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LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

Es propiedad. Queda hecho el depó- sito que marca la Ley.

Imprento de V. Rico.— Paseo del Prado, 30.— MADRID

"^ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

La Trayectoria

DE LAS

Revoluciones

ENSAYOS DEL AYER, EL HOY .Y EL MAÑANA ESPAÑOL

BIBLIOTECA HISPANIA

CID, 4. —MADRID

CARTA-PRÓLOGO

Sr. D. Miguel de Unamuno:

Mi querido amigo: Me es imposible, sin un im- pulso de repulsa y de rebeldía, recordar aquellas palabras tan crueles, y sin embargo tan sinteti- zadoras de todo un pensamiento social, que pone Mirbeau en boca de Courtin, el personaje eje de su atroz comedia El Hogar: «...Tenga usted esto bien presente... Nada es tan fundamental parala conservación del orden como callar el mal. .. Tie- ne menos importancia hacer el bien que callar el mal... callar el mal... impedirlo si es posible, pero sobre todo callarlo.»

No callar la verdad de lo que pienso, y por eso pongo al frente de este libro su nombre de us- ted como el del maestro. No lo precedo de adjeti- vos encomiásticos, puesto que no se trata de una obra de elogios ni de amables politiqueos, sino de unas páginas sinceras de exposición de ideas, y de estas mismas ideas han de desprenderse los elogios para quienes las encarnan.

Si usted lo hubiese querido, en vez de verse des- pojado de la Rectoría de nuestra vieja y gloriosa Universidad de Salamanca, sería usted una gran figura oficial, sería senador, ministro, tal vez pre- sidente del Senado, y... ¿quién sabe?, quizás, qui-

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ANTOxNIO DE HOYOS Y VINENT

zas, presidente del Consejo, todo ello con una sola condición: la de comprometerse a no hacer nada, a no pensar nada, y si lo pensaba... a callárselo.

En España se da el caso peregrino de que nin- guna reforma implántase a tiempo, cuando real mente lo demanda la opinión, sino cuando el uso la ha consagrado ya. Así resulta que, además de perderse el efecto moral, la efusión, el caloi- que la haría fecunda, viene a desatiempo, atrasada, y cuando ya hay otras nuevas que hacen sonar sus aldabonazos en la puerta. Esta labor está enco- mendada a los liberales^ mientras que los conser- vadores ejercen un raro oficio que, irrespetuosa- mente, calificaríamos de trabajo de bomberos. Ni los unos ni los otros llevan la necesaria prepara- ción; viven en perpetua guerra, unos asaltando y otros defendiendo, carentes de tiempo para estu- diar y penetrar en la verdadera entraña de los problemas.

Así han pasado estos años, que han iniciado la transformación del mundo, sin que se den cuenta ni de la actitud miedosa del pueblo (que, muy cas- tigado por las guerras coloniales y africana, sen- tía el espanto de tener que ser héroe, no compren- diendo que en ser héroe estaba su liberación defi- nitiva), ni en la arbitraria délas clases conserva- doras, que sentíanse a ratos germanófilas... sin perjuicio de estar entrando y saliendo en Francia y de girar en la movible plataforma de su snobis- mo^ hacia la causa aliada, cuando las gentes de primera línea mostraron que podía serse francó- filo impunemente.

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Miremos ahora un poco hacia las cosas de Es- paña .

¿Caben dos ideales supremos en el alma colec- tiva de un pueblo? Como caber, caben muchos; pero g-randes, absolutos, absorbentes, creo que no. Tal vez en momentos de un gran bienestar, de una alta paz moral y material, los hombres puedan soñar con caminos diferentes que lleven a metas supremas, lejanas; pero, así como ante el lecho de un hijo adorado que se muere, la ma- dre devota y el padre ateo, sólo piensan en de- vol\^erle la vida, ante la patria en peligro todos, desde los más humildes y los más miserables has- ta los más grandes y fuertes, tienen que tener un ideal común.

Pero para unirse, para laborar juntos, es preci- so conocerse, y en España dos generaciones per- manecen hoscas, impenetrables, frente a frente, en actitud hostil. Los jóvenes han entrado a saco en los prestigios, no han respetado nada, no han acatado nada; los viejos, a su vez, han tenido un gran gesto de desdén y han negado talento, dis creción y buena voluntad a los recién llegados. Y, sin embargo, hace falta la experiencia, el maduro talento y la disciplina, de los unos; la acometivi- dad, la sed de energía y de acción, de los otros.

Hay muertos que permanecen en pie. Son fan- toches, que no significan nada ni son nada; que en un momento de la Historia, la casualidad o misteriosas conveniencias colocaron en un lugar

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y siguen ocupándolo. Pero, ¿cómo negar que hay hombres que fueron sinceros y videntes, que pre- dijeron la hecatombe de nuestras colonias y tra - taron de oponerse ;a ella arrancando de los ojqg^ de la multitud la necia venda de optimismo? ¿Cómo olvidar que más recientemente un hombre político de la monarquía, con una gran posición social, jefe de un partido que necesita del apo- yo del pueblo, el conde de Romanones, se jugó su popularidad, su jefatura y casi casi su posi- ción so( ial para afirmar sus convicciones, que la realidad ha investido de importancia de viden- cias? ¿Por qué querer arrumbarles a todos, anu- larles a todos? Derribar lo que estorba y es^malo o inútil; pero dejar en pie, respetar y acatar lo que no sólo es bueno, sino es insustituible. Recuerdo las palabrss del personaje ibseniano: «Es peligro- so demoler una vieja torre, porque puede coger- nos a todos debajo>.

«Ir tallando escalones en el odio», quiere Víctor Hugo. Imagen maravillosa, como todas las del gran poeta. Mas para llegar a las alturas tallando escalones en el odio de los otros es necesario que este odio sea una pasión fuerte y magnífica, que la grandeza del odio de los demás pueda servir de medida a nuestra propia grandeza. Y el odio aquí es como tantas otras cosas: algo pequeño, vul- gar; no es el odio ante una gran idea, ni una con- cepción opliesta a otra concepción, sino es, sen- cillamente, una rivalidad de campanario, que en

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vez de luchar con grandes ideas y grandes pode- res lucha arrojando un poco de barro de la calle.

La idiosincrasia española presentóse corno una cosa curiosa: casi nadie quiere hacer nada, ni profundizar en áridos problemas políticos o so- ciales, ni lanzarse a peligrosas iniciativas, ni em- prender aventuradas empresas; pero si alguien lo hace, surgen inmediatamente detractores violen- tos, enemigos solapados, gentes que aplauden mientras ponen el obstáculo. Nadie aspira a ser nada: se contentan conque no lo sean los demás. Hace el efecto, en general, la vida hispana de una carrera en que los corredores no se preocu- pasen de llegar los primeros, sino de evitar que llegasen los otros.

Y, sin embargo, toda la futura grandeza estaría en ser ellos mismos, sin preocuparse de que fue- sen o no los demás. Y él día en que todos fuesen valores afirmativos, en vez de valores negativos, marcaría el reloj español la primera hora de una era de poder.

Optimismo y pesimismo son igualmente malsa- nos: tener un sentido claro de la realidad. Ver las cosas crudamente; pero no para retroceder teme- rosos ante ellas, sino para después de hecho el examen de conciencia emprender valerosamente el camino de perfección.

En nuestro tiempo nadie envejece, ni los indi- viduos ni los procedimientos, y tal vez en eso está uno de los mayores males. Uno de los mayores

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males, porque esa perpetua juventud es una mix- tificación.

Cuando se vive por el mundo, en mil ocasio- nes siéntese, ante (>-randes familias y grandes agrupaciones, una gran sensación de paz. Muje- res jóvenes aún se han resignado a envejecer, y en torno a ellas se agrupan las nuevas generacio- nes. Ellas tienen el respeto; los demás, cada cual, su derecho. Y lo que pasa en la familia pasa en la política: hay grandes hombres que ejercen una autoridad patriare^, porque habiéndose confor- mado con la ley de la vida se han apartado de la lucha, y limpios de odios sólo viven la veneración y el respeto.

Grandes odios y grandes fervores es el secreto de la vitalidad de los pueblos, porque significan plétora de energías, y en esos grandes odios es donde se pueden tallar los escalones que lleven a la gloria.

La mejor fe es la que se tiene en la idea; des- pués, la que se tiene en mismo; la única que no nos es permitida es la fe en la debilidad de los otros.

Según una persona va hacia el triunfo, una sen- sación glacial le rodea. «Según subimos aumenta el frío^>, dice también Víctor Hugo.

Pero no hay nada más bello que escalar las ci- mas, cuando en el corazón alienta la fe de una vez arriba realizar la obra.

Los gritos, los denuestos, todo eso no vale

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nada; recordad el prodigioso cuento árabe, que os brinda una gran filosofía, la filosofía de que para llegar a realizar un ideal es preciso ser insensible a todas lás violencias que puedan saliros al en- cuentro.

Unos dirán: «¿Y a usted quién lo presenta?» Otros escupirán denuestos. Yo pensaré siempre como el personaje de Goethe: «¿Ladran?... Cabal- gamos».

Este libro es sincero y diáfano. No tiene la pre- tensión de ser ni un evangelio ni una gran obra crítica, ni un libro de batalla. Son, sencillamente. ensayos.

La sordera me encierra en una cárcel de silen- cio y claridad. Pero quizás en vez de golpearme la cabeza contra las paredes preferiría haceros el elogio de la sordera. Para juzgar los aconteci- mientos ofrece tres ventajas: que elimina el fac- tor ambición, puesto que veda los puestos activos; que los gestos, más difíciles de dominar que las palabras, adquieren un valor transcendental (ese valor inteligible de los gestos en el cinematógra- fo), y que al perder los conceptos la música arru- Uadora de la voz y tener que leerlos siempre,, te- nemos también tiempo de meditar en aquello que nos dicen^ antes de formar juicio y responder (sin contar con que inconscientemente las gentes sintetizan y sólo nos dan lo más interesante de las cosas: su esencia).

Voy, pues, a trasladar a estas páginas, más que

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la historia o el comentario de los hechos concre- tos, sensaciones casi instintivas, \3. atmósfera que ha habido en España durante la última década, las transformaciones y deformaciones, los fenó- menos atmosféricos.

*

Alg"unos espíritus pusilánimes, algunas almas en cuclillas se escandalizarán de que yo me atre- va a hablar de todo esto.

Yo comprendo que se puede ser monárquico o republicano, imperialista o socialista; lo que no comprendo es que se pueda ser incondicional de nada ni de nadie. Hay algo por encima de todos los poderes de la tierra: la Idea. Acatamos el po- der mientras le vemos caminar hacia la realiza- ción de la idea que creemos la verdadera; pero incondicionales, no.

Sucede que todos los que trabajamos, todos los que luchamos, todos los que hacemos algo, y aun muchos que no hacen nada, hemos adquirido el feo vicio de pensar. Nadie es incondicional de nada ni de nadie. Las deidades oscuras e impla- cables han muerto. Todos estamos prontos al sa- crificio, al esfuerzo, hasta a la muerte; pero seré ñámente, «conscientemente». Queremos saber el «por qué» vamos al holocausto, y una vez sabi- do, medir las razones, contrastar su justicia, y si nuestra conciencia las acepta, entonces ir alegre- mente.

Fuera de los políticos, de los sportmans, de las gentes que brillan y bullen, hay otras gentes,

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la mayolía, que trabajan en la penumbra. Y cons- te que esto no quiere decir que los que bullan no valen; injusto sería negar que hay en la aristo- cracia, por ejemplo, grandes figuras que cumplen con su deber, y aun algunos que han dado impul- so a la vida nacional con la creación de indus- trias; pero un mundo nuevo de militares que, en vez de fumar y beber, dedican sus horas al estu- dio en un noble anhelo de engrandecer a su pa- tria; de arquitectos que siguen con fervor el mo- vimiento europeo; de médicos dignos de competir con los mejores de otros países; de abogados, de artistas, de escultores, ha nacido a la vida fuerte y pujante «a pesar de todo».

A todos estos hombres, que son todo, que pue- den hacer algo, que se desvelan en el trabajo, es inútil pedirles que sean incondicionales de na- die. Tienen un pensamiento y una conciencia que les dictarán sus leyes.

Tal vez la salvación de España esté en abrir puertas y ventanas, en que haya mucho aire, mu- cha luz, en que se sepa lo que quiere cada uno, adónde va y cuál es su bagaje, y así romper el equívoco asfixiante y vivir una vida fuerte y sana .

Antonio de Hoyos y Vinent

INTRODUCCIÓN

IDEAS GENERADORAS

EL CAUDILLO

Ser caudillo hoy día no es mandar ejércitos, es convertirse en guía espiritual, en conductor de muchedumbres. Pero no basta caminar delante, dejándose empujar, sino que es preciso adivi- nar—la palabra no es exacta, pues sería mejor presentir^ y mejor aún dedicar -— Irs nuevas orientaciones y encauzarlas en sí. Al caudillo no le basta una espada: necesita una idea.

EL EJE

Los hombres, hablo, claro está, de los hombres de talento, cuando empiezan a vivir, encuentran una idea, una idea que encarna mejor o peor to- das sus demás ideas, y con ellas sus esperanzas, sus zozobras y sus aspiraciones. Una vez hallada, se encariñan con ella, y desde entonces toda su existencia gira en derredor de un eje. En los pue- blos en que la vida es muy intensa, la velocidad giratoria va en aumento y cada vez es mayor el círculo que templa y alumbra la vida de aquel

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hombre. Pero, por el contrario, en los pueblos de existencia muy monótona y fatigosa, la velocidad desciende, el esfuerzo, en disminución creciente, se hace nulo, y aquella idea llega a no ser ni ré- presentar nada, a convertirse en una mixtifica- ción, en que los demás, por respeto a los intere- ses creados, aparentan creer.

Leyendo estos días las opiniones de los hom- bres políticos respecto a nuestra situación actual, se tiene netamente esta sensación de la «idea eje». No es que después de hallar una idea que informe sus vidas la han depurado y perfeccionado para aplicarla luego a los problemas de la realidad, no; es que dan vueltas en torno a ella, c¿ida vez con más lentitud, hasta producir por la inercia la sensación de estabilidad.

LOS QUE OYEN SU NOMBRE

Tal véz la mayor dicha que puede apetecerse es que aquel que oyese elogiar todas las buenas cualidades, piense, entre turbado y satisfecho: «¡Esto va por mí!»

¡Ay, en cambio, de quien ante la condenación de torpezas, tropelías y necedades créese en el caso de darse por ofendido! Aquél es culpable.

Notas.— 1.^ Tal vez leídos a la ligera estos capítulos den una sen- sación de incoherencia; pero fijando bien la atención en ellos, se verá que van reflejando el ambiejite que han formado los problemas sin re- solver, como las nubes cargadas de electricidad crean la atmósfera en que se fragua la tempestad, esa atmósfera pesada y caliginosa que produce malestar.

2.^ Las citas son arbitrarias. Sin necesidad de recurrir a autorida- des, expongo lo que pienso, calculando, como Cervantes, que no nece- sito que otros me digan lo que yo decirme sin ellos.

ESTADOS DE ESPIRITU

LA POLÍTICA, LA MORAL Y EL ARTE

ESTADOS ESPIRITUALES QUE PRECEDIERON A LA GUERRA

Lo primero que me asalta es una duda: ¿real- mente en lo más hondo de la vida humana existía el estado espiritual a que toy a referirme, o senci- llamente era un elemento que, por más denso, flo- taba en la superficie? Las ideas deformadoras de la filosofía, las costumbres que minaron los ci- mientos de la ética y las modalidades que modifi- caron la estética^ sin contar las depravaciones políticas que socavaron los ideales y energías de los pueblos, ¿existieron dominándolo todo, o fue- ron cosas superpuestas?

Hacían falta profundos estudios comparativo? para averiguar esto, un examen hondo y trans- cendental de causas y efectos.

Que el estado de descomposición existió, es cosa indudable. No puede objetarse a ello que floreció el arte, que acrecentase la riqueza, que la ciencia triunfó y los pueblos gozaron de un gran bienestar. Todo esto, aunque parezca paradójico, son sínto- mas de descomposición, de un lento caminar ha- cia la ruina. Los pueblos necesitan unas ideas

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fundamentales, indiscutibles, para que su vida sea próspera, saludable, pero no con la ficticia salud que podría equipararse a ese falso vigor que proporciona a los individuos el uso de los ve- nenos estimulantes.

LA POLÍTICA

Las características de la política eran en el fon- do una enorme rapacidad y un escepticismo frío y demoledor; en la forma un maquiavelismo tea- tral, exhibicionista, muy para la galería.

La rapacidad era de dos clases: nacional y par- ticular. Un hombre llegado al Gobierno pensaba en primer lugar en engrandecer su país, cosa que, con una alta norma moral, hubiese sido admira- ble, pero que tal como se entendía venía a aplicar y ampliar la cínica 'idea famosa: «Los negocios son el dinero de los demás». Pues bien: esta mis- ma teoría reducida era la que los hombres utili- zaban para mismos.

La fraternidad humana no existía, y en cambio había además latente un escepticismo glacial, devastador de todas las bellas utopías.

En cuanto al maquiavelismo, mostrábase más que otra cosa como un juego sabio, para asom- brar, algo así como el que realizan esos prestidi- gitadores que después de hacer misteriosos expe- rimentos explican su clave.

LA MORAL

La moral sencillamente no era tal. La vieja ética de los revolucionarios y librepensadores que

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pretendían desterrar a Dios y sustituirle con ella, parecía tan pasada de moda como los miriñaques o los polisones. Dios era un personaje, un rey o emperador que se había ido y, a quien no hacía falta sustituir para nada. No había otra moral que la propia convenien- cia, y si los hombres no asesinaban era porque un cadáver conviértese en fardo muy pesado en la vida, y si no robaban consistía en que habían aprendido que con las actuales organizaciones mundiales de la policía es casi imposible quedar impune, aparte de que la cuantía de los robos no pasaba habitualmente de unos miles de pesetas o unos miles de duros... y realmente no valia la pena.

EL ARTE

El arte es siempre un reflejo del estado espiri- tual de la Humanidad. El arte fué un poco des- compuesto y arbitrario, pero gozó de un raro flo- recimiento. Pintores y escultores hicieron una obra nerviosa, desigual, extravagante a veces, pero fervorosa, plena de interés y de calor.

Mas, de las artes, donde principalmente refléja- se el estado mental de los pueblo^ es en la literatu- ra, y la literatura fué francamente malsana, una literatura de descomposición. Si repasamos la obra novelesca y evocamos, después de recordar la máxima de Stendhal, «una novela es un espejo que paseamos a lo largo de un camino», la galería de personajes de Mirbeaú, de Regnier, de Lo- rrain, de Rachilde, de Binet Valmar, pensamos

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que el mundo entero era una barraca de mons- truos. Barnum tenía la palabia. Dejando de lado la literatura novelesca, si vamos a la teatral halla- mos que no está en za^a con ella, y aun la poesía también aparece contaminada. Pero lo más extra- ordinario es la filosofía, que da la impresión de haber perdido su serenidad y reflejar un egoísmo bárbaro, un munuanalismo acomodaticio y un vag"o terror hacia ese abismo sombrío y profundo que se llama la Muerte.

Efectivamente, j-unto a rotundas afirmaciones de un yo absorbente, vense enternecimientos pue- riles, casi femeninos; luego el tanteo en busca de una fórmula para dar una razón de ser a las in- quietudes que atormentaban a las gentes, y todo ello dominado por un oscuro miedo a las sombras y glaciedades del «más allá».

LA ARISTOCRACIA

SUS ACTUACIONES EN LA VIDA POLÍTICA Y SOCIAL ANTES DE LA GUERRA

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I

Ante todo es preciso definir lo que es aristocra- cia. Claro que no vamos a admitir la acepción en que tiene el vulgo esa palabra (gente que ostenta títulos nobiliarios, da fiestas, bailes, hace sport), pues, además de frivola, esa definición sería in- exacta, puesto que existen infinidad de gentes de la clase aristocrática que no ponen los pies en un salón ni por casualidad.

Busquemos algo que nos aclare sobre esto. No tengo que ir muy lejos: en el prólogo de mi pri- mera novela, Cuestión de ambiente , la condesa de Pardo Bazán, a quien si de algo podríamos ta- char es de parcialidad en pro, por pertenecer a la «clase», y por encontrarse bien en ella, dice, ha- blando de los ataques que a la «buena sociedad» se dirigen en novelas y comedias:

«Acaso la solución del problema sea una cues- tión verbal; a menudo se discute sin término, por no ponerse de acuerdo respecto a la significación de un vocablo. Cuando los novelistas pesimistas

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dicen pestes de la «aristocracia» quizás no se re- fieren a la «clase noble de una nación» (así la de- fine el Diccionario de la Academia), sino a la buena sociedad que, seg'ún el mismo Diccionario, es «el conjunto de personas de uno y otro sexo que se distinguen por su cultura y finos mo- dales.

Buena sociedad no es lo mismo que clase no- ble ...»

Y más adelante sig"ue:

«Ni la buena sociedad se reduce a los aristó- cratas de la sang're, ni basta serlo para formar parte de ella...»

Y concluye:

«Así, pues, lo bueno y malo que sobre ella se escribe deberá aplicarse a cuantas clases sociales se mezclen en su terreno de aluvión.»

Pero yo, que ciertamente no he pecado nunca de benévolo con la sociedad entendida en ese concepto, voy a hablar de ella hoy en un sentido más elevado, en un sentido absolutamente impar- cial.

II

Aristocracia, en realidad, es selección. Los más fuertes y los mejores (en teoría ideal, natural- mente, pues la realidad dista siempre mucho de «lo que debiera ser») .se colocan en las cumbres; después sus hijos, sus herederos y sucesores, sin las inquietudes ni fatigas de la lucha, van perfec- cionando, afinando, esenciando los g-érmenes has- ta formar cualidades y virtudes «de raza». Li-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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bres ya de las preocupaciones de fortuna y en- cumbramiento en que los que batallan tienen que perder infinidad de energías y cometer fatalmen- te mil pequeñas miserias y vilezas, que constitu- yen luego ese lastre terrible que se llama «el pa- sado», y que tantas cosas grandes, nobles y be- llas malogra, pueden dedicarse al cultivo del yo^ a perfeccionarse, a fortalecerse, pero sin perder de vista que este esfuerzo ha de aunarse al es- fuerzo común de la clase, sacrificando algo del personal prestigio, pensando que por ir delante, por habitar las cumbres, hay un deber de «ejem- plo», un deber de «impulso» y un deber de «con- suelo». Ennoblecer la clase para luego acrecen- tar su propia nobleza perteneciendo a ella. Cuan- do los que están arriba se relajan, los de abajo dejan de creer en ellas; cuando no se cree en los ídolos se entra a saco en el templo.

No puede pedirse a cada uno de los individuos que integran una clase que sea un héroe, un sa- bio o un mártir; pero puede, sí, pedírsele que, al aceptar las ventajas, acepte también la parte de sabiduría, de heroísmo o de martirio que, como representante de esa clase, le corresponde.

Niezsche da como ideal aristocrático: «La ver- dadera bondad, la nobleza, la grandeza de alma que nace de la abundancia, que no siembra para recoger, la prodigalidad como norma de la ver- dadera bondad, 3^ como condición primera la ri- queza de personalidad.» Esto es el ideal; ahora veamos la realidad.

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III

Hoy día se vive muy de prisa; no es posible es- perar siglos para la selección. Luego, los medios seleccionadores, o mejor dicho, los medios de perfeccionamiento de la selección— instrucción, viajes, dominio en ciencias, fortunas, etc. , es- tán al alcance de todo el mundo. Así que la se- lección no puede hacerse en las razas, sino en los individuos. Además, las .actitudes se hacen muy varias, y, siendo algunas veces antagónicas, son, sin embargo, simultáneas. El mismo Nietzschenos lo dice en su libro sobre la voluntad: falta el «hombre sintético»; las especialidades van des- apareciendo, y en su lugar surge el hombre múl- tiple, el hombre que pierde en energía lo que gana en variedad.

Este fenómeno se da en todas las clases socia- les. Hay aún algunas que, por conservar algo de su disciplina medioeval, conservan con ella lo que podríamos nombrar «instinto de cuerpo», como, por ejemplo,, en el ejército o en el clero.

En cambio, es aún más marcado en la clase aristocrática; los actuales aristócratas son políti- cos u hombres de negocios, diplomáticos u inge- nieros, «y además» aristócratas.

IV

Esta es la verdadera intervención que puede tener en la política la aristocracia, considerada como tal. En el perpetuo desnivel, que es ley

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exista en todo pueblo, la misión de la aristocracia «ideal» es una misión directora y educadora.

Su verdadero papel es poner el prestigio de sus nombres, de su heredada posición y de su fortuna al servicio de supremos intereses de la nación a que pertenece; es ser los aristócratas los prime- ros, en una guerra peligrosa, y en atender a las reivindicaciones del proletariado y en toda obra de cultuia, energía o auxilio social. Es dar el ejemplo de sacrificio en aras del bien común para exigir el mismo sacrificio a los demás.

V

Pero en España la aristocracia no tiene ni los privilegios de la aristocracia inglesa ni la igual- dad de que disfruta la francesa. Tiene que luchar entre el servilismo de los unos y la hostilidad de los otros (no qué es peor a la lariva), y gasta la mayor parte de sus energías, en defenderse o en creer que se defiende. Es un factor de la lucha política, y como tal hállase muy lejos de las mese- tas de serenidad ideal en que sus iniciativas pue- den ser útiles y provechosas. Encuéntrase entre ^ el acatamiento total y absoluto de los unos y la hostilidad ciega, irrazonada, de los otros. Y en fa disyuntiva limítase a intentar ponerse al abrigo del peligro y evita lanzarse en esas grandes bata- llas de la industria y de los negocios, que son pre- cisamente las que, en el utilitarismo de la vida moderna, fortalecen el organismo de las naciones y las hace grandes, poderosas y temibles.

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Si en vez de eso hubiese una igualdad «absolu- ta»; si el negocio del prócer se mirase sin preven- ción como el de cualquier banquero; si no se bus- casen tampoco secretas complicidades y sólo se exigiese que fuese diáfano «legal», el dinero co- rrería fácil, y el dinero es hoy día alas naciones lo que la sangre al cuerpo humano.

Los españoles, por un fenómeno que halaga su desidia, no desconfían de los que no tienen nada, pero aparentan desconfiar de los que lo tienen. Incapaces del esfuerzo para hacerse ricos, no quie- ren que los demás se lo hagan tampoco, y como el perro del hortelano, «ni comen...» Que se hunda la propia casa, pero viendo desde los escombros cómo se hunde la del vecino. ¿No sería mejor lu- char porque la propia fuese la más firme, grande y suntuosa?

VI

Claro está que una de las cosas en que con más intensidad tienen que reflejarse las transforma- ciones políticas de un país es en la economía del mismo.

Había antes una clase, la nobleza, que tenía vastos bienes, una clase media y un pueblo, po- bres. El mundo de los negocios no existía; la di- visión que refiriéndose a tiempos pasados leí hace años en una crónica de Asorín, en «hidalgos» y «ginoveses» , prolongábase aún el pasado siglo. Sú- bitamente los grandes descubrimientos y la apli- cación de mil fuerzas nuevas a la industria abrió

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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la esclusa a los magnos negocios y surgió una clase nueva: la plutocracia. La vida moderna cada día es más cara, las gentes tienen más necesida- des, Icis clases proletarias piden justas vindicacio- nes y hace falta dinero. No basta tener grandes predios que produzcan una renta saneada: hace falta, repito, dinero que corra, que circule, que pase de mano en mano, que haga a algunos ricos y bienestar a todos. Y para eso son útiles y nece- sarias las grandes empresas industriales. Y claro está que los que manejan esas empresas consti- tuirán una gran fuerza social, quizás una de las mayores existentes en el día, y que va sustitu- yendo a la aristocracia.

VII

Pero para poder exigir las responsabilidades de que hablo, y vuelvo con ello al comienzo de este estudio, hay el grande, el enorme inconveniente de una enfermedad social, que, en los pueblos como el francés, donde no tienen los títulos pom- posos y los grandes nombres influencia, ni moral ni material, en la gobernación del Estado, sino sólo efectivamente teatral para las cosas más banales de la vida, y aun eso a condición de ir sos- tenidos por los grandes capitales, carece de im- portancia, y que en las naciones fuertes como In- glaterra no existe, pero que en las monarquías, cual la española, en que pueden los que pade- cen su contagio pesar sobre los destinos comunes, tiene enorme transcendencia; esa enfermedad es

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el snobismo, que convierte a la existencia en gran mundo, terreno de aluvión propicio a la satisfac- ción de la vanidad de cuantos tienen dinero y ga- nas de gastarlo en hacer sus prisioneros a quie- nes pueden darles honras y brillos.

Veamos un ejemplo: España no estaba en gue- rra ni nadie pensaba en ella para nada; por lo tanto, las' damas enfermeras de la Cruz Roja (hay que salvar la transcendencia de la institución en misma y mirar tan sólo la manera efectista de tratarlo) eran una encantadora inutilidad. Pero había damas inglesas y francesas a quienes un heroico espíritu patriótico había llevado a servir así a sus países respectivos, nuestras damas, aburridas por el forzoso encierro a que la guerra las condenaba (claro que había excepciones de verdadero altruismo), sentaron plaza de enferme- ras también.

¡Ahora hay una gran ocasión de mostrar esa abnegación y ese desdén al peligro! A ver: por esos pueblos de Dios faltan médicos, practicantes, enfermeras... ¿Quién quiere ir?

Me alegraté equivocarme, pero creo que nadie.

Y es que el snobismo es una plaga española; una plaga tan extendida e intensa que, no conten- ta con hacer estragos en la «buena sociedad», contagia hasta a los hombres políticos.

Así, a un pensador, a un luchador que ha pasa- do su existencia en la afirmación de una idea, ven su fortaleza y en su victoria definitiva, apenas em- pieza a triunfar de verdad, apenas vese clara- mente que ninguna fuerza podrá detenerle, sálele al encuentro «la buena sociedad», la posición, la

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elegancia, convertidas en sirenas que le atraen hacia los salones de los alcázares regios y de los palacios aristocráticos, donde se vuelve, sencilla- mente, «un cursi». Y cuando retorna a la callees un fantoche sin personalidad, y su idea ha nau- fragado, y las gentes sonríen, encogiéndose de hombros y murmurando: «¡Bah, uno más!» El snobismo le mató.

LA ARISTOCRACIA EN LA CUERRA Y DESPUÉS DE LA CUERRA

í

FRENTE A LA LUCHA

Si aun en aquellos pueblos que, lanzados en el horror de la guerra, y que en ella se juegan qui- zá la vida, más que en el presente doloroso se piensa en el futuro, ¿cómo no pensar en él aquí, en España, país que ha conseguido hasta ahora permanecer alejado de la lucha?

Efectivamente; más representa para las nacio- nes beligerantes el «mañana» que' el «hoy». El ho}^ es algo enorme, importantísimo; necesitan absolutamente la victoria; pero más importancia aún que ese hoy, anómalo y circunstancial, es el mañana, que puede llevar al bienestar y a la grandeza por el espacio de algunos siglos, o a la ruina y el aniquilamiento para siempre, que de- terminará una supremacía o una esclavitud. Ma- yor transcendencia que la victoria misma tiene el estado en que queden los pueblos después de aca- bada la contienda, pues ^el que esté en mejoi'es condiciones para una rápida reacción que le per-

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mita en plazo más breve el pleno juego de sus energías, ese sei á el verdadero vencedor. De una batalla perdida se reponen pronto las naciones; de un Tratado de comercio tardan mucho en re- ponerse. Siempre prácticos los ingleses, asi lo han comprendido, y a eso tienden sus esfuerzos.

Dicen que España, si consigue escapar a los riesgos del choque, tendrá (lo dudo) un poco a delantado para su prosperidad; pero, en cambio, no poseerá el entrenamiento que los otros pueblos, acostumbrados durante la lucha a dar un máxi- mum de su potencia. Necesita, pues, si el día de la paz quiere ocupar un lugar en el mundo que le haga olvidar pasados sinsabores, poner en juego todas sus energías, y aun así, todo el pueblo tendrá el gran contrapeso para sus aspiraciones en que, no habiendo sido héroe, no podrá pedir las reivindicaciones que como a tal puedan co- rresponderle.

Nadie que tome el pulso a la vida española, na- die que ponga atención al latir de su corazón, du- dará que estamos en un momento de renacimien- to. Aquel indiferentismo que precedió a las gue- rras coloniales, y con ellas a nuestra tragedia, va olvidándose como una pesadilla.

La decadencia española llega a su punto más hondo en la guerra con los Estados Unidos; des- de allí, donde era forzoso morir o reaccionar, co- menzó a revivir. No se siente nada que sea muer- te, ni descomposición, sino que, por el contrario,

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aunque tal vez no todo lo de prisa que fuese de desear, se tiene la impresión de un cuerpo que recobra la vida.

Désele las vueltas que se quiera, al movilizar las fuerzas que constituyen la sociedad española, debe atín contarse con la aristocracia, puesto que es uno de los elementos principales que la inte- gran.

Mas al hablar de aristocracia vuelvo sobre el tema de la necesidad de una distinción entre lo que vulgarmente entiende la gente por aristocra- cia—ese mundo que bulle, que luce en saraos y teatros y que llena las crónicas de salones— y la verdadera. Y sucede que esa agrupación, de que donosamente se burla el padre Coloma en sus novelas, y creo que la cita es ortodoxa, no es la verdadera aristocracia. Claro que hay personas de alto abolengo en ella, aunque mezcladas des- proporcionadamente con otras de dudoso origen que vienen a lucir los millones o la posición polí- tica. En cambio sucede que hay infinidad de gran des señores que viven encerrados en sus rinco- nes provincianos o cuidando de sus fincas.

Es útil y preciso que los verdaderos aristócra- tas cuiden de sus heredades; pero en la intensi- dad de la existencia actual no basta esto, no pue- de confinárseles a una misión campesina, ni tam- poco a una misión filantrópica, puesto que la filantropía envilece a quien favorece.

En todas las grandes ciudades, al transformar-

LA TRAYECTORIA DE LAS REYOLUCIONES

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se el concepto del trabajo, al dejar de ser obreras y obreros siervos de gleba, cosas en manos del amo, se han preocupado tratadistas y sociólogos de procurar facilitarles la vida. La caridad cris- tiana, a lo menos en la forma que se venía prac- ticando, no bastaba; sucedía esto porque, para la que la caridad sea, hace falta un cierto espíritu evangélico, no sólo en quien la practica, sino en quien la recibe; desde el momento que sustituímos a las ideas en sacrificio y agradecimiento, las de derechos y deberes, la caridad ya no resuelve nada. Si examinamos un alma de mendigo, halla- remos en ella una visión particular de las cosas, una visión milenaria que acepta la idea de la mi- seria y el sufrimiento como un don de la fatali- dad, ante el que no puede sublevarse. Y así, ins- tintivamente, besará la mano que le da pan, y sus labios crispados de hambre y amoratados de frío murmurarán quejumbrosos un «¡Dios se lo pa- gue!» Es un alma sumisa de can. Y no se me ob- jete que hay malos pobres; eso no quiere decir nada, sino que los pecados aullan en su alma como los lobos en la noche. El gesto de los mendicantes es siempre el de los llagados que pintó Murillo ten- diendo sus manos hacia Santa Isabel de Hungría.

