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Obras cOxMpletas de Vicente BLASCO IBAÑEZ

LOS

CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

(NOVELA)

153.000 EJEMPLARES

PROMETEO

Germanías, 33.— VALENCIA (Published in Spain)

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Es PROPIEDAD.— Reservados todos los derechos de reproducción, traduc¬ ción y adaptación.

Copyrig-ht 1919, hy V. Blasco Ibáñez

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AL LECTOR

En Julio de 1914 noté los primeros indicios de la pró¬ xima guerra europea, viniendo de Buenos Aires á las costas de Francia en el vapor alemán Konig Friedrich August.

Era el mismo buque que figura en los primeros capí¬ tulos de esta obra. No quise cambiar ni desfigurar su nombre. Copias casi exactas del natural son también los personajes alemanes que aparecen en el principio de la novela.

Les hablar con entusiasmo de la «guerra preven¬ tiva», y celebrar, con una copa de champaña en la mano, la posibilidad, cada vez más cierta, de que Ale¬ mania declarase la guerra, sin reparar en pretextos. ¡Y esto en medio del Océano, lejos de las grandes agrupa¬ ciones humanas, sin otra relación con el resto del pla¬ neta que las noticias intermitentes y confusas que podía recoger la telegrafía sin hilos del buque en aquel am¬ biente agitado por los mensajes ansiosos que cruzaban todos los pueblos!... Por eso sonrío con desprecio ó me indigno siempre que oigo decir que Alemania no quiso la guerra y que los alemanes no estaban deseosos de lle¬ gar á ella cuanto antes.

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AL LECTOR

El primer capítulo de Los guateo jinetes del Apo¬ calipsis me lo proporcionó un viaje casual á bordo del último trasatlántico germánico que tocó en Francia.

Viviendo semanas después en el París solitario de principios de Septiembre de 1914, cuando se desarrolló la primera batalla del Mame y el gobierno francés tuvo que trasladarse á Burdeos por medida de prudencia, el ambiente extraordinario de la gran ciudad me sugirió todo el resto de la presente novela. Marchando por las avenidas afluentes al Arco de Triunfo, que en aquellos días parecían de una ciudad muerta y contrastaban por su fúnebre soledad con los esplendores y riquezas de los tiempos pacíficos, tuve la visión de «los cuatro jinetes», azotes de la Historia, que iban á trastornar por muchos años el ritmo de nuestra existencia.

Después de la batalla salvadora del Mame, cuando el gobierno volvió á instalarse en París, conversé un día con M. Poincaré, que era entonces presidente de la Re¬ pública.

Poincaré ama la literatura más que la política.

Yo soy el abogado de los escritores dice con orgu¬ llo, como si este fuese el mejor de sus títulos . Yo de¬ fendí en todos sus pleitos á la Academia Goncourt.

El presidente de la República quiso felicitarme por mis escritos espontáneos á favor de Francia en los pri¬ meros y más difíciles momentos de la guerra, cuando el porvenir se mostraba obscuro, incierto, y bastaban los dedos de una mano para contar en el extranjero á los que sosteníamos franca y decididamente á los Aliados.

Quiero que vaya usted al frente me dijo , pero no para escribir en los periódicos. Eso pueden hacerlo muchos. Vaya como novelista. Observe, y tal vez de su viaje nazca un libro que sii’va á nuestra causa.

AL LECTOR

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Gracias al presidente de la Eepública pude ver todo el inmenso escenario de la batalla del Mame, cuando aún estaban recientes las huellas de este choque gigan¬ tesco. Por sus recomendaciones viví en un pueblecito cerca de Eeims, donde estaba el cuartel general de Fran- chet d’Esperey, jefe del quinto ejército.

Luego, Franchet d’Esperey, en el último año de la guerra, mandó el ejército de Oriente, venció á los búl¬ garos, obligándolos á pedir la paz, y aceleró con ello la terminación general de la lucha. Hoy es mariscal de la República francesa.

Esta novela la escribí en París cuando los alemanes estaban á unas docenas de kilómetros de la capital, y bastaba tomar un automóvil de alquiler en la plaza de la Ópera para hallarse en menos de una hora á pocos metros de sus trincheras, oyendo sus conversaciones á través del suelo siempre que cesaba el traquetear de fusiles y ametralladoras, restableciéndose el silencio so¬ bre los desolados campos de muerte.

La falta de medios de comunicación dentro de París y la escasez de dinero que trajo para muchos la guerra, me obligaron á abandonar la elegante casita con jardín que ocupaba en las inmediaciones del Bosque de Bolo¬ nia, instalándome en un barrio vulgarísimo del centro, en una casa de numerosos habitantes, cuyas paredes y tabiques dejaban pasar los sonidos como si fuesen de cartón.

La guerra parecía atraernos y aglomerarnos á los habitantes de la ciudad. Nuestra vida tenía algo de campamento. Los niños jugaban en la calle lo mismo que en un villorrio; toda clase de ruidos é incomodida¬ des eran tolerados. ¡Quién iba á quejarse, como en los tiempos normales, cuando la única preocupación era saber si el enemigo había avanzado ó retrocedido, y al

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cerrar la noche todos mirábamos inquietos la negrura del cielo cortada por las mangas luminosas de los reflec¬ tores, preguntándonos si dormiríamos en paz ó si las escuadrillas aéreas, con sus proyectiles, vendrían á in¬ terrumpir nuestro sueño!...

En los diversos pisos de mi casa existían cuatro pia¬ nos, y todos ellos sonaban desde las primeras horas de la mañana hasta después de media noche. Las vecinas distraían su aburrimiento ó su inquietud con un piano- teo torpe y monótono, pensando en el marido, en el padre ó en el novio que estaban en el frente. Además, había que preocuparse del carbón, que era puro barro y no calentaba, del pan de guerra, nocivo para el estó¬ mago, de la mala calidad de los víveres,, de todas las penalidades de una vida triste, mezquina y sin gloria á espaldas de un ejército que se bate.

Nunca trabajé en peores condiciones. Tuve las manos y el rostro agrietados por el frío; usé zapatos y calceti¬ nes de combatiente, para sufrir menos los rigores del invierno.

Así escribí Los cuatro jinetes del Apocalipsis.

Reconozco que hoy no podría terminar una novela en aquella menguada habitación, con tres pianos sobre la cabeza, otro piano bajo los pies, y una ventana al lado dando sobre una calle maloliente, por la carencia de limpieza pública, donde jugaban á gritos docenas de chiquillos faltos de padres, pues éstos sólo de tarde en tarde podían alcanzar un permiso para volver del fren¬ te. Además, transitaban por ella sin descanso cantores populares y toda clase de estrépitos, excepcionalmente tolerados.

Pero el ambiente heroico de la guerra influía en nos¬ otros, y durante cuatro años vivimos todos en París de un modo que nos asombra ahora al recordarlo.

AL LECTOR

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La novela imaginada y escrita en nn pisito de la rué Rennequin ha dado después la vuelta á la tierra, siendo traducida á los idiomas de todos los pueblos ci¬ vilizados y obteniendo en algunos de éstos los más importantes y poderosos un éxito que nunca llegué á sospechar.

V. B. I.

1923.

LOS CUATRO JIRETES DEL APOCALIPSIS

PRIMERA PARTE

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EN EL JARDÍN DE LA CAPILLA EXPIATORIA

Debían encontrarse á las cinco de la tarde en el pe¬ queño jardín de la Capilla Expiatoria, pero Julio Des¬ noy ers llegó media hora antes, con la impaciencia del enamorado que cree adelantar el momento de la cita pre¬ sentándose con anticipación. Al pasar la verja por el bulevar Haussmann, se dió cuenta repentinamente de que en París el mes de Julio pertenece al verano. El curso de las estaciones era para él en aquellos momen¬ tos algo embrollado que exigía cálculos.

Habían transcurrido cinco meses desde las últimas entrevistas en este square que ofrece á las parejas erran¬ tes el refugio de una calma húmeda y fúnebre junto á un bulevar de continuo movimiento y en las inmedia¬ ciones de una gran estación de ferrocarril. La hora de la cita era siempre las cinco. Julio veía llegar á su amada á la luz de los reverberos, encendidos reciente¬ mente, con el busto envuelto en pieles y llevándose el manguito al rostro lo mismo que un antifaz. La voz dulce, al saludarle, esparcía su respiración congelada por el frío: un nimbo de vapor blanco y tenue. Después

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de varias entrevistas preparatorias y titubeantes, aban¬ donaron definitivamente el jardín. Su amor había ad¬ quirido la majestuosa importancia del hecho consumado, y fué á refugiarse de cinco á siete en un quinto piso de. la rué de la Pompe ^ donde tenía Julio su estudio de pin¬ tor. Las cortinas bien corridas sobre el ventanal de cris¬ tales, la chimenea ardiente esparciendo palpitaciones de púrpura como única luz de la habitación, el monótono canto del samovar hirviendo junto á las tazas de té, todo el recogimiento de una vida aislada por el dulce egoís¬ mo, no les permitió enterarse de que las tardes iban siendo más largas, de que afuera aún lucía á ratos el sol en el fondo de los pozos de nácar abiertos en las nubes, y que la primavera, una primavera tímida y pálida, em¬ pezaba á mostrar sus dedos verdes en los botones de las ramas, sufriendo las últimas mordeduras del invierno, negro jabalí que volvía sobre sus pasos.

Luego, Julio había hecho un viaje á Buenos Aires, encontrando en el otro hemisferio las últimas sonrisas del otoño y los primeros vientos helados de la Pampa. Y cuando se imaginaba que el invierno era para él la eterna estación, pues le salía al paso en sus cambios de domicilio de un extremo á otro del planeta, he aquí que se le aparecía inesperadamente el verano en este jardín de barrio.

Un enjambre de niños correteaba y gritaba en las cortas avenidas alrededor del monumento expiatorio. Lo primero que vió Julio al entrar fué un aro que venía rodando hacia sus piernas empujado por una mano in¬ fantil. Luego tropezó con una pelota. En torno de los castaños se aglomeraba el público habitual de los días calurosos, buscando la sombra azul acribillada de pun¬ tos de luz. Eran criadas de las casas próximas que ha¬ cían labores ó charlaban, siguiendo con mirada indife¬ rente los juegos violentos de los niños confiados á su vigilancia; burgueses del barrio que descendían al jar¬ dín para leer su periódico, haciéndose la ilusión de que les rodeaba la paz de los bosques. Todos los bancos es¬ taban llenos. Algunas mujeres ocupaban taburetes ple¬ gadizos de lona, con el aplomo que confiere el derecho de propiedad. Las sillas de hierro, asientos sometidos á

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pago, servían de refugio á varias señoras cargadas de paquetes, burguesas de los alrededores de París que esperaban á otros individuos de su familia para tomar el tren en la Gare Saint- Lazare... Y Julio había pro¬ puesto en una carta neumática el encontrarse, como en otros tiempos, en este lugar, por considerarlo poco fre¬ cuentado. Y ella, con no menos olvido de la realidad, fijaba en su respuesta la hora de siempre, las cinco, creyendo que, después de pasar unos minutos en el Pi'intemps ó las Galerías con pretexto de hacer com¬ pras, podría deslizarse hasta el jardín solitario, sin riesgo á ser vista por alguno de sus numerosos conoci¬ mientos...

Desnoyers gozó una voluptuosidad casi olvidada la del movimiento en un vasto espacio al pasear haciendo crujir bajo sus pies los granos de arena. Durante veinte días, sus paseos habían sido sobre tablas, siguiendo con el automatismo de un caballo de picadero la pista ovoi- dal de la cubierta de un buque. Sus plantas, habituadas á un suelo inseguro, guardaban aún sobre la tierra firme cierta sensación de movilidad elástica. Sus idas y ve¬ nidas no despertaban la curiosidad de las gentes senta¬ das en el paseo. Una preocupación común parecía abar¬ car á todos, hombres y mujeres. Los grupos cruzaban en alta voz sus impresiones. Los que tenían un periódico en la mano veían aproximarse á los vecinos con sonrisa de interrogación. Habían desaparecido de golpe la descon¬ fianza y el recelo que impulsan á los habitantes de las grandes ciudades á ignorarse mutuamente, midiéndose con la vista cual si fuesen enemigos.

«Hablan de la guerra se dijo Desnoyers . Todo París sólo habla á estas horas de la posibilidad de la guerra.»

Fuera del jardín se notaba igualmente la misma an¬ siedad, que hacía á las gentes fraternales é igualitarias. Los vendedores de periódicos pasaban por el bulevar voceando las publicaciones de la tarde. Su carrera furiosa era cortada por las manos ávidas de los tran¬ seúntes, que se disputaban los papeles. Todo lector se veía rodeado de un grupo que le pedía noticias ó inten¬ taba descifrar por encima de sus hombros los gruesos

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y sensacionales rótulos que encabezaban la hoja. En la rué des Maihurins, al otro lado del square, un corro de trabajadores, bajo el toldo de una taberna, oía los co¬ mentarios de un amigo, que acompañaba sus palabras agitando el periódico con ademanes oratorios. El trán¬ sito en las calles, el movimiento general de la ciudad, era lo mismo que en los otros días; pero á Julio le pare¬ ció que los vehículos iban más aprisa, que había en el aire un estremecimiento de fiebre, que las gentes ha¬ blaban y sonreían de un modo distinto. Todos parecían conocerse. A él mismo le miraban las mujeres del jardín como si le hubiesen visto en los días anteriores. Podía acercarse á ellas y entablar conversación, sin que expe¬ rimentasen extrañeza.

«Hablan de la guerra», volvió á repetirse; pero con la conmiseración de una inteligencia superior que co¬ noce el porvenir y se halla por encima de las impresio¬ nes del vulgo.

Sabía á qué atenerse. Había desembarcado á las diez de la noche, aún no hacía veinticuatro horas que pisaba tierra, y su mentalidad era de un hombre que viene de lejos, á través de las inmensidades oceánicas, de los horizontes sin obstáculos, y se sorprende viéndose asal¬ tado por las preocupaciones que gobiernan á los gran¬ des grupos humanos. Al desembarcar había estado dos horas en un café de Boulogne, contemplando cómo las familias burguesas pasaban la velada en la monótona placidez de una vida sin peligros. Luego, el tren espe¬ cial de los viajeros de América le había conducido á París, dejándolo á las cuatro de la madrugada en un andén de la estación del Norte entre los brazos de Pepe Argensola, joven español al que llamaba unas veces «mi secretario» y otras «mi escudero», por no saber con certeza qué funciones desempeñaba cerca de su persona. En realidad, era una mezcla de amigo y de parásito, el camarada pobre, complaciente y activo que acompaña al señorito de familia rica en mala inteligencia con sus padres, participando de las alternativas de su fortuna, recogiendo las migajas de los días prósperos é inven¬ tando expedientes para conservar las apariencias en las horas de penuria.

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¿Qué hay de la guerra? le había dicho Argensola antes de preguntarle por el resultado de su viaje . vienes de fuera y debes saber mucho.

Luego se había dormido en su antigua cama, guar¬ dadora de gratos recuerdos, mientras el «secretario» paseaba por el estudio hablando de Servia, de Eusia y del kaiser. También este muchacho escéptico para todo lo que no, estuviese en relación con su egoísmo, parecía contagiado por la preocupación general. Cuando des¬ pertó, la carta de ella citándole para las cinco de la tarde contenía igualmente algunas palabras sobre el temido peligro. A través de su estilo de enamorada pa¬ recía transpirar la preocupación de París. Al salir en busca del almuerzo, la portera, con pretexto de darle la bienvenida, le había pedido noticias. Y en el restorán, en el café, en la calle, siempre la guerra... la posibili¬ dad de una guerra con Alemania...

Desnoy ers era optimista. ¿Qué podían significar estas inquietudes para un hombre como él, que acababa de vivir más de veinte días entre alemanes, cruzando el Atlántico bajo la bandera del Imperio?...

Había salido de Buenos Aires en un vapor de Ham- burgo: el Kónig Friedrich August. El mundo estaba en santa tranquilidad cuando el buque se alejó de tierra. Sólo en Méjico blancos y mestizos se exterminaban re¬ volucionariamente, para que nadie pudiese creer que el hombre es un animal degenerado por la paz. Los pue¬ blos demostraban en el resto del planeta una cordura extraordinaria. Hasta en el trasatlántico, el pequeño mundo de pasajeros de las más diversas nacionalidades parecía un fragmento de la sociedad futura implantado como ensayo en los tiempos presentes, un boceto del mundo del porvenir, sin fronteras ni antagonismos de razas.

Una mañana, la música de á bordo, que hacía oir todos los domingos el Coral de Lutero, despertó á los durmientes de los camarotes de primera clase con la más inaudita de las alboradas. Desnoy ers se frotó los ojos creyendo vivir aún en las alucinaciones del sueño. Los cobres alemanes rugían la Marsellesa por los pasi¬ llos y las cubiertas. El camarero, sonriendo ante su

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asombro, acabó por explicar el acontecimiento; «Catorce de Julio.» En los vapores alemanes se celebran como propias Jas grandes fiestas de todas las naciones que proporcionan carga y pasajeros. Sus capitanes cuidan escrupulosamente de cumplir los ritos de esta religión de la bandera y del recuerdo histórico. La más insigni¬ ficante Eepública ve empavesado el buque en su honor. Es una diversión más, que ayuda á combatir la mono¬ tonía del viaje y sirve á los altos fines de la propaganda germánica. Por primera vez la gran fecha de Francia era festejada en un buque alemán; y mientras los músi¬ cos seguían paseando por los diversos pisos una Marse- llesa galopante, sudorosa y con el pelo suelto, los grupos matinales comentaban el suceso. «¡Qué finura! ^decían las damas sudamericanas . Estos alemanes no son tan ordinarios como parecen. Es una atención... algo muy distinguido. ¿Y aún hay quien cree que ellos y Francia van á golpearse?...»

Los contadísimos franceses que viajaban en el buque se veían admirados, como si hubiesen crecido desmesu¬ radamente ante la pública consideración. Eran tres nada más: un joyero viejo, que venía de visitar sus sucursales de América, y dos muchachas comisionistas de la rué de la Paix, las personas más modositas y tímidas de á bordo, vestales de ojos alegres y nariz respingada, que se mantenían aparte, sin permitirse la menor expansión en este ambiente poco grato. Por la noche hubo ban¬ quete de gala. En el fondo del comedor, la bandera fran¬ cesa y la del Imperio formaban un vistoso y disparatado cortinaje. Todos los pasajeros alemanes iban de frac y sus damas exhibían las blancuras de sus escotes. Los uniformes de los sirvientes brillaban como en un día de gran revista. A los postres sonó el repiqueteo de un cu¬ chillo sobre un vaso, y se hizo el silencio. El coman¬ dante iba á hablar. Y el bravo marino, que unía á sus funciones náuticas la obligación de hacer arengas en los banquetes y abrir los bailes con la dama de mayor respeto, empezó el desarrollo de un rosario de palabras semejantes á frotamientos de tabletas, con largos inter¬ valos de vacilante silencio. Desnoy ers sabía un poco de alemán, como recuerdo de sus relaciones con los pa-

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rientes que tenía en Berlín, y pudo atrapar algunas pa¬ labras. Repetía el comandante á cada momento «paz» y «amigos». Un vecino de mesa, comisionista de comercio, se ofreció como intérprete, con la obsequiosidad del que vive de la propaganda.

El comandante pide á Dios que mantenga la paz entre Alemania y Francia y espera que cada vez serán más amigos los dos pueblos.

Otro orador se levantó en la misma mesa que ocu¬ paba el marino. Era el más respetado de los pasajeros alemanes, un rico industrial de Dusseldorf que venía de visitar á sus corresponsales de América. Nunca lo de¬ signaban por su nombre. Tenía el título de Consejero de Comercio, y para sus compatriotas era Herr Comer zien- rath, así como su esposa se hacía dar el título de Frau Eath. La «señora consejera», mucho más joven que su importante esposo, había atraído desde el principio del viaje la atención de Desnoyers. Ella, por su parte, hizo una excepción en favor de este joven argentino, abdi¬ cando su título desde las primeras palabras. «Me llamo Berta», dijo dengosamente, como una duquesa de Ver- salles á un lindo abate sentado á sus pies. El marido también protestó al oir que Desnoyers le llamaba «con¬ sejero», como sus compatriotas. «Mis amigos me llaman capitán. Yo mando una compañía de la landsturm.» Y el gesto con que el industrial acompañó estas palabras revelaba la melancolía de un hombre no comprendido menospreciando los honores que goza para pensar úni¬ camente en los que no posee.

Mientras pronunciaba el discurso, Julio examinó su pequeña cabeza y su robusto pescuezo, que le daban cierta semejanza con un perro de pelea. Imaginaria¬ mente veía el alto y opresor cuello del uniforme ha¬ ciendo surgir sobre sus bordes un doble bullón de grasa roja. Los bigotes enhiestos y engomados tomaban un avance agresivo. Su voz era cortante y seca, como si sacudiese las palabras... Así debía lanzar el emperador sus arengas. Y el burgués belicoso, con instintiva simu¬ lación, encogía el brazo izquierdo, apoyando la mano en la empuñadura de un sable invisible.

A pesar de su gesto fiero y su oratoria de mando,

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todos los oyentes alemanes rieron estrepitosamente á las primeras palabras, como hombres que saben apre¬ ciar el sacriñcio de un Herr Comer zienrath cuando se digna divertir á una reunión.

Dice cosas muy graciosas de los franceses apuntó el intérprete en voz baja . Pero no son ofensivas.

Julio había adivinado algo de esto al oir repetidas veces la palabra franzosen. Se daba cuenta aproxima¬ damente de lo que decía el orador: «^Franzoseriy niños grandes, alegres, graciosos, imprevisores. ¡Las cosas que podrían hacer juntos los alemanes y ellos, si olvi¬ daban los rencores del pasado!» Los oyentes germanos ya no reían. El consejero renunciaba á su ironía, una ironía grandiosa, aplastante, de muchas toneladas de peso, enorme como el buque. Ahora desaiTollaba la parte seria de su arenga, y el mismo comisionista parecía con¬ movido.

Dice, señor continuó , que desea que Francia sea muy grande y que algún día marchemos juntos contra otros enemigos... ¡contra otros!

Y guiñaba un ojó sonriendo maliciosamente, con la misma sonrisa de común inteligencia que despertaba en todos esta alusión al misterioso enemigo.

Al final, el capitán consejero levantó su copa por Francia. «¡Hoch!», gritó como si mandase una evolución á sus soldados de la reserva. Por tres veces dió el grito, y toda la masa germánica, puesta de pie, contestó con un ¡Hoch! semejante á un rugido, mientras la música, insta¬ lada en el antecomedor, rompía á tocar la Marsellesa.

Desnoyers se conmovió. Un escalofrío de entusiasmo subía por su espalda. Se le humedecieron los ojos, y al beberse el champaña creyó haber tragado algunas lágri¬ mas. El llevaba un nombre francés, tenía sangre fran¬ cesa, y lo que hacían aquellos gringos que las más de las veces le parecían ridículos y ordinarios era digno de agradecimiento. ¡Los súbditos del kaiser festejando la gran fecha de la Revolución!... Creyó estar asistiendo á un gran suceso histórico.

¡Muy bien! dijo á otros sudamericanos que ocupa¬ ban las mesas inmediatas . Hay que reconocer que han estado muy gentiles.

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Luego, con la vehemencia de sus veintisiete años, acometió en el antecomedor al joyero, echándole en cara su mutismo. Era el línico ciudadano de Francia que iba á bordo. Debía haber dicho cuatro palabras de agrade¬ cimiento. La fiesta terminaba mal por su culpa.

¿Y por qué no ha hablado usted, que es hijo de fran¬ cés? dijo el otro.

Yo soy ciudadano argentino contestó Julio.

Y se alejó del joyero, mientras éste, pensando que «podía haber hablado», daba explicaciones á los que le rodeaban. Era muy peligroso mezclarse en asuntos di¬ plomáticos. Además, él «no tenía instrucciones de su gobierno». Y por unas cuantas horas se creyó un hom¬ bre que había estado á punto de desempeñar un gran papel en la Historia.

Pasaba Desnoyers el resto de la noche en el fumade¬ ro, atraído por la presencia de la «señora consejera». El capitán de la landsturm^ avanzando un enorme cigarro entre sus bigotes, jugaba al poker con otros compatrio¬ tas que le seguían en orden de dignidades y riquezas. Su compañera se mantenía al lado suyo gran parte de la velada, presenciando el ir y venir de los camareros cargados de hocks, sin atreverse á intervenir en este consumo enorme de cerveza. Su preocupación era guar¬ dar un asiento vacío junto á ella para que lo ocupase Desnoyers. Le tenía por el hombre más «distinguido» de á bordo porque tomaba champaña en todas las comidas. Era de mediana estatura, moreno, con un pie breve que la obligaba á ella á recoger los suyos debajo de las fal¬ das , y su frente aparecía como un triángulo bajo dos crenchas de pelo lisas, negras, lustrosas cual planchas de laca. El tipo opuesto de los hombres que la rodeaban. Además, vivía en París, en la ciudad que ella no había visto nunca, después de numerosos viajes por ambos hemisferios.

¡Oh, París! ¡París! decía abriendo los ojos y frun¬ ciendo los labios para expresar su admiración cuando hablaba á solas con el argentino . ¡Cómo me gustaría ir á él!

Y para que le contase las cosas de París, se permitía ciertas confidencias sobre los placeres de Berlín, pero

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con ruborosa modestia, admitiendo por adelantado que en el mundo hay más, mucho más, y que ella deseaba conocerlo.

Julio, al pasear ahora en torno de la Capilla Expia¬ toria, se acordaba con cierto remordimiento de la esposa del consejero Erckmann. ¡El, que había hecho el viaje á América por una mujer, para reunir dinero y casarse con ella!... Pero en seguida encontraba excusas á su conducta. Nadie iba á saber lo ocurrido. Además, él no era un asceta, y Berta Erckmann representaba una amistad tentadora en medio del mar. Al recordarla, veía imaginariamente un caballo de carreras grande, enjuto, rubio y de largas zancas. Era una alemana á la moderna, que no reconocía otro defecto á su país que la pesadez de sus mujeres, combatiendo en su persona este peligro nacional con toda clase de métodos alimenticios. La comida era para ella un tormento y el desfile de los hocks en el fumadero un suplicio tantalesco. La esbeltez conseguida y mantenida por esta tensión de la voluntad dejaba más visible la robustez de su andamiaje, el fuer¬ te esqueleto, con mandíbulas poderosas y unos dientes grandes, sanos, deslumbradores, que tal vez daban ori¬ gen á la comparación irreverente de Desnoy ers. «Es del¬ gada y sin embargo enorme», se decía al examinarla. Pero á continuación la declaraba igualmente la mujer más distinguida de á bordo; distinguida para el Océano, elegante á estilo de Munich, con vestidos de colores inde¬ finibles que hacían recordar el arte persa y las viñetas de los manuscritos medioevales. El marido admiraba la elegancia de Berta, lamentando en secreto su esterilidad casi como un delito de alta traición. La patria alemana era grandiosa por la fecundidad de sus mujeres. El kai¬ ser, con sus hipérboles de artista, había hecho constar que la verdadera belleza alemana debe tener el talle á partir de un metro cincuenta.

Cuando entró Desnoyers en el fumadero para ocupar el asiento que le reservaba la consejera, el marido y sus opulentos camaradas tenían la baraja inactiva sobre el verde tapete. Herr Rath continuaba entre amigos su dis¬ curso, y los oyentes se sacaban el cigarro de los labios para lanzar gruñidos de aprobación. La presencia de

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Julio provocó una sonrisa de general amabilidad. Era Francia que venía á fraternizar con ellos. Sabían que su padre era francés, y esto bastaba para que lo acogie¬ sen como si llegase en línea recta del palacio del muelle de Orsay, representando á la más alta diplomacia de la República. El afán de proselitismo hizo que todos ellos oncediesen de pronto una importancia desmesurada.

Nosotros continuó el consejero, mirando fijamente á Desnoyers como si esperase de él una declaración so¬ lemne deseamos vivir en buena amistad con Francia.

El joven Julio aprobó con la cabeza, para no mos¬ trarse desatento. Le parecía muy bien que las gentes no fuesen enemigas. Por él podía afirmarse esta amis¬ tad cuanto quisieran. Lo único que le interesaba en aquellos momentos era cierta rodilla que buscaba la suya por debajo de la mesa, transmitiéndole su dulce calor á través de un doble telón de sedas.

Pero Francia siguió quejumbrosamente el indus¬ trial se muestra arisca con nosotros. Hace años que nuestro emperador le tiende la mano con noble lealtad, y ella finge no verla... Eso reconocerá usted que no es correcto.

Aquí Desnoyers creyó que debía decir algo, para que el orador no adivinase sus verdaderas preocupaciones.

Tal vez no hacen ustedes bastante. ¡Si ustedes de¬ volviesen, ante todo, lo que le quitaron!...

Se hizo un silencio de estupefacción, como si hubiese sonado en el buque la señal de alarma. Algunos de los que se llevaban el cigarro á los labios quedaron con la mano inmóvil á dos dedos de la boca, abriendo los ojos desmesuradamente. Pero allí estaba el capitán de la landsturm para dar forma á su muda protesta.

¡Devolver! dijo con una voz que parecía ensorde¬ cida por el repentino hinchamiento de su cuello . Nos¬ otros no tenemos por qué devolver nada, ya que nada hemos quitado. Lo que poseemos lo ganamos con nues¬ tro heroísmo.

La oculta rodilla se hizo más insinuante, como si aconsejase prudencia al joven con sus dulces frota¬ mientos.

No diga usted esas cosas suspiró Berta . Eso sólo

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7. BLASCO IBAÑEZ

lo dicen los republicanos corrompidos de París. ¡Un joven tan distinguido, que ha estado en Berlín y tiene parientes en Alemania!...

Como Desnoyers ante toda afirmación hecha con tono altivo sentía un impulso hereditario de agresividad, dijo fríamente:

Es como si yo le quitase á usted el reloj y luego le propusiera que fuésemos amigos, olvidando lo ocurrido. Aunque usted pudiera olvidar, lo primero sería que yo le devolviese el reloj.

Quiso responder tantas cosas á la vez el consejero Erckmann, que balbuceó, saltando de una idea á otra: «¡Comparar la reconquista de Alsacia á un robo!... ¡Una tierra alemana!... La raza... la lengua... la historia...»

Pero ¿dónde consta su voluntad de ser alemana? preguntó el joven sin perder la calma . ¿Cuándo han consultado ustedes su opinión?...

Quedó indeciso el consejero, como si dudase entre caer sobre el insolente ó aplastarlo con su desprecio.

Joven, usted no sabe lo que dice afirmó al fin con majestad . Usted es argentino y no entiende las cosas de Europa.

y los demás asintieron, despojándolo repentinamente .de la ciudadanía que le habían atribuido poco antes. El consejero, con una rudeza militar, le había vuelto la espalda, y tomando la baraja, distribuía cartas. Se re¬ anudó la partida. Desnoyers, viéndose aislado por este menosprecio silencioso, sintió deseos de interrumpir el juego con una violencia. Pero la oculta rodilla seguía aconsejándole la calma y una mano no menos invisible buscó su diestra, oprimiéndola dulcemente. Esto bastó para que recobrase la serenidad. La «señora consejera» seguía con ojos fijos la marcha del juego. El miró tam¬ bién, y una sonrisa maligna contrajo levemente los ex¬ tremos de su boca, al mismo tiempo que se decía men¬ talmente, á guisa de consuelo: «¡Capitán, capitán!... No sabes lo que te espera.»

Estando en tierra firme no se habría acercado más á estos hombres; pero la vida en un trasatlántico, con su inevitable promiscuidad, obliga al olvido. Al otro día, el consejero y sus amigos fueron en busca de él, extre-

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mando sus amabilidades para borrar todo recuerdo eno¬ joso. Era un joven «distinguido», pertenecía á una fami¬ lia rica, y todos ellos poseían en su país tiendas y otros negocios. De lo único que cuidaron fué de no mencionar más su origen francés. Era argentino, y todos á coro se interesaban por la grandeza de su nación y de todas las naciones de la América del Sur, donde tenían corres¬ ponsales y empresas, exagerando su importancia como si fuesen grandes potencias, comentando con gravedad los hechos y palabras de sus personajes políticos, dando á entender que en Alemania no había quien no se pre¬ ocupase de su porvenir, prediciendo á todas ellas una gloria futura, reflejo de la del Imperio, siempre que se mantuviesen bajo la influencia germánica.

A pesar de estos halagos, Desnoyers no se presentó con la misma asiduidad que antes á la hora del poker. La consejera se retiraba á su camarote más pronto que de costumbre. La proximidad de la línea equinoccial le proporcionaba un sueño irresistible, abandonando á su esposo, que seguía con los naipes en la mano. Julio, por su parte, tenía misteriosas ocupaciones que sólo le per¬ mitían subir á la cubierta después de media noche. Con la precipitación de un hombre que desea ser visto para evitar sospechas, entraba en el fumadero hablando alto y venía á sentarse junto al marido y sus camaradas. La partida había terminado, y un derroche de cerveza y gruesos cigarros de Hamburgo servía para festejar el éxito de los gananciosos. Era la hora de las expansiones germánicas, de la intimidad entre hombres, de las bro¬ mas lentas y pesadas, de los cuentos subidos de color. El consejero presidía con toda su grandeza estas dia¬ bluras de los amigos, sesudos negociantes de los puer¬ tos anseáticos, que gozaban de grandes créditos en el Deutsche Bankj ó tenderos instalados en las repúblicas del Plata, con una familia innumerable. El era un gue¬ rrero, un capitán, y al celebrar cada chiste lento con una risa que hinchaba su robusta cerviz, creía estar en el vivac entre sus compañeros de armas.

En honor de los sudamericanos que, cansados de pasear por la cubierta, entraban á oir lo que decían los gringos, los cuentistas vertían al español las gracias y

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los relatos licenciosos despertados en su memoria por la cerveza abundante. Julio admiraba la risa fácil de que estaban dotados todos estos hombres. Mientras los extranjeros permanecían impasibles, ellos reían con so¬ noras carcajadas, echándose atrás en sus asientos. Y cuando el auditorio alemán permanecía frío, el cuen¬ tista apelaba á un recurso infalible para remediar su falta de éxito.

A kaiser le contaron este cuento, y cuando kaiser lo oyó, kaiser rió mucho.

No necesitaba decir más. Todos reían, «¡ja, ja, ja!» con una carcajada espontánea pero breve; una risa en tres golpes, pues el prolongarla podía interpretarse como una falta de respeto á la majestad.

Cerca de Europa, una oleada de noticias salió al encuentro del buque. Los empleados del telégrafo sin hilos trabajaban incesantemente. Una noche, al entrar Desnoyers en el fumadero, vió á los notables germáni¬ cos manoteando y con los rostros animados. No bebían cerveza: habían hecho destapar botellas de champaña alemán, y la Frau consejera, impresionada sin duda por los acontecimientos, se abstenía de bajar á su camarote. El capitán Erckmann, al ver al joven argentino, le ofre¬ ció una copa.

Es la guerra— dijo con entusiasmo , la guerra que llega... ¡Ya era hora!

Desnoyers hizo un gesto de asombro. ¡La guerra!... ¿Qué guerra era esa?... Había leído, como todos, en la tablilla de anuncios del antecomedor, un radiograma dando cuenta de que el gobierno austriaco acababa de enviar un ultimátum á Servia, sin que esto le produjese la menor emoción. Menospreciaba las cuestiones de los Balkanes. Eran querellas de pueblos piojosos, que aca¬ paraban la atención del mundo, distrayéndolo de empre¬ sas más serias. ¿Cómo podía interesar este suceso al be¬ licoso consejero? Las dos naciones acabarían por enten¬ derse. La diplomacia sirve algunas veces para algo.

No insistió ferozmente el alemán ; es la guerra, la bendita guerra. Rusia sostendrá á Servia, y nosotros apoyaremos á nuestra aliada... ¿Qué hará Francia? ¿Usted sabe lo que hará Francia?...

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Julio levantó los hombros con mal humor, como pi¬ diendo que le dejase en paz.

Es la guerra continuó el consejero , la guerra preventiva que necesitamos. Eusia crece demasiado aprisa y se prepara contra nosotros. Cuatro años más de paz, y habrá terminado sus ferrocarriles estratégicos, y su fuerza militar, unida á la de sus aliados, valdrá tanto como la nuestra. Mejor es darle ahora un buen golpe. Hay que aprovechar la ocasión... ¡La guerra! ¡la guerra preventiva!

Todo su clan le escuchaba en silencio. Algunos no parecían sentir el contagio de su entusiasmo. ¡La gue¬ rra!... Con la imaginación veían los negocios paraliza¬ dos, los corresponsales en quiebra, los Bancos cortando los créditos... una catástrofe más pavorosa para ellos que las matanzas de las batallas. Pero aprobaban con gruñidos y movimientos de cabeza las feroces declama¬ ciones de Erckmann. Era un Herr Ehat^ y además un oñcial. Debía estar en el secreto de los destinos de su patria, y esto bastaba para que bebiesen en silencio por el éxito de la guerra.

El joven creyó que el consejero y sus admiradores estaban borrachos. «Fíjese, capitán dijo con tono con¬ ciliador ; eso que usted dice tal vez carece de lógica.» ¿Cómo podía convenir una guerra á la industriosa Ale¬ mania? Por momentos iba ensanchando su accióh: cada mes conquistaba un mercado nuevo; todos los años su balance comercial aparecía aumentado en proporciones inauditas. Sesenta años antes tenía que tripular sus escasos buques con los cocheros de Berlín castigados por la policía. Ahora sus flotas comerciales y de guerra surcaban todos los océanos, y no había puerto donde la mercancía germánica no ocupase la parte más conside¬ rable de los muelles. Sólo necesitaba seguir viviendo de este modo, mantenerse alejada de las aventuras gue¬ rreras. Veinte años más de paz, y los alemanes serían los dueños de los mercados del mundo, venciendo á In¬ glaterra, su maestra de ayer, en esta lucha sin sangre. ¿Y todo esto iban á exponerlo como el que juega su fortuna entera á una carta en una lucha que podía serles desfavorable?...

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No; ¡la guerra insistió rabiosamente el consejero , la guerra preventiva! Vivimos rodeados de enemigos, y esto no puede continuar. Es mejor que terminemos de una vez. ¡O ellos ó nosotros! Alemania se siente con fuerzas para desafiar al mundo. Debemos poner fin á la amenaza rusa. Y si Financia no se mantiene quietecita, ¡peor para ella!... Y si alguien más... ¡alguien! se atreve á intervenir en contra nuestra, ¡peor para él! Cuando yo monto en mis talleres una máquina nueva, es para hacerla producir y que no descanse. Nosotros poseemos el primer ejército del mundo, y hay que ponerlo en mo¬ vimiento para que no se oxide.

Luego añadió con pesada ironía:

Han establecido un círculo de hierro en torno de nosotros para ahogarnos. Pero Alemania tiene los pe¬ chos robustos, y le basta hincharlos para romper el corsé. Hay que despertar antes de que nos veamos ma¬ niatados mientras dormimos. ¡Ay del que encontremos enfrente de nosotros!...

Desnoy ers sintió la necesidad de contestar á estas arrogancias. El no había visto nunca el círculo de hie¬ rro de que se quejaban los alemanes. Lo único que ha¬ cían las naciones era no seguir viviendo confiadas é inactivas ante la desmesurada ambición germánica. Se preparaban simplemente para defenderse de una agre¬ sión casi segura. Querían sostener su dignidad, atro¬ pellada á todas horas por las más inauditas preten¬ siones.

¿No serán los otros pueblos preguntó los que se ven obligados á defenderse, y ustedes los que represen¬ tan un peligro para el mundo?...

Una mano invisible buscó la suya por debajo de la mesa, como algunas noches antes, para recomendarle prudencia. Pero ahora apretaba fuerte, con la autoridad que confiere el derecho adquirido.

¡Oh, señor! suspiró la dulce Berta . ¡Decir esas cosas un joven tan distinguido y que tiene...!

No pudo continuar, pues su esposo le cortó la pala¬ bra. Ya no estaban en los mares de América, y el con¬ sejero se expresó con la rudeza de un dueño de casa.

, Tuve el honor de manifestarle, joven dijo, imi-

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tando la cortante frialdad de los diplomáticos , que usted no es mas que un sudamericano, é ignora las cosas de Europa.

No le llamó «indio», pero Julio oyó interiormente la palabra lo mismo que si el alemán la hubiese proferido. ¡Ay, si la garra oculta y suave no le tuviese sujeto con sus crispaciones de emoción!... Pero este contacto man¬ tuvo su calma y hasta le hizo sonreir. «¡Gracias, capi¬ tán! dijo mentalmente . Es lo menos que puedes hacer para cobrarte.»

Y aquí terminaron sus relaciones con el consejero y su grupo.

Los comerciantes, al verse cada vez más próximos á su patria, se iban despojando del servil deseo de agradar que les acompañaba en sus viajes al Nuevo Mundo. Tenían, además, graves cosas de que ocupar¬ se. El servicio telegráfico funcionaba sin descanso. El comandante del buque conferenciaba en su camarote con el consejero, por ser el compatriota de mayor im¬ portancia. Sus amigos buscaban los lugares más ocultos para hablar entre ellos. Hasta Berta empezó á huir de Desnoy ers. Le sonreía aún de lejos, pero su sonrisa iba dirigida más á los recuerdos que á la realidad pre¬ sente.

Entre Lisboa y las costas de Inglaterra habló Julio por última vez con el marido. Todas las mañanas apa¬ recían en la tablilla del antecomedor noticias alarman¬ tes transmitidas por los aparatos radiográficos. El Im¬ perio se estaba armando contra sus enemigos. Dios los castigaría haciendo caer sobre ellos toda clase de des¬ gracias. Desnoyers quedó estupefacto de asombro ante la última noticia. «Trescientos mil revolucionarios si¬ tian á París en este momento. Los barrios exteriores empiezan á arder. Se reproducen los horrores de la Commune.»

¡Pero estos alemanes se han vuelto locos! gritó el joven ante el radiograma, rodeado de un grupo de cu¬ riosos tan asombrados como él . Vamos á perder el poco sentido que nos queda... ¿Qué revolucionarios son esos? ¿Qué revolución puede estallar en París si los hom¬ bres del gobierno no son reaccionarios?

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Una voz se elevó detrás de él, ruda, autoritaria, como si pretendiese cortar las dudas del auditorio. Era el Herr consejero el que hablaba.

Joven, esas noticias las envían las primeras agen¬ cias de Alemania... Y Alemania no miente nunca.

. Luego de esta afirmación le volvió la espalda, y ya no se vieron más.

En la madrugada siguiente último día del viaje , el camarero de Desnoyers lo despertó con apresura¬ miento. suba á cubierta: lindo espectáculo.» El

mar estaba velado por la niebla, pero entre los brumo¬ sos telones se marcaban unas siluetas semejantes á islas con robustas torres y agudos minaretes. Las islas avan¬ zaban sobre el agua aceitosa lenta y majestuosamente, con pesadez sombría. Julio contó hasta diez y ocho. Parecían llenar el Océano. Era la escuadra de la Man¬ cha, que acababa de salir de las costas de Inglaterra por orden del gobierno, navegando sin otro fin que el de hacer constar su fuerza. Por primera vez, viendo entre la bruma este desfile de dreadnoughts y que evoca¬ ban la imagen de un rebaño de monstruos marinos de la prehistoria, se dió cuenta exacta Desnoyers del po¬ derío británico. El buque alemán pasó entre ellos em¬ pequeñecido, humillado, acelerando su marcha. «Cual¬ quiera diría pensó el joven que tiene la conciencia inquieta y desea ponerse en salvo.» Cerca de él, un pa¬ sajero sudamericano bromeaba con un alemán. «¡Si la guerra se hubiese declarado ya entre ellos y ustedes!... ¡Si nos hiciesen prisioneros!»

Después de mediodía entraron en la rada de Sóu- thampton. El Friedrich August mostró prisa en salir cuanto antes. Las operaciones se hicieron con vertigi¬ nosa rapidez. La carga fué enorme: carga de personas y de equipajes. Dos vapores llenos abordaron al tras¬ atlántico. Una avalancha de alemanes residentes en In¬ glaterra invadió las cubiertas con la alegría del que pisa suelo amigo, deseando verse cuanto antes en Ham- burgo. Luego el buque avanzó por el canal con una ra¬ pidez desusada en estos parajes.

La gente, asomada á las bordas, comentaba los ex¬ traordinarios encuentros en este bulevar marítimo, fre-

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cuentado ordinariamente por buques de paz. Unos hu¬ mos en el horizonte eran los de la escuadra francesa lle¬ vando al presidente Poincaré, que volvía de Rusia. La alarma europea había interrumpido su viaje. Luego vie¬ ron más navios ingleses que rondaban ante sus costas como perros agresivos y vigilantes. Dos acorazados de la América del Norte se dieron á conocer por sus más¬ tiles en forma de cestos. Después pasó á todo vapor, con rumbo al Báltico, un navio ruso, blanco y lustroso desde las cofas á la línea de flotación. «¡Mal! clamaban los viajeros procedentes de América . ¡Muy mal! Parece que esta vez va la cosa en serio.» Y miraban con inquie¬ tud las costas cercanas á un lado y á otro. Ofrecían el aspecto de siempre, pero detrás de ellas se estaba pre¬ parando tal vez un nuevo período de Historia.

El trasatlántico debía llegar á Boulogne á media no¬ che, aguardando hasta el amanecer para que desembar¬ casen cómodamente los viajeros. Sin embargo, llegó á las diez, echó el ancla lejos del puerto, y el comandante dió órdenes para que el desembarco se hiciese en menos de una hora. Para esto había acelerado la marcha, de¬ rrochando carbón. Necesitaba alejarse cuanto antes, en busca del refugio de Hamburgo. Por algo funcionaban los aparatos radiográficos.

A la luz de los focos azules, que esparcían sobre el mar una claridad lívida, empezó el transbordo de pasa¬ jeros y equipajes con destino á París desde el trasatlán¬ tico á los remolcadores. «¡Aprisa! ¡aprisa!» Los marine¬ ros empujaban á las señoras de paso tardo, que recon¬ taban sus maletas creyendo haber perdido alguna. Los camareros cargaban con los niños como si fuesen pa¬ quetes. La precipitación general hacía desaparecer la exagerada y untuosa amabilidad germánica. «Son como lacayos pensó Desnoyers . Creen próxima la hora del triunfo y no consideran necesario fingir...»

Se vió en un remolcador que danzaba sobre las on¬ dulaciones del mar, frente al muro negro é inmóvil del trasatlántico, acribillado de redondeles luminosos y con los balconajes de las cubiertas repletos de gente que sa¬ ludaba agitando pañuelos. Julio reconoció á Berta, que movía una mano, pero sin verle, sin saber en qué re^

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molcador estaba, por una necesidad de manifestar su agradecimiento á los dulces recuerdos que se iban á perder en el misterio del mar y de la noche. «¡Adiós, consejera!»

Empezó á agrandarse la distancia entre el trasatlán¬ tico que partía y los remolcadores que navegaban hacia la boca del puerto. Como si hubiese aguardado este mo¬ mento de impunidad, una voz estentórea surgió de la última cubierta entre ruidosas carcajadas. «¡Hasta lue¬ go! ¡Pronto nos veremos en París!» Y la banda de mú¬ sica, la misma banda que trece días antes había asom¬ brado á Desnoyers con su inesperada Marsellesa^ rompió á tocar una marcha guerrera del tiempo de Federico el Grande, una marcha de granaderos con acompañamiento de trompetas.

Así se perdió en la sombra, con la precipitación de la fuga y la insolencia de una venganza próxima, el último trasatlántico alemán que tocó en las costas fran¬ cesas.

Esto había sido en la noche anterior. Aún no iban transcurridas veinticuatro horas, pero Desnoyers lo con¬ sideraba como un suceso lejano, de vagorosa realidad. Su pensamiento, dispuesto siempre á la contradicción, no participaba de la alarma general. Las arrogancias del consejero le parecían ahora baladronadas de un burgués metido á soldado. Las inquietudes de la gente de París eran estremecimientos nerviosos de un pueblo que vive plácidamente y se alarma apenas vislumbra un peligro para su bienestar. ¡Tantas veces habían hablado de una guerra inmediata, solucionándose el conflicto en el últi¬ mo instante!... Además, él no quería que hubiese guerra, porque la guerra trastornaba sus planes de vida futura, y el hombre acepta como lógico y razonable todo lo que conviene á su egoísmo, colocándolo por encima de la realidad.

No, no habrá guerra repitió mientras paseaba por el jardín . Estas gentes parecen locas. ¿Cómo puede surgir una guerra en estos tiempos?...

Y después de aplastar sus dudas, que renacerían in¬ dudablemente al poco rato, pensó en lo que le interesaba por el momento, consultando su reloj. Las cinco. Ella iba

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á llegar de un instante á otro. Creyó reconocerla de lejos en una señora que atravesaba la verja por la entrada de la rué Pasquier. Le parecía algo distinta, pero se le ocu¬ rrió que las modas veraniegas podían haber cambiado el aspecto de su persona. Antes de que se aproximase pudo convencerse de su error. No iba sola: otra señora se unió á ella. Eran tal vez inglesas ó norteamericanas, de las que rinden un culto romántico á la memoria de María Antonieta. Deseaban visitar la Capilla Expiatoria, antigua tumba de la reina ejecutada. Julio las vió cómo subían los peldaños, atravesando el patio interior, en cuyo suelo están enterrados ochocientos suizos muertos en la jornada del 10 de Agosto, con otras víctimas de la cólera revolucionaria.

Desalentado por esta decepción, siguió paseando. Su mal humor le hizo ver considerablemente agrandada la fealdad del monumento con que la restauración borbó¬ nica había adornado el antiguo cementerio de la Mag¬ dalena. Pasaba el tiempo sin que ella llegase. En cada una de sus vueltas miraba con avidez hacia las entra¬ das del jardín. Y ocurrió lo que en todas sus entrevistas. Ella se presentó de pronto, como si cayese de lo alto ó surgiera del suelo lo mismo que una aparición. Una tos, un leve ruido de pasos, y al volverse, Julio casi chocó con la que llegaba.

¡Margarita! ¡Oh, Margarita!...

Era ella, y sin embargo tardó en reconocerla. Expe¬ rimentaba cierta extrañeza al ver en plena realidad este rostro que había ocupado su imaginación durante tres meses, haciéndose cada vez más espiritual é impreciso con el idealismo de la ausencia. Pero la duda fué de breves instantes. A continuación le pareció que el tiem¬ po y el espacio quedaban suprimidos, que él no había hecho ningún viaje y sólo iban transcurridas unas horas desde su última entrevista.

Adivinó Margarita la expansión que iba á seguir á las exclamaciones de Julio, el apretón vehemente de manos, tal vez algo más, y se mostró fría y serena.

No, aquí no dijo con un mohín de contrariedad . ¡Qué idea habernos citado en este sitio!

Fueron á sentarse en las sillas de hierro, al amparo

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de un grupo de plantas, pero ella se levantó inmedia¬ tamente. Podían verla los que transitaban por el bu¬ levar con sólo que volviesen los ojos hacia el jardín. A estas horas, muchas amigas suyas debían andar por las inmediaciones, á causa de la proximidad de los grandes almacenes... Buscaron el refugio de una esquina del mo¬ numento, metiéndose entre éste y la rué des MatTiuríns. Desnoyers colocó dos sillas junto á un macizo de vege¬ tación, y al sentarse quedaron invisibles para los que transitaban por el otro lado de la verja. Pero ninguna soledad. A pocos pasos de ellos un señor grueso y miope leía su periódico, un grupo de mujeres charlaba y hacía labores. Una señora con peluca roja y dos perros al¬ guna vecina que bajaba al jardín para dar aire á sus acompañantes pasó varias veces ante la amorosa pa¬ reja sonriendo discretamente.

¡Qué fastidio!— gimió Margarita . ¡Qué mala idea haber venido á este lugar!

Se miraban los dos atentamente, como si quisieran darse exacta cuenta de las transformaciones operadas por el tiempo.

Estás más moreno dijo ella—. Pareces un hombre de mar.

Julio la encontraba más hermosa que antes, recono¬ ciendo que bien valía su posesión las contrariedades que habían originado su viaje á América. Era más alta que él, de una esbeltez elegante y armoniosa. «Tiene el paso musical», decía Desnoyers al evocar su imagen. Y lo primero que admiró ai volverla á ver fué el ritmo suel¬ to, juguetón y gracioso con que marchaba por el jar¬ dín buscando nuevo asiento. Su rostro no era de trazos regulares, pero tenía una gracia picante: un verdadero rostro de parisiense. Todo cuanto han podido inventar las artes del embellecimiento femenil se reunía en su persona, sometida á los más exquisitos cuidados. Había vivido siempre para ella. Sólo desde algunos meses antes abdicó en parte este dulce egoísmo, sacrificando reunio¬ nes, tés y visitas, para dedicar á Desnoyers las horas de la tarde. Elegante y pintada como una muñeca de gran precio, teniendo por suprema aspiración el ser un mani¬ quí que realzase con su gracia corporal las invenciones

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de los modistos, había acabado por sentir las mismas preocupaciones y alegrías de las otras mujeres, creán¬ dose una vida interior. El núcleo de esta nueva vida, que permanecía oculta bajo-- su antigua frivolidad, fué Des- noyers. Luego, cuando se imaginaba haber organizado su existencia definitivamente las satisfacciones de la elegancia para el mundo y las dichas del amor en íntimo secreto , una catástrofe fulminante, la intervención del marido, cuya presencia parecía haber olvidado, trastor¬ su inconsciente felicidad. Ella, que se creía el centro del universo, imaginando que los sucesos debían rodar con arreglo á sus deseos y gustos, sufrió la cruel sorpresa con más asombro que dolor.

Y tú, ¿cómo me encuentras? siguió diciendo Mar¬ garita.

Para que Julio no se equivocase al contestarle, miró su amplia falda, añadiendo:

Te advierto que ha cambiado la moda. Terminó la falda entravé. Ahora empieza á llevarse corta y con mucho vuelo.

Desnoyers tuvo que ocuparse del vestido con tanto apasionamiento como de ella, mezclando las apreciacio¬ nes sobre la reciente moda y los elogios á la belleza de Margarita.

¿Has pensado mucho en mí? continuó . ¿No me has engañado una sola vez? ¿Ni una siquiera?... Di la verdad: mira que yo conozco bien cuando mientes.

^^Siempre he pensado en ti dijo él llevándose una mano al corazón como si jurase ante un juez.

Y lo dijo rotundamente, con un acento de verdad, pues en sus infidelidades que ahora estaban completa¬ mente olvidadas le había acompañado el recuerdo de Margarita.

¡Pero hablemos de ti! añadió Julio . ¿Qué es lo que has hecho en este tiempo?

Había aproximado su silla á la de ella todo lo posi¬ ble. Sus rodillas estaban en contacto. Tomaba una de sus manos, acariciándola, introduciendo un dedo por la abertura del guante. ¡Aquel maldito jardín, que no per¬ mitía mayores intimidades y les obligaba á hablar en voz baja después de tres meses de ausencia!... A pesar

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de su discreción, el señor que leía el periódico levantó la cabeza para mirarles irritado por encima de sus gafas, como si una mosca le distrajera con sus zumbidos... ¡Ve¬ nir á hablar tonterías de amor en un jardín público, cuando toda Europa estaba amenazada de una catás¬ trofe!

Margarita, repeliendo la mano audaz, habló tranqui¬ lamente de su existencia durante los últimos meses.

He entretenido mi vida como he podido, aburrién¬ dome mucho. Ya sabes que me fui á vivir con mamá, y mamá es una señora á la antigua, que no comprende nuestros gustos. He ido al teatro con mi hermano; he hecho visitas al abogado para enterarme de la marcha de mi divorcio y darle prisa... Y nada más.

—¿Y tu marido?...

No hablemos de él, ¿quieres? El pobre me da lásti¬ ma. Tan bueno... tan correcto... El abogado asegura que pasa por todo y no quiere oponer obstáculos. Me dicen que no viene á París, que vive en su fábrica. Nuestra antigua casa está cerrada. Hay veces que siento remor¬ dimiento al pensar que he sido mala con él.

¿Y yo? dijo Julio retirando su mano.

Tienes razón contestó ella sonriendo . eres la vida. Kesulta cruel, pero es humano. Debemos vivir nues¬ tra existencia, sin fijarnos en si molestamos á los demás. Hay que ser egoístas para ser felices.

Los dos quedaron en silencio. El recuerdo del marido había pasado entre ellos como un soplo glacial. Julio fué el primero en reanimarse.

¿Y no has bailado en todo ese tiempo?

No; ¿cómo era posible? Fíjate, ¡una señora que está en gestiones de divorcio!... No he ido á ninguna reunión chic desde que te marchaste. He querido guardar cierto luto por tu ausencia. Un día tangueamos en una fiesta de familia. ¡Qué horror!... Faltabas tú, maestro.

Habían vuelto á estrecharse las manos y sonreían. Desfilaban ante sus ojos los recuerdos de algunos meses antes, cuando se había iniciado su amor, de cinco á siete de la tarde, bailando en los hoteles de los Campos Elíseos que realizaban la unión indisoluble del tango con la taza de té.

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Ella pareció arrancarse de estos recuerdos á impul¬ sos de una obsesión tenaz que sólo había olvidado en los primeros instantes del encuentro.

que sabes mucho, di: ¿crees que habrá guerra? ¡La gente habla tanto!... ¿No te parece que todo acabará por arreglarse?

Desnoy ers la apoyó con su optimismo. No creía en la posibilidad de una guerra. Era algo absurdo.

Lo mismo digo yo. Nuestra época no es de salvajes. Yo he conocido alemanes, personas chic y bien educadas, que seguramente piensan igual que nosotros. Un profe¬ sor viejo que va á casa explicaba ayer á mamá que las guerras ya no son posibles en estos tiempos de adelanto. A los dos meses, apenas quedarían hombres; á los tres, el mundo se vería sin dinero para continuar la lucha. No recuerdo cómo era esto, pero él lo explicaba palpa¬ blemente, de un modo que daba gusto oirle.

Reflexionó en silencio, queriendo coordinar sus re¬ cuerdos confusos; pero asustada ante el esfuerzo que esto suponía, añadió por su cuenta:

Imagínate una guerra. ¡Qué horror! La vida social paralizada. Se acabarían las reuniones, los trajes, los tea¬ tros. Hasta es posible que no se inventasen modas. Todas las mujeres de luto. ¿Concibes eso?... Y París desierto... ¡Tan bonito que lo encontraba yo esta tarde cuando ve¬ nía en tu busca!... No, no puede ser. Figúrate que el mes próximo nos vamos á Vichy: mamá necesita las aguas; luego á Biarritz. Después iré á un castillo del Loire. Y además, hay nuestro asunto, mi divorcio, nuestro casa¬ miento, que puede realizarse el año que viene... ¡Y todo esto vendría á estorbarlo y cortarlo una guerra! No, no es posible. Son cosas de mi hermano y de otros como él, que sueñan con el peligro de Alemania. Estoy segura de que mi marido, que sólo gusta de ocuparse en cosas serias y enojosas, también es de los que creen próxima la guerra y se preparan para hacerla. ¡Qué disparate! Di conmigo que es un disparate. Necesito que me lo digas.

Y tranquilizada por las afirmaciones de su amante, cambió el rumbo de la conversación. La posibilidad del nuevo matrimonio mencionado por ella evocó en su me-

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moría el objeto del viaje realizado por Desnoyers. No habían tenido tiempo para escribirse durante la corta separación.

¿Conseguiste dinero? Con la alegría de verte he ol¬ vidado tantas cosas...

El habló adoptando el aire de un hombre experto en negocios. Traía menos de lo que esperaba. Había encon¬ trado al país en una de sus crisis periódicas. Pero aun así, había conseguido reunir cuatrocientos mil francos. En la cartera guardaba un cheque por esta cantidad. Más adelante le harían nuevos envíos. Un señor del campo, algo pariente suyo, cuidaba de sus asuntos. Margarita parecía satisfecha. También adoptó ella un aire de mujer grave, á pesar de su frivolidad.

El dinero es el dinero dijo sentenciosamente , y sin él no hay dicha segura. Con tus cuatrocientos mil y lo que yo tengo podremos ir adelante... Te advierto que mi marido desea entregar mi dote. Así lo ha dicho á mi hermano. Pero el estado de sus negocios, la mar¬ cha de su fábrica, no le permiten restituir con tanta prisa como él quisiera hacerlo. El pobre me da lástima... Tan honrado y recto en todas sus cosas. ¡Si no fuese tan vulgar!...

Otra vez pareció arrepentirse Margarita de estos elo¬ gios espontáneos y tardíos que enfriaban su entrevista. Julio parecía molesto al escucharlos. Y de nuevo cambió ella el objeto de su charla.

¿Y tu familia? ¿La has visto?...

Desnoyers había estado en casa de sus padres antes de dirigirse á la Capilla Expiatoria. Una entrada furtiva en el gran edificio de la avenida Víctor Hugo. Había subido al primer piso por la escalera de servicio, como un proveedor. Luego se había deslizado en la cocina lo mismo que un soldado amante de una de las criadas. Allí había venido á abrazarle su madre, la pobre doña Luisa, llorando, cubriéndolo de besos frenéticos, como si hubiese creído perderle para siempre. Luego había aparecido Luisita, la llamada Chichi, que le contem¬ plaba siempre con simpática curiosidad, como si qui¬ siera enterarse bien de cómo es un hermano malo y ado¬ rable que aparta á las mujeres decentes del camino de

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la virtud y vive haciendo locuras. A continuación una gran sorpresa para Desnoy ers, pues vió entrar en la co¬ cina, con aires de actriz solemne, de madre noble de tragedia, á su tía Elena, la casada con el alemán, la que vivía en Berlín rodeada de innumerables hijos.

Está en París hace un mes. Va á pasar una tempo¬ rada en nuestro castillo. Y también parece que anda por aquí su hijo mayor, mi primo «el sabio», al que no he visto hace años.

La entrevista había sido cortada repetidas veces por el miedo. «El viejo está en casa, ten cuidado», le decía su madre cada vez que levantaba la voz. Y su tía Elena iba hacia la puerta con paso dramático, lo mismo que una heroína resuelta á dar de puñaladas al tirano si pasa el umbral de su cámara. Toda la familia continuaba so¬ metida á la rígida autoridad de don Marcelo Desnoyers.

¡Ay, ese viejo! exclamó Julio, refiriéndose á su padre . Que viva muchos años, pero ¡cómo pesa sobre todos nosotros!

Su madre, que no se cansaba de contemplarle, había tenido que acelerar el final de la entrevista, asustada por ciertos ruidos. «Márchate; podría sorprendernos y el disgusto sería enorme.» Y él había huido de la casa paterna saludado por las lágrimas de las dos señoras y las miradas admirativas de Chichi, ruborosa y satisfe¬ cha á la vez de un hermano que provocaba entre sus amigas escándalo y entusiasmo.

Margarita habló también del señor Desnoyers. Un viejo terrible, un hombre á la antigua, con el que no llegarían nunca á entenderse.

Quedaron en silencio los dos, mirándose fijamente. Ya se habían dicho lo de mayor urgencia, lo que inte¬ resaba á su porvenir. Pero otras cosas más inmediatas quedaban en su interior y parecían asomar á los ojos, tímidas y vacilantes, antes de escaparse en forma de pa¬ labras. No se atrevían á hablar como enamorados. Cada vez era mayor en torno de ellos el número de testigos. La señora de los perros y la peluca roja pasaba con más frecuencia, acortando sus vueltas por el square para sa¬ ludarlos con una sonrisa de complicidad. El lector de periódicos contaba ahora con un vecino de banco para

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hablar de las posibilidades de la guerra. El jardín se convertía en una calle. Las modistillas, al salir de los obradores, y las señoras, de vuelta de los almacenes, lo atravesaban para ganar terreno. La corta avenida era un atajo cada vez más frecuentado, y todos los tran¬ seúntes lanzaban al pasar una mirada curiosa sobre la señora elegante y su compañero, sentados al amparo de un grupo de vegetación, con el aspecto encogido y fal¬ samente natural de las personas que desean ocultarse y fingen al mismo tiempo una actitud despreocupada.

¡Qué fastidio! gimió Margarita . Nos van á sor¬ prender.

Una muchacha la miró fijamente, y ella creyó reco¬ nocer á una empleada de un modisto célebre. Además, podían atravesar el jardín algunas de las personas ami¬ gas que una hora antes había entrevisto en. la muchedum¬ bre que llenaba los grandes almacenes próximos.

Vámonos— continuó . ¡Si nos viesen juntos! Figú¬ rate lo que hablarían... Y ahora precisamente que la gente nos tiene algo olvidados.

Desnoyers protestó con mal humor. ¿Marcharse?... París era pequeño para ellos por culpa de Margarita, que se negaba á volver al único sitio donde estarían al abrigo de toda sorpresa. En otro paseo, en un restorán, allí donde fuesen, corrían igual riesgo de ser conocidos. Ella sólo aceptaba entrevistas en lugares públicos, y al mismo tiempo sentía miedo á la curiosidad de la gente. ¡Si Margarita quisiera ir á su estudio, de tan dulces re¬ cuerdos!...

No; á tu casa no repuso ella con apresuramiento . No puedo olvidar el último día que estuve allí.

Pero Julio insistió, adivinando en su firme negativa el agrietamiento de una primera vacilación. ¿Dónde es¬ tarían mejor? Además, ¿no iban á casarse tan pronto como les fuese posible?...

Te digo que no repitió ella . ¡Quién sabe si mi marido me vigila! ¡Qué complicación para mi divorcio si nos sorprendiesen en tu casa!

Ahora fué él quien hizo el elogio del marido, esfor¬ zándose por demostrar que esta vigilancia era incompa¬ tible con su carácter. El ingeniero había aceptado los

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hechos, Juzgándolos irreparables, y en aquel momento sólo pensaba en rehacer su vida.

No; mejor es separarse continuó ella . Mañana nos veremos. buscarás otro sitio más discreto. Pien¬ sa; encuentras solución á todo.

El deseaba una solución inmediata. Habían aban¬ donado sus asientos, dirigiéndose lentamente hacia la rué des Mathurins. Julio hablaba con una elocuencia temblorosa y persuasiva. Mañana no; ahora. No tenían mas que llamar á un auto de alquiler; unos minutos de carrera, y luego el aislamiento, el misterio, la vuelta al dulce pasado, la intimidad en aquel estudio que había visto sus mejores horas. Creerían que no había transcu¬ rrido el tiempo, que estaban aún en sus primeras entre¬ vistas.

—No dijo ella con acento desfallecido, buscando una última resistencia . Además, estará allí tu secretario, ese español que te acompaña. |Qué vergüenza encon¬ trarme con él!...

Julio rió... ¡Argensola! ¿Podía ser un obstáculo este camarada que conocía todo su pasado? Si lo encontra¬ ban en la casa, saldría inmediatamente. Más de una vez lo había obligado á abandonar el estudio para que no estorbase. Su discreción era tal, que le hacía presentir los sucesos. De seguro que había salido, adivinando una visita próxima que no podía ser más lógica. Andaría por las calles en busca de noticias.

Calló Margarita, como si se declarase vencida al ver agotados sus pretextos. Desnoyers calló también, acep¬ tando favorablemente su silencio. Habían salido del Jar¬ dín y ella miraba en torno con inquietud, asustada de verse en plena calle al lado de su amante y buscando un refugio. De pronto vió ante ella una portezuela roja de automóvil abierta por la mano de su compañero.

Sube ordenó Julio.

Y ella subió apresuradamente, con el ansia de ocul¬ tarse cuanto antes. El vehículo se puso en marcha á gran velocidad. Margarita- bajó inmediatamente la cor¬ tinilla de la ventana próxima á su asiento. Pero antes de que terminase la operación y pudiera volver la ca¬ beza, sintió una boca ávida que acariciaba su nuca.

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No; aquí no dijo con tono suplicante . Seamos serios.

Y mientras él, rebelde á estas exhortaciones, insistía en sus apasionados a.vances, la voz de Marg*arita volvió á sonar sobre el estrépito de ferretería vieja que lanzaba el automóvil saltando sobre el pavimento.

¿Crees realmente que no habrá guerra? ¿Crees que podremos casarnos?... Dímelo otra vez. Necesito que me tranquilices... Quiero oirlo de tu boca.

II

EL CENTAURO MADARIAGA

En 1870, Marcelo Desnoy ers tenía diez y nueve años. Había nacido en los alrededores de París. Era hijo úni¬ co, y su padre, dedicado á pequeñas especulaciones de construcción, mantenía á la familia en un modesto bien¬ estar. El albañil quiso hacer de su hijo un arquitecto, y Marcelo empezaba los estudios preparatorios, cuando murió el padre repentinamente, dejando sus negocios embrollados. En pocos meses él y su madre descendie¬ ron la pendiente de la ruina, viéndose obligados á re¬ nunciar sus comodidades burguesas para vivir como los obreros.

Cuando, á los catorce años, tuvo que escoger un ofi¬ cio, se hizo tallista. Este oficio era un arte y estaba en relación con las aficiones despertadas en Marcelo por sus estudios forzosamente abandonados. La madre se retiró al campo, buscando el amparo de unos parientes. El avanzó con rapidez en el taller, ayudando á su maestro en todos los trabajos importantes que realizaba en pro¬ vincias. Las primeras noticias de la guerra con Prusia

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le sorprendieron en Marsella trabajando en el decorado de nn teatro.

Marcelo era enemigo del Imperio, como todos los jó¬ venes de su generación. Además estaba influenciado pol¬ los obreros viejos, que habían intervenido en la Repú¬ blica del 48 y guardaban vivo el recuerdo del golpe de Estado del 2 de Diciembre. Un día vió en las calles de Marsella una manifestación popular en favor de la paz, que equivalía á una protesta contra el gobierno. Los viejos republicanos en lucha implacable con el empera¬ dor, los compañeros de la Internacional que acababa de organizarse, y gran número de españoles é italianos hui¬ dos de sus países por recientes insurrecciones, compo¬ nían el cortejo. Un estudiante melenudo y tísico llevaba la bandera. «Es la paz lo que deseamos; una paz que una á todos los hombres», cantaban los manifestantes. Pero en la tierra, los más nobles propósitos rara vez son oídos, pues el destino se divierte en torcerlos y desviar¬ los. Apenas entraron en la Cannebiére los amigos de la paz con su himno y su estandarte, fué la guerra lo que les salió al paso, teniendo que apelar al puño y al ga¬ rrote. El día antes habían desembarcado unos batallo¬ nes de zuavos de Argelia que iban á reforzar el ejército de la frontera, y estos veteranos, acostumbrados á la existencia colonial, poco escrupulosa en materia de atro¬ pellos, creyeron oportuno intervenir en la manifestación, unos con las bayonetas, otros con los cinturones desce¬ ñidos. «¡Viva la guerra!» Y una lluvia de zurriagazos y golpes cayó sobre los cantores. Marcelo pudo ver cómo el cándido estudiante que hacía llamamientos á la paz con una gravedad sacerdotal rodaba envuelto en su estandarte bajo el regocijado pateo de los zuavos. Y no se enteró de más, pues le alcanzaron varios correazos, una cuchillada leve en un hombro, y tuvo que correr lo mismo que los otros.

Aquel día se reveló por primera vez su carácter tenaz, soberbio, irritable ante la contradicción, hasta el punto de adoptar las más extremas resoluciones. El recuerdo de los golpes recibidos le enfureció como algo que pedía venganza. «¡Abajo la guerra!» Ya que no le era posible protestar de otro modo, abandonaría su país.

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V. BLASCO IBANEZ

La lucha iba á ser larga, desastrosa, según los enemigos del Imperio. El entraba en quinta dentro de unos meses. Podía el emperador arreglar sus asuntos como mejor le pareciese. Desnoyers renunciaba al honor de servirle. Vaciló un poco al acordarse de su madre. Pero sus pa¬ rientes del campo no la abandonarían, y él tenía el pro¬ pósito de trabajar mucho para enviarle dinero. ¡Quién sabe si le esperaba la riqueza al otro lado del mar!... ¡Adiós, Francia!

Gracias á sus ahorros, un corredor del puerto le ofre¬ ció el embarque sin papeles en tres buques. Uno iba á Egipto, otro á Australia, otro á Montevideo y Buenos Aires; ¿cuál le parecía mejor?... Desnoyers, recordando sus lecturas, quiso consultar el viento y seguir el rumbo que le marcase, como lo había visto hacer á varios hé¬ roes de novelas. Pero aquel día el viento soplaba de la parte del mar, internándose en Francia. También quiso echar una moneda en alto para que indicase su destino. Al fin se decidió por el buque que saliese antes. Sólo cuando estuvo con su magro equipaje sobre la cubierta de un vapor próximo á zarpar tuvo interés en conocer su rumbo: «Para el río de la Plata...» Y acogió estas pa¬ labras con un gesto de fatalista. «¡Vaya por la América del Sur!» No le desagradaba el país. Lo conocía por cier¬ tas publicaciones de viajes, cuyas láminas representa¬ ban tropeles de caballos en libertad, indios desnudos y emplumados, gauchos hirsutos volteando sobre sus ca¬ bezas lazos serpenteantes y correas con bolas.

El millonario Desnoyers se acordaba siempre de su viaje á América: cuarenta y tres días de navegación en un vapor pequeño y desvencijado, que sonaba á hierro viejo, gemía por todas sus junturas al menor golpe de mar, y se detuvo cuatro veces por fatiga de la máquina, quedando á merced de olas y corrientes. En Montevideo pudo enterarse de los reveses sufridos por su patria y de que el Imperio ya no existía. Sintió vergüenza al saber que la nación se gobernaba por misma, defendiéndose tenazmente detrás de las murallas de París. ¡Y él había huido!... Meses después, los sucesos de la Commune le consolaron de su fuga. De quedarse allá, la cólera por los fracasos nacionales, sus relaciones de compañerismo, el

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ambiente en que vivía, todo le hubiese arrastrado á la revuelta. A aquellas horas estaría fusilado ó viviría en un presidio colonial, como tantos de sus antiguos cama- radas. Alabó su resolución y dejó de pensar en los asun¬ tos de su patria. La necesidad de ganarse la subsistencia en un país extranjero, cuya lengua empezaba á conocer, hizo que sólo se ocupase de su persona. La vida agitada y aventurera de los pueblos nuevos le arrastró á través de los más diversos oficios y las más disparatadas impro¬ visaciones. Se sintió fuerte, con una audacia .y un aplo¬ mo que nunca había tenido en el viejo mundo. «Yo sirvo para todo decía si me dan tiempo para ejercitarme.» Hasta fué soldado él, que había huido de su patria por no tomar un fusil , recibió una herida en uno de los muchos combates entre «blancos» y «colorados» de la Libera Oriental.

En Buenos Aires volvió á trabajar de tallista. La ciudad empezaba á transformarse, rompiendo su envol¬ tura de gran aldea. Desnoy ers pasó varios años ornando salones y fachadas. Fué una existencia laboriosa, seden¬ taria y remuneradora. Pero un día se cansó de este aho¬ rro lento que sólo podía proporcionarle á la larga una fortuna mediocre. El había ido al Nuevo Mundo para hacerse rico como tantos otros. Y á los veintisiete años se lanzó de nuevo en plena aventura, huyendo de las ciudades, queriendo arrancar el dinero de las entrañas de una Naturaleza virgen. Intentó cultivos en las selvas del Norte, pero la langosta los arrasó en unas horas. Fué comerciante de ganado, arreando con solo dos peo¬ nes tropas de novillos y muías, que hacía pasar á Chile ó Bolivia por las soledades nevadas de los Andes. Perdió en esta vida la exacta noción del tiempo y el espacio, emprendiendo travesías que duraban meses por llanu¬ ras interminables. Tan pronto se consideraba próximo á la fortuna, como lo perdía todo de golpe por una especulación desgraciada. Y en uno de estos momen¬ tos de ruina y desaliento, teniendo ya treinta años, fué cuando se puso al servicio del rico estanciero Julio Ma- dariaga.

