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LA CONDENADA

OBRAS DEL AUTOR

CUENTOS VALENCIANOS.

EN EL PAÍS DEL ARTE (viajes),

ARROZ Y TARTANA (novela).

FLOR DE MAYO (novela).

LA BARRACA (novela).

SÓNNICA LA CORTESANA (novela).

ENTRE NARANJOS (novela).

CASAS Y BARRO (novela).

LA CATEDRAL (novela).

EL INTRUSO (novela).

LA BODEGA (novela).

LA HORDA (novela).

LA MAJA DESNUDA (novela).

ORIENTE (viajes).

LOS MUERTOS MANDAN (novela;.

LUNA BENAMOR (novelas).

ARGENTINA Y SUS GRANDEZAS (viajes).

SANGRE Y ARENA (novela).

LOS ARGONAUTAS (novela).

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS (novela):

MARE NOSTRUM (novela).

c

Es PROPiBDAí). Keservados todos loa derechos de reproduceiÓB/ traducción y adaptación.— Copyright 1916, by Blasco Ibáñez.

1-4 O

Vicente Blasco ibañez

CONDENADA

(CUENTOS)

PROMETEO

SOCIEDAD BDITOniAL

Oernuinfas, P 5.-VALENCIA

OBRAS TRADUCIDAS DEL AUTOR

Terres maudites (Traducción de

G. Hérelle), París. Fleur de Mai (Traducción de G.

Hérelle), París. BOUE ET BoSEAüx (Traducción de

Maurice Bixio), París.

CONTES ESPAGNOLS (TraduccióD de G. Menetrier), París.

Dans l'ombre de la cathédrale (Traducción de G. Hérelle), París.

Térras malditas (Traducción de Napoleáo Toscano), Lisboa.

A Cathedral (Traducción de Ri- veiro de Carvalho y Moraes Ro- sa), Lisboa.

Die Kathedrale (Traducción de Josy Priems), Zurich.

Flor de Mayo (Traducción de Josy Priems), Zurich.

Erdfluch (Traducción de Wil- helm Thal), Berlín.

Schilfund Schlamm (Traducción de Wilhelm Thal), Berlín.

Der Eindringlino (Traducción de J. Broutá), Berlín.

De Vloek (Traducción del doctor A. A. Fokker), Haarlem.

Waar Oranjeboomen Bloeien (Traducción del Dr. A. A. Fok- ker), Amsterdam.

Chalupa (Traducción de A. Pik- hart), Praga.

Marná Chloüba (Traducción de A. Pikhart), Praga.

Ah, il pane!... (Traducción de F. Gelormini), Palermo.

Hvad en Mand har at gove (Tra- ducción de Johanue Alien), Co- penhague.

ViNNYi Sklad (Traducción de M.

Watson), Petersburgo.

Bodega (Traducción de K. G.), Pe- tersburgo.

Pbokliatac PoLE (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

SOBOR (Traducción de M. Watson), Petersburgo.

DuoYÑOY viSTREL (Traducoión de M. Watson), Petersburgo.

Geleznodorognoy Zaiaz (Tra- ducción de M. Watson), Peters- burgo.

Naloguiza obnagnenaia (Tra- ducción de M. Watson), Peters- burgo.

Arenes sanglantes (Traducción de G. Hérelle), París.

La Horde (Traducción de G. Hé- relle), París.

A cortezan de Sagunto (Traduc- ción de Riveiro de Carvalho y Moraes Rosa), Lisboa.

O Intruso (Traducción de Carva- lho), Lisboa.

L'Intrus (Traducción de Renée liafont), París.

A Adega (Traducción de E. Sousa Costa), Lisboa-Río Janeiro.

Sur les Orangers (Traducción de G. Menetrier), París.

Les morts commandent (Traduc- ción de Berta Delaunay), París.

Sonnica (Traducción de Francés Douglas), Nueva York.

The Blood of the Arena (Tra- ducción de Framces Douglas), Chicago.

The Shadow op the Cathedral (Traducción de Mrs. W. A.Gilloa- pie), Londres-Nueva York.

Blood and sand (Traducción de Mrs. W. A. Gillespie), Londres.

Obras completas de Blasco Ibá- ÑEZ (en ruso). Edición en 16 volú- menes con un retrato del autor (Traducción de Taitiana Herzens- tein y otros), Moscou.

Sangue e Arena (Traducción de Ida Mango), Ñapóles.

Oriente (Traducción de Ferreira Martins), Lisboa.

Die Hetare von Sagunt (Traduc- ción de W. Leydhecker), Berlín.

Bloed en zand (Traducción de M. Van Raalte), Amsterdam.

LA CONDENADA

Catorce meses llevaba Rafael en la es- trecha celda.

Tenía por mundo aquellas cuatro pare- des, de un triste blanco de hueso, cuyas grietas y desconchaduras se sabía de me- moria; su sol era el alto ventanillo cruzado por hierros que cortaban la azul mancha del cielo; y del suelo de ocho pasos apenas si era suya la mitad, por culpa de aquella cadena escandalosa y chillona, cuya argo- lla, incrustándosele en el tobillo, había lle- gado casi a amalgamarse con su carne.

Estaba condenado á muerte, y mientras en Madrid hojeaban por última vez los pa- pelotes de su proceso, él se pasaba allí me- ses y meses enterrado en vida, pudriéndose, como animado cadáver, en aquel ataúd de argamasa, deseando, como un mal momen-

6 V. BLASCO IBÁÑEZ

táneo que pondría fin á otros mayores, que llegase pronto la hora en que le apretaran el cuello, terminando todo de una vez.

Lo que más le molestaba era la limpie- za; aquel suelo barrido todos los días y bien fregado, para que la humedad, filtrándose á través del petate, se le metiera en los huesos; aquellas paredes, en las que no se dejaba tener ni una mota de polvo. Hasta la compañía de la suciedad le quitaban al preso. Soledad completa. Si allí entrasen ratas, tendría el consuelo de partir con ellas la escasa comida y hablarlas como buenas compañeras; si en los rincones hu- biera encontrado una araña, se habría en- tretenido domesticándola.

No querían en aquella sepultura otra vida que la suya. Un día, ¡cómo lo recorda- ba Rafael I un gorrión se asomó á la reja, cual chiquillo travieso. El bohemio de la luz y del espacio piaba como expresando la extrañeza qne le producía ver allá abajo aquel pobre ser amarillento y flaco, estre- meciéndose de frío en pleno verano, coa I unos cuantos pañuelos anudados á las sie- nes y un harapo de manta ceñido á los ri-

LA CONDENADA 1

ñones. Debió asustarle aquella cara angu- losa y pálida, con una blancura de papel mascado; le causó miedo la extraña vesti- dura de pielroja y huyój sacudiendo sus plumas como para librarse del vaho de se- pultura y lana podrida que exhalaba la reja.

El único rumor de vida era el de los compañeros de cárcel que paseaban por el patio. Aquéllos al menos veían cielo li- bre sobre sus cabezas, no tragaban el aire á través de una aspillera; tenían las piernas libres y no les faltaba con quien hablar. Hasta allí dentro tenía la desgracia sus gradaciones. El eterno descontento huma- no era adivinado por Rafael. Envidiaba el á los del patio, considerando su situación como una de las más apetecibles; los pre- sos envidiaban á los de fuera, á los que gozaban libertad, y los que á aquellas ho- ras transitaban por las calles tal vez no se considerasen contentos con su suerte, am- bicionando iquión sabe cuántas cosas f... |Tan buena que es la libertadl... Merecían estar presos.

Se hallaba en el último escalón de la desgracia. Había intentado fugarse perfo-

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rando el suelo en un arranque de deses- peración, y la vigilancia pesaba jsobre él incesante y abrumadora. Si cantaba, le im- ponían silencio. Quiso divertirse rezando con monótono canturreo las oraciones que le enseñó su madre, y que sólo recordaba á trozos, y le hicieron callar. ¿Es que in- tentaba fingirse loco? ¡A ver, mucho silen- cio! Le querían guardar entero, sano de cuerpo y espíritu, para que el verdugo no operase en carne averiada.

¡Loco! No quería serlo; pero el encierro, la inmovilidad y aquel rancho escaso y malo acababan con el. Tenía alucinaciones; algunas noches, cuando cerraba los ojos molestado por la luz reglamentaria, á la que en catorce meses no había podido acostum- brarse, le atormentaba la estrafalaria idea de que, durante el sueño, sus enemigos, aquellos que querían matarle y á los que no conocía, le habían vuelto el estómago del revés. Por esto le atormentaban con crueles pinchazos.

De día, pensaba siempre en su pasado^ pero con memoria tan extraviada, que creía repasar la historia de otro.

LA CONDENADA 9

Recordaba su regreso al pueblecillo natal, después de su primera campaña car- celaria por ciertas lesiones; su renombre en todo el distrito, la concurrencia de la taber- na de la plaza admirándole con entusias mo: ¡Qué bruto es Rafael! La mejor chica del pueblo se decidía á ser su mujer, más por miedo y respeto que por cariño; los del Ayuntamiento le halagaban dándole esco- peta de guardia rural, espoleando su bru- talidad para que la emplease en las elec- ciones; reinaba sin obstáculos en todo el término; tenía á los otros, los del bando caí- do, en un puño, hasta que, cansados éstoS; se ampararon de cierto valentón que aca- baba de llegar también de presidio, y lo co- locaron frente á Rafael.

¡Cristo! El honor profesional estaba en peligro: había que mojar la oreja á aquel individuo que le quitaba el pan. Y como consecuencia inevitable, vino la espera al acecho, el escopetazo certero y el rematarle con la culata para que no chillase ni pata- lease más.

En fin... ¡cosas de hombres! Y como final, la cárcel, donde encontró antiguos

10 V. BLASCO IBÁÑEZ

compañeros; el juicio, en el cual todos los que antes le temían se vengaban de los miedos que habían pasado declarando con- tra él; la terrible sentencia y aquellos mal- ditos catorce meses aguardando que llegase de Madrid la muerte, que, por lo que se ha- cía esperar, sin duda venía en carreta.

No le faltaba valor. Pensaba en Juan Pórtela, en el guapo Francisco Esteban, en todos aquelloi esforzados paladines cuyas hazañas, relatadas en romances, había escu- chado siempre con entusiasmo, y se recono- cía con tanto redaño como ellos para afron- tar el último trance.

Pero algunas noches saltaba del petate como disparado por oculto muelle, hacien- do sonar su cadena con triste repiqueteo, Crritaba como un niño y al mismo tiempo se arrepentía, queriendo ahogar inútilmente sus gemidos. Era otro el que gritaba dentro de él; otro al que hasta entonces no había conocido, que tenía miedo y lloriqueaba, no calmándose hasta que bebía media docena de tazas de aquel brebaje ardiente de alga- rrobas é higos que en la cárcel llamaban café.

LA CONDENADA 11

Del Rafael antiguo que deseaba la muer- te para terminar pronto no quedaba más que la envoltura. El nuevo, formado dentro de aquella sepultura, pensaba con terror que ya iban transcurridos catorce meses y forzosamente estaba próximo el fin. De buena gana se conformaría á pasar otros catorce en aquella miseria.

Era receloso; presentía que la desgracia se acercaba; la veía en todas partes: en las caras curiosas que asomaban al ventanillo de la puerta; en el cura de la cárcel, que ahora entraba todas las tardes, como si aquella celda infecta fuera el lugar mejor para hablar con un hombre y fumar un pi- tillo. ¡Malo, malo!

Las preguntas no podían ser más in- quietantes. ¿Que si era buen cristiano? Sí, padre. Respetaba á los curas, nunca les ha bía faltado en tanto así; y de la familia no habría que decir; todos los suyos habían ido al monte á defender al rey legítimo, porque así lo mandó el párroco del pueblo. Y para afirmar su cristianismo, sacaba de entre los guiñapos del pecho un mazo mugriento de escapularios y medallas.

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Después el cura le hablaba de Jesús, que, con ser Hijo de Dios, se había visto eu situación semejante á la suya, y esta comparación entusiasmaba al pobre diablo. ¡Cuánto honor!... Pero aunque halagado por tal semejanza, deseaba que se realizase lo más tarde posible.

Llegó el día en que estalló sobre él como un trueno la terrible noticia. Lo de Madrid había terminado. Llegaba la muer- te; pero á gran velocidad, por el telégrafo.

Al decirle un empleado que su mujer con la niña que había nacido estando él preso rondaba la cárcel pidiendo verle, no dudó ya. Cuando aquélla dejaba el pueblo, es que la cosa estaba encima.

Le hicieron pensar en el indulto, y se agarró con furia á esta última esperanza de todos los desgraciados. ¿No lo alcanzaban otros? ¿Por qué no él? Además, nada le costaba á aquella buena señora de Madrid librarle la vida; era asunto de echar una firmica.

Y á todos los enterradores oficiales que por curiosidad ó por deber le visitaban, abogados, curas y periodistas, les pregun-

LA CONDENADA 13

taba, tembloroso y suplicante, como si ellos pudieran salvarle:

¿Qwé les parece? ¿echará la firmica?

Al día siguiente le llevarían á su pue- blo, atado y custodiado, como una res brava que va al matadero. Ya estaba allá el ver- dugo con sus trastos. Y aguardando el mo- mento de salida para verle, se pasaba las horas á la puerta de la cárcel la mujer, una mocetona morena, de labios gruesos y cejas unidas, que al mover la hueca falda- menta de zagalejos superpuestos esparcía un punzante olor de establo.

Estaba como asombrada de estar allí; en su mirada boba leíase más estupefacción que dolor, y únicamente al fijarse en la criatura agarrada á su enorme pecho de- rramaba algunas lágrimas.

¡Señor! ¡Qué vergüenza para la familia! Ya sabía ella que aquel hombre terminaría así. ¡Ojalá no hubiese nacido la niña!

El cura de la cárcel intentaba conso- larla. Resignación: aún podía encontrar, después de viuda, un hombre que la hicie- se más feliz. Esto parecía enardecerla, y hasta llegó á hablar de su primer novio.

14 V. BLASCO IBÁNEZ

un buen chico, que se retiró por miedo á Rafael, y que ahora se acercaba á ella en el pueblo y en los campos como si quisiera decirla algo.

No; hombres no faltan decía tran- quilamente con un conato de sonrisa Pero soy muy cristiana; y si cojo otro hom- bre, quiero que sea como Dios manda.

Y al notar la mirada de asombro del cura y de los empleados de la puerta, vol- vió á la realidad, reanudando su difícil lloro.

Al anochecer llegó la noticia. que había firmica. Aquella señora que Rafael se imaginaba allá en Madrid con todos los esplendores y adornos que el Padre Eterno tiene en los altares, vencida por telegra- mas y súplicas, prolongaba la vida del sen- tenciado.

El indulto produjo en la cárcel un es- trépito de mil demonios, como si cada uno de los presos hubiera recibido la orden de libertad.

Alégrate, mujer decía en el rastrillo el cura á la mujer del indultado . Ya no matan á tu marido: no serás viuda.

LA CONDENADA 15

La muchacha permaneció silenciosa, como si luchara con ideas que se desarro- llaban en su cerebro con torpe lentitud.

Bueno dijo al fin tranquilamente . ¿Y cuándo saldrá?

¡Salir!... ¿Estás loca? Nunca. Ya puede darse por satisfecho con salvar la vida. Irá á África, y como es joven y fuerte, aún puede ser que viva veinte años.

Por primera vez lloró la mujer con toda su alma; pero su llanto no era de tristeza, era de desesperación, de rabia.

Vamos, mujer decía el cura irrita- do— . Eso es tentar á Dios. Le han salva- do la vida, ¿lo entiendes? Ya no está con- denado á muerte... ¿Y aún te quejas?

Cortó su llanto la mocetona. Sus ojos brillaron con expresión de odio.

Bueno: que no lo maten... Me alegro. El se salva, pero yo, ¿qué?...

Y tras larga pausa, añadió entre gemi- dos que estremecían su carne morena^ ar- " dorosa y de brutal perfume: Aquí la condenada soy yo.

Primavera triste

El viejo Tofol Y la chiciiela vivían es- clavos de su huerto, fatigado por una ince- sante producción.

Eran dos árboles más, dos plantas de aquel pedazo de tierra no mayor que nn pañuelo, según decían los vecinos , y del •cual igacaban su pan á costa de fatigas.

Vivían como lombrices de tierra, siem- pre pegados al surco, y la chica, á pesar •de su desmedrada figura, trabajaba como un peÓD.

La apodaban la Borda, porque la difun- ta mujer del tío Tofol, en su afán de tener hijos que alegrasen su esterilidad, la había sacado de la Inclusa. En aquel huertecillo había llegado á los diez y siete años, que pa- recían once, á juzgar por lo enclenque de

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18 V. BLASCO IBÁÑEZ

Sil cuerpo, afeado aun más por la estrechez de unos hombros puntiagudos, que se cur- vaban hacia fuera, hundiendo el pecho é hinchando ia espalda.

Era fea: angustiaba á sus vecinas y compañeras de mercado con su tosecilla continua y molesta, pero todas la querían. ¡Criatura más trabajadora!... Horas antes de amanecer ya temblaba de frío en el huerto cogiendo fresas ó cortando flores; era la primera que entraba en Valencia para ocupar su puesto en el mercado; en las noches que correspondía regar, agarra- ba valientemente el azadón, y con las fal- das remangadas ayudaba al tío Tófol á abrir bocas en los ribazos, por donde se de rramaba el agua roja de la acequia, que la tierra sedienta y requemada engullía con un ghicjlií de satisfacción, y los días que había remesa para Madrid, corría como loca por el huerto saqueando los bancales, trayen- do á brazadas los claveles y rosas, que los embaladores iban colocando en cestos.

Todo se necesitaba para vivir con tan poca tierra. Había que estar siempre sobre ella, tratándola como bestia reacia que ne-

PRIMAVERA TRISTE 19

cesita del látigo para marchar. Era una par- cela de un vasto jardín, en otro tiempo de los frailes, que la desamortización revolu- cionaria había subdivido. La ciudad, en- sanchándose, amenazaba tragarse al huerto con su desbordamiento de casas, y el tío Tofol, á pesar de hablar mal de sus terru- ños, temblaba ante la idea de que la codi- cia tentase al dueño y los vendiese como solares.

Alií estaba su sangre; sesenta años de trabajo. No había un pedazo de tierra inac- tiva, y aunque el huerto era pequeño, desde el centro no se veían las tapias, tal era la maraña de árboles y plantas: nispe- reros y magnolieros, bancales de claveles, bosquecillos de rosales, tupidas enredaderas de pasionarias y jazmines; todo cosas útiles que daban dinero y eran apreciadas por los tontos de la ciudad.

El viejo, insensible a las bellezas de su huerto, sólo ansiaba la cantidad. Quería se- gar las flores en gavillas, como si fuesen hierba; cargar carros enteros de frutas deli- cadas; y este anhelo de viejo avaro é insa- ciable martirizaba á la pobre Borda, que,

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apenas descansaba un momento, vencida por la tos, oía amenazas ó recibía como bru- tal advertencia un terronazo en los hombros.

Las vecinas de los inmediatos huertos protestaban. Estaba matando á la chica; cada vez tosía más. Pero el viejo contestaba siempre lo mismo. Había que trabajar mu cho; el amo no atendía razones en San Juan y en Navidad, cuando correspondía entre- garle las pagas del arrendamiento. Si la chica tosía era por vicio, pues no la faltaban su libra de pan y su rinconcito en la cazue- la de arroz; algunos días hasta comía golo- sinas: morcilla de cebolla y sangre, por ejemplo. Los domingos la dejaba divertirse, enviándola á misa como una señora, y aún no hacía un año que le dio tres pesetas para una falda. Además, era su padre, y el tío Tófol, como todos los labriegos de raza latina, entendía la paternidad cual los antiguos romanos: con derecho de vida y aiuerte sobre los hijos, sintiendo cariño en lo más hondo de su voluntad, pero demos trándolo con las cejas fruncidas y alguno que otro palo.

La pobre Borda no se quejaba. Ella

PRIMAVERA TRISTE 21

también quería trabajar mucho, para que nunca les quitasen el pedazo de tierra en cuyos senderos aún creía ver el zagalejo remendado de aquella vieja hortelana á la que llamaba madre cuando sentía la caricia de sus manos callosas.

Allí estaba cuanto quería en el mundo: los árboles que la conocieron de pequeña y las flores que en su pensamiento inocen- te hacían surgir una vaga idea de materni- dad. Eran sus hijas, las únicas muñecas de su infancia, y todas las mañanas experimen- taba la misma sorpresa viendo las flores nuevas que surgían de sus capullos, siguién- dolas paso á paso en su crecimiento, desde que, tímidas, apretaban sus pétalos como si quisieran retroceder y ocultarse, hasta que, con repentina audacia, estallaban como bombas de colores y perfumes.

El huerto entonaba para ella una sinfo- nía interminable, en la cual la armonía de los colores confundíase con el rumor de los árboles y el monótono canturreo de aque- lla acequia fangosa y poblada de renacua jos, que, oculta por el follaje, sonaba como arroyuelo bucólico.

22 V. BLASCO IBÁNEZ

En las horas de fuerte sol, mientras el viejo descansaba, iba la Borda de un lado á otro, mirando las bellezas de su familia, vestida de gala para celebrar la estación. ¡Qaé hermosa primavera! Sin duda Dios cambiaba de sitio en las alturas, aproxi- mándose á la tierra.

Las azucenas de blanco raso erguíanse con cierto desmayo, como las señoritas en traje de baile que la pobre Borda había admirado muchas veces en las estampas; las camelias de color carnoso hacían pen- sar en tibias desnudeces, en grandes seño- ras indolentemente tendidas, mostrando los misterios de su piel de seda; las violetas coqueteaban ocultándose entre las hojas para denunciarse con su perfume; las mar- garitas destacábanse como botones de oro mate; los claveles, cual avalancha revolucio- naria de gorros rojos, cubrían los bancales y asaltaban los senderos; arriba, las magno- lias balanceaban su blanco cogollo como un incensario de marfil que esparcía incienso más grato que el de las iglesias; y los pen samientos, maliciosos duendes, sacaban por entre el follaje sus gorras de terciopelo mo-

PRIMAVERA TRISTE 23

rado, y guiñando las caritas barbudas, pa- recían decir á la chica:

Borda y Bórdela,., nos asamos. ¡Por Dios! ¡Un poquito de agua!

Lo decían, sí: oíalo ella, no con los oídos, sino con los ojos, y aunque los hue- sos le dolían de cansada, corría á la ace- quia á llenar la regadera y bautizaba á aquellos pilluelos, que bajo la ducha salu- daban agradecidos.

Sus manos temblaban muchas veces al cortar el tallo de las flores. Por su gusto, allí se quedarían hasta secarse; pero era preciso ganar dinero llenando los cestos que se enviaban á Madrid.

Envidiaba á las flores viéndolas em- prender su viaje. ¡Madrid!... ¿Gomo sería aquello? Veía una ciudad faD tas tica, con suntuosos palacios como los de los cuentos, brillantes salones de porcelana con espejos que reflejaban millares de luces, hermosas señoras que lucían sus flores; y tal era la intensidad de la imagen, que hasta creía haber visto todo aquello en otros tiempos, tal vez antes de nacer.

En aquel Madrid estaba el señorito, el

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hijo de los amos, con el cual había juga- do muchas veces siendo niña, y de cuya presencia huyó avergonzada el verano an- terior, cuando hecho un arrogante mozo visitó el huerto. ¡Picaros recuerdos! Rubori- zábase pensando en las horas que pasaban, siendo niños, sentados en un ribazo, oyen- do ella la historia de Cenicienta, la niña despreciada convertida repentinamente en arrogante princesa.

La eterna quimera de todas las niñas abandonadas venía entonces á tocarle en la frente con sus alas de oro. Veía detenerse un soberbio carruaje en la puerta del huer- to; una hermosa señora la llamaba. ^¡Hija mía.,, por fin te encuentro!^, ni más ni menos que en la leyenda; después los trajes mag- níficos; un palacio por casa, y al fioal, como no hay príncipes disponibles á todas horas para casarse, contentábase modestamente con hacer su marido al señorito.

¿Quién sabe?... Y cuando más esperan- zas ponía en el porvenir, la realidad la des- pertaba en forma de brutal terronazo, mien- tras el viejo decía con voz áspera: Arre, que ya es hora.

PRIMAVERA TRISTE 25

Y otra vez al trabajo, á dar tormento á la tierra, que se quejaba cubriéndose de flores.

El sol caldeaba el huerto, haciendo es- tallar las cortezas de los árboles; en las ti- bias madrugadas sudaba al trabajar, como si fuese mediodía, y á pesar de esto, la Bor- da cada vez más delgada y tosiendo más.

Parecía que el color y la vida que fal- taban en su rostro se lo arrebataban las flores, á las que besaba con inexplicable tristeza.

Nadie pensó en llamar al medico. ¿Para qué? Los médicos cuestan dinero, y el tío Tofol no creía en ellos. Los animales saben menos que las personas, y lo pasan tan rica- mente sin módicos ni boticas.

Una mañana, en el mercado, las compa- ñeras de la Borda cuchicheaban mirándola compasivamente. Su fino oído de enferma lo escuchó todo. Caería cuando cayesen las hojas.

Estas palabras fueron su obsesión. Mo- rir... ¡Bueno, se resignaba!; por el pobre viejo lo sentía, falto de ayuda. Pero al me- nos que muriese como su madre, en plena

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primavera, cuando todo el huerto lauzaba risueño su loca carcajada de colores; no cuando se despuebla la tierra, cuando los árboles parecen escobas y las apagadas flo- res de invierno se alzan tristes en los ban- cales.

¡Al caer las hojas!... Aborrecía los ár- boles cuyos ramajes se desnudaban como esqueletos del otoño; huía de ellos como si su sombra fuese maléfica, y adoraba una palmera que el siglo anterior plantaron los frailes, esbelto gigante con la cabeza coro- nada de un surtidor de ondulantes plumas.

Aquellas hojas no caían nunca. Sospe- chaba que tal vez fuese una tontería, pero su afán por lo maravilloso la hacía sentir esperanzas, y como el que busca la cura- ción al pie de imagen milagrosa, la pobre Borda pasaba los ratos de descanso al pie de la palmera, que la protegía con la som- bra de sus punzantes ramas.

Allí pasó el verano, viendo cómo el sol, que no la calentaba, hacía humear la tierra, cual si de sus entrañas fuese á sacar un volcán; allí la sorprendieron los prime- ros vientos de otoño, que arrastraban las

PRIMAVERA TRISTE 27

hojas secas. Cada vez estaba más delgada, más triste, con una finura tal de percepción, que oía los sonidos más lejanos. Las mari- posas blancas que revoloteaban en torno de su cabeza pegaban las alas en el sudor frío de su frente, como si quisieran tirar de ella arrastrándola á otros mundos donde las flores nacen espontáneamente, sin llevarse en sus colores y perfumes algo de la vida de quien las cuida.

Las lluvias de invierno no encontraron ya á la Borda, Cayeron sobre el encorvado espinazo del viejo, que estaba, como siem- pre, con la azada en las manos y la vista en el surco.

Cumplía su destino con la indiferencia y el valor de un disciplinado soldado de la miseria. Trabajar, trabajar mucho, para que no faltase la cazuela de arroz y la paga al amo.

Estaba solo; la chica había seguido á su madre; lo único que le quedaba era aquella tierra traidora que se chupaba á las personas y acabaría con él, cubierta siempre de ñores, perfumada y fecunda,

28 V. BLASCO IBÁÍ5EZ

como si sobre ella no hubiese soplado la muerte. Ni siquiera se había secado un ro- sal para acoropañar á la pobre Borda en su viaje.

Con sus setenta año^ tenía que hacer el trabajo de dos; removía la tierra con más tenacidad que antes, sin levantar la cabeza, insensible á la engañosa belleza que le ro- deaba, sabiendo que era el producto de su esclavitud, animado únicamente por el de- seo de vender bien la hermosura de la Na- turaleza, y segando las flores con el mismo entusiasmo que si segara hierba.