Pero volvamos a lo de antes; la vida se ha trans- formado y la caridad no basta ya. Más conscien- tes de sus derechos, con una noción más clara de la dignidad humana, los que trabajan saben a lo que tienen opción, y así Ja caridad deprimente y humillante, que no debe de ejercerse sino con los viejos, los enfermos y los impedidos (y dejo vo- luntariamente a los niños, porque el primer deber

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

es enseñarles las rutas para ser hombres fuertes e independientes) tiene que dejar paso a una no- ble confraternidad humana.

Por esto digo que la misión de la aristocracia no puede ser puramente filantrópica.

II

LA ACTUACIÓN DE LA ARISTO- CRACIA DURANTE LA GUERRA

La actuación de la aristocracia española duran- te la guerra ha sido sencillamente lamentable.

Considero un error su germanofilia (o, por me- jor decir, la germanofilia que ha padecido una gran parte de ella), pero aun esto hubiese sido le- gítimo si hubiese sido realmente consciente.

Pero lo grave, lo intolerable en una clase que pretende ser guía }' que tiene el deber moral de serlo, es la necia, la idiota inconsciencia que su- pone proclamarse germanófilo a todas horas y ne- cesitar estar yendo cada ocho días a París y cada veinticuatro horasaBiarritz, vistiéndose en Fran- cia, recibiendo todo de ella, no leyendo sino auto- res franceses... y aun haciéndose expulsar, no por conspirado!', no por espía, sino por... ¡es- torbo!

Estas gentes ignoran a Alemania, como igno- ran a Fi ancia e Inglaterra; no han visto de sus ciudades sino ios hoteles; no 'han saludado a sus filósofos, ni sus sociólogos, ni sus poetas; jamás se han preocupado de su arte ni aun de su políti- ca, aunque aparentaban un fervor, casi místico, por ella.

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Estas gentes admiraban de Alemania no lo que en ella había de admirable, sino la fuerza bruta (y ni aun siquiera por rudo entusiasmo), porque creían que esa fuv^rza bruta iba a servir para sab var su concepto jesuítico, acomodaticio y egoísta de la vida.

Sin verdadera fe religiosa, esperaban que un monarca protestante sostuviese su tinglado re- ligioso social; incapaces de un real sentido monár- quico, miran las monarquías como la muralla que salvaguarda sus vanidades; sin una noción pura de la nobleza y la raza, refúgianse en ella sin per- juicio de abrir sus puertas a los antiguos merce- narios enriquecidos.

Esa aristocracia que no es la verdadera, sino un terreno de refugio de advenedizos y snobs, no tiene fe ni en Dios, ni en sí, ni en los demás; pero, incapaz del esfuerzo que supone hacer triunfar sus ideas, del valor que representa llevarlas a la calle, pretende con destemplados gestos y agrios desdenes imponerse a los otros.

Yo decir que, aunque nunca discuto con ellos temas religiosos, políticos, morales o internacio- nales, como un día cayese en la debilidad de, lleno del primer impulso de entusiasino, anunciar a una dama amiga mía: «¡Han ata^í-iido los belgas!», ella me interrogó muy interesada: «¿A quién? ¿A los ingleses?»

No; yo creo que la aristocracia puede tener no- bles misiones; que con una preparación ya hecha, sinn ecesidad de hacerlo todo, puede seguir siendo una clase directora, pero a condición de que sea consciente... y comprensiva, a condición de no

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

ocultar su atrabiliaria germanofilia tras una hueca hispanofilia, sino de pensar y saber la ra- zón de las cosas.

Y como si aun esto fuese poco, pretende hablar siempre en singular. ¿No habría acaso hondo sen- tido filosófico en el nosotros de los antiguos reyes? Al decir esto parecían encarnar a su pueblo todo. Nerón pedía que el pueblo tuviese una sola cabe- za para cortársela. Es necesario que la aristocra- cia tenga muchas si no quiere que la decapiten fá- cilmente.

LA ARISTOCRACIA EN LA CALLE

CAMPAÑAS

He leído los discursos de la reunión celebrada por las derechas en el teatro de la Comedia, y no me han convencido. He hallado en ellos tres co- sas: orgullo, acritud e incomprensión.

El pensamiento en me parece bien; mal la manera de realizarlo. No es modo de quitar pro- sélitos a la Casa del Pueblo discursear en un tea- tro elegante, ante damas aristocráticas, sino que las campañas han de hacerse en la calle, en ple- na luz y en pleno aire. Las ideas no son verdad hasta que han resistido los vendavales. El aire es como la piedra de toque, para el valor real de las ideas. Un mitin en la Plaza de Toros, en el frontón, en el circo, es más audaz, más peligro- so, pero tiene una mayor transcendencia.

Ante el avance de las izquierdas, ante lo que se les antoja el peligro, algunos aristócratas la- boriosos, más modernos, más resueltos, que creen que hay algo más que las carreras de caballos y la vacuidad del vivir ocioso, emprenden una campaña. Bien. Pero el gran defecto de todos los esfuerzos, no sólo de la clase aristocrática, sino

44 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

de todas las clases españolas, es la intermitencia en el esfuerzo. Claro es que en las clases acomo- dadas, en estas intermitencias los espacios nega- tivos son los mayores. No se acuerdan de Santa Bárbai'a más que cuando truena, como se dice vulgarmente.

Aun así 3^ todo, es de elogiar. El solo hecho de ir hacia el pueblo es reconocei" su existencia y confesar que de él se recibe la fuerza. Pero es preciso ir sin orgullo y sin acritud. Sin orgullo, porque el orgullo o altivez crea una hostilidad en guardia, una sorda rebeldía. No hay que de- cir «soy>, sino «somos». Sin acritud, porque la acritud ref^ele y hace estar instintivamente en guardia.

No ser depositario de las tablas de la ley, sino un hombre más, que busca las rutas perdidas. Pero, sobi*e todo, hace falta un programa que oponer a otro programa; ideas claras y solucio- nes concretas; no pedir incondicionalidad, sino explicar diáfanamente dónde vamos y dónde que- remos llevar a los demás. Tal vez todo el se- creto de que el carlismo, pese a su estructura ar- caica, pese a que su mismo caudillo haya rene- gado de él, pese a todo, sigue subsistiendo, es ese. Encauza un pensamiento y los que comulgan en él lo acatan y consideran como la solución; tal vez también el secreto del derrumbamiento de la liberal monarquía de Luis Felipe, en Francia, es- tuviese en ello, en que no representaba idea al- guna, ni pensamiento alguno.

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UNA INTERPRETACIÓN DE- MOCRÁTICA DE LA GUERRA

Para que en un pueblo puedan ser desterrados los tópicos heroicos, para destruir el sentido «místico» de la g'uerra, hácese necesario que ese pueblo teng"a un superior sentido del derecho y el deber, y esté gobernado por los hombres que merezca.

Ni Inglaterra ni los Estados Unidos han necesi tado de «chin-chin» heroico para ir a la lucha, y en ella ser grandes y fuertes. Ni reivindicado nes, ni ideales patrióticos, ni entusiasmos inúti- les; la convicción de la necesidad de una más perfecta organización del mundo y una enorme serenidad; he ahí todo.

Ambas han enviado ejércitos poderosos a los campos de batalla, pero los hombres que en ellos formaban «casi voluntariamente», sólo estaban allí para llenar un deber de ciudadano. Corríarí riesgo de morir, pero como lo corre el médico en una epidemia, el aviador o el mecánico en una fiesta esportiva; fuera de ello, tenían todo el bien- estar compatible con la vida de campana, y, ade- más, la seguridad de que los suyos estaban aten- didos, no por una caridad humillante, sino por el Estado, «que también cumplía con su deber»; sa- bían que al volver encontrarían sus hogares in- tactos y mejoradas las condiciones de la vida, y, por lo tanto, su esfuerzo era «igual, sereno y consciente».

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

ANTE UN MANIFIESTO

El Centro de Acción Nobiliaria me envía un manifiesto. Mi primer impulso es de asombro. Cuando se inicia una campaña, parece primor- dial saber exactamente lo que piensan aquellas a quienes nos diiigimos en busca de apoyo, cosa realmente fácil cuando un día y otro lo hacen constar desde las columnas de un diario. Si la acción del Centro fuera para incorporar la no- bleza al movimiento liberal del mundo, para se- ñalarla sus nuevos deberes, el lugar que en la caravana que marcha hacia el progreso ideal le corresponde, con fe y entusiasmo prestaría mi ayuda. Creo que en la nobleza española, bajo el necio temor de algunos por cosas banales, hay mucho, muchísimo bueno, muchísimos materiales . aprovechables para lo más sólido del nuevo edi- ficio; pero no creo que sea el camino esas excita- ciones partidistas, ese hablarnos en nombre de cosas circunstanciales en vez de hablarnos en nombre de la Humanidad.

Díganos cuáles son sus nuevas normas de vida, cómo van a fundir en su crisol las aspiraciones del proletariado, cómo van a aceptar las reivin- dicaciones justas, a adaptarlas a las realidades de la existencia; cómo van a componérselas para que el trabajo sea equilibrado, llevadero, posible^ para que todos y todo sea lo que merezca y pue- da ser. Vuelva los ojos a las palabras que pro- nuncia el rey de Inglaterra, que espontáneamen- te se hace cargo y ofrece lo que debe de ofrecer; pero dejen en paz a Rousseau, a la Revolución

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francesa, y, sobre todo, pongan sordina a sus pa- labras; déjenos de «demasías ominosas, de chus- mas encanalladas», y hablen con la alta y noble serenidad de quienes saben remontarse por enci- ma de vulgares pasiones de bandería.

OTRAS MODALIDADES DE LA SOCIEDAD ESPAÑOLA

LA YERNOCRACIA

Voy a hablar ahora de una plaga o enfermedad que existe en la actual política española: la yer- nocracia. Aunque no tiene conexión ninguna con la aristocracia, tiene algo de caricatura de ella, y es infinitamente más peligrosa. Ninguna de las razones que abonan la aristocracia o la plutocra- cia abonan la existencia de su caricatura, la yer- nocracia (uso el s^ocablo como más sintético, aun- que no es yernocracia solamente.

Por muy torpe, obtuso y díscolo que sea el he- redero de un nombre aristocrático, la educación y el esfuerzo de sus padres podrán sembrar en él las suficientes ideas de n jbleza para que viva con decoro; en cuanto al sucesor de una gran fortu- na, si no la sabe manejar, la ve fatalmente pasai- a otras manos. Pei o que un hombre haya tenido el don de gobernar no es una razón pai'a que sus hijos y yernos nietos lo tengan también. Y lo peor es que en vida de su pariente, y guiado y amparado por él, va escalando todos los puestos, y por fin, el día en que queda solo es inútil para

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esfuerzo personal, y rémora y obstáculo para el esfuerzo de los otros.

Vivimos en régimen de democracias, y justa- mente, la ventaja de este régimen, ventaja a cambio de la que puede perdonársele no pocos inconvenientes, es que «los que valen» pueden llegar. No merece la pena vivir en una democra- cia, si abolido el poder personal del monarca, que al fin y al cabo ligado a la nación había de desear su florecimiento y mirar su gloria como gloria propia, y compartir sus días fastos y ne- fastos, este poder se da a los políticos que, sin perpetuar sus virtudes, pueden perpetuar sus de- fectos en larga sucesión, si a Marco Aurelio su- cede Cómodo.

* LA VANIDAD DE... NO HACER NADA

El robo del Museo del Prado ha puesto de ma- nifiesto la inutilidad de esos Patronatos, vacuos y teatrales, que sirven tan sólo para halagar la vanidad de unos cuantos señores, muy dignos, muy caballerosos, pero que no entienden una pa- labra de lo que pretenden patronar, y no tienen ni tiempo ni gana de ocuparse de ello, o lo que es peor, que escudados en estos grandes nombres ^in tacha y de una honorabilidad indiscutible, unos cuantos vividores mangoneen a su antojo.

Uno de esos cargos debiera presuponer que la persona que los acepta— seré discreto y no diré los solicita— entiende realmente de las materias de que ha de ocuparse, poseyera, pues, capaci-

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dad y estuviese dispuesta a sacrificar una parte de su tiempo, de su trabajo y hasta de su dinero, si lo tiene, al deber que se ha impuesto.

Pero una dirección y un Patronato como el de nuestro Museo... ¡hombre, por Dios! Un artista, una de las personalidades de nuestro arte, viejo y enfermo, pero, en fin, que puede pasar como una figura decorativa al frente. Otra figura más joven que aspira a una gloria que de seguro conquista- rá, pero cuya posesión le exige todo su tiempo... En cuanto a los patronos, grandes nombres y aun buenas voluntades, y si me apuran nada, vulga- res culturas; con decir que algunos pasan todo o o casi todo el año en el extranjero, y otros no po nen los pies en el Museo, está todo dicho.

No; eso no puede ni debe de ser. Los cargos están para aquellos que tengan capacidad y vo- luntad de trabajo. Los antiguos grandes señores a quienes dedicaban libros, no los leían; pero a lo menos pagaban la edición. Ahora, fuera del du- que de Alba y algún otro muy raro prócer, nin- guno hace nada.

LA DIGNIFICACIÓN DE LOS CARGOS PÚBLICOS

Todos sirven para todo. O los hombres tienen un maravilloso talento ecléctico, o ios cargos son cosa de juego que no necesit an preparación téc nica ni aptitudes.

Hubo un tiempo en España en que nadie sabía nada hondo ni interesante. Bastaba conque los militares fuesen valientes; los curas, fanáticos;

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los abogados, elocuentes, y los escritores, rim- bombantes o ingeniosos. Hoy, afortunadamente, no es así: todo el mundo estudia, aprende, traba- ja fervorosamente. Sólo los políticos son una ex- cepción.

Y sucede que, como los cargos, son para los hombres, y no los hombres para los cargos, no se toman la molestia de prepararse. ¡Ser minis- tro! He ahí el gran ideal. Pero, entiéndase bien, no serlo para desarrollar una doctrina, ni para realizar una obra, sino serlo por serlo, por la po- sición, por el poder, por el auto, los respetos... ¿Qué más da serlo de Fomento, que de Instruc- ción, que de Hacienda? ¡Serlo! ^

Y así un hombre dice, al cesar en su cargo, que era absurdo estar en la Dirección de Pena- les, él, cuyas aptitudes referíanse a los proble- mas agrícolas. Y aun en este caso hay plausible franqueza y buena voluntad; pero otros mienten y son verdaderos detentadores de cargos públicos.

LA COMUNIDAD ESPIRITUAL

Una vez aún, y ésta con tan inusitada violencia que ha costado su cargo al rector, se ha plantea- do una de las más interesantes cuestiones univer- sitarias: la de la falta de espiritual compenetra- ción entre los estudiantes y sus profesores, entre éstos 3' el rector. En realidad, no se trata sino de uno de tantos problemas españoles en cuyo fondo radican tres de los venenos fatales que corroen los más bellos ideales: pereza, egoísmo y falta de fe en el porvenir. Cuando un hombre como Mi-

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guel de Unamuno está al frente de una Universi- dad, hay que ver en élal maestro por excelencia.

Bella cosa es ser maestro; pero ser maestro no es limitarse a enseñar los conceptos de una cien- cia o de un arte: ser maestro es moldear las al- mas de los discípulos, es reflejarse en ellas, in- fundir ideas, sentimientos, mostrar puntos de vis- ta, hacerles la ciencia asimilable, identificarse con ellos y conseguir que ellos se identifiquen con él. La frase de que la Pedagogía «es un sa- cerdocio» no es una banalidad cualquiera: es una realidad, pues hácese preciso que, como en el sa- cerdocio, se renuncie a los bienes del mundo para, en^cambio, sentirse vivir en otras vidas y tener algo de creador. Para compensación, y como premio al sacrificio, el maestro que así en- tienda su misión nunca, nunca se sentirá solo, pues cada uno de sus discípulos será un hijo espi- ritual, un hijo que le venere y quiera como a ver- dadero padre. Maestro fué Cristo, y bastaron doce discípulos, humildes pescadores, que le ama- ban y creían en él, para difundir por el mundo la buena nueva.

Así el maestro procurará que sus obras de tex- to sean fáciles, útiles, material y moralmente asequibles; en la cátedra será claro y pondrá tanto esfuerzo en enseñar como el discípulo en aprender, y en la vida será bondadoso, acogedor, abordable. Por su parte, los estudiantes mirarán en él al verdadero «maestro» y sabrán responder a sus esfuerzos. Así llegaríase a lo que es el ideal de la vida universitaria, a una convivencia per- fecta, a una existencia que, sin privar a los mu-

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chachos de las alegrías de su edad, les enseñe a encauzar los esfuerzos. Tal sucedía antes de la guerra en algunas Universidades inglesas, bel- gas y alemanas, y así debe de suceder.

Conseguido esto, río faltará sino un alto ideal para todos: el noble ideal de hacer patria; pero no en el sentido romántico, sino en el de labrarse un bienestar que sea una pieza armónica en el mosaico del bienestar nacional, pensando con una alteza de miras que no excluye al egoísmo, puesto que el egoísmo es humano; que cuanto más grande sea nuestro país más grandes seremos nosotros mismos.

LOS ESTUDIANTES

Cuando recorremos un periódico con atención; cuando, no buscando afanosamente para encon- trar una noticia, sino leyendo con amor para ha- cernos cargo realmente, tratamos de desentrañar el sentido de cualquier noticia, indiferente al pa- recer, hallamos que por la fuerza de nuestra atención las noticias se abren como puertas en- cantadas a un sesame misterioso.

Curioseando el otro día en Heraldo de Madrid esa rara sección que se titula «La voz de la ca- lle», hallé, firmada por «Muchos estudiantes>^ una carta, en que solicitaban del señor Rodríguez Marín, director de la Biblioteca Nacional, unas horas más de lectura, de modo que éstas no coin- cidiesen con las de clase. Aunque (y esto me pa- reció intesante, porque quita el peligro de que el deseo responda al mayor número de tiempo dis-

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ponible, por más que también esto mismo sería loable) no se sirviesen a los visitantes «sino obras de texto».

No qué suerte habrá corrido la petición; pero quiero extraer la moral de la petición.

Conforta el espíritu observar las nuevas rutas que si^'ue la juventud española. Si vamos al Ate- neo, a la ya. citada Biblioteca Nacional, a cual- quier Centro de cultura, nos hallaremos conque una gran cantidad de jóvenes ocupan horas 5^ ho- ras los pupitres. No son los melenudos poetas de antaño, ni los bohemios que, a falta de sitios me- jores, se hayan refugiado alh': son jóvenes estu- diantes de Medicina, futuros abogados, médicos próximos a concluir la carrera o recién concluida ya, que, limpios, correctísimos, pensando en la- brarse un porvenir, y tal vez en constituir un ho- gar, estudian afanosamente, consultan libros, examinan mapas y planos, y por todos los me- dios posibles procuran hacerse una sólida cultu- ra que les sirva, no para engañar a un tribunal de exámenes, sino para practicar con aprovecha- miento su carrera.

Y es preciso, si los españoles queremos ser algo, que este esfuerzo se intensifique aún, pues para los demás pueblos de Europa la guerra no ha sido un alto, sino, por el contrario, una escue- la de energía, y nuestra futura prosperidad está en incorporarnos a ellos sin el desgaste de la guerra, ya que no quisieron ir a ella.

LOS FACTORES DEL HEROISMO Y LOS FACTORES DE LA VICTORIA

Alejémonos de «filias» y «fobias», remontémo- monos a regiones más claras y puras, donde se respire mejor, y con un poco de reposo espiri- tual tratemos de investigar la situación anímica de España, apliquémosla como un ácido las cir- cunstancias de la vida actual para ver hasta qué punto se perturba y decolora.

España no puede o no quiere— querer es po- der—intervenir en la guerra. Claro que puede te- ner que intervenir como mtervendría en una pendencia un señor que, sentado en la mesa de un café, viérase envuelto en una riña promovida por los de la mesa contigua; ,pero serenamente, conscientemente, con pleno dominio de su volun- tad, con clara conciencia de dónde va, lo que quiere y las ventajas que va a obtener, no puede ir, según unos, porque no es lo bastante fuerte para saber hasta dónde ha de llegar, porque no es lo suficientemente consciente, fría y dueña de para medir ventajas e incoiíivenientes, según otros, porque hoy por hoy, relajada la disciplina

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social, es incapaz de un movimiento acorde en que todos se compenetren hacia un solo fin. Aun- que 3^0 soy de los que creen que debíamos com- partir las penalidades de los pueblos hermanos, si queremos en la hora del triunfo ser admitidos a la mesa de los vencedores, es indudable que para ello necesitaríamos de una rápida e intensa preparación.

Dice Ramón Pérez de Avala, en sh interesantí- simo libro Política y toros, recientemente publica- do: «Entiendo que está resuelto el problema políti- co cuando está planteado de común acuerdo, aun- que las soluciones a él sean diversas, discrepan- tes.» En España no sucede así, pues, al plantear- lo, a cada uno, voluntaria o involuntariamente, se le olvida uno de los factores, y así cada pro- blema es distinto del otro.

LOS FACTORES DE LA VICTORIA

Para que un pueblo venza, para que sea gran- de y fuerte, necesita un factor moral: fe; dos fac- tores más: preparación y disciplina. Pero existe aún un factor que vale mucho más que todo eso, un factor tan importante que tal vez fsea el que decida esta guerra: la confianza en nuestro de- recho.

Los españoles han perdido la fe; un negro pe- simismo, una visión lúgubre, amarga, desencan- tada de las cosas, la ha sustituido; una visión que rio es de ascetismo depurador y tónico, sino de descorazonamiento amargo y destructor de ener-

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gías; han perdido la fe en Dios y en sí, y no la han concentrado en ningún principio superior.

Hubo un tiempo en que en la vida el heroísmo lo era todo: bastaba conque un hombre desen- vainara la tizona para dominar la tripulación re- belde de una escuadra, o que un capitán quemase sus naves para conquistar un imperio fabuloso, o que unas mujeres se asomasen a las almenas de un castillo para decidir la victoria. En aquel tiem- po, el carácter español, rudo, enérgico, sobrio, recio, dominó al mundo. En aquella leyenda de indomable valor se sustentó toda la fe que los es- pañoles pusieron en sus victorias. Aunque múlti- ples derrotas vinieron luego, fueron cosas leja- nas; la situación de España hacía casi imposible traer la guerra a su propio suelo, y como los me- dios de comunicación eran difíciles, los detalles llegaban mal, esfumados por la distancia. Ade- más perdíanse países extraños, casi desconoci- dos, y eso... En la guerra contra Napoleón la vic- toria fué nuestra. Claro que el heroísmo hizo mu- cho, muchísimo; pero la casualidad a5^udó no poco.

Llegamos en el momento oportuno, fuimos la gota de agua que desbordó el vaso, la milésima de presión necesaria para acabar de derribar al coloso. Esta victoria ayudó a mantener la fe he- roica. ¡Qué digo mantener! Exaltar, galvanizar, fervorizar. Luego las guerras, o fueron civiles, y no hubo sino oponer un hombre a otro hombie, o coloniales, y esas seguían siendo lejanas. Aún en la guerra de Africa fuimos heroicos; todavía en Cuba y Filipinas el heroísmo lo hizo todo.

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Pero surgió la guerra con los Estados Unidos. Fué una explosión, no de fe, que es cosa ^vRve, re- concentrada y silenciosa, sino de entusiasmo cie- go, de fanfarronería, de petulancia. Como si aún se tratase de conquistar un imperio azteca, casi quemaron las naves; como si fuesen a defender Avila contra las hordas agarenas, creyeron bas- tante con armar algarabía desde lo alto de las al- menas; como si se tratase de conquistar Granada, cada español ofreció no mudarse de camisa. Un Gobierno culpable no tuvo el patriótico valor de decir: «Vamos a la guerra porque lo pide el honor; pero estad seguros de la inutilidad del sacrificio.» Y sonaba el «chin chin» de la marcha de CádiB, y los vivas vibraban en el aire, y se aplaudía sin tasa, y damas piadosas colgaban medallas del pe- cho de los soldados aún, cuando comenzaron a lle- gar las nuevas infaustas del desastre, y tras ellas la procesión de pálidos y amarillos fantasmas que paseaban bajo el sol implacable sus huesos, sus máculas, su miseria y sus harapos. Entonces los españoles aprendieron que todo no eran guerrillas en el mundo, que para vencer hacían falta caño- nes y barcos, y una ciencia de la guerra y una ciencia de gobierno. Al loco optimismo sucedió un pesimismo trágico, negro, absurdo también; a la idea de que nadie podía vencernos suplantó la de que no podíamos vencer a nadie. Como esas personas muy nerviosas que tras los momentos de entusiasmo caen en un aplanamiento invenci- ble, así cayó la pobre España en una languidez mustia y relajadora, sin pensar que vivía aún, que la derrota podía ser una lección que le lim-

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piase de falsas ilusiones, y que «en la escuela de guerra de la vida lo que no hace morir hace más fuerte».

LOS OTROS FACTORES

Para imponerse por la fuerza de las armas ha- cen falta dos tactores: preparación y disciplina.

España vive, ¡ya lo creo que vive!; su energía acumúlase de día en día, sus resortes se hacen de acero, y «pese a todo», cada hora aumenta su cau- dal de fuerzas. Hay algo, sin embargo, que malo- gra esto en gran parte, y es sus hombres de go- bierno. No es que no tengan talento, energía, buena voluntad: es la contextura de la vida polí- tica, es que necesitan de todas sus fuerzas para «llegar», y lo que es más triste, para «sostenerse» luego.

Dice Zimmerman en sus estudios «La soledad», que los hombres, para poder planear grandes em- piesas, para poder depurar sus pensamientos y trazarles una vía de realización, necesitan de la soledad. Pues bien: los políticos españoles no pue- den estar solos nunca, sino que forzosamente han de vivir rodeados de gentes que representan y encarnan mil pequeñeces anuladoras.

En cuanto a la disciplina social, es mala. Las gentes no aceptan un pensamiento y con él una norma de conducta; no quieren que su pensa- miento tenga una estabilidad capaz de evolucio- nar por altas y poderosas razones, sino que quie- ren evolucionar a su antojo, a merced de su ca- pricho.

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Así que, sin una org'anización que aproveche las múltiples energías de España, sin una prepa- ración intensa y sin una gran disciplina, todo es imposible.

Tres años ha habido para preparar, aprove- chando el estado del mundo, un país rico, fuerte, apto para decidir su destmo, y nada se ha hecho. Sonará la hora...

Diciembre, 1917.

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LA HORA DE ESPAÑA

El¿ MISTERIOSO RELOJ DE LA HISTORIA

En ese misterioso reloj en que la Historia va señalando la hora de los pueblos, ha sonado la de España. Que en cuatro años los g-obernantes, tor- pes o cobardes, no hayan querido oiría, no signifi- ca que no haya sonado. Ha sonado y han repica- do las campanas, y el pueblo español las ha escu- chado entre las brumas del sueño, las ha escu- chado vagas y confusas, pero las ha escuchado. Sucédele algo de lo que a esas gentes que oyendo dormidas tocar a fuego sueñan con un incendio. No necesitan sino despertarse para entrar en si- tuación.

Otra vez marcaron ya las agujas la hora de Es- paña en el gran reloj. Entonces, una mujer, una gran reina, a quien forzosamente se han de vol- ver los ojos al hablar de afirmación de nacionali- dad, comprendió tóda la importancia que aquella hora tenía, y un fuerte ensueño de poder, de ex- pansión y de dominio ardió en su alma. Fué tan grande, tan grande, que lo fué quizás demasiado. No pensó que su vida era limitada y que había que contar «con los que viniesen después». Como

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todos los grandes conquistadores, creyó al tiempo su aliado, cuando era su enemigo.

Y el pomo maravilloso de las virtudes hispanas quedó abierto y su esencia se esparció por el mundo. Y las frágiles carabelas que debieran ser portadoras de la buena nueva tornáronse por fa- tal sortilegio en pesados galeones, que con el oro trajeron todos los vicios que habían de corroer la vida española.

Pero mientras España se desangraba por la g'loria que estaba en ios campos de Italia, Flan- des, Méjico y el Perú, y en la molicie del dorado metal que le hacía creerse rica dejaba sus cam- pos secarse y morir, tornarse en yermo sus pra- deras y sus bosques en desierto, en Europa repe- tíase el mito de los atlantes que colocaban mon- tañas sobre montañas para escalar el cielo, o el mito de la torre de Babel. El hombre olvidó la tierra; borracho de industrialismo, fuerte con las armas de la mecánica, tan sólo pensó én vencer a la naturaleza, en robarla su secreto, en anular- la, si eso era posible. Y la naturaleza se burló de él. Sin América, sin Asia, en Europa hubiésemos muerto de hambre. Todos los prodigios de la ciencia moderna, toda la habilidad de los sabios no hubiesen bastado a sustituir esa tierra que di- cen Dios nos mandó regar con el sudor de nues- tras frentes.

¿Cuál es, pues, la nueva ley que se divisa como un lábaro de paz? La ley de la tierra. El hombre

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ha de volver a la tierra, ha de amarla y ha de ver en ella la madre. Sin paz, todos esos prodigiosos inventos que lucían en las urbes modernas, algo fabuloso y artificial, son inútiles. «El pan nuestro de cada día...»

Y en ese retorno a la tierra está quizás el por- venir de España, está tal vez su gloria, su justifi- cación y su razón de ser.

Mayo, 1918

GENTES Y COSAS

LOS POLÍTICOS

Se ha formado un Ministerio de notables. Mau- ra, Dato, Romanones, Cambó, Alba...

Pasado el primer impulso optimista, aunque no la buena impresión ni la esperanza, las gentes empiezan a preguntarse qué van a hacer los hombres que actualmente rigen los destinos de España. Sin ir más lejos, en El Sol encontramos un interesante artículo que estudia y trata de en- contrar las razones por qué un pueblo que ha sil- bado a cada una de las figuras que rigen sus des- tinos, ahora les aplaude y vitorea viéndolas jun- tas. Tal vez hay una razón más, aparte de las aducidas, y sea ésta que todos juntos le hacen concebir la esperanza de que no se neutralizarán sus esfuerzos en pro del bien general con estéri- les luchas de bandería. No basta que esos hom- bres resuelvan cuatro puntos concretos; han de resolver muchos más; ya que están, piecisa que sepan sacrificarse y empleen sus energíás en en- cauzar la marcha de la nación hacia un floreci- miento que ha de tener expansión el día de la paz.

I

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Además, como se ha dejado que los grandes problemas que agitan al mundo se acumulen con otros, pequeños^ pero importantísimos para la vida interna española resulta que es preciso desbrozar y sembrar a un tiempo . La mansa anarqiiía que se ha disfrutado muchos años; las contemporizacio- nes, no con las ideas políticas, que deben respe- tarse y convivir, sino con los torpes procedimien- tos en que el bien individual pretendía anteponer- se al bien general; el desorden y la indisciplina exigían y exigen previamente una obra enérgica.

Cuando se creía muerta, en el escepticismo de la vida moderna, la Fatalidad de que hablaban los griegos, ahí está, sólo que ha cambiado de nombre; ya no habla el Destino por boca de la Sibila sentada sobre la piel de Pitón; pero habla por medios más vulgares: expansiones territoria- les, npcesidad de nuevos mercados y nuevas rutas a la riqueza, afinidades de pueblós, incompatibili- dades de ideas políticas.

EL PUEBLO

Hay en el pueblo español una virtud que se trueca fácilmente en vicio: el entusiasmo. El en- tusiasmo tiene mucho de físico y lleva apai'ejado el cansancio. La misma tendencia que padecemos los^españoles de enfervorecernos con cualquier cosa nos obliga a abandonarnos luego en un es- tado áe aburrida amnesia.

La huelga de brazos caídos es todo un símbolo.

Es necesario una fuerte disciplina que evite el malgaste de energías y en cambio fortalezca la

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ANTOiNlO DE HOYOS Y VINENT

voluntad colectiva, haciendo de ella un arma, la más formidable de todas las armas.

LA CORONA

Cuando se habla del rey las gentes no saben colocarse en las puras alturas de las especulacio- nes filosóficas. Yo no he vivido junto a él y no le conozco, pues; lo mismo sucede, no sólo a la in- mensa mayoría, sino a sus panegiristas y a sus detractores. Unos le ensalzan hasta las nubes sen- cillamente porque es el rey, otros le denigran por la misma razón.

Creo en su buena voluntad; un rey no tiene otra gloria que la gloria de su pueblo; si su pue- blo es grande, lo será él; por lo tanto, hay que prejuzgar esto. En cuanto a su obra, el rey es jo- ven, y la obra de un rey no puede juzgarse hasta mucho tiempo después de muerto. Así igual los que con una mal entendida fe monárquica quieren alzarle ridiculas estatuas tienen, los que lo de- seen, muchos medios más útiles de servirle; sin ir más lejos, luchando en las elecciones por su cau- sa, empleando la fuerza moral y el trabajo perso- nal en hacerla triunfar que los que le atribu- yen culpas que no tiene, debe creerse que lo ha- cen mirándole como a un símbolo. Y he aquí justamente otra de las causas cjel atraso de todas las cosas: la cuestión de la forma de gobierno.

Hace muchos años que se discute y ventila esto. Pero una vez fracasado, por culpa de sus hom- bres, el intento 'de República y desechada la nue- va dinastía, en vez de girar perpetuamente en

LA TRAtECTORlA DE LAS REVOLUCIONES

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torno a esa cuestión valdría más luchar por la in- corporación de la esencia democrática a la Mo- narquía española.

LAS CORTES

Durante muchos años, tal vez desde la guerra de la Independencia, la labor de los hombres en España fué meramente negativa; destruir, sin pensar en el peligro de que los escombros les co- giesen debajo; destruir, para que las ruinas sir- viesen de pedestal.

Cerradas las puertas que comunicaban con el mundo, prisioneros en un ambiente pequeño y mísero, sin elementos comparativos que sirvie sen de contraste a su propia pequeñez, realizába- se el dicho vulgar de que «en tierra de ciegos...» Nadie aspiraba a ser un valor absoluto, sino que contentábanse con serlo relativo. Eran como ha- bitantes de una isla ignorada, ignorantes ellos a su vez de la existencia de los otros. Pero el mun- do no se había detenido por eso, sino que la hu manidad en marcha descubría nuevos horizon- tes, nuevas fuerzas, y con ellos derechos y debe- res. Los españoles continuaban siendo como ha- bitantes de una ciudad murada que perfecciona- sen sus medios de defensa contra las catapultas y las hondas, mientras se inventaban la pólvora y las armas de fuego.