Conocía á este millonario rústico por sus compras de reses. Era un español que había llegado muy joven al

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país, plegándose con gusto á sus costumbres y viviendo como un gaucho, después de adquirir enormes propie¬ dades. Generalmente lo apodaban el gallego Madariaga, á causa de su nacionalidad, aunque había nacido en Castilla. Las gentes del campo trasladaban al apellido el título de respeto que precede al nombre, llamándole don Madariaga.

Compañero dijo á Desnoyers un día que estaba de buen humor, lo que en él era' raro , pasa usted muchos apuros. La falta de plata se huele de lejos. ¿Por qué si¬ gue en esa perra vida?... Créame, gabacho, y quédese aquí. Yo voy haciéndome viejo y necesito un hombre.

Al concertarse el francés con Madariaga, los propie¬ tarios de las inmediaciones, que vivían á quince ó veinte leguas de la estancia, detenían al nuevo empleado en los caminos para augurarle toda clase de infortunios.

No durará usted mucho. A don Madariaga no hay quien lo resista. Hemos perdido la cuenta de sus admi¬ nistradores. Es un hombre que hay que matarlo ó aban¬ donarlo. Pronto se marchará usted.

Desnoyers no tardó en convencerse de que había algo de cierto en tales murmuraciones. Madariaga era de un carácter insufrible; pero tocado de cierta simpa¬ tía por el francés, procuraba no molestarlo con su irri¬ tabilidad.

Es una perla ese gabacho decía, como excusando sus muestras de consideración . Yo lo quiero porque es muy serio... Así me gustan á los hombres.

No sabía con certeza el mismo Desnoyers en qué po¬ día consistir esta seriedad tan admirada por su patrón, pero experimentó un secreto orgullo al verle agresivo con todos, hasta con su familia, mientras tomaba al ha¬ blar con él un tono de rudeza paternal.

La familia la constituían su esposa Misiá Petrona, á la que él llamaba «la china», y dos hijas ya mujeres que habían pasado por un colegio de Buenos Aires, pero al volver á la estancia recobraron en parte la rusticidad originaria. La fortuna de Madariaga era enorme. Había vivido en el campo desde su llegada á América, cuando la gente blanca no se atrevía á establecerse fuera de las poblaciones por miedo á los indios bravos. Su primer

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dinero lo ganó como heroico comerciante, llevando mer¬ cancías en una carreta de fortín en fortín. Mató indios, fué herido dos veces por ellos, vivió cautivo una tem¬ porada, y acabó por hacerse amigo de un cacique. Con sus ganancias compró tierra, mucha tierra, poco deseada por lo insegura, dedicándose á la cría de novillos, que había de defender carabina en mano de los piratas de las praderas. Luego se casó con su china, Joven mes¬ tiza que iba descalza, pero tenía varios campos de sus padres. Estos habían vivido en una pobreza casi salvaje sobre tierras de su propiedad que exigían varias Jor¬ nadas de trote para ser recorridas. Después, cuando el gobierno fué empujando los indios hacia las fronteras y puso en venta los territorios sin dueño apreciando como una abnegación patriótica que alguien quisiera adquirirlos , Madariaga compró y compró á precios insignificantes y con larguísimos plazos. Adquirir tie¬ rra y poblarla de animales fué la misión de su vida. A veces, galopando en compañía de Desnoyers por sus campos interminables, no podía reprimir un sentimiento de orgullo.

Diga, gabacho. Según cuentan, más arriba de su país parece que hay naciones poco más ó menos del ta¬ maño de mis estancias. ¿No es así?...

El francés aprobaba... Las tierras de Madariaga eran superiores á muchos principados. Esto ponía de bu-en humor al estanciero.

Entonces no sería un disparate que un día me pro¬ clamase yo rey. Figúrese, gabacho. ¡Don Madariaga mero!... Lo malo es que también sería el último, porque la china no quiere darme un hijo... Es una vaca floja.

La fama de sus vastos territorios y sus riquezas pe¬ cuarias llegaba hasta Buenos Aires. Todos conocían á Madariaga de nombre, aunque muy pocos lo habían visto. Cuando iba á la capital pasaba inadvertido por su aspecto rústico, con las mismas polainas que usaba en el campo, el poncho arrollado como una bufanda y asomando sobre éste las puntas agresivas de una cor¬ bata, adorno de tormento impuesto por las hijas, que en vano arreglaban con manos amorosas para que guar¬ dase cierta regularidad.

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Una mañana había entrado en el despacho del nego¬ ciante más rico de la capital.

Señor, que necesita usted novillos para Europa, y vengo á venderle una puntita.

El negociante miró con altivez al gaucho pobre. Po¬ día entenderse con uno de sus empleados; él no perdía el tiempo en asuntos pequeños. Pero ante la sonrisa ma¬ liciosa del rústico, sintió curiosidad.

¿Y cuántos novillos puede usted vender, buen hombre?

Unos treinta mil, señor.

No necesitó oir más el personaje. Se levantó de su mesa y le ofreció obsequiosamente un sillón.

Usted no puede ser otro que el señor Madariaga.

Para servir á Dios y á usted.

Aquel instante fué el más glorioso de su existencia.

En el antedespacho de los gerentes de Banco, los or¬ denanzas le ofrecían asiento misericordiosamente, du¬ dando de que el personaje que estaba al otro lado de la puerta se dignase recibirlo. Pero apenas sonaba aden¬ tro su nombre, el mismo gerente corría á abrir. Y el pobre empleado quedaba estupefacto al escuchar cómo el gaucho decía á guisa de saludo: «Vengo á que me den trescientos mil pesos. Tengo pasto abundante, y quisiera comprar una puntita de hacienda para engor¬ darla.»

Su carácter desigual y contradictorio gravitaba so¬ bre los pobladores de sus tierras con una tiranía cruel y bonachona. No pasaba vagabundo por la estancia que no fuese acogido por él rudamente desde sus primeras palabras.

Déjese de historias, amigo gritaba como si fuese á pegarle . Bajo el sombraje hay una res desollada. Corte y coma lo que quiera, y remédiese con esto para seguir viaje... ¡Pero nada de cuentos!

Y le volvía la espalda luego de entregarle unos pesos.

Un día se mostraba enfurecido porque un peón iba clavando con demasiada lentitud los postes de una cerca de alambre. ¡Todos le robaban! Al día siguiente hablaba con sonrisa bonachona de una importante cantidad que debería pagar por haber garantizado con su firma á un

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conocido en completa insolvencia; «¡Pobre! ¡Peor es su suerte que la mía!»

Al encontrar en un camino la osamenta de una oveja recién descarnada, parecía enloquecer de rabia. No era por la carne. «El hambre no tiene ley, y la carne la ha hecho Dios para que la coman los hombres.» ¡Pero al menos que dejasen la piel!... Y comentaba tanta maldad repitiendo siempre: «Palta de religión y buenas costum¬ bres.» Otras veces, los merodeadores se llevaban la carne de tres vacas, abandonando las pieles bien á la vista; y el estanciero decía sonriendo; «Así me gusta á la gente; honrada y que no haga mal.»

Su vigor de incansable centauro le había servido po¬ derosamente en la empresa de poblar sus tierras. Era caprichoso, despótico y de grandes facilidades para la paternidad, como sus compatriotas que siglos antes, al dominar el Nuevo Mundo, clarificaron la sangre indí¬ gena. Tenía los mismos gustos de los conquistadores castellanos por la belleza cobriza, de ojos oblicuos y cabello cerdoso. Cuando Desnoyers le veía apartarse con cualquier pretexto y poner su caballo al galope ha¬ cia un rancho cercano, se decía sonriendo: «Va en busca de un nuevo peón que trabajará sus tierras dentro de quince años.»

El personal de la estancia comentaba el parecido fiso- nómico de ciertos jóvenes que trabajaban lo mismo que los demás, galopando desde el alba para ejecutar las diversas operaciones del pastoreo. Su origen era objeto de irrespetuosos comentarios. El capataz Celedonio, mes¬ tizo de treinta años, generalmente detestado por su ca¬ rácter duro y avariento, también ofrecía una lejana se¬ mejanza con el patrón.

Casi todos ios años se presentaba con aire de miste¬ rio alguna mujer que venía de muy lejos, china sucia y malcarada, de relieves colgantes, llevando de la mano á un mesticillo de ojos de brasa. Pedía hablar á solas con el dueño; y al verse frente á él, le recordaba un viaje realizado diez ó doce años antes para comprar una 'punta de reses.

¿Se acuerda, patrón, que pasó la noche en mi ran¬ cho porque el río iba crecido?

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El patrón no se acordaba de nada. Unicamente un vago instinto parecía indicarle que la mujer decía ver¬ dad. «Bueno, ¿y qué?»

Patrón, aquí lo tiene... Más vale que se haga hom¬ bre á su lado que en otra parte.

Y le presentaba el pequeño mestizo. ¡Uno más y ofre¬ cido con esta sencillez!... «Falta de religión y buenas costumbres.» Con repentina modestia dudaba de la ve¬ racidad de la mujer. ¿Por qué había de ser precisamente suyo?... La vacilación no era, sin embargo, muy larga.

Por si es, ponlo con los otros.

La madre se marchaba tranquila viendo asegurado el porvenir del pequeño; porque aquel hombre pródigo en violencias también lo era en generosidades. Al final no le faltaría á su hijo un pedazo de tierra y un buen hato de ovejas.

Estas adopciones provocaron al principio una rebel¬ día de Misiá Petrona, la única que se permitió en toda su existencia. Pero el centauro la impuso un silencio de terror.

¿Y aún te atreves á hablar, vaca floja?... Una mujer que sólo ha sabido darme hembras. Vergüenza debías tener.

La misma mano que extraía negligentemente de un bolsillo los billetes hechos una bola, dándolos á capri¬ cho, sin reparar en cantidades, llevaba colgando de la muñeca un rebenque. Era para golpear al caballo, pero lo levantaba con facilidad cuando alguno de los peones incurría en su cólera.

Te pego porque puedo decía como excusa al sere¬ narse.

Un día, el golpeado hizo un paso atrás, buscando el cuchillo en el cinto.

A no me pega usted, patrón. Yo no he nacido en estos pagos... Yo soy de Corrientes.

El patrón quedó con el látigo en alto.

¿De verdad que no has nacido aquí?... Entonces tienes razón; no puedo pegarte. Toma cinco pesos.

Cuando Desnoyers entró en la estancia, Madariaga empezaba á perder la cuenta de los que estaban bajo su potestad á uso latino antiguo y podían recibir sus gol-

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pes. Eran tantos, que incurría en frecuentes confusiones. El francés admiró el ojo experto de su patrón para los negocios. Le bastaba contemplar por breves minutos un rebaño de miles de reses para saber su número con exactitud. Galopaba con aire indiferente en torno del inmenso grupo cornudo y pataleante, y de pronto hacía apartar varios animales. Había descubierto que estaban enfermos. Con un comprador como Madariaga, las ma¬ rrullerías y artificios de los vendedores resultaban in¬ útiles.

Su serenidad ante la desgracia era también admira¬ ble. Una sequía sembraba repentinamente sus prados de vacas muertas. La llanura parecía un campo de batalla abandonado. Por todas partes bultos negros; en el aire grandes espirales de cuervos que llegaban de muchas leguas á la redonda. Otras veces era el frío: un inespe¬ rado descenso del termómetro cubría el suelo de cadᬠveres. Diez mil animales, quince mil, tal vez más, se habían perdido.

¡Qué hacer! decía Madariaga con resignación . Sin tales desgracias esta tierra sería un paraíso... Ahora lo que importa es salvar los cueros.

Echaba pestes contra la soberbia de los emigrantes de Europa, contra las nuevas costumbres de la gente pobre, porque no disponía de bastantes brazos para desollar á las víctimas en poco tiempo y miles de pieles se perdían al corromperse unidas á la carne. Los hue¬ sos blanqueaban la tierra como montones de nieve. Los peoncitos iban colocando en los postes del alambrado cráneos de vaca con los cuernos retorcidos, adorno rús¬ tico que evocaba la imagen de un desfile de liras helé¬ nicas.

Por suerte, queda la tierra añadía el estanciero.

Galopaba por sus campos inmensos, que empezaban á verdear bajo las nuevas lluvias. Había sido de los primeros en convertir las tierras vírgenes en praderas, sustituyendo el pasto natural con la alfalfa. Donde an¬ tes vivía un novillo colocaba ahora tres. «La mesa está puesta decía alegremente . Vamos en busca de nue¬ vos convidados.» Y compraba á precios irrisorios el ga¬ nado desfallecido de hambre en los campos naturales.

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llevándolo á mi rápido engordamieuto en sus tierras opulentas.

Una mañana Desnoyers le salvó la vida. Había le¬ vantado su rebenque sobre un peón recién entrado en la estancia, y éste le acometió cuchillo en mano. Mada- riaga se defendía á latigazos, convencido de que iba á recibir de un momento á otro la cuchillada mortal, cuando llegó el francés y sacando su revólver dominó y desarmó al adversario.

¡Gracias, gabacho! dijo el estanciero, emociona¬ do . Eres todo un hombre y debo recompensarte. Desde hoy... te hablaré de tú.

Desnoyers no llegó á comprender qué recompensa podía significar este tuteo. ¡Era tan raro aquel hom¬ bre!... Algunas consideraciones personales vinieron, sin embargo, á mejorar su estado. No comió más en el edi¬ ficio donde estaba instalada la Administración. El dueño exigió imperativamente que en adelante ocupase un sitio en su propia mesa. Y así entró Desnoyers en la in¬ timidad de la familia Madariaga.

La esposa era una figura muda cuando el marido estaba presente. Se levantaba en plena noche para vi¬ gilar el desayuno de los peones, la distribución de la galleta, el hervor de las marmitas de café ó mate co¬ cido. Arreaba á las criadas, parlanchinas y perezosas, que se perdían con facilidad en las arboledas próximas á la casa. Hacía sentir en la cocina y sus anexos una autoridad de verdadera patrona; pero apenas sonaba la voz del marido, parecía encogerse en un silencio de res¬ peto y temor. Al sentarse la china á la mesa le contem¬ plaba con sus ojos redondos, fijos como los de un buho, revelando una sumisión devota. Desnoyers llegó á pensar que en esta muda admiración había mucho de asombro por la energía con que el estanciero cerca ya de los sesenta años seguía improvisando nuevos pobladores para sus tierras.

Las dos hijas, Luisa y Elena, aceptaron con entu¬ siasmo al comensal, que venía á animar sus monótonas conversaciones del comedor, cortadas muchas veces por las cóleras del padre. Además era de París. «¡París!», suspiraba Elena, la menor, poniendo los ojos en blanco.

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Y Desnoyers se veía consultado por ellas en materias de elegancia cada vez que encargaban algo á los almace¬ nes de ropas hechas de Buenos Aires.

El interior de la casa reflejaba los diversos gustos de las dos generaciones. Las niñas tenían un salón con muebles ricos apoyados en paredes agrietadas y lám¬ paras ostentosas que nunca se encendían. El padre per¬ turbaba con su rudeza esta habitación cuidada y ad¬ mirada por las dos hermanas. Las alfombras parecían entristecerse y palidecer bajo las huellas de barro que dejaban las botas del centauro. Sobre una mesa dorada aparecía el rebenque. Las muestras de maíz esparcían sus granos sobre la seda de un sofá que sólo ocupaban las señoritas con cierto recogimiento, como si temiesen romperlo. Junto á la entrada del comedor había una báscula, y Madariaga se enfureció cuando sus hijas le pidieron que la llevase á las dependencias. El no iba á molestarse con un viaje cada vez que se le ocurriese averiguar el peso de un cuero suelto... LFn piano entró en la estancia, y Elena pasaba las horas tecleando lec¬ ciones con una buena fe desesperante. «Ira de Dios! ¡Si al menos tocase la jota ó el pericón!» Y el padre, á la hora de la siesta, se iba á dormir sobre su poncho entre los eucaliptos cercanos.

Esta hija menor, á la que apodaba «la romántica», era el objeto de sus cóleras y sus burlas. ¿De dónde ha¬ bía salido, con unos gustos que nunca sintieron él y su pobre chinad Sobre el piano se amontonaban cuadernos de música. En un ángulo del disparatado salón, varias cajas de conservas, arregladas á guisa de biblioteca por el carpintero de la estancia, contenían libros.

Mira, gabacho decía Madariaga . Todo versos y novelas. ¡Puros embustes!... ¡Aire!

El tenía su biblioteca, más importante y gloriosa, y que ocupaba menos lugar. En su escritorio, adornado con carabinas, lazos y monturas chapeadas de plata, un pequeño armario contenía los títulos de propiedad y varios legajos que el estanciero hojeaba con miradas de orgullo.

Pon atención y oirás maravillas anunciaba á Des¬ noyers tirando de uno de los cuadernos.

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Era la historia de las bestias famosas que habían en¬ trado en la estancia para la reproducción y mejoramiento de sus ganados; el árbol genealógico, las cartas de no¬ bleza de todos los animales pedigrée. Había de ser él quien leyese los papeles, pues no permitía que los tocase ni su familia. Y con las gafas caladas iba deletreando la historia de cada héroe pecuario: «Diamond III, nieto de Diamond I, que fué propiedad del rey de Inglaterra, é hijo de Diamond II, triunfador en todos los concur¬ sos.» Su Diamond le había costado muchos miles, pero los caballos más gallardos de la estancia, que se vendían á precios magníficos, eran sus descendientes.

Tenía más talento que algunas personas. Sólo le fal¬ taba hablar. Es el mismo que está embalsamado junto á la puerta del salón. Las niñas quieren que lo eche de allí... ¡Que se atrevan á tocarlo! ¡Primero las echo á ellas!

Luego continuaba leyendo la historia de una dinas¬ tía de toros, todos con nombre propio y un número ro¬ mano á continuación, lo mismo que los reyes; animales adquiridos en las grandes ferias de Inglaterra por el tes¬ tarudo estanciero. Nunca había estado allá, pero em¬ pleaba el cable para batirse á libras esterlinas con los propietarios británicos deseosos de conservar á su patria tales portentos, Gracias á estos reproductores, que atra¬ vesaron el Océano con iguales comodidades que un pa¬ sajero millonario, había podido hacer desfilar en los con¬ cursos de Buenos Aires sus novillos, que eran torreones de carne, elefantes comestibles, con el lomo cuadrado y liso lo mismo que una mesa.

Esto representa algo, ¿no te parece, gabacho? Esto vale más que todas las estampas con lunas, lagos, aman¬ tes y otras macanas que mi «romántica» pone en las pa¬ redes para que críen polvo.

Y señalaba los diplomas honoríficos que adornaban el escritorio, las copas de bronce y demás bisutería glo¬ riosa conquistada en los concursos por los hijos de su pedigrée.

Luisa, la hija mayor llamada Chicha, á uso ame¬ ricano , merecía más respeto de su padre. «Es mi po¬ bre china decía la misma bondad y el mismo em-

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puje para el trabajo, pero con más señorío.» Lo del se¬ ñorío lo aceptaba Desnoy ers inmediatamente, y aun le parecía una expresión incompleta y débil. Lo que no podía admitir era que aquella muchacha pálida, mo¬ desta, con grandes ojos negros y sonrisa de pueril mali¬ cia, tuviese el menor parecido físico con la respetable matrona que le había dado la existencia.

La gran fiesta para Chicha era la misa del domingo. Representaba un viaje de tres leguas al pueblo más cer¬ cano, un contacto semanal con gentes que no eran las mismas de la estancia. Un carruaje tirado por cuatro caballos se llevaba á la señora y á las señoritas con los últimos trajes y sombreros llegados de Europa á través de las tiendas de Buenos Aires. Por indicación de Chi¬ cha, iba Desnoyers con ellas, tomando las riendas al cochero. El padre se quedaba para recorrer sus campos en la soledad del domingo, enterándose mejor de los descuidos de su gente. El era muy religioso: «Religión y buenas costumbres.» Pero había dado miles de pesos para la construcción de la vecina iglesia, y un hombre de su fortuna no iba á estar sometido á las mismas obli¬ gaciones de los pelagatos.

Durante el almuerzo dominical, las dos señoritas ha¬ cían comentarios sobre las personas y méritos de varios jóvenes del pueblo y de las estancias próximas que se detenían á la puerta de la iglesia para verlas.

¡Háganse ilusiones, niñas! decía el padre . ¿Us¬ tedes creen que las quieren por su lindura?... Lo que buscan esos sinvergüenzas son los pesos del viejo Ma- dariaga; y así que los tuviesen, tal vez les soltarían á ustedes una paliza diaria.

La estancia recibía numerosos visitantes. Unos eran jóvenes de los alrededores, que llegaban sobre briosos caballos haciendo suertes de equitación. Deseaban ver á don Julio con los más inverosímiles pretextos, y apro¬ vechaban la oportunidad para hablar con Chicha y Elena. Otras veces eran señoritos de Buenos Aires, que pedían alojamiento en la estancia, diciendo que iban de paso. Don Madariaga gruñía:

¡Otro hijo de tal que viene en busca de los pesos del gallego! Si no se va pronto, lo... corro á patadas.

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Pero el pretendiente no tardaba en irse, intimidado por la mudez hostil del patrón. Esta mudez se prolongó de un modo alarmante, á pesar de que la estancia ya no recibía visitas. Madariaga parecía abstraído, y todos los de la familia, incluso Desnoyers, respetaban y temían su silencio. Comía enfurruñado, con la cabeza baja. De pronto levantaba los ojos para mirar á Chicha, luego á Desnoyers, y fijarlos últimamente en su esposa, como si fuese á pedirle cuentas.

«La romántica» no existía para él. Cuando más, le dedicaba un bufido irónico al verla erguida en la puerta á la hora del atardecer contemplando el horizonte, en¬ sangrentado por la muerte del sol, con un codo en el quicio y una mejilla en una mano, imitando la actitud de cierta dama blanca que había visto en un cromo esperando la llegada del caballero de los ensueños.

Cinco años llevaba Desnoyers en la casa, cuando un día entró en el escritorio del amo con el aire brusco de los tímidos que adoptan una resolución.

Don Julio, me marcho, y deseo que ajustemos cuentas.

Madariaga le miró socarronamente. ¿Irse?... ¿por qué? Pero en vano repitió sus preguntas. El francés se atascaba en una serie de explicaciones incoherentes. «Me voy; debo irme.»

¡Ah ladrón, profeta falso! gritó el estanciero con voz estentórea.

Pero Desnoyers no se inmutó ante el insulto. Había oído muchas veces á su patrón las mismas palabras cuando comentaba algo gracioso ó al regatear con los compradores de bestias.

¡Ah ladrón, profeta falso! ¿Crees que no por qué te vas? ¿Te imaginas que el viejo Madariaga no ha visto tus miraditas y las miraditas de la mosca muerta de su hija, y cuando os paseabais y ella agarrados de la mano, en presencia de la pobre china ^ que está ciega del entendimiento?... No está mal el golpe, gabacho. Con él te apoderas de la mitad de los pesos del gallego, y ya puedes decir que has hecho la América.

Y mientras gritaba esto, ó más bien, lo aullaba, ha¬ bía empuñado el rebenque, dando golrjecitos de punta

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en el estómago de su administrador con una insistencia que lo mismo podía ser afectuosa que hostil.

Por eso vengo á despedirme dijo Desnoyers con altivez . que es una pasión absurda, y quiero mar¬ charme.

¡El señor se va! siguió gritando el estanciero . ¡El señor cree que aquí puede hacer lo que quiera! No, señor; aquí no manda nadie mas que el viejo Madaria- g'aj y yo ordeno que te quedes... ¡Ay, las mujeres! Uni¬ camente sirven para enemistar á los hombres. ¡Y que no podamos vivir sin ellas!...

Dió varios paseos silenciosos por la habitación, como si las últimas palabras le hiciesen pensar en cosas leja¬ nas muy distintas de lo que hasta entonces había dicho. Desnoyers miró con inquietud el látigo que aún empu¬ ñaba su diestra. ¿Si intentaría pegarle, como á los peo¬ nes?... Estaba dudando entre hacer frente á un hombre que siempre le había tratado con benevolencia ó apelar á una fuga discreta, aprovechando una de sus vueltas, cuando el estanciero se plantó ante él.

¿Tú la quieres de veras... de veras? preguntó . ¿Estás seguro de que ella te quiere á ti? Fíjate bien en lo que dices, que en eso del amor hay mucho de engaño y ceguera. También yo, cuando me casé, estaba loco por mi china. ¿De verdad que os queréis?... Pues bien; llé¬ vatela, gabacho del demonio, ya que alguien se la ha de llevar, y que no te salga una vaca floja como la madre... A ver si me llenas la estancia de nietos.

Reaparecía el gran productor de hombres y de bes¬ tias al formular este deseo. Y como si considerase nece¬ sario explicar su actitud, añadió:

Todo esto lo hago porque te quiero; y te quiero por¬ que eres serio.

Otra vez quedó absorto el francés, no sabiendo en qué consistía la tan apreciada seriedad.

Desnoyers, al casarse, pensó en su madre. ¡Si la pobre vieja pudiese ver este salto extraordinario de su fortuna! Pero mamá había muerto un año antes, creyendo á su hijo enormemente rico porque le enviaba todos los me¬ ses ciento cincuenta pesos, algo más de trescientos fran¬ cos, extraídos del sueldo que cobraba en la estancia.

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V. BLASCO IBANEZ

Su ingreso en la familia de Madariaga sirvió para que éste atendiese con menos interés á sus negocios.

Tiraba de él la ciudad, con la atracción de los en¬ cantos no conocidos. Hablaba con desprecio de las mu¬ jeres del campo, chinas mal lavadas, que le inspiraban ahora repugnancia. Había abandonado sus ropas de jinete campestre y exhibía con satisfacción pueril los trajes con que le disfrazaba un sastre de la capital. Cuando Elena quería acompañarle á Buenos Aires, se defendía pretextando negocios enojosos. «No; ya irás con tu madre.»

La suerte de campos y ganados no le inspiraba in¬ quietudes. Su fortuna, dirigida por Desnoyers, estaba en buenas manos.

Este es muy serio— decía en el comedor, ante la fa¬ milia reunida . Tan serio como yo... De éste no se ríe nadie.

Y al fin pudo adivinar el francés que su suegro, al hablar de seriedad, aludía á la entereza de carácter. Según declaración espontánea de Madariaga, desde los primeros días que trató á Desnoyers pudo adivinar un genio igual al suyo, tal vez más duro y firme, pero sin alaridos ni excentricidades. Por esto le había tratado con benevolencia extraordinaria, presintiendo que un choque entre los dos no tendría arreglo. Sus únicas des¬ avenencias fueron á cau^a de los gastos establecidos por Madariaga en tiempos anteriores. Desde que el yerno dirigía las estancias, los trabajos costaban menos y la gente mostraba mayor actividad. Y esto sin gritos, sin palabras fuertes, con sólo su presencia y sus órdenes breves.

El viejo era el único que le hacía frente para mante¬ ner el caprichoso sistema del palo seguido de la dádiva. Le sublevaba el orden minucioso y mecánico, siempre igual, sin algo de arbitrariedad extravagante, de tira¬ nía bonachona. Con frecuencia se presentaban á Desno¬ yers algunos de los peones mestizos á los que suponía la malicia pública en íntimo parentesco con el estancie¬ ro. «Patroncito: dice el patrón viejo que me cinco pesos.» El patroncito respondía negativamente, y poco después se presentaba Madariaga, iracundo de gesto,

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pero midiendo las palabras, en consideración á que su yerno era tan serio como él.

Mucho te quiero, hijo, pero aquí nadie manda mas que yo... ¡Ah, gabacho! Eres igual á todos los de tu tierra: centavo que pilláis va á la media, y no ve más la luz del sol aunque os crucifiquen... ¿Dije cinco pesos? Le darás diez. Lo mando yo, y basta.

El francés pagaba, encogiéndose de hombros, mien¬ tras su suegro, satisfecho del triunfo, huía á Buenos Aires. Era bueno hacer constar que la estancia pertene¬ cía aún al gallego Madariaga.

De uno de sus viajes volvió con un acompañante: un joven alemán, que, según él, lo sabía todo y servía para todo. Su yerno trabajaba demasiado. Karl Hartrott le ayudaría en la contabilidad. Y Desnoyers lo aceptó, sin¬ tiendo á los pocos días una naciente estimación por el nuevo empleado.

Que perteneciesen á dos naciones enemigas nada significaba. En todas partes hay buenas gentes, y este Karl era un subordinado digno de aprecio. Se mantenía á distancia de sus iguales y era inflexible y duro con los inferiores. Todas sus facultades parecía concentrar¬ las en el servicio y la admiración de los que estaban por encima de él. Apenas desplegaba los labios Mada¬ riaga, el alemán movía la cabeza apoyando por ade¬ lantado sus palabras. Si decía algo gracioso, su risa era de una escandalosa sonoridad. Con Desnoyers se mos¬ traba taciturno y aplicado, trabajando sin reparar en horas. Apenas le veía entrar en la administración, sal¬ taba de su asiento irg’uiéndose con militar rigidez. Todo estaba dispuesto á hacerlo. Por cuenta propia, espiaba al personal, delatando sus descuidos y defectos. Este servicio no entusiasmaba á su jefe inmediato, pero lo agradecía como una muestra de interés por el estable¬ cimiento.

Alababa el viejo estanciero su adquisición como un triunfo, pretendiendo que su yerno la celebrase igual¬ mente.

- Un mozo muy útil, ¿no es cierto?... Estos gringos de la Alemania sirven bien, saben muchas cosas y cues¬ tan poco. Luego, ¡tan disciplinados! ¡tan humilditos!...

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V. BLAÁ^CO IBAÑEZ

Yo siento decírtelo, porque eres gabacho; pero os habéis echado malos enemigos. Son gente dura de pelar.

Desnoy ers contestaba con un gesto de indiferencia. Su patria estaba lejos y también la del alemán. ¡A saber si volverían á ella!... Allí eran argentinos, y debían pensar en las cosas inmediatas, sin preocuparse del pa¬ sado.

Además, ¡tienen tan poco orgullo! continuó Ma- dariaga con tono irónico . Cualquier gringo de éstos, cuando es dependiente en la capital, barre la tienda, hace la comida, lleva la contabilidad, vende á los parro¬ quianos, escribe á máquina, traduce de cuatro á cinco lenguas, y acompaña, si es preciso, á la amiga del amo como si fuese una gran señora... todo por veinticinco pesos al mes. ¡Quién puede luchar con una gente así! Tú, gabacho, eres como yo... muy serio, y te morirías de hambre antes de pasar por ciertas cosas. Por eso te digo que resultan temibles.

El estanciero, después de una corta reflexión, añadió:

Tal vez no son tan buenos como parecen. Hay que ver cómo tratan á los que están debajo de ellos. Puede que se hagan los simples sin serlo, y cuando sonríen al recibir una patada, dicen para sus adentros: «Espera que llegue la mía, y te devolveré tres.»

Luego pareció arrepentirse de sus palabras.

De todos modos, este Karl es un pobre mozo, un infeliz, que apenas digo yo alg’o, abre la boca como si fuese á tragar moscas. El asegura que es de gran fami¬ lia, pero ¡vaya usted á saber de estos gringos!... Todos los muertos de hambre, al venir á América, la echamos de hijos de príncipes.

A éste lo había tuteado Madariaga desde el primer instante, no por agradecimiento, como á Desnoyers, sino para hacerle sentir su inferioridad. Lo había intro¬ ducido igualmente en su casa, pero únicamente para que diese lecciones de piano á la hija menor. «La ro¬ mántica» ya no se colocaba al atardecer en la puerta contemplando el sol poniente. Karl, una vez terminado su trabajo en la administración, venía á la casa del es¬ tanciero, sentándose al lado de Elena, que tecleaba con una tenacidad digna de mejor suerte. A última hora, el

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alemán, acompañándose en el piano, cantaba fragmen¬ tos de Wágner, que hacían dormitar á Madariaga en un sillón con el fuerte cigarro paraguayo adherido á los labios.

Elena contemplaba mientras tanto con creciente in¬ terés al gringo cantor. No era el caballero de los ensue¬ ños esperado por la dama blanca. Era casi un sirviente, un inmigrante rubio tirando á rojo, carnudo, algo pe¬ sado y con ojos bovinos que reflejaban un eterno miedo á desagradar á sus jefes. Pero, día por día, iba encon¬ trando en él algo que modificaba sus primeras impresio¬ nes: la blancura femenil de Karl más allá de la cara y las manos tostadas por el sol; la creciente marcialidad de sus bigotes; la soltura con que montaba á caballo; su aire trovadoresco al entonar con una voz de tenor algo sorda romanzas voluptuosas con palabras que ella no podía entender.

Una noche, á la hora de la cena, no pudo contenerse, y habló con la vehemencia febril del que ha hecho un gran descubrimiento:

Papá: Kaii es noble. Pertenece á una gran familia.

El estanciero hizo un gesto de indiferencia. Otras cosas le preocupaban en aquellos días. Pero durante la velada sintió la necesidad de descargar en alguien la cólera interna que le venía royendo desde su último viaje á Buenos Aires, é interrumpió al cantor.

Oye, gringo: ¿qué es eso de tu nobleza y demás ma¬ canas que le has contado á la niña?

Karl abandonó el piano para erguirse y responder. Bajo la influencia del canto reciente, había en su actitud algo que recordaba á Lohengrin en el momento de reve¬ lar el secreto de su vida. Su padre había sido el general von Hartrott, uno de los caudillos secundarios de la guerra del 70. El emperador lo había recompensado en¬ nobleciéndolo. Uno de sus tíos era consejero íntimo del rey de Prusia. Sus hermanos mayores figuraban en la oficialidad de los regimientos privilegiados. El había arrastrado sable como teniente.

Madariaga le interrumpió, fatigado de tanta gran¬ deza. «Mentiras... macanas... aire.» ¡Hablarle á él de noblezas de gringos!... Había salido muy joven de Eu-

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ropa para sumirse en las revueltas democracias de Amé¬ rica, y aunque la nobleza le parecía algo anacrónico é incomprensible, se imaginaba que la única auténtica y respetable era la de su país. A los gringos les concedía el primer lugar para la invención de máquinas, para los barcos, para la cría de animales de precio; pero todos los condes y marqueses de la gringueria le parecían fal¬ sificados.

Todo farsas volvió á repetir . Ni en tu país hay nobleza, ni tenéis todos juntos cinco pesos. Si los tuvie¬ rais, no vendríais aquí á comer ni enviaríais las muje¬ res que enviáis, que son... sabes lo que son tan bien como yo.

Con asombro de Desnoyers, el alemán acogió esta rociada humildemente, asintiendo con movimientos de cabeza á las últimas palabras del patrón.

Si fuesen verdad continuó Madariaga implacable¬ mente todas esas macanas de títulos, sables y unifor¬ mes, ¿por qué has venido aquí? ¿Qué diablos has hecho en tu tierra para tener que marcharte?

Ahora Kaii bajó la frente, confuso y balbuceando. «Papá... papá», suplicó Elena. ¡Pobrecito! ¡Cómo le hu¬ millaban porque era pobre!... Y sintió un hondo agra¬ decimiento hacia su cuñado al ver que rompía su mu¬ tismo para defender al alemán.

¡Pero si yo aprecio á este mozo! dijo Madariaga excusándose . Son los de su tierra los que me dan rabia.

Cuando, pasados algunos días, hizo Desnoyers un viaje á Buenos Aires, se explicó la cólera del viejo. Du¬ rante varios meses había sido el protector de una tiple de origen alemán olvidada en América por una com¬ pañía de opereta italiana. Ella le recomendó á Kaii, compatriota desgraciado que, luego de rodar por varias naciones de América y ejercer diversos oficios, vivía al lado suyo en clase de caballero cantor. Madariaga había gastado alegremente muchos miles de pesos. Un entu¬ siasmo juvenil le acompañó en esta nuevn. existencia de placeres urbanos, hasta que al descubrir la segunda vida que llevaba la alemana en sus ausencias y cómo reía de él con los parásitos de su séquito, montó en cólera, des-

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pidiéndose para siempre, con acompañamiento de golpes y fractura de muebles.

¡La última aventura de su historia!... Desnoyers adivinó esta voluntad de renunciamiento al oir que por primera vez confesaba sus años. No pensaba volver á la capital. ¡Todo mentira! La existencia en el campo, ro¬ deado de la familia y haciendo mucho bien á los pobres, era lo único cierto. Y el terrible centauro se expresaba con una ternura idílica, con una firme virtud de sesenta y cinco años, insensibles ya á la tentación.

Después de su escena con Kaii, había aumentado el sueldo de éste, apelando como siempre á la generosidad para reparar sus violencias. Lo que no podía olvidar era lo de su nobleza, que le daba motivo para nuevas bro¬ mas. Aquel relato glorioso había traído á su memoria los árboles genealógicos de los reproductores de la es¬ tancia. El alemán era un pedigrée^ y con este apodo le designó en adelante.

Sentado, en las noches veraniegas, bajo un cobertizo de la casa, se extasiaba patriarcalmente contemplando á su familia en torno de él. La calma nocturna se iba poblando de zumbidos de insectos y croar de ranas. De los lejanos ranchos venían los cantares de los peones que preparaban su cena. Era la época de la siega, y grandes bandas de emigrantes se alojaban en la estancia para el trabajo extraordinario.

Madariaga había conocido días tristes de guerra y violencias. Se acordaba de los últimos años de la tiranía de Rosas, presenciados por él al llegar al país. Enume¬ raba las diversas revoluciones nacionales y provincia¬ les en las que había tomado parte, por no ser menos que sus vecinos, y á las que designaba con el título de «pue¬ bladas». Pero todo esto había desaparecido y no volve¬ ría á repetirse. Los tiempos eran de paz, de trabajo y abundancia.

Fíjate, gabacho decía, espantando con los chorros de humo de su cigarro á los mosquitos que volteaban en torno de él . Yo so,y español, francés, Karl es ale¬ mán, mis niñas argentinas, el cocinero ruso, su ayu¬ dante griego, el peón de cuadra inglés, las chinas de la cocina, unas son del país, otras gallegas ó italianas, y

(i!

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los peones los liay de todas (aistas y leyes... ¡Y todos vivirnos en paz! En Europa tal vez nos habríamos golpeado á estas lioras; pero aquí todos amigos.

Y 80 deleitaba escuchando las músicas de los traba¬ jadores: lamentos de canciones italianas con acompa- ilamiento de acordeón, guitarrees españoles y criollos aj)(/yando á unas voces bi’avías que cantaban el amor y la muerto.

Esto es el arca de Noé afirmó el estanciero.

(¿uería decir la toi’re de Babel, según pensó Desno- yei’s, pei’o para el viejo era lo mismo.

Yo creo continuó que vivimos así porque en esta parte del mundo no hay reyes y los ejércitos son pocos, y los hombres sólo })iensan en i)asarÍo lo mejor posible gracias ú su trabajo. ]*ero también creo que vivimos en paz j)orque hay a,bundancia y á todos les llega su par¬ te... ¡La (pie se armaría si las raciones fuesen menos que las personas!

Volvió A quedar en reílexivo silencio, para añadir poco dcs];)ués:

Sea por lo que sea, hay que reconocer que aquí se vive más tramiuilo que en el otro mundo. Los hombres se aprecian por lo que valen y se juntan sin pensar en si t)roceden do una tierra ó (le otra. Los mozos no van (m rebaño á nnxtar á otros mozos que no conocen, y cuyo delito es haber na-cido en el pueblo de enfrente... El hom¬ bre es una mala bestia, en todas partes, lo reconozco; pero a,quí come, tiene tierra de sobra para tenderse, y es bueno, con la bondad de un perro harto. Allá son de¬ masiados, viven en montón, estorbándose unos á otros, la, í)itanza es escasa, y se vuelven rabiosos con facilidad. ¡Viva la paz, ga,bacho, y la existencia trampilla! Donde uno se encuentre bien y no corra el peligro de que lo ma,t(3n por cosas que no entiende, allí está su verdadera tierra.

Y como un eco do las reflexiones del rústico perso¬ naje, Karl, sentado en el salón ante el piano, entonaba á media, voz un himno de Beethoven. «Cantemos la ale¬ gría, de la vida,; ca.ntemos la libertad. Nunca mientas y traiciones á tu senuqante, aunque te ofrezcan por ello el mayor trono de la tierra.»

LOS CUATE O JIN.

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¡La paz!... A los pocos días se acordó Desnoyers con amargura de estas ilusiones del viejo. Fué la guerra, una guerra doméstica, lo que estalló en el idílico esce¬ nario de la estancia. «Patroncito, corra, que el patrón viejo ha pelado cuchillo y quiere matar al alemán.» Y Desnoyers había corrido fuera de su escritorio, avisado por las voces de un peón. Madariaga perseguía cuchillo en mano á Karl, atropellando á todos los que intentaban cerrarle el paso. Unicamente él pudo detenerlo, arreba¬ tándole el arma.

¡Fise pedigiAe sinvergüenza! vociferaba el viejo con la boca lívida, agitándose entre los brazos de su yerno . Todos los muertos de hambre creen que no hay mas que llegar á esta casa para llevarse mis hijas y mis pesos... ¡Suéltame te digo! ¡Suéltame para que lo mate!

Y con el deseo de verse libre, daba sus excusas á Desnoyers. A él lo había aceptado como yerno porque era de su gusto, modesto, honrado y... serio. ¡Pero ese pedigrée cantor, con todas sus soberbias!... ¡Un hombre que él había sacado... no quería decir de dónde! Y el francés, tan enterado como él de sus primeras relaciones con Karl, fingió no entenderle.

Como el alemán había huido, el estanciero acabó por dejarse empujar hasta su casa. Plablaba de dar una pa¬ liza á «la romántica» y otra á la china por no enterarse de las cosas. Había sorprendido á su hija agarrada de las manos con el gringo en un bosquecillo cercano y cambiando un beso.

¡Viene por mis pesos! aullaba . Quiere hacer la América pronto á costa del gallego, y para esto tanta humildad y tanto canto y tanta nobleza. ¡Embustero!... ¡Músico!

Y repitió con insistencia lo de «¡músico!», como si fuese la concreción de todos sus desprecios.

Desnoyers, firme y sobrio en palabras, dió un des¬ enlace al conñicto. «La romántica», abrazada á su ma¬ dre, se refugió en los altos de la casa. El cuñado había protegido su retirada; pero á pesar de esto, la sensible Elena gimió entre lágrimas pensando en el alemán: «¡Po- brecito! ¡Todos contra él!» Mientras tanto, la esposa de Desnoyers retenía al padre en su despacho, apelando á

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toda su influencia de hija juiciosa. El francés fué en busca de Karl, mal repuesto aún de la terrible sorpresa, y le dió un caballo para cpie se trasladase inmediata¬ mente á la estación de ferrocarril más próxima.

Se alejó de la estancia, pero no permaneció solo mu¬ cho tiempo. Transcurridos unos días, «la romántica» se marchó detrás de él... Iseo «la de las blancas manos»

fué en busca del caballero Tristán.

La desesperación de Madariaga no se mostró violenta y atronadora, como esperaba su yerno. Por primera vez le vió éste llorar. Su vejez robusta y alegre desapareció de golpe. En una hora parecía haber vivido diez años. Como un niño, arrugado y trémulo, se abrazó á Desno- yers, mojándole el cuello con sus lágrimas.

¡Se la ha llevado! ¡líl hijo de una gran... pulga se la ha llevado!

Esta vez no hizo pesar la responsabilidad sobre su china. Id oró junto á ella, y como si pretendiese conso¬ larla con una confesión pública, dijo repetidas veces:

Por mis pecados... Todo ha sido por mis grandísi¬ mos pecados.

Empezó ])ara Desnoyers una época de dificultades y conflictos. Los fugitivos le ])uscaron en una de sus visitas á la capital, implorando su protección. «La romántica» lloraba, afirmando (lue sólo su cuñado, «el hombre más caballero del mundo», podía salvarla. Karl le miró como un perro fiel (|ue se confía á su amo. Estas entrevistas se repitieron en todos sus viajes. Luego, al volver á la estancia, encontraba al viejo malhumorado, silencioso, mirando con fijeza ante él, como si contemplase algo invisible para los demás, y diciendo de pronto: «Es un castigo: el castigo de mis pecados.» El recuerdo de sus primeras relaciones con el aleinán, antes de llevarlo á la estancia, le atormentaba como un remordimiento. Al¬ gunas tardes hacía ensillar un caballo, partiendo á todo galope hacia el pueblo más próximo. Ya no iba en busca de ranchos hospitalarios. Necesitaba pasar un rato en la iglesia, hablar á solas con las imágenes, que estaban allí sólo })ara él, ya que era él quien había pagado las facturas de adquisición... «Por mi culpa, por mi gran¬ dísima culpa.»

LOS CUATRO JINETES DEL AROCÁLLlSlS 67

Pero á pesar de su arrepentimiento, Desnoy ers tuvo que esforzarse mucho para obtener de él un arre,i>'lo. Cuando le habló de regularizar la situación de los fugi¬ tivos, facilitando los trámites necesarios para el matri¬ monio, no le dejó continuar. «Haz lo que quieras, pero no me hables de ellos.» Pasaron muchos meses. Un día, el francés se acercó con cierto misterio. «Elena tiene un hijo, y le llaman Julio, como á usted.»

Y tú, grandísimo inrítil gritó el estanciero , y la vaca floja de tu mujer vivís tranquilamente, sin darme un nieto... ¡Ah, gabacho! Por eso los alemanes acabarán montándose sobre vosotros. Ya ves: ese bandido tiene un hijo, y tú, después de cuatro años de matrimonio... nada. Necesito un nieto, ¿lo entiendes?

Y para consolarse de esta falta de niños en su hogar, se iba al rancho del capataz Celedonio, donde una banda de pequeños mestizos se agrupaban, temerosos y espe¬ ranzados, en torno del patrón viejo.

De pronto murió la china. La pobre Misid Petrona se fué discretamente, como había vivido, procurando en su última hora evitar toda contrariedad al esposo, pidiéndole perdón con la mirada por las molestias que podía causarle su muerte. Elena se presentó en*la estan¬ cia para ver el cadáver de su madre, y Desnoyers, que llevaba más de un año sosteniendo á los fugitivos á es¬ paldas del suegro, aprovechó la ocasión para vencer el enojo de éste.

La perdono dijo el estanciero después de una larga resistencia . Lo hago por la pobre finada y por ti. Que se quede en la estancia y que venga con ella el gringo sinvergüenza.

Nada de trato. El alemán sería un empleado á las órdenes de Desnoyers, y la pareja viviría en el edificio de la administración, como si no perteneciese á la fami¬ lia. Jamás dirigiría la palabra á Karl.

Pero apenas lo vió llegar, le habló para tratarle de «usted», dándole órdenes rudamente, lo mismo que á un extraño. Después pasó siempre junto á él como si no lo conociese. Al encontrar en su casa á Elena acompa¬ ñando á la hermana mayor, también seguía mlelante. En vano «la romántica», transfigurada por la materni-

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dad, aprovechaba todas las ocasiones para colocar de¬ lante de él á su pequeño y repetía sonoramente su nom¬ bre; «Julio... Julio.»

Un hijo del gringo cantor, blanco como cabrito de¬ sollado y con pelo de zanahoria, quieren que sea nieto mío... Prefiero á los de Celedonio.

Y para mayor protesta, entraba en la vivienda del capataz, repartiendo á la chiquillería puñados de pesos.

A los siete años de efectuado su matrimonio, la es¬ posa de Desnoyers sintió que iba á ser madre. Su her¬ mana tenía ya tres hijos. Pero ¿qué valían éstos para Madariaga, comparados con el nieto que iba á llegar? «Será varón dijo con firmeza , porque yo lo necesito así. Se llamará Julio, y quiero que se parezca á mi po¬ bre finada.» Desde la muerte de su esposa, que ya no la llamaba «la china» , sintió algo semejante á un amor póstumo por aquella pobre mujer que tanto le había aguantado durante su existencia, siempre tímida y si¬ lenciosa. «Mi pobre finada» surgía á cada instante en las conversaciones del estanciero, con la obsesión de un remordimiento.

Sus deseos se cumplieron. Luisa dió á luz un varón, que recibió el nombre de Julio, y aunque no mostraba en sus rasgos fisonómicos, todavía abocetados, una gran semejanza con su abuela, tenía el cabello y los ojos ne¬ gros y la tez de un moreno pálido. ¡Bien venido!... Este era un nieto.

Y con la generosidad de la alegría permitió que el ale¬ mán entrase en su casa para asistir á la fiesta del bautizo.

Cuando Julio Desnoyers tuvo cuatro años, el abuelo lo paseó á caballo por toda la estancia, colocándolo en el delantero de la silla. Iba de rancho en rancho para mostrarlo al populacho cobrizo, como un anciano mo¬ narca que presenta á su heredero. Más adelante, cuando el nieto pudo hablar sueltamente, se entretuvo conver¬ sando con él horas enteras á la sombra de los eucalip¬ tos. Empezaba á marcarse en el viejo cierta decadencia mental. Aún no chocheaba’ pero su agresividad iba to¬ mando un carácter pueril. Hasta en las mayores expan¬ siones de cariño se valía de la contradicción, buscando molestar á sus allegados.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

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¡Ven aquí, profeta falso! decía á su nieto . eres un gabacho.

Julio protestaba como si le insultasen. Su madre le había enseñado que era argentino, y su padre le re- co alendaba que añadiese español, para dar gusto al abuelo.

Bueno; pues si no eres gabacho— continuaba el es¬ tanciero , grita; «¡Abajo Napoleón!»

Y miraba ea torno de él para ver si estaba cerca Desnoyers, creyendo causarle con esto una gran mo¬ lestia. Pero el yerno seguía adelante, encogiéndose de hombros.

¡Abajo Napoleón! decía Julio.

Y presentaba la mano inmediatamente, mientras el abuelo buscaba sus bolsillos.

Los hijos de Karl, que ya eran cuatro, y se movían en torno del abuelo como un coro humilde mantenido á distancia, contemplaban con envidia estas dádivas. Para agradarle, un día en que le vieron solo se acer¬ caron resueltamente, gritando al unísono: «¡Abajo Na¬ poleón!»

¡Gringos atrevidos! bramó el viejo . Eso se lo habrá enseñado á ustedes el sinvergüenza de su padre. Si lo vuelven á repetir, los corro á rebencazos... ¡Insul¬ tar así á un grande hombre!

Esta descendencia rubia la toleraba, pero sin permi¬ tirle ninguna intimidad. Desnoyers y su esposa toma¬ ban la defensa de sus sobrinos, tachándole de injusto. Y para desahogar los comentarios de su antipatía buscaba á Celedonio, el mejor de los oyentes, pues contestaba á todo: «Sí, patrón.» «Así será, patrón,»

Ellos no tienen culpa alguna decía el viejo , pero yo no puedo quererlos. Además, ¡tan semejantes á su padre, tan blancos, con el pelo de zanahoria deshila¬ cliada, y los dos mayores llevando anteojos, lo mismo que si fuesen escribanos!... No parecen gentes con esos vidrios; parecen tiburones.

Madariaga no había visto nunca tibarones, pero se los imaginaba, sin saber por qué, con unos ojos redondos de vidrio, como fondos de botella.

A la edad de ocho años Julio era un jinete. «¡A ca-

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bailo, peoncito!», ordenaba el abuelo. Y salían á galope por los campos, pasando como centellas entre los milla¬ res y millares de reses cornudas. El «peoncito», orgulloso de su título, obedecía en todo al maestro. Y así apren¬ dió á tirar el lazo á los toros, dejándolos aprisionados y vencidos, á bacer saltar las vallas de alambre á su pequeño caballo, á salvar de un bote un hoyo profundo, á deslizarse por las barrancas, no sin rodar muchas veces debajo de su montura.

¡Ah, gaucho fino! decía el abuelo, orgulloso de estas hazañas . Toma cinco pesos para que le regales un pañuelo á una china.

El viejo, en su creciente embrollamiento mental, no se daba cuenta exacta de la relación entre las pasiones y los años. Y el infantil jinete, al guardarse el dinero, se preguntaba qué china era aquella y por qué razón debía hacerle un regalo.

Desnoyers tuvo que arrancar á su hijo de las ense¬ ñanzas del abuelo. Era inútil que hiciese venir maestros para Julio ó que intentase enviarlo á la escuela de la es¬ tancia. Madariaga raptaba á su nieto, escapándose jun¬ tos á correr el campo. El padre acabó por instalar al niño en un gran colegio de la capital cuando ya había pasado de los once años. Entonces, el viejo fijó su atención en la hermana de Julio, que sólo tenía tres años, llevándo¬ la, como al otro, de rancho en rancho sobre el delantero de su montura. Todos llamaban Chichi á la hija de Chi¬ cha, pero el abuelo le dió el título de «peoncito», como á su hermano. Y Chichi, que se criaba vigorosa y rústica, desayunándose con carne y hablando en sueños del asa¬ do, siguió fácilmente las aficiones del viejo. Iba vestida como un muchacho, montaba lo mismo que los hombres, y para merecer el título de «gaucho fino» conferido por el abuelo, llevaba un cuchillo en la trasera del cinturón. Los dos corrían el campo de sol á sol. Madariaga pare¬ cía seguir como una bandera la trenza ondulante de la amazona. Esta, á los nueve años, echaba ya con habili¬ dad su lazo á las reses.

Lo que más irritaba al estanciero era que la familia le recordase su vejez. Los consejos de Desnoyers para que permaneciese tranquilo en casa los acogía como

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insultos. Así como avanzaba en años, era más agresivo y temerario, extremando su actividad, como si con ella quisiera espantar á la muerte. Sólo admitía ayuda de su travieso «peoncito». Cuando al ir á montar acudían los hijos de Karl, que eran ya unos grandullones, para tenerle el estribo, los repelía con bufidos de indig¬ nación.

¿Creen ustedes que ya no puedo sostenerme?... Aún tengo vida para rato, y los que aguardan que muera para agarrar mis pesos se llevan chasco.

El alemán y su esposa, mantenidos aparte en la vida de la estancia, tenían que sufrir en silencio estas alusio¬ nes. Karl, necesitado de protección, vivía á la sombra del francés, aprovechando toda oportunidad para abru¬ marle con sus elogios. Jamás podría agradecer bastante lo que hacía por él. Era su único defensor. Deseaba una ocasión para mostrarle su gratitud: morir por él, si era preciso. La esposa admiraba á su cuñado con grandes extremos de entusiasmo. «El caballero más cumplido de la tierra.» Y Desnoyers agradecía en silencio esta adhe¬ sión, reconociendo que el alemán era un excelente com¬ pañero. Como disponía en absoluto de la fortuna de la familia, ayudaba generosamente á Karl sin que el viejo se enterase. El fué quien tomó la iniciativa para que pudiesen realizar la mayor de sus ilusiones. El alemán soñaba con una visita á su país. ¡Tantos años en Améri¬ ca!... Desnoyers, por lo mismo que no sentía deseos de volver á Europa, quiso facilitar este anhelo de sus cu¬ ñados, y dió á Karl los medios para que hiciese el viaje con toda su familia. El viejo no quiso saber quién cos¬ teaba los gastos. «Que se vayan dijo con alegría y que no vuelvan nunca.»

. La ausencia no fué larga. Gastaron en tres meses lo que llevaban para un año. Karl, que había hecho saber á sus parientes la gran fortuna que significaba su matri¬ monio, quiso presentarse como un millonario en pleno goce de sus riquezas. Elena volvió transfigurada, ha¬ blando con orgullo de sus parientes: del barón, coronel de húsares, del comandante de la Guardia, del conse¬ jero de la corte, declarando que todos los pueblos resul¬ taban despreciables al lado de la patria de su esposo.

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Hasta tomó cierto aire de protección al alabar á Des" noyers, un hombre bueno, ciertamente, pero «sin naci" miento», «sin raza», y además francés. Karl, en cambio? manifestaba la misma adhesión de antes, permaneciendo en sumisa modestia detrás de su cuñado. Este tenía las llaves de la caja y era su única defensa ante el terrible viejo... Había dejado sus dos hijos mayores en un cole¬ gio de Alemania. Años después, f aeron saliendo con igual destino los otros nietos del estanciero, que éste conside¬ raba antipáticos é inoportunos, «con pelos de zanahoria y ojos de tiburón».

El viejo se veía ahora solo. Le habían arrebatado su segundo «peoncito». La severa Chicha no podía tolerar que su hija se criase como un muchacho, cabalgando á todas horas y repitiendo las palabras gruesas del abuelo. Estaba en un colegio de la capital, y las monjas educa¬ doras tenían que batallar grandemente para vencer las rebeliones y malicias de su bravia alumna.

Al volver á la estancia Julio y Chichi durante las vacaciones, el abuelo concentraba su predilección en el primero, como si la niña sólo hubiese sido un sustituto. Desnoyers se quejaba de la conducta un tanto desorde¬ nada de su hijo. Ya no estaba en el colegio. Su vida era la de un estudiante de familia rica que remedia la parsi¬ monia de sus padres con toda clase de préstamos im¬ prudentes. Pero Madariaga salía en defensa de su nieto. «¡Ah, gaucho ñno!...» Al verlo en la estancia, admiraba su gentileza de buen mozo. Le tentaba los brazos para convencerse de su fuerza; le hacía relatar sus peleas nocturnas, como valeroso campeón de una de las bandas de muchachos licenciosos, llamadas patotas en el argot de la capital. Sentía deseos.de ir á Buenos Aires para admirar de cerca esta vida alegre. Pero ¡ay! él no tenía diez y seis años, como su nieto. Ya había pasado de los ochenta.

¡Ven acá, profeta falso! Cuéntame cuántos hijos tienes... ¡Porque debes tener muchos hijos!

¡Papá! protestaba Chicha, que siempre andaba cerca, temiendo las malas enseñanzas del abuelo.

¡Déjate de moler! gritaba éste, irritado . Yo lo que me digo.

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La paternidad figuraba inevitablemente en todas sus fantasías amorosas. Estaba casi ciego, y el agonizar de sus ojos iba acompañado de un creciente desarreglo mental. Su locura senil tomaba un carácter lúbrico, ex¬ presándose con un lenguaje que escandalizaba ó hacía reir á todos los de la estancia.

¡Ali, ladrón, y qué lindo eres! decía mirando al nieto con sus ojos que sólo veían pálidas sombras . El vivo retrato de mi pobre finada... Diviértete, que tu abuelo está aquí con sus pesos. Si sólo hubieses de con¬ tar con lo que te regale tu padre, vivirías como un ermi¬ taño. El gabacho es de los de puño duro: con él no hay farra posible. Pero yo pienso en ti, peoncito. Gasta y triunfa, que para eso tu tatica ha juntado plata.

Cuando los nietos se marchaban de la estancia, en¬ tretenía su soledad yendo de rancho en rancho. Una mestiza ya madura hacía hervir en el fogón el agua para su mate. El viejo pensaba confusamente que bien podía ser hija suya. Otra de quince años le ofrecía la calabacita de amargo líquido, con su canuto de plata para sorber. Una. nieta tal vez, aunque él no estaba seguro. Y así pasaba las tardes, inmóvil y silencioso, tomando mate tras mate, rodeado de familias que le contemplaban con admiración y miedo.

Cada vez que subía á caballo para estas correrías, su hija mayor protestaba. «¡A los ochenta y cuatro años! ¿No era mejor que se quedase tranquilamente en casa? Cualquier día iban á lamentar una desgracia...» Y Ja desgracia vino. El caballo del patrón volvió un anoche¬ cer con paso tardo y sin jinete. El viejo había rodado en una cuesta, y cuando lo recogieron estaba muerto... Así terminó e ientauro, como había vivido siempre, con el rebenque colgando de la muñeca y las piernas arqueadas por la curva de la montura.

■Su testamento lo guardaba un escribano español de Buenos Aires casi tan viejo como él. La familia sintió miedo al contemplar el voluminoso documento. ¿Qué dis¬ posiciones terribles habría dictado Madariaga? La lec¬ tura de la primera parte tranquilizó á Karl y Elena. El viejo mejoraba considerablemente á la esposa de Desno- yers, pero aun así, quedaba una parte enorme para «la

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romántica» y los suyos. «Hago esto decía en memo¬ ria de mi pobre finada y para que no hablen las gentes.» Venían á continuación ochenta y seis legados, que for¬ maban otros tantos capítulos del volumen testamentario. Ochenta y cinco individuos subidos de color hombres y mujeres , que vivían en la estancia largos años como puesteros y arrendatarios, recibían la última munificen¬ cia paternal del viejo. Al frente de ellos figuraba Cele¬ donio, que en vida de Madariaga se había enriquecido ya sin otro trabajo que escucharle, repitiendo: «Así será, patrón.» Más de un millón de pesos representaban estas mandas en tierras y reses. El que completaba el número de los beneficiados era Julio Desnoy ers. El abuelo hacía mención especial de él, legándole un campo «para que atendiera á sus gastos particulares, supliendo lo que no le diese su padre».

¡Pero eso representa centenares de miles de pesos! protestó Karl, que se había hecho más exigente al convencerse de que su esposa no estaba olvidada en el testamento.

Los días que siguieron á esta lectura resultaron pe¬ nosos para la familia. Elena y los suyos miraban al otro grupo como si acabasen de despertar, contemplándolo bajo una nueva luz, con aspecto distinto. Olvidaban lo que iban á recibir, para ver únicamente las mejoras de los parientes.

Desnoyers, benévolo y conciliador, tenía un plan. Experto en la administración de estos bienes enormes, sabía que un reparto entre los herederos iba á duplicar los gastos sin aumentar los productos. Calculaba ade¬ más las complicaciones y desembolsos de una partición judicial de nueve estancias considerables, centenares de miles de reses, depósitos en los Bancos, casas en las ciu¬ dades y deudas por cobrar. ¿No era mejor seguir como hasta entonces?... ¿No habían vivido en la santa paz de una familia unida?...

El alemán, al escuchar su proposición, se irguió con orgullo. No; cada uno á lo suyo. Cada cual que viviese en su esfera. El quería establecerse en Europa, dispo¬ niendo libremente de los bienes. Necesitaba volver á «su mundo».

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

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Le miró frente á frente Desnoyers, viendo á un Kaii desconocido, un Karl cuya existencia no había sospe¬ chado nunca cuando vivía bajo su protección, tímido y servil. También el francés creyó contemplar lo que le rodeaba bajo una nueva luz.

Está bien dijo . Cada uno que se lleve lo suyo. Me parece justo.

III

LA FAMILIA DESNOYERS

La «sucesión Madariaga» como decían en su len¬ guaje los hombres de ley, interesados en prolongarla para aumento de su cuenta de honorarios quedó divi¬ dida en dos grupos separados por el mar. Los Desno¬ yers se establecieron en Buenos Aires. Los llar tro tt se trasladaron á Berlín luego que Karl hubo vendido todos los bienes, para emplear el producto en empresas indus¬ triales y tierras de su país.

Desnoyers no quiso seguir viviendo en el campo. Veinte años había sido el jefe de una enorme explota¬ ción agrícola y ganadera, mandando á centenares de hombres en varias estancias. Ahora el radio de su auto¬ ridad se había restringido considerablemente al parce¬ larse la fortuna del viejo con la parte de Elena y los numerosos legados. Le encolerizaba ver establecidos en las tierras inmediatas á varios extranjeros, casi todos alemanes, que las habían comprado á Karl. Además, se hacía viejo, la fortuna de su mujer representaba unos veinte millones de pesos, y su ambicioso cuñado, al trasladarse á Europa, demostraba tal vez mejor sen¬ tido que él.

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V. BLASCO IBAÑEZ

Arrendó parte de sus tierras, coulió la administra¬ ción de otras á algunos de los favorecidos por el testa¬ mento, que se consideraban de la familia, viendo siem¬ pre en Desnoy ers al patrón, y se trasladó á Buenos Aires. De este modo xjodía vigilar á su hijo, que seguía llevando una vida endiablada, sin salir adelante en los estudios prepaiYitorios de ingeniería... Además, Chichi era ya una mujer, su robustez le daba un aspecto precoz, superior á sus años, y no era conveniente mantenerla en el campo, para que fuese una señorita rústica como su madre. Doña Luisa parecía cansada igualmante de la vida de estancia. Los triunfos de su hermana le produ¬ cían cierta molestia. Era incapaz de sentir celos; pero por ambición maternal, deseaba que sus hijos no se que¬ dasen atrás, brillando y ascendiendo como los hijos de la otra.

Durante un año llegaron á la casa que Desnoyers ha¬ bía instalado en la capital las más asombrosas noticias de Alemania. «La tía de Berlín» como llamaban á Elena sus sobrinos enviaba unas cartas larguísimas, con relatos de bailes, comidas, cacerías y títulos, mu¬ chos títulos nobiliarios y dignidades militares: «nuestro hermano el coronel», «nuestro primo el barón», «nues¬ tro tío el consejero íntimo», «nuestro tío segundo, el con¬ sejero verdaderamente íntimo». Todas las extravagan¬ cias del escalafón social alemán, que discurre incesan¬ temente títulos nuevos para satisfacer la sed de honores de un pueblo dividido en castas, eran enumeradas con delectación j^or la antigua «romántica». Hasta hablaba del secretario de su esposo, que no era un cualquiera, l)ues había ganado como escribiente en las oñcinas pú¬ blicas el título de Rechnungsratli (Consejero de Cálculo). Además, mencionaba con orgullo al Oberpedell retirado que tenía en su casa, explicando que esto quería decir: «Portero superior».

Las noticias referentes á sus hijos no resultaban me¬ nos gloriosas. El mayor era el sabio de la familia. Se dedicaba á la filología y las ciencias históricas; pero su vista resultaba cada vez más deficiente, á causa de las continuas lecturas. Pronto sería doctor, y antes de los treinta años Her7‘ Pi‘ofessor. La madre lamentaba que no

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fuese militar, considerando sus aficiones como algo que torcía los altos destinos de la familia. El profesorado, las ciencias y la literatura eran refugio de los judíos, imposibilitados por su origen de obtener un grado en el ejército. Pero se consolaba pensando que un profesor cé¬ lebre puede conseguir con el tiempo una consideración social casi comparable á la de un coronel.

Sus otros cuatro hijos varones serían oficiales. El padre preparaba el terreno para que pudiesen entrar en la Guardia ó en algún regimiento aristocrático sin que los compañeros de cuerpo votasen en contra al pro¬ poner su admisión. Las dos niñas se casarían segura¬ mente, cuando tuviesen edad para ello, con oficiales de húsares que ostentasen en su nombre una partícula no¬ biliaria, altivos y graciosos señores de los que hablaba con entusiasmo la hija de Misiá Petrona.

La instalación de los Hartrott era digna de sus nue¬ vas amistades. En la casa de Berlín, la servidumbre iba de calzón corto y peluca blanca en noches de gran comida. Karl había comprado un castillo viejo, con torreones puntiagudos, fantasmas en los subterráneos y varias leyendas de asesinatos, asaltos y violaciones que amenizaban su historia de un modo interesante. Un arquitecto condecorado con muchas órdenes extranje¬ ras, y que además ostentaba el título de «Consejero de Construcción», era el encargado de modernizar el edifi¬ cio medioeval sin que perdiese su aspecto terrorífico. «La romántica» describía por anticipado las recepciones en el tenebroso salón, á la luz difusa de las lámparas eléctricas que imitarían antorchas; el crepitar de la bla¬ sonada chimenea, con sus falsos leños erizados de lla¬ mas de gas; todo el esplendor del lujo moderno aliado con los recuerdos de una época de nobleza omnipo¬ tente, la mejor, según ella, de la Historia. Además, las cacerías, las futuras cacerías en una extensión de tie¬ rras arenosas y movedizas, con bosques de pinos, en nada comparables al rico suelo de la estancia natal, pero que habían tenido el honor de ser pisadas siglos antes por los marqueses de Brandeburgo, fundadores de la casa reinante de Prusia. Y todos estos progresos, esta rápida ascención de la familia, ¡en solo un año!...

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V. BLASCO IBAÑEZ

Tenían que luchar con otras familias ultramarinas que habían amasado fortunas enormes en los Estados Uni¬ dos, el Brasil ó las costas del Pacífico. Pero eran alema¬ nes «sin nacimiento», groseros plebeyos que en vano pugnaban por introducirse en el gran mundo haciendo donativos á las obras imperiales. Con todos sus millo¬ nes, á lo más que podían aspirar era á unir sus hijas con oficiales de infantería de línea. ¡Mientras que Karl!... ¡Los parientes de Karl!... Y «la romántica» dejaba correr la pluma glorificando á una familia en cuyo seno creía haber nacido.

De tarde en tarde, con las epístolas de Elena llega¬ ban otras breves dirigidas á Desnoy ers. El cuñado le daba cuenta de sus operaciones, lo mismo que cuando vivía en la estancia protegido por él. Pero á esta defe¬ rencia se unía un orgullo mal disimulado, un deseo de desquitarse de sus épocas de humillación voluntaria. Todo lo que hacía era grande y glorioso. Había colo¬ cado sus millones en empresas industriales de la moder¬ na Alemania. Era accionista de fábricas de armamento enormes como pueblos, de Compañías de navegación que lanzaban un navio cada medio año. El emperador se interesaba en estas obras, mirando con benevolencia á los que deseaban ayudarle. Además, Karl compraba tierras. Parecía á primera vista una locura haber ven¬ dido los opulentos campos de su herencia para adquirir arenales prusianos que sólo producían á fuerza de abo¬ nos. Pero siendo terrateniente figuraba en el «partido agrario», el grupo aristocrático y conservador por exce¬ lencia, y así vivía en dos mundos opuestos é igualmente distinguidos: el de los grandes industriales, amigos del emperador, y el de los junkers^ hidalgos del campo, guardianes de la tradición y abastecedores de oficiales del rey de Prusia.

Al enterarse Desnoy ers de estos progresos, pensó en los sacrificios pecuniarios que representaban. Conocía el pasado de Karl. Un día, en la estancia, á impulsos del agradecimiento, había revelado al francés la causa de su viaje á América. Era un antiguo oficial del ejército de su país; mas el deseo de vivir ostentosamente, sin otros recursos que el sueldo, le arrastró á cometer actos

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reprensibles; sustracción de fondos pertenecientes al regimiento, deudas sagradas sin pagar, falsificación de firmas. Estos delitos no habían sido perseguidos oficial¬ mente por consideración á la memoria de su padre; pero los compañeros de cuerpo le sometieron á un tribunal de honor. Sus hermanos y amigos le aconsejaron el pistoletazo como único remedio; mas él amaba la vida, y huyó á América, donde á costa de humillaciones ha¬ bía acabado por triunfar. La riqueza borra las manchas del pasado con más rapidez que el tiempo. La noticia de su fortuna al otro lado del Océano hizo que su fami¬ lia le recibiese bien en el primer viaje, introduciéndolo de nuevo en «su mundo». Nadie podía recordar histo¬ rias vergonzosas de centenares de marcos tratándose de un hombre que hablaba de las tierras de su suegro, más extensas que muchos principados alemanes. Ahora, al instalarse definitivamente en el país, todo estaba ol¬ vidado, pero ¡qué de contribuciones impuestas á su vanidad!... Desnoyers adivinó los miles de marcos ver¬ tidos á manos llenas para las obras caritativas de la emperatriz, para las propagandas imperialistas, para las sociedades de veteranos, para todos los grupos de agresión y expansión constituidos por las ambiciones germánicas.

El francés, hombre sobrio, parsimonioso en sus gas¬ tos y exento de ambiciones, sonreía ante las grandezas de su cuñado. Tenía á Kaii por un excelente compa¬ ñero, aunque de un orgullo pueril. Recordaba con satis¬ facción los años que habían pasado juntos en el campo. No podía olvidar al alemán que rondaba en torno de él cariñoso y sumiso como un hermano menor. Cuando su familia comentaba con una vivacidad algo envidiosa las glorias de los parientes de Berlín, él decía sonriendo: «Déjenlos en paz; su dinero les cuesta.»

Pero el entusiasmo que respiraban las cartas de Ale¬ mania acabó por crear en torno de su persona un am¬ biente de inquietud y rebelión. Chichi fué la primera en el ataque. ¿Por qué no iban ellos á Europa, como los otros? Todas sus amigas habían estado allá. Familias de tenderos italianos y españoles emprendían el viaje. ¡Y ella, que era hija de un francés, no fiábí^ visto Pa-

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rís!... ¡Oh, París! Los médicos que asistían á las señoras melancólicas declaraban la existencia de una enferme¬ dad nueva y temible: «la enfermedad de París». Doña Luisa ayudaba á su hija. ¿Por qué no había de vivir ella en Europa, lo mismo que su hermana, siendo como era más rica? Hasta Julio declaró gravemente que en el viejo mundo estudiaría con mayor aprovechamiento. América no es tierra de sabios.

Y el padre terminó por hacerse la misma pregunta, extrañando que no se le hubiera ocurrido antes lo de la ida á Europa. ¡Treinta y cuatro años sin salir de aquel país que no era el suyo!... Ya era hora de marcharse. Vivía demasiado cerca de los negocios. En vano quería guardar su indiferencia de estanciero retirado. Todos ganaban dinero en torno de él. En el club, en el teatro, allí donde iba, las gentes hablaban de compras de tie¬ rras, de ventas, de negocios rápidos con el provecho triplicado, de liquidaciones portentosas. Empezaban á pesarle las sumas que guardaba inactivas en los Bancos. Acabaría por mezclarse en alguna especulación, como el jugador que no puede ver la ruleta sin llevar la mano al bolsillo. Para esto no valía la pena el haber abando¬ nado la estancia. Su familia tenía razón: «¡A París!...» Porque en el grupo Desnoy ers ir á Europa significaba ir á París. Podía «la tía de Berlín» contar toda clase de grandezas de la tierra de su marido. «¡Macanas! ex¬ clamaba Julio, que había hecho serias comparaciones geográficas y étnicas en sus noches de correría . No hay mas que París.» Chichi saludaba con una mueca irónica la menor duda acerca de esto: «¿Es que las mo¬ das elegantes las inventan acaso en Alemania?» Doña Luisa apoyó á sus hijos. ¡París!... Jamás se le había ocu¬ rrido ir á una tierra de luteranos para verse protegida por su hermana.

¡Vaya por París! dijo el francés, como si le habla¬ sen de una ciudad desconocida.

Se había acostumbrado á creer que jamás volvería á ella. Durante sus primeros años de vida en América le era imposible este viaje, por no haber hecho el ser¬ vicio militar. Luego tuvo vagas noticias de diversas amnistías. Además, había transcurrido tiempo sobrado

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para la prescripción. Pero una pereza de su voluntad le bacía considerar la vuelta á la patria como algo absurdo é inútil. Nada conservaba al otro lado del mar que tirase de él. Hasta había perdido toda relación con aquellos parientes del campo que albergaron á su madre. En las horas de tristeza, proyectaba entretener su actividad elevando un mausoleo enorme, todo de mármol, en la Pecoleta, el cementerio de los ricos, para trasladar á su cripta los restos de Madariaga, como fundador de dinas¬ tía, siguiéndole él y luego todos los suyos, cuando les llegase la hora. Empezaba á sentir el peso de su vejez. Estaba próximo á los sesenta años, y la vida ruda del campo, las cabalgadas bajo la lluvia, los ríos vadeados sobre el caballo nadador, las noches pasadas al raso, le habían proporcionado un reuma que amargaba sus me¬ jores días.

