á don Quixote, el de la triste) después de haberse dejado abrazar, le apartó un poco de sí, y puestas sus manos en los hombros de don Quixote, le es- taba mirando, como que quería ver si le conocía: no menos admirado quizá, de ver la figura, talle, y armas de don Quixote, que don Quixote lo estaba de verle á él. En resolución, el primero que habló después del abraza- miento, fué el Roto, y dijo lo que se dirá adelante.

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CAPITULO XXIV Donde se prosigue la aventura de la Sierra Morena.

Dice la historia, que era grandísima la atención con que don Quiíote escuchaba al astroso caballero de la Sierra, el cual prosiguiendo su plática, dijo: Por cierto, señor, quienquiera que seáis, que yo no os conozco, yo os agradezco las muestras, y la cortesía que conmigo habéis usado: y quisiera yo hallarme en términos que con más que la voluntad pudiera servir la que habéis mostrado tenerme, en el buen acogimiento que me habéis he- cho, mas no quiere mi suerte darme otra cosa con que corresponda á las buenas obras que me hacen, que buenos deseos de satisfacerlas. Los que yo tengo respondió don Quixote, son de serviros, tanto, que tenia determina- do de no salir destas sierras hasta hallaros, y saber de vos si al dolor que en la extrañeza de vuestra vida mostráis tener, se podía hallar algún géne- ro de remedio: y si fuera menester buscarle, buscarle con la diligencia po- sible. Y cuando vuestra desventura fuera de aquellas que tienen cerradas las puertas á todo género de consuelo, pensaba ayudaros á llorarla, y á pla- ñiría como mejor pudiera, que todavía es consuelo en las desgracias, hallar quien se duela dellas. Y si es que mi buen intento merece ser agradecido con algún género de cortesía, yo os suplico señor, por la mucha que veo que en vos se encierra: y juntamente os conjuro, por la cosa que en esta vida más habéis amado, ó amáis, que me digáis quien sois, y la causa que os ha traído á vivir, y á morir entre estas soledades, como bruto animal, pues moráis entre ellos, tan ageno de vos mismo, cual lo muestra vuestro traje, y persona. Y juro (añadió don Quixote) por la orden de caballería que recibí (aunque indigno, y pecador) y por la profesión de caballero an- dante, que si en esto, señor, me complacéis, de serviros con las veras á que me obliga el ser quien soy: ora remediando vuestra desgracia, si tiene re- medio: ora ayudándoos á llorarla, como os lo he prometido. El caballero del bosque, que de tal manera oyó hablar al de la triste figura, no hacía sino mirarle, y remirarle, y tornarle ú mirar de arriba abajo: y después que le hubo bien mirado, le dijo: Si tienen algo que darme de comer, por amor de Dios que me lo den, que después de haber comido yo haré todo

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lo que se me manda, en agradecimiento de tan buenos deseos como aquí se me han mostrado. Luego sacaron, Sancho de su costal, y el cabrero de su zurrón con que satisfizo el Roto su hambre, comiendo lo que le dieron como persona atontada, tan apriesa, que no daba espacio de un bocado al otro, pues antes los engullía que tragaba: y en tanto que comía, ni él, ni los que le miraban hablaban una palabra. Como acabó de comer, les hizo de señas que le siguiesen, como lo hicieron, y él los llevó á un verde pra- decillo, que á la vuelta de una peña, poco desviada de allí estaba. En lle- gando á él se tendió en el suelo, encima de la yerba, y los demás hicieron lo mismo: y todo esto sin que ninguno hablase, hasta que el Roto, después de haberse acomodado en su asiento, dijo: Si gustáis señores, que os diga en breves razones la inmensidad de mis desventuras, habeisme de prome- ter, de que con ninguna pregunta, ni otra cosa, no interrumpiréis el hilo de mi triste historia: porque en el punto que lo hagáis, en ese se quedará !o que fuere contando. Estas razones del Roto, trajeron á la memoria á don Quixote el cuento que le había contado su escudero, cuando no acertó el número de las cabras que habían pasado el río, y se quedó la historia pen- diente. Pero volviendo al Roto, prosiguió, diciendo: Esta prevención que hago, es, porque querría pasar brevemente por el cuento de mis desgra- cias: que el traerlas á la memoria no me sirve de otra cosa, que añadir otras de nuevo: y mientras menos me preguntéis, mas presto acabaré yo de decirlas, puesto que no dejaré por contar cosa alguna, que sea de im- portancia, para no satisfacer del todo á vuestro deseo. Don Quixote lo pro- metió en nombre de los demás: y él con este seguro, comenzó desta manera:

Mi nombre es Cardenio, mi patria una ciudad de las mejores desta Andalucía, (1) mi linaje noble, mis padres ricos, mi desventura tanta, que

(1) La ambigüedad que imprimió el Genio á esta frase de construc ción sencillísima ha producido un estado caótico en el que, por de-^gracia y con rara unanimidad, se han mostrado contormes los críticos.

Desta Andalucía, se ha interpretado en el sentido natural que deíinede un modo concreto la permanencia en tierra andaluza, pero como Cervan- tes la empleó en sentido figurado, esta forma elíptica da á entender que Cardenio, en tierra mtinche;/a, puesto en pié y acompañando la acción á la pa- labra, señaló el punto hacia donde radicaba el pueblo de su naturaleza.

Tampoco estoy conforme con el que, como ampliación al concepto anterior, Be le ha dudo á la frase madre de los mejores caballos del mundo. Cervantes no dijo nada de los cal)allo3 cordobeses, reconocidos y ensalza- dos por la farají en tiempos árabes, infiriendo yo (^ue hace alusión á Lfbe-

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la deben de haber llorado mis padres, y sentido mi linaje, sin poderla ali- viar con su riqueza: que para remediar desdichas del cielo, poco suelen valer los bienes de fortuna. Vivía en esta misma tierra un cielo, donde- puso el amor toda la gloria que yo acertara á desearme. Tal es la hermo- sura de Luscinda, doncella tan noble, y tan rica como yo, pero de más ven- tura, y de menos firmeza de la que á mis honrados pensamientos se debía. A esta Luscinda amé, quise, y adoré, desde mis tiernos, y primeros años: y ella me quiso á mi, con aquella sencillez, y buen ánimo, que su poca edad permitía. Sabían nuestros padres nuestros intentos, y no les pesaba dallo, porque bien veían, que cuando pasaran adelante, no podían tener otro fin, que el de casarnos: cosa que casi la concertaba la igualdad de nuestro linaje, y riquezas. Creció la edad, y con ella el amor de entrambos, que al padre de Luscinda le pareció, que por buenos respetos estaba obli- gado á negarme la entrada de su casa: casi imitando en esto, á los padres de aquella Tisbe, tan decantada de los Poetas. Y fué esta negación, añadir llama á llama, y deseo á deseo: porque aunque pusieron silencio á las len- guas, no le pudieron poner á las plumas, las cuales con más libertad que las lenguas suelen dar á entender á quien quieren, lo que en el alma está encerrado, que muchas veces la presencia de la cosa amada, turba, y en- mudece la intención más determinada, y la lengua más atrevida. Ay cie- los, y cuántos billetes la escribí? Cuan regaladas, y honestas respuestas tuve? Cuántas canciones compuse, y cuántos enamorados versos, donde el alma declaraba, y trasladaba sus sentimientos, pintaba sus encendidos de- seos, entretenía sus memorias,, y recreaba su voluntad? En efecto, viéndo- me apurado, y que mi alma se consumía con el deseo de verla, determiné poner por obra, y acabar en un punto, lo que me pareció que más conve- nía para salir con mi deseado, y merecido premio: y fué, el pedírsela á su padre por legítima esposa, como lo hice. A lo que él me respondió: Que me agradecía la voluntad que mostraba de honrarle, y de querer honrarme con prendas suyas, pero que siendo mi padre vivo, á él tocaba de justo de- recho, hacer aquella demanda: porque sino fuese con mucha voluntad, j

da, que desde época remota conservaban esta nombradla los potros que se criaban en sus lomas.

Y, á propósito: Clemencín ignoraba la procedencia de una locución que corre de boca en boca: irse por los cerros de l'beda. Maestro de escue- la. Académico, autor de una Gramática, criticador del Quixote , no

lo mipmo ir á Valladolid, que hablar con el Ordinario, l'n mayoral de "Übeda se lo hubiera explicado.

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gusto suyo, no era Luscinda para tomarse, ni darse á hurto. Yo le agra- decí su buen intento, pareciéndome que llevaba razón en lo que decía, y que mi padre vendría en ello, como yo se lo dijese. Y con este intento, luego en aquel mismo instante fui á decirle á mi padre lo que deseaba: y al tiempo que entré en un aposento donde estaba, le hallé con una carta abierta en la mano, la cual antes que yo le dijese palabra, me la dio, y me dijo: Por esa carta verás Cárdenlo, la voluntad que el Duque Ricardo tiene de hacerte merced. Este Duque Ricardo, como ya vosotros, señores, debéis de saber, es un grande de España, que tiene su estado en lo mejor desta Andalucía. Tomé, y leí la carta la cual venía tan encarecida, que á mis- mo me pareció mal, si mi padre dejaba de cumplir lo que en ella se le pedía, que era, que me enviase luego donde él estaba, que quería, que fuese compañero, no criado, de su hijo el mayor: y que él tomaba á cargo el ponerme en estado, que correspondiese á la estimación en que me tenía. Leí la carta, y enmudecí leyéndola, y mas cuando que mi padre me decía: De aquí á dos días te partirás Cardenio, á hacer la voluntad del Duque, y da gracias á Dios que te va abriendo camino por donde alcances lo que yo que mereces. Añadió á éstas otras razones de padre consejero. Llegóse el término de mi partida, hablé una noche á Luscinda, díjele todo lo que pasaba, y lo mismo hice á su padre, suplicándole se entretuviese algunos días, y dilatase el darla estado, hasta que yo viese lo que Ricardo me quería. El me lo prometió, y ella me la confirmó con mil juramentos, y mil desmayos. Vine en fin donde el Duque Ricardo estaba, fui del tan bien recibido, y tratado que desde luego comenzó la envidia á hacer su oficio, teniéndomela los criados antiguos; pareciéndoles, que las muestras que el Duque daba de hacerme merced, habían de ser en perjuicio suyo. Pero el que más se holgó con mi ida, fué un hijo segundo del Duque, lla- mado Fernando, mozo gallardo, gentilhombre, liberal, y enamorado: el cual en peco tiempo quiso que fuese tan su amigo, que daba que decir íi todos: y aunque el mayor me quería bien, y me hacía merced, no llegó al extremo con que don Fernando me quería, y trataba. Es pues el caso, que como entre los amigos no hay cosa secreta, que no se comunique, y la pri- vanza que yo tenía con don Fernando, dejaba de serlo, por ser amistad, todos sus pensamientos me declaraba, especialmente uno enamorado, que le traía con un poco de desasosiego. Quería bien á una labradora, vasalla de su padre: y ella los tenía muy ricos, y era tan hermosa, recatada, dis- creta, y honesta, que nadie que la conocía se determinaba en cual destas cosas tuviese más excelencia, ni más se aventajase. Estas tan buenas par-

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tes (le la hermosa labradora, redujeron á tal término los deseos de don Fernando, que se determinó para poder alcanzarlo (y conquistar la entere- za de la labradora) darle palabra de ser su esposo, porque de otra manera, era procurar lo imposible. Yo obligado de su amistad, con las mejores ra- zones que supe, y con los más vivos ejemplos que pude, procuré estorbar- le, y apartarle de tal propósito. Pero viendo que no aprovechaba, determi- né de decirle el caso al Duque Ricardo su pndre. Mas don Fernando, como astuto, y discreto, se receló, y temió desto, por parecerle que estaba yo obligado, en vez de buen criado, no tener encubierta cosa que tan en per- juicio de la honra de mi señor el Duque venía: y asi por divertirme, y en- gañarme, me dijo: Que no hallaba otro mejor remedio para poder apartar de la memoria la hermosura que tan sujeto le tenía, que el ausentarse por algunos meses: y que quería que la ausencia fuese, que los dos viniésemos en casa de mi padre, con ocasión que darían al Duque, que venia á ver, y á feriar unos muy buenos caballos, que en mi ciudad había, que es madre de los mejores caballos del mundo. Apenas le yo decir esto, cuando (movido de mi afición) aunque su determinación no fuera tan buena, la aprobara yo por una de las más acertadas que se podían imaginar: por ver cuan buena ocasión y coyuntura se me ofrecía, de volver á ver á mi Lus- cinda. Con este pensamiento, y deseo, aprobé su parecer, y esforcé su pro- pósito, diciéndole, que lo pusiese por obra con la brevedad posible, porque en efecto la ausencia hacía su oficio, apesar de los más firmes pensamien- tos. Y cuando él me vino á decir esto, según después se supo, había goza- do á la labradora, con título de esposo, y esperaba ocasión de descubrirse á su salvo, temeroso de lo que el Duque su padre haría, cuando supiese su disparate: Sucedió pues, que como el amor en los mozos, por la mayor parte no lo es, sino apetito, el cual como tiene por último fin el deleite, en llegando á alcanzarle, se acaba, y ha de volver atrás aquello que pare- cía amor: porque no puede pasar adelante del término que le puso natura- leza, el cual término no le puso á lo que es verdadero amor. Quiero decir, que así como don Fernando gozó á la labradora, se le aplacaron sus deseos, y se resfriaron sus ahíncos: y si primero fingía quererse ausentar por reme- diarlos, ahora de veras procuraba irse, por no ponerlos en ejecución. Dióle el Duque licencia, y mandóme que le acompañase. Vinimos á mi ciudad, recibióle mi padre como quien era: vi yo luego á Luscinda, tornaron á vivir (aunque no habían estado muertos, ni amortiguados) mis deseos, de los cua- les di cuenta, por mi mal, á don Fernando, por parecerme, que en la ley de la mucha amistad que mostraba, no le debía SRCubrir nada. Alábele la

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hermosura, donaire, y discreción de Luscinda, de tal manera, que mis ala- . banzas movieron en él los deseos de querer ver doncella de tan buenas par- tes adornada. Cumpliselos yo, por mi corta suerte, ensenándosela una no- che, á la luz de una vela, por una ventana por donde los dos solíamos ha- blarnos. Viola, en sayo tal, que todas las bellezas hasta entonces por él Tistas, las puso en olvido. Enmudeció, perdió el sentido, quedó absorto: y finalmente tan enamorado, cual lo veréis en el discurso del cuento de mi desventura. Y para encenderle más el deseo (que á me celaba, y ai cielo á solas descubría) quiso la fortuna, que hallase un día un billete suyo pi- diéndome que la pidiese á su padre por esposa: tan discreto, tan honesto, y tan enamorado, que en leyéndolo me dijo, que en sola Luscinda se ence- rraban todas las gracias de hermosura, y de entendimiento, que en las de- más mujeres del mundo estaban repartidas. Bien es verdad, que quiero confesar ahora, que puesto que yo veía con cuan justas causas don Fernan- do á Luscinda alababa, me pesaba de oír aquellas alabanzas de su boca, y comencé á temer, y con razón á recelarme del, porque no se pasaba mo- mento, donde no quisiese que tratásemos de Luscinda, y él movía la pláti- ca aunque la trajese por los cabellos, cosa que despertaba en un no qué de celos, no porque yo temiese revés alguno de la bondad, y de la fe de Luscinda, pero con todo eso me hacía temer mi suerte, lo mismo que ella me aseguraba. Procuraba siempre don Fernando leer los papeles que yo á Luscinda enviaba, y los que ella me respondía, á título que la discre- ción de los dos gustaba mucho. Acaeció pues, que habiéndome pedido Lus- cinda un libro de caballerías en que leer, de quien era ella muy aficionada, que era el de Amadís de Gaula. No hubo bien oído don Quixote nombrar libro de caballerías, cuando dijo: Con que me dijera vuestra merced al prin- cipio de su historia, que su merced de la señora Luscinda era aficionada á libros de caballerías, no fuera menester otra exageración, para darme á en- tender la alteza de su entendimiento, porque no le tuviera tan bueno, como vos señor le habéis pintado, si careciera del gusto de tan sabrosa leyenda: así que para conmigo no es menester gastar más palabras en declararme su hermosura, valor, y entendimiento, que con solo haber entendido su afición, la confirmo por la más hermosa, y más discreta mujer del mundo: y quisiera yo, señor, que vuestra merced le hubiera enviado junto con Amadís de Gaula al bueno de don Rugel de Grecia, que yo que gustara la señora Luscinda mucho de Daraida, y Garaya, y de las discreciones del pastor Darinel, y de aquellos admirables versos de sus Bucólicas, cantadas. y representadas por él con todo donaire, discreción, y desenvoltura: pero

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tiempo podrá reñir en que se enmiende esta falta, y no dura más en ha- cerse la enmienda, de cuanto quiera vuestra merced ser servido de venirse conmigo á mi aldea, que allí le podré dar más de trescientos libros, que son el regalo de mi alma, y el entretenimiento de mi vida: aunque tengo para mi, que ya no tengo ninguno, merced á la malicia de malos, y envi- diosos encantadores. Y perdóneme vuestra merced, el haber contravenido á lo que prometimos, de no interrumpir su plática, pues en oyendo cosas de caballerías, y de caballeros andantes, así es en mi mano dejar de hablar de ellos, como lo es en la de los rayos del Sol dejar de calentar, ni humede- cer en los de la Luna. Asi que, perdón, y proseguir, que es lo que ahora hace más al caso: En tanto que don Qiiixote estaba diciendo lo que queda dicho, se le había caído á Cardenio la cabeza sobre el pecho, dando mues- tras de estar profundamente pensativo. Y puesto que dos veces le dijo don Quixote, que prosiguiese su historia, ni alzaba la cabeza, ni respondía pa- labra. Pero al cabo de un buen espacio la levantó, y dijo: No se me puede quitar del pensamiento, ni habrá quien me lo quite en el mundo, ni quien rae á entender otra cosa: y sería un majadero el que lo contrario enten- diese, ó creyese, sino que aquel bellaconazo del Maestro Elísabat, estaba amancebado con la Beina Madásima. íJso no, voto á tal, respondió con mu- cha cólera don Quixote, (y arrojóle como tenía de costumbre) y esa es muy gran malicia, ó bellaquería, por mejor decir. La Reina Madásima fué muy principal señora, y no se ha de presumir, que tan alta Princesa se había de amancebar con un sacapotras: y quien lo contrario entendiere, miente como muy gran bellacazo. Y yo se lo daré á entender, á pie, ó á caballo: armado, ó desarmado: de noche, ó de día, ó como más gusto le diere. Es- tábale mirando Cardenio muy atentamente, al cual ya había venido el accidente de su locura, y no estaba para proseguir su historia, ni tampoco don Quixote se la oyera, según le había disgustado lo que de Madásima le había oído. Extraño caso, que así volvió por ella, como si verdaderamente fuera su verdadera, y natural señora: tal le tenían sus descomulgados libros. Digo pues, que como ya Cardenio estaba loco, y se oyó tratar de mentís, y de bellaco, con otros denuestos semejantes, parecióle mal la bur- la, y alzó un guijarro que halló junto á sí, y dio con él en los pechos tal golpe á don Quixote, que le hizo caer de espaldas. Sancho Panza que de tal modo vio parar á su señor, arremetió al loco con el puño cerrado: y el Roto le recibió de tal suerte, que con una puñada dio con él á sus pies, y luego se subió sobre él, y le abrumó las costillas muy ú su sabor. El ca- brero que le quiso defender, corrió el mismo peligro. Y después que los

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tuvo á todos rendidos, y molidos, los dejd, y se fué con gentil sosiego, á -^.'rabosearse en la montaña. Levantóse Sancho, y con la rabia que tenía de verse aporreado tan sin merecerlo, acudió á tomar la venganza del cabrero, diciéndole, que él tenía la culpa de no haberles avisado que á aquel hom- bre le tomaba á tiempos la locura, que si esto supieran, hubieran estado sobre aviso, para poderse guardar. Respondió el cabrero, que ya lo había •dicho, y que si él no lo había oído, que no era suya la culpa. Replicó San- nho Panza, y tornó á replicar el cabrero: y fué el fin de las réplicas, asirse de las barbas, y darse tales puñadas que si don Quixote no los pusiera en paz, se hicieran pedazos. Decía Sancho, asido con el cabrero: Déjeme vues- tra merced, señor caballero de la triste Figura, que en este que es villano -como yo, y no está armado caballero, bien puedo á mi salvo satisfacerme del agravio que me ha hecho, peleando con él mano á mano, como hom- bre honrado. Así es, dijo don Quixote: pero yo que él no tiene ninguna culpa de lo sucedido. Con esto los apaciguó, y don Quixote volvió á pre- guntar al cabrero, si sería posible hallar á Cárdenlo, porque quedaba con gi-andísimo deseo de saber el íin de su historia. Díjole el cabrero lo que primero había dicho, que era no saber de cierto su manida: pero que si anduviese mucho por aquellos contornos, no dejaría de hallarle, ó cuerdo, <5 loco.

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CAPITULO XXV

Que trata de las extrañas cosas que en Sierramore- na sucedieron al valiente caballero de la Mancha: y de la imitación que hizo á la penitencia de Bel- tenebros.

Despidióse del cabrero don Quixote, y subiendo otra vez sobre Koci- nante, mandó á Sancho que le siguiese, el cual lo hizo con su jumento, de muy mala gana. Y vánse poco á poco entrando en lo más áspero de la mon- taña, y Sancho iba muerto por razonar con su amo, y deseaba que él co- menzase la plática, por no contravenir á lo que le t^nia mandado: mas ni> pudiendo sufrir tanto silencio, le dijo: Señor don Quiiot«, vuestra merced me eche su bendición, y me licencia, que desde aquí me quiero volver á mi casa, y á mi mujer, y á mis hijos, con los cuales por lo menos habla- ré, y departiré todo lo que quisiere, porque querer vuestra merced que Taya con él por estas soledades, de día, y de noche, y que no le hable cuando me diere gusto, es enterrarme en vida. Si ya quisiera la suerte que lu? animales hablaran, como hablaban en tiempo de Guisopete, fuera menos mal, porque departiera yo con mi jumento lo que me viniera en gana, y con esto pasara mi mala aventura: que es recia cosa, y que no se puede lle- var en paciencia, andar buscando aventuras toda la vida, y no hallar, sino coces, y manteamientos, ladrillazos, y puñadas, y con todo esto, nos hemos de coser la boca, sin osar decir lo que el hombre tiene en su corazón, como si fuera mudo. Ya te entiendo Sancho respondió don Quixote, mueres porque te alce el entredicho que te tengo puesto en la lengua, dale por al- zado, y di lo que quisieres, con condición, que no ha de durar este alza- miento más de en cuanto anduviéremos por estas sierras. Sea asi, dijo Sancho, hable yo ahora, que después Dios sabe lo que será, y comenzando á gozar de este salvoconducto, digo: Que qué le iba á vuestra merced en volver tanto por aquella Keina Magimasa, ó cómo se llama? O qué hacia al caso, que aquel Abad fuese su amigo, ó no? Que si vuestra merced pa- sara con ello, pues no era su juez, bien creo yo, que el loco pasara adelan- te con su historia, y se hubieran ahorrado el golpe del guijarro, y las coces,

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y aun más de seis torniscones. A Sancho, respondió Don Quixote, que si supieras como yo lo sé, cuan honrada, y cuan principal señora era hi Beina Madásima, yo que dijeras, que tuve mucha paciencia, pues no quebré la boca por donde tales blasfemias salieron. Porque es muy gran blasfemia decir, ni pensar, que una Keina esté amancebada con un ciruja- no. La verdad del cuento es, que aquel maestro Elisabat, que el loco dijo, fué un hombre muy prudente, y de muy sanos consejos, y sirvió de ayo, y de médico á la lieina: pero pensar que ella era su amiga, es disparate dig- no de muy gran castigo. Y porque veas que Cárdenlo no supo lo que dijo, has de advertir, que cuando lo dijo, ya estaba sin juicio. Eso digo yo, dijo Sancho, que no había para qué hacer cuenta de las palabras de un loco, porque si la buena suerte no ayudara á vuestra merced, y encaminara el guijarro á la cabeza, como le encaminó al pecho, buenos quedaremos, por haber vuelto por aquella mi señora, que Dios cohouda. (1) Pues montas que no se librará Cárdenlo por loco. Contra cuerdos, y contra locos, está obli- gado cualquier caballero andante á volver por la honra de las mujeres, cua- lesquiera que sean, cuanto más por las Reinas de tan alta guisa, y pro, como fué la lieina Madásima, á quien yo tengo particular afición, por sus buenas partes: porque fuera de haber sido hermosa además, fué muy pru- dente, y muy sufrida en sus calamidades, que las tuvo muchas. Y los con- sejos, y compañía del maestro Elisabat, le fué, y le fueron de mucho pro- vecho, y alivio, para poder llevar sus trabajos, con prudencia, y paciencia. Y de aquí tomó ocasión el vulgo Ignorante, y mal Intencionado, de decir, y pensar, que ella era su manceba: y mienten digo otra vez, y mentirán otras doscientas, todos los que tal pensaren, y dijeren. NI yo lo digo, ni lo pienso, respondió Sancho, allá se lo hayan, con su pan se lo coman: si fue- ron amancebados, ó no, á Dios habrán dado la cuenta: de mis viñas vengo, no nada, no soy amigo de saber vidas agenas, que el que compra, y mien- te en su bolsa lo siente. Cuanto más, que desnudo nací, desnudo me hallo, ni pierdo, ni gano: mas que lo fuesen, qué rae á raí? Y muchos piensan que hay tocinos, y no hay estacas. Mas quién puede poner puertas al cam- po? Cuanto más, que de Dios dijeron. Válgame Dios, dijo don Quixote, y que de necedades vas ensartando, qué de lo que tratamos, á los refranes que enhilas? Por tu vida Sancho que calles, y de aquí adelante entre- métete en espolear á tu asno, y deja de hacerlo en lo que no te Importa. Y

(1) Interprétese, que Dios confunda.

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entiende con todos tus cinco sentidos, que todo cuanto yo lie liecho, hago, hiciere, va muy puesto en razón, y muy coníorme á las reglas de caballe- ría, que las mejor que cuantos caballeros profesaron en el mundo. Se- ñor, respondió Sancho, y es buena regla de caballería, que andemos perdi- dos por estas montarías, sin senda, ni camino, buscando, aún lo que el cual después de hallado, quizá le vendrá en voluntad de acabar le que dejó co- menzado, no de su cuento, sino de la cabeza de vuestra merced, y de mis costillas acabándonoslas de romper de todo punto? Calla te digo otra vez .Sancho, dijo don Quixote, porque te hago saber, que no sólo me trae por estas partes el deseo de hallar al loco, cuanto el que tengo de hacer en ellas una hazaña, con que he de ganar perpetuo nombre, y fama, en todo lo descubierto de la tierra, y será tal, que he de echar con ella el sello á todo aquello que puede ser perfecto, y famoso á un andante caballero. Y és de muy gran peligro esa hazaña, preguntó Sancho Panza? No, respondió el de la triste Figura, puesto que de tal manera podía acorrer el dado, que echásemos azar, en lugar de encuentro, (1) pero todo ha de estar en tu di- ligencia. En mi diligencia, dijo Sancho? Sí, dijo don Quixote, porque gi vuelves presto, de adonde pienso enviarte, presto se acabará mi pena, y presto comenzará mi gloria: y porque no es bien que te tenga más suspen- so, esperando en lo que han de parar mis razones, quiero Sancho que sepas, que el famoso Amadís de Gaula, fué uno de los más perfectos caballeros andantes: no he dicho bien, fué uno, fué el sólo, el primero, el único, el señor de todos cuantos hubo en su tiempo en el mundo. Mal año, y mal mes para don Belianís, y para todos aquellos que dijeren, que se le igualó en algo, porque se engañan juro cierto. Digo asimismo, que cuando algún pintor quiere salir famoso en su arte, procura imitar los originales de los más únicos pintores que sabe. Y esta misma regla corre por todos los más oficios, ó ejercicios de cuenta, que sirven para adorno de las repúblicas. Y así lo ha de hacer, y hace, el que quisiere alcanzar nombre de prudente, y sufrido, imitando á ülises, en cuya persona, y trabajos, nos pinta Homero, un retrato vivo de prudencia, y de sufrimiento, como también nos mostró Virgilio, en persona de Eneas, el valor de un hijo piadoso, y la sagacidad de un valiente, y entendido capitán, no pintándolo, ni descubriéndolo como

(1) Me rebelo contra la opinión de Clemencín. 8i azar, en el juego, es el lance que pierde, y encuentro, el lance que gana, hay que reconocer que Cervantes empleó magistralmente la palabra acorrer, que en el presente caso significa /arorecer.

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ellos fueron: sino como habían de ser, para quedar ejemplo á los venideros hombres de sus virtudes. Desta misma suerte Amadis fué el norte, el lu- cero, el sol de los valientes, y enamorados caballeros, á quien debemos de imitar todos aquellos, que debajo de la bandera de amor, y de la caballe- ría militamos. Siendo pues esto así, como lo es, hallo yo Sancho amigo, que el caballero andante que más le imitare, estará más cerca de alcanzar la perfección de la caballería. Y una de las cosas en que más este caballero mostró su prudencia, valor, valtntía, sufrimiento, firmeza, y amor, fué cuando se retiró, desdeñado de la señora Oriana, á hacer penitencia en la peña Pobre, mudando su nombre, en el de Beltenebros, (1) nombre por -cierto significativo, y propio para la vida que él de su voluntad había esco- gido. Así que me es á más fácil, imitarle en esto, que no hender Gi- gantes, descabezar serpientes, matar endriagos, desbaratar ejércitos, fraca- sar armadas, y deshacer encantamientos. Y pues estos lugares son tan aco- modados para semejantes efectos, no hay para que se deje pasar la ocasión, que ahora con tanta comodidad me ofrece sus guedejas. Sn efecto, dijo Sancho, qué es lo que vuestra merced quiere hacer, en este tan remoto Ixtr

(1) la señora Oriana j)eña Pobre Beltenebros

Cervantes, en e.'^ta ocasión se limita á referir la penitencia de Amadis cuando se retiró á la pe7ta Pobre por desdenes de su señora amiga Oriana^ pero, ¿cómo lo hace?, desvaneciendo con una malignidad que confun- de, y una intencioncica de dos mil legiones de los malos. Nos muestra con arte inimitable en su construcción, paradigmas preciosos de aquella dic- ción regional (jue guardan armonía con el godo; disemina los trozos de tan aparato.<a creación con destreza suma, bajo la ampulosidad «metódi- ca» de su expresión, siempre castiza, y aplica frases escogidas, empleando palabras que con facilidad puedan representar á influjo de doble signifi- cación el intento que desea.

La «señora», escrito con minúscula, denota que no es á «Oriana» á quien va dirigida la alusión; la «peña Pobre», está contrapuesta á «Peña escrita*, y aunque «Beltenebros» signifique «^belleza triste-», pudiéndose aplicar á la corriente del Guadiana (río Ana, contracción metática de Oriana), desapruebo esta interpretación. Es que Cervantes está haciendo la descripciiMí del terreno en que se halla, y gran conocedor de nuestra Historia y del Orlando, al divisar dieciseis leguas más al N. el Cerro de Alarcos, recordó todas las circunstancias aprovechables para intercalarlas «n el presente pasaje.

Peña (srrifa, lugar de la penitencia, dista de Fuencaliente poco más de una legua al N. E. y en su término se encuentran los Lucos, que son unas cuevas abiertas en la roca viva, con bastante longitud algunas de ellas, y que, () mucho me equivoco, ó debieron albergar algún tiempo al Genio más grande de la tierra.

Ha sido imposible congeturar la época probable de su fundación, por-

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gar? Ya no te he dicho, respondió don Quitóte, que quiero imitar á Ama dÍ8, haciendo aquí del desesperado, del sandio, y del furioso. Por imitar juntamente al valiente don Roldan, cuando halló en una fuente las señales de que Angélica la Bella había cometido vileza con Medoro. De coya pe- sadumbre se volvió loco, y arrancó los árboles, enturbió las aguas de las claras fuentes, mató pastores, destruyó ganados, abrasó chozas, derribó «asas, arrastró ¡yeguas, y hizo otras cien mil insolencias, dignas de eterno renombre, y escritura. Y puesto que yo no pienso imitar á Roldan, ó Or- lando, ó Rotolando (que estos tres nombres tenía) parte por parte, en todas las locuras que hizo, dijo, y pienso haré el bosquejo, como mejor pudiere, en las que me parecieren ser más esenciales. Y podrá ser que viniese á contentarme con sola la imitación de Amadís, que sin hacer locuras de daño, sino de lloros, y sentimientos, alcanzó tanta fama como el que más, Paréceme á mí, dijo Sancho, que los caballeros que lo tal hicieron, fueron provocados, y tuvieron causa para hacer esas necedades, y penitencias: pero vuestra merced, qué causa tiene para volverse loco? Qué dama le ha des- deñado? O qué señales ha hallado, que le den á entender, que la señora Dulcinea del Toboso ha hecho alguna niñería con Moro, ó Cristiano? Ahí está el punto, respondió don Quixot^, y esa es la fineza de mi negocio: que

que los caracteres con que están representados los signos y jeroglíficos que aún se perciben, no corresponden á los alfabetos conocidos, pero lógica- mente pensando, las figuras tendrían asignada su divinidad correspon- diente; los jeroglíficos deben guardar misteriosamente las oraciones que dedicasen á sus dioses, y fueron sus fundadores, los indígenas primitivos, ó alguna raza que pasó desapercibida con anterioridad á las pobladoras que conocemos.

Debe remontarse á tiempos prehistóricos de los que no existen ni le- yendas, de ahí que en la actualidad no sa hayan podido descifrar; y como Jos gentiles construían sus Lucos en los parajes más montuosos y selváti- cos, denominándolos «Bosques Sagrados* j por eso Cervantes invoca á los rústicos dioses y á las Napeas y Driadas que son las Ninfas de los bosques.

El peñón tajado (situado entre otras muchas montañas) asegura Ha- mete que es Punta Rebollera, con 1.160 metros de altura. Y añade: Btlt, suena á nombre de un río germano, y como en este país hace bastante frío, recordó que al S. de Punta llebollera surca río Frió; no muy lejos, pero algo más al S. O., el Arroyo del ^^(lerto; y entre los arbustos, debida- mente clasificado, consta la abundancia del Enebro.

¡Belleza triste! ¿No te parece, lector, que á este peñón rodeado de bos- ques inextricables conviene perfectamente la palabra Bcltenébros, por explicar en toda su intensidad el concepto para que fué creada?

Para siempre: En Sierra Madrona, desde Punta Rebollera hasta Peña «ecrita, llevó á cabo la penitencia Don Quixote.

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volverse loco un caballero andante coa causa, ni grado, ni gracias: el toque está, desatinar sin ocasión, y dar á entender á mi dama, que si en seco hago esfco, qué hiciera en mojado. Cuanto más, que harta ocasión tengo en la larga ausencia que he hecho, de la siempre señora mía Dulcinea del To- boso, que como ya oiste decir á aquel pastor de Marías Ambrosio. (1) Así que Sancho amigo no gastes tiempo en aconsejarme, que deje tan rara, tan felice, y tan no vista imitación. Loco soy, loco he de ser, hasta tanto que

(1) q\te como ya oiste decir á aquel pastor de Marías Ambrosio

Así consta en el facsímile de la edición de 1.608, y ¿sabes, lector, lo

que dice en las modernas? aquel pastor de marras Ambrosio Si no lo

tuviera á la vista, no lo creería; y esto es, sencillamente, ¡¡incalifícableü.

El sentido común, tal vez por ser el último que inventó el hombre en su fraseología, ó por ser el más chiquitín de los sentidos, anduvo por los suelos.

La cxjnstante preocupación que arrastra á las criaturas (haciéndolas oacalar las cumbres para que se despeñen estrepitosamente), bien paten- tizada queda leyendo lo que tradujo Hamete al primer golpe de vista en j'U mezcolanza arábigo-raanchega: « Vuestro San Aynhrosio, fué pastor de Marías; rebaño de humildísimas corderas, que en vuestra Santa religión atien- den por María Magdalena, María del Carmen, María de la Concepción, Ma- ría del Milagro, etc., etc.-».

Por tanto, si Ambrosio era el pastor, ^:por qué no hemos de buscar . entre tantas borreguitas á la madre de todas? A María, ¿Madre sublime del Verbo y nuestra Santa Madre? Pues esta es, ni más ni menos, la que se conoce y venera por 'cLa Divina Pastora-» .

Pero como me pareciese poco este resultado, ó, por lo menos, de fuer- za muy débil para causar estado, seguí ahondando en las inquisiciones hasta descubrir «que se hinchaba la medida de mis deseos*.

Lo del Ttío Tablillas me tenía con cuidado, y por aquí sospeché que el ])adre se llamase como su hijo, Ambrosio, muy usual en las familias; después, me asaltó la duda del parentesco «probable» con la endiablada )noza que atendía 2)or Marcela, y resultó que eran hermanos; y, por último, que debían ser oriundos de una Aldea cuyo nombre correspondiese con el de un Santo, y allí hay la de San Benito. Habiendo tenido la inmensa satisfacción de comprobar que mis sospechas eran absolutamente ciertas.

Nuestro S<:m Ambrosio se llamaba como su padre y tenía dos títulos, Obispo y Doctor, cuya duplicidad conviene con Tablillas: an hermana ma- yor se llamó Marcelina y murió virgen, contraponiéndole Cervantes el de «ía endiablwla moza Marcela-*; y para dar cima á esta aclaración de histo- ria tan importante, agrego: El que por sus virtudes y sabiduría llegó á Santo, en sus primeros tiempos ejerció do Abad en un convento de monjas de la regla de San Benito, y, como al objeto del símil nn convento tiene re- presentación ajustada en una Aldea, y ambos lugares ostentan el noml)re de un Santo, he llegado á adquirir el convencimiento de que la familia encargada de la guardería del Quinto de «I^a Divina Pastora» procedía de la Aldea de San Benito.

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vuelvas con la respuesta de una carta que contigo pienso enviar, á mi señora Dulcinea: y si fuere tal cual á mi se le debe, acabarse ha mi san- dez, y mi penitencia: y si íiiere al contrario, seré loco de veras, y siéndolo no sentiré nada. Así que de cualquiera manera que responda, saldré del conflicto, y trabajo en que me dejares, gozando el bien que me trajeres por cuerdo, ó no sintiendo el mal que me aportares, por loco. Pero dime San- cho, traes bien guardado el yelmo de Mambrino, que ya vi que le alzaste del suelo, cuando aquel desagradecido le quiso hacer pedazos? pero no pudo, donde se puede echar de ver, la fineza de su temple. A lo cual res- pondió Sancho: Vive Dios señor caballero de la triste Figura, que no pue- do sufrir, ni llevar en paciencia algunas cosas que vuestra merced dice, y que por ellas vengo á imaginar, que todo cuanto me dice de caballerías, y de alcanzar Reinos, é Imperios, de dar ínsulas, y de hacer otras mercedes y grandezas, como es uso de caballeros andantes, que todo debe de ser cosa de viento y mentira, y todo pastraña, ó patraña, ó como lo llamáremos: porque quien oyere decir á vuestra merced, que una bacía de barbero es el yelmo de Mambrino, y que no salga deste error en más de cuatro días, qué ha de pensar, sino que quien tal dice, y afirma debe de tener huero el jui- cio. La bacía yo la llevo en el costal toda abollada, y llevóla para adere- zarla en mi casa, y hacerme la barba en ella, si Dios me diere tanta gra- cia, que algún día me vea con mi mujer, y hijos. Mira Sancho, por el mismo que antes juraste, te juro, dijo don Quixote, que tienes el más corto entendimiento que tiene, ni tuvo escudero en el mundo: que es posible, que en cuanto ha que andas conmigo, no has echado de ver, que todas las co. sas de los caballeros andantes parecen quimeras, necedades, y desatinos, y que son todas hechas al revés? Y no porque sea ello así, sino porque an- dan entre nosotros siempre una caterva de encantadores, que todas nuestras cosas mudan, y truecan, y las vuelven, según su gusto, y según tienen la gana de favorecernos, ó destruirnos, y así eso que á te parece bacía de barbero, me parece á el yelmo de Mambrino, y á otro le parecerá otra cosa. Y fué rara providencia del sabio que es de mi parte, hacer que pa- rezca bacía á todos, lo que real, y verdaderamente es yelmo de Mambrino: á causa, que siendo él de tanta estima, todo el mundo me perseguirá, por quitármele, pero como ven que no es más de un bacín de barbero, no se curan de procurarle. Como se mostró bien en el que quiso romperle, y le dejó en el suelo sin llevarle, que á que si le conociera, que nunca él le dejara. Guárdale amigo, que por ahora no le he menester, que antes me tengo de quitar todas estas armas, y quedar desnudo como caando nací, si

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es que me da en voluntad de seguir en mi penitencia, más á Eokián, que á Amadís. Llegaron en estas pláticas al pie de una alta montaña, que casi como peñón tajado estaba sola entre otras muchas que la rodeaban. Corría por su falda un manso arroyuelo, y hacíase por toda su redondez un prado tan verde, y vicioso que daba contento á los ojos que le miraban. Había por allí muchos árboles silvestres, y algunas plantas, y flores, que hacían el lugar apacible. Este sitio escogió el caballero de la triste Figura, para ha- cer su penitencia, y así en viéndole, comenzó á decir en voz alta, como si estuviera sin juicio: Este es el lugar, ó cielos, que diputo, y escojo para llorar la desventura en que vosotros mismos me habéis puesto. Este es el sitio donde el humor de mis ojos acrecentará las aguas deste pequeño arroyo, y mis continuos, y profundos suspiros moverán á la continua las hojas destos montaraces árboles, en testimonio, y señal, de la pena que mi asendereado corazón padece. O vosotros, quienquiera que seáis, rústicos dioses, que en este inhabitable lugar tenéis vuestra morada, oíd las quejas deste desdichado amante, á quien una luenga ausencia, y unos imaginados celos, han traído á lamentarse entre estas asperezas, y aquejarse de la dura condición de aquella ingrata, y bella, término, y fin de toda humana her- mosura. O vosotras Napeas, y Dríadas, que tenéis por costumbre de habi- tar en las espesuras de los montes, así los ligeros, y lascivos sátiros, de quien sois, aunque en vano amadas, no pertuben jamás vuestro dulce so- siego, que me ayudéis á lamentar mi desventura, ó al menos, no os canséis de oírla. O dulcinea díl Toboso, día de mi noche, gloria de mi pena, norte de mis caminos, estrella de mi ventura, así el cielo te la buena en cuan- to acertares á pedirle, que consideres el lugar, y el estado á que tu ausen- cia me ha conducido, y que con buen término correspondas, al que á mi se le debe. O solitarios árboles (que desde hoy en adelante habéis de hacer compañía á mi soledad) dad indicio con el blando movimiento de vuestras ramas, que no os desagrade mi presencia. O tu escudero mío, agradable compañero, en mis prósperos, y adversos sucesos, toma bien en la memo- ria lo que aquí me verás hacer, para que lo cuentes, y recetes á la causa total de todo ello. Y diciendo esto, se apeó de Rocinante, y en un momen- to le quitó el freno, y la silla, y dándole una palmada en las ancas, le dijo: Libertad te da el que sin ella queda, ó caballo tan extremado por tus obras, cuan desdichado por tu suerte. Vete por do quisieres, que en la frente lle- vas escrito, que no te igualó en ligereza el Hipogrifo de Astolfo, ni el nom- brado Frontino, que tan caro le costó á Bradamante. Viendo esto Sancho, dijo: Bien haya quien nos quitó ahora el trabajo de desenalbardar al rucio,

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que á que no faltaran palmadicas que darle, ni cosas que decirle en su alabanza: pero si él aquí estuviera, no consintiera yo que nadie le desalbar- dara, pues no habla para qué, que á él no le tocaban las generales de ena- morado, ni de desesperado, pues no lo estaba su amo, que era yo, cuando Dios quería. Y en verdad señor caballero de la triste Figura, qiie si es que mi partida, y su locura de vuestra merced, va de veras, que será bien tor- nar á ensillar á Kocinante, para que supla la falta del rucio, porque será ahorrar tiempo á mi ida, y vuelta, que si la hago á pie, no cuando lle- garé, ni cuando volveré, porque en resolución, soy mal caminante. Digo Sancho, respondió don Quixote, que sea como quisieres, que no me pa- rece mal tu designio: y digo que de aquí á tres días te partirás, porque quiero que en este tiempo veas lo que por ella hago, y digo, para que se lo digas. Pues qué más tengo que ver, dijo Sancho que lo que he visto? Bien estás en el cuento, respondió don Quixote, ahora me falta rasgar las Testi- duras, esparcir las armas, y darme de calabazadas por estas peñas, con otras cosas deste jaez, que te han de admirar. Por amor de Dios, dijo Sancho, que mire vuestra merced como se esas calabazadas, que á tal peña po- drá llegar, y en tal punto, que con la primera se acabase la máquina desta penitencia: y sería yo de parecer, que ya que á vuestra merced le parece, que son aquí necesarias calabazadas, y que no se puede hacer esta obra siu ellas, se contentase, pues todo esto es fingido, y cosa contrahecha, y de burla, se contentase, digo, con dárselas en el agua, ó en alguna cosa blan- da, como algodón, y déjeme á el cargo, que yo diré á mi señora, que vuestra merced se las daba en una punta de peña, más dura que la de un diamante. Yo agradezco tu buena intención, amigo Sancho, respondió don Quixote, mas quiérote hacer sabidor de que todas estas cosas que hago, no son de burlas, sino muy de veras, porque de otra manera, sería contrave- nir á las órdenes de caballería, que nos mandan, no digamos mentira algu- na, pena de relapsos, y el hacer una cosa por otra, lo mismo es que mentir. Así que mis calabazadas, han de ser verdaderas, firmes, y valederas, sin que lleven nada del sofístico, ni del fantástico. Y será necesario, que me dejes algunas hilas para curarme, pues que la ventura quiso que nos faltase el bálsamo que perdimos. Más fué perder el asno, respondió Sancho, pues se perdieron en él las hilas, y todo, y ruégole á vuestra merced, que no se acuerde más de aquel maldito brebaje, que en solo oirle mentar, se me re- vuelve el alma, cuanto y más el estómago. Y más le ruego, que haga cuenta que son ya pasados los tres días que me ha dado de término, pai'a ver las locuras que hace, que ya las doy por vistas, y por pasadas en cosa juzgada.

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y diré maravillas a mi señora, y escriba la carta, y despácheme luego, por» qne tengo gran deseo de volver á sacar á vuestra merced deste purgatori* donde le dejo. Purgatorio le llamas Sancho, dijo don Quixote, mejor hicie- i'as de llamarle infierno, y aún peor, si hay otra cosa que lo sea. Quien ha infierno, respondió Sancho, nula es reteticio según he oído decir. No en- tiendo qué quiere decir retencio, dijo don Quixote. Betencio es, respondió Sancho, que quien está en el infierno, nunca sale del, ni puede. (1) Lo cual será al revés en vuestra merced, ó á me andarán mal los pies, si es quo llevo espuelas para avivar á Rocinante: y póngame yo una por una en ei Toboso, y delante de mi señora Dulcinea, que yo le diré tales cosas, de las necedades, y locuras {que todo es uno) que vuestra merced ha hecho, y que- da haciendo, que la venga á poner más blanda que un guante, aunque la halle más dura que un alcornoque, con cuya respuesta dulce, y melificada, volveré por los aires como brujo, y sacaré á vuestra merced deste purgato- rio, que parece infierno, y no lo es, pues hay esperanza de salir del: la cual, como tengo dicho, no la tienen de salir los que están en el infierno, ni creo que vuestra merced dirá otra cosa. Así es la verdad, dijo el de la triste Fi- gura, pero qué haremos para escribir la carta? y la libranza pollinesca, también añadió Sandio. Todo irá inserto, dijo don Quixote, y sería bueno, ya que no hay papel, que la escribiésemos donde hacían los antiguos, en hojas de árboles, ó en unas tablitas de cera, aunque tan dificultoso será hallarse eso ahora, como el papel. Mas ya me ha venido á la memoria, donde será bien, y aun más que bien escribirla, que es en el librillo de me- moria que fué de Cárdenlo, y tendrás cuidado, de hacerla trasladar eu papel de buena letra en el primer lugar que hallares, donde haya maestro de escuela de muchachos, ó si no cualquiera sacristán te la trasladará: y no se la des á trasladar á ningún escribano, que hacen letra procesada, que no la entenderá Satanás. Pues que se ha de hacer de la firma, dijo Sancho: nunca las cartas de Amadís se firmaron, respondió don Quixote. Está bien, respondió Sancho, pero la libranza forzosamente se ha de firmar, y esa si se traslada, dirán que la firma es falsa, y quedaréme sin pollinos. La li- branza irá en el mismo libro firmada, que en viéndola mi sobrina, no poik- drá dificultad en cumplirla. Y en lo que toca á la carta de amores, pondrás por firma: Vuestro hasta la muerte, el de la triste Figura. Y hará poco al

(1) La verdad sea dicha, no tuvieron que hacer aaínenoH do injjenio los criticadorefl del libro para demostrar que era un Italia nisino (nnüa es retenfio), pues lo aaben hasta los alabarderos de Romea.

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caso, que vaya de mano agena, porque á lo que yo me acordar, Dulcineít no sabe escribir, ni leer, y en toda su vida ha visto letra mía, ni carta mía. porque mis amores, y los suyos, han sido siempre Platónicos, sin exten- derse á más, que á un honesto mirar. T aun esto tan de cuando en cuando, que osaré jurar con verdad, que en doce años que ha que la quiero má.> que á la lumbre destos ojos que hau de comer la tierra, no la he visto cua- tro veces, y aun podrá ser, que destas cuatro veces no hubiese ella echado de ver la una que la miraba. Tal es el recato, y encerramiento con que suíí- padres, Loreujto Corchuelo, y su madre Aldonza Nogales, la hau criado. Ta, ta, dijo Sancho, que la hija de Lorenzo Corchuelo es la señora Dulci- nea del Toboso, llamada por otro nombre Aldonza Lorenzo? Esa es, dijo don Quixote, y es la que merece ser señora de todo el universo. Bien la conozco, dijo Sancho, y decir, que tira tan bien á la barra, como el más forzudo zagal de todo el pueblo. (1) Vive el dador, que es moza de chapa, hecha, y derecha, y de pelo en pecho, y que puede sacar la barba del lodo» á cualquier caballero andante, ó por andar, que la tuviere por señora. O hideputa, que rejo que tiene, y que voz: decir, que se puso un día en- cima del campanario del aldea, á llamar unos zagales suyos, que andaban en un barbecho de su padre, y aunque estaban de allí más de media legua,, así la oyeron como si estuvieran al pie de la torre: y lo mejor que tiene es, que no es nada melindrosa, porque tiene mucho de cortesana, con todos se burla, y de todo hace mueca, y donaire. Ahora digo, señor caballero de la triste Figura, que no solamente puede, y debe vuestra merced hacer locu- ras por ella, sino que con justo título puede desesperarse, y ahorcarse, que nadie habrá que lo sepa, que no diga que hizo demasiado bien, puesto que-

(1) Aquel altisonante y significativo nombre descrito on los comienzos del libro, creación requetesaladísima del eandunguerísimo Migueliyo, por arte de encantamiento ó por la espontaneidad de un loco como se quie- ra— ha venido á convertirse en el oscuro de Aldonza Lorenzo; que si á nosotros no nos gusta esta transformación, al «penitente indino» de aque- llos solitarios bosques c debió de saberle á gloria». Y con tan plausible motivo, paso á contar la procedencia de aquello y de esto.

Como 68 muy raro en aquellos lugares que se escape alguno sin su co- rrespondiente apodo (sin contar con el que por derecho de herencia os- tente su familia), me eché á buscar en un cuaderno de la edad media el modo que empleaban los árabes para apellidarse, hallando, que de las condiciones físicas ó morales tomaban su principal acopio, y así: El Ru- bio, El Moreno, El Cojo, El Valiente, El Tremendo, El Blanco, etc. Mas oonio no rae satisficiesen estas explicaciones, recurrí d otro cuaderno, casi de la misma edad, pero con referencias más lejanas, y hallé que decía:

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le lleve el diablo: y querría ya verme en camino, solo por verla, que ha muchos días que no la veo, y debe de estar ya trocada, porque gasta mu- cho la faz de las mujeres, andar siempre al campo, al sol, y al aire. Y con- fieso á vuestra merced una verdad, señor don Quixote, que hasta aquí he estado en una grande ignorancia, que pensaba bien, y fielmente, que la se- ñora Dulcinea, debía de ser alguna Princesa, de quien vuestra merced estaba enamorado, ó alguna persona tal, que mereciese los ricos presentes que vuestra merced le ha enviado: así el del Vizcaíno, como el de los ga- leotes, y otros muchos que deben ser, según deben de ser muchas las vic- torias que vuestra merced ha ganado, y ganó en el tiempo que yo aún no era su escudero. Pero bien considerado, qué se le ha de dar á la señora Aldonza Lorenzo, digo á la señora Dulcinea del Toboso, de que se le vayan á hincar de rodillas delante della, los vencidos que vuestra merced envía, y ha de enviar? Porque podría ser. que al tiempo que ellos llegasen, estu- viese ella rastrillando lino, ó trillando en las eras, y ellos se corriesen de verla, y ella se riese, y enfadase del presente. Ya te tengo dicho antes de ahora muchas veces Sancho, dijo don Quixote, que eres muy grande ha- blador, y que aunque de ingenio boto, muchas veces despuntas de agudo: mas para que veas cuan necio eres tú, y cuan discreto soy yo, quiero que me oigas un breve cuento: Has de saber, que una viuda hermosa, moza li- bre, y rica, y sobre todo desenfadada, se enamoró de un mozo motilón, ro- llizo, y de buen tomo: alcanzólo á saber su mayor, y un día dijo á la buena viuda, por vía de fraternal reprensión: Maravillado estoy señora, y no sin mucha causa, de que una mujer tan principal, tan hermosa, y tan rica como

De origen griego, las hordas de la Tracia que invadieron á España intro- dujeron el uso de poner motes á las tierras que cultivaban, tomándolois después para apellidar á los esclavos que en fuerza de buenos servicios lograban salir de tan triste condición.

Con estos antecedentes, más en armonía con la oriundez de don Qui- xote, busqué en los archivos del país, hallando en uno (sin foliar por su- puesto): t Coser ¿o de Corchuelo*. Tomó su nombre, de los iv finitos alcorjwques que haij en aquellos sitios; fué unida al yminicipio de la Solana del Piyio, en d año de gracia de 1791.

Y como Cervantes hizo penitencia en el término aquel, distante unos tres cuartos de legua de Solana del Pino, deduzco «que se hartó de arropo en el Cortijo de Corchnelo, donde no faltaría un Nogal á la puerta de la casa que sirvió {)ara dar apellido á la madre de su dulcísimo entretenimiento. ¡Esta fué su alcuña!

Criada con recato y encerramiento una moza que tiraba á la barra como el más forzudo zagal ¡ja, jal

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vuestra merced se baja enamorado de un hombre tan soez, tan bajo, j tan idiota como fulano, habiendo en esta casa tantos maestros, tantos presen- tados, y tantos teólogos, en quien vuestra merced pudiera escoger, como entre peras, y decir, este quiero, aqueste no quiero? Mas ella le respondió con mucho donaire, y desenvoltura: Vuestra merced señor mío, está muy engañado, y piensa muy á lo antiguo, si piensa que yo he escogido mal en fulano por idiota que le parece, pues para lo que yo le quiero, tanta filoso- fía sabe, y más que Aristóteles. Así que Sancho, por lo que yo quiero á Dulcinea del Toboso, tanto vale como la más alta Princesa de la tierra. que todos los Poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos á su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. Piensas que las Amari- lis, las Filis, las Silvas, las Dianas, las Galateas, y otras tales, de que los libros, los romances, las tiendas de los barberos, los teatros de las come- dias están llenos, fueron verdaderamente damas de carne, y hueso, y de aquellos que las celebran, y celebraron? No por cierto, sino que las más se las fingen por dar sujeto á sus versos, y porque los tengan por enamorados, y por hombres qne tienen valor para serlo. Y así bástame á pensar, y creer, que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa, y honesta: y en lo del linaje importa poco, que no han de ir á hacer la información del, para dar- le algún hábito, y yo me hago cuenta, que es la más alta Princesa del mundo. Porque has de saber Sancho, si no lo sabes, que dos cosas solas incitan á amar más que otras, que son la mucha hermosura, y la buena fama, y estas dos cosas se hallan consumadamente en Dulcinea, porque en ser hermosa, ninguna le iguala, y en la buena fama, pocas le llegan. Y para concluir con todo, yo imagino, que todo lo que digo es así, sin que sobre, ni falte nada. Y pintóla en mi imaginación como la deseo, así en la belleza, como en la principalidad: y ni la llega Elena, ni la alcanza Lucre- cia, ni otra alguna de las famosas mujeres de las edades, Griega, Bárbara, ó Latina. Y diga cada uno lo que quisiere, que si por esto ftiere reprendido de los ignorantes, no seré castigado de los rigurosos. Digo que en todo tie- ne vuestra merced razón, respondió Sancho, y que soy un asno: mas no yo para qué nombro asno en mi boca, pues no se ha de mentar la soga en casa del ahorcado: pero venga la carta, y adiós que me mudo. Sacó el libro de memoria don Quixote, y apartándose á una parte, con mucho sosiego comenzó á escribir la carta, y en acabándola llamó á Sancho, y le dijo, que se la quería leer, porque la tomase en la memoria, si acaso se le perdiese por el camino, porque de su desdicha todo se podía temer. A lo cual res- pondió Sancho: Escríbala vuestra merced dos, ó tres veces ahí en el libro,

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y démele que yo le 'llevaré bien guardado, porque pensar que yo la he de tomar en la memoria, es disparate, que la tengo tan mala, que muchas ve- ces se me olvida como me llamo. Pero con todo eso, dígamela que holgaré mucho de oiría, que debe de ir como de molde. Escucha que así dice, dijo don Quiiot«,

«CAKTA DE DON QUIXOTE, A DULCINEA DEL TOBOSO

Soberana, y alta señora.

El ferido de punta de ausencia, y el llagado de las telas del corazón, dulcísima Dulcinea del Toboso, te envía la salud que él no tiene. Si tu íer- mosura me desprecia: Si tu valor no es en mi pro: Si tus desdenes son en mi afincamiento, maguer que yo sea asaz de sufrido, mal podré sostenerme en esta cuita, que además de ser fuerte, es muy duradera. Mi buen escudero Sancho te dará entera relación, ó bella ingrata, amada enemiga mía del modo que por tu causa quedo: si gustares de acorrerme, tuyo soy, y si no, haz lo que te viniere en gusto, que con acabar mi vida habré satisfecho á tu crueldad, y á mi deseo.

Tuyo hasta la muerte.

El cahaUero de la triste Figura.^

Por vida de mi padre, dijo Sancho en oyendo la carta, que es la más alta cosa que jamás he oído. Pesia á mi, y como que le dice vuestra mer- ced ahí todo cuanto quiere, y qué bien que encaja en la firma el caballero de la triste Figura. Digo de verdad, que es vuestra merced el mismo dia- blo, y que no hay cosa que no sepa. Todo es menester, respondió don Qui- xote, para el oficio que yo traigo. Ea pues, dijo Sancho ponga vuestra mer- ced en estotra vuelta la cédula de los tres pollinos, y fírmela con mucha claridad, porque le conozcan en viéndola. Que me place, dijo don Quixote, y habiéndola escrito se la leyó, que decía así.

«Mandará vuestra merced, por esta primera de pollinos, señora sobri- na, dar á Sancho Panza mi escudero tres de los cinco que dejé en casa, y están á cargo de vuestra merced. Los cuales tres pollinos, se los mando li- brar, y pagar por otros tantos aquí recibidos de contado, que con esta, y con su carta de pago serán bien dados. Fecha en las entrañas de Sierramo- rena, á veinte, y siete de Agosto, deste presente año.»

Buena está, dijo Sancho, fírmela vuestra merced. No es menester fir- marla, dijo don Quixote, sino solamente poner mi rúbrica, que es lo mis-

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mo que firma, y para tres asnos, y aun para trescientos fuera bastante. Yo me confío de vuestra merced, dijo Sancho, déjeme, iré á ensillar á Ro- cinante, y aparéjese á echarme su bendición, que luego pienso partirme sin ver las sandeces que vuestra merced ha de hacer, que yo diré que le vi hacer tantas, que no quiera más. Por lo menos quiero Sancho, y porque es menester así, quiero y digo que me veas en cueros, y hacer una, ó dos do- cenas de locuras, que las haré en menos de media hora, porque habiéndo- las tú visto por tus ojos, puedas jurar á tu salvo en las demás que quisie- res añadir: y, aseguróte, que no dirás tantas cuantas yo pienso hacer. Por amor de Dios señor mío, que no vea yo en cueros á vuestra merced, que me dará mucha lástima, y no podré dejar de llorar, y tengo tal la ca- beza del llanto que anoche hice por el rucio, que no estoy para meterme en nuevos lloros: y si es que vuestra merced gusta, de que yo vea algimas locuras, hágalas vestido breves, y las que le vinieren más á cuento. Cuanto más, que para no era menester nada deso, y como ya tengo dicho, fuera ahorrar el camino de mi vuelta, que ha de ser con las nuevas que vuestra merced desea, y merece. Y si no aparéjese la señora Dulcinea, que sino responde como es razón, voto hago solemne á quien puedo, que le tengo de sacar la buena respuesta del estómago á coces, y á bofetones: porque dónde se ha de sufrir, que un caballero andante, tan famoso como vuestra merced, se vuelva loco, sin qué, ni para qué, por una? No me lo haga de- cir la señora, porque por Dios que despotrique, y lo eche todo á doce, aunque nunca se venda. Bonito soy yo para eso, mal me conoce: pues á fe que si me conociese, que me ayudase. A fe Sancho, dijo don Quixote, que á lo que parece, que no estás más cuerdo que yo. No estoy tan loco, respondió Sancho, mas estoy más colérico. Pero dejando esto aparte, qué es lo que ha de comer vuestra merced, en tanto que vuelvo? Ha de salir al camino como Cardenio, á quitárselo á los pastores? No te pena ese cui- dado, respondió don Quixote, porque aunque tuviera, no comiera otra cosa que las yerbas, y frutos, que este prado, y estos árboles me dieren, que la fineza de mi negocio está en no comer, y en hacer otras asperezas. A esto dijo Sancho, sabe vuestra merced que temo, que no tengo de acertar á vol- ver á este lugar donde ahora le dejo, según está escondido. Toma bien las señas, que yo procuraré no apartarme destos contornos, dijo don Quixote: y aun tendré cuidado de subirme por estos más altos riscos, por ver si te descubro cuando vuelvas. Cuanto más, que b más acertado será, para que no me yerres, y te pierdas, que cortes algunas retamas, de las muchas que por aquí hay, y las vayas poniendo de trecho á trecho, hasta salir á lo raso.

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las cuales te servirán de mojones, y señales, para que me halles cuando vuelvas, á imitación del laberinto de Perseo. (1) Asi lo haré, respondió Sancho Panza: y cortando algunos, pidió la bendición á su señor, y no sin muchas lágrimas de entrambos, se despidió del. Y subiendo sobre Roci- nante, á quien don Quixote encomendó mucho, y que mirase por él. como por su propia persona, se puso en camino del llano, esparciendo de trecho á trecho los ramos de la retama, como su amo se lo había aconsejado: y asi se fué, aunque todavía le importunaba don Quixote, que le viese, si- quiera hacer dos locuras. Mas no hubo andado cien pasos, cuando volvió, j dijo: Digo señor, que vuestra merced ha dicho muy bien, que para que pueda jurar sin cargo de conciencia que le he visto hacer locuras, será bien

(1) Ni el Doctor Bowle, en quien se escuda Clemencín, ni éste, tienen razón al sostener «que fué error de Cervantes por Teseo »

Aunque exista parecido en el nombre, no es bastante fundamento para asegurar que motivase error en el autor; es, sencillamente, que antes «Je escribirse este libro no se tenia noticia más que de cuatro laberintos, y, á pesar del anuncio, ¡Señores, que hay un quinto!, ningún «averiguan- te» dio con él.

Y sigo leyendo: La edición de Londres de 1738 corrigió (?) el error y puso Teseo; Fellicer * imitó* (¡ya pareció aquello!, esta palabra escrita por Clemencín lo aclara todo: donde dice, digo, no dice digo, que dice Diego). ú los editores de Londres; y la Academia Éspamla siguió (falta la palabra

«imitando», pero se sobreentiende) á Pellieer,en su última edición de 1819

¡Todos en él pusisteis vuestras manos! Huelgan los comentarios.

¿Habrá sonado la hora de ponerlo como estaba, para que exprese la intención del que lo escribió? No importa que no lo entiendan los que en

ül colmo de su presunción lo destrozaron, basta con que no lo toquen

«trt estar á ¡¡rueha; alguno vendrá que lo irá interpretando. Pero ¿de cuán- do acá hay autoridad para retocar y trastocar un libro por insignilicante que sea? ¡|Maldición!! ¿Qué placer hallarían las juventudes estudio- sas en las traducciones de la «lliada» de Homero, ó en la «Eneida* de Virgilio, si sus textos griego y latino hubieran sufrido la transformación que ha experimentado Don Quixote? No basta con que las multitudes aplaudan la sabiduría de los que puede que lo sean en otros ramos del í^aber humano, no; es preciso, que sin mañosidades retóricas se demues- tre haberlo comprendido, proporcionando una lectura racional de lo que contiene.

Este libro |ha debido respetarse como á cosa sagrada!, pero ya que no Jo fué, yo me encargo de refutar todas las notas (con pobreza vestidas, pero sinceramente) que afectan á su sentido, cuando pa^e el ccntt'iiario, porque ahora, para honrarle cual merece, y en evitación de mayores ma- les, tengo que hacer este trabajo «quitándole tiempo al sueño».

La videncia de aquel eer privilegiado, demostrada está en sus últimas

2ÍO -

que vea siquiera una, aunque bien grande la he visto, en la quedada d& vuestra merced. No te lo decía yo dijo don Quixote, espérate Sancho, que en un credo las haré, Y desnudándose con toda priesa los calzones, qued'> en carnes, y en pañales; y luego sin más ni más dio dos zapatetas en el aire, y dos tumbas la cabeza abajo, y los pies en alto, descubriendo cosas, que por no verlas, otra vez volvió Sancho la rienda á Kocinant«, y se di<S por contento, y satisfecho, de que podía jurar, que su amo quedaba loco, y así le dejaremos ir su camino hasta la vuelta, que fué breve.

palabras: si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelga/*

para profanarte, péñola mía

Ariadna dio una soga á Teseo para que acertase á salir del laberinto de Creta una vez deshecho el encanto, es verdad; pero no lo es meno.s, que el en que se hallaba metido Cervantes, guarda máe analogía con el

otro en medio de selvas impracticables de inaccesibles montañas á

(ñelo descubierto y, cuando lo dicho no bastare, ahi está bu nombro

PERSEO; por solo, justificador de la región.

«Este sujeto á quien se ha postergado injustamente, dicen las histo- >rias, que atacó á la Ciudad llamada Petra en la Macedonia; después, de- «rrotado por Paulo Emilio en aquellos montes parecidos á Sierra Morena, «murió en Roma miserablemente, semejando este detalle de su vida, la »que llevó nuestro Hidalgo en estas montañas de tanto parecido á aque- >llas.>

«El otro, el Argivo, fué el que usó el caballo Pegaso, nacido de la san- >gre de Medusa, y, por no querer hospedarle Atlante, Rey de la Maurita- >nia, enfurecido Perseo, lo convirtió en un monte altísimo á presencia de >la cabeza de la hija de Forco.»

p— parece gemelo del Pefroxe de los Árabes con que denominaron

al Betrus de los Romanos, fundadores de las colonias con Celtas de la Lu- fiitania inferior. Y siendo así, puede muy bien pasar por Los Pedroches, que caen hacia donde concluye la vertiente meridional de Sierra Morena,

que dicen que es un monte altísimo, pero aunque parezca insuficiente

esta explicación, yo aseguro que Cervantes no se equivocó. La justifica- ción completa de esto, radica en el segundo libro.

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CAPITULO XXVI

Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo Don Quixote en Sierramorena.

Y volviendo á contar lo que hizo el de la triste Figura, después que se vio sólo: dice la historia, que así como don Quixote acabó de dar las tum- bas, ó vueltas, de medio abajo desnudo, y de medio arriba vestido, y que vio que Sancho se había ido, sin querer aguardar á ver más sandeces, se subió sobre una punta de una alta peña y allí tornó á pensar lo que otras muchas veces había pensado, sin haberse jamás resuelto en ello. Y era, que eual sería mejor, y le estaría más á cuento imitar á Eoldán en las locuras desaforadas que hizo, ó á Amadís en las melancólicas, y hablando entre mismo decía: Si Roldan fué tan buen caballero, y tan valiente como todos dicen, qué maravilla, pues al fin era encantado, y no le podía matar nadie, si no era metiéndole un alfiler de á blanca por la punta del pie, y él traía^ siempre los zapatos con siete suelas de hierro. Aunque no le valieron tretasi con Bernardo del Carpió, que se las entendió, y le ahogó entre los brazos en Roncesvalles. Pero dejando en él lo de la valentía á una parte, venga- mos á lo de perder el juicio, que es cierto que le perdió por las señales que halló en la fortuna, (1) y por las nuevas que le dio el pastor, de que Angé- lica labia dormido más de dos siestas con Medoro un Morillo de cabellos enrizados, y paje de Agramante. Y si él entendió que esto era verdad, y que su dama le había cometido desaguisado, no hizo mucho en volverse loco. Pero yo cómo puedo imitarle en las locuras, sino le imito en la oca- sión dellas, porque mi Dulcinea del Toboso osaré yo jurar, que no ha visto en todos los días de su vida Moro alguno, así como él es, en su mismo tra^

(1) La sustitución de fuente por fortujia, ni es error, ni otra cosa que incomprensión: loe señores críticos no entendieron las señales Cervántico- manchegas, y, por e.«o, propusieron la corrección. Pero el autor pensab.T otra cosa, y a ella me atengo para explanar su sentido. Las nuevas que le dio el pastor, coincidían con lo» augurios (señales) que halló en la rueda de la fortuna.

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jn, y que se está hoy como la madre que la parió: y haríale agravio mani- íiesto, si imaginando otra cosa della. me volviese loco de aquel género de locura de Koldán el furioso. Por otra parte veo, que Araadís de Gaula, sin perder el juicio, y sin hacer locuras, alcanzó tanta fama de enamorado, como e\ que más. Porque lo que hizo, según su historia, no fué más de que por verse desdeñado de su señora Oriana, que le había mandado, que no pare- ciese ante su presencia, hasta que fuese su voluntad: de que se retiró á la peña Pobre, en compañía de un ermitaño, y alli se hartó de llorar, hasta que el cielo le acorrió en medio de su mayor cuita, y necesidad. Y si esto es verdad, como lo es, para qué quiero yo tomar trabajo ahora, de desnu- darme del todo, ni dar pesadumbre á estos árboles, que no me han hecho mal alguno, ni tengo para que enturbiar el agua clara destos arroyos, los cuales me han de dar de beber, cuando tenga gana. Viva la memoria de Amadis, y sea imitado de don Quixote de la mancha, en todo lo que pu- diere: del cual se dirá lo que del otro se dijo, que sino acabó grandes co- sas, murió por acometerlas. Y si yo no soy desechado, ni desdeñado de mi Dulcinea, bástame, como ya he dicho, estar ausente della. Ea pues, manos á la obra, venid á mi memoria cosas de Amadis, y enseñadme por donde tensjo de comenzar á imitaros: mas ya que lo más que él hizo, fué rezar, y así lo haré yo. Y sirviéronle de rosario unas agallas grande de un alcor- norque, que ensartó, de que hizo un diez. Y lo que le fatigaba mucho, era no hallar por allí otro hermitaño, (1) que le confesase, y con quien conso- larse: y así se entretenía paseándose por el pradecillo, escribiendo, y gra- bando por las cortezas de los árboles, y por la menuda arena, muchos ver- sos, todos acomodados á su tristeza, y algunos en alabanza de Dulcinea. Mas los que se pudieron hallar enteros, y que se pudiesen leer después que á él allí le hallaron, no fueron más que estos que aquí se siguen.

Arboles, yerbas, y plantas Que en aqueste sitio estáis. Tan altas, verdes, y tantas. Si de mi inal 7io os Iwlgais Escuchad mis quejas santas.

(1) Este ermitaño con h, quiere decir que en los Lucos que era don- de se hallaba no lo había, estando contrapuesto al ermitaño que existía en la ermita de Santa María de Alarcos; aquella peña Pobre de fatal re- cordación.

Asi, como éste, son muchos de loo errores que le atribuyeron.

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Mi dolor no o.^ alborote, Aunque más terrible sea, Pues por pagaros escote, Aquí lloró don Quixote Ausencias de Dulcinea Del Toboso.

Es aquí el lugar, adonde El amador más leal De su señora se esconde,

Y lia venido á tanto mal Sin saber cómo, ó por dónde.

Tráete amor al estricote, Qne es de muy m,ala ralea,

Y asi hasta henchir un pipote. Aquí lloró don Quixote Ausencias de Dulcinea

Del Toboso.

Buscando las desventuras Por entre las duras peñas, Maldiciendo entrañas duras, Que entre riscos, y entre breñas, Halla el triste desventuras.

Hirióle amor con su azote. No con su blanda correa,

Y en tocándole al cogote. Aquí lloró don Quixote Amencias de Dulcinea

Del Toboso. (1)

(1) Recuerdas, amado lector, que el Toboso era á modo de una indi- cación? Pues ahora queda reducido á un colgajo, como podrás apreciar en la continuación del texto á estos versos, que tampoco son lo que parecen. Por mi tierra y sus contornos, las tres quintillas que no llevan estrambo- te, se cantan confundidas con las saetas de la Semana Santa. Y aunque no he podido recopilar todas las de la semana, á continuación copio la que no he olvidado.

Jesús que triunfante entró domingo en Jerusalen, por Mesías se aclamó, y U)áo el pueblo en tropel á recibirle salió.

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No causó poca risa en los que hallaron los versos referidos, la añadi- dura del Toboso al nombre de Dulcinea, -porque imaginaron que debió de imaginar don Quixote, que si en nombrando á Dulcinea, no decía tam- bién el Toboso, no se podría entender la copla, y así fué la verdad, como él des'pués confesó. Otros muchos escribió, pero como se ha dicho, no se pudieron sacar en limpio, ni enteros, más destas tres coplas. En esto, y en suspirar, y llamar á los Faunos, y Silvanos de aquellos bosques, á las niii- ías de los ríos, á la dolorosa, (1) y húmida Eco, que le respondiesen, con- solasen, y escuchasen, se entretenía, y en buscar algunas yerbas conque sustentarse, en tanto que Sancho volvía, que si como tardó tres días, tar- dara tres semanas, el caballero de la triste Figura quedara tan desfigurado, que no lo conociera la madre que lo parió. Y será bien dejarle envuelto en- tre suspiros, y versos, por contar lo que le avino á Sancho Panza en su mandadería. Y fué, que en saliendo al camino Real, se puso en busca del Toboso, y otro día llegó á la venta, donde le había sucedido la desgracia de la manta, y no la hubo bien visto, cuando le pareció que otra vez anda- ba en los aires, y no quiso entrar dentro, aunque llegó á hora que lo pu- diera, y debiera hacer, por ser la de comer, y llevar en deseo de gustar algo caliente, que había grandes días que todo era hambre. Esta necesidad le forzó á que llegase junto á la venta, todavía dudoso, si entraría, ó no. Y es- tando en esto salieron de la venta dos personas, que luego le conocieron: y dijo el uno al otro. Dígame señor licenciado aquel del caballo no es San cho Panza, el que dijo el ama de nuestro aventurero, que había salido con ^u señor por escudero? Sí, es, dijo el Licenciado, y aquél es el caballo de nuestro don Quixote. Y conociéronlo también, como aquellos que eran el Cura, y el barbero de su mismo lugar, y los que hicieron el escrutinio, y auto general de los libros, los cuales así como acabaron de conocer á San- cho Panza, y á Rocinante, deseosos de saber de don Quixote se fueron á él, y el Cura le llamó por su nombre, diciéndole: Amigo Sancho Panza, adon- de queda vuestro amo? Conociólos luego Sancho Panza, y determinó de encubrir el lugar, y la suerte, donde, y como su amo quedaba: y así res- pondió, que su amo quedaba ocupado en cierta parte, y en cierta cosa que

(1) A la Dolorosa, es confirmación de que los versos anteriores son las saetas que se dedican en dicha época del año, disimulada con la húmido. Eco, que debe intepretarse llorosa, expresado con la voz kumidad que se usa mucho por allí. Y, además, que emplea el nombre de la ninfa para establecer confusión con el sustantivo que denota la r<'d transmisora por cuyos hilos llegaron hasta nosotros los sucesos de Tierra Santa.

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Ic era do mucha importancia, la cual no podía descubrir por los ojos que en la cara tenía. No, no, dijo el barbero, Sancho Panza, si tos no nos decía donde queda, imaginaremos, como ya imaginamos, que vos le habéis muer- to, y robado, pues venís encima de su caballo: en verdad que nos habéis de dar el dueño del rocín, ó sobre eso morena. No hay para qué conmigo ame- nazas, que yo no soy hombre que robo, ni mato á nadie, á cada uno mate su ventura, ó Dios que lo hizo. Mi amo queda haciendo penitencia en la mitad desta montaña, muy á su sabor. Y luego de corrida, y sin parar les contó de la suerte que quedaba, las aventuras que le habían sucedido, y cerno llevaba la carta á la señora Dulcinea del Toboso, que era la hija de Lorenzo Corchuelo, de quien estaba enamorado bástalos hígados. Quedaron admirados los dos, de lo que Sancho Panza les contaban, y aunque ya sa- bían la locura de don Quixote, y el género della, siempre que la oían se admiraban de nuevo. Pidiéronle á Sancho Panza, que les enseñase la carta que llevaba á la señora Dulcinea del Toboso. El dijo, que iba escrita en un libro de memoria, y que era orden de su señor, que la hiciese trasladar en papel, en el primer lugar que llegase. A lo cual dijo el Cura, que se la mostrase, que él la trasladaría de muy buena letra. Metió la mano en el seno Sancho Panza, buscando el librillo: pero no le halló, ni le podía ha- llar, si le buscara hasta ahora, porque se había quedado don Quixote con el, y no se le había dado, ni á él se le acordó de pedírsele. Cuando Sancho vio que no hallaba el libro, fuésele parando mortal el rostro: y tornándose á tentar todo el cuerpo muy apriesa, tornó á echar de ver que no le halla- ba, y sin más ni más se echó entrambos á las barbas, y se arrancó la mi- tad dellas: y luego apriesa, y sin cesar, se dio media docena de puñadas en el rostro, y en las narices, que se las bañó todas en sangre. Vi^to lo cual por el Cura, y el barbero, le dijeron, que qué le había sucedido que tan mal se paraba? Qué me ha de suceder, respondió Sancho, sino el haber perdido de una mano á otra, en un instante tres pollinos, que cada uno era como un castillo. Cómo es esto, replicó el barbero? He perdido el libro de memoria, respondió Sancho, donde venía carta para Dulcinea, y una cédu- la firmada de su señor, por la cual mandaba, que su sobrina me diese tres pollinos, de cuatro, ó cinco que estaban en casa. Y con esto les contó la pérdida del rucio. Consolóle el cura, y díjole, que en hallando á su señor, él le haría revalidar la demanda, y que tornase á hacer la libranza en pa- pel, como era uso, y costumbre, porque las que se hacían en libros de me- moria, jamás se aceptaban, ni se cumplían. Con esto se consoló Sancho, y dijo, que como aquello fuese así, que no le daba mucha pena la pérdida de

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la carta de Dulcinea, porque él la sabía casi de memoria, de la cual se po- día trasladar, adonde, y cuando quisiesen. Decidlo Sancho pues, dijo el ca- brero, que después la trasladaremos. Paróse Sancho Panza á rascar la ca- beza, para traer á la memoria la carta: y ya ponía sobre un pie, y ya sobre el otro. Unas veces miraba al suelo, otras al cielo; y al cabo de haberíse roído la mitad de la yema de un dedo, teniendo suspensos á los que espe- raban que ya la dijese, dijo al cabo de un grandísimo rato: Por Dios señor Licenciado, que los diablos lleven la cosa que de la carta se me acuerda, aunque en el principio decía: Alta, y sobajada señora. No dirá dijo el bai*- bero, sobajada, sino sobrehumana, ó soberana señora. Así es, dijo Sancho. Luego si mal no me acuerdo, proseguía, si mal no me acuerdo, el llagado, y falto de sueño, y el herido besa á vuestra merced las manos, ingrata, y muy desconocida hermosa, y no que decía de salud, y de enfermedad que le enviaba: y por aquí iba discurriendo, hasta que acababa, en vuestro hasta la muerte, El caballero de la triste Figura. No poco gustaron los dos de ver la buena memoria de Sancho Panza, y alabáronsela mucho, y le pi- dieron que dijese la carta otras dos veces, para que ellos asimismo la to- masen de memoria, para trasladarla á su tiempo. Tornóla á decir Sancho otras tres veces, y otras tantas volvió á decir tres mil disparates. Tras esto contó asimismo las cosas de su amo, pero no habló palabra acerca del man- teamiento que le había sucedido en aquella venta, en la cual rehusaba en- trar. Dijo también, cómo su señor en trayendo que le trajera buen despa- cho de la señora Dulcinea del Toboso, se había de poner en camino, á procurar como ser Emperador, ó por lo menos Monarca, que así lo tenían concertado entre los dos: y era cosa muy fácil venir á serio, según era el valor de su persona, y la fuerza de su brazo, y que en siéndolo, le había de casar á él, porque ya sería viudo, que no podía ser menos. Y la había de dar por mujer á una doncella de la Emperatriz, heredera de un rico, y grande estado de tierra firme, sin Insulos ni ínsula?, que ya no las quería. Decía esto Sancho con tanto reposo, limpiándose de cuando en ciiaudo las narices, y con tan poco juicio, que los dos se admiraron de nue\n, conside- rando, cuan vehemente había sido la locura de don Quixote, pue.« había lle- vado tras el juicio de aquel pobre hombre. No quisieron cansarse en sa- carle del error en que estaba, pareciéndoles, que pues no le dañaba nada la conciencia, mejor era dejarle en él, y á ellos les sería de más gusto oir sus necedades: y así le dijeron, que rogase á Dios por la salud do su señor, que cosa contingente, y muy agible era venir con el discurso del tiempo á ser Emperador, como él decía, ó por lo menos Arzobispo, ú otra dignidad

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equivalente. A lo cual respondió Sancho: Señores, si la fortuna rodease las cosas de manera, que á mi amo le viniese en voluntad de no ser Empera- dor, sino de ser Arzobispo, querría yo saber ahora, qué suele dar los Arzo. bispos andantes á los escuderos? Suélenles dar, respondió el Cura, algún beneficio simple, ó curado, ó alguna sacristía, que les vale mucho de rento rentada, amén del pie de altar, que se suele estimar en otro tanto. Para eso será menester, replicó Sancho, que el escudero no sea casado, y que sepa ayudar á Misa por lo menos: y si esto es así, desdichado yo, que soy casado, y no la primera letra del Abe, qué será de mí, si á mi amo le antojo de ser Arzobispo, y no Emperador, como es uso, y (fcstumbre de los caballeros andantes? No tengáis pena Sancho amigo, dijo el barbero, que aquí rogaremos á vuestro amo, y se lo aconsejaremos, y aun se lo pon- dremos en caso de conciencia, que sea Emperador, y no Arzobispo, porque le será más fácil, á causa de que él es más valiente, que estudiante. Asi me ha parecido á mí, respondió Sancho, aunque decir, que para todo tiene- habilidad. Lo que yo pienso hacer de mi parte, es rogarle á nuestro Sefnr, que le eche á aquellas partes donde él más se sirva, y adonde á más mercedes me haga. Vos lo decís como discreto, dijo el Cura, y lo haréis; como buen Cristiano. Mas lo que ahora se ha de hacer, es dar orden como sacar á vuestro amo de aquella inútil penitencia, que decís que queda ha- ciendo: y para pensar el modo que hemos de tener, y para comer que ya es hora, será bien nos entremos en esta venta. Sancho dijo, que entrasen ellos, que él esperaba allí fuera, y que después les diría la causa porque no entraba ni le convenía entrar en ella: mas que les rogaba que le sacasen allí algo de comer, que fuese cosa caliente, y asimismo cebada para Roci- nante Ellos se entraron, y le dejaron, y de allí á poco, el barbero le sacú de comer. Después habiendo bien pensado entre los dos el modo que ten- drían para conseguir lo que deseaban, vino el Cura en un pensamiento muy acomodado al gusto de don Quixote, y para lo que ellos querían. Y fué, que dijo el barbero, que lo que había pensado era, que él se vestiría en hábito de doncella andante, y que él procurase ponerse lo mejor que pu- diese, como escudero, y que así irían adonde don Quixote estaba, fingiendo ser ella una doncella afligida, y menesterosa, y le pediría un don, el cual él no podría dejársele de otorgar, como valeroso caballero andante. Y que el don que le pensaba pedir, era que se viniese con ella, donde ella le lleva- se, á deshacerle un agravio que un mal caballero le tenía hecho: y que le suplicaba asimismo, que no la mandase quitar su antifaz, ni la demandase cosa de su hacienda, hasta que la hubiese hecho derecho de aquel mal ca-

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ballero, y que creyese sin duda, que don Quixote vendría en todo cuanto le pidiese por este término, y que desta manera le sacarían de allí, y le lleva- rían á su lugar donde procuraríac ver si tenía algún remedio su eitrafia locara.

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CAPITULO XXVII

De como salieron con su intención el Cura y el bar- bero, con otras cosas dignas de que se cuenten en esta grande historia.

