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VERSIÓN CASTELLANA
por
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BARCELONA BIBLIOTECA «ARTE Y LETRAS »
DANIEL CORTEZO y C.*-Calle de Pallars (Salón de S. Juan)
Establecimiento tipográfico-editorial de DANIBL CORTEZO Y C.?
PARTE PRIMERA
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A) roja, á la que seguia una música chillona. Poca gente habia en las ventanas, y por la calle sólo algunos curiosos acá y allá, que con las manos en los bolsillos contemplaban cómo aquellos hombres iban á la matanza. Una joven florera, apoyada con- tra la puerta de un almacén, miraba con ojos de asombro; mientras que un comerciante renegaba de «aquella gente que entorpecia la marcha de los nego-
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cios.» De vez en cuando veíase algún oficial, con el rostro enrojecido y los ojos hinchados, luciendo su uni- forme y brillantes galones, y que desaparecía al punto por una calle contigua, seguido de varios pilletes que gritaban á voz en cuello. Los paseantes, muy raros, apresuraban el paso, vagamente inquietos; y en los soldados no se veía nada de eso que realza la moral de los hombres cuando van á batirse. Tristes, sombrios y mudos, iban con la cabeza baja sin osar mirarse unos á otros, como si cada cual temiera ver en los ojos de su vecino el reflejo de sus lúgubres terrores.
A lo lejos tocaban generala: era un sordo redoble, atenuado por la distancia, que tenía algo de fúnebre y lánguido; parecia un llamamiento á los condenados; y éranlo en efecto aquellos hombres á quienes se obliga- ba á defender una causa perdida. Por toda la ciudad parecia extenderse un velo de melancolía que flotaba sobre las frentes y las conciencias; aquella gente lleva- ba luto por álguien ó por alguna cosa; tal vez por una esperanza perdida.
A corta distancia de la Casa Ayuntamiento agregóse al batallón un centenar de hombres, descamisados ilu- sos, engañados seguramente por las falaces proclamas ' de la Comuna. Bastaba ver su aire conquistador, sus ojos brillantes y sus fusiles muy bien cuidados, cuyo cañón de acero relucía á los rayos del sol; creían seria- mente en el patriotismo de los charlatanes de club, y en el valor de aquellos que les enviaban á batirse; mientras que ciertos jefes permanecían bien resguar- dados. De todo había en aquella tropa, resuelta á ven-
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cer ó á morir: hombres exaltados á quienes embriaga- ba la idea de un sacrificio sublime; extraviados que enloquecian aún al recordar los padecimientos fisicos y morales del primer sitio; y sobre todo esa hez del populacho que las revoluciones arrojan sobre el pavi- mento de las calles, negra escoria semejante al cieno que sobrenada en la superficie de los grandes ríos re- vueltos.
Figurábanse que el ejército de Versalles estaba casi vencido; que se desvaneceria de la noche á la mañana, asi como esos vapores grises que el primer rayo de sol disipa. Relan y cantaban, tratando de distraer la tris- teza de sus compañeros; pero muy pronto les embar- gaba el mismo desaliento, así como un cerro ilumina- do por el sol se cubre de sombra rápidamente cuando las brumas suben del valle. ==
El batallón se detuvo en la plaza de la Concordia, que se llenaba de soldados; iban llegando por derecha é izquierda, por el puente y el muelle, por la calle Real y la avenida Gabriel. Notábase también aqui una des- deñosa indiferencia; ni habia multitud, ni los pasean- tes volvían la cabeza; las niñeras no retardaban el paso, ni mostraban tampoco á los pequeños curiosos la tropa de «aquellos militares», menos plácidos que los solda- dos bonachones.
Sin embargo, los hombres sentaban la culata en tierra, porque se pasaba lista; unos y otros desperezá- banse, cual si estuvieran cansados ya de aquella pri- mera etapa, y después cada cual respondia: «Presen- te», Ó bien seguíase un silencio de algunos minutos.
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Las ausencias no podían causar mucha sorpresa, pues al cabo de seis meses de sitio y dos de guerra civil, las bajas habian sido numerosas, á causa del hambre, de la fiebre y de las dolencias que diezmaban á los po- bres. Ni siquiera se contaban ya los que faltaban; el hombre se acostumbra á todo, hasta al sufrimiento y al peligro. |
De repente, el capitán de una compañia gritó: «¡Pe- dro Rosny!» Y como nadie contestara añadió con tono sorprendido: |
—¡Cómo! ¿No está ahi Pedro Rosny?
Un guardia nacional salió de las filas.
—Pedro—dijo—se reunirá con nosotros en el Point- du-Jour, ciudadano. Esta mañana debía tener consulta para su hijo. |
Invocada para otro, esta excusa habría excitado la risa, dando lugar á los equívocos é interpretaciones; pero tratábase de Rosny y nadie abrió la boca. Era hombre reconocido por su valor y habia dado ya diez veces sus pruebas; de modo que nadie se hubiera per- mitido dudar de él; si no estaba alli, era porque no podia ir; y ninguno dudaba de la buena voluntad y del valor de Pedro. Durante una hora siguióse una serie no interrumpida de órdenes, contra-órdenes y llama- das. Algunos oficiales pasaban á escape, alejándose en dirección á la calle Real; y las cantineras iban de grupo en grupo, ofreciendo una copa de aguardiente, rara vez rehusada; pero las conversaciones escaseaban. En ninguna parte reinaba el entusiasmo de los primeros dias; una inmensa fatiga, que rayaba casi en disgus-
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- to, hacia languidecer los corazones y las voluntades.
Al fin aparecieron doce baterías, procedentes de las Tullerías, que avanzaban al trote, arrastradas por vi- gorosos caballos, y mientras que desfilaban por los Campos Eliseos, con sus bocas de bronce vueltas hacia el pais que se quería defender, prodújose un estrépito semejante al fragor del trueno. Un hombre alto y en- juto, que vestia un largo levitón negro, dió algunos pasos por la calzada, mirando fijamente los batallones alineados; llevaba un poco inclinada la cabeza, como si la doblase una responsabilidad demasiado pesada, y sus brillantes ojos iluminábanse á intervalos con un fugaz relámpago. Comprendíase que alli habia una vo- luntad que pensaba; un ligero estremecimiento ner- vioso parecia alterar de vez en cuando las facciones de - aquel hombre, y entonces entreabrianse sus labios delgados y pálidos, dejando ver su blanca dentadura. Este individuo era el ciudadano Delescluze, delegado de guerra: subió á un banco y levantó la mano, á cuya señal todos los batallones se pusieron en movimiento, unos después de otros, con notable orden. A fuerza de batirse, aquellos obreros convertianse en soldados, y después, bajo la voluntad poderosa de la revolu- ción, sentían renacer en sus almas el espiritu de las antiguas rebeliones. La artilleria parecia más amena- zadora en medio de aquel aparato bélico, al principio de la alegre primavera; el cielo, de un puro azul, esta- ba risueño; la brisa, tibia y embalsamada,; y losárboles de los Campos Eliseos y de Cours-la-Reine podían creer- se aún en la sombria profundidad del bosque natal.
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«Cuando Mayo florece los corazones ríen,» dice la canción; pero los corazones gemian y los ojos lloraban allá abajo, en la gran ciudad; la inmensa multitud de
viudas y de huérfanos vertía lágrimas de sangre.
No estaba todo acabado: la Comuna concebia la trá- gica idea de sepultarse debajo de las ruinas humean- tes de Paris, é impelia furiosamente al combate á todos aquellos hombres que, creyendo morir por una idea, sólo caian para satisfacer la desenfrenada ambición de algunos. Decíase que el ejército de los rebeldes inten- taba aquel dia una gran salida: era la de. los infelices que, engañados por quimeras, se precipitaban hacia lo imposible. |
El pavimento de las calles de Paris parecia entre- abrirse para vomitar batallones; desde la Bastilla hasta el Arco de Triunfo velase avanzar una multitud in- mensa, de aspecto sombrío, que ondulanda y agitán- dose como una serpiente gigantesca, desarrollaba sus anillos de acero, entre los cuales brillaban los cañones de los fusiles con sus bayonetas y siniestros reflejos. Pero en la Bastilla no se formaban los batallones como en los Campos Eliseos, porque los de aquel barrio de- bían constituir la retaguardia. En la calle Jean Baussi- re, por la que se va desde el Bulevar Beaumarchais á la plaza, todo eran idas y venidas sin fin; á la puerta de una botica, situada hacia el centro de la calle, veia- se una larga fila de personas impacientes y aquejadas al parecer de alguna dolencia, que hacian cola para recibir los medicamentos, como en otro tiempo para tomar el pan y la carne. El farmacéutico se apresura-
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ba, corriendo de un lado á otro sin Saber por dónde comenzar; ayudado por sus dos discípulos, preparaba precipitadamente las recetas sin el menor interés, sin compadecer á los enfermos. que esperaban de él la cu- ración. De pronto entró un guardia nacional y le dijo:
—¿Está corriente mi receta ?. |
— Ahi la tiene usted, ciudadano Rosny.
El individuo, hombre de cuarenta años, alto, more- no, pálido y de expresión enérgica, tomó delicada- mente una botellita entre sus manos callosas con el mayor cuidado, cual si temiese romperla, balbuceó las gracias con acento breve, salió de la botica, y cruzando rápidamente la calle, penetró en una casa de triste as- pecto, cuya puerta no merecia el nombre de tal, pues reduciase á un tablón desunido por donde se infiltraba la humedad. La estrecha escalera conducia á unas habitaciones muy pobres, ocupadas por obreros que vivian al día. ¿Cómo era posible que ninguno de aque- llos infelices conservase aún ahorros después de las pruebas de aquellos meses terribles? El ciudadano Rosny se detuvo en el quinto piso y llamó a una puer- ta, murmurando: «Soy yo, Francisca.» La puerta se entreabrió y cerróse al punto; mientras que la mujer contestaba igualmente en voz baja: «Cuidado; no se ha de cambiar la temperatura.» La habitación era pe- _queña, pero estaba muy limpia; las paredes, desnudas y relucientes, las cortinas blancas como la nieve, y el suelo brillante.
—¿ Cómo está Santiago *—preguntó Pedro en el mis- mo tono.
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14 ALBERTO DELPIT
—Siempre tranquilo.
Al pronunciar estas palabras, la mujer fijó su ar- diente mirada en un joven de diez y seis años, que tendido en el lecho parecía dormitar. Los ojos del padre y de la madre se encontraron entonces, como atraidos por un pensamiento común, y Francisca abra- zÓ tiernamente á su esposo.
—Vamos, no te inquietes—le dijo; —el doctor está seguro de que el peligro ha desaparecido; y ya sabes que.hoy ha de venir el médico con su maestro, un gran sabio. ¡Ah! más me inquieto ahora por ti que por San- tiago. |
Asi diciendo, extendió el brazo con la mano cerrada, como para amenazar á lejanos enemigos. |
En aquel momento estaba hermosa, en todo el vigor de sus treinta y cinco años, con su abundante cabellera rubia, que comunicaba una expresión singular á su rostro pálido. Alta y bien formada, parecia haber na- cido para el lujo; sus ojos, de un azul intenso, brilla- ban en aquel instante ; la frente, alta y un poco arquea- da sobre las sienes, indicaba inteligencia, y en la mi- rada revelábase una valerosa energia. Pedro Rosny, olvidando un momento al muchacho, contemplaba á su mujer con tierna mirada; pero Francisca fué á des- pertar al enfermo é hízole beber parte de la poción.
—+¿ Cómo estás, Santiago .—le pregunto.
—Bien, mamá; gracias.
—+¿ Tienes todavia sueño?
El muchacho sonrió, murmurando:
—Siempre le tengo.
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Y cerró de nuevo los ojos, mientras que su madre le besaba en la frente, cubriendole bien con la colcha. Hecho esto, Francisca fué á reunirse .con su marido y conduújole á un ángulo de la habitación.
—¿ Piensas marchar después de la visita del doctor ? —le preguntó.
—Si, he avisado al capitán que me reuniría con el batallón en el Point-du-Jour. ¡Oh! tengo tiempo sufi- ciente.
—«¿ Crees que se hará hoy la gran salida ?—repuso Francisca después de vacilar un momento.
—Hoy óÓ mañana; pero de todos modos estaré dos días fuera; ya comprendes que es preciso acabar de una vez, y que esto no puede durar siempre. Dios sabe, sin embargo, cuándo volveré á trabajar. Terminada la guerra, no les faltará qué hacer a los albañiles y cerra- jeros, pues no hay pocas ruinas y casas derribadas; mas no sé qué será de nosotros, los cajistas de impren- ta. Si la Comuna vence, bueno, nada faltará, y además tendremos los treinta sueldos diarios; pero si triunfan los otros... Ya sabes lo que se dice: en Versalles quie- ren monarquia, y una monarquia como antes del 89, es decir, nada de Cámara, nada de libertades ni dia- rios; se romperán las prensas, y nadie tendrá derecho para imprimir. Si se suprimen los diarios, no se per- mitirán los libros tampoco; habrá censura como en otra época, y entonces no sé qué será de nosotros los cajistas. Ya ves que tengo razón para desespe- rarme.
Aquel hombre inteligente, casi instruido, que habia
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leido muchas obras de Juan Jacobo Rousseau, decia con la mayor seriedad estos absurdos, porque creia en las mentiras de los clubs y en las calumnias de cuatro ó cinco diarios, imaginándose, como otros muchos, que ya marchaban sobre Paris legiones de chuanes. La locura hacia delirar aquel cerebro, asi como deliran otros menos solidos; se le habia aplaudido en ¡as reu- niones públicas, por su palabra facil, algo declamato- ria; y los aplausos le convirtieron en un sectario, un fanático. Todos sus amigos se lanzaban en el movi- miento insurreccional, y él los siguió naturalmente.
—Espantoso es todo lo que me dices; pero ¿crees tú que pueda restablecerse el antiguo régimen ?
—Preciso es creerlo, puesto que nos lo afirman. Te parece á ti que se batirían si no se tratara de salvar la libertad ?
Francisca ocultaba la cabeza entre las manos; su rubio cabello, mal sujeto con el peine, cubria en aquel momento sus hombros, y formaba como una aureola al rededor de su frente.
—Si lo que me dices es verdad—repuso, alzando la voz y con brusco ademán—nosotros seremos los ven- cedores, porque no se vuelve á restablecer nunca lo que ya dejó de ser. Lo que acabó se acabó para siempre. ¿Vuelve a remontar alguna barca la corriente del Sena? No puedo creer en las locuras que se dicen. ¡Suprimir las libertades! ¿ Dónde iriamosá parar los pobres»? Hay momentos en que imagino que se fraguan todas esas historias á fin de excitaros al combate; pero puesto que dices que es verdad, tú, hombre honrado, debo
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creerlo. Si es así nosotros venceremos, porque el dere- cho y el buen sentido están de nuestra parte.
—¡Noble Francisca! |
—Y además—añadió la mujer—no -podemos haber dado por nada nuestras lágrimas y nuestra sangre. ¡Ah! Lo que ahora temo es que vayas allá... ¿ Y si no volvieras? |
Impulsada por un sentimiento de cariño, Francisca se arrojó en los brazos de Pedro sellando con sus la-. bios la boca de su esposo. ¡Le amaba tanto! Cierto día encontráronse en una plaza, hablaron por espacio de una hora y agradáronse al punto; él tenía veintidós años; ella diez y seis; y la unión se bosquejó' muy pronto; él decía «señorita Francisca», y ella le llamaba «señor Pedro», y los dos se refirieron su historia con la conmovedora y sublime confianza de los buenos. .
El joven era cajista en una imprenta: buen oficio, y ganaba ocho pesetas diarias, pero debia apretar el hombro, como vulgarmente se dice. El amo le apre- ciaba, y por lo mismo, Pedro tenía grandes esperanzas de llegar á ser algún día compaginador en la imprenta de un diario. ¡Oh! entonces sería rico, permitiéndole esto hacer ahorros. Aquella muchacha de diez y seis años se mostró muy satisfecha al oir todo esto, pues asi lo que se refiere á la imprenta como al teatro inte- resa siempre á los seres inteligentes. ¿No sirven una y otro para ensanchar y exaltar el pensamiento hu- mano? |
A su vez Francisca habló de sl; era costurera en. un taller perteneciente á la celebre señorita de Standisch;
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y así como Pedro, dió curiosos detalles sobre las intri-
gas de las obreras, los chismes de ésta y los amores de aquella. Pedro se recreaba al oirla.
- —¿Tiene usted también enamorados, señorita Fran- cisca ?—preguntó,
—« Yo ? Nunca—repuso la joven, mirando fijamente á su interlocutor con sus ojos puros y tranquilos;—ya ' he tomado mi partido; quiero casarme, amar á mi es- poso y tener un niño. Advierto á usted, señor Pedro, que unas muchachas son honradas y otras no; no se puede ser coqueta y juiciosa, ni tampoco jugar con el amor de un hombre honrado. Si se le ama es preciso decírselo, y si se le dice es para casarse con él.
Los jóvenes se separaron muy satisfechos uno de otro; viéronse el domingo siguiente, y poco á poco, Pedro supo apreciar á Francisca y la amó más, llegan- do á comprender bien su carácter. Distingulase por su rectitud y lealtad; pero en cambio era violenta y apa- sionada. Aborrecia la «clase media» considerándola como «gente que no había tenido más trabajo que na- cer». ¿Por qué esta exaltación absurda en una mucha- cha honrada que juzgaba sanamente las cosas? Sin duda seria el reflejo de su educación primera, la en- señanza de una madre envidiosa; pero poco importaba esta mala simiente arrojada por casualidad en una tierra tan buena. Muchas relevantes cualidades hacian olvidar este defecto; animosa, activa, incansable para el trabajo, comprendiase desde luego que aquella niña de diez y seis años seguiria el camino recto en la vida, sin desviarse jamás de la senda del deber y del honor.
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Dos meses después de su encuentro con el cajista, ce- lebróse la boda; y á los nueve, dia por día, Santiago vino al mundo. Desde entonces los tres vivieron felices y tranquilos, y á los diez y siete años de un continuo trabajo, el matrimonio economizaba algún dinero, tanto que en Mayo de 1870 poseía 4,000 pesetas en la Caja de ahorros. En el barrio—entonces vivian en la calle de San Antonio—todo el mundo apreciaba á la familia, al ver que era tan buena y trabajadora. Des- pués sobrevino la guerra; Santiago ingresó en la guardia nacional; fué admitido en los batallones de marcha, pues quería batirse, é hizolo muy bien en las avanzadas del fuerte de Montrouge; pero se acabó el trabajo y la ganancia, haciéndose preciso echar mano de los ahorros. Había pasado el buen tiempo, y acercábase la desgracia.
Sentada junto al lecho, Francisca recordaba todas estas cosas, y las lágrimas corrían de sus ojos. Hacia algunos meses que pagaba muy cara su pasada felici- dad. El 18 de Marzo, Pedro se alistaba en la Comuna, y la buena mujer no se atrevió á oponerse, creyendo que hacia lo que debía hacer. Entonces comenzaron las eternas angustias, pues los dos únicos seres que amaba estaban siempre en peligro.
El joven, como deciamos, había vuelto á dormirse; el padre y la madre se acercaron a la ventana para hablar en voz muy baja, á fin de no despertar a su hijo.
—¿ Verdaderamente no te inquietas ya por Santia- go >—preguntó Pedro por segunda vez.
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—No ; mas por desgracia las fuerzas vuelven muy poco a poco.
A eso de las diez llegó el doctor, acompañado de otro hombre de elevada estatura, ojos vivos y ancha frente: era el doctor Grandier, médico director de los hospitales, sabio ilustre, y dotado de los más nobles sentimientos. Saludó cortésmente á Francisca y mo- vió la cabeza con aire disgustado al ver que Pedro vestia la casaca de guardia nacional. Después se volvió hacia su joven colega para preguntarle sobre el en- fermo.
—¿ Con que decia usted, amigo Borel?...
—Decía, querido maestro, que ese joven estaba gra- ve. ¡La friolera de una bala en el cuerpo!
—¿ Una bala... por casualidad ?
—Nada de eso; un lingote de plomo en pleno pecho, recibido en Montretrout.
El señor Grandier pareció estupefacto, y miraba á Pedro y Francisca como si los tomase por locos.
—«¿Es hijo de usted, señora? La juzgo bastante bo- nita y joven para que pueda llevará mal esta pre- gunta. | |
—Si, caballero—replicó Francisca ruborizándose un poco.
—;¡Pero si es un niño! ¿Qué edad tiene?
——Diez y seis años y medio.
—+¿ Y le permite usted que vaya á batirse +? Paréceme que ustedes dos podrian ir a Charenton.
—¡Oh! se marchó á pesar mio—replicó Francisca, sonriendo con cierta altivez.—Su padre, mi esposo,
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que ve usted ahi, se batía en las avanzadas durante el primer sitio; yo estaba sola con Santiago, que se en- tristecía cada vez más, hasta el punto de no agradarle ya amasar la arcilla, pues ha de saber usted, caballero, que mi hijo es artista. Pasaba el tiempo mirando cómo desfilaban las tropas, y veíale á veces apretar los pu- ños. Cierta mañana me dijo: «Es vergonzoso que yo esté aquí sin hacer nada cuando los demás se baten.» Al oirle decir esto quedé perpleja y atemorizada, y no era para menos, pues no sólo deberia temblar por mi esposo, sino también por mi hijo. «Aún eres muy joven, Santiago, le dije, y seguramente no te admiti- rían en ningún batallón.» «¿Pues por qué me contaba mi padre en otro tiempo tan interesantes historias? replicó mi hijo encogiéndose de hombros. Recuerdo la de Bara, tambor de cátorce años; y la de los volunta- rios de diez y seis que se alistaban para correr a la frontera.» Yo no sabía qué contestar. Malo es imbuir ciertas ideas en el cerebro de los niños. Durante ocho dias, Santiago estuvo muy cabizbajo y triste, y por la noche retirábase tarde. Cierta mañana me dijo: «lis- cucha, mamá, yo quisiera obedecerte, pero no es po- sible. Bersier... ya sabes, Bersier el grabador, aquel que me enseñó á dibujar, es sargento en el batallón de tiradores, y me ha inscrito en su compañla; de mane- ra que marcharé pronto. Perdóname, mamá, pues no podía resistirme.» Y al decir esto, Santiago me abra- zaba tiernamente, haciendome muchas caricias. Crela- me muy desgraciada con esto, pero á la vez sentia cierto orgullo. ¡Oh! ahora puedo decirlo, porque San-
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tiago duerme y no me oye. Tiene el alma de héroe y de artista. Yo sonrei y le contesté: «¡Bueno, vé á batir- te, puesto que tanto te empeñas!» Pero cuando se marchó comencé á sollozar, renegando de mi suerte. ¡Ah! ¡cómo sufria cuando llegaba la noche, negra y fría! Pensaba en mi hijo, ya tan inteligente, tan vale- roso y atrevido como un hombre. Quince dias después batianse en Montretout; Santiago saltaba el primero . al jardín de Mr. Gounod, donde se ocultaban seiscien- tos badeses, y cala herido de un balazo. He aqui nues- tra historia, caballero.
Francisca hablaba sencillamente, con una emoción concentrada pero profunda, y fijaba en Santiago una mirada llena de amor. El joven héroe dormía siempre, pero en sus labios deslizábase una sonrisa, tal vez por- que soñaba en sus actos de valor. El señor Grandier volvió la cabeza para que nose viesen las lágrimas que se deslizaban por sus mejillas: nada conmueve tanto á un hombre de corazón como encontrarse de impro- viso con otro que le iguala; los seres de carácter ele- vado complácense en hallar superioridad en los demás.
—¿ Quiere usted darme la mano, amigo mlio*—dijo el doctor volviéndose hacia Pedro Rosny.—El hombre y la mujer que han puesto en el mundo y educado á semejante joven deben ser personas de mérito.
—Le curará usted, ¿noes verdad, señor doctor?—ex- clamó el padre con expresión de gratitud.
El señor Grandier sonrió.
—Por lo pronto dejadme verle—repuso el sabio mé- dico con acento bondadoso;—seguramente le curare-
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mos, y lo único que siento es que no tengamos ya muchos franceses como ese joven.—Además, Borel es
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El ilustre médico fué á sentarse junto al lecho para despertar á Santiago suavemente. El herido abrió los ojos y miró con expresión de confianza al sabio, cuyo rostro revelaba la bondad.
—Es el maestro del doctor, Santiago—dijo la madre.
—Buenos días, señor Borel-——<ontestó el joven, alar- gando la mano al médico, que era ya su amigo. |
Después fijó la vista en el señor Grandier, que le es- tudiaba ya con su penetrante mirada de psicólogo. Te- nía el cabello rubio de la madre, y como ella, también, ojos de color azul oscuro, de expresión altiva y resuel- ta; en fin, parecíase del todo á Francisca, y hubiérase dicho que el alma de esta mujer habia penetrado en el cuerpo de aquel niño. El rostro, pálido por el sufri- miento, durante largas semanas en el lecho del dolor, adelgazábase por la barba, revelando una finura enér- gica; los labios, muy pronunciados, indicaban la fuer- za de voluntad y el valor; la frente era ancha y des- pejada.
—Borel tiene razón—murmuró el señor Grandier;— este es un hombre.
Y añadió con sonrisa benévola:
—Hijo mío, voy á examinar esa herida.
—Gracias, caballero.
—¡ Si supiera usted qué bueno ha sido el señor Borel para mi! E |
—Vamos, Santiago, cállate — replicó el joven mé- dico. |
—No, de ningún modo callaré, porque ha sido usted bueno, muy bueno, puesto que sin su auxilio hubiera
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muerto diez veces. Para mí es una dicha decirlo y re- petirlo, y sobre todo me complacerá recordarlo.
Por la ardiente mirada que fijó en el señor Borel, hubiérase comprendido que Santiago podria recordar- lo todo, lo mismo el bien que el mal.
—Ciertamente tiene razón en no ser ingrato —excla- mó el señor Grandier.—Vamos, es preciso que yo vea eso; pero ante todo sepamos la historia, amigo Borel.
—Hela aquí en dos palabras, querido maestro: la bala penetró por la izquierda del esternón entre la quinta y la sexta costilla, atravesando el mediástino anterior, y salió por la derecha de la columna vertebral, entre la cuarta y quinta.
—¡Diablo! ¡no es mala herida!
Durante un momento la ciencia se sobrepuso á la compasión.
—Esas frases me gustan, señor Grandier—dijo el joven sonriendo.—¡Ah! ¡el soldado que me apuntó, ti- raba bien!
-——Es gracioso este muchacho. Continue usted, Borel.
—Como era natural, en los primeros días se declaró fiebre intensa, hasta que se hubo determinado bien la supuración, que yo facilité como se acostumbra en estos casos. La fiebre duró hasta el 5 6 el 6 de Febrero, y la supuración, bastante floja al principio y de carác- ter dudoso, se modificó. El fondo de la herida se cica- trizaba normalmente, y la llaga de la espalda fué la primera que se curó, hacia el 20 del mismo mes; pero la del pecho supuró hasta principios de Marzo. Pocos dias después observé síntomas de irritación pleuréti-
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ca, los cuales atribul al traumatismo. Hube de comba- tir esta afección, que amenazaba degenerar en tuber- culosis, y por lo mismo he juzgado indispensable tener á Santiago mucho tiempo en cama, Ahora quisiera que se levantase para ir al campo á respirar los aires puros; pero usted resolverá. Por lo pronto, deseaba que conociera á mi amigo Santiago.
El señor Grandier escuchaba atentamente, exami- nando la herida con mucho cuidado.
—Opino sencillamente, amigo Bourel—dijo al fin— que ha cuidado usted á este muchacho como lo hubie- ra hecho el mismo Hipócrates. Ese joven será también amigo mio. La semana próxima podrá comenzar á le- vantarse, aunque sólo un poco al principio, para acos- tumbrarse al aire y al ejercicio, y dentro de quince dias me le llevaré al campo, si sus padres quieren con- fiármelo.
Pedro hubiera abrazado de buena gana á aquel hom- bre que tanto bien hacia con tan pocas frases; Fran- cisca no decía nada: lloraba; Santiago y el médico Borel se miraban sonriendo; y el señor Grandier sentía latir su corazón de gozo al observar la alegría con que aca- baba de animar aquella humilde habitación de obre- ros. Nada tan grande como el genio unido á la bon- dad. | |
—Ahora—prosiguioó el señor Grandier, después de haber reconocido la herida—quiero ver los ensayos del artista, pues parece que este muchacho 'es ambi- cioso. No le basta imitar al joven Bara, sino que tam- bién quiere ser émulo de Miguel Angel.
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—¡Oh, caballero! —murmuró Santiago sonriendo de placer.
El sabio siguió á Francisca, que le condujo á una pequeña habitación contigua á la alcoba, convertida por el joven en taller. Veíanse allí en el suelo masas de arcilla seca, bajo-relieves sin concluir, medallones comenzados, y bosquejos casi informes, pero llenos de vida y animación. El ilustre médico quedó admira- do al ver.los ensayos del artista, como hacia un mo- mento ante el heroismo del muchacho; el sabio creía ver en aquella tosca arcilla las bellezas misteriosas del mármol, que palpitaría algún dia bajo la mano del obrero sublime. Pareciale que alli brillaba ya la llama del genio, esa llama desconocida que resplandece sua- vemente antes que el estudio y la reflexión la permi- tan radiar con todo su esplendor.
—Trabaje usted, amigo mío—dijo el señor Grandier cuando volvió ála alcoba;—trabaje usted y será un gran artista; yo se lo prometo. Y ahora, venga un-abrazo.
Santiago sonrió más abiertamente; su rostro parecia lluminarse; érale grato que se encomiase su valor, y más aún que se elogiaran sus obras.
—Volveré a verle—añadió el señor Grandier;—pero antes recibirá noticias mías.
—¿Qué noticias?—preguntó Santiago con curiosidad.
—HEse es mi secreto. Hasta la vista, señor Rosny; ofrezco á usted mis respetos, señora. Salga usted con- migo, Borel; deseo hablarle.
—HEse Rosny es un buen hombre— dijo Grandier á su colega cuando estuvieron en el portal.—Evite usted
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que se comprometa más en la Comuna. ¿No tiene us- ted influencia sobre él?
—Ninguna. Tan dificil me sería impedir al padre batirse contra nuestros amigos de Versalles, como evitar que el hijo luchara contra nuestros enemigos los alemanes. Es una familia de tercos.
—El joven Santiago me parece encantador.
—Lo es en efecto, y por eso he pensado que habla- ria usted al Presidente... dispenseme la palabra, quie- ro decir á su poderoso amigo.
—Pensaba en ello. Precisamente estoy invitado á comer hoy en Versalles ; referiré la historia, y respon- do del éxito. Hasta la vista, amigo Borel; le doy las gracias por haberme traido aqui.
—Adiós, querido maestro.
El ilustre médico se alejó pensativo, reflexionando sin duda sobre los caprichos de la suerte que busca el hijo de un obrero en un oscuro barrio para convertirle tal vez en glorioso artista. En cuanto al señor Borel, había vuelto á subir á la habitación.
—V amos—dijo—¿ están ustedes contentos los tres?
—¡Oh! si, muy contentos—contestó Santiago.
Francisca estrechaba silenciosamente la mano del doctor.
—Entonces podré irme tranquilo—dijo Pedro.
—El diablo le lleve á usted—replicó Borel.
—¡Doctor!...
El médico se encogió de hombros.
—Mi maestro me decia ahora—repuso Borel—que le predicase á usted moral; pero esto sería inútil, tra-
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tándose de un hombre terco. Le he repetido á usted veinte veces la misma canción, para demostrarle que es lastimoso que un hombre de su mérito arriesgue su piel en esa lucha sangrienta. Ya sabe usted que yo soy muy franco. ¿No sería mejor que dejara a toda esa gente ?... Si no lo hace así, se arrepentirá; yo se lo aseguro; y si escapa de la batalla, no se librará de la derrota. Esto sería terrible. ¡Oh! ya sé que predico en desierto, porque conozco muy bien á los tres; me escucharán cortésmente, y harán luego lo que les parezca.
— Pero... ¿y el deber, doctor ?
—+El deber es trabajar para su esposa y cuidar de su hijo. ¡ Vamos! ya no me escucha usted. ¡Ah! ¡siempre terco! Hasta mañana, amigo Santiago.
— Adiós, señor Borel.
Pedro acompaño al médico hasta la puerta de la es- calera. y volvió á entrar. Marido y mujer quedaron solos: Francisca estaba pensativa, pues las palabras del doctor resonaban lúgubremente en su oido; cogió un libro de la mesa y diósele á Santiago.
—Toma, hijo mio—le dijo —ese es el libro que la señorita Aurelia ha traído para ti mientras dormías. Voy á mi-cuarto con tu padre para hablar cinco mi- nutos.
—Gracias, mamá.
Cuando Francisca estuvo sola con su esposo en la habitación inmediata, díjole con acento breve y ner- vioso:
—¿Por qué has de volver á batirte ?
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— ¡Francisca !...
—¡Oh! no trataré de impedirtelo; dices que es tu deber, y ya sabes que yo soy valerosa. Hace mucho tiempo que participo de esos temores del doctor; y aun, si no se tratase más que de las balas, pase, por- que se puede escapar de ellas; pero ¿ y después ?
La inquietud de Francisca era evidente; la energia de su mirada se desvaneció poco á poco bajo el esfuer- zo de un pensamiento oculto.
—Cálmate, amiga mía —dijo Pedro.
—-¡ Oh! estoy tranquila; pero el médico tiene razón. Si ellos son feroces, también nosotros, y todo eso no es guerra. Parece que en Versalles matan á los pri- sioneros; aqui hacemos otro tanto. ¡Oh! no tú, porque tú eres bueno, cosa natural, siendo valeroso; pero ¿y si te fusilasen ?
- Pedro abrazó á Francisca estrechamente, sonriendo como para disipar las funebres ideas que acosaban a su esposa. ,
—+¿ Dónde diablos tienes la cabeza ?>—replicó alegre- mente.—¡Vamos, vamos, no sea cosa de que te asus- tes como una chicuela! En primer lugar, no se mata a los prisioneros; de modo que no hay razón para ate- morizarte. ¿No he escapado hasta ahora de todo con felicidad? ¿Porqué no ha de ser siempre asi? Ya vol- verá el buen tiempo, y con dl la felicidad de antes. No me matarán ni me fusilarán; muy por el contrario, volveré bien vivo, é iremos á instalarnos los tres en un barrio mejor, donde abunde la luz.
Cuando Pedro hablaba asi, siempre solía infundir
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confianza á Francisca; pero esta vez, la mujer perma- neció muda.
— Vamos, ¿ qué tienes ?—preguntó Pedro con acento bondadoso.
— Tengo... tengo miedo.
—¿ Tú, tan valerosa siempre ?
— Hoy me falta el valor. No sé porqué... pero me es- tremezco al verte marchar, aunque te parezca absur- do. Vamos, abrázame y véte; tu batallón está ya en marcha, y cuando más te detengas más habrás de andar para reunirte con tus compañeros.
Pedro fué á coger su fusil que estaba en un rincón y se ciñó el cinturón del sable. Francisca recobraba su energía para sonreir en el momento de despedirse de aquel hombre á quien adoraba.
—« Llevas todo lo necesario ?— preguntó: —enséñame la calabaza... bueno, está llena; ahora coge la manta, pues:las noches son aún frías. Vamos, Pedro, véte, y no te expongas demasiado. Véte...
—¡ Qué corazón tienes! |
— El que tú me has hecho; fácil es para una mujer ser buena madre y compañera cuando ama y es amada.
Los dos volvieron á la habitación donde estaba el herido: Santiago dormia; y en el momento de fran- quear la puerta, el obrero se detuvo por ultima vez, abrazando con ternura á aquella mujer valerosa que le daba todos los tesoros de su corazón y de su belleza. Después, volviéndose hacia el lecho envió un beso á su hijo, sin osar acercarse á él, por temor de desper- tarle.
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— Bésale —dijo en voz baja Francisca enternecida — el pobrecillo está tan débil que no se despertará...
Entonces, aquel hombre rudo é intrépido avanzó de puntillas para no hacer el menor ruido: Santiago dor- mía como cuando llegó Borel con el doctor Grandier, y sonreía dulcemente, cual si soñara alguna cosa agradable; sus finas facciones, ligeramente sombrea- das por su blondo cabello, ocultábanse casi en la blan- ca almohada. Pedro contempló á su esposa y á su hijo, aquellos dos únicos seres que amaba en el mundo, de los cuales se separaba tal vez para no volverá verlos jamás; y en aquel instante acosáronle también los tris- tes presentimientos de Francisca, que perturbaron su ' espiritu. Involuntariamente repetiase en voz baja los sabios consejos del doctor. Borel. ¿Y si se engañaba en sus apreciaciones, no siendo deber suyo ir á batir- se? ¿Y si la gente de París estaba en un error, y la razón de parte de los de Versalles ? Todas las vacila- ciones que pueden atormentar el corazón de un hom.- bre honrado acosaban en aquel instante á Pedro. ¿ Dónde estaba el deber, en su familia 6 en el campo de batalla? El obrero ahuyentaba pronto estas ideas. ¿No conocía su deber? Y por otra parte, ¿cuándo re- trocedía él en el momento de llevarle á cabo + No podia estar en un error al cabo de tantas semanas, durante las cuales su conciencia parecía aprobarle.
Inclinándose suavemente sobre la almohada, besó á Santiago en la frente, y alejándose después del lecho siempre de puntillas, hizo seña á su mujer para que le siguiera.
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— Si me sucediese una desgracia — murmuró con voz alterada —quisiera morir con el consuelo de que sabrá s hacer un hombre de ese muchacho.
— ¡ Ah! te lo juro.
Y «<omo si temiera no poder resistir á la cobardia de su termura, Pedro se precipitó fuera de la habitación.
ACC As A
A las dos horas se despertó Santiago. 5 - —¿Ha marchado ya mi padre ?---preguntó. —Si, hijo mio.
. yo que deseaba despedirle!
— Te ha dado un beso mientras dormías.
Francisca miraba á su hijo, dejando caer la costura sobre sus rodillas. Cierto que el joven recobraría pron-
to la salud; pero su rostro estaba muy pálido y son-
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reía tristemente, él, que siempre se mostraba tan cdn- tento.
—No hables mucho—dijo Francisca—mejor sería que leyeses. s Quieres que te dé el libro de la señorita Au- relia ?
—Gracias, mamá; prefiero la joven al libro, porque es muy divertida.
—Voy á buscarla—repuso la madre, contenta por- que podia satisfacer el capricho de Santiago.
Aurelia Brigaut, bruñidora de oficio, vivia en el piso inmediato. Rubia, de carácter alegre, y bonita, veilasela reir siempre, tal vez para enseñar su blanca dentadura. Aurelia apreciaba mucho á Francisca Ros- ny, pero enloquecía por Santiago.
—¡ Ah, si tuviese cinco 0 seis años más !—decia al- gunas veces suspirando.
Aurelia no era una coqueta maligna, ni la echaba de virtuosa ; joven de buena indole, elegía sus amores por capricho y no por interés, y por eso los cambiaba á menudo. Muy pronto entró en la habitación y acer- cóse al joven enfermo.
—Creo que preguntaba. usted por mi—dijo a San- tiago — está muy bien; es una buena idea. ¿Sabe usted lo que he hecho +? He enviado á pasear á la se- nora Francisca; no queria, pero yo no admití ex- cusas. Es preciso que esa mujer tome un poco el aire. ¿Por qué ha de estar siempre aquí, cuando yo per- manezco al lado de usted ? Vamos, este chico está muy ' guapo en su blanco lecho, con esos ojos... ¡oh, qué ojos!..
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Y Aurelia reía de la mejor gana, menudeando sus elogios, que hacian revivir al joven.
—Cuénteme usted las historias del barrio, amiga Aurelia—la dijo.
Las tales historias eran un cuento de nunca acabar, sobre todo en lo que se refería á los amores de una pequeña modista que aparentaba ser muy virtuosa; Aurelia no podia sufrirla, porque era una mojigata; hubiera podido decir mucho de ella, pero no queria hacerla daño; mas á pesar de esto, la bruñidora se complacia en criticar cuanto era posible. Santiago se rela, y Aurelia, muy satisfecha de excitar así la hilari- dad de su amigo, contemplaba con placer al valeroso muchacho, que tanto habia corrido ya. Santiago, por su parte, refirió la aventura de la mañana, hablando de la visita del señor Grandier; manifestó su orgullo por haberle predicho el famoso sabio que seria un grande artista, y añadió, fijando en la joven una mirada de entusiasmo:
—¡ Un artista yo! ¿Qué le parece a usted ?
Aurelia tomó cierto aire coquetón.
—¿ Y que hará usted, Santiago—preguntó—cuando sea célebre ?
El muchacho permaneció un momento pensativo, con la vista fija en el espacio.
—Haré buenas obras, amiga Aurelia—contestó al fin—y será una felicidad que mi pobre mama esté or- gullosa de mi. ¡Oh! trabajaré mucho, más que nadie; ya sé que la vida es dura cuando se quiere seguir la carrera de artista y falta el dinero; pero no importa,
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nada me desanimará. Con frecuencia he oído lo que contaba Bersier el grabador, mi primer maestro, que me enseñó á dibujar. He aquí la opinión de Bersier: En la vida se hace lo que se quiere; los sabios han in- ventado una infinidad de máquinas, el vapor, la elec- tricidad ; pero la voluntad humana puede más que todo eso. ¡ Juzgue usted si me faltara! ¡Es tan hermo- so realizar un sueño, contemplar una masa de arcilla y pensar que tal vez se sacará de aquella tierra infor- me una estatua inmortal!
Y recobrando su alegria de los diez y seis años, añadió con esa risa argentina del pillete de París:
—¡No, esto sería demasiado raro! ¡Inmortal yo, hijo de Pedro Rosny, cajista de una imprenta, y de su señora esposa, modista !... ¡No se reiría. poco Miguel Ángel!
Así continuaron los dos jóvenes un buen rato chan- ceándose inocentemente, é inventando esas palabras que sólo ocurren en la primera juventud, cuando se tiene en perspectiva una larga existencia y la esperan- za es fecunda. A la bruñidora le parecia encantador, ' vivaz y chistoso aquel joven en quien brillaba ya va- gamente la llama divina é inextinguible del genio; ella también, así como el gran médico, presagiaba en aquel hijo de artesano alguna cosa rara y particular; y en su afecto á Santiago habia un poco de respeto y mucha ternura.
Pocos minutos antes de comer, Francisca volvió ner- viosa é inquieta, y pasó la tarde trabajando junto á su hijo, que se durmió pronto, mecido por dulces ilusio-
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nes. Al día siguiente no se habían recibido aún noti- cias de Pedro, pero Francisca no se inquietaba toda- vía, por haberla dicho su esposo, antes de marchar, que estaria ausente lo menos dos dias. A eso de las tres se presentó un ayuda de cámara: era un criado de buena casa, muy bien vestido, y que produjo extraño efecto en aquella pobre habita- ción.
Llevaba dos cartas, una dirigida á Francisca Rosny, y la otra, al parecer algo pesada, á Santiago.
—+¿ Hay contestación ?—preguntó la madre.
—No, señora.
Y como la mujer insistiese, preguntando qué signi- ficaba aquello, el ayuda de cámara contestó como hombre á quien se hubiera enseñado la lección:
—No, señora; no hay respuesta.
La carta dirigida á Francisca contenía tres billetes de mil francos; era lacónica, pero admirable por su sencillez.
«Señora:
»Soy hijo de un cerrajero: al comenzar mi carrera enfermé gravemente, y estuve á punto de perder todas mis esperanzas y mi porvenir. Un sabio ilustre vino á verme cierto día y me prestó generosamente tres mil francos, dejándolos sobre la chimenea sin que yo lo echase de ver. Es preciso transmitir á los demás lo que se recibe: permitame usted hacer por Santiago lo que hicieron por mi. No me dé usted las gracias; cuando
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el joven sea mayor, me devolverá ese dinero dándolo á alguno que lo necesite á su vez. «De usted afectisimo y respetuoso servidor,
Doctor GRANDIER.»
«P, S. Deaqui á cinco dias iré á buscar á Santiago y le enviaremos á una de mis posesiones de Picardia: En el campo acabará de restablecerse.»
La señora Rosny dejó caer la carta y los tres billetes de banco, y de sus ojos se deslizaron algunas lágrimas de agradecimiento, de emoción y de asombro. ¿Era una limosna el dinero? No, el hombre que hacía aquello tan sencillamente tenía un noble corazón. Auxiliaba, no sólo á unos obreros casi arruinados por el sitio, sino á un artista amenazado en su porvenir. Su pensamiento iba lejos, sin limitarse al socorro de un instante, concedido á personas pobres, apuradas por una serie de meses adversos. Aquellas desgracias, en suma, pesaban sobre todo el mundo. Pedro y Fran- cisca saldrian del paso como los demás. El señor Gran- dier pensaba, con noble delicadeza, que Santiago se hallaba en aquella hora decisiva en que una tardanza .no debe entorpecer el porvenir del artista naciente. El doctor era un sabio distinguido y tendía su mano ge- nerosa al gran escultor futuro.
—¡Ah! ¡todavía hay hombres generososl—exclamó Francisca enjugando sus lágrimas.
La voz de su hijo, que la llamaba desde la habitación contigua, interrumpió sus reflexiones.
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—¡Mamá, mama!—gritaba. Francisca, atemorizada un momento + precipitose hacia el lecho de Santiago, exclamando: —¡Dios mio! ¿Qué ocurre? El muchacho tenia el rostro radiante de alegría, y sus ojos, de un azul oscuro, expresaban el entusiasmo. —¡Mira—dijo—mira! | Y su mano temblorosa mostraba una bonita medalla militar del todo nueva, suspendida de una cinta ama- rilla listada de verde. Era un diploma de la Cancillería de la Legión de honor, confiriendo aquella distinción «á Santiago Rosny, por servicios excepcionales». Ista era la noticia prometida por el señor Grandier. Según dijera al doctor Borel, la víspera debía comer en casa de su «gran amigo»; y aún impresionado por su visita de la mañana, habló del heroismo de Santiago como soldado, y de sus disposiciones de artista como escul.- tor. El «gran amigo» del señor Grandier podía tener muchos defectos, pero su corazón de buen francés vi- braba siempre tratándose de patriotismo. Aquel mu-' chacho de diez y seis años que marchaba como solda- do, porque el joven Bara y los voluntarios del 92 ha- bian hecho lo mismo, le interesó profundamente por su heroicidad; poseía el raro dón de ejecutar al punto ¿lo que se proponía hacer, y por eso la reflexión no en- friaba en él nunca el primer impulso, que es el bueno. Ácto continuo llamó á uno de sus secretarios y envióle á la cancillería de la Legión de honor, donde se redac- tó el despacho seguidamente. He aquí cómo Santiago Rosny recibía á los diez y seis años la medalla del mé-
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rito militar, como en otro tiempo, á los catorce, el joven Durand en la trinchera de Sebastopol. Quizás también el malicioso anciano se sonrió á hurtadillas y cayóle en gracia conferir una distinción al hijo de un comunista que se batía en el ejército de Delescluze. Se llamó á la joven Aurelia, la cual besó á Santiago tanto como pudo, imitándola los vecinos, todos muy con- tentos y orgullosos por aquella deferencia. Sólo Pedro no disfrutaba de aquella alegría, y esto acibaraba la satisfacción de Francisca, que repetía inquieta: ««Dón- de está, cuándo volverá?» Antes de retirarse, Aurelia tuvo un capricho: sujetó la cinta amarilla y verde sobre el pecho de Santiago, y exclamó soltando la car- cajada:
—¡Como no tiene uniforme, se la he cosido en la ca- misa!
La ausencia de Pedro se prolongaba. Al dia siguien- te, al rayar el alba, Francisca salió para recoger noti- cias, y al cabo de una hora volvió muy atemorizada é -_ inquieta: en todo Paris circulaba la noticia de que las fuerzas de la Comuna habian sufrido una espantosa derrota. Francisca no podía resistir más; quería saber; su inquietud la dominaba, y al punto corrió á casa de su vecina. ]
—Cuento con usted, Aurelia—la dijo—¿no es asi?
— Seguramente, señora Rosny, ya lo sabe usted bien. |
—Mientras esté en la duda no viviré tranquila. Pedro se batió ayer seguramente, y si ha sucedido una des- gracia, quiero saberla cuanto antes. Tal vez esté
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ausente largo tiempo. ¿Me promete usted no separar- se de Santiago ?
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—Esté usted tranquila señora Rosny. ¡Qué candidez,
atormentarse asi... y por un hombre! :—Gracias, Aurelia, gracias.
Francisca, después de estrechar nerviosamente las' manos de su vecina, pusose un chal y salió, alejándose rápidamente. Sólo se detenía para pedir noticias á unos y á otros, esperando siempre averiguar algo nuevo. Así atravesó todo Paris hasta muy entrado el día. Por la parte de la Magdalena veía pasar batallo- nes de federales enflaquecidos y de triste aspecto, con el uniforme desgarrado, que sin duda acababan de ba- tirse; entonces miró aávidamente el número de la casa- ca, y permaneció inmóvil, como aturdida, contem- plando aquellos hombres que habían escapado de la matanza, y preguntándose si Pedro habría tenido la misma suerte. Poco después Hegó á la plaza de la Con- cordia. ¿Iria más lejos? ¿Y si entretanto pasaba su marido por otro lado ? Francisca no sabía qué partido tomar, cuando de pronto pasó por delante de ella un ¿pelotón casi á la desbandada; la pobre mujer no se en- gaño; aquellos hombres pertenecían al batallón de Pedro Rosny, pues acababa de ver el número. Unos veinte federales desfilaban en aquel momento, negros de pólvora y extenuados de fatiga, precediéndoles un teniente ligeramente herido. Francisca corrió á él.
—«¿ No volverá todo el batallón, ciudadano +—pre- gunto. |
—¿El batallón ? ¡le ahi lo que nos queda!
Y con ademán feroz mostraba aquel grupo de hom- bres harapientos que le seguian. Francisca estuvo á
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punto de caer en tierra sin sentido, y palideció de tal modo, que el oficial comprendió ó adivino alguna cosa.
—: Estaba allí el marido de usted ?—preguntoó.
—Si,
—¡Diablo! ¿Cómo se llamaba ?
—Pedro Rosny— balbuceó Francisca, espantada al oir hablar asi de su esposo en tiempo pasado.
—«¿Pedro Rosny»? No le conozco. Escuche usted, si quiere obtener noticias, lo más sencillo es llegar hasta Sevres. Su marido es muerto, ó está herido, ó prisio- nero. No puede ser otra cosa, pues hoy han copado casi al batallón.
Asi diciendo, el teniente se alejó seguido de sus hom- bres derrotados; mientras que Francisca permanecía in- móvil, sin voz y sin aliento. Estaba á punto de caer; apo- yóse contra un árbol, y contempló cómo se alejaban, arrastrando los pies, empapados en sudor, y casi sin aliento, los federales que volvian del supremo comba- te. Parecíale que cada uno de aquellos hombres lleva- ba consigo un pedazo del que ella adoraba, de Pedro, de Pedro, muerto, herido ó prisionero. Francisca no vaciló; era preciso marchar; siempre se encuentra energía cuando se quiere.
Iba en busca de su esposo, temblando de miedo, es- tremecida y falta de fuerzas; pero no caería, no, era preciso resistir. Ya no necesitaba inquietarse por San- tiago, que estaba fuera de peligro, y al cuidado de Au- relia. Francisca aceleró el paso, deteniéndose á inter- valos algunos minutos para comer un poco, y después proseguia su marcha sin desanimarse. El tiempo co-
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rría ; eran ya las seis de la tarde; á las ocho cerraria la noche; debía recorrer todavia una larga etapa; y sin embargo Francisca no sentia el cansancio, pues soste- niala una sobreexcitación nerviosa. Las palabras del teniente resonaban siempre en sus oídos.
¡Pedro, muerto! ¡Imposible! La suerte no es siem- pre tan cruel; algunas veces sonrie; y al cabo de tantos meses de duras pruebas, justo era que le fa- voreciese un poco. ¡No, Pedro no habría muerto; es- taria sólo herido... y no todas las heridas son morta- les! ¿No habla curado Santiago de un balazo que le atravesó el cuerpo? La esperanza invade pronto el es- piritu, y á medida que andaba, Francisca hacia pro- yectos para el porvenir. Después de haber deseado mucho, aún deseaba más, y hasta rehusaba admitir que Pedro estuviese herido. ¡El ídolo de su corazón, su esposo, su amante, con una bala en el pecho, un brazo Ó una pierna menos,... jamás! Si no volvía, se- guramente era porque estaba prisionero. Referiíase en Paris que los soldados de Versalles mataban á cuantos coglan; pero esto debia ser mentira, y la pobre mujer no quería creerlo asi, pues Pedro aseguraba lo contra- rio. De todos modos, era horrible estar cautivo, y en- cerrado en un oscuro calabozo, y Francisca rehusó también admitir esta última hipótesis, que era la más favorable. Ni muerto, ni herido, ni prisionero; Pedro habia escapado sin duda del desastre, y si no volvía era porque no podía hacerlo en aquel momento; tal vez se ocultaba en el bosque de Scvres ó de Ville- d'Avray.
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Al llegar al Sena, escapóse de sus labios un grito de horror.
¡Oh! ¡la guerra civil, hediondo caos, obra de una cólera maldita! Soldados, guardias nacionales, caza- dores de á pie y artilleros estaban confundidos en la orilla, en los declives ó en el camino, con el rostro con- vulso, los brazos en cruz, tendidos de espalda ó boca ' abajo, lúgubremente amontonados unos junto á otros.
¿Porqué se habian matado aquellos seres humanos, que la muerte reunía ya en el reposo del mismo sueño? En vida habían sido enemigos, y sus cadáveres recon- ciliados tocábanse sin disgusto y sin odio. Algunos ca- ballos de los furgones de artillería, ya rígidos, dejaban ver sus flacos miembros á través de la piel; á derecha é izquierda reconocíianse charcos de sangre negruzca; por doquiera la muerte, hedionda, horrible y brutal; acá y allá fusiles abandonados, sables retorcidos, cartuche- ras rotas y kepis llenos de lodo. Por un lado, la co- rriente del Sena deslizábase turbia, melancólica é in- diferente, con sordo murmullo ; por el otro veíanse las casas agujereadas por las balas de cañón, con las puer- tas y ventanas rotas. En las paredes abrian las trone- ras sus siniestras bocas, y á través de algunas ven- tanas velanse hombres inclinados é inmóviles, semejan- tes á estatuas: una bala había puesto fin á su existencia, y mantenlanse apoyados en la pared que sostenía sus frios cadáveres.
Las sombras de la noche comenzaban á extenderse, cubriendo con un velo todos aquellos horrores; y Fran- cisca vagaba en medio de tan horrible carnicería, sola,
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pálida, con expresión de espanto, contemplando por - primera vez la infamia de las guerras civiles.
Hasta aquel día no la comprendió. La robusta hija del pueblo, alimentada en el odio á los ricos, creía de buena fe que había derecho para tomar el fusil y em- peñar la gran batalla en defensa del pobre y del des- heredado. Este pensamiento sólo evocaba para ella la historia legendaria de las sangrientas barricadas de Julio ó de Febrero; oia mentalmente los gritos de los gloriosos descamisados que derribaban el trono de Carlos X; las campanas que anunciaban la vuelta de la bandera tricolor; los himnos de Beranger, y el canto de triunfo de los vencedores. Todo esto habia sido hasta entonces para ella como una'epopeya vaga, en la que los comparsas de teatro representaban los com- batientes, y en la cual todo termina en el quinto acto por una apoteosis. E |
Pero en aquel momento vela la guerra civil y estre- meciase de terror. Aquellos cadáveres de hombres y animales, aquellos desastres y ruinas, aquella catás- trofe y abandono; he aquí lo que era una guerra - fratricida. Apoyada contra una pared, Francisca sintió germinar en su cerebro confusamente otras ideas; todas sus esperanzas de esposa se desvanecian ante aquel espectáculo horrible, y ya no se preguntaba más que una cosa. ¿Habrá escapado Pedro de esa matanza?
¡ Vivo, vivo! que pudiera encontrarlo vivo, aunque . fuese prisionero, Ó con las piernas cortadas, pero vivo! ¡Que pudiera besar otra vez su frente y sus labios, oir su voz y sonreir al mirarle! Francisca se alejaba en
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medio de la oscuridad de la noche, llevando consigo en su carrera el recuerdo del hediondo espectáculo, y estremeciéndose al pensar que tal vez reconocería á su Pedro en medio de aquel montón de carne huma- na. Sólo deseaba que Pedro estuviese vivo. ¡Qué am- bicioso es el corazón, y cuántos insensatos deseos se forja! Como la oscuridad iba en aumento, la pobre mujer no podía proseguir su lúgubre investigación; llegaba al puente, y no se atrevía á salir de aquel si- niestro campo de batalla, pareciéndole que alguna cosa de ella quedaba entre aquellos cuerpos. ¡Infeliz! todas sus creencias se desvanecian, pero continuaba su mar- cha para cumplir con sus deberes al fin, porque era necesario dar cuenta a su hijo de aquellas tristes pes- quisas. Sin embargo, pareciale imposible que Pedro pudiera sobrevivir á tan espantosa carnicerla.
En la entrada del puente vió una casilla del guarda vacia y apoyóse contra la puerta; maquinalmente cru- zÓ las manos y oró: era la súplica sincera y angustiosa de la hija del pueblo que no cree que todo ha acabado, cuando verdaderamente ha concluido, y que pide algo mejor al Sér Supremo.
Por la décima vez recobró al fin valor, y acosada siempre por su deseo de obtener noticias, atravesó el puente. No todo el mundo había huido de aquel país devastado: en algunas personas, el temor al saqueo se antepone al de la muerte; y asi es que dos ó tres casas estaban ocupadas todavía. Un buen hombre, uno de : esos propietarios tenaces que aman las paredes de su hogar más que su propia carne, estaba inmóvil en la
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ventana; detrás de él brillaba una luz en la habitación, y su rostro expresaba la tristeza. De repente divisó a la mujer que se dirigía hacia él. ; |
—¿Sabe usted dónde se ha dado la batalla?—pre- gunto Francisca.
El hombre extendió la mano con triste ademán se- ñalando el espacio.
—¡Por aquí y por allá, mire usted! Esta mañana cuando ví que llegaban los soldados, volvi á marchar á Versalles. ¡Dios mío, no pensaba encontrar mi casa en pie! ¿Busca usted alguno?
—Mi esposo—balbuceó Francisca.
—¿Es de la Comuna?