Pero la familia acabó por comunicarle su entusias¬ mo. «¡A París!;..» Creía tener veinte años. Y olvidando la habitual parsimonia, deseó que los suyos viajasen lo mismo que una familia reinante, en camarotes de gran lujo y con servidumbre propia. Dos vírgenes cobrizas nacidas en la estancia y elevadas al rango de doncellas de la señora y su hija les siguieron en el viaje, sin que sus ojos oblicuos revelasen asombro ante las mayores novedades.

Una vez en París, Desnoyers se sintió desorientado. Embrollaba los nombres de las calles y proponía visitas á edificios desaparecidos mucho antes. Todas sus inicia¬ tivas para alardear de buen conocedor iban acompa¬ ñadas de fracasos . Sus hijos , guiándose por recientes lecturas, conocían París mejor que él. Se consideraba un extranjero en su patria. Al principio, hasta experi¬ mentó cierta extrañeza al hacer uso del idioma natal. Había permanecido en la estancia años enteros sin pro¬ nunciar una palabra en su lengua. Pensaba en espa¬ ñol, y al trasladar las ideas al idioma de sus ascendien¬ tes, salpicaba el francés con toda clase de locuciones criollas.

Donde un hombre hace su fortuna y constituye su familia, allí está su verdadera patria decía sentencio¬ samente, recordando á Madariaga.

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La imagen del lejano país resurgió en él con obse¬ sión dominadora tan pronto como se amortiguaron las primeras impresiones del viaje. No tenía amigos fran¬ ceses, y al salir á la calle, sus pasos le encaminaban instintivamente hacia los lugares de reunión de los ar¬ gentinos. A éstos les ocurría lo mismo. Se habían ale¬ jado de su patria para sentir con más intensidad el deseo de hablar de ella á todas horas. Leía los periódi¬ cos de allá, comentaba el alza de los campos, la impor¬ tancia de la próxima cosecha, la venta de novillos. Al volver hacia su casa le acompañaba igualmente el re¬ cuerdo de la tierra americana, pensando con delecta¬ ción en que las dos chinas habrían atropellado la dig¬ nidad profesional de la cocinera francesa, preparando una mazamorra, una carbonada ó un puchero á estilo criollo.

Se había instalado la familia en una casa ostentosa de la avenida Víctor Hugo: veintiocho mil francos de alquiler. Doña Luisa tuvo que entrar y salir muchas veces para habituarse al imponente aspecto de los por¬ teros: él condecorado, vestido de negro y con patillas blancas, como un notario de comedia; ella majestuosa, con cadena de oro sobre el pecho exuberante, y reci¬ biendo á los inquilinos en un salón rojo y dorado. Arri¬ ba, en las habitaciones, un lujo ultramoderno, frío y glacial á la vista, con i)aredes blancas y vidrieras de pequeños rectángulos, exasperaba á Desnoy ers, que sen¬ tía entusiasmo por las tallas complicadas y los muebles ricos de su juventud. El mismo dirigió el arreglo de las numerosas piezas, que parecían siempre vacías.

Chichi protestaba de la avaricia de papá al verle comprar lentamente, con tanteos y vacilaciones.

Avaro, no respondía él . Es que conozco el precio de las cosas.

Los objetos sólo le gustaban cuando los había adqui¬ rido por la tercera parte de su valor. El engaño del que se desprendía de ellos representaba un testimonio de superioridad para el que los compraba. París le ofreció un lugar de placeres como no podía encontrarlo en el resto del mundo: el Hotel Drouot. Iba á él todas las tar¬ des, cuando no encontraba en los periódicos el anuncio

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de otras subastas de importancia. Durante varios años no hubo naufragio célebre en la vida parisién, con la consiguiente liquidación de restos, del que no se llevase una parte. La utilidad y necesidad de tales compras resultaban de interés secundario; lo importante era ad¬ quirir á precios irrisorios. Y las subastas inundaron aquellas habitaciones que al principio se amueblaban con lentitud desesperante.

Su hija se quejó ahora de que la casa se llenaba de¬ masiado. Los muebles y objetos de adorno eran ricos, pero tantos... ¡tantos! Los salones tomaban un aspecto de almacén de antigüedades. Las paredes blancas pare¬ cían despegarse de las sillerías magníficas y las vitrinas repletas. Alfombras suntuosas y rapadas, sobre las que habían caminado varias generaciones, cubrieron todos los pisos. Cortinajes ostentosos, no encontrando un hueco vacío en los salones, iban á adornar las puertas inme¬ diatas á la cocina. Desaparecían las molduras de las pa¬ redes bajo un chapeado de cuadros estrechamente uni¬ dos como las escamas de una coraza. ¿Quién podía ta¬ char á Desnoyers de avaro?... Gastaba mucho más que si un mueblista de moda fuese su j^roveedor.

La idea de que todo lo adquiría por la cuarta parte de su precio le hizo continuar estos derroches de hombre económico. Sólo podía dormir bien cuando se imaginaba haber realizado en el día un buen negocio. Compraba en las subastas miles de botellas procedentes- de quiebras.

Y él, que apenas bebía, abarrotaba sus cuevas, recomen¬ dando á la familia que emplease el champaña como vino ordinario. La ruina de un peletero le hizo adquirir ca¬ torce mil francos de pieles que representaban un valor de noventa mil. Todo el grupo Desnoyers pareció sentir de pronto un frío glacial, como si los témpanos polares invadiesen la avenida Víctor Hugo. El padre se limitó á obsequiarse con un gabán de pieles, pero encargó tres para su hijo. Chichi y doña Luisa se presentaron en todas partes cubiertas de sedosas y variadas ¡Delambre- ras: un día chinchillas, otros zorro azul, marta cibelina ó lobo marino.

El mismo adornaba las paredes con nuevos lotes de cuadros, dando martillazos en lo alto de una escalera,

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para ahorrarse el gasto de un obrero. Quería ofrecer á los hijos ejemplos de economía. En sus horas de inacti¬ vidad cambiaba de sitio los muebles más pesados, ocu- rriéndosele toda especie de combinaciones. Era una re¬ miniscencia de su buena época, cuando manejaba en la estancia sacos de trigo y fardos de cueros. Su hijo, al notar que miraba con fijeza un aparador monumental, se ponía en salvo prudentemente. Desnoyers sentía cierta indecisión ante sus dos criados, personajes correctos, solemnes, siempre de frac, que no ocultaban su extra- ñeza al ver á un hombre con más de un millón de renta entregado á tales funciones. Al fin, eran las dos donce¬ llas cobrizas las que ayudaban al patrón, uniéndose á él con una familiaridad de compañeras de destierro.

Cuatro automóviles completaban el lujo de la fami¬ lia. Los hijos se habrían contentado con uno nada más, pequeño, flamante, exhibiendo la marca de moda. Pero Desnoyers no era hombre para desperdiciar las buenas ocasiones, y, uno tras otro, había adquirido los cuatro, tentado por el precio. Eran enormes y majestuosos como las carrozas antiguas. Su entrada en una calle hacía vol¬ ver la cabeza á los transeúntes. El chófer necesitaba dos ayudantes para atender á este rebaño de mastodontes. Pero el dueño sólo hacía memoria de la habilidad con que creía haber engañado á los vendedores, ansiosos de perder de vista tales monumentos.

A los hijos les recomendaba modestia y economía.

Somos menos ricos de lo que ustedes creen. Tenemos muchos bienes, pero producen renta escasa.

Y después de negarse á un gasto doméstico de dos¬ cientos francos, empleaba cinco mil en una compra in¬ necesaria, sólo porque representaba, según él, una gran pérdida para el vendedor. Julio y su hermana protesta¬ ban ante doña Luisa. Chichi llegó á afirmar que jamás se casaría con un hombre como su padre.

¡Cállate! decía escandalizada la criolla . Tiene su genio, pero es muy bueno. Jamás me ha dado un motivo de queja. Deseo que encuentres uno igual.

Las riñas del marido, su carácter irritable, su volun¬ tad avasalladora, perdían toda importancia para ella al pensar en su fidelidad. En tantos años de matrimonio...

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¡nada! Había sido de una virtud inconmovible, hasta en el campo, donde las personas, rodeadas de bestias y enriqueciéndose con su procreación, parecen contami¬ narse de la amoralidad de los rebaños. ¡Ella que se acor¬ daba tanto de su padre!... Su misma hermana debía vi¬ vir menos tranquila con el vanidoso Karl, capaz de ser infiel sin deseo alguno, sólo por imitar los gestos de los poderosos.

Desnoyers marchaba unido á su mujer por una ru¬ tina afectuosa. Doña Luisa, en su limitada imaginación, evocaba el recuerdo de las yuntas de la estancia, que se negaban á avanzar cuando un animal extraño sustituía al compañero ausente. El marido se encolerizaba con facilidad, haciéndola responsable de todas las contra¬ riedades con que le afligían sus hijos, pero no podía ir sin ella á parte alguna. Las tardes del Hotel Drouot le resultaban insípidas cuando no tenía á su lado á esta confidente de sus proyectos y sus cóleras.

Hoy hay venta de alhajan: ¿vamos?...

Su proposición la hacía con voz suave é insinuante, una voz que recordaba á doña Luisa los primeros diálo¬ gos en los alrededores de la casa paterna. Y marchaban por distinto camino. Ella en uno de sus vehículos monu¬ mentales, pues no gustaba de andar, acostumbrada al quietismo de la estancia ó á correr el campo á caballo. Desnoyers, el hombre de los cuatro automóviles, los abo¬ rrecía, por ser refractario á los peligros de la novedad, por modestia, y porque necesitaba ir á pie, proporcio¬ nando á su cuerpo un ejercicio que compensase la falta de trabajo. Al juntarse en la sala de ventas, repleta de gentío, examinaban las joyas, fijando de antemano lo que pensaban ofrecer. Pero él, pronto á exacerbarse ante la contradicción, iba siempre más lejos, mirando á sus contendientes al soltar las cifras lo mismo que si les enviase puñetazos. Después de tales expediciones, la se¬ ñora se mostraba majestuosa y deslumbrante como una basilisa de Bizancio; las orejas y el cuello con gruesas perlas, el pecho constelado de brillantes, las manos irra¬ diando agujas de luz con todos los colores del iris.

Chichi protestaba: «Demasiado, mamá.» Iban á con¬ fundirla con pna prendera. Pero la criolla, satisfecha

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de su esplendor, que era el coronamiento de una vida humilde, atribuía á la envidia tales quejas. Su hija era una señorita y no podía lucir estas preciosidades. Pero más adelante le agradecería que las hubiese reunido para ella.

La casa resultaba ya insuficiente para contener tan¬ tas compras. En las cuevas se amontonaban muebles, cuadros, estatuas y cortinajes para adornar muchas vi¬ viendas. Don Marcelo se quejaba de la pequeñez de un piso de veintiocho mil francos que podría servir de al¬ bergue á cuatro familias como la suya. Empezaba á pensar con pena en la renuncia de tantas ocasiones ten¬ tadoras, cuando un corredor de propiedades, de los que atisban al extranjero, le sacó de esta situación embara¬ zosa. ¿Por qué no compraba un castillo?... Toda la fami¬ lia aceptó la idea. Un castillo histórico, lo más histórico que pudiera encontrarse, completaría su grandiosa ins¬ talación. Chichi palideció de orgullo. Algunas de sus amigas tenían castillo. Otras de antigua familia colonial, acostumbradas á menospreciarla por su origen campe¬ sino, rugirían de envidia al enterarse de esta adquisi¬ ción que casi representaba un ennoblecimiento. La ma¬ dre sonrió con la esperanza de varios meses de campo que le recordasen la vida simple y feliz de su juventud. Julio fué el menos entusiasta. «El viejo» querría tenerle largas temporadas fuera de París; pero acabó por con¬ formarse, pensando en que esto daría ocasión á frecuen¬ tes viajes en automóvil.

Desnoy ers se acordaba de los parientes de Berlín. ¿Por qué no había de tener su castillo como los otros?... Las ocasiones eran tentadoras. A docenas le ofrecían las mansiones históricas. Sus dueños ansiaban desprenderse de ellas, agobiados por los gastos de sostenimiento. Y compró el castillo de Villeblanche-sur-Marne, edificado en tiempos de las guerras de religión, mezcla, de pala¬ cio y fortaleza, con fachada italiana del Eenacimiento, sombríos torreones de aguda caperuza y fosos acuáticos en los que nadaban cisnes.

El no podía vivir sin un pedazo de tierra sobre el que ejerciese su autoridad, peleando con la resistencia de hombres y cosas. Además, le tentaban vastas pro-

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porciones de las piezas del castillo, desprovistas de mue¬ bles. Una oportunidad para instalar el sobrante de sus cuevas, entregándose á nuevas compras. En este am¬ biente de lobreguez señorial, los objetos del pasado se amoldarían con facilidad, sin el grito de protesta que parecían lanzar al ponerse en contacto con las paredes blancas de las habitaciones modernas... La histórica morada exigía cuantiosos desembolsos; por algo había cambiado de propietario muchas veces. Pero él y la tie¬ rra se conocían perfectamente... Y al mismo tiempo que llenaba los salones del edificio, intentó en el extenso par¬ que cultivos y explotaciones de ganado, como una reduc¬ ción de sus empresas de América. La propiedad debía sostenerse con lo que produjese. No era miedo á los gas¬ tos; era que él «no estaba acostumbrado á perder dinero».

La adquisición del castillo le proporcionó una hon¬ rosa amistad, viendo en ella la mayor ventaja del ne¬ gocio. Entró en relaciones con un vecino, el senador Lacour, que había sido ministro dos veces y vegetaba ahora en la x\lta Cámara, mudo durante la sesión, mo¬ vedizo y verboso en los pasillos, para sostener su in¬ fluencia. Era un prócer de la nobleza republicana, un aristócrata del régimen, que tenía su estirpe en las agi¬ taciones de la Revolución, así como los nobles de per¬ gaminos ponen la suya en las Cruzadas. Su bisabuelo había pertenecido á la Convención; su padre había figu¬ rado en la República de 1848. El, como hijo de proscrito muerto en el destierro, marchó siendo muy joven detrás de la figura grandilocuente de Gambetta, y hablaba á todas horas de la gloria del maestro para que un rayo de ellas se reflejase sobre el discípulo. Su hijo René, alumno de la Escuela Central, encontraba «viejo juego» al padre, riendo un poco de su republicanismo román¬ tico y humanitario. Pero esto no le impedía esperar, para cuando fuese ingeniero, la protección oficial atesorada por cuatro generaciones de Lacour dedicadas al servicio de la República.

Don Marcelo, que miraba con inquietud toda amistad nueva temiendo una demanda de préstamo, se entregó con entusiasmo al trato del «grande hombre». El perso¬ naje era admirador de la riqueza, y encontró por su parto

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cierto talento á este millonario del otro lado del mar que hablaba de pastoreos sin límites y rebaños inmensos. Sus relaciones fueron más allá del egoísmo de nna vecindad del campo, continuándose en París. Pené acabó por visi¬ tar la casa de la avenida Víctor Hugo como si fuese suya.

Las únicas contrariedades en la existencia de Des¬ noy ers provenían de sus hijos. Chichi le irritaba por la independencia de sus gustos. No amaba las cosas viejas, por sólidas y espléndidas que fuesen. Prefería las frivo¬ lidades de la última moda. Todos los regalos de su padre los aceptaba con frialdad. Ante una blonda secular ad¬ quirida en una subasta, torcía el gesto: «Más me gusta¬ ría un vestido nuevo de trescientos francos.» Además, se apoyaba en los malos ejemplos de su hermano para hacer frente á «los viejos».

El padre la había confiado por completo á doña Luisa. La niña era ya una mujer. Pero el antiguo «peon- cito» no mostraba gran respeto ante los consejos y órde¬ nes de la bondadosa criolla. Se había entregado con en¬ tusiasmo al patinaje, por considerarlo la más elegante de las diversiones. Iba todas las tardes al Palais de Glace y doña Chicha la seguía, privándose de acompañar al marido en sus compras. ¡Las horas de aburrimiento mortal ante la pista helada, viendo cómo á los sones de un órgano se deslizaban sobre cuchillos por el blanco redondel los balanceantes monigotes humanos, solos ó en fila!... Su hija pasaba y repasaba ante sus ojos roja de agitación, echando atrás las espirales de su cabellera que se escapaban del sombrero, haciendo claquear los pliegues de la falda detrás de los patines, hermosota, grandullona y fuerte, con la salud insolente de una criatura que, según su padre, «había sido destetada con biftecs».

Al fin, doña Luisa se cansó de esta vigilancia molesta. Prefería acompañar al marido en su cacería de riquezas á bajo precio. Y Chichi fué al patinaje con una de las doncellas cobrizas, pasando la tarde entre sus amigas de sport^ todas procedentes del Nuevo Mundo. Se comuni¬ caban sus ideas bajo el deslumbramiento de la vida fácil de París, libres de los escrúpulos y preocupaciones de la tierra natal. Todas ellas creían haber nacido meses

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antes, reconociéndose con méritos no sospechados hasta entonces. El cambio de hemisferio había aumentado sus valores. Algunas hasta escribían versos en francés. Y Desnoyers se alarmaba, dando suelta á su mal humor, cuando por la noche iba emitiendo Chichi en forma de aforismo lo que ella y sus compañeras habían discurrido como un resumen de lecturas y observaciones: «La vida es la vida, y hay que vivirla.» «Yo me casaré con el hombre que me guste, sea quien sea.»

Estas contrariedades del padre carecían de impor¬ tancia al ser comparadas con las que le proporcionaba el otro. ¡Ay, el otro!... Julio, al llegar á París, había torcido el curso de sus aspiraciones. Ya no pensaba en hacerse ingeniero: quería ser pintor. Don Marcelo opuso la resistencia del asombro, mas al fin cedió. ¡Vaya por la pintura! Lo importante era que no careciese de profe¬ sión. La propiedad y la riqueza las consideraba sagra¬ das, pero tenía por indignos de sus goces á los que no kubiesen trabajado. Eecordó además sus años de tallis¬ ta. Tal vez las mismas facultades, sofocadas en él por la pobreza, renacían en su descendiente. ¿Si llegaría á ser un gran pintor este muchacho perezoso, de ingenio vivaz, que vacilaba antes de emprender su camino en la vida?... Pasó por todos los caprichos de Julio, que, estando aún en sus primeras tentativas de dibujo y co¬ lorido, exigía una existencia aparte para trabajar con más libertad. El padre lo instaló cerca de su casa, en un estudio de la rué de la Pompe que había pertenecido á un pintor extranjero de cierta fama. El taller y sus ane¬ xos eran demasiado grandes para un aprendiz. Pero el maestro había muerto y Desnoyers aprovechó la buena ocasión que le ofrecían los herederos, comprando en blo¬ que muebles y cuadros.

Doña Luisa visitó diariamente el taller, como una buena madre que cuida del bienestar de su hijo para que trabaje mejor. Ella misma, quitándose los guantes, vaciaba los platillos de bronce repletos de colillas de ci¬ garro y borraba en muebles y alfombras la ceniza caída de las pipas. Los visitantes de Julio, jóvenes melenudos que hablaban de cosas que ella no podía entender, eran algo descuidados en sus maneras... Más adelante encon-

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tro mujeres ligeras de ropas, y filé recibida por su hijo con mal gesto. ¿Es que mamá no le permitiría trabajar en paz?... Y la pobre señora, al salir de su casa todas las mañanas, iba hacia la rué de la Pompe, pero se detenía en mitad del camino, metiéndose en la iglesia de Saint- Honoré d’Eyla.u.

El padre se mostró más prudente. Un hombre de sus años no podía mezclarse en la sociedad de un artista joven. Julio, á los pocos meses, pasó seman¿is enteras sin ir á dormir en el domicilio paterno. Finalmente, se instaló en el estudio, pasando por su casa con rapidez para que la familia se convenciese de que aún existía... Desnoyers, algunas mañanas, llegaba á la rué de la Pompe para hacer preguntas á la portera. Eran las diez: el artista estaba durmiendo. Al volver á medio¬ día, continuaba el pesado sueño. Luego del almuerzo, una nueva visita para recibir mejores noticias. Eran las dos: él señorito se estaba levantando en aquel instante. Y su padre se retiraba furioso. Pero ¿cuándo pintaba este pintor?...

Había intentado al principio conquistar un renom¬ bre con el pincel, por considerar esto empresa fácil. Ser artista le colocaba por encima de sus amigos, mucha¬ chos sudamericanos sin otra ocupación que gozar de la existencia, derramando el dinero ruidosamente para que todos se enterasen de su prodigalidad. Con serena auda¬ cia, se lanzó á pintar cuadros, xiniaba la pintura bo¬ nita, «distinguida», elegante; una pintura dulzona como una romanza y que sólo copiase las formas de la mujer. Tenía dinero y un buen estudio; su padre estaba á sus espaldas dispuesto á ayudarle: ¿por qué no había de ha¬ cer lo que tantos otros que carecían de sus medios?. . . Y acometió la tarea de embadurnar un lienzo, dándole el título de La danza de las horas: un pretexto para copiar buenas mozas y escoger modelos. Dibujaba con frené¬ tica rapidez, rellenando el interior de los contornos de masas de color. Hasta aquí todo iba bien. Pero después vacilaba, permaneciendo inactivo ante el cuadro, para arrinconarlo finalmente en espera de tiempos mvcjores. Lo mismo le ocurrió al intentar varios estudios de ca¬ bezas femeniles. No podía terminar nada, y esto le pro-

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dnjo cierta desesperación. Luego se resignó, como el que se tiende fatigado ante el obstáculo y espera una inter¬ vención providencial que le ayude á salvarlo. Lo im¬ portante era ser pintor... aunque no pintase. Esto le permitía dar tarjetas con excusas de alta estética á las mujeres alegres, invitándolas á su estudio. Vivía de noche. Don Marcelo, al hacer averiguaciones sobre los trabajos del artista, no podía contener su indignación. Los dos veían todas las mañanas las primeras horas de luz: el padre al saltar del lecho, el hijo camino de su estudio para meterse entre sábanas y no despertar hasta media tarde.

La crédula doña Luisa inventaba las más absurdas explicaciones para defender á su hijo. ¡Quién sabe! Tal vez pintaba de noche, valiéndose de procedimien¬ tos nuevos. ¡Los hombres inventan ahora tantas dia¬ bluras!...

Desnoyers conocía estos trabajos nocturnos: escán¬ dalos en los restoranes de Montmartre y peleas, mu¬ chas peleas. El y los de su banda, que á las siete de la tarde creían indispensable el frac ó el smoking^ eran á modo de una partida de indios implantando en París las costumbres violentas del desierto. El champaña resul¬ taba en ellos un vino de pelea. Eompían y pagaban, pero sus generosidades iban seguidas casi siempre de una ba¬ talla. Nadie tenía como Jalio la bofetada rápida y la tar¬ jeta pronta. Su padre aceptaba con gestos de tristeza las noticias de ciertos amigos que se imaginaban halagar su vanidad haciéndole el relato de encuentros caballe¬ rescos en los que su primogénito rasgaba siempre la piel del adversario. El pintor entendía más de esgrima que de su arte. Era campeón de varias armas, boxeaba, y hasta poseía ios golpes favoritos de los paladines que vagan por las fortificaciones. «Inútil y peligroso como todos los zánganos», protestaba el padre. Pero sentía latir en el fondo de su pensamiento una irresistible sa¬ tisfacción , un orgullo animal , al considerar que este aturdido temible era obra suya.

Por un momento creyó haber encontrado el medio de apartarle de tal existencia. Los parientes de Berlín visitaron á los Desnovers en su castillo de Villeblaiiche.

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Karl von Hartrott apreció con bondadosa superioridad las colecciones ricas y nn tanto disparatadas de su cu¬ ñado. No estaba mal: reconocía cierto cachet á la casa de París y al castillo. Podían servir para completar y dar pátina aun título nobiliario. ¡Pero Alemania!... ¡Las comodidades de su patria!... Quería que el cuñado ad¬ mirase á su vez cómo vivía él y las nobles amistades que embellecían su opulencia. Y tanto insistió en sus cartas, que los Desnoyers hicieron el viaje. Este cambio de ambiente podía modificar á Julio. Tal vez despertase su emulación viendo de cerca la laboriosidad de sus pri¬ mos, todos con una carrera. Además, el francés creía en la influencia corruptora de París y en la pureza de cos¬ tumbres de la patriarcal Alemania.

Cuatro meses estuvieron allá. Desnoyers sintió al poco tiempo un deseo de huir. Cada cual con los suyos; no podría entenderse nunca con aquellas gentes. Muy amables, con amabilidad pegajosa y visibles deseos de agradar, pero dando tropezones continuamente por una falta irremediable de tacto, por una voluntad de hacer sentir su grandeza. Los personajes amigos de los Har¬ trott hacían manifestaciones de amor á Francia: el amor piadoso que inspira un niño travieso y débil ne¬ cesitado de protección. Y esto lo acompañaban con toda clase de recuerdos inoportunos sobre las guerras en que los franceses habían sido vencidos. Todo lo de Ale¬ mania, un monumento, una estación de ferrocarril, un simple objeto de comedor, daba lugar á comparaciones gloriosas: «En Francia no tienen ustedes eso.» «Indu¬ dablemente, en América no habrán ustedes visto nada semejante.» Don Marcelo se marchó fatigado de tanta protección. Su esposa y su hija se habían resistido á aceptar que la elegancia de Berlín fuese superior á la de París. Chichi, en plena audacia sacrilega, escanda¬ lizó á sus primas declarando que no podía sufrir á los oficialitos de talle encorsetado y monóculo inconmovi¬ ble, que se inclinaban ante las jóvenes con una rigidez automática, uniendo á sus galanterías una mueca de su¬ perioridad.

Julio, bajo la dirección de sus primos, se sumió en el ambiente virtuoso de Berlín. Con el mayor, «el sa-

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bio», no había que contar. Era un infeliz, dedicado á SLis libros, y que consideraba á toda la familia con gesto protector. Los otros, subtenientes ó alumnos portaes- pada, le mostraron con orgullo los progresos de la ale¬ gría germánica. Conoció restoranes nocturnos que eran una imitación de los de París, pero mucho más grandes. Las mujeres, que allá se contaban á docenas, eran aquí centenares. La embriaguez escandalosa no resultaba un incidente, sino algo buscado con plena voluntad, como indispensable para la alegría. Todo grandioso, brillante, colosal. Los vividores se divertían por pelotones, el pú¬ blico se emborrachaba por compañías, las mercenarias formaban regimientos. Experimentó una sensación de disgusto ante las hembras serviles y tímidas, acostum¬ bradas al golpe, y que buscaban resarcirse con avidez de las grandes quiebras y desengaños sufridos en su co¬ mercio. Le era imposible celebrar, como sus primos, con grandes carcajadas el desencanto de estas mujeres cuando veían perdidas sus horas sin conseguir otra cosa que bebida abundante. Además, le molestaba el liber¬ tinaje grosero, ruidoso, con publicidad, como un alarde de riqueza. «Esto no lo hay en París decían sus acom¬ pañantes admirando los salones enormes, con centena¬ res de parejas y miles de bebedores ; no, no lo hay en París.» Se fatigaba de tanta grandeza sin medida. Creyó asistir á una ñesta de marineros hambrientos, ansio¬ sos de resarcirse de un golpe de todas las privaciones anteriores. Y sentía los mismos deseos de huir que su padre.

De este viaje volvió Marcelo Desnoyers con una me¬ lancólica resignación. Aquellas gentes habían progre¬ sado mucho. El no era un patriota ciego, y reconocía lo evidente. En pocos años habían transformado su país; su industria era poderosa... mas resultaban de un trato irresistible. Cada uno en su casa, y ¡ojalá que nunca se les ocurriese envidiar la del vecino!... Pero esta última sospecha la repelía inmediatamente con su optimismo de hombre de negocios.

«Van á ser muy ricos pensaba . Sus asuntos mar¬ chan, y el que es rico no siente deseos de reñir. La guerra con que sueñan cuatro locos resulta imposible.»

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El joven Desnoy ers reanudó su existencia parisién, viviendo siempre en el estudio y presentándose de tarde en tarde en la casa paterna. Doña Luisa empezó á ha¬ blar de un tal Argensola, joven español de gran sabi¬ duría, reconociendo que sus consejos podían ser de mucha utilidad para su hijo. Este no sabía con certeza si el nuevo compañero era un amigo, un maestro ó un sirviente. Otra duda sufrían los visitantes. Los aficio¬ nados á las letras hablaban de Argensola como de un pintor; los pintores sólo le reconocían superioridad como literato. Nunca pudo recordar exactamente dónde le había visto la primera vez. Era de los que subían á su estudio en las tardes de invierno, atraídos por la caricia roja de la estufa y los vinos facilitados ocultamente por la madre. Tronaba el español ante la botella libe¬ ralmente renovada y la caja de cigarrillos abierta sobre la mesa, hablando de todo con autoridad. Una noche se quedó á dormir en un diván. No tenía domicilio fijo.

Y después de esta primera noche, las pasó todas en el estudio.

Julio acabó por admirarle como un reflejo de su personalidad. ¡Lo que sabía aquel Argensola, venido de Madrid en tercera clase y con veinte francos en el bolsillo para «violar á la gloria», según sus propias pa¬ labras! Al ver que pintaba con tanta dureza como él, empleando el mismo dibujo pueril y torpe, se enterne¬ ció. Sólo los falsos artistas, los hombres «de oficio», los ejecutantes sin pensamiento, se preocupan del colorido y otras ranciedades. Argensola era un artista psicoló¬ gico, un pintor de almas. Y el discípulo sintió asombro y despecho al enterarse de lo sencillo que era pintar un alma. Sobre un rostro exangüe, con el mentón agudo como un puñal, el español trazaba unos ojos casi redon¬ dos y á cada pupila le asestaba una pincelada blanca, un punto de luz... el alma. Luego, plantándose ante el lienzo, clasificaba esta alma con su facundia inago¬ table, atribuyéndola toda clase de conflictos y crisis.

Y tal era su poder de obsesión, que Julio veía lo que el otro se imaginaba haber puesto en los ojos de re¬ dondez buhesca. El también pintaría almas... almas de mujeres.

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Con ser tan fácil este trabajo de engendramiento psí¬ quico, Argensola gustaba más de charlar recostado en un diván ó leer al amor de la estufa mientras el amigo y protector estaba fuera. Otra ventaja esta afición á la lectura para el joven Desnoyers, que al abrir un volu¬ men iba directamente á las últimas páginas ó al índice, queriendo «hacerse una idea», como él decía. Algunas veces, en los salones, había preguntado con aplomo á un autor cuál era su mejor libro. Y su sonrisa de hombre listo daba á entender que era una precaución para no perder el tiempo con los otros volúmenes. Ahora ya no necesitaba cometer estas torpezas. Argensola leería por él. Cuando le adivinaba interesado por un volumen, exi¬ gía inmediata participación: «Cuéntame el argumento.» Y el «secretario» no sólo hacía la síntesis de comedias y novelas, sino que le comunicaba el «argumento» de Schopenhauer ó el «argumento» de Nietzsche... Luego, doña Luisa casi vertía lágrimas al oir que las visitas se ocupaban de su hijo con la benevolencia que inspira la riqueza: «Un poco diablo el mozo, jjero ¡qué bien pre¬ parado!...»

A cambio de sus lecciones, Argensola recibía el mis¬ mo trato que un esclavo griego de los que enseñaban retórica á los patricios jóvenes de la Loma decadente. En mitad de una explicación, su señor y amigo le inte¬ rrumpía.

Prepárame una camisa de frac. Est03r invitado esta noche.

Otras veces, cuando el maestro experimentaba una sensación de bienestar animal con un libro en la mano junto á la estufa roncadora, viendo á través de la vi¬ driera la tarde gris y lluviosa, se presentaba de repente el discípulo:

¡Pronto... á la calle! Va á venir una mujer.

Y Argensola, con el gesto de un perro que sacude sus lanas, marchaba á continuar su lectura en algún cafetu- cho incómodo de las cercanías.

Su influencia descendió de las cimas de la intelec¬ tualidad para intervenir en las vulgaridades de la vida material. Era el intendente del patrono, el mediador entre su dinero y los que se presentaban á reclamarlo

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factura en mano. «Dinero», decía lacónicamente á fines de mes. Y Desnoyers prorrumpía en quejas y maldicio¬ nes. ¿De dónde iba á sacarlo? El viejo era de una dureza reglamentaria y no toleraba el menor avance sobre el mes siguiente. Le tenía sometido á un régimen de mise¬ ria. Tres mil francos mensuales: ¿qué podía hacer con esto una persona decente?... Deseoso de reducirle, estre¬ chaba el cerco, interviniendo directamente en la admi¬ nistración de su casa para que doña Luisa no pudiera hacer donativos al hijo. En vano se había puesto en contacto con varios usureros de París, hablándoles de su propiedad más allá del Océano. Estos señores tenían á mano la juventud del país y no necesitaban exponer sus capitales en el otro mundo. Igual fracaso le acompa¬ ñaba cuando, con repentinas muestras de cariño, que¬ ría convencer á don Marcelo de que tres mil francos al mes son una miseria. El millonario rugía de indigna¬ ción. ¡Tres mil francos una miseria! ¡Y además las deu¬ das del hijo que había tenido que pagar en varias oca¬ siones!...

Cuando yo era de tu edad... empezaba diciendo.

Pero Julio cortaba la conversación. Había oído mu¬ chas veces la historia de su padre. ¡Ah, viejo avariento! Lo que le daba todos los meses no era mas que la renta del legado de su abuelo... Y por consejo de Argensola, se atrevió á reclamar el campo. La administración de esa tierra pensaba confiarla á Celedonio, el antiguo capataz, que era ahora un personaje en su país, y al que él llama¬ ba irónicamente «mi tío». Desnoyers acogió su rebeldía fríamente: «Me parece justo. Ya eres mayor de edad.» Y luego de entregarle el legado extremó su vigilancia en los gastos de la casa, evitando á doña Luisa todo manejo de dinero. En adelante miró á su hijo como un adversa¬ rio que necesitaba vencer, tratándolo durante sus rápi¬ das apariciones en la avenida Víctor Hugo con glacial cortesía, lo mismo que á un extraño.

Una opulencia transitoria animó por algún tiempo el estudio. Julio había aumentado sus gastos, considerán¬ dose rico. Pero las cartas del tío de América disiparon estas ilusiones. Primeramente las remesas de dinero ex¬ cedieron en muy poco á la cantidad mensual que le en-

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treg'aba su padre. Luego disminuyeron de un modo alar¬ mante. Todas las calamidades de la tierra parecían ha¬ ber caído juntas sobre el campo, según Celedonio. Los pastos escaseaban: unas veces era por falta de lluvia, otras por las inundaciones; y las reses perecían á cente¬ nares. Julio necesitaba mayores ingresos, y el mestizo marrullero le enviaba lo que podía, pero como simple préstamo, reservando el cobro para cuando ajustasen cuentas. A pesar de tales auxilios, el joven Desnoyers sufría apuros. Jugaba ahora en un Círculo elegante, cre¬ yendo compensar de tal modo sus periódicas escaseces, y esto servía para que desaparecieran con mayor rapidez las cantidades recibidas de América... ¡Que un hombre como él se viese atormentado por la falta de unos miles de francos! ¿De qué le servía tener un padre con tantos millones?

Si los acreedores se mostraban amenazantes, recurría al «secretario». Debía ver á mamá inmediatamente: él quería evitarse sus lágrimas y reconvenciones. Y Argén- sola se deslizaba como un ratero por la escalera de ser¬ vicio del caserón de la avenida Víctor Hugo. El local de sus embajadas era siempre la cocina, con gran peligro de que el terrible Desnoyers llegase hasta allí en una de sus evoluciones de hombre laborioso, sorprendiendo al intruso. Doña Luisa lloraba, conmovida por las dra¬ máticas palabras del mensajero. ¡Qué podía hacer! Era más pobre que sus criadas: joyas, muchas joyas, pero ni un franco. Eué Argensola quien propuso una solución, digna de su experiencia. El salvaría á la buena madre llevando al Monte de Piedad algunas de sus alhajas. Conocía el camino. Y la señora aceptó el consejo; pero sólo le entregaba joyas de mediano valor, sospechando que no las vería más. Tardíos escrúpulos la hacían pro¬ rrumpir á veces en rotundas negativas. Podía saberlo su Marcelo: ¡qué horror!... Pero el español consideraba denigrante salir de allí sin llevarse algo, y á falta de di¬ nero cargaba con un cesto de botellas de la rica bodega de Desnoyers.

Todas las mañanas entraba doña Luisa en Saint- Honoré d’Eylau para rogar por su hijo. Apreciaba esta iglesia como algo propio. Era un islote hospitalario y

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familiar en el océano inexplorado de París. Crnzaba discretos saludos con los fieles habituales, gentes del barrio procedentes de las diversas repúblicas del Nuevo Mundo. Le parecía estar más cerca de Dios y de los san¬ tos al oir en el atrio conversaciones en su idioma. Ade¬ más, era á modo de un salón por donde transcurrían los grandes sucesos de la colonia sudamericana. Un día era una boda con flores, orquesta y cánticos. Ella, con su Chichi al lado, saludaba á las personas conocidas, cum¬ plimentando luego á los novios. Otro día eran los fune¬ rales de un ex presidente de Eepública ó cualquier otro personaje ultramarino que terminaba en París su exis¬ tencia tormentosa. ¡Pobre presidente! ¡Pobre general!... Doña Luisa recordaba al muerto. Lo había visto en aquella iglesia muchas veces oyendo su misa devota¬ mente, y se indignaba contra las malas lenguas que, á guisa de oración fúnebre, hacían memoria de fusila¬ mientos y Bancos liquidados allá en su país. ¡Un señor tan bueno y tan religioso! ¡Que Dios lo tenga en su glo¬ ria!... Y al salir á la plaza contemplaba con ojos tiernos los jinetes y amazonas que se dirigían al Bosque, los lujosos automóviles, la mañana radiante de sol, toda la fresca puerilidad de las primeras horas del día, recono¬ ciendo que es muy hermoso vivir.

Su mirada de gratitud para lo existente acababa por acariciar el monumento del centro de la plaza, todo erizado de alas, como si fuese á desprenderse del suelo. ¡Víctor Hugo!... Le bastaba haber oído este nombre en boca de su hijo, para contemplar la estatua con un in¬ terés de familia. Lo único que sabía del poeta era que 'había muerto. De eso casi estaba segura. Pero se lo imaginaba en vida gran amigo de Julio, en vista de la frecuencia con que repetía su nombre.

¡Ay, su hijo!... Todos sus pensamientos, sus conje¬ turas, sus deseos, convergían en él y en su irreductible marido. Ansiaba que los dos hombres se entendiesen, terminando una lucha en la que ella era la única vícti¬ ma. ¿No haría Dios el milagro?... Como un enfermo que cambia de sanatorio, persiguiendo á la salud, abando¬ naba la iglesia de su calle para frecuentar la Capilla Española de la avenida Friedland. Aquí aún se conside

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raba más entre los suyos. A través de las sudamerica¬ nas, finas y elegantes, como si se hubiesen escapado de una lámina de periódico de modas, sus ojos buscaban con admiración á otras damas peor trajeadas, gordas, con armiños teatrales y joyas antiguas. Al encontrarse estas señoras en el atrio, hablaban con voces fuertes y manotees expresivos, recortando enérgicamente las palabras. La hija del estanciero se atrevía á saludarlas, por haberse suscrito á todas sus obras de beneficencia, y al ver devuelto el saludo experimentaba una satis¬ facción que la hacía olvidar momentáneamente sus pe¬ nas. Eran de aquellas familias que admiraba su padre sin saber por qué; procedían de lo que llamaban al otro lado del mar «la madre patria», todas excelentísimas y altísimas para la buena doña Chicha y emparentadas con reyes. No sabía si darles la mano ó doblar una ro¬ dilla, como había oído vagamente que es de uso en las cortes. Pero de pronto recordaba sus preocupaciones, y seguía adelante para dirigir sus ruegos á Dios. ¡Ay, que se acordase de ella! ¡Que no olvidase á su hijo por mucho tiempo!...

Fué la gloria la que se acordó de Julio, estrechándolo en sus brazos de luz. Se vió de pronto con todos los honores y ventajas de la celebridad. La fama sorprende cautelosamente por los caminos más tortuosos é ignora¬ dos. Ni la pintura de almas ni una existencia acciden¬ tada llena de amoríos costosos y duelos complicados pro¬ porcionaron al joven Desnoyers su renombre. La gloria le tomó por los pies.

Un nuevo placer había venido del otro lado de los mares, para felicidad de los humanos. Las gentes se interrogaban en los salones con el tono misterioso de los iniciados que buscan reconocerse: «¿Sabe usted tan¬ gueará... ■>-> El tango se había apoderado del mundo. Era el himno heroico de una humanidad que concentraba de pronto sus aspiraciones en el armónico contoneo de las caderas, midiendo la inteligencia por la agilidad de los pies. Una música incoherente y monótona, de inspi¬ ración africana, satisfacía el ideal artístico de una so¬ ciedad que no necesitaba de más. El mundo danzaba... danzaba... danzaba. Un baile de negros de Cuba, intro-

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ducido en la América del Sur por los marineros que cargan tasajo para las Antillas, conquistaba la tierra entera en pocos meses, daba la vuelta á su redondez, saltando victorioso de nación en nación... lo mismo que la Marsellesa. Penetraba basta en las cortes más cere¬ moniosas, derrumbando las tradiciones del recato y la. etiqueta, como un canto de revolución: la revolución de la frivolidad. El Papa tenía que convertirse en maestro de baile, recomendando la «furlana» contra el «tango», ya que todo el mundo cristiano, sin distinción de sec¬ tas, se unía en el deseo común de agitar los pies con un frenesí tan incansable como el de los poseídos de la Edad Media.

Julio Desnoyers, al encontrar esta danza de su ado¬ lescencia soberana y triunfadora en pleno París, se en¬ tregó á ella con la confianza que inspira una amante vie¬ ja. ¡Quién le hubiese anunciado, cuando era estudiante y frecuentaba los bailes más abyectos de Buenos Aires, vigilados por la policía, que estaba haciendo el aprendi¬ zaje de la gloria!...

De cinco á siete, centenares de ojos le siguieron con admiración en los salones de los Campos Elíseos, donde costaba cinco francos una taza de con derecho á in¬ tervenir en la danza sagrada. «Tiene la línea», decían las damas apreciando su cuerpo esbelto de mediana es¬ tatura y fuertes resortes. Y él, con el chaqué ceñido de talle y abombado de pecho, los pies de femenil pequenez enfundados en charol y cañas blancas sobre altos taco¬ nes, bailaba grave, reflexivo, silencioso, como un mate¬ mático en pleno problema, mientras las luces azuleaban las dos cortinas obscuras, apretadas y brillantes de sus guedejas. Las mujeres solicitaban ser presentadas á él, con la dulce esperanza de que sus amigas las envidiasen viéndolas en los brazos del maestro. Las invitaciones llovían sobre Julio. Se abrían á su paso los salones más inaccesibles. Todas las tardes adquiría una docena de amistades. La moda había traído profesores del otro lado del mar, compadritos de los arrabales de Buenos Aires, orgullosos y confusos al verse aclamados lo mismo que un tenor de fama ó un conferencista. Pero sobre estos bailarines de una vulgaridad originaria y que se hacían

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pagar, triunfaba Julio Desnoyers. Los incidentes de su vida anterior eran comentados por las mujeres como ha¬ zañas de galán novelesco.

Te estás matando decía Argensola . Bailas de¬ masiado.

La gloria de su amigo representaba nuevas moles¬ tias para él. Sus plácidas lecturas ante la estufa se veían ahora interrumpidas diariamente. Imposible leer más de un capítulo. El hombre célebre le apremiaba con sus órdenes para que se marchase á la calle. «Una nueva lección», decía el parásito. Y cuando estaba solo, numerosas visitas, todas de mujeres, unas preguntonas y agresivas, otras melancólicas, con aire de abandono, venían á interrumpirle en su reflexivo entretenimiento. Una de éstas aterraba con su insistencia á los habitan¬ tes del estudio. Era una americana del Norte, de edad problemática, entre ios treinta y dos y ios cincuenta y nueve años, siempre con faldas cortas, que al sen¬ tarse se recogían indiscretas, como movidas por un re¬ sorte. Varios bailes con Desnojmrs y una visita á la rué de la Pompe representaban para ella sagrados dere¬ chos adquiridos, y perseguía al maestro con la desespe¬ ración de una creyente abandonada. Julio había esca¬ pado al saber que esta beldad, de esbeltez juvenil vista por el dorso, tenía dos nietos. «3íáster Desnoj^-ers ha sa¬ lido», decía invariablemente Argensola al recibirla. Y la abuela lloraba, prorrumpiendo en amenazas. Quería suicidarse allí mismo, para que su cadáver espantase á las otras mujeres que venían á quitarle lo que consi¬ deraba suyo. Ahora era Argensola el que despedía á su compañero cuando deseaba verse solo. «Creo que la yan¬ qui va á venir», decía con indiferencia. Y el grande hom¬ bre escapaba, valiéndose muchas veces de la escalera de servicio.

En esta época empezó á desarrollarse el suceso más importante de su existencia. La familia Desnoyers iba á unirse con la del senador Lacour. René, el hijo único de éste, había acabado por inspirar á Chichi cierto interés que casi era amor. El personaje deseaba para su descendiente los campos sin límites, los rebaños inmen¬ sos, cuya descripción le conmovía como un relato mara-

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villoso. Era viudo, pero gustaba de dar en su casa re¬ uniones y banquetes. Toda celebridad nueva le sugería inmediatamente el plan de un almuerzo. No había per¬ sonaje de paso en París, viajero polar ó cantante fa¬ moso que escapase sin ser exhibido en el comedor de Lacour. El hijo de Desnoyers en el que apenas se había fijado hasta entonces le inspiró una simpatía repen¬ tina. El senador era un hombre moderno, v no clasifi- caba la gloria ni distinguía las reputaciones. Le bastaba que un apellido sonase, para aceptarlo con entusiasmo. Al visitarle Julio, lo presentaba con orgullo á sus ami¬ gos, faltando poco para que le llamase «querido maes¬ tro». El tango acaparaba todas las conversaciones. Hasta en la Academia se habían ocupado de él, para demostrar elocuentemente que la juventud de la anti¬ gua Atenas se divertía con algo semejante... Y Lacour había soñado toda su vida en una república ateniense para su país.

El joven Desnoyers conoció en estas reuniones al ma¬ trimonio Laurier. El era un ingeniero que poseía una fábrica de motores para automóviles en las inmediacio¬ nes de París; un hombre de treinta y cinco años, grande, algo pesado, silencioso, que posaba en torno de su per¬ sona una mirada lenta, como si quisiera penetrar más profundamente en ios hombres y los objetos. Madama Laurier tenía diez años menos que su marido, y parecía despegarse de él por la fuerza de un rudo contraste. Era de carácter ligero, elegante, frívola, y amaba la vida por los placeres y satisfacciones que proporciona. Pare¬ cía aceptar con sonriente conformidad la adoración si¬ lenciosa y grave de su esposo. No podía hacer menos por una criatura de sus méritos. Además, había aportado al matrimonio una dote de trescientos mil francos, capital que sirvió al ingeniero para ensanchar sus negocios. El senador había intervenido en el arreglo de esta sociedad matrimonial. Laurier le interesaba por ser hijo de un .compañero de su juventud.

La presencia de Julio fué para Margarita Laurier un rayo de sol en el aburrido salón de Lacour. Ella bailaba la danza de moda, frecuentando los «té-tango» donde era admirado Desnoyers. ¡Verse de pronto al lado

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de este hombre célebre é interesante que se disputaban las mujeres!... Para que no la creyese una burguesa igual á las otras contertulias del senador, habló de sus costu¬ reros, todos de la me de la Paix^ declarando gravemente que una mujer que se respeta no puede salir á la calle con un vestido de menos de ochocientos francos, y que el sombrero de mil, objeto de asombro hace pocos años, era ahora una vulgaridad.

Este conocimiento sirvió para que «la pequeña Lau- rier» como la llamaban las amigas, á pesar de su buena estatura se viese buscada por el maestro en los bailes, saliendo á danzar con él entre miradas de despeclio y envidia. ¡Qué triunfo para la esposa do un simple inge¬ niero, que iba á todas partes en el automóvil de su ma¬ dre!... Julio sintió al principio la atracción de la nove¬ dad. La había creído igual á todas las que languide¬ cían en sus brazos siguiendo el ritmo complicado de la danza. Después la encontró distinta. Las resistencias de ella á continuación de las primeras intimidades verba¬ les exaltaron su deseo. En realidad nunca había tratado á una mujer de su clase. Las de su primera época eran parroquianas de los restoranes nocturnos, que acababan por hacerse pagar. Ahora, la celebridad traía á sus bra¬ zos damas de alta posición, pero con un pasado inconfe¬ sable, ansiosas de novedades y excesivamente maduras. Esta burguesa que marchaba hacia él y en el momento del abandono retrocedía con bruscos renacimientos de pudor representaba algo extraordinario.

Los salones de tango experimentaron una gran pér¬ dida. Desnoyers se dejó ver con menos frecuencia, aban¬ donando su gloria á los profesionales. Transcurrían se¬ manas enteras sin que las devotas pudiesen admirar de cinco á siete sus crenchas negras y sus piececitos charo¬ lados brillando bajo las luces al compás de graciosos mo¬ vimientos.

Margarita Laurier también huyó de estos lugares. Las entrevistas de los dos se desarrollaron con arreglo á lo que ella había leído en las novelas amorosas que tienen por escenario á París. Iba en busca de Julio te¬ miendo ser reconocida, trémula de emoción, escogiendo los trajes más sombríos, cubriéndose el rostro con un

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velo tupido, «el velo de adulterio», como decían sus ami¬ gas. Se daban cita en los squares de barrio menos fre¬ cuentados, cambiando de lugar como los pájaros miedo¬ sos, que á la más leve inquietud levantan el vuelo para ir á posarse á gran distancia. Unas veces se juntaban en las Buttes-Chaumont, otras preferían los jardines de la orilla izquierda del Sena, el Luxemburgo y hasta el remoto parque de Montsouris. Ella sentía escalofríos de terror al pensar que su marido podía sorprenderla, mien¬ tras el laborioso ingeniero estaba, en la fábrica, á una distancia enorme de la realidad. Su aspecto azorado, sus excesivas precauciones para deslizarse inadvertida, aca¬ baban por llamar la atención de los transeúntes.

Julio se impacientó con las molestias de este amor errante, sin otro resultado que algunos besos furtivos. Pero callaba al fin, dominado por las palabras supli¬ cantes de Margarita. No quería ser suya como una de tantas; necesitaba convencerse de que este amor iba á durar siempre. Era su primera falta y deseaba que fue¬ se la última. ¡Ay! ¡Su reputíición intacta hasta enton¬ ces!... ¡El miedo á lo que podía decir la gente!... Los dos retrocedieron hasta la adolescencia; se amaron con la pasión confiada y pueril de los quince años, que nunca habían conocido. Julio había saltado de la niñez á los placeres del libertinaje, recorriendo de un golpe toda la iniciación de la vida. Ella había deseado el matrimonio por hacer como las demás, por adquirir el respeto y la libertad de una mujer casada, sintiendo únicamente hacia su esposo un vago agradecimiento. «Terminamos por donde otros empiezan», decía Des¬ noy ers.

Su pasión tomaba todas las formas de un amor in¬ tenso, creyente y vulgar. Se enternecían con un senti¬ mentalismo de romanza al estrecharse las manos y cambiar un beso en un banco de jardín á la hora del crepúsculo. El guardaba un mechón de pelo de Mar¬ garita, aunque dudando de su autenticidad, con la vaga sospecha de que bien podía ser de los añadidos impuestos por la moda. Ella abandonaba su c¿ibeza en uno de sus hombros, se apelotonaba, como si implorase su dominación; pero siempre al aire libre. Apenas in-

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tentaba Julio mayores intimidades en el interior de un carruaje, madama le repelía vigorosamente. Una duali¬ dad contradictoria parecía inspirar sus actos. Todas las mañanas despertaba dispuesta al vencimiento final. Pero luego, al verse junto á él, reaparecía la pequeña bur¬ guesa, celosa de su reputación, fiel á las enseñanzas de su madre.

Un día accedió á visitar el estudio, con el interés que inspiran los lugares habitados por la persona ama¬ da. «Júrame que me respetarás.» El tenía el juramento fácil, y juró por todo lo que Margarita quiso... Y desde este día ya no se vieron en los jardines ni vagaron per¬ seguidos por el viento del invierno. Se quedaron en el estudio, y Argensola tmn que modificar su existencia, buscando la estufa de algún pintor amigo para conti¬ nuar sus lecturas.

Esta situación se prolongó dos meses. Mo supieron nunca qué fuerza secreta derrumbó de pronto su tran¬ quila felicidad. Tal vez fué una amiga de ella, que, adivinando los hechos, los hizo saber al marido por me¬ dio de un anónimo; tal vez se delató la misma esposa inconscientemente, con sus alegrías inexplicables, sus regresos tardíos á la casa, cuando la comida estaba ya en la mesa, y la repentina aversión que mostraba al ingeniero en las horas de intimidad matrimonial, para mantenerse fiel al recuerdo del otro. El compartirse entre el compañei’o legal y el hombre amado era un tormento que no podía soportar su entusiasmo simple y vehemente.

Cuando trotaba una noche por la rice de la Pompe mi¬ rando su reloj y temblando de impaciencia al no encon¬ trar un automóvil ó un simple fiacre, le cortó el paso un hombre... ¡Esteban Laurier! Aún se estremecía de miedo al recordar esta hora trágica. Por un momento creyó que iba á matarla. Los hombres serios, tímidos y sumisos son terribles en sus explosiones de cólera. El marido lo sabía todo. Con la misma paciencia que empleaba en la solu¬ ción de sus problemas industriales, la había estudiado día tras día, sin que pudiese adivinar esta vigilancia en su rostro impasible. Luego la había seguido, hasta adquirir la completa evidencia de su infortunio.

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Margarita no se lo había imaginado nunca tan vul¬ gar y ruidoso en sus pasiones. Esperaba que aceptase los hechos fríamente, con un ligero tinte de ironía filosófica, como lo hacen los hombres verdaderamente distingui¬ dos, como lo habían hecho los maridos de muchas de sus amigas. Pero el pobre ingeniero, que más allá de su trabajo sólo veía á su esposa, amándola como mujer y admirándola como un ser delicado y superior, resumen de todas las gracias y elegancias, no podía resignarse, y gritó y amenazó sin recato alguno, haciendo que el es¬ cándalo se esparciese por todo el círculo de sus amista¬ des. El senador experimentaba una gran molestia al re¬ cordar que era en su respetable vivienda donde se habían conocido los culpables. Pero su cólera la dirigió contra el esposo. ¡Qué falta de saber vivir!... Las mujeres son las mujeres, y todo tiene arreglo. Pero después de las imprudencias de este energúmeno no era posible una so¬ lución elegante, y había que entablar el divorcio.

El viejo Desnoyers se irritó al conocer la última ha¬ zaña de su hijo. Laurier le inspiraba un gran afecto. La solidaridad instintiva que existe entre los hombres de trabajo, pacientes y silenciosos, les había hecho buscar¬ se. En las tertulias del senador pedía noticias al inge¬ niero de la marcha de sus negocios, interesándose por el desarrollo de aquella fábrica, de la que hablaba con ternuras de padre. El millonario, que gozaba fama de avariento, había llegado á ofrecerle un apoyo desinte¬ resado, por si algún día necesitaba ensanchar su acción laboriosa. ¡Y á este hombre bueno venía á robarle la fe¬ licidad su hijo, un bailarín frívolo é inútil!...

Laurier, en los primeros momentos, habló de batirse. Su cólera fué la del caballo de labor que rompe los tirantes de la máquina de trabajo, eriza su pelaje con relinchos de locura y muerde. El padre se indignó ante su determinación... ¡Un escándalo más! Julio había de¬ dicado la mejor parte de su existencia al manejo de las armas.

Lo matará decía el senador . Estoy seguro de que lo matará. Es la lógica de la vida: el inútil mata siempre al que sirve para algo.

Pero no hubo muerte alguna. El padre de la Repú-

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blica supo manejar á unos y á otros con la misma habi¬ lidad que mostraba en los pasillos del Senado al surgir una crisis ministerial. Se acalló el escándalo. Margarita fué á vivir con su madre, y empezaron las primeras ges¬ tiones para el divorcio.

Algunas tardes, cuando en el reloj del estudio daban las siete, ella había dicho tristemente, entre los despere¬ zos de su cansancio amoroso:

Marcharme... Marcharme cuando ésta es mi verda¬ dera casa... ¡Ay, por qué no somos casados!

Y él, que sentía florecer en su alma todo un jardín de virtudes burguesas ignoradas hasta entonces, repetía convencido:

Es verdad: ¡por qué no somos casados!

Sus deseos podían realizarse. El marido les facilitaba el paso con su inesperada intervención. Y el joven Des¬ noy ers se marchó á América para reunir dinero y ca¬ sarse con Margarita.

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EL PRIMO DE BERLÍN

El estudio de Julio Desnoyers ocupaba el último piso sobre la calle. El ascensor y la escalera principal ter¬ minaban ante su puerta. A sus espaldas, dos pequeños departamentos recibían la luz de un patio interior, te¬ niendo como único medio de comunicación la escalera de servicio, que ascendía hasta las buhardillas.

Argensola, al quedarse en el estudio durante el viaje de su compañero, había buscado la amistad de estos vecinos de piso. La más grande de las habitaciones se hallaba desocupada durante el día. Sus dueños sólo vol¬ vían después de comer en el restorán. Era un matri-

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raonio de empleados, que únicamente permanecía en casa los días festivos. El hombre, vigoroso y de aspecto marcial, prestaba servicio de inspector en un gran alma¬ cén. Había sido militar en Africa, ostentaba una conde¬ coración y tenía el grado de subteniente en el ejército de reserva. Ella era una rubia abultada y algo anémica, de ojos claros y gesto sentimental. En los días de fiesta pasaba largas horas ante el piano, evocando sus re¬ cuerdos musicales, siempre los mismos. Otras veces la veía Argensola por una ventana interior trabajando en la cocina, ayudada por su compañero, riendo los dos de sus torpezas é inexperiencias al improvisar la comida del domingo.

La portera tenía á esta mujer por alemana, pero ella hacía constar su condición de suiza. Desempeñaba el empleo de cajera en un almacén que no era el mismo donde trabajaba su compañero. Por las mañanas salían juntos, para separarse en la plaza de la Estrella, si¬ guiendo cada uno distinta dirección. A las siete de la tarde se saludaban con un beso en plena calle, como enamorados que se encuentran por primera vez, y luego de su comida volvían al nido de la me de la Pompe. Ar¬ gensola se vió rechazado, en todos sus intentos de amis¬ tad, por el egoísmo de esta pareja. Le conte&taban con una cortesía glacial: vivían únicamente para ellos.

El otro departamento, compuesto de dos piezas, es¬ taba ocupado por un hombre solo. Era un ruso ó polaco, que volvía casi siempre con paquetes de libros y pa¬ saba largas horas escribiendo junto á una ventana del patio. El español le tuvo desde el primer momento por un hombre misterioso que ocultaba tal vez enormes mé¬ ritos: un verdadero personaje de novela. Le impresio¬ naba el aspecto exótico de Tchernoff: su barba revuelta, sus melenas aceitosas, sus gafas sobre una nariz am¬ plia que parecía deformada por un puñetazo. Como un nimbo invisible le circundaba cierto hedor compuesto de vino ^barato y emanaciones de ropas trasudadas; Ar¬ gensola’ lo percibía á través de la puerta de servicio: «El amigo Tchernoff que vuelve.» Y salía á la escalera interior para hablar con su vecino. Este defendió por mucho tiempo el acceso á su vivienda. El español llegó

LOS CUATllO JINETES DEL APOCALIPSIS 100

á creer que se dedicaba á la alquimia y otras operacio¬ nes misteriosas. Cuando al fin pudo entrar, vio libros, muchos libros, libros por todas partes, esparcidos en el suelo, alineados sobre tablas, apilados en los rincones, invadiendo sillas desvencijadas, mesas viejas, y una cama que sólo era rehecha de tarde en tarde, cuando el dueño, alarmado por la creciente invasión de polvo y telarañas, reclamaba el auxilio de una amiga de la portera.

Argensola reconoció al fin con cierto desencanto que no había nada misterioso en la vida de este hombre. Lo que escribía junto á la ventana eran traducciones: unas hechas de encargo, otras voluntariamente para los pe¬ riódicos socialistas. Lo único asombroso en él era la cantidad de idiomas que conocía.

Todos los sabe dijo á Desnoyers al describirle este vecino . Le basta oir uno nuevo, para dominarlo á los pocos días. Posee la clave, el secreto de las lenguas vivas y muertas. Habla el castellano como nosotros y no ha estado jamás en un país de habla española.

La sensación del misterio volvió á experimentarla Argensola al leer los títulos de varios de los volúmenes amontonados. Eran libros antiguos en su mayor parte, muchos de ellos en idiomas que él no podía descifrar, recolectados á precios bajos en librerías de lance y en las cajas de los Oouquinistes instaladas sobre los para¬ petos del Sena. Sólo aquel hombre, que tenía «la clave de las lenguas», podía adquirir tales volúmenes. Una atmósfera de misticismo, de iniciaciones sobrehumanas, de secretos intactos á través de los siglos, parecía des¬ prenderse de estos montones de volúmenes polvorien¬ tos, algunos con las hojas roídas. Y confundidos con los libros vetustos aparecían otros de cubierta flamante y roja, cuadernos de propaganda socialista, folletos en todos los idiomas de Europa, y periódicos, muchos pe¬ riódicos, con títulos que evocaban la revolución.

Tchernoff no parecía gustar de visitas y conversa¬ ciones. Sonreía enigmáticamente á través de su barba de ogro, ahorrando palabras para terminar pronto la entrevista. Pero Argensola poseía el medio de vencer á este personaje huraño. Le bastaba guiñar un ojo con ex-

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presiva invitación. «¿Vamos?» Y se instalaban los dos en un diván de Desnoyers ó en la cocina del estudio, frente á una botella procedente de la avenida Víctor Hugo. Los vinos preciosos de don Marcelo enternecían al ruso, ha¬ ciéndolo más comunicativo. Pero aun valiéndose de este auxilio, el español sabía poca cosa de su existencia. Al¬ gunas veces nombraba á Jaurés y á otros oradores socia¬ listas. Su medio de vida más seguro era traducir para los periódicos del partido. En varias ocasiones se le es¬ capó el nombre de Siberia, declarando que había estado allá mucho tiempo. Pero no quería hablar del lejano país visitado contra su voluntad. Sonreía modestamente, sin prestarse á mayores revelaciones.

Al día siguiente de la llegada de Julio Desnoyers estaba Argensola, por la mañana, hablando con Tcher- noff en el rellano de la escalera de servicio, cuando sonó el timbre de la puerta del estudio que comunicaba con la escalera principal. Una gran contrariedad. El ruso, que conocía á los políticos avanzados, le estaba dando cuenta de las gestiones realizadas por Jaurés para man¬ tener la paz. Aún había muchos que sentían esperanzas. El, Tchernoff, comentaba estas ilusiones con su sonrisa de esñnge achatada. Tenía sus motivos para dudar... Pero sonó el timbre otra vez, y el español corrió á abrir, abandonando á su amigo.

Un señor deseaba ver á Julio. Hablaba el francés correctamente, pero su acento fué una revelación para Argensola. Al entrar en el dormitorio en busca de su compañero, que acababa de levantarse, dijo con segu¬ ridad;

Es tu primo de Berlín, que viene á despedirse. No puede ser otro.

Los tres hombres se juntaron en el estudio. Desnoyers presentó á su camarada, para que el recién llegado no se equivocase acerca de su condición social.

He oído hablar de él. El señor es Argensola, un jo¬ ven de grandes méritos.

Y el doctor Julius von Hartrott dijo esto con la sufi¬ ciencia de un hombre que lo sabe todo y desea agradar á un inferior, concediéndole la limosna de su atención.

Los dos primos se contemplaron con una curiosidad

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no exenta de recelo. Les ligaba nn parentesco íntimo, pero se conocían muy poco, presintiendo mutuamente una completa divergencia de opiniones y gustos.

Al examinar Argensola á este sabio, le encontró cierto aspecto de oficial vestido de paisano. Se notaba en su persona un deseo de imitar á las gentes de espada cuando de tarde en tarde adoptan el hábito civil; la aspiración de todo burgués alemán á que lo confundan con los de clase superior. Sus pantalones eran estrechos, como si estuvieran destinados á enfundarse en botas de montar. La chaqueta, con dos filas de botones, tenía el talle recogido, amplio y largo el faldón y muy subidas las solapas, imitando vagamente una levita de militar. El bigote rojizo sobre una mandíbula fuerte y el ¡oelo cortado á rape completaban esta simulación guerrera. Pero sus ojos, unos ojos de estudio, con la pupila mate, grandes, asombrados y miopes, se refugiaban detrás de unas gafas de gruesos cristales, dándole un aspecto de hombre pacífico.

Desnoyers sabía de él que era profesor auxiliar de Universidad, que había publicado algunos volúmenes, gruesos y pesados como ladrillos, y figuraba entre los colaboradores de un «Seminario histórico», asociación para la rebusca de documentos, dirigida por un historia¬ dor famoso. En una solapa ostentaba la roseta de una Oi'den extranjera.

Su respeto por el sabio de la familia iba acompañado de cierto menosprecio. El y su hermana Chichi habían sentido desde pequeños una hostilidad instintiva hacia los primos de Berlín. Le molestaba además ver citado por su familia como ejemplo digno de imitación á este pedante, que sólo conocía la vida á través de los libros y pasaba su existencia averiguando lo que habían hecho los hombres en otras épocas, para sacar consecuencias con arreglo á sus opiniones de alemán. Julio tenía gran facilidad para la admiración y reverenciaba á todos los escritores cuyos «argumentos» le había contado Argen¬ sola, pero no podía aceptar la grandeza intelectual del ilustre pariente.

Durante su permanencia en Berlín, una palabra ale¬ mana de invención vulgar le había servido para clasifi-

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cario. Los libros ele investigación minuciosa y pesada se publicaban á docenas todos los meses. No había pro¬ fesor que dejase de levantar sobre la base de un simple detalle su volumen enorme, escrito de un modo torpe y confuso. Y la gente, al apreciar á estos autores miopes, incapaces de una visión genial de conjunto, los llamaba Süzfieisch haben (con mucha carne en las posaderas), aludiendo á las larguísimas asentadas que representa¬ ban sus obras. Esto era su primo para él: un Süzfieisch haben.

El doctor von Hartrott, al explicar su visita, habló en español. Se valía de este idioma por haber sido el de la familia durante su niñez y al mismo tiempo por pre¬ caución, pues miró en torno repetidas veces, como si temiese ser oído. Venía á despedirse de Julio. Su madre le había hablado de su llegada, y no quería marcharse sin verle. Iba á salir de París dentro de unas horas; las circunstancias eran apremiantes.

Pero ¿tú crees que habrá guerra? preguntó Des¬ noy ers.

La guerra será mañana ó pasado. No hay quien la evite. Es un hecho necesario para la salud de la huma¬ nidad.

Se hizo un silencio. Julio y Argensola miraron con asombro á este hombre de aspecto pacííico que acababa de hablar con arrogancia belicosa. Los dos adivinaron que el doctor hacía su visita por la necesidad de comu¬ nicar á alguien sus opiniones y sus entusiasmos. Al mis¬ mo tiempo, tal vez deseaba conocer lo que ellos pensa¬ ban y sabían, como una de tantas manifestaciones de la muchedumbre de París.

no eres francés añadió dirigiéndose á su pri¬ mo ; has nacido en Argentina, y delante de ti puede decirse la verdad.

¿Y no has nacido allá? preguntó Julio, son¬ riendo.

El doctor hizo un movimiento de protesta, como si acabase de oir algo insultante.

No; yo soy alemán. Nazca donde nazca uno de nos¬ otros, pertenece siempre á la madre Alemania.

Luego continuó, dirigiéndose á Argensola:

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También el señor es extranjero. Procede de la noble España, que nos debe á nosotros lo mejor que tiene: el culto del honor, el espíritu caballeresco.

El español quiso protestar, pero el sabio no le dejó, añadiendo con tono doctoral:

Ustedes eran celtas miserables, sumidos en la vileza de una raza inferior y mestizados por el latinismo de Roma, lo que hacía aún más triste su situación. Afortu¬ nadamente, fueron conquistados por los godos y otros pueblos de nuestra raza, que les infundieron la dignidad de personas. No olvide usted, joven, que los vándalos fueron los abuelos de los prusianos actuales.

De nuevo intentó hablar Argensola, pero su amigo le hizo un signo para que no interrumpiese al profesor. Este parecía haber olvidado la reserva de poco antes, entusiasmándose con sus propias palabras.

Vamos á presenciar grandes sucesos continuó . Dichosos ios que hemos nacido en la época presente, la más interesante de la Historia. La humanidad cambia de rumbo en estos momentos. Ahora empieza la verda¬ dera civilización.

La guerra próxima iba á ser, según él, de una bre¬ vedad nunca vista. Alemania se había preparado para realizar el hecho decisivo sin que la vida económica del mundo sufriese una larga perturbación. Un mes le bas¬ taba para aplastar á Francia, el más temible de sus ad¬ versarios. Luego marcharía contra Rusia, que, lenta en sus movimientos, no podía oponer una defensa inme¬ diata. Finalmente, atacaría á la orgullosa Inglaterra, aislándola en su archipiélago, para que no estorbase más con su preponderancia el progreso germánico. Esta serie de rápidos golpes y victorias fulminantes sólo necesita¬ ban para desarrollarse el curso de un verano. La caída de las hojas saludaría en el próximo otoño el triunfo de- ñnitivo de Alemania.

Con la seguridad de un catedrático que no espera ser refutado por sus oyentes, explicó la superioridad de la raza germánica. Los hombres estaban divididos en dos grupos: dolicocéfalos y braquicéfalos, según la confor¬ mación de su cráneo. Otra distinción científica los re¬ partía en hombres de cabellos rubios ó de cabellos ne-

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gros. Los dolicocéfalos representaban pureza de raza, mentalidad superior. Los braquicéfalos eran mestizos, con todos los estigmas de la degeneración. El germano, dolicocéfalo por excelencia, era el único heredero^de los primitivos arios. Todos los otros pueblos, especialmente los del Sur de Europa, llamados «latinos», pertenecían á una humanidad degenerada.

El español no pudo contenerse más. ¡Pero si estas teo¬ rías del racismo eran antiguallas en las que no creía ya ninguna persona medianamente ilustrada! ¡Si no existía un pueblo puro, ya que todos ellos tenían mil mezclas en su sangre después de tanto cruzamiento histórico!... Muchos alemanes presentaban los mismos signos étnicos que el profesor atribuía á las razas inferiores.

Hay algo de eso dijo Hartrott . Pero aunque la raza germánica no sea pura, es la menos impura de todas, y á ella le corresponde el gobierno del mundo.

Su voz tomaba una agudeza irónica y cortante al hablar de los celtas, pobladores de las tierras del Sur. Habían retrasado el progreso de la humanidad, lanzán¬ dola por un falso derrotero. El celta es individualista, y por consecuencia, un revolucionario ingobernable que tiende al igualitarismo. Además, es humanitario y hace de la piedad una virtud, defendiendo la existencia de los débiles que no sirven para nada.

El nobilísimo germano pone por encima de todo el orden y la fuerza. Elegido por la Naturaleza para man¬ dar á las razas eunucas, posee todas las virtudes que distinguen á los jefes. La Revolución francesa había sido simplemente un choque entre germanos y celtas. Los nobles de Francia descendían de los guerreros ale¬ manes instalados en el país después de la invasión lla¬ mada de los bárbaros. La burguesía y el pueblo repre¬ sentaban el elemento galo-celta. La raza inferior había vencido á la superior, desorganizando al país y pertur¬ bando al mundo. El celtismo era el inventor de la demo¬ cracia, de la doctrina socialista, de la anarquía. Pero iba á sonar la hora del desquite germánico, y la raza nórtica volvería á restablecer el orden, ya que para esto la había favorecido Dios conservando su indiscutible superioridad.

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Un pueblo añadió sólo puede aspirar á grandes destinos si es fundamentalmente germánico. Cuanto me¬ nos germánico sea, menor resultará su civilización. Nos¬ otros representamos la aristocracia de la humanidad, «la sal de la tierra», como dijo nuestro Guillermo.

Argensola escuchaba con asombro estas afirmaciones orgullosas. Todos los grandes pueblos habían pasado por la fiebre del imperialismo. Los griegos aspiraban á la hegemonía, por ser los más civilizados y creerse los más aptos para dar la civilización á los otros hombres. Los romanos, al conquistar las tierras, implantaban el dere¬ cho y las reglas de la justicia. Los franceses de la Revo¬ lución y del Imperio justificaban sus invasiones con el deseo de libertar á los hombres y sembrar nuevas ideas. Hasta los españoles del siglo XVI, al batallar con media Europa por la unidad religiosa y el exterminio de la he¬ rejía, trabajaban por un ideal erróneo, obscuro, pero des¬ interesado.

Todos se movían en la Historia por algo que consi¬ deraban generoso y estaba por encima de sus intereses. Sólo la Alemania de aquel profesor intentaba imponerse al mundo en nombre de la superioridad de su raza, su¬ perioridad que nadie le había reconocido, que ella mis¬ ma se atribuía, dando á sus afirmaciones un barniz de falsa ciencia.

Hasta ahora, las guerras han sido de soldados con¬ tinuó Hartrott . La que ahora va á empezar será de soldados y de profesores. En su preparación ha tomado la Universidad tanta parte como el Estado Mayor. La ciencia germánica, la i)rimera de todas, está unida para siempre á lo que los revolucionarios latinos llaman des¬ deñosamente el militarismo. La fuerza, señora del mun¬ do, es la que crea el derecho, la que impondrá nuestra civilización, única verdadera. Nuestros ejércitos son los representantes de nuestra cultura, y en unas cuantas se¬ manas librarán al mundo de su decadencia céltica, reju¬ veneciéndolo.

El porvenir inmenso de su raza le hacía expresarse con un entusiasmo lírico. Guillermo I, Bismarck, todos los héroes de las victorias pasadas, le inspiraban vene* ración, pero hablaba de ellos como de dioses moribun-

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dos, cuya hora había pasado. Eran gloriosos abuelos, de pretensiones modestas, que se limitaron á ensanchar las fronteras, á realizar la unidad del Imperio, oponiéndose luego con una prudencia de valetudinarios á todos los atrevimientos de la nueva generación. Sus ambiciones no iban más allá de una hegemonía continental... Pero luego surgía Guillermo II, el héroe complejo que necesi¬ taba el país.