No le pareció mal al barbero, la invención del Cura, sino tan bien que luego la pusieron por obra. Pidiéronle á la ventera una saja, y unas tocas, dejándole en prendas una sotana nueva del Cura. El barbero hizo una gran barba de una cola rucia, ó roja de buey, donde el ventero tenia colgado el peine. Preguntóles la ventera, que para qué le pedían aquellas cosas? El Cura le contó en breves razones la locura de don Quixote, y cómo convenía aquel disfraz, para sacarle de la montaña donde á la sazón estaba. Cayeron luego el ventero, y la ventera en que el loco era su huésped del bálsamo, y el amo del manteado escudero, y contaron al Cura todo lo que con él les había pasado, sin callar lo que tanto callaba Sancho. En resolución, la ven- tera vistió al Cura de modo, que no había más que ver. Púsole una saya de paño llena de fajas de terciopelo negro, de un palmo de ancho, todaí acuchilladas, y unos corpinos de terciopelo verde, guarnecidos con unos ribetes de raso blanco, que se debieron de hacer ellos, y la saya en tiempo del Rey Wamba. No consintió el Cura que le tocasen, sino púsose en la cabeza un birrttillo de lienzo colchado que llevaba para dormir de noche: y ciñóse por la frente una liga de tafetán negro, y con otra liga hizo anti- faz con que se cubrió muy bien las barbas, y el rostro. Encasquetóse su sombrero, que era tan grande que le podía servir de quitasol: y cubrién- dose el herreruelo, subió en su muía á mujeriegas, y el barbero en la suya, con su barba que le llegaba á la cintura, entre roja, y blanca, como aque- lla que (como se ha diciio) era hecha de la cola de un buey barroso. Despi- diéronse de todos, y de la buena de Maritornes, que prometió de rezar un rosario, aunque pecadora, porque Dios les diese buen suceso en tan arduo, y tan Cristiano negocio, como era el que habían emprendido. Mas apenas hubo salido de la venta, cuando le vino al Cura un pensamiento, que hacía, mal en haberse puesto de aquella manera, por ser cosa indecente, que un Sacerdote se pusiese así, aunque le fuese mucho en ello: y diciéndoselo al

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barbero, le rogó, que trocasen trajes, pues era más justo, que él fuese al doncella menesterosa, y que él haría el escudero, y que así se profanaba menos su dignidad: y que sino lo quería hacer, determinaba, de no paaír adelante, aunque á don Quixote se le llevase el diablo. En esto llegó San- cho, y de yer á los dos en aquel traje, no pudo tener la risa. En efecto, el barbero vino en todo aquello que el Cura quiso: y trocando la invención, el Cura le fué informando el modo que había de tener, y las palabras que había de decir á don Quixote, para moverle, y forzarle, ú que con él se viniese, y dejase la querencia del lugar que había escogido para su vana penitencia. El barbero respondió, que sin que se le diese lección, él lo pon- dría bien en su punto. No quiso vestirse por entonces, hasta que estuviesen junto de don Quixote estaba, y así dobló sus vestidos, y el Cura acomodó su barba, y siguieron su camino, guiándolos Sancho Panza: el cual les fué contando lo que les aconteció con el loco que hallaron en la sierra: encu- briendo empero el hallazgo de la maleta, y de cuanto en ella venia, que maguer que tonto, era un poco codicioso el mancebo. Otro día llegaron al lugar donde Sancho había dejado puestas las señales de las ramas, para acertar el lugar donde había dejado á su señor: y en reconociéndole, les dijo, cómo aquella era la entrada, y que bien se podían vestir, si era que aquello hacía al caso para la libertad de su señor: porque ellos le habían dicho antes, que el ir de aquella suerte, y vestirse de aquel modo, era toda la importancia, para sacar á su amo de aquella mala vida, que había esco- gido: y que le encargaban mucho, que no dijese á su amo quien ellos eran, ni que los conocía. Y que si le preguntase, como se lo había de preguntar, si dio la carta á Dulcinea, dijese que sí, y que por no saber leer, le había respondido de palabra, diciéndole, que le mandaba, so pena de la su des- gracia, que luego al momento se viniese á ver con ella, que era cosa, que le importaba mucho: porque con esto, y con lo que ellos pensaban decirle, tenían por cosa cierta, reducirle á mejor vida, y hacer con él que luego se pusiese en camino, para ir á ser Empe'rador, ó Monarca, que en lo de ser Arzobispo, no había de qué temer. Todo lo escuchó Sancho, y lo tomó muy bien la memoria, y les agradeció mucho la intención que tenían de aconse- jar á su señor, fuese Emperador, y no Arzobispo, porque él tenía para sí, que para hacer mercedes á sus escuderos, más podían los Emperadores, que los Arzobispos andantes. También les dijo, que sería bien, que él fuese delante á buscarle, y darle la respuesta de su señora, que ya sería ella bastante á sacarle de aquel lugar, sin que ellos Se pusiesen en tanto tra- bajo. Parecióles bien lo que Sancho Panza decía, y así determinaron de

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aguardarle hasta que volviese con las nuevas del hallazgo de su amo. Eq- tróae Sancho por aquellas quebradas de la sierra, dejando á los dos en una, por donde corría un pequeño, y manso arroyo, á quien hacían sombra agradable, y fresca otras peñas, y algunos árboles que por allí estaban. El calor, y el día que allí llegaron, era de los del mes de Agosto, que por aquellas partes suele ser el ardor muy grande: la hora, las tres de la tarde: todo lo cual hacía al sitio más agradable, y que convidase á que en él espe- rasen la vuelta de Sancho, como lo hicieron. Estando pues los dos allí, so- segados, y á la sombra, llegó á sus oídos una voz, que sin acompañarla son de algún otro instrumento, dulce, y regaladamente sonaba: de que no poco se admiraron, por parecerles que aquél no era lugar donde pudieso haber quien tan bien cantase. Porque aunque suele decirse, que por las selvas, y campos se hallan pastores de voces extremadas, más son encare- cimientos de Poetas, que verdades: y más cuando advirtieron que lo que oían cantar eran versos, no de rústicos ganaderos, sino de discretos Corte- ganos. Y confirmó esta verdad, haber sido los versos que oyeron estos.

Quién menoscaba mis bienes? Desdenes.

Y quién aumenta mis duelos?

Los celos.

Y quién prueba mi paciencia?

Ausencia. De ese modo en mi dolencia Ningún remedio se alcanza. Pues me matan la esperanza. Desdenes, celos, y ausencia.

Quién me causa esté dolor?

Amor. ;

Y quién mi gloria repugna.

Fortuna.

Y quién consiente mi duelo?

El cielo. y

De ese modo yo recelo ,

Morir deste mal extraño, Pues se aunan en mi daño Amor, fortuna, y el cielo.

Quién mejorará mi .«tuerte? La muerte.

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Y el bien de amar quién le alcanza?

Mudanza,

Y sus males quién los cura?

Locura. De ese modo no es cordura Querer curar la pawión, Cuando los remedios son, Muerte, mudanza, y locura.

La hora, el tiempo, la soledad, la voz, y la destreza del que cantaba,, causó admiración, y contento en los dos oyentes, los cuales estuvieron que- dos, esperando, si otra alguna cosa oían: pero viendo que duraba algÚQ tanto el silencio, determinaron de salir á buscar el músico, que con tan buena voz cantaba, Y queriéndolo poner en efecto, hizo la misma voz, que- no se moviesen, la cual llegó de nuevo á sus oídos, cantando este Soneto.

SONETO

Santa amistad, que con ligeras alas, Tu apariencia quedándose en el suelo, Entre benditas almas en el cielo. Subiste alegre á las empíreas salas.

Desde allá (cuando quieres) nos señalaa La justa paz, cubierta con un velo, Por quien á veces se trasluce el celo De buenas obras, que á la fin son malas.

Deja el cielo, ó amistad, ó no permitas, Que el engaño se vista tu librea. Con que destruye á la intención sincera. Que si tus apariencias no le quitas. Presto ha de verse el mundo en la pelea De la discorde confusión primeríL

El canto se acabó con un profundo suspiro, y los dos con atención vol- Tieron á esperar si más se cantaba: pero viendo que la música se había vuelto en sollozos, y en lastimeros ayes, acordaron de saber, quién era el triste, tan extremado en la voz, como doloroso en los gemidos. Y no andu-^ yieron mucho, cuando al volver de una punta de una peña, vieron á uq hombre, del mismo talle, y figura que Sancho Panza Jes había pintado, cuando les contó el cuento de Cárdenlo: el cual hombre cuando los vio, sin sobresaltarse estuvo quedo, con h cabeza inclinada sobre el pecho, á guiga

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•de hombre pensativo, sin alzar los ojos á mirarlos, más de la vez primera, cuando de improviso llegaron. El cura, que era hombre bien hablado (como el que ya tenía noticia de su desgracia, pues por las señas le había cono- cido) se llegó á él, y con breves, aunque discretas razones, le rogó, y per- •íuadió, que aquella tan miserable vida dejase, porque allí no la perdiese, •que era la desdicha mayor de las desdichas. Estaba Cardenio entonces en «u entero juicio, libre de aquel furioso accidente, que tan á menudo le sa- caba de mismo: y así habiendo á los dos en traje tan no usado de los ■que por aquellas soledades andaban, no dejó de admirarse algún tanto: y más cuando oyó que le habían hablado en su negocio, como en cosa sabida {porque las razones que el Cura le dijo, así lo dieron á entender) y así res- pondió desta manera: Bien veo yo, señores, quienquiera que seáis, que el cielo, que tiene cuidado de socorrer á los buenos, y aun á los malos mu- chas veces, sin yo merecerlo, me envía en estos tan remotos, y apartados lugares del trato común de las gentes, algunas personas, que poniéndome delante de los ojos con vivas, y varias razones, cuan sin ella ando, en ha- cer la vida que hago, han procurado sacarme desta á mejor parte: pero <;omo no saben que yo, que en saliendo deste daño, he de caer en otro mayor, quizá me deben de tener por hombre de flacos discursos: y aun lo que peor sería, por de ningún juicio. Y no sería maravilla, que así fuese, porque á se me trasluce, que la fuerza de la imaginación de mis des- gracias es tan intensa, y puede tanto en mi perdición, que sin que yo pue- da ser parte á estorbarlo, vengo á quedar como una piedra, falto de todo buen sentido, y conocimiento: y vengo á caer en la cuenta desta verdad, cuando algunos me dicen, y muestran señales de las cosas que he hecho en tanto que aquel terrible accidente me señorea, y no más, que doler- me en vano, y maldecir sin provecho mi ventura: y dar por disculpa de mis locuras, el decir la causa dellas, á cuantos oírla quieren, porque viendo Jos cuerdos cuál es la causa, no se maravillen de los efectos: y sino me dieren remedio, á lo menos no me darán culpa, convirtiéndoseles el enojo de mi desenvoltura, en lástima de mis desgracias. Y si es que vosotros señores, venís con la misma intención que otros han venido, antes que pa- séis adelante en vuestras discretas persuasiones, os ruego, que escuchéis el cuento, que no le tiene de mis desventuras: porque quizá después de entendido, ahorrareis del trabajo que tomareis en consolar un mal, que de todo consuelo es incapaz. Los dos, que no deseaban otra cosa, que saber de eu misma boca la causa de su daño, le rogaron se la contase, ofreciéndole de no hacer otra cosa de la que él quisiese en su rf medio, ó consuelo: y

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con esto el triste caballero comenzó su lastimera historia, caí;i por las mi3 mas palabras, y pasos, que la había contado á don Quiíote, y al cabrero, pocos días atrás, cuando poi ocasión del Maestro Elisabat, y puntualidad de don Quiíote, en guardar el decoro á la caballería, se quedó el cuento imperfecto, como la historia lo deja contado. Pero ahora quiso la buena suerte, que se detuvo el accidente de la lociira, y le dio lugar de contarlo hasta el fin: y así llegando al pa,so del billete, que había hallado don Fer- nando entre el libro de Amadís de Gaula, dijo Cárdenlo, que le tenía bien en la memoria, y que decía desta manera,

Luscinda á Cardenio.

cCada día descubro en vos valores, que me obligan, y fuerzan, á que en más os estime: y así si quisiéredes sacarme desta deuda, sin ejecutarme en la honra, lo podréis muy bien hacer. Padre tengo, que os conoce, y que me quiere bien, el cual sin forzar mi voluntad cumplirá lo que será justo que vos tengáis, si es que me estimáis como decís, y como yo creo.>

Por este billete me moví á pedir á Luscinda por esposa, como ya os he contado, y este ñié por quien quedó Luscinda en la opinión de don Fer- nando, por una de las más discretas, y avisadas mujeres de su tiempo. Y este billete fué, el que le puso en deseo de destruirme, antes que el mío se ejecutase. Díjele yo á don Fernando, en le que reparaba el padre de Luscinda, que era en que mi padre se la pidiese: lo cual yo no le osaba decir, temeroso que no vendría en ello: no porque no tuviese bien conoci- da la calidad, bondad, virtud, y hermosura de Luscinda, y que tenía partes bastantes para ennoblecer cualquier otro linaj« de España: sino porque yo entendía del, que deseaba que no me casase tan presto, hasta ver lo que el Duque Eicardo hacía conmigo. En resolución, le dije, que no me aventu- raba á decírselo á mi padre, así por aquel inconveniente, como por otros muchos que me acobardaban, sin saber cuáles eran: sino que me parecía, que lo que yo desease, jamás había de tener efecto. A todo esto me rts- pondió don Fernando, que él se encargaba de hablar á mi padre, y hacer con él, que hablase al de Luscinda. O Mario ambicioso, ó Catilina cruel, ó Quila facineroso, (1) ó Galalún embustero, ó Vellido traidor, ó Julián

(1) Aunque se sobreentiende que aludo z\ facineroso Siln, bueno será restituir lo que dejó estampado, por si en la suplantación hay misterio, pues no empece á su lectura, (^luila, que no tiene equivalencia, y faciho-

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vengativo, ó Judas codicioso. Traidor, cruel, vengativo, y embustero, qué de servicios te había hecho este triste, que con tanta llaneza te descubrió los secretos, y contentos de su corazón? Qué ofensa te hice? Qué palabras te dije, ó qué consejos te di, que no fuesen todos encaminados á acrecentar tu honra, y tu provecho? Mas de qué me quejo, desventurado de mi, pues es cosa cierta, que cuando traen las desgracias la corriente de las estrellas, como vienen de alto á bajo despeñándose con furor, y con violencia, no hay fuerza en la tierra que las detenga, ni industria humana que prevenir- la pueda. Quién pudiera imaginar, que don Fernando, caballero ilustre, discreto, obligado de mis servicios, poderoso para alcanzar lo que el deseo amoroso le pidiese, donde quiera que le ocupase, se había de enconar (como suele decirse) en tomarme á una sola oveja, que aún no poseía? Pero quédense estas consideraciones aparte, como inútiles, y sin provecho, y anudamos el roto hilo de mi desdichada historia. Digo pues, que parecién- dole á don Fernando, que mi presencia le era inconveniente para poner en ejecución su falso, y mal pensamiento, determinó de enviarme á su her- mano mayor, con ocasión de pedirle unos dineros, pava pagar seis caballos, que de industria, y solo para este efecto de que me ausentase (para poder mejor salir con su dañado intento) el mismo día que se ofreció hablar á mi padre los compró, y quiso que yo viniese por el dinero. Pude yo prevenir esta traición? Pude por ventura caer en imaginarla? No por cierto, antes con grandísimo gusto me ofrecí á partir luego, contento de la buena com- pra hecha. Aquella noche hablé con Luscinda, y le dije lo que don Fer- nando quedaba concertado, y que tuviese firme esperanza, de que tendrían efecto nuestros buenos, y justos deseos. Ella me dijo, tan segura como yo de la traición de don Fernando, que procurase volver presto, porque creía que no tardaría más la conclusión de nuestras voluntades, que tardase mi padre de hablar al tuyo. No que se fué, que en acabando de decirme esto, se le llenaron los ojos de lágrimas, y un nudo se le atravesó en la garganta, que no le dejaba hablar palabra, de otras muchas que me pare- ció que procuraba decirme. Quedé admirado deste nuevo accidenta!, hasta

roso, como dicen aún por allí, aunque malcasados, su desconcertante unión C8 muy significativa.

¿Quiénes serían los personajes de aquella época encubiertos bajo los nombres del Duque Ricardo y ^3U hijo Fernando?

No Be debe desconfiar, |por Alah santo!, de que llegará un dia en que ae sabrá: entre el cielo y la tierra no puede haber nada oculto.

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allí jamás en ella visto, porque siempre nos hablábamos, las veces que la buena fortuna, y mi diligencia concedía, con todo regocijo, y contento, sin mezclar en nuestras pláticas, lágrimas, suspiros, celos, sospechas, ó temo- res. Todo era engrandecer yo mi ventura, por habérmela dado el cielo por señora. Exageraba su belleza, admirábame de su valor, y entendimiento. Volvíame ella el recambio, alabando en lo que como enamorada le pa- reció digno de alabanza. Con esto nos contábamos mil niñerías, y acaeci- mientos de nuestros vecinos, y conocidos: y á lo que más se extendía mi desenvoltura, era á tomarle casi por fuerza, una de sus bellas, y blancas manos, y llegarla á mi boca, según daba lugar la estrecheza de una baja reja que nos dividía. Pero la noche que precedió al triste día de mi parti- da, ella lloró, gimió, y suspiró, y se fué, y me dejó lleno de confusión, y sobresalto, espantado de haber visto tan nuevas, y tan tristes muestras de dolor, y sentimiento en Luscinda. Pero por no destruir mis esperanzas, todo lo atribuí á la fuerza del amor que me tenía, y al dolor que suele causar la ausencia en los que bien se quieren. En fin yo me partí triste, y pensativo, llena el alma de imaginaciones, y sospechas, sin saber lo que sospechaba, ni imaginaba. Claros indicios que mostraban el triste suceso, y desventura que me estaba guardada. Llegué al lugar donde era enviado. Di las cartas al hermano de don Fernando. Fui bien recibido, pero no bien despachado, porque me mandó aguardar (bien á mi disgusto) ocho días, y en parte donde el Duque su padre no me viese: porque su hermano le es- cribía, que le enviase cierto dinero, sin su sabiduría. Y todo fué invención del falso don Fernando, pues no le faltaban á su hermano dineros para despacharme luego. Orden, y mandato fué éste, que me puso en condición de no obedecerle, por parecerme imposible sustentar tantos días la vida en la ausencia de Luscinda, y más habiéndola dejado con la tristeza que os he contado. Pero con todo esto obedecí, como buen criado, aunque veía que había de ser á costa de mi salud. Pero á los cuatro días que allí lle- gué, llegó un hombre en mi busca con una carta que me dio, que en el sobrescrito conocí ser de Luscinda, porque la letra del era suya. Abríla temeroso, y con sobresalto, creyendo que cosa grande debía de ser la que la había movido á escribirme, estando ausente, pues presente pocas veces lo hacía. Pregúntele al hombre, antes de leerla, quién se la había dado, y el tiempo que había tardado en el camino. Díjome, que acaso pasando por una calle de la ciudad á la hora de medio día, una señora muy hermosa le llamó desde una ventana, los ojos llenos de lágrimas, y que con mucha priesa le dijo: Hermano, si sois Cristiano, como lo parecéis, por amor de

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Dios os ruego, que caminéis luego, luego esta carta al lugar, y á la per- sona que dice el sobrescrito, que todo es bien conocido, y en ello haréis un gran servicio á nuestro Señor. Y para que no os falte comodidad de po- derlo hacer, tomad lo que va en este pañuelo: y diciendo esto, me arrojó por la ventana un pañuelo donde venían atados cien reales, y esta sortija de oro que aquí traigo, con esa carta que os he dado: y luego sin aguardar respuesta raía, se quitó de la ventana; aunque primero vio como yo tomé la carta, y el pañuelo, y por señas le dije, que haría lo que me mandaba. T así viédome tan bien pagado del trabajo que podía tomar en traérosla, y conociendo por el sobrescrito, que erais vos á quien se enviaba, porque yo, señor, os conozco muy bien: y obligado asimismo de las lágrimas de acuella hermosa señora, determiné de no fiarme de otra persona, sino venir yo mismo á dárosla. Y en diez, y seis horas que ha que se me dio, he hecho el camino que sabéis, que es de diez, y ocho leguas. En tanto que el agradecido, y nuevo correo esto me decía, estaba yo colgado de sus palabras, temblándome las piernas, de manera, que apenas podía sostener- me. En efecto abrí la carta, y vi que contenía estas razones.

«La palabra que don Fernando os dio, de hablar á vuestro padre para que hablase al mío, la ha cumplido mucho más en su gusto que en vuestro provecho. Sabed Señor, que él me ha pedido por esposa, y mi padre lleva- do de la ventaja que él piensa que don Fernando os hace, ha venido en lo que quiere, con tantas veras, que de aquí á dos días se ha de hacer el des- posorio: tan secreto, y tan á solas, que sólo han de ser testigos los cielos, y alguna gente de casa. Cual yo quedo, imaginadlo. Si os cumple venir, vedlo. Y si os quiere bien, ó no, el suceso deste negocio os lo dará á en- tender. A Dios plega, que esta llegue á vuestras manos, antes que la mía se vea en condición de juntarse con la de quien tan mal sabe guardar la que promete.»

Estas en suma fueron las razones que la carta contenía, y las que me hicieron poner luego en camino, sin esperar otra respuesta, ni otros dine- ros: que bien claro conocí entonces, que no la compra de los caballos, sino la de 8u gusto, había movido á don Fernando á enviarme á su hermano. El enojo que contra don Fernando concebí, junto con el temor de perder la prenda que con tantos años de servicios, y deseos tenía granjeada, me pu- sieron alas, pues casi como en vuelo, otro día me puse en mi lugar al punto, y hora que convenía para ir á hablar á Luscinda. Entré secreto, y dejé una raula en que venía, en casa del buen hombre que me había lleva- do la carta. Y quiso la suerte, que entonces la tuviese tan buena, que hallé

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¿ Luscinda puesta á la reja, testigo de nuestros amores. Conocióme Lus- cinda luego, y conocila yo, mas no como debía ella conocerme, y yo cono- cerla. Pero quién hay en el mundo que se pueda alabar, que ha penetrado, y sabido el contuso pensamiento, y condición mudable de una mujer? Nin- guno por cierto. Digo pues, que así como Luscinda me vio, me dijo: Cár- denlo de boda estoy vestida, ya me están aguardando en la sala, don Fer- nando el traidor, y mi padre el codicioso, con otros testigos, que antea lo serán de mi muerte, que de mi desposorio. No te turbes amigo, sino pro- cura hallarte presente á este sacrificio, el cual sino pudiere ser estorbado de mis razones, una daga llevo escondida, que podrá estorbar mis determi- nadas fuerzas, dando fin á mi vida, y principio á que conozf'as la voluntad que te he tenido, y tengo. Yo le respondí turbado, y apriesa, temeroso no me faltase lugar para responderla: Hagan, señora, tus obras verdaderas tus palabras, que si llevas daga para acreditarte, aquí llevo yo espada para defenderte con ella, ó para matarme, si la suerte nos fuere contraria. No creo que pudo oír todas estas razones, porque sentí que la llamabau apriesa, porque el desposado aguardaba. Cerróse con esto la noche de mi tristeza: púsoseme el sol de mi alegría: quedé sin luz en los ojos, y sin discurso en el entendimiento. No acertaba á entrar en su casa, ni podía moverme á parte alguna: pero considerando cuanto importaba mi presencia, para lo que suceder pudiese en aquel caso, me animé, lo más que pude, y entré en su casa. Y como ya sabía muy bien todas sus entradas y salidas, y más con el alboroto que de secreto en ella andaba, nadie me eclió de ver. Así que sin ser visto, tuve lugar de ponerme en el hueco que hacía una ventana de la misma sala, que con las puntas, y remates de dos tapices se cubría, por entre los cuales podía yo ver, sin ser visto, todo cuanto en la sala se hacía. Quién pudiera decir ahora los sobresaltos que me dio el corazón mientras allí estuve? Los pensamientos que se me ocurrieron? Las consideraciones que hice? que fueron tantas, y tales, que ni se pueden decir, ni aun es bien que se digan: basta que sepáis que el desposado entró en la sala, sin otro adorno que los mismos vestidos ordinarios que solía. Traía por padrino á un primo hermano de Luscinda, y en toda la sala no había persona de fue- ra, sino los criados de casa. De allí á poco salió de una recámara Lus- cinda, acompañada de su madre, y de dos doncellas suyas: tan bien adere- zada, y compuesta, como su calidad y hermosura merecían: y como quien era la perfección de la gala, y bizarría cortesana. No me dio lugar mi sus- pensión, y arrobamiento, para que mirase, y notase en particular lo que traía vestido, sólo pude advertir los colores, que eran encarnado, y blanca):

j en las vislumbres que las piedras, y joyas del tocado, y de todo el vesti- do hacían, á todo lo cual se aventajaba la belleza singular de sus hermo- sos, y rubios cabellos, tales, que en competencia de las preciosas piedras, y de las luces de cuatro hachas que en la sala estaban, la suya con más res- plandor á los ojos ofrecían. O memoria, enemiga mortal de mi descanso, de qué sirve representarme ahora la incomparable belleza de aquella adorada enemiga n)ía? No será mejor, cruel memoria, que me acuerdes, y repre- sentes lo que entonces hizo, para que movido de tan manifiesto agravio, procure, ya que no la venganza, á lo menos perder la vida? No os canséis señores, de oir estas disgresiones que hago, que no es mi pena de aquellas que puedan, ni deban contarse sucintamente, y de paso, pues cada circuns- tancia suya, me parece á mi que es digna de un largo discurso. A esto le respondió el Cura, que no sólo no se cansaban en oirle, sino que les daba mucho gusto las menudencias que contaba por ser tales, que merecían no pasarse en silencio, y la misma atención que lo principal del cuento. Digo pues, prosiguió Cárdenlo, que estando todos en la sala entró el Cura de la parroquia, y tomando á los dos por la mano, para hacer lo que en tal acto se requiere, al decir: Queréis, señora Luscinda, al señor don Fernando que está presente, por vuestro legítimo esposo, como lo manda la santa madre Iglesia? yo saqué toda la cabeza, y cuello, de entre los tapices, y con aten- tísimos oídos, y alma turbada, me puse á escuchar lo que Luscinda res- pondía: esperando de su respuesta la sentencia de mi muerte, ó la confir- mación de mi vida. O quien se atreviera á salir entonces, diciendo á voces: A Luscinda, Luscinda, mira lo que haces, considera lo que me debes, mira que eres mía, y que no puedes ser de otro. Advierte, que el decir tú. Sí, y el acabárseme la vida, ha de ser todo á un punto, A traidor don Fernando, robador de mi gloria, muerte de mi vida, qué quieres? qué pretendes? con- sidera, que no puedes Cristianamente llegar al fin de tus deseos, porque Luscinda es mi esposa, y yo soy su marido. A loco de raí, ahora que estoy ausente, y lejos del peligro, digo que había de hacer lo que no hice. Ahora que dejé robar mi cara prenda, maldigo al robador, de quien pudiera ven- garme, si tuviera corazón para ello, como lo tengo para quejarme. En fin, pues fui entonces cobarde, y necio, no es mucho que muera ahora corrido, arrepentido, y loco. Estaba esperando el Cura la respuesta de Luscinda, que se detuvo un buen espacio en darla, y cuando yo pensé que sacaba la daga para acreditarse, ó desataba la lengua para decir alguna verdad, ó desengaño, que en mi provecho redundase, oigo que dijo con voz desmayada, y fiacat £i quiero: y lo mi.smo dijo don Fernando, y dándole el anillo, quedaron en

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indisoluble nudo ligados. Llegó el desposado á abrazar á su esposa, y ella poniéndose la mano sobre el corazón, cayó desniayada en los brazos de su madre. Kesta ahora decir cual quedé yo, viendo con el Sí, que había oído, burladas mis esperanzas, falsas las palabras, y promesas de Luscinda: im- posibilitado de cobrar en algún tiempo, el bien que en aquel instante había perdido. Quedé falto de consejo, desamparado, á mi parecer, de todo el cielo, hecho enemigo de la tierra que me sustentaba, negándome el aire aliento para mis suspiros, y el agua humor para mis ojos: sólo el fuego se acrecentaba de manera, que todo ardía de rabia, y de celos. Alborotáronse todos con el desmayo de Luscinda, y desabrochándole su madre el pecho para que le diese el aire, se descubrió en él un papel cerrado, que don Fer- nando tomó luego, y se le puso á leer á la luz de una de las hachas, y en •acabando de leerle se sentó en una silla, y se puso la mano en la mejilla, con muestras de hombre muy pensativo, sin acudir á los remedios que á su es- posa se hacían, para que del desmayo volviese. Yo viendo alborotada toda la gente de casa, me aventuré á salir, ora fuese visto, ó no, con determi- nación que si me viesen, de hacer un desatino, tal, que todo el mundo n- niera á entender la justa indignación de mi pecho, en el castigo del falso don Fernando, y aun en el mudable de la desmayada traidora. Pero mi suerte, que para mayores males (si es posible que los haya) me debe tener guardado, ordenó, que en aquel punto me sobrase el entendimiento, que después acá me ha faltado: y así sin querer tomar venganza de mis mayo- res enemigos (que por estar tan sin pensamiento mío fuera fácil tomarla) quise tomarla de mi mano, y ejecutar en la pena que ellos merecían: y aun quizá con más rigor del que con ellos se usara, si entonces les diera muerte, pues la que se recibe repentina, presto acaba la pena, mas la que se dilata con tormentos, siempre mata sin acabar la vida. En fin, yo salí de aquella casa, y vine á la de aquel donde había dejado la muía: hice, que la ensillase, sin despedirme del subí en ella, y salí de la ciudad, sin osar, como otro Lot, volver el rostro á mirarla: y cuando me vi en el í'ampo solo, y que la obscuridad de la noche me encubría, y su silencio convidaba á -quejarme, sin respeto, ó miedo de ser escuchado, ni conocido, solté la voz, y desaté la lengua en tantas maldiciones de Luscinda, y de don Fernando, como si con ellas satisficiera el agravio que me habían hecho. Díle títulos de cruel, de ingrata, de falsa, y desagradecida: pero sobre todos, de codi- ciosa, pues la riqueza de mi enemigo la había cerrado los ojos de la volun- tad, para quitármela á mí, y entregarla á aquel con quien más liberal, y franca la fortuna se había mostrado, y en mitad de las fugas destas maldi-

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Clones, y vituperios la disculpaba, diciendo que no era mucho que una don- cella recogida en casa de sus padres, hecha, y acostumbrada siempre á obedecerlos, hubiese querido condescender con su gusto pues le daban por esposo á un caballero tan principal, tan rico, y tan gentilhombre, que á no querer recibirle se podía pensar, ó que no tenia juicio, ó que en otra parte tenía la voluntad, cosa que redundaba tan en perjuicio de su buena opinión, y fama. Luego volvía diciendo, que puesto que ella dijera, que yo era su esposo, vieran ellos que no había hecho en escogerme tan mala elección, que no la disculparan, pues antes de ofrecérseles don Fernando, no pudieran ellos mismos acertar á desear, si con razón midiese su deseo, otro mejor que yo, para esposo de su hija: y que bien pudiera ella antes de ponerse en el trance forzoso, y último, de dar la mano, decir, que ya yo le había dado la mía, que yo viniera, y concediera con todo cuanto ella acertara á fingir en este caso. (1) En fin me resolví, en que poco amor, poco juicio, mucha ambición, y deseos de grandezas hicieron que se olvidase de las palabras cob que me había engañado, entretenido, y sustentado en mis esperanzas, y ho- nestos deseos. Con estas voces, y con esta inquietud caminé lo que quedaba de la noche, y di al amanecer en una entrada destas sierras, por las cuales caminé otros tres días, sin senda, ni camino alguno, hasta que vine á parar á unos prados, que no á qué mano destas montañas caen, y allí pregunté á unos ganaderos, que hacia dónde era lo más áspero destas sierras. Dijé- ronme, que hacia esta parte. Luego me encaminé á ella, con intención de acabar aquí la vida: y en entrando por estas asperezas, del cansancio y de la hambre se cayó mi muía muerta: ó lo que yo más creo, por desechar de tan inútil carga como en llevaba. Yo quedé á pie, rendido de la na- turaleza, traspasado de hambre, sin tener, ni pensar buscar quien me so- corriese. De aquella manera estuve no qué tiempo, tendido en el suelo, al cabo del cual me levanté sin hambre, y hallé junto á á unos cabre- ros, que sin duda debieron ser los que mi necesidad remediaron: porque ellos me dijeron de la manera que me habían hallado, y como estaba di- ciendo tantos disparates, y desatinos, que daba indicios claros de haber perdido el juicio: y yo he sentido en mí, después acá, que no todas vecéis le tengo cabal, sino tan desmedrado, y flaco, que hago mil locuras, rasgá»- dóme los vestidos, dando voces por estas soledades, maldiciendo mi ventu-

(1) La circunstancia de figurar con letras de doble tamaño las que yo ct»cribo, me hace sospechar, que ee suplantó todo el párrafo, y como la «•- eritura eptá anticuada, no ee fácil penetrar en su sentido. ¡Qué lastima no poder descubrir sus rasgosl

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rn, y repitiendo en vano el nombre amado de mi enemiga, sin tener otro discurso, ni intento entonces, que procarar acabar la vida voceando: y cuan- do en vuelro, me hallo tan cansado, y molido, que apenas puedo mo- verme. Mi más común habitación es el hueco de un Alcornoque, capaz de cubrir este miserable cuerpo. Los vaqueros, y cabreros que andan por estas montañas, movidos de caridad me sustentan, poniéndome el manjar por los caminos, y por las peñas por donde entienden que acaso podré pasar, y hallarlo: y así aunque entonces me falte el juicio, la necesidad natural me da á conocer el mantenimiento, y despierta en el deseo de apetecerlo, y la voluntad de tomarlo. Otras veces me dicen ellos, cuando me encuen- tran con juicio, que yo salgo á los caminos, y que se lo quito por fuerza, aunque me lo den de grado á los pastores que vienen con ello del lugar á las majadas. Desta manera paso mi miserable, y extrema vida hasta que el cielo sea servido de conducirle á su último fin, ó de ponerle en mi me- moria, para que no me acuerde de la hermosura, y de la traición de Lus- cinda, y del agravio de don Fernando, que si esto él hace sin quitarme la vida, yo volveré á mejor discurso mis pensamientos: donde no, no hay sino rogarle, que absolutamente tenga misericordia de mi alma, que yo no siento en valor, ni fuerzas para sacar el cuerpo desta estrecheza en que por mi gusto he querido ponerle. Esta es, ó señores, la amarga historia de rai desgracia: decidme si es tal que pueda celebrarse con menos sentimien- tos, que los que en habéis visto. Y no os canséis en persuadirme, ni aconsejarme, lo que la razón os dijere que puede ser bueno para mi reme- dio, porque han de aprovechar conmigo, lo que aprovecha la medicina recetada de famoso Médico, al enfermo que recibir no la quiere. Yo no quiero salud sin Luscinda: y pues ella gusta de ser agena, siendo, ó de- biendo ser raía, guste yo de ser de la desventura, pudiehdo haber sido de la buena dicha. Ella quiso con su mudanza hacer estable mi perdición: yo querré con procurar perderme, hacer contenta su voluntad, y será ejemplo á los por venir, de que á solo faltó lo que á todos los desdichados so- bra, á los cuales suele ser consuelo la imposibilidad de tenerle, y en más causa de mayores sentimientos, y males, porque aún pienso que no se han de acabar con la muerte. Aquí díó fin Cardenio á su larga plática, y tan desdichada como amorosa historia. Y al tiempo que el Cura se prevenía para decirle algunas razones de consuelo, le suspendió una voz que llegó á sus oídos, que en lastimados acentos oyeron que decía, lo que se dirá en la cuarta parte desta narración, que en este punto dio fin la tercera el sabio, y atentado historiador Cide Hamete Benengeli.

CUARTA PARTE

DSL

Ingenioso hidalgo don fiuixote de la MiQcha

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CAPITULO xxvin

Que trata de la nueva y agradable aventura que al Cura y barbero sucedió en la misma sierra.

Felicísimos y venturosos fueron los tiempos donde se echó al mundo el audacísimo caballero don Quixote de la Mancha, pues por haber tenido tan honrosa, determinación, como fué el querer resucitar, y volver al mundo, la ya perdida, y casi muerta orden de la andante caballería, gozamos ahora en nuestra edad necesitada, de alegres entretenimientos, no sólo de la dulzura de su verdadera historia, sino de los cuentos, y episodios della, que en parte no son menos agradables, y artificiosos, y verdaderos, que la misma histo- ria, la cual prosiguiendo su rastrillado, torcido, y aspado hilo, cuenta, que asi como el Cura comenzó á prevenirse para consolar á Cardenio, lo impi- dió una voz que llegó á sus oídos, que con tristes acentos decía desta manera.

Ay Dios, si será posible que he ya hallado lugar que pueda servir de escondida sepultura á la carga pesada deste cuerpo, que tan contra mi vo- luntad sostengo? será, si la soledad que prometen estas sierras no mienten. Ay desdichada, y cuan más agradable compañía harán estos ris- cos, y malezas á mi intención, pues me darán lugar para que con quejas comunique mi desgracia al cielo, que no la de ningún hombre humano, pues no hay ninguno en la tierra de quien se pueda esperar consejo en las dudas, alivio en las quejas, ni remedios en los males. Todas estas razones oyeron, y percibieron el Cura, y los que con él estaban: y por parecerles, como ello era, que allí junto las decían, se levantaron á buscar el dueño, y no hubieron andado veinte pasos, cuando detrás de un peñasco vieron sen- tado al pie de un fresno, á un mozo, vestido como labrador, el cual por te- ner inclinado el rostro, á causa de que se lavaba los pies en el arroyo que por allí corría, no se le pudieron ver por entonces: y ellos llegaron con tan- to silencio, que del no fueron sentidos, ni él estaba á otra cosa atento, que á lavarse los pies, que eran tales, que no parecían sino dos pedazos de blan- co cristal, que entre las otras piedras del arroyo se habían nacido. Suspen- dióles la blancura, y belleza de los pies, pareciéndoles que no estaban he-

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chos á pisar terrones, ni á andar tras el arado, y los bueyes, como mostraba el hábito de su dueño: y así viendo que no habían sido sentidos, el Cura que iba delante, hizo señas á los otros dos, que se agazapasen, ó escondie- sen detrás de unos pedazos de peña que allí había, así lo hicieron todos, mirando con atención lo que el mozo hacía: el cual traía puesto un capoti- llo pardo de dos haldas, muy ceñido al cuerpo con una toalla blanca. Traía asimismo unos calzones, y polainas de paño pardo, y en la cabeza una mon- tera parda. Tenía las polainas hasta la mitad de la pierna, que sin duda alguna de blanco alabastro parecía. Acabóse de larar los hermosos pies, y luego con un paño de tocar, que sacó debajo de la montera, se los limpió: y al querer quitársele alzó el rostro, y tuvieron lugar los que mirándole es- taban, de ver una hermosura incomparable, tal, que Cárdenlo dijo al Cura, con voz baja: Esta, ya que no es Luscinda, no es persona humana, sino di- vina. El mozo se quitó la montera, y sacudiendo la cabeza á una, y otra parte, se comenzaron á descoger, y desparcir unos cabellos, que pudieren los del Sol tenerles envidia. Con esto conocieron que el que parecía labra- dor, era mujer, y delicada, y aún la más hermosa que hasta entonces los ojos de los dos habían visto, y aun los de Cárdenlo, sino hubieran mirado, y conocido á Luscinda, que después afirmó, que sola la belleza de Luscin- da podía contender con aquella. Los luengos, y rubios cabellos, no sólo le cubrieron las espaldas, mas toda en torno la escondieron debajo de ellos, que sino eran los pies, ninguna otra cosa su cuerpo se parecía, tales, tantos eran. En esto le sirvió de peine unas manos, que si los pies en el agua habían parecido pedazos de cristal, las manos en los cabellos semeja- ban pedazos de apretada nieve: todo lo cual, en más admiración, y en más deseo de saber quién era, ponía á los tres que la miraban. Por esto deter- minaron de mostrarse, y al movimiento que hicieron de ponerse en pie, la hermosa moza alzó la cabeza, y apartándose los cabellos de delante de los ojos, con entrambas manos, miró los que el ruido hacían: y apenas los hubo visto, cuando se levantó en pie, y sin aguardar á calzarse, ni á recoger los cabellos, asió con mucha presteza un bulto como de ropa, que junto á tenía, y quiso ponerse en huida, llena de turbación, y sobresalto: mas no hubo dado seis pasos, cuando no pudiendo sufrir los delicados pies la aspe- reza de las piedras, dio consigo en el suelo. Lo cual visto por los tres, sa- lieron á ella, y el Cura fué el primero que le dijo: Deteneos, señora, quien- quiera que seáis, que los que aquí veis sólo tienen intención de serviros: no hay para qué os pongáis en tan impertinente huida, porque ni vuestros pies lo podrán sufrir, ni nosotros consentir. A todo esto ella ,10 respondía pala-

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bra, atónita, y confusa. Llegaron pues á ella, y asiéndola por la mano el Cura, prosiguió, diciendo: Lo que vuestro traje, señora, nos niega, vuestros cabellos nos descubren señales claras, que no deben de ser de poco momen- to las causas que han disfrazado vuestra belleza en hábito tan indigno, y traídola á tanta soledad como es esta, en la cual ha sido ventura el halla- ros: sino para dar remedio á vuestros males, á lo menos para darles conse- jo, pues ningún mal puede fatigar tanto, ni llegar tan al extremo de serlo, mientras no acaba la vida, que rehuya de no escuchar siquiera, el consejo que con buena intención se le dá, al que lo padece. Así que señora mía, ó señor mío, ó lo que vos quisiereis ser, perded el sobresalto que nuestra vi- sita os ha causado, y contadnos vuestra buena, ó mala suerte, que en nos- otros juntos, ó en cada uno hallaréis quien os ayude á sentir vuestras des- gracias. En tanto que el Cura decía estas razones, estaba la disfrazada moza como embelesada, mirándolos á todos, sin mover labio, ni decir palabra al- guna: bien así como rústico aldeano, que de improviso se le muestran co- sas raras, y del jamás vistas. Mas volviendo el Cura á decirle otras razones, al mismo efecto encaminadas, dando ella un profundo suspiro, rompió el silencio, y dijo: Pues que la soledad destas sierras no ha sido parte para encubrirme, ni la soltura de mis descompuestos cabellos, no me ha permi- tido que sea mentirosa mi lengua, en balde sería fingir yo de nuevo ahora, lo que si se me creyese, sería más por cortesía que por otra razón alguna. Presupuesto esto, digo señores, que os agradezco el ofrecimiento que me habéis hecho, el cual me ha puesto en obligación de satisfaceros en todo lo que me habéis pedido: puesto que temo, que la relación que os hiciere de mis desdichas, os ha de causar al par de la compasión la pesadumbre, por- que BO habéis de hallar remedio para remediarlas, ni consuelo para entre- tenerlas. Pero con todo esto, porque no ande vacilando mi honra en vues- tras intenciones, habiéndome ya conocido por mujer, y viéndome moza, sola, y en este traje, cosas todas juntas, y cada una por sí, que pueden echar por tierra cualquier honesto crédito, os habré de decir lo que quisie- ra callar, si pudiera. Todo esto dijo sin parar, la que tan hermosa mujer parecía, tan suelta de lengua, con voz tan suave, que no menos les admiró su discreción que su hermosura. Y tornándole á hacer nuevos ofrecimien- tos, y nuevos ruegos, para que lo prometido cumpliese, ella sin hacerse má.s de rogar, calzándose con toda honestidad, y recogiendo sus cabellos, se acomodó en el asiento de una piedra, y puestos los tres alrededor della, ha- ciéndose fuerza por detener algunas lágrimas que á los ojos se le venían, con voz reposada, y clara comenzó la historia de su vida desta manera.

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En esta Andalucía hay un lugar, de quien toma título un Duque, que le hace uno de los que llaman Grandes de España: (1) este tiene dos hijos, el mayor heredero de su estado, y al parecer, de sus buenas costumbres, y el menor, no yo de qué sea heredero, sino de las traiciones de Vellido, y de los embustes de Galalóo. Deste señor son vasallos mis padres, humildes en linaje, pero tan ricos, que si los bienes de su naturaleza igualaran á los de su fortuna, ni ellos tuvieran más que desear, ni yo temiera verme en la desdicha en que me veo: porque quizá nace mi poca ventura, de la que no tuvieron ellos en no haber nacido ilustres. Bien es verdad, que uo son tan bajos, que puedan afrentarse de su estado, ni tan altos, que á me quiten la imaginación que tengo, de que de su humildad viene mi desgracia. Ellos en fin son labradores, gente llana, sin mezcla de alguna raza mal sonante,

(1) En esta nota Clemencín, aludiendo al capítulo XXIV, dice que Cárdenlo hace alusión á Córdoba, pero ya queda demostrado que la nmdre de los mejores caballos del mundo es JJheda; en el XXVII, que Cárdenlo y Dorotea eran del mismo pueblo, porque halla escrito: cpues casi como en vuelo otro día me puse en mi lugar al punto y hora que convenía para hablar á Luscinda>. Y Cárdenlo hace alusión al sitio concertado de ante- mano para que Luscinda sin vacilación pudiese llamarlo para hablar por la ventana.

Luego, haciendo referencia á una nota de Pellicer, agrega que laa señas que da al final del capítulo XXI coinciden con las del gran Duque de Osuna; pero como el que habla en el libro y en ese pasaje es Sancho, y el que estuvo en Madrid años atrás (1594 y 1595) fué el narrador Cer- vantes, infiero que trató de ridiculizar la pedantería de su tiempo, sin afectar en lo más mínimo á la honorabilidad de aquel Procer, qice, además, no tiene parentesco con la fábula.

Y añade por su cuenta, el señor de Toro Gómez f[ Agarrarse!): El ins- pirado poeta, incansable investigador y elegante escritor andaluz Sr. Rodríguez Marín (como soy nuevo en estas lides y desconozco á los personajes Lite- rarios que se piropean de este modo, me asaltó la duda de si será este señor el Bibliotecario mayor del Reino, pues las señas coinciden) tiene anunciada una obra en que trata de explicar este pasaje del QUIJOTE (?) y otros con documentos históricos.

Yo creo, con perdón sea dicho, que una vez puestos de acuerdo los comentaristas (menos yo, que no soy tal y conozco el terreno) en lo de la penitencia entre los ríos Guadalén y Guadalmena, tanto como en lo refe- rente á Lassindo (Solisdan), no hay más que hablar; y además, como el Caballero-Mentor de la lengua hispana dejó bien sentado que '^duelos, y que- brantos los sábados» es un modismo manchego que se emplea para seña- lar el plato de * torreznos y huevosy, creo yo que el más descontentadizo se dará por satisfecho. O, si no, ahí está Lhardy.

Con su excelsa pluma va á salvar una distancia histórica de más de

cincuenta leguas ¡Era mucho Fr. Francisco, el del índice! ¿Para qué se

molestaría Cervantes en escribir su libro?

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y como suele decirse, Cristianos viejos ranciosos, pero tan rancios, que su riqueza, y magnífico trato, les va poco á poco adquiriendo nombre de hidal- gos, y aún de caballeros. Puesto que de la mayor riqueza, y nobleza que ellos se preciaban, era de tenerme á mi por hija: y así por no tener otra, ni otro que los heredase, como por ser padres, y aficionados, yo era una de las más regaladas hijas que padres jamás regalaron. Era el espejo en que se miraban, el báculo de su vejez, y el sujeto á quien encaminaban, midién- dolos con el cielo todos sus deseos: de los cuales, por ser ellos tan buenos, los míos no salían un punto. Y del mismo modo que yo era señora de sus ánimos, así lo era de su hacienda. Por mi recibían, y despedían los cria- dos. La razón, y cuenta de lo que se sembraba, y cogía, pasaba por mi mano. Los molinos de aceite, los lagares del vino, el número del ganado mayor, y menor, el de las colmenas: finalmente, de todo aquello que un rico tan labrador como mi padre puede tener, y tiene, tenía yo la cuenta, y era la mayordoma, y señora, con tanta solicitud mía, y con tanto gusto suyo, que buenamente no acertaré á encarecerlo. Los ratos que del día me quedaban, después de haber dado lo que convenía á los mayorales, ó capa- taces, y á otros jornaleros, los entretenía en ejercicios que son á las donce- llas tan lícitos como necesarios, como son, los que ofrece la aguja, y la almohadilla, y la rueca muchas veces: y si alguna por recrear el ánimo, estos ejercicios dejaba, me acogía al entretenimiento de leer algún libro devoto, ó á tocar una arpa, porque la experiencia me mostraba, que la música compone los ánimos descompuestos, y alivia los trabajos que nacen del espíritu. Esta pues era la vida que yo tenía en casa de mis padres: la cual si tan particularmente he contado, no ha sido por ostentación, ni por dar á entender que soy rica, sino porque se advierta, cuan sin culpa me he venido de aquel buen estado que he dicho, al infelice en que ahora me ha- llo. Es pues el caso, que pasando mi vida en tantas ocupaciones, y en un encerramiento tal, que al de un monasterio pudiera compararse, sin ser vista, á mi parecer, de otra persona alguna, que de los criados de casa, porque los días que iba á Misa, era tan de mañana, y tan acompañada de mi madre, y de otras criadas, y yo tan cubierta, y recatada, que apenas reían mis ojos más tierra de aquella, donde ponía los pies: y con todo esto, los del amor ó los de la ociosidad, por mejor decir, á quien los del lince no pueden igualarse, me vieron, puestos en la solicitud de don Fernando, que est^ es el nombre del hijo menor del Duque, que os he contado. No hubo bien nombrado á don Fernando la que el cuento contaba, cuando á Cardenio se le mudó el color del rostro, y comenzó á trasudar con tan grande alte-

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ración, que el Cura, y el barbero, que miraron en ello, temieron que le ve- nia aquel accidente de locura, que hablan oido decir que de cuando en cuando le venia. Mas Cárdenlo no hizo otra que trasudar, y estarse quedo, mirando de hito en hito, á la labradora, imaginando quien ella era, la cual Bin advertir en los movimientos de Cárdenlo, prosiguió su historia, dicien- do: Y DO me hubieron bien visto, cuando (según él dijo después) quedó tan preso de mis am»res, cuando le dieron bien á entender sus demostraciones. Mas por acabar presto con el cuento (que no le tiene) de mis desdichas, quiero pasar en silencio las diligencias que don Fernando hizo, para decla- rarme su voluntad. Sobornó toda la gente de mi casa, dio, y ofreció dádi- vas, y mercedes á mis parientes. Los dias eran todos de fiesta, y de rego- cijo en mi calle. Las noches no dejaban dormir á nadie las músicas. Los billetes que sin saber cómo, á mis manos venían, eran infinitos, llenos de enamoradas razones, y ofrecimientos, con meuos letras que promesas, y ju- ramentos. Todo lo cual, no sólo no me ablandaba, pero me endurecía de manera, como si fuera mi mortal enemigo, y que todas las obras que para reducirme á su voluntad hacía, las hiciera para el efecte contrario: no por- que á me pareciese mal la gentileza de don Fernando, ni que tuviese á demasía sus solicitudes, porque me daba un no qué de contento, verm« tan querida y estimada de un tan principal caballero: y no me pesaba ver en sus papeles mis alabanzas: que en esto, por feas que seamos las muje- res, me parece á mí, que siempre nos da gusto el oír que nos llaman her- mosas. Pero á todo esto se opone mi honestidad, y los consejos continuos que mis padres me daban, que ya muy al descubierto sabían la voluntad de don Fernando, porque ya á él no se le daba nada de que todo el mundo la supiese. Decíanme mis padres, que en sola mi virtud, y bondad dejaban, y depositaban su honra, y fama: y que considerase la desigualdad que había entre mí, y don Fernando, y que por aquí echaría de ver, que sus pensa- mientos (aunque él dijese otra cosa) más se encaminaban á su gusto, que á mi provecho. Y que si yo quisiese poner en alguna manera algún inconve- niente, para que él se dejase de su injusta pretensión, que ellos me casarían luego con quien yo más gustase, así de los más principales de nuestro lu- gar, como de todos los circunvecinos, pues todo se podía esperar de su mu- cha hacienda, y de mi buena fama. Con estos ciertos prometimientos, y con la verdad que ellos me decían, fortificaba yo mi entereza, y jamás quise responder á don Fernando palabra que le pudiese mostrar, aunque de muy lejos, esperanza de alcanzar su deseo. Todos estos recatos míos, que él de- bía de tener por desdenes, debieron de ser causa de avivar más su lascivo

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apetito (que este nombre quiero dar á la voluntad que mostraba) la cual si ella fuera como debía, no la supierais vosotros ahora, porque hubiera fal- tado ocasión de decírosla. Finalmente don Fernando, supo que mis padres andaban por darme estado: por quitarle á él la esperanza, de poseerme, ó á lo menos, porque yo tuviese más guardas para guardarme. Y esta nueva, ó sospecha, fué causa para que hiciese, lo que ahora oiréis. Y fué que una noche estando yo en mi aposento, con sola la compañía de una doncella que me servía, teniendo bien cerradas las puertas, por temor que por descuide, mi honestidad no se viese en peligro: sin saber, ni imaginar cómo, en me- dio destos recatos, y prevenciones, y en la soledad desde silencio, y encie- rro, me le hallé delante. Cuya vista me turbó de manera, que me quitó la de mis ojos, y me enmudeció la lengua. Y así no fui poderosa de dar voces, ni aun él creo que me las dejara dar, porque luego se llegó á mí, tomándome entre sus brazos (porque yo como digo, no tuve fuerzas para deferderme, según estaba turbada) comenzó á decirme tales razones, que no cómo es posible, que tenga tanta habilidad la mentira, que las sepa componer de modo que parezcan tan verdaderas. Hacía el traidor que sus lágrimas acre- ditasen sus palabras, y los suspiros su intención. Yo pobrecilla sola, entre los míos mal ejercitada en casos semejantes, comencé no en qué modo, á tener por verdaderas tantas falsedades: pero no de suerte, que me movie- sen á compasión, menos que buena, sus lágrimas, y suspiros. Y así pasán- doseme aquel sobresalto primero, torné algún tanto á cobrar mis perdidos espíritus, y con más ánimo del que pensé que pudiera tener, le dije: Si como estoy señor en tus brazos, estuviera entre los de un león fiero, y el li- brarme dellos se me asegurara, con que hiciera, ó dijera cosa que fuera en perjuicio de mi honestidad, así fuera posible hacerla, ó decirla, como es po- sible dejar de haber sido lo que fué. Así que si tienes ceñido mi cuerpo con tus brazos, yo tengo atada mi alma con mis buenos deseos, que son tan diferentes de los tuyos, como lo verás, si con hacerme fuerza, quisieres pa- sar adelante en ellos. Tu vasalla soy, pero no tu esclava, ni tiene, ni debe tener imperio, la nobleza de tu sangre, para deshonrar, y tener en poco la humildad de la mía. Y en tanto me estimo yo villana, y labradora, como señor y caballero. Conmigo no han de ser de ningún efecto tus fueizas, ni han de tener valor tus riquezas, ni tus palabras han de poder engañarme, ni tus suspiros, y lágrimas enternecerme. Si alguna de todas estas cosas que he dicho, viera yo en el que mis padres me dieran por esposo, á su vo- luntad se ajustara la mía, y mi voluntad de la suya no saliera. De modo, que como quedara con honra, aunque quedara sin gusto, de grado te entre-

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gara, lo que señor ahora con tanta íuerza procuras. Todo esto he dicho, porque no es pensar, que de alcauce cosa alguna, el que no fuere mi le- gítimo esposo. Sino reparas más que en eso, bellísima Dorotea (que este es el nombre desta desdichada dijo el desleal caballero) ves aquí te doy la mano de serlo tuyo, y sean testigos desta verdad los cíelos, á quien ningu- na cosa se esconde, y esta imagen de nuestra Señora que aquí tienes. Cuan- do Cardeoio le oyó decir, que se llamaba Dorotea, tornó de nuevo á sus sobresaltos, y acabó de confirmar por verdadera su primera opinión, pero no quiso interrumpir el cuento, por ver en qué venín á parar, lo que él ya casi sabía, sólo dijo: Que Dorotea es tu nombre, señora? Otra he oído yo decir del mismo, que quizá corre parejas con tus desdichas. Pasa adelante, que tiempo vendrá, en que te diga cosas que te espante en el mismo grado que te lastimen. Keparó Dorotea en las razones de Cárdenlo, y en su extra- fio, y desastrado traje, y rogóle, que si alguna cosa de su hacienda sabía, se la dijese luego. Porque si algo le había dejado bueno la fortuna, era el áni- mo que tenía, para sufrir cualquier desastre, que le sobreviniese, segura de que á su parecer ninguno podía llegar, que el que tenia acrecentase un pun- to. No le perdiera yo señora, respondió Cárdenlo, en decirte lo que pienso, si fuera verdad lo que imagino, y hasta ahora no se pierde coyuntura, ni á te importa nada el saberlo. Sea lo que fuere, respondió Dorotea, lo que en mi cuento pasa, fué, que tomando don Fernando una imagen, que en aquel aposento estaba, la puso por testigo de nuestro desposorio con pala- bras eficacísimas, y juramentos extraordinarios, rae dio la palabra de ser mi marido. Puesto que antes que acabase de decirlas, le dije, que mirase bien lo que hacía, y que considerase el enojo que su padre había de recibir, de verle casado con una villana, vasalla suya, que no le cegase mi hermosura, tal cual era. Pues no era bastante, para hallar en ella disculpa de su yerro: y que si algún bien me quería hacer, por el amor que me tenía, fuese dejar correr mi suerte á lo igual, de lo que mi calidad podía. Porque nunca los tan desiguales casamientos se gozan ni duran mucho, en aquel gusto con- que se comienzan. Todas estas razones que aquí he dicho, le dije, y otras muchas, de que no me acuerdo, pero no fueron parte, para que él dejase de seguir su intento, bien así como el que no piensa pagar, que al concertar de la barata, no repara en inconvenientes. Yo á esta sazón hice un breve discurso conmigo, y me dije para misma: que no seré yo la primera, que por vía del matrimonio haya subido de humilde á grande estado, ni será don Fernando el primero, á quien hermosura, ó ciega afición (que es lo más cierto) haya hecho tomar compañía desigual á su grandeza? Pues si

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no hago ni mundo, ni uso nuevo, bien es acudir á esta honra, que la suerte me ofrece. Puesto que en este no dure más la voluntad que me muestra, de cuanto dure el cumplimiento de su deseo, que en fin, para con Dios, seré su esposa. Y si quiero con desdenes despedirle, en término le veo, que no usando el que debe, usará el de la fuerza, y vendré á quedar deshonrada, y sin disculpa, de la culpa que me podía dar, el que no supiere, cuan sin ella he venido á este punto. Porque, qué razones serán bastantes para persuadir á mis padres, y á otros, que este caballero entró en mi aposento, sin con- sentimiento mío? Todas estas demandas, y respuestas revolví en un instante en la imaginación. Y sobre todo, me comenzaron á hacer fuerza y á incli- narme á lo que fué (sin yo pensarlo) mi petición, los juramentos de don Fernando, los testigos que ponía, las lágrimas que derramaba, y finalmente su disposición, y gentileza, que acompañada con tantas muestras de verda- dero amor, pudieran rendir á otro tan libre, y recatado corazón, como el mío. Llamé á mi criada, para que en la tierra acompañase á los testigos del cielo. Tornó don Fernando á reiterar, y confirmar sus juramentos. Aña- dió á los primeros nuevos santos por testigos, echóse mil futuras maldicio- nes, sino cumpliese lo que me prometía. Volvió á humedecer sus ojos, y acrecentar sus suspiros, apretóme más entre sus brazos, de los cuales ja- más me había dejado. Y con esto, y con volverse á salir del aposento mi doncella, yo dejé de serlo, y él acabó de ser traidor, y fementido. El día que sucedió á la noche de mi desgracia, se venía aun no tan apriesa, como yo pienso que don Fernando deseaba. Porque después de cumplido aquello que el apetito pide, el mayor gusto que puede venir, es apartarse de donde le alcanzaron. Digo esto, porque don Fernando dio priesa, por partirse de raí, y por industria de mi doncella, que era la misma que allí le había traído, antes que amaneciese se vio en la calle. Y al despedirse de (aunque no con tanto ahinco, y vehemencia, como cuando vino) me dijo que estuviese segura de su fé, y de ser firmes, y verdaderos sus juramentos: y para más confirmación de su palabra, sacó un rico anillo del dedo, y lo puso en el mío. En efecto él se fué, y yo quedé, no si triste, ó alegre: esto bien de- cir, que quedé confusa, y pensativa, y casi fuera de mí, con el nuevo acae- cimiento, y no tuve ánimo, ó no se me acordó de reñir á mi doncella, por la traición cometida, de encerrar á don Fernando en mi mismo aposento: porque aún no me determinaba, si era bien, ó mal, el que me había sucedi- do. Díjele al partir á don Fernando, que por el mismo camino de aquella, podía verme otras noches, pues ya era suya, hasta que cuando él quisiese, aquel hecho se publicase. Pero no vino otra alguna, sino fué la siguiente,

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ni yo pude verle en la calle, ni en la Iglesia eu más de un mes, que en vano me cansé en solicitarle: puesto que supe, que estaba eu la villa, y que los más días iba á caza, ejercicio de que él era muy aficionado. Estos días, y estas horas, bien yo que para fueron aciaííos, y menguados. Y bien que comencé á dudar en ellos, y aun á descreer de la fe de don Feruaa- do. Y también, que mi doncella oyó entonces las palabras que en re- prensión de su atrevimiento antes no había oído. Y que me fué forzoso tener cuenta con mis lágrimas, y con la compostura de mi rostro por no dar ocasión á que mis padres me preguntasen, que de qué andaba descon- tenta, y me obligasen á buscar mentiras que decirles. Pero todo esto se acabó en un punto, llegándose uno donde se atropellaron respetas, y se acabaron los honrados discursos, y donde se perdió la paciencia, y salieron á plaza mis secretos pensamientos. Y esto fué, porque de allí á pocos días, se dijo en el lugar, como en una Ciudad allí cerca, se había casado don Fernando con una doncella hermosísima en todo extremo, y de muy prin- cipales padres, aunque no tan rica, que por la dote, pudiera aspirar á tan noble casamiento. Díjose, que se llamaba Luscinda, con otras cosas que en sus desposorios sucedieron, dignas de admiración. Oyó Cárdenlo el nom- bre de Luscinda, y no hizo otra cosa, que encoger los hombros, morderse los labios, enarcar las cejas, y dejar de allí á poco caer por sus ojos doB fuentes de lágrimas. Mas no por esto dejó Dorotea de seguir su cui»nto, diciendo, llegó esta triste nueva á mis oídos, y en lugar de helárseme el corazón en oírla, fué tanta la cólera, y nbia que se encendió en él, que faltó poco para no salirme por las calles, dando voces, publicando la ale- vosía, y traición, que se me había hecho. Mas templóse esta furia por en- tonces, con pensar de poner aquella misma noche por obra, lo que puse. Que fué, ponerme en este hábito, que rae dio uno de los que llaman zaga- les en casa de los labradores, que era criado de mi padre, al cual descubrí toda mi desventura, y le rogué me acompañase hasta la Ciudad, donde entendí que mi enemigo estaba. El después que hubo reprendido mi atre- vimiento, y afeado mi determinación, viéndome resuelta en mi parecer, se ofreció á tenerme compañía, como él dijo, hasta el cabo del mundo. Luego al momento encerré en una almohada de lienzo, un vestido de mujer, y algunas joyas, y dineros, por lo que podía suceder. Y en el silencio de aquella noche, sin dar cuenta á mi traidora doncella salí de mi casa acom- pañada de mi criado, y de muchas imaginaciones, y me puse en camino de la Ciudad á pie, llevada en vuelo del deseo de llegar, ya que no á estorbar, lo que tenia por hecho, á lo menos á decir á don Fernando, me dijese con

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qué alma lo había hecho. Llegué en dos días, y medio, donde quería, y en entrando por la Ciudad, pregunté por la casa de los padres de Luscinda, y al primero á quien hice la pregunta, rae respondió más de lo que yo qui- siera oír. Díjome la casa, y todo lo que había sucedido en el desposorio de su hija, cosa tan pública en la Ciudad, que se hacen corrillos, para contar- la por toda ella. Uíjome, que la noche que don Fernando se desposó con Luscinda, después de haber ella dado el sí, de ser su esposa, le había to- mado un recio desmayo, y que llegando su esposo á desabrocharle el pecho, para que le diese el aire, le halló un papel escrito de la misma letra de Luscinda, en que decía, y declaraba, que ella no podía ser esposa de don Fernando, porque lo era de Cárdenlo, que á lo que el hombre rae dijo, era un caballero muy principal, de la misma Ciudad. Y que si había dado el sí, á don Fernando, fué por no salir de la obediencia de sus padres: en re- solución, tales razones dijo que contenía el papel, que daba á entender, que ella había tenido intenoión de matarse, en acabándose de desposar, y daba allí las razones, porque se había quitado la vida. Todo lo cual dicen que confirmó una daga que le hallaron no en qué parte de sus vestidos. Todo lo cual, visto por don Fersando, pareciéndole que Luscinda le había burlado, y escarnecido, y tenido en poco, arremetió a ella, antes que de su desmayo volviese, y con la misma daga que le hallaron, la quiso dar de puñaladas, y lo hiciera, si sus padres, y los que le hallaron presentes, no se lo estorbaran. Dijeron más, que luego se ausentó don Fernando, y que Luscinda no había vuelto de su parasismo, hasta otro día, que contó á sus padres, como ella era la verdadera esposa de aquel Cárdenlo que he dicho. Supe más, que el Cárdenlo, según decían, se halló presente á los desposo- rios, y que en viéndola desposada, lo cual éi jamás pensó, se salió de la Ciudad desesperado, dejándole primero escrita una carta donde daba á en- tender el agravio que Luscinda le había hecho, y de cómo él se iba, adon- de gentes no le viesen. Esto todo era público, y notorio en toda la Ciudad, y todos hablaban dello, y más hablaron, cuando supieron que Luscinda había faltado de casa de su padre, y de la Ciudad, pues no la hallaron en toda ella, de que perdían el juicio sus padres, y no sabían qué medio se to- mar para hallarla. Esto que supe, puso en bando mis esperanzas, y tuve por mejor no haber hallado á don Fernando, que no hallarle casado, pare- ciéndome que aún no estaba del todo cerrada la puerta á mi remedio, dán- dome yo á entender, que podría ser, que el cielo hubiese puesto aquel im- pedimento en el segundo matrimonio, por atraerle á conocer, lo que al pri- mero debía, y á caer en la cuenta, de que era Cristiano, y que estaba más

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obligado á su alma, que á los respetos humanos. Todas estas cosas rerol- TÍa en mi fantasía, y me consolaba sin tener consuelo fingiendo unas espe- ranzas largas, y desmayadas, para entretener la vida, que ya aborrezco. Estando pues en la Ciudad, sin saber qué hacerme, pues á don Fernando no hallaba, llegó á mis oídos un público pregón, donde se prometía gran- de hallazgo á quien me hallase, dando las señas de la edad, y del mismo traje que traía. Y ol decir que se decía, que me habla sacado de casa de mis padres el mozo que conmigo vino, cosa que me llegó al alma, por ver cuan decaído andaba mi crédito, pues no bastaba perderle con mi venida, sino añadir el con quién, siendo sujeto tan bajo, y tan indigno de mis bue- nos pensamientos. Al punto que el pregón, me salí de la Ciudad con mi criado, que ya comenzaba á dar muestras de titubear en la fe que de fide- lidad me tenía prometida, y aquella noche nos entramos por lo espeso des- ta montaña, con el miedo de no ser hallados. Pero como suele decirse, que un mal llama á otro, y que el fin de una desgracia suele ser principio de otra mayor: así me sucedió á raí, porque mi buen criado, hasta entonces fiel y seguro, así como me vio en esta soledad, incitado de su misma be- llaquería, antes que de mi hermosura, quiso aprovecharse de la ocasión, que á su parecer estos yermos le ofrecían. Y con poca vergüenza, y menos temor de Dios, ni respeto mío, me requirió de amores, y viendo que yo con feas, y justas palabras respondía á las desvergüenzas de sus propósitos, dejó aparte los ruegos, de quien primero pensó aprovecharse, y comenzó á usar de la fuerza. Pero el justo cielo, que pocas, ó ningunas veces, deja de mirar, y favorecer á las justas intenciones, favoreció las mías, de manera, que con mis pocas fuerzas, y con poco trabajo, di con él por un derrum- badero, donde le dejé, ni si muerto, ó si vivo. Y luego con más ligereza, que mi sobresalto, y cansancio pedían, me entré por estas montañas, sin llevar otro pensamiento, ni otro designio, que esconderme en ellas, y huir de mi padre, y de aquellos que de su parte me andaban buscando con este deseo. Ha no cuántos meses que entré en ellas, donde hallé un ganade- ro, que me llevó por su criado, á un lugar que está en las entrañas desta sierra, al cual he servido de zagal todo este tiempo, procurando estar siem- pre en el campo, por encubrir estos cabellos, que ahora tan sin pensarlo me han descubierto. Pero toda mi industria, y toda mi solicitud, fué, y ha sido, de ningún provecho, pues mi amo vino en conocimiento, de que yo no era varón y nació en él, el mismo mal pensamiento, que en mi criado, y como no siempre la fortuna, con los trabajos da los remedios, no hallé derrumbadero, ni barranco, de donde despeñar y despenar al amo, como le

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hallé para el criado. Y así tuve por menor inconveniente, dejarle y escon- derme de nuevo entre estas asperezas, que probar con él mis fuerzas, ó mis disculpas. Digo pues, que me torné á emboscar, y á buscar, donde sin im- pedimento alguno pudiese con suspiros, y lágrimas, rogar al cielo se duela de mi desventura, y me industria, y favor para salir della, ó para dejar la vida entre estas soledades, sin que quede memoria desta triste, que tan sin culpa suya habrá dado materia, para que de ella se hable, y murmure en la suya, y en las ajenas tierras.

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CAPITULO XXIX

Que trata de la discordia de la hermosa Dorotea, con otros casos de mucho gusto y pasatiempo.

Esta es señores, la verdadera historia de mi tragedia, mirad, y juzgad ahora, si los suspiros que escuchasteis, las palabras que oísteis, y las lágri- mas que de mis ojos salían, tenían ocasión bastante, para mostrarse en ma- yor abundancia: y considerada la calidad de mi desgracia, veréis que será en vano el consuelo, pues es imposible el remedio della. Sólo os ruego, lo que con facilidad podréis, y debéis hacer, que me aconsejéis dénde podré pasar la vida, sin que me acabe el temor, y sobresalto que tengo, de ser hallada de los que me buscan, que aunque que el mucho amor que mis padres me tienen, me asegura, que seré dellos bien recibida, es tanta la vergüenza que me ocupa, sólo el pensar que no como ellos pensaban, tengo de parecer á su presencia, que tengo por mejor desterrarme para siempre, de ser vista, que no verles el rostro, con pensamiento que ellos miran el mío, ajeno de la honestidad, que de se debían de tener prometida. Ca- lló en diciento esto, y el rostro se le cubrió de un color, que mostró bien claro el sentimiento, y vergüenza del alma. En las suyas sintieron los que escuchado la habían, tanta lástima, como admiración de su desgracia: y aunque luego quisiera el Cura consolarla, y aconsejarla, tomó primero la mano Cárdenlo diciendo. En fin señora, que eres la hermosa Dorotea, la hija única del rico Clenardo. Admirada quedó Dorotea, cuando oyó el nom- bre de su padre, y de ver cuan de poco era el que le nombraba, porque ya se ha dicho de la mala manera que Cárdenlo estaba vestido. Y así le dijo: Y quién sois vos hermano, que así sabéis el nombre de mi padre, porque yo hasta ahora (si mal no me acuerdo) en todo el discurso del cuento, de mi desdicha, no le he nombrado? Soy, respondió Cárdenlo, aquel sin ven- tura, que según vos señora habéis dicho, Luscinda dijo que era su esposa. Soy el desdichado Cárdenlo, á quien el mal término de aquel que á vos os ha puesto en el que estáis, me ha traído á que me veáis, cual me veis, roto, desnudo, falto de todo humano consuelo, y lo que es peor de todo, falto de juicio, pues no le tengo, sino cuando al cielo se le antoja dármele, por al*

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gÚD breve espacio. Yo, Teodora, soy el que me hallé presente á las sinrazo- nes de don Fernando, y el que aguardó oir el sí, que de ser su esposa pro- nunció Luscinda. Yo soy el que no tuvo áninao, para ver en qué paraba su desmayo, ni lo que resultaba del papel, que le fué hallado en el pecho. Por- que no tuvo el alma sufrimiento, para ver tantas desventuras juntas, y asi dejé la casa, y la paciencia, y una carta que dejé á un huésped mío, á quien rogué que en manos de Luscinda la pusiese, y víneme á estas soledades, con intención de acabar en ellas la vida, que desde aquel tiempo aborrecí, como mortal enemiga mía. Mas no ha querido la suerte quitármela, con- tentándose con quitarme el juicio, quizá para guardarme para la buena ventura, que he tenido en hallaros: pues siendo verdad, como creo que lo es, lo que aquí habéis contado aún podría ser, que á entrambos nos tuviese el ciclo guardado mejor suceso en nuestros desastres, que nosotros pensa- mos. Porque presupuesto que Luscinda no puede casarse con don Fernan- do por ser mía, ni don Fernando con ella, por ser vuestro, y haberlo ella tan manifiestamente declarado, bien podemos esperar, que el cielo nos res- tituya lo que es nuestro, pues está todavía en ser, y no se ha enagenado, ni deshecho. Y pues este consuelo tenemos, nacido no de muy remota es- peranza, ni fundado en desvariadas imaginaciones, suplicóos señora, que toméis otra resolución en vuestros honrados pensamientos, pues yo la pienso tomaren los iníos, acomodándoos á esperar mejor fortuna. Que yo os juro poí la de Caballero, y de Cristiano, de no desampararos, hasta veros en poder de don Fernando, y que cuando con razones no le pudiere atraer, á que conozca lo que os debe, de usar entonces la libertad que me concede el ser Caballero, y poder con justo título desafiarle, en razón de la sinrazón qup os hace, sin acordarme de mis agravios, cuya venganza dejaré al cielo, por acudir en la tierra á los vuestros. Con lo que Cárdenlo dijo se acabó de admirar Dorotea, y por no saber qué gracias volver á tan grandes ofreci- mientos, quiso tomarle los pies para besárselos, mas no lo consintió Cár- denlo: y el licenciado respondió por entrambos, y aprobó el buen discurso de Cárdenlo, y sobre todo les rogó, aconsejó, y persuadió, que se fuesen con él á su aldea, donde se podrían reparar las cosas que les faltaban, y que allí se daría orden, como buscar á don Fernando, ó como llevar á Dorotea á sus padres, ó hacer lo que más les pareciese conveniente. Caidenio, y Dorotea, se lo agradecieron, y aceptaron la merced que se les ofrecía. El barbero que á todo había estado suspenso, y callado, hizo también su bue- na plática, y se ofreció con no menos voluntad que el Cura, á todo aquello que fuese bueno para servirles. Contó asimismo con brevedad la causa que

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allí loK habia traído, con la eitrañeza de la locura de don Quixote, y cómo aguardaban á su escudero, que había ido á buscarle. Vínosele á la memo- ria á Cardenio, como por sueños, la pendencia que con don Quixotf había tenido, y contóla á los demás, mas no supo decir, por qué causa tué sa cuestión. En esto oyeron voces, y conocieron que el que las daba, era San- cho Panza, que por no haberlos hallado en el lugar donde los dejó, los lla- maba é. voces. Saliéronle al encuentro, y preguntádole por don Quiíotei les dijo, cómo le había hallado desnudo en camisa, flaco, amarillo, y muer- to de hambre, y suspirando por su señora Dulcinea, y que puesto que le habia dicho, que ella le mandaba que saliese de aquel lugar, y se fuese al del Toboso, donde le quedaba esperando, había respondido, que estaba de- terminado de no parecer ante su hermosura, hasta que hubiese hecho ha- zañas, que le hiciesen digno de su gracia. Y que si aquello pasaba adelante, corría peligro de no venir á ser Emperador, como estaba obligado, ni aun Arzobispo, que era lo menos que podía ser. Por eso que mirasen lo que se había de hacer, para sacarle de allí. El licenciado le respondió, que no tu- viese pena, que ellos le sacarían de allí mal que le pesase. Contó luego á Cardenio, y á Dorotea, lo que tenían pensado, para remedio de don Quixo- te, á lo menos para llevarle á su casa. A lo cual dijo Dorotea, que ella ha- ría la doncella menesterosa mejor que el barbero, y más que tenia allí ves- tidos con que hacerlo al natural. Y que la dejasen el cargo, de saber repre- sentar todo aquello que fuese menester, para llevar adelante su intento, porque ella había leído muchos libros de caballerías, y sabía bien el estilo que tenían las doncellas cuitadas, cuando pedían sus dones á los andantes caballeros. Pues no es menester más, dijo el Cura, sino que luego se pon- ga por obra. Que sin duda la buena suerte se muestra en favor mío, pues tan sin pensarlo, á vosotros señores se os ha comenzado á abrir puerta para vuestro remedio, y á nosotros se nos ha facilitado la que habíamos menes- ter. Sacó luego Dorotea de su almohada una saya entera de cierta telilla rica, y una mantellina, de otra vistosa tela verde, y de una cajita un collar, y otras joyas, con que en un instante se adornó, de manera, que una rica, y gran señora parecía. Todo aquello, y más, dijo que había sacado de su easa, para lo que se ofreciese, y que hasta entonces no se le había ofrecido ocasión de haberlo menester. A todos contentó en extremo su mucha gra- cia, donaire, y hermosura, y confirmaron á don Fernando por de poco co- nocimiento, pues tanta belleza desechaba. Pero el que más se admiró, filé Sancho Panza, por parecerle (como era así verdad) que en todos los días de su vida había visto tan hermosa criatura: y así preguntó al Cura con gran-

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•de ahinco, le dijese, quién era aquella tan hermosa señora? Y qué era lo que buscaba por aquellos andurriales? Esta hermosa señora, respondió el Cura, Sancho hermano, es como quien no dice nada, es la heredera por línea directa de varón del gran reino de Micomicón, la cual viene en busca de vuestro amo, á pedirle un don, el cual es, que deshaga un tuerto, ó agravio que un mal gigante le tiene hecho: y á la fama que de buen caba- llero vuestro amo tiene por todo lo descubierto de Gruinea, ha venido á bus- carle esta Princesa. Dichosa buscada, y dichoso hallazgo, dijo á esta sazón Sancho Panza, y más si mi amo es tan venturoso, que deshaga ese agravio, y enderece ese tuerto, matando á ese hideputa dése gigante que vuestra merced dice: que matará si él le encuentra, si ya no fuese fantasma, que contra los fantasmas no tiene mi señor poder alguno. Pero una cosa quiero suplicar á \iiestra merced, entre otras cosas, señor Licenciado, y es que porque á mi amo no le tome gana de ser Arzobispo (que es lo que yo temo que vuestra merced le aconseje) que se case luego con esta Princesa, y así quedará imposibilitado de recibir órdenes Arzobispales, y vendrá con faci- lidad á su Imperio, y yo al fin de mis deseos: que yo he mirado bien en ello, y hallo por mi cuenta, que no me está bien que mi amo sea Arzobis- po, porque yo soy inútil para la Iglesia, pues soy casado, y andarme ahora á traer dispensaciones para poder tener renta por la Iglesia, teniendo, como tengo mujer, y hijos, sería nunca acabar. Así que, señor, todo el toque está, en que mi amo se case luego con esta señora, que hasta ahora no su gracia, y así no la llamo por su nombre. Llámase respondió el Cura, la Princesa Micomicona, porque llamándose su reino Micomicón, claro está que ella se ha de llamar así. No hay duda en eso, respondió Sancho, que yo he visto á muchos, tomar el apellido, y alcurnia del lugar donde nacie- ron, llamándose Pedro de Alcalá, Juan de Úbeda, y Diego de Valladolid, y esto mismo se debe de usar allá en Guinea, tomar las Reinas los nom- bres de los reinos. Así debe de ser dijo el Cura, y en lo de casarse vuestro amo, yo haré en ello todos mis poderíos. Con lo que quedó tan contento Sancho, cuanto el Cura admirado de su simplicidad, y de ver, cuan enca- jados tenía en la fantasía los mismos disparates que su amo, pues sin al- guna duda se daba á entender que había de venir á ser Emperador, Ya en esto se había puesto Dorotea sobre la muía del Cura, y el barbero se había acomodado al rostro la barba de la cola de buey, y dijeron á Sancho, que los guiase á donde don Quixote estaba, al cual advirtieron que no dijese que conocía al Licenciado, ni al barbero, porque en no conocerlos consistía todo el toque de venir á ser Emperador su amo. Puesto que ni el Cura, ni

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Cardenio quisieron ir con ellos, porque no se le acordase á don Quiíote la pendencia que con Cardenio había tenido: y el Cura, porque no era menes- ter por entonces su presencia, y así los dejaron ir delante, y ellos los fue- ron siguiendo á pie, poco á poco. No dejó de avisar el Cura lo que había de hacer Dorotea: á lo que ella dijo, que descuidasen, que todo se haría sin faltar punto, como lo pedían, y pintaban los libros de caballerías. Tres cuartos de legua habrían andado, cuando descubrieron á don Quísote entre unas intrincadas peñas, ya vestido, aunque no armado: y asi como Dorotea le vio, y fué informada de Sancho, que aquel era don Quiíote, dio del azote á su palafrén, siguiéndole el bien barbado barbero: y en llegando junto á él, el escudero se arrojó de la muía, y fué á tomar en los brazos á Dorotea, la cual apeándose con grande desenvoltura, se fué á hincar de rodillas ante las de don Quixote: y aunque él pugnaba por levantarla, ella sin levantar- se le habló en esta guisa: De aquí no me levantaré, ó valeroso, y esforzado caballero, hasta que la vuestra bondad, y cortesía me otorgue un don, el cual redundará en honra, y prez de vuestra persona, y en pro de la más desconsolada, y agraviada doncella que el Sol ha visto. Y si es que el valor de vuestro fuerte brazo corresponde á la voz de vuestra inmortal fama, obligado estáis á favorecer á la sin ventura que de tan luefies tierras viene, al olor de vuestro famoso nombre, buscándoos para remedio de sus desdi- chas. No 03 responderé palabra, hermosa señora, respondió don Quixote, ni oiré más cosa de vuestra hacienda, hasta que os levantéis de tierra. No me levantaré, señor, respondió la afligida doncella, si primero, por la vues- tra cortesía, no me es otorgado el don que pido. Yo os le otorgo, y conce- do, respondió don Quixote, como no se haya de cumplir en daño, ó men- gua de mi Eey, de mi patria, de aquella que de mi corazón, y libertad tiene la llave. No será en daño, ni en mengua de lo que decís, mi buen señor, replicó la dolorosa doncella. Y estando en esto, se llegó Sancho Panza al oído de su señor, y muy pasito le dijo: Bien puede vuestra mer- ced, señor, concederle el don que pide que no es cosa de nada, solo es matar á un gigantazo, y ésta que lo pide es la alta Princesa Micomicona, Reina del gran reino Micomicón de Etiopía. Sea quien fuere, respondió don Quixote, que yo haré lo que soy obligado, y lo que me dicta mi con- ciencia, conforme á lo que profesado tengo: y volviéndose á la doncella, dijo: La vuestra gran hermosura se levante, que yo le otorgo el don que pedir- me quisiere. Pues el que pido es, dijo la doncella, que la vuestra magnánima persona se venga luego conmigo donde yo le llevare, y me prometa, que no se ha de entremeter en otra aventura, ni demanda alguna, hasta darme ven-

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ganza de un traidor, que contra todo derecho divino, y humano, me tiene usurpado mi reino. Digo que así lo otorgo, respondió don Quixote, y asi po- déis señora, desde hoy más, desechar la melancolia que os fatiga, y hacer que cobre nuevos bríos, y fuerzas vuestra desmayada esperanza, que con la ayuda de Dios, y la de mi brazo, vos os veréis presto restituida en vuestro reino, y sentada en la silla de vuestro antiguo, y grande estado, á pesar, y á despe- cho de los follones que contradecirlo quisieren: y manos á labor, que en la tardanza dicen que suele estar el peligro. La menesterosa doncella, pugnó con mucha porfía, por besarle las manos, mas don Quixote, que en todo era comedido, y cortés caballero, jamás lo consintió, antes la hizo levantar, y la abrazó con mucha cortesía, y comedimiento: y mandó á Sancho que requi- riese las cinchas á Rocinante, y le armase luego al punto, Sancho descolgó las armas, que como trofeo, de un árbol estaban pendientes, y requiriendo las cinchas, en un punto armó á su señor: el cual viéndose armado, dijo: Vamos de aquí, en el nombre de Dios á favorecer esta gran señora. Está- base el barbero aún de rodillas, teniendo gran cuenta de disimular la risa, y de que no se le cayese la barba, con cuya caída quizá quedaran todos sin conseguir su buena intención: y viendo que ya el don estaba concedido, y con la diligencia que don Quixote se alistaba para ir á cumplirle, se levan- tó, y tomó de la otra mano á su señora, y entre los dos la subieron en la muía: luego subió don Quixote sobre Eocinante: y el barbero se acomodó en su cabalgadura, quedándose Sancho á pie, donde de nuevo se le renovó la pérdida del rucio, con la falta que entonces le hacía: mas todo lo llevaba con gusto, por parecerle que ya su señor estaba puesto en camino, y muy á pique de ser Emperador: porque sin duda alguna pensaba que se había de casar con aquella Princesa, y ser por lo menos Rey de Micomicón: sólo le daba pesadumbre, el pensar que aquel reino era en tierra de negros, y que la gente, que por sus vasallos le diesen, habían de ser todos negros: á lo cual hizo luego en su imaginación un buen remedio, y dijese é.'ú mismo. Qué se me á que mis vasallos, sean negros, habrá más que cargar con ellos, y traerlos á España, donde los pondré vender, y adonde me los pagarán de contado, de cuyo dinero podré comprar algún título, ó algún oficio con que vivir descansado todos los días de mi vida? No sino dormios, y no tengáis ingenio, ni habilidad para disponer de las cosas, y para ven- der treinta, ó diez mil vasallos, en dácame esas pajas. Por Dios que los he de volar chico con grande, ó como pudiere: y que por negros que sean los he de volver blancos, ó amarillos: llegaos que me mamo el dedo. Con esto andaba tan solícito, y tan contento, que se le olvidaba ,1a pesadumbre de

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caminar á pie. Todo esto miraban de entre unas breñas, Cardenio, y el Cura y no sabían qué hacerse para juntarse cou ellos: pero el Cura, que era prao tracista, imaginó luego lo que harían para conseguir lo que deseaban, y íué, que con unas tijeras que traía en un estuche, quitó con mucha presteza la barb:\ á Cardenio, y vistióle un capotillo pardo que él traía, y dióle, un he- rreruelo negro, y él se quedó en calzas, y en jubón: y quedó tan otro de lo que antes parecía Cardenio, que él mismo no se conociera, aunque á un es- pejo se mirara. Hecho esto, puesto ya que los otros habían pasado adelan- te, en tanto que ellos se disfrazaron, con facilidad salieron al camino real antes que ellos, porque las malezas, y malos pasos de aquellos lugares no concedían que anduviesen tanto los de á caballo, como los de á pie. En efec- to, ellos se pusieron en el llano á la salida de la sierra, y así como salió della don Quixote, y sus camaradas, el Cura se le puso á mirar muy des- pacio, dando señales de que le iba reconociendo: y al cabo de haberle una buena pieza estado mirando, se fué á él abiertos los brazos, y diciendo á voces: Para bien sea hallado el espejo de la caballería, el mi buen compa- triota don Quixote de la Mancha, la flor, y la nata de la gentileza, el amparo y remedio de los menesterosos, la quinta esencia de los caballeros andan- tes: y diciendo esto, tenía abrazado por la rodilla de la pierna izquierda á don Quixote: el cual espantado de lo que veía, y oía decir, y hacer aquel hombre se le puso á mirar con atención, y al fin le conoció, y quedó como espantado de verle, y hizo grande fuerza por apearse, mas el Cura no lo consintió, por lo cual don Quixote decía: Déjeme vuestra merced, señor Li- cenciado, que no es razón que yo esté á caballo, y una tan reverenda persona como vuestra merced esté á pie. Esto no consentiré yo en ningún modo, dijo el Cura, estése la vuestra grandeza á caballo, pues estando á caballo acaba las mayores hazañas, y aventuras que en nuestra edad se han visto, que á aunque indigno sacerdote, bastaráme subir en las ancas de una destas muías destos señores que con vuestra merced caminan, sino lo han por enojo: y aun haré cuenta, que voy caballero sobre el caballo Pegaso, ó sobre la cebra, ó alfana en que cabalgaba aquel famoso Moro Muzara- que, que aún hasta ahora yace encantado en la gran cuesta Zulema, que dista poco de la gran Cómpluto. Aún no caía yo en tanto, mi señor Licen- ciado, respondió don Quixote, y yo que mi señora la Princesa será ser- vida, por mi amor, de mandar á su escudero, á vuestra merced la silla de su muía, que él podrá acomodarse en las ancas, si es que ella las sufre. Si sufre, á lo que yo creo, respondió la Princesa: y también que no será menester mandárselo al señor mi escudero, que él es tan cortés, y tan Cor-

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tesano, que no consentirá que una persona Eclesiástica vaya á pie, pudiendo ir á caballo. Asi es, respondió el barbero, y apeándose en un punto, convidó al Cura con la silla, y él la tomó sin hacerse mucho de rogar, Y fué el mal, que al subir á las ancas el barbero, la muía, que en efecto era de al- quiler, que para decir que era mala, esto basta, alzó un poco los cuartos traseros, y dio dos coces en el aire, que á darlas en el pecho de Maesa Nicolás, ó en la cabeza, él diera al diablo la venida por don Quixote. Con todo eso le sobresaltaron de manera, que cayó en el suelo, con tan poco cuidado de las barbas, que se le cayeron: y como se vio sin ellas, no tuvo otro remedio, sino acudir á cubrirse el rostro con ambas manos, y á quejar- se, que le hablan derribado las muelas. Don Quixote, como vio todo aquél mazo de barbas, sin quijadas, y sin sangre, lejos del rostro del escudero caído, dijo: Vive Dios que es gran milagro éste, las barbas le ha derribado y arrancado del rostro, como si las quitaran aposta. El Cura que vio el pe- ligro que corría su invención, de ser descubierta, acudió luego á las bar- bas, y fuese con ellas adonde yacía Maese Nicolás, dando aún voces toda- vía, y de un golpe llegándole la cabeza á su pecho, se las puso, murmuran- do sobre él unas palabras, que dijo que era cierto ensalmo apropiado para pegar barbas, como lo verían: y cuando se las tuvo puestas se apartó, y quedó el escudero tan bien barbado, y tan sano como de antes: de que se admiró don Quixote sobremanera, y rogó al Cura, que cuando tuviese lu- gar le enseñase aquel ensalmo, que él entendía que su virtud á más que pegar barbas se debía de extender, pues estaba claro, que de donde las bar- bas se quitasen, había de quedar la carne llagada, y maltrecha, y que pues todo lo sanaba, á más que barbas aprovechaba. Así es, dijo el Cura, y pro- metió de enseñársele en la primera ocasión. Concertáronse, que por enton- ces subiese el Cura, y á trechos se fuesen los tres mudando, hasta que lle- gasen á la venta, que estaría hasta dos leguas de allí. Puestos los tres á caballo, es á saber, don Quixote, la Princesa, y el Cura: y los tres á pie^ Cárdenlo, el barbero, y Sancho Panza, don Quixote dijo á la doncella: Vuestra grandeza, señora mía, guíe por donde más gusto le diere. Y antes que ella respondiese, dijo el Licenciado: Hacia qué reino quiere guiar la vuestra señoría, es por ventura hacia el de Micoraicón, que debe de ser, ó yo poco de reinos? Ella que estaba bien en todo, entendió que había de responder que sí, y así dijo: señor, hacia ese reino es mi camino. Si así es, dijo el Cura, por la mitad de mi pueblo hemos de pasar, y de allí tomará vuestra merced la derrota de Cartagena, donde se podrá embarcar con la buena ventura: y si hay viento próspero, mar tranquilo, y sin bo-

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rrasca, en en poco menos de nueve años se podrá estar á la vista de la gran laguna Meona, digo, Meótides, que está poco más de cien jornadas más acá del reino de vuestra grandeza. Vuestra merced está engañado, señor mío, dijo ella, porque no ha dos años que yo partí del, y en verdad que nunca tuve buen tiempo, y con todo eso he llegado á ver lo que tanto de- seaba, que es al señor don Quixote de la Mancha, cuyas nuevas llegaron á mis oídos, asi como puse los pies en España, y ellas me movieron á bus- carle, para encomendarme en su cortesía, y tiar mi justicia del valor de su invencible brazo. No más, cesen mis alabanzas, dijo á esta sazón don Qui- xote, porque soy enemigo de todo género de adulación, y aunque esta no lo sea, todavía ofenden mis castas orejas semejantes pláticas. Lo que yo decir, señora mía, que ahora tenga valor, ó no, el que tuviere, ó no tuviere, se ha de emplear en vuestro servicio, hasta perder la vida: y así dejando esto para su tiempo, ruego al señor Licenciado me diga, qué es la causa que le ha traído por estas partes, tan solo, tan sin criados, y tan á la lige. ra, que me pone espanto? A eso yo responderé con brevedad, respondió el Cura, porque sabrá vuestra merced, señor don Quixote, que yo, y Maese Nicolás, nuestro amigo, y nuestro barbero, íbamos á Sevilla, á cobrar cier- to dinero, que un pariente mío que ha muchos años que pasó á Indias, me había enviado y no tan pocos que no pasan de sesenta mil pesos ensayados, que es otro que tal, y pasando ayer por estos lugares, nos salieron al en- cuentro cuatro salteadores, y nos quitaron hasta las barbas; y de modo nos las quitaron, que le convino al barbero ponérselas postizas: y aun á este mancebo que aquí va, señalando á Cardenio, le pusieron como de nuevo. Y es lo bueno, que es pública fama por todos estos contornos, que los que nos saltearon son de unos galeotes, que dicen que libertó, casi en este mis- mositio, un hombre tan valiente, que á pesar del Comisario, y de los guar- das, los soltó á todos: y sin duda alguna, él debía de estar fuera de juicio, ó debe de ser tan grande bellaco como ellos, ó algún hombre sin alma, y sil conciencia, pues quiso soltar al lobo entre las ovejas, á la raposa entre las gallinas, á la mosca entre la miel: quiso defraudar la justicia, ir contra sa Rey, y señor natural, pues fué contra sus justos mandamientos. Quiso, digo, quitar á las galeras sus pies, poner en alboroto á la santa Herman- dad, que había muchos años que reposaba. Quiso fiualmente hacer un he- cho, por donde se pierda su alma, y no se gane su cuerpo. Habíales con- tado Sancho al Cura, y al barbero, la aventura de los galeotes que acabó su amo con tanta gloria suya, y por esto cargaba la mano el Cura refirién- dola, por ver lo que hacía, ó decía don Quixote, al cual se le mudaba el

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color á cada palabra, y no osaba decir que él había sido el libertador de aquella buena gente: Esto pues, dijo el Cura, fueron los que nos robaron, que Dios por su misericordia se lo perdone al que no los dejó llevar al de- bido suplicio.