De la hecatombe colonial las almas débiles o ru- tinarias salieron vencidas para siempre; pero hubo otras que tuvieron el valor de no mentirse ni mentir a las demás, y emprendieron una labor,

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primero, de disciplina, y Ineg-o, de propaganda. España, aunque lentamente, demasiado lenta- mente, mejoraba, y con trabajo se iba incorpo- rando al mundo. Tal vez todo hubiese continuado así sin la g'uerra: Pero la guerra hizo alzarse a los que dormían, andar a los que permanecían quietos, correr a los que andaban. Y así llegó para España el trance de vida o muerte en que está.

Y no vale en este trance el egoísta «¡todo va bien!» de los que no quieren interrumpir su diges- tión en quebraderos de cabeza, ni menos la acti- tud de esos pájaros australianos que creen que con meter la cabeza bajo el ala el problema está resuelto, pues no viendo ellos el peligro deja él mismo de existir. No; en las circunstancias ac- tuales, ante las mareas vivas, se puede, o resistir como una roca, o aprovechar la corriente para acrecentar la fuerza y la velocidad, pei*o no de- jarse mecer al capricho de las olas.

*

Tal vez, en la situación en que está el mundo entero, la gran solución sería una labor de juven- tud, de entusiasmo y de fe. Caminar delante de la revolución, quitar de ella todo lo que pueda haber de faccioso, de violento, de perturbador, sustituirla por una evolución; en que se aceptase cuanto demandan las necesidades sociales y el progreso humano.

¿Por qué asustarse de unas Cortes Constituyen- tes? Unas elecciones verdad, con una clara, in-

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tensa y noble preparación; unas elecciones sin suplantaciones gubernamentales, pero emplean- do todas las energías en evitar que otros puedan, con propagandas de relumbrón, con falsas pro- mesas y con mentidos fervores, suplantarla tam- poco. No mentir, pero no dejar mentir; apoyarse en la verdad y en la propia conciencia. Ofiecer lo que se pueda dar, diciendo «por qué no se pue- de ir más allá» 5^ qué hay que hacer para ello, es decir, un programa claro, conciso, «leal»; no es- camotear un problema vital tras una parada tea- tral. Y cuando esta sinceridad resplandeciese, cuando se viese que ciertas cosas se concedían, no en una coacción, sino en una voluntad de jus- ticia, se realizaría^el milagro. La «masa neutra» de que habló el señor Maura, los hombres honra- dos y de buena voluntad, los que estudian, lu- chan, trabajan, los militares, los ingenieros^ los médicos, los abogados, se pondrían al lado de quien tal hiciese, y España estaría salvada.

EL. HOY Y EL MAÑANA DE LA VIDA ESPAÑOLA

I

LA DISCIPLINA

Vuelvo los ojos por doquiera, buscando la ver- dad acerca de España, y me encuentro que el es- tado real de nuestro país es muy floreciente, a pe- sar déla enorme catástrofe de que es víctima el mundo en estos últimos tres años. Desde el de- sastre del 98 la población se ha acrecentado, el trabajo intensificado, la industria ha aumentado sus riquezas. Hay regiones muy prósperas; otras que, a pesar deja honda crisis, sortean pasmosa- mente los conflictos; otras que, aunque más len- tamente, van incorporándose al vivir moderno. ¿Las primeras materias son caras? Nunca han producido más las fábricas y talleres. ¿El papel está caro.'' Nunca hubo tantos ni tan interesantes diarios y revistas como ahora, ni los editores pu- blicaron más y mejores libros. Los negocios han perdido aquel cariz netamente español, de juego de azar; los hombres estudian y meditan. Claro que existe incomodidad, que las subsistencias son

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caras, que no hay todo el bienestar que fuese de desear entre las clases trabajadoras; pero volva- mos los ojos a otros países, y en vez de mentirles a los de aquí falsas maravillas, mostrémoles que por mal que estemos nosotros siempre estaremos cientos de veces mejor que ellos. Recorramos, sin falsas patrioterías, pero también sin convencio- nalés pesimismos, la tierra española, y veremos por todas partes nacer nuevas industrias, ag*ran- darse las ciudades, descubrirse ocultas riquezas. Madrid mismo, ¿no se ha desarrollado a nuestra vista? Y no se me arguya que eso es riqueza para los ricos; no. Eso es riqueza para todos. Claro que hay miseria; siempre la habrá. Aun suponiendo que llegase un momento de igualdad absoluta, al cabo de un mes habría unos que poseerían más que otros, y mientras el que holgase y bebiese iría perdiendo, el que fuese trabajador y fuer- te acrecentaría su bien, y así, al cabo de algún tiempo, la riqueza habría cambiado de manos, pero seguiría habiendo pobres y ricos.

Y si España se halla en tales condiciones, ¿qué es lo que la impide medrar?, se me preguntará. Pues lisa y llanamente, la falta de disciplina. Por- que no hay que darle vueltas, el pecado más es- pañol es ese: el de la indisciplina.

En Espafm todo«, grandes y pequeños, están dispuestos a dar el máximum de su energía, a lle- gar al sacrificio, al martirio, a la muerte, con tal de ser ellos. Obedecer, no; ser el eje, el caudillo, el director, la unidad, en una palabra. Y sin em- bargo, la grandeza de un pueblo está integrada por dos cosas: un cerebro y un esfuerzo. Porque

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justamente la labor de ese cerebro ha de ser im- poner continuidad y orden a ese esfuerzo.

El secreto de la grandeza de los pueblos estriba en tres cosas: en querer, en saber lo que quiere y en tener voluntad para perseverar hasta el fin.

La guerra actual demuestra mejor que nada el valor de la disciplina. Tal vez todo el secreto del primer triunfo de los Imperios centrales consistió en su disciplina; cuando los aliados fueron ven- ^ ciendo su indisciplina moral fueron haciéndose fuertes y temibles.

II

LOS GALEONES DE AMÉRICA

Y un día esta guerra acabará y los millones que hay en el mundo, y que nadie habrá escondi- do bajo tierra, saldrán a la superficie, y rodará el dinero. Un ansia febril de rehacer lo que se ha destruido, de engrandecerlo y embellecerlo de prisa, muy de prisa, espoleará las voluntades. Y entonces faltarán brazos y se buscarán hom- bres. Ese momento será el momento peligroso para nuestro ficticio esplendor, no para el real, que corre debajo y que sinceramente cree que no podrá impedirse ya, sino para el otro, el floreci- miento de relumbrón.

Nuestros hombres, los brazos más útiles, parti- rán. Pero esto que a primera vista parece un mal (como superficialmente lo parece la emigración a América), si sabemos aprovecharlo puede trans- formarse en un gran bien. Esos españoles se ale-

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jarán temporalmente, y, si tienen voluntad, no sólo hai'án riquezas, sino que en la fiebre indus- trial del mundo aprenderán a manejarlo, y cuan- do vuelvan aquí la experiencia adquirida les ser- virá para engrandecer su patria. Aparte de esto, habrán llevado por la tierra la nueva de nuestro verdadero pensar y sentir y atarán lazos de sim- patía y de respeto. Si alguno queda lejos, será en países extraños una avanzada de su patria. In- glaterra nos ha dado un alto ejemplo de lo que puede hacerse.

Lo que es inadmisible es lo sucedido en Améri- ca. Al acordarme de los galeones cargados de oro, sumergidos en el fondo del mar, me parece un símbolo doloroso. Todas aquellas riquezas fueron estériles, inútiles, perjudiciales; sólo nos enseña- ron a dormir hasta que el ruido de la tormenta vino a despertarnos. Un solo trozo de tierra cul- tivado habría valido más que todos ellos.

El único vínculo que realmente une aún a la metrópoli con sus hijas de allende los mares es espiritual: el oro brilla en el fondo del mar como un tesoro maldito.

EL LÍMITE DEL DERECHO

Nuestro derecho acaba donde comienza el de- recho de los demás. Esta sentencia, que podi ía firmar Perog-ruUo, es, sin embargo, de ser tenida en cuenta, base de buen gobierno.

Iba yo una de estas soleadas mañanas pasean- do por los barrios bajos; un sol tibio y dorado^ un sol «de caridad», puesto que consuela de mo- mento (e inutiliza a la larga) caía tibio y bienhe- chor sobre los hombres. En las aceras las coma- dres cosían y charlaban mientras jugaban los chiquillos, y los transeúntes veíanse obligados a caminar por el arroyo, lleno de barro e inmundi- cias. Si intentaban tomar posesión de las aceras, las gentes allí instaladas protestaban en nombre de esa peregrina teoría «la calle es de todos», tan mal aplicada y comprendida.

En realidad, la teoría de las comadres, amplia- da a todos los aspectos de la vida y agravada por tratarse de gentes que tieiien el deber de dirigir, es la que informa la idiosincracia española.

Que nos hallemos a gusto en una postura no significa que tengamos derecho a ella.

Yo creo que las clases directoras en España padecen un error de apreciación lamentable y pe- ligroso. La ley .inda de la avestruz, que por ta-

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arse ella la cabeza, y no ver el peligro cree que

o existe, se repite aquí hasta lo infinito. Algunas personas reprochan a los escritores la

udacia de ciertos temas. ¡Hablar de revolución! Por Dios!... ¿Pero es que por haber callado mi-

istros, aristócratas y cortesanos en Rusia y en Portugal evitóse que la revolución llegase al fin? No; es mejor hablar, y hablar claro. El ejemplo de esos dos países nos dice que las revo- luciones, a lo menos en bastante tiempo, son de bondad dudosa pero nos dice también que para evitarlas hace falta evolucionar 'rápidamente, fuertemente, intensamente, sin miedo.

Tremendas crisis se avecinan de seguir la gue- rra. No importa nada que en los palacios aristo- cráticos, en los teatros, en los restaurantes, en los cafés, tirite la gente de frío; eso no tiene transcendencia; no importa tampoco que pase igual en casa de los obreros; si todos comparten el mal con solidaridad, la misma solidaridad lle- vará la conformidad consigo. Pero es preciso que no cesen las industrias, que no se interrumpa el tráfico ni la comunicación entre las poblaciones, ni nada que realmente afecte a la economía de la vida nacional; es preciso que todos puedan es- perar «sin hambre» mejores días.

Maura, el ídolo de las clases conservadoras (no porque le compiendan,, sino porque le creen sal- vaguardia de las cosas que desean conservar), Maura ha lanzado el apóstrofe.

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«Si mi VOZ sale de este recinto y llega a los po- derosos, vuestro ejemplo me sirva para decirles que faltan abiertamente a su deber. Y no sólo que están faltando a su deber, sino que son unos suicidas, pues no tienen en cuenta que sus títulos, su saber, su riqueza, su significación, no se les han concedido para pasearlos ni para que, dejan- do incumplidos sus deberes, sometan tan valiosos elementos a la infecundidad.»

He aquí unas fuertes y claras palabras de hom- bre que sabe decir la verdad.

Ha llegado la hora de las siete vacas ñacas del sueño de Faraón. ¿Cómo luchar? La caridad no basta. Hay los viejos y los inútiles, a quienes es preciso amparar; pero, fuera de ellos, «la sopa boba» sólo cuando, por desidia de todos, han lle- gado h».»ras atroces, puede admitirse. Por lo de- más, es desmoralizadora. Lo que hace falta es una labor de pedagogía, no científica, sino social: crear trabajo para que no falte pan, crear rique- za para que todos puedan ser ricos.

La caridad no basta. Hay momentos en la His- toria que se precisa más que caridad, mucho más que caridad. Se precisa vivir una vida sobria, clara, fuerte, una vida fecunda, una vida, no de renunciamiento, pero de sacrificio. Las clases sociales, cuanto más altas están, cuanto más no- ble es su representación, más elevada misión tie- nen que cumplir. Y esa misión, que es muy bella, muy noble, muy envidiable, es también una car- ga pesada.

Quédense los fáciles placeres para las gentes de aluvión que no se sabe de dónde vienen ni

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adonde van, que son estrellas fugaces que apenas vistas se apagan, y acepten ellos su deber. Ser de los elegidos es bella cosa; pero también hay que saberlo ser.

Encarnan abstracciones muy altas y muy gran- des «que no deben desaparecer», son personifica- ciones de ideas; pero por lo mismo no pueden to- mar la vida como un juego.

Hay que vivir sobriamente, pobremente, mien- tras dure la guerra, conservando del lujo sólo lo que da de comer a los demás, lo que hace vivir, y aun eso hay que nacionalizarlo, que españoli- zarlo. ¿Por qué, pongamos por ejemplo, los auto- móviles no han de ser españoles? Es preciso pro- teger la industria, pero téngase en cuenta que hay dos clases de industrias: las que crean rique- za y las que la atraen. Las primeras fábricas, saltos de agua, explotaciones agrícolas, ferroca- rriles, minas son las interesantes; las otras— es- taciones de placer, juego, carreras— no sirven para nada. Todo lo más son los galeones de iVmé- rica, que no traían energía, sino molicie. Aparte de que a los seis meses de concluir la guerra, en cuanto haya un Dauville, un.Ostende, un Niza, todo eso se vendrá abajo; los pajarracos exóticos alzarán el vuelo en busca de más amplios hori- zontes, y San Sebastián será las corridas de to- ros. Y las carreras lo que fueron cuando las or- ganizaba tan sólo la española Sociedad de la Cría Caballar. Si no, sonará la hora*

Enero, 1918.

Nota.— Claro es que nadie hizo nada y todo siguió igual a como estaba y la hora va a sonar.

LAS RESERVAS DE ENERGÍAS

LAS FUERZAS VIVAS

Con la actual vida española sucede algo real- mente extraordinario; todos los elementos que in- tegran la economía nacional aparecen en des- composición: la política, desquiciada y ayuna de esa noble disciplina que engrandece a los pue- blos; el ejército, falto de la interior satisfacción necesaria a las grandes empresas; el comercio, agobiado y restringido por onerosos tributos; la industria, sufriendo honda crisis; la navegación, comprometida, y, en fin, la tierra, que es la ver- dadera riqueza de las naciones, inculta.

EL GRAN ERROR DE LA VIDA ESPAÑOLA

La teoría de Prat de la Riba, la teoría de las ondas que, según se van alejando del centro, van agrandándose, siendo muy curiosa es, sin embar- go, peligrosa aplicada a la política de un pueblo, y es el gran mal de la vida española. Me explica- ré: si las ideas se engendran en un alto círculo limitado, o sea en una aristocracia gobernante^ tardan mucho tiempo en llegar hasta las capas inferiores del pueblo, es decir, hasta los verdade- ros gobernados, y cuando llegan, muy palidecí-

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das y deformadas, ya en las capas superiores se han incubado y han surgido nuevas ideas, lo que origina fatalmente un divorcio entre directores y dirigidos.

Parece, por el contrario, más natural que el pueblo, en la evolución de sus necesidades, de sus deseos y de sus aspiraciones, vida a ideas informes y oscuras que, bien por un rápido ascen- so a las capas superiores de la sociedad, bien por encarnarse en un héroe u hombre representativo, se cristalicen y hagan diáfanas hasta constituir los credos informadores de la vida colectiva.

Pues bien: en España, este sentido, que es el verdadero sentido de las democracias, se desco- noce o ignora. En España gobierna una aristo- cracia; pero ni siquiera vna verdadera aristo- cracia que junto a grandes defectos tiene gran- des ventajas, sino una falsa aristocracia política, que es la peor de todas las aristocracias.

LOS CAUCES IDEALES

Ha}^ cauces ideales por donde, una vez abier- tos, deslizase insensiblemente la vida para fertili- zar esos simbólicos jardines qúe se llaman gran- des naciones. Tales cauces han de ser hondos, lim- pios^ de firme y claro trazado, sin obstáculos que enturbien las aguas ni sinuosidades que les ha- gan desbordarse. Justamente, los gobernantes que merecen el nombre de tales tienen la misión de abrir esos cauces, pero no con la vista fija en su pradera tan sólo, sino en los vastos campos que las aguas han de recorrer después. Un esta-

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dista no puede pensar sólo en «su momento», sino que ha de pensar en la serie inacabable de horas que han de venir tras él. Puesto que la vida es una cadena, hay que pensar en todos los esla- bones.

Lo primero que hacía falta es que España se bastase a si misma; la fertilidad, variedad y ri- queza de su suelo haría que fuese así a poco que los españoles pusiesen de su parte. Un país que se basta a mismo tiene la mitad su camino andado. Luego, la situación geográfica, las va- riedades de clima, todo, todo podría contribuir a una posible grandeza.

LA GLORIA PERSONAL

Pero para todo esto sería preciso que entre las dos glorias, la alta y noble gloria que corona des- pués de la muerte, y la vulgar, pero grata y pro- vechosa, que proporciona en la vida honores, ri- quezas y placeres, se optase por la primera de ellas.

Realmente la gloria de un estadista es la gloria de su pueblo; digamos mejor: la gloria de los hombres se mide por la gloria del pueblo a que pertenece. Es necesario, sin embargo, dar la vida a la obra para que la obra sea digna.

Algunas veces, ante la inimitable belleza de un viejo monumento, pensamos cómo sin medios «nudo ser». Y todo el secreto está ahí, en que aquellos hombres dieron su vida a su obra.

AL ACABAR LA GUERRA

LA ENERGÍA, SUS CAUSAS PRODUC- TORAS Y SU APLICACIÓN A LA REA- LIDAD ESPAÑOLA

PROLEGÓMENOS

El interés de todos los países, pero muy espe- cialmente el interés de España, está ya «post g-uerra». Esto tiene una explicación muy sencilla. Los demás pueblos— salvo los escasos que, como el nuestro, han permanecido neutrales—, al aca- bar esta lucha se encontrarán con una parte de las cosas hechas; constituirán grupos o núcleps que, si bien (aunque al principio, por las disposi- ciones dictadas, no puedan contraer alianzas) es- tarán ligados o alejados entre por una mutua simpatía o antipatía, y hasta por una compene- tración o incompatibilidad de intereses, tendrán que obedecer, sin embargo, a líneas de conducta generales para las que han luchado juntos; esto no quiere decir que coincidan en todo, sino que, conservando su punto de vista particular, coinci- dirán en algunas cosas fundamentales. Si coin- cidiesen en todo, sería un paso hacia la realiza- ción de la utópica fraternidad universal.

Digo, pues, que los pocos neutrales que quedan

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tendrán que bastarse a si mismos, por lo menos al principio, y se hallarán en situación parecida a la de Robinsón en su isla. Pero Robinsón, en su isla, para pasarlo menos mal^ tuvo que dar un gran desenvolvimiento a su voluntad, a su ener- gía, a su ingenio. Sin ello hubiese caído en la im- becilidad o en la animalidad. Me parece absurda la neutralidad. La respeto; pero si el pueblo espa- ñol quiere convencernos de que al ser neutral obedecía a razonamientos y no a impulsos, es preciso que al acabar la guerra sepa bastarse a mismo, constituir una verdadera personalidad en el equilibrio de los pueblos. Para ello ha de haber una ideología española, algo más que el «pan y toros», el «¡vivan las caenas!», el «pan llevar», el «trampa adelante», las hogueras inquisitoriales «para quemar ideas», los conjuros para alejar las epidemias, las rociadas de agua bendita para pu- rificar el aire y los desfiles de parada para tran- quilizar los espíritus.

LAS CAUSAS PRODUC- TORAS DE LA ENERGÍA

Las causas productoras de la energía son de dos clases: unas espirituales y otras materiales, aunque en gran parte se enlazan y compenetran unas con otras.

Las espirituales son la fe, la voluntad, la cons tancia, la disciplina. Pero la fe reviste dos mane- ras absolutamente diferentes: una, la fe ciega, in- consciente, que lo esperó todo de las voluntades superiores, y la otra, la verdadera, que consiste

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en que la fe que teng-amos en los demás «nazca déla fe que tenemos en nosotros mismos»; que estemos tan seguros de nuestra fuerza y de nues- tros derechos; que estemos, por consecuencia, se- guros de que los otros no atentarán a ellos.

Esta misma clasificación puede aplicarse a las demás causas espirituales, mu};^ en especial a la disciplina, pues no es igual obedecer con los ojos vendados que obedecer sabiendo que nos llevan adonde queremos ir.

Entre las causas materiales están el bienestar, la educación, cultura general, desenvolvimiento progresivo de energías...

No vale decir: «¡Vamos a crear escuelas para dentro de ocho años; cuarteles, para dentro de diez!...» No; dentro de ocho años habrá otra ge- neración de analfabetos; dentro de diez, nadie sabe cómo habrán de ser los cuarteles. Es preci- so trabajar rápida, violenta, radicalmente. Hay que hacer grandes sacrificios, gastar cuanto sea preciso gastar, manejar el dinero, ni como el ta- caño pueblerino, que deja a las plagas invadir su tierra por no emplear unas pesetas en extinguir- las, ni como el pródigo que tira, sino como el hombre de negocios que sabe administrarse.

HACIA EL TRIUNFO DE LOS PRINCIPIOS LIBERALES

Es inútil que los espíritus pusilánimes, que las almas en cuclillas protesten y se revuelvan indig- nadas. Una sola idea en marcha vale más, es más fuerte que todos los ejércitos. Para tomar Jericó

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no hj^o falta asaltar la ciudad: bastó con hacer sonar las trompas siete días en torno a ella.

Triunfen unos u otros, lo mismo da; la que, en verdad, habrá triunfado en esta guerra, la que ha triunfado ya es la idea de la libertad. No sirvió que. al comenzar la lucha, los hombres dijesen que la emprendían por el predominio de una raza o de un pueblo, por las reivindicaciones patrióti- cas o sociales, por el comercio o la industria. Una idea ha ido apoderándose de todos, dominándoles a todos, forzándoles a todos a luchar por ella. Hace veinte siglos, en un rincón de Judea, Cristo lanzó la idea de la fraternidad, de la igualdad hu- mana. Desde entonces la idea está en marcha. Ha sido estéril que todos la hayan combatido. Ni los ejércitos de los Césares, ni los de Barba Roja, ni los de Atila, ni la gloria de los emperadores y los papas han podido con ella, ni los que la combatían en nombre de él, ni los que encendieron hogueras, ni los que peregrinaron a Tierra Santa han logra- do matar esa idea. Una vez rasgado el misterio que velaba el espacio, los hombres han medido la trayectoria de los astros más lejanos; hallada la idea, nada ni nadie será a detenerla.

Pero he aquí que dos grandes fuerzas españo- las, los políticos y los aristócratas, sienten un in- vencible horror hacia la libertad. Es un horror ciego, irrazonado; un horror miedoso, que, no de- jándoles atacarla a la luz del sol, oponer una idea a otra idea, les hace agazaparse en la sombra, para apuñalarla o ridiculizai la.

Todos o casi todos nuestros políticos-— ¿por qué ha sobrevivido Ventosa a Rodés?-— tienen una

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filiación ultraconservadora, y los que no entran en ella con fervores de neófitos (la palabra neófi- to es demasiado noble, y mejor cuadraría la de «parvenúes»). He ahí la causa de que no creamos en ellos y de que, cuando piden una limosna de paciencia, de abnegación y de sacrificio, nos en- cojamos de hombros con desdén. «¡Hay que racio- nar la luz, el carbón, la gasolina! . .. ¡Lo pide la patria!...» Y al día siguiente vemos que ha habi- do carreras de caballos o que han bendecido los «autos» en una romería. Entonces pensamos que lo que quieren es vencernos por la astucia, impo- nernos algo que nos repugna, a traición; nada más.

No; la libertad está en marcha. El que valiere, valdrá en y por sí; las nuevas rutas del socialis- mo llevan a una alta tasa del trabajo.

EL AMBIENTE ACTUAL

¿Existe realmente un sumerí^ido hervor que sube en burbujas a la superficie de la vida espa- ñola? ¿Vivimos «de verdad» misteriosas sacudi- das intensas que resquebrajan la corteza y hacen surgir inopinadamente columnas de llamas? ¿Es cierto el malestar español o es una mixtificación que aprovecha las agitaciones generales en todo el mundo?

Unas personas, «las de orden> (¿?), me dicen: «Todo está muy mal. Graves amenazas...» Otras, «los díscolos, los descontentos», parodiando al gran político, claman: «¡España no tiene pulso! Parece imposible que ante acontecimientos como los que apasionan a la Humanidad... >

Esforzándome en guardar mi ecuanimidad miro a un lado y otro, observo, estudio y vengo a una conclusión: ni veo al señor de Guillotín afi- lando su cuchilla, ni creo que estemos en una Ar- cadia feliz; más bien estamos en una de esas ne- cias Arcadias de guardarropía en que se incuban las catástrofes.

En realidad, el problema español no es proble- ma, sino una serie de problemas, algunos endé- micos, otros circunstancialmente provocados por

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las causas fortuitas. Tres principales se destacan: el desnivel entre la pobreza ambiente y la cares- tía de la vida; la detentación de la dirección so- cial, política y moral, por una olig-arquía, y el pro- blema catalán.

El más grave de todos ellos es el abaratamien- to de la vida y el enriquecimiento del país. Para abaratar la vida no hay sino una atención cons- tante y sostenida y una energía sin límites. El en- riquecimiento es más lento, más complicado y más difícif, requiriendo un gran esfuerzo en to- dos y un formidable espíritu de sacrificio en la unión y en la soledad de los españoles. Igual al enriquecimiento que al facilitamiento de la vida opónense varias causas, unas materiales, como la pereza y desidia del carácter nacional, la relativa facilidad que para vivir ofrece el clima, la so- briedad que viene cultivándose hace siglos... y otras morales, como las corruptelas de la políti- ca, que para vivir necesita de complicidades que sólo puede hallar en otras corruptelas.

Más grave es la barrera que se opone a las evo- luciones ideológicas; es una barrera en que no hay sino vanidades e intereses^ y ahí justamente está su peligro. La frase que he estampado al co- mienzo de estas líneas, la denominación de de- tentación de la dirección social por una oligar- quía, es la exacta.

Se habla al buen tun tún, sin datos y sin cono- cimiento de causa, de la aristocracia, de los polí- ticos, de la sociedad... ¡Pobre aristocracia! La mitad de los aristócratas viven modestamente, casi pobremente, y los gastos de representación,

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de caridad, etc., etc., son casi siempre superiores a sus fuerzas. Es como los políticos; los de ver- dadera altura están en el ostracismo. No, no son esos. Los que lo manejan todo son órente de alu- vión, recién lleg-ados, enriquecidos, aventureros más o menos disfrazados, politicastros, tertulios traidores de las o-randes figuras, parientes medio- cres, gentes que no son nada, que no significan nada, y, lo que es aún peor, que no aspiran a nada más que a «relucir» (observen que no digo bri- llar, pues ni aun eso saben). Cuando hay un ver- dadero aristócrata o un verdadero político, es el más discreto, el más mesurado, el más com- prensivo. Los «nuevos» son los que gritan, los que apostrofan, los que detonan, porque siempre ha sido de neófitos las intemperancias y los alardes.

Es, pues, una oligarquía snob y yernocrática la que detenta la vida públi-ca, la vida pública, polí- tica, social, mundana. Esa es la que, día tras día, pide que se «fusile a la canalla asalariada», sin perjuicio de poner sus caudales a buen recaudo... por si acaso.

Queda el problema catalán, el más grave, peli- groso y difícil de resolver. Seamos justos: los ca- talanes lo han planteado con una gran serenidad y una gran mesura; el Gobierno lo ha acogido con la atención y el respeto que merece; pero yo no si es fatalidad española o si hay gentes in- teresadas en forzar los términos de la cuestión; el caso es que, como si no hubiese enmienda posible, como si estuviésemos condenados a una perpetua y vacua verborrea, ya han salido los consabidos

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tópicos, los lug-ares comunes, el chin-chin patrió- tico, los vivas y los mueras.

No; es indudable que la idea de la pseudosepa- ración de Cataluñ^ encuentre una opinión adver- sa, que el sentimiento popular castellano no le es propicio, pero esa misma oposición hábilmente conducida es transformable en una corriente fra- ternal de afecto, en una fusión de intereses, en calor de afecto, mientras que así, entre vivas y mueras, acabará por agriar y hacerse algo irre- mediable. En la guerra hemos dejado a Cataluña alejarse de nosotros (de quince mil voluntarios que envió España, doce mil fueron catalanes); en la paz hemos desconocido sus ideales.

Hay que amarla, hay que escucharla y que res- petarla. Es preciso, fríam'r-nte, ecuánimemente, enterarse de cuáles son sus aspiraciones, y bus- car las fórmulas que compaginen todos los inte- reses «sagrados», pues si sagrados son los de Ca- taluña, sagrados son también los de Castilla, y viceversa.

Si echamos la llave al sepulcro del Cid, es pre- ciso guardar en un armario la marcha de Cádis, Tengamos en cuenta que los triunfadores se en- cuentran siempre, y que nada hará más estrecha la unión de Castilla y la tierra c-atalana como una comunidad de ideas, de aspiraciones e intereses.

I

CONTORNOS Y OBSERVACIONES

LOS PECADOS POLÍTICOS

BUSCANDO EL ALMA ESPAÑOLA

Cuando realmente la civilización parecía con- densada en una forma determinada, de la que ya no saldría sino al través de una lenta descompo- sición que le llevase en larga sucesión de años a morir; cuando ningún agenta extraño divisábase en el horizonte, he aquí que los pueblos se lan- zaron unos contra otros prontos a destrozarse en- tre sí, como los guerreros en el mito de Jason.

Esta lucha entre gentes que pertenecen a una misma civilización tenía que traer forzosamente uno de dos resultados: o detener o transformar. O detener la decadencia o, purificando la atmós- fera de vicios y fortaleciendo virtudes, transfor- mar la vida. Esto, que en una guerra colonial no tenía razón de ser y que en una guerra entre dos pueblos, en que fatalmente tenía que haber ven- cedores y vencidos, era imposible, sólo podía pa- sar en una conñagración mundial.

Sucede que muy rara vez guerras y revolucio- nes están hechas por los pueblos; es un pequeño núcleo de pensadores, políticos y hombres de ac- ción el que pone las cosas en marcha; pero tam- bién, una vez en marcha, las ideas llegan a las capas más densas y allí se hacen firmes. Lo que

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en las alturas era teoría, en el pueblo se trans- forma en sentimiento; pierde entonces todo lo que en ella hay de egoísmo y se metamorfosea en abnegación y entusiasmo. Dice Gustavo Le Bon en su libro «Enseñanza de la guerra eu- ropea»: «Es natural que el alma individual sea egoísta, puesto que el individuo pensó siempre en mismo; pero no es menos natural que el alma individual, exclusivamente preocupada de la raza, lleve al individuo a sacrificarse por los intereses de ella.»

* *

En realidad, bucear en el pasado de España es empresa que ofrece dificultades casi insupera- bles. Es muy fácil rehacer la Historia; pero ésta es tan varia y compleja, intervienen en ella ele- mentos tan opuestos y antagónicos, que extraer su moral es algo que raya en lo imposible. Desde Pelayo a Isabel la Católica (y falta saber si en muchos de los esfuerzos de la Reconquista hubo una idea generadora de nacionalidad) no hizo sino buscar su personalidad. En la reina Católi- ca llegó al pleno dominio de ella; pero quiso la fatalidad que, apenas esbozada la idea española, cuando, libre de la intervención de todo agente extraño, iba España «a ser», partiera el príncipe D. Juan a dormir sus ensueños a su tumba de Avila y la reina doña Juana sus quimeras de amor a un convento de Tordesillas.

Entonces empezó para España una vida azaro- za de gloria, de triunfos, de victorias y de con-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 97

quistas, «pero no española». Nada que sig-nifica- ra su verdadera riqueza se cultivó; nada que fuese sólido bienestar, interior prosperidad, evo- lución lenta y segura; se conquistaron tierras fa- bulosas, los capitanes de sus ejércitos triunfaron al través de Euiopa, vinieron los galeonos car- gados con el oro de América; pero los campos permanecieron yermos, el Tesoro exhausto y las industrias languidecieron. Fué España como esos banqueros audaces que emprenden negocios fan- tásticos, que poseen fortunas hiperbólicas, que manejan millones, pero que en realidad no po- seen nada, y al llegar la hora de la liquidación hacen bancarrota.

Sin embargo, sucede que algunas veces se da curioso fenómeno de que un pueblo, sacudido por grandes revoluciones políticas, sigue nor- malmente su camino, y esto estriba en que tal vez las l evoluciones y las sacudidas y convulsio- nes violentas no son sino tanteos en busca de una clara ruta y de verdaderos guías. Después del indudable, aunque desordenado y mal encauza- do, renacimiento, sobrevenido a raíz de la catás- trofe colonial, no puede afirmarse en justicia la falta de vitalidad española. Más bien podría de- cirse que agentes ajenos a la voluntad colocaron durante mucho tiempo el ideal español fuera de España, y de ahí una indiferencia difícil de curar ahora. Al despertarse en el viejo solar, al día si- guiente de la derrota debió ver el pueblo español que ya no bastaba con luchar allí, sino que para vencer necesitaba primero fortalecerse y luego derrocar los obstáculos alzados en siglos por los

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demás, mientras él luchaba en luengas tierras batallando por locas utopías.

Pregúntase Henri Bergson: « Si cada uno de nosotros viviese una vida puramente individual, si no hubiese sociedad ni lenguaje, ¿sabría nues- tra conciencia sin punto de compa^-ación darse cuenta de la varia serie de estados internos?

Pues bien; es aún más difícil hallar nuestro «yo» cuando, distraídos por las cosas externas, no tenemos tiempo de volver los ojos hacia el propio espíritu. Claro que las nociones viven obscuras dentro de nosotros, pero no acertamos a percibirlas si no es con el revulsivo de un gran dolor o de una gran vergüenza.

Y llegamos a la situación actual de España. T.as ideas en marcha después del desastre han evolucionado con rapidez vertiginosa. Lo que de- bió hacerse en siglos se ha hecho en años, y esto ha dado por resultado que dos generaciones, una que no ha entrado aún en la ancianidad y la otra apenas llegada a la madurez, se encuentran fren- te a frente. Las dos representan valores estima- bles, las dos coincidirían tal vez en algunas ideas generales; pero son incompatibles respecto de los procedimientos. El pueblo asiste curioso, sin sa- ber mantenerse en el fiel, con una tendencia a admitir lo viejo; «fijándose atentamente se ve que los pueblos son siempre muy conservadores», dice el ya citado Gustave Le Bon en su libro «La Re- volución francesa y la psicología de las revolu-

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cienes». Pero si esto es cierto, también lo es que están prontos a, si los empujan, precipitarse en las violencias de los motines callejeros. Falto está, pues, de educación cívica que le enseñe al pleno uso de sus derechos y al pleno respeto de sus de- beres.

Dos generaciones, en vez de esforzarse por en- tenderse, opónense dos tópicos, falsos ambos. Los viejos se escudan en el españolismo y nos repro- chan el amor a los aliados y la simpatía por las ivindicaciones catalanas. Pero el concepto así mi- rado se empequeñece, se hace sinónimo de cató- lico-clerical y de monárquico-dinástico— no en el alto sentido especulativo de monarquía—, se hace, en fin, sinónimo de germanofilia. Los jóve- nes hablan en cambio de una europeización hu millante y servil.