El parásito del tren

dijo el amigo Pérez á todos sus con- tertulios de cafó—; en este periódico acabo de leer la noticia de la muerte de un amigo. Sólo le vi una vez, y sin embargo, le he recordado en muchas ocasiones. ¡Vaya un amigo!

Le conocí una noche viniendo á Madrid en el tren correo de Yalencia. Iba yo en un departamento de primera; en Albacete bajó el único viajero que me acompañaba, y al verme solo, como había dormido mal la noche anterior, me estremecí voluptuosa- mente, contemplando los almohadones gri- ses. ¡Todos para mí! ¡Podía extenderme con libertad! ¡Flojo sueño iba á echar hasta Alcázar de San Juan!

Corrí el velo verde de la lámpara, y el

30 V. BLASCO IBÁÑEZ

departamento quedó en deliciosa penum- bra. Envuelto en mi manta me tendí de es- paldas, estirando mis piernas cuanto pude, con la deliciosa seguridad de no molestar á nadie.

El tren corría por las llanuras de la Mancha^ áridas y desoladas. Las estaciones estaban á largas distancias; la locomotora extremaba su velocidad, y mi coche gemía y temblaba como una vieja diligencia. Ba- lanceábame sobre la espalda, impulsado por el terrible traqueteo; las franjas de los al- mohadones arremolinábanse; saltaban las maletas sobre las cornisas de red; tembla- ban los cristales en sus alvéolos de las ven- tanillas, y un espantoso rechinar de hierro viejo venía de abajo. Las ruedas y frenos gruñían; pero conforme se cerraban mis ojos, encontraba yo en su ruido nuevas mo- dulaciones, y tan pronto me creía mecido por las olas como me imaginaba que había retrocedido hasta la niñez y me arrullaba una nodriza de bronca voz.

Pensando en tales tonterías me dormí, oyendo siempre el mismo estrépito y sin que el tren se detuviera.

EL PARÁSITO DEL TREN 31

Una impresión de frescura me desper- tó. Sentí en la cara como un golpe de agua fría. Al abrir los ojos vi el departamento solo; la portezuela de enfrente estaba ce- rrada. Pero sentí de nuevo el soplo frío de la noche, aumentado por el huracán que le> vantaba el tren con su rápida marcha, y al incorporarme vi la otra portezuela, la inmediata á mí, completamente abierta^ con un hombre sentado al borde de la pla- taforma, los pies afuera en el estribo, enco- gido, con la cabeza vuelta hacia y unos ojos que brillaban mucho en su cara obs- cura.

La sorpresa no me permitía pensar. Mis ideas estaban aún embrolladas por el sue- ño. En el primer momento sentí cierto terror supersticioso. Aquel hombre que se aparecía estando el tren en marcha, tenía algo de los fantasmas de mis cuentos de niño.

Pero inmediatamente recordé los asal- tos en las vías férreas, los robos de los tre- nes, los asesinatos en un vagón, todos los crímenes de esta clase que había leído, y pensé que estaba solo, sin un mal timbre

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para avisar á los que dormían al otro lado de los tabiques de madera. Aquel hombre era seguramente un ladrón.

El instinto de defensa, ó más bien el miedo, me dio cierta ferocidad. Me arrojé sobre el desconocido, empujándolo con co- dos y rodillas; perdió el equilibrio; se aga- rró desesperadamente al borde de la porte- zuela, y yo seguí empujándole, pugnando por arrancar sus crispadas manos de aquel asidero para arrojarlo á la vía. Todas las ventajas estaban de mi parte.

¡Por Dios, señorito! gimió con voz ahogada . ¡Señorito, déjeme usted! Soy un hombre de bien.

Y había tal expresión de humildad y angustia en sus palabras, que me sentí aver- gonzado de mi brutalidad y le solté.

Se sentó otra vez, jadeante y tembloro- so, en el hueco de la portezuela, mientras yo quedaba en pie, bajo la lámpara, cuyo velo descorrí.

Entonces pude verle. Era un campesino pequeño y enjuto; un pobre diablo con una zamarra remendada y mugrienta y panta- lones de color claro. Su gorra negra casi se

EL PARÁSITO DEL TREN 33

confundía con el tinte cobrizo y barnizado de su cara, en la que se destacaban los ojos de mirada mansa y una dentadura de ru- miante, fuerte y amarillenta, que se descu- bría al contraerse los labios con sonrisa de estúpido agradecimiento.

Me miraba como un perro á quien se ha salvado la vida, y mientras tanto, sus obscuras manos buscaban v rebuscaban en la faja y en los bolsillos. Esto casi me hizo arrepentir de mi generosidad, y mientras el gañán buscaba, yo metía mano en el cinto y empuñaba mi revólver. ¡Si creía pi- llarme descuidado!

Tiró él de su faja, sacando algo, y yo le imité sacando de la funda medio revólver. Pero lo que él tenía en la mano era un car- toncito mugriento y acribillado, que me tendió con satisfacción.

Yo también llevo billete, señorito.

Lo miré y no pude menos de reírme. ¡Pero si es antiguo! le dije . Ya hace años que sirvió... ¿Y con esto te crees au- torizado para asaltar el tren y asustar a los viajeros?

Al ver su burdo engaño descubierto,

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puso la cara triste, como si temiera que in- tentase yo otra vez arrojarlo á la vía. Sentí compasión y quise mostrarme bondadoso y alegre, para ocultar los efectos de la sor- presa, que aún duraban en mí.

Vamos, acaba de subir. Siéntate den- tro y cierra la portezuela.

No, señor dijo con entereza . Yo no tengo derecho á ir dentro como un señorito. Aquí, y gracias, pues no tengo dinero.

Y con la firmeza de un testarudo se mantuvo en su puesto.

Yo estaba sentado junto á él; mis rodi- llas en sus espaldas. Entraba en el departa- mento un verdadero huracán. El tren co- rría á toda velocidad; sobre los yermos y terrosos desmontes resbalaba la mancha roja y oblicua de la abierta portezuela, y en ella la sombra encogida del desconocido y la mía. Pasaban los postes telegráficos como pinceladas amarillas sobre el fondo negro de la noche, y en los ribazos brillaban un instante, cual enormes luciérnagas, los car- bones encendidos que arrojaba la locomo- tora.

El pobre hombre estaba intranquilo,

EL PARÁ.^ITO DEL TREN 36

como si le extrañase que le dejara perma- necer en aquel sitio. Le di un cigarro, y poco á poco fué hablando.

Todos los sábados hacía el viaje del mismo modo. Esperaba el tren á su salida de Albacete; saltaba á un estribo, con ries- go de ser despedazado, corría por fuera todos los vagones buscando un departa- mento vacío, y en las estaciones apeábase poco antes de la llegada y volvía á subir después de la salida, siempre mudando de sitio para evitar la vigilancia de los em- pleados, unos malas almas enemigos de los pobres.

Pero ¿dónde vas? le dije . ¿Por qué haces este viaje, exponiéndote á morir des- pedazado?

Iba á pasar el domingo con su familia. [Cosas de pobres! El trabajaba algo en Al- bacete y su mujer servía en un pueblo. El hambre les había separado. Al principio hacía el viaje á pie; toda una noche de mar- cha, y cuando llegaba por la mañana caía rendido, sin ganas de hablar con su mujer ni de jugar con los chicos. Pero ya se ha- bía espabilado, ya no tenía miedo, y hacía

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el viaje tan ricamente en tren. Ver á sus hijos le daba fuerzas para trabajar más toda la semana. Tenía tres: el pequeño era así, no levantaba dos palmos del suelo, y sin embargo, le reconoeía^ y al verle entrar tendíale los brazos al cuello.

Pero le dije , ¿no piensas que eu cualquiera de estos viajes tus hijos van á quedarse sin padre?

El sonreía con confianza. Entendía muy bien aquel negocio. No le asustaba el tren cuando llegaba como caballo desbocado, bufando y echando chispas. Era ágil y se- reno; un salto, y arriba; y en cuanto á bajar, podría darse algún coscorrón contra los desmontes, pero lo importante era no caer bajo las ruedas.

No le asustaba el tren^ sino los que iban dentro. Buscaba los coches de prime- ra, porque en ellos encontraba departamen- tos vacíos. ¡Qué de aventurasl Una vez abrió sin saberlo el reservado de señoras; dos monjas que iban dentro gritaron: «¡La- drones!», y él, asustado, se arrojó del tren y tuvo que hacer á pie el resto del camino.

Dos veces había estado próximo, como

EL PARÁSITO DEL TREN 37

aquella noche, á ser arrojado á la vía por los que despertaban sobresaltados con su presencia; y buscando en otra ocasión un departamento obscuro, tropezó con un via- jero que, sin decir palabra, le asestó un ga- rrotazo, echándolo fuera del tren. Aquella noche que creyó morir.

Y al decir esto señalaba una cicatriz que cruzaba su frente.

Le trataban mal, pero él no se quejaba. Aquellos señores tenían razón para asus- tarse y defenderse. Comprendía que era merecedor de aquello y algo más; pero ¡qué remedio, si no tenía dinero y deseaba ver á sus hijosl

El tren iba limitando su marcha, como si se aproximara á una estación. El, alar- mado, comenzó á incorporarse.

Quédate le dije ; aún falta otra estación para llegar adonde vas. Te pa- garé el billete.

¡Quiá! No, señor repuso con candidez maliciosa . El empleado al dar el billete se fijaría en mí: muchas veces me han perse- guido sin conseguir verme de cerca, y no quiero me tomen la filiación. ¡Feliz viaje,

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señorito I Es usted la más buena alma que he encontrado en el tren.

Se alejó por los estribos, agarrado al pasamano de los coches, y se perdió en la obscuridad, buscando sin duda otro sitio donde continuar tranquilo su viaje.

Paramos ante una estación pequeña y si- lenciosa. Iba á tenderme para dormir, cuan- do en el andén sonaron voces imperiosas.

Eran los empleados, los mozos de la estación y una pareja de la Gruardia civil que corrían en distintas direcciones, como cercando á alguien.

«¡Por aquíl... ¡Cortadle el paso!... Dos por el otro lado para que no escape... Aho- ra ha subido sobre el tren... ¡Seguidle!»

Y efectivamente, al poco rato las te- chumbres de los vagones temblaban bajo el galope loco de los que se perseguían en aquellas alturas.

Era, sin duda, el amigo, á quien habían sorprendido, y viéndose cercado se refu- giaba en lo más alto del tren.

Estaba yo en una ventanilla de la parte opuesta al andén, y vi cómo un hombre saltaba desde la techumbre de un vagón

EL PARÁSITO DEL TREN 39

íamediato, con la asombrosa ligereza que da el peligro. Cayó de bruces en un campo, gateó algunos instantes, como si la violen- cia del golpe no le permitiera incorporarse, y al fin huyó á todo correr, perdiéndose en la obscuridad la mancha blanca de sus pan- talones.

El jefe del tren gesticulaba al frente de los perseguidores, algunos de los cuales reían.

¿Qué es eso? pregunté al empleado. Un tuno que tiene la costumbre de viajar sin billete contestó con énfasis . Ya le conocemos hace tiempo: es un pará- sito del tren, pero poco hemos de poder ó le pillaremos para que vaya á la cárcel.

Ya no vi más al pobre parásito. En in- vierno, muchas veces me he acordado del infeliz, y le veía en las afueras de una es- tación, tal vez azotado por la lluvia y la nieve, esperando el tren que pasa como un torbellino, para asaltarlo con la serenidad del valiente que asalta una trinchera.

Ahora leo que en la vía férrea, cerca de Albacete, se ha encontrado el cadáver de un hombre despedazado por el tren... Es él,

40 V. BLASCO ibAñez

el pobre parásito. No necesito más datos para creerlo: me lo dice el corazón. «Quien ama el peligro en él perece. > Tal vez le faltó inesperadamente la destreza. Tal vez algún viajero, asustado por su repentina aparición, fué menos compasivo que yo y le arrojó bajo las ruedas. ¡Vaya usted á preguntar á la noche lo que pasaría!

Desde que le conocí terminó diciendo el amigo Pérez han pasado cuatro años. En este tiempo he corrido mucho, y viendo cómo viaja la gente por capricho ó por combatir el aburrimiento, más de una vez he pensado en el pobre gañán, que, separa- do de su familia por la miseria, cuando que- ría besar á sus hijos tenía que verse perse- guido y acosado como alimaña feroz y desafiar la muerte con la serenidad de un héroe.

Golpe doble

Al abrir la puerta de su barraca en- oontró Séüto un papel en el ojo de la cerra- dura...

Era un anónimo destilando amenazas. Le pedían cuarenta duros y debía dejarlos aquella noche en el horno que tenía frente á su barraca.

Toda la huerta estaba aterrada por aquellos bandidos. Si alguien se negaba á obedecer tales demandas, sus campos apa- recían talados, las cosechas perdidas, y has- ta podía despertar á media noche sin tiem- po apenas para huir de la techumbre de paja que se venía abajo entre llamas y as- fixiando con su humo nauseabundo.

Gafarró, que era el mozo mejor planta- do de la huerta de Ruzafa, juró descubrir- les, y se pasaba las noches emboscado en

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los cañares, rondando por las sendas, con la escopeta al brazo; pero una mañana lo encontraron en una acequia con el vientre acribillado y la cabeza deshecha... y adivi- na quién te dio.

Hasta los papeles de Valencia hablaban de lo que sucedía en la huerta, donde al anochecer se cerraban las barracas y reina- ba un pánico egoísta, buscando cada cual su salvación, olvidando al vecino. Y á todo esto, el tío Batiste, alcalde de aquel distrito de la huerta, echando rayos por la boca cada vez que las autoridades, que le respe- taban como potencia electoral, hablábanle del asunto, y asegurando que él y su fiel al- guacil, el Sigró, se bastaban para acabar con aquella calamidad.

A pesar de esto, Sentó no pensaba acu- dir al alcalde. ¿Para qué? No quería oir en balde baladronadas y mentiras.

Lo cierto era que le pedían cuarenta duros, y si no los dejaba en el horno le quemarían su barraca, aquella barraca que miraba ya como un hijo próximo á perderse; con sus paredes de deslumbrante blancura, la montera de negra paja con crucecitas en

GOLPE DOBLE 43

los extremos, las ventanas azules, la parra sobre la puerta como verde celosía, por la que se filtraba el sol con palpitaciones de oro vivo; los macizos de geranios y dompedros orlando la vivienda, contenidos por una cer- ca de cañas; y más allá de la vieja higuera el horno, de barro y ladrillos, redondo y achatado como un hormiguero de África. Aquello era toda su fortuna, el nido que cobijaba á lo más amado: su mujer, los tres chiquillos, el par de viejos rocines, fieles compañeros en la diaria batalla por el pan, y la vaca blanca y sonrosada que iba todas las mañanas por las calles de la ciudad despertando á la gente con su triste cence- rreo y dejándose sacar unos seis reales de sus ubres siempre hinchadas.

¡Cuánto había tenido que arañar los cuatro terrones que desde su bisabuelo venía regando toda la familia con sudor y sangre, para juntar el puñado de duros que en un puchero guardaba enterrados bajo de la cama! ¡En seguida se dejaba arran-

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car cuarenta duros!... El era un hombre pa cífico; toda la huerta podía responder por él. Ni riñas por el riego, ni visitas á la ta-

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berna, ni escopeta para echarla de majo. Trabajar mucho para su Pepeta y los tres mocosos erajsu única afición; pero ya que querían robarle, sabría defenderse. ¡Cristo! En su calma de hombre bonachón desper- taba la furia de los mercaderes árabes, que íBe dejan apalear por el beduino, pero se tornan leones cuando les tocan su hacienda.

Como se aproximaba la noche y nada tenía resuelto, fué a pedir consejo al viejo de la barraca inmediata, un carcamal que sólo servía para segar brozas en las sendas, pero de quien se decía que en la juventud había puesto más de dos á pudrir tierra.

Le escuchó el viejo con los ojos fijos en el grueso cigarro que liaban sus manos temblorosas cubiertas de caspa. Hacía bien en no querer soltar el dinero. Que robasen en la carretera como los hombres, cara á cara, exponiendo la piel. Setenta años te- nía, pero podían irle con tales cartitas. Va- mos á ver; ¿tenía agallas para defender lo suyo?

La firme tranquilidad del viejo conta- giaba á Sentó, que se sentía capaz de todo para defender el pan de sus hijos.

GOLPE DOBLE 45

El viejo, con tanta solemnidad como si fuese una reliquia, sacó de detrás de la puerta la joya de la casa: una escopeta de pistón que parecía un trabuco, y cuya cu- lata apolillada acarició devotamente.

La cargaría él, que entendería mejor á aquel amigo. Las temblorosas manos se re- juvenecían. ¡Allá va pólvora! Todo un pu- ñado. De una cuerda de esparto sacaba los tacos. Ahora una ración de postas, cinco ó seis; á granel los perdigones zorreros, me- tralla fiua, y al fioal un taco bien golpeado. Si la escopeta no reventaba con aquella in- digestión de muerte, sería misericordia de Dios.

Aquella noche dijo Séoto á su mujer que esperaba turno para regar, y toda la familia le creyó, acostándose temprano»

Cuando salió, dejando bien cerrada la barraca, vio á la luz de las estrellas, bajo la higuera, al fuerte vejete ocupado en po- nerle el pistón al amigo.

Le daría á Sentó la última lección, para que no errase el golpe. Apuntar bien á.la boca del horno y tener calma. Cuando se inclinasen buscando el gato en el interior...

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¡fuego! Era tan sencillo, que podía hacerlo un chico.

Sentó, por consejo del maestro, se ten- dió entre dos macizos de geranios á la sombra de la barraca. La pesada escopeta descansaba en la cerca de cañas apuntando fijamente á la boca del horno. No podía perderse el tiro. Serenidad y darle al gati- lio á tiempo. ¡Adiós, muchacho! A él le gastaban mucho aquellas cosas; pero tenía nietos, y además estos asuntos los arregla mejor uno solo.

Se alejó el viejo cautelosamente, como hombre acostumbrado á rondar la huerta, esperando un enemigo en cada senda.

Sentó creyó que quedaba solo en el mundo, que en toda la inmensa vega, es- tremecida por la brisa, no había más seres vivientes que él y aquéllos que iban á llegar. ¡Ojalá no viniesen! Sonaba el cañón de la escopeta al temblar sobre la horquilla de cañas. No era frío, era miedo. ¿Qaé diría el viejo si estuviera allí? Sus pies tocaban la barraca, y al pensar que tras aquella pa red de barro dormían Pepeta y los chiqui- tines, sin otra defensa que sus brazos, y en

GOLPE DOBLE 47

los que querían robar, el pobre iiombre se sintió otra vez fiera.

Vibró el espacio, como si lejos, muy lejos, hablase desde lo alto la voz de un chantre. Era la campana del Miguelete. Las nueve. Oíase el chirrido de un carro ro- dando por un camino lejano. Ladraban los perros, transmitiendo su fiebre de aullidos de corral en corral, y el rae-rac de las ranas en la veciua acequia interrumpíase con los chapuzones de los sapos y las ratas que saltaban de las orillas por entre las cañas.

Sentó contábalas horas que iban sonan do en el Miguelete. Era lo único que le hacía salir de la somnolencia y el entorpe- cimiento en que le sumía la inmovilidad de la espera. ¡Las once! ¿No vendrían ya? ¿Les habría tocado Dios en el corazón?

Las ranas callaron repentinamente. Por la senda avanzaban dos cosas obscuras que á Séüto le parecieron dos perros enormes. Se irguieron: eran hombres que avanzaban encorvados, casi de rodillas.

Ya están ahí murmuró, y sus mandí- bulas temblaban.

Los dos hombres volvíanse á todos la-

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dos, como temiendo una sorpresa. Fueron al cañar, registrándolo: acercáronse después á la puerta de la barraca, pegando el oído á la cerradura, y en estas maniobras pasa- ron dos veces por cerca de Sentó, sin que éste pudiera conocerles. Iban embozados en mantas, por bajo de las cuales asoma- ban las escopetas.

Esto aumentó el valor de Sentó. Serían los mismos que asesinaron á Gafarró. Ha- bía que matar para salvar la vida.

Ya iban hacia el horno. Uno de ellos se inclinó, metiendo las manos en la boca y colocándose ante la apuntada escopeta. Mag- nífico tiro. Pero ¿y el otro que quedaba libre?

El pobre Sentó comenzó á sentir las angustias del miedo, á sentir en la frente un sudor frío. Matando á uno, quedaba desar- mado ante el otro. Si les dejaba ir sin en- contrar nada, se vengarían quemándole la barraca.

Pero el que estaba en acecho se cansó de la torpeza de su compañero y fué á ayu- darle en la busca. Los dos formaban una obscura masa obstruyendo la boca del hor-

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no. Aquella era la ocasión. ¡Alma, Sentó! lAprieta el gatillo!

El trueno conmovió toda la huerta, des- pertando una tempestad de gritos y ladri- dos. Sentó vio un abanico de chispas, sintió quemaduras en la cara, la escopeta se le fué y agitó las manos para convencerse de que estaban enteras. De seguro que el ami- go había reventado.

No vio nada en el horno: habrían huí- do, y cuando él iba á escapar también, se abrió la puerta de la barraca y salió Pe pe- ta en enaguas, con un candil. La había despertado el trabucazo y salía impulsada por el miedo, temiendo por su marido que estaba fuera de casa.

La roja luz del candil, con sus azorados movimientos, llegó hasta la boca del horno.

Allí estaban dos hombres en el suelo, tino sobre otro, cruzados, confundidos, for- mando un solo cuerpo, como si un clavo invisible los uniese por la cintura, soldán- dolos con sangre.

No había errado el tiro. El golpe de la vieja escopeta había sido doble.

Y cuando Sentó y Pepeta, con aterrada

4t

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curiosidad, alumbraron los cadáveres para verles las caras, retrocedieron con exclama- ciones de asombro.

Eran el tío Batiste, el alcalde, y su al- guacil el Sigró.

La huerta quedaba sin autoridad, pera tranquila.

En el mar

A las dos de la mañana llamaron á la puerta de la barraca. ¡Antonio! ¡Antonio!

Y Antonio saltó de la cama. Era su com- padre, el compañero de pesca, que le avi- saba para hacerse á la mar.

Había dormido poco aquella noche. A las once todavía charlaba con Rufina, su pobre mujer, que se revolvía inquieta en la cama hablando de los negocios. No po- dían marchar peor. ¡Vaya un verano! En el anterior, los atunes habían corrido el Medi- terráneo en bandadas interminables. El día que menos, se mataban doscientas ó tres- cientas arrobas; el dinero circulaba como una bendición de Dios, y los que, como

52 V. BLASCO IBÁÑEZ

Antonio, guardaron buena conducta é hi- cieron sus ahorrillos, se emanciparon de la condición de simples marineros, comprán- dose una barca para pescar por cuenta propia.

El puertecillo estaba íleno. Una verda- dera flota lo ocupaba todas las noches, sin espacio apenas para moverse; pero con el aumento de barcas había venido la caren cia de pesca.

Las redes sólo sacaban algas ó pez me nudo; morralla de la que se deshace en Ja sartén. Los atunes habían tomado este año otro camino, y nadie conseguía izar uno sobre su barca.

Rufina estaba aterrada por esta situa- ción. No había dinero en casa; debían en el horno y en la tienda, y el señor Tomás, un patrón retirado, dueño del pueblo por sus judiadas, les amenazaba continuamente si no entregaban algo de los cincuenta duros con intereses que les había prestado para la terminación de aquella barca tan esbelta y tan velera que consumió todos sus aho rros.

Antonio, mientras se vestía, despertó

EN EL MAR 53

á SU hijo, un grumete de nueve añOB que le acompañaba en la pesca y hacía el tra- bajo de un hombre.

A ver si hoy tenéis más fortuna mur- muró la mujer desde la cama—. En la cocina encontraréis el capazo de las provi- siones... Ayer ya no querían fiarme en la tienda. ¡Ay, Señor! ¡Y qué oficio tan perro!

Calla, mujer; malo está el mar, pero Dios proveerá. Justamente vieron ayer al- gunos un atún que va suelto; un viejo que se calcula pesa más de treinta arrobas. Fi- gúrate si lo cogiéramos... Lo menos sesenta duros.

Y el pescador acabó de arreglarse pen- sando en aquel pescadote, un solitario que, separado de su manada, volvía por la fuer- za de la costumbre á las mismas aguas que el año anterior.

Antoñico estaba ya de pie y listo para partir, con la gravedad y satisfacción del que se gana el pan á la edad en que otros juegan; al hombro el capazo de las provi- siones y en una mano la banasta de los ro- veles, el pez favorito de los atunes, el me- jor cebo para atraerles.

B4 V. BLASCO IBÁÑEZ

Padre ó hijo salieron de la barraca y siguieron la playa hasta llegar al muelle de los pescadores. El compadre les esperaba en la barca preparando la vela.

La flotilla removíase en la obscuridad, agitando su empalizada de mástiles. Corrían sobre ella las negras siluetas de los tripu- lantes, rasgaba el silencio el ruido de los palos cayendo sobre cubierta, el chirriar de las garruchas y las cuerdas, y las velas des- plegábanse en la obscuridad como enormes sábanas.

El pueblo extendía hasta cerca del agua sus calles rectas, orladas de casitas blancas, donde se albergaban por una temporada los veraneantes, todas aquellas familias venidas del interior en busca del mar. Cerca del muelle, un caserón mostraba sus ventanas como hornos encendidos, tra- zando regueros de luz sobre las inquietas aguas.

Era el Casino. Antonio lanzó hacia él una mirada de odio. ¡Cómo trasnochaban aquellas gentes! Estarían jugándose el di- nero... ¡Si tuvieran que madrugar para ga narse el pan!

EN EL MAR 55

¡Iza! ¡Iza! Que van muchos delante.

El compadre y Antoñico tiraron de las <3uerdas, y lentamente se remontó la vela latina, estremeciéndose al ser curvada por el viento.

La barca se arrastró primero mansa- mente sobre la tranquila superficie de la bahía; después ondularon las aguas y co- menzó á cabecear: estaban fuera de puntas; en el mar libre.

Al frente, el obscuro infinito, en el que parpadeaban las estrellas, y por todos la- dos, sobre la mar negra, barcas y más bar- cas que se alejaban como puntiagudos fan- tasmas resbalando sobre las olas.

El compadre miraba el horizonte. Antonio, cambia el viento. Ya lo noto. Tendremos mar gruesa. Lo sé; pero ¡adentro! Alejémonos de todos estos que barren el mar.

Y la barca, en vez de ir tras las otras, que seguían la costa, continuó con la proa mar adentro.

Amaneció. El sol, rojo y recortado cual enorme oblea, trazaba sobre el mar un

66 V. BLASCO ibáSez

triángulo de fuego y las aguas hervían como si reflejasen un incendio.

Antonio empuñaba el timón, el compa- ñero estaba junto al mástil y el chicuelo en la proa explorando el mar. De la popa y laB bordas pendían cabelleras de hilos que arrastraban sus cebos dentro del agua. De vez en cuando tirón y arriba un pez, que se revolvía y brillaba como estaño anima- do. Pero eran piezas menudas... nada.

Y así pasaron las horas; la barca siem- pre adelante, tan pronto acostada sobre laB olas como saltando, hasta enseñar su panza roja. Hacía calor, y Antoñico escurríase por la escotilla para beber del tonel de agua metido en la estrecha cala.

A las diez habían perdido de vista la tierra; únicamente se veían por la parte de popa las velas lejanas de otras barcas, como aletas de peces blancos.

¡Pero Antonio! exclamó el compa- dre— . ¿Es que vamos á Oran? Cuando la pesca no quiere presentarse, lo mismo da aquí que más adentro.

