L e S a g e HISTORIA DE GIL BLAS DE SANTILLANA

TOMO III y ÚLTIMO

MCMXXII

Papel expresamente fabricado por La PAPELERA Española.

iát;

LE SAG E

Historia

de

Gil Blas de Santillana

NOVE LA

TOMO III y ÚLTIMO

Traducción del P. Isla

I

MADRID, 1922

IR.

1 1-3

Talleres "Calpe", Larra, G y 8. -MADRID

^'

GIL BLAS SANTILLANA

LIBRO OCTAVO

CAPITULO PRIMERO

Gil Blas adquiere un buen conocimiento y logra un

buen empleo, que le consuela de la ingratitud del

conde Galiano. Historia de don Valerio de Luna.

Como en todo este tiempo no había oído hablar de Núñez, discurrí había ido a divertirse a algún lugar. Luego que pude andar fui a su casa, y supe que, en efecto, hacía tres semanas estaba en An- dalucía con el duque de Medinasidonia.

Al despertarme una mañana me ocurrió a la me- moria melchor de la Ronda y me acordó que le había ofrecido en Granada ir a ver a su sobrino si algún día volvía a Madrid, y queriendo cumplir mi promesa aquel mismo día, me informé de la casa de don Baltasar de Zúñiga y pasó a ella. Pre- gunté por el señor José Navarro, que no tardó en presentarse. Habiéndole saludado y díchole quién era, me recibió atentamente, pero con frialdad, de

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suerte que no podía conciliar aquel recibimiento indiferente con el retrato que me habían hecho de este repostero. Iba a retirarme, con ánimo de no volver a hacerle otra visita, cuando, mostrándome de repente un semblante apacible y risueño, me dijo con mucha expresión: «¡Ah, señor Gil Blas de Santillana! Suplico a usted me perdone el recibi- miento que le he hecho. Mi memoria tiene la culpa de que yo no haya manifestado el buen afecto con que estoy dispuesto a favor de usted; se me había olvidado su nombre, y ya no pensaba en el caba- llero que me recomendaban en iina carta que re- cibí de Granada hace más de cuatro meses. ¡Per- mitidme que os abrace! añadió, estrechándome lleno de gozo—. Mi tío Melchor, a quien estimo y venero como a mi propio padre, me encarga enca- recidamente que, si por acaso tengo la honra de ver a usted, le trate como si fuera usted su hijo y emplee en caso necesario mi valimiento y el de mis amigos en obsequio de usted. Me hace un elogio del buen corazón y talento de usted en tales tér- minos que, aun cuando no me moviera a ello su recomendación, me empeñaría en servirle. Míreme usted, pues, le suplico, como a un hombre a quien mi tío por su carta ha comunicado toda la inclina- ción que le profesa. Franqueo a usted mi amistad; no me niegue la suya.»

Respondí con el agradecimiento debido a la cor- tesía de José, y en el mismo instante contrajimos una estrecha amistad, siendo ambos francos y sin- ceros. No dudé descubrirle el triste estado de mis

asuntos, y apenas lo oyó cuando me dijo: «Me en- cargo del cuidado de acomodar a usted, y entre tanto no deje usted de venir a comer conmigo to- dos los días, que tendrá mejor comida que en la posada donde está.»

La oferta halagaba demasiado a un convaleciente escaso de dinero y enseñado a los buenos bocados para que yo la desechase; acéptela, pues, y me re- puse tanto en aquella casa, que a los quince días tenía ya una cara de monje bernardo. Parecióme que el sobrino de Melchor hacía en aquella casa su agosto. Pero ¿cómo no lo haría, teniendo a un mis- mo tiempo tres empleos, pues era jefe de la repos- tería, de la cueva y de la despensa? Además, y sin perjuicio de nuestra amistad, yo creo que él y el mayordonno estaban muy bien avenidos.

Ya estaba yo perfectamente restablecido, cuan- do viéndome un día mi amigo José llegar a casa de Zúñiga para comer, según mi costumbre, me salió a recibir y me dijo con alegría: «Señor Gil Blas, tengo que proponeros un acomodo muy bue- no; sepa usted que el duque de Lerma, primer mi- nistro de la corona de Esjjaña, para entregarse en- teramente al despacho de los negocios del Estado confía el cuidado de los suyos a dos personas; para recaudar sus rentas ha escogido a don Diego de Monteser y ha encargado la cuenta del gasto de su casa a don Rodrigo Calderón. Estos dos confidentes ejercen sus empleos con una autoridad absoluta y sin depender uno de otro. Don Diego tiene regular- mente a sus órdenes dos administradores, que ha-

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ceii las c(jbraiizas, y como supo e«ta iiiañatia que había despedido a vino de ellos, fui a pedir su plaza para usted. El señor de Monteser, que me conoce, y de quien me precio ser estimado, me la ha con- cedido sin dificultad por los buenos informes que le he dado de las costumbres y capacidad de us- ted, y hoy, después de comer, iremos a su casa.»

Así lo hicimos; fui recibido con mucho agrado y colocado en el empleo del administrador que había sido despedido, el cual consistía en visitar nuestras granjas, repararlas, cobrar sus arrendamientos; en una palabra, mi incumbencia era cuidar de los bienes del campo. Todos los meses daba mis cuen- tas a don Diego, quien, a pesar de todo el bien que le había dicho mi amigo de mí, las examinaba con mucha atención; pero esto era lo que yo quería, porque aunque mi rectitud había sido tan mal pagada en casa de mi último amo, estaba resuelto a conservarla siempre.

Supimos un día que se había pegado fuego a la quinta de Lerma y reducido a cenizas más de la mitad, y con esta noticia inmediatamente pasé a ella a reconocer el daño. Habiéndome informado puntualmente de las circunstancias del incendio, formé una extensa relación de ellas, que Monteser manifestó al duque de Lerma. El ministro, a pesar del sentimiento que tenía de saber tan mala nue- va, admiró la relación y no pudo menos de pregun- tar quién era su autor. Don Diego no se contentó con decírselo, sino que le habló tan a favor mío que pasados seis meses se acordó su excelencia de

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esto con motivo de una historia (¿ue voy a contar y sin la cual puede ser que jamás hubiera yo lo- grado empleo en la corte. Esta historia es la si- guiente:

En la calle de las Infantas vivía entonces una señora anciana, llamada Inesilla de Cantarilla, cuyo nacimiento no se sabía a punto fijo; unos decían era hija de un guitarrero y otros de un comendador de la Orden de Santiago. Fuese lo que fuese, ella era una persona admirable, pues la Naturaleza le había concedido el singular privilegio de hechizar a los hombres durante el curso de su vida, que subsistía aún después de quince lustros cumplidos. Había sido el ídolo de los señores de la corte anti- gua y se veía adorada de los de la nueva. El tiem- po, que no respeta la hermosiu'a, trabajaba en vano en disminuir la suya; la marchitaba, sí, pero no le quitaba el poder de agradar. Un semblante noble, un entendimiento embelesador y muchas gracias naturales le hacían excitar pasiones hasta en su vejez.

Don Valerio de Luna, caballero de veinticinco años y uno de los secretarios del duque de Lerma, visitaba a Inesilla y quedó enamorado de ella. De- claróle su pasión y siguió la fiebre con todo el ardor que el amor y la juventud son capaces de inspirar. La señora, que tenía sus motivos para no querer condescender con sus deseos, no sabía qué hacerse para contenerlos. No obstante, creyó un día haber encontrado arbitrio para ello, haciendo pasar al joven a su gabinete, donde, enseñándole

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un reloj que estaba sobre una mesa, le dijo: «Ved la hora que es; hoy hace setenta y cinco años que nací a la misma. ¡A fe que me caerían bien los amores en esta edad! ¡Volved, hijo mío, en vos mismo y ahogad unos sentimientos que no con- vienen ni a vos ni a mí!» A esta reconvención jui- ciosa, el caballero, a quien no hacía fuerza la ra- zón, respondió a la señora con toda la impetuosi- dad de un hombre poseído de los movimientos que le agitaban: «Cruel Inés, ¿por qué recurrís a esos frivolos artificios? ¿Pensáis que pueden haceros otra a mis ojos? No os lisonjeéis con una esperanza tan engañosa; ya seáis tal cual os veo, o ya mi vista padezca alguna ilusión, yo no he de cesar de amaros.» «Pues bien replicó ella , una vez que con tanta porfía queréis continuar con vuestra pretensión, hallaréis de aquí en adelante cerrada mi puerta, y así, os prohibo y os mando que jamás os presentéis a mi vista.»

Acaso se creerá que en virtud de esto, turbado y confuso don Valerio de lo que acababa de oír, se retiró cortésmente; pero sucedió todo lo contrario, pues se hizo más importuno. El amor liace en los enamorados el mismo efecto que el vino en los borrachos. El caballero suplicó, suspiró, y pasando repentinamente de los ruegos a la violencia, intentó lograr por fuerza lo que no podía obtener de otro modo; pero la señora, rechazándole con valor, el dijo irritada: «¡Detente, temerario! Voy a refrenar tu loco amor: sabe que eres hijo mío.»

Atónito don Valerio de oír semejantes palabras.

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suspendió sií atrevimiento; pero discurriendo que Inesilla decía aquello para librarse de su solicitud, le respondió: «¡Vos inventáis esa fábula para huir de mis deseos!» «¡No, no! interrumpió ella . Te revelo un secreto que siempre te hubiera ocultado si no me hubieras reducido a la necesidad de de- clarártelo. Veintiséis años hace que amaba a don Pedro de Luna, tu padre, que era entonces gober- nador de Segovia; fuiste el fruto de nuestros amores. Te reconoció, te hizo criar con cuidado, y además de que no tenía otro hijo, tus buenas préñ- elas le estimularon a dejarte caudal. Yo por mi parte no te he desamparado; luego que te vi ya metido en el trato del mundo, he procurado atraerte a mi casa para inspirarte aquellos modales corteses que son tan necesarios en una persona fina y que sólo las mujeres pueden enseñar a los caballeros mozos. Y aun he hecho más: he empleado todo mi valimiento para colocarte en casa del primer mi- nistro; en fin, me he interesado por ti como debía hacerlo por un hijo. Sabido esto, mira lo que de- terminas; si puedes purificar tus sentimientos y mirarme sólo como a una madre, no te echaré de mi presencia y te amaré tan tiernamente como hasta aquí; pero si no eres capaz de hacer este esfuerzo, que la razón y la naturaleza exigen de ti, huye al momento y líbrame del horror de verte.» Mientras Inesilla hablaba de esta suerte, guar- daba don Valerio un triste silencio. Nadie hubiera dicho sino que llamaba en su auxilio a la virtud para vencerse a mismo; pero esto era en lo que

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mellos pensaba. Meditaba otro designio y prepa- raba a su madre un espectáculo muy diverso, por- que viendo que era insuperable el obstáculo que se oponía a su felicidad, se rindió cobardemente a la desesperación, y sacando la espada se atravesó con ella. Se castigó como otro Edipo, con la dife- rencia de que al tebano le cegó el dolor de haber consmnado el crimen, y el castellano, al contrario, se atravesó de sentimiento de no haberle podido cometer.

El desgraciado don Valerio no murió al instante; tuvo tiempo de arrepentirse y pedir al Cielo perdón de haberse quitado la vida a mismo. Como por su muerte quedó vacante el empleo de secretario en casa del duque de Lérma, este ministro, que no había echado en olvido la relación que escribí del incendio ni el elogio que de se le había hecho, me eligió para substituir a este joven.

CAPITULO II

Presentan a Gil Blas al duque de Lerma, quien le admite por uno de sus secretarios. Este minis- tro le señala el trabajo que ha de hacer y queda gustoso de él.

Monteser me participó esta agradable noticia, dicióndome: «Amigo Gil Blas, siento os separéis de mí; pero como os estimo, no puedo menos de ale- grarme seáis sucesor de don Valerio. Haréis fortu-

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na si seguís dos consejos que voy a daros: el pri- mero es que os mostréis tan adicto a su excelencia que no dude que le profesáis el mayor afecto, y el segundo, que hagáis la corte a don Rodrigo Calde- rón, porque este hombre maneja el ánimo de su amo como una blanda cera. Si tenéis la dicha de agradar a este secretario favorito, me atrevo a aseguraros con certidumbre que subiréis mucho en poco tiempo.»

Di las gracias a don Diego por sus saludables consejos y le dije: «Hágame usted el favor de ex- plicarme el carácter de don Rodrigo, porque he oído decir que es un sujeto nada bueno; pero aun- que alguna vez el pueblo acierta en sus juicios, no me fío de las pinturas que suele hacer de las personas que están en el candelero. Sírvase usted, pues, decirme lo que piensa del señor Calderón.» «Asunto es delicado ^me respondió el apoderado con una sonrisa maligna . A cualquier otro le diría sin detenerme que es un hidalgo honrado, de quien no se podría decir sino bien; pero con vos quiero ser franco, porque, además de que co- nozco vuestra prudencia, me parece debo hablaros claramente de don Rodrigo, pues os he avisado que debéis guardarle miramientos; de otro modo, no haría mas que serviros a medias. Ya sabéis, pues prosiguió , que era un simple criado de su excelencia cuando todavía no era éste más que don Francisco de Sandoval y que por grados ha llegado a ser su primer secretario. No se ha visto nunca hombre más vano. Jamás corresponde a las

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cortesías que se le hacen, a no precisarle a ello ra- zones muy poderosas. En una palabra, él se consi- dera como un compañero del duque de Lerma, y en realidad podría decirse que participa de la auto- ridad del primer ministro, pues que le hace confe- rir los gobiernos y los empleos a quien se le antoja. El público, frecuentemente, m\irmura de ello, mas él no hace caso; con tal que saque lo que llamamos para guantes, le importa muy poco la censura pú- blica. Por lo que acabo de decir conoceréis añadió don Diego cómo debéis portaros con un hombre tan altanero.» «¡Oh! ¡Bien está! ¡Déjeme usted a mí! ¡Muy mal han de andar las cosas para que no me estime! Cuando se conoce el flaco de un hombre a quien se intenta agradar es preciso ser poco dies- tro para no conseguirlo.» «Siendo así repuso Mon- teser , voy a presentaros ahora mismo al duque de Lerma.»

Al instante pasamos a casa del ministro, a quien encontramos dando audiencia en una gran sala, en donde había más gente que en palacio. Allí vi co- mendadores y caballeros de Santiago y de Cala- trava, que solicitaban gobiernos y virreinatos; obis- pos que, siendo sus diócesis contrarias a su salud, querían ser arzobispos nada más que por mudar de aires; y también muy buenos religiosos, dominicos y franciscanos, que pedían con toda humildad mi- tras; vi también oficiales reformados haciendo el mismo papel que el capitán Chinchilla, esto es, que se consumían esperando una pensión. Si el duque no satisfacía los deseos de todos, recibía a

15 lo menos con agrado sus memoriales, y advertí que respondía muy cortósmente a los que le hablaban. Esperamos con paciencia que despachara a todos los pretendientes. Entonces don Diego le dijo: «Se- ñor, aquí está Gil Blas de Santillana, a quien vues- tra excelencia ha elegido para ocupar el empleo de don Valerio.» Miróme el duque y me dijo con mu- cha afabilidad que lo tenía merecido por los servi- cios que le había hecho. Me hizo después entrar en su despacho para hablarme a solas, o más bien para formar juicio de mi talento por mi conversación. QuLSO saber quién era yo y la historia de mi vida, diciéndome se la contase fielmente. ¡Qué relación tan larga la que se me pedía! Mentir a un primer ministro de España no era regular, y, por otra par- te, había tantos pasajes que podían ajar mi vani- dad, que no sabía cómo resolverme a hacer una confesión general. ¿Cómo salir de este ap^lro? Adop- tó el partido de disimular la verdad en aquellos puntos en que me hubiera avergonzado de decirla desnuda; pero a pesar de todo mi artificio no dejó de percibirla. «Señor de Santillana me dijo son- rióndose al fin de mi narración , a lo que veo, us- ted ha sido un si es no es travieso.» «Señor le res- pondí sonrojado , vuestra excelencia me ha man- dado sea sincero y le he obedecido.» «Yo te lo agra- dezco — replicó . Veo, hijo mío, que te has librado de los peligros a poca costa; extraño que el mal ejemplo no te haya perdido enteramente. ¡Cuántos hombres de bien se pervertirían si la fortuna los pu- siera a semejantes pruebas! Amigo Santillana con-

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tinuó el ministro , no te acuerdes más de lo pa- sado; piensa solamente en que ahora sirves al rey y que te has de emplear en adelante en su servicio. Sigúeme, que voy a decirte en qué te has de ocu- par.» Dicho esto, el duque me llevó a un cuarto inmediato a su despacho, donde tenía sobre varios estantes unos veinte libros de registro en folio muy gruesos. «Aquí me dijo has de trabajar. Todos estos registros que ves componen un diccionario de todas las familias nobles que hay en los reinos y principados de la Monarquía española. Cada libro contiene, por orden alfabético, un resumen de la historia de todos los hidalgos del reino, en la que se especifican los servicios que ellos y sus antepa- sados han hecho al Estado, como también los lan- ces de honor que les han ocurrido. También se hace mención de sus bienes, de sus costumbres, y, en una palabra, de todas sus buenas o malas cualida- des; de modo que cuando piden algunas gracias al Gobierno, veo de una ojeada si las merecen. A este fin tengo sujetos asalariados en todas partes, que procuran averiguarlo e instruirme enviándome sus informes; pero como éstos son difusos y están lle- nos de modismos provinciales, es necesario extrac- tarlos y pulirlos, porque el rey quiere algunas ve- ces que 1*3 lean estos registros. Este trabajo pide un estilo limpio y conciso, por lo cual desde este instante quiero emplearte en él.»

En seguida sacó de una gran cartera llena de papeles un informe, que me entregó, y me dejó en mi cuarto para que con libertad hiciese yo el pri-

17 mer ensayo. Leí el papel, que no solamente me pareció lleno de términos bárbaros, sino también de encono, no obstante ser su autor un fraile de la ciudad de Solsona. Afectando su reverencia el es- tilo de mi hombre de bien, denigraba sin piedad a una familia catalana, y sabe Dios si decía la ver- dad. Juzgué leer un libelo infamatorio, y, por tan- to, escrupulicé trabajar en él. Temía hacerme cóm- plice de una calumnia. No obstante, aunque re- cién introducido en la corte, pasó por alto el mal o bien obrar del religioso, y dejando a su cargo toda la iniquidad, si la había, principié a deshon- rar en bellas frases castellanas a dos o tres gene- raciones que acaso serían muy honradas. Ya había compuesto cuatro o cinco páginas, cuando, deseoso el duque de saber qué tal me portaba, volvió y me dijo: «Santillana, enséñame lo que has hecho, que quiero verlo.» Al mismo tiempo pasó la vista por mi escrito y leyó el principio con mucha atención. Yo me sorprendí al ver lo que le gustó. «Aunque estaba tan inclinado a tu favor me dijo , te con- fieso que has excedido a lo que esperaba de ti. No solamente escribes con toda la propiedad y preci- sión que yo quiero, sino que además encuentro tu estilo fluido y festivo. Bien me acreditas el acier- to que he tenido en escoger tu pluma y me consue- las de la pérdida de tu predecesor.» El ministro no hubiera limitado a esto mi elogio si a este tiempo no hubiera venido a interrumpirle su sobrino el conde de Lemos. Su excelencia le dio muchos abra- zos y le recibió de un modo que me hizo entender Gil Blas.-T. III. 2

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le amaba tiernamente. Los dos se encerraron para tratar en secreto de un negocio de familia de que luego hablaré y del que estaba el duque entonces más ocupado que de los del rey.

Mientras estaban encerrados dar las doce. Como sabía que los secretarios y covachuelistas dejaban a esta hora el bufete para ir a comer adonde querían, dejó en aquel estado mi ensayo y salí para ir, no a casa de Monteser, porque ya me había pa- gado mis salarios y despedido, sino a la más famosa hostería del barrio de Palacio. Una de las ordina- rias no convenía a mi persona. ¡Piensa que ahora sirves al rey! Estas palabras, que el duque me había dicho, se me venían sin cesar a la memoria y eran otras tantas semillas de ambición que fermenta- ban por momentos en mi ánimo.

CAPITULO III

Sabe Gil Blas que su empleo no deja de tener desazo- nes. De la inquietud que le causó esta nueva y de la conducta que se vio obligado a guardar.

Al entrar tuve gran cuidado de hacer saber al hostelero que era yo un secretario del primer mi- nistro, y, como tal, no sabía qué mandarle que me trajese de comer. Temía pedir cosa que oliese a es- trechez, y así, le dije me diese lo que le pareciera. Me regaló muy bien y me hizo servir como a per- sona de distinción, lo que me llenó más que la co-

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mida. Al pagar tiró sobre la mesa un doblón y cedí a los criados lo que debían volverme, que sería a lo menos la cuarta parte, saliendo de la hostería con gravedad y tiesura, en ademán de un joven muy pagado de su persona.

A veinte pasos había una gran posada de caba- Ueros, en donde de ordinario se hospedaban seño- res extranjeros. Alquiló un aposento de cinco o seis piezas, con buenos muebles, como si ya tuviese dos o tres mil ducados de renta, y pagué adelantado el primer mes. Despuós de esto volví a mi tarea y empleó toda la siesta en continuar lo comenzado por la mañana. En una pieza inmediata a la mía estaban otros dos secretarios; pero éstos no hacían más que poner en limpio lo que el mismo duque les daba a copiar. Desde la misma tarde, al reti- rarnos, me hice amigo de ellos, y para granjear mejor su amistad los llevé a casa de mi hostelero, en donde les hice servir los mejores platos que ofrecía la estación y los vinos más delicados y es- timados en España.

Sentámonos a la mesa y empezamos a conver- sar con más alegría que entendimiento, porque, sin hacer agravio a mis convidados, conocí desde luego que no debían a sus talentos los empleos que ocupaban en su secretaría. Eran hábiles, a la ver- dad, en hacer hermosa letra redonda y bastardilla, pero no tenían la menor tintura de las que se en- señan en las Universidades.

En recompensa, sabían con primor lo que les te- nía cuenta, y me dieron a entender que no estaban

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tan embriagados con el honor de estar en casa del primer ministro, que no se quejasen de su estado. «Cinco meses ha que servimos decía uno a nues- tra costa. No nos pagan el sueldo, y lo peor es que está por arreglar y no sabemos bajo qué pie esta- mos.» «Por lo que hace a decía el otro , qui- siera haber recibido veinte zurriagazos en lugar de sueldo, con tal que me dejasen la libertad de tomar otro destino, porque después de las cosas secretas que he escrito no me atrevería a retirarme de mi propio motivo ni a pedir licencia para ello. ¡Bien puede ser que fuese a ver la torre de Segovia o el castillo de Alicante!»

«Pues ¿cómo hacen ustedes para mantenerse? les dije . Sin duda tendrán hacienda.» Me res- pondieron que muy poca, pero que, por fortuna, vivían en casa de una viuda honrada, que les fiaba y daba de comer a cada uno por cien doblones al año. Toda esta conversación, de la cual no perdí palabra, bajó al punto mis humos altaneros. Me figuré que seguramente no se tendría conmigo más atención que con los otros; que, por consiguiente, no debía estar tan satisfecho de mi empleo, que era menos sólido de lo que yo había creído, y que, en fin, debía economizar mucho el bolsillo. Estas reflexiones me sanaron de la furia de gastar. Prin- cipié a arrepentirme de haber convidado a aquellos secretarios y a desear se acabase la comida, y cuan- do llegó el caso de pagar la cuenta tuve una disputa con el hostelero sobre su importe.

Sepáramenos a media noche, porque no les insté

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a que bebieran más. Ellos se marcharon a casa de su viuda y yo me retiró a mi soberbia habitación, lleno de rabia de haberla alquilado y prometiendo de veras dejarla al fin del mes. A pesar de que me acosté en una buena cama, mi desazón me quitó el sueño. Pasó lo restante de la noche en discurrir los medios de no servir de balde al rey, y me atuve sobre este particular a los consejos do Monteser. Ma levantó con ánimo de ir a cumplimentar a don Rodrigo Calderón, hallándome entonces en la me- jor disposición para presentarme a un hombre tan altivo y de cuyo favor bien conocía yo que necesi- taba; y, con efecto, pasó a casa de este secretario.

Su vivienda tenía comunicación con la del duque de Lerma y era igual a ella en magnificencia. No hubiera sido fácil distinguir por los muebles al amo del criado. Dije le entrasen recado de que estaba allí el sucesor de don Valerio, pero esto no impidió me hiciesen esperar más de una hora en la ante- sala. «¡Señor nuevo secretario me decía yo en este tiempo , tenga usted paciencia si gusta! ¡A usted le harán morder el ajo antes que usted se lo haga morder a otros!» >

Al fin abrieron la puerta del cuarto. Entró y me acerquó a don Rodrigo, que acababa de escribir un billete amoroso a su sirena encantadora y se lo estaba entregando en aquel momento a Perico. No me había presentado al arzobispo de Granada, al conde Galiano ni aun al primer ministro con tanto respeto como ante el señor Calderón. Le saludó bajando la cabeza hasta el suelo y le pedí su pro-

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tección en términos de que no puedo acordarme sin rubor; tan llenos estaban de sumisión. En el ánimo de otro menos vano que él no me hubiera hecho ningún favor mi bajeza; pero a él le agrada- ron mucho mis rastreros rendimientos y me res- pondió con bastante cortesía que no malograría ninguna ocasión en que pudiera servirme.

Sobre esto le di gracias con grandes demostra- ciones de celo por la inclinación favorable que me manifestaba y le aseguré de mi eterno reconoci- miento; después, temiendo incomodarle, salí, su- plicándole me perdonase si había interrumpido sus importantes ocupaciones. Luego que di este paso tan indecoroso me retiré a mi despacho y concluí la obra que se me había encargado. El duque no dejó de entrar por la mañana, y quedando no me- nos complacido del fin de mi trabajo que del prin- cipio, me dijo: «Esto está muy bueno. Escribe lo mejor que puedas este compendio histórico en el registro de Cataluña y, concluido, toma de la bolsa otro informe, que pondrás en orden del mismo modo.» Tuve una conversación bastante larga con su excelencia, cuyo modo afable y familiar me en- cantaba. ¡Qué diferencia entre él y Calderón! Eran dos personas que contrastaban singularmente.

Aquel día me fui a una hostería en donde se comía a precio fijo, y resolví ir allí de incógnito to- dos los días hasta ver el efecto que producían mi respeto y sumisión. Tenía yo dinero para tres me- ses a lo más y me prescribí este término para tra- bajar a costa de quien hubiese lugar, proponién-

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dome (siendo las locuras más cortas las mejores) abandonar, pasado este término, la corte y su oro- pel si no me señalaban sueldo. Dispuesto así mi plan, nada me quedó por hacer en dos meses para agradar al señor Calderón; pero hizo tan poco caso de todo lo que yo practicaba para conseguirlo, que perdí las esperanzas. Mudé de conducta con res- pecto a él, cesé de hacerle la corte y sólo pensó en aprovecharme de los momentos de conversación con el duque.

CAPITULO IV

Gil Blas consigue el favor del duque de Lerma, que le confía un secreto de importancia.

Aunque su excelencia me veía todos los días por un instante, sin embargo pude granjearle insensi- blemente la voluntad en tales términos que un día, después de comer, me dijo: «Escucha, Gil Blas, sabe que me agrada tu ingenio y que te estimo. Eres un mozo celoso, fiel, muy inteligente y callado, y así, me parece que no erraré si te hago dueño de mi confianza.» A estas palabras me arrojó a sus pies, y después de haberle besado respetuosamente la mano, que me alargó para levantarme, le res- pondí: «¡Es posible que se digne vuestra excelencia honrarme con un favor tan grande! ¡Cuántos ene- migos secretos me van a suscitar vuestras bonda- des! Pero sólo temo el rencor de una persona, que

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es don Rodrigo Calderón.» «Nada tienes que temer de él respondió el duque . Yo le conozco; desde su niñez me ha querido, y puedo decir que sus sentimientos son tan conformes con los míos, que quiero todo lo que me gusta, así como aborrece todo cuanto me desagrada. En lugar de temer que te tenga aversión, debes, al contrario, contar con su amistad.» Por aquí conocí lo astuto que era el señor don Rodrigo, que había conquistado el áni- mo de su excelencia, y que yo debía procurar estar muy bien con él.

«Para principiar prosiguió el duque a ponerte en posesión de mi confianza, voy a descubrirte un designio que medito, porque conviene te enteres de él a fin de que procures desempeñar los encargos que pienso darte en adelante. Hace mucho tiempo que veo mi autoridad generalmente respetada, que mis órdenes se obedecen ciegamente y que dispon- go a mi arbitrio de los cargos, empleos, gobiernos, virreinatos, beneficios, y aun me atrevo a decir que reino en España. Mi fortuna no puede llegar a más; pero quisiera preservarla de las borrascas que empiezan a amenazarla, y a este efecto desea- ría me sucediese en el ministerio el conde de Lemos, mi sobrino.»

Habiendo advertido el ministro que este último punto me había sorprendido en extremo, me dijo: «Veo bien, Santillana, conozco bien lo que te ad- mira. Te parece muy extraño que prefiera mi so- brino a mi propio hijo el duque de Uceda; pero has de saber que éste es de cortísimos alcances

25 para ocupar mi puesto y que además soy su ene- migo. No puedo llevar el que haya hallado el se- creto de agradar al rey y que éste quiera hacerle su privado. El favor de un soberano se parece a la posesión de una mujer a quien se adora; es ésta una felicidad tan envidiable, que nadie quiere que un rival tenga parte en ella, por más que le unan a él los lazos de la sangre y de la amistad. En esto te manifiesto continuó lo íntimo de mi corazón. Ya he intentado desconceptuar en el ánimo del rey al duque de Uceda, y no habiendo podido conse- guirlo, he levantado otra batería: quiero que el conde de Lemos, por su parte, se granjee la esti- mación del príncipe de España. Siendo gentilhom- bre de cámara con destino a su cuarto, tiene oca- sión de hablarle a cada paso, y además de que tiene talento, yo un medio de hacerle lograr esta empresa. Con esta estratagema, contraponiendo mi hijo a mi sobrino, suscitaré entre estos primos una competencia que los obligará a ambos a buscar mi apoyo, y esta necesidad que tendrán de hará me estén uno y otro sumisos. Ve aquí cuál es mi proyecto añadió , y tu mediación no me será inútil en él. Te enviaré a hablar secretamente al conde de Lemo», y me contarás de su parte lo que tenga que participarme.»

Después de esta confianza, que yo miraba como dinero contante, cesó mi inquietud. «¡En fin de- cía yo , heme aquí colocado en una situación que me promete montes de oro! Porque es imposible que el confidente de un hombre que gobierna la

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Monarquía española no se halle bien presto col- mado de riquezas.» Poseído de tan dulce esperan- za, veía con indiferencia apurarse mi pobre bolsillo.

CAPITULO V

En el que se verá a Gil Blas lleno de gozo, de honra y de miseria.

Bien presto se echó de ver el favor que yo mie- recía al ministro, y él mismo lo daba a entender públicamente entregándome la bolsa de los pape- les que acostumbraba antes llevar su excelencia mismo cuando iba a despachar. Esta novedad, que dio motivo para que me tuviesen en el concepto de un valido, excitó la envidia de muchos y me atrajo bastantes cumplimientos de corte. Los dos oficia- les, mis inmediatos, no fueron los últimos a felici- tarme sobre mi próxima elevación y me convidaron a cenar en casa de su viuda, no tanto por corres- pondencia cuanto con la mira de tenerme obligado a su favor para en adelante. Me veía obsequiado por todas partes, y hasta el orgulloso Calderón mudó de modales conmigo. Ya me llamaba señor de Santillanay cuando hasta entonces me había tratado siempre de vos, sin haber empleado jamás el tratamiento de usted. Se me mostraba muy pro- picio, especialmente cuando pensaba que nuestro favorecedor podía notarlo, pero aseguro que no trataba con ningún tonto. Yo correspondía a sus

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atenciones con tanta más urbanidad cuanto más le aborrecía. No se hubiera portado mejor un cor- tesano consumado.

También acompañaba al duque mi señor cuando iba a palacio, que por lo regular era tres veces al día; por la mañana entraba en el cuarto de su rrajestad cuando ya estaba despierto, se ponía de rodillas junto a la cabecera de su cama, hablábale de lo que había su majestad de hacer en el día y le dictaba las cosas que había de decir, con lo que se retiraba. Después de comer volvía, no para ha- blarle de negocios, sino de coséis alegres; le divertía contándole todos los lances graciosos que ocurrían en Madrid, los cuales era siempre el primero que los sabía, porque tenía personas pagadas a este efecto; y, en fin, iba por la noche la tercera vez a ver al rey, le daba cuenta como le parecía de lo que había hecho en el día y le pedía por ceremonia sus órdenes para el día siguiente. Mientras estaba con su majestad, yo me quedaba en la antecáma- ra, en donde había personas distinguidas dedicadas a solicitar la protección de la Corte, que anhelaban mi conversación y se vanagloriaban de que yo me dignara concedérsela. En vista de esto, ¿cómo po- dría yo no creerme hombre de importancia? Mu- chos hay en la corte que con menos fundamento se tienen por tales.

Un día tuve mayor motivo para envanecerme. El rey, a quien el duque había hablado con grande elogio de mi estilo, tuvo la curiosidad de ver una muestra de él. Su excelencia me hizo tomar el re-

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gistro de Cataluña, llevóme a presencia del mo- narca y me mandó leyese el primer extracto que había formado. Si la presencia del soberano me turbó al pronto, la del ministro me animó inme- diatamente, y leí mi qbra, que su majestad oyó con agrado y tuvo la bondad de asegurar que es- taba satisfecho de y aun la de encargar a su ministro cuidase de mis ascensos, todo lo cual en nada disminuyó el orgullo de que yo ya estaba poseído, y la conversación que tuve pocos días después con el conde de Lemos acabó de llenarme la cabeza de ideas ambiciosas.

Fui un día a buscar a este señor de parte de su tío al cuarto del príncipe y le presentó una carta credencial, en la que el duque le aseguraba podía hablarme con confianza, como que estaba enterado del asunto que tenía entre manos y escogido para mensajero de ambos. El conde, así que leyó la es- quela me condujo a un cuarto, donde nos ence- rramos solos, y allí aquel caballero joven me ha- bló en estos términos: «Supuesto que usted ha lo- grado la confianza del duque de Lerma, no dudo que la merecerá ni tengo dificultad en hacer a usted depositario de la mía. Sabrá usted, pues, que las cosas van a pedir de boca; el príncipe de España me distingue entre todos los señores de su servi- dumbre que estudian el modo de agradarle. Esta mañana he tenido una conferencia con su alteza, en la que me ha parecido estar disgustado de verse, por la mezquindad del rey, sin facultades para se- guir los impulsos de su generoso corazón y aun de

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hacer un gasto correspondiente a un príncipe. Yo le he manifestado cuánto lo sentía, y aprovechán- dome de la ocasión, he ofrecido llevarle mañana, cuando se levante, mil doblones, esperando mayo- res sumas, las que he asegurado le suministraré sin tardanza. Mi oferta le ha complacido mucho y estoy cierto de captar su benevolencia si le cum- plo la palabra. Id añadió , noticiad a mi tío es- tos pormenores y volved esta tarde a decirme su sentir acerca de ello.»

Luego que concluyó, me despedí de él y pasé a dar parte al duque de Lerma, quien, oído mi re- cado, envió a pedir a Calderón mil doblones, de que me hice cargo aquella tarde y fui a llevárselos al conde, diciendo entre mí: «¡Bueno, bueno! ¡Ahora veo claramente cuál es el medio infalible de que se vale el ministro para salir con su intento! ¡Pardiez que tiene razón, y según todas las señales, estas prodigalidades no le arruinarán! Fácilmente adivino de qué cofre saca estos hermosos doblones; pero bien considerado, ¿no es razón que el padre sea quien mantenga al hijo?» Al separarme del conde de Lemos me dijo en voz baja: «¡Adiós, nuestro amado confidente! El príncipe de España es un poco inclinado a las damas y será necesario que y yo tratemos de este punto en la primera ocasión, porque preveo que muy presto necesitaré de tu mi- nisterio.» Me retiró reflexionando en estas palabras, que a la verdad no eran ambiguas y que me llena- ban de satisfacción. «¿Cómo diablos es esto? decía yo . ¿Si estaré próximo a ser el Mercurio del he-

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redero de la Monarquía?» Yo no examinaba si esto era bueno o malo, porque la claridad del galán ofuscaba mi conciencia. ¡Qué gloria para ser agente de los placeres de un gran príncipe! «¡Oh! ¡Poco a poco, señor Gil Blas! se me dirá . No se trataba en cuanto a vos más que de haceros un agente subalterno.» Convengo en ello; pero en subs- tancia, estos dos empleos son de tanto honor uno como otro. Solamente se diferencian en el pro- vecho.

Cumpliendo bien con estas nobles comisiones, adelantando más de día en día en la gracia del primer ministro y con tan lisonjeras esperanzas, ¡qué feliz no habría yo sido si la ambición me hu- biera preservado del hambre! Ya hacía más de dos meses que había dejado mi aposento magnífico y ocupaba un cuarto pequeño en una de las posadas de caballeros más económicas. Aunque esto me causaba sentimiento, lo llevaba con paciencia, por- que salía de madrugada y no volvía hasta la noche a la hora de acostarme. Todo el día estaba en mi teatro, es decir, en casa del duque, en donde hacía el papel de señor; pero cuando me retiraba a mi cuartito desaparecía el señor y sólo quedaba el po- bre Gil Blas sin dinero y, lo peor de todo, sin te- ner de qué hacerle. Además de que yo era dema- siado orgulloso para descubrir a alguno mis nece- sidades, a nadie conocía que pudiese socorrerme sino a Navarro, a quien no me atrevía a recurrir por haber hecho poco caso de él desde que me ha- bía introducido en la Corte. Me vi precisado a ven-

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der mis vestidos uno a uno, sin quedarme mas que con aquellos que precisamente necesitaba, y ya no iba a la hostería por no tener con qué pagar mi manutención. Mas ¿qué hacía yo para subsistir? Voy a decirlo. Todas las mañanas nos traían a la oficina para desayunarnos un panecillo y un tra- guito de vino; esto era cuanto nos hacía dar el ministro. Yo no comía más en todo el día y común- mente me acostaba sin cenar.

Tal era la suerte de un hombre que brillaba en la corte y que debía causar más lástima que en- vidia. Sin embargo, no pudiendo resistir a mi mise- ria, me determinó por último a descubrírsela con maña al duque de Lerma si encontraba ocasión. Por fortuna, se presentó ésta en El Escorial, adon- de el rey y el príncipe de España fueron algunos días después.

CAPITULO VI

Qué modo tuvo Gil Blas de dar a conocer su pobreza al duque de Lerma y cómo se portó con él este mi- nistro.

Cuando el rey estaba en El Escorial mantenía a toda la comitiva, de modo que allí no sentía yo el peso de la miseria. Dormía en una recámara cerca del cuarto del duque. Una mañana, habiéndose le- vantado el ministro, según su costumbre, al rom-

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per el día, me hizo tomar algunos papeles con re- cado de escribir y me dijo le .siguiese a los jardines de palacio. Nos sentamos debajo de unos árboles, en donde, por orden suya, me ])use en la actitud de un hombre que escribe sobre la copa de su som- brero, y su excelencia aparentaba leer un papel que tenía en la mano. Desde lejos parecía que estábamos ocupados en negocios muy graves, y, a la verdad, sólo hablábamos de bagatelas, porque a su excelencia no le disgustaban.

Ya hacía más de una hora que le divertía con todas las agudezas que me sugería mi humor jo- coso, cuando vinieron a plantarse dos urracas sobre los árboles que nos cubrían con su sombra. Comen- zaron a charlar con tanta algazara que nos llama- ron la atención. «Estas aves dijo el duque pa- rece que riñen, y me alegraría saber el asunto de su pendencia.» «Señor le dije , la ciu'iosidad de vuestra excelencia me trae a la memoria una fá- bula indiana que leí en Pilpai o en otro autor fa- bulista.» El ministro me preguntó qué fábula era ésta y se la conté en estos términos:

«En cierto tiempo reinaba en Persia un buen monarca que, no teniendo suficiente capacidad para gobernar por mismo sus Estados, dejaba este cuidado a su gran visir. Este ministro, llamado Atalmuc, tenía un gran talento. Sostenía sin fatiga el peso de aquella vasta Monarquía, manteniéndo- la en una paz profunda, y poseía también el arte de hacer amable y respetable la autoridad real en términos que los vasallos hallaban un padre afee-

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tuoso en un visir fiel a su monarca. Atalmuc tenía entre sus secretarios un joven cachemiriano llama- do Zangir, a quien estimaba más que a los otros y con cuya conversación se complacía, llevándole consigo a la caza y descubriéndole hasta sus más íntimos secretos. Un día que andaban cazando ambos por un bosque, viendo el visir dos cuervos que graznaban sobre un árbol, dijo a su secreta- rio: «Me alegrara saber lo que estas aves se dicen en su lengua.» «Señor le respondió el cachemi- riano— , vuestros deseos se pueden satisfacer.» «¿Y cómo?», dijo Atalmuc. «Habéis de saber, señor respondió Zangir , que un dervís cabalista me enseñó el idioma de las aves. Si lo deseáis, yo es- cucharé a estos cuervos y os repetiré palabra por palabra lo que les haya oído.»

»Consintió en ello el visir, y acercándose el ca- chemiriano a los cuervos y haciendo como que los escuchaba atentamente, volvió después a su amo y le dijo: «Señor, ¿podríais creerlo? Nosotros somos el asunto de su conversación.» «¡Eso no es posible! exclamó el ministro persiano . ¿Pues qué dicen de nosotros?» «Uno de ellos replicó el secretario ha dicho: «Ve aquí al mismo gran visir, a esa águila tutelar que cubre con sus alas la Persia como su nido y que se desvela sin cesar por su conservación. Para descansar de sus peno- sas tareas, viene a cazar a este bosque con su fiel Zangir. ¡Qué dichoso es este secretario en servir a un amo que* le hace mil favores!». «¡Poco a poco! interrumpió el otro cuervo . ¡Poco a poco! ¡No Gil Blas.-T. III. 3

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ponderes tanto la felicidad de ese cachemiriano! Es cierto que Atalmuc conversa con él falkiiliar- mente, que le honra con su confianza, y tampoco pongo duda en que tendrá intención de darle algún día un empleo importante, pero entretanto Zangir se morirá de hambre. Este pobre infeliz está vi- viendo en un miserable cuarto de una posada, en donde carece de lo más necesario; en una palabra, pasa una vida miserable, sin que ninguno de la corte lo eche de ver. El gran visir no cuida de sa- ber si tiene o no con qué vivir, y, contentándose con tenerle afecto, le deja entregado a la miseria.»

Aquí cesé de hablar, para ver cómo se explicaba el duque de Lerma, quien me preguntó sonrién- dose qué impresión había hecho este apólogo en el ánimo de Atalmuc y si aquel gran visir se había ofendido del atrevimiento de su secretario. «No, señor le respondí, algo turbado de su pregunta-—; la fábula dice, al contrario, que le colmó de bene- ficios.» «Fué fortuna replicó el duque con serie- dad— , porque hay ministros que no llevarían a bien se les diesen semejantes lecciones. Pero aña- dió, cortando la conversación y levantándose creo que el rey no tardará mucho en despertar. Mi obli- gación me llama a su lado.» Dicho esto, se enca- minó muy de prisa hacia palacio, sin hablarme más, y, a lo que me pareció, muy disgustado de TLÍ fábula indiana..

Seguíle hasta la puerta del cuarto de su majes- tad y después fui a poner los papelea* que llevaba en el sitio de donde los había tomado. Entré en

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un gabinete, en donde trabajaban nuestros dos se- cretarios copiantes, que también habían ido a la jornada. «¿Qué tiene usted, señor de Santillana? dijeron al verme . ¡Usted está muy demudado! ¡A usted le ha sucedido algún lance pesaroso!»

Yo estaba demasiado impresionado del mal efec- to de mi apólogo para ocultarles la causa de mi aflicción, y así, les contó las cosas que había dicho al duque y se manifestaron sensibles a la gran pe- sadumbre de que les parecí poseído. «Tiene usted razón para estar desazonado me dijo uno de ellos . Su excelencia toma algunas veces las co- sas al revés.» «Esa es mucha verdad dijo el otro . ¡Quiera Dios que sea usted mejor tratado que lo fué un secretario del cardenal Espinosa, que, can- sado de no haber recibido nada en quince meses que le tenía empleado su eminencia, se tomó un día la libertad de manifestarle sus necesidades y de pedir algún dinero para mantenerse! Razón es le dijo el ministro que se os pague. Tomad prosi- guió, dándole una libranza de mil ducados , id a la Tesorería real a recibir este dinero; pero acor- daos al mismo tiempo que quedo agradecido a vuestros servicios. El secretario se hubiera ido consolado de ser despedido si después de recibir los mil ducados le hubiesen dejado buscar aco- modo en otra parte; pero al salir de casa del cardenal le prendió un alguacil y le condujo a la torre de Segovia, en donde ha estado mucho tiempo.»

Este hecho histórico aumentó mi temor de modo

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que me contempló perdido, y no hallando consue- lo, empecé a reprenderme de mi poca paciencia, como si no la hubiese tenido sobrada. «¡Ay de mí! decía . ¿Para qué me habré yo aventurado a relatar aquella desgraciada fábula que ha desagra- dado al ministro? Acaso iría ya a sacarme de mi apuro y quizá estaba yo en vísperas de hacer una de aquellas fortunas rápidas que asombran. ¡Qué de riquezas, qué de honores pierdo por mi des- atino! Debía haber mirado que hay grandes que no gustan se les advierta nada y que hasta las más leves cosas que tienen obligación de dar quieren sean recibidas como gracias. ¡Mejor me hubiera es- tado continuar con mi dieta, sin manifestar nada al duque, y aun dejarme morir de hambre, para echarle a él toda la culpa!»

Aunque hubiera conservado alguna esperanza, mi amo, a quien vi por la siesta, me la habría des- vanecido enteramente. Su excelencia se mostró, contra su costumbre, muy serio conmigo, y no me habló palabra, lo que en el resto del día me causó una inquietud mortal, sin que en la noche estu- viese más tranquilo. La desazón de ver desapa- recerse mis agradables ilusiones y el temor de au- mentar el número de los presos de Estado sólo me permitieron suspirar y lamentarme.

El día siguiente fué el día de crisis. El duque me hizo llamar aquella mañana. Entré en su cuar- to más azorado que un reo que va a ser juzgado. «Santillana me dijo alargándome un papel que tenía en la mano , toma esta libranza...» Esta

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palabra libranza me estremeció, y dije entre mí: «¡Oh, Cielos, aquí tenemos al cardenal Espinosa! ¡El carruaje está prevenido para Segovia!» El so- bresalto que se apoderó de en aquel momento fué tal, que interrumpí al ministro y, arrojándo- me a sus pies, le dije anegado en llanto: «¡Señor, suplico a vuestra excelencia muy humildemente perdone mi atrevimiento! ¡La necesidad me obliga a dar a entender a vuestra excelencia mi miseria!»

El duque no pudo dejar de reírse al ver mi tur- bación. «Consuélate, Gil Blas me respondió , y óyeme. Aunque el descubrirme tus necesidades sea echarme en cara el no haberlas precavido, no te lo tomo a mal, amigo mío; antes bien, me atribuyo el mal a mismo por no haberte preguntado de qué te mantenías. Mas para empezar a enmendar este descuido, te doy una libranza de mil quinien- tos ducados, los cuales te entregarán a la vista en la Tesorería real. No es esto solo: lo mismo te prometo todos los años, y además te doy facultad de que me hables en favor de personas ricas y ge- nerosas que busquen tu protección.»

En el impulso de gozo que me causaron estas palabras, besó los pies al ministro, quien, habién- dome mandado levantar, siguió hablando conmigo familiarmente. Por mi parte, quise recobrar mi buen humor, pero no me fué posible pasar con tanta rapidez de la pena a la alegría. Quedé tan turbado como un delincuente que oye gritar per- dón en el instante que creía recibir el golpe mortal. Mi amo atribuyó mi agitación a sólo el temor de

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haberle desagradado, aunque el temor de una pri- sión perpetua no tuvo en ello menos parte, y me confesó que había aparentado tibieza para ver si yo sentía mucho su mudanza; que mi sentimiento le había hecho conocer la inclinación que le tenía, por lo que él también me apreciaba más.

CAPITULO VII

De lo bien que empleó sus mil quinientos ducados;

del primer negocio en que medió y del provecho que

sacó de él.

El rey, como si hubiera querido librarme de mi impaciencia, se volvió el día siguiente a Madrid. Fui volando a la Tesorería real, en donde cobré inmediatamente el importe de mi libramiento. Es de admirar que no se le trastorne el juicio a \m mendigo que pasa prontamente de la miseria a la opulencia. Yo mudé así que varié de suerte y no escuché más que a mi ambición y a mi vanidad. Dejé mi miserable posada de caballeros para los secretarios que aun no habían aprendido el lengua- je de los pájaros, y por segunda vez alquilé mi hermosa vivienda, que por fortuna estaba des- ocupada. Envié a buscar un sastre famoso que ves- tía a casi todos los elegantes; me tomó la medida y me llevó a casa de un mercader, de donde sacó seis varas de paño que decía se necesitaban para hacerme un vestido. ¡Seis varas de paño para un

39 vestido a la española! ¡Adonde vamos a parar! Pero no murmuremos sobre esto. Los sastres afamados siempre necesitan más que los otros. Compró ade- más ropa blanca, que me hacía gran falta, medias de seda y un sombrero de castor con galón de oro. Después de esto, no siéndome decente pasar sin un lacayo, supliqué a Vicente Foreto, mi huésped, me buscase uno de su satisfacción. Los más de los extranjeros que alojaban en su casa solían, lue- go que llegaban a Madrid, recibir criados españo- les, lo que atraía a aquella posada todos los laca- yos que se encontraban sin acomodo. El primero que se presentó era un mozo de una fisonomía tan apacible y tan devota que no le quise; me parecía ver en él a Ambrosio de Lámela. «Yo no quiero dije a Foreto criados que tengan un aspecto tan virtuoso, porque estoy escarmentado de ellos.» Apenas despaché a éste, cuando llegó otro, que me parecía muy despierto, más arriscado que un paje cortesano y, además, un si es no es taimado. Este me agradó. Hícele algunas preguntas, a las que respondió con despejo. Conocí que era travieso y como de molde para mis asuntos. Le recibí y no me pesó de mi elección, antes advertí bien presto que había hecho un buen hallazgo. Como el duque me había permitido le hablase a favor de las per- sonas a quienes deseara servir, y yo estaba en ánimo de no despreciar tan útil permiso, necesi- taba de un perdiguero que descubriese la caza, es decir, de un hombre astuto que tuviese maña y pudiera escudriñar y traerme gentes que tuviesen

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que pedir al primer ministro. Cabalmente ésta era la habilidad de Escipión que así se llamaba mi lacayo , que había servido a doña Ana de Gue- vara, ama de leche del príncipe de España, en cuya casa la había ejercitado, siendo esta señora una de aquellas que, mirándose con algún valimiento en la Corte, quieren aprovecharse de él.

Así que manifesté a Escipión que me era posible obtener gracias del rey, salió a campaña, y el mis- mo día me dijo: «Señor, he hecho un gran descu- brimiento: acaba de llegar a Madrid un mozo, ca- ballero granadino, llamado don Rogerio de Rada. Desea la protección de usted para con el duque de Lerma en un negocio de honor y pagará bien el favor que se le haga. Me he visto con él y quería dirigirse a don Rodrigo, cuyo poder le han ponde- rado, pero se lo he quitado de la cabeza, haciéndole saber que el secretario vendía sus buenos oficios a peso de oro, en vez de que usted se contentaba con una decente demostración de agradecimiento y que aun haría iisted el empeño de balde si su situación le permitiese seguir su inclinación gene- rosa y desinteresada. En fin, le he hablado de modo que mañana por la mañana le tendrá usted aquí de madrugada.» «¡Cómo, pues le dije , señor Es- cipión, usted ha andado ya mucho camino! Conoz- co que no es usted novicio en materia de manejos y extraño que no esté usted más rico.» «Esto es lo que no debe sorprender a usted me respondió ; yo no atesoro y quiero que circule el dinero.»

Efectivamente, vino a verme don Rogerio de

41 Rada, a quien recibí con una cortesía mezclada de gravedad. «Señor mío le dije , antes de tomar cartas por usted, quiero saber el negocio de honor que le trae a la corte, porque podría ser tal que no me atreviera a hablar de él al primer ministro. Hágame usted, pues, si gusta, una fiel relación, y crea que tomaré con calor sus intereses, si son tales que pueda tomarlos a su cargo un hombre honra- do.» «Cotí mucho gusto respondió el granadino ; voy a contar a usted mi historia sinceramente,» Y fué de esta suerte.

CAPITULO VIII

Historia de don Rogerio de Rada.

«Don Anastasio de Rada, hidalgo granadino, vi- vía dichoso en la ciudad de Antequera con doña Estefanía, su esposa, la que, además de su genio afable y extremada hermosura, poseía una sólida virtud. Si amaba tiernamente a su marido, él la correspondía con extremo. Pero era muy celoso, y aunque no tenía motivo para dudar de la fidelidad de su mujer, no dejaba de vivir inquieto. Temía que algún enemigo oculto ^e su sosiego intentase ofender su honor, y esta sospecha le hacía descon- fiar de sus amigos, menos de don Huberto de Hor- dales, que entraba libremente en su casa, como primo de Estefanía, siendo a la verdad éste el úni- co hombre de quien debía recelar.

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»Efectivainente, don Huberto, sin atender al pa- rentesco que los unía ni a la amistad particular que don Anastasio le profesaba, se enamoró de su prima y tuvo atrevimiento de declararle su amor. La señora, que era prudente, en lugar de un rom- pimiento, que hubiera tenido fatales consecuencias, reprendió con suavidad a su pariente lo grave de su maldad en querer seducirla y deshonrar a su marido y le dijo muy seriamente que no debía es- perar el logro de sus designios.

»Esta moderación sólo sirvió para inflamar más al caballero, el cual, imaginando que era necesario arriesgarlo todo con una mujer de este carácter, principió a usar con ella de modales poco atentos, y un día tuvo la avilantez de estrecharla a que sa- tisficiese sus deseos. Ella le rechazó con severidad y le amenazó con que "haría que don Anastasio cas- tigase su arrojo. Espantado de la amenaza, el ga- lán ofreció no hablarle más de amor, y en fe de esta promesa Estefanía le perdonó lo pasado.

»Don Huberto, que naturalmente era de mala índole, no pudo ver tan mal pagado su cariño sin concebir un vil deseo de venganza. Conocía a don Anastasio por hombre celoso y capaz de creer todo cuanto él quisiera infundirle; este conocimiento le bastó para idear el másJiorrible designio que pueda caber en el corazón más malvado. Una tarde que se paseaba sólo con éste débil esposo, le dijo con semblante muy melancólico: «Mi amado amigo, yo no puedo estar más tiempo sin revelaros un secreto que no pensara descubriros si no conociera que os

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importa más vuestro honor que vuestro reposo; vuestro pundonor y el mío, en punto de ofensas, no me permitan ocultaros lo que pasa en vuestra casa. Preparaos a oír una noticia que os causará tanta aflicción como asombro, porque voy a heri- ros en la parte más sensible.»

«¡Ya os entiendo interrumpió don Anastasio todo turbado , vuestra prima me es infiel!» «¡Yo no la reconozco por prima! repuso Hordales con aspecto irritado . ¡La desconozco! ¡Es indigna de teneros por marido!» «¡Eso es demasiado hacerme padecer! exclamó don Anastasio . ¡Hablad! ¿Qué ha hecho Estefanía?» «¡Os ha vendido! ^prosiguió don Huberto . Tenéis un rival, a quien recibe de oculto, cuyo nombre no puedo decir, porque el adúltero, a favor de una noche obscura, se ha es- condido de quien le observaba. Lo que yo es que os engaña, y de ello estoy seguro. El interés que debo tomar en este asunto os afianza la ver- dad de mi narración. Cuando me declaro contra Estefanía es preciso que esté bien convencido de su infidelidad. Es inútil continuó, habiendo ob- servado que sus palabras causaban el efecto que esperaba , es ocioso deciros más. Advierto estáis indignado de la ingratitud con que se atreve a pa- gar vuestro amor y que meditáis una justa ven- ganza; yo no me opondré a ella. No os paréis a considerar cuál es la víctima que vais a sacrificar; mostrad a toda la ciudad que nada hay que no podáis inmolar a vuestro honor.»

»De este modo excitaba el traidor a un esposo

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demasiado crédulo contra una mujer inocente; y le pintó con tan vivos colores la afrenta de que se cubría si dejaba la ofensa sin castigo, que llegó a encender en cólera a don Anastasio, el cual, perdi- do el juicio, pareciendo que las furias le agitaban, vuelve a su casa resuelto a dar de puñaladas a su desgraciada esposa. La encuentra que iba a me- terse en la cama. Al pronto se contiene, esperando que los criados se retiren. Entonces, sin contenerle el temor de la ira del Cielo ni el deshonor que po- dría resultar a Tina honrada familia, ni aun el amor natural que debía tener a la criatura de seis meses de que su mujer estaba embarazada, se acercó a su víctima, y lleno de furor, le dijo: «¡Es preciso que mueras, malvada, y sólo te queda un instante de vida, que mi bondad te deja para que pidas perdón al Cielo del ultraje que me has hecho! ¡No quiero que pierdas tu alma como has perdido el honor!»

»Dicho esto, sacó un puñal. Su acción y expre- siones sobresaltaron a Estefanía, la que, echándose a sus pies, le dijo con las manos cruzadas y fuera de sí: «¿Qué tenéis, señor? ¿Qué motivo de disgusto os he dado, por desgracia mía, para que lleguéis a tal extremo? ¿Por qué queréis quitar la vida a vuestra esposa? ¡Si sospecháis que no os ha sido fiel, mirad que os engañáis!»

«¡No, no! repuso el irritado celoso . ¡Estoy muy cierto de vuestra traición! Las personas que me lo han dicho son de todo crédito. Don Huber- to...» «¡Ah señor! interrumpió ella con precipita-

45 ción . ¡No debéis fiaros de don Huberto, que no es tan amigo vuestro como pensáis! Si os ha dicho alguna cosa contra mi virtud, no debéis creerle.» «¡Callad, infame! replicó don Anastasio . Vos misma acreditáis mis sospechas con querer poner mal conmigo a Hordales! ¡No penséis desvanecer- las! Si me lo queréis hacer sospechoso es porque está enterado de vuestra mala conducta. Quisierais destruir su testimonio, pero semejante artificio es inútil y aumenta en el deseo que tengo de cas- tigaros.» «¡Amado esposo mío repitió la inocente Estefanía llorando amargamente , temed vuestra ciega cólera! ¡Si seguís sus movimientos, comete- réis una acción de que no podréis consolaros cuando reconozcáis la injusticia! ¡Por amor de Dios, apla- cad vuestro enojo! A lo menos, esperad que se acla- res vuestras sospechas, que entonces haréis más justicia a una mujer que no es culpable.»

»A otro que a don Anastasio hubieran hecho fuer- za estas palabras, y todavía se hubiera enternecido más con la afhcción de la que las pronunciaba; pero el cruel marido, lejos de ablandarse, le dijo segunda vez que se encomendara a Dios y alzó el brazo para herirla. «¡Detente, bárbaro! gritó . ¡Si el amor que me has tenido se ha extinguido en- teramente; si la ternura con que te he amado se ha borrado de tu memoria; si mis lágrimas no al- canzan a hacerte desistir de tu execrable intento, respeta siquiera a tu propia sangre! ¡No armes tu mano furiosa contra un inocente que aun no ha visto la luz! ¡Tú no puedes ser verdugo sin ofender

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al Cielo y a la Tierra! ¡Por lo que a toca, te perdono mi muerte; pero no dudes que la suya pe- dirá justicia de un atentado tan horrible!»

»Por muy determinado que estuviese don Anas- tasio a no hacer caso de las disculpas de Estefanía, las imágenes espantosas que ofrecieron a su espí- ritu estas últimas palabras no dejaron de suspen- derle, y así, como si hubiese temido que esta emo- ción paralizase su resentimiento, se aprovechó apre- suradamente del furor que le quedaba y atravesó con el puñal el costado derecho de su mujer, que, cayendo al punto en tierra, él la creyó muerta. Salió prontamente de su casa y desapareció de Antequera.

»Entre tanto, aquella desgraciada esposa quedó tan turbada del golpe que había recibido, que per- maneció algunos instantes tendida en tierra sin dar señales de vida; pero recobrando al cabo sus espíritus, empezó a quejarse y gemir, lo que hizo acudiese una dueña que la servía. Luego que esta buena mujer vio a su ama en un estado tan lasti- moso, dio tales gritos que despertó a los demás criados y a los vecinos cercanos, de modo que en un instante se llenó la sala de gente. Se llamaron cirujanos, quienes, habiendo registrado la herida, no la tuvieron por peligrosa, sin que errasen en su concepto. Curaron en poquísimo tiempo a Estefa- nía, quien dio felizmente a luz un hijo tres meses después de aquel cruel suceso; y yo, señor Gil Blas, soy el fruto de aquel infeliz parto.

» Aunque la murmuración en ninguna manera re-

47 serva la virtud de las mujeres, respetó, no obstante, la de mi madre, y esta sangrienta escena se contaba en la ciudad como arrojo de un marido celoso. Es verdad que mi padre estaba reputado por hombre violento y fácil en sospechar. Hordales juzgó con razón que su prima presumiría que él con sus chis- mes había trastornado el ánimo de don Anastasio, y satisfecho de haberse a lo menos vengado, cesó de visitarla. Por no cansar a vuestra señoría no me detendré en contar la educación que tuve; sola- mente diré que mi madre se dedicó principalmen- te a hacerme enseñar el arte de la esgrima y que me ejercité mucho tiempo en las más célebres es- cuelas de Granada y Sevilla. Esperaba mi madre con impaciencia que yo tuviese edad para medir mi espada con la de don Huberto, para enterarme entonces del motivo que tenía para quejarse de él, y viéndome, en fin, ya de diez y ocho años, me lo descubrió, derramando abundantes lágrimas y penetrada de un amargo dolor. ¡Qué impresión no hace en un hijo dotado de valor y .sensibilidad la vista de una madre en este estado! Busqué prontamente a Hordales, le conduje a un sitio reti- rado, en donde, después de un largo combate, le di tres estocadas y cayó en tierra.

» Sintiéndose don Huberto mortalmente herido, fijó en sus últimas miradas y me dijo que recibía la muerte de mi mano como justo castigo del de- lito que había cometido contra el honor de mi ma- dre. Confesóme que por vengarse del rigor con que le había despreciado tomó la resolución de per-

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derla, y luego expiró, pidiendo perdón de su culpa al Cielo, a don Anastasio, a Estefanía y a mí. No juzgué acertado volver a casa a informar a mi ma- dre de este acontecimiento, cuyo cuidado dejé a la fama. Pasé la sierra y llegué a la ciudad de Má- laga, donde me embarqué con un corsario que sa- lía del puerto, quien, conceptuando que no me faltaba valor, consintió gustoso en que me uniese a los voluntarios que tenía a bordo.

»No tardamos mucho en hallar ocasión de distin- guimos. En las cercanías de las islas de Alborán encontramos un corsario de Melilla, que volvía hacia las costas de África con una embarcación española ricamente cargada, que había apresado en las aguas de Cartagena. Acometimos intrépida- mente al africano y nos apoderamos de sus dos bajeles, en los cuales iban ochenta cristianos que conducía esclavos a Berbería, y aprovechando un viento que se levantó y nos era favorable para acercamos a la costa de Granada, llegamos en breve tiempo a Punta de Elena.

^Preguntamos a los cautivos a quienes habíamos libertado de qué parajes eran, y yo hice esta pre- gunta a un hombre de muy buen aspecto, que po- día tener cincuenta años cumplidos. Respondióme suspirando que era de Antequera. Su respuesta me conmovió, sin saber por qué, y también advertí que se turbaba. Di j ele: «Yo soy paisano vuestro. ¿Podremos saber vuestra familia?» «¡Ah! me dijo. ¡No me instéis a que satisfaga vuestra curiosidad si no queréis renovar mi dolor! Diez y ocho años

49 hace que falto de Antequera, en donde no se pue- den acordar de sin horror. Usted habrá quizá oído muchas veces hablar de mí. Me llamo don Anastasio de Rada...» «¡Válgame Dios! exclamé . ¿Debo creer lo que oigo? ¿Conque usted es don Anastasio? ¿Es, pues, mi padre el que veo?» «¡Qué decís, joven! exclamó mirándome atónito . ¿Será posible seáis aquel niño desgraciado que todavía estaba en el vientre de su madre cuando la sacri- fiqué a mi furor?» «Sí, padre míó^ le dije , yo soy a quien la virtuosa Estefanía parió tres meses después de la funesta noche en que la dejasteis anegada en su sangre »

Don Anastasio no esperó a que acabase estas pa- labras para abrazarme estrechamente, y en un cuarto de hora no hicimos más que mezclar nues- tros suspiros y lágrimas. Después de habernos en- tregado a los tiernos afectos que semejante en- cuentro debía inspirar, alzó mi padre los ojos al Cielo para darle gracias de haber salvado la vida a Estefanía; pero, pasado un momento, como si temiese dárselas sin motivo, se dirigió a y me preguntó de qué manera se había averiguado la inocencia de su mujer. «Señor le respondí , na- die ha dudado jamás de ella sino vos. La conducta de vuestra esposa ha sido siempre irreprensible. Es necesario que yo os desengañe. Sabed que don Huberto fué quien os engañó.» Y entonces le contó toda la perfidia de este pariente, cómo me había vengado de él y lo que me había confesado a morir.

Gil Blas.-T. III. 4

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»A mi padre no le causó tanto placer el haber recobrado la libertad como el oír las nuevas que le anunciaba. Colmado de alegría, volvió a abrazar- me tiernamente y no se cansaba de manifestarme lo gustoso que estaba conmigo. «¡Vamos, hijo mío me dijo , tomemos presto el camino de Ante- quera! ¡No tendré sosiego hasta echarme a los pies de una esposa a quien tan indignamente he tra- tado, porque, después de conocida mi injusticia, siento crueles remordimientos que despedazan mi corazón!» Deseando yo reunir estas dos personas para tan amables, no quise se alargase tan dulce momento. Dejé al corsario, y como mi padre no quería exponerse a los peligros del mar, compré en Adra, con el dinero que me tocó de la presa, dos muías. El camino dio tiempo para que me con- tase sus aventuras, que escuché con aquella aten- ción ansiosa que prestó el príncipe de Itaca a la narración de las del rey su padre. En fin, después de muchas jornadas llegamos al pie del monte más inmediato a Antequera, en donde hicimos alto, y esperamos la media noche para entrar secretamente en nuestra casa.

»Imagine vuestra señoría la sorpresa de mi ma- dre al ver a un marido que creía perdido para siempre; y todavía la admiraba más el modo mila- groso con que puede decirse le había sido restituí- do. Pidióle mi padre perdón de su barbarie, con demostraciones tan vehementes de arrepentimien- to que, enternecida mi madre, en lugar de mi- rarle como a un asesino, vio en él un hombre a

51 quien el Cielo la había sometido; tan sagrado es el nombre de esposo para una mujer virtuosa. Es- tefanía sintió en extremo mi fuga y tuvo mucho gusto de verme; pero su alegría no fué sin desa- zón. Una hermana de Hordales procedía criminal- mente contra el matador de su hermano y me ha- cía buscar por todas partes, de suerte que mi ma- dre estaba inquieta viéndome en nuestra casa sin seguridad. Esto me obligó a partir aquella misma noche para la corte, adonde vengo, señor, a soli- citar el perdón que espero obtener, puesto que vuestra señoría quiere hablar a mi favor al primer ministro y apoyarme con todo su valimiento.»

El valiente hijo de don Anastasio dio fin aquí a su narración, y yo con mucha gravedad le dije: «¡Basta, señor don Rogerio! El caso me parece per- donable; quedo con el encargo de referir puntual- mente este asunto a su excelencia y me atrevo a prometeros su jirotección.» Sobre esto, el granadino me dio mil gracias, que por un oído me hubiera entrado y por otro salido a no haberme asegurado se seguiría la gratificación al favor que le hiciera; pero luego que tocó esta cuerda me puse en movi- miento. El mismo día conté este suceso al duque, quien, habiéndome permitido le presentara al ca- ballero, le dijo: «Don Rogerio, estoy enterado del lance de honor que os trae a la corte. Santillana me ha dicho todas sus circunstancias. Sosegaos. Vuestra acción es disculpable y su majestad gusta de perdonar a los nobles que vengan su honor ofendido. Es necesario que por pura fórmula es-

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téis preso, pero vivid seguro de que no lo esta- réis largo tiempo. En Santillana tenéis un buen amigo, que se encargará de lo demás; él acelerará vuestra libertad.»

Don Rogerio hizo una profunda reverencia al mi- nistro, sobre cuya palabra se fué a la cárcel. Su carta de perdón se le expidió inmediatamente en fuerza de mi solicitud. En menos de diez días en- vié a este nuevo Telémaco a reunirse con su Ulises y su Penélope, en vez de que, si no hubiera tenido protector y dinero, acaso hubiera pasado un año en la prisión. De todo esto no saqué más que cien doblones. No fué este lance muy provechoso, pero yo no era todavía un don Rodrigo Calderón para despreciarlo.

CAPITULO IX

Por qué medios Gil Blas hizo en poco tiempo una

gran fortuna y de cómo tomó el aire de persona de

importancia.

El asunto que acabo de referir me engolosinó, y diez doblones que di a Escipión por su corretaje le animaron a hacer nuevas investigaciones. Ya dejo celebrados sus talentos para esto, por lo que se le podía dar el nombre de Escipión el Grande. El segundo penitente que me llevó fué un- impre- sor de libros de caballerías que se había enriqueci- do a despecho del sano juicio. Este impresor había

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reimpreso una obra de uno de sus compañeros y le habían embargado la edición. Por trescientos ducados conseguí se le devolviesen sus ejemplares y le libré de una fuerte multa. Aunque esto no era de la inspección del primer ministro, su excelencia quiso a mi ruego interponer su autoridad. Después del impresor, me trajo a las manos un mercader, y el negocio era el siguiente: un navio portugués ha- bía sido apresado por un corsario berberisco y re- presado por otro de Cádiz. Las dos terceras partes de mercancías de que iba cargado pertenecían a un mercader de Lisboa, que, habiéndolas recla- mado inútilmente, venía a la corte de España a buscar un protector cuyo valimiento fuese bastan- te para hacérselas entregar, y tuvo la fortuna de encontrarlo en mí. Me empeñé por él y recobró sus géneros mediante la cantidad de cuatrocientos doblones que pagó por el favor.

Me parece que oigo al lector gritarme al llegar aquí: «¡Animo, señor de Santillana! ¡Cálcese usted las botas, pues está en camino de adelantar su fortuna!» ¡Oh, no dejaré de hacerlo! Si no me en- gaño, veo llegar a mi criado con un nuevo quídam que acaba de enganchar. Cabalmente es Escipión. Escuchémosle. «Señor me dice , permítame us- ted le presente a este famoso empírico, quien soli- cita un privilegio para vender sus medicamentos por espacio de diez años en todas las ciudades de la Monarquía de España, con exclusión de cuales- quiera otros; es decir, que se prohiba a las perso- nas de su profesión establecerse en los lugares

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donde esté. Por vía de agradecimiento dará dos- cientos doblones al que le saque el privilegio.» Yo dije al charlatán, tomando el aspecto de un pro- tector: «¡Id, amigo mío; vuestra solicitud corre de mi cuenta!» En efecto, pocos días después le saqué un privilegio que le permitía engañar al pueblo exclusivamente en todos los reinos de España.

Yo conocí la verdad de aquel refrán que dice que «el comer y el rascar todo es empezar». Pero además de que advertía que la codicia iba cre- ciendo en a medida que iba adquiriendo rique- zas, había logrado de su excelencia con tanta faci- lidad las cuatro gracias de que acabo de hablar, que no me detuve en pedirle la quinta. Esta fué el Go- bierno de la ciudad de Vera, en la costa de Grana- da, para un caballero de Calatrava que me ofrecía mil doblones. El ministro se echó a reir viéndome caminar tan de prisa. «¡Vive diez, amigo Gil Blas! me dijo . ¡Cómo apretáis! ¡Deseáis vivamente hacer bien al prójimo! Mirad: cuando no se trate más que de bagatelas, no repararé en ello; pero cuando me pidáis Gobiernos u otras cosas de im- portancia, os quedaréis enhorabuena con la mitad del provecho y a me daréis la otra. No podéis pensar continuó el gasto que tengo precisión de hacer ni cuántos arbitrios necesito para mantener la dignidad de mi empleo, porque, a pesar del des- interés que aparento a los ojos del mundo, os con- fieso que no soy tan imprudente que quiera aban- donar mis intereses propios. Sírvaos esto de go- bierno.»

55 Con esta advertencia me quitó mi amo el temor de importmiarle, o más bien me excitó a que pro- siguiese con mayor empeño, y me sentí aún más sediento de riquezas que antes. Hubiera yo en- tonces con gusto hecho fijar un cartel que dijese que todos aquellos que quisieran conseguir gra- cias en la corte no tenían mas que acudir a mí; yo iba por un lado y Escipión por otro buscando ocasiones de servir por dinero. Mi caballero de Ca- latrava alcanzó el Gobierno de Vera por sus mil doblones, y bien presto hice conceder otro por el mismo precio a un caballero de Santiago. No con- tento con nombrar gobernadores, concedí hábitos de las Ordenes militares, transformó algunos bue- nos plebeyos en malos hidalgos con famosos títu- los de nobleza; quise también que la clerecía par- ticipase de mis favores, y así, conferí beneficios cortos, canonjías y algunas dignidades eclesiásti- cas. En orden a los obispados y arzobispados era el colador de ellos el señor don Rodrigo Calderón, quien además nombraba para las togas, encomien- das y virreinatos, lo que prueba que no se proveían los empleos grandes mejor que los pequeños, por- que los sujetos a quienes nosotros elegíamos para ocupar los puestos de que hacíamos un tráfico tan honorífico no eran siempre los más hábiles ni los más honrados. Sabíamos muy bien que los burlo- nes de Madrid se divertían en este punto a costa nuestra, pero nosotros parecíamos a los avaros, que se consuelan de las murmuraciones del pueblo recontando su dinero.

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Isócrates llama con razón a la intemperancia y a la locura compañeras inseparables de los ricos. Cuando me vi dueño de treinta mil ducados y en disposición de ganar quizá diez tantos más, juzgué me tocaba hacer un papel digno de un confidente del primer ministro; alquilé una casa entera, que hice adornar lujosamente; compré el coche de un escribano, que lo había echado por ostentación y que se deshizo de él por consejo de su panadero. Recibí un cochero, tres lacayos, y como es regular promover a los criados antiguos, ascendí a Esci- pión al triple honor de mi ayuda de cámara, mi secretario y mayordomo mío. Pero lo que acabó de colmar mi orgullo fué que el ministro tuviese a bien que mis criados llevasen su librea. Con esto perdí lo que me restaba de juicio; no estaba menos loco que los discípulos de Porcio Latro cuando, a fuerza de haber bebido agua de cominos, se pu- sieron tan pálidos como su maestro, imaginándose tan sabios como él. Poco me faltaba para juzgar- me pariente del duque de Lerma. Se me puso en la cabeza pasaría por tal, y quizá por uno de sus hijos bastardos, cosa que me lisonjeaba extrema- damente.

Añádase a esto que quise, como su excelencia, tener mesa de estado, y a este efecto encargué a Escipión me buscase un cocinero, y me trajo uno que podía casi compararse con el del romano No- mentano, de golosa memoria. Abastecí mi cueva de vinos exquisitos, y después de haber hecho las demás provisiones necesarias, principié a convidar

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gentes. Todas las noches venían a cenar a mi casa algunos de los principales covachuelistas del nñ- nistro, los cuales se apropiaban con vanidad el dictado de secretarios de Estado. Les tenía muy buena comida y siempre iban bien bebidos. Esci- pión por su parte porque tal amo tal criado también daba mesa en el tinelo, en donde a costa mía regalaba a sus conocidos. Pero además de que yo quería a este mozo, como él contribuía a hacer- me ganar dinero, me parecía tenía derecho para ayudarme a gastarlo, fuera de que yo miraba es- tas disposiciones como un joven que no reflexiona el daño que se le sigue y sólo considera el honor que le resulta de ellas. Había asimismo otro moti- vo para no cuidar de esto, y era que los beneficios y empleos no cesaban de traer agua al molino, con lo que mi caudal se aumentaba cada día, y yo creía tener clavada la rueda de la fortuna.