En tal estado de cosas, la forma de gobierno, no teóricamente, sino prácticamente, es lo acciden- tal. La monarquía constitucional como forma de regirse un pueblo ofrece en i*ealidad grandes ven- tajas, permaneciendo tan lejos de la fácil descom- posición de los gobiernos republicanos como de las tiranías del absolutismo. Pero para ello es necesario que el constitucionalismo funcione, ver- daderamente en una plena ponderación de pode- res, que el Parlamento ejerza funciones fiscales y que los dos poderes se equilibren y contrapesen. «No se mata a los gobiernos, sino se suicidan ellos» (sigo citando a Le Bon)

Ya que la monarquía constitucional existe en España, es mejor aceptarla así, con lo que se evi- ta el perpetuo período constituyente y todas las

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sangrientas luchas que por culpa de él han des- trozado al país durante un siglo.

Dos son las maneras como puede un pueblo sa- cudir la postración en caso de hallarse vencido por ella: o con el héroe que í>uía o haciéndolo todo por mismo. A decir verdad, los dos se mez- clan y confunden, pues la mayoría de las veces el héroe no es sino la encarnación de los anhelos de todo un pueblo, y a su vez el pueblo, dejado a mismo, acaba por buscarse el héroe represen- tativo. La máxima de Carlye «La historia de los héroes es la historia de la Humanidad» sólo a la inversa me parece rfeal.

Las condiciones de la vida moderna son poco propicias al héroe, que necesita, como comple- mentos, el bello gesto, la escenografía y un cier- to candor efusivo lejano del análisis moderno. Ni aun en la epopeya de la guerra ha surgido el hé- roe. Excusado es decir que en España no apare- ce por ninguna parte.

Las muchedumbres españolas no están prepa- radas para una serena actuación política. Hablan- do de la democracia griega (el modelo perfecto de las democracias) dice Croiset cosas de aquel pue- blo que me parecen aplicables al español:

«Su voluntad era rápida, como su inteligenci^i. Sabian emprender. Eran naturalmente valientes, y no retrocedían ante un obstáculo. Pero su natu- raleza, a decir verdad, era inconsecuente y lige- ra. Su voluntad estaba demasiado dominada por

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 101

SU imaginación. Esta, impresionable y móvil, tan pronto les sug-ería nuevas empresas como agran- daba a sus ojos la decepción recibida.»

De ahí, eii la historia de Atenas^ los frecuentes pánicos, los bruscos movimientos de opinión, los entusiasmos excesivos y las súbitas cóleras y los g-randes proyectos, seguidos de atroces descora- zonamientos.

El pueblo español es con exceso impresionable; tiene una sensibilidad un poco primitiva que le hace apto a influencias extrañas, y la maleabili- dad exagerada lleva a las revolucionas incesan- tes, así como la rigidez excesiva lleva a la deca- dencia.

Desechado el héroe, que además no existe, casi imposible la actuación directa de las muchedum- bres, queda una tercera solución: un gobierno de hombres que, conociendo bien las diversas co- rrientQS, un poco turbias e informes, de opinión, las fijen y aclaren, y, al mismo tiempo que edu- can al pueblo, vayan realizando su aspiración ideal.

Hay un dicho vulgar que encierra un alto sen- tido: «la unión hace la fuerza». En España no existe sentido de solidaridad. En nuestra patria pospónese el bien público al individual. Esto, que siempre sería grave, lo es mucho más porque úñense el egoísmo y la egolatría. El primero hace desear los más altos puestos; la segunda creerse digno de usufructarlos.

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La idea de la disciplina es una idea antipática al carácter español; pero tal vez estribe esto en que se tiene un concepto erróneo de ella. La dis- ciplina no está en seguir como borregos, sino en saber, primero, lo que se desea, y luego en acep- tar los medios necesarios a ello. Ciegamente, in- conscientemente, incondicionalmente, nada. Con pleno dominio de nuestra voluntad, sí. Sin disci- plina es imposible que vivan las sociedades.

«Lo que más sostiene la moralidad (en el más noble sentido de la palabra) entre los hombres es una fuerte y clara disciplina, disciplina interior y exterior, disciplina de costumbres, de leyes y de una fuerte y vigorosa tradición moral.» (A. Croi- set: «Les Democraties Antiques>.)

Nada de utopías fantásticas, nada de bienes co- munales, que ya (y va de largo) Aristóteles re- chazaba en su «Política» como cosa imposible; pero la libertad de lucha y la absoluta igualdad para vencer en condiciones análogas. Al mismo tiempo, un socialismo, que fuese una fuerza crea- dora en vez de ser pesada inercia, como es ahora, podría velar por los intereses del proletariado, proporcionándole un discreto bienestar.

CONTORNOS DE PROBLEMAS

LA MORFINA

Hace mucho tiempo, desde antes del desastre colonial, los malos gobiernos curan o, mejor di- cho, adormecen los males del pueblo español con un procedimiento parecido al de los morfinóma- nos. Sabido es que los devotos de la droga, pasa- do el efecto de la inyección, vense acometidos de alternativas de cansancio y sobreexcitación, que sólo se remedia aumentando la dosis, que asi va creciendo hasta llegar a la mortal.

En la vida española pasa algo semejante: la fa- tiga o el nerviosismo acomete, e inmediatamente se acude al narcótico. Naturalmente, el próximo despertar es aún más violento y hay que forzar la cantidad.

EL LABERINTO ESPAÑOL

Mejor comparación para la vida de nuestra pa- tria sería, sin embargo, la vulgarísima de un la- berinto. Como esas complicadas edificaciones de cañas y alambres que se ven en las ferias, y en que todos los paseos circulares van a parar a un punto central, formando un círculo del que es im-

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posible salir, así en la marcha política los malos gobiernos^ con su indeferencia, son culpables de que los o'obernados no crean en ellos ya ni ten- ;o*an paciencia para esperar, y esta impaciencia y falta de fe impiden la obra y crean el malestar que los gobernantes tratan de acallar.

Cada vez el remedio es más apremiante, cada vez más necesarias las soluciones radicales de los problemas. Hace falta o el hilo o la Ariadna ideal que guíe los pasos. Pero cuando llega el momen- to de poner remedio surgen las ambiciones perso- nales, y con ellas las rencillas, los odios, las in- compatibilidades. Si cuando los militares, «que te- nían razón, y cuyas quejas eran justas», limitá- banse a pedir, se les hubiese atendido en vez de tratar de engañarles con buenas palabras, no hu- biesen llegado las cosas al punto en que están; si ahora mismo, en las nuevas Cortes, se hace una labor eíicaz, sin admitir imposiciones, pero sin ne- cios paliativos; una labor «de buena fe», hacien- do el vacío en derredor de quien trate de antepo- ner sus intereses a los patrios, las Juntas milita- res y civiles no tendrán razón de ser.

LOS DOS TÉRMINOS

Ha habido algunos hombres, pocos, incondicio- nalmente de parte del ejército; otros, pocos tam- bién, que, ora con mesura y discretas palabras, ora con airada violencia, se han puesto en contra; pero han dominado los que se encomendaban al tiempo, seguros de que el tiempo les daría la vic- toria, practicando aquel dicho árabe que aconse-

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ja: «Siéntate a la puerta de tu casa y espera tran- quilo a que pase el cadáver de tu enemigo». Si yo fuese el ejército, en esto último vería mi verdade- ro adversario. El que jugándose su popularidad o su simpatía dice lo que piensa lealmente, merece respeto. Es un advei^sario honrado, al que con ra- zones se puede convencer. El que sonríe esperan- do la hora de clavar el puñal, ese es el que ha^y que temer.

LA VERDAD Y LA MENTIRA

Hay un juego que^ como todos esos pasatiem- pos, al parecer^lívianos e intranscendentes, encie- rra una alta enseñanza plena de filosofía. Con- siste el tal juego en ir tejiendo entre los dedos con un bramante o cuerda .uña sutil red; llega ésta a hacerse de tal modo espesa 3^ complicada, que parece obra imposible llegar a deshacerla. Pero queda un pequeño cabo suelto, y justamente tufando de él, y como por obra de magia, se des- barata la labor entera.

Pues bien: con la mentira sucede algo semejan te; se va trenzando con ella un complicado apa- rato, se teje una red, a una mentira sigue otra mayor^ las cosas toman apariencias de consisten- cia extraordinaria, y cuando más firme parece todo la verdad tira del cabito suelto y no queda nada de la complicada labor.

El único mal que tiene esto es que las menaras han de ser mayores, cada vez; para cubrir una, enormidad hace falta otra más formidable aún, es preciso acumular mentiras sobre mentiras, y

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que el día que todo se derrumba, en vez de res- peto y estima, no hay sino una sonrisa de desdén. Y si esto es cosa perjudicial en la vida del indivi- duo, qué no será en la vida de los pueblos.

En uno de los más intensos e interesantes dra- mas de Ibsen, en Los sostenes de la sociedad^ dice uno de los personajes (y cito de memoria): «Hay que decir la verdad: ¿De qué servirá todo noble esfuerzo y todo impulso generoso? La obra ado- lecerá siempre de sus cimiento^^ de la mentira vital.»

Asi, en nuestra política actual, ¿por qué la mentira, el disimulo, el engaño? Toda la obra de los gobernantes, toda la buena voluntad que he- mos de suponerles, adolecerá siempre de la men- tira vital.

DE LA INFRANQUEABLE BARRE- RA DEL ESCEPTICISMO ESPAÑOL

De todos los problemas que han agitado y an- gustian al espíritu español durante estos cuatro años, el principal es el de la guerra.

Los pueblos muy jóvenes, para ser grandes, no necesitan sino, o una fe y un caudillo, o una ley; los viejos son más escépticos, porque forzosa- mente emprendieron antes mil empresas y han creído en mil leyes, y han sufrido en ellas otros tantos desengaños. España es un pueblo viejo ya, y necesita para lanzai'se por las rutas del heroísmo algo más que platónicos entusiasmos: necesita un firme convencimiento de su conve- niencia.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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«Los individuos solos— dice Nietzsche, en su ensayo sobre «La sociedad y el Estado»— se sien- ten responsables. Las colectividades han sido inventadas para hacer cosas que el individuo no se atreve a hacer... Porque las colectividades son sinceras y se atreven a emprender lo que el hom- bre, por débil, no se atreve a realizar.»

Pero sucede que aquí justamente la colectivi- dad es la que no ha querido la g-uerra, parte por desencanto, parte por falta de fe en los hombres que la han conducido o pueden conducirla. Esto que hubiese sido admisible de encerrar una noble y serena confesión de debilidad, que hubiese po- dido respetarse llevado con digna severidad, a condición de que emplease esos años, no en la- mentarse, sino en fortalecerse^ en intensificar su vida al acorde de la intensificación de la vida ajena, a condición de que toda la energía ahorra- da a los campos de batalla fuese empleada como elemento de actividad para las energías vitales, no lo es como tópico miedoso, de quien espera que los que están lejos inutilicen a los que están cerca.

La guerra, aunque esto parezca paradójico, es un gran factor de prosperidad y de civilización.- Galvaniza a los pueblos; purifica, ennoblece y fortifica las ideas, y establece súbitos intercam- bios, y es, en fin, a las naciones lo que ciertas enfermedades a los individuos^ que salen de ellas más jóvenes y sanos. Así, para que, mientras los otros pasaban por esta crisis, de que resurgirán mejor, nosotros no quedásemos momificados en nuestras «bandas» de neutralidad, por eso preci- sábase que activásemos hasta un grado superla-

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tivo toda actividad, creáramos industrias, diése- mos impulso a la agricultura, preparásemos nuestra acción en el futuro comercio del mundo, puesto que él había de sufrir el obligado que- branto de años de cruentas campañas, y así, puesto que, absurdamente, aislados nos queda- mos, que ese aislamiento a lo menos enseñase a bastarnos a nosotros mismos, sin perjuicio de lue- §•0 dejar la vieja política de aislamiento; he ahí un gran ideal. Claro está que esto exige que, al mis- mo tiempo de intensificar la vida industrial, se cuiden de nuestras armas de defensa, del ejército y la marina, pues si hace falta el dinero del co- merciante para sostener al soldado, sin el soldado ese dinero estaría a merced de cualquier rapaci- dad, a no ser que una nueva y más alta ley sus- tituyese la bárbara ley de la guerra. Es un círculo fatal.

Una nación, una vez llevada a cabo su obra, muere. Pero esto suCvide sólo en el caso de que sus hombres no encuentren una nuev^a misión que cumplir. Claro está que no siempre la misión será de conquista; pero puede ser de influencia social. España tiene una alta y nobilísima misión acerca de sus hijas de América, e intelectual y materialmente debe constituirse en la avanzada de Europa para Sud América.

Lo que nos sucede es que padecemos atrofia de la voluntad y para ser grandes es preciso juntar dos cosas muy difíciles: el renunciamiento indivi- dual y la ambición colectiva. Y aquí sucede todo lo contrario: hay demasiado egoísmo individual y demasiada indiferencia colectiva.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 109

¿Y cuál es el remedio? El remedio es llevar a la conciencia de todos la necesidad del sacrificio, ya que no somos capaces de, en nuestra debilidad, ser los portaestandartes de una moral de justicia. Hay que convencernos de que sembrar ahora es recoger mañana; de que si sabemos no sólo lle- var las circunstancias presentes con entereza, sino sacai' partido de ellas, vendrán luego días prósperos. Los ricos deben procurar, sacrificán- dose ellos, mejora]- la situación del pueblo; el pueblo hacerse cargo, los comerciantes... Sin querer, me acuerdo de las crueles palabras de Quevedo: «Conciencia de mercader es como virgo de cotorra, que se vende sin haberse.»

¿Pero quién puede pedir ese sacrificio? ¿Quién tiene «derecho» a pedir ese sac-rificio? Haría falta un hombre que inspirase confianza a todos, un conductor de muchedumbres en quien todos de- positasen su fe. ¿Dónde está ese hombre?

Los conductores de pueblos, si saben serlo, aun- que no inspiren entusiasmo llegan con los suyos a la tierra de promisión; si son malos pastores, así sean muy amados, acaban o en el desprecio o en el odio, como el Conde-Duque y el marqués de Sieteiglesias.

LA POPULARIDAD

Una de las cosas que perjudican al esfuerzo del español en general es la facilidad en adquirir la popularidad, facilidad sólo comparable a la que hay para perderla.

Aquí un hombre público hace cualquier efíme- ra labor de relumbrón o sencillamente posee do-

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tes de personal simpatía, e inmediatamente, apro- vechando la facilidad del genio español para los entusiasmos, conviértese en un héroe popular.

Y, sin embaro'o, la popularidad es una de las cosas más peligrosas que existen, pues para apli- carla a algo útil hace falta talento genial, y en cambio inutiliza toda idea que no está acusada con firmes trazos en nuestro cerebro. Laborando silenciosamente podemos ir madurando una idea, mejorándola, quitándola exageraciones, apasio- namientos, puliéndola, pesando el pro y el contra; esa misma idea, entregada a la admiración de los otros, buena o mala, hay que seguirla hasta el fin.

De aquí se deduce que la popularidad es alta- mente útil mientras a sangre fría la dominamos; fatal cuando, a pretexto de llevarnos delante, nos empuja. En política el respeto y la estima valen siempre más que el amor.

El primer inconveniente de la popularidad es que hace malgastar el tiempo. Después impide ese silencioso dialogar con nosotros mismos en las horas de solitaria meditación, en que nacen y se fortalecen las grandes casas, y, por fin, hay que gastar un caudal enorme de energías para no de- jarse llevar más allá de donde se quiere ir. La multitud hace con sus héroes como los niños con sus juguetes: comienza admirándolos y acaba casi siempre queriendo ver lo que tienen dentro.

En España los hombres son un nombre y no una idea, todos sirven para todo; apenas comien- zan a destacarse en una labor útil han de dejarla para pasar a otra.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 1 1 1

LA AMARGURA

De la guerra del 98 quedó en el espíritu español un gran sedimento de amargura. Fué la banca- rrota de la mentira a que nuestro pueblo se afe- rraba como a una gran verdad. Era la ilusión que sostenía, y hubo el español de aprender a vivir sin ilusión.

Recuerdo muy confusamente la catástrofe. Te- nía yo doce años. Estaba en Viena, donde mi pa- dre era embajador, y aún tengo presente la an- siedad de la espera de aquellos convencionales telegramas que mentían siempre; rememoro la tristeza de mi padre. Después, ya en Madrid, evo- co una tarde de toros, en que llegó la noticia de la derrota de Cavite

Aún no estamos fuertes. Como todos los con valecientes, tenemos horas de descorazonamiento y de tedio.

Todo el secreto de vencer o de ser vencidos está en un rinconcito de nuestra voluntad. De fuera no ha de venirnos la fuerza. Para ser fuertes, como para ser buenos, como para ser grandes, no hay sino querer.

EL IMPULSO

Y, sin embargo, en estos momentos, que pare- cen para el resto de Europa de retroceso, y digo parecen^ porque, aunque al primer momento la impresión sea de lo contrario cada nueva guerra es un paso en el camino de la civilización, para

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nosotros de compás de espera (debían serlo de acopio de energías), haría falta que nuestra vida colectiva se intensificase hasta un grado máximo, que viviésemos una vida de esfuerzo, de trabajo y de sacrificio, pero no individual, sino colectiva; que nos uniese una esperanza y un entusiasmo, que todos trabajasen' para la comunidad con un mucho de entusiasmo y con un poco de abnega- ción; que pensásemos en ser grandes al través de la grandeza de nuestra patria. Así no diriamos «todos son tan pobres y que por comparación va- mos a ser ricos nosotros», sino «España es tan rica, tan grande, tan fuerte, que vamos a sei* ri- cos, grandes y fuertes, porque somos españoles» .

Para ello no precisaría sino un breve tiempo de sacrificio y /le abnegación; pedir mucho a nues- tros gobernantes; pero darles mucho y pensar que por muy grandes, fuertes y poderosos que sea- mos, individualmente, lo somos mucho más, si representamos la fuerza de todo un pueblo, y aun infinitamente más si somos un pueblo y una ley.

EL ARTE DE CONDUCIR LAS MUCHEDUMBRES

Las violentas sacudidas que en Europa han he- cho rodar varias Coronas ofrecen ancho campo a curiosas y entretenidas observaciones.

Empéñanse muchos en ver en la contienda ac- tual, de un lado, autocracias; democracias, de otro. Pero yo creo que son más hondas las co-

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rrientes y que, queramos o no, un profundo cam- bio ha de tener lugar, en el sentido de que cada hombre ha de representar, ante todo, «un hom- bre» que, según su inteligencia y su esfuerzo, será un máximum o un mínimum de valor. Aun- que parezca paradójico, esta guerra ha venido a salvar muchas cosas, al parecer antagónicas, pero en el fondo perfectamente compatibles.

Una de las cosas más apasionantes es el secre- to para llevar a las multitudes en pos de sí. Has- ta hace muy poco tiempo dos eran los métodos: uno, fascinar a las gentes, cegarlas, arrastrarlas teniendo una fe absoluta y sabiendo infundir esta fe; el otro, dejarse empujar aparentando caminar delante, aunque éste, como el excesivo amor de los reyes, lleva casi siempre al patíbulo (frente a las figuras nobles de D. Alvaro de Luna y de don Rodrigo Calderón se alzan las de la larga gale- ría de la Revolución francesa y la española de Riego).

En realidad, de los dos, el primero, era el único admisible. Era precisa una verdadera fuerza hip- nótica, una energía sin límites; pero, sobre todo, la fe. Si ésta faltaba, el caudillo estaba irremisi- blemente perdido. Por haber vacilado no llegó Moisés a la tierra de promisión. El segundo era casi siempre inútil, cuando no contraproducente; Luis XVI, fuerte en Versalles, tal vez hubiese triunfado; camino de París iba camino de la gui- llotina.

Pero la Revolución en Francia preparó el ad- venimiento de otra clase de ideas. La Revolución enseñó que, además de las fuerzas seculares en

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que creían los hombres, había otra clase de fuer- za más grande y poderosa que ninguna, que resi- día en cada indiv^iduo. El día que los caballos fue- sen conscientes de su poder no volverían a dejar- se guiar por los hombres (aunque la imagen pe- que de atrevida, es, sin embargo, exacta). Vió, pues, el pueblo que existía un poder que tenía sus fuentes en la inteligencia y en la voluntad; al mis- mo tiempo los excesos revolucionarios le cansa- ron, demostrándole que aún no estaba en estado de servirse de aquel poder, y entonces dejó llegar el Consulado y el Imperio.

Así y todo, la simiente está echada; saber que existe una cosa y dónde está nos pone a medio camino de su posesión; lo demás es cuestión de tiempo y de voluntad. Y poco a poco el pueblo preparó el momento en que, dueño de y perfec- tamente consciente, iba a saber dónde iba y lo que quería. Sin embargo, preparábase un obs- táculo que quizá malograría el esfuerzo: una me- socracia ambiciosa y emprendedora, aunque ab- solutamente mediocre, que, con todos los defec- tos del pueblo, se había también contaminado de todos los vicios de la aristocracia, sin poseer nin- guna de sus virtudes, creía llegada su hora y es- tropeaba con sus ambiciones y concupiscencias todos los impulsos generosos y redentores. ¿Cómo hacer? De una parte, se había perdido la fe que sostenía las viejas normas; de otra, la razón no había sido sino un símbolo vago sin realidad aún; no había nada que oponerla. Los hombres no te- nían confianza en sus guías; pero tampoco sabían caminar solos. Pero ya ha sonado la hora; cons-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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cientes, los humanos saben lo que quieren y adonde van. La misión de los que han de guiarles es más noble y más elevada que nunca, porque no es el rebaño al que han de conducir a un fin «ig- norado», sino humanas consciencias las que han de regentar hacia un ideal «conocido».

EL MALEFICIO DE LA PUERTA DEL SOL

¡Qué cosa más apasionante, más interesante es la política cuando nada esperamos de ella y nin- •'guna ventaja pretendemos obtener! ¡Qué profun- da fuente de enseñanzas encierra si sabemos mirarla serenos, desdeñosos a sus ventajas, abroquelados contra sus peligros! Los filósofos hablan del amor mejor que los poetas, porque los poetas, por regla general, hablan para conven- cer y los filósofos para analizar. Pues algo seme- jante sucede con la política: los que están en ella, los que de ella todo lo esperan o todo lo temen, se entusiasman, se obcecan, se ciegan, y a fuer- za de querer que una cosa sea, llegan a creerse que es en realidad. El espectáculo es para los que permanecemos distantes, para' los que nada deseamos ni esperamos, para los que con espí- ritu analítico observamos, estudiamos, compa- ramos,

Muy lejos del pensar de las gentes con quienes convivimos, sin compartir sus entusiasmos in- conscientes y convencionales, ni menos con los odios y las iras con que creen salvaguardiar a lo que les agrada, con una errónea interpretación

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del instinto de conservación, hemos asistido a los acontecimientos políticos de estos últimos tiem- pos, a las huelgas del 1917 y, sobre todo, a la Asamblea de parlamentarios (¿cómo negar que nuestra simpatía estaba con ellos?) y por fin a la huelga general del pasado Agosto, a los días de la revolución en Madrid y después a la repren- sión del Gobierno conservador.

En todos aquellos lances de la vida española los acontecimientos fueron destacando algunas personalidades que encarnan las ideas y los idea- les. Cambó, Besteiro, Largo Caballero, Anguia- no, Saborit; cada uno representaba algo frente a las viejas políticas que no representaban nada*.

Para una persona absolutamente imparcial era indudable que la huelga no era la revolución, ^ino un episodio de la revolución, que tenia su cabeza visible en la Asamblea, y sus manifesta- ciones en todas las clases que integran el Esta- do. Claro que la violencia corría de parte del pueblo, pero eso no quita para que la culpa fuera de todos. Vencida la revolución, restablecid o el orden, el Gobierno tenía el deber de pacificar las conciencias. Los hombres del Comité^ sin más culpa que los otros, en presidio, era un baldón. Todos pedimos, no un indulto, sino su amnistía. Esos hombres significaban un nuevo factor en la política, y tenían el derecho de hacerse oir, de decirnos cuáles eran las necesidades, los anhe- los, los deseos y las esperanzas de la enorme masa de opinión que, pese a quien pese, repre- sentan.

Ahora que por primera vez había en el Con-

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greso español una minoría socialista, íbamos a saber por fin las verdaderas orientaciones de las falang"es obreras. Los acontecimientos pasados se discutirían de buena fe, rápidamente, y en se- guida se iría hacia las legislaciones obreras que mejorarían la situación del proletariado.

Y hemos esperado la palabra de esos hombres, la hemos esperado con ansia 5^ con miedo, con miedo de que ellos también hablasen con los ojos fijos en la Puerta del Sol.

Porque el gran pecado, el mayor de todos, el que es síntesis y compendio de todos los demás en la vida española, el que ha inutilizado todo ge- neroso esfuerzo, todo ideal noble, toda iniciativa, ha sido luchar con los ojos puestos en la Puerta del Sol. La Puerta del Sol es la gran desgracia de nuestra Patria, es el gusano que corroe las energías, la mosca venenosa que produce el sue- ño, el tónico que amodorra; la Puerta del Sol es la escuela de la vagancia, la cátedra de la pere- za, el jardín del olvido. Y aquí pintores, esculto- res, periodistas, políticos, viven con los ojos puestos en la gran plaza madrileña, se hacen ífi ilusión de que, triunfantes allí, han triunfado en toda España, en el mundo entero, que han venci- do al tiempo y al espacio. Y la Puerta del Sol no es nada más que una plazuela de villorrio, un co- cherón de tranvías, ^a Puerta del Sol es lo más malsano, deprimente e inutilizador que existe. Gracias a ella nadie intenta traer al arte, a la ciencia, a la política, una idea nueva; gracias a ella las gentes llegan a creer que como ellos no ven otra cosa, no existe nada más.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 119

■| Los políticos españoles, desde que hace ya mu- W^cho, mucho tiempo, se inició el desastre, han vi- vido como si ignorasen el resto del mundo. Los guerreros, los viejos generales de la asonada creían que con ser héroes en la Puerta del Sol lo eran ya en el mundo entero, y que el día que los ¡ , revoltosos les mataban un caballo en la gran pla- ' za, en París, en Londres y en Nueva York se asombraban las gentes. E igual sucedía con los políticos, los artistas y los técnicos. En la Puer- ta del Sol incubóse el desastre que hundió la es- cuadra en Cavite; en el cocherón fué donde se hincharon los necios tópicos de nuestra invulne- rabilidad, cuando todo era un solo y enorme ta- lón de Aquiles; allí se cultivaron las necias men- tiras que arruinaron y desprestigiaron a España.

No, y mil veces no. Hay que olvidar la Puerta del Sol y que vivir con el pensamiento puesto en Europa, en el mundo entero; es preciso no aislar- se espiritualmente de los otros. Y no quiero ha- blar con esto de alianzas; las alianzas no son una cosa voluntaria por completo, sólo sirven para plasmar las ideas latentes en el alma de los pue- blos.

Es preciso que esos hombres que están ahí, en representación del pueblo, encarnen bien sus anhelos y, ahora que el mundo está en plena re- novación, traigan aquí las últimas y mejores le- gislaciones de trabajo, y por medio de ideas úti- les nos incorporen al movimiento mundial,

VERDAD, LIBERTAD, SERENIDAD.

LA VERDAD

Como en la vida de los individuos hay en la vida de los pueblos momentos en que sólo la ver- dad puede salvar. Son cuando, por causa de una g'ran sacudida moral o material, üna gran amar- gura o una í>Tan vergüenza, han hecho bancarro- ta las ideas convencionales, las mentiras bellas y los falsos oropeles.

Despiertos por el dolor, los pueblos, antes de arrojarse hacia lo desconocido, se detienen y pi- den la verdad. Y si se sabe darles esa verdad; si todos aceptan su parte de sacrificio; si en vez de pintar, ante los ojos dilatados de angustia, un mentido paraíso se tiene la fuerza de espíritu de valerosamente aceptar el panorama árido y yer- mo, pero también con serena energía la de mos- trar el ánimo de redención, entonces el pueblo confortado sabe resignarse a su cruz y seguir andando animosamente.

El mundo era inmenso; algunos hombres tenían todos los resortes del poder en su mano; y, sin embargo, la verd^id se abrió paso; ¿qué mucho que ahora que el mundo es muy pequeño resplan- dezca siempre?

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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EL FUEGO

Desgarrada Europa por cruentas luchas, la frialdad de España, su inconsciencia y su frivolo regocijo podrían compararse al de un hombre que, habitando una casita rodeada de palacios, al ver- los arder se encogiese de hombros murmurando: «¡Bah, cuando todos se hayan quemado, mi casa será la mejor!» ¡No! Es preciso primero precaver- se contra el fuego y luego pensar que los otros, en las horas de lucha cruel, habrán acumulado enormes energías y que, una vez pasadas las ho- ras de desesperación, esas energías las emplea- rán en reconstruir, evitando todos los defectos que ocasionaron el anterior incendio.

Limitada la intervención española, por cobar- día de unos, por pusilanimidad de otros, en el ac- tual conflicto a una misión de caridad, banal y huera, todas nuestras energías debieron encami- narse a construir.

LA UNIÓN

Pero claro que esta unión no podía ser un sacri- ficio generoso de criterios, de ambiciones y de realidades, en aras de la cuquería de los gober- nantes, que parodiaban el utilitarismo del rei- nado de Luis Felipe.

Hubiese sido preciso que hombres que repre- sentasen opuestas y aun antagónicas ideas, que hombres que encarnasen la voluntad de grandes núcleos de opinión se hubiesen unido en generoso

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

sacrificio haciendo el holocausto de sus bienes a un supremo bien nacional. En vez de eso, mien- tras las masas se entregaban a filias y fobias, no desde el punto de vista español, sino por román- tico impulso, los gobernantes se limitaban a «no hacer>. Porque el gran secreto de la política es- pañola es, en vez de hacer^ evitar que deshagan los demás... Dejar que corra el tiempo, que el tiempo sea el punto de apoyo...

LA PALANCA

Y el punto de apoyo ha faltado a la palanca con que los gobernantes habrían de mover (muy des- pacio, muy despacio) a España. En la vertigino- sa fiebre de acontecimientos falta tiempo, hay que improvisarlo todo, que crearlo todo...

La verdadera preparación que requiere el sa- crificio de una generación entera es imposible ya. No se puede esperar a que los niños de hoy sean los hombres de mañana, sino que han de ser hom- bres y niños a un tiempo. Es preciso que mien- tras crean y trabajan se hagan una educación cí- vica, que lleguen no al conocimiento, sino «al ple- no dominio» de sus derechos y deberes.

Aunque se crea lo contrario, toda la prepara- ción filosófica y política de la juventud, desde el 98 aquí, ha dado fruto y existe una ideología com- pleta que puede servir de base a la renovación, tanto más cuanto que excluye la violencia.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 123

LA DEMOCRACIA

Leyendo estos días atrás un, libro interesantísi- mo de A. Croíset, «Les democraties antiques», pensaba, al hallarme con las páginas en que tra- ta de Grecia, en la maravilla de aquella serena vida. Porque, por regla general, aquí se confun- de democracia con demagogia (buena prueba es la Adolenta oposición que halló Canalejas). Para la mayoría de los españoles acomodados los de- mócratas son los «sans culotte»^ y la democracia no es ni puede ser eso. La democracia es la edu- cación ciudadana, es el hombre dueño de sus de- rechos, buscando su bienestar en el bienestar ge- neral; no atrepellando a los otros, pero no deján- dose atropellar, pregonando su derecho a la vida en razón directa de su esfuerzo y de su intención

EL DESARME

Entre las ideas utópicas que acompañan a la de la paz futura está la del desarme.

El desarme es hoy por hoy un sueño irrealizable. En Atenas (y fatalmente vuelvo y volveré aún a citar a Grecia, modelo de democracias), existió el ejército: en la paz, con funciones de policía; en la guerra, para la defensa del territorio. Todos fue- ron soldados y soldados deben ser todos.

El ejército, adecuado a las necesidades del país, tiene que ser respetado, considerado y disciplina- do. Una fuerza encargada de guardar todas las demás fuerzas de la nación. Un gobierno real- mente fuerte, ante un movimiento de opinión mi-

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litai% debe examinarlo serenamente; si es justo , re- conocerlo con nobleza a la luz del sol;^si no lo es, rechazarlo. Pero unas cuantas reformas incom- pletas sin plan ni norma, unos cuantos millones tirados, no. El «¿están contentos los Conchas?», pasó ya; los militares no quieren eso.

LA AGRICULTURA

El secreto de la riqueza de un pueblo está en que se baste a mismo y que sea necesario a los demás. Nuestra Península es esencialmente agrí- cola; tiene, pues, el primer elemento. Casi todo lo que es necesario para la vida nacional lo hay aquí; lo que no existe puede hacerse que exista; ¿por qué, pues, la penuria? ¿Los acaparadores? ¿Los neg"ociantes? Tampoco ellos son sino una cir- cunstancia.

El todo es la falta de unidad en el esfuerzo, la falta de compenetración entre los directores y los dirig"idos. El dinero se gasta sin plan ni orden; cuando una cosa se comienza, la otra se ha inuti- lizado ya.

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MIENTRAS CORRE EL PACTOLO

No solamente una humana filosofía levemente irónica, sino también una profunda ciencia de gobernar pueblos escóndese bajo el aparente can- dor de los cuentos infantiles. Más, mucho más arte de buen g"obierno hay en cualquier cuento de Anderson o de Perrault— y no quiero hablar de los cuentos orientales que son fuente u origen de todas las demostraciones en esos sutiles tratados denominados «de política».

Cuando oigáis decir que un político es «ma- quiavélico», desconfiad y pensad en seguida que es «un pobre hombre». Decirse maquiavélico, partidario de la amoralidad y la astucia, es aten- tar contra la astucia misma. Hay además, en po- lítica, un principio que sus hombres olvidan fá- cilmente, y es que desde el momento en que un político ha encontrado su «adjetivo» es hombre muerto. El «ilustre hacendista», el «brillante ora- dor», el «culto ex ministro»... ¡Patapuf! ¡Se aca- bó!... La política es el arte de ir aplicando y des- envolviendo la teoría al unísono de la vida de un pueblo. Y así, hombres que se cristalizan al cabo de un poco de tiempo, no es sino un estorbo.

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Pues bueno: todo esto viene a que voy a contar un cuento y a aplicarlo a la vida española.

Erase una vez un matrimonio pobre y no resig- nado con su suerte. Incapaces marido y mujer de salir al encuentro de la suerte, lamentábanse perpetuamente de que la suerte no viniese al suyo. En las largas veladas invernales, junto a la lumbre, ni muy espléndida ni muy sostenida, alternaban la inútil y nociva tarea de hacer cas- tillos en el aire con las monótonas jeremiadas. ¡Qué feliz era el vecino, a quien había caído una herencia como llovida del cielo! ¡Qué dichosa la mujer del tendero, a quien tocara la lotería!... Y así las horas y las horas...