Viró Antonio, y la barca comenzó á co- rrer bordadas, pero sin dirigirse á tierra.

EN EL MAR B7

Ahora dijo alegremente tomemos un bocado. Compadre, trae el capazo. Ya se presentará la pesca cuando ella quiera.

Para cada uno un enorme mendrugo y una cebolla cruda, machacada á puñetazos sobre la borda.

El viento soplaba fuerte y la barca ca- beceaba rudamente sobre las olas de larga y profunda ondulación.

¡Pae! gritó Antoñico desde la proa , ¡nn pez grande, mu grande!... ¡Un atún!

Rodaron por la popa las cebollas y el pan, y los dos hombres asomáronse á la borda.

Sí, era un atún; pero enorme, ventrudo, poderoso, arrastrando casi á flor de agua su negro lomo de terciopelo; el solitario tal vez de que tanto hablaban los pescadores. Flotaba poderosamente, pero con una lige- ra contracción de su fuerte cola, pasaba de un lado á otro de la barca, y tan pronto se perdía de vista como reaparecía instantá- neamente.

Antonio enrojeció de emoción, y apresu- radamente echó al mar el aparejo con un anzuelo grueso como un dedo.

68 V. BLASCO IBÁÑEZ

Las aguas se enturbiaron y la barca se conmovió, como si alguien con fuerza colo- sal tirase de ella deteniéndola en su marcha é intentando hacerla zozobrar. La cubier- ta se bamboleaba como si huyese bajo los pies de los tripulantes, y el mástil crujía á impulsos de la hinchada vela. Pero de pron- to el obstáculo cedió, y la barca, dando un salto, volvió á emprender su marcha.

El aparejo, antes rígido y tirante, pen- día flojo y desmayado. Tiraron de él y salió á la superficie el anzuelo, pero roto, parti- do por la mitad, á pesar de su tamaño.

El compadre meneó tristemente la ca- beza.

Antonio, ese animal puede más que nosotros. Que se vaya, y demos gracias porque ha roto el anzuelo. Por poco más vamos al fondo.

¿Dejarlo? gritó el patrón . ¡Un de- monio! ¿Sabes cuánto vale esa pieza? No está el tiempo para escrúpulos ni miedos. [Áél! ¡Áéll

Y haciendo virar la barca, volvió á las mismas aguas donde se había verificado el encuentro.

EN EL MAR 69

Puso un anzuelo nuevo; un enorme gancho, en el que ensartó varios roveles, y sin soltar el timón agarró un agudo biche- ro. ¡Flojo golpe iba á soltarle á aquella bes- tia estúpida y fornida como se pusiera á su alcance I

El aparejo pendía de la popa casi recto. La barca volvió á estremecerse, pero esta vez de un modo terrible. El atún estaba bien agarrado y tiraba del sólido gancho, deteniendo la barca, haciéndola danzar lo- camente sobre las olas.

El agua parecía hervir; subían á la su- perficie espumas y burbujas en turbio re- molino, cual si en la profundidad se des- arrollase una lucha de gigantes, y de pronto la barca, como agarrada por oculta mano, se acostó, invadiendo el agua hasta la mitad de la cubierta.

Aquel tirón derribó á los tripulantes. Antonio, soltando el timón, se vio casi en las olas; pero sonó un crujido y la barca recobró su posición normal. Se había roto el aparejo, y en el mismo instante apare ció el atún junto á la borda, casi á ñor de agua, levantando enormes espumurajos con

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SU cola poderosa. ¡Ah, ladrón! ¡Por fin se ponía á tiro! Y rabiosamente, como si se tratara de un enemigo implacable, Antonia le tiró varios golpes con el bichero, hun- diendo el hierro en aquella piel viscosa. Las aguas se tiñeron de sangre y el animal se hundió en un rojo remolino.

Antonio respiró al fin. De buena se ha- bían librado: todo duró algunos segundos; pero un poco más, y se hubieran ido al fondo.

Miró la mojada cubierta y vio al com- padre al pie del mástil, agarrado á él, páli- do, pero con inalterable tranquilidad.

Creí que nos ahogábamos, Antonio. ¡Hasta he tragado agua! ¡Maldito animal! Pero buenos golpes le has atizado. Ya ve- rás como no tarda en salir á flote. ¿Y el chico?

Esto lo preguntó el padre con inquie- tud, con zozobra, como si temiera la res- puesta.

No estaba sobre cubierta. Antonio se deslizó por la escotilla, esperando encon- trarlo en la cala. Se hundió en agua hasta la rodilla: el mar la había inundado. ¿Pero

EN EL MAR 61

quién pensaba en esto? Bascó á tientas en el reducido y obscuro espacio, sin encon- trar mas que el tonel de agua y los apare- jos de repuesto. Volvió á cubierta como un loco.

|E1 chico! ¡El chico!... ¡Mi Antoñico!

El compadre torció el gesto tristemen- te. ¿No estuvieron ellos próximos á ir al agua? Atolondrado por algún golpe, se ha- bría ido al fondo como una bala. Pero el compañero, aunque pensó todo esto, nada dijo.

Lejos, en el sitio donde la barca había estado próxima á zozobrar, flotaba un ob- jeto negro sobre las aguas. ¡Allá está!

Y el padre se arrojó al agua, nadando vi- gorosamente, mientras el compañero amai- naba la vela.

Nadó y nadó, pero sus fuerzas casi le abandonaron al convencerse de que el objeto era un remo, un despojo de su barca.

Cuando las olas le levantaban, sacaba el cuerpo fuera para ver más lejos. Agua por todas partes. Sobre el mar sólo estaban

62 V. BLASCO IBÁÑEZ

él, la barca que se aproximaba y una curva negra que acababa de surgir y que se con- traía espantosamente sobre una gran man- cha de sangre.

El atún había muerto... i Valiente cosa le importaba! ¡La vida de su hijo único, de su Antoñico, á cambio de la de aquella bestial ¡Dios! ¿Era esto manera de ganarse el pan?

Nadó más de una hora, creyendo á cada rozamiento que el cuerpo de su hijo iba á surgir bajo sus piernas, imaginándose que las sombras de las olas eran el cadáver del niño que flotaba entre dos aguas.

Allí se hubiera quedado, allí habría muerto con su hijo. El compadre tuvo que pescarlo y meterlo en la barca como un niño rebelde.

¿Qué hacemos, Antonio?

El no contestó. No hay que tomarlo así, hombre. Son cosas de la vida. El chico ha muerto donde murieron todos nuestros parientes, donde moriremos nosotros. Todo es cuestión de más pronto ó más tarde... Pero ahora, á lo que estamos; á pensar que somos unos po- bres.

EN EL MAR 63

Y preparando dos nudos corredizos apresó el cuerpo del atún y lo llevó á re- molque de la barca, tiñendo con sangre las espumas de la estela.

El viento les favorecía, pero la barca estaba inundada, navegaba mal, y los dos hombres, marineros ante todo, olvidaron la catástrofe, y con los achicadores en la mano, encorváronse dentro de la cala, arro- jando paletadas de agua al mar.

Así pasaron las horas. Aquella ruda faena embrutecía á Antonio, le impedía pensar; pero de sus ojos rodaban lágrimas y más lágrimas, que, mezclándose con el agua de la cala, caían en el mar sobre la tumba del hijo.

La barca navegaba con creciente rapi- dez, sintiendo que se vaciaban sus entrañas.

El puertecillo estaba á la vista, con sus masas de blancas casitas doradas por el sol i de la tarde.

La vista de tierra despertó en Antonio el dolor y el espanto adormecidos.

¿Que dirá mi mujer? ¿Qué dirá mi Ru- fina?— gemía el infeliz.

Y temblaba como todos los hombres

64 V. BLASCO IBÁÑEZ

enérgicos y audaces, que en el hogar son esclavos de la familia.

Sobre el mar deslizábase como una ca- ricia el ritmo de alegres valses. El viento de tierra saludaba á la barca con melodías vivas y alegres. Era la música que tocaba en el paseo, frente al Casino. Por debajo de las achatadas palmeras desfilaban, como las cuentas de un rosario de colores, las sombrillas de seda, los sombreritos de paja, los trajes claros y vistosos de toda la gente de veraneo.

Los niños, vestidos de blanco y rosa, saltaban y corrían tras sus juguetes, ó for- maban alegres corros girando como ruedas de colores.

En el muelle se agolpaban los del ofi- cio: su vista, acostumbrada á las inmensi- dades del mar, había reconocido lo que remolcaba la barca. Pero Antonio sólo mi- raba, al extremo de la escollera, á una mu- jer alta, escueta y negruzca, erguida sobre un peñasco, y cuyas faldas arremolinaba el viento.

Llegaron al muelle. ¡Qué ovación! To- dos querían ver de cerca el enorme animal.

EN EL MAR 65

Los pescadores, desde sus botes," lanzaban envidiosas miradas; los pilletes, desnudos, de color de ladrillo, echábanse al agua para tocarle la enorme cola.

Rufina se abrió paso entre la gente, lle- gando hasta su marido, que con la cabeza baja y una expresión estúpida oía las feli- citaciones de los amigos.

¿Y el chico? ¿Dónde está el chico? El pobre hombre aún bajó más su cabe- za. La hundió entre los hombros, como si quisiera hacerla desaparecer, para no oir, para no ver nada.

¿Pero dónde está Antoñico? Y Rufina, con los ojos ardientes, como fuera á devorar á su marido, le agarraba de la pechera, zarandeando rudamente á aquel hombrón. Pero no tardó en soltarle, y levantando los brazos, prorrumpió en es- pantoso alarido.

¡Ay, Señor!... ¡Ha muerto! ¡Mi Antoñi- co se ha ahogado! ¡Está en el mar!

Sí, mujer dijo el marido lentamente con torpeza, balbuceando y como si le aho- garan las lágrimas . Somos muy desgra- ciados. El chico ha muerto; está donde su

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66 V. BLASCO IBÁÑEZ

abuelo; donde estaré yo cualquier día. Del mar comemos y el mar ha de tragarnos.., iQué remedio! No todos nacen para obis- pos.

Pero su mujer no le oía. Estaba en el suelo, agitada por una crisis nerviosa, y se revolcaba pataleando, mostrando sus flacas y tostadas desnudeces de animal de trabajo, mientras se tiraba de las greñas, arañándo- se el rostro.

|Mi hijol... ¡Mi Antoñicol...

Las vecinas del barrio de los pescado- res acudieron á ella. Bien sabían lo que era aquello: casi todas habían pasado por tran- ces iguales. La levantaron, sosteniéndola con sus poderosos brazos, y emprendieron la marcha hacia su casa.

unos pescadores dieron un vaso de vino á Antonio, que no cesaba de llorar. Y mientras tanto, el compadre, dominado por el egoísmo brutal de la vida, regatea- ba bravamente con los compradores de pescado que querían adquirir la hermosa pieza.

Terminaba la tarde. Las aguas, ondean- do suavemente, tomaban reflejos de oro.

EN EL MAR 67

Á intervalos sonaba cada vez más le- jos el grito desesperado de aquella pobre mujer, desgreñada y loca, que las amigas empujaban á casa.

¡Antoñico! ¡Hijo mío!

Y bajo las palmeras seguían desfilan- do los vistosos trajes, los rostros felices y sonrientes, todo un mundo que no había sentido pasar la desgracia junto á el, que no había lanzado una mirada sobre el drama de la miseria; y el vals elegante, rítmico y voluptuoso, himno de la alegre locura, deslizábase armonioso sobre las aguas, acariciando con su soplo la eterna hermosura del mar.

¡Hombre al agua!

Al cerrar la noche, salió de Torrevieja el laúd San Rafael^ con cargamento de sal para Gibraltar.

La cala iba atestada, y sobre cubierta amontonábanse los sacos, formando una montaña en torno del palo mayor. Para pasar de proa á popa, los tripulantes iban por las bordas, sosteniéndose con peligroso equilibrio.

La noche era buena; noche de verano, con estrellas á granel y un vientecillo fres- co algo irregular, que tan pronto hinchaba la gran vela latina, hasta hacer gemir el mástil, como cesaba de soplar, cayendo des- mayada la inmensa lona con ruidoso aleteo.

La tripulación, cinco hombres y un muchacho, cenó después de la maniobra

70 V. BLASCO IBÁÑEZ

de salida, y una vez rebañado el humean- te caldero, en el que hundían su mendru- go con marinera fraternidad desde el pa- trón al grumete, desaparecieron por la escotilla todos los libres de servicio, para reposar sobre la dura colchoneta, con los vientres hinchados de vino y zumo de sandía.

Quedó en el timón el tío Chispas, un tiburón desdentado, que acogió con gru- ñidos de impaciencia las últimas indicacio- nes del patrón, y junto á él su protegido Juanillo, un novato que hacía en el San Rafael su primer viaje, y le estaba muy agradecido al viejo, pues gracias á él había entrado en la tripulación, matando así su hambre, que no era poca.

El mísero laúd antoj abásele al mucha- cho un navio almirante, un buque encan- tado, navegando por el mar de la abun- dancia. La cena de aquella noche era la primera cena seria que había hecho en su vida.

Había llegado á los diez y nueve años, hambriento v casi desnudo como un salva- je, durmiendo en la torcida barraca donde

¡HOMBRE AL AGüa! 71

gemía y rezaba su abuela, inmóvil por el reuma: de día ayudaba á botar las barcas, descargaba cestas de pescado, ó iba de pa- rásito en las lanchas que perseguían al atún y la sardina, para llevar á casa un pu- ñado de pesca menuda. Pero ahora, gracias al tío Chispas, que le tenía ley por haber conocido á su padre, era todo un marine- ro, estaba en camino de ser algo, podía con todo derecho meter su brazo en el caldero, y hasta llevaba zapatos, los primeros de su vida, unas soberbias piezas capaces de na- vegar como una fragata, que le sumían en éxtasis de adoración. ¡Y aún dicen que si el mar!... Vamos, hombre. El mejor oficio del mundo.

El tío CJdspas, sin apartar la vista de la proa ni las manos del timón, agachán- dose para sondear la obscuridad por entre la vela y el montón de sacos, le escuchaba con sonrisa marrullera.

Sí; no has escogido mal oficio. Pero tiene quiebras. Las verás... cuando tengas mis años... Pero tu sitio no es aquí: anda á proa y avisa si ves por delante alguna barca.

72 y. BLASCO IBÁÑEZ

Juanillo corrió por la borda con la se- gura tranquilidad de un pillo de playa. Cuidado, muchacho, cuidado.

Pero el ya estaba en la proa, y se sentó junto al botalón, escudriñando la negra su- perficie del mar, en cuyo fondo se reñeja- ban como serpeantes hilos de luz las inquie- tas estrellas.

El laúd, panzudo y pesado, caía tras cada ola con un solemne ¡cJiap! que hacía ^saltar las gotas hasta la cara de Juanillo: dos hojas de espuma fosforescentes resbala- ban por ambos lados de la gruesa proa, y la hinchada vela, con el vértice perdido en la obscuridad, parecía arañar la bóveda del cielo.

¿Qué rey ni qué almirante estaba me- jor que el serviola del San Rafael?... ¡Brrru! Su estómago repleto le saludaba con eructos de satisfacción. |V"ida más her- mosa!...

¡Tío Chispas!... Un cigarro. Ven por él.

Juanillo corrió por la borda del lado contrario al viento. Era un momento de calma, y la vela rizábase con fuertes palpi-

¡HOMBRE AL AGUA I 73

taciones, próxima á caer desmayada á lo largo del mástil. Pero vino una ráfaga, y la barca se inclinó con rápido movimiento; Juanillo, para guardar el equilibrio, agarró- se al borde de la vela, y en el mismo instan- te ésta se hinchó como si fuera á estallar, lanzando al laúd en una carrera veloz y empujando con fuerza tan irresistible todo el cuerpo del muchacho, que lo disparó como una catapulta.

En el ruido de las aguas al tragarse á Juanillo creyó oir éste un grito, palabras algo confusas; tal vez el viejo timonel que gritaba: '< ¡Hombre al agua! >

Bajó mucho, ¡mucho! atolondrado por el golpe, por lo inesperado de la caída; pero antes de darse cuenta exacta de ello vióse otra vez en la superficie del mar bra- ceando, absorbiendo con furia el fresco viento... ¿Y la barca? No la vio ya. El mar estaba obscurísimo; más obscuro que visto desde la cubierta del laúd.

Creyó distinguir una mancha blanca, un fantasma que flotaba á lo lejos sobre las olas, y nadó hacia él. Pero de pronto ya no lo vio allí, sino en lugar opuesto, y cambió

74 V. BLASCO IBÁÑEZ

de dirección, desorientado, nadando con fuerza, pero sin saber dónde iba.

Los zapatos pesaban como si fuesen de plomo: ¡malditos! ¡la primera vez que los usaba! La gorra le martirizaba las sienes; los pantalones tiraban de él como si llega- sen hasta el fondo del mar y fuesen ba- rriendo las algas.

Calma, Juanillo, calma.

Y arrojó la gorra, lamentando no po- der hacer lo mismo con los zapatos.

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Tenía confianza. El nadaba mucho: se sentía con aguante para dos horas. Los de la barca virarían para pescarle: un remo- jón y nada más... ¿pues qué así como así mueren los hombres? En un temporal, como habían muerto su padre j^ su abuelo, bueno, pero en noche tan hermosa y con buena mar, morir empujado por una vela sería una muerte de tonto.

Y nadaba y nadaba, siempre creyendo ver aquel fantasma indeciso que cambiaba de sitio, esperando que de la obscuridad surgiera el San Rafael viniendo en su busca.

¡Ah de la barca! ¡Tío Cliispas!... ¡Pa- trón!

¡HOMBRE AL AGUA! 75

Pero el gritar le fatigaba y dos ó tres veces las olas le taparon la boca. ¡Maldi- tas!... Desde la barca parecían insignifi- cantes, pero en medio del mar, hundido hasta el cuello y obligado á un continuo manoteo para sostenerse, le asfixiaban, le golpeaban con su sorda ondulación, abrían ante él hondas y movibles zanjas, cerrándo- las en seguida como para tragarle.

Seguía creyendo, pero con cierta in- quietud, en sus dos horas de aguante. Sí; contaba con ellas. Dos horas y más nada- ba allá en su playa sin cansancio. Pero era en las horas de sol, en aquel mar de cristal azul, viendo allá bajo, á través de fantástica transparencia, las rocas amari- llas con sus hierbajos puntiagudos como ramos de coral verde, las conchas de color rosa, las estrellas de nácar, las flores lumi- nosas de pétalos carnosos estremeciéndose al ser rozados por el vientre de plata de los peces; y ahora estaba en un mar de tinta, perdido en la obscuridad, agobiado por sus ropas, teniendo bajo sus pies ¡quién sabe cuántos barcos destrozados, cuántos cadáveres descarnados por los peces fero-

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ees! Y estremecíase al contacto de su moja- do pantalón, creyendo sentir el rozamiento de agudos dientes.

Cansado, desfallecido, se echó de espal- das, dejándose llevar por las olas. El sabor de la cena le subía á la boca. ¡Maldita co- mida, y cuánto cuesta de ganar! Acabaría por morir allí tontamente... Pero el instin- to de conservación le hizo incorporarse. Tal vez le buscaban, y estando tendido pasarían cerca de él sin verle. Otra vez á nadar, con el ansia de la desesperación, incorporándose en la cresta de las olas para ver más lejos, yendo tan pronto á un lado como á otro, agitándose siempre en un mis- mo círculo.

Le abandonaban como si fuese un tra- po caído de la barca, ¡Dios mío! ¿Así se olvida á un hombre?... Pero no; tal vez le buscaban en aquel momento. Un barco co- rre mucho; por pronto que hubiesen subida á cubierta y arriado vela, ya estarían á más de una milla.

Y acariciando esta ilusión, se hundía dulcemente como si tirasen de sus pesados zapatos. Sintió en la boca la amargura

¡HOMBRE AL AGüA! 77

salitrosa; cegaron sus ojos, las aguas se cerraron sobre su rapada cabeza; pero entre dos olas se formó un pequeño remolino, asomaron unas manos crispadas y volvió á salir.

Los brazos se dormían; la cabeza se in- clinaba sobre el pecho como vencida por el sueño. A Juanillo le pareció cambiado el cielo: las estrellas eran rojas, como salpica- duras de sangre. Ya no le infundía miedo el mar; sentía el deseo de abandonarse sobre las aguas, de descansar.

Se acordaba de la abuela, que á aquellas horas estaría pensando en él. Y quiso rezar como mil veces había oído á su pobre vieja. «Padre nuestro que estás...» Rezaba mental- mente, pero sin darse cuenta de ello, su len- gua se movió y dijo con una voz tan ronca que le pareció de otro:

¡Cochinos! ¡ladrones! ¡Me abandonan!

Se hundía otra vez: desapareció pugnan- do en vano por sostenerse. Alguien tiraba de sus zapatos... Buceó en la obscuridad, sorbiendo agua, inerte, sin fuerzas, pero sin saber cómo, volvió otra vez á la su- perficie.

78 V. BLASCO IBÁ*EZ

Ahora las estrellas eran negras, más negras que el cielo, destacándose como go- tas de tinta.

Se acabó. Esta vez se iba al fondo de veras: su cuerpo era de plomo. Y bajó en línea recta, arrastrado por sus zapatos nue- vos, y en su caída al abismo de los barcos rotos y los esqueletos devorados, el cere- bro, cada vez más envuelto en densas ne- blinas, iba repitiendo:

Padre nuestro... Padre nuestro... ¡la- drones! ¡granujas! ¡Me han abandonado!

Un silbido

El entusiasmo caldeaba el teatro. ¡Qué debut! ¡Qué Lohengrin! ¡Qué tiple aquella!

Sobre el rojo de las butacas destacá- banse en el patio las cabezas descubiertas ó las torres de lazos, flores y tules, inmó- viles, sin que las aproximara el cuchicheo ni el fastidio; en los palcos silencio abso- luto; nada de tertulias y conversaciones á media voz; arriba, en el infierno de la filar- monía rabiosa, llamado irónicamente paraí- so, el entusiasmo se escapaba prolongado y ruidoso, como un inmenso suspiro de satis- facción, cada vez que sonaba la voz de la tiple, dulce, poderosa y robusta. ¡Qué no- chel Todo parecía nuevo en el teatro. La orquesta era de ángeles: hasta la araña del centro daba más luz.

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En aquel entusiasmo tomaba no poca parte el patriotismo satisfecho. La tiple era española, la López^ sólo que ahora se anun- ciaba con el apellido de su esposo el tenor Franchetti; un gran artista que, casándose con ella, la había hecho ascender á la cate- goría de estrella. ¡Yaya una mujer! Legítima de la tierra. Esbelta, arrogante; brazos y garganta con adorables redondeces, y los blancos tules de Elsa amplios en la cintura, pero estrechos y casi estallando con la presión de soberbias curvas. Sus ojos ne- gros, rasgados, de sombrío fuego, contras- taban con la rubia peluca de la condesa de Brabante. La hermosa española era en la escena la mujer tímida, dulce y resignada que soñó Wágner, confiando en la fuerza de su inocencia, esperando el auxilio de lo desconocido.

Al relatar su ensueño ante el empera- dor y su corte, cantó con expresión tan vagorosa y dulce, los brazos caídos y la extática mirada en lo alto, como si viese llegar montado en una nube al misterioso paladín, que el público no pudo contener- se ya, y como la retumbante descarga de

ÜN SILBIDO 81

una fila de cañones, salió de todos los huecos del teatro, hasta de los pasillos, la atronadora detonación de aplausos y gri- tos.

La modestia y la gracia con que salu- daba enardeció aún más al público. ¡Qué mujer! Una verdadera señora; y en cuan- to á buenos sentimientos, todos recorda- ban deíalles de su biografía. Aquel padre anciano, al que todos los meses enviaba una pensión para que viviera con decencia: un viejo feliz, que desde Madrid seguía la carrera de triunfos de su hija por todo el mundo.

Aquello era conmovedor. Algunas se- ñoras se llevaban á los ojos una punta del guante, y en el paraíso, un vejete llori- queaba metiendo la nariz en el embozo de la capa para sofocar sus gemidos. Los ve- cinos se reían.

¡Yamos hombre, que no era para tanto!

La representación seguía su curso en medio de los ecos del entusiasmo. Ahora el heraldo invitaba á los presentes, por si alguno quería defender á Elsa. Bueno, adelante. Aquel público, que se sabía de

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82 V. BLASCO IBÁÑEZ

memoria la ópera, estaba en el secreto. No se presentaría ningún guapo. Después^ con acompañamiento de tétrica música^ avanzaron las damas veladas para llevarse la condesa al suplicio. Todo era broma; Elsa estaba segura. Pero cuando los bra- vos guerreros brabanzones se agitaron en la escena, viendo á lo lejos el misterio^so cisne y su barquilla, y se fué armando en la imperial corte una batahola de dos mil demonios, el público, por acción refleja, se movió ruidosamente, arrellanándose en el asiento, tosiendo, suspirando, revolviéndo- se para hacer provisión de silencio. ¡Qué emoción! Iba á presentarse Franchetti, el famoso tenor, un gran artista de quien se murmuraba que habíase casado con la López buscando una compensación á sub facultades decadentes en la frescura y va- lentía de su mujer. Aparte de esto, un maestrazo que sabía salir triunfante con auxilio del arte.

|Ah!... Ya estaba allí, de pie en el es- quife, apoyado en larga espada, el escudo embrazado, cubierto el pecho de escamas de acero, irguiendo su arrogante figura de

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UN SILBIDO 83

buen mozo festejado por toda la aristocra- cia de Europa, y deslumbrando de cabeza á pies, cual un pescado de plata envuelto en seda.

Silencio absoluto; aquello parecía una iglesia. El tenor miraba su cisne, como si allí no hubiese otro ser digno de atención, y en el místico ambiente fué desarrollándose un hilo de voz tenue, dulce, vagoroso, cual si viniera de una distancia invisible.

¡Mercé, mercé, cigno gentihl...

¿Qué fué lo que estremeció todo el tea- tro, poniendo de pie á los espectadores? Algo estridente, como si acabara de rasgar- se la vieja decoración del fondo; un silbido rabioso, feroz, desesperado, que pareció ha- cer oscilar las luces de la sala.

¡Silbar á Franchetti antes de oirle! ¡Un tenor de cuatro mil francos! La gente de palcos y butacas miró al paraíso con el ceño fruncido; pero arriba la protesta fué más ruidosa. ¡Granuja! ¡Canalla! ¡Golfo! ¡A la cárcel con él! Y todo el público, arremoli- nándose, de pie y con el puño amenazante, señalaba al vejete que, cuando cantaba la tiple, metía la nariz en la capa para llorar,

84 V. BLASCO IBÁÑEZ

y ahora se erguía intentando en vano ha- cerse oir. ¡A la cárcel! ¡A la cárcel!

Pisando gente entró la pareja, y el vie- jo pasó á empujones de banco en banco, abofeteando á todos con su capa caída y contestando con desesperados manoteos á los insultos y amenazas, mientras que el público rompía á aplaudir estrepitosamen- te, para animar á Franchetti, que había in- terrumpido su canto.

En el pasillo detuviéronse el viejo y los guardias, respirando ansiosamente, magu- llados por el gentío. Algunos espectadores les siguieron.

¡Parece imposible! dijo uno de los guardias . Una persona de edad y que pa- rece decente...

¿Y usted qué sabe? gritó el viejo con ii expresión agresiva—. Mis razones tengo i para hacer lo que he hecho. ¿Sabe usted quien soy yo? Pues soy el padre de Conchita, de esa que se llama en el cartel la Franchetti, de la que aplauden con tanto entusiasmo los imbéciles. ¡Qué tal!... ¿Les parece raro que silbe?... También 3^0 he leído los perió- dicos; ¡qué modo de mentir! «La hija aman-

á

UN SILBIDO . 85

tísima...» «El padre querido y feliz... > ¡Men- tira, todo mentira! Mi hija ya no es mi hija, es un culebrón, y ese italiano un granuja. Sólo se acuerda de para enviarme una limosna, ¡como si el corazón comiera y le contentase el dinero! Yo no tomo un cuarto de ellos: primero morir; prefiero molestar á los amigos.