Sólo faltaba a mi vanidad que Fabricio fuese testigo de mi vida ostentosa. Creyendo habría ya vuelto de Andalucía, quise tener el gusto de sor- prenderle, y a este fin le envió un papel anónimo, en el que le decía que un señor siciliano, amigo suyo, le esperaba a cenar, señalándole día, hora y lugar adonde debía acudir; la cita era en mi casa. Núñez vino a ella y se quedó sumamente admirado cuando supo que yo era el señor extranjero que le había convidado. «¡Sí le dije , amigo mío, yo soy el dueño de esta casa! ¡Tengo coche, buena mesa y sobre todo un gran caudal!» «¡Es posible exclamó con viveza que te encuentre nadando

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en la opulencia! ¡Cuánto me alegro de haberte co- locado con el conde Galiano! ¡Bien te decía yo que aquel señor era generoso y que no tardaría en aco- modarte! Sin duda añadió que seguiste el sabio consejo que te di de aflojar algo la rienda al re- postero. ¡Sea enhorabuena! Con esa prudente con- ducta engordan tanto los mayordomos de las casas grandes.»

Dejé a Fabricio aplaudirse cuanto quiso de ha- berme llevado a casa del conde Galiano, y después, para moderar la alegría que manifestaba de ha- berme agenciado tan buen puesto, le dije sin omitir circunstancias las señales de agradecimiento con que este señor había pagado lo que le había ser- vido; pero percibiendo que mi poeta mientras yo le refería estos pormenores cantaba interiormente la palinodia, le dije: «Yo perdono al siciliano su ingratitud. Hablando aquí entre los dos, más mo- tivo tengo de darme el parabién que de lamentar- me. Si el conde no se hubiera portado mal con- migo, le habría seguido a Sicilia, en donde todavía le estaría sirviendo esperanzado de un acomodo incierto. En una palabra, no sería confidente del duque de Lerma.»

Estas últimas palabras dejaron tan atónito a Núñez, que por el pronto no pudo desplegar los labios; pero luego, rompiendo de golpe el silencio, me dijo: «¿Es verdad lo que oigo? ¡Que lográis de la confianza del primer ministro!» «La divido le respondí con don Rodrigo Calderón, y según las apariencias llegaré más lejos.» «Es verdad, señor

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de Santillana replicó , que me causáis admira- ción. ¡Sois capaz de desempeñar toda clase de em- pleos! ¡Qué talentos se unen en vos! O mas bien, para servirme de una expresión a nuestro modo, poseéis un talento universal, es decir, que para todo sois adecuado. Finalmente, señor prosi- guió— , me alegro mucho de la prosperidad de vuestra señoría.» «¡Oh qué diablos! interrumpí yo . ¡Señor Núñez, nada de señor ni señoría! ¡De- jaos de esos tratamientos y vivamos siempre con familiaridad!» «Tienes razón repitió . Aunque te hayas enriquecido, no debo mirarte con otros ojos que con los que te he mirado siempre. Pero aña- dió— te confieso mi flaqueza: al oír tu fortuna me ofusqué. Gracias a Dios, pasado mi alucinamien- to, no veo en ti más que a mi amigo Gil Blas.»

Nuestra conversación fué interrumpida por cua- tro o cinco covachuelistas que llegaron. «Señores le^ dije mostrándoles a Núñez , ustedes cena- rán con el señor don Fabricio, que hace versos dig- nos del rey Nimaa y que escribe en prosa como nadie escribe.» Por desgracia, yo hablaba con gen- tes que hacían tan poco caso de la poesía que deja- ron cortado al poeta; apenas se dignaron mirarle. Por más que dijo cosas muy agudas para atraerse su atención, no le escucharon; lo que le picó tanto que, tomando una licencia poética, se escurrió su-, tilmente de entre todos y desapareció. Nuestros co- vachuelistas no advirtieron su retirada y se sentaron a la mesa sin preguntar siquiera qué se había hecho.

Al siguiente día por la mañana, cuando yo me

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acababa de vestir y me disponía a salir de casa, el poeta de las Asturias entró en mi gabinete. «Perdó- name, amigo mío me dijo , si he ofendido a tus covachuelistas; pero, hablando con franqueza, me encontré tan desairado entre ellos, que no pude resistir. Son para muy fastidiosos unos hom- bres tan presumidos y almidonados. ¡No alcanzo cómo tú, que tienes un entendimiento tan delicado, puedes acomodarte a convidados tan estúpidos! Yo quiero desde hoy traerte otros más listos.» «Tendré le dije mucha satisfacción en eso, y para ello me fío de tu gusto.» «¡Con razón! me respondió . Yo te prometo talentos superiores y de los más entretenidos. Voy de aquí a una casa de vinos ge- nerosos, adonde van a reunirse dentro de poco: los apalabraré para que no se comprometan con otro, porque son tan festivos que en todas partes los apetecen.»

Dicho esto me dejó, y por la noche, a la hora de cenar, volvió, acompañado de sólo seis autores, que me presentó uno tras otro, haciéndome su elogio. Si se le hubiera de creer, aquellos grandes ingenios sobrepujaban a los de Grecia y de Italia, y sus obras-^decía él merecían imprimirse en le tras de oro. Recibí a aquellos señores muy atenta- mente y aun afecté llenarlos de atenciones, porque la nación de los autores es un poco vana y amiga de gloria. Aunque no hubiera encargado a Esci- pión que la cena fuese abundante, como él sabía la clase de gentes a que debía obsequiar en aquel día, la había dispuesto con profusión.

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En fin, nos sentamos a la mesa con mucha ale- gría. Mis poetas principiaron a hablar de pro- pios y a alabarse. Uno citaba con vanidad los grandes y las señoras a quienes agradaba su musa; otro, vituperando la elección que una academia de hteratos acababa de hacer de dos sujetos, decía modestamente que debían haberle elegido; los de- más discurrían con la misma presunción. Mientras comían, me fastidiaron con trozos de versos y de prosa. Cada uno de ellos recitaba por turno algún pasaje de sus escritos; uno lee un soneto, el otro declama una escena trágica, otro lee la crítica de una comedia, y el cuarto, leyendo a su vez una oda de Anacreonte, traducida en malos versos es- pañoles, es interrumpido por uno de sus compañe- ros, que le dice se ha servido de una voz impropia. El autor de la traducción defiende lo contrario y se arma una disputa, en la cual todos los ingenios toman partido. Las opiniones son diversas; los dis- putantes se acaloran y llegan a las injurias. Todo esto era tolerable; pero aquellos furiosos se levan- tan de la mesa y andan a cachetes. Fabricio, Es- cipión, mi cochero, mis lacayos y yo, ¡en qué nos vimos para ponerlos en paz! Cuando se vieron se- parados salieron de mi casa como de una taberna, sin pedirme ningún perdón de su impolítica.

Núñez, sobre cuya palabra había yo formado una idea agradable de aquella comida, se quedó atónito del lance. «Y bien le dije , amigo, ¿me elogiaréis todavía a vuestros convidados? ¡A fe mía que me habéis traído unas gentes bien des-

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preciables! Aténgome a mis covachuelistas. ¡No me hables más de autores!» «Yo no pienso me res- pondió— presentarte otros, pues acabas de ver a los más juiciosos.»

CAPITULO X

Corrómpense enteramente las costumbres de Gil Blas en la Corte; del encargo que le dio el conde í de Lemos y de la intriga en que este señor y él se i metieron.

Luego que se llegó a saber que yo era privado 3 del duque de Lerma, empecé a tener corte. Todas i las mañanas estaba mi antesala llena de gente, a quien daba audiencia al levantarme. Venían a mi casa dos clases de personas: unas, interesándome con dinero para que pidiese alguna gracia al mi- nistro, y otras a moverme con súplicas para con- seguirles gratis lo que pretendían. Las primeras tenían seguridad de ser escuchadas y bien servi- das. En orden a las segundas, me desembarazaba prontamente con excusas, o les entretenía tanto tiempo que les hacía perder la paciencia. Antes de hacer papel en la Corte era yo naturalmente pia- doso y caritativo; pero como en ella no hay esta debilidad, me hice más duro que un pedernal, y, | de consiguiente, perdí también el cariño a mis ami- | gos y me desnudé de todo el afecto que les tenía.

63 En prueba de esta verdad voy a contar cómo traté en una ocasión a José Navarro.

Este José Navarro, al que tanto tenía que agra- decer y quien para decirlo de una vez era la causa primordial de mi fortuna, vino un día a mi casa. Después de haberme mostrado mucho amor, como lo acostumbraba hacer siempre que me en- contraba, me suplicó pidiese al duque de Lerma cierto empleo para uno de sus amigos, diciéndome que el sujeto por quien se interesaba era un mozo muy amable y de gran mérito, pero que necesitaba empleo para subsistir. «No dudo añadió José que siendo usted tan bueno y amigo de hacer un favor tendrá gusto en hacer bien a un pobre hom- bre honrado. Su indigencia es un título que merece el apoyo de usted. Tengo la seguridad de que me daréis las gracias, porque os proporciono ocasión de ejercer vuestra condición caritativa.» Esto era decirme claramente que esperaba que hiciese este favor de balde. Aiuique esto me disgustaba, no dejé de aparentar qiie estaba propicio a servirle. *Me alegro respondí a Navarro de tener esta ocasión en que poder manifestar a usted mi vivo agradecimiento a cuanto usted ha hecho por mí; me basta que usted se interese por cualquiera y no necesita otra recomendación para decidirme a servirle. Su amigo de usted tendrá el empleo que desea; cuente usted con ello. Este es asunto mío y no de usted.»

Con estas expresiones, José se fué muy satisfecho de mi favor. Sin embargo, su recomendado se que-

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sin empleo, porque lo hice dar a otro por mil ducados que metí en mi gaveta. Preferí tomar este dinero a los agradecimientos que hubiera recibido de mi buen repostero, a quien, con un modo pesa- roso, dije cuando nos volvimos a ver: «¡Ah, mi ama- do Navarro! Usted me habló tarde. Calderón se me anticipó a dar el empleo que usted sabe. Siento en extremo no dar a usted mejor noticia.»

José me creyó de buena fe y nos separamos más amigos que nunca; pero creo que presto des- cubrió la verdad, porque no volvió a parecer por mi casa. En vez de sentir algunos remordimientos de haberme portado tan mal con un amigo verda- dero y a quien tanto debía, quedé muy contento. Además de que ya me pesaban los favores que me había hecho, no me pareció conveniente tratar con reposteros en la categoría en que me hallaba en la corte.

Volvamos al conde de Lemos, de quien hace tiempo no he hablado y al que visitaba algunas veces. Le había llevado mil doblones, como tengo dicho, y todavía le llevó otros mil por orden del duque su tío, del dinero que yo tenía de su exce- lencia. En este día fué cuando el conde quiso tener una larga conversación conmigo, en la cual me ma- nifestó que al fin había logrado su intento y que enteramente gozaba del favor del príncipe de Es- paña, de quien era el único confidente, y en segui- da me dio un encargo muy honroso, para el cual ya me tenía destinado. «¡Amigo Santillana me dijo , vamos, manos a la obra! ¡No dejéis de hacer cuanto

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podáis para descubrir alguna beldad digna de di- vertir a este príncipe galán! Entendimiento tenéis; nada más os digo. ¡Id, corred, investigad, y cuan- do hayáis descubierto una cosa buena, decídmelo!» Ofrecí al conde no omitir diligencia para contribuir al buen desempeño de mi empleo, cuyo ejercicio no debe de ser muy difícil, pues hay tantas gentes que se ocupan en él.

Yo no estaba muy acostumbrado a este género de averiguaciones, pero no dudaba que Escipión sería también admirable para el caso. Luego que volví a casa, le llamé y le dije a solas: «Hijo mío, tengo que hacerte un encargo importante. En me- dio de tanto como sabes me favorece la fortuna, conozco que me falta alguna cosa.» «Fácilmente adivino lo que es interrumpió sin dejarme acabar lo que quería decirle ; usted necesita una ninfa agradable que le distraiga un poco y le divierta, y, en efecto, es de maravillar que usted, en la flor de sus días, no la tenga, cuando viejos barbones no pueden estar sin ella.» «¡Admiro tu perspicacia! le dije sonriéndome . Sí, amigo mío, necesito una dama, pero la quiero venida de tu mano. Mas advierte que soy muy delicado en este negocio; quiero una persona linda y que no tenga malas costumbres.» «Lo que usted desea interrumpió Es- cipión sonriéndose es algo raro; no obstante, es- tamos, a Dios gracias, en un pueblo en donde hay de todo, y espero encontrar presto lo que usted pretende.»

Efectivamente, a los tres días me dijo: «He des- GlL Blas.-t. III. 6

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cubierto un tesoro: una señorita joven, llamada Catalina, de buena familia y de indecible hermo- sura. Vive a la sombra de una tía suya, en una casita, en donde subsisten ambas muy decente- mente con sus haberes, que no son considerables. La criada que las sirve es conocida mía y acaba de asegurarme que, aunque no dan entrada a na- die, no sería difícil la hallase un galán rico y es- pléndido, con tal que, para no escandalizar, entra- se en su casa sólo de noche y con todo sigilo. En esta inteligencia, le he pintado a usted como un hombre digno de que le admitan en su casa, y he suplicado a la criada se lo proponga a las dos se- ñoras, lo cual me ha ofrecido, como también ir mañana a un sitio determinado a darme la res- puesta.» «¡Bravo va el negocio! le respondí . Pero temo te engañe la criada.» «¡No, no! replicó . ¡No me dejo yo engañar tan fácilmente! He pre- guntado ya a los vecinos, y de lo que me han di- cho he inferido que la señora Catalina es tal como usted la puede desear; es decir, una Dánae, de quien usted puede ser el Júpiter enviando una lluvia de doblones.»

Sin embargo de la desconfianza que tenía de esta clase de hallazgos, no dejé de aceptar éste, y como la criada al día siguiente avisase a Escipión que podía presentarme aquella misma noche en casa de sus amas, entre once y doce me entré en ella con mucho sigilo. La criada me recibió a obscuras, me cogió de la mano y me llevó a una sala decen- te, en donde encontré a las dos señoras airosamente

67 vestidas y sentadas en almohadones de raso. Luego que me vieron se levantaron y me saludaron con tanta finura que me parecieron personas distingui- das. La tía, que se llamaba la señora Mencía, aun- que todavía de buen parecer, no atrajo mi aten- ción. Es verdad que toda se la llevaba la sobrina, que me pareció una diosa, y aunque examinada rigurosamente podía decirse que no era una her- mosura perfecta, tenía, con todo, tantas gracias, que, añadidas a un rostro atractivo y voluptuoso, ofuscaban y hacían imperceptibles sus defectos.

Su vista me turbó los sentidos. Olvidó que iba como emisario; hablé en mi propio y privado nom- bre y me manifestó apasionado. La señorita, cuyo entendimiento yo juzgaba tres veces mayor de lo que realmente era tan bien me había parecido , acabó de enamorarme con sus respuestas. Ya prin- cipiaba yo a estar fuera de mí, cuando, para mode- rar la tía mis impulsos, tomó la palabra y me dijo: «Señor de Santillana, voy a hablar a vuestra señO' ría francamente. Por lo mucho bien que me han dicho de vuestra señoría le he permitido entrar en mi casa, sin ponderarle el gran favor que le hago en ello; pero no crea vuestra señoría por eso que ha adelantado algo; hasta ahora he criado a mi so- brina con recato, y vos sois, por decirlo así, el pri- mer caballero a quien la he presentado. Si os pa- rece digna de ser vuestra esposa, tendré el mayor gusto en que ella logre este honor; ved si a este precio os conviene, pues a otro no la consegui- réis.»

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Este tiro a quemarropa ahuyentó el Amor, que me iba a disparar una flecha. Hablando sin metá- fora, un casamiento propuesto tan a secas me hizo entrar en mismo, y volviendo de repente a ser fiel agento del conde de Lemos, mudó de tono y respondí a la señora Mencía: «Señora, vuestra fran- queza me agrada, y por tanto quiero imitarla. Aunque hago un papel distinguido en la corte, no basta éste para merecer a la sin igual Catalina; le tengo reservado un partido más brillante: la destino para el príncipe de España.» «Me parece ^respondió la tía fríamente que bastaba despre- ciar a mi sobrina, sin que fuera necesario acompa- ñar el desprecio con la burla.» «No me burlo, seño- ra— exclamó , hablo seriamente. Tengo orden de buscar una persona de mórito a quien pueda hon- rar con sus visitas secretas el príncipe de España, y en casa de usted he hallado lo que buscaba.»

Esta declaración sorprendió en gran manera a la señora Mencía, a quien conocí no le había des- agradado. Sin embargo, creyendo que debía hacer la reservada, me replicó en estos términos: «Aun cuando tomara al pie de la letra lo que vuestra se- ñoría me dice, ha de saber que no soy de carácter que haga vanidad del infame honor de ver a mi sobrina ser dama do un príncipe; mi decoro se ofen- de con la idea...» «¡Qué bendita es usted le inte- rrum.pí con su virtud! Usted piensa como una simple aldeana y se chancea si mira estas cosas con tanto escrúpulo. ¡Eso es quitarles lo que tie- nen de bueno! Es necesario mirarlas con mejores

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ojos. Considerad a los pies de la dichosa Catalina al heredero de la Monarquía; representaos que la adora y la llena de regalos; y pensad, en fin, que quizá puede nacer de ella un héroe que inmorta- lice el nombre de su madre con el suyo.»

Fingió la tía no saber a qué resolverse, aunque estaba determinada a aceptar mi propuesta, y Ca- talina, que ya hubiera querido poseer al príncipe, aparentó la mayor indiferencia, por lo que tuve que hacer nuevos esfuerzos para estrechar la plaza, hasta que al fin la señora Mencía, viéndome ya cansado y en disposición de levantar el sitio, tocó la llamada, y ajustamos una capitulación que con- tenía los artículos siguientes: Primero: Que si por los informes que diese yo al príncipe de las gracias de Catalina gustaba de ella y determinaba hacerle una visita nocturna, sería de mi cargo advertir de ella a las señoras, como igualmente de la noche que eligiese para este efecto. Segundo: Que el prín- cipe había de entrar en casa de dichas señoras como un galán cualquiera y acompañado sólo de y de su principal confidente.

Celebrado este convenio, me hicieron mil agasa- jos tía y sobrina. Empezaron a tratarme familiar- mente, con lo que me aventuró a algunas llanezas, que no fueron muy mal recibidas, y cuando nos separamos me abrazaron de su propio motivo, ha- ciéndome todas las caricias imaginables. ¡Es cosa maravillosa la facilidad con que se traba amistad entre los corredores de amor, digámoslo así, y las mujeres que lo necesitan! Al verme salir de allí tan

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favorecido, nadie hubiera dicho sino que yo había

sido más dichoso de lo que era en realidad.

El conde de Lemos tuvo suma alegría cuando le dije que había hecho un descubrimiento cual podía apetecerlo. Le habló de Catalina en tales términos que le entraron deseos de verla. Le conduje la no- che siguiente, y me confesó que había hecho muy buen hallazgo. Dijo a las señoras que no dudaba que el príncipe quedase muy complacido de ver a la señorita que yo le había elegido y que ésta por su parte no quedaría descontenta de tal amante, por ser el príncipe generoso, afable y lleno de bon- dad. En fin, les ofreció que le conducirían dentro de algunos días del modo que deseaban, esto es, sin acompañamiento ni ruido. Este señor se des- pidió y yo me retiré con él para ir a tomar el co- che en que habíamos venido, el cual nos esperaba al fin de la calle. Después me llevó a mi casa y me encargó enterase al día siguiente a su tío de esta principiada aventura y le suplicase de su parte le enviara mil doblones para finalizarla.

Con efecto, al día siguiente fui a dar puntual cuenta de cuanto había pasado al duque de Lerma, callando la parte que había tenido Escipión en el negocio para pasar yo por autor del descubrimiento de Catalina, porque de todo hace uno mérito para con los grandes.

Y así fué que se me dieron gracias de ello. «Señor Gil Blas ^me dijo el ministro con aire burlón , me alegro que usted una a sus demás talentos el de descubrir las hermosuras halagüeñas, y no ex-

71 trañará que cuando yo necesite alguna acuda a usted.» «Señor le respondí en el mismo tono , agradezco la preferencia; pero permítaseme que diga que escrupulizaría si proporcionase esta clase de placeres a vuestra excelencia, porque hace tan- to tiempo que el s^ñor don Rodrigo está en pose- sión de ese empleo, que se le haría una injusticia en despojarle de él.» El duque se sonrió de mi res- puesta y, mudando de conversación, me preguntó si su sobrino pedía dinero para esta empresa. «Per- donad— le dije , él suj^lica a vuestra excelencia le envíe miil doblones.» «Está bien respondió el ministro , no tienes más que llevárselos. Dile que no los escasee y que aplauda todos los gastos que el príncipe quiera hacer.»

CAPITULO XI

De la visita secreta y de los regalos que el príncipe hizo a Catalina.

En aquel mismo punto llevé los mil doblones al conde de Lemos. «¡No podíais venir más a tiempo! me dijo este señor . He hablado al príncipe, quien ha caído en el lazo y desea con impaciencia ver a Catalina, por lo que se ha resuelto que esta noche salga secretamente de palacio para ir a su casa. Las medidas están ya tomadas. Díselo así a las señoras y dales el dinero que me traes. Es ne- cesario manifestarles que el que va a verlas no es

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un amante común; fuera de que los regalos de los príncipes deben preceder a sus galanteos. Supuesto que le has de acompañar conmigo prosiguió » hállate esta noche en palacio a la hora de acostar- se. También será preciso que tu coche, porque me parece del caso servimos de él, nos espere a media noche cerca de Palacio.»

Me fui inmediatamente a casa de las señoras, en la que no vi a Catalina, por estar, según se me dijo, acostada, y sólo hablé con la señora Mencía. «Per- done usted, señora le dije , si vengo de día a su casa, porque no puedo hacer otra cosa; me es preciso avisar a usted que el príncipe vendrá aquí esta noche; y reciba usted añadí entregándole el talego en donde llevaba el dinero , reciba usted una ofrenda que envía al templo de Citerea para que le sean propicias sus deidades. Ya ve usted que no les he proporcionado una mala conveniencia.» «Doy a usted las gracias me respondió . Pero dígame, señor de Santillana, si al príncipe le" gusta la música.» «¡Con extremo! ^le contesté . Ningu- na cosa le divierte tanto como una buena voz acompañada de un laúd tocado con destreza.» «¡Mu- cho mejor! exclamó ella enajenada de alegría . Lo que usted dice me llena de gozo, porque mi sobrina tiene la garganta de un ruiseñor, tañe ma- ravillosamente el laúd y también baila con per- fección.» «¡Vive diez exclamé , esas son muchas habilidades, tía mía! No necesita tantas una se- ñorita para hacer fortuna; una sola de esas gracias le basta.»

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Dispuestas así las cosas, esperó la hora en que el príncipe solía acostarse. Llegada esta, di mis órdenes al cochero y me reuní al conde de Lemos, quien me dijo que el príncipe, para quedarse solo antes de tiempo, iba a fingir una ligera indisposi- ción, y aun acostarse, a fin de hacer creer mejor que estaba malo, pero que de allí a una hora se levantaría y por una puerta falsa tomaría una es- calera excusada que iba a dar a los patios. Luego que me enteró de lo que ambos habían concertado, me apostó en un sitio por donde me aseguró había de, pasar. Duró tanto el poste, que comencé a creer que nuestro galán había tomado otro camino o perdido el deseo de ver a Catalina, como si los príncipes abandonaran estos antojos antes de ha- berlos satisfecho. En fin, cuando creía que me ha- bían olvidado, se llegaron a dos hombres, que conocí ser los que esperaba, y los conduje a mi coche, en el cual subimos ambos. Yo iba cerca del cochero para guiarle y le hice parar a cincuenta pasos de donde vivían las señoras. Di la mano al príncipe y a su compañero para ayudarles a bajar y marchamos a la casa, cuya puerta nos abrieron inmediatamente que llamamos y volvieron a cerrar.

Al principio nos encontramos en las mismas ti- nieblas en que yo me vi la primera vez, aunque por distinción habían puesto en la pared una lam- parilla, cuya luz era tan escasa que solamente la percibíamos, sin que ella nos alumbrara. Todo esto servía para hacer la aventura miás agradable a su héroe, el cual quedó vivamente sorprendido a vista

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de las señoras, que le recibieron en la sala, en donde la claridad de un sinnúmero de bujías recompensó la obscuridad que había en el patio. La tía y la so- brina se presentaron en gracioso traje de casa, se- ductoramente descuidado, y con aire tan atractivo que no se podían mirar sin embelesamiento. Nues- tro príncipe, si no hubiera tenido que escoger, se hubiera contentado muy bien con la señora Men- cía; pero dio la preferencia, como era razón, a las gracias de la joven Catalina.

«Y bien, príncipe mío le dijo el conde , ¿po- díamos haber proporcionado a vuestra alteza el gusto de ver dos personas más bonitas?» «Ambas me embelesan respondió el príncipe . No pienso sacar libre de aquí mi corazón, pues si faltara la sobrina no se escaparía de la tía.»

Después de este cimaplimiento, tan agradable para una tía, dijo mil cosas lisonjeras a Catalina, a las que ésta respondió con mucha discreción. Como les es permitido a las gentes honradas que hacen el personaje que yo en esta ocasión mez- clarse en la conversación de los amantes, siempre que sea para atizar el fuego, dije al galán que su ninfa cantaba y tocaba a las mil maravillas. Se alegró de saber tuviese estas habilidades y le su- plicó le diese alguna muestra de ellas. Con mucho gusto cedió a sus instancias, y, tomando un laúd bien templado, tocó sonatas tiernas y cantó de un modo tan expresivo, que el príncipe se echó a sus pies enajenado de amor y de placer. Pero de- jemos a un lado esta pintura y digamos solamente

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que la dulce embriaguez en que se había sepultado el heredero de la Monarquía hizo que las horas le pareciesen momentos y que tuviésemos que arran- carle de aquella peligrosa casa cuando ya se acer- caba el día. Los señores agentes le condujeron pron- tamente a palacio y le dejaron en su aposento. Después se volvieron a su casa, tan contentos de haberle unido con una aventurera como si le hu- biesen casado con una princesa.

La mañana siguiente conté el suceso al duque de Lerma, porque todo lo quería saber, y al concluir mi narración llegó el conde de Lemos y nos dijo: «El príncipe de España está tan prendado de Ca- talina y le ha gustado tanto, que piensa ir a verla con frecuencia y no aficionarse a otra. Quisiera enviarle hoy dos mil doblones en joyas, pero no tiene dinero. Ha acudido a y me ha dicho: «Mi amado Lemos, es preciso me busques al mo- mento esta cantidad. que te incomodo, que apuro tu bolsillo, y por tanto mi corazón te está muy agradecido, y si en algi'in tiempo me hallo en estado de serte reconocido de otro modo que por el agradecimiento a todo lo que has hecho por mí, no te arrepentirás de haberme servido.» Yo le respondí, separándome de él inmediatamente: «Prín- cipe mío, tengo amigos y crédito; voy a buscar lo que vuestra alteza desea.» «No es difícil satisfacerle dijo enluces el duque a su sobrino . Santillana va a traeros ese dinero, o, si queréis, él mismo comprará las joyas, porque es muy inteligente en pedrerías, y sobre todo en rubíes. ¿No es verdad.

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Gil Blas?», añadió mirándome con un aire taimado. «¡Qué malicioso sois, señor! le respondí . Veo que vuestra excelencia quiere hacer reír a costa mía al señor Conde.» Y así sucedió. El sobrino pre- guntó qué misterio encerraba aquello. «¡Ninguno! replicó el tío riéndose . Es que un día Santi- llana quiso trocar un diamante por un rubí, y este trueque no redundó ni en honor ni en provecho suyo.»

Hubiera salido bien librado si el ministro no hubiera dicho más, pero se tomó el trabajo de contar la pieza que Camila y don Rafael me habían jugado en la posada de caballeros y se extendió particularmente en las circunstancias que yo más sentía. Después de haberse divertido bien su exce- lencia, me mandó acompañar al conde de Lemos, quien me llevó a casa de un joyero, en donde es- cogimos las joyas, que fuimos a enseñar al prínci- pe de España, las cuales se me confiaron para c[ue se las entregase a Catalina, y después fui a mi casa a tomar dos mil doblones del dinero del du- que para irlas a pagar.

Es ocioso preguntar si la noche siguiente me re- cibieron con agrado las señoras cuando les presentó los regalos de mi embajada, que consistían en un bello par de rosetas de diamantes para la tía y unas arracadas de lo mismo para la sobrina. Enajena- das una y otra con estas demostraciones de amor y generosidad del príncipe, empezaron a charlar como dos cotorras y a daiTne gracias porque les había agenciado tan buen conocimiento, y con el

77 exceso de su alegría dieron a entender lo que eran. Se les escaparon algunas palabras que me hicieron sospechar que yo había facilitado una bribona al hijo de nuestro gran monarca. Para averiguar con certeza si yo había sido autor de tan buena obra, me retiró con intento de tener una conferencia con Escipión.

CAPITULO XII

Quién era Catalina; perplejidad de Gil Blas, su in- quietud y la precaución que tomó para tranquilizar su ánimo.

Al entrar en mi casa un gran estrépito, y pre- guntada la causa, me dijeron que Escipión tenía aquella noche a cenar a seis amigos suyos. Canta- ban cuanto más alto podían y daban grandes car- cajadas de risa. Esta cena, a la verdad, no era el banquete de los siete sabios.

El que daba el festín, luego que supo mi llegada, dijo a sus convidados: «Señores, no es nada. Es el amo que ha vuelto; no os inquietéis por eso; con- tinuad divirtiéndoos. Voy a decirle dos palabras y al instante vuelvo.» Dicho esto se vino a mí. «¿Qué gritería es esa? le dije . ¿A qué clase de perso- najes festejas allá abajo? ¿Son poetas ?>> «¡Perdone usted! me respondió . Sería lástima dar a beber vuestro vino a semejantes sujetos; yo hacer me- jor uso de él. Entro mis convidados hay un joven muy rico, que quiere lograr un empleo por vuestra

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mediación y por su dinero, y a causa suya se hace la fiesta. A cada trago que bebe aumenta diez do- blones a lo que ha de tocaros, y quiero hacerle beber hasta el amanecer.» «En ese supuesto le respondí , vuélvete a la mesa y no escasees el vino de mi cueva.»

No juzgué oportuno hablarle entonces de Cata- lina, dejándolo para la mañana al levantarme, lo que hice de esta suerte: «Amigo Escipión, sabes de qué modo vivimos los dos. Yo te trato más como a compañero que como a criado, y, por con- siguiente, harás muy mal en engañarme como a amo. Entre nosotros no ha de haber secreto. Voy a decirte una cosa que te sorprenderá, y por tu parte me dirás lo que piensas de las dos mujeres que me has dado a conocer. Hablando los dos en satisfacción, sospecho que son dos taimadas, tanto más astutas cuanto más sencillez aparentan. Si les hago justicia, no tiene el príncipe de España gran motivo de estarme agradecido, porque te confieso que para él te pedí la dama. Le he llevado a casa de Catalina y se ha enamorado de ella.» «Señor me respondió Escipión , usted se porta demasiado bien conmigo para que yo le falte a la sinceridad. Ayer tuve una conversación a solas con la criada de estas dos ninfas, y me contó su historia, que me ha parecido divertida. Voy a haceros sucinta- mente relación de ella, y no sentiréis haberla oído. Catalina prosiguió es hija de un hidalguillo ara- gonés. Habiendo quedado huérfana de edad de quince años, y tan pobre como bonita, dio oídos

79 a un comendador anciano, quien la llevó a Toledo^ donde murió a los seis meses, después de haberle servido más de padre que de esposo. Recogió ella su herencia, que consistía en algunas ropas y en trescientos doblones en dinero contante, y se fué luego a vivir con la señora Mencía, que todavía se mantenía de buen ver, aunque ya iba cuesta abajo- Estas dos buenas amigas permanecieron jiuitas y principiaron a tener una conducta de que la jus- ticia quiso tomar conocimiento. Esto desagradó a las señoras, quienes, por enfado o por otra causa> dejaron prontamente a Toledo y vinieron a Ma- drid, en donde viven cerca de dos años hace sin tratarse con ninguna señora de la vecindad. Pero oiga usted lo mejor: han alquilado dos casas pe- queñas, separadas solamente por un tabique, pu-^ diéndose pasar de una a otra por una escalera de comunicación que hay en los sótanos. La señora Mencía vive con una criada de poca edad en una de ellas, y la viuda del comendador ocupa la otra con una dueña vieja, a quien hace pasar por sii abuela; de modo que nuestra aragonesa tan presto es una sobrina educada por su tía como una pupila bajo la tutela de su abuela. Cuando hace de sobri- na, se llama Catalina, y cuando de nieta. Sirena.»- Al oír el nombre de Sirena interrumpí todo asus- tado a Escipión: «¿Qué me dices? ¡Me haces tem- blar! ¡Ay de mí! íTemo que esa maldita aragonesa sea la querida de Calderón!» «Cabalito respon- dió— , la misma es. Yo quería dar a usted un gran gusto participándole esta noticia.» «Pues no lo creas

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repliqué ; más me causa disgusto que alegría. ¿No prevés las consecuencias?» «No, a te mía replicó Escipión . ¿Qué mal puede venir de ahí? Don Rodrigo no ha de descubrir precisamente lo que pasa, y si usted teme que se lo digan, pre- véngaselo al primer ministro, contándole el caso sencillamente. El conocerá la buena fe de usted; y si después quisiese Calderón ponerle a mal con su excelencia, el duque verá que no trata de per- judicarle sino por espíritu de venganza.»

Con estas palabras me desvaneció Escipión el miedo. Seguí su consejo y di parte al duque de Lerma de este fatal descubrimiento, y también aparentó contárselo con aire triste, para persua- dirle de que sentía haber inocentemente dado al príncipe la dama de don Rodrigo. Pero el ministro, lejos de compadecerse de su favorito, se burló de ello. Después me dijo que siguiera en mi comisión y que, sobre todo, era gran gloria para Calderón amar a la misma que el príncipe de España y re- cibir la misma acogida que él. Instruí en los mis- mos términos al conde de Lemos, quien me ase- guró su protección si el primer secretario descu- bría la trama y quería ponerme a mal con el duque.

Con esta maniobra creí haber salvado la nave de mi fortuna del peligro de encallar y me sose- gué. Seguí acompañando al príncipe a casa de Ca- talina, por otro nombre la bella Sirena, que tenía la destreza de encontrar pretextos para apartar de su casa a don Rodrigo y ocultarle las noches que ella tenía precisión de dedicar a su ilustre rival.

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CAPITULO XIII

Sigue Gil Blas haciendo el papel de señor; tiene no- ticias de su familia; impresión que le hicieron; se descompadra con Fabricio.

Ya llevo dicho que por las mañanas tenía co- múnmente en mi antesala muchas gentes que ve- nían a proponerme varios asuntos; pero yo no quería que me los propusiesen verbalmente. Si- guiendo el estilo de la corte, o por mejor decir, para hacer más de persona, decía a todo preten- diente: «Tráigame usted un memorial.» Y me había acostumbrado tanto a esto, que un día respondí así a mi casero cuando vino a recordarme que le debía un año de casa. Por lo que hace al carnicero y panadero, no daban lugar a que yo les pidiese memorial, pues eran muy puntuales en traerlos todos los meses. Escipión, que era un vivo retrato mío, hacía lo mismo con los que acudían a él para que se empeñase conmigo a su favor.

Yo tenía otra ridiculez que no pienso perdonar- me: había dado en la fatuidad de hablar de los grandes como si yo fuese de su misma esfera. Si, por ejemplo, tenía que citar al duque de Alba, al duque de Osuna o al de Medinasidonia, decía con llaneza: Alba, Osuna, Medinasidonia. En una palabra, me había puesto tan orgulloso y vano, que ya no era hijo de mis padres. ¡Ah, pobre dueña y pobre escudero, ni pensaba en vosotros ni había Gil Blas.-T. III. 6

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tenido cuidado alguno de informarme de vuestra suerte! La corte tiene la virtud del río Leteo, que nos hace olvidar de nuestros parientes y amigos si se hallan en infeliz estado.

Cuando más olvidada tenía a mi familia, entró una mañana en mi casa un mozo que me dijo deseaba hablarme a solas un momento. Le hice entrar en mi despacho, en donde, sin decirle se sentase, por parecerme hombre ordinario, le pre- guntó qué me quería. «Señor Gil Blas me dijo , pues qué, ¿no me conoce usted?» Por más que le miré con atención, tuve que responderle que no caía en quién era. «Yo soy ^me replicó un paisa- no vuestro, natural del mismo Oviedo e hijo de Beltrán Moscada, el especiero, vecino de \niestro tío el canónigo. Yo os reconozco muy bien. Hemos jugado mil veces los dos a la gallina ciega.»

«De los juegos de mi niñez le respondí sólo conservo una idea confusa; los cuidados que me han ocupado después me los han borrado de la memoria.» «He venido a Madrid me dijo a ajus- tar cuentas con el corresponsal de mi padre. He oído hablar de usted y me han dicho que está en un gran puesto en la corte y ya tan rico como un judío, de lo que le doy a usted la enhorabuena, y ofrezco, a mi vuelta al país, llenar de gozo a su familia dándole una nueva tan gustosa.»

Aunque no fuera mas que por cumplimiento, no podía menos de preguntar cómo estaban mis pa- dres y tío; pero lo hice con tal frialdad que no di motivo a mi buen especiero para admirar la fuerza

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de la sangre. Bien me lo dio a entender, pues se manifestó sorprendido de la indiferencia que yo mostraba hacia unas personas a quienes debía pro- fesar sumo cariño, y, como era mozo franco y gro- sero, «Yo creía me dijo desabridamente que tu- vieseis más amor y afición a vuestros parientes. No parece sino que los habéis olvidado, según la frialdad con que me preguntáis por ellos. ¿Ignoráis cuál es su situación? Pues sabed que vuestro padre y vuestra madre están todavía sirviendo y que el buen canónigo Gil Pérez, agobiado de vejez y de achaques, está ya para vivir poco. Es necesario tener buen corazón prosiguió , y supuesto que os halláis en estado de socorrer a vuestros padres, os aconsejo como amigo les enviéis todos los años doscientos doblones. Este socorro les proporciona- rá sin menoscabo vuestro una vida cómoda y di- chosa.»

En lugar de enternecerme la pintura que hacía de mi familia, me incomodó la libertad que se to- maba de aconsejarme -sin que yo se lo rogase. Quizá con más maña me hubiera persuadido; pero su franqueza sólo sirvió para irritarme. El lo conoció bien por el ceñudo silencio que guardé, y conti- nuando su exhortación con menos caridad que ma- licia, me impacientó. «¡Oh, eso es ya demasiado! respondí lleno de cólera . ¡Vaya usted, señor de Moscada, no se meta en negocios ajenos! ¡Vaya y busque al corresponsal de su padre y ajuste sus cuentas con él! ¿Quién es usted para enseñarme mi obligación? ¡Sé mejor que usted lo que he de

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hacer en este caso!» Dicho esto, eché de mi despa- cho al especiero y le envió a Oviedo a vender aza- frán y pimienta.

No dejé de reflexionar en lo que acababa de de- cirme, y acusándome a mismo de ser un hijo desnaturalizado, me enternecí. Traje a la memoria los afanes que había costado a mis padres mi niñez y mi educación. Me representé lo que les debía, y a mis reflexiones siguieron algunos impulsos de agradecimiento, que, no obstante, de nada sirvie- ron. Mi ingratitud sofocó bien pronto estos afectos y a ellos sucedió un profundo olvido. Muchos pa- dres hay que tienen hijos semejantes.

La codicia y la ambición de que estaba poseído mudaron del todo mi carácter. Perdí toda mi ale- gría y andaba siempre distraído y pensativo; en una palabra, hecho un insensato. Viéndome Fabri- cio ocupado continuamente en pos de la fortuna y tan indiferente con él, no venía a mi casa sino rara vez; pero no pudo dejar de decirme un día: «En verdad, Gil Blas, que ya no te conozco. Antes de venir a la corte siempre tenías el ánimo tran- quilo, y ahora te veo constantemente agitado. For- mas proyecto sobre proyecto para enriquecerte, y cuanto más adquieres más deseas. Además ¿me atreveré a decirlo? ya no tienes conmigo aquellos desahogos del corazón, aquellas familiaridades en que consiste el encanto de la amistad; antes por e contrario, me tratas con reserva y ocultas lo íntimo de tu alma. También observo que las atenciones de que usas conmigo son como forzadas. En fin,

85 este Gil Blas no es aquel mismo Gil Blas que yo conocía.»

«Tú sin duda te chanceas le respondí con frial- dad— ; yo ninguna mutación percibo en mí.» «Tie- nes fascinados los ojos replicó y no debes pre- guntárselo a ellos. Créeme: eres otro del que eras. Dilo, amigo, ingenuamente, ¿nos tratamos acaso como otras veces? Cuando por la mañana llamaba a tu puerta, venías mismo a abrirme, y muchas veces casi dormido, y yo entraba en tu cuarto sin cumplimiento; pero hoy, ¡qué diferencia!, tienes la- cayos, y se me hace esperar en tu antesala mien- tras dan el recado de si puedo hablarte. Después de esto, ¿cómo me recibes? Con \ma fría política y haciendo el señor. Parece que mis visitas prin- cipian a incomodarte. ¿Crees que semejante re- cibimiento agrade a un hombre que ha sido tu ca- marada? No, Santillana, no; de ningún modo me conviene. Adiós, separémonos amigablemente. Des- hagámonos ambos, de un censor de tus acciones y yo de un nuevo rico que se desconoce a propio.»

Me sentí más exasperado que conmovido de sus reprensiones y dejó se retirase sin hacer el menor esfuerzo para detenerle. La amistad de un poeta no era cosa tan preciosa que su pérdida me causase aflicción en el estado en que me hallaba. Además, fácilmente encontré consuelo en el trato de algu- nos empleados de palacio con quienes, por la se- mejanza de carácter, había recientemente contraído estrecha amistad. Estos nuevos conocimientos eran con sujetos cuya mayor parte venía de no dónde

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y a quienes su dichosa estrella había conducido a sus empleos. Todos estaban ya acomodados, y atri- buyendo estos miserables sólo a su mérito los bene- ficios que el rey se había dignado hacerles, se olvi- daban como yo de mismos, y todos nos creíamos unos personajes muy respetables. ¡Oh, Fortuna, ve ahí cómo dispensas los favores las más veces! ¡Hizo bien el estoico Epicteto en compararte con una joven ilustre que se entrega a criados!

LIBRO NOVENO

CAPITULO PRIMERO

Escipión quiere casar a Gil Blas y le propone la hija

de un rico y famoso platero; de los pasos que se

dieron a este fin.

Una noche, después de haber despedido a la con- currencia que había ido a cenar conmigo, viéndo- me solo con Escipión, le pregunté qué había hecho aquel día. «Dar un golpe de maestro me respon- dió^; proporcionar a usted un rico establecimien- to, pues le quiero casar con la hija única de un pla- tero conocido mío.)> «¡Hija de un platero! exclamé con aire desdeñoso . ¿Has perdido el juicio? Cuan- do se tiene tal cual mérito y se está en la corte en cierta altura, me parece que se deben tener ideas más elevadas.» «¡Ah, señor repitió Escipión , no lo creáis así! Pensad que el varón es quien enno- blece y no seáis más delicado que mil señores que pudiera citaros. ¿Sabe usted bien que la heredera de quien hablo es un partido de cien mil ducados a lo menos? ¿No es éste un buen trozo de platería?» Cuando hablar de una suma tan grande, me hice

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más tratable. «Desde luego cedo al dictamen de mi secretario; la dote me determiina. ¿Cuándo quie- res tú que la reciba?» «¡Vamos despacio, señor! me respondió . ¡Un poco de paciencia! Es me- nester que trate yo antes del asunto con el padre y que le haga venir en ello.» «¡Bueno! respondí riendo a carcajadas . ¿Todavía estás ahí? ¡Ve, por cierto, un casamiento bien adelantado!» «Más de lo que usted piensa replicó ; sólo quiero una hora de conversación con el platero y respondo de su consentimiento. Pero antes de ir más lejos, ca- pitulemos, si usted gusta. Suponiendo que yo haga recibir a usted cien mil ducados, ¿cuántos me to- carán a mí?» «Veinte mil», le respondí. «¡Alabado sea Dios! dijo . Yo limitaba vuestro agradeci- miento a diez mil. Usted es la mitad más generoso que yo. ¡Vamos! Desde mañana me emplearé en esta negociación y puede usted contar con que se conseguirá o yo no soy sino un bestia.»

Efectivamente, a los dos días me dijo: «He habla- do con el señor Gabriel de Salero que éste era el nomore del padre de la niña , y es tanto lo que le he ponderado vuestro valimiento y mérito, que dio oídos a la propuesta que le hice de recibiros por yerno. Será vuestra su hija, con cien mil ducados, siempre que le hagáis ver claramente que sois va- lido del ministro.» «Si no consiste más que en eso dije entonces a Escipión , presto estaré casado. Pero tratando de la muchacha, ¿la has visto? ¿Es hermosa?» «No tanto como la dote respondió . Hablando aquí para los dos, esta rica heredera no

89 es muy bonita; pero, por fortuna, a usted ningún cuidado le da esto.» «A fe mía que no, hijo mío le respondí . Nosotros los cortesanos nos casamos solamente por casamos y buscamos la hermosura en las mujeres de nuestros amigos; y si por acaso se halla en las nuestras, la miramos con tanta in- diferencia, que es bien merecido el que por ello nos castiguen.»

«Todavía no lo he dicho todo repitió Escipión . El señor Gabriel convida a usted a cenar esta no- che, y hemos quedado en que no le ha de hablar usted del casamiento proyectado. Debe convidar a muchos mercaderes amigos suyos a esta cena, a la cual ha de asistir usted como un simple convidado, y mañana vendrá él a cenar con usted del mismo modo; en esto conocerá usted que este hombre quiere experimentarle antes de pasar adelante. Con- vendrá que usted se contenga un poco delante de él.» «¡Oh! ¡Pardiez! interrumpí con aire de con- fianza— . ¡Aunque examine lo que quiera, no pue- do menos de salir ganancioso en este examen!»

Todo se ejecutó puntualmente. Hice me condu- jeran a casa del platero, quien me recibió tan fami- liarmente como si nos hubiésemos visto ya muchas veces. Era de tan buena pasta que, como solemos decir, se pasaba de cortés. Me presentó la señora Eugenia, su mujer, y la joven Gabriela, su hija; yo les hice mil cumplimientos, sin contravenir a lo tratado, y le dije mil tonterías en muy bellos tér- minos y frases de corte.

Gabriela, a pesar de cuanto me había dicho de

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ella mi secretario, no me pareció fea, ya fuese por- que estaba miuy bien puesta o ya porque no la mi- rase sino al través de la dote. ¡Qué buena casa te- nía el señor Gabriel! Yo creo que habrá menos plata en las minas del Perú que la que había allí. Este metal se ofrecía a la vista por todas partes en mil formas diferentes. Cada sala, y particular- mente la de la cena, era un tesoro. ¡Qué espectáculo para los ojos de un yerno! El suegro, para hacer más lucido el convite, había convidado a cinco o seis mercaderes, todos personas graves y enfado- sas, que sólo hablaron de comercio, y puede decir- se que su conversación más bien fué una conferen- cia de negociantes que una plática de amigos.

La noche siguiente tuve a cenar en mi casa al platero, y como no podía deslumhrarle con mi va- jilla, recurrí a otra ilusión. Convidó a cenar a aque- llos amigos míos que hacían mayor figura en la corte y que yo sabía ser unos ambiciosos que no ponían líinites a sus deseos. No hablaron de otra cosa más que de las grandezas y de los empleos brillantes y lucrativos a que aspiraban, lo cual pro- dujo su efecto. Aturdido el buen Gabriel de oír sus grandes ideas, se tenía, a pesar de su riqueza, por un mísero mortal en comparación de aquellos se- ñores. Por mi parte, afectando moderación, dije me contentaría con una mediana fortuna, como de veinte mil ducados de renta, con cuyo motivo aquellos hambrientos de honores y riquezas excla- maron diciendo que haría mal y que, siendo tan querido como era del primer ministro, no debía

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contentarme con tan poco. El suegro no perdió ni una de estas palabras, y creí advertir al retirarse que iba muy satisfecho.

Escipión no dejó de ir a verle el día siguiente por la mañana para preguntarle si yo le había gustado. «He quedado muy prendado le respondió ; tanto, que me ha robado el corazón. Pero, señor Escipión añadió , suplico a usted por nuestra antigua amistad que me hable sinceramente. Todos, como usted sabe, tenemos nuestro flaco; dígame usted cuál es el del señor Santillana. ¿Es jugador? ¿Es cortejante? ¿Cuál es su inclinación viciosa? Suplico a usted no me la oculte.» «¡Usted me ofende, señor Gabriel, con semejante pregunta! replicó el me- dianero— . Me intereso más por usted que por mi amo, y si tuviera algún vicio capaz de hacer a su hija desgraciada, ¿se lo hubiera propuesto por yer- no? ¡Juro a bríos que no! Yo soy muy servidor de usted; pero, en satisfacción, el único defecto que le encuentro es no tener ninguno. Para joven, es muy juicioso.» «¡Otro tanto oro! respondió el platero . Eso me agrada. Vaya usted, amigo mío; puede ase- gurar que logrará la mano de mi hija y que se la daría aun cuando no fuera querido del ministro.»

Luego que mi secretario me dio noticia de esta conversación, fui al momento a casa del Salero a darle las gracias de la disposición favorable en que estaba hacia mí. A este tiempo ya había declarado su voluntad a su mujer y a su hija, quienes por el modo con que me recibieron me hicieron conocer que se sujetaban sin repugnancia a ella. Después

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de haber prevenido la noche antes al duque de Lerma, le presentó el suegro. Su excelencia le ro» cibió con mucho agasajo y le manifestó la satisfac- ción que tenía en que hubiese elegido para yerno a un hombre a quien estimaba mucho y a quien que- ría ascender. Después siguió haciendo el elogio de mis buenas prendas, y dijo tanto bien de mí, que el pobre Gabriel creyó haber encontrado en mi señoría el mejor partido de España para su hija. Estaba tan gozoso, que las lágrimas se le asomaban. Al despedimos me estrechó entro sus brazos y me dijo: «Hijo mío, es tanta la impaciencia que tengo de veros esposo de Gabriela, que dentro de ocho días a más tardar lo seréis.»

CAPITULO II

Por qué casualidad se acordó Gil Blas de don Alfonso de Leiva, y del servicio que le hizo.

Dejemos en este estado mi casamiento, porque así lo exige el orden de mi historia, y quiere que cuente el servicio que hice a don Alfonso, mi anti- guo amo. Yo había olvidado a este caballero ente- ramente y ahora diré por qué causa me acordó de él.

Vacó en aquel tiempo el Gobierno de la ciudad de Valencia y, habiéndolo sabido, pensé en don Al- fonso de Leiva. Consideré que este empleo le ven- dría perfectamente, y, quizá menos por amistad

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que por ostentación, determinó pedirlo para ó], ha- ciéndome cargo de que, si lo obtenía, me daría este paso un honor excesivo. Me dirigí, pues, al duque de Lerma, y le dije que había sido mayordomo de don Alfonso de Leiva y de su hijo y que, teniendo grandes motivos para vivirles agradecido, me to- maba la libertad de suplicar a su excelencia con- cediese al uno o al otro el Gobierno de Valencia. El ministro me respondió: «Con mucho gusto, Gil Blas; yo me alegro de que seas reconocido y gene- roso. Por otra parte, me hablas de una familia a quien estimo. Los Leivas son buenos servidores del rey y merecen bien este empleo. Puedes dis- poner de él a tu arbitrio; yo te lo doy por regalo de la boda.»

Gustosísimo de haber conseguido mi intento, fui sin perder instante a casa de Calderón a hacerle extender el despacho para don Alfonso. Había allí un crecido número de personas qae, con respetuoso silencio, aguardaban a que les diese audiencia don Rodrigo. Atravesó por entre aquella gente y me presentó a la puerta del gabinete, que me fué abier- ta, y en él encontré no cuántos caballeros co- mendadores y otros sujetos distinguidos, a quienes Calderón oía por su orden. Era de admirar el dife- rente modo con que los recibía. Se contentaba con hacer a éstos una ligera inclinación de cabeza; hon- raba a aquéllos con una cortesía, y los conducía hasta la puerta de su gabinete, graduando, por de- cirlo así, el aprecio con que los distinguía por los diversos cumplimientos que empleaba. Por otra

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parte, vi a algunos de aquellos sujetos que, ofen- didos del poco caso que de ellos hacía, maldecían en su corazón la necesidad que los obligaba a hu- millarse en su presencia. Otros vi que, por el con- trario, se reían entre mismos de pu aire fantás- tico y presumido. Por más que hacía estas obser- vaciones no me hallaba en estado de aprovechar- me de ellas, pues me portaba en iguales términos en mi casa, y ningún cuidado me daba el que se aprobasen o se vituperasen mis modales orgullosos con tal que me los respetasen.

Habiéndome atisbado casualmente don Rodrigo, dejó precipitadamente a un hidalgo que le hablaba y vino a abrazarme con demostraciones de amistad que me sorprendieron. «¡Ah, amado compañero mío! exclamó . ¿Qué asunto es el que me proporcio- na el gusto de ver a usted aquí? ¿En qué puedo servir a usted?» Díjcie a lo que iba y en seguida me aseguró en los términos m.ás políticos que el día siguiente a la misma hora se expediría el despacho que yo solicitaba. Su atención no paró aquí, pues me acompañó hasta la puerta de la antesala, lo que jamás hacía sino con los grandes señores, y allí me volvió a abrazar. «¿Qué significan estos obsequios? decía yo en el camino . ¿Qué me anuncian? ¿Si meditará este hombre mi ruina o, previendo que declina su favor, querrá granjear mi amistad y te- nerme de su parte, con la mira de que interceda por él con el amo?» No sabía a cuál de estas con- jeturas quedarme. Cuando volví al día siguiente me trató del mismo modo, llenándome de caricias

95 y cumplimientos. Es verdad que las desquitó en el recibimiento que hizo a otras personas que se presentaron a hablarle, porque a unas trató grose- ramente, a otras habló con frialdad y a casi todas descontentó; pero quedaron suficientemente ven- gadas con un lance que ocurrió, y que no debo pa- sar en silencio, el cual servirá de lección a los co- vachuelistas y secretarios que lo lean.

Habiéndose llegado a Calderón un hombre ves- tido llanamente y que no aparentaba lo que era, le habló de cierto memorial que decía haber pre- sentado al duque de Lerma. Don Rodrigo no sólo no miró al caballero, sino que le dijo ásperamente: «¿Cómo se llama usted, amigo?» «En mi niñez me llamaban Frasquito le respondió con serenidad el tal , después me han llamado don Francisco de Zúñiga y hoy me Hamo el conde de Pedrosa.» Sor- prendido de esto Calderón, y viendo que trataba con un hombre de la primera distinción, quiso disculparse y dijo: «Señor, perdone vuestra exce- lencia si, no conociéndole...» «¡Yo no necesito de tus excusas! interrumpió con altivez Frasqui- to— . ¡Las desprecio tanto como tus modales gro- seros! Sabe que el secretario de un ministro debe recibir cortésmente a toda clase de personas. Sé, si quieres, tan fantástico que te mires como el sustituto de tu amo; pero no te olvides de que no eres mas que un criado suyo.»

Este pasaje mortificó infinito al soberbio don Rodrigo, quien, no obstante, nada se enmendó. Por lo que hace a mí, saqué fruto del caso. Re-

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solví mirar con quién hablaba en mis audiencias y no ser insolente sino con los mudos. Como el despacho de don Alfonso estaba ya expedido, lo recogí y se lo envió por un correo extraordinario a este señor con carta del duque de Lerma, en la que su excelencia le avisaba que el rey le había nombrado para el Gobierno de Valencia. No le di parte de la que tenía en este nombramiento, ni quise aun escribirle, porque tenía gusto de decírse- lo de boca y de causarle esta agradable sorpresa cuando viniese a la corte a prestar el jiiramento.

CAPITULO III

De los preparativos que se hicieron para el casa- miento de Gil Blas y del grande acontecimiento que los inutilizó.

Volvamos a mf bella Gabriela, con quien dentro de ocho días había de celebrar mi matrimonio. Por ambas partes se hacían preparativos para esta ceremonia. Salero compró ricos trajes para la no- via, y yo le busqué una doncella, un lacayo y un escudero anciano, todo lo cual eligió Escipión, que esperaba todavía con más impaciencia que yo el día en que habían de entregarme la dote.

La víspera de este día tan deseado cené en casa del suegro con tíos, tías, primos y primas de mi novia. Hice perfectamente el papel de un yerno hipócrita; mostréme muy obsequioso con el píate-

97 ro y su mujer; fingíme apasionado de Gabriela; agasajó a toda la familia, cuyas conversaciones y expresiones majaderas y toscas escuchó con pa- ciencia, y así, en premio de ella, tuve la dicha de agradar a todos los parientes, que se alegraron de mi enlace con ellos.

Acabada la comida, pasaron los convidados a una gran sala, en donde había dispuesta una música de voces e instrumentos, que no se ejecutó mal, aunque no se hubiesen elegido las mejores habili- dades de Madrid. Nos puso de tan buen humor lo bien que cantaron, que empezamos a bailar. Dios sabe con qué primor, pues me tuvieron por discí- pulo de Terpsícore, aunque no tenía más principios de este arte que dos o tres lecciones que en casa de la marquesa de Chaves me había dado un maes- tro de baile que iba a enseñar a los pajes. Después de habernos divertido bastante pensamos en reti- rarnos, y entonces prodiguó las cortesías y cumpli- mientos. «¡Adiós, mi amado hijo! me dijo Salero abrazándome . Mañana por la mañana iré a tu casa a llevar el dote en buena moneda de oro.» «Será usted bien recibido respondí , amado pa- dre mío.» Luego, habiéndome despedido de la fa- milia, subí en mi coche, que me esperaba a la puerta, y tomé el camino de mi casa.

Apenas había andado doscientos pasos, cuando quince o veinte hombres, unos a pie y otros a ca- ballo, armados todos de espadas y carabinas, ro- dearon mi coche y lo detuvieron gritando: ¡Favor al rey! Hicióronme bajar aceleradamente y me me- Gií Blas.-t. III. 7

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tieron en una silla de posta, adonde el principal de ellos subió conmigo y dijo al cochero que tomase el camino de Segovia. Juzgué que el que iba a mi lado era algún honrado alguacil; y habiéndole pre- guntado el motivo de mi prisión, me respondió del modo que acostumbran estos señores, quiero de- cir brutalmente, que no tenía necesidad de darme cuenta de él. Yo le dije que quizá se equivocaba. «¡No, no! respondió . Estoy seguro de que no he errado el golpe; usted es el señor de Santillana; a usted es a quien tengo orden de conducir adonde le llevo.» No teniendo nada que replicar a esto, tomé el partido de callar. Lo restante de la noche caminamos por la orilla del río Manzanares con un profundo silencio. En Colmenar mudamos de ca- ballos, y llegamos a la caída de la tarde a Segovia, en cuya torre me encerraron.

CAPITULO IV

De qué modo fué tratado Gil Blas en la torre de Segovia y de cómo supo la causa de su prisión.

Lo primero fué meterme en un encierro, sin más cama que un jergón de paja, como si fuese un reo digno del último suplicio. Pasó la noche, no con el mayor desconsuelo, porque todavía no conocía todo mi mal, sino repasando en mi imaginación qué se- ría lo que había acarreado mi desgracia. No du- daba fuese obra de Calderón; sin embargo, por más

99 que lo sospechase, no comprendía córao hubiese podido conseguir que el duque de Lerma me tra- tase con tanta crueldad. Otras veces me imaginaba que me habrían preso sin noticia de su excelencia, y otras, que este señor mismo me habría hecho arrestar por alguna razón política, como suelen hacer algunas veces los ministro? con sus favo- ritos.

Agitado con estas varias conjeturas, vi, a favor de una luz que entraba por una rendija pequeña, lo horroroso del sitio en donde me hallaba. Me afligí entonces en extremo, y mis ojos fueron dos raudales de lágrimas, que la memoria de mi pros- peridad hacía inagotables. Cuando estaba en la ma- yor aflicción entró en el encierro un carcelero, que me traía para aquel día un pan y un cántaro de agua. Me miró, y viendo que tenía el rostro bañado en lágrimas, aunque carcelero se movió a compa- sión y me dijo: «¡No se desanime usted, señor pre- so! ¡Las desgracias de la vida se han de sufrir con resignación! Usted es joven y tras de este tiempo vendrá otro. Entre tanto, coma usted con gusto el pan del rey.»

Diciendo esto, se retiró mi consolador, a quien sólo respondí con suspiros. Todo el día lo empleé en maldecir mi estrella, sin pensar en comer nada de mi ración, que en el estado en que me hallaba más me parecía un efecto de la indignación del rey que un presente de su bondad, pues servía más bien para prolongar la pena de los desgraciados que para mitigarla.

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En esto llegó la noche, y al instante un gran mido de llaves que me llamó la atención. Abrieron la puerta del calabozo y entró un hombre con una bujía en la mano, el que, llegándose a mí, me dijo: «Señor Gil Blas, vea usted a uno de sus amigos an- tiguos. Yo soy aquel don Andrés de Tordesillas que vivía con usted en Granada y era gentilhombre del arzobispo cuando usted gozaba del favor de aquel prelado. Usted le pidió, si hace memoria, que me diese un empleo en Méjico, para el cual se me nom- bró; pero en lugar de embarcarme para Indias, me quedó en la ciudad de Alicante. Allí me casé con la hija del capitán del castillo, y por una serie de sucesos que contaró a usted luego, he venido a I ser alcaide de la torre de Segovia. Usted ha tenido la fortuna continuó de encontrar en un hombre que tiene el cargo de maltratarle un amigo que nada escaseará para suavizar el rigor de su prisión. Tengo orden expresa de que no deje a usted hablar con nadie, que le haga dormir sobre paja y que no le más alimento que pan y agua; jjero además de que soy caritativo y no había de dejar de com- padecerme de sus males, usted me ha servido, y mi agradecimiento puede más que las órdenes que he recibido. Lejos de servir de instrumento para la crueldad que se quiere usar con usted, mi ánimo es tratarle lo mejor que me sea posible. Levántese usted y véngase conmigo.»

Mi ánimo estaba tan turbado que no pude res- ponder una sola palabra al señor alcaide, aunque sus expresiones merecían tanta gratitud. Le seguí.

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101 Me hizo atravesar un patio y subir por una esca- lera muy estrecha a una pequeña pieza que había en lo alto de la torre. Habiendo entrado en ella, me sorprendí bastante al ver sobre una mesa dos velas que ardían en candeleros de cobre y dos cu- biertos bastante limpios. «Inmediatamente me dijo Tordesillas van a traer de comer a usted; ambos cenaremos aquí. Le he destinado para su habitación este cuartito, en donde estará mejor que en el encierro, pues verá desde su ventana las floridas riberas del Eresma y el valle delicioso que desde el pie de las montañas que separan las dos Castillas se extiende hasta Coca. No dudo que al principio no le hará ninguna impresión imia vista tan agradable, pero cuando el tiempo haya hecho suceder una dulce melancolía a la amargura de su dolor, tendrá gusto en recrear la vista con unos objetos tan deleitables. Además de esto, cuente usted con que no faltará ropa blanca ni las demás cosas que necesita un hombre amigo del aseo. So- bre todo, tendrá usted buena cama, estará bien mantenido y le proporcionaré los libros que quiera y, en una palabra, todas las comodidades de que puede disfrutar un preso.»

Con tan corteses ofertas me sentí algo aliviado, cobré ánimo y di mil gracias a mi carcelero. Le dije que su generoso proceder me restituía la vida y que deseaba hallarme en estado de manifestarle mi gratitud. «¿Pues por qué no habría de volver usted a verse en su primer estado? me respon- dió— . ¿Cree usted haber perdido para siempre la

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libertad? Se engaña si así lo juzga y me atrevo a asegurarle que con algunos meses de prisión habrá usted pagado.» «¿Qué dice usted, señor don Andrés? exclamé . Parece que usted sabe el motivo de mi desgracia.» «Confieso me dijo que no lo igno- ro. El alguacil que ha conducido a usted aquí me ha confiado este secreto y no tengo dificultad en revelárselo. Me ha dicho que, informado el rey de que usted y el conde de Lemos habían llevado de noche al príncipe de España a casa de una dama sospechosa, acababa, para castigaros de ello, de desterrar al conde, y enviaba a usted a esta torre para ser tratado en ella con todo el rigor que ha experimentado desde que vino.» «¿Pues cómo le dije ha llegado a saber esto el rey?» «Esta circuns- tancia quisiera yo saber particularmente y esto es ^respondió -lo que cabalmente no me ha dicho el alguacil y lo que, a la cuenta, ni aun él mismo sabe.»

En este punto de nuestra conversación, entraron muchos criados que traían la cena. Pusieron en la mesa pan, dos tazas, dos botellas y tres fuentes, en la una de las cuales venía un guisado de liebre con mucha cebolla, aceite y azafrán; en la otra, una olla podrida, y en la tercera un pavipollo con salsa de tomate. Luego que vio Tordesillas que nos habían servido lo necesario, despachó a sus criados para que no oyesen nuestra conversación. Cerró la puerta y nos sentamos el uno enfrente del otro. «Empecemos me dijo por lo más urgente. Después de dos días de dieta, es preciso que usted

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tenga buen apetito.» Y diciendo esto, me hizo un buen plato. Creía servir a un hambriento, y, efec- tivamente, tenía motivo para pensar que yo me atracaría de sus manjares. Sin embargo, engañó sus esperanzas, pues, por mucha necesidad que tu- viese de comer, los bocados se me quedaban atra- vesados en la boca sin poder tragarlos; tan opri- mido tenía el corazón a causa de mi estado actual. En vano mi alcaide, para alejar de mi espíritu las crueles ideas que sin cesar le afligían, me excitaba a beber y celebraba lo exquisito de su vino, pues aun cuando me hubiera dado néctar le hubiera bebido entonces sin gusto. El lo conoció, y, toman- do otro riunbo, se puso a contarme con estilo alegre la historia de su casamiento; pero con esto todavía consiguió menos el fin. Escuché su relación tan dis- traído, que cuando la concluyó no hubiera podido decir lo que acababa de contarme. Juzgó que era demasiada empresa querer entretener por aquella noche mis penas. Después de concluida la cena se levantó de la mesa y me dijo: «Señor de Santillana, voy a dejar a usted descansar, o más bien medi- tar con libertad sobre su desgracia; pero repito que no será de larga duración. El rey es natural- mente bueno, y cuando se le haya pasado el en- fado y considere la deplorable situación en que cree a usted, le parecerá que está bastante casti- gado.» Dicho esto, el señor alcaide bajó o hizo que subiesen los criados a quitar la mesa. Se llevaron hasta las luces y yo me acostó a la escasa luz de un candil colgado en la pared.

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CAPITULO V

De lo que reflexionó antes de dormirse y del ruido que le despertó.

Dos horas por lo menos se me pasaron en refle- xionar sobre lo que me había dicho Tordesillas. «¿Conque aquí me estoy decía por haber contri- buido a los placeres del heredero de la Corona? ¡Qué imprudencia ha sido el haber servido en semejantes cosas a un príncipe tan joven! Pues todo mi delito consiste en que es muy niño. Quizá el rey, en lugar de haberse irritado tanto, se hubiera reído si fuese de más edad. Pero ¿quién habrá dado semejante aviso al monarca sin haber temido el resentimien- to del príncipe y el del duque de Lerma? Sin duda, éste querrá vengar al conde de Lemos, su sobrino. Pero lo que yo no puedo comprender es cómo el rey ha podido descubrirlo.

Siempre volvía a pensar en esto. Sin embargo, lo que más me afligía, más me desesperaba y lo que no podía desechar de mi imaginación era el saqueo que temía habrían padecido todos mis efec- tos. «¡Tesoro mío! exclamé . ¿Dónde estás? ¡Ama- das riquezas mías! ¿Qué ha sido de vosotras? ¿En qué manos habéis caído? ¡Ay de mí! ¡Os he per- dido en menos tiempo del que os gané!» Me re- presentaba el desorden que habría en mi casa, y sobre esto hacía reflexiones a cuál más tristes. La confusión de tantos pensamientos diferentes me

106 sepultó en una tristeza que me fué provechosa, pues cogí el sueño, que la noche antes no había podido conciliar. También contribuyeron a ello la buena cama, la fatiga que había padecido y los vapores del vino y de la cena. Me quedé profunda- mente dormido, y, según las señales, me hubiera amanecido así a no haberme despertado de impro- viso un ruido bastante extraordinario para una cárcel. tocar una guitarra y a un hombre que cantaba al son de ella. Escuché con atención, pero ya nada oí. Creí que era un sueño, pero de allí a un instante volví a oír el mismo instrumento y que cantaban los versos siguientes:

¡Ay de mí! lUn año felice parece un soplo ligero; pero, sin dicha, un instante es un siglo de tormento!

Esta copla, que parecía se había compuesto de intento para mí, aumentó mis pesares. «La verdad de estas palabras me decía yo harto la experi- mento. Me parece que el tiempo de mi felicidad ha pasado bien pronto y que hace un siglo que estoy preso.» Volví a sepultarme en una terrible melan- colía y a desconsolarme como si tuviese gusto en ello. Mis lamentos dieron fin con la noche, y los primeros rayos del sol que alumbraron mi estancia calmaron un poco mis inquietudes. Me levanté a abrir la ventana para que entrase el aire en el cuarto; miré el campo, cuya vista me trajo a la memoria la bella descripción que el señor alcaide

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me había hecho de él, pero no encontré objetos con que acreditar la verdad de lo que me había dicho. El Eresma, que yo creía a lo menos igual al Tajo, me pareció sólo un arroyo. La ortiga y el cardo eran el único adorno de sus riberas floridas , y el supuesto valle delicioso no ofreció a mi vista sino tierras la mayor parte incultas. Al parecer, todavía no gozaba yo de aquella dulce melancolía que debía representarme las cosas de otro modo de como las veía entonces.

Estaba a medio vestir cuando llegó Tordesillas acompañado de una criada anciana que me traía camisas y toallas. «Señor Gil Blas ^me dijo , aquí tiene usted ropa blanca; use usted de ella sin repa- ro, que yo cuidaré de que la tenga siempre de so- bra. Y bien añadió •, ¿cómo ha pasado usted la noche? ¿Ha aplacado el sueño sus penas por algu- nos instantes?» «Puede ser respondí que dur- miera todavía si no me hubiera despertado una voz acompañada de una guitarra.» «El caballero que ha turbado su reposo respondió— es un reo de Estado que está en un cuarto inmediato al de usted. Es un caballero de la Orden de Calatrava, y de muy buena presencia, que se llama don Gas- tón de Cogollos. Si ustedes quieren, pueden tratarse y comer juntos, y así, en sus conversaciones se con- solarán mutuamente y para ambos será esto de mucha satisfacción.» Manifesté a don Andrés que agradecía infinito la licencia que me daba de unir mi dolor con el de este caballero, y como diese a entender mi vivo deseo de conocer a aquel compa-

107 ñero en mi desgracia, nuestro cortés alcaide desdo aquel mismo día me proporcionó este gusto. Comí con don Gastón, cuyo bello aspecto y gentileza me cautivaron. ¿Cuál sería su hermosura, cuando des- lumhró mis ojos, acostumhrados a ver la juventud más hella de la corte? Imagínese un homhre que parecía una miniatura, uno de aquellos héroes de novela que para desvelar a las princesas no nece- sitaba mas que presentarse; añádase a esto que la Naturaleza, que comúnmente distribuye con des- igualdad sus dones, había dotado a Cogollos de mucho valor y entendimiento y se formará una ligera idea de las perfecciones que le adornaban.

Si él me hechizó, por mi parte tuve la fortuna de no desagradarle. Aunque le supliqué no dejase de cantar por de noche, nunca volvió a hacerlo, temiendo incomodarme. Dos personas a quienes aflige una mala suerte se unen con facilidad. A nues- tro conocimiento se siguió bien presto una tierna amistad, la cual se estrechó cada día más. La li- bertad que teníamos de hablar cuando queríamos nos sirvió muchísimo, pues en nuestras conversa- ciones nos ayudábamos recíprocamente a llevar con paciencia nuestra desgracia.

Una siesta entré en su cuarto a tiempo que se preparaba a tocar la guitarra. Para oírle más có- modamente me senté en un banquillo, que era la única silla que tenía, y él sobre su cama. Tocó una sonata tierna y cantó después unas coplas que ex- plicaban la desesperación a que reducía a un aman- te la crueldad de su dama. Así que acabó le dije

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sonriéndome: «Caballero, nunca necesitará usted emplear tales versos en sus galanteos, porque su persona no encontrará mujeres esquivas.» «Usted me favorece: respondió . Los versos que usted acaba de oír los compuse para ablandar un cora- zón que yo creía de diamante, para enternecer a una dama que me trataba con un rigor extremado. Es preciso cuente a usted esta historia y al mismo tiempo sabrá usted la de mis desgracias.

CAPITULO VI

Historia de don Gastón de Cogollos y de doña Elena de Galisteo.

«Presto hará cuatro años que salí de Madrid para Coria a ver a mi tía doña Leonor de Lajarilla, una de las más ricas viudas de Castilla la Vieja y de quien soy único heredero. Apenas llegué a su casa, cuando el amor vino a turbar mi sosiego. Me puso en un cuarto cuyas ventanas daban enfrente de las celosías de una señora a quien fácilmente podía ver, pues eran muy claras y la calle estrecha. No des- precié esta proporción, y me pareció tan bella mi ve- cina, que quedé apasionado de ella. Se lo manifestó prontamente, con miradas tan vivas que no podían equivocarse. Ella lo conoció, pero no era de aque- llas señoritas que hacen gala de semejante obser- vación, y todavía correspondió menos a mis señas.

» Quise saber el nombre de aquella peligrosa per-

109 sona que tan prontamente trastornaba los corazo- nes, y supe se llamaba doña Elena, que era hija única de don Jorge de Galisteo, que poseía a algu- nas leguas de Coria una hacienda de mucho pro- ducto; que se le presentaban frecuentemente bue- nos partidos, pero que su padre los despreciaba todos, con la mira de casarla con don Agustín de la Higuera, su sobrino, el que, con la esperanza de este casamiento, tenía libertad de ver y hablar to- dos los días a su prima. No me desalenté por eso; antes bien, se aumentó en el amor, y el orgu- lloso placer de deshancar a un rival, amado quizá, me excitó más que mi amor a llevar adelante mi empresa. Continué, pues, mirando cariñosamente a mi Elena. Envió también emisarios a Felicia, su criada, para solicitar su mediación. Hice igualmen- te hablar por señas a mis dedos. Pero estas denaos- traciones fueron inútiles. La misma respuesta tuve de la criada que del ama: ambas se mostraron du- ras e inaccesibles.

» Viendo que rehusaban responder al lenguaje de mis ojos, recurrí a otros intérpretes. Puse gente en campaña para descubrir si Felicia tenía algún co- nocimiento en la ciudad, y llegué a saber que su mayor anaiga era una señora anciana llamada Teo- dora y que se visitaban con frecuencia. Alegre con esta noticia, busqué a Teodora, a quien obligué con dádivas a servirme. Se interesó por y me ofreció facilitarme en su casa iina conversación se- creta con su amiga, promesa que cumplió al día siguiente.

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«Ya dejo de ser desgraciado dije a Felicia , pues mis penas han excitado tu piedad. ¿Qué no debo a tu amiga por haberte inclinado a que me des la satisfacción de hablarte?» «Señor me res- pondió— , Teodora es dueña de mi voluntad. Me ha hablado por usted, y si pudiera yo hacerle fehz, bien presto conseguiría sus deseos; pero, con toda esta buena voluntad, no si podré seros de gran provecho. No quiero lisonjear a usted; su empresa es muy difícil. Usted ha puesto los ojos en una se- ñorita cuyo corazón es de otro. ¡Y qué señorita! Es tan disimulada y altiva, que si usted con su constancia y obsequios consigue merecerle algunos suspiros, no piense que su altanería le la satis- facción de demostrárselo.» «¡Ah mi amada Felicia! prorrumpí con dolor . ¿Para qué me expresas todos los obstáculos que tengo que vencer? Estas circunstancias me atraviesan el alma. ¡Engáñame y no me desesperes!» Dicho esto, y cogiéndole una mano, le puse en el dedo un diamante de trescien- tos doblones, diciéndole al mismo tiempo cosas tan tiernas que la hice llorar.