Mi maestro Lamprecht dijo Hartrott ha hecho el retrato de su grandeza. Es la tradición y el porvenir, el orden y la audacia. Tiene la convicción de que repre¬ senta la monarquía por la gracia de Dios, lo mismo que su abuelo. Pero su inteligencia viva y brillante reconoce y acepta las novedades modernas. Al mismo tiempo que romántico, feudal y sostenedor de los conservadores agrarios, es un hombre del día: busca las soluciones prácticas y muestra un espíritu utilitario, á la ameri¬ cana. En él se equilibran el instinto y la razón.

Alemania, guiada por este héroe, había ido agrupan¬ do sus fuerzas y reconociendo su verdadero camino. La Universidad lo aclamaba con más entusiasmo aún que sus ejércitos. ¿Para qué almacenar tanta fuerza de agre¬ sión y mantenerla sin empleo?... El imperio del mundo correspondía al pueblo germánico. Los historiadores y filósofos, discípulos de Treitschke, iban á encargarse de forjar los derechos que justificasen esta dominación mun¬ dial. Y Lamprecht, el historiador psicológico, lanzaba, como los otros profesores, el credo de la superioridad absoluta de la raza germánica. Era justo que dominase al mundo, ya que ella sola dispone de la fuerza. Esta «germanización telúrica» resultaría de inmensos benefi¬ cios para los hombres. La tierra iba á ser feliz bajo la dominación de un pueblo nacido para amo. El Estado alemán, potencia «tentacular», eclipsaría con su gloria á los más ilustres Imperios del pasado y del presente. Gott mit uns (Dios es con nosotros).

¿Quién podrá negar que, como dice mi maestro, existe un Dios cristiano germánico, el «Gran Aliado», que se manifiesta á nuestros enemigos los extranjeros como una divinidad fuerte y celosa?...

Desnoy ers escuchaba con asombro á su primo, mi-

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rando al mismo tiempo á Argensola. Este, con el movi¬ miento de sus ojos, parecía haMarle. «Está loco decía . Estos alemanes están locos de orgullo.»

Mientras tanto, el pi'ofesor, incapaz de contener su entusiasmo, seguía exponiendo las grandezas de su raza.

La fe sufre eclipses hasta en los espíritus más supe¬ riores. Por esto el kaiser providencial había mostrado inexplicables desfallecimientos. Era demasiado bueno y bondadoso. Delicie generis hiimani»^ como decía el pro¬ fesor Lasson, también maestro de Hartrott. Pudiendo con su inmenso poderío aniquilarlo todo, se limitaba á mantener la paz. Pero la nación no quería detenerse, y empujaba al conductor que la había puesto en movi¬ miento. Inútil apretar los frenos. «Quien no avanza re¬ trocede», tal era el grito del pangermanismo al empe¬ rador. Había que ir adelante, hasta conquistar la tierra entera.

Y la guerra viene continuó . Necesitamos las co¬ lonias de los demás, ya que Bismarck, por un error de su vejez testaruda, no exigió nada á la hora del reparto mundial, dejando que Inglaterra y Francia se llevasen las mejores tierras. Necesitamos que pertenezcan á Ale¬ mania todos los países que tienen sangre germánica y que han sido civilizados por nuestros a^scendientes.

Hartrott enumeraba los países. Holanda y Bélgica eran alemanas. Francia lo era también por los francos: una tercera parte de su sangre procedía de los germanos. Italia... (Aquí se detenía el profesor, recordando que esta nación era una aliada, poco segura ciertamente, pero unida todavía por ios compromisos diplomáticos. Sin embargo, mencionaba á los longobardos y otras razas procedentes del Norte.) España y Portugal habían sido pobladas por el godo rubio, y pertenecían también á la raza germánica. Y como la mayoría de las naciones de América eran de origen hispánico ó portugués, quedaban comprendidas en esta reivindicación.

Todavía es prematuro pensar en ellas añadió el doctor modestamente , pero algún día sonará la hora de la justicia. Después de nuestro triunfo continental, tiempo tendremos de pensar en su suerte... La América del Norte también debe recibir nuestra influencia civi-

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lizadora. Existen en ella millones de alemanes que han creado sn grandeza.

Hablaba de las futuras conquistas como si fuesen muestras de distinción con que su país iba á favorecer á los demás pueblos. Estos seguirían viviendo política¬ mente lo mismo que antes, con sus gobiernos propios, pero sometidos á la dirección de la raza germánica, como menores que necesitan la mano dura de un maes¬ tro. Formarían los Estados Unidos mundiales, con un presidente hereditario y todopoderoso, el emperador de Alemania, recibiendo los beneficios de la cultura germᬠnica, trabajando disciplinados bajo su dirección indus¬ trial... Pero el mundo es ingrato, y la maldad humana se opone siempre á todos los progresos.

No nos hacemos ilusiones dijo el profesor con al¬ tiva tristeza . Nosotros no tenemos amigos. Todos nos miran con recelo, como á seres peligrosos, porque somos los más inteligentes, los más activos, y resultamos supe¬ riores á los demás... Pero ya que no nos aman, que nos teman. Como dice mi amigo Mann, la Knltur es la orga¬ nización espiritual del mundo, pero no excluye «el sal¬ vajismo sangriento» cuando éste resulta necesario. La Kultur sublimiza lo demoniaco que llevamos en nos¬ otros, y está por encima de la moral, la razón y la cien¬ cia. Nosotros impondremos la Kultur á cañonazos.

Argensola seguía expresando con los ojos su pensa¬ miento: «Están locos, locos de orgullo... ¡Lo que le es¬ pera al mundo con estas gentes!»

Desnoyers intervino, para aclarar con un poco de optimismo el monólogo sombrío. La guerra aún no se había declarado: la diplomacia negociaba. Tal vez se arreglase todo pacíficamente en el último instante, como había ocurrido otras veces. Su primo veía las cosas algo desfiguradas por un entusiasmo agresivo.

¡La sonrisa irónica, feroz, cortante, del doctor!... Ar¬ gensola no había conocido al viejo Madariaga, y sin em¬ bargo se le ocurrió que así debían sonreír los tiburones, aunque jamás había visto un tiburón.

Es la guerra afirmó Hartrott . Cuando salí de Alemania, hace quince días, ya sabía yo que la guerra estaba próxima.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 119

La seguridad con que lo dijo disipó todas las espe¬ ranzas de Julio. Además, le inquietaba el viaje de este hombre con pretexto de ver á su madre, de la que se había separado poco antes... ¿Qué había venido á hacer en París el doctor Julius von Hartrott?...

Entonces preguntó Desnoy ers , ¿para qué tantas entrevistas diplomáticas? ¿Por qué interviene el gobierno alemán, aunque sea con tibieza, en el conflicto entre Austria y Servia?... ¿No sería mejor declarar la guerra francamente?

El profesor contestó con sencillez:

Nuestro gobierno quiere sin duda que sean los otros los que la declaren. El papel de agredido es siempre el más grato y justifica todas las resoluciones ulteriores, por extremadas que parezcan. Allá tenemos gentes que viven bien y no desean la guerra. Es conveniente hacer¬ las creer que son los enemigos los que nos la imponen, para que sientan la necesidad de defenderse. Sólo los espíritus superiores llegan á la convicción de que los grandes adelantos únicamente se realizan con la espada, y que la guerra, como decía nuestro gran Treitschke, es la más alta forma del progreso.

Otra vez sonrió con una expresión feroz. La moral, según él, debía existir entre los individuos, ya que sirve para hacerlos más obedientes y disciplinados. Pero la moral estorba á los gobiernos y debe suprimirse como un obstáculo inútil. Para un Estado no existe la verdad ni la mentira: sólo reconoce la conveniencia y la utili¬ dad de las cosas. El glorioso Bismarck, para conseguir la guerra con Francia, base de la grandeza alemana, no había vacilado en falsificar un despacho telegráfico.

Y reconocerás que es el héroe más grande de nues¬ tros tiempos. La Historia mira con bondad su hazaña. ¿Quién puede acusar al que triunfa?... El profesor Hans Delbruck ha escrito con razón: «¡Bendita sea la mano que falsificó el telegrama de Ems!»

Convenía que la guerra surgiese inmediatamente, ahora que las circunstancias resultaban favorables para Alemania y sus enemigos vivían descuidados. Era la guerra preventiva recomendada por el general Bernhar- di y otros compatriotas ilustres. Resultaba peligroso es-

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perar á que los enemigos estuvieran preparados y fuesen ellos los que la declarasen. Además, ¿qué obstáculos re¬ presentaban para los alemanes el derecho y otras ficcio¬ nes inventadas por los pueblos débiles para sostenerse en su miseria?... Tenían la fuerza, y la fuerza crea leyes nuevas. Si resultaban vencedores, la Historia no les pe¬ diría cuentas por lo que hubiesen hecho. Era Alemania la que pegaba, y los sacerdotes de todos los cultos aca¬ barían por santificar con sus himnos la guerra bendita, si es que conducía al triunfo.

Nosotros no hacemos la guerra por castigar á los servios regicidas, ni por libertar á los polacos y otros oprimidos de Rusia, descansando luego en la admira¬ ción de nuestra magnanimidad desinteresada. Queremos hacerla porque somos el primer pueblo de la tierra y de¬ bemos extender nuestra actividad sobre el planeta ente¬ ro. La hora de Alemania ha sonado. Vamos á ocupar nuestro sitio de potencia directora del mundo, como la ocupó España en otros siglos, y Francia después, é In¬ glaterra actualmente. Lo que esos pueblos alcanzaron con una preparación de muchos años lo conseguiremos nosotros en cuatro meses. La bandera de tempestad del Imperio va á pasearse por mares y naciones; el sol ilu¬ minará grandes matanzas... La vieja Roma, enferma de muerte, apellidó bárbaros á los germanos que le abrie¬ ron la fosa. También huele á muerto el mundo de ahora y seguramente nos llamará bárbaros... ¡Sea! Cuando Tánger y Tolón, Amberes y Calais, estén sometidos á la barbarie germánica, ya hablaremos de eso más deteni¬ damente... Tenemos la fuerza, y el que la posee no dis¬ cute ni hace caso de palabras... ¡La fuerza! Esto es lo hermoso: la única palabra que suena brillante y clara... ¡La fuerza! Un puñetazo certero, y todos los argumentos quedan contestados.

Pero ¿tan seguros estáis de la victoria? preguntó Desnoyers— . A veces, el destino ofrece terribles sorpre¬ sas. Hay fuerzas ocultas con las que no contamos y que trastornan los planes mejores.

La sonrisa del doctor fué ahora de soberano menos¬ precio. Todo estaba previsto y estudiado de larga fecha, con el minucioso método germánico. ¿Qué tenían en-

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frente?... El enemigue más temible era Francia, incapaz de resistir las influencias morales enervantes, los su¬ frimientos, los esfuerzos y las privaciones de la guerra; un pueblo debilitado físicamente, emponzoñado por el espíritu revolucionario, y que había ido prescindiendo del uso de las armas por un amor exagerado al bien¬ estar.

Nuestros generales continuó van á dejarla en tal estado, que jamás se atreverá á cruzarse en nuestro ca¬ mino.

Quedaba Rusia, pero sus masas amorfas eran lentas de reunir y difíciles de mover. El Estado Mayor de Ber¬ lín lo había dispuesto todo cronométricamente para el aplastamiento de Francia en cuatro semanas, llevando luego sus fuerzas enormes contra el Imperio ruso, antes de que éste pudiese iniciar su acción.

Acabaremos con el oso, luego de haber matado al gallo añrmó el profesor victoriosamente.

Pero adivinando una objeción de su primo, se apre¬ suró á continuar:

lo que vas á decirme. Queda otro enemigo: uno que no ha saltado todavía á la arena, pero que aguarda¬ mos todos los alemanes. Ese nos inspira más odio que los otros porque es de nuestra sangre, porque es un trai¬ dor á la raza... ¡Ah, cómo lo aborrecemos!

Y en el tono con que dijo estas palabras latían una expresión de odio y un deseo de venganza que impresio¬ naron á los dos oyentes.

Aunque Inglaterra nos ataque prosiguió Har- trott , no por esto dejaremos de vencer. Este adversa¬ rio no es más temible que los otros. Hace un siglo que reina sobre el mundo. Al caer Napoleón, recogió en el Congreso de Viena la hegemonía continental, y se bati¬ por conservarla. Pero ¿qué vale su energía?... Como dice nuestro Bernhardi, el pueblo inglés es un pueblo de rentistas y de sportsmen. Su ejército está formado con los detritus de la nación. El país carece de espíritu militar. Nosotros somos un pueblo de guerreros, y nos será fácil vencer á los ingleses, debilitados por una falsa concepción de la vida.

El doctor hizo una pausa y añadió:

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V. BLASCO IBANEZ

Contamos además con la corrupción interna de nues¬ tros enemigos, con su falta de unidad. Dios nos ayudará sembrando la confusión en estos pueblos odiosos. No pasarán muchos días sin que se vea su mano. La revo¬ lución va á estallar en Francia al mismo tiempo que la guerra. El pueblo de París levantará barricadas en las calles: se reproducirá la anarquía de la Commune. Tú¬ nez, Argel y otras posesiones van á sublevarse contra la metrópoli.

Argensola creyó del caso sonreír con una increduli¬ dad agresiva.

Repito insistió Hartrott que este país va á cono¬ cer revoluciones aquí é insurrecciones en sus colonias. bien lo que digo... Rusia tendrá igualmente su revo¬ lución interior, revolución con bandera roja, que obli¬ gará al zar á pedirnos gracia de rodillas. No hay mas que leer en los periódicos las recientes huelgas de San Petersburgo, las manifestaciones de los huelguistas con pretexto de la visita del presidente Poincaré... Ingla¬ terra verá rechazadas por las colonias sus peticiones de apoyo. La India va á sublevarse contra ella y Egipto cree llegado el momento de su emancipación.

Julio parecía impresionado por estas afirmaciones, formuladas con una seguridad doctoral. Casi se irritó contra el incrédulo Argensola, que seguía mirando al profesor insolentemente y repetía con los ojos: «Está loco, loco de orgullo.» Aquel hombre debía tener serios motivos para formular tales profecías de desgracia. Su presencia en París, por lo mismo que era inexplicable para Desnoyers, daba á sus palabras una autoridad misteriosa.

Pero las naciones se defenderán argüyó éste á su primo . No será tan fácil la victoria como crees.

Sí, se defenderán. La lucha va á ser ruda. Parece que en los últimos años Francia se ha preocupado de su ejército. Encontraremos cierta resistencia; el triunfo re¬ sultará más difícil, pero venceremos... Vosotros no sa¬ béis hasta dónde llega la potencia ofensiva de Alemania. Nadie lo sabe con certeza más allá de sus fronteras. Si nuestros enemigos la conociesen en toda su intensidad, caerían de rodillas, prescindiendo de sacrificios inútiles.

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Hubo un largo silencio. Julius von Hartrott parecía abstraído. El recuerdo de los elementos de fuerza acu¬ mulados por su raza le sumía en una especie de adora¬ ción mística.

La victoria preliminar dijo de pronto hace tiem¬ po que la hemos obtenido. Nuestros enemigos nos abo¬ rrecen, y sin embargo nos imitan. Todo lo que lleva la marca de Alemania es buscado en el mundo. Los mis¬ mos países que intentan resistir á nuestras armas co¬ pian nuestros métodos en sus universidades y admiran nuestras teorías, aun aquellas que no alcanzaron éxito en Alemania. Muchas veces reímos entre nosotros, como los augures romanos, al apreciar el servilismo con que nos siguen... ¡Y luego no quieren reconocer que somos de esencia superior!

Por primera vez Argensola aprobó con los ojos y el gesto las palabras de Hartrott. Exacto lo que decía: el mundo era víctima de la «superstición alemana». Una cobardía intelectual, el miedo al fuerte, hacía admirar todo lo de procedencia germánica, sin discernimiento alguno, en bloque, por la intensidad del brillo: el oro revuelto con el talco. Los llamados latinos, al entre¬ garse á esta admiración, dudaban de las propias fuerzas con un pesimismo irracional. Ellos eran los primeros en decretar su muerte. Y los orgullosos germanos no tenían mas que repetir las palabras de estos pesimistas para afirmarse en la creencia de su superioridad.

Con el apasionamiento meridional, que salta sin gra¬ dación de un extremo á otro, muchos latinos liaMan proclamado que en el mundo futuro no quedaba sitio para las sociedades latinas, en plena agonía, añadiendo que sólo Alemania conservaba latentes las fuerzas civi¬ lizadoras. Los franceses, que gritan entre ellos, incu¬ rriendo en las mayores exageraciones, sin darse cuenta de que hay quien les escucha al otro lado de las puer¬ tas, habían repetido durante muchos años que Francia estaba en plena descomposición y marchaba á la muerte. ¿Por qué se indignaban luego ante el menosprecio de los enemigos?... ¿Cómo no habían de participar éstos desús creeiicias?...

El profesor, interpretando erróneamente la aproba-

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V. BLASCO IBAÑEZ

ción muda de aquel joven que hasta entonces le había escuchado con sonrisa hostil, añadió:

Hora es ya de hacer en Francia el ensayo de la cul¬ tura alemana, implantándola como vencedores.

Aquí le interrumpió Argensola: «¿Y si la cultura ale¬ mana no existiese, como lo afirma un alemán célebre?» Necesitaba contradecir á este pedante que los abrumaba con su orgullo. Hartrott casi saltó de su asiento al escu¬ char tal duda.

¿Qué alemán es ese?

¡Nietzsche!

El profesor le miró con lástima. Nietzsche había di¬ cho á los hombres: «Sed duros», afirmando que «una buena guerra santifica toda causa». Había alabado á Bismarck; había tomado parte en la guerra del 70; había glorificado al alemán cuando hablaba del «león risueño» y de la «fiera rubia». Pero Argensola le escu¬ chó con la tranquilidad del que pisa un terreno seguro. ¡Oh tardes de plácida lectura junto á la chimenea del estudio, oyendo chocar la lluvia en los vidrios del ven¬ tanal!...

El filósofo ha dicho eso contestó y ha dicho otras cosas diferentes, como todos los que piensan mucho. Su doctrina es de orgullo, pero de orgullo individual, no de orgullo de nación ni de raza. El habló siempre contra «la mentirosa superchería de las razas».

Argensola recordaba palabra por palabra á su filó¬ sofo. Una cultura, según éste, era «la unidad de estilo en todas las manifestaciones de la vida». La ciencia no supone cultura. Un gran saber puede ir acompañado de una gran barbarie, por la ausencia de estilo ó la confu¬ sión caótica de todos los estilos. Alemania, en opinión de Nietzsche, no tenía cultura propia por su carencia de estilo. «Los franceses había dicho están á la ca¬ beza de una cultura auténtica y fecunda, sea cual sea su valor, y hasta el presente todos hemos tomado de ella.» Sus odios se concentraban sobre su propio país. «No puedo soportar la vida en Alemania. El espíritu de servilismo y mezquinería penetra por todas partes... Yo no creo mas que en la cultura francesa, y todo lo demás que se llama Europa cuita me parece una equi-

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vocación. Los raros casos de alta cultura que lie encon¬ trado en Alemania eran de origen francés.»

Ya sabe usted continuó Argensola que, al pe¬ learse con Wágner por el exceso de germanismo en su arte, proclamó la necesidad de mediterraneizar en mú¬ sica. Su ideal fué una cultura para toda Europa, pero con base latina.

Julius von Hartrott contestó desdeñosamente, repi¬ tiendo las mismas palabras del español. Los hombres que piensan mucho dicen muchas cosas. Además, Nietzsche era un poeta que había muerto en plena demencia, y no figuraba entre los sabios de la Universidad. Su fama la habían labrado en el extranjero... Y no volvió á ocu¬ parse más de aquel joven, como si se hubiese evaporado después de sus atrevidas objeciones. Toda su atención la concentraba ahora en Desnoyers.

Este país continuó lleva la muerte en sus entra¬ ñas. ¿Cómo dudar de que surgirá en él una revolución apenas estalle la guerra?... no has presenciado las agitaciones del bulevar con motivo del proceso Cail- loux. Reaccionarios y revolucionarios se han insultado hasta hace tres días. Yo he visto cómo se desafiaban con gritos y cánticos, cómo se golpeaban en medio de la calle. Y esta división de opiniones aún se acentuará más cuando nuestras tropas crucen las fronteras. Será la guerra civil. Los antimilitaristas claman, creyendo que está en manos de su gobierno el evitar el choque... ¡País degenerado por la democracia y por la inferio¬ ridad de su celtismo triunfante, deseoso de todas las libertades!... Nosotros somos el único pueblo libre de la tierra, porque sabemos obedecer.

La paradoja hizo sonreir á Julio. ¡Alemania único pueblo libre!...

Así es afirmó con energía von Hartrott . Tenemos la libertad que conviene á un gran pueblo: la libertad económica é intelectual.

¿Y la libertad política?...

El profesor acogió esta pregunta con un gesto de menosprecio.

¡La libertad política!... Unicamente los pueblos de¬ cadentes é ingobernables, las razas inferiores, ansiosas

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de igualdad y confusión democrática, hablan de liber¬ tad política. Los alemanes no la necesitamos. Somos un pueblo de amos, que reconoce las jerarquías y desea ser mandado por los que nacieron superiores. Nosotros te¬ nemos el genio de la organización.

Este era, según el doctor, el gran secreto alemán, y la raza germánica, al apoderarse del mundo, haría par¬ tícipes á todos de su descubrimiento. Los pueblos que¬ darían organizados de modo que el individuo diese el máximum de su rendimiento en favor de la sociedad. Los hombres regimentados para toda clase de produc¬ ciones, obedeciendo como máquinas á una dirección su¬ perior y dando la mayor suma posible de trabajo: he aquí el estado perfecto. La libertad era una idea pura¬ mente negativa si no iba acompañada de un concepto positivo que la hiciese útil.

Los dos amigos escucharon con asombro la descrip¬ ción del porvenir que ofrecía al mundo la superioridad germánica. Cada individuo sometido á una f)roducción intensiva, lo mismo que un pedazo de huerta del que desea sacar el dueño el mayor número de verduras... El hombre convertido en un mecanismo.^, nada de ope¬ raciones inútiles que no proporcionan un resultado in¬ mediato... ¡Y el pueblo que proclamaba este ideal som¬ brío era el mismo de los filósofos y los soñadores, que habían dado á la contemplación y la reflexión el primer lugar en su existencia!...

Hartrott volvió á insistir en la inferioridad de los enemigos de su raza. Para luchar se necesitaba fe, una confianza inquebrantable en la superioridad de las pro¬ pias fuerzas.

A estas horas, en Berlín todos aceptan la guerra, todos creen seguro el triunfo, ¡mientras que aquí!... No digo que los franceses sientan miedo. Tienen un pasado de bravura que los galvaniza en ciertos momentos. Pero están tristes, se adivina que harían cualquier sacrificio por evitar lo que se les viene encima. El pueblo gritará de entusiasmo en el primer instante, como grita siem¬ pre que lo llevan á su perdición. Las clases superiores no tienen confianza en el porvenir; callan ó mienten, pero en todos se adivina el presentimiento del desastre.

LOS CÜATJW JINETES DEL APOCALIPSIS 127

Ayer hablé con tu padre. Es francés y es rico. Se mues¬ tra indignado contra los gobiernos de su país porque le comprometen en conñictos europeos por defender á pue¬ blos lejanos y sin interés. Se queja de los pati iotas exal¬ tados, que han mantenido abierto el abismo entre Ale¬ mania y Francia, impidiendo una reconciliación. Dice que Al sacia y Lorena no valen lo que costará una gue¬ rra en hombres y dinero... Eeconoce nuestra grandeza; asegura que hemos progresado tán aprisa, que jamás po¬ drán alcanzarnos los demás pueblos... Y como tu padre piensan muchos otros: todos los que se hallan satisfechos de su bienestar y temen perderlo. Créeme: un país que duda y teme la guerra está vencido antes <le la primera batalla.

Julio mostró cierta inquietud, como si i:)retendicse cortar la conversación.

Deja á mi padre. Hoy dice eso porque la guerra no es todavía un hecho, y él necesita contradecir, indig¬ narse con todo lo que se halla á su alcance. Mañana tal vez dirá lo contrario... Mi padre es un latino.

El profesor miró su reloj. Debía marcharse: aún le quedaban muchas cosas que hacer antes de dirigirse á la estación. Los alemanes establecidos en París habían huido en grandes bandas, como si circulase entre ellos una orden secreta. Aq uella tarde iban á partir los últimos que aún se mantenían en la capital ostensiblemente.

He venido á verte por afecto de familia, porque era mi deber darte un aviso. eres extranjero y nada te retiene aquí. Si deseas presenciar un gran aconteci¬ miento histórico, quédate. Pero mejor será que te mar¬ ches. La guerra va á ser dura, muy dura, y si París in¬ tenta resistirse como la otra vez, presenciaremos cosas terribles. Los medios ofensivos han cambiado mucho.

Desnoyers hizo un gesto de indiferencia.

Lo mismo que tu padre continuó el profesor . Anoche, él y tu familia me contestaron de igual modo. Hasta mi madre prefiere quedarse al lado de su hermana, diciendo que los alemanes son muy buenos, muy civili¬ zados, y nada puede temerse de ellos cuando triunfen.

Al doctor parecía molestarle esta buena opinión.

No so dan cuenta de lo que es la guerra moderna,

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ignoran que nuestros generales lian cst adiado el arte de reducir al enemigo rápidamente y que lo emplearán con un método implacable. El terror es el único medio, ya que perturba el entendimiento del contrario, paraliza su acción, pulveriza su resistencia. Cuanto más feroz sea la guerra, más corta resultará: castigar con dureza es proceder humanamente. Y Alemania va á ser cruel, con una crueldad nunca vista, para que no se prolon¬ gue la lucha.

Había abandonado su asiento, requiriendo el bastón Y el sombrero de paja. Argensola le miraba con franca hostilidad. El profesor, al pasar junto á él, sólo hizo un rígido y desdeñoso movimiento de cabeza.

Luego se dirigió hacia la puerta, acompañado por su primo. La despedida fué breve.

Te repito mi consejo. Si no amas el peligro, márcha¬ te. Puede ser que me equivoque, y esta gente, conven¬ cida de que su defensa resulta inútil, se entregue buena¬ mente... De todos modos, pronto nos veremos. Tendré el . gusto de volver á París cuando la bandera del Imperio flote sobre la torre Eiffel. Asunto de tres ó cuatro sema¬ nas. A principios de Septiembre, con seguridad.

Francia iba á desaparecer; para el doctor, era indu¬ dable su muerte.

Quedará París añadió—, quedarán los franceses, porque un pueblo no se suprime fácilmente; pero ocu¬ parán el lugar que les corresponde. Nosotros goberna¬ remos el mundo; ellos se cuidarán de inventar modas, harán agradable la vida del extranjero que los visite, y en el terreno intelectual les estimularemos para que edu¬ quen actrices bonitas, produzcan novelas entretenidas y discurran comedias graciosas... Nada más.

Desnoyers rió mientras estrechaba la mano de su pri¬ mo, ñngiendo tomar sus palabras como paradojas.

Hablo en serio continuó Hartrott . La última hora de la República francesa como nación importante ha sonado. La he visto de cerca, y no merece otra suerte. Desorden y falta de confianza arriba; entusiasmo estéril abajo.

Al volver la cabeza vió otra vez la sonrisa de Ar¬ gensola.

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Y nosotros entendemos nn poco de esto añadió agresivamente . Estamos acostumbrados á examinar los pueblos que fueron, á estudiarlos fibra jjor fibra, y podemos conocer con una sola ojeada la psicología de los que aún viven.

El bohemio creyó ver á un cirujano hablando con suficiencia de los misterios de la voluntad ante un ca¬ dáver. ¡Qué sabía de la vida este pedante interpretador de documentos muertos!...

Cuando se cerró la puerta fué al encuentro de su amigo, que volvía desalentado. Argensola ya no tenía por loco al doctor Julias von Ilartrott.

¡Qué bruto! exclamó levantando los brazos . ¡Y pensar que viven sueltos estos fabricantes de sombríos errores!... Quién diría que son de la misma tierra que produjo á Kant el pacifista, al sereno Goethe, á Beetho- ven... Haber creído tantos años que formaban una na¬ ción de soñadores y filósofos ocupados en trabajar des¬ interesadamente por todos los hombres...

La farsa de un geógrafo alemán revivió en su memo¬ ria como una explicación: «El germano es un bicéfalo. Con una cabeza sueña y poetiza, mientras con la otra piensa y ejecuta.»

Desnoyers se mostraba desesperado por la certidum¬ bre de la guerra. Este profesor le parecía más temible que el consejero y los otros burgueses alemanes que ha¬ bía conocido en el buque. Su tristeza no era únicamente por el pensamiento egoísta de que la catástrofe iba á estorbar la realización de sus deseos y los de Margarita. Descubría de pronto, en esta hora de incertidumbre, que amaba á Francia. Veía en ella la patria de su padre y el país de la gran Devolución... El, aunque no se había mezclado nunca en las luchas de la política, era republi¬ cano y había reído muchas veces de ciertos amigos suyos que adoraban á reyes y emperadores, considerando esto como un signo de distinción.

Argensola pretendió reanimarle.

¡Quién sabe! Este es un país de sorpresas. Al fran¬ cés hay que verlo á la hora en que procura remediar sus imprevisiones. Diga lo que diga el bárbaro de tu primo, hay entusiasmo, hay orden. Peor que nosotros debie-

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ron verse los que vivían días antes de lo de Valmy. Todo desorganizado: como única defensa, batallones de obreros y campesinos que por primera vez tomaban un fusil. Y sin embargo, la Europa de las viejas monar¬ quías no supo cómo librarse durante veinte años de estos guerreros improvisados.

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DONDE APARECEN LOS CUATRO JINETES

Los dos amigos vivieron en los días siguientes una vida febril, considerablemente agrandada por la rapi¬ dez con que se sucedían los acontecimientos. Cada hora engendraba una novedad las más de las veces falsa , que removía la opinión con rudo vaivén. Tan pronto el peligro de la guerra aparecía conjurado, como circulaba la voz de que la movilización iba á ordenarse dentro de unos minutos.

Veinticuatro horas representaban las inquietudes, la ansiedad, el desgaste nervioso de un año normal. Y lo que agravaba más esta situación era la incertidumbre, la espera del acontecimiento temido y todavía invisible, la angustia por el peligro que nunca acaba de llegar.

La Historia se extendía desbordada fuera de sus cauces, sucediéndose los hechos como los oleajes de una inundación. Austria declaraba la guerra á Servia, mien¬ tras los diplomáticos de las grandes potencias seguían trabajando por evitar el conflicto. La red eléctrica ten¬ dida en torno del planeta vibraba incesantemente en la profundidad de los océanos y sobre el relieve de los con¬ tinentes, transmitiendo esperanzas ó pesimismos. Rusia movilizaba una parte de su ejército. Alemania, que tenía

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sus tropas prontas con pretexto de maniobras, decretaba el estado de «amenaza de guerra». Los austríacos, sin aguardar las gestiones de la diplomacia, iniciaban el bombardeo de Belgrado. Guillermo II, temiendo que la intervención de las potencias solucionase el conflicto entre el zar y el emperador de Austria, forzaba el curso de los acontecimientos declarando la guerra á Eusia. Luego, Alemania se aislaba, cortando las líneas férreas y las líneas telegráflcas para amasar en el misterio sus fuerzas de invasión.

Francia presenciaba esta avalancha de acontecimien¬ tos sobria en palabras y manifestaciones de entusiasmo. Una resolución fría y grave animaba á todos interior¬ mente. Dos generaciones habían venido al mundo reci¬ biendo al abrir los ojos de la razón la imagen de una guerra que forzosamente llegaría alg-uua vez. Nadie la deseaba: la imponían los adversarios... Pero todos la aceptaban, con el firme propósito de cumplir su deber.

París callaba durante el día con el enfurruñamiento de sus preocupaciones. Sólo algunos grupos de patriotas exaltados, siguiendo los tres colores de la bandera, pa¬ saban por la plaza de la Concordia para dar vivas ante la estatua de Estrasburgo. Las gentes se abordaban en las calles amistosamente. Todos se conocían sin haberse visto nunca. Los ojos atraían á los ojos; las sonrisas pa¬ recían engancharse mutuamente con la simpatía de una idea común. Las mujeres estaban tristes, pero hablaban fuerte para ocultar sus emociones. En el largo crepús¬ culo de verano, los bulevares se llenaban de gentío. Los barrios extremos confluían al centro de la ciudad, como en los días ya remotos de las revoluciones. Se juntaban los grupos, formando una aglomeración sin término, de la que surgían gritos y cánticos. Las manifestaciones pasaban por el centro, bajo los faros eléctricos que acababan de inflamarse. El desfile se prolongaba hasta media noche, y la bandera nacional aparecía sobre la muchedumbre andante, escoltada por las banderas de otros pueblos.

En una de estas noches de sincero entusiasmo fué cuando los dos amigos escucharon una noticia inespe¬ rada, absurda: «Han matado á Jaurés.» Los grupos la

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repetían con nna extrañeza que parecía sobreponerse al dolor: «¡Asesinado Janrés! ¿Y por qué?» El buen sen¬ tido popular, que busca por instinto una explicación á todo atentado, quedaba en suspenso, sin poder orientar¬ se. ¡Muerto el tribuno precisamente en el momento que más útil podía resultar su palabra de caldeador de mu¬ chedumbres!... Argensola pensó inmediatamente en Tchernoff: «¿Qué dirá nuestro vecino?...» Las gentes de orden temían una revolución. Desnoy ers creyó por unos momentos que iban á cumplirse los sombríos vaticinios de su primo. Este asesinato, con sus correspondientes represalias, podía ser la señal de una guerra civil. Pero las masas del pueblo, transidas de dolor por la muerte de su héroe, permanecían en trágico silencio. Todos veían más allá del cadáver la imagen de la patria.

A ]a mañana siguiente el x)eligro se había desvane¬ cido. Los obreros hablaban de generales y de guerra, enseñándose mutuamente sus libretas de soldado, anun¬ ciando la techa en que debían partir, así que se publi¬ case la orden de movilización: «Yo salgo el segundo día.» «Yo el primero.» Los del ejército activo que esta¬ ban con permiso en sus casas eran llamados individual¬ mente á los cuarteles. Se sucedían con atropellamiento los sucesos, todos en una misma dirección: la guerra. Los alemanes invadían el Luxemburgo, los alemanes se permitían avanzar en la frontera francesa, cuando su embajador todavía estaba en París haciendo promesas de paz. Al día siguiente de la muerte de Jaurés, el IS de Agosto á media tarde, la muchedumbre se agolpó ante unos pedazos de papel escritos á mano con visible pre¬ cipitación. Estos papeles precedieron á otros más gran¬ des é impresos llevando en su cabecera dos banderitas cruzadas. «Ya llegó, ya es un hecho...» Era la orden de movilización general. Francia entera iba á correr á las armas. Y los pechos parecieron dilatarse con un suspiro de desahogo. Los ojos brillaban de satisfacción. ¡Termi¬ nada la pesadilla!... Era preferible la cruel realidad á . una incertidumbre de días y días que los prolongaba como si fuesen semanas.

En vano el presidente Poincaré, animado por una úl¬ tima esperanza, se dirigía á los franceses para explicar

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que «la movilización no es la guerra» y que un llama¬ miento á las armas sólo representaba una medida pre¬ ventiva. «Es la guerra, la guerra inevitable», decía la muchedumbre con expresión fatalista. Y los que iban á partir en la misma noche ó al día siguiente se mostra¬ ban los más entusiastas y animosos: «Ya que nos bus¬ can, nos encontrarán. ¡Viva Francia!» El Canto depar¬ tida^ himno de marcha de los voluntarios de la primera República, había sido exhumado por el instinto del pue¬ blo, que pide su voz al arte en los momentos críticos. Los versos del convencional Chenier, adaptados á una miísica de guerrera gravedad, resonaban en las calles al mismo tiempo que la Marsellesa.

La Répiillique nons appelle,

Lachons vaincre ou sachons périr;

UnJ'rancais doit vivre pour elle,

Pour elle un frangais doit mourir.

La movilización empezaba á las doce en punto de la noche. Desde el crepúsculo circularon por las calles gru¬ pos de hombres que se dirigían á las estaciones. Sus fa¬ milias marchaban con ellos, llevando la maleta ó el fardo de ropas. Los amigos del barrio los escoltaban. Una ban¬ dera tricolor iba al frente de estos pelotones. Los oficia¬ les de reserva se enfundaban en sus uniformes, que ofre¬ cían todas las molestias de los trajes largamente olvi¬ dados. Con el vientre oprimido por la correa nueva y el revólver al costado, caminaban en busca del ferrocarril que había de conducirlos al punto de concentración. Uno de sus hijos llevaba el sable oculto en una funda de tela. La mujer, apoyada en su brazo, triste y orgullosa al mismo tiempo, dirigía con amoroso susurro sus últimas recomendaciones .

Circulaban con toda velocidad tranvías, automóviles y fiacres. Nunca se había visto en las calles de París tantos vehículos. Y sin embargo, los que necesitaban uno llamaban en vano á los conductores. Nadie quería servir á los civiles. Todos los medios de transporte eran para los militares; todas las carreras terminaban en las estaciones de ferrocarril. Los pesados camiones de la Intendencia, llenos de sacos, eran saludados por el en-

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V. BLASCO IBANBZ

tusiasmo general: «¡Viva el ejército!» Los soldados en traje de mecánica qne iban tendidos en la cúspide de la pirámide rodante contestaban á la aclamación moviendo los brazos y profiriendo gritos qne nadie llegaba á en¬ tender. La fraternidad había creado nna tolerancia nunca vista. Se empujaba la muchedumbre, guardando en sus encuentros una buena educación inalterable. Cho¬ caban los vehículos, y cuando los conductores, á impul¬ sos de la costumbre, iban á injuriarse, intervenía el gen¬ tío y acababan por darse las manos. «¡Viva Francia!» Los transeúntes que escapaban de entre las ruedas de los automóviles reían , increpando bondadosamente al chófer: «¡Matar á un francés que va en busca de su re¬ gimiento!» Y el conductor contestaba: «Yo también par¬ tiré dentro de unas horas. Este es mi último viaje.» Los tranvías y ómnibus funcionaban con creciente irregu¬ laridad así como avanzaba la noche. Muchos empleados habían abandonado sus puestos para decir adiós á la familia y tomar el tren. Toda la vida de París se con¬ centraba en media docena de ríos humanos que iban á desembocar en las estaciones.

Desnoyers y Argensola se encontraron en un café del bulevar cerca de media noche. Los dos estaban fati¬ gados por las emociones del día, con la depresión ner¬ viosa que sigue á los espectáculos ruidosos y violentos". Necesitaban descansar. La guerra era un hecho, y des¬ pués de esta certidumbre, no sentían ansiedad por adquirir noticias nuevas. La permanencia en el café les resultó intolerable. En la atmósfera ardiente y cargada de humo, los consumidores cantaban y gritaban agitan¬ do pequeñas banderas. Todos los himnos pasados y pre¬ sentes eran entonados á coro, con acompañamiento de copas y platillos. El público, algo cosmopolita, revistaba las naciones de Europa para saludarlas con sus rugidos de entusiasmo. Todas, absolutamente todas, iban á es¬ tar al lado de Francia. «¡Viva!... ¡viva!» Un matrimonio viejo ocupaba una mesa junto á los dos amigos. Eran rentistas de vida ordenada y mediocre, que tal vez no recordaban en toda su existencia haber estado despier¬ tos á tales horas. Arrastrados por el entusiasmo, habían descendido al bulevar para «ver la guerra más de cer-

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ca». El idioma extranjero que empleaban los vecinos dio al marido una alta idea de su importancia.

¿Ustedes creen que Inglaterra marchará con nos¬ otros?...

Argensola sabía tanto como él, pero contestó con autoridad: «Seguramente; es cosa decidida.» El viejo se puso de pie: «¡Viva Inglaterra!» Y acariciado por los ojos admirativos de su esposa, empezó á entonar una canción patriótica olvidada, marcando con movimien¬ tos de brazos el estribillo, que muy pocos alcanzaban á seguir.

Los dos amigos tuvieron que emprender á pie el re¬ greso á su casa. No encontraron un vehículo que qui¬ siera recibirlos: todos iban en dirección opuesta, hacia las estaciones. Ambos estaban de mal humor, pero Ar¬ gensola no podía marchar en silencio.

«¡Ah, las mujeres!» Desnoyers conocía sus honestas relaciones desde algunos meses antes con una midinette de la orne Taihout. Paseos los domingos por los alrededo¬ res de París, varias idas al cinematógrafo, comentarios sobre las sublimidades de la última novela publicada en el folletón de un diario popular, besos á la despedida, cuando ella tomaba al anochecer el tren de Bois Colom- bes para dormir en el domicilio paterno: esto era todo. Pero Argensola contaba malignamente con el tiempo, que madura las virtudes más acidas. Aquella tarde habían tomado el aperitivo con un amigo francés que partía á la mañana siguiente para incorporarse á su regimiento. La muchacha lo había visto algunas veces con él, sin que le mereciese especial atención; pero ahora lo admiró de pronto, como si fuese otro. Había renunciado á volver esta noche á la casa de sus padres: quería ver cómo em¬ pieza una guerra. Comieron los tres juntos, y todas las atenciones de ella fueron para el que se iba. Hasta se ofendió con repentino pudor porque Argensola quiso hacer uso del derecho de prioridad buscando su mano por debajo de la mesa. Mientras tanto, casi desplomaba su cabeza sobre el hombro del futuro héroe, envolvién¬ dolo en miradas de admiración.

¡Y se han ido!... ¡Se han ido juntos! dijo rencoro¬ samente . He tenido que abandonarlos para no pro-

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longar mi triste situación. ¡Haber trabajado tanto... para otro!

Calló un momento, y cambiando el curso de sus ideas, añadió:

Reconozco, sin embargo, que su conducta es hermo¬ sa. ¡Qué generosidad la de las mujeres cuando creen lle¬ gado el momento de ofrecer!... Su padre le inspira gran miedo por sus cóleras, y sin embargo se queda una noche fuera de casa con uno á quien apenas conoce y en el que no pensaba á media tarde... La nación siente gratitud por los que van á exponer su existencia, y ella, la pobre- cilla, desea hacer algo también por los destinados á la muerte, darles un poco de felicidad en la última hora... y regala lo mejor que posee, lo que no puede recobrarse nunca. He hecho un mal papel... Ríete de mí, pero con¬ fiesa que esto es hermoso.

Desnoyers rió, efectivamente, del infortunio de su amigo, á pesar de que él también sufría grandes con¬ trariedades, guardadas en secreto. No había vuelto á ver á Margarita después de la primera entrevista. Sólo tenía noticias de ella por varias cartas... ¡Maldita gue¬ rra! ¡Qué trastorno para las gentes felices! La madre de Margarita estaba enferma. Pensaba en su hijo, que era oficial y debía partir el primer día de la movilización. Ella estaba inquieta igualmente por su hermano, y con¬ sideraba inoportuno ir al estudio jnientras en su casa gemía la madre. ¿Cuándo iba á terminar esta situa¬ ción?...

Le preocupaba también aquel cheque de cuatrocien¬ tos mil francos traído de América. El día anterior ha¬ bían excusado su pago en el Banco por falta de aviso. Luego declararon que tenían el aviso, pero tampoco le dieron el dinero. En aquella tarde, cuando los estable¬ cimientos de crédito estaban ya cerrados, el gobierno había lanzado un decreto estableciendo la moratoria, para evitar una bancarrota general á consecuencia del pánico financiero. ¿Cuándo le pagarían?... Tal vez cuan¬ do terminase la guerra que aún no había empezado; tal vez nunca. El no tenía otro dinero efectivo que dos mil francos escasos que le habían sobrado del viaje. Todos sus amigos se encontraban en una situación angustiosa,

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privados de recibir las cantidades qne guardaban en los Bancos. Los que poseían algún dinero estaban obligados á emprender una peregrinación de tienda en tienda ó formar cola á la puerta de los Bancos para cambiar un billete. ¡Ah, la guerra! ¡La estúpida guerra!

En mitad de los Campos Elíseos vieron á un hombre con sombrero de alas anchas, que marchaba delante de ellos lentamente y hablando solo. Argensola lo recono¬ ció al pasar junto á un farol: «El amigo Tchernoff.» El ruso, al devolver el saludo, dejó escapar del fondo de su barba un ligero olor de vino. Sin invitación alguna arregló su paso al de ellos, siguiéndoles hacia el Arco de Triunfo.

Julio sólo había cruzado silenciosos saludos con este amigo de Argensola al encontrarle en el zaguán de la casa. Pero la tristeza ablanda el ánimo y hace buscar como una sombra refrescante la amistad de los humil¬ des. Tchernoff, por su ]3arte, miró á Desnoyers como si lo conociese toda su vida.

Había interrumpido su monólogo, que sólo escucha¬ ban las masas de negra vegetación, los bancos solita¬ rios, la sombra azul perforada por el temblor rojizo de los faroles, la noche veraniega con su cúpula de cálidos soplos y siderales parpadeos. Dió algunos pasos sin ha¬ blar, como una muestra de consideración á los acompa¬ ñantes, y luego reanudó sus razonamientos, tomándolos donde los había abandonado, sin dar explicación algu¬ na, como si marchase solo.

...Y á estas horas gritarán de entusiasmo lo mismo que los de aquí, creerán de buena fe que van á defender su patria provocada, querrán morir por sus familias y hogares que nadie ha amenazado.

¿Quiénes son esos, Tchernoff? preguntó Argensola.

Le miró el ruso fijamente, como si extrañase su pre¬ gunta.

Ellos dijo con laconismo.

Los dos le entendieron... «¡Ellos!» No podían ser otros.

Yo he vivido diez años en Alemania continuó, dando más conexión á sus palabras al verse escuchado . Fui corresponsal de diario en Berlín, y conozco aquellas gentes. Al pasar por el bulevar lleno de muchedumbre

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he visto con la imaginación lo que ocurre allá á estas horas. También cantan y rugen de entusiasmo agitando banderas. Son iguales exteriormente unos y otros, pero ¡qué diferencia por dentro!... Anoche, en el bulevar, la gente persiguió á unos vocingleros que gritaban: «¡A Berlín!» Es un grito de mal recuerdo y de peor gusto. Francia no quiere conquistas; su único deseo es ser res¬ petada, vivir en paz, sin humillaciones ni intranquilida¬ des. Esta noche, dos movilizados decían al marcharse: «Cuando entremos en Alemania les impondremos la Re¬ pública...» La República no es una cosa perfecta, amigos míos, pero representa algo mejor que vivir bajo un mo¬ narca irresponsable por la gracia de Dios. Cuando menos, supone tranquilidad y ausencia de ambiciones persona¬ les que perturben la vida. Y yo me he conmovido ante el sentimiento generoso de estos dos obreros que, en vez de pensar en el exterminio de sus enemigos, quieren co¬ rregirlos, dándoles lo que ellos consideran mejor.

Calló Tchernoff breves momentos para sonreír iróni¬ camente ante el espectáculo que se ofrecía á su imagi¬ nación.

En Berlín, las masas expresan su entusiasmo en for¬ ma elevada, como conviene á un pueblo superior. Los de abajo, que se consuelan de sus humillaciones con un grosero materialismo, gritan á estas horas: «¡A París! ¡Vamos á beber champaña gratis!» La burguesía pietista, capaz de todo por alcanzar un nuevo honor, y la aristo¬ cracia que ha dado al mundo los mayores escándalos de los últimos años, gritan igualmente: «¡A París!» París es la Babilonia del pecado, la ciudad del Moidin Rouge y los restoranes de Montmartre, únicos lugares que ellos conocen... Y mis camaradas de la Social-Democracia también gritan; pero á éstos les han enseñado otro cán¬ tico: «¡A Moscou! ¡A Petersburgo! ¡Hay que aplastar la tiranía rusa, peligro de la civilización!» El kaiser ma¬ nejando la tiranía de otro país como un espantajo para su pueblo... ¡qué risa!

Y la carcajada del ruso sonó en el silencio de la no¬ che como un tableteo.

Nosotros somos más civilizados que los alemanes dijo cuando cesó de reir.

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Desnoyers, que le escucliaba con interés, hizo un mo¬ vimiento de sorpresa y se dijo: «Este Tchernoff ha be¬ bido algo.»

La civilización continuó no consiste únicamente en una gran industria, en muchos barcos, ejércitos y numerosas universidades que sólo enseñan ciencia. Esa es una civilización material. Hay otra superior que eleva el alma y no permite que la dignidad humana sufra sin protesta continuas humillaciones. Un ciudadano suizo que vive en su chalet de madera, considerándose igual á los demás hombres de su país, es más civilizado que el Ilerr Professor que tiene que cederle el paso á un teniente, ó el rico de Hamburgo que se encorva como un lacayo ante el que ostenta la partícula von.

Aquí el español asintió, como si adivinase lo que Tchernoff iba á añadir.

Los rusos sufrimos una gran tiranía. Yo algo de esto. Conozco el hambre y el frío de los calabozos; he vivido en Siberia... Pero frente á nuestra tiranía ha j existido siempre una protesta revolucionaria. Una parte 1 de la nación es medio bárbara, pero el resto tiene una mentalidad superior, un espíritu de alta moral que le I hace arrostrar peligros y sacrificios por la libertad y la I verdad... ¿Y Alemania? ¿Quién ha protestado en ella jamás para defender los derechos humanos? ¿Qué revo- : Iliciones se han conocido en Priisia, tierra de grandes i déspotas? El fundador del militarismo, Federico Gui- I llermo, cuando se cansaba de dar palizas á su esposa y * escupir en los platos de sus hijos, salía á la calle garrote I en mano para golpear á los súbditos que no huían á ' tiempo. Su hijo Federico el Grande declaró que moría aburrido de gobernar un pueblo de esclavos. En dos I siglos de historia prusiana, una sola revolución: las ba- i rricadas de 1848, mala copia berlinesa de la revolución ' de París, y sin resultado alguno. Bismarck apretó la mano para aplastar los últimos intentos de protesta, si es que realmente existían. Y cuando sus amigos le ame- ¡ nazaban con una revolución, el junker feroz se llevaba I las manos á los ijares, lanzando las más insolentes de sus carcajadas. ¡Una revolución en Prusia!... Nadie como él conocía á su pueblo.

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Tchernoff no era patriota. Muchas veces le había oído Argensola hablar contra sn país. Pero se indignaba al considerar el desprecio con que el orgullo germánico trataba al pueblo ruso. ¿Dónde estaba, en los últimos cuarenta años de grandeza imperialista, la hegemonía intelectual de que alardeaban los alemanes?... Excelen¬ tes peones de la ciencia; sabios tenaces y de vista corta, confinado cada uno en su especialidad; benedictinos del laboratorio, que trabajaban mucho y acertaban algunas veces á través de enormes equivocaciones dadas como verdades por ser suyas: esto era todo. Y al lado de tanta laboriosidad paciente y digna de respeto, ¡qué de char¬ latanismo! ¡qué de grandes nombres explotados como una muestra de tienda! ¡cuántos sabios metidos á hote¬ leros de sanatorio!... Un Herr Pt^ofessor descubría la cu¬ ración de la tisis, y los tísicos continuaban muriendo como antes. Otro rotulaba con una cifra el remedio ven¬ cedor de la más inconfesable de las enfermedades, y la peste genital seguía azotando al mundo. Y todos estos errores representaban fortunas considerables: cada pa¬ nacea salvadora daba lugar á la constitución de una sociedad industrial, vendiéndose los productos á enor¬ mes precios, como si el dolor fuese un privilegio de los ricos. ¡Cuán lejos de ese Muff Pasteur y otros sabios de los pueblos inferiores, que libraban al mundo sus secre¬ tos sin prestarse á monopolios!

La ciencia alemana continuó Tchernoff ha dado mucho á la humanidad, lo reconozco; pero la ciencia de las otras naciones ha dado mucho igualmente. Sólo un pueblo loco de orgullo puede imaginar que él lo es todo para la civilización y los demás no son nada... Aparte de sus sabios especialistas, ¿qué genio ha producido en nuestros tiempos esa Alemania que se cree universal? Wágner es el último romántico, cierra una época y per¬ tenece al pasado. Nietzsche tuvo empeño en demostrar su origen polaco y abominó de Alemania, país, según él, de burgueses pedantes. Su eslavismo era tan pro¬ nunciado, que hasta profetizó el aplastamiento de los germanos por los eslavos... Y no quedan más. Nos¬ otros, pueblo salvaje, hemos dado al mundo en los últi¬ mos tiempos artistas de una grandeza moral admirable.

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Tolstoi y Dostoiewsky son universales. ¿Qné nombres puede colocar enfrente de ellos la Alemania de Guiller¬ mo II?... Su país fué la patria de la música, pero los mú¬ sicos rusos del presente son más originales que los conti¬ nuadores del wagnerismo, que se refugian en las exaspe¬ raciones de la orquesta para ocultar su mediocridad... El pueblo alemán tuvo genios en su época de dolor, cuando aún no había nacido el orgullo pangermanista, cuando no existía el Imperio. Goethe, Schíller, Beethoven, fue¬ ron súbditos de pequeños principados. Eecibieron la in¬ fluencia de otros países, contribuyeron á la civilización universal, como ciudadanos del mundo, sin ocurrírseles que el mundo debía hacerse germánico porque prestaba atención á sus obras.

El zarismo había cometido atrocidades. Tchernoff lo sabía por experiencia y no necesitaba que los alemanes vinieran á contárselo. Pero todas las clases ilustradas de Rusia eran enemigas de la tiranía y se levantaban contra ella. ¿Dónde estaban en Alemania los intelec¬ tuales enemigos del zarismo prusiano? Callaban ó pro¬ rrumpían en adulaciones al ungido de Dios, músico y comediante como Nerón, de una inteligencia viva y su¬ perficial, que, por tocarlo todo, creía saberlo todo. An¬ sioso de alcanzar una postura escénica en la Historia, había acabado por afligir al mundo con la más grande de las calamidades.

¿Por qué ha de ser rusa la tiranía que pesa sobre mi país? Los peores zares fueron imitadores de Prusia. En nuestros tiempos, cada vez que el pueblo ruso ó polaco ha intentado reivindicar sus derechos, los reaccionarios emplearon al kaiser como una amenaza, afirmando que vendría en su auxilio. Una mitad de la aristocracia rusa es alemana; alemanes los generales que más se han dis¬ tinguido acuchillando al pueblo; alemanes los funciona¬ rios que sostienen y aconsejan la tiranía; alemanes los oficiales que se encargan de castigar con matanzas las huelgas obreras y la rebelión de los pueblos anexiona¬ dos. El eslavo reaccionario es brutal, pero tiene el sen¬ timentalismo de una raza en la que muchos príncipes se hacen nihilistas. Levanta el látigo con facilidad, pero luego se arrepiente y ú veces llora. Yo he visto á oficia-

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les rusos suicidarse por no marchar contra el pueblo ó por el remordimiento de haber ejecutado matanzas. El alemán al servicio del zarismo no siente escrúpulos ni lamenta su conducta: mata fríamente, con método mi¬ nucioso y exacto, como todo lo que ejecuta. El ruso es bárbaro, pega y se arrepiente; el alemán civilizado fu¬ sila sin vacilación. Nuestro zar, en un ensueño huma¬ nitario de eslavo, acarició la utopía generosa de la paz universal, organizando las conferencias de La Haya. El kaiser de la cultura ha trabajado años y años en el mon¬ taje y engrasamiento de un organismo destructivo como nunca se conoció, para aplastar á toda Europa. El ruso es un cristiano humilde, igualitario, democrático, se¬ diento de justicia; el alemán alardea de cristianismo, pero es un idólatra como los germanos de otros siglos. Su religión ama la sangre y mantiene las castas; su ver¬ dadero culto es el de Odín, sólo que ahora el dios de la matanza ha cambiado de nombre y se llama el Estado.

Se detuvo un instante Tchernoff, tal vez para apre¬ ciar mejor la extrañeza de sus acompañantes, y dijo luego con simplicidad:

Yo soy cristiano.

Argensola, que conocía las ideas y la historia del ruso, hizo un movimiento d.e asombro. Julio insistió en sus sospechas: «Decididamente, este Tchernoff está bo¬ rracho.»

Es verdad continuó que me preocupo poco de Dios y no creo en los dogmas, pero mi alma es cristiana como la de todos los revolucionarios. La filosofía de la democracia moderna es un cristianismo laico. Los so¬ cialistas amamos al humilde, al menesteroso, al débil. Defendemos su derecho á la vida y al bienestar, lo mis¬ mo que los grandes exaltados de la religión, que vieron en todo infeliz á un hermano. Nosotros exigimos el res¬ peto para el pobre en nombre de la justicia; los otros lo piden en nombre de la piedad. Esto nos separa única¬ mente. Pero unos y otros buscamos que los hombres se pongan de acuerdo para una vida mejor; que el fuerte se sacrifique por el débil, el poderoso por el humilde y el mundo se rija por la fraternidad, buscando la mayor igualdad posible.

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El eslavo resumía la historia de las aspiraciones hu¬ manas. El pensamiento griego había puesto el bienestar en la tierra, pero sólo para unos cuantos, para los ciu¬ dadanos de sus pequeñas democracias, para los hombres libres, dejando abandonados á su miseria los esclavos y los bárbaros, que constituían la mayor parte. El cristia¬ nismo, religión de humildes, había reconocido á todos los seres el derecho á la felicidad, pero esta felicidad la colocaba en el cielo, lejos de este mundo «valle de lᬠgrimas». La Revolución y sus herederos los socialistas ponían la felicidad en las realidades inmediatas de la tierra, lo mismo que los antiguos, y hacían partícipes de ella á todos les hombres, lo mismo que los cristianos.

, ¿Dónde está el cristianismo de la Alemania presen-

! te?... Hay más espíritu cristiano en el socialismo déla

' laica República francesa, defensora de los débiles, que ¡ en la religiosidad de los junkers conservadores. Alema- 1 nia se ha fabricado un Dios á su semejanza, y cuando cree adorarlo, es su propia imagen lo que adora. El Dios alemán es un reflejo del Estado alemán, que considera la guerra como la primera función de un pueblo y la más noble de las ocupaciones. Otros pueblos cristia¬ nos, cuando tienen que guerrear, sienten la contradic¬ ción que existe entre su conducta y el Evangelio, y se excusan alegando la cruel necesidad de defenderse. Ale- ! mania declara que la guerra es agradable á Dios. Yo co- I nozco sermones alemanes probando que Jesús fué parti- I darlo del militarismo.

El orgullo germánico, la convicción de que su raza está destinada providencialmente á dominar el mundo, ponía de acuerdo á protestantes, católicos y judíos.

Por encima de sus diferencias de dogma está el Dios del Estado, que es alemán; el Dios guerrero, al que tal vez llama Guillermo á estas horas «mi respetable alia¬ do». Las religiones tendieron siempre á la universalidad, i Su fin es poner á los hombres en relación con Dios y sostener las relaciones entre todos los hombres. Prusia ha retrogradado á la barbarie creando para su uso per¬ sonal un segundo Jehová, una divinidad hostil á la mayor parte del género humano, que hace suyos los rencores y las ambiciones del pueblo alemán.,

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Luego, Tchernol'f explicaba á su modo la creación de este Dios germánico, ambicioso, cruel, vengativo. Los alemanes eran unos cristianos de la víspera. Su cristia¬ nismo databa de seis siglos nada más, mientras que el de los otros pueblos de Europa era de diez, de quince, de diez y ocho siglos. Cuando terminaban ya las Cruza¬ das, los prusianos vivían aún en el paganismo. La so¬ berbia de raza, al impulsarlos á la guerra, hacía revi¬ vir á las divinidades muertas. A semejanza del antiguo Dios germánico, que era un caudillo militar, el Dios del Evangelio se veía adornado por los alemanes con lanza y escudo.

El cristianismo en Berlín lleva casco y botas de montar. Dios se ve movilizado en estos momentos, lo mismo que Otto, Fritz y Franz, para que castigue á los enemigos del pueblo escogido. Nada importa que haya ordenado: «No matarás» y que su hijo dijese en la tie¬ rra: «Bienaventurados los pacíficos». El cristianismo, según los sacerdotes alemanes de todas las corií'esiones, sólo puede influir en el mejoramiento individual de los hombres y no debe inmiscuirse en la vida del Estado. El Dios del Estado prusiano es el «viejo Dios alemán», un heredero de la feroz mitología germánica, una amal¬ gama de las divinidades hambrientas de guerra.

En el silencio de la aveiiida, el ruso evocó las rojas figuras de los dioses implacables. Iban á despertar aque¬ lla noche al sentir en sus oídos el amado estrépito de las armas y en su olfato el perfume acre de la sangre. Tor, el dios brutal de la cabeza pequeña, estiraba sus bíceps, empuñando el martillo que aplasta ciudades. Wotan afi¬ laba su lanza, que tiene el relámpago por hierro y el trueno por regatón. Odín, el del único ojo, bostezaba de gula en lo alto de su montaña, esperando á los guerreros muertos que se amontonarían alrededor de su trono. Las desmelenadas valkyrias. vírgenes sudorosas y oliendo á potro, empezaban á galopar de nube en nube, azuzando á los hombres con aullidos, para llevarse los cadáveres, doblados como alforjas, sobre las ancas de sus rocines voladores.

La religiosidad germánica continuó el ruso es la negación del cristianismo. Para ella, los hombres no son

CriATUO JINF/rEH DEL APOCALir^lS Í46

ij^-iialcs íuii() I)¡OH. IOhío H('')1o aprecia íi los fuertes, y low apoya, con su iiiíliuuicia, para, (pie se a,la’(iva,ii á todo, [.¡os ípa; na,cie.i‘on dcíbiles delxui soiiuderse (3 (l(ísaf)a,recei\ Los [auiblos ta,iíipoco ¡son ií^iiaJííS : están divididos en. pueblos c-onduc.torííB y [)ue,blos ¡MferMor’es cuyo .‘Icstiiio es ve,rs(í d(;s!n(inuzados y asimilados por aíjiudlos. Así lo (piiere Dios. Y resulta ¡inUil decir (pie el í^’raii pueblo c,on(luc,tor (is y\ le, man ¡a.

Arfj^ímsola le interruTnpi(3, El orí^'ullo alemán no se a,p()ya,ba sólo en su Dios; apelaba i^'ual mente á la ci(‘ji(da,.

(Jonozco eso— dijo el ruso sin (b'jarle terminar : el determinismo, la, desifj^’iuildad, la, sídección, la lucha por la vida... Los a,l(‘-manes, tan orf^ullosos do su valer, cons- tiajye,n sobi’e ternmo ajeno sus monumentos ¡ntelcctua- l(;s, piden prestado a,l extranjero el material de cimenta¬ ción ciiamlo hacen (jbra nueva. Un IVancós y un inglés, (jfobiiKíau y Cha,nd)erlain, les han dado los a,i’g-umentos pa,ra, (l(deml(;r la suiiei’ioridad (hi su ra,za. (Jon cascote sobra,ntí5 d(5 Da,rwin y de Spe-ncer, su a,nciano Jlicclvid ha, fabricado eJ «monismo», doc, trina (puí, aplicada á la [jolítica,, consagra, cientílicamente el org’ullo alemán y r(ícxmoc(i su dcuaícho á domimirel mundo, por ser el más fiKíiMn.

-No, nnl vecícs no— continuó con. energía, dospinís de un bi-(iV(5 sihmcio . d'odo eso d(5 la, lucha por la vida con su c.oi’t(‘,j() de c,rue,l(la,(l('S pinsle ser vei'(la,d en las especies infei'iorcs, fau’o no debe S(u* ver(la,d entre los hornlires. Somos síire.s (hi razón y (l(‘, f)ro,yr(!SO, y (Libemos lifiertar- noH d(i la fata,lida,d del nuidio, mo(Íilicándolo á muistra c,on v(ini(inc,ia,. El a,n¡mal no cxmocie el (hirecho, la justicia, la C()mi)a,sión; vívíí (isc,lavo de la, lofireg'uciz do sus instin¬ tos. Nosotros pensamos, y el pensamiento sig’niíica liber¬ tad. VA fuerte, pa,ra, serlo, no luicesita, mostrarse cruel; rcisulta, más g-rande cua,n(lo no abusa, de su fuerza y es biKíiio. diodos ti(inen derecJio á la, vida,, ya (pie nacieron; y (l(!l mismo modo (pie subsistíin los s(ires org’ullosos y humildes, luirmosos ó dóbiles, d(ib(in segmir viviendo las micioiHis grandes y peípieilas, viiijas y jóvenes. Ija íina- lidad de nuestra existencia no es la, lucha, no es matar, para (jue luego nos maten á nosotros, y ((ue, á su vez.

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caiga muerto nuestro matador. Dejemos eso á la ciega Naturaleza. Los pueblos civilizados, de seguir un pen¬ samiento común, deben adoptar el de la Europa medite¬ rránea, realizando la concepción más pacífica y dulce de la vida que sea posible.

Una sonrisa cruel agitó las barbas del ruso.

Pero existe la Kiiltuv, que los germanos quieren im¬ ponernos y que resulta lo más opuesto á la civilización. La civilización es el afinamiento del espíritu, el respeto al semejante, la tolerancia de la opinión ajena, la sua¬ vidad de las costumbres. La Kultur es la acción de un Estado que organiza y asimila individuos y colectivi¬ dades para que la sirvan en su misión. Y esta misión consiste principalmente en colocarse por encima de los otros Estados, aplastándolos con su grandeza, ó lo que es lo mismo, orgullo, ferocidad, violencia.

Habían llegado á la plaza de la Estrella. El Arco de Triunfo destacaba su mole obscura en el espacio estre¬ llado. Las avenidas esparcían en todas direcciones una doble fila de luces. Los faroles situados en torno del mo¬ numento iluminaban sus bases gigantescas y los pies de los grupos escultóricos. Más arriba se cerraban las sombras, dando al claro monumento la negra densidad del ébano.

Atravesaron la plaza y el Arco. Al verse bajo la bó¬ veda, que repercutía, agrandado, el eco de sus pasos, se detuvieron. La brisa de la noche tomaba una frialdad invernal al deslizarse por el interior de la construcción. La bóveda recortaba las aristas de sus extremos sobre el difuso azul del espacio. Instintivamente volvieron los tres la cabeza para lanzar una mirada á los Campos Elíseos, que habían dejado atrás. Sólo vieron un río de sombra en el que fiotaban rosarios de estrellas rojas entre dos largas escarpaduras negras formadas por los edificios. Pero estaban familiarizados con el panora¬ ma, y creyeron contemplar en la obscuridad, sin nin¬ gún esfuerzo, la majestuosa pendiente de la avenida, la doble fila de palacios, la plaza de la Concordia en el fondo con su aguja egipcia, las arboledas de las Tu¬ nerías.

Esto es hermoso dijo Tchernoff, que veía algo más

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 147

que sombras . Toda una civilización que ama la paz y la dulzura de la vida ha pasado por aquí.

Un recuerdo enterneció al ruso. Muchas tardes, des¬ pués del almuerzo, había encontrado en aquel mismo lugar á un hombre robusto, cuadrado, de barba rubia y ojos bondadosos. Parecía un gigante detenido en mitad de su crecimiento. Un perro le acompañaba. Era Jaurés, su amigo Jaurés, que antes de ir á la Cámara daba un paseo hasta el Arco desde su casa de Passy.

Le gustaba situarse donde nos hallamos en este mo¬ mento. Contemplaba las avenidas, los jardines lejanos, todo el París que se ofrece á la admiración desde esta altura. Y me decía conmovido: «Esto es magnífico. Una de las perspectivas más hermosas que pueden encon¬ trarse en el mundo...» ¡Pobre Jaurés!

El ruso, por una asociación de ideas, evocaba la ima¬ gen de su compatriota Miguel Bakounine, otro revolu¬ cionario, el padre del anarquismo, llorando de emoción en un concierto luego de oir la sinfonía con coros de Beethoven, dirigida por un joven amigo suyo que se llamaba Ricardo Wágner. «Cuando venga nuestra revo¬ lución gritaba estrechando la mano del maestro y pe¬ rezca lo existente, habrá que salvar esto á toda costa.»

Tchernoff se arrancó á sus recuerdos para mirar en torno y decir con tristeza:

Ellos han pasado por aquí.

Cada vez que atravesaba el Arco, la misma imagen surgía en su memoria. «Ellos» eran miles de cascos bri¬ llando al sol; miles de gruesas botas levantándose con mecánica rigidez todas á un tiempo; las trompetas cor¬ tas, los pífanos, los tamborcillos planos, conmoviendo el augusto silencio de la piedra; la marcha guerrera de Lohengrin sonando en las avenidas desiertas ante las casas cerradas.

El, que era un extranjero, se sentía atraído por este monumento, con la atracción de los edificios venerables que guardan la gloria de los ascendientes. No quería saber quién lo había creado. Los hombres construyen creyendo solidificar una idea inmediata que halaga su orgullo. Luego sobreviene la humanidad de más amplia visión, que cambia el significado de la obra y la engran-

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dece, despojándola de su primitivo egoísmo. Las esta¬ tuas griegas, modelos de suprema belleza, habían sido en su origen simples imágenes de santuario regaladas por la piedad de las devotas de aquellos tiempos. Al evocar la grandeza romana, todos veían con la imagi¬ nación el enorme Coliseo, redondel de matanzas, ó los arcos elevados á la gloria de Césares ineptos. Las obras representativas de los pueblos tenían dos significados: el interior é inmediato que le daban sus creadores, y el exterior, de un interés universal, que les comunicaban luego los siglos, haciendo de ellas un símbolo.

El Arco continuó Tchernoff es francés por den¬ tro, con sus nombres de batallas y generales que se prestan á la crítica. Exteriormente , es el monumento del pueblo que hizo la más grande de las revoluciones y de todos los pueblos que creen en la libertad. La glorificación del hombre está allá abajo, en la columna de la plaza Vendóme. Aquí no hay nada individual. Sus constructores lo elevaron á la memoria del Gran Ejército, y ese Gran Ejército fué el pueblo en armas es¬ parciendo por toda Europa la revolución. Los artistas, que son grandes intuitivos, presintieron el verdadero significado de esta obra. Los guerreros de Eude que entonan la Marsellesa en el grupo que tenemos á la izquierda no son militares de oficio, son ciudadanos armados que marchan á ejercer su apostolado sublime y violento. Su desnudez me hace ver en ellos unos sans- culottes con casco griego... Aquí hay algo más que la gloria estrecha y egoísta de una sola nación. Todos en Europa despertamos á una nueva vida gracias á estos cruzados de la libertad... Los pueblos evocan imágenes en mi pensamiento. Si recuerdo á Grecia, veo las colum¬ natas del Partenón; Eoma señora del mundo es el Co¬ liseo y el Arco de Trajano; la Francia revolucionaria es el Arco de Triunfo.

Era algo más, según el ruso. Kepresentaba un gran desquite histórico: los pueblos del Sur, las llamadas razas latinas, contestando después de muchos siglos á la invasión que había destruido el poderío romano; los hombres mediterráneos esparciéndose vencedores por las tierras de los antiguos bárbaros. Habían barrido

LOS GUATEO JINETES DEL APOCALIPSIS 149

el pasado como una ola destructora, para retirarse in¬ mediatamente. La gran marea depositaba todo lo que envolvían sus entrañas, como las aguas de ciertos ríos que fecundan inundando. Y al replegarse los hombres, quedaba el suelo enriquecido por nuevas y generosas ideas.

;Si ellos volviesen! añadió Tchernoff con un gesto de inquietud . ¡Si pisasen de nuevo estas losas!... La otra vez eran unas pobres gentes asombradas de su rᬠpida fortuna, que pasaron por aquí como un mstico por un salón. Se contentaron con dinero para el bolsillo y dos provincias que perpetuasen el recuerdo de su victoria... Pero ahora no serán soldados únicamente los que mar¬ chen contra París. A la cola de los ejércitos vienen, como iracundas cantineras, los Uerr Professor^ llevando al costado el tonelito de vino con pólvoni que enloquece al bárbaro, el vino de la Kultur, Y en los furgones viene igualmente un bagaje enorme de salvajismo cientíñco, una filosofía nueva que glorifica la fuerza como princi¬ pio y santificación de todo, niega la libertad, suprime al débil y coloca al mundo entero bajo la dependencia de una minoría predilecta de Dios, sólo porque dispone de los procedimientos más rápidos y seguros de dar la muerte. La humanidad debe temblar por su porvenir si otra vez resuenan bajo esta bóveda las botas germánicas siguiendo una marcha de Wágner ó de cualquier Kapell- meister de regimiento.

Se alejaron del Arco, siguiendo la avenida Víctor Hugo. Tchernoff marchaba silencioso, como si le hubiese entristecido la imagen de este desfile hipotético. De pronto continuó en alta voz el curso de sus reflexiones.

Y aunque entrasen, ¿qué importa?... No por esto mo¬ riría el Derecho. Sufre eclipses, pero renace; puede ser desconocido, pisoteado, pero no por esto deja de existir, y todas las almas buénas lo reconocen como única regla de vida. Un pueblo de locos quiere colocar la violencia sobre el pedestal que los demás han elevado al Derecho. Empeño inútil. La aspiración de los hombres será eter¬ namente que exista cada vez más libertad, más frater¬ nidad, más justicia.

Con esta afirmación el ruso pareció tranquilizarse.

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El y sus acompañantes hablaron del espectáculo que ofrecía París preparándose para la guerra. Tchernoff se apiadaba de los grandes dolores provocados por la catástrofe, de los miles y miles de tragedias domésticas que se estaban desarrollando en aquel momento. Nada había cambiado aparentemente. En el centro de la ciu¬ dad y en torno de las estaciones se desarrollaba un movimiento extraordinario, pero el resto de la inmensa urbe no delataba el gran trastorno de su existencia. La calle solitaria ofrecía el mismo aspecto de todas las noches. La brisa agitaba dulcemente las hojas de los árboles. Una paz solemne parecía desprenderse del es¬ pacio. Las casas dormían; pero detrás de las ventanas cerradas se adivinaba el insomnio de los ojos enrojeci¬ dos, la respiración de los pechos angustiosos por la ame¬ naza próxima, la agilidad trémula de las manos prepa¬ rando el equipaje de guerra, tal vez el último gesto de amor, cambiado sin placer, con besos terminados en so¬ llozos.

Tchernoff se acordó de sus vecinos, de aquella pareja que ocupaba el otro departamento interior detrás del estudio. Ya no sonaba el piano de ella. El ruso había percibido rumor de disputas, choque de puertas cerra¬ das con violencia y los pasos del hombre, que se iba en plena noche, huyendo de los llantos femeniles. Había empezado á desarrollarse un drama al otro lado de los tabiques: un drama vulgar, repetición de otros y otros que ocurrían al mismo tiempo.

Ella es alemana añadió el ruso . Nuestra portera ha husmeado bien su nacionalidad. El se habrá mar¬ chado á estas horas para incorporarse á su regimiento. Anoche apenas pude dormir. Escuché los gemidos de ella á través de la pared; un llanto lento, desesperado, de criatura abandonada, y la voz del hombre, que en vano intentó hacerla callar... ¡Qué lluvia de tristezas cae sobre el mundo!

Aquella misma tarde, al salir de casa, la había en¬ contrado frente á su puerta. Parecía otra mujer, con un aire de vejez, como si en unas horas hubiese vivido quince años. En vano había intentado animarla, reco¬ mendándole que aceptase con serenidad la ausencia de

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 161

su hombre, para no hacer daño al otro ser que llevaba en sus entrañas.

Porque esa infeliz va á ser madre. Oculta su estado con cierto pudor, pero yo la he sorprendido desde mi ventana arreglando ropitas de niño.