Ahora que era oído el viejo. Los que le rodeaban sentían hambrienta curiosidad ante una historia que tan de cerca tocaba á dos celebridades artísticas. Y el señor Ló- pez, insultado por todo un público, deseaba comunicar á alguien su indignación, aun- que fuese á los guardias.

No tengo más familia que esa. Com- prendan mi situación. Se crió en mis bra- zos: la pobrecita no conoció á su madre. Sacó voz; dijo que quería ser tiple ó morir, y aquí tienen ustedes al bonachón de su pa- dre decidido á que fuese una celebridad ó á morir con ella. Los maestros dijeron: Milán! Y allá va el señor López con su niña, después de dimitir su empleo y vender los cuatro terrones heredados de su padre. ¡Válgame Dios y cuánto he sufrido! ¡Cuan-

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to ho trotado antes del debut, de maestro en maestro y de empresario en empresario! ¡Qué humillaciones, qué vigilancias para guardar á mi niña, y qué privaciones; sí, señores, privaciones y hasta hambre, cuida- dosamente ocultada, para que nada faltase á la señorita! Y cuando cantó por fin y comenzó á sonar su nombre, cuando yo me extasiaba ante los resultados de mi sacri- ficio, llega ese fantasmón de Franchetti, y cantando sobre las tablas dúos y más dúos de amor, acaban por enamoricarse, y tengo que casar á la niña para que no me ponga mal gesto ni me parta el alma con sus llo- ros. Ustedes no saben lo que es un matri- monio de cantantes. El egoísmo haciendo gorgoritos. Ni cariño, ni corazón, ni nada; la voz, sólo la voz. Al ladrón de mi yerno le molesté desde el primer momento; tenía celos de mí, quería alejarme para dominar en absoluto á su mujer; y ella, que ama á ese payaso, que cada vez está más unida á el por las ovaciones, dijo que á todo. ¡Las exigencias del arte! ¡Su modo de vivir, que no les permite deberse á la familia, sino al arte! Estas fueron sus excusas, y me envia-

UN SILBIDO _ 87

ron á España; y yo, por reñir con ese far- dante, reñí con mi hija. Hasta hoy no les había visto... Señores, llévenme ustedes donde quieran, pero declaro que siempre que pueda vendré á silbar á ese ladrón ita- liano... He estado enfermo, estoy solo: pues revienta, viejo, como si no tuvieras hija. Tu Conchita no es tuya; es de Franchetti... pero no; es del arte. Y ahora digo yo: Si el arte consiste en que las hijas olviden á los padres que por ellas se sacrificaron, digo que me futro en el arte y que más me ale- graría encontrarme á mi Concha al entrar en casa remendando mis calcetines.

Lobos de mar

Retirado de los negocios después de cuarenta años de navegación con toda cla- se de riesgos y aventuras, el capitán Lio- vet era el vecino más importante del Ca- bañal, una población de casas blancas de un solo piso, de calles anchas, rectas y ardientes de sol, semejante á una pequeña ciudad americana.

La gente de Valencia que veraneaba allí miraba con curiosidad al viejo lobo de mar, sentado en un gran sillón bajo el toldo de listada lona que sombreaba la puerta de su casa. Cuarenta años pasados á la intemperie, en la cubierta de su buque, sufriendo la lluvia y los rociones del oleaje, le habían infiltrado la humedad hasta los mismos huesos, y, esclavo del reuma, per-

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tnanecía los más de los días inmóvil en su sillón, prorrumpiendo en quejidos y jura- mentos cada vez que se ponía en pie. Alto, musculoso, con el vientre hinchado y caído sobre las piernas, la cara bronceada por el isol y cuidadosamente afeitada, el capitán parecía un cura en vacaciones, tranquilo y bonachón en la puerta de su casa. Sus ojos grises, de mirada fija ó imperativa, ojos de hombre habituado al mando, eran lo único que justificaba la fama del capitán Llovet, la leyenda sombría que flotaba en torno de 8X1 nombre.

Había pasado su vida en continua lu- cha con la marina real inglesa, burlando ia persecución de los cruceros en su famo- so bergantín repleto de carne negra, que transportaba desde la costa de Guinea á las Antillas. Audaz y de una frialdad inal- terable, jamás le vieron oscilar sus mari- neros.

Contábanse de él cosas horripilantes. Cargamentos enteros de negros arrojados al agua para librarse del crucero que le daba caza; los tiburones del Atlántico acu- diendo á bandadas, haciendo hervir las olas

LOBOS DE MAR 91

con SU fúnebre coleteo, cubriendo el mar de manchas de sangre, repartiéndose á den- telladas los esclavos, que agitaban con des- esperación sus brazos fuera del agua; su- blevaciones de tripulación contenidas por él solo á tiros y hachazos; raptos de ciega cólera en los que corría por cubierta como una fiera; hasta se hablaba de cierta mujer que le acompañaba en sus viajes, la cual, desde el puente, fue arrojada al mar por el iracundo capitán después de una disputa por celos. Y junto con esto, inesperados arranques de generosidad: socorros á ma- nos llenas á las familias de sus marineros. En un arrebato de cólera era capaz de matar á uno de los suyos; pero si alguien caía al agua, se arrojaba para salvarle, sin miedo al mar ni á sus voraces bestias. En- loquecía de furor si los compradores de negros le engañaban en unas cuantas pe- setas, y en la misma noche gastaba tres ó cuatro mil duros celebrando una de aque- llas orgías que le habían hecho famoso en la Habana. «Pega antes que habla», decían de él los marineros, y recordaban que, en alta mar, sospechando que su segundo

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conspiraba contra él, le había deshecho el cráneo de iin pistoletazo. Aparte de esto, un hombre divertidísimo, á pesar de su cara fosca y su mirada dura. En la playa del Cabañal, la gente, reunida á la sombra de las barcas, reía recordando sus bromas. Una vez dio un convite á bordo al reyezue- lo africano que le vendía los esclavos, y viendo borrachos á la negra majestad y sus cortesanos, hizo como el negrero de Meri- mee: desplegó velas y los vendió como es- clavos. Otra vez, viéndose perseguido por un crucero británico, desfiguró su buque en una sola noche, pintándolo de otro color y cambiando la arboladura. Los capitanes in- gleses tenían datos en abundancia para co- nocer el buque del audaz negrero; pero como si no tuvieran nada. El capitán Llovet, como decían en la playa, era un gitano de mar, y trataba su barco como á un burro de feria, haciéndole sufrir transformacio- nes maravillosas.

Cruel y generoso, pródigo de su sangre y de la ajena, duro para el negocio y ma- nirroto para el placer, los negociantes de Cuba le habían apodado el Capitán Magni

LOBOS DE MAR 93

-fico, y así seguían llamándole los pocos ma- rineros de su antigua tripulación que aún arrastraban por la playa las piernas reumá- ticas, tosiendo y encorvando el pecho.

Casi arruinado por empresas comercia- les, al retirarse de la trata se había metido en su casa del Cabañal, viendo pasar la vida ante su puerta, sin otra distracción que jurar como un condenado cuando el reuma le hacía permanecer inmóvil en su asiento. Por una respetuosa admiración venían á sentarse en la acera algunos de aquellos vejestorios que habían recibido de él en otro tiempo órdenes y palos, y juntos ha- blaban con cierta melancolía de la gran ca- lle, como el capitán llamaba al Atlántico, contando las veces que habían pasado de una acera á otra, de África á América, co- rriendo temporales y chasqueando á los polizontes del mar. En verano, los días que no apretaba el dolor y las piernas estaban fuertes, bajaban á la playa, y el capitán, enardecido á la vista del mar, desahogaba sus dos odios. Odiaba á luglaterra por ha- ber oído silbar más de una vez las balas de sus cañones. Odiaba la navegación á vapor

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como un sacrilegio marítimo. Aquellos pe- nachos de humo que pasaban por el hori- zonte eran los funerales de la marina. Ya no quedaban sobre el agua hombres de ofi- cio; ahora el mar era de los fogoneros.

En los días tempestuosos del invierno, siempre le veían en la playa con la nariz palpitante, olfateando la tormenta, como si aún estuviera sobre cubierta preparándose á resistir el tiempo.

Una mañana lluviosa vio correr la gente hacia el mar, y allá fué él, contestan- do con gruñidos á la familia, que le habla- ba de su reuma. Entre las negras barcas encalladas en la orilla destacábanse sobre el mar, lívido y cubierto de espum.arajoSy los grupos de blusas azules, las faldas on- deantes por el vendaval, con las que se resguardaban de la lluvia las mujereSo Lejos, en la bruma que cerraba el horizon- te, corrían como ovejas asustadas las bar- cas pescadoras, con la vela casi recogida y negruzca por el agua, sosteniendo una lucha de terribles saltos, enseñando la qui- lla en cada cabriola, antes de doblar la punta del puerto, amontonamiento de pe-

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ñascos rojos barnizados por las olas, entre los cuales hervía una espuma amarillentay bilis del irritado mar.

Una barca desarbolada iba como pelota de ola en ola hacia la siniestra punta. La gente gritaba en la playa viendo á los tri- pulantes tendidos en la cubierta, anonada- dos por la proximidad de la muerte. Se ha- blaba de ir hasta la barca, de echarla un cabo, de atraerla á la playa; pero los más audaces, mirando las olas que se desploma- ban llenando el espacio de polvo de agua^ callábanse atemorizados. La barca que sa- liera daría la voltereta antes de mover un remo.

A ver: ¡gente que me siga! Hay que salvar á esos pobres.

Era la voz ruda ó imperiosa del capi- tán Llovet. Se erguía sobre sus torpes piernas, la mirada brillante y fiera, las manos temblorosas por la cólera que le infundía el peligro. Las mujeres le mira- ban asombradas; los hombres retrocedían, formando ancho corro en torno de él, que prorrumpió en juramentos, agitando sus manos como si fuera á cerrar á golpes con

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toda la chusma. Le enfurecía el silencio de aquella gente, como si estuviera ante una tripulación insubordinada.

—¿Desde cuándo el capitán Llovet no en- cuentra en su pueblo hombres que le sigan al mar?

Lo dijo rugiendo, como un tirano que se ve desobedecido, como un Dios que contem- pla la huida de sus fieles. Hablaba en caste- llano, lo que era en él señal de ciega cólera.

¡Presente, capüá! gritaron á un tiem- pa unas cuantas voces temblonas.

Y abriéndose paso, aparecieron en el centro del corro cinco viejos, cinco esquele- tos roídos por el mar y las tempestades, anti- guos marineros del capitán Llovet, arrastra- dos por la subordinación y el afecto que crea el peligro afrontado en común. Avanzaron unos arrastrando los pies, otros con saltitos de pájaro, alguno con los ojos muy abiertos, mostrando en las pupilas la vaguedad de la ceguera senil, todos temblorosos de frío, con el cuerpo forrado de bayeta amarilla y la gorra calada sobre dobles pañuelos arro- llados á las sienes. Era la vieja guardia co- rriendo á morir junto á su ídolo. De los

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grupos salían mujeres y niños, que se arro- jaban sobre ellos queriendo detenerles.

¡Agüelo! gritaban los nietos.

¡Pare! gemían las mocetonas. Y los animosos vejetes, irguiéndose como los rocines moribundos al oir el clarín de las batallas, repelían los brazos que se anu- daban á sus cuellos y piernas, y gritaban contestando á la voz de su jefe:

¡Presente, capitá!

Los lobos de mar, con su ídolo al frente, abriéronse paso para echar al mar una de las barcas. Rojos, congestionados por el es- fuerzo, con el cuello hinchado por la rabia, BÓlo consiguieron mover la barca y que se deslizara algunos pasos. Irritados contra su vejez, intentaron un nuevo esfuerzo; pero la muchedumbre protestaba contra su lo- cura, y cayó sobre ellos, desapareciendo los viejos arrebatados por sus familias.

¡Dejadme, cobardes! ¡Al que me toque, lo mato! rugía el capitán Llovet.

Pero por primera vez aquel pueblo, que le adoraba, puso la mano en él. Lo sujeta- ron como á un loco, sordos á sus súplicas, indiferentes á sus maldiciones.

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La barca, abandonada de todo auxilio^ corría á la muerte dando tumbos sobre la» olas. Ya estaba próxima á los peñascos, ya iba á estrellarse entre torbellinos de espu- ma, y aquel hombre que tanto había des- preciado la vida del semejante, que había nutrido á los tiburones con tribus enteras y que llevaba un nombre aterrador como una leyenda lúgubre, revolvíase furioso,, sujeto por cien manos, blasfemando por- que no le dejaban arriesgar la existencia socorriendo á unos desconocidos, hasta que, agotadas sus fuerzas, acabó llorando como un niño.

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Un funcionario

Tendido de espaldas en el camastro y siguiendo con vaga mirada las grietas del techo, el periodista Juan Yáñez, único hués- ped de la sala de políticos, pensaba que ha- bía entrado aquella noche en el tercer mes de su encierro.

Las nueve... La corneta había lanzado en el patio las prolongadas notas del toque de silencio; en los corredores sonaban con monótona igualdad los pasos de los vigilan- tes, y de las cerradas cuadras, repletas de carne humana, salía un rumor acompasado, semejante al soplo de una fragua lejana ó á la respiración de un gigante dormido: parecía imposible que en aquel viejo con- vento, tan silencioso, cuya ruina resultaba

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más visible á la cruda luz del gas, durmie- sen mil hombres.

El pobre Yáñez, obligado á acostarse á las nueve, con una perpetua luz ante los ojos y sumido en un silencio aplastante que hacía creer en la posibilidad del mun- do muerto, pensaba en lo duramente que iba saldando su cuenta con las institucio- nes. ¡Maldito artículo! Cada línea iba á cos- taría una semana de encierro; cada palabra un día.

Y Yáñez, recordando que aquella no- che comenzaba la temporada de ópera con Lohengrin, su ópera predilecta, veía los pal- cos cargados de hombros desnudos y nucas adorables, entre destellos de pedrería, re- flejos de sedas y airoso ondear de rizadas plumas.

Las nueve... Ahora habrá salido el cis- ne, y el hijo de Parsifal lanzará sus prime- ras notas entre los siseos de expectación del público... ¡Y yo aquí! ¡Cristo! No tengo mala ópera...

Sí; no era mala. Del calabozo de abajo, como si provinieran de un subterráneo, llegaban los ruidos con que delataba su

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existencia un bruto de la montaña, á quien iban á ejecutar de un momento á otro por un sinnúmero de asesinatos. Era un chocar de cadenas que parecía el ruido de un mon- tón de clavos y llaves viejas, y de vez en cuando una voz débil repitiendo: «Pa.., dre nuestro que es... tas en los cielos... San... ta María...» con la expresión tímida y supli- cante del niño que se duerme en brazos de su madre. ¡Siempre repitiendo la monóto- na cantinela, sin que pudieran hacerle ca- llar! Según opinión de los más, quería con esto fingirse loco para salvar el cuello: tal vez catorce meses de aislamiento en un ca- labozo, esperando á todas horas la muerte, habían acabado con su escaso seso de fiera instintiva.

Estaba Yáñez maldiciendo la injusticia de los hombres, que por unas cuantas cuar- tillas emborronadas en un momento de mal humor le obligaban á dormirse todas las noches arrullado por el delirio de un condenado á muerte, cuando oyó fuertes voces y pasos apresurados en el mismo piso donde estaba su departamento.

No; no dormiré ahí gritaba una voz

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trémula y atiplada . ¿Soy acaso algún cri- minal? Soy un funcionario de Gracia y Jus- ticia lo mismo que ustedes... y con treinta años de serv^icios. Que pregunten por Nico- medes: todo el mundo me conoce; hasta los periódicos han hablado de mí. Y después de alojarme en la cárcel, ¿aún quieren ha- cerme dormir en un desván que ni para los presos sirve? Muchas gracias. ¿Para esto me ordenan venir?... Estoy enfermo y no duermo ahí. Qué me traigan un médico; necesito un médico...

Y el periodista, á pesar de su situación, reíase regocijado por la entonación afemi- nada y ridicula con que el de los treinta años de servicios pedía el médico.

Repitióse el murmullo de voces: discu- tían como si formasen Consejo, oyéronse pasos, cada vez más cercanos, y se abrió la puerta de la sala de políticos, asomando por ella una gorra con galón de oro.

Don Juan dijo el empleado con cier- ta cortedad , esta noche tendrá usted com- pañía... Dispense usted, no es mía la culpa; la necesidad... En fin, mañana ya dispon- drá el jefe otra cosa. Pase usted... señor.

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Y el señor (así, con entonación irónica) pasó la puerta, seguido de dos presos; uno €on una maleta y un lío de mantas y bas- tones; otro con un saco cuya lona marcaba las aristas de una caja ancha y de poca altura.

—Buenas noches, caballero. Saludaba con humildad, con aquella voz trémula que hizo reir á Yáñez, y ai quitarse el sombrero descubrió una cabeza pequeña, cana y cuidadosamente rapada. Era un cincuentón obeso, coloradote; la capa parecía caerse de sus hombros, y un mazo de dijes colgando de una gruesa ca- dena de oro repiqueteaba sobre su vientre al menor movimiento. Sus ojos pequeños tenían los reflejos azulados del acero, y la boca aparecía oprimida por unos bigotillos curvos y caídos como dos signos de inte- rrogación.

Usted dispense dijo sentándose Yoy á molestarle mucho; pero no es por <íulpa mía. He llegado en el tren de esta noche, y me encuentro con que me dan para dormitorio un desván lleno de ratas. jYaya un viaje!

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—¿Es usted preso?

En este momento, dijo somíen- do ; pero no le molestaré mucho con mi presencia.

Y el panzudo burgués se mostraba ob- sequioso, humilde, como si pidiera perdón por haber usurpado su puesto en la cárceL

Yáñez le miraba fijamente: tanta timi- dez le asombraba. ¿Quién sería aquel suje- to? Y por su imaginación danzaban idea^ sueltas, apenas esbozadas, que parecían bus- carse y perseguirse para completar un pen- samiento.

De pronto^ al sonar á lo lejos otra ve^ el quejumbroso padrenuestro de la fiera en- cerrada, el periodista se incorporó nervio- samente, como si acabase de atrapar la idea fugitiva, fijando su vista en aquel saco que estaba a los pies del recién llegado.

¿Qué lleva usted ahí?... ¿Es la caja do las herramientas?

El hombre pareció dudar, pero al fin se le impuso la enérgica expresión interroga- tiva, é inclinó la cabeza afirmativamente. Después el silencio se hizo largo y penoso. Unos presos colocaban la cama de aquei

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hombre en un rincón de la sala. Yáñez con- templaba fijamente á su compañero de hos- pedaje, que permanecía con la cabeza baja, como rehuyendo sus miradas.

Cuando la cama quedó hecha y los pre- sos se retiraron, cerrando el empleado la puerta con el cerrojo exterior, continuó el penoso silencio. Por fin, aquel sujeto hizo un esfuerzo y habló:

Voy á dar á usted una mala noche; pero no es mía la culpa: ellos me han traído aquí. Yo me resistía, sabiendo que es usted una persona decente que sentirá mi presen- cia como lo peor que haya podido ocurriría en esta casa.

El joven se sintió desarmado por tanta humildad.

No, señor; yo estoy acostumbrado á todo dijo con ironía . ¡Se hacen en esta casa tan buenas amistades, que una más nada importal Además, usted no parece mala persona.

Y el periodista, que aún no se había lim- piado de sus primeras lecturas románticas, encontraba muy original aquella entrevista y hasta sentía cierta satisfacción.

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Yo vivo en Barcelona continuó el viejo , pero mi compañero de este distrito murió hace poco de la última borrachera, y ayer, al presentarme en la Audiencia, me dijo un alguacil: «Nicomedes...» Por- que yo soy Nicomedes Terruño. ¿No ha oído usted hablar de mí?... Es extraño; la prensa ha publicado muchas veces mi nombre. «Nicomedes, de orden del señor presidente que tomes el tren de esta no- che.» Vengo con el propósito de meterme en una fonda hasta el día del trabajo, y desde la estación me traen aquí, por no se qué miedos y precauciones; y para mayor escarnio, me quieren alojar con las ratas. ¿Ha visto usted? ¿Es esto manera de tratar á los funcionarios de justicia?

¿Y lleva usted muchos años desempe- ñando el cargo?

Treinta años, caballero: comencé en tiempos de Isabel II. Soy el decano de la clase y cuento en mi lista hasta condena- dos políticos. Tengo el orgullo de haber cumplido siempre mi deber. El de ahora será el ciento dos. Son muchos, ¿verdad? Pues con todos me he portado lo mejor

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que he podido. Ninguno se habrá quejado de mí. Hasta los ha habido veteranos del presidio, que, al verme en el último mo- mento, se tranquilizaban y decían: «Nico- medes, me satisface que seas tú.»

El funcionario iba animándose en vista de la atención benévola y curiosa que le prestaba Yáñez. Iba tomando tierra: cada vez hablaba con más desembarazo.

Tengo también mi poquito de inven- tor— continuó . Los aparatos los fabrico yo mismo, y en cuanto á limpieza no hay más que pedir... ¿Quiere usted verlos?

El periodista saltó de la cama como dis- puesto á huir.

No; muchas gracias. Lo creo. Y miraba con repugnancia aquellas ma- nos, cuyas palmas eran rojizas y grasientas. Restos tal vez de la limpieza reciente de que hablaba; pero á Yáñez le parecían im- pregnadas de grasa humana, del zumo de aquel centenar que formaba su lista.

¿Y está usted satisfecho de la profe- sión?— preguntó para hacerle olvidar el de- seo de lucir sus invenciones.

¡Qué remedio!... Hay que conformar-

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se. Mi único consuelo es que cada vez se trabaja menos. ¡Pero cuan duro es este pan! I Si lo hubiera sabido!...

Y quedó silencioso mirando al suelo. ¡Todos contra mí! continuó—. Yo he vi^to muchas comedias, ¿sabe usted? He visto que ciertos reyes antiguos iban á to- das partes llevando detrás al ejecutor de su justicia, vestido de rojo, con el hacha al cuello, y hacían de él su amigo y consejero- ¡Aquello era lógico! El encargado de cum- plir la justicia me parece que es alguien y alguna consideración merece. Pero en estos tiempos todo son hipocresías. Grita el fiscal pidiendo una cabeza en nombre de no cuántas cosas respetables, y á todos les pa- rece bien; llego yo después cumpliendo sus órdenes, y me escupen y me insultan. Diga, señor, ¿es esto justo?... Si entro en una fonda, me ponen en la puerta apenas me conocen; en la calle todos rehuyen mi con- tacto, y hasta en la Audiencia me tiran el sueldo á los pies, como si yo no fuese un funcionario lo mismo que ellos, como si mi dinero no figurase en el presupuesto... ¡To- dos contra mí! Y después añadió con voz

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apenas perceptible , los otros enemigos,.. jLos otros! ¿Sabe usted? Los que se fueron para no volver, y sin embargo, vuelverj; ese centenar de infelices á los que traté con mimos de padre, haciéndoles el menor daño posible y que... ¡ingratos! vienen á apenas me ven solo.

¡Qué!... ¿Vuelven?

Todas las noches. Los hay que me molestan poco: los últimos, apenas; me pa- recen amigos de los que me despedí ayer; pero los antiguos, los de mi primera época, cuando aún me emocionaba y me sentía torpe, esos son verdaderos demonios, que, apenas me ven solo en la obscuridad, des- filan sobre mi pecho en interminable pro- cesión, me oprimen, me asfixian, rozándo- me los ojos con el borde de sus hopas. Me siguen á todas partes, y así como me hago viejo son más asiduos. Cuando me metie- ron en el desván comencé á verles asomar por los rincones más obscuros. Por eso pe- día un médico: estaba enfermo; tenía mie- do á la noche; quería luz, compañía.

¿Y siempre está usted solo?

' No; tengo familia allá en mi casita de

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las afueras de Barcelona; una familia que no da disgustos: un perro, tres gatos y ocho gallinas. No entienden á las personas y por eso me respetan, me quieren como si yo fuera un hombre igual á los demás. Enve- jecen tranquilamente á mi lado. Nunca se me ha ocurrido matar una gallina: me des- mayo viendo correr la sangre.

Y decía esto con la misma voz quejum- brosa de antes, débil, anonadado, como si sintiera el lento desplome de su inte- rior.

¿Y nunca tuvo usted familia?

¿Yo?... ¡Como todo el mundo! A usted se lo cuento todo, caballero. ¡Hace tanto tiempo que no hablo!... Mi mujer murió hace seis años. No crea usted que era una de esas mujerzuelas borrachas y embrute- cidas, que es el papel que en las novelas se reserva siempre n la hembra del verdugo. Era una moza de mi pueblo, con la que casé al volver del servicio. Tuvimos un hijo y una hija; pan poco, miseria mucha, y ¿qué quiere usted? la juventud y cierta brutali- dad de carácter me llevaron al oficio. No crea que conseguí fácilmente el puesto: has-

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ta necesité iüñueDcias. Al principio hacía- me gracia el odio de la gente: me sentía or- gulloso con inspirar terror y repugnancia. Presté mis servicios en muchas Audiencias, rodamos por media España, y los chicos cada vez más hermosos; hasta que por fin caímos en Barcelona. ¡Qué gran época! La mejor de mi vida: en cinco ó seis años no hubo trabajo. Mis ahorros se convirtieron en una casita en las afueras, y los vecinos apreciaban á don Nicomedes, un señor sim- pático empleado en la Audiencia. El chico, un ángel de Dios, trabajador, modosito y callado, estaba en una casa de comercio; la niña ¡cuánto siento no tener aquí su re- trato!— la niña, que era un serafín, con unos ojazos azules y una trenza rubia, gruesa como mi brazo, y que cuando correteaba por nuestro huertecillo parecía una de esas señoritas que salen en las óperas, no iba á Barcelona con su madre sin que algún jo- ven viniera tras sus pasos. Tuvo un novio formal: un buen muchacho que pronto iba á ser médico. Cosas de ella y su madre: yo fingía no ver nada, con esa bondadosa ce- guera de los padres que se reservan para el

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Último momento. ¡Pero Señor, cuan felices éramos!

La voz de Nicomedes era cada vez más temblorosa; sus ojillos azules estaban em- pañados. No lloraba, pero su grotesca obe- sidad agitábase con los estremecimientos del niño que hace esfuerzos para tragarse las lágrimas.

Pero se le ocurrió á un desalmado de larga historia dejarse coger; lo sentenciaron á muerte y hube de entrar en funciones cuando ya casi había olvidado cuál era mi oficio. ¡Qué día aquél! Media ciudad me co- noció viéndome sobre el tablado, y hasta hubo periodistas que, como son peor que una epidemia (usted dispense), averiguaron mi vida, presentándonos en letras de molde á y á mi familia, como si fuéramos bi- chos raros, y afirmando con admiración que teníamos facha de personas decentes. Nos pusieron en moda. ¡Pero qué moda! Los vecinos cerraban puertas y ventanas al verme, y aunque la ciudad es grande, siem pre me conocían en las calles y me insul- taban. Un día, al entrar en casa, me recibió mi mujer como una loca. ¡La niña! ¡La ni-

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ña!... La vi en la cama, con el rostro desen- cajado, verdoso, ¡ella tan bonita! y la len- gua manchada de blanco. Estaba envene- nada, envenenada con fósforos, y había sufrido atroces dolores durante horas ente- ras, callando para que el remedio llegase tarde... ¡y llegó! Al día siguiente ya no vivía. La pobrecita tuvo valor. Amaba con toda su alma al mediquín, y yo mismo leí la carta en la que el muchacho se despedía para siempre por saber de quién era hija. No la lloré. ¿Tenía acaso tiempo? El mundo Be nos venía encima; la desgracia soplaba por todos lados; aquel hogar tranquilo que nos habíamos fabricado se desplomaba por sus cuatro ángulos. Mi hijo... también á mi hijo lo arrojaron de la casa de comercio, y fué inútil buscar nueva colocación ni apoyo en sus amigos. ¿Quién cruza la palabra con el hijo del verdugo? ¡Pobrecito! ¡Como si á él le hubieran dado á escoger el padre antes de venir al mundo! ¿Qué culpa tenía él, tan bueno, de que yo le hubiese engendrado? Pasaba todo el día en casa, huyendo de la gente, en un rincón del huertecillo, triste y descuidado desde la muerte de la niña.