»La persuadieron tanto mis palabras y quedó tan contenta con mi generosidad, que no quiso dejar- me sin consuelo, y allanando un poco las dificul- tades me dijo: «Señor, lo que acabo de decir a us- ted no debe quitarle toda esperanza. Es verdad que su rival no es aborrecido. Viene a casa a ver con libertad a su prima; le habla cuando quiere, y esto es lo que favorece a usted. La costimabre que tienen de estar ambos juntos todos los días entibia

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un poco su trato. Me parece que se separan sin pena y se vuelven a ver sin gusto. Se podría decir que están ya casados. En una palabra, no parece que mi ama tiene una ciega pasión a don Agustín. Por otra parte, hay mucha diferencia de sus pren- das personales a las de usted, y esta particularidad no la observará inútilmente una señorita de tan delicado gusto como doña Elena. No se acobarde usted; continúe su galanteo, que yo no dejaré pa- sar ninguna ocasión de hacer valer a mi ama lo que usted se esmera en agradarle y, por más que disi- mule, descubriré su interior al través de sus disi- mulos.»

»Después de esta conversación, Felicia y yo nos separamos muy satisfechos uno de otro. Yo me dispuse de nuevo a obsequiar en secreto a la hija de don Jorge; díle una música, en la cual una bella voz cantó los versos que usted ha oído. Acabado el concierto, la criada, para sondear a su ama, le preguntó si se había divertido. «La voz dijo doña Elena me ha gustado.» «Y las palabras que ha cantado, ¿no son muy expresivas?» «De eso es dijo la señora de lo que no he hecho aprecio alguno, atendiendo sólo al canto; ni se me da nada el sa- ber quién me ha dado esta música.» «Según eso exclamó la criada , el pobre don Gastón de Co- gollos está muy lejos de merecer la atención de us- ted, y es muy loco en gastar el tiempo en mirar nuestras celosías.» «Puede ser que no sea él dijo el ama fríamente , sino algún otro caballero que con este concierto ha querido declararme su pa-

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sión.» «Perdone usted respondió Felicia . Está usted muy engañada; es el mismo don Gastón, por- que esta mañana ha llegado a en la calle y su- plicado diga a usted de su parte que le adora a pesar de los rigores con que paga su amor, y que, en fin, se tendrá por el hombre más feliz si le per- mite acreditar su ternura con sus obsequios y aten- ciones. Estas expresiones continuó denotan bien que no me engaño.»

»La hija de don Jorge mudó repentinamente de semblante, y mirando con aire severo a su criada le dijo: «¿Cómo tienes atrevimiento para propa- sarte a contarme esa necia conversación? ¡No te suceda otra vez el venirme con semejantes imper- tinencias! ¡Y si ese temerario tiene todavía la osa- día de hablarte, te mando le digas se dirija a otra persona que haga más caso de sus galanteos y que elija un pasatiempo más decente que el de estar todo el día a la ventana observando lo que hago en mi cuarto!»

»La segunda vez que vi a Felicia me dio cuenta puntual de todas las circunstancias de esta conver- sación, y para persuadirme de que mi pretensión no podía ir mejor, aseguraba que aquellas palabras no se debían tomar al pie de la letra. Por lo que a toca, que procedía sencillamente y no creía se pudiese explicar el texto en mi favor, desconfiaba de los comentarios que ella hacía. Se burló de mi desconfianza, pidió papel y tinta a su amiga y me dijo: «Señor mío, escriba usted prontamente a doña Elena como un amante desesperado. Píntele viva-

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mente sus penas y sobre todo laméntese de la pro- hibición de asomarse a la ventana. Prométale us- ted que obedecerá su precepto, pero asegúrele que le costará la vida; pinte usted esto tan lindamente como ustedes los caballeros saben hacerlo, y lo demás queda a mi cuidado. Espero que las resul- tas harán a mi penetración más honor del que us ted le hace.»

»Yo hubiera sido el primer amante que encon- trando tan oportuna ocasión de escribir a su dama la hubiera desaprovechado. Compuse una carta muy patética, y antes de cerrarla se la enseñé a Felicia, quien, después de haberla leído, se sonrió, y me dijo que si las mujeres sabían el arte de en- caprichar a los hombres, en recompensa, no igno- raban ellos el de embobar a las mujeres. La criada tomó el billete., asegurándome que si no producía buen efecto no sería culpa de ella; me encargó mucho tuviese gran cuidado de no dejarme ver a la ventana por algunos días y se volvió al momento a casa de don Jorge.

«Señora dijo a doña Elena cuando llegó , he encontrado a don Gastón. Ha venido a hablarme y me ha tenido una conversación muy lisonjera. Me ha preguntado temblando, y como un reo que va a oír su sentencia, si había hablado a usted de su parte. Yo, j^or no faltar a vuestras órdenes, no le he dejado proseguir y le he hartado de injurias y le he dejado aturdido de ver mi enojo.» «Me alegro respondió doña Elena que me hayas librado de ese importuno; pero para eso no había necesidad Gil Blas.-T. III. 8

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de hablarle descortésmente. Siempre es preciso que una doncella tenga agrado.» «Señora replicó la criada , a un amante apasionado no se le aleja con palabras suaves, pues vemos que ni aun se consigue este fin con enojo y furor. Don Gastón, por ejemplo, no se ha desanimado. Después de haberle llenado de improperios, como he dicho, fui a casa de vuestra parienta, adonde me habéis enviado. Esta señora, por mi desgracia, me ha detenido mucho tiempo; digo mucho tiempo, porque a la vuelta he encontrado otra vez al mismo. Yo no esperaba verle más, y su vista me ha turbado tan- to, que mi lengua, pronta en todas ocasiones, no ha podido en ésta pronunciar una palabra.» «Pero y entretanto, ¿qué ha hecho él?» «Aprovechándose de mi silencio, o más bien de mi turbación, me ha metido en la mano un papel, que he guardado sin saber lo que me hacía, y desapareció al mo- mento.»

»Dicho esto sacó del seno mi carta y se la entregó en tono de chanza a su ama, quien la tomó como por diversión, la leyó con todo y después hizo la reservada. «En verdad, Felicia dijo seriamente a su criada , que eres una loca en haber recibido este billete. ¿Qué podrá pensar de esto don Gastón y qiié debo creer yo misma? me das motivo con tu conducta para que desconfíe de tu fidelidad y a él para que sospeche que correspondo a su in- clinación. ¡Ay de mí! Puede ser que en este ins- tante crea que leo y releo con gusto sus expresio- nes. ¡Ve aquí a qué afrenta expones mi altivez!»

115 «De ninguna manera, señora le respondió la cria- da— ; él no puede pensar de esta suerte, y, caso que así fuese, pronto sabrá lo contrario. Le diré la primera vez que le vea que he enseñado a usted su carta, que usted la ha mirado con la mayor in- diferencia y que sin leerla la ha hecho usted peda- zos con un frío desprecio.» «Libremente puedes afirmarle repuso doña Elena que yo no la he leído, porque me hallaría muy apurada si tuviera que decir dos palabras.» La hija de den Jorge no se contentó con hablar en estos términos, sino que aun rasgó mi billete y prohibió a su criada hablarle jamás de mí.

»Como yo había prometido no galantearla desde mis ventanas, porque mi vista desagradaba, las tuve cerradas muchos días para que mi obediencia mereciese más aprecio; pero en desquite de mis señas, que me estaban prohibidas, me dispuse a dar músicas a mi cruel Elena. Fuíme una noche debajo de su balcón con los músicos, cuando un caballero con espada en mano turbó el concierto dando de golpes a los instrumentistas, quienes in- mediatamente huyeron. El coraje que animaba a este atrevido despertó el mío, y arrojándome a él para castigarle, principiamos un reñido combate. Doña Elena y su criada oyen el ruido de las espa- das, miran por las celosías y ven dos hombres que riñen. Dan grandes gritos; obligan 'a don Jorge y a sus criados a que se levanten inmediatamente y acuden con muchos vecinos a separar a los comba- tientes; pero ya llegaron tarde. Sólo encontraron

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en el sitio a un caballero nadando en su sangre y casi sin vida y conocieron que era yo el desgra- ciado. Me llevaron a gasa de mi tía y se llamaron los cirujanos más hábiles de la ciudad.

»Todo el mundo se compadeció de mí, y especial- mente doña Elena, que entonces descubrió el inte- rior de su corazón. Su disimulo se rindió al senti- miento y ya ¿lo creerá usted? no era aquella señora que tanto se preciaba de no hacer caso de mis obsequios, sino una tierna amante que se en- tregaba sin reserva a u dolor, y así, el resto de la noche lo pasó llorando con su criada y maldiciendo a su primo don Agustín de la Higuera, a quien ellas creían autor de sus lágrimas, como en efecto él era quien había interrumpido la música tan funesta- mente. Tan disimulado como su prima, había co- nocido mi intención y nada había dicho de ella, e imaginando que Elena me correspondía había he- cho esta acción tan violenta para mostrar que era menos sufrido de lo que se pensaba. No obstante, este triste accidente se olvidó poco tiempo después por la alegría que sobrevino. Aiinque mi herida era peligrosa, la habilidad de los cirujanos me sacó a salvo. Todavía no salía yo, cuando doña Leonor, mi tía, fué a verse con don Jorge y le propuso mi casamiento con doña Elena. Consintió en este en- lace, tanto más gustoso cuanto que entonces mi- raba a don Agustín como aun hombre a quien quizá no volvería a ver más. El buen viejo recelaba que 8u hija tendría repugnancia a casarse conmigo a causa de que el primo la Higuera había tenido la

117 libertad de visitarla mucho tiempo para granjear su cariño; pero se mostró tan dispuesta a obedecer en este punto a su padre, que de aquí podemos in- ferir que en España, como en todas partes, es afor- tunado con las mujeres el último que llega.

» Luego que pude hablar a solas con Felicia, supe hasta qué extremo había afligido a su ama el des- graciado suceso de mi pasada pendencia. De modo que, no dudando ya ser el Paris de mi Elena, ben- decía yo mi herida, pues había tenido tan buenas consecuencias para mi amor. Obtuve permiso del se- ñor don Jorge para hablar a su hija en presencia de la criada. ¡Qué gustosa fué esta conversación para mí! Tanto supliqué y de tal manera insté a la se- ñorita a que me dijese si su padre violentaba su inchnación concediéndome su mano, que me con- fesó que no la debía solamente a su obediencia. A vista de esta halagüeña declaración, sólo pensé en agradar y en inventar galanteos mientras lle- gaba el día de la boda, que había de celebrarse con una magnífica cabalgata, en que toda la nobleza de Coria y sus cercanías se preparaban para lu- cirlo.

»Di con este fin un gran banquete en una hermosa casa de recreo que tenía mi tía cerca de la ciudad del lado de Monroy. Don Jorge y su hija concurrie- ron con todos sus parientes y amigos. Se había dispuesto por mi orden un concierto de voces e instrumentos y hecho venir una compañía de có- micos de la legua para que representaran una co- media. Cuando estábamos a mitad de la comedia.

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entraron a decirme que estaba en la antesala un hombre que quería hablarme de un negocio muy interesante para mí. Me levantó de la mesa para ir a ver quién era y me encontró con un descono- cido, que me pareció ser un ayuda de cámara, el que me entregó un billete, que abrí, y contenía estas palabras: «Si estimáis el honor como debe un »caballero de vuestra Orden, no dejéis mañana por Día mañana de ir a la llanura de Monroy, en donde »encontraréis a un sujeto que quiere daros satisfac- »ción de la ofensa que os ha hecho y poneros, si »puede, fuera de estado de casaros con doña Ele- ana. Don Agustín de la Higuera. t>

»Si el amor tiene mucho imperio sobre los espa- ñoles, el pundonor tiene todavía más. No pude leer el billete con ánimo tranquilo. Al solo nombre de don Agustín se encendió en mis venas un fuego que casi me hizo olvidar las obligaciones indispen- sables de aquel día. Tuve tentaciones de evadirme de la concurrencia para ir inmediatamente en bus- ca de mi enemigo. No obstante, me contuve, te- miendo turbar la función, y dije al que me había traído la carta: «Amigo mío, podéis decir al caba- llero que os envía que deseo demasiado renovar con él el combate para no hallarme mañana, antes que salga el sol, en el sitio que me señala.»

» Después de haber despachado al mensajero con la respuesta volví a reunirme con mis convidados y me senté a la mesa, disimulando de modo que ninguno sospechó lo que me pasaba, y lo restante del día aparenté estar entretenido como los otros

119 con la diversión de la fiesta, la cual se acabó a media noche. La concurrencia se separó y todos se retiraron a la ciudad del mismo modo que ha- bían venido, menos yo, que me quedó con pretexto de tomar el fresco la mañana siguiente, pero no era por otro motivo sino para acudir más pronto al sitio de la cita. En lugar de acostarme, aguardó con impaciencia a que amaneciera, e inmediata- mente montó en el mejor caballo que tenía y partí solo, como para pasearme en el campo. Caminó hacia Monroy, en cuya llanura descubrí a un hom- bre a caballo que venía a a rienda suelta; yo hice lo mismo para ahorrarle la mitad del camino, y así, bien presto nos encontramos y vi que era m^i rival. «Caballero me dijo con insolencia , ven- go, a pesar mío, a pelear segunda vez con usted; pero la culpa es vuestra. Después del lance de la música debió usted renunciar voluntariamente a la hija de don Jorge o saber que si usted i^ersistía en el designio de obsequiarla nuestros debates no ha- bían cesado.» «Usted se ha ensoberbecido le res- pondí— del logro de una ventaja que quizá debió menos a su destreza que a la obscuridad de la noche. Usted se olvida de que las victorias no son siempre de uno.» «Siempre son mías ^replicó con arrogancia , y voy a hacer ver a usted que así de día como de noche castigar a los atrevidos que estorban mis intentos.»

» A estas altaneras palabras sólo respondí echando pie a tierra, lo cual hizo también don Agustín. Ata- mos los caballos a un árbol y principiamos a reñir

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con igual denuedo. Confieso ingenuamente que te- nía que pelear con un enemigo que sabía manejar las armas con más destreza que yo, no obstante mis dos años de escuela. Era consumado en la es- grima, y así, no podía exponer yo mi vida a ma- yor peligro. Sin embargo, como de ordinario su- cede que al más fuerte le venza el más débil, mi rival recibió una estocada en el corazón, a pesar de su destreza, y cayó muerto.

»Volví al instante a la casa de recreo, en donde contó lo que había pasado a mi criado, cuya fide- lidad conocía. Di j ele después: «Mi amado Ramiro, antes que la justicia sepa el caso, toma un buen caballo y ve a informar a mi tía del suceso; pídele de mi parte dinero y joyas para mi viaje y ven a buscarme a Plasencia. En la primera hostería, como se entra en la ciudad, me encontrarás.»

»Ramiro evacuó su comisión con tanta presteza que llegó a Plasencia tres horas después que yo. Di jome que doña Leonor se había alegrado más que no afligido de un combate que reparaba la afrenta que había yo recibido en el primero y que me enviaba todo el oro y pedrería que tenía para que viajara cómodamente por países extranjeros mientras ella componía mi asunto.

»Para omitir las circunstancias superfluas, diré que atravesó por Castilla la Nueva para ir al reino de Valencia a embarcarme en Denia. Pasé a Italia, en donde me puse en estado de recorrer las cortes y presentarme en ellas con decencia.

»Mientras que lejos de mi Elena pensaba yo en

121 engañar mi amor y tristezas lo más que m^e era posible, esta señora en Coria lloraba secretamente mi ausencia. En lugar de aplaudir las persecucio- nes de su familia contra por la muerte de la Higuera, deseaba, al contrario, cesasen por una pronta compostura y acelerasen mi regreso. Ya habían pasado seis meses, y creo que su constancia habría vencido siempre al tiempo si sólo hubiera tenido que luchar con éste, pero tenía todavía ene- migos más poderosos. Don Blas de Cambados, hidal- go de la costa occidental de Galicia, pasó a Coria a recoger una rica herencia que le había disputado en vano don Miguel de Caprara, su primo, y se avecindó allí por haberle parecido aquel país más agradable que el suyo. Cambados era bien plan- tado, parecía afable y atento, siendo al mismo tiempo muy persuasivo. Presto hizo conocimiento con todas las gentes decentes de la ciudad y supo los asuntos de unos y de otros.

^No estuvo mucho tiempo sin saber que don Jor- ge tenía una hija cuya peligrosa hermosura parecía no inflamar a los hombres sino para su desgracia, cosa que excitó su curiosidad. Quiso ver a una se- ñora tan temible, y habiendo buscado a este efecto la amistad de su padre, consiguió ganarla tan bien, que el viejo, mirándole ya como a yerno, le dio entrada en su casa, con permiso de hablar en su presencia a doña Elena. El gallego nada tardó en enamorarse de ella; esto era inevitable. Se declaró con don Jorge, quien le dijo que accedía a su pre- tensión, pero que no quería precisar a su hija, y

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que así, la dejaba dueña de la elección. En seguida se valió don Blas de todos los medios que pudo dis- currir para agradarla; pero estaba tan prendada de mí, que no le dio oídos. Felicia, sin embargo, se había interesado por aquel caballero, habiéndola obligado éste con regalos a contribuir a su amor, y así, empleaba en ello toda su habilidad. Por otra parte, el padre ayudaba a la criada con reconven- ciones, y, con todo, en un año entero no hicieron mas que atormentar a doña Elena, sin poder redu- cirla a olvidarme.

»Viendo Cambados que don Jorge y Felicia se empeñaban inútilmente por él, les propuso un arbi- trio para vencer la obstinación de una amante tan apasionada. «Ved aquí les dijo lo que he pensa- do: fingiremos que un mercader de Coria acaba de recibir carta de un comerciante italiano, en la que, después de hablarle largamente de negocios de co- mercio, se leerán las palabras siguientes: «Poco i>tiempo hace que llegó a la corte de Parma un ca- »ballero español, llamado don Gastón de Cogollos. »Dice ser sobrino y único heredero de una viuda »rica de Coria, llamada doña Leonor de Lajarilla, »y pretende casarse con la hija de un señor podero- »so, pero no quieren aceptar su propuesta hasta ^haberse informado de la verdad, y tengo el en- »cargo de preguntárselo a usted. Dígame, le supU- »co, si conoce a este don Gastón y en qué consis- »ten los bienes de su tía. La respuesta de usted »decidirá este enlace. Parma, etc.»

»Esta trampa le pareció al viejo un juego y en-

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gaño perdonable en los enamorados; la criada, aún menos escrupulosa que el buen hombre, la aplaudió mucho. La ficción les pareció tanto mejor cuanto que conocían la altivez de Elena, la cual, como no llegara a sospechar el fraude, era una mujer capaz de resolverse a abrazar el partido que le propo- nían. Don Jorge tomó a su cargo el anunciarle por mismo mi inconstancia, y, para que pareciera la cosa más natural, hacerle hablar al mercader que había recibido de Parma la supuesta carta. Efectuaron el pensamiento como lo habían forma- do. El padre, alterado y aparentando enojo y des- pecho, le dijo: «Hija mía Elena, nada más te diré sino que nuestros parientes todos los días claman sobre que jamás permita entre en nuestra familia al homicida de don Agustín, y hoy tengo otra razón más poderosa para alejarte de don Gastón. ¡Aver- güénzate de serle tan fiel! Es un voltario, un pér- fido, y ve aquí ima prueba cierta de su infidelidad: lee misma esa carta que un mercader de Coria acaba de recibir de Italia.» Asustada Elena, tomó el fingido papel, lo leyó, meditó sobre todas sus expresiones y se quedó absorta de la nueva de mi inconstancia. Un afecto de ternura le hizo después verter algunas lágrimas; pero recobrando presto su orgullo, las enjugó y dijo con entereza a su pa- dre: «Señor, usted que ha sido testigo de mi fla- queza séalo también de la victoria que voy a con- seguir sobre mí. ¡Ya se acabó! Don Gastón es ya despreciable a mis ojos; en él sólo veo al hombre más indigno de este mundo. ¡No hablemos más de

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él! ¡Vamos, nada me detiene ya! Dispuesta estoy a dar la mano a don Blas. ¡Ojalá que mi casamiento preceda al de aquel pérfido que tan mal ha pagado mi amor!» Don Jorge, enajenado de alegría al oír estas palabras, abrazó a su hija, alabó la esforzada resolución que tomaba y, aplaudiéndose del feliz éxito de la estratagema, se dio prisa a cumplir los deseos de mi rival. De este modo me quitaron a doña Elena, la que se entregó precipitadamente a Cambados, sin querer escuchar al amor que le ha- blaba por en su corazón ni aun dudar un ins- tante de una noticia que debiera haber encontrado menos credulidad en una amante. Impelida de su orgullo, sólo dio oídos a su vanidad, y el resenti- miento de la injuria que imaginaba había yo hecho a su hermosura superó al interés de su amor. Sin embargo, pasados algunos días después de su casa- miento, sintió algunos remordimientos de haberlo acelerado. Se le previno entonces que la carta del mercader podía haber sido fingida, y esta sospecha la inquietó; pero el enamorado don Blas no daba lugar a que su mujer alimentase ideas contrarias a su reposo y no pensaba mas que en divertirla, lo que conseguía con repetidos placeres que tenía arte para inventar.

»Ella parecía vivir muy gustosa con un esposo tan obsequioso y reinaba entre ambos luia perfec- ta unión, cuando mi tía compuso mi asunto con los parientes de don Agustín, de lo que recibí aviso en Italia inmediatamente. Estaba entonces en Re- gio, en la Calabria Ulterior. Pasé a Sicilia, de aUí

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a España, y, llevado en alas del amor, llegué en fin a Coria. Doña Leonor, que no me había escrito el casamiento de la hija de don Jorge, me lo notició a mi llegada, y viendo que me afligía, dijo: «Haces mal, sobrino mío, de mostrarte tan sentido de la pérdida de una dama que no ha podido serte fiel. Créeme: des tierra del corazón y de la memoria a una persona que ya no es digna de ocuparlos.»

»Como mi tía ignoraba que habían engañado a doña Elena, tenía razón para hablarme así y no podía darme un consejo más discreto, por lo que me prometí seguirlo, o a lo menos aparentar un aire indiferente si no era capaz de vencer mi pa- sión. Sin embargo, no pude resistir al deseo de saber da qué modo se había concertado este casa- miento y, para enterarme, resolví ver a la amiga de Feücia, es decir, a la señora Teodora, de quien ya os he hablado. Fui a su casa, en donde casual- mente encontré a Felicia, la cual, estando muy ajena de verme, se turbó y quiso retirarse por evi- tar la averiguación que juzgó querría yo hacer. La detuve y le dije: «¿Por qué huís de mí? ¿No está contenta la perjura Elena con haberme sacrifica- do? ¿Os ha prohibido escuchar mis quejas? ¿O tra- táis solamente de evitar mi presencia por haceros un mérito con la ingrata de haberos negado a oírlas?

«Señor me respondió la criada , confieso inge- nuamente que vuestra presencia me confunde; no puedo veros sin sentirme despedazada de mil re- mordimientos. A mi ama la han seducido y yo he tenido la desgracia de ser cómplice en la seducción.

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A vista de esto, ¿puedo yo sin vergüenza presen- tarme a usted?» «¡Oh cielos! repliqué yo con sor- presa— . ¿Qué me dices? ¡Explícate con más cla- ridad!» Entonces la criada me contó punto por punto la estratagema de cjue se había valido Cam- bados para robarme a doña Elena, y advirtiendo que su narración me atravesaba el alma, se esforzó a consolarme. Me ofreció sus buenos oficios para con su ama; me prometió desengañarla y pintarle mi desesperación; en una palabra, no omitir nada para suavizar el rigor de mi suerte; en fin, me dio esperanzas que mitigaron algún tanto mis penas.

»Dejando a un lado las infinitas contradicciones que tuvo que sufrir de parte de doña Elena para que consintiera en verme, al fin pudo conseguirlo y resolvieron entre ellas que me introducirían se- cretamente en casa de don Blas la primera vez que éste saliese para una hacienda, adonde iba de tiem- po en tiempo a cazar y en la que se detenía por lo común un día o dos. Este designio no tardó en ejecutarse; el marido se ausentó, de lo que adver- tido yo, fui introducido en el cuarto de su mujer.

^^Quise principiar la conversación con reconven- ciones, pero ella me hizo callar dicióndome: «Es in- útil traer a la memoria lo pasado; aquí no se trata de enternecernos uno y otro, y os engañáis si me creéis dispuesta a halagar vuestro afecto. Yo os de- claro que no he dado mi consentimiento para esta secreta entrevista ni he cedido a las instancias que se me han hecho sino para deciros de viva voz que en adelante no debéis pensar mas que en olvidar-

127 me. Quizá viviría yo más satisfecha de mi suerte si ésta se hubiese unido a la vuestra; pero ya que el Cielo lo ha dispuesto de otra manera, quiero obe- decer sus decretos.»

«Pues qué, señora le respondí , ¿no basta el haberos perdido? ¿No basta ver al dichoso don Blas poseer pacíficamente la única persona que soy capaz de amar, sino que también debo deste- rraros de mi pensamiento? ¡Queréis privarme de mi amor y quitarme el único bien que me queda! ¡Ah, cruel! ¿Pensáis que sea posible que un hombre a quien robasteis el corazón vuelva a recobrarle? ¡Conoceos más bien que os conocéis y dejaos de exhortarme en vano a que os borre de mi memo- ria!» «Está bien replicó ella con precipitación ; pues cesad vos también de esperar que yo corres- ponda a vuestra pasión con algún agradecimiento. Sólo una palabra tengo que deciros: la esposa de don Blas no será la amante de don Gastón. Cami- nad sobre este supuesto. Retiraos añadió y aca- bemos prontamente una conversación de que me reprendo a misma, a pesar de la pureza de mis intenciones, y que miraría como un crimen si la prolongase.»

»A1 oír estas palabras, que me privaban de toda esperanza, me arrojó a los pies de doña Elena; ha- blóle con la mayor ternura y empleó hasta lágri- mas para enternecerla; pero todo esto no sirvió mas que de excitar acaso algunos afectos de lásti- ma, que tuvo buen cuidado de ocultar y que sa- crificó a su deber. Después de haber apurado in-

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fructuosamente las expresiones amorosas, los me- gos y las lágrimas, mi cariño se convirtió de re- pente en fiu'or y saqué la espada con intento de atravesarme con ella a presencia de la inexorable Elena, que apenas advirtió mi acción cuando se arrojó a para precaver sus consecuencias. «¡De- teneos, Cogollos! me dijo . ¿Es este el modo que tenéis de mirar por mi reputación? Quitándoos así la vida, vais a deshonrarme y hacer pasar a mi marido por un asesino.»

»En la desesperación de que estaba dominado, muy lejos de atender a estas palabras como debía, no pensaba mas que en burlar los esfuerzos que hacían el ama y la criada para salvarme de mi funesta mano. Sin duda hubiera conseguido dema- siado pronto mi intento si don Blas, que estaba avisado de nuestra entrevista y que en lugar de ir a su hacienda se había escondido detrás de un tapiz para oír nuestra conversación, no hubiera acudido corriendo a unirse a ellas. «¡Señor don Gastón exclamó, deteniéndome el brazo , recó- brese usted y no se rinda cobardemente al furioso enajenamiento que le agita!»

»Yo interrumpí a Cambados dicióndole: «¿Es us- ted quien me impide ejecutar mi resolución, cuando debiera atravesar mi pecho con un puñal? Mi amor, aunque desgraciado, os ofende. ¿No basta que me sorprendáis de noche en el cuarto do vuestra es- posa? ¿Se necesita más para excitar vuestra ven- ganza? ¡Traspasadme para libraros de un hombre que no puede dejar de adorar a doña Elena sino

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cesando de vivir!» «En vano me respondió don Blas procura usted interesar mi honor para que le la muerte. Bastante castigado queda usted de su temeridad, y yo agradezco tanto a mi esposa sus sentimientos virtuosos, que le perdono la oca- sión en que los ha manifestado. Creedme, Cogollos añadió , no os desesperéis como un débil aman- te; someteos con valor a la necesidad.»

»E1 prudente gallego, con estas y otras semejan- tes expresiones, calmó poco a poco mi arrebato y despertó mi virtud. Me retiré con ánimo de alejar- me de Elena y de los lugares que habitaba, y dos días después me volví a Madrid, en donde, no que- riendo ya ocuparme sino en el cuidado de mi for- tuna, comencé a j^resentarme en la corte y a ganar en ella amigos. Pero he tenido la desgracia de con- traer una estrecha amistad con el marqués de Vi- llarreal, gran señor portugués, el cual, por haberse sospechado de él que pensaba en libertar a Portu- gal del dominio de los españoles, está hoy en el castillo de Alicante. Como el duque de Lerma ha sabido que yo era íntimo amigo de este señor, me ha hecho también prender y conducir aquí. Este ministro cree que puedo ser cómplice en tal pro- yecto, ultraje que es más sensible para un hombre noble y castellano.»

Aquí cesó de hablar don Gastón y yo le consoló diciendo: «Caballero, el honor de usted no puede recibir lesión alguna en esta desgracia, la cual en adelante sin duda será a usted de provecho. Cuando el duque de Lerma se entere de su inocencia, no Gil Blas.-T. III. 9

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dejará de darle un empleo importante para resta- blecer la buena opinión de un caballero acusado injustamente de traición.»

CAPITULO VII

Escipión va a la torre de Segovía a ver a Gil Blas y íe da muchas noticias.

Tordesillas, que entró en la sala, interrumpió nuestra conversación diciéndome: «Señor Gil Blas, acabo do hablar con un mozo que se ha presentado a la puerta de esta prisión y preguntado si estaba usted preso; y no habiéndole querido dar res- puesta, me dijo llorando: «¡Noble alcaide, no des- precie usted mi humilde súplica; dígame si el señor Santillana está aquí! Soy su j^rincipal criado, y si me permite verle hará en ello una obra de caridad. En Segovía está usted tenido por un hidalgo com- pasivo, y así, espero no me niegue el favor de ha- blar un instante con mi querido amo, que es más infeliz que culpado.» En fin continuó don An- drés— , este mozo me ha manifestado tanto deseo de ver a usted, que le he prometido darle a la no- che este gusto.»

Aseguré a Tordesillas que el mayor placer que podía darme era traerme aquel joven, quien pro- bablemente tendría que decirme cosas muy impor- tantes. Esperé con impaciencia el momento de ver a mi fiel Escipión, porque no dudaba fuese él, y,

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a la verdad, no me engañaba. A la caída del día se le dio entrada en la torre, y su gozo, que sola- mente podía igualarse con el mío, se mostró al verme con arrebatos extraordinarios. Yo, con el júbilo que sentí al verle, le abrac<^, y él hizo lo mismo con todo cariño. Fué tal la satisfacción que tuvieron de verse el amo y el secretario, que se confundieron en uno con este abrazo.

En seguida de esto preguntó a Escipión en qué estado había dejado mi casa. «Ya no tiene usted casa me respondió , y para ahorrarle el trabajo de hacer preguntas sobre pregxmtas voy a decir en dos palabras lo que ha pasado en ella. Vuestros muebles han sido saqueados, tanto por los minis- tros como por los criados de usted, los cuales, mi- rándole ya como un hombre enteramente perdido, han tomado a cuenta de sus salarios cuanto han podido llevar. La fortuna fué que tuve la habilidad de salvar de sus garras dos grandes talegos de do- blones de a ocho que saqué del cofre y puse en salvo. Salero, a quien he hecho depositario de ellos, os los devolverá cuando salgáis de la torre, en don- de no .creo estéis mucho tiemjjo a expensas de su majestad, pues habéis sido preso sin conocimiento del duque de Lerma.*

Preguntó a Escipión de dónde sabía que su ex- celencia no tenía parte en mi desgracia. «¡Ah! Ciertamente me respondió , de ello estoy muy bien informado, pues un amigo mío, confidente del duque de Uceda, me ha contado todas las par- ticularidades de vuestra prisión. Me ha dicho que.

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habiendo descubierto Calderón por medio de un criado que la señora Sirena, usando de otro nom- bre, recibía de noche al príncipe de España, y que el conde de Lemos manejaba esta trama valiéndo- se del señor de Santillana, había resuelto vengarse de ellos y de su querida, para cuyo logro, dirigién- dose secretamente al duque de Uceda, se lo des- cubrió todo, y que alegre éste do que se le hubie- se presentado tan bella ocasión de perder a su enemigo, no dejó de aprovecharla, informando al rey de lo que había sabido y haciéndole presente con eficacia los peligros a que el príncipe se había expuesto. Indignado su majestad de esta noticia, mandó poner en la casa de las Recogidas a Sire- na, desterró al conde de Lemos y condenó a Gil Blas a una prisión perpetua. Vea usted aquí pro- siguió Escipión lo que me ha dicho mi ami- go. Ya ve usted que su desgracia es obra del du- que de Uceda, o más bien de don Rodrigo Cal- derón.»

Esta relación me hizo creer que con el tiempo podrían componerse mis asuntos y que el duque de Lerma, resentido del destierro de su sobrino, todo lo pondría en movimiento para hacerle volver a la corte, y me lisonjeaba de que su excelencia no me olvidaría. ¡Qué gran cosa es la esperanza! De un golpe me consoló de la pérdida de mis efec- tos y me puse tan alegre como si tuviera motivo para estarlo. Lejos de mirar mi prisión como una habitación desdichada, en donde quizá había de acabar mis días, me pareció im medio de que se

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valía la Fortuna para elevarme a un gran puesto. Mi fantasía discurría del modo siguiente: los alle- gados del primer ministro son don Fernando de Borja, el padre Jerónimo de Florencia y sobre todo fray Luis de Aliaga, quien le debe el lugar que ocupa cerca del rey. Con el favor de estos po- derosos amigos, su excelencia destruirá sus enemi- gos, o, por otra parte, el Estado acaso mudará presto de semblante. Su Majestad está muy acha- coso, y así que muera, la primera cosa que hará el príncipe su hijo será llamar al conde de Lemos, quien me sacará inmediatamente de aquí, me pre- sentará al monarca, el que, para compensar los trabajos que he padecido, me colmará de benefi- cios. Embelesado así con pensar en los gustos ve- nideros, casi ya no sentía los males presentes. Creo también que los dos talegos de doblones que mi secretario había depositado en casa del platero contribuyeron tanto como la esperanza para con- solarme prontamente.

El celo e integridad de Escipión me habían agra- dado mucho y en prueba de ello le ofrecí la mitad del dinero que había salvado del pillaje, lo que re- husó. «Espero de usted me dijo otra señal de reconocimiento.» Admirado tanto de sus palabras como de que rehusara la oferta, le ijreguntó qué podía hacer por él. «No nos separemos me res- pondió— ; permita usted que una mi fortuna con la suya. Jamás he tenido a ningi'm amo el amor que tengo a usted.» «Y yo, hijo mío le dije , puedo asegurarte que no amas a un ingrato. Desde

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el punto en que te presentaste para servirme, gustó de ti; posible es que ambos hayamos nacido bajo los signos de Libra o Géminis, que, según dicen, son las dos constelaciones que unen a los hombres. Admito gustoso la compañía que me propones, y para dar principio a ella voy a pedir al señor alcaide te encierre conmigo en esta torre.» «Eso es lo que quiero exclamó ; usted me ha adivinado el pen- samiento e iba a suplicarle pretendiese esta gracia, pues aprecio más vuestra compañía que la liber- tad. Solamente saldré algunas veces para ir a Ma- drid a adquirir noticias a la covachuela y ver si ha habido en la corte alguna mudanza que pueda serle a usted favorable, de modo que en tendrá usted a un mismo tiempo un confidente, un correo y un espía.»

Estas ventajas eran demasiado considerables para privarme de ellas. Retuve, pues, conmigo a un hombre tan útil, con licencia del generoso alcaide, que no me quiso negar tan dulce consuelo.

CAPITULO VIII

Del primer viaje que hizo Escipión a Madrid; cuál fué el motivo y éxito de él. Dale a Gil Blas una en- fermedad y resultas que tuvo.

Aunque comúnmente decimos que no tenemos mayores enemigos que nuestros criados, no hay duda en que, cuando nos son fieles y afectos, son

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nuestros mejores amigos. La inclinación que Esci- pión me había manifestado me hacía mirarle como a mi misma persona. Así, ya no hubo subordina- ción ni etiqueta entre Gil Blas y su secretario. Habitaron en adelante comiendo y durmiendo juntos.

La conversación de Escipión era muy divertida, y con razón se le podía haber llamado el hombre de buen humor. Además era discreto y me iba bien con sus consejos. Un día le dije: «Amigo mío, me parece no sería malo que yo escribiese al duque de Lerma; esto no puede producir mal efecto. ¿Qué te parece a ti?» «Ya estoy respondió ; pero los grandes se mudan tanto de un instante a otro que no cómo recibirá vuestra carta. No obstante soy de dictamen que no se pierde nada en que es cribáis, pero con maña. Aunque el ministro os es tima, no fiéis por eso en que se acordará de vos Esta suerte de protectores fácilmente olvida a aque líos de quienes ya no oyen hablar.»

«Aunque eso es muy cierto le repliqué , yo hago mejor concepto de mi favorecedor. Conozco su bondad; estoy persuadido de que se compadece de mis penas y que siempre las tiene presentes. A la cuenta, espera para sacarme de la prisión que se aplaque la cólera del rey.» «Sea enhorabuena respondió ; yo me alegraré que el juicio que usted hace de su excelencia sea verdadero. Implore usted su patrocinio por medio de una carta muy expresiva, que yo se la llevaré y entregaré en su propia mano.» Pedí papel y tintero y compuse un

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trozo de elocuencia que a Escipión le pareció pa- tético y Tordesillas juzgó superior a las mismas homilías del arzobispo de Granada.

Yo me lisonjeaba de que el duque de Lerma se compadecería al leer la triste pintura que le hacía del miserable estado en que no estaba, y con esta confianza hice partir mi correo, el cual apenas llegó a Madrid cuando fué a casa del ministro. Encontró a uno de mis amigos, ayuda de cámara, que le facilitó ocasión de hablar al duque, a quien dijo, presentándole el pliego que llevaba: «Señor, uno de los más fieles criados de su excelencia, el cual duerme sobre paja en un obscuro calabozo de la torre de Segovia, le suplica muy humildemente lea esa carta, que de lástima le ha facilitado poder escribir uno de los carceleros.» El ministro la abrió y leyó; pero aunque vio en ella un retrato capaz de enternecer el corazón más duro, lejos de mostrarse compadecido, levantó la voz y dijo al correo de- lante de algunas personas que podían oírlo: «Ami- go, diga usted a Santillana que es mucha osadía el recurrir a después de la acción perversa que ha cometido y por la cual se le ha impuesto el castigo que merece. Es un hombre indigno, que ya no debe contar con mi apoyo y a quien abandono al resen- timiento del rey.»

Escipión, sin embargo de su desahogo, se quedó turbado de oír hablar de esta suerte al ministro; pero, a pesar de su turbación, no dejó de interce- der por mí. «Señor replicó , aquel pobre preso morirá de dolor cuando sepa la respuesta de vues-

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tra excelencia.» El duque no respondió a mi inter- cesor sino mirándole de sobre ojo y volviéndole la espalda. Así me trataba este ministro para disimu- lar mejor la parte que había tenido en la amorosa intriga del príncipe de España, y esto es lo que de- ben esperar todos los agentes inferiores de quienes se valen los grandes señores en sus secretos y pe- ligrosos manejos.

Cuando mi secretario volvió a Segovia y me contó el resultado de su comisión, me sepulté de nuevo en el abismo de tristezas en que caí el primer día de mi prisión y aun me creí más desgraciado fal- tándome la protección del duque de Lerma. Decaí de ánimo, y por más que me dijeron para conso- larme, todo fué inútil; atormentáronme otra vez los pesares, de manera que insensiblemente me causaron una grave enfermedad.

El señor alcaide, que se interesaba en mi salud, creído de que para recobrarla era lo mejor llamar médicos, me trajo dos que tenían traza de ser unos celosos servidores de la diosa Libitina. «Señor Gil Blas me dijo al presentármelos , vea usted aquí dos Hipócrates que vienen a visitarle y que dentro de poco le pondrán bueno.» Era tal la oposición que tenía yo a estos doctores, que seguramente los ha- bría recibido muy mal si me hubiera quedado algún apego a la vida; pero me sentía tan cansado de ella, que agradecí a Tordesillas el que me pusiera en sus manos.

«Caballero me dijo uno de los médicos , es necesario ante todas cosas que usted tenga con-

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fianza en nosotros.» «La tengo muy grande le respondí , pues estoy cierto de que con la asis- tencia de ustedes quedaré ciu-ado de todos mis ma- les en pocos días.» «Sí respondió , lo quedará usted mediante Dios, y nosotros haremos a lo me- nos lo que esté de nuestra parte para ello.» En efecto, estos señores se portaron tan maravillosa mente, que a ojos vistas me iban llevando a la se- pultura. Desconfiado ya don Andrés de mi curación, hizo venir un religioso de San Francisco para que me ayudase a bien morir. El buen padre, después de haber hecho su deber, se retiró, y yo, viéndome en mi última hora, hice señas a Escipión para que se acercara a mi cama. «Amado amigo mío le dije con una voz casi apagada; tal era la debilidad que las medicinas y sangrías me habían causado , de los dos talegos que hay en casa de Gabriel, te dejo uno y te suplico lleves el otro a Asturias a mis pa- dres, quienes, si todavía viven, estarán necesita- dos. Pero, ¡ay de mí, temo mucho que no han de haber podido sobrevivir a mi ingratitud! Lo que Moscada sin duda les habrá contado de mi dureza quizá les habrá causado la muerte. Si el Cielo los ha conservado a pesar de la indiferencia con que he pagado su ternura, les darás el talego de do- blones, suplicándoles me perdonen mi mala corres- pondencia, y si han muerto te encargo emplees el dinero en pedir al Cielo por el descanso de sus almas y la mía.» Diciendo esto, le alargué una mano, que bañó con sus lágrimas sin poder res- ponderme una palabra; tal era la aflicción que te-

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nía el pobre mozo de mi pérdida; lo que prueba que el llanto de un heredero no es siempre risa disimulada.

Esperaba, ]Jues, experimentar el trance de la muerte, y, no obstante, me engañó. Habiéndome desahuciado mis doctores y dejado campo libre a la naturaleza, ésta fué la que me sacó del peligro. La calentura, que, según su pronóstico, debía lle- varme al otro mundo, quiso desmentirlos y me dejó. Poco a poco me restablecí con la mayor feli- cidad y un perfecto sosiego de espíritu fué el fruto de mi mal. Ya entonces no necesité de consuelo; antes bien, miré las riquezas y honores con aquel desprecio que inspira la cercanía de la muerte, y, vuelto en mismo, bendecía mi desgracia y daba gracias al Cielo, como si me hubiese hecho un favor particular, e hice firme propósito de no volver más a la corte, aun cuando el duque de Lerma quisiese llamarme a ella, con ánimo, si salía de la prisión, de comprar una casa de campo y vivir en ella como un filósofo.

Escipión aprobó mi pensamiento y me dijo que, para que tuviese efecto cuanto antes, pensaba vol- ver a Madrid a solicitar mi soltura. «Me ha ocurrido una cosa añadió . Conozco a una persona que podrá servirnos, y es la criada favorita del ama de leche del príncipe, que es una muchacha de enten- dimiento. Voy a que hable a su ama y a poner to- dos los medios imaginables para sacar a usted de esta torre, en donde, aunque se le el mejor trato, siempre es prisión.» «Dices bien le respondí . Vé,

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amigo mío, sin perder tiempo, a dar principio a esa diligencia. ¡Pluguiese al Cielo que estuviéramos ya en nuestro retiro!»

CAPITULO IX

Escipión vuelve a Madrid; cómo y con qué condi- ciones alcanzó la libertad de Gil Blas; adonde fue- ron los dos después de haber salido de la torre de Segovía y conversación que tuvieron.

Salió, pues, Escipión para Madrid, y yo, ínterin volvía, me dediqué a la lectura. Tordesillas me su- ministraba más libros de los que yo quería, los que le prestaba un comendador viejo que no sabía leer, pero que, queriendo hacer ostentación de hombre sabio, tenía una gran librería. Sobre todo me agra- daban las buenas obras morales, porque encontra- ba en ellas a cada momento pasajes que lisonjea- ban mi aversión a la corte y la afición que había cobrado a la soledad.

Tres semanas estuve sin oír hablar de mi agente,, el cual volvió en fin y me dijo muy contento: «¡Ahora sí, señor de Santillana, que traigo a usted buenas nuevas! La señora ama ha tomado cartas por usted. Su criada, a mis ruegos, y mediante cien doblones que le he ofrecido, ha tenido la bon- dad de moverla a que pida al príncipe solicite vues- tra soltura, y éste, que, como otras veces he dicho a usted, nada le niega, ha proiTietido hablar al rey

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su padre a fin de conseguirla. He venido a toda prisa a decíroslo y con la misma vuelvo a dar la última mano a mi obra.» Diciendo esto me dejó y volvió a tomar el camino de la corte.

No fué largo su tercer viaje. Al cabo de ocho días estuvo de vuelta y me dijo que el príncipe había, aunque no sin trabajo, obtenido del rey mi liber- tad, lo cual en el mismo día me confirmó el señor alcaide, quien vino a decirme abrazándome: «Mi amado Gil Blas, gracias al Cielo, usted ya está libre y tiene abiertas las puertas de esta prisión; pero las dos condiciones con que se le concede a usted esta libertad quizá le darán mucha pena y siento verme en la obligación de hacérselas saber. Su Majestad prohibe a usted se presente en la corte y le manda salir de las dos Castillas en el término de un mes. Me es de gran mortificación el que se le prohiba a usted ir a la corte.» «Pues yo estoy muy contento le respondí . ¡Bien sabe Dios lo que pienso de ella! Sólo esperaba del rey una gi-acia, y me ha hecho dos.»

Viéndome ya libre, hice alquilar dos muías, en las cuales salimos el día siguiente mi confidente y yo, después de haberme despedido de Cogollos y dado mil gracias a Tordesillas por todos los favo- res que me había hecho. Tomamos alegremente el camino de Madrid para recoger del señor Gabriel los dos talegos, en cada uno de los cuales había quinientos doblones de a ocho. En el camino me dijo mi compañero: «Si no tenemos bastante di- nero para comprar una hacienda magnífica, a lo

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menos habrá para una mediana.» «Yo me daría por feliz le respondí aun cuando no tuviese mas que una choza; en ella estaría contento con mi suerte. Aunque apenas he llegado a la mitad de mi carrera, estoy tan desengañado del mundo, que sólo quiero vivir para mí. Además de esto, te digo que me he formado de los placeres de la vida cam- pestre una idea que me embelesa y hace que los goce con anticipación. Me parece que ya veo el esmalte de los prados, que oigo el canto de los rui- señores y el murmullo de los arroyos; que unas veces creo divertirme en la caza y otras en la pes- ca. Imagínate, amigo mío, los diferentes recreos que nos esperan en la soledad y tendrás tanta com- placencia como yo. En orden a nuestro sustento, el más simple será el mejor; un pedazo de pan po- drá satisfacernos cuando nos atormente el hambre, y el apetito con que lo comamos nos le hará pare- cer muy sabroso. El deleite no consiste en la bon- dad de los alimentos exquisitos, sino en nosotros, y esto es tanta verdad como que mis coniidas más delicadas no son aquellas en que veo reinar el arte y la abundancia. La frugalidad es una fuente de delicias maravillosa para conservar la salud.»

«Con el permiso de usted, señor Gil Blas me in- terrumpió mi secretario , yo no soy enteramente de su opinión sobre la supuesta frugalidad con que usted quiere obsequiarme. ¿Por qué nos hemos de mantener como unos Diógenes? Aun cuando co- mamos bien, no caeremos enfermos por eso. Créame

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usted: ya que tenemos, gracias a Dios, con qué vivir cómodamente en nuestro retiro, no le haga- mos la mansión del hambre y de la pobreza. Luego que tengamos luia hacienda, será preciso abaste- cerla de buenos vinos y de todas las demás provi- siones convenientes a personas de entendimiento, que no dejan el trato huinano para renimciar a las comodidades de la vida, sino más bien para gozar- las con más quietud. Lo que cada uno tiene en su casa dice Hesíodo no daña, en lugar de que lo que no se tiene puede dañar. Vale más añade te- ner uno en su casa las cosas necesarias que desear tenerlas.»

«¡Qué diablos es eso, señor Escipión! interrum- pí— . ¿Usted ha manejado los poetas griegos? ¡Hola! ¿En dónde leyó usted a Hesíodo?» «En casa de un sabio respondió . Serví algún tiempo en Sala- manca a un pedante que era un graii comentador; en un abrir y cerrar de ojos componía un grueso volumen recopilando pasajes hebreos, griegos y la- tinos, que extractaba de los libros de su biblioteca y traducía al castellano. Como yo era su amanuen- se, he retenido no cuántas sentencias, todas tan notables como las que acabo de citar.» «Siendo así le repliqué , tienes la memoria bien adornada. Pero, viniendo a nuestro proyecto, ¿en qué reino de España te parece del caso que fijemos nuestra residencia filosófica?» «Yo opino por Aragón res- pondió mi confidente ; allí encontraremos sitios muy amenos, en donde podremos pasar una vida deleitosa.» «Está bien le dije , sea así. Detenga-

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monos en Aragón; consiento en ello. ¡Ojalá descu- bramos una morada que me proporcione todos los placeres con que se recrea mi imaginación!»

CAPITULO X

De lo que hicieron al llegar a Madrid; a quién en- contró Gil Blas en la calle, y de lo que siguió a este encuentro.

Luego que llegamos a Madrid fuimos a apeamos a una pequeña posada, en la cual se había alojado Escipión en sus viajes. Lo primero que hicimos fué ir a casa de Salero a recoger nuestros doblones. Recibiónos muy bien; me manifestó se alegraba mucho de verme en libertad. «Aseguro a usted añadió que he sentido mucho su desgracia, la cual me ha disgustado de la amistad de las gentes de la Corte, cuyas fortunas están muy en el aire. He casado a mi hija Gabriela con un rico merca- der.» «Usted ha obrado con juicio le respondí . Además de que este partido es más sólido, un ple- beyo que llega a ser suegro de un noble no está siempre gustoso con su señor yerno.»

Después, mudando de conversación y viniendo a nuestro asunto, proseguí: «Señor Gabriel, hága- nos usted el favor, si gusta, de entregarnos los dos mil doblones que...» «Vuestro dinero está pronto internmapió el platero, el cual, habiéndonos he- cho pasar a su gabinete, nos mostró dos talegos

145 en los cuales había unos rótulos que decían: «Estos talegos de doblones son del señor Gil Blas de Santi- llana.» . Ved aquí me dijo el depósito tal como se me confió.»

Di gracias a Salero del favor que me había he- cho, y muy consolado de haberme quedado sin su hija, nos llevamos los talegos a la posada, en donde contamos nuestras monedas. La cuenta se encontró cabal, rebajados los cincuenta doblones que se habían gastado en conseguir mi libertad. Ya no pensamos mas que en disponernos para ir a Aragón. Mi secretario tomó a su cargo comprar una silla volante y dos muías. Yo por mi parte cuidé de la compra de ropa blanca y vestidos. En una de las veces que iba arriba y abajo a estas compras encontré al barón de Steinbach, aquel oficial de la guardia alemana en cuya casa se había criado don Alfonso.

Saludé a este caballero alemán, quien, habién- dome también conocido, se vino a y me abra- zó. «Me alegro en extremo le dije de ver a su señoría en tan buena salud y al mismo tiempo de tener ocasión de saber de mis amados señores don César y don Alfonso de Leiva.» «Puedo dar a usted noticias suyas muy ciertas me respondió , pues ambos están actualmente en Madrid y en mi casa. Tres meses hace que vinieron a la corte a dar gra- cias al rey de un empleo que su majestad ha con- ferido a don Alfonso en premio de los servicios que sus abuelos hicieron al Estado; le ha nombrado go- bernador de la ciudad de Valencia, sin que le haya Gil Blas.-T. III. 10

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pedido este cargo ni solicitádolo por otra persona. No se ha hecho una gracia más espontánea, lo cual prueba que nuestro monarca gusta de recompen- sar el valor.»

Aunque yo sabía mejor que Steinbach el origen de esto, no manifesté saber la menor cosa de lo que me contaba y un deseo tan vivo de saludar a mis antiguos amos, que para satisfacerlo me con- dujo inmediatamente a su casa. Yo quería probar a don Alfonso y juzgar por su recibimiento si me estimaba todavía. Le encontré en una sala jugan- do al ajedrez con la baronesa de Steinbach. Luego que me conoció, dejó el juego y se vino a arre- batado de gozo, y estrechándome entre sus brazos me dijo en un tono que manifestaba una ingenua alegría: «¡Santillana! ¡Conque al fin vuelvo a verte! ¡Estoy loco de contento! No ha estado en mi mano el que no hayamos permanecido siempre juntos; yo te roguó, si haces memoria, que no te fueras de la casa de Leiva, y no hiciste caso de mis rue- gos. No ob tante, no te lo imputo a delito; antes bien, te agradezco el motivo de tu ida; pero desde entonces debieras haberme escrito y ahorrarme el trabajo de hacerte buscar inútilmente en Granada, en donde mi cuñado don Fernando me había escrito que estabas. Después de esta ligera reconvención continuó , dime qué haces en Madrid. Regu- larmente tendrás aquí algún empleOc Ten por cier- to que me intereso ahora más que nunca en tu bien.» «Señor le respondí , no hace todavía cua- tro meses que ocupaba en la corte un puesto de

147 bastante consideración. Tenía la honra de ser se- cretario y confidente del duque de Lerma.» «¡Es posible! exclamó don Alfonso con grande asom» bro . ¡Qué! ¿Has merecido la confianza de este primer ministro?» «Logró su favor respondí y le perdí del modo que voy a decir.» Entonces le contó toda esta historia y concluí mi narrativa exponién- dole la determinación que había tomado de com- prar, con lo poco que me quedaba de mi prospe- ridad pasada, una pobre choza para pasar en ella una vida retirada.

El hijo de don César, después de haberme oído con mucha atención, me dijo: «Mi amado Gil Blas, m sabes que siempre te he querido y ahora más [ue nunca. Pues el Cielo me ha puesto en estado le poder aumentar tus bienes, quiero que no seas las tiempo juguete de la fortuna. Para libertarte le su poder, te quiero dar una hacienda que no )odrá quitarte, y pues estás determinado a vivir m el campo, te doy una pequeña quinta que te- lemos cerca de Liria, distante cuatro leguas de Va- lencia, que ya has visto tú. Este regalo podemos lacerlo sin incomodarnos, y me atrevo a asegurar lue mi padre no desaprobará esta determinación que Serafina recibirá en ello gran contento.» Me arrojó a los pies de don Alfonso, quien al mo- lento me hizo levantar; le besó la mano y, más ínamorado de su buen corazón que de su benéfi- co, le dije: «Señor, vuestras finezas me cautivan. 31 don que me hacéis me es tanto más agradable lanto que precede al agradecimiento de un favor

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que yo he hecho a ustedes y más bien quiero de- berlo a su generosidad que a su gratitud.» Mi go- bernador se quedó algo suspenso de lo que oía y no pudo menos de preguntarme de qué favor le hablaba. Díjeselo con todas sus circunstancias, lo cual aumentó su admiración. Estaba muy lejos de pensar, como el barón de Steinbach, que el Go- bierno de la ciudad de Valencia se le hubiese dado por mediación mía. No obstante, no teniendo ya duda de ello, me dijo: «Gil Blas, pues que te debo mi empleo, no quiero darte sólo la pequeña ha- cienda de Liria: quiero agregar a ella dos mil du- cados de renta al año.»

«¡Alto ahí, señor don Alfonso! interrumpí . ¡No despierte usted mi codicia! Los bienes no sir- ven mas que para corromper mis costumbres, como harto lo tengo experimentado. Acepto gustoso vues- tra quinta de Liria. En ella viviré cómodamente con lo que tengo. Por otra parte, esto me es sufi- ciente, y, lejos de desear más, primero consentiré en perder todo lo que hay de superfino en lo que poseo. Las riquezas son una carga en un retiro en donde sólo se busca la tranquilidad.»

Don César llegó cuando estábamos en esta con- versación. No manifestó al verme menos alegría que su hijo, y cuando supo el motivo del agrade- cimiento a que me estaba obligada su familia, se empeñó en que había de aceptar yo la renta, lo cual rehusé de nuevo. En fin, el padre y el hijo me con- dujeron a casa de un escribano, en donde otorga- ron la escritura de donación, que ambos firmaron

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con más giisto que si fuera un instrumento a favor suyo. Finalizado el contrato, me lo entregaron, diciendo que la hacienda de Liria ya no era suya y que fuese cuando quisiese a tomar posesión de ella. Después se volvieron a casa del barón de Steinbach y yo fui volando a la posada, en donde dejó pasmado a mi secretario cuando le dije que teníamos una hacienda en el reino de Valencia y le contó el modo como acababa de adquirirla. «¿Cuánto puede producir esta pequeña heredad?», me dijo. «Quinientos ducados de renta le respon- dí— , y puedo asegurarte que es una amena sole- dad. Yo la he visto, por haber estado en ella mu- chas veces en calidad de mayordomo de los seño- res de Leiva. Es una casa pequeña, situada a la orilla del Guadalaviar, en una aldea de cinco o seis vecinos y en un país hermosísimo.»

«Lo que me gusta mucho exclamó Escipión es que tendremos allí caza, vino de Benicarló y excelente moscatel. ¡Vamos, amo mío, démonos prisa a dejar el mundo y llegar a nuestra ermita!» «No tengo menos deseo que le respondí de estar allá; pero antes es preciso hacer un viaje a Asturias, porque mis padres no deben de hallarse en buen estado. Quiero ir a verlos y llevármelos a Liria, en donde pasarán sus últimos día;s con des- canso. Acaso me habrá el Cielo deparado este asilo para recibirlos en él, y si dejara de hacerlo así, me castigaría.» Escipión apoyó mucho mi determina- ción y aun me excitó a ejecutarla. «No perdamos tiempo me dijo ; ya tengo carruaje. Compremos

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prontamente muías y tomemos el camino de Ovie- do.» «Sí, amigo mío le respondí , marchemos cuanto antes. Me es indispensable repartir las con- veniencias de mi retiro con los que me han dado el ser. Presto estaremos de vuelta en nuestra aldea, y en llegando quiero escribir en letras de oro sobre la puerta de mi casa estos dos versos latinos:

Inveni portum: Spes et Fortuna, válete: Sat me ludistis; ludite nunc altos (1).

(1) Hallé ya el puerto. lAdiós, Esperanza y Fortuna iBastante me burlastelsl ¡Burlaos ya de otros!

LIBRO DÉCIMO

CAPITULO PRIMERO

Sale Gil Blas para Asturias y pasa por Valladolid,

donde visita a su amo antiguo, el doctor Sangredo,

y se encuentra casualmente con el señor Manuel

Ordóñez, administrador del hospital.

Cuando me estaba disponiendo a salir de Ma- drid con Escipión para ir a Asturias, el duque de Lerma fué creado cardenal por la Santidad de Paulo V. Queriendo este Papa establecer la Inqui- sición en el reino de Ñapóles, honró con el capelo a este ministro para empeñarle a hacer que el rey- Felipe aprobase tan laudable designio. A todos los que conocían perfectamente a este nuevo miembro del Sacro Colegio les pareció, como a mí, que la Iglesia acababa de hacer una excelente adquisi- ción.

Escipión, que hubiera querido más volver a ver- me en un puesto brillante de la corte que sepul- tado en un retiro, me c consejó que me presen- tase al nuevo cardenal. «Puede ser me dijo que su eminencia, viéndole a usted fuera de la

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prisión por orden del rey, no crea ya deber fingirse irritado contra usted y podrá admitirle de nuevo a su servicio.» «Señor Escipión le respondí , us- ted ha olvidado sin duda que sólo conseguí la li- bertad bajo condición de salir inmediatamente de las dos Castillas. Fuera de eso, ¿me crees ya dis- gustado de mi quinta de Liria? Ya te lo he dicho, y te lo vuelvo a repetir, que aunque el duque de Lerma me restituyese a su gracia y me ofreciese el mismo puesto que ocupa don Rodrigo Calderón, lo renunciaría. Mi determinación está tomada. Quiero ir a Oviedo a buscar a mis padres y reti- rarme con ellos a las cercanías de la ciudad de Va- lencia. En cuanto a ti, amigo mío, si estás arre- pentido de unir tu suerte con la mía, no tienes mas que decirlo, que estoy pronto a darte la mitad del dinero que tengo y te quedarás en Madrid, en donde adelantarás tu fortuna hasta donde pudieres.» «¿Cómo así? replicó mi secretario, algo resen- tido de estas expresiones . ¿Es posible que usted sospeche que sea yo capaz de tener repugnancia a seguirle a su retiro? Esa sospecha ofende mi celo y mi inclinación. Pues qué, Escipión, aquel fiel criado que por tomar parte en sus penas hubiera pasado con gusto el resto de sus días con usted en el alcázar de Segovia, ¿tendría ahora repug- nancia en acompañarle en una mansión donde es- pera gozar mil delicias? ¡No, señor, no! Ninguna gana tengo de disuadir a usted de su resolución; pero quiero confesarle mi malicia: si le aconsejé que se presentase al duque de Lerma fue única-

153 mente para sondearle y ver si todavía le quedaban algunas reliquias de ambición. ¡Ea, pues; ya que se halla usted tan desprendido de las grandezas, abandonemos prontamente la corte para ir a dis- frutar de aquellos inocentes y deliciosos placeres de que nos formamos una idea tan risueña!»

Con efecto, poco después salimos de Madrid en una silla tirada de dos buenas muías, guiadas por un mozo que tuve por conveniente agregar a mi comitiva. Dormimos el primer día en Galapagar, al pie de Guadarrama; el segundo, en Segovia, de donde salí sin detenerme a visitar al generoso al- caide Tordesillas; pasé por Portillo y llegué al día siguiente a Valladolid. Al descubrir esta ciudad no pude menos de dar un profundo suspiro, que ha- biéndolo oído mi compañero, me preguntó la causa. «Hijo mío le dije , es la de que ejercí mucho tiempo en Valladolid la Medicina, y sobre este punto me están atormentando los remordimientos secretos de mi conciencia, pues me parece que to- dos aquellos que maté salen de sus sepulcros para venir a despedazarme.» «¡Qué imaginación! dijo mi secretario . ¡Sin duda, señor de Santillana, que es usted un pobre hombre! ¿Por qué se arre- piente usted de haber hecho su oficio? ¿Por ven- tura los doctores ancianos sienten los mismos re- mordimientos? No, señor; llevan la suya adelante con el mayor sosiego del mundo, imputando a la Naturaleza los accidentes funestos y atribuyéndo- se a ellos solamente los felices.»

«En verdad repuse que el doctor Sangredo,

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cuyo método seguía yo fielmente, era de este carác- ter. Aunque viese morir cada día veinte enfermos entre sus manos, vivía tan persuadido de la exce- lencia de la sangría del brazo y de la bebida fre- cuente, a las cuales llamaba sus dos específicos para todo género de enfermedades, que si morían los pacientes lo achacaba siempre a haber bebido poco y a que no los habían sangrado bastante.» «¡Vive diez exclamó Escipión dando una carca- jada— , que me cita usted un sujeto original!» «Si tienes curiosidad de verle y oírle repuse yo , mañana la podrás satisfacer, como no haya muerto y esté en Valladolid, lo que dudo mucho, porque ya era viejo cuando le dejé y desde entonces acá se han pasado bastantes años.»

Lo primero que hicimos así que llegamos al me- són adonde fuimos a apearnos fué preguntar por el tal doctor. Supimos que aun no se había muerto, pero que, no pudiendo ya visitar ni hacer mucho movimiento a causa de su gran vejez, había aban- donado el campo a otros tres o cuatro doctores, que habían adquirido gran fama por otro nuevo método de curar que no valía más que el suyo. Resolvimos hacer parada el día siguiente, tanto para que descansasen las muías como por ver al doctor Sangredo. A cosa de las diez de la mañana fuimos a su casa y le hallamos sentado en ima silla poltrona con un libro en la mano. Levantóse luego que nos vio, vino hacia nosotros con paso muy fir- me para un setentón, y nos preguntó qué le que- ríamos. «Pues qué, señor doctor le respondí , ¿es

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posible que ya no me conozca usted, siendo así que tuve la fortuna de haber sido uno de sus dis- cípulos? ¿No se acuerda usted de un cierto Gil Blas que en otro tiempo fué su comensal y su sus- tituto?» «¿Cómo así? me replicó dándome un abra- zo— . ¿Eres Santillana? Cierto que no te había conocido y me alegro infinito de volverte a ver. ¿Qué has hecho después que nos separamos? Sin duda, habrás ejercido siempre la Medicina.» «Te- níale— le respondí mucha inclinación, pero razo- nes poderosas me apartaron de ella.»

«¡Peor para ti! replicó Sangredo . Con los prin- cipios que aprendiste de hubieras llegado a ser un médico hábil, con tal que el Cielo te hubiera hecho la gracia de preservarte del peligroso amor a la química. ¡Ah hijo mío! exclamó arrancando un doloroso suspiro . ¡Qué novedades se han in- troducido en la Medicina de algunos años a esta parte! A esta arte se le quita el honor y la digni- dad; esta arte, que en todos tiempos ha respetado la vida de los hombres, hoy se halla en poder de la temeridad, de la presunción y de la impericia, porque los hechos hablan y presto alzarán el grito hasta las piedras contra el desorden de los nuevos prácticos: lapides clamabunt. Se ven en esta ciudad algunos médicos, o que se llaman tales, que se han uncido al carro de triunfo del antimonio: carrits triumphalis antimonii; unos desertores de la escuela de Paracelso, adoradores del quermes y curanderos de casualidad, que hacen consistir toda la ciencia médica en saber preparar algunas drogas quími-

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cas. ¿Qué más te diré? En su método todo está desconocido: la sangría del pie, por ejemplo, en otros tiempos tan raras veces practicada, hoy es la única que se usa; los purgantes, antiguamente sua- ves y benignos, se han convertido en emético y en quermes. Ya todo no es mas que un caos en que cada uno se toma la libertad de hacer lo que se le antoja y traspasa los límites del orden y de la sa- biduría que nuestros primitivos maestros señala- ron.»

Aunque estaba reventando por reír al oír una de- clamación tan cómica, pude contenerme. Y aun hice más: declamé contra el quermes, sin saber lo que era, y di al diablo sin más reflexión a los que lo habían inventado. Advirtiendo Escipión lo mu- cho que me divertía esta escena, quiso contribuir también por su parte a ella. «Yo, señor doctor dijo a Sangredo , soy sobrino de un médico de la es- cuela antigua, y como tal, pido a usted licencia para declararme enemigo de los remedios quími- cos. Mi difunto tío, que santa gloria haya, era tan ciego partidario de Hipócrates, que se batió mu- chas veces con los empíricos que no hablaban con el debido respeto de este rey de la Medicina. La razón no quiere fuerza. ¡De buena gana sería yo el verdugo de esos ignorantes novadores, de quienes usted se queja con tanta justicia como elocuencia! ¿Qué trastorno no causan en la sociedad civil esos miserables?»

«Ese desorden replicó el doctor va todavía más lejos de lo que usted piensa. De nada me ha

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servido publicar un libro contra esos asesinos de la Medicina; antes al contrario, cada día van en aumento. Los cirujanos, cuyo gran hipo es querer hacer de médicos, se creen capaces de serlo cuando sólo se trata de recetar quermes y emético, aña- diendo sangrías del pie a su antojo. Llegan hasta el punto de mezclar el quermes en las pócimas y cocimientos cordiales, y cátate que ya se ju - gan iguales a los grandes médicos. Este contagio ha cundido hasta dentro de los claustros. Hay en- tre los frailes ciertos legos que son a un mismo tiempo boticarios y cirujanos. Estos monos médi- cos se aplican a la química y hacen drogas perni- ciosas, con las que abrevian la vida de sus padres reverendos. En fin, en Valladolid se cuentan más de sesenta conventos de frailes y monjas; contem- ple usted ahora el destrozo que hacen en ellos el quermes junto con el emético y la sangría del pie.» «Señor Sangredo dije yo entonces es muy justa la indignación de usted contra esos envenenado- res; yo me lamento de lo mismo y entro a la parte en su compasivo temor por la vida de los hombres, manifiestamente amenazada por un método tan diferente del de usted. Mucho temo que la quími- ca no sea algún día la ruina de la Medicina, como lo es de los reinos la moneda falsa. ¡Quiera el Cielo que este día fatal no esté cerca de llegar!»

Aquí llegaba nuestra conversación cuando entró en el cuarto del doctor una criada vieja, que le traía en una bandeja un panecillo tierno, un vaso y dos garrafitas llenas, una de agua y otra de vino.

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Luego que comió un bocado echó un trago, en el cual, ciertamente, había mezclado dos terceras par- tes de agua; pero esto no le libró de las reconven- ciones que me daba motivo para hacerle. «¡Hola, hola, señor doctor! le dije . ¡Le he cogido a us- 1 ed en el garlito! ¡Usted beber vino, cuando siem- pre se ha declarado contra esta bebida y cuando en las tres cuartas partes de su vida no ha bebido sino agua! ¿De cuándo acá se ha contrariado usted a mismo? No puede servirle de excusa su edad avanzada, pues en un lugar de sus escritos define la vejez diciendo que es una ti is natural que poco a poco nos va disecando y consumiendo, y, en fuerza de esta definición, lamenta usted la ignorancia de aquellos que llaman al vino la leche de los viejos. ¿Qué me dirá usted ahora en su defensa?»

«Digo me respondió el viejo que me reconvie- nes sin razón. Si yo bebiera vino puro, tendrías motivo para mirarme como a un infiel observador de mi propia doctrina; pero ya has visto que el vino que he bebido estaba muy aguado.» «Otra condición le repliqué yo , mi querido maestro: acuérdese usted de qu ^ llevaba muy a mal que ( 1 canónigo Cedillo bebiese vino, aunque lo mezclaba con mucha agua. Confiese usted de buena fe que al cabo ha reconocido su error y que el vino no es un licor tan funesto como usted lo sentó en sus obras, con tal que se beba con moderación.»

Hallóse nuestro doctor algo atarugado con esta réplica. No podía negar que en sus libros había prohibido el uso del vino; pero como la vergüenza

159 y la vanidad le impedían confesar que yo le hacía una justa reconvención, no sabía qué responder- me. Para sacarle de este pantano mudé de conver- sación, y poco después me despedí de él, exhor- tándole a que se mantuviese siempre firme contra los nuevos médicos. «¡Animo, señor Sangredo! -6 dije . ¡No se canse usted de desacreditar el quer- mes y persiga a sangre y fuego la sangría del pie! Si a pesar de su celo y amor a la ortodoxia médica esa raza empírica logra arruinar la rigidez antigua, por lo menos tendrá usted el consuelo de haber hecho cuanto estaba de su parte para sostenerla!» Al retirarnos mi secretario y yo a nuestro mesón, hablando del gracioso y original carácter del tal doctor, pasó cerca de nosotros por la calle un hom- bre como de cincuenta y cinco a sesenta años, que caminaba con los ojos bajos y un rosario de cuen- tas gordas en la mano. Miróle atentamente y sin dificultad conocí que era el señor Manuel Ordóñez, aquel buen administrador del hospital de quien se hizo tan honorífica mención en el capítulo XVII del libro primera de mi historia. Llegúeme a él con grandes muestras de respeto y le dije: «¡Salud al venerable y discreto señor Manuel Ordóñez, el hom- bre más a propósito del mundo para conservar la hacienda de los pobres!» Al oír estas palabras me miró con mucha atención y me respondió que mi fisonomía no le era desconocida, pero que no podía acordarse en dónde me había visto. «Yo iba le respondí a casa de usted en tiempo que le servía un amigo mío llamado Fabricio Núñez.» «¡Ah, ya

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me acuerdo! repuso el administrador con una son- risa maligna . Por señas, que los dos erais muy buenas alhajas e hicisteis admirables muchacha- das. ¿Y qué se ha hecho el pobre Fabricio? Siempre que pienso en él, me tienen con cuidado sus asun- tillos.»

«Me he tomado la libertad de detener a usted en la calle dije al señor Manuel ^precisamente para darle noticias suyas. Sepa usted que Fabricio está en Madrid ocupado en hacer obras misceláneas.» «¿A qué llamas obras miscelá,neas?», me replicó. «Quiero decir le contesté que escribe en prosa y en verso; compone comedias y novelas; en suma, es un mozo de ingenio y es bien recibido en las casas distinguidas.» «¿Y cómo lo pasa con su pana- dero?», me preguntó el administrador. «No tan bien le respondí como con las personas de calidad; porque, aquí para los dos, creo que está tan pobre como Job.» «¡Oh, en eso no tengo la menor duda! repuso Ordóñez . Haga la corte a los grandes todo lo que quisiere; sus complacencias, sus lison- jas y sus vergonzosas bajezas le producirán toda- vía menos que sus obras. Desde luego os lo pro- nostico: algún día le veréis en el hospital.»

«Esto no me causará novedad dije yo , por- que la poesía ha Uevado a él a otros muchos. Mu- cho mejor hubiera hecho mi amigo Fabricio en haberse mantenido a la sombra de usted, que a la hora de ésta estaría nadando en oro.» «A lo menos nada le faltaría respondió Ordóñez . Yo le que- ría bien y poco a poco le iba ascendiendo de puesto

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en puesto, hasta asegurarle uti sólido acomodo en la casa de los pobres, cuando so le antojó querer pasar por hombre de ingenio. Compuso una come- dia, que hizo representar por los comediantes que a la sazón se hallaban en esta ciudad; la pieza logró aceptación, y desde aquel punto se le tras- tornó la cabeza al autor. Imaginóse ser otro Lope de Vega, y prefiriendo el humo de los aplausos del público a las verdaderas conveniencias que mi amistad le preparaba, se despidió de mi casa. En vano procuré persuadirle que dejaba la carne para correr tras la sombra; no pude detener a este loco, a quien arrastraba el furor de escribir. ¡No conocía su felicidad!— añadió . Buena prueba es de esto el criado que recibí después que él me dejó; más juicioso que Fabricio, y con menos talento que él, se aplicó únicamente a desempeñar bien los encar- gos que le hago y a darme gusto. Por eso le he ade- lantado como merecía y en la actualidad está des- empeñando en el hospital dos destinos, el menor de los cuales es más que suficiente para sustentar a un hombre de bien cargado de una numerosa familia.»

Gil Blas.-T. III. 11

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CAPITULO II

Prosigue Gil Blas su viaje y llega felizmente a Ovie- do; en qué estado halla a su familia; muerte de su padre, y sus consecuencias.

Desde Valladolid nos pusimos en seis días en Oviedo, adonde llegamos sin habernos sucedido la menor desgracia en ej viaje, a pesar del refrán que dice: Huelen de lejos los bandoleros el dinero de los pasajeros. A la verdad, si hubieran olido el nues- tro, no habrían errado el golpe, y sólo dos habi- tantes de una cueva habrían bastado para soplar- nos nuestros doblones, porque en la corte yo no había aprendido a ser valiente, y Beltrán, mi mozo de muías, no parecía tener gana de dejarse matar por defender la bolsa de su amo; sólo Escipión era un poco espadachín.

Ya era de noche cuando llegamos a la ciudad. Nos apeamos en un mesón poco distante de la casa de mi tío el canónigo Gil Pérez. Deseaba yo tener noticia del estado en que se hallaban mis padres antes de presentarme a ellos; y para saber- lo no podía dirigirme a quien me informase mejor que al mesonero y la mesonera, que sabía ser perso- nas que no podrían ignorar cuanto pasaba en casa de sus vecinos. Con efecto, después de haberme mirado el mesonero con la mayor atención, me co- noció y exclamó fuera de sí: «¡Por San Antonio de Padua, que éste es el hijo del buen escudero Blas

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de Santillana!» «¡Sí, por cierto añadió la mesone- ra— ; él mismo es! Y apenas se ha mudado; es aquel despabiladillo Gil Blas, que tenía más talento que cuerpo. ¡Paróceme que le estoy viendo cuando ve- nía aquí con la botella por vino para cenar su tío!»

«Señora dije a la mesonera , no se puede ne- gar que tiene usted una memoria feliz. Pero déme usted, le ruego, noticias de mi familia; sin duda que mis padres no deben de estar en una situación agradable.» «Demasiado cierto es respondió la me- sonera— . Por triste que sea el estado en que usted pueda representárselos, no es posible imaginar que haya dos personas más dignas de compasión que ellos. El buen señor Gil Pérez está baldado de la mitad del cuerpo, y, naturalmente, vivirá muy poco. Su padre de usted, que de algún tiempo a esta parte vive con el canónigo, padece una opre- sión de pecho, o por mejor decir, se halla actual- mente entre la vida y la muerte, y su madre de usted, que tampoco goza la mejor salud, se ve pre- cisada a servir de asistenta a los dos enfermos.»