La mujer le había escuchado como si no le entendie¬ se. Las palabras eran impotentes ante su desesperación. Sólo había sabido balbucear como si hablase con ella misma: «Yo alemana... El se va; tiene que irse... Sola... ¡sola para siempre!...»

Piensa en su nacionalidad, que le separa del otro; piensa en el campo de concentración al que la llevarán con sus compatriotas. Le da miedo el abandono en un país hostil que tiene que defenderse de la agresión de los suyos... Y todo esto cuando va á ser madre. ¡Qué mi¬ serias! ¡Qué tristezas!

Llegaron á la rué de la Pompe, y al entrar en la casa se despidió Tchernoff de sus acompañantes para subir por la escalera de servicio. Desnoy ers quiso prolongar la conversación. Temía quedarse á solas con su amigo y que resurgiese su mal humor por las recientes contra¬ riedades. La conversación con el ruso le interesaba. Su¬ bieron los tres por el ascensor. Argensola habló de la oportunidad de destapar una botella de las muchas que guardaba en la cocina. Tchernoff podía volver á su casa por la puerta del estudio que daba á la escalera de servicio.

El amplio ventanal tenía las vidrieras abiertas; los huecos sobre el patio interior estaban abiertos igual¬ mente; una brisa continua hacía palpitar las cortinas, balanceando los faroles antiguos, las banderas apelilla¬ das y otros adornos del estudio romántico. Tomaron asiento en torno de una mesita, junto al ventanal, lejos de las luces que iluminaban un extremo de la amplia pieza. Estaban en la penumbra, vueltos de espaldas al interior. Tenían ante ellos los tejados de enfrente y un enorme rectángulo de sombra azul perforada por la fría agudeza de los astros. Las luces de la ciudad coloreaban el espacio sombrío con un reflejo sangriento.

Bebió dos copas Tchernoff, afirmando con chasqui¬ dos de lengua el mérito del líquido. Los tres callaban,

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V. BLASCO IBAÑEZ

con el silencio admirativo y temeroso que la grandiosi¬ dad de la noche impone á los hombres. Sus ojos salta¬ ban de estrella á estrella, agrupándolas en líneas idea¬ les, formando triángulos ó cuadriláteros de fantástica irregularidad. A veces el fulgor parpadeante de un astro parecía enganchar al paso el rayo visual de sus mira¬ das, manteniéndolas en hipnótica fijeza.

El ruso, sin salir de su contemplación, se sirvió otra copa. Luego sonrió con una ironía cruel. Su rostro bar¬ budo tomó la expresión de una máscara trágica aso¬ mando entre los telones de la noche.

¡Qué pensarán allá arriba de los hombres! mur¬ muró . ¿Estará enterada alguna estrella de que existió Bismarck?... ¿Conocerán los astros la misión divina del pueblo germánico?

Y siguió riendo.

Algo lejano é indeciso turbó el silencio de la noche deslizándose por el fondo de una de las grietas que cor¬ taban la inmensa planicie de tejados. Los tres avanzaron la cabeza para escuchar mejor... Eran voces. Un coro varonil entonaba un himno simple, monótono, grave. Más bien lo adivinaban con el pensamiento que lo per¬ cibían con sus oídos. Varias notas sueltas llegadas hasta ellos con mayor intensidad en una de las fluctuaciones de la brisa permitieron á Argensola reconstituir el canto breve rematado por un aullido melódico, un verdadero canto de guerra:

C’est VAlsace et Ja Lorraine,

,, C’est l^Alsace quHl nousfaíít.

Oh, oh, oh, oh.

Un nuevo grupo de hombres iba á lo lejos, por el fondo de una calle, en busca de la estación de ferroca¬ rril, puerta de la guerra. Debían ser de los barrios exte¬ riores, tal vez del campo, y al atravesar París envuelto en silencio, sentían el deseo de cantar la gran aspiración nacional, para que los que velaban detrás de las facha¬ das obscuras repeliesen toda perplejidad sabiendo que no estaban solos.

Lo mismo que en las óperas dijo Julio siguiendo los últimos sonidos del coro invisible, que se perdía...

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 153

se perdía, devorado por la distancia y la respiración noctnrna.

Tchernoff siguió bebiendo, pero con aire distraído, fijos los ojos en la niebla rojiza que flotaba sobre los tejados.

Adivinaban los dos amig’os su labor mental en la con¬ tracción de su frente, en los gruñidos sordos que dejaba escapar como un eco del monólogo interior. De pronto saltó de la reflexión á la palabra, sin preparación algu¬ na, continuando en voz alta el curso de sus razona¬ mientos.

...Y cuando dentro de unas horas salga el sol, el mundo verá correr por sus campos los cuatro jinetes ene¬ migos de los hombres... Ya piafan sus caballos malignos con la impaciencia de la carrera; ya sus jinetes de des¬ gracia se conciertan y cruzan las últimas palabras antes de saltar sobre la silla.

¿Qué jinetes son esos? ]3reguntó Argensola.

Los que preceden á la Bestia.

Encontráronlos dos amigos tan ininteligible esta con¬ testación como las palabras anteriores. Desnoyers volvió á repetirse mentalmente: «Está borracho.» Pero su curio¬ sidad le hizo insistir. ¿Y qué bestia era aquella?

Le miró el ruso como si extrañase la pregunta. Creía haber hablado en alta voz desde el principio de sus re¬ flexiones.

La del Apocalipsis.

Se hizo un silencio; pero el laconismo del ruso no fué de larga duración. Sintió la necesidad de expresar su entusiasmo por el soñador de la roca marina de Patmos. El poeta de las visiones grandiosas y obscuras ejercía influencia, á través de dos mil años, sobre este revolu¬ cionario místico refugiado en el último piso de una casa de París. Todo lo había presentido Juan. Sus delirios, ininteligibles para el vulgo, encerraban el misterio de los grandes sucesos humanos.

Describió Tchernoff la bestia apocalíptica surgiendo de las profundidades del mar. Era semejante á un leo¬ pardo, sus pies iguales á los de un oso, y su boca un hocico de león. Tenía siete cabezas y diez cuernos. De los cuernos pendían diez diademas, y en cada una de

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V. BLASCO IBAÑEZ

las siete cabezas llevaba escrita una blasfemia. Estas blasfemias no las decía el evangelista, tal vez porque eran distintas, según las épocas, modificándose cada mil años, cuando la bestia hacía una nueva aparición. El ruso leía las que flameaban ahora en las cabezas del monstruo: blasfemias contra la humanidad, contra la justicia, contra todo lo que hace tolerable y dulce la vida del hombre. «La fuerza es superior al derecho...» «El débil no debe existir...» «Sed duros para ser grandes...» Y la bestia, con toda su fealdad, pretendía gobernar al mundo y que los hombres la rindiesen adoración.

¿Pero los cuatro jinetes? preguntó Desnoy ers.

Los cuatro jinetes precedían la aparición del mons¬ truo en el ensueño de Juan.

Los siete sellos del libro del misterio eran rotos por el cordero en presencia del gran trono donde estaba sen¬ tado alguien que parecía de jaspe. El arco iris formaba en torno de su cabeza un dosel de esmeralda. Veinticua¬ tro tronos se extendían en semicírculo, y en ellos vein¬ ticuatro ancianos con vestiduras blancas y coronas de oro. Cuatro animales enormes cubiertos de ojos y con seis alas parecían guardar el trono mayor. Sonaban las trompetas saludando la rotura del primer sello.

«¡Mira!», gritaba al poeta visionario con voz esten¬ tórea uno de los animales... Y aparecía el primer jinete sobre un caballo blanco. En la mano llevaba un arco y en la cabeza una corona: era la Conquista, según unos; la Peste, según otros. Podía ser ambas cosas á la vez. Os¬ tentaba una corona, y esto era bastante para Tchernoff.

«¡Surge!», gritaba el segundo animal removiendo sus mil ojos. Y del sello roto saltaba un caballo rojizo. Su jinete movía sobre la cabeza una enorme espada. Era la Guerra. La tranquilidad huía del mundo ante su galope furioso: los hombres iban á exterminarse.

Al abrirse el tercer sello, otro de los animales ala¬ dos mugía como un trueno: «¡Aparece!» Y Juan veía un caballo negro. El que lo montaba tenía una balanza en la mano para pesar el sustento de los hombres. Era el Hambre.

El cuarto animal saludaba con un bramido la rotura del cuarto sello: «¡Salta!» Y aparecía un caballo de color

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 155

pálido. «El que lo monta se llama la Muerte, y un poder le fué dado para hacer perecer á los hombres por la espada, por el hambre, por la peste y por las bestias salvajes.»

Los cuatro jinetes emprendían una carrera loca, aplastante, sobre las cabezas de la humanidad ate¬ rrada.

Tchernoff describía los cuatro azotes de la tierra lo mismo que si los viese directamente. El jinete del ca¬ ballo blanco iba vestido con un traje ostentoso y bárba¬ ro. Su rostro oriental se contraía odiosamente, como si husmease las víctimas. Mientras su caballo seguía galo¬ pando, él armaba el arco para disparar la peste. En su espalda saltaba el carcaj de bronce lleno de flechas pon¬ zoñosas que contenían los gérmenes de todas las enfer¬ medades, lo mismo las que sorprenden á las gentes pa¬ cíficas en su retiro que las que envenenan las heridas del soldado en el campo de batalla.

El segundo jinete, el del caballo rojo, manejaba el enorme mandoble sobre sus cabellos, erizados por la violencia de la carrera. Era joven, pero el fiero entre¬ cejo y la boca contraída le daban una expresión de fe¬ rocidad implacable. Sus vestiduras, arremolinadas por el impulso del galope, dejaban al descubierto una mus¬ culatura atlética.

Viejo, calvo y horriblemente descarnado, el tercer jinete saltaba sobre el cortante dorso del caballo negro. Sus piernas disecadas oprimían los flancos de la magra bestia. Con una mano enjuta mostraba la balanza, sím¬ bolo del alimento escaso, que iba á alcanzar el valor del oro.

Las rodillas del cuarto jinete, agudas como espue¬ las, picaban los costados del caballo pálido. Su piel apergaminada dejaba visibles las aristas y oquedades del esqueleto. Su faz de calavera se contraía con la risa sardónica de la destrucción. Los brazos de caña hacían voltear una hoz gigantesca. De sus hombros angulosos pendía un harapo de sudario.

Y la cabalgada furiosa de los cuatro jinetes pasaba como un huracán sobre la inmensa muchedumbre de los humanos. El cielo tomaba sobre sus cabezas una penum-

m

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bra lívida de ocaso. Monstruos horribles y disformes ale¬ teaban en espiral sobre la furiosa razzia^ como una escol¬ ta repugnante. La pobre humanidad, loca de miedo, huía en todas direcciones al escuchar el galope de la Peste, la Guerra, el Hambre y la Muerte. Hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, se empujaban y caían al suelo en todas las actitudes y gestos del pavor, del asombro, de la desesperación. Y el caballo blanco, el rojo, el negro y el pálido los aplastaban con indiferencia bajo sus herra¬ duras implacables: el atleta oía el crujido de sus costi¬ llajes rotos, el niño agonizaba agarrado al pecho mater¬ nal, el viejo cerraba para siempre los párpados con un gemido infantil.

Dios se ha dormido, olvidando al mundo continuó el ruso . Tardará mucho en despertar, y mientras él duerme, los cuatro jinetes feudatarios de la Bestia corre¬ rán la tierra como únicos señores.

Se exaltaba con sus palabras. Abandonando su asien¬ to, iba de un lado á otro con grandes pasos. Le parecía débil su descripción de las cuatro calamidades vistas por el poeta sombrío. Un gran pintor había dado forma cor¬ poral á estos terribles ensueños.

Yo tengo un libro murmuraba , un libro pre¬ cioso.

Y repentinamente huyó del estudio, dirigiéndose á la escalera interior para entrar en sus habitaciones. Quería traer el libro para que lo viesen sus amigos. Argensola le acompañó. Poco después volvieron con el volumen. Habían dejado abiertas las puertas tras de ellos. Se esta¬ bleció una corriente de aire más fuerte entre los huecos de las fachadas y el patio interior.

Tchernoff colocó bajo una lámpara su libro precioso. Era un volumen impreso en 1511, con texto latino y gra¬ bados. Desnoyers leyó el título: Apocalipsis cum figuris. Los grabados eran de Alberto Dúrero: una obra de ju¬ ventud, cuando el maestro sólo tenía veintisiete años. Los tres quedaron en extática admiración ante la lámina que representaba la loca carrera de los jinetes apocalíp¬ ticos. El cuádruple azote se precipitaba con un impulso arrollador sobre sus monturas fantásticas, aplastando á la humanidad loca de espanto.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS Í57

Algo ocurrió de pronto que hizo salir á los tres hom¬ bres de su contemplación admirativa; algo extraordi¬ nario, indefinible: un gran estrépito que pareció entrar directamente en su cerebro sin pasar por los oídos; un choque en su corazón. El instinto les advirtió que algo grave acababa de ocurrir.

Quedaron en silencio, mirándose: un silencio de se¬ gundos, que fué interminable.

Por las puertas abiertas llegó un ruido de alarma procedente del patio: persianas que se abrían, pasos atropellados en los diversos pisos, gritos de sorpresa y de terror.

Los tres corrieron instintivamente hacia las ventanas interiores. Antes de llegar á ellas, el ruso tuvo un pre¬ sentimiento.

Mi vecina... Debe ser mi vecina. Tal vez se ha ma¬ tado.

Al asomarse vieron luces en el fondo; gentes que se agitaban en torno de un bulto tendido sobre las baldo¬ sas. La alarma había poblado instantáneamente todas las ventanas. Era una noche sin sueño, una noche de nerviosidad, que mantenía á todos en doíorosa vigilia.

Se ha matado dijo una voz que parecía surgir de un pozo . Es la alemana, que se ha matado.

La explicación de la portera saltó de ventana en ven¬ tana hasta el último piso.

El ruso movió la cabeza con expresión fatal. La in¬ feliz no había dado sola el salto de muerte. Alguien pre¬ senciaba su desesperación, alguien la había empujado... ¡Los jinetes! ¡Los cuatro jinetes del Apocalipsis!... Ya estaban sobre la silla; ya emprendían su galope impla¬ cable, arrollador.

Las fuerzas ciegas del mal iban á correr libres por el mundo.

Empezaba el suplicio de la humanidad bajo la cabal¬ gada salvaje de sus cuatro enemigos.

SEGUNDA PARTE

I

LAS ENVIDIAS DE DON MARCELO

El primer movimiento del viejo Desnoyers fué de asombro al convencerse de que la guerra resultaba in¬ evitable. La humanidad se había vuelto loca. ¿Era posi¬ ble una guerra con tantos ferrocarriles, tantos buques de comercio, tantas máquinas, tanta actividad desarrollada en la costra de la tierra y sus entrañas?... Las naciones se arruinarían para siempre. Estaban acostumbradas á necesidades y gastos que no conocieron los pueblos de hace un siglo. El capital era dueño del mundo, y la guerra iba á matarlo; pero á su vez moriría ella á los pocos meses, falta de dinero para sostenerse. Su alma de hombre de negocios se indignó ante los centenares de miles de millones que la loca aventura iba á invertir en humo y matanzas.

Como su indignación necesitaba ñjarse en algo inme¬ diato, hizo responsables de la gran locura á sus mismos compatriotas. ¡Tanto hablar de la «revancha»! ¡Preocu¬ parse durante cuarenta y cuatro años de dos provincias perdidas, cuando la nación era dueña de tierras enormes é inútiles en otros continentes!... Iban á tocar los resul¬ tados de tanta insensatez exasperada y ruidosa.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 1B9

La guerra significaba para él un desastre á breve j: 1)1 azo. No tenía fe en su país: la época de Francia había pasado. Ahora los triunfadores eran los pueblos del Norte, y sobre todos, aquella Alemania que él había I visto de cerca, admirando con cierto pavor su discipli- j na, su dura organización. El antiguo obrero sentía el i instinto conservador y egoísta de todos los que llegan á amasar millones. Despreciaba los ideales políticos, pero por solidaridad de clase había aceptado en los últimos años todas las declamaciones contra los escándalos del régimen. ¿Qué podía hacer una República corrompida y desorganizada ante el Imperio más sólido y fuerte de la tierra?. . .

«Vamos á la muerte se decía á solas . ¡Peor que I en el 70!... Nos tocará ver cosas horribles.»

El orden y el entusiasmo con que acudían los fran¬ ceses al llamamiento de la nación, convirtiéndose en soldados, produjeron en él una extrañeza inmensa. A impulsos de esta sacudida moral, empezó á creer en algo. La gran masa de su país era buena; el pueblo va¬ lía, como en otros tiempos. Cuarenta y cuatro años de alarma y angustia habían hecho florecer las antiguas virtudes. Pero ¿y los jefes? ¿Dónde estaban los jefes para marchar á la victoria?...

! Su pregunta la repetían muchos. El anonimato del régimen democrático y de la paz mantenía al país en una ignorancia completa acerca de sus futuros caudillos. Todos veían cómo se formaban hora por hora los ejérci¬ tos; muy pocos conocían á los generales. Un nombre empezó á sonar de boca en boca: «Joffre... Joffre». Sus primeros retratos hicieron agolparse á la muchedumbre i curiosa. Desnoyers lo contempló atentamente: «Tiene I aspecto de buena persona.» Sus instintos de hombre de orden se sintieron halagados por el aire grave y sereno del general de la República. Experimentó de pronto una gran confianza, semejante á la que le inspiraban los ge¬ rentes de Banco de buena presencia. A este señor se le podían confiar los intereses, sin miedo á que hiciese lo- i curas.

La avalancha de entusiasmo y emociones acabó por arrastrar á Desnoyers. Como todos los que le rodeaban,

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vio minutos que eran horas y horas que parecían años. Los sucesos se atropellaban; el mundo parecía resarcirse en una semana del largo quietismo de la paz.

El viejo vivió en la calle, atraído por el espectáculo que ofrecía la muchedumbre civil saludando á la otra muchedumbre uniformada que partía para la guerra.

Por la noche presenció en los bulevares el paso de las manifestaciones. La bandera tricolor aleteaba sus colores bajo los faros eléctricos. Los cafés, desbordantes de público, lanzaban por las bocas inflamadas de sus puertas y ventanas el rugido musical de las canciones patrióticas. De pronto se abría el gentío en el centro de la calle, entre aplausos y vivas. Toda Europa pasaba por allí; toda Europa menos los dos Imperios enemi¬ gos saludaba espontáneamente con sus aclamaciones á la Francia en peligro. Iban desfilando las banderas de los diversos pueblos con todas las tintas del iris, y detrás de ellas los rusos, de ojos claros y místicos; los ingleses, con la cabeza descubierta, entonando cánticos de religiosa gravedad; los griegos y rumanos, de perfil aquilino; los escandinavos, blancos y rojos; los ameri¬ canos del Norte, con la ruidosidad de un entusiasmo algo pueril; los hebreos sin patria, amigos del país de las revoluciones igualitarias; los italianos, arrogantes como un coro de tenores heroicos; los españoles y sud¬ americanos, incansables en sus vítores. Eran estudian¬ tes y obreros que perfeccionaban sus conocimientos en escuelas y talleres; refugiados que se habían acogido á la hospitalaria playa de París como náufragos de gue¬ rras y revoluciones. Sus gritos no tenían significación oficial. Todos estos hombres se movían con espontáneo impulso, deseosos de manifestar su amor á la República. Y Desnoyers, conmovido por el espectáculo, pensaba que Francia era todavía algo en el mundo, que aún ejercía una fuerza moral sobre los pueblos, y sus alegrías ó sus desgracias interesaban á la humanidad.

«En Berlín y en Viena se dijo también gritarán de entusiasmo en este momento... Pero los del país nada más. De seguro que ningún extranjero se une ostensi¬ blemente á sus manifestaciones.»

El pueblo de la Revolución, legisladora de los Dere-

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chos del Hombre, recolectaba la gratitud de las muche¬ dumbres. Empezó á sentir cierto remordimiento ante el entusiasmo de los extranjeros que ofrecían su sangre á Francia. Muchos se lamentaban de que el gobierno re¬ tardase veinte días la admisión de voluntarios, hasta que hubiesen terminado las operaciones de la moviliza¬ ción. ¡Y él, que había nacido francés, dudaba horas an¬ tes de su país!

Un día la corriente popular le llevaba á la estación del Este. Una masa humana se aglomeraba contra la verja, desbordándose en tentáculos por las calles inme¬ diatas. La estación, que iba adquiriendo la importancia de un lugar histórico, parecía un túnel estrecho por el que intentaba deslizarse todo un río, con grandes cho¬ ques y rebullimientos contra sus paredes. Una parte de la Francia en armas se lanzaba por esta salida de París hacia los campos de batalla de la frontera.

Desnoyers sólo había estado dos veces allí, á la ida y al regreso de su viaje á Alemania. Otros emprendían ahora el mismo camino. Las muchedumbres populares iban acudiendo de los extremos de la ciudad para ver cómo desaparecían en el interior de la estación masas humanas de contornos geométricos, uniformemente ves¬ tidas, con relámpagos de acero y cadencioso acompaña¬ miento de choques metálicos. Los medios puntos de cris¬ tales, que brillaban al sol como bocas ígneas, tragaban y tragaban gente. Por la noche continuaba el desfile á la luz de los focos eléctricos. A través de las verjas pa¬ saban miles y miles de corceles; hombres con el pecho forrado de hierro y cabelleras pendientes del casco, lo mismo que los paladines de remotos siglos; cajas enormes que servían de jaula á los cóndores de la aeronáutica; rosarios de cañones estrechos y largos, pintados de gris, protegidos por mamparas de acero, más semejantes á instrumentos astronómicos que á bocas de muerte; masas y masas de kepis rojos moviéndose con el ritmo de la marcha, y filas de fusiles, unos negros y escuetos, for¬ mando lúgubres cañaverales, otros rematados por bayo¬ netas que parecían espigas luminosas. Y sobre estos cam¬ pos inquietos de mieses de acero, las banderas de los regimientos se estremecían en el aire como pájaros de

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colores: el cuerpo blanco, un ala azul, la otra roja, una corbata de oro en el cuello, y en lo alto el pico de bron¬ ce, el hierro de la lanza que apuntaba á las nubes.

De estas despedidas volvía don Marcelo á su casa vi¬ brante y con los nervios fatigados, como el que acaba de presenciar un espectáculo de ruda emoción. A pesar de su carácter tenaz, que se resistía siempre á reconocer el propio error, el viejo empezó á sentir vergüenza por sus dudas anteriores. La nación vivía, Francia era un gran pueblo; las apariencias le habían engañado como á otros muchos. Tal vez los más de sus compatriotas fuesen de carácter ligero y olvidadizo, entregados con exceso á los sensualismos de la vida; pero cuando llegaba la hora del peligro, cumplían su deber simplemente, sin necesitar la dura imposición que sufren los pueblos so¬ metidos á férreas organizaciones.

En la mañana del cuarto día de movilización, al sa¬ lir de su casa, en vez de encaminarse al centro de la ciudad marchó con rumbo opuesto, hacia la rué de la Pompe. Algunas palabras imprudentes de Chichi y las miradas inquietas de su esposa y su cuñada le hicieron sospechar que Julio había regresado de su viaje. Sintió necesidad de ver de lejos las ventanas del estudio, como si esto pudiese proporcionarle noticias. Y para justificar ante su propia conciencia una exploración que contras¬ taba con sus propósitos de olvido, se acordó de que su carpintero habitaba en dicha calle.

«Vamos á ver á Roberto. Hace una semana que me prometió venir.»

Este Roberto era un mocetón que se había «emanci¬ pado de la tiranía patronal», según sus propias palabras, trabajando solo en su casa. Una pieza casi subterránea le servía de habitación y de taller. La compañera, á la que llamaba «mi asociada», corría con el cuidado de su persona y del hogar, mientras un niño iba creciendo agarrado á sus faldas. Desnoy ers consentía á Roberto sus declamaciones contra los burgueses, porque se pres¬ taba á todos sus caprichos de incesante arreglador de muebles. En la lujosa vivienda de la avenida Víctor Hugo, el carpintero cantaba la Internacional mientras movía la sierra ó el martillo. Esto y sus grandes atre-

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vimientos de lenguaje lo perdonaba el señor, teniendo en cuenta la baratura de su trabajo.

Al llegar al pequeño taller le vio con la gorra sobre una oreja, anchos pantalones de pana á la mameluca, borceguíes claveteados y varias banderitas y escarape¬ las tricolores en las solapas de la chaqueta.

Llega tarde, patrón dijo alegremente . Va á ce¬ rrarse la fábrica. El dueño ha sido movilizado y dentro de unas horas se incorporará á su regimiento.

Y señalaba un papel manuscrito fijo en la puerta de su tugurio, á semejanza de los carteles impresos que figu¬ raban en todos los establecimientos de París para indi¬ car que patronos y dependientes habían obedecido la orden de movilización.

Nunca se le había ocurrido á Desnoy ers que su car¬ pintero pudiera convertirse en soldado. Era rebelde á toda imposición de autoridad. Odiaba á los fiics^ los poli¬ cías de París, con los que había cambiado puñetazos y palos en todas las revueltas. El militarismo era su pre¬ ocupación. En los mítines contra la tiranía del cuartel había figurado como uno de los manifestantes más rui¬ dosos. ¿Y este revolucionario iba á la guerra con la me¬ jor voluntad, sin esfuerzo alguno?...

Roberto habló con entusiasmo del regimiento, de la vida entre camaradas, teniendo la muerte á cuatro pasos.

Creo en mis ideas lo mismo que antes, patrón con¬ tinuó, como si adivinase lo que pensaba el otro ; pero la guerra es la guerra, y enseña muchas cosas; entre ellas, que la libertad debe ir acompañada de orden y de mando. Es preciso que alguien dirija y que los demás sigan, por voluntad, por consentimiento... pero que si¬ gan. Cuando llega la guerra se ven las cosas de distinto modo que cuando uno está en su casa haciendo lo que quiere.

La noche que asesinaron á Jaurés rugió de cólera, anunciando que la mañana siguiente sería de venganza. Había buscado á los compañeros de su sección para enterarse de lo que proyectaban contra los burgueses. Pero la guerra iba á estallar. Algo había en el aire que se oponía á la lucha civil, que dejaba en momentáneo

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olvido los agravios particulares, concentrando todas las almas en una aspiración común.

Hace una semana continuó era antimilitarista. ¡Qué lejos me parece eso! Como si hubiese transcurrido un año... Sigo pensando como antes: amo la paz, odio la guerra; y como yo, todos los camaradas. Pero los franceses no hemos provocado á nadie y nos amenazan, quieren esclavizarnos... Seamos fieras, ya que nos obli¬ gan á serlo, y para defendernos bien, que nadie salga de la fila, que todos obedezcan. La disciplina no está reñida con la revolución. Acuérdese de los ejércitos de la primera Eepública: todos ciudadanos, lo mismo los generales que los soldados; pero Hoche, Kleber y los otros eran rudos compadres que sabían mandar é impo¬ ner la obediencia.

Este carpintero tenía sus letras. Además de los perió¬ dicos y folletos de «la idea» había leído en cuadernos sueltos á Michelet y otros artistas de la Historia.

Vamos á hacer la guerra á la guerra añadió . Nos batiremos para que esta guerra sea la última.

Su afirmación no le pareció bastante clara, y siguió diciendo:

Nos batiremos por el porvenir; moriremos para que nuestros nietos no conozcan estas calamidades. Si triun¬ fasen los enemigos triunfaría la continuación de la gue¬ rra y la conquista como único medio de engrandecerse. Primero se apoderarían de Europa; luego, del resto del mundo. Los despojados se sublevarían más adelante: ¡nuevas guerras!... Nosotros no queremos conquistas. Deseamos recuperar Alsacia y Lorena porque fueron nuestras y sus habitantes quieren volver con nosotros... Y nada más. No imitaremos á los enemigos apropián¬ donos territorios y poniendo en peligro la tranquilidad del mundo. Tuvimos bastante con Napoleón; no hay que repetir la aventura. Vamos á batirnos por nuestra segu¬ ridad y al mismo tiempo por la seguridad del mundo, por la vida de los pueblos débiles. Si fuese una guerra de agresión, de vanidad, de conquista, nos acordaría¬ mos de nuestro antimilitarismo. Pero es de defensa, y los gobernantes no tienen culpa de ello. Nos vemos ata' ^ados y todos debemos marchar unidos.

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El carpintero, que era anticlerical, mostraba una to¬ lerancia generosa, una amplitud de ideas que abarcaba á todos los hombres. El día anterior había encontrado en la alcaldía de su distrito á un reservista que iba partir con él, incorporándose al mismo regimiento. Una ojeada le había bastado para reconocer que era un cura.

Yo soy carpintero le había dicho presentándose . ¿Y usted, compañero... trabaja en las iglesias?

Empleaba este eufemismo para que el sacerdote no pudiese sospechar en él intenciones ofensivas. Los dos se habían estrechado la mano.

Yo no estoy por la calotte continuó, dirigiéndose á Desnoyers . Hace tiempo que me puse mal con Dios. Pero en todas partes hay buenas personas, y las buenas personas deben entenderse en estos momentos. ¿No lo cree así, patrón?

La guerra halagaba sus aficiones igualitarias. Antes de ella, al hablar de la futura revolución sentía un ma¬ ligno placer imaginándose que todos los ricos, iDrivados de su fortuna, tendrían que trabajar para subsistir. Ahora le entusiasmaba que todos los franceses partici¬ pasen de la misma suerte, sin distinción de clases.

Todos mochila á la espalda y comiendo rancho.

Y hacía extensiva la militar sobriedad á los que se quedaban á espaldas del ejército. La guerra traería gran¬ des escaseces: todos iban á conocer el pan ordinario.

Y usted, patrón, que es viejo para ir á la guerra, tendrá que comer como yo, con todos sus millones... Reconozca que esto es hermoso.

Desnoyers no se ofendía por la maliciosa satisfacción que inspiraban al carpintero sus futuras privaciones. Es¬ taba pensativo. Un hombre como aquel, adversario de todo lo existente y que no tenía nada material que de¬ fender, marchaba á la guerra, á la muerte, por un ideal generoso y lejano, por evitar que la humanidad del por¬ venir conociese los horrores actuales. Al hacer esto no vacilaba en sacrificar su antigua fe, todas las creencias acariciadas hasta la víspera... ¡Y él, que era uno de los privilegiados de la suerte, que poseía tantas cosas ten¬ tadoras necesitadas de defensa, entregado á la duda y la crítica!...

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Horas después volvió á encontrar al carpintero cerca del Arco de Triunfo. Formaba grupo con varios traba¬ jadores de igual aspecto que él, y este grupo iba unido á otros^y otros que eran como una representación de todas las clases sociales; burgueses bien vestidos, seño¬ ritos finos y anémicos, licenciados de raído chaqué, faz pálida y gruesos lentes, curas jóvenes que sonreían con cierta malicia, como si se comprometiesen en una cala¬ verada. Al frente del rebaño humano iba un sargento y á retaguardia varios soldados con el fusil al hombro. ¡Adelante los reservistas!...

Y un bramido musical, una melopea grave, amena¬ zante y monótona surgía de esta masa de bocas redon¬ das, brazos en péndulo y piernas que se abrían y cerra¬ ban lo mismo que compases.

Roberto entonaba con energía el guerrero estribi¬ llo. Le temblaban los ojos y los caídos bigotes de galo. A pesar de su traje de pana y su bolsa de lienzo re¬ pleta, tenía el mismo aspecto grandioso y heroico de las figuras de Rude en el Arco de Triunfo. La «asociada» y el niño trotaban por la acera inmediata para acompa¬ ñarle hasta la estación. Apartaba los ojos de ellos para Jiablar con un compañero de fila , afeitado y de as¬ pecto grave: indudablemente el cura que había cono¬ cido el día antes. Tal vez se tuteaban ya, con la fra¬ ternidad que inspira á los hombres el contacto de la muerte.

Siguió el millonario con una mirada de respeto á su carpintero, desmesuradamente agrandado al formar parte de esta avalancha humana. Y en su respeto había algo de envidia: la envidia que surge de una conciencia insegura.

Cuando don Marcelo pasaba malas noches, sufriendo pesadillas, un motivo de terror, siempre el mismo, ator¬ mentaba su imaginación. Rara vez soñaba en peligros mortales para él ó los suyos. La visión espantosa consis¬ tía siempre en el hecho de que le presentaban al cobro documentos de crédito suscritos con su firma, y él, Mar¬ celo Desnoyers, el hombre fiel á sus compromisos, con todo un pasado de probidad inmaculada, no podía pa¬ garlos. La posibilidad de esto le hacía temblar, y des-

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piiés de haber despertado sentía aún su pecho oprimido por el terror. Para su imaginación, esta era la mayor deshonra que puede sufrir un hombre.

Al trastornarse su existencia con las agitaciones de la guerra, reaparecían las mismas angustias. Completa¬ mente despierto, en pleno uso de razón, sufría un supli¬ cio igual al que experimentaba en sueños viendo su nom¬ bre sin honra al pie de un documento incobrable.

Todo el pasado surgía ante sus ojos con extraordina¬ ria claridad, como si hasta entonces se hubiese mante¬ nido borroso, en una confusión de x->enumbra. La tierra amenazada de Francia era la suya. Quince siglos de Historia habían trabajado para él, para que encontrase al abrir los ojos progresos y comodidades que no cono¬ cieron sus ascendientes. Muchas generaciones de Desno- yers habían preparado su advenimiento á la vida bata¬ llando con la tierra, defendiéndola de enemigos, dán¬ dole al nacer una familia y un hogar libres... Y cuando le tocaba su turno para continuar este esfuerzo, cuando le llegaba la vez en el rosario de generaciones, ¡huía lo mismo que un deudor que elude el pag’o!... Había con¬ traído al venir al mundo compromisos con la tierra de sus padres, con el grupo humano al que debía la exis¬ tencia. Esta obligación era preciso pagarla con sus bra¬ zos, con el sacrificio que rechaza al peligro... Y él había eludido el reconocin:iiento de su firma, fugándose y trai¬ cionando á sus ascendientes. ¡Ah, desgraciado! Nada importaba el éxito material de su existencia, la riqueza adquirida en un país remoto. Hay faltas que no se borran con millones. La intranquilidad de su conciencia era la prueba. También lo eran la envidia y el respeto que le inspiraba aquel pobre menestral marchando al encuen¬ tro de la muerte con otros seres igualmente humildes, enardecidos todos por la satisfacción del deber cumpli¬ do, del sacrificio aceptado.

El recuerdo de Madariaga surgía en su memoria.

«Donde nos hacemos ricos y formamos una familia, allí está nuestra patria.»

No, no era cierta la afirmación del centauro. En tiem¬ pos normales, tal vez. Lejos del país de origen y cuando no corre éste ningún peligro, se le puede olvidar por

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algunos años. Pero él vivía ahora en Francia, y Francia tenía que defenderse de enemigos que deseaban supri¬ mirla. El espectáculo de todos sus habitantes levantán¬ dose en masa representaba para Desnoyers una tortura vergonzosa. Contemplaba á todas horas lo que él debía haber hecho en su juventud y no quiso hacer.

Los veteranos del 70 iban por las calles exhibiendo en la solapa su cinta verde y negra, recuerdo de las privaciones del sitio de París y de las campañas heroi¬ cas é infaustas. La vista de estos hombres satisfechos de su pasado le hacía palidecer. Nadie se acordaba del suyo; pero lo conocía él, y era bastante. En vano su razón intentaba apaciguar esta tempestad interior... Aquellos tiempos habían sido otros: no existía la unanimidad de la hora presente; el Imperio era impopular; todo estaba perdido... Pero el recuerdo de una frase célebre se fijaba en su memoria como una obsesión: «¡Quedaba Francia!» Muchos pensaban lo mismo que él en su juventud, y sin embargo no habían huido para eludir el servicio de las armas; se habían quedado, intentando la última y des¬ esperada resistencia.

Inútiles sus razonamientos buscando excusas. Los grandes sentimientos prescinden del raciocinio, por in¬ útil. Para hacer comprender los ideales políticos y religio¬ sos son indispensables explicaciones y demostraciones: el sentimiento de la patria no cesitaba nada de esto. La patria... es la patria. Y el obrero de las ciudades incré¬ dulo y burlón, el labriego egoísta, el pastor solitario, todos se mueven al conjuro de esta palabra, compren¬ diéndola instantáneamente, sin previas enseñanzas.

«Es preciso pagar repetía mentalmente don Mar¬ celo . Debo pagar mi deuda.»

Y experimentaba, como en los ensueños, la angustia del hombre probo y desesperado que desea cumplir sus compromisos.

¡Pagar!... ¿Y cómo? Ya era tarde. Por un momento se le ocurrió la heroica resolución de ofrecerse como voluntario, de marchar con la bolsa al costado en uno de aquellos grupos de futuros combatientes, lo mismo que su carpintero. Pero la inutilidad del sacrificio sur¬ gía en su pensamiento. ¿De qué podía servir?... Parecía

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robusto, se mantenía fuerte para su edad, pero estaba más allá de los sesenta años, y sólo los jóvenes pue¬ den ser buenos soldados. Batirse lo hace cualquiera. El tenía ánimos sobrados para tomar un fusil. Pero el com¬ bate no es mas que un accidente de la lucha. Lo pesa¬ do, lo anonadador, son las operaciones y sacrificios que preceden al combate: las marchas interminables, los rigores de la temperatura, las noches á cielo raso, re¬ mover la tierra, abrir trincheras, cargar carros, sufrir í hambre... No: era demasiado tarde. Ni siquiera tenía un nombre ilustre para que su sacrificio pudiese servir de ejemplo.

Instintivamente miraba atrás. No estaba solo en el mundo: tenía un hijo que podía responder por la deuda ' del padre... Pero esta esperanza sólo duraba un mo¬ mento. Su hijo no era francés: pertenecía á otro pueblo; la mitad de su sangre era de diversa procedencia. Ade- ' más, ¿cómo podía sentir las mismas preocupaciones que él? ¿Llegaría á entenderlas si su padre se las exponía?...

¡ Era inútil esperar nada de este danzarín gracioso bus- ¡ cado por las mujeres; de este bravo de frívolo coraje,

I que exponía su vida en duelos para satisfacer un honor pueril.

¡La modestia del rudo señor Desnoyers después de estas reflexiones!... Su familia sintió asombro al ver el ! encogimiento y la dulzura con que se movía dentro de I la casa. Los dos criados de gesto imponente habían ido i á incorporarse á sus regimientos, y la mayor sorpresa ¡ que les reservó la declaración de guerra fué la bondad repentina del amo, la abundancia de regalos á su des¬ pedida, el cuidado paternal con que vigilaba sus prepa¬ rativos de viaje. El temible don Marcelo los abrazó con los ojos húmedos. Los dos tuvieron que esforzarse para que no les acompañase á la estación.

Fuera de su casa se deslizaba con humildad, como 1 si pidiese perdón mudamente á las gentes que le rodea¬ ban. Todos le parecían superiores á él. Los tiempos eran de crisis económica: los ricos conocían momentánea¬ mente la pobreza y la inquietud; los Bancos habían suspendido sus operaciones y sólo pagaban una exigua parte de sus depósitos. El millonario se vió privado por

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unas semanas de su riqueza. Además, sentía inquietud al apreciar el porvenir incierto. ¿Cuánto tiempo iba á transcurrir antes de que le enviasen dinero de América? ¿No llegaría á suprimir la guerra las fortunas lo mismo que las vidas?... Y sin embargo, nunca Desnoyers apre¬ ció menos el dinero ni dispuso de él con mayor genero¬ sidad.

Numerosos movilizados de aspecto popular que mar¬ chaban sueltos hacia las estaciones encontraron á un señor que los detenía con timidez, se llevaba una mano á un bolsillo y dejaba en su diestra el billete de veinte francos, huyendo inmediatamente ante sus ojos asom¬ brados. Las obreras llorosas que volvían de decir adiós á sus hombres vieron al mismo señor sonreir á los niños que marchaban junto á ellas, acariciar sus mejillas y alejarse, abandonando en sus manos la pieza de cinco francos.

Don Marcelo, que nunca había fumado, frecuentó los despachos de tabaco. Salía de ellos con las manos y los bolsillos repletos, para abrumar con una prodigalidad de paquetes al primer soldado que encontraba. A veces el favorecido sonreía cortésmente, dando las gracias con palabras reveladoras de un origen superior, y pasaba el regalo á otros compañeros que vestían un capote tan grosero y mal cortado como el suyo. El servicio obliga¬ torio le hacía incurrir con frecuencia en estos errores.

Las manos rudas, al oprimir la suya con un apretón agradecido, le dejaban satisfecho por unos minutos. ;Ay, no poder hacer más!... El gobierno, al movilizar los vehículos, le había tomado tres de sus automóviles mo¬ numentales. Desnoyers se entristeció porque no se lle¬ vaban su cuarto mastodonte. ¡Para lo que servía! Los pastores del rebaño monstruoso, el chófer y sus ayudan¬ tes, habían partido también para incorporarse al ejérci¬ to. Todos se marchaban. Finalmente sólo quedarían él y su hijo: dos inutilidades.

Eugió al enterarse de la entrada de los enemigos en Bélgica, considerando este suceso la traición más inau¬ dita de la Historia. Se avergonzaba al recordar que en los primeros momentos había hecho responsables de la guerra á los patriotas exaltados de su país... ¡Qué per-

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fidia, metódicamente preparada con largos años de an¬ ticipación! Los relatos de saqueos, incendios y matan¬ zas le hacían palidecer, rechinando los dientes. A él, á Marcelo Desnoy ers, le podía ocurrir lo mismo que á los infelices belgas si los bárbaros invadían su país. Tenía una casa en la ciudad, un castillo en el campo, una fa¬ milia. Por una asociación de ideas, las mujeres víctimas de la soldadesca le hacían pensar en su Chichi y en la buena doña Luisa. Los ediñcios en llamas evocaban el recuerdo de todos los muebles raros y costosos amonto¬ nados en sus dos viviendas y que eran como los blasones de su elevación social. Los ancianos fusilados, las ma¬ dres de entrañas abiertas, los niños con las manos cor¬ tadas, todos los sadismos de una guerra de terror, des¬ pertaban la violencia de su carácter.

¡Y esto puede ocurrir impunemente en nuestra época!...

Para convencerse de que el castigo estaba próximo, de que la venganza marchaba al encuentro de los cul¬ pables, sentía la necesidad de confundirse diariamente con el gentío aglomerado en torno de la estación del Este.

El grueso de las tropas operaba en las fronteras, pero no por esto disminuía la animación en este lugar. Ya no se embarcaban batallones enteros, pero día y noche los hombres de combate iban entrando en la estación sueltos ó por grupos. Eran reservistas sin uniforme que mar¬ chaban á incorporarse á sus regimientos, oñciales que habían estado ocupados hasta entonces en los trabajos de la movilización, pelotones en armas destinados á llenar los grandes huecos abiertos por la muerte.

La muchedumbre, oprimida contra las verjas, salu¬ daba á los que partían, acompañándolos con los ojos mientras atravesaban el gran patio. Eran anunciadas á gritos las últimas ediciones de los periódicos. La masa obscura se moteaba de blanco, leyendo con avidez las hojas impresas. Una buena noticia; «¡Viva Francia!...» Un despacho confuso que hacía presentir un descalabro: «No importa. Hay que sostenerse de todos modos. Los rusos avanzarán á sus espaldas.» Y mientras se desarro¬ llaban los diálogos inspirados por estas nuevas, y mu-

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chas jóvenes convertidas en vendedoras iban entre los grupos ofreciendo banderitas y escarapelas tricolores, continuaban pasando por el patio solitario, para des¬ aparecer detrás de las puertas de cristales, hombres y más hombres que iban á la guerra.

Un subteniente de la reserva, con un saco al hom¬ bro, llegó acompañado de su padre hasta la fila de poli¬ cías que cerraba el paso á la muchedumbre. Desnoyers encontró al oficial cierta semejanza con su hijo. El viejo ostentaba en la solapa la cinta verde y negra de 1870: la condecoración evocadora del remordimiento. Era alto, enjuto, y aún pretendía erguirse más poniendo un gesto fosco. Deseaba mostrarse fiero, inhumano, para ocultar su emoción.

¡Adiós, muchacho! Pórtate bien.

¡Adiós, padre!

No se dieron la mano: evitaban que sus miradas se encontrasen. El oficial sonreía como un autómata. El padre volvió bruscamente la espalda, y atravesando el gentío se metió en un café. Necesitaba el rincón más obscuro, la banqueta más oculta, para disimular por unos minutos su emoción.

Y el señor Desnoyers envidió este dolor.

Unos reservistas avanzaron cantando, precedidos de una bandera. Se empujaban y bromeaban, adivinándose en su excitación largas detenciones en todas las taber¬ nas encontradas al paso. Uno de ellos, sin interrumpir su canto, oprimía la diestra de una viejecita que mar¬ chaba á su lado, serena y con los ojos secos. La madre reunía sus fuerzas para acompañar á su mocetón, con una falsa alegría, hasta el último momento.

Otros llegaban sueltos, despegados de sus compañe¬ ros, pero no por esto iban solos. El fusil colgaba de uno de sus hombros, las espaldas estaban abrumadas i^or la joroba de la mochila, las piernas rojas salían y se ocul¬ taban entre las alas vueltas del capote azul, la pipa humeaba bajo la visera del kepis. Delante de uno de ellos caminaban cuatro niños, alineados por orden de estatura. Volvían la cabeza para admirar al padre, súbi¬ tamente engrandecido por los arreos militares. A su lado marchaba la compañera, af afile y sumisa, lo mismo que

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en las primeras semanas de relaciones, sintiendo en su alma simple un reflorecimiento de amor, una prima¬ vera extemporánea, nacida al contacto del peligro. El hombre, obrero de París que tal vez cantaba un mes antes la Internacional, pidiendo la desaparición de los ejércitos y la fraternidad de todos los humanos, iba ahora en busca de la muerte. Su mujer contenía los sollozos y le admiraba. El cariño y la conmiseración le hacían insistir en sus recomendaciones. En la mochila había puesto los mejores pañuelos, los pocos víveres que guardaba en casa, todo el dinero. Su hombre no debía inquietarse por ella y los hijos. Saldrían del mal paso como pudiesen. El gobierno y las buenas almas se en¬ cargarían de su suerte.

El soldado bromeaba ante el talle algo deforme de su mujer, saludando al ciudadano próximo á surgir, anun¬ ciándole un nacimiento en plena victoria. Un beso á la compañera, un cariñoso repelón á la prole, y luego se unió con los camaradas... Nada de lágrimas. ¡Valor!... ¡Viva Francia!

Las recomendaciones de los que se marchaban eran oídas. Nadie lloraba. Pero al desaparecer el último pan¬ talón rojo, muchas manos se agarraron convulsas á los hierros de la verja, muchos pañuelos fueron mordidos con rechinamiento de dientes, muchas cabezas se ocul¬ taron bajo el brazo con estertor angustioso.

Y el señor Desnoyers envidió estas lágrimas.

La vieja, al perder en su arrugada mano el contacto de la diestra del hijo, se volvió hacia donde creía que estaba el país hostil, agitando los brazos con furor ho¬ micida:

¡Ah, bandido!... ¡Bandido!

Volvía á ver con la imaginación el rostro tantas ve¬ ces contemplado en las páginas ilustradas de los perió¬ dicos: unos bigotes de insolente alborotamiento; una boca con dentadura de lobo, que reía... reía como de¬ bieron reir los hombres de la época de las cavernas.

Y el señor Desnoyers envidió esta cólera.

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V. BLASCO IBAÑEZ

II

VIDA NUEVA

Cuando Margarita pudo volver al estudio de la rué de la Pompe, Julio, que vivía en perpetuo mal humor, viéndolo todo con sombríos colores, se sintió animado por un optimismo repentino.

La guerra no iba á ser tan cruel como se la imagi¬ naban todos al principio. Diez días iban transcurridos, y empezaba á hacerse menos visible el movimiento de tropas. Al disminuir el número de hombres en las calles, la población femenina parecía haber aumentado. Las gentes se quejaban de escasez de dinero; los Bancos se¬ guían cerrados para el pago. En cambio, la muchedum¬ bre sentía una necesidad de gastos extraordinarios para acaparar víveres. El recuerdo del 70, con las crueles escaseces del sitio, atormentaba las imaginaciones. Ha¬ bía estallado una guerra con el mismo enemigo, y á todos les parecía lógico la repetición de iguales acci¬ dentes. Los almacenes de comestibles se veían asediados por las mujeres, que hacían acopio de alimentos rancios á precios exorbitantes para guardarlos en sus casas. El hambre futura producía mayor espanto que los peligros inmediatos.

Estas eran para Desnoyers todas las transformaciones que la guerra había realizado en torno de él. Las gentes acabarían por acostumbrarse á la nueva existencia. La humanidad posee una fuerza de adaptación que le per¬ mite amoldarse á todo para continuar subsistiendo. El esperaba continuar su vida como si nada hubiese ocurri¬ do. Bastaba para esto que Margarita siguiese ñel á su pasado. Juntos verían deslizarse los acontecimientos con

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS lio

la cruel voluptuosidad del que contempla una inunda¬ ción, sin riesgo alguno, desde una altura inaccesible.

Esta calma de testigo egoísta de los sucesos se la ha¬ bía inspirado Argén sola.

Seamos neutros afirmaba el bohemio . Neutrali¬ dad no significa indiferencia. Gocemos del gran espec¬ táculo, ya que en toda nuestra vida volverá á ofrecerse otro semejante.

Lástima que la guerra les pillase con tan poco dine¬ ro... Argensola odiaba á los Bancos más aún que á los Imperios centrales, distinguiendo con una antipatía es¬ pecial al establecimiento de crédito que demoraba el pago del cheque de Julio. ¡Tan hermoso que habría sido presenciar los acontecimientos con toda clase de como¬ didades, gracias á esta enorme cantidad!... Para reme¬ diar las penurias domésticas volvía á impetrar el auxi¬ lio de doña Luisa. La guerra había debilitado las pre¬ cauciones de don Marcelo, y la familia vivía ahora en un descuido generoso. La madre, á imitación de otras dueñas de casa, hacía provisiones para meses y meses, adquiriendo cuantos víveres podía encontrar. El se apro¬ vechó de esto, menudeando sus visitas á la casa de la avenida Víctor Hugo para descender por la escalera de servicio grandes paquetes que engrosaban las provisio¬ nes del estudio.

Todas las alegrías de una buena ama de llaves las conoció al contemplar los tesoros guardados en su co¬ cina: grandes latas de carne en conserva, pirámides de botes, sacos de legumbres secas. Tenía allí para el man¬ tenimiento de una larga familia. Además, la guerra le había servido de pretexto para hacer nuevas visitas á la bodega de don Marcelo.

Pueden venir decía con gesto heroico al pasar re¬ vista á su almacén ; pueden venir cuando quieran. Estamos preparados para hacerles frente.

El cuidado y aumento de sus víveres y la averigua¬ ción de noticias eran las dos funciones que ocupaban su existencia. Necesitaba adquirir diez, doce, quince perió¬ dicos por día; unos porque eran reaccionarios, y á él le entusiasmaba la novedad de ver unidos á todos los fran¬ ceses; otros porque, siendo radicales, debían estar mejor

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enterados de las noticias recibidas por el gobierno. Apa¬ recían á mediodía, á las tres, á las cuatro, á las cinco de la tarde. Media hora de retraso en el nacimiento de una hoja infundía grandes esperanzas en el público, que se imaginaba encontrar noticias estupendas. Todos se arre¬ bataban los últimos suplementos; todos llevaban los bol¬ sillos repletos de papel, esperando con ansiedad nuevas publicaciones para adquirirlas. Y todas las hojas decían aproximadamente lo mismo.

Argensola percibió cómo se iba formando en su in¬ terior un alma simple, entusiasta y crédula, capaz de admitir las cosas más inverosímiles. Esta alma la adivi¬ naba igualmente en todos los que vivían cerca de él. A veces, su antiguo espíritu de crítica parecía encabritar¬ se; pero la duda era rechazada como algo deshonroso. Vivía en un mundo nuevo, y era natural que ocurriesen cosas extraordinarias que no podían medirse ni expli¬ carse por el antiguo raciocinio. Y comentaba con alegría infantil los relatos maravillosos de los periódicos: com¬ bates de un pelotón de franceses ó de belgas con regi¬ mientos enteros de enemigos, poniéndolos en desorde¬ nada fuga; el miedo de los alemanes á la bayoneta, que les hacía correr como liebres apenas sonaba la carga; la ineficacia de la artillería germánica, cuyos proyectiles estallaban mal.

Era para él ordinario y lógico que la pequeña Bél¬ gica venciese á la colosal Alemania: una repetición del encuentro de David y Goliat, con todas las metáforas é imágenes que este choque desigual había inspirado á través de los siglos. Como la mayor parte de la nación, tenía la mentalidad de un lector de libro de caballerías que se siente defraudado cuando el héroe, un hombre solo, no parte mil enemigos de un revés. Buscaba con predilección los periódicos más exagerados, los que pu¬ blicaban más historias de encuentros sueltos, de accio¬ nes individuales, que nadie sabía con certeza dónde habían ocurrido.

La intervención de Inglaterra en los mares le hizo imaginar un hambre espantosa, fulminante, providen¬ cial, que martirizaba á los enemigos. A los diez días de bloqueo marítimo creía de buena fe que en Alemania

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vivía la gente como iin grupo de náufragos sobre una balsa de tablones. Esto le hizo menudear sus visitas á- la cocina, admirando emocionado sus paquetes de co¬ mestibles.

¡Lo que darían en Berlín por mi tesoro!...

Nunca comió mejor Argensola. La consideración de las grandes carestías sufridas por el adversario espoleaba su apetito, dándole una capacidad monstruosa. El pan blanco, de corteza dorada y crujiente, le sumía en un éxtasis religioso.

¡Si el amigo Guillermo pillase estol decía á su compañero.

Mascaba y tragaba con avidez; alimentos y líquidos, al pasar por su boca, adquirían un nuevo sabor raro y divino. El hambre ajena era para él un excitante, una salsa de interminable deleite.

Francia le inspiraba entusiasmo, pero á Eusia le concedía mayor crédito. ¡Ah, los cosacos!... Hablaba de ellos como de íntimos amigos. Describía los terribles jinetes de galope vertiginoso, impalpables como fantas¬ mas, y tan terribles en su cólera, que el adversario no podía mirarlos de frente. En la portería de su casa y en varios establecimientos de la calle le escuchaban con todo el respeto que merece un señor que, por ser extran¬ jero, puede hablar mejor que otros de las cosas extran¬ jeras.

Los cosacos ajustarán las cuentas á esos bandidos terminaba diciendo con absoluta seguridad . Antes de un. mes habrán entrado en Berlín.

Y su público, compuesto en gran parte de mujeres, esposas ó madres de los que habían partido á la guerra, aprobaba modestamente, con el deseo irresistible que todos sentimos de colocar nuestras esperanzas en algo lejano y misterioso. Los franceses defenderían el país, reconquistando además los territorios perdidos; pero eran los cosacos los que iban á dar el golpe de gracia, aquellos cosacos de que hablaban todos y muy pocos habían visto.

El único que los conocía de cerca era Tchernoff, y con gran ^cándalo de Argensola escuchaba sus palabras sin mostrar entusiasmo. Los cosacos eran para él un simple

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cuerpo del ejército ruso. Buenos soldados, pero incapa¬ ces de realizar los milagros que todos les atribuían.

¡Ese Tchernoff! exclamaba Argensola . Como odia al zar, encuentra malo todo lo de su país. Es un re¬ volucionario fanático... y yo soy enemigo de todos los fanatismos.

Escuchaba Julio con distracción las noticias de su compañero, los artículos vibrantes recitados con tono declamatorio, los planes de campaña que discurría ante un mapa enorme fijo en una pared del estudio y erizado de banderitas que marcaban las situaciones de los ejér¬ citos beligerantes. Cada periódico obligaba al español á realizar una nueva danza de alfileres en el mapa, seguida de comentarios de un optimismo á prueba de bomba.

Hemos entrado en Alsacia: ¡muy bien!... Parece que ahora abandonamos Alsacia: ¡perfectamente! Adivino la causa. Es para volver á entrar por un sitio mejor, pillan¬ do al enemigo por la espalda... Dicen que Lieja ha caído. ¡Mentira!... Y si cae, no importa. Un incidente nada más. Quedan los otros... ¡los otros! que avanzan por el lado oriental y van á entrar en Berlín.

Las noticias del frente ruso eran las preferidas por él; pero quedaba en suspenso cada vez que buscaba en la carta los nombres enrevesados de aquellos lugares donde efectuaban sus hazañas los admirados cosacos.

Mientras tanto, Julio continuaba el curso de sus pen¬ samientos. ¡Margarita!... Había vuelto al fin, y sin em¬ bargo parecía vivir cada vez más alejada de él...

En los primeros días de la movilización rondó por las inmediaciones de su casa, creyendo engañar su deseo con esta aproximación ilusoria. Margarita le ha¬ bía escrito para recomendarle la calma. ¡Feliz él, que por ser extranjero no sufriría las consecuencias de la guerra! Su hermano, oficial de artillería de reserva, iba á partir de un momento á otro. La madre, que vivía con este hijo soltero, había mostrado á última hora una sere¬ nidad asombrosa, después de llorar mucho en los días anteriores, cuando la guerra era todavía problemática. Ella misma preparó el equipaje del soldado, para que la pequeña maleta contuviese todo lo que es indispensable en la vida de campaña. Pero Margarita adivinaba el

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suplicio interior de la pobre señora y su lucha para que no se revelase exteriormente en la humedad de sus ojos, en la nerviosidad de sus manos. Le era imposible aban¬ donar á su madre un solo momento... Luego había sido la despedida. «; Adiós, hijo mío! Cumple tu deber, pero prudente.» Ni una lágrima, ni un desfallecimiento. Toda la familia se había opuesto á que le acompañase hasta el ferrocarril. Su hermana iría con él. Y al regre¬ sar Margarita á la casa la había encontrado en un sillón, rígida, con el gesto hosco, eludiendo nombrar á su hijo, hablando de las amigas que también enviaban los suyos á la guerra, como si únicamente ellas conociesen este tormento. «¡Pobre mamá! Debo acompañarla, ahora más que nunca... Mañana, si puedo, iré á verte.»

Al fin volvió á la rué de la Pom^pe. Su primer cui¬ dado fué explicar á Julio la modestia de su traje tail- leur, la ausencia de Joyas en el adorno de su persona. «La guerra, amigo mío. Ahora lo chic es amoldarse á las circunstancias, ser sobrios y modestos como solda¬ dos. ¡Quién sabe lo que nos espera!» La preocupación del vestido la acompañaba en todos los momentos de su existencia.

Julio notó en ella una persistente distracción. Pare¬ cía que su espíritu abandonaba el encierro de su cuerpo, vagando á enormes distancias. Sus ojos le miraban, pero tal vez no le veían. Hablaba con voz lenta, como si cada palabra la sometiese á previo examen, temiendo traicio- /nar algún secreto. Este alejamiento espiritual no impi¬ dió, sin embargo, la aproximación física. Fueron uno del otro, con el irresistible choque de las atracciones mate¬ riales. Ella se entregó voluntariamente, resbalando por la suave cuesta de la costumbre; pero al recobrar la se¬ renidad mostró un vago remordimiento. «¿Estará bien lo que hacemos?... ¿No es inoportuno continuar la misma existencia cuando tantas desgracias van á caer sobre el mundo?» Julio repelió estos escrúpulos.

¡Pero si vamos á casarnos tan pronto como poda¬ mos!... ¡Si somos lo mismo que marido y mujer!

Ella contestó con un gesto de extrañeza y desaliento. ¡Casarse!... Diez días antes no deseaba otra cosa. Ahora sólo de tarde en tarde surgía en su memoria la posi-

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bilidad del matrimonio. ¡Para qué pensar en sucesos remotos é inseguros! Otros más inmediatos ocupaban su ánimo.

La despedida de su hermano en la estación era una escena que se había fijado en su memoria. Al ir al estu¬ dio se proponía no acordarse de ella, presintiendo que podía molestar á su amante con este relato. Y bastó que se jurase el silencio, para sentir una necesidad irresisti¬ ble de contarlo todo.

No había sospechado jamás que amase tanto á su hermano. Su cariño fraternal iba unido á un ligero sen¬ timiento de celos porque mamá prefería al hijo mayor. Además, él era quien había presentado á Laiirier en la casa: los dos tenían el diploma de ingenieros industria¬ les y marchaban unidos desde la escuela... Pero al verle Margarita próximo á partir, había reconocido de pronto que este hermano, considerado siempre en segundo tér¬ mino, ocupaba un lugar preferente en su cariño.

¡Estaba tan guapo, tan interesante, con su uniforme de teniente!... Parecía otro. Te confieso que yo iba con orgullo al lado de él, apoyada en su brazo. Nos tomaban por casados. Al verme llorar, unas pobres mujeres inten¬ taron consolarme. «¡Valor, madama!... Su marido vol¬ verá.» Y él reía con estas equivocaciones. Unicamente mostraba tristeza al acordarse de nuestra madre.

Se habían separado en la puerta de la estación. Los centinelas no dejaban ir más adelante. Ella le entregó su sable, que había querido llevar hasta el último mo¬ mento.

Es hermoso ser hombre dijo con entusiasmo . Me gustaría vestir un uniforme, ir á la guerra, servir para algo.

No quiso hablar más, como si de pronto se diese cuenta de la inoportunidad de sus últimas palabras. Tal vez notó una crispación en el rostro de Julio.

Pe;"o estaba excitada por el recuerdo de aquella des¬ pedida, y después de una larga pausa no pudo resistirse al deseo de seguir exteriorizando su pensamiento.

En la entrada de la estación, mientras besaba por última vez á su hermano, había tenido un encuentro, una gran sorpresa. El había llegado, vestido igualmente

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de oficial de artillería, pero solo, teniendo que confiar su maleta á nn hombre de buena voluntad salido de la muchedumbre.

Julio hizo un gesto de interrogación. ¿Quién era él? Lo sospechaba, pero fingió ignorancia, como si temiese conocer la verdad.

•— Laurier contestó ella lacónicamente . Mi antiguo marido.

El amante mostró una ironía cruel. Era un acto co¬ barde denigrar á este hombre que había marchado á cumplir su deber. Reconoció su vileza, pero un instinto maligno é irresistible le hizo insistir en sus burlas, para rebajarlo ante Margarita. ¡Laurier militar!... Debía ofre¬ cer un aspecto ridículo vestido de uniforme.

¡Laurier guerrero! continuó, con una voz sarcás¬ tica, que le extrañaba como si procediese de otro . ¡Pobre hombre!...

Ella dudó en su respuesta, por no contrariar á Des¬ noy ers. Pero la verdad pudo más en su ánimo, y dijo simplemente:

No... no tenía mal aspecto. Era otro. Tal vez el uni¬ forme; tal vez su tristeza al marchar solo, completa¬ mente solo, sin una mano que estrechase la suya. Yo tardé en conocerle. Al ver á mi hermano se aproximó; pero luego, viéndome á mí, siguió adelante... ¡Pobre! ¡Me da lástima!

Su instinto femenil debió indicarle que hablaba de¬ masiado, y cortó bruscamente su charla. El mismo ins¬ tinto le avisó también por qué razón el rostro de Julio se ensombrecía y su boca tomaba el pliegue de una son¬ risa amarga. Quiso consolarle y añadió:

Por suerte, eres extranjero y no irás á la guerra. ¡Qué horror si te perdiese!...

Lo dijo con sinceridad... Momentos antes envidiaba á los hombres, admirando la gallardía con que expo¬ nían su existencia, y ahora temblaba ante la idea de que su amante pudiera ser uno de ellos.

Este no agradeció su egoísmo amoroso, que lo colo¬ caba aparte de los demás, como un ser delicado y frágil, apto únicamente para la adoración femenil . Prefería ins¬ pirar la envidia que había sentido ella al ver á su her-

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mano cubierto de arreos belicosos. Le pareció que entre él y Margarita acababa de interponerse algo que no se derrumbaría nunca, que iría ensanchándose, repelién¬ dolos en dirección contraria... lejos... muy lejos, hasta donde no pudieran reconocerse al cruzar sus miradas.

Siguió tocando este obstáculo en las entrevistas su¬ cesivas. Margarita extremaba sus palabras de cariño, mirándole con ojos húmedos. Sus manos acariciadoras parecían de madre más que de amante; su ternura iba acompañada de un desinterés y un pudor extraordina¬ rios. Se quedaba obstinadamente en el estudio, evitando el pasar á las otras habitaciones.

Aquí estamos bien... No quiero: es inútil. Tendría remordimientos... ¡Pensar en tales cosas en estos ins¬ tantes!...

El ambiente estaba para ella saturado de amor; pero era un amor nuevo, un amor al hombre que sufre, un deseo de abnegación, de sacrificio. Este amor evocaba una imagen de blancas tocas, de manos trémulas cu¬ rando la carne desgarrada y sangrienta.

Cada intento de posesión provocaba en Margarita una protesta vehemente y pudorosa, como si los dos se encontrasen por vez primera.

Es imposible decía : pienso en mi hermano; pien¬ so en tantos que conozco y tal vez á estas horas habrán muerto.

Llegaban noticias de combates; empezaba á correr en abundancia la sangre.

No, no puedo repetía ella.

Y cuando llegaba Julio á conseguir sus deseos, em¬ pleando la súplica ó la apasionada violencia, oprimía entre los brazos un ser falto de voluntad, que abando¬ naba una parte de su cuerpo insensible, mientras la ca¬ beza seguía independientemente su trabajo mental.

Una tarde, Margarita le anunció que en adelante se verían con menos frecuencia. Tenía que asistir á sus clases: sólo le quedaban dos días libres.

Desnoyers la escuchó estupefacto. ¿Sus clases?... ¿Qué estudios eran los suyos?...

Ella pareció irritarse ante su gesto de burla... Sí, es¬ taba estudiando; hacía una semana que asistía á clase.

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Ahora las lecciones iban á ser más continuas: se había P organizado la enseñanza; los profesores eran más nu- ^ merosos.

Quiero ser enfermera. Sufro mucho al considerar mi inutilidad... ¿De qué he servido hasta ahora?...

Calló un momento, como si abarcase con la imagina- ción todo su pasado.

; A veces pienso continuó que la guerra, con todos

sus horrores, tiene algo de bueno. Sirve para que sea- '• mos útiles á nuestros semejantes. Apreciamos la vida de un modo más serio; la desgracia nos hace comprender que hemos venido al mundo para algo... Yo creo que . hay que amar la existencia no sólo por los goces que nos proporciona. Debe encontrarse una gran satisfacción en el sacrificio, en dedicarnos á los demás; y esta satis¬ facción, no por qué, tal vez por ser nueva, me parece superior á las otras.

Julio la miró con sorpresa, imaginándose lo que po¬ día existir dentro de su cabecita adorada y frívola. ¿Qué se estaba formando más allá de su frente contraída por el movimiento rugoso de las ideas y que hasta entonces sólo había refiejado la ligera sombra de unos pensa¬ mientos veloces y aleteantes como pájaros?..’.

Pero la Margarita de antes vivía aún. La vió reapa¬ recer con un mohín gracioso entre las preocupaciones que la guerra hacía crecer sobre las almas como follajes sombríos.

Hay que estudiar mucho para conseguir el diploma de enfermera. ¿Te has fijado en el traje?... Es de lo más distinguido: el blanco va bien lo mismo á las rubias que á las morenas. Luego la toca, que permite los rizos sobre las orejas, el peinado de moda; y la capa azul sobre el uniforme, que ofrece un bonito contraste... Una mujer elegante puede realzar todo esto con joyas discretas y un calzado chic. Es una mezcla de monja y de gran dama, que no sienta mal.

Iba á estudiar con verdadera furia, para ser útil á sus semejantes... y vestir pronto el admirado uni¬ forme.

¡Pobre Desnoyers!... La necesidad de verla y la falta de ocupación en unas tardes interminables que hasta

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entonces habían tenido más grato empleo le arrastraron á rondar por las cercanías de iin palacio eternamente desocupado, donde acababa de instalar el gobierno la escuela de enfermeras. Al estar de plantón en una es¬ quina, aguardando el revoloteo de una falda y el trote- cito en la acera de unos pies femeniles, se imaginaba haber remontado el curso del tiempo y que aún tenía diez y ocho años, lo mismo que cuando esperaba en los alrededores de un taller de modisto célebre. Los grupos de mujeres que en horas determinadas salían de aquel palacio hacían aún más verosímil esta semejanza. Iban vestidas con rebuscada modestia; el aspecto de muchas de ellas resultaba más humilde que el de las obreras de la moda. Pero eran grandes damas. Algunas subían en automóviles cuyos chófers llevaban uniforme de soldado por ser vehículos ministeriales.

Estas largas esperas le proporcionaron inesperados encuentros con las alumnas elegantes que entraban y salían.

¡Desnoyers! exclamaban unas voces femeniles de¬ trás de él . ¿No es Desnoyers?...

Y se veía obligado á cortar la duda saludando á unas señoras que lo contemplaban como si fuese un apa¬ recido. Eran amistades de una época remota, de seis meses antes; damas que le habían admirado y perse¬ guido, confiándose á su sabiduría de maestro para atra¬ vesar los siete círculos de la ciencia del tango. Le exa¬ minaban como si entre el último encuentro v el minuto actual hubiese ocurrido un gran cataclismo transforma¬ dor de todas las leves de la existencia, como si fuese el único y milagroso superviviente de una humanidad totalmente desaparecida.

Todas acababan por hacer las mismas preguntas:

¿No va usted á la guerra?... ¿Cómo es que no lleva uniforme?

Intentaba explicarse, pero á las primeras palabras le interrumpían:

Es verdad... Usted es extranjero.

Lo decían con cierta envidia. Pensaban sin duda en los individuos amados que arrostraban á aquellas horas las privaciones y riesgos de la guerra. Pero su condi-

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ción de extranjero creaba instantáneamente cierto ale¬ jamiento espiritual, una extrañeza que Julio no había conocido en los buenos tiempos, cuando las gentes se buscaban sin reparos de origen, sin experimentar la re¬ tracción del peligro, que aisla y concentra á los grupos humanos.

Se despedían las damas con una sospecha maliciosa. ¿Qué hacía allí esperando? ¿Alguna nueva aventura que le deparaba su buena suerte?... T la sonrisa de todas ellas tenía algo de grave: una sonrisa de personas ma¬ yores que conocen el verdadero significado de la vida y sienten conmiseración ante los ilusos que aún se entre¬ tienen con frivolidades.

A Julio le hacía daño esto, como si fuese una ma¬ nifestación de lástima. Se lo imaginaban ejerciendo la única función de que era capaz; él no podía servir para otra cosa. En cambio, aquellas casquivanas, que aún guardaban algo de su antiguo exterior, parecían anima¬ das por el gran sentimiento de la maternidad: una ma¬ ternidad abstracta que abarcaba á todos los hombres de su nación; un deseo de sacrificarse, de conocer de cerca las privaciones de los humildes, de sufrir con el contacto de todas las miserias de la carne enferma.

Este mismo ardor lo sentía Margarita al salir de sus lecciones. Avanzaba de asombro en asombro, saludando como grandes maravillas científicas los primeros rudi¬ mentos de la cirugía. Se admiraba, á misma por la avi¬ dez con que iba apoderándose de estos misterios, nunca sospechados hasta entonces. En ciertos momentos creía con graciosa inmodestia haber torcido la verdadera fina¬ lidad de su existencia.

¡Quién sabe si nací para ser una gran doctora! decía.

Su temor era que le faltase serenidad en el instante de llevar á la práctica sus nuevos conocimientos. Verse ante las hediondeces de la carne abierta, contemplar el chorreo de la sangre, resultaba horroroso para ella, que había experimentado siempre una repugnancia invenci¬ ble ante las bajas necesidades de la vida ordinaria. Pero sus vacilaciones eran cortas: una energía varonil la ani¬ maba de pronto. Los tiempos eran de sacrificio. ¿No se

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arrancaban los hombres de todas las comodidades de nna existencia sensual para seg'uir la ruda carrera del sol¬ dado?... Ella sería un soldado con faldas, mirando de frente el dolor, batallando con él, hundiendo sus manos en la putrefacción de la materia descompuesta, pene¬ trando como una sonrisa de luz en los lug-ares donde gemían los soldados esperando la llegada de la muerte.

Repetía con orgullo á Desnoy ers todos los progresos que realizaba en la escuela, los vendajes complicados que conseguía ajustar, unas veces sobre los miembros de un maniquí, otras sobre la carne de un empleado que se prestaba á fingir las actitudes de un falso herido. Ella, tan delicada, incapaz en su casa del menor esfuerzo físico, aprendía los procedimientos más hábiles para levantar del suelo un cuerpo humano cargándolo en sus espaldas. ¡Quién sabe si alguna vez prestaría sus servi¬ cios en los campos de batalla! Se mostraba dispuesta á los mayores atrevimientos, con la audacia ignorante de las mujeres cuando las empuja una ráfaga de heroísmo. Toda su admiración era para las nurses del ejército in¬ glés, damas enjutas, de nervioso vigor, que aparecían retratadas en los periódicos con pantalones, botas de montar y casco blanco.

Julio la oía con asombro. ¿Pero aquella mujer era realmente Margarita?... La guerra había borrado su gra¬ ciosa frivolidad. Ya no marchaba como un pájaro. Sus pies se asentaban en el suelo con firmeza varonil, tran¬ quila y segura de la nueva fuerza que se desarrollaba en su interior. Cuando una caricia de él le recordaba su condición de mujer, decía siempre lo mismo:

¡Qué suerte que seas extranjero!... ¡Qué dicha verte libre de la guerra!

En su ansia de sacrificio, quería ir á los campos de batalla, y celebraba al mismo tiempo como una felici¬ dad ver á su amante libre de los deberes militares. Este ilogismo no era acogido por Julio con gratitud; antes bien, le irritaba como una ofensa inconsciente.

«Cualquiera diría que me protege pensaba . Ella es el hombre, y se alegra de que la débil compañera, que soy yo, se halle á cubierto del peligro... ¡Qué situación tan grotesca!...»

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Por fortuna, algunas tardes, al presentarse Marga¬ rita en el estudio, volvía á ser la misma de los tiempos pasados, haciéndole olvidar instantáneamente sus pre¬ ocupaciones. Llegaba con la alegría del asueto que siente el colegial ó el empleado en los días libres. Al pesar obli¬ gaciones sobre ella, había conocido el valor del tiempo.

Hoy no hay clase gritaba al entrar.

Y arrojando su sombrero en un diván, iniciaba un paso de danza, huyendo con infantiles encogimientos de los brazos de su amante.

A los pocos minutos recobraba su serenidad, el gesto grave que era frecuente en ella desde el principio de las hostilidades. Hablaba de su madre, siempre triste, esfor¬ zándose por ocultar su pena y animada por la esperanza de una carta del hijo; hablaba de la guerra, comentando las últimas acciones con arreglo al retórico optimismo de los partes oficiales. Describía minuciosamente la pri¬ mera bandera tomada al enemigo, como si fuese un traje de elegancia inédita. Ella la había visto en una ventana del Ministerio de la Guerra. Se enternecía al repetir los relatos de unos fugitivos belgas llegados á su hospital. Eran los únicos enfermos que había podido asistir hasta entonces. París no recibía aún heridos de guerra; por orden del gobierno los enviaban desde el frente á los hospitales del Sur.