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«¿En qué piensas, Antonio? >, le pregunta- ba. «Papá, pienso en Anita.» El pobre me engañaba. Pensaba en él, en lo cruelmente que nos habíamos equivocado, creyéndonos por una temporada iguales á los demás, y cometiendo la insolencia de querer ser fe- lices. El batacazo era terrible: imposible le- vantarse. Antonio desapareció.

¿Y nada ha sabido usted de su hijo? dijo Yáñez, interesado por la lúgubre his- toria.

Sí; á los cuatro días. Lo pescaron fren- te á Barcelona; salió envuelto en redes, hin- chado y descompuesto... Usted ya adivinara lo demás. La pobre vieja se fué poco á poco, como si los chicos tirasen de ella des- de arriba; y yo, el malo, el empedernido^ me he quedado aquí solo, completamente solo, sin el recurso siquiera de beber; por- que si me emborracho, vienen ellos, ¿sabe usted? ellos, mis perseguidores, á enloque- cerme con el aleteo de sus hopas negras^ como si fuesen enormes cuervos, y me pon- go á morir... Y sin embargo, no los odio, ¡Infelices! Casi lloro cuando los veo en el banquillo. Otros son los que me han hecho

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UN FUNCIONARIO 115

mal. Si el mundo se convirtiera en una sola persona, si todos los desconocidos que me robaron á los míos con su desprecio y su odio tuvieran un solo cuello y me lo en- tregaran, jay, cómo apretaría!... ¡con qué gusto!...

Y hablando á gritos se había puesto de pie, agitando con fuerza sus puños, como si retorciese una palanca imaginaria. Ya no era el mismo ser tímido, panzudo y que- jumbroso. En sus ojos brillaban pintas ro- jas como salpicaduras de sangre; el bigote se erizaba y su estatura parecía mayor, como si la bestia feroz que dormía dentro de él, al despertar, hubiese dado un formi- dable estirón á la envoltura.

En el silencio de la cárcel resonaba cada vez más claro el doloroso canturreo que venía del calabozo: «Pa... dre... nu... estro... que estás... en los cielos... :&

Don Nicomedes no lo oía. Paseaba fu- rioso por la habitación, conmoviendo con sus pasos el piso que servía de techo á su víctima. Por fin se fijó en el monótono quejido.

¡Cómo canta ese infeliz! murmuró .

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|Cuán lejos estará de saber que estoy yo aquí, sobre su cabeza!

Se sentó desalentado y permaneció si- lencioso mucho tiempo, hasta que sus pen- samientos, su afán de protesta, le obliga- ron á hablar.

—Mire usted, señor; conozco que soy un hombre malo y que la gente debe despre- ciarme. Pero lo que me irrita es la falta de lógica. Si lo que yo hago es un crimen, que supriman la pena de muerte y reven- taré de hambre en un rincón, como un perro. Pero si es necesario matar para tran- quilidad de los buenos, entonces, ¿por qué se me odia? El fiscal que pide la cabeza del malo nada sería sin mí, que obedezco; to- dos somos ruedas de la misma máquina, y jvive Dios! que merecemos igual respeto, porque yo soy un funcionario... con treinta años de servicios.

El ogro

En todo el barrio del Pacífico era cono- cido aquel endiablado carretero, que albo- rotaba las calles con sus gritos y los furio- sos chasquidos de su tralla.

Los vecinos de la gran casa en cuyo bajo vivía habían contribuido á formar su mala reputación. ¡Hombre más atroz y mal- hablado! ¡Y luego dicen los periódicos que la policía detiene por blasfemos!

Pepe el carretero hacía méritos diaria- ^ mente, según algunos vecinos, para que le cortaran la lengua y le llenasen la boca de plomo ardiendo, como en los mejores tiem- pos del Santo Oficio. Nada dejaba en paz, ni humano ni divino. Se sabía de memoria todos los nombres venerables del almana- que, únicamente por el gusto de faltarles^

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y así que se enfadaba con sus bestias y le- vantaba el látigo, no quedaba santo, por arrinconado que estuviese en alguna de las casillas del mes, al que no profanase con las más sucias expresiones. En fin, ¡un ho- rror! Y lo más censurable era que, al enca- rarse con su tozudos animales, azuzándoles con blasfemias mejor que con latigazos, los chiquillos del barrio acudían para escuchar- le con perversa atención, regodeándose ante la fecundidad inagotable del maestro.

Los vecinos, molestados á todas horas por aquella interminable sarta de maldicio- nes, no sabían cómo librarse de ellas.

Acudían al del piso principal, un viejo avaro, que había alquilado la cochera á Pepe no encontrando mejor inquilino.

No hagan ustedes caso contestaba . Consideren que es un carretero, y que para este oficio no se exigen exámenes de urba- nidad. Tiene mala lengua, eso sí; pero es hombre muy formal y paga sin retrasarse un solo día. Un poco de caridad, señores.

A la mujer del maldito blasfemo la compadecían en toda la casa.

No lo crean ustedes decía riendo la

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pobre mujer ; no sufro nada de él. ¡Cria- tura más buena! Tiene su geniecillo, pero |ay hija! Dios nos libre del agua mansa... Es de oro; alguna copita para tomar fuer- zas, pero nada de ser como otros, que se pasan el día como estacas frente al mostra- dor de la taberna. No se queda ni un cén- timo de lo que gana, y eso que no tenemos familia, que es lo que más le gustaría.

Pero la pobre mujer no lograba conven- -cer á Eadie de la bondad de su Pepe, Bas- taba verle. [Vaya una cara! En presidio las había mejores. Era nervudo, cuadrado, ve- lloso como una fiera, la cara cobriza, con ru- das protuberancias y profundos surcos, los ojos sanguinolentos y la nariz aplastada, granujienta, veteada de azul, con manojos de cerdas que asomaban como tentáculos de un erizo que dentro de su cráneo ocupa- se el lugar del cerebro.

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A nada concedía respeto. Trataba de reverendos á los machos que le ayudaban á ganar el pan, y cuando en los ratos de des- canso se sentaba á la puerta de la cochera, deletreaba penosamente, con vozarrón que se oía hasta eu los últimos pisos, sus perió-

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dicos favoritos, los papeles más abomina- bles que se publicaban en Madrid, y que algunas señoras miraban desde arriba con el mismo terror que si fuesen máquinas explosivas.

Aquel hombre, que ansiaba cataclismos y que soñaba con la gorda, pero muy gorda^ vivía por ironía en el barrio del Pacífico.

La más leve cuestión de su mujer con las criadas le ponía fuera de sí, y abriendo el saco de las amenazas prometía subir para degollar á todos los vecinos y pegar fuego á la casa; cuatro gotas que cayesen en su patio desde las galerías bastaban para que de su bocaza infecta saliese la triste proce- sión de santos profanados, con acompaña- miento de horripilantes profecías para el día en que las cosas fuesen rectas y los po- bres subiesen encima, ocupando el lugar que les corresponde.

Pero su odio sólo se limitaba á los ma- yores, á los que le temían, pues si algún muchacho de la vecindad pasaba por cerca de él, acogíale con una sonrisa semejante al bostezo del ogro, y extendiendo su mano callosa pretendía acariciarlo.

EL OGRO 121

Como se había propuesto no dejar en paz á nadie en la casa, hasta se metía con la pobre Loca, una gata vagabunda que ejercía la rapiña en todas las habitaciones, pero cuyas correrías toleraban los vecinos porque con ella no quedaba rata viva.

Parió aquella bohemia de blanco y se- doso pelaje, y obligada á fijar domicilio para tranquilidad de su prole, escogió el patio del ogro, burlándose tal vez del terri- ble personaje.

Había que oir al carretero. ¿Era su pa- tio algún corral para que viniesen á empor- carlo con sus crías los animales de la vecindad? De un momento á otro iba á enfa- darse, y si él se enfadaba de veras, ¡pum! de la primera patada iban la Loca y sus cacho- rros á estrellarse en la pared de enfrente.

Pero mientras el ogro tomaba fuerzas para dar su terrible patada y la anunciaba á gritos cien veces al día, la prole felina seguía tranquilamente en un rincón, for- mando un revoltijo de pelos rojos y negros, en el que brillaban los ojos con lívida fos- forescencia, y coreando irónicamente las amenazas del carretero: ¡Miau! ¡Miau!

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iBonito verano era aquel! Trabajo, poco, y un calor de infierno que irritaba el mal humor de Pepe y hacía hervir en su inte^ rior la caldera de las maldiciones, que se escapaban á borbotones por su boca.

La gente de posibles estaba allá lejos, en sus Biarritces y San Sebastianes, remoján- dose los pellejos, mientras él se tostaba en su cocherón. ¡Lástima que el mar no se sa- liera, para tragarse tanto parásito! No que- daba gente en Madrid y escaseaba el traba- jo. Dos días sin enganchar el carro. Si esto seguía así, tendría que comerse con patatas á sus reverendos, á no ser que echase mano de sus aves de corral, que era el nombre que daba á la Loca y á sus hijuelos.

Fué en Agosto cuando, á las once de la mañana, tuvo que bajar á la estación del Mediodía para cargar unos muebles.

¡Vaya una hora! Ni una nube en el cielo y un sol que sacaba chispas de las pa- redes y parecía reblandecer las losas de las aceras.

¡Arre, valientes!... ¿Qué quieres tú, Loca?

Y mientras arreaba sus machos, alejaba

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con el pie á la blanca gata, que maullaba dolorosamente, intentando meterse bajo las ruedas.

¿Pero qué quieres, maldita? ¡Atrás, que te va á reventar una rueda!

Y como quien hace una obra de cari- dad, largó al animal tan furioso latigazo, que lo dejó arrollado en un rincón, gimien- do de dolor.

Buena hora para trabajar. No podía mi- rarse á parte alguna sin sentir irritación en los ojos; la tierra quemaba; el viento ardía, como si todo Madrid estuviese en llamas; el polvo parecía incendiarse; paralizábanse lengua y garganta, y las moscas, locas de calor, revoloteaban por los labios del carre- tero ó se pegaban al jadeante hocico de los animales en busca de frescura.

El ogro estaba cada vez más irritado conforme descendía la ardorosa cuesta, y mientras mascullaba sus palabrotas, anima- ba con el látigo á los machos, que camina- ban desfallecidos, con la cabeza baja, casi rozando el suelo.

¡Maldito sol! Era el pillo mayor de la creación. Este que merecía le arreglasen

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las cuentas el día de la gorda, como enemi- go de los pobres. Ea invierno mucho ocul- tarse, para que el jornalero tenga los miembros torpes y no sepa dónde están sus manos, para que caiga del andamio ó le pi- lle el carro bajo las ruedas. Y ahora, en ve- rano, ¡eche usted rumbo! Fuego y más fue- go, para que los pobres que se quedan en Madrid mueran como pollos en asador. ¡Hipocritón! De seguro que no molestaba tanto á los que se divertían en las playas de moda.

Y recordando á tres segadores andalu- ces muertos de asfixia, según había leído en uno de sus papeles, intentaba en vana mirar de frente al sol y le amenazaba con el puño cerrado, ¡Asesino!... ¡Reacciona- rio!... ¡Lástima que no estés más abajo el día de la gorda!

Cuando llegó al depósito de mercancías, detúvose un momento á descansar. Se qui- tó la gorra, enjugóse el sudor con las ma- nos, y puesto á la sombra contempló todo el camino que acababa de atravesar. Aque- llo ardía. Y pensaba con terror en el regre- so, cuesta arriba, jadeante, con el sol á pío-

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mo sobre la cabeza y arreando sin parar á las caballerías, abrumadas por el calor. No era grande la distancia de allí á su casa, pero aunque le dijeran que en la cochera le esperaba el mismo Nuncio, no iba. ¡Que había de ir!... Aun haciéndole bueno que con tal viajecito venía la gorda, lo pensaría antes de decidirse á subir la cuesta con aquel calor.

^ ¡Vaya! Menos historias y á trabajar.

Y levantó la tapa del gran capazo de esparto atado á los varales del carro, bus- cando su provisión de cuerdas. Pero su mano tropezó con unas cosas sedosas que se removían y sintió al mismo tiempo dé- biles arañazos en su callosa piel. .

Los gruesos dedos hicieron presa, y salió á luz, cogido del pescuezo, un cachorro blanco, con las patas extendidas, el rabo enroscado por los estremecimientos del mie- do y lanzando su triste ñau ñau, como quien pide misericordia.

La Loca, no contenta con convertir su patio en corral, se apoderaba del carro y metía la prole en el capazo para resguar- darla del sol. ¿No era aquello abusar de la

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paciencia de un hombre?,.. Se acabó todo, Y abarcando en sus manazas á los cinco gatitos, los arrojó en montón á sus pies. Iba á aplastarlos á patadas; lo juraba, ¡voto á esto y lo de más allá! Iba á hacer una tortilla de gatos.

Y mientras soltaba sus juramentos, sa- cábase de la faja el pañuelo de hierbas, lo extendía, colocaba sobre él aquel montón de pelos y maullidos, y atando las cuatro puntas echó á andar con el envoltorio^ abandonando el carro.

Se lanzó á todo correr por aquel camino de fuego, aguantando el sol con la cabeza baja, jadeante y echándose á pecho la cues- ta que minutos antes no quería subir, aun- que se lo mandase el Nuncio.

Algo terrible preparaba. La voluptuo- sidad del mal era sin duda lo que le daba fuerzas. Tal vez buscaba subir alto, muy alto, para desde la cresta de un desmonte aplastar su carga de gatos.

Pero se dirigió á su casa, y en la puerta le recibió la Loca con cabriolas de gozo^ olisqueando el hinchado pañuelo, que se estremecía con palpitaciones de vida. |

,VÍ,

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Toma, perdida dijo jadeante por el calor y el cansancio de la carrera ; aquí tienes tus granujas. Por esta vez pase, te lo perdono, porque eres un animal y no sabes cómo las gasta Pepe el carretero. Pero otra vez... |huml... á la otra...

Y no pudiendo decir más palabras sin intercalar juramentos, el ogro volvió la es- palda y fué corriendo en busca de su carro, otra vez cuesta abajó, echando demonios contra aquel sol enemigo de los pobres. Pero aunque el calor aumentaba, parecíale al pobre ogro que algo le había refrescado interiormente.

La barca abandonada

Era la playa de Torresalinas, con sus numerosas barcas en seco, el lugar de re- unión de toda la gente marinera. Los chi- quillos, tendidos sobre el vientre, jugaban á la cartela á la sombra de las embarcacio- nes; y los viejos, fumando sus pipas de barro traídas de Argel, hablaban de la pes- <ía ó de las magníficas expediciones que se hacían en otros tiempos á Gribraltar y á la <30sta de África, antes que al demonio se le ocurriera inventar eso que llaman la Taba- calera.

Los botes ligeros, con sus vientres blan- <30S y azules y el mástil graciosamente in- clinado, formaban una ñla avanzada al bor- de de la playa, donde se deshacían las olas y una delgada lámina de agua bruñía el

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suelo cual si fuese de cristal; detrás, con la embetunada panza sobre la arena, estaban las negras barcas del hou, las parejas que aguardaban el invierno para lanzarse al mar, barriéndolo con su cola de redes; y en último término, los laúdes en reparación, los abuelos, junto á los cuales agitábanse los calafates, embadurnándoles los flancos con caliente alquitrán, para que otra vez volviesen á emprender sus penosas y mo- nótonas navegaciones por el Mediterráneo: unas veces á las Baleares con sal, otras á la costa de Argel con frutas de la huerta le- vantina, y muchas con melones y patata» para los soldados rojos de Gibraltar.

En el curso de un año, la playa cambia- ba de vecinos; los laúdes ya reparados se hacían á la mar y las embarcaciones de pes- ca eran armadas y lanzadas al agua; sólo una barca abandonada y sin arboladura permanecía enclavada en la arena, triste, solitaria, sin otra compañía que la del cara- binero que se sentaba á su sombra.

El sol había derretido su pintura; las tablas se agrietaban y crujían con la se- quedad, y la arena, arrastrada por el vien-

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to, había invadido su cubierta. Pero su per- fil fino, sus flancos recogidos y la gallardía de su construcción delataban una embar- cación ligera y audaz, hecha para locas ca- rreras, con desprecio á los peligros del mar. Tenía la triste belleza de esos caballos viejos que fueron briosos corceles y caen abandonados y débiles sobre la arena de la piaza de toros.

Hasta de nombre carecía. La popa es- taba lisa y en los costados ni una señal del número de filiación y nombre de la matrí- cula, un ser desconocido que se moría en- tre aquellas otras barcas, orgullosas de sus pomposos nombres, como mueren en el mundo algunos, sin desgarrar el misterio de su vida.

Pero el incógnito de la barca sólo era aparente. Todos la conocían en Torresali- nas, y no hablaban de ella sin sonreír y guiñar un ojo, como si les recordase algo que excitaba malicioso regocijo.

Una mañana, á la sombra de la barca abandonada, cuando el mar hervía bajo el sol y parecía un cielo de noche de verano, azul y espolvoreado de puntos de luz,

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un viejo pescador me contó la historia.

Este falucho dijo acariciándole con una palmada el vientre seco y arenoso es El Socarrao, el barco más valiente y más conocido de cuantos se hacen al mar desde Alicante á Cartagena. ¡Virgen Santísima! ¡El dinero que lleva ganado este condenao! ¡Los duros que han salido de ahí dentro! Lo menos lleva hechos veinte viajes desde Oran á estas costas, y siempre con la panza bien repleta de fardos.

El bizarro y extraño nombre de Soca- rrao me admiraba algo, y de ello se aper- cibió el pescador.

Son motes, caballero; apodos que aquí tenemos, lo mismo los hombres que las bar- cas. Es inútil que el cura gaste sus latines con nosotros; aquí quien bautiza de veras es la gente. A me llaman Felipe; pero si algún día me busca usted, pregunte por Castelar, pues así me conocen, porque me gusta hablar con las personas y en la ta- berna soy el único que puede leer el perió- dico á los compañeros. Ese muchacho que pasa con el cesto de pescado es Chispas, á su patrón le llaman El Cano, y así estamos

LA BARCA ABANDONADA 133

bautizados todos. Los amos de las barcas se calientan el caletre bascando un nombre bonito para pintarlo en la popa. Una, la Purísima Concepción; otra, Rosa del Mar; aquélla, Los Dos Amigos; pero llega la gente con su manía de sacar motes, y se llaman La Pava, El Lorüo, La Medio Rollo, y gracias que no las distingan con nom- bres menos decentes. Un hermano mío tiene la barca má^ hermosa de toda la ma- trícula; la bautizamos con el nombre de mi hija: Camila; pero la pintamos de amarillo y blanco, y el día del bautizo se le ocurrió decir á un pillo de la playa que parecía un huevo frito. ¿Querrá usted creerlo? Sólo con este apodo la conocen.

Bien— le interrumpí ; pero ¿y El So- carrao?

Su verdadero nombre era El Resuelto, pero por la prontitud con que moniobraba y la furia con que acometía los golpes de mar, dieron en llamarle El Socarrao, como á una persona de mal genio... Y ahora va- mos á lo que le ocurrió á este pobre Soca- rraíco hace poco más de un año, la última vez que vino de Oran.

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Miró el viejo á todos lados, y conven- cido de que estábamos solos, dijo con son- risa bonachona:

—Yo iba en el, ¿sabe usted? Esto no lo ig- nora nadie en el pueblo; pero si yo se lo digo es porque estamos solos y usted no irá después á hacerme daño. ¡Qué demonio! Haber ido en El Socarrao no es ninguna deshonra. Todo eso de aduanan y carabi- neros y barquillas de la Tabacalera no lo ha creado Dios: lo inventó el gobierno para hacernos daño á los pobres, y el contraban- do no es pecado, sino un medio muy hon- roso de ganarse el pan exponiendo la piel en el mar y la libertad en tierra. Oficio de hombres enteros y valientes como Dios manda.

Yo he conocido los buenos tiempos. Cada mes se hacían dos viajes, y el dinero rodaba por el pueblo que era un gusto. Había para todos: para los de uniforme, pobrecitos que no saben cómo mantener su familia con dos pesetas, y para nosotros la gente de mar.

Pero el negocio se puso cada vez peor, y El Socarrao hacía sus viajes de tarde en

LA BARCA ABANDONADA 135

tarde, con mucho cuidado, pues le constaba al patrón que nos tenían entre ojos y de- seaban meternos mano.

En la última correría íbamos ocho hom- bres á bordo. En la madrugada habíamos Balido de Oran, y á mediodía, estando á la altura de Cartagena, vimos en el horizonte una nubécula negra, y al poco rato un va- por que todos conocimos. Mejor hubiéra- mos visto asomar una tormenta. Era el ca- ñonero de Alicante.

Soplaba buen viento. íbamos en popa, con toda la gran vela de frente y el foque tendido. Pero con estas invenciones de los hombres, la vela ya no es nada, y el buen marinero aún vale menos.

No es que nos alcanzaban, no señor. (Bueno es M Socarrao para dejarse atrapar teniendo viento! Navegábamos como un delfín, con el casco inclinado y las olas la- miendo la cubierta; pero en el cañonero apretaban las máquinas, y cada vez veía- mos más grande el barco, aunque no por esto perdíamos mucha distancia. ¡Ah! |Si hubiéramos estado á media tardel Habría cerrado la noche antes que nos alcanzara,

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y cualquiera nos encuentra en la obscuri- dad. Pero aún quedaba mucho día, y co- rrieiido á lo largo de la costa era indudable que nos pillarían antes del anochecer.

El patrón manejaba la barra con el cui- dado de quien tiene toda su fortuna pen- diente de una mala virada. Una nubecilla blanca se desprendió del vapor y oímos el estampido de un cañonazo.

Como no vimos la bala, comenzamos á reir, satisfechos y hasta orgullosos de que nos avisasen tan ruidosamente.

Otro cañonazo, pero esta vez con ma- licia. Nos pareció que un gran pájaro pa- saba silbando sobre la barca, y la antena se vino abajo con el cordaje roto y la vela desgarrada. Nos habían desarbolado, y al caer el aparejo le rompió una pierna á uno de la tripulación.

Confieso que temblamos un poco. Nos veíamos cogidos, y ¡qué demonio! ir á la cárcel como un ladrón por ganar el pan de la familia es algo más temible que una noche de tormenta. Pero el patrón de El Soearrao es hombre que vale tanto como BU barca.

LA BARCA ABANDONADA 137

Chicos, eso no es nada. Sacad la vela nueva. Si sois listos no nos cogerán.

No hablaba á sordos, y como listos no había más que pedirnos. El pobre compa- ñero se revolvía como una lagartija, tendi- do en la proa, tentándose la pierna rota, lanzando alaridos y pidiendo por todos los santos un trago de agua: ¡para contempla- ciones estaba el tiempo! Nosotros fingíamos no oirle, atentos únicamente á nuestra fae- na, separando el cordaje y atando á la an- tena la vela de repuesto, que izamos á los diez minutos.

El patrón cambió el rumbo. Era inútil resistir en el mar á aquel enemigo que an- daba con humo y escupía balas. [A tierra, y que fuese lo que Dios quisiera!

Estábamos frente á Torresalinas. Todos éramos de aquí y contábamos con los ami- gos. El cañonero, viéndonos con rumbo á tierra, no disparó más. Nos tenía cogidos, y seguro de su triunfo ya no extremaba la marcha. La gente que estaba en esta playa no tardó en vernos, y la noticia cir- culó por todo el pueblo. \El Socarrao venía perseguido por un cañonero!

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Había que ver lo que ocurrió. Una ver- dadera revolución: créame usted, caballero. Medio pueblo era pariente nuestro, y los demás comían más ó menos directamente del negocio. Esta playa parecía un hormi- guero. Hombres, mujeres y chiquillos nos seguían con mirada ansiosa, lanzando gri- tos de satisfacción al ver cómo nuestra barca, haciendo un último esfuerzo, se ade- lantaba cada vez más á su perseguidor, lle- vándole una media hora de ventaja.

Hasta el alcalde estaba aquí, para ser- vir en lo que fuera bueno. Y los carabine ros, excelentes muchachos que viven entre nosotros y son casi de la familia, hacíanse á un lado, comprendiendo la situación y no queriendo perder á unos pobres.

I A tierra, muchachos! gritaba núes tro patrón . Vamos á embarrancar. Lo que importa es poner en salvo fardos y personas. El Socar rao ya sabrá salir de este mal paso.

Y sin plegar casi el trapo, embestimos la playa, clavando la proa en la arena. ¡Señor, qué modo de trabajar! Aún me parece un sueño cuando lo recuerdo. Todo

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el pueblo se tiró sobre la barca, la tomó por asalto: los chiciielos se deslizaban conio ratas en la cala.

¡Aprisal ¡Aprisa! ¡Que vienen los del gobierno!

Los fardos saltaban de la cubierta: caían en el agua, donde los recogían los hombres descalzos y las mujeres con la falda entre las piernas; unos desaparecían por aquí; otros se iban por allá; fué aquello visto y no visto, y en poco rato desapareció el car- gamento, como si lo hubiera tragado la are- na. Una oleada de tabaco inundaba á To- rresalinas, filtrándose en todas las casas.

El alcalde intervino paternalmente. Hombre, es demasiado dijo al pa* trón . Todo se lo llevan, y los carabineros se quejarán. Dejad al menos algunos bultos para justificar la aprehensión.

Nuestro amo estaba conforme. Bueno; haced unos cuantos bultos con dos fardos de la peor picadura. Que se con- tenten con eso.

Y se alejó hacia el pueblo, llevándose en el pecho toda la documentación de la barca. Pero aún se detuvo un momento.

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porque aquel diablo de hombre estaba en todo.

¡Los folios! ¡Borrad los folios! Parecía que á la barca le habían salido patas. Estaba ya fuera del agua y se arras- traba por la arena en medio de aquella multitud que bullía y trabajaba, animán- dose con alegres gritos.

¡Qué chasco! ¡Qué chasco se llevarán los del gobierno!

El compañero de la pierna rota era lle- vado en alto por su mujer y su madre. El pobrecillo gemía de dolor á cada movimien- to brusco, pero se tragaba las lágrimas y reía también como los otros, viendo que el cargamento se salvaba y pensando en aquel chasco que hacía reír á todos.

Cuando lo8 últimos fardos se perdieron en las calles de Torresalinas, comenzó la rapiña de la barca. El gentío se llevó las velas, las anclas, los remos: hasta desmon- tamos el mástil, que se cargó en hombros una turba de muchachos, llevándolo en procesión al otro extremo del pueblo. La barca quedó hecha un pontón, tan pelada como usted la ve.

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Y mientras tanto, los calafates, brocha en mano, pinta que pinta. El Socarrao se desfiguraba como un burro de gitano. Con cuatro brochazos fué borrado el nombre de popa; y de los folios de los costados, de esos malditos letreros, que son la cédula de toda embarcación, no quedó ni rastro.

El cañonero echó anclas al mismo tiem- po que desaparecían en la entrada del pue- blo los últimos despojos de la barca. Yo me quedé en este sitio, queriendo verlo todo, y para mayor disimulo ayudaba á unos amigos que echaban al mar una lancha de pesca.