Así que esta relación, que me hizo conocer que era hijo, dejé a Beltrán en el mesón en guarda de mi equipaje, y acompañado de mi secretario Escipión, que no quiso apartarse de mi lado, pasó a casa de mi tío. Apenas me puse delante de mi madre, cuando cierta conmoción que sintió en su interior le hizo conocer quién yo era, aun antes de tener tiempo para examinar las facciones de mi rostro. «¡Hijo mío me dijo tristemente echándo- me los brazos al cuello , ven a ver morir a tu

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padre; a tiempo Jlegas para .ser testigo de tan do- loroso espectáculo!)) Diciendo esto, me llevó a un cuarto donde el triste Blas de Santillana, tendido en una cama que mostraba bien la miseria de un pobre escudero, estaba ya a los últimos. Sin em- bargo, aunque cercado de las sombras de la muer- te, todavía conservaba algún conocimiento. «Amado esposo le dijo mi madre , aquí tienes a tu hijo Gil Blas, que te pide perdón de todos los disgustos que te ha causado y te ruega le eches tu bendi- ción.» Al oír esto abrió mi padre los ojos, que ya comenzaban a cerrarse para siempre; fijólos en mí, y observando, a pesar de la postración en que se hallaba, que yo lloraba su pérdida, se enterneció de mi dolor. Quiso hablarme, mas no pudo. Yo entonces le tomó una mano, y mientras se la ba- ñaba en lágrimas, sin poder proferir una palabra, exhaló el último aliento, como si sólo hubiera es- perado a que yo llegase para expirar.

Mi madre tenía demasiado consentida esta muer- te para afligirse desmedidamente; quizá me afligí yo más que ella, sin embargo de que mi padre en su vida me había dado la menor demostración de cariño. Además de que bastaba ser hijo suyo para llorarle, me acusaba a mismo de no haberle so- corrido, y, acordándome de haber tenido esta in- sensibilidad, me consideraba como un monstruo de ingratitud, o por mejor decir, como un parri- cida. Mi tío, a quien vi después postrado en otra cama poco menos pobre y en un estado lastimo- so, me hizo experimentar nuevos remordimientos.

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«¡Hijo desnaturalizado! me dije a mismo . ¡Considera para tu mayor tormento la miseria en que se hallan tus parientes! Si los hubieras soco- rrido con parte de lo que te sobraba de los bienes que poseías antes de estar preso, les hubieras pro- porcionado las comodidades a que no podía alcan- zar la renta de la prebenda, y de esta manera acaso hubieras alargado la vida a tu padre.»

El desdichado Gil Pérez estaba ya lelo; había perdido la memoria y el juicio. De nada me sirvió estrecharle entre mis brazos y darle muestras de mi ternura, porque ninguna impresión le hicieron. Por más que mi madre le decía que yo era su so- brino Gil Blas, no hacía mas que mirarme con un aire imbécil, sin responder nada. Aun cuando la sangre y el agradecimiento no me hubieran obli- gado a compadecerme de un tío a quien tanto de- bía, no hubiera podido menos de hacerlo viéndole en una situación tan digna de lástima.

Durante este tiemjjo Escipión guardaba un pro- fundo silencio, me acompañaba en mi pena y mez- claba por amistad sus suspiros con los míos. Pa- reciéndome que después de tan larga ausencia ten- dría mi madre muchas cosas reservadas que de- cirme y que podía detenerla la presencia de un hombre a quien no conocía, le llamé aparte y le dije: «Vete, hijo mío, a descansar al mesón y déja- me aquí con mi madre, que acaso te creería de más en una conversación que no recaerá sino sobre asuntos de familia.» Retiróse Escipión por no in- comodarnos, y, efectivamente, mi madre y yo es-

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tuvimos hablando toda la noche. Nos dimos recí- procamente fiel cuenta de todo lo que a uno y otro nos había sucedido desde mi salida de Oviedo. Ella me hizo extensa relación de todas las desazones que había tenido en las varias casas donde había servido de dueña, confiándome en el asunto mu- chas cosas que no me hubiera alegrado las hubiese oído mi secretario, sin embargo de no tener yo nada reservado para él. Con todo el respeto que debo a la memoria de mi madre, diré que la buena señora era algo prolija en sus relaciones, y me hu- biera ahorrado las tres cuartas partes de su histo- ria si hubiese suprimido las circunstancias inútiles de ella.

Acabó por fin su relación y yo di principio a la mía. Conté por encima todas mis aventuras; pero cuando llegué a la visita que me había hecho en Madrid el hijo de Beltrán Moscada, el especiero de Oviedo, me extendí un poco sobre este pasaje. «Confieso, señora dije a mi madre , que recibí con despego al tal mozo, el cual, por vengarse de ello, no habrá dejado de hablaros muy mal de mí.» «Así es me respondió ; di joños que te había en- contrado tan engreído con el favor del primer mi- nistro de la Monarquía, que apenas te habías dig- nado conocerle, y que cuando te pintó nuestras miserias le oíste con mucha frialdad. Pero como los padres y las madres añadió ella -procuran siempre disculpar a sus hijos, no pudimos creer tuvieses tan mal corazón. Tu venida a Oviedo acredita la buena opinión que teníamos de ti y ^1

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sentimiento de que te veo lleno lo acaba de con- firmar.»

«Me hace mucho favor respondí ese buen con- cepto que a usted debo, pero lo cierto es que en la relación del hijo de Moscada hay alguna verdad. Cuando me vino a ver estaba yo embriagado con mi fortuna, y la ambición que me dominaba no me permitía pensar en mis parientes. De consi- guiente, hallándome en semejante disposición, no es de admirar que recibiese mal a un hombre que, acercándose a de un modo grosero, me dijo brutalmente que, habiendo sabido que yo estaba más rico que un judío, iba a aconsejarme que en- viase a ustedes algún dinero, respecto a que se veían en grande necesidad, y aun me echó en cara en términos nada comedidos mi indiferencia hacia mi gente. Me incomodó su llaneza, y, perdiendo la paciencia, le eché a empujones de mi cuarto. Con- fieso que me porté mal en aquella ocasión, que debí reflexionar no era culpa vuestra la falta de aten- ción del especiero y que su consejo merecía seguir- se, aunque había sido grosero el modo de dármelo. Esto fué lo que me ocurrió al pensamiento un mo- mento después que había despedido a Moscada. La sangre hizo en su oficio, y, acordándome de mis obligaciones hacia mis padres, me avergoncé de haberlas cumi)lido tan mal y sentí remordi- mientos, de los cuales no puedo, sin embargo, hacer mérito con usted, puesto que fueron sofocados in- mediatamente por la avaricia y por la ambición. Pero después fui encerrado por orden del rey en el

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alcázar de Segovia, en donde caí gravemente en- fermo, y esta dichosa enfermedad es la que a usted le restituye su hijo. Sí, por cierto; mi enfermedad y mi prisión fueron las que hicieron recobrar a la Naturaleza todos sus derechos y las que me han desprendido enteramente de la Corte. Hoy sólo suspiro por la soledad y he venido a Asturias con el fin únicamente de suplicar a usted se venga con- migo a que disfrutemos juntos las dulzuras de una vida retirada. Si usted admite mi oferta, la condu- ciré a una posesión que tengo en el reino de Va- lencia, en donde espero que pasaremos una vida muy cómoda. Bien podrá usted conocer que mi ánimo era llevar también a mi padre; pero ya que el Cielo ha dispuesto otra cosa, logre yo a lo menos la satisfacción de tener en mi compañía a mi ma- dre y pueda reparar con todas las posibles aten- ciones el tiempo que pasé sin servii'le de nada.»

«Quedo muy agradecida de tus buenas intencio- nes— me dijo entonces mi madre . Sin duda al- guna me iría contigo a no impedírmelo algunas dificultades. En primer lugar, no puedo desampa- rar a tu tío y mi hermano en el estado en que se halla; después de eso, estoy muy connaturalizada con este país para que yo le deje. Sin embargo, como esto merece examinarse con madurez, quie- ro meditarlo despacio; por ahora solamente debe- mos pensar en los funerales de tu padre.» «Ese cui- dado— le respondí se lo encargaremos a ese mozo que usted ha visto conmigo, que es mi secretario; tiene talento y celo y podemos descuidar en él.»

169 No bien había pronunciado estas palabras cuan- do entró Escipión, porque era ya día claro. Pre- guntónos si podía servirnos de algo en el apuro en que nos hallábamos. Respondíle que llegaba muy a tiempo para recibir ima orden importante que pensaba darle. Luego que se impuso de lo que se trataba, «¡Basta! dijo . Ya tengo ideada acá en mi cabeza toda la ceremonia y ustedes podrán fiarse de mí.» «Pero guardaos bien añadió mi ma- dre— de pensar en un funeral que tenga la menor apariencia de ostentación; por modesto que sea, nunca lo será demasiado para mi esposo, a quien toda la ciudad ha conocido por un escudero de los más pobres.» «Señora respondió Escipión , aun- que hubiera sido mucho más infeliz, no por eso rebajaré dos maravedís. Sólo debo tener presente las circunstancias de mi amo: habiendo sido favo- rito del duque de Lerma, a su padre debe enterrár- sele con grandeza.»

Aprobó el designio de mi secretario y aun le encargué que no economizase el dinero; un resto de vanidad que yo conservaba todavía se despertó en esta ocasión. Me lisonjeé de que, haciendo este dispendio por un padre que ninguna lierencia me dejaba, admirarían todos mi porte generoso. Mi madre por su parte, a pesar de la gran modestia que aparentaba, no dejaba de alegrarse de que su marido fuese enterrado con pompa. Dimos, pues, ampHas facultades a Escipión, que sin perder tiem- po marchó a dar las disposiciones necesarias para un suntuoso entierro.

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Saliéronle muy bien; celebróse un funeral tan magnífico que irritó contra a la ciudad y arra- bales; a todos los vecinos de Oviedo, desde el ma- yor hasta el menor, chocó infinito mi ostentación. «¡Este ministro de la noche a la mañana decía uno tiene dinero para enterrar a su padre y no lo tuvo para mantenerle!» «¡Mejor hubiera sido decía otro haber tenido más amor a su padre vivo que hacerle tantas honras después de muer- to!» En fin, ninguna lengua pecó de corta; cada una disparó su saeta. No se contentaron con esto: cuando salimos de la iglesia, así a como a Es- cipión y a Beltrán nos cargaron de injurias, acom- pañándonos hasta nuestra casa las befas y gritos de los muchachos, los cuales llevaron a Beltrán a pedradas hasta el mesón. Para disipar la canalla que se había agolpado delante de la casa de mi tío fué menester que mi madre se asomase a la ventana y asegurase a todos que no tenía queja ninguna de mí. Otros hubo que fueron corriendo al mesón donde estaba mi silla, para hacerla mil pedazos, como infaliblemente lo hubieran ejecuta- do si el mesonero y la mesonera no hubieran halla- do modo de sosegar aquellos ánimos furiosos y disuadirles de semejante intento.

Todas estas afrentas, que eran otros tantos efec- tos de lo que había hablado de el mozo espe- ciero de la ciudad, me inspiraron tal aversión hacia mis paisanos, que determiné salir cuanto antes de Oviedo, en donde, a no haber sido esto, tal vez me hubiera detenido algún tiempo más. Díjeselo a mi

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madre claramente, y como no estaba menos sen- tida que yo de ver lo mal que me había recibido mi país, no se opuso a mi resolución. Sólo se trató del modo de portarme con ella en adelante. «Madre le dije , ya que usted no puede abandonar a mi tío, no debo insistir en que se venga usted con- migo; pero como, según todas las señales, no puede estar muy distante el fin de sus días, déme usted palabra de venir a vivir en mi compañía luego que él fallezca.»

«Esa palabra, liijo mío, no te la daré; yo quiero pasar en Asturias los pocos días que me quedan de vida y con total independencia.» «Pues qué, señora le repliqué , ¿no será usted dueña abso- luta en mi casa?» «No lo sé, hijo mío me respon dio . Tal vez te enamorarás de alguna niña linda y te casarás con ella; será mi nuera, yo su suegra y no podremos vivir juntas.» «Usted le dije ^pre- vé los disgustos muy de lejos. Por ahora no pienso en casarme; pero si en algún tiempo tuviese esta idea, esté usted cierta de que mandaré a mi mujer que en todo y por todo esté sujeta a la voluntad de usted.» «Te obligas temerariamente a una cosa repaso mi madre que nunca podrás cumplir; antes bien, no me atrevería yo a afirmar que si entre la suegra y la nuera ocurriesen algunas desazo- nes, no te declarases a favor de tu mujer antes que al mío, por grande que fuese su sinrazón.»

«Señora, habla usted como un oráculo dijo mi secretario metiéndose en la conversación . Yo pienso, como usted, que las nueras dóciles son muy

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contadas. Así, pues, para que usted y mi amo que- den contentos, ya que quiere usted decididamente permanecer en las Asturias y él en el reino de Va- lencia, será menester que le señale una renta anual de cien doblones, que yo me encargo de traer aquí todos los años, y por este medio la madre y el hijo estarán muy satisfechos uno de otro a doscien- tas leguas de distancia.» Aprobaron el convenio las dos partes interesadas, y yo desde luego pagué adelantado el primer año, y salí de Oviedo el día siguiente antes de amanecer, por miedo de que el populacho no me tratara como a San Esteban. Tal fué el recibimiento que se me hizo en mi patria. ¡Admirable lección para aquellas personas de hu- milde nacimiento que, habiéndose enriquecido fue- ra de su país, quieran volver a él para hacer de per- sonas de importancia!

CAPITULO III

Toma Gil Blas el camino del reino de Valencia y llega en fin a Liria; descripción de su quinta, cómo fué recibido en ella y qué gentes encontró allí.

Tomamos el camino de León, después el de Fa- lencia, y, siguiendo nuestro viaje a cortas jorna- das, llegamos al cabo de veinte días a Segorbe, y al día siguiente por la mañana entramos en mi quinta, que sólo dista cinco leguas de aquella ciu- dad. Advertí que conforme nos íbamos acercando

173 rni secretario observaba con la mayor atención todas las quintas que a diestra y siniestra se le ofrecían a la vista. Luego que descvibría alguna de grande apariencia, me decía enseñándomela con * el dedo: «Me alegrara que fuera aquél nuestro retiro.»

«No sé, amigo mío le dije , qué idea te has formado de nuestra morada; pero si te la figuras como una casa magnífica, como la hacienda de un gran señor, desde luego te digo que estás muy equivocado. Si no quieres que tu imaginación se ría después de ti, represéntate aquella casa cam- pestre que Mecenas regaló a Horacio, situada en el país de los Sabinos, cerca de Tívoli. Haz cuenta que don Alfonso me ha hecho un regalo muy seme- jante a aquél.» «Según eso ^replicó Escipión , sólo debemos esperar que tendremos por albergue una cabana.» «Acuérdate repuse yo que siempre te hice una descripción muy modesta de ella, y si quieres juzgar por ti mismo de la fidelidad de mi pintiira, vuelve la vista hacia el río Guadalaviar y mira sobre su orilla, junto a aquella aldehuela de nueve a diez casas, aquella que tiene cuatro to- rrecillas, que ésa es mi quinta.»

«¡Diantre! exclamó entonces asombrado mi se- cretario— . ¡Aquel edificio es una preciosidad! Ade- más del aspecto de nobleza que le dan sus torreci- llas, puede añadirse que está bien situado, bien construido y rodeado de cercanías más deliciosas que los contornos de Sevilla, llamados por exce- lencia «el paraíso terrenal». El sitio no podía ser

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más de mi gusto, amique nosotros mismos le hu- biéramos escogido. Riégale un río con sus aguas y un espeso bosque está brindando con su sombra al que quiera pasearse aun en la mitad del día. ¡Oh qué amable soledad! ¡Ab mi querido amo, todas las trazas son de que permaneceremos en ól largo tiempo!» «Me alegro mucho le respondí de que te agrade tanto nuestro retiro, del cual aun no conoces todas las conveniencias.»

Divertidos en esta conversación llegamos final- mente a la casa, cuyas puertas nos fueron abiertas al pimto que dijo Escipión que era yo el señor Gil Blas de Santillana, que iba a tomar posesión de su quinta. Al oír un nombre tan respetable para aquellas gentes, dejaron entrar la silla en un espa- cioso patio, donde al punto me apeé. Apoyándome gravemente de Escipión y haciendo de personaje, pasé a una sala, en la que inmediatamente se me presentaron siete u ocho criados, diciendo que ve- nían a ofrecerme sus reverentes obsequios como a su nuevo señor, habiéndolos don César y don Alfon- so escogido para que me sirviesen, uno de cocinero, otro de ayudante de cocina, otro de pinche de la misma, otro de portero y los demás de lacayos, con prohibición .a todos de recibir de salario alguno, porque aquellos señores querían corriesen de su cuenta todos los gastos de mi casa. El prin- cipal de estos criados, y que como tal llevaba la palabra, era el cocinero, el cual se llamaba maes- tro Joaquín. Di jome había hecho una buena pro- visión de los mejores vinos de España y que, por

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lo tocante al aderezo de la comida, habiendo teni- do el honor de servir por espacio de seis años en la cocina del señor arzobispo de Valencia, esperaba componer unos platos que excitasen mi apetito. «Voy a disponerme añadió para dar a vuestra se- ñoría una prueba de mi habilidad. Mientras llega la hora de comer, podrá vuestra señoría dar un paseo y visitar su quinta, para reconocer si se halla en estado de ser habitada por vuestra señoría.» Ya se puede considerar que yo no dejaría de hacer esta visita; y Escipión, aun más curioso de hacerla que yo, me fué conduciendo do pieza en pieza. Recorri- mos toda la casa de arriba abajo, sin que ningún rincón se escapase a nuestra curiosidad, por lo me- nos así nos lo pareció, y por todas partes halló mo- tivos para admirar la gran bondad que don César y su hijo enían para conmigo. Entre otras cosas lla- maron mi atención dos aposentos adornados con unos muebles que, sin llegar a ser magníficos, eran de buen gusto. Estaba el uno colgado de tapicería de los Países Bajos, y en él una cama y sillas cu- biertas de terciopelo, todo bien conservado, a pe- sar de haberse hecho en tiempo que los moros ocu- paban el reino de Valencia. De igual gusto eran los muebles del otro aposento: cubría sus paredes una colgadura antigua de damasco genovés, de color de caña, con una cama y sillas de la misma tela guarnecidas de franjas de seda azul. Todos estos efectos, que en un inventario hubieran sido poco apreciados, parecían allí ostentosos.

Después de haber examinado bien todas las co-

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sas, mi secretario y yo volvimos a la sala, en Ja que estaba ya puesta una mesa con dos cubiertos. Sen- támonos a ella y al punto se nos sirvió una olla podrida, tan delicada que nos dio lástima de que el arzobispo de Valencia no tuviese ya al cocinero que la había sazonado. Verdad es que teníamos buenas ganas y esto contribuía a que no nos su- piese mal. A cada bocado que comíamos, ñus la- cayos de nueva fecha nos presentaban unos gran- des vasos, que llenaban hasta el borde de un vino rico de la Mancha. No atreviéndose Escipión a dejar ver delante de ellos la satisfacción interior que experimentaba, me la daba a entender con miradas expresivas, y yo le manifestaba con las mías que estaba tan contento como él. Un plato de asado, compuesto de dos codornices gordas que acompañaban a un lebratillo de exquisito gusto, nos hizo dejar la olla podrida y acabó de saciar- nos. Luego que hubimos comido como dos ham- brientos y bebido a proporción, nos levantamos de la mesa para ir al jardín a dormir voluptuosa- mente la siesta en algún sitio fresco y agradable. Si mi secretario se había mostrado hasta enton- ces muy satisfecho de cuanto había visto, aún lo quedó más cuando vio el jardín, que le pareció comparable con el parterre del Escorial. Bien es verdad que don César, que de cuando en cuando venía a Liria, tenía gusto en hacerlo cultivar y hermosear. Todas las calles estaban bien cubiertas de arena y enfiladas de naranjos; un gran estan- que de mármol blanco, en cuyo centro un león de

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bronce arrojaba copiosos chorros de agua, la her- mosura de las flores y la diversidad de frutas, to- dos estos objetos embelesaron a Escipión. Pero lo que más le encantó fué una prolongada calle de árboles que bajaban en declive continuando hasta la habitación del arrendatario, cubierta con un es- peso follaje de unos frondosos árboles. Haciendo el elogio de un sitio tan a propósito para preser- varse del calor, nos detuvimos en él y nos senta- mos al pie de un olmo, adonde el sueño acudió presto a apoderarse de dos hombres algo alegrillos que acababan de comer bien.

Dos horas después despertamos despavoridos al ruido de muchos escopetazos disparados tan cerca de nosotros que nos asustaron. Levantámonos pre- cipitadamente, y para informarnos de lo que era fuimos a la casa del arrendatario, y allí encontra- mos ocho o diez aldeanos, todos vecinos del lugar, que disparaban y quitaban el orín de sus escope- tas para celebrar mi venida, que acababan de sa- ber. La mayor parte de ellos me conocían ya por haberme visto algiuias veces en aquella quinta ejercer el empleo de mayordomo. Apenas me vie- ron, gritaron todos a un mismo tiempo: «¡Viva nuestro señor! ¡Sea bien venido a Liria!» Diciendo esto, volvieron a cargar sus escopetas y me obse- quiaron con una descarga general. Recibílos con el mayor agrado que me fué posible, pero guardan- do siempre gravedad, porque no me pareció con- veniente familiariz£irme demasiado con ellos. Ofre- cíles mi protección y les di además como unos Gil Blas.-T. III. 12

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veinte doblones, expresión que, según creo, no fué la que menos les agradó. Retíreme después con mi secretario, dejándoles la libertad de echar to- davía más pólvora al aire, y nos fuimos al bosque, en donde nos estuvimos paseando hasta la noche, sin que nos cansase la v;sta de los árboles; tanto nos embelesaba el gusto de vernos en nuestra nue- va posesión.

Durante nuestro paseo no estaban ociosos el co- cinero, su ayudante ni el galopín. Ocupábanse to- dos tres en disponernos una cena superior a la comida; tanto, que cuando volvimos del paseo y entramos en la sala donde habíamos comido, que- damos muy admirados de ver poner en la mesa cuatro perdigones asados, un guisado de conejo a un lado y un capón en pepitoria al otro, sirviendo después de intermedio orejas de puerco, pollos en escabeche y crema de chocolate. Bebimos abun- dantemente vino de Lucena y otros muchos exce- lentes. Cuando conocimos que ya no podíamos beber más sin exponer nuestra salud, pensamos en irnos a acostar. Mis criados tomaron entonces luces y me condujeron al mejor cuarto, en donde me desnudaron con mucha oficiosidad; pero luego que me dieron mi bata de noche y mi gorro de dormir, los despedí diciéndoles en tono de amo: «Retiraos, que ya no os necesito para lo demás.»

Habiéndolos despachado a todos, me quedé solo con Escipión para conversar un poco con él. Pre- gúntele qué juicio formaba del trato que se me daba por orden de los señores de Leiva. «¡Por vida

179 mía me respondió , que me parece no puede dárseos mejor y solamente deseo que esto dure mucho!» «Pues yo no lo deseo le repliqué . No debo permitir que mis bienhechores hagan tantos gastos por mí, porq\ie esto sería abusar de su ge- nerosidad. Fuera de eso, tampoco me acomoda servirme de criados asalariados por otro, porque creería no hallarme en mi casa. A todo esto se añade que yo no me he retirado ' aquí para vivir con tanto aparato. ¿Qué necesidad tenemos de tantos criados? Bástanos, Beltrán, un cocinero, un mozo de cocina y un lacayo.» Sin embargo de que a mi secretario no le pesaría vivir siempre a costa del gobernador de Valencia, no se opuso a mi deli- cadeza en este punto; antes bien, conformándose con mi dictamen, aprobó la reforma que yo quería hacer. Decidido esto, se salió él de mi cuarto para retirarse al suyo.

CAPITULO IV

Marcha Gil Blas a Valencia y visita a los señores de Leiva; de la conversación que tuvo con ellos y de la buena acogida que le hizo doña Serafina.

Acabó de desnudarme y me acosté; pero viendo que no podía quedarme dormido, me abandonó a mis reflexiones. Se me representó la generosidad con que los señores de Leiva pagaban la inclina- ción que yo les tenía, y, sumamente agradecido a

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las nuevas señales que de ello me daban, resolví marchar el día siguiente a visitarlos para satisfacer la impaciencia que tenía de manifestarles mi gra- titud. Ya me complacía anticipadamente la idea de volver a ver pronto a Serafina; pero este pla- cer no era del todo completo, porque no podía pensar sin pesadumbre en que al mismo tiempo tenía que soportar la presencia de la señora Lorenza Séfora, que, pudiéndose acordar todavía del lance del bofetón, no se alegraría mucho de verme. Can- sada la imaginación con todas estas especies, me quedó finalmente dormido, y no despertó hasta que empezó a dejarse ver el sol.

Me levanté con prontitud, y, enteramente pues- to el pensamiento en el viaje que meditaba, tardó poco en vestirme. Al acabar entró mi secretario en mi cuarto. «Escipión le dije , aquí tienes a un hombre que se dispone para ir a Valencia. No puedo menos de ir inmediatamente a visitar a unos señores a quienes debo mi buena fortuna, y cada instante de tardanza en el cumpHmiento de este deber parece acusarme de ingratitud. A ti, amigo mío, te dispenso de acompañarme; quédate aquí durante mi ausencia, que no pasará de ocho días.» «Id, señor respondió—, y cumplid con don Alfonso y su padre, que me parece agradecen el celo que so les manifiesta y que están muy reconocidos a los servicios que se les han hecho; son tan raras las personas distinguidas que tienen ese carácter, que no están por demás cualesquiera consideracio- nes que se les manifiesten.» Di orden a Beltrán

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para que se dispusiese a partir, y mientras que él preparaba las muías tomó yo el chocolate. En se- guida monté en mi silla, dejando mandado a mis criados que mirasen a mi secretario como a mi misma persona y que obedeciesen sus órdenes como las mías.

En menos de cuatro horas llegué a Valencia y fui en derechura a apearme a las caballerizas del gobernador. Dejando allí mi carruaje, hice me con- dujesen al cuarto de este señor, en donde se halla- ba a la sazón con su padre don César. Abrí sin ce- remonia la puerta y, acercándome a los dos, «Los criados les dije no envían recado delante para presentarse a sus amos; aquí está un antiguo cria- do de vuestras señorías, que viene a ofrecerles sus respetos.» Diciendo esto, quise arrodillarme en su presencia; pero ellos no lo permitieron, y ambos me estrecharon entre su brazos con todas las de- mostraciones de una verdadera amistad. «Y bien, mi querido Santillana me dijo don Alfonso , ¿has ido ya a Liria a tomar posesión de tu ha- cienda?» «Sí, señor le respondí , y suplico a vuestra señoría se sirva permitirme que se la de- vuelva.» «¿Pues por qué? me replicó . ¿Has en- contrado en ella alguna cosa que no te acomode?» «¡Nada de eso! respondí . Por lo que toca a la posesión me agrada infinito; pero lo que no me acomoda es tener en ella cocineros de arzobispo y tres veces más criados de los que he menester, ocasionando a vuestra señoría un gasto tan creci- do como superfino.»

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«Si hubieras aceptado dijo don César la pen- sión de dos mil ducados que te ofrecimos en Ma- drid, nos hubiéramos limitado a regalarte esa quin- ta alhajada como está; pero no habiéndola querido admitir, nos pareció que en recompensa debíamos hacer lo que hicimos.* «Eso es demasiado le respondí ; basta que vuestras señorías me favorezcan con la hacienda, que es suficiente para colmar todos mis deseos. Además de lo mucho que cuesta a vuestras señorías mantener tanta gente, aseguro que una familia tan numerosa me inco- moda y me causa gran sujeción. En suma, señores añadí , o vuestras señorías recobran su finca o dígnense dejármela gozar a mi modo.» Pronun- cié estas últimas palabras con tanta entereza, que padre e hijo, que de ningún modo querían violen- tarme, me permitieron al fin disponer de la quin- ta como mejor me pareciese.

Les repetía mil gracias por haberme concedido esta libertad, sin la cual yo no podía ser dichoso, cuando don Alfonso me interrumpió diciendo: «Mi querido Gil Blas, quiero presentarte a una dama que tendrá singular gusto de verte.» Y hablando de este modo me tomó de la mano y me condujo al cuarto de Serafina, la cual así que me vio pro- rrumpió en un grito de alegría. «Señora le dijo el gobernador , creo que la llegada de nuestro amigo Santillana a Valencia no os será menos gus- tosa que a mí.» «De eso ^respondió ella el mismo Santillana debe estar muy persuadido. No ha sido capaz el tiempo de borrar de mi memoria el favor

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183 que me hizo, y añado al agradecimiento que me merece el que debo a un hombre a quien vos sois deudor.» Respondí a mi señora la gobernadora que me consideraba más que suficientemente pagado del peligro que yo había corrido juntamente con los demás que me ayudaron a librarla, exponiendo mi vida por conservar la suya, y después de mu- chos cumplimientos recíprocos don Alfonso me sacó fuera del cuarto de Serafina y fuimos a reunimos con don César, a quien hallamos en una sala acom- pañado de muchos caballeros que estaban aquel día convidados a comer.

Saludáronme todos con mucha cortesanía, y me hicieron tantos más acatamientos cuanto que su- pieron por don César que yo había sido uno de los principales secretarios del duque de Lerma. Y aun quizá no ignorarían la mayor parte de ellos que don Alfonso había obtenido a influjo mío el Gobier- no de Valencia, porque al cabo todo se llega a saber. Como quiera que sea, desde que nos senta- mos a la mesa sólo se habló del nuevo cardenal; unos hacían, o aparentaban hacer, grandes elogios de él, y otros le ensalzaban, pero entre dientes y, como se suele decir, con la boca chica. Luego co- nocí que con esto querían incitarme a que hablase extensamente sobre su eminencia y que los di- virtiese a costa suya. De buena gana hubiera di- cho lo que pensaba de él, pero contuve la lengua, lo que me hizo pasar en el concepto de aquellos (•aballeros por un mozo muy discreto.

Concluida la comida, se retiraron los convidados

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a sus casas a dormir la siesta. Don César y su hijo, instados del mismo deseo, se encerraron en sus cuartos. Yo, lleno de impaciencia por ver cuanto antes una ciudad que tanto había oído alabar, salí del palacio del gobernador con ánimo de pasear las calles. Encontré a la puerta un hombre que se acercó a y me dijo: «¿Me dará licencia el señor de Santillana para que le salude?» Pregúntele quién era y me respondió: «Soy el ayuda de cámara del señor don César y era uno de sus lacayos cuando usted estaba de mayordomo de la casa. Todas las mañanas iba al cuarto de usted, que siempre me hacía mil favores, y le informaba de todo lo que pasaba en casa. ¿No se acuerda usted que un día le dije que el cirujano de la aldea de Leiva entraba secretamente en el cuarto de la señora Lorenza Séfora?» «De eso me acuerdo muy bien le res- pondí— . Y ahora que se habla de esa dueña, ¿qué se ha hecho?» «jAh! repuso él . Luego que usted se ausentó, la pobre mujer cayó mala de pasión de ánimo, y al cabo murió más llorada del ama que del amo.»

Después que el ayuda de cámara me informó del triste fin de Séfora me pidió perdón de lo que me había detenido y me dejó proseguir mi camino. No pude menos de suspirar acordándome de aque- lla desdichada dueña, y, compadeciéndome de su suerte, me echaba la culpa de su desgracia, sin pensar que debía atribuirse más bien a su cáncer que al mérito mío de que se había prendado.

Observaba con gusto todo lo que parecía digno

185 de ser notado en la ciudad. El palacio arzobispal entretuvo agradablemente mi vista, y lo mismo los hermosos pórticos de la Lonja; pero lo que me llevó toda la atención fué una gran casa que vi a lo lejos, en la cual entraba mucha gente. Acer- quéme a ella para saber por qué acudía allí un concurso tan crecido de hombres y mujeres, y pres- to salí de mi curiosidad leyendo estas palabras escritas con letras de oro en una lápida de mármol negro que estaba sobre la puerta: Posada de loa representantes. Leí también los carteles en los cua- les los cómicos ofrecían por la primera vez aquel día la representación de una tragedia nueva de don Gabriel Triaquero.

CAPITULO V

Va Gil Blas a la comedia y ve representar una tra- gedia nueva; qué éxito tuvo la pieza. Carácter del pueblo de Valencia.

Detúveme algunos momentos a la puerta para hacerme cargo de las personas que entraban, y habíalas de todas calidades. Vi caballeros de buena traza y ricamente vestidos y gentualla de tan mala catadura como traje. Vi varias señoras de título que se apeaban de sus coches para ir a ocupar los aposentos que habían mandado tomar y algunas aventureras que iban a caza de mentecatos. Este confuso tropel de toda clase de espectadores me

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inspiró el deseo de aumentar su número. Ya me disponía a tomar billete, cuando el gobernador y su esposa llegaron. Reconociéronme entre la mu- chedumbre y, habiéndome mandado llamar, me llevaron a su palco, en donde me senté detrás de los dos, de modo que podía hablar cómodamente con ambos. Estaba el salón lleno de gente de alto a bajo; el patio, muy apiñado, y la luneta llena de caballeros de las tres Ordenes militares. «¡Gran- de entrada!», dije a don Alfonso. «No hay que ad- mirarse de eso me respondió , porque la trage- dia que se va a representar está compuesta por don Gabriel Triaquero, apellidado el poeta de moda. Cuando los carteles de los cómicos anuncian algu- na nueva composición suya, toda la ciudad de Va- lencia se pone en movimiento; hombres y mujeres no saben hablar de otra cosa; todos los palcos se abonan, y el día de la primera representación se estropean las gentes a la puerta por entrar, siendo así que se dobla el precio, exceptuando únicamente el del patio, a quien siempre se respeta demasiado por temor de que se altere.» «Sin duda dije enton- ces al gobernador que esa viva curiosidad del pú- blico, esa furiosa impaciencia que tiene por oír todas las composiciones nuevas de don Gabriel me dan una idea ventajosa del ingenio de ese poeta.» Al llegar aquí nuestra conversación se dejaron ver en el teatro los actores. Callamos inmediata- mente para oírlos con atención. Desde el princi- pio comenzaron los aplausos; a cada verso se re- petían, y al fin de cada jornada había un palmoteo

187 que parecía venirse al suelo el teatro. Concluida la representación, me mostraron al autor, el cual iba modestamente por los aposentos a recoger los aplau- sos de que caballeros y damas le llenaban a com- petencia.

Nosotros volvimos al palacio del gobernador, adonde poco después llegaron tres o cuatro caba- lleros cruzados y dos autores antiguos muy apre- ciables en su clase, acompañados de un caballero de Madrid, sujeto de talento y de gusto. Todos habían estado en la comedia, y durante la cena no se habló sino de la nueva pieza. «¿Qué lea parece a ustedes de la tragedia? preguntó un caballero de Santiago . ¿No es esto lo que se llama una obra perfecta? Pensamientos sublimes, expresio- nes tiernas, versificación vigorosa; nada le falta. En una palabra, es un poema compuesto para los inteligentes.» «No creo respondió un caballero de Alcántara que nadie pueda pensar de él de otra manera. Esta pieza tiene algunos trozos que pa- recen dictados por el mismo Apolo, y ciertos lan- ces mene jados con destreza; dígalo si no el señor añadió, dirigiendo la palabra al caballero cas- tellano— , que me parece entendido, y apuesto a que es de mi opinión.» «No apueste usted, caballe- ro— le respondió el de Madrid con cierta risita falsa . Yo no soy de este país; en Madrid no acos- tumbramos a decidir con tanta facilidad. Lejos de juzgar del mérito de una pieza que oímos por la primera vez, desconfiamos de sus bellezas cuando solamente la escuchamos en boca de los actores, y

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por mucha impresión que nos haga suspendemos el juicio hasta haberla leído, porque en la realidad no siempre nos causa en el papel el mismo placer que nos ha causado en la escena. Por eso antes de calificar un poema prosiguió lo examinamos es- crupulosamente, y por grande que pueda ser la fama de un autor, no puede deslumhrarnos. Cuan- do Lope de Vega y Calderón ofrecían composicio- nes nuevas, hallaban jueces severos en sus admi- radores, los cuales no los elevaron a la cumbre de la gloria hasta después de haber juzgado que eran dignos de ella.»

«¡Oh! Por cierto interrumpió el caballero de Santiago , nosotros no somos tan tímidos como ustedes; no esperamos para decidir a que se im- prima una pieza. A la primera representación co- nocemos todo su mérito. Ni aun para eso nos es necesario oírla con la mayor atención, sino que nos basta saber que es producción de don Gabriel para persuadirnos de que no tiene ningún defecto. Las obras de este poeta deben servir de época al nacimiento del buen gusto. Los Lopes y los Calde- rones no eran mas que unos aprendices en compa- ración de este gran maestro del teatro.» El madri- leño, que miraba a Lope y a Calderón como a los Sófocles y Eurípides de los españoles, indignado con este discurso temerario, exclamó: «¡Qué sacri- legio dramático! Supuesto, señores, que ustedes me obligan a juzgar como acostumbran por la primera representación, les diré que no me ha gustado la tragedia de su don Gabriel. Es un drama zurcido

189 de rasgos más brillantes que sólidos. Las tres cuar- tas partes de los versos son malos, o sin buena rima; los caracteres, mal formados o mal sosteni- dos, y los conceptos, frecuentemente muy obs- curos.»

Los dos autores que estaban a la mesa, y que por una moderación tan loable como rara no ha- bían dicho nada por que no se les sospechase de envidiosos, no pudieron menos de aprobar con los ojos la opinión de este caballero, lo que me hizo creer que su silencio era menos un efecto de la perfección de la obra que de su política. En cuanto a los caballeros cruzados, comenzaron de nuevo a elogiar a don Gabriel, y aun le colocaron entre los dioses. Esa extravagante apoteosis y ciega idola- tría impacientaron al castellano, que, alzando las manos al cielo, exclamó repentinamente entusias- mado: '(¡Oh divino Lope de Vega, raro y sublime ingenio que dejaste un inmenso espacio entre ti y todos los Gabrieles que quieran igualarte! ¡Y tú, melifluo Calderón, cuya suavidad elegante y pur- gada de epicismo es inimitable! ¡No temáis uno ni otro que vuestros altares sean derribados por este hijo novel de las Musas! Muy afortunado será si la posteridad, cuya delicia formaréis así como for- máis la nuestra, hace mención de él.»

Este gracioso apostrofe, que ninguno esperaba, hizo reír a toda la concurrencia, con lo cual se levantó de la mesa y se retiró. A me conduje- ron por orden de don Alfonso al cuarto que me te- nía dispuesto. Encontré en él una buena cama, en

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la que, habiéndose acostado mi señoría, se durmió, compadeciéndome tanto como el caballero caste- llano de la injusticia que los ignorantes hacían a Lope y a Calderón.

CAPITULO VI

Gil Blas, paseándose por las calles de Valencia, en- cuentra a un religioso a quien le parece conocer; qué hombre era este religioso.

Como no había podido ver toda la ciudad el día anterior, me levantó y salí al siguiente para aca- bar de examinarla. Divisó en la calle a un cartujo, que sin duda iba a negocios de su comunidad. Caminaba con los ojos bajos y con un aspecto tan devoto que se llevaba la atención de todos. Pasó muy cerca de mí; miróle atentamente y me pareció ver en él a don Rafael, aquel aventurero que ocupa tan honorífico lugar en varios capítulos de esta historia.

Me quedé tan asombrado y conmovido de este inesperado encuentro, que en vez de acercarme al monje permanecí inmóvil por algunos momentos, lo que le dio tiempo para alejarse de mí. «¡Justo Cielo! dije . ¿Se habrán visto jamás dos rostros más parecidos? ¿Qué deberé pensar? ¿Creeré que éste es Rafael? Pero ¿puedo imaginar que no lo sea?» Tuve demasiada curiosidad de saber la ver- dad para no pasar adelante.

191 Hice que me enseñasen el camino de la Cartuja, adonde fui al momento con la esperanza de volver a ver al tal hombre cuando se restituyese al mo- nasterio, y resuelto a detenerle para hablarle; pero no tuve necesidad de aguardarle para quedar en- terado de todo. Al llegar a la puerta del monaste- rio otra cara que yo conocía trocó mi duda en certidumbre, y reconocí en el lego portero a Am- brosio Lámela, mi antiguo criado.

Fué igual la sorpresa de ambos de encontrarnos allí. «¿Será acaso una ilusión? le dije al saludar- le— . ¿Es realmente un amigo mío el que tengo a la vista?» Al pronto no me conoció, o acaso fingió no conocerme; pero considerando que era inútil la ficción y haciendo como quien de repente se acuerda de una cosa olvidada, «¡Ah, señor Gil Blas! exclamó . ¡Perdone usted si no le conocí tan prontamente! Desde qjie vivo en este santo lugar y me dedico a cumplir con los deberes que j^res- criben nuestras reglas, voy perdiendo insensible- mente la memoria de lo que he visto en el mundo.» «Tengo un verdadero gozo le dije de volverte a ver después de diez años con un traje tan respe- table.» «Y yo ^respondió rae avergüenzo de pre- sentarme con él a un hombre que ha sido testigo de mi mala vida; este hábito me la está continua- mente reprendiendo. ¡Ah! añadió dando un sus- piro— . ¡Para ser digno de llevarle debiera haber vivido siempre en la inocencia!» «Por ese modo de hablar, que me causa sumo placer— le repliqué -, Be ve claramente, mi caro hermano, que el dedo

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del Señor os ha tocado. Vuelvo a deciros que me lleno de gozo y estoy impaciente por saber de qué modo milagroso entrasteis en el buen camino vos y don Rafael, porque estoy persuadido de que es él a quien acabo de encontrar en la ciudad en hábito de cartujo. Me ha pesado de no haberle detenido en la calle para hablarle y le espero aquí para reparar mi falta cuando se retire al monasterio.»

«No se engañó usted me dijo Lámela ; el mis- mo don Rafael es a quien usted ha visto. Y en cuanto a la relación que usted me pide, es la si- guiente: Después de habernos separado de usted cerca de Segorbe, el hijo de Lucinda y yo tomamos el camino de Valencia, con ánimo de hacer allí alguna de las nuestras. Quiso la casualidad que entrásemos en la iglesia de cartujos a tiempo que los religiosos estaban rezando en el coro; detuví- monos a considerarlos y conocimos por nuestra misma experiencia que los malos no pueden menos de venerar la virtud. Admirámonos del fervor con que rezaban, de aquel aire penitente y desasido de los placeres del siglo y de la serenidad que se dejaba ver en sus semblantea y que manifestaba tan bien la quietud de su conciencia. Haciendo estas observaciones caímos en una meditación que nos fué saludable. Comparamos nuestras costum- bres con las de estos buenos religiosos, y la diferen- cia que hallamos entre unas y otras nos llenó de turbación y de inquietud. «Lámela me dijo don Rafael luego que salimos de la iglesia , ¿qué im- presión ha causado en ti lo que acabamos de ver?

193 Por lo que a toca, no puedo ocultártelo: no tengo el ánimo sosegado, me agitan unos movi- mientos que me son desconocidos y por la primera vez de mi vida me acuso de mis iniquidades.» «En igual disposición me hallo yo le respondí . Las malas acciones que he cometido se levantan en este instante contra mí, y mi corazón, que jamás había sentido remordimientos, está en la actuali- dad despedazado por ellos.» «¡Ah, querido Ambro- sio— continuó mi compañero , somos dos ovejas descarriadas que el Padre celestial quiere por su piedad volver al aprisco! El es, amigo mío. El es quien nos llama. No seamos sordos a su voz: re- nunciemos a nuestras iniquidades, dejemos la di- solución en que vivimos y comencemos desde hoy a trabajar seriamente en el grande negocio de nuestra salvación. Debemos pasar el resto de nues- tra vida en este monasterio y consagrarla a la pe- nitencia.» Aprobé el pensamiento de Rafael pro- siguió el hermano Ambrosio ^y tomamos la gene- rosa resolución de meternos cartujos. Para ponerla por obra recurrimos al padre prior, que apenas supo nuestro designio cuando, para probar nues- tra vocación, mandó se nos diesen celdas y se nos tratase como a religiosos durante un año entero. Observamos las reglas con tanta exactitud y cons- tancia, que fuimos recibidos de novicios. Estába- mos tan contentos con nuestro estado y tan llenos de fervor, que sufrimos valerosamente los trabajos del noviciado, y en seguida se nos admitió a la profesión. Poco después de ella, habiendo mostrado Gil Blas.-t. III. .13

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don Rafael un talento a propósito para el manejo de negocios, le nombraron para aliviar a un padre anciano que era entonces procurador. Más hubiera querido el hijo de Lucinda emplear todo el tiempo en la oración, pero se vio obligado a sacrificar este gusto a la necesidad que se tenía de él. Adquirió un conocimiento tan completo de los intereses de la casa, que le juzgaron capaz de substituir al ancia- no procurador, muerto tres años después. Y así está ejerciendo en la actualidad este cargo y puede decirse que le desempeña con grande satisfacción de los padres, que alaban mucho su conducta en la administración de los bienes temporales. Pero lo que más me admira es que, a pesar del cuidado que se le confió de recaudar nuestras rentas, no parece ocupado sino en la vida eterna. Si los ne- gocios le dejan un momento de reposo, se abisma en profundas meditaciones; en una palabra, es uno de los mejores individuos de este monasterio.»

Interrumpí a Lámela cuando llegaba aquí con un grande movimiento de gozo que manifesté al ver a Rafael, que a este punto se dejó ver de nos- otros. «¡He aquí exclamé , he aquí el santo pro- curador que yo estaba esperando con tanta impa- ciencia!» Y al mismo tiempo corrí hacia él y le di un abrazo. No se desdeñó de recibirle, y sin dar la más leve muestra de que mi visita le hubiese cau- sado la menor alteración, «¡Sea Dios loado, señor de Santillana! me dijo con una voz llena de dul- zura— . ¡Dios sea loado por el placer que me causa el veros!» «Verdaderamente le dije , mi querido

195 Rafael, yo tomo toda la parte posible en vuestra felicidad. Fray Ambrosio me ha contado la histo- ria de vuestra conversión y confieso que su rela- ción me ha encantado. ¡Qué ventura la vuestra, amados amigos míos, la de poder lisonjearos de ser de aquel corto número de escogidos que deben go- zar de una bienaventuranza eterna!»

«Dos miserables como nosotros respondió en tono muy humilde el hi o de Lucinda no podían concebir semejante esperanza; pero el arrepenti- miento de los pecados les hizo hallar gracia ante el Padre de las misericordias. Y usted, señor Gil Blas— añadió , ¿no piensa también en merecer que el Señor le perdone las culpas que contra él ha cometido? ¿Qué asuntos le han traído a usted a Valencia? ¿Ejerce, por desgracia, algún empleo peligroso?» «No, a Dios gracias les respondí ; desde que salí de la corte hago una vida honra- da. Unas veces gozo de la inocente diversión del campo, en una hacienda que tengo distante po- cas leguas de esta ciudad, y otras vengo a recrear- me algunos días con mi amigo el señor gobernador, a quien ustedes dos conocen muy bien.»

Entonces les conté la historia de don Alfonso de Leiva, que oyeron con atención, y cuando les dije que yo había llevEido de parte de este señor a Sa-

(luel Simón los tres mil ducados que le habíamos urtado, Lámela me interrumpió, y dirigiendo la alabra a Rafael le dijo: «Según eso, padre Hilario, I buen mercader ya no debe quejarse de un robo que se le ha restituido con usura, y nosotros dos

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debemos tener la conciencia bien tranquila sobre este punto.» «Con efecto dijo el procurador , antes que el hermano Ambrosio y yo tomásemos el hábito hicimos entregar secretamente a Samuel Simón mil quinientos ducados por mano de un honrado eclesiástico que quiso tomarse el trabajo de ir a Chelva a hacer esta restitución secreta. Tanto peor para Samuel si fué capaz de embol- sarse esta cantidad después de haber sido reinte- grado por el señor de Santillana.» «Pero esos mil quinientos ducados repliqué yo , ¿se le entrega- ron fielmente?» «Sin duda alguna contestó don Rafael ; yo respondería de la integridad del ecle- siástico como de la mía.» «Y yo también la abona- ría— dijo Lámela , especialmente después que ganó dos pleitos que le suscitaron por depósitos que se le habían confiado y en los que fueron con- denados en costas sus acusadores.»

Nuestra conversación duró todavía algún tiem- por y luego nos separamos, ellos exhortándome a que tuviese siempre presente el santo temor de Dios y yo recomendándome a sus buenas oracio- nes. Fui al momento a verme con don Alfonso y le dije: «Nunca acertaría vuestra señoría con quién acabo de tener una larga conversación. No hago más que separarme de dos venerables cartujos que vuestra señoría conoce: el uno se llama el padre Hilario y el otro el hermano Ambrosio.» «Te equi- vocas— me respondió don Alfonso , porque no co- nozco a ningún cartujo.» «Perdone vuestra seño- ría— le repliqué , pues conoció en Chelva al her-

Él

197 mano Ambrosio, comisario de la Inquisición, y al padre Hilario, secretario.» «¡Oh cielos! exclamó sorprendido el gobernador . ¿Será posible que Ra- fael y Lámela se hayan metido cartujos?» «Es po- sitivo— le respondí , y años ha que profesaron. El primero es procurador de la casa, y el segundo, portero.»

Quedó pensativo algunos momentos el hijo de don César y luego, meneando la cabeza, dijo: «¡Har- to será que el señor comisario de la Inquisición y su secretario no estén representando aquí una nueva comedia!» «Usía repuse yo juzga de lo presente por el tiempo pasado; pero yo, que vengo de ha- blarles, juzgo más benignamente. Es verdad que no se ve en el fondo de los corazones, mas, según todas las apariencias, éstos son dos bribones con- vertidos.» «Bien puede ser respondió don Alfon- so— , porque hay muchos libertinos que después de haber escandalizado al mundo con sus desórde- nes se encierran en los claustros para hacer una rigurosa penitencia. Me alegraría mucho de que nuestros dos monjes fueran de estos libertinos.»

«¿Y por qué no lo serían? le dije . Ellos han abrazado vohmtariamente la vida monástica mu- chos años ha y se portan en ella con la mayor edi- ficación.» «Di todo lo que quisieres me contestó el gobernador , pero a nada me gusta que los caudales del monasterio estén en poder del padre Hilario, de quien no podría menos de des- confiar. Cuando me acuerdo de la donosa relación que nos hizo de sus aventuras, tiemblo por los po-

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bres cartujos. Quiero suponer, como tú, que haya tomado el hábito con muy buena intención, pero el manejo del dinero puede despertar su codicia. A ningún borracho que ha dejado el vino se le debe fiar la llave de la bodega.»

Pocos días después se verificó no ser infundada la desconfianza del gobernador. Desaparecieron de repente el procurador y el portero con el dinero del monasterio, noticia que no dejó de dar que reír a los burlones, que celebran siempre las des- gracias de los religiosos que tienen fama de ricos. Por lo que toca al gobernador y a mí, nos compa- decimos de los cartujos, sin hacer alarde de que conocíamos a los apóstatas.

CAPITULO VII

Gil Blas se restituye a su quinta de Liria; de la no- ticia agradable que Escipión le dio y de la reforma que hicieron en su familia.

Ocho días fueron los que me detuve en Valen- cia, gozando del mundo y viviendo como los con- des y marqueses, entretenido en ver comedias y concurrir a bailes, conciertos, banquetes y tertulias de damas, proporcionándome todas estas diversio- nes tanto el señor gobernador como la señora go- bernadora, a quienes hice la corte tan cumplida- mente que ambos sintieron mi regreso a Liria y

199 aun me obligaron antes de marchar a que les pro- metiera repartir el tiempo entre ellos y mi soledad. Convinimos en que permanecería en la ciudad el invierno y el verano en mi quinta. Con esta con- dición me dejaron libertad mis bienhechores para que me fuese a gozar de sus beneficios.

Escipión, que deseaba con ansia mi vuelta, se alegró infinito de ella, aumentándose su gozo con la relación que le hice de mi viaje. «Y tú, amigo mío le pregunté , ¿qué te has hecho aquí du- rante mi ausencia? ¿Te has divertido mucho?» «Cuanto puede hacerlo me respondió un criado fiel que nada ama tanto como la presencia de su amo. He paseado por todos los puntos de nuestros pequeños Estados, y sentándome unas veces junto a la fuente que está en el bosque, contemplaba con particular gusto la claridad de sus aguas, tan puras y cristalinas como las de aquella sagrada fuente cuyo estruendo hacía resonar el espacioso bosque de Albunea, y recostado otras al pie de un árbol oía cantar a los ruiseñores y jilgueros. En fin, he cazado, he pescado; pero lo que me ha gus- tado aún más que todos estos pasatiempos ha sido la lectura de muchos libros tan útiles como entre- tenidos.»

Interrumpí con precipitación a mi secretario pre- guntándole dónde había hallado aquellos libros. «Los he encontrado me respondió en una selecta librería que hay en casa, que me ha enseñado el maestro Joaquín.» «Pero ¿en qué parte está esta librería? le volví a preguntar . ¿No registramos

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toda la casa el día que llegamos?» «Así le pareció a usted me respondió ; pero sepa que solamente recorrimos tres distritos, olvidándosenos el cuarto, y allí es donde don César, cuando venía a Liria, empleaba una parte de su tiempo en la lectiu-a. Hay en esta librería muy buenos libros, que se nos han dejado como un recurso seguro contra el tedio para cuando nuestros jardines despojados de flo- res y nuestro bosque de hoja no puedan preser- varnos de él. Los señores de Leiva no han hecho las cosas a medias, sino que han cuidado tanto del alimento espiritual como del corporal.»

Esta noticia me causó \uia verdadera alegría. Hice que me enseñasen el cuarto distrito, en el cual se me ofreció un espectáculo miuy agradable. Hálleme en una vivienda que desde luego destiné para mi morada, como don César la había escogido para sí. La cama de dicho señor estaba allí todavía con todos los adornos, es a saber: una tapicería que representaba el rapto de las Sabinas. De aque- lla cámara pasé a un gabinete que tenía estantes bajos alrededor llenos de libros y sobre la estante- ría los retratos de todos nuestros reyes. Había tam- bién en él, al lado de una ventana que tenía vis- tas a una campiña deliciosa, un escritorio de ébano delante de un gran sofá de tafilete negro; pero lo que principalmente llamó mi atención fué la libre- ría. Componíase de obras de filósofos, poetas, his- toriadores y gran número de libros de caballerías. Conocí que don César gustaba de éstos en vista de los muchos que de esta clase había juntado. Con-

201 fieso, no sin rubor, que yo no era menos aficiona- do a estas producciones, a pesar de las extrava- gancias de que están atestadas, ya porque no fue- se entonces un lector delicado, ya porque lo mara- villoso hace a los españoles muy indulgentes. Con todo eso, diré en abono mío que hallaba más de- leite en los libros de moral recreativa y que Lu- ciano, Horacio y Erasmo eran mis autores favo- ritos.

«Amigo mío dije a Escipión luego que pasó la vista por mi librería , aquí que tenemos en qué divertirnos; mas por ahora no pienso en otra cosa que en reformar nuestra familia.» «Ya le he ahorrado a usted me respondió la mitad de ese trabajo. Durante su ausencia he estudiado bien a sus criados y me atrevo a decir que los conozco perfectamente. Comencemos por el maestro Joa- quín: creo que es un bribón completo, y no pongo la menor duda en que le habrán despedido de casa del arzobispo por algunos errores de aritmética en las cuentas del gasto de cocina. No obstante, es necesario conservarle, por dos razones: la primera, porque es buen cocinero, y la segunda, porque yo no le perderé de vista, espiaré todas sus acciones y en verdad que ha de ser muy diestro para po- dérmela pegar. Ya le he dicho que usted estaba en ánimo de despedir las tres partes de sus cria- dos, noticia que le turbó y apesadumbró mucho; tanto, que llegó a decirme que teniendo, como tenía, tanta inclinación a servir a usted, se con- tentaría con la mitad del salario que goza al pre-

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senté, sólo por no salir de casa, lo que me hace sospechar que hay en la aldea alguna muchachuela de quien no quisiera alejarse. Por lo que toca al ayudante de cocina prosiguió , es un borracho, y el portero un insolente que para nada le necesi- tamos, como tampoco al cazador. El oficio de éste le podré yo desempeñar muy bien, como se lo haré ver a usted mañana, ya que tenemos en casa es- copetas, pólvora y mim.iciones. Entre los lacayos sólo hay uno que me parece buen mozo, y es el aragonés. Nos quedaremos con él y echaremos a los demás, que son unas malas cabezas, pues a ninguno de ellos tendría yo en casa aun cuando tuviéramos necesidad de cien criados.»

Después de haber tratado largamente sobre to- dos estos puntos resolvimos quedarnos con el co- cinero, con el mozo de cocina y con el aragonés y despedir con buen modo a todos los demás. Así se ejecutó en aquel mismo día, regalándoles Esci- pión en nombre mío, además de su salario, algu- nos doblones que sacó del arca del dinero. Hecha esta reforma, emprendimos establecer cierto orden en la quinta, arreglando las obligaciones que co- rrespondían a cada criado y comenzando desde entonces a mantenernos a nuestra costa. Yo me hubiera contentado con un trato frugal; pero mi secretario, que apetecía los buenos bocados y pla- tos regalados, no era hombre que quisiese tener ociosa la habilidad del maestro Joaquín. La ejer- citó tan bien, que nuestras comidas y cenas eran abundantes y delicadas.

203 CAPITULO VIII Amores de Gil Blas y de la bella Antonia.

Dos días después de mi vuelta de Valencia a Liria, el labrador Basilio, mi arrendatario, vino al tiempo en que me estaba vistiendo a pedirme el permiso para presentarme a su hija Antonia, que deseaba, decía él, tener el honor de saludar a su nuevo amo. Habiéndole respondido que en eso me daría mucho gusto, se salió, y volvió inmediata- mente a entrar con la hermosa Antonia. Creo de- ber dar este epíteto a una joven de diez y seis a diez y ocho años, que, además de unas facciones regulares, tenía unos colores muy hermosos y los mejores ojos del nmndo. Sólo estaba vestida de sarga; pero su garboso talle, su aire majestuoso y unas gracias que no siempre acompañan a la ju- ventud, daban realce a la sencillez de su traje. Tenía la cabeza descubierta, el pelo recogido atrás y un ramillo de flores encima, imitando la senci- llez de las lacedemonias.

Cuando la vi entrar en mi cuarto me quedé tan suspenso de ver su hermosura como los paladines de Cario Magno cuando vieron a la bella Angélica. En vez de recibir a Antonia con jovial desembara- zo y decirle algunas cosas lisonjeras, en vez de congratular a su padre por la fortuna de tener tan preciosa y agraciada hija, quedé admirado, turba- do, suspenso y sin poder pronunciar palabra. Es-

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cipión, que conoció mi turbación, tomó la palabra por e hizo la costa de las alabanzas que yo de- bía a aquella amable persona. Ella, a quien no deslumbró mi persona en bata y gorro, me saludó sin cortarse y me hizo un cumplido que, aunque de los más comunes, me acabó de encantar. En- tre tanto que mi secretario, Basilio y su hija se hacían recíprocos cumplimientos, yo volví en mí, y como si quisiera compensar el estúpido silencio que había guardado hasta entonces, pasó de un extremo a otro, extendiéndome en discursos ob- sequiosos y hablando con tanta fogosidad que Ba- silio entró en cuidado, y considerándome ya como un hombre que iba a poner en ejecución cuanto le fuese dable para seducir a Antonia, se apresuró a salir con ella de mi cuarto, resuelto quizá a apar- tarla de mi vista para siempre.

Así que Escipión se halló a solas conmigo me dijo sonriéndose: «Otro remedio tenéis contra el fastidio de la soledad. No sabía yo que vuestro arrendatario tuviese una hija tan linda, porque nunca la vi, aunque estuve dos veces en su casa. Debe de cuidar de guardarla, y en esto le disculpo, porque en realidad es un bocado muy apetitoso; pero añadió esto creo que no es necesario de- círselo a usted, porque a la primera vista le des- lumbró.» «No te lo niego respondí . ¡Ah hijo mío! He creído ver una diosa en aquella criatura; me ha dejado de repente abrasado en amor. El rayo tarda más en herir que la flecha con que ella ha atravesado mi corazón.»

205 «Mucho gozo me causa usted replicó mi secre- tario— en confesarme que al fin ha llegado a ena- morarse. Para ser enteramente feliz en la soledad de los campos no le faltaba otra cosa. ¡Ahora que, gracias a Dios, tiene usted todo lo que ha menester! Bien continuó que nos costará al- gún trabajo burlar la vigilancia de Basilio; pero eso corre de mi cuenta, y he de hacer que antes de tres días logre usted tener una secreta conversa- ción con Antonia.» «Señor Escipión le respondí , quizá no podría usted cumplir esa palabra, fuera de que no quiero hacer experiencia de ello. Estoy muy distante de querer tentar la virtud de esa doncella, cuyo recato me parece merecer otras con- sideraciones. Y así, lejos de exigir de tu celo me ayudes a deshonrarla, sólo deseo que emplees tu mediación en facilitar mi casamiento con ella, con tal que su corazón no esté ya prendado de otro.» «No esperaba yo, ciertamente me respondió , que usted tomase tan de golpe semejante resolu- ción. En verdad que no todos los señores de aldea, si se hallasen en igual caso que usted, procederían con tanta honradez ni se dirigirían a solicitar a Antonia por medios legítimos sino después de ha- ber tentado otros inútilmente. Por lo demás aña- dió— , no crea usted que desapruebo su amor, ni que esto lo digo por disuadirle de su intento, pues, al contrario, confieso que la hija del arrendatario es merecedora del honor que usted quiere hacerle, siempre que pueda entregar a usted un corazón intacto y agradecido. Eso es lo que hoy mismo

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sabré por la conversación que pienso tener con su

padre y quizá con ella misma.»

Mi confidente era un hombre puntualísimo en cumplir lo que prometía. Fué a verse secretamente con Basilio y por la tarde vino a mi gabinete, don- de yo le estaba esperando entre la impaciencia y el temor. Observé que volvía muy alegre, lo que me hizo pronosticar desde luego que me traía bue- nas nuevas. «Si he de creer a tu risueña cara le dije , estoy en que vienes a anunciarme que pres- to veré satisfechos mis deseos.» «Así es me res- pondió-— , mi qtierido amo. Todo le sale a usted a medida de su deseo. He hablado a Basilio y a su hija del designio de usted. El padre está lleno de gozo de saber que usted quiere ser su yerno y puedo asegurar que sois del gusto de Antonia.» «¡Oh Cielo! interrumpí todo enajenado de gozo . ¡Conque he tenido la dicha de parecer bien a tan amable criatura!» «No lo dude usted me respon- dió— ; ella os ama ya, y en verdad que esta con- fesión no la he oído de su boca, sino que la he in- ferido de la alegría que ha manifestado al saber vuestro designio. Sin embargo prosiguió , usted tiene un rival.» «¡Un rival!», exclamé poniéndome pálido. «No os inquietéis por eso me dijo ; este rival no os robará el corazón de vuestra dama. Ese tal es el maestro Joaquín, vuestro cocinero.» «¡Ah ladrón! dije entonces, soltando una gran car- cajada— . ¡Ve ahí por qué ha mostrado tal repug- nancia a dejar mi servicio!» «Cabalmente añadió Escipión , días pasados pidió en matrimonio a

207 Antonia, que le fué negada cortésmente.» «Salvo tu mejor parecer, creo que convendrá le repliqué yo deshacernos de ese picaro antes que llegue a saber que quiero casarme con la hija de Basilio. Un cocinero, como sabes, es un rival peligroso.» «Tiene usted razón respondió mi confidente ; se le debe echar de casa. Mañana por la mañana le despediré antes que se ponga a disponer la comida, y con eso usted ya no tendrá nada que temer de sus salsas ni de su amor. Sin embargo continuó Escipión , no deja de dolerme el perder tan buen cocinero; pero sacrifico mi golosina a la seguridad de usted.» «No debes le dije sentir tanto su pér- dida, porque no es irreparable. Voy a hacer venir de Valencia a un cocinero que valga tanto como él.» En efecto, inmediatamente escribí a den Alfon- so diciéndole que necesitaba un cocinero, y al día siguiente me envió uno que consoló a Escipión.

Aunque este celoso secretario me había dicho haber advertido que Antonia allá en su interior se alegraba mucho de haber hecho la conquista de su señor, no me atrevía a fiarme de su relación, temiendo se hubiese dejado engañar de falsas apa- riencias. Para cerciorarme de ello resolví hablar yo mismo a la hermosa Antonia, y a este efecto me fui a casa de Basilio, a quien confirmé cuanto le había dicho mi embajador. Este buen labrador, hombre sencillo y franco, después de haberme es- cuchado, me aseguró que me concedía su hija con una indecible satisfacción. «Pero no piense vues- tra señoría añadió que se la doy porque es se

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ñor de este lugar; aun cuando no fuera vuestra señoría más que mayordomo de don César y de don Alfonso le preferiría a todos los demás aman- tes que se presentasen, porque siempre le he te- nido grande inclinación, y lo que más siento es que mi Antonia no tenga una dote considerable que ofrecerle.» «No le pido ninguna le dije ; su persona es el iónico bien a que aspiro.» «Doy a vuestra señoría mil gracias exclamó , pero no es esa mi cuenta. Yo no soy ningún descamisado para casar así a mi hija. Basilio de Buen trigo tiene, a Dios gracias, fcon qué dotarla, y quiero que ella a vuestra señoría de cenar si vuestra señoría le da de córner. En una palabra, las rentas de esta quinta no exceden de quinientos ducados y yo haré que lleguen a mil en gracia de este matrimonio.» «Pasaré por cuanto quisieres, mi amigo Basilio le respondí , y nunca reñiremos por materia de intereses. Supuesto que los dos estamos de acuer- do, sólo se trata de obtener el consentimiento de tu hija.» «Usía tiene ya el mío me dijo ; ¿y éste no basta?» «No le respondí . Si el tuyo me es necesario, el de ella lo es también.» «El suyo de- pende del mío repuso él , y no se atreverá a resollar en mi presencia.» «Antonia le repliqué , sumisa a la autoridad paternal, sin duda estará pronta a obedecerte ciegamente, mas no si en esta ocasión lo hará sin repugnancia, y por poca que tuviese nunca me consolaría de haber sido causa de su desgracia. En fin, no me basta que me des su mano, sino que es necesario que su cora-

209 zón no lo sienta.» «¡Qué diantre! dijo Basilio . Yo no entiendo todas esas filosofías; hable vues- tra señoría mismo con Antonia y verá, si mucho no me engaño, que nada apetece más que ser vues- tra esposa.» Dicho esto, llamó a su hija y me dejó un momento a solas con ella.

Para no malograr tan preciosos instantes, fui desde luego al asunto. «Bella Antonia le dije , decide de mi suerte. Aunque tengo ya el consenti- miento de tu padre, no creas que quiero valerme de él para violentar tu gusto. Por dulce que me sea tu posesión, yo la renuncio si me dices que no la he de deber sino solamente a tu obediencia.» «Eso es, señor me respondió ella , lo que nunca os diré. Vuestra solicitud es para tan grata, que jamás podrá causarme pena, y en vez de opo- nerme al consentimiento de mi padre, apruebo su elección. No prosiguió si hago bien o mal en hablaros de este modo; pero si no me hubierais agradado sería bastante franca para decíroslo. ¿Pues por qué no podré declararos lo contrario con la misma libertad?»

Al oír estas palabras, que no pude escuchar sin quedar enajenado, hinqué una rodilla en tierra de- lante de Antonia, y en el exceso de mi alegría, tomándole una de sus hermosas manos, se la besé con ademán tierno y apasionado. «Mi amada An- tonia— le dije , tu franqueza me hechiza. ¡Conti- núa! ¡No te violentes por nada, pues hablas a tu esposo! ¡Lea yo en tus ojos lo que pasa en tu cora- zón, para que pueda lisonjearme de que no verás Gil Blas.-T. III. 14

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sin complacencia estrecharse tu suerte con la mía.» A esta sazón entró Basilio y no pude proseguir. Deseoso éste de saber lo que su hija me había res- pondido, y dispuesto a reñirla si me hubiese ma- nifestado la menor aversión, volvió prontamente a reunirse conmigo. «Y bien me dijo , ¿está vues- tra señoría contento con la respuesta de Antonia?» «Lo estoy tanto le respondí , que desde este mo- mento voy a ocuparme en los preparativos de mi casamiento.» Y dicho esto dejó a padre e hija para ir a celebrar consejo sobre el asunto con mi secre- tario.

CAPITULO IX

Casamiento de Gil Blas y la bella Antonia; aparato con que se hizo; qué personas asistieron a él y fies- tas con que se celebró.

Aunque no necesitaba permiso de los señores de Leiva para casarme, juzgamos Escipión y yo que no podría excusarme, sin faltar a la gratitud, participarles mi designio de unirme con la hija de Basilio y aun de pedirles su consentimiento por política.

Marchó al momento a Valencia, donde todos se quedaron tan sorprendidos de verme como de sa- ber el motivo de mi viaje. Don César y don Alfonso, que conocían a Antonia por haberla visto varias veces, me dieron mil enhorabuenas de haberla ele- gido por esposa. Sobre todo don César me hizo un

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cumplimiento tan expresivo, que, a no estar yo persuadido de que aquel señor había dejado del todo ciertos pasatiempos, sospecharía que más de una vez había ido a Liria no tanto por ver su quinta como a la hija de su arrendador. Serafina, por su parte, después de haberme asegurado que siempre tomaría mucho interés en mis satisfaccio- nes, me dijo que había oído hacer mil elogios de Antonia. «Pero añadió con algo de malicia,* y como para zaherirme sobre la indiferencia con que había correspondido al amor de Séfora , aunque no me hubieran ponderado su hermosura, jamás hubiera dudado de tu buen giisto, porque lo delicado que es.»

No se contentaron don César y su hijo con apro- bar mi matrimonio, sino que quisieron que los gastos de la boda corriesen todos de su cuenta. «Vuelve me dijeron a tomar el camino de I^iria y no salgas de allí hasta que oigas hablar de nos- otros, ni hagas preparativo alguno para la boda, que ese es cuidado nuestro.»

Por condescender con la voluntad de aquellos señores, me volví a mi quinta. Comuniqué a Basi- lio y a su hija las intenciones de nuestros protec- tores, y estuvimos esperando con la mayor pacien- cia que nos fué posible noticias suyas. Ninguna tuvimos en el espacio de ocho días, pero al noveno vimos llegar un coche de cuatro muías con costu- reras dentro, que traían hermosas telas de seda para vestir a la novia, escoltando el coche muchos lacayos montados en muías. Uno de ellos me en-

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tregó una carta de parte de don Alfonso, en que me decía este señor que el día siguiente estaría en Liria con su padre y su esposa y que al otro cele- braría la ceremonia del matrimonio el provisor de Valencia. Con efecto, al otro día llegaron a mi quinta don César, su hijo, Serafina y el provisor, todos cuatro en un coche de seis caballos, prece- dido de otro con cuatro, en que venían las criadas de Serafina, y seguido do la guardia del gober- nador.

Luego que la gobernadora entró en la quinta, mostró vivos deseos de ver a Antonia, la cual, así que supo la llegada de Serafina, acudió a saludarla y besarle la mano, lo que ejecutó con tanta gracia que dejó admirada a la comitiva. «Y bien, Sera- fina— preguntó don César a su nuera , ¿qué os pa- rece Antonia? ¿Podía Santillana hacer una elec- ción mejor ?D «No respondió Serafina ; parece que nacieron el uno para el otro, y no dudo que su enlace será muy feliz.» En fin, todos alabaron mi novia, y si les pareció bien con su vestido de sar- ga, quedaron aún más encantados de ella cuando se presentó con traje ostentoso, pues, segúrí la no- bleza y desembarazo de su persona, parecía no ha- ber usado otros en su vida.

Llegado el momento en que un dulce himeneo había de unir para siempre nuestra suerte, don Alfonso me tomó de la mano para conducirme al altar y Serafina hizo el mismo honor a la novia. En este orden nos dirigimos a la iglesia de la al- dea, en donde nos estaba esperando el provisor

213 para casamos, ceremonia que se celebró con gran- des aclamaciones de los habitantes de Liria y de los labradores ricos del contorno a quienes había convidado Basilio a la boda de Antonia, los cua- les llevaban consigo a sus hijas adornadas de cin- tas y de flores y con panderetas en la mano. Nos volvimos en seguida a la quinta, en donde, por disposición de Escipión, director del festín, había prevenidas tres mesas, una para los señores, otra para su comitiva, y la tercera, que era la mayor, para todos los demás convidados. Antonia se sen- tó a la primera, porque así lo quiso la goberna- dora; yo hice los honores de la segunda y Basilio asistió a la de los aldeanos. Escipión a ninguna se sentó; no hacía más que ir y venir de una a otra, cuidando de que las mesas estuviesen bien servi- das y todos contentos.

Los cocineros del gobernador eran los qu© ha- bían dispuesto la comida, y ya se deja entender que nada faltaría en ella. Los exquisitos vinos de •[ue el maestro Joaquín había hecho provisión para se gastaron con profusión. Los convidados co- menzaban a acalorarse, y reinaba una alegría ge- neral, cuando fué turbada de repente por un acon- tecimiento que me sobresaltó. Habiendo entrado mi secretario en la sala donde yo comía con los principales criados de don Alfonso y las criadas de Serafina, cayó de repente desmayado, perdiendo el conocimiento. Levantóme prontamente a soco- rrerle, y mientras estaba ocupado en hacerle vol- ver en sí, una de las criadas se desmayó también.

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Todos nos persuadimos que estos dos desmayos encerraban algún misterio. Y en efecto, ocultaban uno que tardó poco en aclararse, porque, recobran- do de allí a poco Escipión el uso de los sentidos, me dijo en voz baja: «¡El día más alegre para us- ted había de ser para el más infausto! ¡Ninguno puede evitar su desgracia! añadió . ¡Acabo encontrar a mi mujer en una de las criadas de Se- rafina!»*

*¡Qué es lo que oigo! exclamé . ¡No puede ser! ¿Cómo? ¿Serías acaso el marido de esa mujer que acaba de desmayarse al mismo tiempo que tú?» «Sí, señor me respondió , soy su marido, y juro a usted que no podía la fortuna jugarme una pieza más ruin que presentarla a mis ojos.» «Ignoro, ami- go mío repliqué , las razones que tienes para quejarte de tu esposa; pero sea el que fuere el mo- tivo que haya dado para ello, te ruego que te re- primas. Si me amas, no turbes la fiesta haciendo público tu resentimiento.» «Señor repuso Esci- pión— , quedaréis satisfecho de mí. Vais a ver si disimular perfectamente.»

Hablando de este modo, se acercó hacia su mu- jer, a quien sus compañeras también habían hecho volver en sí, y abrazándola con tanta ternura como si efectivamente hubiera estado lleno de gozo por volverla a ver, «¡Ah mi querida Beatriz! le dijo ¡Conque al fin el Cielo nos vuelve a juntar al cabo de diez años de separación! ¡Oh dulce momento para mí!» «Yo no le respondió su mujer si experimentas realmente algún placer en volverme

215 a encontrar; pero a lo menos estoy bien persuadida de que no te di ningún motivo justo para abando- narme. Porque me encontraste una noche con el señor don Fernando de Leiva, que estaba enamo- rado de mi ama Julia, y a cuya pasión favorecía yo, se te figuró a ti que yo le daba oídos a costa de tu honor y del mío; al momento te trastornan la cabeza los celos, dejas a Toledo y huyes de como de im monstruo, sin dignarte siquiera pedir- me satisfacción y escuchar mis descargos. Dime ahora, si gustas, ¿cuál de los dos tiene más dere- cho para quejarse?» «Tú, sin duda», le replicó Es- cipión, «Ciertamente que continuó ella . Don Fernando, luego que partiste de Toledo, se casó con JuUa, a la que estuve sirviendo todo el tiempo que vivió; pero después que una muerte temprana nos la arrebató, me tomó a su servicio su hermana mi señora, y tanto ella como todas su criadas te podrán informar de la pureza de mis costumbres.» No teniendo qué replicar mi secretario a estas razones, pues no podía probar fuesen falsas, cedió gustoso a la fuerza de ellas y dijo a su esposa: «Vuelvo a repetir que reconozco mi culpa y te pido perdón de ella a vista de este respetable con- cur.-o.» Entonces, intercediendo por él, rogué a Beatriz olvidase lo pasado, asegurándole que su marido no pensaría en adelante más que en tra- tai'la con el mayor cariño. Rindióse a mi súplica; todos los circunstantes celebraron la reunión de estos dos esposos, y para solemnizarla mejor se les hizo sentar a una mesa juntos. So repitieron a

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porfía los brindis por la salud de entrambos, y más parecía que el festín se había dispuesto para celebrar aquella reconciliación que para festejar mi boda.