—No puedo decir gran cosa; pero un oficial de linea me ha referido que los parisienses perdían poca gente. Parece que se han hecho muchisimos prisioneros. Si me hallara en el lugar de usted, iria á Versalles, pues alli recogerá datos seguros.
—Gracias.
La infeliz prosiguió su camino, aquel camino de cruz, que no terminaba nunca. No podía hacer otra cosa: herido ó prisionero, Pedro estaria en Versalles; pero la pobre Francisca se arrastraba en aquel mo- mento como un ave con las alas rotas; la fe no la sos- tenía ya; una curvatura moral agravaba su cansancio fisico, y necesitó tres horas para terminar el viaje. ¡Y qué viaje, Dios mio, para una mujer rendida de can- sancio, falta de energía, y que apenas podia ya mover las piernas! Deteniase vacilante, aspiraba el aire an-
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siosa y después proseguía su marcha. ¿No acabaria de andar? ¿No llegaría nunca? No, el desaliento no triun- faria de su voluntad; era preciso llevar á cabo su mi- sión, aunque le costase la vida; debía esto'á su esposo y á su hijo, aquellos dos seres á quienes adoraba. Ella, que tan a menudo dijo que darla su vida por ellos, edesfalleceria en el cumplimiento de su sagrado deber? Extendió los brazos en un esfuerzo supremo, y todo cuanto hay de fuerza y resistencia en un ser humano se despertó en aquella mujer robusta.
En Mayo de 1871, Versalles presentaba un extraño y pintoresco espectáculo para los psisólogos. La ciudad de Luís XIV despertaba repentinamente de su sueño secular, y disfrazábase de ciudad contemporánea: los diputados, los curiosos, los diplomáticos, los periodis- tas, los patriotas y los indiferentes, precipitábanse unos tras otros; ¿stos para ver, aquellos para saber y algunos para recibir. Era una Coblenza en miniatura; pero allí predominaba la razón, porque todo el mundo se ponia de acuerdo para salvar el pais amenazado. La pacifica ciudad tomaba la importancia de un pe- queño París; todos se acostaban tarde; encontrábanse por las calles paseantes que se daban poca prisa para volver á su incómodo alojamiento, donde la afluencia de los refugiados les obligaba á estar oprimidos; los cafes, abiertos hasta altas horas de la noche, esta- ban atestados de gente; charlábase, maldecíase la guerra civil; y los rumores más inverosimiles pasaban por verdades entre los crédulos.
Francisca atravesaba las calles, las plazas públicas y
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las avenidas, mirando y escuchando sin comprender lo que se decía; deteniase delante de los cafés, con la esperanza de sorprender una palabra, una sola, que decidiera de su suerte. El sér humano es asi; imagi- _nase siempre que la mayoría de la multitud egoísta ha de participar de sus más ligeras penas. Entre aquella muchedumbre ¿quién podía pensar en Pedro Rosny, oscuro guardia nacional, perdido en la turba de los ejér- citos parisienses? Francisca no lo crela asi; pareciale que toda aquella gente que conversaba debía hablar de Pedro; que los labios se movian sólo para pronun- ciar su nombre; pero no atreviéndose á dirigir la pa- labra á nadie, apoyábase en una pared, con la vista fija y esperándolo todo de la casualidad. Sinembargo, las horas pasaban, el número de paseantes disminuía, y cerrábanse los cafés lentamente unos después de otros. Francisca tomó el camino de la plaza de Armas, y maquinalmente se dejó caer en uno de los bancos de la avenida; hallábase en medio de la más profunda oscuridad, pero la noche era serena ; las sombras ocul- taban aquella infeliz mujer, y poco á poco apoderose de ella un sueño profundo; con la cabeza cubierta en parte por su chal, durmióse pesadamente, como esos seres agobiados á fuerza de cansancio, en quienes el espiritu queda vencido por la materia. En este reposo recobraba sus fuerzas, sin soñar, sin sentir el frío que de ella se apoderaba; mas por fortuna, algunas horas de descanso lo son también de olvido. Francisca per- maneció alli inmóvil hasta el amanecer; entonces abrió los ojos bruscamente, sin saber dónde se hallaba; mas
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el recuerdo se despertó también, el recuerdo angus- tioso, atroz, y con él volvió poco á poco la vida. Francisca vió pasar varios destacamentos de soldados y coches particulares que llegaban de los alrededores; entonces se levantó, transida de frío, y dió algunos pasos para devolver el calor á sus piernas heladas; to- sia mucho, como si tuviese el pecho oprimido; y lle- gando de pronto á la Prefectura, detúvose ante el edi- ficio. Un soldado dormitaba en el fondo de su garita; era un joven rubio, al parecer hijo de campesino, y sin duda soñaba en su pueblo, en la granja paterna, en los bosques silenciosos, en la llanura, y tal vez en al- guna hermosa joven á quien habia amado en otro tiempo. Francisca le puso ligeramente la mano sobre el brazo, y el joven hizo un brusco movimiento bajo su grueso capote.
—¿ Qué hay ? ¿ Qué quiere usted >—pregunto.
—Dispénseme... usted—balbuceó Francisca.
Afortunadamente daba con un buen muchacho.
—¿ Qué desea usted, buena mujer :-—replicó, bajan- dose un poco la capucha. —Quisiera rogarle me indicara... dónde está la pri- sión. | | |
El oficial de guardia, que se adelantaba en aquel momento, dió á Francisca todos los detalles necesa- rios, pues no se permitía á los centinelas hablar cuan- do estaban de facción. Dijo á la pobre mujer que la prisión estaba un poco más lejos, á la derecha, siguien - do la avenida; no se podia equivocar, porque era un gran edificio de color gris con las ventanas enrejadas.
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En aquel momento pasaba un artillero, y el oficial le gritó:
—¡Eh! muchacho, conduce á esta señora á la pri- sión, que esto no te molestará mucho.
Los funcionarios no suelen estar levantados á una hora tan intempestiva ; esto fué lo que el conserje dijo con voz algo gruñona; pero Francisca contestó humil- demente que esperaría. Por lo demás, no se podía darle razón sobre lo que preguntaba; era preciso en- terarse. El director de la prisión, antiguo oficial, hom- bre muy recto, no tenía bastante con el día para des- empeñar su cometido, pues enviábanle continuamente grupos de prisioneros. Por fortuna estaba levantado ya y recibió á Francisca al punto. Examinñóla de una rápida ojeada, y á pesar suyo se conmovió al ver aquel rostro pálido y aquella mirada llena de terror.
—¿ Qué desea usted, señora ?...
Francisca refirió todo con voz temblorosa : buscaba á su esposo, muerto, herido ó prisionero, y repetía siempre estas tres palabras terribles: ¡muerto, herido ó prisionero! Iba á saberlo por fin ; refirió su dolorosa historia, y dijo que su esposo debia estar alli dos días hacía.
—« Cómo se llama, señora ?
—Pedro Rosny.
El director cogió un registro de grandes dimensio- nes y revisó sus páginas.
—No está aquí, señora—dijo;—tal vez se halla en el cobertizo.
Francisca no comprendia. El director la explicó que,
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como la prisión estaba ya atestada, é iban llegando tantos guardias nacionales cogidos en cada encuentro, no sabiendo dónde ponerlos, encerrábanlos en un in- menso cobertizo cerca de la prisión. El director añadió que daria orden para que la condujeran al sitio, á fin de que no se extraviase, y Francisca dió gracias vaga- mente, admirada de que la tratasen con tanta bondad aquellos hombres que en Paris le pintaban como ver- dugos. Otra vez se encontró fuera con el guardián en- cargado de conducirla. ¡Aún era preciso andar más! ¡Si por lo menos el resultado de aquellas fatigas fue - se salvar á Pedro! Francisca costeaba los muros de la prisión, donde se olan vagas quejas y profundos suspiros, y alejábase con sentimiento de aquella cár- cel sombria. ¡Cómo le hubiera alegrado encontrar á su esposo alli! Al cabo de diez minutos el guardián le dijo :
—Aquí es, señora.
Y haciendo un ligero saludo, la dejó sola. Francisca se detuvo ante una especie de acantonamiento custo- diado por cazadores de linea, que estaban allí con las armas preparadas bajo la vigilancia de oficiales que les vigilaban, revólver en mano. La prisión, demasia- do llena, no podía contener ya todos los cautivos, y encerrábanlos como fieras. Era preciso reconocer á Pedro entre aquella multitud, y por más que fuese ya de día, una bruma agrisada impedia ver bien. Fran- cisca, sin embargo, miraba y buscaba.
Habia alli individuos de todas edades: muchachos, hombres adultos y ancianos, enflaquecidos, macilen-
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tos, extenuados por la angustia de que eran presa; al- gunos de ellos, ligeramente heridos, estaban en un rincón, bajo un techo improvisado rápidamente sos- tenido por vigas; otros permanecian inmóviles, como si temieran los golpes ó malos tratamientos, porque en Paris circulaba un rumor terrible, una especie calum- niadora, por la cual acusábase á los soldados y á la ofi- cialidad de violencias y crueldades. La gente de la Casa Ayuntamiento quería enardecer á sus hombres; y los más de aquellos ambiciosos, convertidos de re- pente en tribunos del pueblo, aseguraban que en Ver- salles no se hacian prisioneros, pues alli lo mataban todo, y si por casualidad se guardaban algunos venci- dos, era sólo para atormentarlos. Algunos indignos diarios de la capital inventaban infames historias sobre el tratamiento que sufrían los cautivos; y cuando más tarde el historiador sereno, reuniendo los documentos de aquella época, quiera pesar los crímenes de unos y otros, se preguntará si las calumnias de los que gober- naban no excusaban en parte la locura de aquellos que se dejaban conducir.
Entre aquellos prisioneros, algunos preferían acabar de una vez; dos ó tres de los más furiosos ideaban una tentativa de evasión ó un insulto brutal á su guardia, ó cualquiera cosa que apresurara un desenlace. Fran- cisca los contemplaba con espanto: Pedro, detenido alli ó en otra parte, sufría todas aquellas miserias; y la po- bre mujer adivinaba los padecimientos por la expre- sión de los rostros demacrados de aquellos infelices. ¡También él tenia hambre y sed; también él estaba
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tendido en tierra! Francisca no podía separar sus ojos extraviados de aquel hediondo espectáculo; á pesar de su angustia, examinaba uno por uno todos los prisio- neros, tratando de reconocer al que adoraba. Un ofi- cial de cazadores se acercó á Francisca y preguntóla cortesmente qué se le ofrecia: á lo cual contestó que su marido debía estar prisionero, y que el director de la prisión había dado orden para que la condu- jeran alli á fin de que pudiera informarse. El oficial dijo que era muy sencillo, pues tenía la lista de todos los prisioneros, é invitola á seguirle á una peque- ña oficina improvisada alli. Numerosas eran las pági- nas del registro en que se expresaban los nombres de los prisioneros; pero no constaba allí el de Pedro Rosny. El oficial, un adolescente, sintióse conmovido, y á pesar suyo se interesó por aquella infeliz.
—«¿Es á su esposo á quien busca usted?—preguntó.
—Si, caballero.
—Si no le ha encontrado usted en las prisiones, ni se halla aqui tampoco, puede esperar aún.
¡Esperar! Ya estaba cansada. El aspecto de aquellos hombres, cuyo rostro expresaba el dolor y la angustia, impresionábala de tal modo, que estaba como clavada en su sitio. De repente levantóse un joven de unos vein- te años; era uno de los heridos; tenia agujereado el hombro de un bayonetazo, y velase una mancha roja á través del vendaje que se le había aplicado. Al pare- cer sufría mucho; con el rostro lívido, los labios hin- chados y los ojos brillantes á causa de la fiebre, paseaba sobre los soldados sus miradas rencorosas ; de impro-
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go viso se apoyó sobre una viga, y con ademán de reto, comenzó á cantar un himno feroz, que rebosaba odio y sangre:
Fija la vista en los plicgues de nuestra roja bandera, ardientes en el combate cuando arrecia la pelea, de Versalles nos iremos, de su crápula y licencia. ¿Qué importa que el fuego estalle ni que la sangre se vierta, si careciendo de hogar nos Íalta la subsistencia? ¡Viva la Comuna, viva! Luchemos siempre por ella, que á sus hijos embriaga cuando van á la refriega!
Todos los prisioneros se habían estremecido, y oyó- se entre los grupos un sordo murmullo. Un sargento se acercó al cantor y díjole con tono desabrido:
—¿ Te callarás, monigote?
El joven se sonrió; padecía mucho y queria que su martirio acabase de una vez. Lejos de callar alzó la VOZ, y con expresión más feróz aún, siguió cantando:
Es del color de la sangre tu color, roja bandera, y lo es también el del fuego cuando en tus pliegues refleja el sol sus brillantes rayos, en medio de la pelea.
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Pese al rey, ó pese al papa, siempre serás nuestro emblema, y caigan los que cayeren, | no haya para nadie tregua.
¡Viva la Comuna, viva! Luchemos siempre por ella,
que á sus hijos embriaga
cuando van á la refriega!
Todos los prisioneros estaban de pie; aquella Marse- llesa del populacho los enardecía. El sargento cogió al joven por un brazo y sacudióle con tal violencia, que el herido profirió un grito de dolor.
—Si prosigues asi, te romperán algún hueso—gritó el sargento.
El cautivo no contestó la menor cosa; con altiva ex- Presión miraba el grupo de sus míseros compañeros, y € sus ojos adivinábase una resolución inquebranta- ble. Haria todo lo posible para exasperar á sus guar- dianes; este era su único objeto; y así es que con voz sS0LOra, en la cual vibraban la rabia y el furor, comenzó latercera estrofa, semejante á las anteriores por su señtido.
Entonces el sargento hizo señasá dos cazadores para que se apoderaran del joven á fin de conducirle á un “alabozo; el prisionero no se movió, pero cuando iban “CoBerle, mirando á su enemigo con una expresión que parecía decir: «¡Al fin!» retrocedió dos pasos, y Precipitándose contra el sargento le abofeteó. Este úl- mo sacó su revólver é hizo fuego; el prisionero rodó POr tierra con el cráneo roto, y ante este espectáculo
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la "multitud de los cautivos dejó escapar: un grito prolongado, mientras que Francisca huía poseída de terror. |
¡Ah! ahora comprendía que todo habría acabado para Pedro. ¡Tampoco él hubiera podido resistir al vehemente deseo de desafiar a sus enemigos; también él les lanzaria el último anatema en un grito de rabia; también él maltrataria á su guardian para que le ma- taran; también él caería en tierra con el cráneo des- hecho.
Francisca corrió por el camino de Paris, sin atrever- se á mirar hacia atrás, como si la hubiese perseguido algún demonio; pareciale que las pálidas legiones de la desesperación cabalgaban a su lado, y queno podria escapar de ellas jamás. No se detuvo hasta que le fal- taron las fuerzas, y entonces sentóse en la orilla del camino, con el pecho oprimido, y sin ver apenas los objetos, como si un velo de sangre cubriera sus ojos.
La imperiosa necesidad de morirse habia apoderado de aquella desgraciada. ¡La muerte! Ni siquiera tenia derecho para esperarla. Acordábase de Santiago, he- rido, enfermo, que la esperaba y no podía pasar sin ella; y también pensó en las últimas palabras de Pedro Rosny: «¡Si me sucediese una desgracia, júrame que harás de ese muchacho un hombre!» No, Francisca. no podia ni debia morir; su deber no se lo permitía. Si Pedro había muerto, era preciso que cumpliese con el sagrado deseo de su esposo; era preciso que viviese para luchar, para trabajar, para que el hijo del obrero llegase á Ser un artista ilustre. La madre, recobrando
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valor, sostuvo á la esposa desesperada; á no ser por esto, se habría tendido á la orilla del foso para esperar allí la muerte; pero a semejanza del marino, que en medio de una noche de tempestad avanza con la mi- rada fija en las estrellas, ella también veia brillar la suya en lontananza, muy lejos: era un joven que dor- mía ensu blanco lecho. Francisca quiso ponerse en pie, 1mas no pudo, porque apenas la sostenían sus pier- naS. Muy cerca velase una casa bastante grande, un castillo; Francisca pediria socorro alli, aunque sólo fuese un pedazo de pan; trató de atravesar el camino; pero de repente, completamente desfallecida, cayó en una zanja que costeaba un parque inmenso.
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4 OS rayos del sol iluminaban ya las blancas paredes del castillo que Francisca había di- == visado antes dé cerrar los ojos, y se perci- bian esos rumores que anuncian el despertar de los habitantes. La mañana estaba magnifica; una deli- ciosa mañana de primavera, llena de perfumes, y ani- mada por el canto de las aves. El astro del día ilumi-
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naba con sus rayos las alamedas y espesuras del parque, y en las copas de los arboles flotaba todavia una ligera bruma, semejante á una fina gasa extendida sobre el verde follaje.
—¡Ah! ¡qué tiempo tan hermoso !—dijo una voz so- nora.—¡ Vamos, Faustina, qué perezosa eres!
--Un poco de paciencia, Nelly.
Un magnífico lebrel, de pelaje plateado y brillantes ojos franqueó en aquel momento de un salto la escali- nata de piedra y fué á echarse á los pies de Nelly, que se inclinaba para acariciarle.
—Tu ama se ha retardado, Odin— dijo la joven.— ¡ Vamos, ya está ahi!
Odin volvió la cabeza hacia el castillo, y corriendo hacia la recién venida, trataba de adivinar su voluntad lanzándose en medio de los andenes y deteniéndose de pronto, cual si temiera que no le siguiesen. Las jóve- nes se abrazaron tiernamente; ambas eran morenas, casi de la misma edad; Faustina de Bressier, de diez y siete años, era la mayor. Todo París ha conocido á su padre, al general de Bressier, el héroe de Solferino, coronado de nueva gloria después de su campaña con el ejército de Chanzy. Viudo con dos hijos á los pocos años de casarse, un niño y una niña, recogió en su casa á una parienta lejana, rica y de buena cuna. Nelly Forestier y Faustina, las dos inseparables, habian cre- cido juntas, amábanse como hermanas, con ese carl- ño fraternal de elección, á menudo más duradero y seguro que el natural: Se tolera á los parientes, y el corazón elige sus aliados. Nelly y Faustina comenza-
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ban su existencia unidas por esos sólidos vinculos que enlazan los recuerdos de una infancia común; que- rianse con igual ternura, pero expresábanlo de distin- ta manera.
Nelly, antojadiza y siempre alegre, tenía arrebatos y envidias de niña mimada; Faustina era seria, pero de una gravedad dulce y reflexiva; la primera, nerviosa y viváz en sus movimientos; la segunda, calmosa al parecer, pero friamente apasionada, con arranques de misticismo. Igualmente hermosas, sus bellezas no se asemejaban tampoco: Nelly, flexible y fina como un caballo de raza que se impacienta por el yugo, recor- daba con sus negros ojos las mujeres árabes de Fro- mentina; pequeña, bien formada y de esbelto talle, revelaba desde luego el tipo meridional, vivo y exu- berante. Faustina era la mujer del Norte; delgada y graciosa, con su mirada enérgica, parecla más bien propia para dirigirse á sí misma que no para ser guia- da por otro; su rostro, de nacarada palidez, prolon- gado como un camafeo antiguo, parecía iluminarse á veces con el fulgor de sus ojos garzos. Aquellas dos jóvenes se completaban una con otra: acostumbradas á pensar juntas, y enlazadas sobre todo por esas afini- dades secretas que producen naturalezas desemejan- tes, consideraban la vida como una etapa, y la re- corrían sin abandonarse jamás.
— Decididamente no estás hoy más alegre que ano- che — dijo Nelly después de una pausa.
—¿ Cómo quieres que lo esté ?»—replicó con dulzura Faustina. —Hace dos dias que no recibo noticias de
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mi padre ni de mi hermano), la división del general está en Courbevoie, de donde no puede salir, y por lo tanto me parece natural que no venga; pero Esteban se halla en Versalles; su regimiento no se ha movido en todos estos días, y bastábale á mi hermano un tiempo de galope para llegar hasta aqui.
Nelly se encogió de hombros.
—+Eres inexplicable— dijo sonriendo.—¿Te imaginas tú que un gallardo capitán de húsares como Esteban se molestaria para venir á ver á dos muchachas?... ¿Qué tienes, Odin?
El perro se había detenido de pronto; saltaba, que- dando después inmóvil otra vez, y ladraba ruidosa- mente. La alameda por donde se paseaban las dos ami- gas formaba un recodo en cierto sitio y prolongábase después entre grandes plátanos en la espesura del parque. Odin se precipitó hacia alli, con la cabeza baja, cual si hubiese querido encontrar de nuevo una pista. o
—Mirale— dijo Nelly.
Pero Faustina, pensando sin duda en los ausentes, no hizo aprecio del lebrel. ¿No acabarían jamás aque- llos largos días de inquietud y de angustias ? Durante cuatro meses había temblado diariamente por su padre, que se batila en el Loire, por su hermano prisionero | en Hamburgo. Volvíalos á ver al fin, sanos y salvos, después del armisticio, y ahora comenzaba la misma vida de inquietud y continuos terrores; la guerra civil, después de la lucha con el extranjero, renovaba los tormentos pasados.
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— A propósito — dijo Nelly —¿ has hallado el asunto de tu cuadro?
—«a Para qué?—contestó Faustina con un ademán de indiferencia que indicaba el desaliento.
—« Cómo para qué? No lo entiendo yo así. Hace ya cinco dias que no trabajas, y no quiero que continúe tu pereza; hoy mismo volverás á tu tarea. ¡Oh! ¡hazlo por rimi, querida Faustina!. —
Em vez de contestar á su amiga, la joven se detuvo bruscamente.
—«e Qué tienes ?— preguntó Nelly admirada.
—a No has oído ?
-—: El qué?
— Un gemido. Tal vez me haya engañado: pero creí... No, no me engaño. Mira el perro.
_En efecto, Odin permanecía inmóvil, alargando la cabeza, como un perro de muestra.
— AMi hay alguna cosa —añadió Faustina.—¡ Busca, Odin, busca!
El lebrel arañó el suelo, vacilando, y precipitóse des- pués por un angosto sendero que penetraba en la ver- de CSpesura. Su ama le seguía, y Nelly iba detrás riéndose, separando al mismo tiempo las ramas que se £nganchaban en su cabello ó en su falda.
—¡ Estás loca, amiga mía! No sé porqué te prestas á los caprichos de ese animal; bien ves que el sendero nO Conduce á ninguna parte, y que termina en una de
las zanjas que rodean el castillo. A los cinco minutos, Odín se detuvo delante del foso que cerraba el parque; de nuevo buscaba, con el pe-
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laje erizado, y al fin se precipitó en el fondo, produ- ciendo un ladrido prolongado. Las dos jóvenes profi- rieron un grito de terror: acababan de ver el cuerpo de Francisca, que yacía inanimado entre las altas yer- bas; pero Faustina recobró muy pronto su serenidad.
—La casa del guarda — dijo —está contigua; vé á buscar á Mario, querida Nelly, y él nos ayudará á tras- ladar esa pobre mujer al castillo.
—+¿ Cómo, tú... vas á quedarte aqui sola ?>— balbuceó Nelly.
—Eres una niña. ¿De qué he de tener miedo ?
Nelly se alejó, volviendo la cabeza con inquietud, cual si temiera perder de vista á su amiga; y entre tanto, Faustina, bajando al foso, acercóse a Francisca, siempre inmóvil.
—¡Qué pálida está! —murmuró.
Y cogió la mano de la desconocida, cuyo pulso ape- nas latía. La joven trató de levantar la cabeza de aque- lla mujer, y apoyóla en sus rodillas; Francisca suspiró profundamente, abrió un instante los ojos y volviólos á cerrar, como deslumbrada por aquel brillante sol, que sucedía para ella á los negros terrores de la no- che. ¿Qué hacer? La joven esperó con angustia la vuelta de Nelly, confiando en que encontraría á Mario, pues ellas dos solas no podrían hacer gran cosa, y no se debia dejar abandonada sin socorro aquella infeliz, vencida sin duda por el hambre y el cansancio. Nelly habla encontrado á Mario, hombre robusto, que sin ningún esfuerzo levantó á Francisca en brazos; y como Faustina le preguntase si necesitaba ayuda, limitóse á
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contestar con una sonrisa de orgullo. Diez minutos después la mujer de Pedro volvía en sí, sentada en un salón del castillo; no sufría ni se quejaba; miraba á su alrededor con ojos de asombro; pero en su cerebro debilitado agolpáronse lentamente los recuerdos de los dos dias anteriores. Volvia á ver la habitación de la calle Juan Baussire, donde Santiago estaba solo; Ppeasó en su triste marcha y en aquel largo camino que hubo de recorrer para llegar a Versalles; y recordó su vuelta cuando regresaba á París desfallecida. Con esto | "PO dujéronse sus padecimientos. ¿Qué sería de Pe- dro 2 No, de ningún modo podía olvidarle en la casa de las personas generosas que acababan de recogerla; era Preciso llenar su deber hasta el fin.
“— Cómo se siente usted, señora ?*—preguntó con dulZura F austina, que estaba inclinada sobre la pobre mujer, espiando el momento en que recobrase algún color aquel rostro livido.
— Mejor... muchas gracias, señorita; es usted muy buena. Ahora podré ya proseguir mi camino...
“TE Quiere usted ?...
— Es forzoso.
Francisca trataba de sostenerse en pie; pero su “DErg ía la engaño. ¿Sería el cansancio más fuerte que Su voluntad ?
“e Por qué se ha de marchar usted tan pronto ?— "SPlico la señorita de Bressier:—más vale esperar has- ta que haya recobrado sus fuerzas. ¿ Teme usted que de Prolongada ausencia inquiete á cualquiera de sus
Megados? Yo escribiré para darles noticias.
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—-Gracias, señorita ; mi hijo está enfermo y solo; yo soy quien le cuida, y ya comprenderá usted cuánto me urge volver á su lado.
—:Es alguna enfermedad grave>?—preguntó la jo- ven después de vacilar un momento, como si temiese avivar un dolor que, en su concepto, debía ser pro- fundo.
-—Una herida.
—+¿ De cuidado ?
—Si; la recibió en Montretout. ¡Oh! es un bravo muchacho... á los diez y seis años empunño las armas como los demás. |
-—He aqui una cosa que le sentará bien á usted, se- nora—dijo Nelly alegremente, entrando en el salón.
Precediala el ayuda de cámara, que llevaba una me- sita ya servida. Francisca, muy confusa por tantas atenciones, trataba de rehusar; pero Nelly, con su. brusca franqueza de niña mimada, la obligó á obede- cer. La señora Rosny bebió lentamente un poco de vino y comió, no sin apetito, lo cual bastó para que los colores volviesen á su pálido semblante y sus ojos adquirieran más brillo; pero en los labios dolorosa- mente contraidos, y en la arruga que surcaba su blan- ca frente, las amigas comprendieron que la extranjera callaba su secreto. No era sólo una pobre mujer ataca- da de un mal físico, sino una victima atormentada por un padecimiento oculto. Francisca iba vestida senci- llamente, con esa elegancia innata de las hijas de Pa- ris, que á despecho de la categoria á que pertenezcan, tiene siempre más distinción que en las demás muje-
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res. Sentadas á su lado, Nelly y Faustina se ingenia- ban para servirla; y nada más gracioso que aquel grupo, formado por la obrera y aquellas frescas y en- cantadoras jóvenes. La señora Rosny estaba muy conmovida, y sobre todo asombrada, porque se la ha- bía educado en el odio contra aquella clase media que la prestaba auxilio en la hora más dolorosa de su vida. La Comuna, en quien ella creia, se habia rebelado desesperadamente contra aquella misma clase, rica y feliz.
—Ahora que ha recobrado usted fuerzas—prosiguió Faustina—la permitiré que continúe su marcha; pero no se irá usted á pie. ¡Oh! no rehuse usted, porque está obligada á obedecernos. Si yo tuviese la debilidad de ceder, aquí está mi amiga Nelly, á quien no con- vencería usted tan facilmente. Llamaré á Mario, y el nos aconsejará. Por otra parte, puesto que le urge re- unirse con su hijo, lo más sencillo es que vaya usted en coche. |
El argumento era irrefutable, y Francisca no repli- co. En aquel momento entraba Mario, y comenzó á sonreir al ver á la extranjera.
—¡ Oh, oh! ahora tiene usted mejor cara que cuan- do la recogí en el camino.
Mario era un soldado veterano que había servido en otro tiempo en Africa á las órdenes del general, y ob- tenida su licencia, quedóse en clase de guarda con su antiguo jefe. La señorita de Bressier le explicó que su protegida deseaba volver a Paris, y que contaba con él para escoltarla; pero ¿cómo llegar á la ciudad en
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coche, en medio de las tropas que recorrían la llanura, y bajo la continua amenaza de los fuegos convergentes de los fuertes? Mario resolvió muy pronto lo que se debía hacer: ir directamente por Sévres y Bellevue era imposible, pues se tropezaría con mil dificultades á cada paso; y de consiguiente aconsejaba dirigirse á Saint-Denis por Versalles y el fuerte de Saint-Ger- main; el coche franquearía el Sena por el puente de Poissy, restablecido hacía ocho días; y como los pari- sienses ocupaban las zonas del Norte y del Este, se llegaría á las fortificaciones sin sufrir molestias.
Un cuarto de hora después, una silla de posta bien equipada esperaba delante de la puerta del castillo: las cosas se habían hecho con tal rapidez, desde que Francisca recobró el conocimiento, que la pobre mu- jer estaba aún aturdida. Como todas las personas de sentimientos delicados, no sabia de qué modo expre- sar su gratitud ; hacía dos horas que experimentaba sentimientos desconocidos en aquel mundo casi ente- ramente nuevo para ella; no le era posible avenirse con la idea de que una humilde trabajadora, una re- voltosa, recibiera semejante acogida de aquellas her- mosas y ricas jóvenes; pero iba á marchar, y apenas les habla dicho cuán profundo era su agradecimien- to. De pie en medio del salón, contemplaba una des- pués de otra aquellas lindas hadas, que en medio de su miseria parecianle dos ángeles de consuelo: Faus- tina, dulce, serena y risueña; Nelly, con su eterna sonrisa y sus ojos brillantes de satisfacción.
—¡Dios mio! no sé cómo expresarme—dijo al fin
a
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Francisca;—son ustedes muy buenas, y sin su auxilio, no sé dónde me hallaría ahora. Mi pobre hijo no ha- bria vuelto a verme tal vez; y sin embargo, ahora ne- cesita más que nunca...
Francisca se contuvo, pues el recuerdo de su esposo despertó en ella tristes presentimientos. Sin poder reprimir un sollozo, vaciló, y como Faustina se ade- lantase para sostenerla, contúvola con dulce ademán.
—Gracias—dijo—esto no es nada; un mareo, pero ya ha pasado. |
Francisca trataba de sonreir; pero las lágrimas bri- llaban en sus ojos, y de nuevo miró á las dos jóvenes.
— ¿Me permitirán ustedes abrazarlas ¿— dijo con ti- midez. |
—¡Cómo no !-—exclamó Nelly ;—yo daré el ejemplo.
Francisca estrechaba las manos de la señorita de Bre- ssier, y mirábala como si hubiese querido grabar para siempre en su memoria el rostro encantador de la joven.
—Sea usted feliz—dijo al fin.— Adiós, señorita —y retiró sus manos, que Faustina estrechaba entre las suyas.
—¿Con que vamos á separarnos y no sabré el nom- bre de usted ?—dijo la joven. |
—¿ Qué importa, si yo no olvido nunca el suyo?+— repuSo dulcemente la: obrera.— Yo soy aquella que pasaba y que usted ha salvado.--¡ Gracias y adiós!
El mismo Mario era el conductor, y confiaba en evi- tar todo percance para la protegida de su señora. El viaje, bastante largo, fué interrumpido continuamente
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por cuerpos de tropas que iban á reunirse con sus re- gimientos; Mario hablaba del general, de su hijo y de su hija, y Francisca escuchaba curiosamente el elogio de aquella hermosa joven á quien tanto debia. Comun- mente nada es tan grato como oir las alabanzas en fa- vor de una persona que nos ha hecho bien; y en el co- razón de Francisca, el agradecimiento luchaba con su odio contra la clase media. Cuando Mario dejó a la obrera más allá de San Dionisio, á unos cien metros de las fortificaciones, la señora Rosny sabía de Faus- tina y de los suyos tanto como el mismo veterano: en su corazón agitábase un nuevo sentimiento; vela men- talmente el noble y altivo ademán, los expresivos ojos de la joven; y preguntábase con admiración si no ama- ba ya á otro sér en el mundo.
Llegada al puesto de guardias nacionales acampados en la primera avenida, Francisca se oyó llamar por su nombre; volvió la cabeza con asombro y al punto pali- deció: acababa de reconocer al teniente herido que for- maba parte del batallón de Pedro.
— ¡Buena noticia, ciudadana ! — la dijo: —su esposo VIVO vis
Francisca profirió un grito lastimero y sintióse des- fallecer; después de resistir el exceso de dolor ¿ su- cumbiría á la alegría ?
— ¡Vivo, vivo! — ¡Oh! he sentido darla á usted un mal rato ayer... pero ignoraba..... Un buen muchacho llegó esta ma-
ñana con noticias seguras: cien hombres del batallón han podido escapar y están ocultos en los bosques, .
FAUSTINA DE BKESSIER 79 más allá de nuestras avanzadas. Enviaremos das re- gimientos para librarlos.
Francisca no escuchaba ya, ni veía; sólo pensaba en una cosa, en que Pedro se habia salvado; volvería á verle, y aún habria felicidad para ellos. De pie en la avenida, y apoyada contra un árbol, pensaba también en aquella hermosa joven, que tal vez seria para ella estrella de ventura,
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IV
NA L castillo de Chavry, perteneciente al general ae Bressier, data del primer imperio; se habia do LN construido en 1803 por el famoso Ledret, en cumplimiento de las órdenes de Napoleón, quien lo ce- dió á su hermana Paulina cuando ésta casó con el prín- Cipe Borghese. La enorme construcción tiene realmente el sello de su época: en el centro hay un cuerpo de edi- ficio bastante pesado, con dos alas demasiado ligeras, cuyo conjunto choca á primera vista desagradablemente
Por la falta de armonia. El primitivo plano existe aún en
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los cartones del catastro de Versalles: el castillo se elevaba al principio en medio de un jardin inglés me- dianamente trazado, donde el mal gusto de un horti- cultór enamorado de Ossian había sugerido la idea de sembrar algunas ruinas, formando media docena de grutas; el ridículo era completo; pero felizmente, la propiedad pasó, á fines de la Restauración, á manos de un hombre de talento, M. de la Robertie, quien se apresuró á cegar las cavernas y retirar las ruinas. Apasionado por la arboricultura, procuró corregir la fealdad del edificio, rodeándole de un parque á fin de comunicar al conjunto mejor aspecto. Mr. de la Rober- tie murió muy viejo, después del golpe de Estado; lós árboles habían crecido; y vigilados siempre por una persona entendida, el parque llegó á ser grandioso; aún se hallaban acá y allá los vestigios del antiguo jardín inglés; pero la belleza de las alamedas, silencio- sas y sombrías, encantaba al paseante, pues podía creer que vagaba por un bosque. Veíanse alli árboles. enormes, espaciados unas veces, como los caballeros de un cuento heroico, que permanecen inmóviles y lanza en ristre; y oprimidos otras por el capricho de la naturaleza; un bosque de plátanos conducia á.una angosta meseta, donde la vista podía deleitarse en la contemplación de un paisaje maravilloso: en primer término toda la risueña llanura donde el Sena se ex- tiende y se replega sobre si mismo; en el fondo, á la derecha, París, inmenso, confundido entre los vapores grises del horizonte; y más allá los risueños puebleci- llos que se escalonan hasta Saint-Cloud.
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Al comenzar la guerra civil, el general quería que su hija volviese á Auvernia, donde se había refugiado ya durante la invasión; pero como se opusiese á ello, Mr. de Bressier no insistió, pues sabía que, situado bajo la protección del Monte Valeriano, Chavry que- daría fuera de los movimientos militares, sin ser ame- nazado nunca. Desde la muerte de su madre, á quien apenas había conocido, Faustina habitaba aquel casti- llo, primero sola y más tarde con Nelly. Ambas estaban allí más contentas que en Paris, en el palacio de la calle de Lille, ocupado únicamente durante las raras licencias del jefe de la familia. Las dos jóvenes recibie- ron la más perfecta educación, dirigida por una insti- tutriz de primer orden, la señorita Vaudois; pero la simiente ideal germinó de distinta manera en aquellas tierras desemejantes; Nelly, perezosa é indolente, tra- bajaba porque era el único medio de poder divertirse después; Faustina, por el contrario, amaba el estudio por afición, por sí misma, y por los goces que le propor- cionaba. Muy pronto se notó su precoz aptitud para familiarizarse con la plástica de los seres y de las co- sas; su disposición para el dibujo se reveló desde lue- go por instinto, y desarrollóse tan rápidamente, que el general quiso que á los diez años tuviera un maestro formal. Por una rara fortuna se le recomendó un anti- guo pensionado de Roma, artista muy habil é instruí- do, en quien la enseñanza de la Escuela no habia bo- rrado la primitiva originalidad. Aunque careciese com- Pletamente de imaginativa, José Cayron se hubiera abierto camino como los demás, á no haberle parali-
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zado una timidez invencible. El artista que á menudo duda de si, es fuerte; el que nunca cree en el mérito de sus obras, está perdido, y será infecundo. José Cay- ron era de estos últimos; admiraba de tal modo su arte, que tenia miedo; y tal vez careciera también de ese valor de espiritu que permite á un hombre no ver los obstáculos sino para esforzarse en vencerlos. El pintor observó tantas medianías levantadas sobre el pavés, tantos verdaderos talentos hollados lastimosa- mente, que á su timidez natural agregóse Branko un incurable escepticismo.
Pero si no podía crear obras personales, fué por lo menos un maravilloso iniciador en las obras de los de- más. Faustina, creyendo en él, aceptó dócilmente sus consejos imperiosos, pues aquel hombre tímido no ad- mitía que se discutiese el ArTE. Pronunciaba esta pa- labra con voz ligeramente enfática, cerrando á medias los ojos, como un devoto que habla de la Santa Virgen. Durante cuatro años no permitió á su discipula pintar; quiso adiestrarla en la gimnasia del dibujo y comuni- car á su mano la mayor Seguridad, para ver después lo que convendria hacer. Jamás habia experimentado el general tanto asombro como el día en que José Cay- ron le demostró que Faustina debía estudiar anatomia. ¡La anatomia una muchacha de diez y seis años! ¿Se habría vuelto loco aquel pintor retirado? Pero el ar- tista insistió de tal manera, que M. de Bressier cedió por fin, aunque de mala gana, tanto que durante tres dias se le oyó murmurar, como hablando consigo mis- mo : «¡La anatomia, la anatomia !»
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Aquella instrucción sólida desarrolló rápidamente las facultades naturales de Faustina, demasiado inteli- gente para no saber que el talento no existe sin la ma- durez. Quiso trabajar largo tiempo, trabajar mucho, antes que nadie, excepto los suyos, descubriesen sus inclinaciones y su vocación. Era artista en toda la ex- tensión de esta palabra sublime, es decir rebelde por naturaleza á las sensaciones triviales; y seguramente hubiera preferido rasgar sus lienzos y arrojar sus pin- celes á la calle, más bien que ser siempre una mera aficionada. :
Su taller estaba situado á doscientos metros del cas- tillo, al aire libre; recibia luz por unas anchas venta- nas con Cristales, y por medio de un bastidor de seda verde era fácil distribuirla á voluntad. Nadie hubiera creido que aquello era el taller de una joven: los ta- bleros de color oscuro que cubrian las paredes comu- nicaban un aspecto severo á la vasta habitación, que más bien parecia la sala de estudio de un filósofo; no se veia allí ninguno de esos graciosos objetos que el capricho de algunos pintores célebres ha puesto de moda ; cierto que habia diges de gran precio y de ex- quisito gusto; pero nada de jarrones del Japón, visto- sos adornos y delicadas porcelanas; nada de ese afec- tado desorden que reune cuidadosamente los objetos más heterogéneos, y pone un violin del siglo xiv junto á un caballo de cartón cubierto de ricas telas. En cam- bio veianse cinco o seis lienzos raros; un Hobbema de incomparable frescura, junto á otras composiciones firmadas con los nombres más célebres de la escuela
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moderna ; el primer bosquejo que Delacroix hizo de la Entrada de los Cruzados; mas lejos, graciosas obras en barro cocido; un maravilloso grupo de mármol de An- tonino Mercié, y un jarro de plata de Froment-Meuri- ce. En el fondo del taller, ocupando la mitad de un tablero, reconocíase una maravilla descubierta por Faustina dos'meses antes de la guerra en un palacio genovés: era un cuadro del Ticiano.
Cuando fué necesario huir ante la invasión, este fué el único tesoro que la señorita de Bressier se llevó consigo. El lienzo milagroso, cuidadosamente arrolla- do, permaneció oculto en Auvernia, como uno de esos cofrecillos vigilados por algún enano celoso. El asunto era muy sencillo: representaba una mujer de semblan- te altanero y de cabello rubio encendido, absorta en la contemplación de una sortija de esmeraldas, la cual miraba fijamente con sus negros ojos; vestia una falda de seda de color castaño bordada con azabache, pero . no llevaba alhaja alguna, ni siquiera un collar; una rosa encarnada constituía su único adorno, realzando su magnifica cabellera. Jamás el Ticiano modeló carnes tan firmes ni halló tonos más suaves y frescos. Faustina habia dado á su lienzo el nombre de La Dama de la sor- tija; el general, más práctico, pretendía que su hija amaba tanto aquel cuadro, porque creía verse retrata- da en él con cabello rubio. Por una extraña casualidad, la heroina del Ticiano y Faustina se asemejaban como una mujer de veinticinco años puede asemejarse á una joven de diez y siete.
La señorita de Bressier pasaba allí la mayor parte
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de sus días; cuando deseaba descansar abria el piano, y entonces Nelly sacudia su pereza para acompañarla. Pocas horas después de la marcha de Francisca, las dos amigas estaban en el taller según costumbre: Nelly, echada sobre un montón de cojinetes, miraba á la se- ñorita de Bressier, que de pie ante un lienzo en blanco, bosquejaba al carbón la escena de la mañana: un es- pacio del parque; Odín inmóvil, con el pelaje erizado en medio de las altas yerbas; y las jóvenes con aspecto de temor, alargando curiosamente la cabeza para ver á la pobre mujer tendida en el foso.
— Razón tenía yo en aconsejarte que continuaras tu trabajo — dijo alegremente Nelly —pero no podia sos- pechar que hallarias el asunto en tu propia casa. Ahora que estamos solas, vamos á comunicarnos nuestras impresiones. ¿Te has preguntado tú qué circunstan- cias habrán concurrido para que la desconocida se desmayase á la puerta de esta mansión ?
— Yo no. |
—No eres curiosa ; pero yo he adivinado.
—¡Oh! Tú inventas muy facilmente —repuso Faus- tina sonriendo.
—¡Picarilla! Yo estoy segura que tiene algún ena- morado en el ejército de Versalles. ¿Sabes que es bo- nita? ¿Qué edad podrá tener? Treinta y cinco años, puesto que su hijo cuenta diez y seis... ¡Bravo! Faus- tina; en dos toques has retratado la expresión doloro- sa del semblante. |
La joven no escuchaba ya a su amiga; el espiritu del trabajo la dominaba completamente; bajo sus agi-
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les dedos, la escena adquiría un carácter particular; habia visto el drama, y expresábale con toda su pal- pitante sencillez. De repente oyóse en el parque rumor de voces; Nelly, siempre curiosa, corrió á la ventana y dejó escapar un grito. |
—¿Qué ocurre ?— preguntó la señorita de Bressier - con ligera inquietud.
—Es tu señor hermano, que se digna visitarnos.
—¡ Esteban !
—El mismo.
Verdadero oficial, con toda su elegancia guerrera; de elevada estatura, pero gallardo á pesar de sus for- mas atléticas, Esteban de Bressier tenia veinticuatro años, y pareciase á su madre, citada en otro tiempo por su belleza, El cabello, muy rubio, cortado al rape, dejaba descubierta una frente noble y pensadora; y el bigote, fino y sedoso, sombreaba el perfecto contorno de la boca. Aquel joven era verdaderamente un guapo soldado, de expresión resuelta, que miraba siempre de frente con sus ojos grises y brillantes.
—Sí, yo soy, queridas niñas— dijo al entrar —abrá- zame otra vez, Faustina, y tú también, Nelly. ¡Oh! cuánto me alegro de veros!
—Nadie lo diría—murmuró Nelly haciendo una mueca.
— Ya sé lo que quiere usted decir, señorita gruñona, —replicó el joven—se habrá enfadado porque no he venido estos días. ¡Cómo se desfiguran las mejores in- tenciones! Supongo que no habrás recibido noticias del general, Faustina.
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— No, y esto me inquieta.
—¡ Pues bien, yo te las traigo!
El rostro de la joven se iluminó de nuevo; no era la misma desde la llegada de su hermano; la expresión grave de su rostro había desaparecido; sus grandes ojos revelaban la alegría, y fijaba en su hermano una mirada de profundo cariño. Parecliale hermoso, y sa- bía que era inteligente y bueno. Todas las ternuras del corazón de Faustina eran para su padre, su herma- no y Nelly.
—Sií, si—continuó el capitán—las dos me acusáis; ' los ausentes no tienen nunca razón, y se les vitupera sin saber por qué, creyéndose que podrían venir y que no vienen. En primer lugar, mi servicio es muy duro; "porque los generales carecen de ayudantes de campo, y nosotros, los oficiales de caballería, debemos llenar sus veces; y por otra parte, debéis saber que apenas he tenido un momento de libertad, he corrido al puen- te de Courbevoie. ¡Sí, ya veo que comienza usted á comprender, señorita Faustina! Deseaba ver al general para traer aqui noticias frescas. Su salud es inmejora- ble; á fe mia, creo que la campaña le rejuvenece.
—¿No te ha dicho nada para mí ni para Nelly?
—¡Cómo no! Mi padre es demasiado perfecto caba- llero para no enviar memorias á dos lindas jóvenes como vosotras, señoritas, y ahora mismo voy á tener el honor de dároslas... |
Y entre serio y risueño, el capitán se acercó á las dos amigas, reuniólas entre sus brazos y las besó, á la una en la frente y á la otra en las mejillas, á pesar de
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sus carcajadas. Después examino el lienzo blanco en que Faustina bosquejaba la escena de la mañana. *
—¡ Muy bien, amiga mía! He aquí un asunto dra- mático y muy vivo; pero... eso es el parque... si, es el ala derecha del castillo, y en el fondo... |
Fué preciso referir al capitán toda la historia. Nelly
explicó su idea con tono muy sentido, componiendo el asunto de toda una novela. Una pobre mujer, enamo- rada de un brillante oficial del ejército de Versalles, arrostraba los peligros y las fatigas para ir á ver al que amaba. Esteban acogió esta hipótesis con un acceso de hilaridad, y como las jóvenes le preguntaran por qué se reía, dijoles que sólo una heroina de la Comuna era capaz de hacer semejante cosa. El razonamiento del capitán no dejaba de ser muy aceptable; evidente- mente la desconocida esperaba encontrar en Versalles á su prometido, su esposo ó amante, y la objeción de Esteban echaba por tierra la novelita inventada por Nelly, que la significó sin ningún amor propio. La lle- gada de Mario, que volvia de su excursión á los alre- dedores de París, acabó de convencerla: habia dejado á la mujer á pocos metros de las fortificaciones; habia visto á los guardias nacionales acercarse á ella, y oido al teniente de la compañía hablarla.
¿Qué le importaba esto á Faustina? No se arrepentía de su buena acción, pues la caridad no conoce opinión politica; y por otra parte, en aquel momento era feliz al verá Esteban á su lado, teniendo buenas noticias de * su padre. El dia terminó alegremente: el capitán era dichoso en aquella atmósfera de familia, entre aquellas
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dos tiernas vigilantes, que le recordaban los mejores y más hermosos años de su existencia.
A la caida de la noche, el capitán mandó ensillar su caballo: Mario, moviendo la cabeza, comenzó á referir una larga historia para disuadir al joven de emprender la marcha de noche. Esteban se admiraba y rela, pre- guntando al veterano de dónde le venía aquella pru- dencia inusitada. Mario no quiso contestar al pronto, pues conocía al capitán y sabía cuánta era su afición á las aventuras peligrosas; pero. Nelly y Faustina in- sistieron también, aunque sólo para tener el gusto de conservar más tiempo a su lado al que consideraban ambas como un hermano querido.
—Veamos, Mario—dijo Esteban—:tienes algún mo- tivo para impedirme que vuelva esta noche á reunir- me con el Estado mayor?
—Pues bien, si, mi capitán.
—¿Un motivo... grave?
—Muy grave.
—¿Cuaál es? Habla.
De: grado ó por fuerza, fué preciso que Mario obe- deciese. Habia oido algunas palabras de la conversa- ción entre el teniente y Francisca, deduciendo de ella que un centenar de guardias nacionales ocupaban los bosques ocultos en las cercanias. Para volver á Versa- lles, el joven oficial pasarla necesariamente entre aque- llas guerrillas atentas, y se expondría inútilmente por una bravata. Esteban comenzó á reir de nuevo.
—Estás loco, mi pobre Mario—dijo.—¿ Cómo quie- res que yo, un oficial francés, retroceda ante unos
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cuantos descamisados? Esos no son militares, ni tie- nen valor más que para fusilar á los prisioneros. El camino que debo seguir cruza los bosques donde es- tán ocultos; pasaré por allí cueste lo que cueste, y ¡pobre de aquel que me cierre el paso!
Faustina era valerosa, y su hermano lo sabia; la que es hija y hermana de hombres que arriesgan dia- riamente su vida, se acostumbra poco á poco al peli- gro, y muy pronto le mira de frente con serenidad; pero en aquel momento oprimióse su corazón, y aco- sáronla los temores de Mario; se a«temorizó al pensar que Esteban debía franquear solo y sin escolta, duran- te la noche, aquellos grandes bosques sombrios que se destacaban en el horizonte como misteriosos gigantes.
_—¿Por qué no te quedas con nosotras >—preguntó con acento de súplica: —tú me has dicho que tu deber no te obligaba á marchar ahora; quédate... ¡yo te lo ruego!
—Pero, amiga mia, tal vez se batan mañana, y ya ves tú qué triste papel haria entonces. Además, los temores de Mario me han abierto la gana. ¡Pardiez! aún espero poder dar de cintarazos á una docena de esos comunistas. ¿Crees tú que retrocedería ante ellos? ¡Vamos! mira á Edipo, que piafa de alegria. No hago más que saltar á la silla, y en un tiempo de ga- lope llego á Versalles.
Faustina no insistió: conocia la bravura de su her- mano, esa bravura aventurera y legendaria que le im- pulsaba siempre á lanzarse en lo más recio de la pe- lea. ¡Qué intrépido y gallardo era aquel atrevido
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joven, que sonreía ante el peligro, como si se tratara de asistir á la cita de una mujer hermosa! Nelly trató de unir sus súplicas á las de su amiga; pero cuando el capitán queria hacerla callar, tratábala de niña, y entonces ella no decia una palabra más, y encerrábase en su dignidad ofendida.
Edipo, vigoroso caballo inglés, habia hecho toda la campaña del segundo sitio; y Faustina trató de tran- quilizarse al ver la vida de su hermano confiada al fogoso animal. Solamente Mario seguía moviendo la cabeza con descontento, y murmuraba entre dientes, lo cual complacia mucho á Esteban, que se burlaba de sus infantiles temores. ,
—Señoritas—dijo el capitán—os saludo.
Y partió á galope por las.avenidas del parque. Faus- tina le miraba, con las cejas fruncidas, procurando desechar inútilmente la inquietud que la oprimia.
—¿ Qué tienes ?—preguntó Nelly, rodeando con los brazos el cuello de su amiga.
—No sé...
—+ Y tú, Mario, por qué murmuras con ese aire des- contento ?
—Yo digo... digo que la guerra es un animal dañi- no; cuando se le toca por diversión, se venga.
; SN pDIPO corria á escape, y Esteban no pensaba 'A ya en las predicciones de Mario; asi como todos los seres creados para la acción, mira- ba la muerte con indiferencia y desdén; y hubiera po- dido decir con Shakespeare: «¡el peligro y yo somos _dos leones nacidos el mismo día ; pero yo soy el ma- yor!» El espiritu, en suma, se acostumbra al peligro, como el cuerpo á la intemperie.
a
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La noche se acercaba rápidamente; espesas nubes de color gris, semejantes á inmenzas pizarras, encapo- taban el cielo; no se vela un coche ni un paseante, y las blancas casas y risueñas quintas que se elevaban á derecha é izquierda parecian solitarias. Chavry no ha- bia sufrido mucho durante la guerra; el comandante prusiano que ocupó aquel punto, conocía al general de Bressier por su reputación. Desde los sucesos de la Comuna, las formidables baterias de Versalles prote- glan el castillo contra los cañones de Paris.
¡Un centenar de guardias nacionales ocultos en el bosque! pensaba el capitán; verdaderamente Mario debia estar loco; era un africano que crela en las his- torias inverosimiles, acostumbrado á tratar con los ágiles beduínos ocultos en la sombra de los matorra- les traidores. Los comunistas, fugitivos y vencidos, acosados por la tropa de línea, no pensarían segura- mente en emboscarse tan cerca de sus enemigos; y aunque así lo hiciesen, pasaria por encima de sus cuerpos. Esteban experimentaba contra aquella gente ese sentimiento de cólera que dominaba en todos los corazones patriotas: escapado á duras penas de su destierro alemán, y humillado aún por los desastres del ejército, odiaba de muerte á los hombres que agi- taban su sangrienta bandera ante el pabellón francés. Los padecimientos íntimos de la derrota obraban en él como el dolor de una madre amada en un hijo cari- ñoso. Aquel estandarte tricolor que habia ondeado en tantas victorias, le era más querido después de sus padecimientos comunes. El camino real conducía di-
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rectamente a Versalles; bastaba dejar á Edipo que galopase, puesto que no era fácil se perdiera; pero cortando á través del bosque, el capitán ganaba media hora ; y además, Esteban estaba impaciente por ver si la tal emboscada le cerraría el paso. La espesura azul y negra de los tallares se extendia á un lado y otro, completamente inmóvil; Esteban hizo avanzar á su caballo muy pronto á través.de los campos, y por un angosto sendero, casi oculto entre las yerbas, introdú- jose. entre los árboles. Reinaba un silencio profundo y . la más densa oscuridad; en aquel instante, el viento disipó las nubes en un espacio y la luna apareció ra- diante en el horizonte.
El caballo iba al paso, pues su jinete no le excitaba, no acordándose ya de los invisibles enemigos; pare- ciale ver aún á Nelly y á Faustina, aquellas dos her- mosas jóvenes, tan cariñosas para él. De repente el ruido seco de una rama que se rompe le sobresaltó, é instintivamente empuñó su revólver; pero nada se movía; durante un minuto, Edipo, lanzado á galope, conservó este paso, pero después detúvose brusca- mente: un hombre estaba en medio del camino, con el fusil en la mano y la bayoneta calada. El capitán apunto é hizo fuego; pero el hombre se desvió á un lado, ileso sin duda; mientras que el caballo se enca- britaba, relinchando con fuerza. Esteban, conociendo que su montura se dejaba caer, soltó las riendas, des- lizándose á tierra: ya podian venir sus enemigos, pues le hallarian de pié con un revólver en cada mano.
Lo que siguió no fué siquiera una lucha; por cada
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lado del bosque precipitáronse furiosamente varios hombres contra el oficial; un grupo de enemigos se colgó de él, paralizando sus desesperados esfuerzos, y muy pronto sus manos y pies quedaron oprimidos y sujetos como por una prensa. Aquel fué un ataque silencioso y brutal, como un golpe de maza descarga- do en la sombra. Después de agarrotar y atar bien a Esteban, condujéronle á través de los árboles, antes de que pudiera comprender de dónde venia el ataque. Los bosques de Chavry tienen por aquel lado. una extensión de varios kilómetros; el capitán conocia todas sus espesuras y tallares, donde jugaba en su in- fancia, y donde más tarde solia pasear á caballo; por eso miraba á derecha é izquierd4 para reconocer el camino que sus enemigos seguían ; pero la oscuridad de la noche le rodeaba, y además tenia una fila de hombres á cada lado. Apenas ola algunas palabras que se cambiaban en voz baja, y de vez en cuando una blas- femia cuando alguno de sus agresores tropezaba en una piedra ó se enganchaba en el ramaje. Al fin se de- tuvieron, y una voz dijo : «Ya estamos bien aqui...» Entre varios espesos árboles habia un claro de poca extensión, aunque muy bien cerrado; allí se desata- ron las ligaduras que oprimian los miembros del jo- ven, que de un salto se puso en pie, pero sin armas. A su alrededor vió unos veinte guardias nacionales ' pálidos y harapientos, en cuyo rostro se reflejaba el resplandor de un fuego encendido con hojarasca; otros hombres, tendidos en tierra, y embrutecidos al parecer como borrachos, bebian de vez en cuando
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un trago de aguardiente y miraban con indiferencia, chupando á intervalos sus pipas. Lo que más espanta- ba en aquellos demonios, evocados de un infierno des- conocido, era su silencio profundo. Habla allí unos sesenta hombres, y desde la última derrota estaban ocultos en los bosques como fieras; habíanles distri- buido víveres para cuarenta y ocho horas antes de sa- lir de París; pero los más carecian de galleta y de carne, unos desde la vispera y los otros desde la ma- ñana.
Esteban lo comprendió todo de una sola mirada: es- taba perdido, pues no debía esperar gracia. Sin duda los más de aquellos federales, que la víspera se batlan aún tan rudamente, tenian almas de soldados; pero el odio se antepondría ; no le quedaba más remedio que morir, puesto que no había una sola probabilidad de salvarse. El ejercito de Versalles ignoraba que aquella partida estuviese tan cerca; apenas se encendia fuego, y el silencio que todos guardaban indicaba á la vez tanta prudencia como temor.
Uno de ellos, que ostentaba los galones de sargento, salió de un grupo y adelantóse hacia el capitán.
—Escuche usted, ciudadano; bien ve que está cogl- do; aquí soy yo el jefe; no olvide mis palabras ni tra- te dé huir, porque se le vigila con cuidado. Ahora va- mos a deliberar sobre su suerte.
—¿Es decir que se trata de resolver con qué salsa me comerán+—replicóo el oficial con desdeñosa sonrisa.
El sargento hizo un brusco ademán ; Esteban le exa- minó con más atención y vió que era un hombre ro-
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busto, de ojos negros y brillantes, y al parecer de ca- rácter resuelto, pero no feroz.