Un día... Había hecho un frío muy intenso; ne- vaba; el huracán soplaba en la chimenea, y fuera aullaban los lobos, a quienes el hambre ahuyen- taba de la montaña. Por variar, el matrimonio hablaba del eterno tema: ¡Si yo pudiese salir de esta miseria!— gemía el marido.— ¡Si me fuese dado elegir tres cosas!— suspiraba la mujer.

De improviso sonó un chasquido, y ante sus asombrados ojos apareció un hada o dama bien- hechora—algunos pretenden que una salaman- dra—que se encaró con ellos.

—He escuchado vuestros ruegos, y vengo a fa- voreceros. Podéis elegir tres cosas. Las tres pri- meras que solicitéis os serán concedidas.

Y tras tan gratas y prometedoras palabras, se fundió en la llama, pues sabido es que las sala- mandras son los espíritus del fuego.

Perplejos, patitiesos y boquiabiertos quedáron- se los cónyuges ante tan peregrino y desusado

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES l27

lance, y acto continuo pusiéronse a discutir qué requerirían de la generosidad de aquella buena (de buenísima parecía poder calificársele, aunque por los acontecimientos sobrevenidos luego vió- se que era más sabia que la mismísima Viviana, que de Merlín recibiera su ciencia) señora. Tres cosas podían solicitar, y resultaba ahora que, bien mirado, había seis apetecibles: riqueza, po- der, salud, honores, belleza y juventud.

Así, mientras la mujer aferrábase a la fortuna, la belleza y los honores, el marido pensaba en la salud y el poder, como en cosas harto apetitosas.

—La riqueza— decía ella— nos ti*aerá todo lo demás.

Sí, sí— objetaba él~. Y te da una parálisis o un reuma crónico, y no te puedes mover.

En tan transcendental polémica corría el tiem- po que era un gusto, y llegó un momento en que, pese a su ensimismamiento, sintieron hambre. El primero en experimentar sus molestias fué el marido, que, sin pensar en el alcance de lo que iba a decir, suspiró:

¡Quisiera tener aquí una morcilla bien asada!...

Y dicho y hecho: ante ellos surgió una fuente de plata en que dormía el suculento comestible.

¡Burro!, ¡animalote!, ¡idiota! apostrofó la mujer, llena de ira . ¡Pero no ves lo que has he- cho! Has desperdiciado uno de los dones del hada. ¡Merecías que te saliese en la nariz! ¡Ojalá fuese así!

Igual que el anterior deseo, sucedió con éste, y el apéndice nasal del infortunado enriquecióse

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

I

del más raro adorno que viesen jamás ojos mor- tales.

Y no quedó nada que hacer, sino pedir a la ma- drina que retirase aquel motivo decorativo, que al mismísimo rey de las islas Sandwich parecería excesivo. Fué inútil que la mujer deseara rique- zas y ofreciérale los más costosos y abigarrados ringorrangos para ocultar aquello; el marido ne- góse tenaz.

Así, después de pasar la fortuna por su mano, quedáronse igual qtie antes.

Pues bien: con España no debe suceder una cosa así; es preciso que Pactólo que corre por ella ahora haga algo más que «pasar»: que cree y fecunde.

Viajando estos días por el norte de la Penínsu- la he observado cosas harto curiosas. Llegaba a un pueblo y veía campos resecos y desolados. Condolido interrogaba, y la respuesta era poco más o menos la misma:

La cosecha se ha perdido, pero, ¡bah!, hay mucho dinero ahora por aquí.

No basta; es necesario, imprescindible, que ese dinero no esté aquí como en una cuenta corrien- te, sino que «produzca», que haga nacer indus- trias, crearse fábricas, granjas modelos, ferroca- rriles, bancos.

Mucho antes de que los Estados Unidos entra- sen en la contienda mundial, pedía yo en La Se- mana estrechas alianzas políticas y comerciales

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 129

con ellos, porque les creía admirables maestros en el arte de crear riqueza.

Para España, desgraciadamente, lo que suceda durante la guerra no tiene más que un interés que va «postguerra». El día que todo acabe es nues- tro deber ser ricos, pero no a la manera de los hi- dalgos clásicos que, mirando a mengua el contar, tiraban el dinero hoy, para espolvorearse la bar- ba con migas y parecer ahitos mañana, sino como el comerciante que sabe hacer que su dinero fruc- tifique y se multiplique.

No en comprar más panes y más peces, sino en el bíblico milagro de los panes y los peces está el secreto de la fortuna de los pueblos.

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PLANTEAMIENTO DE PROBLEMAS

EN BUSCA DE LA SE- RENIDAD NECESARIA

En vez de ocuparse de política menuda, de am- biciones particulares y de personalismos, dicen las gentes, precísase que los hombres políticos planteen los grandes problemas de la vida nacio- nal y los resuelvan en una noble emulación de ab- negaciones. ¡Admirable! Pero... ¿cómo?

El primero y principal defecto de nuestra polí- tica es que hay un gran problema planteado hace mucho tiempo y que no acaba de resolverse nun- ca. El ideal sería que se resolviese pacíficamente, sin necesidad de las sacudidas y violencias de una revolución; mas parece ley fatal que no se vaya a las cosas hasta que sea inútil ya ir a ellas, como no fué en Francia la Corte de Versalles a París hasta que tuvo que hacer el viaje entre pi- cas, ni se concedió la autonomía a nuestras colo- nias hasta que estaban perdidas.

Ese problema, resuelto en el fondo en todos los países antes de la guerra, en ella han encontrado su resolución oficial, digámoslo así, y es la mag- na lucha entre las ideas liberales y las conserva-

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doras, y el triunfo y completo predominio de las primeras sobre las últimas.

El mundo entero ha caído del lado de la liber- tad. Habían de ganar en absoluto, completa, ro- tundamente la guerra los centrales 3^ pese a todo, la «Libertad» (así, con mayúscula) quedaría ven- cedora. Ni Alemania, ni iVustria, ni claro es que muchísimo menos Rusia, sucediese lo que suce- diese, volverían a ser lo que fueron. No en balde •las multitudes aprenden e1 valor de su poder; una vez api-endido, ni retroceden ya ni renuncian a él. Podráse, en un momento dado, oprimírseles con soldados y cañones, pero pronto volverán a sa- cudir el yugo.

Y aqui en España sucede al revés; no qué maleficio hay en los salones de la Presidencia del Consejo; no qué veneno infiltrador llevan las ca,sacas ministeriales, que, al poco tiempo de ser ministro un hombre político, conviértese en atroz- mente conservador, conservador agresivo, vio- lento, casi casi doblado de inquisidor.

¿Por qué no ha de ser la Monarquía española moderna y liberal como es la italiana, pongamos por modelo? ¿Por qué, en evitación de los grandes males que producen los sacudimientos sociales, no se ha de ir francamente, claramente, lealmen- te, hacia la Libertad?

¡Pero si el mismo Sr. Maura, su talento, con su voluntad formidable, con su rectitud indiscuti- ble, es de abolengo netamente liberal! ¡Si podría ser el gran definidor, desde cualquier alto lugar, dejando la aplicación a los otros, puesto que en él hay escrúpulos casi de místico!

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Cuando el Sr. Rodés fué ministro, las gentes y los órganos de opinión por ellas clamaban con alegría un poco pueril: «¡Un republicano ministro del rey!» Y yo pensaba que hubiese sido gran cosa si llegase a ministro para, pensando en la circuustancialidad de las formas de gobierno, des- arrollar con la Monarquía su programa republi- cano; pero no para dejárselo a las puertas de la cámara regia a cambio de que unas damas aris- tocráticas le saludasen en el Tiro de Pichón con la misma sonrisa con que saludarían al diablo al encontrarlo en la sala del «troneto» del Vaticanr..

Decía el Sr. Alba en su discurso que los ojos y el corazón se le iban tras de las izquierdas el día de la retirada. Y ¿por qué no les hizo caso? ¿Qué veneno le habían dado para, en vez de optar en estos momentos decisivos por las claras orienta- ciones liberales e impulsar a ellas la política es- pañola, dejar que se orientase en sentido mucho más que conservador, pues está imbuido de un conservadorismo tanto peor cuanto que se abro- quela en moldes liberales?

El problema del liberalismo es el primero a re- solver; después de él surgen otros no menos gra- ves y transcendentales, de que depende todo el futuro de España.

EL NACIONALISMO CATALÁN

Es inadmisible la cobardía de escamotear a la opinión uno de los más graves y transcendentales problemas presentes: el del nacionalismo catalán. Por el contrario, es preciso abordarlo claramen-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 133

te, noblemente, serenamente. No puede admitirse que suceda como sucedió en otros casos, donde todos los días se anunciaba que el enfermo seguía sin novedad, hasta que un día ¡se anunciaba que se había muerto...!

Cualquiera que sepa pensar un poco^ al leer todo lo que en Europa está sucediendo, pero más aún la respuesta del presidente Wilson a Austria, comprendería inmediatamente que había de re- crudecerse la cuestión catalana.

Claro es también, para cualquiera que posea claridad de juicio, que esa división del viejo con- tinente en minúsculos Estados es cosa incidental, interina, sólo viable en tanto se vuelvan a unir los pueblos con lazos más justos y equitativos, o sea «se asocien», en vez de estar dominados unos por otros. Y cualquiera, ante la geografía europea, comprenderá que Cataluña es España. Pero Ca- taluña tiene derecho a que se le oiga y se le escu- che, a que se haga justicia con ella, a tener (igual que deben tener Vizcaya y Navarra y Asturias...) voz y voto para que no se la co.nduzca por derro- terros que no quieren ir. Y esto es lo que el go- bierno o gobiernos que vengan tienen el deber de hacer lealmente y serenamente.

LA EMIGRACIÓN DE LA VIDA HACIA EL NORTE

Aún hay más; con mirar un mapa del mundo se oteará un nuevo peligro en el horizonte. Fuera de las ideas existen causas materiales que influyen decisivamente en la marcha de las luchas huma-

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

ñas; durante mucho tiempo, razones climatológ"i- cas mantuvieron a la humanidad en determina- das latitudes; pero según la civilización facilitó la vida suprimiendo obstáculos, la vida comenzó a remontar hacia el Norte, precisamente porque, borrados los inconvenientes, quedaban las ven- tajas, de la cual la principal era que la misma clara dureza del clima contribuía a la fortaleza espiritual, al desenv^olvimiento de la energía. Pues bien; ganada esta guerra por los Estados Unidos, siendo Inglaterra después la que menos daño haya sufrido, y siendo las rutas del Norte las más bre- ves, es probable que intensifiquen la vida allí mien- tras se aduerme en complicidad con la natural pe- reza en el Sur.

Piénsese salir al encuentro de esto; los latinos no pueden contentarse con el romántico galar- dón; han de revivir en la futura vida de trabajo y riqueza; pero, sobre todo, nosotros, colocados en un extremo, o quedaremos borrados o hemos de ñorecer como los más, siendo, no sólo el puente espiritual para la América del Sur, sino la gran metrópoli comercial.

No existe verdadera riqueza sin competencia, y así debemos ir a la creación de una vasta zona comercial iberoamericana, oponiendo fuerzas a fuerzas, aunque tropecemos con la desidia, la pe- reza y la falta de disciplina de España y de las Repúblicas de origen español, mucho más que con la oposición de las potencias norteñas, que, seguramente, aun por propio interés, más ayuda- rían que estorbarían.

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LAS ESTRIDENCIAS

En estas páginas van las notas estridentes, morales y materiales; las que han dado los de arriba y los de abajo; van el odio y la incompren- sión, el orgullo, que al ligar ahoga; la rebeldía, que al arrollar mata.

LA MADRE DE LAS REVOLUCIONES

(BUCEANDO EN LA HISTORIA)

FIGURAS

No he hallado aún ninguna historia de la Re- volución francesa que me satisfaga por completo. Todas las que he Igído hasta ahora me han pare- cido, además de parciales, banales a más no po- der. Ninguna ahonda; las hay todavía que dan una impresión de la ideología y del ambiente; nin- guna bucea en la psicología de los personajes.

Tres elementos hay en una revolución: las ideas, que es el principal, las ideas que contando con el punto de apoyo de la voluntad podrían considerarse como la palanca capaz de mover el mundo; el ambiente, cosa casual y fortuita, pues que un invierno muy crudo, una gran sequía, una guerra o una epidemia pueden producir el males- tar pn.picio (aunque sin otros elementos desgra- naríase en motines sin método, sin disciplina y sin utilidad), y las figuras.

Las figuras de una revolución son todo en ella; las figuras son la encarnación de una idea, el alto símbolo, la voluntad, consciente. Son de dos cla- ses: las que representan las ideas nuevas, las fór-

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muías que van al asalto y las que defienden los reductos. El triunfo.no depende nunca de la aco- metividad de las primeras, sino de la pasibilidad, necedad y torpeza de las segundas. Dícese vul- garmente que Dios ciega a quien quiere peder; no sé, pero que se ciega es indudable. Así comete torpeza sobre torpeza, equivocación sobre equi- vocación.

En la Revolución francesa los hombres de ella, enamorados de ideas muy grandes y muy bellas y aprovechando las circustancias y la estupidez de los guardianes, incapaces de administrar con habilidad las aguas para hacerlas fertilizadoras, abrieron las esclusas. La corriente empujó, im- petuosa y ciega, sus barcos, hízoles naufragar a la mayoría, perecer a casi todos, y siguió así has- ta que una mano férrea cerró otra esclusa. En- tonces el nivel de las aguas fué bajando y hallóse el terreno fertilizado.

Veamos alguna de las figuras de esa Revolu- ción, y puesto que hemos quedado en que las re- voluciones más las hacen los que defienden que los que atacan, dejemos los héroes del pueblo sanguinarios y crueles, dejemos los sans culotte paseando cabezas en la punta de las picas, y va- mos con ellos.

EL REY.

He leído este verano una nueva historia de la Revolución. Es una historia relamida, gemidora, muy modosa y propicia a escandalizarse, llena de una ternura monjil y afectada por las víctimas .

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Hasta ahora, en unas había yo hallado todo su- peditado a la pintura de los fondos fondos ver- des, jugosos y pastoriles del Trianón, fondos ocres, con llamas de incendio reflejadas en espe- jos de cobre, fondos luctuosos en malva y gris velados por negros crespones—; en otras las ideas, su desarrollo y gestación; en otras, en ñn, retratos. En ésta he hallado una defensa entu- siasta y almibarada de los caídos, invectivas de solterona espantada contra los hombres de la Re- volución. Monseñor Daphauloup, en un prólogo inacabable, dice que jamás tuvo tan claramente la visión de que el infortunado Luis XVI fué un santo y un mártir. La primera objeción que se me ocurre es que esto no es cierto, pues si mártir y santo hubiese sido estaría canonizado a estas ho- ras por la Iglesia, que buenas ganas tendría de elló.

No. Luis XVI como hombre fué un infeliz sin importancia: como rey, una calamidad. Entre su abulia miedosa y el orgulloso «el Estado soy yo» de Luis XIV, o el egoísta «después de el di- luvio», preferibles eran estos dos, pues siquiera denotaban voluntad y perspicacia.

Luis XVI fué un pobre hombre sin talento y sin resolución; fué un mal rey. En cuanto a su pueblo dejó que lo esquilmasen y lo llevasen hasta el últi- mo grado de miseria y de desesperación; conven- cido de sus derechos, dió lugar a que todos los pi- soteasen por miedo a una algarada callejera; des- pués de aceptar el sacrificio de sus amigos, aban- dónabales en la brecha por un ridículo escrúpulo de conciencia; creyente fervoroso, permitió ata-

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car y desterrar su relíg^ión, contentándose con una devoción fetichista, como si una piedad de monjita provinciana bastase al rey cristianísimo. Ni una sola idea brillante, ni un gran gesto, ni un juicio sereno, digno de pasar a la Historia; entre- túvose en tiquis-miquis de caridad, casera de me- nudos intereses sentimentales, que no servían sino para comprometer a aquellos a quienes que- ría honrar.

Las jornades de Versalles y de las Tallerías, las de la fuga de Verennes, las de la Convención y las del Temple fueron un desastre de vulgari- dad, pusilanimidad y torpeza.

Ni aun la serenidad ante la muerte pudo redi- mirle, pues algunas veces, ante el peligro, los más cobardes son héroes.

Las virtudes de un rey, su manera de ser ciu- dadano, esposo, padre, ami^o, difieren en abso- luto de las que corresponden a otro cualquier hombre.

LA REINA

No creo en los vicios y pecados de Marie Anto- ntette, no creo en las infamias que el pueblo atri- buyó a la austriaca^ pero no creo tampoco en las virtudes excelsas de la reina de Francia. La en- cuentro orgullosa, fría y dura.

El dolor es la gran escuela y la lanceta que hace la disección de los corazones. Paso a paso he seguido su vida. En la prosperidad fué altiva, incomprensiva y banal. Sus amigas mismas, la Lamballe, tan gentil y tan vacua^ y la Polignac,

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más resuelta, nos dicen de su nivel moral. En su calvario le faltó impulso de generosidad y nobleza de resignación. Limitóse apostrofar, quejarse y protestar, siempre desde lo alto, igual en el trono que en la guillotina, sin humanizarse nunca, sin abandonar la mueca de desdén glacial, y al mis- mo tiempo sin tener la medida del gesto regio. Estuvo a punto de abandonar al rey a su suerte, y siempffe aceptó los sacrificios como algo a que tenía derecho. Fué inconsciente, altiva y fría.

EL DELFÍN

No sé, fuera de la ternura que cualquier niño doliente inspira, dónde han hallado los escritores esa inextinguible fuente de ternura para el Del- fín, Yo, por mí, asegurar que he leído su his- toria muchas veces con verdadero afán de ver destacarse el alma de selección, precoz y noble de Luis XVII, y no lo he podido lograr.

Fueron brutales, inicuos, crueles con él; pero a , en esa horrenda prueba a que le sometió el destino, se me aparece como un niño despótico, rabioso, enfermizo, lleno de taras, decidido a no ceder, a ser mudo, hostil, inerte, y en su ternura no veo sino esa ternura, por el mimo, de todos los niños enfermizos.

HADAME ROYAL

La hija de Luis XVI es la más antipática de esas figuras. El cautiverio no pareció dolerle mu- cho; la muerte de sus padres y el martirio de su hermano la dejaron serena. Para aquellos admi-

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rabies servidores que les daban la vida en holo- causto, que por ellos se jugaban la libertad, la paz y hasta la cabeza, no tuvo sino una condes- cendencia desdeñosa; por los amigos que emplea- ban su energía y su astucia en endulzar su cauti- verio, para los amigos que en las horas atroces de la revolución les fueron fieles, una atención formulista de princesa, como si fuera ella la que habría de consolarles. Coronó su drama aceptan- do cobardemente de la revolución, que mató a los suyos, un trousseaux, y luego, y en salvo, devol- viéndolo. El dolor no le enseñó nada .

MADAME ELISABET

Pero en el cuadro de familia hay una gran figu- ra: madame Elisabet.

La tía del rey supo ser princesa y supo ser san- ta. Con abnegación siguió la suerte de los suyos; con fe y amor les alentó; con resignación aceptó su cfuz; sin abdicar ni un momento de su digni- dad supo morir. Fué una niujer admirable.

ATENTADOS POLITICOS

CANOVAS-CANALEJAS, EL 31 DE MAYO, BARCELONA.

LA VIOLENCIA COMO ARMA Y COMO ESCO- LLO EN EL LIBRE DESENVOLVIMIENTO DE LA VIDA ACTUAL DE LOS PUEBLOS.

Cuando un hombre ha sido obstáculo para lo que una parte de la opinión española concep- tuaba justo, no se le ha opuesto una idea ante la que tuviese que darse por vencido, sino que se ha encomendado a la violencia su eliminación.

Los atentados criminales, en la marcha políti- ca de los pueblos, han existido siempre y, sin em- bargo, son una cosa esencialmente moderna. Como la práctica no es sino la adaptación de la teoría a la realidad, estudiemos la teoría. La his- toria se repite y los hechos al través de los siglos tienen una extraña semejanza para los observa- dores superficiales. Y digo para los observadores superficiales, porque si penetramos en la verdade- ra entraña de las cosas, veremos qué inmenso abismo separa unos de otros y cuán diversas co- rrientes de ideas y sentimientos produce y, aun cuando sea un drama que cueste la vida a un

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hombre o una hecatombe que acabe con una mul- titud, tiene ante la Historia más importancia que la de la transformación que en el orden de ideas y con él en la dirección de la Humanidad produ- ce. Es como un bloque de piedra que se desploma en un río: sólo puede tenerse en cuenta cuando obstruye el cauce, traza un camino o desvía la corriente.

Los hombres han encarnado siempre las ideas y he ahí justamente su fuerza; pero la diferencia es que antes las encarnaban inconscientemente y ahora tienen conciencia de ello.

Desde César aquí, los crímenes políticos (salvo cuestiones de detalle, como armas, facilidad, im- punidad, etc.), no han variado gran cosa, pero en cambio su transcendencia social es inmensamente mayor, hasta el punto que para la marcha de una nación reviste mayor importancia hoy día el ase- sinato de un jefe político, que pudo revestir en la antigüedad el de un emperador, dueño de los des- tinos del mundo.

Los hombres son hoy día más y menos repre- sentativos a la vez. Voy a tratar de razonar esta contradicción. Antiguamente, un rey, un prínci- pe o un caudillo encarnaban en un símbolo, el símbolo de la fuerza y el poder; en cambio hoy día un hombre"''representa una idea. Antes come- tíase un crimen para suplantar a un soberano: el que se se sentaba en el trono o el que empuñaba las riendas del Poder era otro, otros los favoritos, los funcionarios, los protegidos, otras las queri- das..., pero el orden de ideas no variaba. Al en- cargarse de la gobernación de un pueblo admitía-

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se las mismas ideas y procedimientos del monar- ca que acababa de desaparecer. Y si cambiaban, hacía íalta siglos para la evolución. Hoy en día no; hoy en día cuando un hombre llega a las cum- bres, posee su ideología, un criterio fijo, obe- deciendo al cual trata de modificar la dirección de la multitud. Por esto al hacerle desaparecer no es el individuo el que se borra sino un factor en la evolución de los pueblos.

Algunas veces siento anhelos de contemplar las cosas desde muy lejos, desde una de esas altas cumbres donde toda serenidad tiene su asiento, que se llaman «lo por venir», de juzgar cómo, por fantástico sortilegio, me fuese dado vivir y sobrevivir al acontecimiento que me preocupa. Siento entonces cómo la luz de un gran sol de ver- dad y en una determinación de valores se me pre- sentan todas las cosas con diafanidad cristalina, libres de prejuicios y preocupaciones, tal y como son, colocado más allá del bien y del mal.

Ante los atentados personales, ante las trage- dias del anarquismo, que van teniendo raras con- comitancias con otras tragedias políticas que sur- gen en los pueblos meridionales, esta impresión se cristaliza. Y conste que digo los pueblos me- ridionales e intencionadamente suprimo Rusia, porque para mi modo de ver, en el inmenso im- perio son otras las causas y otros los caracteres de la lucha.

Cuando el horror, la lástima, la simpatía, la cu

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riosiclad van ca3^endo en la nada, y desligado de toda noción política, de todo personal sentir, ais- lado en el mundo imaginativo, intento juzgar, una pregunta surge ante mí: ¿es útil para un ideal de- fender el asesinato del que encarna el ideal con- trario? Y, no mi conciencia, puesto que nada tiene que ver en ello la conciencia— simple vacilación ante el pecado o temor a las consecuencias del pecado cometido—sino mi razón, me da la res- puesta escueta, contundente: no.

Hay en primer lugar algunas razones de justi- cia. Empieza porque es de suponer que los yerros de un monarca igual da presidente de República o jefe de Gobierno y aun todos los que se lanzan hasta el sacrificio en defensa de una idea— son in- voluntarios. Ligada su suerte a la de un Estado o un partido, el bien de éste es su propio bien, y queriéndolo quiere indirectamente el suyo. Apar- te de esto, raro será el soberano en cuya alma no haya vivido una quimera de gloria, quimera que el atavismo, la educación y el ambiente ali- mentan. Si se equivoca es, pues, involuntaria- mente, y la muerte es demasiado castigo para un pecado involuntario. Hay también razones de con- ciencia; así, por ejemplo, para condenar es preci- so estar limpio de culpa, y, como afirmó el trágico inglés, ¿quién habrá que en justicia merezca es- capar de ser azotado? Pero como en política la justicia y la conciencia son cosas muy relativas, dejémoslas de lado y vamos a otras razones, aque- llas que en realidad pueden abonar la utilidad o o inutilidad del atentado para el fin político a que

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Ante todo, suprimir o intentar suprimir violen- tamente a una persona no es vencerla. O se libra del atentado, y entonces su importancia acrece en razón directa de la importancia del mismo, y en- tonces para vencer dispone^ además de las armas que poseía anteriormente, de otras sentimentales —sacrificio, valor personal, bello gesto— que obran con gran eficacia sobre la inconsciencia de las multitudes, o bien perece en el ataque y deja en pos de si sus ideas, ideas que aisladas de la per- sonalidad, y por tanto de las debilidades y flaque- zas inherentes a toda personalidad humana, se en- grandecen y hacen indestructibles. Hay que lu- char entonces con un muerto, y los muertos son los más formidables enemigos . Tratar de borrar violentamente a una persona es declararse impo- tente para vencerla, y no circunstancial, sino de- finitivamente, es el reconocimiento de su fuerza y de nuestra debilidad. Los pueblos grandes, fuer- tes, conscientes de su poder y seguros de si mis- mos, no necesitan apelar a la violencia para li- brarse de una persona o de una institución que les sea odiosa: bástales «con querer» y manifes- tarse serenos, firmes y unidos en el ejercicio de sus derechos políticos.

Claro que al hablar de derechos políticos me refiero a los pueblos libres y que tienen concien- cia de sus derechos. (Tener conciencia de los de- rechos es tenerla también de los deberes.)

Para que los atentados personales sean posibles es preciso que haya un ambiente propicio, que los gérmenes morbosos que desvían las ideas del criminal estén en la atmósfera. Hay en estos he-

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ches mucho de vanidad enfermiza, de exhibicio- nismo. El autor de ellos sueña con ser un reden- tor, un héroe, un libertador que con riesgo de su vida ha cristalizado en un hecho, que seguramen- te le cuesta la existencia, los anhelos de un pue- blo. Si, por el contrario, tiene la seguridad de que el hecho merecerá la pública reprobación y de que el anatema de, no digo una nación, sino toda la humanidad, caerá sobre su cabeza, de que no sólo nadie le mirará como a paladín de una buena causa, sino que será considerado por todos como un criminal vulgar, y de que desposeído de toda aureola heroica será juzgado como cualquier de- lincuente entre el silencio de las gentes, se mirará mucho antes de cometer el delito. En este senti- do, tal vez los griegos estuvieron en lo firme al prohibir que el nombre del incendiario del tiempo de los Delfos fuese pronunciado.

Recurrir a los atentados es en un pueblo, como ya lo he dicho, señal de ineducación política. Los pueblos más adelantados del mundo están libres o casi libres de ellos.

Hay otra razón importantísima que rechaza esas agresiones como arma que hace triunfar una idea. En el mundo es preciso fiar más en los ye- rros de los otros que en nuestros aciertos propios, en sus vicios que en nuestras virtudes, ya que tan grandes pueden ser los unos y tan pequeñas han de ser forzosamente las otras. Más daño hacen a una monarquía los desvarios de un rey que todos los regicidas habidos y por haber. Además, queda la heroicidad del bello gesto ante la muerte, pa- trimonio de los reyes.

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En toda heroicidad hay algo de teatral . La mi- tad de los héroes son héroes por fuerza, porque las miradas fijas en ellos les hacen serlo, y quizás / ninguno eíi la soledad realizaría hazaña que re- basase los límites de las que en defensa propia les dictase el instinto de conservación.

Los monarcas (léase jefes de Estado) viven in- conscientemente para la galería y poseen innato el sentido del ademán glorioso. En el momento del peligro olvidan que son hombres y recuerdan que son reyes, que los anhelos (favorables o ad- versos) de su pueblaestán cifrados en ellos y que las miradas del mundo permanecen fijas en su gesto supremo, y son heroicos..

La historia es mujer, y la mirada de una mujer hace héroe a un hombre.

Y aún queda la razón suprema en contra. La muerte es el Jordán que borra los pecados del mundo; la sangre es el óleo santo que unge a los emperadores y los consagra eternos; la sangre es la escritura imborrable en el libro de la vida; la sangre es el filtro que cristaliza nuestras glorias; si César no hubiese muerto en el Senado, tal vez manchado de vicios y bajezas humanas, hubiese sido vergüenza del pueblo romano; si Napoleón hubiese perecido en Waterlóo, soñaríamos con que de vivir hubiese ganado la batalla.

Sin sangre el cristianismo hubiese muerto como una planta agostada; sin sangre hubiese palide- cido la púrpura imperial.

Y así, si los hombres confían el logro de sus ideales a un bravo asesino, se exponen a que el gesto de una pobre madre que tiende los brazos

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para defender a su hijo, salve un trono, o la arro- gancia de un hombre odiado prosterne a la mul- titud, y entonces el crimen, además de bárbaro, de cruel, será inútil.

MÁS DE LA VIOLENCIA

En la vida política de los pueblos, al través de las páginas de la Historia, los hechos se repiten, son fatalmente semejantes, y apenas si en la mar- cha ascensional de la Humanidad han conseguido los hombres infundirlas levísimas variantes. Las tiranías han sido permanentemente iguales, e iguales también las rebeldías; diríase, por el con- trario, que se ha retrocedido, pues mientras qué la democrática Grecia se contentaba con bort ar del Poder a aquellos gobernantes con la concien- cia entenebrecida de horrendos crímenes, en ple- no siglo xvm fueron a la guillotina gentes cuya culpa era refleja, y ahora mismo el ex zar de Ru- sia pagó un pecado que, más que de otra cosa, fué de debilidad.

(-Cuál puede considerarse la utilidad de la vio- lencia puesta al servicio de una idea? Diré since- ramente que ninguna.

La violencia no significa, en realidad, sino fal- ta de confianza en nosotros mismos, falta de fe en nuestras razones. Cuanto más dueños somos del razonamiento, cuando más creídos en nuestra fir- meza, menos necesidad tenemos de usar de ges- tos contundentes. Las gentes muy dueñas de

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mismas, muy impuestas en sus convicciones, no necesitan despeñarse por los senderos de la ira: manejan la dialéctica, la ironía, el desdén, el ges- to parsimonioso, la sonrisa. En cambio, los espí- ritus rudos y primitivos gritan, se exaltan, gesti- culan, peroran, creen sustituir la razón, que sien- ten que les falta, con los ademanes descompues- tos. Algo de esto pasa también con la alegría: mientras los seres muy cultivados apenas la de- jan entrever en una leve sonrisa y un brillar de las pupilas, las gentes primitivas necesitan reir a carcajadas, gritar, hacer grandes gestos inútiles, dar palmadas amicales, abrazos efusivos.

El pueblo más liberal y consciente de sus dere- chos antes de la guerra, el inglés, era frío, seve- ro, metódico y muy dueño de mismo.

Dice Le Bon, en su libro Las democracias anti- guas^ que casi siempre las revoluciones son pre- cipitadas por la torpe intemperancia de los tira- nos. Encierra esto una verdad grandísima, pues igual gobiernos que pueblos, apenas realizado el primer gesto de violencia, empiezan a declinar para morir; los unos van hacia la revolución; los otros hacia el imperio de las autocracias.

RECORRIENDO LAS ETAPAS DE LA REVOLUCIÓN

EL REGIMEN DE MINORIDAD

Una de las principales rémoras con que trope- zó siempre la vida española fué la indecisión, una a manera de falta de continuidad en el esfuerzo, de clara y definida orientación que diese a la po- lítica y al desenvolvimiento general de la vida uniformidad y progresiva rapidez. La política es- pañola caminó perennemente desordenada, por sacudimientos en vez de por un lento y seguro avance; el progreso,* cuando lo hubo, fué una se- rie de saltos en las tinieblas, y claro es que, aun- que mejoraran las cosas, quedaron invariable- mente abismos por llenar.

Esta manera, que el carácter o la vitalidad im- pusieron, tuvo su representación durante la Edad Media en las las minoridades. Apenas un rey ha- cía algo que fuera un valor efectivo en la Histo- ria, venía a heredarla un hijo, niño en cuya tute- la parientes y servidores hacían mangas y capi- rotes. Y si algunas veces, tal en las minorías, tal en las de Fernando IV y Alfonso XI, surgía un espíritu extraordinario como el de doña Maña de Molina, en cambio otras suscitábanse luchas esté- riles y aniquiladoras, como las de los Castros y los Laras en tiempos de Alfonso VIII.

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En la Edad Moderna, a las minorías (sin que faltase una tan desastrosa como la de Carlos II «el Hechizado») sucedieron los validos y los go- biernos interinos.

Pensaba yo este verano ante la tumba del prín- cipe don Juan, en Avila, cuál hubiera sido el des- tino de España si el hijo de Isabel de Castilla hu- biese vivido y la corona ceñido sus sienes en vez de ir a las del extranjero príncipe hermoso y a las de la reina loca de amor.

La muerte no lo quiso así y fueron, primero, las regencias, y luego, los reyes débiles que abdi- caron su autoridad en los validos. Contra unas y otros alzáronse nobles y plebeyos: unos con desatentadas ambiciones; otros en defensa de franquicias y privilegios, todos fiados en la falta de «autoridad moral» de aquellos con quienes te- nían que habérselas.

*

Porque bien miradas las cosas, tanto validos como gobiernos interinos adolecen de ausencia de garantía^ de firmeza en las ideas. Es muy difícil detener a quien marcha en línea recta; pero muy fácil a quien camina con miedosos tanteos.

Régimen de minoría podría ser sinónimo de fal- ta de autoridad, de energía y, «sobre todo», de unidad de pensamiento.

En este sentido todo el siglo xix fué un conti- nuado régimen de minoría en España. Las fuer- zas no se encaminaron a procurar un engrande- cimiento nacional, sino a dilucidar «quién tenía

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razón» y «quién tenía derecho». Y mientras, la nave sin timón caminaba al naufragio.