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CAPITULO XXX

Que trata del gracioso artificio, y orden que se tuvo en sacar á nuestro enamorado caballero de la as- perísima penitencia en que se había puesto.

No hubo bien acabado el Cura, cuando Sancho dijo: Pues mía fé, señor Licenciado, el que hizo esta hazaña fué mi amo, y no porque yo no le dije antes, y le avisé, que mirase lo que hacia, y que era pecado darles libertad, porque todos iban allí por grandísimos bellacos. Majadero, dijo á esta sazón don Qnixote, á los caballeros andantes no les toca, ni atañe averiguar, si los afligidos, encadenados, y opresos que encuentran por los caminos, van de aquella manera, ó están en aquella angustia por sus culpas, ó por sus gracias, sólo le toca ayudarles como á menesterosos, poniendo los ojos en sus penas, y no en sus bellaquerías. Yo topé un rosario, y sarta de gente, mohína, y desdichada, y hice con ellos lo que mi religión me pide, y lo demás allá se avenga: y á quien mal le ha parecido, salvóla santa dignidad del señor Licenciado, y su honrada persona, digo que sabe poco de acha- que de caballería, y que miente como un hideputa, y mal nacido: y esto le haré conocer con mi espada, donde más largamente se contiene; y esto dijo afirmándose en los estribos, y calándose el morrión, porque la bacía de barbero, que á su cuenta era el yelmo de Mambrino, llevaba colgado del arzón delantero, hasta adobarla del mal tratamiento que la hicieron los galeotes. Dorotea (que era discreta, y de gran donaire) como quien ya sabía el menguado humor de don Quixote, y que todos hacían burla del, sino Sancho Panza, no quiso ser para menos, y viéndole tan enojado, le dijo: Señor caballero, miémbresele á la vuestra merced el don que me tiene pro- metido, y que conforme á él, no puede entrometerse en otra aventura, por urgente que sea: sosiegue vuestra merced el pecho, que si el señor Licen- ciado supiera que por este invicto brazo habían sido librados los galeotes, él se diera tres huntos en la boca, y aun se mordiera tres veces la lengua antes que haber dicho palabra que en despecho de vuestra merced redun- dara. Eso juro yo bien, dijo el Cura, y aun me hubiera quitado un bigote. Yo callaré, señora mía, dijo don Quixote, y reprimiré la justa cólera, que

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ya en mi pecho se había levantado, y iré quieto, y pacífico, hasta tanto que os cumpla el don prometido: pero en pago deste buen deseo, os suplico me digáis, sino se os hace de mal, cuál es la vuestra cuita? y cuántas, quié- nes, y cuáles son las personas de quien os tengo de dar debida, satisfecha, y entera venganza? Eso haré yo de gana, respondió Dorotea, si es que no os enfadan oír lástimas, y desgracias. No enfadará, señora mía, respondía don Quixote: á lo que respondió Dorotea: Pues así es, esténme vuestras mercedes atentos. No hubo ella dicho esto, cuando Cardenio, y el barbero se le pusieron al lado, deseosos de ver cómo fingía su historia: y lo mismo hizo Sancho, que tan engañado iba con ella como su amo. Y ella, después de haberse puesto bien en la silla, y prevenídose con toser, y hacer otros ademanes con mucho donaire, comenzó á decir desta manera.

Primeramente quiero que vuestras mercedes sepan, señores míos, que á me llaman: y detúvose aquí nn poco, porque se le olvidó el nombre que el Cura le había puesto: pero él acudió al remedio, porque entendió en lo que reparaba, y dijo: No es maravilla, señora mía, que la vuestra grandeza se turbe, y empache, contando sus desventuras, que ellas suelen ser tales, que muchas veces quitan la memoria á los que maltratan, de tal manera, que aun de sus mismos nombres no se les acuerda, como han hecho con vuestra gran señoría, que se ha olvidado que se llama la Princesa Micomi- cona, legítima heredera del gran reino Micomicón: y con este apuntamien- to puede la vuestra grandeza reducir ahora fácilmente á su lastimada me- moria, todo aquello que contar quisiere. Así es la verdad, respondió la doncella, y desde aquí adelante, creo que no será menester apuntarme nada, que yo saldré á buen puerto con mi verdadera historia: la cual es, que el iiey mi padre, que se llamaba Tinacrio el Sabidor, (1) fué muy docto en esto que llaman el arte Mágica, y alcanzó por su ciencia, que mi madre que se llamaba la Reina Xaramilla, había de morir primero que él,

(1) ¿No percibes, lector, cómo trasciende á magia todo esto? Los crí- ticos no han visto el secreto que encerraba este nombre fantástico, que fué, pero ya no es; ahora es otro.

El año 8060 del Mundo, Sículo fué desde España con una armada á la tlsla de Tinacria» y la pobló, f}uedándole por él en adelante el nom- bre de «Sicilia»; de modo, que tratándose de un reino imaginario con el sobrenombre de «Sahidor» (que tiene su equivalencia en «Nigromante»), más breve será buscar una varita milagrosa que nos deshaga el en- canto.

Desde el sitio en que se desarrolló la escena del encuentro que pue- de suponerse próximo á Punta Rebollera tirando una línea por el puer lo del Muradal, se llega á Sabiote, de la provincia de Jaén; después se pro-

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y que de allí á poco ti«rapo él también había de pasar desta vida, y yo había de quedar huérfana de padre, y madre. Pero decía él, que no le fati- gaba tanto esto, cuanto le ponía en confusión saber por cosa muy cierta, que un descomunal Gigante, sefior de una grande ínsula, que casi alinda con nuestro reino, llamado Pandafilaudo de la fosca vista: porque es cosa averiguada, que aunque tiene los ojos en su lugar, y derechos, siempre mira al revés, como si fuese bizco: y esto lo hace él de maligno, y por po- ner miedo, y espanto á los que mira. Digo que supo, que este Gigante en sabiendo mi horfandad, había de pasar con gran poderío sobre mi reino, y me lo había de quitar todo, sin dejarme una pequeña aldea donde me re- cogiese. Pero que podía excusar toda esta ruina, y desgracia, si yo me quisiese casar con él: mas á lo que él entendía, jamás pensaba que me ven- dría á en voluntad de hacer tan desigual casamiento: y dijo en esto la pura verdad, porque jamás me ha pasado por el pensamiento, casarme con aquel Gigante, (1) pero ni con otro alguno, por grande, y desaforado que fuese. Dijo también mi padre, que después que él fuese muerto, y viese yo, que Pandafilando comenzaba á pasar sobre mi reino, que no aguardase á ponerme en defensa, porque sería destruirme, sino que libremente le de- jase desembarazado el reino, si quería excusar la muerte, y total destruc- ción de mis buenos, y leales vasallos, porque no había de ser posible de- fenderme de la endiablada fuerza del Gigante: sino que luego, con algunos de los míos, me pusiese en camino de las Españas, donde hallaría el reme dio de mis males, hallando á un caballero andante, cuya fama en este tiem-

longa con leve inclinación al S., y ¿á qué punto, lector, dirás que condu- ce? Al pueblo de Dorotea.

Con auxilio de la vara de virtudes se traduce el nombre de su padre en

Tinacrio el Sabidor , i , . , . . , ,

'r-p^ j 7 o^¿ '■ ~ y, o yo estoy trascordado, o en la provincia de Jaén,

no lejos de TJbeda, existe un pueblo conocido por el muy significativo de Cabra del Santo Cristo. ¡Qué sabios aquéllos!

(1) Al restituir Clemencín <ípero ni con otro alguno», el señor de Toro le da un fuerte palmetazo; pero no creas, amado lector, que fué por seguir al Genio, no, es que no imitó al Sr. Cortejón, con lo cual se hubiese aho- rrado una nota. Pero ¿qué va á ser esto? ¿Sabe el señor de Toro lo que varía el sentido quitando nada inás que por capricho una sola de las comas que trasladaron de lugar los comentaristas? jAh, señor de Toro! Para demostrar, q^ue se sabe leer en el libro ha debido respetarse integra su puntuación, que es su alma; después, asimilarse al sentido que le dio un tal Cervantes, á quien traen á mal traer sus admiradores, y, por lilti- mo, dejar ese tpero*, que es la clave de la maravillosa fábula.

¡Hay muchos Pandafilandos por el muudol

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po se extendería por todo este reino, el cual se había de llamar, si mal no me acuerdo, don Azote ó don Gigote. Don Quixote diría, señora dijo á esta sazón Sancho Panza, ó por otro nombre, el caballero de la triste figura. Así es la verdad, dijo Dorotea. Dijo más, que había de ser alto de cuerpo, seco de rostro, y que en el lado derecho, debajo del hombro izquierdo, ó por allí junto, había de tener un lunar pardo, con ciertos cabellos á mane- ra de cerdas. En oyendo esto don Quixote, dijo á su escudero: Ten aquí Sancho, hijo, ayúdame á desnudar, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio Key dejó profetizado. Pues para qué quiere vuestra merced desnudarse, dijo Dorotea? Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo, respondió don Quixote. No hay para qué desnudarse, dijo Sancho, que yo que tiene vuestra merced un lunar de esas señas en la mitad del es- pinazo, que es señal de ser hombre fuerte. Eso basta dijo Dorotea, porque con los amigos no se ha de mirar en pocas cosas, y que esté en el hombro, ó que esté en el espinazo, importa poco, basta que haya lunar, y esté don- de estuviere, pues todo es una misma carne: y sin duda acertó mi buea padre en todo, y yo he acertado en encomendarme al señor don Quixote, que él es por quien mi padre dijo, pues las señales del rostro vienen con las de la buena fama, que este caballero tiene, no sólo en España, pero en toda la Mancha, pues apenas hube desembarcado en Osuna, cuando decir tan- tas hazañas suyas, que luego me dio el alma que era el mismo que venía á buscar. Pues cómo se desembarcó vuestra merced en Osuna, señora mía, preguntó don Quixote, si no es puerto de mar? Mas antes que Dorotea res- pondiese, tomó el Cura la mano, y dijo: Debe de querer decir la señora Princesa, que después que desembarcó en Málaga, la primera parte donde oyó nuevas de vuestra merced, fué en Osuna. Eso quise decir dijo Dorotea. Y esto lleva camino, dijo el Cura, y prosiga vuestra Majestad adelante. No hay que proseguir, respondió Dorotea, sino que finalmente mi suerte ha sido tan buena, en hallar al señor don Quixote, que ya me cuento, y tengo por Keina, y señora de todo mi Keino, pues él por su cortesía, y magnifi- cencia me ha prometido el don de irse conmigo, dondequiera que yo le lle- vare, que no será á otra parte, que á ponerle delante de Pandafilando de la fosca vista, para que le mate, y me restituya lo que tan contra razón me tiene usurpado: que todo esto ha de suceder á pedir de boca, pues así lo dejó profetizado Tinacrio el Sabidor mi buen padre: el cual también dejó dicho, y escrito en letras Caldeas, ó Griegas, que yo no las leer, que si este caballero de la profecía, después de haber degollado al Gigante, qui- siese casarse conmigo, que yo me otorgase luego sin réplica alguna, por su

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legítima esposa, y le diese la posesión de mi reino, junto con la de mi per sona. Qué te parece Sancho amigo? dijo á este punto don Quixote, no oyes lo que pasa? no te lo dije yo? mira si tenemos ya reino que mandar, y Keina con quien casar. Eso juro yo, dijo lancho: Para el puto que no se casare en abriendo el gaznatico al señor Pandafiilado. Pues monta que es mala la Reina, así se me vuelvan las pulgas de la cama: y diciendo esto, dio dos zapatetas en el aire, con muestras de grandísimo contento, y luego filé á tomar las riendas de la muía de Dorotea, y haciéndola detener, se hincó de rodillas ante ella, suplicándole le diese las manos para besárselas, en señal que la recibía por su Reina, y señora. Quién no había de reír de los circunstantes, viendo la locura del amo, y la simplicidad del criado. En efecto Dorotea se las dio, y le prometió de hacerle gran señor en su reino, cuando el cielo le hiciese tanto bien, que se lo dejase cobrar, y gozar. Agra- decióselo Sancho con tales palabras, que renovó la risa en todos. Esta señores, prosiguió Dorotea, es mi historia, sólo resta por deciros, que de cuanta gente de acompañamiento saqué de mi reino, no me ha quedado sino sólo este bien barbado escudero, porque todos se anegaron en una gran borrasca que tuvimos á vista del puerto. Y él, y yo salimos en dos tablas á tierra, como por milagro, y así es todo milagro, y misterio el discurso de mi vida, como lo habéis notado. Y si en alguna cosa he andado demasiada, ó no tan acertada como debiera, echad la culpa á lo que el señor Licencia do dijo al principio de mi cuento, que los trabajos continuos, y extraordi- narios, quitan la memoria al que los padece. Esa no me quitarán á mí, ó alta, y valerosa señora, dijo don Quixote, cuantos yo pasare en serviros, por grandes, y no vistos que sean. Y así de nuevo confirmo el don que os he prometido, y juro de ir con vos al cabo del mundo, hasta verme con el fiero enemigo vuestro, á quien pienso con la ayuda de Dios, y de mi brazo, tajar la cabeza soberbia, con los filos desta (no quiero decir buena) espada, merced á Ginés de Pasamonte, que me llevó la mía: esto dijo entre dien- tes, y prosiguió diciendo: y después de habérsela tajado, y puestos en pací- fica posesión de vuestro estado, quedará á vuestra voluntad, hacer de vuestra persona lo que más en talante os viniere. Porque mientras que yo tuviere ocupada la memoria, y cautiva la voluntad, perdido el en- tendimiento por aquella, y no digo más, no es posible que yo arros- tre, ni por pienso, el casarme, aunque fuese con el Ave fénix. Parecióle tan mal á Sancho, lo que últimamente su amo dijo, acerca de no que- rer casarse, que con grande enojo, alzando la voz, dijo: Voto á mí, y juro á mí, que no tiene vuestra merced señor don Quixote cabal juicio: pues cómo

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es posible, que pone vuestra merced en duda el casarse con tan alta Prin- cesa como aquesta? Piensa que le ha de ofrecer la fortuna tras cada canti- llo semejante ventura, como la que ahora se le ofrece? Es por dicha más hermosa mi señora Dulcinea? no por cierto, ni aun con la mitad, y aun estoy por decir, que no llega á su zapato de la que está delante. Así nora- mala alcanzaré yo el Condado que espero, si vuestra merced se anda á pedir cotufas en el golfo, cásese, cásese luego, encomiéndole yo á satanás, y tome ese reino que se le viene á las manos, de bovis, hovis, y en siendo Rey, hágame Marqués, ó Adelantado, y luego siquiera se lo lleve el diablo todo, Don Quixote, que tales blasfemias oyó decir contra su señora Dulcinea, no lo pudo sufrir, y alzando el lanzón, sin hablarle palabra á Sancho, y sin decirle esta boca es mía, le dio tales dos palos, que dio con él en tierra, y sino fuera porque Dorotea le dio voces que no le diera más, sin duda le quitara allí la vida. Pensáis, le dijo, á cabo de rato, villano ruin, que ha de haber lugar siempre para ponerme la mano en la horcajadura, y que todo á de ser errar vos, y perdonaros yo? Pues no lo penséis bellaco descomul- gado, que sin duda lo estás; pues has puesto lengua en la sin par Dulcinea. Y no sabéis vos, faquín, belitre, que sino fuese por el valor que ella infun- de en mi brazo, que no le tendría yo para matar una pulga? Decid soca- rrón de lengua viperina, y quién pensáis que ha ganado este reino? Y cor- tado la cabeza á este Gigante? Y héchoos á vos Marqués (que todo esto doy ya por hecho, y por cosa pasada en cosa juzgada) sino es el valor de Dulcinea, tomando á mi brazo por instrumento de sus hazañas, ella pelea en mí, y vence en mí, y yo vivo, y respiro en ella, y tengo vida, y ser. O hideputa bellaco, y como sois desagradecido, que os veis levantado del polvo de la tierra á ser señor de título, y correspondéis á tan buena obra, con decir mal de quien os la hizo. No estaba tan maltrecho Sancho, que DO oyese todo cuanto su amo le decía, y levantándose con un poco de pres- teza, se fué á poner detrás del palafrén de Dorotea, y desde allí dijo á su amo: Dígame señor, si vuestra merced tiene determinado de no casarse con esta gran Princesa, claro está que no será el reino suyo, y no siéndolo, qué mercedes me puede hacer? Esto es de lo que yo me quejo, cásese vuestra merced una por una con esta Keina, ahora que la tenemos aquí, como llo- vida del cielo, y después puede volverse con mi señora Dulcinea, que Eeyes debe de haber habido en el mundo, que hayan sido amancebados. En lo de la hermosura, no me entremeto, que en verdad si vaá decirla, que entram- bas me parecen bien, puesto que yo nunca he visto á la señora Dulcinea. Cómo que no la has visto traidor blasfemo, dijo don Quixote, pues no acabas

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de traerme ahora un recado de su parte? Digo que no la he visto tan despa- cio, dijo Sancho, que pueda haber notado particularmente su hermosura, y sus buenas partes punto por punto, pero asi á bulto me parece bien. Ahora te disculpo, dijo don Quixote, y perdóname el enojo que te he dado, que los primeros movimientos no son en manos de ios hombres. Ya yo lo veo, respondió Sancho, y así en la gana de hablar, siempre es primero mo- vimiento, y no puedo dejar de decir, por una vez siquiera, lo que me viene á la lengua. Con todo eso, dijo don Quixote, mira Sancho lo que hablas, porque tantas veces va el cantarillo á la fuente, y no te digo más. Ahora bien, respondió Sancho, Dios está en el cielo que ve las trampas, y será juez de quien hace más mal, yo en no hablar bien, ó vuestra merced en obrarlo. No haya más, dijo Dorotea, corred Sancho, y besad la mano á vuestro se- ñor, y pedidle perdón, y de aquí adelante andad más atentado en vues- tras alabanzas y vituperios, y no digáis mal de aquesa señora Tobosa, á quien yo no conozco, sino es para servirla, y tened confianza en Dios, que no os ha de faltar un estado donde viváis como un Príncipe. Fué Sancho cabizbajo, y pidió la mano á su señor, y él se la dio con reposa- do continente, y después que se la hubo besado, le echó la bendición, y dijo á Sancho que se adelantasen un poco, que tenía que preguntarle, y que departir con él cosas de mucha importancia. Hízolo así Sancho, y apar- táronse los dos algo adelante, y díjole don Quixote, después que viniste no he tenido lugar, ni espacio, para preguntarte muchas cosas de particulari- dad, acerca de la embajada que llevaste, y de la respuesta que trajiste, y ahora pues la fortuna nos ha concedido tiempo, y lugar, no me niegues la ventura, que puede darme, con tan buenas nuevas. Pregunte vuestra merced lo que quisiere, respondió Sancho, que á todo daré tan buena sali- da, como tuve la entrada. Pero suplico á vuestra merced, señor mío, que no sea de aquí adelante tan vengativo. Por qwé lo dices Sancho, dijo don Qui- xote? Dígolo, respondió, porque estos palos de ahora, más fueron por la pendencia que entre los dos trabó el diablo la otra noche, que por lo que dije contra mi señora Dulcinea, á quien amo, y reverencio como á una re- liquia, aunque en ella no la haya, sólo por ser cosa de vuestra merced. No tornes á esas pláticas Sancho, por tu vida, dijo don Quixote, que me dan pesadumbre: ya te perdoné entonces, y bien sabes que suele decir- se, á pecado nuevo, penitencia nueva. Mientras esto pasaba vieron venir por el camino donde ellos iban á un hombre caballero sobre un jumento, y cuando llegó cerca les parecía que era Gitano: pero Sancho Panza que do quiera que veía asnos se le iban los ojos, y el alma, apenas hubo visto al

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hombre, cuando conoció que era Ginés de Pasamonte, y por el hilo del Gi- tano sacó el ovillo de su asno, como era la verdad, pues era el rucio sobre que Pasamonte venía: el cual por no ser conocido, y por vender el asno se había puesto en traje de Gitano, cuya lengua, y otras muchas sabía muy bien hablar, como si fueran naturales suyas. Viole Sancho, y conocióle, y apenas le hubo visto y conocido, cuando á grandes voces le dijo: A ladrón Ginesillo deja mi prenda, suelta mi vida, no te empaches con mi descanso, deja mi asno, deja mi regalo, huye puto, auséntate ladrón, y desampara lo que no es tuyo. No fueron menester tantas palabras, ni baldones, porque á la primera saltó Ginés, y tomando un trote que parecía carrera, en un pun- to se ausentó, y alejó de todos. Sancho llegó á su rucio, y abrazándole, le dijo: Cómo has estado bien mío, rucio de mis ojos, compañero mío, y con esto le besaba, y acariciaba como si fuera persona, el asno callaba, y se de- jaba besar, y acariciar de Sancho sin responderle palabra alguna. Llegaron todos, y diéronle el parabién del hallazgo del rucio, especialmente don Quixote, el cual le dijo, que no por eso anulaba la póliza de los tres po- llinos. Sancho se lo agradeció. En tanto que los dos iban en estas pláti- cas, dijo el Cura á Dorotea, que había andado muy discreta, así en el cuento, como en la brevedad del, y en la similitud que tuvo con los de los libros de caballerías: ella dijo, que muchos ratos se había entretenido en leerlos, pero que no sabía ella, donde eran las provincias, ni puertos de mar, y que así había dicho á tiento, que se había desembarcado en Osu- na. Yo lo entendí así, dijo el Cura, y por eso acudí luego á decir, lo que dije, con que se acomodó todo. Pero no es cosa extraña, ver con cuanta fa- cilidad cree este desventurado hidalgo todas estas invenciones, y mentiras, sólo porque llevan el estilo, y modo de las necedades de sus libros. Si es, dijo Cardenio, y tan rara, y nunca vista, que yo no si queriendo inven- tarla, y fabricarla mentirosamente, hubiera tan agudo ingenio, que pudiera dar en ella. Pues otra cosa hay en ello, dijo el Cura, que fuera de las sim- plicidades que este buen hidalgo dice, tocantes á su locura, si le tratan de otras cosas, discurre con bonísimas razones, y muestra tener un entendi- miento claro, y apacible en todo. De manera, que como no le toquen en sus caballerías, no habrá nadie que le juzgue, sino por de muy buen entendi- miento. En tanto que ellos iban en esta conversación, prosiguió don Quixote con la suya, y dijo á Sancho: Echemos, Panza amigo, pelillos á la mar, en esto de nuestras pendencias, y dime ahora, sin tener cuenta con enojo, ni rencor alguno. Dónde, cómo, y cuándo hallaste á Dulcinea? Qué hacía? Qué le dijiste? Qué te respondió? Qué rostro hizo, cuando leía mi carta? Quién

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te la trasladó? Y todo aquello que vieres, que en este caso es digno de sa- berse, de preguntarse, y satisfacerse, sin que añadas, ó mientas por darme gusto: ni menos te acortes, por no quitármele. Señor, respondió Sancho, si á decir la verdad, la carta no me la trasladó nadie, porque yo no llevé carta alguna. Así es como tu dices, dijo don Quixote, porque el librillo de memoria donde yo la escribí, le hallé en mi poder, á cabo de dos días de tu partida, lo cual me causó grandísima pena, por no saber lo que habías de hacer, cuando te vieses sin carta, y creí siempre que te volvieras, des- de el lugar donde la echaras menos. Así fuera, respondió Sancho, sino la hubiera yo tomado en la memoria, cuando vuestra merced me la leyó, de manera que se la dije á un sacristán, que me la trasladó del entendimien- to, tan punto por punto, que dijo que en todos los días de su vida, aunque había leído muchas cartas de descomunión, no había visto, ni leído tan lin- da carta como aquella. Y tiénesla todavía en la memoria Sancho, dijo don Quixote? No señor, respondió Sancho, porque después que la di, como vi que no había de ser de más provecho, di en olvidarla. Y si algo se me acuer- da, es aquello de sobajada, digo del soberana señora, y lo último, vuestro liasta la muerte, el caballero de la triste figura. Y en medio destas dos co- sas, le puse más de trescientas almas, y vidas, y ojos míos.

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CAPITULO XXXI

De los sabrosos razonamientos que pasaron entre Don Quixote, y Sancho Panza su escudero, con otros sucesos.

Todo eso no me descontenta, prosigue adelante, dijo don Quixote. Lle- gaste, y qué hacía aquella Reina de la hermosura? á buen seguro, que la hallaste ensartando perlas, ó bordando alguna empresa con oro de canutillo para este su cautivo caballero. No la hallé, respondió Sancho, sino aechan- do dos fanegas de trigo en un corral de su casa. Pues haz cuenta, dijo don Quixote, que los granos de aquel trigo eran granos de perlas, tocados de sus manos. Y si miraste amigo, el trigo era candeal, ó trechel? No era sino rubión, respondió Sancho. Pues yo te aseguro, dijo don Quixote, que aechado por sus manos hizo pan candeal sin duda alguna: pero pasa ade- lante. Cuando le diste mi carta besóla? Púsosela sobre la cabeza? hizo al- guna ceremonia, digna de tal carta? ó qué hizo? Cuando yo se la iba á dar, respondió Sancho, ella estaba en la fuga del meneo de una buena parte de trigo, que tenia en la criba. Y díjome, poned amigo esa carta sobre aquél costal, que no la puedo leer hasta que acabe de acribar todo lo que aquí está. Discreta señora, dijo don Quixote, eso debió de ser por leerla despacio, y recrearse con ella. Adelante Sancho, y en tanto que estaba en su menester, qué coloquios pasó contigo? Qué te preguntó de mí? Y qué le respondiste? Acaba cuéntamelo todo, no se te quede en el tintero una mínima. Ella no me preguntó nada, dijo Sancho, mas yo le dije de la ma- nera que vuestra merced por su servicio quedaba haciendo penitencia, des- nudo de la cintura arriba, metido entre estas sierras, como si fuera salvaje, durmiendo en el suelo, sin comer pan á manteles, ni sin peinarse la barba, llorando, y maldiciendo su fortuna. En decir que maldecía mi fortuna, di- jiste mal, dijo don Quixote, porque antes la bendigo, y bendeciré todos los días de mi vida, por haberme hecho digno de merecer amar tan alta seño- ra, como Dulcinea del Toboso. Tan alta es, respondió Sancho, que á buena fe, que me lleva á más de un coto. Pues cómo Sancho, dijo don Quixo- te, baste medido con ella? Medíme en esta manera, respondió Sancho,

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que llegando á ayudar á poner un costal de trigo sobre un jumento, llega- mos tan juntos, que eché de ver, que me llevaba más de un gran palmo. Pues es verdad, replicó don Quiíote, que no acompaña esa grandeza, y la adorna con mil millones, y gracias del alma. Pero no me negarás Sancho una cosa, cuando llegaste junto á ella, no sentiste un olor sabeo, una fra- gancia aromática, y un no qué de bueno, que yo no acierto á darle nom- bre, digo un tuho, ó tufo, como si estuvieras en la tienda de algún curioso guantero? Lo que decir, dijo Sancho, es que sentí un olorcillo algo hombruno, y debía de ser, que ella con el mucho ejercicio estaba sudada, y algo correosa. No sería eso, respondió don Quixote, sino que debías de estar romadizado, ó te debiste de oler á mismo, porque yo bien lo que huele aquella rosa entre espinas, aquel lirio del campo, aquel ámbar desleído. Todo puede ser, respondió Sancho, que muchas veces sale de aquel olor, que entonces me pareció que salía de su merced, de la señora Dulcinea, pero no hay de qué maravillarse, que un diablo parece á otro. Y bien, prosiguió don Quixote, he aquí que acabó de limpiar su trigo, y de enviarlo al molino, qué hizo cuando leyó la carta? La carta, dijo Sancho, no la leyó, porque dijo que no sabía leer ni escribir, antes la rasgó, y la hizo menudas piezas, diciendo que no la quería dar á leer á nadie, porque no se supiesen en el lugar sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra, acerca del amor que vuestra merced le tenía, y de la penitencia extraordinaria, que por su causa quedaba haciendo. Y finalmen- te me dijo, que dijese á vuestra merced, que le besaba las manos, y que allí quedaba con más deseo de verle, que de escribirle: y que así le supli- caba, y mandaba, que vista la presente, saliese de aquellos matorrales, y se dejase de hacer disparates, y se pusiese luego, luego, en camino del Toboso, si otra cosa de más importancia no le sucediese, porque tenía gran deseo de ver á vuestra merced. Eióse mucho cuando le dije, cómo se lla- maba vuestra merced el caballero de la triste figura. Pregúntele si había ido allá el Vizcaíno de marras, di jome que sí, y que era un hombre muy de bien. Tambiép le pregunté por los galeotes, mas díjome que no había visto hasta entonces alguno. Todo va bien hasta ahora, dijo don Quixote. Pero díme, qué joya fué la que te dio al despedirte, por las nuevas que de le llevaste? Porque es usada, y antigua costumbre, entre los caballeros, y damas andantes, dar á los escuderos, doncellas, ó enanos, que les llevan nuevas de sus damas á ellos, á ellas de sus andantes, alguna rica joya, en albricias, en agradecimiento de su recado. Bien puede eso ser así, y yo la tengo por buena usanza, pero eso debía de ser en los tiempos pasados, que

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ahora sólo se debe de acostumbrar á dar un pedazo de pan, y queso, que esto íué lo que me dio mi señora Dulcinea por las bardas de un corral, cuando della me despedí: y aun por más señas, era el queso ovejuno. Es liberal en extremo, dijo don Quixote, y si no te dio joya de oro, sin duda debió de ser, porque no la tendría allí á la mano para dártela, pero buena son mangas después de Pascua, yo la veré, y se satisfará todo. Sabes de qué estoy maravillado Sancho? De que me parece que fuiste, y viniste por los aires, pues poco más de tres días has tardado, en ir, y venir desde AQUÍ AL Toboso, habiendo de aquí allá, más de treinta leguas. Por lo cual me doy á entender, que aquel sabio nigromante, que tiene cuenta con mis cosas, y es mi amigo, porque por fuerza le hay, y le ha de haber, so pena que yo no sería buen caballero andante. Digo que este tal te debió de ayu- dar á caminar, sin que lo sintieses, que hay sabio destos que coge á un caballero andante durmiendo en su cama, sin saber cómo, ó en qué mane- ra amanece otro día más de mil leguas de donde anocheció. Y sino fuese por esto, no se podrían socorrer en sus peligros los caballeros andantes unos á otros, como se socorren á cada paso. Que acaece estar uno peleando en las sierras de Armenia con algún Endriago, ó con algún fiero Vestiglo, ó con otro caballero, donde lleva lo peor de la batalla, y está ya á punto de muerte: y «cuando no os me cato», asoma por acullá encima de una Dube, ó sobre un carro de fuego, otro caballero amigo suyo, que poco antes se hallaba en Inglaterra, que le favorece, y libra de la muerte, y á la noche se halla en su posada cenando muy á su sabor, y suele haber de la una á la otra parte, dos, ó tres mil leguas. Y todo esto se hace por industria, y sabiduría de estos sabios encantadores, que tienen cuidado destos valerosos caballeros. Así que amigo Sancho, no se me hace dificultoso creer, que en tan br«ve tiempo hayas ido, y venido desde este lugar al del Toboso, pues como tengo dicho, algún sabio amigo te debió de llevar en volandillas, sin que lo sintieses. Así sería, dijo Sancho, porque á buena fe, que andaba Bocinante, como si fuera asno de Gitano con azogue en los oídos. Y como si llevaba azogue, dijo don Quixote, y aun una legión de demonios, que es gente que camina, y hace caminar sin cansarse, todo aquello que se les antoja. Pero dejando esto aparte, qué te parece á que debo yo de hacer ahora, cerca de lo que mi señora me manda, que la vaya á ver, que aunque yo veo que estoy obligado á cumplir su mandamiento, véome también imposibilitado del don que he prometido á la Princesa, que con nosotros viene, y fuérzame la ley de caballería, á cumplir mi palabra, antes que mi gusto. Por una parte me acosa, y fatiga el deseo de ver á mi señora, por

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otra me incita, y llama, la prometida fe, y la gloria que he de alcanzar en esta empresa. Pero lo que pienso hacer, será caminar apriesa, y llegar presto donde está este Gigante, y en llegando le cortaré la cabeza, y pon- dré á la Princesa pacíficamente en su Estado, y al punto daré la ruelta, á rer á la luz que mis sentidos alumbra. A la cual daré tales disculpas, que ella venga á tener por buena mi tardanza, pues verá que todo redunda en aumento de su gloria, y fama, pues cuanta yo he alcanzado, alcanzo y alcanzaré por las armas en esta vida, toda me viene del favor que ella me da, y de ser yo suyo. Ay, dijo Sancho, y cómo está vuestra merced lasti- mado de esos cascos. Pues dígame señor, piensa vuestra merced caminar este camino en balde? Y dejar pisar, y perder un tan rico y tan principal casamiento como éste? Donde le dan en dote un Reino, que á buena ver- dad, que he oído decir, que tiene más de veinte mil leguas de contorno, y que es abundantísimo de todas las cosas que son necesarias para el susten- to de la vida humana, y que es mayor que Portugal, y que Castilla juntos. Calle por amor de Dios, y tenga vergüenza de lo que ha dicho, y tome mi consejo, y perdóneme, y cásese luego en el primer lugar que haya Cura, y sino ahí está nuestro Licenciado, que lo hará de perlas. Y advierta que ya tengo edad para dar consejos, y que éste que le doy le viene de molde, que más vale pájaro en mano, que buitre volando, porque quien bien tiene, y mal escoge, por bien que se enoja, no se venga. Mira Sancho, respondió don Quixote, si el consejo que me das de que me case, es porque sea luego Rey, en matando al Gigante, y tenga cómodo para hacerte mercedes, y darte lo prometido. Hágote saber, que sin casarme podré cumplir tu deseo muy fácilmente, porque yo sacaré de «adahala», antes de entrar en la ba- talla, que saliendo vencedor della, ya que no me case, me han de dar una parte del Reino, para que la pueda dar á quien yo quisiere: y en dándome- la, á quién quieres que la de, sino á tí? Eso está claro, respondió Sancho, pero mire vuestra merced que la escoja hacia la marina, porque si no me contentare la vivienda, pueda embarcar mis negros vasallos, y hacer dellos lo que ya he dicho. Y vuestra merced no se cure de ir por ahora á ver á mi señora Dulcinea, sino vayase á matar al Gigante, y concluyamos este negocio, que por Dios que se me asienta, que ha de ser de mucha honra, y de mucho provecho. Dígote Sancho, dijo don Quixote, que estás en lo cier- to, y que habré de tomar tu consejo, en cuanto al ir antes con la Princesa, que á ver á Dulcinea. Y avisóte que no digas nada á nadie, ni á los que con nosotros vienen, de lo que aquí hemos departido, y tratado, que pues Dulcinea es tan recatada, que no quiere que se sepan sus pensamientos, lo

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será bien que yo, ni otro por los descubra. Pues si eso es así, dijo San- cho, cómo hace vuestra merced, que todos los que vence por su brazo, se vayan á presentar ante mi señora Dulcinea, siendo esto firma de su nom- bre, que la quiere bien, y que es su enamorado. Y siendo forzoso que los que fueren, se han de ir á hincar de hinojos ante su presencia, y decir que van de parte de vuestra merced á darle la obediencia, cómo se pueden en- cubrir los pensamientos de entrambos? O qué necio y qué simple que eres, dijo don Quixote. no ves Sancho, que eso todo redunda en su ma- yor ensalzamiento. Porque has de saber, que en este nuestro estilo de ca- ballería, es gran honra tener una dama muchos caballeros andantes que las sirvan, sin que se extiendan más sus pensamientos, que á servirla, por sólo ser ella quien es, sin esperar otro premio de sus muchos, y buenos deseos, sino que ella se contente de aceptarlos por sus caballeros. Con esa manera de amor, dijo Sancho, he oído yo predicar, que se ha de amar á nuestro Señor, por si sólo, sin que nos mueva esperanza de gloria, ó temor de pena. Aunque yo le querría amar, y servir, por lo que pudiese. Válgate el diablo por villano, dijo don Quixote, y qué de discreciones dices á las veces, no parece sino que has estudiado. Pues á fe mía que no leer, respondió Sancho. En esto les dio voces, Maese Nicolás, que esperasen un poco, que querían detenerse á beber en una fuentecilla que allí estaba. Detúvose don Quixote, con no poco gusto de Sancho, que ya estaba cansado de mentir tanto, y temía no le cogiese su amo á palabras. Porque puesto que él sabía que Dulcinea era una labradora del Toboso, no la había visto en toda su vida. Habíase en este tiempo vestido Cárdenlo los vestidos que Dorotea traía, cuando la hallaron, que aunque no eran muy buenos, hacían mucha venta- ja á los que dejaba. Apeáronse junto á la fuente, y con lo que el Cura se acomodó en la venta, satisficieron, aunque poco, la mucha hambre que to- dos traían. Estando en esto, acertó á pasar por allí un muchacho, que iba de camino, el cual poniéndose á mirar con mucha atención á los que en la fuente estaban: de allí á poco arremetió á don Quixote, y abrazándole por las piernas, comenzó á llorar muy de propósito, diciendo: Ay señor mío, no me conoce vuestra merced? Pues míreme bien, que yo soy aquel mozo An- drés, que quitó vuestra merced de la encina donde estaba atado. Recono- cióle don Quixote, y asiéndole por la mano, se volvió á los que allí estaban, y dijo: Porque vean vuestras mercedes, cuan de importancia es haber caba- lleros andantes en el mundo que deshagan los tuertos, y agravios, que en él se hacen, por los insolentes, y malos hombres, que en él viven, sepan ▼uestras mercedes, que los días pasados, pasando por un bosque, unos

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gritos, y unas vocea muy lastimosas, como de persona afligida, y meneste- rosa: acudí luego, llevado de mi obligación, hacia la parte donde me pare- ció que las lamentables voces sonaban, y hallé atado á una encina á este muchacho que ahora está delante (de lo que me huelgo en el alma, porque será testigo que no me dejará mentir en nada). Digo que estaba atado á la encina, desnudo del medio cuerpo arriba, y estábale abriéndole á azotes con las riendas de una yegua un villano, que después supe que era amo suyo: y asi como yo lo vi, le pregunté la causa de tan atroz vapuleamiento, res- pondió el zafio, que le azotaba, porque era su criado, y que ciertos descui- dos que tenía, nacían más de ladrón, que de simple. A lo cual este niño dijo: Señor no me azota sino porque le pido mi salario. El amo replicó, no qué arengas, y disculpas, las cuales aunque de mi fueron oídas, no fue- ron admitidas. En resolución, yo le hice desatar, y tomé juramento al vi- llano, de que le llevaría consigo, y le pagaría un real sobre otro, y aun sahumados. No es verdad todo esto hijo Andrés? no notaste con cuanto im- perio se le mandé, y con cuanta humildad prometió de hacer todo cuanto yo le impuse, y notifiqué, y quise? Responde, no te turbes, ni dudes en nada, di lo que pasó á estos señores, porque se vea, y considere, ser de pro- vecho que digo, haber caballeros andantes por los caminos. Todo lo que vuestra merced ha dicho es mucha verdad, respondió el muchacho, pero el fin del negocio sucedió muy al revés de lo que vuestra merced se imagina. Cómo al revés, replicó don Quixote, luego no te pagó el villano? No sólo no me pagó, respondió el muchacho, pero asi como vuestra merced traspuso del bosque, y quedamos solos, me volvió á atar á la misma encina, y me dio de nuevo tantos azotes, que quedé hecho un San Bartolomé desollado. Y á cada azote que me daba, me decía un donaire, y chufeta, acerca de ha- cer burla de vuestra merced, que á no sentir yo tanto dolor, me riera de lo que decía. En efecto, él me paró tal, que hasta ahora he estado curándome en un hospital, del mal que el mal villano entonces me hizo. De todo lo cual tiene vuestra merced la culpa, porque si se fuera su camino adelante, y no viniera donde no le llamaban, ni se entremetiera en negocios ajenos, mi amo se contentara con darme una, ó dos docenas de azotes, y luego me soltara, y pagara cuanto me debía. Mas como vuestra merced le deshonró tan sin propósito, y le dijo tantas villanías, encendiósele la cólera, y como no la pudo vengar en vuestra merced, cuando se vio sólo descargó sobre el nublado, de modo que me parece, que no seré más hombre en toda mi vida. El daño estuvo, dijo don Quixote, en irme yo de allí, que no me ha- bía de ir hasta dejarte pagado: Porque bien debía yo de saber por luengas

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experiencias, que no hay villano que guarde palabra que tiene, si él ve que no le está bien guardarla. Pero ya te acuerdas Andrés, que yo juré que sino te pagaba, que había de ir á buscarle, y que le había de hallar, aunque se escondiese en el vientre de la Vallena. Así es la verdad, dijo Andrés, pero no aprovechó nada. Ahora verás si aprovecha dijo don Quixote, y dicien- do esto, se levantó muy apriesa, y mandó á Sancho que enfrenase á Roci- nante (que estaba paciendo en tanto que ellos comían). Preguntóle Dorotea, qué era lo que hacer quería? El le respondió, que quería ir á buscar al vi- llano, y castigarle de tan mal término, y hacer pagado á Andrés, hasta el último maravedí, á despecho, y pesar de cuantos villanos hubiese el mun- do. A lo qut ella respondió, que advirtiese, que no podía conforme al don prometido entremeterse en ninguna empresa, hasta acabar la suya, y que pues esto sabía él mejor que otro alguno, que sosegase el pecho, hasta la vuelta de su Reino. Así es verdad, respondió don Quixote, y es forzoso que Andrés tenga paciencia hasta la vuelta, como vos señores decís, que yo le torno á jurar, y á prometer de nuevo, de no parar hasta hacerle vengado, y pagado. No me creo desos juramentos, dijo Andrés, más quisiera tener ahora con que llegar á Sevilla, que todas las venganzas del mundo: déme si tiene ahí algo que coma, y lleve, y quédese con Dios su merced, y todos los caballeros andantes, que también andantes sean ellos para consigo, como lo han sido para conmigo. Sacó de su repuesto Sancho un pedazo de pan, y otro de queso, y dándoselo al mozo, le dijo: Toma hermano Andrés, que á todos nos alcanza parte de vuestra desgracia. Pues qué parte os alcanza á vos, preguntó Andrés? Esta parte de queso, y pan que os doy, respondió Sancho, que Dios sabe si me ha de hacer falta, ó no, porque os hago saber amigo que los escuderos de los caballeros andantes estamos sujetos á mu- cha hambre, y á mala ventura, y aún á otras cosas, que se sienten mejor que se dicen. Andrés asió de su pan, y queso, y viendo que nadie le daba otra cosa bajó su cabeza, y tomó el camino en las manos, como suele decirse. Bien es verdad, que al partirse dijo á don Quixote: Por amor de Dios se- ñor caballero andante, que si otra vez me encontrare, aunque vea que me hacen pedazos no me socorra, ni ayude, sino déjeme con mi desgracia, que no será tanta, que no sea mayor la que vendrá de su ayuda de vuestra mer- ced, á quien Dios maldiga, y á todos cuantos caballeros andantes han na- cido en el mundo. Y váse á levantar don Quixote para castigarle, mas él se puso á correr de modo, que ninguno se atrevió á seguirlo Quedó corridísi- mo don Quixote del cuento de Andrés, y fué menester que los demás tu- viesen mucha cuenta con no reírse, por no acabarle de correr del todo.

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CAPITULO XXXII

Que trata de lo que sucedió en la venta á toda la cua- drilla de don Quixote.

Acabóse la buena comida, ensillaron luego, y sin que les sucediese cosa digna de contar, llegaron otro dia á la venta, espanto, y asombro de San- cho Panza: y aunque él quisiera no entrar en ella, no lo pudo huir. La ven- tera, ventero, su hija, y Maritornes, que vieron venir á don Quixote, y á Sancho, les salieron á recibir con muestras de mucha alegría, y él las reci- bió con grave continente, y aplauso, y díjoles que le aderezasen otro mejor lecho que la vez pasada: á lo cual respondió la huéspeda, que eomo la pa- gase mejor que la otra vez, que ella se la daría de Príncipes. Don Quixote dijo, que haría, y así le aderezaron una razonable en el mismo camaran- chón de marras: y él se acostó luego, porque venía muy quebrantado, y íalto de juicio. No se hubo bien encerrado, cuando la huéspeda arremetió al barbero, y asiéndole de la barba, dijo: Para mi santiguada, que no se ha aún de aprovechar más de mi rabo para su barba, y que me ha de volver mi cola, que anda lo de mi marido por estos suelos que es vergüenza, digo el peine, que solía yo colgar de mi buena cola. No se la quería dar el bar- bero, aunque ella más tiraba, hasta que el Licenciado le dijo, que se la diese, que ya no era menester mas usar de aquella industria, sino que se descubriese, y mostrase en su misma forma, y dijese á don Quixote que cuando le despojaron los ladrones galeotes se había venido á aquella venta huyendo, y que si preguntase por el escudero de la Princesa, le dirían que ella le había enviado adelante á dar aviso á los de su Reino, como ella iba, y llevaba consigo el libertador de todos. Con esto dio de buena gana la cola á la ventera el barbero, y asimismo le volvieron todos los adherentes, que había prestado para la libertad de don Quixote. Espantáronse todos los de la venta de la hermosura de Dorotea, y aun del buen talle del zagal Cárdenlo. Hizo el Cura, que les aderezasen de comer de lo que en la venta hubiese, y el huésped con esperanza de mejor paga, con diligencia les ade- rezó una razonable comida, y á todo esto dormía don Quixote, y fueron de parecer de no despertarle. Porque más provecho le haría por entonces el

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dormir, que el comer. Trataron sobrecomida, estando delante el ventero, su mujer, su hija, y Maritornes, todos los pasajeros, de la extraña locura de don Quixote, y del modo que le habían hallado. La huéspeda les contó lo que con él, y con el harriero les había acontecido, mirando si acaso es- taba allí Sancho, como no le viese, contó todo lo de su manteamiento, de que no poco gusto recibieron. Y como el Cura dijese, que los libros de ca- ballerías, que don Quixote había leído le habían vuelto el juicio, dijo el ventero. No yo cómo puede ser eso, que en verdad que á lo que yo en- tiendo no hay mejor lectura en el mundo, y que tengo ahí dos, ó tres de- llos con otros papeles, que verdaderamente me han dado la vida, no sólo á mí, sino á otros muchos. Porque cuando es tiempo de la siega se recojen aquí las siestas muchos segadores, y siempre hay algunos que saben leer, el cual coge uno destos libros en las manos, y rodéamenos del más de treinta, y estámosle escuchando con tanto gusto que nos quita mil canas: á lo menos de mi decir, que cuando oigo decir aquellos furibundos, y terribles golpes que los caballeros pegan, que me toma gana de hacer otro tanto, y que querría estar oyéndolos noches, y días. Y yo ni más, ni me- nos, dijo la ventera, porque nunca tengo buen rato en mi casa, sino aquel que vos estáis escuchando leer, que estáis tan embobado, que no os acor- dais de reñir por entonces. Así es la verdad, dijo Maritornes, y á buena fe, que yo también gusto mucho de oír aquellas cosas, que son muy lindas, y más cuando cuentan, que se está la otra señora debajo de unos naranjos abrazada con su caballero; y que les está una dueña haciéndoles la guarda muerta de envidia, y con mucho sobresalto. Digo que todo eso es cosa de mieles. Y á vos qué os parece señora doncella, dijo el Cura, hablando con la hija del ventero? No señor, en mi ánima, respondió ella, también yo lo escucho, y en verdad que aunque no lo entiendo, que recibo gusto en oírlo: pero no gusto yo de los golpes de que mi padre gusta, sino de las lamentaciones que los caballeros hacen, cuando están ausentes de sus seño- ras: que en verdad, que algunas veces me hacen llorar de compasión que les tengo. Luego bien las remediarais vos señora doncella, dijo Dorotea, si por vos lloraran? No lo que me hiciera, respondió la moza, sólo que hay algunas señoras de aquellas tan crueles, que las llaman sus caballeros tigres, y leones, y otras mil inmundicias. Y Jesús, yo no qué gente es aquella tan desalmada, y tan sin conciencia, que por no mirar á un hombre honrado, le dejan que se muera, ó que se vuelva loco. Yo no para qué es tanto melindre, si lo hacen de honradas, cásense con ellos, que ellos no desean otra cosa. Calla niña, dijo la ventera, que parece que sabes mucho

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destas cosas: y no está bien á las doncellas saber, ni hablar tanto. Como me lo pregunta este señor, respondió ella, no pude dejar de responderle. Ahora bien dijo el Cura, traedme señor huésped, aquesos libros, que los quiero ver. Que me place, respondió él, y entrando en su aposento sacó del una maletilla vieja cerrada con una cadenilla, y abriéndola halló en ella tres libros grandes, y unos papeles de muy buena letra escritos de mano. El primer libro que abrió, vio que era don Cirongilio de Tracia: y el otro de Felixmarte de Hircania: y el otro la historia del gran Capitán Gonzalo Hernández de Córdoba, con la vida de Diego García de Paredes. Así como el Cura leyó los dos títulos primeros, volvió el rostro al barbero, y dijo: Falta nos hace aquí ahora el ama de mi amigo, y su sobrina. No hacen res- pondió el barbero que también yo llevarlos al corral, ó á la chimenea, que en verdad, que hay muy buen fuego en ella. Luego quiere V. m. que- mar más libros, dijo el ventero? No más, dijo el Cura, que estos dos el de don Cirongilio, y el de Felixmarte. Pues por ventura, dijo el ventero, mis libros son herejes, ó flemáticos, que los quiere quemar? Cismáticos que- réis decir amigo, dijo el barbero, que no flemáticos. Así es replicó el ven- tero: mas si alguno quiere quemar sea ese del gran Capitán, y dése Diego García, que antes dejaré quemar un hijo, que dejar quemar ninguno des- otros. Hermano mío, dijo el Cura, estos dos libros son mentirosos, y están llenos de disparates, y devaneos. Y este del gran Capitán es historia ver- dadera, y tiene los hechos de Gonzalo Hernández de Córdoba: el cual por sus muchas, y grandes hazañas, mereció ser llamado de todo el mundo el gran Capitán, renombre famoso, y claro, y del solo merecido. Y este Diego García de Paredes, fué un principal caballero, natural de la ciudad de Tru- jillo, en Extremadura, valentísimo soldado, y de tantas fuerzas naturales, que detenía con un dedo una rueda de molino en la mitad de su furia. Y puesto con un montante en la entrada de una puente detuvo á todo un innumerable ejército, que no pasase por ella. Y hizo otras tales cosas, que como si él las cuenta, y las escribe, él asimismo con la modestia de caba- llero, y de cronista propio las escribiera otro libre, y desapasionado, pusie- ran en su olvido la de los Héctores, Aquiles, y Roldanes. Tomaos con mi padre, dijo el dicho ventero, mirad de que se espanta de detener una rue- da de molino, por Dios ahora: había vuestra merced de leer lo que leí yo de Felixmarte de Hircania, que de un revés sólo partió cinco gigantes por la cintura, como si fueran hechos de habas, como los frailecicos que hacen los niños. Y otra vez arremetió con un grandísimo, y poderosísimo ejército donde llevó más de un millón, y seiscientos mil soldados, todos armados

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desde el pie, hasta la cabeza, y los desbarató á todos, como si fueran ma- nadas de ovejas. Pues qué me dirán del bueno de don Cirongilio de Tra- cia, que ñié tan valiente, y animoso, como se verá en el libro donde cuen- ta, que navegando por un rio le salió de la mitad del agua una serpiente de fuego, y él así como la vio se arrojó sobre ella, y se puso á horcajadas encima de sus escamosas espaldas, y la apretó con ambas manos la gar- ganta, con tanta fuerza, que viendo la serpiente que la iba ahogando, no tuvo otro remedio, sino dejarse ir á lo hondo del río, llevándose tras al caballero, que nunca la quiso soltar, y cuando llegaron allá abajo, se halló en unos palacios, y en unos jardines tan lindos, que era maravilla: y luego la sierpe se volvió en un viejo anciano, que le dijo de tantas cosas que no hay más que oiv. Calle señor, que si oyese esto se volvería loco de pla- cer. Dos higas para el gran Capitán, y para ese Diego García, que dice. Oyendo esto Dorotea, dijo callando á Cárdenlo: Poco le falta á nuestro huésped para hacer la segunda parte de don Quixote? Así me parece á mí, respondió Cárdenlo, porque según da indicio, él tiene por cierto, que todo lo que estos libros cuentan pasó, ni más ni menos que lo escriben, y no le harán creer otra cosa frailes descalzos. Mirad hermano, tornó á decir el Cura, que no hubo en el mundo Felixmarte de Hircania, ni don Cirongilio de Tracia, ni otros caballeros semejantes, que los libros de caballerías cuentan. Porque todo es compostura, y ficción de ingenios ociosos, que los compusieron para el efecto que vos decís de entretener el tiempo, como lo entretienen leyéndolos vuestros segadores: porque realmente os juro que nunca tales caballeros fueron en el mundo, ni tales hazañas, ni disparates acontecieron en él. A otro perro con ese hueso, respondió el ventero, como si yo no supiese cuántas son cinco, y adonde me aprieta el zapato: no pien- se vuestra merced darme papilla, porque por Dios que no soy nada blanco. Bueno es, que quiera darme vuestra merced á entender, que todo- aquello que estos buenos libros dicen, sea disparates, y mentiras, estando impreso con licencia de los señores del Consejo Real, como si ellos fueran gente que habían de dejar imprimir tanta mentira junta, y tantas batallas, y tan- tos encantamientos, que quitan el juicio. Ya os he dicho amigo, replicó el Cura, que esto se hace para entretener nuestros ociosos pensamientos: y así como se consiente en las Repúblicas bien concertadas, haya juegos de Ajedrez, de pelota, y de trucos, para entretener á algunos, que ni tienen ni deben, ni pueden trabajar: así se consiente imprimir, y que haya tales libros: creyendo, como es verdad, que no ha de haber alguno tan ignoran- te, que tenga por historia verdadera ninguna destos libros. Y si me fuera

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licito ahora, y el auditorio lo requiriera, yo dijera cosas acerca de lo que han de tentr los libros de caballerías para ser buenos, que quizá fueran de provecho, y aun de gusto para algunos: pero yo espero, que vendrá tiempo en que lo pueda comunicar con quien pueda remediarlo, y en este entre- tanto, creed señor ventero lo que os he dicho, y tomad vuestros libros, y allá 08 avenid con sus verdades, ó mentiras, y buen provecho os hagan, y quiera Dios, que no cojeéis del pie que cojea vuestro huésped don Quixote. Eso no, respondió el ventero, que no seré yo tan loco, que me haga caba- llero andante, que bien veo, que ahora no se usa Jo que se usaba en aquel tiempo, cuando se dice, que andaban por el mundo estos famosos caballe- ros. A la mitad desta plática se halló Sancho presente, y quedó muy con- fuso, y pensativo de lo que había oído decir, que ahora no se usaban caba- lleros andantes y que todos los libros de caballerías eran necedades, y men- tiras: y propuso en su corazón de esperar en lo que paraba aquel vj^je de su amo, y que si salía con la felicidad que él pensaba, determinaba de dejarle y volverse con su mujer, y sus hijos á su acostumbrado trabajo. Llevábase la maleta, y los libros el ventero, mas el Cura le dijo: Esperad que quiero ver qué papeles son esos, que de tan buena letra están escritos: sacólos el huésped, y dándoselos á leer, vio hasta obra de ocho pliegos es- critos de mano, y al principio tenían un título grande que decía: Novela del curioso impertinente: leyó el Cura para tres, ó cuatro renglones, y dijo: Cierto que no me parece mal el título desta novela, y que me viene voluntad de leerla toda. A lo que respondió el ventero: Pues bien puede leerla su reverencia, porque le hago saber, que á algunos huéspedes que aquí la han leído les ha contentado mucho, y me la han pedido con mu- chas veras, mas yo no se la he querido dar, pensando volvérsela á quien aquí dejó esta maleta olvidada con estos libros, y esos papeles, que bien puede ser que vuelva su dueño por aquí algún tiempo: y aunque que me han de hacer falta los libros, á fe que los he de volver, que aunque vente- ro todavía soy Cristiano. Vos tenéis mucha razón amigo, dijo el Cura, mas con todo eso si la novela me contenta, me la habéis de dejar trasladar: De muy buena gana, respondió el ventero. Mientras los dos esta decían, había tomado Cárdenlo la novela, y comenzado á leer en ella: y pareciéndole lo mismo que al Cura, le rogó que la leyese de modo que todos la oyesen. leyera dijo el Cura, sino fuera mejor gastar este tiempo en dormir, que en leer. Harto reposo será para mí, dijo Dorotea, entretener el tiempo oyendo algún cuento, pues aún no tengo el espíritu tan sosegado, que me conceda dormir, cuando fuera razón. Pues desa manera, dijo el Cura, quie-

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ro leerla por curiosidad, siquiera quizá tendrá alguna de gusto. Acudió Maese Nicolás á rogarle lo mismo, y Sancho también: lo cual visto del Cura, y entendiendo que á todos daría gusto, y él le recibiría, dijo: Pues así es, esténme todos atentos, que la novela comienza desta manera:

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CAPITULO XXXIII Donde se cuenta la novela del curioso impertinente.

En Florencia, ciudad rica, y famosa de Italia, en la Provincia que lla- man Toscana, vivían Anselmo, y Lotario, dos caballeros ricos, y principa- les, y tan amigos, que por excelencia, y antonomasia de todos los que los conocían, los dos amigos, eran llamados: eran solteros, mozos de una mis- ma edad, y de unas mismas costumbres: todo lo cual era bastante causa á que los dos con recíproca amistad se correspondiesen. Bien es verdad, que el Anselmo era algo más inclinado á los pasatiempos amorosos que el Lo- tario, al cual llevaban tras los de la caza. Pero cuando se ofrecía dejaba Anselmo de acudir á sus gustos, por seguirlos de Lotario: y Lotario dejaba los suyos por acudir á los de Anselmo: y desta manera andaban tan á una sus voluntades, que no había concertado reloj que asilo anduviese. Andaba Anselmo perdido de amores de una doncella principal, y hermosa, de la misma ciudad, hija de tan buenos padres, y tan buena ella por sí, que se determinó (con el parecer de su amigo Lotario, sin el cual ninguna cosa hacía) de pedirla por esposa á sus padres, y así lo puso en ejecución, y el que llevó la embajada, ftié Lotario, y el que concluyó el negocio tan á gusto de su amigo, que en breve tiempo se vio puesto en la posesión que desea- ba, y Camila tan contenta de haber alcanzado á Anselmo por esposo, que no cesaban de dar gracias al cielo, y á Lotario, por cuyo medio tanto bien le había venido. Los primeros días, como todos los de boda suelen ser ale- gres, continuó Lotario, como solía, la casa de su amigo Anselmo, procu- rando honrarle, festejarle, y regocijarle con todo aquello que á él le fué posible. Pero acabadas las bodas, y sosegada ya la frecuencia de las visitas, y parabienes, comenzó Lotario á descuidarse con cuidado de las idas en casa de Anselmo, por parecerle á él (como es razón que parezca á todos los que fueren discretos) que no se han de visitar, ni continuar las casas de los amigos casados, de la misma manera que cuando eran solteros. Porque aunque la buena, y verdadera amistad no puede, ni debe de ser sospechosa en nada, con todo esto es tan delicada la honra del casado, que parece que se puede ofender, aun de los mismos hermanos, cuanto más de los amigos.

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NoW Anselmo la remisión de Lotario, y formó del quejas grandes, dicién- dole, que si él supiera, que el casarse había de ser parte para no comuni- carle, como solía, que jamás lo hubiera hecho: y que si por la buena corres- pondencia que los dos tenían mientras él fué soltero habían alcanzado tan dulce nombre como el ser llamados los dos amigos, que no permitiese, por querer hacer del circunspecto, sin otra ocasión alguna, que tan famoso, y tan afifradable nombre se perdiese: y que así le suplicaba, si era lícito, que tal término de hablar se usase entre ellos, que volviese á ser señor de su casa, y á entrar, y salir en ella, como de antes, asegurándole que su esposa Camila no tenía otro gusto, ni otra voluntad que la que él quería que tu- viese: y que por haber sabido ella con cuantas veras los dos se amaban, estaba confusa de ver en él tanta esquiveza. A todas estas, y otras muchas razones, que Anselmo dijo á Lotario, para persuadirle, volviese como solía á su casa, respondió Lotario con tanta prudencia, discreción, y aviso, que Anselmo quedó satisfecho de la buena intención de su amigo: y quedaron de concierto, que dos días en la semana, y las fiestas fuese Lotario á comer con él: y aunque esto quedó así concertado entre los dos, propuso Lotario de no hacer más de aquello que viese que más convenía á la honra de su amigo, cuyo crédito estaba en más que el suyo propio. Decía él, y decía bien, que el casado á quien el cielo había concedido mujer hermosa tanto cuidado había de tener, qué amigos llevaba, á su casa, como en mirar con qué amigas su mujer conversaba, porque lo que no se hace, ni concierta en las plazas, ni en los templos, ni en las fiestas públicas, ni estaciones, (cosas que no todas veces las han de negar los maridos á sus mujeres) se concierta, y facilita en casa de la amiga, ó la parienta de quien más satis- facción se tiene. También decía Lotario, que tenían necesidad los casados de tener cada uno algún amigo que le advirtiese de los descuidos, que en su proceder hiciesen, porque suele acontecer, que con el mucho amor que el marido á la mujer tiene, ó no le advierte, ó no le dice por no enojarla, que haga, ó deje de hacer algunas cosas, que el hacerlas, ó no, le sería de hon- ra, ó de vituperio: de lo cual siendo del amigo advertido fácilmente pondría remedio en todo: pero dónde se hallará amigo tan discreto, y tan leal, y verdadero, como aquí Lotario le pide: no lo yo por cierto, sólo Lotario era eate, que con toda solicitud, y advertimiento miraba por la honra de su amigo, y procuraba dezmar, frisar, y acortar (1) los días del concierto del

(1) Dezmar , frisar , y acortar.

1.* Aunque ahora se emplea en todos los casos diezmar, Cervantes deió establecida esta variante que, al mismo tiempo de separarla del sentido

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ir á su casa, porque no pareciese mal al vulgo ocioso, y á los ojoa vaga- bundos, y maliciosos la entrada de un mozo rico, gentilhombre, y bien nacido, y de las buenas partes, que él pensaba que tenía, en la casa de una mujer tan hermosa como Camila: que puesto que su bondad, y valor podía poner freno á toda maldiciente lengua, todavía no quería poner en duda su crédito, ni el de su amigo, y por esto los más de los días del concierto los ocupaba, y entretenía en otras cosas, que él daba á entender ser inexcusa- bles. Así que en quejas del uno, y disculpas del otro, se pasaban muchos ratos, y partes del día. Sucedió pues, que uno, que los dos se andaban pa- seando por un prado fuera de la ciudad... Anselmo dijo á Lotario las seme- iantes razones.

Pensabas amigo Lotario, que á las mercedes que Dios me ha hecho en hacerme hijo de tales padres, como fueron los míos, y al darme no con mano escasa los bienes, así los que llaman de naturaleza, como los de for- tuna, no puedo yo corresponder con agradecimiento, que llegue al bien re- cibido, y sobre el que me hizo en darme á por amigo, y á Camila por mujer propia, dos prendas que las estimo, sino en el grado que debo, y en el que puedo, pues con todas estas partes, que suelen ser el todo con que los hombres suelen, y pueden vivir contentos, vivo yo el más despechado, y el más desabrido hombre de todo el universo mundo? Porque no qué días á esta parte me fatiga,j aprieta un deseo tan extraño, y tan fuera del uso común de otros, que yo me maravillo de mismo, y me culpo, y me riño á solas, y procuro callarlo, y encubrirlo de mis propios pensamientos: y así me ha sido posible salir con este secreto, como si de industria procu- rara decirlo á todo mundo: y pues que en efecto él ha de salir aplaza quie- ro que sea en la del archivo de tu secreto: confiado que con él, y con la

militar que encierra, se distanciaba lo suficiente para salvar la confusión con los diezmos, quedando incólunae el espíritu religioso de la época.

2.* Su significación de acercar aproximaba tanto las faltas dezmadas, que únicamente el proponente Sr. Cabrera, y el aceptante Sr. Hartzen- busch, pudieron confundirla y sustituirla con la palabra sisar ¡pero el señor de Toro, bien pudo hacer resaltar que este verbo lo acreditaron los sas- tres, ganando en honrosa lid su extensión las maritornes de ogaño.

3.*^ Lo que procedía para eludir «un concierto penoso» era acortar las visitas, que pasaron á ocupar el lugar de los dezmos por obra y gracia de Cervantes, que nos dejó hecha la inversión.

Hay que reconocer que antiguamente se expresaban con más libertad, y por este motivo^ la extensión de las voces alcanzaba proporciones ilimi- tadas que enriquecieron «embelleciendo» nuestra habla; constreñida actualmente á límites vergonzosos, por el afán de adornarla con parches extraños que acreditan falta de ingenio y servilismo.

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diligencia que pondrás, como mi amigo verdadero en remediarme, yo me veré presto libre de la angustia que me causa, y llegará mi alegría por tu solicitud al grado que ha llegado mi descontento por mi locura. Suspenso tenían á Lotario las razones de Anselmo, y no sabía en qué había de parar tan larga prevención, ó preámbulo: y aunque iba revolviendo en su imagi- nación qué deseo podría ser aquel que á su amigo tanto fatigaba, dio siem- pre muy lejos del blanco de la verdad: y por salir presto de la agonía que le causaba aquella suspensión le dijo, que hacía notorio agravio á su mucha amistad, en andar buscando rodeos, para decirle sus más encubiertos pen- samientos, pues tenía cierto que se podía prometer del, ó ya consejos para entretenerlos, ó ya remedios para cumplirlos. Así es la verdad, respondió Anselmo, y con esa confianza te hago saber amigo Lotario que el deseo que me fatiga, es pensar si Camila mi esposa está tan buena, y tan perfec- ta como yo pienso: y no puedo enterarme en esta verdad, sino es probán- dola, de manera que la prueba manifieste los quilates de su bondad, como el fuego muestra los del oro. Porque yo tengo para amigo) que no es una mujer más buena de cuanto es, ó no es solicitada: y que aquella sola es fuerte, que no se dobla á las promesas, á las dádivas, á las lágrimas, y á las continuas importunidades de los solícitos amantes. Porque qué hay que agradecer, decía él, que una mujer sea buena, si nadie le dice que sea mala? Qué mucho que esté recogida, y temerosa la que no le dan ocasión para que se suelte, y la que sabe que tiene marido, que en cogiéndola en la primera desenvoltura, la ha de quitar la vida? Así que la que es buena por temor, ó por falta de lugar, yo no la quiero tener en aquella estima en que tendré á la solicitada, y perseguida, que salió con la corona del venci- miento. De modo que por estas razones, y por otras muchas que te pudiera decir, para acreditar, y fortalecer la opinión que tengo, deseo que Camila mi esposa pase por estas dificultades, y se acrisole, y quilate en el fuego de verse requerida, y solicitada, y de quien tenga valor para poner en ella sus deseos: y si ella sale, como creo que saldrá, con la palma desta batalla, tendré yo por sin igual mi ventura. Podré yo decir, que está como el vacío de mis deseos. Diré que me cupo en suerte, á mujer fuerte, de quien el Sabio dice, que quién la hallará? Y cuando esto suceda al revés de lo que pienso, con el gusto de ver que acerté en mi opinión, llevaré sin pena, la que de razón podrá causarme mi tan costosa experiencia. Y presupuesto que ninguna cosa de cuantas me dijeres en contra de mi deseo, ha de ser de algún provecho, para dejar de ponerle por la obra, quiero, ó amigo Lo- tario, que te dispongas á ser el instrumento que labre aquesta obra de mi

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gusto, que yo te daré lugar para que lo hagas, sin faltarte todo aquello que yo viere ser necesario para solicitar á una mujer honesta, honrada, recogida, y desinteresada. Y muéveme, entre otras cosas, á fiar de ti esta tan ardua empresa, el ver que si de ti es vencida Camila, no ha de llegar el vencimiento á todo trance, y rigor, sino á sólo á tener por hecho lo que ge ha de hacer por buen respeto, y así no quedaré yo ofendido más de con el deseo, y mi injuria quedará escondida en la virtud de tu silencio, que bien sé, que en lo que me tocare ha de ser eterno como el de la muerte. Así que si quieres que yo tenga vida, que pueda decir, que lo es, desde luego has de entrar en esta amorosa batalla, no tibia, ni perezosamente, sino con el ahinco y diligencia que mi deseo pide, y con la confianza que nuestra amistad me asegura. Estas fueron las razones que Anselmo dijo á Lotario, á todas las cuales estuvo tan atento, que sino fueron las que que- dan escritas que le dijo, no desplegó sus labios hasta que hubo acabado: y viendo que no decía más, después que le estuvo mirando un buen espacio, como si mirara otra cosa que jamás hubiera visto, que le causara admira- ción, y espanto, le dijo: No me puedo persuadir, ó amigo Anselmo, á que no sean burlas las cosas que me has dicho, que á pensar que de veras las decías, no consintiera, que tan adelante pasaras, porque con no escuchart-e previniera tu larga arenga: sin duda imagino, ó que no me conoces, ó que yo no te cenozco. Pero no, que bien que eres Anselmo, y sabes que yo soy Lotario: el daño está, en que yo pienso que no eres el Anselmo que solías, y debes de haber pensado, que tampoco yo soy el Lotario que debía ser: porque las cosas que me has dicho, ni son de aquel Anselmo mi amigo, ni Jas que rae pides se han de pedir á aquel Lotario que cono- ces. Porque los buenos amigos han de probar á sus amigos, y valerse de- Uos, como dijo un Poeta, usque ad aras, que quiso decir, que no se habían de valer de su amistad en cosas que fuesen contra Dios. Pues si esto sin- tió un Gentil de la amistad, cuánto mejor es que lo sienta el Cristiano, que sabe que por ninguna humana ha de perder la amistad divina? Y cuan- do el amigo tirase tanto la barra, que pusiese aparte los respetos del cielo, por acudir á los de su amigo, no ha de ser por cosas ligeras, y de poco momento, sino por aquellas en que vaya la honra, y la vida de su amigo. Pues dime ahora, Anselmo, cuál Jestas dos cosas tienes en peligro, para que yo me aventure á complacerte, y á hacer una cosa tan detestable como me pides? Ninguna por cierto, ant€s me pides, según yo entiendo, que pro- cure, y solicite quitarte la honra, y la vida, y quitármela á juntamente. Porque si yo he de procurar quitarte la honra, claro está, que te quito la

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vida, pues el hombre sin honra, peor es que un muerto: y siendo yo el ins- trumento, como quieres que lo sea, de tanto mal tuyo, yo vengo á que- dar deshonrado, y por el mismo consiguiente sin vida? Escucha amigo Anselmo, y ten paciencia de no responderme, hasta que acabe de decirte lo que se me ofreciere, acerca de lo que te ha pedido tu deseo, que tiempo quedará para que me repliques, y yo te escuche. Que me place, dijo Anselmo, di lo que quisieres. Y Lotario prosiguió, diciendo: Paréceme, ó Anselmo, que tienes ahora el ingenio como el que siempre tienen los Moros, á los cuales no se les puede dar á entender el error de su secta con las acotaciones de la santa Escritura, ni con razones que consistan en espe- culación del entendimiento, ni que vayan fundadas en artículos de fe, sino que les han de traer ejemplos palpables, fáciles, inteligibles, demostrati- vos, indubitables, con demostraciones Matemáticas, que no se pueden ne- gar, como cuando dicen: Si de dos partes iguales, quitamos partes iguales, las que quedan también son iguales. Y cuando esto no entiendan de pala- bra, como en efecto no lo entienden, báseles demostrar con las manos, y ponérselo delante de los ojos, y aun con todo esto, no basta nadie con ellos á persuadirles las verdades de nuestra sacra Religión, Y este mismo tér- mino, y modo me convendrá usar contigo, porque el deseo que en ha nacido, va tan descaminado, y tan fuera de todo aquello que tenga sombra de razonable, que me parece que ha de ser tiempo malgastado, el que ocupare en darte á entender tu simplicidad, que por ahora no le quiero dar otro nombre, y aun estoy por dejarte en tu desatino, en pena de tu mal deseo: mas no me deja usar deste rigor la amistad que te tengo, la cual DO consiente que te deje puesto en tan manifiesto peligro de perderte. Y porque claro lo veas, díme Anselmo, no me has dicho que tengo de solicitar á una retirada? persuadir á una honesta? ofrecer á una desintere- sada? servir á una prudente? que me lo has dicho. Pues si sabes que tienes mujer retirada, honesta, desinteresada, y prudente, qué buscas? Y si piensas que de todos mis asaltos ha de salir vencedora, como saldrá sin duda, qué mejores títulos piensas darle después, que los que ahora tiene? ó qué será más después de lo que es ahora? O es que no la tienes por la que dices, ó no sabes lo que pides. Si no la tienes por lo que dices, para qué quieres probarla, sino como á mala, hacer della lo que más te viniere en gusto? mas si es tan buena como crees, impertinente cosa será hacer experiencia de la misma verdad, pues después de hecha se ha de quedar con la estimación que primero tenía. Así que es razón concluyente, que d intentar las cosas, de las cuales nos puede suceder más daño que provecho.

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es de juicios sin discurso, y temerarios: y más cuando quieren intentar aque- llas á que no son forzados, ni compelidos, y que de muy lejos traen descu- bierto, que el intentarlas es manifiesta locura. Las cosas dificultosas se in- tentan por Dios, ó por el mundo, ó por entrambos á dos: las que se acome- ten por Dios, son las que acometieron los santos, acometiendo á vivir vida de Angeles, en cuerpos humanos: las que se acometen por respeto del mundo son las de aquellos que pasan tanta infinidad de agua, tanta diver- sidad de climas, tanta extrañeza de gentes, por adquirir estos que llaman, bienes de fortuna. Y las que se intentan por Dios, y por el mundo junta- mente son aquellas de los valerosos soldados, que apenas ven en el contra- rio muro abierto tanto espacio, cuanto es el que pudo hacer una redonda bala de artillería, cuando puesto aparte todo temor, sin hacer discurso, ni advertir el manifiesto peligro que les amenaza, llevados en vuelo de las alas del deseo de volver por su fe, por su nación, y por su Rey, se arrojan in- trépidamente por la mitad de mil contrapuestas muertes que los esperan. Estas cosas son las que suelen intentarse, y es honra, gloria, y provecho intentarlas, aunque tan llenas de inconvenientes, y peligros. Pero la que dices, que quieres intentar, y poner por obra, ni te ha de alcanzar gloria de Dios, bienes de la fortuna, ni fama con los hombres: porque puesto que salgas con ella como deseas, no has de quedar, ni más ufano, ni más rico, ni más honrado que estás ahora: y sino sales, te has de ver en la mayor miseria que imaginarse pueda: porque no te ha de aprovechar pensar en- tonces, que no sabe nadie la desgracia que te ha sucedida, porque bastará para afligirte, y deshacerte, que la sepas mismo. Y para confirmación desta verdad, te quiero decir una estancia, que hizo el famoso Poeta Luis Tansilo, en el fin de su primera parte de las lágrimas de san Pedro, que dice asi.

Crece el dolor, y crece la vergüenza

En Pedro cuando el día se ha mostrado,

Y aunque allí no ve á nadie, se avergüenza

de mismo, por ver que había pecado:

Que á un maghánimo pecho á haber vergüenza,

No sólo ha de moverle el ser mirado

Que de se avergüenza cuando yerra,

Si bien otro no ve que cielo y tierra.

Así, que no escusarás con el secreto tu dolor, antes tendrás que llorar 'contino, sino lágrimas de los ojos, lágrimas de sangre del corazón, como las lloraba aquel simple Doctor que nuestro Poeta nos cuenta, que hizo la

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prueba del vaso, que con mejor discurso se escusó de hacerla el prudente Eeinaldos: que puesto que aquello sea ficción Poética, tiene en encerra- dos secretos morales, dignos de ser advertidos, y entendidos, é imita- dos. (1) Cuanto más, que con lo que ahora pienso decirte, acabarás de ve- nir en conocimiento del grande error que quieres cometer. Dime Anselmo, si el cielo, ó la suerte buena, te hubiera hecho señor, y legítimo poseedor de un finísimo diamante, de cuya bondad, y quilates estuviesen satisfechos cuantos lapidarios le viesen, que todos á una voz, y de común parecer dije- sen, que llegaba en quilates, bondad y fineza, á cuanto se podía extender. la naturaleza de tal piedra, y mismo lo creyeses así, sin saber otra cosa en contrario, sería justo que te viniese en deseo de tomar aquel diamante, y ponerle entre un yunque, y un martillo, y allí á pura fuerza de golpes, y brazos, probar si es tan duro, y tan fino como dicen? y más si lo pusie- ses por obra: que puesto caso que la piedra hiciese resistencia á tan necia prueba, no por eso se le añadiría más valor, ni más fama: y si se rompiese, cosa que podría ser, no se perdería todo? por cierto, dejando á su dueño en estimación de que todos le tengan por simple. Pues haz cuenta, Ansel- mo amigo, que Camila es finísimo diamante, así en tu estimación, como en la agena, y que no es razón ponerla en contingencia de que se quiebre, pues aanque se quede con su entereza, no puede subir á más valor del que aho- ra tiene: y si faltase, y no resistiese, considera desde ahora, cual quedaría sin ella, y con cuanta razón te podrías quejar de mismo, por haber sido causa de su perdición, y la tuya? Mira que no hay joya en el mundo que tanto valga, como la mujer casta, y honrada, y que todo el honor de las mujeres consiste en la opinión buena que dellas se tiene: y pues la de tu esposa es tal, que llega al extremo de bondad- que sabes, para qué quieres poner esta verdad en duda? Mira amigo, que la mujer es animal imperfec- to, y que no se le han de poner embarazos donde tropiece, y caiga, sino quitárselos, y despojarle el camino de cualquier inconveniente, para que sin pesadumbre corra ligera á alcanzar la perfección que le falta, que con- siste en el ser virtuosa. Cuentan los naturales, que el Arminio es un ani- malejo que tiene una piel blanquísima, y que cuando quieren cazarle los cazadores, usan deste artificio, que sabiendo las partes por donde suele pa- sar, y acudir, las atajan con lodo, y después ojeándole, le encaminan hacia aquel lugar, y así como el Arminio llega al lodo, se está quedo, y se deja prender, y cautivar, á trueco de no pasar por el cieno, y perder, y ensuciar

(1) Este verso es el que debe ser desentrañado.

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811 blancura, que la estima en más que la libertad, y la vida. La honesta, y casta mujer, es Arminio, y es más que nieve blanca, y limpia la virtud de la honestidad, y el que quisiere, que no la pierda, antes la guarde, y con- serve, ha de usar de otro estilo diferente que con el Arminio se tiene, por- que no le han de poner delante el cieno de los regalos, y servicios de los importunos amantes, porque quizá, y aun sin quizá, no tiene tanta virtud, y fuerza natural, que pueda por si misma atrepellar, y pasar por aquellos embarazos: y es necesario quitárselos, y ponerle delante la limpieza de la tirtud, y la belleza que encierra en la buena fama. Es asimismo la bue- na mujer, como espejo de cristal luciente, y claro, pero está sujeto á em- pañarse, y oscurecerse con cualquiera aliento que le toque. Háse de usar con la honesta mujer el estilo que con las reliquias, adorarlas, y no tocar- las. Háse de guardar, y estimar la mujer buena, como se guarda, y estima ua hermoso jardín que está lleno de flores, y rosas, cuyo dueño no consien- te, que nadie le pasee, ni manosee, basta que desde lejos, y por entre las verjas de hierro gocen de su fragancia, y hermosura. Finalmente quiero de- cirte unos versos que se me han venido á la memoria, que los en una co- media moderna, que me parecen al propósito de lo que vamos tratando. Aconsejaba un prudente viejo á otro padre de una doncella, que la recogie- se, guardase y encerrase, y entre otras razones le dijo estas.

Es de vidrio la mujer, Pero no se ha de probar Si se puede, ó no quebrar, Porque todo podría ser.

Y es más fácil el quebrarse, Y no es cordura ponerse

A peligro de romperse Lo que no puede soldarse.

Y en esta opinión estén Todos, y en razón la fundo, Que si hay Danaes en el mundo, Hay pluvias de oro también.