El cañonero envió un bote armado, y saltaron á tierra no cuántos hombres con fusil y bayoneta. El contramaestre, que iba al frente, juraba furioso mirando á El Socarrao y á los carabineros, que se habían apoderado de él.

Todo el vecindario de Torresalinas se reía á aquellas horas, celebrando el chasco, y aún hubiera reído más, viendo, como yo, la cara que ponía aquella gente al encon- trar por todo cargamento unos cuantos bultos de tabaco malo.

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¿Y qué pasó después? pregunté al viejo . ¿No castigaron á nadie?

¿A quién? Únicamente podían castigar al pobre Socarrao, que quedó prisionero. Se ensució mucho papel y medio pueblo fué á declarar; pero nadie sabía nada. ¿De qué matrícula era el barco? Silencio; nadie le había visto los folios. ¿Quiénes lo tripu- laban? Unos hombres que al varar habían echado á correr tierra adentro. Y nadie sa- bía más.

¿Y el cargamento? dije yo.

Lo vendimos completo. Usted no sabe lo que es la pobreza. Cuando embarranca- mos, cada uno agarró el fardo que tenía más á mano y echó á correr para esconderlo en su casa. Pero al día siguiente estaban todos á disposición del patrón: no se perdió ni una libra de tabaco. Los que exponen la vida por el pan y todos los días le ven la cara á la muerte, están más libres de tenta- ciones que los otros...

Desde entonces continuó el viejo que está aquí preso el pobre Socarrao. Pero no tardará en hacerse á la mar con su anti- guo amo. Parece que ha terminado el pape-

LA BARCA ABANDONADA 143

leo; lo sacarán á subasta, y se lo quedará el patrón por lo que quiera dar.

¿Y si otro da más?

¿Y quién ha de ser ese? ¿Somos acaso bandidos? Todo el pueblo sabe quién es el verdadero amo de la barca abandonada, y nadie tiene tan mal corazón que intente perjudicarle. Aquí hay mucha honradez. A cada uno lo que sea suyo: el mar, que es de Dios, para nosotros los pobres, que he- mos de sacar el pan de él, aunque no quie- ra el gobierno.

El maniquí

Nueve años habían transcurrido desde que Luis Santurce se separó de su mujer. Después la había visto envuelta en sedas y tules en el fondo de elegante carruaje, pa- sando ante él como un relámpago de belle- za, ó la había adivinado desde el paraíso del Real, allá abajo, en un palco, rodeada de señores que se disputaban el murmurar algo á su oído para hacer gala de una inti- midad sonriente.

Estos encuentros removían en él todo el sedimento de la pasada ira: había huido siempre de su mujer como enfermo que teme el recrudecimiento de sus dolencias, y sin embargo, ahora iba á su encuentro, á verla y hablarla en aquel hotel de la Cas- tellana, cuyo lujo insolente era el testimo- nio de su deshonra.

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Los rudos movimientos del coche de al- quiler parecían hacer saltar los recuerdo» del pasado de todos los rincones de su me- moria. Aquella vida que no quería recor- dar, iba desarrollándose ante sus ojos cerrados: su luna de miel de empleado mo- desto casado con una mujer bonita y educada, hija de una familia venida á me- nos; la felicidad de aquel primer año de pobreza endulzado por el cariño; después, las protestas de Enriqueta revolviéndose contra la estrechez; el sordo disgusto al oír- se llamar hermosa por todos y verse humil- demente vestida; los disgustos surgiendo por el más leve motivo; las reyertas á media noche en la alcoba conyugal; las sospechas^ royendo poco á poco la confianza del mari- do, y de repente el ascenso inesperado, el bienestar material colándose por las puer- tas, primero tímidamente, como evitando el escándalo; después con insolente osten- tación, como creyendo entrar en un mundo de ciegos, hasta que ya por fin Luis tuvo la prueba indudable de su desgracia. Se aver- gonzaba al recordar su debilidad. No era un cobarde, estaba seguro de ello, pero le fal-

EL MANIQUÍ 147

taba voluntad ó la amaba demasiado, y por esto, cuando tras un vergonzoso espionaje se convenció de su deshonra, sólo supo le- vantar la crispada mano sobre aquella her- mosa cara de muñeca pálida, y acabó por no descargar el golpe. Sólo tuvo fuerzas para arrojarla de la casa y llorar como un niño abandonado apenas cerró la puerta.

Después, la soledad completa, la mono- tonía del aislamiento, interrumpida por no- ticias que le hacían daño. Su mujer viajaba por el centro de Europa como una prin- cesa; un millonario la había lanzado; aque- lla era su verdadera existencia, para aque- llo había nacido. Todo un invierno llamó la atención en París; los periódicos habla- ban de la hermosa española; sus triunfos en las playas de moda eran ruidosos, se buscaba como un honor arruinarse por ella, y varios duelos y ciertos rumores de suici- dio formaban en torno de su nombre un ambiente de leyenda. Después de tres años de correría triunfal, volvió á Madrid, acre- centada su hermosura por el extraño en- canto del cosmopolitismo. Ahora la prote- gía el más rico negociante de España, y

148 V. BLASCO IBÁÑEZ

en su espléndido hotel reinaba sobre una corte sólo de hombres: ministros, banque- ros, políticos influyentes, personajes de to- das clases que buscaban su sonrisa como la mejor de sus condecoraciones.

Tan grande era su poder, que hasta Luis creía sentirlo en torno de su persona, vien- do que se sucedían las situaciones políticas sin que le tocasen su empleo. El miedo á combatir por el sostenimiento de la vida le hacía aceptar aquella situación, en la que adivinaba la mano oculta de Enriqueta. Solo y condenado á trabajar para vivir, sentía, sin embargo, la vergüenza del misera ble que tiene como único mérito ser esposo de una mujer hermosa. Todo su valor con- sistía en huir cuando la encontraba á su paso, insolente y triunfadora en su deshon- ra; huir perseguido por aquellos ojos que se fijaban en él con sorpresa, perdiendo su altivez de mujer codiciada.

Un día recibió la visita de un cura vie- jo y de aspecto tímido; el mismo que ahora iba sentado junto á él en el coche. Era el confesor de su mujer. ¡Bien había sabido escogerlo! Un señor bondadoso, de cortos

EL MANIQUÍ 149

alcances. Cuando dijo quién le enviaba, Luis no pudo contenerse: «¡Valiente tal!», y soltó redondo el insulto. Pero imper- turbable el buen viejo, como quien trae aprendido el discurso y lo teme olvidar si tarda en soltarlo, le habló de Magdalena pe- cadora; del Señor, que siendo quien era, la había perdonado; y pasando al estilo llano y natural, contó la transformación sufrida por Enriqueta. Estaba enferma; apenas si salía de su hotel; una enfermedad que roía sus entrañas, un cáncer al que había que domar con continuas inyecciones de morfi- na para que no la hiciera desfallecer y ru- gir de dolor con sus crueles arañazos. La desgracia la había hecho volver sus ojos á Dios; se arrepentía del pasado, quería verle...

y él, el hombre cobarde, saltaba de gozo al oir esto, con la satisfacción del débil que se ve vengado, ¡Un cáncer!... ¡El mal- dito lujo que se pudría dentro de ella, haciéndola morir en vida! Y siempre tan hermosa, ¿verdad? ¡Qué dulce venganza!... No; no iría á verla. Era inútil que el cura buscase argumentos. Podía visitarle cuando

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quisiera y darle noticias de su mujer: aque- llo le alegraba mucho; ahora comprendía por qué los hombres son malos.

Desde entonces el cura le visitaba casi todas las tardes, para fumar unos cuantos cigarros, hablando de Enriqueta, y alguna vez salían juntos, paseando por las afueras de Madrid como antiguos amigos.

La enfermedad avanzaba rápidamente; Enriqueta estaba convencida de que iba á morir. Quería verle para implorar su per- dón; así lo pedía^ con tono de niña capri- chosa y enferma que exige un juguete. Hasta el oti^o, el protector poderoso, dócil á pesar de su omnipotencia, le suplicaba al cura que llevase al hotel al marido de En- riqueta. El buen viejo hablaba con fervor de la conmovedora conversión de la señora, aunque confesando que el maldito lujo, perdición de tantas almas, todavía la domi- naba. La enfermedad la tenía prisionera en su casa; pero en los momentos de calma, cuando el picaro dolor no la hacía ir de un lado á otro como una loca, hojeaba catálo- gos y figurines de París, escribía á sus pro- veedores de allá, y rara era la semana en

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EL MANIQUÍ 15i

que no llegaban cajones con las últimas novedades: trajes, sombreros y joyas que, después de contemplados y manoseados uu día en el cerrado dormitorio, caían en los rincones ó se ocultaban para siempre en los armarios, como juguetes inútiles. Por todos estos caprichos pasaba el otro, con tal de ver á Enriqueta sonriente.

Estas continuas confidencias hacían pe- netrar lentamente á Luis en la vida de su mujer; seguía de lejos el curso de su enfer- medad y no pasaba día sin que mental- mente se rozase con aquel ser, del que se había apartado para sieDipre.

Una tarde se presentó el cura con des- usada energía. Aquella señora estaba en las últimas, le llamaba á gritos; era un crimen negar el último consuelo á una moribunda, y él no lo consentía. Sentíase capaz de lle- várselo á viva fuerza. Luis, vencido por la voluntad del viejo, se dejó arrastrar y subió á un coche, insultándose mentalmente, pero sin fuerzas para retroceder... ¡Cobarde! ¡Co- barde para siempre!

En pos de la negra sotana atravesó el jardín del hotel que tantas veces, al pasar

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por el inmediato paseo, había espiado con miradas de odio... Y ahora, nada; ni odio ni dolor: un vivo sentimiento de curiosidad^ como el que entra en país desconocido, pa- ladeando anticipadamente las maravillas que espera ver.

Dentro del hotel la misma impresión de curiosidad y asombro, ¡Ah, miserable! ¡Cuántas veces^ en los ensueños de su vo- luntad impotente, se había visto entrando eu aquella casa como un marido de drama, el arma en la mano para matar á la esposa infiel, y destrozando después, como una fiera loca, los muebles costosos, los ricos cortinajes, las mullidas alfombras! Y ahora la blandura que sentía bajo sus pies, los bellos colores por los que resbalaba su mi- rada, las flores que le saludaban con sn perfume desde los rincones, causábanle una embriaguez de eunuco, y sentía impulsos de tenderse en aquellos muebles, de tomar posesión, como si le pertenecieran, por ser de su mujer. Ahora comprendía lo que era la riqueza y con qué fuerza pesaba sobre sus esclavos. Estaba ya en el primer piso, y ni siquiera había percibido, en la calma

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solemne del hotel, ninguno de esos detalles con que se revela la muerte al entrar en una casa.

Vio criados tras cuya máscara impasi- ble creyó percibir un gesto de curiosidad insolente: una doncella le saludó con enig* mática sonrisa, que no se sabía si era de sim- patía ó de burla para «el marido de la se- ñora :>; creyó distinguir en una habitación inmediata un señor que se ocultaba (tal vez era el otro); y aturdido por aquel mundo nuevo, atravesó una puerta, empujado sua- vemente por su guía.

Estaba en el dormitorio de la señora: una habitación sumida en suave penumbra, que rasgaba una faja de sol filtrándose por un balcón entreabierto.

En medio de este rayo de luz estaba una mujer erguida, esbelta, sonrosada, vestida con un hermoso traje de soirée, las nacaradas espaldas surgiendo de entre nu- bes de blondas, y el pecho y la cabeza des- lumbrantes con el centelleo de las joyas. Luis retrocedió asombrado, protestando de la farsa. ¿Aquella era la enferma? ¿Le ha- bían llamado para insultarle?

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|Luis... Luis!... gimió tras el una voz débil, con entonación infantil y suave, que le recordaba el pasado, los mejores instan- tes de su vida.

Sus ojos, acostumbrados ya á la obscu- ridad, vieron en el fondo de la habitación algo monumental é imponente como un altar: una cama con gradas, y en la cual, bajo los ondulantes cortinajes, se incorpo- raba trabajosamente una figura blanca.

Entonces se fijó en la mujer inmóvil, que parecía esperarle con su esbelta rigidez y sus ojos de vaga mirada, como empaña- dos por lágrimas. Era un artístico maniquí que guardaba cierta semejanza con Enri- queta. La servía para poder contemplar mejor aquellas novedades que continua- mente recibía de París. Era el único actor de las representaciones de elegancia y ri- queza que se daba á solas para remedio de su enfermedad.

¡Luis... Luis!... volvió á gemir la vo* cecita desde el fondo de la cama.

Tristemente fué Luis hacia ella para verse agarrado por unos brazos que le apre- taron convulsivamente y sentir una boca

EL MANIQUÍ 165

ardorosa que buscaba la suya, implorando perdón, al mismo tiempo que en una meji- lla recibía la tibia caricia de las lágrimas.

Di que me perdonas; dilo, Luis, y tal vez no me muera.

Y el marido, que instintivamente inten- taba repelerla, acabó por abandonarse en- tre aquellos brazos, repitiendo sin darse cuenta las mismas palabras cariñosas de los tiempos felices. Ante sus ojos, habitua- dos á la obscuridad, iba marcándose con todos sus detalles el rostro de su mujer.

¡Luis, Luis mío! decía ella sonriendo en medio de las lágrimas—. ¿Cómo me en- cuentras? Ya no soy tan hermosa como en nuestros tiempos de felicidad... cuando yo aún no era loca. Dime, ¡por Dios! dime qué te parezco.

Sa marido la miraba con asombro. Her- mosa, siempre hermosa, aquella belleza infantil é ingenua que tan temible la hacía. La muerte aún no estaba allí: únicamente por entre el suave perfume de aquella car- ne soberana, de aquel lecho majestuoso, parecía deslizarse un vaho sutil y lejano de materia muerta, algo que delataba la inte-

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rior descomposición que se mezclaba en sus besos.

Luis adivinó la presencia de alguien de- trás de él. Un hombre estaba á pocos pasos, contemplándolos con expresión confusa, como atraído allí por un impulso superior á la voluntad que le avergonzaba. El mari- do de Enriqueta conocía, como media na- ción, la austera cara de aquel señor ya en- trado en años, hombre de sanos xjrincipios, gran defensor de la moral pública.

¡Dile que se vaya, Luis! gritó la en- ferma— . ¿Qué hace ahí ese hombre? Yo sólo te quiero á ti... sólo quiero á mi mari- do. Perdóname... fué el lujo, el maldito lujo: necesitaba dinero, mucho dinero; pero amar... sólo á ti.

Enriqueta lloraba mostrando su arre- pentimiento, y aquel hombre lloraba tam- bién, débil y humilde ante el desprecio.

Luis, que tantas veces había pensado en él con arrebatos de cólera, y que al verle había sentido impulsos de arrojarse á su cuello, acabó por mirarle con simpatía y respeto. [También la amaba! Y la comuni- dad en el afecto, en vez de repelerlos, liga-

EL MANIQUÍ 1B7

ba al marido y al otro con una simpatía extraña.

Que se vaya, que se vaya repetía la enferma con una terquedad infantil.

Y su marido miraba al hombre poderoso con expresión suplicante, como si pidiera perdón para su mujer, que no sabía lo que decía.

Vamos, doña Enriqueta dijo desde el fondo de la habitación la voz del cura . Piense usted en misma y en Dios: no in- curra en el pecado de soberbia.

Los dos hombres, el marido y el protec- tor, acabaron por sentarse junto al lecho de la enferma. El dolor la hacía rugir, ha- bía que darla frecuentes inyecciones, y los dos acudían solícitos á su cuidado. Varias veces se tropezaron sus manos al incorpo- rar á Enriqueta, y no los separó una re^- pulsión instintiva; antes bien, se ayudaban con efusión fraternal.

Luis encontraba cada vez más simpáti- co á aquel buen señor, de trato tan llano á pesar de sus millones, y que lloraba á su mujer más aún que él. Durante la noche, cuando la enferma descansaba bajo la ac

X

168 V. BLASCO IBÁÍÍEZ

ción de la morfina, los dos hombres, com- penetrados por aquella velada de sufri- mientos, conversaban en voz baja, sin que en sus palabras se notara el menor dejo de remoto odio. Eran como hermanos re- conciliados por el amor.

Al amanecer murió Enriqueta repitien- do: «¡Perdón! ¡perdón! > Pero su última mi- rada no fué para el marido. Aquel hermoso pájaro sin seso levantó el vuelo para siem- pre acariciando con los ojos el maniquí de eterna sonrisa y mirada vidriosa; el ídolo del lujo, que erguía cerca del balcón su ca- beza hueca, sobre la cual, con infernal ful- gor, centelleaban los brillantes, heridos por la azulada luz del alba.

La paella del "roder,,

Fué un día de fiesta para la cabeza del distrito la repentina visita del diputado, un señorón de Madrid, tan poderoso para aquellas buenas gentes, que hablaban de el como de la Santísima Providencia. Hubo gran paella en el huerto del alcalde; un fes- tín pantagruélico, amenizado por la banda del pueblo y contemplado por todas las mujeres y chiquillos, que asomaban curio - jsos tras las tapias.

La ñor del distrito estaba allí: los curas de cuatro ó cinco pueblos, pues el diputado era defensor del orden y los sanos princi- pios; los alcaldes y todos los muñidores que en tiempos de elección trotaban por los caminos trayéndole á don José las actas incólumes para que manchase su blanca virginidad con cifras monstruosas.

160 V. BLASCO IBÁÑEZ

Entre las sotanas nuevas y los trajes de fiesta oliendo á alcanfor y con los plie- gues del arca, destacábanse majestuosos los lentes de oro y el negro chaqué del diputa- do; pero á pesar de toda su prosopopeya, la Providencia del distrito apenas si llamaba la atención.

Todas las miradas eran para un hom- brecillo con calzones de pana y negro pa- ñuelo en la cabeza, enjuto, bronceado, de fuertes quijadas, y que tenía al lado un pe- sado retaco, no cambiando de asiento sin llevaí* tras la vieja arma, que parecía un adherente de su cuerpo.

Era el famoso Quico Bolsón, el héroe del distrito, un roder con treinta años de hazañas, al que miraba la gente joven con terror casi supersticioso, recordando su ni- ñez, cuando las madres decían para hacer- les callar: «¡Que viene Bolsón!^

A los veinte años tumbó á dos por cuestión de amores; y después al monte con el retaco, á hacer la vida de roder, de caba- llero andante de la sierra. Más de cuarenta procesos estaban en suspenso, esperando que tuviera la bondad de dejarse coger.

LA PAELLA DEL «RODER> 161

jPero bueno era él! Saltaba como una ca- bra, conocía todos los rincones de la sierra, partía de un balazo una moneda en el aire, y la Guardia civil, cansada de correrías infructuosas, acabó por no verle.

Ladrón... eso nunca. Tenía sus desplan- tes de caballero; comía en el monte lo que le daban por admiración ó miedo los de las masías, y si salía en el distrito algún ratero, pronto le alcanzaba su retaco; él tenía su honradez y no quería cargar con robos aje- nos. Sangre... eso sí, hasta los codos. Para él un hombre valía menos que una piedra del camino; aquella bestia feroz usaba magis- tralmente todas las suertes de matar al ene- migo: con bala, con navaja; frente á frente, si tenían agallas para ir en su busca; á la espera y emboscado, si eran tan recelosos y astutos como él. Por celos había ido su- primiendo á los otros roders que infestaban la sierra; en los caminos, uno hoy y otro mañana, había asesinado á antiguos ene í^íg^s, y muchas veces bajó á los pueblos en domingo para dejar tendidos en la pía za, á la salida de la misa mayor, á alcaldes ó propietarios influyentes.

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162 V. BLASCO IBÁNEZ

Ya no le molestaban ni le perseguían. Mataba por pasión política á hombres qne apenas conocía, por asegurar el triunfo de don José, eterno representante del distrito. La bestia feroz era, sin darse cuenta de ello, una garra del gran pólipo electoral que se agitaba allá lejos, en el Ministerio de la Go- bernación.

Vivía en un pueblo cercano, casado con la mujer que le impulsó á matar por vez primera, rodeado de hijos, paternal, bonda- doso, fumando cigarros con la Guardia ci- vil, que obedecía órdenes superiores, y cuando á raíz de alguna hazaña había que fingir que le perseguían, pasaba algunos días c-azando en el monte, entreteniendo su buen pulso de tirador.

Había que ver cómo le obsequiaban y atendían durante la paella los notables del distrito. Bolsón^ este pedazo de pollo; Bol- són^ un trago de vino.» Y hasta los curas,, riendo con un ¡jo jo! bondadosote, le daban palmaditas en la espalda, diciendo paternal- mente: ^¡Ay Bolsonet, qué mal eres!^

Por él se celebraba aquella fiesta. Sólo por él se había detenido en la cabeza del

LA PAELLA DEL «RODERA 163

distrito el majestuoso don José, de paso para Valencia. Quería tranquilizarle y que cesase en sus quejas, cada vez más alar- mantes.

Como premio por sus atropellos en las elecciones, le había prometido el indulto, y Bolsón, que se sentía viejo y ansiaba vi- vir tranquilo como un labrador honrado, obedecía al señor todopoderoso, creyendo en su rudeza que cada barbaridad, cada crimen, aceleraba su perdón.

Pero pasaban los años, todo eran pro- mesas, y el roder, creyendo firmemente en la omnipotencia del diputado, achacaba á desprecio ó descuido la tardanza del in- dulto.

La sumisión trocóse en amenaza, y don José sintió el miedo del domador ante la fiera que se rebela. El roder le escribía á Madrid todas las semanas con tono amena- zador. Y estas cartas, garrapateadas por la sangrienta zarpa de aquel bruto, acabaron por obsesionarle, por obligarle á marchar al distrito.

Había que verles después de la paella, hablando en un rincón del huerto; el dipu-

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tado, obsequioso y amable. Bolsón^ cejijun- to y malhumorado.

He venido sólo por verte decía don José, recalcando el honor que le concedía con su visita . ¿Pero qué son esas prisas? ¿No estás bien, querido Quico? Te he reco- mendado al gobernador de la provincia; la Guardia civil nada te dice... ¿qué te falta? Nada y todo. Es verdad que no le moles- taban, pero aquello era inseguro, podían cambiar los tiempos y tener que volver al monte. El quería lo prometido: el indulto, ¡recordóns! Y formulaba su pretensión tan pronto en valenciano como en un castella- no de pronunciación ininteligible.

Lo tendrás, hombre, lo tendrás. Está al caer; un día de estos será.

Sonrió Bolsón con ironía cruel. No era tan bruto como le creían. Había consulta- do á un abogado de Valencia, que se había reído de él y del indulto. Tenía que dejar- se coger, cargarse con paciencia los dos- cientos ó trescientos años que podrían sa- lirle en innumerables sentencias, y cuando hubiese extinguido una parte de presidio, como quien dice de aquí á cien años, podría

LA PAELLA DEL «RODER» 165

venir el tal indulto. ¡Recristo! Basta de bro- ma: de él no se burlaba nadie.

El diputado se inmutó viendo casi per- dida la confianza del roder.

Ese abogado es un ignorante. ¿Crees que para el gobierno hay algo imposible? Cuenta con que pronto saldrás de penas: te lo juro.

Y le anonadó con su charla; le encantó con su palabrería, conociendo de antiguo el poder de sus habilidades de parlanchín sobre aquella cabeza fosca.

Recobró el roder poco á poco su con- fianza en el diputado. Esperaría; pero un mes nada más. Si después de este plazo no llegaba el indulto, no escribiría, no moles taría más. El era un diputado, un gran señor, pero paralas balas sólo hay hombres.

Y despidiéndose con esta amenaza, re- quirió el retaco y saludó á toda la reunión. Regresaba á su pueblo; quería aprovechar la tarde, pues hombres como él sólo corren los caminos de noche cuando hay nece- sidad.

Le acompañaba el carnicero de su pue- blo, un mocetón admirador de su fuerza y

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SU destreza, un satélite que le seguía á to- das partes.

El diputado los despidió con afabilidad felina.

Adiós, querido Quico dijo estrechan- do la mano del roder , Calma, que pronto saldrás de penas. Que estén buenos tus chi- cos: y dile á tu mujer que aún recuerdo lo bien que me trató cuando estuve en vues- tra casa.

El roder y su acólito tomaron asiento en la tartana de su pueblo, entre tres veci- nas que saludaron con afecto al siñor Quico y unos cuantos chicuelos que pasaban las manos por el cargado retaco como si fuese una santa imagen.

La tartana avanzaba dando tumbos por entre los huertos de naranjos, cargados de flor de azahar. Brillaban las acequias, re- flejando el dulce sol de la tarde, y por el espacio pasaba la tibia respiración de la pri- mavera impregnada de perfumes y rumores.

Bolsón iba contento. Cien veces le ha- bían prometido el indulto, pero ahora era de veras. Su admirador y escudero le oía silencioso.

LA PAELLA DEL «RODER? 167

Vieron en el camino una pareja de la Ouardia civil, y Bolsón la saludó amigable- mente.

En una revuelta apareció una segunda pareja, y el carnicero movióse en su asiento como si le pinchasen. Eran muchas parejas en camino tan corto. El roder le tranquilizó. Habían concentrado la fuerza del distrito por el viaje de don José.

Pero un poco más allá encontraron la tercera pareja, que, como las anteriores, siguió lentamente ai carruaje, y el carnice- ro no pudo contenerse más. Aquello le olía mal. ¡Bolsón, aún era tiempo! A bajar en seguida; á huir por entre los campos hasta ganar la sierra. Si nada iba con él, podía volver por la noche á casa.

Sí, siñor Quico, decían las mujeres asustadas.

Pero el siñor Quico se reía del miedo de aquellas gentes.

Arrea, tartanero,,. arrea.

Y la tartana siguió adelante, hasta que de repente saltaron al camino quince ó veinte guardias, una nube de tricornios con un viejo oficial al frente. Por las ventani-

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lias entraron las bocas de los fusiles apun- tando al roder, que permaneció inmóvil y sereno, mientras que mujeres y chiquillos se arrojaban chillando al fondo del carruaje, Bolsón, baja ó te matamos dijo el te- niente.

Bajó el roder con su satélite, y antes de poner pie en tierra ya le habían quitado sus armas. Aún estaba impresionado por la charla de su protector, 5^ no pensó en hacer resistencia por no imposibilitar su famoso indulto con un nuevo crimen.

Llamó al carnicero, rogándole que co- rriese al pueblo para avisar á don José. Se- ría un error, una orden mal dada.

Vio el mocetón cómo se le llevaban á empujones á un naranjal inmediato, y salió corriendo camino abajo por entre aquellas parejas, que cerraban la retirada á la tar- tana.

No corrió mucho. Montado en su jaco encontró á uno de los alcaldes que habían estado en la fiesta... |Don José! ¿Dónde es- taba don José?

El rústico sonrió como si adivinara lo ocurrido... Apenas se fué Bolsón, el dipu-

LA PAELLA DEL «RODER» _ 169

tado había salido á escape para Valencia, Todo lo comprendió el carnicero: la fuga, la sonrisa de aquel tío y la mirada burlona del viejo teniente cuando el 7'oder pensaba en su protector, creyendo ser víctima de una equivocación.

Volvió corriendo al huerto, pero antes de llegar, una nubecilla blanca y fina como vedija de algodón se elevó sobre las copas de los naranjos, y sonó una detonación lar- ga y ondulada, como si se rasgase la tierra. Acababan de fusilar á Bolsón, Le vio de espaldas sobre la roja tierra, con medio cuerpo á la sombra de un na- ranjo, ennegrecido el suelo con la sangre que salía á borbotones de su cabeza destro- zada. Los insectos, brillando al sol como botones de oro, balanceábanse ebrios de azahar en torno de sus sangrientos labios. El discípulo se mesó los cabellos. ¡Re- cristo! ¿Así se mataba á los hombres que son hombres?