—Vamos á juzgarle— replicó: -—vosotros asesináis á nuestros hermanos, sin perdonar siquiera á las muje- res. ¡Ah! ¡no nos han contado pocos horrores de los de Versalles! Si le matamos á usted, no será más que una justa represalia; ojo por ojo, diente por diente; y si se le perdona, será para canjearle por otros prisio- neros,
El capitán estaba muy sereno; en sus labios desli- zábase una sonrisa, y estirándose un poco, cual si es- tuviese muy cansado, dijo con tono burlón :
— ¡No tema usted nada, ciudadano; me caigo de sueño, y aseguro que en vez de emprender la fuga voy á dormir tanto como sea posible.
El valor admira siempre á los hombres, imponién- doles una especie de respeto en que el temor se mez- cla con la sorpresa; pero la contestación de Esteban levantó un murmullo de cólera; su acento expresaba tal sarcasmo, que aquellos hombres se sintieron zahe- ridos.
— ¡No haya cambio'—exclamó un individuo de ros- tro amarillento, ojos grises y labios contraidos.—¡Esas son tonterías! ¡Que nos le dén para divertirnos... aqui se aburre uno demasiado!
—¡Silencio, Cadet!—exclamó el sargento con las cejas fruncidas—yo soy quien manda aqui.
— ¡Aquí no hay ya jefe, no hay más jefe! —gritaron cinco Ó seis energúmenos.
Y uno de ellos se adelantaba ya para poner la mano
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sobre Esteban; pero el sargento se puso delante del oficial, y con vigorosa mano rechazó á los agresores.
—Tienes razón, ciudadano—dijo una voz varonil; — un prisionero es sagrado; y si los de Versalles son asesinos, no es una razón para que nosotros seamos bandoleros.
—¡ Ah! ¿eres tú, Pedro Rosny+ Tanto mejor; tal vez nosotros dos les haremos entrar en razón.
El marido de Francisca, con los brazos cruzados, in- móvil y resuelto, estaba junto al sargento, y á su alre- dedor agitábase el grupo siniestro de los vencidos; los que dormían ó meditaban habianse levantado, y en sus ojos brillaba la curiosidad. Una contienda les dis- traería media hora,. y por otra parte, aquel prisionero les excitaba. Sufrían demasiado; muy pronto no les quedaria otro recurso sino entregarse á merced del vencedor; y harto sabian hasta dónde llegaba la cle- mencia de las guerras civiles. Todos, ó casi todos, eran hijos de insurrectos, hombres nacidos en el peor lado de las barricadas, descendientes de los que combatie- ron furiosos en las jornadas de Junio, y que las manos de hierro de Cavaignac trituraron sin compasión. Conservaban en el fondo de su alma, como una leyen- da odiosa, el recuerdo de aquellos dias de luto; y tal vez procediera de más lejos su espiritu de rebelión. Desde el origen de las sociedades habíase abierto un abismo entre los dóciles y los revoltosos; los unos dis- puestos siempre á respetar la ley, los otros á envile- cerla. Abel y Cain no existen sólo en la poesía grandio- sa de la Biblia; son el doble emblema de las luchas fra-
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tricidas que han desgarrado y desgarrarán siempre los costados maternos de la humanidad. Hijos de Cain eran los discipulos de los Gracos que ensangrentaban el Foro para defender las leyes agrarias; hijos de Caín, aquellos libertinos y enervados que durante la vota- ción de las secciones romanas corrían gritando: »¡Viva Catilina Cónsul!» Hijos de Caín, los bandidos de Se- tiembre, los sectarios de Marat, los amigos de Batacuf, los insurrectos de Junio; y ahora esos defensores de la Comuna agonizante.
El odio y la curiosidad se agitaban en aquellos hom- bres, que tenian entre sus manos uno de los enemigos á quienes odiaban. Guiados por sus propios sentimien- tos, tal vez habrían sentido alguna compasión en sus almas perturbadas; pero hacia dos meses que oían in- fames calumnias; referianles que en Versalles se so- metía á los prisioneros á ingeniosos tormentos: que se les encerraba en calabozos subterráneos, dejándoles pudrirse allí y morir de hambre y de miseria; y que á los heridos se les remataba. Tenianse estos hechos por 'demostrados, y recordábase aún la fábula in- ventada por un miserable, el cual aseguró que una mujer de cabello amarillento humedecia la punta de su sombrilla sonrosada en la sangrienta herida de un prisionero.
Sin embargo, la firme actitud del sargento y de Pe- dro Rosny acalló por un instante aquellos odios; se apreciaba al cajista, y sobre todo respetábanle, porque su bravura y sobriedad imponian deferencia. . |
—Escuchad, ciudadanos — dijo Pedro; —muchos de
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los nuestros están prisioneros allá; aquí tenemos un capitán, y se le podrá canjear por diez ó veinte amigos.
Estas palabras fueron acogidas con murmullos y fra- ses irónicas.
—Los que no opinen como yo —continuó Pedro — no tienen madre, ni esposa, ni hijos. Nosotros somos pobres; nuestras familias viven del trabajo que se nos da, y sin él morirían de hambre; cuando se mata á un obrero en el combate, se da muerte también á su mu- jer y sus hijos, á quienes la miseria devorará muy pronto.
—Eso es verdad—murmuró un guardia nacional con VOZ pastosa.
Era un hombre de cincuenta años, con el cabello ya blanco, que fumaba en una pipa de madera y tenia en aquel momento humedecidos los ojos. Llamaábase Granset, de sobrenombre Palo Seco; muy aficionado al aguardiente, bebía de firme; la embriaguez le inspi- raba siempre sentimientos de ternura, y apreciában- le bastante porque hacía reir.
—¡ La concilia... concilia... ción! Yo no conozco más que eso, ciudadanos. Estaremos bien ade... adelanta- dos cuando hayamos muerto al capi... al capi...
— Tan — dijo Cadet, terminando la palabra. —¡Será glotón ese hombre, que hasta se come la mitad de sus palabras!
Esteban parecía del todo extraño á la escena; con su indiferencia ante el peligro y su desprecio á la muerte, observaba con curiosidad los extraños tipos de los hombres que se oprimian á su alrededor. La interven-
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ción del que termino la frase del borracho le hizo son- reir; Cadet, enorgullecido con aquella aparente apro- bación, quiso decir otra gracia, y acercándose al oficial, miróle con esa sorna y descaro propios del pillete «de París; pero Esteban volvió la cabeza hacia el sargento.
—¡Eh! sargento, hágame el favor de quitar de en medio ese hombre; tendrá usted derecho para mandar que me fusilen, mas no para ponerme delante ese hom- bre. Es demasiado feo... parece una chinche verde.
¡La comparación era tan singular, que todos soltaron la carcajada; pero los ojos grises de Cadet brillaron, y volvió al grupo, murmurando una amenaza.
Hasta aquel momento, la concilia... conciliación, como decia el borracho, iba por buen camino; las pa- labras de Pedro Rosny habian producido efecto: ¿De qué servía matar al prisionero? Los de Versalles le cambiarlan de buena gana por una veintena de comu- nistas. El sargento hizo una señal á Pedro Rosny, y cada uno de ellos, cogiendo por un brazo á Esteban, salieron del claro deteniéndose á poco junto á una cor- pulenta encina que se elevaba orgullosamente en me- dio de jóvenes arbustos. El sargenta quería alejar al capitán del grupo de guardias nacionales, dejando dos ó tres para vigilarle mientras que se entendería con sus compañeros.
—Es inútil—dijo Pedro Rosny.
Y mirando al capitán, añadió:
—Ciudadano, ¿me da usted su palabra de honor de que no tratará de huir ?
¡Dar su palabra á aquella gente! Esta idea repugna-
FAUSTINA DE BRESSIER 101 ) a ba a Esteban; pero Pedro Rosny era el único que le habia defendido; y por otra parte, el capitán había ob- servado la franca expresión de la fisonomía del marido de Francisca.
—Doy mi palabra—dijo simplemente.
—Está bien; se lo agradezco—repuso el obrero.
Los guardias nacionales no parecian dispuestos á oir razones y hablaban muy alto, como si olvidasen toda prudencia. El aguardiente, la angustia y el in- somnio acababan de trastornar sus ideas, ya con- fusas.
Sólo unos treinta deseaban sinceramente el cambio; los demás acariciaban la idea de una lenta ejecución, uno de esos tormentos refinados de que tal vez se ha- bia dado ya el ejemplo. La discusión tomó muy pronto un carácter violento, y sólo el capitán permanecía tranquilo y risueño, como si en aquella hora suprema no estuviera en discusión su vida. Con mucho cuida- do separó del tronco de la encina las yerbas y piedre- cillas, y embozándose en su capa, con la cabeza apo- yada en un brazo, durmióse profundamente. La noche había cerrado del todo; la luna se ocultaba entre ne- gros nubarrones, y apenas brillaban en el claro algu- nos puntos luminosos. Sin embargo, aquellos hombres tan próximos á su fin, discutian sobre la muerte de un ser humano; mientras que diez ó doce guardias nacio- nales, menos cautos que los demás, 6 más indiferen- tes, encendían fuego con ramas secas para combatir la humedad de la noche. Muy pronto la llama, eleván- dose alegre y brillante, iluminó con viva luz las som-
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. h , bras inmóviles del bosque; en aquel fondo rojo, los
árboles se destacaron claramente, y la extremidad del claro pareció una inmensa decoración, donde se agita- ban los actores de un drama nocturno. La luz de las llamas, refiejándose á veces en los fusiles, puestos en pabellón, hacía brotar de los cañones fugaces relám- pagos. En medio de aquel cuadro singular agitábase la pasión de unos cuantos hombres, dispuestos á lu- char entre si para disputarse la vida de un inocente. El viento disminuía, y apenas de vez en cuando sopla- ba una ligera brisa, cual vago suspiro de la naturaleza perturbada en su sueño. Solamente Esteban, con los ojos cerrados, permanecía inmóvil é¿ indiferente, mien- tras que el furor de los unos y la diplomacia de los otros decidían si su reposo de una hora continuaría durante toda una eternidad.
Pedro Rosny quería salvarle: su honradez se obsti- naba; resuelto y altanero, precipitábase enérgicamente entre los más feroces, y con el ademán algo declama- torio de un obrero que ha leído á Juan Jacobo Rous- seau, exclamaba con voz vibrante:
—Yo digo que no es permitido vacilar, y sois unos egoistas si despreciais mis palabras. Ya no es cuestión de canjear el prisionero por una veintena de los nues- tros. ¿Creéis que podemos salir fácilmente de aquí? Ayer se ignoraba que nos hemos refugiados en este bos- que, pero mañana se sabrá, y aunque no fuese asi, es- tando sin víveres no es posible permanecer aqui más tiempo. Creedme, lo mejor es conservar el capitán vivo, pues asi podremos decir á los de Versalles: «Ya
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veis que no somos asesinos; teniamos uno delos vues- tros y le hemos respetado. »
Nadíe respondía; oíase apenas un ligero murmullo que parecía demostrar que las palabras de aquel hom- bre honrado penetraban como cuñas en los cerebros oscuros de sus oyentes.
-— Y además—añadió Rosny —¿con qué derecho le matariais? ¿Olvidais que hemos enarbolado la bandera de la fraternidad universal? ¡Demasiados crimenes han cometido ya los nuestros! Á las ignominias pasa- das no agreguemos otra. Cuando se combate por el derecho y la justicia conviéne poder llevar alta la fren- te y no desmerecer de la sagrada causa que se defien- de. Sois hijps de los hombres del 93 y del 48, y debéis recordar que los soldados de Marceau y de Kléber no habrían asesinado á un prisionero indefenso. Cuando los húsares de la República cogian un vendeano, pre- ferían dejarle en libertad más bien que pasarle por las armas.
— Vamos, es cosa decidida—dijo el sargento — y por otra parte, compañeros, me habéis elegido por jefe: en el caso en que nos hallamos, sólo la disciplina nos puede salvar.
Dichas esas palabras, explicó su proyecto: era pre- ciso que uno de ellos se presentase en las avanzadas de Versalles para decir que unos sesenta parisienses, escapados de la batalla, proponian entregarse con la única condición de que se respetasen sus vidas. En cambio se les devolveria un capitán de húsares que tenian prisionero. Era necesario apresurarse, aprove-
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chando la noche para llevar á cabo este plan salvador. Gracias á las sombras protectoras que cubrían la lla- nura, el mensajero llegaría fácilmente á las avanzadas.
El egoísmo es el más vivo de los sentimientos huma- nos; apenas pronunciadas las primeras palabras del jefe, todos aquellos hombres comprendieron que se les ofrecia la salvación, y los que dos horas antes rehusa- ban canjear el capitán por una veintena de los suyos, regocijábanse de salvar su vida á cambio de la suya. Pedro Rosny aprobó con entusiasmo el plan del sar- gento; sólo se trataba ya de elegir el mensajero, y casi todos los votos recayeron en favor del marido de Fran- . cisca; pero éste no queria aceptar. Conocia muy bien el espiritu voluble de sus compañeros; serenados un instante, podrían volver á enfurecerse, y deseaba estar alli para ayudar al sargento con su autoridad y su in- fluencia. |
Eligióse á un obrero ebanista, hombre bastante hon- rado, que tomara parte en la Comuna tanto por mise- ria como por miedo; indicáronle el camino que debía seguir, y se le dieron las instrucciones necesarias. Lle- gado á las avanzadas de Versalles, pediría permiso para hablar al jefe, y le referiría todo; pero teniendo cuidado de no revelar dónde estaban sus compañeros antes que el oficial diera su palabra de respetarlos.
Aquel obrero se llamaba José Larcher, y mucho asombro habría experimentado dos años antes si le hubiesen dicho que algún dia iba á tomar parte en acontecimientos dramáticos. De carácter débil y bona- chón, gustábale ante todo la tranquilidad; durante el
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primer sitio endosó la casaca de guardia nacional co- mo todo el mundo, y su servicio en las fortificaciones no le fatigaba mucho; los negocios iban mal; pero trein- tasueldos diarios no dejan de ser un consuelo. Cuando la Comuna se levantó, de buena gana hubiera t8mado la pacifica resolución de permanecer en su domicilio,. porque su conciencia no le obligaba á pronunciarse entre los partidos. ¿Qué le importaba que Paris fuese vencedor, 0 que Versalles triunfara? Acariciaba .la dulce ambición de seguir percibiendo treinta sueldos todas las noches y Hubiera renunciado á su oficio de ebanista si le hubiesen dado siempre la misma paga; pero los egolstas' que gobernaban en el Ayuntamiento no permitían á los parisienses mantenerse neutrales. Era preciso declararse en'su favor ó en contra; en este último caso se pasaba á la cárcel, y en el primero, á un batallón. Asi fué cómo José Larcher hubo de vestir el uniforme de £uardia nacional, bien á pesar suyo. Por desgracia, esta vez el alistamiento era cosa seria; ya no se trataba de pasearse en las fortificaciones para acechar en la sombra á un enemigo siempre invisible; era necesario prestar el servicio de las avanzadas, hacer salidas y arriesgar la piel. José Larcher comen- zaba á persuadirse de que el oficio era muy malo; pero ya no habia medio de retroceder, pues á la menor falta, los jefes aplicaban el castigo. Aquellos pobres - diablos, capitanes ó coroneles improvisados, que lle- vaban galones desde el puño hasta el hombro, eran mucho más severos que los verdaderos jefes del ejér- cito,
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No se podía elegir, pues, mejor mensajero. Larcher apelaria á toda su elocuencia para convencer á los de Versalles. Dió gracias á sus compañeros por la con- fianza que le manifestaban y partió; guióse como me- jor pádo en medio delos árboles, á través de la más densa oscuridad, y necesitó veinte minutos, poco más ó menos, para llegar al lindero del bosque. En la lla- nura reinaba un silencio profundo, ese silencio temi- ble de las noches de guerra, en que toda sombra es peligrosa y parece ocultar una emboscada traidora. José cruzaba la llanura un poco atemorizado, pregun- tándose cómo se arreglaría para encontrar su camino, cuando de pronto distinguió como una faja amarillen- ta que cortaba el campo: era la carretera. José se diri- gió por la izquierda, con la esperanza de encontrar alguno á quien pedir informes, y andaba de prisa, pues proponiase llegar á las avanzadas antes que la aurora asomase en el horizonte. Ac? y allá elevábanse casas silenciosas, y muy lejos veianse resplandores, llamaradas de hogueras de la tropa acampada. De re- pente, un fuego brillante iluminó la cima del Monte Valeriano, y una faja de luz tenue se extendió sobre la llanura por el lado de París; las casas, los árboles y los fuertes se destacaron en la sombra con la mayor precisión, fantásticamente agrandados por aquellos resplandores fulgurantes. Después se interrumpieron bruscamente en el monte Valeriano las corrientes eléc- tricas, y. todo volvió á quedar en la sombra, como si la llanura se hubiese abismado en el fondo de un pre- cipicio entreabierto.
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José Larcher andaba hacía una hora, cuando obser- vo en el cielo un tinte sonrosado; la naturaleza, ape- nas despertada, pareció respirar con más desahogo, y las nubes se cubrieron de suaves blancuras. El guardia nacional se estremeció, pues llegaba el día sin haber llevado á cabo su cometido; apresuró el paso, no obs- tante, y ya crela llegar al término, cuando una voz brusca le gritó: |
—¡Alto! ¿Quién vive?
Larcher se detuvo inmóvil.
—¡ Amigo!—contestó con toda la fuerza de sus pul- mones.
Sin duda el centinela no crela mucho en los amigos que vagan por la noche á través de los campos, y con- testó brutalmente con un tiro. El pobre obrero eba- nista recibió un balazo en el hombro, y poseido de loco terror, emprendió la fuga como una liebre herida por algunos perdigones. Detras de él se elevaron al punto sordos rumores, y después resonó una descarga. Esta vez, ningún proyectil alcanzó al pobre José, que corriendo siempre salió de la carretera, precipitóse á campo traviesa, tropezando con las piedras y engan- chándose en los matorrales, pero sin dejar de recorrer con sorprendente velocidad todo el camino andado.
Entre tanto, los guardias nacionales esperaban con paciencia la vuelta del mensajero. Los argumentos de Pedro Rosny les parecieron muy lógicos, pues sin duda sería una suerte poder conservar la vida de algunos pobres diablos en cambio de la del capitán de húsares. Alguno de ellos se acercaba de vez en cuando á la en-
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cina para ver si el prisionero continuaba en su sitio, considerándosele tanto más apreciable cuanto que sus vidas dependian de la de él; pero Esteban dormía siem- pre embozado en su capote, con la tranquilidad del valor y de la juventud. El día comenzaba á despuntar cuando Pedro Rosny, acercándose al capitán, púsole la mano sobre el hombro para despertarle. Esteban abrió los ojos y se levantó: creía que era llegado el momento de pasarle por las armas.
—¿Ha llegado ya la hora?—pregunto sonriendo.—En tal caso, pediré que me concedan un minuto más de reposo, pues tengo vivos deseos de fumar un cigarrillo,
—No se trata de fusilar á usted —repuso Pedro con dulzura— y hasta espero que dentro de algunas horas quedará libre.
—¡Ah! ya le reconozco—dijo Esteban —usted es el que me defendió tan valerosamente anoche. ¡Muchas gracias! Le corresponderé si se presenta ocasión, y en- tre tanto vengan esos cinco.
En pocas palabras Pedro Rosny puso á Esteban al corriente de la situación, explicándole cómo habia in- ducido á sus compañeros a no cometer una muerte inútil.
—He despertado á usted — le dijo —para que pueda comer un pedazo de pan antes de que amanezca; nos queda tan poco, que los compañeros tendrían envidia si viesen que se lo ofrecía.
Y como el capitán se hallase á punto de contestar con una negativa, Pedro añadió:
—'¡Oh! no tenga usted el menor escrúpulo ; este pan
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es la única provisión que me queda; estoy en mi de- recho de partirle con usted, y esto es todo.
—Acepto—replicó simplemente el capitán—y le diré también, compañero, que es usted un hombre cum- plido. Creo que si salimos de este mal paso, será usted mi amigo.
—Ya lo soy —replicó Pedro.
—¿Por qué?
—Porque está usted en peligro.
Y saludando ligeramente con la cabeza, Pedro sé alejó del capitán. Esteban quedó confuso. ¿Cómo podía asociarse tanta nobleza con tanto horror? ¿Por qué aquel corazón generoso latia bajo la casaca de un re- volucionario, y no bajo el uniforme de un soldado? Desde el principio de la guerra civil, Esteban no habia tenido mucho tiempo para reflexionar en las causas que la motivaban. A su regreso de Hamburgo, sin haber conocido las terribles miserias del sitio, igno- raba que la locura se incubaba ya en muchos cerebros perturbados; ignoraba que en aquel inmenso ejército de la revolución, que se habia señalado desde los pri- meros dias por dos crímenes; que fusilaba á generales indefensos; que detenía á un principe de la sangre; que se apoderaba del glorioso soldado del ejército del Loira; que reducia á prisión á mujeres, niños y sacer- dotes; y que derribaba la columna de Vendóme entre las aclamaciones de los alemanes, muy satisfechos al ver el bronce de Austerlitz arrastrado por el fango; ignoraba, repetimos, que en aquella turba sin nombre había tantos extraviados como criminales.
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El capitán estaba pensativo, apoyado contra la enci- na, cuyas ramas le ocultaban en parte. Si los esfuerzos de Pedro Rosny fracasaban, si el furor se anteponía á la clemencia, el joven queria estar dispuesto para la muerte. Repasaba en su memoria los breves años de su existencia; veía mentalmente á su padre, el vete- rano cuyo cabello habia blanqueado al servicio del país; y á su bella hermana, á quien dejaria completa- mente sola. Las faltas cometidas eran sin duda nume- rosas; pero Dios le perdonaría el mal en cambio del bien. Esteban no practicaba mucho la religión; mas era creyente, y reconocía en el Todopoderoso la su- _prema bondad y la misericordia; en ella confiaba, y si aquellos bandidos le privaban de la existencia, su- cumbiría como hombre valeroso al servicio de Fran- cia. |
Esteban tenía bien arraigada en su espíritu la idea de otra vida,'en la que las buenas acciones obtienen la recompensa centuplicada; sus faltas y pecados le parecian muy ligeros ante la expiación suprema; y podría presentarse muy sereno en el tribunal de Dios, puesto que habia muerto por su pals.
El capitán, tranquila la conciencia, fumaba con la mayor serenidad su cigarrillo, fijando su mirada en la ligera columna de blanco humo, y por un singular contraste, su pensamiento evocaba obstinadamente la imagen de una hermosa joven que cenaba con dl al- gunas noches antes en Versalles. Habiendo obtenido algunas horas de licencia, paseábase en las calles de la ciudad, cuando en el extremo de una alameda en-
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contró á una actriz del teatro de Variedades: encan- tadora joven, muy chispeante y vivaz, de cabello rubio como el ámbar, y casi célebre ya. En los últimos dias del Imperio había existido entre ellos mucha intimi.- dad, bruscamente interrumpida por la guerra; y en- tonces la encontraba de pronto, tan seductora y ale- gre como en otro tiempo. Al punto le abrazó, y los dos fueron á un café. Al separarse del capitán, la actriz le dijo:
—Volverás á verme muy pronto ¿no es así, Esteban?
—Si, Blanca mía.
—«¿De veras?
—Te lo aseguro.
La actriz se alejó con la sonrisa en los labios, que el gallardo capitán acababa de sellar con los suyos; pero Blanca no debía verle más; no volvería para besar de nuevo su bonita boca, blanqueada con los polvos de arroz. En medio de aquellos hombres de aspecto repulsivo, cuando la muerte le acechaba ya, él, solo y sin armas, después de pensar en su padre, en su hermana y en Dios, acordábase de pronto, por un extraño capricho del cerebro, de la picaresca y travie- sa Blanca.
—Soy un estúupido—murmuró sonriendo.
Y levantóse para estirar las piernas, andando un poco. Un instinto singular le decia que Pedro Rosny se engañaba, que no escaparia de allí y que había lle- : gado su última hora. A pesar de su valor, despertóse en su corazón de soldado un vago pesar ante la idea de perder la vida. ¡Morir tan joven! ¿De qué le servia
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haberse salvado en tantas brillantes batallas, para caer' miserablemente sin gloria en el fondo de- un bosque ?
Un ruidoso tumulto interrumpió sus reflexiones: uno de los centinelas colocado por las guardias llegaba sin aliento; en el horizonte divisábase una tropa nu- merosa; no se sabia qué dirección tomaban aquellos hombres, pero la alarma iba en aumento. Algunos guardias fueron enviados al punto para explorar los alrededores, pues era urgente saber si había ó no pe- ligro. ¿Se dirigiría aquella fuerza hacia el bosque ó marchaba á Versalles? En un abrir y cerrar de ojos cada cual estuvo armado y dispuesto á la defensa. El inmundo Cadet gritó de pronto:
—¿Y qué hacemos con el prisionero?
—Si hacen fuego contra nosotros, ya está arreglada su cuenta—contestó una voz.
Algunos furiosos querían acabar de una vez; pero Pedro Rosny corrió á colocarse delante de Esteban, resuelto á protegerle hasta el fin; mientras que el sar- gento usó de toda su autoridad para calmar la cólera de aquellos hombres. A pesar de sus gritos, explica- bales que, cuanto más amenazados estuvieran, más útil les seria la vida del capitán, que les servía de salva-guardia y protección.
El capitán, siempre sereno, veia aumentar el peligro sin que la sonrisa desapareciera de sus labios, y po- niendo la mano sobre el hombro de Pedro, le dijo:
—Paréceme, compañero, que las cosas se ponen mal.
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—¡Ah!—contestó el marido de Francisca apretando los puños—podrán hacer lo que quieran, pero no per- mitiré que le asesinen.
—Ante todo—replicó el joven—prohibo á usted que se comprometa por mi.
— ¡Eh! caballero, ¿no haría usted otro tanto por mi?
El capitán encendió otro cigarrillo y apoyóse de nuevo en el arbol. Ya era entrado el día; el cielo azula- do estaba risueño, y á través de las ramas deslizábase una alegre claridad.
—¡Seria muy triste morir á la luz de tan hermoso sol! —pensó el capitán.
De pronto se oyó el rumor de una carrera tumul- tuosa, como de hombres que huyen; y vióse llegar, pálidos y consternados, á los federales que habian ido á practicar el reconocimiento, y los cuales gritaban con ronca voz: «¡Nos han vendido, nos han vendi- do!» Uno de ellos, menos aturdido que los demás, aseguró que un centenar de soldados de línea avan- zaban directamente sobre el bosque; era imposible escapar; tal vez quedarian cercados, y se les fusilaria. La cólera de los fugitivos se volvió entonces contra el capitán.
—¡A muerte, á muerte, á muerte!—gritaban roncas voces,
—Si—añadió Cadet;—pero hagámosle sufrir antes un poco.
—¡Vamos—murmuró Esteban—creo que ha llegado el momento!
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Y estrechó por última vez la mano de Pedro. —Gracias, compañero—dijo:—que Dios le guarde. Y haciendo la señal de la cruz, sonrió con altiva re- signación, cruzóse de brazos y esperó. 0
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¡DN STEBAN habia salido del castillo la vispera, y A Val al día siguiente, al rayar el alba, los cañones (SSA de los fuertes atronaban el espacio, en las dos extremidades del horizonte. La “señorita de Bressier sentía renacer sus temores; diariamente esperaba que se descargaria el último golpe contra la insurrección,
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y siempre el esfuerzo supremo estrellábase contra una resistencia desesperada. El ejército de Versalles debía avanzar lentamente, paso á paso, obligado á conquis- tar cada una de sus nuevas posiciones á costa de san- grientos sacrificios. Las atroces historias que circula- ban en ambos campamentos, los detalles sobre las matanzas de cautivos, aterraban á las mujeres, á los amantes y á las hermanas. Faustina temblaba lo mis- mo que Francisca, maldiciendo cada cual de ellas el horror de las guerras civiles, cuyos odios eran más feroces que el choque furioso de dos pueblos enemigos.
La señorita de Bressier permaneció inmóvil y pen- sativa en su taller, y junto á ella, Nelly hojeaba un álbum; pero las dos jóvenes se entregaban á tristes reflexiones. Nelly adivinaba el profundo desaliento de su amiga, é inútilmente hubiera tratado Faustina de distraerse con el trabajo, como la víspera. Sólo oía la voz poderosa del cañón; sólo pensaba que era preciso proseguir la lucha, verter más sangre y sufrir morta- les inquietudes.
La mañana transcurrió, lenta y dolorosa. Después de almorzar, Mario salió á buscar noticias ;-pero como en Chavry no se sabia nada, fuera del movimiento de las tropas, pensó que sería mejor llegar hasta Versa- lles. Faustina temblaba, sin poder explicarse su in- quietud, pues su hermano la había tranquilizado res- pecto al general; pero la tranquilidad de la víspera convertíase en angustia al día siguiente. Con la espe- ranza de calmar la irritación de sus nervios, la joven comenzó á trabajar.
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pr Quieres que lea algo ?—preguntó Nelly.
—Sí, amiga mía.
—No temas nada, elegiré un asunto alegre, ó cuando menos, que no sea triste, pues á decir verdad, el cas- tillo está muy lúgubre hoy.
Y como brillase una lágrima en los ojos de su ami- ga, Nelly corrió hacia ella y abrazóla estrechamente.
—Dispénsame—dijo— ha sido una broma, aunque no tengo ganas de chancearme. Estás muy triste, amiga mía, y no sé por qué; natural es que te inquie- tes; pero jamás te he visto asi desde que comenzó esta espantosa guerra.
—Tienes razón; es absurdo. Por lo regular soy más valerosa, pero hoy no puedo, porque tengo el corazón oprimido. No quisiera hablar de presentimientos, pues dicen que es ridículo, y una mujer formal como yo no debe conducirse cual lo haría una criatura ; pero sien- to una angustia inexplicable. Paréceme que sobre mi y los seres que amio se van á desencadenar todas las desgracias.
—Si tu primo, Enrique de Guessaint, estuviera aquí, te explicaría que el presentimiento no existe: es una simple depresión del corazón, que ocasiona perturba- ciones cardíacas ; he aqui todo. ¡Metódico Guessaint! ¡Buen muchacho, pero metódico! ¡Seguro que no se morirá por un exceso de idealismo!
—No hables mal de él; es un hombre excelente.
—¡No le faltaría más que eso! Amiga mía, un geo- grafo debe ser hombre excelente, porque lo exige su profesión.
1,18 ALBERTO DELPIT
—¡ Tú estás loca!
—Cierto que si; pero mi locura es más lúcida que tu razón; y en prueba de ello te diré” que no se me ha ocultado que Guessaint estaba enamorado de ti. ¡Ah! ya sonríes. ¡Bravo! eso es lo que yo quería. Ya sabes que tu sonrisa es adorable. ¡Pobre muchacho! Cuando estás delante de él, no aparta de ti la vista; dirlase que te quiere comer. | |
De nuevo Faustina sonrió maliciosamente, como si la pasión de su primo le divirtiese mucho.
—Cada cual expresa el amor á su manera—continuó Nelly, siempre con el mismo tono alegre y algo bur- lón.—¿Te acuerdas cómo:nos reimos al leer aquella novela de madama Cottin, que la señorita Vaudois nos elogiaba tanto? ¡Pobre joven! Estoy deseando que sus vacaciones terminen para que vuelva á Cha- vry. ¿No te ha escrito esos días ?
Faustina hizo un ademán de impaciencia.
—Eres insoportable, Nelly. ¿Hablamos de la señorita Vaudois ó de mi primo?
La picaresca Nelly soltó la carcajada.
—¡Oh, oh !—exclamó—Guessaint se enorgullecería mucho si supiera cuánto te preocupa. ¿Te enfadas porque me ocupo de la señorita Vaudois, de esa joven tan respetable ? | :
—Puesto que no quieres tener formalidad, yo soy la que se pondrá seria—repuso Faustina, volviendo á sonreir maliciosamente.—Cierto que he notado que mi primo me... me miraba con gusto; ya recordarás que con frecuencia nos hemos chanceado sobre su
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manera de conducirse y sus extraños ademanes; pero si hubiera dudado, -.habríia tenido la prueba hace un mes.
—+¿ Y no me has contado eso -—preguntó Nelly dan- do una palmada.
—No, porque... porque tú te burlas siempre de mi. Cuando el general vino á pasar algunas horas aqui, á fines de Abril, hablóme á solas y me dijo que el señor de Guessaint pedia mi mano, y que esta unión le agradaba. Podía morir de un momento á otro, pues a - su edad no se tiene derecho para contar con el dia si- * guiente, y menos cuando, siendo militar, expone su vida diariamente. Guessaint es mi primo; ya sabes que mi padre adoraba á mi tía, su hermana mayor, y que la fortuna de Enrique es igual á la que yo poseo, Todas estas razones son las más atendibles para efec- tuar un matrimonio de conveniencia.
Nelly hizo un ademán de cólera.
—¿ Y no has contestado á tu padre—replicó Nelly — que Guessaint era más viejo á los veintiocho años que un hombre de cincuenta; y que por enamorado que es- tuviera, amaría á todas las mujeres excepto la suya ?
—¿Para qué? El general me dejaba completamente libre, y yo le he dicho que no pensaba en casarme mientras pudiese vivir á su lado, pues no me resigna- ría á dejar su casa por la de un extraño. Como no ha insistido...
—¡Cómo habria de hacerlo ! Guessaint no es un ma- rido admisible. ¡Un geógrafo... te parece esto regular! Por otra parte, ya sabes que no debo separarme de ti;
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de modo que es necesario que tu futuro me agrade á mi también. De lo contrario... .
—«¿ Rehusarías tu consentimiento ?
—Es claro.
Y con esa vivacidad burlona que es el fondo de to- das las jóvenes, comenzó á remedar al señor de Gues- saint, galante y ceremonioso, y armado siempre de su lente de concha. Faustina no pudo menos de reir, y Nelly no pedía otra cosa, pues deseaba distraer á su amiga. La señorita de Bressier comenzaba á desechar sus tristes ideas. |
—Decididamente—dijo Nelly de pronto—te pareces de un modo singular á la mujer que el Ticiano pinto.
Faustina fijó la vista en el lienzo del antiguo maes- tro, que se destacaba como un recuerdo glorioso en el fondo del taller, cuando su amiga hizo un ademán, añadiendo vivamente:
— ¡No, no te muevás! Quédate asi. ¡Ah la semejan- za es maravillosa. El sol se refleja “en tu cabello negro y comunicale un viso amarillento, como el de nuestra heroina. Tú la pusiste por nombre «a Dama de la Sortija» y de aquí en adelante yo te llamaria lo mismo.
— ¡Loca!
— ¡Sí, loca! ¿Te has preguntado alguna vez cuál puede haber sido la vida de «la Dama de la Sortija > Eres demasiado artista para no comprender, así como yo, que esa mujer ha existido. No es una imagen ideal, sino un sér humano, que vivió, amó y sufrió.
Faustina escuchaba con singular atención ; sin duda las aparentes divagaciones de Nelly tomaban para ella
“FAUSTINA DE BRESSIER 121
cuerpo, convirtiéndose en una realidad: permanecía inmóvil, con las cejas fruncidas y los labios entre- abiertos. :
— Continúa — dijo.
—¡Oh! si; he pensado con frecuencia en ese lierizo maravilloso. Mira esos ojos profundos y magníficos, cuyo brillo se asemeja al de un diamante negro. Juega distraídamente con la sortija de esmeraldas que rueda entre sus dedos afilados, y diríase que nada la preocu- pa; pero en su blanca frente se ha formado un ligero pliegue, y las cejas, casi unidas, revelan el dolor.
—¡Ah ! ¿tú has pensado en eso? —exclamó Fausti- na.—Pues yo soy culpable de una locura mucho ma- yor que la tuya, yo, á quien tú crees tan juiciosa y seria. He ideado toda la historia de «la Dama de la. Sortija;» más aún: imaginome porfiadamente que mi existencia es paralela á la suya, y que así como la mujer del retrato, amaré y sufriré. ¡Qué extraña idea |
Nelly se entregó á un exceso de hilaridad.
—Permiteme decirte—repuso al fin—que para una «oven bien ponderada,» como te llama con orgullo el general, eso es muy extraordinario. Tu locura es se- guramente mayor que la mia, pues yo no hago más que soñar, mientras que tú improvisas una realidad; ésta debe tener una historia ; cuéntamela.
Faustina reflexionaba; en aquel momento parecía perderse en las profundidades de un sueño místico.
—Estoy convencida—replico—(y Dios sabe hasta qué punto debo estar loca para hacer semejante confesión)
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de que mi existencia se relaciona de algún' modo con la suya.
—¿ La conoces ?
—Sólo sé de ella cuatro líneas.
— ¿Dónde las has leido ?
—En un libro de Ridolfi, titulado Maraviglie dell
arte; no dicen más que esto: «En 1557, el Ticiano sus- pendió sus trabajos para ir á llorar lejos de Venecia la pérdida de su amigo el Aretino. Detúvose algún tiem- po en casa de Adriano de Ponte, en Spilemberg, y alli hizo el retrato de la sobrina de su patrón, Vittoria Orsi- ni, á la cual pintó con vestido oscuro, jugando con una sortija de esmeralda. Más tarde, esta joven se suicidó de una puñalada, porque la separaron del hombre á quien había consagrado su amor.» | Esta vez Nelly dejó escapar una ruidosa carca- jada. 7 —Áfe mla—exclamó—me alegro que tengas seme- jantes ideas, tú, la señorita seria. Aconsejaré al gene- | ral que en lo futuro no me cite como ejemplo tu for- malidad, pues bajo el pretexto de que tú eres grave y yo alegre, se forma de mí un juicio deplorable.
Nelly rela siempre, sin poder contenerse, tanto que su hilaridad se transmitió á Faustina.
— ¡ Qué buen asunto para un escritor dramático del porvenir! —continuó la alegre joven. —Faustina de Bressier suicidándose en un momento de desespera- ción!
—+¿ Por qué no?
— Entonces defiendes el suicidio.....
FAUSTINA DE BRESSIER : 123
— Siempre vale más que la vergúenza ; no se tiene derecho de vivir cuando el honor ha muerto.
El día pasaba, y las angustias de la señorita de Bressier se desvanecian, pues la alegría de Nelly pro- ducia siempre su efecto. El general conocía esta in- " fluencia, y por eso se regocijaba de la intimidad de
las dos jóvenes. Faustina pensaba demasiado en cosas serias, y convenía que tuviese á su lado una persona de carácter alegre; por otra parte, el señor de Bressier deseó en otro tiempo que las dos amigas viviesen jun- tas, porque preveía que muchos pesares entristece- rían la existencia de su hija, puesto que, en su calidad de militar, amenazábanle siempre nuevos peligros y tal vez le sorprendiera la muerte de improviso. Que- daría Esteban ; pero un oficial no es dueño de sí, y hállase expuesto á los cambios de guarnición. Por eso deseaba que su hija se casase pronto, aceptando la mano del señor de Guessaint. Como le repugnaba obli- garla, consolábase con la idea de que Nelly sería para ella una compañera siempre cariñosa y activa.
. La noche se acercaba; ya en el parque se extendían las sombras, cuando entró Mario.
— ¿ Qué noticias hay, amigo mio ?— preguntó la se- ñorita de Bressier al verle.
— Buenas noticias, señorita.
— ¿ Vienes de Versalles ?
—Si.
—«¿ Has visto á Esteban ?
Mario dejó escapar un suspiro y contestó después de una pausa: |
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— No he hallado al capitán, señorita ; había vuelto á incorporarse con su regimiento.
—+¿No te han dicho nada de mi padre ?
— Nada ; pero como se han batido toda la tarde por la parte de Courbevoie, donde él mánda, seguramente recibirá usted carta mañana.
El fiel servidor salió del taller presuroso, como si aquellas preguntas le molestaran: la verdad era que temblaba de inquietud, pues en Versalles nadie le pudo dar razón de Esteban; sólo se sabía que en la ma- ñana del día anterior había pedido una licencia de al- gunas horas para ir á ver á su hermana en Chavry, sin que se le hubiese vuelto á ver. Inútilmente afirmó el veterano que el capitán habia salido del castillo á la entrada de la noche, refiriendo sus temores respecto á los comunistas refugiados en el bosque de Chavry, pues sólo consiguió con esto que se burlaran un poco de él. ¿Cómo admitir, en efecto, que algunos guardias nacionales estuviesen acampados tan cerca de sus ene- migos? No era cosa de inquietarse por el capitán: al salir del castillo habria ido á ver á su padre, y esto lo explicaba todo. A Mario le parecía bastante lógica la suposición; mas no podía desechar una sorda angus- tia. ¿Por qué no decia nada Esteban á su hermana de su visita al general? No era tan facil ir desde Chavry al puente de Courbevoie en tiempo de guerra, estando los caminos ocupados por las tropas y el material de
artillería. El buen servidor recordaba que su amo se - rió mucho cuando el, veterano del Africa, acostumbra- do á los ardides de las Kabilas, hablaba de aquellos
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hombres ocultos en las cercanias. Mario se atormenta- ba, y no hubiera podido decir por qué, pues ante todo quería evitar que otra persona participase de sus te- mores. ¿De qué servía inquietar á Faustina? Una des- , gracia ocurre pronto, y siempre sería tiempo de anun- ciarla. Inútil era hacerla padecer antes en vano, si se engañaba, 0 darle un disgusto algunas horas antes en el caso de confirmarse sus temores.
Las dos amigas comieron alegremente, una en fren- te de otra; echado junto á ellas, Odín las miraba con expresión grave; nada quedaba ya de las inquietudes de la mañana; y Nelly seguía chanceándose con Faus- tina respecto á sus divagaciones sobre la «Dama de la Sortija». Llamaba á la señorita de Bressier Victoria * Orsini, y añadía con tono muy cómico: y
—¡ Qué lástima que no tengas el cabello rojo!
Faustina contestaba que el cabello negro le bastaba para ser feliz. |
Después de comer, la señorita de Bressier fué á sen- tarse al piano.
— «¿Quieres que toquemos las dos?— preguntó á Nelly.
—Esta noche no; tengo mucha pereza.
—Pues bien, tocaré para mi sola. |
—Eso es; un poco de Beethoven, si quieres compla- cerme; ó más bien, toma la partitura de Lohengrin y toca el preludio del Caballero del Cisne.
Las dos se extasiaban en aquella dulce melodia, cuan- do el ruido de un coche que avanzaba por el parque las hizo volver á la realidad.
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—¿Una visita á esta hora?—exclamó la señorita de Bressier.
— Tal vez sea la señorita Vaudois, cansada de sus vacaciones.
El coche se detuvo ante la escalinata del castillo, y '
durante algunos minutos, Faustina permaneció tnmó- vil, sentada al piano, como si escuchase á su pensa- miento que le hablaba en voz baja: un instante des- pués el ayuda de cámara levantó la pesada cortina.
—El señor de Guessaint—dijo—pregunta si la seño- rita puede recibirle, y espera en el salón pequeño.
— Que éntre aquí—replicó la señorita de Bressier.
—«¿ Si vendrá para hacer su declaración ? — pregun- tó Nelly.
. e . , . - e. a . d Enrique de Guessaint tenía treinta años. Hijo de un
magistrado, presidente de Cámara en el tribunal de Paris, quedó huérfano muy pronto y confiado á una madre muy devota, mujer piadosa y timorata, que consideraba el colegio como una invención abomina- ble. El niño no salió de la casa de la familia, y educó- sele en el respeto á Dios y el temor á los ejercicios cor- porales. No sin muchas dificultades permitióle su ma- dre aprender la equitación, cediendo á las enérgicas observaciones de su tío, el señor de Bressier; y en cam- bio se le permitió leer todo cuanto quisiera; pero ¡qué libros!
A los doce años, á la edad en que las vocaciones se
revelan, Enrique se aficionó mucho á la geografía,
sin que nadie supiera cómo y por qué. Apasionóse por los relatos de viajes, y no hizo secreto el desdén con
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. FAUSTINA DE BRESSIER 127
que miraba las invenciones de algunos novelistas á la moda que conducían á sus lectores á los paises fantás- ticos. Era un joven de su siglo; gustábalg sólo la rea- lidad, y también amaba á las mujeres. Alos diez y seis años demostró á una de las criadas de su madre su irresistible afición al bello sexo.
La muerte de la señora Guessaint le dejó muy pronto dueño de si mismo: hallóse con una gran fortuna, un buen nombre y una brillante posición en el mundo: no se necesita más para ser dichoso, y el señor de Gues- saint vivia en París como los jóvenes de su edad; no le faltaban placeres, tanto los que se compran como los que se dan; tomaba unos y otros, y no disminuía su afición á las mujeres; pero sus amigos extrañaban que no fijase jamás su elección en una sola. Amaba el sexo más bien que la persona en si; mas al parecer no agra- daba mucho á sus queridas de una ó varias noches. Una de ellas decia: «He conocido muchos seres sensua- les en mi vida, pero ninguno que fuese comparable con Guessaint; no es un joven apasionado, es un sáti- ro.» Los amigos de Enrique Guessaint no le censura- ban sus galanterías, pues creíanlas dispensables; pero motejábanle por la mejor cualidad que tenía, por un carácter aventurero. ¡Qué ridiculo era por haberse afi- cionado á la geografía!
Las inclinaciones del niño convertíanse en pasión en eljoven. Enrique consiguió que se le admitiera en la Sociedad de geografía, en la de los estudios coloniales y marítimos, y en otras tres ó cuatro, tan especiales como sabias. Todo joven de veinte años se enamora
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más ó menos de su querida; las de Guessaint eran de toda especie; pero en realidad no se mantenía fiel sino á una sola: a la geografía. Ni hermoso ni feo, ni grueso ni delgado, ni pálido ni de color subido, Enrique figu- raba en la categoría de esos hombres que se aprecian siempre, pero en los cuales nadie fija nunca la aten- ción: pasaba desapercibido. Si abría la boca, jamás se le oia decir un chiste, aunque á decir verdad, tampoco una tontería. Con su cabello castaño, su frente baja, sus labios sensuales, sus ojos grandes, azules y mio- pes, y su rostro de dulce expresión, hubiérasele podi- do comparar bastante bien con un carnero; pero las sienes, algo arqueadas, indicaban fuerza de voluntad. Por lo demás, de carácter bastante generoso, y dotado del valor que un hombre debe tener, dominábale su afición á las aventuras y á la geografia. Confesaba fran- camente que soñaba con la gloria de los ilustres viaje- ros, como Caillié y Burke; Livingstone le parecía el más grande hombre de la humanidad.
Algunas veces, preguntábale su tio el general:
—Vamos ¿qué viaje piensas hacer? ¿Con qué des- cubrimiento adquirirás fama? ¿Tienes algún plan Ó idea? Háblame de tus proyectos.
Guessaint contestaba con gravedad:
—Tengo proyectado ya un viaje, que será de gran- des resultados bajo el punto de vista humanitario y financiero. |
—¡Ah! ¡ah! explicame eso, sobrino mío.
—¿ Sabe usted cuántos viajeros han llegado á Tom- buctu? ;
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—¿Cómo diablos quieres que lo sepa ?
—Pues nada más que cinco, tío.
—«¿ Y tú quieres ser el sexto ?
—Precisamente.
—¿Cómo te arreglarás? Supongo que el viaje será muy difícil, puesto que sólo cinco hombres han podi- do efectuarlo.
—Tan difícil, que necesitaré diez años para prepa- rarme. Comenzaré por aprender el árabe y cinco ó seis dialectos africanos, y después permaneceré un año en la extremidad sur de Argel para familiarizarme con el sol y las arenas; me acostumbraré a no montar más que en camellos; los dátiles constituirán mi único ali- mento; me abstendré de beber cuanto me sea posible; y por último me convertiré en mahometano.
—¡Mahometano! ¿Para tener un harem? ¡A ti te gustan mucho las mujeres! ¿ Y te imaginas tu que te cederé la mano de mi hija ?
—¡Oh! querido tio, sería tan feliz casándome con Faustina, que por ella renunciaria la gloria de ir á Tombuctú.
¿Debia efectuarse aquel enlace. 6 se desbarataria ? Durante ocho años, el señor de Guessaint preparó su viaje, pues cuando proyectaba alguna cosa, nada le retraía ; su voluntad se convertía en verdadera tenaci- dad. Aprendió el árabe y los dialectos tuaregs; vivio tres meses en Coleáh con dos judías, y seis meses en Kartum, con varias sudanesas ; y hasta llegó á las tien- das cristianas de los negros, donde las hijas de Etiopia mirarían sin duda con muy buenos ojos al rubio euro-
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peo. Cierto día que su prima le dió broma al volver de una de sus lejanas excursiones, Guessaint con- testó:
— No te rías; tú eres la única mujer capaz de hacer- me olvidar á Tombuctú. |
— Gracias por el madrigal — replicó Faustina.
—Es un verdadero cumplido; tú no conoces Tom- buctú, la ciudad de las arenas, la ciudad de los sueños, la Babilonia del desierto. Un río, ancho como un mar, baña sus muros nunca violados, y las largas caravanas de camellos no conducen allí jamás un solo cristiano: elévase sola entre la inmensidad del cielo y la del Sa- hara; y en ella se cifran los deseos y las ambiciones de todos los pueblos del Africa. Hasta el feroz tuareg y el bestial nomá pronuncian el nombre de Tombuctú con el mismo recogimiento religioso con que el griego de otra época decia: «¡Delfos» ú «Olimpia!»
—Primo, eres poeta—decía Faustina:—yo lo ig- noraba.
El señor de Guessaint, sin hacer aprecio de lo quele decian, seguia pensando en Tombuctú. ¡Cuántos hom- bres se han forjado ilusiones menos inteligentes y más locas!
Esperaba en el salorcito del castillo de Chavry la contestación que le llevaría el ayuda de cámara; sen- tado en una butaca, con la cabeza inclinada, Enrique parecía reflexionar y estaba muy pálido, dejando esca- par á intervalos un suspiro, cual si le acosase un pesar profundo, que en vano trataba de ocultar.
—La señorita recibirá al caballero de Guessaint—dijo
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el criado presentándose:—si quiere usted dejar su par- desú, tendré el honor de conducirle.
M. de Guessaint vaciló: parecía temer presentarse á Faustina; pero de pronto, resolviéndose brusca- mente, contestó :
—EFstá bien, condúzcame usted.
—Buenas noches, primo mio — dijo Faustina al dedlé entrar:—¡ Que tarde vienes!
—Sí, efectivamente ; tarde vengo; pero es que...
El joven se detuvo; hubiérase dicho que las palabras se le atragantaban. Faustina retrocedió.
—¡Que pálido está !—exclamó.—¿ Será que... ¡Dios mio!... ¡Mi padre!... |
Y esperó la contestación, livida y angustiada, con los labios entreabiertos.
—Si... —murmuró Guessaint, sin tener fuerza para decir más, ni valor para explicarse.
¡Faustina había comprendido! Y permanecía inmó- vil, agitada por estremecimientos convulsivos, con la mirada fija. ¡Su padre habia muerto! Esto era lo que significaba la presencia de su primo y su inexplicable silencio. El destino la heríia con aquel golpe fatal; pero la joven permaneció inmóvil, sin verter una lágrima, sin proferir un solo grito ni pronunciar una queja. Daba miedo verla en aquel instante.
—¡Faustina, Faustina l—exclamó Nelly estrechán- dola contra su corazón y cubriéndola de besos.
La señorita de Bressier no contestaba; su frente, sus mejillas, sus labios y sus manos se helaban por momentos, y la vida parecía retirarse de aquella des-
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graciada joven herida de improviso en medio del co- razón. Nelly la empujaba suavemente hacia un sitial, y Faustina, sin oponer resistencia, sentóse dócilmente; pero segula guardando un silencio espantoso. Apenas se notaba en ella más movimiento que un ligero tem- blor en los labios, cual si hablase consigo misma. Gues- saint y Nelly temblaban ante aquel dolor concentrado que no se traducía en lágrimas y gritos; Nelly se arro- dilló ante su amiga, y besóle las manos, humedecién- dolas con sus lágrimas.
—;¡ Faustina !—exclamó—;¡ te lo ruego, te lo suplico, contéstame! ¿No me ves? ¿No me oyes? Estoy á tus pies, yo, Nelly, tu mejor amiga, tu hermana... ¡Oh Dios mío! ¿Se quedará asi ?
Faustina bajó los ojos, cuya mirada espantosamente fija, infundía pavor; pero ya vela á Nelly, y dijola en alta voz:
— Entonces, mi padre ha muerto...
Y rompió á llorar bruscamente. V
—¡Ah!—exclamó su amiga — ¡Dios sea loado, ya llora!
Si, Faustina derramaba en aquel momento todas sus lagrimas; Nelly acababa de reclinarla en una butaca, y Faustina, sollozando amargamente, entregábase á su desesperación y decia con voz entrecortada: «¡Papa... pobre papa...!» Durante toda la noche permaneció en el mismo sitio, quebrantada por su dolor. Nelly y el señor de Guessaint guardaban silencio, pues también ellos amaban tiernamente al general Bressier, y con- tristábales profundamente aquella muerte cruel; pero
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su dolor enmudecia ante la angustia de la joven. Faus- tina, sin embargo, tenía un carácter enérgico y fuerte; la desgracia podria doblegarla con su mano de hierro; pero pronto se recobraria, dispuesta á luchar contra el cruel destino. De repente enjugó sus lágrimas, y mi- rando al señor de Guessaint fijamente le dijo :
— Deseo no ignorar nada; puesto que mi padre ha sido muerto por el enemigo, quiero saber cómo.
.En vano se excusó el señor de Guessaint, que no quería entristecer más inútilmente á Faustina, pues cada palabra pronunciada avivarla el tormento de la joven, évocando para ella el menor detalle siniestras visiones; pero en aquella altiva mujer habia heroísmo; toda una raza de soldados revivia en la señorita de Bressier ; su alma valerosa no conocía los ridículos te- rrores; y si un instante se doblegó ante el peso de la desgracia, rehaciase muy pronto, más altiva que nunca. Adoraba á aquel padre, que una muerte trágica le arrancaba de improviso; huérfana de madre cuando aún estaba en la cuna, él fué quien la educó; y bastá- bale cerrar los ojos para ver de nuevo al intrépido mi- litar inclinado sobre su lecho y contemplándola con tierna mirada; él la enseñó las primeras frases que una boca infantil balbucea; y de él aprendió todas las le- yendas heroicas del ejército africano. Acordábase del comandante de Bressier, que mandaba un batallón de zuavos al volver de Constantina ; referia sus campañas á la niña, que le oía con asombro; hablábale de las rui- dosas correrias y de la fuga desordenada de los árabes de blanco albornoz; de los pueblos que humeaban; y
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del desierto amarillo, donde vagaban los leones de ro- jizo pelaje; recordando el tiempo en que era coronel, hablaba de la entrada triunfal por las calles de Milán, donde desde las ventanas adornadas con ricas colga- duras, llovian ramos, aplausos y sonrisas. También hablaba de aquella excursión á través de la China, glo- riosa epopeya, cuando con seis mil soldados únicamen- te se atacaba un imperio de cuatrocientos millones de hombres; del puente de Palikao, donde se hundían los tartaros, agitando sus banderas en losange, y donde proferían gritos y amenazas negros demonios; del in- cendio del Palacio de Verano; y de la entrada en Pekin, que se aparecía de improviso con una faja de muros almenados, con sus palacios amarillos y sus mandari- nes engalanados con una pluma de pavo real, que re- ferian al heroico ejército los secretos del Asia miste- riosa.
Ya habia muerto el hombre que llevara á cabo actos tan heroicos ó sublimes, que no regateó nunca al pais ni su tiempo, ni su salud ni su vida; y había muerto como siempre lo deseó: en el campo de batalla, en medio de las balas que silbaban, en medio de los ca- ñones que cubrían el suelo de carne humana, en la embriaguez de la lucha y cumpliendo con su deber. Pero ¡ay! no cayó frente al extranjero, sino batiéndose contra franceses, en la espantosa lucha de la bandera tricolor contra la bandera roja, en la que los hijos de una misma familia se precipitaban unos contra otros.
Faustina, sin embargo, no quería ignorar nada; era
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su deber exigir que se la refiriese el fin de aquel héroe; sabia cómo había vivido su padre y queria saber cómo había muerto.
Fué preciso que el señor de Guessaint hablara; lle- gaba directamente de Versalles, y hacía dos horas que el mismo ayudante de campo del general le habia re- ferido la catástrofe. A eso de las tres de la tarde, el comandante del cuerpo de ejército daba orden de avanzar con la reserva; la artilleria de los comunistas segaba filas enteras; las tropas vacilaban y ya un bata- llón retrocedía en desorden, cuando el general, lan- zando su caballo á galope, gritó: «¡Adelante. adelante!» Durante un momento desapareció entre el humo; pero muy pronto se le vió de pie junto á su caballo, destro- zado por una bala de cañón; recorrió el espacio de al- gunos metros, arrastrando consigo á los que trataban de huir, fascinados por el valor de su jefe; pero de pronto tropezó contrz una piedra y cayó como una masa inerte: una bala le había atravesado el corazón. Su ayudante de órdenes, auxiliado por dos individuos de infanteria de marina, se apresuró á recoger el ca- dáver en medio de una lluvia de proyectiles. Tal era la historia, sencilla y grandiosa, como lo habia sido la vida de aquel soldado.
El señor de Guessaint esperaba las órdenes de su prima, pues no pudiéndose depositar los restos del general en el panteón de la familia, en el cementerio del Pére-Lachaise, era preciso que dijese dónde se de- bían transportar. Faustina reflexionaba, como si con- sultase con el difunto para conocer su voluntad.
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—El servicio oficial debería efectuarse en Versalles— clijo;—pero mi padre manifestó'á menudo cuánto le repugnaban esas pompas brillantes en que la emoción desaparece bajo un frivolo aparato. Por otra parte, V ersalles no es ya hoy una ciudad, sino una inmensa hosteria, que á todos sirve de punto de reunión. Deseo que traigan aquí el ataúd de mi padre; en el cas- tillo hay una capilla, allí se. dirá la misa y rezaremos por él,
Nelly se atemorizó al pensar en las nuevas emocio- nes que aquella fúnebre ceremonia despertaría en la señorita de Bressier, y trató de hacerla renunciar á semejante idea; pero la joven se rebeló.
— Haré — dijo —lo que mi padre hubiera man- dado que se hiciese si pudiera dictarnos sus volun- tades. |
El señor de Guessaint se inclinó; debia obede- cer á su prima, porque ésta era dueña absoluta en todo.
—¿No dormirás en el castillo? —pregunto al joven.