Cuanto hasta aquí te he dicho, ó Anselmo, ha sido por lo que á te toca, y ahora es bien que se oiga algo de lo que á me conviene: y fue- re largo, perdóname, que todo lo requiere el laberinto donde te has entra- do, y de donde quieres que yo te saque. me tienes por amigo, y quieres quitarme la honra, cosa que es contra toda amistad: y aún no sólo preten- des esto, sino que procuras, que yo te la quite á tí. Que me la quieres qui-

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\qx á mí, está claro, pues cuando Camila vea que yo la solicito, como me pides, cierto está, que me ha de tener por hombre sin honra, y mal mira- do, pues intento, y hago una cosa taa fuera de aquello que el ser quien soy, y tu amistad me obliga. De que quieres que te la quite á tí, no hay duda, porque viendo Camila que yo la solicito, ha de pensar que yo he visto en ella alguna liviandad, que me dio atrevimiento á descubrirle mi mal deseo» y teniéndose por deshonrada te toca á tí, como á cosa suya, su misma des- honra. Y de aquí nace lo que comunmente se platica, que el marido de la mujer adúltera, puesto que él no lo sepa, ni haya dado ocasión para que su mujer no sea la que debe, ni haya sido en su mano, ni en su descuido, y poco recato, estorbar su desgracia, con todo le llaman, y le nombran con nombre de vituperio, y bajo: Y en cierta manera le miran, los que la maldad de su mujer saben, con ojos de menosprecio, en cambio de mirarle con los ojos de lástima, viendo que no por su culpa, sino por el gusto de su mala compañera está en aquella desventura. Pero quiérete decir la causa, porqué con justa razón es deshonrado el marido de la mujer mala, aunque él no sepa que lo es, ni tenga culpa, ni haya sido parte, ni dado ocasión para que ella lo sea: y no te canses de oirme, que todo ha de redundar en tu prove- cho. Cuando Dios crió á nuestro primer Padre en el Paraíso terrenal, dice la divina Escritura, que infundió Dios sueño en Adán, y que estando durmien- do le sacó una costilla del lado siniestro, de la cual formó á nuestra madre Eva: y así como Adán despertó, y la miró, dijo: Esta es carne de mi carne, y hueso de mis huesos. Y Dios dijo: Por esta dejará el hombre á su padre, y madre, y serán dos en una carne misma. Y entonces fué instituido el di- vino Sacramento del JMatrimonio con tales lazos, que sola la muerte puede desatarlos. Y tiene tanta fuerza, y virtud este milagroso Sacramento, que hace que dos diferentes personas, sean una misma carne: y aún hace más en los buenos casados, que aunque tienen dos almas, no tienen más de una voluntad. Y de aquí viene, que como la carne de la esposa sea una misma con la del esposo, las manchas que en ella caen, ó los defectos que se pro- curan, redundan en la carne del marido, aunque él no haya dado, como queda dicho, ocasión para aquel daño. Porque así el dolor del pie, ó de cualquier miembro del cuerpo humano, le siente todo el cuerpo, por ser todo de una carne misma: y la cabeza siente el daño del tobillo, sin que ella se le haya causado. Así el marido es participante de la deshonra de la mujer, por ser una misma cosa con ella. Y como Ins honras, y deshonras del mundo, sean todas, y nazcan de carne, y sangre, y las de la mujer mala sean deste género, es forzoso, que al marido le quepa parte dellas, y sea

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tenido por deshonrado, sin que él lo sepa. Mira pues, ó Anselmo, al peligro que te pones, en querer turbar el sosiego en que tu buena esposa vive. Mira por cuan vana, é impertinente curiosidad, quieres revolver los humores que ahora están sosegados en el pecho de tu casta esposa. Advierte, que lo que aventuras á ganar, es poco, y que lo que perderás será tanto, que lo dejaré en su punto, porque me faltan palabras para encarecerlo. Pero si todo cuan- to he dicho no basta á moverte de tu mal propósito, bien puedes buscar otro instrumento de tu deshonra, y desventura, que yo no pienso serlo, aunque por ello pierda tu amistad, que es la mayor pérdida que imaginar puedo. Calló en diciendo esto, el virtuoso, y prudente Lotario, y Anselmo quedó tan confuso, y pensativo, que por un buen espacio no le pudo responder palabra, pero en fin le dijo: Con la atención que has visto he escuchadt, Lotario amigo, cuanto has querido decirme, y en tus razones, ejemplos, y comparaciones, he visto la mucha discreción que tienes, y el extremo de la verdadera amistad que alcanzas: y asimismo veo, y confieso, que sino sigo tu parecer, y me voy tras el mío, voy huyendo del bien, y corriendo tras el mal. Presupuesto esto, has de considerar, que yo padezco ahora la en- fermedad que suelen tener algunas mujeres que se les antoja comer tierra, yeso, carbón, y otras cosas peores, aun asquerosas para mirarse, cuanto más para comerse así que es menester usar de algún artificio para que yo sane, y esto se podía hacer con facilidad, sólo con que comiences, aunque tibia, y fingidamente, á solicitar á Camila, la cual no ha de ser tan tierna, que á los primeros encuentros con su honestidad por tierra, y con sólo este principio quedaré contento, y habrás cumplido con lo que debes á nues- tra amistad, no solamente dándome la vida, sino persuadiéndome de no ver- me sin honra. Y estás obligado á hacer esto, por una razón sola, y es, que estando yo, como estoy determinado, de poner en plática esta prueba, no has de consentir que yo cuenta de mi desatino á otra persona, con que pondría en aventura el honor que procuras que no pierda, y cuando el tuyo no esté en el punto que debe en la intención de Camila, en tanto que la solicitares, importa poco, ó nada, pues con brevedad viendo ella la entereza que esperamos, le podrás decir la pura verdad de nuestro artificio, con que volverá tu crédito al ser primero. Y pues tan poco aventuras, y tanto contento me puedes dar aventurándote, no lo dejes de hacer, aunque más inconvenientes se te pongan delante, pues como ya he dicho con sólo que comiences daré por concluida la causa. Viendo Lotario la resoluta vo- luntad de Anselmo, y no sabiendo qué más ejemplos traerle, ni qué más razones mostrarle para que no las siguiese: y viendo que le amenazaba que

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daría á otro cuenta de su mal deseo, por evitar mayor mal, determinó de contentarle, y hacer lo que le pedía con propósito, é intención de guiar aquel negocio de modo, que sin alterar los pensamientos de Camila queda- se Anselmo satisfecho, y así le respondió, que no comunicase su pensa- miento con otro alguno, que él tomaba á su cargo aquella empresa, la cual comenzaría cuando á él le diese más gusto. Abrazóle Anselmo, tierna, y amorosamente, y agradecióle su ofrecimiento, como si alguna grande mer- ced le hubiera hecho, y quedaron de acuerdo entre los dos, que desde otro día siguiente se comenzase la obra, que él le daría lugar, j tiempo como á sus solas pudiese hablar á Camila, y asimismo le daría dineros, y joyas que darla, y que ofrecerla. Aconsejóle, que le diese músicas, que escribiese ver- sos en su alabanza, y que cuando él no quisiese tomar trabajo de hacerlos, él mismo los haría. A todo se ofreció Lotario, bien con diíerente intención que Anselmo pensaba: y con este acuerdo se volvieron á casa de Anselmo, donde hallaron á Camila con ansia, y cuidado, esperando á su esposo, por- que aquel día tardaba en venir más de lo acostumbrado. Fuese Lotario á su casa, y Anselmo quedó en la suya, tan contento, como Lotario fué pen- sativo, no sabiendo, que traza dar para salir bien de aquel impertinente negocio. Pero aquella noche pensó el modo que tendría para engañar á Anselmo, sin ofender á Camila: y otro día vino á comer con su amigo, y fué bien recibido de Camila, la cual le recibía, y regalaba con mucha vo- luntad, por entender la buena que su esposo le tenía. Acabaron de comer, levantaron los manteles, y Anselmo dijo á Lotario, que se quedase allí con Camila, en tanto que él iba á un negocio forzoso, que dentro de hora y me- dia volvería. Rogóle Camila que no se fuese, y Lotario se ofreció á hacerle compañía, mas nada aprovechó con Anselmo, antes importunó á Lotario, que se quedase, y le aguardase, porque tenía que tratar con él una cosa de mucha importancia. Dijo también á Camila que no dejase solo á Lotario, en tanto que él volviese. En efecto él supo tan bien fingir la necesidad, ó ne- cedad de su ausencia, que nadie pudiera entender que era fingida. Fuese An- selmo, yquedaron solos á la mesa Camila, y Lotario, porque la demás gente de casa, toda se había ido á comer. Vióse Lotario puesto en la estacada que su amigo deseaba: y con el enemigo delante, que pudiera vencer con sola sa hermosura á un escuadrón de caballeros armados: mirad si era razón que le temiera Lotario? Pero lo que hizo, fué poner el codo sobre el brazo de la silla, y la mano abierta en la mejilla, y pidiendo perdón á Camila del mal comedimiento, dijo que quería reposar un poco en tanto que Anselmo Tolvía. Camila le respondió, que mejor reposaría en el estrado, que en la

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silla, y así le rogó se entrase á dormir en él. No quiso Lotario, y allí se quedó dormido, hasta que volvió Anselmo: el cual como halló á Camila en .su aposento y á Lotario durmiendo creyó que como se había tardado tanto, ya habrían tenido los dos lugar para hablar, y aun para dormir, y no vio la hora en que Lotario despertase, para volverse con él fuera, y preguntarle de su ventura. Todo le sucedió como él quiso. Lotario despertó, y luego salie- ron los dos de casa, y así le preguntó lo que deseaba: y le respondió Lota- rio, que no le había parecido ser bien que la primera vez se descubriese del todo, y así no había hecho otra cosa, que alabar á Camila de hermosa, d¡- ciéndole, que en toda la ciudad no se trataba de otra cosa, que de su her- mosura, y discreción, y que éste le había parecido buen principio para en- trar ganando la voluntad, y disponiéndola á que otra vez le escuchase con gusto: usando en esto del artificio que el demonio usa cuando quiere enga- ñar á alguno que está puesto en atalaya de mirar por sí, que se transforma en Ángel de luz, siéndolo él de tinieblas, y poniéndole delante apariencias buenas, al cabo descubre quién es, y sale con su intención, si á los princi- pios no es descubierto su engaño. Todo esto le contentó mucho á Anselmo, y dijo, que cada día daría el mismo lugar, aunque no saliese de casa, por- que en ella se ocuparía en cosas que Camila no pudiese venir en conoci- miento de su artificio. Sucedió pues, que se pasaron muchos días que sin decir Lotario palabra á Camila, respondía á Anselmo, que la hablaba, y ja- más podía sacar della una pequeña muestra de venir en ninguna cosa que mala fuese, ni aun dar una señal de sombra de esperanza: antes decía que le amenazaba, que si de aquel mal pensamiento no se quitaba, que lo había de decir á su esposo. Bien está, dijo Anselmo, hasta aquí ha resistido Ca- mila á las palabras, es menester ver, cómo resiste á las obras, yo os daré mañana dos mil escudos de oro, para que se los ofrezcáis, y aun se los deis: y otros tantos para que compréis joyas con que cebarla: que las mujeres suelen ser aficionadas, y más si son hermosas, por más castas que sean, á esto de traerse bien, y andar galanas: y si ella os resiste á esta tentación, yo quedaré satisfecho, y no os daré más pesadumbre. Lotario respondió, que ya que había comenzado, que él llevaría hasta el fin aquella empresa, pues- to que entendía salir della cansado y vencido. Otro día recibió los cuatro mil escudos, y con ellos cuatro mil confusiones, porque no sabía qué de- cirse para mentir de nuevo, pero en efecto determinó decirle, que Camila estaba tan entera á las dádivas, y promesas, como á las palabras, y que no había para qué cansarse más, porque todo el tiempo se gastaba en balde. Pero la suerte, que las cosas guiaba de otra manera, ordenó, que habiendo

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dejado Anselmo solos, á Lotario, y á Camila, como otras veces solía, él se encerró en un aposento, y por los agujeros de la cerradura estuvo mirando, y escuchando lo que los dos trataban, y vio que en más de media hora Lo- tario no habló palabra á Camila, ni se la hablara, si allí estuviera un siglo. Y cayó en la cuenta, de que cuanto su amigo le había dicho de las respues- tas de Camila, todo era ficción, y mentira. Y para ver si esto era así, salió del aposento, y llamando á Lotario aparte, le preguntó qué nuevas había, y de qué temple estaba Camila? Lotario le respondió, que no pensaba más darle puntada en aquel negocio, porque respondía tan áspera, y desabrida mente, que no tendría ánimo para volver á decirle cosa alguna. Ah, dijo Anselmo, Lotario, Lotario, y cuan mal correspondes á lo que me debes, y á lo mucho que de confío. Ahora te he estado mirando, por el lugar que concede la entrada desta llave, y he visto que no has dicho palabra á Ca- mila. Por donde me doy á entender, que aun las primeras le tienes por de- cir: y si esto es así, como sin duda lo es, para qué me engañas? O porqué quieres quitarme con tu industria, los medios que yo podría hallar para conseguir mi deseo? No dijo más Anselmo, pero bastó lo que había dicho, para dejar corrido, y confuso á Lotario. El cual casi como tomando por pun- to de honra, el haber sido hallado en mentira, juró á Anselmo, que desde aquel momento, tomaba tan á su cargo el contentarle, y no mentirle, cual lo vería, si con curiosidad lo espiaba: cuanto más, que no sería menester usar de ninguna diligencia, porque la que él pensaba poner en satisfacerle, le qui- taría de toda sospecha. Creyóle Anselmo, y para darle comodidad más se- gura, y menos sobresaltada, determinó de hacer ausencia de su casa, por ocho días, yéndose á la de un amigo suyo, que estaba en una aldea, no le- jos de la Ciudad. Con el cual amigo concertó, que le enviase á llamar con muchas veras, para tener ocasión con Camila, de su partida. Desdichado, y mal advertido de Anselmo, qué es lo que haces? qué es lo que trazas? qué es lo que ordenas? Mira, que haces contra mismo, trazando tu des- honra, y ordenando tu perdición. Buena es tu esposa Camila, quieta, y so- segadamente la posees, nadie sobresalta tu gusto, sus pensamientos no sa- len de las paredes de su casa, eres su cielo en la tierra, el blanco de sus deseos, el cumplimiento de sus gustos, y la medida por donde mide su vo- luntad, ajustándola en todo con la suya, y con la del cielo. Pues si la mina de su honor, hermosura, honestidad, y recogimiento, te sin ningún tra- bajo, toda la riqueza que tiene, y puedes desear, para qué quieres ahon- dar la tierra, y buscar nuevas vetas, de nuevo, y nunca visto tesoro, ponién- dote á peligro, que toda venga abajo, pues en fin se sustenta sobre los

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débiles arrimos de su flaca naturaleza? Mira que el que busca lo imposible, es justo que lo posible se le niegue. Como lo dijo mejor un Poeta diciendo.

Busco en 1? muerte la vida, Salud en la enfermedad, En la prisión libertad. En lo cerrado salida, Y en el traidor lealtad.

Pero mi suerte de quien Jamás espero algún bien, Con el cielo ha estatuido, Que pues lo imposible pido, Lo posible aun no me den.

Fuese otro día Anselmo á la aldea, dejando dicho á Camila, que el tiempo que estunese ausente, vendría Lotario á mirar por su casa, y á comer con ella, que tuviese cuidado de tratarle como á su misma persona. Afligióse Camila, oomo mujer discreta, y honrada, de la orden que su ma- rido le dejaba: y díjole que advirtiese, que no estaba bien, que nadie, él ausente, ocupase la silla de su mesa, que si lo hacia por no tener confianza, que ella sabría gobernar su casa, que probase por aquella vez, y vería por experiencia, como para mayores cuidados era bastante. Anselmo le replicó, que aquél era su gusto, y que no tenía más que hacer, que bajar la cabeza, y obedecerle. Camila dijo, que así lo haría, aunque contra su voluntad. Partióse Anselmo, y otro día vino á su casa Lotario, donde fué recibido de Camila con amoroso, y honesto acogimiento. La cual jamás se puso en parte, donde Lotario la viese á solas, porque siempre andaba rodeada de sus criados, y criadas, especialmente de una doncella suya, llamada Leo- Dela, á quien ella mucho quería, por haberse criado desde niñas las dos juntas, en casa de los padres de Camila, y cuando se casó con Anselmo, la trajo consigo. En los tres días primeros, nunca Lotario le dijo nada, aun- que pudiera, cuando se levantaban los manteles, y la gente se iba á comer con mucha priesa, porque así se lo tenía mandado Camila. Y aun tenía orden Leonela, que comiese primero que Camila, y que de su lado jamás se quitase: mas ella, que en otras cosas de su gusto tenía puesto el pensa- miento, y había menester aquellas horas, y aquel lugar, para ocuparle en su contentos, no cumplía todas veces el mandamiento de su señora, antes los dejaba solos, como si aquello le hubiera mandado. Mas la honesta pre- sencia de Camila, la gravedad de su rostro, la compostura de su persona,

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era tanta, que ponía freno á la lengua de Lotario. Pero el provecho que las muchas virtudes de Camila hicieron, poniendo silencio en la lengua de Lo- tario, redundó más en daño de los dos. Porque si la lengua callaba, el pen. Sarniento discurría, y tenía lugar de contemplar parte por parte todos los extremos de bondad, y de hermosura que Camila tenía, bastantes á enamo- rar á una estatua de mármol, no un corazón de carne. Mirábala Lotario en el lugar, y espacio que había de hablarla, y consideraba, cuan digna era de ser amada; y esta consideración comenzó poco á poco á dar asalto á los res- petos que á Anselmo tenía, y mil veces quiso ausentarse de la Ciudad, y irse donde jamás Anselmo le viese á él, ni él viese á Camila; mas ya le hacía impedimento, y detenía el gusto que hallaba en mirarla. Hacíase fuerza, y peleaba consigo mismo, por desechar, y no sentir el contento, que le llevaba á mirar á Camila. Culpábase á solas de su desatino, llamábase mal amigo, y aun mal Cristiano. Hacía discursos, y comparaciones entre él, y Anselmo, y todos paraban en decir, que más había sido la locura, y confianza de Anselmo, que su poca fidelidad. Y que si así tuviera disculpa para con Dios, como para con los hombres, de lo que pensaba hacer, que no temiera pena por su culpa. En efecto, la hermosura, y la bondad de Camila, juntamente con la ocasión que el ignorante marido le había puesto en las manos, dieron con la lealtad de Lotario en tierra. Y sin mirar á otra cosa, que aquella á que su gusto le inclinaba, al cabo de tres días de la ausencia de Anselmo, en- los cuales estuvo en continua batalla, por resistir á sus deseos, comenzó á requebrar á Camila con tanta turbación, y con tan amorosas razones, que Camila quedó suspensa, y no hizo otra cosa, que levantarse de donde estaba, y entrarse en su aposento, sin responderle pa- labra alguna. Mas no por esta sequedad, se desmayó en Lotario la espe- ranza, que siempre nace juntamente con el amor, antes tuvo en más á Camila. La cual habiendo visto en Lotario lo que jamás pensara, no sabía qué hacerse. Y pareciéndole no ser cosa segura, ni bien hecha, darle oca- sión, ni lugar, á que otra vez la hablase, determinó de enviar aquella mis- ma noche, como lo hizo á un criado suyo con un billete á Anselmo, donde le escribió estas razones.

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CAPITULO XXXIV

Donde se prosigue la novela del curioso impertinente.

«Así como suele decirse, que parece mal el ejército sin su General, y el castillo sin su Castellano. Digo yo, que parece muy peor la mujer casa- da, y moza, sin su marido, cuando justísimas ocasiones no lo impiden. Yo me hallo tan mal sin vos, y tan imposibilitada, de no poder sufrir esta au- sencia, que si presto no venís, me habré de ir á entretener en casa de mis padres, aunque deje sin guarda la vuestra. Porque la que me dejastes, si es que quedó con tal título, creo que mira más por su gusto, que por lo que á vos os toca, y pues sois discreto, no tengo más que deciros, ni aun es bien que más os diga. >

Esta carta recibió Anselmo, y entendió por ella, que Lotario había ya comenzado la empresa, y que Camila debía de haber respondido como él deseaba. Y alegre sobremanera de tales nuevas, respondió á Camila de pa- labra, que no hiciese mudamiento de su casa en modo ninguno, porque él volvería con mucha brevedad. Admirada quedó Camila de la respuesta de Anselmo, que la puso en más confusión que primero, porque ni se atrevía á estar en su casa, ni menos irse á la de sus padres. Porque en la quedada corría peligro su honestidad, y en la ida iba contra el mandamiento de su esposo. En fin se resolvió en lo que le estuvo peor, que fué, en el quedar- se, con determinación de no huir la presencia de Lotario, por no dar qué decir á sus criados, y ya le pesaba de haber escrito, lo que escribió á su esposo, temerosa de que no pensase, que Lotario había visto en ella alguna desenvoltura, que le hubiese movido á no guardarle el decoro que debía. Pero fiada en su bondad, se fió en Dios, y en su buen pensamiento, con que pensaba resistir callando, á todo aquello que Lotario decirle quisiese, sin dar más cuenta á su marido, por no ponerle en alguna pendencia, y traba- jo. Y aún andaba buscando manera cómo disculpar á Lotario con Anselmo, cuando le preguntase la ocasión, que le había movido á escribirle aquel pa- pel. Con estos pensamientos, más honrados que acertados, ni provechosos, estuvo otro día escuchando á Lotario, el cual cargó la mano de manera, que comenzó á titubear la firmeza de Camila, y su honestidad tuvo harto que

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hacer en acudir á los ojos, para que no diesen muestra de alguna amorosa compasión, que las lágrimas, y las razones de Lotario en su pecho habían despertado. Todo esto notaba Lotario, y todo le encendía. Finalmente á él le pareció, que era menester en el espacio, y lugar, que daba la ausencia de Anselmo, apretar el cerco á aquella fortaleza. Y así acometió á su pre- tensión, con las alabanzas de su hermosura, porque no hay cosa que más presto rinda, y allane las encastilladas torres de la vanidad de las hermo- sas que la misma vanidad, puesta ea las lenguas de la adulación. En efec- to, él con toda diligencia minó la roca de su entereza con tales pertrechos, que aunque Camila fuera toda de bronce, viniera al suelo. Lloró, rogó, ofre- ció, aduló, porfió, y fingió Lotario, con tanto sentimiento, con muestras de tantas veras, que dio al través con el recato de Camila, y vino á triun- far de lo que menos se pensaba, y más deseaba. Rindióse Camila, Camila se rindió: pero qué mucho, si la amistad de Lotario no quedó en pie? Ejem- plo claro, que nos muestra, que sólo se vence la pasión amorosa, con huir- la, y que nadie se ha de poner abrazos con tan poderoso enemigo. Porque es menester fuerzas divinas, para vencer las suyas humanas. Sólo supo Leonelala ñaqueza de su señora, porque no se la pudieron encubrir, los dos malos amigos, y nuevos amantes. No quiso Lotario decir á Camila la pre- tensión de Anselmo, ni que él le había dado lugar, para llegar á aquel pun- to. Porque no tuviese en menos su amor, y pensase que así acaso, y sin pensar, y no de propósito, la había solicitado. Volvió de allí á pocos días Anselmo á su casa, y no echó de ver lo que faltaba en ella, que era lo que en menos tenía, y más estimaba. Fuese luego á ver á Lotario, y hallóle en su casa, abrazáronse los dos, y el uno preguntó por las nuevas de su yida, ó de su muerte. Las nuevas que te podré dar, ó amigo Anselmo, dijo Lotario son de que tienes una mujer, que dignamente puede ser ejemplo, y corona de todas las mujeres buenas. Las palabras que le he dicho, se las ha lleva- do el aire, los ofrecimientos se han tenido en poco, las dádivas no se han admitido, de algunas lágrimas fingidas mías se ha hecho burla notable. En resolución, así como Camila es cifra de toda belleza, es archivo donde asiste la honestidad, y vive el comedimiento, y el recato, y todas las vir- tudes que pueden hacer loable, y bien afortunada á una honrada mujer. Vuelve á tomar tus dineros amigo, que aquí los tengo, sin haber tenido necesidad de tocar á ellos, que la entereza de Camila, no se rinde á cosas tan bajas, como son dádivas ni promesas. Conténtate Anselmo, y no quie- ras hacer más pruebas de las hechas. Y pues á pie enjuto has pasado el mar de las dificultades, y sospechas, que de las mujeres suelen, y pueden

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tenerse, no quieras entrar de nuevo en el profundo piélago, de nuevos in- convenientes, ni quieras hacer experiencia con otro piloto, de la bondad, y fortaleza del navio que el cielo te dio en suerte, para que en él pasases la mar deste mundo. Sino haz cuenta que estás ya en seguro puerto, y afé- rrate con las áncoras de la buena consideración, y déjate estar hasta que te vengan á pedir la deuda, que no hay hidalguía humana, que de pagarla se escuse. Contentísimo quedó Anselmo, de las razones de Lotario, y así se las creyó, como si fueran dichas por algún Oráculo. Pero con todo eso le rogó, que no dejase la empresa, aunque no fuese más de por curiosidad, y entretenimiento, aunque no se aprovechase de allí adelante de tan ahin- cadas diligencias, como hasta entonces. Y que sólo quería, que le escribie- se algunos versos en su alabanza, debajo del nombre de Clori, porque él le daría á entender á Camila, que andaba enamorado de una dama, á quien le había puesto aquel nombre, por poder celebrarla, con el decoro que á su honestidad se le debía. Y que cuando Lotario no quisiera tomar trabajo de escribir los versos, que él los haría. No será menester eso, dijo Lotario, pues no me son tan enemigas las musas, que algunos ratos del año no me visiten, Dile á Camila lo que has dicho del fingimiento de mis amores, que los versos yo los haré, sino tan buenos como el sujeto merece, serán por lo menos los mejores que yo pudiere. Quedaron deste acuerdo, el im- pertinente, y el traidor amigo. Y vuelto Lotario á su casa, preguntó á Camila, lo que ella ya se maravillaba, que no se lo hubiese preguntado. Que fué, que le dijese la ocasión porqué le había escrito el papel que le envió. Camila le respondió, que le había parecido, que Lotario la miraba un poco más desenvueltamente, que cuando él estaba en casa. Pero ya estaba desengañada, y creía que había sido imaginación suya, porque ya Lotario huía de verla, y de estar con ella á solas. Díjole Anselmo, que bien podía estar segura de aquella sospecha, porque él sabía que Lotario andaba enamorado de una doncella principal de la Ciudad, á quien él cele- braba debajo del nombre de Clori, y que aunque no lo estuviera, no habla que temer de la verdad de Lotario, y de la mucha amistad de entrambos. Y á no estar avisada Camila de Lotario, de que eran fingidos aquellos amores de Clori, y que él se lo había dicho á Anselmo, por poder ocuparse algunos ratos en las mismas alabanzas de Camila, ella sin duda cayera en la desesperada red de los celos: mas por estar ya advertida, pasó aquel sobresalto sin pesadumbre. Otro día, estando los tres sobre mesa, rogó Anselmo á Lotario, dijese alguna cosa de las que había compuesto á su amada Clori, que pues Camila no la conocía, seguramente podía decir lo

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que quisiese. Aunque la conociera, respondió Lotario, no encubriera yo Hada, porque cuando algún amante loa á su dama de hermosa, y la nota de cruel, ningún oprobio hace á su buen crédito. Pero sea lo que fuere, lo que decir, que ayer hice un Soneto á la ingratitud desta Clori, que

dice así.

SONETO

En el silencio de la noche, cuando Ocupa el dulce sueño á los mortales La pobre cuenta de mié ricos males Estoy al cielo, y á mi Clori dando.

Y al tiempo cuando el Sol se va mostrando Por las rosadas puertas Orientales,

Con suspiros, y acentos desiguales Voy la antigua querella renovando.

Y cuando el Sol de su estrellado asiento Derechos rayos á la tierra envía.

El llanto crece, y doblo los gemidos.

Vuelve la noche, y vuelvo al triste cuento, Y siempre hallo en mi mortal porfía, Al cielo sordo, á Clori sin oídos.

Bien le pareció el Soneto á Camila, pero mejor á Anselmo, pues le alabó, y dijo que era demasiadamente cruel la dama, que á tan claras ver- dades no correspondía. A lo que dijo Camila: Luego todo aquello que los Poetas enamorados dicen, es verdad? En cuanto poetas no la dicen, respon- dió Lotario, mas en cuanto enamorados siempre quedan tan cortos, como verdaderos. No hay duda deso, replicó Anselmo, todo por apoyar, y acre- ditar los pensamientos de Lotario con Camila, tan descuidada del artificio de Anselmo, como ya enamorada de Lotario. Y así con el gusto que de sus cosas tenía, y más teniendo por entendido, que sus deseos, y escritos, á ella se encaminaban, y que ella era la verdadera Clori, le rogó, que si otro Soneto, ó otros versos sabía, los dijese? sé, respondió Lotario, pero no creo que es tan bueno como el primero, ó por mejor decir, menos malo. T podréislo bien juzgar, pues es este.

SONETO Yo que muero, y si no soy creído, Es más cierto el morir, como es más cierto Verme á tus pies, ó bella ingrata muerto. Antes que de adorarte arrepentido.

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Podré yo verme en la región de olvido, De vida, y gloria, y de favor desierto, Y allí verse podrá en mi pecho abierto, Cómo tu hermoso rostro está esculpido,

Que esta reliquia guardo para el duro Trance, que me amenaza mi porfía. Que en su mismo vigor se fortalece.

Ay de aquel que navega el cielo oscuro, Por mar no usado, y peligrosa vía. Adonde Norte, ó puerto no se ofrece.

También alabó este segundo Soneto Anselmo como había hecho el pri- mero, y desta manera iba añadiendo eslabón, á eslabón á la cadena, con que se enlazaba, y trababa su deshonra, pues cuando más Lotario le des- honraba, entonces le decía que estaba más honrado. Y con esto, todos los escalones que Camila bajaba hacia el centro de su menosprecio, los subía en la opinión de su marido, hacia la cumbre de la virtud, y de su buena fama. Sucedió en esto, que hallándose una vez entre otras sola Camila con su doncella, le dijo: Corrida estoy, amiga Leonela, de saber en cuan poco he sabido estimarme, pues siquiera no hice, que con el tiempo comprara Lotario la entera posesión, que le di tan presto de mi voluntad. Temo que ha de desestimar mi presteza, ó lijereza, sin que eche de ver la fuerza que él me hizo, para no poder resistirle. No te pena eso señora mía, respon- dió Leonela, que no está la monta, ni es causa para mengua, la estimación, darse lo que se da presto, si en efecto lo que se da es bueno, y ello por digno de estimarse. Y aun suele decirse, que el que luego da, da dos ve- yeces. También se suele decir, dijo Camila, que lo que cuesta poco, se estima en menos. No corre por esa razón, respondió Leonela, porque el amor, según he oído decir, unas veces vuela, y otras anda, con éste corre, y con aquél va despacio, á unos entibia, y á otros abrasa, á unos hiere, y á otros mata. En un mismo punto comienza la carrera de sus deseos, y en aquel mismo punto la acaba, y concluye. Por la mañana suele poner el cerco á una fortaleza, y á la noche la tiene rendida, porque no hay fuerza que le resista. Y siendo así, de qué te espantas, ó de qué temes, si lo mis- mo debe de haber acontecido á Lotario, habiendo tomado el amor por ins- trumento de rendirnos la ausencia de mi señor? Y era forzoso que en ella se concluyese lo que el amor tenía determinado, sin dar tiempo al tiempo, para que Anselmo le tuviese de volver, y con su presencia quedase imper- fecta la obra? Porque el amor no tiene otro mejor ministro, para ejecutar

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lo que desea, que es la ocasión: de la ocasión se sirve en todos sus hechos, principalmente en los principios. Todo esto yo muy bien más de expe- riencia, que de oídas: y algún día te lo diré señora, que yo también soy de carne, y de sangre moza. Cuanto más señora Camila, que no te entregaste, ni diste tan luego, que primero no hubieses visto en los ojos, en los suspi- ros, en las razones, y en las promesas, y dádivas de Lotario toda su alma, viendo en ella, y en sus virtudes, cuan digno era Lotario de ser amado. Pues si esto es así, no te asalten la imaginación esos escrupulosos, y me- lindrosos pensamientos, sino asegúrate, que Lotario te estima, como le estimas á él, y vive con contento, y satisfacción, de que ya que caíste en el lazo amoroso, es el que te aprieta de valor, y de estima. Y que no sólo tiene las cuatro SS. que dicen que han de tener los buenos enamorados, sino todo un A. b. c. entero: sino escúchame, y verás cómo te lo digo de coro. El es según yo veo, y á me parece, agradecido, bueno, caballero, dadivoso, enamorado, firme, gallardo, honrado, ilustre, leal, mozo, noble, honesto, principal, quanfioso, rico; y las SS. que dicen. Y luego, tácito, verdadero. La X no le cuadra, porque es letra áspera. (1) La Y ya está

(1) Sin existir fundamento serio que lo acredite, pues la dificultad de pronunciación el uso la hubiera resuelto hace muchos años, el desprecio oon que se mira á la letra X es cierto y parece estar llamada á desapare- cer: se verifica su eliminación, lenta, pero constantemente. Citaré algunos casos de tan despiadada metamorfosis.

En Xerez la convirtieron en J, y ahora se escribe ferez

> Tartuxa S Toriosa

» Manxa Ch, Mancha

> Exigha C, Ecija

Aunque se conserve en bastantes voces supliendo loe sonidos de c -s, ó de g-s, y se la use en la numeración romana, ó como signo de multiplica- ción, ó represente la incógnita, nunca se la resarcirá lo suficiente por las pérdidas sufridas.

Yo, que hace tiempo vengo persiguiendo cuanto se relaciona con esta letra que ocupa el 26. <> lugar de nuestro alfabeto, no he hallado rastros por los que pueda venir en conocimiento de tan loca antipatía, si no es en este

capítulo, cuando dice Cervantes: las SS. qué dicenf la X no le cuadra

por ser letra áspera

tY pues» que la consideraba de preciosa utilidad para mi estudio, hube de releer varias veces el parrafito, hasta convencerme, de que Cer- vantes, con la forma anfibológica adoptada en su discurso, quería signi- ficar, €que las SS. de la raiz latina ^Quiss* las transformó en X para com- poner un nombre raro>.

Luego, suplantada la X por una J, le han desfigurado tanto el rostro á Don Quixote, que ¿cómo lo van á conocer, y menos penetrar sus secre- tos? |Imposiblel

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dicha. La Z zelador de tu honra. Rióse Camila del A. h. c. de su doñee lia, y túvola por más plática (1) en las cosas de amor, que ella decía. Y asi lo confesó ella, descubriendo á Camila, cómo trataba amores con un mancebo bien nacido de la misma Ciudad. De lo cual se turbó Camila, temiendo que era aquel camino por donde su honra podía correr riesgo. Apuróla, si pasaba sus pláticas á más que serlo. Ella con poca vergüenza, y mucha desenvoltura, le respondió que si pasaban. Porque es cosa ya cierta, que los descuidos de las señoras quitan la vergüenza á las criadas, las cuales cuando ven á las amas, echar traspiés, no se les da nada á ellas, de cojear, ni de que lo sepan. No pudo hacer otra cosa Camila, sino rogar á Leonela, no dijese nada de su hecho, al que decía ser su amante, y que tratase sus cosas con secreto, porque no viniesen á noticia de Anselmo, ni de Lotario. Leonela respondió, que así lo haría, mas cumpliólo de manera, que hizo cierto el temor de Camila, de que por ella había de perder su crédito. Porque la deshonesta, y atrevida Leonela, después que vio, que el proceder de su ama no era el que solía, atrevióse á entrar, y poner dentro de casa á su amante, confiada que aunque su señora le viese, no había de osar descubrirle. Que este daño acarrean entre otros, los pecados de las señoras, que se hacen esclavas de sus mismas criadas, y se obligan á encu- brirles sus deshonestidades, y vilezas, como aconteció con Camila. Que aunque vio una, y muchas veces, que su Leonela estaba con su galán en un aposento de su casa, no sólo no la osaba reñir, más dábale lugar á que lo encerrase, y quitábale todos los estorbos, para que no fuese visto de su marido. Pero no los pudo quitar, que Lotario no le viese una vez salir, al romper del alba. El cual sin conocer quién era, pensó primero que debía de ser alguna fantasma. Mas cuando le vio caminar, embozarse, y encu, brirse con cuidado, y recato, cayó de su simple pensamiento, y dio en otro- que fuera la perdición de todos, si Camila no lo remediara. Pensó Lotario, que aquel hombre que había visto salir tan á deshora de casa de Anselmo, Bo había entrado en ella por Leonela, ni aun se acordó si Leonela era en el mundo. Sólo creyó que Camila, de la misma manera que había sido fácil, y ligera con él, lo era para otro, que estas añadiduras trae consigo la maldad de la mujer mala, que pierde el crédito de su honra, con el mismo á quien se entregó rogada, y persuadida. Y cree que con mayor facilidad se entrega á otros, y da infalible crédito á cualquiera sospecha que desto le venga. Y no parece, sino que le faltó á Lotario en este punto todo su

(1) Contrapuesto á la práctica de que dio pruebas.

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buen entendimiento, y se le fueron de la memoria todos sus advertidos discursos. Pues sin hacer alguno que bueno fuese, ni aun razonable, sin más ni más, antes que Anselmo se levantase impaciente, y ciego de la ce losa rabia, que las entrañas le roía, muriendo por vengarse de Camila, qu en ninguna cosa le habia ofendido, se fué á Anselmo, y le dijo: Sábete An- selmo, que ha muchos días que he andado peleando conmigo mismo, ha- ciéndome fuerza, á no decirte lo que ya no es posible, ni justo, que más te encubra. Sábete que la fortaleza de Camila, está ya rendida, y sujeta átodo aquello que yo quisiere hacer della, y si he tardado en descubrirte esta verdad, ha sido por ver si era algún liviano antojo suyo, ó si lo hacía por probarme, y ver si eran con propósito firme tratados los amores que con tu licencia con ella he comenzado. Creí asimismo, que ella si fuera la que de- bía, y la que entrambos pensábamos, ya te hubiera dado cuenta de mi so- licitud. Pero habiendo visto que se tarda, conozco, que son verdaderas las promesas que me ha dado, de que cuando otra vez hagas ausencia de tu casa, me hablará en la recámara, donde está el repuesto de tus alhajas, (y era la verdad, que allí le solía hablar Camila) y no quiero precipitosamen- te corras á hacer alguna venganza, pues no está aún cometido el pecado sino con pensamiento, y podría ser, que deste, hasta el tiempo de ponerle por obra, se mudase el de Camila, y naciese en su lugar el arrepentimien- to. Y así ya que en todo, ó en parte has seguido siempre mis consejos, si- gue, y guarda uno que ahora te diré, para que sin engaño, y con medroso advertimiento te satisfagas de aquello que más vieres que te convenga. Finge que te ausentas por dos, ó tres días, como otras veces sueles, y haz de manera que te quedes escondido en tu recámara, pues los tapices que allí hay, y otras cosas con que te puedas encubrir, te ofrecen mucha como- didad, y entonces verás por tus mismos ojos, y yo por los míos, lo que Ca- mila quiere: y si fuere la maldad que se puede temer antes que esperar, con silencio, sagacidad, y discreción podrás ser el verdugo de tu agravio. Absorto, suspenso, y admirado quedó Anselmo, con las razones de Lotario, porque le cogieron en tiempo, donde menos las esperaba oír, porque ya te- nía á Camila por vencedora de los fingidos asaltos de Lotario, y comenzaba á gozar la gloria del vencimiento. Callando estuvo por un buen espacio mi- rando al suelo sin mover pestaña, y al cabo dijo: lo has hecho Lotario, como yo esperaba de tu amistad, en todo he de seguir tu consejo, haz lo que quisieres, y guarda aquel secreto, que ves que conviene en caso tan no pensado. Prometióselo Lotario, y en apartándose del, se arrepintió total mente de cuanto le había dicho, viendo cuan neciamente había andado

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pues pudiera él vengarse de Camila, y no por camino tan cruel, y tan des- konrado. Maldecía bu entendimiento, afeaba su ligera determinación, y no sabía qué medio tomarse para deshacer lo hecho, ó para darle alguna razo- nable salida. Al fin acordó de dar cuenta de todo á Camila, y como no fal- taba lugar para poderlo hacer, aquel mismo día la halló sola: y allí así como vio que la podía hablar, le dijo: (1)

Sabed amigo Lotario que tengo una pena en el corazón, que me le aprieta de suerte, que parece que quiere reventar en el pecho, y ha de ser maravilla, sino lo hace. Pues ha llegado la desvergüenza de Leonela á tan- to, que cada noche encierra á un galán suyo en esta casa, y se está con él hasta el día, tan á costa de mi crédito, cuanto le quedará campo abierto de juzgarlo al que le viere salir á horas tan inusitadas de mi casa, y lo que me fatiga es que no la puedo castigar, ni reñir: que el ser ella secre- tario de nuestros tratos me ha puesto un freno en la boca, para callar los suyos, y temo que de aquí ha de nacer algún mal suceso. Al principio que Camila esto decía, creyó Lotario que era artificio para desmentirle, que el kombre que había visto salir era de Leonela, y no suyo: pero viéndola llo- rar y afligirse, y pedirle remedio, vino á creer la verdad, y creyéndola acabó de estar confuso, y arrepentido dtl todo. Pero con todo esto respon- dió á Camila, que no tuviese pena, que él ordenaría remedio para atajar la insolencia de Leonela. Díjole asimismo lo que instigado de la furiosa rabia de los celos había dicho á Anselmo, y cómo estaba concertado de esconderse en la recámara para ver desde allí á la clara la poca lealtad, que ella le guardaba. Pidióle perdón desta locura, y consejo para poder remediarla, y salir bien de tan revuelto laberinto, como su mal discurso le había puesto. Espantada quedó Camila de oír lo que Lotario le decía, y con mucho enojo, y muchas, y discretas razones le riñó, y afeó su mal pensamiento, y la simple, y mala determinación que había tenido. Pero como naturalmente tiene la mujer ingenio presto para el bien, y para el mal, más que el varón: puesto que le va faltando, cuando de propósito

(1) Aunque Clemencín convierta el advervio de lugar allí en el pro- nombre personal ella y el dativo de la tercera persona le en el artículo ia, para buscar el sentido de! párrafo, no me hará creer que tiene razón. Ya, lo que creo, es que debieron poner una línea de puntos en sustitución dt lo que dijese Lotario á Camila, que debió de ser sabrosísimo, cuando no pasó por el tamiz de Murcia, Cetina y CompaTiía, encargados de estas difi- cultosas operaciones quirúrgicas.

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se pone á hacer discursos, luego al instante halló Camila el modo de re- mediar tan al parecer irremediable negocio, y dijo á Lotario que procura- se que otro día se escondiese Anselmo donde decía, porque ella pensaba sacar de su escondimiento comodidad, para que desde allí en adelante los dos se gozasen sin sobresalto alguno: y sin declararle del todo su pensa- miento le advirtió, que tuviese cuidado que en estando Anselmo escondi- do, él viniese cuando Leonela le llamase, y que á cuanto ella le dijese, le respondiese, como respondiera, aunque no supiera que Anselmo le escu- chaba. Porfió Lotario, que le acabase de declarar su intención, porque con más seguridad, y aviso guardase todo lo que viese ser necesario. Digo, dijo Camila, que no hay más que aguardar, si no fuere responderme como yo os preguntare. No queriendo Camila darle antes cuenta de lo que pensaba hacer, temerosa que no quisiese seguir el parecer que á ella tan bueno le parecía, y siguiese, ó buscase otros, que no podrían ser tan buenos. Con esto se fué Lotario, y Anselmo otro día, con la escusa de ir á aquella aldea de su amigo se partió, y volvió á esconderse, que lo pudo hacer con como- didad, porque de industria se la dieron Camila y Leonela. Escondido pues Anselmo con aquel sobresalto que se puede imaginar, que tendría el que esperaba ver por sus ojos hacer notomía de las entrañas de su honra, íbase á pique de perder el sumo bien, que él pensaba que tenía en su querida Ca- mila. Seguras ya, y ciertas Camila, y Leonela, que Anselmo estaba escon- dido, entraron en la recámara: y apenas hubo puesto los pies en ella Cami- la, cuando dando un grande suspiro, dijo: Ay Leonela amiga, no sería me- jor que antes que llegase á poner en ejecución lo que no quiero que sepas, porque no procures estorbarlo, que tomases la daga de Anselmo que te he pedido, y pasases con ella este infame pecho mío? Pero no hagas tal, que no será razón que yo lleve la pena de la ajena culpa. Primero quiero saber, ijué es lo que vieron en los atrevidos, y deshonestos ojos de Lotario, que fuese causa de darle atrevimiento á descubrirme un tan mal deseo, como es el que me ha descubierto en desprecio de su amigo, y en deshonra mía. Ponte Leonela á esa ventana, y llámale, que sin duda alguna él debe de es- tar en la calle, esperando poner en efecto su mala intención. Pero primero se pondrá la cruel, cuanto honrada mía. Ay señora mía, respondió la sagaz, j advertida Leonela, y qué es lo que quieres hacer con esta daga? Quieres for ventura quitarte la vida, ó quitársela á Lotario? que cualquiera destas eosas que quieras ha de redundar en pérdida de tu crédito, y fama. Mejor es que disimales tu agravio, y no des lugar á que este mal hombre entre ahora en esta casa, y nos halle solas: mira señora que somos flacas mujeres,

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y él es hombre, y determinado, y como viene con aquel mal propósito cie- go, y apasionado, quizá antes que pongas en ejecución el tuyo hará él lo que te estarla más mal, que quitarte la vida. Mal haya mi señor Ansel- mo, que tanto mal ha querido dar á este desuella caras en su casa. Y ya señora que le mates, como yo pienso que quieres hacer, qué hemos de ha- cer del después de muerto? Qué amiga, respondió Camila, dejarémosle para que Anselmo le entierre, pues será justo que tenga por descanso el trabajo que tomare en poner debajo de la tierra su misma infamia. Llámale acaba, que todo el tiempo que tardo en tomar la debida venganza de mi agravio, parece que ofendo á la lealtad que á mi esposo debo. Todo esto escuchaba Anselmo, y á cada palabra que Camila decía, se le mudaban los pensamien- tos. Mas cuando entendió que estaba resuelta en matar á Lotario, quiso salir, y descubrirse, porque tal cosa no se hiciese: pero detúvole el deseo de ver en qué paraba tanta gallardía, y honesta resolución, con propósito de salir á tiempo que la estorbase. Tomóle en esto á Camila un fuerte des- mayo, y arrojándose encima de una cama que allí estaba, comenzó Leonela á llorar muy amargamente, y á decir; Ay desdichada de mí, si fuese tan sin ventura, que se me muriese aquí entre mis brazos la flor de la honestidad del mundo, la corona de las buenas mujeres, el ejemplo de la castidad, con otras cosas á estas semejantes, que ninguno la escuchara, que no la tuvie- se por la más lastimada, y leal doncella del mundo, y á su señora por otra nueva, y perseguida Penélope. Poco tardó en volver de su desmayo Cami- la, y al volver en sí, dijo: Porqué no vas Leonela á llamar al más desleal amigo de amigo que vio el Sol, ó cubrió la noche. Acaba, corre, aguija, ca- mina, no se desfogue con la tardanza el fuego de la cólera que tengo, y se

pase en amena la justa venganza que espero. Ya voyá llamarle, señora,

mía, dijo Leonela, mas hasme de dar primero esa daga, porque no hagas cosa en tanto que falto, que dejes con ella que llorar toda la vida á todos los que bien te quieren. segura Leonela amiga, que no haré, respondió Camila, porque ya que sea atrevida, y simple á tu parecer en volver por mi honra, no lo he de ser tanto como aquella Lucrecia, de quien dicen, que se mató sin haber cometido error alguno, y sin haber muerto primero á quien tuvo la causa de su desgracia: yo moriré si muero, pero ha de ser vengada, y satisfecha del que me ha dado ocasión de venir á este lugar á llorar sus atrevimientos, nacidos tan sin culpa mía. Mucho se hizo de rogar Leonel» antes que saliese á llamar á Lotario, pero en fin salió, y entretanto que vol- vía quedó Camila diciendo, como que hablaba consigo misma: Válgame Dios, no fuera más acertado haber despedido á Lotario, como otras muchas

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veces lo he hecho, que no ponerle en condición, como ya le he puesto, que me tenga por deshonesta, y mala, siquiera este tiempo que he tardado en desengañarle? mejor fuera sin duda: pero no quedara yo vengada, ni la hon- ra de mi marido satisfecha, si tan á manos lavadas, y tan á paso llano se volviera á salir de donde sus malos pensamientos le entraron. Pague el traidor con la vida, lo que intentó con tan lascivo deseo. Sepa el mundo (si acaso llegare á saberlo) de que Camila no sólo guardó la lealtad á su espo- so, sino que le dio venganza del que se atrevió á ofenderle. Mas con todo creo, que fuera mejor dar cuenta desto á Anselmo, pero ya se la apunté á dar en la carta que le escribí á la aldea, y creo que el no acudir él al re- medio del daño que allí le señalé, debió de ser que de puro bueno, y con- fiado, no quiso, ni pudo creer, que en el pecho de su tan firme amigo pu- diese caber género de pensamiento que contra su honra fuese, ni aun yo lo creí después por muchos días, ni lo creyera jamás, si su insolencia no lle- gara á tanto, que las manifiestas dádivas, y las largas promesas, y las con- tinuas lágrimas no me lo manifestaran. Mas para qué hago yo ahora estos discursos? tiene por ventura una resolución gallarda necesidad de consejo alguno? no por cierto. Afuera pues traidores, aquí venganzas: entre el fal- so, venga, llegue, muera, y acabe, y suceda lo que sucediere. Limpia entré en poder del que el cielo me dio por mío, limpia he de salir del, y cuando mucho saldré bañada en mi casta sangre, y en la impura del más falso amigo que vio la amistad en el mundo, y diciendo esto se paseaba por la sala con la daga desenvainada, dando tan desconcertados, y desaforados pasos, y haciendo tales ademanes, que no parecía sino que le faltaba el juicio, y que no era mujer delicada, sino un ruñan desesperado. Todo lo miraba An- selmo cubierto detrás de unos tapices, donde se había escondido, y de todo se admiraba, y ya le parecía que lo que había visto, y oído era bastante sa- tisfacción para mayores sospechas: y la quisiera la prueba de venir Lotario aunque temeroso de algún mal repentino suceso: y estando ya para mani- festarse, y salir para abrazar, y desengañar á su esposa, se detuvo, porque vio que Leonela volvía con Lotario de la mano, y así como Camila le vio, haciendo con la daga en el suelo una gran raya delante della, le dijo: Lo- tario, advierte lo que te digo si á dicha te atrevieres, á pasar desta raya que ves, ni aún llegar á ella, en el punto que viere que lo intentas, en ese mismo me pasaré el pecho con esta daga que en las manos tengo: y antes que á esto me respondas palabra, quiero que otras algunas me escuches, que después responderás lo que más te agradare. Lo primero, quiero Lotario que me digas si conoces á Anselmo mi marido, y en qué opinión le tienes? Y

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lo segundo, quiero saber también si me conoces á mi? Respóndeme á esto, y no te turbes, ni pienses mucho lo que has de responder: pues no son di- ficultades las que te pregunto? No era tan ignorante Lotario, que desde el primer punto que Camila le dijo que hiciese esconder á Anselmo, no hu- biese dado en la cuenta de lo que ella pensaba hacer, y asi correspondió con su intención tan discretamente, y tan á tiempo, que hicieran los dos pasar aquella mentira por más que cierta verdad, y así respondió á Cami- la desta manera. No pensé yo, hermosa Camila, que me llamabas para pre- guntarme cosas tan fuera de la intención con que yo aquí vengo: si lo haces por dilatarme la prometida merced, desde más lejos pudieras entretenerla, porque tanto más íatiga el bien deseado, cuanto la esperanza está más cer- ca de poseerlo: pero porque no digas, que no respondo á tus preguntas, digo que conozco á tu esposo Anselmo, y nos conocemos los dos desde nuestros más tiernos años, y no quiero decir lo que también sabes de nuestra amistad por me hacer testigo del agravio que el amor hace que le haga po- derosa disculpa de mayores yerros. A te conozco, y tengo en la misma posesión que él te tiene, que á no ser así, por menos prendas que las tuyas, no había yo de ir contra lo que debo á ser quien soy, y contra las santas le- yes de la verdadera amistad, ahora por tan poderoso enemigo como el amor por rotas, y violadas. Si eso confiesas, respondió Camila, enemigo mortal de todo aquello que justamente merece ser amado, con qué rostro osas parecer ante quien sabes que es el espejo donde se mira aquel en quien te debieras mirar, para que vieras con cuan poca ocasión le agravias? Pero ya caigo, ay desdichada de mí, en la cuenta de quien te ha hecho te- ner tan poca con lo que á mismo debes, que debe de haber sido alguna desenvoltura mía, que no quiero llamarla deshonestidad, pues no habrá pro- cedido de deliberada determinación sino de algún descuido de los que las mujeres, que piensan que no tienen de quien recatarse, suelen hacer inad- vertidamente. Si no dime cuando, ó traidor, respondí á tus ruegos con alguna palabra, ó señal, que pudiese despertar en alguna sombra de es- peranza, de cumplir tus infames deseos? Cuándo tus amorosas palabras no fueron deshechas, y reprendidas de las mías, con rigor, y con aspereza? Cuándo tus muchas promesas, y mayores dádivas fueron de creídas, ni admitidas? Pero por parecerme, que alguno no puede perseverar en el intento amoroso luengo tiempo, sino es sustentado de alguna esperanza, quiero atribuirme á la culpa de tu impertinencia: pues sin duda algún descuido mío ha sustentado tanto tiempo tu cuidado, y así quiero castigar- me, y darme la pena que tu culpa merece. Y porque vieses, que siendo

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conmigo tan inhumana, no era posible dejar de serlo contigo, quise traerte á ser testigo del sacrificio que pienso hacer á la ofendida honra de mi tan hon- rado marido, agraviado de con el mayor cuidado que te ha sido posible: y de mi también con el poco recato que he tenido del huir la ocasión, si alguna te di para favorecer, y canonizar tus malas intenciones. Torno á decir, que la sospecha que tengo que algún descuido mío engendró en tan desvariados pensamientos, es la que más me fatiga, y la que yo más deseo castigar con mis propias manos porque castigándome otro verdugo, quizá seria más pú- blica mi culpa: pero antes que esto haga, quiero matar muriendo, y llevar conmigo quien me acabe de satisfacer el deseo de la venganza que espero, y tengo, viendo allá, donde quiera que fuere la pena que da la justicia desin- teresada, y que no se dobla al que en términos tan desesperados me ha pues- to. Y diciendo estas razones con una increíble fuerza, y ligereza arremetió á Lotario con la daga desenvainada, con tales muestras de querer enclavársela en el pecho, que casi él estuvo en duda, si aquellas demostraciones eran fal- sas, ó verdaderas, porque le fué forzoso valerse de su industria, y de su fuer- za, para estorbar que Camila no le diese, la cual tan vivamente fingía aquel extraño embuste, y fealdad, que por darle color de verdad la quiso matizar con su misma sangre, porque viendo que no podía haber á Lotario, ó fin- giendo que no podía, dijo: Pues la suerte no quiere satisfacer del todo mi tan justo deseo, á lo menos no será tan poderosa que en parte me quite que no le satisfaga: y haciendo fuerza para soltar la mano de la daga que Lotario la tenía asida, la sacó, y guiando su punta por parte que pudiese herir no profundamente, se la entró, y escondió por más arriba de la islilla del lado izquierdo junto al hombro, y luego se dejó caer en el suelo como desmayada. Estaban Leonela, y Lotario suspensos, y atónitos, de tal suce- so: y todavía dudaban de la verdad de aquel hecho, viendo á Camila ten- dida en tierra, y bañada en su sangre: acudió Lotario con mucha presteza despavorido, y sin aliento á sacar la daga, y en ver la pequeña herida salió del temor que hasta entonces tenía, y de nuevo se admiró de la sagacidad, prudencia, y mucha discreción de la hermosa Camila: y por acudir con lo que á él le tocaba, comenzó á hacer una larga, y triste lamentación sobre el cuerpo de Camila, como si estuviera difunta, echándose muchas maldi- ciones, no solo á él, sino al que había sido causa de haberle puesto en aquel término. Y como sabía que le escuchaba su amigo Anselmo, decía cosas, que el que le oyera le tuviera mucha más lástima que á Camila, aunque por muerta la juzgara. Leonela la tomó en brazos, y la puso en el lecho, suplicando á Lotario fuese á buscar quien secretamente á Camila

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curase. Pedíale asimismo consejo, y parecer de lo que dirían á Anselmo de aquella herida de su señora, si acaso viniese antes que estuviese sana. El respondió que dijesen lo que quisiesen, que él no estaba para dar con- sejo que de provecho fuese, sólo le dijo, que procurase tomarle la sangre, porque él se iba adonde gentes n> le viesen. Y con muestras de mucho do- lor, y sentimiento se salió de casa, y cuando se vio solo, y en parte donde nadie le veía, no cesaba de hacerse Cruces, maravillándose de la industria de Camila, y de los ademanes tan propios de Leonela. Consideraba cuan enterado había de quedar Anselmo de que tenia por mujer á una segunda Porcia, y deseaba verse con él, para celebrar los dos la mentira, y la ver- dad más disimulada, que jamás pudiera imaginarse. Leonela tomó, como se ha dicho, la sangre á su señora, que no era más de aquello que bastó para acreditar su embuste, y lavando con un poco de vino la herida, se la ató lo mejor que supo, diciendo tales razones en tanto que la curaba, que aunque no hubieran precedido otras, bastaran á hacer creer á Anselmo que tenía en Camila un simulacro de la honestidad. Juntáronse á las palabras Leonela, otras de Camila, llamándose cobarde, y de poco ánimo, pues le había faltado al tiempo que fuera más necesario tenerle, para quitarse la vida, que tan aborrecida tenía. Pedía consejo á su doncella, si diría, 6 no todo aquel suceso á su querido esposo, la cual le dijo, que no se lo dijese, por- que le pondría en obligación de vengarse de Lotario, lo cual no podría ser sin mucho riesgo suyo, y que la buena mujer estaba obligada, á no dar ocasión á su marido á que riñese, sino á quitarle todas aquellas que le fue" se posible. Respondió Camila, que le parecía muy bien su parecer, y que ella le seguiría. Pero que en todo caso convenía buscar qué decir á Ansel- mo de la causa de aquella herida, que él no podría dejar de ver á lo que Leonela respondía, que ella, ni aun burlando no sabía mentir. Pues yo hermana, replicó Camila, qué tengo de saber? que no me atreveré á forjar, ni sustentar una mentira si me fuese en ello la vida? Y si es que no hemos de saber dar salida á esto, mejor será decirle la verdad desnuda, que no que nos alcance en mentirosa cuenta No tengas pena señora de aquí á ma- ñana, respondió Leonela, yo pensaré que le digamos, y quizá que por ser la herida donde es, se podrá encubrir sin que él la vea, y el cielo será ser- vido de favorecer á nuestros tan justos, y tan honrados pensamientos. So- siégate señora mía, y procura sosegar tu alteración, porque mi señor no te halle sobresaltada: y lo demás déjalo á mi cargo, y al de Dios, que siem- pre acude á los buenos deseos. Atentísimo había estado Anselmo á escu- char, y á ver representar la tragedia de la muerte de su honra: la cual con

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tan extraños, y eficaces afectos la representaron los personajes della, que pareció que se habían transformado en la misma verdad de lo que fingían. Deseaba mucho la noche, y el tener lugar para salir de su casa, y ir á verse con su buen amigo Lotario, congratulándose con él de la margarita pre- ciosa que había hallado en el desengaño de la bondad de su esposa. Tuvie- ron cuidado las dos de darle lugar, y comodidad á que saliese, y él sin perderla salió, y luego fué á buscar á Lotario, el cual hallado, no se puede buenamente contar los abrazos que le dio, las cosas que de su contento le dijo, las alabanzas que dio á Camila. Todo lo cual escuchó Lotario sin po- der dar muestras de alguna alegría: porque se le representaba á la memo- ria cuan engañado estaba su amigo, y cuan injustamente él le agraviaba. Y aunque Anselmo veía que Lotario no se alegraba, creía yt ser la causa por haber dejado á Camila herida, y haber él sido la causa. Y así entre otras razones le dijo, que no tuviese pena del suceso de Camila, porque sin duda la herida era ligera: pues quedaban de concierto de encubrírsela á él. Y que según esto no había de qué temer, sino que de allí adelante se gozase, y alegrase con él, pues por su industria, y medio él se veía levan- tado á la más alta felicidad, que acertara á desearse, y quería que no fue- sen otros sus entretenimientos que en hacer versos en alabanza de Camila» que la hiciesen eterna en la memoria de los siglos venideros. Lotario alabó su buena determinación, y dijo, que él por su parte ayudaría á levantar tan ilustre edificio. Con esto quedó Anselmo el hombre más sabrosamente engañado que pudo haber en el mundo: él mismo llevaba por la mano á su casa, creyendo que llevaba el instrumento de su gloria, toda la perdi- ción de su fama. Recibíale Camila con rostro al parecer torcido, aunque con alma risueña. Duró este engaño algunos días, hasta que al cabo de pocos meses volvió fortuna su rueda, y salió á plaza la maldad con tanto artificio hasta allí cubierta, y á Anselmo le costó la vida su impertinente curiosidad.

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CAPITULO XXXY O Donde se da fin á la novela del curioso impertinente.

Poco más quedaba por leer de la novela, cuando del camaranchón donde reposaba don Quixote, salió Sancho Panza todo alborotado, diciendo á voces: Acudid señores presto, y socorred á mi señor, que anda enruelto en la más reñida, y trabada batalla, que mis ojos han visto. Vive Dios que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora Princesa Micomi- cona, que le ha tajado la cabeza cercén á cercén, como si fuera un nabo. Qué decís hermano, dijo el Cura, (dejando de leer lo que de la novela que- daba) estáis en vos Sancho? Cómo diablos puede ser esto que decís, estan- do el gigante dos mil leguas de aquí. En esto oyeron un gran ruido en el aposento, y que don Quixote decía á voces: Tente ladrón, malandrín, follón, que aquí te tengo, y no te ha de valer tu cimitarra. Y parecía que daba grandes cuchilladas por las paredes. Y dijo Sancho, no tienen que pararse á escuchar, sino entren á despartir la pelea, ó á ayudar, á mi amo: aunque ya no será menester, porque sin duda alguna el gigante está ya muerto, y dando cuenta á Dios de su pasada, y mala vida, que yo vi correr la sangre por el suelo, y la cabeza cortada, y caída á un lado que es tamaña como un gran cuero de vino. Que me maten, dijo, á esta sazón el ventero, si don Quixote, ó don diablo no ha dado alguna cuchillada en alguno de los cue- ros de vino tinto, que á su cabecera estaban llenos, y el vino derramado

(1) La Academia corrigió la equivocación según Clemencín trasla- dando y anteponiendo al titulo de este capítulo «el anuncio de la batalla con los cueros de vino que figura en el capitulo siguiente»; pero como no se conocían los parajes que se citan en la presente fábula, ni el graciosí- simo alcance de su sentido, creo fué prematuro el obrar á impulsos de su descomunal poderío, que perjudicaba notablemente el crédito del autor. Ahora bien, Cervantes siguiendo la inveterada y no perdida costum- bre de aquellas gentes, «puso el anuncio después del suceso», y esto, al parecer ilógico, tiene su intríngulis: Allá en mi tierra, entra uno en una casa, toma asiento en el «camapé», saca la tagarnina y la navaja, pica el tabaco, lía el cigarro, lo enciende, remueve los leños para calentarse bien, y cuando apare- •ce alguien de la casa, viene lo de anunciar su visita. No si estará bien defi- nido, pero yo creo que no fué olvido ni ignorancia de las costumbres

patriarcales que se usan por allí.

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debe de ser lo que le parece sangre á este buen hombre. Y con esto entró en el aposento, y todos tras él, y hallaron á don Quísote en el más extraño traje del mundo: estaba en camisa, la cual no era tan cumplida, que por delante le acabase de cubrir los muslos, y por detrás tenia seis dedos me- nos: las piernas eran muy largas, y flacas, llenas de bello, y no nada lim- pias. Tenía en la cabeza un bonetillo colorado grasiento, que era del ven- tero. En el brazo izquierdo tenia revuelta la manta de la cama, con quien tenía ojeriza Sancho, y él se sabía bien el porqué. Y en la derecha des- envainada la espada, con la cual daba cuchilladas á todas partes, diciendo palabras, como si verdaderamente estuviera peleando con algún gigante: y es lo bueno, que no tenía los ojos abiertos, porque estaba durmiendo, y soñando que estaba en batalla con el gigante. Que fué tan intensa la ima- ginación de la aventura que iba á fenecer, que le hizo soñar que ya había llegado al Reino de Micomicón, y que ya estaba en la pelea con su enemi- go, y había dado tantas cuchilladas en los cueros, creyendo que las daba en el gigante, que todo el aposento estaba lien® de vino: lo cual visto por el ventero, tomó tanto enojo, que arremetió con don Quixote, y á puño cerrado le comenzó á dar tantos golpes, que si Cárdenlo, y el Cura no se le quitaran, él acabara la guerra del gigante, y con todo aquello no des- pertaba el pobre caballero, hasta que el barbero trajo un gran caldero de agua fría del pozo, y se le echó por todo el cuerpo de golpe, con lo cual despertó don Quixote, mas no con tanto acuerdo, que echase de ver de la manera que estaba. Dorotea que vio cuan corta, y sutilmente estaba vesti- do, no quiso entrar á ver la batalla de su. ayudador, y de su contrario. An- daba Sancho buscando la cabeza del gigante, por todo el suelo, y como no la hallaba, dijo: Ya yo que todo lo desta casa es encantamiento, que la otra vez en este mismo lugar donde ahora me hallo, me dieron muchos mojicones, y porrazos, sin saber quién me los daba, y nunca pude ver á nadie: y ahora no parece por aquí esta cabeza, que vi cortar por mis mis- mos ojos, y la sangre corría del cuerpo, como de una fuente. Qué sangre, ni qué fuente dices, enemigo de Dios y de sus santos, dijo el ventero? No ves, ladrón, que la sangre, y la fuente no es otra cosa, que estos cueros que aquí están horadados, y el vino tinto que nada en este aposento, que na- dando vea yo el alma en los inflemos, de quien los horadó? No nada, respondió Sancho, solo sé, que vendré á ser tan desdichado, que por no hallar esta cabeza se me ha de deshacer mi Condado, como la sal en el agua. Y estaba peor Sancho despierto, que su amo durmiendo: tal le tenían las promesas que su amo le había hecho. El ventero se desesperaba de tcj

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la flema del escudero, y el maleficio del señor, y juraba que no había de ser como la vez pasada, que se le fueron sin pagar: y que ahora no le ha- bían de valer los privilegios de su caballería, para dejar de pagar lo uno, y lo otro, aun hasta lo que pudiesen costar las botanas que se habían de echar á los rotos cueros. Tenía el Cura de las manos á don Quixote, el cual creyendo que ya había acabado la aventura, y que se hallaba delante de la Princesa Micomicona, se hincó de rodillas delante del Cura, diciendo: Bien puede la vuestra grandeza, alta, y hermosa señora, vivir de hoy más segu- ra, sin que le pueda hacer mal esta mal nacida criatura: y yo también de hoy más soy quito de la palabra que os di, pues con la ayuda del alto Dios, y con el favor de aquella por quien yo vivo, y respiro, también la he cumplido. No lo dije yo? dijo oyendo esto Sancho, que no estaba yo bo. rracho, mirad si tiene puesto ya en sal mi amo al gigante? Cierto son los toros, mi Condado está de molde. Quién no había de reir con los dispara- tes de los dos, amo, y mozo? Todos reían, sino el ventero, que se daba á Satanás. Pero en fin, tanto hicieron el barbero. Cárdenlo, y el Cura, que con no poco trabajo dieron con don Quixote en la cama, el cual se quedó dor- mido, con muestras de grandísimo cansancio. Dejáronle dormir, y saliéron- se al portal de la venta, á consolar á Sancho Panza, de no haber hallado la cabeza del gigante: aunque más tuvieron que hacer en aplacar al ventero, que estaba desesperado por la repentina muerte de sus cueros: y la vente- ra decía en voz, y en grito: En mal punto, y en hora menguada entró en mi casa este caballero andante, que nunca mis ojos le hubieran visto, que tan caro me cuesta. La vez pasada se fué con el coste de una noche, de cena, cama, paja, cebada para él, y para su escudero, y un rocín, y un ju- mento, diciendo que era caballero aventurero, que mala aventura le Dios, á él, y á cuantos aventureros hay en el mundo: y que por esto no estaba obligado á pagar nada, que así estaba escrito en los aranceles de la caballe- ría andantesca. Y ahora por su respeto, vino estotro señor, y me llevó mi cola, y hámela vuelto con más de dos cuartillos de daño, toda pelada, que no puede servir para lo que la quiere mi marido. Y por fin, y remate de todo, romperme mis cueros, y derramarme mi vino: que derramada le vea yo su sangre. Pues no se piense, que por los huesos de mi padre, y por el siglo de mi madre, sino me lo han de pagar un cuarto sobre otro, ó me lla- maría yo como me llamo, ni sería hija de quien soy. Estas, y otras razones tales, decía la ventera, con grande enojo: y ayudábala su buena criada Ma- ritornes. La hija callaba, y de cuando en cuando se sonreía. El Cura lo so- «egó todo, prometiendo de satisfacerles su pérdida, lo m«jor que pudiese,

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así de los cueros, como del vino: y principalmente del menoscabo de la cola, de quien tanta cuenta hacían. Dorotea consoló á Sancho Panza, di- ciéndole, que cada, y cuando que pareciese haber sido verdad que su amo hubiese descabezado al gigante, le prometía, en viéndose pacífica en su Reino, de darle el mejor Condado que en él hubiese. Consolóse con esto Sancho, y aseguró á la Princesa, que tuviese por cierto que éJ había visto la cabeza del gigante, y que por más señas, tenía una barba que le llegaba á la cintura, y que sino parecía, era porque todo cuanto en aquella casa pasaba, era por vía de encantamiento, como él lo había probado otra vez que había posado en ella. Dorotea, dijo que así lo creía, y que no tuviese pena, que todo se haría bien, y sucedería á pedir de boca. Sosegados todos, el Cura quiso acabar de leer la novela, porque vio que faltaba poco. Cárde- nlo, Dorotea, y todos los demás le rogaron la acabase: él que á todos quiso dar gusto, y por el que él tenía de leerla, prosiguió el cuento, que así decía.

Sucedió pues, que por la satisfacción que Anselmo tenía de la bondad de Camila, vivía una vida contenta, y descuidada: y Camila de industria hacía mal rostro á Lotario, porque Anselmo entendiese al revés, de la vo- luntad que le tenía: y para más confirmación de su hecho, pidió licencia Lotario, para no venir á su casa, pues claramente se mostraba la pesadum- bre que coB su vista Camila recibía, mas el engañado Anselmo le dijo, que en ninguna manera tal hiciese. Y desta manera, por mil maneras era An- selmo el fabricador de su deshonra, creyendo que lo era de su gusto. En esto, el gozo que tenía Leonela de verse calificada en sus amores, llegó á tanto, que sin mirar otra cosa, se iba tras él á suelta rienda, fiada en que su señora la encubría, y aun la advertía del modo que con poco recelo pu- diese ponerle en ejecución. En fin, una noche sintió Anselmo pasos en el aposento de Leonela, y queriendo entrar á ver quien los daba, sintió que le detenían la puerta: cosa que le puso más voluntad de abrirla, y tanta fuer- za hizo, que la abrió, y entró dentro á tiempo que rió que un hombre sal- taba por la ventana á la calle: y acudiendo con presteza á alcanzarle, ó co- nocerle, no pudo conseguir lo uno, ni lo otro, porque Leonela se abrazó con él, diciéndole: Sosiégate, señor mío, y no te alborotes, ni sigas al que de aquí saltó que es cosa mía. y tanto, que es mi esposo. No lo quiso creer Anselmo, antes ciego de enojo, sacó la daga, y quiso herir á Leonela, di- ciéndole, que le dijese la verdad, si no que la mataría. Ella con el miedo, sin saber lo que se decía, le dijo: No me mates, señor, que yo te diré cosaa de más importancia de la que puedes imaginar. Dilas luego, dijo Anselmo,

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sino muerta eres. Por ahora será imposible, dijo Leonela, según estoy de turbada, déjame hasta mañana, que entonces sabrás de lo que te ha de admirar: y está segure, que el que saltó por esta ventana, es un mancebo de esta ciudad, que me ha dado la mano de ser mi esposo. Sosegóse con esto Anselmo, y quiso aguardar el término que se le pedia, porque no pen- saba oir cosa que contra Camila fuese, por estar de su bondad tan satisfe- cho, y seguro, y asi se salió del aposento, y dejó encerrada en él á Leone- la, diciéndole, que de allí no saldría, hasta que le dijese lo que tenía que decirle. Fué luego á ver á Camila, y á decirle, como le dijo, todo aquello que con su doncella le había pasado, y la palabra que le había dado de de' cirle grandes cosas, y de importancia. Si se turbó Camila, ó no, no hay para qué decirlo, porque fué tanto el temor que cobró, creyendo verdade- ramente (y era de creer) que Leonela había de decir á Anselmo, todo lo que sabía de su poca íé, que no tuvo ánimo para esperar si su sospecha salía falsa, ó no. Y aquella misma noche, cuando le pareció que Anselmo dor- mía, juntó las mejores joyas que tenía, y algunos dineros, y sin ser de na- die sentida, salió de casa, y se fué á la de Lotario, á quien contó lo que pa- saba, y le pidió, que la pusiese en cobro, ó que se ausentasen los dos, donde de Anselmo pudiesen estar seguros. La confusión en que Camila puso á Lotario, fué tal, que no le sabía responder palabra, ni menos sabía resol- verse en lo que haría. En fin, acordó de llevar á Camila á un monasterio, en quien era Priora una su hermana. Consintió Camila en ello, y con la presteza que el caso pedía, la llevó Lotario, y la dejó en el monasterio: y él asimismo, se ausentó luego de la ciudad, sin dar parte á nadie de su au- sencia. Cuando amaneció, sin echar de ver Anselmo, que Camila faltaba de su lado, con el deseo que tenía de saber lo que Leonela quería decirle, se levantó y fué adonde la había dejado encerrada. Abrió, y entró en el apo- sento, pero no halló en él á Leonela, sólo halló puestas unas sábanas anu- dadas á la ventana, indicio, y señal, que por allí se había descolgado, é ido. Volvió luego muy triste, á decírselo á Camila, y no hallándola en la cama, ni en toda la casa, quedó asombrado. Preguntó á los criados de casa por ella, pero nadie le supo dar razón de lo que pedía. Acertó acaso andando á buscar á Camila, que vio sus cofres abiertos, y que dellos faltaban las más de sus joyas, y con esto acabó de caer en la cuenta de su desgracia, y en que no era Leonela la causa de su desventura. Y así como estaba, sin aca- barse de vestir, triste, y pensativo, se fué á dar cuenta de su desdicha á su amigo Lotario: mas cuando no le halló, y sus criados le dijeron, que aque- lla noche había faltado de casa, y había llevado consigo todos los dineros

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que tenía, pensó perder el juicio. Y para acabar de concluir con todo, vol- viéndose á su casa, no halló en ella ninguno de cuantos criados, ni criadas tenía, sino la casa desierta y sola. No sabía qué pensar, qué decir, ni qué hacer, y poco á poco se le iba volviendo el juicio. Contemplábase, y mirá- base en un instante, sin mujer, sin amigo, y sin criados: desamparado, á su parecer, del cielo que le cubría, y sobre todo sin honra, porque en la íalta de Camila vio su perdición. Kevolvióse en fin, á cabo de una gran pieza de irse á la aldea de su amigo, donde había estado cuando dio lugar á que se maquinase toda aquella desventura. Cerró las puertas de su casa, subió á caballo, y con desmayado aliento se puso en camino: y apenas hubo andado la mitad, cuando acosado de sus pensamientos, le fué forzoso apearse, y arrendar su caballo á un árbol, á cuyo tronco se dejó caer, dando tiernos, y dolorosos suspiros: y allí se estuvo, hasta casi que anochecía, y aquella hora vio, que venía un hombre á caballo de la ciudad: y después de haber- le saludado le preguntó, qué nuevas había en Florencia? El ciudadano res- pondió: Las más extrañas que muchos días ha se han oído en ella, porque se dice públicamente, que Lotario, aquel grande amigo de Anselmo el rico, que vivía á San Juan, se llevó esta noche á Camila, mujer de Anselmo, el cual tampoco parece. Todo esto ha dicho una criada de Camila, que anoche la halló el Gobernador, descolgándose con una sábana por las ventanas de la casa de Anselmo. En efecto, no puntualmente cómo pasó el negocio, sólo sé, que toda la ciudad estaba admirada deste suceso, porque no se po- día esperar tal hecho, de la mucha, y familiar amistad de los dos, que di- cen que era tanta, que los llamaban: Los dos amigos. Sábese por ventura, dijo Anselmo, el camino que llevan Lotario, y Camila? Ni por pienso, dijo el ciudadano, puesto que el Gobernador ha usado de mucha diligencia en buscarlos. A Dios vayáis, señor, dijo Anselmo. Con él quedéis, respondió el ciudadano, y fuese. Con tan desdichadas nuevas, casi, casi llegó á términos Anselmo, no sólo de perder el juicio, sino de acabar la vida. Levantóse como pudo, y llegó á casa de su amigo, que aún no sabía su desgracia: mas como le vio llegar amarillo, consumido, y seco, entendió que de algún gra- . ve mal venía fatigado. Pidió luego Anselmo, que le acostasen, y que le die- sen aderezo de escribir. Hízose así, y dejáronle acostado, y sólo, porque él así lo quiso, y aún que le cerrasen la puerta. Viéndose pues sólo, comenzó á cargar tanto la imaginación de su desventura, que claramente conoció por las premisas mortales que en sentía que se le iba acabando la vida, y así ordenó de dejar noticia de la causa de su extraña muerte: y comenzando á escribir, antes que acabase de poner todo lo que quería, le faltó el aliento,

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y dejó la vida en las manos del dolor, que le causó su curiosidad imperti- nente. Viendo el señor de casa que era ya tarde, y que Anselmo no llama- ba, acordó de entrar á saber, si pasaba adelante su indisposición, y hallóle tendido boca abajo, la mitad del cuerpo en la cama, y la otra mitad sobre el bufete, sobre el cual estaba con el papel escrito, y abierto: y él tenía aún la pluma en la mano. Llegóse el huésped á él, habiéndole llamado prime- ro, y trabándole por la mano, viendo que no le respondía, y hallándole frío, vio que estaba muerto. Admiróse, y acongojóse en gran manera, y llamó á la gente de casa para que viesen la desgracia á Anselmo sucedida: y finalmente leyó el papel, que conoció que de su misma mano estaba es- crito, el cual contenia estas razones.

«Un necio, é impertinente deseo me quitó la vida. Si las nuevas de mi muerte llegaren á los oídos de Camila, sepa que jo la perdono, porque no estaba ella obligada á hacer milagros, ni yo tenía necesidad de querer que ella los hiciese: y pues yo soy el fabricador de mi deshonra, no hay para qué »

Hasta aquí escribió Anselmo, por donde se echó de ver, que en aquel punto, sin poder acabar la razón, se le acabó la vida. Otro dia dio aviso su amigo, á los parientes de Anselmo de su muerte: los cuales ya sabían su desgracia, y el monasterio donde Camila estaba, casi en el término de acompañar á su esposo en aquel forzoso viaje, no por las nuevas del muerto esposo, mas por las que supo del ausente amigo. Dícese, que aunque se vio viuda, no quiso salir del monasterio, ni menos hacer profesión de monja, hasta que no de allí á muchos días le vinieron nuevas, que Lotario había muerto en una batalla que en aquel tiempo dio Monsiur de Lautrec, al gran Capitán Gonzalo Fernández de Córdoba, en el Reino de Ñápeles, donde ha- bía ido á parar el tarde arrepentido amigo: lo cual sabido por Camila, hizo profesión, y acabó en breves días la vida á las rigurosas manes de tristezas, y melancolías. Este fué el fin que tuvieron todos, nacido de un tan desati- nado principio. Bien, dijo el Cura, me parece esta novela, pero no me pue- do persuadir que esto sea verdad, y si es fingido, fingió mal el autor, por- que no se puede imaginar, que haya marido tan necio, que quiera hacer tan costosa experiencia como Anselmo. Si este caso se pusiera entre un galán, y una dama, pudiérase llevar, pero entre mando y mujer, algo tiene de imposible: y en lo que toca al modo de contarle, no me descontenta.

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CAPITULO XXXVI

Que trata de la brava, y descomunal batalla que don Quixote tuvo con unos cueros de vino tinto, con otros raros sucesos que en la venta se sucedieron.

Estando en esto, el ventero que estaba á la puerta de la venta, dijo: Esta que viene es una hermosa tropa de huéspedes, si ellos paran aquí, gaudeamus tenemos. Qué gente es, dijo Cárdenlo? Cuatro hombres, res- pondió el ventero, vienen á caballo á la jineta, con lanzas, y adargas, y todos con antifaces negros: y junto con ellos viene una mujer vestida de blanco en un sillón, asimismo cubierto el rostro: y otros dos mozos de á pie. Viene muy cerca, preguntó el Cura? Tan cerca, respondió el ventero que ya llegan. (1) Oyendo esto Dorotea, se cubrió el rostro, y Cárdenlo se entró en el aposento de don Quixote, y casi no habían tenido lugar para esto, cuando entraron en la venta todos los que el ventero había dicho: y apeándose los cuatro de á caballo, que de muy gentil talle, y disposición eran, fueron á apear á la mujer que en el sillón venia: y tomándola uno dellos en sus brazos, la sentó en una silla que estaba á la entrada del apo- sento donde Cárdenlo se había escondido. En todo este tiempo, ni ella, ni ellos se habían quitado los antifaces, ni hablado palabra alguna: sólo que al sentarse la mujer en la silla, dio un profundo suspiro, y dejó caer los

(1) Al regreso de Sierra Morena, sin saber cómo ni por dónde, todos Tan á parar á una venta muy parecida á la en que pasaron tan malos ra- tos nuestros héroes, pero debo advertir, que aunque en ella se halle gente conocida, no es el mismo sitio; los encantadores que constantemente tras- mutaban las cosas de don Quixote, la variaron de lugar para hacerlos co- incidir con los raptores de Luscinda.

Así como don Fernando logró averiguar el paradero de Luscinda, Ha- mete ha llegado á saber que en la villa de Almodóvar del Campo se fun- dó el año 1559 un Convento de Monjas Carmelitas, conocido por el de San José, cuyas monjitas, por economías de Hacienda, fueron trasladadas ¿ Yepes, en 19 de Diciembre de 1606. Al abandono sucedió la ruina, y la reedificación de su Ermita llevada á cabo á raíz de la guerra de la Inde- pendencia, se debe á D. Agustín Salido.

Maguer que no dijesen nada los enmascarados, yo le prometo, lector, que en la Venta nos encontraremos.

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brazos, como persona enferma, y desmayada. Los mozos de á pie, llevaron los caballos á la caballeriza. Viendo esto el Cura, deseoso de saber qué gente era aquella, que con tal traje, y tal silencio estaba, se fué donde es- taban los mozos, y á uno dellos le preguntó lo que ya deseaba: el cual le respondió: Pardiez, señor, yo no sabré deciros qué gente sea esta, sólo sé, que muestra ser muy principal, especialmente aquel que llegó á tomar en sus brazos á aquella señora que habéis visto: y esto dígolo, porque todos los demás le tienen respeto, y no se hace otra cosa más de la que él orde- na, y manda. Y la señora quién es, preguntó el Cura? Tampoco sabré de- cir eso, respondió el mozo, porque en todo el camino no la he visto el ros- tro: suspirar la he oído muchas veces, y dar unos gemidos, que parece que con cada uno dellos quiere dar el alma: y no es de maravillar que no sepamos más de lo que hemos dicho, porque mi compañero, y yo, no ha más de dos días que los acompañamos, porque habiéndolos encontrado en el camino, nos rogaron, y persuadieron, que viniésemos con ellos hasta Andalucía, ofreciéndose á pagárnoslo muy bien. Y habréis oído nombrar á alguno dellos, preguntó el Cura? No por cierto, respondió el mozo, por- que todos caminan con tanto silencio, que es maravilla, porque no se oye entre ellos otra cosa, que los suspiros, y sollozos de la pobre señora, que nos mueven á lástima: y sin duda tenemos creído, que ella va forzada don- dequiera que va: y según se puede colegir por su hábito, ella es monja, 6 ra á serlo, que es lo más cierto: y quizá porque no le debe de nacer de vo- luntad el monjío, va triste, como parece. Todo podría ser, dijo el Cura, j dejándolos, se volvió adonde estaba Dorotea, la cual como había oído sus- pirar á la embozada, movida de natural compasión, se llegó á ella, y le dijo: Qué mal sentís señora mía? mirad si es alguno de quien las mujeret suelen tener uso, y experiencia de curarle, que de mi parte os ofrezco una buena voluntad de serviros? A todo esto callaba la lastimada señora: y aunque Dorotea tornó con mayores ofrecimientos, todavía se estaba en su silencio, hasta que llegó el caballero embozado (que dijo el mozo que los demás obedecían) y dijo á Dorotea: No os canséis, señora, en ofrecer nada á esa mujer, porque tiene por costumbre de no agradecer cosa que por ella se hace, ni procuréis que os responda, sino queréis oír alguna mentira de su boca. Jamás la dije (dijo á esta sazón la que hasta allí había estado ca- llando) antes por ser tan verdadera, y tan sin trazas mentirosas, rae veo ahora en tanta desventura: y desto vos mismo quiero que seáis el testigo, pues mi pura verdad os hace á vos ser falso, y mentiroso. Oyó estas razo- nes Cárdenlo, bien clara, y distintamente, como quien estaba tan junto de

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quien las decía, que sola la puerta del aposento de don Quixote estaba en medio, y así como las oyó, dando una gran voz, dijo: Válgame Dios, qué es esto que oigo? Qué voz es esta que ha llegado á mis oídos? Volvió la cabeza á estos gritos, aquella señora, toda sobresaltada, y no viendo quién las daba, se levantó en pie, y fuese á entrar en el aposento: lo cual visto por el caballero, la detuvo, sin dejarla mover un paso. A ella con la tur- bación, y desasosiego, se le cayó el tafetán con que traía cubierto el ros- tro, y descubrió una hermosura incomparable, y un rostro milagroso, aun- que descolorido, y asombrado: porque con los ojos andaba rodeando todos los lugares donde alcanzaba con la vista, con tanto ahinco, que parecía per- sona fuera de juicio, cuyas señales, sin saber por qué las hacía, pusieron gran lástima en Dorotea, y en cuantos la miraban. Teníala el caballero fuertemente asida por las espaldas, y por estar tan ocupado en tenerla, no pudo acudir á alzarse el embozo que se le caía, como en efecto se le cayó del todo: y alzando los ojos Dorotea (que abrazada con la señora estaba) vio, que el que abrazada asimismo la tenía, era su esposo don Fernando: y apenas le hubo conocido, cuando arrojando de lo íntimo de sus entrañas un luengo, y tristísimo ay, se dejó caer de espaldas, desmayada: y á no hallarse allí junto el barbero, que la recogió en los brazos, ella diera con- sigo en el suelo. Acudió luego el Cura á quitarle el embozo, para echarle agua en el rostro, y así como la descubrió la conoció don Fernando, que era el que estaba abrazado con la otra, y quedó como muerto en verla, pero no porque dejase con todo esto, de tener á Luscinda, que era la que procuraba soltarse de sus brazos: la cual había conocido en el suspiro á Cardenio, y él la había conocido á ella. Oyó asimismo Cardenio, el ay que dio Dorotea, cuando se cayó desmayada, y creyendo que era su Luscinda, salió del aposento despavorido, y lo primero que vio fué á don Fernando, que tenía abrazada á Luscinda. También don Fernando conoció luego á Cardenio: y todos tres, Luscinda, Cardenio, y Dorotea, quedaron mudos, y suspensos, casi sin saber lo que les había acontecido. Callaban todos, y mirábanse todos, Dorotea á don Fernando, don Fernando á Cardenio, y Cardenio á Luscinda, y Luscinda á Cardenio. Mas quien primero rompió el silencio fué Luscinda, hablando á don Fernando desta manera: Dejadme señor don Fernando, por lo que debéis á ser quien sois, ya que por otro respeto no lo hagáis, dejadme llegar al muro de quien yo soy yedra, al arrimo de quien no me han podido apartar vuestras importunaciones, vues- tras amenazas, vuestras promesas, ni vuestras dádivas. Notad como el cielo, por desusados, y á nosotros encubiertos caminos, me ha puesto á mi

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Terdadero esposo delante. Y bien sabéis por mil costosas experiencias, que sola la muerte íuera bastante para borrarle de mi memoria: sean pues par- te tan claros desengaños, para que volváis (ya que no podáis hacer otra cosa) el amor en rabia, la voluntad en despecho, y acabadme con él la vida, que como yo la rinda delante de mi buen esposo, la daré por bien empleada: quizá con mi muerte quedará satisfecho de la íe que le mantu- ve, hasta el último trance de la vida. Había en este entretanto vuelto Do- rotea en sí, y había estado escuckando todas las razones que Luscinda dijo, por las cuales vino en conocimiento de quién ella era: que viendo que don Fernando aún no la dejaba de los brazos, ni respondía á sus razones, esfor- zándose lo más que pudo, se levantó, y se fué á hincar de rodillas á su» pies, y derramando mucha cantidad de hermosas, y lastimeras lágrimas, asi le comenzó á decir.