La tercera mesa fué la primera que quedó de- sierta. Levantáronse de ella los aldeanos para for- mar bailes con las jóvenes aldeanas, que con el ruido de sus panderetas atrajeron bien pronto a los convidados de las otras mesas y les inspiraron el deseo de seguir su ejemplo. Todos se pusieron en movimiento; los dependientes del gobernador bailaron con las criadas de la gobernadora, y hasta los mismos señores se mezclaron en la fiesta. Don Alfonso bailó una zarabanda con Serafina y don César otra con Antonia, la cual vino después a buscarme para que bailase con ella, y en verdad que no lo hizo mal para una persona que no tenía ma> que algunos principios de baile que había aprendido en casa de una parienta suya avecin- dada en Albarracín. Yo, que, como ya he dicho, me había enseñado a bailar en casa de la marquesa de Chaves, pasé en el concepto de todos por un gran bailarín. Beatriz y Escipión prefirieron a) baile una conversación entre los dos para dars© recíproca cuenta de lo que les había sucedido mien- tras habían estado separados; pero fué interrum- pido su coloquio por Serafina, que, informada d# su encuentro, los hizo llamar para manifestarles lo mucho que de ello se alegraba. «Hijos míos les dijo , en este día de regocijo se acrecienta mi satisfacción viéndoos restituidos uno a otro. Amigo Escipión añadió , ahí te entrego a tu esposa.

217 asegurándote que su conducta ha sido siempre irreprensible. Vive aquí con ella en perfecta ar- monía. Y tú, Beatriz, dedícate al servicio de An- tonia y no le seas menos afecta que tu marido lo es al señor de Santillana.» Escipión, no pudiendo ya a vista de esto mirar a su mujer sino como a otra Penólope, prometió tratarla con todas las aten- tiones imaginables.

Retiráronse los aldeanos y aldeanas a sus casas después de haber estado bailando toda la tarde; pero continuó la fiesta en la quinta. Sirvióse una magnífica cena, y cuando se trató de irse todos a recoger, el provisor bendijo el lecho nupcial. Sera- fina desnudó a la novia y los señores de Leiva me hicieron la misma honra. Lo más gracioso fué que los dependientes de don Alfonso y las criadas de la gobernadora quisieron para divertirse practicar la misma ceremonia: desnudaron a Beatriz y a Esci- pión, los cuales, para hacer más cómica la escena, se dejaron desnudar y acostar, guardando gran gra- Tedad.

CAPITULO X

Lo que sucedió después de la boda de Gil Blas

7 de la bella Antonia. Principio de ia historia de

Escipión.

Al día siguiente de mi boda los señores de Leiva regresaron a Valencia, después de haberme dado otras mil señales de amistad, de tal modo que mi

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buen secretario y yo nos quedamos solos en la

quinta con nuestras mujeres y nuestros criados.

El empeño que hicimos uno y otro en agradar a nuestras esposas no fué inútil, pues en poco tiem- po inspiró yo a la mía tanto amor como le profe- saba, y Escipión hizo olvidar a la suya los disgus- tos que le había causado. Beatriz, que era de ca- rácter dócil y afable, se granjeó fácilmente el ca- riño de su nueva ama y ganó su confianza. En fin, todos cuatro nos avinimos perfectamente y comen- zamos a gozar de una suerte envidiable, pasando la vida en los más dulces entretenimientos. Anto- nia era bastante seria; pero Beatriz y yo éramos muy alegres, y aun cuando no lo fuéramos, nos bastaría estar con Escipión para no conocer la melancolía, porque era un hombre sin igual para la sociedad, una de aquellas personas festivas qu© sólo con presentarse divierten a la concurrencia.

Un día que después de comer se nos antojó ir a dormir la siesta al sitio más apacible del bosque, mi secretario estaba de tan buen humor que nos quitó a todos el sueño con sus graciosas ocurren- cias. «¡Calla esa boca le dije , amigo mío; o si quieres que no durmamos, cuéntanos alguna cosa que merezca nuestra atención!» «Con mucho gusto, señor ^me respondió . ¿Quiere usted que le cuen- te la historia del rey don Pelayo?» «De mejor gana oiría la tuya le repliqué ; pero este gusto nunca me lo has querido dar desde que vivimos juntos, ni espero que jamás me lo des. ¿De qué proviene esto?» «Si no he contado a usted la historia de mi

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vida ha consistido en que jamás me ha m.anif es- tado el menor deseo de saberla; por consiguiente, no tengo yo la culpa de que usted ignore mis aven- turas, y por poca curiosidad que tenga de oírlas estoy pronto a satisfacérsela.» Antonia, Beatriz y yo le cogimos la palabra y nos dispusimos a escu- char su relación, que no podía menos de causar en nosotros un buen efecto, ya di virtiéndonos o ya excitándonos al sueño.

«Yo comenzó a decir Escipión sería hijo de un grande de España de primera clase, o cuando menos de un caballero del hábito de Santiago o de Alcántara, si esto hubiera estado en mi mano; pero como ninguno es dueño de escoger padre, han de saber ustedes que el mío, llamado Toribio Es- cipión, fué un honrado cuadrillero de la Santa Her- mandad. Como iba y venía por los caminos rea- les, por donde su profesión le obligaba a andar casi siempre, cierto día encontró casualmente en- tre Cuenca y Toledo a una gitanilla que le pareció muy linda. Caminaba sola a pie y llevaba consigo todo su ajuar en una especie de mochila echada al hombro. «¿Adonde vas así, prenda mía?», le dijo, suavizando cuanto pudo la voz, que era natural- mente bronca. «Caballero contestó ella , voy a Toledo, donde de un modo o de otro espero ganar de comer, viviendo honradamente.» «Tu intención es muy loable replicó él , y no dudo que para eso tendrás varios arbitrios.» «Sí, gracias a Dios respondió la gitanilla , tengo varias habilida- des; sé hacer ponaadas y quintas esencias muy úti-

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les para las damas, digo la buenaventura, dar vueltas al cedazo para hacer que se encuentren la» cosas perdidas y muestro cuanto se quiere ver en una redoma o en un espejo.»

»Pareciéndole a Toribio que una joven como ésta era un partido muy ventajoso para un hombre como él, a quien su empleo apenas le producía para mantenerse, sin embargo de saber desempe- ñarlo con la mayor exactitud, le propuso si quería ser su esposa. Aceptó la niña la propuesta; se fue- ron ambos inmediatamente a Toledo, en donde casaron, y en ven ustedes el digno fruto de est© noble matrimonio. Fijaron su residencia en un arra- bal, en donde mi madre comenzó a vender pomadas y quintas esencias; pero viendo que este trato pro- ducía poco, comenzó a hacer de adivina. Entonce* fué cuando se vieron llover en su casa pesos duro» y doblones. Mil mentecatos de ambos sexos pu- sieron bien pronto en auge la fama de Coscolina, que así se llamaba la gitana. No pasaba día sin que viniese alguno a ocuparla en su ministerio; ya llegaba un sobrino pobre que quería saber cuán- do su tío, de quien era único heredero, partiría para la otra vida; ya llegaba ima doncella que de- seaba con ansia averiguar si un caballero mozo que le había dado palabra de casamiento se la cumpliría.

» Persuádeme de que ustedes darán por supuesto que los vaticinios de mi madre siempre eran favo- rables a las personas a quienes los hacía; si se cum- plían, enhorabuena; pero si alguna vez venían a

221 reconvenirla por haber sucedido lo contrario de lo que había pronosticado, contestaba frescamente que debía echarse la culpa al diablo, que, a pesar de la fuerza de los conjuros que ella empleaba para obligarle a que le revelase lo futuro, tenía algunas veces la malicia de engañarla.

^Cuando mi madre, por honor al oficio, creía de- ber hacer visible al diablo en sus operaciones, en- tonces era Toribio Escipión quien hacía el papel del diablo, y lo deesempeñaba con perfección, por- que la aspereza de su voz y la fealdad de su rostro cuadraban a maravilla con lo que representaba. Poca credulidad era menester para espantarse al aspecto de mi padre; pero un día vino, por des- gracia, cierto capitán majadero que quiso ver a diablo, y le atravesó de parte a parte con la espa- da. Informada la Inquisición de la muerte del dia- blo, despachó sus ministros contra la Coscolina, a quien prendieron, embargando al mismo tiempo todos sus efectos, y a mí, que a la sazón sólo tenía siete años, me metieron en el hospicio de los niños huérfanos. Había en esta casa unos caritativos eclesiásticos que, estando bien dotados para cuidar de la educación de los pobres huérfanos, tenían el trabajo de enseñarles a leer y escribir. Parecióles que yo prometía mucho, y por esta causa me dis- tinguieron entre los demás, escogiéndome para ha- cer sus recados. Yo era el que llevaba sus cartas, hacía sus demás encargos y les ayudaba a misa. En pago de mis servicios trataron de enseñarme la lengua latina; pero lo ejecutaron con tanta as-

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pereza y me trataron con tal rigor, a pesar de los servicios que les hacía, que, no pudiendo ya re- sistir más, un día que me enviaron a un recado cogí las de Villadiego, y en vez de volver al hospi- cio me escapó de Toledo por el arrabal del lado de Sevilla.

^Aunque a la sazón apenas tenía nueve años cum- plidos, no cabía en de contento de verme en libertad y dueño de mis acciones. No llevaba qué comer ni dinero, pero nada me importaba, porque tampoco tenía lección que estudiar ni temas que componer. Después de haber andado dos horas co- menzaron mis piernecitas a negarme su servicio. Como nunca había hecho tan larga caminata, fué preciso pararme a descansar. Sentóme al pie de un árbol que estaba a orillas del camino real, y para entretenerme saqué el arte que llevaba en el bol- sillo. Comencé a hojearle por diversión; pero acor- dándome de las palmetas y de los azotes que me había costado, desgarré las hojas, diciendo lleno de cólera: «lAh maldito libro, ya no me harás llorar más!» Estando satisficiendo mi venganza y sem- brando la tierra alrededor de de declinaciones y conjugaciones, pasó casualmente por allí un er- mitaño de aspecto venerable, con barba blanca y unos grandes anteojos. Acercóse a mí, miróme con mucha atención, y yo también le estuve mirando con la misma. «Hijito mío me dijo sonriéndose , me parece que los dos nos hemos mirado con ca- riño y que no haríamos mal en vivir juntos en mi ermita, que sólo dista doscientos pasos de aquí.»

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*¡Buen provecho le haga a usted le respondí con bastante sequedad , que yo ninguna gana tengo de ser ermitaño!» Al oír esta respuesta el buen viejo dio una grande carcajada de risa y me dijo abrazándome: «Mi hábito, hijo mío, no debe asus- tarte; si es poco grato a la vista, es de gran utili- dad, pues me hace dueño de un deleitoso retiro y de varios lugarcitos circunvecinos, cuyos habitan- tes me aman, o por mejor decir me idolatran. Vente conmigo añadió y te pondré un hábito como el mío. Si te fuese bien con él, participarás conmigo de las dulzuras de la vida que hago, y si no te acomodase ésta, no sólo serás dueño de mar- charte, sino que puedes contar con que al separar- nos no dejaré de hacerte todo el bien que pueda.» »Dejéme persuadir y seguí al viejo ermitaño, que me hizo varias preguntas, a las que respondí con una ingenuidad que no siempre he tenido en ade- lante. Luego que llegamos a la ermita me presentó algunas frutas, que devoró en un instante, porque en todo el día no había comido mas que un zo- quete de pan seco con que me había desayunado en el hospicio por la mañana. El solitario, viéndo- me menear tan bien las quijadas, me dijo: <'¡Animo, hijo mío! No dejes de comer por miedo de que se acaben las frutas, pues, gracias al Cielo, tengo muy buena provisión de ellas. No te he traído aquí para matarte de hambre.» Lo que era mucha verdad, porque una hora después de nuestra llegada en- cendió lumbre, puso a asar una pierna de carnero, y mientras yo daba vueltas al asador él dispuso

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una mesita, cubriéndola con un mantel no muy limpio y poniendo en ella dos cubiertos, uno para él y otro para mí.

»Luego que el carnero estuvo en sazón le sacó del asador, cortó algunos pedazos de él y nos sen- tamos a cenar; pero nuestra cena no fué como la de las ovejas, porque bebimos de un exquisito vino, del cual tenía también el ermitaño un buen repuesto. «Y bien, amiguito me dijo luego que nos levantamos de la mesa , ¿estás contento con mi trato? De este modo comerás mientras estu- vieres conmigo. Por lo demás, harás en este ermi- torio lo que mejor te pareciere; sólo exijo de ti que me acompañes cuando vaya a recoger la limosna a los lugares vecinos. Me servirás para llevar del cabestro un borriquillo cargado de dos banastas, que los aldeanos caritativos llenan ordinariamente de huevos, pan, carne y pescado; no te pido más.» «Haré le respondí todo lo que usted quiera, con tal que no me obligue a estudiar el latín.» No pudo menos de reírse de mi sencillez el hermano Crisós- tomo, que así se llamaba el anciano ermitaño, y me aseguró de nuevo que no pensaba nunca vio- lentar mis inclinaciones.

»A1 día siguiente salimos a nuestra demanda, lle- vando yo el borrico por el cabestro, y recogimos copiosas limosnas, porque no había aldeano que no tuviese gusto en echar alguna cosa en nuestras banastas. Uno daba un pan entero; otro, un buen pedazo de tocino; quién una gallina y quién una perdiz. ¿Qué más diré a ustedes? Llevamos a la

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ermita víveres para más de una semana; buena prueba de lo mucho que amaban al hermano Cri- sóstomo aquellas gentes. Verdad es que éste tam- bién les servía bastante dándoles buenos consejos cuando venían a consultarle, pacificando los ma- trimonios en que reinaba la discordia, proporcio- nando dotes para casarse las solteras, dándoles re- medios para mil clases de males y enseñando va- rias oraciones a las mujeres casadas que deseaban tener hijos.

»Ya ven ustedes, por lo que acabo de referir, que yo estaba bien tratado en la ermita. Si la comida era buena, la cama no era desgraciada. Acostába- me sobre buena paja fresca, teniendo por cabecera una almohada de lana y cubriéndome con una manta de lo mismo, de manera que no hacía mas que un sueño, el cual duraba toda la noche. El hermano Crisóstomo, que me había ofrecido un hábito de ermitaño, me hizo uno él mismo desha- ciendo otro viejo suyo y me llamó el hermanillo Escipión. Apenas me presenté en las aldeas veci- nas con aquel nuevo traje caí a todos tan en gra- cia que el pobre borrico apenas podía con la carga. Todos se esmeraban en dar a cual más al herma - nito; tanto placer tenían en verme.

»A un muchacho de mi edad no podía desagra- darle la vida ociosa y regalona que disfrutaba en compañía del viejo ermitaño; así es que me aficio- né tanto a ella que la hubiera continuado siempre si las Parcas no me hubieran hilado otros días muy diferentes. Pero el destino que debía llenar me

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arrastró a dejar bien pronto el regalo y me hizo abandonar al hermano Crisóstomo de la manera que voy a referir.

»Veía muchas veces andar al viejo en la almohada que le servía de cabecera, sin hacer otra cosa que descoserla y volverla a coser. Observé un día que metía en ella algún dinero, lo que excitó en un movimiento de curiosidad que me propuse satis- facer al primer viaje que el hermano Crisóstomo hiciese a Toledo, adonde solía ir una vez a la se- mana. Aguardé con impaciencia este día, sin tener por entonces más objeto que el de contentar mi curiosidad. En fin, el buen hombre partió, y yo des- cosí la almohada, en donde hallé entre la lana como unos cincuenta escudos en toda clase de monedas. ♦Verosímilmente, este tesoro sería efecto del agra- decimiento de los aldeanos a quienes había ciu-ado con sus remedios y de las aldeanas que por la vir- tud de sus oraciones habían tenido hijos. Sea lo que fuere, apenas vi que aquél era un dinero que sin temoT podía apropiarme, cuando se declaró mi complexión gitana: dióme una tentación de robar- le, que no se podía atribuir sino a la fuerza de la sangre que corría por mis venas. Cedí sin resisten- cia a la tentación; encerré el dinero en un saquillo de paño en que metíamos nuestros peines y nues- tros gorros de dormir, y después de haberme des- pojado del hábito de ermitaño y vuelto a tomar mi vestido de huérfano, me alejé de la ermita, pa- reciéndome que llevaba en mi saquillo todas las riquezas de las Indias.

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»Ustedes acaban de oír mi primer ensayo conti- nuó Escipión , y no dudo que esperarán una se- rie de acciones del mismo jaez. No engañaré sus esperanzas, porque aim tengo que contarles otras hazañas parecidas a ésta antes de llegar a mis acciones loables; pero al fin llegaremos allá, y us- tedes verán por mi narración que de un gran pi- caro su puede hacer un hombre de bien.

»A pesar de mis pocos años no fui tan simple que ^tomase el camino de Toledo, porque me expondría encontrarme con el hermano Crisóstomo, que sin luda hubiera querido volver a juntarse con su di- tero. Tomé, pues, la ruta del lugar de Gálvez, don- le me entré en un mesón cuya huéspeda era una [viuda como de cuarenta años y tenía todas las ¡cuaUdades que se requieren para saber vender bien fsus agujetas. Luego que esta mujer puso los ojos \en mí, conociendo por el vestido que me había escapado del hospicio de los huérfanos, me pre- gimtó quién era y adonde iba. Respondíle que, habiendo muerto mis padres, me veía en la nece- sidad de buscar conveniencia. «Y dime, hijo me volvió a preguntar , ¿sabes leer?» Le aseguré que sí, y que también escribía lindamente. En verdad, yo sabía formar las letras y juntarlas de manera que figuraba una cosa así como escrita, lo que me parecía sobrado para llevar la cuenta de un mesón de aldea. «Pues yo te recibo repuso la mesonera para que me sirvas. No serás inútil en mi casa, porque correrás con el libro del gasto y llevarás cuenta de lo que me deben y debo. No te señalaré

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salario añadió , porque los muchos caballeros que vienen a parar a este mesón siempre dan algo a los criados, con que seguramente puedes contar con sacar buenos gajes.»

» Acepté el partido, pero reservándome, como us- tedes presumirán, la facultad de mudar de aires siempre que la permanencia en Gálvez no me aco- modase. Apenas me vi apalabrado para servir en el mesón cuando sentí mi ánimo incomodado con una grande inquietud. No quería que nadie supie- se que yo tenía dinero y no sabía dónde esconderlo do modo que ninguno pudiese dar con él. Como no conocía aún la casa, no me podía fiar de aquellos sitios que me parecían más a propósito para guar- darlo. ¡Oh y cuánto embarazo nos causan las ri- quezas! Determiné en fin ocultarle en un rincón del pajar, pareciéndome que en ninguna otra parte podía estar más seguro, y procuré sosegarme cxianto me fué posible.

» Eramos tres criados en el mesón: un mozo ro- llizo que cuidaba de la cuadra, una moza gallega y yo. Cada uno sacaba lo que podía de los huéspe- des, así de a pie como de a caballo, que paraban en él. Yo recibía de estos sujetos algún dinerillo cuando les iba a presentar la cuenta del gasto; daban también alguna cosa al mozo de la cuadra para que cuidase de sus caballerías; pero la gallega, que era el ídolo de los caleseros y arrieros que pa- saban por allí, ganaba más escudos que nosotros maravedises. Luego que juntaba yo algunos rea- les, los llevaba al pajar para aumentar mi caudal.

229 y cuanto más crecía éste, conocía yo que mi tierno corazón iba tomando más apego a él. Besaba al- gunas veces mis monedas y las estaba contemplan- do con un dulce embeleso que solamente los avaros pueden comprender suficientemente.

>/El amor que tenía a mi tesoro me obligaba a visitarle treinta veces al día. Encontraba a menu- do a la mesonera en la escalera del pajar, y como era una mujer de suyo muy desconfiada, quiso un día saber qué era lo que a cada instante me lle- vaba al pajar. Subió a él y comenzó a escudri- ñarlo todo, recelando que yo tendría escondidas algunas cosas que le habría hurtado. Revolvió la paja que cubría mi bolsón y dio con él. Abrióle, y viendo dentro pesos duros y doblones, creyó o fingió creer que yo le había robado aquel dinero. Por de contado, se apoderó del caudal, y tratán- dome de bribonzuelo, ladroncillo y malvado, man- dó al mozo de la caballeriza, enteramente dedica- do a complacerla, que me sacudiese una buena zu-- rra de azotes, y después de haberme hecho desollar de esta manera me echó a la calle, diciéndome que no quería aguantar picaros en su casa. En vano aseguraba yo y clamaba que nada le ha- bía hurtado; la mesonera decía lo contrario y todos le daban más crédito a ella que a mí, y de esta manera las monedas del hermano Cri- sóstomo pasaron de manos de un ladrón a las de una ladrona.

» Lloré la pérdida de mi dinero como se llora la muerte de un hijo único; pero si mis lágrimas no

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fueron bastantes para hacerme recobrar lo que había perdido, por lo menos fueron causa para mover a compasión a algunas personas que me las veían verter, y entre otras al cura de Gálvez, que casualmente pasó junto a mí. Mostróse lasti- mado del triste estado en que me veía y me llevó consigo a su casa. En ella, a fin de sonsacarme, usó del medio de manifestarse muy compadecido de mí. «¡Cuánta lástima dijo me causa este po- bre muchacho! ¿Qué maravilla es que en sus po- cos años, en su ninguna experiencia y falta de re- flexión haya cometido una acción ruin? Apenas se encontrará un hombre que no haya hecho algu- na en el discurso de su vida.» En seguida, diri- giéndome la palabra, «Hijo mío añadió , ¿de qué lugar de España eres y quiénes son tus pa- dres? Porque tienes trazas de ser hijo de gente honrada. Habíame en confianza y cuenta con que ¡10 te desampararé.»

»E1 cura, con estas halagüeñas y caritativas pa- labras, me fué insensiblemente empeñando en que le descubriese todos mis pasos, y lo hice con mucha ingenuidad, sin reservarle nada, después de lo cual me dijo: «Amigo mío, aunque es cierto que no está bien en los ermitaños el atesorar, eso no disminuye tu culpa. En robar al hermano Crisóstomo siempre has quebrantado el mandamiento que prohibe hur- tar; pero yo me encargo de obligar a la mesonera a que devuelva el dinero y hacérselo entregar al hermano Crisóstomo, y así, por esta parte puedes desde ahora aquietar tu conciencia.» Juro a usté-

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des que esto era lo que menos cuidado me daba; pero el cura, que tenía sus fines, no paró aquí. «Hijo mío prosiguió , quiero empeñarme a favor tuyo y buscarte una nueva conveniencia. Mañana mismo pienso enviarte a Toledo con un arriero y te daré una carta para un sobrino mío, canónigo de aquella catedral, que no rehusará admitirte por mi recomendación en el número de sus criados, los cuales todos lo pasan en su casa como unos bene- ficiados que se regalan a costa de la prebenda, y puedo asegurarte con certidumbre que allí lo pa- sarás perfectamente.»

» Consolóme tanto esta seguridad, que luego olvi- dé el talego y los azotes que me habían dado y ya no pensé más que en el placer de vivir como un be- neficiado. Al día siguiente, mientras estaba yo al- morzando, llegó a casa del cura un arriero con dos muías. Subiéronme en la una, y montando mi con- ductor la otra tomamos el camino de Toledo. Mi compañero de viaje gastaba buen humor y le gustaba divertirse a costa del prójimo. «Querido Escipión me dijo , en verdad que tienes un buen amigo en el señor ciu-a de Gálvez; no podía darte mayor prueba de lo mucho que te quiere que el acomodarte con su sobrino el canónigo, a quien tengo el honor de conocer, y es sin duda la perla de su Cabildo. No es, ciertamente, uno de aquellos devotos cuyo semblante macilento y extenuado está predicando mortificación y abstinencia: es gor- do, colorado, siempre alegre y festivo; un hombre, en fin, que se divierte en todo lo que se presenta

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y que gusta mucho de tratarse bien. Estarás en su casa a pedir de boca.»

»Conociendo el socarrón del arriero el placer con que le escuchaba, continuó el elogio del canónigo, ponderándome lo mucho que yo celebraría mi for- tuna cuando me viese ya criado suyo. No cesó de hablar hasta que llegamos al lugar de Covisa, don- de nos apeamos para echar un pienso a las muías. En tanto que él andaba de aquí para allí por el mesón, se le cayó casualmente del bolsillo un papel que yo pude coger sin que él lo advirtiese y que halló medio de leer mientras él estaba en la cua- dra. Era una carta dirigida a los capellanes del hospicio de los huérfanos, concebida en estos tér- minos:

«Muy señores míos: Me creo obligado en caridad a enviar a su poder un bribonzuelo que se escapó de ese hospicio. Paréceme un muchacho muy des- pabilado, y por lo mismo muy digno de que us- tedes se sirvan tenerle encerrado. No dudo que a fuerza de corregirle podrán ustedes hacer de él un mozo de provecho. Queda rogando a Dios conser- ve a ustedes en tan piadoso como caritativo mi- nisterio,— El cura de Gálvez.»

»Luego que acabé de leer esta carta, que me ma- nifestaba la buena intención del señor cura, no dudó un punto sobre el partido que había de to- mar. Salir inmediatamente del mesón y ponerme en las orillas del Tajo, distante más de una legua de aquel lugar, todo fué obra de un momento. El miedo me prestó alas j)ara huir de los capellanes

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del hospicio de los huérfanos, al que de ningún modo quería volver; tanto me había disgustado su modo de enseñar la Gramática. Entró en Toledo tan alegre como si supiera adonde había de ir a comer y beber. Es verdad que aquélla es una ciu- dad de bendición, en la cual un hombre de talento reducido a vivir a costa ajena no puede morirse de hambre, pues no bien había entrado en la plaza cuando un caballero bien vestido, a cuyo lado pa- saba, agarrándome por el brazo me dijo: «Chiquito, ¿quieres servirme? Porque me alegrara tener un criado como tú.» «Y yo un amo como vuesa mer- ced», le respondí prontamente. «Siendo eso así me replicó , desde ahora mismo date por recibido. Si- gúeme.» Y yo lo hice sin réplica.

Este caballero, que podía tener como unos trein- ta años y se llamaba don Abel, estaba hospedado en una posada de caballeros, donde ocupaba un cuarto decentemente alhajado. Era un jugador de profesión, y vean ustedes la vida que hacíamos: por la mañana le picaba yo tabaco para fumar cinco o seis cigarros, le limpiaba la ropa, iba a lla- mar al barbero para que le viniese a afeitar y com- ponerle los bigotes, y hecho esto, se marchaba a las casas de juego, de donde no volvía hasta las once o doce de la noche; pero todas las mañanas antes de salir sacaba tres reales del bolsillo y me los daba para que comiese, dejándome libertad para que hiciera lo que se me antojase hasta las diez de la noche, con tal de que me hallara en casa cuando volviera. Estaba él muy contento conmigo

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y dio orden para que se me hiciese una librea muy galana, con la cual parecía propiamente un men- sajero de damas de galanteo. También yo estaba muy alegre con mi oficio, y en verdad no podía hallar otro que más se adaptase a mi genio.

»Hacía ya casi un mes que pasaba tan buena vida cuando el amo me preguntó un día si estaba con- tento con él, y habiéndole contestado que no podía estarlo más, «Pues bien me replicó , mañana saldremos para Sevilla, adonde me llaman mis ne- gocios. No te pesará el ver aquella capital de An- dalucía, pues ya habrás oído muchas veces decir que quien no ha visto a Sevilla no ha visto maravi- lla.^ «¡Que me place! respondí yo . Estoy pronto a seguir a usted a cualquiera parte del mundo.» En el mismo día el ordinario de Sevilla vino a la posada de caballeros a tomar un gran baúl donde estaba la ropa de mi amo, y al siguiente tomamos el camino de Andalucía.

»Era el señor don Abel tan afortunado en el juego, que solamente perdía cuando le acomodaba, lo que le obligaba a mudar con frecuencia de lu- gar, por estar expuesto al resentimiento y ven- ganza de los mentecatos que se dejaban engañar, y éste fué el motivo de nuestro viaje. Llegados a Sevilla, nos alojamos en una posada de caballeros cerca de la puerta de Córdoba, donde comenza- mos a vivir como en Toledo. Pero mi amo halló diferencia entre las dos ciudades. En las casas de juego de Sevilla encontró jugadores tan afortuna- dos como él, de suerte que algunas veces volvía

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235 s, casa de muy mal humor. Una mañana que to- davía le duraba el enojo de haber perdido cien doblones el día anterior, me preguntó por qué no había llevado la ropa sucia a la lavandera. «Señor le respondí yo , porque enteramente se me olvidó.»

»A1 oír esto se encendió en cólera y me pegó me- dia docena de bofetadas tan terribles que me hi- cieron ver más luces que las que había en el tem- plo de Salomón, diciéndome al mismo tiempo: <(¡Toma, bribonzuelo, esto es para que otra vez te acuerdes de cimiplir con tu obligación! ¿Quieres que cien veces te advierta yo lo que debes hacer? ¿Por qué no eres tan puntual para servir como para comer? No siendo un bestia, como ciertamen- te no lo eres, bien podías tener presente lo que de- bes hacer sin esperar a que yo te lo recordara.» Dicho esto, se salió muy enfadado del cuarto, de- jándome sumamente sentido de las bofetadas que me dio por tan pequeño motivo.

»Poco después le sucedió no qué lance en el juego que volvió a casa muy acalorado. «Escipión me dijo , he determinado irme a Italia y debo embarcarme mañana en un buque que se vuelve a Genova. Tengo mis motivos para hacer este via- je; discurro querrás venir conmigo y aprovechar esta excelente ocasión de ver el país más delicioso del mundo.» Respondí que venía en ello; pero en mi interior pensaba en desaparecer al tiempo de ir a marchar. Andaba discurriendo el modo de vengarme de las bofetadas y me pareció que éste

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era el más ingenioso. Satisfecho y ufano de que me hubiese ocurrido semejante idea, no pude con- tenerme de confiársela a cierto valentón a quien encontré casualmente en la calle. Había yo con- traído en Sevilla algunas malas amistades y prin- cipalmente la de este guapo. Conté] e el lance de las bofetadas y el motivo de ellas, y revelándole el designio en que estaba de dejar a don Abel es- capándome cuando se fuese a embarcar, le pre- gunté qué le parecía esta determinación.

»E1 valentón, arqueando las cejas y retorcién- dose el bigote, y después afeando en tono grave la acción de mi amo, me dijo: «Mocito, serás un hom- bre sin honra toda tu vida si te contentas con la frivola venganza que has meditado para volver por ella. No basta dejar a don Abel y no pisar más su casa; es menester darle un castigo proporcionado a tu afrenta. Robémiosle y yo todo su equipaje y dinero, para repartirlo después entre los dos como buenos hermanos.» No obstante mi natural pro- pensión a hurtar, no dejó de estremecerme y cau- sarme algún horror un robo de tanta importancia. En medio de eso, el archiganzúa que me hizo la propuesta tuvo arte para convencerme; y vean us- tedes cuál fué el éxito de nuestra empresa. El ja- quetón, hombre robusto y rollizo, vino a la posada el día siguiente a boca de noche. Mostréle el gran baúl en que mi amo había encerrado sus ropas, y le pregunté si podría él solo cargar con un mueble tan pesado. «¿Tan pesado? me dijo. ¡Sábete que cuando se trata de llevar lo ajeno, cargaría yo con

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el arca de Noé!» Diciendo esto, agarró el baúl, echósele a cuestas como si fuera una paja, y bajó las escaleras con la mayor ligereza. Seguíle yo al mismo paso, y ya estábamos los dos a la puerta de la calle, cuando hete aquí a don Abel, que, por gran fortuna suya, llegó a tiempo tan oportuno.

«¿Adonde vas con ese cofre?», me dijo muy en- fadado. Fué tanta mi turbación, que no acertó a responderle ni una sola palabra, y el guapetón, viendo errado el golpe, echó el baúl a tierra y se escapó para ahorrar contestaciones. «¿Adonde vas, pues, con ese baúl?», me volvió a preguntar mi amo. «Señor le respondí más muerto que vi- vo— , le hacía llevar al buque donde su merced se ha de embarcar mañana para Italia.» «Pero ¿por dónde sabías me replicó en qué buque me ha- bía de embarcar?» «Señor repuse prontamente , quien lengua tiene, a Roma va: informaríame en el puerto, y allí me lo dirían.» Al oír esta respuesta, que se le hizo muy sospechosa, me miró con unos ojos que parecía quererme tragar, y yo temí re- pitiese las bofetadas. «Pero dime replicó otra vez : ¿quién te mandó que sacares el baúl fuera de la posada sin orden mía?» «Su merced mismo le dije . ¿Ya no se acuerda usted de la repren- sión que me dio hace pocos días? ¿No me dijo usted regañándome que sin esperar sus órdenes hiciese por mismo mi obligación para servirle? Pues en cumplimiento de este precepto iba a llevar su cofre de usted a la embarcación.» Entonces el jugador, conociendo que tenía yo más malicia de la que él

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había creído, me despidió de su casa, diciéndome serenamente: «Señor Escipión, a no me acomo- dan criados tan sutiles. ¡Vaya usted, señor Esci- pión! ¡El Cielo le guíe! ¡No me gusta jugar con su- jetos que tan pronto tienen una carta de más coma de menos! ¡Quítate de mi presencia añadió mu- dando de tono , si no quieres que te haga cantar sin solfa!»

»No aguardó a que me lo dijese dos veces; me alejé al momento, lleno de miedo de que me man- dase quitar el vestido, que por fortuna me dejó, y eché a andar pensando adonde podría ir a alo- jarme con dos reales a que se reducía todo mi cau- dal. Llegué a la puerta del palacio arzobispal a tiempo que se estaba disponiendo la cena, y salía de la cocina un olor tan grato, que se percibía una legua en contorno. «¡Cáspita! dije entre . ¡Me contentaría con cualquiera de estos platos que me regalan el olfato, y aun sólo con que me deja- sen meter en alguno los cuatro deditos y el pulgar! Pero qué, ¿no podré discurrir un medio para pro- bar estos platos que no he hecho más que oler? ¿Por qué no? Esto no me parece imposible.» En- tregado enteramente a este pensamiento, me ocu- rrió una feliz treta, que quise probar inmediata- mente, y no me salió mal. Entróme en el patio de palacio, y comencé a correr hacia las cocinas gri- tando a más no poder en aire y tono de asustado: ¡Socorro! ¡Socorro!, como si me viniera siguiendo alguno para quitarme la vida.

»A mis descompasadas voces acudió apresurado

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el maestro Diego, cocinero del arzobispo, con tres o cuatro galopines de cocina; y no viendo a nadie más que a mí, todos me preguntaron qué tenía y por qué gritaba de aquella manera. «¡Se- ñores— les respondí fingiendo miedo , por amor de Dios favorézcanme ustedes y líbrenme de ese asesino que me quiere matar!:> «¿Adonde está ese asesino? exclamó Diego . Porque estás solo, y tras de ti no viene ni siquiera un gato. ¡Vamos, hijo mío, sosiégate! Sin duda que algún bufón se ha querido divertir en asustarte y se ha retirado luego que te ha visto entrar en palacio, porque, cuando menos, le hubiéramos cortado las orejas.» «¡No, no le dije al cocinero ; no me siguió de chanza! ¡Es un gran ladrón que quería robarme, y estoy seguro de que me está esperando en la calle!» «Si fuese así replicó el cocinero , en ver- dad que tendrá que aguardarte largo tiempo, porque has de cenar y dormir aquí, y no te dejare- mos salir hasta mañana.»

»No puedo ponderar el gusto que me causaron estas últimas palabras, m lo admirado que me que- dé cuando, conducido por ei maestro Diego a las cocinas, se me presentó a la vista el aparato de la cena. Contó hasta quince personas empleadas en ella; mas no pude contar la variedad de exquisitos platos que se me ofrecieron a la vista. Entonces fué cuando conocí por la primera vez lo que era sensualidad, recibiendo a nariz llena el olor de tantas delicadísimas viandas que jamás había pro- bado. Tuve la honra de cenar y dormir con los ga-

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lopines de cocina, todos los cuales quedaron tan prendados de mí, que cuando a la mañana siguiente fui a dar gracias al maestro Diego por el favor que me había hecho en recogerme con tanta generosi- dad la noche anterior, me dijo: «Mis mozos de co- cina te han tomado tanto cariño, que todos a una voz me han asegurado se alegrarían de tenerte por camarada. Dime ahora con toda franqueza si gustarías ser su compañero.» Yo le respondí que si lograra tal fortuna me tendría por el hombre más feliz del mundo. «Siendo eso así, amigo mío ^me dijo , desde este mismo punto te puedes contar por criado de la casa arzobispal.» Y diciendo esto, me llevó al cuarto del mayordomo, el cual, observando mi despejo, me juzgó digno de ser admitido entre los marmitones.

»A1 instante que tomé posesión de tan decoroso empleo, el maestro Diego, que seguía la antigua cos- tumbre de los cocineros de las casas grandes, con- viene a saber, de enviar todos los días varios pla- tos a sus queriditas, me eligió para enviar a cierta dama de la vecindad ya trozos de ternera y ya aves y cacería. Era la buena señora una viuda de treinta años a lo más, muy linda y vivaracha, y que tenía todas las trazas de no ser del todo fiel a su generoso cocinero. Este, no contento con pro- veerla de pan, carne, tocino y aceite, la abastecía también de vino; y todo esto, ya se entiende, a costa del señor arzobispo.

»En el palacio de su ilustrísima acabé de perfec- cionarme en mis mañas, pegando un chasco de que

241 todavía hay y habrá por largo tiempo en Sevilla gran memoria. Los pajes y otros familiares pensa- ron en representar una comedia para celebrar los días del amo. Escogieron la de Los Benavides; y como era menester un muchacho de mi edad que hiciese el papel de rey niño de León, echaron mano de mí. El mayordomo, que se preciaba de saber representar, tomó de su cuenta el ensayarme; y con efecto, me dio algunas lecciones, asegurando a todos que no sería yo el que me portase peor. Como la función la costeaba el arzobispo, no se perdonó gasto alguno para que fuese lucida. Armóse en un salón un soberbio teatro adornado con el mejor gusto, en uno de cuyos lados se dispuso un lecho de césped, donde debía yo fingirme dormido cuan- do viniesen los moros a asaltarme para llevarme prisionero. Luego que todos los actores estuvieron ensayados, el arzobispo señaló día para la función, convidando a todas las damas y principales caba- lleros de la ciudad.

»Llegada la hora de la comedia, cada actor se vistió del traje que le correspondía. Por lo que toca al mío, el sastre me lo presentó acompañado del mayordomo, que, habiendo tenido el trabajo de ensayarme, quiso tener también la paciencia de verme vestir. Trájome el sastre un ropaje talar de rico terciopelo azul, todo guarnecido de galones y botones de oro y con mangas largas adornadas con flecos del mismo metal. El propio mayordomo me puso en la cabeza por su mano una corona de cartón dorado, sembrada de muchas perlas finas, Gil Blas.-T. III. 16

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mezcladas con algunos diamantes falsos. Pusié- ronme una faja de seda de color de rosa, recamada toda de flores de plata y cuyos remates eran dos graciosas borlas de hilo de oro. A cada cosa de éstas que me ponían se me figuraba que me esta- ban dando alas para volar y escaparme. Comenzó, en fin, la comedia al anochecer. Yo abrí la escena con una relación, la cual concluía diciendo que, no pudiendo resistir a las dulzuras del sueño, iba a entregarme a él. Con efecto, me metí entre basti- dores y me recosté en el lecho de césped que me estaba preparado; pero en lugar de dormir me puse sólo a pensar de qué modo podría salir a la calle y escaparme con mis vestiduras reales. Una escalerilla oculta, por la cual se bajaba desde el teatro al salón, me pareció a propósito para la ejecución de mi designio. Levánteme de la cama con mucho tiento, y, viendo que nadie me obser- vaba, me escurrí por dicha escalerilla al salón, a cuya puerta pude llegar diciendo: «.jA un lado! ¡A un lado, que voy a mudar de traje !f> Todos se pu- sieron en fila para dejarme pasar, de manera que en menos de dos minutos salí libremente del pa- lacio a favor de la obscuridad y me fui a casa de mi amigo el valentón.

»Quedóse parado de verme en aquel traje. Con- tóle el caso, que le hizo reír hasta más no poder. Abrazóme con tanto más regocijo cuanto se li- sonjeaba de tener parte en los despojos del rey de León; me felicitó por haber dado un golpe tan dies- tro, y me dijo que si los progresos correspondían

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a los principios, haría yo con el tiempo gran ruido en el mundo por mi talento. Después que nos ale- gramos y divertimos largamente los dos celebran- do mi grande hazaña, preguntó yo a mi jaquetón: «¿Y quó hemos de hacer ahora de estos ricos ves- tidos?» «Eso no te cuidado me respondió ; conozco a un prendero muy hombre de bien, el cual compra toda la ropa que le lleven a vender sin andar con preguntas, una vez que le tenga cuen- ta el comprarla. Mañana le buscaré y le traeré aquí.» »En efecto; al día siguiente muy de mañana se levantó, dejándome en la cama, y dos horas des- pués volvió con el prendero, el cual traía un lío cubierto con tela amarilla. «Amigo me dijo , aquí te presento al señor Ibáñez de Segovia, hom- bre de la mayor integridad, a pesar del mal ejem- plo que le dan los de su oficio. El te dirá en con- ciencia lo que vale el vestido de que te quieres deshacer, y puedes fiarte ciegamente en lo que te dijere.» «En cuanto a eso dijo el prendero , me tendría por el hombre más ruin y miserable del mundo si tasara una cosa en menos de lo que vale. Hasta ahora, gracias a Dios, ninguno ha tachado de esto a Ibáñez de Segovia. Veamos añadió esa ropa que usted quiere vender, y le diré en concien- cia lo que vale.» «Aquí está dijo el valentón po- niéndosela delante . No me negará usted que nada hay más magnífico: observe usted la hermo- sura de este terciopelo de Genova y lo exquisito de su guarnición.» «Verdaderamente que me en- canta— respondió el prendero después de haber

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examinado el vestido con la mayor atención ; es de lo que no he visto en mi vida.» «¿Y qué juicio hace usted le preguntó mi amigo de las perlas que adornan esta corona?» «Si fueran redondas respon- dió Ibáñez no tendrían precio; pero tales cuales son me parecen bellísimas y me gustan tanto como lo demás. Ni puedo menos de decir lo que siento; otro prendero estafador, en mi lugar apa- rentaría despreciar la mercancía para adquirir a bajo precio y no se avergonzaría de ofrecer por ella veinte doblones; pero yo, que tengo concien- cia, ofrezco cuarenta.»

»Aun cuando Ibáñez hubiera ofrecido ciento no hubiera sido un apreciador muy justificado, pues que solamente las perlas valían más de dos- cientos; pero el valentón, que se entendía con él, me dijo: «¡Mira la fortuna que has tenido de trope- zar con un hombre tan timorato! El señor Ibáñez aprecia las cosas como si estuviera en el artículo de la muerte.» «Así es ^respondió el prendero , y por eso no hay que andar regateando conmigo ni por un solo maravedí; en cuyo supuesto, éste me parece ya negocio concluido. Voy a dar el dinero.» «¡Espere usted!— replicó el valentón . Antes de eso es menester que mi amiguito se pruebe el ves- tido que le dije a usted trajese para él, y mucho me engañaré si no le viene pintado.» Desenvolvió en- tonces el lío el prendero, y me presentó una ro- pilla y unos calzones de buen paño musgo con botones de plata, todo medio usado. Me levantó para probarme el vestido, y aunque me venía muy

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ancho y muy largo, les pareció a los dos compin- ches haberse hecho a propósito para mí. Ibáñez lo tasó en diez doblones; y como nada se había de replicar a lo que decía, me fué preciso pasar por ello; de manera que sacó treinta doblones del bol- sillo, los dejó sobre una mesa, hizo un envoltorio de mis vestiduras reales y de mi corona, y se lo llevó.

)>Luego que se marchó me dijo el valentón: «Es- toy muy satisfecho de este prendero.» Tenía razón para estarlo, porque puedo asegurar que le sacó por lo menos cien doblones de beneficio. Sin em- bargo, no se contentó con esto; tomó sin ceremonia la mitad del dinero que había sobre la mesa y me dejó lo restante, diciéndome: «Mi querido Esci- pión, te aconsejo que con esos quince doblones que te quedan salgas al momento de esta ciudad, en donde puedes considerar las diligencias que se harán para buscarte de orden del señor arzobispo. Tendría yo el mayor sentimiento si, después de la heroica acción que has hecho para inmortalizar tu nombre, te expusieras neciamente a ser encerra- do en una prisión.» Respondíle que ya estaba re- suelto a alejarme cuanto antes de Sevilla; y con efecto, habiendo comprado un sombrero y algunas camisas, salí de la ciudad, y caminando por la es- paciosa y amena campiña que entre viñas y oli- vares conduce a la antigua ciudad de Carmona, en tres días llegué a Córdoba.

» Alo jeme en un mesón a la entrada de la plaza Mayor, donde viven los mercaderes. Vendíme por

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un hijo de familia natural de Toledo, que viaja- ba únicamente por mi gusto. Mi traje era bastan- te decente para hacerlo creer, y algunos doblones que de propósito saqué delante del posadero le acabaron de persuadir, si ya en vista de mis pocos años no me tuvo por algún muchacho travieso que se había escapado de casa de sus padres des- pués de haberles robado. Como quiera que fuese, él no se mostró muy deseoso de saber más de lo que yo le decía, quizá por temor de que su curio- sidad no me obligase a mudar de posada. Por seis reales diarios se daba buen trato en esta casa, donde comúnmente había gran conciu-rencia de gentes. Conté por a noche a la cena hasta doce personas a la mesa, y lo mejor que había era que todos comían sin hablar palabra, excepto uno que, hablando sin cesar a diestro y siniestro, com- pensaba bien con su charlatanería el silencio de los demás. Preciábase de agudo y de gracioso, con- tando cuentos y embanastando chistes para di- vertirnos, los que alguna vez nos hacían reír a carcajadas, menos, en verdad, por celebrar sus ocurrencias que por burlarnos de ellas.

»Yo por hacía tan poco caso de todo lo que charlaba aquel estrafalario, que me hubiera le- vantado de la mesa sin poder dar razón de nada de cuanto había hablado, a no haberse metido él mis- mo en una conversación que me importaba. «Se- ñores— exclamó al fin de la cena , les reservo a ustedes para postres un gracioso chasco que los días pasados dio un picaro de muchacho en el pa-

247 lacio del arzobispo de Sevilla. Contórnelo cierto bachiller amigo mío que se halló presente.» Sobre- saltáronme im poco estas palabras, no dudando que el lance que iba a contar era el mío; y, con efecto, no me engañé. Refirió el tal sujeto el pasaje con toda exactitud, y aun me hizo saber lo que yo ignoraba; es decir, lo ocurrido en el salón después de mi fuga, que fué lo que voy a referir a ustedes.

►Apenas me escapó, cuando los moros que, se- gún orden de la comedia que se representaba, de- bían apoderarse de aparecieron en la escena con el designio de venir a sorprenderme en la cama de césped en que me creían dormido; pero cuando quisieron echarse sobre el rey de León, se quedaron simaamente atónitos de no encontrar ni rey ni roque. Paró la comedia, agitáronse todos los ac- tores; unos me llaman, otros me buscan, éste gri- ta, y aquél me da a todos los diablos. El arzobispo, que oyó la bulla y confusión que había detrás del teatro, preguntó la causa. A la voz del prelado, un paje, que hacía de gracioso en la comedia, salió y dijo: «No 'tema ya su ilustrísima que los moros hagan prisionero al rey de León, porque acaba de ponerse en salvo con sus vestiduras reales.» «¡Ben- dito sea Dios! exclamó el arzobispo . ¡Ha hecho muy bien en huir de los enemigos de nuestra reli- gión, librándose de las cadenas que le preparaban! Sin duda se habrá vuelto a León, capital de su reino, y deseo que haya llegado con toda feli- cidad. Por lo demás, mando seriamente que nin- guno vaya en su seguimiento; sentiría mucho que

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su majestad tuviese que padecer la menor desa- zón por parte mía.» Luego que dijo esto dio orden de que se leyese en alta voz mi papel y se acaba- se la comedia.

CAPITULO XI Prosigue la historia de Eseipión.

»Mientras me duró el dinero el posadero usó de grandes atenciones conmigo; pero luego que ad- virtió que se me había acabado comenzó a tratar- me con desagrado, buscando camorra a cada paso, y una mañana me dijo que le hiciera el favor de sa- lir de su casa. Déjela desdeñosamente, y me entró a oír misa en la iglesia de los padres dominicos. Mientras la estaba oyendo se acercó a un ancia- no pobre y me pidió limosna; saqué del bolsillo dos o tres maravedises, que Is di diciendo: «Amigo mío, ruegue usted a Dios que me proporcione pronto una buena conveniencia. Si fuere oída su oración, no se arrepentirá de haberla hecho, y cuente con mi agradecimiento.»

»A estas palabras me miró el pobre con mucha atención, y con seriedad me dijo: «¿Qué clase de conveniencia desea usted?» «Quisiera le respon- dí— acomodarme de lacayo en cualquiera casa en donde lo pasase bien.» Me preguntó si me urgía. «No puede urgir más le contesté , porque si no logro cuanto antes la dicha de colocarme, no

249 hay medio: o habré de morir de hambre, o tendré que ser uno de vuestros compañeros.» «Si llegara ese caso repuso él , se le haría a usted muy cuesta arriba no estando acostumbrado a nuestra vida; pero a poco que se hiciese a ella, preferiría nuestro estado al de servir, que es sin disputa inferior a la mendicidad. Sin embargo, ya que usted quiere más servir que pasar como yo una vida holgada e independiente, dentro de poco ten- drá usted amo. Aquí donde usted me ve, puedo serle útil; hállese aquí mañana a esta misma hora.»

»Tuve buen cuidado de no faltar; volví al día siguiente al mismo sitio, en donde no tardó mucho en presentarse el mendigo, que, acercándose a mí, me dijo que tuviera la bondad de seguirle. Hícelo así, y me llevó a un sótano no distante de la misma iglesia y en el cual tenía su albergue. Entramos ambos en él, y habiéndonos sentado en un banco largo que por lo menos habría servido cien años, el pobre me habló de esta manera: «Una buena ac- ción, como dice el refrán, halla siempre su recom- pensa. Ayer me dio usted limosna, y esto me ha determinado a proporcionarle una buena coloca- ción, la que, si Dios quiere, se conseguirá muy pres- to. Conozco a un dominico anciano llamado el padre Alejo, que es un santo religioso y un excelen- te director espiritual; tengo el honor de ser su de- mandadero, y desempeño este empleo con tanta discreción y fidelidad, que nunca se niega a emplear su valimiento en mi favor y en el de mis amigos.

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Yo le habló de usted, y le dejé muy inclinado a ser- virle. Le presentaré a su reverencia cuando us- ted quiera.» «¡No hay que perder momento! dije al viejo mendigo . ¡Vamos ahora mismo a ver ese buen religioso!» Vino en ello el pobre, y al mo- mento me condujo a la celda del padre Alejo, a quien encontramos escribiendo cartas espirituales. Suspendió su trabajo para hablarme, y me dijo que a ruegos del mendigo se interesaba por mí. «Habiendo sabido continuó que el señor Balta- sar Velázquez necesita de un criado le he escrito esta mañana en tu favor, y acaba de responder- me que te recibirá ciegamente yendo con mi reco- mendación. Puedes ir hoy mismo a verle de mi parte, porque es mi penitente y mi amigo.» Sobre esto el religioso me estuvo exhortando por espacio de tres cuartos de hora a que cumpliese bien con mis deberes, y se extendió particularmente sobre la obligación que yo tenía de servir con esmero al señor Velázquez; y concluyó asegiu'ándome que él cuidaría de mantenerme en mi acomodo, con tal que mi amo no tuviese queja de mí.

»Después de haber dado gracias por su favor al religioso, salí del convento con el pordiosero, quien me dijo que el señor Baltasar Velázquez era un mercader de paños, anciano, rico, candido y bonda- doso; «y no dudo añadió que lo pasará usted perfectamente en su cp sa». Me informé del sitio donde vivía, y al momento pasé allá d spués de haber prometido al mendigo mostrarme agradeci- do a sus buenos servicios tan pronto como estu-

251 viese bien arraigado en mi acomodo. Entró en una gran tienda, en donde dos mancebos decentemente puestos que se paseaban de un lado a otro con modales efectados esperab n compradores. Pre- gúnteles si el amo est iba en casa, y les dije que tenía que hablarle de parte del padre Alejo. Al oír este nombre venerable me hicieron entrar en la trastienda, donde estaba el mercader hojeando un gran libro de asiento que tenía sobre el escritorio. Salud él 3 respetuosamente, y habiéndome acerca- do a él, «Señor le dije , yo soy el mozo que el reverendo padre Alejo le ha propuesto para criado.» «¡Ah, hijo mío me respondió ; seas muy bien ve- nido! Basta que te envíe ese santo hombre; te reci- bo a mi servicio con preferencia a tres o cuatro criados por quienes me han hablado. Es negocio concluido, y desde hoy te corre el salario.»

»No necesité estar mucho tiempo en casa del mer- cader para conocer que era tal cual me le habían pintado, y aun me pareció tan sencillo que no pude menos de pensar en lo mucho que me costaría de- jar de jugarle alguna pieza. Hacía cuatro años que estaba viudo y tenía dos hijos: un varón que aca- baba de cumplir veinticinco años y una hembra que entraba en los quince. Esta, educada por una dueña severa y dirigida por el padre Alejo, cami- naba por la senda de la virtud; pero Gaspar Ve- lázquez, su hermano, aunque nada se había omi- tido para hacerle hombre de bien, tenía todos los vicios de un mozo licencioso. A veces pasaba dos o tres días fuera de casa, y si cuando volvía le

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daba el padre alguna reprensión, Gaspar le man- daba callar levantando la voz más que él.

«Escipión me dijo un día él viejo , tengo un hijo que me da mucho que sentir. Está envuelto en todo género de desórdenes, lo que verdadera- mente extraño, porque su educación de ningún modo fué descuidada; le he tenido buenos maes- tros y mi amigo el padre Alejo ha hecho cuanto ha podido para atraerle al camino do la virtud, sin haberlo podido conseguir; Gaspar se ha enfan- gado en el libertinaje. Acaso me dirás que le he tratado con demasiada indulgencia en la pubertad y que eso le habrá perdido. Pero no es así: le he castigado siempre que me pareció necesario el ri- gor, porque, aunque soy tan bonazo, tengo ente- reza en las ocasiones que la piden, y aun le hice encerrar en una casa de corrección, de donde salió peor que entró en ella. En una palabra, es de aque- llos mozos perdidos a quienes no pueden corregir el buen ejemplo, las represiones ni los castigos; sólo Dios puede hacer este milagro.»

»Si no me causó lástima la aflicción de aquel des- graciado padre, a lo menos aparenté que la tenía. «¡Cuánto me compadezco, señor! le dije . Un hombre tan honrado como usted merecía tener mejor hijo.» «¿Qué le hemos de hacer, hijo mío? me respondió . ¡Dios ha querido privarme de este consuelo! Entre los pesares que me da Gas- par— continuó , te diré en confianza uno que me causa mucho desasosiego, y es la inclinación a ro- barme, que con demasiada frecuencia halla me-

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dios de satisfacer, a pesar de mi vigilancia. El criado antecesor tuyo estaba de inteligencia con él y por eso le despedí; pero de ti espero qne no te dejarás seducir de mi hijo y que mirarás con celo y fidelidad por mis intereses, como sin duda te lo habrá encargado mucho el padre Alejo.» «Así es, señor le repliqué ; durante una hora su re- verencia no hizo otra cosa que exhortarme a no tener puesta la mira sino en el bien de su merced; pero puedo asegurar que para esto no necesitaba de su exhortación, porque me siento dispuesto a servir a su merced fielmente, y por último le pro- meto im celo a toda prueba.»

»Para sentenciar un pleito es necesario oír a las dos partes. El mocito Velázquez, elegante hasta dejarlo de sobra, juzgando por mi fisonomía que yo no sería más difícil de seducir que mi antece- sor, me llamó a un paraje retirado y me habló en estos términos: «Escucha, amigo mío: estoy per- suadido de que mi padre te habrá encargado que me espíes; pero te advierto que mires cómo lo haces, porque este oficio tiene sus quiebras. Si llego a conocer que andas averiguando mis accio- nes, te he de matar a palos; pero si quieres ayu- darme a engañar a mi padre, puedes esperarlo todo de mi agradecimiento. ¿Quieres que te hable más claro? Tendrás tu parte en las redadas que eche- mos juntos. Escoge, y en este mismo momento declárate por el padre o por el hijo, porque no admito neutralidad.»

«Señor le respondí , mucho me estrecha usted

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y veo bien que no podré menos de declararme en su favor, aunque en la realidad me repugna ser traidor al señor Velázquez.» «¡Déjate de esos es- crúpulos I^replicó Gaspar . Mi padre es un viejo avaro que quisiera traerme todavía con andado- res; un miserable que me niega lo que necesito, rehusándose a contribuir a mis placeres, siendo éstos de pura necesidad en la edad de veinticinco años; este es el verdadero aspecto bajo el cual de- bes mirar a mi padre. i> «¡Basta, señor! le dije . No es posible resistir a un motivo tan justo de queja. Me ofrezco a ayudar a usted en sus loables empresas, pero ocultemos ambos bien nuestra in- teligencia, para que no se vea en la calle vuestro fiel aliado. Creo que lo acertará usted si aparenta aborrecerme; hábleme con aspereza en presencia de los demás, sin escasear las malas palabras. Tam- poco hará daño tal cual bofetón y algún puntapié en las asentaderas; antes bien, cuanta más aver- sión me mostrare usted, tanta mayor confianza hará de el señor Baltasar. Por mi parte, fingiré huir de la conversación de usted; en la mesa le serviré mostrando que lo hago a más no poder, y cuando hable de usted con los mancebos de la tienda no lleve a mal que diga de su persona cuanto malo me viniere a la boca.»

«¡Vive diez exclamó el mozo Velázquez al oír estas últimas palabras que estoy admirado de ti, amigo mío! En la edad que tienes, muestras im ingenio singular para todo lo que sea enredo. Desde luego me prometo de él los más felices resultados

255 y espero que con el auxilio de tu talento no he de dejar ni un solo doblón a mi padre.» «Usted me honra demasiado le dije confiando tanto en mi industria; haré cuanto pueda para no desmentir el concepto que ha formado de mí, y si no puedo conseguirlo a lo menos no será culpa mía.»

» Tardé poco en hacer ver a Gaspar que yo era efectivamente el hombre que necesitaba, y he aquí cuál fué el primer servicio que le hice: el arca del dinero de Baltasar estaba en la alcoba donde dor- mía este buen hombre, al lado de su cama, y le serv^ía de reclinatorio. Siempre que yo la veía me alegraba la vista y en mi interior le decía muchas veces: «¡Mi amada arca! ¿Estarás siempre cerrada para mí? ¿No tendré nunca el placer de contem- plar el tesoro que encierras?» Como yo iba cuando me daba la gana a la alcoba, cuya entrada sólo a Gaspar estaba prohibida, entró un día a tiempo que su padre, creyendo que nadie le veía, después de haber abierto y vuelto a cerrar el arca, escondió la llave detrás de un tapiz. Noté cuidadosamente el sitio y di parte de este descubrimiento al amo mozo, que me dijo abrazándome de alegría: «¡Ah mi querido Escipión! ¿Qué es lo que acabas de decirme? ¡Nuestra fortuna es hecha, hijo mío! Hoy mismo te daré cera, estamparás en ella la llave y me devolverás la cera prontamente. Poco trabajo me costará hallar un cerrajero servicial en Córdo- ba, que no es la ciudad de España en donde hay menos bribones.»

»Pero ¿a qué fin dije a Gaspar quiere usted

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mandar hacer una llave falsa, cuando podemos servirnos de la verdadera «Es cierto me respon- dió— ; pero temo que mi padre, por desconfianza o por otro motivo, la quiera esconder en otra par- te, y lo más seguro es tener una que sea nuestra.» Creí fundado su recelo, y aprobando su pensa- miento me dispuse a estampar la llave en la cera, lo que ejecutó una mañana mientras que mi viejo amo hacía una visita al padre Alejo, con quien tenía frecuentemente largas conversaciones. No contento con esto, me serví de la llave para abrir el arca, que, estando llena de talegos grandes y pequeños, me puso en una perplejidad agradable, porque no sabía cuál escoger, sintiéndome ciega- mente enamorado de los unos y de los otros. Sin embargo, como el miedo de ser sorprendido no me permitía hacer un detenido examen, echó mano a Dios y a ventura de uno de los mayores. En se- guida, habiendo cerrado el arca y vuelto a poner la llave detrás del tapiz, salí de la alcoba con mi presa, que fui a esconder debajo de mi cama en una pieza pequeña donde yo dormía.

»Despuós de concluida esta operación con tanta felicidad, me fui a buscar al joven Velázquez, que me estaba esperando en una casa vecina, para don- de me había dado cita, y le llené de gozo contán- dole lo que acababa de ejecutar. Quedó tan satis- fecho de mí, que me hizo mil caricias y me ofreció generosamente la mitad del dinero que había en el talego, que yo no quise aceptar. «Señor le dije , este primer talego es para usted solo; sírvase usted

257 Je él para sus necesidades. Presto volveré a hacer una visita al arca, en donde, gracias a Dios, hay dinero para entrambos.» Efectivamente, tres días después saqué de ella otro talego, que contenía, como el primero, quinientos escudos, de los cuales no quise admitir más que la cuarta parte, por más instancias que me hizo Gaspar para obligarme a que los repartiésemos entre los dos como buenos hermanos.

»Luego que el mozuelo se vio con tanto dinero, y por consiguiente en estado de satisfacer la pasión que tenía a las mujeres y al juego, se entregó a ellas totalmente, y aun tuvo la desgracia de enca- I^richarse con una de aquellas famosas damas cor- tesanas que en poco tiempo devoran y se tragan los caudales más pingües. Ocasionóle ésta tan ex- cesivos gastos, y me puso en la necesidad de hacer tantas visitas al arca, que al fin el viejo Velázquez echó de ver que le robaban. «Escipión me dijo una mañana , tengo que hacerte una confianza: alguno me roba, amigo mío. Han abierto mi arca del dinero y me han sacado de ella muchos tale- gos. El hecho es constante; pero ¿a quién debo atribuir este robo? O por mejor decir, ¿quién otro sino mi hijo puede haberle hecho? Gaspar habrá entrado furtivamente en mi alcoba, o acenso mismo le habrás introducido en ella, porque estoy tentado a creerte su confederado, aunque parez- cáis mal avenidos los dos. Sin embargo, no quiero abrigar esta sospecha, habiendo salido el padre Alejo por responsable de tu fidehdad.» Respondí Gil Blas.-T. III. 17

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que, gracias al Cielo, no me tentaba la hacienda ajena, y acompañé esta mentira con una exterio- ridad hipócrita que contribuyó a sincerarme.

»Con efecto, el viejo no volvió a hablarme sobre el asunto; pero no dejó de envolverme en su des- confianza, y tomando precauciones contra nues- tros atentados, mandó poner al arca una cerra- dura nueva, cuya llave traía desde entonces con- tinuamente en la faltriquera. Habiéndose interrum- pido por este medio toda comunicación entre nos- otros y los talegos, quedamos sin saber lo que nos pasaba, particularmente Gaspar, que, no pudiendo- ya gastar tanto con su ninfa, temió hallarse pre- cisado a no verla más. En medio de esto, discurrió un arbitrio ingenioso que le proporcionó mantener su correspondencia por algunos días más, y fué el de apropiarse, por vía de empréstito, aquello que me había tocado a de las sangrías que yo había hecho al arca. Entregúele hasta el último mara- vedí, lo que, a mi parecer, podía pasar por una restitución anticipada que yo hacía al mercader anciano en la persona de su heredero.

»Luego que el desordenado mozo acabó de consu- mir aquel recurso, considerando que ya no le que- daba ningún otro, cayó en una melancolía pro- funda y obscura que poco a poco trastornó su razón. No mirando ya a su padre sino como a un hombre que causaba la desgracia de su vida, dio en una furiosa desesperación, y, sin escuchar la voz de la sangre, el miserable concibió el horroroso designio de envenenarle. Poco satisfecho con ha-

259 berme confiado este execrable proyecto, tuvo alien- to para proponerme le sirviese de instrumento a su venganza. Horroricóme al oírle semejante pro- puesta, y le dije: «¡Es posible, señor, que estéis tan dejado de la mano de Dios que hayáis podido for- mar esa abominable resolución! Pues qué, ¿ten- dríais valor para quitar la vida al autor de la vues- tra? ¿Habríase de ver en España, en el seno del cristianismo, cometerse un crimen cuya sola idea horrorizaría a las más bárbaras naciones? ¡No, mi querido amo añadí echándome a sus pies , no! ¡Usted no hará una acción que excitaría contra toda la indignación de la Tierra y que sería casti- gada con un infame suplicio!»

» Alegúele todavía a Gaspar otras razones para disuadirle de un pensamiento tan culpable, y yo no dónde pude encontrar raciocinios tan hon- rados y discretos como empleé para combatir su desesperación; lo cierto es que le hablé como pu- diera un doctor de Salamanca, a pesar de ser tan joven e hijo de la Coscolina. No obstante, por más que hice para convencerle de que debía volver so- bre sí y desechar animosamente las detestables ideas que se habían apoderado de su ánimo, fué inútil toda mi elocuencia. Bajó la cabeza, y, guar- dando un taciturno silencio, me hizo comprender que no desistiría a pesar de cuanto pudiera decirle.

»En vista de esto, tomando mi determinación dije al anciano que quería hablarle en secreto, y habiéndome encerrado con él, «Señor le dije , permítame usted que me arroje a sus pies e im-

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plore su misericordia.» Dichas estas palabras, me postró delante de él lleno de agitación y con el rostro bañado en lágrimas. Atónito el mercader de aquella demostración y de verme tan turbado, me preguntó qué había hecho. «¡Un delito de que me arrepiento le respondí y que lloraré toda mi vida! He tenido la flaqueza de dar oídos a su hijo de usted y de ayudarle a que le robase.» Al mismo tiempo le hice una confesión sincera de todo lo sucedido en eSte particular, después de lo cual le di cuenta de la conversación que acababa de tener con Gaspar, cuyo designio le revelé sin omitir la menor circunstancia.

»Por más mal concepto que el anciano Velázquez tuviese de su hijo, apenas podía dar crédito a mis palabras. Sin embargo, no dudando de la verdad de mi narración, «Escipión me dijo levantándo- me del suelo, porque estaba todavía arrodillado , yo te perdono en gracia del importante aviso que acabas de darme. ¡Gaspar continuó alzando la voz , Gaspar quiere quitarme la vida! ¡Ah, hijo ingrato, monstruo a quien hubiera valido más ahogar al tiempo de nacer que dejarle vivir para eer un parricida! ¿ Qué motivo tienes para atentar contra mis días? ¡Todos los años te doy una can- tidad suficiente para tus diversiones, y no estás contento! ¿Conque será necesario para contentarte permitirte que disipes todos mis bienes?» Habiendo hecho este doloroso apostrofe, me encargó el se- creto y me dijo que le dejase solo para pensar lo que debía hacer en tan delicada coyuntura.

261 »Yo estaba con la mayor inquietud por saber qué resolución tomaría aquel desgraciado padre, cuan- do en el mismo día llamó a Gaspar, y, sin darle a entender lo que sabía, le habló de este modo: <'Hijo mío, he recibido una carta de Mérida, en que me dicen que si te quieres casar se proporciona una señorita de quince años, que, sobre ser muy her- mosa, llevará consigo un gran dote. Si no tienes repugnancia al matrimonio, mañana al romper la aurora partiremos los dos a Mérida, veremos la persona que te proponen y si te gusta te casarás con ella.» Cuando Gaspar oyó hablar de un gran dote, y creyendo tenerlo ya en su poder, respondió sin vacilar que estaba pronto a hacer el viaje, y, con efecto, el día siguiente al amanecer marcharon solos y montados ambos en buenas muías.

» Luego que llegaron a las montañas de Fesira y se vieron en un sitio tan apetecido de los saltea- dores como temido de los pasajeros, Baltasar echó pie a tierra, diciendo a su hijo que hiciese lo mis- mo. Obedeció el mozo y preguntó para qué le hacía apear en aquel paraje. «Voy a decírtelo le res- pondió el anciano mirándole con unos ojos en que estaban pintados la cólera y el dolor . No iremos a Mérida, y la boda de que te he hablado es una mera invención mía sólo para atraerte aquí. No ignoro, hijo ingrato y desnaturalizado, no ignoro el atentado que proyectas; que por disposición tuya se tiene preparado un veneno para dármelo. Pero dime, insensato, ¿has podido lisonjearte de quitarme de este modo impunemente la vida? ¡Qué

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horror! Tu crimen se descubriría bien pronto y morirías a manos del verdugo. Hay continuó otro medio más seguro para que satisfagas tu furor sin exponerte a una muerte ignominiosa. Aquí es- tamos los dos sin testigos y en un sitio en que cada día se cometen asesinatos. Ya que tan se- diento estás de mi sangre, sepulta en mi pecho tu puñal y se atribuirá esta muerte a los salteadores.» A estas palabras, descubriendo Baltasar el pecho y señalando el sitio del corazón a su hijo, «¡Mira, Gaspar añadió , dame aquí un golpe mortal, para castigarme de haber engendrado a un mal- vado como tú!»

»E1 joven Velázquez, herido como de un rayo con estas palabras, muy lejos de intentar since- rarse, cayó de repente sin sentido a los pies de su padre. El buen anciano, viéndole en aquel estado, que le pareció un principio de arrepentimiento, no pudo menos de ceder a la pasión paternal y acudió prontamente a socorrerle; pero Gaspar, luengo que volvió en sí, no pudiendo sufrir la presencia de un padre tan justamente irritado, hizo un esfuerzo para levantarse, volvió a montar en su muía y se alejó sin decir una palabra. Dejóle ir Baltasar, y, abandonándole a sus remordimientos, se restituyó a Córdoba, en donde seis meses después supo que su hijo había tomado el hábito en la Cartuja de Sevilla, para pasar allí el resto de su vida haciendo penitencia.

263 CAPITULO XII Fin de la historia de Escipión.

» Ocasiones hay en que el mal ejemplo suele pro- ducir buenos efectos. La conducta que el joven Velázquez había tenido me obligó a hacer serias reflexiones sobre la mía. Comencé a combatir mi inclinación a hurtar y me propuse vivir como hom- bre honrado. El hábito que yo había contraído de apoderarme de cuanto dinero podía haber a las manos se había radicado en con actos tan re- petidos que no era fácil de vencer. Sin embargo, esperaba lograrlo, persuadido de que para ser vir- tuoso no es menester mas que quererlo de veras. Emprendí, pues, esta grande obra, y el Cielo ben- dijo mis esfuerzos; dejé de mirar con ojos codicio- sos el arca del mercader anciano, y aun creo que aunque hubiera estado en mi mano sacar de ella algunos talegos no los hubiera tocado. Sin embargo, confesaré que hubiera sido gran imprudencia po- ner a prueba mi integridad reciente, de lo cual se guardó muy bien Velázquez.

» Concurría frecuentemente a su casa un caballero joven de la Orden de Alcántara, llamado Manrique de Medrano. Todos le estimábamos mucho, porque era uno de nuestros parroquianos más nobles, aun- que no de los más ricos. Prendóse tanto de este caballero, que siempre que me encontraba se de- tenía a hablar conmigo, mostrando gusto en ello.

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«Escipión me dijo un día , si yo tuviera un criado de tan buen humor, creería poseer un teso- ro, y si no estuvieras con un sujeto a quien estimo, nada omitiría para atraerte a mi servicio.» «Señor le respondí , eso le costaría muy poco a vues- tra señoría, porque tengo inclinación a las perso- nas distinguidas. Este es mi flaco; sus modales caballerosos me encantan.» «Siendo eso así me replicó don Manrique , quiero suplicar a mi ami- go el señor Baltasar que permita te pases de servicio al mío, y creo que no me negará este fa- vor.» Concedióselo Velázquez inmediatamente, y con tanta mayor facilidad cuanto que se persuadía que la pérdida de un criado bribón no era irrepa- rable. Por mi parte, me alegré de esta traslación, no pareciéndome el criado de un mercader sino un desarrapado en comparación del criado de un caballero de Alcántara.

»Para hacer a ustedes un retrato fiel de mi nuevo amo, les diré que era un mozo arrogante, que en- cantaba a todos por sus apacibles costumbres y por su talento y que además tenía mucho valor y probidad. Sólo le faltaban bienes de fortuna; pero siendo el segundo de una casa más ilustre que rica, se veía obligado a vivir a expensas de una tía anciana residente en Toledo, que, amán- dole como si fuera hijo suyo, cuidaba de suminis- trarle cuanto dinero había menester para mante- nerse. Vestía siempre con mucho aseo, y en todas partes era bien recibido. Visitaba las principales señoras de la ciudad, y entre otras a la marquesa

265 de Almenara, que era una viuda de setenta y dos años, cuyos modales atractivos y agudeza de en- tendimiento atraían a su casa toda la nobleza de Córdoba. Damas y caballeros gustaban de su con- versación, y su casa se llamaba la buena sociedad. »Mi amo era uno de los que más frecuentemente obsequiaban a esta señora. Una noche que acababa de separarse de ella me pareció verle en un desaso- siego que no era natural. «Señor le dije , parece que vuestra señoría está agitado. ¿Podrá este fiel criado saber la causa? ¿Le ha acontecido a vuestra señoría alguna cosa extraordinaria?» Mi amo se sonrió a esta pregunta y me confesó que, con efec* to, le ocupaba la imaginación una conversación seria que acababa de tener con la marquesa de Almenara. *Me alegrara le dije riéndome que esa niña setentona hubiese hecho a vuestra señoría una declaración de amor.» «Pues no lo tomes a chanza me respondió ; has de saber, amigo mío, que la marquesa me ama. Me ha dicho: «Me compadece tanto vuestra escasa fortuna cuanto aprecio vues- tra distinguida nobleza; os miro con particular in- clinación y he determinado daros mi mano para proporcionaros un estado cómodo, no pudiendo de- centemente enriqueceros de otro modo. Preveo que este enlace dará mucho que reír de al público, que seré objeto de las murmuraciones y que todos me tendrán por una vieja loca que quiere casarse. No me da cuidado; todo lo despreciaré por propor- cionar a usted una suerte venturosa, y lo único que temo me ha añadido es que mostréis repugnan-

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cia al cumplimiento de mi deseo.» Esto es lo que me ha dicho la marquesa prosiguió mi amo . Tenién- dola, como la tengo, por la señora más juiciosa y prudente de Córdoba, considera lo admirado que quedaría yo de oírla hablar en aquellos términos. Le he respondido que me maravillaba de que me hiciese el honor de proponerme su mano una señora que siempre había persistido en la resolución de subsistir viuda hasta la muerte. A esto me ha re- plicado que, poseyendo tan considerables bienes, quería hacer participante de ellos en vida a un hombre honrado a quien estimaba.» «Sin duda le repliqué entonces que vuestra señoría está ya re- suelto a saltar la valla.» «¿Puedes dudarlo? me respondió mi amo . La marquesa es dueña de inmensos bienes y tiene prendas eminentes; era preciso estar loco para malograr un establecimien- to tan ventajoso para mí.»

» Alábele mucho el pensamiento de aprovechar tan excelente ocasión de adelantar su fortuna, y aun le persuadí que acelerase los preparativos; tanto era el miedo que yo tenía de que se frustrase este enlace. Pero, por fortuna, la marquesa estaba más deseosa que yo de que se realizara, y a este fin dio órdenes tan eficaces, que en pocos días se dispuso todo lo necesario para celebrar la boda. Apenas se esparció por Córdoba la voz de que la marquesa vieja de Almenara se casaba con don Manrique de Medrano, cuando comenzaron los bu- fones a divertirse muy a costa de la buena viuda; pero por más que agotaron todas sus bufonadas y

267 chocarrerías, no aflojó ésta un punto en su reso- lución. Dejó hablar a los ociosos y se fué muy so- segada a la iglesia con su don Manrique. Celebróse la boda con tan gran fausto, que dieron nuevo mo- tivo a la murmuración. «La novia se decía de- biera, a lo menos por pudor, haber suprimido la pompa y el estrépito, como impropios en la boda de viudas ancianas que se casan con mozos.»