El teniente le puso una mano en el hombro.

Tú, aprendiz de roder, mira cómo mue- ren los pillos.

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El aprendiz se revolvió con fiereza, pero fué para mirar á lo lejos, como si á través de los campos pudiera ver el camino de Valencia, y sus ojos, llenos de lágrimas, parecían decir: «Pillo, sí; pero más pillo es el que huye.»

En la boca del horno

Como en Agosto Valencia entera des- fallece de calor, los trabajadores del horno se asfixiaban junto á aquella boca, que ex- halaba el ardor de un incendio.

Desnudos, sin otra concesión á la decen- cia que un blanco mandil, trabajaban cerca de las abiertas rejas, y aun así, su piel in- flamada parecía liquidarse con la transpira- ción, y el sudor caía á gotas sobre la pasta, sin duda para que, cumpliéodose á medias la maldición bíblica, los parroquianos, ya que no con el sudor propio, se comieran el pan empapado en el ajeno.

Cuando se descorría la mampara de hie- rro que tapaba el horno, las llamas enroje- cían las paredes, y su reflejo, resbalando por los tableros cargados de masa, colerea-

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ba los blancos taparrabos y aquellos pechos atléticos y bíceps de gigante, que, espolvo- reados de harina y brillantes de sudor, te- nían cierta apariencia femenil.

Las palas se arrastraban dentro del horno, dejando sobre las ardientes piedras los pedazos de pasta, ó sacando los panes cocidos, de rubia corteza, que esparcían un humillo fragante de vida; y mientras tanto, los cinco panaderos^ inclinados sobre las largas mesas, aporreaban la masa, la estrujaban como si fuese un lío de ropa mojada y retorcida y la cortaban en piezas; todo sin levantar la cabeza, hablando con voz entrecortada por la fatiga y entonando canciones lentas y monótonas, que muchas veces quedaban sin terminar.

A lo lejos sonaba la hora cantada por los serenos, rasgando vibrante la bochor- nosa calma de la noche estival; y los tras- nochadores que volvían del café ó del tea- tro deteníanse un instante ante las rejas para ver en su antro á los panaderos, que, desnudos, visibles únicamente de cintura arriba, y teniendo por fondo la llameante boca del horno, parecían ánimas en pena

EN LA BOCA DEL HORNO " 173

de un retablo del purgatorio; pero el calor, el inteuso perfume del pan y el vaho de aquellos cuerpos, dejaban pronto las rejas libres de curiosos v se restablecía la calma en el obrador.

Era entre los panaderos el de más auto- ridad Tono el Bizco, un mocetón que tenía fama por su mal carácter ó insolencia bru- tal; y eso que la gente del oficio no se dis- tinguía por buena.

Bebía, sin que nunca le temblasen las piernas ni menos los brazos; antes bien, á éstos les entraba con el calor del vino un furor por aporrear, cual si todo el mundo fuese una masa como la que aporreaban en el horno. En los ventorrillos de las afueras tamblaban los parroquianos pacíficos, como si se aproximara una tempestad, cuando le veían llegar de merienda al frente de una cuadrilla de gente del oficio, que reía todas sus gracias. Era todo un hombre. Paliza diaria á la mujer; casi todo el jornal en su bolsillo, y los chiquillos descalzos y ham- brientos, buscando con ansia las sobras de la cena de aquella cesta que por las noches se llevaba al horno. Aparte de esto, un

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buen corazón, que se gastaba el dinero con los compañeros, para adquirir el derecho de atormentarlos con sus bromas de bruto.

El dueño del horno le trataba con cier- to miramiento, como si le temiera, y los camaradas de trabajo, pobres diablos car- gados de familia, se evitaban compromisos sufriéndolo con sonrisa amistosa.

En el obrador. Tono tenía su víctima: el pobre Menut, un muchacho enclenque que meses antes aún era aprendiz, y al que los camaradas reprendían por el excesivo afán de trabajo que mostraba siempre, an- siando un aumento de jornal para poder casarse.

¡Pobre Menut! Todos los compañeros, influidos por esa adulación instintiva en los cobardes, celebraban alborozados las bro- mas que Tono se permitía con él. Al bus- car sus ropas terminado el trabajo, encon- trábase en los bolsillos cosas nauseabundas; recibfa en pleno rostro bolas de pasta, y siempre que el mocetón pasaba por detrás de él, dejaba caer sobre su encorvado espi- nazo la poderosa manaza, como si se des- plomara medio techo.

EN LA BOCA DEL HORNO " 176

El Menut callaba resignado. ¡Ser tan poquita cosa ante los puños de aquel bruto, que le había tomado como un juguete!

Un domingo por la noche, Tono llegó muy alegre al horno. Había merendado en la playa; sus ojos tenían un jaspeado san- guinolento, y al respirar lo impregnaba todo de ese hedor de chufas que delata una pe- sada digestión de vino.

¡Grran noticia! Había visto en un me- rendero al Menut, á aquel ganso que tenía delante. Iba con su novia: una gran chica. |Vaya con el gusano tísico! Bien había sa- bido escoger.

Y entre las risotadas de sus compañe- ros, describía á la pobre muchacha con mi- nudosidad vergonzosa, como si la hubiera desnudado con la mirada.

El Menut no levantaba la cabeza, absor- to en su trabajo; pero estaba pálido, como si dentro del estómago se revolviera la me- rienda mordiéndole. No era el de todas las noches: también él olía á chufas, y varias veces sus ojos, apartándose de la masa, se encontraron con la mirada bizca y socarro- na del tirano. De él podía decir cuanto qui-

176 V. BLASCO IBÁÑEZ

siera: estaba acostumbrado; ¿pero hablar de su novia?... ¡Cristo!...

El trabajo resultaba aquella noche más lento y fatigoso. Pasaban las horas sin que adelantasen gran cosa los brazos, torpes y cansados por la fiesta, á los que la masa parecía resistirse.

Aumentaba el calor: un ambiente de irritación se esparcía en torno de los pana- v deros, y Tono, que era el más furioso, se desahogaba con maldiciones. ¡Así se volvie- ra veneno todo el pan de aquella noche! Rabiar como perros á la hora en que todo el mundo duerme, para poder comer al día siguiente unos cuantos pedazos de aquella masa indecente. ¡Vaya un oficio!

Y enardecido por la constancia con que trabajaba el Menut, la emprendió con él, volviendo á sacar á ruedo la belleza de su novia.

Debía casarse pronto. Les convenía á los amigos. Como él era un bendito, un cualquier cosa, sin pelo de hombre siquie- ra... los compañeros, ¿eh?... Los buenos mozos como él harían el favor...

Y antes de terminar la frase guiñaba

EN LA BOCA DEL HORNO " 177

.expresivamente sus ojos bizcos, provocan- do la carcajada brutal de todos los camara- das. Pero duró poco la alegría. El joven había lanzado un voto redondo, al mismo tiempo que una cosa enorme y pesada pasó ^silbando como un proyectil por encima de la mesa, haciendo desaparecer la cabeza de Tono, el cual vaciló y se agarró á los table- ros, doblándose sobre una rodilla.

El Menuty con una fuerza nerviosa, ja- deante el angosto pecho y trémulos los bra- -zos, le había arrojado á la cabeza todo un montón de masa, y el mocetón, aturdido por el golpe, no sabía cómo despojarse de .aquella máscara pegajosa y asfixiante.

Le ayudaron los compañeros. El golpe le había destrozado la nariz, y un hilillo de sangre teñía la blanca pasta. Pero Tono na se fijaba en ello, revolviéndose como un loco entre los brazos de sus compañeros y pidien- do á gritos que le soltasen. En eso pensaban. Todos habían visto que aquel maldito, en vez de abalanzarse sobre el Memit, intenta- ba llegar hasta el rincón donde colgaban sus ropas, buscando, sin duda, la famosa faca, tan conocida en las tabernas de las afueras.

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178 V. BLASCO IBÁÑEZ

Hasta el encargado del horno dejó que- marse una fila de panes para ayudar á con- tenerle, y nadie pensaba sujetar al agresor^, convencidos todos de que el infeliz no había de pasar de su primer arrebato.

Apareció el dueño del horno. ¡Qué oída el de aquel tío! Le habían despertado loa» gritos y el pataleo, y allí estaba, casi en pa- ños menores.

Todos volvieron á su trabajo, y la san- gre de Tono desapareció en las entrañas de la pasta, vuelta á sobar.

El mocetón mostrábase benévolo, con^ una bondad que daba frío. No había ocu- rrido nada: una broma de las que se ven todos los días. Cosas de chicos, que los hom- bres deben perdonar. Y era sabido... ¡entre compañeros!...

, Y siguió trabajando, pero con más ar- dor, sin levantar la cabeza, deseando acabar cuanto antes.

El Menut miraba á todos fijamente y se^ encogía de hombros con cierta arrogancia, como si, rota ya su timidez, le costara tra- bajo volver á recobrarla.

Tono fué el primero en vestirse y salió-

ú

EN LA BOCA DEL HORNO 179

acompañado hasta la puerta por los buenos consejos del amo, que él agradecía con ca- bezadas de aprobación.

Cuando se fué el Menut, media hora después, los camaradas le acompañaron. Le hicieron mil ofrecimientos. Ellos se en- cargarían de a justar las paces por la noche; pero mientras tanto, quieto en casa, y á evitar un mal encuentro, no saliendo en todo el día.

Despertábase la ciudad. El sol enrojecía los aleros; retirábanse en busca del relevo los guardias de la noche, y en las calles sólo se veían las huertanas cargadas de cestas camino del Mercado.

Los panaderos abandonaron al Menut en la puerta de su casa. Vio cómo se aleja- ban, y aún permaneció un rato inmóvil, con la llave en la cerraja, como si gozara viéndose solo y sin protección. Por fin se había convencido de que era un hombre; ya no sentía crueles dudas y sonreía satis- fecho al recordar el aspecto del mocetón cayendo de rodillas y chorreando sangre. ¡Granuja!... ¡Hablar tan libremente de su novia! No; no quería arreglos con él.

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Al dar la vuelta á la llave oyó que le llamaban:

¡Memit! ¡Menut!

Era Tono, que salía de detrás de una es- quina. Mejor: le esperaba. Y junto con un temblorcillo instintivo, experimentó cierta satisfacción. Le dolía que le perdonasen el golpe, como si fuera él un irresponsable.

Al ver la actitud agresiva de Tono, pú- sose en guardia, como un gallito encrespa- do, pero los dos se contuvieron, notando que llamaban la atención de algunos alba- ñiles que con el saquito al hombro pasabapi camino del andamio.

Se hablaron en voz baja, con frialdad, como dos buenos amigos, pero cortando las palabras como si las mordieran. Tono venía á arreglar rápidamente el asunto: todo se reducía á decirse dos palabritas en sitio re- tirado. Y como hombre generoso, incapaz de ocultar la extensión de la entrevista, pre- guntó al muchacho: ¿Portes ferramenta?

¿El herramienta? No era de los guapos que van á todas horas con la navaja sobre los ríñones. Pero tenía arriba un cuchillo

EN LA BOCA DEL HORNO 181

que fué de su padre, é iba por el: un mo- mento de espera nada más. Y abriendo el portal, se lanzó por la angosta escalerilla, llegando en un vuelo á lo más alto.

Bajó á los pocos minutos, pero pálido é inquieto. Le había recibido su madre, que estaba arreglándose para ir á misa y al Mercado. La pobre vieja extrañaba aque- lla salida, y había tenido que engañarla con penosas mentiras. Pero ya estaba él allí con todo su arreglo. Cuando Tono quisie- ra... ¡andando!

No encontraban una calle desierta. Abríanse las puertas, arrojando la fétida atmósfera de la noche, y las escobas ara- ñaban las aceras, lanzando nubéculas de polvo en los rayos oblicuos de aquel sol rojo, que asomaba al extremo de las calles como por una brecha.

En todas partes guardias que les mira- ban con ojos vagos, como si aún no estu- vieran despiertos; labradores que, con la mano en el ronzal, guiaban su carro de verduras, esparciendo en las calles la fres- ca fragancia de los campos; viejas arrebu- jadas en su mantilla, acelerando el paso

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como espoleadas por los esquilones que volteaban en las iglesias próximas; gente, en fin, que al verles metidos en el negoció, chillaría ó se apresuraría á separarles. ¡Qué escándalo! ¿Es que dos hombres de bien no podían pegarse con tranquilidad en toda una Valencia?

En las afueras, el mismo movimiento: La mañana, con su exceso de luz y acti- vidad, envolvía á los dos trasnochadores, como para avergonzarles por su empeño.

El Menut sentía cierto decaimiento, y hasta probó á hablar. Reconocía su impru- dencia. Había sido el vino y su falta de costumbre; pero debían pensar como hom- bres, y lo pasado... pasado. ¿No pensaba Tono en su mujer y los chiquillos, que po- dían quedar más desamparados que esta- ban? Él aún estaba viendo á su viejecita y la mirada ansiosa con que le siguió al aban- donarla. ¿Qué comería la pobre si se que- daba sin hijo?

Pero Tono no le dejó acabar. ¡Gallina! ¡Morral! ¿Y para contarle todo aquello iban vagando por las calles? Ahora mismo le rompía la cara.

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El Menut se hizo atrás para evitar el ,golpe. También él mostró deseos de aga- rrarse allí mismo; pero se contuvo viendo ana tartana que se aproximaba lentamente, l)alanceándose sobre los baches de la ronda y con su conductor todavía adormecido. ¡Che, tartanero... para!

Y abalanzándose á la portezuela, la abrió <5on estrépito é invitó á subir á Tono, que retrocedía con asombro. El no tenía dinero: ni esto. Y metiéndose una uña entre los dientes, tiraba hacia afuera.

El joven quería terminar pronto. «Yo pagaré.» Y hasta ayudó á subir á su ene- migo, entrando después de él y subiendo con presteza las persianas de las venta- nillas.

—¡Al Hospital!

El tartanero se hizo repetir dos veces la dirección, y como le recomendaban que no se diera prisa, dejó rodar perezosamente BU carruaje por las calles de la ciudad.

Oyó ruido detrás de el, gritos ahogados, <3hoque de cuerpos, como si se rieran ha* riéndose cosquillas, y maldijo su perra ;suerte, que tan mal comenzaba el día. Se-

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rían borrachos, que, después de pasar la noche en claro, en un arranque de embria- guez llorona no querían meterse en la cama sin visitar algún amigóte enfermo. ¡Coma le estarían poniendo los asientos!

La tartana pasaba lenta y perezosa por entre el movimiento matinal. Las vacas de leche, de monótono cencerro, husmeaban sus ruedas; las cabras, asustadas por el ro- cín, apartábanse sonando sus campanillas- y balanceando sus pesadas ubres; las co- madres, apoyadas en sus escobas, miraban con curiosidad aquellas ventanillas cerra- das, y hasta un municipal sonrió malicio- samente, señalándola á unos vecinos. ¡Tan temprano y ya andaban por el mundo amo- res de contrabando!

Cuando entró en el patio del Hospital^ el tartanero saltó de su asiento, y acari- ciando su caballo esperó inútilmente que bajasen aquel par de borrachos.

Fue á abrir, y vio que por el estribo de hierro se deslizaban hilos de sangre.

¡Socorro! ¡Socorro! gritó abriendo de un golpe.

5ntró la luz en el interior de la tartana.

EN LA BOCA DEL HORNO 185

Sangre por todas partes. Uno en el suelOy con la cabeza junto á la portezuela. El otra ¡k caído en la banqueta, con el cuchillo en la

mano y la cara blanca como de papel mas- cado.

Acudieron las gentes del Hospital, y manchándose hasta los codos, vaciaron aquella tartana, que parecía un carro del Matadero cargado de carne muerta, rota^ agujereada por todas partes.

El milagro de San Antonio

Hacía años que Luis no había visto las calles de Madrid á las nueve de la ma- ñana.

A esta hora comenzaban á dormir todos ^us amigos del Casino; pero él, en vez de meterse en la cama, había cambiado de traje y se dirigía á la Florida, mecido por ^1 dulce vaivén de su elegante carruaje.

Al volver á su casa después de amane- <3Ído, le habían entregado una carta traída ^n la noche anterior. Era de aquella des- <íonocida que mantenía con él extraña co- rrespondencia durante dos semanas. Una inicial por firma y la letra de carácter in- glés, fina, correcta é igual á la de todas las que han sido pensionistas del Sacre Coeur. Hasta su mujer la tenía así. Parecía que era

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ella la que le escribía citándole á las diez en la Florida, frente á la iglesia de San An- tonio. ¡Qué disparate!

Hacíale gracia pensar, mientras mar- chaba a una cita de amor, en su mujer, aquella Ernestina cuyo recuerdo raras ve- ces venía á turbar las alegrías de su vida de soltero, ó como decía él, de marido eman- eipado. ¿Qué haría ella á tales horas? Cinco años que no se veían, y apenas si tenía no- ticias suyas. Unas veces viajaba por el ex- tranjero; otras sabía que estaba en provin- cias, en casa de viejos parientes, y aunque residía largas temporadas en Madrid, nun- 'ca se habían encontrado. Esto no es París ni Londres; pero resulta suficientemente grande para que no se tropiecen nunca dos personas cuando una hace la vida de mu- jer abandonada, visitando más las iglesias que los teatros, y la otra se agita en el mundo de noche y vuelve á casa todos los días á la hora en que el frac arrugado y la pechera abombada se impregnan del polvo que levantan los barrenderos y del humo de las buñolerías.

Se casaron muy jóvenes, casi unos ni-

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ños, y los revisteros mundanos hablaron mucho de aquella hermosa pareja que todo lo tenían para ser felices: ricos y casi sin familia. Primero, los arrebatos de pasión: una dicha que, encontrando estrecho el elegante nido de los recién casados, pasea- ba su insolencia feliz por los salones, para dar envidia al mundo; después, la monoto- nía, el cansancio, la separación lenta é in- sensible, sin dejar por eso de amarse; á él le atraían sus amistades de soltero, y ella protestaba con escenas y choques que ha- cían odiosa para Luis la vida conyugal. Ernestina quiso vengarse haciendo sentir celos á su marido; se entregó con entusias- mo á tan peligroso juego y tuvo sus coque- teos comprometedores con cierto attaché de legación americana, que hasta alcanzaron visos de infidelidad.

Bien sabía Luis que la cosa no tenía malicia, pero ¡qué demonio! él no servía para casado, le abrumaba aquella vida, y aprovechó la ocasión, tomando el asunto en serio. Con el americano se arregló, pro- pinándole una estocada leve; ¡pobre mucha- cho! ¡qué gran servicio le había prestado

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sin saberlo! y de Ernestina se separó sin escándalo, sin intervenciones judiciales. Ella con sus parientes, con quien le diese la gana, y el otra vez á su cuarto de solte- ro, como si nada hubiese pasado y sus dos años de matrimonio fuesen un largo viaje por el país de las quimeras.

Ernestina no se resignaba, y se revolvió queriendo volver á él. Le amaba de veras; lo pasado eran niñadas, ligerezas; pero aun cuando esto halagaba á Luis, provoca- ba su indignación como una amenaza á su libertad, milagrosamente recobrada. Por esto oponía la más terminante negativa á los señores respetables, antiguos amigos de la familia, que su mujer le enviaba como embajadores; ella misma fué varias veces á la casa, sin conseguir que le franqueasen la puerta, y tan tenaz era la resistencia de Luis, que hasta dejó de asistir á ciertas re- uniones, adivinando que allí protegían á su esposa, y algún día procurarían que se encontrasen casualmente.

¡Bueno era él para ablandarse! Era un marido ultrajado, y ciertas cosas ¡vive Diosf nunca se olvidan.

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Pero su conciencia de buen muchacho le replicaba con dureza:

eres un pillo, que finges ultrajéis por conservar tu libertad. Te presentas como marido infeliz para seguir soltero, haciendo infelices de veras á otros maridos. Te conozco, egoísta.

Y la conciencia no se engañaba. Sus^ cinco años de emancipación habían sida para él muy alegres; sonreía recordando sus éxitos, y ahora mismo pensaba con fa- tuidad en aquella desconocida que le aguar- daba: alguna mujer que le habría conocido en los salones y tenía interés en rodear de misterio su pasión. Ella había tomado la iniciativa en una carta insinuante; después mediaron preguntas y respuestas en la& planas de anuncios de los periódicos ilus- trados, y por fin aquella cita, á la que acu- día Luis con la ansiedad que despierta lo desconocido.

El carruaje se detuvo ante San Anto- nio de la Florida. Bajó Luis, haciendo seña á su cochero de que esperase. Había entra- do á su servicio cuando él vivía aún con Ernestina; era el eterno testigo de sus aven-

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turas; le seguía, fiel y obediente, en todas las correrías de su viudez, pero pensaba con envidia en los pasados tiempos, deseando trasnochar menos.

Buena mañana de primavera; la gente alegre gritaba en los merenderos; pasaban por entre la arboleda, rápidos como pája- ros de colores, los encorvados ciclistas con BUS camisetas rayadas; por la parte del río sonaban cornetas, y sobre el follaje enjam- bres de insectos, ebrios de luz, moscardo neaban brillando como chispas de oro. Luis, inñuído por el sitio, pensaba en Groya y en las duquesas graciosas y atrevidas que, ves- tidas de majas, venían á sentarse bajo aquellos árboles, con sus galanes de capa de grana y sombrero de medio queso. [Aque- llos eran buenos tiempos!

Las toses insistentes y maliciosas de su cochero le avisaron. Una señora bajaba del tranvía y se dirigía al encuentro de Luis. Vestía de negro y el velillo •del sombrero cubría su cara. Esbelta y de gracioso andar, sus caderas movíanse con armónica caden- cia, y á cada paso resonaba el fru-fru de la fina ropa interior.

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Luis percibía el mismo perfume de la <5arta que guardaba en su bolsillo. Sí, era ella. Pero cuaudo estuvo á pocos pasos, el movimiento de sorpresa de su cochero le avisó antes que su vista.

lErnestinal Creyó en una traición. Alguien había avisado á su mujer. ¡Qué situación tan ri- dicula!... I Y la otra que iba á llegari

¿A qué vienes?... ¿Qué buscas?

—Vengo á cumplir mi promesa. Te cité á las diez, y aquí estoy,

Y Ernestina añadió con triste sonrisa:

A ti, Luis, para verte hay que apelar á estratagemas que repugnan á una mujer honrada.

jCristo! ¡Y para tener este encuentro desagradable había salido de casa tan tem- prano! ¡Citado por su propia mujerl |Cómo reirían los amigos del Casino al saber aquello!

Dos lavanderas se pararon en el cami- no á corta distancia, con pretexto de des- cansar, sentándose sobre sus talegos de ropa. Querían oir algo de lo que se decían aquellos señoritos.

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jSube!... [Sube! dijo Luis á su esposa con acento imperioso. Le irritaba lo ridícu- lo de la escena.

El coche emprendió la marcha carre- tera de El Pardo arriba, y los esposos, cob la cabeza reclinada en el paño azul de la tendida capota, se espiaban sin mirarse^ como abrumados por la situación y sin atreverse uno de los dos á ser el primera en hablar.

Ella comenzó. |Ah, la maldita! Era ub muchacho con faldas; siempre lo había di- cho Luis; por esto la huía, teniéndola mu- cho miedo; porque á pesar de su dulzura de gatita cariñosa y sumisa, acababa siempre por imponer su voluntad. ¡Señor! ¡Y qué educación dan en esos colegios franceses! Mira, Luis... pocas palabras. Te quiero, y vengo decidida á todo. Eres mi marido y contigo debo vivir. Trátame como quieras;, pégame... te querré como esas mujeres que admiten los golpes como prueba de cariño. Lo que te digo es que eres mío y no te suel- to. Olvidemos lo pasado y aún podemos ser felices. Luis, Luis mío, ¿que mujer pue^ de quererte como la tuya?

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|Vaya un modo de entrar en materia! El quería callar, mostrarse altivo y desde- ñoso, fatigarla con su frialdad, para que le dejara tranquilo; pero aquellas palabras le pusieron fuera de sí.

¿Volver á unirse? |En seguida! ¿Acaso estaba loco?... ¡Ah, señora! Olvida usted sin duda que hay cosas que jamás se perdonan; cosas... En fin, que quien bien está, que no se mueva. Ellos no servían para casados, no congeniaban] bastaba recordar el infierno en que se desarrollaron sus últimos meses de matrimonio. El se encontraba bien; á ella no le probaba mal la separación, pues estaba más hermosa que antes (palabra de honor, señora), y sería una locura deshacer por tonterías lo que el tiempo había hecho sabiamente.

Pero ni el ceremonioso usted ni las ra- zones de Luis convencían á la señora. Ella no podía seguir así. Ocupaba en la sociedad una posición muy equívoca; casi la iguala^ ban con mujeres infieles; era objeto de de- claraciones y asiduidades que la subleva- ban; creíanla una joven alegre y fácil, sin cariño ni familia; iba de una parte á otra,

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como el Judío errante. Di, Luis, ¿es esto vivir?

Pero como á Luis le habían dicho esto mismo todos los que fueron á hablarle en favor de Ernestina, lo escuchaba como quien oye una música antigua y empala- gosa.

Vuelto casi de espaldas á su mujer, mi- raba el camino, los Viveros, bajo cuyas ar- boledas bullía una alegre multitud. Los pianos de manubrio lanzaban sus chillonas notas, semejantes al parloteo de pájaros mecánicos. Valses y polcas formaban el acompañamiento de aquella voz triste que dentro del carruaje relataba sus desdichas. Luis pensaba que el sitio para el encuentro había sido escogido con premeditación. Todo hablaba allí del amor legítimo some- tido á reglamentación oficial. Aquí, dos bodas; en el restan rant de más allá, otras; en último termino, un cortejo nupcial, za- randeándose al compás de los pianos con la panza repleta de peleón. Aquello repug- naba á Luis. ¡Todo Dios se casaba!... ¡Qué brutos! ¡Cuánta gente inexperta queda en el mundo!

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Atrás se quedaron los Viveros con sus regocijadas bodas; los valses sonaban le- janos, como vagos estremecimientos del aire, y Ernestina seguía infatigable, ha- blando cada vez más cerca del oído de su esposo.

Ella viviría tranquila, sin molestarle, si no existieran los celos. Porque ella se sentía celosa. Sí, Luis; ríe cuanto quieras; celosa desde hacía un año, en vista de sus amoríos y sus escándalos. Lo sabía todo; su vida entre bastidores, sus apasiona- mientos momentáneos y ruidosos por mu- jerzuelas que se le comían la fortuna; hasta le habían dicho que tenía hijos. ¿Podía per manecer tranquila? ¿No debía defender la posesión de su marido, que era lo único que tenía en el mundo?

Luis ya no estaba de espaldas, sino de frente, soberbio y magnífico. |Ah, señora! jY cuan mal la aconsejaban sus amigos! Él hacía su santa voluntad, ¿estamos? No te- nía que dar cuentas á nadie, pues de dar- las, también tendría que exigí rselas á ella, y... ¡recuerde usted, señora! Piense si siem- pre ha sido fiel á sus deberes.

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Y mientras enumeraba sus desdichas, que en el fondo no le importaban un comi- no, y llamaba infidelidades á lo que fueron imprudentes coqueterías, todo con voz y ademanes que recordaban sus abonos en el Español y la Comedia, Luis iba fijándose en su mujer.

¡Qué hermosa estaba la indina! Ya no era aquella muchacha bonita, pero débil y delicada, que tenía horror al descote, no queriendo enseñar lo saliente de sus claví- culas. Los cinco años de separación habían hecho de ella una mujer adorable, esplén- dida, con las redondeces, el color y la sua- vidad de un fruto de primavera. ¡Lástima que fuese su mujer! ¡Cómo debían desearla los que no estaban en su caso!