Si ya no es, señor mío, que los rayos deste Sol que en tus brazos eclip- sado tienes, te quitan, y ofuscan los de tus ojos, ya habrás echado de ver, que la que á tus pies está arrodillada, es la sin ventura (hasta que quie- ras) la desdichada Dorotea. Yo soy aquella labradora humilde, á quien por tu bondad, ó por tu gusto, quisiste levantar á la alteza de poder lla- marse suya. Soy la que encerrada en los límites de la honestidad vivió vida contenta, hasta que á las voces de tus importunidades, y al parecer, justos, y amorosos sentimientos, abrió las puertas de su recato, y te entre- gó las llaves de su libertad: dádiva, de tan mal agradecida, cual lo muestra bien claro, haber sido forzoso hallarme en el lugar ddnde me ha- llas, y verte yo á de la manera que te veo. Pero con todo esto, no que- rría que cayese en tu imaginación, pensar que he venido aquí con pasos mi deshonra, habiéndome traído sólo los del dolor, y sentimiento de verme de olvidada. quisiste que yo fuese tuya, y quisistelo de manera, que aunque ahora quieras que no lo sea, no será posible que dejes de ser mío. Mira, señor mío, que puede ser recompensa á la hermosura, y nobleza por quien me dejas, la incomparable voluntad que te tengo. no puedes ser de la hermosa Luscinda, porque eres mío: ni ella puede ser tuya, porque •s de Cárdenlo. Y más fácil será, si en ello miras, reducir tu voluntad á querer á quien te adora, que no encaminar la que te aborrece á que biei te quiera. solicitaste mi descuido, rogaste á mi entereza, no igno- raste mi calidad: sabes bien de la manera que me entregué á toda tu Toluntad, no te queda lugar, ni acogida de llamarte á engaño. Y si esto es así, como lo es, y eres tan Cristiano como caballero, por qué con tantos rodeos dilatas de hacerme venturosa en los fines, como me hiciste en los

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principios? Y sino me quieres por la que soy, que soy tu verdadera, y legí- tima esposa, quiéreme á lo menos, y admíteme por tu esclava, que como yo esté en tu poder, me tendré por dichosa, y bien afortunada. No permi- tas, con dejarme, y desampararme, que se hagan y junten corrillos en mi deshonrar. No des tan mala vejez á mis padres, pues no lo merecen los leales servicios, que como buenos vasallos á los tuyos siempre han hecho. T si te parece que has de aniquilar tu sangre por mezclarla con la mía, considera, que pocas, ó ninguna nobleza hay en el mundo, que no haya ©orrido por este camino: y que la que se toma de las mujeres, no es la que hace al caso en las ilustres descendencias. Cuanto más, que la verdadera nobleza consiste en la virtud, y si ésta á te falta, negándome lo que tan justamente me debes, yo quedaré con más ventajas de noble, que las que tienes. En fin, señor, lo que últimamente te digo, es, que quieras, ó no quieras, yo soy tu esposa, testigos son tus palabras, que no han, ni deben ser mentirosas, si ya es que te precias de aquello porque me desprecias. Testigo será la firma que hiciste, y testigo el cielo, á quien llamaste por testigo de lo que me prometías. Y cuando todo esto falte, tu misma fonciencia no ha de faltar de dar voces callando en mitad de tus alegrías, Tolviendo por esta verdad que te he dicho, y turbando tus mejores gustos, y contentos. Estas, y otras razones dijo la lastimada Dorotea con tanto sen- timiento, y lágrimas, que los mismos que acompañaban á don Fernando, y cuantos presentes estaban, la acompañaron en ellas. Escuchóla don Fer- nando sin replicarle palabra, hasta que ella dio fin á las suyas, y principio á tantos sollozos, y suspiros, que bien había de ser corazón de bronce el que con muestras de tanto dolor no se enterneciera. Mirándola estaba Lus- cinda, no menos lastimada de su sentimiento, que admirada de su mucha discreción, y hermosura: Y aunque quisiera llegarse á ella, y decirle algunas palabras de consuelo, no la dejaban los brazos de don Fernando, que apreta- da la tenían: el cual lleno de confusión, y espanto, al cabo de un buen espa- cio, que atentamente estuvo mirando á Dorotea abrió los brazos, y dejando libre á Luscinda, dijo: Venciste hermosa Dorotea, venciste porque no es po- sible tener ánimo para negar tantas verdades juntas. Con el desmayo que Luscinda había tenido, así como la dejó don Fernando, iba á caer en el suelo, mas hallándose Cárdenlo allí junto, que á las espaldas de don Fernando se había puesto porque no le conociese, pospuesto todo temor, y aventurando á todo riesgo, acudió á sostener á Luscinda, y cogiéndola entre sus brazos, le dijo: Si el piadoso cielo gusta, y quiere que ya tengas algún descanso, leal, firme, y hermosa señora mía, en ninguna parte creo yo que le tendrás

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más seguro que en estos brazos que ahora te reciben, y otro tiempo te re- cibieron cuando la fortuna quiso que pudiese llamarte mía. A estas razo- nes puso Luscinda en Cárdenlo los ojos, y habiendo comenzado á cono- cerle primero por la toz, y asegurándose que él era con la vista, casi fuera de sentido, y sin tener cuenta á ningún honesto respeto, le echó loi brazos al cuello, y juntando su rostro con el de Cárdenlo le dijo: vos señor mío, sois el verdadero duefio desta vuestra cautiva, aunque más lo impida la contraria suerte, y aunque más amenazas le hagan á esta vida, que en la vuestra se sustenta. Extraño espectáculo fué éste para don Fer- nando, y para todos los circunstantes, admirándose de tan no visto suceso. Parecióle á Dorotea que don Fernando habla perdido el color del rostro, y que hacia ademán de querer vengarse de Cárdenlo porque le vio encaminar la mano á ponerla en la espada, y así como lo pensó con no vista presteza Be abrazó con él por las rodillas, besándoselas, y teniéndole apretado que no le dejaba mover, y sin cesar un punto de sus lágrimas, le decía: Qué es lo que piensas hacer único refugio mío, en este tan impensado trance? tienes á tus pies á tu esposa, y la que quieres que lo sea está en los brazoi de su marido, mira si te estará bien, ó te será posible deshacer lo que el cielo ha hecho, ó si te convendrá, querer levantar á igualar á mismo á la que pospuesto todo inconveniente, confirmada en su verdad, y firmeza, delante de tus ojos tienes los suyos bañados de licor amoroso el rostro, y pecho de su verdadero esposo. Por quien Dios es, te ruego, y por quien eres te suplico, que este tan notorio desengaño no sólo no acreciente tu ira, sino que la mengüe en tal manera, que con quietud, y sosiego permitas que ellos dos amantes le tengan sin impedimento tuyo, todo el tiempo que el cielo quisiere concedérsele. Y en esto mostrarás la generosidad de ta ilustre, y noble pecho, y verá el mundo que tiene contigo más fuerza la ra- zón, que el apetito. En tanto que esto decía Dorotea, aunque Cárdenlo te- nía abrazada á Luscinda, no quitaba los ojos de don Fernando, con deter- minación de que si le viese hacer algún movimiento en su perjuicio, procu- rar defenderse, y ofender, como mejor pudiese á todos aquellos que en sa daño se mostrasen, aunque le costase la vida: pero á esta sazón acudieron los amigos de don Fernando, y el Cura, y el barbero, que á todo habían estado presentes, sin que faltase el bueno de Sancho Panza, y todos rodea- ban á don Fernando, suplicándole tuviese por bien de mirar las lágrimas de Dorotea, y que siendo verdad, como sin duda ellos creían que lo era, lo que en sus razones había dicho, que no permitiese, quedase defraudada de sui tan justas esperanzas. Que considerase, que no acaso, como parecía, sino

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con particular proridencia del cielo se habían todos juntado en lugar donde menos ninguna pensaba. Y que advirtiese, dijo el Cura, que sola la muerte podía apartar á Luscinda de CardeHÍo, y aunque los dividiesen filos de alguna espada, ellos tendrían por felicísima su muerte: y que en los la- zos irremediables era suma cordura, forzándose, y venciéndose á mismo, mostrar un generoso pecho, permitiendo que por sola su voluntad los dos gozasen el bien que el cielo ya les había concedido, que pusiese los ojos asimismo en la beldad de Dorotea, y verla que pocas, ó ninguna se le po- dían igualar, cuanto más hacerle ventaja, y que juntase á su hermosura su humildad, y el extremo del amor que le tenía: y sobre todo advirtiese, que si se preciaba de caballero, y de Cristiano, que no podía hacer otra cosa que cumplirle la palabra dada, y que cumpliéndosela cumpliría con Dios, y satisfaría á las gentes discretas, las cuales saben, y conocen que es pre- rrogativa de la hermosura, aunque esté en sujeto humilde como se acom- pañe con la honestidad, poder levantarse, é igualarse á cualquiera alteza, sin nota de menoscabo del que la levanta, é iguala á mismo: y cuando se cumplen las fuertes leyes del gusto, como en ello no intervenga pecado, no debe de ser culpado el que las sigue. En efecto á estas razones añadieron todos otras tales, y tantas, que el valeroso pecho de don Fernando, en fin como alimentado con ilustre sangre, se ablandó, y dejó vencer de la verdad que él no pudiera negar, y aunque quisiera: y la señal que dio de haberse rendido, y entregado al buen parecer que se le habla propuesto, fué bajar- se, y abrazar á Dorotea, diciéndole: Levantaos señora mía, que no es justo que esté arrodillada á mis pies la que yo tengo en mi alma: y si hasta aquí no he dado muestras de lo que digo, quizá ha sido por orden del cielo, para que viendo yo en vos la fe con que me amáis, os sepa estimar en lo que merecéis: lo que os ruego es, que no me reprendáis mi mal término, y mi mucho descuido. Pues la misma ocasión, y fuerza que me movió para aceptaros por mía, esa misma me impelió para procurar no ser vues- tro: y que esto sea verdad, volved, y mirad los ojos de la ya contenta Lus- cinda, y en ellos hallaréis disculpa de todos mis yerros: y pues ella halló, y alcanzó lo que deseaba, y yo he hallado en vos lo que me cumple, viva ella segura, y contenta luengos, y felices años con su Cárdenlo, que yo de rodillas rogaré al cielo que me los deje vivir con mi Dorotea: y diciendo esto la tornó á abrazar, y á juntar su rostro con el suyo con tan tierno sen- timiento, que le fué necesario tener gran cuenta con que las lágrimas no acabasen de dar indubitables señales de su amor, y arrepentimiento. No lo hicieron así las de Luscinda, y Cárdenlo, y aun las de casi todos los que

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allí presentes estaban, porque comenzaron á derramar tantas los unos de contento propio, y los otros del ajeno, que no parecía sino que algún gra- ve, y mal caso á todos había sucedido. Hasta Sancho Panza lloraba, aun- que después dijo, que no lloraba él, sino por ver que Dorotea no era como él pensaba la Keina Micomicona, de quien él tantas mercedes esperaba. Duró algún espacio, junto con el llanto, la admiración de todos: y luego Cardenio, y Luscinda se fueron á poner de rodillas ante don Fernando, dándole gracias de la merced que les había hecho con tan corteses razones, que don Fernando no sabía qué responderles, y asi los levantó, y abrazó «on muestras de mucho amor, y de mucha cortesía. Preguntó luego i Dorotea, le dijese cómo había venido á aquel lugar tan lejos del suyo? Ella •on breves, y discretas razones ccntó todo lo que antes había contado á Cardenio: de lo cual gustó tanto don Fernando, y los que coi él venían, que quisieran que durara el cuento más tiempo, tanta era la gracia con que Dorotea contaba sus desventuras. Y así como hubo acabado, dijo doa Fernando lo que en la ciudad le había acontecido después que halló el papel en el seno de Luscinda, donde declaraba ser esposa de Cardenio, y no poderlo ser suya, dijo que la quiso matar, y lo hiciera si de sus padres 10 fuera impedido: y que así se salió de su casa despechado, y corrido, con determinación de vengarse con más comodidad, y que otro día supo cómo Luscinda había faltado de casa de sus padres, sin que nadie supiese decir dónde se había ido, y que en resolución al cabo de algunos meses vino á sa- ber como estaba en un monasterio con voluntad de quedarse en él toda la TÍda, siao la pudiese pasar con Cardenio, y que así como lo supo escogiendo para su compañía aquellos tres caballeros, vino al lugar donde estaba, á la cual no había querido hablar temeroso, que en sabiendo que él estaba allí había de haber más guarda en el monasterio: y así aguardando un día á que la portería estuviese abierta, dejó á los dos á la guarda de la puerta, y ól «on otro habían entrado en el monasterio buscando á Luscinda, la cual ha- llaron en el claustro hablando con una monja, y arrebatándola sin darle lu- gar á otra cosa se habían venido con ella á un lugar donde se acomodaron de aquello que hubieron menester para traerla. Todo lo cual habían podido ha- cer bien á su salvo por estar el monasterio en el campo buen trecho fuera del pueblo. Dijo, que así como Luscinda se vio en su poder, perdió todos los sentidos, y que después de vuelta en sí, no había hecho otra cosa sino llorar, y suspirar sin hablar palabra alguna: y que así acompañados de silencio, y de lágrimas habían llegado i aquella venta, que para él era haber llegado al cielo, donde se rematan, y tienen fin todas las desventuras de la tierra.

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CAPITULO XXXVII

Que trata donde se prosigue la historia de la fa- mosa Infanta Micomicona, con otras graciosas aventuras.

Todo esto escuchaba Sancho, no con poco dolor de su ánimo, viendo que se le desparecían, ó iban en humo las esperanzas de su ditado: (1) y que la linda Princesa Micomicona se le había vuelto en Dorotea, y el Gi- gante en don Fernando, y su amo se estaba durmiendo á sueño suelto, bien descuidado de todo lo sucedido. No se podía asegurar Dorotea si era soña. do el bien que poseía. Cárdenlo estaba en el mismo pensamiento: y el de Luscinda corría por la misma cuenta. Don Fernando daba gracias al cielo, por la merced recibida, y .haberle sacado de aquel intrincado laberinto, donde se hallaba tan á pique de perder el crédito, y el alma: y finalmente cuantos en la venta estaban, estaban contentos, y gozosos del buen suceso que había tenido, tan trabados, y desesperados negocios. Todo lo ponía en su punto el Cura como discreto, y á cada uno daba el parabién del bien alcanzado: pero quien más jubilaba, (2) y se contentaba era la ventera, por

(.1) DITADO. Según Clemencín, es lo mismo que dictado ó título de dignidad y señorío. No está mal: Habló Blas, punto redondo. Pero si no lo toman á mal los admiradores del dómine murciano, diré que no tiene razón.

Como el lenguaje lugareño es carente de elasticidad, Sancho empleó el vocablo ditado, que venía á suplir á lo que le bullía en el magín, que aunque torpe, lleva embebido la depresión de ánimo que experimentó al ver hurladas sus esperanzas * imaginadas * ; por eso Cervantes usó el verbo des-parecer, que, ó yo no el valor de las palabras castellanas, ó está muy bien escrito por contraposición á desaparecer.

(2) Contra la opinión del mismo, digo, que si el Sr. de Toro me justifi- ca que la psáabra. jubilaba quedó allí desde los tiempos en que las legiones romanas perseguían á Viriato (en el confín de la Beturia y punto conoci- do por Chillón, se recuerda por aquellos lugares que tuvo su Corte) reco- noceré que es italianismo; pero no caerá esa breva. Mis textos, que no son otros que el conocimiento de la región que dambos á dos desconocían, co- rroboran una forma libre de extensión del vocablo júbilo, con que se ma- nifiesta alegría.

Es muy cómodo afirmar, esto es así porque lo decimos nosotros, ó porque el escritor fulano lo usó en una de sus obras.

Esta amplificación, ¿no significará una crítica mordacísima contra los estrechos límites en que empezaban á encerrar nuestro idioma sus doctos contemporáneos? Puede que la innovación del P. Nebrija, secundada por los eclécticos de su tiempo, se la sugiriese.

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la promesa qae Cardenio, y el Cura le habían hecho de pagarle todos los daños, é intereses que por cuenta de don Quixote le hubiesen venido. Sólo Sancho, como ya se ha dicho, era el afligido, el desventurado, y el triste: y así con melancólico semblante entró á su amo, el cual acababa de des- pertar, á quien dijo: Bien puede vuestra merced, señor triste figura, dor- mir todo lo que quisiere sin cuidado de matar á ningún gigante, ni de volver á la Princesa su Keino, que ya todo está hecho, y concluido. Eso creo yo bien, respondió don Quixote, porque he tenido con el gigante la más descomunal, y desaforada batalla que pienso tener en todos los días de mi vida: y de un revés, zas, le derribé la cabeza en el suelo, y fué tanta la sangre que le salió, que los arrollos corrían por la tierra, como si fueran de agua. Como si fueran de vino tinto. Pudiera vuestra merced decir me- jor, respondió Sancho: porque quiero que sepa vuestra merced, si es qae no lo sabe, que el gigante muerto es un cuero horadado, y la sangre seis arrobas de vino tinto, que encerraba en su vientre: y la cabeza cortada, es la puta que me parió, y llévelo todo Satanás. Y qué es lo que dices loco, replicó don Quixote, estás en tu seso? Levántese vuestra merced, dijo Sancho, y verá el buen recado que ha hecho, y lo que tenemos que pagar, y verá á la Keina convertida en una dama particular llamada Dorotea, con otros sucesos, que si cae en ellos, le han de admirar. No me maravillaría de nada deso, replicó don Quixote, porque si bien te acuerdas, la otra vez que aquí estuvimos, te dije yo, que todo cuanto aquí sucedía eran cosas de encantamiento, y no sería mucho que ahora fuese lo mismo. Todo lo cre- yera yo, respondió Sancho, si también mi manteamiento fuera cosa dése jaez, mas no lo fué, sino real, y verdaderamente: y vi yo que el ventero que aquí está hoy día tenía de un cabo de la manta, y me empujaba hacia el cielo con mucho donaire, y brío, y con tanta risa, como fuerza, y donde interviene conocerse las personas tengo para mí, aunque simple, y pecador, que no hay encantamiento alguno, sino mucho molimiento, y mucha mala- ventura: Ahora bien. Dios lo remediará, dijo don Quixote, dame de vestir, y déjame salir allá fuera, que quiero ver los sucesos, y transformaciones que dices. Dióle de vestir Sancho, y en el entretanto que don Quixote se vestía, contó el Cura á don Fernando, y á los demás qfue allí estaban las locuras de don Quixote, y del artificio que habían usado, para sacarle de la peña ¡johre donde él se imaginaba estar, por desdenes de su señora. Contóles asimismo casi todas las aventuras que Sancho había contado, de que no poco se admiraron y rieron, por parecerles, lo que á todos parecía, ser el más extraño género de locura que podía caber en pensamiento dis-

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paratado. Dijo más el Cora, que pues ya el buen suceso de la señora Do- rotea impedía pasar con su designio adelante, que era menester inventar, y hallar otro para poderle llevar á su tierra. Ofrecióse Cárdenlo de prose- guir lo comenzado, y que Luscinda haría, y representaría suficientemente la persona de Dorotea. No, dijo don Fernando, no ha de ser así, que yo quiero que Dorotea prosiga su invención, que como no sea muy lejos de aquí el lugar de este buen caballero, yo holgaré de que se procure su re- medio. No está más de dos jornadas de aquí, (1) pues aunque estuviera más, gustara yo de caminarlas, á trueco de hacer tan buena obra. Salió en esto don Quixote armado de todos sus pertrechos, con el yelmo, aunque abollado, de Mambrino en la cabeza, embrazado de su rodela, y arrimado á su tronco, ó lanzón. Suspendió á don Fernando, y á los demás la extraña presencia de don Quixote, viendo su rostro de media legua de andadura, seco, y amarillo, la desigualdad de sus armas, y su mesurado continente, y estuvieron callando hasta ver lo que él decía, el cual con mucha grave dad, y reposo, puestos los ojos en la hermosa Dorotea, dijo.

Estoy informado (hermosa señora) deste mi escudero que la vuestra grandeza se ha aniquilado, y vuestro ser se ha deshecho, porque de Keina, y gran señora que solíais ser, os habéis vuelto en una particular doncella: si esto ha sido por orden del Rey nigromante de vuestro padre, temeroso que yo no os diese la necesaria, y debida ayuda, digo, que no supo, ni sabe de la Misa la media, y que fué poco versado en las historias caballerescas, porque si él las hubiera leído, y pasado tan atentamente, y con tanto es- pacio como yo las pasé, y leí, hallará á cada paso, cómo otros caballeros de menor fama que la mía, habían acabado cosas más dificultosas, no sién- dolo mucho matar á un gigantillo, por arrogante que sea, porque no ha

(1) |Cómo desbarra el de tierras de Tadmir! Y dicen que es el mejor ilustrador que tuvo, ¿quién?..

Después de la frase No está más de dos leguas de aquí, que la separa Clemencín del párrafo (porque sí), empieza con letra mayúscula, y esto es una enormidad, pues parece como que otro personaje de la novela dijo lo señalado con bastardilla.

A continuación de la palabra remedio, y á modo de aclaración, póngan- se unos puntos suspensivos (ocultadores de una voz extraña, que dice: Está dos jornadas esto era para alargar la distancia de aquí, señor, no se moleste) y seguirá don Fernando en el uso de la palabra; que, como se expresa con la tosca dicción inmodulada de la rusticidad, no necesita ni el signo interrogativo al final de lo bastardeado (por mí, pero no tergi- versado).

¡Qué rigoristasi

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muchas horas que yo me con él, y quiero Callar, porque no me digan que miento: pero el tiempo descubridor de todas las cosas lo dirá, cuando me- nos lo pensemos. Vísteos vos con dos cueros, que no con un gigante, dijo á esta sazón el ventero, al cual mandó don Fernando que callase, y no inte- rrumpiese la plática de don Quiíote en ninguna manera: y don Quiíote pro- siguió, diciendo: Digo en fin alta, y desheredada señora, que si por lacaus» que he dicho, vuestro padre ha hecho esta Metamorfosis en vuestra perso- na, que no le deis crédito alguno: porque no hay ningún peligro en la tie- rra, por quien no le abra camino mi espada, con la cual poniendo la cabe- za de vuestro enemigo en tierra, os pondré á vos la corona de la vuestra ea la cabeza en breves días. No dije más don Quiíote, y esperó á que la Prin- cesa le respondiese, la cual como ya sabía la determinación de don Fernan- do, de que se prosiguiese adelante en el engaño hasta llevar á tierra á doi Quiíote, con mucho donaire, y gravedad le respondió: Quienquiera que os dijo, valeroso caballero de la triste figura, que yo me había mudado, y tro- cado de mi ser, no os dijo lo cierto, porque la misma que ayer fui, me soy hoy: verdad es, que alguna mudanza han hecho en ciertos acontecimieu- tos de buena ventura, que me la han dado la mejor que yo pudiera desear- me: pero no por eso he dejado de ser la que antes, y de tener los mismos pensamientos de valerme del valor de vuestro valeroso, é invencible brazo, que siempre he tenido. Así que señor mío, vuestra bondad vuelva la honra al padre que me engendró, y téngale por hombre advertido, y prudente, pues con su ciencia halló camino tan fácil, y tan verdadero para remediar mi desgracia, que yo creo, que si por vos señor no fuera, jamás acertara á tener la ventura que tengo, y en esto digo tanta verdad como son buenoi testigos della los más destos señores que están presentes: lo que resta es, que mañana nos pongamos en camino, porque ya hoy se podrá hacer poca jornada, y en lo demás del buen suceso que espero, lo dejaré á Dios, y al valor de vuestro pecho. Esto dijo la discreta Dorotea, y en oyéndole don Quiíote, se volvió á Sancho, y con muestras de mucho enojo, le dijo: Aho- ra te digo Sanchuelo, que eres el mayor bellacuelo que hay en España: dime ladrón, vagamundo, no me acabaste de decir ahora que esta Princesa se había vuelto en una doncella que se llamaba Dorotea? Y que la cabeza que entiendo que corté á un gigante, era la puta que te parió, con otros dispa- rates que me pusieron en la mayor confusión que jamás he estado en todos los días de mi vida? Voto, y miró al cielo, y apretó los dientes, que estoy por hacer un estrago en tí, que ponga sal en la mollera á todos cuantos mentirosos escuderos hubiere de caballeros andantes de aquí adelante en

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el mundo. Vuestra merced se sosiegue, señor mío, respondió Sancho, que bien podría ser yo el engañado en lo que toca á la mutación de la señora Princesa Micomicona: pero en lo que toca á la cabeza del gigante, ó á lo menos á la horadación de los cueros, y á lo de ser vino tinto la sangre, no me engaño vive Dios, porque los cueros allí están heridos á la cabecera del lecho de vuestra merced, y el vino tinto tiene hecho un lago el aposento, y sino al freír de los huevos lo verá; quiero decir que lo verá, cuando aquí su merced del señor ventero le pida el menoscabo de todo. De lo demás, de que la señora Reina se esté como se estaba, me regocijo en el alma, porque me va mi parte, como á cada hijo de vecino. Ahora yo te digo Sancho, dijo don Quixote, que eres un mentecato, y perdóname, y basta. Basta, dijo don Fernando, y no se hable más en esto: y pues la señora Princesa dice que se camine mañana, porque ya hoy es tarde, hágase así, y esta noche la podre- mos pasar en buena conversación, hasta el venidero día donde todos acom- pañaremos al señor don Quixote, porque queremos ser testigos de las vale- rosas, é inauditas hazañas, que ha de hacer en el discurso desta grande empresa que á su cargo lleva. Yo soy el que tengo de serviros, y acompa- ñaros, respondió don Quixote: y agradezco mucho la merced que se me hace, y la buena opinión que de se tiene, la cual procuraré que salga verdadera, ó me costará la vida, y aún más, si más costarme puede. Mu- chas palabras de comedimiento, y muchos ofrecimientos pasaron entre don Quixote, y don Fernando: pero á todos puso silencio un pasajero que en aquella sazón entró en la venta: el cual en su traje mostraba ser Cristiano recién venido de tierra de Moros, porque venía vestido con una casaca de paño azul, corta de faldas, con medias mangas, y sin cuello: los calzones eran asimismo de lienzo azul, con bonete del mismo color: traía unos borceguíes datilados, y un alíange Morisco, puesto en un tahalí que le atravesaba el pe- cho. Entró luego tras él encima de un jumento una mujer á la Morisca vesti- da, cubierto el rostro con una toca en la cabeza: traía un bonetillo de broca- do, y vestida una almalafa que desde los hombros á los pies la cubría. Era el hombre de robusto y agraciado talle, de edad de poco más de cuarenta años, algo moreno de rostro largo de bigotes, y la barba muy bien puesta, en resolución él mostraba en su apostura, que si estuviera bien vestido le juz- garan por persona de calidad, y bien nacida. Pidió en entrando un aposento, y como le dijeron que en la venta no le había, mostró recibir pesadumbre, y llegándose á la que en el traje parecía mora, la apeó en sus brazos, Lus- cinda, Dorotea, su hija, y Maritornes llevados del nuevo, y para ellos nun- ca visto traje, rodearon á la Mora, y Dorotea que siempre fué agraciada,

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comedida, y discreta, pareciéndole que asi ella, como el que la traía se acongojaban por falta del aposento, le dijo: No os mucha pena, señora mía, la incomodidad de regalo que aquí falta, pues es propio de ventas no hallarse en ellas: pero con todo esto si gustareis de pasar eon nosotras, señalando á Luscinda, quizá en el discurso de este camino habréis hallada otros no tan buenos acogimientos? No respondió nada á esto la embozada, ni hizo otra cosa que levantarse de donde sentado se había, y puestas en- trambas manos cruzadas sobre el pecho, inclinada la cabeza dobló el cuer- po, en señal de que lo agradecía. Por su silencio imaginaron que sin duda alguna debía de ser Mora, y que no sabía hablar Cristiano. Llegó en esto el cautivo, que entendiendo en otra cosa hasta entonces había estado, y viendo que todas tenían cercada á la que con él venía, y que ella á cuanto le de- cían callaba, dijo: Señoras mías, esta doncella apenas entiende mi lengua, ni sabe hablar otra ninguna sino conforme á su tierra, y por esto no debe de haber respondido, ni responde á lo que se le ha preguntado. No se le pregunta cosa ninguna, respondió Luscinda, sino ofrecerle por esta noche nuestra compañía, y parte del lugar donde nos acomodaremos, donde se le hará el regalo que la comodidad ofreciere con la voluntad que obliga á servir á todos los extranjeros que del lo tuvieren necesidad, especialmente siendo mujer á quien se sirve. Por ella, y por raí, respondió el cautivo, os beso señora mía las manos, y estimo mucho, y en lo quQ es razón, la mer- ced ofrecida, que en tal ocasión, y de tales personas como vuestro parecer muestra, bien se echa de ver que ha de ser muy grande. Decidme señor, dijo Dorotea, esta señora es Cristiana, ó Mora? porque el traje, y el silencio nos hace pensar, que es lo que no querríamos que fuese? Mora es en el traje, y en el cuerpo: pero en el alma es muy grande Cristiana, porque tiene grandísimos deseos de serlo. Luego no es bautizada replicó Luscinda? No ha habido lugar para ello, respondió el cautivo, después que salió de Argel su patria, y tierra, y hasta ahora no se ha visto en peligro de muer- te tan cercana, que obligase á bautizarla, sin que supiese primero todas las ceremonias que nuestra madre la santa Iglesia manda: pero Dios será servido que presto se bautice con la decencia que la calidad de su persona merece, que es más de lo que muestra su hábito, y el mío. Estas razones puso gana en todos los que escuchándole estaban, de saber quien fuese la Mora, y el cautivo: pero nadie se lo quiso preguntar por entonces, por ver que aquella sazón era más para procurarles descanso, que para preguntar- les sus vidas. Dorotea la tomó por la mano, y la llevó á sentar junto á sí,, y le rogó que se quitase el embozo. Ella miró al cautivo, como si le pre-

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guntara, le dijese lo que decían, y lo que ella haría. Él en lengua Arábiga le dijo, que le pedían se quitase el embozo, y que lo hiciese, y así se lo quitó, y descubrió un rostro tan hermoso, que Dorotea la tuvo por más hermosa que á Luscinda, y Luscinda por más hermosa que á Dorotea, y todos los circunstantes conocieron que si alguno se podría igualar al de las dos, era el de la Mora, y aun hubo algunos que le aventajaron el alguna cosa. T como la hermosura tenga prerrogativa, y gracia de reconciliar los ánimos, y atraer las voluntades, luego se rindieron todos al deseo deservir, y acariciar á la hermosa Mora. Preguntó don Fernando al cautivo cómo se llamaba la Mora, el cual respondió que Lela Zorayda, (1) y así como esto oyó, ella entendió lo que le habían preguntado al Cristiano, y dijo con mucha priesa llena de congoja, y donaire: No, no Zorayda, María, Maiía, dando á entender que se llamaba María, y no Zorayda. Estas palabras, y el grande afecto con que la Mora las dijo, hicieron derramar más de una lágrima á algunos de los que la escucharon, especialmente á las mujeres que de su naturaleza son tiernas y compasivas. Abrazóla Luscinda con mucho amor, diciéndole: Sí, sí, María, María, á lo cual respondió la Mora: Sí, sí, María, Zorayda macange, que quiere decir, no. Ya en esto llegaba la noche, y por orden de los que venían con don Fernando, había el ven- tero puesto diligencia, y cuidado en aderezarles de cenar, lo mejor que á él le filé posible. Llegada pues la hora, sentáronse todos á una larga mesa, como de tinelo, porque no la había redonda, ni cuadrada en la venta. Y dieron la cabecera, y principal asiento, puesto que él lo rehusaba á don Quixote, el cual quiso que estuviese á su lado la señora Micomicona, pues él era su aguardador. Luego se sentaron Luscinda, y Zorayda, frontero dellas don Fernando, y Cárdenlo, y luego el cautivo, y los demás caballe- ros, y al lado de las señoras el Cura y el barbero. Y así cenaron con mucho contento, y acrecentóseles más, viendo que dejando de comer don Quixote, movido de otro semejante espíritu, que el que le movió á hablar tanto, como habló cuando cenó con los cabreros, comenzó á decir: Verdadera-

(1) «.Lela ó Lel-la en arábigo quiere decir la adorable, la divina, la bien- aventurada por excelencia. Sólo se da este nombre á MARÍA SANTÍSIMA. Zoraida es nombre propio de mujer, diminutivo de Zahira ó Zohraita, que sig- nifica Florencia, Florencifa». (N. de la A. E.)

Esta nota resulta interesantísima, precisamente por ser en grado in- tenso superficial, y Clcmencín al copiarla hace bueno el verso del autor «á tontas y á locas;>; remachando el clavo cuantos dijeron que esta novela está ingerida.

Cuando en otro estudio toque aclarar este extremo, se verá que esta Lela Marien sabía más idiomas que el Arzobispo D. Rodrigo.

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mente si bien se considera, señores míos, grandes é inauditas cosas ven los que profesan la orden de la andante caballería. Sino cuál de los vivientes habrá en el mundo que ahora por la puerta de este castillo entrara, y de la suerte que estamos nos viera, que juzgue, y crea, que nosotros somos, quien somos? Quién podrá decir que esta señora que está á mi lado es la gran Keina que todos sabemos, y que yo soy aquel caballero de la triste figura, que anda por ahí en boca de la fama? Ahora no hay que dudar, sino que esta arte, y ejercicio, excede á todas aquellas; y aquellos, que los hombres inventaron, y tanto más se ha de tener en estima, cuanto á más peligros está sujeto. Quítense delante, los que dijeren que las letras hacen ventaja á las armas, que les diré, y sean quien se fueren, que no saben lo que dicen. Porque la razón que los tales suelen decir, y á lo que ellos más se atienen, es, que los trabajos del espíritu exceden á los del cuerpo. Y que las armas, solo coa el cuerpo se ejercitan, como si fuese su ejercicio oficio de ganapanes, para el cual no es menester más de buenas fuerzas. O como si en esto llamamos armas, los que las profesamos, no se encerra- sen los actos de la fortaleza, los cuales piden para ejecutarlo mucho enten- dimiento. O como si no trabajase el ánimo del guerrero, que tiene á su cargo un ejército, ó la defensa de una Ciudad sitiada asi con el espíritu, como con el cuerpo. Sino véase si se alcanza con las fuerzas corporales, á saber, y conjeturar el intento del enemigo, los designios, las estratagemas, las dificultades, el prevenir los daños que se temen, que todas estas cosas son acciones del entendimiento, en quien no tiene parte alguna el cuerpo. Siendo pues asi, que las armas requieren espíritu como las letras, veamos ahora cuál de los dos espíritus, el del letrado, ó el del guerrero, trabaja más? Y esto se vendrá á conocer por el fin, y paradero á que cada uno se encamina, porque aquella intención se ha de estimar en más, que tiene por objeto más noble fin. Es el fin, y paradero de las letras, (y no hablo ahora de las divinas, que tienen por blanco, llevar, y encaminar las almas al cielo, que á un fin, tan sin fin como éste, ninguno otro se le puede igua- lar) hablo de las letras humanas, que es su fin poner en su punto la justi- cia distributiv^a, y dar á cada uno lo que es suyo, entender, y hacer que las buenas leyes se guarden: fin por cierto generoso, y alto, y digno de grande alabanza, pero no de tanta, como merece aquel á que las armas atienden, las cuales tienen por objeto, y fin la paz, que es el mayor bien que los hombres pueden desear en esta vida. Y así las primeras buenas nuevas que tuvo el mundo, y tuvieron los hombres, fueron las que dieron los Angeles, la noche que fué nuestro día, cuando cantaron en los aires:

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Gloria sea en las alturas, y paz en la tierra á los hombres de buena volun- tad: y á la salutación, que el mejor maestro de la tierra, y del cielo, ense- ñó á sus allegados, y favorecidos, fué decirles, que cuando entrasen en alguna casa, dijesen: Paz sea en esta casa. T otras muchas veces les dijo: Mi paz os doy, mi paz os dejo, paz sea con vosotros. Bien como joya, y prenda dada, y dejada de tal mano, joya que sin ella en la tierra, ni en el cielo, puede haber bien alguno. Esta paz es el verdadero fin de la guerra que lo mismo es decir armas, que guerra. Presupuesta pues esta verdad. que el fin de la guerra es la paz, y que en esto hace ventaja al fin de las letras, vengamos ahora á los trabajos del cuerpo del letrado, y á los de profesor de las armas, y véase cuáles son mayores. De tal manera, y por tan buenos términos iba prosiguiendo en su plática don Quixote, que obli- gó á que por entonces ninguno de los que escuchándole estaban, le tuvie^ sen por loco. Antes como todos los más eran caballeros, á quien son anejas las armas, le escuchaban de muy buena gana, y él prosiguió diciendo: Digo pues, que los trabajos del estudiante son estos: Principalmente po- breza (no porque todos sean pobres, sino por poner este caso en todo el extremo que pueda ser) y en haber dicho que padece pobreza, me parece que no había que decir más de su mala ventura. Porque quien es pobre, no tiene cosa buena, esta pobreza la padece por sus partes, ya en hambre, ya en frío, ya en desnudez, ya en todo junto. Pero con todo eso no es tanta que no coma; aunque sea un poco más tarde de lo que se usa, aunque sea de las sobras de los ricos, que es la mayor miseria del estu- diante, este que entre ellos llaman andar á la sopa, y no les falta algún ajeno brasero, ó chimenea, que si no calienta, á lo menos entibie su frío, y en fin la noche duermen muy bien debajo de cubierta. No quiero llegar á otras menudencias, conviene á saber de la falta de camisas, y no sobra de zapatos, la raridad y poco pelo del vestido, ni aquel ahitarse con tanto gusto, cuando la buena suerte les depara algún banquete. Por este camino que he pintado, áspero, y dificultoso, tropezando aquí, cayendo allí, levan- tándose acullá, tornando á caer acá, llegan al grado que desean, el cual alzan- do á muchos hemos visto (que habiendo pasado por estas Siertes, y por es- tas Scilas, y Caribdis, como llevados en vuejo de la favorable fortuna) digo que lo hemos visto mandar y gobernar el mundo desde una silla, trocada su hambre en hartura, su frío en refrigerio, su desnudez en galas, y su dormir en una estera, en reposar en holandas, 'y damasces. Premio justamente merecido de su virtud, pero contrapuestos, y comparados sus trabajos con los del milite guerrero, se quedan muy atrás en todo, como ahora diré.

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CAPITULO XXXVIII

Que trata del curioso discurso que hizo don Quixote, de las armas, y las letras.

Prosiguiendo don Quixote, dijo: Pues comenzamos eo el estudiante por la pobreza, y sus partes, veamos si es más rico el soldado. Y veremos que no hay ninguno más pobre en la misma pobreza, porque está atenido á la miseria de su paga, que viene, ó tarde, ó nunca, ó á lo que garbeare por sus manos, con notable peligro de su vida, y de su conciencia. Y á veces suele ser su desnudez tanta, que un coleto acuchillado le sirve de gala, y de camisa, y en la mitad del invierno le suele reparar de las inclemencias del cielo. Estando en la campaña rasa, con solo el aliento de su boca, que como sale de lugar vacío, tengo por averiguado, que debe de salir frío con- tra toda naturaleza. Pues esperad, que espere que llegue la noche, para restaurarse de todas estas incomodidades en la cama que le aguarda. La cual si no es por su culpa, jamás pecará de estrecha, que bien puede me- dir en la tierra los pies que quisiere, y revolverse en ella á su sabor, sin temor que se le encojan las sábanas. Llegúese pues á todo esto el día, y la hora de recibir el grado de su ejercicio: llegúese un día de batalla, que allí le pondrán la borla en la cabeza, echa de hilas, para curarle algún balazo, que quizá le habrá pasado las sienes, ó le dejará estropeado de brazo, ó pierna. Y cuando esto no suceda, sino que el cielo piadoso le guarde, y conserve, sano, y vivo, podrá ser que se quede en la misma pobreza que antes estaba, y que sea menester que suceda uno, y otro reencuentro, una, y otra batalla, y que de todas salga vencedor, para medrar en algo. Pero estos milagros vense raras veces. Pero decidme señores, si habéis mirado en ello? Cuan menos son los premiados por la guerra, que los que han perecido en ella? Sin duda habéis de responder, que no tienen compa- ración ni se pueden reducir á cuenta los muertos, y que se podrán contar los premiados vivos, con tres letras de guarismo. Todo esto es al revés en los letrados, porque de faldas, que no quiero decir de mangas, todos tienen en qué entretenerse. Así que aunque es mayor el trabajo del sol- dado, es mucho menor el premio. Pero á esto se puede responder, que es más fácil, premiar á dos mil letrados, que á treinta mil soldados.

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Porque á aquéllos se premian con darles oficios, que por fuerza se han ■de dar á los de su profesión: y á éstos no se pueden premiar, sino con la misma hacienda del señor á quien sirven: y esta imposibilidad fortifica más la razón que tengo. Pero dejemos esto aparte, que es laberinto de muy dificultosa salida, sino volvamos á la preeminencia de las armas, contra las letras. Materia que hasta ahora está por averiguar, según son las razones, que cada una de su parte alega: y entre las que he dicho, di- cen las letras, que sin ellas no se podrían sustentar las armas. Porque la guerra también tiene sus leyes, y está sujeta á ellas, y que las leyes caen debajo de lo que son letras, y letrados. A esto responden las armas, que las leyes no se podrán sustentar sin ellas. Porque con las armas, se defien- den las repúblicas, se conservan los Keinos, se guardan las Ciudades, se aseguran los caminos, se despojan los mares de corsarios. Y finalmente, si por ellas no fuese, las repúblicas, los Reinos, las Monarquías, las Ciuda- des, los caminos de mar, y tierra estarían sujetos al rigor, y ala confusión que trae consigo la guerra el tiempo que dura, y tiene licencia de usar de sus privilegios, y de sus fuerzas. Y es razón averiguada, que aquello que más cuesta, se estima, y debe de estimar en más. Alcanzar alguno á ser eminente en letras, le cuesta tiempo, vigilias, hambre, desnudez, vahídos de cabeza, indigestiones de estómago, y otras cosas á estas adherentes, que en parte ya las tengo referidas. Mas llegar uno por sus términos á ser buen soldado, le cuesta todo lo que á el estudiante, en tanto mayor grado, que no tiene comparación, porque á cada paso está á pique de perder la vida. Y qué temor de necesidad, y pobreza, puede llegar, ni fatigar al estudian- te, que llegue al que tiene un soldado, que hallándose cercado en alguna fuerza, y estando de posta, ó guarda, en algún rebellín, ó caballero, siente que los enemigos están minando hacia la parte donde él está, y no puede apartarse de allí, por ningún caso, ni huir el peligro, que de tan cerca le amenaza. Sólo lo que puede hacer, es, dar noticia á su Capitán de lo que pasa, para que lo remedie con alguna contramina, y el estarse quedo te- miendo, y esperando, cuando improvisadamente ha de subir á las nubes sin alas, y bajar al profundo sin su voluntad. Y si este parece pequeño pe- ligro, veamos si le iguala, ó hace ventaja, el de embestirse dos galeras por las proas en mitad del mar espacio. Las cuales enclavijadas, y trabadas, no le queda al soldado más espacio, del que concede dos pies de tabla del espolón. Y con todo esto, viendo que tiene delante de tantos ministros de la muerte, que le amenazan, cuantos cañones de artillería le asestan de la parte contraria, que no distan de su cuerpo una lanza, y viendo que al

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primer descuido de los pies iría á visitar los profundos senos de Neptuno: y con todo esto, con intrépido corazón, llevado de la honra que le incita, se pone á ser blanco de tanta arcabucería, y procura pasar por tan estrecho paso al bajel contrario. Y lo que más es de admirar, que apenas uno ha caído, donde no se podrá levantar hasta la fin del mundo, cuando otro ocupa su mismo lugar, y si éste también cae en el mar, que como á ene- migo le aguarda, otro, y otro, le sucede, sin dar tiempo al tiempo de sus muertes, valentía, y atrevimiento, el mayor que se puede hallar en todos los trances de la guerra. Bien hayan aquellos benditos siglos, que carecie- ron de la espantable furia de aquestos endemoniados instrumentos de la artillería, á cuyo inventor, tengo para mí, que en el infierno se le está dan- do el premio de su diabólica invención, con la cual dio causa, que un infa- me, y cobarde brazo, quite la vida á un valeroso caballero, y que sin saber cómo, ó por dónde, en la mitad del coraje, y brío, que enciende, y anima á los valientes pechos, llega una desmandada bala (disparada, de quien quizá huyó, y se espantó, del resplandor que hizo el fuego, al disparar de la maldita máquina) y corta, y caba en un instante los pen?amientos, y vida, de quien la merecía gozar luengos siglos. Y así considerando eso, estoy por decir, que en el alma me pesa de haber tomado este ejercicio de caballero andante en edad tan detestable, como es esta, en que ahora vivi- mos: porque aunque á ningún peligro me pone miedo, todavía me pone recelo, pensar si la pólvora, y el estaño, me han de quitar la ocasión de hacerme famoso, y conocido por el valor de mi brazo, filos de mi espada por todo lo descubierto de la tierra. Pero haga el cielo lo que fuere servi- do, que tanto seré más estimado, si salgo con lo que pretendo, cuanto á mayores peligros me he puesto, que se pusieron los caballeros andantes, de los pasados siglos. Todo este largo preámbulo, dijo don Quixote, en tanto que los demás cenaban, olvidándose de llevar bocado á la boca, pues- to que algimas veces le había dicho Sancho Panza, que cenase, que después habría lugar, para decir todo lo que quisiese. En los que escuchado le ha- bían, sobrevino nueva lástima, de ver que hombre, que al parecer tenía buen entendimiento, y buen discurso en todas las cosas que trataban, le hubiese perdido tan rematadamente, en tratándole de su negra, y pizraien ta caballería. El Cura le dijo, que tenía mucha razón, en todo cuanto había dicho en favor de las armas, y que él aunque letrado, y graduado, estaba áe su mismo parecer. Acabaron de cenar, levantaron los manteles, y en tanto que la ventera, su hija, y Maritornes aderezaban el camaranchón de don Quixote de la Mancha, donde habían determinado, que aquella noche

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las mujeres solas en él se recogiesen: don Fernando rogó al cautivo, les contase el discurso de su vida, porque no podría ser, sino que fuese pere- grino, y gustoso, según las muestras que había comenzado á dar viniendo en compañía de Zorayda. A lo cual respondió el cautivo, que de muy bue- na gana haría lo que se le mandaba, y que sólo temía, que el cuento no había de ser tal, que les diese el gusto que él deseaba. Pero que con todo eso, por no faltar en obedecerle, le contaría: El Cura, y todos los demás se lo agradecieron, y de nuevo se lo rogaron. Y él viéndose rogar de tantos, dijo: Que no eran menester ruegos, adonde el mandar tenía tanta fuerza. Y así estén vuestras mercedes atentos, y oirán un discurso verdadero, á quien podría ser que no llegasen los mentirosos, que con curioso, y pensa- do artiñcio, suelen componerse. Con esto que dijo, hizo que todos se aco- modasen, y le prestasen un grande silencio, y él viendo que ya callaban, y esperaban lo que decir quisiese, con voz agradable, y reposada comenzó á decir desta manera.

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CAPITULO XXXIX Donde el cautivo cuenta su vida, y sucesos.

En un Lugar de las montañas de León, tuvo principio mi linaje, con quien fué más agradecida, y liberal la naturaleza, que la fortuna. Aunque en la estrecheza de aquellos pueblos, todavía alcanzaba mi padre fama de rico, y verdaderamente lo fuera, si así se diera maña á conservar su ha- cienda, como se la daba en gastarla. Y la condición que tenía de ser libe- ral, y gastador, le procedió de haber sido soldado los años de su juventud. Que es escuela la soldadesca, donde el mezquino se hace franco, y el fran- co pródigo, y si algunos soldados se hallan miserables, son como mons- truos, que se ven raras veces. Pasaba mi padre los términos de la libera- lidad, y rayaba en los de ser pródigo. Cosa que no le es de ningún provecho al hombre casado, y que tiene hijos que le han de suceder en el nombre, y en el ser. Los que mi padre tenía eran tres, todos varones, y todos de edad de poder elegir estado. Viendo pues mi padre, que según él decía, no podía irse á la mano contra su condición, quiso privarse del instrumento, y causa, que le hacía gastador, y dadivoso, que fué privarse de la hacienda, sin la cuál el mismo Alejandro pareciera estrecho. Y así llamándonos un día á todos tres, á solas en un aposento, nos dijo unas razones semejantes á las que ahora diré: Hijos para deciros que os quiero bien, basta saber, y decir, que sois mis hijos, y para entender que os quiero mal, basta saber que no me voy á la mano, en lo que toca á conservar vuestra hacienda. Pues para que entendáis desde aquí adelante, que os quiero como padre, y que no os quiero destruir como padrastro, quiero hacer una cosa con vosotros, que ha muchos días que la tengo pensada, y con madura consideración dispuesta. Vosotros estáis ya en edad de tomar estado, ó á lo menos de elegir ejerci- cio, tal que cuando mayores os honre, y aproveche. Y lo que he pensado, es, hacer de mi hacienda cuatro partes, las tres os daré á vosotros, á cada uno la que le tocare, sin exceder en cosa alguna, y con la otra me quedaré yo, para vivir, y sustentarme los días que el cielo fuere servido de darme de vida. Pero querría, que después que cada uno tuviese en su poder la parte que le toca de su hacienda, siguiese uno de los caminos que le diré. Hay un refrán en nuestra España, á mi parecer muy verdadero, como to-

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dos lo son, por ser sentencias breves, sacadas de la luenga, y discreta ex- periencia, y el que yo digo, dice: Iglesia, ó mar, ó casa Real, como si más claramente dijera. Quien quisiere valer, y ser rico, siga, ó la Iglesia, ó navegue, ejercitando el arte de la mercancía, ó entre á servir á los Keyes en sus casas, porque dicen: Más vale migaja de Rey, que merced de se- ñor. Digo esto, porque querría, y es mi voluntad, que uno de vosotros si- guiese las letras, y el otro la mercancía, y el otro sirviese al Eey en gue- rra, pues es dificultoso entrar á servirle en su casa que ya que la guerra no muchas riquezas, suele dar mucho valor, y mucha fama. Dentro de ocho días os daré toda vuestra parte en dineros, sin defraudaros en un ardite, como lo veréis por la obra. Decidme ahora, si queréis seguir mi parecer, y consejo en lo que os he propuesto, y mandándome á por ser el mayor, que respondiese. Después de haberle dicho que no se deshiciese de la ha- cienda, sino que gastase todo lo que fuese su voluntad, que nosotros éramos mozos para saber ganarla, vine á concluir, en que cumpliría su gusto, y que el mío era seguir el ejercicio de las armas, sirviendo en él á Dios, y á mi Key. El según Jo hermano, hizo los mismos ofrecimientos, y escogió el irse á las Indias, llevando empleada la hacienda que le cupiese. El menor, y á lo que yo creo el más discreto, dijo que quería seguir la Iglesia, ó irse á acabar sus comenzados estudios á Salamanca. Así como acabamos de con- cordarnos, y escoger nuestros ejercicios, mi padre nos abrazó á todos, y con la brevedad que dijo, puso por obra cuanto nos había prometido, y dando á cada uno su parte, que á lo que se me acuerda, fueron cada tres mil du- cados en dinero, porque un nuestro tío compró toda la hacienda, y la pagó de contado, porque no saliese del tronco de la casa. En un mismo día nos despedimos todos tres de nuestro buen padre, y en aquel mismo, parecién- dome á ser inhumanidad, que mi padre quedase viejo, y con tan poca hacienda, hice con él, que de mis tres mil tomase los dos mil ducados, porque á me bastaba con el resto, para acomodarme, de lo que había menester un soldado. Mis dos hermanos movidos de mi ejemplo, cada uno le dio mil ducados. De modo, que á mi padre le quedaron cuatro mil du- cados en dinero, y más de tres mil, que á lo que parece valía la hacienda que le cupo, que no quiso vender, sino quedarse con ella en raíces. Digo en fin, que nos despedimos del, y de aquel nuestro tío que he dicho, no sin mucho sentimiento, y lágrimas de todos, encargándonos, que les hiciése- mos saber todas las veces que hubiese comodidad para ello, de nuestros sucesos, prósperos ó adversos. Prometímoselo, y abranzándonos y echándo- nos su bendición, el uno tomó el viaje de Salamanca, y el otro de Sevilla,

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y yo el de Alicante, donde tuve nuevas que había una nave Genovesa, que cargaba allí lana para Genova. Este hará veinte y dos años, que salí de caía de mi padre, y en todos ellos, puesto que he escrito algunas cartas, no he sabido del, ni de mis hermanos nueva alguna. Y lo que en este discurso de tiempo he pasado, lo diré brevemente. Embarquéme en Alicante, llegué con próspero viaje á Genova, fui desde allí á Milán, donde me acomodé de ar- mas, y de algunas galas de soldado, de donde quise ir á sentar mi plaza al Piamonte, y estando ya de Camino para Alejandría de la Palla, tuve nue- vas que el gran Duque de Alba pasaba á Flandes. Mudé propósito, íuíme con él, servíle en las jornadas que hizo, hálleme en la muerte de los Con- des de Egmont, y de Horn, alcancé á ser Alférez de un famoso Capitán de Guadalajara, llamado Diego de ürbina. Y á cabo de algún tiempo que lle- gué á Flandes, se tuvo nuevas de la liga, que la Santidad del Papa Pío quinto de felice recordación, había hecho con Venecia, y con España, con- tra el enemigo común, que es el turco. El cual en aquel mismo tiempo ha- bía ganado con su armada la famosa isla de Chipre, que estaba debajo del dominio de Venecianos, pérdida lamentable, y desdichada. Súpose cierto que venía por General desta liga el serenísimo don Juan de Austria, her- mano natural de nuestro buen Rey don Felipe. Divulgóse el grandísimo aparato de guerra que se hacía. Todo lo cual me incitó, y conmovió el áni- mo, y el deseo de verme en la jornada que se esperaba: y aunque tenía ba- rruntos, y casi promesas ciertas, de que en \s primera ocasión que se ofre- ciese, sería promovido á Capitán, lo quise dejar todo, y venirme, como rae vine á Italia. Y quiso mi buena suerte, que el señor don Juan de Austria acababa de llegar á Genova, que pasaba á Ñapóles, á juntarse con la arma- da de Venecia, como después lo hizo en Mecina. Digo en fin, que yo me hallé en aquella felicísima jornada, ya hecho Capitán de Infantería, á cuyo honroso cargo me subió mi buena suerte, más q.ie mis merecimientos. Y aquel día, que fué para la Cristiandad tan dichoso, porque en él se des- engañó el mundo, y todas las naciones, del error en que estaban, creyendo que los Turcos eran invencibles por el mar, en aquel día digo, donde que- dó el orgullo, y soberbia Otomana quebrantada, entre tantos venturosos, como allí hubo. Porque más ventura tuvieron los Cristianos que allí mu- rieron, que los que vivos, y vencedores quedaron. Yo sólo fui el desdichado, pues en cambio de que pudiera esperar, si fuera en los Romanos siglos, al- guna naval corona, me vi aquella noche, que siguió á tan famoso día, con cadenas á los pies, y esposas á las manos. Y fué desta suerte, que habiendo el üchalí Rey de Argel, atrevido, y venturoso corsario, embestido, y rendí-

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do la Capitaua de Malta, que solos tres caballeros quedaron vivos en ella, y estos mal heridos, acudió la Capitana de Juan Andrea á socorrerla en la cual yo iba con mi compañía, y haciendo lo que debía en ocasión semejan- te, salté en la galera contraria, la cual desviándose de la que había embes- tido, estorbó que mis soldados me siguiesen, y así me hallé solo entre mis enemigos, á quien no pude resistir por ser tantos, en fin me rindi^^ron lleno de heridas. Y como ya habéis señores oído decir, que el Uchalí se salvó con toda su escuadra, vine yo á quedar cautivo en su poder, y sólo fui el triste entre tantos alegres, y el cautivo entre tantos libres, porque fueron quince mil Cristianos los que aquel día alcanzaron la deseada libertad, que todos venían al remo de la Turquesca armada. Lleváronme á Constantino- pla, donde el gran Turco Selín hizo General de la mar á mi amo, porque había hecho su deber en la batalla, habiendo llevado por muestra de su valor el Estandarte de la religión de Malta. Hálleme el segundo año, que fué el de setenta y dos, en Navarino, bogando en la Capitana de los tres fanales. Vi, y noté la ocasión que allí se perdió, de no coger en el puerto toda la armada Turquesca. Porque todos los Levantes, y Genízaros, que en ella venían, tuvieron por cierto, que les habían de embestir dentro del mismo puerto, y tenían á punt« su ropa, y pasamaques, que son sus zapa- tos, para huirse luego por tierra, sin esperar ser combatidos: tanto era el miedo que habían cobrado á nuestra armada. Pero el cielo lo ordenó de otra manera, no por culpa, ni descuido del General, que á los nuestros regía, sino por los pecados de la Cristiandad: y porque quiere, y permite Dios, que tengamos siempre verdugos que nos castiguen. En efecto, el Uchalí se recogió á Modón, que es una isla que está junto á Navarino, y echando la gente en tierra, fortificó la boca del puerto, y estúvose quedo, hasta que el señor don Juan se volvió. En este viaje se tomó la galera, que se llamaba la Presa, de quien era Capitán un hijo de aquel famoso corsa- rio Barbarroja: tomóla la Capitana de Ñapóles, llamada la Loba, regida por aquel rayo de la guerra, por el padre de los soldados, por aquel ventu- roso, y jamás vencido Capitán don Alvaro de Bazán, Marqués de Santa Cruz. Y no quiero dejar de decir lo que sucedió en la presa de la Presa. Era tan cruel el hijo de Barbarroja, y trataba tan mal á sus cautivos, que así como los que venían al remo vieron que la galera Loba les iba entran- do, y que los alcanzaba, soltaron todos á un tiempo los remos, y asieron de su Capitán, que estaba sobro el estanterol, gritando que bogasen «priesa, y pasándole de banco en banco, de popa á proa, le dieron bocados, que á poco más que pasó del árbol, ya había pasado su ánima al infierno. Tal

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era, como he dicho, la crueldad con que lo3 trataba, y el odio que ellos le teoian. Volvimos á Constantinopla, y el afio siguiente, que fué el de seten- ta, y tres, se supo en ella, como el señor don Juan había ganado á Túnez, y quitando aquel Reino á los Turcos, y puesto en posesión del á Mu ley Hamet, cortando las esperanzas que de volver á reinar en él tenía Muley Hamida, el Moro más cruel, y más valiente que tuvo el mundo. Sintió ma- cho esta pérdida el gran Turco, y usando de la sagacidad que todos los de su casa tienen, hizo paz con Venecianos, que mucho más que él la desea- ban: y el año siguiente de setenta y cuatro, acometió á la Goleta, y al fuer- te, que junto á Túnez había dejado medio levantado el señor don Juan. En todos estos trances andaba yo al remo, sin esperanza de libertad algu- na: á lo menos no esperaba tenerla por rescate, porque tenía determinado de no escribir las nuevas de mi desgracia á mi Padre. Perdióse en fin la Goleta, perdióse el fuerte, sobre las cuales plazas hubo de soldados Turcos, pagados, setenta y cinco mil: y de Moros y Alárabes de toda la África, más de cuatrocientos mil, acompañado este tan gran número de gente con tantas municiones, y pertrechos de guerra, y con tantos gas- tadores, que con las manos, y á puñados de tierra pudieran cubrir la Goleta y el fuerte. Perdióse primero la Goleta, tenida hasta entonces por inexpugnable, y no se perdió por culpa de sus defensores, los cuales hicieron en su defensa todo aquello que debían, y podían, sino porque la experiencia mostró la facilidad con que se podían levantar trincheras en aquella desierta arena, porque á dos palmos se hallaba agua, y los Turcos no la hallaron á dos varas: y así con muchos sacos de arena levantaron las trincheras tan altas, que sobrepujaban las murallas de la fuerza, y ti- rándoles á caballero, ninguno podía parar, ni asistir á la defensa. Fué común opinión, que no se habían de encerrar los nuestros en la Goleta, sino esperar en campaña, al desembarcadero: y los que esto dicen hablan de lejos, y con poca experiencia de casos semejantes: porque si en la Go- leta, y en el fuerte apenas había siete mil soldados, cómo podía t^n poco número (aunque más esforzados fuesen) salir á la campaña, y quedar en las fuerzas, contra tanto como era el de los enemigos? Y cómo es posible dejar de perderse fuerza que no es socorrida, y más cuando la cercan ene- migos muchos, y porfiados, y en su misma tierra. Pero á muchos les pa- reció, y así me pareció á mí, que fué particular gracia, y merced que el cielo hizo á España, en permitir que se asolase aquella oficina, y capa de maldades, y aquella gomia ó esponja, y polilla de la infinidad de dineros que allí sin provecho se gastaban, sin servir de otra cosa, que de conservar

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la memoria de haberla ganado, la felicísima del invictísimo Carlos Quinto, como si fuera menester para hacerla eterna (como lo es, y será) que aque. Has piedras la sustentaran? Perdióse también el fuerte, pero íuéronle ga- nando los Turcos palmo á palmo, porque los soldados que lo defendían pelearon tan valerosa, y fuertemente, que pasaron de veinte, y cinco mil enemigos los que mataron en veinte y dos asaltos generales que les dieron. Ninguno cautivaron sano, de trescientos que quedaron vivos, señal cierta, y clara de su esfuerzo, y valor, y de lo bien que se habían defendido, y guardado sus plazas. Rindióse á partido un pequeño fuerte, ó torre que estaba en mitad del estaño, á cargo de don Juan Zanoguera, caballero Va- lenciano, y famoso soldado. Cautivaron á don Pedro Puertocarrero, Gene- ral de la Goleta, el cual hizo cuanto fué posible, por defender su fuerza, y sintió tanto el haberla perdido, que de pesar murió en el camino de Cons- tantinopla. donde le llevaban cautivo. Cautivaron asimismo al General del Fuerte, que se llamaba, Gabrio Cerbellón, caballero Milanés, grande inge- niero, y valentísimo soldado. Murieron en estas dos fuerzas muclias perso- nas de cuenta, de las cuales fué una. Pagan de Oria, caballero del hábito de San Juan, de condición generoso, como lo mostró la suma liberalidad que usó, con su hermano el famoso Juan Andrea de Oria: y lo que más hizo lastimosa su muerte, fué haber muerto á manos de unos Alárabes, de quien se fió viendo ya perdido el Fuerte, que se ofrecieron de llevarle en hábito de Moro á Tabarca, que es un portezuelo, ó casa que en aquellas riberas tienen los Genoveses, que se ejercitan en la pesquería del coral, los cuales Alárabes le cortaron la cabeza, y se la trajeron al General de la armada Turquesca: el cual cumplió con ellos nuestro refrán Castellano. Que aunque la traición aplace, el traidor se aborrece: y así se dice, que mandó el General ahorcar á los que le trajeron el presente, porque no se le habían traído vivo. Entre los Cristianos que en el Fuerte se perdieron, fué uno llamado don Pedro de Aguilar natural no de qué lugar de An- dalucía, el cual había sido Alférez en el Fuerte, soldado de mucha cuenta, y de raro entendimiento: especialmente tenía particular gracia en lo que llaman Poesía. Dígolo, porque su suerte le trajo á mi galera, y á mi banco, y á ser esclavo de mi mismo Patrón: y antes que nos partiésemos de aquel puerto, hizo este caballero dos Sonetos á manera de. epitafios, el uno á la Goleta, y el otro al Fuerte. Y en verdad que los tengo de decir, porque los de memoria, y creo que antes causarán gusto que pesadumbre. En el punto que el cautivo nombró á don Pedro de Aguilar, don Fernando miró á sus camaradas, y todos tres se sonrieron: y cuando llegué á decir de los

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Sonetos, dijo el uno. Antes que vuestra merced paae adelante, le suplico me diga, qué se hizo ese don Pedro de Aguilar que ha dicho? Lo que es, respondió el cautivo, que al cabo de dos años que estuvo en Constanti- nopla, se huyó en traje de Arnaute, con un griego espía, y no s»'- ^i vino en libertad: puesto que creo que sí, porque de allí á un año vi yo al Griego en Constantinopla, y no le pude preguntar el suceso de aquel viaje. Pues no fué, respondió el caballero, porque ese don Pedro es mi hermano, y está ahora en nuestro lugar, bueno, y rico, casado, y con tres hijos. Gra- cias sean dadas á Dios, dijo el cautivo, por tantas mercedes como le hizo, porque no hay en la tierra, conforme mi parecer, contento que se iguale á alcanzar la libertad, perdida. Y más replicó el caballero, que yo los So- netos que mi hermano hizo. Dígalos pues Vuestra merced, dijo el cautivo, que los sabrá decir mejor que yo. Que me place, respondió el caballero: y el de la Goleta decía así:

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CAPITULO XL Donde se prosigue la historia del cautivo.

SONETO

Almas dichosas que del mortal velo Libres, y exentas, por el bien que obrastes, Desde la baja tierra os levantastes A lo más alto, y lo mejor del cielo.

Y ardiendo en ira, y en honroso celo, De los cuerpos la fuerza ejercitastes Que en propia y sangre agena colorastes El mar vecino, y arenoso suelo.

Primero que el valor, faltó la vida En los cansados brazos, que muriendo Con ser vencidos llevan la victoria.

Y esta vuestra mortal triste caída. Entre el muro, y el hierro os va adquiriendo Fama, que el mundo os da, y el cielo gloria.

Desa misma manera le yo, dijo el cautivo. Pues el del Fuerte, si mal no me acuerdo, dijo el caballero, dice asi.

SONETO

De entre esta tierra estéril, derribada, Destos torreones por el suelo echados, Las almas santas de tres mil soldados, Subieron vivas á mejor morada.

Siendo primero en vano ejercitada La fuerza de sus brazos esforzados, Hasta que al fin de pocos, y cansados. Dieron la vida al filo de la espada.

Y este es el suelo que continuo ha sido De mil memorias lamentables lleno

En los pasados siglos, y presentes.

Mas no más justas de su duro seno Habrán al claro cielo almas subido, Ni aun 1^1 sostuvo cuerpos tan valientes.

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No parecieron mal los Sonetos, y el cautivo se alegró con las nuevas que de su camarada le dieron: y prosiguiendo su cuento, dijo: Rendidos pues la Goleta, y el Fuerte los Turcos dieron orden en desmantelar la Go- leta, porque el Fuerte quedó tal. que no hubo que poner por tierra: y para hacerlo con más brevedad, y menos trabajo, la minaron por tres partes, pero con ninguna se pudo rolar lo que parecía menos fuerte, que eran las murallas viejas: y todo aquello que había quedado en pie de la fortifica- ción nueva, que había hecho el Fratín, con mucha facilidad vino á tierra. En resolución, la armada volvió á Constantinopla, triunfante, y vencedora: y de allí á pocos meses murió mi amo el Uchalí, al cual llamaban üchalí Fartax, que quiere decir en lengua Turquesca, el renegado tinoso, por- que lo era: y es costumbre entre los Turcos, ponerse nombres de alguna falta que tengan, ó de alguna virtud que en ellos haya. Y esto es, porque no hay entre ellos, sino cuatro apellidos de linajes, que descienden de la casa Otomana, y los demás, como tengo dicho, toman nombre, y apellido, ya de las tachas del cuerpo, y ya de las virtudes del ánimo: y este tinoso bogó al remo, siendo esclavo del gran señor catorce aflos, y á má.s de los 34 de su edad renegó, de despecho de que un Turco estando al remo, le dio un bofetón, y por poderse vengar, dejó su fé: y fué tanto su valor, que sin subir por los torpes medios, y caminos que los más privados del gran Turco suben, vino á ser Eey de Argel, y después á ser General de la mar, que es el tercer cargo que hay en aquel señorío. Era Calabrés de nación, y moralmente fué hombre de bien, y trataba con mucha humanidad á sus cautivos, que llegó á tener tres mil, los cuales después de su muerte se re- partieron, como él lo dejó en su testamento, entre el gran señor (que tam- bién es hijo heredero de cuantos mueren, y entra á la parte con los más hijos que deja el difunto) y entre sus renegados: y yo cupe á un renegado^ Veneciano, que siendo grumete de una nave, le cautivó el Uchalí, y le qui- so tanto, que fué uno de los más regalados garzones suyos, y él vino á ser el más cruel renegado que jamás se ha visto. Llamábase Azanaga, y lleg6 á ser muy rico, y á ser Rey de Argel, con el cual yo vine de Constantino- pla algo contento, por estar tan cerca de España, no porque pensase escribir á nadie el desdichado suceso mío, sino por ver si me era más favorable la suerte en Argel que en Constantinopla, donde ya había probado mil maneras de huiíme, y ninguna tuvo sazón, ni ventura: y pensaba en Argel buscar otros medios de alcanzar lo que tanto deseaba, porque jamás me desamparó la esperanza de tener libertad, y cuando en lo que fabricaba, pensaba, y ponía por obra, no correspondía el suceso á la intención, luego sin abandonarme,.

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fingía, y buscaba otra esperanza que me sustentase, aunque fuese débil, y flaca. Con esto entretenía la vida, encerrado en una prisión, ó casa, que los Turcos llaman baño, donde encierran los cautivos Cristianos, así los que son del Rey, como de algunos particulares, y los que llaman del Almacén, que es como decir, cautivos del Concejo, que sirven á la ciudad en las obras públicas que hace, y en otros oficios: y estos tales cautivos tienen muy di- ficultosa su libertad, que como son del común, y no tienen amo particular, no hay con quien tratar su rescate, aunque le tengan. En estos baños, como tengo dicho, suelen llevar á sus cautivos algunos particulares del pueblo, principalmente cuando son de rescate, porque allí los tienen holgados, y seguros, hasta que venga su rescate. También los cautivos del Key, que son de rescate, no salen al trabajo con la demás chusma, sino es cuando se tar- da su rescate, que entonces, por hacerles que escriban por él con más ahin- co les hacen trabajar, y ir por leña con los demás, que es un no pequeño trabajo. Yo pues era uno de los de rescate, que como se supo que era Ca- pitán, puesto que dije mi poca posibilidad, y falta de hacienda, no aprove- chó nada para que no me pusiese en el número de los caballeros, y gente de rescate. Pusiéronme una cadena más por señal de rescate, que por guar- darme con ella, y así pasaba la vida en aquel baño con otros muchos ca- balleros, y gente principal, señalados, y tenidos por de rescate. Y aunque el hambre, y desnudez pudiera fatigarnos á veces, y aun casi siempre, nin- guna cosa nos fatigaba tanto, como oir, y ver á cada paso las jamás vistas, ni oidas crueldades que mi amo usaba con los Cristianos. Cada día ahorca- ba el suyo, empalaba á éste, desorejaba á aquél, y esto por tan poca ocasión, y tan sin ella, que los Turcos conocían que lo hacía no más de por hacerlo, y por ser natural condición suya ser homicida de todo el género humano. Sólo libró bien con él un soldado Español, llamado tal de Saavedra, el cual con haber hecho cosas que quedarán en la memoria de aquellas gentes por muchos años, y todas por alcanzar libertad, jamás le dio palo, ni se loman- do dar, ni le dijo mala palabra: y por la menor cosa de muchas que hizo, temíamos todos que había de ser empalado, y así lo temió él más de una vez: y sino fuera porque el tiempo no da lugar, yo dijera ahora algo de lo que este soldado hizo, que fuera parte para entreteneros, y admiraros, harto mejor que con el cuento de mi historia. Digo pues, que encima del patio de nuestra prisión, caían las ventanas de la casa de un Moro rico, y prin- cipal, las cuales, como de ordinario son las de los Moros, más eran aguje- ros que ventanas, y aun éstas ee cubrían con celosías muy espesas, y apre- tadas. Acaeció pues, que un día estando en un terrado de nuestra prisión,

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con otros tres compañeros, haciendo pruebas de saltar con las cadenas, per entretener el tiempo, estando solos, porque todos los demás Cristianos ha- bían salido á trabajar, alcé acaso los ojos, y vi que por aquellas cerradas ventanillas que he dicho parecía una caña, y al remate della puesto un lien- zo atado, y la cafia se estaba blandeando, y moviéndose, casi como si hiciera señas, que llegásemos á tomarla. Miramos en ello, y uno de los que con- migo estaban, fué á ponerse debajo de la caña por ver si la soltaban, ó lo que hacían: pero así como llegó alzaron la cafia, y la movieron á los dos lados, como si dijeran, no, con la cabeza. Volvióse el Cristiano, y tornáronla á bajar, y hacer los mismos movimientos que primero. Fué otro de mis compañeros, y sucedióle lo mismo que al primero. Finalmente fué el ter- cero, y avínole lo que al primero, y al segundo. Viendo yo esto, no quise dejar de probar la suerte, y así como llegué á ponerme debajo de la caña, la dejaron caer, y dio á mis pies dentro del baño: acudí luego á desatar el lienzo, en el cual vi un nudo, y dentro del venían diez ziafíiys, que son unas monedas de oro bajo, que usan los Moros, que cada una vale por diez reales de los nuestros. Si me holgué con el hallazgo no hay para qué decirlo, pues fué tanto el contento, como la admiración de pensar de donde podía venir- nos aquel bien, especialmente á mí, pues las muestras de no haber querido soltar la cafia sino á mí, claro decían, que á se hacía la merced. Tomé mi buen dinero, quebré la caña, volvíme al terradillo, miré la ventana, y vi que por ella salía una blanca mano, que la abrían, y cerraban muy aprie- sa. Con esto entendimos, ó imaginamos, que alguna mujer que en aquella casa vivía, nos debía de haber hecho aquel beneficio: y en señal de que lo agradecíamos, hicimos zalemas á uso de Moros, inclinando la cabeza, do- blando el cuerpo, y poniendo los brazos sobre el pecho. De allí á poco sa- caron por la misma ventana una pequeña cruz, hecha de cañas, y luego la volvieron á entrar. Esta señal nos confirmó, en que alguna Cristiana debía de estar cautiva en aquella casa, y era la que el bien nos hacia: pero la blancura de la mano y las ajorcas que en ella vimos, nos deshizo este pen- samiento, puesto que imaginamos, que debía de ser Cristiana renegada, á quien de ordinario suelen tomar por legítimas mujeres sus mismos amos, y aun lo tienen á ventura, porque las estiman en más que las de su nación. En todos nuestros discursos, dimos muy lejos de la verdad del caso, y así todo nuestro entretenimiento desde allí adelante, era mirar y tener por norte, á la ventana donde nos había aparecido la estrella de la cafia: pero bien se pasaron quince días en que no la vimos, ni la mano tampoco, ni otra señal alguna. Y aunque en este tiempo procuramos con toda solicitud,

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saber quien en aquella casa vivía, y si había en ella alguna Cristiana reen- gada, jamás hubo quien nos dijese otra cosa, sino que allí vivía un Moro principal, y rico, llamado Agimorato, Alcaide que había sido de la Pata' que es oficio entre ellos de mucha calidad. Mas cuando más descuidados es- tábamos, de que por allí habían de llover más zianiys, vimos á deshora pa- recer la caña, y otro lienzo en ella, con otro nudo más crecido: y esto fué á tiempo que estaba el baño como la vez pasada, solo, y sin gente. Hicimos la acostumbrada prueba, yendo cada uno primero que yo, de los mismos tres que estábamos, pero á ninguno se rindió la caña sino á mí, porque en llegando yo la dejaron caer. Desaté el nudo, y hallé cuarenta escudos de oro Españoles, y un papel escrito en Arábigo, y al cabo de lo escrito hecha una grande cruz. Besé la cruz, tomé los escudos, volvíme al terrado, hicimos todos nuestras zalemas, tornó á parecer la mano, hice señas que leería el papel, cerraron la ventana. Quedamos todos confusos, y alegres con lo sucedido, y como ninguno de nosotros no entendía el Arábigo, era grande el deseo que teníamos de entender lo que el papel contenía, y ma- yor la dificultad de buscar quien lo leyese. En fin yo me determiné de fiar- me de un renegado, natural de Murcia, que se había dado por grande amigo mío, y puesto prendas entre los dos, que le obligaban á guardar el secreto que la encargase: porque suelen algunos renegados, cuando tienen inten- ción de volverse á tierra de Cristianos, traer consigo algunas firmas de cau- tivos principales, en que dan en la forma que pueden, cómo el tal rene- gado es hombre de bien, y que siempre ha hecho bien á Cristianos, y que lleva deseo de huirse en la primera ocasión que se le ofrezca. Algunos hay, que procuran estas fes con buena intención: otros se sirven dellas, acaso, y de industria: que viniendo á robar á tierra de Cristianos, si á dicha se pier- den, ó los cautivan, sacan sus firmas, y dicen, que por aquellos papeles se verá el propósito con que venían, el cual era de quedarse en tierra de Cris- tianos, y que por eso venían en corso con los demás Turcos. Con esto se escapan de aquel primer ímpetu, y se reconcilian con la Iglesia, sin que se les haga daño, y cuando ven la suya, se vuelven á Berbería á ser lo que antes eran. Otros liay que usan destos papeles, y los procuran con buen in- tento, y se quedan en tierra dciCristianos. Pues uno de los renegados que he dicho, era este amigo, el cual tenía firmas de todos nuestros camaradas, donde le acreditábamos cuanto era posible: y si los Moros le hallaran estos papeles, le quemaran vivo. Supe que sabía muy bien Arábigo, y no sola- mente hablarlo sino escribirlo. Pero antes que del todo me declarase con él, le dije, que me leyese aquel papel, que acaso me había hallado en un

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agujero de mi rancho. Abrióle, y estuvo un buen espacio mirándole, y construyéndole, murmurando entre los dientes. Pregúntele, si lo entendía? Díjome, que muy bien, y que si quería que me lo declarase palabra por palabra, que le diese tinta, y pluma, porque mejor lo hiciese. Diraosle lue- go lo que pedía, y él poco á poco lo fué traduciendo: y en acabando, dijo: Todo lo que va aquí en Romance sin faltar letra, es lo que contiene est^ papel Morisco: y hase de advertir, que adonde dice. Lela Maritn, quiere decir, nuestra Señora la Virgen María. Leímos el papel, y decía así.

cCuando yo era niña, tenía mi padre una esclava, la cual en mi lengua me mostró la Zalá Cristianesca, y me dijo muchas cosas de Lela Manen. La Cristiana murió, y yo que no fué al fuego, sino con Alá, porque des- pués la vi dos veces, y me dijo, que me fuese á tierra de Cristianos, á ver á Lela Marien, que me quería mucho. No yo cómo vaya, muchos Cris- tianos he visto por esta ventana, y ninguno me ha parecido caballero, sino tú. Yo soy muy hermosa, y muchacha, y tengo muchos dineros que llevar conmigo. Mira si puedes hacer cómo nos vamos, y serás allá mi marido, si quisieres, y sino quisieres, no se me dará nada, que Lela Marien me dará con quien me case. Yo escribí esto, mira á quién lo das á leer, do te fies de ningún Moro, porque son todos marjuces. üesto tengo mucha pena, que quisiera que no te descubrieras á nadie, porque si mi padre lo sabe, me echará luego en un pozo, y me cubrirá de piedras. En la caña pondré un hilo, ata allí la respuesta: y sino tienes quien te escriba Arábigo, dímelo por señas, que Lela Marien hará que te entienda. Ella, y Alá, te guarde, y esa cruz que yo beso muchas veces, que así me lo mandó la cautiva.»

Mirad, señores, si es razón que las razones deste papel nos admirasen, y alegrasen, y así lo uno, y lo otro fué de manera, que el renegado enten- dió, que no acaso se había hallado aquel papel, sino que realmente á algu- no de nosotros se había escrito, y así nos rogó, que si era verdad lo que sospechaba, que nos fiásemos del, y se lo dijésemos, que él aventuraría su vida por nuestra libertad, y diciendo esto, sacó del pecho un crufijo de metal, y con muchas lágrimas juró por el Dios que aquella imagen repre- sentaba, en quien él, aunque pecador, y malo, bien, y fielmente creía, de guardarnos lealtad, y secreto, en todo cuanto quisiésemos descubrirle, por- que le parecía, y casi adivinaba, que por medio de aquella que aquel papel había escrito, había él, y todos nosotros de tener libertad, y verse él en lo que tanto deseaba, que era reducirse al gremio de la santa Iglesia su ma- dre, de quien como miembro podrido estaba dividido, y apartado por su ig- norancia y pecado. Con tantas lágrimas, y con muestras de tanto arrepen-

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timiento dijo eito el renegado, que todos de un mismo parecer consentimos, y vinimos en declarar la verdad del caso, y así le dimos cuenta de todo, sin descubrirle nada. Mostrárnosle la ventanilla por donde parecía la caña, y él marcó desde allí la casa, y quedó de tener especial, y gran cuidado, de in- formarse quién en ella vivía. Acordamos asimismo, que sería bien respon- der al billete de la Mora: y como teníamos quien lo supiese hacer, luego al momento el renegado escribió las razones que yo le fui notando, que pun- tualmente fueron las que diré, porque de todos los puntos sustanciales que en este suceso me acontecieron, ninguno se me ha ido de la memoria, ni aun se me irá en tanto que tuviere vida. En efecto, lo que á la Mora se le respondió, fué esto.

«El verdadero Alá te guarde, señora mía, y aquella bendita Marien, que es la verdadera Madre de Dios, y es la que te ha puesto en corazón, que te vayas á tierra de Cristianos, porque te quiere bien. Ruégale que se sirva de darte á entender, cómo podrás poner por obra lo que te manda, que ella es tan buena, que hará. De mi parte, y de la de todos estos Cristianos que están conmigo, te ofrezco de hacer por todo lo que pudié- remos, hasta morir. No dejes de escribirme, y avisarme lo que pensares hacer, que yo te responderé siempre, que el grande Alá nos ha dado un Cristiano cautivo, que sabe hablar, y escribir tu lengua, tan bien como lo verás por este papel. Así que sin tener miedo, nos puedes avisar de todo lo que quisieres. A lo que dices, que si fueres á tierra de Cristianos, que has de ser mi mujer, yo te lo prometo, como buen Cristiano: y sabe que los Cristianos cumplen lo que prometen, mejor que los Moros. Alá y Marien su Madre sean en tu guarda, señora mía.»

Escrito, y cerrado este papel, aguardé dos días á que estuviese el baño sólo, como solía, y luego salí al paso acostumbrado del terradillo, por ver si la caña parecía, que no tardó mucho en asomar. Así como la vi, aunque no podía ver quién la ponía, mostré el papel, como dando á entender, que pusiesen el hilo: pero ya venía puesto en la caña, al cual até el papel, y de allí á poco tornó á parecer nuestra estrella con la blanca bandera de paz del atadillo, dejándola caer, y álcela yo, y hallé en el paño en toda suer- te de moneda, de plata, y de oro, más de cincuenta escudos, los cuales cin- cuenta veces más doblaron nuestro contento, y continuaron la esoeranza de tener libertad. Aquella misma noche volvió nuotro renegado, y nos dijo, que había sabido que en aquella casa vivía el misino Moro que á nos- otros nos habían dicho que se llamaba Agimorato, riiiuísiuio por todo ex- tremo, el cual tenía una sola hija, heredera de toda su liacienda; y que era

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comÚH opinión en toda la ciudad, ser la más hermosa mujer de la Berbe- ría: y que muchos de los Virreyes que allí venían la habían pedido por mujer, y que ella nunca se habla querido casar: y que también supo, que tuvo una Cristiana cautiva, que ya se había muerto. Todo lo cual concer- taba con lo que venía en el papel. Entramos luego en consejo con el rene- gado, en qué orden se tendría para sacar á la Mora, y venirnos todos á tierra de Cristianos: y en fin se acordó por entonces, que esperásemos al aviso segundo de Zoraida, que así se llamaba la que ahora quiere llamarse María. Porque bien vimos, que ella, y no otra alguna era la que había de dar medio á todas aquellas dificultades. Después que quedamos en esto, dijo el renegado, que no tuviésemos pena, que él perdería la nda, ó nos pondría en libertad. Cuatro días estuvo el baño con gente, que tué ocasión que cuatro días tardase en parecer la caña: al cabo de los cuales en la acos- tumbrada soledad del baño pareció con el lienzo tan preñado, que un feli- císimo parto prometía. Inclinóse á la caña, y el lienzo, hallé en él otro papel, y cien escudos de oro sin otra moneda alguna. Estaba allí el rene- gado, dímosle á leer el papel dentro de nuestro rancho, el cual dijo que así decía.

«Yo no sé, mi señor, cómo dar orden que nos vamos á España, ni Lela Marien me lo ha dicho, aunque yo se lo he preguntado: lo que se podrá hacer, es, que yo os daré por esta ventana muchísimos dineros de oro, res- cataos vos con ellos, y vuestros amigos, y vaya uno en tierra de Cristianos, y compre allá una barca, y vuelva por los demás, y á me hallará en el jardín de mi padre, que está á la puerta de Babazón, junto á la marina, donde tengo de «star todo este Verano con mi padre, y con mis criados: de allí de noche me podréis sacar sin miedo, y llevarme á la barca. Y mira que has de ser mi marido, porque sino yo pediré á Marien que te castigue. Si no te fías de nadie, que vaya por la barca, rescátate tú, y ve, que yo que volverás mejor que otro, pues eres caballero, y Cristiano. Procura sa- ber el jardín, y cuando te pasees por ahí sabré que está sólo el baño, y te daré mucho dinero. Alá te guarde, señor mío.t

Esto decía, y contenía el segundo papel: lo cual visto por todos, cada uno se ofreció á querer ser el rescatado, y prometió de ir, y volver con toda puntualidad, y también yo me ofrecí á lo mismo: á todo lo cual se opuso el renegado, diciendo, que en ninguna manera consentiría que ninguno sa- liese de libertad, hasta que fuesen todos juntos, porque la experiencia le había mostrado, cuan mal cumplían los libres las palabras que daban en el cautiverio: porque muchas veces habían usado de aquel remedio algunos

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principales cautivos rescatando á uno que fuese á Valencia, ó Mallorca con dineros para poder armar una barca, j volver por los que le habían resca- tado, y nunca habían vuelto: porque de la libertad alcanzada, y el temor de no volver á perderla, les borraba de la memoria todas las obligaciones del mundo. Y en confirmación de la verdad que nos decía, nos contó bre- vemente un caso que casi en aquella misma sazón había acaecido á unos caballeros Cristianos, el más extraño que jamás sucedió en aquellas partes, donde á cada paso suceden cosas de grande espanto, y de admiración. En efecto él vino á decir, que lo que se podía, y debía hacer, era, que el dine- ro que se había de dar para rescatar al Cristiano, que se le diese á él, para comprar allí en Argel una barca, con achaque de hacerse mercader, y tra- tante en Tetuán, y en aquella costa, y que siendo él señor de la barca fá- cilmente se daría traza para sacarlos del baño, y embarcarlos á todos. Cuanto más que si la Mora, como ella decía, daba dineros para rescatarlos á todos, que estando libres era facilísima cosa aun embarcarse en la mitad del día: y que la dificultad que se ofrecía mayor, era, que los Moros no consienten, que renegado alguno compre, ni tenga barca, sino es bajel grande para ir en corso: porque se temen, que el que compra barca, prin- cipalmewte si es Español, no la quiere sino para irse atierra de Cristianos: pero que él facilitaría este inconveniente, con hacer que un Moro Tange- rino fuese á la parte con él en la compañía de la barca, y en la ganancia de las mercancías, y con esta sombra él vendría á ser señor de la barca, con que daba por acabado todo lo demás. Y puesto que á mí, y á mis ca- maradas nos había parecido mejor lo de enviar por la barca á Mallorca, omo la Mora decía, no osamos contradecirle, temerosos que si no hacía- mos lo que él decía, nos había de descubrir, y poner á peligro de perder las vidas, si descubriese el trato de Zoraida, por cuya vida diéramos todos las nuestras: y así determinamos de ponernos en las manos de Dios, y en las del renegado. Y en aquel mismo punto se le respondió á Zoraida, di- ciéndole que haríamos todo cuanto nos aconsejaba, porque lo había adver- tido tan bien, como si Lela Marien se lo hubiera dicho, y que en ella sola estaba dilatar aquel negocio, ó ponerlo luego por obra. Of reámele (1) de

(1) Ofrecimele. Mal interpretado ])or Clemencín, lleva embebida la duplo expresión que él no alcanzó. Debe leerse: Ofrecíme, y ofrecÜc, con lo cual el «r/e» ser tampoco sobra.