»La marquesa, lejos de mostrarse avergonzada de ser a su edad esposa de un joven como aquél, se entregaba sin reserva al gozo que con ello expe- rimentaba. Toda la nobleza cordobesa de uno y otro sexo estuvo convidada a una espléndida cena y a un baile no menos suntuoso que siguió después, al fin del cual nuestros recién casados desapare cieron para ir a una habitación, donde, encerrán- dose con una criada mayor y conmigo, la marquesa dirigió a mi amo estas palabras: «Don Manrique, ved aquí vuestro cuarto; el mío está al otro extre- mo de la casa; de noche cada uno estará en el suyo y por el día viviremos juntos como madre e hijo.» Al principio se engañó mi amo, creyendo que la señora no le hablaba de aquella suerte sino para obligarle a que le hiciese una dulce violen- cia, e imaginándose que por buena corresponden- cia debía mostrarse apasionado, se acercó a ella y se ofreció con vivas instancias a servirle de ayuda de cámara. Pero ella, muy lejos de permitir que la desnudase, le desvió con semblante serio, di- ciéndole: «¡Deteneos, don Manrique! Si me tenéis por una de esas viejas verdes que vuelven a ca-

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sarse por fragilidad, estáis equivocado; no me he casado con vos sino para proporcionaros las ven- tajas que puedo por nuestro contrato matrimonial. Este es un don gratuito de mi corazón y no exijo de vuestro reconocimiento sino demostraciones de amistad.» Dicho esto, nos dejó a mi amo y a en nuestro cuarto, retirándose ella al suyo con su criada y prohibiendo absolutamente al caballero que le acompañase.

^Después que se retiró permanecimos los dos un gran rato atónitos de lo que acabábamos de oír. «Escipión me dijo mi amo , ¿esperabas oír lo que me ha dicho la marquesa? ¿Qué juicio haces de una señora como ésta?» «Juzgo, señor le res- pondí— , que es de lo que no hay. ¡Qué dicha tiene usted en poseerla! ¡Esto se llama un beneficio sim- ple sin carga!» «Yo replicó don Manrique no aca- bo dé admirar el carácter de una esposa tan apre- ciable y pretendo compensar con todas las atencio- nes imaginables el sacrificio que ha hecho por mí.» Continuamos hablando de la señora y después nos retiramos a dormir, yo en una cama que había en un cuartito inmediato y mi amo en otra regalada y magnífica que le habían puesto y en la cual creo que allá en lo íntimo de su corazón no le pesó mucho dormir solo, quedando pagado de ello con un ligero susto.

»E1 día siguiente comenzaron de nuevo los rego- cijos, en los que la recién casada se mostró de tan buen humor que dio nuevo pábulo a las chanzone- tas de los zumbones. Ella era la primera que se

269 reía de lo que decían, los excitaba a chancearse y aun les daba pie para que aumentasen la cha- cota. El caballero por su parte no se mostraba menos contento que su esposa, y al ver el aspecto cariñoso con que la miraba y le hablaba, se hu- biera dicho que estaba enamorado de la anciani- dad. Aquella noche tuvieron los dos esposos otra conversación y quedaron de acuerdo en que, sin incomodarse uno a otro, vivirían del mismo modo que lo habían hecho antes de su casamiento. Sin embargo, merece elogiarse la conducta de don Man- rique: hizo por consideración a su mujer lo que pocos maridos hubieran hecho en su lugar, que fué apartarse del trato que tenía con cierta seño- rita de la clase media, a quien amaba y de la que era correspondido, no queriendo, decía, mantener una amistad que parecía insultar la delicada con- ducta que su esposa observaba con él.

í>Mientras estaba dando unas pruebas tan visibles de agradecimiento a esta señora anciana, ella se las pagaba con usura, aunque las ignorase. Hízole dueño del arca de su dinero, que valía más que la de Velázquez. Como había reformado su casa du- rante su viudez, la restituyó al mismo pie en que estaba en vida de su primer marido; aumentó el número de criados, llenó sus caballerizas de caba- llos y muías; en una palabra, por sus generosas bondades, el caballero más pobre de la Orden de Alcántara llegó a ser el más opulento de ella. Acaso me preguntarán ustedes qué saqué de todo esto: mi ama me regaló cincuenta doblones y mi amo

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ciento, haciéndome además su secretario con el sueldo de cuatrocientos escudos; y aun hizo de tanta confianza, que me nombró su tesorero.»

«¡Su tesorero!», exclamé, interrumpiendo a Es- cipión cuando llegó a este paso y riéndome a car- cajadas. «¡Sí, señor! ^me replicó con semblante se- reno y formal . ¡Sí, señor, su tesorero! Y aun me atrevo a decir que desempeñé con honor aquel empleo. Es verdad que acaso habré quedado de- biendo alguna cosilla a la caja, porque como me cobraba anticipadamente de mi salario y dejó de repente el servicio del caballero, no es imposible que haya resaltado en la cuenta algún alcance; de todos modos, es la última reconvención que se me podrá hacer, supuesto que desde entonces acá he sido un hombre lleno de rectitud y probidad.

»Hallábame, pues continuó el hijo de la Cosco - lina , de secretario y tesorero de don Manrique, que vivía tan satisfecho de como yo lo estaba de él, cuando recibió una carta de Toledo en que le noticiaban que su tía doña Teodora Moscoso estaba a los últimos de su vida. Le fué tan dolo- rosa esta noticia, que al momento partió a dicha ciudad para asistir a aquella señora, que hacía muchos años desempeñaba con él los oficios de madre. Acompañóle en aquel viaje con un ayuda de cámara y un lacayo solamente, y montados todos cuatro en los mejores caballos de la cuadra, llegamos en posta a Toledo, en donde encontramos a doña Teodora en tal estado que nos dio esperan- zas de que no moriría de aquella enfermedad. Con

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efecto, no desmintió el resultado nuestros pronós- ticos, aunque contrarios al de un médico ya viejo que la asistía.

'> Mientras que la salud de nuestra buena tía se iba restableciendo visiblemente, menos quizá por los remedios que le hacían tomar que por la pre- sencia de su querido sobrino, el señor tesorero em- pleaba su tiempo lo más alegremente que podía con ciertos jóvenes cuyo trato era muy a propósito para proporcionarle ocasiones de gastar su dinero. Llevábanme algunas veces a los garitos, en donde me incitaban a jugar con ellos, y como yo no era tan diestro jugador como mi amo don Abel, perdía muchas más veces de las que ganaba. Insensible- mente me iba aficionando al juego, y si me hubiera entregado del todo a esta pasión sin duda me hu- biera precisado a tomar de la caja algunas mesadas anticipadas; pero, por fortuna, el amor salvó la caja y mi virtud. Pasando yo un día cerca de la iglesia de San Juan de los Reyes vi asomada a una celosía, cuyas jDortezuelas estaban abiertas, a una linda niña, que más parecía deidad que cria- tura. Si encontrara otra voz más expresiva, usaría de ella para dar a entender a ustedes la fuerte im- presión que sentí al verla. Informóme de quién era y, después de varias diligencias, supe que se llamaba Beatriz y que era doncella de doña Julia, hija segunda del conde de Polán.»

Beatriz interrumpió aquí a Escipión riendo a carcajada tendida, y dirigiendo la palabra a mi mujer, «¡Amable Antonia le dijo , míreme us-

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ted bien, y dígame por su vida si a sn parecer teaago semblante de divinidadft «Por lo menos en- tonces— le dijo Escipión lo tenías a mis ojos; y ahora que tu fidelidad ya no me es sospechosa, me pareces más hermosa que nunca,» Mi secreta- rio, después de una respuesta tan amorosa, pro- siguió así su historia:

«Este descubrimiento acabó de encenderme, no a la verdad en un ardor legítimo, porque me ima- giné que fácilmente podría triunfar de su virtud combatiéndola con presentes capaces de desqui- ciarla; pero yo conocía mal a la casta Beatriz. In- útilmente le ofrecí mi bolsillo y mis obsequios por medio de ciertas mujercillas mercenarias, pues oyó con mucho enojo la propuesta. Su resistencia en- cendió más mis deseos, y recurrí al último arbitrio, que fué ofrecerle mi mano, la que aceptó luego que supo era yo secretario y tesorero de don Man- rique. Pareciónos a los dos que convenía tener oculto nuestro matrimonio p>or algún tiempo, y así, nos casamos de secreto, siendo testigos la se- ñora Lorenza Sófora, aya de Serafina, y otros cria- dos del conde de Polán. Lu^o que me casé con Beatriz, ella misma me facilitó el modo de verla y hablarle de noche en el jardín, en donde yo en- traba por una puertecilla cuya llave me entregó. Difícilmente se hallarían dos esposos que se ama- aeaa. con más t«mura que nos amábamos Beatriz y yo: era igual en ambos la impaciencia con que esperábamos la hora señalada para vemos y ha- blamos: ambos acudíamos allí con la misma an-

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sia, y siempre se nos hacía corto el tiempo que pa- sábamos juntos, aunque algunas veces no dejaba de ser bien largo.

»Una noche, que fué para tan cruel como ha- bían sido deliciosas las anteriores, al ir a entrar en el jardín quedó sorprendido de hallar abierta la puertecilla. Sobresaltóme aquella novedad, y for- mó de ella un mal juicio; me puse pálido y trému- lo, como si hubiese presentido lo que iba a suce- derme; y acercándome en medio de la obscuridad hacia un cenador en donde había solido hablar a mi esposa, la voz de un hombre; me detuve para percibir mejor, y al momento llegaron a mis oídos estas palabras: /No me hagas penar más, mi querida Beatriz/ /Completa mi felicidad y y piensa que de ella depende tu fortuna/ En vez de tener la paciencia de escuchar todavía, creí no tener ne- cesidad de oír más; un furor celoso se apoderó de mi alma, y, no respirando sino venganza, desen- vainó la espada y entró precipitadamente en el cenador. «¡Ah vil seductor! exclamé . ¡Cualquie- ra que seas, antes de quitarme el honor será menester que me arranques la vida!» Diciendo estas palabras cerró contra el caballero que estaba en conversación con Beatriz, que se puso al momento en defensa, y se batió como persona más diestra en el manejo de las armas que yo, que no había re- cibido sino algunas lecciones de esgrima en Córdo- ba. Sin embargo, a pesar de su destreza le tiré una estocada que no pudo parar, o más bien tuvo un tropiezo: vile caer al suelo, y creyendo haberle Gil Blas.-T. ni. 18

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herido mortalmente, me puse en salvo a carrera

tendida, sin querer responder a Beatriz, que me

llamaba.»

«Así fué puntualmente interrumpió la mujer de Escipión, dirigiéndonos la palabra . Yo le llamaba para sacarle de su error. El caballero que estaba hablando conmigo en el cenador era don Fer- nando de Leiva. Este señor, que amaba tiernamen- te a mi ama Julia, estaba determinado a sacarla de casa, pareciéndole que no la podría conseguir sino por este medio, y yo misma le había citado para el jardín con el fin de concertar con él esta fuga, de la cual me aseguraba él que pendía mi fortuna; pero por más que llamé a mi esposo, se alejó de como de una esposa infiel.»

«En el estado en que me hallaba replicó Esci- pión— , era capaz de eso y mucho más. Los que sa- ben por experiencia qué cosa son celos y las extra- vagancias que hacen cometer aun a los más sen- satos, no se admirarán del trastorno que causaron en mi débil imaginación. Al momento pasé de un extremo a otro: a los sentimientos de ternura que un instante antes me animaban hacia mi esposa me sobrevinieron bien pronto impulsos de aborreci- miento, e hice juramento de abandonarla y des- echarla para siempre de mi memoria. Por otra par- te, creía haber muerto a im caballero, y bajo este concepto, temeroso de caer en manos de la justicia, experimentaba la turbación penosa que persigue por todas partes como una furia a un hombre que acaba de cometer un crimen. En esta horrible si-

275 tuación, no pensando más que en ponerme en sal- vo, y sin volver siquiera a la posada, en aquel mis- mo punto salí de Toledo, sin más equipaje que el vestido que tenía puesto. Es verdad que llevaba en el bolsillo hasta unos sesenta doblones, lo que no dejaba de ser un recurso bastante bueno para un mozo que tenía hecho ánimo de no pasar de criado en toda su vida.

»Caminé toda aquella noche, o por mejor de- cir fui corriendo, porque la idea de los alguaciles, presente siempre en mi imaginación, me daba un continuo vigor. Amanecí entre Rodillas y Maqueda, y cuando llegué a este último pueblo, sintiéndome algo cansado, entré en la iglesia, que acababan de abrir, y después de haber hecho una breve oración le sentó en un banco para descansar. Púseme a jíneditar en el estado de mis negocios, que no me laban poco en qué discurrir; pero no tuve tiempo [para hacer muchas reflexiones, porque luego iresonar en la iglesia tres o cuatro chasquidos de látigo que me hicieron creer pasaba por allí algún alquilador. Me levanté al momento para ir a ver si me engañaba, y cuando estuve en la puerta vi uno montado en una muía, que llevaba de reata otras dos. «¡Parad, amigo mío! le grité . ¿Adon- de van esas muías?» «A Madrid me respondió ; en ellas han venido a este pueblo dos religiosos dominicos, y me voy allá de retorno.»

»La ocasión que se presentaba de hacer el viaje de Madrid me inspiró deseo de verificarle. Ajus- tóme con el alquilador, monté en una de sus mu-

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las, y nos encaminamos hacia Illescas, en donde

debíamos hacer noche.

»No bien habíamos sahdo de Maqueda, cuando el alquilador, persona de treinta y cinco a cuarenta años, empezó a entonar cánticos de la Iglesia a toda voz. Comenzó por los salmos que los canóni- gos cantan a maitines, en segiaida cantó el Credo, como en las misas solemnes, y luego, pasando a las vísperas, me las cantó todas sin perdonarme ni aun el Magníficat. Aunque el majadero me atur- día los oídos, yo no podía menos de reír; y aun le incitaba a continuar cuando se veía precisado a detenerse para cobrar aliento. «¡Animo, buen ami- go!— le decía . ¡Prosiga usted, que si el Cielo le ha dado tan buenos pulmones, usted no hace mal uso de ellos!» «¡Oh! En cuanto a eso— me respon- dió— no me parezco, gracias a Dios, a la mayor parte de los alquiladores, que no cantan sino can- ciones infames o impías; ni tampoco canto nunca romances sobre nuestras guerras contra los moros, porque son unas cosas a lo menos frivolas, cuando no sean indecentes.» «Tenéis le repliqué ^una pu- reza de corazón que raras veces tienen los alquila- dores. Y siendo tan escrupuloso en punto de can- ciones, ¿habéis hecho también voto de castidad en las posadas donde hay criadas mozas?» «Segu- ramente— me respondió . La continencia es tam- bién una cosa de que me precio en estos parajes; en ellos sólo me ocupa el cuidado de mis muías.» No quedé poco admirado de oír hablar de este modo a aquel fénix de los alquiladores; y tenién-

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277 dolé por un hombre de bien y de talento, entabló conversación con él luego que acabó de cantar cuanto le dio la gana.

«Llegamos a Illescas a la caída de la tarde. Lue- go que nos apeamos en el mesón dejó a mi compa- ñero que cuidase de sus muías, y me metí en la co- cina a encargar al mesonero que nos dispusiese una buena cena, lo que prometió hacer tan bien, que me acordaría, dijo él, toda mi vida de haberme alo- jado en su mesón. Pregunte su merced añadió , pregunte a su alquilador quién soy yo! ¡Voto a tal que desafiaría a todos los cocineros de Madrid y de Toledo a hacer una olla podrida como las que yo hago! Esta noche quiero agasajar a su merced «on un gídsado de gazapo compuesto de mi mano, y verá si tengo razón para ponderar mi habilidad.» Dicho esto, mostrándome una cazuela en que había según él decía ^un conejo hecho ya tro- zos. «Mire usted continuó lo que pienso darle después que le haya echado pimienta, sal, vino, un manojo de hierbas y algunos otros ingredientes que empleo en mis salsas, con lo que espero rega- lar a su merced con un guisado que se pudiera pre- sentar a un contador mayor.»

)>E1 mesonero, después de haber hecho de este modo su elogio, comenzó a disponer la cena. Mien- tras tanto me entró en un cuarto, y, echándome en una mala cama que había allí, me quedé dormido de cansancio por no haber sosegado nada la noche antecedente. De allí a dos horas vino a despertar- me el alquilador, diciendo: «Señor amo, la cena

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está pronta; venga usted, si gusta, a sentarse a la mesa», la cual estaba puesta en una sala con solos dos cubiertos. Sentánionos a ella el alquilador j yo, y nos trajeron el guisado. Me tiró a él con ansia, y me supo muy bien, ya fuese porque el hambre me lo hizo apetitoso, ya por el saínete que le daban los ingredientes del cocinero. En seguida nos sirvieron un trozo de carnero asado; y obser- vando que el alquilador sólo tomaba de este segun- do plato, le preguntó por quó no tomaba del otro. Me respondió sonriéndose que no le gustaban loi guisos; cuya respuesta, o, por mejor decir, la risita con que la había acompañado, me pareció miste- riosa. «Usted me oculta le dije la verdadera razón que le impide comer de este guisado; hága- mie el gusto de decírmelo.» «Ya que usted tiene tanta curiosidad de saberla replicó él , le diré que tengo repugnancia a llenarme el estómago de esa especie de guisotes desde que caminando de Toledo a Cuenca me dieron una noche en un mesón, por conejo de vivar, un jigote de gato, lo que me ha hecho cobrar aversión a los cochifritos.» »Apenas el alquilador me dijo estas palabras per- dí enteramente el apetito en medio del hambre que me devoraba. Se me encajó en la cabeza que aca- baba de comer conejo sólo en el nombre, y ya no miré el guisado sino haciéndole gestos. El arriero, lejos de desvanecer mi aprensión, me la aumentó diciéndome que los mesoneros y pasteleros en Es- paña hacían con frecuencia aquella especie de quid pro quo; lo que, como ustedes pueden pensar.

279 no me sirvió de mucho consuelo; antes bien, me quitó del todo la gana, no ya de volver a probar el guisote, mas ni aun de tocar al asado, temiendo que el carnero no lo fuese más realmente que el conejo. Levantóme de la mesa echando mil mal- diciones al guiso, al mesorero y al mesón; volvíme a tender en la cama, y pasó la noche con más quie- tud de la que pensaba. El día siguiente muy tem- prano, después de haber pagado al mesonero con tanta largueza como si me hubiera tratado per- fectamente, salí de Illescas tan ocupado el pensa- miento en el guisado, que me parecían gatos cuan- tos animales se me ofrecían a la vista. Entramos temprano en Madrid, y después de haber satisfe- cho al conductor me hospedó en una posada de caballeros cerca de la Puerta del Sol. Aunque mis ojos estaban acostumbrados al gran mundo, no dejaron de deslumhrarse con el concurso de se- ñores que se ven comúnmente en el centro de la corte. Pasmóme el enorme número de coches y la gran multitud de gentileshombres, pajes y la- cayos que los grandes llevaban de comitiva. Lle- gó a lo sumo mi admiración cuando, habiendo ido a ver el rey, miró al monarca rodeado de sus cor- tesanos. Quedé encantado a la vista de tal espec- táculo, y dije para mí; «Ya no me admiro de haber oído decir que es indispensable ver la corte de Madrid para formar concepto cabal de su magni- ficencia; celebro infinito el visitarla, y el corazón me dice que he de hacer algo en ella.» Sin embargo, nada más hice que contraer algunas amistades in-

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útiles. Fui poco a poco gastando todo mi dinero, y me tuve por muy dichoso en haberme acomodado, a pesar de todo mi mérito, con un pedante de Sala- manca a quien conocí casualmente, que había ido a la corte, su patria, a negocios personales. Llegué a ser sus pies y sus manos, y cuando se restituyó a su Universidad, me llevó en su compañía.

^Llamábase don Ignacio de Ipiña éste mi nuevo amo. El mismo se tomaba el don por haber sido maestro de un duque, el cual por agradecimiento le había señalado una renta vitalicia; gozaba otra por catedrático jubilado del colegio, y además de eso sacaba del público doscientos o trescientos do- blones anuales por los libros de moral dogmática que solía dar a la prensa. El modo con que compo- nía sus obras me parece digno de contarse. Gastaba casi todo el día en leer autores hebreos, griegos y latinos y en escribir en medias cuartillas de papel todos los apotegmas o pensamientos sublimes que encontraba en ellos. Conforme iba llenando las cuartillas me las hacía ensaltar en un alambre en figura de guirnalda, y cada una formaba un tomo. ¡Qué de libros perversos hacíamos! Apenas se pa- saba mes alguno sin que formásemos cuando me- nos dos volúmenes, y al momento iban a fatigar la prensa. Lo más extraordinario era que estas compilaciones se hacían pasar por cosas nuevas; y si los críticos trataban de hacer ver al autor que era un plagiario de las obras de los antiguos, les contestaba con orgulloso descaro: Furto laetarntir in ipso.

281 ^También era gran comentador, y estaban tan llenos de erudición sus comentos, que a cada paso hacía notas sobre cosas que no merecían reparo, así como en las medias cuartillas de papel escri- bía inoportunamente pasajes de Hesíodo y de otros autores. Yo no dejó de aprovechar en casa de este sabio, y sería ingratitud negarlo, pues a lo menoF, a fuerza de copiar sus obras, fui aprendiendo a es- cribir decentemente; y considerándome él no ya como criado, sino como discípulo suyo, ilustró mi entendimiento, sin descuidarse en arreglar mis costumbres. Si por casualidad llegaba a saber que algún otro criado había hecho algo malo: «¡Esci- pión me decía , guárdate bien, hijo, de hacer lo que ha hecho ese bribón! Un criado debe esmerarse en servir lealmente a su amo»; en una palabra, no perdía ocasión don Ignacio de exhortarme a la vir- tud, y sus palabras hacían en tanta impresión, que en los quince meses que lo serví no tuvo la más mínima tentación de jugarle ninguna de las piezas a que estaba acostumbrado, ni tampoco hice en su casa la más leve travesiu-a.

»Ya dejo dicho que el doctor Ipiña era hijo de Madrid, donde tenía una parienta llamada Cata- lina, que era camarera del ama que había criado al príncipe de Asturias. La tal sirvienta, que es la misma de quien me valí para sacar al señor San- tillana de la torre de Segovia, deseosa de hacer algo por su pariente don Ignacio, se empeñó con su cuna para que le consiguiese del duque de Lerma alguna pieza eclesiástica. El ministro le confirió el

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arcedianato de Granada, porque, siendo aquel reino país de conquista, todas las prebendas son del patrimonio real y de nombramiento del rey. Luego que lo supimos marchamos a Madrid, por- que quiso el doctor dar las gracias a sus bienhecho- res antes de ir a Granada. Con esta ocasión las tuv« frecuentes de ver y tratar a la tal Catalina, que pagó mucho de mi buen himior y desembarazo. No me gustó a menos la mozuela, y tanto, qu« no pude dejar de corresponder ciertas señales particular inclinación que me manifestaba; en conclusión, nos enamoramos uno de otro. Perdóna- me, querida Beatriz, esta confesión que hago; el mirarte entonces infiel a fué lo que me hizo propasar a lo que no me era permitido.

»Mientras tanto el doctor don Ignacio iba dispo- niendo su viaje a Granada. Sobresaltados su pa- cienta y yo de la dolorosa separación que se acer- caba, discurrimos un arbitrio que nos libró de este golpe. Fingíme gravemente enfermo, quejándome de la cabeza, del vientre y del pecho, con todas las demostraciones del hombre más angustiado del mundo. Mi amo llamó a un médico, el cual, des- pués de haberme reconocido, me dijo de buena fe que mi enfermedad era más seria de lo que pare- cía, y que verosímilmente no me levantaría tan presto de la cama. Impaciente el doctor por irs« a su catedral, no tuvo por oportuno dilatar más su viaje, y prefirió tomar otro criado para que le sirviera, contentándose con entregarme al cuidado de una asistenta, a la cual dejó cierta cantidad de

283 dinero para mi entierro si moría, o para recompen- sar mis servicios si salía de mi enfermedad.

i>Luego que supe que don Ignacio había salido para Granada me halló curado de todos mis males. Levantóme, despedí al médico que había dado tan notoria prueba de su gran penetración, y me des- hice de la asistenta, que me robó más de la mitad del dinero que debía entregarme. Mientras yo re- presentaba este papel, Catalina desempeñaba otro muy diverso con su ama doña Ana de Guevara, a la cual, persuadiéndola de que yo era un intri- gante ducho, la puso en deseo de escogerme por uno de sus agentes. La señora ama, que tenía mu- cho apego a las riquezas, era dada a manejos que pudieran producirlas, y necesitando de personas a propósito para ello, me recibió entre sus criados. Tardé poco en dar pruebas de mi talento. Dióme algunos encargos delicados que pedían viveza y maña, los que puedo asegurar sin vanidad desem- peñé a su satisfacción; por lo que quedó tan paga- da de como yo poco satisfecho de ella, pues era tan codiciosa, que nada me tocaba de lo mucho que le redituaban mis manipulaciones y mi indus- tria. Parecíale que sólo con pagarme puntual y exactamente mi salario usaba conmigo de sobrada generosidad. Este exceso de avaricia me hubiera hecho salir muy presto de su casa a no haberme detenido en ella el afecto a Catalina, la cual, ena- morada cada día más y más de mí, me propuso formalmente que nos casásemos.

«¡Poco a poco! le respondí . Querida mía, esa

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ceremonia no la podemos hacer tan prontamente; para eso es menester esperar la nnuerte de cierta jovencita que se anticipó a ti y con quien por mis pecados estoy ya casado.» «¡A otro perro con ese hueso! replicó Catalina . Ahora te quieres fingir casado para cohonestar cortesanamente la repugnancia que tienes a casarte conmigo.» En vano aseguró mil veces que le decía la pura verdad, pues no hubo forma de hacérsela creer; y parecién- dole que mi sincera confesión era una excusa, se dio por ofendida, y desde aquel mismo punto mudó de estilo conmigo. No llegamos a reñir ni a romper del todo nuestra comunicación; pero resfriándos© visiblemente nuestro recíproco cariño, quedó redu- cido nuestro trato a los precisos términos que no se podían negar a la buena crianza y al bien pa- recer.

»En este estado me hallaba cuando supe que el señor Gil Blas de Santillana, secretario del primer ministro del reino de España, estaba a la sazón sin criado. Pintáronme esta conveniencia como la ma- yor y más ventajosa a que podía aspirar. «El señor de Santillana me dijeron es un caballero de mucho mérito, un mozo sumamente querido del duque de Lerma y a cuya sombra no puedes menos de hacer \ma gran fortuna; además de eso, es de un corazón generoso y lleno de bizarría. Haciendo sus negocios, no dudes que harás también el tuyo.» No malogró la ocasión; presentóme al señor Gil Blas, a quien tomó desde luego inclinación, agradóle mi fisonomía, recibióme en su casa, y no

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285 me detuve un punto en dejar por él la de la señora ama; y éste, si Dios quiere, será el último amo a quien sirva.»

Así dio fin a su historia el buen Escipión, y vol- viéndose después a mí, me habló en estos térmi- nos: «Señor de Santülana, hágame usted el favor de atestiguar a estas señoras que siempre me ha tenido por \in criado tan fiel como celoso. He me- nester do este testimonio para persuadirles que el hijo de la Coscolina corrigió en vuestra compañía sus malas costumbres, sucediendo a ellas en su co- razón y en sus operaciones virtuosos y honrados pensamientos.»

«Así, es, señoras les dije ; eso puedo asegu- rárselo. Si en su niñez Escipión era un verdadero picaro, se ha corregido después tan completamente, que ha llegado a ser un dechado perfecto de cria- dos. Lejos de tener de qué quejarme ni qué re- prender en su modo de portarse desde que está en mi casa, debo, al contrario, confesar que le soy deu- dor de muchas obligaciones. La noche que me pren- dieron para llevarme al alcázar de Segovia libertó mi casa del pillaje y puso en seguridad parte de nñs efectos, que impunemente pudo haberse apropiado. No contento con haber mirado por la conserva- ción de mis bienes, quiso, llevado de puro afecto, encerrarse conmigo en mi prisión, prefiriendo a los atractivos de la libertad el triste consuelo de acom- pañarme en mis trabajos.»

LIBRO UNDÉCIMO

CAPITULO PRIMERO

De cómo Gil Blas tuvo la mayor alegría que había experimentado en su vida, y del funesto accidente que la turbó. Mutaciones sobrevenidas en la corte, que fueron causa de que Santillana volviese a ella.

Ya dejo dicho que Antonia y Beatriz se avenían muy bien las dos; la una acostumbrada a vivir como criada sumisa, y la otra acostumbrándose gustosa a ser ama. Escipión y yo éramos dos mari- dos muy condescendientes y muy amados de nues- tras esposas para no tener bien pronto la satisfac- ción de ser padres. Ambas se sintieron embaraza- das casi a un mismo tiempo. Beatriz fué la primera que parió, y dio a luz una niña, y pocos días des- pués Antonia nos llenó de alegría dándome un niño. Envié a mi secretario a Valencia a llevar esta noticia al gobernador, que vino inmediatamente a Liria, en compañía de Serafina y de la marquesa de Priego, a sacar de pila a los recién nacidos, te- niendo el gusto de añadir esta prueba más de afecto a todas las que yo había recibido de él. Mi hijo, que

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tuvo por padrinos a este señor y a la marquesa, se llamó Alfonso; y la señora gobernadora, queriendo dispensarme el honor de que yo fuera su compa- dre por dos títulos, se prestó a ser madrina, junta- mente conmigo, de la hija de Escipión, a la cual le puso el nombre de Serafina.

El nacimiento de mi hijo no solamente alegró a las personas de la quinta, sino que todos los veci- nos de Liria lo celebraron también con festejos, Pero ¡ah, 3/^ cuan breve fué nuestra alegría! De re- pente se convirtió todo en ayes, en llantos y en sus- piros por un suceso que en más de veinte años no he podido olvidar y que tendré eternamente en la memoria. Murió mi hijo, y a pocos días le siguió su madre, sin embargo de haber tenido un parto feliz; una violenta calentura me arrebató mi que- rida esposa a los catorce meses de nuestro matri- monio. Figúrese el lector cuánta sería mi amargura. Caí en un abatimiento de ánimo y en una estupidez inexplicable; tanto, que parecía haber quedado in- sensible a fuerza de sentir la pérdida experimenta- da. Pasé cinco o seis días en tan doloroso estado, sin querer ni poder tomar ningún alimento, y creo que sin la compañía de Escipión me hubiera dejado morij' de hambre o hubiera perdido el juicio; pero este discreto secretario supo distraer mi aflicción tomando parte en ella. Hallaba el secreto de hacer- me tomar algunos caldos presentándomelos con un semblante tan triste, que parecía me los ponía delante no tanto para conservar mi vida como para dar pábulo a mi padecer. El afectuoso criado escri-

289 bió al mismo tiempo a don Alfonso noticiándole las desgracias que me habían sucedido y la las'timosa situación en que me encontraba. Este señor, tier- no y compasivo, este amigo generoso fué inmedia- tamente a Liria. Yo no puedo traer a la memoria sin enternecerme el momento en que se presentó a mi vista. «Mi amado Santillana me dijo echán- dome los brazos al cuello , no vengo a consolar- te; vengo sólo a llorar contigo la pérdida de tu ama- ble Antonia, así como jrías a llorar conmigo la de mi adorada Serafina si la muerte me la hubiera arrebatado.» Con efecto; vertió algunas lágrimas y confundió su> suspiros con los míos. En medio de la pesadumbre que me tenía fuera de mí, no deja- ron de excitar en mi corazón un vivo agradecimien- to las afectuosas demostraciones de don Alfonso. Este gobernador tuvo una larga conversación con Escipión sobre lo que convendría adoptar para vencer mi pesadumbre. Juzgaron que sería nece- sario por algún tiempo alejarme de Liria, en donde por todas partes se me representaba continuamen- te la imagen de Antonia. Convenidos en esto, me propuso el hijo de don César si quería ir a Valencia con él; y mi secretario apoyó tan eficazmente la propuesta, que la acepté. Dejé a Escipión y a su mujer en la quinta y marché con el gobernador. Luego que llegué a Valencia, don César y su nuera no perdonaron diligencia alguna para divertir mi aflicción, echando mano de todas las distracciones oportunas para disiparla; pero a pesar de todos los esfuerzos permanecí sumergido en una profun- GlL Blas.-t. III. 19

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da melancolía, de que no pudieron sacarme. Nada omitía tampoco por su parte Escipión de cuanto pensaba podía contribuir a restituirme a mi tran- quilidad. Iba frecuentemente de Liria a Valencia a informarse de mi estado, y se volvía más alegre o más triste según me veía más o menos dispuesto a consolarme.

Una mañana entró muy azorado en mi cuarto, y me dijo: «Señor, corre i)or la ciudad una noticia que Uamia la atención de toda la monarquía. Se dice que Felipe III ya no existe y que ocupa el trono el príncipe su hijo. Añádese que al cardenal duque de Lerma le han separado de su empleo, con prohibición de presentarse en la corte, y que don Gaspar de Guzmán, conde de Olivares, es en la actualidad primer ministro.» Sentíme conmovido; y conociéndolo Escipión, me preguntó si no tomaba yo parte en este grande acaecimiento. «¿Y qué parte quieres tú, hijo mío, que yo tome en él? respon- dí— . Ya dejé la corte; todas las mutaciones que pue- den sobrevenir en ella me deben ser indiferentes.»

«¡Muy desprendido se halla usted del mundo para la edad que tiene! replicó el hijo de la Coscoli- na . Si yo me hallase en su lugar, no dejaría de tentarme mucho la curiosidad; iría a Madrid a pre- sertarme al nuevo monarca para ver si se acordaba de haberme visto. Este gusto no me lo perdonaría.» «¡Ya te entiendo! le dije . quisieras que yo volviera a la corte para tentar en ella de nuevo la fortuna, o, por mejor decir, para volver a ser allí avariento y ambicioso.» «¿Por qué se habían de es-

291 tragar todavía allí las costumbres de usted? me replicó Escipión . Tenga usted más confianza que la que tiene en su virtud; yo salgo por fiador de usted. Las sanas reflexiones que le obligó a hacer su desgracia acerca de los peligros de la corte son muy del caso para precaverse de ellos. Vuélvase, pues, a embarcar animosamente en un mar cuyos escollos le son bien conocidos.» «¡Calla, adulador! le interrumpí sonriéndome . ¿Estás ya cansado de verme pasar una vida tranquila? Yo creía que es- timabas más mi sosiego.»

Aquí llegaba nuestra conversación cuando en- traron en mi cuarto don César y su hijo, quienes me confirmaron la noticia de la muerte del rey y la desgracia del cardenal duque de Lerma, aña- diendo que, habiendo éste pedido licencia para re- tirarse a Roma, en lugar de dársela se le había mandado fuese a vivir a su marquesado de Denia. Después, como si estuvieran ambos de acuerdo con mi secretario, me aconsejaron filase a Madrid y me presentase al nuevo rey, puesto que ya me co- nocía y le había hecho unos servicios que los gran- des recompensan con bastante gusto. «Yo a lo me- nos— dijo don Alfonso no tengo la menor duda de que se acordará de los tuyos, ni de que deje Fe- lipe IV de pagar las deudas del príncipe de Astu- rias.» «Del mismo sentido soy yo dijo don César , y aun el corazón me está diciendo que el viaje de Santillana a la corte le ha de abrir camino para grandes empleos.»

«En verdad, señores míos exclamé , que us-

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tedes no han meditado bien lo que me aconsejan. Según les parece, no tengo mas que ir a Madrid para lograr la llave dorada o algún gobierno; y están muy equivocados. Yo, al contrario, estoy muy persuadido de que el rey no reparará en aunque me presente a su vista; y si ustedes lo de- sean, haré la prueba para desengañarlos.» Cogié- ronme luego la palabra los señores de Leiva, y me instaron tanto, que no pude menos de prome- terles que cuanto antes iría a Madrid. Luego que mi secretario me vio determinado a hacer este viaje experimentó una alegría descompasada, imaginándose que lo mismo sería ponerme yo de- lante del nuevo monarca que distinguirme entre la confusión. En este concepto, forjando en su mente las más pomposas quimeras, me encum- braba a los primeros empleos del Estado, y él se acrecentaba a favor de mi engrandecimiento.

Dispuse, pues, mi viaje a la corte, no ya con áni- mo de volver a»incensar a la fortuna, sino única- mente por complacer a don César y a su hijo, a quienes se les había metido en la cabeza que in- mediatamente me atraería el favor del soberano. A decir verdad, a también me picaba un poco el deseo de probar si el rey se había olvidado ente- ramente de mí. Arrastrado de esta natural curio- sidad, pero sin esperanza, ni aun pensamiento de lograr la más leve ventaja en el nuevo reinado, tomé el camino de Madrid, acompañado de Esci- pión, dejando el cuidado de mi hacienda a Beatriz, que era muy buena mujer de gobierno.

293 CAPITULO II

Marcha Gil Blas a Madrid, déjase ver en la corte, reconócele el rey, recomiéndale a su primer mi- nistro, y efectos de esta recomendación.

En menos de ocho días llegamos a Madrid, ha- biéndonos don Alfonso dejado dos de sus mejores caballos para que hiciésemos el viaje con mayor diligencia. Apeémonos en la posada de caballeros donde ya en otro tiempo me había hospedado, propia de Vicente Forero, mi antiguo patrón, que tuvo mucho gusto de volverme a ver.

Era éste un hombre que se preciaba de saber todo lo que pasaba en la corte y en la villa, y le pre- gunté qué había de nuevo. «Muchas novedades me respondió . Después de la muerte de Feli- pe III los amigos y los partidarios del cardenal duque de Lerma se valieron de varios medios para mantener a su eminencia en el ministerio; pero sus esfuerzos han sido inútiles, porque el con- de de Olivares pudo más que todos ellos. Quieren decir que España nada ha perdido en el cambio, porque el nuevo primer ministro tiene talento y conocimientos tan vastos que es capaz de gober- nar el mundo entero. ¡Dios lo quiera! Lo que no admite duda es continuó que la nación ha con^ cebido la idea más ventajosa de su capacidad. El tiempo nos dirá si el sucesor del duque de Lerma llena o no el puesto que ocupaba su antecesor.»

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Empeñado ya Forero en una conversación tan de su genio, nie hizo una puntual relación de todas las mutaciones que se habían hecho en la corte desde que el conde de Olivares manejaba el timón de la monarquía.

A los dos días de mi llegada a Madrid fui a pa- lacio, cuando ya el rey había acabado de comer. Me coloqué al paso por donde debía entrar a su gabinete, y no me miró. Volví el día siguiente al mismo paraje, y no fui más dichoso. El subsiguien- te echó sobre una mirada al pasar; pero no dio muestras de haber reparado en mí, y en vista de esto, tomó mi resolución. «Tú ves dije a Esci- pión que me acompañaba que el rey ya no me conoce, o que, si me conoce, no quiere hacer caso de mí. Lo más acertado será volver a tomar el camino de Valencia.») «¡No vayamos tan aprisa, señor! me respondió mi secretario . Usted sabe mejor que yo que para negociar en la corte es me- nester paciencia. No deje usted de presentarse al rey; a fuerza de ofrecerse a su vista, le obligará usted a considerar más atentamente y a recordar Jas facciones de su agente cerca de la bella Cata- Una.»

Sólo porque Escipión no tuviese que reconvenir- me tuve la condescendencia de continuar del mis- mio modo por espacio de tres semanas. Llegó, fi- nalmente, un día en que, habiendo atraído la aten- ción del monarca, me mandó llamar. Entró en su gabinete, no sin gran tiu-bación de hallarme a solas con mi rey. «¿Quién eres? me dijo . Tus

295 facciones no me son desconocidas. ¿Dónde te he visto?» «Señor le respondí temblando , yo tuve la honra de conducir una noche a vuestra majes- tad con el conde de Lemos a casa de...» «¡Ah! ¡Ya me acuerdo! interrumpió el rey . eres secre- tario del duque de Lerma, y, si no me engaño, tu nombre es Santillana. No me he olvidado de que en aquella ocasión me serviste con mucho celo, ni tampoco de que fueron mal recompensados tus afanes. ¿No estuviste preso por aquel lance?» «Sí, señor le repliqué ; cuatro meses lo estuve en el alcázar de Segovia; pero vue^tia ixajestad tuvo la bondad de mandarme poner en libertad.» «Eso —respondió no satisfizo la obligación que con- traje con Santillana. No basta haber hecho que se le pusiese en libertad: debo premiarle también lo mucho que padeció por servirme.»

Al acabar el rey de decir estas palabras entró en el gabinete el conde de Olivares. Todo espanta a los favoritos. Quedó absorto de ver allí a un des- conocido, y el rey aumentó su sorpresa dicióndole: «Conde, pongo a tu cuidado este joven; te encargo que le des algún empleo y procures adelantarle.» Aparentó el ministro recibir esta orden con agrado, mirándome de pies a cabeza y mostrando inquie- tud por saber quién era yo. «Vete, amigo mío añadió el monarca, dirigiéndome la palabra y haciéndome seña de que me retirase ; el conde no dejará de emplearte en provecho de mi servi- cio y de tus intereses.»

Salí inmediatamente del gabinete y me reuní al

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hijo de la Coscolina, que, impaciente por saber lo que el rey me había dicho, se hallaba en una agita- ción imponderable, y al momento me preguntó si era necesario volver a Valencia o permanecer en la corte. «Tú lo podrás juzgar», le respondí, y al mismo tiempo le llenó de contento refiriéndole pa- labra por palabra la conversación que acababa de tener con el monarca. «Querido amo me dijo en- tonces Escipión en el exceso de su alegría , ¿se burlará usted otra vez de mis pronósticos? Con- fiese usted que ni los señores de Leiva ni yo dis- curríamos mal cuando le instábamos tanto a que se presentase luego en Madrid. Ya le veo a usted en un puesto eminente: será el Calderón del conde de Olivares.» «Eso es lo que menos deseo inte- rrumpí— . Ese destino está cercado de demasiados precipicios para excitar mi anhelo. Yo quisiera un empleo que no me ofreciera ninguna ocasión de hacer injusticias ni un vergonzoso tráfico de los favores del rey; después del uso que he hecho de mi pasado valimiento, no puedo menos de preca- verme contra la avaricia y contra la ambición.» «¡Animo, señor! me replicó mi secretario . El ministro os colocará en algún puesto que podáis desempeñar sin dejar de sek* hombre de bien.»

Instado más por Escipión que por mi curiosidad, me fui el día siguiente a casa del conde de Oliva- res antes de amanecer, noticioso de que todas las mañanas, en verano y en invierno, daba audiencia con luz artificial a cuantos querían hablarle. Me coloqué por modestia en un rincón de la sala y

297 desde allí estuve observando bien al conde luego que se dejó ver, porque había fijado poco la aten- ción sobre él en el gabinete del rey. Era un hombre de estatura menos que mediana y podía pasar por gordo en un país donde los más son flacos; tan cargado de espaldas, que parecía corcovado, aun- Cjue no lo era en realidad; su cabeza, que era de gran tamaño, caía sobre el pecho; tenía el cabello negro y lacio; la cara, larga; el color, aceitunado; la boca, hundida, y la barbilla, puntiaguda y muy levantada.

Este conjunto no formaba una persona muy bien parecida. Con todo eso, como ya me lo figuraba inclinado a mi favor, le miraba con indulgencia y me parecía bien. Verdad es que recibía a todos con un aire tan afable y bondadoso, y tomaba tan cortésmente los memoriales que se le presentaban, que esto suplía la falta de su buena figura. Sin em- bargo, cuando me llegó la vez de acercarme para saludarle y que me conociera, me echó una mirada ceñuda y amenazadora, y volviéndome la espalda sin dignarse oírme, se entró en su gabinete. En- tonces me pareció aquel señor aún más feo de lo que naturalmente era. Salí atónito en extremo de un recibimiento tan áspero y desabrido, no sabien- do qué inferir de él.

Reunido con Escipión, que me esperaba a la puerta, «¿Sabes le dije el recibimiento que he tenido?» «No, señor me respondió ; pero no es difícil de adivinar: el ministro, pronto a confor- marse con la voluntad del rey, habrá propuesto a

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usted un emi^leo de importancia.» «Te engañas», le repliqué; referíle el lance según había pasado, el que escuchó con atención, y me dijo: «Preciso es que el conde no le conociera a usted o le tuviera por otro. Mi parecer es que vuelva usted a verle y no dude que le recibirá con mejor semblante.» Tomé el consejo de mi secretario. Presénteme se- gunda vez al ministro, quien me recibió todavía peor que la primera: arqueó las cejas, mirándome como si mi presencia le causase enojo; después apartó de la vista y se retiró sin hablar una palabra.

Llegóme al alma este proceder y tuve tentacio- nes de regresar inmediatamente a Valencia; pero Escipión no cesó de oponerse a ello, no pudiendo resolverse a renunciar a las esperanzas que había concebido. «¿No conoces le dije que el conde quiere alejarme de la corte? Habiendo visto él mismo la inclinación que me manifestó el monar- ca, ¿no basta eso para atraerme la aversión de su favorito? Cedamos, hijo mío, cedamos con gusto al poder de un enemigo tan temible.» «Señor res- pondió colérico Escipión , yo no abandonaría el campo; iría a quejarme al rey del poco caso que ha hecho el ministro de su recomendación.» «¡Mal consejo, amigo mío! Si yo diera un paso tan im- prudente, poco tardaría en arrepentirme; ni aun si corro peligro en detenerme en esta capital.»

A estas palabras mi secretario mudó de parecer, y considerando que las habíamos con un hombre que podía volvernos a enviar a la torre de Segovia,

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participó de mi temor y no resistió m.ás al deseo que yo tenía de dejar a Madrid, de donde resolví alejarme al día siguiente.

CAPITULO III

Del motivo que tuvo Gil Blas para no poner por obra el pensamiento de dejar la corte y del impor- tante servicio que le hizo José Navarro.

Al volverme a la posada de caballeros encontró a José Navarro, repostero de don Baltasar de Zú- ñiga y mi antiguo amigo. Le saludé acercándome -a él y le pregimté si me conocía y si tendría aún la bondad de querer hablar a un desatento que había pagado con ingratitud su amistad. «¿Luego usted mismo confiesa me respondió que no procedió bien conmigo?» «Sí, señor le respondí , y tiene usted sobrada razón para llenarme de reconven- ciones, porque las merezco, si es que no he expiado mi crimen con los remordimientos que a él se han seguido.» «Ya que está usted tan arrepentido de su culpa repuso Navarro dándome un abrazo , no debo acordarme más de ello.» Yo también le estreché cuanto pude entre mis brazos, y ambos renovamos desde aquel punto nuestra antigua amis- tad. Había sabido mi prisión y el trastorno de mi suerte, pero ignoraba lo demás. Le informé de todo, contándole hasta la conversación que había tenido con el rey, sin ocultarle el mal recibimiento que

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me acababa de hacer el ministro ni el designio en. que me hallaba de volverme a mi retiro. «No trate usted de irse me dijo . Supuesto que el monarca le ha manifestado inclinación, es necesario que us- ted haga que le sirva de algo. Aquí para entre los dos, el conde Olivares tiene sus extravagancias; es caprichoso, y a veces, como en la presente ocasión^ procede de un modo que irrita, pues él solo tiene la clave de sus acciones estrambóticas. Por lo de-^ más, sea cual fuere la causa de haberos recibido tan mal, permaneced aquí a pie firme, porque os aseguro que él no podrá impediros que os aprove- chéis de la bondad del rey, y, a mayor abunda- miento, yo le diré dos palabras al señor don Balta- sar de Zúñiga, mi amo, que es tío del conde á& Olivares y le ayuda a sostener el peso del gobier- no.» Preguntóme después Navarro dónde yo vivía, y sin decirme miás nos separamos.

Tardé poco en volverle a ver: el día siguiente fué a buscarme. «Señor de S antillana ^me dijo , usted tiene un protector: mi amo quiere favore- cerle. En virtud del informe que le he dado de usted, me ha ofrecido recomendarle al conde de Olivares, su sobrino, y no dudo que le incline a su favor.» Mi amigo Navarro, no queriéndome servir a medias, me presentó dos días después a don Bal- tasar, quien me dijo con semblante apacible: «Se- ñor de Santillana, su amigo José me ha hecho un elogio tan cumplido de usted, que me ha movido a protegerle.» Hice una profunda reverencia al se- ñor de Zúñiga, diciéndole que toda mi vida

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confesaría sumamente reconocido al señor Navarro por haberme granjeado la protección de un mi- nistro a quien llamaban con justa razón la antor- cha del Consejo. Al oír don Baltasar esta lisonjera contestación me dio una palmadita en el hombro riéndose y me dijo: «Puede usted volver mañana a casa del conde de Olivares y quedará más con- tento de él.»

Con efecto, al otro día me presenté en su ante- sala por la tercera vez; reconocióme entre la mul- titud de pretendientes, miróme y sonrióse, lo que desde luego me pareció un pronóstico feliz. «¡Esto va bien! dije entre *mí . El tío debe de haber reducido a la razón al sobrino.» Así, pues, desde entonces me prometí una acogida favorable, y en verdad que no me engañó. Después que el conde despachó a los demás me hizo entrar en su gabi- nete y en tono muy familiar me dijo: «Perdona, amigo Santillana, el apuro en que te he puesto por divertirme. Me he complacido en inquietarte para probar tu discreción y ver el partido que to- mabas en vista de mi mal humor. Sin duda te persuadirías de que me eras desagradable; pero al contrario, hijo mío, te confesaré que aprecio mu- cho tu persona. Aunque el rey mi amo no me hubiera mandado cuidar de tu fortuna, lo haría yo por mi propia inclinación. Además, don Baltasar de Zúñiga, mi tío, a quien nada puedo negar, me ha encargado te mire como a persona por quien él se interesa y no necesito más para determinarme a ponerte a mi lado.»

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Esta primera entrada hizo tanta impresión en mi ánimo, que quedó casi enajenado. Me echó a los pies del ministro, y habiéndome dicho que me le- vantase, prosiguió de esta manera: «Después de comer vuelve acá y ve a verte con mi mayordomo, que él te dará las órdenes que yo le encargare.» Dicho esto, salió su excelencia de su despacho para ir a oír misa, que es lo que acostumbraba ha- cer todos los días después de dar audiencia, y en seguida se marchaba a palacio para hallarse en el cuarto del rey al tiempo de levantarse su ma- jestad.

CAPITULO IV

Logra Gil Blas el afecto y confianza del conde de Olivares.

No me descuidé en volver después de comer a casa del primer ministro. Pregunté por su mayor- domo, que se llamaba don llamón Caporis, el cual luego que oyó mi nombre me saludó con particu- lar respeto y me dijo: «Caballero, sígame usted, si gusta, que voy a conducirle a la habitación que se le ha destinado en esta casa.» Dicho esto me llevó por una escalerilla secreta, la cual conducía a una fila de cinco o seis salas a un mismo piso, que formaban un ala de la casa, alhajada regular- mente. «Esta es me dijo la habitación que su excelencia le señala. Usted disfrutará aquí de una mesa de seis cubiertos de cuenta de su excelencia.

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será servido por sus propios criados y tendrá siem- pre a su disposición un coche. Aun no lo he di- cho todo: su excelencia me ha encomendado efi- cazmente que tenga a usted las mismas conside- raciones que si fuera de la Casa de Guzmán.»

«¿Qué diablos significa todo esto? me decía a mismo . ¿Cómo consideraré yo estas distin- ciones? ¡Quiero saber si envolverán alguna malicia o si todavía por divertirse el ministro hará que me traten tan honoríficamente!» Mientras me hallaba en esta incertidumbre, fluctuando entre el temor y la esperanza, vino un paje a decirme que el conde me llamaba. Fui volando a ver a su excelencia, que estaba solo en su gabinete. «Y bien, Santillana me dijo , ¿estás contento con tu habitación y con las órdenes que he dado a don Ramón?» «Las bondades de vuestra excelencia le respondí me parecen excesivas y no las acepto sin zozobra.» «¿Pues por qué? ^me replicó . ¿Puede caber ex- ceso en honrar a una persona que el rey me ha recomendado y de quien quiere que yo cuide? En tratarte honoríficamente no hago mas que mi de- ber. Por mucho que haga por ti, no te admires, y cuenta con una fortuna brillante y sólida si me eres tan afecto como lo fuiste al duque de Ler- ma. Pero ya que hemos nombrado a este señor prosiguió , he oído decir que vivíais los dos con mucha intimidad. Quisiera saber cómo os conocis- teis y en qué te empleaba aquel ministro. No me ocultes nada; dímelo todo con sinceridad.» Acor- déme entonces de la perplejidad en que me vi

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cuando me encontré con el duque de Lerma en se- mejante caso y del medio que me valí para salir de ella, el cual practiqué aiin más afortunadamente; quiero decir, que en mi informe di el mejor colo- rido que pude a los lances más escabrosos y toqué ligeramente aquellos que me hacían poco honor. También procuré poner en buen lugar al duque de Lerma, aunque conocía que no disculpándole del todo hubiera dado más gusto a mi oyente. Por lo que toca a don Rodrigo Calderón, nada le perdo- né; le individualicé las hazañas que sabía relativas al tráfico que hacía de encomiendas, beneficios y gobiernos.

<(En cuanto a don Rodrigo Calderón interrimi- pió el mj[nistro , todo cuanto me dices es muy conforme a ciertos documentos que me han presen- tado contra él y que contienen testimonios de acu- sación aún más importantes. Se va a sustanciar su causa inmediatamente, y si deseas su pérdida creo que tus deseos quedarán satisfechos.» «No deseo su muerte le dije , aunque no quedó por él que yo no hubiese encontrado la mía en la torre de Segovia, donde tuvo la culpa de que permaneciese largo tiempo.» «¿Cómo? replicó su excelencia . ¿Don Rodrigo fué quien causó tu prisión? He ahí lo que yo ignoraba. Don Baltasar, a quien Nava- rro contó tu historia, me dijo, sí, que el difunto rey te había mandado prender en castigo de haber conducido de noche al príncipe de España a un paraje sospechoso; pero no nada más y no pue- do adivinar qué papel hacía Calderón en esa far-

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sa.» «El papel de un amante que se venga de un ultraje recibido», le respondí. Entonces le contó todos los pormenores de la aventiu'a, la cual le pareció tan divertida que, a pesar de su seriedad, no pudo menos de reír, o más bien llorar de placer. Catalina, tan pronto sobrina como nieta, le ale- gró en extremo, como asimismo la parte que había tenido en el negocio el duque de Lerma.

Luego que acabé mi relación me despidió el con- de, diciéndome que no dejaría de emplearme el día siguiente. Fuíme en derechura a casa de don Bal- tasar de Zúñiga a darle gracias por los buenos ofi- cios que rae había hecho y al mismo tiempo a par- ticipar a mi amigo José las favorables disposicio- nes que el ministro manifestaba hacia mí.

CAPITULO V

Conversación secreta que tuvo Gil Blas con Navarro y primera cosa en que le ocupó el conde de Olivares.

»

Apenas vi a José cuando le dije agitado que tenía muchas cosas que noticiarle. Llevóme a un sitio retirado, donde, habiéndole enterado de lo ociu-rido, le pregunté qué le parecía lo que le acababa de de- cir. «Paréceme respondió que estáis en vísperas de una gran fortima; todo se os presenta propicio. Agradáis al primer ministro y (lo que no dejará de serviros de algo) yo me hallo bastante enterado para poder haceros el mismo servicio que os hizo Gil Blas.-T. III. 20

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mi tío Melchor de la Ronda cuando entrasteis en el palacio del arzobispo de Granada. Aquél os ahorró el trabajo de estudiar el genio del prelado y de sus principales familiares manifestándoos el carácter de cada uno; yo, a ejemplo suyo, quiero daros a conocer cuál es el del conde, el de la con- desa su mujer y el de doña María de Guzmán, su hija única. El ministro tiene talento perspicaz, pro- fundo y a propósito para formar grandes proyectos. Se precia de hombre universal porque tiene una so- mera idea de todas las ciencias y se cree capaz de decidir en todo. Se imagina ser un jurisconsulto consumado, un gran capitán y un político de los más sagaces. Añada usted a eso que es tan enca- prichado en su parecer que quiere que prevalezca sobre el de los demás, y esto sólo porque no se juzgue que se gobierna por dictamen de otro, de- fecto que, hablando entre los dos, puede producir funestas consecuencias en gravísimo perjuicio de la monarquía. Brilla en el Consejo por cierta elo- cuencia natural, y escribiría tan elegantemente ' como habla si no afectara, para dar dignidad a su estilo, el hacerle obscuro y muy estudiado; tiene pensamientos extravagantes, es caprichoso y fan- tástico. Este es el retrato de su entendimiento. Vea usted ahora el de su corazón: es generoso y buen amigo; se le acusa de vengativo; pero ¡cuan pocos son los que dejan de serlo viéndose con igual poder y en tanta elevación! También le motejan de ingrato porque hizo desterrar al duque de Uceda y a fray Luis de Aliaga, a quienes debía grandes

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favores; mas eso puede perdonársele, porque el deseo de ser primer ministro dispensa de ser agra- decido. Doña Inés de Zúñiga y Velasco, condesa de Olivares prosiguió José , es «na señora en quien no advierto otra tacha que la de vender a peso de oro las gracias que por su intercesión se consiguen. Doña María de Guzmán (hoy día el partido mejor y más ventajoso de toda España) es una señorita completa y el ídolo de su padre. Con arreglo a estas luces que os doy podréis arreglar vuestra conducta. Haced mucho la corte a estas dos señoras, mostraos más adicto al conde de Olivares que lo fuisteis al duque de Lerma antes de vuestro viaje a Sego- via y llegaréis a ser un señor insigne y poderoso. También os aconsejo que no dejéis de visitar de cuando en cuando a mi amo don Baltasar. Es ver- dad que no necesitaréis de él para vuestros ascen- sos; mas, con todo, siempre convendrá tenerle pro- picio. Al presente os estima y le merecéis buen con- cepto; procurad conservaros en su amistad, porque en la ocasión os podrá servir.» «Pero como tío y sobrino repliqué yo a Navarro gobiernan el Es- tado, ¿quién sabe si con el tiempo no se originarán entre los dos algunos celillos?» «No hay que temer me respondió , porque reina entre ambos una estrechísima unión. Sin don Baltasar, nunca hubie- ra sido primer ministro el conde de Olivares, por- que después de la muerte de Felipe Til todos los amigos y partidarios de la casa de Sandoval se di- vidieron unos a favor del cardenal y otros al de su hijo; pero mi amo, el más perspicaz todos los

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cortesanos, y el conde, que no es menos sagaz que él, frustraron todas sus medidas, y las tomaron por su parte tan ajustadas para asegurarse en este puesto, que al fií» dejaron burlados a todos sus competidores. Nombrado primer ministro el conde de Olivares, repartió el ministerio con su tío don Baltasar, dando a éste el encargo de los negocios exteriores y reservando para el de los interiores, de suerte que, estrechando por este medio los vínculos de la amistad, que deben naturalmente unir a las personas de una misma sangre, estos dos señores, independientes uno de otro, viven en una armonía que me parece inalterable.»

Esta fué la conversación que tuve con José, de la cual me prometía sacar buen partido. Después pasé a dar las gracias al señor don Baltasar de lo mucho que se había interesado por mí. Respon- dióme con el mayor agrado que aprovecharía gus- toso todas las ocasiones que se le proporcionasen de servirme y que celebraba infinito verme igual- mente contento y satisfecho de su sobrino, a quien me aseguró volvería a hablar a favor mío, «aunque no sea más añadió que para que conozcáis cuan presentes tengo en mi corazón todos vuestros in- tereses y al mismo tiempo entendáis que en lugar de un protector habéis adquirido dos». Tan a pe- chos había tomado el favorecerme el señor don Baltasar en atención a las buenos oficios de Na- varro.

Desde aquella misma noche dejé mi posada de caballeros para ir a vivir en casa del primer mi-

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nistro, donde cené con Escipión en mi aposento, en el cual fuimos servidos por criados de la misma casa, quienes durante la cena, mientras nosotros afectábamos una gravedad severa, tal vez reirían entre del respeto que se les había mandado nos guardasen.

Apenas levantaron la mesa se retiraron, y mi secretario, dejando de reprimirse, me dijo mil lo- ciu-as que su buen humor y sus lisonjeras esperan- zas le sugirieron. Por lo que a toca, aunque es- taba embelesado con la brillante situación en que comenzaba a verme, aun no sentía en mi interior ninguna disposición a dejarme deslumhrar de ella, y así, luego que me acostó me quedé dormido tran- quilamente, sin entregar mi imaginación a las ideas risueñas que podían ocuparla, en vez de que Esci- pión durmió poco, pues pasó la mitad de la noche atesorando para casar a su hija Serafina.

No bien me había acabado de vestir el día si- guiente, cuando vinieron a llamarme de parte del conde. Fui inmediatamente a ver a su excelencia, el cual me dijo: «¡Ea, Santillana, veamos algo de lo que sabes hacer! me has dicho que el duque de Lerma te encargaba algunas Memorias para que se las redactases; yo tengo una que destino para prueba de tu capacidad y de cuyo objeto voy a enterarte. Se trata de componer una obra que dis- ponga al público en favor de mi Ministerio. Ya he hecho correr secretamente la voz de que he encon- trado los negocios en gran desorden y es menester ahora manifestar a los ojos de la corte y del pú-

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blico la triste situación a que se halla reducida la monarquía. Conviene presentar sobre esto un cua- dro que llame la atención pública y no deje echar de menos a mi predecesor; después ponderarás las .medidas que he adoptado para hacer que sea glo- rioso el gobierno del rey, florecientes sus Estados y sus vasallos completamente dichosos.»

Dicho esto, me entregó un papel que contenía los justos motivos de los pueblos para estar des- contentos con el Gobierno anterior, y me acuerdo que constaba de diez artículos, el menor de los cuales era muy bastante para sobresaltar a todo buen español, llízome después pasar a un gabine- tillo contiguo a su despacho y allí me dejó solo para que trabajase con libertad. Comencé, pues, a componer mi Memoria lo mejor que me fué posi- ble. Expuse primeramente el estado lastimoso en que se hallaba la Monarquía, el Erario exhausto, las rentas de la corona estancadas en manos de asentistas, y la marina arruinada. Recapituló des- pués los defectos cometidos por los que habían gobernado la nación en el reinado anterior y las funestas consecuencias que podían traer consigo. En fin, pinté la Monarquía en el mayor peligro y censuré tan acremente al Ministerio anterior que, según mi Memoria, la caída del duque de Lerma era una felicidad para la España. A la verdad, aunque yo no tenía ningún motivo de queja de aquel señor, sin embargo, no me pesó hacerle esta buena obra. Finalmente, después de haber hecho la más espantosa pintura de los males que amena-

I

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zaban a la España, alentaba los ánimos haciendo mañosamente concebir a los pueblos esperanzas lisonjeras para lo sucesivo. Hacía hablar al conde de Olivares como a un restaurador enviado por la Providencia para la salvación de la patria; pro- metía montes de oro y, en una palabra, llenó tan completamente los deseos del ministro, que quedó sorprendido de mi obra cuando acabó de leerla. «Santillana me dijo , ¿tú sabes que has hecho una obra digna de un secretario de Estado? Ya no me admiro de que el duque de Lerma se valiese de tu pluma. Tu estilo es lacónico y aun elegante; pero me parece demasiado sencillo.» Y al mismo tiempo, haciéndome notar los pasajes que no eran de su gusto, los varió, juzgando yo por sus correc- ciones que le gustaban, como me había dicho Na- varro, las expresiones estudiadas y obscuras. Sin embargo, aunque le agradase tanto la nobleza, o, por mejor decir, la cultura en la dicción, no por eso dejó de conservar las dos terceras partes de mi Memoria, y, para darme la mejor prueba de su plena satisfacción, me envió por don Ramón tres- cientos doblones al acabar yo de comer.

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CAPITULO VI

En qué invirtió Gil Blas estos trescientos doblones

y comisión que dio a Escipión. Resultado de la

Memoria de que acaba de hablarse.

Esta generosidad del ministro dio nuevo motivo a Escipión para repetirme mil parabienes de haber vuelto a la corte. «Usted ve me dijo que la for- tuna tiene grandes designios para favorecerle. ¿Está usted ahora arrepentido de haber dejado su sole- dad?» «¡Viva el señor conde de Olivares, que es un amo muy diferente de su predecesor!» «A pesar de ser usted muy afecto al duque de Lerma, le dejó morir de hambre muchos meses sin regalarle ni un triste peso diu-o; mas el conde ya le ha dado una gratificación que usted no se hubiera atrevido a esperar sino después de largos servicios. Me ale- graría mucho añadió de que los señores de Leiva fuesen testigos de la prosperidad de usted, o a lo menos de que la supiesen.» «Tiempo es de noti- ciársela— le respondí , y de esto iba a hablarte, porque no dudo desearán con mucha impaciencia saber de mí; pero aguardaba para hacerlo a verme en un estado fijo y decirles positivamente si me quedaría en la corte o no. Ahora que estoy seguro de mi suerte, puedes ir a Valencia cuando quieras a informar a aquellos señores de mi situación ac- tual, que miro como obra suya, siendo cierto que, a no habérmelo ellos persuadido, jamás me hubiera

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determinado a volver a Madrid.» «¡Oh mi amiado amo exclamió el hijo de la Coscolina , qué ale- gría voy a darles cuando les cuente lo que ha su- cedido a usted! ¡Cuánto diera por hallarme ya a las puertas de Valencia! Pero pronto estaré allí. Los dos caballos de don Alfonso están prevenidos; voy a ponerme en camino con un lacayo de su ex- celencia, porque, además de que me gusta llevar compañía por el camino, iisted sabe que la librea de un primer ministro deslumhra.»

No pude menos de reíi*me de la necia vanidad de mi secretario, y con todo eso, jx), quizá aun más vano que él, le permití hacer lo que le dio la gana. «Marcha le dije , y vuelve prontamente, porque tengo que darte otro encargo. Quiero en- viarte a Asturias a llevar dinero a mi madre. Por pura negligencia he dejado pasar el tiempo en que prometí enviarle cien doblones, que mismo te obligaste a ponerle en mano propia. Las promesas de esta especie deben ser tan sagradas para un hijo, que me acuso de mi poca puntualidad en cumplirlas.» «Señor ^me respondió Escipión , en seis semanas quedarán desempeñados ambos en- cargos; habré visto a los señores de Leiva, dado una vuelta por vuestra quinta y visitado segunda vez la ciudad de Oviedo, de la cual no me puedo acordar sin dar al diablo las tres partes y media de sus habitantes.» Entregué, pues, al hijo de la Coscolina cien doblones para la pensión de mi ma- dre y otros ciento para él, deseando que hiciese felizmente el largo viaje que iba a emprender.

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Poco después de su partida su excelencia mandó imprimir nuestra Memoria, que apenas se hizo pú- blica cuando fué asunto de todas las conversaciones de Madrid. Al pueblo, amigo siempre de noveda- des, le gustó infinito. La disipación de las rentas reales, que estaba pintada con los más vivos colo- res, le indignaron contra el duque de Lerma, y si los golpes que se descargaban contra este ministro no fueron aplaudidos de todos, a lo menos merecie- ron la aprobación de muchos. En cuanto a las pom- posas promesas que hacía el conde de Olivares, y entre ellas la de cubrir por medio de una discreta economía las atenciones del Estado sin gravar a los vasallos, deslumhraron a todos generalmente y les confirmaron en el gran concepto que ya tenían de sus talentos, de manera que por toda la pobla- ción resonaron sus alabanzas.

El ministro, satisfecho de haber conseguido con esta obra su objeto, que no había sido otro que el de granjearse la estimación pública, quiso mere- cerla verdaderamente i^or medio de una acción laudable que fuese útil al rey. Recurrió para ello a la invención del emperador Galba; es decir, que hizo que los particulares que se habían enriquecido, sabe Dios cómo, con el manejo de los caudales pú- blicos resarciesen al Erario. Luego que el conde hizo vomitar a aquellas sanguijuelas la sangre que habían chupado y la guardó en las arcas reales, trató de conservarla en ellas haciendo suprimir to- das las pensiones, sin exceptuar la suya, como también las gratificaciones que se daban del caudal

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de su majestad. Para lograr la ejecución de este designio, que no podía verificarse sin mudar la faz del Gobierno, me mandó componer otra Memo- ria, cuya substancia y método me indicó; en segui- da me encargó que prociu'ase elevar todo lo posi- ble la ordinaria sencillez de mi estilo para dar más dignidad a mis frases. «Ya estoy hecho cargo, se- ñor— le dije . Vuecencia quiere sublimidad y bri- llantez: pues las tendrá.» Encerréme en el mismo gabinete donde anteriormente había trabajado y allí puse manos a la obra después de haber invo- cado el genio elocuente del arzobispo de Granada. Comencé ¡jor exponer que era preciso conservar con todo rigor los fondoá que había en las arcas reales, que no debían emplearse absolutamente sino en las necesidades de la Monarquía, como que era un fondo sagrado que se debía reservar para im- poner respeto a los enemigos de la nación. Después hacía presente al monarca (que era a quien se di- rigía la Memoria) que suprimiendo las pensiones y gratificaciones cargadas sobre la real hacienda no por eso se privaba del gusto que tendría en re- compensar generosamente el mérito y servicios de los vasallos que se hiciesen acreedores a sus reales gracias, pues sin tocar a su tesoro quedaba en es- tado de conceder grandes recompensas, porque para unos tenía virreinatos, gobiernos, hábitos de las Ordenes militares y empleos en sus ejércitos; para otros, encomiendas, sobre las cuales podría impo- ner muchas pensiones, títulos de Castilla y magis- traturas, y, por último, todo género de beneficios

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eclesiásticos para los que quisiesen seguir la ca- rrera de la Iglesia.

Esta Memoria, mucho más larga que la anterior, me ocupó cerca de tres días, y, por mi fortuna, sa- lió tan acomodada al gusto de mi amo, por estar atestada de voces enfáticas y de cláusulas meta- fóricas, que me colmó de alabanzas. «Mucho me agrada lo que has hecho me dijo, enseñándome los pasajes más pomposos . Estas que son ex- presiones vaciadas en buen molde. ¡Animo, amigo mío; ya estoy previendo que me servirás de gran- de utilidad!» Sin embargo, en medio de los elogios que me prodigó, no dejó de retocar la Memoria. Puso en ella mucho de casa, y formó una pieza de elocuencia que admiró al rey y a toda la corte. El público la honró también con su aprobación, presagió felicidades para lo venidero, y se lison- jeó de que la Monarquía recobraría su antiguo es- plendor bajo el Ministerio de un personaje tan in- signe. Viendo su excelencia la mucha fama que le había granjeado aquel escrito, quiso que, por la parte que yo tenía en él, recogiese algún fruto; y así, dispuso que se míe diese una pensión de qui- nientos escudos sobre la encomienda de Castilla; lo que me fué tanto más apreciable cuanto que éste no era un bien mal adquirido, aunque lo había ganado con mucha facilidad.

317 CAPITULO VII

Por qué casualidad, en dónde y en qué estado vol- vió a encontrar Gil Blas a su amigo Fabricio, y conversación que tuvieron.

Ninguna cosa le gustaba tanto al conde como sa- ber lo que se pensaba en Madrid de la conducta que observaba en su ministerio. Todos los días me preguntaba qué se decía de él, y aun tenía pagados espías que le contaban puntualmente cuanto pa- saba en la población. Le referían hasta las más li- geras conversaciones que habían oído; y como les tenía encargada que le dijesen francamente la ver- dad, no tenía poco que sufrir algunas veces su amor propio, porque la lengua del pueblo es tan suelta, que nada respeta.

Luego que conocí que el conde era amigo de que se le diesen noticias, me dediqué a ir por las tar- des a los sitios públicos y mezclarme en las conver- saciones de personas decentes, donde las hubiera. Cuando hablaban del Gobierno, escuchaba con atención, y si decían algo digno de que lo supiese su excelencia, no dejaba de noticiárselo; pero debe observarse que jamás le decía nada que no le fuera favorable.

Volviendo en cierta ocasión de uno de estos si- tios pasé por delante de la puerta de un hospital, y me dio gana de entrar en él. Recorrí dos o tres salas llenas de enfermos, y, mirando a todas par-

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tes, vi entre aquellos desgraciados, a quienes no podía considerar sin lástima, uno que fijó mi aten- ción, porcj[ue me pareció ver en él a mi paisano y antiguo camarada Fabricio. Acerquéme más a su cama para enterarme mejor, y aunque no pude ya dudar que era el poeta Núñez, con todo, me detu- ve algunos instantes a mirarle, pero sin decirle nada. El me conoció luego, y me miraba del mis- mo modo. Al cabo, rompiendo el silencio, le dije: «O mis ojos me engañan, o éste que miro es Fabri- cio.» «El mismo soy me respondió fríamente , y no debes maravillarte. Desde que me separó de ti no he tenido otro oficio que el de autor: he com- puesto novelas, comedias y toda clase de obras de ingenio, y he llegado al fin de esta carrera, que es parar en un hospital.»

No pude menos de reírme al oír estas últimas pa- labras, y mucho más al ver la seriedad con que las pronunció. «Pues qué exclamé , ¿tu musa te ha traído a tan miserable estado? ¿Es posible que te haya jugado una pieza tan villana?» «Tú mismo lo estás viendo repuso él ; a estas casas suelen venir a parar todos los que presumen de ingenios. Tú, hijo mío, lo acertaste en seguir otro rumbo; pero ya no estás en la Corte, y me parece que tus asuntos han mudado mucho de aspecto, y aun me acuerdo de haber oído decir que de orden del rey te habían metido en un castillo.» «Así fué puntual- mente— repuse yo . La fortuna en que me viste cuando nos separamos fué muy pasajera, pues po- cos días después perdí do repente mi empleo, m

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319 bienes y mi libertad. Sin embargo, amigo mío, hoy 'me vuelves a ver en un estado mucho más bri- llante que aquel en que me conociste en otro tiem- po.» «Eso no es posible dijo Núñez . Tu aspecto es juicioso y modesto; no noto en ti aquella vani- dad y aquella altanería que suelen inspirar las prosperidades.» «Las desgracias le repliqué han purificado mi virtud. En la escuela de la ad- versidad aprendí a gozar de las riquezas sin dejar- me dominar por ellas.»

«Acaba, pues, y dime interrumpió Fabricio, incorporándose en la cama con júbilo qué empleo es el que tienes y en qué te ocupas al presente. ¿Eres por ventura mayordomo de algún gran se- ñor arruinado, o de alguna viuda rica?» «Todavía estoy mucho mejor le respondí . Pero por ahora dispénsame, te ruego, de explicarme más, que en mejor ocasión contentaré enteramente tu curio- sidad. Al presente bástete saber que estoy en si- tuación de poder servirte, o más bien de ponerte en estado de no necesitar de nadie para pasarlo con decencia, con tal que me des palabra de no componer más obras de ingenio en verso ni en prosa. ¿Serás capaz de hacer tan gran sacrificio?» «Ya lo he hecho al Cielo ^me dijo en la enfer- medad mortal de que me ves convaleciente. Un religioso dominico me ha movido a abjurar de la poesía como de una ocupación que, si no es crimi- nal, desvía por lo menos de la prudencia.»

«Mil parabienes te doy por tan cuerda resolu- ción, mi querido Núñez; pero guárdate bien de la

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recaída.» «Esa es la que no temo me replicó , porque tengo hecho firmísimo propósito de aban- donar a las Musas; por señas, de que cuando en- traste en esta sala estaba hacier^do una composi- ción en verso en que me despedía de ellas para siempre.» «Señor Fabricio le dije entonces me- neando la cabeza , no si el padre dominico y yo podremos fiarnos de tu abjuración, porque te veo ciegamente enamorado de aquellas doctas don- cellas.» «¡No, no! me respondió con viveza . Tengo ya rotos todos los lazos que me estrechaban con ellas. Todavía he hecho más, pues he cobrado aversión al público. ¡No merece que los autores quieran consagrarle sus desvelos, y yo 'me avergon- zaría mucho de componer alguna obra que lograse su aprobación! Y no creas continuó que el re- sentimiento me dicta este lenguaje. Dígotelo con serenidad: tanto caso hago de los aplausos del público como de sus desprecios.» «Es difícil saber quién gana o quién pierde con él; es tan caprichoso que hoy piensa de una manera y mañana de otra. ¡Muy locos son los poetas dramáticos que se lle- nan de vanidad cuando ven que sus producciones han sido recibidas con aplauso! Aunque la primera vez que se representen causen mucho ruido por la novedad, si veinte años después vuelven a apare- cer en el teatro, son por la mayor parte mal reci- bidas. La misma fortuna corren por lo común las novelas y los demás libros de pura diversión cuan- do salen a luz, pues si a los principios logran la aprobación de todos, poco a poco la van perdiendo

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hasta que al fin llegan a caer en desprecio. Los que viven ahora acusan de mal gusto a los que les han precedido, y el mismo defecto les imputarán a ellos los que vengan después. De donde concluyo que los autores que son aplaudidos en este siglo serán silbados en el siguiente. Así que todo el ho- nor y toda la estimación que nos granjea el buen éxito de una obra impresa no es en suma otra cosa que una pura quimera, una ilusión de nuestra fan- tasía y un fuego de paja cuyo humo desvanece el viento en un instante.»