Después del desastroso reinado de doña Isabel II y de una absurda revolución sin ideas, sin pre- paración moral y sin disciplina, una revolución de motines callejeros en que, fuera de muy con- tadas personas, nadie sabía adónde iba ni a qué, vino un rey joven, valeroso, españolísimo e inte- ligente, educado en la admirable escuela del des- tierro. Y la fatalidad cortó su vida en flor. Doña María Cristina fué fuerte y enérgica. Injusto será quien atribuya a la política de la regencia la pér- dida de las colonias; se perdieron porque tenían que perderse, porque hacía siglos venía prepa- rándose la catástrofe, porque, perdida una, esta- ban todas perdidas. Doña María Cristina, aislada por una absurda política que le había precedido con mucho, en un rincón de Europa, rodeada de fuerzas hostiles^ sólo con la rigidez austera y gra- ve de su vida, remedió en lo posible el desastre. Dos hombres la ayudaron: Cánovas y Sagasta.

Dos hombres también representan corrientes vivas de opinión al comenzar el reinado de don Alfonso XIII: Canalejas y Maura.

Y he aquí que, validos tal vez de que los reyes constitucionales cada vez han de mezclarse me- nos en la política^ los hombres públicos, elimina- dos esos dos, se lanzan a luchas absurdas, des- tructoras.

En el momento en que se decida la suerte del mundo, cuando España, después de su catástrofe resucita milagrosamente, y las industrias, «pese a todo», florecen, y una nueva generación, fuer-

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te, trabajadora, inteligente, llena de bríos y de deseos de redención, entra en el palenque; cuando cada hora que pasa es una fuerza enorme que puede resolver problemas vitales y cada día que transcurre vale por años, y todos tienen en su mano hacer fuerza sobre la palanca que Arquíme- des pedía para remover el mundo, los partidos políticos se deshacen en intestinas luchas por je- faturas que, sin un real valor en los que las conquistan, nada valen ni significan. Luchar en- tre sí, ¿para qué? Acuérdense nuestros directores de cómo venció Jasón a los gigantes, haciéndoles destronarse los unos a los otros.

No; el régimen de cataplasmas, parches y bele- ños, como medio, no de remediar, sino de ador- mecer, no sirve ya. Hacen falta gentes que go- biernen de verdad, que nos digan dónde van y dónde nos llevan, que no sean pastores de borre- gos, sino caudillos de un pueblo fuerte que por encima de todo quiere vivir.

LAS IDEAS NUEVAS

LAS PERSONAS

Como las burbujas que desde el fondo del vaso suben a la superficie y estallan allí, muchas co- sas que parecían pequeños puntitos opacos suben a la superficie de la vida española y allí explotan. Y en esta súbita y no presentida efervescencia ideas que nos hacían el efecto de pequeños glo- bos de cristal se rompen/

Una de las cosas que están en crisis son los par- tidos políticos. Toda la máquina de nuestra polí- tica fué creada a base de una enorme fuerza: la voluntad de Cánovas. D. Antonio Cánovas, en vez de erigirse en dictador, como hubiese hecho quien tuviese menos genio político que él, com- prendió que las dictaduras tarde o temprano caen por su propio peso, y buscó otra fuerza, paralela a la suya, capaz de desarrollar las ideas que no pudiese desarrollar él; esta fuerza fué Sagasta. Puestas así de acuerdo dos poderosas inteligen- cias, abarcaron cada una de ellas enormes exten- siones de pensamientos y de acciones, y bastaron para la sencillez de la vida española, aunque in- curriendo a veces en pecados tan enormes como el de aislamiento internacional .

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Pero desaparecieron las dos poderosas ener- gías con su eclecticismo ideológico; el nivel de los que les sucedieron descendió y al mismo tiempo, con notoria desproporción, subió el nivel intelec- tual y moral de los que habían de obedecer o de- jarse guiar, y surgió, claro es, la disolución de los partidos políticos, una disolución oculta, que muy rara vez sale al exterior, pero que los mina y corroe .

Este vicio no es sólo cosa de los partidos gober- nantes, sino que es un mal nacional de muy difí- cil remedio; mal que ataca a las diversas regio- nes también, como ataca a todos los organismos de la vida nacional. Falta cohesión, y, al faltar, falta fuerza; un ideal común y una fe común: he ahí lo que hace grandes a los pueblos; pero esta fe y este ideal no pueden ser un renunciamiento, sino han de ser una fusión.

Los dos grandes partidos, pues, hoy en día no pueden coexistir con la vieja composición; pero pueden darse, en cambio, organismos integra- dos por todas las personas que en lo fundamental piensan lo mismo, aunque cada una represente un orden determinado. Entonces, lentamente, cada uno de esos hombres podría ir desenvolvien- do su pensamiento, aportando su esfuerzo, se gún el estado de la nación lo exigiese, y las Cor- tes del reino, unas Cortes «verdad», establecerían la necesaria armonía entre los hombres de buena voluntad. Nadie sería en política nada porque se llamase Fulano de Tal y fuese hijo de su padre, sino porque representaba una idea, una teoría o una solución.

REVOLUCIÓN, NO; EVOLUCIÓN INTENSIVA

Subiendo a la cumbre de las más puras especu- laciones y contemplando desde allí lo que pasa en España, vemos, sin prejuicios de ideas determi- nadas de ninguna clase, que aquí una revolución a la manera de la francesa no tiene sino muy en último caso, y tras difíciles condiciones, razón posible de ser.

Una revolución como la que derribó la monar- quía de Luis XVI necesita una honda prepara- ción ideológica; aquello no fué derrocar un régi- men, ni cambiar un orden de cosas; fué algo más profundo: remover, arrancar y replantar toda una vida con ideas, creencias, derechos y debe- res. La revolución francesa tuvo una larga e in- tensa gestación. Antes de ella nacieron sistemas filosóficos, se iniciaron corrientes de ideas, se de- finieron claramente odios, repulsas y aspiracio- nes, y así, el movimiento no hizo sino cristalizar todo esto. Por eso, pese a los procedimientos atro- ces, subsistió; porque era algo y significaba algo. Tal vez en esto estriban los fracasos de cuantas revoluciones han venido después, excepción de la italiana (que revolución fué también), que les fal- taba el alma colectiva que alentó en la francesa.

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Aquí no hemos tenido ni nuestro Voltaire, ni nuestro Rousseau; «Cándido» y la «Enciclopedia» no han llegado, tal vez, porque no eran necesa- rios. Y aun las imprecaciones apocalípticas del gran Costa , más se referían a un estado general de la raza que a una forma de gobernación. En nuestro actual régimen político caben todas las ideas y todos los procedimientos, y no hay refor- ma, por audaz que sea, que no pueda acoplarse a él.

Sin embargo, siéntese intenso malestar; pero es una cuestión de procedimientos más que de doc- trina, y a la purificación de esos procedimientos y a la intensificación de la vida española es a lo que han de tender los esfuerzos de todos.

* *

Hubo un hombre de talento que habló de «la revolución desde arriba». Lo que entonces pare- ció una frase, los acontecimientos han venido a demostrar que era una videncia. Maura quería purificar la vida española, desterrar la politique- ría andante, elevar los espíritus y unificar los es- fuerzos .

Pero el gran estadista, en su entusiasmo de apóstol, se alejó de la realidad, y junto con las grandes reformas quiso simultanear las peque- ñas; y sucedió que, aquí que las cosas más trans- cendentales pasan con un encogimiento de hom- bros; aquí donde el pueblo supo el desastre de Cavite al salir de los toros sin sentir ni remordi- miento ni vergüenza, las cosas pequeñas son pre-

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cisamente las que tienen importancia , y las me- didas de Maura levantaron protestas clamorosas. Entonces los politicastros de oficio, los chirles y barateros de la política, aprovecharon el motín. Maura cayó y la obra quedó inacabada.

Pues bien; esta obra debió ser maravillosa. Pri- mero, cinco años con los conservadores, de puri- ficar, limpiar, encauzar y acumular energías. El Ejército y la Marina, atendidos como merecen, dentro de la modestia de la vida española, todos los elementos que necesitan para su desenvolvi- miento, sin régimen de excepciones, pero con jus- ticia y amor; la industria y el comercio, ampara- dos y ateíjdidos, y firme y clara orientación, en las cuestiones exteriores .

Durante este período el partido liberal, un enor- me partido en que cabían desde el conservadoris- mb ladino, vacuo y pamplinero de García Prieto al radicalismo de Lerroux , se hubiera fortalecido y'preparado su programa de transcendentales re- formas sociales. Una vez llegado su turno hu- biera emprendido esas reformas serena y n >ble- mente hasta Degar a un socialismo sensato y pre- sidido por gran alteza de miras.

Si esos dos grandes partidos se hubiesen crea- do, hoy día los patriotas sabrían dónde ir y dónde poner su confianza; unos estarían con él, y los otros, los que simpatizamos con las ideas libera- les, en el campo de enfrente.

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Las lentitudes y convencionalismos de la vida política de España son descorazonadores. Llegan a ser tales, que recuerdan esos juegos en que los niños se tapan la cabe/a con un tapete para que no les conozca su papá.

Aquí cuando surge un gran talento no llega a tiempo de desenvolver sus energías; ha de gas- tarse primero, para arribar cansado y, muchas veces, sin fuerzas. En cambio cualquier nulidad más o menos dorada llega. Así se da el caso en un hombre, persona dignísima personalmente y de gran simpatía, que sin más título que haber sido satélite de un astro de primera magnitud el cero que necesita la unidad—, quiso ser y fué, dejando tras de tan sólo una estela de iro- nía. He ahí todo un símbolo de nuestra política.

Cuando estalló la guerra europea, España, puesto que se decía consciente de su falta abso- luta de preparación para tomar parte en la con- tienda, debió, desde el primer día, dedicarse a una intensificación de su vida, una mtensificación lle- vada hasta la fiebre. Decía yo que el gran peli- gro para los neutrales es que mientras los beli- gerantes habían llegado al máximum de su es- fuerzo ellos seguían en la medida anterior a la lucha. En vez de «ir viviendo>, las energías de todos debieron encaminarse a una fortaleza pa- triótica. Mas limitáronse a murmurar como siem pre: «¡Ya es tarde!» ¡Y no es tarde nunca! Los pueblos, como los individuos, llevan en mis-

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mos el germen de su fuerza y mientras subsiste estarán a tiempo para ser fuertes.

Claro que para esto hubiera sido necesario ol- vidar ambiciones, envidias y rencillas, renunciar al placer, vivir sólo para la grandeza de nuestra Patria. Y este sacrificio ha de ser forzosamente consciente; sacrificarse, sí; pero sabiendo por qué nos'sacrificamos.

Revolución, pues, no; por lo menos si es dable evitarla. Las revoluciones sin un alto credo espi- ritual son nocivas, y aquí ese alto credo no exis- te. Pero intensificación evolutiva, eso sí. Es pre- ciso que todo se transforme para dar la mayor suma posible de energía dejando la mayor utili- dad. Los políticos han de ser los administradores del bien público, no sus caprichosos dueños; el pueblo, a su vez, tiene que aceptar una discipli- na, y en cuanto a los ricos, tienen altísima misión que cumplir: la de convertir sus riquezas en fuen- te de prosperidad para todos, en río de oro que después de llenar sus acequias riegue los campos de los demás, sus riquezas. Nada de campos ocio- sos, ni de abandonados palacios, ni de predios in- útiles, ni de cazaderos dedicados al recreo de unos pocos, Ser rico debe integrar, trabajar más que esos pobres.

El bienestar y la grandeza de un pueblo está en sentir alto, pensar hondo, respetarse y saber conocerse.

ANTE LA REVOLUCION

Me he quedado en Madrid. Todos los míos se han ido al Norte; las í>-entes pudientes, la aristo- cracia, la banca, los políticos, emigran también hacia las playas; el calor empezó la expulsión; los anuncios de revolución acabaron de apresu- rarla. Bajo un sol de fuego, cobijado por un cie- lo implacable, la ciudad tiene un aspecto rudo y áspero, alegre, con una alegría casi africana; no ha}^ medias tintas, ni gamas de color, azul añil, blanco, amarillo siena, verde metálico, cobre. Las gentes elegantes, las modas arbitrarias de una afectación muy natural^ se han ido, y la tempe- ratura misma favorece una arbitrariedad que i'e- cuerdo los sans eulotte y las damas de los merca- dos que invadían las Tullerías. Hace un calor denso y pegajoso, una atmósfera espesa plana sobre todas las cosas, atmósfera de revolución,

¡La revolución! Confieso que no me escalofría; acostumbrado a trabajar muchas horas, a estu- diar siempre, a ser yo mismo, en vez de un nom- bre o un título que lleve a una persona oculta de- trás (como los gigantes y cabezudos de las ferias llevaban dentro un hombre mucho más pequeño que ellos), las revoluciones no me aterran, en la

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convicción fatalista de creer que quien valga valdrá de todos modos, y que, quien no, aunque \ les den los tesoros de Aladino y el poder de Au- g-usto o de Carlos V, acabará con todo ello. No sólo no me espantan, sino que me inspiran un in- terés apasionado; no es curiosidad, es algo mucho más noble y sereno, es la figuración imaginativa de las rutas ^'deales y el estudio de los esfuerzos de los hombres por encaminarse a ellas, mas las deformaciones de su espíritu en esta lucha. Una revolución tiene siempre en su fondo una idea ge- nerosa de justicia; ahora que los hombres, en su egoísmo, saben deformarla para ponerla al ser- vicio de sus malas pasiones.

Es incuestionable que en el fondo de toda sa- cudida social hay una idea ^grande; lo que sucede es que unas veces los hombres saben extraerla de las tinieblas o ella resplandece por sus propias fuerzas y otras queda oculta por el barro de las bajas pasiones o se encoge y se hace casi invi- sible.

Me he quedado en Madrid y llevo una vida sen- cilla e intensa de hombre de trabajo. Fuera de las horas del sueño o de una o dos en que despacho mi correspondencia, no paro en mi casa; trabajo en el Ateneo, en el periódico o en la Biblioteca Nacional; como en cafés o restaurants económi- cos; voy y vengo y me mezclo con la multitud. Pese a la dificultad material que opone mi sorde- ra, gentes desconocidas me hablan del periódico,

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de mis libros, de la política. Alguna vez hay una alarma y corren las gentes, mientras bajan apre- suradamente los cierres metálicos de los comer- cios; otras dicen que suenan descargas de fusile- ría hacia los Cuatro Caminos; algunas cae una pedrada en el tranvía .

*

* *

Es una verdad que el mayor enemigo de las re- voluciones es el sentido conservador de los pue- blos. Veamos.

Los militares no quieren la revolución; la ofi- cialidad, pese a su abierta rebeldía en las Juntas de Defensa, se han puesto incondicionalmente de parte del Poder; los soldados obedecen. Aunque el pueblo pretende fraternizar con ellos, aunque las mujeres les apostrofan, recordándoles que han sido sus madres y serán sus esposas (las es- cenas del puente de Toledo y del de Vallecas re- cuerdan las Cándidas estampas de la revolución del 68), obedecen.

Muchos obreros no quieren ir a la huelga; los tranviarios siguen en su puesto y muéstranse sa- tisfechos y aun orgullosos de alternar con los je- fes del ejército; mal que bien, ningún servicio se paraliza.

El Gobierno hace poco; deja hacer a las gen- tes, y fuera de alguna antipática medida, como la de los policías voluntarios, no muestra gestos demasiado bruscos.

Pienso, sin querer, que un pueblo que se iden- tifica con sus hombres de gobierno en una cues-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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tión de la importancia de la neutralidad no es apto para hacer una revolución.

Esto me lleva a meditar sobre la cuestión in- ternacional.

No el pueblo, el proletariado, los socialistas, la democracia, se equivoca al no querer intervenir, al encogerse de hombros ante las palabras Justi- cia, Libertad, Derecho, Es torpe y necio creer que se ventilan sólo los intereses materiales de Francia o Inglaterra en esta contienda; se venti- la algo mucho más transcendental: el porvenir de los pueblos.

Me explicaré. Las naciones en guerra hacen de sus hombres héroes, y Yo que es más, héroes cons- cientes. Esos hombres saben lo que se espera de ellos, lo que su esfuerzo representa pai a su pa- tria, los intereses que les están encomendados; cuando vuelvan, ¿cómo hacer que se contenten con un jornal de tres francos para mal comer? Habrá que asegurarles la independencia y el bienestar a que tienen derecho .

En España, ni el pueblo, ni la clase media, ni las clases directoras (aristocracia, plutocracia, políticos, con contadas excepciones), quieren la guerra por miedo y por egoísmo. El pueblo espa- ñol era invencible; así se lo dijeron hace mucho tiempo, siglos, cuando el sol no se ponía en sus dominios; luego fué grande a semejanza de los hovos mayores cuanto más tierra se les quita; en guerra de la Independencia fué sólo la gota de

172 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

agua que hizo desbordar el vaso; pero venció... ayudado, claro es, del ejército regular inglés. Y llegaron las guerras coloniales, la lucha con los Estados Unidos, la atroz lección de la realidad que venía a demostrar que el chin-chin patrióti- co, los gritos e improperios con que los antiguos se enardecían en el combate, tal vez servían para escalar una muralla o para una lucha cuerpo a cuerpo, pero no tenían poder frente a los barcos modernos y los potentes cañones. Y vino la reac- ción; de creerse por todos invencibles pasaron a creerse incapaces de vencer a nadie. Como una bestezuela muy castigada, el pueblo español huye del peligro^ donde cree que no hay wSino bal dón, vergüenza, ignominia, cuando tal vez está la Libertad y la Justicia.

En cuanto a las clases directoras, conténtanse con acumular su oro, ese oro que tal vez no val- ga nada luego; mientras, la mesocracia participe de muchas deformaciones espirituales.

Y no piensa el pueblo que. algún día tal vez, su cobardía sea como una muralla de granito que le cierre las soleadas rutas por donde los pueblos victoriosos caminaran a las Jericó prometidas; ni los ricos que quizá hayan, como en dantesco suplicio, de roer su oro, en tanto contemplan con ansiosas miradas los frutos amontonados sobre la mesa del festín para los que padecieron hambre y sed de justicia.

Sólo los intelectuales viven la guerra; se entu- siasman, sufren, siguen palpitantes la lucha. ¿Quién sabe si llegarán al otro lado y las aguas del mar Rojo se cerrarán tras ellos, separándoles

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 173

de las muchedumbres cautivas de su ambición y su cobardía?

No se siente bün la revolución. Es algo sórdido y premioso; algo hecho sin verdadera fe ni ver- dadera resolución; una serie de gfolpes en vago, de atentados frustrados, de intentos tímidos. Hay, claro es, víctimas, mártires y héroes, pero... fal- ta el impulso ardiente y arrollador, el torrente de fuego que devasta y fructifica , el entusiasmo ciego, falta eso, la fe. Parece que todos, al comen- zar, se dan por vencidos de antemano.

Esta noche, a las tres, hemos ido al Depósito de cadáveres. Había once sobre las mesas con ba- lazos en el pecho, en el vientre, en la cabeza. Uno tenía los ojos abiertos y parecííi mirarnos.

Agosto 1917.

AGUA PASADA.

DIÁLOGO ENTRE EL CÁN- DIDO Y EL ESCÉPTICO

El Cándido, No, no me cite usted ni ha la Ro- chefecaud ni a Nietzsche.

El escéptico.—^i a Carlyle, ni a Macaulay, ni a nadie en suma; que en esto de las citas me acuer- do fatalmente de Cervantes y de su Don Quijote (y pido excusa, aunque sólo sea en gracia de lo española y oportuna de la mención, por incurrir en el mismo vicio que vitupero), y no necesito an- dar buscando autores que me digan lo que yo me decir sin ellos. La vida...

El Cándido.— \^di vida, si la quita usted los gran- des ideales...

El escéptico.—tV cuáles son esos grandes idea- les?... ¿El lema de la República francesa? ¿Liber- tad, igualdad, fraternidad? ¡Bah! La libertad hu- mana ¡está restringida por tantas cosas!... La igualdad es imposible, pues siempre habrá inteli- gentes y necios, valientes y cobardes; en cuanto a la fraternidad impuesta con dinamita...

El Cándido. [O^onienáo a las más bellas uto- pías ese frío escepticismo!

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 175

El escépttco. No; en esas utopías, como en to- das, hay una parte realizable; pero para aplicar- la es preciso hombres de buena fe, sin ambiciones ni miras personales; hombres que se contenten con ser lo más noble y más grande que le es dado ser a un humano: hombre representativo. Lo que no es admisible es esas grandes utopías en ma- nos de políticos que se han nutrido superficial- mente en Maquiavelo. ..

El candido.— Y , sin embargo, Maquiavelo es su autor de ustedes...

El escép tico.. -—No; como dudamos de los hom- bres, aceptamos sus teorías; pero créame: cuanto más escépticos, en mejores condiciones estamos para cr^er cuando hay en qué. ' El Cándido.— ¿Entonces en las revoluciones no es dado creer?

El escéptico. —\No había de ser! Pero las revo- luciones no pueden ser una algarada callejera para oponer una oligarquía a otra oligarquía (y aquí vendría como anillo al dedo aquello de «más válelo malo conocido...»). Una revolución hoy día no puede ser eso, no; el mismo Melquíades Alvarez afirmaba que lo circunstancial es la for- ma de gobierno. Una revolución tiene que ser hoy día algo más hondo y fuerte: que ser una evolución intensiva. Hay, lo primero, que educar al pueblo, enseñarle sus derechos y deberes, dar- le la plena conciencia de mismo, y obtenido esto, que es una labor ímproba de años, mostrar- le los caminos. Entonces lo que ha de ser será. Pero todos sabrán adonde van y lo qué quieren.

176 ANTONIO DE HOYO!S Y VJNENT

El Cándido.— Fox lo que veo duda usted de nuestros hombres de gobierno.

El escéptico.—Rn politica hay partidos que son la unidad seguida de ceros y otros que son el cero seguido de unidades. Aunque en teoría sea mejor lo segundo, en la práctica es siempre mejor lo primero.

El Cándido.— usted descorazonador. Según se deduce de sus palabras, estamos condenados a permanecer petrificados...

El escéptico. -No, no; pero lo que es necesa- rio es no gastar nuestras energías, nuestras fuer- zas y nuestra sangre en oponer políticos a políti- cos cuando hay tanta cosa transcendental que las reclama. Créame usted, vuelvo a decirle: aquel que sin ambiciones personales tremolara una ver- dadera bandera de reforma la vería triunfar.

Septiembre 1917.

AL PASAR

No hay fuerza individual capaz de cambiar los elementos y de prever los acontecimientos que nacen de la naturaleza de las cir- cunstancias.—Emile Ollivier.

AL COMENZAR

Cuando por causas subterráneas la vida de los pueblos lánzase vertiginosamente por nuevos cauces, es preciso ir registrando sus diversos mo^ vimientos para orientarse hacia una clara con- cepción del nuevo vivir. La labor de los gober- nantes ha de ser entonces, no la de oponerse a las nuevas fuerzas, puesto que, además de inútil, có- rrese el peligro de hacerlas desbordar, sino en- cauzarlas, convirtiendo en energía creadora lo que de no ser así puede degenerar en destructora avalancha.

Nada más interesante en estos casos que obser- var la psicología de las muchedumbres, puesto que es sabido que al fundirse en la masa común la psicología del individuo se borra o transforma para f úndirse en la psicología común y dar la nor- ma del sentir colectivo. Lo que los hombres no saben o no osan hacer por solos lo hacen en comunidad.

12

178

Vamos, pues, a ver pasar la manifestación, pro presos de Cartagena, la manifestación que pue- de dar la norma, el espíritu sereno, llenos de imparcialidad.

LA MULTITUD

Hace un día maravilloso de sol. Un cielo im- placable (puede que algunas gentes frivolas ha- yan murmurado al levantarse: «¡Qué hermoso día de carreras!») cobija la ciudad. Nunca mejor el adjetivo implacable. Este bello día, después de tantos bellos días, anuncia, con la sequía el ham- bre, un aumento de miseria, la traición de la Na- turaleza, que no quiere ayudar tampoco.

Una multitud densa, compacta, pero serena, consciente, va reuniéndose en la plaza de Cáno- vas. Es interesante estudiar su composición. Hay los caudillos de siempre, alg'unos de los antiguos trabajadores, díscolos o descontentos, que corres- ponden, en el elemento obrero, a lo que la mayo- ría de nuestros políticos en la clase directora; pero domina un elemento intelectual que va des- de los catedráticos del Instituto Libre de Ense- ñanza y los profesores de la Residencia de Estu- diantes, hasta los obreros nuevos— los que en sus ratos de ocio acuden a la Biblioteca Nacional, a los Centros particulares de cultura, a las confe- rencias, leen, estudian, se apasionan— , pasando por fuertes mentalidades qufe hasta hace poco sentían una repugnancia intensa por la política. Ante todos estos hombres jóvenes, trabajadores y fervorosos, se piensa involuntariamente en las

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

179

palabras de Taine, refiriéndose a la Revolución francesa: «Por anticipado y sin quererlo cada ge- neración lleva en misma su destino.»

Vense también muchas damas, serias, algunas de edad ya, poseídas todas de un noble deber ciudadano.

EL AMBIENTE

Hay, en primer lugar, un gran fervor cordial por los presos de Cartagena. Es justo; de los que ellos defendieron merecen bien; de los demás res- peto. El delito político es respetable siempre. En la lucha se puede abatir al adversario; pasada ya, hay que tener un gesto, mejor que de piedad, de noble deferencia. No se debe «perdonar», sino «ol- vidar». Y esos hombres sabios, cultos, que se die- ron en un ideal bueno o malo, pero ideal político y social, vistiendo el uniforme infamante, son un baldón. La ley venció: razón de más para que el olvido borre ahora.

Pero hay también una gran seriedad ciudada- na, una seguridad en la «posesión del derecho», nueva en España. Nada de tumultos casi burles- cos, nada de movimientos nerviosos e inconscien- tes; esos hombres ejercen un deber y un derecho, y «lo saben».

LOS HÉROES

Los aplausos de la multitud van a los más ra- dicales, a los más audaces. Marcelino Domingo, Pablo Iglesias...

180

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

Es natural que así sea; las muchedumbres no pueden sentir los matices, necesitan las ideas fuertes y las transparentes representaciones. Los gobernantes son los llamados a enseñar que las ¡deas pueden vivir en otra atmósfera que la de las fraguas.

, DESFILANDO

La enorme ola sube hasta Recoletos y la Cas- tellana, llenando por completo el amplio paseo. Tal vez algún hombre político tras de sus venta- nas meditara en lo que eso significa, y pensara que hay que aprovechar las enseñanzas.

Llegó la manifestación ante la estatua de Cas- telar. Sus hombres van a hablar...

25 Novicmb.e 1917.

SERENIDAD

Cuéntanos Croiset cómo después del destierro de los Pisistratidas, aquellos de sus parientes que no estaban asociados a su poder fueron respeta- dos, y cómo, pese al horror de sus crímenes, el Consejo de los Treinta, tan sólo fué condenado al destierro.

Sucesos muy dolorosos han agitado a España este verano. El orden- ha vencido y la ley se ha cumplido; ha sonado la hora de perdonar. Hay que tachar esas páginas; si algo había de justo en las aspiraciones que se expresaron mal, recoger- lo; lo demás borrarlo con una gran piedad que borre a la vez el odio, la rebeldía, el sordo ren- cor, y que, haciendo olvidar, aúne todos los es- fuerzos. Y es preciso sobre todo respetar la Idea y oir la palabra de los hombres libres y justos. Hay que recordar las palabras de Tolstoi: «Ni millones de pesos, ni millones de soldados^ ni guerras, ni revoluciones pueden hacer lo que un hómbre libre cuando dice aquello que cree justo.»

HACIA LA PAZ Y LA JUSTICIA

EL COMIENZO DE LA OBRA

Hay gestos violentos que si no pueden justifi- carse pueden buscar una disculpa en el aturdi- miento de un momento de peligro. Lo que ya no admite, ni aun siquiera disculpa, es la perseve- rancia en el error, tanto más, cuanto que se refie- re a gentes que además de su representación ciu- dadana, tienen una representación qiie podíamos llamar «representativa».

Cuando los que, alejados de la cosa pública, contemplábamos los sucesos con serena nobleza de miras y absoluta imparcialidad, decíamos que era un absurdo, un baldón y una enormidad la presencia en Cartagena del Comité de la huel- ga, se nos acusaba de revolucionarios, de rebel- des, de arbitrarios, y, sin embargo,- no pedíamos más que una justicia que pacificando los ánimos^ redundaría en bien de todos, como han acabado por reconocer las Cortes del Reino y el Gobierno de S. M.

EL PRINCIPIO DE AUTORIDAD

Lo que venía sucediendo en España desde hace mucho tiempo, es que no existía un verdadero

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 183

Gobierno capaz de navegar por las aguas de la vida nacional en una dirección determinada e im- primiendo con firme pulso al timón de la nave simbólica la orientación querida; sino que débiles, sin verdadero prestigio, sin una visión clara y neta de las cosas, o lo que es peor, sin fuerzas para dominarlas si realmente la tenían, los Go- biernos daban saltos incongruentes y pasaban de todas las claudicaciones, las cobardías y las ab- dicaciones, a los más absurdos y desatentados gestos de violencia .

No hay nada que nos haga afrontar las cosas con serenidad como el sentimiento de nuestra fuerza. Y ese sentimiento era justamente lo que faltaba a los gobernantes; en vez de prevenir con una sobria aplicación de la ley, trataban de evi- tar con una a modo de captación de conciencias, un soborno espiritual y material, que, claro es, a la larga no daba resultado. Y luego, cuando la tormenta escallaba, entonces venga repartir palos de ciego.

EL TIEMPO PERDIDO

Tres años largos, tres años que pudieron ser como las vacas gordas del sueño de Faraón, per- diéronse neciamente en discutir filias y fobias y en tratar de suavizar asperezas. No hubo ningún José, y así, mientras se disputaba por dónde ha- bía de pasar la Fortuna, la Fortuna pasaba de largo, como en el cuento:

«Pues, señor, érase una vez un hombre que, ambicioso y ladino, supo que la Fortuna había de

184

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

pasar a una hora determinada por un campo de flores y decidió, con las más bellas, fragantes y olorosas, preparar un ramo para captar su volun- tad. Pero sucedió que mientras él inclinábase para coger las flores, la diosa pasó de largo, y al incorporarse él, tan sólo consiguió ver la sombra que se alejaba *

LA COBARDÍA CULPABLE

En realidad, la cobardía de los hombres políti eos, su miedo a lesionar intereses, su espanto ante la más leve protesta, ha sido la causante de todo. Algo de lo que se va a hacer ahora con la nacio- nalización de la flota mercante, debióse hacer desde el comieiizo con muchas cosas. En vez del Comité debían haber ido a la cárcel infinidad de industriales, de comerciantes, de acaparadores, de detentadores del bien público. Justo, muy justo que al amparo de las circunstancias se hayan he- cho grandes fortunas, son riquezas que redundan en bien de todos; pero este derecho a enriquecer- se «debe de tener el Hmite del bien público»; enri- quecerse, sí, pero sin hacer la vida imposible a los demás. Y justamente este límite es el que estaban en el deber de señalar los Gobiernos. Por encima del interés individual ha de estar siempre el inte- rés nacional, como por encima de éste está el in- terés humano, en las rarísimas ocasiones en que es realmente el interés humano.

El primer deber de los hombres que manejaban las riendas de la gobernación era hacer la vida

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

185

posible a todos. Si para ello había que lesionar in- tereses particulares, lesionándolos.

Hubiérase visto entonces cómo no era posible organizar una huelga con éxito. El bienestar es la mejor garantía del orden.

LOS PRESOS DE CARTAGENA

Han Helgado los presos de Cartagena. Son hom- bres que valen, y que valen mucho. En la prisión les ha acompañado, no sólo el entusiasmo de los suyos, sino la simpatía de todos los que trabaja- mos y no miramos las cosas superficialmente Han contraído, pues, una gran deuda, pero, no una deuda de estridencias, sino de labor honda, intensa, en pro de los obreros, haciendo sus aspi- raciones compatibles con otras aspiraciones que sólo en utopía pueden desáparecer, para que haya riqueza para todos, bienestar para todos y... tra- bajo para todos.

LOS CABALLOS BLANCOS DE ROMERSHOLM

Existe un fuerte drama ibseniano de un obscuro e intrincado simbolo. Es el caso que en un viejo dominio noruego, colocado al otro lado de los fiords^ vive una familia embrujada (hantee sería más exacto, en el gráfico del idioma francés) de un raro maleficio destructor de iniciativas y de energías. No se sabe, a decir verdad, ^^i el malefi- cio está en las casas o sencillamente en el espíri- tu de aquellas gentes. Sin embargo, bien sean reales fantasmas o sólo condensaciones en imá- genes de fenómenos imaginativos, es el caso que cada vez que una desgracia se cierne sobre ellas aparécenseles unos misteriosos caballos, los ca- ballos blancos de Romershólm, a manera de pre- sagio.

Rápidamente desfilan ante los viejos mitos en que figura el noble bruto que los hombres es- clavizaron. ¿Porqué los caballos, tan bellos y se- renos, han conservado ese valor de obscuro pre- sagio? Tal vez estriba en una rudimentaria ver- dad: la verdad de que al querer los hombres for- zar la naturaleza a servirles se vuelve contra ellos. Cuando los hombres han querido esclavi-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

187

zar el suelo, el suelo se ha hecho árido y estéril; cuando han robado su terreno al mar, el mar se ha precipitado rugiendo sobre ellos y los ha ane- gado; cuando han impuesto su yugo a las bes- tias, una misteriosa fuerza pareció radicar en ellas. Desde la torre de Babel a las alas de Icaro, desde las montañas de los Atlantes a la ciudad de Is, siempre que ios humanos han querido someter las leyes naturales a su vanidad han perecido.

Cuando una monarquía está amenazada de rui- na, siempre indefectiblemente hay como una lla- marada de lujo, de fasto, de riqueza, y en esa luz, que es algo como la luz fantasmagórica de Ro- mersholm, aparecen los caballos. No podemos imaginarnos los prolegómenos de la Revolución francesa sin el galopar de jinetes en las fiestas cinegéticas de Luis XIV, sin las carrozas de las paradas de Luis XV y Luis XVI; ni la derrota del Imperio, sin las carretelas a la D'Aumontde Eugenia de Montijo, sin los desfiles hacia Longs- champs, sin las carreras de caballos; ni la caída déla monarquía portuguesa, sin las carreras de caballos y sin los caballitos.

Si yo fuese ministro de un rey imaginario en un país donde los hombres de buena voluntad pu- diesen decir la verdad le diría: «Señor: descon- fiad de los caballos blancos de Romersholm. Los caballos están para labrar la tierra, para facili- tar la vida, para servir a la industria y al comer- cio; cuando corren, cuando son sólo bestias de lujo, tienen algo de maléfico.»

Por más que, acogiéndose a la lógica, todo con- sista en que, tras esos alardes de lujo y vanidad,

188

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

hay siempre agazapados aventureros de vastos planes, vividores, hombres sin conciencia, mer- caderes que igual trafican en apuestas que con coronas, con rancios apellidos y vanidades de advenedizos; y reyes, aristócratas y snobs^ les sirven de pantalla para sus sucias combinaciones financieras.

t

ORÍGENES Y DESARROLLO DE LAS REVOLUCIONES

I

EL PRESENTE ESPAÑOL

Mientras los acontecimientos se precipitan en el mundo, España dormita. No digo, obsérvese, duerme, sino dormita; la subconsciencia está alerta, casi sensible, en una vaga percepción de los acontecimientos exteriores; de vez en cuando el país despierta, hay una leve sacudida, y vuel- ve a dormitar.