Sigamos. Otro dia que acaeció ««» estar solo en el harto Dice este mí- nimo huertano, que acaeció es error por acertó, ó que debe suprimirse la

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Duevo de ser su espuso, y con esto, otro día que acaeció á estar solo el baño, eii diversas veces con la caña, y el paño, nos dio dos mil escudos de oro, y un papel donde decía, que el primer Juma, que es el Viernes, se iba al jardín de ?u padre, y que antes que se fuese nos daría más dinero: y que si aquello no bastase, que se lo avisásemos, que nos daría cuanto le pidiésemos, que su padre tenía tantos, que no le echaríam-^s menos, cuanto más, que ella tenía las llaves de todo. Dimos luego quinientos escudos al renegado, para comprar la barca: cou ochocientos me rescaté yo, dando el dinero á un mercader Valenciano, que á la sazón se hallaba en Argel, el cual me rescató del Rey, tomándome sobre su palabra, diuidola de que con el primer bajel que viniese de Valencia pagaría mi rescate. Porque si lue- go diera el dinero, fuera dar sospechas al Rey que había ¡luiclios días que mi rescate estaba en Argel, y que el mercader por sus granjerias lo había callado. Finalmente, mi amo era tan caviloso, que en ninguna manera me atreví á que luego se desembolsase el dinero. El Jueves antes del Viernes, que la hermosa Zoraida se había de ir al jardín nos dio otros mil escudos, y nos avisó de su partida: rogándome, que si me rescatase supiese luego el jardín de su padre, y que en todo caso buscase ocasión de ir allá, y verla. Bespondíle en breves palabras, que así lo haría, y que tuviese cuidado de encomendarnos á Lela Marien, con todas aquellas oriici'-'nes que la cautiva le había enseñado. Hecho esto, dieron orden en qiu* los tres compañeros nuestros se rescatasen, por facilitar la salida del ban--: y porque viéndome á rescatado, y á ellos no, pues había dinero, se alborotasen, y les persuadiese el diablo que hiciesen alguna cosa en piS-juicio de Zoraida: que puesto que el ser ellos quien eran, me podía asegurar deste temor, con todo eso no quise poner el negocio en aventura, y así los hice rescatar por la misma orden que yo me rescaté, entregando todo A dinero al mercader, para que con certeza, y seguridad, pudiese hacer la fianza: al cual nunca descubrimos nuestro trato, y secreto, por el peligro que había.

«(í>. Si se hubiera percatado de que lo que acaeció fué «ó» otro día de es- tar solo en el baño, se hubiera ahorrado esta mojadura.

Y pues que más adelante enmienda á Cervantes, sustituyendo Morre- nago (que era el nombre del reneíjadó) ])or el adjetivo que expret?a su con- dición, rae veo precisado á decir que reniego de su restauración tanto como de la admiración que sentía por El Manco.

Amexí , amexí á escardar cebollinos! Pronto pedirán para la erec- ción de un monumento.

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CAPITULO XLI Donde todavía prosigue el cautivo su suceso.

No se pasaron quince días, cuando ya nuestro renegado tenía compra- da una muy buena barca, capaz de más de treinta personas: y para asegu- rar su hecho, y darle color, quiso hacer, como hizo, un viaje á un lugar que se llama Sargel, que está treinta leguas de Argel hacia la parte de Oran, en el cual hay mucha contratación de higos pasos. Dos, ó tres veces hizo este viaje en compañía del Tagarino, que había dicho. Tagarino lla- man en Berbería á los Moros de Aragón: y á los de Granada, Mudejares: y en el Reino de Fez llaman á los Mudejares, Elches, los cuales son la gente de quien aquel Rey más se sirve en la guerra. Digo pues, que cada vez que pasaba con su barca daba fondo en una caleta, que estaba no dos tiros de ballesta del jardín donde Zoraida esperaba: y allí muy de propósito se ponía el renegado con los Morillos que bogaban el remo, ó ya á hacer la cala, ó á como por ensayarse de burlas, á lo que pensaba hacer de veras: y así se iba al jardín de Zoraida, y le pedía fruta, y su padre se la daba sin conocerle: y aunque él quisiera hablar á Zoraida, como él después me dijo, y decirle que él era el que por orden mía la había de llevar á tierra de Cristianos, que estuviese contenta, y segura, nunca le fué posible, porque las Moras no se dejan ver de ningún Moro, ni Turco, sino es que su mari- do, ó su padre se lo manden. De Cristianos cautivos se dejan tratar, y co- municar, aun más de aquello que sería razonable: y á me hubiera pe- sado que él la hubiera hablado, que quizá la alborotara, viendo que su negocio andaba en boca de renegados. Pero Dios que lo ordenaba de otra manera no dio lugar al buen deseo que nuestro renegado tenía: el cual viendo cuan seguramente iba, y venía á Sargel, y que daba fondo cuando, y como, y adonde quería, y que el Tagarino su compañero no tenía más vo" luntad de lo que la suya ordenaba, y que yo estaba ya rescatado, y que solo faltaba buscar algunos Cristianos que bogasen el remo, me dijo, que mira- se yo cuales quería traer conmigo fuera de los rescatados, y que los tuviese hablados para el primer Viernes, donde tenía determinado que fuese nues- tra partida. Viendo esto hablé á doce españoles, todos valientes hombres do remo, y de aquellos que más libremente podían salir de la ciudad: y no

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filé poco hallar tantos en aquella coyuntura, porque estaban veinte bajeles en corso, y se habían llevado toda la gente de remo: y éstos no se hallaran, sino fuera que su anrio se quedó aquel Verano sin ir en corso á acabar una galeota que tenía en Astillero. A los cuales no les dije otra cosa, sino que el primer Viernes en la tarde se saliesen uno á uno disimuladamente, y se fuesen la vuelta del jardín de Agimorato, y que allí me aguardasen hasta que yo fuese. A cada uno di este aviso de por sí, con orden, que aunque allí viesen otros Cristianos, no les dijesen, sino que yo les había mandado es- perar en aquel lugar. Hecha esta diligencia, rae faltaba hacer otra, que era la que más me convenía, y era la de avisar á Zoraida en el punto que esta ban los negocios, para que estuviese apercibida, y sobre aviso, que no se sobresaltase, si de improviso la asaltásemos antes del tiempo que ella po- día imaginar, que la barca de Cristianos podía volver. Y así determiné de ir al jardín, y ver si podía hablarla: y con ocasión de cojer algunas yerbas, un día antes de mi partida fui allá, y la primera persona con quien encon- tré fué con su padre, el cual me dijo en lengua que en toda la Berbería, y aun en Constantinopla se halla entre cautivos, y Moros, que ni es Morisca ni Castellana, ni de otra nación alguna, sino una mezcla de todas las len- guas, con la cual todos nos entendemos. Digo pues, que en esta manera de lenguaje me preguntó, que qué buscaba en aquel su jardín, y de quién era. Eespondíle, que era esclavo de Arnaute Mamí (y esto porque sabía yo por muy cierto, que era un grandísimo amigo suyo) y que buscaba de todas yerbas para hacer ensalada. Preguntóme por el consiguiente, si era hombre de rescate, ó no, y que cuánto pedía mi amo por mí. Estando en todas es- tas preguntas, y respuestas, salió de la casa del jardín la bella Zoraida, la cual ya había mucho que me había visto: y como las Moras en ninguna manera hacen melindre de mostrarse á los Cristianos, ni tampoco se es- quivan (como ya he dicho) no se le dio nada de venir adonde su padre con- migo estaba, antes luego cuando su padre vio que venía, y despacio, la lla- mó, y mandó que llegase. Demasiada cosa sería decir yo ahora la mucha hermosura, la gentileza, el gallardo, y rico adorno con que mi querida Zo- raida se mostró á mis ojos: sólo diré, que más perlas pendía de su hermo- sísimo cuello, orejas, y cabellos, que cabellos tenía en la cabeza. En las gargantas de los sus pies, que descubiertas á su usanza traía, traía dos carcajes (que así se llamaban las manillas, ó ajorcas de los pies, en Moris- co) de purísimo oro con tantos diamantes engastados, que ella me dijo des- pués, que su padre los estimaba en diez mil doblas, y las que traía en las muñecas de las manos valían otro tanto. Las perlas eran en gran cantidad,

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y muy buenas, porque la mayor gala, y bizarría de las Moras, es adornar se de ricas perlas, y aljófar: y así hay más perlas, y aljófar entre Moros, que entre todas las demás naciones, y el padre de Zoraida tenía fama de tener muchas, y de las mejores que en Argel había, y de tener asimismo más de doscientos mil escudos Españoles: de todo lo cual era señora esta que ahora lo es mía. Si con todo este adorno podía venir entonces hermo- sa, ó no, por las reliquias que le han quedado en tantos trabajos, se podrá conjeturar cuál debía de ser en las prosperidades? Porque ya se sabe que la hermosura de algunas mujeres tiene días, y sazones, y requiere accidentes para disminuirse, ó acrecentarse: y es natural cosa que las pasiones del ánimo la levanten, ó bajen, puesto que las más veces la destruyen. Digo en fin, que entonces llegó en todo extremo aderezada, y en todo extremo hermosa, ó á lo menos á me pareció serlo la más que hasta entonces había visto: y con esto viendo las obligaciones en que me había putsto, me parecía que tenía delante de una deidad del cielo, venida á la tierra para mi gusto, y para mi remedio. Así como ella llegó, le dijo su padre en su lengua, cómo yo era cautivo de su amigo Arnaute Mamí. y que venía á buscar ensalada. Ella tomó la mano, y en aquella mezcla de lenguas que tengo dicho, me preguntó, si era caballero, y qué era la causa que no me rescataba. Yo le respondí: que ya estaba rescatado, y que en el precio podía echar de ver en lo que mi amo me estimaba, pues había dado por mí, mil y quinientos zoltanís. A lo cual ella respondió. En verdad que si fueras de mi padre, que yo hiciera que no te diera él por otros dos tantos: porque vosotros Cristianos, siempre mentís en cuanto decís: y os hacéis pobres, por engañar á los Moros. Bien podía ser eso señora, le respondí, mas en verdad, que yo la he tratado con mi amo, y la trato, y la trataré con cuantas personas hay en el mundo. Y cuándo te vas, dijo Zoraida? Mañana creo yo, dije: por- que está aquí un bajel de Francia, que se hace mañana á la vela, y pienso irme con él. No es mejor (replicó Zoraida) esperar á que vengan bajeles de España,y irse con ellos, que no con los de Francia, que no son vuestros ami- gos? No respondí yo, aunque si como hay nuevas que viene ya un bajel de España es verdad, todavía yo le aguardaré, puesto que es más cierto el par- tirme mañana, porque el deseo que tengo de verme en mi tierra, y con las personas que bien quiero, es tanto, que no me dejará esperar otra comodi- dad si se tarda, por mejor que sea. Debes de ser sin duda casado en tu tie- rra, dijo Zoraida, y por eso deseas ir á verte con tu mujer? No soy respon- dí yo, casado, mas tengo dada la palabra de casarme en llegando allá. Y es hermosa la dama á quien se la diste, dijo Zoraida? Tan hermosa es, res-

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pondí yo, que para encarecerla, y decirte la verdad, te parece á mucho. Desto se rió muy de veras su padre, y dijo: Guala Cristiano, que debe de ser muy hermosa si se parece á mi hija, que es la más hermosa de todo este lleino? Si no mírala bien, y verás cómo te digo verdad. Servíanos de intérprete á las más destas palabras, y razones, el padre de Zoraida como más ladino, que aunque ella hablaba la bastarda lengua, que como he di- cho allí se usa, más declaraba su intención por señas, que por palabras. Estando en estas, y otras muchas razones, llegó un Moro corriendo, y dijo á grandes voces, y que por las bardas, ó paredes del jardín, habían saltado cuatro Turcos, y andaban cogiendo la fruta, aunque no estaba madura. Sobresaltóse el viejo, y lo mismo hizo Zoraida. Porque es común, y casi natural, el miedo que los Moros á los Turcos tienen, especialmente á los soldados, los cuales son tan insolentes, y tienen tanto imperio sobre los Moros que á ellos están sujetos, que los tratan peor que si fuesen esclavos suyos. Digo pues, que dijo su padre á Zoraida: Hija retírate á la casa, y enciérrate, en tanto que yo voy á hablar á estos canes: y Cristiano bus- ca tus yerbas, y vete en buen hora, y llévete Alá con bien á tu tierra. Yo me incliné, y él se fué á buscar los Turcos, dejándome solo con Zoraida, que comenzó á dar muestras de irse donde su padre la había mandado. Pero apenas él se encubrió con los árboles del jardín, cuando ella volvióse á mi, llenos los ojos de lágrimas, me dijo: Amexí, Cristiano, amexi, que quiere decir: Vaste Cristiano, vaste? Yo la respondí: Señora sí, pero no en ninguna manera sin tí: el primer Juma me aguarda, y no te sobresaltes cuando nos veas, que sin duda alguna iremos á tierra de Cristianos. Yo le dije esto de manera, que ella me entendió muy bien á todas las razones que entrambos pasamos: y echándome un brazo al cuello, con desmayados pasos comenzó á caminar hacia la casa: y quiso la suerte, que pudiera ser muy mala, si el cielo no lo ordenara de otra manera, que yendo los dos de la manera, y postura que os he contado, con un brazo al cuello, su padre que ya volvía de hacer ir á los Turcos, nos vio de la suerte, y manera que Íbamos, y nosotros vimos que él nos había visto, Pero Zoraida advertida, y discreta, no quiso quitar el brazo de mi cuello, antes se llegó más á mi, y puso su cabeza sobre mi pecho, doblando un poco las rodillas, dando cla- ras señales, y muestras que se desmayaba: y yo asimismo di á entender, que la sostenía contra mi voluntad. Su padre llegó corriendo adonde está- bamos, y viendo á su hija de aquella manera le preguntó, que qué tenía: Pero como ella no le respondiese dijo su padre: Sin duda alguna, que con el sobresalto de la entrada de estos canes se ha desmayado, y quitándola

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del mío, la arrimó á su pecho: y ella dando un suspiro, y aún no enjutos los ojos de lágrimas, volvió á decir: Amexí Cristiano, ame.xi: Vete Cris- tiano, vtíte A lo que su padre respondió: No importa hija que el Cristiano se vaya, que ningún mal te ha hecho, y los Tarcos ya son idos: no te so- bresalte cosa alguna, pues ninguna hay que pueda darte pesadum.bre: pues como ya te he dicho, los Turcos á mi ruego se volvieron por donde entra- ron. Ellos, señor, la sobresaltaron como has dicho, dije yo á su padre: mas- pues ella dice, que yo me vaya, no la quiero dar pesadumbre, quédate en paz, y con tu licencia volveré, si fuere menester por yerbas á este jardín, que según dice mi amo, en ninguno las hay mejores para ensalada, que en él. Todas las que quisieres podrás volver, respondió Agimorato, que mi hija no dice esto porque tú, ni ninguno de los Cristianos la enojaban, sino que por decir que los Turcos se fuesen, dijo que te fueses, ó porque ya era hora que buscases tus yerbas. Con esto me despedí al punto de entrambos, y ella arrancándosele el alma (al parecer) se fué con su padre. Y yo con achaque de buscar las yerbas, rodeé muy bien, y á mi placer todo el jar- dín. Miré bien las entradas, y salidas, y la fortaleza de la casa, y la como- didad que se podía ofrecer, para facilitar todo nuestro negocio. Hecho esto, me vine, y di cuenta de cuanto había pasado al renegado, y á mis compañeros: y ya no veía la hora de verme gozar sin sobresalto del bien que en la hermosa, y bella Zoraida la suerte me ofrecía. En fin el tiempo se pasó, y se llegó el día, y plazo de nosotros tan deseado: y siguiendo todos el orden, y parecer, que con discreta consideración, y largo discurso muchas veces habíamos dado, tuvimos el buen suceso que deseábamos. Porque el Viernes, que se siguió al día que yo con Zoraida hablé eu el jardín, Morrenayo al anochecer dio fondo con la barca, casi fronte- ro de donde la hermosísima Zoraida estaba. Ya los Cristianos que liabíau de bogar el remo, estaban prevenidos, y escondidos por diversas partes de todos aquellos alrededores. Todos estaban suspensos y alborozados, aguar- dándome, deseosos ya de embestir con el bajel, que á los ojos tenían; porque ellos no sabían el concierto del Eenegado, sino que pensaban que á fuerza de brazos habían de haber y ganar la libertad, quitando la vida á los Moros que dentro de la barca estaban. Sucedió pues, que así como yo me mostré, y mis compañeros, todos los demás escondidos que nos vieron, se vinieron llegando á nosotros. Esto era ya á tiempo que la Ciudad estaba ya cerrada, y por toda aquella campaña ninguna persona parecía. Como estuvimos juntos, dudamos si seria mejor ir primero por Zoraida^ ó rendir primero á los Moros vagarinos, que bogaban el remo en la bar-

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ca. Y estando en esta duda, llegó á nosotros nuestro Renegado, diciendo- nos, que en qué nos deteníamos, que ya era hora, y que todos sus Moros estaban descuidados, y los más dcllos durmiendo. Dijimosle en lo que re- parábamos, y él dijo, que lo que más importaba, era rendir primero el ba- jel, que se podía hacer con grandísima facilidad, y sin peligro alguno, y que luego podíamos ir por Zoraida. Pareciónos bien á todos lo que decía, y asi sin detenernos más, haciendo él la guía llegamos al bajel, y saltando él dentro primero metió mano á un alfanje, y dijo en Morisco: Ninguno de vosotros se mueva de aquí, sino quiere que le cueste la vida. Ya á este tiempo habían entrado dentro casi todos los Cristianos. Los Moros que eran de poco ánimo, viendo hablar de aquella manera á su Arráez, quedáronse espantados, y sin ninguno de todos ellos echar mano á las armas, que pocas, ó casi ninguna tenían, se dejaron, sin hablar alguna palabra, maniatar de los Cristianos, los cuales con mucha presteza lo hicieron, amenazando á los Moros, que si alzaban por alguna vía, ó manera la voz, que luego al punto los pasarían todos á cuchillo. Hecho ya esto, quedándose en guardia dellos la mitad de los nuestros: los que quedábamos, haciéndonos asimismo el renegado la guía, fuimos al jardín de Agimorato, y quiso la buena suer- te, que llegando á abrir la puerta, se abrió con tanta facilidad, como si ce- rrada no estuviera, y así con gran quietud, y silencio llegamos á la casa sin ser sentidos de nadie. Estaba la bellísima Zoraida aguardándonos á una ventana, y así como sintió gente, preguntó con voz baja, si éramos Niza- rani, como si dijera, ó preguntara, si éramos Cristianos? Yo le respondí, que sí, y que bajase. Cuando ella me conoció, no se detuvo un punto, por- que sin responderme palabra, bajó en un instante: abrió la puerta, y mos- tróse á todos tan hermosa, y ricamente vestida, que no lo acierto é enca- recer. Luego que yo la vi le tomé una mano, y la comencé á besar, y el renegado hizo lo mismo, y mis dos camaradas: y los demás que el caso no sabían, hicieron lo que vieron que nosotros hacíamos, que no parecía «ino que le dábamos las gracias, y la reconocíamos por señora de nuestra liber- tad. El renegado le dijo en lengua Morisca, si estaba su padre en el jardín? Ella respondió que sí, y que dormía. Pues será menester despertarle, re- plicó el renegado, y llevárnosle con nosotros, y todo aquello que tiene de valor en este hermoso jardín. No, dijo ella, á mi padre no se ha de tocar en ningún modo: y en esta casa no hay otra cosa que lo que yo llevo, que es tanto, que bien habrá para que todos quedéis ricos, y contentos: y es- peraos un poco, y lo veréis. Y diciendo esto, se volvió á entrar, diciendo, que de muy presto volvería, que nos estuviésemos quedos, sin hacer nin-

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gún ruido. Pregiintéle al renegado, lo que con ella había pasado: el cual me lo contó, á quien yo dije, que en ninguna cosa se había de hacer más de lo que Zoraida quisiese. La cual ya volvía cargada con un cofrecillo lleno de escudos de oro, tantos, que apenas lo píJdía sustentar. Quiso la mala suerte, que su padre despertase en el ínterin, y sintiese el ruido que andaba en el jardín, y asomándose á la ventana, luego conoció que todos los que en él estaban eran Cristianos, y dando muchas, grandes, y desafo- radas voces, comenzó á decir en Arábigo: Cristianos, Cristianos; ladrones, ladrones: por los cuales gritos nos vimos todos puestos en grandísima, y temerosa confusión. Pero el renegado viendo el peligro en que estábamos, y lo mucho que le importaba salir oon aquella empresa, antes de ser sen- tido, con grandísima presteza subió donde Agimorato estaba: y juntamente con él fueron algunos de nosotros, que yo no osé desamparar á la Zoraida, que como desmayada se había dejado caer en mis brazos: en resolución los que subieron se dieron tan buena maña, que en un momento bajaron con Agimorato, trayéndole atadas las manos, y puestos un pañizuelo en la boca, que no le dejaba hablar palabra, amenazándole que el hablarla le había de costar la vida. Cuando su hija le vio, se cubrió los ojos por no verle, y su padre quedó espantado, ignorando cuan de su voluntad se había puesto ea nuestras manos. Mas entonces siendo más necesarios los pies, con diligen- cia, y presteza nos pusimos en la barca, que ya los que en ella habían que- dado nos esperaban, temerosos de algún mal suceso nuestro. Apenas serían dos horas pasadas de la noche cuando ya estábamos todos en la barca, ea la cual se le quitó al padre de Zoraida la atadura de las manos, y el pan© de la boca: pero tornóle á decir el renegado, que no hablase palabra, que le quitarían la vida: él como vio allí á su hija comenzó á suspirar ternísi- mamente, y más cuando vio que yo estrechamente la tenía abrazada, y que >ella sin defenderse ni quejarse, ni esquivarse, se estaba queda, pero cen codo esto callaba, porque no pusiesen en efecto las muchas amenazas que el Renegado le hacía. Viéndose pues Zoraida ya en la barca, y que quería- mos dar los remos al agua, y viendo allí á su padre, y á los demás Moros que atados estaban, le dijo al Renegado, que me dijese le hiciese merced de soltar á aquellos Moros, y de dar libertad á su padre, porque antes se arrojaría en la mar que ver delante de sus ojos, y por causa suya llevar cautivo á un padre q»ie tanto la había querido. El Renegado me lo dijo, y yo respondí, que era muy contento: pero él respondió, que no convenía, á causa que si allí los dejaban apellidarían luego la tierra, y alborotarían la Ciudad, y serían causa, que saliesen á buscarlos con algunas fragatas lige-

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ras, y les tomasen la tierra, y la mar, de manera que no pudiésemos esca- parnos, que lo que se podría hacer, era, darles libertad en llegando á la primera tierra de Cristianos: en este parecer vinimos todos, y Zoraida, á quien se le dio cuenta, con las causas que nos movían á no hacer luego lo que quería, también se satisfizo, y luego con regocijado silencio, y alegre diligencia cada uno de nuestros valientes remeros tomó su remo, y comen- zamos, encomendándonos á Dios de todo corazón á navegar la vuelta de las Islas de Mallorca, que es la tierra de Cristianos más cerca: pero á cau- sa de soplar uu poco el viento Tramontana, y estar la mar algo picada, no fué posible seguir la derrota de Mallorca, y fuenos forzoso dejarnos ir tierra, á tierra la vuelta de Oran, no sin mucha pesadumbre nuestra, por no ser descubiertos del lugar de Sargel, que en aquella costa cae no más que sesenta millas de Argel: y asimismo temíamos encontrar por aquel paraje alguna galeota de las que de ordinario venían con mercancía de Tetuán, aunque cada uno por sí, y por todos juntos presumíamos, de %ue si se encontraba galeota de mercancía, como no fuese de las que andan en corso, que no sólo no nos perderíamos, mas que tomaríamos bajel donde con más seguridad pudiésemos acabar nuestro viaje. Iba Zoraida, en tanto que se navegaba, puesta la cabeza entre mis manos, por no ver á su padre, y sentía yo que iba llamando á Lela Marien, que nos ayudase. Bien habría- mos navegado treinta millas, cuando nos amaneció, como tres tiros de arcabuz desviados de tierra, toda la cual vimos desierta, y sin nadie que nos descubriese, pero con todo eso nos fuimos á fuerza de brazos entrando un poco en el mar, que ya estaba algo más sosegado, y habiendo entrado casi dos leguas, dióse orden que se bogase á cuarteles en tanto que comía- mos algo, que iba bien proveída la barca, puesto que los que bogaban dijeron que no era aquel tiempo de tomar reposo alguno, que les diesen de comer los que no bogaban, que ellos no querían soltar los remos de las manos en manera alguna. Hízose así, y en esto comenzó á soplar un viento largo que nos obligó á hacer luego vela, y á dejar el remo, y enderezar á Oran por no ser posible poder hacer otro viaje: todo se hizo con mu- cha presteza, y así á Ja vela navegamos por más de ocho millas por hora, sin llevar otro temor alguno, sino el de encontrar con bajel que de corso fuese. Dimos de comer á los Moros vagarinos, y el renegado le& consoló, diciéndoles cómo no iban cautivos, que en la primera ocasión, les darían libertad: lo mismo se lo dijo al padre de Zoraida, el cual res- pondió: Cualquiera otra cosa pudiera yo esperar, y creer de vuestra li- beralidad, y buen término, ó Cristianos, mas el darme libertad, no me

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tengáis por tan simple, que lo imagine, que nunca os pusisteis vosotros al peligro (le quitármela para volverla tan liberalmente, especialmente sabien- do quien soy yo, y el interés que se os puede seguir de dármela, el cual inte- rés si le queréis poner nombre, desde aquí os ofrezco todo aquello que qui- siereis por mi, y por esa desdichada hija mía, ó sino por ella sola, que es la mayor, y la mejor parte de mi alma. En diciendo esto, comenzó á llorar tan amargamente, que á todos nos movió á compasión, y forzó á Zoraida que le mirase, la cual viéndole llorar así, se enterneció, que se levantó de mis pies, y fué á abrazar á su padre, y juntando su rostro con el suyo, comen- zaron los dos tan tierne llanto, que muchos de los que allí íbamos le acom- pañamos en él: pero cuando su padre la vio adornada de fiesta, y con tantas joyas sobre sí, le dijo en su lengua: Qué es esto hija, que ayer al ano- checer, antes que nos sucediese esta terrible desgracia en que nos vemos, te vi con tus ordinarios, y caseros vestidos, y ahora sin que hayas tenido tiempo de vestirte, y sin haberte dado alguna nueva alegre de so- lemnizarla con adornarte, y pulirte te veo compuesta con los mejores ves- tidos que yo supe, y pude darte, cuando nos fué la ventura más favora- ble? Respóndeme á esto, que me tiene más suspenso, y admirado, que la misma desgracia en que me hallo? Todo lo que el Moro decía á su hija, nos lo declaraba el renegado, y ella no le respondía palabra: pero cuando él vio á un lado de la barca el cofrecillo donde ella solía tener sus joyas, el cual sabía bien, que le había dejado en Argel, y no traídole al jardín, quedó más confuso, y preguntóle, que cómo aquel cofre había venido á nuestras manos, y qué era lo que venía dentro? A lo cual el renegado, sin aguardar que Zoraida le respondiese, le respondió: No te canses señor en preguntar á Zoraida tu hija tantas cosas, porque con una que yo te respon- da te satisfaré á todas: y así quiero, que sepas que ella es Cristiana, y es la que ha sido la lima de nuestras cadenas, y la libertad de nuestro cauti- verio, ella va aquí de su voluntad tan contenta, á lo que yo imagino, de verse en este estado, como el que sale de las tinieblas á la luz, de la muer- te á la vida, y de la pena á la gloria. Es verdad lo que este dice hija, dijo el Moro? Así es respondió Zoraida. Que en efecto, replicó el viejo, eres Cristiana, y la que ha puesto á su padre en poder de sus enemigos? A lo cual respondió Zoraida: La que es Cristiana yo soy: pero no la que te ha puesto en este punto, porque nunca mi deseo se extendió á dejarte, ni á hacerte mal, sino á hacerme á bien. Y qué bien es el que te has hecho hija? Eso, pregúntaselo á Lela Marien, que ella te lo sabrá decir mejor que yo. Apenas hubo oído esto el Moro, cuando con una increíble presteza

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se arrojó de cabeza al mar, donde sin ninguna duda se ahogara, si el ves- tido largo, y embarazoso que traía no le entretuviera un poco sobre el agua. Dio voces Zoraida que le sacasen, y asi acudimos luego todos, y asiéndole de la almalafa le sacamos medio ahogado, y sin sentido, de que recibió tanta pena Zoraida, que como si fuera ya muerto hacía sobre él un tierno, y doloroso llanto. Volvímosle boca abajo, volvió mucha agua: tornó en al cabo de dos horas, en las cuales habiéndose trocado el viento nos convi- no volver hacia tierra, y hacer fuerza de remos por no embestir en ella: mas quiso nuestra buena suerte, que llegamos á una cala que se hace al lado de un pequeño promontorio, ó cabo, que de los Moros es llamado el de la Caba Kumia, que en nuestra lengua quiere decir la mala mujer Cris- tiana, y es tradición entre los Moros, que en aquel lugar está enterrada la Caba, por quien se perdió España: porque Caba en su lengua, quiere decir mujer mala, y Rumia Cristiana, y aún tienen por mal agüero llegar allí á dar fondo, cuando la necesidad les fuerza á ello, porque nunca le dan sin ella, puesto que para nosotros no fué abrigo de mala mujer, sino puerto seguro de nuestro remedio, según andaba alterada la mar. Pusimos nues- tras centinelas en tierra, y no dejamos jamás los remos de la mano: comi- mos de lo que el renegado había proveído, y rogamos á Dios, y á nuestra Señora de todo nuestro corazón, que nos ayudase, y favoreciese, para que felizmente diésemos fin á tan dichoso principio. Dióse orden á suplicación de Zoraida como echásemos en tierra á su padre, y á todos los demás Moros que allí atados venían: porque no le bastaba el ánimo, ni lo podían sufrir sus blandas entrañas, ver delante de sus ojos atado á su padre, y aquellos de su tierra presos. Prometímosle de hacerlo así al tiempo de la partida, pues no corría peligro el dejarlos en aquel lugar que era despoblado. No fueron tan vanas nuestras oraciones que no fuesen oidas del cielo, que en nuestro favor luego volvió el viento tranquilo el mar, convidándonos á que torná- semos alegres á proseguir nuestro comenzado viaje. Viendo esto desatamos á los Moros, y uno á uno los pusimos en tierra, de lo que ellos se quedarou admirados: pero llegando á desembarcar al padre de Zoraida, que ya esta- ba en todo su acuerdo, dijo: Porqué pensáis Cristianos que esta mala hem- bra huelga de que me deis libertad? Pensáis que es por piedad que de tiene, no por cierto, sino que lo hace por el estorbo que le dará mi presen- cia, cuando quiera poner en ejecución sus malos deseos, ni penséis que la ha movido á mudar religión, entender ella que la yuestra á la nuestra se aventaja, sino el saber que en vuestra tierra se usa la deshonestidad más libremente que en la nuestra: y volviéndose á Zoraida, teniéndole yo, y otro

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Cristiano de entrambos brazos asido, porque algún desatino no hiciese, le dijo: O infanie moza, y mal aconsejada muchacha, adonde vas ciega, y des- atinada en poder destos perros naturales enemigos nuestros. Maldita sea la hora en que yo te engendré, y malditos sean los regalos, y deleites en que te he criado. Pero viendo yo que llevaba término de no acabar tan pres- to, di priesa á ponerle en tierra, y desde allí á voces prosiguió en sus mal- diciones, y lamentos, rogando á Mahoma rogase i Alá que nos destruyese, confundiese, y acabase: y cuando por habernos hecho á la vela no pudimos oir sus palabras, vimos sus obras, que eran arrancarse las barbas, mesarse los cabellos, y arrastrarse por el suelo: mas una vez esforzó la voz de tal manera que pudimos entender que decía: Vuelve amada hija, vuelve atie- rra que todo te lo perdono, entrega á esos hombres ese dinero que ya es tuyo, y vuelve á consolar á este triste padre tuyo, que en esta desierta arena de- jará la vida si le dejas. Todo lo cual escuchaba Zoraida, y todo lo sen- tía, y lloraba, y no supo decirle, ni responderle palabra, sino: Plega á Alá padre mío, que Lela Marien, que ha sido la causa de que yo sea Cristiana, ella te consuele en tu tristeza. Alá sabe bien que no pude hacer otra cosa de la que he hecho, y que estos Cristianos no deben nada á mi voluntad, pues aunque quisiera no venir con ellos, y quedarme en mi casa, me fuera imposible, según la priesa que me daba mi alma á poner por obra esta que á me parece tan buena, como padre amado la juzgas por mala. Esto dijo á tiempo que ni su padre la oía, ni nosotros ya le veíamos: y así con- solando yo á Zoraida atendimos todos á nuestro viaje, el cual nos le facili- taba el propio viento, de tal manera, que bien tuvimos por cierto de ver- nos otro día al amanecer en las riberas de España: mas como pocas veces, ó nunca viene el bien puro, y sencillo sin ser acompañado, ó seguido de al- gún mal que le turbe, ó sobresalte, quiso nuestra ventura, ó quizá las mal- diciones que el Moro á su hija había echado, que siempre se han de te- mer de cualquier padre que sean: quiso digo, que estando ya engolfados, y siendo ya casi pasadas tres horas de la noche, yendo con la vela tendida de alto abajo, frenillados los remos, porque el próspero viento nos quitaba del trabajo de haberlos menester con la luz de la Luna, que claramente resplandecía, vimos cerca de nosotros un bajel redondo que con todas las velas tendidas, llevando uh poco á orza el timón delante de nosotros, atra- vesaba, y esto tan cerca que nos fué forzoso amainar por no embestirle, y ellos asimismo hicieron fuerza de timón para darnos lugar que pasásemos: habíanse puesto á bordo del bajel á preguntarnos quién éramos, y adonde navegábamos, y de dónde veníamos: pero por preguntarnos esto en lengua

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Francesa, dijo nuestro renegado: Ninguno responda, porque estos sin duda son corsarios Franceses, que hacen á toda ropa: por este advertimiento ninguno respondió palabra, y habiendo pasado un poco delante, que ya el bajel quedaba sotavento, de improviso soltaron dos piezas de artillería, y á lo que parecía ambas venían con cadenas, porque con una cortaron nuestro árbol por medio, y dieron con él, y con la vela en la mar, y al momento disparando otra pieza vino á dar la vela en mitad de nuestra barca, de modo que la abrió toda sin hacer otro mal alguno: pero como nosotros nos vimos ir á fondo, comenzamos todos á grandes voces á pedir socorro, y á rogar á los del bajel que nos acogiesen, porque nos anegábamos: amainaron enton- ces, y echando el esquife, ó barca á la mar, entraron en él hasta doce Fran- ceses bien armados con sus arcabuces, y cuerdas encendidas, y así llegaron junto al nuestro, y viendo cuan pocos éramos, y cómo el bajel se hundía nos recogieron, diciendo, que por haber usado de la descortesía de no respon- derles nos había sucedido aquello. Nuestro renegado tomó el corre de las riquezas de Zoraida, y dio con él en la mar, sin que ninguno echase de ver en lo que hacía: en resolución todos pasamos con los Franceses, los cuales después de haberse informado de todo aquello que de nosotros saber quisie- ron, como si fueran nuestros capitales enemigos, nos despojaron de todo cuanto teníamos, y á Zoraida le quitaron hasta los carcajes que traía en los pies, pero no me daba á tanta pesadumbre la que á Zoraida daban, como me la daba el temor que tenía, de que habían de pasar del quitar de las riquísimas, y preciosísimas joyas, al quitar de la joya que más valía, y ella más estimaba, pero los deseos de aquella gente no se extienden á más que al dinero, y desto jamás se ve harta su codicia, lo cual entonce? llegó á tanto, que aun hasta los vestidos de cautivos nos quitaron, si de algún provecho les fuera: y hubo parecer entre ellos de que á todos nos arrojasen á la mar envueltos en una vela, porque tenían intención de tratar en algu- nos puertos de España, con nombre de que eran Bretones, y si nos lleva- ban vivos serían castigados siendo descubierto su hurto, mas el Capitán que era el que había despojado á mi querida Zoraida, dijo que él se con- tentaba con la presa que tenía, y que no quería tocar en ningún puerto de España, sino irse luego á camino, y pasar el estrecho de Gibraltar de no- che, ó como pudiese, hasta la Rochela de donde había salido, y así toma- ron por acuerdo de darnos el esquife de su navio, y todo lo necesario, para la corta navegación que nos quedaba, como lo hicieron otro día, ya á vista de tierra de España, con la cual vista, y alegría, todas nuestras pesadum- bres, y pobrezas se nos olvidaron de todo punto, como si propiamente no

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liubieran pasado por nosotros, tanto es el gusto de alcanzar la libertad per- dida. Cerca de medio día podría ser, cuando nos echaron en la barca, dán- donos dos barriles de agua, y algún bizcocho, y el Capitán movido no de qué misericordia al embarcarse la hermosísima Zoraida le dio hasta cuarenta escudos de oro, y no consintió que le quitasen sus soldados estos mismos vestidos, que ahora tiene puestos. Entramos en el bajel, dímosles las gracias por el bien que nos hacían, mostrándonos más agradecidos que quejosos: ellos se hicieron á lo largo siguiendo la derrota del estrecho, nos- otros sin mirar á otro Norte, que á la tierra que se nos mostraba delante nos dimos tanta priesa á bogar, que al poner del Sol estábamos tan cerca que bien pudiéramos á nuestro parecer llegar antes que fuera muy noche pero por no parecer en aquella noche la Luna, y el cielo mostrarse oscuro y por ignorar el paraje en que estábamos, nos pareció cosa segura embes tir en tierra, como á muchos de nosotros les parecía, diciendo, que diese mos en ella, aunque fuese en unas peñas, y lejos de poblado, porque así aseguraríamos el temor que de razón se debía tener, que por allí anduvie- sen bajeles de corsarios de Tetuán, los cuales anochecen en Berbería, y amanecen en las Costas de España, y hacen de ordinario presa, y se vuel- ven á dormir á sus casas: pero de los contrarios pareceres, el que se tomó fué, que nos llegásemos poco á poco, y que si el sosiego del mar lo conce- diese, desembarcásemos donde pudiésemos. Hízose así, y poco antes de la media noche sería, cuando llegamos al pie de una disformísima, y alta montaña, no tan junto al mar, que no concediese un poco de espacio, para poder desembarcar cómodamente, embestimos en la arena, salimos todos á tierra, y besamos el suelo, y con lágrimas de alegrísimo contento, dimos todos gracias á Dios Señor nuestro, por el bien tan mcomparable, que nos había hecho en nuestro viaje: sacamos de la barca los bastimentos que tenía, tirámosla en tierra, y subimos un grandísimo trecho en la montaña, porque aun allí estábamos y aun no podíamos asegurar el pecho, ni acabá- bamos de creer que era tierra de Cristianos la que ya nos sostenía. Ama- neció más tarde, á mi parecer, de lo que quisiéramos: acabamos de subir toda la montaña por ver si desde allí algún poblado se descubría, ó algu- nas cabanas de pastores, pero aunque más tendimos la vista, ni poblado ni persona, ni senda, ni camino descubrimos. Con todo esto determinamos de entrarnos la tierra adentro: pues no podría ser menos, sino que presto des- cubriésemos quien nos diese noticia della: pero lo que á más me fati- gaba, era el ver ir á pie á Zoraida per aquellas asperezas, que puesto que alguna vez la puse sobre mis hombros, más le cansaba á ella mi cansan-

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cío, que la reposaba mi reposo, y así nunca más quiso que yo aquel tra- bajo tomase: y con mucha paciencia, y muestras de alegría llevándola yo siempre de la mano, poco menos de un cuarto de legua debíamos de haber andado, cuando llegó á nuestros oídos el son de una pequeña esquila, señal clara que por allí cerca había ganado, y mirando todos con atención si alguno se aparecía, vimos al pie de un alcornoque un pastor mozo, qu© con grande reposo, y descuido estaba labrando un palo con un cuchilllo, dimos voces, y él alzando la cabeza se puso ligeramente en pie, y á lo que después supimos, los primeros que á la vista se le ofrecieron, fueron el Kenegado, y Zoraida, y como él los vio en hábito de Moros, pensó que todos los de la Berbería estaban sobre él, y metiéndose con extraña lige- reza por el bosque adelante comenzó á dar los mayores gritos del mundo, diciendo: Moros, Moros hay en la tierra: Moros, Moros, arma, arma. Con estas voces quedamos todos confusos, y no sabíamos qué hacernos, pero considerando que las voces del pastor habían de alborotar la tierra, y que la caballería de la costa había de venir luego á ver lo que era, acordamos que el renegado se desnudase las ropas de Turco, y se vistiese un gile- co (1) ó casaca de cautivo que uno de nosotros le dio luego, aunque se quedó en camisa, y así encomendándonos á Dios fuimos por el mismo camino, que vimos que el pastor llevaba, esperando siempre cuándo había de dar sobre nosotros la caballería de la costa, y no nos engañó nuestro pensamiento, porque aún no habrían pasado dos horas, cuando habiendo ya salido de aquellas malezas á un llano descubrimos hasta cincuenta caballeros, que con gran ligereza corriendo á media rienda á nosotros se Tenían; y así como los vimos nos estuvimos quedos aguardándolos, pero como ellos llegaron, y vieron, en lugar de los Moros que buscaban, tanto pobre Cristiano, quedaron confusos, y uno dellos nos preguntó si éramos nosotros acaso la ocasión, porque un pastor había apellidado arma: Sí, dije yo, y queriendo comenzar á decirle mi suceso, y de dónde veníamos, y quién éramos: uno de los Cristianos que con nosotros venían conoció al jinete que nos había hecho la pregunta, y dijo sin dejarme á decir más palabra: Gracias sean dadas á Dios, señores, que á tan buena parte nos ha conducido, porque si yo no me engaño, la tierra que pisamos es la de Vé- lez-Málaga, si ya los años de mi cautiverio no me han quitado de la me- moria el acordarme, que vos señor, que nos preguntáis quién somos, sois Pedro de Bustamante tío mío: apenas hubo dicho esto el Cristiano cautivo,

(1) Chaleco.

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cnando el jinete se arrojó del caballo, y vino á abrazar al mozo diciéndole: Sobrino de mi alma, y de mi vida, ya te conozco, y ya te he llorado por muerto, yo, y mi hermana tu madre, y todos los tuyos, que aún viven: y Dios ha sido servido de darles vida, para que gocen el placer de verte: ya sabíamos que estabas en Argel, y por las señales, y muestras de tus vesti- dos, y la de todos los desta compañía comprendo que habéis tenido mila- grosa libertad. Asi es respondió el mozo, y tiempo nos quedará para con- tároslo todo. Luego que los ginetes entendieron que éramos Cristianos cautivos, se apearon de sus caballos, y cada uno nos convidaba con el suyo, para llevarnos á la Ciudad de Vélez-Málaga, que legua, y media de allí es- taba, algunos dellos volvieron á llevar la barca á la Ciudad, diciéndoles dónde la habíamos dejado: otros nos subieron á las ancas: y Zoraida fué en las del caballo del tío del Cristiano. Saliónos á recibir todo el pueblo, que ya de alguno que se había adelantado sabían la nueva de nuestra venida. No se admiraban de ver cautivos libres, ni Moros cautivos, porque toda la gente de aquella costa está hecha á ver los unos, y á los otros, pero admirábanse de la hermosura de Zoraida, la cual en aquel instante, y sazón estaba en su punto, así con el cansacio del camino, como con la alegría de verse ya en tierra de Cristianos, sin sobresalto de perderse, y esto le había sacado al rostro tales colores, que sino es que la afición entonces me engañaba, osara decir, que más hermosa criatura no había en el mundo, á lo menos, que yo la hubiese visto. Fuimos derechos á la Iglesia á dar gracias á Dios por la merced recibida, y así como en ella entró Zoraida, dijo que allí había rostros que se parecían á los de Lela Marien: dijímosle que eran imágenes suyas, y como mejor se pudo le dio el renegado á entender lo que significaban, para que ella las adorase, como si verdaderamente fueran cada una, de ellas la misma Lela Marien, que la había hablado: ella que tiene buen entendimiento, y un natural fácil, y claro entendió luego, cuanto acerca de las imágenes se le dijo. Desde allí nos llevaron, y repartieron á todos en diferentes casas del pue- blo, pero al Eenegado, Zoraida, y á mi nos llevó el Cristiano que vino con nosotros, y en casa de sus padres, que medianamente eran acomoda- dos de los bienes de fortuna, y nos regalaron con tanto amor, como á su mismo hijo. Seis días estuvimos en Vélez, al cabo de los cuales el Eene- gado hecha su información de cuanto le convenía, se fué á la Ciudad de Granada á reducirse por medio de la santa Inquisición, al gremio santísi- mo de la Iglesia, los demás Cristianos libertados se fueron cada uno donde mejor le pareció, solos quedamos Zoraida, y yo con solos los escudos que

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la cortesía del Francés le dio á Zoraida, de los cuales compré este animal en que ella viene, y sirviéndola yo hasta ahora de padre, y escudero, y ne de esposo, vamos con intención de ver si mi padre es vivo, 6 si alguno de mis hermanos ha tenido más próspera ventura, que la mia. Puesto que por haberme kecho el cielo, compañero de Zoraida, me parece, que nin- guna otra suerte me pudiera venir, por buena que fuera, que más la esti- mara. La paciencia con que Zoraida lleva las incomodidades, que la po- breza trac consigo, y el deseo que muestra tener, de verse ya Cristiana, es tanto, y tal, que me admira, y me mueve á servirla todo el tiempo de mi vida. Puesto que el gusto que tengo de verme suyo, y de que ella sea mía, me le turba, y deshace, no saber si hallaré en mi tii^rra algún rincón don- de recogerla, y si habrán hecho el tiempo, y la muerte, tal mudanza en la hacienda, y vida de mi padre, y hermanos, que apenas halle quien me conozca, si ellos faltan. No tengo más señores que deciros de mi historia. La cual si es agradable, y peregrina, júzguenlo vuestros buenos entendi- mientos, que de decir, que quisiera haberlos contado más breve- mente, puesto que el temor de enfadaros, más de cuatro circunstancias me ha quitado de la lengua.

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CAPITULO XLII

Que trata de lo que más sucedió en la venta, y de otras muchas cosas dignas de saberse.

Calló en diciendo esto el cautivo, á quien don Fernando dijo: Por cier- to señor Capitán, el modo con que habéis contado este extraño suceso, ha sido tal, que iguala á la novedad, y extrañeza del mismo caso. Todo es pe- regrino, y raro, y lleno de accidentes, que maravillan, y suspenden, á quien los oye. Y es de tal manera el gusto que hemos recibido, en escucharle, que aunque nos hallara el día de mañana entretenidos en el mismo cuen- to, holgáramos que de nuevo se comenzara. Y en diciendo esto, don Anto- nio, (1) y todos ios demás se le ofrecieron, con todo lo á ellos posible, para servirle, con palabras, y razones tan amorosas, y tan verdaderas, que el Capitán se tuvo por bien satisfecho de sus voluntades. Especialmente le ofreció don Fernando, que si quería volverse con él, que él haría que el Marqués su hermano fuese padrino del Bautismo de Zoraida, y que él por su parte le acomodaría de m.anera, que pudiese entrar en su tierra, con la autoridad, y acomodamiento, que á su persona se debía. Todo lo agrade- ció cortesísimamente el cautivo, pero no quiso aceptar ninguno de sus li- berales ofrecimientos. En esto llegaba ya la noche, y al cerrar della llegó á la venta un coche con algunos hombres de á caballo: pidieron posada, á quien la ventera respondió, que no había en toda la venta un palmo des- ocupado. Pues aunque eso sea, dijo uno de los de á caballo, que habían en- trado, no ha de faltar para el señor Oidor, que aquí viene. A este nombre

(1) «íZon Antonio». Dice Clemencín que la Academia lo corrigió. Pues hizo muy mal, porque al igual que en Dorotea {Teodora), su primera lec- ción es... que no se llamaba ni una cosa ni otra; aunque no exista serio motivo para conceder que alguno de los personajes se llamase así, no ha lugar á tan arbitraria modificación, y más, cuando pasan en silencio que á continuación habla de el Marqués su hermano.

Ahora bien; como el error es intencional, y su aclaración no correspon- de á este estudio (limitado á la andadura Cervantina), en otro se demos- trará que los archiveros aquellos, de que tanta mención se hace en esta mínima historia, no necesitan comer rabos de pasas.

De todo lo cual se infiere, que don Fernando no era Duque; que Ri- cardo podía serlo y, por último, que su hermano bien pudo ser Marqués.

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se turbó la huéspeda, y dijo: Señor lo que en ello hay, es, que no tengo camas, si es que su merced del señor Oidor la trae, que si debe de traer, entre en buen hora, que yo, y mi marido nos saldremos de nuestro aposen- to, por acomodar á su merced. Sea en buen hora, dijo el escudero: pero á este tiempo ya habia salido del coche un hombre, que en el traje mostró luego el oticio, y cargo que tenia, porque la ropa luenga, con las mangas arrocadas, que vestia, mostraron ser Oidor, como su criado había dicho. Traia de la mano una doncella, al parecer de hasta diez, y seis años, ves- tida de camino, tan bizarra, tan hermosa, y tan gallarda, que á todos puso en admiración su vista. De suerte, que á no haber visto á Dorotea, y á Lus- cinda, y á Zoraida, que en la venta estaban, creyeran que otra tal hermo- sura, como la desta doncella, difícilmente pudiera hallarse. Hallóse don Quixote al entrar del Oidor, y de la doncella, y asi como le rió, dijo: Segu- ramente puede vuestra merced entrar, y espaciarse en este castillo, que aunque es estrecho, y mal acomodado, no hay estrecheza, ni incomodidad en el mundo, que no lugar á las armas, y á las letras, y más si las ar- mas, y letras, traen por guía, y adalid á la hermosura, como la traen las letras de vuestra merced, ea esta hermosa doncella, á quien deben no sólo abrirse, y manifestarse los castillos, sino apartarse los riscos, y dividirse, y abajarse las montañas, para darle acogida. Entre vuestra merced, digo, en este paraíso, que aquí hallará estrellas, y soles, que acompañen el cielo, que vuestra merced trae consigo. Aquí hallará las armas en su punto, y la hermosura en su extremo. Admirado quedó el Oidor del razonamiento de don Quixote, á quien se puso á mirar muy de propósito. Y no menos le admiraba su talle, que sus palabras, y sin hallar ningunas con que respon- derle, se tornó á admirar de nuevo, cuando vio delante de si á Luscinda, Dorotea, y á Zoraida, que á las nuevas de los nuevos huéspedes, y á las que la ventera les había dado de la hermosura de la doncella, habían veni- do á verla, y á recibirla. Pero don Fernando, Cardenio, y el Cura, le hicieron más llenos, y más cortesanos ofrecimientos. En efecto, el señor Oidor entró confuso, y asi de lo que veía, como de lo que escuchaba, y las hermosas de la venta dieron la bien Ihgada á la hermosa doncella. (1) En resolución,

(1) las hermosas de la Ve7üa dieron la « hie7i llegada* á la hermosa doncella.

¡Ya hemos llegado! La analogía que le asignan los críticos con bienve- nida, excusa emplear linces para escudriñar su sentido; y á costa de tan pequeño artificio, oculta el nombre de la « Venta de la Bienvenida*, que se en cuentra en el centro del Valle de Alcudia.

Existe una Ermita, para decir misa á los pastores, en determinados

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bien echó de ver el Oidor, que era gente principal toda la que allí estaba. Pero el talle, visaje, y la apostura de don Quixote, le desatinaba, y habiendo pasado entre todos corteses ofrecimientos, y tanteado la comodidad de la venta, se ordenó lo que antes estaba ordenado, que todas las mujeres se entrasen en el camaranchón ya referido, y que los hombres se quedasen fuera, como en su guarda. Y así fué contento el Oidor, que su hija, que era la doncella, se fuese con aquellas señoras, lo que ella hizo de muy buena gana. Y con parte de la estrecha cama del ventero, y con la mitad de la que el Oidor traía, se acomodaron aquella noche mejor de lo que pensaban. El cautivo, que desde el punto que vio al Oidor, le dio saltos el corazón, y ba- rruntos, de que aquél era su hermano, preguntó á uno de los criados, que con él venían, que cómo se llamaba, y si sabía de qué tierra era? El criado le respondió, que se llamaba, el Licenciado Juan Pérez de Viedma, y que había oido decir, que era de un lugar de las Montañas de León. Con esta relación, y con la que él había visto, se acabó de confirmar, de que aquél era su hermano, que había seguido las letras por consejo de su padre. Y alborotado y rentento, (1) llamando aparte á don Fernando, á Cárdenlo y al Cura, les contó lo que pasaba, certificándoles, que aquel Oidor era su her- mano. Habíale dicho también el criado, cómo iba proveído por Oidor á las Indias, en la Audiencia de Méjico. Supo también, cómo aquella doncella era

días del año; hay algunas casas más, para los guardas de los Quintos cu- yos límites convergen allí; y en otra habita el Alcalde del Valle, pedáneo de Almodóvar del Campo, que al propio tiempo es Ventero.

Esta es la que en su novela «Rinconete y Cortadillo» nombra Venta del Alcalde.

(En el cap. II de la Segunda parte, como no ha de menester guardar secreto... Sancho estuvo á dar la «bienvenidas al Bachiller). (1) * ALBOROTADO Y RENTENTO».

Así las escribió Cervantes, pero otros que probablemente sabrían más que él las han sustituido por «alborozado y contento^, y á raí entender resulta una preciosidad este cambio. ¿Quién tendrá razón? Sin discusión, Cervantes.

Dice el Diccionario: Alborotado. El que por mucha viveza obra sin rañejiíón.^^ Alborozado. El que siente alegría, satisfacción y regocijo gran- áe.^=^Rentento. No tiene acepción.

Dice Hamete que el cautivo experimentó una impresión tan grande al hallarse frente á fronte de su hermano, que todo alborotado, es decir, aturdido por tan inopinada sorpresa; más claro: que se le subió la sangre á la cabeza, estuvo retentado de darse á conocer, y para dar tiempo á que se serenase y explorar el ánimo del Oidor, el Cura acudió á retenerle oculto en la habitación inmediata.

Rentento, es una forma libre regional.

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SU hija, de cuyo parto había muerto su madre, y que él habla quedado muy rico con el dote, que con l,a hija se le quedó en casa. Pidióles con^í-jo, qué modo tendría para descubrirse, ó para conocer primero, si después de dea- cubierto, su hermano por verle pobre se afrentaría, ó le recibiría con bue- nas entrañas. Déjeseme á el hacer esa experiencia, dijo el Cura, cuanto más que no hay pensar, sino que vos señor Capitán seréis muy bien reci- bido, porque el valor, y prudencia, que en su buen parecer descubre vues- tro hermano, no da indicios de ser arrogante, ni desconocido, ni que no ha de saber poner los casos de la fortuna en su punto. Con todo eso, dijo el Capitán, yo querría no de improviso, sino por rodeos, dármele á conocer. Ya os digo respondió el Cura, que yo lo trazaré de modo, que todos que- demos satisfechos. Ya en esto estaba aderezada la cena, y todos se senta- ron á la mesa, excepto el cautivo, y las señoras, que cenaron de por si en su aposento. En la mitad de la cena, dijo el Cura: Del mismo nombre de vuestra merced, señor Oidor, tuve yo un camarada en Constantinopla, don- de estuve cautivo algunos años. El cual camarada, era uno de los valientes soldados, y Capitanes, que había en toda la infantería Española. Pero tanto cuanto tenía de esforzado, y valeroso, tenía de desdichado. Y cómo se lla- maba ese Capitán señor mío, preguntó el Oidor? Llamábase, respondió el Cura, Kuypércz de Viedma, y era natural de un lugar de las Montañas de León. El cual me contó un caso, que á su padre con sus hermanos le había sucedido, que á no contármelo un hombre tan verdadero como ól, lo tuvie- ra por conseja, de aquellas que las viejas cuentan el invierno al fuego. Por- que me dijo, que su padre había dividido su hacienda entre tres hijos que tenía, y les había dado ciertos consejos, mejores que los de Catón. Y yo decir, que el que él escogió, de venir á la guerra, le había sucedido tam- bién, que en pocos años por su valor, y esfuerzo, sin otro brazo que el de su mucha virtud, subió á ser Capitán de infantería, y á verse en camino, y predicamento, de ser presto maestre de Campo. Pero fuéle la fortuna con- traria, pues donde la pudiera esperar, y tener buena, allí la perdió, con per- der la libertad, en la felicísima jornada, donde tantos la cobraron, que fué en la batalla de Lepauto. Yo la perdí en la Goleta, y después por diferen- tes sucesos nos hallamos camaradas en Constantinopla. Desde allí vino á Argel, donde que le sucedió uno de los más extraños casos, que en el mundo han sucedido. De aquí fué prosiguiendo el Cura, y con brevedad sucinta contó lo que con Zoraida á su hermano había sucedido. A todo lo cual estaba tan atento el Oidor, que ninguna vez había sido tan oidor como entonces. Sólo llegó el Cura al punto, de cuando los Franceses despojaron

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á los Cristianos que en la barca venían, y la pobreza, y necesidad en que su camarada, y la hermosa Mora había quedado. De los cuales, no había sabido en qué habían parado, ni si habían llegado á España, ó Uevádolos los Franceses á Francia. Todo lo que el Cura decía, estaba escuchando algo de allí desviado el Capitán, y notaba todos los movimientos que su herma- no hacía. El cual, viendo que ya el Cura había llegado al fin de su cuento, dando un grande suspiro, y llenándosele los ojos de agua, dijo: O señor, si supieseis las nuevas que me habéis contado, y cómo me tocan tan en par- te, que me es forzoso dar muestras dello con estas lágrimas, que contra toda mi discreción, y recato, me salen por los ojos. Ese Capitán tan vale- roso que decís, es mi mayor hermano, el cual como más fuerte, y de más altos pensamientos, que yo, ni otro hermano menor mío, escogió el honro- so, y digno ejercicio de la guerra. Que fué uno de los tres caminos, que nuestro padre nos propuso, según os dijo vuestro camarada en la conseja, que á vuestro parecer le oísteis. Yo seguí el de las letras, en las cuales, Dios, y mi diligencia, me han puesto en el grado que me veis. Mi menor hermano, está en el Perú tan rico, que con lo que ha enviado á mi padre y á mí, ha satisfecho bien la parte que él se llevó. Y aun dado á las manos de mi padre, con que poder hartar su liberalidad natural. Y yo asimismo he podido con más decencia, y autoridad tratarme de mis estudios, y lle- gar al puesto en que me veo. Vive aún mi padre muriendo, con el deseo de saber de su hijo mayor, y pide á Dios con continuas oraciones, no cierre la muerte sus ojos, hasta que él vea con vida á los de su hijo. Del cual me maravillo, siendo tan discreto, cómo en tantos trabajos, y aflicciones, ó prósperos sucesos, se haya descuidado de dar noticia de si á su padre, que si él lo supiera, ó alguno de nosotros, no tuviera necesidad de aguardar al milagro de la caña, para alcanzar su rescate. Pero de lo que yo ahora me temo es, de pensar si aquellos Franceses le habrán dado libertad, ó le ha- brán muerto, para encubrir su hurto. Esto todo será, que yo prosiga mi viaje, no con aquel contento con que le comencé, sino con toda melancolía, y tristeza. O buen hermano mío, y quién supiera ahora dónde estás, que yo te fuera á buscar, y á librar de tus trabajos, aunque fuera á costa de los míos. O quién llevara nuevas á nuestro viejo padre, de ^ue tenías vida, aun- que estuvieras en las mazmorras más escondidas de Berbería, que de allí te sacaran sus riquezas, las de mi hermano, y las mías. O Zoraida hermosa y liberal, quién pudiera pagar el bien que á un hermano hiciste, quién pu- diera hallarse al renacer de tu alma, y á las bodas, que tanto gusto á todos DOS dieran. Estas, y otras semejantes palabras decía el Oidor, lleno de tanta

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compasión, con las nuevas que de su hernaano le habían dado, que todos los que le oían, le acompañaban, en dar muestras del sentimiento, que te- nían de su lástima. Viendo pues el Cura, que tan bien había salido con su intención, y con lo que deseaba el Capitán, no quiso tenerlos á todos más tiempo tristes, y así se levantó de la mesa, y entrando donde estaba Zorai- da, la tomó por la mano, y tras ella se vinieron Luscinda, Dorotea, y la hija del Oidor. Estaba esperando el Capitán á ver lo que el Cura quería hacer, que fué, que tomándole á él, asimismo de la otro mano, con entram- bos á dos, se fué donde el Oidor, y los demás caballeros estaban, y dijo: Cesen señor Oidor vuestras lágrimas, y cólmese vuestro deseo, de todo el bien que acertare á desearse, pues tenéis delante á vuestro buen hermano, y á vuestra buena cuñada: éste que aquí veis, es el Capitán Viedma, yésta la hermosa Mora, que tanto bien le hizo. Los Franceses que os dije, los pu- sieron en la estrecheza que veis, para que vos mostréis la liberalidad de vuestro buen pecho. Acudió el Capitán á abrazar á su hermano, y él le puso las manos en los pechos, por mirarle algo más apartado: mas cuando le acabó de conocer, le abrazó tan estrechamente, derramando tan tiernas lágrimas de contento, que los más de los que presentes estaban, le hubie- ron de acompañar en ellas. Las palabras que entrambos hermanos se dije- ron, los sentimientos que mostraron, apenas creo que pueden pensarse, cuanto más escribirse. Allí en breves razones, se dieron cuenta de sus su- cesos, allí mostraron puesta en su punto, la buena amistad de dos herma- nos, allí abrazó el Oidor á Zoraida, allí la ofreció su hacienda, allí hizo que la abrazase su hija, allí la Cristiana hermosa, y la Mora hermosísima renovaron las lágrimas de todos. Allí don Quixote estaba atento, sin ha- blar palabra, considerando estos tan extraños sucesos, atribuyéndolos to- dos á quimeras de la andante caballería. Allí concertaron, que el Capitán, y Zoraida, se volviesen con su hermano á Sevilla, y avisasen á su padre de su hallazgo, y libertad. Para que como pudiese, viniese á hallarse en las bodas, y bautismo de Zoraida, por no serle al Oidor posible, dejar el camino que llevaba á causa de tener nuevas, que de allí á un raes partía la flota de Sevilla á la Nueva España, y fuérale de grande incomodidad perder el viaje. Efl resolución, todos quedaron contentos, y alegres del buen suceso del cautivo, y como ya la noche iba casi en las dos partes de su jornada, acordaron de recojerse, y reposar lo que de ella les quedaba. Don Quixote se ofreció á hacer la guardia del castillo, porque de algún Gigante, ó otro mal andante follón, no fuesen acometidos, codiciosos del gran tesoro de hermosura, que en aquel castillo se encerraba. Agradeció-

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ronselo los que le conocían, y dieron al Oidor cuenta del humor extraño de don Quixote, de que no poco gusto recibió. Sólo Sancho Panza se des- esperaba, con la tardanza del recogimiento, y sólo él se acomodó mejor que todos, echándose sobre los aparejos de su jumento, que le costaron tan caros, como adelante se dirá. Recogidas pues las damas eu su estan- cia, y los demás acomodándose, como menos mal pudieron, don Quixote se salió fuera de la venta á hacer la centinela del castillo, como lo había prometido. Sucedió pues, que faltando poco para venir el alba, llegó á los oídos de las damas, una voz tan entonada, y tan buena, que les obligó á que todas le prestasen atento oído. Especialmente Dorotea, que despierta estaba, á cuyo lado dormía doña Clara de Viedma, que así se llamaba la hija del Oidor, Nadie podía imaginar quién era la persona, que tan bien cantaba, y era una voz sola, sin que la acompañase instrumento alguno. Unas veces les parecía que cantaban en el patio, otras que en la caballe- riza, y estando en esta confusión muy atentas, llegó á la puerta del apo- sento Cárdenlo, y dijo: Quien no duerme escuche, que oirán una voz de un mozo de muías, que de tal manera canta, que encanta. Ya lo oímos señor, respondió Dorotea. Y con esto se fué Cárdenlo, y Dorotea, poniendo toda la atención posible, entendió que lo que se cantaba era esto.

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CAPITULO XLIII

Donde se cuenta la agradable historia del mozo de muías, con otros extraños acontecimientos en la venta sucedidos.

Marinero soy de amor,

Y en su piélago profundo Navego sin esperanza, De llegar á puerto alguno.

Siguiendo voy á una estrella. Que desde lejos descubro, Más bella, y resplandeciente, Que cuantas vio Palinuro.

Yo no adonde me guía,

Y así navego confuso. El alma á mirarla atenta. Cuidadosa, y con descuido.

Recatos impertinentes, Honestidad contra el uso, Son nubes que me la encubren, Cuando más verla procuro.

O clara, y luciente estrella, En cuya lumbre me apuro, Al punto que te me encubras. Será de mi muerte el punto.

Llegando el que cantaba á este punto, le pareció á Dorotea, que no se- ría bien, que dejase Clara de oir una tan buena voz, y así moviéndola á una, y á otra parte, la despertó, diciéndole: Perdóname niña, que te des- pierto, pues lo hago, porque gustes de oir la mejor voz, que quizá habrás oído en toda tu vida. Clara despertó toda soñolienta, y de la primera vez no entendió lo que Dorotea le decía, y volviéndoselo á preguntar ella, se o volvió á decir, por lo cual estuvo atenta Clara. Pero apenas hubo oído dos versos, que el que cantaba iba prosiguiendo, cuando le tomó un tem- blor tan extraño, como á de algún grave accidente de cuartana estuviera

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enferma, y abrazándose estrechamente con Dorotea, le dijo: Ay señora de mi alma, y de mi vida, para qué me despertastes, que el mayor bien que la fortuna me podía hacer por ahora, era tenerme cerrados los ojos, y los oídos, para no ver, ni oír á ese desdichado músico. Qué es lo que dices niña, mira que dicen que el que canta, es un mozo de muías? No es sino señor de lugares, respondió Clara, y el que él tiene en mi alma con tanta seguridad, que si él no quiere dejarle, no le será quitado eternamente. Ad- mirada quedó Dorotea, de las sentidas razones de la muchacha, parecién- dole que se aventajaban en mucho, á la discreción que sus pocos años pro- metían. Y así le dijo: Habláis de modo señora Clara, que no puedo enten- deros: declaraos más, y decidme, qué es lo que decís de alma, y de luga- res, y deste músico, cuya voz tan inquieta os tiene? Pero no me digáis nada por ahora, que no quiero perder por acudir á vuestro sobresalto, el gusto que recibo, de oír al que canta, que me parece que con nuevos ver- sos, y nuevo tono, torna á su canto. Sea en buena hora, respondió Clara, y por no oírle, se tapó con las manos entrambos oídos, de lo que también se admiró Dorotea. La cual estando atenta á lo que se cantaba, vio que proseguían en esta manera.

Dulce esperanza mía. Que rompiendo imposibles, y malezas, Sigues firme la vía, Que misma te finjes, y aderezas. No te desmaye el verte, A cada paso junto al de tu muerte.

No alcanzan perezosos Honrados triunfos, ni victoria alguna, Ni pueden ser dichosos, Los que no contrastando á la fortuna Entregan desvalidos Al ocio blando todos los sentidos.

Que amor sus glorias venda Caras, es gran razón, y es trato justo, Pues no hay más rica prenda. Que la que se quilata por su gusto,

Y es cosa manifiesta.

Que no es de estima lo que poco cuesta.

Amorosas porfías Tal vez alcanzan imposibles cosas,

Y así aunque con las mías

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Sigo de amor las más dificultosae,

No por eso recelo,

De no alcanzar desde la tierra el cielo.

Aquí dio fin la voz, y principio á nuevos sollozos Clara. Todo lo cual encendía el deseo de Dorotea, que deseaba saber la causa de tan suave caoto, y de tan triste lloro. Y así le volvió á preguntar, qué era lo que le quería decir (leñantes? Entonces Clara temerosa, de que Luscinda no la oyese, abrazando estrechamente á Dorotea, puso su boca tan junto del oído de Dorotea, que seguramente podía hablar, sin ser de otro sentida. y así le dijo: Este que canta señora mía, es un hijo de un caballero, natu- ral del Keino de Aragón, señor de dos lugares, el cual vivía frontero de la casa de mi padre en la Corte. Y aunque mi padre tenía las ventanas de su casa, con lienzos en el invierno, y celosías en el verano, yo no lo que fué, ni lo que no, que este caballero que andaba al estudio, me vio, ni si en la Iglesia, ó en otra parte: finalmente, él se enamoró de mí, y me lo dio á entender desde las ventanas de su casa con tantas señas, y con tantr.s lágrimas, que yo le hube de creer, y aun querer, sin saber lo que me quería. Entre las señas que me hacía, era una, de juntarse la una mano con la otra, dándome á entender, que se casaría conmigo, y aunque yo me holga- ría mucho, de que así fuera: como sola, y sin madre, no sabía con quién comunicarlo, y así lo dejé estar, sin darle otro favor, sino era cuando esta- ba mi padre fuera de casa, y el suyo también, alzar un poco el lienzo, ó la celosía, y dejarme ver toda, de lo que él hacía tanta fiesta, que daba seña- les de volverse loco. Llegóse en esto al tiempo de la partida de mi padre, la cual él supo, y no de mí, pues nunca pude decírselo. Cayó malo, á lo que yo entiendo, de pesadumbre, y así el día que nos partimos, nunca pude verle, para despedirme del, siquiera con los ojos. Pero á cabo de dos días que caminábamos, al entrar de una posada en un lugar, una jornada de aquí, le vi á la puerta del mesón, puesto en hábito de mozo de muías, tan al natural, que si yo no le trajera tan retratado en mi alma, fuera im- posible conocerle. Conocíle, admíreme, y alégreme: él me miró á hurto de mi padre, de quien él siempre se esconde, cuando atraviesa por delante de mí, en los caminos, y en las posadas do llegamos. Y como yo quién es, y considero, que por amor de viene á pie, y con tanto trabajo, muérc- me de pesadumbre, y donde él pone los pies, pongo yo los ojos. No con qué intención viene, ni cómo ha podido escaparse de su padre, que le quie- re extraordinariamente, porque no tiene otro heredero, y porque él lo me-

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i'ece, como lo verá vuestra merced, cuando le vea. Y más le decir, que todo aquello que canta, lo saca de su cabeza, que he oído decir que es muy grande estudiante, y Poeta. Y hay más, que cada vez que le veo, ó le oigo cantar, tiemblo toda, y me sobresalto, temerosa de que mi padre le conoz- ca, y venga en conocimiento de nuestros deseos. En mi vida le he hablado palabra, y con todo eso le quiero de manera, que no he de poder vivir sin él. Esto es señora mía, todo lo que os puedo decir deste músico, cuya voz tanto os ha contentado, que en sola ella echaréis bien de ver, que no es mozo de muías, como decís, sino señor de almas, y lugares, como ya os he dicho. No digáis más señora doña Clara, dijo á esta sazón Dorotea, y esto besándola mil veces. No digáis más digo, y esperad que venga el nuevo día, que yo espero en Dios, de encaminar de manera vuestros negocios, que tengan el felice fin, que tan honestos principios merecen. Ay señora, dijo doña Clara, qué fin se puede esperar, si su padre es tan principal, y tan rico, que le parecerá, que aun yo no puedo ser criada de su hijo, cuaa- to más esposa: pues casarme yo á hurto de mi padre, no lo haré por cuanto hay en el mundo. No querría, sino que este mozo se volviese, y me dejase quizá con no verle, y con la gran distancia del camino que llevamos, se me aliviaría la pena que ahora llevo: aunque decir, que este remedio que me imagino, me ha de aprovechar bien poco: no qué diablos ha sido «sto, ni por dónde se ha entrado este amor que le tengo, siendo yo tan muchacha, y él tan muchacho, que en verdad que creo, que somos de uaa edad misma, y que yo no tengo cumplidos diez, y seis años, que para el día de san Miguel que vendrá dice mi padre que los cumplo. No pudo dejar de reírse Dorotea, oyendo cuan como niña hablaba doña Clara; á quien dijo: Reposemos señora, lo poco que creo queda de la noche, y ama- necerá Dios, y medraremos, ó mal me andarán las manos. Sosegáronse con esto, y en toda la venta se guardaba un grande silencio, solamente no dor- mían la hija de la ventera, y Maritornes su criada. Las cuales como ya sabían el humor, de que pecaba don Quixote, y que estaba fuera de la ven- ta, armado, y á caballo, haciendo la guarda, determinaron las dos de ha- cerle alguna burla, ó á lo menos de pasar un poco el tiempo, oyéndole sus disparates.

Es pues el caso, que en toda la venta no había ventana que saliese al campo, sino un agujero de un pajar, por donde echaban la paja por de fue- ra. A este agujero se pusieron las dos semidoncellas, y vieron que don Quixote estaba á caballo, recostado sobre su lanzón, dando de cuando en cuando tan dolientes, y profundos suspiros, que parecía que con cada uno se

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le arrancaba el alma. Y asimismo oyeron que decía con voz blanda, regala- da, y amorosa: O mi señora Dulcinea del Toboso, extremo de toda hermo- sura, fin y remate de la discreción, archivo del mejor donaire, depósito de la honestidad: y últimamente idea de todo lo provechoso, honesto, y delei- table que hay en el mundo, y qué hará ahora la tn merced, si tendrás por ventura las mientes en tu cautivo caballero, que á tantos peligros por sólo servirte, de su voluntad ha querido ponerse? Dame nuevas della, ó Lu- minaria de las tres caras: quizá con envidia de la suya la estás ahora mi- rando, que ó paseándose por alguna galería de sus suntuosos palacios, ó ya puesta de pechos sobre algún balcón, está considerando cómo, salva su honestidad, y grandeza, ha de amansar la tormenta que por ella este mi cuitado corazón padece, qué gloria á de dar á mis penas, qué sosiego á mi cuidado: y finalmente, qué vida á mi muerte, y qué premio á mis servi- cios. Y Sol, que debes de estar apriesa ensillando tus caballos, por ma- drugar, y salir á ver á mi señora, así como la veas, suplicóte que de mi parte la saludes: pero guárdate que al verla, y saludarla, no le des paz en el rostro, que tendré más celos de tí, que los tuviste de aquella ligera ingrata, que tanto te hizo sudar, y correr por los llanos de Tesalia, ó por las riberas de Peneo, que yo me acuerdo bien por donde corriste entonces, celoso, y enamorado. A este punto llegaba entonces don Quixote en su tan lastimero razonamiento, cuando la hija de la ventera le comenzó á cecear, y á decirle: Señor mío, llegúese acá la vuestra merced, si es servido. A cuyas señas, y voz volvió don Quixote U cabeza, y vio á la luz de la Luna, que entonces estaba en toda su claridad, cómo le llamaban del agu- cero que á él le pareció ventana, y aun con rejas doradas, como conviene que las tengan tan ricos castillos, como él se imaginaba que era aquella venta: y luego en el instante se le representó en su loca imaginación, que otro vez como la pasada la doncella hermosa hija de la señora de aquel castillo, vencida de su amor, tornaba á solicitarle; y con este pensamiento, por no mostrarse descortés, y desagradecido, volvió las riecdas á Rocinan- te, y se llegó al agujero, y así como vio á las dos mozas, dijo: Lástima os tengo, hermosa señora, de que hayáis puesto vuestras amorosas mientes en parte donde no es posible corresponderos conforme merece vuestro gran valor, y gentileza, de lo que no debéis dar culpa á este miserable andante caballero, á quien tiene amor imposibilitado de poder entregar su voluntad á otra, que á aquella, que en el punto que sus ojos la vieron, la hizo seño- ra absoluta de su alma. Perdonadme buena señora, y recogeos en vuestro aposento, y no queráis con significarme más vuestros deseos, que yo me

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muestre más desagradecido: y si del amor que me tenéis, halláis en otra cosa con que satisfaceros, que el mismo amor no sea, pedídmela, que yo os juro, por aquella ausente enemiga dulce mía, de dárosla en conti- nente, (l)si bien me pidieseis una guedeja de los cabellos de Medusa, que era todos culebras: ó ya los mismos rayos del Sol, encerrados en una re- doma. No ha menester nada de eso mi señora (señor caballero) dijo á este punto Maritornes. Pues qué ha menester, discreta dueña, vuestra señora, respondió don Quixote? Sola una de vuestras hermosas manos, dijo Mari- tornes, por poder desfogar con ella el gran deseo que á este agujero la ha traído, tan á peligro de su honor, que si su señor padre la hubiera sentido, la menor tajada fuera la oreja. Ya quisiera yo ver eso respondió don Qui- xote, pero él se guardará bien deso, si ya no quiere hacer el más desastra- do fin que padre hizo en el mundo, por haber puesto las manos en los de- licados miembros de su enamorada hija. Parecióle á Maritornes, que sin duda don Quixote daría la mano que le había pedido, y proponiendo en su pensamiento lo que había de hacer, se bajó del agujero, y se fué á la ca- balleriza, donde tomó el cabestro del jumento de Sancho Panza, y con mu- cha presteza se volvió á su agujero, á tiempo que don Quixote se había puesto de pies sobre la silla de Rocinante, por alcanzar á la ventana enre" jada, donde se imaginaba estar la herida doncella: y al darle la mano, dijo: Tomad, señora, esa mano, ó por mejor decir, ese verdugo de los malhe- chores del mundo: tomad esa mano digo, á quien no ha tocado otra de mu- jer alguna, ni aun la de aquella que tiene entera posesión de todo mi cuer- po. No os la doy para que la beséis, sino para que miréis la contestura de sus nervios, la trabazón de sus músculos, la anchura, y espaciosidad de sus venas, de donde sacaréis, qué tal debe de ser la fuerza del brazo que tal mano tiene. Ahora lo veremos, dijo Maritornes, y haciendo una lazada co- rrediza al cabestro se la echó á la muñeca, y bajándose del agujero, ató lo que quedaba al cerrojo de la puerta del pajar muy fuertemente. Don Qui- xote que sintió la aspereza del cordel en su muñeca, dijo: Más parece que vuestra merced me ralla, que no que me regala la mano: no la tratéis tan mal, pues ella no tiene la culpa del mal que mi voluntad os hace, ni es bien que en tan poca parte venguéis el todo de vuestro enojo: mirad que quien quiere bien, no se venga tan mal. Pero todas estas razones de don Quixote, ya no las escuchaba nadie, porque así como Maritornes le ató, ella, y la otra se fueron muertas de risa, y le dejaron asido de manera, que fué imposible

(1) Forma que se usa allí por in continenti.

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soltarse. Estaba pues, como se ha dicho, de pies sobre Rocinante, metido todo el brazo por el agujero, y atado de la muñeca, y al cerrojo de la puer- ta con grandísimo temor, y cuidado, que si Rocinante se desviaba á un cabo, ó á otro, había de quedar colgado del brazo, y así no osaba hacer movimiento alguno: puesto que de la paciencia, y quietud de Rocinante, bien se podía esperar que estaría sin moverse un siglo entero. En resolu- ción viéndose don Quixote atado, y que ya las damas se habían ido, se dio á imaginar que todo aquello se hacía por vía de encantamiento, como la vez pasada, cuando en aquel mismo castillo le molió aquel Moro encantado del harriero: y maldecía entre su poca discreción, y discurso, pues ha- biendo salido tan mal la vez primera de aquel castillo, se había aventurado á entrar en él la segunda: siendo advertimiento de caballeros andantes, que cuando han probado una aventura, y no salido bien con ella, es señal que no está para ellos guardada, sino para otros, y así no tienen necesidad de probarla segunda vez. Con todo esto tiraba de su brazo, por ver si podía soltarse, mas él estaba tan bien asido, que todas sus pruebas fueron en vano. Bien es verdad, que tiraba con tiento, porque Rocinante no se mo- viese: y aunque él quisiera sentarse, y ponerse en la silla, no podía, sino estar en pie, ó arrancarse la mano. Allí fué el desear de la espada de Ama- dís contra quien no tenía fuerza de encantamiento alguno: allí fué el mal- decir de su fortuna: allí fué el exagerar la falta que haría en el mundo su presencia, el tiempo que allí estuviese encantado, que sin duda alguna se había creído que lo estaba. Allí el acordarse de nuevo de su querida Dul- cinea del Toboso: allí fué el llamar á su buen escudero Sancho Panza, que sepultado en sueño, y tendido sobre la albarda de su jumento, no se acor- daba en aquel instante, de la madre que lo había parido: allí llamó á los -sabios Lirgandeo, y Alquife, que le ayudasen, allí invocó á su buena ami- ga Urganda, que le socorriese: y finalmeute, allí le tomó la mañana, tan desesperado, y confuso,^ que bramaba como un toro, porque no esperaba él, que con el día se remediaría su cuita, porque la tenía por eterna, tenién- dose por encantado: y hacíale creer esto, ver que Rocinante, poco, ni mu- cho se movía: y creía que de aquella suerte, sin comer ni beber, ni dormir, habían de estar él, y su caballo, hasta que aquel mal influjo de las estre- llas se pasase, ó hasta que otro más sabio encantador le desencantase. Pero engañóse mucho en su creencia, porque apenas comenzó á amanecer, cuan- do llegaron á la venta, cuatro hombres de á caballo, muy bien puestos, y aderezados, con sus escopetas sobre los arzones. Llamaron á la puerta de la venta, que aún estaba cerrada, con grandes golpes: lo oual visto por don

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Quixote, desde donde aún no dejaba de hacer la centinela, con voz arro- gante, y alta, dijo: Caballeros, ó escuderos, ó quienquiera que seáis, no tenéis para qué llamar á las puertas deste castillo, que asaz de claro está, que á tales horas, ó los que están dentro duermen, ó no tienen por costum- bre de abrirse las fortalezas, hasta que el Sol esté extendido por todo el suelo: desviaos afuera, y esperad que aclare el día, y entonces veremos si será justo, 6 no, que os abran. Qué diablos de fortaleza ó castillo es este, dijo uno, para obligarnos á guardar esas ceremonias: si sois el ventero, mandad que os abran, que somos caminantes, que no queremos más de dar cebada á nuestras cabalgaduras, y pasar adelante, porque vamos de priesa. Pareceos caballeros que tengo yo talle de ventero, respondió don Quixote? No de qué tenéis talle, respondió el otro, pero que decís disparates en llamar castillo á esta venta. Castillo es replicó don Quixote, y aun de los mejores de toda esta provincia: y gente tiene dentro, que ha tenido cetro en la mano, y corona en la cabeza. Mejor fuera al revés, dijo el caminante, el cetro en la cabeza, y la corona en la mano, y será, si á mano viene, que debe de estar dentro alguna compañía de representantes, de los cuales es tener á menudo esas coronas, y cetro que decís; porque en una venta tan pequeña, y adonde se guarda tanto silencio como esta, no creo yo que se alojan personas dignas de corona y cetro. Sabéis poco del mundo, replicó don Quixote, pues ignoráis los casos que suelen acontecer en la caballería andante. Cansábanse los compañeros que con el pregun- tante venían, del coloquio que con don Quixote pasaba, y así tornaron á llamar con grande furia, y fué de modo, que el ventero despertó, y aun todos cuantos en la venta estaban, y así se levantó á preguntar quién lla- maba. Sucedió en este tiempo, que una de las cabalgaduras en que venían los cuatro que llamaban, se llegó á oler á Rocinante, que melancólico, y triste, con las orejas caídas, sostenía sin moverse, á su estirado señor, y como en tin era de carne, aunque parecía de leño, no pudo dejar de resen- tirse, y tornar á oler á quien lo llegaba á hacer caricias: y asi no se hubo movido tanto cuanto, cuando se desviaron los juntos pies de don Quixote, y resbalando de la silla, dieran con él en el suelo, á no quedar colgado del brazo: cosa que le causó tanto dolor, que creyó, ó que la muñeca le corta- ban, ó que el brazo se le arrancaba, porque él quedó tan cerca del suelo, que con los extremos de las puntas de los pies besaba la tierra, que era en su perjuicio, porque como sentía lo poco que le faltaba para poner las plantas en la tierra, fatigábase, y estirábase cuanto podía, por alcanzar al suelo, bien así como los que están en el tormento de la garrucha puestos

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á toca no toca, que ellos mismos son causa de acrecentar su dolor con el ahinco que ponen en estirarse, engañados de la esperanza que se les repre- senta que con poco más que se estiren llegarán al suelo.