—No, prima mía; he de volver á Versalles para dar cuenta de tu resolución al comandante de la plaza. | |
—Gracias, primo mio; no olvidaré que has partici- pado por mitad en el más profundo dolor de mi vida.
Así diciendo, estrechóle la mano, y el señor de Guessaint salió.
—Si supieras qué desgraciada soy!—murmuró Faus- tina deslizandose en brazos de Nelly.
De nuevo rompió a llorar, y su desesperación pare-
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ció acrecentarse al pensar en la dolorosa pérdida que acababa de sufrir. Se acostó para complacer á su ami- ga; mas no pudo cerrar los ojos. ¡Pobre Esteban! ¡Cómo lo sentiría él también! La joven se revolvia en su le- cho, y presa de la fiebre, repetía de continuo: «¡Papá, pobre papá!» La señorita de Bressier, completamente quebrantada, no quedó dormida hasta el amanecer, con ese sueño pesado que, en vez de aliviar, aniquila. Cuando se desperto, el dia estaba bastante adelantado; pero la joven no veía la claridad del sol que penetraba * entre el ramaje, ni las risueñas alegrías de la prima- vera, ni oia tampoco el canto de las avecillas entre la espesura de los árboles. Sólo pensaba en su padre, á quien amaba sobre todas las cosas, y á quien ya no volveria á ver jamás. Su doncella le dijo que la seño- rita Nelly había ido varias veces á preguntar cómo se- guía, y que la esperaba en el taller.
—Diga usted á la “señorita Forestier que me dispen- se; dentro de un instante bajaré.
Faustina se dirigió al despacho del general, á quien agradaba mucho refugiarse en aquella habitación de carácter severo, donde se hallaban reunidos algunos de los recuerdos más queridos de su vida aventurera. Junto a las armas arabes, austriacas y chinas, entre las panoplias guerreras, veíanse. los retratos de sus hijos y de su esposa. En el fondo de la habitación habia un bufete, comprado por M. Bressier en la venta que - hizo el mariscal Bugeaud. Al principiar la guerra, ha- bia dicho á Faustina: |
—Hija mia, toma una de las llaves de ese bufete; yo
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FAUSTINA DE BRESSIER 139
guardaré la otra. Si me... hum... si me sucediese una desgracia, quiero que puedas abrir ese mueble. En él encontrarás mi testamento. |
Valerosa, dominando su padecimiento, reprimiendo sus lágrimas, Faustina acababa de ejecutar las órde- . nes de su padre. Todo estaba en el orden más perfec- to; algunas carpetas, llenas de papeles, hallábanse en su lugar, con el correspondiente rótulo, y en un cajón velase un pliego bastante grande, con sello de lacre rojo, que representaba el escudo de armas del gene- ral; en el sobre leíanse las siguientes palabras: «Para mis hijos.»
La joven vaciló un momento antes de romper el sello, pues aquel pliego no le pertenecía á ella sola, sino también á Esteban; pero reflexionando que el señor de Bressier ordenaba tal vez en su testamento cómo se debia efectuar el servicio fúnebre, pensó que su deber era tomar conocimiento del escrito antes de la llegada de su hermano. Además, Esteban y Faustina se profesaban tal cariño, que entre ellos todo era común, y la joven no dudó que su hermano aprobaría su con- ducta. En su consecuencia rasgo el sobre y leyó. El se- ñorde Bressier deseaba, efectivamente, que su entierro fuera muy sencillo, todo lo posible, y quería que no se le tributasen los honores de general de división y de sran oficial de la Legión de honor. Solicitaba que sus más queridos compañeros de armas asistiesen á sus funerales; que no -se pronunciara ningún discurso; y que se dijese sólo una misa rezada. He aqui todo lo que Pedía aquel hombre de bien; las oraciones de los que
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amaba eran suficientes para saludar sus despojos mor- tales. , l
Seguían algunas líneas, especialmente para Fausti- na: el general no daba ninguna orden á su hija ; pero rogábale que se uniese con el señor de Guessaint, el hijo de su hermana. Faustina tenía diez y siete años; el servicio de las armas no permitía á su hermano estar mucho tiempo á su lado, y de consiguiente nece- sitaba esposo: su padre querla conoserle de antemano. Faustina dejó caer el papel sobre el bufete, y durante un momento ocultó su cabeza entre las manos; des- pués, como si hablase con algún sér invisible, pero siempre presente, que pudiera oirla y aprobarla, dijo en alta voz: |
—Padre, dentro de tres meses seré la señora de Guessaint. |
Y volvió á coger el testamento, que era bastante lar- go. El general no olvidaba á nadie, á ninguno de aque- llos que amaba. Asi, por ejemplo, legaba mil doscien- tos francos de renta á un anciano subalterno, caballero también de la Legión de honor, que habitaba cerca de Pornic, una de las tierras del señor de Bressier. Este subalterno habia recibido una herida en otra época, batiéndose á su lado y salvándole la vida. El general había pensado también en sus servidores, ase- gurando la subsistencia á los más pobres; y á cada uno de sus amigos legaba un recuerdo. En cuanto á su fortuna, formaba naturalmente dos porciones iguales, distribuidas entre la hija y el hijo. El tes- tamento terminaba con dos líneas para Esteban, dos :
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líneas llenas de nobleza y de dignidad, en que el padre decia á su hijo: «¡Haz lo que yo hice; con- dúcete como me conduje; ama la Francia, como yo la
he amado!»
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VII
he ISPENSE usted, señorita, si la molesto; pero : E en el salón esperan unos amigos de mi ge- 0) neral, que llegan de Versalles conducidos por el señor de Guessaint. Mario hacía aquella advertencia á su ama, que, su- mida en profunda meditación en el despacho de su - Padre, olvidábalo todo.
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—Gracias, amigo mio—contestó;—voy un momento a mi habitación y bajaré en seguida. :
Si Faustina no hubiera estado del todo entregada á sus recuerdos, no habría podido menos de fijar su atención en el singular aspecto de Mario: sus dientes se entrechocaban; una palidez verdosa desfiguraba casi sus enérgicas facciones; y á intervalos apoyábase contra un mueblé cual si temiera caer. Y era que ya conocia en toda su extensión el desastre que acababa de herir á la familia de Bressier, desastre que Fausti- na ignoraba aún. Á Mario le pareció ya muy extraña el día anterior la prolongada ausencia de Esteban, y al reflexionar sobre ella pareciale un funesto augurio. Conocia al capitán, alegre, buen hijo, pero ante todo puntual en el servicio y dócil con sus jefes. ¿ Cómo ad- mitir que semejante oficial, disfrutando sólo de algu- nas horas de licencia, permaneciera ausente doble tiempo? ¿Había intentadoirá verá su padre en el puen- te de Courbevoie? Esto era inadmisible, porque el ge- neral hubiera dicho al punto á su hijo: «No olvides tu deber». No, Esteban corría un peligro.
Durante la noche, el veterano volvía y revolvía la misma idea en su cerebro, acosado sin cesar de un te- rror indecible ; y llegada la mañana corrió á Versalles sin decir una palabra á nadie. A toda costa querla sa- ber la verdad, € iba á saberla en todo su horror. Ha- biéndose acostado muy temprano la vispera, antes de la llegada del señor de Guessaint, emprendió la mar- cha cuando nadie se había levantado aun; bien es verdad que no habitaba en el castillo mismo, sino en
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aquel pequeño pabellón de guarda, donde Nelly y Faustina le hallaron cuando Francisca estaba desvane- cida en el foso. Al salir del castillo ignoraba, pues, la muerte de su general, y la supo al llegar al cuartel del Estado mayor. Un conserje, antiguo sargento, acercóse á Mario y le dijo :
—¡ Ah! ¡cómo te compadezco, compañero !
—¿ Cómo ? ¿ Qué ocurre ?
—¿ No lo sabes ? Tu amo...
—¿El capitán ?
—¡ Ay! ¡los dos, pobre viejo!
Mario cayó en tierra sin sentido, como el buey que acaba de recibir el golpe de mazo en la cabeza. Apenas eran las seis de la mañana, y ya el patio se llenaba de oficiales, de correos y de soldados que iban y venian; era todo el movimiento de una ciudad en tiempo de guerra, cuando el enemigo está a las puertas y se lu- cha todos los dias, volviendo á comenzar el peligro por la noche. Sabiíase ya la espantosa desgracia: el general de Bressier, muerto por el enemigo, y su hijo, el capitán, fusilado en un bosque. El sargento condujo á Mario á la portería y prodigóle las mayores atencio- nes para hacerle volver en si; al cabo de un cuarto de hora, Mario abrió los ojos, y entonces refiriéronle la trágica aventura. El padre había muerto gloriosamen- te de un balazo en el pecho cuando conducia al fuego á sus soldados vacilantes y perturbados. El hijo había perdido la vida miserablemente en una emboscada.
Un centinela de las avanzadas habia visto de pronto, en el momento de salir el:sol, una sombra que corría
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hacia la plaze; dióla el «¡quién vive!» y disparó su fu- sil. El desconocido emprendió la fuga, siguiéndole de cerca diez ó doce hombres; alcanzáronle muy pronto, y preguntado quién era, contestó que se llamaba José Larcher y que pertenecía á la Comuna. Después refi- rió una historia muy extraña. Según dijo, unos sesen- ta guardias nacionales se ocultaban en los bosques, á corta distancia de alli, y tenian prisionero á un capi-. tán de húsares. José Larcher iba de parte de sus com- pañeros á proponer un cange; los comunistas respe- _tarían al oficial; pero en cambio querian que se les perdonara la vida. El infeliz mezclaba en 'su relato in- terjecciones cómicas y frases entrecortadas que reve- laban un terror bestial; dijo que no era un mal hom- bre; que tenia el oficio de ebanista; que hubiera preferido permanecer tranquilo si le hubiesen dejado, pero que le obligaron á ir con los demás; y que se le podía creer bajo su palabra, Sus compañeros y ¿l pe- dían tan sólo que no se les fusilara, y esto seria facil de conceder, puesto que entregaran al prisionero vivo.
El capitán que mandaba la guardia escuchó aten- tamente el relato confuso y embrollado del guardia nacional: evidentemente aquel hombre no mentía; y en todo caso, se practicaría un reconocimiento hacia el bosque indicado por José Larcher. El obrero eba- nista no pensó en pedir al oficial su palabra de honor de que se respetaria la vida de sus compañeros, pues sólo quería salvar la suya; y asi fué cómo una compa- nía de línea se puso en marcha acto continuo para librar á Esteban. ¿Qué sucedió después ?» No se sabía.
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Suponlase que algunos soldados, olvidando la consig- na, habían hecho fuego los primeros sobre los guar- dias nacionales, quienes sobrecogidos de un pánico y creyéndose vendidos, mataron al prisionero después de maltratarlo, agobiándole de ultrajes. Cuando el capitán del destacamento de línea fué dueño del bos- que, halló el cuerpo de Esteban de Bressier acribillado a balazos y ya hinchado; el rostro estaba lleno de magulladuras, sin duda por los golpes que le habían descargado con las culatas de”“los fusiles, pero aún conservaba una expresión de furiosa cólera. Los sol- dados, al ver esto, pasaron á cuchillo á cuantos caye- ron bajo sus manos, y sólo unos pocos guardias nacio- nales pudieron escapar, huyendo á derecha é izquier- da como una bandada de perdices.
Al oir las primeras palabras de este lúgubre relato, Mario comenzó á llorar; pero poco á poco reprimió sus lágrimas; apretó los puños con rabia y levanto los brazos, poseido de cólera, haciendo ademanes de ame- naza. Aquel campesino, arrancado de su pueblo para servir á la patria; aquel hijo de los antiguos siervos, cuya limitada inteligencia no concebía ninguna de las ideas de su época; aquel simple soldado que habia obtenido el grado de alférez al cabo de tantos años de buena conducta, después de muchos actos de valor; aquel hijo del pueblo, en fin, experimentaba en aquel momento una impresión bien extraña para un hom- bre como él: veía extinguido para siempre el nombre de Bressier, que á sus ojos se aparecia con una aureo- la de gloria.
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Sin embargo, en el Estado Mayor se conocian las intenciones de la señorita de Bressier; sablase que el servicio fúnebre del general se efectuaria en el castillo de Chavry, y sus compañeros de armas que estaban en Versalles, así como varios amigos, proponlanse asistir. Faltaba resolver una cuestión grave, sobre la cual el señor de Rentz, comandante de la plaza, pidió parecer al señor de Guessaint. ¿Se celebrarian los dos servicios al mismo tiempo, ó convendría ocultar á Faustina, durante algunos días, la muerte de su her- mano ? El señor de Guessaint no vaciló, pues recorda- ba la desesperación de la joven, tanto más violenta cuanto más concentrada fué; y opinó que anunciarle la muerte de Esteban sería quebrantarla por completo, ocasionándole tal vez la muerte.
—¿Qué hacer entonces?— preguntó el señor de Rentz.—La señorita de Bressier extrañará la ausencia de su hermano en semejante momento.
—Mentiremos, mi general, y usted me ayudará.
—De buena gana ; pero ¿cómo ?
—+¿ No irá usted al castillo para la misa ?
—Seguramente. Ya he dado las órdenes. Sé que mi pobre compañero no era aficionado á los entierros of ciales; pero quiero que algunos soldados, cuando me- nos, saluden el ataúd de su jefe. Ya se han puesto en marcha para Chavry un batallón de línea y un escua- drón de artillería; el cadáver se transportará en la cu- reña de un cañón.
—¿ No puede usted decir á mi prima que ayer se confió una misión especial al capitán Bressier ? Yo le
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explicaré que no se ha tenido tiempo de llamarle por telégrafo.
—Muy bien.
—De este modo estará ignorante del hecho al menos durante una semana. Yo la acostumbraré poco á poco á esa desgracia, y cuando se la revele, ya tendrá su- ficiente fuerza para soportar este golpe. |
—«¿ No le parecerá inverosimil esta fábula ?
—No, mi general; los seres muy desgraciados son siempre crédulos.
En el ejército querian mucho á la familia de Bres- sier, y todos supieron muy pronto lo que habían re- suelto el general de Rentz y el señor de Guessaint: Faustina ignoraba y debía ignorar la muerte de su her- mano. Cuando Mario dijo á la joven que llegaban va- rias personas, los jardines y el parque se llenaban ya de gente; no sólo ocupaban su puesto las tropas envia- das, sino también los oficiales del general. Los varia- dos uniformes se destacaban sobre el verde césped de los prados, contrastando sus vivos colores con el del follaje de los árboles; la infantería de linea, formando tres filas, ocupaba los dos lados de la alameda; los ofi- ciales de las otras armas, generales y coroneles, agru- pábanse.á derecha é izquierda del castillo; y el señor de Guessaint, con Nelly á su lado, recibía en el pórti- co. De repente presentóse Faustina de Bressier, cu- bierta de un largo velo negro que apenas ocultaba su palidez; y en aquellas altivas facciones lelase tanto do- - lor, tal sufrimiento en los ojos brillantes de la joven, que ya no podían llorar, que al punto circuló un mur-
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mullo de emoción en la multitud allí reunida. Todos se descubrieron para saludar á la hija y á la hermana de dos soldados muertos por la patria.
Un momento después oyóse de pronto en el camino una orden dada con voz breve; resonaron los cascos de los caballos, el ruido sordo de los furgones que rue- dan, y por la verja vióse penetrar un cañón que avan- zaba lentamente, llevando en la cureña un ataúd cu- bierto con la bandera tricolor; detrás iban artilleros montados, conduciendo otras piezas, cuyas bocas de bronce, vueltas hacia la campiña, estaban aquel dia mudas; el general que mandaba levantó su espada, á cuya señal resonaron los clarines y tambores: el que
había muerto como soldado tuvo los funerales de tal.
La misa fué muy corta, pues los asistentes no que- rían ser importunos,: y todo el mundo comprendía que la señorita de Bressier deseaba estar sola. Los gene- rales y oficiales fueron á saludar, unos después de otros, á la hija de su compañero de armas; un dolor sordo anublaba aquellas frentes; la piadosa mentira con que se engañaba á la joven pesaba sobre todas las conciencias. El señor de Rentz se sonrojó á pesar suyo al decir que habla enviado al capitán Bressier á Nicort el día antes para una remonta de caballos. Aquella des- graciada huérfana inspiraba compasión por la doble pérdida que acababa de sufrir; guardábase el secreto; pero todos estaban cruelmente conmovidos.
A eso de las dos, el castillo volvia á quedar solitario. Faustina rogó al señor de Guessaint que la acompaña- se al taller; y como Nelly se alejara, su amiga le dijo:
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- —Deseo que te quedes; en ausencia de mi hermano, tú eres la que representas á toda mi familia. ¿No eres también mi hermana ?
Cuando los tres estuvieron reunidos, la señorita de Bressier leyó á su primo el testamento del general.
—He deseado—dijo—que tomaras conocimiento de las últimas voluntades de mi padre, y añadiré que e3- toy dispuesta á respetarlas. Mentiría si dijese que te amo, Enrique; pero quisiera amarte, porque mi padre te apreciaba, lo cual basta para que yo experimente un sentimiento semejante al suyo. Deseaba que fueras mi esposo: cúmplase su voluntad.
—Prima mía.....—balbuceó Enrique.
Faustina le tendió la mano.
—Te prometo—dijo—ser esposa fiel. Hasta la vista, primo; deseo que por hoy me dejes sola. Más tarde, siempre que vengas á verme, estarás en tu casa.
El señor de Guessaint hubiera querido expresar su agradecimiento de una manera elocuente; pero en rea- lidad no hallaba una sola palabra; el exceso de su dicha hacíale enmudecer; y no sabiendo qué decir á Fausti- na antes de retirarse, salió sin pronunciar palabra.
¿Con que estás resuelta ¿—preguntó Nelly.
—Mi padre lo quería—murmuró la señorita de Bres- sier, |
Nelly dejó escapar un suspiro muy significativo.
—Vamos—dijo—serás la señora de Guessaint. ¡Ah! ¡no es eso lo que yo soñaba para ti!
—Yo también esperaba otra existencia—repuso Faus- tina lentamente.
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Y enjugó las lágrimas que se deslizaban por sus me- jillas. |
—Mejor hubiera querido no separarme nunca de mi padre, mo contraer matrimonio, y vivir siempre junto al heroico soldado..... Esteban ha de ir siempre lejos, y no habria podido ser, como yo, para el gene- rál, un compañero continuo. Tú no nos habrías aban= donado tampoco, Nelly; tu alegría, tan franca, hubiera sido la sonrisa de nuestro hogar, y mi padre habría envejecido con nosotras dos, con su hija y con la que casi lo es...
Nelly estrechó en sus brazos á Faustina.
—¡Aún lloras—le dijo —pobre amiga míal
— ¡Ay de mi! ¡nunca lloraré bastante al que he per- dido!
—¿ Quieres prometerme una cosa ?
—+¿ Cuál ?
—Que en adelante será como si tu padre viviese. Vas a tener esposo; para él no seré más.que una ex- traña, y querrá separarnos, porque los hombres tienen á veces ideas extravagantes. Júrame que rehusarás; ya hace muchos años que vivimos como dos hermanas, y yo quisiera que el porvenir fuese como el pasado.
Faustina cogió las manos de Nelly y miróla tierna- mente. |
—Era la voluntad de mi padre—dijo—y la respetaré como todas las demás; sea rica ó pobre, nunca teaban- donaré; mi casa será siempre la tuya; hermanas hemos sido, y hermanas seremos.
—Me haces feliz, amiga mía.
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—+¿ Quién sabe + Tal vez seas tú la que algún día de- seará separarse de mí; tienes diez y seis años; eres hermosa y rica; amarás y serás amada; y entonces, el destino romperá fatalmente el lazo que nos une.
El rostro de Nelly tomó una expresión grave.
—Te engañas, Faustina—dijo;—jamás me casaré. A primera vista diríase que no reflexiono mucho, pero en el fondo tengo mucha formalidad. Soy huérfana, y mi familia se compone de una sola persona: tú. ¿Para qué había de buscar otra? Sé queá los diez y siete años no se debe decir lo que se hará ó no se hará; pero ambas nos adelantamos á nuestra edad, porque el dolor nos ha madurado, sometiéndonos á pruebas que las demás jóvenes ignoran siempre. Tú no olvidarás nunca este día, en el que pierdes uno de los seres que más amaste; yo no le olvidaré tampoco: acabas de permitirme que sea siempre tu hermana, y por lo tan- to no debemos separarnos nunca.
Las dos amigas se abrazaron de nuevo: en aquella hora terrible de su vida, la señorita de Bressier, aun- que aniquilada, reanimábase al sentir junto á si el ar- diente y sincero cariño de Nelly. Cuando se ha perdido un sér amado, parece que en el corazón queda un pro- fundo vacio, y que nada lo colmará jamás; pero la na- turaleza, siempre joven, compadécese á veces de los sufrimientos que impone; y junto á una ternura per- dida hace nacer otra nueva.
—Puesto que somos hermanas— continuó Nelly— permiteme ser la mayor de vez en cuando: tú necesi- tas aire y sol; cógete de mi brazo y vamos al parque.
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—Te ruego que...
—No ruegues, porque será inútil. Estoy. resuelta a no escucharte ; si te quedas en el taller, ó subes á tu habitación, te absorberás en tus reflexiones, padecerás y llorarás.
—Tú quieres...
—Quiero que hagas ejercicio, que salgas conmigo. Mira á Odin, que ronda alrededor del taller, obser- vándonos con expresión de tristeza, cual si creyese que le olvidamos.
La tarde estaba serena; ocultábase el sol entre las nubes, y sobre los árboles parecía extenderse un tinte agrisado; el tiempo era delicioso para recorrer el par- que; pero ¿qué le importaba esto á Faustina? Obede- cia á Nelly, cuando hubiera preferido echarse á llorar a su gusto. Esto era precisamente lo que su amiga que- ría evitar, sabiendo que es necesario sacudir con vio- lencia un dolor profundo, y esperaba distraer á la se- ñorita de Bressier con su viva conversación. Las dos jóvenes se internaron en la espesura sombría, siguien: do los sinuosos senderos que se entrecortaban, y pre- cedidas de Odín, que saltaba junto á ellas. Nelly volvió á su idea fija.
— ¡ Casarte !—exclamó—sin duda deseaba que te ca- sases, pero yo soñaba para ti un principe encantador, porque tú eres á mis ojos el bello ideal de la joven. No te ruborices, porque es del todo inútil. Yo pensa- ba que tú te unirias con un hermoso joven, locamente enamorado...
— ¡Nelly !
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—No me riñas. Tu pobre padre lo ha resuelto de otro modo; todo cuanto hizo está bien hecho. No creas, sin embargo, que no sienta yo también esa irrepara- ble pérdida; estoy sola en el mundo, y si tengo una amiga como tú, es porque él me abrió á la vez su casa y sus brazos. Por lo mismo la ternura que me inspiras es debida en parte al agradecimiento; y si te hablo del principe encantador, es porque desearía para ti todas las felicidades. ¡Cuánto no daría por evitarte una lá- grima!
—Amada mia...
Cogidas de la cintura, aquellas dos hermosas jóve- nes avanzaban lentamente por el parque. Al hacerlas casi semejantes, la naturaleza parecia haber querido reunir dos bellezas angelicales. Faustina y Nelly pa- seaban hacia media hora, cuando esta última dijo de pronto: |
— ¿Estás segura que no nos hemos extraviado? Este parque es tan grande, que siempre temo perderme.
—No—repuso la señorita de Bresier—no es fácil per- derse con Odín: ahi tienes el foso á pocos pasos; basta seguirle para llegar á la verja.
Las jóvenes tomaban un nuevo sendero, cuando Odin dejó escapar un prolongado aullido; en el cami- no apareció un hombre, que salía del foso ayudándose con las manos; pero en vez de mantenerse en pie, mi- raba á derecha é izquierda, espiando con. aire in- quieto. | |
A la distancia que estaba, las jovenes le veían mal; pero su primer sentimiento fué el temor: aquel hombre
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parecía un vagabundo, poco deseoso de encontrar á nadie.
—¡ Aqui, Odin!-—dijo Faustina con voz breve.
El perro corrió hacia su ama.
-—Felizmente, el foso nos protege—murmuró Nelly —porque ese individuo no promete nada bueno.
En aquel momento llegaban á la verja abierta y el hombre las vió: estaba de pie en medio del camino, cruzados los brazos, con expresión de profundo des- aliento; pero de pronto hizo un brusco ademán, cual si tomase una resolución, y franqueando la verja, diri- gióse á Faustina.
VIII
YA E URANTE el furioso ataque de los soldados de E g línea, Pedro se había defendido vigorosa- e) mente; pero la lucha no fué larga: al cabo de día hora reinaba lúgubre silencio en aquel bos- que convertido en cementerio; sólo algunos hombres habían podido escapar, y entre ellos el marido de Francisca, á quien no se persiguió porque queríase ante todo encontrar al prisionero vivo aún.
Durante toda la tarde Pedro permaneció oculto de- trás de un árbol, agachado entre la espesura: cuando las sombras comenzaron á extenderse por el llano asomó la cabeza, mirando y acechando, pero sin ver á nadie; no se divisaba la menor sombra sospechosa
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entre los velos grises del crepúsculo. Aunque hubiese salvado la vida, Pedro no estaba fuera de peligro. ¿Qué hacer ? ¿A dónde ir? Era imposible regresar á Paris, pues si trataba de franquear la distancia que le sepa- raba de los baluartes, encontraría infaliblemente las tropas de los sitiadores. También juzgó imposible re- troceder para remontar por la parte de Versalles, pues con su casaca de guardia nacional se le reconocería al punto. El penado que en otro tiempo escapaba del pre- sidio infamante de Tolón era descubierto siempre por su repugnante uniforme; si llamaba á la puerta del campesino, éste le ahuyentaba á golpes; y si pedía asilo al pastor nómada, el pastor le azuzaba su perro. | No habia salvación posible mientras que el penado lle- vase encima la humillante casaca, pues era como si llevase el lejano presidio sobre los hombros. Lo mismo le sucedía á Pedro, porque se aborrecia á los comu- nistas, y por eso se despojo de la casaca y arrojóla en un matorral con su kepis; cierto que se podía recono- cer aún el galón rojo cosido en el pantalón negro, pero á pocos pasos asemejábase al de un soldado de artille- ria. Por otra parte, reinaba la oscuridad, y quedábale toda la noche para trazar su línea de conducta. ¡Si por lo menos pudiese comer y beber! No sabia dónde buscar ahora su pan, aquel pan que había compartido con el desgraciado Esteban. ¿Pediría limosna con aquel traje ? Locura era pensarlo, porque esto equivalía a en- tregarse con tanta seguridad como si, encontrando á un soldado, le invitase á detenerle. Sin embargo, no podia rondar toda la noche como una fiera acosada por
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los perros; ni siquiera sabia dónde se hallaba, y ante todo era preciso orientarse.
A la izquierda extendíase un considerable caserío, y en ambos lados del camino veíanse graciosas quintas. Pedro temblaba. Debía parecer un vagamundo, con el rostro y las manos ennegrecidas por la pólvora, con su mirada inquieta y su cabello en desorden ; aquel hom- bre, de aspecto feroz, sucio y que llevaba la cabeza desnuda, infundiría pavor. Sin embargo, siguió ade- lante, y después de recorrer unos quinientos metros reconoció el pais: estaba en Sévres. ¡Amargura del recuerdo! Hacía algún tiempo había ido á pasear alli con Francisca, y pareciale verá su Santiaguito desli- zándose entre los trigos para coger florecillas. ¡Qué lejos estaba ya aquel hermoso tiempo! De repente Pedro se detuvo: á la derecha elevábase una casa de aspecto sencillo y cómodo, una casa de burgués pari- siense, muy tranquila. La luna iluminaba en aquel momento con su blanca luz aquella porción del paisaje, y por la reja abierta, Pedro vió una niña que, sentada en un guardacantón jugaba con su perro, al que ofre- cía azúcar, levantando la mano para que saltase. El animal brincaba y la niña reía, acercaba el azúcar y alejábalo después, complaciéndose en escuchar los la- dridos del perro. Era una niña como de doce años, algo gruesa y de cabello rubio, cuyos espesos rizos adornaban su frente. Pedro franqueó bruscamente la verja y adelantóse hacia la niña, que al verle se puso en pie al punto, balbuceando:
—Caballero, caballero...
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Poseida de temor, dejó caer la mano, de lo cual se aprovechó el perro para comerse el terrón de azúcar.
— Señorita — dijo Pedro con voz breve, procurando dulcificarla—no tema usted... señorita, yo no soy malo... pero no he comido nada desde ayer. Déme usted un pedazo de pan y un vaso de agua.
Pedro hablaba con un tono tan extraño, y con tal expresión de temor y sufrimiento, que la niña se sintió conmovida; miróle con ojos de asombro y parecia pre- guntarse de dónde salía tan de improviso aquel vaga- bundo. De pronto soltó una carcajada y dijo:
—¡Positivamente está usted de suerte, pues mi mamá y mi tía han ido á paseo; la criada habla con el jardi- nero... y yo no sé por qué, pero cuando los dos están de conversación, ella no se fija en nada! Espere usted un minuto; con tal que mamá no venga... ella no dirla gran cosa; pero mi tía sl.
Y siempre riendo, satisfecha sin duda porque hacia algo prohibido por su tía, la niña desapareció en la casa; al cabo de cinco minutos volvió cargada de co- mestibles, pan, carne y una botella de vino: apenas sd dian sus bracitos sostener aquel peso.
—¡Ah!—exclamó—no podría usted llevarse todo eso; espere un poco, que voy á buscar una servilleta.
Dejó sus provisiones sobre el guardacantón, y el perro comenzó á olfatearlas. A Pedro le parecia encantadora aquella niña, y hubiera querido hablar con ella para , darle gracias; pero la madre y la tía de que habló le atemorizaban. Seguramente gritarían al ver aquel 8i- tano en su casa, y asi puso los víveres en la serville-
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ta que la niña le presentó y anudóla rápidamente.
—¿ Cómo te llamas, hija mia "— preguntó.
—Gabriela; pero me llaman Gab.
— Jamás te olvidaré; quisiera abrazarte; pero estoy tan negro...
Pedro sonrela al hablar así; y por primera vez desde su salida de Paris, desde que hubo de separarse de su esposa y su hijo, una expresión de alegría iluminó sus ojos tristes. La niña rela siempre.
— A mi no me importa que esté usted negro—con- testó; —abráceme usted lo mismo, y no me olvide.
— Lo prometo, Gabriela...
—No olvide que me llaman Gab... vamos, váyase usted pronto, porque mi mamá y mi tía pueden vol- ver, y ésta se encolerizaria,
Nunca habia comido Pedro tan bien: al pie de un árbol, en medio del campo, devoró los viveres que debia á la caridad de una niña. ¡Qué suerte habia te- nido! Si hubiera encontrado una criatura temerosa en vez de aquella, que tenía valor y era buena, le cogian sin remedio, O le llevaban á Versalles, para encerrarle en uno de los calabozos donde estaban los federales cautivos; y entonces no volvia á ver nunca á Santiago ni á Francisca. Después de comer, haciase preciso buscar un refugio para pasar la noche, pero esto era muy sencillo; bastaba internarse en la espesura del bosque; hizolo así, y cuando se vió protegido por el follaje de los altos árboles, el infeliz sintió un profundo bienestar y recobró la esperanza. Al escapar de tantos peligros, hubiera podido creer que algún espíritu be-
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néfico le protegía. La batalla primero, aquella temible permanencia en el bosque después, la encarnizada lucha cuando los soldados de linea atacaron, y por ul- timo, aquella dulce niña que se apareció de pronto para prestarle auxilio cuando se entregaba á la deses- peración. Murmuraba su nombre con cariñoso acento, y pareciale ver aún el semblante gracioso de Gab y su frente coronada de blondos rizos. Cómenzaba á expe- rimentar una deliciosa calma: cerraba ya sus ojos, me- cido por las primeras caricias del sueño, y al fin se durmió profundamente: sobre su cabeza sonreía la inmensa bóveda azul tachonada de estrellas.
Cuando despertó, algunos campesinos pasaban por la carretera. Las angustias de Pedro se renovaban con el día; poco le importaba que le tomasen por un vaga- bundo, pero el galón rojo de su pantalón revelaba que el obrero era un federal fugitivo. En su consecuencia, resolvió permanecer en su escondite durante algunas horas; había economizado sus víveres la víspera, y pudo almorzar bastante bien. En aquel momento, el reloj de una iglesia lejana dió las doce; y otra vez Pedro se preguntó qué haría.
Cuando la esperanza penetra en el corazón, fijase en él obstinadamente ; el recuerdo de Gab consolaba y sostenia al obrero, y pensó que no faltaban personas buenas y generosas que socorrieran al pobre. Tal vez hallara asilo en alguna casa, y quizás le admitirían en calidad de mozo en alguna granja. Hubiera adelanta- do bastante por el camino, pero á menudo pasaban pelotones de soldados, y preferia esperar la noche.
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Transcurrió toda la tarde sin que se moviera del mismo lugar, y al fin se aventuró á eso de las cinco. Ánte él se extendía un campo de remolachas; avanzó por uno de los surcos y llegó al camino que veia antes desde lejos; atravesóle y penetró en el campo inme- diato, avanzando siempre sin rendirse á la fatiga, re- suelto á intentarlo todo para salvar su existencia, ne- cesaria á dos seres que le adoraban. Hacía un cuarto de hora que recorría un angosto sendero, cuando de pronto se detuvo bruscamente, porque diez ó doce soldados de linea avanzaban en sentido opuesto; lo más sencillo era continuar su camino, sin manifestar ningún temor, y pasar tranquilamente por delante de aquellos hombres; pero hacía veinticuatro horas que Pedro estaba acosado por fúnebres visiones, y un solo pantalón rojo le infundía indecible terror. Por eso em- prendió la fuga, como liebre descubierta por los pe- rros; mientras que los soldados, extrañando ver un hombre que huía al acercarse ellos, sin razón ni moti- vo, corrieron en su seguimiento, gritando: «¡ Detened- le, detenedle!» Pero el terror comunicaba alas al fugi- tivo, que pronto alcanzó una ventaja considerable; franqueaba los vallados, saltaba por encima de los ma- torrales y salvaba los fosos. Por fin llegó á otro cami- no, y muy pronto vió un extenso parque, de profun- didades sombrias, protegido por un ancha zanja; siguióla por espacio de algunos minutos, llegó á una verja, y de pronto vió á Faustina y á Nelly. Ya no podia resistir más: sus dientes se entrechocaban, tenía la vista turbia, sus sienes latian con fuerza, y el corazón,
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saltando en su pecho, amenazaba ahogarle. Entonces se cruzó de brazos, ansioso y vacilante, y luego refle- xionó que sólo la caridad de aquellas jóvenes le podria salvar aún. Dirigióse hacia ellas, resuelto á contarles todo y á implorar su auxilio, pensando que dos her- mosas jóvenes no debian ser crueles. Nelly temblaba, estrechándose contra su amiga, tranquilizada hasta cierto punto por la presencia de Odin, que enseñaba los dientes. Faustina esperaba al vagabundo con la cabeza alta y el rostro sereno.
—¿Qué quiere usted ? ¿Qué pide ?—preguntó con acento breve.
— Señorita... señorita... estoy perdido ; sálveme V.
—+¿ Porqué está perdido ? ¿Quién es usted ?
—¡Oh! permitame entrar para ocultarme, y se lo diré todo; soy un hombre honrado; tengo mujer é hijo, y si me matan, ellos morirán del mismo golpe.
Faustina contemplaba á aquel desconocido que in- vocaba su piedad: sus ojos, de dulce mirada, revela- ban la lealtad; y pensó que, siendo ella desgraciada, debia tender la mano á cuantos lo fuesen.
—Entre usted—contestó sencillamente.
Y cuando Pedro estuvo en la alameda, cerró la verja y condujo al fugitivo á un bosquecillo.
—Sin duda ha corrido usted largo tiempo—-le dijo —y ya no puede resistir más; siéntese en ese banco para descansar un poco.
Pedro unió las manos y contempló á Faustina como si adorase á una santa.
— ¡Señorita!... ¡ah, señorita !...—murmuró.
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—No hable usted; está usted sin aliento—dijo Faus- tina; —luego me dirá todo lo que quiera. Por lo demás, no necesito saber quién es, ni lo que hace, ni de dónde viene; le persiguen, yo le doy asilo, y esto me basta.
Nelly, espantada al principio, permanecia detrás de la señorita de Bressier; pero tranquilizada ya, acercó- se curiosamente á Pedro Rosny.
—Tienes razón—dijo con viveza—no es un ladrón.
Pedro palideció.
— ¡Ladrón yo!—murmuró.
—Llégate al castillo —continuó Faustina— y dile á Mario que venga.
—¡ Cómo! ¿ vas á quedarte sola con... con....?
Y no sabiendo qué nombre dar á Pedro, señalábale con un ademán algo cómico.
—Haz lo que te digo —prosiguió la señorita de Bres- sier con acento cariñoso, aunque revelaba la imper- ceptible expresión de autoridad que se notaba siempre en la joven cuando queria ser obedecida.
Nelly se alejó, volviendo la cabeza de vez en cuando para ver lo que pasaba. No habria sido poco su asom- bro si la hubieran anunciado que aquel fugitivo, aquel vagabundo, era el esposo de la joven que tres días antes vió tendida en el foso. En la vida hay coinciden- cias singulares. ¿Por qué capricho de la suerte hablan ido la mujer y el esposo, en tan poco tiempo, á caer en el mismo sitio ?
Pedro miraba siempre á Faustina; hubiera querido decirselo todo, demostrarle que su caridad no salvaba á un hombre indigno; pero la joven no le permitió abrir
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la boca, pues inspirabale compasión aquel desgraciado a quien el destino enviaba allí en un día que era el más desgraciado de su existencia. Hallábase en aquel estado de ánimo en que se necesita hacer bien á cual- quiera: si una avecilla, batida por la lluvia y el viento, hubiera ido á caer junto á los cristales de la ventana, habríala abierto al punto, para recogerla. ¿Por qué rechazaria á un hombre que llamaba á su puerta, im- plorando compasión ?
Sólo una pregunta se hizo mientras Pedro, sentado en el banco, recobraba lentamente sus fuerzas. ¿De dón- de venia aquel desconocido, y por qué le perseguian?
Examinándole más atentamente, comprendió: era un guardia nacional, un prisionero que huia sin duda; reconociólo por la ancha franja roja del pantalón ne- gro. ¡Pues bien, no importaba! Ella, hija de un hom- bre muerto por la bala de un federal, recibiria y pro- tegería á otro, dándole asilo. ¿No le había contado su querido padre que en otro tiempo admitía á menudo en su tienda argelina á los árabes fugitivos? La casua- lidad conducia á su presencia uno de esos hombres cuya rebelión acababa de matar al padre que adoraba; pero siguiendo el ejemplo de aquél cuya memoria respetaba, dispensaría al desconocido su protección.
Nelly volvia, pero sola.
— ¿ Y Mario?+—preguntó Faustina.
——No se le encuentra.
— Entonces, prescindiremos de €l.
—Bien, arreglémonos sin Mario; no hay inconVé- niente —repuso Nelly, tranquilizada ya del todo.
FAUSTINA DE BRESSIER 167
—HEse hombre, continuó la señorita de Bressier, es un guardia nacional del ejército de Paris.
—¡ Un comunista!
— No lo ha dicho, pero no es dificil de adivinar. Se trata de salvarle.
Pedro se levantó.
— Señorita — dijo con gravedad — usted es buena como Dios.
— Nada quiero saber—replicó la joven.—Las ideas de usted no son las mias, y seguramente sus actos no me Inspirarían más que horror; pero no quiero que precisamente el día en que he enterrado á mi padre un hombre me haya tendido inútilmente la mano. No debe darme las gracias, pues lo que hago no es por usted, sino por él, que gastó la vida en nobles actos: una vez muerto, quiero que su memoria siga prote- giendo á sus enemigos. Tiene usted el rostro y las manos ennegrecidas por la pólvora. Lávese usted en el estanque que hay allá abajo entre los árboles, pues si entrara asi en mi casa, alguno de mis criados podria verle, y las habladurias son de temer. Dése usted pri- sa; no nos sobra el tiempo.
Faustina hablaba con dulce autoridad, aunque no sin firmeza. Pedro saludó y obedeció. Cerca de alli había un estanque entre la espesura, y fácil le seria al fugitivo borrar las señales negruzcas que le denuncia- ban á todo el mundo. Entre tanto, Faustina, que habia vuelto á la alameda con Nelly, exponía su plan á esta última. La señorita Forestier se encargaría de distraer a los criados, mientras que Faustina subiría á la habi-
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tación de Esteban, donde el joven tenia su guarda-ro- pa; daria un traje cualquiera al guardia nacional, á quien no se podria reconocer cuando se hubiese mu- dado la ropa; y algunos billetes de cien francos le per- mitirian ponerse en salvo. ¿Qué le sucedería después? Faustina no debía preguntárselo; hecha la buena ac- ción, tendría tranquila la conciencia, habiendo respe- tado la memoria de su padre.
— ¿Con que salvarás á uno de esos miserables que han dado muerte al general ? —exclamó Nelly.
— Lo han matado en el campo de batalla.
— Pero si no fuese por ellos.....
— Yo no sería huérfana, es verdad ; pero ¿qué quie- res hacerle ? He sido educada en estas ideas. Un ven- cido es sagrado.
En aquel momento resonaron gritos en el camino.
—¿ Qué es eso ¿—preguntó Faustina volviéndose.
-— Veo cazadores de linea y pantalones rojos — con- testó Nelly —y van conducidos por un capitán. ¡Calla! se dirigen hacia la verja... Mira, Faustina.
IX
ER UANDO un hombre huye, la primera idea de los que le ven es perseguirle: puro instinto del sér humano. La liebre que salta en el campo arrastra tras si á toda una pandilla de labriegos, ansiosos de cogerla; y el gato que galopa con la cabeza baja por las calles, suele ser perseguido por veinte
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Ó treinta pilletes que gritan y aúllan. Los primeros soldados que vieron á Pedro Rosny, con su aspecto de loco, trataron de cogerle: al principio fué una perse- cución desordenada, al azar; pero después, los pri- meros soldados encontraron otros, y entonces se or- ganizó la batida, procediéndose con método. ¿Quién era aquel hombre que huía en pleno dia? Todos lo ignoraban; pero al punto se forjó una historia, y ha- blóse de un comunista evadido la víspera de las pri- siones de Versalles. Un capitán de cazadores que iba al Monte Valeriano, quiso tomar también parte en la persecución; pero Pedro corria mucho, y muy pronto se perdió de vista. ¿Dónde se ocultaba? No se debia admitir que hubiese hallado refugio en alguna de las casas que franqueaban el camino; y en efecto, de pronto se le divisó á lo lejos en medio de un campo, y entonces se trató de cortar la retirada al fugitivo, que parecía un punto negro sobre la verde alfombra de yerba. De repente, desapareció cual si se hubiese hun- dido en algún abismo.
—¡Diablo! —murmuró el oficial —¿dónde estará?
El capitán Maubert contaba apenas veinticinco años, y adoraba su profesión. Enjuto, bien formado, esbelto, de cabello rubio y ojos grises, que revelaban inteli- gente energia, figuraba entre los mejores de su pro- moción en Saint-Cyr. Al principio de la guerra partió lleno de entusiasmo, como muchos; pero al cabo de pocas semanas comprendió que debia moderarlo, y que habia muchos oficiales que no sabian nada, con- sistiendo su único mérito en arriesgar valerosamente
FAUSTINA DE BRESSIER 171
la vida. Luis Maubert no perdió tiempo: enviado á Memel como prisionero, se puso á trabajar animosa- mente, comenzando de nuevo su instrucción militar; y volvió, como otros muchos, para arrancar á París de la revolución.
—¡Qué brutos!—decía algunas veces.—¿Hay quien se explique semejante cosa? ¡Una guerra civil en pre- sencia del enemigo! ¡Derribar la columna de Vendóme, cuando el alemán está en San Dionisio! ¡No solamente son criminales sino bestias! ¡Ah! ¡compadezco á los que me caigan entre las manos, pues los fusilaré como si fueran perros rabiosos!
Y el capitán siguió batiéndose como un energúmeno desde principios de Abril. Su batallón pertenecia á la división Bressier, y el general le citaba á menudo co- mo buen oficial, lleno de gran porvenir.
—- ¿Por qué diablos corren asi?— preguntóse Luís Maubert al ver los soldados que persegulan á Pedro.
—Es un comunista que se ha escapado, mi capitán.
—-¡Ah! ya comprendo.
Sin vacilar más, el capitán interrumpió la marcha de sus hombres, ordenándoles que ayudasen á sus compañeros para apoderarse del fugitivo. Cuando Pe- dro desapareció de repente, el capitán quedo cabizbajo y mohino.
Era imposible que el fugitivo hubiese entrado en casa alguna: á la izquierda extendianse los campos, del todo despejados, donde se hubiera visto muy pronto á un sér viviente, hombre ó animal, y por la derecha prolongábanse las espesuras del parque de
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Chavry; de vez en cuando divisábase entre los claros el castillo, que se elevaba á lo lejos en medio de los arboles.
—No es allí donde se ha escondido seguramente— dijo el capitán en alta voz;—pero en fin, ya lo ve- remos.
Acompañado de sus hombres, costeaba el foso hacia un cuarto de hora, cuando de pronto divisó la verja; como la alameda se recodaba, el capitán no vió de pronto á las jóvenes; pero suponiendo que el dueño del castillo dispensaria aquella invasión un poco brus- ca, puesto que en tiempo de guerra todo es permitido, gritó con voz breve:
—¡ Abrid la verja!
Faustina oyó las palabras, y como diese algunos pa- sos, el oficial pudo verla entonces, y adelantóse hacia ella con el kepis en la mano.
—Dispénseme usted, señorita—dijo;—ignoraba que estuviese usted aqui.
—Está usted dispensado, caballero.
—Buscamos á un federal que se ha escapado de las prisiones de Versalles, ó por lo menos se supone asi. —+¿Y cree usted que se halla oculto en mi parque?
—Pienso que si, señorita. ¿Me permitirá usted en- trar con mi gente?
—Le permito á usted entrar, pero solo; soy la hija del general Bressier, y todo oficial francés será siem- pre bien recibido en mi casa.
—¿Es usted la señorita de Bressier? ¡Oh! ¡cómo la compadezco!
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El oficial dijo esto con tal expresión, que Faustina no pudo menos de conmoverse; abrió la puertecilla que había junto á la verja, y el oficial penetró en la alameda.
—: Conocia usted á mi padre, caballero ?
—Tenía el honor de servir á sus órdenes, señorita.
Con un movimiento instintivo, lleno de nobleza y de gracia, Faustina le ofreció la mano. Aquel joven co- noció á su padre, y por lo tanto, considerabale casi un amigo.
—¡S1 supiera usted—dijo el capitáan—hasta qué pun- to la compadezco, y cuánto deseaban nuestros com- pañeros manifestarla su respetuoso sentimiento! La muerte del general ha sido seguramente un rudo gol- ge; pero al menos ha caido frente al enemigo en el campo de batalla, conduciendo sus soldados al fuego; ha muerto como todos deseamos morir; mientras que Esteban... "
Faustina no decia una palabra; estaba sin aliento, como si la sangre hubiese afluido bruscamente á su corazón.
—Yo era compañero de su hermano—continuó el capitán—y somos de la misma promoción. ¡Qué bri- llante joven, qué generoso y qué bueno!
— ¡Esteban muerto !'—balbuceó Faustina.
Y permanecía siempre inmóvil, escuchando al ofi- cial, que le revelaba el espantoso misterio: escuchába- le pálida, agitada por estremecimientos convulsivos, preguntándose lo que iban á decirla, y por que todo el mundo se había ingeniado para engañarla.
FAUSTINA DE BRESSIER 175
—¡Pobre Esteban!—añadió el capitán.—Los dos vol- vimos juntos del cautiverio. ¡Ah! No creía” que la muerte estuviera tan cerca de él; si, ahora lo recuer- do... me hablaba de su hermana; de su hermanita, á la que profesaba el más tierno cariño, y á la que tanto deseaba ver. ¡Quién hubiera dicho que aquel joven tan intrépido, que no retrocedia nunca, debía morir cobardemente asesinado!
— ¡Esteban ha muerto! —murmuró Faustina por segunda vez.
Y no había una sola lágrima en sus ojos; pero en su mifada revelábase la cólera. ¡Su hermano después de su padre! ¡Ah! ¡esto era demasiado! La joven expe- rimentaba una sed insaciable de vengarse de aquellos hombres malditos que la arrancaban á los únicos seres que amaba. | - —Quisiera que hubiese oido usted lo que se dijo de Esteban cuando nos contaron su horrible fin. Los ofi- ciales de mi batallón profirieron á la vez un grito de venganza. ¡Ah! se asesinaba á los capitanes de húsa- res que se habían batido contra los alemanes! ¡Pues bien! se trataría como á perros rabiosos á cuantos co- munistas se cogieran. Esto no es guerra, sino horrores, barbarie, ferocidad; y por lo mismo compadezco de antemano á los que han caido prisioneros después de la aventura del bosque. No han quedado muchos. Pero dispense usted, señorita; con mis palabras renuevo todas sus penas.
Con sus pequeñas y nerviosas manos, Faustina co- gió las del oficial, flexibles y duras como el acero.
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-— ¿No comprende usted — le dijo —que no sabia nada ?
Y sus ojos brillaban de tal modo, que ei capitan Maubert se estremeció.
—Señorita...
— ¡No, nada sé! Me ocultaban la muerte de mi her- mano, tomándome sin duda por una mujercilla. ¡Es- teban ha muerto! ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Cuándo? Diga- melo usted todo.
—Señorita...
— Ya ve usted que no soy una mujer como las de- más; que no profiero gritos ni me he desmayado; quie- ro saber toda la verdad, la verdad entera, ¿me entiende usted ? He dado al país mi padre y mi hermano, y pa- réceme que tengo suficiente derecho para exigir que no se me oculte nada. Dice usted que Esteban ha muer- to; yo lo ignoraba; quiero saber cómo le han matado. ¡Hable usted, vamos!
El dolor y el deseo de venganza transfiguraban el rostro de Faustina. Nelly, que se había acercado al pro- nunciarse las primeras palabras, acababa de arrodi- llarse y sollozaba amargamente; pero por las lividas mejillas de Faustina no se deslizaba una sola lágrima; agitábanla, si, ligeros estremecimientos; mas perma- necía derecha, la cabeza erguida y con aspecto de implacable cólera. El capitán Maubert sentía haber hablado: aquella hermosa joven le imponía con su profundo dolor, en el que la desesperación se mezcla- ba con el delirio. Al otro lado de la verja, los soldados, que lo oían todo, hablábanse en voz baja con marcada
FAUSTINA DE BRESSIER 177
—exasperación; cualquiera de ellos se hubiera dejado matar por la noble joven, cuyo padre y hermano ha- bian sucumbido casi á la misma hora. El capitán Mau- bert dijo cuanto sabia: después de la gran batalla, unos sesenta fugitivos se ocultaron en el bosque; el capitán Bressier cayó en sus manos; y después de cer- car a los guardias nacionales, tomando el punto que ocupaban, hallóse á Esteban muerto, con el cuerpo acribillado á balazos. ¡Y qué martirio debió sufrir aquel infeliz! El cuerpo estaba amoratado á fuerza de golpes...
—¡Basta, basta!...—balbuceó Faustina.
No pudo oir más, porque desfallecía; durante un momento ocultó su pálido rostro entre las manos, y a pesar suyo, representóse mentalmente el horrible es- pectáculo. Vela á Esteban en manos de aquellos hom- bres, que furiosos al saber que iban á morir, se arro- jaban sobre él, magullándole á fuerza de culatazos y escupiéndole en la cara. ¡Su hermano, tan bueno, tan noble y generoso, en manos de aquellos bandidos que se complacian en atormentarle! ¡Y ella tenía en su casa uno de estos infames! ¡Y alimentando ideas tan caballerescas como absurdas, daba hospitalidad á uno de aquellos asesinos! En su dolor deliraba; ya no sabía lo que decia ó hacia. Con brusco ademán dirigióse á la verja y abrióla de par en par.
— ¡Entren ustedes—dijo:—el que buscan está aquí!
Los soldados se precipitaron en la alameda, y ya al- gunos se introducian en la espesura para registrar á derecha é izquierda, cuando de pronto se presentó
12
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Pedro Rosny. Estaba muy pálido, pero sereno y re- suelto; y al verle, Faustina olvidó su cólera, compren- diendo sólo una cosa: que entregaba á la muerte á un sér humano. Entonces hizo un movimiento para po- nerse delante de él; mas Pedro extendió el brazo.
—He oido, señorita, y la perdono á usted, pero debo advertirla que se engaña. He hecho todo lo posible para proteger á su hermano; soy un soldado, no un asesino.
Aquel hombre no mentla; bastaba mirarle y oirle para comprenderlo así. ¡Había hecho lo posible por salvar á Esteban! Faustina se precipitó hacia el ca- pitán.
—;¡ Salvadle—gritó—salvadle!
—Ya no era tiempo ; no se podia dominar á los sol- dados furiosos. Tenian cogido al tenaz rebelde, cuya persecución les fatigaba hacia tanto tiempo; y además aquel hombre formaba parte de los que se ocultaban en el bosque, según confesara él mismo. Antes que Luis Maubert hubiera dado la orden, los soldados con- ducían ya á Pedro Rosny al camino.
—¡ Salvadle, salvadle ! —gritaba Faustina retorcién- dose los brazos. |
El capitán se precipitó. Estrechándose una contra otra, las jovenes esperaban, inmóviles y mudas, sin atreverse á pronunciar una palabra. No, aquel hombre no mentía; sus facciones expresaban la resolución y la voluntad, y debía creerse que en efecto habia pro- tegido á Esteban. Faustina y Nelly esperaban. ¿Se an- tepondria la disciplina al furor ? ¿Podria el capitán re-
FAUSTINA DE BRESSIER 179
frenar la cólera de sus soldados ? En aquella época los odios eran recíprocos, y ambos partidos aborrecíanse mortalmente; y Faustina, que lloraba á su padre y á su hermano, Faustina tan cruelmente herida por aquella doble desgracia, todo lo hubiera hecho para salvar al que acababa de entregar. De repente resona- ron varias detonaciones siniestras.
—¡Ah infeliz !...—exclamoó la joven.
Y cayó en tierra sin sentido.
PARTE SEGUNDA
» mo ha salido aún la señora ?
S: —Todavía no. ¡ —La dirá usted que espero aquí, y que si lo prefiere, subiré.
El ayuda de cámara se alejó, y Nelly, sentándose en una butaca, con el velo medio levantado, y más her- mosa á los veintisiete años que en otro tiempo á los diez y siete, comenzó á mirar, con aire distraido, los muebles y los cuadros que por un lado y otro llenaban
el silencioso y solitario salón del señor y la señora de
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Guessaint, que habitaban en París una gran casa de la Avenida de Kléber. En el piso bajo estaban los salo- nes y el comedor, donde se reconocian los raros capri- chos de una artista como Faustina ; en el principal las habitaciones, y más arriba el taller que la joven habia organizado, en recuerdo del que tenia en Chavry.
Muy pronto reapareció el ayuda de cámara.
—La señora está todavía en su gabinete—dijo-—y ruega á la señora Percier que tenga la bondad de su- bir.
Faustina dejó escapar una exclamación de alegría al ver a Nelly.
—Esta es una buena sorpresa—dijo:——debia ir á bus- carte y no te esperaba.
—No hubieras ido hasta las tres, y yo estaba muy nerviosa: figúrate que el señor Percier se ha dignado recordar que mañana es el día de mi santo: ¡20 de Marzo de 1881 !... Quería regalarme una pulsera.
—No habrá insistido mucho—replicó Faustina son- riendo—ni se habrá atrevido á ello. Te aseguro que intimidas á tu esposo. ¿Y se habrá marchado á la Bolsa +
—SÍ.
—+¿ Llevándose la pulsera ?
—SÍ.
—¡ Pobre hombre!
—No le compadezcas; no le falta á quien ofrecer la pulsera; se la regalará á la señorita Aurelia.
—;¡ Celosa!
—: Celosa yo? Nada de eso.
FAUSTINA DE BRESSIER 185
—Faltas á la verdad.
--De ningún modo. Estoy muy agradecida á esa se- ñorita, pues hace precisamente todas las cosas que me enojan.
—Que te enojan... hoy.
—Sea hoy—replicó Nelly ruborizándose un poco.— Yo no soy la señora Percier sino de dia. Mi esposo se va por la mañana á su despacho á eso de las ocho. y media, pues al fin es un formal agente de cambio; á las once y cuarto vuelve para almorzar; este es el momento de las tiernas confidencias, que sólo dura treinta minutos; mi esposo come su chuleta de costumbre, háblame de la Bolsa, y me ofrece una pul- sera, como hoy. Vamos al teatro, ó á comer donde es- tamos convidados, ó bien paso el rato contigo. A me- dia noche, el señor Percier se va... al circulo, según él dice; pero es un círculo de cabellos rojos, presidido por la señorita Aurelia, del Teatro del Gimnasio. He aqui cómo nosotros entendemos el matrimonio ; cómo viven un marido y su mujer en el año de gracia de 1881. Dinero no falta, tanto como se quiera; la Unión General hace y rehace fortunas en veinticuatro horas; tenemos carreras de caballos, visitas, conversa- ciones necias y un cúmulo de frivolidades impensa- das, ó de pensamientos triviales: en todo eso no ha- llarás ni un minuto de ternura, ni el menor aspecto de intimidad, ni siquiera un vislumbre de amor.