Ya no oponía la resistencia de los primeros días á los deseos de Julio. Su aprendizaje de enfermera le daba cierta pasividad. Parecía despreciar las atracciones de la materia, despojándolas de la importancia espiritual que les había atribuido hasta poco antes. Se entregaba sin resistencia, sin deseo, con una sonrisa de tolerancia, satisfecha de poder dar un poco de felicidad, de la que ella no participaba. Su atención se había concentrado en otras preocupaciones.

Una tarde, estando en el dormitorio del estudio, sin¬ tió la necesidad de comunicar ciertas noticias que desde el día anterior llenaban su pensamiento. Saltó de la cama, buscando entre sus ropas en desorden el bolso de mano, que contenía una carta. Quería leerla una vez más, comunicar á alguien su contenido, con el impulso irresistible que arrastra á la confesión.

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Era una carta que su hermano le había enviado desde los Vosgos. Hablaba en ella de Laurier más que de su propia persona. Pertenecían á distinta batería, pero figuraban en la misma división y habían tomado parte en iguales combates. El oficial admiraba á su an¬ tiguo cuñado. ¡Quién habría podido adivinar un héroe futuro en aquel ingeniero tranquilo y silencioso!... Y sin embargo, era un verdadero héroe. Lo proclamaba el her¬ mano de Margarita, y con él todos los oficiales que le habían visto cumplir su deber tranquilamente, arros¬ trando la muerte con la misma frialdad que si estuviese en su fábrica cerca de París.

Solicitaba el puesto arriesgado de observador, des¬ lizándose lo más cerca posible de los enemigos para vigilar la exactitud del tiro de la artillería, rectificán¬ dolo con sus indicaciones telefónicas. Un obús alemán había demolido la casa en cuyo techo estaUa oculto. Laurier, al salir indemne de entre los escombros, re¬ ajustó su teléfono y fué tranquilamente á continuar el mismo trabajo en el ramaje de una arboleda cercana. Su batería, descubierta en un combate desfavorable por los aeroplanos enemigos, había recibido el fuego con¬ centrado de la artillería de enfrente. En pocos minutos rodó por el suelo todo el personal: muerto el capitán y varios soldados, heridos los oficiales y casi todos los sir¬ vientes de las piezas. Sólo quedó como jefe Laurier «el Impasible» así lo apodaban sus camaradas , y auxi¬ liado por los pocos artilleros que se mantenían de pie, siguió disparando, bajo una lluvia de hierro y fuego, para cubrir la retirada de un batallón.

«Lo han citado dos veces en la orden del día con¬ tinuaba leyendo Margarita . Creo que no tardará en conseguir la cruz. Es todo un valiente. ¡Quién lo hubiese creído hace unas semanas!...»

Ella no participaba de este asombro. Al vivir con Laurier había entrevisto muchas veces la firmeza de su carácter, el arrojo disimulado por su exterior apacible. Por algo la avisaba el instinto, haciéndole temer la có¬ lera del marido en los primeros tiempos de su infideli¬ dad. Recordaba el gesto de aquel hombre al sorprenderla una noche á la salida de la casa de Julio. Era de los

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apasionados que matan. Y sin embargo, no había inten¬ tado la menor violencia contra ella... El recuerdo de este respeto despertaba en Margarita un sentimiento de gratitud. Tal vez la había amado como ningún otro hombre.

Sus ojos, con un deseo irresistible de comparación, se fijaban en Desnoyers, admirando su gentileza juvenil. La imagen de Laurier, pesada y vulgar, acudía á su me¬ moria como un consuelo. Era cierto que el oficial entre¬ visto por ella en la estación al despedir á su hermano no se parecía á su antiguo marido. Pero Margarita quiso olvidar al teniente pálido y de aire triste que había pa¬ sado ante sus ojos, para acordarse únicamente del in¬ dustrial preocupado de las ganancias é incapaz de com¬ prender lo que ella llamaba «las delicadezas de una mujer chic». Decididamente, Julio era más seductor. No se arrepentía de su pasado, no quería arrepentirse.

Y su egoísmo amoroso le hizo repetir una vez más las mismas exclamaciones:

i Qué suerte que seas extranjero ! . . . ¡ Qué alegría verte libre de los peligros de la guerra!

Julio sintió la irritación de siempre al oir esto. Le faltó poco para cerrar con una mano la boca de su amante. ¿Quería burlarse de él?... Era un insulto colo¬ carlo aparte de los otros hombres.

Mientras tanto, ella, con el ilogismo de su aturdi¬ miento, insistía en hablar de Laurier, comentando sus hazañas.

No le quiero, no le he querido nunca. No pongas la cara triste. ¿Cómo puede compararse el pobre contigo?... Pero hay que reconocer que ofrece cierto interés en su nueva existencia. Yo me alegro de sus hazañas como si fuesen de un amigo viejo, de una visita de mi familia á la que no hubiese visto en mucho tiempo... El pobre me¬ recía mejor suerte: haber encontrado una mujer que no fuese yo, una compañera al nivel de sus aspiraciones... Te digo que me da lástima.

Y esta lástima era tan intensa, que humedecía sus ojos, despertando en el amante la tortura de los celos.

De estas entrevistas salía Desnoyers malhumorado y sombrío.

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Sospecho que estamos en una situación falsa dijo una mañana á Argensola ; la vida va á sernos cada vez más penosa. Es difícil permanecer tranquilo, siguiendo la misma existencia de antes, en medio de un pueblo que se bate.

El compañero creía lo mismo. También consideraba insufrible su existencia de extranjero joven en este París agitado por la guerra.

Debe uno ir enseñando los papeles á cada instante, para que la policía se convenza de que no ha encontrado á un desertor. En un vagón del Metro tuve que explicar la otra tarde que era español á unas muchachas que se extrañaban de que no estuviese en el frente... Una de ellas, luego de conocer mi nacionalidad, me preguntó con sencillez por qué no me ofrecía como voluntario... Ahora han inventado una palabra; «emboscado». Estoy harto de las miradas irónicas con que acogen mi juven¬ tud en todas partes; me da rabia que me tomen por un francés «emboscado».

Una ráfaga de heroísmo sacudía al impresionable bohemio. Ya que todos iban á la guerra, él quería hacer lo mismo. No sentía miedo á la muerte; lo único que le aterraba era la servidumbre militar, el uniforme, la obe¬ diencia mecánica á toque de trompeta, la supeditación ciega á los jefes. Batirse no ofrecía para él dificultades, pero libremente ó mandando á otros, pues su carácter se encabritaba ante todo lo que significase disciplina. Los grupos extranjeros de París intentaban organizar cada uno su legión de voluntarios, y él proyectaba igual¬ mente la suya: un batallón de españoles é hispano¬ americanos, reservándose, naturalmente, la presiden¬ cia del comité organizador y luego la comandancia del cuerpo.

Había lanzado anuncios en los periódicos: lugar de inscripción, el estudio de la rué de la Pompe. En diez días se habían presentado dos voluntarios: un oficinista, resfriado en pleno verano, que exigía ser oficial porque llevaba chaqué, y un tabernero español que á las pri¬ meras palabras quiso despojar de su comandancia á Argensola con el fútil pretexto de haber sido soldado en su juventud, mientras el otro sólo era un pintor. Veinte

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batallones españoles se iniciaban al mismo tiempo con igual éxito en distintos lugares de París. Cada entu¬ siasta quería ser jefe de los demás, con la soberbia in¬ dividualista y la repugnancia á la disciplina propias de la raza. Al fin, los futuros caudillos, faltos de soldados, buscaban inscribirse como simples voluntarios... pero en un regimiento francés.

Yo espero á ver qué hacen los Garibaldi dijo Ar- gensola modestamente . Tal vez me vaya con ellos.

Este nombre glorioso le hacía tolerable la servidum¬ bre guerrera. Pero luego vacilaba: tendría de todos mo¬ dos que obedecer á alguien en este cuerpo de volunta¬ rios, y él era rebelde á una obediencia que no fuese pre¬ cedida de largas discusiones... ¿Qué hacer?

Ha cambiado la vida en medio mes continuó . Parece que hayamos caído en otro planeta; nuestras habilidades antiguas carecen de sentido. Otros pasan á las primeras filas, los más humildes y obscuros, los que ocupaban antes el último término. El hombre refinado y de complicaciones espirituales se ha hundido, quién sabe por cuántos años... Ahora sube á la superficie como triunfador el hombre simple, de ideas limitadas pero firmes, que sabe obedecer. Ya no estamos de moda.

Desnoyers asintió. Así era: ya no estaban de moda. El podía afirmarlo, que había conocido la notoriedad y pasaba ahora como un desconocido entre las mismas gentes que le admiraban meses antes.

Tu reino ha terminado dijo Argensola riendo . De nada te sirve ser buen mozo. Yo, con un uniforme y una cruz en el pecho, te vencería ahora en una rivalidad amorosa. El oficial únicamente hace soñar en tiempos de paz á las señoritas de provincias. Pero estamos en gue¬ rra, y toda mujer tiene despierto el entusiasmo ances¬ tral que sintieron sus remotas abuelas por la bestia agre¬ siva y fuerte... Las grandes damas que hace meses com¬ plicaban sus deseos con sutilezas psicológicas admiran ahora al militar con la misma sencillez de la criada que busca al soldado de línea. Sienten ante el uniforme el entusiasmo humilde y servil de las hembras de animali¬ dad inferior ante las crestas, melenas y plumajes de sus machos peleadores. ¡Ojo, maestro!... Hay que seguir el

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nuevo curso del tiempo ó resignarse á perecer obscura¬ mente: el tango ha muerto.

Y Desnoy ers pensó que, efectivamente, eran dos se¬ res que estaban al margen de la vida. Esta había dado un salto, cambiando de cauce. No quedaba lugar en la nueva existencia para aquel pobre pintor de almas y para él, héroe de una vida frívola, que había alcanzado de cinco á siete de la tarde los triunfos más envidiados por los hombres.

rií

LA RETIRADA

La guerra había extendido uno de sus tentáculos hasta la avenida Víctor Hugo. Era una guerra sorda, en la que el enemigo, blando, informe, gelatinoso, pa¬ recía escaparse de entre las manos para reanudar un poco más allá sus hostilidades.

Tengo á Alemania metida en casa decía Marcelo Desnoy ers.

Alemania era doña Elena, la esposa de von Hartrott. ¿Por qué no se la había llevado su hijo, aquel profesor de inaguantable insuficiencia, que él consideraba ahora como un espía?... ¿Por qué capricho sentimental había querido permanecer al lado de su hermana, perdiendo la oportunidad de regresar á Berlín antes de que se ce¬ rrasen las fronteras?...

La presencia de esta mujer era para él un motivo de remordimientos y alarmas. Afortunadamente, los cria¬ dos, el chófer, todos los de la servidumbre masculina, estaban en el ejército. Las dos chinas recibieron una orden con tono amenazante. Mucho cuidado al hablar

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con las otras criadas francesas; ni la menor alusión á la nacionalidad del marido de doña Elena y al domicilio de su familia. Doña Elena era argentina... Pero á pesar del silencio de las doncellas, don Marcelo temía alguna denuncia del patriotismo exaltado, que se dedicaba con incansable fervor á la caza de espías, y que la hermana de su mujer se viese confinada en un campo de concen¬ tración como sospechosa de tratos con el enemigo.

La señora von Hartrott correspondía mal á estas in¬ quietudes. En vez de guardar un discreto silencio, intro¬ ducía la discordia en la casa con sus opiniones.

Durante los primeros días de la guerra se mantuvo encerrada en su cuarto, reuniéndose con la familia so¬ lamente cuando la llamaban al comedor. Con los labios fruncidos y la mirada perdida se sentaba á la mesa, fingiendo no escuchar los desbordamientos verbales del entusiasmo de don Marcelo. Este describía las salidas de tropas, las escenas conmovedoras en calles y estaciones, comentando con un optimismo incapaz de duda las pri¬ meras noticias de la guerra. Dos cosas consideraba por encima de toda discusión. La bayoneta era el secreto del francés, y los alemanes sentían un estremecimiento de pavor ante su brillo, escapando irremediablemente. El cañón de 75 se había acreditado como una joya única. Sólo sus disparos eran certeros. La artillería enemiga le inspiraba lástima, pues si alguna vez daba en el blanco casualmente, sus proyectiles no llegaban á estallar... Además, las tropas francesas habían entrado victoriosas en Alsacia: ya eran suyas varias poblaciones.

Ahora no es como en el 70 decía, blandiendo el tenedor ó agitando la servilleta . Los vamos á llevar á patadas al otro lado del Khin. ¡A patadas!... ¡eso es!

Chichi asentía con entusiasmo, mientras doña Elena elevaba sus ojos como si protestase silenciosamente ante alguien que estaba oculto en el techo, poniéndolo por testigo de tantos errores y blasfemias.

Doña Luisa iba á buscarla después en el retiro de su habitación, creyéndola necesitada de consuelo por vivir lejos de los suyos. «La romántica» no mantenía su digno silencio ante esta hermana que siempre había acatado su instrucción superior. Y la pobre señora quedaba atur-

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dida por el relato que le iba haciendo de las fuerzas enormes de Alemania, con toda su autoridad de esposa de un gran patriota germánico y madre de un profesor casi célebre. Los millones de hombres surgían á rauda¬ les de su boca; luego desfilaban los cañones á millares, los morteros monstruosos, enormes como torres. Y sobre estas inmensas fuerzas de destrucción aparecía un hom¬ bre que valía por solo un ejército, que lo sabía todo y lo podía todo, hermoso, inteligente é infalible como un dios: el emperador.

Los franceses ignoran lo que tienen enfrente con¬ tinuaba doña Elena . Los van á aniquilar. Es asunto de un par de semanas. Antes que termine Agosto, el empe¬ rador habrá entrado en París.

Impresionada la señora Desnoyers por estas profe¬ cías, no podía ocultarlas á su familia. Chichi se indig¬ naba contra la credulidad de la madre y el germanismo de su tía. Un enardecimiento belicoso se había apode¬ rado del antiguo «peoncito».- ¡Ay, si las mujeres pudie¬ sen ir á la guerra!... Se veía de jinete en un regimiento de dragones, cargando al enemigo con otras amazonas tan arrogantes y hermosotas como ella. Luego, la afición al patinaje predominaba sobre sus gustos de cabalga¬ dora, y quería ser cazador alpino, «diablo azul» de los que se deslizan sobre largos patines, con la carabina en la espalda y el alpenstock en la diestra, por las nevadas pendientes de los Vosgos.

Pero el gobierno despreciaba á las mujeres, y ella no podía obtener otra participación en la guerra que la de admirar el uniforme de su novio Pené Lacour, con¬ vertido en soldado. El hijo del senador ofrecía un lindo aspecto. Alto, rubio, de una delicadeza algo femenil que recordaba á la difunta madre. Pené era un «solda- dito de azúcar» en opinión de su novia. Chichi experi¬ mentaba cierto orgullo al salir á la calle al lado de este guerrero, encontrando que el uniforme había aumen¬ tado las gracias de su persona. Pero una contrariedad fué nublando poco á poco su alegría. El príncipe sena¬ torial no era mas que soldado raso. Su ilustre padre, por miedo á que la guerra cortase para siempre la di¬ nastía de los Lacour, preciosa para el Estado, lo había

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hecho agregar á los servicios auxiliares del ejército. De este modo, Lacour (hijo) no saldría de París. Pero en tal situación, era un soldado igual á los que amasan panes ó remiendan capotes. Unicamente yendo al frente de la guerra, su calidad de alumno de la Escuela Central po¬ día hacer de él un subteniente agregado á la artillería de reserva.

¡Qué felicidad que te quedes en París! ¡Cuánto me gusta que seas simple soldado!...

Y al mismo tiempo que Chichi decía esto, pensaba con envidia en sus amigas cuyos novios y hermanos eran oficiales. Ellas podían salir á la calle escoltadas por un kepis galoneado que atraía las miradas de los tran¬ seúntes y los saludos de los inferiores.

Cada vez que doña Luisa, aterrada por los vaticinios de su hermana, pretendía comunicar su pavor á la hija, ésta se revolvía furiosa:

¡Mentiras de la tía!... Como su marido es alemán, todo lo ve á gusto de sus deseos. Papá sabe más; el pa¬ dre de Pené está mejor enterado de las cosas. Les vamos á largar la gran paliza. ¡Qué gusto que golpeen á mi tío de Berlín y á todos mis primos, tan pretenciosos!...

Cállate gemía la madre . No digas disparates. La guerra te ha vuelto loca, como á tu padre.

La buena señora se escandalizaba al escuchar la explosión de sus salvajes deseos siempre que hacía me¬ moria del emperador. En tiempo de paz, Chichi había admirado algo á este personaje. «Es guapo decía , pero con una sonrisa muy ordinaria.» Ahora todos sus odios los concentraba en él. ¡Las mujeres que lloraban por su culpa á aquellas horas! ¡Las madres sin hijos, las mujeres sm esposo, los pobres niños abandonados ante las poblaciones en llamas!... ¡Ah, mal hombre!... Surgía en su diestra el antiguo cuchillo de «peonci- to», una daga con puño de plata y funda cincelada, regalo del abuelo, que había exhumado de entre los recuerdos de su infancia olvidados en una maleta. El primer alemán que se acercase á ella estaba condenado á muerte. Doña Luisa se aterraba viéndola blandir el arma ante el espejo de su tocador. Ya no quería ser sol¬ dado de caballería ni «diablo azul». Se contentaba con

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que la dejasen en un espacio cerrado, frente al mons¬ truo odioso. En cinco minutos resolvería ella el conflicto mundial.

¡Defiéndete, boche! gritaba poniéndose en guardia, como lo había visto hacer en su niñez á los peones de la estancia.

y con una cuchillada de abajo arriba echaba al aire las majestáticas entrañas. Acto seguido resonaba en su cerebro una aclamación, el suspiro gigantesco de mi¬ llones de mujeres que se veían libres de la más sangrienta de las pesadillas gracias á ella, que era Judit, Carlota Corday, un resumen de todas las hembras heroicas que mataron por hacer el bien. Su furia salvadora le hacía continuar puñal en mano la imaginaria matanza. ¡Se¬ gundo golpe!; el príncipe heredero rodando por un lado y su cabeza por otro. ¡Una lluvia de cuchilladas!; todos los generales invencibles de que hablaba su tía huyendo con las tripas en las manos, y á la cola de ellos, como lacayo adulador que recibía igualmente su parte, el tío de Berlín... ¡Ay, si se le presentase ocasión para realizar sus deseos!

Estás loca protestaba la madre ; loca de remate. ¿Cómo puede decir eso una señorita?...

Doña Elena, al sorprender fragmentariamente estos delirios de su sobrina, elevaba los ojos al cielo, abste¬ niéndose en adelante de comunicarle sus opiniones, que reservaba enteras para la madre.

La indignación de don Marcelo tomaba otra forma cuando su esposa le repetía las noticias de su hermana. ¡Todo mentira!... La guerra marchaba perfectamente. En la frontera del Este, los ejércitos franceses habían avanzado por el interior de Alsacia y Lorena anexio¬ nada.

Pero ¿y Bélgica invadida? preguntaba doña Lui¬ sa . ¿Y los pobres belgas?

Desnoy ers contestaba indignado;

Eso de Bélgica es una traición... Y una traición nada vale entre personas decentes.

Lo decía de buena fe, como si la guerra fuese un duelo donde el traidor quedaba descalificado y en la imposibilidad de continuar sus felonías. Además, la he-

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roica resistencia cíe Bélgica le infundía absurdas ilusio¬ nes. Los belgas le parecían hombres sobrenaturales des¬ tinados á las más estupendas hazañas ... ¡Y él que no había concedido hasta entonces atención alguna á este pueblo!... Por unos días vió en Lieja una ciudad santa ante cuyos muros iba á estrellarse todo el poderío ger¬ mánico. Al caer Lieja, su fe inquebrantable encontró un nuevo asidero. Quedaban muchas Liejas en el interior. Podían entrar más adentro los alemanes: luego se vería cuántos lograban salir. La entrega de Bruselas no le produjo inquietud. ¡Una ciudad abierta!... Su rendición estaba prevista: así los belgas se defenderían mejor en Amberes. El aVance de los alemanes hacia la frontera francesa tampoco le produjo alarma. En vano su cuña¬ da, con una brevedad maligna, iba mencionando en el comedor los progresos de la invasión, indicados confu¬ samente por los periódicos. Los alemanes estaban ya en la frontera.

¿Y qué? gritaba don Marcelo . Pronto encontra¬ rán á quien hablar. Joffre les sale al paso. Nuestros ejér¬ citos estaban en el Este, en el sitio que les correspondía, en la verdadera frontera, en la puerta de la casa. Pero este es un enemigo traidor y cobarde, que en vez de dar la cara entra por la espalda, saltando las tapias del co¬ rral lo mismo que los ladrones... De nada le servirá su traición. Los franceses ya están en Bélgica y ajustarán las cuentas á los alemanes. Los aplastaremos, para que no perturben otra vez la paz del mundo. Y á ese maldito sujeto de los bigotes tiesos lo expondremos en una jaula en la plaza de la Concordia.

Chichi, animada por las afirmaciones paternales, se lanzaba á imaginar una serie de tormentos y escarnios vengativos como complemento de tal exposición.

Lo que más irritaba á la señora von Hartrott eran las alusiones al emperador. En los primeros días de la guerra, su hermana la había sorprendido llorando ante las caricaturas de los periódicos y ciertas hojas vendi¬ das en las calles.

¡Un hombre tan excelente... tan caballero... tan buen padre de familia! El no tiene la culpa de nada. Son los enemigos los que le han provocado.

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Y su veneración á los poderosos le hacía considerar las injurias contra el admirado personaje con más vehe¬ mencia que si fuesen dirigidas á su propia familia.

Una noche, estando en el comedor, abandonó su mu¬ tismo trágico. Varios sarcasmos dirigidos por Desnoyers contra el héroe agolparon las lágrimas en sus ojos. Este enternecimiento la sirvió para recordar á sus hijos, que figuraban indudablemente en el ejército de invasión.

Su cuñado deseaba el exterminio de todos los enemi¬ gos. ¡Que no quedase uno solo de aquellos bárbaros con casco puntiagudo que acababan de incendiar á Lovaina y otras poblaciones, fusilando á paisanos indefensos, mu¬ jeres, ancianos, niños!...

olvidas que soy madre gimió la señora de Har- trott . Olvidas que entre esos cuyo exterminio pides están mis hijos.

Y rompió á llorar. Desnoyers vió de pronto el abismo que existía entre él y aquella mujer alojada en su propia casa. Su indignación se sobrepuso á las consideraciones de familia... Podía llorar por sus hijos cuanto quisiera; estaba en su derecho. Pero estos hijos eran agresores y hacían el mal voluntariamente. A él sólo le inspiraban interés las otras madres que vivían tranquilamente en las risueñas poblaciones belgas y de pronto habían visto fusilados sus hijos, atropelladas sus hijas, ardiendo sus viviendas.

Doña Elena lloró más fuerte, como si esta descripción de horrores significase un nuevo insulto para ella. ¡Todo mentira! El kaiser era un hombre excelente, sus soldados unos caballeros, el ejército alemán un ejemplo de civili¬ zación y de bondad. Su marido había pertenecido á este ejército; sus hijos marchaban en sus filas. Y ella conocía á sus hijos: unos jóvenes bien educados, incapaces de ninguna mala acción. Calumnias de los belgas, que no podía escuchar tranquilamente... Y se arrojó con dramᬠtico abandono en los brazos de su hermana.

El señor Desnoyers se sintió furioso contra el destino, que le obligaba á convivir con esta mujer. ¡Qué cadena para la familia ! . . . Y las fronteras seguían cerradas , siendo imposible desprenderse de ella.

Está bien dijo ; no hablemos más de eso; no lie-

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ganamos á entendernos. Pertenecemos á dos mundos distintos. ¡Lástima que no puedas irte con los tuyos!...

Se abstuvo en adelante de hablar de la guerra cuan¬ do su cuñada estaba presente. Chichi era la única que conservaba su entusiasmo agresivo y ruidoso. Al leer en los diarios noticias de fusilamientos, saqueos, quemas de ciudades, éxodos dolorosos de gentes que veían con¬ vertido en pavesas todo lo que alegraba su existencia, sentía otra vez la necesidad de repetir sus puñaladas imaginarias. ¡Ay, si ella tuviese á mano uno de aquellos bandidos! ¿Qué hacían los hombres de bien que no los exterminaban á todos?...

A continuación veía á Pené con su uniforme flaman¬ te, dulce de maneras, sonriente, como si todo lo que ocu¬ rría sólo significase para él un cambio de vestimenta, y exclamaba con un acento enigmático:

¡Qué suerte que no vayas al frente!... ¡Qué alegría que no corras peligro!

El novio aceptaba estas palabras como una prueba de amoroso interés.

Un día, don Marcelo pudo apreciar sin salir de París los horrores de la guerra. Tres mil fugitivos belgas es¬ taban alojados provisionalmente en un circo, antes de ser distribuidos en provincias. Desnoy ers entró en este local, que meses antes había visitado con su familia. Aún estaban en. el vestíbulo los anuncios de los regoci¬ jados espectáculos que había presenciado.

Dentro percibió un hedor de muchedumbre enferma, miserable y amontonada, semejante al que se huele en un presidio ó un hospital pobre. Vió gentes que pare¬ cían locas ó estúpidas por el dolor. No conocían exacta¬ mente el lugar donde estaban; habían llegado hasta allí sin saber cómo. El horroroso espectáculo de la invasión persistía en su memoria, ocupándola por entero, no de¬ jando lugar á las impresiones siguientes. Veían aún cómo entraba la avalancha de los hombres con casco en sus tranquilos pueblos: las casas cubiertas de llamas repen¬ tinamente, la soldadesca haciendo fuego sobre los que huían, las mujeres agonizando destrozadas bajo la aguda persistencia del ultraje carnal, los ancianos quemados vivos, los niños deshechos á sablazos en sus cunas, todos

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los sadismos de la bestia humana enardecida por el al¬ cohol y la impunidad . . . Algunos octogenarios conta¬ ban, llorando, cómo los soldados de un pueblo civilizado cortaban los pechos á las mujeres para clavarlos en las puertas, cómo paseaban á guisa de trofeo un recién na¬ cido ensartado en una bayoneta, cómo fusilaban á los ancianos en el mismo sillón donde los tenía inmóviles su dolorosa vejez, torturándoles antes con burlescos su¬ plicios.

Habían huido sin saber adónde iban, perseguidos por el incendio y la metralla, locos de terror, como escapa¬ ban las muchedumbres medioevales ante el galopar de las hordas de hunos y mongoles. Y esta fuga había sido á través de la Naturaleza en fiesta, en el más opulento de los meses, cuando la tierra estaba erizada de espigas, cuando el cielo de Agosto era más luminoso y los pája¬ ros saludaban con su regocijo vocinglero la opulencia de la cosecha.

Revivía la visión del inmenso crimen en aquel circo repleto de muchedumbres errantes. Los niños gemían con un llanto igual al balido de los corderos; los hom¬ bres miraban en torno con ojos de espanto; algunas mu¬ jeres aullaban como locas. Las familias se habían dis¬ gregado en el terror de la huida. Una madre de cinco pequeños sólo conservaba uno. Los padres, al verse solos, pensaban con angustia en los desaparecidos. ¿Volverían á encontrarlos?... ¿Habrían muerto á aquellas horas?...

Don Marcelo regresó á su casa apretando los dientes, moviendo su bastón de un modo alarmante. ¡Ah, ban¬ didos!... Deseaba de pronto que su cuñada cambiase de sexo; ¿por qué no era un hombre?... Aún le parecía me¬ jor que de repente pudiese tomar la forma de su marido von Hartrott. ¡Qué entrevista tan interesante la de los dos cuñados!...

La guerra había despertado el sentimiento religioso en los hombres y aumentado la devoción de las mujeres. Los templos estaban llenos. Doña Luisa ya no limitaba sus excursiones á las iglesias del distrito. Con la audacia que infunden las circunstancias extraordinarias, se lan¬ zaba á pie á través de París, yendo á la Magdalena, á Nuestra Señora ó al lejano Sagrado Corazón, sobre la

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cumbre de Montmartre. Las fiestas religiosas se anima¬ ban con el apasionamiento de las asambleas populares. Los predicadores eran tribunos. El entusiasmo patriótico cortaba á veces con aplausos los sermones. Todas las mañanas, la señora Desnoyers, al abrir los periódicos, antes de buscar los telegramas de la guerra perseguía otra noticia. «¿Adonde irá hoy Monseñor Amette?» Lue¬ go, bajo las bóvedas del templo, unía su voz al coro devoto que imploraba una intervención sobrenatural. «¡Señor, salva á la Francia!» La religiosidad patriótica colocaba Santa Genoveva á la cabeza de los bienaven¬ turados. Y de todas estas fiestas volvía trémula de fe, esperando un milagro semejante al que había realizado la santa de París ante las hordas invasoras de Atila.

Doña Elena también visitaba las iglesias, pero las más cercanas á la casa. Su cuñado la vi ó entrar una tarde en Saint-Honoré d’Eylau. El templo estaba repleto de fieles; sobre el altar figuraban en haz las banderas de Francia y las naciones aliadas. La muchedumbre implo¬ rante no se componía únicamente de mujeres. Desnoyers vió hombres de su edad erguidos, graves, moviendo los labios, fijando en el altar una mirada vidriosa que refle¬ jaba como estrellas perdidas las llamas de los cirios... Y volvió á sentir envidia... Eran padres que recordaban las oraciones de su niñez pensando en los combates y en sus hijos. Don Marcelo, que había considerado siem¬ pre con indiferencia á la religión, reconoció de pronto la necesidad de la fe. Quiso orar como los otros, con un rezo de intención vaga, indeterminada, comprendiendo en él á todos los seres que luchaban y morían por una tierra que él no había sabido defender.

Vió con escándalo cómo la esposa de Hartrott se arrodillaba entre estas gentes, elevando luego los ojos para fijarlos en la cruz con una mirada de angustiosa súplica. Pedía al cielo por su marido el alemán, que tal vez á aquellas horas empleaba todas sus facultades de energúmeno en la mejor organización del aplastamiento de los débiles; rezaba por sus hijos, oficiales del rey de Prusia, que, revólver en mano, entraban en pueblos y granjas, llevando ante ellos á la muchedumbre despavo¬ rida, dejando á sus espaldas el incendio y la muerte. ¡Y

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estas oraciones iban á confundirse con las de las madres que rogaban por la juventud encargada de contener á los bárbaros, con los ruegos de aquellos hombres graves y rígidos en su trágico dolor!...

Tuvo que contenerse para no gritar, y salió del tem¬ plo. Su cuñada no tenía derecho á arrodillarse entre aquellas gentes.

Debían expulsarla murmuró indignado—. Coloca á Dios en un compromiso con sus oraciones absurdas.

Pero, á pesar de su cólera, tenía que sufrirla cerca de él , esforzándose al mismo tiempo por evitar que tras¬ cendiese al exterior la segunda nacionalidad que había adquirido con su matrimonio.

Eepresentaba un gran tormento para don Marcelo contener sus palabras cuando estaba en el comedor con la familia. Quería evitar la nerviosidad de su cuñada, que prorrumpía en lágrimas y suspiros á la menor alu¬ sión contra su héroe; temía igualmente las quejas de la esposa, pronta siempre á defender á su hermana como si fuese una víctima... ¡Que un hombre de su carácter se viese obligado en la propia casa á vigilar su lengua y hablar con eufemismos!... La única satisfacción que po¬ día permitirse consistía en dar noticias de las operacio¬ nes militares. Los franceses habían entrado en Bélgica. «Parece que los boches han recibido un buen golpe.» El menor choque de caballería, un simple encuentro de avanzadas, lo glorificaba como un hecho decisivo. «Tam¬ bién en Lorena nos los llevamos por delante...» Pero de repente pareció cegarse la fuente de optimismos. En el mundo no ocurría nada extraordinario, á juzgar por los periódicos. Seguían publicando historietas de la guerra para mantener el entusiasmo , pero ninguna noticia cierta. El gobierno lanzaba comunicados de vaga y re¬ tórica sonoridad. Desnoyers se alarmó: su instinto le avisaba el peligro. «Algo hay que no marcha pen¬ saba ; debe haberse roto algún resorte.»

Esta falta de noticias coincidió con una repentina ani¬ mación de doña Elena. ¿Con quién hablaba aquella mu¬ jer? ¿Qué encuentros eran los suyos cuando salía á la calle?... Sin perder su humildad de víctima, con la mi¬ rada dolorosa y la boca algo torcida, hablaba y hablaba

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traidoramente. ¡El tormento de don Marcelo al escuchar al enemigo albergado en su casa!... Los franceses habían sido derrotados á un mismo tiempo en Lorena y en Bél¬ gica. Un cuerpo de ejército se había desbandado: muchos prisioneros, muchos cañones perdidos. «¡Mentiras, exa¬ geraciones de los alemanes!», gritaba Desnoyers. Y Chi¬ chi ahogaba con sus carcajadas de muchacha insolente las noticias de la tía de Berlín. «Yo no continuaba ésta con maligna modestia ; tal vez no sea cierto. Lo he oído decir.» Su cuñado se indignaba. ¿Dónde lo había oído decir? ¿Quién le daba tales noticias?...

Y para desahogar su mal humor, prorrumpía en im¬ precaciones contra el espionaje enemigo, contra la incu¬ ria de la policía, que toleraba la permanencia de tantos alemanes ocultos en París. Pero de pronto tenía que callarse, al pensar en su propia conducta. El también contribuía involuntariamente á mantener y albergar al enemigo.

La caída del ministerio y la constitución de un go¬ bierno de defensa nacional le hicieron ver que algo grave estaba ocurriendo. Las alarmas y lloros de doña Luisa aumentaron su nerviosidad. Ya no volvía la buena señora entusiasmada y heroica de sus visitas á las igle¬ sias. Las conversaciones á solas con su hermana le in¬ fundían un terror que pretendía comunicar luego al es¬ poso. «Todo está perdido... Elena es la única que sabe la verdad.»

Desnoyers fué en busca del senador Lacour. Conocía á todos los ministros: nadie mejor enterado que él. «Sí, amigo mío dijo el personaje con tristeza , dos grandes descalabros en Morhange y en Charleroi, al Este y al Norte. Los enemigos van á invadir el suelo de Francia... Pero nuestro ejército se mantiene intacto y se retira en buen orden. Aún puede cambiar la fortuna. Una gran desgracia, mas no está todo perdido.»

Los preparativos de defensa de París eran activa¬ dos... algo tarde. Los fuertes se armaban con nuevos cañones; desaparecían bajo los picos de la demolición oficial las casuchas elevadas en la zona de tiro du¬ rante los años de paz; los árboles de las avenidas exte¬ riores caían cortados para ensanchar el horizonte; ba-

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Tricadas de sacos de tierra y de troncos obstruían las puertas de las antiguas murallas. Los curiosos recorrían los alrededores para admirar las trincheras recién abier¬ tas y los alambrados con púas. El Bosque de Bolonia se llenaba de rebaños. Junto á montañas de alfalfa seca, toros y ovejas se agrupaban en las praderas de ñno cés¬ ped. La seguridad del sustento preocupaba á una pobla¬ ción que mantenía vivo aún el recuerdo de las miserias sufridas en 1870. Cada noche era más débil el alum¬ brado en las calles. El cielo, en cambio, estaba rayado incesantemente por las mangas de luz de los reflecto¬ res. El miedo á una agresión aérea venía á aumentar , las inquietudes públicas. Las gentes medrosas hablaban de los zeppelines, atribuyéndoles un poder irresistible, con la exageración que acompaña á los peligros miste¬ riosos.

Doña Luisa aturdía con su pánico al marido. Este pasaba los días en una alarma continua, teniendo que infundir ánimo á su mujer, temblorosa y lloriqueante. «Van á llegar, Marcelo, me lo dice el corazón. Yo no puedo vivir así. La niña... ¡la niña!» Aceptaba ciega¬ mente todas las afirmaciones de su hermana. Lo único que ponía en duda era la caballerosidad y la disciplina de aquellas tropas en las que figuraban sus sobrinos. Las noticias de las atrocidades cometidas en Bélgica con las mujeres le merecían igual fe que los avances del enemigo anunciados por Elena. «La niña, Marcelo... ¡la niña!» Y el caso era que la niña objeto de tales inquie¬ tudes reía, con la insolencia de su juventud vigorosa, al escuchar á la madre. «Que vengan esos sinvergüenzas. Tendría gusto en verles la cara.» Y contraía la diestra, como si empuñase ya el cuchillo vengador.

El padre se cansó de esta situación. Le quedaba uno de sus automóviles monumentos, que podía guiar un chófer extranjero. El senador Lacour obtuvo los pape¬ les necesarios para el viaje de la familia, y Desnoy ers dió órdenes á su esposa con un tono que no admitía ré¬ plica. Debían irse á Biarritz ó á las estaciones veranie¬ gas del Norte de España. Casi todas las familias sudame¬ ricanas habían salido en la misma dirección. Doña Luisa intentó oponerse: le era imposible partir sin su esposo.

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En tantos años de matrimonio no se habían separado una sola vez. Pero la hosca negativa de don Marcelo cortó sns protestas. El se quedaba. Entonces, la pobre señora corrió á la ime de la Pompe. ¡Su hijo!... Julio apenas es¬ cuchó á la madre. ¡Ay, éste se quedaba también! Y al i ñn, el imponente automóvil emprendió la marcha hacia el Sur, llevando á doña Luisa, á su hermana, que acep¬ taba con gusto este alejamiento de las admiradas tropas del emperador, y á Chichi, contenta de que la guerra le proporcionase una excursión á las playas de moda fre¬ cuentadas por sus amigas.

Don Marcelo se vió solo. Las doncellas cobrizas ha¬ bían seguido en ferrocarril la fuga de las señoras. Al principio se sintió desorientado en esta soledad, le cau¬ saron extrañeza las comidas en el restorán, las noches pasadas en unas habitaciones desiertas y enormes que ; guardaban aún las huellas de su familia. Los otros pisos de la casa estaban igualmente vacíos. Todos los habitan¬ tes eran extranjeros que habían escapado discretamen- i te, ó franceses sorprendidos por la guerra cuando vera- ! neaban en sus posesiones del campo.

El instinto le hizo ir en sus paseos hasta la rué de la Pompe, mirando de lejos el ventanal del estudio. ¿Qué haría su hijo?... De seguro que continuaba su vida alegre é inútil. Para hombres como él, nada existía más allá de las frivolidades de su egoísmo.

Desnoyers estaba satisfecho de su resolución. Seguir á la familia le parecía un delito. Bastante le martiri¬ zaba el recuerdo de su fuga á América. «No, no ven¬ drán se dijo repetidas veces, con el optimismo del en¬ tusiasmo . Tengo el presentimiento de que no llegarán á París. ¡Y si llegan...!» La ausencia de los suyos le proporcionaba el valor alegre y desenfadado de la ju¬ ventud. Por su edad y sus dolencias no era capaz de hacer la guerra á campo raso, pero podía disparar un fusil, inmóvil en una trinchera, sin miedo á la muerte. ¡Que vinieran!... Lo deseaba con la vehemencia de un buen pagador ganoso de satisfacer cuanto antes una deuda antigua.

Encontró en las calles de París muchos grupos de fugitivos. Eran del Norte y el Este de Francia y habían

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escapado ante el avance de los alemanes. De todos los relatos de esta muchedumbre dolorosa, que no sabía adonde ir y no contaba con otro recurso que la piedad de las gentes, lo más impresionante para él eran los atentados á la propiedad. Fusilamientos y asesinatos le hacían cerrar los puños, prorrumpiendo en deseos de venganza. Pero los robos autorizados por los jefes, los saqueos en masa por orden superior, seguidos del in¬ cendio, le parecían tan inauditos, que permanecía si¬ lencioso, como si la estupefacción paralizase su pensa¬ miento. ¡Y un pueblo con leyes podía hacerla guerra de este modo, lo mismo que una tribu de indios que parte al combate para robar!... Su adoración al derecho de propiedad se revolvía furiosa contra estos sacrilegios.

Empezó á preocuparse de su castillo de Villeblanche. Todo lo que poseía en París le pareció repentinamente de escasa importancia comparado con lo que guardaba en la «mansión histórica». Sus mejores cuadros estaban allá, adornando los salones sombríos; allá también los muebles arrancados á los anticuarios tras una batalla de pujas, y las vitrinas repletas, los tapices, las vajillas de plata.

Eepasaba en su memoria todos los objetos, sin que uno solo escapase á este inventario mental. Cosas que había olvidado resurgían ahora en su recuerdo, y el miedo á perderlas parecía darles mayor brillo, agran¬ dando su tamaño, infundiéndolas nuevo valor. Todas las riquezas de Villeblanche se concentraban en una adquisición que era la más admirada por Desnoyers, viendo en ella la gloria de su enorme fortuna, el mayor alarde de lujo que podía permitirse un millonario.

«La bañadora de oro pensó . Tengo allá mi tina de oro.»

Este baño de precioso metal lo había adquirido en una subasta, juzgando tal compra como el acto más culminante de su opulencia. No sabía con certeza su origen: tal vez era un mueble de príncipes; tal vez debía la existencia al capricho de una cocota ansiosa de os¬ tentación. El y los suyos habían formado una leyenda en torno de esta cavidad de oro adornada con garras de león, delñnes y bustos de náyades. Indudablemente

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procedía de reyes. Chichi afirmaba con g-ravedad que era el baño de María Antonieta. Y toda la familia, con¬ siderando modesto y burgués el piso de la avenida Víctor Hugo para guardar esta joya, había acordado deposi¬ tarla en el castillo, respetada, inútil y solemne como una pieza de museo... ¿Y esto se lo podían llevar los ene¬ migos si llegaban en su avance hasta el Mame, así como las demás riquezas reunidas con tanta paciencia?... ¡Ah, no! Su alma de coleccionista era capaz de los mayores heroísmos para evitarlo.

Cada día aportaba una ola nueva de malas noticias. Los periódicos decían poco; el gobierno hablaba con un lenguaje obscuro, que sumía el ánimo en perplejidades. Sin embargo, la verdad se abría paso misteriosamente, empujada por el pesimismo de los alarmistas y por los manejos de los espías enemigos que permanecían ocultos en París. Las gentes se comunicaban las fatales nuevas al oído: «Ya han pasado la frontera...» «Ya están en Lille...» Avanzaban á razón de cincuenta kilómetros por día. El nombre de von Kluck empezaba á hacerse fami¬ liar. Ingleses y franceses retrocedían ante el movimiento envolvente de los invasores. Algunos esperaban un nuevo Sedán. Desnoy ers seguía el avance del enemigo yendo diariamente á la estación del Norte. Cada veinticuatro horas se achicaba el radio de circulación de los viaje¬ ros. Los avisos anunciando que no se expendían bille¬ tes para determinadas poblaciones del Norte indicaban cómo iban cayendo éstas, una tras otra, en poder del invasor. El empequeñecimiento del territorio nacional se efectuaba con una regularidad metódica, á razón de cincuenta kilómetros diarios. Con el reloj á la vista podía anunciarse á qué hora iban á saludar con sus lanzas los primeros huíanos la aparición de la torre Eiffel en el horizonte. Los trenes llegaban repletos, desbordando fuera de sus vagones los racimos de gentes.

Y fué en estos momentos de general angustia cuando don Marcelo visitó á su amigo el senador Lacour para asombrarle con la más inaudita de las peticiones. Que¬ ría ir inmediatamente á su castillo. Cuando todos huían hacia París, él necesitaba marchar en dirección contra¬ ria. El senador no pudo creer lo que escuchaba.

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¡Está usted loco! exclamó . Hay que salir de Pa¬ rís, pero con dirección al Sur. A usted se lo digo sola¬ mente, y cállelo, porque es un secreto. Nos vamos de un momento á otro; todos nos vamos: el Presidente, el go¬ bierno, las Cámaras. Nos instalaremos en Burdeos, como en 1870. El enemigo va á llegar: es asunto de días... de horas. Sabemos poco de lo que ocurre, pero todas las noticias son malas. El ejército se mantiene firme, aún está intacto, pero se retira... se retira, cediendo terre¬ no... Créame, lo mejor es marcharse de París. Gallieni lo defenderá, pero la defensa va á ser dura y penosa... Aunque caiga París, no por eso caerá Francia. Conti¬ nuaremos la guerra si es necesario hasta la frontera de España... Pero esto es triste, ¡muy triste!

Y ofreció á su amigo el llevarle con él en la retirada á Burdeos, que muy pocos conocían en aquellos momen¬ tos. Desnoyers movió la cabeza. No; deseaba ir al cas¬ tillo de Villeblanche. Sus muebles... sus riquezas... su parque.

¡Pero va usted á caer prisionero! protestó el sena¬ dor . ¡Tal vez lo maten!

Un gesto de indiferencia fué la respuesta. Se consi¬ deraba con energías para luchar contra todos los ejérci¬ tos de Alemania defendiendo su propiedad. Lo impor¬ tante era instalarse en ella, ¡y que se atreviese alguien á tocar lo suyo... El senador miró con asombro á este burgués enfurecido por el sentimiento de la posesión. Se acordó de los mercaderes árabes, humildes y pacíficos ordinariamente, que pelean y mueren como fieras cuan¬ do los beduinos ladrones quieren apoderarse de sus gé¬ neros. El momento no era para discusiones: cada cual debía pensar en su propia suerte. El senador acabó por prestarse al deseo de su amigo. Si tal era su gusto, po¬ día cumplirlo. Y consiguió con su influencia que saliese aquella misma noche en un tren militar que iba al en¬ cuentro del ejército.

Este viaje puso en contacto á don Marceló con el extraordinario movimiento que la guerra había desarro¬ llado en las vías férreas. Su tren tardó catorce horas en salvar una distancia recorrida en dos normalmente. Se componía de vagones de carga llenos de víveres y car-

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tuchos, con las puertas cerradas y selladas. Un coche de tercera clase estaba ocupado por la escolta del tren; un pelotón de territoriales. En uno de segunda se instaló Desnoyers, con el teniente que mandaba este grupo y varios oficiales que iban á incorporarse á sus regimien¬ tos después de terminar las operaciones de movilización en las poblaciones que guarnecían antes de la guerra. Los vagones de cola contenían sus caballos.

Se detuvo el tren muchas veces para dejar paso á otros que se le adelantaban repletos de soldados ó vol¬ vían hacia París con muchedumbres fugitivas. Estos úl¬ timos estaban compuestos de plataformas de carga, y en ellas se apelotonaban mujeres, niños, ancianos, revuel¬ tos con fardos de ropas, maletas y carretillas que les habían servido para llevar hasta la estación todo lo que restaba de sus ajuares. Eran á modo de campamentos rodantes que se inmovilizaban muchas horas y hasta días en los apartaderos, dejando paso libre á los convo¬ yes impulsados por las necesidades apremiantes de la guerra. La muchedumbre, habituada á las detenciones interminables, desbordaba fuera del tren, instalándose ante la locomotora muerta ó esparciéndose por los cam¬ pos inmediatos.

En las estaciones de alguna importancia, todas las vías estaban ocupadas por. rosarios de vagones. Las mᬠquinas, á gran presión, silbaban impacientes de partir. Los grupos de soldados dudaban ante los diversos tre¬ nes, equivocándose, descendiendo de unos coches para instalarse en otros. Los empleados, calmosos y con aire de fatiga, iban de un lado á otro guiando á los hombres, dando explicaciones, disponiendo la carga de montañas de objetos. En el convoy que llevaba á Desnoyers los territoriales dormitaban, acostumbrados á la monótona operación de dar escolta. Los encargados de los caballos habían abierto las puertas corredizas de los vagones, sentándose en el borde con las piernas colgantes. El tren marchaba lentamente en la noche, á través de los campos de sombra, deteniéndose ante los faros rojos para avisar su presencia con largos silbidos. En algunas es¬ taciones se presentaban muchachas vestidas de blanco, con escarapelas y banderitas sobre el pecho. Día y noche

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estaban allí, reemplazándose, para que no pasase un tren sin recibir su visita. Ofrecían en cestas y bandejas sus obsequios á los soldados: pan, chocolate, frutas. Mu¬ chos, por hartura, intentaban resistirse, pero habían de ceder finalmente ante el g’esto triste de las jóvenes. Hasta Desnoyers se vio asaltado por estos obsequios del entu¬ siasmo patriótico.

Pasó gran parte de la noche hablando con sus com¬ pañeros de viaje. Los oficiales sólo tenían vagos indi¬ cios de dónde podrían encontrar á sus regimientos. Las operaciones de la guerra cambiaban diariamente su si¬ tuación. Pero fieles al deber, seguían adelante, con la esperanza de llegar á tiempo para el combate decisivo. El jefe de la escolta llevaba realizados algunos viajes y era el único que se daba cuenta exacta de la retirada. Cada vez hacía el tren un trayecto menor. Todos pare¬ cían desorientados. ¿Por qué la retirada?... El ejército había sufrido reveses, indudablemente, pero estaba en¬ tero, y según su opinión debía buscar el desquite en los mismos lugares. La retirada dejaba libre el avance del enemigo. ¿Hasta dónde iban á retroceder?... jEllos que dos semanas antes discutían en sus guarniciones el punto de Bélgica donde recibirían los adversarios el golpe mor¬ tal y por qué lugares invadirían á Alemania las tropas victoriosas!...

Su decepción no revelaba desaliento. Una esperanza indeterminada pero firme emergía sobre sus vacilacio¬ nes: el generalísimo era el único que poseía el secreto de los sucesos. Y Desnoyers aprobó, con el entusiasmo ciego que le inspiraban las personas cuando depositaba en ellas su confianza. ¡Joffre!... El caudillo serio y tran¬ quilo lo arreglaría todo finalmente. Nadie debía dudar de su fortuna: era de los hombres que dicen siempre la última palabra.

Al amanecer abandonó el vagón. «Buena suerte.» Y estrechó las manos de aquellos jóvenes animosos, que iban á morir tal vez en breve plazo. El tren pudo seguir su camino inmediatamente al encontrar por casualidad la vía libre, y don Marcelo se vió solo en una estación. En tiempo normal salía de ella un ferrocarril secunda¬ rio que pasaba por Villeblanche, pero el servicio estaba

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suspendido por falta de personal. Los empleados habían pasado á las grandes líneas, abarrotadas por los trans¬ portes de guerra.

Inútilmente buscó, con los más generosos ofrecimien¬ tos, un caballo, un simple carretón tirado por una bes¬ tia cualquiera, para continuar su viaje. La movilización acaparaba lo mejor, y los demás medios de transporte habían desaparecido con la fuga de los medrosos. Había que hacer á pie una marcha de quince kilómetros. El viejo no vaciló: ¡adelante! Y empezó á caminar por una carretera blanca, recta, polvorienta, entre tierras llanas é iguales que se sucedían hasta el infinito. Algunos gru¬ pos de árboles, algunos setos verdes y las techumbres de varias granjas alteraban la monotonía del paisaje. Los campos estaban cubiertos de rastrojos de la cosecha re¬ ciente. Los pajares abullonaban el suelo con sus conos amarillentos, que empezaban á obscurecerse, tomando un tono de oro oxidado. En las vallas aleteaban los pᬠjaros sacudiendo el rocío del amanecer.

Los primeros rayos del sol anunciaron un día calu¬ roso. En torno á los pajares vió Desnoyers una agita¬ ción de personas que se levantaban, sacudiendo sus ro¬ pas y despertando á otras todavía dormidas. Eran fugi¬ tivos que habían acampado en las inmediaciones de la estación, esperando un tren que les llevase lejos, sin saber con certeza adonde deseaban ir. Unos procedían de lejanos departamentos: habían oído el cañón, habían visto aproximarse la guerra, y llevaban varios días de marcha á la ventura. Otros, al sentir el contagio de este pánico, habían huido igualmente, temiendo cono¬ cer los mismos horrores... Vió madres con sus pequeños en los brazos; ancianos doloridos que sólo podían avan¬ zar con una mano en el bastón y otra en el brazo de alguno de su familia; viejas arrugadas é inmóviles como momias, que dormían y viajaban tendidas en una carre¬ tilla. Al despertar el sol á este tropel miserable se bus¬ caban unos á otros con paso torpe, entumecidos aún por la noche, reconstituyendo los mismos grupos del día anterior. Muchos avanzaban hacia la estación con la es¬ peranza de un tren que nunca llegaba á formarse, cre¬ yendo ser más dichosos en el día que acababa de nacer.

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Algunos seguían su camino á lo largo de los rieles, pensando que la suerte -les sería más propicia en otro lugar.

Don Marcelo anduvo toda la mañana. La cinta blan¬ ca y rectilínea del camino estaba moteada de grupos que venían hacia él, semejantes en lontananza á un ro¬ sario de hormigas. No vió un solo caminante que si¬ guiese su misma dirección. Todos huían hacia el Sur, y al encontrar á este señor de la ciudad, que marchaba bien calzado, con bastón de paseo y sombrero de paja, hacían un gesto de extrañeza. Le creían tal vez un fun¬ cionario, un personaje, alguien del gobierno, al verle avanzar solo hacia el país que abandonaban á impulsos del terror.

A mediodía pudo encontrar un pedazo de pan, un poco de queso y una botella de vino blanco en una ta¬ berna inmediata al camino. El dueño estaba en la gue¬ rra, la mujer gemía en la cama. La madre, una vieja algo sorda, rodeada de sus nietos, seguía desde la puerta este desñle de fugitivos que duraba tres días. «¿Por qué huyen, señor? dijo al caminante . La guerra sólo in¬ teresa á los soldados. Nosotros, gentes del campo, no hacemos mal á nadie y nada debemos temer.»

Cuatro horas después, al bajar una de las pendientes que forman el valle del Mame, vió á lo lejos los tejados de Villeblanche en torno de su iglesia, y emergiendo de una arboleda las caperuzas de pizarra que remataban los torreones de su castillo.

Las calles del pueblo estaban desiertas. Sólo en los alrededores de la plaza vió sentadas algunas mujeres, como en las tardes plácidas de otros veranos. La mitad del vecindario había huido; la otra mitad permanecía en sus hogares, por rutina sedentaria, engañándose con un ciego optimismo. Si llegaban los prusianos, ¿qué po¬ dían hacerles?... Obedecerían sus órdenes sin intentar ninguna resistencia, y á un pueblo que obedece no es posible castigarlo... Todo era preferible antes que perder unas viviendas levantadas por sus antepasados y de las que nunca habían salido.

En la plaza vió, formando un grupo, al alcalde y los principales habitantes. Todos ellos, así como las mu-

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jeres, miraron con asombro al dueño del castillo. Era la más inesperada de las apariciones. Cuando tantos huían hacia París, este parisién venía á Juntarse con ellos, participando de su suerte. Una sonrisa de afecto, una mirada de simpatía, parecieron atravesar su áspera cor¬ teza de rústicos desconfiados. Hacía mucho tiempo que Desnoyers vivía en malas relaciones con el pueblo en¬ tero. Sostenía ásperamente sus derechos, sin admitir tolerancias en asuntos de propiedad. Habló muchas ve¬ ces de procesar al alcalde y enviar á la cárcel á la mitad del vecindario, y sus enemigos le contestaban invadien¬ do traidoramente sus tierras, matando su caza, abru¬ mándolo con reclamaciones judiciales y pleitos incohe¬ rentes... Su odio al municipio le había aproximado al cura, por vivir éste en franca hostilidad contra el alcal¬ de. Pero sus relaciones con la Iglesia fueron tan infruc¬ tuosas como sus luchas con el Estado. El cura era un bonachón, al que encontraba cierto parecido físico con Renán, y que únicamente se preocupaba de sacarle li¬ mosnas para los pobres, llevando su atrevimiento bon¬ dadoso hasta excusar á los merodeadores de su pro¬ piedad.

¡Cuán lejanas le parecían ahora las luchas sostenidas hasta un mes antes ! . . . El millonario experimentó una gran sorpresa al ver cómo el sacerdote, saliendo de su casa para entrar en la iglesia, saludaba al pasar al al¬ calde con una sonrisa amistosa.

Después de largos años de mutismo hostil se habían encontrado en la tarde del 1.® de Agosto al pie de la torre de la iglesia. La campana sonaba á rebato para anunciar la movilización á los hombres que estaban en los cam¬ pos. Y los dos enemigos, instintivamente, se habían es¬ trechado la mano. ¡Todos franceses! Esta unanimidad afectuosa salía también al encuentro del odiado señor del castillo. Tuvo que saludar á un lado y á otro, apre¬ tando manos duras. Las gentes prorrumpían á sus es¬ paldas en cariñosas rectificaciones. «Un hombre bueno, sin más defecto que la violencia de su carácter...» Y el señor Desnoyers conoció por unos minutos el grato am¬ biente de la popularidad.

Al verse en el castillo dió por bien empleada la fati-

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ga de la marcha, que hacía temblar sus piernas. Nunca le había parecido tan grande y majestuoso su parque como en este atardecer de verano; nunca tan blancos los cisnes que se deslizaban dobles por el reflejo sobre las aguas muertas; nunca tan señorial el edificio, cuya ima¬ gen repetía invertida el verde espejo de los fosos. Sintió necesidad de ver inmediatamente los establos con sus animales vacunos; luego echó una ojeada á las cuadras vacías. La movilización se había llevado sus mejores caballos de labor. Igualmente había desaparecido su personal. El encargado de los trabajos y varios mozos estaban en el ejército. En todo el castillo sólo quedaba el conserje, un hombre de más de cincuenta años, enfermo del pecho, con su familia, compuesta de su mujer y una hija. Los tres cuidaban de llenar los pesebres de las va¬ cas, ordeñando de tarde en tarde sus ubres olvidadas.

En el interior del edificio volvió á congratularse de la resolución que le había arrastrado hasta allí. ¡Cómo abandonar tales riquezas!... Contempló los cuadros, las vitrinas, los muebles, los cortinajes, todo bañado en oro por el resplandor moribundo del día, y sintió el orgullo de la posesión. Este orgullo le infundió un valor absur¬ do, inverosímil, como si fuese un ser gigantesco proce¬ dente de otro planeta y toda la humanidad que le rodeaba un simple hormiguero que podía borrar con los pies. ¡Que viniesen los enemigos! Se consideraba con fuerzas para defenderse de todos ellos... Luego, al arran¬ carle la razón de su delirio heroico, intentó tranquili¬ zarse con un optimismo falto igualmente de solidez. No vendrían. El no sabía por qué, pero le anunciaba el co¬ razón que los enemigos no llegarían hasta allí.

La mañana siguiente la pasó recorriendo los prados artificiales que había formado detrás del parque, lamen¬ tando el abandono en que estaban por la marcha de sus hombres, intentando abrir las compuertas para dar un riego al pasto, que empezaba á secarse. Las viñas ali¬ neaban sus masas de pámpanos á lo largo de los alam¬ brados que las servían de sostén. Los racimos repletos, próximos á la madurez, asomaban entre las hojas sus triángulos granulados. ¡Ay, quién recogería esta ri¬ queza!...

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Por la tarde notó un movimiento extraordinario en el pueblo. Georgette, la hija del conserje, trajo la noticia de que empezaban á pasar por la calle principal auto¬ móviles enormes, muchos automóviles, y soldados fran¬ ceses, muchos soldados. Al poco rato se inició el desfile por una carretera inmediata al castillo, que conducía al puente sobre el Mame. Eran camiones cerrados ó abier¬ tos que aún conservaban sus antiguos rótulos comercia¬ les bajo la capa de polvo endurecido y las salpicaduras de barro. Muchos de ellos ostentaban títulos de empresas de París; otros el nombre social de establecimientos de provincias. Y juntos con estos vehículos industriales re¬ quisados por la movilización, pasaron otros procedentes del servicio público que causaban en Desnoyers el mis¬ mo efecto que unos rostros amigos entrevistos en una muchedumbre desconocida. Eran ómnibus de París que aún mantenían en su parte alta los nombres indicado¬ res de sus antiguos trayectos: Madeleine- Bastille^ Passy- Bourse, etc. Tal vez había viajado él muchas veces en estos mismos vehículos, despintados, aviejados por vein¬ te días de actividad intensa, con las planchas abolladas, los hierros torcidos, sonando á desvencijamiento y per¬ forados como cribas.

Unos carruajes ostentaban redondeles blancos con el centro cortado por la cruz roja; otros tenían como marca letras y cifras que sólo podían entender los ini¬ ciados en los secretos de la administración militar. Y en todos estos vehículos, que únicamente conservaban nue¬ vos y vigorosos sus motores, vió soldados, muchos sol¬ dados, pero todos heridos, con la cabeza y las piernas entrapajadas, rostros pálidos que una barba crecida hacía aún más trágicos, ojos de fiebre que miraban fija¬ mente, bocas dilatadas como si se hubiese solidificado en ellas el gemido del dolor. Médicos y enfermeros ocu¬ paban varios carruajes de este convoy. Algunos pelo¬ tones de jinetes lo escoltaban. Y entre la lenta marcha de monturas y automóviles pasaban grupos de soldados á pie, con el capote desabrochado ó pendiente de las es¬ paldas lo mismo que una capa; heridos que podían cami¬ nar y bromeaban y cantaban, unos con un brazo fajado sobre el pecho, otros con la cabeza vendada, transpa-

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rentándose á través de la tela el rezmnamiento interior de la sangre.

El millonario quiso hacer algo por ellos; pero apenas intentó distribuir unas botellas de vino, unos panes, lo primero que encontró á mano, se interpuso un médico, apostrofándole como si cometiese un delito. Sus regalos podían resultar fatales. Y tuvo que permanecer al borde del camino, impotente y triste, siguiendo con ojos som¬ bríos el convoy doloroso ... Al cerrar la noche ya no fueron vehículos cargados de hombres enfermos los que desfilaban. Vió centenares de camiones, unos cerrados herméticamente, con la prudencia que imponen las ma¬ terias explosivas; otros con fardos y cajas que esparcían un olor mohoso de víveres. Luego avanzaron grandes manadas de bueyes, que se arremolinaban en las angos¬ turas del camino, siguiendo adelante bajo el palo y los gritos de los pastores con kepis.

Pasó la noohe desvelado por sus pensamientos. Era la retirada de que hablaban las gentes en París, pero que muchos no querían creer; la retirada llegando hasta allí y continuando su retroceso indefinido, pues nadie sabía cuál iba á ser su límite. El optimismo le sugirió una esperanza inverosímil. Tal vez esta retirada com¬ prendía únicamente los hospitales, los almacenes, todo lo que se estaciona á espaldas de un ejército. Las tropas querían estar libres de impedimenta, para moverse con más agilidad, y la enviaban lejos por ferrocarriles y carreteras. Así debía ser. Y en los ruidos que persistie¬ ron durante toda la noche sólo quiso adivinar el paso de vehículos llenos de heridos, de municiones, de víve¬ res, iguales á los que habían desfilado por la tarde.

Cerca del amanecer, el cansancio le hizo dormirse, y despertó bien entrado el día. Su primera mirada fué para el camino. Lo vió lleno de hombres y de caballos que tiraban de objetos rodantes. Pero los hombres lle¬ vaban fusiles y formaban batallones, regimientos. Las bestias arrastraban piezas de artillería. Era un ejército... era la retirada.

Desnoyers corrió al borde del camino para conven¬ cerse mejor de la verdad.

¡Ay! Eran regimientos como los que él había visto

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partir de las estaciones de París . . . pero con aspecto muy distinto. Los capotes azules se habían convertido en vestiduras andrajosas y amarillentas; los pantalones rojos blanqueaban con un color de ladrillo mal cocido; los zapatos eran bolas de barro. Los rostros tenían una expresión feroz, con regueros de polvo y sudor en todas sus grietas y oquedades, con barbas recién crecidas, agudas como púas, con un gesto de cansancio que re¬ velaba el deseo de hacer alto, de quedarse allí mismo para siempre, matando ó muriendo, pero sin dar un paso más. Caminaban... caminaban... caminaban. Al¬ gunas marchas habían durado treinta horas. El enemigo iba sobre sus huellas, y la orden era de andar y no combatir, librándose por ligereza de pies de los movi¬ mientos envolventes intentados por el invasor. Los jefes adivinaban el estado de ánimo de sus hombres. Podían exigir el sacrificio de su vida, ¡pero ordenarles que marchasen día y noche, siempre huyendo del enemigo, cuando no se consideraban derrotados, cuando sentían gruñir en su interior la cólera feroz, madre del heroís¬ mo!... Las miradas de desesperación buscaban al oficial inmediato, á los jefes, al mismo coronel. ¡No podían más! Una marcha enorme, anonadadora, en tan pocos días, ¿y para qué?... Los superiores, que sabían lo mis¬ mo que ellos, parecían contestar con los ojos, como si poseyesen un secreto: «¡Animo! Otro esfuerzo... Esto va á terminar muy pronto.»

Las bestias vigorosas, pero desprovistas de imagina¬ ción, resistían menos que los hombres. Su aspecto era deplorable. ¿Cómo podían ser los mismos caballos fuer¬ tes y de pelo lustroso que él había visto en los desfiles de París á principios del mes anterior? Una campaña de veinte días los había envejecido y agotado. Su mirada opaca parecía implorar piedad. Estaban flacos, con una delgadez que hacía sobresalir las aristas de su osamenta y aumentaba el abultamiento de sus ojos. Los arneses, al moverse, descubrían su piel con los pelos arrancados y sangrientas desolladuras. Avanzaban con un tirón supremo, concentrando sus últimas fuerzas, como si la razón de los hombres obrase sobre sus obscuros instin¬ tos. Algunos no podían más y se deplomaban de pronto.

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abandonando á sus compañeros de fatiga. Desnoy ers presenció cómo los artilleros los despojaban rápidamente de sus arneses, volteándolos hasta sacarlos del camino para que no estorbasen la circulación. Allí quedaban, mostrando su esquelética desnudez, disimulada hasta entonces por los correajes, con las patas rígidas y los ojos vidriosos y fijos, como si espiasen el revoloteo de las primeras moscas atraídas por su triste carroña.

Los cañones pintados de gris, las cureñas, los armo¬ nes, todo lo había visto don Marcelo limpio y brillante, con ese frote amoroso que el hombre ha dedicado á las armas desde épocas remotas, más tenaz que el de la mu¬ jer con los objetos del hogar. Ahora todo parecía sucio, con la pátina del uso sin medida, con el desgaste de un inevilable abandono: las ruedas estaban deformadas ex- teriormente por el barro, el metal obscurecido por los vapores de la explosión, la pintura gris manchada por el musgo de la humedad.

En los espacios libres de este desfile, en los paréntesis abiertos entre una batería y un regimiento, corrían pe¬ lotones de paisanos: grupos miserables que la invasión echaba por delante; poblaciones enteras que se habían disgregado siguiendo al ejército en su retirada. El avance de una nueva unidad los hacía salir del camino, conti¬ nuando su marcha á través de los campos. Luego, al me¬ nor claro en la masa de tropas, volvían á deslizarse por la superficie blanca é igual de la carretera. Eran madres que empujaban carretones con pirámides de muebles y chiquillos; enfermos que casi se arrastraban; octogena¬ rios llevados en hombros por sus nietos; abuelos que sostenían niños en sus brazos; ancianas con pequeños agarrados á sus faldas como una nidada silenciosa.

Nadie se opuso ahora á la liberalidad del dueño del castillo. Toda su bodega pareció desbordarse hacia la carretera. Rodaban los toneles de la última cosecha, y los soldados llenaban en el chorro rojo el cazo de metal pendiente de su cintura. Luego, el vino embotellado iba saliendo á luz por orden de fechas, perdiéndose instan¬ táneamente en este río de hombres que pasaba y pasaba. Desnoyers contempló con orgullo los efectos de su mu¬ nificencia. La sonrisa reaparecía en los rostros fieros; la

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broma francesa saltaba de fila en fila; al alejarse los gru¬ pos iniciaban una canción.

Luego se vio en la plaza del pueblo, entre varios oficiales que daban un corto descanso á sus caballos antes de reincorporarse á la columna. Con la frente contraída y los ojos sombríos hablaban de esta retirada inexplicable para ellos. Días antes, en Guisa, habían infligido una derrota á sus perseguidores. Y sin embar¬ go continuaban retrocediendo, obedientes á una orden terminante y severa. «No comprendemos... decían . No comprendemos.» La marea ordenada y metódica arrastraba á estos hombres que deseaban batirse y te¬ nían que retirarse. Todos sufrían la misma duda cruel: «No comprendemos.» Y su duda hacía aún más dolorosa la marcha incesante, una marcha que duraba día y no¬ che con sólo breves descansos, alarmados los jefes de cuerpo á todas horas por el temor de verse cortados y separados del resto del ejército. «Un esfuerzo más, hijos míos. ; Animo! Pronto descansaremos.» Las columnas, en su retirada, cubrían centenares de kilómetros. Des¬ noy ers solo veía una de ellas. Otras y otras efectuaban idéntico retroceso á la misma hora, abarcando una mitad de la anchura de Francia. Todas iban hacia atrás, con igual obediencia desalentada, y sus hombres repetían in¬ dudablemente lo mismo que los oficiales: «No compi en¬ demos... No comprendemos.»

Don Marcelo experimentó de pronto la tristeza y la desorientación de estos militares. Tampoco él compren¬ día. Vió lo inmediato, lo que todos podían ver: el terri¬ torio invadido sin que ios alemanes encontrasen una resistencia tenaz; departamentos enteros, ciudades, pue¬ blos, muchedumbres, quedando en poder del enemigo á espaldas de un ejército que retrocedía incesantemente. Su entusiasmo cayó de golpe, como un globo que se des¬ hincha. Reapareció su antiguo pesimismo. Las tropas mostraban energía y disciplina; pero ¿de qué podía ser¬ vir esto si se retiraban casi sin combatir, imposibilita¬ das, por una orden severa, de defender el terreno? «Lo mismo que en el 70», pensó. Exteriormente había más orden, pero el resultado iba á ser el mismo.

Como un eco que respondiese negativamente á su

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tristeza, oyó la voz de un soldado hablando con un campesino:

Nos retiramos, pero es para saltar con más fuerza sobre los boches. Él abuelo Joffre se los meterá en el bolsillo á la hora y en el sitio que escoja.

Se reanimó Desnoyers al oir el nombre del general. Tal vez este soldado, que mantenía intacta su fe á través de las marchas interminables y desmoralizantes, presen¬ tía la verdad mejor que los oficiales razonadores y estu¬ diosos.

El resto del día lo pasó haciendo regalos á los últi¬ mos grupos de la columna. Su bodega se iba vaciando. Por orden de fechas continuaban esparciéndose los miles de botellas almacenadas en los subterráneos del castillo. Al cerrar la noche fueron botellas cubiertas por el polvo de muchos años lo que entregó á los hombres que le pa¬ recían débiles. Así como la columna desfilaba iba ofre¬ ciendo un aspecto más triste de cansancio y desgaste. Pasaban los rezagados, arrastrando con desaliento los pies en carne viva dentro de sus zapatos. Algunos se habían librado de este encierro torturante y marchaban descalzos, con los pesados borceguíes pendientes de un hombro, dejando en el suelo manchas de sangre. Pero todos, abrumados por una fatiga mortal, conservaban sus armas y sus equipos, pensando en el enemigo que estaba cerca.

La liberalidad de Desnoyers produjo estupefacción en muchos de ellos. Estaban acostumbrados á atravesar el suelo patrio teniendo que luchar con el egoísmo del cultivador. Nadie ofrecía nada. El miedo al peligro hacía que los habitantes de los campos escondiesen sus víveres, negándose á facilitar el menor socorro á los compatriotas que se batían por ellos.

El millonario durmió mal esta segunda noche en su cama aparatosa de columnas y penachos que había per¬ tenecido á Enrique IV, según declaración de los vende¬ dores. Ya no era continuo el tránsito de tropas. De tarde en tarde pasaba un batallón suelto, una batería, un gru¬ po de jinetes, las últimas fuerzas de la retaguardia que habían tomado posición en las cercanías del pueblo para cubrir el movimiento de retroceso. El profundo silencio

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que seguía á estos desfiles ruidosos despertó en su ánimo una sensación de duda é inquietud. ¿Qué hacía allí, cuando la muchedumbre en armas se retiraba? ¿No era una locura quedarse?... Pero inmediatamente galopaban por su memoria todas las riquezas conservadas en el castillo. ¡Si él pudiese llevárselas!... Era imposible, por falta de medios y de tiempo. Además, su tenacidad con¬ sideraba esta huida como algo vergonzoso. «Hay que terminar lo que se empieza», repitió mentalmente. El había hecho el viaje para guardar lo suyo, y no debía huir al iniciarse el peligro.

Cuando en la mañana siguiente bajó al pueblo, ape¬ nas vió soldados. Sólo un escuadrón de dragones estaba en las afueras para cubrir los últimos restos de la reti¬ rada. Los jinetes corrían en pelotones por los bosques, empujando á los rezagados y haciendo frente á las avan¬ zadas enemigas. Desnoyers fué hasta la salida de la po¬ blación. Los dragones habían obstruido la calle con una barricada de carros y muebles. Pie á tierra y carabina en mano, vigilaban detrás de este obstáculo la faja blanca del camino que se elevaba solitario entre dos colinas cubiertas de árboles. De tarde en tarde sonaban disparos sueltos, como chasquidos de tralla. «Los nues¬ tros » , decían los dragones . Eran los últimos destaca¬ mentos que tiroteaban á las avanzadas de huíanos. La caballería tenía la misión de mantener á retaguardia el contacto con el enemigo, de oponerle una continua re¬ sistencia, repeliendo á los destacamentos alemanes que intentaban filtrarse á lo largo de las columnas.

Vió cómo iban llegando por la carretera los últimos rezagados de infantería. No marchaban; más bien pa¬ recían arrastrarse, con una firme voluntad de avanzar, pero traicionados en sus deseos por las piernas anqui¬ losadas, por los pies en sangre. Se habían sentado un momento al borde del camino, agonizantes de cansan¬ cio, para respirar sin el peso de la mochila, para sacar sus pies del encierro de los zapatos, para limpiarse el sudor, y al querer reanudar la marcha les era imposible levantarse. Su cuerpo parecía de piedra. La fatiga los sumía en un estado semejante á la catalepsia. Veían pasar como un desfile fantástico todo el resto del ejér-

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cito: batallones y más batallones, baterías, tropeles de caballos. Luego, el silencio, la noche, un sueño sobre el polvo y las piedras sacudido por terribles pesadillas. Al amanecer eran despertados por los pelotones de jine¬ tes que exploraban el terreno recogiendo los residuos de la retirada. ¡Ay! ¡Imposible moverse! Los dragones, revólver en mano, tenían que apelar á la amenaza para reanimarlos. Sólo la certeza de que el enemigo estaba cerca y podía hacerles prisioneros les infundía un vigor momentáneo. Y se levantaban tambaleantes, arrastran¬ do las piernas, apoyándose en el fusil como si fuese un bastón.

Muchos de estos hombres eran jóvenes que habían envejecido en una hora y caminaban como valetudina¬ rios. ¡Infelices! No irían muy lejos. Su voluntad era seguir, incorporarse á la columna; pero al entrar en el pueblo examinaban las casas con ojos suplicantes, de¬ seando entrar en ellas, sintiendo un ansia de descanso inmediato que les hacía olvidar la proximidad del enemigo.