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CAPITULO XLIV Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta

En efecto, fueron tantas las voces que don Quixote dio, que abriendo de presto las puertas de la venta, salió el ventero despavorido, á ver quién tales gritos daba: y los que estaban fuera hicieron lo mismo. Maritornes, que ya había despertado á las mismas voces, imaginando lo que podía ser, se fué al pajar, y desató sin que nadie lo viese, el cabestro que á don Qui- xote sostenía, y él dio luego en el suelo, á Aista del ventero, y de los cami- nantes, que llegándose á él le preguntaron, qué tenía, que tales voces daba? El sin responder palabra, se quitó el cordel de la muñeca, y levantándose en pie, subió sobre Rocinante, embrazó su adarga, enristró su lanzón, y tomando buena parte del campo, volvió á medio galope, diciendo: Qual- quiera que dijere que yo he sido con justo título encantado, como mi seño- ra la Princesa Micomicona, me licencia para ello, yo le desmiento, le reto, y desafío á singular batalla. Admirados se quedaron los nuevos cami- nantes de las palabras de don Quixote, pero el ventero les quitó de aquella admiración, diciéndoles, que era don Quixote, y que no había que hacer caso del, porque estaba fuera de juicio. Preguntáronle al ventero, si acaso había llegado á aquella venta un muchacho, de hasta edad de quince años, que venía vestido como de mozo de muías, de tales, y tales señas, dando las mismas que traía el amante de doña Clara. El ventero respondió, que había tanta gente en la venta, que no había echado de ver en el que pre- guntaban. Pero habiendo visto uno dellos el coche donde había venido el Oidor, dijo: Aquí debe de estar sin duda, porque éste es el coche que él dicen que sigue quédese uno de nosotros á la puerta, y entren los demás á buscarle: y aun sería bien, que uno de nosotros rodease toda la venta, porque no se fuese por las bardas de los corrales. Así se hará, respondió uno dellos, y entrándose los dos dentro, uno se quedó á la puerta, y el otro se fué á rodear la venta: todo lo cual veía el ventero, y no sabía atinar para qué se hacían aquellas diligencias, puesto que bien creyó que buscaban aquel mozo cuyas señas le habían dado. Ya á esta sazón aclaraba el día, y así por esto, como por el ruido que don Quixote había hecho, estaban todos des piertos, y se levantaban, especialmente doña Clara, y Dorotea, que la una

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con sobresalto de tener tan cerca á su amante, y la otra con el deseo de verle, habían podido dormir bien mal aquella noche. Don Quixote que vio que ninguno de los cuatro caminantes hacía caso del, ni le respondía á su demanda, moría, y rabiaba de despecho, y saña: y si él hallara en las orde- nanzas de su caballería que lícitamente podía el caballero andante, toraari y emprender otra empresa, habiendo dado su palabra, y fé, de no ponerse en ninguna, hasta acabar la que había prometido, él embistiera con todos, y les hiciera responder mal de su grado. Pero por parecerle no convenirle bien comenzar nueva empresa, hasta poner á Micomicona en su Reino, hubo de callar, y estarse quedo, esperando á ver en qué paraban las diligenciaa de aquellos caminantes: uno de los cuales halló al mancebo que buscaba, durmiendo al lado de un mozo de muías, bien descuidado de que nadie, ni le buscase, ni menos de que le hallase. El hombre le trabó del brazo, y le dijo: Por cierto señor don Luis, que responde bien á quien vos sois el hábito que tenéis, y que dice bien la cama en que os hallo al regalo con que vues- tra madre os crió. Limpióse el mozo los soñolientos ojos, y miró despacio al que le tenía asido, y luego conoció que era criado de su padre, de que recibió tal sobresalto, que no acertó, ó no pudo hablarle palabra por un buen espacio: y el criado prosiguió, diciendo: Aquí no hay que hacer otra cosa, señor don Luis, sino prestar paciencia, y dar la vuelta á casa, si ya vuestra merced no gusta, que su padre, y mi señor la al otro mundo, porque no se puede esperar otra cosa de la pena con que queda por vuestra ausencia. Pues cómo supo mi padre, dijo don Luis, que yo venía este ca- mino, y en este traje? Un estudiante, respondió el criado, á quien diste cuenta de vuestros pensamientos, fué el que lo descubrió, movido á lásti- ma, de las que vio que hacía vuestro padre, al punto que os echó menos, y así despachó á cuatro de sus criados en vuestra busca, y todos esta- mos aquí á vuestro servicio, más contentos de lo que imaginarse puede, por el buen despacho con que tornaremos, llevándoos á los ojos que tanto os quieren. Eso será como yo quisiere, ó como el cielo ordenare, respondió don Luis. Qué habéis de querer, ó qué ha de ordenar el cielo, fuera de con- sentir en volveros, porque no ha de ser posible otra cosa? Todas estas ra- zones que entre los dos pasaban, oyó el mozo de muías, junto á quien don Luis estaba, y levantándose de allí fué á decir lo que pasaba á don Fer- nando, y á Cardenio, y á los demás, que ya visto se habían: á los cuales dijo, cómo aquel hombre llamaba de don'á, aquel muchacho, y las razones que pasaban, y cómo le quería volver á casa de su padre, y el mozo no quería: y con todo esto, y con lo que del sabían de la buena voz que el

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cielo le había dado, vinieron todos en gran deseo de saber más particular- mente quién era, y aun de ayudarle, si alguna fuerza le quisiesen hacer, y así se fueron hacia la parte donde aún estaba hablando, y porfiando con su criado. Salió en esto Dorotea de su aposento, y tras ella doña Clara, toda turbada, llamando Dorotea á Cárdenlo aparte, le contó en breves razones la historia del músico, y de doña Clara: á quien él también dijo lo que pa- saba, de la venida á buscarle los criados de su padre, y no se lo dijo tan callando, que lo dejase de oir doña Clara, de lo que quedó tan fuera de sí, que si Dorotea no llegara á tenerla, diera consigo en el suelo. Cárdenlo dijo á Dorotea, que le volviesen al aposento, que él procuraría poner remedio en todo, y ellas lo hicieron. Ya estaban todos los cuatro que venían á buscar á don Luis dentro de la venta, y rodeados del, persuadiéndole, que luego sin detenerse un punto, volviese á consolará su padre. El respondió, que en nin- guna manera lo podía hacer, hasta dar fin aun negocio en que le iba la vida, la honra, y el alma. Apretáronle entonces los criados, diciéndols, que en ningún modo se volverían sin él, y que le llevarían, quisiese, ó no quisie- se. Esto no haréis vosotros, replicó don Luis, sino es llevándome muerto: aunque de cualquiera manera que me llevéis, será llevarme sin vida. Ya á esta sazón habían acudido á la porfía todos los más que en la venta esta- ban, especialmente Cárdenlo, don Fernando, sus camaradas, el Oidor, el Cura, el barbero, y don Quixote, que ya le pareció que no había necesidad de guardar más el castillo. Cárdenlo, como ya sabía la historia del mozo, preguntó á los que llevarle querían, que qué les movía á querer llevar con- tra su voluntad aquel muchacho? Muévenos, respondió uno de los cuatro, dar la vida á su padre, que por la ausencia deste caballero, queda á peli- gro de perderla. A esto dijo don Luis: No hay para qué se cuenta aquí de mis cosas, yo soy libre, y volveré, y si me diese gusto, y sino ninguno de vosotros me ha de hacer fuerza. Harásela á vuestra merced la razón, respondió el hombre, y cuando ella no bastare con V. m. bastará con nos- otros para hacer á lo que venimos, y lo que somos obligados. Sepamos qué es esto, de raíz, dijo á este tiempo el Oidor. Pero el hombre, que lo conoció, como vecino de su casa, respondió: No conoce V. m. señor Oidor á este caballero, que es el hijo de su vecino, el cual se ha ausentado de casa de su padre en el hábito tan indecente á su calidad, como V. m. puede ver? Miróle entonces el Oidor más atentamente, y conocióle, y abrazándole, dijo: Qué niñerías son éstas señor don Luis, ó qué causas tan poderosas, que os hayan movido á venir desta manera, y en este traje, que dice tan mal con la calidad vuestra? Al mozo se le vinieron las lágrimas á los ojos.

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y no pudo responder palabra al Oidor. Dijo á los cuatro, que se sosegasen que todo se haría bien, y tomando por la mano á don Luis, le apartó á una parte, y le preguntó, qué venida habia sido aquella. Y en tanto, que le ha- cía esta, y otras preguntas, oyeron grandes voces á la puerta de la venta, y era la causa dellas, que dos huéspedes que aquella noche habían alojado en ella, viendo á toda la gente ocupada en saber lo que los cuatro busca- ban, habían intentado irse sin pagar lo que debían, mas el ventero que atendía más á su negocio que á los ajenos, les asió al salir de la puerta, y pidió su paga, y les afeó su mala intención con tales palabras, que les mo- vió á que le respondiesen con los puños: y así le comenzaron á dar tal mano, que el pobre ventero tuvo necesidad de dar voces, y pedir socorro. La ventera, y su hija, no vieron á otro más desocupado para poder soco- rrerle, que á don Quixote, á quien la hija de la ventera dijo: Socorra vues- tra merced, señor caballero, por la virtud, que Dios le dio, á mi pobre padre, que dos malos hombres le están moliendo como á cibera. A lo cual respondió don Quixote muy despacio, y con mucha flema: Hermosa don- cella, no ha lugar por ahora vuestra petición, porque estoy impedido de entremeterme en otra aventura en tanto que no diere cima á una en que mi palabra me ha puesto: mas lo que yo podré hacer por serviros, es lo que ahora diré: Corred, y decid á vuestro padre, que se entretenga en esa batalla lo mejor que pudiere, y que no se deje vencer en ningún modo, en tanto que yo pido licencia á la Princesa Micomicona, para poder socorrerle en su cuita, que si ella me la da, tened por cierto que yo le sacaré della: Pecadora de dijo á esto Maritornes, que estaba delante: primero que V. m. alcance esa licencia que dice, estará ya mi señor en el otro mundo. Dadme vos, señora, que yo alcance la licencia que digo, respondió don Quixote, que como yo la tenga, poco hará al caso, que él esté en el otro mundo, que de allí le sacaré á pesar del mismo mundo que lo contradiga, ó por lo menos, os daré tal venganza de los que allá le hubieren enviado, que quedéis más que medianamente satisfechas. Y sin decir más, se fué á poner de hinojos ante Dorotea, pidiéndole con palabras caballerescas, y andantescas, que la su grandeza fuese servida de darle licencia de acorrer, y socorrer al Castellano de aquel castillo, que estaba puesto en una grave mengua. La Princesa se la dio de buen talante: y él luego, embrazando su adarga, y poniendo mano á su espada, acudió á la puerta de la venta, adon- de aún todavía traían los dos huéspedes á mal traer al ventero, pero así como llegó embazó, y se estuvo quedo, aunque Maritornes, y la ventera le decían que en qué se detenía, que socorriese á su señor, y marido. Deten-

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gome, dijo don Quixote, porque no me es lícito poner mano á la espada contra gente escuderil: pero llamadme aqui á mi escudero Sancho, que á él toca, y atañe esta defensa, y venganza. Esto pasaba en la puerta de la venta, y en ella andaban las puñadas, y mojicones muy en su punto, todo en daño del ventero, y en rabia de Maritornes, la ventera, y su hija, que se desesperaba de ver la cobardía de don Quixote, y de lo mal que lo pasaba su marido, señor, y padre. Pero dejémosle aquí, que no fal- tará quien le socorra, ó sino sufra, y calle el que se atreve á más de á lo que sus fuerzas le prometen, y volvámonos atrás cincuenta pasos, á ver qué fué lo que don Luis respondió al Oidor, que le dejamos aparte, preguntán- dole la causa de su venida á pie, y de tan vil traje vestido: lo cual el mozo, asiéndole fuertemente de las manos, como en señal de que algún gran do- lor le apretaba el corazón, y derramando lágrimas en grande abundancia, le dijo: Señor mío, yo no deciros otra cosa, sino que desde el punto que quiso el cielo, y facilitó nuestra vecindad, que yo viese á mi señora doña Clara, hija vuestra, y señora mía, desde aquel instante la hice dueño de mi voluntad: y si la vuestra, verdadero señor, y padre mío, no lo impide, en este mismo día ha de ser mi esposa. Por ella dejé la casa de mi padre, y por ella me puse en este traje para seguirla, dondequiera que fuese, como la saeta al blanco, ó como el marinero al Norte. Ella no sabe de mis deseos, más de lo que ha podido entender de algunas veces que desde lejos ha vis- to llorar mis ojos. Ya señor sabéis la riqueza, y la nobleza de mis padres, y como yo soy único heredero: si os parece que estas son partes para que os aventuréis á hacerme en todo venturoso, recibidme luego por vuestro hijo: que si mi padre, llevado de otros designios suyos, no gustare deste bien que yo supe buscarme, más fuerza tiene el tiempo para deshacer, y mudar las cosas, que las humanas voluntades. Calló en diciendo esto el enamorado mancebo, y el Oidor quedó en oírle suspenso, confuso, y admi- rado, así de haber oído el modo, y la discreción con que don Luis le había descubierto su pensamiento, como de verse en punto que no sabía el que poder tomar en tan repentino, y no esperado negocio: y así no respondió otra cosa, sino que se sosegase por entonces, y entretuviese á sus criados, que por aquel día no le volviesen, porque se tuviese tiempo para conside- rar lo que mejor á todos estuviese. Besóle las manos por fuerza don Luis, y aun se las bañó con lágrimas, cosa que pudiera enternecer un corazón de mármol, no sólo el del Oidor, que como discreto ya había conocido cuan bien le estaba á su hija aquel matrimonio: puesto que si fuera posible, lo quisiera efectuar con voluntad del padre de don Luis, del cual sabía, que

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preteDdia hacer de titulo á su hijo. Yaá esta sazóo estaban en paz los hués- pedes con el ventero, pues por persuasión, y buenas razones de don Quixo- te, más que por amenazas, le habían pagado todo lo que él quiso, y los criados de don Luis aguardaban el fín de la plática del Oidor, y la resolu- ción de su amo, cuando el demonio que no duerme, ordenó, que en aquel mismo punto entró en la venta el barbero á quien don Quixote quitó el yelmo de Mambrino, y Sancho Panza los aparejos del asno que trocó con los del suyo: el cual barbero, llevando su jumento á la caballeriza vio á San- cho Panza que estaba aderezando no qué de la albarda, y asi como la vio la conoció, y se atrevió á arremeter á Sancho, diciendo: A don ladrón, que aquí os tengo, venga mi bacía, y mi albarda con todos mis aparejo» que me robastes. Sancho que se vio acometer tan de improviso, y oyó los vituperios que le decían, con la una mano asió de la albarda, y con la otra dio un mojicón al barbero, que le bañó los dientes en sangre: pero no por esto dejó el barbero la presa que tenía hecha en la albarda, antes alzó la voz de tal manera, que todos los de la venta acudieron al ruido, y penden- cia, y decía: Aquí del Rey, y de la justicia, que sobre cobrar mi hacieada me quiere matar este ladrón salteador de caminos. Mentís, respondió San- cho, que yo no soy salteador de caminos, que en buena guerra ganó mi se- ñor don Quixote estos despojos. Ya estaba don Quixote delante con mucho contento de ver cuan bien se defendía, y ofendía su escudero, y túvole des- de allí adelante por hombre de pro, y propuso en su corazón de armarle caballero en la primera ocasión que se le ofreciese, por parecerle que sería en él bien empleada la orden de la caballería. Entre otras cosas que el bar- bero decía en el discurso de la pendencia, vino á decir: Señores asi esta al- barda es mía, como la muerte que debo á Dios, y así la conozco, como si la hubiera parido, y ahí está mi asno en el establo que no me dejará men- tir, sino pruébensela, y sino le viniere pintiparada, yo quedaré por infame: y hay más, que el mismo día que ella se me quitó, me quitaron también una bacía de azófar nueva que no se había estrenado, que era señora de un escudo. Aquí no se pudo contener don Quixote sin responder, y poniéndose entre los dos, y apartándoles, depositando la albarda en el suelo, que la tuviese de manifiesto, hasta que la verdad se aclarase, dijo: Porque vean vuestras mercedes clara, y manifiestamente el error en que está este buen escudero, pues llama bacía á lo que fué, es, y será, el yelmo de Mambrino, el cual se lo quité yo en buena guerra, y me hice señor del con legítima, y lícita posesión, en lo del albarda no me entremeto, que lo que en ello sa- bré decir, es, que mi escudero Sancho me pidió licencia para quitar los

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jaeces del caballo deste vencido cobarde, y con ellos adornar el suyo, yo se la di, y él los tomó, y de haberse convertido de jaez en albarda, no sabré dar otra razón, sino es la ordinaria, que como esas transformaciones se ven en los sucesos de la caballería: para confirmación de lo cual corre Sancho hijo, y saca aquí el yelmo que este buen hombre dice ser bacía. Pardiez señor, dijo Sancho, sino tenemos otra prueba de nuestra intención, que la que vuestra merced dice, tan bacía es el yelmo de Mambrino, como el jaez deste buen hombre albarda. Haz lo que te mando replicó don Quixote, que no todas las cosas deste castillo han de ser guiadas por encantamiento. Sancho fué á do estaba la bacía, y la trajo, y asi como don Quixote la vio la tomo en las manos, y dijo: Miren vuestras mercedes con qué cara podía decir este escudero que ésta es bacía, y no el yelmo que yo he dicho: y juro por la orden de caballería que profeso, que este yelmo fué el mismo que yo le quité, sin haber añadido en él, ni quitado cosa alguna. En eso no hay duda, dijo á esta sazón Sancho, porque desde que mi señor le ganó hasta ahora, no ha hecho con él más de una batalla, cuando libró á los sinventu- ra encadenados, y sino fuera por este baciyelmo no lo pasara entonces muy bien, porque hubo asaz de pedradas en aquel trance.

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CAPITULO XLV

Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mambrino, y de la albarda, y otras aventuras su- cedidas con toda verdad.

Qué les parece á vuestras mercedes, señores dijo el barbero, de lo que- afirman estos gentiles hombres, pues aún porfían que ésta no es bacía, sino jelmo? Y quien lo contrario dijere, dijo don Quixote, le haré jo conocer que miente si fuere caballero, y si escudero, que remiente mil veces. Nues- tro barbero que á todo estaba presente como tenía tan bien conocido el humor de don Quixote, quiso esforzar su desatino, y llevar adelante la burla, para que todos riesen: y dijo hablando con el otro barbero: Señor barbero, ó quién sois, sabed que yo también soy de vuestro oficio, y tengo más ha de veinte años carta de examen: y conozco muy bien de todos los instrumentos de la barbería, sin que le falte uno, y ni más ni menos fui un tiempo en mi mocedad soldado, y también qué es yelmo, y qué es mo- rrión, y celada de encaje, y otras cosas tocantes á la milicia, digo á los gé- neros de armas de los soldados: y digo salvo mejor parecer, remitiéndome- siempre al mejor entendimiento, que esta pieza que está aquí delante, que este buen señor tiene en las manos, no sólo no es bacía de barbero, pero- está tan lejos de serlo, como está lejos lo blanco de lo negro, y la verdad de la mentira; también digo, que éste aunque es yelmo, no es yelmo ente- ro. No por cierto, dijo don Quixote, porque le falta la mitad que es la ba- bera. Así es, dijo el Cura, que ya había entendido la intención de su ami- go el barbero, y lo mismo confirmó Cárdenlo, don Fernando, y sus cama- radas, y aun el Oidor, sino estuviera tan pensativo con el negocio de don Luis, ayudara por su parte á la burla: pero las veras de lo que pensaba le tenían tan suspenso, que poco, ó nada atendía á aquellos donaires. Válga- me Dios, dijo á esta sazón el barbero burlado, qué es posible, que tanta gente honrada diga, que esta no es bacía, sino yelmo: cosa parece ésta qiie puede poner en admiración á toda una Universidad por discreta que sea. Basta, si es que esta bacía es yelmo, también debe de ser esta albarda jaez de caballo, como este señor ha dicho. A mi albarda me parece, dijo don Quixote, pero ya he dicho que en eso no me entremeto de que sea albarda.

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Ó jaez. Dijo el Cura, no está en más de decirlo el señor don Quixote, que en estas cosas de la caballería todos estos señores, y yo le damos la ven- taja. Por Dios señores míos, dijo don Quixote, que son tantas, y tan extra- ñas las cosas que en este castillo, en dos veces que en él he alojado, me han sucedido, que no me atreva á decir afirmativamente ninguna cosa, de lo que acerca de lo que en él se contiene, se preguntare, porque imagino que cuanto en él se trata va por vía de encantamiento: la primera vez me fatigó mucho un Moro encantado que en él hay, y á Sancho no le fué muy bien con otros sus secuaces, y anoche estuve colgado deste brazo casi dos horas, sin saber cómo, ni cómo no vine á caer en aquella desgracia. Así que ponerme yo ahora en cosa de tanta confusión á dar mi parecer, será caer en juicio temerario: en lo que toca á lo que dicen que esta es bacía, y no yelmo, ya yo tengo respondido, pero en lo de declarar si esa es albar- da, ó jaez, no me atrevo á dar sentencia definitiva, sólo lo dejo al buen pa- recer de vuestras mercedes, que quizá por no ser armados caballeros, como yo lo soy, no tendrán que ver con vuestras mercedes los encantamientos deste lugar, y tendrán los entendimientos libres, y podrán juzgar de las cosas deste castillo como ellas son, real, y verdaderamente, y no como á mi me parecían. No hay duda, respondió á esto don Fernando, sino que el señor don Quixote ha dicho muy bien hoy, que á nosotros toca la defini- ción deste caso: y porque vaya con más fundamento, yo tomaré en secreto los votos destos señores, y de lo que resultare daré entera, y clara noticia. Para aquellos que la tenían del humor de don Quixote, era todo esto ma- teria de grandísima risa: pero para los que la ignoraban les parecía el ma- yor disparate del mundo, especialmente á los cuatro criados de don Luis, y á don Luis, ni más, ni menos, y á otros tres pasajeros que acaso habían llegado á la venta que tenían parecer de ser cuadrilleros, como en efecto lo eran: pero el que más se desesperaba era el barbero, cuya bacía allí de lante de sus ojos se la había vuelto en yelmo de Mambrino, y cuya albar- da pensaba sin duda alguna, que se le había de volver en jaez rico de caba- llo, y los unos, y los otros se reían de ver cómo andaba don Fernando to- mando los votos de unos en otros, hablando al oído, para que en secreto declarasen si era albarda, ó jaez aquella joya, sobre quien tanto se habla peleado: y después que hubo tomado los votos de aquellos que á don Qui- xote conocían, dijo en alta voz: El caso es buen hombre, que ya yo estoy cansado de tomar tantos pareceres, porque veo que á ninguno pregunto lo que deseo saber, que no me diga, que es disparate el decir que ésta sea albarda de jumento, sino jaez de caballo, y aun de caballo castizo, y así

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habréis de tener paciencia, porque á vuestro pesar, y al de vuestro asno éste es jaez, y no albarda, y vos habéis alegado, y probado muy mal de vuestra parte. No la tenga yo en el cielo dijo el sobreharbero, si todas vuestras mercedes no se engafian, y que así parezca mi ánima ante Dios, como ella me parece á mi albarda, y no jaez; pero allá van leyes, etc. y no digo más, y en verdad que no estoy borracho, que no me he desayunado, si de pecar no. No menos causaban risa las necedades que decía el barbe- ro, que los disparates de don Quixote: el cual á esta sazón dijo: Aquí do hay más que hacer, sino que cada uno tome lo que es suyo, y á quien Dios se la dio San Pedro se la bendiga. Uno de los cuatro dijo: Si ya no es que esto sea burla pensada, no me puedo persuadir que hombres de tan buen entendimiento como son, ó parecen todos los que aquí están, se atrevan á decir, y afirmar que ésta no es bacía, ni aquélla albarda, mas como veo que lo afirman, y lo dicen, me doy á entender que no carece de misterio el porfiar una cosa tan contraria de lo que nos muestra la misma verdad, y la misma experiencia: porque voto á tal, y arrojóle redondo, que no me den á mi á entender cuantos hoy viven en el mundo al revés de que esta no sea bacía de barbero, y ésta albarda de asno. Bien podría ser de borri- ca, dijo el Cura. Tanto monta, dijo el Criado, que el caso no consiste en eso, sino en si es, ó no es albarda, como vuestras mercedes dicen. Oyendo esto uno de los cuadrilleros que habían entrado, que habían oído la pen- dencia, y cuestión, lleno de cólera, y enfado, dijo: Tan albarda es como mi padre, y el que otra cosa ha dicho, ó dijere, debe de estar hecho una uva. Mentís, como bellaco villano, respondió don Quixote, y alzando el lanzón, que nunca le dejaba de las manos, le iba á descargar tal golpe sobre la cabeza, que á no desviarse el cuadrillero se le dejara allí tendido: el lanzón se hizo pedazos en el suelo, y los demás cuadrilleros que vieron tratar mal á su compañero alzaron la voz pidiendo favor á la santa Hermandad. El ventero que era de la cuadrilla entró al punto por su varilla, y por su espada, y se puso al lado de sus compañeros: los criados de don Luis rodearon á don Luis, porque con el alboroto no se les fuese. El barbero viendo la casa revuelta tornó á asir de su albarda, y lo mismo hizo Sancho. Don Quixote puso mano á su espada, y arremetió á los cuadrilleros, don Luis daba voces á sus criados que le dejasen á él y acorriesen á don Quixote, y á Cárdenlo, y á don Fernando, que todos favorecían á don Quixote. El Cura daba voces: la ventera gritaba, su hija se afligía. Maritornes lloraba, Dorotea estaba confusa, Luscinda suspensa, y doña Clara desmayada. El barbero aporrea- ba á Sancho, Sancho molía al barbero: don Luis, á quien un criado suyo se

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atrevió á asirle del brazo, porque no se fuese, le dio una puñada, que le bañó los dientes en sangre, el Oidor le defendía: don Fernando tenía debajo de sus pies á un cuadrillero midiéndole el cuerpo con ellos muy á su sabor. El ventero tornó á reforzar la voz, pidiendo favor á la santa Hermandad: de modo que toda la venta era llantos, voces, gritos, confusiones, temores, so- bresaltos, desgracias, cuchilladas, mojicones, palos, coces, y efusión de san- gre: y en la mitad deste caos, máquina, y laberinto de cosas se le representó en la memoria de don Quixote, que iba metido de hoz, y de coz en la discor- dia del campo de Agramante: y así dijo con voz que atronaba la venta: Tén- ganse todos, todos envainen, todos se sosieguen, óiganme todos, si todos quie- ren quedar con vida. A cuya gran voz todos se pararon, y él prosiguió, dicien- do: No os dije yo señores que este castillo era encantado, y que alguna región de demonios debe de habitar en él? en confirmación de lo cual quiero que veáis por vuestros ojos cómo se ha pasado aquí, y trasladado entre nosotros la discordia del campo de Agramante: mirad cómo allí se pelea por la es- pada: aquí por el caballo, acullá por el águila, acá por el yelmo, y todos pe- leamos, y todos no nos entendemos: venga pues vuestra merced señor Oidor, y vuestra merced señor Cura, y el uno sirva de Key Agramante, y el otro de Key sobrino, y póngannos en paz, porque por Dios todopoderoso, que es gran bellaquería que tanta gente principal como aquí estamos se mate por causas tan livianas: los cuadrilleros que no entendían el frasis de don Qui- xote, y se veían mal parados de don Fernando, Cárdenlo, y sus cama- radas no querían sosegarse, el barbero sí, porque en la pendencia tenia des- hechas las barbas, y la albarda: Sancho á la más mínima voz de su amo obedeció, como buen criado: los cuatro criados de don Luis también se es- tuvieron quedos, viendo cuan poco les iba en no estarlo, sólo el ventero porfiaba, que se habían de castigar las insolencias de aquel loco que á cada paso le alborotaba la venta: finalmente el rumor se apaciguó por entonces, la albarda se quedó por jaez hasta el día del juicio, y la bacía por yelmo, y la venta por castillo en la imaginación de don Quixote. Puestos pues ya en sosiego, y hechos amigos todos, á persuasión del Oidor, y del Cura, vol- vieron los criados de don Luis á porfiarle que al momento se viniese cod ellos; y en tanto que él con ellos se avenía, el Oidor comunicó con don Fer- nando, Cárdenlo, y el Cura, qué debía hacer en aquel caso, contándosela con las razones que don Luis le había dicho, en fin fué acordado que don Fernando dijese á los criados de don Luis quién él era, y cómo era su gus- to, que don Luis se fuese con él á Andalucía, donde de su hermano el Marqués seria estimado como el valor de don Luis merecía, porque desta

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manera se sabía de Ja intención de don Luis que no volvería por aquella vez á los ojos de su padre si le hiciesen pedazos. Entendida pues de los cuatro la calidad de don Fernando, y la intención de don Luis, determina ron entre ellos, que los tres se volviesen á contar lo que pasaba á su padre, y el otro se quedase á servir á don Luis, y á no dejarle hasta que ellos volviesen por él, ó viese lo que su padre les ordenaba: desta manera se apa- ciguó aquella máquina de pendencias, por la autoridad de Agramante, y prudencia del Key Sobrino: pero viéndose el enemigo de la concordia, y el émulo de la paz menospreciado, y burlado, y el poco fruto que había gran- geado de haberlos puesto á todos en tan confuso laberinto, acordó de pro bar otra vez la mano resucitando nuevas pendencias, y desasosiegos. Es pues el caso, que los cuadrilleros se sosegaron por haber entreoído la cali- dad de los que con ellos se habían combatido, y se retiraron de la penden- cia por parecerles que de cualquiera manera que sucediese habían de llevar lo peor de la batalla: pero uno de ellos que fué el que fué molido, y patea- do por don Fernando, le vino á la memoria, que entre algunos mandamien- tos que traía para prender á algunos delincuentes, traía uno contra don Quixote, á quien la santa Hermandad había mandado prender por la liber- tad que dio á los galeotes, y como Sancho con mucha razón había temido; imaginando pues esto, quiso certificarse si las señas que de don Quixot* traía, venían bien, y sacando del seno un pergamino topó con el que bus- caba, y poniéndosele á leer despacio, porque no era buen lector, á cada pa- labra que leía, ponía los ojos en don Quixote, y iba cotejando las señas del mandamiento con el rostro de don Quixote, y halló que sin duda alguna era, el que el mandamiento rezaba, y apenas se hubo certificado, cuando recogiendo su pergamino, y quizá tomó el mandamiento, y con la derecha asió á don Quixote del cuello fuertemente que no le dejaba alentar, y á grandes voces decía: Favor á la santa Hermandad, y para que se vea que lo que pido es de veras, léase este mandamiento donde se contiene que se prenda á este salteador de caminos. Tomó el mandamiento el Cura, y vio cómo era verdad cuanto el cuadrillero decía, y cómo convenía con las señas con don Quixote, el cual viéndose tratar mal de aquel villano Malandrín, puesta la cólera en su punto, y crujiéndole los huesos de su cuerpo, como mejor pudo él asió al cuadrillero con entrambas manos de la garganta, que á no ser socorrido de sus compañeros, allí dejara la vida antes que don Quixote la presa. El ventero que por fuerza había de favorecer á I05 de su oficio, acudió luego á darle favor. La ventera que vio de nuevo á su mari- do en pendencias, de nuevo alzó la voz, cuyo tenor le llevaron luego, Ma-

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ritornes, y su hija, pidiéndole favor al cielo, y á los que allí estaban, San- cho dijo viendo lo que pasaba: Vive el Señor que es verdad cuanto mi amo dice de los encantos deste castillo, pues no es posible vivir una hora <con quietud en él. Don Fernando despartió al cuadrillero, y á don Quixote, y con gusto de entrambos les desenclavijó las manos, que el uno en el collar del sayo del uno, y el otro en la garganta del otro bien asidas tenían : pero no por esto cesaban los cuadrilleros de pedir su preso, y que les ayu- •dasen á dársele atado, y entregado á toda su voluntad, porque así convenía al servicio del Eey, y de la santa Hermandad, de cuya parte de nuevo los pedían socorro, y favor, para hacer aquella prisión de aquel robador, y sal- teador de sendas, y de carreras. Reíase de oír decir estas razones don Qui- xote, y con mucho sosiego, dijo: Venid acá gente soez, y mal nacida, sal- tear de caminos llamáis al dar libertad á los encadenados, soltar los pre- sos, acorrer á los miserables, alzar los caídos, remediar los menesterosos: á gente infame, digna por vuestro bajo, y vil entendimiento, que el cielo no os comunique el valor que se encierra en la caballería andante, ni os á entender el pecado, é ignorancia en que estáis en no reverenciar la sombra, cuanto más la asistencia de cualquier caballero andante. Venid acá ladrones en cuadrilla, que no cuadrilleros, salteadores de caminos con licencia de la santa Hermandad, decidme quién fué el ignorante que firmó mandamiento de prisión contra un tal caballero como yo soy? Quién el que ignoró que son exentos de todo judicial fuero los caballeros andantes? Y que su ley es espada, sus fueros, sus bríos, sus pragmáticas, su volun tad? Quién fué el mentecato, vuelvo á decir, que no sabe que no hay eje- cutoria de hidalgo con tantas preeminencias, ni exenciones como la que adquiere un caballero andante el día que se arma caballero, y se entrega al duro ejercicio de la caballería. Qué caballero andante pagó pecho, alca- bala, chapín de la Reina moneda forera, portazgo, ni barca? Qué sastre le llevó hechura de vestido que le hiciese? Qué Castellano le acogió en su castillo que le hiciese pagar el escote: Qué Rey no le sentó á su mesa? Qué doncella no se le aficionó, y se le entregó rendida á todo su talante, y voluntad: Y finalmente, qué caballero andante ha habido, hay, ni habrá en el mundo, que no tenga bríos para dar él solo cuatrocientos palos á cuatrocientos cuadrilleros que se le pongan delante?

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CAPITULO XLVI

De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran ferocidad de nuestro buen caballero don Quixote.

En tanto que don Quixote esto decía, estaba persuadiendo el Cura á los cuadrilleros cómo don Quixote era falto de juicio, como lo veían por sus obras, y por sus palabras, y que no tenían para qué llevar aquel negocio ade- lante: pues aunque le prendiesen, y llevasen, luego le habían de dejar por loco: á lo que respondió el del mandamiento: Que á él no tocaba juzgar de la locura de don Quixote, sino hacer lo que por su mayor le era mandado, y que una vez preso, siquiera le soltasen trescientas. Con todo eso, dijo el Cura, por esta vez no le habéis de llevar, ni aun él dejara llevarse, á lo que yo entiendo: en efecto tanto les supo el cura decir, y tantas locuras supo don Quixote hacer, que más locos fueran que no él los cuadrilleros, sino conocieran la falta de don Quixote, y así tuvieron por bien de apaciguarse, y aun de ser medianeros de hacer las paces entre el barbero, y Sancho Panza, que todavía asistían con gran rencor á su pendencia: finalmente ellos como miembros de justicia mediaron la causa, y fueron arbitros della, de tal modo, que ambas partes quedaron, sino del todo contentas, á lo me- nos en algo satisfechas, porque se trocaron las albardas, y no las cinchas, y jáquimas. Y en lo que tocaba á lo del yelmo de ¡Mambrino, el Cura á socapa, y sin que don Quixote lo entendiese, le dio por la bacía ocho rea- les, y el barbero le hizo una cédula del recibo, y de no llamarse á engaño por entonces, ni por siempre jamás. Amén. Sosegadas pues estas dos pen- dencias, que eran las más principales, y de más tomo, restaba que los criados de don Luis se contentasen de volver los tres, y que el uno que- dase para acompañarle donde don Fernando le quería llevar: y como ya la buena suerte, y mejor fortuna había comenzado á romper lanzas, y facili- tar dificultades en saber de los amantes de la venta, y de los valientes della, quiso llevarlo al cabo, y á dar á todo felice suceso, porque los cria- dos se contentaron de cuanto don Luis quería, de que recibió tanto con- tento doña Clara, que ninguno en aquella sazón la mirara al rostro que no

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conociera el regocijo de su alma. Zoraida, aunque no entendía bien todos los sucesos que había visto, se entristecía, y alegraba á bulto conforme veía, y notaba los semblantes á cada uno, especialmente de su Español, en quien tenía siempre puestos los ojos, y traía colgada el alma. El ventero á quien se le pasó por alto la dádiva, y recompensa que el Cura había hecho al barbero, pidió el escote de don Quixote, con el menoscabo de sus cueros, y falta de vino, jurando que no saldría de la venta Bocinante, ni el jumen- to de Sancho, sin que se le pagase primero hasta el último ardite. Todo lo apaciguó el Cura, y lo pagó don Fernando, puesto que el Oidor de muy buena voluntad había también ofrecido la paga, y de tal manera quedaron todos en paz, y sosiego, que ya no parecía la venta la discordia del campo de Agramante, como don Quixote había dicho, sino la misma paz, y quie- tud del tiempo de Octaviano: de todo lo cual fué común opinión, que se debían dar las gracias á la buena intención, y mucha elocuencia del señor Cura, y á la incomparable liberalidad de don Fernando. Viéndose pues don Quixote libre, y desembarazado de tantas pendencias, así de su escu- dero, como suyas, le pareció que sería bien seguir su comenzado viaje, y dar fin á aquella grande aventura, para que había sido llamado, y escogi- do: y así con resoluta determinación se fué á poner de hinojos ante Doro- tea, la cual no le consintió que hablase palabra hasta que se levantase, y él por obedecerla se puso en pie, y le dijo: Es común proverbio, hermosa señora, que la diligencia es madre de la buena ventura, y en muchas, y graves cosas ha mostrado la experiencia, que la solicitud del negociante trae á buen fin el pleito dudoso, pero en ningunas cosas se muestra más esta verdad, que en las de la guerra, adonde la celeridad, y presteza pre- viene los discursos del enemigo, y alcanza la victoria, antes que el contra- rio se ponga en defensa: todo esto digo alta, y preciosa señora, porque me parece, que la estada nuestra en este castillo, ya es sin provecho, y podría sernos de tanto daño, que lo echásemos de ver algún día, porque quién sabe si por ocultas espías, y diligentes habrá sabido ya vuestro enemigo el gigante, de que yo voy á destruirle, y dándole lugar el tiempo se forti- ficase en algún inexpugnable castillo, ó fortaleza contra quien valiesen poco mis diligencias, y la fuerza de mi incansable brazo: así que señora mía, prevengamos, como tengo dicho, con nuestra diligencia sus designios, y partámonos luego á la buena ventura, que no está más de tener la vues- tra grandeza, lo que desea, de cuanto yo tarde de verme con vuestro con- trario. Calló, y no dijo más don Quixote, y esperó con mucho sosiego la respuesta de la hermosa Infanta, la cual con ademán señoril, y acomodado

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al estilo de don Quiíote, le respondió desta manera: Yo os agradezco señor caballero el deseo que mostráis tener de favorecerme en mi gran cuita, bien así como caballero, á quien es anexo, y concerniente favorecer loa huérfanos, y menesterosos: y quiera el cielo que el vuestro, y mi deseo se cumplan, para que veáis que hay agradecidas mujeres en el mundo: y en lo de mi partida, sea luego, que yo no tengo más voluntad que la vuestra, disponed vos de á toda vuestra guisa, y talante, que la que una vez os entregó la defensa de su persona, y puso en vuestras manos la restaura- ción de sus señoríos, no ha de querer ir contra lo que la vuestra pruden- cia ordenare. A la mano de Dios, dijo don Quixote, pues así es, que una señora se me. humilla, no quiero yo perder la ocasión de levantarla, y po- nerla en su heredado trono: la partida sea luego porque me va poniendo espuelas el deseo, y el camino, lo que suele decirse que en la tardanza está el peligro: y pues no ha criado el cielo, ni visto el infierno ninguno que me espante, ni acobarde, ensilla Sancho á Eocinante, y apareja tu jumento, y el palafrén de la Eeina, y despidámonos del Castellano, y destos señores, y vamos de aquí luego al punto. Sancho, que á todo estaba presente, dijo meneando la cabeza á una parte, y á otra: Ay señor, señor, y cómo hay más mal en el aldehuela que se suena, con perdón sea dicho de las tocas honradas. Qué mal puede haber en ninguna aldea, ni en todas las ciuda- des del mundo, que pueda sonarse en menoscabo mío villano? Si vuestra merced se enoja, respondió Sancho, yo callaré, y dejaré decir lo que soy obligado como buen escudero, y como debe un buen criado decir á su señor. Di lo que quisieres, replicó don Qaixote, como tus palabras no se encami- nen á ponerme miedo: que si le tienes, haces como quien eres: y si yo no le tengo hago como quien soy. No es eso, pecador fui yo á Dios, res- pondió Sancho, sino que yo tengo por cierto, y por averiguado que esta señora que se dice ser Keina del gran Eeino Micomicón, no lo es más que mi madre, porque á ser lo que ella dice, no se anduviera hocicando con alguno de los que están en la rueda á vuelta de cabeza, y á cada traspues- ta. Paróse colorada con las razones de Sancho Dorotea, porque era verdad que su esposo don Fernando alguna vez á hurto de otros ojos, había cogido con los labios parte del premio que merecían sus deseos. Lo cual había visto Sancho, y pareciéndole que aquella desenvoltura, más era de dama cortesana, que de Eeina de tan gran Eeino. Y no pudo, ni quiso responder palabra á Sancho, sino dejóle proseguir en su plática, y él fué diciendo: Esto digo señor, porque si al cabo de haber andado caminos, y carreras, y pasado malas noches, y peores días, ha de venir á coger el fruto de núes-

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tros trabajos, el que se está holgando en esta venta, no hay para qué dar- me priesa, á que ensille á Rocinante, albarde el jumento, y aderece el pa- lafrén, pues será mejor que nos estemos quedos, y cada puta hile, y coma- mos, O válgame Dios, y cuan grande que fué el enojo que recibió don Quixote, oyendo las descompuestas palabras de su escudero. Digo que fué tanto, que con voz atropellada, y tartamuda lengua, lanzando vivo fuego por los ojos, dijo: O bellaco villano, mal mirado, descompuesto, é ignoran- te, infacundo, deslenguado, atrevido murmurador, y maldiciente, tales pa, labras has osado decir en mi presencia, y en la destas ínclitas señoras? Y tales deshonestidades, y atrevimientos osaste poner en tu confusa ima- ginación? Vete de mi presencia, monstruo de naturaleza, depositario de mentiras, almario de embustes, silo de bellaquerías, inventor de maldades, publicador de sandeces, enemigo del decoro que se debe á las Reales per- sonas. Vete no parezcas delante de mí, so pena de mi ira: y diciendo esto- enarcó las cejas, hinchó los carrillos, miró á todas partes, y dio con el pie derecho una gran patada en el suelo, señales todas de la ira que encerraba ea sus entrañas. A cuyas palabras, y furibundos ademanes, quedó Sancho tan encogido, y medroso, que se holgara que en aquel instante se abriera debajo de sus pies la tierra, y le tragara. Y no supo qué hacerse, sino vol- ver las espaldas, y quitarse de la enojada presencia de su señor. Pero la discreta Dorotea, que tan entendido tenía ya el humor de don Quixote, dijo, para templarle la ira: No os despechéis señor caballero de la triste Figura, de las sandeces que vuestro buen escudero ha dicho. Porque quizá no las debe de decir sin ocasión, ni de su buen entendimiento, y cristiana conciencia, se puede sospechar que levante testimonio á nadie: y así se ha de creer sin poner duda en ello, que como en este castillo, según vos señor caballero decís, todas las cosas van, y suceden por modo de encantamien- to, podría ser, digo, que Sancho hubiese visto por esta diabólica vía, lo que él dice que vio, tan en ofensa de mi honestidad. Por el omnipotente Dios juro, dijo á esta sazón don Quixote, que la vuestra grandeza ha dado en el punto, y que alguna mala visión se le puso delante á este pecador de San- cho, que le hizo ver lo que fuera imposible verse de otro modo, que por el de encantos no fuera, que yo bien de la bondad, é inocencia deste des- dichado, que no sabe levantar testimonios á nadie. Así es, y así será, dijo don Fernando, por lo cual debe vuestra merced señor don Quixote, perdo- narle, y reducirle al gremio de su gracia, <íSicuterat in principio^ , antes que las tales visiones le sacasen de juicio. Don Quixote respondió, que él le perdonaba, y el Cura fué por Sancho, el cual vino muy humilde, y hin-

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candóse de rodillas, pidió la mano á su amo, y él se la dio, y después de habérsela dejado besar, le echó la bendición, diciendo: Ahora acabarás de conocer Sancho hijo, ser verdad lo que yo otras muchas veces te he dicho, de que todas las cosas deste castillo son hechas por vía de encantamiento. Así lo creo yo, dijo Sancho, excepto aquello de la manta, que realmente sucedió por vía ordinaria. No lo creas, respondió don Quixote, que si así fuera, yo te vengara entonces, y aun ahora. Pero ni entonces, ni ahora pude, ni vi en quién tomar venganza de tu agravio. Desearon saber todos, qué era aquello de la manta, y el ventero lo contó punto por punto, la vo- latería de Sancho Panza, de que no poco se rieron todos. Y de que no menos se corriera Sancho, si de nuevo no le asegurara su amo, que era encantamiento. Puesto que jamás llegó la sandez de Sancho á tanto, que creyese no ser verdad pura, y averiguada, sin mezcla de engaño alguno, lo de haber sido manteado por personas de carne, y hueso, y no por fantas- mas soñadas, ni imaginadas, como su señor lo creía, y lo afirmaba. Dos días eran ya pasados los que había que toda aquella ilustre compañía esta- ba en la venta: y pareciéndoles que ya era tiempo de partirse, dieron orden, para que sin ponerse al trabajo, de volver Dorotea, y don Fernando con don Quixote á su aldea con la intención de la libertad de la Reina Mico- micona, pudiesen el Cura, y el barbero, llevársele como deseaba, y procu- rar la cura de su locura en su tierra. Y lo que ordenaron, fué, que se con- certaron con un carretero de bueyes, que acaso acertó á pasar por allí, para que lo llevasen en esta forma. Hicieron una como jaula, de palos en- rejados, capaz, que pudiese en ella caber holgadamente don Quixote: y luego don Fernando, y sus camaradas, con los criados de don Luis, y los cuadrilleros, juntamente con el ventero, todos por orden, y parecer del Cura se cubrieron los rostros, y se disfrazaron, quién de una manera, y quién de otra: de modo, que á don Quixote le pareciese ser otra gente, de la que en aquel castillo había visto. Hecho esto, con grandísimo silencio se entraron adonde él estaba durmiendo, y descansando de las pasadas re- friegas. Llegáronse á él, que libre, y seguro de tal acontecimiento dormía, y asiéndole fuertemente, le ataron muy bien las manos, y los pies: de modo, que cuando él despertó con sobresalto, no pudo menearse, ni hacer otra cosa, más que admirarse, y suspenderse de ver delante de tan ex- traños visajes. Y luego dio en la cuenta, de lo que su continua y desvaria- da imaginación le representaba, y se creyó, que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, y que sin duda alguna ya estaba encantado, pues no se podía menear, ni defender. Todo á punto, como ha-

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bía pensado que sucedería el Cura, trazador desta máquina. Sólo Sancho de todos los presentes estaba en su mismo juicio, y en su misma figura: el cual aunque le faltaba bien poco para tener la misma enfermedad de su amo, no dejó de conocer quién eran todas aquellas contrahechas figuras, mas no osó descoser su boca, hasta ver en qué paraba aquel asalto, 3^ pri- sión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra, atendiendo á ver el pa- radero de su desgracia. Que fué, que trayendo allí la jaula, le encerraron dentro, y le clavaron los maderos tan fuertemente, que no se pudieran romper á dos tirones. Tomáronle luego en hombros, y al salir del aposen- to se oyó una voz temerosa, todo cuanto la supo formar el barbero, no el del albarda, sino el otro, que decía: «O caballero de la triste Figura, no te afincamiento la prisión en que vas, porque así conviene para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso. La cual se acabará, cuando el furibundo león Manchado, con la blanca paloma Tobosina, ya- cieren en uno, ya después de humilladas las altas cervices al blando yugo matrimonesco. De cuyo inaudito consorcio saldrán á la luz del Orbe los bravos cachorros, que imitarán las rapantes garras del valeroso padre. T esto será antes, que el seguidor de la fugitiva ninfa, faga dos vegadas, á la visita de las lucientes imágenes con su rápido, y natural curso. Y tú, ó el más noble, y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro, y olfato en las narices, no te desmaye, ni descontente, ver llevar así delante de tus ojos mismos, á la ñor de la caballería andante. Que presto, si al Plasmador del murado le place, te verás tan alto, y tan subli- mado, que no te conozcas,y no saldrán defraudadas las promesas, que te ha hecho tu buen señor. Y aseguróte, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te sea pagado, como lo verás por la obra, y sigue las pisa- das del valeroso, y encantado caballero, que conviene que vayas donde paréis entrambos: y porque no me es lícito decir otra cosa, á Dios quedad, que yo me vuelvo donde yo me sé.» Y al acabar de la profecía, alzó la voz de punto, y disminuyóla después con tan tierno acento, que aun los sabi- dores de la burla estuvieron por creer, que era verdad lo que oían. Quedó don Quixote consolado con la escuchada profecía, porque luego coligió de todo en todo, la significación de ella: y vio que le prometían el verse ayuntados en santo, y debido matrimonio con su querida Dulcinea del Toboso, de cuyo felice vientre saldrían los cachorros, que eran sus hijos, para gloria perpetua de la Mancha. Y creyendo esto bien, y firmemente, alzó la voz, y dando un gran suspiro, dijo: O quienquiera que seas que tanto bien me has pronosticado, ruégote, que pidas de mi parte al sabio

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encantador que mis cosas tiene á cargo que no me deje perecer en esta prisión, donde ahora me llevan, hasta ver cumplidas tan alegres, é incom- parables promesas, como son las que aquí se me han hecho. Que como esto sea, tendré por gloria las penas de mi cárcel, j por alivio estas cade- nas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en que me acuestan sino por cama blanda, y tálamo dichoso. Y en lo que toca á la consolación de Sancho Panza mi escudero, yo confío de su bondad, y buen proceder, que no me dejará, en buena, ni en mala suerte. Porque cuando no suceda por la suya, ó por mi corta ventura, el poderle yo dar la ínsula, ó otra cosa equivalente, que le tengo prometida, por lo menos su salario no podrá perderse, que en mi testamento, que ya está hecho, dejo decla- rado lo que se le ha de dar, no conforme á sus muchos, y buenos servi- cios, sino á la posibilidad mía. Sancho Panza se le inclinó con mucho co- medimiento, y le besó entrambas las manos, porque la una no pudiera, por estar atadas entrambas. Luego tomaron la jaula en hombros, aquellas visiones, y la acomodaron en el carro de los bueyes.

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CAPITULO XLVII

Del extraño modo con que fué encantado don Quixote de la Mancha, con otros famosos su- cesos.

Cuando don Quixote se vid de aquella manera enjaulado, y encima deí carro, dijo: Muchas, y muy grandes historias he leído yo de caballeros an- dantes, pero jamás he leído, ni visto, ni oído, que á los caballeros encan- tados, los lleven desta manera, y con el espacio que prometen estos pere- zosos, y tardíos animales. Porque siempre los suelen llevar por los aires con extraña ligereza, encerrados en alguna parda, y oscura nube, ó en algún carro de fuego, ó ya sobre algún Hipógrifo, ó otra bestia semíjante. Pero que me lleven á mi ahora sobre un carro de bueyes, vive Dios que me pone en conftisión. Pero quizá la caballería, y los encantos destos nuestros tiempos, deben de seguir otro camino, que siguieron los antiguos. Y tam- bién podría ser, que como yo soy nuevo caballero en el mundo, y el pri- mero que ha resucitado el ya olvidado ejercicio de la caballería aventure- ra, también nuevamente se hayan inventado otros géneros de encanta- mientos, y otros modos de llevar á los encantados. Qué te parece desto Sancho hijo? No yo lo que me parece, respondió Sancho, por no ser tan leído como vuestra merced, en las escrituras andantes. Pero con todo eso osaría afirmar, y jurar, que estas visiones que por aquí andan, que no son del todo católicas. Católicas mi padre, respondió don Quixote, cómo han de ser católicas, si son todos demonios, que han tomado cuerpos fantásti- cos, para venir á hacer esto, y á ponerme en este estado. Y si quieres ver esta verdad, tócalos, y pálpalos, y verás cómo no tienen cuerpo, sino de aire, y cómo no consiste más de en la apariencia. Por Dios señor, replicó Sancho, ya yo los he tocado, y este diablo que aquí anda tan solícito, es rollizo de carnes, y tiene otra propiedad, muy diferente de la que yo he oído decir, que tienen los demonios. Porque según se dice, todos huelen á piedra azufre, y á otros malos olores, pero éste huele á ámbar de media legua. Decía esto Sancho, por don Fernando, que como tan señor, debía de oler á lo que Sancho decía. No te maravilles deso, Sancho amigo, res-

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pondió don Quixote, porque te hago saber, que los diablos sabeu mucho, y puesto que traigan olores consigo, ellos no huelen nada, porque son es- píritus, y si huelen no pueden oler cosas buenas, sino malas, y hediondas. Y la razón es, que como ellos dondequiera que están, traen el infierno consigo, y no pueden recibir género de alivio alguno ín sus tormentos, y el buen clor sea cosa que deleita, y contenta, no es posible que ellos hue- lan cosa buena. Y si á ti te parece, que ese demonio que dices, huele á ámbar, ó te engañas, ó él quiere engañarte, con hacer que no le tengas por demonio. Todos estos coloquios pasaron entre amo, y criado, temiendo don Fernando, y Cárdenlo, que Sancho no viniese á caer del todo en la cuenta de su invención, á quien andaba ya muy en los alcances, determi- naron de abreviar con la partida, y llamando aparte al ventero, le ordena- ron que ensillase á Rocinante y enalbardase el jumento de Sancho, el cual lo hizo con mucha presteza. Ya en esto el Cura se había concertado con los cuadrilleros, que le acompañasen hasta su lugar, dándoles un tanto cada día. Colgó Cardenio del arzón de la silla de Rocinante, del un cabo la adarga, y del otro la bacía, y por señas mandó á Sancho, que subiese en su asno, y tomase de las riendas á Rocinante, y puso á los dos lados del carro á los dos cuadrilleros con sus escopetas. Pero antes que se moviese el carro, salió la ventera, su hija, y Maritornes á despedirse de don Qui- xote, fingiendo que lloraban de dolor de su desgracia, á quien don Quixote dijo: No lloréis mis buenas señoras, que tcfdas estas desdichas son anexas á los que profesan lo que yo profeso, y si estas calamidades no me aconte- cieran, no me tuviera yo por famoso caballero andante. Porque á los caba- lleros de poco nombre, y fama, nunca les suceden semejantes casos, por- que no hay en el mundo quien se acuerde dellos. A los valerosos si, que tienen envidiosos de su virtud, y valentía, á muchos Príncipes, y á muchos otros caballeros, que procuran por malas vías destruir á los buenos. Pero con todo eso, la virtud es tan poderosa, que por sola, á pesar de toda la nigromancia, que supo su primer inventor Zoroastes, saldrá vencedora de todo trance, y dará de luz en el mundo, como la da el Sol en el cielo. Perdonadme hermosas damas, si algún desaguisado, por descuido mío os he hecho, que de voluntad, y á sabiendas, jamás le di á nadie. Y rogad á Dios me saque destas prisiones, donde algún mal intencionado encantador me ha puesto, que si dellas me veo libre, no se me caerán de la memoria las mercedes que en este castillo me habéis hecho para gratificarlas, ser- virlas, y recompensarlas, como ellas merecen. En tanto que las damas del castillo esto pasaban con don Quixote, el Cura, y el barbero^ se despidie-

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ron de don Fernando, y sus camaradas, y del Capitán, y de su hermano, y todas aquellas contentas señoras, especialmente de Dorotea, y Luscinda. Todos se abrazaron, y quedaron de darse noticia de sus sucesos. Diciendo don Fernando al Cura, dónde había de escribirle, para avisarle en lo que paraba don Quixote, asegurándole, que no habría cosa que más gusto le diese, que saberlo. Y que él asimismo le avisaría de todo aquello que él viese que podría darle gusto, así de su casamiento, como del Bautismo de Zoraida, y suceso de don Luis, y vuelta de Luscinda á su casa. El Cura ofreció de hacer cuanto se le mandaba, con toda puntualidad. Tornaron á abrazarse otra vez, y otra vez tornaron á nuevos ofrecimientos. El ventero se llegó al Cura, y le dio unos papeles, diciéndole que los había hallado en un forro de la maleta, (1) donde se halló la novela del curioso impertinen- te, y que pues su dueño no había vuelto más por allí, que se los llevase todos, que pues él no sabía leer, no los quería. El Cura se lo agradeció, y abriéndolos luego, vio que al principio de lo escrito, decía: Novela de Riu- Gonete, y Cortadillo, por donde entendió ser alguna novela: y coligió, que pues la del curioso impertinente había sido buena, que también lo sería aquella, pues podría ser fuesen todas de un mismo autor, y así la guardó, con presupuesto de leerla, cuando tuviese comodidad. Subió á caballo, y también su amigo el barbero con sus antifaces, porque no fuesen luego conocidos de don Quixote, y pusiéronse á caminar tras el carro, y el ordea que llevaban era éste. Iba primero el carro, guiándole su dueño: á los dos lados iban los cuadrilleros, como se ha dicho, con sus escopetas: seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de rienda á Rocinante. Detrás de todo esto iban el Cura, y el barbero, sobre sus poderosas muías, cubier- tos los rostros, como se ha dicho, con grave y reposado continente, no ca-

(1) En la Venta hallaron una maleta (ya sospechaba yo que á humo de pajas hizo la furiosa reconvención el mago Clemencín, (|qué ge- nio!), y dentro de ella, las novelas del Curioso impertinen4e y de Rinconete y Cortadillo, y á mi entender, todo lo que constituía su equipaje.

Saborearon los viajeros la primera, leída por el autor, según nos cuen- ta; pero lo que calló constituye la parte más interesante, ;l juzgar por lo que dice líamete. Moro verídico. Cervantes no quiso leer la novela do Rinconete y Cortadillo, por si acaso entre los oyentes había algún Curiono, y, cayendo en la cuenta de la significación que alcanzaban la.s Venías del Molinillo y del Alcalde (marcadoras de una ruta cierta de sus pasos por La Mancha), le seguían la pista.

De donde se deduce, que tampoco fué lefída allí, Bino en Madrid, lo- grando con su silencio que el chico aquel de las t.Aliagas'* no tuviese ooa- eión de aplicar las «inquisiciones» en esta direccióu.

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minando más de lo qae permitía el paso tardo de los bueyes. Don Quixote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies, y arrimado á las verjas, con tanto silencio, y tanta paciencia, como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra. Y así con aquel espacio, y éilencio, cami- laron hasta dos leguas, que llegaron á un valle, donde le pareció al boye- ro, ser lugar acomodado para reposar, y dar pasto á los bueyes. (1) Y co- municándolo con el Cura, fué de parecer el barbero, que caminasen un poco más, porque él sabía que detrás de un recuesto que cerca de allí se mostraba, había un valle de más yerba, y mucho mejor que aquel, donde parar querían. Tomóse el parecer del barbero, y asi tornaron á proseguir sa camino. En esto volvió el Cura el rostro, y vio que á sus espaldas ve- nían hasta seis, ó siete hombres de á caballo, bien puestos, y aderezados^ de los cuales fueron presto alcanzados, porque caminaban, no con la flema, y reposo de los bueyes, sino como quien iba sobre muías de Canónigos, y con deseo de llegar presto á sestear á la venta, que menos de una legua de allí se parecía. Llegaron los diligentes á los perezosos, y saludáronse cor- tésmente, y uno de los que venían, que en resolución era Canónigo de To ledo, y señor de los demás que le acompañaban, viendo la concertada pro-

(1) Conociendo palmo á palmo aquellos terrenos, la primera impre sión induce á pensar que salieron de la Venta de la Bienvenida, por el puerto de Tres Ventas llegaron al Valle de Valdeazogues, y subiendo un pequeño recuesto, descansaron en el Valle de La Viñuela; después Be sos- pecha, que la ruta debieron emprenderla por el Valle de Alcudia al puer- to viejo de Veredas, descendiendo al Vallecillo de est^ nombre, para su- bir á otro que, por el Talaverano, conduce al puerto de La Viñuela, con vistas al lugarcito de los desvelos; pero como de la lectura del libro se desprenda otra cosa, habrá que seguir rastreando las huellas hacia el E. hasta encontrar la Sierra de Montoro, y sin desviarse de ella, halla- remos los parajes de las aventuras que cuenta más adelante.

Respecto á la consulta que el boyero hizo al Cura, evacuada sin am- bajes ni rodeos por maese Nicolás, denota la propensión más antigua que la sarna, y venga ó no á pelo, como decimos por allí de inmiscuir- nos en todo, dando cada cual nuestro parecer sin ser solicitado; y aunque sobre el particular pudiera disertarse copioeísimamente llenando muchos volúmenes, no he de ser yo el que pierda un tiempo tan precioso, remi- tiendo al lector á que saboree una copleja muy sabida por aquellos con- tornos sin alcanzar su significación.

El once le dijo al doce, el trece ¿dónde estará? y le respondió el catorce: el quince te lo dirá, que el dieciseis lo conoce.

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cesión del carro, cuadrilleros, Sancho, Kocinante, Cara, y barbero, y más á don Quixote enjaulado, y aprisionado, no pudo dejar de preguntar, qué significaba llevar aquel hombre de aquella manera. Aunque ya se había dado á entender, viendo las insignias de los cuadrilleros, que debía de ser algún facineroso salteador, ó otro delincuente, cuyo castigo tocase á la santa Hermandad. Uno de los cuadrilleros, á quien fué hecha la pregunta, respondió así: Señor lo que significa ir este caballero desta manera, dígalo él, porque nosotros no lo sabemos: Oyó don Quixote la plática, y dijo: Por dicha vuestras mercedes señores caballeros, son versados, y peritos en esto de la caballería andante, porque si lo son, comunicaré con ellos mis desgracias, y sino, no hay para qué me canse en decirlas. Y á este tiempo habían ya llegado el Cura, y el barbero, viendo que los caminantes esta- ban en pláticas con don Quixote de la Mancha, para responder de modo, que no fuese descubierto su artificio. El Canónigo, á lo que don Quixote dijo, respondió: En verdad hermano, que más de libros de caballerías, que de las súmulas de Villalpando, así que si no está más que en esto, seguramente podéis comunicar conmigo lo que quisiereis. A la mano de Dios, replicó don Quixote, pues asi es, quiero señor caballero que sepáis, que yo voy encantado en esta jaula, por envidia, y fraude, de malos encan- tadores, que la virtud, más es perseguida de los malos, que amada de los buenos. Caballero andante soy, y no de aquellos, de cuyos nombres jamás la fama se acordó para eternizarlos en su memoria, sino de aquellos que á despecho, y pesar de la misma envidia, y de cuantos Magos crió Persia, Bracmanes la India, Ginosofistas la Etiopía, ha de poner su nombre en el templo de la inmortalidad, para que sirva de ejemplo, y dechado en los venideros siglos, donde los caballeros andantes vean los pasos que han de seguir, si quisieren llegar á la cumbre, y alteza honrosa de las armas. Dice verdad el señor don Quixote de la Mancha, dijo á esta sazón el Cura, que él va encantado en esta carreta, no por sus culpas, y pecados, sino por la mala intención de aquellos á quien la virtud enfada y la valentía enoja. Este es señor, el caballero de la triste figura, y ya le oíste nombrar en algún tiempo, cuyas valerosas hazañas, y grandes hechos, serán escritos en bronces duros, y en eternos mármoles, por más que se canse la envidia en oscurecerlos, y la malicia en ocultarlos. Cuando el Canónigo oyó hablar al preso, y al libre en semejante estilo, estuvo por hacerse la cruz de ad- mirado, y no podía saber lo que le había acontecido, y en la misma admi- ración cayeron todos los que con él venían. En esto Sancho Panza, que se había acercado á oir la plática, para adobarlo todo, dijo: Ahora señores

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quiéranme bien <5 quiéranme mal por lo que dijere, el caso de ello es, que así va encantado mi señor don Quixote, como mi madre; él tiene su entero juicio, él come, y bebe, y hace sus necesidades como los demás hombres, y como las hacia ayer antes que le enjaulasen. Siendo esto asi, cómo quie- ren hacerme á mi entender que va encantado? Pues yo he oido decir á muchas personas, que los encantados, ni comen, ni duermen, ni hablan, y mi amo sino le van á la mano, hablará máe que treinta procuradores. Y volviéndose á mirar al Cura, prosiguió diciendo: A señor Cura, señor Cura, pensará vuestra merced que no le conozco, y pensará que yo no calo, y adivino, adonde se encaminan estos nuevos encantamientos, pues sepa que le conozco, por más que se encubra el rostro, y sepa que le entiendo por más que disimule sus embustes? En fin, donde reina la envidia, ni puede vivir la virtud, ni adonde hay escasez, la liberalidad. Mal haya el diablo, que si por su reverencia no fuera, esta fuera ya la hora que mi se- ñor estuviera casado con la Infanta Micoraicona, y yo fuera Conde por lo menos, pues no se podía esperar otra cosa, así de la bondad de mi señor, el de la triste figura, como de la grandeza de mis servicios. Pero ya veo que es verdad, lo que se dice por ahí, que la rueda de la fortuna anda más lista, que una rueda de molino, y que los que ayer estaban cr pinganitos, hoy están por el suelo. De mis hijos, y de mi mujer me pesa, pues cuande podían, y debían esperar, ver entrar á su padre por sus puertas hecho Go- bernador, ó Visorrey de alguna ínsula, ó Reino, le verán entiar hech« mozo de caballos. Todo esto que he dicho, señor Cura, no es más de por encarecer á su Paternidad, haga conciencia, del mal tratamiento que á mi señor le hace, y mire bien no le pida Dios en la otra vida esta prisión de mi amo, y se le haga cargo de todos aquellos socorros, y bienes, que mi señor don Quixote deja de hacer en este tiempo que está preso. Adóbame esos candiles, dijo á este punto el barbero. También vos Sancho, sois de la cofradía de vuestro amo? Vive el señor, que voy viendo, que le habéis de tener compañía en la jaula, y que habéis de quedar tan encantado com« él, por lo que os toca de su humor, y de su caballería. En mal punto os empreñastes de sus promesas, y en mal hora se os entró en los cascos la ínsula que tanto deseáis. To no estoy preñado de nadie, respondió Sancho, ni soy hombre que me dejaría empreñar del Rey que fuese, y aunque po- bre soy Cristiano viejo, y no debo nada á nadie, y si ínsulas deseo, otros desean otras cosas peores, y cada uno es hijo de sus obras, y debajo de ser hombre puedo venir á ser Papa, cuanto más Grobernador de una ínsula, j más pudieudo ganar tantas mi señor, que le falte á quien darlas. Vuestra

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merced mire como habla, señor barbero, que no es todo hacer barbas, y algo va de Pedro á Pedro. Dígolo porque todos nos conocemos, y á no se me ha de echar dado faltso. Y en esto del encanto de mi amo. Dios sabe la verdad, y quédese aquí, porque es peor menearlo. No quiso responder el barbero á Sancho, porque no descubriese con sus simplicidades lo que él, y el Cura tanto procuraban encubrir. Y por este mismo temor había el Cura dicho al Canónigo, que caminase un poco delante, que él le diría el misterio del enjaulado, con otras cosas que le diesen gusto. Hízolo así el Canónigo, y adelantóse con sus criados, y con él estuvo atento á todo aque- llo que decirle quiso, de la condición, vida, locura, y costumbres de don Quixote. Contándole brevemente el principio, y causa de su desvarío, y todo el progreso de sus sucesos, hasta haberlo puesto en aquella jaula, y el designio que llevaban, de llevarse ásu tierra, para ver si por algún me- dio, hallaban remedio á su locura. Admiráronse de nuevo los criados, y el Canónigo, de oír la peregrina historia de don Quixote. Y en acabándola de oír, dijo: Verdaderamente señor Cura, yo hallo por mi cuenta, que son perjudiciales en la república, estos que llaman libros de caballerías. Y aun- que he leído, llevado de un ocioso, y falso gusto, casi el principio de todos los más que hay impresos, jamás me he podido acomodar á leer ninguno del principio al cabo. Porque me parece, que cual más, cual menos, todos ellos son una misma cosa, y no tiene más éste que aquél, ni estotro, que el otro. Y según á me parece, este género de escritura, y composición cae debajo de aquel de las fábulas, que llaman Milesias que son cuentos disparatados, que atienden solamente á deleitar, y no á enseñar, al contra- rio de lo que hacen las fábulas Apólogas, que deleitan, y enseñan junta- mente. Y puesto que el principal intento, de semejantes libros, sea el de- leitar, no yo cómo puedan conseguirle, yendo llenos de tantos, y tan desaforados disparates. Que el deleite que en el alma se concibe, ha de ser de la hermosura, y concordancia que ve, ó contempla en las cosas que la vista, ó la imaginación le ponen delante: y toda cosa que tiene en fealdad, y descompostura, no nos puede causar contento alguno. Pues qué hermo- sura puede haber, ó qué proporción de partes con el todo, y del todo coa las partes, en un libro ó fábula, donde un mozo de diez, y seis años da una cuchillada á un gigante como una torre, y le divide en dos mitades como si fuera de alfeñique: y qué cuando nos quieren pintar una batalla, después de haber dicho, que hay de la parte de los enemigos un millón de comba- tientes, como sea contra ellos el señor del Libro, forzosamente mal que nos pese habremos de entender, que el tal caballero alcanzó la victoria por

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sólo el valor de su fuerte brazo? Pues qué diremos de la facilidad con que una Reina, ó Emperatriz heredera, se conduce en los brazos de un andan- te, y no conocido caballero? Qué ingenio, sino es del todo bárbaro, é in- culto, podrá contentarse leyendo, que una gran torre llena de caballeros va por la mar adelante, como nave con próspero viento, y hoy anochece en Lombardía, y mañana amanezca en tierras del Preste Juan de las Indias, ó en otras, que ni las descubrió Tolomeo, ni las vio Marco Polo? Y si á esto se me respondiese, que los que tales libros componen, los escriben como cosas de mentira, y que así no están obligados á mirar en delicade- zas, ni verdades. Responderles habría yo, que tanto la mentira es mejor, cuanto más parece verdadera: y tanto más agrada, cuanto tiene más de lo dudoso, y posible. Hanse de casar las fábulas mentirosas con el entendi- miento de los que las leyeren, escribiendo de suerte, que facilitando los imposibles, allanando las grandezas, suspendiendo los ánimos, admiren, suspendan, alborocen, y entretengan, de modo que anden á un mismo paso la admiración, y la alegría juntas: y todas estas cosas no podrá hacer el que huyere de la verosimilitud: y de la imitación en quien consiste la per- fección de lo que se escribe, no he visto ningún libro de caballerías, que haga un cuerpo de tabula entero con todos sus miembros, de manera, que el medio corresponda al principio, y el fin al principio y al medio, sino que los componen con tantos miembros, que más parece que llevan inten- ción á formar una quimera, ó un monstruo, que á hacer una figura pro- porcionada. Fuera desto son en el estilo duros, en las hazañas increíbles, en los amores lascivos, en las cortesías mal mirados, largos en las batallas, necios en las razones, disparatados en los viajes: y finalmente ajenos de todo discreto artificio, y por esto dignos de ser desterrados de la Repú- blica Cristiana, como á gente inútil. El Cura le estuvo escuchando con grande atención, y parecióle hombre de buen entendimiento, y que tenía razón en cuanto decía: y así le dijo, que por ser él de su misma opinión, y tener ojeriza á los libros de caballerías, había quemado todos los de don Quixote, que eran muchos. Y contóle el escrutinio que dellos había hecho, y los que había condenado al fuego, y dejado con vida, de que no poco se rió el Canónigo, y dijo, que con todo cuanto mal había dicho de tales libres, hallaba en ellos una cosa buena, que era el sujeto que ofrecían, para que un buen entendimiento pudiese mostrarse en ellos, porque daban largo, y espacioso campo, por donde sin empadro alguno pudiese correr la pluma, describiendo naufragios, tormentas, reencuentros, y batallas, pin- tando un Capitán valeroso, con todas las partes que para ser tal se requie-

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ren, mostrándose prudente, previniendo las astucias de sus enemigos: y elocuente orador, persuadiendo, ó disuadiendo á sus soldados; maduro en el consejo, presto en lo determinado, tan valiente en el esperar como en el acometer. Pintando ora un lamentable, y trágico suceso, ahora un alegre, y no pensado acontecimiento: allí una hermosísima dama, honesta, dis- creta, y recatada: aquí un caballero Cristiano, valiente, y comedido, acullá un desaforado bárbaro fanfarrón: acá un Príncipe cortés, valeroso, y bien mirado: representando bondad, y lealtad de vasallos, grandezas, y merce- des de señores, ya puede mostrarse astrólogo, ya cosmógrafo excelente, ya músico, ya inteligente en las materias de estado: y tal vez le vendrá oca- sión de mostrarse nigromante si quisiere. Puede mostrar las astucias de Ulises, la piedad de Eneas, la valentía de Aquiles, las desgracias de Héc- tor, las traiciones de Sinón, la amistad de Eurialo, la liberalidad de Ale- jandro, el valor de César, la clemencia y verdad de Trajano, la fidelidad de Zopiro, la prudencia de Catón: y finalmente todas aquellas acciones que pueden hacer perfecto á un varón ilustre, ahora poniéndolas en uno solo, ahora dividiéndolas en muchos, y siendo esto hecho con apacibilidad de estilo, y con ingeniosa invención, que tire lo más que fuere posible á la verdad, sin duda compondrá una tela de varios y hermosos lazos tejida, que después de acabada tal perfección y hermosura muestre, que consiga el fin mejor que se pretende en los escritos, que es enseñar, y deleitar juntamente, como ya tengo dicho. Porque la escritura desatada destos libros da lugar á que el autor pueda mostrarse Épico, Lírico, Trágico, Cómico, con todas aquellas partes que encierran en las dulcísimas, y .agradables ciencias de la Poesía, y de la Oratoria: que la Épica también puede escribirse en prosa como en verso.

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CAPITULO XLVni

Donde prosigue el Canónigo la materia de los libros de Caballerías, con otras cosas dignas de su ingenio.

Así es como vnestra merced dice, señor Canónigo, dijo el Cura, y por esta causa son más dignos de reprensión, los que hasta aquí han compues- to semejantes libros, sin t^ner advertencia á ningún buen discurso, ni al arte, y reglas por donde pudieran guiarse, y hacerse famosos en prosa, como lo son en verso los dos Príacipes de la Poesía Griega, y Latina. Yo á lo menos, replicó el Canónigo, he tenido cierta tentación de hacer un li- bro de caballerías, guardando en él todos los puntos que he significado: y si he de confesar la verdad, tengo escritas más de cien hojas, y para hacer la experiencia, de si correspondían á mi estimación, las he comunicado con hombres apasionados desta leyenda, doctos, y discretos, y con otros ignorantes, que sólo atienden al gusto de oir disparates, y de todos he ha- llado una agradable aprobación: pero con todo esto no he proseguido ade- lante, así por parecerme que hago cosa ajena de mi profesión, como por ver que es más el número de los simples, que de los prudentes: y que puesto que es mejor ser loado de los pocos sabios, que burlado de los mi^^ ckos necios, no quiero sujetarme al confuso juicio del desvanecido vulgo, á quien por la mayor parte toca leer semejantes libros: pero lo que más me le quitó de las manos, y aun del pensamiento, de acabarle, fué un ar- gumento que hice conmigo mismo, sacado de las comedias que ahora se representan, diciendo: Si estas que ahora se usan, asi las imaginadas, como las de historia, todas, ó las más son conocidos disparates, y cosas que no llevan pies ni cabeza, y con todo eso el vulgo las oye con gusto, y las tie- ne y las aprueba por buenas, estando tan lejos de serlo, y los autores que la componen, y los actores que las representan dicen, que así han de ser, porque así las quiere el vulgo, y no de otra manera: y que las que llevan traza, y siguen la fábula como el arte pide, no sirven sino para cuatro dis- cretos que las entienden, y todos los demás se quedan ayunos de entender su artificio, y que á ellos les está mejor ganar de comer con los muchos,.

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que no opinión con los pocos. Deste modo vendrá á ser un libro, al cabo de haberme quemado las cejas, por guardar los preceptos referidos, y ven- dré á ser el sastre del cantillo. (1) Y aunque algunas veces he procurado persuadir á los autores, que se engañan en tener la opinión que tienen, y que más gente atraerán, y más fama cobrarán representando comedias, que sigan el arte, que no con las disparatadas, ya están tan asidos, y incorpo- rados en su parecer, que no hay razón, ni evidencia que del los saque- Acuerdóme que un día dije á uno de estos pertinaces: Decidme, no os acor- dáis que ha pocos años, que se representaron en España tres Tragedias, que compuso un famoso Poeta de estos Reinos, las cuales fueron tales, que admiraron, alegraron, y suspendieron á todos cuantos las oyeron, así sim- ples como prudentes, así del vulgo como de los escogidos, y dieron más dineros á los representantes ellas tres solas, que treinta de las mejores que después acá se han hecho? Sin duda, respondió el autor que digo, que debe de decir vuestra merced por la Isabela, la Filis, y la Alejandra? Por esas digo, le repliqué yo: y mirad si guardaban bien los preceptos del arte, y si por guardarlos dejaron de parecer lo que eran, y de agradar á todo el mundo? Así que no está la falta en el vulgo que pide disparates, sino en aquellos que no saben representar otra cosa. que no fué dispa- rate la Ingratitud vengada, ni le tuvo la Numancia, ni se le halló en la del Mercader amante, ni menos en la Enemiga favorable, ni en otras algunas, que de algunos entendidos Poetas han sido compuestas, para fama y renombre suyo, y para ganancia de los que las han representado, y otras cosas añadí á estas, con queá mi parecer le dejé algo confuso, pero LO satisfecho, ni convencido, para sacarle de su errado pensamiento. En materia ha tocado V. m. señor Canónigo, dijo á esta sazón el Cura, que ha despertado en un antiguo rencor que tengo con las comedias que ahora se usan, tal que iguala al que tengo con los libros de caballerías.

(1) El sastre del cantillo. Aunque reconozca la sabiduría de D. Francis- co de Quevedo, y Clemencín diga que era gran voto en la inateria frase de cajón, que alguna vez incluiré en mi <iSal(lo de convencionalismos» , ya no me hacen mella las afirmaciones hueras.

Cervantes alude al que citó el Marqués de Santillana, y yo te diré el por qué, lector: El alfayate del cantillo, fué un individuo que se pasó la vida cantando como la Cigarra, y Cervantes que tenía el presentimiento de que con su libro haría compañía á Calaínos, ya anuncia (oh, iector,^ que visión más terrible de la realidad) que predicar en desierto, ser- món perdido.

De donde se deduce que el haberlo sustituido por El sastre del Campi- llo es improcedente.

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porque habiendo de ser la comedia, segúa le parece á Tulio, espejo de la vida humana, excepto de las costumbres, é imagen de la verdad, las que ahora se representan son espejos de disparates, ejemplos de necedades, é imágenes de lascivia. Porque qué mayor disparate puede ser en el sujeto que tratamos, que salir un niño en mantillas en la primera escena del pri- mer acto, y en la segunda salir ya hecho un hombre barbado? Y qué ma- yor, que pintarnos un viejo valiente, y un mozo cobarde, un lacayo retóri- co, un paje consejero, un Rey ganapán, y una Princesa fregona? Qué diré pues de la observancia que guardan en los tiempos en que pueden, ó po- dían suceder las acciones que representan, sino que he visto comedia que la primera jornada comenzó en Europa, la segunda en Asia, la tercera se acabó en África, y aun si fuera de cuatro jornadas la cuarta acabara en América, y así se hubiera hecho en todas las cuatro partes del mundo. Y si es que la imitación es lo principal que ha de tener la comedia, cómo es posible que satisfaga á ningún mediano entendimiento? que fingiendo una acción que pasa en tiempo de el Rey Pepino, y Cario Magno, el mismo que en ella hace la persona principal, le atribuyan que fué el Emperador Heraclio, que entró con la Cruz en Jerusalén, y el que ganó la casa san- ta, como Godofre de Bullón habiendo infinitos años de lo uno á lo otro, y fundándose la comedia sobre cosa fingida, atribuirle verdades de historia, j mezclarle pedazos de otras sucedidas á diferentes personas, y tiempos: y esto no con trazas verosímiles, sino con patentes errores de todo punto inexcusables: y es lo malo, que hay ignorantes que digan, que esto es lo perfecto, y que lo demás es buscar gollerías. Pues qué si venimos á las comedias divinas, qué de milagros fingen en ellas, qué de cosas apócrifas, y mal entendidas, atribuyendo á un santo los milagros de otro. Y aun en las humanas se atreven á hacer milagros, sin más respeto, ni considera- <;ión, que parecerles que allí estará bien el tal milagro y apariencia, como ellos llaman, para que la gente ignorante se admire, y venga á la come- dia: que todo esto es en perjuicio de la verdad, y en menoscabo de las his- torias, y aun en oprobio de los ingenios Españoles: porque los Extranjeros que con mucha puntualidad guardan las leyes de la comedia, nos tienen por bárbaros, é ignorantes, viendo los absurdos, y disparates de las que ha- cemos. Y no sería bastante disculpa desto decir, que el principal intento que las repúblicas bien ordenadas tienen, permitiendo que se hagan pú- blicas comedias, es para entretener la comunidad con alguna honesta re- creación, y divertirla á veces de los malos humores que suele engendrar la ociosidad: y que pues éste se consigue con cualquier comedia buena, ó

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mala, no hay para qué poner leyes, ni estrechar á los que las componen, y representan, á que las hagan como debían hacerse: pues como he dicho, con ■cualquiera se consigue lo que con ellas se pretende. A lo cual respondería yo, que este fin se conseguiría mucho mejor sin comparación alguna, con las comedias buenas, que con las no tales. Porque de haber oído la come- <lia artificiosa, y bien ordenada, saldría el oyente alegre con las burlas: en- señado con las veras: admirado de los sucesos: discreto con las razones: advertido con los embustes: sagaz con los ejemplos: airado contra el vicio, y enamorado de la virtud: que todos estos afectos ha de despertar la buena comedia en el ánimo del que la escuchare, por rústico, y torpe que sea. Y de toda imposibilidad es imposible dejar de alegrar, y entretener, satisfa- •cer, y contentar la comedia que todas estas partes tuviere, mucho más que aquella que pareciere dellas: como por la mayor parte carecen estas que de ordinario ahora se representan. Y no tienen la culpa desto los Poetas que las componen, porque algunos hay dellos que conocen muy bien en lo que yerran, y saben extremadamente lo que deben hacer. Pero como las come- dias se han hecho mercadería vendible, dicen, y dicen verdad, que los re- presentantes no se las comprarían, sino fuesen de aquel jaez: y así el Poe- ta, procura acomodarse con lo que el representante que le ha de pagar su obra, le pide. Y que esto sea verdad, véase por muchas é infinitas come- dias, que ha compuesto un felicísimo ingenio destos Reinos, con tanta gala, con tanto donaire, con tan elegante verso, con tan buenas razones, con tan graves sentencias, y finalmente tan llenas de elocuencia y alteza de estilo, que tiene lleno el mundo de su fama. Y por querer acomodarse al gusto de los representantes, no han llegado todas, como han llegado al- gunas al punto de la perfección que requieren. Otros las componen tan sin mirar lo que hacen, que después de representadas tienen necesidad los re- citantes de huirse, y ausentarse, temerosos de ser castigados, como lo han sido muchas veces, por haber representado cosas en perjuicio de algunos Reyes y en deshonra de algunos linajes. Y todos estos inconvenientes ce- sarían, y aun otros muchos más, que no digo, con que hubiese en la Corte una persona inteligente, y discreta, que examinase todas las comedias, an- tes que se representasen: no sólo aquellas que se hiciesen en la Corte, sino todas las que se quisiesen representar en España, sin la cual aprobación, sello, y firma, ninguna justicia en su lugar dejase representar comedia al- guna: y desta manera los comediantes tendrían cuidado de enviar las co- medias á la Corte, y con seguridad podrían representarlas: y aquellos que las componen, mirarían con más cuidado, y estudio lo que hacían, ternero-

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808 de haber de pasar sus obras por el riguroso examen de quien lo entien- de: y desta manera ?e harían buenas comedias, y se conseguiría felicísi- mamente lo que en ellas se pretende, así el entretenimiento del pueblo, como la opinión de los ingenios de España, el interés, y seguridad de los recitantes, y el ahorro del cuidado de castigarlos. Y si se diese cargo á •tro, ó á este mismo que examinase los libros de caballerías, que de nuevo se compusiesen, sin duda podrían salir algunos con la perfección que vues- tra merced ha dicho, enriqueciendo nuestra lengua del agradable, y precio- so tesoro de la elocuencia, dando ocasión que los libros viejos se oscu- reciesen á la luz de los nuevos que saliesen, para honesto pasatiempo, no solamente los ociosos, sino de los más ocupados. Pues no es posible que esté continuo el arco armado, ni la condición, y flaqueza humana se pueda sustentar sin alguna lícita recreación. A este punto de su co- loquio, llegaban el Canónigo, y el Cura, cuando adelantándose el bar- bero llegó á ellos y dijo al Cura: Aquí señor Licenciado es el lugar que yo dije que era bueno, para que sesteando nosotros, tuviesen los bue- yes fresco, y abundoso pasto: Así me lo parece á mí, respondió el Cura: y diciéndole al Canónigo lo que pensaba hacer, él también quiso que- darse con ellos, convidado del sitio de un hermoso valle que á la vista se les ofrecía: y así por gozar del, como de la conversación del Cura, de quien ya se iba aficionando: y por saber más por menudo las hazañas de don Quixote, mandó á algunos de sus criados que se fuesen á la venta, que no lejos de allí estaba, y trajesen della lo que hubiese de comer, para todos: porque él determinaba de estarse en aquel lugar aquella tarde. A lo cual uno de sus criados respondió: Que la acémila del repuesto, que ya debía de estar en la venta traía recado bastante, para no obligar á to- mar de la venta más que cebada. Pues así es, dijo el Canónigo, llévense allá todas las cabalgaduras, y haced volver la acémila. En tanto que esto pasaba, viendo Sancho que podía hablar á su amo, si la continua asisten- cia del Cura, y el barbero, que tenía por sospechosos, se llegó á la jaula, y le dijo: Señor para descargo de mi conciencia le quiero decir lo que pasa acerca de su encantamiento, y es: Que aquestos dos que vienei aquí encubiertos los rostros, son el Cura de nuestro lugar, y el barbero, y ima- gino han dado esta traza de llevarle desta manera, de pura envidia que tienen cómo vuestra merced se les adelanta en hacer famosos hechos. Pre- supuesta pues esta verdad, sigúese, que no va encantado, sino embaído y tonto. Para prueba de lo cual le quiero preguntar una cosa, y si me res- ponde, como creo que me ha de responder, tocará con la mano este enga-

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ño, y verá cómo no va encantado, sino trastornado el juicio. Pregunta lo que quisieres hijo Sancho, respondió don Quixote, que yo te satisfaré, y responderé á toda tu voluntad. Y en lo que dices, que aquellos que allí van, y vienen con nosotros, son el Cura, y el barbero nuestros compatrio- tas y conocidos, bien podrá ser que parezca que son ellos mismos: pero que lo sean realmente y en efecto, eso no lo creas en ninguna manera. Lo que has de creer, y entender es, que si ellos se les parecen, como dices, debe de ser que los que me han encantado habrán tomado esa apariencia, y semejanza, porque es fácil á los encantadores tomar la figura que se les antoja, y habrán tomado las destos nuestros amigos: para darte á ti oca- sión de que pienses lo que piensas, y ponerte en un laberinto de imagina- ciones que no aciertes á salir del, aunque tuvieses la soga de Teseo: y tana- bién lo habrán hecho, para que yo vacile en mi entendimiento, y no sepa atinar de donde viene este daño. Porque si por una parte me dices, que me acompañan el barbero, y el Cura de nuestro pueblo, y por otra yo me veo enjaulado, y de mi, que fuerzas humanas, como no fueran sobrena- turales, no fueran bastantes para enjaularle: qué quieres que diga, ó pien- se, sino que la manera de mi encantamiento excede á cuantas yo he leido en todas las historias que tratan de caballeros andantes que han sido en- cantados. Así que bien puedes darte paz, y sosiego en esto de creer que son los que dices: porque así son ellos como yo soy Turco. Y en lo que toca á querer preguntarme algo, di, que yo te responderé, aunque me pre- guntes de aquí á mañana. Válgame nuestra Señora, respondió Sancho, dando una gran voz, y es posible que sea vuestra merced tan duro de ce- rebro, y tan falto de meollo, que no eche de ver que es pura verdad la que le digo: y que en esta su prisión, y desgracia, tiene más parte la malicia, que el encanto? Pero pues así es, yo le quiero probar evidentemente cómo no va encantado. Sino dígame, así Dios le saque desta tormenta, y así se vea en los brazos de mi señora Dulcinea, cuando menos se piense. Acaba de conjurarme, dijo don Quixote, y pregunta lo que quisieres, que ya te he dicho que te responderé con toda puntualidad. Eso pido replicó Sancho: y lo que quiero saber es, que me diga, sin añadir ni quitar cosa ninguna, sino con toda verdad, como se espera que la han de decir, y la dicen todos aquellos que profesan las armas, como vuestra merced las profesa debajo de título de caballeros andantes? Digo que no mentiré en cosa alguna, respondió don Quixote. Acaba ya de preguntar, que en verdad que mo cansas con tantas salvas, plegarias, y prevenciones, Sancho. Digo que yo estoy seguro de la bondad, y verdad de mi amo, y así, porque hace al caso

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á nuestro cuento, pregunto, hablando con acatamiento: Si acaso después que vuestra merced va enjaulado, y á su parecer encantado en esta jaula, le ha venido gana, y voluntad de hacer aguas, mayores, 6 menores, como suele decirse: No entiendo eso de hacer aguas Sancho, aclárate más, si quieres que te responda derechamente. Es posible que no entiende vuestra merced de hacer aguas menores, ó mayores? Pues en la escuela destetan á los muchachos con ello. Pues sepa, que quiero decir. Si le ha venido gana de hacer lo que no se escusa. Ya, ya te entiendo Sancho: y muchas veces: y aun ahora la tengo, sácame deste peligro, que no anda todo limpio.

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CAPITULO XLIX

Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor don Quixote.