La señora de Guessaint escuchaba á su amiga, mi- rándola con ojos serenos. Siempre era la Faustina de otro tiempo : diez años transcurridos desde su casa-
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miento no habían alterado en nada su juventud, su belleza y el exquisito encanto de todo su sér ; pero mo- ralmente, la mujer habia cambiado. En su mirada, en sus ademanes, en sus palabras, en sus súbitas triste- zas, reconociase algún pesar profundo. Su esposo y ella no se separaban; velanlos siempre juntos; y sin embargo, notábase entre ellos una extraña frialdad. Faustina se había casado con el señor de Guessaint sin amarle, sólo por obedecer al general; y á los seis meses de su matrimonio ya no le apreciaba. ¿ Qué ha- bía ocurrido ? Nadie lo sabía, excepto Nelly. ¿ Qué vi- cios ocultaba aquel hombre, tan testarudo como bona- chón al parecer ? Por otra parte, durante aquellos diez años Faustina vivió poco en Paris: primeramente es- tuvo largo tiempo en Argel; después emprendicronse fatigosos viajes por Egipto y Asia; y siempre acompa- ñados de Nelly, los señores de Guessaint visitaron los lejanos países en que se sueña : el Cairo, Tebas, Mem- fis, Khartum, la ciudad guerrera en pleno Sudán. Después volvieron á Paris, y pasaron el verano, el otoño y el invierno en Francia, á orillas del mar; pero sin volver á Chavry, porque recordaba á Faustina amargos días. Pasado este tiempo emprendieron de nuevo un viaje, comenzando esta vez por Viena, para acabar por Jerusalem: el Danubio, el Bósforo, el Asia Menor y la Siria revelaron sucesivamente á las dos jóvenes amigas su poesia y sus misterios. La señora de Guessaint se conformaba con todo, pues tanto le importaba vivir aqui como allí, no existiendo en ella ni siquiera la esperanza de la felicidad. Tal vez
FAUSTINA DE BRESSIER 187
distrala sus enojos con aquellas ausencias eternas, con aquellas fatigas seguidas de reposo, con aquellos pai- sajes desconocidos, siempre variados, que se desarro- llaban á su vista. Ocho años transcurrieron así, y de pronto el señor de Guessaint, más geógrafo que nunca, y preocupado siempre por descubrimientos y conversa- ciones con ilustres viajeros, instalábase al fin en París, donde compró la casa de la avenida Kléber; aquí abrió sus salones, y recibía mucha gente, sin que Faustina y él fuesen verdaderamente marido y mu- jer.
Cierto dia, dos años después, Nelly, siempre tan alegre, entró en la habitación de su amiga con aspecto grave.
—«¿ Qué tienes, Dios mío ?—preguntó la señora de Guessaint.
—Vengo á pedirte parecer.
—¿Sobre qué?
—¿A quién me aconsejas elegir por esposo ?
—¡Tú quieres casarte!—exclamó Faustina estupe- facta.
—S]l.
La señora de Guessaint no comprendía. ¡Casarse Nelly, la que ocho años antes le decia en el parque de Chavry que sería siempre soltera! Nelly, que durante aquellos largos viajes, hechos contra su gusto, no se separaba de ella; la que se burlaba tan chistosamente de los hombres prácticos, enamorados de su dote, ó de los hombres sinceros, prendados de su persona!
—¡Casarte túu!—exclamó Faustina por segunda vez,
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Y con acento triste añadió:
—:Con que no me amas ya, Nelly? Tú, mi confi- dente y hermana, ¿quieres abandonarme ahora? Co- nociendo mi triste existencia, mis secretos disgustos y mis desengaños, ¿quieres separarte de mi?
Nelly no pudo reprimir sus lágrimas, y estrechando entre sus brazos á Faustina la dijo:
—Te amo como siempre, tal vez más que nunca; pero deseo casarme.
La señora de Guessaint permaneció un momento con la boca entreabierta y las cejas fruncidas, y de pronto replicó bruscamente:
—Entre mi esposo y tú hay alguna cosa.
—¡No!
— Habrá osado...
—.¡ No, no, te lo juro!
—¡Ah! es que yo conozco muy bien al señor de Guessaint.
— Yo también —repuso Nelly con dulzura;—sé cuán amarga es tu existencia; conozco los disgustos que tu- viste después de los primeros meses de tu matrimo- nio, y cómo os separasteis de común acuerdo.
—Tú te casas porque el señor de Guessaint ha tra- tado...
— ¡No! te lo repito, te lo juro.
—Entonces no te comprendo.
—Es muy sencillo, amiga mia. Yo me hallo en una posición muy falsa en el mundo; soy á la vez institu- triz, dama de compañia y solterona; yo no pensaba nada de esto en otra época; pero ahora ya no eslo
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mismo, ¡Ah! ¿qué se hicieron nuestros hermosos sue- ños de jóvenes allá en Chavry? ¡Ay de mí, los sue- ños...! Los años los deshojan brutalmente; y hace ya largo tiempo que he reflexionado sobre el particular, aunque sin decirte nada. ¿De qué servía afligirte ? . Faustina trató de disuadir á su amiga; mas no le fué posible, porque su resolución era inquebrantable.
— Veamos —continuó Nelly con alegre sonrisa, — busquemos al que yo podría elegir por esposo: hay un señor de Lustry: treinta años, fortuna regular, rostro pasadero, inteligencia nula; el señor Harman: fortuna considerable, fealdad... tan notable como su riqueza, inteligencia regular: y, por último, el señor Percier, agente de cambio; semblante de expresión bonachona, clara inteligencia, excelente muchacho y hombre de chispa. | - —¿Por qué me citas esos tres nombres ?
-—Porque esos señores son los únicos que han for- mulado su demanda de matrimonio. |
-—Pues bien, déjame reflexionar; ya te contestaré.
Desde aquel día Faustina observó con curiosidad al señor de Guessaint y á Nelly. Hasta entonces, durante sus viajes, habia notado que la señorita de Forestier aborrecia á Enrique, y creyó que este odio contra el esposo se debía á la ternura que Nelly sentía por Faus- tina; pero ¿ porqué al cabo de algunos meses de resi- dencia en París adoptaba su amiga tan bruscamente aquella inesperada resolución? Durante algunas se- manas, la señora de Guessaint prosiguió su paciente investigación sin descubrir nada; y entonces pensó
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que Nelly tendría tal vez razón. Los sueños que una joven acaricia no persisten siempre: son un poco de humo; la brisa sopla y los desvanece.
Ante las insistencias de Nelly era necesario tomar un partido, y Faustina, después de estudiar con cuidado á los tres pretendientes, decidióse por el señor Percier; conocía bien sus defectos, pero apreciaba sus buenas cualidades: era hombre de generosos sentimientos, seguro y leal, y estaba muy enamorado de Nelly, aun- que parecia algo tímido. El casamiento se efectuó: el señor Percier, muy prendado, prodigó á su joven es- posa las más delicadas atenciones, que la recién casada admitió con dulce ironia. Por espacio de diez y ocho meses, los esposos parecieron vivir muy felices; pero de repente el marido imitó al señor de Guessaint; nunca estaba en su casa, y mostrábase galante con todas las mujeres excepto la suya. Sin embargo, la sociedad observó muy pronto una gran diferencia entre los dos hombres: no se sabía que el apasionado geógrafo tuviera relaciones fijas ; tan pronto elegía una mujer como otra, y todas le parecían buenas; la don- cella de labor, la aventurera, la actriz, la joven mun- dana comprometida, las grandes damas de dudosa conducta; todas eran buenas para el señor de Guessaint, que iba de una á otra con igual desenfado, sin pensar en la inmoralidad. El señor Percier, por el contrario, ponía orden en su desorden; su elección se fijaba muy pronto, y así es que todo París le designaba ya como feliz poseedor de la señorita Aurelia Brigaut, actriz del Gimnasio.
FAUSTINA DE BRESSIER 191
Así se dispersaban á todos los vientos los sueños, los deseos y las ilusiones de aquellas dos encantadoras mujeres: Faustina estaba mal casada, y Nelly parecia estarlo; pero esta última conservaba todavia una vaga esperanza. Sin embargo, rara vez se explicaba con su amiga, sin duda porque difícilmente se comprendía á si misma. En cuanto á la señora de Guessaint, era una mujer sin ilusiones, y hubiérase dicho que nada vibra- ba en ella ya; fuera de Nelly, tal vez no existia sér al- guno á quien amase profundamente; dificil en sus amistades, pasaba por el mundo inspirando mucho respeto á todos y temerosa simpatia á algunos. Cono- ciase su talento como pintora, y si hubiera querido exponer sus obras, se habría hecho célebre muy pron- to; pero temía la popularidad. Por otra parte, prefería imaginar sus obras sin crearlas; y asi es que los des- engaños de la existencia extingulan lentamente la di- vina llama de artista oculta en el alma de la señora de Guessaint. Regalaba sus cuadros á sus amigos y cono- cidos; y algunos pintores é ilustres criticos se admi- raban de que una mujer dotada de tan superior talen- to procurara encubrirlo. Un notable paisajista la dijo cierto día:
— Ya sé que no le agradan á usted los cumplidos, y no me permitiré dirigirla ninguno; pero es una lásti- ma que sea usted tan modesta, ó tan... orgullosa.
—No es modestia ni orgullo, caballero, sino indife- rencia — contestó la señora de Guessaint.—Tengo ideas tal vez particulares, pero muy precisas. A cada cual lo que le corresponda: natural es que los hombres vayan
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en pos de la gloria; las mujeres sólo deben buscar el olvido; entiendo por esto el olvido del mundo; el ruido no es para ellas.
— Con semejantes ideas no debe usted ser feliz.
—¡ Bah! ¿quién es feliz? Debemos envidiar á los que reposan, porque el reposo es ya media felicidad.
Faustina vivia asi, más bien resignada que triste, sin confiar sus intimos pensamientos más que á Nelly. Perfecta dama, que conocia bien el mundo, mirando con indiferencia los brillantes triunfos, y helada por la frialdad de su hogar, hubiera muerto de pena y melan- colia si no la hubiesen sostenido vagas ideas de misti- cismo. He aqui porqué, conociendo las amarguras de las existencias quebrantadas, jurábase hacer todo lo posible para que Nelly fuese feliz. No se explicaba la desavenencia producida entre el señor Percier y su es- posa, y por eso vigilábalos á los dos, aprovechándose de las confidencias de su amiga. Aquel día, cuando Nelly hubo referido el incidente de la pulsera, Faus- tina quiso sondear la cuestión de una vez.
—¿Comes hoy en casa? — preguntó.
—Sí, pero probablemente sola, pues mi esposo me ha dicho que algunos graves asuntos... ¡oh! muy gra- ves, le privarian tal vez del honor... Ya sabes que ese agente de cambio libertino te tiene mucho miedo.
Faustina sonreía.
—Pues bien, dile á ese agente de cambio libertino que cuento con él esta noche. ¿Me oyes? Le mando, venir.
—¡OHh! á ti te obedecerá.
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Nelly se quitó el sombrero, y rodeando con un brazo el talle de su amiga, añadió :
—Debíamos salir, ¿no es verdad? Pues bien, complá- ceme; no salgamos: subiremos al taller para pasar allí la tarde charlando como en Chavry.
—Convenido.
Aquella vasta habitación recordaba el taller del cas- tillo. Desde que Faustina cobró aversión a la propie- | dad de la familia, quiso, por lo menos, ver á su alre- dedor cuanto quedaba de los recuerdos Íijos de otro tiempo. Los objetos de arte, los muebles de estilo se- vero, las estatuas, los cuadros, los retratos de Esteban y del general, no estaban, sin embargo, tan bien ilu- minados con la luz agrisada de Paris. Al entrar, Nelly hizo una irónica reverencia á la «Dama de la Sortija.»
—i¡ Victoria Orsini—dijo con maliciosa sonrisa-——yo te saludo! |
—¡Pobre Victoria Orsini!
—¿ Te acuerdas de las locuras que me contabas+ Tu | historia no se asemeja mucho á la de la «Dama de la ' Sortija» ; tú no morirás nunca de amor, pobre amiga mia. Veamos, confiame un secreto.
—¿ Cuál ?
Las dos jóvenes estaban sentadas una junto á otra, en el ancho diván que ocupaba un ángulo del taller.
—Tú que pasas á través de la vida, serena y desde- ñosa, ¿no has encontrado nunca hombre alguno que te llamara la atención ?
—¿ Que me llamara la atención ?
—Si; por su belleza, por su inteligencia y talento;
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un hombre, en fin, que haya producido en ti esa im- presión indecisa que tal vez pudiera convertirse en amor. |
La señora de Guessaint no sonreia ya. Según su costumbre, cuando la preocupaba alguna cosa perma- necía inmóvil, con las cejas fruncidas.
—¿ Quieres que sea muy franca ?—contestó, miran- do á su amiga.
—¿ No lo eres siempre conmigo ?
—Ciertamente; pero tú deseas esa confesión que con frecuencia no se atreve una á hacerse á si misma.
—|¡ Dios mio, Faustina, me das qué pensar!
—«¿ Crees tú en el «rayo» ?
—-¿ El de Stendhal ? ¿ La impresión inmediata y pro- funda producida por la persona que se amará ? Si, ¡ vaya si creo!
—Pues bien, yo he estado á punto de sentirlo.
Nelly dejó escapar una exclamación.
—¡ Tu!
—SI, yo.
—¿ No sueño ? ¿Es realmente mi Faustina la que me habla ? ¿Podías estar verdaderamente enamorada tú, querida estatua ?
La sonrisa de la señora de Guessaint se dulcificaba mucho.
—Basta encontrar á Pigmalión—murmuró — para que la estatua se convierta en mujer... Escucha mi historia, que no es larga. ¿ Recuerdas nuestra residen- cia en Roma en 1878? ¡Qué dias tan deliciosos para nosotras dos! Una tarde, en la última quincena, entré
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sola en la capilla del pequeño convento de San Ono- fre, en el Janículo, más allá del Tíber, para entregar- me á mis meditaciones; y después de orar, fui á ver la Virgen de Leonardo de Vinci, pues me proponia estudiarla. ¿ Te acuerdas ? Dos jóvenes llegaron casi al mismo tiempo y sentáronse cerca de mí, sin verme, pues rodeábame la sombra; uno era moreno, y el otro . rubio; el primero dijo: «Ahí tienes, amigo mio, el bautisterio que deberias dibujar.» El rubio miró el objeto y repuso con indiferencia: «Tal vez; no me gusta mucho ese arte italiano del siglo xvi, pues en aquella época el genio estaba muerto. ¡Pobre Italia! ¡Qué pueblo sin el papado!» «Callate, demagogo» le dijo el otro sonriendo. El rubio comenzó á reir ruido- samente, de una manera que me pareció bastante in- decorosa, y después dijo: «Ni soy demagogo ni otra cosa que tú sabes; no soy más que artista. No me bur- lo poco de la politica» (y aquí se sirvió de una expre- sión más enérgica, que no repito, amiga Nelly). «No, añadió, aquí hay otra cosa que me gusta mas. ¿Quie- res venir conmigo ?»
—«Te he dicho que no podía concederte más de un cuarto de hora, pues ya sabes que tengo una cita con la bella transteverina.» El rubio seguía riendo, y pre- sumi que era de carácter muy alegre. « Abrázala de mi parte, dijo, y si tiene alguna amiga hermosa, aconsé- jala que me la presente, pues desde que marchó mi bailarina, tengo el corazón libre.»
—¿ Y decia eso en una capilla >—preguntó Nelly.
—Era un aturdido. Los dos se fueron á los diez mi-
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nutos; pero poco después entré en el jardín del con- vento para tomar un poco el sol. ¿Qué te parece que vi allí ante una hermosa. estatua ? A mi joven rubio, que dibujaba apoyado en una columna. Al rumor de mis pasos volvió la cabeza y me saludó; después me miró con bastante fijeza é hizo ademán de marcharse. Ya cerraba su cartera, cuando le dije: «No se moleste usted, caballero.» Al oir hablar en francés pareció re- cobrar la alegría. «¿Es usted parisiense, señora? pre- guntó; yo también. Lo he adivinado por su acento; nosotros nos reconoceríamos aunque fuese en el Congo.»
—+¿ Y permitias á aquel caballero, bastante mal edu- cado según parece, que te hablara sin previa presen- tación ?
—¡ Oh! en viaje no tiene nada de particular... Y ade- más... (la señora de Guessaint se ruborizó) no sé qué encanto me retenía en aquel sitio. Mi desconocido era verdaderamente un hombre hermoso: alto, rubio, de veinte ó veintidós años, con ojos azules brillantes y una frente magnífica.
—Faustina, me aturdes—dijo Nelly.
La señora de Guessaint sonreía siempre; pero un pensamiento iluminaba entonces su expresión.
—Aún te asombrarás más dentro de cinco minutos. Figúrate que estuve hablando media hora con el des- conocido. Era artista, discípulo de la Escuela de Ro- ma, que había obtenido un gran premio como escul- tor. ¡Y qué alegre era, amiga míal relase de todo, pero franca y lealmente, y decía palabras que me calan "a.
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muy en gracia á pesar mio: ya comprenderás que yo hablaba poco y me limitaba á escuchar. Dijome que hacia dos años que no se movía de Roma; conocía al dedillo la ciudad eterna, las iglesias, los salones, las obras maestras, las historias del Quirinal y del Vati- cano, los amores de la gran dama y de la actriz. Todo esto decialo con una gracia y una viveza endiabladas, y en fin, á mi me pareció encantador. Cuando sali del jardín, hiíceme una confesión, y es que sería fácil amar á un hombre joven, franco y entusiasta como aquel. |
Nelly se rela á carcajadas.
—¿ Y no le preguntaste cómo se llamaba ?
--No, porque él tampoco me lo preguntó.
—No hubiera faltado más que eso. ¿Y no le has vuelto á ver?
— Jamás.
—: Recuerdas bien sus facciones ?
—Perfectamente; las reconoceria al punto.
Nelly reía siempre.
—¡ Dios mio—exclamó—cómo me alegraría que vol- vieses á verle!
—«¿Crees tú que yo?... te engañas; yo he concluido ya con el amor. Se puede tener un sueño, una pertur- bación de una hora; pero más...
—Sin embargo—murmuró Nelly, dejando escapar un suspiro—no es nada desagradable el amor.
Faustina, en vez de sonreir, fruncía el entrecejo.
—¡El amor—murmuró Faustina—no me hables de eso! Ciertamente yo no amaba al señor de Guessaint
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cuando me casé con él, pero apreciábale, porque se asociaba en mi pensamiento con la muerte de mi padre y del pobre Esteban. ¡Qué desencanto! Bien sabes cuál fué mi noche de boda..... el corazón se indigna y el pudor se rebela... ¿Es eso el amor ? Al fin es preciso resignarse, y á las pocas semanas se encuentra al es- poso acariciando á la doncella; y después á la camare- ra; y mas tarde á una actriz... ¡Puah!... Los hombres no comprenden nada; no ven que lo que ellos llaman amor no es admisible sino con la absoluta fidelidad. ¡Estre- char entre sus brazos una mujer que ha recibido las caricias de otro, y cuyos labios están humedecidos aún por besos sospechosos... ¡Ah! ¡eso es ignoble!
-—El hecho es que el señor de Guessaint...
—Le aborrezco... y no por haberme engañado, pues yo no le amaba. Cuando se descubre la traición, la mujer no es ya esposa de su marido: he aquí todo. Le aborrezco porque me ha hecho perder todas mis ilu- siones, y hasta el aprecio que me inspiraba. Me ha mostrado el amor como una especie de apareamiento bestial en que no entra para nada el corazón. Cuando le vi prodigar sus caricias á una yá otra, experimenté la mayor repugnancia, pensando que tal vez todos los hombres se parecerian á mi esposo.
Nelly se callaba, comprendiendo las tristezas de Su amiga; pero cuando ésta se entregaba á tales reflexio- nes, hacía todo lo posible por cambiar poco á poco de conversación, conduciendo á la pobre Faustina á otros pensamientos. El tiempo pasaba, y Nelly exclamó de pronto:
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—¡ Qué dulces horas te debo! He recordado durante un momento nuestras intimas confidencias de otra época; y ahora iremos á dar una vuelta por el Bosque si te place.
—No hay inconveniente; pero esta-noche me traerás a tu esposo.
—¿ Tanto empeño tienes ? —dijo la señora Percier con tono burlón.
—Mucho.
—¡Pobre hombre! Esto le halagará é intimidara á la vez. En fin, veremos.
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As admirable, admirable! —¿ De veras, Merson? PASEA] —Ya lo verá usted. —¿Qué dice el señor Merson ?—preguntó Nelly.—S1 es alguna nueva noticia, debe estar bien informado. El señor Merson era una especialidad en su género; muy entrometido, pero no malo; chistoso, aunque re- buscase algo sus palabras, y listo, por más que fuera
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un poco grueso. En París todos llevan su sello, y una vez aplicado por la sociedad en la espalda de un hombre, nadie se atreveria á quitarle. El señor Merson estaba al corriente de todas las noticias y de todos los chismes; sabía lo que era cierto y lo que no lo era; en los días de sesión solemne entraba el primero en la Cámara; y en las noches de primera representación salía el último del teatro de la Ópera. Cuando se de- seaba saber si la señorita X..... había roto sus relacio- nes con el duque, preguntábase al señor Merson. Si la primera actriz del teatro del Gimnasio llegaba tarde una noche, el señor Merson sabía por qué. El caballo favorito para la carrera del día siguiente, la estrella desconocida de la Ópera Cómica, el poeta aclamado en el Odeón, ó el pintor que seria celebrado la sema- na próxima, todo esto lo sabía de antemano el señor Merson.
Terminaba la comida en casa del señor de Guessaint, una de esas comidas parisienses en que campea el in- genio, locuaz y brillante, y en que se tocan super- ficialmente todos los asuntos sin profundizar uno solo: el escándalo de ayer y la aventura de manana, la anécdota graciosa y el libro de moda. Merson, por su- puesto, era el más adelantado en noticias, y ligeramen- te recostado en su silla, repetía en aquel momento, recalcando en la a:
—|Es admirable ?
-—¿ Quién ?—preguntó el señor de Guessaint.
—El envío que ha hecho Santiago Rosny á la Galería de escultura. Yo lo he visto esta mañanaxen su taller.
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Al oir hablar de Santiago Rosny, el doctor Grandier, colocado á la derecha de Faustina, volvió vivamente la cabeza.
—¿ No le parece á usted que es hermoso ?+—exclamo; —yo me alegro mucho, porque Santiago es uno de los jóvenes que más aprecio en este mundo.
—¿ Le conoce usted intimamente ?»—preguntó la se- ñora de Guessaint.
—Hace diez años: Santiago tenía entonces diez y seis y le visité á consecuencia de haber recibido una herida durante la guerra.
—;¡A.los diez y seis años! —dijo Faustina.
—Si señora; fué herido á los diez y seis años y se le concedió la medalla militar. ¡Sabe usted lo que dijo cuando le reñi por haber tomado parte en la lucha tan joven? Me contestó que el célebre Bara lo había hecho á los catorce años, y que él podría muy bien imitarle.
— ¡Eso es magnífico! —repuso la señora de Guessaint con los ojos brillantes.
Aquella hija de soldado se conmovía al oir hablar de un joven héroe.
Estábase en aquel momento de una buena comida en que se escucha con gusto á los demás; y el doctor hablaba bien, con un entusiasmo pintoresco un poco moderado por su escepticismo de sabio, pero sólo en el grado conveniente.
—¡ Ah! ese joven ha trabajado muchisimo—continuó el doctor, á quien todos escuchaban atentamente.—A los veintiun años obtuvo el premio de Roma; á los veintitrés se hizo célebre por su famosa Daltla, pre-
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sentada en la exposición; y á los veinticuatro se le condecoró por su Estatua de Bayardo, la obra de que habla Merson, y en la cual trabajaba hacía dos años. ¡ Ya verán ustedes! Su Vercingetorix vencido, alcanzará un éxito loco. Con Pablo Dubois, Chapu, Antonino Mercié y dos ó tres más, Santiago será uno de los maes- tros de la escultura contemporánea; y me alegro mu- cho, porque le quiero de todo corazón.
La señora de Guessaint hizo una ligera señal á su es- poso, y todos se levantaron para pasar al salón.
—¿Con que es tan gran artista?—preguntó Faustina, tomando el brazo del señor Grandier.—Yo he viajado largo.tiempo, como usted sabe, y no conozco ninguna de las obras de Santiago Rosny.
—Pues crea usted que es gran artista; y también hombre encantador. Hay en él una mezcla de alegría y entusiasmo y cierta exaltación de poeta, con las diver- tidas paradojas de un pillete de Paris.
Faustina escuchaba, interesandose como siempre por el arte y los artistas.
— ¿Opina usted como el señor Merson sobre su ul- tima obra ?
—En un todo.
—-Deberia usted ir á ver eso, amiga mia—dijo Mer- son acercándose;—una pintora como usted no debe mostrarse indiferente á las obras de arte.
—Calle usted; no me gustan las trivialidades.
—Pues Merson dice muy bien— replicó el doc- tor Grandier.—Me ocurre una idea; venga usted con- migo á visitar el taller de Santiago Rosny; no sera
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usted la única, porque es un favor muy buscado.
—+¿ Y no le parece á usted una indiscreción ? Yo no le conozco.
—Le repito á usted, señora, que soy uno de sus mejores amigos, y que se dará por muy contento en tener el honor de recibirla.
—Te ruego, Faustina, que aceptes el delicado ofre- cimiento del señor Grandier—dijo Nelly;—yo te acom- pañaré, y con mucho gusto.
—Pues bien, queda convenido, amiga mia; le doy las gracias, señor doctor; siempre es usted amable y ob- sequioso; pero no quiero que se moleste. Mi amiga Nelly y yo iremos á buscarle á las tres. ¿Le conviene á usted ?
—Perfectamente.
—+¿ Acompañará usted á su esposa, señor de Gues- saint ?
El interpelado volvió la cabeza al oir su nombre.
—No, contestó; estaré ocupado, pues tengo que asis- tir á la sesión de la Sociedad Geográfica.
—¡ Naturalmente! Está usted preocupado hace algun tiempo. ¿ Será porque proyecta algún nuevo viaje?
—Tal vez.
Mientras se organizaba la partida de whist, Faus- tina se acercó al señor Percier, mudo hasta entonces, y que hablaba en un rincón en voz baja.
— Le embargo á usted —dijole sonriendo.
— Señora...
Faustina le cogió del brazo y condújole á su gabine- te, donde le hizo sentar á su lado.
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-- Ya lo ve usted, amigo mio— le dijo ;-—le conce- do una entrevista a solas.
El infiel esposo de Nelly no parecía apreciar en mu- cho el favor. Félix Percier, aunque hombre de treinta años, parecia tener sólo veinticinco; su cabello casta- ño, sus ojos claros, que expresaban inteligencia y dul- zura, y su cutis sonrosado, comunicabanle cl aspecto de la primera juventud; de estatura regular y distin- guidos modales, sólo le faltaba valor para ser hombre de chispa; mas érale necesario hablar á fin de distin- guirse en este sentido, y Félix no se atrevía, porque su timidez nerviosa le paralizaba. Hijo de una familia de la clase media, honrada y rica, habia sustituido muy pronto á su padre, agente de cambio a quien se apreciaba mucho; y hábil en los negocios, trabajador y de rigurosa probidad, no tardó en aumentar su prl- mera fortuna. Cierto dia se enamoró de Nelly Fores- tier, y transportado de amor, triunfó de su timidez para sitiar á la joven como una plaza fuerte. Hacia algunos meses, llamaba la atención que aquel joven honrado y laborioso hubiese cambiado bruscamente su género de existencia. Habia abandonado su casa y contraido relaciones ilícitas con una mujer á quien todos señala- ban como su querida. ¿Porqué? Se ignoraba; y esto era lo que Faustina quería saber. En aquel drama in- timo, la señora de Guessaint adivinaba muchos secre- tillos que su amiga no se atrevía á confiarle. Cuando llegó al gabinete, cogida del brazo del agente de cam- bio, Faustina sonrió; mientras que el señor Percier parecia estar allí a disgusto.
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-—— Hablemos ahora — dijo la señora de Guessaint. — Nelly le ha dicho á usted que yo le ordenaba venir esta noche, y á no ser por esto, usted la habria abandona- do, ¿no esasl?
— Señora...
—No mienta usted. Le conozco muy bien; usted es un excelente muchacho, y yo sé que ama á Nelly; por lo mismo, no comprendo su conducta. Señor Percier, ¿por qué engaña usted á su esposa ?
A esta imprevista pregunta, algo cómica, el semblan- te del agente de cambio reveló mucho asombro, y ya iba á levantarse, no sabiendo qué decir, cuando la se- nora de Guessaint le obligó á sentarse de nuevo.
—No, no, es preciso contestarme, porque quiero tener la conciencia tranquila. Al principio, cuando cir- cularon los primeros rumores vagos sobre la... traición de usted, me encogí de hombros, sin dar crédito á lo que se decía, pues Nelly estaba siempre contenta y nada me autorizaba á ocuparme de su existencia inti- ma; pero hoy ya es diferente; conozco que bajo su aparente alegría, la esposa de usted sufre; y á mí no me quitarán de la cabeza que usted la ama.
Félix se había sonrojado é inclinaba la cabeza como un culpable.
— Si —continuó Faustina, —tengo esa convicción, y por lo mismo le pregunto por qué la engaña. Quiero que Nelly sea feliz; usted es hombre honrado, y ella mujer virtuosa ; en sus manos tienen ambos la dicha. ¿Por qué, pues, abandona usted su casa y se deja ver en un palco del teatro de Vaudeville con la señorita Aur...
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—¡ Señora, suplico á usted!...
- —¿No soy yo su amiga? Lo único quele pido es que me confíe su secreto, y no le ocultaré que Nelly no me ha revelado el suyo. Las mujeres, aunque sea grande su intimidad, experimentan un pudor timido para hacer ciertas confesiones. Créame usted ; sólo le hablo en su propio interés. Tal vez esté intimidado ; perolas personas que le manifiestan simpatía deben inspirarle confianza. Ya comprendo que nada podrá decirme esta noche; pero venga usted á verme... ¡Ah! ahora recuer- do que tiene ocupado todo el día... Pues bien, le es- peraré el domingo próximo, después de almorzar. La que le habla á usted es una amiga, y como tal le con- testará... ¿Quedamos convenidos?
Faustina se expresaba con aquella dulce gravedad que seducía á todo el mundo, y la confusión del señor Percier se desvaneció poco á poco. Movido por un im- pulso de agradecimiento á la encantadora mujer que le hablaba, ofrecióle la mano.
—Gracias, señora —dijo;—es usted buena como la misma bondad; vendré y le contaré todo; pero... es bastante dificil de decir.
—¡Vamos! ya vuelve usted á turbarse antes de tiem- po; pero verá cómo es muy fácil decirlo todo cuando se habla con franqueza. Ahora déme usted otra vez el brazo y condúzcame al salón.
Nelly se acercó curiosamente á Faustina.
—«¿ Acabas de hablar con mi esposo?—le preguntó.
— Sl.
—«¿ Te ha hecho sus confidencias ?
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Los ojos de la joven brillaban de malicia y de curio- sidad ; debía saber a qué atenerse; y tal vez compren- dió vagamente la causa del triunfo alcanzado por la señorita Aurelia en el corazón de su esposo. En aquel asunto ocultábase algún misterio que ella no se expli- caba bien. Faustina la miraba con infinita ternura, y sus ojos parecian decirla: «Si yo no soy feliz, quiero que tú lo seas. »
Los convidados se retiraron temprano, pues sabíase que Faustina era aficionada á la soledad. Por lo regu- lar cambiaba un frio saludo con Enrique, y cada cual se iba por su lado; pero aquella noche, en vez de hacer- lo así, el señor de Guessaint se quedó.
— Quisiera hablar contigo algunos minutos, amiga mia— dijo á su mujer.
—Estoy á tus óordenes—replicó Faustina con frialdad.
Y sentándose junto al fuego, apoyó la mejilla en su mano, en actitud de la mujer que escucha.
—Amiga mia—continuó el señor de Guessaint — estoy á punto de emprender un largo viaje; hace ya algunas semanas que acaricio esta idea, y hubiera po- dido hablarte de ella, pero sé que mis proyectos no te interesan mucho. Por otra parte, como tu amiga Nelly está casada, he supuesto que no te convendría acom- pañarme.
—En efecto; pero eres completamente libre, amigo Enrique, y por lo tanto te ruego que no te ocupes de mi. Si deseas viajar otra vez, hazlo cuando gustes.
—Por otra parte —añadió el señor de Guessaint— temería que te fatigaras, porque más bien se trata de
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una expedición cientifica que de un viaje. El ministro de Marina organiza una misión, solicitada por la Socie- dad geográfica, y del mando se encargará un oficial de mucho mérito, el coronel Maubert, de la infantería de marina. Creo que marcharemos de aquí á diez dias. De nuevo te suplico que me dispenses si no te he hablado antes, pues no me he decidido hasta esta tarde.
—Repito, querido Enrique, que eres absolutamente libre. Durante tu ausencia, mi vida será la misma que si estuvieras presente. ¿Era eso todo cuanto tenías que decirme? Pues si es asi, buenas noches.
—Buenas noches.
La señora de Guessaint subió á su habitación, sola como siempre. ¿Qué le importaba que su esposo estu- viera en París ó de viaje? Era una de esas mujeres, tan numerosas en la sociedad contemporánea, que no te- niendo hijos son viudas antes de enviudar; sólo pue- den elegir entre los vulgares disgustos del adulterio y las incurables tristezas de una unión mal entendida.
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¿ EPa : RANCISCA Rosny había cambiado mucho en 1 RYaE diez años; su magnifico cabello rubio era ya od gris; su rostro pálido y enflaquecido tenía cierta rigidez; sus ojos azules, de expresión dura, re- velaban todos los padecimientos que había sufrido; y sólo el cuerpo conservaba las esbeltas formas de otro tiempo ; sus ademanes bruscos y resueltos indicaban una mujer que ha luchado mucho y que no se halla dispuesta á olvidar los disgustos de la vida. Habitaba
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con su hijo en una reducida habitación de la calle de Lambert, y el taller del artista estaba á diez minutos de allí, en el centro de la plaza de Batignolles. Francisca llegaba á las ocho de la mañana, encendía fuego y arre- glábalo todo; cuando su hijo llegaba, retirábase dis- cretamente, y ya no le veía hasta la caida de la tarde. Santiago era la unica persona á quien podía amar, y profesábale un cariño maternal apasionado, celoso y casi salvaje. Muy duros habían sido para Francisca los primeros años después de la muerte de Pedro: admi- tida de nuevo en su antiguo taller de costura, dedicó todo su tiempo al trabajo, así los dias como las noches, mostrándose infatigable. Siempre inflexible, avanzaba resueltamente hacia el fin que se proponía; era preciso que Santiago no fuese un simple obrero; pareciale que la llama del artista brillaba en el corazón y el cerebro de aquel joven, y rebelábase contra la idea de que pudie- ra extinguirse por la dureza de la vida material. Aque- lla mujer necesitaba vengarse de los que en este mundo son ricos y dichosos, y por eso estimulaba á su hijo impeliéndole hacia el trabajo, como lo hace el capitán con el joven soldado en el momento del ataque. San- tiago, apasionado por su arte, y laborioso por instinto, no necesitaba ningún estimulo. Primeramente fué a trabajar al taller de Antonino Mercié; después á la Es- cuela de Bellas artes; y gracias á la estimación de sus maestros y á la admiración de sus compañeros, adqui- rió esa indomable energía que de todo triunfa. Por la noche, solo con su madre, ésta le forjaba lentamente una coraza bien templada para el combate de la vida.
FAUSTINA DE BRESSIER 213
Durante los cinco años que precedieron al en que obtuvo el premio de Roma, Santiago no se habia se- parado de Francisca, que imbuía todas sus ideas en el espiritu de su hijo. Referíale sobre todo la muerte trá- gica de su padre, que supo casualmente al leer un pá- rrafo de cierto diario, algunas líneas de una concisión brutal, que penetraron en el cerebro de Francisca como puntas enrojecidas: «Antes de ayer, decía, el capitan Maubert, del tercer batallón de cazadores, sorprendió en el camino de Chavry á un comunis- ta llamado Pedro Rosny, que habia tomado parte en el asesinato de un capitán de ejército, y enfurecidos los soldados, fusiláronle en el sitio. Durante cinco años, Francisca educó á Santiago en su odio inextin- guible. ¡Ah! ¡la clase media, los ricos, los aristó- cratas! El joven adoraba á su madre; y de su padre fusilado conservaba un sentido recuerdo, en el que se mezclaba el respeto con una profunda compasión. No se está sometido impunemente á la influencia de una madre que se adora, y poco á poco las ideas de Francisca fueron las de Santiago; pero ésta le reco- mendaba siempre que las guardase encerradas en su corazón. e
—: Por qué has de manifestar en alta voz lo que pien- sas ¿—le decia. —Los vencidos de la Semana Sangrien- ta agonizan Ó se pudren en la tierra helada. Se nos teme y se nos odia; la sociedad ignora que tu padre es una de sus victimas; no se debe saber antes del dia de tu triunfo, porque tal vez te obligaran á salir de la Es- cuela. Los individuos del Instituto son de la clase
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media y te impedirían alcanzar el gran premio. Cállate, pero recuerda.
Cuando Santiago marchó á Roma, Francisca tuvo valor para separarse de él; y durante dos años no le permitió volver á Paris. El triunfo llegó pronto, como lo habia dicho el señor Grandier; con los primeros en- -vios, Santiago se hizo ya célebre; ganaba dinero, y pudo tener cierta comodidad en casa, aunque no mucha, porque los escultores quedan siempre pobres. Sólo entonces se decidió Francisca á dejar el taller de costura, pues no quería que rebajasen al hijo por el oficio de la madre; pero convirtióse en fiel vigilante, ama de gobierno y criada de su hijo; sólo ella se ocu- paba de su vida, y sólo ella dirigia sus actos. Cuando, después de salir de la Villa Médicis Santiago se halló de nuevo en París, madre é hijo hacían la vida de otro tiempo, con las mismas inclinaciones, iguales placeres é idénticos pensamientos.
El joven recordaba al niño por su rostro hermoso y expresión enérgica, por su continua alegria y entu- siasmo; trabajaba mucho, pero se divertia bien. Nadie sabía animar tanto como él un paseo en el bosque, una carrera en Bougival, una cena en casa del tio La- thuile, ó un almuerzo en una hosteria de los alrede- dores de Paris. El artista joven rara vez tiene ocasión de dirigir amorosas declaraciones á las princesas y marquesas, y por otra parte, Santiago se cuidaba poco de tales damas; en aquellas á quienes honraba con su elección sólo buscaba la belleza, la alegría y la salud. Francisca deseaba que su hijo conociera los placeres;
FAUSTINA DE BRESSIER 215
sabía que á los veintiséis años, cuanto más se di- vierte un artista, mejor trabaja; y ante todo no querla que el amor, el verdadero amor, distrajera su vida. ¿Qué le importaba á la viuda Rosny que su hijo eli- giera por querida á la que le servía de modelo, á una modista sin ambición, Ó á una insignificante actriz? Lo que temía era la mujer que se apoderara del corazón de Santiago, sustituyéndola á ella.
Por eso le impedía presentarse en la alta sociedad, retrayéndole de aceptar esas invitaciones que siempre se dirigen á las personas notables. ¿Qué haría en medio de aquella gente?» Así como todos los que trabajan, Santiago no tenía empeño en salir de su esfera, y se- guía facilmente los consejos que se amoldaban con su carácter. Madre é hijo conservaban, sin embargo, al- gunos amigos antiguos: por de pronto, el señor Gran- dier, protector de Santiago desde el principio de su carrera; y Aurelia Brigaut, su vecina de la calle Juan Beaussire, que así como otras muchas, habia entrado en el Conservatorio, donde obtuvo el primer premio; habíanla contratado para el teatro del Gimnasio, y también para ella la vida era más aceptable. En cuanto al doctor Borel, habia muerto en 1874. El secreto de la viuda Rosny se guardaba discretamente : nadie sabla que diez años antes su esposo habia sucumbido bajo las balas de los soldados, fusilado como insurgente.
Aquella mañana, según costumbre, Santiago encon- tró todo arreglado en su taller, inmensa habitación de piso bajo, con salida á un patio muy espacioso. La arcilla y el yeso no permiten á los estatuarios esas re-
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finadas elegancias que seducen la vista en el taller del pintor; alli no había un solo dije; veíanse sólo algunos lienzos procedentes de Roma, un gran maniquí con sus miembros dislocados, y el original de la Dalila, que se destacaba junto á un inmenso biombo de reps verde; dos antiguos tapices ocultaban la desnudez de las paredes; la luz penetraba por arriba á través de anchos vidrios separados por arcos ojivales; y en la bóveda tocaba casi una larga galería de madera, á la cual se llegaba por una escalerilla. El escultor se situa- ba allí para juzgar del conjunto de una obra, colocan- do también sus modelos en aquel sitio cuando quería obtener ciertos efectos. En todas las partes del taller velanse los primeros trabajos del Vercingetorix, y un bosquejo pintado: Santiago imitaba este procedimien- to de su ilustre maestro Antonino Mercié, que á su vez lo tomó de los estatuarios griegos; hallábanse alli también algunas pruebas en arcilla y dos ó tres en cera. El escultor habia trabajado sin cesar, y sólo al cabo de meses y meses de laboriosa tarea obtuvo al fin la forma definitiva en que debía montar el grupo modelado por su genio.
Debajo de unos paños húmedos elevábase el Vercin- getorix vencido, oculto bajo una inmensa jaula de caut- chuc blanco; un muchacho, discipulo de Santiago, subía á la galería, vigilado por Francisca, y hacía girar cuidadosamente una pequeña polea; la jaula se eleva- ba hasta el techo lentamente, y el Vercingetorix apare- cia, iluminado por los rayos del sol. El discípulo, sa- cando agua con una pequeña bomba, llenaba un cubo
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italiano de cobre rojo cincelado, e inundaba la arcilla del enorme grupo. Quince días antes de la exposición, cuando el original estuviese bien acabado, el modela- dor iría para traducir la arcilla en yeso.
Francisca contemplaba la obra de su hijo. Era siem- pre la mujer enérgica y apasionada de otro tiempo; el amor de la esposa continuábase en el de la madre, y estos dos sentimientos se asemejaban por un egoísmo de ternura. La viuda soñaba una existencia absoluta- mente en común; para Santiago serian todas las glo- rias; para ella todas las fatigas; nadie sabría que bajo el brillante artista se ocultaba una mujer oscura. ¿Y si se casaba ? Semejante idea no tenia cabida en el ce- rebro de aquella mujer; su hijo le pertenecia, como ella á su hijo; y á su modo de ver, nada podría des- unir estos lazos, cada día más poderosos. No pensaba que tales proyectos fuesen egoístas; parecianle muy naturales, y considerábalos como consecuencia de los padecimientos sufridos en comun.
Admiraba aquel Vercingetorix con toda la exaltación de su orgullo; y con su perspicacia de mujer inteligente, percibía, aunque de una manera vaga, las bellezas de aquella grandiosa obra. Hacia ya algunos días que se detenian coches á la puerta del escultor, bajando de ellos elegantes damas que habian obtenido permiso para conocer antes que el público la notable obra des- tinada á la exposición; y Francisca se regocijaba de an- temano de aquel triunfo, que excedía a todos cuantos Santiago alcanzara hasta entonces. Su venganza co- menzaba, y la obtendría completa el día en que pudie-
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se proclamar la verdad, el día en que su hijo, colmado de honores oficiales, anonadaría con su gloria á la so- ciedad que había fusilado á su padre.
—Eres infatigable, madre mia—dijo Santiago al en- trar; —esta mañana te has ido muy pronto; mientras que yo me hacía el perezoso.
—Puedes descansar ya; tu tarea ha terminado; aho- ra recoge el fruto. ,
Santiago sonrió. |
—Sí —repuso;—creo que obtendré buen éxito; en cuanto á mí, estoy bastante satisfecho de mi obra. Vamos, madre, este verano iremos á respirar el aire libre á la campiña. Te conduciré en barco y empren- deremos excursiones nosotros dos solos. ¡Si supieras qué deseos tengo de salir de París y estar dos meses sin hacer nada, corriendo por los bosques como un sal- vaje! ¡Vamos, alégrate un poco!
—Ya estoy alegre, hijo mío..... ó más bien, soy feliz; tú no ves mi dicha porque está en mi interior.
Santiago fué á sentarse delante de un busto casi ter- minado; era el de una princesa romana M."* V..., que le manifestó en otro tiempo mucha simpatía durante su permanencia en la Villa Médicis. Habiendo empren- dido más tarde un viaje á París, rogó al artista como un favor que la permitiera servir de modelo.. Sabia muy bien que el joven decia siempre: «Hacer un busto es perder el tiempo»; pero Santiago conservaba dema-' siado buen recuerdo de la acogida que mereció en Roma para no satisfacer el deseo de la dama. Francis- ca recorrió con la vista toda la habitación para ver
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si faltaba alguna cosa, y como se cerciorase de que todo estaba en su sitio, abrazó á Santiago y salió.
El escultor trabajaba hacia ya una hora cuando oyó llamar, y casi al punto abrióse la puerta ruidosamente y entró una mujer muy linda. No le agradaba al joven que le molestasen durante las horas de trabajo, y ya iba á incomodarse, cuando reconoció á su amiguita Aurelia. La actriz y el escultor se veían ciertamente poco; pero Santiago apreciaba en extremo á la anti- gua bruñidora, y á ésta no le hubiera costado mucho enamorarse locamente de aquel artista joven y seduc- tor, con el que la unían los recuerdos de su adolescen- cia. Sin embargo, hasta aquel momento Santiago no se había fijado, al parecer, en que Aurelia era una mu- chacha encantadora.
—¡ Hola !—exclamó—;¿ qué la trae á usted tan tem- prano por aquí ?
—No quiero molestarle—repuso Aurelia;—siga usted trabajando; me sentaré á su lado y le diré lo que debo decirle. ¿Qué se propone usted hacer esta noche?
—¿ Esta noche ? Primeramente cenar con mi madre.
—+¿ Y después?
—+¿ Después? No lo sé.
—+ No irá usted á ver á la señorita... á la señorita?... no recuerdo el nombre. Aquella joven con quien le ví á usted en el teatro la otra noche.
Santiago soltó la carcajada.
—¡Oh !—dijo—me ha dado calabazas, y de una ma- nera tan graciosa, que no puedo menos de reirme cuando pienso en ello. Hacia cinco ó seis meses que
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estábamos en relaciones, y yo no pensaba "romperlas, porque esa Alicia es muy divertida. Hace tres dias, llega aquí una mañana, lo mismo que usted, amiga Aurelia; su aspecto grave me llama la atención, la in- terrogo y comienza á llorar. Más asombrado que antes, espero á que se explique, y de pronto exclama: «¡Estoy enamorada de ti'» Procuré demostrarle que era una fe- licidad, puesto que me tiene por amante, y á esto me contesta: «Mi maestro quiere amueblarme la habita- ción.» Y yo no comprendía una palabra; pero al fin Alicia, secando sus lágrimas, refiéreme que su maes- tro, rollizo menestral, le ha hecho proposiciones des- honrosas, aunque muy favorables, exigiendo en cam- bio una absoluta fidelidad. En tal caso, velase obligada á elegir entre su amor y su interés, y por lo tanto iba á pedirme consejo. Parecióme aquello tan raro, que comencé á reir á carcajadas, y entonces la joven, reco- brando también su alegría, me imitó de la mejor gana. «Alicia, le dije, jamás un escultor valdrá tanto como una casa ricamente amueblada; acepta las proposicio- nes de tu maestro, y sé fiel á ese hombre, puesto que tiene la debilidad de hacer tales cosas.» Mi amante no resistió mucho, lo cual no es muy lisonjero para mi amor propio; pero debo confesarlo así. Por la noche fuimos á cenar, y no me separé de ella hasta la maña- na siguiente, He aquí cómo una modista ha llegado á ser maestra, y como un escultor ha quedado... viudo.
Aurelia se reía á Su vez.
—Si su pesar se traduce asi, amigo Santiago—dijo —es que no estaba usted muy enamorado.
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El artista encendió un cigarrillo.
—Quiero hacerle una confidencia, amiga mia—dijo; —hasta ahora no he sabido lo que esenamorarse; toda joven bonita me agrada, pero tanto vale una como otra; tanto me da que sea ésta Ó aquella. Para estar enamorado es preciso no tener nada que hacer; y á mi me falta el tiempo.
Aurelia parecía estar un poco resentida, pues á las mujeres no les gusta que se niegue su influencia; pero miraba a Santiago con un poco de ternura y mucha malicia. j
—No le conozco á usted de ayer — dijo; —es muy alegre y apasionado; pero el día en que le cojan de veras.....
«Santiago se encogió de hombros.
—¡ Ah !—exclamó—estoy sin cuidado. Pero ¿por qué me preguntó usted si estaba libre esta noche ?
—Helo aquí. Esta noche no trabajo, ni tengo nada que hacer; de modo que sería usted muy amable si me convidase á comer. El Director del Renacimiento me ha enviado un palco para su teatro, y podriamos pasar muy bien la noche. ¿Qué le parece á usted ?
—Digo que acepto.
—Entonces, queda convenido. ¿Irá usted á bus- carme.
—A las siete.
—Gracias, Santiago; es usted amable como el amor. Hasta la noche; no quiero molestarlo más, pues los dos tenemos que hacer. Hoy ensayamos á las cinco.
Aurelia salió sonriendo maliciosamente, como si
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acariciara algún pensamiento. ¡Ah! el bello Santiago estaba viudo, y su rompimiento con Alicia venía como de molde; pero el artista la intimidaba un poco. Hasta aquel dia le halló siempre en relaciones con una mujer ú otra; pero ahora estaba libre. En cuanto á Santiago, profesaba á su amiga Aurelia una franca amistad, y jamás hubiera pensado en hacerle la corte; evocaba para él todos los recuerdos tristes y dulces de su infan- cia, pero no despertaba sus deseos ni su curiosidad. Santiago trabajó todo el día sin más interrupción que la que le ocasionaron cuatro ó cinco personas á quienes habia permitido ver el Vercingetorix. Por la tarde, su discipulo le entregó una esquelita del doctor Grandier, advirtiéndole que iría al dia siguiente con dos señoras amigas suyas. La noticia le alegró, pues apreciaba mucho al ilustre sabio; y á eso de las seis, satisfecho de su día, fué con ligero paso á la calle Lambert para decir á su madre que no cenaría con ella. Ya sabía que Francisca se alegraba cuando él iba á distraerse.
—Vamos á pasar un buen rato los dos solos—dijo Aurelia—entrando en el gabinete particular á que Santiago la condujo.
Llevaba un traje de los mas graciosos; jamás había estado tan hermosa; su cabello rojizo, retorcido sobre el cuello, despedía visos de ámbar que realzaban la palidez del rostro, iluminado por el brillo de sus ojos grises. En el teatro desempeñaba los papeles de co- queta con mordaz travesura; y en fuerza de la costum- bre, seguía representándolos en la vida real; por sus respuestas ingeniosas, impertinentes y aceradas, había
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adquirido muy pronto la reputación de mujer de talen- to; y aquella noche, más decidora que nunca, deseaba que su espiritu brillase por todas sus facetas, como un diamante bien tallado. Santiago estaba muy contento; jóvenes los dos, y llenos de salud, divertianse como dos escolares que hacen novillos. Terminada la comida, y sentados uno junto á otro en el gastado canapé, ha- cian la digestión agradablemente, cuando Aurelia se levantó de pronto.
—¿ Y el teatro »—pregunto:—ya lo olvidábamos.
Es probable que á pesar de sus triunfos, la opereta á la moda no divirtiese mucho á la graciosa Aurelia; y tal vez preferia una escena íntima, una opereta 6 dos, con coplas alternadas. El caso es que al cabo de media hora, dijo en voz baja á Santiago:
—Esa pieza es insípida, y vamos á perder la noche. ¿ Quiere usted venir á tomar una taza de té conmigo en casa?
—No hay inconveniente.
La actriz vivia en la calle de las Pirámides: con muy buen gusto y un poco de dinero es fácil arreglar un nido delicioso.
—¡Qué habitación tan bonita tiene usted ! — dijo Santiago;—siempre vengo con gusto.
—Es usted un impertinente—repuso Aurelia; —viene usted por el local y no por quien le habita. ¡Bien! aho- ra veo que Rosalía no ha encendido fuego en el salón; pasemos á mi gabinete, pues allí, por lo menos, po- dremos calentarnos. Le dejo solo un minuto. ¿Me dis- pensará usted ?
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Aurelia conocia muy bien á los hombres, y pensaba que por más que Santiago fuese un gran artista, no dejaria de parecerse á sus cofrades por la necedad. Un cuarto de hora después presentóse, hechicera y pro- vocativa, como la mujer que se propone hacer pecar á un santo. Como el escultor no merecía que por su castidad se le inscribiera aún en el calendario, Aurelia esperaba trastornarle del todo la cabeza. Santiago pro- firió una exclamación al verla.
—Así está usted adorable—-la dijo.
La actriz se habia despojado de su vestido, susti- tuyéndole con un peinador blanco guarnecido de en- caje, bajo el cual se dibujaba graciosamente su talle flexible.
—Voy á sentarme á su lado—dijo Aurelia.
Y acercóse al artista, casi embriagado ya por el pe- netrante perfume de aquella graciosa mujer.
—Nada vale tanto como una taza de té junto al fue- go—dijo.—¡Ah! amigo mio, cuántas deliciosas noches hemos perdido. Lástima es que dos. jóvenes como nos- otros, que se conocen desde hace tiempo, no se vean más á menudo.
—¡Pero si yo no deseo más que ver á usted ! —repu- so Santiago. |
—«¿ De veras? |
Aurelia movía graciosamente la cabeza con mucha coqueterla; pero de pronto desprendióse de ella el pei- ne de concha, y su cabello ocultó en parte el sem- blante, rodeando la cintura. La actriz dejó escapar un ligero grito. |
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¡qué hermosa es usted ! —murmuró el
, Sáalveme V. que me ahogo !—exclamó.
¡Santiago los mío
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artista.
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—Vamos, recoja usted el peine y ayúdeme á levan- tar el cabello...
Asi diciendo, arrodillóse en el sillón, inclinando ha- cia atfás su graciosa cabeza; Santiago hundía sus ma- nos con delicia en aquella oleada de dorados cabellos,' que exhalaban un perfume embriagador, mientras que Aurelia hacía resaltar por los movimientos de su es- belto talle, los suaves contornos de su cuello. Santiago se inclinaba hacia ella; la joven le miraba con los ojos brillantes y los labios entreabiertos; y el artista pre- sentó los suyos sonriendo.
— ¡Ah! ¡te deseo con locura !—murmuró Aurelia, dejándose deslizar en los brazos del joven.....
A la mañana siguiente, cuando Santiago volvía á su casa, pareciaestar muy admirado de su aventura de la pasada noche. ¡Aurelia su querida, la que en otro tiempo no fué más que su inocente compañera! El recuerdo que conservaba de aquella noche de amor, tenía algo desagradable. Risueña y apasionada, la co- mica había hecho todo lo posible para seducir y con- quistar aquel bello joven tan voluble; hizole una de esas delicadas confesiones que siempre halagan al hombre, diciéndole que crela amarle hacía largo tiempo; y la coqueta no mentía. Santiago pensaba que aquello era posible, pero por primera vez sintióse conmovido al desprenderse de los brazos de una mu- jer, sin duda porque se parecia muy poco á todas aquellas que tratara hasta entonces. En la Villa Médi- cis apenas queda tiempo para amar cuando se trabaja mucho y no se asiste á las reuniones. Las macizas
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transteverinas, con sus pesados modales, no hablan sido nunca para él más que máquinas de placer; y de regreso á Paris, siempre caprichoso, no era facil que se mantuviese fiel á las mujeres con quienes entablaba relaciones por algunas semanas; pero acababa de co- nocer á una verdadera mujer sensual y alegre, con gustos delicados y un corazón amante. ¿Por qué no la amarla + ¡El amor! Era una gran palabra que le infun- día miedo. Bien fuese su aventura con Aurelia un principio de amor, ó un capricho más formal que los otros, lo cierto es que le habia conmovido secreta- mente; pero con esa imperiosa necesidad de psicologia que todo hombre inteligente experimenta cuando po- see una nueva mujer; decíase que el verdadero amor no comienza asi, por un capricho de los sentidos, des- pertados de pronto. Pareciale que aun después de aquella noche de amor, Aurelia seguiria siendo para el la compañera de otro tiempo. Seguramente habían contraido lazos más intimos; pero el sentimiento del corazón se conservaría el mismo... ¡Bah! ¿para qué dis- cutir con su placer? De todos modos recordaba, no sin una secreta voluptuosidad, la graciosa cabeza de Aurelia, sus ojos brillantes y su esbelto talle; debiale algunas horas * deliciosas, y no las olvidaría tan pronto.
Francisca le esperaba en el taller: siempre fingia que no echaba de ver la ausencia de su hijo cuando permanecía fuera toda la noche, tolerancia poco moral que entraba por mucho en los cálculos de la madre. ' En semejante caso, Santiago no se explicaba; sus vi-
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das comunes enlazábanse demasiado estrechamente para que él pudiese ocultar lo que ella hubiera debido no saber; ó por lo menos, ni uno ni otro tocaban asun- tos que no les convenia abordar. Francisca tenia un diario en la mano.
—Lee, hijo mio—dijo á Santiago.
El joven desdobló rápidamente el diario: un crítico célebre hablaba del Vercingetorix en términos entu- siastas, y no vacilaba en elevar á Santiago Rosny á la altura de los primeros escultores. Hablaba además del valor del joven, de su ejemplar conducta durante la guerra, y de su infatigable energía en el trabajo.
—: Estás contento ? —preguntó la madre, con los ojos rebosando alegría. ¿
—¡ Ya lo creo! Es más de lo que merezco.
—No digas eso; quiero que seas el primero... ¿lo oyes ? el primero.
Al pronunciar estas dos palabras, Francisca se trans- figuraba. Si, el hijo de su esposo fusilado, el descen- diente de los míseros obreros sería el primero en su arte, y el mundo se inclinaria ante la fuerza de su ge- nio; y sería ilustre, rico, envidiado; las mujeres más bellas y poderosas le sonreirian, y esta sería su ven- ganza, de la cual disfrutaría sola en su silencio y os- curidad.
—«¿ Esperas gente hoy, hijo mío ?—pregunto.
—Sí. Nuestro amigo el doctor Grandier ha de venir á verme con dos señoras amigas suyas.
—¿ Comes hoy conmigo ?
—Ciertamente, pero te ruego que salgamos de casa,
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porque las paredes me ahogarian. Paréceme tener un exceso de vida que se desborda. ¿Quieres que vaya- mos al teatro ?
—Desde el momento en que paso la noche contigo, estoy contenta. Abrázame y hasta luego.
Francisca salió“feliz y triunfante; mientras que San- tiago daba principio á su cuotidiana tarea. Trabajaba con ardimiento, del todo poseido de su obra, sin que le distrajera un instante el recuerdo de Aurelia: el lindo rostro de la actriz no ocupaba su pensamiento; y toda la mañana transcurrió así. Después de almorzar rápidamente prosiguió su tarea interrumpida un ins- tante, sin echar de ver cómo transcurrian las horas. La llegada del señor Grandier le recordó la realidad: Nelly, con su traje algo llamativo y su gracioso sem- blante, siempre alegre, y la señora de Guessaint, ves- tida de oscuro, y en parte cubierto el rostro con el velo, acompañaban al ilustre sabio.
—Amiga miía—dijo el doctor volviéndose hacia Faus- tina—permitame usted presentarle á Santiago Rosny: ya la he dicho que le amo como á un hijo.