Villeblanche estaba más solitario que antes de la- llegada de las tropas. En la noche anterior, una parte de sus habitantes había huido, contagiada por el pavor de la muchedumbre que seguía la retirada del ejército. El alcalde y el cura se quedaban. Reconciliado con el dueño del castillo por su inesperada presencia y admi¬ rado de sus liberalidades, el funcionario municipal se acercó á él para darle una noticia. Los ingenieros esta¬ ban minando el puente sobre el Mame. Sólo esperaban para hacerlo saltar á que se retirasen los dragones. Si quería marcharse, aún era tiempo.

Otra vez dudó Desnoy ers. Era una locura permanecer allí. Pero una ojeada á la arboleda, sobre cuyo ramaje asomaban los torreones del castillo, finalizó sus dudas. No, no... «Hay que terminar lo que se empieza.»

Se presentaban los últimos grupos de dragones sa¬ liendo á la carretera por diversos puntos del bosque. Llevaban sus caballos al paso, como si les doliese este retroceso. Volvían la vista atrás, con la carabina en una mano, prontos á hacer alto y disparar. Los otros que ocupaban la barricada estaban ya sobre sus monturas.

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Se rehizo el escuadrón, sonaron las voces de los oficia¬ les, y un trote vivo con acompañamiento de choques metálicos se fue alejando á espaldas de don Marcelo.

Quedó éste junto á la barricada, en una soledad de intenso silencio, como si el mundo se hubiese despoblado repentinamente. Dos perros abandonados por la fuga de sus amos rondaban y oliscaban en torno de él, implo¬ rando su protección. No podían encontrar el rastro de¬ seado en aquella tierra pisoteada y desfigurada por el tránsito de miles de hombres. Un gato famélico espiaba á los pájaros que empezaban á invadir este lugar. Con tímidos revuelos picoteaban los residuos alimenticios expelidos por los caballos de los dragonea. Una gallina sin dueño apareció igualmente para disputar su festín á la granujería alada, oculta hasta entonces en árboles y aleros. El silencio hacía renacer el murmullo de la hojarasca, el zumbido de los insectos, la respiración ve¬ raniega del suelo ardiente de sol, todos los ruidos de la Naturaleza, que parecía haberse contraído temerosa¬ mente bajo el peso de los hombres en armas.

No se daba cuenta exacta Desnoy ers del paso del tiempo. Creyó todo lo anterior un mal ensueño. La calma que le rodeaba hizo inverosímil cuando había presenciado.

De pronto vió moverse algo en el último término del camino, en lo más alto de la cuesta, allí donde la cinta blanca tocaba el azul del horizonte. Eran dos hombres á caballo, dos soldaditos de plomo que parecían esca¬ pados de una caja de juguetes. Había traído con él unos gemelos, que le servían para sorprender las incursiones en sus propiedades, y miró. Los dos jinetes, vestidos de gris verdoso, llevaban lanzas, y su casco estaba rema¬ tado por un plato horizontal... ¡Ellos! No podía dudar: tenía ante su vista los primeros huíanos.

Permanecieron inmóviles algún tiempo, como si ex¬ plorasen el horizonte. Luego, de las masas obscuras de vegetación que abullonaban los lados del camino fueron saliendo otros y otros, hasta formar un grupo. Los sol¬ daditos de plomo ya no marcaban su silueta sobre el azul del horizonte. La blancura de la carretera les ser¬ vía ahora de fondo, subiendo por encima de sus cabe-

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zas. Avanzaban con lentitud, como una tropa que teme emboscadas y examina lo que la rodea.

La conveniencia de retirarse cuanto antes hizo que Don Marcelo dejase de mirar. Era peligroso que le sor¬ prendiesen en aquel sitio. Pero al bajar sus gemelos, algo extraordinario pasó por el campo de visión de las lentes. A corta distancia, como si fuese á tocarlos con la mano, vió muchos hombres que marchaban al amparo de los árboles por los dos lados de la carretera. Su sorpresa aún fué mayor al convencerse de que eran franceses, pues todos llevaban kepis. ¿De dónde salían?... Los volvió á examinar sin el auxilio de los gemelos, cerca ya de la barricada. Eran rezagados, en estado lamentable, que ofrecían una pintoresca variedad de uniformes: soldados de línea, zuavos, dragones sin caballo. Y revueltos con ellos, guardias forestales y gendarmes pertenecientes á pueblos que habían recibido con retraso la noticia de la retirada. En conjunto, unos cincuenta. Los había ente¬ ros y vigorosos; otros se sostenían con un esfuerzo so¬ brehumano. Todos conservaban sus armas.

Llegaron hasta la barricada, mirando continuamente atrás para vigilar, al amparo de los árboles, el lento avance de los huíanos. Al frente de esta tropa heterogé¬ nea iba un oficial de gendarmería, viejo y obeso, con el revólver en la diestra, el bigote erizado por la emoción y un brillo homicida en los ojos azules velados por la pesadez de sus párpados. Se deslizaron al otro lado de la barrera de carros, sin fijarse en este paisano curioso. Iban á continuar su avance á través del pueblo, cuando sonó una detonación enorme, conmoviendo el horizonte delante de ellos, haciendo temblar las casas.

¿Qué es eso? preguntó el oficial mirando por pri¬ mera vez á Desnoyers.

Este dió una explicación: era el puente, que acababa de ser destruido. Un juramento del jefe acogió la noticia. Pero su tropa confusa, agrupada al azar del encuentro, permaneció indiferente, como si hubiese perdido todo contacto con la realidad.

Lo mismo es morir aquí que en otra parte continuó el oficial.

Muchos de los fugitivos agradecieron con una pronta

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obediencia esta decisión, que los libertaba del suplicio de caminar. Casi se alegraron de la voladura que les cortaba el paso. Fueron colocándose instintivamente en los lugares más cubiertos de la barricada. Otros se in¬ trodujeron en unas casas abandonadas, cuyas puertas habían violentado los dragones para utilizar el piso su¬ perior. Todos parecían satisfechos de poder descansar aunque fuese combatiendo. El oficial iba de un grupo á otro comunicando sus órdenes. No debían hacer fuego hasta que él diese la voz.

Don Marcelo presenció tales preparativos con la in¬ movilidad de la sorpresa. Había sido tan rápida é inau¬ dita la aparición de los rezagados, que aún se imaginaba estar soñando. No podía haber peligro en esta situación irreal: todo era mentira. Y continuó en su sitio sin en¬ tender al teniente, que le ordenaba la fuga con rudas palabras. ¡Paisano testarudo!...

El eco de la explosión había poblado la carretera de jinetes. Salían de todas partes, uniéndose al primitivo grupo. Los huíanos galopaban con la certeza de que el pueblo estaba abandonado.

¡Fuego!...

Desnoyers quedó envuelto en una nube de crujidos, como si se tronchase la madera de todos los árboles que tenía ante sus ojos.

El escuadrón impetuoso se detuvo de golpe. Varios hombres rodaron por el suelo. Unos se levantaban para saltar fuera del camino, encorvándose con el propósito de hacerse menos visibles. Otros permanecían tendidos de espaldas ó de bruces, con los brazos por delante. Los caballos sin jinete emprendieron un galope loco á través de los campos, con las riendas á la rastra, espoleados por los estribos sueltos.

Y después del rudo vaivén que le hicieron sufrir la sorpresa y la muerte, se dispersó, desapareciendo casi instantáneamente, absorbido por la arboleda.

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IV

JUNTO Á LA GRUTA SAGRADA

Argensola tuvo una nueva ocnpación más emocio¬ nante que la de señalar en el mapa el emplazamiento de los ejércitos.

Me dedico ahora á seguir al tauhe decía á sus ami¬ gos . Se presenta de cuatro á cinco, con la puntualidad de una persona correcta que acude á tomar el té.

Todas las tardes, á la hora mencionada, un aeroplano alemán volaba sobre París, arrojando bombas. Esta in¬ timidación no producía terror: la gente aceptaba la vi¬ sita como un espectáculo extraordinario é interesante. En vano los aviadores dejaban caer sobre la ciudad ban¬ deras alemanas con irónicos mensajes dando cuenta de los descalabros del ejército en retirada y de los fracasos de la ofensiva rusa. ¡Mentiras, todo mentiras! En vano lanzaban bombas, destrozando buhardillas y matando ó hiriendo viejos, mujeres y pequeños. «¡Ah, bandidos!» La muchedumbre amenazaba con el puño al mosquito maligno, apenas visible á dos mil metros de altura, y después de este desahogo lo seguía con los ojos de calle en calle ó se inmovilizaba en las plazas para contemplar sus evoluciones.

Un espectador de los más puntuales era Argensola. A las cuatro estaba en la plaza de la Concordia, con la cara en alto y los ojos bien abiertos, al lado de otras gentes unidas á él por cordiales relaciones de compañe¬ rismo. Eran como los abonados á un mismo teatro, que en fuerza de verse acaban por ser amigos. «¿Vendrá?... ¿No vendrá hoy?» Las mujeres parecían las más vehe¬ mentes. Algunas se presentaban arreboladas y jadean-

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tes por el apresuramiento, temiendo haber llegado tarde al espectáculo... Un inmenso grito: «¡Ya viene!... ¡Allí está!» Miles de manos señalaban un punto vago en el ho¬ rizonte. Se prolongaban los rostros con gemelos y cata¬ lejos; los vendedores populares ofrecían toda clase de artículos ópticos... Y durante una hora se desarrollaba el espectáculo apasionante de la cacería aérea, ruidosa é inútil.

El insecto intentaba aproximarse á la torre Eiffel, y de la base de ésta surgían estampidos, al mismo tiempo que sus diversas plataformas escupían el rasgueo feroz de las ametralladoras. Al virar sobre la ciudad, sonaban descargas de fusilería en los tejados y en el fondo de las calles. Todos tiraban; los vecinos que tenían un arma en su casa, los soldados de guardia, los militares ingle¬ ses y belgas de paso en París. Sabían que sus disparos eran inútiles, pero tiraban por el gusto de hostilizar al enemigo aunque sólo fuese con la intención, esperando que la casualidad, en uno de sus caprichos, realizase un milagro. Pero el único milagro era que no se matasen los tiradores unos á otros con este fuego precipitado ó infructuoso. Aun así, algunos transeúntes caían heridos por balas de ignorada procedencia.

Argensola iba de calle en calle siguiendo el revuelo del pájaro enemigo, queriendo adivinar dónde caían sus proyectiles, deseando ser de los primeros que llegasen frente á la casa bombardeada, enardecido por las des¬ cargas que contestaban desde abajo. ¡No disponer él de una carabina, como los ingleses vestidos de kaki ó aque¬ llos belgas con gorra de cuartel y una borla sobre la frente!... Al fin, el taube, cansado de hacer evoluciones, desaparecía. «Hasta mañana pensaba el español . El de mañana tal vez sea más interesante.»

Las horas libres entre las observaciones geográficas y las contemplaciones aéreas las empleaba en rondar cerca de las estaciones de ferrocarril especialmente la del muelle de Orsay , viendo la muchedumbre de viaje¬ ros que escapaba de París. La visión repentina de la verdad después de las ilusiones que había creado el gobierno con sus partes optimistas , la certeza de que los alemanes estaban próximos, cuando una semana

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antes se los imaginaban muchos en plena derrota, los taubes volando sobre París, la misteriosa amenaza de los zeppelines, enloquecían á una parte del vecindario. Las estaciones, custodiadas militarmente, sólo admitían á los que habían adquirido un billete con anticipación. Algunos esperaban días enteros á que les llegase el turno de salida. Los más impacientes emprendían la marcha á pie, deseando verse cuanto antes fuera de la ciudad. Negreaban los caminos con las muchedumbres que avan¬ zaban por ellos, todas en una misma dirección. Iban hacia el Sur en automóvil, en coche de caballos, en ca¬ rretas de hortelano, á pie.

Esta fuga la contempló Argensola con serenidad. El era de los que se quedaban. Había admirado á muchos hombres porque presenciaron el sitio de París en 1870. Ahora su buena suerte le proporcionaba el ser testigo de un drama histórico tal vez más interesante. ¡Lo que podría contar en lo futuro!... Pero le molestaba la dis¬ tracción é indiferencia de su auditorio presente. Volvía al estudio satisfecho de las noticias de que era portador, febril por comunicarlas á Desnoyers, y éste le escuchaba como si no le oyese. La noche en que le hizo saber que el gobierno, las Cámaras, el cuerpo diplomático y hasta los artistas de la Comedia Francesa estaban saliendo á aquellas horas en trenes especiales para Burdeos, su compañero le contestó con un gesto de indiferencia.

Otras eran sus preocupaciones. Por la mañana había recibido una carta de Margarita: dos simples líneas tra¬ zadas con precipitación. Se marchaba: salía inmediata¬ mente acompañando á su madre. ¡Adiós!... Y nada más. El pánico hacía olvidar muchos afectos, cortaba largas relaciones; pero ella era superior por su carácter á estas incoherencias de la ansiedad por huir. Julio vió algo inquietante en su laconismo. ¿Por qué no indicaba el lugar adonde se dirigía?...

Por la tarde tuvo un atrevimiento que siempre le había prohibido ella. Entró en la casa que habitaba Margarita, hablando largamente con la portera para adquirir noticias. La buena mujer pudo dar expansión de este modo á su locuacidad, bruscamente cortada por la fuga de los inquilinos y su servidumbre. La señora

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del piso principal la madre de Margarita había sido la última en abandonar la casa, á pesar de qne estaba enferma desde la partida de sn hijo. Habían salido el día anterior, sin decir adonde iban. Lo único qne sabía era qne habían tomado el tren en la estación ele Orsay, Hnían hacia el Snr, como todos los ricos.

Y amplió sns revelaciones con la vaga noticia de qne la hija se mostraba mny impresionada por los informes qne había recibido del frente de la gnerra. Algnien de la familia estaba herido. Tal vez era el hermano, pero la portera lo ignoraba. Con tantas novedades, sorpresas é impresiones, resnltaba difícil enterarse de las cosas. Ella también tenía sn hombre en el ejército y le preoen- paban los asnntos propios.

«¿Dónde estará? se pregnntó Jnlio dnrante el día . ¿Por qné desea qne ignore sn paradero?...»

Cnando en la noche le hizo saber sn camarada el viaje de los gobernantes con todo el misterio de nna noticia qne aún no era pública, se limitó á contestar después de reflexivo mntismo:

Hacen bien... Yo saldré ignalmente mañana, si puedo.

¿Para qné permanecer en París? Sn familia estaba ansente. Sn padre según las averignaciones de Argén- sola también se había ido, sin decir adónde. Con la misteriosa fnga de Margarita él qnedaba solo, en nna soledad qne le inspiraba remordimientos.

Aqnella tarde, al pasear por los bulevares, había tro¬ pezado con nn amigo algo entrado en años, nn consocio del Círcnlo de esgrima frecuentado por él. Era el pri¬ mero qne encontraba desde el principio de la gnerra, y jnntos pasaron revista á todos los compañeros incorpo¬ rados al ejército. Las preguntas de Desnoy ers eran con¬ testadas por el viejo. ¿Fnlano?... había sido herido en Lorena y estaba en nn hospital del Snr. ¿Otro amigo?... mnerto en los Vosgos. ¿Otro?... desaparecido en Charie- roi. Y así continnaba el desflle heroico y fúnebre. Los más vivían aún, realizando proezas. Otros socios de ori¬ gen extranjero, jóvenes polacos, ingleses residentes en París, americanos de las repúblicas del Snr, acababan de inscribirse como voluntarios. El Círcnlo debía enor-

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gullecerse de esta juventud que se ejercitaba en las armas durante la paz: todos estaban en el frente exponiendo su existencia ... Y Desnoyers apartó su vista , como si temiese adivinar en los ojos de su amigo una expresión irónica é interrogante. ¿Por qué no marchaba él, como los otros, á defender la tierra en que vivía?...

Mañana me iré replicó Julio, ensombrecido por este recuerdo.

Pero se marchaba hacia el Sur, como todos los que huían de la guerra. En la mañana siguiente, Argensola se encargó de conseguir un billete de ferrocarril para Burdeos. El valor del dinero había aumentado conside¬ rablemente. Cincuenta francos entregados á tiempo rea¬ lizaron el milagro de procurarle un pedazo de cartón numerado, cuya conquista representaba, para muchos, días enteros de espera.

Es para hoy mismo dijo á su camarada . Debes salir en el tren de esta noche.

El equipaje no exigió grandes preparativos. Los tre¬ nes se negaban á admitir otros bultos que los que lleva¬ ban á mano los viajeros. Argensola no quiso aceptar la liberalidad de Julio, que pretendía partir con él todo su dinero. Los héroes necesitan muy poco, y el pintor de almas se sentía animado por una resolución heroica. La breve alocución de Gallieni al encargarse de la defensa de París la hacía suya. Pensaba mantenerse hasta el último esfuerzo, lo mismo que el duro general.

¡Que vengan! dijo con una expresión trágica . ¡Me encontrarán en mi sitio!...

Su sitio era el estudio. Quería ver las cosas de cerca, para relatarlas á las generaciones venideras. Se manten¬ dría firme, con sus provisiones de comestibles y vinos. Además, tenía el proyecto así que su compañero des¬ apareciese de llevar á vivir con él á ciertas amigas que vagaban en busca de una comida problemática y sentían miedo en la soledad de sus domicilios. El peligro apro¬ xima á las buenas gentes y añade un nuevo atractivo á los placeres de la comunidad. Las amorosas expansiones de los prisioneros del Terror, cuando esperaban de un momento á otro ser conducidos á la guillotina, revivie¬ ron en su memoria. ¡Apui’emos de un trago la vida, ya

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que hemos de morir!... El estudio de la rué de la Pompe iba á presenciar las mismas fiestas locas y desesperadas que un barco encallado con provisiones abundantes.

Desnoyers salió de la estación de Orsay en un com¬ partimiento de primera clase. Alababa mentalmente el buen orden con que la autoridad lo había arreglado todo. Cada viajero tenía su asiento. Pero en la estación de Austerlitz una avalancha humana asaltó el tren. Las portezuelas se abrieron como si fuesen á romperse; pa¬ quetes y niños entraron por las ventanas lo mismo que proyectiles. La gente se empujó con la rudeza de una muchedumbre que huye de un incendio. En el espacio reservado para ocho personas se instalaron catorce; los pasillos se obstruyeron para siempre con montones de maletas, que servían de asiento á nuevos viajeros. Ha¬ bían desaparecido las distancias sociales. La gente del pueblo invadía con preferencia los vagones de lujo, cre¬ yendo encontrar en ellos mayor espacio. Los que tenían billete de primera clase iban en busca de los coches peo¬ res, con la vana esperanza de viajar desahogadamente. En las vías laterales esperaban desde un día antes su hora de salida largos trenes compuestos de vagones de ganado. Los establos rodantes estaban repletos de per¬ sonas sentadas en la madera del suelo ó en sillas traídas de sus casas. Cada tren era un campamento que deseaba ponerse en marcha, y mientras permanecía inmóvil, una capa de papeles grasientos y cáscaras de frutas se iba formando á lo largo de él.

Los asaltantes, al empujarse, se toleraban y perdo¬ naban fraternalmente. «En la guerra como en la gue¬ rra», decían como última excusa. Y cada uno apretaba al vecino para arrebatarle unas pulgadas de asiento, para introducir su escaso equipaje entre los bultos sus¬ pendidos sobre las personas con los más inverosímiles equilibrios. Desnoyers fué perdiendo poco á poco sus ventajas de primer ocupante. Le inspiraban lástima estas pobres gentes que habían esperado el tren desde las cuatro de la madrugada á las ocho de la noche. Las mujeres gemían de cansancio, derechas en el corredor, mirando con envidia feroz á los que ocupaban un asien¬ to. Los niños lloraban con balidos de cabra hambrienta.

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Julio acabó por ceder su lugar, repartiendo entre los menesterosos y los imprevisores todos los comestibles de que le había proveído Argensola. Los restoranes de las estaciones parecían saqueados. Durante las largas esperas del tren, sólo se veían militares en los andenes: soldados que corrían al escuchar la llamada de la trom¬ peta para volver á ocupar su sitio en los rosarios de vagones que subían y subían hacia París. En los apar¬ taderos, largos trenes de guerra esperaban que la vía quedase libre para continuar su viaje. Los coraceros, llevando un chaleco amarillo sobre el pecho de acero, estaban sentados, con las piernas colgantes, en las puer¬ tas de los vagones-establos, de cuyo interior salían re¬ linchos. Sobre las plataformas se alineaban armones grises. Las esbeltas gargantas de los 75 apuntaban á lo alto como telescopios.

Pasó la noche en el corredor, sentado en el borde de una maleta, viendo cómo dormitaban otros con el embru¬ tecimiento del cansancio y la emoción. Fué una noche cruel é interminable de sacudidas, estrépitos y pausas cortadas por ronquidos. En cada estación las trompetas sonaban precipitadamente, como si el enemigo estuviese cerca. Los soldados procedentes del Sur corrían á sus puestos y una nueva corriente de hombres se arrastraba por los rieles hacia París. Se mostraban alegres y deseo¬ sos de llegar pronto á los lugares de la matanza. Muchos se lamentaban creyendo presentarse con retraso. Julio, asomado á una ventanilla, escuchó los diálogos y los gri¬ tos en estos andenes impregnados de un olor picante de hombres y muías. Todos mostraban una confianza inque¬ brantable. «¡Los boches!... Muy numerosos, con grandes cañones, con muchas ametralladoras... pero no había mas que cargar á la bayoneta y huían como liebres.»

La fe de los que iban al encuentro de la muerte con¬ trastaba con el pánico y la duda de los que escapaban de París. Un señor viejo y condecorado, tipo de funcio¬ nario en jubilación, hacía preguntas á Desnoy ers cuando el tren reanudaba su marcha. «¿Usted opina que llegarán á Tours?» Antes de recibir contestación se adormecía. El sueño embrutecedor avanzaba por el pasillo sus pies de plomo. Luego, el viejo despertaba de pronto. «¿Usted

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cree que lleg-arán hasta Burdeos?...» Y su deseo de no

I detenerse liasta alcanzar con su familia un refugio abso¬ lutamente seguro le hacía acoger como oráculos las va¬ gas respuestas.

j Al amanecer vieron á los territoriales del país guar¬ dando las vías. Iban armados con fusiles viejos; lleva¬ ban un kepis rojo como único distintivo militar. Seguían pasando en dirección opuesta los trenes militares.

En la estación de Burdeos, la muchedumbre civil, pugnando por salir ó por asaltar nuevos vagones, se con¬ fundía con las tropas. Sonaban incesantemente las trom¬ petas para reunir á los- soldados. Muchos eran hombres de color, tiradores indígenas con amplios calzones gri¬ ses y un gorro rojo sobre el rostro negro y bronceado. Continuaba hacia el Norte el férreo rodar de las masas armadas.

Desnoyers vió un tren de heridos procedentes de los combates de Plandes y Lorena. Los uniformes de fati¬ gada suciedad se refrescaban con la blancura de los vendajes que sostenían los miembros doloridos ó defen¬ dían las cabezas rotas. Todos parecían sonreír con sus bocas lívidas y sus ojos febriles á las primeras tierras del Mediodía que asomaban entre la bruma matinal, coronadas de sol, cubiertas de la regia vestidura de sus pámpanos. Los hombres del Norte tendían sus manos á las frutas que les ofrecían las mujeres, picoteando con deleite las dulces uvas del país.

Vivió cuatro días en Burdeos, aturdido y desorien¬ tado por la agitación de una ciudad de provincia con¬ vertida repentinamente en capital. Los hoteles estaban llenos; muchos personajes se contentaban con una ha¬ bitación de doméstico . Los Cirfés no guardaban una silla libre; las aceras parecían repeler esta concurren¬ cia extraordinaria. El jefe del Estado se instalaba en la Prefectura; los ministerios quedaban establecidos en escuelas y museos; dos teatros eran habilitados para las futuras reuniones del Senado y la Cámara popular. Julio encontró un hotel sórdido y equívoco en el fondo de un callejón humedecido constantemente por los tran¬ seúntes. Un amorcillo adornaba los cristales de la puer¬ ta. En su cuarto, el espejo tenía grabados nombres de

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mujer, frases intranscribibles , como recuerdo de los hospedajes de una hora... Y todavía algunas damas de París, ocupadas en buscar un alojamiento, envidiaban tanta fortuna.

Eesultaron infructuosas sus averiguaciones. Los ami¬ gos que encontró en la muchedumbre fugitiva pensaban en su propia suerte. Sólo sabían hablar de los incidentes de su instalación; repetían las noticias oídas á los mi¬ nistros, con los que vivían familiarmente; mencionaban con aire misterioso la gran batalla que había empezado á desarrollarse desde las cercanías de París hasta Ver- dún. Una discípula de sus tiempos de gloria, que guar¬ daba la antigua elegancia en su uniforme de enfermera, le dió vagas noticias. «¿La pequeña Madame Laurier?... Se acordaba de haber oído á alguien que vivía cerca... Tal vez en Biarritz.» Julio no necesitó más para reanudar su viaje. ¡A Biarritz!

La primera persona que encontró al llegar fué Chichi. Declaraba inhabitable la población, por las familias de españoles ricos que veraneaban en ella: «Son boches en su mayoría. Yo me paso la existencia peleando. Acaba¬ por vivir sola.» Luego encontró á su madre: abrazos y lágrimas. Después vió á su tía Elena en un salón del hotel, entusiasmada con el país y sus veraneantes. Po¬ día hablar largamente con muchos de ellos sobre la de¬ cadencia de Francia. Todos esperaban de un momento á otro la noticia de la entrada del kaiser en la capital. Hombres graves que no habían hecho nada en toda su vida criticaban los defectos y descuidos de la Repúbli¬ ca. Jóvenes cuya distinción entusiasmaba á doña Elena prorrumpían en apóstrofes contra las corrupciones de París, corrupciones que habían estudiado á fondo ve¬ lando hasta la salida del sol en las virtuosas escuelas de Montmartre. Todos adoraban á Alemania, donde no habían estado nunca ó que conocían como una sucesión de imágenes cinematográficas. Aplicaban á los sucesos un criterio de plaza de toros. Los alemanes eran los que pegaban más fuerte. «Con ellos no se juega: son muy brutos.» Y parecían admirar la brutalidad como el más respetable de los méritos. «¿Por qué no dirán eso en su casa, al otro lado de la frontera? protestaba Chichi .

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¿Por qué vienen á la del vecino á burlarse de sus pre¬ ocupaciones?... ¡Y tal vez se creen gentes de buena edu¬ cación!»

Julio no había ido á Biarritz para vivir con los su¬ yos... El mismo día de su llegada vió de lejos á la madre de Margarita. Estaba sola. Sus averiguaciones le hicie¬ ron saber que la hija vivía en Pan. Era enfermera y cuidaba á un herido de su familia. «El hermano... indu¬ dablemente es el hermano», pensó Julio. Y reanudó su viaje, dirigiéndose á Pan.

Sus visitas á los hospitales resultaron inútiles. Nadie conocía á Margarita. Todos los días llegaba el tren con un nuevo cargamento de carne destrozada, pero el her¬ mano no estaba entre los heridos. Una religiosa, cre¬ yendo que iba en busca de alguien de su familia, se apiadó de él, ayudándole con sus indicaciones. Debía ir á Lourdes: eran allí muy numerosos los heridos y las enfermeras laicas. Y Desnoyers hizo inmediatamente el corto trayecto entre Pau y Lourdes.

Nunca había visitado la santa población cuyo nom¬ bre repetía su madre frecuentemente. Para doña Luisa, la nación francesa era Lourdes. En las discusiones con su hermana y otras damas extranjeras que pedían el exterminio de Francia por su impiedad, la buena señora resumía su opinión siempre con las mismas palabras: «Cuando la Virgen quiso aparecerse en nuestros tiem¬ pos, escogió á Francia. No será tan malo este país como dicen... Cuando yo vea que se aparece en Berlín, habla¬ remos otra vez.»

Pero Desnoyers no estaba para recordar las inge¬ nuas opiniones de su madre. Apenas se hubo instalado en su hotel, junto al río, corrió á la gran hospedería convertida en hospital. Los guardianes le dijeron que hasta la tarde no podría hablar con el director. Para en¬ tretener su impaciencia paseó por la calle que conduce á la basílica, toda de barracones y tiendas con estampas y recuerdos piadosos, que hacen de ella un largo bazar. Aquí y en los jardines inmediatos á la iglesia sólo vió heridos convalecientes que guardaban en sus uniformes las huellas del combate. Los capotes estaban sucios á pesar de los repetidos cepillamientos. El barro, la san-

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gre, la lluvia, habían dejado en ellos manchas imborra¬ bles, dándoles una rigidez de cartón. Algunos heridos les arrancaban las mangas, para evitar un roce cruel á sus brazos destrozados. Otros ostentaban todavía en los pantalones las rasgaduras de los cascos de obús.

Eran combatientes de todas armas y de diversas ra¬ zas: infantes, jinetes, artilleros; soldados de la metró¬ poli y de las colonias; campesinos franceses y tiradores africanos; cabezas rubias, rostros de palidez mahome¬ tana y caras negras de senegaleses, con ojos de fuego y belfos azulados, unos mostrando el aire bonachón y la sedentaria obesidad del burgués convertido repentina¬ mente en guerrero; otros, enjutos, nerviosos, de perfil agresivo, como hombres nacidos para la pelea y ejerci¬ tados en campañas exóticas.

La ciudad visitada á impulsos de la esperanza por los enfermos del catolicismo se veía invadida ahora por una muchedumbre no menos dolorosa, pero vestida de carnavalescos colores. Todos, á pesar de su desaliento físico, tenían cierto aire de desenfado y satisfacción. Habían visto la muerte de muy cerca, escurriéndose entre sus garras huesosas, y encontraban un nuevo sa¬ bor á la alegría de vivir. Con sus capotes adornados de condecoraciones, sus teatrales alquiceles, sus kepis y sus gorros africanos, esta muchedumbre heroica ofrecía sin embargo un aspecto lamentable. Muy pocos conserva¬ ban en ella la noble vertical, orgullo de la superioridad humana. Avanzaban encorvados, cojeando, arrastrán¬ dose, apoyados en un garrote ó en un brazo amigo. Otros se dejaban empujar tendidos en los carritos que habían servido muchas veces para conducir los enfermos pia¬ dosos desde la. estación á la gruta de la Virgen. Algunos caminaban á ciegas, con los ojos vendados, junto á un niño ó una enfermera. Los primeros choques en Bélgica y en el Este, media docena de batallas, habían bastado para producir estas ruinas físicas, en las que aparecía la belleza varonil con los más horribles ultrajes... Estos organismos que se empeñaban tenazmente en subsistir, paseando bajo el sol sus renacientes energías, sólo repre¬ sentaban una exigua parte de la gran siega de la muer¬ te. Detrás de ellos quedaban miles y miles de camara-

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das gimiendo en los lechos de los hospitales y que tal vez no se levantarían nunca. Millares y millares esta¬ ban ocultos para siempre en las entrañas de una tierra mojada por su baba agónica, tierra fatal que al recibir una lluvia de proyectiles devolvía como cosecha mato¬ rrales de cruces.

La guerra se mostró á los ojos de Desnoyers con toda su cruel fealdad. Había hablado de ella hasta entonces como hablamos de la muerte en plena salud, sabiendo que existe y que es horrible, pero viéndola tan lejos... ¡tan lejos! que no infunde una verdadera emoción. Las explosiones de los obuses acompañaban su brutalidad destructora con una burla feroz, desfigurando grotesca¬ mente el cuerpo humano. Vió heridos que empezaban á recobrar su fuerza vital y sólo eran esbozos de hombres, espantosas caricaturas, andrajos humanos salvados de la tumba por las audacias de la ciencia; troncos con ca¬ beza que se arrastraban por el suelo sobre un zócalo de ruedas; cráneos incompletos cuyo cerebro latía bajo una cubierta artificial; seres sin brazos y sin piernas que descansaban en el fondo de un carretoncillo como boce¬ tos escultóricos ó piezas de disección; caras sin nariz que mostraban, lo mismo que las calaveras, la negra cavidad de sus fosas nasales. Y estos medio-hombres hablaban, fumaban, reían, satisfechos de ver el cielo, de sentir la caricia del sol, de haber vuelto á la exis¬ tencia, animados por la soberana voluntad de vivir, que olvida confiada la miseria presente en espera de algo mejor.

Fué tal su impresión, que olvidó por algún tiempo el motivo que le había arrastrado hasta allí... ¡Si los que provocan la guerra desde los gabinetes diplomᬠticos ó las mesas de un Estado Mayor pudiesen con¬ templarla, no en los campos de batalla, con el entusias¬ mo que perturba los sentidos, sino en frío, tal como se aprecia en hospitales y cementerios por los restos que deja tras de su paso!... El joven vió en su imaginación el globo terráqueo como un buque enorme que nave¬ gaba por la inmensidad. Sus tripulantes, los pobres hu¬ manos, llevaban siglos y siglos exterminándose sobre la cubierta. Ni siquiera sabían lo que existía debajo de

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sus pies, en las profundidades de la nave. Ocupar la mayor superficie á la luz del sol era el deseo de cada grupo. Hombres tenidos por superiores empujaban estas masas al exterminio, para escalar el último puente y empuñar el timón, dando al buque un rumbo determi¬ nado. Y todos los que sentían estas ambiciones por el mando absoluto sabían lo mismo... ¡nada! Ninguno de ellos podía decir con certeza qué Imbía más allá del ho¬ rizonte visible, ni adónde se dirigía la nave. La sorda hostilidad del misterio los rodeaba á todos; su vida era frágil, necesitaba de incesantes cuidados para mante¬ nerse; y á pesar de esto, la tripulación, durante siglos y siglos, no había tenido un instante de acuerdo, de obra común, de razón clara. Periódicamente, una mitad de ella chocaba con la otra mitad; se mataban por esclavi¬ zarse en la cubierta movediza fiotaiite sobre el abismo; pugnaban por echarse unos á otros fuera del buque; la estela de la nave se cubría de cadáveres. Y de la muche¬ dumbre en completa demencia todavía surgían lóbregos sofistas para declarar que este era el estado perfecto, que así debían seguir todos eternamente, y que era un mal ensueño desear que los tripulantes se mirasen como her¬ manos que siguen un destino común y ven en torno de ellos las asechanzas de un misterio agresivo... ¡Ah, mi¬ seria humana!

Julio se sintió alejado de sus reflexiones por la ale¬ gría pueril que mostraban algunos convalecientes. Eran musulmanes, tiradores de Argelia y de Marruecos. Es¬ taban en Lourdes como podían estar en otra parte, atentos únicamente á los obsequios de la gente civil, que los seguía con patriótica ternura. Todos ellos mira¬ ban con indiferencia la basílica habitada por la «señora blanca». Su única preocupación era pedir cigarros y dulces.

Al verse agasajados por la raza dominadora de sus países, se enorgullecían, atreviéndose á todo, como ni¬ ños revoltosos. Su mayor placer era que las damas les diesen la mano. ¡Bendita guerra que les permitía acer¬ carse y tocar á estas mujeres blancas, perfumadas y sonrientes, tal como aparecen en los ensueños las hem¬ bras paradisíacas reservadas á los bienaventurados ¡

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«Madama... Madama», suspiraban, poblándose al mismo tiempo de llamaradas sus pupilas de tinta. Y no conten¬ tos con la mano, sus garras obscuras se aventuraban á lo largo del brazo, mientras las señoras reían de esta adoración trémula. Otros avanzaban entre el gentío ofreciendo su diestra á todas las mujeres. «Toquemos mano » Y se alejaban satisfechos luego de recibir el apretón.

Vagó mucho tiempo Desnoy ers por los alrededores de la basílica. Al amparo de los árboles se formaban en hileras las carretillas ocupadas por los heridos. Oficiales y soldados permanecían larg’as horas en la sombra azul viendo cómo pasaban otros camaradas que podían va¬ lerse de sus piernas. La santa gruta resplandecía con el llamear de centenares de cirios. La muchedumbre devo¬ ta, arrodillada al aire libre, fijaba sus ojos suplicantes en las sagradas piedras, mientras su pensamiento volaba lejos, á los campos de batalla, con la confianza en la divi¬ nidad que acompaña á toda inquietud. De la masa arro¬ dillada surgían soldados con vendajes en la cabeza, el kepis en una mano y los ojos lacrimosos.

Subían y descendían por la doble escalinata de la basílica mujeres vestidas de blanco, con un temblor de tocas que ‘les daba de lejos el aspecto de palomas ale¬ teantes. Eran enfermeras, damas de la caridad guiando los pasos de los heridos. Desnoyers creyó reconocer á Margarita en cada una de ellas. Pero la desilusión que seguía á tales descubrimientos le hizo dudar del éxito de su viaje. Tampoco estaba en Lourdes. Nunca la en¬ contraría en esta Francia agrandada desmesuradamente por la guerra, que había convertido cada población en un hospital.

Por la tarde sus averiguaciones no obtuvieron me¬ jor éxito. Los empleados escucharon sus preguntas con aire distraído: podía volver luego. Estaban preocupados por el anuncio de un nuevo tren sanitario. Continuaba la gran batalla cerca de París. Tenían que improvi¬ sar alojamiento para la nueva remesa de carne des¬ trozada.

Desnoyers volvió á los jardines cercanos á la gruta. Su paseo era para entretener el tiempo. Pensaba regre-

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sar á Pau aquella noche: nada le quedaba que hacer en Lourdes. ¿Adonde dirigiría luego sus investigaciones?...

Sintió de pronto un estremecimiento á lo largo de su espalda: la misma sensación indefinible que le avisaba | la presencia de ella cuando se reunían en un jardín de París. Margarita iba á presentarse de pronto, como las otras veces, sin que él supiera ciertamente de dónde sa¬ lía, como si emergiese de la tierra ó descendiese de las nubes. i

Después de pensar esto sonrió con amargura. ¡Men- i tiras del deseo! ¡Ilusiones!... Al volver la cabeza recono¬ ció la falsedad de su esperanza. Nadie seguía sus pasos: él era el único que marchaba por el centro de la aveni¬ da. En un banco inmediato descansaba un oficial con los ojos vendados. Junto á él, con la diáfana blancura de los ángeles custodios, estaba una enfermera. ¡Pobre cie¬ go!... Desnoyers iba á seguir adelante, pero un movi¬ miento rápido de la mujer vestida de blanco, un deseo visible de pasar inadvertida, de ocultar la cara volviendo los ojos hacia las plantas, atrajeron su atención. Tardó en reconocerla. Dos rizos asomados al borde de la toca le hicieron adivinar la cabellera oculta; los pies calza¬ dos de blanco fueron indicios para reconstituir el cuerpo, algo desfigurado por un uniforme sin coquetería. El ros¬ tro era pálido, grave. Nada quedaba en él de los anti¬ guos afeites, que le daban una belleza pueril de muñeca. Sus ojos parecían refiejar lo existente con nuevas formas en el fondo de unas aureolas obscuras de cansancio... ¡Margarita!

Se miraron largamente, como hipnotizados por la sorpresa. Ella mostró inquietud al ver que Desnoyers adelantaba un paso. No... no. Sus ojos, sus manos, todo su cuerpo, parecieron protestar, repelerle en su avance, fijarlo en su inmovilidad. El miedo á que se aproximase la hizo marchar hacia él. Dijo unas palabras al militar, que continuó en el banco recibiendo sobre el vendaje de su rostro un rayo de sol que parecía no sentir. Luego se levantó, yendo al encuentro de Julio, y siguió adelante, indicándole con un gesto que se situase más lejos, donde el herido no pudiera escucharles.

Detuvo su paso en un sendero lateral. Desde allí po-

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día ver al ciego confiado á su custodia. Quedaron in¬ móviles frente á frente. Desnoyers quiso decir muchas cosas, [muchas! pero vaciló, no sabiendo cómo revestir de palabras sus quejas, sus súplicas, sus halagos. Por encima de esta avalancha de pensamientos emergió uno, fatal, dominante y colérico.

¿Quién es ese hombre?...

El acento rencoroso, la voz dura con que dijo estas palabras, le sorprendieron, como si procediesen de otra boca.

La enfermera le miró con sus ojos límpidos, agran¬ dados, serenos, unos ojos que pareeíanfiibres para siem¬ pre de las contracciones de la sorpresa y del miedo. La respuesta se deslizó con la misma limpieza que la mirada.

Es Laurier... Es mi marido.

¡Laurier!... Los ojos de Julio examinaron con larga duda al militar antes de convencerse. ¡Laurier este ofi¬ cial ciego que permanecía inmóvil en el banco como un símbolo de dolor heroico!... Estaba aviejado, con la tez curtida y de un color de bronce surcada de grietas que convergían como rayos en torno de todas las aber¬ turas de su rostro. Los cabellos empezaban á blanquear en las sienes y en la barba que cubría ahora sus mejillas. Había vivido veinte años en un mes... Al mismo tiempo parecía más joven, con una juventud que irradiaba vi¬ gorosa de su interior, con la fuerza de un alma que ha sufrido las emociones más violentas y no puede ya cono¬ cer el miedo, con la satisfacción firme y serena del de¬ ber cumplido.

Contemplándole sintió al mismo tiempo admiración y celos. Se avergonzó al darse cuenta de la aversión que le inspiraba este hombre en plena desgracia y que no podía ver lo que le rodeaba. Su odio era una cobardía; pero in¬ sistió en él, como si en su interior se hubiese despertado otra alma, una segunda personalidad que le causaba es¬ panto. ¡Cómo recordaba los ojos de Margarita al alejarse del herido por unos instantes!... A él no lo había mirado así nunca. Conocía todas las gradaciones amorosas de sus párpados, pero su mirada al herido era algo diferen¬ te, algo que él no había visto hasta entonces.

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Habló con la furia del enamorado que descubre una infidelidad.

¡Y por eso te fuiste sin un aviso, sin una palabra!... Me abandonaste para venir en busca de él... Di, ¿por qué has venido? ¿por qué has venido?...

No se inmutó ella ante su acento colérico y sus mira¬ das hostiles.

He venido porque aquí estaba mi deber.

Luego habló como una madre que aprovecha un pa¬ réntesis de sorpresa en el niño irascible para aconsejarle cordura. Explicaba sus actos. Había recibido la noticia de la herida de Laurier cuando ella y su madre se pre¬ paraban á salir de París. No vaciló un instante: su obli¬ gación era correr al lado de este hombre. Había reflexio¬ nado mucho en las últimas semanas. La guerra le había hecho meditar sobre el valor de la vida. Sus ojos contem¬ plaban nuevos horizontes; nuestro destino no está en el placer y las satisfacciones egoístas: nos debemos al dolor y al sacrificio.

Deseaba trabajar por su patria, cargar con una parte del dolor común , servir como las otras mujeres ; y es¬ tando dispuesta á dar todos sus cuidados á los descono¬ cidos, ¿no era natural que prefiriese á este hombre al que había causado tanto daño?... Vivía aún en su me¬ moria el momento en que le vió llegar á la estación completamente solo entre tantos que tenían el consúelo de unos brazos amantes al partir en busca de la muerte. Su lástima había sido aún más intensa al enterarse de su infortunio. Un obús había estallado junto á él, ma¬ tando á los que le rodeaban. De sus varias heridas, la única grave era la del rostro. Había perdido un ojo por completo; el otro lo mantenían los médicos sin visión, esperando salvarlo. Pero ella dudaba; era casi seguro que Laurier quedaría ciego.

La voz de Margarita temblaba al decir esto, como si fuese á llorar, pero sus ojos permanecieron secos. No sentían la irresistible necesidad de las lágrimas. El llanto era ahora algo superfino, como otras muchas co¬ sas de los tiempos de paz. ¡Habían visto sus ojos tanto en pocos días!...

¡Cómo le amas! exclamó Julio.

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Ella le había tratado de nsted hasta este momento, por miedo á ser oída y por mantenerle á distancia, como si hablase con nn amigo. Pero la tristeza de su amante acabó con su frialdad.

No; yo te quiero á ti... yo te querré siempre.

La sencillez con que dijo esto y su repentino tuteo infundieron confianza á Desnoyers.

¿Y el otro? preguntó con ansiedad.

Al escuchar su respuesta, creyó que algo acababa de pasar ante el sol, velando momentáneamente su luz. Fué como una nube que se deslizaba sobre la tierra y sobre su pensamiento, esparciendo una sensación de frío.

A él también le quiero.

Lo dijo mirándole como si implorase su i^erdón, con la sinceridad dolorosa de un alma que ha reñido con la mentira y llora al adivinar los daños que causa.

El sintió que su cólera dura se desmoronaba de golpe, lo mismo que una montaña que se agrieta. «¡Ah, Margarita!» Su voz sonó trémula y humilde. ¿Podía ter¬ minar todo entre los dos con esta sencillez? ¿Eran acaso mentiras sus antiguos juramentos?... Se habían buscado con afinidad irresistible, para compenetrarse, para ser uno solo... y ahora, súbitamente endurecidos por la in¬ diferencia, ¿iban á chocar como dos cuerpos hostiles que se repelen?... ¿Qué significaba este absurdo de amarle á él como siempre y amar al mismo tiempo á su antiguo esposo?

Margarita bajó la cabeza, murmurando con desespe¬ ración:

eres un hombre, yo soy una mujer. No me enten¬ derás por más que hable. Los hombres no pueden alcan¬ zar ciertos misterios nuestros... Una mujer me compren¬ dería mejor.

Desnoyers quiso conocer su infortunio con toda su crueldad . Podía hablar ella sin miedo . Se sentía con fuerzas para sobrellevar los golpes... ¿Qué decía Lau- rier al verse cuidado y acariciado por Margarita?...

Ignora quién soy... Me cree una enfermera igual á las otras, que se apiada de él viéndole solo y ciego, sin parientes que le escriban y le visiten... En ciertos mo-

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mentes he llegado á sospechar si adivina la verdad. Mi voz, el contacto de mis manos, le crispaban al principio con un gesto de extrañeza. Le he dicho que soy una dama belga que ha perdido á los suyos y está sola en el mundo. El me ha contado su vida anterior ligeramente, como el que desea olvidar un pasado odioso... Ni una palabra molesta para su antigua mujer. Hay noches en que sospecho que me conoce, que se vale de su ceguera para prolongar la fingida ignorancia, y esto me ator¬ menta... Deseo que recobre la vista, que los médicos salven uno de sus ojos, y al mismo tiempo siento miedo. ¿Qué dirá al reconocerme?... Pero no; mejor es que vea, y ocurra lo que ocurra. no puedes comprender estas preocupaciones, no sabes lo que yo sufro.

Calló un instante para reconcentrarse, apreciando una vez más las inquietudes de su alma.

¡Oh, la guerra! siguió diciendo . ¡Qué de cam¬ bios en nuestra vida! Hace dos meses, mi situación me hubiese parecido extraordinaria, inverosímil... Yo cui¬ dando á mi marido, temiendo que me descubra y se aleje de mí, deseando al mismo tiempo que me reco¬ nozca y me perdone... Sólo hace una semana que vivo á su lado. Desfiguro mi voz cuanto puedo, evito frases que le revelen quién soy... Pero esto no se puede pro¬ longar. Unicamente en las novelas resultan aceptables estas situaciones.

La duda ensombrecía de pronto su resolución.

Yo creo continuó que me ha reconocido desde el primer momento... Calla y finge ignorancia porque me desprecia... porque jamás lleg^ará á perdonarme. ¡He sido tan mala!... ¡Le he hecho tanto daño!...

Se acordaba de los largos y reflexivos mutismos del herido después de algunas palabras imprudentes. A los dos días de recibir sus cuidados había tenido un movi¬ miento de rebeldía, evitando el salir con ella á paseo. Pero, falto de vista, comprendiendo la inutilidad de su resistencia, había acabado por entregarse con una pasi¬ vidad silenciosa.

Que piense lo que quiera concluyó Margarita ani¬ mosamente , que me desprecie. Yo estoy aquí, donde debo estar. Necesito su perdón; y si no me perdona, lo

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mismo seguiré á su lado... Hay momentos en que deseo que no recobre la vista. Así, me necesitaría siempre, podría pasar toda mi existencia á su lado, sacrificándo¬ me por él...

¿Y yo? dijo Desnoy ers.

Margarita le miró con ojos asombrados, como si des¬ pertase. Era verdad; ¿y el otro?... Enardecida por su sa¬ crificio, que representaba una expiación, había olvidado al hombre que tenía delante.

¡Tú! dijo tras de una larga pausa ; debes de¬ jarme... La vida no es como la habíamos concebido. Sin la guerra, tal vez hubiésemos realizado nuestros' ensue¬ ños; pero ¡ahora!... Fíjate bien. Yo llevo para el resto de mi existencia una carg’a pesadísima y al mismo tiem¬ po dulce, pues cuanto más me abruma, más grata me parece. Nunca me separaré de ese hombre al que he ofendido tanto, que se ve solo en el mundo y necesita de protección como un niño. ¿Por qué vas á participar de mi suerte? ¿Cómo vivir en amores con una eterna enfermera, al lado de un hombre bueno y ciego, al que ultrajaríamos continuamente con nuestra pasión?... No; mejor es que te alejes. Sigue tu camino solo y desem¬ barazado. Déjame: encontrarás otras mujeres que te harán más dichoso que yo. eres de los destinados á encontrar una nueva felicidad á cada paso.

Insistió en sus elogios. Su voz era calmosa, pero en el fondo de ella temblaba la emoción del último adiós á la alegría que se aleja para siempre. El hombre amado sería de otras; ¡y ella misma lo entregaba!... Pero la noble tristeza del sacrificio le infundió serenidad. Era una renuncia más para expiar sus culpas.

Julio bajó los ojos, perplejo y vencido. Le aterraba la imagen del porvenir esbozada por Margarita. El vi¬ viendo al lado de la enfermera, aprovechándose de la ignorancia del ciego para inferirle todos los días con sus amores un nuevo insulto, ¡ah, no! Era una villa¬ nía. Se acordaba ahora con vergüenza de la maligni¬ dad con que había mirado poco antes á este hombre desgraciado y bueno. Se reconocía sin fuerzas para lu¬ char con él. Débil é impotente en aquel banco de jardín, era más grande y respetable que Julio Desnoy ers con

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toda su juventud y sus gallardías. Había servido en su vida para algo; había hecho lo que él no osaba hacer.

Esta convicción de su inferioridad le hizo gemir como un niño abandonado.

¡Qué será de mí!...

Margarita, considerando el amor que se iba para siempre, las esperanzas desvanecidas, el porvenir ilu¬ minado por la satisfacción de su deber cumplido, pero monótono y doloroso, murmuró igualmente:

¿Y yo?... ¡Qué será de mí!...

Desnoyers pareció reanimarse, como si hubiese en¬ contrado de pronto una solución.

Escucha, Margarita: yo leo en tu alma. Amas á ese hombre, y haces bien. Es superior á mí, y las mujeres se sienten atraídas por toda superioridad... Yo soy un cobarde. Sí, no protestes; soy un cobarde, con toda mi juventud, con todas mis fuerzas. ¿Cómo no habías de sentirte impresionada por la conducta de ese hombre?... Pero yo recuperaré lo perdido... Este país es el tuyo, Margarita: yo me batiré por él. No digas que no...

Y enardecido por su repentino entusiasmo, trazaba un plan de heroísmos. Iba á hacerse soldado. Pronto oiría hablar de él. Su propósito era quedar tendido en el campo al primer encuentro ó asombrar al mundo con sus hazañas. De un modo ú otro, resolvería su vergon¬ zosa situación: el olvido de la muerte ó la gloria.

¡No! exclamó ella interrumpiéndole con angus¬ tia . Tú, no. Bastante hay con el otro... ¡Qué horror! también herido, mutilado para siempre, tal vez muerto... No; vive. Prefiero que vivas, aunque seas de otra. Que yo sepa que existes, que te vea alguna vez, aunque me hayas olvidado, aunque pases indiferente como si no me conocieses.

En su protesta gritaba el amor ardoroso, el amor irre¬ flexivo y heroico, que acepta todas las penas á cambio de que el ser preferido siga existiendo.

Pero á continuación, para que Julio no sintiese el en¬ gaño de una falsa esperanza, añadió:

Vive; no debes morir; sería para un nuevo tormento... Pero vive sin mí. Olvídame. Es inútil cuanto

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hablemos: mi destino está marcado para siempre al lado del otro.

Desnoy ers volvió á entregarse al desaliento, adivi¬ nando la ineficacia de megos y protestas.

¡Ah, cómo le amas!... ¡Cómo me engañaste!

Ella, como suprema explicación, volvió á repetir lo dicho al principio de la entrevista. Amaba á Julio... y amaba á su marido. Eran amores distintos. No quería decir cuál resultaba más ardiente, pero la desgracia la impelía á escoger entre los dos, y aceptaba al más dolo¬ roso, el de mayores sacrificios.

eres hombre, y no podrás entenderme nuñca... Una mujer me comprendería.

Julio, al lanzar una mirada en torno de él, creyó que la tarde había sufrido ios efectos de un fenómeno celeste. El Jardín seguía iluminado por el sol, pero el verde de los árboles, el amarillo del suelo, el azul del espacio, las espumas blancas del río, todo le pareció obscuro y difuso, como si cayese una lluvia de ceniza.

Entonces... ¿todo ha terminado entre nosotros?

Su voz temblorosa, suplicante, cargada de lágrimas, hizo que ella volviese la cabeza para ocultar su emoción.

Luego, en el penoso silencio, las dos desesperaciones formularon la misma pregunta, como si interrogasen á las sombras del futuro. «¿Qué será de mí?», murmuró el hombre. Y como un eco, los labios de ella repitieron: «¿Qué será de mí?»

Todo estaba dicho. Palabras irreparables se alzaban entre los dos como un obstáculo que había de ensan¬ charse por momentos, impeliéndoles en opuestas direc¬ ciones. ¿Para qué prolongar la entrevista dolorosa?... Margarita mostró la resolución pronta y enérgica de toda mujer cuando desea cortar una escena: «¡Adiós!» Su rostro había tomado una palidez amarillenta, sus pupilas estaban mortecinas, humosas, como los vidrios de una linterna cuya luz se apaga. «¡Adiós!» Debía vol¬ ver al lado de su herido.

Se marchó sin mirarle, y Desnoy ers, por instinto, caminó en dirección opuesta. Cuando al serenarse quiso volver sobre sus pasos, vió cómo se alejaba dando el brazo al ciego, sin volver la cabeza una sola vez.

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Tuvo la convicción de que ya no la vería más, y una angustia de asfixia oprimió su garganta. ¿Y con esta facilidad podían separarse eternamente dos seres que días antes contemplaban el universo concretado en sus personas?...

Su desesperación al quedar solo le hizo acusarse de torpeza. Ahora acudían sus pensamientos en tropel, j cada uno de ellos le pareció suficiente para convencer á Margarita. Indudablemente no había sabido expresarse: necesitaba hablar con ella otra vez... Y decidió perma¬ necer en Lourdes.

Pasó una noche de tortura en el hotel, escuchando el rebullir del río entre las piedras. El insomnio le tuvo entre sus mandíbulas feroces, royéndolo con un suplicio interminable. Encendió la luz varias veces, pero no pudo leer. Sus ojos miraron con estúpida fijeza los dibujos del empapelado, las láminas piadosas de este cuarto que había servido de albergue á los peregrinos ricos. Per¬ maneció inmóvil y abstraído como los orientales, que piensan en su carencia absoluta de pensamientos. Una idea única danzaba en el vacío de su cráneo: «Y no la veré más... ¿es esto posible?»

Se adormeció algunos instantes, para despertar con la sensación de un estallido horroroso que le enviaba por los aires. Y siguió desvelado, con sudores de angus¬ tia, hasta que en la sombra de la habitación se fué des¬ tacando un cuadrado de luz láctea. El amanecer empe¬ zaba á reflejarse en las cortinas de la ventana.

La caricia aterciopelada del día pudo al fin cerrar sus ojos. Al despertar, bien entrada la mañana, corrió á los jardines de la gruta... ¡Las horas de espera temblo¬ rosa é inútil, creyendo reconocer á Margarita en toda dama blanca que avanzaba guiando á un herido!

Por la tarde, después de un almuerzo cuyos platos desfilaron intactos, volvió al jardín en busca de ella. Al reconocerla dando el brazo al oficial ciego, experimentó una sensación de desaliento. Parecía más alta, más del¬ gada, con el rostro afilado, dos oquedades de sombra en las mejillas, los ojos brillantes de fiebre, los párpa¬ dos contraídos por el cansancio. Adivinó una noche de suplicio, de pensamientos escasos y tenaces, de estupe-

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facción dolorosa, igual á la suya en el cuarto del hotel. Sintió de pronto todo el peso del insomnio y la inape¬ tencia, toda la emoción deprimente de las sensaciones crueles experimentadas en las últimas horas. ¡Cuán des¬ graciados eran los dos!...

Ella avanzaba con precaución, mirando á un lado y á otro, como el que presiente un peligro. Al descubrirle se apretó contra el ciego, lanzando á su antiguo amante una mirada de súplica, de desesperación, implorando misericordia... ¡Ay, esta mirada!

Sintió vergüenza; su personalidad parecía haberse desdoblado: se contempló á mismo con ojos de Juez. ¿Qué hacía allí el llamado Julio Desnoyers, hombre se¬ ductor é inútil, atormentando con su presencia á una pobre mujer, queriendo desviarla de su noble arrepen¬ timiento, insistiendo en sus egoístas y pequeños deseos, cuando la humanidad entera pensaba en otras cosas?... Su cobardía le irritó. Como el ladrón que se aprovecha del sueño de su víctima, él rondaba en torno de un hom¬ bre bueno y valeroso que no podía verle, que no podía defenderse, para robarle el único afecto que tenía en el mundo y que milagrosamente volvía hacia él. ¡Muy bien, señor Desnoyers!... ¡Ah, canalla!

Estos insultos exteriores le hicieron erguirse, altivo, cruel, inexorable, contra aquel otro yo digno de su des¬ precio.

Ladeó la cabeza: no quiso encontrar los ojos supli¬ cantes de Margarita; tuvo miedo á su mudo reproche. Tampoco se atrevió á mirar al ciego, con su uniforme rapado y heroico, con su rostro envejecido por el deber y la gloria. Le temía como á un remordimiento.

Volvió la espalda al grupo; se alejó. ¡Adiós, amor! ¡Adiós, felicidad!... Marchaba ahora con paso ñrme; un milagro acababa de realizarse en su interior: había en¬ contrado su camino.

¡A París!... Una ilusión nueva iba á poblar el in¬ menso vacío de su existencia sin objeto.

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Y

LA INVASIÓN

Huía don Marcelo para refugiarse en su castillo, cuando encontró al alcalde de Villeblanche. El estrépito de la descarga le había hecho correr hacia la barricada. Al enterarse de la aparición del grupo de rezagados elevó los brazos desesperadamente. Estaban locos. Su resistencia iba á ser fatal para el pueblo. Y siguió co¬ rriendo para rogarles que desistiesen de ella.

Transcurrió mucho tiempo sin que se turbase la cal¬ ma de la mañana. Desnoyers había subido á lo más alto de uno de sus torreones y con los anteojos exploraba el campo. No alcanzaba á distinguir la carretera ; sólo veía los grupos de árboles inmediatos. Adivinó con la ima¬ ginación debajo de este ramaje una oculta actividad: masas de hombres que hacían alto, tropas que se pre¬ paraban para el ataque. La inesperada defensa de los fugitivos había perturbado la marcha de la invasión. Desnoyers pensó en este puñado de locos y su testarudo jefe: ¿qué suerte iba á ser la suya?

Al fijar sus gemelos en las cercanías del pueblo vió las manchas rojas de los kepis deslizándose como ama¬ polas sobre el verde de unas praderas. Eran ellos que se retiraban, convencidos de la inutilidad de su resis¬ tencia. Tal vez les habían indicado un vado ó una barca olvidada para salvar el Mame, y continuaban su retro¬ ceso hacia el río. De un momento á otro, los alemanes iban á entrar en Villeblanche.

Transcurrió media hora de profundo silencio. El pueblo perfilaba sobre un fondo de colinas su masa de

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tejados y la torre de la iglesia rematada por la cruz y un gallo de hierro. Todo parecía tranquilo, como en los mejores días de la paz. De pronto vió que el bosque vomitaba á lo lejos algo ruidoso y sutil, una burbuja de vapor acompañada de sordo estallido. Algo también pasó por el aire con estridente curva. A continuación, un tejado del pueblo se abrió como un cráter, volando de él maderos, fragmentos de pared, muebles rotos. Todo el interior de la casa se escapaba en un chorro de humo, polvo y astillas.

Los invasores bombardeaban á Villeblanche antes de intentar el ataque, como si temiesen encontrar en sus calles una empeñada resistencia. Cayeron nuevos pro¬ yectiles. Algunos, pasando por encima de las casas, ve¬ nían á estallar entre el pueblo y el castillo. Los torreo¬ nes de la propiedad de Desnoyers empezaban á atraer la puntería de los artilleros. Pensaba éste en la oportu¬ nidad de abandonar su peligroso observatorio, cuando vió que algo blanco, semejante á un mantel ó una sába¬ na, flotaba en la torre de la iglesia. Los vecinos habían izado esta señal de paz para evitarse el bombardeo. To¬ davía cayeron unos cuantos proyectiles; luego se hizo el silencio.

Don Marcelo estaba ahora en su parque, viendo cómo el conserje enterraba al pie de un árbol las armas de caza que existían en el castillo. Luego se dirigió hacia la verja. Los enemigos iban á llegar y había que reci¬ birles. En esta espera inquietante, el arrepentimiento volvió á atormentarle. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué se ha¬ bía quedado?... Pero su carácter tenaz desechó inmedia¬ tamente las dudas del miedo. Estaba allí porque tenía el deber de guardar lo suyo. Además, ya era tarde para pensar en tales cosas.

Le pareció de pronto que el silencio matinal se cor¬ taba con un sordo rasgón de tela dura.

Tiros, señor dijo el conserje . Una descarga. Debe ser en la plaza.

Minutos después vieron llegar á una mujer del pue¬ blo, una vieja de miembros enjutos y negruzcos, que ja¬ deaba con la violencia de la carrera, lanzando en torno miradas de locura. Huía sin saber adónde ir, por la ne-

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cesidad de escapar al peligro, de librarse de horribles visiones. Desnoyers y los porteros escucharon su expli¬ cación entrecortada por hipos de terror.

Los alemanes estaban en Villeblanche. Primeramente había entrado un automóvil á toda velocidad, pasando de un extremo á otro del pueblo. Su ametralladora dis¬ paraba á capricho contra las casas cerradas y las puertas abiertas, tumbando á las gentes que se habían asomado. La vieja abrió los brazos con un gesto de terror... Muer¬ tos... muchos muertos... heridos... sangre. A continua¬ ción, otros vehículos blindados se habían detenido en la plaza, y tras de ellos, grupos de jinetes, batallones á pie, numerosos batallones, que llegaban por todas partes. Los hombres con casco parecían furiosos: acusaban á los ha¬ bitantes de haber hecho fuego contra ellos. En la plaza habían golpeado al alcalde y á varios vecinos que salían á su encuentro. El cura, inclinado sobre unos agonizan¬ tes, también había sido atropellado... Todos presos. Los alemanes hablaban de fusilarlos. *

Las palabras de la vieja fueron cortadas por el ruido de algunos automóviles que se aproximaban.

Abre la verja ordenó el dueño al conserje.

La verja quedó abierta, y ya no volvió á cerrarse nunca. Terminaba el derecho de propiedad.

Se detuvo ante la entrada un automóvil enorme cu¬ bierto de polvo y lleno de hombres. Detrás sonaron las bocinas de otros vehículos, que se avisaban al detenerse con seco tirón de frenos. Desnoyers vió soldados apeán¬ dose de un salto, todos vestidos de gris verdoso, con una funda del mismo tono cubriendo el casco puntiagudo. Uno de ellos, que marchaba delante, ’e puso su revólver en la frente.

¿Dónde están los franco- tiradores? preguntó.

Estaba pálido, con una palidez de cólera, de ven¬ ganza y de miedo. Le temblaban las mejillas á impul¬ sos de la triple emoción. Don Marcelo se explicó lenta¬ mente, contemplando á corta distancia de sus ojos el negro redondel del tubo amenazador. No había visto franco-tiradores. El castillo tenía por únicos habitantes el conserje con su familia y él, que era el dueño.

Miró el oficial al edificio y luego examinó á Desno-

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yers con visible extrañeza, como si lo encontrase de aspecto demasiado humilde para ser su propietario. Le había creído un simple empleado, y su respeto á las je¬ rarquías sociales hizo que bajase el revólver.

No por esto desistió de sus gestos imperiosos. Em¬ pujó á don Marcelo para que le sirviese de guía; lo hizo marchar delante de él, mientras á sus espaldas se agru¬ paban unos cuarenta soldados. Avanzaron en dos filas, al amparo de los árboles que bordeaban la avenida cen¬ tral, con el fusil pronto para disparar, mirando inquie¬ tamente á las ventanas del castillo, como si esperasen * recibir desde ellas una descarga cerrada. Desnoy ers marchó con tranquilidad por el centro, y el oficial, que había imitado la precaución de su gente, acabó por unirse á él cuando atravesaba el puente levadizo.

Los hombres armados se esparcieron por las habita¬ ciones en busca de enemigos. Metían las bayonetas de¬ bajo de camas y divanes. Otros, con un automatismo destructor, atravesaron los cortinajes y las ricas cubier¬ tas de los lechos. El dueño protestó: ¿para qué este des¬ trozo inútil?... Experimentaba una tortura insufrible al ver las botas enormes manchando de barro las alfom¬ bras, al oir el choque de culatas y mochilas contra los muebles frágiles, de los que caían objetos. ¡Pobre man¬ sión histórica!...

El oficial le miró con extrañeza, asombrado de que protestase por tan fútiles motivos. Pero dió una orden en alemán, y sus hombres cesaron en las rudas explora¬ ciones. Luego, como una justificación de este respeto extraordinario, añadió en francés:

Creo que tendrá usted el honor de alojar al general de nuestro cuerpo de ejército.

La certeza de que en el castillo no se ocultaban enemigos le hizo más amable. Sin embargo, persistió en su cólera contra los franco-tiradores. Un grupo de vecinos había hecho fuego sobre los huíanos cuando avanzaban descuidados después de la retirada de los franceses.

Desnoy ers creyó necesaria una protesta. No eran vecinos ni franco - tiradores : eran soldados franceses. Tuvo buen cuidado de callar su presencia en la barri-

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cada, pero afirmó que había distinguido los uniformes desde un torreón de su castillo.

El oficial hizo un gesto de agresividad.

¿Usted también?... ¿Usted, que parece un hombre razonable, repite tales patrañas?

Y para cortar la discusión, dijo con arrogancia:

Llevaban uniforme, si usted se empeña en afirmarlo, pero eran franco-tiradores. El gobierno francés ha re¬ partido armas y uniformes á los campesinos para que nos asesinen. Lo mismo hizo el de Bélgica... Pero cono¬ cemos sus astucias y sabremos castigarlas.

El pueblo iba á ser incendiado. Había que vengar los cuatro cadáveres alemanes que estaban tendidos en las afueras de Villeblanche, cerca de la barricada. El alcalde, el cura, los principales vecinos, todos fusilados.

Visitaban en aquel momento el último piso. Desno- yers vió flotar por encima del ramaje de su parque una bruma obscura cuyos contornos enrojecía el sol. El ex¬ tremo del campanario era lo único del pueblo que se distinguía desde allí. En torno del gallo de hierro vol¬ teaban harapos sutiles, semejantes á telarañas negras elevadas por el viento. Un olor de madera vieja quema¬ da llegó hasta el castillo.

Saludó el alemán este espectáculo con una sonrisa cruel. Luego, al descender al parque, ordenó á Desno- yers que le siguiese. Su libertad y su dignidad habían terminado. En adelante, iba á ser una cosa bajo el do¬ minio de estos hombres, que podrían disponer de él á su capricho. ¡Ay, por qué se había quedado!... Obedeció, montando en un automóvil al lado del oficial, que aún conservaba el revólver en la diestra. Sus hombres se esparcían por el castillo y sus dependencias para evitar la fuga de un enemigo imaginario. El conserje y su fa¬ milia parecieron decirle ¡adiós! con los ojos. Tal vez le llevaban á la muerte...

Más allá de las arboledas del castillo fué surgiendo un mundo nuevo. El corto trayecto hasta Villeblanche representó para él un salto de millones de leguas, la caída en un planeta rojo, donde hombres y cosas tenían la pátina del humo y el resplandor del incendio. Vió el pueblo bajo un dosel obscuro moteado de chispas y bri-

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liantes pavesas. El campanario ardía como un blandón enorme; la techumbre de la iglesia estallaba, dejando escapar chorros de llamas. Un hedor de quema se espar¬ cía en el ambiente. El fulgor del incendio parecía con¬ traerse y empalidecer ante la luz impasible del sol.

Corrían á través de los campos, con la velocidad de la desesperación, mujeres y niños dando alaridos. Las bestias habían escapado de los establos, empujadas por las llamas, para emprender una carrera loca. La vaca y el caballejo de labor llevaban pendiente del pescuezo la cuerda rota por el tirón del miedo. Sus flancos echaban humo y olían á pelo quemado. Los cerdos, las ovejas, las gallinas, corrían igualmente, confundidos con gatos y perros. Toda la animalidad doméstica retornaba á la existencia salvaje, huyendo del hombre civilizado. So¬ naban tiros y carcajadas brutales. Los soldados, en las afueras del pueblo, insistían regocijados en esta cacería de fugitivos. Sus fusiles apuntaban á las bestias y he¬ rían á las personas.

Desnoy ers vió hombres, muchos hombres, hombres por todas partes. Eran á modo de hormigueros grises que desfilaban y desfilaban hacia el Sur, saliendo de ios bosques, llenando los caminos, atravesando los campos. El verde de la vegetación se diluía bajo sus pasos; las cercas caían rotas, el polvo se alzaba en espirales detrás del sordo rodar de los cañones y el acompasado trote de millares de caballos. A los lados del camino habían hecho alto varios batallones con su acompañamiento de vehículos y bestias de tiro. Descansaban para reanudar su marcha. Conocía á este ejército. Lo había visto en las paradas de Berlín, y también le pareció cambiado, como el del día anterior. Quedaba en él muy poco de la brillantez sombría é imponente, de la tiesura muda y jactanciosa que hacían llorar de admiración á sus cu¬ ñados. La guerra, con sus realidades, había borrado todo lo que tenía de teatral el formidable organismo de muerte. Los soldados se mostraban sucios y cansados. Una respiración de carne blanca, atocinada y sudorosa, revuelta con el hedor del cuero, flotaba sobre los re¬ gimientos. Todos los hombres tenían cara de hambre. Llevaban días y días caminando incesantemente sobre

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las huellas de un enemigo que siempre conseguía librar¬ se. En este avance forzado, los víveres de la Intendencia llegaban tarde á los acantonamientos. Sólo podían con¬ tar con lo que guardaban en sus mochilas. Desnoyers los vió alineados junto al camino devorando pedazos de pan negro y embutidos mohosos. Algunos se esparcían por los campos para desenterrar las remolachas y otros tu¬ bérculos, mascando su dura pulpa entre crujidos de gra¬ nos de tierra. Un alférez sacudía los árboles frutales, empleando como percha la bandera de su regimiento. La gloriosa enseña, adornada con recuerdos de 1870, le servía para alcanzar ciruelas todavía verdes. Los que estaban sentados en el suelo aprovechaban este descanso extrayendo sus pies hinchados y sudorosos de las altas botas, que esparcían un vapor insufrible.

Los regimientos de infantería que Desnoyers había visto en Berlín reflejando la luz en metales y correajes, los húsares lujosos y terroríflcos, los coraceros de albo uniforme semejantes á los paladines del Santo Graal, los artilleros con el pecho regleteado de fajas blancas, todos los militares que en los desfiles arrancaban suspi¬ ros de admiración á los Hartrott, aparecían ahora uni¬ ficados y confundidos por la monotonía del color, todos de verde mostaza, como lagartos empolvados que en su arrastre buscan confundirse con el suelo.

Se adivinaba la persistencia de la férrea disciplina. Una palabra dura de los jefes, un golpe de silbato, y todos se agrupaban, desapareciendo el hombre en el es¬ pesor de la masa de autómatas. Pero el peligro, el can¬ sancio, la certidumbre del triunfo, habían aproximado á soldados y oficiales momentáneamente, borrando las diferencias de castas. Los jefes salían un poco del aisla¬ miento en que los mantenía su altivez y se dignaban conversar con sus hombres para infundirles ánimo. Un esfuerzo más, y envolverían á franceses é ingleses, repi¬ tiendo la hazaña de Sedán, cuyo aniversario se celebraba en aquellos días. Iban á entrar en París; era asunto de una semana. ¡París! Grandes tiendas llenas de riquezas, restoranes célebres, mujeres, champaña, dinero... Y los hombres, orgullosos de que sus conductores se dignasen hablar con ellos, olvidaban la fatiga y el hambre, reani-

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mándose como las muchedumbres de la Cruzada ante la imagen de Jerusalén. «¡Nach París!» El alegre grito circulaba de la cabeza á la cola de las columnas en marcha. «¡A París! ¡A París!...»

La escasez de comida la compensaban con los pro¬ ductos de una tierra rica en vinos. Al saquear las casas, rara vez encontraban víveres, pero siempre una bodega. El alemán humilde, abrevado con cerveza y que con¬ sideraba el vino como un privilegio de los ricos, podía desfondar los toneles á culatazos, bañándose los pies en oleadas del precioso líquido. Cada batallón dejaba como rastro de su paso una estela de botellas vacías. Un alto en un campo lo sembraba de cilindros de vidrio. Los furgones de los regimientos, no pudiendo renovar sus repuestos de víveres, cargaban vino en todos los pue¬ blos. El soldado falto de pan recibía alcohol... Y este regalo iba acompañado de buenos consejos de los oñcía- les. La guerra es la guerra: nada de piedad con unos adversarios que no la merecían. Los franceses fusilaban á los prisioneros y sus mujeres sacaban los ojos á los heridos. Cada vivienda equivalía á un antro de asechan¬ zas. El alemán sencillo é inocente que penetraba solo iba á una muerte segura. Las camas se hundían en pavoro¬ sos subterráneos, los armarios eran puertas disimuladas, todo rincón tenía oculto á un asesino. Había que casti¬ gar á esta nación traidora que preparaba su suelo como un escenario de melodrama. Los funcionarios munici¬ pales, los curas, los maestros de escuela, dirigían y am¬ paraban á los franco-tiradores.

Desnoyers se aterró al considerar la indiferencia con que marchaban estos hombres en torno del pueblo incen¬ diado. No veían el fuego y la destrucción; todo carecía de valor ante sus ojos: era el espectáculo ordinario. Desde que atravesaron las fronteras de su país, pueblos en ruinas, incendiados por las vanguardias, y pueblos en llamas nacientes, provocadas por su propio paso, habían ido marcando las etapas de su avance por el suelo belga y el francés.

Al entrar el automóvil en Villeblanche tuvo que mo¬ derar su marcha. Muros calcinados se habían desploma¬ do sobre la calle, vigas medio carbonizadas obstruían el

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paso, obligando al vehículo á virar entre los escombros humeantes. Los solares ardían como braseros entre casas que aún se mantenían en pie, saqueadas, con las puertas rotas, pero libres del incendio. Desnoy ers vi ó en estos rectángulos llenos de tizones, sillas, camas, máquinas de coser, cocinas de hierro, todos los muebles del bien¬ estar campesino, que se consumían ó retorcían. Creyó distinguir igualmente un brazo emergiendo de los escom¬ bros y que empezaba á arder como un cirio. No, no era posible... Un hedor de grasa caliente se unía á la respi¬ ración de hollín de maderas y cascotes.