Ah, dijo Sancho, cogido le tengo: esto es lo que yo deseaba saber como al alma, y como á la vida. Venga acá señor: podría negar lo que común- mente suele decirse per ahí, cuando una persona está de mala voluntad: No qué tiene fulano, que ni come, ni bebe, ni duerme, ni responde á propósito á lo que le preguntan, que no parece sino que está encantado? De donde se viene á sacar, que los que no comen, ni beben, ni duermen, ni hacen las obras naturales que yo digo, estos tales están encantados, pero no aquellos que tienen la gana que vuestra merced tiene, y que bebe cuando se lo dan, y come cuando lo tiene, y responde á todo aquello que le preguntan? Verdad dices, Sancho, respondió don Quixote: pero ya te he dicho que hay muchas maneras de encantamientos, y podrá ser, que con el tiempo se hubiesen mudado de unos en otros: y que ahora se use, que los encantados hagan todo lo que yo hago, aunque antes no lo hacían. De manera, que contra el uso de los tiempos no hay que argüir, ni de que hacer consecuencias. Yo sé, y tengo para mí, que voy encantado, y esto me basta para la seguridad de mi conciencia, que la formaría muy gran- de, si yo pensase que no estaba encantado, y me dejase estar en esta jaula, perezoso, y cobarde, defraudando el socorro que podría dar á muchos me- nesterosos, y necesitados, que de mi ayuda y amparo deben tener á la hora de ahora precisa y extrema necesidad. Pues con todo eso, replicó Sancho, digo, que para mayor abundancia y satisfacción, sería bien que vuestra merced probase á salir desta cárcel, que yo me obligo con todo mi poder á facilitarlo, y aun sacarle della, y probase de nuevo á subir sobre su buen Rocinante, que también parece que va encantado, según va de melancóli- co, y triste. Y hecho esto, probásemos otra vez la suerte de buscar más aventuras: y sino nos sucediese bien, tiempo nos queda para volvernos á la jaula: en la cual prometo á ley de buen, y leal escudero de encerrarme juntamente con vuestra merced, si acaso fuere vuestra merced tan desdi- chado, ó yo tan simple, que no acierte á salir con lo que digo. Yo soy contento de hacer lo que dices, Sancho hermano, replicó don Quixote: y

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cuando veas coyuntura de poner en obra mi libertad, yo te obedeceré en todo y por todo: pero tú, Sancho verás cómo te engañas en el conoci- miento de rai desgracia. En estas pláticas se entretuvieron el caballero andante, y el mal andante escudero, hasta que llegaron, dondü ya apeados los aguardaban el Cura, el Canónigo, y el barbero. Desunció luego loa bueyes de la carreta el boyero, y dejólos andar á sus anchuras por aquel verde, y apacible sitio, cuya frescura convidaba á quererla gozar, no á las personas tan encantadas como don Quixote, sino á los tan advertidos, y discretos como su escudero: el cual rogó al Cura, que permitiese que su señor saliese por un rato de la jaula: porque sino le dejaban salir, no iría tan limpia aquella prisión, como requería la decencia de un tal caballero como su amo. Entendióle el Cura, y dijo, que de muy gana haría lo que le pedía, sino temiera, que en viéndose su señor en libertad, había de ha- cer de las suyas, y irse donde jamás gentes le viesen. Yo le fío de la fuga, respondió Sancho: Y yo y todo, dijo el Canónigo: y más si él me da U palabra como caballero, de no apartarse de nosotros, hasta que sea nuee- tra voluntad. doy, respondió don Quixote, que todo lo estaba escuchan- do, cuanto más, que él está encantado como yo, no tiene libertad para ha- cer de su persona lo que quisiere: porque el que le encantó le puede hacer, que no se mueva de un lugar en tres siglos: y si hubiere huido, le hará volver en volandas: y que pues esto será así, bien podían soltarle, y más siendo tan en provecho de todos: y del no soltarle les protestaba que no podía dejar de fatigarles el olfato, si de allí no se desviaban. Tomóle la mano el Canónigo, aunque las tenía atadas, y debajo de su buena fe, y pa- labra, le desenjaularon, de que él se alegró infinito, y en grande manera de verse fuera de la jaula. Y lo primero que hizo, fué, estirarse todo el cuerpo, y luego se fué donde estaba Kocinaute, y dándole dos palmadas en las ancas, dijo: Aún espero en Dios, y en su bendita Madre, flor, y espejo de los caballos, que presto nos hemos de ver los dos cual deseamos: con tu señor acuestas, y yo encima de tí, ejercitando el oficio para que Dios me e«hó al mundo. Y diciendo esto don Quixote, se apartó con San- cho en remota parte, de donde vino más aliviado, y con más deseos de poner en obra lo que su escudero ordenase. Mirábalo el Canónigo, y admi- rábase de ver la eitrafieza de su grande locura, y de que en cuanto habla- ba, y respondía, mostraba tener bonísimo entendimiento, solamente venía á perder los estribos, como otras veces se ha dicho, en tratándole de caba- llerías: y así movido de compasión, después de haberse sentado todos en ia verde yerba, para esperar el repuesto del Canónigo, le dijo: Es posible

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señor hidalgo, que haya podido tanto con vuestra merced la amarga, y ociosa lectura de los libros de caballerías, que le hayan vuelto el juicio de modo, que venga á creer que va encantado, con otras cosas deste jaez, tan lejos de ser verdaderas, como lo está la misma mentira de la verdad? Y cómo es posible que haya entendimiento humano, que se á entender que ha habido en el mundo aquella infinidad de Amadises, y aquella tur- bamulta de tanto famoso caballero, tanto Emperador de Trapisonda, tanto Felixmarte de Hircania, tanto palafrén, tanta doncella andante, tantas sier- pes, tantos endriagos, tantos Gigantes, tantas inauditas aventuras, tanto gé- nero de encantamiento, tantas batallas, tantos desaforados encuentros, tanta bizarría de trajes, tantas Princesas enamoradas, tantos escuderos Condes, tantos enanos graciosos, tanto billete, tanto requiebro, tantas mujeres valientes: y finalmente, tantos y tan disparatadas cosas como los libros de caballerías contienen? De decir, que cuando los leo, en tan- to que no pongo la imaginación en pensar, que son todos mentira, y liviandad, me dan algún contento: pero cuando caigo en la cuenta de lo que son, doy con el mejor dellos en la pared: y aun diera con él en el fuego, si cerca, ó presente le tuviera, bien como á merecedores de tal pena, por ser falsos, y embusteros, y fuera del trato que pide la común naturaleza, y como á inventores de nuevas sectas, y de nuevo modo de vida: y como á quien da ocasión que el vulgo ignorante venga á creer, y tener por verdaderas, tantas necedades como contienen. Y aún tienen tanto atrevimiento, que se atreven á turbar los ingenios de los discretos, y bien nacidos hidalgos, como se echa bien de ver por lo que con vuestra merced han hecho, pues le han traído á términos, que sea for- zoso encerrarle en una jaula, y traerle sobre un carro de bueyes, como quien trae ó lleva algún león, ó algún tigre, de lugar en lugar, para ganar con él, dejando que le vean. Ea señor don Quixote, duélase de mismo, redúzcase al gremio de la discreción, y sepa usar de la mucha que el cielo fué servido de darle, empleando el felicísimo talento de su ingenio en otra lectura, que redunde en aprovechamiento de su conciencia, y en aumento de su honra. Y si todavía, llegado de su natural inclinación, quisiere leer libros de hazañas, y de caballerías, lea en la sacra Escritura el de los Jue- ces, que allí hallará verdades grandiosas, y hechos tan verdaderos como valientes, ün Viriato tuvo Lusitania, un César Roma, un Aníbal Cartago, un Alejandro Grecia, un Conde Fernán González Castilla, un Cid Valen- cia, un Gonzalo Fernández Andalucía, un Diego García de Paredes Extre- madura, un Garcí Pérez de Vargas Jerez, un Garcí Laso Toledo, un don

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Manuel de León Sevilla, cuya lección de sus valerosos hechos, puede en- tretener, enseñar, deleitar, y admirar á los más altos ingenios que los le- yeren. Esta será lectura digna del buen entendimiento de vuestra mer- ced, señor don Quixote mío, de la cual saldrá erudito en la historia, enamorado de la virtud, enseñado en la bondad, mejorado en las costum- bres, valiente sin temeridad, osado sin cobardía: y todo esto para honra de Dios, provecho suyo, y fama de la Mancha, do según he sabido, trae vues- tra merced su principio, y origen. Atentísimamente estuvo don Quiíote escuchando las razones del Canónigo, y cuando vio que ya había puesto fin á ellas: después de haberle estado un buen espacio mirando, le dijo: Paré- cerne señor hidalgo, que la plática de vuestra merced se ha encaminado á querer darme á entender, que no ha habido caballeros andantes en el mun- do, y que todos los libros de caballerías son falsos, mentirosos, dañadores, é inútiles para la república, y que yo he hecho mal en leerlos, y peor en creerlos, y más mal en imitarlos, habiéndome puesto á seguir la durísima profesión de la caballería andante, que ellos enseñan, negándome que no ha habido en el mundo Amadises, ni de Gaula, ni de Grecia, ni todos los otros caballeros de que las escrituras están llenas? Todo es al pie de la letra, como vuestra merced lo va relatando, dijo á esta sazón el Canónigo. A lo cual respondió don Quixote: Añadió también vuestra merced, dicien- do, que me habían hecho mucho daño tales libros, pues me habían vuelto el juicio, y puéstome en una jaula, y que me sería mejor hacer la enmien- da, y mudar de lectura, leyendo otros más verdaderos, y que mejor delei- tan, y enseñan. Así es, dijo el Canónigo. Pues yo, replicó don Quixote, hallo por mi cuenta, que el sin juicio, y el encantado, es vuestra merced, pues se ha puesto á decir tantas blasfemias contra una cosa tan recibida en el mundo, y tenida por tan verdadera, que el que la negase, como vues- tra merced la niega, merecía la misma pena, que vuestra merced dice que da á los libros, cuando los lee, y le enfadan. Porque querer dar á entender á nadie, que Amadís no fué en el mundo, ni todos los otros caballeros aventureros, de que están colmadas las historias, será querer persuadir, que el Sol no alumbra, ni el hielo enfría, ni la tierra sustenta: porque qué ingenio puede haber en el mundo, que pueda persuadir á otro, que no fué verdad lo de la Infanta Floripes, y Güy de Borgoña: y lo de Fierabrás, con la puente de Mantible, que sucedió en el tiempo de Cario Magno, que voto á tal, que es tanta verdad, como es ahora de día? Y si es mentira también lo debe de ser, que no hubo Héctor, ni Aquiles, ni la guerra de Troya, ni los doce Pares de Francia, ni el Rey Artús de Inglaterra, que anda hasta

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ahora convertido en cuervo, y le esperan en su Reino por momentos. Y también se atreverán á decir, que es mentirosa la historia de Guarino Mez- quino, la de la demanda del santo Grial, y que son apócrifos los amores de don Tristán, y la Eeina Iseo, como los de Ginebra, y Lanzarote, ha- biendo personas que casi se acuerdan de haber visto á la dueña Quitañona, que fué la mejor escanciadora de vino que tuvo la gran Bretaña: y es esto tan asi, que me acuerdo yo que me decía una mi abuela, de parte de mi padre, cuando veía alguna dueña con tocas reverendas: Aquella, nieto, se parece á la dueña Quintañona, de donde argullo yo, que la debió de conocer ella, ó por lo menos, debió de alcanzar á ver algún retrato suyo. Pues quién podrá negar, no ser verdadera la historia de Fierres, y la linda Magalona, pues aun hasta hoy día se ven en la armería de los Eeyes, la clavija con que volvía el caballo de madera, sobre quien iba el valiente Fierres por los aires, que es un poco mayor que un timón de carreta: y junto á la clavija, está la silla de Babieca. Y en Roncesvalles está el cuerno de Roldan, tama- fio como una grande viga: de donde se infiere, que hubo doce Fares, que hubo Fierres, que hubo Cides, y otros caballeros semejantes, destos que dicen las gentes, que á sus aventuras van. Si no dígame también, que no es verdad que fué caballero andante el valiente Lusitano Juan de Merlo, que fué á Borgoña, y se combatió en la Ciudad de Ras, con el famoso se- ñor de Charní, llamado Mosén Fierres, y después en la Ciudad de Basilea con Mosén Enrique de Remestán, saliendo de entrambas empresas vence- dor, y lleno de honrosa fama. Y las aventuras, y desafios, que también aca- baron en Borgoña los valientes Españoles, Fedro Barba, y Gutiérrez Qui- jada (de cuya alcurnia yo desciendo por línea recta de varón) venciendo á los hijos del Conde de San Folo. Niegúenme asimismo que no fué á bus- car las aventuras á Alemania don Fernando de Guevara, donde se comba- tió con Micer Jorge, caballero de la casa del Duque de Austria. Digan que fueron burla las justas de Suero de Quiñones, del paso: las empresas de Mosén Luis de Falces, contra don Gonzalo de Guzmán, caballero Castella- no, con otras muchas hazañas hechas por caballeros Cristianos, destos, y de los Reinos extranjeros, tan auténticas y verdaderas, que torno á decir, que el que las negase, carecería de toda razón, y buen discurso. Admirado quedó el Canónigo, de oir la mezcla que don Quixote hacía, de verdades, y mentiras, y de ver la noticia que tenía de todas aquellas cosas, tocantes, y concernientes á los hechos de su andante caballería, y así le respondió: No puedo yo negar señor don Quixote, que no sea verdad algo de lo que vuestra merced ha dicho, especialmente en lo que toca á los caballeros an-

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danteg Españoles: y asimismo quiero conceder, que hubo doce Pares de Francia, pero no quiero creer, que hicieron todas aquellas cosas que el Ar- zobispo Turpín, dellos escribe: porque la verdad dello es, que fueron caba- lleros escogidos por los Reyes de Francia, á quien llamaron Pares, por ser todos iguales en valor, en calidad, y en valentía, á lo menes sino lo eran, era razón que lo fuesen, y era como una religión de las que ahora se usan, de Santiago, ó de Calatrava, que se presupone que los que la profesan, han de ser, ó deben ser caballeros valerosos, valientes, y bien nacidos: y como ahora dicen caballero de San Juan, ó de Alcántara, decían en aquel tiem- po: Caballero de los doce Pares, porque no fueron doce iguales los que para esta religión militar se escogieron. En lo de que hubo Cid, no hay duda, ni menos Bernardo del Carpió, pero de que hicieron las hazañas que dicen, creo que la hay muy grande. En lo otro de la clavija, que vuestra merced dice del Conde Fierres, y que está junto á la silla de Babieca en la armería de los Reyes, confieso mi pecado, que soy tan ignorante, ó tan corto de vista, que aunque he visto la silla, no he echado de ver la clavija y más siendo tan grande como vuestra merced ha dicho. Pues allí está sin duda alguna, replicó don Quixote, y por más señas dicen que está metida en una funda de vaqueta, porque no se tome de moho. Tod© pueder ser, respondió el Canónigo, pero por las órdenes que recibí, que no me acuerdo haberla visto: mas puesto que conceda que está allí, no por eso me obligo á creer las historias de tantos Amadises, ni las de tanta turbamulta de ca- balleros como por ahí nos cuentan: ni es razón, que un hombre como vues- tra merced, tan honrado, y de tan buenas partes, y dotado de tan buen en- tendimiento, se á entender, que son verdaderas tantas, y tan extrañas locuras, como las que están escritas en los disparatados libros de caba- llerías.

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CAPITULO L

De las discretas altercaciones que don Quixote, y el Canónigo tuvieron, con otros sucesos.

Bueno está eso, respondió don Quixote, los libros que están impresos con licencia de los Reyes, y con aprobación de aquellos á quien se remi- tieron, y que con gusto general son leídos, y celebrados de los grandes y de los chicos: de los pobres, y de los ricos: de los letrados, é ignorantes: de los plebeyos, y caballeros: finalmente, de todo género de personas de cualquier estado y condición, que sean, habían de ser mentira, y más lle- vando tanta apariencia de verdad, pues nos cuentan el padre, la madre, la patria, los parientes, la edad, el lugar, y las hazañas, punto por punto, y día por día, que el tal caballero hizo, ó caballeros hicieron. Calle vuestra merced, no diga tal blasfemia, y créame, que le aconsejo en esto lo que debe de hacer, como discreto, sino léalos, y verá el gusto que recibe de su leyenda. Sino dígame, hay mayor contento, que ver, como si dijésemos» aquí ahora se muestra delante de nosotros un gran lago de pez, hirviendo á borbollones, y que andan nadando, y cruzando por él muchas serpientes, culebras y lagartos, y otros muchos géneros de animales feroces, y espan- tables, y que del medio del lago sale una voz tristísima, que dice: ca- ballero, quienquiera que seas, que el temeroso lago estás mirando, si quie- res alcanzar el bien que debajo destas negras aguas se encubre, muestra el valor de tu fuerte pecho, y arrójate en mitad de su negro y encendido licor, porque si así no lo haces, no serás digno de ver las altas maravillas que en encierran, y contienen los siete castillos de las siete Fadas, que debajo desta negrura yacen: y que apenas el caballero no ha acabado de oir la voz temerosa, cuando sin entrar más en cuentas consigo, sin ponerse á considerar el peligro á que se pone, y aun sin despojarse de la pesadum- bre de sus fuertes armas, encomendándose á Dios, y á su señora, se arroja en mitad del bullente lago: y cuando no se cata, ni sabe dónde ha de parar, se halla entre unos floridos campos, con quien los Elíseos no tienen que ver en ninguna cosa. Allí le parece, que el cielo es más transparente, y que el Sol luce con claridad más nueva. Ofrécesele á los ojos una apacible floresta de tan verdes, y frondosos árboles compuesta, que alegra á la vista

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8U verdura, y entretiene los oídos el dulce, y no aprendido canto de los pequeños, infinitos, y pintados pajarillos, que por los intrincados ramos van cruzando. Aquí descubre un arroyuelo, cuyas frescas aguas, que líqui- dos cristalen parecen, corren sobre menudas arenas, y blancas pedrezuelas, que oro cernido, y puras perlas semejan. Acullá ve una artificiosa fuente de jaspe variado, y de liso mármol compuesta. Acá ve otra á lo brutesco ordenada, adonde las menudas conchas de las almejas, con las torcidas casas, blancas, y amarillas del caracol, puestas con orden desordenado, mezclados entre ellas pedazos de cristal luciente, y de contrahechas esme- raldas, hacen una variada labor, de manera, que el arte imitando á la na- turaleza, parece que allí la vence. Acullá de improviso, se le descubre un fuerte castillo, ó vistoso alcázar, cuyas murallas son de macizo oro, las almenas de diamantes, las puertas de jacintos: finalmente, él es de tan admirable compostura, que con ser la materia de que está formado, no menos que de diamantes, de carbuncos, de rubíes, de perlas, de oro, y de esmeraldas, es de más estimación su hechura? Y hay más que ver después de haber visto esto, que ver salir por la puerta del castillo un buen núme- ro de doncellas, cuyos galanos y vistosos trajes, si yo me pusiese ahora á decirlos, como las historias nos los cuentan, sería nunca acabar? y tomar luego la que parecía principal de todas, por la mano al atrevido caballero, que se arrojó en ^1 ferviente lago, y llevarle, sin hablarle palabra, dentro del rico alcázar, ó castillo, y hacerle desnudar, como su madre le parió, y bañarle con templadas aguas, y luego untarle todo con olorosos ungüentos, y vestirle una camisa de cendal delgadísimo, toda olorosa, y perfumada: y acudir doncella, y echarle un mantón sobre los hombros, que otra por lo menos, dicen que suele valer una ciudad, y aún más? Qué es ver pues, cuando nos cuentan que tras todo esto le llevan á otra sala, donde halla puestas las mesas, con tanto concierto, que queda suspenso, y admirado? Qué el verle echar agua á manos, toda de ámbar, y de olorosas flores des- tilada? Qué el hacerle sentar sobre una silla de marfil? Qué verle servir todas las doncellas, guardando un maravilloso silencio? Qué el traerle tan- ta diferencia de manjares, tan sabrosamente guisados, que no sabe el ape- tito á cuál deba de alargar la mano? Cuál será oír la música que en tanto que come suena, sin saberse quién la canta, ni adonde suena? Y después de la comida acabada, y las mesas alzadas, quedarse el caballero recostad© sobre la silla, y quizá mondándose los dientes, como es costumbre, entrar á deshora por la puerta de la sala otra mucho más hermosa doncella, que ninguna de las primeras, y sentarse al lado del caballero, y comenzar á

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darle cuenta, de qué castillo es aquél, y de cómo ella está encantada en él, con otras cosas, que suspenden al caballero, y admiran á los leyentes que van leyendo su historia? No quiero alargarme más en esto, pues dello se puede colegir, que cualquiera parte que se lea, de cualquiera historia de caballero andante, ha de causar gusto, y maravilla á cualquiera que la le- yere. Y vuestra merced créame, y cemo otra vez le he dicho, lea estos libros, y verá cómo le destierran la melancolía que tuviere, y le mejoran la condición, si acaso la tiene mala. De decir, que después que soy caballero andante, soy valiente, comedido, liberal, bien criado, generoso, cortés, atrevido, blando, paciente, sufridor de trabajos, de prisiones, de encantos: y aunque ha tampoco que me vi encerrado en una jaula como loco, pienso por el valor de mi brazo, favoreciéndome el cielo, y no sién- dome contraria la fortuna, en pocos días verme Rey de algún Reino, adon- de pueda mostrar el agradecimiento, y liberalidad que mi pecho encierra: que mía fe, señor, el pobre está inhabilitado de poder mostrar la virtud de la liberalidad con ninguno, aunque en sumo grado la posea: y el agrade- cimiento, que sólo consiste en el deseo, es cosa muerta, como es muerta la íe sin obras. Por esto querría que la fortuna me ofreciese presto alguna ocasión, donde me hiciese Emperador, por mostrar mi pecho, haciendo bien á mis amigos, especialmente á este pobre de Sancho Panza, mi escu- dero, que es el mejor hombre del mundo, y querría darle un Condado, que le tengo muchos días ha prometido, sino que temo, que no ha de tener habilidad para gobernar su estado. Casi estas últimas palbras oyó Sancho á su amo, á quien dijo: Trabaje V. m. señor don Quixote, en darme ese Condado, tan prometido de V. m. como de esperado, que yo le prome- to, que no me faite á habilidad para gobernarle: y caando me faltare, yo he oído decir, que hay hombres en el mundo, que toman en arrenda- miento los estados de los señores, y les dan un tanto cada año, y ellos se tienen cuidado del gobierno, y el señor se está á pierna tendida, gozando de la renta que le dan, sin curarse de otra cosa: y así haré yo, y no repa- raré en tanto más cuanto, sino que luego me desistiré de todo, y me go- zaré mi renta, como un Duque, y allá se lo hayan. Eso hermano Sancho, dijo el Canónigo, entiéndese en cuanto al gozar la renta, empero al admi- nistrar justicia, ha de entender el señor del estado, y aquí entra la habili- dad, y buen juicio, y principalmente la buena intención de acertar, que si ésta falta en los principios, siempre irán errados los medios, y los fines: y así suele Dios ayudar al buen deseo del simple, como desfavorecer al malo, del discreto. No esas filosofías, respondió Sancho Panza, mas sólo

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que tan presto tuyiese yo el Condado, como sabría regirle, que tanta alma tengo yo como otro, y tanto cuerpo como el que más, y tan Key sería yo de mi estado como cada uno del suyo: y siéndolo, haría lo que quisiese: y haciendo lo que quisiese, haría mi gusto: y haciendo mi gusto, estaría con- tento: y en estando uno contento, no tiene más que desear: y no teniendo más que desear, acabóse, y el estado venga, y adiós, y veámonos, como dijo un ciego á otro. A lo cual respondió don Quiíote: No son malas filo- sofías esas, como dices, Sancho, pero con todo eso hay mucho que decir sobre esta materia de Condados. Yo no qué haya que decir, sólo me guío por muchos, y diversos ejemplos que podría traer á este propósito de caballeros de mi profesión, que correspondiendo á los leales, y señalados servicios que de sus escuderos habían recibido, les hicieron notables mer- cedes, haciéndoles señores absolutos de ciudades, y ínsulas: y cuál hubo que llegaron sus merecimientos á tanto grado, que tuvo humos de hacerse Key. Pero para qué gasto tiempo en esto ofreciéndome un tan insigne ejemplo el grande, y nunca bien alabado Amadís de Gaula, que hizo á su escudero Conde de la ínsula Firme, y así puedo yo sin escrúpulo de con- ciencia, hacer Conde á Sancho Panza que es uno de los mejores escuderos que caballero andante ha tenido. Admirado quedó el Canónigo, de los con- certados disparates (si disparates sufren concierto) que don Quiíote había dicho, y del modo con que había pintado la aventura del caballero del Lago de la impresión que en él habían hecho las pensadas mentiras de los libros que había leído: y finalmente le admiraba la necedad de Sancho, que con tanto ahinco deseaba alcanzar el Condado que su amo le había prometido. Ya en esto volvían los criados del Canónigo, que á la venta habían ido por la acémila del repuesto, y haciendo mesa de una alfombra y de la verde yerba del prado, á la sombra de unos árboles se sentaron, y comieron allí, porque el boyero no perdiese la comodidad de aquel sitio, como queda dicho. Y estando comiendo, á deshora oyeron un recio estruen- do, y un son de esquila, que por entre unas zarzas, y espesas matas que allí junto estaban, sonaba, y al mismo instante vieron salir de entre aque- llas malezas, una hermosa cabra, toda la piel manchada de negro, blanco, y pardo. Tras ella venía un cabrero dándole voces, y diciéndole palabras á su uso, para que se detuviese, ó al rebaño volviese. La fugitiva cabra te- merosa, y despavorida, se vino á la gente, como á favorecerse della, y allí se detuvo: Llegó el cabrero, y asiéndola de los cuernos, como si fuera capaz de discurso, y entendimiento, le dijo: Ah cerrera, cerrera, manchada, man- chada, y cómo andáis vos estos días de pie cojo? qué lobos os espantan? Hija

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no rae diréis qué es esto, hermosa? Mas qué puede ser, sino que sois hem- bra, y no podéis estar sosegada, que mal haya vuestra condición y la de todas aquellas á quien imitáis. Volved, volved amiga, que sino tan conten- ta, á lo menos estaréis segura en vuestro aprisco, ó con vuestras compañe ras: que si vos que las habéis de guardar, y encaminar, andáis tan sin guia, y tan descaminada, en qué podrán parar ellas? Contento dieron las palabras del cabrero á los que las oyeron, especialmente al Canónigo, que le dijo: Por vida de vuestro hermano, que os soseguéis un poco, y no os acuciéis en volver tan presto esa cabra á su rebaño, que pues ella es hem bra, como vos decís, ha de seguir su natural instinto, por más que vos os pongáis á estorbarlo. Tomad este bocado, y bebed una vez, con que tem- plaréis la cólera, y en tanto descansará la cabra. Y el decir esto, y el darle con la punta del cuchillo los lomos de un conejo fiambre todo fué uno. Tomólo, y agradeciólo el cabrero: bebió, y sosegóse, y luego dijo: No que- rría que por haber yo hablado con esta alimaña tan en seso, me tuviesen vuestras mercedes por hombre simple, que en verdad que no carecen de misterio las palabras que le dije. Rústico soy pero no tanto que no entien- da cómo se ha de tratar con los hombres, y con las bestias. Eso creo yo muy bien, dijo el Cura, que ya yo de experiencia, que los montes crían letrados, y las cabanas de los pastores encierran filósofos. A lo menos, señor, replicó el cabrero, acogen hombres escarmentados: y para que creáis esta verdad, y la toquéis con la mano, aunque parezca que sin ser togado me convido, sino os enfadáis dello, y queréis, señores, un breve espacio prestarme oído atento, os contaré una verdad, que acredite lo que ese señor (señalando al Cura) ha dicho, y la mía? A esto respondió don Quixo- te: Por ver que tiene este caso un no qué de sombra de aventura de caballería, yo por mi parte os oiré, hermano de muy buena gana, y así lo harán todos estos señores, por lo mucho que tienen de discretos, y de ser amigos de curiosas novedades, que suspendan, alegren, y entretengan los sentidos, como sin duda pienso que le ha de hacer vuestro cuento. Comen- zad pues, amigo, que todos escucharemos. Saco la mía, dijo Sancho, que yo á aquel arroyo me voy con esta empanada, donde pienso hartarme por tres días, porque he oído decir á mi señor don Quixote que el escudero de caballero andante ha de comer, cuando se le ofreciere, hasta no poder más, á causa que se les suele ofrecer entrar acaso por una selva tan intrincada, que no aciertan á salir della en seis días, y si el hombre no va harto, ó bien proveídas las alforjas, allí se podrá quedar, como muchas veces se queda, hecho carne momia. estas en lo cierto, Sancho, dijo don Quijo-

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te, vete adonde quisieres, y come lo que pudieres, que yo ya estoy satis- fecho, y sólo me falta dar al alma su refacción, como se la daré escuchando el cuento de este buen hombre. Así la daremos todos á las nuestras, dijo el Canónigo: y luego rogó al cabrero que diese principio á lo que prome- tido había. El cabrero dio dos palmadas sobre el lomo á la cabra que por los cuernos tenía, diciéndole: Recuéstate junto á mi, manchada, que tiem- po nos queda para volver á nuestro apero. Parece que lo entendió la cabra» porque en sentándose su dueño, se extendió ella junto ¿ él, con mucho sosiego, y mirándole al rostro daba á entender, que estaba atenta á lo que el cabrero iba diciendo: el cual comenzó su historia desta manera.

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CAPITULO LI

Que trata de lo que contó el cabrero á todos los que llevaban á don Quixote.

Tres leguas deste valle está una aldea, que aunque pequeña, es de las más ricas que hay en todos estos contornos, (1) en la cual había un labra- dor muy honrado, y tanto, que aunque es anexo al ser rico el ser honrado, más lo era él por la virtud que tenía, que por la riqueza que alcanzaba: mas lo que le hacia más dichoso, según él decía, era tener una hija de tan extremada hermosura, rara discreción, donaire, y virtud, que el que la co- nocía, y la miraba, se admiraba de ver las extremadas partes con que el cielo, y la naturaleza la habían enriquecido. Siendo niña fué hermosa, y siempre fué creciendo en belleza, y en la edad de diez y seis años fué her- mosísima. La fama de su belleza se comenzó á extender por todas las cir- cunvecinas, aldeas que digo yo, por las circunvecinas no más, si se exten- dió á las apartadas ciudades, y aun se entró por las salas de los Reyes, y por los oídos de todo género de gente, que como á cosa rara, ó como á imagen de milagros, de todas partes á verla venían. (2) Guardábala su pa- dre, y guardábase ella, que no hay candados, guardas, ni cerraduras, que mejor guarden á una doncella, que las del recato propio: la riqueza del padre, y la belleza de la hija movieron á muchos, así del pueblo, como fo- rasteros, á que por mujer se la pidiesen, mas él como á quien tocaba dis-

(1) La distancia está tomada desde la Venta de la Bienvenida, y aun que no resulte con matemática exactitud por la diferencia que se nota en las leguas manchegas, ó porque el camino á seguir sea saltando por el puerto de Ventillas, ó por el Valle de Alcudia hasta faldear la Sierra de Montoro, ésta digo que es la ruta que nos lleva á la explicación de la es- cena en que el cabrero tuvo tan desgraciada coparticipación.

(Véase el gráfico en la página siguiente.)

(2) Con objeto de que puedas, lector, apreciar lo que dijo el Genio oculto por la mano de gato que le dieron los sabios voy á copiar el pá- rrafo adoptado por la Academia de la Ivcngua, que dice:

* La f orna de su belleza se comenzó á extemler por todas las circunvecina<i aldeas; ¿qxcé digo yo por las circuiwecinas vo más, si se exievdió á las aparta- das ciudades, y aun se adró por las salas de los reyes y per los oidos de todo

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HSBtaga^as^

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poner de tan rica joya, andaba confuso sin saber determinarse, á quién la entregaría de los infinitos que le importunaban, y entre los muchos que tan buen deseo tenian fui yo uno, á quien dieron muchas, y grandes espe- ranzas de buen suceso, conocer que el padre conocía quien yo era, el ser natural del mismo pueblo, limpio en sangre, en la edad floreciente, en la hacienda muy rico, y en el ingenio no menos acabado: con todas estas mis- mas partes, la pidió también otro del mismo pueblo, que fué causa de sus- pender, y poner en balanza la voluntad del padre á quien parecía, que con cualquiera de nosotros estaba su bija bien empleada: y por salir desta con- fusión determinó decírselo á Leandra, que asi se llama la rica, que en mi- seria me tiene puesto, advirtiendo, que pues los dos éramos iguales, era bien dejar á la voluntad de su querida hija el escoger á su gusto, cosa dig- na de imitar de todos los padres que á sus hijos quieren poner en estado. No digo yo que los dejen escojer en cosas ruines, y malas, sino que se las propongan buenas, y de las buenas que escojan á su gusto: no yo el que tuvo Leandra, sólo que el padre nos entretuvo á entrambos con la poca

género de gente, que corno á cosa rara ó como á imagen de milagros de iodos partes á verla venían?».

Y como quiera que la mayoría de los comentaristas siguieron esta lec- ción, te hago gracia de establecer más con)paraciones, porque además de pesado resultaría interminable. Sigo leyendo en el libro del otro.

jQué comparación tan magnífica! En esta narración urdió con un cui- dado primoroso la más bella de sus historias. Gran pesar me produce tener que descorrer el velo encubridor de esta preciosísima figura, pero ¿qué remedio? Desharé el encanto.

Toda la baraúnda de rara hermosura y milagrería que había invadido los Alcázares, no es más que la fama pregonada por aquellas aldeas cuando dos soldados de Cabezarrubías, al regresar de Andalucía por con- Becuencia de una campaña contra los moros acertaron A pasar por Fuenca- liente, en cuyas aguas se curaron la sarna que padecían. La tradición conserva esta leyenda con referencia al siglo xiv, intercalándola Cervantes en este pasaje del libro para su conservación, y, cualquiera de por allí dará fe de todo. ¿Pues no habían de ir á verla?

Otra cosa es, Vicente de la Roca, que aunque aparezca en ediciones anteriores con cedilla, sólo es para que con la pronunciación se distanciara de la realidad. Su interpretación es como sigue: Sentábase el soldado Vice- ente (semi dios, aplicándolo á la virtud casi divina de las aguas de Fuen- cali-ente, que obraban tales milagros) en un poyo (que hay debajo del ca- marín de la Virgen de los baños >) que guardaba estrecha analogía con BU apellido y con el terreno en donde edificaron el pueblo; mas como quiera que dice, que debajo de un gran álamo (?) está en nuestra plaza, ha- brá que echarse á buscar por otros sitios para deshacer el encanto. La parte novelescoideal, radica en Fuencaliente, pero la concerniente al he- cho real, sucedido á personas de carne y hueso, se deearrclló... en La So-

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edad de su hija, y con palabras generales, que ni le obligaban, ni nos des- obligaba tampoco. Llámase mi competidor Anselmo, y yo Eugenio, porque veáis con noticia de los nombres de las personas, que en esta tragedia se contienen, cuyo fin aún está pendiente: pero bien se dfja entender que ha de ser desastrado. En esta sazón vino á nuestro pueblo un Vicente de la Roca, hijo de un pobre labrador del mismo lugar: el cual Vicente venía de las Italias, y de otras diversas partes de ser soldado, llevóle de nuestro lugar siendo muchacho de hasta doce años, un Capitán, qut con su compañía por allí acertó á pasar, (1) y volvió el mozo de allí á otros doce vestido á la soldadesca, pintado con mil colores, lleno de mil dijes de cristal, y sutiles cadenas de acero: hoy se ponía una gala, y mañana otra: pero todas sutiles, pintadas, de poco peso, y menos tomo: la gente labradora, que de suyo es maliciosa, y dándole el ocio lugar, es la misma malicia, lo notó, y contó punto por punto sus galas, y preseas, y halló que los vestidos eran tres de diferentes colores, con sus ligas, y medias, pero él hacía tantos guisados, é invenciones dellas, que sino se los contaran hubiera quien jurara que había hecho muestras de más de diez pares de vestidos, y de más de veinte plumas. Y no parezca impertinencia, y demasía esto que de los vestidos voy contando, porque ellos hacen una buena parte en esta historia. Sentá- base en un poyo que debajo de un gran álamo está en nuestra plaza, y allí

lanilla del Puio, que á simple vista parecía como álamo; que esta y no otra era la aldea más rica de aquellos contornos, teniendo por circunvecinas á las pobrísimas de Ventilla?, El Tamaral, El Hoyo y Hortezuelas.

En la parte S. de una Sierra que se conoce por Lantigua, eligiendo la meseta más ventilada y alrededor de un frondoso pino, levantaron sus chozos unos pastores para preservarse de las inclemencias celestes, y en particular de las caricias de Febo, abrasadoras en la estación ardiente por aquellos parajes; pero en la actualidad, aunque se ha formado un pueblecito bastante regular, no pueden resguardarse de los rayos solares debajo del árbol secular, porque no han conservado más que el recuerdo.

Ahora bien; lo que no han podido destruir los hombres, porque está escrito «sobre» los anales de La Mancha y el tiempo lo ha conservado con la etiqueta que le pusieron tan cuidadosos «archiveros», es la Cueva en donde dejó abandonada a Leandra su falso amante. Junto al Estrecho del Ahogadero, donde tuvo lugar la fingida paliza del cabrerillo Ayidrés, hay unos cerros, que la tradición, gran conservadora de nuestras leyendas, con religioso celo muestra al peregrino caminante que las visita, conservando el sugestivo epitojio de Cerros de la Cueva de la Monja.

De aquí la sacó su desconsolado padre trasladándola al convento de donde arrebataron á Luscinda los enmascarados en camisa y sin dineros, pero no le tocaron al pelo de la ropa.

(1) Esto tiene su explicación en la carta de Teresa Panza á su marido.

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nos tenía á todos la boca abierta, pendientes de las hazañas que nos iba contando: no había tierra en todo el Orbe que no hubiese visto, ni batalla donde no se hubiese hallado: había muerto más Moros que tiene Marrue- cos, y Túnez, y entrado en más singulares desafíos, según él decía, que Gante, y Luna, Diego García de Paredes, y otros mil que nombraba, y de todos había salido con victoria, sin que le hubiesen derramado una sola gota de sangre: por otra parte mostraba señales de heridas, que aunque no se divisaban, nos hacía entender, que eran arcabuzazos dados en diferentes reencuentros, acciones: finalmente con una no vista arrogancia llamaba de vos á sus iguales, y á los mismos que le conocían, y decían, que su padre era su brazo, su linaje, sus obras, y que debajo de ser soldado, al mismo Rey no debía nada. Añadiósele á estas arrogancias ser un poco músico, y tocar una guitarra á lo rasgado, de manera que decían algunos que la ha- cía hablar: pero no pararon aquí sus gracias, que también la tenía de Poe- ta, y así de cada niñería que pasaba en el pueblo, componía un romance de legua, y media de escritura. Este soldado, pues que aquí he pintado, este Vicente de la Roca, este bravo, este galán, este músico, este Poeta, fué visto, y mirado muchas veces de Leandra desde una ventana de su casa que tenía la vista á la plaza, enamoróla el oropel de sus vistosos trajes: en cantáronla sus romances, que de cada uno que componía daba veinte tras- lados: llegaron á sus oídos las hazañas que él de mismo había referido: y finalmente que así el diablo lo debía de tener ordenado, ella se vino á enamorar del antes que en él naciese presunción de solicitarla: y como en los casos de amor no hay ninguno que con más facilidad se cumpla, que aquel que tiene de su parte el deseo de la dama, con facilidad se concerta- ron Leandra, y Vicente, y primero que alguno de sus muchos pretendien- tes cayese en la cuenta de su deseo, ya ella teníale cumplido, habiendo dejado la casa de su querido, y amado padre, (que madre no la tiene) y ausentádose de la aldea con el soldado que salió con más triunfo desta empresa, que de todas las muchas que él se aplicaba. Admiró el suceso á toda la aldea, y aun á todos los que del noticia tuvieron: yo quedé suspen- so, Anselmo atónito, el padre triste, sus parientes afrentados, solícita la justicia, los cuadrilleros listos, tomáronse los caminos, escudriñáronse los bosques, y cuanto había, y al cabo de tres días hallaron á la antojadiza Leandra en una cueva de un monte, desnuda en camisa, sin muchos dine- ros, y preciosísimas joyas que de su casa había sacado: volviénronla á la presencia del lastimado padre, preguntáronle su desgracia, y confesó sin apremio que Vicente de la Roca la había engañado, y debajo de su palabra

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de ser su esposo la persuadió que dejase la casa de su padre, que él la lle- varía á la más rica, y más viciosa ciudad que había eu todo el universo mundo, que era Ñápeles, y que ella mal advertida, y peor engañada le ha- bía creído: y robando á su padre, se le entregó la misma noche que había faltado, y que él la llevó á un áspero monte, y la encerró en aquella cue- va, donde la habían hallado: contó también cómo el soldado sin quitarle su honor le robó cuanto tenía, y la dejó en aquella cueva, y se fué: suceso que de nuevo puso en admiración á todos. Difícil señor se hizo de creer la con- tinencia del mozo, pero ella lo afirmó con tantas veras, que fueron parte para que el desconsolado padre se consolase, no haciendo cuenta de las ri- quezas que le llevaban: pues le habían dejado á su hija con la joya, que si una vez se pierde no deja esperanza de que jamás se cobre. El mismo día que pareció Leandra, la despareció su padre de nuestros ojos, y la llevó á encerrar en un monasterio de una villa que está aquí cerca, esperando que el tiempo gaste alguna parte de la mala opinión en que su hija se , puso. Los pocos años de Leandra sirvieron de disculpa de su culpa, á lo menos con aquellos que no les iba algún interés en que ella fuese mala, ó buena: pero los que conocían su discreción, y mucho entendimiento, no atribuyeron á ignorancia su pecado, sino á su desenvoltura, y á la natural inclinación de las mujeres, que por la mayor parte suele ser desatinada, y mal compuesta. Encerrada Leandra, quedaron los ojos de Anselmo ciegos, á lo menos sin tener cosa que mirar que contento le diese: los míos en ti- nieblas sin luz que á ninguna cosa de gusto les encaminase con la ausencia de Leandra: crecía nuestra tristeza, apocábase nuestra paciencia, maldecía- mos las galas del soldado, y abominábamos del poco recato del padre de Leandra: finalmente Anselmo, y yo nos concertamos de dejar la aldea, y venirnos á este valle, donde él apacentando una gran cantidad de ovejas su- yas propias, y yo un numeroso rebaño de cabras también mías, pasamos la vida entre los árboles, dando vado á nuestras pasiones, ó cantando juntos alabanzas, ó vituperios de la Hermosa Leandra, ó suspirando solos, y á so- las comunicando con el cielo nuestras querellas. A imitación nuestra, otros muchos de los pretendientes de Leandra se han venido á estos ásperos montes, usando el mismo ejercicio nuestro y son tantos que parece que este sitio se ha convertido en la pastoral Arcadia, según está colmado de pasto- res, y de apriscos, y no hay parte en él donde no se oiga el nombre de la hermosa Leandra: éste la maldice, y la llama antojadiza, varia, y des- honesta: aquél la condena por fácil, y ligera: tal la absuelve, y perdona, y tal la justifica, y vitupera: uno celebra su hermosura, otro reniega de su

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condición, y en fin todos la deshonran, y todos la adoran, y de todos se extiende á tanto la locura, que hay quien se queje de desdén, sin haberla jamás hablado, y aun quien se lamente, y sienta la rabiosa enfermedad de los celos, que ella jamás dio á nadie: pero como ya tengo dicho, antes se Bupo su pecado, que su deseo: no hay hueco de peña, ni margen de arroyo- sombra de árbol, que no esté ocupada de algún pastor que sus desven- turas á los aires cuente; el eco repite el nombre de Leandro dondequiera que puede formarse: Leandra resuenan los montes: Leandra murmuran los arroyos, y Leandra nos tiene á todos suspensos, y encantados, esperan- do sin esperanza, y temiendo sin saber de qué tememos. Entre estos dispa, ratados, el que muestra que menos, y más juicio tiene, es mi competidor Anselmo, el cual teniendo tantas otras cosas de que quejarse, sólo se queja de ausencia, y al sol de un rabel que admirablemente toca con versos, don- de muestra su buen entendimiento, cantando se queja: yo sigo otro camino más fácil, y á mi parecer el más acertado, que es decir mal de la ligereza de las mujeres, de su inconstancia, de su doble trato, de sus promesas muertas, de su fe rota: y finalmente del poco discurso, que tienen en sa- ber colocar sus pensamientos, é intenciones: y esta fué la ocasión señores de las palabras, y razones que dije á esta cabra, cuando aquí llegué, que por ser hembra la tengo en poco, aunque es la mejor de todo mi apero, Esta es la historia que prometí contaros, si he sido en el contarlo prolijo. no seré en servicios corto, cerca de aquí tengo mi majada, y en ella tengo fresca leche, y muy sabrosísimo queso, con otras varias, y sazonadas fru- tas, no menos á la vista que al gusto agradables. (1)

(1) Este cuento cabreril burdo en la forma es un monumento de habilidad, pues abarca dos sucesos distintos, confundiéndolos; por cuya causa, al narrar el de mayor resonancia ocurrido en la Solanilla del Pino y no existir más que remotos indicios, habrá que pensar, que el que afec- taba al cabrero acaeció más cerca. En el Quinto de la Cabra.

Es imposible ser más explícito, por corresponder la aclaración de este embolismo al segundo libro.

Los que sustituyeron la palabra servicios con serviros, están de enho- rabuena; pues según se desprende de la lectura del párrafo, el cabrero se ofreció á darles varios platos, que yo entiendo por servicios, ó la literatura está reñida con el arte culinario.

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CAPITULO LIT

De la pendencia que don Quixote tuvo con el cabre- ro, con la rara aventura de los disciplinantes, á quien dio felice fin á costa de su sudor.

General gusto causó el cuento del cabrero á todos los que escuchado le habían, especialmente le recibió el Canónigo, que con extraña curiosi- dad notó la manera con que le había contado, tan lejos de parecer rústico cabrero, cuan cerca de mostrarse discreto cortesano: y así dijo que había dicho muy bien el Cura en decir, que los montes criaban letrados: todos se ofrecieron á Eugenio, pero el que más se mostró liberal en esto, fué don Quixote, que le dijo: Por cierto hermano cabrero, que si yo me hallara posibilitado de poder comenzar alguna aventura, que luego, luego me pu- siera en camino, porque vos la tuvierais buena, que yo sacara del monaste- rio (donde sin duda alguna debe de estar contra su voluntad) á Leandra á pesar de la Abadesa, y de cuantos quisieran estorbarlo, y os la pusiera en vuestras manos, para que hicierais della á toda vuestra voluntad, y talan- te, guardando pero las leyes de la caballería, que mandan que á ninguna doncella se le sea hecho desaguisado alguno: aunque yo espero en Dios nuestro Señor, que no ha de poder tanto la fuerza de un encantador mali- cioso, que no pueda más la de otro encantador mejor intencionado, y para entonces os prometo mi favor, y ayuda, como me obliga mi profesión, que no es otra, sino de favorecer á los desvalidos, y menesterosos. Miróle el cabrero, y como vio á don Quixote de tan mal pelaje, y catadura, admiró- se, y preguntó al barbero, que cerca de tenía: Señor quién es este hom- bre que tal talle tiene, y de tal manera habla? Quién ha de ser, respondió el barbero, sino el famoso don Quixote de la Mancha, deshacedor de agra- vios, enderezador de tuertos, el amparo de las doncellas, el asombro de los gigantes, y el vencedor de las batallas. Eso me semeja, respondió el ca- brero, á lo que se lee en los libros de caballeros andantes, que hacían todo eso que deste hombre vuestra merced dice: puesto que para tengo, ó que vuestra merced se burla, ó que este gentil hombre debe de tener va cíos los aposentos de la cabeza. Sois un grandísimo bellaco, dijo á esta sa-

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zón don Qiiixote, y vos sois el vacío, y el menguado, que yo estoy más lleno que jamás lo estuvo la muy hideputa, puta que os parió, y diciendo, y hablando arrebató de un pan que junto á tenía, y dio con él al cabre- ro en todo el rostro, con tanta furia, que le remachó las narices: mas el cabrero que no sabía de burlas, viendo con cuantas veras le maltrataba, sin tener respeto á la alfombra, ni á los manteles, ni á todos aquellos que comiendo estaban, saltó sobre don Quixote, y asiéndole del cuello con en- trambas manos, no dudara de ahogarle, si Sancho Panza no llegara en aquel punto, y le asiera por las espaldas, y diera con él encima de la mesa, quebrando platos, rompiendo tazas, y derramando, y esparciendo cuanto en ella estaba. Don Quixote que se vio libre, acudió á subirse sobre el cabre- ro, el cual lleno de sangre el rostro, molido á coces de Sancho, andaba buscando á gatas algún cuchillo de la mesa para hacer alguna sanguino- lenta venganza: pero estorbáronselo el Canónigo, y el Cura, mas el barbero hizo de suerte que el cabrero cogió debajo de á don Quixote, sobre el cual llovió tanto número de mojicones, que del rostro del pobre caballero llovía tanta sangre, como del suyo. Reventaban de risa el Canónigo, y el Cura, saltaban los cuadrilleros de gozo, azuzaban los unos, y los otros, como hacen á los perros cuando en pendencia están trabados, sólo Sancho Panza se desesperaba, porque no se podía desasir de un criado del Canó- nigo, que le estorbaba que á su amo no ayudase. En resolución estando todos en regocijo, y fiesta, sino los dos aporreantes que se carpían, oyeron el son de una trompeta, tan triste, que los hizo volver los rostros hacia donde les pareció que sonaba: pero el que más se alborotó de oírle fué don Quixote, el cual aunque estaba debajo del cabrero, harto contra su volun- tad, y más que medianamente molido, le dijo: Hermano demonio, que no es posible que dejes de serlo, pues has tenido valor, y fuerzas para sujetar las mías, ruégote que hagamos treguas, no más de por una hora, porque el doloroso son de aquella trompeta que á nuestros oídos llega, me parece, que á alguna nueva aventura me llama. (1) El cabrero que ya estaba can-

(1) O yo no historia, ó es innegable que en este pasaje existe un remedo á la desventurada escena que se desarrolló en Montiel; pues la pendencia es idéntica, las circunstancias se confunden, y el resultado histórico es tan fantástico como el novelesco. Las palabras de D. Pedro y de don Quixote, calcadas; D. Enrique y el Cabrero, volvieron por sus fueros; el barbero hizo lo mismo que Duguesclín, y por si faltaba algo, el Cura impidió que Sancho ayudase á su amo. Don Men, tanipoco pudo penetrar en la tienda.

Aquello ocurrió de noche, y esto á deshora.

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sado de moler, y Ber molido, le dejó luego, y don Quixote se puso en pie, volviendo asimismo el rostro adonde el son se oía, y vio á deshora que por un recuesto bajaban muchos hombres vestidos de blanco, á modo de disci- plinantes. Era el caso, que aquel afio habían las nubes negado su rocío á la tierra, y por todos los lugares de aquella comarca se hacían procesiones, rogativas, y disciplinas, pidiendo á Dios abriese las manos de su miseri- cordia, y lea lloviese: y para este efecto la gente de una aldea que allí junto estaba venía en procesión á una devota ermita, que en un recuesto de aquel valle había. (1) Don Quixote que vio los extraños trajes que l»s disciplinantes, sin pasarle por la memoria las muchas veces que los había de haber visto, se imaginó que era cosa de aventura, y que á él solo toca- ba, como á caballero andante, el acometerla: y confirmóle más esta imagi- nación pensar, que una imagen que traían cubierta de luto, fuese alguna principal señora que llevaban por fuerza aquellos follones, y descomedidos Malandrines, y como esto le cayó en las mientes, con gran ligereza arre- metió á Rocinante, que paciendo andaba, quitándole del arzón el freno, y la adarga, y en un punto le enfrenó, y pidiendo á Sancho su espada subió sobre Rocinante, y embrazó su adarga, y dijo en alta voz á todos los que presentes estaban: Ahora valerosa compañía veréis cuanto importa que haya

(1) Cervantes, que no hacía ni decía nada tontas ni á locas», tuvo presente que las rogativas impetrando al Altísimo agua para los sembra- dos— cuando por esta causa las cosechas vienen retrasadas— se llevan á cabo por los meses de Abril ó Mayo, pero nunca en Agosto, recogidas ya en los graneros, ó por excesivo retraso en la era. Bien se columbra que el Sr. Ríos no fué agricultor, ó que no sabia dónde caía esto.

Ahora pasemos á deshacer este «embolismo intenso, acaso más inten- so por involuntario* frase vertida por la señora escritora Condesa de Pardo Bazán, en su segunda conferencia sobre el Quijote (?) en el Ateneo de Madrid del mejor revolcaor de verdaes que ha tenido el mundo.

Esta rogativa que pudo salir de la Solanilla del Pino que es el lugar á que alude el cabrero en su cuento recorriendo las aldeas de El Tama- ral, El Hoyo, Ortezuela y Mestanza, para pasear la venerada imagen de la Virgen de la Antigua, procedente de una efigie que se encontraron en la Sierra de Lantigua, no se llevó á efecto allí; es que el narrador, con su poderosa inventiva, aplicando las palabras con pleno conocimiento del idioma que emplea y caldeando la imaginación del lector con su magia arrolladora, aturde, desconcierta y fascina, hasta evitar el discernimiento.

De donde salió la rogativa compuesta por las gentes de Veredas, La Vihuela, El Retamar y el Caserío de Navalcaballo fué del pueblo de Hamete, cuya ermita de entonces, reedificada, es hoy la iglesia de San Ildefonso, en la parte superior del recuesto de referencia.

(Véase el gráfico.)

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en el mundo caballeros que profesen la orden de la andante caballería ahora digo que veréis en la libertad de aquella buena señora que allí va cautiva, si se han de estimar los caballeros andantes: y en diciento esto; apretó loi muslos á Rocinante, porque espuelas no las tenía, y á todo ga- lope, porque carrera tirada no se lee en toda esta verdadera historia, que jamás la diese Rocinante, se fué á encontrar con los disciplinantes: bien que fueron el Cura, y el Canónigo, y barbero á detenerle, mas no les faé posible, ni menos le detuvieron las voces que Sancho le daba, diciendo: Adonde va sefior don Quiíote, qué demonios lleva en el pecho que le inci- tan á ir contra nuestra Fe Católica? advierta mal haya yo, que aquella es procesión de disciplinantes, y que aquella señora que llevan, sobre la peana, es la imagen benditísima de la Virgen sin mancilla: mire señor lo que hace, que por esta vez se puede decir que no es lo que sabe. Fatigóse en vano Sancho, porque su amo iba tan puesto en llegar á los ensabana- dos, y en librar á la Señora enlutada, que no oyó palabra, y aunque la oyera no volviera, si el Rey se lo mandara. Llegó pues á la procesión, y paró á Rocinante que ya llevaba deseo de quietarse un poco, y con turba- da, y ronca voz dijo: Vosotros, que quizá por no ser buenos os encubrís los rostros, atended, y escuchad lo que deciros quiero. Los primeros que se detuvieron fueron los que la imagen llevaban, y uno de los cuatro clérigos que cantaban las Letanías viendo la extraña catadura de don Quiíote, la flaqueza de Rocinante, y otras circunstancias de risa que notó, y descubrió en don Quixote, le respondió diciendo: Señor hernaano, si nos quiere decir algo, dígalo presto, porque se van estos hermanos abriendo las carnes, y no podemos, ni es razón que nos detengamos á oir cosa alguna, si ya no es tan breve que en dos palabras se diga. En una lo diré, replicó don Quiíote, y es esta, que luego al punto dejéis libre á esa hermosa señora, cuyas lágri- mas, y triste semblante dan claras muestras que la lleváis contra su volun- tad, y que algún notorio desaguisado le habéis hecho, y yo que nací en el mundo para deshacer semejantes agravios, no consentiré, que un solo paso adelante pase, sin darle la deseada libertad que merece. En estas razones cayeron todos los que las oyeron, que don Quixote debía de ser algún hom- bre loco, y tomáronse á reír muy de gana, cuya risa fué poner pólvora á la cólera de don Quiíote, porque sin decir más palabra sacando la espada arremetió á las andas: uno de aquellos que las llevaban dejando la carga á sus compañeros salió al encuentro de don Quiíote enarbolando una hor- quilla, ó bastón con que sustentaba las andas en tanto que descansaba y recibiendo en ella una gran cuchillada que le tiró don Quiíote, con que se

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la hizo dos partes, con el último tercio que le quedó en la mano dio tal golpe á don Quixote encima de un hombro por el mismo lado de la espa- da, que no pudo cubrir la adarga contra la villana fuerza, que el pobre don Quixote vino al suelo muy mal parado. Sancho Panza que jadeando le iba á los alcances, viéndole caído, dio voces á su moledor, que no le diese otro palo, porque era un pobre caballero encantado, que no había hecho mal á nadie en todos los días de su vida, mas lo que detuvo al villano, no fueron las voces de Sancho, sino el ver que don Quixote no bullía pie, ni mano, y así creyendo que le había muerto, con priesa se alzó la túnica á la cinta, y dio á huir por la campaña, como un gamo: ya en esto llegaron todos los de la compañía de don Quixote adonde él estaba, y más los de la procesión que los vieron venir corriendo, y con ellos los cuadrilleros con sus balles- tas, temieron algún mal suceso, y hiciéronse todos un remolino alrededor de la imagen, y alzados los capirotes empuñando las disciplinas, y los clé- rigos los ciriales, esperaban el asalto, con determinación de defenderse, y aun ofender si pudiesen á sus acometedores; pero la fortuna lo hizo me- jor que se pensaba, porque Sancho no hizo otra cosa que arrojarse sobre el cuerpo de su señor, haciendo sobre él el más doloroso, y risueño llanto del mundo creyendo que estaba muerto. El cura fué conocido de otro Cura que en la procesión venia, cuyo conocimiento puso en sosiego el concebido te- mor de los dos escuadrones: el primer Cura dio al segundo en dos razones cuenta de quién era don Quixote, y así él como toda la turba de los disci- plinantes fueron á ver si estaba muerto el pobre caballero, y oyeron que Sancho Panza con lágrimas en los ojos decía: O flor de la caballería, que con solo un garrotazo acabaste la carrera de tus tan bien gastados años. O honra de tu linaje, honor, y gloria de toda la Mancha, y aun de todo el mundo, el cual faltando en él, quedará lleno de malhechores, sin temor de ser castigados de sus malas fechorías. O liberal sobre todos los Alejan- dros, pues por solos ocho meses de servicio me tenías dada la mejor ínsula que el mar ciñe, y rodea. O humilde con los soberbios, y arrogante con los humildes, acometedor de peligros, sufridor de afrentas, enamorado sin causa, imitador de los buenos, azote de los malos, enemigo de los ruines: en fin caballero andante, que es todo lo que decirse puede. (1) Con las vo-

(1) Empezaré por recordar «lo original de la fábula, que nada debe á leyendas, tradiciones ni poemas arcaicos», según expresión feliz recogi- da de la glosa periodística de la segunda conferencia ateneísta, y cer- vantina.

Árido es el terreno de las sospechas, pero aún lo es más el de las afir-

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ees, y gemidos de Sancho, rerivió don Quixote, y la primer palabra que dijo fué: El que de vos vive ausente dulcísima Dulcinea, á mayores mise- rias que estas está sujeto, ayúdame Sancho amigo á ponerme sobre el carro encantado, que no estoy para oprimir la silla de Rocinante, porque tengo todo este hombro hecho pedazos. Eso haré yo de muy buena gana, señor mío, respondió Sancho, y volvamos á mi aldea en compañía destos seño- res que su bien desean, y allí daremos orden de hacer otra salida, que nos sea de más provecho, y fama. Bien dices Sancho, respondió don Quixote, y será gran prudencia dejar pasar el mal influjo de las estrellas que ahora

maciones gratuitas, que tienden sólo á demostrar vastísima ilustración; bien que, como no hemos especializado en nada, seguiremos negando que Cervantes sabía historia y pasaremos plaza de sabios.

Con permiso de tanto encantador como anda por ahí, voy á permitir- me copiar un fragmento de la crónica que dejó escrita un creyente apo- dado Rasis, por creer, sin género de dudas, que sirvió de abrevadero al cautivo en Argel en este paso cómico-trágico del ser al no ser de su hi- jastro.

«Quando Belasj'-n personaje de cuenta en la corte del rey Rodrigo- sopo en como don Sancho el caballero de más fama de las España era muerto, dixo: ay señor Dios fijo de santa María yo ya bien veo quan- to mal fize y que tanta ira veo sobre mi quando tu Señor sufriste que yo viese la muerte del espejo de la Cavalleria de España, et agora rey capti- vo, et desaventurado, que faras viejo astroso y mezquino desque non hovieres ante ti en batalla aquel que te daba esfuerzo et que era escudo fuerte el mui buen mi sobrino, y ya mientras Dios fuere en los Cielos nunca podrás facer caballero en España que de nos haya tan gran senti- miento et vos erados, el valiente, et vos mi sobrino erades el esforzado, et vos erades el piadoso, et vos erades el agradoso et vos erades el mortal ponzoña aquellos que a nos desamábamos vos erades el leal amigo a quien lo prometiesedes, y que diré, ay mezquino? vos mi sobrino erades el mi brazo diestro y la vuestra espada era temerosa sobre todas las del mundo que yo nunca vi, y de la cual yo nunca oi fablar, et ay Dios señor, que ganastes vos que por los mis pecados toUistes de sobre la tierra home que tan bueno era y tanta mengua me fará et Señor bien sabedes vos porque lo ficiste por me dar a entender que mala muerte se me allega, y Señor si a vos pluguiere mejor fuera que yo viejo mezquino muriese y fincara aquel mi sobrino que era mi esfuerzo, y quando el esto decía, llo- raba y maldecía la hora en que el fuera nacido

Cervantes se sabía de coro todas las leyendas y tradiciones que for- man parte de nuestra historia; Cervantes fustiga la exageración que pre- sidió al escribir el libro patrio, que á su juicio debía de ser un monu- mento de sinceridad; Cervantes conocía ciertos hechos con más exacti- tud que la estampada en las crónicas, y, por eso, ataca tan valientemente á los encantadores que acompañaban á los Caballeros andantes en sus correrías. Todos los sucesos están falseados: la adulación es su disculpa. jCorrijámonos!

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corre. El Canónigo, y el Cura, y barbero, le dijeron que haría muy bien en hacer lo que decía, y así habiendo recibido grande gusto de las simpli- cidades de Sancho Panza, pusieron á don Quixote en el carro, como antes venía. La procesión, volvió á ordenarse, y á proseguir su camino. El cabre- ro se despidió de todos: los cuadrilleros no quisieron pasar adelante, y el Cura les pagó lo que se les debía: el Canónigo pidió al Cura le avisase el suceso de don Quixote, si sanaba de su locura, ó si proseguía en ella: y con esto tomó licencia para seguir su viaje: en fia todos se dividieron, y apartaron, quedando solos el Cura, y barbero, don Quixote, y Panza, y el bueno de Rocinante, que á todo lo que había visto estaba con tanta pa- ciencia, como su amo. El boyero unció sus bueyes, y acomodó á don Qui- xote sobre un haz de heno, y con su acostumbrada flema siguió el camino que el Cura quiso, y á cabo de seis días llegaron á la aldea de don Quixote, adonde entraron en la mitad del día que acertó á ser Domingo, y la gente estaba.toda en la plaza, por mitad de la cual atravesó el carro de don Qui- xote. Acudieron todos á ver lo que en el carro venía, y cuando conocieron á su compatriota, quedaron maravillados, y un muchacho acudió corriendo á dar las nuevas á su ama, y á su sobrina, de que su tío, y su señor venía flaco, y amarillo, y rendido sobre un montón de heno, y sobre un carro de bueyes. Cosa de lástima fué oír los gritos que las dos buenas señoras alzaron, las bofetadas que se dieron, las maldiciones que de nuevo echaron á los mal- ditos libros de caballerías, todo lo cual se renovó cuando vieron entrar á don Quixote por sus puertas. A las nuevas desta venida de don Quixote, acudió la mujer de Sancho Panza, que ya había sabido que había ido con él, sirviéndole de escudero, y así como vio á Sancho lo primero que le preguntó fué que si venía bueno el asno? Sancho respondió, que venía mejor que su amo. G-racias sean dadas á Dios, replicó ella, que tanto bien me ha hecho: pero contadme ahora amigo qué bien habéis sacado de vues tras escuderías? qué saboyana me traéis á mí? qué zapaticos á vuestros hijos? No traigo nada deso, dijo Sancho, mujer mía, aunque traigo otras cosas de más momento, y consideración. Deso recibo yo mucho gusto, res- pondió la mujer: mostradme esas cosas de más consideración, y más mo- mento, amigo mío, que las quiero ver para que se me alegre este corazón, que tan triste, y descontento ha estado en todos los siglos de vuestra au- sencia? En casa os las mostraré mujer, dijo Panza, y por ahora estad con- tenta, que siendo Dios servido de que otra vez salgamos en viaje, á buscar aventuras, vos me veréis presto Conde, ó Gobernador de una ínsula, y no de las de por ahí, sino la mejor que pueda hallarse. Quiéralo así el cielo,

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marido mío, que bien lo hemos menester. Mas decidme, qué es eso de ínsulas, que no lo entiendo? No es la miel para la boca del asno, respon- dió Sancho, á su tiempo lo verás mujer, y aun te admirarás de oirte lla- mar señoría de todos tus vasallos. Qué es lo que decís Sancho, de señorías, ínsulas, y vasallos? respondió Juana Panza, que así se llamaba la mujer de Sancho, aunque no eran parientes, sino porque se usa en la Mancha tomar las mujeres el apellido de sus maridos. No te acucies Juana por saber todo esto tan apriesa, basta que te diga verdad, y cose la boca. Sólo te sabré decir así de paso, que no hay cosa más gustosa en el mundo que ser un hombre honrado escudero de un caballero andante, buscador de aventuras. Bien es verdad, que las más que se hallan, no salen tan á gusto como el hombre querría, porque de ciento que se encuentran, las noventa, y nueve suelen salir aviesas, y torcidas. Sélo yo de experiencia, porque de algunas he salido manteado, y de otras molido. Pero con todo eso es linda cosa esperar los sucesos, atravesando montes, escudriñando selvas, pisando peñas, visitando castillos, alojando en ventas, á toda discreción sin pagar ofrecido sea al diablo el maravedí. Todas estas pláticas pasaron entre San- cho Panza, y Juana Panza su mujer, en tanto que el ama, y sobrina de don Quixote, le recibieron, y le desnudaron, y le tendieron en su antiguo leclio. Mirábalas él con ojos atravesados, y no acababa de entender en qué parte estaba. El Cura encargó á la s«brina, tuviese gran cuenta con rega- lar á su tío, y que estuviesen alerta, de que otra vez no se les escapase, contando lo que había sido menester para traerle á su casa. Aquí alzaron las dos de nuevo los gritos al cielo, allí se renovaron las maldiciones de los libros de caballerías, allí pidieron al cielo, que confundiese en el cen- tro del abismo á los autores de tantas mentiras, y disparates. Finalmente, ellas quedaron confusas, y temerosas de que se habían de ver sin su amo, y tío, en el mismo punto que tuviese alguna mejoría: y fué, como ellas se lo imaginaron. Pero el autor desta historia, puesto que con curiosidad, y diligencia, ha buscado los hechos que don Quixote hizo en su tercera salida, no ha podido hallar noticia de ellas, á lo menos por escrituras au- ténticas, sólo la fama ha guardado en las memorias de la Mancha, que don Quixote, la tercera vez que salió de su casa, fué á Zaragoza, donde se halló en unas famosas justas, que en aquella ciudad se hicieron, y allí le pasaron cosas dignas de su valor, y buen entendimiento. Ni de su fin, y acabamiento pudo alcanzar cosa alguna, ni la alcanzara, ni supiera, si la buena suerte no le deparara un antiguo médico, que tenía en su poder una caja de plomo, que según él dijo, se había hallado en los cimientos derri-

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bados de una antigua ermita, que se renovaba. En la cual caja, se habían hallado unos pergaminos escritos con letras Góticas, pero en versos Caste- llanos, que contenían muchas de sus hazañas, y daban noticia de la her- mosura de Dulcinea del Toboso, de la figura de Rocinante, de la fidelidad de Sancho Panza, y de la sepultura del mismo don Quixote, con diferen' tes epitafios, y elogios de su vida, y costumbres. Y los que se pudieron leer, y sacar en limpio, fueron los que aquí pone el fidedigno autor desta nueva, y jamás vista historia. El cual autor no pide á los que la leyeren» en premio del inmenso trabajo, que le costó inquirir, y buscar todos los archivos Manchegos, por sacarla á luz: sino que le den el mismo crédito que suelen dar los discretos á los libros de caballerías, que tan validos andan en el mundo, que con esto se tendrá por bien pagado, y satisfecho* Y se animará á sacar, y buscar otras, sino tan verdaderas, á lo menos de tanta invención, y pasatiempo. Las palabras primeras que estaban escritas en el pergamino que se halló en la caja de plomo, eran estas.

Los Académicos de la Argamasilla, lugar de la Mancha en vida, y muerte del valeroso don Quixote de la Mancha, hoc scripserunt. (1)

(1) En las ediciones modernas le quitaron la puntuación y el adje- tivo caliñcativo ^valeroso*, ¿por qué? ¿Contendrá algún misterio? Mien- tras que la imaginación fantasea, no estará demás intentar analizarlo, por si encierra algún secreto y yo no acierto, que otros más perspicaces puedan desentrañarlo.

La oración gramatical de este raro epitafio seguida de los sonetos puede descomponerse en cuatro partes:

1.* Los Académicos— que así se escribía antiguamente de la Arga- masilla, está contrapuesto á Los Académicos del Tajo de que hablan los ro- mances.

2.^ Lugar de la Mancha en vida, es igual á Mancha del lugar venida, y nos lleva á pensar que debía de ser motivada por la posesión del Lugar, pero de ninguna de las maneras que afectase á la región española que se denomina así.

3."* Y muerte del valeroso Don Quixote de la Mancha; que no dice cómo fué, pero hace constar que Don Quixote era valeroso, y además tenía una mancha muy grande, por cuanto se escribe con letra mayúscula, y recal- cando la palabra. Y

4.a Que hoc scripserunt, descompuesto, y reconstruido con aires de antigüedad, puede y debe entenderse por una despedida eterna, repre- sentada por el nombre del Hijo de Dios; y así, Hesu Cripsto.

Añadiendo, para que no falte nada, el

R. I. P.

porque las tres letras sobrantes R. N. y C, corresponden á la 1.», 2.» y 3.a de las palabras de esta inscripción.

La dicha supresión del acento, envuelve una pulla contra los de la

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El MonicoDgo Académico, de la Argamasilla, á la sepultura de don Quixote.

EPITAFIO

El calvatrueno, que adornó á la Mancha, De más despojos que Jasón de Creta, El juicio que tuvo la veleta, Aguda donde fuera mejor ancha.

El brazo que su fuerza tanto ensancha. Que llegó del Catai, hasta Gaeta, La Musa más horrenda y más discreta, que grabó versos en broncínea plancha.

El que á cola dejó ios Ainadises, Y en muy poquito á Galaores tuvo, Estribando en su amor, y bizarría,

El que hizo callar los Belianisis, Aquel que en Rocinante errando anduvo, Yace debajo desta losa fría.

«Imitatoria», por no admitirle en su seno; y esto se ve claro, por loa nombres con que distinguió á los más queridos: El cMonicongo», «El Paniaguado» (ya los había); etc., etc.

Por hacer constar inmediatamente después de la Argamasilla, lugar de la Mancha, me di en pensar, si á influjo de la mágica construcción del libro podría percibirse otra significación, hallando su equivalencia en tchegnala Muradal», y esto superó mis ambiciones. [Tiene gracia el ha- llazgo! Ahora caigo en la cuenta de cómo empieza el libro: en un lugar de la Mancha, etc., y acaba..., no me acuerdo bien, pero me parece que era una cosa así como que no lo quiso decir Benengeli. lluego si la Argamasilla á que se refiere Cervantes señala al Muradal, en Argamasilla de Calairava estuvo El Manco de Lepante.

La indicación que hace respecto á la tercera salida de Don Quixote, debió considerarse como un ardid, en el cual no cayeron los comentaris- tas por haber visto (con harta obsesión) cabalgar á Sancho sobre el rucio que le hurtó Ginesillo.

Después, y mientras simula que lo traían de la Bienvenida con direc- ción al pueblo, estaba preparándole los responsos «que á modo de roga- tivas» le dijeron en su entierro (aquellos de la procesión acompañaron su cadáver). Los de las disciplinas ¿quiénes serían?...

Que no fué en la Ermita de la Vera de Lantigua, ¿qué duda cabe?

Pero que Cervantes lo dejaba muerto y sepultado tal vez en sagrado lugar, no admite réplica.

¡Descansa, valeroso Caballero!

[Gloria á Dios en las alturas, y paz en la tierra á los hombres (qu« cual tú, [Oh, gran Cervantes!, se han mostrado al mundo) de buena vo- luntad!

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Del paniaguado Académico, de la Argamasilla, in laudem Dulcineas

del Toboso.

SONETO

Esta que veis de rostro amondongado, Alta de pechos, y ademán brioso. Es Dulcinea Reina del Toboso, De quien fué el gran Quixote aficionado.

Pisó por ella el uno, y otro lado De la gran Sierra Negra, y el famoso Campo de MontieI_, hasta el Eruolo. (1)

Llano de Aranjuez, á pie, y cansado. (Culpa de Rodil ante.) O dura estrella, Que esta Manchega dama, y este invicto Andante caballero, en tiernos años. Ella dejó muriendo de ser bella, Y él aunque queda en mármoles escrito, No pudo huir de amor, iras, y engaños.

Del caprichoso, discretísimo Académico, de la Argamasilla en loor de Rocinante, caballo de don Quixote de la Mancha.

SONETO En el soberbio tronco diamantino. Que con sangrientas plantas huella Marte, (Frenético) el Manchego su estandarte Tremola con esfuerzo peregrino.

Cuelga las armas, y el acero fino, con que destroza, asuela, raja, y parte, (Nuevas proezas) pero inventa el arte un nuevo estilo, al nuevo Paladino.

(1) La palabra Eruolo mediante una feliz ocurrencia fué converti- da en herboso, y los autores y consentidores de la innovación se quedaron tan frescos; pero yo aseguro que el Maestro no se equivocó: fueron los otros, ¡sus admiradores!

Cervantes trató de esquivar la confusión que se produciría en el caso de poner airoso, peligrando la acepción que él se propuso, y entonces es- tampó Eruolo, que es metátesis de Enrolo, y licencia poética de Euro. ¡Por Eolo! lector, ¿te vas enterando?

Con esta pequeña explicación, queda demostrada la improcedencia de la rectificacioncita, y suficientemente claro que Cervantes hizo alusión á los vientos, pero de ningún modo á las hierbas.

¡Siempre Clemencínl ¿Que no se ve por su historia que pisase los her bosos llanos de Aranjuez? Pues se aireó y soleó por dichos llanos hasta que- llegó á Madrid á pie y cansado, entrando por el Portillo de Gilimón. ¡Qué lástima que no viviera usted para regalarle unos lentesl

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Y si de su Amadís se precia Gaula, Por cuyos bravos descendientes Grecia, Triunfó rail veces, y su fama ensancha.

Hoy á Quixote le corona el Aula. De Belona, preside, y del se precia. Más que Grecia, ni Gaula la alta Mancha.

Nunca sus glorias el olvido mancha, Pues hasta Rocinante en ser gallardo, Excede á Brilladoro y á Bayardo.

Del Burlador Academice Argamasillesco, á Sancho Panza:

SONETO

Sancho Panza es aqueste en cuerpo chico, Pero grande en valor, milagro extraño. Escudero el más simple, y sin engaño. Que tuvo el mundo, os juro, y certifico.

De ser Conde no estuvo en un tantico, Sino se conjuraran en su daño, Insolencias, y agravios del tacaño Siglo, que aún no perdonan á un borrico.

Sobre él anduvo, con perdón se miente, este manso escudero, tras el manso Caballo Rocinante, y tras su dueño.

O vanas esperanzas de la gente. Cómo pasáis con prometer descanso. Y al fin paráis en sombra, en humo, en sueño.

Del Cachidiablo Academice, de la Argamasilla, en la sepultura de don

Quixote.

EPITAFIO

Aquí yace el caballero Bien molido, y mal andante, A quien llevó Rocinante Por uno, y otro sendero.

Sancho Panza el majadero. Yace también junto á él. Escudero el más fiel. Que vio el trato de escudero.

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Del Tiquitoc Académico, de la Argamasilla, en la sepultura de Dulci- nea del Toboso.

EPITAFIO

Reposa aquí Dulcinea,

Y aunque de carnes rolliza, La volvió en polvo, y ceniza, La muerte espantable, y fea.

Fué de castiza ralea,

Y tuvo asonaos de dama. Del gran Quixote fué llama,

Y fué gloria de su aldea: (1)

(1) Lector: Un cierto escritor hispalense, lumbrera in excelsis de núes ira literatura, que también muy dado á libros de caballerías, dio en servirnos hace años la siguente retahila: «Si lodos cuantos afirman haber leído el Quijote lo hubieran leído en realidad, yo no me atrevería á asen- tar esta afirmación; pero es la verdad que se miente más que se lee».

Y debe de ser verdad esto, por cuanto que no ha habido protestas.

Pero es el caso, que en el prólogo de la edición del ingenioso sevillano de 1911, consta el parrafito, y, además, lo reprodujo en un artículo á 23 de Abril de 1915, publicado en El Liberal; de donde deduzco, que repite us- ted más que el Beiro,. Señor de de Rodríguez. Se ha sentido usted.

codorniz (y no de las buenas, porque tres golpes son pocos); y no sería tan mala cosa que tuviera usted razón, no; lo peor, según mis cortas entende- deras, es que una carta escrita en plácido manchego que no iba dirigida á usted le arrancó la sutilísima idea de asombrarnos con la tercena pres- tancia que los virgíneos aposentos de su merced concibieron hace varios lustros. Y como por las vísperas se sacan los santos, desde entonces le tengo á usted incurso en su propia afirmación; sin que esto modifique el que antes ya tuviese yo barruntos.

Ahora tocaría demostrarlo sino estuviesen casados con los comienzos del segundo libro, mas, aun así, apuntaré lo que sigue: Los versos de Ur- ganda y siguientes, los denomina usted «Versos preliminares», y, aunque yo los dejo en el mismo sitio, debo hacer constar que no lo tienen allí, sino á continuación del epitafio de Tiquitoc; lo cual que esta indicación ya inicia que deben llamarse finales.

Aquellos versos que nos dejamos en los comienzos del libro, son el eje de estas dos lindísimas ruedas, que impulsadas por una fuerza misterio- sa, pasean triunfalniente al Genio por todos los ámbitos del mundo, sin que por un instante decaiga su interés; sin que pierda la intensidad má- gica que atrae y fascina; sin que desgaste la elástica flexibilidad que obli- ga, conmueve y subyuga, haciendo prisionero de placer y gusto al que lo lee dos veces.

Aquellos versos transpuestos de lugar por quienes abusando de su pode- río pudieron hacerlo, son á modo de finísimas hebras de aeda que aunan imperceptiblemente las dos telas á cual más ricas coii que este entre-

52^

Estos fueron los versos que se pudieron leer, los demás por estar car- comida la letra, se entregaron á un Académico, para que por conjeturas los declarase. Tiéncse noticia que lo ha hecho, á costa de muchas vigilias, y mucho trabajo, y que tiene intención de sacarlos á luz, con esperanza de la tercera salida de don Quiíote.

Por si altro cantera con miglior plectro.

Fims

tejedor de verdades disfrazadas y acaecimientos desvanecidos, nos contó las cuitas de su vida y de su tiempo.

[Lástima grande lo reconozco y deploro que esta empresa no haya estado reservada para pluma más pulida que la míal Pero, ¿cómo ha de ser? Estaría escrito.

Y, mire usted por donde, va á resultar que yo también leer en el li- bro ¡Qué coincidencial Ya somos dos. Pero ahora falta distinguir, quién

es el interpretador del sentido cervantino, y cuál el glosador de los co- mentaristas. Nada una pequeña diferencia.

529

A Miguel de Cervantes y Cortinas, el Alcalaíno.

Si en las empíreas salas donde moras existen aparatos transmisores, alquílame uno, para muchas horas: |Por Aláh, gran Miguel, no me abandones! Que en confío. ¡Dame más destellos! Corroborando los que «la mi madre» me dio en vida; y que no se embacen mi esfuerzo, mi intención, y mis desvelos.

Elévame, hacia sueños redentores, para desentrañar tu concepción sublime. Que un buen padre (apellido bien notorio) tenga vindicación: su lustre no hace al caso. Si no dijiste del pueblo el Hombrecillo, ó sino lo encontraron que es más cierto , préstame ingenio para yo decirlo: Bien que —no peque como allá en tu tiempo.

Y así, en la segunda parte, y en su sitio, con el respeto que mereces, yo, haré constar con miramiento visto, quién fué el que en vida á su sabor te odió. Que maguer Sancho fué mal alcahuete, yo, al través de un ojo de cristal, he percibido la silueta triste á quien sirvió un monstruo ocasional.

Un Académico de TXuedhan. (Como se vé, está fuera de texto y de concurso. Escala : 1 x 1000.)

34

TABLILLA PRELIMINAR

Pigt.

Dedicatoria 5

Saludo 7

Al lector 9

El retrato de Cervantes 13

Prisión real de Cervantes á que hace referencia en libro y la supuesta por los investigadores. Su permanencia en La Mancha desde loa primeros días del mes de diciembre de 1597 hasta fin de

enero de 1603 17

La Mancha 21

Vindicación de Beturia 25

Críticas y correcciones al Hbro 27

El ingenioso hidalgo don Quixote de la Mancha 31

Tasa 33

Yo EL REY 35

Dedicatoria al Duque de Béjar 37

Prólogo 39

Tabla de los capítulos que contiene esta famosa Historia del valeroso caballero don Quixote de la Mancha

PRIMERA PARTE DEL INGENIOSO DON QUIXOTE DE LA MANCHA

Capítulo I. Que trata de la condición, y ejercicio del famoso, y valiente hidalgo (esto está suprimido en el título del texto; y cuando tanto empeño pusieron en hacerlo desaparecer, es prueba evidente de que era hidalgo y valeroso) don Quixote de la Mancha 59

IL Que trata de la primera salida que de su tierra (esto también lo suprimieron algunos) hizo el ingenioso don Quixote 73

m. Donde se cuenta la graciosa manera que tuvo don Quixote en armarse caballero ^6

- 532 -

Capítulo IV. De lo que le sucedió á nuestro caballero cuando salió de la venta 91

V. Donde se prosigue la narración de la desgracia de nuestro caballero 99

VI. Del donoso escrutinio que el Cura, y el barbero hicieron en la librería de nuestro ingenioso hidalgo ^ 103

VII, De la segunda salida de nuestro buen caballero 109

Vni. Del buen suceso que el valeroso don Quixote tuvo en la espantable y jamás imaginada aventura de los molinosde viento, etc. 113

SEGUNDA PARTE DEL INGENIOSO DON QUIXOTE DE LA MANCHA

Capitulo IX. Donde se concluye, y da fin á la estupenda bata- lla que el gallardo Vizcaíno y el valiente Manchego tuvieron 131

X. De lo que más le avino á don Quixote con el Vizcaíno: y del peligro en que se vio, con una caterva (en el texto dice t turba») de

Yangüeses 136

XI. De lo que sucedió á don Quixote con unos cabreros ] 43

Xll. De lo que contó un cabrero á los que estaba con don Quixote. 149 XIII. Donde se da fin al cuento de la pastora Marcela: con otros

sucesos . 156

XIV. Donde se po7ie7i los versos del difunto pastor: con otros sucesos r;1 .'. .'.^'.V'.. . . . 164

TERCERA PARTE DEL INGENI060 DON QUIXOTE DE LA MANCHA

Capitulo XV. Donde se cuenta la desgraciada aventura que se topó don Quixote en topar con unos desalmados Yangüeses 175

XVI. De lo que le sucedió al ingenioso Hidalgo en la venta que él se imaginaba ser castillo 182

XVII. Donde se prosiguen los innumerables trabajos que el bravo don Quixote, y su buen escudero Sancho Panza pasaron, etc. 189

XVIII. Donde se cuentan las razones que pasó Sancho Panza con su señor don Quixote: con otras aventuras dignas de ser contadas. . 196

XIX. De las discretas razones que Sancho pasaba con su amo: y de la aventura que le sucedió con un cuerpo muerto, etc 205

XX. De la jamás vista, ni oída aventura que con más poco pe- ligro fué acabada de famoso caballero en el mundo, como la que acabó el valeroso don Quixote 214

XXI. Que trata de la alta aventura, y rica ganancia del yelmo de mambrino, etc , » 226

- 533 -

Págs.

Capítulo XXII. De la libertad que dio don Quixote á muchos desdichados galeotes 237

XXin. De lo que le aconteció al famoso don Quixote en Sie- rramorena, que fué una de las más raras aventuras que en esta ver- dadera historia se cuenta 246

XXIV. Donde se prosigue la aventura de Sierramorena.. ..... 256

XXV. Que trata de las extrañas cosas que en Sierramorena sucedió al valiente caballero de la Mancha, y de la imitación que hizo á la penitencia de Beltenebros 264

XXVI. Donde se prosiguen las finezas que de enamorado hizo el nuestro don Quixote en Sierramorena 281

XX\TI. De como salieron con su intento el Cura, y el barbero: con otras cosas dignas de que se cuenten 289

CUARTA PARTE DE LA HISTORIA DEL INGENIOSO HIDALGO DON QUIXOTE DE LA MANCHA

Capítulo XXVIII. Que trata de la nueva, y agradable aventura que al Cura, y barbero sucedió en la misma Sierra 305

XXIX. Que trata de la discreción de la hermosa Dorotea: con otras cosas de gusto, y pasatiempo 318

XXX. Que trata del gracioso artificio, y orden que se tuvo en sacar á nuestro enamorado caballero de la asperísima penitencia en que se había puesto 328

XXXI. De los sabrosos razonamientoa que pasaron entre don Quixote, y Sancho Panza su escudero, con otros sucesos 337

XXXII. Que trata de lo que sucedió en la venta á toda la cua- drilla de don Quixote 344

XXXni. Donde se cuéntala novela del curioso impertinente. 350

XXXIV. Donde se prosigue la novela del curioso impertinente. 366

XXXV. Donde se da fin á la novela del curioso impertinente. 382

XXXVI. Que trata de la brava y descomunal batalla que don Quixote tuvo con unos cueros de vino tinto: con otros raros sucesos que en la venta sucedieron 389

XXXVII. Que prosigue la historia de famosa Infanta Micomi- cona: con otras graciosas aventuras 397

XXXVIII. Que trata del discurso que hizo don Quixote de las armas, y las letras 406

XXXIX. Donde el cautivo cuenta su vida y sucesos 410

XL.— Donde se prosigue la historia del cautivo 417

- 534 -

PÉ»..

Capítulo XLI. Donde todavía prosigue el cautivo bu suceso. . . 427

XLII. Que trata de lo que más sucedió en la venta: y de otras muchas cosas dignas de saberse 443

XLin. Donde se cuenta la agradable historia del mozo de muías: con otros extraños acaecimientos en la venta sucedidos 450

XLIV. Donde se prosiguen los inauditos sucesos de la venta. . 459

XLV. Donde se acaba de averiguar la duda del yelmo de Mam- brino, y de la albarda: y otras aventuras sucedidas con toda verdad. . 466

XLVI. De la notable aventura de los cuadrilleros, y la gran fe- rocidad de nuestro buen caballero 472

XLVII. Del extraño modo con que fué encantado don Quixote: con otros famosos sucesos 479

XLVm. Donde prosigue el Canónigo la materia de los libros de caballerías: con otras cosas dignas de su ingenio 488

XLIX. Donde se trata del discreto coloquio que Sancho Panza tuvo con su señor don Quixote 495

L. De las discretas alteraciones que don Quixote, y el Canónigo tuvieron: con otros sucesos 501

LI. Que trata de lo que contó el cabrero á todos los que lleva- ban al valiente don Quixote 507

LII. De la pendencia que don Quixote tuvo con el cabrero: con la rara aventura de los disciplinantes, á quien dio felice fin á costa de su sudor 514

FIN DE LA TABLA

A Miguel de Cervantes y Cortinas, el Alcalaíno, por un Aca- démico de T'Xuedhan 530

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