La señora de Guessaint hizo un brusco movimiento y se turbó vagamente; reconocía al escultor á quien en- contró dos años antes en el claustro de San Onofre, en Roma; pero se recobró muy pronto y levantóse el velo a fin de que el artista pudiese verla comodamente. ¿Recordaría éste también aquella conversación de me- dia hora? Faustina le miraba con sus hermosos ojos altivos y serenos; Santiago se ruborizó ligeramente, é inclinóse ante la señora de Guessaint.
¿
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—Celebro—dijo—tener el honor de que me presen- ten a usted. Sin duda me habra olvidado ya;-es muy natural.
Faustina interrumpió al joven para acercarse al Vercingetorix, y contemplaba la obra maestra con pro- funda emoción de artista: el galo, cargado de cadenas, con los miembros retorcidos por la dura presión del hierro, tenía la cabeza erguida con altivo ademán, y en sus ojos leíase un pensamiento fijo; detrás estaba Roma triunfante; pero veía á la Galia futura, victoriosa á su vez, vengándose de las humillaciones pasadas. A su al- rededor yacian un guerrero muerto, un niño asesina- do, y una mujer con el seno desnudo y el corazón atra- vesado por un puñal. Faustina admiraba: el pensa- miento del escultor se revelaba luminoso y sublime, haciéndola experimentár esa emoción de lo bello que es el mayor goce del artista; y en un impulso de en- tusiasmo tendió la mano á Santiago diciéndole:
—¡Es hermoso! e
Por lo regular agobiábanle con cumplidos y triviales lisonjas, las cuales le molestaban más bien que le com- placian; pero aquellas dos palabras, pronunciadas con voz conmovida, le llegaron al corazón; y volvió á expe- rimentar ante la señora de Guessaint esa especie de cortedad que sintió dos años antes en el claustro del convento. Aquella hermosa mujer, de rostro pálido y expresión altiva, con sus brillantes ojos, que andaba con la majestad de una diosa, inspirábale un vago temor.
—¡Oh, qué hermoso busto! —exclamó de pronto Nelly.
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Y llamó la atención de su amiga sobre el busto de la princesa V..., notable por su graciosa elegancia. La señora Percier manifestó á su vez su admiración al joven, diciéndole que su amiga solia mostrarse muy reservada ante las obras de arte, y que un sufragio como el suyo valia muchos elogios, añadiendo que Faustina era pintora, muy capaz de comprenderle. La señora de Guessaint habló de arte con Santiago, y los dos experimentaron una mutua simpatía por impre- siones comunes. Santiago la escuchaba con un placer que no podia explicarse; las ideas de Faustina le agra- daban; pero también su voz armoniosa, que le seducia de una manera particular. ¿
—Ahora que nos conocemos, caballero—dijo la se- nora de Guessaint—espero tendrá usted la amabilidad de irá mi casa; siempre me complacerá mucho reci- birle.
El escultor solía olvidar las invitaciones de este gé- nero; pero esta vez aceptó con la intención de hacer uso de ella. ¿Por qué deseaba ver otra vez á la señora de Guessaint? No se lo explicaba; pero cuando se hubo marchado y se halló solo en el taller, prometióse ir á su casa. ¡Cosa extraña! acababa de pasar una noche amorosa, llena de sutiles sensaciones, con una mujer. bonita á quien conocia hacía largo tiempo; y ahora pensaba obstinadamente en otra que sólo viera dos veces en dos años, durante algunos minutos. A la edad que Santiago tenía, experiméntanse tales sentimientos sin analizarlos. El artista pensaba en la joven dama sin comprender por qué, y pareciale que una dulce in-
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fluencia embargaba su espiritu. Recordaba, sobre todo, su gracioso andar, y sus ademanes de emperatriz ro- mana llenos de encanto.
Dos horas más tarde llamaban suavemente á la puer- ta: absorto menos por el trabajo que por su íntima preocupación, no ola la llamada del nuevo visitante; pero de pronto vió ante si á la señora Percier.
—Sin duda le extraña á usted mi visita... —dijo Nelly sonriendo.
—Señora.....
—He aquí de que se trata. La señora de Guessaint, con quien acaba usted de verme, es mi hermana más bien que mi amiga, y,yo no tengo ni su retrato ni su busto. Si, sí, ya comprendo el movimiento de usted; sé que no le gusta hacer bustos, pues me lo ha dicho el doctor; y por eso vengo á pedirle una excepción en mi favor. y |
--Pero sí yo no rehuso! muy por el contrario, acepto.
—¡ Acepta usted tan de pronto, y sin hacerse rogar! Es usted muy amable.
En efecto, para cualquiera otra persona, Santiago hubiera contestado con una negativa; pero tratándose de Faustina, consentia, y esto con un placer que le ex- trañaba un poco.
—Entonces-—añadió Nelly —voy á pedir á usted otro favor. ¿Me lo permite ?
A Santiago le parecia encantadora aquella mujer. ¡Parecía tan alegre y risueña con su dulce sonrisa!
— Voy á explicarle a usted el asunto—añadió.—Yo soy muy rica..... ¡oh! muy rica; pero desgraciada-
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mente, también muy gastadora; hay meses en que tengo mucho dinero, y otros en que estoy tan pobre como Job. Pues bien hágame un favor, acepte usted esto. «
--¡OH ! ¡señora!...
—¿Pues no le digo á usted que me dispensará con esto un favor? ¿No quiere usted ser mi banquero? Bien habré de pagar el busto que tan bondadosamente ha consentido en hacer. ¿Qué le importa a usted que lo haga ahora mismo?
Nelly estuvo hablando durante una hora, y el joven la escuchó muy atento porque se refería á la señora de Guessaint: la joven le dijo que Faustina era una gran artista, explicándole por qué el mundo no cono- cia la llama de su genio. Poco á poco las sombras se extendieron por el taller sin que Nelly ni el artista echaran de verlo al pronto; pero al fin Santiago encen- dió una lámpara, y la conversación siguió su curso. El tiempo se deslizaba tan rapidamente, que la viuda Rosny, inquieta por la falta de su hijo entró de pronto a buscarlo.
—Es mi madre, señora—dijo Santiago algo confuso.
Francisca, casi oculta en la sombra, miraba fijamen- te á la desconocida que conversaba tan intimamente con su hijo á una hora tan avanzada del dia. Nelly se excusó y despidióse, después de dar gracias al escultor, saludando á la viuda. Cuando se hubo marchado la señora Percier, Francisca interrogó á su hijo para sa- ber quién era aquella señora. ¿Seria alguna mujer del gran mundo? ¡Del gran mundo! La viuda pronun.-
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ció estas tres palabras con amargura: su envidia no la engañaba. Santiago fijó de pronto la vista en la cartera y dijo alegremente:
—No sé cómo se llama: ha venido á rogarme que hiciera el busto de una amiga suya, y las dos son muy amigas del señor Grandier. ¡ Mira, diez mil francos! A fe mía que es una sorpresa agradable. Esa dama hace mal en pagar de antemano y pagar tan caro.
Y el joven abrazaba alegremente á su madre, cuya desconfianza se desvanecia poco á poco: habia creido al principio que era una mujer mundana enamorada, y los caprichos de tales damas le infundian temor; pero tratabase, por el contrario, de un trabajo bien pagado, y nada podia desearse mejor. |
—Iremos á la fonda, madre—dijo Santiago.—Esta noche será para nosotros dos solos.......
” 5d e)
A las dos primeras sesiones, Nelly acompañó Y á su amiga al taller de la plaza de Batigno- JITY E | lles; pero á la tercera, Faustina acudió sola, y asi lo hizo en “adelante. Desde entonces comenzaron para el joven artista dias llenos de encanto: la señora de Guessaint sentiase vivamente atraida por aquel ca- rácter expansivo y franco, y dominábale la misma im-
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presión que dos años antes en Roma. Faustina, dema- siado orgullosa y pura para temer el peligro ni cono- cerlo, dejábase dominar dulcemente por la simpatia que el artista le inspiraba. Mientras que Santiago tra- bajaba con su ardimiento y entusiasmo habituales, devorando con la vista el bello rostro que tenía ante si, Faustina hablaba con el mismo abandono que si estuviera delante de Nelly. En cuanto al artista, halla- ba siempre el mismo encanto en aquella voz deliciosa: en la señora de Guessaint reuniíanse mil seducciones para fascinar á un hombre tal como Santiago. La her- mosa dama parecía conocerlo todo; conservaba de sus viajes tan frescos recuerdos, y era tal la variedad de expresiones que empleaba y la poesia de su lenguaje, que el artista se creia transportado á un mundo nuevo. La señora de Guessaint describía los paisajes sin fin de la Siria, las llanuras donde crecian los enormes cactus y los arbustos grises, que sacudian el polvo de sus marchitas hojas; hablaba de Jerusalén, destacán- dose sobre su meseta ligeramente inclinada, y cuyo aspecto despertaba á la vez la religiosidad del cristia- no y la sensación sutil del artista; del templo de Salo- món, flanqueado por torres almenadas; y de sus subi- tas impresiones cuando, desde la cúspide de la ciuda- dela de Sión, sondeaba con la vista el sombrio valle de Josafat. Alejándose bruscamente de la Siria para vol- ver á Europa, la joven hablaba de Madrid, dé sus refl- nadas elegancias, de la verde Andalucia, tan risueña en toda la extensión del amarillento Guadalquivir, cuyas aguas se deslizan en medio de palmeras y de
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áloes; de la mezquita de Córdoba, con sus mil colum- nas de porfido; de la catedral de Sevilla, donde el alma se adormece en la plenitud de un sueño; de aquella inmensa nave de piedra donde Nuestra Señora de Paris pareceria pequeña; y por último, de la Giralda, el dia del sábado Santo, cuando todas las campanas repican á la vez, agitando sus lenguas de bronce bajo un cielo eternamente puro.
El joven escuchaba embelesado: solamente los artis- tas saben hablar á los artistas, y por eso Santiago com- prendía todas las descripciones de Faustina, compla- ciéndole á ésta que se la entendiese.
Una irresistible simpatia había atraído mutuamente á los dos desde un principio; pero ahora, aquel hom- bre de genio y aquella mujer rara conocían la unión de sus inteligencias antes que la de sus corazones. San- tiago sabía poca cosa fuera de su arte; no estaba fami- liarizado con la sociedad, con la que no alternaba nunca; ignoraba la vida con susexigencias, y no sabía que jamás se perdona á los hombres, ni aun á los más superiores, cuando prescinden de los otros. Faustina le abrió horizontes hasta entonces cerrados para él.
—Dice usted que no es aficionado á la sociedad, ca- ballero; no importa; es preciso ir. Por poderoso que sea su genio, seguramente no poseera, como el de todo hombre, más que un limitado número de ideas; unos y Otros necesitamos transmitirnos nuestros pensamien- tos, renovarnos y renovar á los que nos rodean. Me dispensará usted que le predique un poco de moral.
—Se lo agradezco á usted infinitamente, señora. He
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vivido siempre como un salvaje, concentrado en mí mismo y absorto en mi trabajo: y usted me inicia en verdades que ni siquiera sospechaba; yo creía que un artista debe huir de la sociedad. Estas son las ideas de mi madre; mas veo que se engañaba; usted me de- muestra mi error con su claro talento. ¡Es posible, _ Dios mio, que en una época en que las mujeres son tan frívolas, se encuentre una como usted!
—¡Cuidado! esa frase parece un cumplido, y no ol- - vide usted que aborrezco lo trivial. ¿Con que le he re- conciliado á usted con el mundo ? ¡Pues bien! debuta- rá usted en mi casa, y esto me complacerá altamente.
Hacía ya cinco ó seis días que la señora de Guessaint servia de modelo para su busto, cuando cierta tarde la conversación giró sobre política. Santiago hablaba de un bajo-relieve cuya idea le entusiasmaba: queria sintetizar la Revolución, hacer que el mármol expre- sara el entusiasmo de los voluntarios del 92, y los furo- res de aquellos años sangrientos y guerreros.
—Haria usted mal, caballero —dijo Faustina; —el arte se halla á demasiada altura para que se le rebaje al nivel de la política,
—No es politica, señora, es historia.
— Olvida usted los cadalsos... en este sentido, la Co- muna sería también historia; pero no se nos ocurriría vaciar en bronce á los asesinos y bandidos de aquella época. |
—-Ni asesinos ni bandidos —replicó Santiago con voz brusca;-—servidores desgraciados de una falsa idea: esto fué todo.
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Faustina se irguió imperiosa y estremecida.
—Le dispenso á usted, caballero, porque no sabe nada de mi vida: mi padre fué muerto por una bala de los federales, y estos fusilaron á mi hermano.
—;¡ Sangre por sangre, señora! Los soldados de Ver- - salles fusilaron á mi padre.
Los odios de la guerra civil se despertaban en aque- llos dos seres; sus ideas contrarias chocaban violenta- mente, y del choque podían surgir dos cóleras; pero sólo despertó dos compasiones.
—Su padre y su hermano fueron muertos— repuso Santiago con voz muy dulce.—¡Cuaánto ha debido usted sufrir! |
— El padre de usted murió fusilado — replicó Faus- tina con voz conmovida.—;¡Qué profundo habrá sido su pesar!
Y como por instinto estrecháronse la mano, cual si quisieran abjurar los odios de otro tiempo. Aquel dia Santiago no trabajó más; los dos jóvenes hablaron de las personas a quienes habian amado. Faustina pin- tó la vida ejemplar del general, su abnegación ca- balleresca, su patriotismo y su muerte sublime como héroe, y después evocó el recuerdo de Esteban, el soldado aventurero, de carácter generoso y altivo. Santiago habló de la ruda existencia del obrero, de las penalidades de Pedro Rosny, y de Su trágica muerte á orillas de un foso, tanto más triste cuanto que su hijo y su viuda, ignorando dónde dormia el último sueño, ni aun tuvieron la triste alegría de orar sobre su tumba. Y otra vez los dos jóvenes sintiéronse
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unidos por aquella comunidad de dolores semejantes, nacidos de destinos contrarios: Jo. que hubiera sepa- rado á dos almas vulgares, unía á dos superiores; olvi- dando que sus padres habian muerto en opuestas filas, abjuraban las iras infecundas para llorar la misma desgracia que les dejara huérfanos.
Al dia siguiente, cuando Faustina volvió, ya no hablaron más del doloroso pasado; la señora de Gues- saint interrogó esta vez al artista sobre su infancia: hizole referir su breve existencia de soldado durante la guerra; el incidente de Montretout, donde cayó con el pecho atravesado de un balazo; la historia de aque- lla medalla militar obtenida por el señor Grandier, y los años de estudio en Roma. Santiago no quiso ocul- tar nada ; refirió todas sus aventuras con alegre aban- dono, riéndose de la miseria de otra época, cuando el dinero faltaba y el trabajo penoso de su madre no era suficiente para vivir. La señora de Guessaint interrogó curiosamente á Santiago Rosny sobre Francisca; pero el joven se encerró en una especie de temerosa discre- ción, cual si comprendiese bien el abismo que media- ba entre las dos mujeres. Faustina, sin embargo, insis- tió para inducir al artista á presentarse en público, adivinando que otra voluntad pesaba sobre la del jo- ven para que persistiera en aquella clausura. Santiago se esforzaba para refutar los argumentos de Faustina; pero ésta comprendía que su influencia era cada vez más poderosa sobre aquel espiritu.
A fines de la primera semana, una frase de Santiago hizo reflexionar á la señora de Guessaint: discutian
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un punto de bastante importancia sobre el arte con- temporáneo: el modernismo. Faustina aconsejaba al joven seguir la corriente de su siglo, que ansioso de verdad, aléjase mucho de la fantasia caprichosa; y el artista, al contrario, dominado por su ardiente natu- raleza, quería asociar mucha verdad con un poco de romanticismo, opinión que la señora de Guessaint combatía, considerandola falsa.
—Créame usted, caballero—le decia;—un gran artista debe hallar la fórmula nueva, que es la misma para el escultor, para el pintor y el poeta. No se descubrirá ni en el romanticismo descabellado de los unos, ni en el realismo exagerado de los otros; el modernismo es el que triunfará: es preciso ser el hombre de su época.
Mucho se hubiera reido Santiago quince días antes “si le hubiesen dicho que una mujer le daría consejos sobre la estética; y más aún si le hubieran asegurado que los seguiria, tomandolos en consideración. Cuando Faustina se marchaba, ya no iba á la calle Lambert, según costumbre, sino que se echaba en su canape, y mecido por un recuerdo, meditaba profundamente, dominado por la imagen de aquella mujer. Aunque no la viese, parecíiale oirla; la dulzura de su voz mu- sical murmuraba á su oido palabras armoniosas; de vez en cuando fijaba la vista en el Vercingetorix y ba- jaba la cabeza confuso, sorprendido, casi descontento. También él llevaba cadenas como el guerrero vencido: amaba á Faustina. ¿Era amor una posesión violenta, una conquista de todos los pensamientos? ¡Qué pronto habia llegado! El artista trataba de demostrarse que se
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engañaba. ¿Era aquello amor +? ¡Nada de eso! Segura- mente no pasaria de un capricho como los otros, aun- que de naturaleza diferente, puesto que Faustina era una mujer superior. Por primera vez, Santiago trata- ba de leer en su corazón, y analizar bien sus propios sentimientos. ¿Porqué habia de amar á la señora de Guessaint? Sin embargo, contestábase á esto, aunque muy bajito, que la amaba porque no se parecía á nin- guna otra mujer. Aquella inteligencia tan superior le exaltaba; aquella voz, aquel andar, aquella sonrisa le seducla; su vista práctica de escultor adivinaba los esplendores de aquellas formas armónicas y flexibles; y todos estos pensamientos, le embriagaban, le enlo- quecían. Francisca iba á buscarle todas las noches al taller y encontrábale solo, en la sombra, sumido en dolorosas meditaciones; llevábale consigo, y el joven conservaba su melancolia; á las preguntas de su ma- dre sólo contestaba con vagas frases, dando por excusa su trabajo é inquietudes sobre la próxima exposición. La viuda no le creia. ¿No estaba concluido su trabajo? ¿No tenia asegurado el triunfo, al parecer, para el fu- turo certamen ? Santiago mentia ; ya faltaba á la ver- dad. ¿Qué ocurria de nuevo? Francisca deseaba ave- riguarlo y no encontraba nada; pero Aurelia se encar- gó de hacérselo comprender todo. La actriz iba poco á casa de la viuda, porque una mujer tan austera como Francisca atemorizaba á la joven coqueta; pero una se- mana después de su aventura con Santiago, presentóse en la calle de Lambert. Desde aquella noche deliciosa en que, muy sinceramente, y en un arrebato de pasión,
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se entregó al artista, Aurelia no le habia vuelto á ver; al día siguiente y al otro esperóle en vano, algo sor- prendida al principio, y muy despechada después. ¿Porqué no volvía ni la escribia ?
Las mujeres se distinguen por su excesiva vanidad, pero esta última corre parejas con su perspicacia; y en las cuestiones de amor que les son personales, la más tonta ve siempre muy claro. Aurelia no vaciló un mi- nuto: decididamente, una rival se apoderaba de San- tiago, y arrancábale á la seducción preparada con tanta ternura. El silencio del artista no se explicaba de otro modo; ¿pero quién era la rival? Evidentemente, el joven no la conocia antes de aquella noche en que cayó en brazos de Aurelia; y sin duda se trataba de una de esas aventuras que trastornan la vida de un hombre.
—Buenos días, señora—dijo al entrar en casa de Francisca. —¡ Cuánto tiempo hace que no nos hemos visto! ¿Como está Santiago ?
— Muy bien, gracias.
No, Santiago no estaba bien: bastábale á la linda Aurelia ver el aspecto meditabundo de Francisca para comprender lo que pasaba. Entonces entabló la con- versación, hablando de su teatro, de los papeles que desempeñaba y de su ambición ; y después, valiéndose de un hábil rodeo, volvió á tratar del escultor. ¿Qué hacia ? ¿En qué se ocupaba ? Distraidamente, la viuda refirió la historia de los diez mil francos, haciendo mención de la visita de aquella mujer elegante y her- mosa que mandaba hacer el busto de una de sus ami- gas. Aurelia supo ya á qué atenerse: Santiago amaba
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a la mujer del busto, ó á la que le habia encargado, y comprendió desde luego que tendría en la viuda Rosny una aliada inconsciente.
— Santiago se enamorará de una de esas elegantes mundanas— dijo sonriendo; —tenga usted cuidado, porque sino se lo arrebatarán. Usted no las conoce; no pierden el tiempo cuando se empeñan en una cosa. ¡ Y luego se acusa á las cómicas de ser coquetas! ¡ Qué error! Las mujeres de mundo saben catequizar á un hombre mejor que nosotras, tanto más cuanto que, á pesar de sus veintiséis años, Santiago es casi tan cándido en amor como un muchacho de diez y ocho. Siempre ha trabajado ; no conoce las artes y seduccio- nes de esas bellas damas, que hacen perder el tiempo a un artista y le dejan plantado cuando no le aman ya.
La actriz conocía muy bien el alcance de sus pala- bras: no necesitaba más para excitar la envidia de la viuda Rosny, y para que ésta vigilase á su hijo. Aure- lia se despidió y fué á llamar á la puerta del taller, muy curiosa por averiguar qué recibimiento le haría el infiel: hallóle como le encontraba siempre su madre después de marcharse Faustina: solo, ocioso y sombrio.
—Soy yo — dijo la joven al entrar;—puesto que usted no viene, me atrevo á visitarle. Solicito que cenemos como el otro día. ¿Quiere usted ?
Santiago hizo un ademán violento al ver á la actriz.
—¡ Pardiez!—exclamó de pronto —soy un torpe, y usted es verdaderamente muy amable al acordarse de un imbécil como yo. Desea cenar conmigo; muy bien; siéntese usted ; y me arrodillaré á sus pies para pedir
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perdón y decirla que es adorable. Comeremos juntos; después la acompañaré á su casa, y pasaremos una buena noche... como la otra; y... me ofrecerás una taza de té. ¿Quieres?
Santiago estuvo toda la noche muy alegre, y trató á su compañera con ternura; pero revelábase en él una fuerte excitación nerviosa. Sus ojos brillaban con un fuego sombrío; y hablaba con tal amargura y violen- cia, que Aurelia no le reconocía; ó bien entristeciase de pronto y se mostraba taciturno. La actriz le estu- diaba con su intuición del corazón humano, con su instinto de mujer un poco celosa y muy coqueta ; des- pertaba los sentidos de su amante, pero nada más; el corazón y el pensamiento no eran para ella. Santiago manifestó la pasión física que siempre experimenta un joven ante una mujer bella; mas el sueño, lo infi- nito, lo que hay más allá del amor pertenecía á otra. ¿ Quién era ?
A AUSTINA comprendía que era amada con vio- (NE E lenta pasión : una mujer no se engaña jamás ans en los sentimientos que inspira; ve clara- mente la perturbación que produce y la emoción que despierta. Si la señora de Guessaint hubiese sido co- queta, hubiera hecho como las demás; pero sincera y
leal, preguntábase con angustia si no estaba ella tam-
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bién á punto de amar, Ó si no amaba ya. Santiago la seducia por su carácter franco y alegre, por su ardi- miento, y sobre todo por esa llama del genio que le iluminaba. Ante Faustina se planteaba la temible cuestión que tanto temor ha infundido á muchas mu- jeres honradas, «Me aman. ¿Qué haré si correspondo?» Siempre se espera contemporizar con el corazón. Para una mujer como la señora de Guessaint, pura cual la nieve inmaculada, y de una lealtad inflexible, el adul- terio es una palabra vacia de sentido; y la idea de mentir no podía penetrar en su espíritu, ni admitia tampoco la hipótesis de una falta. Con la candidez poética de su alma de artista, creía que Santiago la amaba apasionadamente, pero de una manera plató- nica. No se le ocultaba á Faustina que imponla al jo- ven. ¿Osaría éste hacer una confesión ? Por lo demás, experimentaba un placer profundo en aquellas visitas cuotidianas, y salía del taller contenta y feliz. Siem- pre se mostraba alegre, risueña y expansiva, admiran- do con aquel cambio á Nelly, que ya no la reconocia. Llegada la noche, bien permaneciese en su casa 0 se presentara en alguna reunión, revivia con el recuerdo las dulces horas pasadas.
Cierto domingo había almorzado sola: hacía algu- nos dias que vela muy poco al señor de Guessaint, ocupado con sus preparativos de viaje. Sentada junto al fuego, en su gabinete, pensaba en la semana que habia transcurrido, y preguntábase cómo habian sido suficientes algunos días para cambiarla tan marcada- mente. ¿Amaria ella también ? Imposible. Á cada mo-
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mento luchaba contra la seducción irresistible á que estaba sometida. Y no era porque se avergonzara al decirse que podía faltar, sino porque se rebelaba contra el dominio que en ella misma se ejercia. ¿Tendría al- guna inclinación culpable, ella, que era tan libre y tan altiva? Lo que parecia extrañarle más era que no lu- chaba, ni deseaba tampoco resistir, recayendo siem- pre en la misma conclusión, en que amaba á Santiago, Ó le amaria. Sin embargo, su amor no debía conocer los torpes abandonos ni las vergonzosas derrotas: Faustina se decia algunas veces que el honor era la limpieza del alma, y pareciale imposible que esta últi- ma no estuviese tan limpia como su cuerpo: las man- chas no la alcanzarían jamás. La señora de Guessaint no tenía en cuenta que semejantes ideas son tanto más peligrosas cuanto que impiden temer el peligro. No, ella no le temía, y dejábase llevar por su amor con al- tiva temeridad. Tal era la hada de los Glaciares en la leyenda sueca: Odin ha querido elegirla por reina de las altas montañas, y su imperio durará tanto como su virginidad; indiferente y ligera, corre por las altas cimas, riéndose de los abismos que se abren á sus pies; pero cierto día ama y es correspondida. Enton- ces se cree tan valerosa como en otro tiempo; mas su fuerza la engaña; apodérase de ella el vértigo, y rueda en los precipicios sin fondo.
La camarera, entrando en el gabinete, distrajo á Faustina de sus reflexiones.
—El señor Percier—dijo—pregunta si la señora po- drá recibirle.
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La señora de Guessaint quedó un poco asombrada, preguntándose qué desearia el visitante; pero de pronto sonrió, recordando su conversación con el ma- rido de Nelly.
—Introdúzcale usted—contestó.
En los ojos de Faustina brillaba una expresión mali- ciosa. ¡El pobre hombre venia á confesarse con una docilidad de colegial! Faustina se regocijaba de ante- mano al pensar en el temor que debió infundir al ti- mido esposo de Nelly; y en efecto, el señor Percier entró algo descompuesto y muy colorado. Sin saber cómo entablar la conversación, habló torpemente de cosas frivolas; pero la señora de Guessaint le recordó muy pronto de qué se trataba.
—Es cosa convenida—le dijo—que usted me consi- derará como una amiga, y amiga verdadera. Amo tiernamente á su esposa, quiero que sea feliz, y me parece que entre ustedes hay más de una mala inteli- gencia; pero, en todo caso, supongo que no será muy grave. Contésteme, pues, con toda franqueza. ¿Ama usted á Nelly?
—Síi—murmuroó Félix.
—¿ Mucho?
—Apasionadamente.
Y pronunció esta palabra con tal ardimiento, que Faustina le miró asombrada.
—Entonces—repuso—no comprendo nada. ¿Cómo engaña usted á su esposa si la ama tan apasionada- mente ? Esto es de todo punto inexplicable.
—No es inexplicable... pero si muy dificil de explicar.
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—¡Muy dificil!
—¡ Mucho, señora... ya lo verá usted! ¿Me permiti- rá andar de un lado á otro? Si ando. no la veré á usted, y me parece que no viéndola tendré más valor.
Paseándose de arriba abajo, y hasta volviendo un poco la espalda á Faustina, lo cual producía un efecto bastante cómico, Félix refirió la delicada historia de sus relaciones conyugales, muy delicada en efecto. El pobre hombre tenía una gran desgracia; era... muy sensual; adoraba á Nelly, y esforzábase por demos- trarle, con la mayor frecuencia posible, que la consi- deraba como la más seductora mujer. La joven parecia complacerse cruelmente en no aceptar aquellos testi- monios repetidos de una ternura natural; coqueteaba primero con su esposo, y después refugiábase en su habitación, cerrando la puerta con llave: sólo algu- na rara vez consentia en humanizarse un poco. Esta bárbara severidad sorprendia un poco á Félix. ¿Era aquello coquetería, ó deseo de dominar soberanamen- te, ó un simple capricho transformado en terquedad por el orgullo? El caso es que, al cabo de pocos me- ses, cambiando de improviso, Nelly declaró resuelta- mente su intención de no ser en adelante más que la hermana de su esposo. Félix trató de disuadirla, con- venciéndola de que el matrimonio tiene fines á la vez más agradables y más altos; pero no le fué posible conseguir la menor cosa, pues Nelly se obstinaba en su resolución glacial. El infeliz agente de cambio se dijo entonces que lo mejor sería, tal vez, despertar los celos de su caprichosa compañera; y he aqui por qué
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hizo á la joven Aurelia su culpable declaración. En vez de ocultar estas relaciones esforzábase por darlas á conocer, deseando que Nelly no ignorase aquellos amores ilicitos.
Faustina reía á carcajadas: aquel marido infiel por amor, y aquella mujer enamorada, glacial por coque- teria, divertianla como dos personajes de comedia. Seguramente, nada amenazaba la felicidad de su ami- ga ; sólo una simple mala inteligencia separaba á los dos esposos. Faustina seguía riéndose, y sus carcaja- das intimidaban cada vez más al señor Percier, quien creia que se burlaban de él.
—No me burlo de usted, caballero—dijo la señora de Guessaint;—pero debe usted confesar que la situa- ción es muy cómica.
—A mí no me parece asi — murmuró el agente.
El señor Percier tenia el aspecto tan contristado, que Faustina se apresuró á tranquilizarle, prometién- dole que su felicidad conyugal renaceria muy pronto. Predicariía un poco de moral á Nelly, encargándose de convertir en una docilidad de oveja el caprichoso ca- rácter de su amiga. Sólo pidió para eso un plazo de ocho dias; antes de este tiempo, Nelly, arrepentida y enmendada, descorreria el cerrojo de su puerta, causa primera de todos aquellos desastres.
El señor Percier estaba todavia cerca de la casa, muy consolado ya, cuando el señor Guessaint se presentó en la habitación de su esposa.
—¿ Te molesto, amiga mia »—preguntó con su acos- tumbrada politica.
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—¿Deseabas hablarme ?
—Si; sólo para darte una noticia que acaba de sor- prenderme. He recibido ahora mismo una carta del mi- nisterio de Marina, en la cual me dicen que debemos marchar á Orán mucho más pronto de lo que yo creia, de aquí á cuatro ó cinco dias.
— Te deseo buen viaje, amigo Enrique.
— Gracias. Ahora están enganchando el coche, y si quieres iremos á dar una vuelta.
—Gracias; hace muy buen tiempo, y como no he salido en todo el día, llegaré hasta la Muette andando.
Faustina experimentaba la necesidad de cansarse, de refrescar su fiebre, y también de distraer las largas horas; estaba impaciente por llegar al otro dia, á esa hora deliciosa en que alegre y contenta, debla dirigirse al taller. Las confesiones del señor Percier, aquellas confidencias que le parecian tan cómicas, ejercian en ella una influencia fisiológica; aunque ruborizándose, siempre tan pura y tan casta, envidiaba los delicados goces de los amores permitidos. ¡Ah! si fuese libre, ¡qué feliz se consideraria si llegase á ser esposa de Santia- go! El amor progresa en un corazón joven con sor- prendente rapidez; Faustina no discutía ya consigo misma; confesábase su amor, pero no experimentaba temor alguno, pues creiase segura de sí misma, y tam- bién del artista. Santiago no se atrevia nunca á revelar su pasión, y aunque asi fuese, ella ocultaría la suya para que él no supiese nada. La señora de Guessaint seguía meciéndose en su peligrosa seguridad. Si amaba, el amor no sería para ella nunca más que un sentimiento
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sublime, que templaria suavemente su corazón sin consumirle. Faustina era feliz, muy feliz ; la vida se le presentaba con nuevos colores. Por la noche, cuando tenía convidados, admiraba á sus amigos con su viva y alegre conversación; y Nelly, cada vez más admira- da, no comprendía aquella súbita metamórfosis. La or- gullosa Faustina, humanizándose de repente, parecia descender de las alturas donde acostumbraba á man- tenerse. Hablaba con mucha volubilidad, dando á co- nocer su espiritu superior, y haciendo uso de frases ingeniosas y chistes que contrastaban con su acostum- brada reserva. Cuando volvía á su habitación, contaba las horas que la separaban. de su visita habitual á la plaza de Batignolles.
A las ocho de la mañana, Santiago llegó al taller, fruncido el entrecejo y la mirada sombria. Todo le pe- saba; no habia podido dormir, ni habia visto á Faus- tina desde la antevispera, y la fiebre de la impaciencia le devoraba. Dominado por su ardiente naturaleza, no se sentia ya con fuerzas para resistir; despachó á su dis- cipulo, que siempre solía quedarse hasta la llegada de Faustina, y ocupóse él mismo en los mil detalles de su tarea acostumbrada. Muy pronto, sin embargo, sin- tióse desfallecer, y se tendió en el canapé, ocultando en los cogines su ardiente cabeza, como si quisiera olvidar. Por fin llegó Faustina, y Santiago, dominando su trastorno, esforzóse por parecer sereno.
—¿Está usted libre mañana por la noche, caballero ? — preguntóle, sentándose en el sitio acostumbrado.
— Mañana... si, señora.
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—Espero que tendrá usted la bondad de venir á comer á mi casa. El señor de Guessaint emprende ahora un largo viaje, y deseo recibir á usted antes de su marcha.
Faustina parecia estar también muy serena, y en su rostro no se revelaba su profunda perturbación ; pero el nombre del señor de Guessaint bastó para excitar la irritación de Santiago, que no conocía las relaciones del marido y de la esposa.
— Espero que me dispense usted, señora —dijo con cierta sequedad; —pero decididamente no sirvo para presentarme en sociedad. Más vale quedarme en mi casa.
— Sin embargo, yo crela haberle convencido de que obraba usted mal —repuso la señora de Guessaint son- riendo.
—Para cualquier otro artista que no fuese un escul- tor, el razonamiento de usted sería justo; pero los po- bres diablos como nosotros están sometidos á terribles necesidades. Lo que me ve usted hacer á menudo, cuando me levanto para inundar de agua mi obra, es - emblema de nuestro género de vida. El escultor hace con su trabajo lo mismo que la madre con su hijo; hasta que éste no ha crecido lo bastante, aquella no le pierde de vista; mientras que nuestra obra esté sin concluir, no podemos abandonarla.
Faustina aparentó no echar de ver la rudeza del acento de Santiago.
—¿Entonces, caballero—replicó —rehusa usted venir á mi casa?
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— Si, señora.
—¿ Por qué?
—¡ Porque amo á usted !—exclamó el artista hacien- do un violento ademán.
Faustina se levantó con el rostro pálido; un ligero estremecimiento agitaba su cuerpo.
—¿Cómo ha conseguido usted apoderarse de todo mi sér ?—continuó el joven.—No lo sé; mas paréceme que se ha deslizado en mis venas algún veneno lento. ¿ Había amado yo antes de conocerla á usted * Ninguna mujer me hizo sentir nunca lo que ahora siento; yo consideraba el amor como un placer, como una diver- sión; pero vino usted, y he aqui que la vida sin usted ya no me es posible. ¿Qué será de mi? Estoy solo; no tengo más que mi madre; y si usted no me ama, soy hombre perdido, y no me quedará más remedio que arrojarme al agua de cabeza. No se ria usted; no soy uno de esos jóvenes elegantes que hacen la corte á una mujer por puro pasatiempo. Yo la amo á usted... y si usted no me ama hoy, me amará algún dia. Entonces... ya no sé lo que digo... apiádese usted de mi...
Faustina se había dejado caer en el sillón, estreme- cida al oir aquellas palabras ardientes, que la espanta- ban y seducian á la vez. Las primeras frases de San- tiago le infundieron temor; pero después, el artista pedía gracia, humillábase, y las lágrimas corrian de sus ojos.
— Dispénseme usted —continuó Santiago;—soy un niño, y estoy diciendo disparates... Yo la amo á usted, la amo, la amo...
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Faustina le miraba dulcemente, sin altivez ni cólera, con una compasión y una ternura infinitas; veíale su- frir y le amaba ; pero ¡no! no descubriría su temible secreto, ni dejaría conocer á Santiago la profunda per- turbación que experimentaba en aquel instante.
—Sí, está usted loco —repuso con su armoniosa voz; —dice que me ama, y le creo; pero usted no reflexiona que no soy libre, que estoy casada... acaso muy mal, pero sin ser por eso menos esclava de mi juramento. Una mujer como yo no desciende hasta la mentira; se avergúenza de la traición, y no por los otros, sino por su conciencia.
Santiago ocultaba la cabeza entre sus manos temblo- rosas, cada vez más perturbado; mientras que Faus- tina se esforzaba por disimular su emoción, sin echar de ver que las pocas palabras que acababa de pronun- ciar eran una confesión indirecta. Santiago le decía: «Amo á usted...»; y en vez de contestar: «Yo no le amo», contentábase con decir las triviales palabras: «No soy libre». Sin embargo, el joven no oía ni veía nada.
— Jamás he amado antes de conocerla á usted— añadió con voz sorda. — Yo temia el amor, compren- diendo muy bien que el día en que me entregara á una mujer, me entregaría por completo; mas pareciame imposible que existiese una sola que mereciera el aban- dono de todo mi sér. La primera vez que ví á usted, su sola presencia me intimidó ya, á mi, que jamás he re- trocedido ante cosa alguna. La volvi á encontrar y ex- perimenté la misma impresión que la primera vez;
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después vino usted aquí todos los dias, y yo no sé qué encanto me rodeaba, pero estaba sometido á el y á mi pesar, sin que me fuera posible sustraerme á esa in- fluencia. Todo es adorable en usted; es hermosa; es la mujer más inteligente que he conocido; y no sólo me seducen sus palabras, sino también la voz divina que las pronuncia. Yo la amo ¡oh! la adoro locamente.
Así diciendo, Santiago se arrodilló á los pies de Faustina, y rodeó el talle de la joven con sus manos ardorosas. La señora de Guessaint le rechazó, levan- táandose con un rápido movimiento, retrocedió y mur- muró con voz ahogada:
—i¡ Adiós, caballero!
La súbita dulzura del joven la espantaba; mas ape- nas tuvo tiempo para acercarse á la puerta, porque Santiago se precipitó, colocándose delante.
—¡ No—exclamó—no se marchará usted! Si sale de aquí, ya no volverá más. Pero ¡contésteme usted! ¿Por qué permanecer así inmóvil y helada, sin decirme la menor cosa, cuando tanto sufro y me desespero? ¡Yo amo á usted y no perdonaré nada para ser correspon- dido! Si usted huye, la perseguiré con toda la rabia de mi desesperación, y siempre me hallará en su camino. Pero ¿por qué ha de huir? Es imposible que no me ame algún día, porque una pasión tal como la que yo siento bastará para derretir la capa de hielo con que usted se cubre. ¡Yo la amo, y la adoro!
Asi diciendo, cogióla entre sus brazos, y la estrechó sobre su corazón, cubriendo de besos su frente, sus Ojos y sus mejillas. Siempre muda, y con los dientes
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oprimidos, Faustina luchaba nerviosamente contra la violencia de aquella pasión que la penetraba. Los besos de Santiago producíanle el efecto de una quemadura, y desfallecida al fin, cayó sobre el canapé. |
—Comprendo que usted me ama—añadió con su voz ardiente;—algo me dice que me había adivinado y que participa de mi locura.
La señora de Guessaint, callada siempre, se habla re- clinado en el canapé; Santiago la cogió de nuevo en sus brazos, pero desprendióse de ellos violentamente; y como el artista la obligara á.sentarse de nuevo, pro- digándola sus caricias, arrancóse otra vez de sus manos, avergonzada de verse casi vencida, sin poder dominar- se; quedó al fin libre y corrió al fondo del taller.
—¡ No se acerque usted! —exclamó—o de: lo contra- rio grito y llamo. ¡La fuerza contra una mujer! ¡Usted á quien yo crela superior á los demás! Se queja de mi silencio; voy á contestarle; pero cuando lo haya hecho, permanecerá donde está, sin moverse, sin venir ha- cia mí.
Santiago la miraba, y la influencia que en él ejercía calmaba lentamente su pasión fisica.
—Déme usted su palabra de honor de obedecerme— continuó Faustina.
—Obedeceré. —Quiero su palabra. —Se la doy. á
Faustina vacilaba, comprendiendo bien toda la gra- vedad de las palabras que iba á pronunciar; pero aque- lla valerosa mujer no retrocedió nunca.
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—Santiago—dijo—le amo á usted.
El artista dejó escapar un grito.
—¡ Recuerde su promesa! le amo y no puedo ser suya. La mentira me repugnaria, y me rebelo contra la traición. Si le perteneciera, no podría vivir más tiempo.
—Pues «qué será de mi »—murmuró Santiago con voz entrecortada por los sollozos.
Y á su vez se dejó caer en el canapé, vencido y ago- biado. Entonces la señora de Guessaint se acercó á él suavemente y dijole con exquisita ternura:
—Ya ve usted que yo soy ahora quien se acerca, porque sufre y llora, pobre amigo mío. ¿Cree usted que no padezco yo también ? Había jurado no revelar- le jamás mi amor; me confío á su honor y lealtad. Le amo; y es usted el primero que produjo en mi la irre- sistible emoción que experimento. Si no podemos ser uno de otro, nos queda por lo menos una dicha supre- ma, la de amarnos sin que nada nos avergúence, pues- to que no hemos caido en falta. ¿No le entrego á usted todo lo mejor que hay en mí ? ¿No posee usted mi ter- nura, mi corázón y mi pensamiento? Adiós, Santiago; mireme usted bien de frente; quiero saber si me ha comprendido.
—Se marcha usted.....
—SI. Le suplico que me lo permita.
—¿ Volverá usted ?...
—Se lo prometo. Adiós.
El artista se precipitó para retenerla; pero Faustina huyó.
362 ALBERTO DELPIT
El joven quedó como anonadado. « Volveriía la señora de Guessaint? Sí; lo había prometido, y además le amaba; pero si era así ¿por qué huia de él? Santiago no se sentía con fuerza para discutir consigo mismo, porque aquella escena violenta le había quebrantado, y á pesar de la confesión de Faustina, sufria cruel- mente, adivinando que un abismo le separaba de aque- lla mujer. Conocíala ya bien; ella podria arharle, pero no le pertenecería jamás; mil pensamientos contradic- torios se chocaban en su espíritu, y ni aun tenía la vaga esperanza de hacerla ceder, y obtener de su pie- dad que correspondiese á la loca pasión que le inva- dia. Aquella mujer altiva no se rebajaría jamás hasta el torpe adulterio que miente y se oculta; cualquiera que fuese su amor, resistiria valerosamente, aunque debiese huir de Santiago. ¿Huir ? Esta sola palabra le hizo proferir una exclamación de cólera, y trató de calmarse, recordando la promesa de Faustina: ésta no pensaba huir, puesto que había prometido volver. Echado en el canapé, su recuerdo evocaba todas las seducciones de aquella hermosa mujer, y esforzábase por ver claro en todo lo que acababa de ocurrir. Faus- tina le habia confesado su amor, y, sin embargo, estaba triste, desanimado y abatido; en vez de esperar y de- cirse que, fuerte con aquella confesión, triunfaria de sus resistencias, dejábase dominar otra vez por el aba- timiento. Las horas se deslizaban rápidas, y poseido de angustia, acosado por crueles incertidumbres, no sabiendo qué creer ni qué hacer, estaba dispuesto á dar la vida para poner término á su martirio. La noche
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se acercaba ya cuando Francisca entró en el taller, y asi como los dias anteriores, hallóle sombrio y taci- turno.
—+¿ No vienes, hijo mio ?
—Dispensame—contestó Santiago;—no tengo apetito hoy, ni quiero comer.
Francisca insistió, ansiosa, pero no obtuvo más con- testación. Santiago quería estar alli, donde acababa de ver á Faustina, donde su recuerdo flotaba impalpa- ble y perfumado; quería estar solo, si, solo con sus pen- samientos, cuya dolorosa amargura apuraba hasta las heces. Francisca le contemplaba, muda de asombro, con los brazos cruzados, recordando las palabras de Aurelia. ¿Tendria razón la actriz? ¿Estaria enamo- rado su hijo de una coqueta que le hacia sufrir» Y miraba las facciones descompuestas de Santiago y su mortal palidez.
—¿No me acompañas, hijo mio ? —repitió dulce- mente.
-——No, madre, te ruego que me permitas permanecer aqui; perdóname, pues no tengo gusto para nada, y me alivia estar solo.
¡Solo! ¡Santiago no quería ya ni la compañia de su madre! Francisca encendió luz, y paseando la vista á su alrededor, miró y observó, como el soldado que, sospechando la presencia del enemigo, acéchale en una emboscada. La viuda creia ver claro; Aurelia le habia abierto los ojos; Santiago amaba loca y deses- peradamente. De pronto vió el busto de Faustina, ilu-. minado por la incierta luz rojiza de la lampara, y en-
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tonces comprendió. Aquella era la mujer que su hijo amaba, que iba á verle todos los días, que se encerra- ba y hablaba con él, y entonces la viuda hizo un ade- mán de cólera violenta. ¿De qué le servía haber vigi- lado hacía tantos años la vida de su hijo, á quien habia escudado en vano contra las seducciones de este mun- do execrable ? ¡Una mujer sin corazón destruye de un solo golpe toda su obra, martirizando á su hijo y arrancándole la recompensa de tantos sacrificios! Fran- cisca deseaba conocer á la maldita mujer que asi trastornaba su vida. ¿No querría ya Santiago pasar algún tiempo fuera con su madre? De todos modos tendría paciencia hasta que se efectuase la exposición, y después se lo llevaría lejos de París, para recobrar asi el imperio que antes ejercía sobre él.
—Te dejaré solo—dijo Francisca.—¿Tardarás en re- tirarte ?
—No, madre.
—No importa aunque así lo hagas, pues no me mo- lestarás. Ya sabes que yo me duermo pronto.
No, Francisca no dormiria; mas esperaba vagamente que Santiago trataría de aturdirse y olvidar, lanzán- dose en el placer, y que tal vez se enamoraría de otra. Sin añadir una palabra más salió del taller para com- placer á su hijo, que tanto deseaba la soledad. El joven repasaba uno por uno todos sus pensamientos, exage- rados por la fiebre, y siempre venia á chocar con la misma idea. Si Faustina le amaba ¿por qué huía de él? El hombre no se explica las terribles luchas que una mujer sostiene en su interior; no comprende sus vaci-
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laciones, su pudor y sus temores, porque no tiene la misma manera de sentir y pensar. Una mujer tal como Faustina, entregándose al hombre que ama, cede menos al impulso de su ternura que al llamamiento que se hace á su compasión; y si cede, no es por ella, sino por él. La que jamás ha faltado, siente que todo su sér se rebela. Conociendo mejor la vida, Santiago hubiera contado con la casualidad, con el tiempo, con las circunstancias; habriase dicho que Faustina, pues- to que le amaba, aceptarla algún día todas las conse- cuencias de su amor; y para una mujer semejante, el peligro no estaba en ella, sino en él.
La señora de Guessaint sabría resistir bien á la pa- sión que experimentaba, no a la que inspiraba; y aunque fuerte contra su padecimiento, sería débil ante el de otro. Demasiado exaltado para reflexionar, é ingenuo para esperar, el joven luchaba aturdida- mente contra su desesperación. Faustina había pro- metido volver, y su corazón le presagiaba que no vol- vería. A fin de calmar sus temores, resolvió verla, presentarse en su casa; no dudaba que la señora de Guessaint le recibiría, y entonces exigiría de nuevo la promesa de que dudaba. En la plaza se detuvo un momento, porque el aire penetrante de la tarde le ali- viaba, y después recorrió rápidamente las calles, es- perando que la fatiga calmase su exaltación. Una vez delante de la casa de la avenida Kléber, vaciló un mo- mento, temeroso de que rehusara recibirle; pero des- pués, pensando que no se atreveria, llamó con mano segura. La puerta se abrió al punto.
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—«¿ Está en casa la señora de Guessaint ?—preguntó Santiago.
—No, caballero; la señora acaba de marchar de viaje.
Santiago se retiró sin contestar palabra. ¡Se habia marchado! ¡Ah, miserable, coqueta y mentirosa como todas las demás! Habíale jurado volver y huía, para hacerle padecer, para exaltar hasta el delirio la pasión que le abrasaba. Santiago se dejó caer en un banco, sin fijar su atención en los transeúntes, que contem- plaban con estupor aquel joven elegante, con la cabeza desnuda y reclinado allí como un borracho. De repen- te, impulsado por un movimiento de cólera, tomó el camino del taller, maldiciendo á Faustina, á la cual despreciaba y aborrecia desde aquel momento. ¿Ha- bía marchado, pero á dónde? Sin duda habia dado orden de que no se lo dijeran, y tal vez ocultaba á todo el mundo el lugar de su retiro. ¡Pues bien, la olvida- ría! Al entrar en el taller, algunos rayos de luna se filtraban á través de las ventanas ojivales de la bóveda; el busto de la joven destacábase con vagas aristas ba- ñadas por los pálidos reflejos de la blanca luz; y San- tiago permaneció mudo ante este recuerdo material de su amor. En aquel momento sufría por su culpa, pues su genio de artista habia modelado una obra in- comparable; y Faustina ausente, Faustina, cuyo re- cuerdo desechaba, reaparecia á sus ojos viviente y palpable. Trataba de alejar de sí aquella idea seduc- tora y maldita; y he aquí que su obra se le presentaba implacable y risueña, para impedirle olvidar, para
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obligarle á que recordase. Entonces, poseído de un acceso de frenética cólera, precipitóse sobre el busto, hundio en la arcilla sus manos crispadas, y poseido de ciega furia, arrancóla, pedazo á pedazo, esperando asi arrancar de su espíritu el pensamiento que le obceca- ba. Mataba la imagen de Faustina para matar su re- cuerdo; quería hacer añicos su obra y destruirla del todo, creyendo disminuir su pena al reducir á la nada la hermosa imagen que había creado. Desfallecido al fin, y no pudiendo resistir más, rompió á llorar y so- llozó como un niño.
VI
ESA os árboles del parque de Chavry se agitaban
suavemente al soplo de las brisas de Abril; un magnífico sol iluminaba con sus blancos resplandores los tallares desnudos; y algunas venta- nas abiertas en aquella mansión, solitaria hacía tanto tiempo, comunicaban un poco de vida á los altos mu- ros. En la sala grande, sentadas ante el fuego, Nelly y
Faustina hablaban con la dulce intimidad de otra época.
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—:¿ Por qué me has arrebatado anoche de mi domi- cilio ? —preguntó Nelly.—No me lo explico; llegas, me haces preparar mi maleta de viaje, y emprendo la marcha contigo sin saber á dónde voy. Me recomien- das que no descubra á nadie el lugar de nuestro reti- ro, y no sé qué significa ese misterio.
-—¡ Curiosa!
-—Por menos lo sería cualquiera. A decir verdad, no te reconozco hace mucho tiempo, y seguramente hay en tu vida alguna cosa que ignoro. En otra época me habías confiado todos tus secretos; pero hoy no me amas ya.
Faustina fijó en su amiga una profunda mirada llena de ternura.
—¿ Que no te amo? Ahora lo verás; pero es preciso que seamos mutuamente muy francas. Confidencia por confidencia.
—-¿Qué hay ?*—pregunto Nelly, cuyos ojos brillaban.
—Ten paciencia. Me preguntas por qué te hesacado de tu casa, y comenzaré por contestarte á esto. ¿Re- cuerdas la historia que te referi cierto día, sobre mi encuentro «con un joven artista en el claustro de San Onofre? Te confesé que por espacio de media hora me tuvo encantada; y tú, que eres muy maliciosa, me contestaste «que te alegrarias mucho de que volviese a verle.»
—Sí, ya me acuerdo.
—Pues bien, le he visto.
—¿Al extranjero, al bello artista, al Pigmalión que debe animar á Galatea >—repuso Nelly, riendo á car-
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cajadas.—+¿ Y quién es ese misterioso personaje ? ¿No le conozco yo?
—Si. Es Santiago Rosny.
—< Aquel á quien mandé hacer tu busto ?
—El mismo.
—¿ Y le amas?
—Si—contestó Faustina mirando á Nelly con sus grandes ojos serenos;—y se lo he dicho. Por eso me he marchado; quiero ser su inspiradora, su amiga, pero nada más. He temido por él y por mi; he apelado á la fuga, y para no huir sola te he robado de tu casa.
La señora de Guessaint refirió entonces á su amiga la historia de la repentina pasión que tan bruscamente se había apoderado de todo su sér; de aquella semana deliciosa en el taller del escultor; de las ardientes con- fesiones de Santiago, y de cómo ella se habia pertur- bado profundamente por la invasión de aquel amor irresistible. Adoraba al escultor, pero fiábase poco de él; Faustina no osó añadir que desconfiaba también de sí misma. Nelly escuchaba á su amiga con la mayor atención.
—SI—dijo después de una pausa—eso es verdadera- mente amor. ¿Y esperas tú poder dominar su pasión y la tuya, mantenerte dueña de tu voluntad, y ahogar un sentimiento tanto más vivo cuanto que nace en dos seres que le experimentan por primera vez? Si no he comprendido mal loque me dices de Santiago Rosny, tampoco él ha amado jamás antes de conocerte.
—No solamente lo espero, sino que lo quiero. ¿Por
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qué he huido sino para arrancarme de la seducción? No le volveré á ver más que en mi casa; y siesto no es suficiente, si me juzgo demasiado débil, emprenderé de nuevo mis viajes. Quiero amar; pero no envilecer mi amor.
—«¿ Y si descubre que estás en Chavry ?
—Excepto tú, nadie lo sabe; y además, ¿olvidas que Mario se dejaria matar por mi? Le he dicho que nadie debía franquear el recinto de la verja y nadie en- trara.
—: Y tu esposo ?
—Marcharáa pasado mañana á Orán, y más se ocupa de su viaje que de su mujer.
—¿ Y... y Félix >—preguntó Nelly con burlona son- risa.
—Hablemos de tu esposo—repuso Faustina.—¿ Sa- bes que he conversado largamente con él?
—+¿ Y qué te ha dicho ese hombre culpable ?
—Me ha dicho... me ha probado que tú eres tal vez la más culpable. Hay de por medio cierta historia de una puerta que no me parece bien clara. ¡Cómo se en- : tiende! ¡Tu esposo enamorado de ti, y te haces la co- queta con él! ¿Te ingenias con refinada crueldad para mortificarle? Le he prometido convertirte, y como estaremos aquí al menos un mes, tendré tiempo para predicarte moral.
Nelly, muy ruborizada, ocultaba su linda cabeza en- tre las manos.
—Vamos á pasear por el parque—dijo la señora de Guessaint—que hoy no te pediré nada. Revivamos
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algún tiempo nuestros encantadores días de otra época.
Faustina sabia muy bien que podía contar con Ma- rio, y que en el país se ignoraba su presencia en el castillo. Las dos jóvenes no salían del recinto del par- que; una cocinera que el anciano servidor fué á bus- car á Versalles, permanecia igualmente invisible; y, por último, del abastecimiento de víveres, de los reca- dos, y de ir á buscar las cartas al correo, Mario era el único encargado. El tiempo se deslizaba rápidamente; Nelly y Faustina, separadas en cierto modo del mun- do, volvían otra vez á su existencia de hermanas; y la señora de Guessaint disfrutaba de aquel reposo en toda la plenitud de su espíritu; agradábale la soledad, y pareciale que acababa de escapar de un gran peli- gro. Cierto que Santiago debía sufrir; pero Faustina deseaba que se acostumbrase á amarla sólo con el co- razón. Siempre risueña al cruzar entre las alamedas, seducianle aquellas mañanas primaverales; y tal vez esperaba instintivamente alguna carta de su amigo cuando Mario traia el correo. Nelly, porj el contra- rio, estaba nerviosa é inquieta. ¿Qué haría su esposo, que tampoco escribia ? Por eso decia algunas veces á Faustina con marcado despecho: «¿ Y si esa señorita Aurelia llegase á tener influencia en Félix +» La señora de Guessaint se encogia de hombros, burlándose de su compañera. Asítranscurrieron tres semanas deliciosas, durante las cuales ninguna de las dos amigas conoció el aburrimiento; pero el amor de Faustina aumenta- ba desmedidamente. Sin ver á Santiago, y reconcen- trada en sí misma, la joven se dejaba dominar por el
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encanto que la embargaba, y preguntábase veinte ve- ces al día: «¿Qué hará ? ¿En qué se ocupará >»
Cierta noche, Nelly, que leia el diario, comenzó á reir alegremente.
—: Qué tienes ?>—preguntó Faustina.
—Aqui se habla de alguno que le interesa á usted— contestó la joven con cómica gravedad.—+El tiempo se desliza tan rápidamente, que no pensamos en las fe- chas. Ayer era el 1.? de Mayo; los diarios se hacen lenguas para elogiar á tu escultor. Toma, lee.
La señora de Guessaint cogió con mano algo trému- la el papel que le presentaba su amiga. El Vercingeto- rix vencido habia alcanzado un triunfo; de común acuerdo otorgábase al joven artista la medalla de ho- nor en la sección de escultura, y todos los criticos aprobaban. Faustina gozaba realmente, pareciéndole oir en su tranquila soledad las lejanas aclamaciones; leía y releía aquellas lineas, que aplaudían al que ella amaba, y era dichosa al pensar que reinaba en aquel corazón tan ingenuo y ardiente.
—Tu amor á ese tallista en piedra rebosa en tu ros- tro—dijo Nelly, dejando escapar una carcajada —; Te acuerdas del tiempo en que yo te llamaba Victoria Or- sini ? Estás tan enamorada como la dama de la sortija, pobre amiga mía.
Una sombra anubló la blanca frente de la señora de Guessaint.
—Murió de amor—murmuró Faustina.
—Si, pero en el siglo xvi; en el xix se hubiera con- solado ; y, por otra parte, no te ocultaré que el amor
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platónico, tal como tú le comprendes, me parece im- posible. Si amas, serás vencida; pero hablemos de otra cosa.
Nelly volvió á tomar el diario, y recorríale maqui- nalmente, cuando de pronto profirió un grito.
—¿ Qué te pasa ?
La señora Percier no contesto ; leía, inmóvil y estu- pefacta:
—¡ Pero habla, Nelly ! Dame ese diario.