La situación de España no es buena; pero esto no quiere decir que sea francamente mala; es pre- caria la situación de un pueblo que ha sufrido tre- mendas y dolorosas sacudidas, que no ha pereci- do en ellas, pero que no ha sacado tampoco ese florecer de salud y de energías que sigue a cier- tas graves enfermedades. España necesitaría, no una revolución en el sentido violento de la pala- bra, sino una fuerte intensificación de sus ener- gías.

Lo primero es hacerse cargo de su verdadera situación, conformarse a ser por ahora un pueblo débil, pero no resignarse, sino una vez hecho

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

el balance de valores, esforzarse por acumular sus fuerzas y tenderlas hacia un fin nacional, te- niendo en cuenta que ese esfuerzo y la prosperi- dad que le siga no pueden ser una pieza suelta, sino que ha de encajar en el mosaico de la pros- peridad universal. Vivir en el presente con los ojos puestos en el porvenir. El sueño de la Bella Durmiente del Bosque es, en la existencia moder- na, alg-o irrealizable.

Para todo eso es imprescindible una amplia, fuerte y seria orientación liberal; digámoslo me- jor, más rotunda y claramente, socialista. Nada de gestos teatrales, nada del príncipe que da me- dia capa al pobre (manera de que pasen frío el pobre y el príncipe), nada de esas bondades del gran señor que ayuda a la mendiga a cargar el haz de leña, nada de rasgos; lo que precisase es dar al pobre los medios de dejar de serlo, facili- tar, humanizar y hacer productivo el trabajo.

Sucede, desgraciadamente, en nuestra Patria, que subsiste algo del espíritu inquisitorial en las clases directoras. Claro está que esto no ha de in- terpretarse puerilmente, ni tampoco vulgarmen- te, sino en el sentido de que subsiste la violencia espiritual, la ira honda e incomprensiva, la obs- cura idea de que se tiene razón, y una vez tenien- do razón, todos los medios son buenos para impo- nerla.

El gran defecto de las clases directoras es aquí incomprensión: la negativa, no sólo a hacerse cargo, sino a escuchar las razones que los demás aducen para convencer. Yo recuerdo los días en que al pobre Canalejas (sin perjuicio de conside-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 191

rarle luego como el salvador) y esto hase repetido ahora en la cuestión internacional con Román o - nes, se le hacía la cruz, como al diablo, y se pre- tendía hundir, a fuerza de ridículo, a los que le seguían; recuerdo, y bien reciente está el tiempo en que Cambó (que ahora es justamente cuando, en su conservadorismo, va camino del fracaso), cuando Cambó, repito (que ellos, claro está, igno- raban), comenzaba por el vulgo de levita a desta- carse de la Asamblea de parlamentarios, los de- nuestos arrojados sobre él y aquél considerarlo como un hombre muy peligroso. No; no basta taparse la cabeza para no ver la marcha de las cosas..., porque además se corre el peligro de que al volver a mirar se haya perdido la noción de dónde se está.

Es lo más terrible aquí eso, la oposición de una negativa irrazonada a una verdad en marcha. Se comprende que se oponga todo un sistema moial, político y filosófico (como en Alemania; y ser ésta la única entre sus aliados que resiste aún, de- muestra que cuando realmente hay fuerzas, aun arbitrarias y deformes, que oponer a fuerzas, se puede luchar, aunque al final se derrumbe uno); pero lo que es necio es oponer una anatema, que ya no tiene ni aun fuerza moral, a la realidad de unas afirmaciones. Decir «¡esa gentuza!», «¡esos bandidos!», «¡esos sinvergüenzas!», sin saber silo son o no, es grande yerro. Tal vez entre ellos los haya, como en todas partes: pero también hay hombres dignos, sabios, honrados y de buena vo- luntad.

Desde los más altos a los más bajos han de con-

192 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

vencerse que no, que la vida ha cambiado, que es necesario, si no se tiene el valor y la fuerza de ir alegremente al cambio, resignarse a él; que si (usemos un lenguaje místico que les es familiar) no tienen alma para la contricción, han de refu giarse en la atrición.

E igual sucede con los hombres políticos; pocos, muy pocos del actual régimen se salvan; los que hayan tenido la clara visión futura nada más. Dentro de un mes, el gran Gobierno que ha de emprender la reforma de España habrá de adve- nir. Igual da que sea un gobierno de eminencias que un gobierno de hombres oscuros e insignifi- cantes; su grandeza está en la obra que realiza. Maura (al neg'ar la posibilidad de la reforma constitucional), pese a su enorme talento y a su gran probidad y autoridad, con Cambó, sería la revolución a plazo fijo; el triunfo de las izcjuier- das, con Melquíades, Romanones, Besteiro, sería la afirmación de la monarquía sobre los nuevos principios democráticos, la evolución pacífica de España sin necesidad de la revolución.

ALGO DEL ORIGEN DE LAS REVOLUCIONES

La primera causa de una revolución es vulgar, prosaica: el malestar material del pueblo. Las re- voluciones no estallan nunca en los pueblos victo- riosos como no sea a la inversa, es decir, con orientaciones conservadoras. Si se hubiese hecho una paz sin vencedores ni vencidos, probablemen- te Europa entera hubiera visto la revolución (ex-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 193

ceptuando tal vez Alemania, donde la férrea dis ciplina la hubiese sostenido).

Una vez producido el estado de malestar, que- dan dos caminos que seguir: o resistir la ola por el hierro y por el fuego, y es probable que tarde o temprano venza el empuje popular, o bien ha- cerse cargo de la justicia, y con un formidable es- píritu de abnegación, con una buena fe sin límites, pero serenamente, enérgicamente, ponerse al frente del movimiento y realizar desde el Gobier- no la honda transformación social que el pueblo requiere .

¿Se acuerda el Sr. Maura de la revolución desde arriba?

II

LA TRAYECTORIA

Cuando, víctima de grandes padecimientos físi eos, un hombre yace en el lecho del dolor, incons- cientemente busca cambiar de postura, hallando en ello un alivio y, desde luego, la esperanza de, en cada nueva que 'adopte, descubrir el lenitivo. Si se deja llevar de esta impresión , su nerviosidad va en crescendo, y llega un momento de tremenda sobreexcitación, que acaba por dar al traste con él. Pero SI en vez de los remedios que pueden cu- rarle se le dan calmantes, tras cada nuevo sopor la exaltación aumenta; si se le sujeta por la fuer- za, pueden ser tales sus sacudidas que rompa las ligaduras. Igual que con el dolor físico sucede con el moral: parece que encontramos consuelo

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ANTONIO D)L HOYOS Y VINENT

en pasear y en agitarnos, en trasladarnos de un í lado para otro. / A los pueblos sucédeles como a las personas: \ cuando se encuentran en un momento de males- tar, necesitan los sacudimientos, las convulsiones f violentas, que dan al traste con lo que ellos con- í sideran causa directa de su malestar, y que tal | vez no sea sino cristalización del malestar mismo. í

LOS ANTIGUOS PERSAS

El famoso discurso que comenzaba: «Era cos- tumbre de los antiguos persas pasar tres días en la anarquía a la muerte de un rey, para que el ejemplo de robos, incendios y asesinatos...», dis- curso que dió lugar a la denominación de «Per- sas» con que bautizaron a una fracción de la Cá- mara española, tenía, bajo su pomposa teatrali- dad, un fondo de verdad en la aplicación y una rara exactitud de percepción.

No sólo en España, sino en todos los pueblos puede haber momentos en que forzosamente se arrojen en la anarquía. Estas crisis, como las guerras y como algunas enfermedades, a la larga son ventajosas, y, vueltas ya las cosas a su cau- ce, marcan un paso en la historia de los Estados.

Sin embargo, para que lleguen naturalmente, y no provocadas por bastardas ambiciones, ha- cen faltan circunstancias desesperadas, y hasta que los gobernantes, en vez de aferrarse a la vio- lencia, como el único medio de gobierno, sientan y comprendan los dolores y necesidades de su

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 195

pueblo y los compartan con él, para que puedan solucionarse pacíficamente las cosas.

EL ORTO Y EL CÉNIT

Una revolución empieza a señalarse casi siem- pre del mismo modo. Hay cierta luz que no se sabe de dónde procede, que alumbra todas las cosas con livores que los deforman y ensombre- cen. Sacudidas de malestar, nerviosidades, rápi- dos cambios de Gobierno en busca del definiti- vo..., que llega siempre tarde,, pues mientras se buscan soluciones intermedias para no ir a él, deja el mismo de ser una solución.

Una vez en el cénit, la revolución estalla, y en- tonces toda precaución es inútil, y lo más a que puede aspirarse es a ayudarla a resolverse, a abreviarla.

EL APÓSTOL Y EL CAUDILLO

Es indudable que en toda revolución ha de ha- ber forzosamente un apóstol y un caudillo.

El caudillo es sencillamente producto de los entusiasmos y de los ardores, de los amores y de los odios populares. Pero el apóstol (que en el co- rrer del tiempo va transformándose en un esta- dista sencillamente), ha de saber adónde va y adónde lleva a los demás.

El apóstol, para ir serenamente a una revolu- ción, ha de saber, no sólo su ideal de él, sino el ideal del pueblo que va a conducir, y buscar la fórmula para que sean compatibles y yiables.

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

LA IDEA I

La gran fuerza de la revolución francesa fué ! su preparación ideológica. No se arguya que en ! Rusia también la ha habido. Es imposible compa- ' rar una cosa con otra. En Rusia, en primer lu- gar, la ideología ha sido más vaga, más literaria, menos claramentg definida, impregnada de un pseudomisticismo enfermizo lleno de resignacio- nes y de éxtasis visionarios.

El gran mal de las revoluciones actuales es que no está marcado con rectitud su objeto, que no se sabe cuál es el avance mínimo ni cuál es el avance máximo que van a señalar en la vida ma- terial y moral de la humanidad.

PARENTESIS CASI CONSERVADOR

LIQUIDACIÓN DE LA REVOLUCIÓN I

CAUSAS Y OBJETIVOS

Una revolución puede tener dos clases de obje- tivos: uno obscuro, confuso, que en las mismas vicisitudes de la revolución se va especificando, y otro claro y definido. En el primer caso, si es sólo un anhelo de cambio provocado por profun- do malestar, si la revolución va sin normas, sin ritmo y, lo que es más grave, sin meta definida, lleva casi siempre fatalmente a la anarquía; en el segundo, cuando las causas son claras, el ca- minar lento y el objetivo claro, si hay sensatez en las unas y energías en los otros, detiénese una vez conseguido el objeto y puede ser un paso be- neficioso en la historia de un pueblo.

Sería necio y pueril negar que desde el mes de julio de 1917 España ha cruzado por un período revolucionario, una revolución serena, clara, con metas marcadas de antemano, eso sí; pero una revolución que ha sacudido el fundamento de mu- chas cosas, ha hecho caer algunas y ha fortale- cido otras.

Hay varias causas: una eficiente, las otras de-

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

rivadas de ella. La causa eficiente es la guerra europea. En nuestros tiempos una guerra no es como en la antigüedad, que en metáfora podemos decir que se contemplaba la batalla tranquila- mente desde los muros de una ciudad. Ahora una guerra cambia el orden de todas las cosas; hasta los países más lejanos llegan las consecuencias de la tragedia; la vida moderna es muy intensa y multiforme y, por lo tanto, las necesidades muy complejas. Aunque en esta lucha se prepare una era de esplendor industrial y comercial, por el momento hondísima crisis pone todo en peligro. Claro que estas condiciones no son sólo de índole material, sino también moral.

España, aunque suavizadas, viene padeciendo desde hace cuatro años estas consecuencias eco- nómicamente. Ha faltado habilidad y prontitud en los Gobiernos para remediarlas, valor cívico para anunciarlas con tiempo y predisponer 4os espíritus al sacrificio. Han hecho como esos ami- gos oficiosos que, sabiendo al hijo en trance de muerte, en vez de llevar a la madre a su cabece- ra, la preparan un día y otro. Las consecuencias, pues, del conflicto europeo llegaban, y el males- tar cundía.

Moralmente, por lógica evolución, ganen unos * u otros o no gane ninguno, esta guerra tiene que ser, en el caming ascensional de la Humanidad, un paso hacia el acto de la libertad. Ya durante ella Inglaterra (y no cito Rusia, donde la sacudi- da es con exceso violenta) y aun Alemania se han hecho más liberales. Aunque triunfase, que no triunfará el imperialismo germánico, la liber-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 201

tad triunfaría dentro de él. Los partidos políticos españoles, y con ellos la política entera, cerrábase a nuevas normas y acogíase a las antiguas en sus treinta o cuarenta años, y téngase presente que en la vida moderna años valen lo que en la antigua siglos. Estas eran las causas.

LOS EFECTOS

el intenso malestar de la vida nacional ha- bía que hallar soluciones concretas. El Ejército, que había pasado lleno de heroísmo por la catás- trofe colonial, sin una queja ni una protesta, fati- gábase de ver lo estéril de sus esfuerzos. Los bu- rócratas ya no eran los oficinistas soñolientos y perezosos de antaño, sino hombres que trabaja- ban con fe, y ansiaban mejorar. El pueblo, por su parte, leía, aprendía, se ilustraba. Claro que algo se transformaba también la política; pero iba de- masiado despacio; había un visible desnivel entre la marcha de los unos y los otros,

Y en tal situación, ¿qué hacer? Las viejas revo- luciones habían dejado demasiado desengañado al pueblo, habían defraudado con exceso sus es- peranzas; los hombres que encauzaban la rebeldía no ofrecían bastantes garantías para arrastrar a las muchedumores hace falta la fe, algo que es como una luz que reverbera en torno a las figu- ras — , se les veía demasiado pagados de cosas modas y fáciles, demasiado preocupados por el orden, sin ese ciego impulso, sin ese loco entu- siasmo que no sabe dónde va, pero que arrastra

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

a las multitudes, demasiado frías, herméticas, prudentes y calculadoras. En tales condiciones, en vez de una revolución violenta era mejor una evolución rápida, enérgica, eficaz, que, respetán- dolo todo, obligáralo a renovarse. Y avanzó la revolución fuerte, serena, irresistible. Fueron las Juntas, la Asamblea de parlamentarios... Aquello era algo nuevo, espontáneo, pese a tal cual ro- mántica concomitancia que se trataba de estable- cer... El «Juego de pelota, la Convención...» ¡Bah! En 4a vida de la Humanidad, como en la de los individuos, las cosas no se repiten, todo envejece y se deforma.

LOS DOS PRIMEROS EFECTOS

El primer resultado, después de hacer sentir que bajo la calma chicha había hondas corrientes de inquietud, fué atajar la marcha de la vieja po- lítica, evitando unas elecciones que dieran por resultado Cortes iguales a las anteriores. Fueron peores^ pero justamente en ello estaba la salva- ción. En segundo, la formación de un Ministerio, caótico y absurdo, pero que por su insignificancia misma llevaba en los gérmenes de unas Cortes que, por lo varias y fragmentarias, encerraban a su vez por corolario una obligada encauzación de la vida política hacia la acción por el ideal, en vez de por un sentido de conveniencia partidista. Cuando todos los hombres piensan igual se ponen de acuerdo para repartirse la res; cuando cada uno pugna en su pensar con el otro, sacrifican la

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONEís

203

res en un ideal común, más alto que el ideal indi- Tidual.

Este Ministerio era, usando de un tópico vul- gar, un arca de Noé.

II

EL ARCA DE NOÉ

Decía yo que el primer Ministerio renovador era un a modo de arca de Noé, y voy a expli- carme.

El Sr. García Prieto, al encargarse de formar Gobierno tropezó con la dificultad de que, bien fuese porque él no aceptaba los programas com- pletos, bien por otra causa cualquiera^ los que ha- bían provocado directa o indirectamente la situa- ción negábanse a compartir las responsabilida- des de su resolución. Hizo lo que le dejaron hacer (poco) y llevó al nuevo Gobierno, con el Sr. La Cierva, representantes de la intelectualidad, de la severidad moral, de la política de altura, de la oratoria pomposamente castelariana, un poco de todo formando un conjunto que carecía de homo- geneidad y, al mismo tiempo, de heterogeneidad bastante para en el contrapeso hallar el equili- brio.

Eje de este Ministerio era el Sr. La Cierva. El político conservador es un hombre de altísimo va- ler, de actividad extraordinaria, de múltiples y provechosas iniciativas, de laboriosidad infatiga- ble, es uno de los grandes valores políticos espa- ñoles; pero para desarrollar sus planes en mo-

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ANTONIO DH HOYOS Y VINENT

mentos de serenidad, de esfuerzo común, cuando hay ese acuerdo tácito entre todos los elementos que integran la nación. Y precisamente sobrevi- no su advenimiento en unas circunstancias difici- lísimas, cuando, muy justamente por cierto, notá- base el malestar general. Eran días en que ningu- nos intereses podían anteponerse a otros, para no ponerlos en pugna ni crear antipatías e incompa- tibilidades. En tal condición, el Sr. La Cierva, de ser algo, debió de ser presidente del Consejo; pero no al final, con una dictadura militar, sino desde el primer día.

MÁS EFECTOS

Ya he dicho que los primeros resultados fueron alejar del Poder los viejos partidos turnantes, demostrando que a la vitalidad de los pueblos in- teresan otros problemas además de los que entra- ña la lucha entre los principios liberales y conser- vadores. Durante mucho tiempo en España los Gobiernos han caído j se han levantado por la enseñanza laica y la secularización de los cemen- terios, y la vida ha venido a demostrar que había problemas de fortificaciones, de armamentos, de transportes, de subsistencias, industriales y co- merciales, que merecían obtener tanta atención, por lo menos, y, por lo tanto, tener hombres que los representasen.

Luego, el segundo efecto fué la formación del Ministerio que hiciese unas elecciones «verdad» para reunir las Cortes de la renovación. Si dijé- semos que las tales elecciones fueron muy lim-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 205

pias^ mentiríamos a sabiendas. Fueron absurdas; multitud de corruptelas florecieron; sobre todo el dinero, que se vió verter a manos llenas, manci- llólas.

Más sucedió que, una vez reunidas las Cortes, nadie podía gobernar con ellas, que era precisa- mente lo necesario p ira que en esfuerzo patrióti- co gobernasen todos. Y con esto llegamos a la fase más difícil de la mansa revolución que, burla burlando, hemos vivido en España.

EL GRAN GOBIERNO

Nadie podía formar Gabinete. Unos «no po- dían», otros no podían sin disolver las nonnatas Cortes, que eia como no poder tampoco. Un enor- me desbarajuste reinaba por tódas partes, y hubo un momento en que la revolución tocó esa divi- soria que la separa cuando aun con eufemismo puede llamársele evolución, a cuando en plena calle se precipita en el desorden y la anarquía. Entonces fué cuando una noche los reporteros vieron abrirse las puertas del regio alcázar y su- pieron la noticia que el pueblo, silencioso horas antes cuando la apertura del Parlamento , con un silencio hosco ante el palatino desfile de carro- zas, acogió con gritos de entusiasma y manifés- taciones de júbilo.

Pero al mismo tiempo partía para Murcia el se- ñor La Cierva, llevándose la incógnita de si su ida era la vuelta a la normalidad o la revolución triunfante.

Claro que hasta ahora nada se podía hacer más

206

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

que restablecer el orden necesario para gobernar, suprimir ese estado de inquietud en que algunk responsabilidad cabe a la Prensa, pues si bien es verdad que los Gobiernos, como los industriales, necesitan del reclamo, si ese reclamo consiste en anunciar la quiebra, la inutilización de las exis- tencias y otras catástrofes, más perjudicíi que ayuda, y volver a normalizar los servicios; pero es preciso tener en cuenta que el mal está muy adelantado, el remedio es urgente y hay que ser rápido y acertauo.

III

Son tan varias y graves las consecuencias de la revolución por que pasó España el verano de 1917, que, no ya con lo dicho, sino ni aun con mucho más quedará agotado el filón. Sin embar- go, a una de las que quiero referirme es preciso atribuirle toda la enorme importancia que en rea- lidad tiene; hablo de la constitución de la minoría socialista.

Los republicanos tienen un ideal: el cambio de régimen; los socialistas, otro: la mejora de las condiciones de la clase obrera. Estos dos ideales no son antagónicos, pero tampoco son semejan- tes. Puede haber un momento en que a los repu- blicanos les convenga provocar un malestar pro- picio a las agitaciones; a los socialistas, lo que les interesa, sobre todo, es buscar una buena le- gislación obrera, un Gobierno que la aplique enér- gicamente y nuevas concesiones que constante- te se renueven.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

207

Puestas las cosas así, claro que los socialistas podrán secundar a los republicanos en cuanto su. actuación tenga de dinámica, pero no pueden se- guirles lo mismo en lo que tenga de estática, de obstruccionista^ como no sea frente a un Gobier- no que pretenda retroceder.

Ahora hay una minoría socialista, una minoría que a la clase obrera no puede serle sospechosa, puesto que en holocausto a ella ha padecido per- secución; por lo tanto, está capacitada para hacer labor de fijación de unas verdaderas bases obre- ras que sintetizasen las aspiraciones de las clases trabajadoras.

Abril, 1918.

i

POR TIERRAS DE RENOVACION

14

I

LO QUE SE PIENSA EN MADRID DE CATALUÑA Y SUS HOMBRES

LOS VERDADEROS LAZOS

Algunas veces leyendo los periódicos catala- nes que tratan del centralismo, y los madrileños que divagan sobre la cuestión catalana, sonrío con la misma amargura que cuando veo esas ne- cias soflamas que nos dicen de la fraternidad hispanoamericana, de la comunidad de lenguas y creencias y otros vulgares tópicos con que atruenan a diario. Y siento esa amargura, no porque crea imposible esa fraternidad, ni me- nos porque no me parezca de altísima utilidad moral y material, sino porque, así entendida, me hace el efecto de un taparrabos para, con hueras y pomposas vaciedades, encubrir los politicastros profesionales que posponen sus intereses a los de la nación, bastardas e inconfesables ambiciones.

Las uniones de pueblos no pueden hacerse con banderolas, arcos triun%les, percalinas, discur- sos, músicas y estrofas de poetas. Eso es muy bo- nito; la parte decorativa, como si dijésemos, tal vez útil también para despertar el entusiasmo, pero el entusiasmo es efímero: del entusiasmo no

212 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

se vive, y si lia de servir de algo, hay que apro- vecharlo. La vida moderna es muy prosaica, y los pueblos, como los individuos, necesitan vivir. Existe un comercio, una industria; éstos necesi- tan de los productos del suelo, de la riqueza del subsuelo, de las fuerzas naturales; de un Ejérci- to y una Marina que los haga respetar; de un Go- bierno, en fin, que sepa administrar sus intereses. América podrá preferirnos sentimentalmente y aun darnos la primacía siempre que nuestros pro- ductos sean, por lo menos^ tan buenos como los de los otros pueblos; pero lo que no hará de segu- ro es perjudicarse por razones románticas. Ese falso comercio que vivía de nuestras colonias, gracias a aranceles de favor, y que tanto contri- buyó a tres factores de nuestra ruina— la antipa- tía extranjera que veía con malos ojos una com- petencia injusta, la idea de nuestros coloniales de que la metrópoli les explotaba dificultándoles la vida y, sobre todo, la pereza del comercio espa- ñol que se acostumbró a dormirse en una ganan- cia, que si bien era muy mediocre, en cambio se obtenía sin trabajo— no puede darse ya, y si nues- tra Patria quiere conquistar mercados ha de ser por la bondad de sus productos. Claro que no se ha de caer tampoco en el extremo contrario de denigrar todo lo nuestro por el solo hecho de que es nuestro, pues entonces se va aún más rápida- mente a la ruina y a la disolución.

No es justo, lógico ni natural que Cataluña vuelva los ojos con desvío de la madre España; pero tampoco es justo, lógico ni natural que sea una víctima; lo que necesite, en España lo ha de

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

213

buscar; pero, a su vez, todos deben procurar que lo halle con la certeza de que los intereses, no sólo son compatibles, sino que se completan. No hay nada mejor para mantener la paz que ^1 bienestar y la satisfacción. No puedo olvidar las palabras de Shakespeare en su «Julio César»: «Dadme hombres gordos, orondos y satisfechos; sólo los flacos son peligrosos. >

Creo que en los rozamientos de Cataluña y Ma- drid—y tomo a Madrid como representación hay mucho de mala fe y de ambiciones misera- bles a cuenta de los hombres de uno y otro lado. Castilla no sabe bien todo lo que vale Cataluña, como aquélla no conoce el tesoro de fe, de amor y de entusiasmo que guarda ésta.

Los políticos de uno y otro lado témense mu- tuamente, piensan tal vez que es mejor ser cabe- za de ratón que cola de león, y no son capaces de meditar en que mejor que cabeza de ratón es ser cabesa de león, y que la manera de llegar a esto es el engrandecimiento del pueblo a que perte- necen.

¿Qué se piensa en Madrid de los políticos, de los artistas, de los escritores, de los industriales ca- talanes? Si un catalán realmente atento a los lati- dos de la opinión hubiese estado aquí cuando las últimas crisis, hubiese sacado la consoladora con- clusión de que los políticos catalanes están teni- dos en altísima estima, de que hay una gran fe en

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

ellos y de que son acogidos con fraternal confian- za, como lo que son, como españoles.

Cuando constituyóse el Gobierno García Prieto, fué impresión unánime: «No hay más que tres va- lores verdaderos en él: La Cierva, Rodés y Ven- tosa*. Luego al ser llamado por el rey el Sr. Cam- bó, todo el mundo lo encontró bien, lógico, natu- ral y manifestáronse confiados en que su consejo sería útil y contribuiría a resolver la cuestión.

Los políticos catalanes son tenidos por hom- bres que traen a la lucha una gran preparación, cultura, conocimiento de los problemas funda- mentales, orientación moderna...

Por los escritores tiénese en nuestro mundo li- terario gran respeto, en muchas ocasiones hasta entusiasmo; los pintores semran como de los más modernos...

¿Qué falta, pues? ¡Qué se opone a una perfecta compenetración!. . .

II

AMANECER IDEAL

LUZ

He salido de Madrid una tarde atrozmente fría y lluviosa; después de la crueldad de una falsa primavera que hacía tenderse, a las nubes erran- tes, los puños crispados, e interrogar los ojos an- siosos al cielo implacable, ha surgido de improvi- so el invierno crudo, feroz, amenazador. Tras el sol cruel, tras la tibia máscara de acogedora bon- dad, el cierzo helado silbará sobre las yermas es- tepas de la madre Castilla. Gentes trágicas en su resignación esperarán a la sombra de las piedras milenarias, cruzadas de brazos, que una deidad im placable tenga piedad de ellas, y sus ojos, des- lumbrados por la trágica magnificencia de las ho- gueras castellanas— hogueras de fe, de heroísmo, de lealtad—, que son como grandes fogatas en la desolación del yermo, se encenderán alternativa- mente chispazos de ira o de esperanza.

He salido de Madrid bajo la angustiosa impre- sión de estas últimas noches en las tinieblas, de este ambiente de perenne sobresalto en que cada día era una nueva amenaza de escasez. La torpe- za del Municipio, que, tras incautarse de la Fá- brica del Gas, en vez de hacer que el ensayo de

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

municipalización de servicios, gracias a una fuer- te preparación, fuese un éxito, ha dejado la ciu- dad a obscui as; la torpeza de los hombres que en cuatro años no han sabido precaver todo, incluso la inepta estulticia de las gentes que se divierten, no porque estén seguros «de vencer al mañana, sino porque no piensan en él», nos arroja de la ciudad encantadora que debiera ser un riente pa- raíso.

Me duermo, y al despertarme me encuentro con el sol que brilla en un cielo azul, mientras el tren corre por una ruta peregrina bordeando el mar. Hay en el paisaje ahora un bienestar, una con- fianza, una sensación de lucha, la sensación de que el hombre ha vencido por fin, de que no tie- ne que esperar, los ojos angustiados en el cielo, que misteriosas deidades ce apiaden de él.

Fábricas^ pueblos ricos, grandes cultivos, ciu dades que se adivinan opulentas.

La voluntad es dueña.

LA ENTRAÑA DEL PROBLEMA

Cualquiera que venga aquí, por muy lego que sea, si no trae la decisión hecha de los enfoca- mientos románticos, si no se ha propuesto usar de los grandes tópicos para ocultar las pequeñas verdades que forman el tejido de la vida, se da cuenta en seguida de la verdadera entraña del problema. No se trata, en realidad, del conflicto de las nacionalidades, ni de la lucha de regiones, ni de hostilidades, ni de idiomas, ni de objetivos sentimentales, aunque claro que todo ello inter-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 217

viene y lo ennoblece todo; trátase de algo más vulgar y pedestre, pero tan transcendental en la vida moderna que ha bastado a desencadenar la guerra mundial, a asolar el mundo y a volver la Humanidad a los tiempos de Atila: el problema económico.

Aquí respiran bienestar por todas partes; los restaurantes están llenos, los teatros de bote en bote, los cafés colmados, los tranvías en el com- pleto, los hoteles rebosando gente. Autos mag- níficos de alquiler llevan, no desocupados seño- ritos gritadores a la Bombilla, sino gentes qu'e van a 'alguna parte. Una plétora de población, de riqueza, de comercio, de industria; un bienes- tar relativo, pero general; una ausencia de po- bres... Claro que también hay diversiones, mu- chas d* versiones, .infinitamente más diversiones que ahí; pero son para gentes de fuera, son como eran en París, para que dejen su dinero los foras- teros, y no como en la villa y corte, una estúpida parada de vanidades para arruinarse los indíge- nas con parodias de elegancia mundial.

que algunos dirán que tengo una visión harto poco generosa de las cosas; no. Tengo la visión verdad.

Pues bien; no de la pobreza de España, sino de la desidia de España, de la indiferencia de Espa- ña, de la falta de voluntad de España es de lo que protesta, en el fondo, su hija rica y florecien- te; como protesta Bilbao, y protestará Valencia, y Sevilla, y La Coruña,

218

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

LA APRECIACIÓN DE VALORES

Aquí hay una menos convencional apreciación de valores; no se juzga por simpatía, ni por in- conscientes corrientes de opinión, ni por impul- sos. Aquí el que vale, vale; el que no, no.

Políticos, artistas, literatos, músicos, han de significar algo nuevo, han de hacer algo. Donde mejor se aprecia es en el teatro, en que los aplausos son más parcos y, sobre todo, más conscientes.

La «consciencia»: he ahí la gran característica de esta vida que, con la bilbaína, son las más próximas, no a la europeización (que es un tópi- co necio), sino a la modernidad, en el respeto de la tradición, pero en la transformación de la di- námica espiritual.

Barcelona, Diciembre 1917.

III

COBARDÍA Y PETULANCIA

IGNORAR

Más que por grandes causas, más que por una incompatibilidad efectiva, tienen las hostilidades, que muchas veces se truecan en odios, lo mismo en los pueblos que en los individuos, su origen en la ignorancia y aun en la incomprensión. El silencio es el mejor incubador de antipatías.

Hay que conocerse para amarse; hay que apren- der a perdonar y a estimar. El desconocimiento es la escuela de odios.

LA MESETA CASTE- LLANA Y CATALUÑA

Puramente, en las altas cumbres de las especu- laciones, Castilla es como el arca de la alianza que encierra la vieja ley de amor de todos los pueblos que integran España; Cataluña es la hija emprendedora que halló en el mar azul nuevos derroteros y abordó a las orillas de las tierras de promisión.

En la realidad, Castilla representa mucho de noble, de grande, de alto, de venerable; pero re- presenta también el «centralismo», que en po-

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

dría ser bueno quizás, pero que sus hombres de- forman y emponzoñan; 3^ Cataluña encarna el «regionalismo», que al i^y-ual quizás fuera bueno también, pero que sus hombres deforman al igual de aquéllos.

En varias ocasiones, hablando con gentes eii Madrid, nos dicen: «¡Bah! Esto es cosa muerta. Donde hay que ver movimiento y vida es en Bar- celona. Aquí se eterniza uno sin utilidad...» Y tal vez todo el fundamento de la afirmación está en la pesadez burocrática para resolver un expe diente. O bien en Barcelona nos murmuran con- fidencialmente: «¿Barcelona? ¡Un horror! Aquí la gente no es servicial, ni amable, ni cordial...» Cuando el secreto está en que un portero grose- ro no ha querido manipular un ascensor, o un ca mareio malhumorado ha servido mal.

LOS CULPABLES

¿Quiénes tienen la culpa? La misión de los hom- bres públicos es encauzar ias corrientes de opi- nión, los anhelos de la multitud y «realizarlos»; pero también «rectificarlos» cuando son equivo- cados, no violentamente y contra la voluntad del pueblo, sino abriéndole los ojos, enseñándole, mostrándole su error.

El pueblo vive engañado siempre: engañado cuando se le dice que España debe de ser un pa- raíso, y engañado cuando se le afirma que se ha hecho todo lo necesario para evitar la crisis ac- tual; igual en todo.

Y Castilla y Cataluña se desconocen. AUí, unos

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 221

hombres egoístas, bien avenidos con mangonear, hacen como que creen en terribles furias, en odios de razas, en inabordables fortalezas; aquí, otros hombres hablan pomposamente de éuropeización, de modernidad...

No habría sino hacer caer las máscaras y em- pujar a los dos pueblos, uno en brazos del otro, y luego fraternalmente repartirse los deberes y los derechos.

¡Conocerse! He ahí el gran sesame. Cuando Dios quiso evitar que los hombres escalasen el cielo no tuvo sino que confundir las lenguas, hacer que no pudiesen entenderse.

COBARDÍA Y PETULANCIA

Ser europeo no es nada; ser catalán es poco, no moralmente, que es Cataluña región de altos y nobles valores, sino materialmente. La guerra actual ha demostrado la imposibilidad de inde- pendencia de las pequeñas nacionalidades. Ser españoles de una España grande y fuerte, que sea como una avanzada sobre los horizontes nue- vos. Y dentro de esa nación poderosa poj' su ejér- cito, su marina y su comercio, ser cada uno lo que es.

Barcelona, Enero 1918.

IV

EL REY DEBE DE VENIR

EL TACTO DE CODOS

Los grandes cerebros y las grandes voluntades aspiran a dominar el mundo; los pensamientos mediocres se contentan con un dominio local, mejor dicho, con una ficción de dominio; con, no sabiendo lo que pasa más allá de los límites de la aldea, creer que no pasa nada, y, por ende, que, mandando en ella, se manda en el mundo entero.