A pesar de que conocí desde luego ser efecto melancolía y de mal humor este juicioso modo de discurrir de mi poeta de Asturias, no me di por en- tendido, y sólo le dije: «Verdaderamente, quedo gozoso de verte divorciado de las obras de ingenio y curado radicalmente de la manía de escribir. Desde ahora puedes estar seguro de que cuanto antes te haré dar un empleo con que puedas man- tenerte decorosamente sin fatigar tu imaginación.» «jMejor para mí! respondió muy alegre . El ingenio comienza a olerme mal, y ya le considero como el don más funesto que el Cielo puede con- ceder al hombre.» «Deseo, amado Fabricio repuse yo , que conserves siempre esas ideas; y te vuelvo a repetir que si persistes en abandonar la poesía, muy presto te haré con un empleo tan honroso como lucrativo; pero mientras logro hacerte este servicio, te ruego que admitas esta corta prueba de mi amistad.» Y diciendo esto, le puse en la mano un bolsillo en que habría como unos sesenta doblones. Gil Blas.-T. III. 21

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«¡Oh generoso amigo! exclamó enajenado de gozo y de gratitud el hijo del barbero Núñez . ¡Qué gracias debo dar al Cielo por haberte traído a este hospital! Hoy mismo quiero salir de él con tu socorro.» Efectivamente, así lo ejecutó, hacién- dose llevar a una buena posada. Pero antes de se- pararnos le informé de mi alojamiento, convidán- dole a que me fuese a ver luego que se sintiese per- fectamente recuperado. Quedóse muy sorprendi- do cuando le dije que vivía en casa del conde de Olivares. «¡Oh bienaventurado Gil Blas me dijo que tienes la fortuna de agradar a los ministros! Me complazco en tu felicidad, pues haces tan buen uso de ella.»

CAPITULO VIII

Gil Blas se granjea cada día más el afecto del mi- nistro; vuelve Escipión a Madrid, y relación que hace a Santillana de su viaje

El conde de Olivares, a quien en adelante llama- ré el conde-duque^ porque con este título se dignó honrarle el rey por este tiempo, tenía una flaque- za, que descubrí en él, no sin fruto para mí, y era la de querer que le tuvieran cariño. Luego que co- nocía que alguno le servía con buen afecto, le daba parte en su amistad. No me descuidó en aprove- charme bien de esta observación, pues no contento con ejecutar puntualmente cuanto me mandaba,

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obedecía sus órdenes con demostraciones de celo que le encantaban. Estudiaba su gusto en todas las cosas para conformarme a él y anticiparme a sus deseos en cuanto me fuera posible.

Por este modo de proceder, con el que casi nun- ca se deja de conseguir lo que se intenta, llegué insensiblemente a ser el favorito de mi amo, quien por su parte, conociendo que yo adolecía de la mis- ma flaqueza que él, me ganó la voluntad con las demostraciones de cariño que me hizo. Me granjeó tanto su amistad, que llegué a participar de su con- fianza, igualmente que el señor Carnero, su pri- mer secretario.

Este se había valido de los mismos medios que yo para agradar a su excelencia, y lo había logrado tan bien, que le revelaba los arcanos del Gabinete; y así, los dos éramos confidentes del primer ministro y los depositarios de sus secretos, pero con esta diferencia: que a Carnero sólo le hablaba de los negocios de Estado, y a mí, de los que tocaban a sus intereses personales; lo que formaba, por de- cirlo así, dos departamentos separados, con lo cual uno y otro estábamos igualmente gustosos, vi- viendo juntos sin celo y sin amistad. Yo tenía mo- tivo para estar contento con mi destino, porque, proporcionándome continuamente la ocasión de estar con el conde-duque, me ponía en estado de penetrar en el fondo de su alma, que dejó de ocul- tarme, en medio de ser natiu-almente reservado, cuando llegó á convencerse de la sinceridad de mi afecto hacia él.

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«Santillana me dijo un día , has visto al duque de Lerma gozar de una autoridad que menos parecía la de un ministro favorito que el poder de un monarca absoluto; sin embargo, yo soy más fe- liz que lo era él en el mayor auge de su fortuna. El tenía dos enemigos formidables en el duque de Uceda, su propio hijo, y en el confesor de Felipe III; en vez de que yo a nadie veo cerca del rey con bas- tante favor para perjudicarme, ni aun de quien yo sospeche que me tenga mala voluntad. Es verdad continuó que desde mi elevación al Ministerio puse el mayor cuidado en que no estuviesen al lado de su majestad otras personas que las enlazadas conmigo por amistad o por parentesco. Con virrei- natos o embajadas me he ido deshaciendo de todos los señores cuyo naórito personal hubiera podido hacerme decaer de la gracia del soberano, que yo quiero gozar entera y exclusivamente; de manera que en la actualidad me puedo lisonjear de que ningún grande me hace sombra. Ya ves, Gil Blas añadió , que te descubro mi corazón; como ten- go motivo para creer que me eres enteramente afecto, he echado mano de ti para que seas mi confidente. Tienes entendimiento, te contemplo juicioso, prudente y discreto; en una palabra, te considero a propósito para el desempeño de mil comisiones que piden un sujeto muy inteligente y que tome parte en mis intereses.»

No pude desechar del todo las ideas lisonjeras que estas palabras excitaron en mi imaginación; subiéronseme repentinamente a la cabeza algunos

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humos de ambición y de avaricia, que despertaron en ciertos afectos de que creía haber triunfado. Aseguré al ministro que haría cuanto estuviese de mi parte para corresponder a sus deseos, y me pre- paró para ejecutar sin escrúpulo todas las órdenes que tuviera por conveniente darme.

Entre tanto que yo me disponía de este modo a erigir nuevos altares a la Fortuna, volvió Escipión de su viaje. «No tengo me dijo muy larga rela- ción, que haceros: causó una grande alegría a los señores de Leiva cuando les dije la buena acogida que usted halló en el rey luego que le conoció, y de qué modo se conduce con usted el conde de Oli- vares.»

Interrumpí a Escipión diciéndole: «Más alegría les hubieras causado, amigo mío, si hubieras po- dido contarles el predicamento en que me hallo en el día para con el ministro. Son verdaderamente de admirar los rápidos progresos que después de tu partida he hecho en el corazón de su excelen- cia.» «jSea Dios bendito, mi querido amo! res- pondió— . ¡Ya presiento que tendremos excelen- tes destinos que desempeñar!»

«Mudemos de conversación le dije , y hable- mos de Oviedo. Cuando saliste de Asturias, ¿en qué estado dejaste a mi madre?» «¡Ah, señor! me respondió, tomando de repente un aspecto afligi- do— . Las noticias que tengo que daros sobre ese punto no son sino tristes.» «¡Oh cielos! exclamé -. ¡Sin duda mi madre ha muerto!» «Seis meses ha dijo mi secretario que la buena señora pagó el

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tributo a la Naturaleza, y lo mismo el señor Gil

Pérez su tío de usted.»

Afligióme vivamente la muerte de mi madre, aunque en mi infancia no había recibido de ella aquellas caricias que tanto necesitan los hijos para ser agradecidos en lo sucesivo. También derramé algunas lágrimas por el buen canónigo, acordán- dome del cuidado que había tenido de mi educa- ción. A la verdad, no duró mucho mi pesadumbre, que muy presto quedó reducida a una tierna me- moria que siempre he conservado de mis parientes.

CAPITULO IX

Cómo y con quién casó el conde-duque a su hija única, y los sinsabores que produjo este ma- trimonio.

Poco después del regreso del hijo de la Coscoli- na vi al conde-duque por espacio de unos ocho días muy parado y pensativo. Me persuadí de que estaba meditando alguna grande empresa de política; pero presto llegué a saber que lo que le tenía tan suspenso era un asunto doméstico. «Gil Blas me dijo una tarde , quizá habrás reparado que hace días ando pensativo. Así es, hijo mío; no puedo ne- gar quo enteramente me ocupa un negocio del cual depende el sosiego de mi alma, y voy a confiárte- lo. Mi hija doña María continuó— se halU j^ eP

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edad de tomar estado, y son muchos los preten- dientes que aspiran a su mano. El conde de Nie- bla, primogénito del duque de Medinasidonia, cabeza de la Casa de Guzmán, y don Luis de Haro, hijo y heredero del marqués del Carpió y de mi hermana mayor, son los dos concurrentes que pa- recen más dignos de merecer la preferencia. Sobre todo el mérito del iiltimo es tan superior al de sus competidores, que toda la corte está persuadida de que será el que preferiré para yerno. Con todo eso, sin pararme en explicarte los motivos que ten- go para desechar a ambos, te diré que he puesto los ojos en don Ramiro Núñez de Guzmán, mar- qués de Toral, cabeza de la Casa de los Guzmanes de Abrados. A este señor y a los hijos que nacieren de mi hija quiero dejar todos mis bienes, vincularlos al título de conde de Olivares, y anejar a él la grandeza; de suerte que mis nietos y sus descen- dientes que vinieren de la rama de Abrados y de la de Olivares pasarán por primogénitos de la Casa de Guzmán. Dime, Santillana añadió : ¿apruebas este proyecto?» «Señor le respondí , es propio de la capacidad y talento que lo ha for- mado; lo único que recelo es que el duque de Me- dinasidonia podrá quejarse de él.» «Quéjese cuan- to quiera respondió ; nada me importa. No ten- go inclinación a su rama, que ha usurpado a la de Abrados el derecho de primogenitura y los títulos anexos a ella. Menos impresión me harán sus que- jas que el sentimiento que tendrá mi heimana la marquesa del Carpió al ver que su hijo pierde el

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enlace con mi hija. Pero sobre todo yo quiero ha- cer mi gusto, y don Ramiro será preferido a todos sus rivales; así lo tengo determinado.»

Habiendo el conde -duque tomado esta resolu- ción, no pasó, sin embargo, a ejecutarla sin afian- zarla primero con un golpe diestro de política. Presentó un memorial al rey y a la reina suplican- do a sus majestades se dignasen disponer de la mano de su hija doña María, exponiéndoles las cua- lidades de los señores que la pretendían y remitién- dose enteramente a la elección de sus majestades, bien que, hablando del marqués de Toral, no se dejaba de conocer su particular inclinación a este partido. En virtud de esto, el rey, que deseaba mu- cho complacer a su ministro, le dio por escrito la respuesta siguiente: Juzgo a don Ramiro Núñez digno de doña Maria. Sin embargo, elige por ti mismo; el partido que más te convenga será el que a mi más me agrade. El Rey,

Manifestó el ministro esta respuesta con cierta afectación, y fingiendo entenderla como una or- den del soberano, se dio prisa a casar a su hija con el marqués de Toral, resolución de que se re- sintió vivamente la marquesa del Carpió, como to- dos los Guzmanes, que estaban muy satisfechos con la esperanza del enlace con doña María. En medio de esto, unos y otros, cuando vieron que no podían impedir el casamiento, aparentaron cele- brarle con las mayores demostraciones de alegría. Parecía que toda la familia estaba fuera de de contento; pero tardó poco en verse vengado su dis-

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gusto del modo más cruel y doloroso para el con- de. A los diez meses dio a luz doña María una niña, que murió al nacer, y poco desj^ués la misma madre fué víctima de su sobreparto.

¡Qué pérdida para un padre idólatra (por decir- lo así) de su hija, y más viendo con esto desvane- cido su proyecto de quitar el derecho de progeni- tura a la rama de Medinasidonia! Esto le afligió tan profundamente, que se encerró por algunos días sin que le viese nadie sino yo, que, confor- mándome a su excesivo sentimiento, me mostra- ba tan apesadumbrado como él. Forzoso es decir la verdad: yo aproveché esta coyuntura para de- rramar nuevas lágrimas en memoria de Antonia. La semejanza que había entre su muerte y la de la marquesa de Toral volvió a abrir una herida mal cicatrizada, causándome tanto sentimiento, que el ministro, a pesar de lo abatido que le tenía su propia pena, no pudo menos de advertir la mía. Admiróle verme tomar tan activa parte en sus amarguras. «Gil Blas me dijo un día que le pare- cí abismado en una profunda tristeza , es un con- suelo muy dulce para el tener un confidente tan sensible a mis angustias.» «¡Ah señor! le res- pondí, vendiéndole por fineza mi quebranto . Sería yo el hombre más ingrato y mi corazón el más duro si no las sintiera tan vivamente. Pues qué, ¿podría vuestra excelencia llorar la muerte de una hija de tanto mérito y a quien amaba tan tiernamente, sin que yo mezclase mis lágrimas con las suyas? No, señor; me tiene vuestra exce-

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lencia demasiado colmado de beneficios para que yo pueda dejar en toda mi vida de tomar parte en sus satisfacciones y en sus pesadumbres.»

CAPITULO X

Encuentra Gil Blas casualmente al poeta Núñez; refiérele éste que se representa una tragedia suya en el teatro del Principe; desgraciado éxito que tuvo, y efecto favorable que le produjo esta desgracia.

Comenzaba el ministro a consolarse, y, por con- siguiente, también yo a recobrar mi buen humor, cuando salí una tarde a pasearme solo en coche. En el camino encontró al poeta asturiano, a quien no había visto después de su salida del hospital. Advertí que estaba decentemente vestido. Llámele, hícele entrar en el coche y fuimos juntos a pasear en el prado de San Jerónimo.

«Señor Núñez le dije , ha sido fortuna mía haberos encontrado por casualidad; a no ser así, nunca lograría el gusto de...» «¡Déjate de reconven- ciones, Santillana! interrumpió con precipita- ción— . Confieso de buena fe que de propósito no quise ir a visitarte, y te voy a decir el motivo. me prometiste un buen empleo, con tal que renun- ciase a la poesía, y yo he encontrado otro más só- lido con la condición de hacer versos; he aceptado este último por ser más conforme a mi genio. Un amigo mío me ha colocado en casa de don Beltíán

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Gómez del Ribero, tesorero de las galeras del rey. Este don Beltrán quería mantener a sus expensas un buen ingenio, y habiéndole parecido muy su- blime mi versificación, me ha preferido a cinco o seis autores que se presentaron para ocupar la plaza de secretario de su ramo.»

«Me alegro infinito de eso, querido Fabricio le dije , porque ese don Beltrán verosímilmente será muy rico.» «¡Cómo rico! me replicó Fabricio . Dicen que ni aun él mismo sabe lo que tiene. Pero, como quiera que sea, he aquí en qué consiste el empleo que desempeño en su casa. Como se precia de cortejante y quiere pasar por hombre de in- genio, se vale de mi pluma para componer billetes llenos de sal y de gracia, dirigidos a muchas damas muy vivarachas con quienes tiene frecuente co- rrespondencia. En su nombre escribo a una en verso, a otra en prosa, y algunas veces yo mismo soy el portador de los billetes, para hacer ver mis muchos talentos.»

«Pero no me enteras le dije de lo que más deseo saber. ¿Te pagan bien tus epigramas epis- tolares?» «Con mucha liberalidad me respondió . No todos los ricos son espléndidos, pues algunos conozco que son muy tacaños; pero don Beltrán se porta conmigo generosamente. Además de los dos- cientos doblones de suelto que me tiene señalados, me da de tiempo en tiempo algunas pequeñas gra- tificaciones, lo cual me pone en estado de hacer el papel de señor y de pasar el tiempo alegremente con algunos autores tan enemigos como yo de la

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melancolía.» «En suma le repliqué yo : ¿es tu tesorero hombre de tanto gusto que conozca las bellezas de una obra y note sus defectos?» «¡Oh! Tanto como eso, no me respondió Núñez . Aun- que tiene una verbosidad que deslumhra, no es in- teligente. Sin embargo, se cree otra Tarpa; decide resueltamente, y sostiene su opinión con tanta al- tanería y tenacidad, que las más de las veces, cuando disputa, todos se ven obligados a ceder para evitar una granizada de expresiones descorteses que acostumbra a descargar sobre los que le con- tradicen. De aquí puedes inferir que pongo el ma- yor cuidado en no oponerme jamás a lo que dice, por más razón que muchas veces me asista para ello; porque, además de los epítetos poco gustosos que oiría de su boca, es seguro que me echaría a la calle. Apruebo, pues continuó , todo lo que él alaba, y repruebo todo cuanto le disgusta. Por esta condescendencia, que en la realidad poco o nada me cuesta, pues fácilmente me acomodo al carác- ter y genio de las personas que me pueden servir, me he hecho dueño de la estimación y voluntad de mi patrono. Empeñóme en componer una tragedia, cuya idea me sugirió él mismo. Compúsela a vista suya; si sale bien, deberé toda mi gloria a las lec- ciones que él me ha dado.»

Pregúntele el título de la tragedia, y me respon- dió: «Intitúlase El conde de Saldaña, la cual se re- presentará en el corral del Príncipe dentro de tres días.» «Deseo mucho ^le repliqué , que logre todo el aplauso y concepto que tu ingenio me hace es-

333 perar.» «Yo también lo espero me dijo él ; ver- dad es que no hay esperanzas más falibles que éstas, por estar tan inciertos los autores del éxito que tendrán sus obras en las tablas.»

Llegó, en fin, el día de la primera representación. Yo no asistí a ella por haberme dado el ministro cierto encargo que me lo estorbó, y lo más que pude hacer fué enviar a Escipión para que a lo menos me informase del éxito de una pieza en que me interesaba. Después de haberle estado esperando con impaciencia, le vi entrar con un semblante que me dio mala espina y no me dejó presagiar cosa buena. \<Y bien le pregunté : ¿cómo ha re- cibido el público a El conde de Sáldaña?» «Malí- simamente me respondió . En mi vida he vis- to comedia tratada con mayor ignominia. Me he salido indignado de la insolencia del patio.» «No estoy yo menos indignado le interrumpí contra la manía que Núñez tiene de componer piezas dra- máticas. ¿No debe haber perdido el juicio para pre- ferir los ignominiosos silbidos del populacho al decoroso estado en que pude colocarle?» Así me desahogaba yo echando pestes contra el poeta de Asturias por la inclinación que le tenía, afligién- dome de la desgracia de su drama, mientras él es- taba tan satisfecho de su obra.

Infectivamente; dos días después le vi entrar en mi cuarto que no cabía en de gozo. «Santillana exclamó alborozado luego que me vio , vengo a darte parte de mi suma felicidad. La composi- ción de una mala tragedia ha causado mi fortuna.

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Ya sabrás lo mal que fué recibido mi pobre Conde de Sáldaña; todos los espectadores se amotina- ron contra él; pero este desenfreno universal fué justamente el que aseguró mi dicha para toda vida.»

Quedé aturdido al oír hablar de este modo al poeta Núñez. «¿Cómo así, Fabricio? le preguntó pasmado . ¿Es posible que el alto desprecio con que fué tratada tu tragedia sea puntualmente el motivo de tu desmesurada alegría?» «Así es, ni más ni menos me respondió . Ya te dije la mu- cha parte que don Beltrán tuvo en su composición; por lo mismo, la calificó de una obra a todas lu- ces excelente." Picado en extremo de que el público hubiera sido de un sentir tan contrario al suyo, me dijo esta mañana: «Núñez, Victrix causa diis pla- cuitf sed victa Catoni; si tu tragedia pareció tan mal a las gentes, a me gustó mucho, y esto te debe bastar. Y para que te consueles del dolor que natu- ralmente te causará la injusticia y el mal gusto del siglo presente, desde ahora te señalo dos mil es- cudos de renta anual y vitalicia sobre todos mis bienes. Vamos desde aquí a casa de mi escribano a otorgar la escritura.» Con efecto, partimos in- mediatamente. El tesorero firmó la escritura de donación, y me ha pagado el primer año antici- pado.»

Di mil parabienes a Fabricio por el desgraciado éxito de su Conde de Saldaña, que había redundado en provecho del autor. «Tienes razón prosiguió él en cumplimentarme por una cosa tan extraña.

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¡Dichoso yo una y mil veces de haber sido silbado! Si el público, más benévolo, me hubiera honrado con sus aplausos, ¿qué fruto hubiera sacado de ellos? Ninguno, o a lo sumo algunos reales que de nádame servirían; pero los silbidos en un instan- te me han puesto en estado de pasar cómoda- mente el resto de mis días.»

CAPITULO XI

Consigue Santillana un empleo para Escipión, el cual se embarca para Nueva España.

No miró mi secretario sin alguna envidia la im- pensada fortuna del poeta Núñez, de manera que en toda una semana no cesó de hablarme de ella. «Admirado estoy me decía de los caprichos de la Fortuna, la cual muchas veces parece que se deleita en colmar de bienes a un detestable autor mientras abandona a los mejores en manos de la miseria. ¡Cuánto celebraría yo que un día se le antojase hacerme rico de la noche a la mañana!» «Eso le dije podrá quizá suceder más presto de lo que piensas. estás ahora en el templo de esa deidad, porque, si no me engaño mucho, la casa de un primer ministro se puede muy bien llamar el templo de la Fortuna, donde de repente se ven elevados y opulentos los que logran su favor.» «De- cís, señor, mucha verdad me respondió ; pero es menester tener paciencia para esperarle.» «Vuél-

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vote a decir le repliqué que te sosiegues. ¿Quién sabe si quizá a estas horas se te está preparando alguna buena comisión?» Con efecto, pocos días después se me presentó ocasión de emplearle útil- mente en servicio del conde-duque y no la dejé escapar.

Hallábame una mañana en conversación con don Ramón Caporis, mayordomo del primer ministro, y era el asunto sobre las rentas de su excelencia. «Mi señor decía él goza de varias encomiendas en todas las Ordenes militares, que le reditúan cada año cuarenta mil escudos, sin más obligación que la de llevar la cruz de Alcántara. Fuera de eso, los tres empleos de gentilhombre de cámara, caballe- rizo mayor y gran canciller de Indias le producen doscientos mil escudos. Pero todo esto es nada en comparación de los inmensos caudales que saca de las Indias. ¿Sabe usted cómo? Cuando los buques del rey salen de Sevilla o de Lisboa para aquellos países, hace embarcar en ellos vino, aceite y todo el trigo que le produce su condado de Olivares, sin que le cueste un maravedí la conducción. En Indias se venden estos géneros a precio cuatro ve- ces mayor del que valen en España. Con el dinero que gana en esta venta compra especiería, colores y otras drogas que en el Nuevo Mundo están casi de balde y en Europa se venden a subido precio. Este es un tráfico que le vale muchos millones, sin el menor perjuicio del Erario. Y no extrañará us- ted— continuó que las personas empleadas en ha- cer este comercio vuelvan todas cargadas de ri-

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qiiezas, porque su excelencia lleva a bien que, ha- ciendo su negocio, hagan también ellas el suyo.»

El hijo de Coscolina, que escuchaba nuestra con- versación, no pudo oír hablar así a don Ramón sin interrumpirle. «¡Pardiez, señor Caporis exclamó , que yo de buena gana sería uno de esos emplea- dos, y más que ha muchos años tengo grandes de- seos de ver a Méjico!» «Presto satisfaría yo tu cu- riosidad— le dijo el mayordomo si el señor de S antillana no se opusiera a tus deseos. Aunque soy algo delicado en la elección de los sujetos que envío a las Indias para hacer este tráfico, porque al fin yo soy el que los nombro, desde luego te sentaría ciegamente en mi registro con tal que lo consintiese tu amo.» «Mucha satisfacción tendría dije a don Ramón en que usted me diese esta prueba de amistad. Escipión es un mozo a quien estimo, y además de eso es muy capaz, y tan pun- tual en todo lo que se pone a su cargo, qué espero no dará el menor motivo de disgusto; respondo por él como pudiera responder por mismo.» «Siendo así replicó Caporis—, desde luego puede marchar a Sevilla, de donde dentro de un mes se harán a la vela los navios que han de pasar a Indias. Lle- vará una carta mía para cierto sujeto que le instruirá bien en todo lo que debe hacer para uti- lizar mucho sin el menor perjuicio de los intere- ses de su excelencia, que siempre deben ser muy sagrados para él.»

Alegrísimo Escipión con el nuevo empleo, dis- puso su viaje a Sevilla, con mil escudos que le di Gil Blas. T. m. 22

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para que comprase en Andalucía vino y aceite y pudiese así traficar por su cuenta en las Indias. Mas, sin embargo de las esperanzas que llevaba de mejorar de fortuna en el viaje, no pudo sepa- rarse de sin lágrimas ni yo privarme de él con ojos enjutos.

CAPITULO XII

Liega a Madrid don Alfonso de Leiva; motivo de su

viaje; grave aflicción de Gil Blas y alegría que la

siguió.

Apenas se había ausentado Escipión, cuando un paje del ministro entró en mi cuarto y me entregó un billete que contenía estas palabras: «Si el señor de Santillana quisiese tomarse la molestia de ir al mesón de San Gabriel, en la calle de Toledo, verá en él a uno de sus mayores amigos.» «¿Quién podrá ser este amigo? decía entre mismo . ¿Y por qué razón me ocultará su nombre? Tal vez quiere sazonarme el gusto de verle con el saínete de la sorpresa.»

Salí al instante de casa, me encaminé a la calle de Toledo, llegué al sitio señalado y me quedé no poco suspenso de encontrar a don Alfonso de Leiva. «¡Qué es lo que veo! exclamó . ¡Vuestra señoría aquí, señor!» «Sí, mi querido Gil Blas me respon- dió teniéndome estrechamente abrazado . El mis mo don Alfonso en persona es el que tionos a la

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vista.» «Pero ¿qué negocio le ha traído a vuestra se- ñoría a Madrid?», le dije. «Te voy a sorprender me respondió y afligirte enterándote de la causa de mi viaje. Sábete que me han quitado el gobierno de Valencia y que el primer ministro ha mandado me presente en la corte a dar cuenta de mi conducta.» Permanecí un cuarto de hora en un profundo silencio; después, volviendo a tomar la palabra, «¿De qué se le acusa a usted?», le dije. «Nada respondió ; pero atribuyo mi desgracia a la vi- sita que hice tres semanas ha al cardenal duque de Lerma, que hace un mes se halla confinado en su palacio de Denia.» «¡Oh! En verdad interrumpí yo que vuestra señoría tiene razón en atribuir su desgracia a esta indiscreta visita; no hay que bus- car otra culpa. Y vuestra señoría me permitirá le diga que se olvidó de consultar su acostumbrada prudencia cuando fué a ver a un ministro desgra- ciado.» «El yerro ya se cometió me dijo él , y he tomado voluntariamente mi determinación. Me re- tiraré con mi familia a la quinta de Leiva, donde pasaré en un profundo sosiego el resto de mis días. Lo único que ahora me aflige añadió es el ver- me obligado a presentarme a un ministro orgullo- so y dominante, que quizá me recibirá con poco agrado, cosa intolerable para quien nació con algu- na honra. A pesar de que esto es una necesidad, he querido hablarte antes de someterme a ella.» «Se- ñor— le dije , no se presente vuestra señoría al ministro sin que yo sepa antes de lo que se le acu- sa, pues el mal no es irreparable. Sea lo que fue-

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re, vuestra señoría se servirá llevar a bien que yo en el asunto todos aquellos pasos que exi- gen de la gratitud y el afecto.» Diciendo esto, le dejé en el mesón, asegurándole que dentro de poco nos volveríamos a ver. Como yo no intervenía ya en ningún negocio de Estado desde las dos Memorias de que he hecho tan elocuente mención, fui a buscar a Carnero para preguntarle si era ver- dad que a don Alfonso de Leiva se le había qui- tado el gobierno de la ciudad de Valencia. Respon- dióme que sí, pero que ignoraba la causa de ello. Con esto resolví sin vacilar acudir al mismo mi- nistro para saber de su propia boca los motivos que podía tener para estar quejoso del hijo de don César.

Estaba yo tan penetrado de dolor por este fatal acontecimiento, que no tuve necesidad de aparen- tar tristeza para parecer afligido a los ojos del conde. «¿Qué tienes, Santillana? me preguntó lue- go que me vio . Descubro en tu semblante seña- les de pesadumbre, y aun veo que las lágrimas es- tán prontas a correr de tus ojos. ¿Te ha ofendido alguno? ¡Habla, y pronto quedarás vengado!» «Se- ñor— le respondí llorando , aun cuando quisiera disimular mi pena, no podría, porque casi llega a términos de desesperación. Acaban de asegurarme que ya no es gobernador de Valencia don Alfonso de Leiva, y no podían darme noticia que me fuera más sensible.» «¿Qué me dices, Gil Blas? repuso el ministro admirado . ¿Pues qué tienes con don Alfonso ni con su gobierno?» Entonces le hice

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una puntual relación de todas las obligaciones que debía a los señores de Leiva, y después le contó cómo y cuándo había yo obtenido del duque de Lerma para el hijo de don César el gobierno de que se trataba.

Después que su excelencia me oyó con una aten- ción llena de bondad hacia mí, me dijo: «Enjuga tus lágrimas, amigo mío. Además de que yo ignoraba lo que me acabas de contar, te confesaré que mi- raba a don Alfonso como hechura del cardenal de Lerma. Ponte en mi lugar. La visita que hizo a este purpurado, ¿no te le hubiera hecho sospechoso? Quiero, no obstante, creer que, habiéndosele con- ferido su empleo por aquel ministro, puede haber dado este paso por un mero impulso de agradeci- miento. Siento haber separado de su empleo a un hombre que te le debía a ti; pero si deshice lo que habías hecho tú, puedo repararlo, y aun quiero hacer por ti lo que no hizo el duque de Lerma. Don Alfonso de Leiva, tu amigo, no era más que gobernador de la ciudad de Valencia, pero yo le hago virrey del reino de Aragón. Te doy licencia para que le comuniques esta noticia, y puedes de- cirle que venga a prestar juramento.» Cuando estas palabras, pasé del extremo de la aflicción a un exceso de alegría que me enajenó, en términos que lo conoció su excelencia en el modo de manifestarle mi agradecimiento; mas no le desagradó el descon- cierto de mis palabras, y como le había enterado de que don Alfonso estaba en Madrid, me dijo que podía yo presentársele en aquel mismo día. Fui vo-

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lando al mesón de San Gabriel, en donde colmé de gozo al hijo de don César anunciándole su nuevo empleo. No podía creer lo que yo le decía, porque tenía dificultad en persuadirse de que, por más amistad que me tuviera el primer ministro, fuera capaz de dar virreinatos por mi influjo. Condújele a casa del conde-duque, que le recibió muy afable- mente y le dijo que se había comportado tan bien en su gobierno de la ciudad de Valencia que, con- templándole el rey apto para desempeñar un em- pleo más elevado, le había nombrado para el virrei- nato de Aragón. «Por otra parte añadió , esta dignidad no es superior a la categoría de vuestro nacimiento, y la nobleza aragonesa no podría que- jarse de la elección de la Corte.» Su excelencia no me tomó en boca y el público ignoró la parte que yo había tenido en aquel negocio, lo que puso a cubierto a don Alfonso y al ministro de las ha- bladurías del público sobre el nombramiento de un virrey que era hechura mía.

Luego que el hijo de don César estuvo seguro de su promoción, despachó un propio a Valencia para noticiarla a su padre y a Serafina, que al momento pasaron a Madrid, y su primera diligencia fué vi- sitarme y colmarme de demostraciones de vivo agradecimiento. ¡Qué espectáculo tan tierno y glo- rioso fué para ver a las tres personas que más amaba en el mundo abrazarme a competencia! Tan agradecidos a mi amor como al esplendor que el virreinato iba a añadir a su casa, no hallaban pa- labras con qué manifestar su reconc cimiento. Me

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hablaban como si trataran con igual suyo, pare- ciendo haber olvidado que habían sido mis amos; todo les parecía poco para darme pruebas de amis- tad. Para suprimir circunstancias inútiles, don Al- fonso, después de haber recibido el real despacho, dado gracias al rey y al ministro y prestado el ju- ramento acostumbrado, marchó de Madrid con su familia para ir a establecer su residencia en Zara- goza. Hizo allí su entrada pública con la mayor magnificencia, y los aragoneses acreditaron con sus aclamaciones que yo les había dado un virrey que les era muy acepto.

CAPITULO XIII

Encuentra Gil Blas en palacio a don Gastón de Co- gollos y a don Andrés de Tordesillas; adonde fue- ron todos tres; fin de la historia de don Gastón y doña Elena de Galisteo; qué servicio hizo Santillana a Tordesillas.

Estaba yo loco de contento por haber transfor- mado tan felizmente en virrey a un gobernador depuesto. Los mismos señores de Leiva no estaban tan alegres como yo. Presto se me ofreció otra oca- sión de emplear mi valimiento a favor de un ami- go, lo que creo conveniente contar, para hacer ver a mis lectores que ya no era yo aquel mismo Gil Blas que en el Ministerio anterior vendía las mer- cedes de la Corte.

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Hallándome un día en la antecámara del rey hablando con algunos señores que no se desdeña- ban de admitirme a su conversación sabiendo que me quería el primer ministro, vi entre la multitud a don Gastón de Cogollos, aquel reo de Estado a quien había dejado en el alcázar de Segovia, que estaba con el alcaide del mismo alcázar, don Andrés de Tordesillas. Sepáreme gustoso de las personas con quien estaba para ir a dar un abrazo a estos dos amigos míos. Si ellos se admiraron mucho de verme allí, yo me admiró más de encontrarme con ellos.

Después de recíprocos abrazos me dijo don Gas- tón: «Señor de Santillana, tenemos muchas cosas que decirnos y no estamos en paraje a propósito para ello; permítame usted que le conduzca a un sitio en donde el señor de Tordesillas y yo tendre- mos el gusto de hablar largamente con usted.» Vine en ello. Abrímonos paso por entre el gentío y sali- mos de palacio. Hallamos el coche de don Gastón, que le estaba esperando en la calle, metímonos en él los tres y fuimos a apearnos en la plaza Mayor, en donde se hacen las corridas de toros, que allí vivía Cogollos en una soberbia casa. «Señor Gil Blas me dijo don Andrés luego que entramos en una sala alhajada con magnificencia , paréceme que cuando usted salió de Segovia había cobrado horror a la corte y que iba resuelto a alejarse de ella para siempre.» «Ese era en efecto mi designio le respondí , y mientras vivió el difunto rey no mudé de parecer; pero luego que supe que ocu-

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paba el trono el príncipe su hijo, quise ver si el nuevo monarca me conocía. Conocióme y tuve la dicha de que me recibiese benignamente. El mismo me recomendó al primer ministro, quien me cobró amistad y con el cual estoy en mucho más auge del que nunca estuve con el duque de Lerma. Esto es, señor don Andrés, todo lo que tenía que decirle; ahora dígame usted si se mantiene todavía de al- caide del alcázar de Segó vía.» «No por cierto me respondió ; el conde-duque puso a otro en mi lugar, creyéndome probablemente parcial de su predecesor.» «Yo dijo entonces don Gastón obtu- ve mi libertad por una razón contraria. Apenas supo el primer ministro que yo estaba en la prisión de Segovia por orden del duque de Lerma, cuando me mandó poner en libertad. Ahora se trata, señor Gil Blas, de contaros lo que me sucedió desde que salí del alcázar. Lo primero que hice continuó , después de haber dado mil gracias a don Andrés por las atenciones que le había debido durante mi arresto, fué venirme a Madrid. Presénteme al conde-duque de Olivares, el cual me dijo: «No tema usted que la desgracia que le ha sucedido perjudique en lo más mínimo a su reputación. Us- ted se halla plenamente justificado, y estoy tanto más seguro de su inocencia cuanto que el marqués de Villarreal, de quien se le sospechaba a usted cómplice, no era culpable. A pesar de ser portu- gués, y aun pariente del duque de Braganza, es menos parcial del duque que del rey mi señor. Por onsiguiente, no debe imputársele a usted como de-

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lito su conexión con el nnarqués, y para reparar la injusticia que se hizo a usted acusándole de traición, el rey le hace teniente capitán de su guardia espa- ñola.» Acepté este empleo, suplicando a su excelen- cia me permitiese antes de entrar a desempeñarle pasar a Coria a ver a mi tía doña Leonor de Lajari- 11a. Concedióme el ministro un mes de licencia para el viaje, el que emprendí acompañado de un solo la- cayo. Habíamos pasado ya de Colmenar y entrado en un camino hondo entre dos colinas, cuando vi- mos a un caballero que se estaba defendiendo va- lerosamente de tres hombres que le acometían a un tiempo. No me detuve un punto en ir a soco- rrerle; fui volando hacia él y me puse a su lado. Observé cuando me batía que nuestros enemigos estaban enmascarados y que reñíamos con animo- sos combatientes. Sin embargo, a pesar de su vigor y destreza, quedamos vencedores; atravesé a uno de los tres, que cayó del caballo, y los otros dos huyeron al momento. Verdad es que la victoria no fué menos funesta para nosotros que para el des- graciado a quien yo había muerto, porque, des- pués de la acción, tanto mi compañero como yo nos hallamos peligrosamente heridos. Pero figúrese usted cuál sería mi sorpresa cuando conocí que el caballero a quien había socorrido era Cambados, marido de doña Elena. No quedó él menos admi- rado al ver que era yo su detensor. «¡Ah, don Gas- tón!— exclamó . Pues qué, ¿sois vos quien venís a socorrerme? Cuando abrazasteis mi partido con tanta generosidad, sin duda ignorabais que defen-

347 díais a un hombre que os había robado vuestra dama.» «Es cierto que lo ignoraba— le respondí—; pero aun cuando lo hubiera sabido, ¿os parece que hubiera titubeado en hacer lo que hice? ¿Me ten- dréis en tan mal concepto que creáis tengo un alma vil?» «¡No, no! respondió . Tengo mejor opinión de vos, y si muero de las heridas que aca- bo de recibir, deseo que las vuestras no os impidan aprovecharos de mi muerte.» «Cambados le dije , aunque no he olvidado todavía a doña Elena, sa- bed que no apetezco poseerla a costa de vuestra vida, y aun me alegro mucho de haber contribuido a salvaros de los golpes de tres asesinos, pues que en ello hice una acción que agradecerá vuestra es- posa.» Mientras estábamos hablando de este modo, mi lacayo se apeó y, acercándose al caballero que estaba tendido en el suelo, le quitó la mascarilla y nos hizo ver unas facciones que luego conoció Cam- bados. «Es Caprara exclamó , aquel pérfido pri- mo que, en despecho de haber perdido una rica herencia que injustamente me había disputado, hace mucho tiempo que pensaba asesinarme, y había, por último, elegido este día para realizar sus deseos; pero el Cielo ha permitido que él mis- mo haya sido la víctima de su atentado.» Entre tanto nuestra sangre corría en abundancia y por instantes nos íbamos debilitando. Sin embargo, heridos como estábamos, tuvimos ánimo para lle- uar hasta el lugar de Villarejo, que no distaba ¡ás (jue dos tiros de fusil del campo de batalla, i /logados al primer mesón, llamamos cirujanos, y

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vino lino que nos dijeron ser muy hábil. Examinó nuestras heridas y halló que eran muy peligrosas; hizo la primera cura, y a la mañana siguiente, después de haber levantado el vendaje, declaró mortales las de don Blas, pero no las mías, y sus pronósticos no salieron falsos. Viéndose Cambados desahuciado, sólo pensó en prepararse a morir. Envió un propio a su mujer para informarla de todo lo sucedido y del triste estado en que se ha- llaba. Tardó poco doña Elena en j^resentarse en Villarejo, adonde llegó con el espíritu fuertemente agitado por dos causas diferentes: por el peligro qué corría la vida de su marido y por el temor de que mi vista volviese a encender en su pecho un fuego mal apagado; dos afectos que la tenían en una terrible conmoción. «Señora le dijo don Blas luego que la vio , aun venís a tiempo para reci- bir mi última despedida. Voy a morir y miro mi muerte como un castigo del Cielo por la falsedad con que os robé a don Gastón. Muy lejos de que- jarme de él, yo mismo os exhorto a que le restitu- yáis un corazón que le usurpé.» Doña Elena no le respondió sino con lágrimas, y, a la verdad, ésta era la mejor respuesta que le podía dar, porque no estaba tan desprendida de que hubiese olvida- do el artificio de que se había valido don Blas para determinarla a serme infiel. Aconteció lo que el cirujano había pronosticado: que en menos de tres días murió Cambados de sus heridas, en vez de que las mías anunciaban una pronta curación. La viuda, ocupada únicamente en el cuidado de que

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trasladasen a Coria el cadáver de su esposo para hacerle los honores que ella debía a sus cenizas, salió de Villarejo para volverse allí, después de haberse informado como por mera urbanidad del estado en que yo me hallaba. Seguíla luego que pude, tomando el camino de Coria, donde acabé de restablecerme. Entonces mi tía doña Leonor y don Jorge de Galisteo determinaron casarnos a la viuda y a antes que la fortuna nos jugase otra pieza como la pasada. Efectuóse secretamente el matrimonio, en atención a la reciente muerte de don Blas, y de allí a pocos días volví a Madrid con doña Elena. Como se había pasado el tiempo de mi licencia, temí que el ministro hubiese dado a otro la tenencia de guardias que se me había con- ferido; pero no había dispuesto de ella, y tuvo la bondad de admitir la disculpa que le di de mi tar- danza. Soy, pues ^prosiguió Cogollos , primer te- niente de la guardia española y estoy muy contento con mi empleo. He granjeado amigos de trato agra- dable, con quienes vivo gustoso.» «Me alegrara po- der decir otro tanto interrumpió aquí don An- drés— , pues estoy muy lejos de vivir contento con mi suerte. Perdí el empleo qvie tenía, el cual me daba de comer, y me veo sin amigos que pue- dan ayudarme a adquirir otro sólido.» «Perdone usted^ señor don Andrés dije yo entonces sonrién- dome , en tiene usted un amigo que puede servirle de algo. Vuelvo, pues, a decir que el conde- duque me estima aun quizá más de lo que me es- timaba el duque de Lerma. ¿Y se atreve usted a

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decirme en mi cara que no conoce a nadie que le pueda proporcionar un empleo sólido? ¿Pues no le hice en otro tiempo un servicio semejante? Acuér- dese usted de que por el valimiento del arzobispo de Granada logré que se le nombrase a usted para ir a Méjico a desempeñar un empleo en que hu- biera hecho su fortuna si el amor no le hubiera detenido en la ciudad de Alicante. Pues me hallo en mejor estado de poder servir a usted actual- mente, que estoy al lado del primer ministro.» «Supuesto eso, me pongo en manos de usted re- puso Tordesillas . Pero añadió sonriéndose tam- bién— suplico a usted que no me haga el favor de enviarme a Nueva España, porque no querría ir allá aunque me hicieran presidente de la Audien- cia de Méjico.»

Al llegar aquí nuestra conversación fué interrum- pida por doña Elena, que entró en la sala, y cuya persona, llena de atractivos, correspondía a la en- cantadora idea que me había formado de ella. «Se- ñora— le dijo Cogollos , este caballero es el señor de Santillana, de quien os he hablado varias veces y cuya amable compañía calmó frecuentemente en la prisión mis pesares.» «Sí, señora dije a doña Elena ; mi conversación le agradaba porque sieiii- pre era usted el asunto de ella.» La hija de don Jor- ge respondió modestamente a mi cumplimiento, después de lo cual me despedí de ambos esposos, asegurándoles lo mucho que celebraba que el hime- neo hubiese por último coronado sus prolongados amores. Después, dirigiendo la palabra a Tordc ^ i

3o I lias, le rogué que me informase de su habitación, y habiéndolo hecho, le dije: «Don Andrés, de usted no me despido; espero que antes de ocho días verá usted que yo reúno el poder a la buena voluntad.» No quedó por embustero; al día siguiente el conde- duque me proporcionó la ocasión de servir a este alcaide. «Santillana me dijo su excelencia está vacante la plaza de gobernador de la cárcel real de Valladolid; vale más de trescientos doblones al año y me dan ganas de dártela.» «No la quiero, señor le respondí , aunque valga diez mil ducados de ren- ta; renuncio a todos los empleos que no pueda des- empeñar sin alejarme de vuestra excelencia.» «Pero éste-replicó el ministro -puedes desempeñarle muy bien sin necesidad de salir de Madrid sino para ir de cuando en cuando a Valladolid a visitar la cár- cel.» «Diga vuestra excelencia cuanto guste repuse yo , no acepto ese empleo sino con la condición de que se me permita renunciarlo a favor de un digno hidalgo llamado don Andrés de Tordesillas, alcaide que fué del alcázar de Segovia. Me alegra- ría hacerle este presente en reconocimiento de los buenos procederes que usó conmigo durante mi prisión.» Sonrióse el ministro de oírme hablar así y me dijo: «Por lo que veo, Gil Blas, quieres ha- cer un gobernador de la cárcel real del modo que hiciste un virrey. Pues bien, sea así, amigo mío-, desde luego te concedo la plaza vacante para Tor- desillas. Pero dime francamente qué gratificación debe producirte, porí^ue no te tengo por tan sim- ple que quieras empeñar tu valimiento de baldo.»

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«Señor le respondí , ¿no deben pagarse las deu- das? Don Andrés me proporcionó sin interés todas las comodidades que pudo. ¿No será justo que yo le corresponda?» «Muy desprendido os habéis he- cho, señor de Santillana me replicó su excelen- cia— ; me parece que lo erais mucho menos en el último Ministerio.» «Es verdad le repuse , porque el mal ejemplo estragó mis costiunbres. Como en- tonces todo se vendía, me conformé con el uso; y como en el día todo se da, he vuelto a recobrar mi integridad.»

Logré, pues, que se proveyese en don Andrés de Tordesillas el gobierno de la cárcel real de Valla- dolid y le hice marchar luego a dicha ciudad, tan contento con su nuevo empleo como lo quedé yo por haber desempeñado para con él las obligacio- nes que le debía.

CAPITULO XIV

Va Santillana a casa del poeta Núñez; qué personas encontró en ella y qué conversación tuvieron allí.

Un día, después de comer, se me antojó ii- a ver al poeta asturiano, movido sólo de la curiosidad de saber qué vivienda tenía. Me encaminé a casa del señor don Beltrán Gómez del Rivero y pregunté en ella por Núñez. «Ya no vive aquí me respon- dió un lacayo que estaba en la puerta ; vive ahora en aquella casa añadió mostrándome una que es-

353 taba cerca y ocupa un cuarto que cae a espaldas de ella.»

Fuíme allá, y después de haber atravesado un patio pequeño entró en una sala enteramente des- alhajada, en donde halló a mi amigo Fabricio, sen- tado todavía a la mesa con cinco o seis amigos su- yos a quienes había convidado aquel día. Estaban al fin de la comida, y, por consiguiente, metidos en disputa; pero luego que me vieron sucedió un profundo silencio a la ruidosa conversación. Le- vantóse apresuradamente Núñez para recibirme, exclamando: «¡Caballeros, aquí está el señor de Santillana, que tiene la bondad de honrarme con una de sus visitas! ¡Ayúdenme ustedes a tributar respetuosos obsequios al valido del primer minis- tro!» Al oír esto, todos los convidados se levanta- ron también para saludarme, y en consideración al título que se me había dado me hicieron cumpli- mientos muy reverentes. Aunque yo no tenía nece- sidad de beber ni de comer, no me pude excusar de sentarme a la mesa con ellos y aun de corres- ponder a un brindis que me dirigieron.

Pareciéndome que mi presencia les impedía con- tinuar hablando con libertad, «Señores les dije , creo haber interrumpido su conversación; suplico a ustedes continúen, o si no me retiro.» «Estos señores dijo entonces Fabricio estaban hablan- do de la Ifigenia de Eurípides. El bachiller Melchor de Villegas, erudito de primer orden, preguntaba al señor don Jacinto de Romarate qué era lo que más le interesaba en aquella tragedia.» «Así es dijo don Gil Blas.-T. III. 2S

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Jacinto , y yo le he respondido que el peligro en que se veía Ingenia.» «Y yo dijo el bachiller yo le he replicado, lo que estoy pronto a demostrar, que no es el peligro lo que forma el verdadero in teres de la pieza.» «¿Pues cuál es?», exclamó el an ciano licenciado Gabriel de León. «El viento», re pondió el bachiller. Todos dieron una carcajada al oír una respuesta que no creí formal, imaginán- dome que Melchor no la había dado sino por ale- grar la conversación.

Pero no tenía yo noticia de aquel sabio. Era un hombre que no entendía de burlas, y así, dijo con grande seriedad: «Rían ustedes cuanto les diere la gana, que yo siempre sostendré que lo que debe hacer más impresión en el espectador, lo que debe interesarle y suspenderle más es el viento. Y si no, figúrense ustedes un numeroso ejército unido precisamente para ir a sitiar a Troya. Consideren la impaciencia de capitanes y soldados por em- prender y concluir aquel sitio y restituirse cuanto antes a la Grecia, en donde habían dejado todo lo que más amaban en este mundo: sus dioses lares, sus mujeres y sus hijos. Levántase de repente un maldito viento contrario que los detiene en Aulida y los tiene como clavados en aquel puerto; tanto, que mientras no se mude no les es posible ir a si - tiar la ciudad de Príamo. Pues este viento es el que forma el interés de la tragedia. Yo me declaro a favor de los griegos porque apruebo su designio y sólo deseo la partida de su flota, mirando con indiferencia a Ifigenia en peligro, pues que su muer-

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te es un medio para obtener de los dioses un viento favorable.»

Cuando Villegas acabó de hablar se renovaron las carcajadas a su costa. Fingió Núñez apoyar socarronamente aquella ridicula opinión, sólo por dar más materia de burla a los zumbones, los cua- les se divirtieron diciendo mil graciosas cuchufle- tas sobre los vientos. Pero el bachiller, mirándolo a todos con aire flemático y orgulloso, los trató de ignorantes y gente vulgar. Yo estaba temiendo a cada momento que se agarrasen y se diesen de mojicones estos botarates, que es el término ordi- nario de sus disputas; pero fué vano mi temor, porque todo se redujo a llenarse recíprocamente de desvergüenzas, y se retiraron después de haber co- mido y bebido a discreción.

Luego que se marcharon pregunté a Fabricio por qué no vivía en casa del tesorero y si acaso había ocurrido alguna desavenencia entre los dos. «¿Desavenencia? me respondió . ¡Dios me libre de ello! Nunca ha estado en mayor auge mi esti- mación con don Beltrán. Supliquéle me permitie- se vivir en casa separada y alquiló en ésta el cuar- to que ves para gozar de mayor libertad. Aquí re- cibo a mis amigos, que me vienen a ver con fre- cuencia, y lo paso alegremente con ellos, porque ya sabes que mi genio no es muy inclinado a dejar grandes riquezas a mis herederos. Mi mayor gusto es hallarme al presente en estado de tener todos los días a mi mesa buena compañía sin peligro de arruinarme.» «Me alegro infinito, querido Núñez

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le repliqué , y no puedo menos de repetirte mil parabienes por el éxito de tu última tragedia. Las ochocientas composiciones dramáticas del gran Lope de Vega no le valieron la cuarta parte de lo que te ha valido a ti tu Conde de Saldaña.i>

LIBRO DUODÉCIMO

CAPITULO PRIMERO

Envía el ministro a Toledo a Gil Blas; motivo y éxito de su viaje.

Hacía ya cerca de un mes que su excelencia me repetía todos los días: «Santillana, va llegando el tiempo en que quiero emplear tu talento y destre- za.» Pero este tiempo nunca acababa de venir. Lle- gó por fin, y su excelencia me habló en estos tér- minos: «Se dice que hay en la compañía de cómi- cos de Toledo una actriz muy celebrada por su amabilidad; se asegura que baila y canta divina- mente, que arrebata a los espectadores cuando re- presenta, y se añade también que es muy hermosa. Una persona tan recomendable es digna de venir a representar en la Corte. Al rey le gustan las co- medias, la música y el baile y no le desagrada la hermosura. No me parece razón que su majestad carezca del placer de ver y oír a una mujer de tan- to mérito. Por esto he resuelto enviarte a Toledo, para que juzgues por ti mismo si esa actriz es tan peregrina; yo me atendré desde luego a la impre-

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sión que cause en ti y me fío enteramente de tu discernimiento.»

Respondí a su excelencia que esperaba dar bue- na cuenta de aquella comisión, y desde luego em- prendí mi viaje, acompañado de un lacayo, a quien hice dejar la librea del ministro, para desempeñar mi encargo con mayor secreto; precaución que* agra- dó a su excelencia. Tomé, pues, el camino de Tole- do, en donde me apeé en un mesón inmediato al alcázar. No bien me había apeado, cuando el me- sonero, teniéndome sin duda por algún caballero de las cercanías, me dijo: «Naturalmente, vendrá vues- tra señoría a ver la augusta ceremonia del auto de fe que se celebra mañana en Toledo.» Yo, que nada sabía de tal auto, le respondí inmediatamente que sí, para ocultar mejor mi designio y cortarle la gana de preguntarme más sobre el fin que me llevaba a aquella ciudad. «Verá vuestra señoría prosiguió él- una de las más excelentes procesiones que ja- más se han visto, pues hay, según se dice, más de cien penitenciados, entre los cuales pasan de diez los que han de ser quemados.» Con efecto; el día si- guiente antes de salir el sol tocar todas las cam- panas de la ciudad en señal de que iba a darse prin- cipio al auto de fe. Con la curiosidad de ver esta ceremonia, me vestí aceleradamente y me encami- né hacia la Inquisición. Había allí cerca, y de tre- cho en trecho por donde había de pasar la proce- sión, tablados altos, en uno de los cuales me coloqué por mi dinero. Iban primero los padres dominicos, precedidos del estandarte de la fe o pendón del

359 Santo Tribunal. Tras de dichos religiosos venían los reos con sus capotillos o especie de escapularios de tela amarilla, formada en ellos por la parte an- terior y posterior el aspa de San Andrés, de tela roja llamada sambenito, y todos con corozas en la cabeza, con llamas pintadas las de los condena- dos a la hoguera y sin ellas las de los otros de me- nor pena.

Miraba yo a todos aquellos infelices con la com- pasión que no se puede negar a la humanidad, cuando creí descubrir entre los encorozados sin llamas al reverendo padre Hilario y a su compa- ñero el hermano Ambrosio. Pasaron tan cerca de mí, que no pude equivocarme. «¡Qué es lo que es- toy viendo! dije entre mismo . ¡El Cielo, cansado de los excesos de estos dos malvados, los ha entregado a la justicia de la Inquisición!» Ha- blando conmigo de esta suerte, me sentí aterrori- zado, se apoderó de un temblor universal, y mi ánimo se turbó en términos que temí caer des- mayado. Las relaciones que yo había tenido con aquellos bribones, la aventura de Chelva, y, en fin, todo lo que habíamos hecho juntos acudió en aquel momento a representarse a mi imagina- ción, y creí que no podía dar suficientes gracias a Dios de haberme preservado del sambenito y de la coroza.

Acabada la ceremonia, me restituía al mesón temblando por el terrible espectáculo que acababa de ver; pero las tristes ideas de que tenía lleno el ánimo se disiparon insensiblemente, y sólo pen-

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en desempeñar con acierto la comisión que me había encargado mi amo. Esperó con impaciencia la hora de la comedia para ir a ella, pareciéndome que éste era el primer paso que debía dar. Llega- da que fué, me dirigí al teatro, donde casualmente me sentó junto a un caballero del hábito de Al- cántara, con quien entabló luego conversación, y le dije si daba licencia a un forastero para hacer- le una pregunta. «Caballero me respondió muy atentamente , usted me honrará en ello.» «He oído ponderar proseguí a los cómicos de To- ledo. ¿Me habrán engañado?» «No me respondió el caballero ; la compañía no es mala, y, a la ver- dad, hay en ella dos papeles excelentes. Entre otros, oirá usted a la bella Lucrecia, actriz de ca- torce años, que le pasmará. No será menester que yo se la muestre a usted cuando se deje ver en la escena, porque la distinguirá fácilmente.» Volvíle a preguntar si representaría aquella tarde; me res- pondió que sí, y aun que tenía un papel de mucho lucimiento en la pieza que se iba a representar.

Principió la comedia, y aparecieron en la escena dos actrices que nada habían omitido de cuanto pudiera contribuir a hacerlas encantadoras; pero a pesar del brillo de sus diamantes, ni una ni otra me parecieron ser la que yo esperaba. En fin, de- jóse ver Lucrecia en el fondo del teatro, y su apro- ximación a la escena fué anunciada con un palmo- teo general. «¡Ah, ésta es! dije para . ¡Qué aire tan noble! ¡Qué talle! ¡Qué hermosos ojos! ¡Qué salada criatura!» Con efecto; me llenó com-

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pletamente, o por mejor decir, su persona me dejó absorto. Desde los primeros versos que recitó co- nocí que tenía naturalidad, fuego, maestría su- perior a su edad, y reuní voluntariamente mis aplausos a los universales que le tributó el concur- so en todo el tiempo que duró la representación. «Y bien me dijo entonces el caballero ; ya ve usted la justicia que hace el público a Lucrecia.» «No me admiro», le respondí. «Pues menos se ad- miraría usted me replicó si la oyera cantar; es verdaderamente una sirena. ¡Pobres de aqiTcUos que la oyen, si no se precaven tapándose los oídos para no quedar encantados! No es menos temible cuando baila. Sus pasos son tan peligrosos como su voz: hechizan los ojos y cautivan el corazón.» «Según eso exclamó yo entonces , será preciso confesar que esta niña es un portento. ¿Y quién es el mortal venturoso que tiene la dicha de arrui- narse por una criatura tan preciosa?» «No tiene ningún amante, que se sepa me dijo , y aun la murmuración no le atribuye ninguna amistad se- creta. No obstante añadió , acaso pudiera te- nerla, porque Lucrecia está bajo la vigilancia de su tía Estela, que sin disputa es la más astuta de todas las cómicas.»

Al oír el nombre de Estela pregunté con precipi- tación al tal caballero si aquella Estela era actriz de la compañía de Toledo. «Y de las mejores me replicó . Hoy no ha representado, y en verdad que no hemos perdido poco. Por lo común hace el papel de graciosa, y verdaderamente lo desempe-

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ña que es un primor. ¡Qué expresión da a sus pa- peles! Tal vez les añado algo de su invención; pero éste es un hermoso defecto que le hace gracia.» Contóme otras mil maravillas de la tal Estela, y por el retrato que me hizo de su persona, no dudé fuese Laura, aquella misma que dejé en Granada y de quien he hablado tanto en mi historia.

Para cerciorarme, me fui derecho al vestuario concluida la comedia. Pregunté por la señora Es- tela, y, volviendo los ojos a todas partes, la vi sentada al brasero en conversación con algunos señores, que quizá no la obsequiaban sino porque era tía de Lucrecia. Llegué a saludar a Laura, y fuese por capricho o por vengarse de mi precipi- tada fuga de Granada, fingió no conocerme, y recibió mi saludo con tanta sequedad que me dejó un poco parado. En lugar de reconvenirle con risa su frío recibimiento, fui tan simple que mostré formalizarme, y aun me retiré incomodado, resuelto en aquel primer impulso de cólera a vol- verme a Madrid el día siguiente. «Para vengarme de Laura decía yo , no quiero que su sobrina tenga el honor de representar delante del rey: para esto no tengo mas que hacer al ministro el retra- to que se me antoje de Lucrecia, y me bastará de- cirle que baila con poco garbo, que su voz es áspe- ra, y que toda su gracia consiste en sus pocos años. Estoy seguro que desde luego se le pasará a su ex- celencia la gana de hacerla ir a la Corte.»

Esta era la venganza que pensaba tomar del desaire que Laura me había hecho; pero duró poco

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mi resentimiento. La mañana siguiente, cuando me estaba disponiendo a marchar, entró un laca- yuelo en mi cuarto, y me dijo: «Aquí traigo un bi- llete que tengo que entregar al señor de Santilla- na» «Yo soy, hijo mío», le dije, tomándole la carta, que abrí, y que contenía estas palabras: Olvida él modo con que te recibi en el teatro, y ven con el por- tador adonde él te guie. Seguí luego al lacayuelo, que me llevó a una casa muy decente, no distante del teatro, y me introdujo en un cuarto alhajado con aseo y buen gusto, donde encontré a Laura en su tocador.

Se levantó para abrazarme, diciendo: «Señor Gil Blas, conozco que usted tuvo motivo para sa- lir ayer poco contento del recibimiento que le hice cuando fué a saludarme en el vestuario; un antiguo amigo tenía derecho para esperar de una aco- gida más afable. No tengo otra disculpa sino que me hallaba a la sazón de malísimo humor, por haber oído ciertos dichos malignos que algunos de los señores cómicos tenían sobro la conducta de mi sobrina, cuya honra me importa más que la mía. La precipitada y desabrida retirada de us- ted me hizo volver al momento de mi distracción, y en el mismo punto di orden a mi lacayo para que siguiese a usted y averiguase su posada, con ánimo de reparar hoy mi falta.» «Ya queda le dije enteramente reparada, mi querida Laura; no hablemos más de eso. Ahora enterémonos mu- tuamente de lo que nos ha sucedido desde el mal- aventurado día en que el temor de un justo cas-

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tigo me obligó a salir tan aceleradamente do Gra- nada. Te dejé, si te acuerdas, metida en un gran embrollo. ¿Cómo saliste de él? ¿No es verdad que necesitaste de toda tu maestría para apaciguar a tu amante portugués?» «¡Nada de eso! respondió Laura . ¿Pues no sabes que en semejantes lances los hombres son tan débiles que ellos mismos aho- rran a veces a las mujeres hasta el trabaje de jus- tificarse?

»Sostuve continuó ella al marqués de Mari- alba que eras hermano mío. Perdone usted, señor de Santillana, que le hable con la familiaridad que en otro tiempo, porque no puedo desprenderme de las costumbres añejas. Diréte, pues, que le habló con desembarazo y entereza. «¿No conoce usted le dije al señor portugués que todo eso es obra de los celos y de la indignación? Narcisa, mi compañera y rival, colérica de ver que yo poseo pacíficamente un corazón que ella ha perdido, forjó todo esto embuste. Cohechó al sotad espabila - dor del teatro, quien para apoyar su resentimien- to tuvo el descaro de decir que me había visto en Madrid sirviendo a Arsenia. Nada hay más falso. ¡La viuda de don Antonio Coello ha tenido siem- pre pensamientos demasiado nobles para querer- se someter a ser criada de una cómica! Fuera de esto, otra patente prueba de la falsedad de esta imputación y de la conspiración de mis acusadores es la preciioitada fuga de mi hermano, que si es- tuviera presente dejaría sin duda bien confundida la calumnia; pero Narcisa ciertamente habrá em-

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pleado algún nuevo artificio para hacerle desapa- recer.»

» Aunque estas razones prosiguió Laura no bastasen para hacer mi completa apología, el mar- qués tuvo la bondad de contentarse con ellas; tan- to, que el candido señor prosiguió amándome hasta el día en que dejó a Granada para volverse a Por- tugal. En verdad, su partida fué muy inmediata a la tuya, y la mujer de Zapata tuvo el consuelo de verme perder el amante que yo le había quitado. Permanecí todavía después algunos años en Gra- nada; pero habiéndose introducido en la compa- ñía disensiones (como frecuentemente sucede entre nosotros), todos los cómicos se separaron: unos marcharon a Sevilla, otros a Córdoba, y yo me vine a Toledo, donde estoy hace diez años con mi sobrina Lucrecia, a quien ayer oíste representar, puesto que estuviste en la comedia.»

No pude dejar de reírme al llegar aquí. Laura me preguntó de qué me reía. «Pues qué, ¿no lo adivinas? le respondí . no tienes hermano ni hermana; por consiguiente, no puedes ser tía de Lucrecia. Además de eso, cuando cotejo el tiempo que ha que nos separamos con la edad que representa Lucrecia, me parece que puede ser algo más estrecho el parentesco entre vosotras dos.

«Ya le entiendo a usted, señor Gil Blas replicó algo sonroj ada la viuda de don Antonio Coello . Como usted tiene tan presentes los tiempos, no hay medio de engañarle. Ahora bien, amigo mío; Lucrecia es hija mía y del marqués de Marialba,

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y el fruto de nuestro trato, porque no quiero ocul- tarte más esta verdad.» «¡Vaya, reina mía repli- qué yo , que es grande el esfuerzo que haces en revelarme este secreto, después que me confiaste tus aventuras con el administrador del hospital de Zamora! Como quiera que sea, yo te aseguro que Lucrecia es una niña de tanto mérito, que el pú- blico jamás podrá agradecerte como debe el re- galo que le hiciste en ella. ¡Ojalá fueran como ésta todos los que le hacen tus compañeras y amigas!»

Quién sabe si algún lector ladino al llegar aquí se acordará de las secretas conversaciones que Laura y yo tuvimos en Granada cuando era secre- tario del marqués de Marialba, y se le antojará sospechar que podía yo tener algún derecho para disputar al marqués su paternidad de Lucrecia; le protesto por mi honor que sería injusta su sos- pecha.

Di en seguida a Laura cuenta de mis aventuras hasta el estado actual de mis asuntos. Oyóme con una atención que mostraba bien no serié indife- rente lo que le decía. «Amigo Santillana me dijo luego que acabé , veo que representas un papel brillante en el teatro del mundo, y no alcanzo a manifestarte lo mucho que me complazco en ello. Cuando yo lleve a Madrid a Lucrecia para colo- carla en la compañía del Príncipe, me atrevo a lisonjearme de que hallará en el iseñor de Santi- llana un poderoso protector.» «No lo dudes le res- pondí— ; cuenta conmigo, que haré admitir a tu

367 hija en la compañía del Príncipe cuando quieras. Esto puedo prometértelo sin hacer alarde de mi poder.» «Desde luego te cogería tu })alabra repli- có Laura , y mañana mismo marcharía a Madrid si no estuviera escriturada en esta compañía.» «Esa escritura la anula una Real orden le respon» di . Yo me encargo de ella, y la recibirás antes de ocho días. Tendré gran placer en robarles a los toledanos tu Lucrecia; una actriz tan linda ha na- cido para los cortesanos, y nos pertenece de de- recho.»

A este tiempo entró Lucrecia en el cuarto. Creí ver a la diosa Hebe: tanta era su gracia y su lin- deza. Acababa de levantarse, y luciendo su her- mosura natural sin los auxilios del arte, presenta- ba a mi vista un objeto encantador. «Ven, sobrina mía le dijo su madre ; ven a agradecer a este señor la buena voluntad que nos tiene. Es uno de mis amigos antiguos, que tiene gran valimiento en la corte, y está empeñado en colocarnos a am- bas en la compañía del Príncipe.» De esto mostró alegría la niña, que me hizo una profunda corte- sía, y me dijo con una sonrisa embelesadora: «Doy a usted muy humildes gracias por su benévola intención. Pero al quererme separar de un públi- co que me estima, ¿está usted seguro de que no des- agradaré al de Madrid? Tal vez perderé en el cam- bio, porque muchas veces he oído decir a mi tía haber conocido actores muy aplaudidos en ima ciudad y silbados en otra, lo cual me sobresalta. Tema usted exponerme al desprecio de la corte

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y exponerse asimismo a sufrir sus reconvenciones.» «Hermosa Lucrecia le respondí , eso es lo que ni uno ni otro debemos temer. Antes bien, lo úni- co que temo es que usted encienda una guerra ci- vil entre los grandes, enamorándolos a todos.» «El sobresalto de mi sobrina ^me dijo Laura me parece mejor fundado que el de usted; pero, bien considerado, ambos los tengo por vanos. Si Lucre- cia no puede llamar la atención pública por sus atractivos, en recompensa, no es tan mala actriz que deba ser despreciada.»

Siguió todavía algún tiempo la conversación, y pude advertir, por la parte que tomó Lucrecia en ella, que era una joven de extraordinario talento. En seguida me despedí de las dos, asegurándoles que inmediatamente recibirían orden de la Corte para ir a Madrid.

CAPITULO II

Da Santillana cuenta de su comisión al ministro, quien le encarga el cuidado de hacer que venga Lu- crecia a Madrid; de la llegada de esta actriz, y de su primera representación en la corte.

Cuando volví a Madrid hallé al conde-duque muy impaciente por saber el resultado de mi viaje. «Gil Blas ^me dijo , ¿has visto a nuestra come- dianta? ¿Merece que se lo haga venir a la corte?» «Señor le respondí , la fama, que pondera co-

369 múnmente más de lo justo a las mujeres hermosas, se queda muy escasa respecto de la joven Lucre- cia, que es una persona admirable, tanto por su hermosura como por sus habilidades.»

«¿Es posible? exclamó el ministro con una sa- tisfacción interior que leí en sus ojos, y que me hizo pensar que me había enviado a Toledo por su in- terés personal . ¿Es posible que Lucrecia sea tan amable como me dices?» «Cuando vuestra excelen- cia la vea. le respondí , confesará que no se pue- de hacer su elogio sin disminuii' sus hechizos.» «San- tillana ^replicó su excelencia , hazme una pun- tual relación de tu viaje, porque tendré particular gusto en oiría.» Tomando entonces la palabra para satisfacer a mi amo, le contó hasta la historia de Laura inclusive. Díjele que esta actriz había tenido a Lucrecia del marqués de Marialba, señor portu- gués que, habiéndose detenido en Granada viajan- do, se había enamorado de ella. Finalmente, des- pués de haber hecho a su excelencia una menuda relación de lo que había pasado entre aquellas comediantas y yo, me dijo: «Me alegro infinito de que Lucrecia sea hija de un sujeto distinguido; eso me interesa todavía más en su favor, y es necesa- rio traerla a la corte. Pero continúa añadió del modo que has comenzado, y no me tomes en boca, sino que en todo ha de sonar únicamente Gil Blas de Santillana.»

Fui a verme con Carnero, a quien dije que su ex- celencia quería que él despachase una orden por la cual el rey admitía en su compañía cómica a Es-

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tela y a Lucrecia, actrices de la de Toledo. «Muy bien, señor de Santillana respondió Carnero con una sonrisa maligna ; al momento será usted servido, porque, según todas las señas, usted se interesa por esas dos damas.» Al mismo tiempo extendió de propio puño y me entregó la orden, que sin pérdida de tiempo envié a Estela por el mis- mo lacayo que me había acompañado a Toledo. Ocho días después llegaron a Madrid madre e hija; fueron a hospedarse en mía fonda inmediata al corral del Príncipe, y su primer cuidado fué en- viármelo a decir por medio de un billete. Pasé al punto a la fonda, en donde, después de mil ofertas por mi parte y de agradecimientos por la suya, las dejé para que se dispusiesen a su primera sa- Uda a las tablas, deseándosela dichosa y brillante.

Se hicieron anunciar al público como dos ac- trices nuevas que la compañía del Príncipe acababa de admitir por orden de la Corte, y representaron por primera vez una comedia que solían represen- tar en Toledo con aplauso.

¿En qué parte del mundo deja de gustar la no- vedad en punto a espectáculos? Hubo aquel día en el corral de comedias un concurso extraordina- rio de espectadores. No necesito decir que no falté a esta representación. Estuve algo agitado antes que la comedia principiase, porque, por más con- fianza que yo tuviera en la habilidad de la madre y de la hija, temía de su éxito; tanto me interesaba por ellas. Pero apenas abrieron la boca se desva- neció mi temor con los aplausos que recibieron.

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Todos celebraban a Estela como una actriz con- sumada en la parte graciosa, y a Lucrecia, como un prodigio para los papeles amorosos. Esta últi- ma arrebató los corazones: unos admiraron la her- mosura de sus ojos, a otros encantó la suavidad de su voz, y sorprendidos todos de sus gracias y de su juventud florida, salieron hechizados de su persona.

El conde-duque, que se interesaba más de lo que yo creía en el estreno de esta actriz, asistió aquella tarde a la comedia, y le vi salir hacia el fin de la función muy prendado, a lo que me pareció, de nuestras dos cómicas. Con la curiosidad de saber si había quedado satisfecho de ellas, le seguí a su casa, y metiéndome en su gabinete, en donde aca- baba de entrar, «Y bien, señor excelentísimo le dije , ¿le ha gustado a vuestra excelencia la Ma- rialbita?» «Mi excelencia ^me respondió sonrién- dose sería descontentadiza si se negara a unir su voto con el del público. Sí, hijo mío; estoy en- cantado de tu Lucrecia, y no dudo que el rey la vea con placer.)^

CAPITULO III

Logra Lucrecia mucha celebridad en la corte; re- presenta delante del rey, que se enamora de ella, y resultas de estos amores.

La primera salida al teatro de las dos actrices nuevas llamó luego la atención en la corte. Habló-

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se de ellas el día siguiente en el cuarto del rey. Al- gunos señores alabaron tanto a Lucrecia y la pin- taron tan hermosa, que el retrato excitó la curio- sidad del monarca, el cual no sólo disimuló la im- presión que le había hecho, sino que calló y apa- rentó no atender aquella conviersación.

Con todo, luego que se vio a solas con el conde- duque le preguntó quién era cierta actriz que tanto le habían ponderado. El ministro le respondió que era una joven cómica de Toledo, que había repre- sentado el día anterior por primera vez con mucha aceptación. «Esta actriz añadió se llama Lucre- cia, nombre que conviene con mucha propiedad a las mujeres de su profesión. Conocíala Santillana y me habló tan bien de ella, que me pareció conve- niente recibirla en la compañía cómica de vuestra majestad.» Sonrióse el rey cuando oyó mi nombre, recordando quizá en aquel momento de que por había conocido a Catalina y presintiendo acaso que le había de prestar el mismo servicio en esta ocasión. Como quiera que esto fuese, el rey dijo al ministro: «Conde, mañana quiero ver representar a esa Lucrecia; ten cuidado de hacérselo saber.»

Contóme el conde-duque esta conversación que había tenido con el rey y me mandó ir a casa de las dos comediantas para prevenirlas de la inten- ción de su majestad. Partí volando, y habiendo en- contrado a Laura la primera, «Vengo le dije a da- ros una gran noticia. Mañana tendréis entre vues- tros espectadores al soberano de la Monarquía; así me ha mandado el ministro que os lo prevenga. No

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dudo que y tu hija emplearéis todos vuestros esfuerzos para corresponder al honor que el mo- narca quiere haceros. A este fin os aconsejo elijáis una comedia en que haya baile y música, para que Lucrecia pueda lucir todas sus habilidades.» «Se- guiremos tu consejo me respondió Laura , y ha- remos lo posible para que su majestad quede con- tento.» «No podrá menos de quedarlo repliqué yo viendo entonces a Lucrecia, que venía en traje ca- sero, con el cual parecía cien veces más agraciada y linda que adornada con las más soberbias galas del teatro . Quedará tanto más contento su ma- jestad de tu amable sobrina cuanto que ninguna cosa le divierte más que el baile y oír cantar. ¿Y quién sabe si acaso no la mirará con buenos ojos tentándole los de Lucrecia?» «No quisiera inte- rrumpió Laiu*a que su majestad tuviese tal ten- tación, porque, a pesar de ser un monarca tan po- deroso, pudiera hallar obstáculos en el cumpli- miento de sus deseos. Aunque Lucrecia se ha cria- do entre bastidores y entre las licencias del tea- tro, tiene virtud, y bien que no le desagraden los aplausos en la escena, todavía aprecia más ser te- nida por doncella honrada que por actriz sobre- saliente.»

«Tía mía dijo entonces la Marialbita tomando parte en la conversación , ¿a qué fin forjar mons- truos imaginarios para combatirlos? Nunca me veré en el caso de desdeñar los suspiros del rey porque la delicadeza de su gusto le Hbrará del sonrojo in- terior que padecería por haberse abatido hasta

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poner los ojos en mí.» «Pero, amable Lucrecia le dije , si aconteciera que el rey quisiese ofrecerte su corazón, ¿serías tan cruel que le dejases suspi- rar a tus pies como a otro cualquier amante?» «¿Y por qué no? respondió prontamente . Sin duda que lo haría así, pues, prescindiendo de la virtud, conozco que mi vanidad se lisonjearía más en re- sistir a su pasión que en rendirme a ella.» No me admiró poco oír hablar de esta manera a una dis- cípula de Laura. Despedíme de las dos, alabando a la última por haber dado a la otra tan buena educación.

Impaciente el rey por ver a Lucrecia, fué la tarde siguiente al teatro. Representóse mía co- m.edia intermediada de música cantante y baile, en la cual sobresalió en todas cosas nuestra joven actriz.

Desde el principio hasta el fin no aparté los ojos del monarca, a ver si podía descubrir por los suyos lo que pasaba en su interior; pero burló toda mi penetración con mi aire de majestuosa gravedad que mostró constantemente hasta el fin, y así, hasta el día siguiente no supe lo que tenía tantas ganas de saber. «Santillana me dijo el ministro , vengo del cuarto del rey. Me ha hablado de Lu- crecia con tan encarecidas expresiones, que no dudo ha quedado muy prendado de ella. Y como yo le tenía dicho que eras quien la hiciste venir de Toledo, ha mostrado deseo de hablar privadamente contigo sobre este particular. Ve al momento a presentarte a la puerta de su cuarto, donde ya hay

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375 orden de que te dejen entrar. Corre y vuelve al instante a enterarme de esa conversación.»