Sí, señora. Puedo hacer lo que guste y no tengo que dar cuenta de mis acciones... Además, cuando se tiene el corazón destro- zado, hay que aturdirse, olvidar, y yo ten- go derecho á todo... á todo, ¿lo entiende usted? para olvidar que he sido muy des- graciado.

Le encantaban sus palabras, pero no pudo seguir. ¡Qué calor! El sol metía sus

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rayos por debajo de la capota; el ambiente parecía impregnado de fuego, y el obligado «contacto dentro del carruaje comenzaba á <5omunicarle el suave y voluptuoso calor de aquel cuerpo adorable... ¡Qué desgracia <que aquella mujer tan hermosa fuese Er- nestina!

Era una mujer nueva. Experimentaba junto á ella impresiones sólo sentidas en BU época de noviazgo. Se veía aún en aquel vagón del exprés que años antes los había ilevado á París, ebrios de dicha y palpitan- tes de deseo.

Y ella, con aquella facilidad que siem- pre había tenido para leer sus pensamien- tos, se aproximaba á él, tierna y sumisa como una víctima, pidiendo el martirio á cambio de un poco de cariño, arrepintién- dose de sus pasadas ligerezas, propias de la inexperiencia, y acariciándolo con el per- fume de su aliento, aquel mismo perfume de la carta que, estremeciéndole, envolvía 3U cerebro en humareda embriagadora.

Luis huía de todo contacto; se recogía como doncella medrosica en su asiento. El recuerdo de los amigotes era su única de-

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fensa. ¿Qué diría su amigo el marqués, un verdadero filósofo, que, contento con su li- bertad de marido divorciado, saludaba á su mujer en la calle y besaba á los niños na- cidos mucho después de la separación? Aquel era un hombre. Había que terminar una escena que juzgaba ridicula.

No, Ernestina dijo por fin, tuteando á su mujer , Nunca nos uniremos. Te co- nozco: todas sois iguales. Es mentira lo que dices. Sigue tu camino, como si no nos conociéramos...

Pero no pudo continuar. Su mujer le volvía ahora la espalda. Lloraba descansan- do la cabeza en el respaldo del asiento, y su enguantada mano introducía el pañuelo bajo el velillo para secarse las lágrimas.

Luego hizo un gesto de fastidio. ¡Lagri- mitas á élL.. Pero no; lloraba de veras, con toda su alma, con quejidos de angustia y estremecimientos nerviosos que conmovían todo su cuerpo.

Arrepentido de su brutalidad, dio orden al cochero de detener el carruaje. Estaba fuera de la Puerta de Hierro; no pasaba nadie en aquel momento por el camino.

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Trae agua... cualquier cosa. La señori- ta está enferma.

Y mientras el cochero corría á un ven- torro inmediato, Luis intentó tranquilizar á su mujer.

Vamos, Ernestina, serenidad. No es para tanto. Esto es ridículo. Pareces una niña.

Pero ella aún gemía cuando llegó el cochero con una botella llena de agua. Eo la precipitación había olvidado el vaso. No importa, bebe.

Ernestina cogió la botella y se levantó el velillo. Ahora la veía bien su marido. Nada de menjurjes de tocador, como en los tiempos que frecuentaba el mundo: su cutis, tratado al agua fría, tenía una palidez fresca, de rosada transparencia.

Luis se fijó en aquellos labios adora- bles, que se fruncían para ajustarse al cue- llo de la botella. Bebía con dificultad. Una gota se escapaba resbalando lentamente por la barbilla redonda y graciosa. Rodaba con pereza, enredándose en la impercepti- ble película de la epidermis. El la seguía con la vista, aproximándose cada vez más. |Iba á caer!... ¡Ya caía!

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Pero no cayó; pues Luis, sin saber casi lo que hacía, la recogió en sus labios, se sin- tió cogido por los brazos de su mujer, que lanzaba un grito de sorpresa, de loco júbilo. Por fin... Luis mío... ¡Si yo ya lo decíal |Si eres muy bueno!

Y con la tranquila serenidad de los que no tienen por qué ocultar su amor, se be- faron ruidosamente, sin fijarse en el asom- bro de la mujer del ventorrillo que recogió la botella.

El cochero, sin aguardar órdenes, arreó los caballos camino de Madrid.

Ya tenemos ama murmuraba soltan- do latigazos á sus bestias . A casa pronto, antes que el señorito se arrepienta.

El coche volaba por la carretera con la arrogancia de un carro triunfal, y en su in- terior, los dos esposos, agarrados del talle, mirábanse con pasión. El sombrero de Luis estaba á sus pies, y ella le acariciaba la ca- beza, despeinándole: el juego favorito de su luna de miel.

Y Luis reía, encontrando el suceso gra- ciosísimo.

Nos van á tomar por novios impacien-

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tes. Creerán que escapamos de los Viveros por estar solos y libres de convidados.

Al pasar frente á San Antonio, Ernes- tina, reclinada en un hombro de su esposo, se incorporó.

Mira: ese es quien ha hecho el milagro de unirnos. De soltera le rezaba pidiéndole xin buen marido, y por segunda vez me protege, dándome mi Luis.

No, vida mía: el milagro lo has hecho con tu belleza.

Ernestina dudó algunos instantes, como si temiera hablar, y por fin dijo con mali- ciosa sonrisa:

|Ah, señor mío! No creas que me en- gañas. Lo que te vuelve á no es el amor tal como yo lo quiero; es eso que llaman mi belleza y los deseos que en ti despierta. Pero he aprendido bastante en estos años de consuelo y soledad. Ya verás, Luis mío. Seré muy buena; te querré mucho... Me tomas como una amante; pero con bondad y con cariño, yo he de conseguir que me adores como á esposa.

Venganza moruna

Casi todos los que ocupaban aquel va- gón de tercera conocían á Marieta, una buena moza vestida de luto, que, con un niño de pechos en el regazo, estaba junto á una ventanilla, rehuyendo las miradas y la conversación de sus vecinas.

Las viejas labradoras la miraban, unas con curiosidad y otras con odio, á través de las asas de sus enormes cestas y de los far- dos que descansaban sobre sus rodillas, con todas las compras hechas en Valencia. Los hombres, mascullando la tagarnina, lanzá- banla ojeadas de ardoroso deseo.

En todos los extremos del vagón hablá- base de ella relatando su historia.

Era la primera vez que Marieta se atrevía á salir de casa después de la muerte

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de su marido. Tres meses habían pasado desde entonces. Sin duda sentía miedo á Teulai, el hermano menor de su marido, un sujeto que á los veinticinco años era el terror del distrito; un amante loco de la escopeta y la valentía que, naciendo rico, había abandonado los campos para vivir unas veces en los pueblos, por la tolerancia de los alcaldes, y otras en la montaña, cuando se atrevían á acusarte los que le querían mal.

Marieta parecía satisfecha y tranquila, ¡Oh, la mala piel! Con un alma tan negra, y miradla qué guapetona, qué majestuosa; parecía una reina.

Los que nunca la habían visto se exta- siaban ante su hermosura. Era como las vírgenes patronas de los pueblos: la tez, con pálida transparencia de cera, bañada á veces por un oleaje de rosa; los ojos ne- gros, rasgados, de largas pestañas; el cuello soberbio, con dos líneas horizontales que marcaban la tersura de la blanca carnosi- dad; alta, majestuosa, con firmes redonde- ces, que al menor movimiento poníanse de relieve bajo el negro vestido.

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Sí, era muy guapa. Así se comprendía la locura de su pobre marido.

En vano se había opuesto al matrimo- nio la familia de Pepet. Casarse con una pobre, siendo él rico, resultaba un absurdo; y aún lo parecía más al saberse que la no- via era hija de una bruja, y por tanto, he- redera de todas sus malas artes.

Pero él firme que firme. La madre de Pepet murió del disgusto; según decían las vecinas, prefirió irse del mundo antes que ver en su casa á la hija de la Bruixa; y Teulaí, con ser un perdido que no respeta- ba gran cosa el honor de la familia, casi riñó con su hermano. No podía resignarse á tener por cuñada una buena moza que, según afirmaban en la taberna testigos pre- senciales (y allí la reunión era de lo más respetable), preparaba malas bebidas, ayu- daba á sacar á su madre las mantecas á los niños vagabundos para confeccionar mis- teriosos ungüentos, y la untaba los sábados á media noche, antes de salir volando por la chimenea.

Pepet, que se reía de todo, acabó ca- sándose con Marieta, y con esto fueron de

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la hija de la bruja sus viñas, sus algarro- bos, la gran casa de la calle Mayor y las onzas que su madre guardaba en los arco- nes del estudi.

Estaba loco. Aquel par de lobas le ha- bían dado alguna mala bebida, tal vezpol vos seguidores, que, según afirmaban las vecinas más experimentadas, ligan para siempre con una fuerza infernal.

La bruja, arrugada, de ojillos malignos, que no podía atravesar la plaza del pueblo sin que los muchachos la persiguieran á pedradas, se quedó sola en su casucha de las afueras, ante la cual no pasaba nadie por la noche sin hacer la señal de la cruz. Pepet sacó á Marieta de aquel antro, satis- fecho de tener como suya la mujer más hermosa del distrito.

¡Qué manera de vivir! Las buenas mu Jeres lo recordaban con escándalo. Bien se veía que el tal casamiento era por arte del Malo. Apenas si Pepet salía de su casa: ol- vidaba los campos, dejaba en libertad á los jornaleros, no quería apartarse ni un mo- mento de su mujer; y las gentes, á través de la puerta entornada ó por las ventanas

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siempre abiertas, sorprendían los abrazos; los veían persiguiéndose entre risotadas y 43aricias, en plena borrachera de felicidad, insultando con su hartura á todo el mundo. Aquello no era vivir como cristianos. Eran perros furiosos persiguiéndose, con la sed de la pasión nunca extinguida. | Ah, la gran- dísima perdida! Ella y la madre le abrasa- ban las entrañas con sus bebidas.

Bien se veía en Pepet, cada vez más flaco, más amarillo, más pequeño, como un cirio que se derretía.

El médico del pueblo, único que se bur- laba de brujas, bebedizos y de la credulidad de la gente, hablaba de separarles como único remedio. Pero los dos siguieron uni- dos; él cada vez más decaído y miserable; iella engordando, rozagante y soberbia, in- sultando á la murmuración con sus aires de soberana. Tuvieron un hijo, y dos me- ses después murió Pepet lentamente, como luz que se extingue, llamando á su mujer hasta el último momento, extendiendo ha- cia ella sus manos ansiosas.

|La que se armó en el pueblol Ya esta- ba allí el efecto de las malas bebidas. La

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vieja se encerró en su casucha temiendo á la gente; la hija no salió á la calle en algu- nas semanas y los vecinos oían sus lamen- tos. Por fin, algunas tardes, desafiando lai^ miradas hostiles, fué con su niño al ce- menterio.

Al principio le tenía cierto miedo k Teu- laíy el terrible cuñado, para el cual matar era ocupación de hombres, y que, indigna- do por la muerte del hermano, hablaba en la taberna de hacer pedazos á la mujer y á la bruja de la suegra. Pero hacía un mes que había desaparecido. Estaría con los ro- ders en la montaña, ó los negocios le ha- brían llevado al otro extremo de la provin- cia. Marieta se atrevió, por fin, á salir del pueblo; á ir á Valencia para sus compras... |Ah, la señora! ¡Qué importancia se daba con el dinero de su pobre marido 1 Tal vez^ buscaba que los señoritos le dijesen algo^ viéndola tan guapetona...

Y zumbaba en todo el vagón el cuchi- cheo hostil; las miradas afluían á ella, pera Marieta abría sus ojazos imperiosos, sorbía aire ruidosamente con gesto de desprecio^, y volvía á mirar los campos de algarrobos,.

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los empolvados olivares, las blancas casas, que huían trazando un círculo en torno del tren en marcha, mientras el horizonte in- flamábase al contacto del sol, que se hun- día entre espesos vellones de oro.

Detúvose el tren en una pequeña es- tación, y las mujeres que más habían ha- blado de Marieta se apresuraron á bajar, echando por delante sus cestas y capazos.

Unas se quedaban en aquel pueblo y se despedían de las otras, de las vecinas de Marieta, que aún tenían que andar una hora para llegar á sus casas.

La hermosa viuda, con el niño en bra- zos y apoyando en la fuerte cadera la cesta de las compras, salió de la estación con paso lento. Quería que la adelantasen en el ca- mino aquellas comadres hostiles; que la de- jasen marchar sola, sin tener que sufrir el tormento de sus murmuraciones.

En las calles del pueblo, estrechas, tor- tuosas y de avanzados aleros, había poca luz. Las últimas casas extendíanse en dos ñlas á lo largo de la carretera. Más allá veíanse los campos, que azuleaban con la llegada del crepúsculo, y á lo lejos, sobre la

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ancha y polvorienta faja del camino, mar cábanse como un rosario de hormigas las mujeres que, con los fardos en la cabeza, marchaban hacia el inmediato pueblo, cuya torre asomaba tras una loma su montera de tejas barnizadas, brillantes con el último reflejo de sol.

Marieta, brava moza, sintió repentina- mente cierta inquietud al verse sola en el camino. Este era muy largo, y cerraría la noche antes que llegase á su casa.

Sobre una puerta balanceábase el ramo de olivo, empolvado y seco, indicador de una taberna. Bajo de él, y de espaldas al pueblo, estaba un hombre pequeño, apo- yado en el quicio y con las manos en la faja.

Marieta se ñjó en el... Si al volver la ca- beza resultase que era su cuñado, |Dios mío, qué susto! Pero segura de que estaba muy lejos, siguió adelante, saboreando la cruel idea del encuentro, por lo mismo que lo creía imposible, temblando al pensar que fuese Teulaí el que estaba á la puerta de la taberna.

Pasó junto a él sin levantar los ojos.

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Buenas tardes, Marieta.

Era él... Y la viuda, ante la realidad, no experimentó la emoción de momentos an- tes. No podía dudar. Era Teulaí', el bárbaro de sonrisa traidora, que la miraba con aque- llos ojos más molestos y crueles que sus palabras.

Contestó con un ¡hola! desmayado, y ella, tan grande, tan fuerte, sintió que las piernas le flaqueaban y hasta hizo un es- fuerzo para que el niño no cayera de sus brazos.

Teulaí sonreía socarronamente. No ha- bía por qué asustarse. ¿No eran parientes? Se alegraba del encuentro; la acompañaría al pueblo, y por el camino hablarían de al- gunos asuntos.

Avant, avant decía el hombrecillo.

Y la mocetona siguió tras él, sumisa como una oveja, formando rudo contraste aquella mujer grande, poderosa, de fuertes músculos, que parecía arrastrada por Teu- laí, enteco, miserable y ruin, en el cual úni- camente delataban el carácter los alfilerazos de extraña luz que despedían sus ojos. Ma- rieta sabía de lo que era capaz. Hombres

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fuertes y valerosos habían caído vencidos por aquel mal bicho.

Eq la última casa del pueblo una vieja barría canturreando su portal.

¡Bóna dona, hbna dona! gritó Teulai.

La buena mujer acudió, tirando la es- coba. Era demasiado célebre el cuñado de Marieta en muchas leguas á la redonda para no ser obedecido inmediatamente.

Cogió al niño de brazos de su cuñada, y sin mirarlo, como si quisiera evitar un enternecimiento indigno de el, lo pasó á los brazos de la vieja, encargándole su cuida- do... Era asunto de media hora: volverían pronto por él, en cuanto terminasen cierto encargo.

Marieta rompió en sollozos y se abalan- zó al niño para besarle. Pero su cuñado tiró de ella.

Avant, avant.

Se hacía tarde.

Subyugada por el terror que inspiraba aquel hombrecillo venenoso á cuantos le rodeaban, siguió adelante, sin el niño y sin la cesta, mientras la vieja, santiguándose, se apresuraba á meterse en casa.

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Apenas si se distinguían como puntos indecisos en el blanco camino las mujeres que marchaban al pueblo. Los pardos va- pores del anochecer extendíanse á ras de ios campos, la arboleda tomaba un tono de obscuro azul, y arriba, en el cielo, de color violeta, palpitaban las primeras estrellas.

Continuaron en silencio algunos minu- tos, hasta que Marieta se detuvo con una decisión inspirada por el miedo... Lo que tuviera que decirle, lo mismo podía ser allí que en otra parte. Y la temblaban las pier ñas, balbuceaba y no se atrevía á alzar los ojos por no ver á su cuñado.

A lo lejos sonaban chirridos de ruedas; voces prolongadas se llamaban á través de ios campos, rasgando el silencioso ambiente del crepúsculo.

Marieta miraba con ansiedad el camino. ISTadie. Estaban solos ella y su cuñado.

EvSte, siempre con su sonrisa infernal, hablaba con lentitud... Lo que tenía que decirle era que rezase; y si sentía miedo, po- día echarse el delantal por la cara. A un hombre como él no le mataban un herma- no impunemente.

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Marieta se hizo atrás, con la expresión aterrada del que despierta en pleno peligro. Su imaginación, ofuscada por el miedOy había con<íebido antes de llegar allí las ma- yores brutalidades; palizas horrorosas, el <3uerpo magullado, la cabellera arrancada, pero... ¡rezar y taparse la cara! ¡Morir ! |Y tal enormidad dicha tan fríamente!...

C©n palabra atropellada, temblando y suplicante, intentó enternecer á TeulaL Todo eran mentiras de la gente. Había que- rido con el alma á su pobre hermano, le quería aún; si había muerto fué por no creerla á ella, á ella que no había tenida valor para ser esquiva y fría con un hom- bre tan enamorado.

Pero el valentón la escuchaba acen- tuando cada vez más su sonrisa, que era ya una mueca.

¡Galla, filia de la Bruixa!

ÍEUa y su madre habían muerto al pobre Pepet. Todo el mundo lo sabía; le habían consumido con malas bebidas... Y si él la escuchaba ahora sería capaz de embrujarla también. Pero no; él no caería como el ton- to de su hermano.

VENGANZA MORUNA 217

Y para probar su firmeza de hiena, sin otro amor que el de la sangre, cogió con sus manos huesosas la cara de Marieta, la levantó para verla más de cerca, contem- plando sin emoción las pálidas mejillas, los ojos negros y ardientes que brillaban tras las lágrimas.

¡Bruixa... envenenaora!

Pequeñín y miserable en apariencia, abatió de un empujón á la buena moza; hizo caer de rodillas aquella soberbia máquina de dura carne, y retrocediendo buscó algo en su faja.

Marieta estaba anonadada. Nadie en el camino. A lo lejos los mismos gritos, el mismo chirriar de ruedas: cantaban las ranas en una charca inmediata; en los ri- bazos alborotaban los grillos, y un perro aullaba lúgubremente allá en las últimas casas del pueblo. Los campos hundíanse en los vapores de la noche.

Al verse sola, al convencerse de que iba á morir, desapareció toda su arrogan- cia de buena moza; se sintió débil como cuando era niña y le pegaba su madre, y rompió en sollozos.

218 V. BLASCO IBÁÑEZ

¡Mátam, mátam! gimió echándose á la cara el negro delantal, enrollándolo en torno de su cabeza.

Teulai se acercó á ella impasible, con una pistola en la mano. Aún oyó la voz de su cuñada gimiendo á través de la negra tela con lamentos de niña, rogándole que la rematase pronto, que no la hiciera sufrir, intercalando sus súplicas entre fragmentos de oraciones que recitaba atropelladamente. Y como hombre experimentado, buscó con la boca de la pistola en aquel envoltorio negro, disparando los dos cañones á la vez.

Entre el humo y los fogonazos vióse á Marieta erguirse como impulsada por un resorte y desplomarse con un pataleo de agonía que desordenó sus ropas.

En la masa negra é inerte quedaron al descubierto las blancas medias de seducto- ra redondez, estremeciéndose con el último estertor.

Teulai, tranquilo como hombre que á nadie teme y cuenta en último término con un refugio en la montaña, volvió al inme- diato pueblo en busca de su sobrino, satis- fecho de su hazaña.

VENGANZA MORUNA 219

Al tomar al pequeñuelo de manos de la aterrada vieja, casi lloró.

¡Pohret! ¡pohret meu! dijo besándole. Y su conciencia de tío inundábase de satisfacción, seguro de haber hecho por el pequeño una gran cosa.

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La pared

Siempre que los nietos del tío Rabosa se encontraban con los hijos de la viuda de Casporra en las sendas de la huerta ó en las calles de Campanar, todo el vecindario comentaba el suceso. ¡Se habían mirado!^. jSe insultaban con el gesto!... Aquello aca- baría mal, y el día menos pensado el pue- blo sufriría un nuevo disgusto.

El alcalde con los vecinos más notables predicaban paz á los mocetones de las dos familias enemigas, y allá iba el cura, un vejete de Dios, de una casa á otra recomen- dando el olvido de las ofensas.

Treinta años que los odios de los Rabo- sas y Casporras traían alborotado á Campa- Har. Casi en las puertas de Valencia, en el

222 V. BLASCO IBÁÑEZ

risueño pneblecito que desde la orilla del río miraba á la ciudad con los redoudoi^ ventanales de su agudo campanario, repe- tían aquellos bárbaros, con un rencor afri- cano, la historia de luchas y violencias de las grandes familias italianas en la Edad Media, Habían sido grandes amigos en otro tiempo; sus casas, aunque situadas en dis- tinta calle, lindaban por los corrales, sepa- rados únicamente por una tapia baja. Una noche, por cuestiones de riego, un Casporra tendió en la huerta de un escopetazo á un hijo del tío Rabosa, y el hijo menor de éste, porque no se dijera que en la familia no quedaban hombres, consiguió, después de un mes de acecho, colocarle una bala entre las cejas al matador. Desde entonces las dos familias vivieron para exterminarse, pensando más en aprovechar los descuidos del vecino que en el cultivo de las tierras. Escopetazos en medio de la calle; tiros que al anochecer relampagueaban desde el fon- do de una acequia ó tras los cañares ó ri- bazos cuando el odiado enemigo regresaba del campo; alguna vez un Rabosa ó un Cas- porra camino del cementerio con una onza

LA PARED 223

de plomo dentro del pellejo, y la sed de ven- ganza sin extinguirse, antes bien, extremán- dose con las nuevas generaciones, puei^ parecía que en las dos casas los chiquitines salían ya del vientre de sus madres ten diendo las manos á la escopeta para matar á los vecinos.

Después de treinta años de lucha, en casa de los Casporras sólo quedaba una viuda con tres hijos mocetones que pare- cían torres de músculos. En la otra estaba el tío Rabosa, con sus ochenta años, inmóvil en un sillón de esparto, con las piernas muertas por la parálisis, como un arrugado ídolo de la venganza, ante el cual juraban sus dos nietos defender el prestigio de la familia.

Pero los tiempos eran otros. Ya no era posible ir á tiros como sus padres en plena plaza á la salida de misa mayor. La Guardia civil no les perdía de vista; los vecinos le» vigilaban, y bastaba que uno de ellos se de- tuviera algunos minutos en una senda ó en una esquina para verse al momento ro- deado de gente que le aconsejaba la paz. Cansados de esta vigilancia que degeneraba

224 V. BLASCO IBÁÑEZ

ea persecución y se interponía entre ellos como infranqueable obstáculo, Casporras y Babosas acabaron por no buscarse, y hasta se huían cuando la casualidad les ponía frente á frente.

Tal fué su deseo de aislarse y no verse, que les pareció baja la pared que separaba sus corrales. Las gallinas de unos y otros, escalando los montones de leña, fraterni- zaban en lo alto de las bardas; las mujeres de las dos casas cambiaban desde las ven- tanas gestos de desprecio. Aquello no po- día resistirse; era como vivir en familia, y la viuda de C aspar r a hizo que sus hijos le- vantaran la pared una vara. Los vecinos se apresuraron á manifestar su desprecio con piedra y argamasa, y añadieron algunos palmos más á la pared. Y así, en esta muda y repetida manifestación de odio, la pared fue subiendo y subiendo. Ya no se veían las ventanas; poco después no se veían los tejados; las pobres aves del corral estreme- cíanse en la lúgubre sombra de aquel pare- dón que las ocultaba parte del cielo, y sus cacareos sonaban tristes y apagados á tra- vés de aquel muro, monumento del odio,

LA PARED 225

que parecía amasado con los huesos y la sangre de las víctimas.

Así transcurrió el tiempo para las dos familias, sin agredirse como en otra época, pero sin aproximarse: inmóviles y cristali- zadas en su odio.

Una tarde sonaron á rebato las campa- nas del pueblo. Ardía la casa del tío Rabo- sa. Los nietos estaban en la huerta; la mu- jer de uno de éstos en el lavadero, y por las rendijas de puertas y ventanas salía un humo denso de paja quemada. Dentro, en aquel infierno que rugía buscando expan- sión, estaba el abuelo, el pobre tío Rabosa, inmóvil en su sillón. La nieta se mesaba los cabellos, acusándose como autora de todo por su descuido; la gente arremoliná- base en la calle, asustada por la fuerza del incendio. Algunos, más valientes, abrieron la puerta, pero fué para retroceder ante la bocanada de denso humo cargada de chispas que se esparció por la calle.

¡M agüelo! ¡El pobre agüelo! gritaba la de los Rabosas volviendo en vano la mi- rada en busca de un salvador.

Los asustados vecinos experimentaron

15

226 V. BLASCO IBÁÑEZ

el mismo asombro que si hubieran visto el campanario marchando hacia ellos. Tres mocetones entraban corriendo en la casa incendiada. Eran los Casporras. Se habían mirado cambiando un guiño de inteligencia, y sin más palabras se arrojaron como sala- mandras en el enorme brasero. La multitud les aplaudió al verles reaparecer llevando en alto como á un santo en sus andas al tío Rabosa en su sillón de esparto. Aban- donaron al viejo sin mirarle siquiera, y otra vez adentro.

¡No, no! gritaba la gente.

Pero ellos sonreían siguiendo adelante. Iban á salvar algo de los intereses de sus enemigos. Si los nietos del tío Eabosa estu- vieran allí, ni se habrían movido ellos de casa. Pero sólo se trataba de un pobre vie- jo, al que debían proteger como hombres de corazón. Y la gente les veía tan pronto en la calle como dentro de la casa, bucean- do en el humo, sacudiéndose las chispas como inquietos demonios, arrojando mue- bles y sacos para volver á meterse entre las llamas.

Lanzó un grito la multitud al ver á los

LA PARED 227

dos hermanos mayores sacando al menor en brazos. Un madero, al caer, le había roto una pierna. ¡Pronto una silla!

La gente, en su precipitación, arrancó al viejo Rabosa de su sillón de esparto para sentar al herido.

El muchacho, con el pelo chamuscado y la cara ahumada, sonreía ocultando los agudos dolores que le hacían fruncir los la- bios. Sintió que unas manos trémulas, ás- peras, con las escamas de la vejez, oprimían las suyas.

¡FUI meu! ¡fill meu! gemía la voz del tío Rabosa^ quien se arrastraba hacia él.

Y antes que el pobre muchacho pudie- ra evitarlo, el paralítico buscó con su boca desdentada y profunda las manos que tenía agarradas, y las besó, las besó un sin- número de veces, bañándolas con lágri- mas.

Ardió toda la casa. Y cuando los alha- míes fueron llamados para construir otra, los nietos del tío Rabosa no les dejaron co-

228 V. BLASCO IBÁNEZ

menzar por la limpia del terreno, cubierto de negros escombros. Antes tenían que hacer un trabajo más urgente: derribar la pared maldita. Y empuñando el pico, ellos dieron los primeros golpes.

FIN

INDIOS

Págs,

La condenada . 5

Primavera triste 17

El parásito dei tren 29

Golpe doble . . 41

En el mar 51

¡Hombre al agua! 69

Un silbido 79

Lobos de mar 89

Un funcionario 99

El ogro 117

La barca abandonada 129

El maniquí 145

La paella del roder 159

En la boca del horno 171

El milagro de San Antonio , . 187

Venganza moruna 205

La pared 221

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