—No, no; yo leeré... prefiero leer... Tu esposo...
—«¿ Y bien qué hay?
El diario contenía estas pocas lineas en los partes telegráficos de la Agencia Havas, «Telegrafian de Orán una triste noticia. Hace pocos días salió para el Sur una misión científica organizada por el ministro de Marina, de la que formaba parte el señor de Guessaint, individuo muy distinguido de la Sociedad Geográfica, el cual ha desaparecido repentinamente, induciendo todo á creer que ha muerto asesinado. El procurador de la República se ocupa en instruir una informa- ción.» Faustina leia. ¿ Muerto su esposo + ¡Imposible! El diario se engañaba ; pero ¿ y si fuese verdad +
—¡ Qué pálida estás, amiga mía ! —dijo Nelly tomán- dole la mano.
—La muerte es una terrible cosa: borra el mal y resucita el bien.
—¿ Vas á lamentarte ahora, tú que eres desgraciada hace tantos años ?
—Cállate. Cuando Dios quiere, es preciso orar por aquellos a quienes llama á si.
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La señora de Guessaint estaba tan impresionada, que subió á su habitación muy temprano, dejando á Nelly sola en el salón. La señora de Percier no practi- caba tan generosamente la caridad cristiana, y asi es que, sin vacilar un instante, llamó.á Mario y entrególe un telegrama, encargándole que le llevase aquella misma noche á la oficina más próxima. Rogaba al pre- fecto de Orán que confirmase ó desmintiese la noticia dada por la Agencia Havas, pues no se explicaba aquel fin trágico. ¿Habia sido verdaderamente asesinado el señor de Guessaint +? En nombre de Faustina, su ami- ga íntima, Nelly pedía detalles exactos y completos. Cuando Mario hubo marchado, quiso reunirse con la señora de Guessaint ; pero ésta deseaba estar sola, en- teramente sola con sus reflexiones y sus pensamien- tos. A decir verdad, Enrique había cometido muchas faltas, no sólo engañaándola, sino envileciendo su cas- tidad y su pudor de joven; pero aquel brusco fin la perturbaba singularmente : vela á su esposo caer ase: sinado lejos de su familia, de sus amigos y de su pais; una mujer delicada, aunque pierda un marido á quien ya no aprecia, sufre en sus recuerdos sino en su corazón. Era el único sér á quien habia pertenecido, aquel á quien dió en otro tiempo todos los tesoros de su juventud y de su belleza; llevaba su nombre; y aquel castillo de Chavry que estaba ocupando, desper- taba en su mente queridos y crueles recuerdos. Enri- que fué, en fin, quien le anunció en otra época la muerte del general. Durante toda la noche estuvo do- minada por una impresión muy dolorosa, y al dia
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siguiente Nelly la encontró pálida, con las facciones alteradas y la mirada triste. Al observar su aspecto, no pudo reprimir un ademán de cólera.
—No eres razonable—dijo.— ¡Oh! enójate si quieres: pero te diré lo que pienso.
—No hables con tal ligereza de un acontecimiento tan triste, amiga mía. Mi existencia cambia tan brus- camente, que estoy trastornada.
Las dos amigas se paseaban por el parque, cuando de pronto apareció Mario en la puertecilla situada junto á la verja, con un papel azul en la mano.
—Es la contestación que yo esperaba— dijo la seño- ra Percier.
—+¿ Qué contestación ?
—Vas á verlo.
El telegrama del prefecto de Orán, claro y conciso, no dejaba la menor duda ; sólo decia que el procura- dor de la República creía estar sobre la pista del ase- sino; y además anunciaba el envío de una carta con detalles más completos.
-—Ahora puedo hablar—dijo Nelly.—¡Ah! compade- ces á tu esposo, y con tus ideas caballerescas, que á mi me parecen absurdas, vacilas en aprovecharte de tu felicidad + ¡Escucha!
Faustina palidecia un poco, como si se atemorizara de antemano por lo que iba á oir.
—Voy á revelarte un secreto que te he ocultado obstinadamente hasta aqui. Tú extrañabas en otro tiempo mi empeño en casarme, que te parecía singu- lar, y ahora te diré que por causa del señor de Gues-
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saint he salido de tu casa. Dispénsame por decirte todo esto; mas no quiero que en tu corazón quede un solo pesar, ni uno solo. Yo no podía vivir junto á tu esposo, pues continuamente debía prevenirme contra sus amorosas asechanzas ; cuando se hallaba solo con- migo, trataba de sorprenderme y de cogerme entre sus brazos... Sí, tú me hiciste jurar en otro tiem- po que nada tenia que ver tu esposo con mi súbita decisión...; pero yo no podia confesarte la verdad, porque el cariño que te profeso me obligaba á callar. ¡ Y tú deploras su fin ! Ese hombre te faltaba al respe- to hasta en tu propia casa, olvidando que yo era tu hermana; y me casé para huir de él. Ya compren- derás que los encantos y la belleza de Félix no me deslumbraban. ¡Pobre Félix!... no es que lo sienta ahora... sobre todo ahora...; pero pasemos adelante. Ya lo sabes todo; estás libre, y tú juzgarás si te con- viene utilizarte de tu independencia, O si te parece preferible llorar á un esposo indigno.
Faustina experimentaba un sentimiento de profun- da amargura ; el día antes, poselida de una emoción sincera, perdonaba al señor de Guessaint todas sus traiciones; pero lo que Nelly le decía en aquel momen- to resentiala en lo más delicado de sus afectos. Antes compadecla vagamente á su esposo; mas en lo futuro habría muerto dos veces para ella, porque borraria de su memoria hasta el último recuerdo de Enrique. Rebelábase al pensar que no había respetado á su mejor amiga, á la compañera de su infancia, á su her- mana.
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—Nada me has dicho—contestó Faustina, estrechan- do á Nelly entre sus brazos—cuando pudiste revelar- me el secreto, y yo te doy las gracias, porque tenías razón. Mientras que el señor de Guessaint viviese, mejor era que yo lo ignorase todo, pues sabiendo lo que acabas de manifestarme, no hubiera permanecido un minuto más en su casa. Antes de casarme dije á mi prometido aqui mismo: « Juro que seré una espo- sa fiel; » no he quebrantado mi juramento nunca; y ahora la muerte me releva de él.
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VII
NE ESDE la fuga de Faustina, Santiago se en- El tregaba á la desesperación y la inercia, y cuando Francisca le dirigía preguntas, guar- daba un silencio obstinado. Ya no trabajaba, y habia sido necesario que uno de sus amigos se cuidara del
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Vercingetorix, entendiéndose con el artífice que debia vaciarlo en yeso. Una noche la viuda Rosny contempla- ba á su hijo, echado en una poltrona en la pequeña ha- bitación de la calle Lambert: las miradas del artista parecian perderse en el espacio, y su pensamiento vo- laba lejos, buscando obstinadamente una visión adora- da. ¿ Cómo sacudir, preguntábase Francisca, aquel en- torpecimiento, aquel disgusto de los otros y de sí mis- mo? De pronto tuvo una inspiración desesperada.
— Santiago— dijo — ya llegas al día del triunfo; eres célebre, y te saludan como á un maestro ; los temores que yo pude abrigar en otra época respecto á tu por- venir no existen ya; ahora podemos hablar alto, sin ocultar secreto alguno, y somos libres de vengarnos.
—¡ De vengarnos! |
—Si, de los que mataron á tu padre. ¿Te acuerdas?
—¡Si me acuerdo!— murmuró el joven:—aún me parece estarle viendo en la vieja casa de la calle de Juan Baussire, en el momento en que marchó, ¡ay de mi! para no volver más. Mi herida se curaba lenta- mente; y me abrazó cuando yo dormía...
—« No has pensado nunca que tú podias ser el ven- gador?
—¡Cómo! Ni siquiera sabemos dónde reposan sus restos; fué víctima de las odiosas fatalidades de la guerra civil. ¿A quién puedo acusar de su muerte sino al destino que nos le arrebató? ¡Tantas victimas han contado ambos partidos! Todo se ha olvidado ya, madre mía; y muy criminales serán los que quieran recordar.
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Francisca hizo un ademán violento. ¿Abjuraría su hijo del odio mortal que había inculcado en su alma ?
— Te engañas — replicó; —alguno es culpable de la muerte de tu padre; el que le detuvo y le hizo pasar por las armas. Si has olvidado su nombre, voy á recor- dártelo.
Así diciendo, Francisca abrió un armario donde ocultaba todas las reliquias del pasado, y el joven pudo leer las siguientes líneas: «Anteayer el capitán Mau- bert, del tercer batallón de cazadores...»
— Acababas de entrar en el taller de Antonino Mer- cié, tu maestro —continuó la viuda. —Durante largos dias estuve revolviendo en mi cabeza la misma idea. ¿ Cómo encontraría á aquel oficial para castigarle ? Una vez pude obtener el Anuario del ejército, y allí encon- tré inscritos tres capitanes llamados Maubert; pero ninguno servía en los cazadores; no quise preguntar, porque debia ser muy prudente y ocultar nuestro pa- sado á fin de que no se nos perjudicara para el porve- nir. Hoy tienes veintiséis años; eres rico, puesto que con tus obras alcanzas un triunfo; y eres fuerte, por- que te has hecho célebre. ¡Busca, busca á ese oficial que fusiló á Pedro Rosny!
Santiago escuchaba, inclinando la cabeza, las enér- gicas palabras de Francisca; parecia reflexionar, y de pronto, después de una pausa, dijo lentamente:
— Madre mía, el acto que me aconsejas no es digno de mi; y añadiré, sin faltar al tierno respeto que te debo, que no lo es de ti tampoco. Los padecimientos de otra época han conservado el odio en tu corazón, y
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veo que no se ha desvanecido con el tiempo, que todo lo borra y repara; pero cuando todo un pueblo olvida, yo no tengo derecho de recordar. Si ese padre que tanto he amado pudiera darme una orden, segura- mente me prohibiría la venganza; este es un senti- miento de violencia y de cólera, dispensable en el arre- bato de la lucha; pero criminal cuando el espiritu se calma. Tú te enojas porque no te atiendo y no obro segun tus lecciones; es porque he reflexionado dete- nidamente en las tres semanas en que tanto sufro; un profundo pesar me agobia, y creo que la prueba por que atravieso me ha mejorado; no siento odio contra nadie ; paréceme que me renuevo y purifico.
— Has olvidado á tu padre —murmuró Francisca con VOZ sorda. |
—¿Por qué me acusas ? Tú eres injusta, madre mia. ¿No recuerdo tu bondad, tu ternura y tu abnegación? Puesto que no soy ingrato contigo, tampoco podria serlo tratándose de una persona cuyo recuerdo es tan querido para nosotros. Si yo me hallase frente á ese oficial de que hablas, tal vez me dejara llevar de la có- lera filial; pero buscarle, seguirle paso á paso, como un cazador que acecha su presa... ¡ Vamos, te repito que esto seria indigno de nosotros dos!
—Me has dicho ahora que sufrías mucho — repuso Francisca; — pues bien, ya que otra cosa no sea, com- pláceme en lo que voy á pedirte. Sacude ese dolor que te entorpece, y en vez de permanecer concentrado en ti mismo, en vez de vivir en la soledad en que te en- cierras, trata de distraerte, de aturdirte y de conso-
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larte si puedes; yo te lo suplico encarecidamente, que- rido Santiago.
Y Francisca abrazó al joven con ternura.
— Me es muy grato obedecerte —contestó el artista.
En efecto, desde aquel día cambiaba de existencia, tanto para complacer á su madre, como para mitigar el ardimiento de su naturaleza exuberante: quiso ver á sus amigos; buscaba el placer y las distracciones; y Aurelia perdonaba de nuevo al infiel que volvía á su lado.
La astuta comedianta se proponia un objeto : desea- ba saber á toda costa el nombre de la mujer que le ro- baba el corazón del gallardo joven; y una casualidad la favoreció. El señor Percier se consolaba bastante bien de la ausencia de su esposa; sabia que Faustina se había llevado á Nelly para reprenderla; y que la seño- ra de Guessaint, según le prometiera, le devolvería su caprichosa mitad corregida y dócil. Hallándose solo en Paris, y como se aburría un poco, visitaba muy á me- nudo á la graciosa Aurelia; y por medio de Félix supo la actriz el nombre de la misteriosa desconocida. Con sus mañas consiguió que el agente hablase sobre el particular, y el señor Percier, ingenuo como los más de los hombres en quienes la bondad se antepone á la desconfianza, dijole un día que el gran escultor San- tiago Rosny hacía el busto de una dama amiga suya, la señora de Guessaint. Ahora bien, Aurelia se acor- daba de aquel busto, por haberle visto en el taller; Santiago no trabajaba en él hacia algunas semanas; y con su instinto de coqueta un poco celosa, atribula á
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esta circunstancia la profunda tristeza del artista, el cual sufria sin duda por causa de la hermosa dama que no visitaba ya su taller. Para acabar de cerciorar- se, pronunció un día el nombre de Faustina delante de Santiago, quien hizo al punto un movimiento y miró á la actriz con expresión indignada: habla adivinado; ' sin duda el artista consideraba como una profanación que el nombre de su idolo estuviera en boca de Aure- lia Brigaut, antigua bruñidora. La comedianta se apre- suró á revelar el nombre á Francisca, sabiendo muy bien que no tendría aliado más seguro que aquella madre celosa.
Los hombres se parecen poco á los héroes de novela: no teniendo nada de ideales, ceden á todas las debili- dades de la vida; Santiago, que amaba profundamente á Faustina, no creía envilecer este amor aceptando los favores de la linda Aurelia; y por otra parte, siguien- do el consejo de su madre, quería aturdirse y olvidar, aunque bien sabia que esto último era imposible. El recuerdo cruel y delicioso de Faustina le perseguia por doquiera: en medio de sus placeres, en los cuales se lanzaba atolondradamente, representábase el rostro de la joven, con su expresión dulce y altiva á la vez; y cuando cenaba con sus amigos, apareclasele el fantas- ma de su adorada Faustina. Más digno hubiera sido de él tratar de consolarse encerrándose en el trabajo; pero no tenía fuerza para ello; y no obstante, sus me- jores horas eran las que pasaba en el taller solo, recor- dando los felices días de otro tiempo. Sólo habia trans currido un mes desde entonces, y sin embargo, pare-
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cíale hallarse ya en el término de una larga existencia. El día de la exposición llegó por fin; el Vercingetorix vencido se destacó magnifico en medio del gran jardin destinado á las esculturas; y muy pronto, los entusias- tas elogios de la prensa, las felicitaciones de los com- pañeros y los amigos, anunciaron al joven su nuevo triunfo; mas apenas le causó un poco de alegria aque- lla gloria que ilustraba su nombre. ¿De qué le servia sin amor ? ¿ Qué era el triunfo sin la felicidad ?
Cierta tarde, á eso de las cinco, volvía á su taller, en el cual no entraba nunca sin que le pareciese ver la imagen de la ausente ; por todas partes se le aparecia; en el sillón donde en otro tiempo se sentaba; y en la puerta, donde tantas veces se había perfilado su gra- cioso contorno. Como ya no estaba allí el grupo del Vercingetorix, el taller parecia enorme. Santiago se tendió sobre el canapé, soñando en la desaparecida, y llamándola como siempre. ¿Por qué no volvía ? Si se presentara, él la obedeceria sin vacilar; sólo por volver á verla aceptaria todas las condiciones que ele impu- siera en otro tiempo. De repente, Santiago oyó un li- gero ruido, abrióse la puerta, y entre los pliegues de la cortina que la ocultaban en parte, dibujóse una forma femenina: el artista se levantó con el corazón palpitante... ¡Era ella, acababa de reconocerla; era aquella á quien creía perdida para siempre, á quien llamaba en vano, cuando ni aun le sostenía la esperan- za en su desfallecimiento! La señora de Guessaint avanzaba risueña, tranquila y feliz; el artista perma- necia inmóvil, imaginándose que soñaba, que se volvia
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loco; mientras que Faustina seguía contemplándole con sus hermosos ojos, animados por una expresión de infinita ternura.
—Me aseguró usted que me amaba — dijo la joven — y yo contesté que le correspondía; no quería ser su querida; y ahora vengo á preguntarle si me quiere por esposa.
Santiago dejó escapar un grito.
— ¡Faustina!
Y cayendo de rodillas ante aquella noble mujer, co- glió sus manos y cubriólas de besos y de lágrimas, riendo y llorando á la vez.
—¡Niño, que creía tan lejana la felicidad, cuando tan |
cerca la tiene !-—murmuroó Faustina.
Santiago la condujo hacia el canapé; sentóse la se- nora de Guessaint, y el artista, arrodillándose á sus pies de nuevo, contemplóla con un respeto profundo mezclado de amorosa admiración.
—¡ Yo su esposo !—exclamó.—;¡ Esto es un sueño; es imposibla que me esté reservada semejante felicidad! ¡No separarme de usted nunca, vivir á su lado, oirla y verla siempre! ¿Lo ha pensado usted bien ? ¿Es usted libre * ¿Qué ha pasado? Dice usted que será mi esposa; y yo me pregunto si seré digno de tal favor.
Aquella explosión juvenil de felicidad era un en- canto para Faustina, que refirió todo al joven: la mar- cha del señor de Guessaint, y su trágico fin, por el cual quedaba viuda. A medida que hablaba, el rostro de Santiago pareció anublarse, y en sus facciones pintóse una expresión de tristeza.
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AZ — 0 lll lic
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—¿ Qué tiene usted »—preguntó Faustina, compren- diendo sin duda los pensamientos de su amigo.
—¿ No llevará usted á mal que selo diga, censurando que me entregue á vulgares pensamientos en medio de la felicidad que me embarga »? Si le dijese á usted que siento..... Dios mío, esto es muy cándido..... que siento que sea usted rica, que sea usted una mujer en- vidiada y adulada.....; quisiera unirme con usted, sólo por usted, por su belleza, que me seduce, por su in- teligencia, que me admira, y por ese encanto seduc- tor que la rodea.
Faustina escuchaba con profundo placer las pala- bras de Santiago, y era del todo feliz en aquel instante.
—¡ Si supiera usted cuánto he sufrido cuando se au- sentó! Ya no podía trabajar; y ahora no me sería posible seguir siendo artista si usted no me amase. La necesi- to como se necesita el sol, porque la adoro con locura.
Santiago y Faustina, tranquilos y confiados, forma- ron proyectos para el porvenir, entregándose á sus doradas esperanzas. ¿Qué les hacia falta para ser di- chosos ? Santiago no veía una nube en su cielo. Con las manos cogidas, los dos jóvenes hablaban casi en voz baja: Faustina deseaba saber lo que Santiago ha- bia hecho desde su marcha, y el escultor confesó todo con su leal franqueza; habló de su desesperación, de su cólera y de sus celos; refirió cómo en un acceso de rabia destruyó aquel busto radiante en que Faustina revivia altiva y risueña; y no ocultó sus desórdenes, ni los placeres que había buscado para aturdirse y ol- vidar.
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—¡Ah, los hombres, los hombres! — murmuró la joven dejando escapar un suspiro.—¡Con que me ama usted, apasionadamente según dice, y pueden gustar- le otras mujeres!
—Ya ha pasado; perdóneme usted, pues el pasado, cualquiera que sea, siempre deja amargura en los labios. ¡Ah, querida Faustina, cuánta felicidad le debo!
Y otra vez volvieron á tratar de sus dorados sueños, hablando de su futura existencia y de su feliz porve- nir. ¡Con qué orgullo llevaría Faustina el nombre de aquel artista célebre, y qué dichoso seria Santiago cuando tuviese por esposa á semejante mujer! Los dos departieron sobre su amor más bien como amantes que como prometidos, porque éranlo en efecto, y unianse por lazos indisolubles. Seguros de la inmortal duración de su ternura, querían estrecharse uno con- tra otro para atravesar la vida. El día declinaba ya, y aún se comunicaban sus dulces confidencias.
—Es preciso que me retire—dijo Faustina de pronto.
—¡ Ya!
—;Cree usted que no me complaceria quedarme? Venga usted á mi casa esta noche.
Santiago quiso estrecharla de nuevo entre sus bra- zos, pero Faustina se desprendió sonriendo.
—Es necesario—dijo—que yo tenga plena confianza en usted, Santiago; la novia no es una querida; no Íal- te usted al respeto á la que será su esposa.
Faustina se alejó, dichosa al pensar que dejaba tras sí un hombre feliz. La alegría desbordaba del corazón de Santiago, porque jamás osó concebir, en medio de
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su sobreexcitación, tan inesperada suerte; ser esposo de Faustina pareciale la realización de una de esas es- peranzas que no se pueden abrigar. Sólo le acosaba una inquietud: debía anunciar á Francisca su enlace con la señora de Guessaint. ¿Qué diría, dadas sus ideas violentas y su odio contra «las clases ricas», se- gún segula llamándolas? No dudaba que cediese al fin; pero habría lucha, y esto le haria sufrir tratándose de. una madre á quien adoraba, y que durante tantos años se mostró siempre animosa en el trabajo y llena de abnegación. ¿A quién debía sus triunfos sino á la que á fuerza de celo y de laboriosidad le allanó el ca- - mino para alcanzarlos? No esperaba convencerla; la viuda consentiria para no desesperar á su hijo; pero su conciencia protestaria; y tal vez predominara el egoismo maternal. Santiago sabía muy bien que el sueño dorado de Francisca se reducia á no separarse nunca de su hijo, y reemplazar con su ternura vigilan- te la de cualquiera otra mujer. Tales eran los pensa- mientos de Santiago cuando se dirigiía á la calle de Lambert: con la decisión propia de los caracteres fran- cos, no queria esperar, sino confesarlo todo desde lue- go á su madre, puesto que no debía ignorarlo. Al di- visar á su hijo, Francisca quedó estupefacta, pues ya no reconocía al joven sombrio y taciturno de los días anteriores; sus ojos parecían sonreir, y una intensa alegría iluminaba su rostro.
—Madre—dijo—amo y soy amado; te pido permiso para unirme con la que mi corazón ha elegido, y que me prefiere á mi entre todos.
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Antes de que Francisca pudiera contestar, Santiago refirió en pocas palabras, rápidamente, aquella novela de amor, fresca, lozana como un poema de Abril, Fran- cisca, inmóvil y muda, escuchaba á su hijo, mirándo- le fijamente. dijo al fin.
—Con que quieres abandonarme :
—Me abandonas, puesto que te casas. ¿ Te parece a ti que tu esposa querrá vivir con tu madre? ¡Ah los hijos! ¡Sacrificaos por ellos, dadles todo, y después, he aqui la recompensa! No tengo más que a ti en el mundo; tu padre murió trágicamente y yace no sé dónde, co- mo un animal abandonado. Yo pensaba que tú perma- necerias conmigo; regocijabame de tu gloria, y mi egoismo consolaba mi dolor; pero te ha bastado encon- trar una mujer que sólo conoces hace tres meses, para abandonar a tu madre, que te ha amado toda la vida.
Santiago se arrodilló á los pies de su madre, humil- de como un niño.
—«¿ Abandonarte -—repitió—no lo creas; aunque yo quisiera no podría hacerlo, pues entre nosotros dos hay algo más que esos lazos naturales que unen á la madre y al hijo; hay los padecimientos sufridos en común, las lágrimas vertidas, las esperanzas que jun- tos concebimos; y, por último, mi padre, arrebatado á nuestra ternura.
Y Santiago abrazó de nuevo á su madre, cual si qui- siese probarle, en aquel momento en que dudaba hasta de él, que su ternura filial era tan sincera y res- petuosa como antes.
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—Dices que mi esposa no querrá vivir contigo— añadió — porque no conoces á Faustina. Te amara, puesto que me ama; y además, no hay motivo para estar separados. ¿No os reunirá un afecto comun?
La viuda callaba siempre: no quería confesar que, sin haber visto á la desconocida, la odiaba ya: no podia perdonar á la mujer que venía á trastornar su vida. A Santiago le inquietaba aquel silencio.
—«¿Por qué no me contestas »—preguntó:—te hablo con bondad y sumisión, y no puedo haberte ofendido. Es imposible que juzgues mal á Faustina, pues no la conoces. Sies el matrimonio en sí lo que censuras, espera al menos algunos dias; estudia á la que yo amo, y observa su carácter; no podrás menos de quedar se- ducida por su franqueza y su lealtad.
No le era posible á Francisca negarse, pues hubie- ra confesado asi que por su egoismo robaba la felicidad de su hijo. Consintió en verla, por lo tanto, con la es- peranza de que entonces le seria permitido hablar.
—La señora de Guessaint me espera esta noche-- dijo Santiago. —¿Por qué no has de acompañarme? Presento mi prometida á mi madre; esto es muy na- tural.
—Está bien—repuso la viuda; —te acompañaré
Faustina esperaba en su taller con Nelly. .
— ¿No sabe aún nada tu esposo de tus últimas reso- luciones?—preguntaba á su amiga sonriendo.
—Nada; me he mostrado muy digna... ¡oh! muy digna... Al verme llegar, el pobre hombre se puso pá- lido. ¡Buen Félix! Hubiera querido abrazarle, pero fe-
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lizmente me mantuve en una reserva amistosa de muy buen tono, y me limité á decirle: «Creo que hemos de hablar; voy á comer en casa de Faustina y volveré temprano; le prohibo á usted salir; espéreme aqui.»
—¿ Y qué harás..... al volver temprano >—preguntó Faustina.
Nelly se ruborizó un poco, é inclinando la cabeza, contestó en voz baja:
—-Descorreré el cerrojo...
Esta vez la señora de Guessaint no pudo reprimir una sonora carcajada.
—|¡Qué hemos de hacer! puesto que los hombres son así—repuso Nelly—puesto que... puesto... en fin, ya me entiendo yo.
La señora de Percier mudó de conversación.
—¿ Con que vendrá el bello escultor ? ¡ Dios mio, qué deseos tengo de veros al uno frente al otro! No tengas cuidado; no os molestaré mucho tiempo; al cuarto de hora ya estaré fuera.
Faustina se ruborizó á su vez, y entonces fué Nelly quien se rió, muy satisfecha de su inocente venganza.
Un momento después amunciaban á la señora de Guessaint la visita de Santiago Rosny y de su madre.
—¿Su madre>—murmuró Faustina admirada.—Es verdad; le habrá dicho todo y ha querido verme.
Faustina no podía reconocer á Francisca, pues ha- blan transcurrido largos años desde el día en que re- cogió á la pobre mujer. ¡Tantos acontecimientos te- rribles 4 dolorosos habían turbado su existencia! Y por otra parte, aquella mujer de cabello gris, de rostro
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pálido, prolongado y endurecido por las aflicciones, apenas se asemejaba al de la Francisca de otro tiempo, cuando estaba en el apogeo de su belleza. Muy por el contrario, la señora de Guessaint no había cambiado; era siempre la joven del castillo de Chavry, madurada tal vez por la existencia, pero siempre joven y radian- te. Francisca no vaciló un momento; al entrar en el taller fijó su ardiente mirada en aquella rival, y desde el primer instante quedó impresionada: volvia á ver, al cabo de tantos años, á la que en otro tiempo le prestó auxilio; á la que fué con ella buena y generosa cuando la adversidad la desesperaba. No podía dudar: en el fondo de la habitación hallabase pendiente en la pared aquel cuadro que Faustina bosquejaba el mismo día en que el desgraciado Esteban llegaba á Chavry por última vez. Ese antiguo recuerdo ablandó las du- rezas de Francisca, á quien parecia ver aún en la pe- numbra del pasado aquel gran salón, y aquellas dos hermosas jóvenes, tan amables y obsequiosas. Sus celos maternos se desvanecian rápidamente al calor de su gratitud.
—¡Usted, es usted! Si, no me reconoce usted, porque ya no soy la misma. ¿No se acuerda usted ya de la pobre Infeliz que hace diez años cayó sin conocimiento á la puerta de su castillo?Usted la recogió y la salvó. ¡Cuán- tas veces la he bendecido sin saber dónde se hallaba ! ¡ Y es usted aquella de quien mi hijo está enamorado! ¡Es usted quien le ama! ¡Qué felicidad! Santiago la en- contró a usted para su dicha y la mia, pues hubiera po- dido enamorarse de una coqueta, de una mujer incapaz
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de comprenderle. ¡Yo que estaba celosa de usted! Los designios de Dios son inescrutables. Tendré la dicha de amar como hija á la que se unirá con mi hijo.
Santiago escuchaba estupefacto, sin comprender una palabra, y fué preciso que Faustina y su madre le explicasen todo lo que ignoraba. La viuda explicó á la señora de Guessaint el terror que le inspiraba el casamiento de su hijo, porque temía que aquella es- posa le robase el corazón de Santiago; pero ya estaba tranquila sobre este punto.
La viuda no se cansaba de mirar á Faustina: si, Santiago habia elegido bien. ¡Qué sabia y clemente era la Providencia, que reunía así á los dos jóvenes en una comunidad de amor! La señora de Guessaint des- vaneció á su vez hasta los últimos temores de la ma- dre, y los tres acordaron no separarse ya nunca, vivir siempre juntos, juntos... |
¡La palabra siempre es una gran palabra, que los labios humanos no deberían pronunciar jamás!
.
VIII
laBÍa un mes que el procurador de la Repuú- A blica proseguiía su información judicial, para averiguar cómo el señor de Guessaint había sido asesinado la vispera del dia en que emprendió su marcha la misión cientifica. Todo el mundo lo ig- noraba; un misterio extraño parecia rodear aquel trá- gico suceso, y las declaraciones del coronel Maubert y de sus compañeros no bastaron para aclararle. El co- ronel creía saber que cierta noche, á eso de las diez, el señor de Guessaint habia entrado en casa de una mora, célebre por su belleza. Aquella joven, llamada Yelma, recibia con agrado á los viajeros cuando los
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suponía generosos y ricos; pero sabiase que tenía un amante, opulento tunecino, llamado Enussi, estable- cido en Orán hacía quince años. En el informe cons- taba que el señor de Guessaint habia salido de la casa de Yelma á la una de la madrugada, sin que después se le volviese á ver; sólo al dia siguiente notaron su ausencia sus compañeros de viaje. Todo el mun- do crela en un crimen; mas no era posible probar- lo. Interrogados separadamente por el juez, Yelma y Enussí contestaron muy claramente: la primera dijo que el señor de Guessaint, habiendo entrado en su casa á las diez de la noche, se marchó poco después de las doce; y Enussi, por su parte, probó que había estado en el teatro con un mercader amigo suyo y un subteniente de la guarnicióh: en cuanto á los criados de la mora, confirmaron en un todo la deposición de su ama. De este modo, las sospechas que recayeron un instante en el tunecino desvaneciéronse ante una coartada indiscutible. Aquel asunto misterioso pre- ocupó al principio á la prensa argelina, cuyo eco reso- nó hasta en París. Todo el mundo conocía á Faustina y á su esposo; apreciábanlos sobre todo porque ocu- paban en la sociedad un lugar importante; y habla mil razones para que todos se ocuparan de aquella extraña desaparición. Nadie dudaba que habia crimen; pero ¿ quién podia ser el criminal? Esto era lo que no se podia descubrir.
La señora de Guessaint vivia retirada en Louvecien- nes, en una propiedad perteneciente á Nelly, y no vela a nadie, excepto Santiago, su madre y el doctor Gran-
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dier; los esposos Percier la dispensaban las mayores atenciones, y para complacerla no recibían visita al- guna. Santiago iba diariamente, teniendo cuidado de preservarse de los indiscretos. La quinta de Nelly es- taba á la entrada del bosque de Marly, en el camino de San Germán á Versalles, y el escultor no se utiliza- ba de la vía férrea por temor de que lo encontrasen; llegaba en un cupé, y una vez franqueada la verja, ce- rrábase ésta detrás de él. La certidumbre de una pro- xima felicidad calmaba la fiebre y los deseos del joven. ¿Qué importa esperar algunos meses cuando se tiene delante toda la vida ? Sin embargo, Faustina seguía con ansia el curso del informe comenzado. En cumplimiento de una orden del procurador de la República, el escribano de Orán tenía á Faustina al corriente de todos los procedimien- tos con la mayor exactitud ; de las pesquisas no se deducia nada con toda seguridad ; pero crelase que el señor de Guessaint habia sido victima de la codi- cia de dos árabes. De las declaraciones de testigos dignos de crédito resultó que se habian visto dos hom- bres de aspecto sospechoso rondando, en la noche del crimen, á corta distancia de la casa habitada por la mora; y varios agentes de policía, llegados de Paris, siguieron como sabuesos las huellas de aquellos indi- viduos; pero después todo quedó reducido á la nada, y fué necesario buscar otra pista. Sin embargo, el tiempo corría : hacia fines de Agos- to, tres meses después de la desaparición del señor de Guessaint, Faustina invitó al señor de Percier y su es-
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posa, á Santiago y su madre, á pasar la mitad de Se- tiembre en una propiedad que poseia en Bretaña; era una grandiosa quinta que el general habia heredado en otro tiempo de uno de sus tíos, armador en Nantes. A tres kilómetros de Pornic, hay un pueblecillo de pes- cadores, situado entre los ribazos que se inclinan so- bre las olas grises de la bahía de Bourgneuf'; y alli está la Birochére, playa arenosa que la invasión pari- siense no ha contaminado aún. El señor de Bressier, que habia abandonado un poco su quinta bretona, quiso instalar en uno de los pabellones de guardia á aquel subalterno á quien se proponía legar más tarde una renta en su testamento; pero Faustina, dueña ya de toda la fortuna, tomó la costumbre de pasar algu- nas semanas todos los años en aquel punto. Regocijá- bale la idea de recibir á Santiago más intimamente aún que en Louveciennes, y se puso en marcha la pri- mera, seguida de cerca por sus amigos.
En vez de quince dias, la pequeña colonia permane- ció alli dos meses. Los novios salían por la mañana para dar largos paseos entre las rocas, donde el mar les enviaba sus acres emanaciones salinas, ó bien ex- ploraban la campiña : estas nuevas excursiones delei- taban su imaginación de artistas, hallando en ellas un encanto infinito. Alrededor de la Birochere, las añosas encinas y las corpulentas hayas forman en aquella tie- rra fecunda bosques azulados y sombrios, que dibu- jandose caprichosamente, rodean el golfo, trazando fantásticos contornos;es una verdadera selva de la an- tigua Bretaña, donde bajo el espeso ramaje el espiritu
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busca todavia una rubia Veleda. Alli no hay caminos trazados en la muda profundidad de los bosques si- lenciosos; sólo ge ven algunos senderos que se entre- cruzan, espesuras de musgo, y enormes moles de pie- dra gris que se creerían arrojadas en medio de los arboles por los mágicos esfuerzos de un gigante encan- tador. Faustina y Santiago complacianse en perderse en medio de aquellos intrincados laberintos, cerca de los cuales el mar rugía como un león que reposa ; so- bre sus cabezas veian el inmenso cielo, con ese color apizarrado que tiene en Bretaña; y por todas partes reinaba una calma infinita, apenas turbada por la res- piración profunda de la naturaleza.
—-: Y el trabajo —decía de vez en cuando Faustina con una sonrisa de reprensión. |
Francisca defendía á Santiago, sosteniendo que de- bia descansar, y que después de tantos años de traba- jo le era bien licito disfrutar de algunas semanas de útil ociosidad. Octubre tocaba a su fin; el tiempo re- frescaba mucho, y nadie pensaba aún en volver a Pa- rís. Felix y Nelly no se quejaban de que los novios les abandonasen; sus amores conyugales, renovados com- pletamente, no eran menos encantadores por ser más positivos. Nelly cumplia su palabra: asesinaba á su esposo á fuerza de caricias, sofocándole con sus besos, sin que el buen Félix se quejara nunca. Ya no había cerrojo irritante en la puerta del cuarto de la hermosa joven, la cual decía con frecuencia : «Quiero mi espo- so», ó bien: «me llevo á mi marido », pronunciando estas palabras con un tono que revelaba su tiranía y
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su imperio; segula gobernando á su esposo; pero en vez de helarle con su frialdad, agobiábale con su amor.
—+¿ No puedes mantenerte en un justo medio *—pre- guntabale Faustina sonriendo.
—Quisiera ver lo que tú hariías—contestaba Nelly;— y además, el exceso no me desagrada... en esas cosas, se entiende. La señorita Aurelia podrá hacer lo que quiera: pero ahora yo soy la más fuerte.
Entre aquella pareja de enamorados, la vida de Francisca deslizábase tranquilamente ; la viuda obser- vaba mucho á Faustina, y cada día apreciábala más. Aquella joven de aspecto frio, y que se entregaba fran- camente cuando una vez había consentido en ello; aquel carácter dulce, que sólo ocultaba su ternura a los indiferentes, complacia á la hija del pueblo, ardien- te y apasionada. Queria sobre todo á Faustina porque ésta amaba á su hijo : las servidoras de un dios com- prenden siempre á las que profesan su culto. Aquellos dos meses fueron, pues, de completa felicidad, de paz y de calma.
El notario de la señora de Guessaint fué el único que turbó aquella quietud. Anunciaba á su cliente que su regreso á París era necesario, pues deseaba hablar- la de cosas importantes, tratándose de la sucesión de su esposo. Faustina participó á sus huéspedes que se
emprendería la marcha algunos dias después; y cuan- .
do salió de Bretaña, hallábase más enamorada que nunca. A los dos meses de una existencia en común no habia perdido ninguna de sus ilusiones; en Santia- go, el hombre valia tanto como el artista ; su franque-
A A AS TA
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za y su lealtad seducían á la joven tanto como su clara inteligencia; y en cuanto al escultor, por la primera vez de su vida conocia el amor en lo que tiene de más elevado y completo.
—¿Volveremos aqui, no es verdad -*—preguntó.—He pasado en este rincón de playa los dias más felices de mi existencia; creia imposible no amar á una mujer sino con el corazón ; usted me ha demostrado que lo que hay verdaderamente divino es la unión de dos al- mas.
Feliz y tranquilo, esperaba su felicidad sin impa- ciencia. Cinco meses habian transcurrido ya; al cabo de otros cinco, su amada le perteneceria. A los veinti- séis años, la vida tiene tan largo y bello porvenir, que las impaciencias se calman muy pronto cuando se tie- ne la seguridad de una próxima dicha.
El señor Denizot, notario en París, se presentó en casa de Faustina al día siguiente de su llegada.
—He sabido—dijo—que habia usted salido de Paris después de la desgracia ocurrida, señora; y yo no tenía motivo alguno para importunarla ; era notario del señor de Guessaint, como lo soy de usted, y conoz- co á fondo los asuntos que la interesan. Se casaron ustedes bajo el régimen de la comunidad de bienes; en caso de defunción, el que sobreviviera debía here- dar; y no viendo yo necesidad alguna de atender á la administración de la propiedad de su esposo, á quien se supone ausente, la he dejado á usted en completa libertad de entregarse á su dolor.
Los asuntos de interés no preocupaban apenas á
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Faustina; pero llamáronle la atención dos palabras pronunciadas por el funcionario ministerial. ¿Por qué decía, al hablar de su esposo, «á quien se supone au- sente » ? El señor Denizot hizo al punto la explicación necesaria.
-—El asunto es bien claro, señora—dijo;—el articu- lo 15 del Código civil no nos deja ninguna duda. Cuando una persona haya dejado de presentarse en el lugar de su domicilio ó de su residencia, y transcu- rran cuatro años sin haberse recibido noticias suyas, las partes interesadas podrán reclamar ante el tribu- nal de primera instancia, á fin de que se declare la ausencia.
La señora de Guessaint no veia en esto más que una cuestión de negocio, discutida por un agente au- torizado.
-—Sin embargo, señor Denizot—repuso Faustina—mi esposo ha muerto hace cinco meses.
—Esta usted en un error, amiga mia; el señor de Guessaint no está considerado como difunto, sino como desaparecido.
—No comprendo bien la diferencia.
—-Pues sepa usted que es muy esencial : en el pri- mer caso, entraría usted desde luego en posesión de su herencia ; en el segundo, es forzoso esperar.
—Eso tiene poca importancia para mi, pues tanto me da ser más ó menos rica. Si vuelvo á casarme, mi segundo esposo se unirá conmigo por mi persona y no por mi fortuna.
El señor Denizot, antiguo notario, cuyo cabello ha-
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bía blanqueado, sin que el buen hombre dejara de respetar una sola vez el Código, no conocía más que una cosa: La Ley. Cuando se cometía ante él una falta de jurisprudencia, saltaba como si le hirieran en lo más vivo; pero al oir á la señora de Guessaint, limi- tóose á manifestar un profundo asombro ; parecióle imposible que una persona pudiese ignorar hasta tal punto las leyes de su país, y creyendo no haber oido bien, replicó :
—No comprendo bien lo que usted me dice, se- ñora. |
—Es muy claro: usted me notifica que no here- daré la fortuna de mi esposo hasta de aqui á cierto tiempo; no recrimino, ni me extraña eso, pues la cuestión carece de importancia para ml; pero siendo viuda...
Esta vez el señor Denizot saltó sobre su silla.
—¡Pero es que no está usted viuda, señora !—ex- clamó.
Al oir estas palabras, Faustina palideció de pronto; parecióle que andaba á tientas, y que tropezaría bien pronto con algún obstáculo terrible.
—+¿Dice usted que no soy viuda..... que no soy li- bre....?
—¡No, señora, nada de eso!
—¿ No puedo casarme si me conviene?
—¡ No, no, mil veces no!
Faustina desfallecía. ¿Qué ley era esa que le reser- vaba súbitamente una sorpresa tan cruel? El señor Denizot no observaba la profunda turbación de su
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cliente, y poseido de su pasión de jurisconsulto, pro- siguió con énfasis:
—¡ He aqui lo que es la gente de mundo! Jamás leen el Código, único libro formal que se haya escrito. «Ar- ticulo 147: No se podrá contraer segundas nupcias an- tes de disolverse las primeras. — Artículo 47: El matri- monio no se disuelve sino por la muerte». |
—« Pero no ha muerto el señor de Guessaint?
— No, señora, no ha muerto; sólo ha desaparecido, y no es la misma cosa. Cierto que no se ha podido probar su muerte, puesto que no se ha encontrado el cadáver; mas para redactar la partida de defunción de su esposo sería necesario encontrar testigos que afir- masen positivamente d qué hora y en qué circunstancias murió. Además de esto, el encargado especial debe asegurarse del fallecimiento, y su obligación es probar el hecho personalmente de visu. ¿No conoce usted el artículo 77?
Las antiparras del señor Denizot saltaban sobre su nariz, como si el notario se indignase de que una mujer de la alta sociedad, elegante y bonita, no conociera el artículo 77.
Faustina comprendió que la lucha comenzaba de nuevo para ella; pero con su altivez natural acep- tóla valerosamente; si era preciso batirse aún, se ba- tiria.
—Ciertamente no conozco el Código, caballero— replicó; — pero comprendo al punto lo que es inteligi- ble y lo que no lo es. Ahora bien, paréceme imposible que el Código contenga una necedad. De las pala-
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bras de usted resulta que nunca se podría extender la partida de defunción de un hombre ó de una mujer cuyo cuerpo no se hubiese encontrado. No obstante, cuando el soldado muere en el campo de batalla ó el viajero desaparece en un naufragio, no se les puede considerar como vivos. La falta de pruebas suscitaria toda clase de dificultades, y la ley debe haber previsto todas esas dolorosas contingencias.
— La ley lo ha previsto todo, señora— repuso grave- mente el señor Denizot, como si no admitiese que se atacara la inviolabilidad del Código.
—Pues bien, si no he comprendido mal, me parece que ese caso es el mío.
—La jurisprudencia ha debido atemperar razona- blemente las exigencias de la ley. Cierto que hay per- sonas á quienes no se puede aplicar en justicia las dis- posiciones contenidas en los registros del estado civil; mas por eso se admite que los tribunales tienen dere- cho para declarar por juicio que hay caso de defun- ción.
— Me dirigiré á los tribunales —replicó Faustina; — esto es muy sencillo.
—Dispense usted, señora; la jurisprudencia ha te- nido á bien reconocer que en caso de ¿incendio ó de nau- fragio, la prueba resultaria suficiente si los testigos declaraban que una persona había sido vista envuelta entre las llamas, ó sepultada en las olas; pero jamás... entiéndame usted bien, señora... jamás en caso de des- aparición, ó de ausencia propiamente dicha, se ha po- dido suplir la prueba de la defunción. Por fundadas
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que sean las sospechas, fuera de estos dos casos, los tribunales se han negado siempre á declarar la disolu- ción de un matrimonio.
Faustina quedó abrumada por los argumentos del notario, á quien dió gracias con un movimiento de ca- beza, pues no podía pronunciar una palabra, y el señor Denizot se retiró, muy satisfecho de sí mismo, y orgu- lloso de aquella consulta con su encantadora cliente.
¡Desgraciada Faustina! Todo se hundía á su alre- dedor, el presente, el pasado y el porvenir; nunca sería esposa de Santiago; la felicidad soñada hacia cinco meses, desvaneciase para no volver mas. La se- nora de Guessaint, aturdida, con la mirada fija y el cuerpo inclinado, parecia no saber lo que le pasaba, y llegó á dudar de la justicia de Dios. ¿Qué hacer? Creiase libre y no lo era; creíase dichosa, y he aqui que la desgracia cala de nuevo sobre ella para marti- rizarla cruelmente. Aquella mujer valerosa, siempre dispuesta á la lucha, veia que aun esta era imposible, pues nadie combate contra las quimeras ni se preci- pita de cabeza contra una pared que no se hundirá. Faustina volvía siempre á estas dos palabras que re- sonaban en su oido como una fúnebre campanada: «¿Qué hacer +» Y sobre todo ¿cómo anunciar a San- tiago el desastre que les hería > ¿Podria sobrevivir el joven á este imprevisto golpe ? Generosa y noble como siempre, compadecia á Santiago más aún que á si misma; ella no era tan nerviosa, y podia resistir mejor que él los disgustos de la vida. ¿ Y si se mataba? Por primera vez, desde que se despertara en ella esta idea,
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Faustina vacilaba; su deber le parecia dudoso; y po- seída de una inmensa desesperación, preguntóse por tercera vez: «¿ Qué hacer 2»
Su corazón hallaba una respuesta que su conciencia no aprobaba.
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IX
FL saber toda la verdad, Santiago inclinó la A cabeza: sus violencias, sus cóleras y ardi- mientos de otras veces habian desaparecido; pero el amor que profesaba á la señora de Guessaint sufría contratiempos demasiado frecuentes, y su natu- raleza, más nerviosa que fuerte, no podía resistir ya. Echado sobre el canapé, en su taller, pasaba los días entregado al abatimiento, sin pensar en nada ; fumaba
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mucho; departia con los amigos que iban á verle ; pero aquel joven tan lleno de vida antes, parecia ahora herido de muerte. Su carácter se dulcificaba mucho, y nada le irritaba, como si no le importase cosa algu- na. Por la noche iba á visitar á la señora de Guessaint; pero uno y otra parecian temerse y evitarse. Sólo Francisca no desesperaba ; laley que le oponian era en su concepto absurda; no admitila que no se pudiese probar la defunción de un hombre; y al ver cómo se desmejoraba su hijo, exasperábase cada vez más. La mujer del pueblo volvia á concebir de pronto sus in- motivadas confianzas, entregándose á sus cándidas creencias; y contaba con la casualidad ó con alguna cosa imprevista. ¿No se debía á ella que la existencia de Santiago y la de Faustina hubiera cambiado brus-: camente dos veces? Santiago, por su parte, no espera- ba nada; y la señora de Guessaint veia con angustia en su rostro los estragos del dolor que le afligia.
—¿ No le inquieta á usted su salud >—preguntó un dia al señor Grandier.
— Mucho. Todos esos choques sucesivos han tras- tornado el sistema nervioso. En otro tiempo, esto S llamaba fiebre de languidez ó consunción; pero hoy lo llamamos anemia cerebral: el resultado, no obstante, es el mismo.
Santiago desfallecía de amor y desesperación; J la señora de Guessaint lo comprendia muy bien. ¿PodrÍa la juventud triunfar de una enfermedad puramente moral? ¿Llegaria una hora en que la excitación del tr2- bajo y la embriaguez del éxito despertaría en aquel
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corazón la fuerza y el deseo de vivir ? Faustina pensa- ba en todo esto, recordando la aventura de Nelly y de su esposo; y otra vez esta historia humana y cómica ejerció en ella una influencia fisiológica. Ciertas ideas herian la delicadeza de su espiritu; pero comprendia muy bien que los hombres no están por los sentimien- tos elegiacos ni las aspiraciones etéreas. Santiago la profesaba un amor profundo; pero deseábala también ardientemente; Faustina amaba y quería ser fiel a su amor, porque era la única felicidad que le quedaba en la vida, la única esperanza que iluminaba aún su horl- zonte; y siempre volvía á sus vacilaciones, como el señor de Percier, aquel esposo enamorado é infiel, por lo mismo que amaba. La mujer puede experimentar una pasión platónica, y en esto consiste su gran supe- rioridad sobre el hombre, que lees inferior en el orden de los sentimientos elevados; lleva hasta la exaltación el heroísmo del sacrificio, y embriágase con su abne- gación para obtener una fuerza ficticia que la permita llegar hasta lo sublime; pero cuando posee un espiritu valeroso, una clara inteligencia, ve al punto el objeto á que se debe encaminar.
Cierta tarde, Faustina fué al taller: desde que los dos habían perdido sus esperanzas, era la primera vez que iba. Santiago se levantó bruscamente al verla.
— Amiga mía — dijo—¿ no sería mejor que yo me marchara á un pais muy lejano ? Todo me cansa y me desanima; conozco que estoy cerca de la muerte, y ni aun tengo fuerza para esperarla. La invoco á usted por ultima vez; usted, que es mi ángel bueno, no puede -
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menos de ser también la que me preste consuelo; me parece imposible que me rehuse la felicidad, siendo nuestra desgracia común.
Faustina miró á Santiago con sus ojos brillantes y serenos, que expresaban una tierna lealtad, y contes - tóle con dulzura: |
—Cuando vi que no podía ser su esposa, pregunté- me lo que debia hacer; mi corazón y mi conciencia no estaban de acuerdo; pero hoy no se trata ya de mi, pues no amo á usted por ml, sino por su persona. Quiere usted que sea su ángel bueno y que le apli- que mi varita de virtudes: amigo mio, escuche bien mis palabras. Yo no tengo empeño en vivir más que para hacerle feliz; pero entre los dos hay una diferen- cia: usted me ama con pasión, y yo con ternura; el resorte de la voluntad se ha roto en usted, que se aban- dona á la desesperación, y ni siquiera trata de luchar. Usted cree conocerme; pero ¿es posible que el hom- bre conozca nunca á la que le ama? Ya sabe usted que tengo ideas absolutas sobre los deberes de la mujer en este mundo: no admito los compromisos vulgares; la mentira me subleva, y me disgustan esos amores que se ocultan como si se avergonzaran de sí propios. Al ver que no podía usted ser mi esposo, ya no me ha pedido nada, porque no se le oculta que habría sufrido demasiado al envilecerme á mis propios ojos, perdien- do el aprecio que me debo á mi misma. He pensado en todo esto, Santiago ; ahora veo claramente cuál es mi deber; le amo, y soy correspondida ; amigo mio, no desespere usted, y fíese de mi.
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—¡ Faustina !...
El escultor creía comprender aquellas palabras tier- nas, un poco misteriosas; quiso coger á Faustina y cubrirla de besos; pero la señora de Guessaint se des- prendió suavemente, aunque con firmeza.
—Le he dicho á usted que confíe en mi—murmuró. —Mañana saldré de París, y por el pronto no recibirá usted carta ; pero sólo esperará tres dias.
Santiago quiso preguntar; pero Faustina le puso ligeramente la mano sobre la boca, sin contestarle una sola palabra. ¡Pobre Faustina! Durante muchos días y noches, su castidad habia luchado contra su amor. ¡Entregarse á Santiago, caer de su pedestal, frivola y vulgarmente como otras mujeres! Sin embargo, ama- ba; sabía que era correspondida con loca pasión ; y no se le ocultaba que Santiago no resistiría aquellos re- petidos golpes de la adversidad. ¿Qué era ella ? Una mujer ignorada, bien poca cosa, tratándose de la exis- tencia, del porvenir y del genio de un gran artista. ¿Por qué rehusaria labrar la felicidad de ambos? ¿Qué juramento la ligaba con ningún otro hombre ? ¿ Quién podria acusarla de traición ? Sólo tendria que ver con su conciencia, que se había conservado siem- pre pura. Pero la señora de Guessaint no quería caer vulgarmente; puesto que se entregaba, lo haría con decoro, como una mujer que cede á sus reflexiones y á su voluntad, y no al fogoso impulso de una pasión.
En efecto, al día siguiente marchó con Mario en di- rección á la Birochére. Comenzaba el mes de Diciem- bre; ojase soplar el viento, y las encrespadas olas de
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un mar tumultuoso estrellábanse contra la costa bra- va ; mientras que el bosque, negro ya, ostentaba sus arboles desnudos. Por el cielo deslizábanse espesas nubes grises, bajo las cuales se destacaban como pun- tos blancos las inquietas gaviotas. En aquel triste cua- dro de invierno, Faustina volvia a ver los mismos paisajes que antes recorriera alegre durante los dias más clementes del otoño. El anciano subalterno que habitaba en la caseta de guarda quedó muy admirado al ver de nuevo á la señora de Guessaint, quien le ex- plicó que, por razones particulares, deseaba permane- cer sola con Mario en la Birochére ; entrególe dos mil francos, y le rogó que fuera a pasar seis semanas con sus parientes, establecidos en Normandía. El buen hombre marchó aquella misma noche, muy satisfecho de la gratificación, que le permitía distraer sus enojos con un viaje; y en su lugar Mario se instaló en la ca- seta. Faustina no ignoraba que para aquel anciano servidor todo cuanto ella hiciese estaba bien hecho, y dijole que deseaba permanecer con Santiago Rosny en la Birochére sin que nadie sospechara su pre- sencia alli. Ningún habitante del pueblo se retarda- ba nunca en aquella playa ignorada, y en semejante época del año no quedaba viajero alguno en Pornic. ¿ Qué les importaba á los pocos pescadores del pue- blecillo ver á la señora de Guessaint sola ó con un extranjero ? Para mayor seguridad, Faustina habia dejado á su camarera en Paris: buscaría dos francesas para el servicio, y Mario se cuidaría de las provisiones.
Terminados todos los preparativos, Faustina escrl-
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bió á Santiago estas pocas palabras: «Salga usted para la Birochére apenas reciba esta carta; llegará usted á las diez de la noche, y en la estación encontrará á Ma- rio.» Al leer estas líneas, Santiago palideció, compren- diendo la exquisita delicadeza de su amiga. Alli era donde se entregaría á él, en medio de los mudos tes- tigos de su felicidad naciente. A los veintistis años, el hombre encuentra recursos inesperados: Santiago re- cobró a la vez toda su fe, su energía y su voluntad. ¡Ella le esperaba ! Repetia estas tres palabras con ine- fable placer; Faustina iba á pertenecerle, aquella á quien amaba y deseaba tan ardientemente. En su ner- viosa impaciencia, el tren que le conducía pareciale demasiado lento, porque ella le esperaba. Hubiera querido proclamar en alta voz su felicidad ; la embria- guez de su esperanza produciale como una especie de angustia; cerraba los ojos, y en una visión rápida, crela contemplar aquella hermosa mujer deslizándose entre sus brazos confusa y ruborizada...
Faustina no tenía que explicarle cosa alguna, pues adivinábalo todo; quería pertenecerle como una espo- sa que cede, no como una querida que se entrega. Un fuego briliante iluminaba la cámara nupcial de aque- llos dos desposados del amor : cuando Santiago pene- tró en la gran habitación, clara y perfumada, vió á Faustina ante él, mirándole sin temor, pero con emo- ción profunda ; y en el primer beso de su castidad vencida dió al joven escultor toda su existencia.
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Durante un mes, los dos vivieron asi, encantados y felices, olvidando el mundo y cuanto contiene ; en su
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todo el día, sin cansarse nunca en su mutua contem- plación, y repitiendo esas mil palabras ingenuas que los enamorados se dicen continuamente. Algunas ve- ces, bien protegidos contra la inclemencia del frio, emprendian alguna excursión á pie, riéndose del vien- to glacial que soplaba con fuerza ; ó cuando el sol de Diciembre brillaba en un cielo azul pálido, internában- se en medio de los árboles sin hojas del bosque de- sierto.
La naturaleza se habia complacido en crear aque- llos dos seres expresamente uno para otro ; entre ellos reinaba un acuerdo armonioso, y vibraban de con- cierto; su corazón y su inteligencia se completaban tan bien, que Faustina adivinaba los pensamientos de Santiago antes que éste hablase; mientras que el escultor comprendía á la joven sin que ésta dijese nada.
Jamás hombre y mujer pudieron avenirse tan com- pletamente en la vida intima del matrimonio ; aquellos amantes merecian ser esposos de esos para quienes la cadena es ligera, y que sólo la muerte puede sepa- rar. Complacianse en olvidar que no podian casarse, que un obstáculo insuperable se elevaba entre ellos, semejante á esos muros de bronce que los genios ma- léficos de los cuentos de hadas hacen surgir ante los tesoros fantásticos; en su embriaguez olvidábanlo to- do, así los seres que habian amado hasta entonces, como la vida exterior y el mundo, que pide siempre cuenta á los dichosos de una felicidad que no ha per- mitido... |
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Una carta de Nelly vino á despertar á Faustina, y á recordarle que no estaba sola en el mundo. La joven decía con mucha delicadeza á su amiga que se comen- zaba á extrañar un poco su imprevista marcha ; y que una Ó dos personas relacionaban esta ausencia con la de Santiago. Era preciso temer que la malignidad se apoderase de ciertos rumores vagamente malévolos; y la señora Percier daba otra razón que acabó de con- vencer á Faustina. La misión científica dirigida por el coronel Maubert había llegado á Marsella, y la señora de Guessaint no desesperaba de probar por un acta oficial la defunción de su esposo. Según habia mani- festado el señor Denizot, necesitábanse testimonios y declaraciones precisas, y por lo tanto importaba interrogar al coronel y á sus compañeros de viaje, que volvian á Francia á los dos meses y medio de su marcha.
Este pronto regreso, ocasionado tal vez por ¡un des- calabro en la expedición, debia dejar en los viajeros impresiones bastante frescas de aquel drama, recien- te aún.
—¡ Ay, amigo milo !'—dijo una tarde Faustina á San- tiago—todo tiene su fin.
— ¡ Nos marchamos!
-—Es preciso.
—¡ Tan felices que éramos!-—murmuró el escultor suspirando.