Marché al punto al cuarto del rey, a quien en- contró solo. Paseábase a paso largo esperándome y parecía estar pensativo. Hízome muchas pregun- tas acerca de Lucrecia, cuya historia me obligó a contarle, y cuando la acabé me preguntó si aque- lla joven había tenido alguna distracción. Habién- dole asegurado resueltamente que no, sin embargo de conocer lo arriesgadas que suelen ser semejan- tes aserciones, el monarca dio muestras de gran placer. «Siendo eso a^í ^repuso , te elijo por agen- te mío para con Lucrecia y quiero que sepa por tu conducto qué corazón ha conquistado. Ve a de- círselo de mi parte añadió, entregándome un co- f recito lleno de joyas de valor de más de cincuenta mil ducados y dile que le ruego aceiDte este pre- sente como prenda de otras pruebas más sólidas de mi afecto.»

Antes de desempeñar esta comisión pasé a ver al conde-duque, a quien di cuenta fiel de lo que el rey me había dicho. Pensaba yo que aquel ministro, en lugar de celebrar la noticia la sentiría, porque, como ya dije, sospechaba yo que tenía sus designios amorosos hacia Lucrecia y que sa- bría con sentimiento que su señor era su rival. Pero me engañaba, porque, lejos de desazonarle la noticia, se alegró tanto de oírla que, no pudiendo disimular su gozo, dejó escapar algunas expresio- nes que yo recogí. «¡Ah rey mío! exclamó . ¡Aho- ra sí que te tengo seguro! ¡Desde este punto van a

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intimidarte los negocios!» Este apostrofe me hizo ver con claridad todo el manejo del conde-duque y conocí que este señor, teriaiendo que el monarca quisiera ocuparse en asuntos serios, procuraba dis- traerle con las diversiones más análogas a su ca- rácter. «Santillana ^me dijo luego , no pierdas tiempo. Ve cuanto antes, amigo mío, a obedecer la importante orden que se te ha dado y de que muchos cortesanos se gloriarían se les hubiese con- fiado. Piensa continuó que no tienes aquí ai conde de Lemos que te quite la mejor parte del honor del servicio hecho; tuyo será por entero, y además todo el fruto.»

De este modo me doró su excelencia la pildora, que tragué lo mejor que pude, mas no sin percibir su amargura, porque después de mi prisión me ha- bía acostumbrado a mirar las cosas desde un punto de vista religioso, y el empleo de Mercurio en jefe no me parecía tan honorífico como me decían. No obstante, aunque no era tan vicioso que pudiera ejercitarlo sin remordimiento, tampoco era tanta mi virtud que tuviese valor para rehusarlo. Obe- decí, pues, al rey con tanto mayor gusto cuanto que veía al mismo tiempo que mi obediencia agra- daría al ministro, a quien anhelaba complacer.

Parecióme conveniente avistarme primero con Laura y hablarle del particular a solas. Expúsole mi comisión en los términos más moderados, con- cluyendo mi arenga con ponerle en la mano el co- frecillo. A vista de las joyas, no pudiendo ocultar su alegría, la manifestó abiertamente. «Señor Gil

377 Blas exclamó , a presencia del mejor y más an- tiguo de mis amigos no debo reprimirme. Haría mal en ostentar contigo una fingida severidad de costimabres y andar en retrecherías. Sí, por cierto prosiguió ella , confieso que me faltan voces para explicar el regocijo que me ha causado una conquista tan preciosa, cuyas ventajas conozco. Pero, hablando entre los dos, temo que Lucrecia las mire con otros ojos, porque, aunque criada en el teatro, es tan timorata y de tanto pundonor, que ya ha desechado las ofertas de dos señores amables y opulentos. Dirásme quizá prosiguió ella que dos señores no son dos reyes; convengo en ello, y también en que un amante coronado puede hacer titubear la virtud de Lucrecia. Con todo eso, no puedo menos de decirte que el éxito es muy dudoso, y te aseguro que yo no haré vio- lencia a mi hija. Si ésta, lejos de considerarse favo- recida con el afecto momentáneo del rey, lo mira- como mancha de su recato, espero que este gran monarca no se por ofendido de su repulsa» Vuelve mañana añadió , y te diré si has de He var una respuesta favorable o sus joyas.»

A pesar de esto, yo no dudaba que Laura exhor- taría más bien a Lucrecia a desviarse de su deber que a mantenerse en él, y contaba positivamente con esta exhortación. Sin embargo, supe con sor- presa al día siguiente que Laura había tenido tanta dificultad en encaminar su hija hacia el mal como otras madres la tienen en conducir las suyas hacia el bien, y lo que más hay que admirar todavía es

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que Lucrecia, después de haber tenido algunas conversaciones secretas con el monarca, quedó tan arrepentida de haber condescendido con sus de- seos, que de repente renunció al mundo y se ence- rró en un convento de la villa de Madrid, donde luego enfermó y murió a impulsos de la vergüenza y del dolor. Laura, por su parte, inconsolable de la pérdida de su hija, de cuya muerte se conside- raba autora, se metió en las Arrepentidas, donde pasó el resto de su vida llorando los amargos gustos de sus floridos años. Afligió mucho al rey el inopi- nado retiro de Lucrecia; pero como por su genio naturalmente inclinado a divertirse hacían poca mansión en él las pesadumbres, se fué consolando poco a poco. El conde-duque aparentó la mayor indiferencia e insensibilidad en este suceso, bien que no dejó de desazonarle, como fácilmente lo creerá el advertido lector.

CAPITULO IV

Nuevo empleo que confirió el ministro a Santillana.

Me fué tan sensible la desgracia de Lucrecia y experimenté tantos remordimientos de haber con- tribuido a ella, que, considerándome como un in- fame, a pesar de la elevación del amante a quien había servido, resolví abandonar para siempre el caduceo, y manifestando al ministro la repugnan- cia que me causaba el llevarle, le supliqué me

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emplease en cualquier otra cosa. «Santillana me dijo , me agrada sobremanera tu delicadeza, y pues eres im mozo tan honrado, quiero darte ima ocupación más conforme a tu prudencia; óyela y escucha con atención la confianza que voy a hacer- te. Algunos años antes de mi privanza continuó vi por casualidad a una dama que me pareció tan airosa y tan linda que hice la siguiesen. Supe que era una genovesa llamada doña Margarita Espinó- la, que vivía en Madrid a expensas de su hermo- sura. Me dijeron también que don Francisco de Valcárcel, alcalde de corte, sujeto anciano, rico y casado, gastaba mucho con ella. Esta circimstan- cia, que al parecer debiera haberme inspirado des- precio hacia ella, encendió en el deseo más vehemente de entrar a la parte en sus favores con Valcárcel. Para satisfacer este capricho me valí de una medianera de amor, cuya habilidad me facilitó en breve tiempo una conversación secreta con la genovesa, a la que siguieron otras muchas, de ma- nera que tanto mi rival como yo éramos igual- mente bien admitidos, gracias a nuestras dádivas, y quizá tendría algún otro galán tan favorecido como nosotros dos. Como quiera que sea, Marga- rita, en aquella confusión de cortejantes, llegó in- sensiblemente a ser madre y dio a luz un niño, con cuya paternidad quiso honrar a cada uno de sus amantes en particular; pero como ninguno podía preciarse en conciencia de que le era debido aquel honor, todos lo renunciaron; de suerte que la ge- novesa se vio precisada a criarle en su casa con el

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producto de sus galanteos, lo que duró diez y ocho años, al cabo de los cuales murió la madre, de- jando a su hijo sin bienes y (lo peor do todo) sin educación. Tal es continuó su excelencia la con- fianza que tenía que hacerte; ahora voy a enterar- te del gran proyecto que tengo formado. Quiero sacar de su infeliz suerte a este joven sin ventura, y, haciéndole pasar de un extremo a otro, elevarle a los honores y reconocerle por hijo mío.»

Al oír im proyecto tan extravagante, no me fué posible callar. «¡Cómo, señor! exclamé . ¿Es po- sible que haya cabido en vuestra excelencia una resolución tan extraña? (Perdóneme vuestra exce- lencia esta expresión, hija de mi celo.)» «Tú la ha- llarás justa replicó con precipitación cuando te haya dicho las razones que me han determinado a tomarla. No quiero sean herederos míos mis pa- rientes colaterales. Tal vez me dirás que no soy tan viejo que no pueda todavía esperar tener su- cesión con la condesa de Olivares; pero cada uno se conoce a mismo. Bástete saber que he proba- do inútilmente todos los secretos de la química para volver a ser padre. Así, pues, ya que la fortu- na, supliendo lo que falta a la Naturaleza, me pre- senta un muchacho del cual no es del todo impo- sible sea yo el verdadero padre, quiero adoptarle por hijo. Así lo he resuelto.»

Viendo yo encaprichado al ministro en semejante adopción, dejé de oponerme a su idea, sabiendo era capaz de cualquier gran desacierto antes que desistir de su parecer. «Ahora sólo se trata prosi-

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guió él de dar una educación correspondiente a don Enrique Felipe de Guzmán, porque bajo este nombre quiero que sea conocido hasta que se halle en estado de poseer las dignidades que le esperan. En ti, ini querido Santillana, he puesto los ojos para que le gobiernes. Descuido enteramente en tu capacidad y en tu adhesión hacia sobre el cuidado de establecer su casa, de proporcionarle toda clase de maestros y, en una palabra, de ha- cerlo un caballero completo.» Quise negarme a ad- mitir semejante empleo, representando al conde- duque que no podía en conciencia encargarme de un ministerio que jamás había ejercido y que pedía más ilustración y mérito del que yo tenía; pero luego me interrumpió y me tapó la boca diciendo - me con entereza que absolutamente quería fuese yo el ayo de su hijo adoptivo, a quien destinaba para ocupar los primeros puestos de la Monarquía. Me resigné, pues, a desempeñar este destino por complacer a su excelencia, quien, en premio de mi condescendencia, aumentó mi escasa renta con una pensión de mil escudos, que hizo se me con- cediese, o más bien me dio él, sobre ima encomien- da de la Orden de Montesa.

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CAPITULO V

Es reconocido auténticamente el hijo de la genove-

sa bajo el nombre de don Enrique Felipe de Guz-

mán; establece Santillana la casa de este señor y

le proporciona toda clase de maestros.

Con efecto, tardó poco el conde-duque en reco- nocer por hijo suyo al do doña Margarita Espino* la. Hízose esta adopción por medio de escritura pública y solemne, con noticia y aprobación del rey. A don Enrique Felipe de Guzmán (éste fué el nombre que se dio a aquel hijo de muchos padres) se le declaró por único heredero del condado de Olivares y del ducado de Sanlúcar. El ministro, para que nadie lo ignorase, dio parte de ello por medio de Carnero a los embajadores y a los gran- des de España, quedando todos altamente sorpren- didos. Los ociosos y bufones de Madrid tuvieron asunto para divertirse y reír por largo tiempo, y los poetas satíricos no perdieron tan bella ocasión de desahogar su mordacidad.

Pregunté al conde-duque dónde estaba el per- sonaje que su excelencia quería fiar a mi cuidado. «En Madrid está me respondió a cargo de una tía, de cuya compañía le sacaré luego que le tengas ya buscada casa y familia.» Esto se hizo en poco tiempo: alquilé una habitación, que hice adornar magníficamente; busqué pajes, un porte- ro, criados menores, y con el auxilio de Caporis

383 en breve proveí los empleos principales de la casa. Recibida toda esta gente, di parte a su excelencia, quien hizo venir al equívoco y nuevo vastago del gran tronco de los Guzmanes. Presentóse a mis ojos un mozo de buen aspecto. «Don Enrique lo dijo su excelencia señalándome a con el dedo , este caballero que aquí ves es el sujeto que yo mismo he escogido para que te gobierne y guíe en la carrera del mundo. Tengo puesta en él toda mi confianza y le he dado poder y autoridad absolu- ta sobre ti. Sí, Santillana añadió dirigiéndose a , a tu cuidado le entrego enteramente, muy seguro de que me darás buena cuenta de él.» A estas palabras añadió el ministro otras para exhor- tar al joven a someterse a mi voluntad, después de lo cual llevé a don Enrique conmigo a su casa. Luego que estuvimos en ella hice venir ante él a todos los criados, explicando a cada uno el oficio que tenía. El manifestó no causarle novedad la mutación de estado, antes bien admitía con tanta naturalidad todas las demostraciones de atención y de respeto que se le tributaban como si hubiera sido por nacimiento aquello que representaba por capricho y por casualidad. No le faltaba talento, pero era ignorante en sumo grado. Apenas sabía leer ni escribir. Busquéle un preceptor que le en- señase los rudimentos de la lengua latina, maes- tros de Geografía, de Historia y de esgrima. Ya se deja discurrir que no me olvidaría de un maes- tro de baile, pero había a la sazón tantos y tan famosos en Madrid que solamente me hallé per-

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piejo en la elección, no sabiendo a quién dar la

preferencia.

Hallábame así indeciso, cuando vi entrar en el portal de casa un sujeto ricamente vestido, quien me dijeron quería hablarme. Salí a recibirle, cre- yendo que era cuando menos un caballero de San- tiago o de Alcántara, y después de hacerme mil cortesías que acreditaban su profesión, «Señor de Santillana ^me dijo , como he sabido que es vuestra señoría quien elige los maestros del se- ñor don Enrique, vengo a ofrecerle mis servicios. Yo, señor— añadió , me llamo Martín Ligero, y gracias a Dios tengo bastante reputación. No acos- timibro andar a caza de discípulos, que eso es bue- no para los maestrillos principiantes. Comúnmen- te espero a que me busquen; pero enseñando, como enseño, al señor duque de Medinasidonia, al señor don Luis de Haro y a algunos otros caballe- ros de la Casa de Guzmán, de la cual me precio ser como criado y servidor nato, me pareció ser de mi obligación anticiparme.» «Por lo que usted me dice repuse yo , veo ser el sujeto que nos hacía falta. ¿Cuánto lleva usted al mes?» «Cuatro doblones de oro ^me respondió , que es el precio corriente, y no doy más de dos lecciones por se- mana.» «¡Cuatro doblones! le repliqué . Eso es demasiado.» «¿Cómo demasiado? ^repuso con aire de admiración . ¡Y tal vez vuestra señoría no re- parará en dar un doblón por mes a un maestro de Filosofía!»

No me fué posible contener la risa a vista de

385 una contestación tan ridicula, y pregunté al señor Ligero si en conciencia creía que un hombre de su profesión era preferible a un maestro de Filosofía. «¡Y como que lo creo! me respondió . Nosotros somos cien veces más útiles a la sociedad que esos señores míos. Y si no, dígame vuestra señoría: ¿qué cosa son los hombres antes de pasar por nuestras manos? Estatuas de mármol, osos mal domesticados; pero nuestras lecciones los desbas- tan poco a poco y les hacen tomar insensiblemen- te formas regulares; en una palabra, nosotros les enseñamos actitudes de nobleza y gravedad.»

Rendírae a las razones de aquel maestro de baile y le recibí para que enseñase a don Enrique por los cuatro doblones al mes, que era el precio corriente entre los grandes maestros de aquel arte.

CAPITULO VI

Vuelve Escipión de Nueva España; acomódale Gil Blas en casa de don Enrique; estudios de este seño- rito; honores que se le confieren y con qué señora le casa el conde -duque; cómo a Gil Blas se le hizo noble, con repugnancia suya.

Aun no había recibido la mitad de la familia de don Enrique, cuando Escipión volvió de Méjico. Pregúntele si estaba contento de su expedición. <(Debo estarlo me respondió , pues que con los tres mil ducados que tenía en dinero contante he Gil Blas.-T. III. 25

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traído dos veces más en géneros de buen despacho en este país.» «Hijo mío le dije , yo te doy mil enhorabuenas, y pues has comenzado a hacer for- tuna, en tu mano está acabarla, haciendo el año que viene otro viaje a las Indias, o si te acomoda más un puesto honrado en Madrid, por no expo- nerte a los trabajos y peligros de tan larga nave- gación, no tienes más que hablar, que yo podré dártelo.» «¡Pardiez me respondió el hijo de la Cos- colina , que en eso no hay que dudar! ¡Más quiero ocupar un buen destino al lado de usted que expo- nerme de nuevo a los peligros de una larga nave- gación! Expliqúese usted, mi amo. ¿Qué ocupación piensa dar a su criado?»

Para enterarle más bien de todo, le conté la his- toria del señorito que el conde-duque acababa do introducir en la Casa de Guzmán. Después de ha- berle informado de este curioso pormenor y hecho - le saber que este ministro me había nombrado ayo de don Enrique, le dije que quería hacerle ayuda de cámara de este hijo adoptivo. Escipión, que no deseaba otra cosa, aceptó con gusto este acomodo, y le desempeñó tan bien, que en nrienos de tres o cuatro días se atrajo la confianza y el afecto de su nuevo amo.

Se me había figurado que los pedagogos que ha- bía elegido para enseñar al hijo de la genovesa per- derían su tiempo, pareciéndome que en su edad , sería indisciplinable; sin embargo, engañó mis rece- los. Comprendía y retenía fácilmente cuanto le enseñaban, de lo que estaban muy contentos sus

387 maestros. Pasé inmediatamente a dar esta noticia al conde-duquo, que la recibió con extraordinario gozo. «Santillana me dijo enajenado , no sabes la alegría que me causas con asegurarme que don En- rique tiene feliz memoria y penetración. Esto me hace reconocer en él mi sangre, y acaba de persua- dirme que es hijo mío. No le amaría más si fuera hijo de mi esposa. Amigo, mismo confesarás que la Naturaleza se va explicando.» Guárdeme bien de decir a su excelencia lo que pensaba sobre el particular, y, respetando su flaqueza, le dejé gozar del placer, falso o verdadero, de creerse padre de don Enrique.

Aimque todos los Guzmanes aborrecían de muer- te al tal señorito de nuevo cuño, disimulaban por política, y aun algunos de ellos fingían solicitar su amistad. Visitábanle los embajadores y los gran- des que había en Madrid, tratándole con el mismo respeto y atención que si fuera hijo legítimo del con de -duque. Lisonjeado extremadamente este mi- nistro con el incienso que se ofrecía a su ídolo, se dio prisa a colmarle de dignidades. La printera gra- cia que pidió al rey para don Enrique fué la cruz de Alcántara con una encomienda de diez mil escudos. Solicitó poco después la llave de gentilhombre; y deseando entroncarle con una de las familias más esclarecidas de España, puso los ojos en doña Jua- na de Velasco, hija del duque de Castilla, y fué tanto su poder, que lo logró a pesar del mismo duque, padre de la novia, y de sus parientes.

Algunos días antes de hacerse la boda me envió

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a llamar su excelencia, y luego C[ue me vio me puso en la mano un pergamino, dicióndome: «Aquí tie- nes, Gil Blas, una ejecutoria que he solicitado para ti; ya eres noble.» «Señor le respondí, sor- prendido de lo que acababa de oír , vuestra ex- celencia sabe que yo soy hijo de una dueña y de un escudero. Paréceme que agregarme a la Nobleza sería en cierta manera profanarla., y entre todas las gracias que el rey me puede hacer, ninguna merez- co ni deseo menos.» «Tu humilde nacimiento re- plicó el ministro es un obstáculo muy fácil de allanar. Te has ocupado en los negocios del Estado bajo el ministerio del duque de Lerma y del mío. Además añadió sonriéndose , ¿no has hecho al monarca servicios que merecen ser premiados? En una palabra, Santillana, eres acreedor a la honra que quiero hacerte. Fuera de eso, el empleo que ejerces cerca de mi liijo exige que seas noble, y por eso he solicitado tu ejecutoria.» «Ríndeme, se- ñor— ^le repliqué , puesto que así lo quiere vues- tra excelencia.» Y diciendo esto salí con mi ejecu- toria, metiéndomela en el bolsillo.

«¡Conque ahora soy caballero! me dije a mismo cuando estuve en la calle . ¡Héteme que ya soy noble sin tener que agradecerlo a mis parien- tes! Ya podré cuando me acomode hacer que me llamen don Gil Blas; y si a algún conocido mío se lo antoja reírse de llamándome de este modo, le haré ver mi ejecutoria. Pero leámosla continué, sacándola del bolsillo , y veamos de qué manera se borra en ella el villanismo.» Leí, pues, el real título.

389 que decía en substancia que el rey, en reconoci- miento del celo que en más de una ocasión había mostrado yo por su servicio y por el bien del Es- tado, había tenido a bien recompensarme con la merced de noble, etc. Y me atrevo a decir, en ala- banza mía, que no me inspiró el irienor orgullo; antes bien, no perdiendo jamás de vista la humildad de mi nacimiento, este honor, en vez de engreírme, me humillaba. Por lo mismo me propuse encerrar la ejecutoria en un cajón, en lugar de hacer ostenta- ción de poseerla.

CAPITULO VII

Gil Blas vuelve a encontrar casualmente a Fabricio;

última conversación que ambos tuvieron, y consejo

importante que Núñez dio a Santillana.

El poeta asturiano, como se habrá notado, se olvidaba fácilmente de mí. Por mi parte, mis ocupa- ciones no me permitían ir a visitarle, y así, no había vuelto a verle desde el lance de la famosa diserta- ción sobre la Ifigenia de Eurípides, cuando quiso la casualidad que un día le encontrase en la Puerta del Sol, que salía de una imprenta. Me acerqué a él diciéndole: «¡Hola! ¡Hola, señor Núñez! ¡Usted viene de casa de un impresor! ¡Eso me huele a que quieres regalar al público con alguna nueva com- posición tuya!»

«Sin duda debe esperarla me respondió . Ac-

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tualmente estoy haciendo imprimir un librito que ha de meter mucho ruido entre los Hteratos.» «No dudo de su mérito ^le repliqué ; pero me parece que la mayor parte de esos papeluchos son unas baga- telas que hacen poco honor a sus autores.» «Con- vengo en eso me respondió , pues miiy bien que solamente aquellos ociosos que quieren leer todo cuanto se imprime gustan de divertirse per- diendo el tiempo en la lectura de esos folletos. Con todo, he caído en la tentación, y te confieso que es un hijo de la necesidad. Ya sabes que el hambre es la que obliga al lobo a salir de su madriguera.» «¿Cómo así? repliqué yo admirado . ¿Es po- sible que me llegue a decir esto el autor de El conde de Saldaña? ¿Un hombre que tiene dos mil escu- dos de renta ha de hablar de esta manera?» «¡Vamos poco a poco, amigo! me interrumpió Núñez . Ya no soy aquel poeta afortunado que gozaba de una renta bien pagada. Desordenáronse de repente los negocios del tesorero don Beltrán, disipó el di- nero del rey, embargáronle todos los bienes y se llevó el diablo mi pensión.» «¡Malo es eso! le dije . Pero ¿no te ha quedado aún alguna esperanza por ese lado?» «¡Maldita! me respondió . El señor Gómez del Ribero está tan miserable como su poeta; cayó en el agua, sin que pueda jamas salir a la orilla.» «Según eso, amigo mío repuse yo , te veo en términos de que me será preciso solicitar algún empleo que pueda consolarte de la pérdida de tu pensión.» «No quiero que te tomes ese trabajo me dijo ; aunque me ofrecieras en las secretarías del

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ministro un empleo de tres mil ducados de sueldo, le rehusaría. Las ocupaciones de las oficinas no convienen a los que se han criado entre las musas. A éstos solamente les convienen distracciones lite- rarias. En fin, ¿qué quieres que te diga? Yo nací para vivir y morir poeta, y quiero seguir mi suerte. Por lo demás continuó , no creas que nosotros seamos tan infelices como parece. Fuera de que vivimos en una total independencia, tenemos ase- gurada la comida sin cuidados ni fatigas. Se cree comúnmente que comemos a lo Demócrito; pero es engaño manifiesto. No se hallará entre nosotros ni siquiera uno, sin exceptuar a los compositores de almanaques, que no tenga una buena casa don- de ir a comer. Yo tengo dos, donde soy bien reci- bido, y en ellas dos cubiertos asegurados: uno, en la mesa de un director general de la real Hacienda, a quien dediqué una novela, y otro, en la de un ca- ballero rico de Madrid, que tiene el flujo de querer que siempre le acompañen eruditos a la mesa. Por fortuna, no es muy delicado para elegir, y así, fácil- mente halla cuantos quiere en la población.»

«En ese caso dije al poeta asturiano ya no te tengo lástima, puesto que estás contento con tu suerte. Como quiera que sea, te aseguro de nuevo que en Gil Blas tendrás siempre un buen amigo, a pesar de tu descuido en cultivar su amistad; si ne- cesitas mi bolsillo, acude francamente a mí. Sen- tiré que una vergüenza fuera de tiempo te prive de un auxilio que nunca te faltará, y a me niegue el gi.isto de serte útil.»

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«En esas generosas expresiones exclamó Nú- ñez te reconozco, Santillana, y te doy mil gra.- cias por la gran disposición a favorecerme en que te veo. En prueba de mi gratitud a esa fineza, quiero darte un consejo saludable. Mientras que todavía dura el poder del conde-duque y te mantienes en su gracia, aprovecha el tiempo, date prisa a enri- quecerte, porque ese ministro, a lo que me han ase- gurado, vacila en su asiento.» PregTintéle si aquello lo sabía de buen original, y me respondió: <'Lo s6 por un caballero de Calatrava, viejo, que tiene buen olfato, a quien todos escuchan como un oráculo, y le decir ayer: «El conde-duque tiene muchos ene- »migos, y todos conspiran a derribarle. Cuenta de- >>masiado con el ascendiente que ha logrado sobre »el ánimo del rey; pero el monarca, a lo que se dice, »ha comenzado ya a dar oídos a las quejas que le »llegan de él.» Agradecí a Núñez la prevención, pero hice poco caso de ella, y me volví a casa persuadido de que la privanza de mi amo era indesquiciable, a la manera de aquellas viejas encinas que, arrai- gadas profundamente en la tierra, se burlan de los más violentos huracanes.

CAPITULO VIII

Descubre Gil Blas ser cierto el aviso que le dio Fabricio; hace el rey un viaje a Zaragoza.

Lo que el poeta asturiano me había dicho no ca- recía de fundamento. Se formaba dentro de palacio

393 cierta conspiración para derribar al conde-duque, a cuyo frente se decía estaba la misma reina. Sin embargo, nada se traslucía en el público de las medidas que tomaban los confederados para hacer caer al ministro, y se pasó más de un año sin que yo notase que su privanza disminuyera.

Pero el levantamiento de Cataluña, sostenido por la Francia, y los desgraciados sucesos de la guerra contra los rebeldes dieron motivo a la murmuración del pueblo y a sus quejas contra el Gobierno. Estas fueron causa de que se tuviera un Consejo a pre- sencia del rey, al cpie quiso su majestad concu- rriese el marqués de la* Grana, embajador de la Corte de Viena. Tratóse en él si sería más conve- niente que el monarca se mantuviese en Castilla o f[ue pasase a Aragón a dejarse ver de sus tropas. El con de -duque, que no tenía gana de que el rey saliera para el ejército, habló el primero, y repre- sentó que no juzgaba acertado que su majestad desamparase el centro de sus Estados, apoyando esta opinión con todas las razones que le sugirió su elocuencia. Siguiéronle en la misma todos los miembros del Consejo, a excepción del marqués de la Grana, que, llevado de su celo por la Casa de Austria y con la franqueza genial de su nación, se opiLSO abiertamente al parecer del primer ministro y defendió lo contrario con razones tan poderosas que, convencido el rey de su solidez, abrazó esta opinión, aunque opuesta al sentir de todos los vo- tos del Consejo, y señaló el día de su salida para el ejército.

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Esta fué la primera vez de su vida que el monar-" ca dejó de seguii' el dictamen de su privado; nove- dad que le llenó de amargura, considerándola como una terrible afrenta. Al mismo tiempo que se re- tiraba a su gabinete a tascar en plena libertad el íreno, me vio, me llamó, y encerrándose conmigo en su cuarto, me contó, trémulo, agitado y como fuera de sí, lo que había pasado en el Consejo. En seguida, como si no pudiera volver de su sorj^re- sa, «¡Sí, Santillana continuó ; el rey, que hace más de veinte años que no habla sino por mi boca ni ve por otros ojos que por los míos, ha proferido el dictamen del marqués de la Grana al mío! Pero ¿de qué modo? ¡Colmando de elogios a este emba- jador, y alabando sobre todo su celo por la Casa de Austria, como si este alemán tuviera más que yo! Por aquí fácilmente se conoce prosiguió el ministro que hay un partido formado contra y que la reina está a su cabeza.» «¿Y eso le inquieta a vuestra excelencia? ^le repliqué yo . Doce años ha que la reina está acostumbrada a ver a vuestra excelencia dueño de los negocios, y otros tantos que vuestra excelencia acostumbró al rey a no consultar con su esposa ninguno de ellos. Respecto del marqués de la Grana, pudo muy bien el rey inclinarse a su parecer por el gran de- seo que tiene de ver su ejército y de hacer una cam- paña.» «¡No das en ello! interrumpió el conde . Di más bien que mis enemigos esperan que ha- llándose el rey entre sus tropas estará siempre ro- deado de los grandes que le habrán de seguir, y

395 «ntre ellos habrá más de uno, poco satisfecho de mí, que se atreverá a decir mil males de mi mi- nisterio. ¡Pero se engañan miserablemente aña- dió— , porque sabré disponer que durante el viaje se haga el rey inaccesible a todos los grandes!» Así lo ejecutó efectivamente, pero de un modo que merece referirse por menor.

Llegado el día que se señaló para la salida del rey, después de haber nombrado éste a la reina por gobernadora durante su ausencia, se puso en camino para Zaragoza; pero habiendo querido pasar por Aranjuez, le pareció tan delicioso aquel sitio, que se detuvo cerca de tres semanas en él. De Aranjuez le hizo el ministro ir a Cuenca, donde le tenía dispuestas tales diversiones, que per- maneció largo tiempo en aquella ciudad. De allí se transfirió a Molina de Aragón, donde la caza le embelesó por muchos días. Llegó al cabo a Zara- goza, de donde estaba poco distante el ejército. Ya se preparaba para ir allí; pero el conde-duque se lo disuadió, haciéndole creer que se ponía a peligro de caer en manos de los franceses, que ocupaban las llanuras de Monzón; de suerte que el rej'', ate- morizado de un peligro que no podía temer, re- solvió mantenerse encerrado en su palacio como pu- diera en una prisión. Aprovechándose el ministro de aquel })ánico terror, y bajo pretexto de velar on su seguridad, era, por decirlo así, como un centinela de vista; de manera que los grandes, después de haber hecho excesivos gastos para seguir con la correspondiente decencia al soberano, no tuvieron

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el consuelo de lograr ni una sola audiencia de él. Cansado, finalmente, el monarca o de estar mal alojado en Zaragoza, o de perder el tiempo en ella, o acaso de verse allí prisionero, se restituyó cuanto antes a Madrid, y concluyó así la campa- ña, dejando al marqués de los Vélez, general del ejército, el cuidado de sostener el honor de las armas españolas.

CAPITULO IX

De la rebelión de Portugal, y caída del conde - duque.

Pocos días después del regreso del rey se esparció por Madrid ima mala nueva. Súpose que los portu- gueses, aprovechándose del levantamiento de Ca- taluña, y pareciéndoles ocasión muy oportuna ésta para sacudir el yugo de la dominación de España, habían tomado las armas y aclamado al duque de Braganza por rey de Portugal, resueltos absoluta- mente a mantenerle en el trono, sin miedo de que España lo pudiese estorbar, estando ocupada en Alemania, en Italia, en Flandes y en Cataluña. No les era fácil hallar coyuntura más favorable para librarse de una dominación que aborrecían.

Lo más singular fué que cuando la corte y todos sus habitantes se hallal>an en la mayor consterna- ción por aquella novedad, el conde-duque quiso di- vertir al rey a expensas del duque de Braganza;

397 pero su majestad, lejos de prestarse a sus insípidos gracejos, tomó un semblante serio, que enteramente le inmutó, haciéndole prever su inminente desgra- cia. Acabó el ministro de dar por cierta su caída cuando supo poco después que se había manifes- tado sin reserva contra él, diciendo públicamente que su mala administración había dado lugar a la rebelión de Portugal. Luego que la mayor parte de los grandes, especialmente aquellos que habían seguido al rey en el viajo a Zaragoza, advirtieron la tempestad que se iba levantando contra el con- de-duque, se unieron a la reina. Pero lo que dio el último golpe decisivo fué que la duquesa viuda de Mantua, gobernadora que había sido de Portugal, regresó de Lisboa a Madrid e hizo ver al rey que de la rebelión de los portugueses sólo tenía la culpa la conducta de su primer ministro.

Hicieron tanta impresión en el ánimo del mo- narca las palabras de aquella princesa, que desde el mismo punto cesó el encaprichamiento hacia su privado y se desprendió todo el afeoto que le había tenido. No bien llegó a noticia del ministro que el rey daba oídos a las quejas y murmuraciones de sus enemigos, cuando le escribió pidiéndole licen- cia para dejar su empleo y retirarse de la corte, puesto que se le hacía la injusticia de imputarle todas las desgracias que durante su ministerio ha- bían sucedido a la Monarquía. Parecíale que esta súplica Piaría grande efecto en el corazón del rey, suponiendo que aun se conservaría en él inclina- ción suficiente i^ara no consentir jamás en seme-

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jante retiro; pero la única respuesta de su majes- tad fué que le concedía el permiso que solicitaba, y que así, podía irse adonde mejor le pareciera.

Estas pocas palabras, escritas de propio puño del rey, fueron como un rayo para su excelencia, que no lo esperaba de ninguna manera. Sin embar- go, por más atónito que estuviese, aparentó un aire de entereza y me preguntó qué haría yo en su lugar. Respondíle que fácilmente tomaría mi de- terminación, abandonando para siempre la corte y retirándome a alguno de mis estados a pasar tran- quilamente el resto de mis días. «Piensas juiciosa- mente— repuso mi amo , y estoy resuelto a ir a terminar mi carrera en Loeches, después que haya hablado una sola vez con el monarca para repre- sentarle que he practicado cuanto era posible en lo humano para sostener la pesada carga que tenía sobre mis hombros, sin haber tenido más culpa en los siniestros acontecimientos de que me acusan que la que tiene un diestro piloto que, a pesar de cuanto puede hacer, mira su bajel arrebatado por los vientos y por las olas.» Lisonjeábase el minis- tro de que aun podía aquietarse el rey y volver las cosas al estado en que se habían hallado, pero no pudo conseguir su audiencia; antes bien, se le en- vió a pedir la llave de que se servía para entrar en el cuarto de su majestad siempre que quería.

Conoció entonces que ya no le quedaba espe- ranza y se resolvió buenamente a retirarse. Exa- minó sus papeles y quemó gran parte de ellos, en lo que obró con mucha prudencia. Nombró los de-

399 pendientes y criados que le habían de seguir, y or- denó que todo estuviese pronto para marchar el día siguiente. Temiendo que al salir de palacio le insultase el populacho, se levantó muy de mañana y antes de amanecer salió por la puerta de las co- cinas, y metiéndose en un coche viejo con su con- fesor y conmigo tomó sin riesgo el camino de Loe- ches, pueblo corto de que era señor, donde la con- desa su mujer había fundado un convento de reli- giosas dominicas. En menos de cuatro horas nos pusimos en él, y poco después llegó el resto de la familia.

CAPITULO X

Cuidados que por el pronto inquietaron al conde -

duque; sigúese a ellos un dichoso sosiego; método

de vida que entabló en su retiro.

La condesa de Olivares dejó ir a su marido a Lo eches y permaneció algunos días más en la corte con el objeto de tentar si por medio de súplicas y lágrimas podría hacer que volvieran a llamarle. Pero a pesar de haberse echado a los pies de sus majestades, el rey no hizo aprecio de sus exposi- ciones, aunque preparadas con arte, y la reina, que la aborrecía de muerte, se complacía en verla llorar. No por eso se acobardó la esposa del minis- tro desgraciado. Abatióse hasta el punto de im- plorar la protección de las damas de la reina, pero el fruto que recogió de sus bajezas fué conocer que

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excitaban el desprecio más bien que la compasión. Desconsolada de haber dado tantos pasos degra- dantes, se fué a reunir con su esposo, para lamen- tarse con él de la pérdida de un empleo que, bajo un reinado como el de aquel monarca, puede de- cirse que era el primero de la monarquía.

La relación que hizo la condesa del estado en que había dejado las cosas de Madrid aumentó ex- traordinariamente la aflicción del conde-duque. «Vuestros enemigos le dijo llorando , el duque de Medinaceli y los otros grandes que os aborre- cen, no cesan de alabar al rey por la resolución de haberos separado del ministerio, y el pueblo cele- bra con insolencia vuestra desgracia, como si el fin de todas las que experimenta el Estado depen- diese del de vuestra administración.» «Señora le respondió mi amo , imitad mi ejemplo: llevad con resignación vuestros pesares, porque es pre- ciso ceder a la borrasca que no se puede disipar. Creía yo, es verdad, que podría perpetuar mi vali- miento mientras me durase la vida, ilusión ordina- ria en los ministros y privados, los cuales se olvi- dan x)or lo común de que su suerte depende de la voluntad del soberano. El duque de Lerma, ¿no se engañó igualmente que yo, aunque estaba jjer- suadido de qvie la piirpura con que se hpJlaba re- vestido era im segiu-o garante de la perpetua du- ración de su autoridad?»

De este modo exhortaba el conde-ducjue a su esposa a armarse de paciencia, mientras él mismo se hallaba en una agitación que se renovaba dia-

401 riamente con las cartas que recibía de don Enrique, el cual, habiendo permanecido en la corte para observar cuanto allí pasaba, cuidaba de informarle de todo puntualmente. El portador de estas car- tas era Escipión, que se había quedado en casa del hijo adoptivo de su excelencia, de la cual ha- bía salido yo inmediatamente después de su matri- monio con doña Juana.

Las cartas venían siempre llenas de noticias poco gustosas, y lo peor era que en las circimstancias no se podían esperar otras. Decía en unas que, no contentos los grandes con celebrar públicamente la caída del conde-duque, hacían cuanto podían para que todas sus hechuras fuesen removidas de los empleos que ocupaban y reemplazadas por sus enemigos. Avisaba en otras que iba adquiriendo favor don Luis de Haro, quien, según todas las se- ñales, sería nombrado primer ministro. Pero entre todas las noticias que desazonaban a mi amo, la que más le llegó al alma fué la mutación que se hizo en el virreinato de Ñapóles, que la Corte, úni- camente por desairarle, quitó al duque de Medina de las Torres, a quien él apreciaba, para dárselo al ahnirante de Castilla, a quien siempre había abo- rrecido.

Puede decirse que en el espacio de tres meses todo fué disgustos y desasosiego para el conde - duque; pero su confesor, que era un religioso do- minico tan ejemplar como elocuente, halló modo de consolarle. A fuerza de representarle con ener- gía que ya no debía pensar mas que en su salva-

GIL BLAS.-T. III. 26

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ción, logró, con el auxilio de la divina gracia, la dicha de desprender su ánimo de la corte. Su exce- lencia no quiso ya saber nada de Madrid ni pensar mas que en disponerse para una buena muerte. La condesa, desengañada también, y aprovechándose de la oportunidad que la ofrecía aquel retiro, halló en el convento de religiosas que había fundado todo el consuelo que podía desear, preparado por la divina Providencia. Hubo entre aquellas reli- giosas algunas de singular virtud, cuyos tiernos co- loquios convirtieron insensiblemente en dulcedum- bre los sinsabores de su vida.

Al paso que mi amo apartaba de su pensamiento los negocios del mundo se quedaba más tranquilo. Entabló un nuevo método de vida y una distribu- ción de horas de la manera siguiente: pasaba casi toda la mañana en la iglesia de las monjas oyendo misas; iba en seguida a comer, y después se divertía por espacio de dos horas a varios juegos conmigo y otros criados de su mayor confianza: luego se retiraba por lo regular a su despacho, donde se estaba hasta puesto el sol. Entonces salía a dar un paseo por el jardín o tomaba el coche y daba ima vuelta por las cercanías del lugar, acompañado siempre de su confesor o de mí.

Un día que íbamos solos y que yo admiraba la serenidad que brillaba en su semblante, me tomé la licencia de decirle: «Señor, permítame vuestra excelencia que le manifieste mi regocijo; al ver el aire de satisfacción que vuestra excelencia mues- tra, juzgo que principia a familiarizarse con la so-

403 ledad.» <<Ya estoy del todo familiarizado me res- pondió— , y aunque hace mucho tiempo que estoy habituado a ocuparme en los negocios, te protes- to, hijo mío, que cada día cobro más afición a la vida gustosa y pacífica que aquí disfruto.»

CAPITULO XI

El conde -duque se pone repentinamente triste y pen- sativo; motivo extraordinario de su tristeza y resul- tado fatal que tuvo.

Su excelencia, para variar sus ocupaciones, se entretenía también algunas veces en cultivar su jardín. Un día que yo le estaba viendo trabajar, me dijo en tono festivo: «Aquí tienes, Santillana, a un ministro desterrado de la corte convertido en jardinero en Loeches.» «Señor le respondí en el mismo tono—, me parece que estoy viendo a Dio- nisio Siracusano enseñando a leer y escribir a los niños de Corinto, después de haber dictado leyes en Sicilia.» Sonrióse un poco mi amo de mi respues- ta y mostró que no le desagradaba la comparación.

Toda la familia estaba contentísima y admirada de ver al conde tan superior a su desgracia, rebo- sando de gozo en tuia vida tan diferente de la que había tenido hasta allí, cuando advertimos en él una repentina mudanza, que iba creciendo visible- mente y nos causó grandísimo dolor. Vímosle ta-

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ci turno, pensativo y sepultado en una profmida melancolía. Dejó todo pasatiempo, y ninguna im- presión le hacía cuanto discurríamos para diver- tirle. Así que acababa de comer se encerraba en su cuarto, donde permanecía solo hasta la noche. Pareciónos que aquella tristeza podía nacer de acordarse de la grandeza jDasada, y en esta inteli- gencia le dejábamos a solas con el padre dominico; pero su elocuencia tampoco pudo vencer la me- lancolía del duque, la cual, en vez de disminuirse, cada día se iba aumentando.

Ocurrióme que la tristeza del ministro podía pro- ceder de algún motivo o disgusto reservado que no quería manifestar, lo cual me hizo formar el designio de arrancarle su secreto. Para conseguirlo aguardó el momento de hablarle sin testigos, y ha- biéndole hallado, «Señor le dije con aire mezclado de respeto y de cariño , ¿será permitido a Gil Blas atreverse a hacer una pregunta a su amo?» «Pregunta lo que gustes me respondió , que yo te lo permito.» «¿Qué se ha hecho ^repliqué de aquella alegría que se notaba en el semblante de vuestra excelencia? ¿Habrá perdido ya vuestra ex- celencia aquel ascendiente que tenía sobre la for- tuna? ¿Será acaso posible que la pérdida del favor excite nuevas inquietudes en vuestra excelencia? ¿Querrá vuestra excelencia volver a sim:iergirse en aquel abismo de amarguras de que su virtud le había libertado?» «No; gracias al Cielo respondió el ministro , ya no me atormenta la memoria del gran papel que representé en el teatro de la corte,

405 y olvidé para siempre todos los obsequios que allí se me tributaron.» «Pues, señor le repliqué , si vuestra excelencia ha podido desechar de todas esas memorias, ¿por qué se deja dominar de una melancolía que a todos nos aflige? ¿Qué tiene vues- tra excelencia? Mi querido amo prorrumpí, arr(j- jándome a sus pies , vuestra excelencia tiene al- gún secreto pesar que le devora. ¿Querrá vuestra excelencia hacer un misterio de ello a Santillana, cuya reserva, celo y fidelidad tiene tan conocidos? ¿Qué delito es el mío para haber desmerecido su an- tigua confianza?» «La posees todavía me dijo su excelencia , pero confieso que me cuesta mucha repugnancia revelarte el motivo de la tristeza en que me ves sepultado. Sin embargo, no puedo ne- garme a las instancias de un criado y de un amigo como tú. Sabe, pues, el motivo de mi pena; sólo Santillana me podría merecer que le hiciese seme- jante confesión. continuó , rae domina una negra melancolía, que poco a poco me va acortan- do los días de la vida. Casi a cada instante estoy viendo un espectro que se pone delante de bajo una forma espantosa. Trabajo en vano por persuadirme a mismo de que es una mera ilu- sión, un fantasma que nada tiene de realidad. Sus continuas apariciones me turban y trastornan, y si tengo la cabeza bastante fuerte para vivir per- suadido de que viendo a este espectro nada veo, soy también bastante débil para afligirme con esta visión. Mira lo que me has obligado a que te con- fiese— añadió ; juzga ahora si me sobraba razón

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para ocultar a todos el verdadero motivo de mi

melancolía,»

con tanto dolor como admiración una cosa tan extra ordinaria y que suponía que su máqui- na se iba desorganizando-. «Señor dije al minis- tro— , ¿quién sabe si eso procede del escaso ali- mento que toma vuestra excelencia? Porque su sobriedad es excesiva.» «Eso mismo pensó yo al principio me respondió , y para experimentar si debía atribuirlo a la dieta, como hace algunos días más de lo ordinario, pero todo es inútil, por- que el fantasma no desaparece.» «El desaparecerá le repliqué para consolarle , y si vuestra exce- lencia quisiera distraerse un poco, volviendo a en- tretenerse en el juego con sus fieles criados, me persuado de que no tardaría en verse libre de esos negros vapores.»

Pocos días después de esta conversación cayó su excelencia enfermo, y conociendo él mismo que el mal se haría de cuidado, envió a buscar a Madrid dos escribanos para disponer su testamento, e hizo venir también tres célebres médicos que tenían la fama de curar algunas veces sus enfermos. Luego que se divulgó j)or el palacio la llegada de estos últimos, no se oyeron en él mas que lamentos y gemidos, mirando todos como muy cercana la muer- te del amo; tan imbuidos estaban contra tales pro- fesores. Habían éstos llevado consigo un boticario y un cirujano, ejecutores ordinarios de sus órde- nes, y dejando primero a los escribanos hacer su oficio, entraron en seguida ellos a desempeñar el

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407 suyo. Como seguían los principios del doctor San- gredo, recetaron desde la primera consulta san- grías sobre sangrías, de manera que al cabo de seis días redujeron a los últimos al conde-duque, y al séptimo le libraron de su visión.

La muerte del ministro ocasionó en todo el pa- lacio de Loeches un agudo y sincero dolor. Sus criados le lloraron amargamente, y, lejos de con- solarse de su pérdida con la memoria que hizo de todos en su testamento, no había siquiera uno que no hubiera renunciado gustoso al legado que le tocaba por restituirle a la vida. Yo, que era el más querido de su excelencia y que me había aficiona- do a él por pura inclinación hacia su persona, sen- tí aún más que los otros su fallecimiento. Dudo que Antonia me haya costado más lágrimas que el conde-duque.

CAPITULO XII

Lo que pasó en el palacio de Loeches después de la

muerte del conde-duque y partido que tomó Santi-

Ilana.

Con arreglo a la voluntad del ministro, fué se- pultado su cadáver en el convento de las religio- sas, sin pompa ni ostentación, acompañado de nuestros lamentos. Después de los funerales, la con- desa de Olivares nos hizo leer el testamento, del cual toda la familia tuvo motivo para quedar con-

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tenta. A cada uno dejó el difunto una manda co- rrespondiente al empleo que tenía, siendo la menor de dos mil escudos. La mía fué la mayor de todas; su excelencia me dejó diez mil doblones en prueba del singular afecto que me había profesado. No se olvidó de los hosijitales, y fundó aniversarios en muchos conventos.

La condesa de Olivares envió a Madrid a todos los criados para que cada uno cobrase su manda de su mayordomo don llamón Caporis, que tenía orden de entregársela; pero yo no pude ir con ellos, porque una fuerte calentura, efecto de mi aflicción, me detuvo en el palacio siete u ocho días. No me abandonó en todo ese tiempo el padre dominico, porque este buen religioso me había tomado in- clinación, e interesándose en mi salud, me pregun- tó luego que me vio restablecido qué pensaba hacer de mí. «No todavía, mi reverendo padre, lo que haré ^le respondí , porque en este punto no es- toy aún de acuerdo conmigo mismo. Algunos mo- mentos estoy tentado a encerrarme en una C3lda para hacer penitencia.» «¡Momentos preciosos! ex- clamó el religioso . Señor Santillana, ¡y qué bien haría usted en aj)rovecharse de ellos! Aconsejóle, como amigo, que, sin dejar de ser seglar, se retire para siempre a algún convento, en donde, por me- dio de alg\mas donaciones piadosas de sus bienes, pueda expiar los extravíos de una vida mundana, a ejemplo de muchas personas que han terminado así su carrera.»

En la disposición en que me hallaba no me inco-

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modo el consejo del religioso, y respondí a su reve- rencia que me tomaría tiempo para reflexionarlo. Pero habiendo consultado sobre el particular a Es- cipión, a quien vi un momento después que al pa- dre, se opuso a este pensamiento, que le pareció un delirio. «¿Es posible, señor de Santillana me dijo , que usted se incline a semejante retiro? ¿Pues no tiene en su quinta de Liria otro más agradable? Si en otro tiempo quedó tan enamorado de él, con mayor razón le agradará ahora que se halla en edad más adecuada para dejarse embele- sar de las bellezas y atractivos de la Naturaleza.»

Poco trabajo le costó al hijo de la Coscolina ha- cerme mudar de opinión. «Amigo mío le dije , más puedes que el padre dominico. Veo, con efecto, que me será mejor volver a mi quinta, y a ello me decido. Volveremos a Liria luego que mi salud me permita ponerme en camino, lo que no puede tardar mucho, pues ya estoy sin calentiu-a, y en breve tiempo espero recobrarme del todo.» Fuímonos Escipión y yo a Madrid, cuya vista no me alegró tanto como me alegraba en otro tiempo.

Sabiendo que era casi universal el horror con que se oía el nombre de un ministro cuya memoria me era tan apreciable, no podía mirar esta villa con buen semblante, y así, sólo me detuve en ella cinco o seis días que necesitó Escipión para dispo- ner lo necesario a nuestra salida para Lii'ia. Mien- tras él cuidaba de esto yo me fui a ver con Caporis, que al punto me entregó mi legado en doblones efectivos. Lo mismo hice con los depositarios de

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las encomiendas sobre las cuales yo tenía mis pen- siones. Concerté con ellos el modo de librarme los pagos; en nna palabra, dejé arreglados todos mis asuntos.

El día antes de partir pregunté al hijo de la Coscolina si se había despedido de don Enrique. «Sí, señor -me respondió , y ambos nos hemos sepa- rado esta mañana amistosamente. No obstante, él me ha asegurado que sentía le dejase; pero si él estaba contento conmigo, yo no lo estaba con él. No basta que el criado agrade al amo: es menester también que el amo agrade al criado. De otra ma- nera, se avienen mal. Fuera de que añadió don Enrique no hace sino un triste papel en la corte. Se le mira en ella con el mayor desprecio; en las calles todos le señalan con el dedo y ninguno le llama mas que el hijo de la genovesa. Vea usted ahora si para un mozo de honra sería cosa de gusto servir a un amo desacreditado.»

Salimos por último de Madrid al amanecer y tomamos el camino de Cuenca. Iba ordenado el equipaje de la manera siguiente: mi confidente y yo íbamos en una calesa de dos muías, conducidos por un calesero; seguían tres machos, cargados de ropa y dinero, guiados por dos mozos de muías; tras de éstos venían dos robustos lacayos, escogi- dos por Escipión, montados sobre dos muías y completamente armados. Los mozos llevaban, por su parte, sables, y el calesero, un par de pistolas en el arzón de la silla.

Como éramos siete hombres, y los seis de mucho

411 valor y gran resolución, me puse en camino ale- gremente y sin el menor recelo de que me robasen mi herencia. Al pasar por los pueblos se gallar- deaban nuestros machos y muías haciendo resonar sus campanillas, y los paisanos se asomaban a las puertas para ver pasar nuestro acompañamiento, que les parecía, cuando menos, el de algún grande que iba a tomar posesión de un virreinato.

CAPITULO XIII

Vuelve Gil Blas a su quinta; tiene el gusto de encon- trar ya casadera a su ahijada Serafina, y él mismo se enamora de una señorita.

Quince días tardé hasta Liria, porque no había precisión de acelerar las jornadas. Solamente de- seaba llegar con salud y descansado, lo que efec- tivamente conseguí. La primera vista de mi quinta me causó algunos pensamientos tristes, acordán- dome de mi Antonia; pero luego procuré desechar- los di virtiendo la imaginación a cosas que me gus- tasen, lo que no fué difícil, porque al cabo de vein- ticinco años que habían pasado desde su muerte estaba ya muy mitigado el dolor de aquella pérdida.

Al punto que entró en la quinta vinieron a salu- darme Beatriz y su hija Serafina. Después de esto, el padre, la madre y la hija se llenaron de abrazos, con tantas demostraciones de alegría que me en- cantaron. Luego que se desahogaron fijé la aten-

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ción en mi ahijada y dije: «¡Es posible que sea ésta aquella Serafina que yo dejó en la cuna cuando me ausenté de Liria! ¡Pasmado estoy de verla tan bella y tan crecida! ¡Es menester que pensemos en casarla!» «¿Cómo así, querido padrino? exclamó mi ahijada, sonrojándose un poco al oír mis últi- mas palabras . ¿No bien me ha visto usted cuan- do ya piensa en sei^ararme de sí?» «No, hija mía le respondí , no pretendemos separarte de nos- otros dándote marido; queremos que el que te bus- que consienta en vivir con nosotros.»

«Uno que tiene esa circunstancia dijo entonces Beatriz pretende a la niña. Cierto hidalgo de un lugar inmediato vio a Serafina un día en misa en la iglesia del lugar y quedó muy prendado de ella. Vino después a verme, declaróme su intención y pidió mi consentimiento. «Poco adelantaría usted lo respondí aunque yo se lo concediera. Sera- fina depende de su padre y de su padrino, que son los únicos que pueden disponer de su mano. Lo más que puedo hacer por usted es escribirles para informarles de su soUcitud, honrosa para mi hija.» Con efecto, señores ^jjrosiguió ella , esto iba a escribir a ustedes. Mas ya que se hallan aquí, harán lo que mejor les parezca.»

«Pero, en suma dijo Escipión , ¿qué carácter tiene ese hidalgo? ¿Se parece acaso a la mayor parte de los de su clase? ¿Está envanecido con su no- bleza y es insolente con los plebeyos?» «¡Oh, lo que es eso, no! respondió Beatriz . Es un mozo muy afable y atento con todos, sobre ser bien parecido.

413 y que aun no ha cumplido treinta años.» «Nos ha- ces— -dije a Beatriz un buen retrato de ese caba- llero. ¿Cómo se llama?» «Don Juan de Antella res- pondió la mujer de Escipión . Ha j)oco tiempo que heredó a su padre, y vive en una hacienda pro- pia que sólo dista una legua de aquí, en compañía de una señorita joven, hermana suya.» «Oí en otro tiempo repuse yo hablar de la famiHa de ese hidalgo, que es una de las mas nobles del reino de Valencia.» «Aprecio menos exclamó Escipión la hidalguía que las buenas prendas, y ese don Juan nos convendrá si es hombre de bien.» «A lo menos esa fama tiene dijo Serafina tomando par- te en la conversación , y los vecinos de Liria que le conocen le ponderan mucho.» Cuando estas breves palabras a mi ahijada me sonreí mirando a su padre, el cual conoció por ellas, como yo, que aquel galán no desagradaba a su hija.

Tardó poco el caballero en saber nuestra llega- da, y dos días después vino a presentarse a nuestra quinta. Se nos acercó con buenos modales, y le- jos de que su presencia desmintiese el informe que Beatriz nos había dado, nos hizo formar mucho mayor concepto de su mérito. Díjonos que, como vecino, venía a darnos la bienvenida. Recibímosle con la mayor atención y agrado que nos fué posi- ble; pero esta visita fué de pura urbanidad, pa- sándose toda en recíprocos cumplimientos, y don Juan, sin hablarnos una palabra de su amor a Se- rafina, se retiró, rogándonos solamente que le per- mitiéramos repetir sus visitas para aprovecharse

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mejor de una vecindad que juzgaba había de serle muy gustosa. Después que se fué nos preguntó Beatriz qué tal nos parecía aquel hidalgo; le res- pondimos que nos había prendado y que nos pa- recía que la fortuna no podía ofrecer mejor colo- cación a Serafina.

Al día siguiente, después de comer, salí con el hijo de la Coscolina para ir a pagar la visita que debíamos a don Juan. Tomamos el camino de su lugar guiados por un aldeano que, después de haber caminado tres cuartos de legua, nos dijo: «Aquella es la quinta de don Juan de Antella.» Recorrimos con la vista todos aquellos campos, y estuvimos largo rato sin verla, hasta que, llegando al pie de un collado, la descubrimos en medio de un bosque, rodeada de corpulentos árboles, cuya froudosidad y espesura la ocultaban a la vista. Tenía un aspecto antiguo y deteriorado, que acreditaba menos la opulencia que la nobleza de su dueño. Sin embargo, cuando ya estuvimos dentro advertimos que el aseo y buen gusto de los muebles recompensaba la caduca vejez del edificio.

Don Juan nos recibió en una sala •decentemente adornada, en donde nos presentó una señora, que nombró delante de nosotros su hermana Dorotea y que podía tener de diez y nueve a veinte años. Estaba vestida de gala, como quien esperaba nues- tra visita, cuidadosa de parecemos bien. Y presen- tándose a mi vista con todos sus atractivos, hízo- me la misma impresión que Antonia, os decir, que me quedó turbado; pero supe disimular tanto, que

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ni el mismo Escipión lo pudo advertir. Nuestra conversación versó, como la del día anterior, sobre el contento mutuo que tendríamos de vernos algu- nas veces y de vivir con la armonía de buenos ve- cinos. Don Juan no tomó todavía en boca a Sera- fina, ni por nuestra parte se dijo cosa alguna que le pudiese dar ocasión a. declarar su amor, persua- didos de que en ese punto lo mejor era dejarle venir. Durante la conversación echaba yo de cuan- do en cuando alguna ojeada a Dorotea, sin embargo de simular mirarla lo menos que me era posible, y cada vez que mis miradas se encontraban con las suyas oran éstas otras tantas flechas con que me atravesaba el corazón. Confesaré, con todo, por hacer recta justicia al objeto amado, que no era una hermosura completa: aunque tenía la tez muy blanca y los labios más encarnados que la rosa, su nariz era un poco larga y sus ojos pequeños; sin embargo, el conjunto me embelesaba.

En suma, no salí de casa de Antella con el so- siego con que había entrado, y al volverme a Liria con la imaginación puesta en Dorotea no veía ni hablaba sino de ella. «¿Qué es esto, mi amo? ^rne dijo Escipión mirándome como suspenso . Mucho le ocupa a usted la hermana de don Juan. ¿Le habrá inspirado a usted amor?» «Sí, amigo le respondí , y estoy corrido de ello. ¡Oh Cielos! Yo, que desde la muerte de Antonia he mirado mil hermosuras con indiferencia, ¿será posible que encuentre, a la edad en que me hallo, una que me inflame sin que yo lo pueda resistir?» «Señor me replicó el hijo

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de la Coscolina , parecíame a que debía usted celebrar esa aventura en vez de quejarse de ella. Usted se halla todavía en una edad en que nada tiene de ridículo abrasarse en una amorosa llama, ni el tiempo ha maltratado tanto su semblante que le haya quitado la esperanza de agradar. Créa- me usted: la primera vez que vea a don Juan pídale sin temor su hermana, seguro de que no la podrá negar a un hombre de sus circunstancias. Fuera de que, aun cuando quisiese absolutamente casarla con algún hidalgo, usted lo es, pues tiene su ejecu- toria, que basta para su posteridad. Después que el tiempo haya echado a la tal ejecutoria el espeso velo que cubre el origen de todas las familias, quiero decir, después de cuatro o cinco generacio- nes, la descendencia de los Santillana será de las más ilustres.»

CAPITULO XIV

De las dos bodas que se celebraron en la quinta de

Liria, con lo cual se da fin a la historia de Gil Blas

de Santillana.

Animóme tanto Escipión a declararme amante de Dorotea, que ni siquiera me pasó por la imagi- nación que me exponía a un desaire. Con todo eso, no me determinó a ello sin cierto recelo. Aunque mi rostro disimulaba mucho mis años y podía qui- tarme a lo menos diez de los que tenía sin miedo

417 de no ser creído, no por eso dejaba de dudar con fundamento que pudiera agradar a una mujer jo- ven y hermosa. Sin embargo, resolví arriesgarme y hacer la petición la primera vez que viera a su hermano, el cual, por su parte, no teniendo seguri- dad de conseguir a mi ahijada, no estaba sin zo- zobra.

Volvió a mi quinta al día siguiente por la ma- ñana, a tiempo que acababa de vestirme. «Señor de Santillana me dijo , hoy vengo a Liria a tratar con usted de un asunto muy serio.» Hícele entrar en mi despacho, y desde luego empezó a hablar sobre el particular. «Creo me dijo que no ignora usted el negocio que me trae. Yo amo a Serafina; usted lo puede todo con su padre; supli- cóle favorezca mi pretensión, disponiendo que con- siga el objeto de mi amor. ¡Deba yo a usted la feUcidad de mi vida!» «Señor don Juan Je respon- dí— , ya que usted ha ido derechamente al asunto, no extrañe que yo imite su ejemplo, y que, des- pués de haberle prometido mis buenos oficios para con el padre de mi ahijada, implore los de usted para con su hermana.»

A estas últimas palabras don Juan dejó escapar un tierno suspiro, del cual inferí un agüero favora- ble. «¡Es posible, señor exclamó prontamente , que Dorotea a la primera vista haya conquistado vuestro corazón!» «Me ha encantado le dije , y me tendré por el hombre más dichoso del mundo si mi pretensión agradase a uno y a otra.» «De eso debe usted estar seguro me replicó , pues, aun- GiL Blas. -T. III. 27

418

que somos nobles, no desdeñamos el enlace de usted.» «Me alegro repuse yo que no tenga usted dificultad en admitir por cuñado a un plebeyo; esto mismo me obliga a estimarle más, porque es prueba de su buen juicio. Pero sepa usted que, aun cuando su vanidad le indujese a no permitir que su hermana diera la mano a ninguno que no fuera noble, todavía tenía yo con quó contentar su pre- sunción. Veintiocho años me he empleado en las oficinas del Ministerio; y el rey, para recompen- sar los servicios que hice al Estado, me gratificó con una ejecutoria de nobleza, que voy a enseñar a usted.» Diciendo esto, saqué la ejecutoria de un cajón, entregúesela al hidalgo, que la leyó de cruz a fecha atentamente con la mayor satisfacción. «Está muy buena me dijo al devolvérmela . Do- rotea os de usted.» «Y usted exclamé yo cuente con Serafina.»

Quedaron, pues, detei*minados de esta manera entre nosotros los dos matrimonios, y sólo restaba saber si las novias consentirían gustosas; porque ni don Juan ni yo, igualmente delicados, pretendíamos conseguirlas contra su volmitad. Volvióse este hi- dalgo a su quinta de Antella a participar mi pre- tensión a su hermana, y yo llamé a Escipión, Bea- triz y mi ahijada para darles parte de la conver- sación que había tenido con don Juan. Beatriz fué de dictamen que se le admitiese por esposo sin va- cilar, y Serafina dio a entender con su silencio que era del mismo parecer que su madre. No fué de otro su padre; pero mostró alguna inquietud por

419 el dote que le parecía preciso dar, correspondiente a un hidalgo como aquél, y cuya quinta tenía ur- gente necesidad de reparos. Tapó la boca a Esci- pión diciéndole que eso me tocaba a mí, y que yo le daba cuatro mil doblones de dote a mi ahijada.

Fui a ver a don Juan aquella misma tarde. «Vues- tro asunto le dije va a pedir de boca; deseo que el mío no se halle en peor estado.» «Va que no pue- de ir mejor me respondió . No he necesitado emplear la autoridad para obtener el consenti- miento de Dorotea. La peraona de usted lo conten- ta y sus modales le agradan. Usted recelaba no ser de su gusto, y ella teme con más razón que no pudiendo ofrecerle más que su corazón y su mano...» «¡Qué más puedo desear! exclamó fuera de de alegría . Una vez que la amable Dorotea no tenga repugnancia a unir su suerte con la mía, nada más pido. »Soy bastante rico para casarme con ella sin dote, y con sólo poseerla quedarán colmados todos mis deseos.»

Don Juan y yo, completamente satisfechos de haber conducido dichosamente las cosas a este esta- do, resolvimos excusar todas las ceremonias su- perfluas, para acelerar cuanto antes nuestras bodas. Dispuse que mi futuro cuñado se abocase con los padres de Serafina; y convenidos en las capitula- ciones del matrimonio, se despidió de nosotros, pro- metiendo volver al día siguiente acompañado de su hermana Dorotea. El deseo de parecer bien a esta señorita me obligó a emplear lo menos tres horas largas en vestirme, engalanarme y adoni-

420

zarme, y ni aun así me pude reducir a estar con- tento de mi figura. Para un mozalbete que se dis- pone a ir a ver a su querida esto es un recreo; mas para im hombre que comienza a envejecer, es una ocupación. Con todo, fui más afortunado de lo que esperaba; volví a ver a la hermana de don Juan, y ella me miró con semblante tan favorable, que toda- vía me presumí valer alguna cosa. Tuve con ella una larga conversación; quedó hechizado de su ca- rácter y de su juicio, y me persuadí de que, con buen tratamiento y mucha condescendencia, po- dría llegar a ser un esposo querido. Lleno de tan dulce esperanza, envió a buscar dos escribanos a Valencia, que formalizaron la escritura matrimo- nial. Después acudimos al cura do Paterna, que vino a Liria y nos casó a don Juan y a con nues- tras novias.

Encendí, pues, por la segunda vez la antorcha de Himeneo, y nunca tuve motivo para arropen - tirme. Dorotea, como mujer virtuosa, no tenía ma- yor gusto que cumplir con su obligación; y como yo prociu-aba adelantarme a llenar sus deseos, tar- dó poco en enamorarse de mí, como si yo estuviera en mi juventud. Por otra parte, en don Juan y en mi ahijada se encendió con igual viveza el amor conyugal; y lo más singular fué que las dos cuña- das contrajeron la más estrecha y sincera amistad. Por mi parte, advertí en mi cuñado tan buenas prendas, que le cobré un verdadero cariño, que no me pagó con ingratitud. En fin, la imión que rei- naba entre nosotros era tal, que cuando teníamos

421

que separarnos por la noche para volvemos a re- unir el día siguiente esta separación no se verifi- caba sin sentimiento; lo que dio motivo a que am- bas familias nos resolviésemos a no formar mas que una sola, que tan pronto vivía en la quinta de Liria como en la de Antella, a la cual, para este efecto, se le hicieron grandes reparos con los do- blones d« su excelencia

Tres años hace ya, amigo lector, que paso una vida deliciosa al lado de personas tan (][ueridas. Para colmo de mi dicha, el Cielo se ha dignado con- cederme dos hijos, de quienes creo prudentemente ser padre y cuya educación va a sor el entreteni- miento de mi ancianidad.

FIN DEL TERCEBO T ÚLTIMO TOMO

índice del tomo III

LIBRO OCTAVO

Paginase

Capítulo I. Gil Blas adquiere un buen conocimiento y logra un buen empleo, que le consuela de la ingratitud del conde Gallano. Historia de don Valerio de Luna . . 5

Oapítülo II. Presentan a Gil Blas al duque de Lerma, quien le admite por uno de sus secretarios. Este minis- tro le señala el trabajo que ha de hacer y queda gusto- so de él 12

Capítulo III. -Sabe Gil Blas que su empleo no deja de tener desazones. De la inquietud que le causó esta nue- va y de la conducta que se vló obligado a guardar. . , 18

Capítulo IV. Gil Blas consigue el favor del duque de

Lerma, que le confia un secreto de Importancia. ... 28

Capítulo V. - En el que se verá a Gil Blas lleno de gozo,

de honra y de miseria 26

Capítulo VI. Qué modo tuvo Gil Blas de dar a conocer su pobreza al duque de Lerma y cómo se portó con él este ministro 31

Capítulo Vil. De lo bien que empleó sus mil quinien- tos ducados; del primer negocio en que medió y del provecho que sacó de él 38

Capítulo VIII. -Historia de don Rogerio de Rada. ... 41

Capítulo IX. Por qué medios Gil Blas hizo en poco tiempo una gran fortuna y de cómo tomó el aire de persona de importancia 52

Capítulo X.— Corrómpense enteramente las costumbres de

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Páginas.

Gil Blas en la corte; del encargo que le dio el conde de Lemos y de la intriga en que este señor y él se naetieron. 62

Capítulo XI. De la visita secreta y de los regalos que el

príncipe hizo a Catalina 71

Capítulo XII. - Quién era Catalina; perplejidad de Gil Blas, su inquietud y la precaución que tomó para tran- quilizar su ánimo 77

Capítulo XIíI.- Sigue Gil Blas haciendo el papel de se- ñor; tiene noticias de su familia; impresión que le hi- cieron; se descompadra con Fabricio 81

LIBRO NOVENO

Capítulo l. Escipión quiere casar a Gil Blas y le pro- pone la hija de un rico y famoso platero; de los pasos que se dieron a este fin 87

Capítulo 11. Por qué casualidad se acordó Gil Blas de don Alfonso de LeJva, y del servicio que le hizo .... 92

Capítulo III. De los preparativos que se hicieron para el casamiento de Gil Blas y del grande acontecimiento que los inutilizó 9&

Capítulo IV. -De qué modo fué tratado Gil Blas en la

torre de Segovia y de cómo supo la causa de su prisión. 98

Capítulo V. De lo que reflexionó antes de dormirse y

del ruido que le despertó. 104

Capítulo VI. Historia de don Gastón de Cogollos y de

doña Elena de Galisteo 108

Capítulo VII. Escipión va a la torre de Segovia a ver a

Gil Blas y le da muchas noticias 130

Capítulo VIII. Del primer viaje que hizo Escipión a Madrid; cuál fué el motivo y éxito de él; dale a Gil Blas una enfermedad y resultas que tuvo 134

Capítulo IX. Escipión vuelve a Madrid; cómo y con qué condiciones alcanzó la libertad de Gil Blas; adonde fueron los dos después de haber salido de la torre de Segovia y conversación que tuvieron 140

Capítulo X. De lo que hicieron al llegar a Madrid; a

425

Páginas.

quién encontró Gil Blas en la calle y de lo que siguió

a este encuentro 144

LIBRO DÉCIMO

Capítulo I. Sale Gil Blas para Asturias y pasa por Va- lladolid, donde visita a su amo antiguo, el doctor San- gredo, y se encuentra casualmente con el señor Manuel Ordóñez, administrador del hospital 151

Capítulo II. Prosigue Gil Blas su viaje y llega felizmen- te a Oviedo; en qué estado halla a su familia; muerte de su padre, y sus consecuencias 162

Capítulo III. Toma Gil Blas el camino del reino de Va- lencia y llega en fin a Liria; descripción de su quinta; cómo fué recibido en ella y qué gentes encontró alU. . . 172

Capítulo IV. Marcha Gil Blas a Valencia y visita a los señores de Leiva; de la conversación que tuvo con ellos y de la buena acogida que le hizo doña Serafina. . . . 179

Capítulo V. Va Gil Blas a la comedia y ve representar una tragedia nueva; qué éxito tuvo la pieza. Carácter del pueblo de Valencia 185

Capítulo VI. Gil Blas, paseándose por las calles de Va- lencia, encuentra a un religioso a quien le parece cono- cer; qué hombre era este reUgioso 190

Capítulo vil. Gil Blas se restituye a su quinta de Liria; de la noticia agradable que Escipión le dio y de la re- forma (lúe hicieron en su famiUa 198

Capítulo VIH. - Amores de Gil Blas y de la bella Antonia. 203

Capítulo IX. -Casamiento de Gil Blas y la bella Antonia; aparato con que se hizo; qué personas asistieron a él y fiestas con que se celebró 210

Capítulo X, Lo que sucedió después de la boda de Gil Blas y de la bella Antonia. Principio de la historia de Escipión 217

Capítulo XI. -Prosigue la historia de Escipión 248

Capítulo XII. -Fin de la historia de Escipión 263

426

Páginas.

LIBEO UNDÉCIMO

Capítulo I. De cómo Gil Blas tuvo la mayor alegría que había experimentado en su vida y del funesto ac- cidente que la turbó. Mutaciones sobrevenidas en la corte, que fueron causa de que Santillana volviese a ella. 287

Capítulo II. -Marcha Gil Blas a Madrid, déjase ver en la corte, reconócele el rey, recomiéndale a su primer ministro y efectos de esta recomendación 293

Capítulo III. Del motivo que tuvo Gil Blas para no po- ner por obra el pensamiento de dejar la corte y del im- portante servicio que le hizo José Navarro 299

Capítulo IV. Logra Gil Blas el afecto y confianza del

conde de Olivares 802

Capítulo V. Conversación secreta que tuvo Gil Blas con Navarro y primera cosa en que le ocupó el conde de Olivares 305

Capítulo VI. -En qué invirtió Gil Blas estos trescientos doblones y comisión que dló a Escipión. Besoltado de la Memoria de que acaba de hablarse 312

Capítulo VII. Por qué casualidad, en dónde y en qué estado volvió a encontrar Gil Blas a su amigo Fabri- do y conversación que tuvieron 317

Capítulo VIII. Gil Blas se granjea cada día más el afec- to del ministro; vuelve Escipión a Madrid y relación que hace a Santillana de su viaje 322

Capítulo IX.— Cómo y con quién casó el conde-duque a su hija única y los sinsabores que produjo este matri- monio 326

Capítulo X. Encuentra Gil Blas casualmente al poeta Núñez; refiérele éste que se representa una tragedia suya en el teatro del Príncipe; desgraciado éxito que tuvo y efecto favorable que le produjo esta desgracia. . . . 830

Capítulo XI. Consigue Santillana un empleo para Esci- pión, el cual se embarca para Nueva España 335

Capítulo XII. -Llega a Madrid don Alfonso de Leiva;

427

Páginas.

motivo de su viaje; grave aflicción de Gil Blas y ale- gría que la siguió 338

Capítulo XIII. -Encuentra Gil Blas en palacio a don Gastón de Cogollos y a don Andrés de Tordesillas; adon- de fueron todos tres; fin de la historia de don Gastón y doña Elena de Galisteo; qué servicio hizo Santillana a Tordesillas 343

Capítulo XIV. - Va Santillana a casa del poeta Núñez; qué personas encontró en ella y qué conversación tu- vieron allí 352

LIBRO DUODÉCIMO

Capitulo I. -Envía el ministro a Toledo a Gil Blas; mo- tivo y éxito de su viaje 357

Capítulo II. Da Santillana cuenta de su comisión al mi- nistro, quien le encarga el cuidado de hacer que venga Lucrecia a Madrid; de la llegada de esta actriz y de su primera representación en la corte 368

Capítulo III. Logra Lucrecia mucha celebridad en la corte; representa delante del rey, que se enamora de ella, y resultas de estos amores 371

Capítulo IV.— Nuevo empleo que confirió el ministro a

Santillana 378

Capítulo V. Es reconocido auténticamente el hijo de la genovesa bajo el nombre de don Enrique Felipe de Guz- mán; establece Santillana la casa de este señor y le pro- porciona toda clase de maestros 382

Capítulo VI. Vuelve Escipión de Nueva España; aco- módale Gil Blas en casj de don Enrique; pstudiOH de este St^ñorito; hoíiores que se le confieren y con qué señora le casa el conde-duque; c^mo a Gil Blas se le hizo no- ble, con repugnancia suya 385

Capítulo Vil, Gil Blas vuelve a encontrar casualmente a Fabricio; última conversación que ambos tuvieron y consejo importante que Núúez dio a Santillana .... 389

428

Páginas-

Capítulo VIII.— Descubre Gil Blas ser cierto el aviso que

le dio Fabricio; hace el rey un viaje a Zaragoza 392

Capítulo TX.-De la rebelión de Portugal y caída del

conde-duque 396

Capítulo X. Cuidados que por el pronto inquietaron al conde-duque; sigúese a ellos un dichoso sosiego; método de vida que entabló en su retiro 399

Capítulo XI. El conde-duque se pone repentinamente triste y pensativo; motivo extraordinario de su tristeza y resultado fatal que tuvo 403

Capítulo XII. Lo que pasó en el palacio de Loeches des- pués de la muerte del conde-duque y partido que tomó Santillana 407

Capítulo XIII. Vuelve Gil Blas a su qmnta; tiene el gus- to de encontrar ya casadera a su ahijada Serafina y él mismo se enamora de una señorita 411

Capítulo XIV. De las dos bodas que se celebraron en la quinta de Liria, con lo cual se da fin a la historia de Gil Blas de Santillana 416

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