Asombra, maravilla y causa envidia la labor de un estadista inglés o francés (hay que incluir entre ellos a Venizelos, que tuvo la misma visión amplia y profunda de las cosas y el secreto de mover la voluntad de un pueblo en una dirección que puede ser su grandeza), al preparar ante su mesa de trabajo la enorme máquina de la política actual y forjar un nuevo mundo.

Sucede que junto a fuertes cerebros, junto a un Silvela, un Maura, un Lerroux, un Cierva, un Cambó, un Mella, ha habido otros hombres en la política centralista cuyo afán ha sido aislar la meseta de Cataluña, porque, no sintiéndose capa- ces de gobernar a todos, querían gobernar a al-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 223

gunos. A SU vez, en Cataluña había otros hom- bres interesados en no dejar que los centrales viniesen a establecer corrientes de amor, de sim- patía y de interés. Ambos bandos ejercían el tacto de codos; aquéllos, para no dejar entrar; éstos, para cerrar otro círculo igual.

LA CONSCIENCIA DE CIUDADANÍA

Y, sin embargo, Cataluña es un gran pueblo. Al igual que en Madrid, en Barcelona se sienten, claro es, las consecuencias de la carestía de sub- sistencias. No estamos a oscuras, ni hay que ir en patrullas desde las dos de la mañana, ni cie- rran los cafés para economizar luz de un modo ridículo, ni quitan los autos, ni ninguna de esas puerilidades que deshonran a una ciudad; pero todo está muy caro y las mismas tasas no resuel- ven nada. Suponer que España podía librarse de las consecuencias de la guerra era un absurdo. Desde el principio los Gobiernos debieron pedir o imponer el sacrificio de todos, y al mismo tiem- po intensificar la producción en campos, minas y fábricas, aumentar los fletes, las vías férreas, los medios de transportes, en fin.

Bueno; pero lo interesante para mi tesis es la manera de comportarse de estas gentes. Las mu- jeres, un día, y otro y otro, insisten en su protes- ta. Cuando van por la calle, hacen a las damas incorporarse a ellas, porque la carestía a todas perjudica y todas están obligadas a sumarse a la protesta.

224

ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

Fuera de lo que hay de violento en esta actitud, que tiene, claro es, los inconvenientes de toda re- belión, en su constancia y en su energía hay una o^ran conciencia civica. Saben que tienen derecho y reclaman justicia.

EL REY DEBE DE VENIR

El rey debe de venir a Barcelona. Pero no debe de venir de una vez y para unos días, enviaje oficial, que nada enseña y causa gastos y tra':ajos a él y a los demás, sino como rey de España, que como tal es conde de Barcelona. Y o estos títulos pom- posos no son nada o, aun en el supuesto de que sean sólo una representación están óbligados a prestar su concurso a toda empresa generosa.

El rey debiera pasar dos tres meses al año en esta ciudad admirable. O el título de conde de Barcelona no es más que una fantasía, como el obispado de Sión, o el de Potosí, o el Reino de Jerusalén, o el rey tiene el deber de venir.

Cataluña representa una parte importantísima de la economía nacional; sus aspiraciones y de- seos deben de ser sagrados para el Estado ¡hay respecto a ellos planteado un problema más gra- ve de lo que se cree! El rey ha hablado ya con políticos catalanes; aquí, en su ambiente, serían más francos y le ayudarían a buscar las solucio- nes a los altos problemas.

Pero es más; la presencia del jefe del Estado haría atmósfera en las altas capas de la vida so- cial y la teoría amada por Prat de la Riba, de que

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 225

nos habla Royo Villanova en el prólogo de su in- teresantísima traducción, se cumpliría.

«Comienzan— dice el maestro— por los círculos superiores de la vida nacional, y después irradian en ondas concéntricas, hasta las capas sociales más profundas, que son también las más fuerte- mente apegadas a las costumbres, las más resuel- tamente contrarias a la innovación, a la mu- danza.»

15

V

LA NACIONALIDAD CATALANA

IDEAS Y COMENTARIOS

Mientras el tren me traía desde la tibieza medi- terránea de la Ciudad Condaf, turbada ahora por la revuelta, hacia la aridez glacial y adusta, pero tan esforzada y noble, de la meseta ( astellana, leía yo el libro de Prat de la Riba, admirablemen- te traducido por Antonio Royo Villanova, «La nacionalidad catalana». Leíalo con fervorosa atención, recreándome en algunas concepciones de alta belleza, como aquella en que el maestro expone los elementos que constituyen una nacio- nalidad, o tratando de extraer la filosofía de otras para aplicarla al momento actual.

He ahí el «bloc» de notas que me ha sugerido la lectura.

EL PENSAMIENTO DE LA REINA

La reina Isabel de Castilla fué una gran capa- cidad política. ¡Quién sabe si en su castillo de la Mota soñó con el Estado-Imperio de que nos habla Prat de la Riba! Pero, en un nivel más modesto, es indudable que aquel viril cerebro de mujer, al

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

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ver relajada la justicia, pisoteado el derecho, le- vantisco el pueblo e insolente la nobleza, pensó, después de reconquistada España, en formar una sola nación fuerte y unida. Varias nacionalida- des, tal y como las explica Prat de la Riba, con idioma, legislación, caracteres étnicos y arte pro- pio, existían simultáneamente, y quiso fundirlas en una.

Aquel gran pensamiento debía seguramente completarse con una segunda parte, que tenía que ser, no el dominio de una región sobre las otras, sino la fusión de todas en una sola «nación» nue- va que reuniese los caracteres de los pueblos in- tegrantes.

DEFORMACIÓN DEL PEN- SAMIENTO DE LA REINA

Pero por un extraño capricho del Destino pre- cipitáronse los acontecimientos. Vino primero el descubrimiento de América, y la idea amplióse hasta no coger en el espacio de una vida humana, y entonces cometió el error de que le acusa el pensador catalán, el error de, en vez de amasar- las todas, dejar al castellano como dominador.

«Cuando se constituyó la nacionalidad españo- la—dice Prat de la Riba—, si la actividad política fuese un producto del Estado, los nuevos gober- nantes hubieran desarrollado una política nueva. Al Estado español correspondía política espa- ñola.»

Tras la reina vinieron Juana la Loca y el rey Hermoso, y después el Imperio mundial de Car-

228 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

los V, uno de los ensayos del gran Imperio, que cita el autor. Y ya el pensamiento perdióse defini- tivamente y el Estado no fué más que un gabine- te político y militar que pretendía regir los desti- nos del mundo.

s

FELIPE II Y MADRID

Algo de la idea de la reina recogió Felipe 11. Pero algo violentado, exasperado, llevado hasta el fanatismo. Y así, separado ya el Imperio ale- mán, trató de imponerse en Flandes por el hierro y por el fuego.

' La elección de Madrid para capital representa- ba una resultante de ese pensamiento: era crear una capital que fuese la realización de la idea abstracta de capital de un Estado.

Toledo, Sevilla, Barcelona, Valladolid, Burgos, tenían fisonomía propia, representaban algo y no podía ser; por eso eligió el rey adusto a Madrid.

DESPUÉS...

Aquí viene la interesantísima explicación que da el político catalán de la convivencia de dos impulsos que dasen simultáneamente en círculos concéntricos. Según él, en las cumbres nacen las j grandes ideas y los grandes ideales, pero van ex- tendiéndose lentamente a los círculos mayores, y] por eso, cuando las clases más bajas olvidaban el] ideal catalán, en las superiores vencía éste.

El caso es que un movimiento fuerte y cons- ciente hízose en Cataluña.

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 229

CAUSAS Y EFECTOS

«La causa, pues— habla el apóstol de la nacio- nalidad catalana—, de tan continuas desintegra- ciones, el obstáculo que detiene siglos el creci- miento del Estado, la rémora que estorba la evo- lución progresiva de las formas políticas hacia las soluciones universales, es la dominación de una nacionalidad sobre las otras en los Imperios. Quitemos esta causa de disolución, hagamos que las nacionalidades vivan dentro del Estado-Impe- rio con los mismos derechos, asociadas en vez de dominadas y sujetas, y acabarán los antagonis- mos irreductibles, las repulsiones de las unas por las otras, las mcompatibilidades de convivencia, generadoras de todos los separatismos.»

Hasta aquí el paladín de la causa catalana. Ahora bien; ¿cómo hacer? La vida ha traído gran- des enseñanzas a todos: a Cataluña, el fracaso de los pequeños estados arrollados por la fuerza de ios grandes; a los Gobiernos españoles, la afirmación de una Cataluña rica, próspera, fuer- te, que tiene derecho a hacerse oir, a que se atien- da a sus aspiraciones. Probar la aventura de las confederaciones es largo, difícil y peligroso; aun suponiendo a Cataluña preparada, otras regiones no lo están y había que emprender entonces su educación... Esto además de infinitos obstáculos, que pedirían un libro entero para su exposición .

¿Por qué no volver al pensamiento inicial? ¿Por qué no intentar fundirnos todos en una gran «na- ción», en que cada cual tenga la merecida pre-

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ponderancia? Así a lo menos se podría esperar, pero esperar andando. Que los catalanes inter- vengan activamente en la política general, que pesen con sus puntos de mira, que en vez de des- confiar haya fe y amor y que todos, después de estos momentos difíciles, busquen las nuevas pau- tas ideales.

LOS HOMBRES ANTE EL DESTINO

LOS HOMBRES Y LOS PUEBLOS

Ante las frases hechas, las locuciones vulga- res y los lugares comunes que afirman que «cadii pueblo» tiene los hombres que merece, me deten- go un momento perplejo, intrigado por la rara adivinación que suelen contener los adagios de la sabiduría popular, y sin querer me formulo una pregunta: ¿son los hombres los que crean los pueblos y por ende las corrientes de ideas, los grandes impulsos sentimentales o volutivos, las epopeyas heroicas o los grandes desplomamien- tos, o por el Contrario son los pueblos los que crean a los hombres? (Claro está que aquí «hom- bre» es sinónimo de héroe, de caudillo, de após- tol o de gobernante.)

Én realidad, los héroes y los grandes hombres son seres de una sensibilidad infinitamente más delicada 3^ compleja que percibe «un algo» que flota en el ambiente y lo encarnan en sí, quizás inconscientemente tomando por impulsos propios lo que en realidad es impulso de un pueblo ente- ro, cristalización de ideales, de esperanzas y de deseos de millones de hombres. Cientos de gene- raciones han preparado su obra, y cientos de ge- neraciones han de perfeccionarla aún; cientos de

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

cerebros han sufrido de la idea a que no conse- guían dar forma, hasta que el sér privilegiado que por misteriosas combinaciones de la Natura- leza posee un cerebro más sensible, una volun- tad más recia o una energía más desarrollada, crea la idea, emprende la obra o da cima a la empresa.

Dice Maeterlink, hablando en su libro «La Muerte» del misterio de los médiums y de la pro- bada clarividencia con que leen en nuestras vi- das cosas que nosotros mismos hemos olvidado, j de su torpeza en cambio cuando se trata de sa- ber algo del más allá^ que tal vez consista en que se hallen dotados de una extraña facultad receptiva que les haga sentir la presencia en nuestro cerebro de recuerdos confusos que están allí como podría estar un montón de cartas en el fondo de un cajón, ignorando nosotros su exis- tencia sin que por eso deje de estar. Y así cuando perdemos un objeto sabemos donde se encuentra, pero sabiéndolo inconscientemente no podemos dar forma al pensamiento hasta que por cualquier motivo brota como un chispazo.

Pues bien: al igual que estos médiums y debe de. haber hombres que su espíritu de receptibilidad extraordinario convierte en héroes encarnando los deseos y los impulsos que palpitan en el alma de grandes masas de hombres y que, sin embar- go, ellos no aciertan a crear. Tal vez en las exal- taciones de los locos haya también algo de esto, pero desordenado, inacorde. Falta la disciplina y la voluntad reguladoras. Porque al fin y al cabo, la única diferencia entre un loco que se cree em-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 235

perador y un emperador real, consiste en que mientras el uno tiene en su mano elementos para desenvolver sus iniciativas, el segundo se agita en el vacio.

Es indudable que cuestiones de clima, de ali- mentación y de benevolencia u hostilidad de la Naturaleza influyen sobre el individuo: pues es- tas mismas condiciones mezcladas y confundidas con otras de índole moral, como por ejemplo, li- bertad o cautiverio, exaltación producida por la victoria o depresión originada en la derrota, ne- cesidad de expansión comercial, etc., etc., dan lugar a estados de ánimo que flotan en el am- biente, que vibran en un pueblo o en una raza y que de pronto, por circunstancias que permane- cen obscuras para nosotros, encarnan en un hom- bre y hacen de él, el Patriarca, el Apóstol, el Cau- dillo o el hombie de Estado.

Hay una razón más para creer que los hombres representativos son realmente producto de las ideas y sentimientos de los pueblos, y es la faci- lidad con que éstos se amoldan a sus deseos e im- pulsos, y la naturalidad exenta de asombro con que les aceptan. Efectivamente, si fuesen figuras aisladas, si fuesen seres extraordinarios desliga- dos del querer y sentir de los demás, la multitud les contemplaría entre horrorizada y asombrada, y su esfuerzo ofrecería el mismo espectáculo en- tre terrible e imponente que ofrecería ahora un monstruo antidiluviaao surgiendo de improviso del fondo del mar, y se perdería igualmente.

Si examinamos todos los hombres verdadera- mente grandes que en el mundo han sido, veré-

236 ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

mos cuán cierta es esta hipótesis. Dejemos a un lado romanos, gTÍeg"os y fenicios.

Pongamos a un lado también el viejo Oriente, aunque sus creencias convendrían mejor a nues- tra sensibilidad que el Olimpo (Buda está infinita- mente más cerca de Jesucristo que Júpiter), pero para tomarlo de ejemplo, hacían falta disquisi- ciones demasiado eruditas, y vamos a fijarnos en un pueblo tipo, en el pueblo de Israel.

Para nuestro ejemplo, basta tomar como punto de partida el cautiverio. El pueblo judío en el cautiverio fué laborando un gran impulso, un ansia enorme de libertad. Es cosa cierta que mientras los pueblos en la victoria y la riqueza se encanallan, los pueblos en la opresión y el do- lor se purifican, se engrandecen y se preparan inconscientemente a magnas empresas. La idea de la religión y de la patria, con su obligado cor- tejo de ideas de honor, de deber, de sacrificio, pierden todo lo que tienen de convencional y se convierten en lo único g'rande que existe: en un «Ideal».

El pueblo judío que, en sus días de esplendor, rióse de los profetas o los arrojó al agua, en el cautiverio creyó en ellos e hizo de sus palabras la promesa ideal. Y un día las ideas latentes en el cerebro de todo un pueblo, y los sentimientos palpitantes en su corazón, encarnaron en un hom- bre: Moisés.

Moisés fué el héroe que les sacó de la servi- dumbre y les llevó al través del desierto; pero li- bres ya, perdido el temor a recaer bajo el yugo extranjero, sonó la hora en que su energía dis-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

•237

tendióse 3^ los vínculos que los ataban a su caudi- llo se relajaron; las sobrias y ásperas virtudes que eran buenas para sostener el ánimo en la adversi- dad, hacíanse demasiado áridas para la hora de la liberación; el pueblo vaciló; por sugestión na- tural el mismo Moisés llegó a dudar y no vió la tierra de Promisión... Los judíos, por impulso ad- quirido llegaron a ella, pero la duda latente un momento en todo el pueblo había roto la miste- riosa corriente energía que le ligaba a su jefe.

Mas el pueblo de Israel esperaba al Mesías; profetas y patriarcas habíanlo anunciado; sin em- bargo, rota la disciplina y entibiada la fe en la molicie y el bienestar, las clases altas no necesi- taban su venida; pero había un bajo pueblo que lloraba, que sufría, que padecía «hambre y sed de justicia», un pueblo de «pequeños», de «pobres de espíritu, de humildes, de miserables, que eran cle- mentes», porque necesitaban de clemencia ellos mismos. Y ese pueblo esperaba ansiosamente al Redentor, y sin saberlo preparaba su venida. Cada acontecimiento, cada detalle, cada cosa im- prevista, era un paso más que corroboraba su idea. Y llegó. Su vida entera, su existencia admi- rable, maravillosa, obedeció hora por hora, etapa por etapa, a las viejas profecías. Su filosofía, su doctrina, de una dulzura sin límites, fué la satis- facción de los anhelos de todos los que sufrían. Los augurios de los profetas pesaron siempre sobre El, sobre sus amigos y sobre sus eneniigos. Si éstos no hubiesen dudado, las profecías no se hubiesen cumplido; pero al igual que los discípu- los dudaron en algunos instantes, los sacerdotes

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y los fariseos dudaron también en ocasiones su- premas; temieron; el «¿y si fuera?» alzóse obscu- ramente en su conciencia e inconscientemente, en los momentos álgidos, obedecieron a las profe- cías. Cristo sübió al Calvario sellando con su san,í^re la doctrina que c ubría los anhelos de to- dos los que sufrían.

Si fuésemos examinando la'historia de todos los héroes o grandes hombres que en el mundo han sido, veríamos que siempre han encarnado un anhelo flotante en el ambiente; cuando no ha sido así, su vida ha tenido mucho de los angustiosos movimientos de un pájaro bajo la campana de una máquina neumática para hacer el vacío.

Mahoma unió todos los pueblos que tenían un impulso común; Lutero encarnó un espíritu de se- veridad e independencia flotante en el ambiente; Cisneros fué la afirmación- orguUosa de la raza que, libertada \^a del yugo, necesitaba, fortaleci- da por ocho siglos de incesante lucha, expansio- narse; Machia velo poseyó el sutil y complicado espíritu florentino. V si bien la historia del ma- yor de los héroes de los tiempos modernos, en la prodigiosa epopeya napoleónica, hay algo de ana- crónico y al parecer estéril, algo de los movi- mientos del monstruo antidiluviano de que hablá- bamos antes, si paramos bien la atención en ello, veremos que su esfuerzo cambió la faz de Euro- pa, e hizo que todas las simientes dispersadas en el turbulento azar de la Revolución francesa, las simientes de la libertad, igualdad y fraternidad, fructificaran en cada pueblo según sus necesida- des y deseos, que modificó el mapa, borrando

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 239

los pequeños Estados imposibles en el desenvol- vimiento de la vida moderna. Así hizo de Italia un reino; convirtió en constitucional la Monar- quía española; renovó Suecia y Noruega, e hizo que a la larga, Prusia se convirtiera en un im- perio. Sólo Inglaterra y Rusia, en que «no había atmósfera favorable», se resistieron.

Para las grandes empresas (y creo que se hacen los héroes para las empresas y no las empresas para los héroes) hace falta una fe y un ideal. Los pueblos para vencer necesitan una fe y una espe- ranza; sin ellas vejetan, se relajan, decaen.

PRESTIGIOS REALES Y PRES- TIGIOS CONVENCIONALES

¿Qué representan los grandes hombres, los prestigios, en una palabra, en el desenvolvimien- to de la vida española? Y nos encontramos con- que hay «prestigios reales» y «prestigios conven- cionales», y se da el raro fenómeno de que mien- tras, por conveniencias de la política, en los pres- tigios reales todos o casi todos aparentan no creer, en cambio todos se apresuran a rendir pú- blicamente pleitesía a los prestigios convenciona- les. Sucede también así, quizás, porque los pres- tigios reales son la unidad seguida de ceros, de que nos habla Netzsche, 3- los convencionales, por el contrario, son ellos los ceros, y las unidades los que les siguen, y que, tal vez por ser el cero, que sin estorbar sírveles de paliativo para poder con- vivir entre sí, le eligieron. Hay por eso que tener

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en cuenta la fuerza de los que son verdaderos prestigios; pero no se puede prescindir de los que lo son porque representan una suma de prestigios o sencillamente una idea, una tendencia o la reli- quia de algo que fué.

Recuerdo que, muy joven aún, comiendo una noche en casa de cierta dama que gustaba de re- unir hombres políticos a su mesa, uno de ellos hablaba, hablaba... y hasta decía muchas tonte- rías. Los demás escuchaban sonriendo irónicos, con esa comprensión de los grandes mundanos. A mi lado, un alto político se reía y en voz baja comentaba mordazmente. Pero al otro día .sentí asombro al ver cómo en un órgano de publicidad de altísima historia se enaltecía al hablador, y mi asombro rayó en estupefacción cuando ocho días después fué ministro. Y como en mi candor inte- rrogase al gran político, éste me aclaró: «No es a él a quien han hecho ministro, sino a lo que él representa.»

Así aprendí lo que eran los prestigios conven- cionales.

HOMBRES DE ACCIÓN Y HOMBRES DE ESTUDIO

Hay en España, como en toda gran nación, dos clases de hombres de talento. Unos, los que viven para una labor admirable, una labor que honra y enaltece a un pueblo, pero que carece de utilidad práctica; otros, los que poseen un talento de crea- dores. Es decir, que hay hombres con talento es-

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 241

tático y con talento dinámico. Pero hete aquí que hemos dado en la flor de aparentar la creencia de que un hombre que no ha ganado una batalla, no ha triunfado en la tribuna o en el foro, no ha pin- tado un cuadro o escrito un admirable libro, no tiene un gran talento. Es un concepto muy meri- dional de las cosas, pero absolutamente erróneo y nocivo.

¿Y el talento de organizar? Un hombre puede no saber escribir una mala crónica, y ser un crea- dor admirable, un organizador perfecto, y a la larga, su labor, menos brillante para él, es de enorme utilidad, porque, encauzando la fuerza desordenada de los otros, la han aplicado a un fin útil.

Casi nunca los grandes artistas ni los grandes sabios han sabido organizarse ni organizar su arte y su ciencia. Colón no fué un sabio: fué un aventurero genial. Admiremos, pues, a los hom- bres de acción, que con su iniciativa y su valor son los verdaderos conductores de pueblos. De- jemos, pues, el estúpido prejuicio que aparenta desdeñarlos y tengamos el valor de admirarlos.

LA POPULARIDAD

Una de las cosas que perjudican al esfuerzo del español en general es la facilidad en adquirir la popularidad, facilidad sólo comparable a la que hay para perderla.

Aquí un hombre público hace cualquier efíme- ra labor de relumbrón o sencillamente posee do-

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

tes de personal simpatía, e inmediatamente, apro- vechando la facilidad del o:enio español para los entusiasmos, conviértese en un héroe popular.

Y, sin embar^^o, la popularidad es una de las cosas más peligrosas que existen, pues para apli caria a algo útil hace falta talento genial, y en cambio inutiliza toda idea que no está acusada con firmes trazos en nuestro cerebro. Laborando silenciosamente podemos ir madurando una idea; mejorándola, quitándola exageraciones, apasio- namientos, puliéndola, pesando el pro y el con- tra; esa misma idea, entregada a la admiración de los otros, buena o mala, hay que seguirla has- ta el fin.

De aquí se deduce que la popularidad es alta- mente útil mientras a sangre fría la dominamos; fatal cuando, a pretexto de llevarnos delante, nos sobrepuja. En política, el respeto y la estima valen siempre más que el amor.

El primer inconveniente de la popularidad es que hace malgastar el tiempo. Después impide ese silencioso dialogar con nosotros mismos en las horas de solitaria meditación, en que nacen y se fortalecen las grandes cosas, y por fin, hay que gastar un caudal enorme de energías para no dejarse llevar más allá de donde se quiere ir. La multitud hace con sus héroes como los niños con sus juguetes: comienza admirándolos y aca- ba casi siempre queriendo ver lo que tienen dentro.

En España los hombres son un nombre, y no una idea; todos sirven para todo; apenas comien zan a destacarse en una labor útil han dje dejarla

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES 243

para pasar a otra. Y en realidad, ¿qué importa ser alcalde o ministro, director general o emba- jador? El que realmente valga ennoblecerá el lu- gar que ocupe y podrá decir que en cualquier si- tio en que él esté allí estará la cabecera.

DEL DESTINO DE LOS HOMBRES

Como Icaro, cada vez que volamos hacia el sol, la cera de nuestras alas se funde y volvemos a caer. ¡La verdad! ¡El secreto de las fuerzas que Hgen la marcha de la Humanidad! ¿Quién conse- guirá penetrar el arcano, quién alzar el velo, quién descifrar la clave del por quéP El Destino, la Fatalidad, el anakee... Nunca, nunca sabremos en qué misteriosas regiones se incuba lo que ha de ser. Es inútil que un hombre de recia voluntad, de extraordinario talento, de rara energía, se pro- ponga llegar, convertirse en el árbitro; será todo lo más una medianía con apariencias geniales, una hábil, una portentosa mixtificación; pero no será de verdad, no pesará en la suerte del mundo como no sea de una manera negativa. Para que un hombre llegue, para que influya en la marcha futura de la Humanidad , no hace falta que sea genial, que . posea la sabiduría de Salomón, los ejércitos de Xerxes, la fuerza de Hércules, el va- lor de Aquiles; basta con que exista latente una idea en el ambiente y que acierte a encausar esa idea.

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ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

No existe, hoy por hoy, hombre cuyo destino sea más bello, más grande, más fuerte y mag-nífi- co que Wilson. Ni las águilas, ni los unicornios, ni los leones, ni los astros, pueden equipararse a este trabajador burgués, modesto, casi insignifi- cante, que, con su sonrisa irónica, brota de la obs- curidad, y el anónimo para encauzar una idea magnífica, una fuerte evolución de la Humani- dad, y luego volver a una calma monótona, en que reelerá sus libros parásitos, y cultivará las flores de su jardín. ,Y, sin embargo, este hombre insig- nificante, que ni es rico, ni fuerte, ni brillante, ni poderoso, por manda sobre todos los ejércitos de la tierra, sobre las flotas que surcan el mar, sobre los millones acumulados por et trabajo, so- bre las dinastías que pusieron siglos en ser glo- riosas. Un solo gesto de su mano, una sola pala- bra sería bastante para detener millones de hom- bres en marcha, para hacer callar los cañones y apagar incendios ; otro gesto u otra palabra los precipitaría unos sobre otros en huracanes de hie- rro; barrería el mundo con olas de plomo y haría que el fuego calcinase la tierra . Bastaría que él quisiera para que el oro corriese a ríos, enrique- ciendo y fructificando al mundo, o para que se ocultara en los subterráneos, haciendo que el hambre y la miseria comenzaran su reinado. Ni Alejandro, ni César, ni Atila, ni Napoleón, " podrían parangonarse con él; ellos representan tan sólo una voluntad, un cerebro y una energía, mientras que Wilson encarna una Idea, una de esas ideas que marcan una era para la Humani- dad. Haría falta ir hasta Bhuda, hasta Confucio,

LA TRAYECTORIA DE LAS REVOLUCIONES

245

hasta Cristo, hasta Mahoma o hasta Lutero para hallar algo semejante. Porque la obra de los con- quistadores es algo sin otro valor que el de fuer- za, y una obra así tiene el más alto, el único valor real, el de la Idea.

Durante los primeros años de guerra no apare- cía por parte alguna el pensamiento que había de perdurar. Veíanse debatirse desesperadamente intereses, ambiciones, desquites, ansias domina- doras, pero nada más. Alguna vez aparecían los tópicos de libertad y de justicia, pero más asi como un tópico, como una razón de ser, que como algo real. Poco a poco, sin embargo, se iban aclaran- do, haciéndolas más luminosas y transparentes, La llegada de los Estados Unidos las destacó más aún. Pero el odio de los dos bandos perdura- ba, se exasperaba con la lucha; cuando al sonar las primeras palabras de paz los ideales resplan- decieron, lo vencieron todo, lo invadieron todo.

Yo creo que ni el mismo Wilson tuvo tiempo de apercibirse de ello, que algo más poderoso que su pensamiento y que su voluntad, que algo que en el viejo mundo creyente se hubiera llamado Je- hová o el Espíritu Santo, dictó sus palabras. Y cuando pudo darse cuenta estaban escritos en el libro de oro de los destinos del mundo.

Y fueron como unos nuevos y prodigiosos «Man- damientos»:

«No dictará una nación por la sola ley de su

-4() ANTONIO DE HOYOS Y VINENT

fuerza el destino de pueblos sobre que no tiene derecho alguno. >

«No serán libres las naciones fuertes de oprimir a las débiles.»

«No serán los pueblos o^obernados por una fuer- za arbitraria, sino por su propia voluntad.»

«No habrá una ley injusta que ampare al fuer- te y oprima al débil.»

«Habrá una ley común que obligue al respeto de los derechos comunes.»

Yo escribí hace seis u ocho meses en el prólogo de mi traducción de «Las frecuentaciones de Mauricio»: «No creo que la decadencia por que resbalaba el mundo antes de 1914 haya concluí- do; esas cosas se sienten en el ambiente, y aquí no se siente el fin. Más bien la guerra será un alto muy breve. La ideología es la misma...»

Pues bien; ahora sí, ahora «se siente» que el mundo entero va a evolucionar, a transformarse; que la idea de la libertad va a purificarlo por fin. Y a Wilson ha cabido esa gloria.

Y todo el poder, el poder maravilloso, el poder moral que residió en los Papas, cuando los Papas sabían ser jueces anatematizadores o mártires perseguidos, y en los reyes, en la hora en que, ungidos por el mismo Dios, verles implicaba mo- rir, está en las manos de este hombre insignifi- cante que, en vez del anillo del Pescador o del cetro, maneja un bastón burgués, y en vez de la tiara o la corona de los reyes santos, cubre su ca- beza con un hongo vulgar.

FIN

BIBLIOTECA HISPANIA

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OBRAS PUBLICADAS

COLECCIÓN HISPANO AMERICANA

Pesetas

Primera parte de la Historia del Perú^ por Diego Fernández, el Palentino, to- mos I y II, cada volumen en 4.®. 7,50

Corona Mexicana —Historia de los Motezu- mas, por el P. Diego Luis de Motezu- ma, en 4.^, 512 páginas 7,50

COLECCIÓN ROSA PARA LAS FAMILIAS

Genoveva, novela, por Alfonso de Lamartine,

378 páginas en 8.^ 3,00

La Leyenda Dorada (Vidas de Santos), por Jacobo de Vorágine, tomos I y II, cada volumen 3,00

SECCIÓN GENERAL

Lámparas votivas, poesías, por Francisco

Villaespesa 3,00

Como buitres. . . , por Manuel Linares Rivas. 3,00 La fuerza del maU por Manuel Linares Rivas 3,50 Obras completas, por Manuel Linares Rivas. Tomo I: La Cizaña, Aire de fuera, Por- que si, Tomo II: El Abolengo, María

Pesetas

Victoria. Lo posible. Tomo III: La es- tirpe de Júpiter, Cuando ellas quieren.,.. En cuarto creciente.— Tomo IV: La divi- na palabra, Bodas de plata. —Tomo V:

Aíloransas, El ídolo, Clavito, cada tomo. 3,50

lapices viejos, por Eduardo Marquina 3,50

Frente al mar, por José López Pinillos (Par-

meno) 3,00

Coplas, por Luis de Tapia 2,50

Don José de Espronceda: su época, su vida

y sus obras, por José Cáscales Muñoz. . . 4,00 La Política de Capa y Espada, por Eugenio

Sellés 5,00

La Negra, por Pedro de Répide 1,00

El horror de morir, por Antonio de Hoyos

yVinent 1,00

La Garra (tercera edición), por Manuel Li- nares Rivas. 3,00

Barrio Latino, por Federico García Sanchíz. 3,00 La espuma del champagne, por Manuel Li- nares Rivas 3,50

La guerra palpitante 3,00

Una mancha de sangre, por Joaquín Belda. 1,50 El Monstruo, por Antonio de Hoyos y Vinent. 3,00 La Cocina racional, por Magdalena S. Fuen- tes 3,00

Mi Venus, por Joaquín Dicenta 1,00

Fantasmas, por Manuel Linares Rivas 3,00

Fatal dilema, por Abel Botelho, tomos I y II,

cada volumen 2,50

Años de miseria y de risa, por Eduardo Za-

macois 3,50

Presentimiento, "^orV^&Vi^rdiO Zamacois 1,50

La Leona de Castilla, por Francisco Villa- espesa, v 3,50

El Paraíso de los solteros, por Andrés Gon- zález Blanco 1,00

Pesetas

Al son de la guitarra, por Federico García

Sanchíz...... 2,00

Toninadas, por Manuel Linares Rivas 3,50

Una vida ejemplar, ipor Diego San José- . . 1,50

La enemiga, por Darío Nicodemi : . . 3,50

El oscuro dominio, por Antonio de Hoyos y

Vinent 1.00

En camisa rosa, por Felipe Trigo 3,50

El crimen de Avellaneda, por Atanasio Ri-

vero 3,v50

Al margen de la vida, por Baldomcro Ar- gente 2,00

Más chulo que un ocho, por Joaquín Belda. . 1,00 Rosalía Castro, por Augusto González Be- sada 2,50

Los cascabeles de Madama Locura, por An

tonio de Hoyos y Vinent 3,50

Los Lázaros, por Abel Botelho 3,50

Las noches del Botánico, por Joaquín Belda. 2,00 Como hormigas..., por Manuel Linares Ri- vas 3,00

El caso clínico, por Antonio de Hoyos 3^

Vinent 0,^^")

/esús que vuelve, por Ángel Guimerá 3,50

La mujer española, por S. y J. Álvarez

Quintero 1,00

La Procesión del Santo Entierro, por Anto- nio de Hoyos y Vinent 0,95

La Providencia al quite, por ELgenio Noel. 3,v50 Terra incógnita, por el Marqués de Cor- tina.. 1,50

Memorias de un suicida, por Joaquín Belda. 2,00 Campoamoriana, por A. Ferreira d' Al-

meida 1,50

Los toreros de invierno, por Antonio de Ho- yos y Vinent 0,95

Las chicas de Terpsicore, por Joaquín Belda . 3,50

Pesetas

La dolor osa pasión, por Antonio de Hoyos

yVinent 0,95

EL secreto de la sabiduría, por Rafael Can- sinos-Assens 1,50

Las zarcas del camino, por Manuel Linares

Rivas 3,50

El conde de Val moreda, por Manuel Lina- res Rivas 3,00

Un pollito <^bíen^, por ^oaquín Belda 1,00

La Coquito {\,^ edición), por Joaquín Belda. 3,50 El martirio de San Sebastián, por Antonio

de Hoyos y Vinent 0,95

La atroz aventura, por Antonio de Hoyos y

Vinent 0,95

Cada uno a lo suyo por Manuel Linares

Rivas 1,00

Traviatismo agudo, por Joaquín Belda 2,00

Las frecuentaciones de Mauricio^ por Anto- nio de Hoyos y Vinent 3,00

El hombre que vendió su cuerpo al diablo,

por Antonio de Hoyos y Vinent. 0,95

El árbol genealógico , por Antonio de Hoyos

y Vinent 3,50

La diosa razón, por Joaquín Belda 3,50

Ninfas y sátiros, por Alvaro Retana 3,00

En cuerpo y alma, por Manuel Linares Ri- vas 2,00

La zarpa de la esfinge, por Antonio de Ho- yos y Vinent 0,95

La trayectoria de las revoluciones, por An- tonio de Hoyos y Vinent 2,50

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