—¡ Ingrato |! ¿No sufro yo también al abandonar este querido retiro, donde acabamos de pasar tan felices días ? Lee lo que me escribe Nelly. Tal vez tendremos
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que luchar aún; pero será para conquistar la misma dicha, y esta vez sin límites, sin obstáculo, tal que na- die nos la pueda robar.
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ANA E E e Ñ e , erp y
e Maubert se habia dado de baja en el bata- 4 llón de cazadores, terminados los sucesos de la Comuna, para ingresar en la infantería de marina, como otros muchos oficiales, que esperaban ascender así más rápidamente; y el resultado no de- fraudó sus esperanzas. Durante diez años había traba- jado rudamente en el Senegal, en la Guyana y en Cochinchina; pero no se vive impunemente tanto tiem- po en el clima abrasador de las colonias, y asi es que á los.treinta y cinco años, el coronel parecía tener algunos más. Calvo ya, curtido por un sol devorador, y enflaquecido por la fiebre y su incansable actividad, en nada se parecía al brillante joven de otra época. Deseoso de enviar una misión al Sur de Orán, el mi-
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nistro de marina no podía elegir ningún individuo mas propio que aquel oficial inteligente, resuelto y ambi- cioso; pero desde el principio del viaje, el coronel, echando de ver que iba mal preparado, volvió directa- mente a París para explicar las causas que le impulsa- ban á proceder asi. Cierta mañana recibió una carta cuya firma le llamó la atención : la señora de Guessaint le rogaba que tuviese la bondad de pasar por su casa.
Habíanle interrogado ya en el ministerio sobre aque- lla muerte, aún misteriosa, y manifestó su opinión con toda claridad. El señor de Guessaint, geógrafo ins- truido y viajero experto, era aficionado en demasía á las mujeres, y apenas llegó á Orán enamoróse al punto de la hermosa Yelma, una mora de formas magnificas, de color mate y ojos prolongados, á la cual no vaciló en visitar en pleno dia, arrostrando la cólera de su pro- tector; por la noche volvía á su casa y ya no se le veía más. El coronel no podía probar que Enussi fuese el culpable; pero estaba convencido de que algunos hom- bres pagados por el tunecino habian asesinado al St- nor de Guessaint. En aquellos paises, que aún Son árabes á pesar de la dominación francesa, poco cuesta cometer un crimen; el parisiense no es nunca mu) desconfiado, y sin dificultad se puede acometerle de noche al salir de una casa sospechosa y matarle de uni cuchillada. El mar es un cómplice de quien cualquiera puede fiarse; se ata una pesada piedra al cuello del Ca: dáver, se le arroja en las olas, y estas no revelan ya el secreto que se les confía. El procurador de Orán Paf- ticipaba un poco de la opinión del coronel Mau bert;
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mas pareciale imposible entablar la instrucción sin te- ner una prueba segura; es muy cómodo detener á un francés, reducirle á prisión, é€ intimidarle amenazán- dole; pero tratándose de los árabes, esos procedimien- tos europeos no dan resultado nunca, porque se en- cierran en un mutismo impasible, sin descubrirse jamás, gracias á su naturaleza flemática. Por otra parte, la encarcelación de Enussi, rico y opulento mercader, efectuada sin aparente motivo, hubiera suscitado la cólera y el enojo de muchos; y así es que la cuestión Guessaint, como la llamaban en Orán, aumentó el nú- mero de los crímenes misteriosos que la justicia cono- ce sin poder castigarlos.
La carta de la señora de Guessaint no dejó de in- quietar al coronel. ¿Qué diría á la viuda de su compa- nero? ¿Confesaría que su esposo había sucumbido a causa de su exagerada pasión por la belleza de una mora?
Su amigo el señor Merson le tranquilizó sobre este punto.
—No esté usted inquieto—le dijo; —yo le aseguro que esa linda viuda no se desconsolará tanto como usted teme. La señora de Guessaint no ignoraba las costum- bres algo musulmanas de su esposo; y, dicho sea en- tre nosotros, no creo que nos recuerde la aflicción de Artemisa.
—El hecho es que Guessaint.....
—Hasta creo poder asegurar á usted que esa señora desea interrogarle para obtener la prueba de la muer- te de su esposo, pues á decir verdad, la pobre mujer
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se halla en una situación enojosa. Es viuda... sin serlo, es decir que no puede volver á casarse. Digale usted, pues, todo sin vacilar; y si puede ayudarla á despejar su situación ante los tribunales, la prestará usted un gran servicio.
Tranquilizado con ésta confidencia, el coronel no vaciló ya; contestó a la señora de Guessaint que se ponia completamente á sus órdenes, y que tendría el honor de presentarse en su casa al día siguiente á las dos de la tarde.
Sabedora de esta visita, la viuda Rosny manifestó deseos de asistir á ella. En Francisca se efectuaba un cambio singular; no ignoraba por qué su hijo se habia separado de ella sin decir á dónde iba; y comprendia que Santiago y Faustina, adorandose ciegamente, y separados por un imprevisto contratiempo, debian caer sin remedio uno en brazos de otro. La viuda Rosny se regocijaba del matrimonio de los jóvenes, sabiendo que Faustina era buena, sensible y generosa; no se le ocultaba que jamás hubiera podido encontrar una nuera más conveniente; y el recuerdo de la hermosa joven de otro tiempo ahogaba del todo sus celos ma- ternos. Otras razones, más vulgares, abogaban en favor de aquel matrimonio: bajo el punto de vista de los sen- timientos, Faustina representaba para ella la hija polí- tica ideal; y en cuanto á la ambición, jamás hubiera soñado para Santiago un enlace tan favorable. La in- mensa fortuna de la señora de Guessaint, su elevada posición en el mundo y sus relaciones de familia, allanaban de una vez muchas dificultades en la vida
e PE AP -
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del artista, que llegaría de pronto al punto donde ella quería conducirle por caminos más extraviados y me- nos seguros. ¡Qué venganza tan brillante tomaría de los ricos y de los felices de este mundo! ¡El hijo de un comunista fusilado como un perro en un camino, ca- sado con la hija de un general de división, de un hom- bre emparentando con las más nobles familias! Esto era para Francisca una satisfacción inmensa. Mas por otra parte, Faustina llegaba á ser para ella lo que siem- pre habia temido: el ama, la dueña, tanto más peli- grosa cuanto que tenía mayor influencia seductora. La madre no podía intervenir en la vida de ambos jóve- nes, vigilarla y conducirla á su antojo; pero era preci- so que la unión se efectuase, y para conseguirlo no retrocederia ante ningún esfuerzo. Aunque el señor Denizot afirmaba que sería inútil dirigirse á los ma- gistrados, trataba de inducir á Faustina á presentar una instancia ánte el tribunal del Sena; necesitábanse testigos para apoyarla, y el coronel Maubert podría presentarlos. Este nombre recordaba siniestramente á Francisca el capitán de cazadores que en otro tiempo habia mandado fusilar al desgraciado Pedro Rosny. ¿ Sería el mismo? Al consultar el Anuar:o, vió que fi- guraban en el ejército tres capitanes Maubert, y no imaginaba que el oficial de cazadores, permutando con uno de sus compañeros, hubiera ingresado en la in- fanteria de marina en el mes de Octubre de 1871.
Su ambición maternal le inspiraba, por lo tanto, el deseo de asistir á la conferencia de Faustina y del co- ronel; quería escuchar con atención todo lo que dijera
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aquel jefe, recoger sus menores palabras, y ver si del todo surgiría una prueba que pudiese convencer á los jueces. A las dos llegó á casa de la señora de Guessaint, que esperaba en su taller, pensando en aquella visita que tal vez despejaría su situación.
—Doy á usted gracias por haberme permitido venir —dijo á la señora de Guessaint—pues se trata de la di- cha de todos. He dejado á Santiago muy pensativo é in- quieto, y luego vendrá para saber si hemos averigua- do algo.
—«¿ Qué le diré á usted ? — repuso Faustina ; —la es- peranza es muy tenaz en el corazón humano; el co- ronel rros revelara tal vez alguna cosa; pero no veo cómo podrá saber lo que los magistrados ignoran.
Cuando resonó el timbre de la puerta de entrada, las dos mujeres se miraron muy conmovidas: la suerte iba á decidir. Francisca, un poco separada, pero á la luz, acechaba la aparición del oficial con ansiosa curio- sidad; Faustina, más dueña de si, permanecía sen- tada en el fondo del taller, un poco en la sombra; le- vantóse ligeramente cuando el coronel entró é indicóle un asiento.
—Agradezco á usted —dijo—su inmediata visita, y le doy gracias por su buen deseo en complacerme.
El coronel se inclinó: al entrar había saludado á Francisca y á la señora de Guessaint; pero no veía bien á esta ultima.
—No hago más que cumplir con mi deber, señora. El señor de Guessaint ha sido victima de un crimen, que por desgracia queda impune, y tendré la mayor
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satisfacción si, uniendo mis esfuerzos con los de usted, consigo que se castigue ese cobarde asesinato.
Y recordando las advertencias del señor de Merson, el coronel no vaciló en referir los detalles del drama en toda su cruel realidad. Atenuó algunos, sin atrever- se á insistir demasiado sobre la participación de la her- mosa morisca; pero demostró cómo la reflexión confir- maba las hipótesis del primer momento, y porqué sos- pechaba que Enussi había querido desembarazarse de un rival que le molestaba. Poco á poco el oficial se animó, y su descripción llegó á ser muy pintoresca. Cuando se ha vivido largo tiempo en Oriente, la ima- ginación conserva como un sello de aquel brillante sol luminoso. Maubert se expresaba como hombre que ha visto y estudiado profundamente; y al hablar de la ca- llejuela de Orán donde, en su concepto, se preparó la emboscada; de la tiendecilla del aguador y traficante en dátiles que alli había; y de la playa inmediata, te- nebrosa durante la noche, cuya oscuridad debió favo- recer á los que arrojaron al agua el cadáver de la víc- tima, el coronel comunicó á su relato el más vivo colorido.
—De modo que—repuso Faustina—los culpables, en concepto de usted, son los dos árabes que rondaban la casa de la morisca?
—Estoy casi seguro, señora.
—¿Se ha buscado á esos hombres >
—Si; se han seguido pacientemente sus huellas, pero de pronto se perdieron, pues los árabes encuen- tran diez cómplices cuando los necesitan; comprenden
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que se han de ayudar unos á otros, y su mayor satis- facción es engañar á la justicia francesa, que les ins- pira tanto odio como terror.
—«¿Sabe usted qué opinan los agentes de policia que se enviaron de Paris?
—Piensan como yo. Son hombres inteligentes á quienes he visto trabajar; han hecho, y hacen toda- vía, cuanto es posible para descubrir al culpable; y aseguro á usted que no se han desanimado nunca.
Francisca escuchaba ávidamente: el coronel no les decia nada nuevo; mas esperaba siempre que alguna frase, ó una palabra cualquiera arrojaría luz en aquel tenebroso drama. El coronel miraba algo distraida- mente á su alrededor, como hombre aficionado á las buenas cosas, y á quien interesan los objetos artisti- cos. De repente manifestó una especie de admiración, al fijar su mirada en uno de los dos retratos pintados por Faustina. —
-—Si no me engaño—dijo—ese es el general de Bres- sier.
—Mi padre, caballero.
El oficial hizo un brusco movimiento y adelantóse hacia Faustina, que habiéndose levantado, hallábase en plena luz y se dejaba ver bien.
—Dispénseme usted, señora—dijo el coronel;—hu- biera debido reconocerla desde luego.
—Yo no recordaba haber tenido el gusto de ver a usted antes, caballero; pero ha pronunciado el nom- bre de mi padre, y esto solo produce en mi una emo- ción que no puedo reprimir.
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—Pues nos hemos encontrado hace diez años, seño- ra, y en circunstancias casi tan tristes como las de hoy. Diriase que, por una extraña casualidad, estoy destinado á no ser para usted más que un mensajero de desgracia. La primera vez que entré en su casa fué para anunciarle la muerte de su hermano; y la segun- da para hablarle de la de su esposo.
Faustina dejó escapar un grito.
—¡ Ya me acuerdo ! —exclamoó.
—Mi rostro no le recordaba a usted nada á primera vista; y es que la infantería de marina nos desfigura muy pronto; pero en todas partes, así bajo el cielo abrasador del Senegal, como en los espesos bosques de la Guyana, he recordado la siniestra aventura del mes de Mayo del año 71. ¿Cómo se llamaba aquel in- feliz que le pidió á usted asilo? Ya no me acuerdo. ¡Me pasaron tantos por las manos en la semana si- guiente! Me parece estar viendo aquella verja cerrada, en el momento en que yo refería el martirio del des- graciado Esteban, á usted, que lo ignoraba todo; y aún se me representa aquel guardia nacional que, saliendo de la espesura donde se ocultaba, dijo con aire resuel- to: «¡Soy un soldado, no un asesino!»... ¡Qué cosa tan atroz es la guerra civil!
Faustina ocultaba su cabeza entre las manos, aban- donándose á sus recuerdos como el oficial, y ambos olvidaban á la viuda Rosny, que los miraba, pálida y muda, apoyándose en la pared y diciendo para sí: «¡ Ese es quien fusiló á mi esposo! ¡Ese es!...» Enton- ces recordó las lineas reveladoras impresas en otro
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tiempo en el diario: «Anteayer, el capitán Maubert, del tercer batallón de cazadores de linea...» ¡No, se engañaba; era imposible! Tres oficiales del mismo nombre servian en el ejército. ¿Por qué habia de ser aquel más bien que otro? La verdad se le aparecia en toda su desnudez, y aún rehusaba creerla. Con la mano crispada oprimíase el corazón, que parecia sal- tar en el pecho, y queriendo disimular la angustia que la ahogaba, preguntó con voz temblorosa:
—¿Estaba usted en el ejército de Versalles, caba- llero ?
—Si, señora ; era capitán del tercer batallón de ca- zadores.
—: De cazadores ?...
—Perseguiamos á un comunista refugiado en el bosque con unos sesenta compañeros. La señora de Guessaint le habia dado asilo en su parque; masexas- perada por la muerte de su hermano, nos le entregó, y mis soldados le pasaron por las armas.
Francisca no contestó, y dejóse caer en un sillón como aniquilada. Al cabo de diez años hallábase fren- te al hombre que hizo fusilar á Pedro; y además, des- cubria que una mujer le había entregado al furor de sus enemigos, precisamente la misma que debia ca- sarse con su hijo. Santiago amaba á la que entregó á su padre á sus verdugos; y, á no ser por una casua- lidad, ya sería su esposo. ¡Las fatalidades de la vida reunían en el amor á dos seres separados por el odio! |
Faustina y el coronel cambiaron algunas palabras
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mas, y la señora de Guessaint se levantó para acom- pañar al visitante. ,
--Hice el retrato que acaba usted de ver—-dijo la jJoven—poco antes de la muerte del general; pero qui- siera enseñarle otro, pintado hace algunos años. Sir- vase usted bajar a mi gabinete. Dispénseme usted, señora.
——Si,... S1...--balbuceó la viuda, volviendo la cabeza para ocultar su palidez.
Cuando Francisca estuvo sola, cien ideas tumultuo- sas cruzaron por su espiritu. ¿Qué hacer? Los amores de Santiago y de Faustina le parecian monstruosos como un incesto. Iba á destrozar el corazón de su hijo, reduciéndole a la desesperación y al aniquilamiento de su vida; y sin embargo, no podia vacilar. Desde el fondo de la tumba desconocida que ocultaba sus restos abandonados, Pedro Rosny surgía de improviso para interponerse entre aquellos dos amantes. Los huesos blanqueados del guardia nacional clamaban venganza; ola el grito de cólera de su difunto esposo, y todo su odio se despertaba en un acceso de violenta pasión. ¡ Cómo sufriría Santiago! No, el hombre no ha muerto cuando ha dejado de existir; más allá de las tumbas cerradas se cierne aún el recuerdo, que nada puede aniquilar, ni las balas en un camino, ni un periodo de diez años, ni el amor que reune á dos seres, ni la calma que se produce en los espiritus.
Santiago entró en el taller.
—+¿ No está la señora de Guessaint?*— preguntó con voz clara. | |
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—¡El!— balbuceó Francisca.
—«¿ Estás sola, madre?... ¿Qué tienes?... Te encuen- tro muy pálida... ¿ Te sientes indispuesta ?
— Hijo mío...
Las palabras se anudaban en su garganta.
—;¡Me das miedo, estás lívida, tus manos tiemblan!... ¿ Qué ocurre aquí ?... en esta casa ha sucedido alguna desgracia. ¡Dios mio! ¿Faustina ?...
La viuda contemplaba a su hijo con los ojos llenos de lágrimas, pues sufría ya por el cruel disgusto que debia ocasionar á Santiago.
—Hijo mio, escúuchame—dijo—tengo que hablarte ; pero júrame que te mostrarás sereno y tendrás va- lor...
—«¿ Pero no ves que me espantas ?¿—repuso el joven. —¡ Vamos, ya sabes que soy fuerte; por amor de Dios, habla!
—: Amas á Faustina ?
—;¡ Que si la amo!
—Quiero decir que si la adoras hasta el punto de no poder vivir sin ella.
Santiago desfallecia, y profirió un grito de desespe- ración.
—¡ Faustina ha muerto !—exclamoó.
—No; ahora vendrá, pero antes que la veas es pre- ciso que yo te diga... ¡Dios mío! no sé cómo hacerlo... Escucha ; hace un momento hallábase aquí un hombre, un oficial, el coronel Maubert.
—¡Maubert!
—¿ Tiemblas? Sí, él es quien fusiló en otro tiempo á
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tu padre. Pregúntaselo á Faustina ; ella te dirá de qué modo murió Pedro Rosny.
—: Cómo lo sabe ella ?
Aquellas reticencias, aquellas vacilaciones hacían temblar al joven, que presentia una desgracia sin com- prenderla. Francisca veía tal expresión de dolor en el rostro de su hijo, que no osaba hablar, pero tampoco podía callarse. En aquel momento abrióse la puerta, y Faustina apareció en el umbral. Santiago corrió hacia ella.
—¡Por favor—exclamó—cuéntamelo todo! Mi madre no quiere decirme nada.
Faustina miró al joven con asombro. ¿Qué signifi- caba aquella ansiedad y aquel ardimiento de Santiago? ¿ Porqué la miraba como fuera de si?
—+¿ Qué he de contar ¿— repuso —no sé... ¿Qué sig- nifica ?
— Ruego á usted que refiera á Santiago cuanto decia antes al coronel Maubert—repuso Francisca con voz sorda.
—Yo se lo suplico también, Faustina —añadió el joven.
La señora de Guessaint contemplaba á los dos sin adivinar el drama sombrio de que se trataba; pero sor- prendida al ver á la viuda pálida y amenazadora, y á Santiago lívido.
—¿ Qué decía yo al coronel Maubert »— replicó la se- ñora de Guessaint.—El coronel me recordaba la muerte de mi pobre hermano.
— SI, eso es...
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—«¿ Pero cómo ese espantoso recuerdo puede produ- cir en ustedes tan profunda perturbación ?
Santiago miraba siempre á Francisca, pues la volun- tad de su madre pesaba sobre él; ella le dictaba sus precipitadas palabras y sus preguntas; y por otra parte, aquel nombre de Maubert despertaba el recuerdo de un pasado horrible. Sin embargo, ignoraba lo que la señora de Guessaint tendria que ver con todo aquello: sin duda era algún misterio espantoso, donde iban á hundirse, como en un precipicio, su amor y su feli- cidad. |
— La conjuro á usted que hable —dijo Santiago. — ¿Qué decia al coronel? Quiero y deseo saberlo.
—Le decía... ¡Ah! esto es una crueldad. Toda esa historia que yo creía olvidada hace diez años, renace ahora, viva y lúgubre, bajo el tenebroso velo del pa- sado. Ahora se me representa aquel día maldito... Un guardia nacional habia entrado en mi casa; perse- guianle varios soldados, y me pidió asilo. ¡Cuántas veces se me apareció en sueños su pálido espectro! Recogi al infeliz, aunque mi padre había muerto la víspera; pero como hija de soldado, respetaba á los vencidos. Quise salvarle, quise arrancar aquella vícti- ma de la muerte que tantos hablan sufrido; habia ce- rrado la verja del parque, y mi casa era para él un asilo inviolable. Después llegó el capitán Maubert, y dióme una noticia que otra vez llenó de luto mi corazón.
— Después... después... —balbuceó Santiago.
— Mi pobre Esteban, tan bueno, tan generoso como intrépido, habia sido conducido á un bosque por un
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pelotón de guardias nacionales, y una vez allí, marti- rizáronle y le asesinaron... ¡Esto es atroz!...
—« Y después ?—repitió Santiago con voz ahogada.
—Después perdí la cabeza, deliré, y casi loca abri la verja, entregando al hombre á quien habia recibido, y que al salir me dijo: «La perdono á usted...» Yo no me he perdonado nunca. Puedo excusarme diciendo que había perdido la razón; que veía al infeliz Esteban destrozado por sus verdugos; pero esta excusa, que los hombres y Dios pueden aceptar, no la admite mi conciencia. Repito que entregué aquel hombre, sacá- ronle de allí y le fusilaron... pero ¿porqué me pre- gunta usted todo eso ? ¿ Porqué está su madre amena- zadora, y usted tembloroso, Santiago ?
Francisca y su hijo inclinaban la cabeza; Faustina los contemplaba con espanto; pero lentamente hizose la luz en su cerebro; recordó la terrible confidencia de su amante y profirió un grito desesperado.
—¡ Dios mio —exclamó —su padre!
—Era él.
Faustina cayó de rodillas aniquilada. Santiago, atur- dido, y como alucinado, miraba á la señora de Gues- saint con ojos de loco: quiso hablar y no pudo, y haciendo al fin un ademán violento, salió precipita- damente de la estancia. Faustina sollozaba ; toda su felicidad se desvanecia de pronto, y parecíale que des- cargaban repetidos golpes en su corazón. Francisca permanecia inmóvil: toda la cólera y el odio concen- trados en su alma despertábanse en un acceso de furor; olvidaba á la que lloraba á sus pies, y también
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al hijo que acababa de huir, arrastrado por su deses- peración, como la hoja muerta por el viento de la tem- pestad; sólo veia el fantasma del fusilado clamando venganza, y anonadaba á Faustina con sus miradas
implacables.
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acasál los oídos del infeliz"Santiago, que huia como pecssenido por un espectro. Los paseantes, asombra- dos, observaban con estupor aquel joven elegante, que corría como un loco, con el rostro pálido, los ojos inyectados de sangre y el cuerpo tembloroso. A los
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pocos instantes llegó á las alturas del Trocadero y de- jóse caer en un banco, sin sentir el frio, completamen- te aniquilado por la sacudida que acababa de sufrir. ¡Faustina había dado muerte á su padre! De pronto recordó la pequeña habitación de la calle de Juan Baussire, la visita del doctor Grandier y la salida de Pedro Rosny, que iba á tomar parte en la gran batalla, de la cual no debía volver. ¡Pobre padre! ¡Cuántas veces le había hablado Francisca de su valor, de su energia y de su actividad para el trabajo! Los recuer- dos de su infancia le representaban un hombre de rostro inteligente y expresión bondadosa, que le habla- ba con dulzura cuando iba á pasear con él. Pedro an- daba muy de prisa, y Santiago debia correr para seguirle; cruzaban plazas y calles, acompañados de Francisca, y ésta solia decir á Pedro: «Anda más des- pacio, amigo mio, porque el niño se cansa.» Sus re- cuerdos sucesivos confundíanse en un solo sentimiento en que la ternura se mezclaba con la piedad : Santia- go, impelido por la corriente del mundo, lejos de olvidar á su padre, que tan tristemente habia desapa- recido, representábase á menudo el cuadro de su ho- rrible muerte : el recodo del camino junto á un foso, un cielo puro y sereno, un guardia nacional de pie, con las manos atadas detrás de la espalda, fijando la vista por última vez en los brillantes rayos del sol, y algunos soldados cargando sus fusiles al oir la breve orden de un oficial; apuntábase al condenado, y doce balas perforaban su cuerpo, acercándose después un sargento para disparar el tiro de gracia en el oido del
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infeliz. Luego abríase una fosa apresuradamente, un poco de tierra llenaba el hoyo, y los soldados se aleja- ban con la mayor indiferencia para continuar su vida de costumbre. Nadie iba á orar sobre la tumba del infe- liz, ni siquiera su hijo y su viuda, que no sabían dón- de el polvo del obrero se mezclaba con el polvo confuso de la humanidad.
¡Faustina habia entregado á su padre á la muerte!... Santiago pasaba en revista uno por uno todos los dias transcurridos desde su encuentro con la señora de Guessaint: veíala entrar en el taller con el doctor y Nelly ; colocarse después delante. de él para servir de modelo; figurábase oirla aún referir sus viajes, des- cribiendo los paises desconocidos, donde el pensa- miento vuela en alas del sueño; recordaba el amor que germinaba en su corazón, su brusca declaración á la joven, y las horas de melancolía y de duda cuando Faustina, temiendo sucumbir, huyó lejos del escultor. Por último, evocó la hora inolvidable de suprema di- cha en que la joven cayó en sus brazos palpitante de amor, en aquella gran habitación de la Birochére, tan elegante y perfumada. ¡Oh! ¡qué mes de apasionado amor! ¡Qué mujer podía ser más tierna y leal, más inteligente y generosa! ¡ Y ahora seria preciso renun- ciar á aquella mujer única, no ver más su rostro de ex- presión dulce y altiva á la vez, su andar ligero y gra- cioso ; no oir ya su voz musical, ni estrechar tampoco entre los brazos aquel cuerpo de escultóricas bellezas!
Habia llegado la noche; las sombras rodeaban al in- feliz ; su fiebre intensa no sentía la penetrante morde-
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dura del frio, y la exaltación de su cerebro acrecentá- base á medida que todos estos pensamientos volvían á su espíritu. Ante él se escalonaban las casas de Paris, vagamente iluminadas, semejantes á sombras con manchas de oro ; y el Sena se deslizaba entre los muelles, pacífico y melancólico, mostrando sus tintes de pizarra, más claros en el fondo oscuro de aquella decoración nocturna. Un viento muy frío comenzaba á soplar en aquel instante, silbando entre los escuetos árboles; mientras que en un cielo tempestuoso varias nubes negras como la tinta, y de extravagantes formas, semejantes á demonios descabellados, parecian perse- guirse unas á otras. Santiago miró ante si y á su alre- dedor: no era sólo la muerte de su padre lo que le separaba de Faustina, sino el odio de dos razas crea- das para exterminarse y aborrecerse. Su pensamiento de artista resucitaba en una evocación gigantesca todas las ideas que su madre le habia inculcado en el co- razón. ¡Qué locura pensar que él, hijo de obrero, vástago de toda una larga descendencia de pobres y desheredados, pudiese aliarse con la hija de los ricos y de los aristócratas, perteneciente á una larga gene- ración de favorecidos! ¿No les separaba un abismo, abierto por las costumbres, las preocupaciones y la tradición +? La casualidad los reunía un instante, pero la ineludible fatalidad los separaba para siempre; y en cuanto le era dado sondear el porvenir, vela una lucha implacable entre las dos razas fratricidas. Aquel hombre de genio sentiase acosado á su pesar del deli- rio calenturiento de su pasajera locura. La desespera -
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ción exasperaba su cerebro, y volvía á ver todos los odios, todos los tumultos, todos los antagonismos en- gendrados por las guerras civiles.
¡Faustina habla entregado á la muerte á su padre!... ¡ Ah! ¡cuántos seres que se amaban habían quedado sumidos en el desconsuelo y la desesperación por aquellas luchas que exterminaban y deshonraban á los hijos de una misma patria! ¡Cuántas angustias ha- bian presenciado las negras ondas de aquel rio que se deslizaba á sus pies! Los Jacques, con su bandera roja y azul, quemando castillos, casas y fortalezas, y arrojando en el cieno tantos cadáveres que las aguas no conducian ya al mar; los Maillotins, conducidos por los ballesteros, con su traje de bufalo gris, que levantaban cadalsos en las plazas públicas y colocaban las cabezas cortadas en los ángulos de las casas y de los palacios; la roja noche de San Bartolomé; los es- pantosos dias de la época del Terror ; y aquellas matan- zas, aquellos exterminios, que hacian correr tanta sangre por las calles, que se hubiera podido creer que la gran familia francesa iba á quedar aniquilada para siempre por tan terribles sangrias. Y, sin embargo, la nación inmortal y fecunda permanecla en pie, porque á la guerra seguíase la calma, porque del odio nace el amor, como del estercolero inmundo el inmaculado. lirio. Sí, el amor..., porque los enemigos se acercan y únense al fin por un beso fraternal. ¿Por qué Santia- go Rosny no haria lo que hablan hecho los demás ? El general Bressier caía herido por los revoltosos de Pa- rís; Pedro Rosny por los soldados de Versalles; sus
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hijos, iluminados en otro tiempo por los sangrientos incendios, olvidaban todo aquel pasado abominable, y una inefable ternura los unla.
No sería Santiago ni el primero ni el único que hu- biese adorado á una mujer á pesar del destino y de la fatalidad. No, no podía olvidarla; no podia vivir sin ella; pero ¿y su madre? ¡Ah! si, su madre se inter- pondría entre los dos para combatir su pasión, más fuerte que su voluntad. ¡Pues bien! lucharia contra su madre, porque bastante tiempo la había escuchado dócilmente, siguiendo sus consejos sin oponersejamás. Ahora se rebelaría contra aquella energía poderosa que hasta entonces dominaba su existencia. No temía la lucha; era preciso arrostrarla sin vacilar, y en aquel mismo instante. Sabía que la viuda le esperaba, y que el choque seria violento; pero juzgábalo inevitable. Entró en su casa dominado aún por la impresión de aquellos pensamientos tumultuosos. Francisca, muy pálida, se levantó al verle entrar.
—Hijo mio—exclamó—;¡ qué desgraciado debes ser! Me figuro tu dolor y sufro tanto como tú; amas á Faustina y estás separado de ella ; le has dado toda tu vida y no debes volver á verla. ¿Qué piensas hacer ? ¿ Quieres viajar ? No es posible que permanezcas aqui enfermo y desesperado, revolviendo el hierro en la he- rida ; eres joven ; te sonríe un brillante porvenir, eres célebre, y todos te admiran y envidian. No tienes de- recho de renunciar, por haber perdido un poco de amor, á tantas glorias prometidas. Amas á Faustina... ya olvidarás, porque siempre se olvida.
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Santiago escuchaba con la vista baja, y cuando su madre calló alzó la frente.
—No, madre mia—replicó—no olvidaré ni quiero olvidar. La adoro ; toda mi vida, toda mi esperanza y mi felicidad están en ese amor. ¡Huiría yo para no volver á verla más!... ¡Es imposible; más valdria arrancarme la existencia de una vez!
Francisca retrocedió, transfigurada por la cólera que brillaba en sus ojos.
—Entonces—dijo—elegirás : ella ó yo.
Santiago se cruzó de brazos.
—No tienes derecho—repuso— para lanzarme ese reto, porque entre los dos hay lazos que ni tu volun- tad ni la mía pueden romper. Tú no eres sólo la ma- dre de mi cuerpo, sino también la de mi alma; me has inculcado el valor y la voluntad, y sin ti no habría sido más que un obrero. No puedes arrancar de mi sér todo lo que has puesto, y tu amenaza no me alcan- zará, pues tan poco creo yo en ella cuando te escucho, como tampoco crees tú cuando me hablas.
—SI, Santiago, sí... no sé lo que me digo; estoy loca ; ya sabes que te adoro, hijo mio; pero tu amor es un sacrilegio. Esa mujer ha entregado á tu padre, le ha vendido, poniendo en manos de sus encarniza- dos enemigos á un hombre indefenso. Rompe tu cora- zón si es preciso, pero cumple con tu deber. Ya ves que no amenazo, Santiago, solamente suplico... acuér- date de tu padre, tan bueno y tan bondadoso.
—¡ Amo á Faustina. . la adoro '—murmuró Santiago. con voz sorda.
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—No tienes derecho para ello, porque entre vosotros dos hay un abismo ; el pasado no puede menos de existir. ¿ Crees que te sería posible amarla sin remor- dimientos? Tú no sabes lo que son ; tú no sabes que acosan á cada hora y á cada momento, sin dar tregua ni reposo.
—¡ La amo !—repitió el joven.
— ¡Otros muchos amores hay en la vida ! Quiero ad- mitir que no sea culpable ; que ignoraba lo que hacía al abrir la verja á los soldados que se llevaron á tu pa- dre; pero de todos modos, la fatalidad os ha herido, y el deber te condena á sufrir ese go]pe.
—¡ La amo, la amo!...
—¡ Ah! no eres digno de mí. ¿Qué se han hecho to- das las ideas que te inculqué durante tan largo tiem- po ? ¡Bello amor es el de un obrero, apasionado por una joven noble ! No es sólo la muerte de tu padre la que os separa; es la execración inmortal de dos razas; ella está arriba, y tú abajo ; y no es ella la que ha des- cendido hasta ti, sino tú el que te has elevado hasta ella. Todo el amor que puede haber en tu corazón no pesará nunca tanto como los odios que median entre vosotros dos. |
Santiago, que escuchaba estas frases furiosas con aire tranquilo y resuelto, dijo con voz muy dulce:
—¡Oh ! madre mía, tú misma eres la que te conde- nas al hablar así. Todas tus ideas han salido de mi corazón y de mi cerebro, pero mi sentimiento las condena y mi razón las reprueba. Me has dicho que debía aborrecer, y yo tan sólo me siento capaz de
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amar. Si Faustina entregó á mi padre, yo la perdono.
—.¡ La perdonas porque la amas!
—-Y porque la amo corro hacia ella.
—-¡ Ah! te mal...
No acabó de pronunciar su maldición, porque San- tiago no la escuchaba ya. Quería ver de nuevo á Faus- tina; su pasión, exasperada por tantos sentimientos contrarios, impellale hacia ella. Su misma madre re- conocía que Faustina no era culpable; sólo la fatalidad había conducido á Pedro Rosny á casa de la señorita de Bressier. ¿No se habia esforzado al principio para salvarle ? Cuando le entregó no obedecía á su voluntad razonada, sino que obraba bajo la impresión de los te- rribles dolores que sufría. El general muerto; Esteban asesinado... ¿No era esto suficiente excusa para la in- feliz? Por otra parte, no podia vivir sin ella; era pre- ciso ver las cosas bajo su verdadero punto de vista, lógica y friamente. Había delirado en el Trocadero, y el extravío de su espiritu le impidió reconocer clara- mente la realidad de las cosas. Faustina no era culpa- ble. ¿ Deben ser desgraciados los hijos porque sus pa- dres cometieron tal ó cual falta? Diez y seis años hablan transcurrido desde que el desgraciado Pedro Rosny fué víctima de un sangriento error. ¡Diez y seis años! la mitad de la vida de un sér humano. Muchos acontecimientos se habian seguido después; los hijos de las víctimas, en uno y otro partido, crecian y olvi- daban la sangre vertida. La señora de Guessaint no era culpable. ¿De qué había de serlo ? Santiago la ama- ba y no podía vivir sin su amor; no sabia ni quería
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saber otra cosa. Francisca lo juzgaba todo con su pa- sión violenta, con sus primeras convicciones, fortale- cidas por el sufrimiento; pero Santiago tenia veinti- séis años, y vivía en una época nueva, en la cual se borraban en un excepticismo indiferente las pasadas diferencias. ¿Por qué no se aprovecharía del espiritu de su época? Sus contemporáneos no se molestaban en discutir sus sentimientos. Cuando se ama, nada puede impedir que una pasión subsista en el corazón; para matarla seria necesario arrancar este último. To- dos los razonamientos, todos los sofismas, todas las disertaciones no impedirían que su amor le Jlenase por completo, alma, corazón y cerebro. Mas ¿para qué discutir tanto tiempo? Faustina no era culpable.
El infeliz descomponía uno por uno todos los argu- mentos vencedores que se opuso dos horas antes; creia estudiarse, y no veía que desde la terrible reve- lación no era ya dueño de si, puesto que sus razona- mientos psicológicos chocaban y destruíanse entre si. Antes era presa de un delirio exaltado; ahora estaba sereno, é iba conducido por su ardiente pasión cuando se creía guiado por la voluntad reflexiva.
XII
YN e ESPUÉS del terrible descubrimiento, Faustina E se abandonó á una desesperación profunda; ] A pero menos nerviosa que Santiago, y más cotombrida a sufrir, recobróse muy pronto y miró la situación frente á frente. ¿Qué haría Santiago, qué resolvería + Conociale muy bien; sabía que la amaba, y supuso que la lucha entre su amor y su deber sería violenta. ¿Cuál de los dos sentimientos predominaria en aquella alma de artista, impresionable y voluble, capaz de tomar una resolución extremada, pero no de
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dominar su pasión ? Santiago queria huir de ella; pero el sentimiento de adoración que dominaba á los dos debia acercarlos inevitablemente. Asi como la fatalidad del odio los separaba, la fatalidad del amor los preci- pitaría uno en brazos de otro.
¡Perderle! Este pensamiento la hacia sufrir horrible- mente, porque adorabaá Santiago, tan leal y pundono- roso, y queen pocassemanas se habia posesionado de su corazón. Por otra parte, su virtud se rebelaba á la idea de ser comprendida en el número de las mujeres que se abandonan; no le sería posible sobrevivir á sus ilusio- nes perdidas, y sólo veia dos desenlaces en el drama violento que se presentaba: ó vivirla amada de San- tiago, Ó moriría si éste la abandonaba. Si ella entregó á Pedro Rosny, en cambio también habían dado muer- te á su padre y á su hermano; y por lo tanto nada se debian echar en cara. Al cabo de diez años ¿ deberian los inocentes pagar los errores y las iniquidades pasa- das? No, esto no sería justo. La razón de Faustina, de acuerdo con su pasión, rechazaba semejante injusti- cia.
Pero ¿por qué se atormentaba así? Santiago habia huido, fuera de si, al descubrir el terrible secreto, pero cuando la reflexión le hubiera calmado, segura- mente volveria. Faustina alimentaba la ilusión de que en el corazón del joven el amor sería más fuerte que . todo. Sin embargo, era posible que, inducido por
Francisca, por sus ideas primeras y por su educación, hiciese un esfuerzo á fin de huir de ella para siempre, En tal caso, Faustina moriría, pues ya no le quedaba
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nada en el mundo, nada más que el cariño de Nelly, bien poca cosa para llenar un corazón como el suyo. - Si Santiago la abandonaba, habría perdido sucesiva- mente todos aquellos á quienes amó y que la amaban; su horizonte se cerraba de pronto, y poco á poco vol- verían sus ideas misticas. ¡ Qué dulce es morir cuando en la existencia no queda ya esperanza alguna; abandonar este mundo, donde los mejores son los más castigados; este mundo, que no presta consuelo en las desesperaciones humanas! Faustina no consideraba el suicidio como un crimen. ¿Por qué no matarse ? Sus ojos contemplaban la heroina del Ticiano, que medi- tabunda y fruncidas las cejas, jugaba con la sortija de esmeralda. La señora de Guessaint se parecia á aque- lla pobre Victoria Orsini, que afligida por una pena de amor, se clavó un puñal en el pecho. ¡Cómo se chanceaba Nelly en otro tiempo, al decirla que su existencia sería semejante á la de la «Dama de la sor- tija!» Faustina cogió un cuchillo, cuya hoja, oculta en su vaina cincelada, estaba sobre la mesa á su lado, y durante algunos minutos permaneció meditabunda, leyendo la divisa grabada en el brillante acero con le- tras rojas, caprichosamente dibujadas: «Si: esto bibona te rica, per un quen te olo botica.... (Si esta víbora te pica, no busques ungúento para curarte). Bien poca cosa se necesitaba para entregarse al sueño eterno de la muerte; se clavaria en el pecho aquella aguda hoja, y todo habria concluido. De pronto rechazó con vio- lencia el cuchillo y ocultó la frente entre las manos. Estaba loca; le amaba; iba á volver y le veria de nue-
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vo. ¿Podian vivir uno sin otro? ¿Por qué pensar en la muerte cuando les esperaba tanta felicidad en la vida? Y sin embargo, á pesar suyo y de las ilusiones que trataba de retener, Faustina miraba siempre la pintu- ra del Ticiano, pareciéndole que los ojos de Victoria Orsini fijaban en ella su mirada como para sonreir y hablar. «Ven, decían, la muerte es dulce cuando se padece; ven á buscarme á través de los espacios sin fin, donde se olvidan los dolores terrestres en la eter- nidad del sueño...» Faustina se levantó con brusco ademán, y murmuró en voz baja, como irritada contra sí misma: |
— ¡Esto es una insensatez! ¡Será preciso que la razón se anteponga á mi locural...
Y dió algunos pasos por el taller, pero de pronto de- túvose dejando escapar un grito: la puerta acababa de abrirse, y en el umbral aparecia Santiago, que se di- rigía hacia ella con el rostro pálido, en el momento en que se desconsolaba, así como Faustina fué á buscarle cuando él se entregaba á la desesperación.
—¡ Santiago!
—¡ Si, soy yo, que te adoro siempre. He tratado de renunciar á ti, y alejarme, de no verte jamás; pero no puedo, no puedo!
Y conduciéndola hacia el sillón, arrodillóse ante ella, apoyando su cabeza sobre las rodillas de Faustina, que le miraba fijamente, transfigurada en aquel momento.
—¡Oh Santiago mio!—exclamó:— yo creí que estába- mos separados para siempre.
— ¡Para siempre! ¿ Seria esto posible, Dios mio? He-
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mos nacido el uno para el otro y nos hemos entregado libremente en nuestros amores; si el destino no se hu- biese opuesto, yo hubiera sido tu esposo. El lazo que nos une no es un ligero capricho al que se abandonan dos seres que no están ciertos de su ternura. Tú eres mía y yo te pertenezco, y aunque nos separen las cir- cunstancias, siempre estaremos juntos, porque tú me guardas y yo te llevo.
Las facciones de la señora de Guessaint expresaban una dicha inefable; y sin embargo, algunos momentos antes, dudaba aún de aquel joven ardiente y sincero; mientras que, alborozada ahora, apoyaba su cabeza en el hombro de Santiago.
-——S1 tú quieres-—dijo—nos iremos muy lejos, tan le- jos, que nadie podrá turbar el sueño sin fin á que nos entregaremos los dos. ¿Qué necesidad tenemos de este mundo, donde todo es mentira» Me entregué á ti li- bremente, y me es imposible remediar lo hecho... Yo te amo...
—Yo te adoro.
Así diciendo, cogióla entre sus brazos; pero aleján- dose despuésrepentinamente, con un movimiento ner- vioso, dijo en voz muy baja:
—¿ Te acuerdas de mi padre ? ¿ Te acuerdas del día en que entró en tu casa ?
—¡ Santiago!
—Yo me parezco á él. ¿No es verdad ?
Faustina atrajo al joven hacia sí,
—Piensa sólo en nuestro amor—le dijo—en la felici- dad que nos 'espera. Cuando me detuve en Palermo
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en otra época, antes de conocerte, pensé que se vivirla bien alli, á orillas de aquel mar siempre azul. ¿Quieres que vayamos?
—Sí, marchemos—replicó Santiago con voz agitada. —Tienes razón; en el mundo no debemos ya pensar sino en nuestro amor; todo lo demás no vale la pena de vivir; somos jóvenes; el porvenir es nuestro... ¡Eres tan hermosa!
Al pronunciar estas palabras tenía la cabeza de Faus- tina entre sus dos manos y cubriala de ardientes besos. La joven le miraba con cierta inquietud, creyendo leer en los ojos de Santiago que le preocupaba algúna idea fija.
—¡Ah! yo te adoro—exclamó violentamente, como para obligar á su amante á vencer su voluntad.
Sus labios iban á tocarse, pero con brusco movimien- - to, Santiago se alejó otra vez de Faustina diciendo len- tamente:
—« Sabes tu si le hicieron sufrir mucho, y si le fusi- laron acto continuo?
—¡ Ah desgraciado !—replicó la señora de Guessaint —rechaza ese recuerdo maldito, y por compasión á- nosotros dos, piensa sólo en el amor que nos domina. El pasado no tiene remedio. ¿Por qué has de revivirle? Estoy entre tus brazos; el presente nos pertenece, y nadie podrá robarnos esta hora de felicidad.
— Tienes razón; estoy loco. ¡Ah, Faustina mía! sálva- me de mí mismo...; lo infinito está en tus ojos; sere- mos felices alli donde quieres ir, porque te adoro... Si, estrechame contra tu pecho, pues me parece que
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tratan de arrancarme de tus brazos; pero tú no que- rrás. ¿No es cierto ? Yo te adoro...
Y la estrechó con pasión; pero como desfallecido por un esfuerzo impotente, dejó caer los brazos inertes, exclamando:
—¡Ah! esto es horrible, Faustina. No puedo, no puedo. ¡Hay alguno entre nosotros dos, y cuando te estrecho contra mi corazón, paréceme que estoy lejos de til
Faustina quiso apoderarse del joven y dominarle de nuevo; Santiago estaba de pie y los sollozos le estre- . mecían. |
—¡ Esto es terrible l—exclamó con acento de desespe- ración;—sé que te amo y creo que no te amo ya; te de- seo con toda mi alma, é imagínome que me inspiras horror; tienes mi corazón, y mi instinto te rechaza. ¡Protégeme, sálvame; es preciso que yo te ame! me prosterno á tus pies; líbrame de esta preocupación que me espanta; aleja ese espectro que parece levan- tarse ante mis ojos cuando quiero abrazarte... Ya ves que abro los brazos para sentir tu contacto en mi co- razón, para estar seguro de que me perteneces y de que no nos separamos jamás...
Al decir esto, Santiago se alejaba; abria los brazos para estrechar á Faustina, y al mismo tiempo retroce- día como para huir.
La señora de Guessaint, de pie y con la cabeza incli- nada, mirábale fijamente con expresión de dolor y de. espanto; sentlase sin fuerzas para combatir el impla- cable recuerdo que atormentaba al desgraciado joven,
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y ya no podía hacer nada, absolutamente nada. El de- lirio de Santiago iba á repetirse, aquel delirio agudo que le agitara algunas horas antes.
—No, no—murmuró;—es imposible; te amo y te aborrezco, te deseo y huyo de ti; no puedo vivir sino á tu lado, ni tampoco vivir contigo. ¡Qué será de nos- otros, Dios mio! ¡Si supieras cuánto sufro! Nada me dices, ni me defiendes contra mi locura... ¡No ves que han abierto un abismo entre nosotros, y que no tengo fuerza para franquearle y caer en tus brazos!
-—¡ Adiós !—dijo—con voz sorda la señora de Gues- saint.
—¡ Faustina !
—¡ Véte! Si yo perdi á tu padre, tú has sacrificado mi felicidad; estamos en paz. ¡ Yo olvidaba á los mios, que cayeron en la tormenta, para amarte á ti, hijo de aquellos que les dieron muerte! El amor ahogó mi recuerdo; éste es el que en ti ha sofocado el amor. ¡ Véte!
—¡Faustina!.....
Y Santiago quiso precipitarse hacia ella; pero la jo- ven le rechazó con ademán trágico y majestuoso. El artista, andando de espaldas, miraba fijamente á la señora de Guessaint, y deslumbrado por sus brillantes ojos, que expresaban la cólera y la desesperación, sa- lió al fin.
Cuando Faustina estuvo sola, serena al parecer, de- jóse caer en el sitial, con los brazos cruzados, y pensó en la muerte con desesperación. ¡Todo había concluido! Santiago no la amaria más, y ya no le quedaba nada
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en la vida. ¿Para qué necesitaba ya la existencia? Obe- ' deciendo al impulso de la voluntad y de la reflexión, empuño el cuchillo que estaba sobre la mesa y sepultó en su seno la brillante hoja.
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XIII
NCLINADO sobre el lecho donde yacía la señora SN de Guessaint, el doctor Grandier la exami- K a E naba con atención; y detrás de él Nelly pa- - recia esperar, pero sabia ya que su amiga no estaba en peligro. —Chist! ahora duerme—dijo el doctor en voz baja. Y después de ordenar á la camarera que permane-
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ciese junto al lecho silenciosamente, hizo seña á la se- ñora Percier para que le siguiese á la habitación in- mediata. Cuando estuvieron solos, Nelly comenzó á sollozar.
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—Llore usted, llore usted—dijo tranquilamente el señor Grandier;—eso le servirá de alivio.
—¿ No quiere usted darme ningún detalle ?
—Todos cuantos usted quiera.
—¡ Al fin!
Y Nelly enjugó las lágrimas que brillaban en sus ojos.
—Siéntese usted aquí, amiga mía, y hablemos—dijo el señor Grandier.—. Cuál es la verdad ? La señora de Guessaint se ha dado una puñalada. Suponga usted un momento que en vez de entrar en busca de su ami- ga diez minutos después del accidente, la camarera se hubiera anticipado; esa muchacha habria atronado la casa con sus gritos, y mañana, tres ó cuatro gacetille- ros bien informados habrian publicado una noticia muy intencionada. Lejos de esto, una favorable casua- lidad ha querido que entrase usted antes á ver á la se- ñora de Guessaint; creyéndola muerta, arranca usted el cuchillo de la herida, y envía á buscarme al punto. He aquí el drama reconstituido en todos sus detalles. ¿ No es verdad ?
—Pero + y la vida de Faustina ?
—Ya le he dicho que dentro de tres semanas estará en pie.
—: Tres semanas ? |
—Ni más ni menos; ha querido matarse y ha errado el golpe; esto es todo. Con frecuencia sucede asi.
—Usted me exaspera; discute las cosas más terribles con la calma de un anatómico.
El doctor Grandier sonrela dulcemente; cogió la
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mano de Nelly con la exquisita galantería de los an- cianos en quienes el corazón se conserva joven, y la dijo : |
—Hija mia, ya sabe usted cuánto amo á Faustina, que hace algún tiempo estaba' enferma de espiritu. Usted y yo somos sus mejores amigos; sabemos á qué atenernos, y ninguno de los dos se atreveria á tocar ciertas cuestiones. La señora de Guessaint ha sufrido . una violenta conmoción, y se ha producido el desenla- - Ce, por fortuna bastante feliz, puesto que no corre pe- ligro alguno, y nadie sospecha la gravedad del acon- tecimiento en esta casa. Todo el mundo cree que se trata de un accidente, y si yo me callaba delante de la camarera, es porque no se debe pronunciar la pala- bra suicidio.
—¡Faustina suicidarse !
—Sií, hija mía, sí; usted no comprende nada de esto. Una mujer de la alta sociedad, elegante, y distin- guida, clavándose un cuchillo en el seno, como una heroína de drama en el quinto acto... Amiguita mía, estos son hechos que se producen diariamente; la joven modista y la gran dama van derechas á la misma con- clusión. El suicidio es un acto desesperado que la razón concibe y la locura ejecuta; he aqui todo.
—¡La razón, doctor!
— Ciertamente, en un padecimiento extremado, na- tural es tomar una resolución violenta.
—«¿ Pero cómo vive aún? Usted ha examinado la hoja del cuchillo, que es aguda y cortante; ha reconocido que el golpe fué dirigido con mucho vigor contra el
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seno izquierdo, y no solamente el arma no ha tocado el corazón, sino que, según usted dice, Faustina esta- rá curada de aquí á tres semanas.
—Es muy sencillo. La hoja se hundió en el espesor del seno, pero el mango la detuvo; de modo que la punta del arma, después de tocar la sexta costilla se desvió. Al arrancar usted el cuchillo de la herida, observó que la hemorragia no era considerable, de- biéndose esto á la circunstancia de no haber sido cor- tada ninguna arteria. Cuando yo llegué, la respiración se restablecia ya, y me fué fácil reconocer que la heri- da no interesaba los pulmones. He practicado la pri- mera cura, por demás elemental, y todo ha quedado corriente. Después propiné á Faustina una poción de cloral para que durmiegse, y ya verá usted cómo maña- na está más tranquila.
—No importa; quiero pasar la noche á su lado.
—Es de todo punto inútil; que le pongan á us- ted la cama en el gabinete, si se empeña en ello, pero no vele usted. Adiós, hija mia; lo único que le recomiendo, ante todo (el señor Grandier recalcó en estas dos palabras) es mucha tranquilidad para su amiga.
La convalecencia de la señora de Guessaint siguió un curso muy regular. ¿Porqué había querido matarse ? La señora Percier podía sospecharlo; pero no le con- venía solicitar una confidencia, puesto que no se la decía nada sobre el asunto. Ante todo deseaba que su amiga ignorase la muy grave enfermedad que amena- zaba la existencia de Santiago Rosny. Cuatro dias des-
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pués del conato de suicidio de Faustina, la joven habia leido en un diario que el escultor estaba atacado de una fiebre cerebral; y decíase en una gacetilla muy circunstanciada, que el autor del Vercingetorix moriría probablemente. Bastábale á Nelly relacionar la deses- peración de Faustina con la enfermedad de Santiago para adivinar que entre aquellos dos seres había ocu- rrido un drama; pero ignoraba cuál pudiera ser. Por mucho que estudió y observó á su amiga, ni una sola palabra le dió á conocer la verdad. La señora de Gues- saint, siempre altiva, pero triste y resignada, hablaba de todo menos de su desesperación. Sólo decia: «Cuan- do esté curada haré tal ó cual cosa; cuando ya no tenga fiebre, me levantaré». Y no pronunciaba nunca la pa- labra «herida,» como si se avergonzase de aquel acceso de locura.
Cierta noche, como no pudiese dormir, repasó uno por uno en su espíritu todos los acontecimientos ocu- rridos hacia seis meses; en aquella noble mujer co- menzó á efectuarse un trabajo psicológico muy curio- so. Pareciale que, habiendo estado muy enferma, sólo comenzaba á curarse; estudiabase y no se compren- dia, y cuando miraba en sí misma crela descubrir otra mujer desconocida para ella. Faustina pensaba en Santiago como en una persona que está muy lejos, á quien no se ha visto hace largo tiempo, y cuyo recuer- do es á la vez cruel y delicioso. A la vacilante luz de la lamparilla evocaba el rostro del artista, su frente ancha é inteligente, y sus ojos de color azul oscuro, que reve- laban la llama del genio. ¡Cuánto le habia amado, con
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ese amor verdadero, hijo de la reflexión y de la ter- nura, y no de un vulgar delirio de los sentidos! Se había entregado á él violando sus sentimientos de - mujer altiva y pura; y ahora pareciale un extraño. ¡Era, pues, el.amor una sobreexcitación nerviosa del ce- rebro, que sólo dejaba tras sí dolor y amargura! Y sin embargo, ella le había adorado, y nada quedaba ya de . aquel delirio pasajero, nada más que una delicada ter- nura, mezclada con el desencanto y el pesar, porque Faustina era una mujer honrada, nacida para los amo- res permitidos que tienen derecho para mostrarse ála ' luz del sol, y ahora le inspiraban una instintiva repul- sión las ternezas prohibidas. La señora de Guessaint se analizaba perfectamente; había querido matarse, no porque perdiera el amor de Santiago, sino porque se juzgaba envilecida, sin que nada pudiese lavar la man- cha de su perdida castidad. Aquel suicidio melodra- mático no era otra cosa sino la última convulsión de su amor; y pareclale que su pasión de otro tiempo se escapaba lentamente de su corazón como la sangre que corria gota á gota de su herida.
Santiago Rosny no supo jamás aquella tentativa de suicidio. Después de la escena violenta que terminó despidiéndose de la señora de Guessaint con la deses- peración en el alma, volvió á su casa como un loco. Francisca se inquietó al ver su exaltación, y al día siguiente declaróse una fiebre cerebral. La valerosa viuda estaba dispuesta á luchar, como siempre, y no
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quiso separarse ni un solo instante del lecho de su hijo, para disputar á la muerte su presa. La enfermedad siguió su curso natural, sin complicaciones: desde el principio, el joven fué presa de un delirio furioso; sen- táabase en su lecho, como para alejar una imagen que le acosaba, y retorciéndose las manos gritaba con fre- cuencia: «¡Ahi está... no quiero verla... ya no la amo! »; y después volvia á recaer en las divagaciones de su cerebro enfermo. Hacia fines de la segunda quincena prodújose una especie de calma ; pero Santiago no dis- frutaba siempre de razón; no la recobró del todo hasta que hubieron transcurrido diez y nueve dias, y desde entonces la enfermedad no fué más que cuestión de tiempo. Poco á poco adquirió fuerzas, y entró en con- valecencia de una manera muy natural, gracias al vigor de la juventud. Apenas pudo salir, el doctor Grandier le envió al campo, sin hacerle pregunta al- guna, pues el ilustre médico sabia muy bien á qué atenerse respecto al estado de su alma. Con la tierna solicitud de los ancianos que no han llegado á ser egols- tas por la edad, érale facil pronunciar un diagnóstico muy exacto sobre Santiago y Faustina. Conocia la en- fermedad de aquellos dos jóvenes tan exactamente como los grados de una fiebre tifóidea. En ambos, el amor había muerto de la misma manera y por causas idénticas ; la señora de Guessaint y el escultor, condu- cidos á un drama violento, gastaron en la lucha todas sus fuerzas nerviosas, y al chocar contra un obstá- culo invencible, habian quedado heridos y sangrien- tos. Entonces, así en el uno como en la otra, la reacción
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comenzaba, ambos dejaban de amar, porque los dos habian agotado la suma de resistencia que poselan ; habian sufrido demasiado; y la dicha de que disfruta- ban en sus mutuas ternezas no estaba ya en proporción exacta con el dolor que les producían.
Aquellos dos seres que se habian adorado hasta querer morir, comenzaron poco á poco su existencia de otro tiempo con la misma serenidad, volviéndose á ver por primera vez en casa del señor Grandier. El sabio reunía algunos amigos á comer, y Santiago se encontró de pronto frente á Faustina. Ambos palide- cieron mucho; pero después de una breve pausa, San- tiago se dirigió á la señora de Guessaint y ofrecióle la mano.
La joven le miró, con su expresión dulce y altiva á la vez, y con sereno continente.
—¿ Siempre amigos *— murmuró Faustina.
—;¡ Siempre!
Y hablaron de asuntos indiferentes.
El señor Grandier, sin perderlos de vista, sonrela con disimulo.
—Por fortuna — murmuró — la sexta costilla está bien colocada.
Y añadió, después de una pausa, en alta voz:
— Santiago, ¿qué hará usted para la próxima expo- sición ?
— Una Fedra, doctor.
—¿ Muriendo de amor? Esto no seria verdadero, amigo mio, pues sólo se muere de amor en las no- velas...
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Habría podido añadir que sólo en las novelas existen también los desenlaces, pues en la vida nada concluye, porque todo vuelve á comenzar.
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