Cerró los ojos: no quería ver. Pensó por un momento que estaba soñando. Era inverosímil que tales horrores hubiesen podido desarrollarse en poco más de una hora. Creyó á la maldad humana impotente para cambiar en tan corto espacio el aspecto de un pueblo.

Una brusca detención del carruaje le hizo mirar. Esta vez los cadáveres estaban en medio de la calle: eran dos hombres y una mujer. Tal vez habían caído bajo las balas de la ametralladora automóvil que atra¬ vesó el pueblo precediendo á la invasión. Un poco más allá, vueltos de espalda á los muertos, como si ignora¬ sen su presencia, varios soldados comían sentados en el suelo. El chófer les gritó para que desembarazasen el paso. Con los fusiles y los pies empujaron los cadáveres, todavía calientes, que dejaban á cada volteo un rastro de sangre. Apenas quedó abierto algo de espacio entre ellos y el muro, pasó adelante el vehículo... Un crujido, un salto. Las ruedas de atrás habían a^Dlastado un obs¬ táculo frágil.

Desnojmrs continuaba en su asiento, encogido, estu¬ pefacto, cerrando los ojos. El horror le hizo pensar en su propio destino. ¿Adónde le llevaba aquel teniente?...

En la plaza vió la casa municipal que ardía; la igle¬ sia no era mas que un cascarón de piedra erizado de lenguas de fuego. Las casas de los vecinos acomodados tenían las puertas y ventanas rotas á hachazos. En su interior se agitaban los soldados, siguiendo un metódico vaivén. Entraban con las manos vacías y surgían car¬ gados de muebles y ropas. Otros, desde los pisos supe¬ riores, arrojaban objetos, acompañando sus envíos con

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bromas y carcajadas. De pronto tenían que salir huyen¬ do. El incendio estallaba instantáneamente, con la vio¬ lencia y la rapidez de una explosión. Seguía los pasos de un grupo de hombres que llevaban cajones y cilin¬ dros de metal. Alguien que iba al frente designaba los edificios, y al penetrar por sus rotas ventanas pastillas y chorros de líquido, se producía la catástrofe de un modo fulminante.

Vio surgir de un edificio en llamas dos hombres que parecían dos montones de harapos, llevados á rastras por varios alemanes. Sobre la mancha azul de sus capotes distinguió unas caras pálidas, unos ojos desmesurada¬ mente abiertos por el martirio. Sus piernas arrastraban por el suelo, asomando entre las tiras de los pantalones- rojos destrozados. Uno de ellos aún conservaba el kepis. Expelían sangre por diversas partes de sus cuerpos: iban dejando atrás el blanco serpenteo de los vendajes des¬ hechos. Eran heridos franceses, rezagados que se habían quedado en el pueblo sin fuerzas para continuar la reti¬ rada. Tal vez pertenecían al grupo que, al verse cortado, intentó una resistencia loca.

Deseando restablecer la verdad, miró al oficial que tenía al lado y quiso hablar. Pero éste le contuvo: «Fran¬ co-tiradores disfrazados, que van á recibir su castigo.» Las bayonetas alemanas se hundieron en sus cuerpos. Después, una culata cayó sobre la cabeza de uno de ellos... Y los golpes se repitieron con sordo martilleo sobre las cápsulas óseas, que crujían al romperse.

Otra vez pensó el viejo en su propia suerte. ¿Adonde le llevaba este teniente á través de tantas visiones de horror?

Llegaron á las afueras del pueblo, donde los drago¬ nes habían establecido su barricada. Las carretas esta¬ ban aún allí, pero á un lado del camino. Bajaron del automóvil. Vió un grupo de oficiales vestidos de gris, con el casco enfundado, iguales en todo á los otros. El que le había conducido hasta este sitio quedó inmóvil, rígido, con una mano en la visera, hablando á un mili¬ tar que estaba unos cuantos pasos al frente del grupo. Miró á este hombre y él también le miró con unos ojillos azules y duros que perforaban su rostro enjuto surcado

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de arrugas. Debía ser el general. La mirada arrogante y escudriñadora le abarcó de pies á cabeza. Don Marcelo tuvo el presentimiento de que su vida dependía de este examen. Una mala idea que cruzase por su cerebro, un capricho cruel de su imaginación, y estaba perdido. Movió los hombros el general y dijo unas palabras con gesto desdeñoso. Luego montó en un automóvil con dos de sus ayudantes, y el grupo se deshizo.

La cruel incertidumbre del viejo encontró intermi¬ nables los momentos que tardó el oficial en volver á su lado.

Su Excelencia es muy bueno dijo . Podía fusi¬ larle, pero le perdona. ¡Y aún dicen ustedes que somos unos salvajes!...

Con la inconsciencia de su menosprecio, explicó que lo había traído hasta allí convencido de que le fusila¬ rían. El general deseaba castigar á los vecinos princi¬ pales de Villeblanche, y él había considerado por su propia iniciativa que el dueño del castillo debía ser uno de ellos.

El deber militar, señor... Así lo exige la guerra.

Después de esta excusa reanudó los elogios á Su Excelencia. Iba á alojarse en la propiedad de don Mar¬ celo, y por esto le perdonaba la vida. Debía darle las gracias... Luego volvieron á temblar de cólera sus me¬ jillas. Señalaba unos cuerpos tendidos junto al camino. Eran los cadáveres de los cuatro huíanos, cubiertos con unos capotes y mostrando por debajo de ellos las suelas enormes de sus botas.

¡Un asesinato! exclamó . ¡Un crimen que van á pag'ar caro los culpables!

Su indignación le hacía considerar como un hecho inaudito y monstruoso la muerte de los cuatro soldados, como si en la guerra sólo debieran caer los enemigos, manteniéndose incólume la vida de sus compatriotas.

Llegó un grupo de infantería mandado por un oficial. Al abrirse sus filas vió Desnoyers entre los uniformes grises varios paisanos empujados rudamente. Iban con las ropas desgarradas. Algunos tenían sangre en el ros¬ tro y en las manos. Los fué reconociendo uno por uno mientras los alineaban junto á una tapia^ á veinte pasos

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del piquete: el alcalde, el cura, el guardia forestal, algu¬ nos vecinos ricos cuyas casas había visto arder.

Iban á fusilarlos... Para evitarle toda duda, el te¬ niente continuó sus explicaciones.

He querido que vea usted esto. Conviene aprender. Así agradecerá mejor las bondades de Su Excelencia.

Ninguno de los prisioneros hablaba. Habían agotado sus voces en una protesta inútil. Toda su vida la concen¬ traban en sus ojos, mirando en torno con estupefacción... ¡Y era posible que los matasen fríamente, sin oir sus pro¬ testas, sin admitir las pruebas de su inocencia!

La certidumbre de la muerte dió de pronto á casi todos ellos una noble serenidad. Inútil quejarse. Sólo un campesino rico, famoso en el pueblo por su avaricia, lloriqueaba desesperado, repitiendo: «Yo no quiero mo¬ rir... yo no quiero morir.»

Trémulo y con los ojos cargados de lágrimas, Desno- yers se ocultó detrás de su implacable acompañante. A todos los conocía, con todos había batallado, arrepin¬ tiéndose ahora de sus antiguas querellas. El alcalde tenía en la frente la mancha roja de una gran desolla¬ dura. Sobre su pecho se agitaba un harapo tricolor: la banda municipal, que se había puesto para recibir á los invasores y que éstos le habían arrancado. El cura erguía su cuerpo pequeño y redondo, queriendo abar¬ car en una mirada de resignación las víctimas, los ver¬ dugos, la tierra entera, el cielo. Parecía más grueso. El negro ceñidor, roto por las violencias de los soldados, dejaba libre su abdomen y flotante su sotana. Las me¬ lenas plateadas chorreaban sangre, salpicando de gotas rojas el blanco alzacuello.

Al verle avanzar por el campo de la ejecución con paso vacilante á causa de su obesidad, una risotada salvaje cortó el trágico silencio. Los grupos de soldados sin ar¬ mas que habían acudido á presenciar el suplicio saluda¬ ron con carcajadas al anciano. «¡A muerte el cura!...» El fanatismo de las guerras religiosas vibraba en su bur¬ la. Casi todos ellos eran católicos ó protestantes fervoro¬ sos; pero sólo creían en los sacerdotes de su país. Fuera de Alemania, todo resultaba despreciable, hasta la pro¬ pia religión.

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El alcalde y el sacerdote cambiaron de lugar en la fila, buscándose. Se ofrecían mutuamente el centro del grupo con una cortesía solemne.

Aquí, señor alcalde; este es su sitio: á la cabeza de todos.

No; después de usted, señor cura.

Discutían por última vez, pero en este momento su¬ premo era para cederse el paso, queriendo cada uno hu¬ millarse ante el otro.

Habían unido sus manos por instinto, mirando de frente al piquete de ejecución, que bajaba sus fusiles en rígida fila horizontal. A sus espaldas sonaron lamentos. «Adiós, hijos míos... Adiós, vida... Yo no quiero morir... ¡no quiero morir!...»

Los dos hombres sintieron la necesidad de decir algo, de cerrar la página de su existencia con una afir¬ mación.

¡Viva la Eepública! gritó el alcalde.

¡Viva Francia! dijo el cura.

Desnoy ers creyó que ambos habían gritado lo mismo.

Se alzaron dos verticales sobre las cabezas: el brazo del sacerdote trazó en el aire un signo, el sable del jefe del piquete relampagueó al mismo tiempo lívidamente... Un trueno seco, rotundo, seguido de varias explosiones tardías.

Sintió lástima don Marcelo por la pobre humanidad al ver las formas grotescas que adopta en el momento de morir. Unos se desplomaron como sacos medio vacíos; otros rebotaron en el suelo lo mismo que pelotas; algu¬ nos dieron un salto de gimnasta con los brazos en alto, cayendo de espaldas ó de bruces, en una actitud de nadador. Vió cómo salían del montón humano piernas contorsionadas por los estremecimientos de la agonía... Unos soldados avanzaron con el mismo gesto de los ca¬ zadores que van á cobrar sus piezas. De la palpitación de los miembros revueltos se elevaron unas melenas blancas y una mano débil que se esforzaba por repetir su signo. Varios tiros y culatazos en el lívido montón chorreante de sangre... Y los últimos temblores de vida quedaron borrados para siempre.

El oficial había encendido un cigarro.

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Cuando usted guste dijo á Desnoyers con irónica cortesía.

Montaron en el automóvil para atravesar Villeblan- clie, regresando al castillo. Los incendios cada vez más numerosos y los cadáveres tendidos en las calles ya no impresionaron al viejo. ¡Había visto tanto! ¿Qué podía alterar ya su sensibilidad?... Deseaba salir del pueblo cuanto antes, en busca de la paz de los campos. Pero los campos habían desaparecido bajo la invasión: por todas partes soldados, caballos, cañones. Los grupos en descanso destruían con su contacto lo que les rodeaba. Los batallones en marcha habían invadido todos los ca¬ minos, rumorosos y automáticos como una máquina, pre¬ cedidos por los pífanos y los tambores, lanzando de vez en cuando, para animarse, su grito de alegría: «¡Nach París!»

El castillo también estaba desfigurado por la inva¬ sión. Había aumentado mucho el número de sus guar¬ dianes durante la ausencia del dueño. Vió todo un re¬ gimiento de infantería acampado en el parque. Miles de hombres se agitaban bajo los árboles preparando su co¬ mida en las cocinas rodantes. Los arriates de su jardín, las plantas exóticas, las avenidas 'cuidadosamente en¬ arenadas barridas, todo roto y ajado por la avalancha de hombres, bestias y vehículos.

Un jefe ostentando en una manga el brazal distin¬ tivo de la administración militar daba órdenes como si fuese el propietario. Ni se dignó fijar sus ojos en este civil que marchaba al lado de un teniente con encogimiento de prisionero. Los establos estaban vacíos. Desnoyers vió sus últimas vacas que salían conducidas á palos por los pastores con casco. Los reproductores costosos eran degollados todos en el parque como simples bestias de carnicería. En los gallineros y palomares no quedaba una sola ave. Las cuadras estaban llenas de caballos enjutos, que se daban un hartazgo ante el pesebre re¬ pleto. El pasto almacenado se esparcía pródigamente por las avenidas, perdiéndose en gran parte antes de ser aprovechado. La caballada de varios escuadrones iba suelta por los prados, destruyendo bajo su pateo los ca¬ nales, los bordes de los taludes, el alisamiento del suelo,

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todo nn trabajo de largos meses. La leña seca ardía en el parque con un llameo inútil. Por descuido ó por mal¬ dad, alguien había aplicado el fuego á sus montones. Los árboles, con la corteza reseca por los ardores del verano, crujían ai ser lamidos por las llamas.

El edificio estaba ocupado igualmente por una mul¬ titud de hombres que obedecían á este jefe. Sus venta¬ nas abiertas dejaban ver un continuo tránsito por las habitaciones. Desnoyers oyó golpes que resonaron den¬ tro de su pecho. ¡Ay, su mansión histórica!... El general iba á instalarse en ella, luego de haber examinado en la orilla del Mame los trabajos de los pontoneros, que establecían varios pasos para las tropas. Su miedo de propietario le hizo hablar. Temía que rompiesen las puertas de las habitaciones cerradas; quiso ir en busca de las llaves para entregarlas. El comisario no le escu¬ chó: seguía ignorando su existencia. El teniente repuso con una amabilidad cortante:

No es necesario; no se moleste.

Y se fué para incorporarse á su regimiento. Pero antes de que Desnoyers le perdiese de vista quiso el ofi¬ cial darle un consejo. Quieto en su castillo; fuera de él podían tomarle por un espía, y ya estaba enterado de la prontitud con que solucionaban sus asuntos los sol¬ dados del emperador.

No pudo permanecer en el jardín contemplando de lejos su vivienda. Los alemanes que iban y venían se burlaban de él. Algunos marchaban á su encuentro en línea recta, como si no le viesen, y tenía que apartarse para no ser volteado por este avance mecánico y rígido.

Al fin se refugió en el pabellón del conserje. La mu¬ jer le veía con asombro caído en un asiento de su co¬ cina, desalentado, la mirada en el suelo, súbitamente envejecido al perder las energías que animaban su ro¬ busta ancianidad.

¡Ah, señor!... ¡Pobre señor!

De todos los atentados de la invasión, el más inau¬ dito para la pobre mujer era contemplar al dueño refu¬ giado en su vivienda.

¡Qué va á ser de nosotros! gemía.

Su marido era llamado con frecuencia por los inva-

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sores. Los asistentes de Su Excelencia, instalados en los sótanos del castillo, lo reclamaban para inquirir el pa¬ radero de las cosas que no podían encontrar. De estos viajes volvía humillado, con los ojos llenos de lágrimas. Tenía en la frente la huella negra de un golpe; su cha¬ queta estaba desgarrada. Eran rastros de un débil in¬ tento de oposición durante la ausencia del dueño al ini¬ ciar los alemanes el despojo de establos y salones.

El millonario se sintió ligado por el infortunio á unas gentes consideradas hasta entonces con indiferencia. Agradecía mucho la fidelidad de este hombre enfermo y humilde. Le conmovió el interés de la pobre mujer, que miraba el castillo como si fuese propio. La presencia de la hija trajo á su memoria la imagen de Chichi. Había pasado junto á ella sin fijarse en su transformación, viéndola lo mismo que cuando acompañaba, con trote de gozquecillo, á la señorita Desnoyers en sus excursiones por el parque y los alrededores. Ahora era una mujer, con la delgadez del último crecimiento, apuntando las primeras gracias femeniles en su cuerpo de catorce años. La madre no la dejaba salir del pabellón, temiendo á la soldadesca, que lo invadía todo con su corriente des¬ bordada, filtrándose en los lugares abiertos, rompiendo los obstáculos que estorbaban su paso.

Desnoyers abandonó su desesperado mutismo para confesar que sentía hambre. Le avergonzaba esta exi¬ gencia material, pero las emociones del día, la muerte vista de cerca, el peligro todavía amenazante, desper¬ taron en él un apetito nervioso. La consideración de que era un miserable en medio de sus riquezas y no podía disponer de nada en su dominio aumentó todavía más su necesidad.

¡Pobre señor! dijo otra vez la mujer.

Y contempló con asombro al millonario devorando un pedazo de pan y un triángulo de queso, lo único que pudo encontrar en su vivienda. La certeza de que no conseguiría otro alimento por más que buscase hizo que don Marcelo siguiese atormentado por su apetito. ¡Haber conquistado una fortuna enorme, para sufrir hambre al final de su existencia!... La mujer, como si adivinase sus pensamientos, gemía, elevando los ojos.

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Desde las primeras horas de la mañana el mundo había cambiado su curso; todas las cosas parecían al revés, j ¡Ay, la guerra!...

En el resto de la tarde y una parte de la noche fué recibiendo el propietario las noticias que le traía el con¬ serje después de sus visitas al castillo. El general y nu¬ merosos oñciales ocupaban las habitaciones. No quedaba cerrada una sola puerta: todas estaban de par en par, á culatazos y hachazos. PEibían desaparecido muchas cosas; el portero no sabía cómo, pero habían desapare¬ cido, tal vez rotas, tal vez arrebatadas por los que en¬ traban y salían. El jefe del brazal iba de habitación en habitación examinándolo todo, dictando en alemán á un soldado que escribía. Mientras tanto, el general y los suyos estaban en el comedor. Bebían abundantemente y consultaban mapas extendidos en el suelo. El pobre hombre había tenido que bajar á las cuevas en busca de los mejores vinos.

Al anochecer se marcó un movimiento de flujo en aquella marea humana que cubría los campos hasta per¬ derse de vista. Habían quedado establecidos varios puen¬ tes sobre el Mame y la invasión reanudó su avance. Los regimientos se ponían en marcha lanzando su grito de entusiasmo: «jNach París!» Los que se quedaban para continuar al día sig’uiente iban instalándose en las casas arruinadas ó al aire libre. Desnoyers oyó cánticos. Bajo el fulgor de las primeras estrellas los soldados se agru¬ paban como orfeonistas, formando con sus voces un co¬ ral solemne y dulce, de religiosa gravedad. Encima de los árboles flotaba una nube roja que la sombra hacía más intensa. Era el reflejo del pueblo, que aún llameaba.

A lo lejos, otras hogueras de granjas y caseríos cortaban la noche con sus parpadeos sangrientos.

El viejo acabó por dormirse en la cama de sus con¬ serjes, con el sueño pesado y embrutecedor del cansan¬ cio, sin sobresaltos ni pesadillas. Caía y caía en un agujero lóbrego y sin término. Al despertar, se imaginó que sólo había dormido unos minutos. El sol coloreaba de naranja las cortinillas de la ventana. A través de su tejido vió unas ramas de árbol y pájaros que saltaban piando entre las hojas. Sintió la misma alegría de los

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frescos amaneceres del verano. ¡Hermosa mañana! Pero ¿qué habitación era aquella?... Miró con extrañeza el lecho y cuanto le rodeaba. De pronto la realidad asaltó su cerebro, paralizado dulcemente por los primeros es¬ plendores del día. Fué surgiendo de esta bruma mental la larga escalera de su memoria, con un último peldaño negro y rojo; el bloque de emociones que representaba el día anterior. ¡Y él había dormido tranquilamente rodeado de enemigos, sometido á una fuerza arbitraria que podía destruirle en uno de sus caprichos!...

Al entrar en la cocina, su conserje le dió noticias. Los alemanes se iban. El regimiento acampado en el parque había salido al amanecer, y tras de él, otros y otros. En el pueblo quedaba un batallón, ocupando las pocas casas enteras y las ruinas de las incendiadas. El general había partido también con su numeroso Estado Mayor. Sólo quedaba en el castillo el jefe de una briga¬ da, al que llamaban sus asistentes «el conde», y varios oñciales.

Después de estas noticias se atrevió á salir del pabe¬ llón. Vió su jardín destrozado, pero hermoso. Los árbo¬ les guardaban impasibles los ultrajes sufridos en sus troncos. Los pájaros aleteaban con sorpresa y regocijo al verse dueños otra vez del espacio abandonado por la inundación humana.

Pronto se arrepintió Desnoy ers de su salida. Cinco camiones estaban formados junto á los fosos, ante el puente del castillo. Varios grupos de soldados salían llevando á hombros muebles enormes, como peones que efectúan una mudanza. Un objeto voluminoso envuelto en cortinas de seda, que suplían á la lona de embalaje, era empujado por cuatro hombres hasta uno de los auto¬ móviles. El propietario adivinó. ¡Su baño: la famosa tina de oro!... Luego, con un brusco cambio de opinión, no sintió dolor por esta pérdida. Odiaba ahora la ostentosa pieza, atribuyéndole una influencia fatal. Por su culpa se veía él allí. Pero ¡ay!... ¡los otros muebles amontona¬ dos en los camiones!... En este momento pudo abarcar toda la extensión de su miseria y su impotencia. Le era imposible defender su propiedad; no podía discutir con aquel jefe que saqueaba el castillo tranquilamente, ig-

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norando la presencia del dueño. «¡Ladrones! ¡ladrones!» Y volvió á meterse en el pabellón.

Pasó toda la mañana con el codo en una mesa y la mandíbula apoyada en la mano, lo mismo que el día an¬ terior, dejando que las horas se desgranasen lentamen¬ te, no queriendo oir el sordo rodar de los vehículos que se llevaban las muestras de su opulencia.

Cerca de mediodía le anunció el conserje que un ofi¬ cial llegado una hora antes en automóvil deseaba verle.

Al salir del pabellón encontró á un capitán igual á los otros, con el casco puntiagudo y enfundado, el uni¬ forme color de mostaza, botas de cuero rojo, sable, re¬ vólver, gemelos y la carta geográfica en un estuche pen¬ diente del cinturón. Parecía joven; ostentaba en una manga el brazal del Estado Mayor.

¿Me conoce?. . . No he querido pasar por aquí sin verle.

Dijo esto en castellano, y Desnoyers experimentó una sorpresa más grande que todas las que había sentido en sus largas horas de angustia á partir de la mañana an¬ terior.

¿De veras que no me conoce? prosiguió el alemán, siempre en español . Soy Otto... el capitán Otto von Hartrott.

El viejo descendió, ó más bien rodó por la escalera de su memoria, para detenerse en un peldaño lejano. Vi ó la estancia, vió á sus cuñados que tenían el segundo hijo. «Le pondré el nombre de Bismarck», decía Karl. Luego, remontando muchos escalones, se veía en Berlín durante su visita á los Hartrott. Hablaban con orgullo de Otto, casi tan sabio como el hermano mayor, pero que aplicaba su talento á la guerra. Era teniente y con¬ tinuaba sus estudios para ingresar en el Estado Mayor. «¿Quién sabe si llegará á ser otro Moltke?», decía el padre. Y la bulliciosa Chichi lo bautizó con un apodo, aceptado por la familia. Otto fué en adelante Moltkecito para sus parientes de París.

Desnoyers se ádmiró de las transformaciones realiza¬ das por los años. Aquel capitán vigoroso y de aire inso¬ lente, que podía fusilarle, era el mismo pequeñín que había visto corretear en la estancia, el Moltkecito imber¬ be del que reía su hija...

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Mientras tanto, el militar explicaba su presencia allí. Pertenecía á otra división. Eran muchas... ¡muchas! las que avanzaban formando un muro extenso y profundo desde Verdún á París. Su general le había enviado para mantener el contacto con la división inmediata; pero al verse en las cercanías del castillo, había querido visi¬ tarlo. La familia no es una simple palabra. El se acor¬ daba de los días que había pasado en Villeblanche, cuando la familia Hartrott fué á vivir por algún tiempo con sus parientes de Francia. Los oficiales que ocupa¬ ban el edificio le habían retenido para que almorzase en su compañía. Uno de ellos mencionó casualmente al dueño de la propiedad, dando á entender que andaba cerca, aunque nadie se fijaba en su persona. Una gran sorpresa para el capitán von Plartrott. Y había hecho averiguaciones hasta dar con él, doliéndose de verle re¬ fugiado en la habitación de sus porteros.

Debe usted salir de ahí: usted es mi tío dijo, con orgullo . Vuelva á su casa, donde le corresponde estar. Mis camaradas tendrán mucho gusto en conocerle; son hombres muy distinguidos.

Se lamentó luego de lo que el viejo hubiese podido sufrir. No sabía con certeza en qué consistían tales su¬ frimientos, pero adivinaba que los primeros instantes de la invasión habrían sido crueles para él.

¡Qué quiere usted! repitió varias veces . Es la guerra.

Al mismo tiempo celebraba que hubiese permanecido en su propiedad. Tenían la orden de castigar con pre¬ dilección los bienes de los fugitivos. Alemania deseaba que los habitantes permaneciesen en sus viviendas, como si no ocurriese nada extraordinario. Desnoyers protes¬ tó... ¡Pero si los invasores fusilaban á los inocentes y quemaban sus casas!... El sobrino se opuso á que si¬ guiese hablando. Palideció, como si detrás de su epi¬ dermis se esparciese una ola de ceniza; le brillaron los ojos, le temblaron las mejillas, lo mismo que al teniente que se había posesionado del castillo.

Se refiere usted al fusilamiento del alcalde y los otros... Me lo acaban de contar los camaradas. Aún ha sido flojo el castigo; debían haber arrasado el pueblo

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entero; debían haber matado hasta los niños y las mu¬ jeres. Hay que acabar con los franco-tiradores.

El viejo le miró con asombro. Su MoUkecito era tan peligroso y feroz como los otros... Pero el capitán cortó la conversación, repitiendo una vez más la eterna y monstruosa excusa:

Muy horrible, pero ¡qué quiere usted!... Así es la guerra.

Luego pidió noticias de su madre, alegrándose al saber que estaba en el Sur. Le había inquietado mucho la idea de que permaneciese en París. ¡Con las revolu¬ ciones que habían ocurrido allá en los últimos tiem¬ pos!... Desnoyers quedó dudando, como si hubiese oído mal. ¿Qué revoluciones eran esas?... Pero el oficial había pasado sin más explicación á hablar de los suyos, cre¬ yendo que Desnoyers sentiría impaciencia por conocer la suerte de la parentela germánica.

Todos estaban en una situación magnífica. Su ilustre padre era presidente de varias sociedades patrióticas ya que sus años no le permitían ir á la guerra y organizaba además futuras empresas industriales para explotar los países conquistados. Su hermano «el sabio» daba conferencias acerca de los pueblos que debía ane¬ xionarse el Imperio victorioso, tronando contra los ma¬ los patriotas que se mostraban débiles y mezquinos en sus pretensiones. Los tres hermanos restantes figuraban en el ejército: á uno de ellos lo habían condecorado en Lorena. Las dos hermanas, algo tristes por la ausencia de sus prometidos, tenientes de húsares, se entretenían en visitar los hospitales y pedir á Dios que castigase á la traidora Inglaterra.

El capitán von Hartrott llevó lentamente á su tío hacia el castillo. Los soldados grises y rígidos, que ha¬ bían ignorado hasta entonces la existencia de don Mar¬ celo, le seguían con interés viéndole en amistosa con¬ versación con un oficial del Estado Mayor. Adivinó que estos hombres iban á humanizarse para él, perdiendo su automatismo inexorable y agresivo.

Al entrar en el edificio, algo se contrajo en su pecho con estremecimientos de angustia. Vió por todas partes dolorosos vacíos que le hicieron recordar los objetos que

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ocupaban antes el mismo espacio. Manchas rectangula¬ res de color más fuerte delataban en el empapelado el emplazamiento de los muebles y cuadros desaparecidos. ¡Con qué prontitud y buen método trabajaba aquel señor del brazal en la manga!... A la tristeza que le produjo el despojo frío y ordenado vino á unirse su indignación de hombre económico, viendo cortinas con desgarrones, alfombras manchadas, objetos rotos de porcelana y cris¬ tal, todos los vestigios de una ocupación ruda y sin es¬ crúpulos.

El sobrino, adivinando lo que pensaba, repitió la eterna excusa: «¡Qué hacer!... Es la guerra.»

Pero con Moltkecüo no tenía por qué guardar los mi¬ ramientos del miedo.

Esto no es guerra dijo con acento rencoroso . Es una expedición de bandidos... Tus camaradas son unos ladrones.

El capitán von Hartrott creció de pronto con violento estirón. Se separó del viejo, mirándole fijamente, mien¬ tras hablaba en voz baja, algo silbante por el temblor de la cólera. ¡Atención, tío! Afortunadamente, se había expresado en español y no podían entenderle los que estaban cerca de ellos. Si se permitía insistir en tales apreciaciones, corría el peligro de recibir una bala como respuesta. Los oficiales del emperador no se dejan insul¬ tar. Y todo en su persona demostraba la facilidad con que podía olvidarse de su parentesco si recibía la orden de proceder contra don Marcelo.

Calló éste, bajando la cabeza. ¡Qué iba á hacer!... El capitán reanudó sus amabilidades, como si hubiese olvi¬ dado lo que acababa de decir. Quería presentarle á sus camaradas. Su Excelencia el conde Meinbourg, Mayor General, al enterarse de que era pariente de los Hartrott, le dispensaba el honor de convidarle á su mesa.

Invitado en su propia vivienda, entró en el come¬ dor, donde estaban muchos hombres vestidos de color mostaza y con botas altas. Instintivamente apreció con rápida ojeada el estado de la habitación. Todo en buen orden, nada roto: paredes, cortinajes y muebles seguían intactos. Pero al mirar al interior de los aparadores monumentales experimentó otra vez una sensación do-

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lorosa. Por todas partes la obscuridad del roble. Habían desaparecido dos vajillas de plata y otra de porcelana antigua, sin dejar como rastro la más insignificante de sus piezas. Tuvo que responder con graves saludos á las presentaciones que iba haciendo su sobrino, y estrechó la mano que le tendía el conde con aristocrática dejadez. Los enemigos le consideraban con benevolencia y cierta admiración al saber que era un millonario .procedente de la tierra lejana donde los hombres se enriquecen rᬠpidamente.

Se vió de pronto sentado como un extraño ante su propia mesa, comiendo en los mismos platos que em¬ pleaba su familia, servido por unos hombres de cabeza esquilada al rape que llevaban sobre el uniforme un mandil á rayas. Lo que comía era suyo, el vino proce¬ día de su bodega, todo lo que adornaba aquella habi¬ tación lo había comprado él, los árboles que extendían su ramaje más allá de la ventana le pertenecían igual¬ mente... y sin embargo, creyó hallarse en este sitio por primera vez, sufriendo el malestar de la extrañeza y la desconfianza. Comió porque sentía hambre, pero alimen¬ tos y vinos le parecían de otro planeta.

Iba examinando con asombro á estos enemigos que ocupaban los mismos lugares de su esposa, de sus hijos, de los Lacour... Hablaban en alemán entre ellos, pero los que conocían el francés se valían con frecuencia de este idioma para que les entendiese el invitado. Los que sólo chapurreaban unas palabras las repetían con acom¬ pañamiento de sonrisas amables. Se notaba en todos ellos un deseo de agradar al dueño del castillo.

Va usted á almorzar con los bárbaros dijo el conde al ofrecerle un asiento á su lado . ¿No tiene usted miedo de que le coman vivo?...

Los alemanes rieron con gran estrépito la gracia de Su Excelencia. Todos hacían esfuerzos por demostrar con sus palabras y gestos que era falsa la barbarie que les atribuían los enemigos.

Don Marcelo les miró uno á uno. Las fatigas de la guerra, especialmente la marcha acelerada de los últi¬ mos días, estaban visibles en sus personas. Unos eran altos, delgados, con una esbeltez angulosa; otros, cua-

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drados y fornidos, con el cuello corto y la cabeza hun¬ dida entre los hombros. Estos últimos habían perdido sus adiposidades en un mes de campaña, colgándoles la piel arrugada y flácida en varias partes del rostro. To¬ dos llevaban la cabeza rapada, lo mismo que los solda¬ dos. En torno de la mesa brillaban dos filas de esferas craneales sonrosadas ó morenas. Las orejas sobresalían grotescamente; las mandíbulas se marcaban con el óseo relieve del enflaquecimiento. Algunos habían conser¬ vado el mostacho enhiesto, á la moda del emperador; los más iban afeitados ó con bigotes cortos en forma de cepillo.

Un brazalete de oro brillaba á continuación de una mano del conde puesta sobre la mesa. Era el más viejo de todos y el único que conservaba sus cabellos, de un rubio obscuro y canoso, peinados cuidadosamente y bri¬ llantes de pomada. Próximo á los cincuenta años, man¬ tenía un vigor femenil, cultivado por los ejercicios vio¬ lentos. Enjuto, huesudo y fuerte, procuraba disimular su rudeza de hombre de pelea con una negligencia suave y perezosa. Los oficiales le trataban con gran respeto. Hartrott había hablado de él á su tío como de un gran artista, músico y poeta. El emperador era su amigo: se conocían desde la juventud. Antes de la guerra, ciertos escándalos de su vida privada le habían alejado de la corte: vociferaciones de folicularios y de socialistas. Pero el soberano le mantenía en secreto su afecto de antiguo condiscípulo. Todos recordaban un baile suyo. Los caprichos de Schar azada, representado con gran lujo en Berlín por recomendación del poderoso compa¬ ñero. Había vivido algunos años en Oriente. En suma, un gran señor y un artista de exquisita sensibilidad, al mismo tiempo que un soldado.

El conde no podía admitir el silencio de Desnoy ers. Era su comensal» y creyó del caso hacerle hablar para que interviniese en la conversación. Cuando don Mar¬ celo explicó que sólo hacía tres días que había salido de París, todos se animaron, queriendo saber noticias.

«¿Vió usted alguna de las sublevaciones?...» «¿Tuvo la tropa que matar mucha gente?» «¿Cómo fué el asesi¬ nato de Poincaré?»

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Le hicieron estas preguntas á la vez, y don Marcelo, desorientado por su inverosimilitud, no supo qué contes¬ tar. Creyó haber caído en una reunión de locos. Luego sospechó que se burlaban de él. ¿Sublevaciones? ¿Asesi¬ nato del Presidente?... Unos le miraban con lástima por su ignorancia; otros con recelo, al ver que fingía no co¬ nocer unos sucesos que se habían desarrollado junto á él. Su sobrino insistió.

Los diarios de Alemania hablan mucho de eso. El pueblo de París se ha sublevado hace quince días contra el gobierno, asaltando el Elíseo y asesinando al Presi¬ dente. El ejército tuvo que emplear las ametralladoras para imponer el orden... Todo el mundo lo sabe.

Pero Desnoy ers insistía en no saberlo; nada había visto. Y como sus palabras eran acogidas con un gesto de maliciosa duda, prefirió callarse. Su Excelencia, es¬ píritu superior, incapaz de incurrir en las credulidades del vulgo, intervino para restablecer los hechos. Lo del asesinato tal vez no era cierto; los periódicos alemanes podían exagerar con la mejor buena fe. Precisamente pocas horas antes le había hecho saber el Estado Mayor General la retirada del gobierno francés á Burdeos. Pero lo de la sublevación del pueblo de París y su pelea con la tropa era indiscutible. «El señor lo ha visto sin duda, pero no quiere decirlo.» Desnoy ers tuvo que contrade¬ cir al personaje, pero su negativa ya no fué escuchada. ¡París! Este nombre había hecho brillar los ojos, exci¬ tando la verbosidad de todos. Deseaban llegar cuanto antes á la vista de la torre Eiffel, entrar victoriosos en la ciudad, para saciarse de las privaciones y fatigas de un mes de campaña. Eran adoradores de la gloria mi¬ litar, consideraban la guerra necesaria para la vida, y sin embargo se lamentaban de los sufrimientos que les proporcionabái. El conde exhaló una queja de ar¬ tista.

¡Lo que me ha perjudicado la guerra! dijo con languidez . Este invierno iban á estrenar en París un baile mío.

Todos protestaron de su tristeza: su obra sería im¬ puesta después del triunfo, y los franceses tendrían que aplaudirla.

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No es lo mismo continuó el conde . Confieso que amo á París... ¡Lástima que esas gentes no hayan que¬ rido nunca entenderse con nosotros!...

Y se sumió en su melancolía de hombre no compren¬ dido.

A uno de los oficiales que hablaba de las riquezas de París con ojos de codicia, lo reconoció de pronto Desno- yers por el brazal que ostentaba en una manga. Era el que había saqueado el castillo. Como si adivinase sus pensamientos, el comisario se excusó.

Es la guerra, señor...

¡Lo mismo que los otros!... La guerra había que pa¬ garla con los bienes de los vencidos. Era el nuevo siste¬ ma alemán; la vuelta saludable á la guerra de los tiem¬ pos remotos; tributos impuestos á las ciudades y saqueo aislado de las casas. De este modo se vencían las resis¬ tencias del enemigo y la guerra terminaba antes. No debía entristecerse por el despojo. Sus muebles y alha¬ jas serían vendidos en Alemania. Podía hacer una recla¬ mación al gobierno francés para que le indemnizase después de la derrota: sus parientes de Berlín apoyarían la demanda.

Desnoy ers oyó con espanto tales consejos. ¡Qué men¬ talidad la de aquellos hombres! ¿Estaban locos ó querían reirse de él?...

Al terminar el almuerzo, algunos oficiales se levan¬ taron, requiriendo sus sables, para cumplir actos del servicio. El capitán von Hartrott también se levantó: necesitaba volver al lado de su general; había dedicado bastante tiempo á las expansiones de familia. El tío le acompañó hasta el automóvil. Moltkecüo se excusaba una vez más de los deperfectos y despojos sufridos por el castillo.

Es la guerra... Debemos ser duros para que resulte breve. La verdadera bondad consiste en ser crueles, por¬ que así, el enemigo, aterrorizado, se entrega más pronto y el mundo sufre menos.

Don Marcelo levantó los hombros ante el sofisma. Es¬ taban en la puerta del edificio. El capitán dió órdenes á un soldado, y éste volvió poco después con un pedazo de tiza que servía para marcar las señales de alojamien-

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to. Von Hartrott deseaba proteger á su tío. Y empezó á 1 trazar una inscripción en la pared, junto á la puerta: fj «■Bitte^ nicht plündern. Es sind freundliche Lente.., y> i

Luego la tradujo, en vista de las repetidas preguntas , del viejo.

Quiere decir: «Se ruega no saquear. Los habitantes de esta casa son gente amable... gente amiga.»

¡Ah, no!... Desnoy ers repelió con vehemencia esta protección. El no quería ser amable. Callaba porque no podía hacer otra cosa... ¡pero amigo de los invasores de su país!...

El sobrino borró parte del letrero y sólo dejó el prin¬ cipio: (íBitte, nicht plünde7m.y> «Se ruega no saquear.» Luego, en la entrada del parque repitió la inscripción. Consideraba necesario este aviso; podía irse Su Excelen¬ cia, podían instalarse en el castillo otros oficiales. Von Hartrott había visto mucho, y su sonrisa daba á enten¬ der que nada llegaría á sorprenderle, por enorme que fuese. Pero el viejo siguió despreciando su protección y riéndose con tristeza del rótulo. ¿Qué más podían sa¬ quear?... Ya se habían llevado lo mejor.

Adiós, tío. Pronto nos veremos en París.

El capitán montó en su automóvil luego de estre¬ char una mano fría y blanda que parecía repelerle con su inercia.

Al volver hacia su casa vió á la sombra de un grupo de árboles una mesa y sillas. Su Excelencia tomaba el café al aire libre, y le obligó á sentarse á su lado. Sólo tres oficiales le acompañaban... Gran consumo de lico¬ res procedentes de su bodega. Hablaban en alemán en¬ tre ellos, y así permaneció don Marcelo cerca de una hora, inmóvil, deseando marcharse y no encontrando el instante oportuno para abandonar su silla y desapa¬ recer.

Se adivinaba fuera del parque un gran movimiento de tropas. Pasaba otro cuerpo de ejército con sordo ro¬ dar de marea. Las cortinas de árboles ocultaban este des¬ file incesante que se dirigía hacia el Sur. Un fenómeno inexplicable conmovió la luminosa calma de la tarde. Sonaba á lo lejos un trueno continuo, como si rodase por el horizonte azul una tormenta invisible.

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El conde interrumpió su conversación en alemán para hablar á Desnoyers, que parecía interesado por el estrépito.

Es el cañón. Se ha entablado una batalla. Pronto entraremos en danza.

La posibilidad de tener que abandonar su alojamien¬ to, el más cómodo que había encontrado en toda su cam¬ paña, le puso de mal humor.

¡La guerra! continuó . Una vida gloriosa, pero sucia y embrutecedora. En todo un mes, hoy es el primer día que vivo como un hombre.

Y como si le atrajesen las comodidades que habría de abandonar en breve, se levantó, dirigiéndose al castillo. Dos alemanes se marcharon hacia el pueblo, y Desno¬ yers quedó con el otro, ocupado en paladear admirati¬ vamente sus licores. Era el jefe del batallón acantonado en Villeblanche.

¡Triste guerra, señor! dijo en francés.

De todo el grupo de enemigos, éste era el único que había inspirado á don Marcelo un sentimiento vago de atracción. «Aunque es un alemán, parece buena perso¬ na», pensaba viéndole. Debía haber sido obeso en tiempo de paz, pero ahora ofrecía el exterior suelto y lacio de un organismo que acaba de sufrir una pérdida de volu¬ men. Se adivinaba en él una existencia anterior de tran¬ quila y vulgar sensualidad, una dicha burguesa que la guerra había cortado rudamente.

¡Qué vida, señor! siguió diciendo . Que Dios cas¬ tigue á los que han provocado esta catástrofe.

Desnoyers casi estaba conmovido. Vió la Alemania que se había imaginado muchas veces: una Alemania tranquila, dulce, de burgueses un poco torpes y pesa¬ dos, pero que compensaban su rudeza originaria con un sentimentalismo inocente y poético. Este Blumhardt, al que sus compañeros llamaban Bataillon- Kommandeur, era un buen padre de familia. Se lo representó paseando con su mujer y sus hijos bajo los tilos de una plaza de provincia, escuchando todos con religiosa unción las melodías de una banda militar. Luego lo vió en la cer¬ vecería con sus amigos, hablando de problemas metafí- sicos entre dos conversaciones de negocios. Era el hom-

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bre de la vieja Alemania, un personaje de novela de Goethe. Tal vez las glorias del Imperio habían modifi¬ cado su existencia, y en vez de ir á la cervecería fre¬ cuentaba el casino de los oficiales, mientras su familia se mantenía aparte, aislada de los civiles, por el orgullo de la casta militar; pero en el fondo era siempre el ale¬ mán bueno, de costumbres patriarcales, pronto á derra¬ mar lágrimas ante una escena de familia ó un fragmento de buena música.

El comandante Blumhardt se acordaba de los suyos, que vivían en Cassel.

Ocho hijos, señor dijo con un esfuerzo visible para contener su emoción . Los dos mayores se preparan para ser oficiales. El menor va á la escuela desde este año... Es así.

Y señalaba con una mano la altura de sus botas. Tem¬ blaba nerviosamente de risa y de pena al recordar á su pequeño. Luego hizo el elogio de su esposa, excelente di¬ rectora de hogar, madre que se sacrificaba con modestia por sus hijos, por su esposo. ¡Ay, la dulce Augusta!... Veinte años de matrimonio iban transcurridos, v la ado- raba como el día en que se vieron por primera vez. Guar¬ daba en un bolsillo de su uniforme todas las cartas que ella le había escrito desde el principio de la campaña.

Véala, señor... Estos son mis hijos.

Sacó del pecho un medallón de plata con adornos de arte de Munich, y tocando un resorte lo hizo abrirse en redondeles, como las hojas de un libro, dejando ver los rostros de toda la familia: la Fraxi Kommandeur, de una belleza austera y rígida, imitando el gesto y el peinado de la emperatriz; luego las hijas, las Fraulin Komman¬ deur, vestidas de blanco, los ojos en alto como si canta¬ sen una romanza; y al final los niños, con uniformes de escuelas del ejército ó de instituciones particulares. ¡Y pensar que podía perder á estos seres queridos con sólo que un pedazo de hierro le tocase!... ¡Y había de vivir lejos de ellos ahora que era la buena estación, la época de los paseos en el campo!...

¡Triste guerra! volvió á repetir . Que Dios casti¬ gue á los ingleses.

Con una solicitud que conmovió á don Marcelo, le

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hizo preguntas á su vez acerca de su familia. Se apiadó al enterarse de lo escasa que era su prole; sonrió un poco ante el entusiasmo con que el viejo hablaba de su hija, saludando á FrauUn Chichi como un diablillo gra¬ cioso; puso el gesto compungido al saber que el hijo le había dado grandes disgustos con su conducta.

¡Simpático comandante!... Era el primer hombre dulce y humano que encontraba en el infierno de la invasión. «En todas partes hay buenas personas», se dijo. Deseó que no se moviese del castillo. Si habían de continuar allí los alemanes, mejor era tenerle á él que á otros.

.Un ordenanza vino á llamar á don Marcelo de parte de Su Excelencia. Encontró al conde en su propio dor¬ mitorio, luego de pasar por ios salones con los ojos cerrados para evitarse el dolor de una cólera inútil. Las puertas estaban forzadas, los suelos sin alfombras, los huecos sin cortinajes. Sólo los muebles rotos en los primeros momentos ocupaban sus antiguos lugares. Los dormitorios habían sido saqueados con más método, des¬ apareciendo únicamente lo que no era de utilidad inme¬ diata. El haberse alojado en ellos el día antes el general con todo su séquito les había librado de una destrucción caprichosa.

El conde le recibió con la cortesía de un gran señor que desea atender á sus invitados. No podía consentir que Ilerr Desnoy ers, pariente de un von Hartrott al que recordaba vagamente haber visto en la corte , vi¬ viese en la habitación de los porteros. Debía ocupar su dormitorio, aquella cama solemne como un catafalco, con penachos y columnas, que había tenido el honor de servir horas antes á un ilustre general del Imperio.

Yo prefiero dormir aquí. Esta otra habitación va me¬ jor con mis gustos.

Había entrado en el dormitorio de la señora Desno- yers, admirando su mueblaje Luis XV, de una autenti¬ cidad preciosa, con los oros apagados y los paisajes de sus tapicerías obscurecidos por el tiempo. Era una de las mejores compras de don Marcelo. El conde sonrió con un menosprecio de artista al recordar al jefe de la Inten¬ dencia encargado del saqueo oficial.

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«¡Qué asno!... Pensar que esto lo ha dejada^por viejo y feo...»

Luego miró de frente al dueño del castillo.

Señor Desnoyers: creo no cometer ninguna inco¬ rrección, y hasta me imagino que interpreto sus deseos, al manifestarle que estos muebles me los llevo yo. Serán un recuerdo de nuestro conocimiento, un testimonio de nuestra amistad que ahora empieza... Si esto queda aquí, corre peligro de ser destruido. Los guerreros no están obligados á ser artistas. Yo guardaré estas preciosida¬ des en Alemania, y usted podrá verlas cuando quiera. Ahora todos vamos á ser unos... Mi amigo el emperador se proclamará soberano de los franceses.

Desnoyers permaneció silencioso. ¿Qué podía contes¬ tar al gesto de ironía cruel, á la mirada con que el gran señor iba subrayando sus palabras?...

Cuando termine la guerra le enviaré un regalo de Berlín añadió con tono protector.

Tampoco contestó el viejo. Miraba en las paredes el vacío que habían dejado varios cuadros pequeños. Eran de maestros famosos del siglo XVIII. También debía haberlos despreciado el comisario por insignificantes. Una ligera sonrisa del conde le reveló su verdadero paradero.

Había escudriñado toda la pieza, el dormitorio in¬ mediato, que era el de Chichi, el cuarto de baño, hasta el guardarropa femenino de la familia, que conservaba unos vestidos de la señorita Desnoyers. Las manos del guerrero se perdieron con delectación en los finos bullo¬ nes de las telas, apreciando su blanda frescura.

Este contacto le hizo pensar en París, en las modas, en las casas de los grandes modistos. La rué de la Paix era el lugar más admirado por él en sus visitas á la ciu¬ dad enemiga.

Percibió don Marcelo la fuerte mezcla de perfumes que exhalaban su cabeza, sus bigotes, todo su cuerpo. Varios frascos del tocador de las señoras estaban sobre la chimenea.

¡Qué suciedad la guerra! dijo el alemán . Esta mañana he podido tomar un baño, después de una se¬ mana de abstinencia; á media tarde tomaré otro... A

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propós\tf), querido señor: estos perfumes son buenos, pero no son 'elegantes. Cuando tenga el gusto de ser presen¬ tado á las señoras, les daré las señas de mis proveedo¬ res... Yo uso en mi casa esencias de Turquía: tengo muchos amigos allá... Al terminar la guerra haré un envío á la familia.

Sus ojos se habían fijado en algunos retratos coloca¬ dos sobre una mesa. El conde adivinó á Madama Desno- yers viendo la fotografía de doña Luisa. Luego sonrió ante el retrato de Chichi. Muy graciosa: lo que más ad¬ miraba en ella era su aire resuelto de muchacho. Posó una mirada amplia y profunda en la fotografía de Julio.

Excelente mozo dijo . Una cabeza interesante... artística. En un baile de trajes obtendría un éxito. ¡Qué príncipe persa!... Una aigrette blanca en la cabeza su¬ jeta con un joyel, el pecho desnudo, una túnica negra con pavos de oro...

Y siguió vistiendo imaginariamente al primogénito de Desnoyers con todos los esplendores de un monarca oriental. El viejo sintió un principio de simpatía hacia aquel hombre por el interés que le inspiraba su hijo. ¡Lástima que escogiese con tanta habilidad las cosas preciosas y se las apropiase!...

Junto á la cabecera de la cama, sobre un libro de oraciones olvidado por su esposa, vió un medallón con otra fotografía. Esta no era de la casa. El conde, que había seguido la dirección de sus ojos, quiso mostrár¬ sela . Temblaron las manos del guerrero ... Su altivez desdeñosa é irónica desapareció de golpe. Un oficial de Húsares de la Muerte sonreía en el retrato, contrayendo su perfil enjuto y curvo de pájaro de pelea bajo el gorro adornado con un cráneo y dos fémurs.

Mi mejor amigo dijo con voz algo temblorosa . El ser que más amo en el mundo... ¡Y pensar que tal vez se bate en estos momentos y pueden matarlo!... ¡Pensar que yo también puedo morir!...

Don Marcelo creyó entrever una novela del pasado del conde. Aquel húsar era indudablemente un hijo na¬ tural. Su simplicidad no podía concebir otra cosa. Sólo en su ternura era un padre capaz de hablar así... Y casi se sintió contagiado por esta ternura.

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Aquí dió fin la entrevista. El guerrero le había vuelto la espalda, saliendo del dormitorio, como si desease ocul¬ tar sus emociones. A los pocos minutos sonó en el piso bajo un magnífico piano de cola, que el comisario no ha¬ bía podido llevarse por la oposición del general. La voz de éste se elevó sobre el sonido de las cuerdas. Era una voz de barítono algo opaca, pero que comunicaba un temblor apasionado á su romanza. El viejo se sintió con¬ movido; no entendía las palabras, pero las lágrimas se agolparon á sus ojos. Pensó en su familia, en las desgra¬ cias y peligros que le rodeaban, en la dificultad de vol¬ ver á encontrar á los suyos... Como si la música tirase de él, descendió poco á poco al piso bajo. ¡Qué artista aquel hombre altivamente burlón! ¡Qué alma la suya!... Los alemanes eníi’añaban á primera vista con su exterior rudo y su disciplina, que les hacía cometer sin escrúpulo las mayores atrocidades. Había que vivir en intimidad con ellos para apreciarlos tal como eran.

Cuando cesó la música estaba en el puente del cas¬ tillo. Un suboficial contemplaba las evoluciones de los cisnes en las aguas del foso. Era un joven doctor en Derecho, que desempeñaba la función de secretario cerca de Su Excelencia; un hombre de Universidad movili¬ zado por la guerra.

Al hablar con don Marcelo reveló inmediatamente su origen. Le había sorprendido la orden de partida estando de profesor en un colegio privado y en víspe¬ ras de casarse. Todos sus planes habían quedado des¬ hechos.

¡Qué calamidad, señor!... ¡Qué trastorno para el mundo!... Y sin embargo, éramos muchos los que veía¬ mos llegar la catástrofe. Forzosamente debía sobreve¬ nir un día ú otro. El capitalismo: el maldito capitalismo tiene la culpa.

El suboficial era socialista. No ocultaba su partici¬ pación en actos del partido que le habían originado persecuciones y retrasos en su carrera. Pero la Social- Democracia se veía ahora aceptada por el emperador y halagada por los jíinkers más reaccionarios. Todos eran unos. Los diputados del partido formaban en el Eeich- stag el grupo más obediente al gobierno... El sólo guar-

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daba de su pasado cierto fervor para anatematizar al capitalismo, culpable de la guerra.

Desnoyers se atrevió á discutir con este enemigo que parecía de carácter dulce y tolerante. «¿No sería el ver¬ dadero responsable el militarismo alemán? ¿No habría buscado y preparado el conflicto, impidiendo todo arre¬ glo con sus arrogancias?...»

Negó rotundamente el socialista. Sus diputados apo¬ yaban la guerra, y para hacer esto sus motivos tendrían. Se notaba en él la supeditación á la disciplina, la eterna disciplina germánica, ciega y obediente, que gobierna hasta los partidos avanzados. En vano el francés repitió argumentos y hechos, todo cuanto había leído desde el principio de la guerra. Sus palabras resbalaron sobre la dureza de este revolucionario acostumbrado á delegar las funciones del pensamiento.

¡Quién sabe! acabó por decir . Tal vez nos haya¬ mos equivocado. Pero en el instante actual todo está confuso: faltan elementos de juicio para formar una opi¬ nión exacta. Cuando termine el conflicto conoceremos á los verdaderos culpables; y si son los nuestros, les exi¬ giremos responsabilidad.

Sintió ganas de reir Desnoyers ante esta candidez. ¡Esperar el final de la guerra para saber quién era el culpable ! . . . Y si el Imperio resultaba vencedor, ¿qué responsabilidad iban á exigirle en pleno orgullo de la victoria, ellos que se habían limitado siempre á las batallas electorales, sin el más leve intento de re¬ beldía?

Sea quien sea el autor continuo el suboficial—, esta guerra es triste. ¡Cuántos hombres muertos!... Yo estuve en Charleroi. Hay que ver de cerca la guerra moderna. Venceremos, vamos á entrar en París, según dicen, pero caerán muchos de los nuestros antes de ob¬ tener la última victoria...

Y para alejar las visiones de muerte fijas en su pen¬ samiento, siguió con los ojos la marcha de los cisnes, ofreciéndoles pedazos de pan que les hacían torcer el curso de su natación lenta y majestuosa.

El conserje y su familia pasaban el puente con fre¬ cuentes entradas y salidas. Al ver á su señor en buenas

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relaciones con los invasores, habían perdido el miedo que los mantenía recluidos en su vivienda. A la mujer le parecía natural que don Marcelo viese reconocida su autoridad por aquella gente: el amo siempre es el amo. Y como si hubiese recibido una parte de esta autoridad, entraba sin temor en el castillo, seguida de su hija, para poner en orden el dormitorio del dueño. Querían pasar la noche cerca de él, para que no se viese solo entre los alemanes.

Las dos mujeres trasladaron ropas y colchones desde el pabellón al último piso. El conserje estaba ocupado en calentar el segundo baño de Su Excelencia. Su es¬ posa lamentaba con gestos desesperados el saqueo del castillo. ¡Qué de cosas ricas desaparecidas!... Deseosa de salvar los últimos restos, buscaba al dueño para ha¬ cerle denuncias, como si éste pudiese impedir el robo individual y cauteloso. Los ordenanzas y escribientes del conde se metían en los bolsillos todo lo que resultaba fácil de ocultar. Decían sonriendo que eran recuerdos. Luego se aproximó con aire misterioso para hacerle una nueva revelación. Había visto á un jefe forzar ios cajo¬ nes donde guardaba la señora la ropa blanca, y cómo formaba un paquete con las prendas más finas y gran cantidad de blondas.

Ese es, señor dijo de pronto, señalando á un alemán que escribía en el jardín, recibiendo sobre la mesa un rayo oblicuo de sol que se filtraba entre las ramas.

Don Marcelo lo reconoció con sorpresa. ¡También el comandante Blumhardt!... Pero inmediatamente excusó su acto. Encontraba natural que se llevase algo de su casa, después que el comisario había dado el ejemplo. Además, tuvo en cuenta la calidad de los objetos que se apropiaba. No eran para él; eran para la esposa, para las niñas... Un buen padre de familia. Más de una hora llevaba ante la mesa escribiendo sin cesar, conversando pluma en mano con su Augusta, con toda la familia que vivía en Cassel. Mejor era que se llevase lo suyo este hombre bueno, que los otros oficiales altivos, de voz cortante é insolente tiesura.

Vió cómo levantaba la cabeza cada vez que pasaba

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Georgette, la hija del conserje, siguiéndola con los ojos. ¡Pobre padre!... Indudablemente se acordaba de las dos señoritas que vivían en Alemania con el pensamiento ocupado por los peligros de la guerra. El también se acordaba de Chichi, temiendo no verla más. En uno de sus viajes desde el castillo al pabellón, la muchacha fué llamada por el alemán. Permaneció erguida ante su mesa , tímida , como si presintiese un peligro , pero ha¬ ciendo esfuerzos para sonreir. Mientras tanto, Blumhardt le hablaba acariciándole las mejillas con sus manazas de hombre de pelea. A Desnoyers le conmovió esta vi¬ sión. Los recuerdos de una vida pacífica y virtuosa re¬ surgían á través de los horrores de la guerra. Decidida¬ mente, este enemigo era un buen hombre.

Por eso sonrió con amabilidad cuando el coman¬ dante, abandonando la mesa, fué hacia él. Entregó su carta y un paquete voluminoso á un soldado para que los llevase al pueblo, donde estaba la estafeta del ba¬ tallón.

Es para mi familia dijo . No dejo pasar un día de descanso sin enviar carta. ¡Las suyas son tan preciosas para mí!... También envío unos pequeños recuerdos.

Desnoyers estuvo próximo á protestar. ¡Pequeños, no!... Pero con un gesto de indiferencia dió á entender que aceptaba los regalos hechos á costa suya. El co¬ mandante siguió hablando de la dulce Augusta y de sus hijos, mientras tronaba la tempestad invisible en el ho¬ rizonte sereno del atardecer. Cada vez era más intenso el cañoneo.

La batalla continuó Blumhardt . ¡Siempre la ba¬ talla!... Seguramente es la última y la ganaremos. Antes de una semana vamos á entrar en París... Pero ¡cuántos no llegarán á verlo! ¡Qué de muertos!... Creo que ma¬ ñana ya no estaremos aquí. Todas las reservas tendrán que atacar para vencer la suprema resistencia... ¡Con tal que yo no caiga!...

La posibilidad de morir al día siguiente contrajo su rostro con un gesto de rencor. Una arruga vertical par¬ tía sus cejas. Miró á Desnoyers con ferocidad, como si le hiciese responsable de su muerte y de la desgracia de su familia. Durante unos minutos, don Marcelo no reco-

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noció al Blumhardt dulce y familiar de poco antes, dán¬ dose cuenta de las transformaciones que la guerra rea¬ liza en los hombres.

Empezaba el ocaso, cuando un suboficial el mismo de la Social-Democracia llegó corriendo, en busca del comandante. Desnoyers no podía entenderle por hablar en alemán, pero siguiendo las indicaciones de su mano, vió en la entrada del castillo, más allá de la verja, un grupo de gente campesina y unos cuantos soldados con fusiles. Blumhardt, después de corta refiexión, empren¬ dió la marcha hacia el grupo, y don Marcelo fué tras de él.

Vió á un muchacho del pueblo entre dos alemanes que le apuntaban al pecho con sus bayonetas. Estaba pálido, con una palidez de cera. Su camisa, sucia de hollín, aparecía desgarrada de un modo trágico, denun¬ ciando los manotones de la lucha. En una sien tenía una desolladura que manaba sangre. A corta distancia una mujer con el pelo suelto, rodeada de cuatro niñas y un pequeñuelo, todos manchados de negro, como si sur¬ giesen de un depósito de carbón.

La mujer hablaba elevando las manos, dando gemi¬ dos que interrumpían su relato, dirigiéndose inútilmente á los soldados, incapaces de entenderla. El suboficial que mandaba la escolta habló en alemán con el comandante, y mientras tanto la mujer se dirigió á Desnoyers. Mos¬ traba una repentina serenidad al reconocer al dueño del castillo, como si éste pudiese salvarla.

Aquel mocetón era hijo suyo. Estaban refugiados desde el día anterior en la cueva de su casa incendiada. El hambre les había hecho salir, luego de librarse de una muerte por asfixia. Los alemanes, al ver á su hijo, lo habían golpeado y querían fusilarlo, como fusilaban á todos los mozos. Creían que el muchacho tenía veinte años: lo consideraban en edad de ser soldado, y para que no se incorporase al ejército francés, lo iban á matar.

¡Es mentira!— gritó la mujer . No tiene mas que diez y ocho... Tampoco diez y ocho... menos aún: sólo tiene diez y siete.

Se volvía á otras mujeres que iban detrás de ella.

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para invocar su testimonio: tristes hembras igualmente sucias, con el rostro ennegrecido y las ropas desgarra¬ das, oliendo á incendio, á miseria, á cadáver. Todas asentían, agregando sus gritos á los de la madre. Al¬ gunas extremaban sus declaraciones, atribuyendo al muchacho diez y seis años... quince. Y á este coro de femeniles vociferaciones se unían los gemidos de los pequeños, que contemplaban á su hermano con los ojos agrandados por el terror.

El comandante examinó al prisionero mientras escu¬ chaba al suboficial. Un empleado del Municipio había confesado aturdidamente que tenía veinte años, sin pen¬ sar que con esto causaba su muerte.

¡Mentira! repitió la madre, adivinando por ins¬ tinto lo que hablaban . Ese hombre se equivoca... Mi hijo es robusto, parece de más edad, pero no tiene veinte años... El señor, que lo conoce, puede decirlo. ¿No es verdad, señor Desnoy ers?

Al ver reclamado su auxilio por la desesperación ma¬ ternal, creyó don Marcelo que debía intervenir, y habló al comandante. Conocía mucho á este mozo no recor¬ daba haberlo visto nunca , y le creía menor de veinte años.

Y aunque los tuviera añadió , ¿es eso un delito para fusilar á un hombre?

Blumhardt no contestaba. Desde que había recobrado sus funciones de mando parecía ignorar la existencia de don Marcelo. Fué á decir algo, á dar una orden, pero va¬ ciló. Era mejor consultar á Su Excelencia. Y viendo que se dirigía ab castillo, Desnoyers marchó á su lado.

Comandante, esto no puede ser comenzó dicien¬ do . Esto carece de sentido. ¡Fusilar á un hombre por la sospecha de que pueda tener veinte años!...

Pero el comandante callaba y seguía caminando. Al pasar el puente oyeron los sonidos del piano. Esto pare¬ ció de buen augurio á Desnoyers. Aquel artista que le conmovía con su voz apasionada iba á decir la palabra salvadora.

Al entrar en el salón tardó en reconocer á Su Exce¬ lencia. Vió un hombre ante el piano llevando por toda vestidura una bata japonesa, un kimono femenil de,

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color rosa, con pájaros de oro, perteneciente á su Chi¬ chi. En otra ocasión hubiese lanzado una carcajada al contemplar á este guerrero enjuto, huesoso, de ojos crueles, sacando por las mangas sueltas unos brazos nervudos, en una de cuyas muñecas seguía brillando la pulsera de oro. Había tomado el baño y retardaba el momento de recobrar su uniforme, deleitándose con el sedoso contacto de la túnica femenina, igual á sus ves¬ tiduras orientales de Berlín. Blumhardt no manifestó la más leve extrañeza ante el aspecto de su general. Ergui¬ do militarmente habló en su idioma, mientras el conde le escuchaba con aire aburrido, pasando sus dedos sobre las teclas.

Una ventana próxima dejaba visible la puesta del sol, envolviendo en un nimbo de oro al piano y al eje¬ cutante. La poesía del ocaso entraba por ella: susurros del ramaje, cantos moribundos de pájaros, zumbidos de insectos que brillaban como chispas bajo el último rayo solar. Su Excelencia, viendo interrumpido su ensueño melancólico por la inoportuna visita, cortó el relato del comandante con un gesto de mando y una palabra... una sola. No dijo más. Dió dos chupadas á un cigarrillo turco que chamuscaba lentamente la madera del piano, y sus manos volvieron á caer sobre el marfil, reanu¬ dando la improvisación vaga y tierna inspirada por el crepúsculo.

Gracias, Excelencia dijo el viejo, adivinando su magnánima respuesta.

El comandante había desaparecido. Tampoco le en¬ contró fuera de la casa. Un soldado trotaba cerca de la verja para transmitir la orden. Vió cómo la escolta re¬ pelía con las culatas al grupo vociferante de mujeres y chiquillos. Quedó limpia la entrada. Todos se alejaban indudablemente hacia el pueblo después del perdón del general... Estaba en mitad de la avenida, cuando sonó un aullido compuesto de muchas voces, un grito espe¬ luznante como sólo puede lanzarlo la desesperación fe¬ menil. Al mismo tiempo conmovieron el aire fuertes tra¬ llazos, un crepitamiento que conocía desde el día ante¬ rior. ¡Tiros!... Adivinó al otro lado de la verja un rudo vaivén de personas, unas retorciéndose contenidas por

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fuertes brazos, otras huyendo con el galope del miedo. Vio correr hacia él una mujer despavorida, con las ma¬ nos en la cabeza, lanzando gemidos. Era la esposa del conserje, que se había agregado poco antes al grupo de mujeres.

¡No vaya, señor! gritó, cortándole el paso . Lo han matado... acaban de fusilarle.

Don Marcelo quedó inmóvil por la sorpresa. ¡Fusila¬ do!... ¿Y la palabra del general?... Corrió hacia el casti¬ llo sin darse cuenta de lo que hacía, y se vió de pronto en el salón. Su Excelencia continuaba ante el piano. Ahora cantaba á media voz, con los ojos húmedos por la poesía de sus recuerdos. Pero el viejo no podía escu¬ charle.

Excelencia: lo han fusilado... Acaban de matarle, á pesar de la orden.

La sonrisa del jefe le hizo comprender de pronto su engaño.

Es la guerra, querido señor dijo cesando de to¬ car . La guerra con sus crueles necesidades... Siempre es prudente suprimir al enemigo de mañana.

Y con aire pedantesco, como si diese una lección, habló de los orientales, grandes maestros en el arte de saber vivir. Uno de los personajes más admirados por él era cierto sultán de la conquista turca, que estrangu¬ laba con sus propias manos á los hijos de los adversa¬ rios. «Nuestros enemigos no vienen al mundo á caballo y empuñando la lanza decía el héroe . Nacen niños, como todos, y es oportuno suprimirlos antes de que crezcan.»

Desnoyers le escuchaba sin entenderle. Una idea única ocupaba su pensamiento. ¡Y aquel hombre que él creía bueno, aquel sentimental que se enternecía can¬ tando , había dado fríamente , entre dos arpegios , su orden de muerte!...

El conde hizo un gesto de impaciencia. Podía reti¬ rarse, y le aconsejaba que en adelante fuese discreto, evitando el inmiscuirse en los asuntos del servicio. Luego le volvió la espalda é hizo correr las manos sobre el piano, entregándose á su melancolía armoniosa.

Empezó para don Marcelo una vida absurda que iba

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á durar cuatro días, durante los cuales se sucedieron los más extraordinarios acontecimientos. Este período representó en su historia un largo paréntesis de estupe¬ facción, cortado por horribles visiones.

No quiso encontrarse más con aquellos hombres, y huyó de su propio dormitorio, refugiándose en el último piso, en un cuarto de doméstico, cerca del que había es¬ cogido la familia del conserje. En vano la buena mujer le ofreció comida al cerrar la noche: no sentía apetito. Estaba tendido en la cama. Prefería la obscuridad v el

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verse á solas con sus pensamientos. ¡Cuándo terminaría esta angustia!...

Se acordó de un viaje que había hecho á Londres años antes. Veía con la imaginación el Museo Británico y ciertos relieves asirios que le habían llenado de pavor, como restos de una humanidad bestial. Los guerreros incendiaban las poblaciones, los prisioneros eran dego¬ llados en montón, la muchedumbre campesina y pacífica marchaba en filas con la cadena al cuello, formando ris¬ tras de esclavos. Nunca había reconocido como en ac[uel momento la grandeza de la civilización presente. Toda¬ vía surgían guerras de vez en cuando, pero habían sido reglamentadas por el progreso. La vida de los prisione¬ ros resultaba sagrada, los pueblos debió n ser respeta¬ dos, existía todo un cuerpo de leyes internacionales para reglamentar cómo deben matarse los hombres y comba¬ tirse las naciones, causándose el menor daño posible... Pero ahora acababa de ver la realidad de la guerra. ¡Lo mismo que miles de años antes! Los hombres con casco procedían de igual modo que los sátrapas perfumados y feroces de mitra azul y barba anillada. El adversario era fusilado aunque no tuviese armas; el prisionero mo¬ ría á culatazos; las poblaciones civiles emprendían en masa el camino de Alemania, como los cautivos de otros siglos. ¿De qué había servido el llamado progreso? ¿Dón¬ de estaba la civilización?...

Despertó al recibir en sus ojos la luz de una bujía. La mujer del conserje había subido otra vez para pre¬ guntarle si necesitaba algo.

¡Qué noche!... Oigalos cómo gritan y cantan. ¡Las botellas que llevan bebidas!... Están en el comedor.

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Es preferible que usted no los vea... Ahora se divier¬ ten rompiendo los muebles. Hasta el conde está borra¬ cho; borracho también ese jefe que hablaba con us¬ ted, y los demás. Algunos de ellos bailan medio des¬ nudos.

Deseaba callarse ciertos detalles, pero su verbosidad femenil saltó por encima de estos propósitos discretos. Algunos oficiales jóvenes se habían disfrazado con som¬ breros y vestidos de las señoras y danzaban dando gri- tos é imitando los contoneos femeniles. Uno de ellos era saludado con un rugido de entusiasmo al presentarse sin otro traje que una «combinación» interior de la se¬ ñorita Chichi... Muchos gozaban un placer maligno al depositar los residuos digestivos sobre las alfombras ó en los cajones de los muebles, emt)leando para limpiarse los lienzos finos que encontraban á mano.

El dueño la hizo callar. ¿Para qué enterarle de todo esto?...

¡Y nosotros obligados á servirles!... continuó gi¬ miendo la mujer . Están locos: parecen otros hombres. Los soldados dicen que se marchan al amanecer. Hay una gran batalla, van á ganarla, pero todos necesitan pelear en ella... Mi pobre marido ya no puede más. Tantas humillaciones... Y mi hija... ¡mi hija!...

Esta era su mayor preocupación. La tenía oculta, pero seguía con inquietud las idas y venidas de algunos de estos hombres enfurecidos por el alcohol. De todos, el más temible era aquel jefe que acariciaba paternalmente á Georgette.

El miedo por la seguridad de su hija le hizo mar¬ charse después de lanzar nuevos lamentos.

Dios no se acuerda del mundo... ¡Ay, qué será de nosotros!

Ahora permaneció desvelado don Marcelo. Por la ventana abierta entraba la luz tenue de una noche se¬ rena. Seguía el cañoneo, prolongándose el combate en la obscuridad. Al pie del castillo entonaban los soldados un cántico lento y melódico que parecía un salmo. Del interior del edificio subió hasta él un estrépito de carca¬ jadas brutales, ruido de muebles que se rompían, corre¬ teos de regocijada persecución. ¿Cuándo podría salir de

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este infierno?... Transcurrió mucho tiempo; no llegó á dormirse, pero fué perdiendo poco á poco la noción de lo que le rodeaba. De pronto se incorporó. Cerca de él, en el mismo piso, una puerta se había rajado con sordo crujido, no pudiendo resistir varios empujones formida¬ bles. Sonaron gritos de mujer, llantos, súplicas desespe¬ radas, ruido de lucha, pasos vacilantes, choques de cuer¬ pos contra las paredes. Tuvo el presentimiento de que era Georgette la que gritaba y se defendía. Antes de po¬ ner los pies en el suelo oyó una voz de hombre, la de su conserje, estaba seguro:

¡Ah, bandido!...

Luego el estrépito de una segunda lucha... un tiro... silencio.

Al salir al amplio corredor que terminaba en la es¬ calera, vió luces y muchos hombres que subían en tro¬ pel saltando los peldaños. Casi cayó al tropezar con un cuerpo del que se escapaba un rugido de agonía. El conserje estaba á sus pies, agitando el pecho con movi¬ miento de fuelle. Tenía los ojos vidriosos y desmesura¬ damente abiertos; su boca se cubría de sangre... Junto á él brillaba un cuchillo de cocina. Después vió á un hombre con un revólver en la diestra, conteniendo al mismo tiempo con la otra mano una puerta rota que alguien intentaba abrir desde dentro. Lo reconoció á pesar de su palidez verdosa y del extravío de su mi¬ rada. Era Blumhardt, un Blumhardt nuevo, con una expresión bestial de orgullo y de insolencia que infun¬ día espanto.

Se lo imaginó recorriendo el castillo en busca de la presa deseada, la inquietud del padre siguiendo sus pa¬ sos, los gritos de la muchacha, la lucha desigual entre el enfermo con su arma de ocasión y aquel hombre de guerra sostenido por la victoria. La cólera de los años juveniles despertó en él audaz y arrolladora. ¿Qué le importaba morir?...

¡Ah, bandido! rugió como el otro.

Y con los puños cerrados marchó contra el alemán. Este le puso el revólver ante los ojos, sonriendo fríamen¬ te. Iba á disparar... Pero en el mismo instante Desnoyers cayó al suelo, derribado por los que acababan de subir.

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Recibió varios golpes; las pesadas botas de los invasores le martillearon con su taconeo. Sintió en su rostro un chorro caliente. ¡Sangre!... No sabía si era suya ó de aquel cuerpo en el que se iba apagando el jadeo mortal. Luego se vió elevado del suelo por varias manos que le empujaban ante un hombre. Era Su Excelencia, con el uniforme desabrochado y oliendo á vino. Sus ojos tem¬ blaban lo mismo que su voz.

Mi querido señor dijo intentando recobrar su iro¬ nía mortificante : le aconsejé que no interviniese en nuestras cosas, y no me ha hecho caso. Sufra las conse¬ cuencias de su falta de discreción.

Dió una orden, y el viejo se sintió impelido escalera abajo hasta las cuevas. Los que le conducían eran sol¬ dados al mando de un suboficial. Reconoció al socialista. El joven profesor era el único que no estaba ebrio, pero se mantenía erguido, inabordable, con la ferocidad de la disciplina.

Lo introdujo en una pieza abovedada sin otro respi¬ radero que un ventanuco á ras del suelo. Muchas bote¬ llas rotas y dos cajones con alguna paja era todo lo que había en la cueva.

Ha insultado usted á un jefe dijo el suboficial ru¬ damente , y es indudable que lo fusilarán al amane¬ cer... Su única salvación consiste en que siga la fiesta y le olviden.

Como la puerta estaba rota, lo mismo que todas las del castillo, hizo colocar ante ella un montón de muebles y cajones.

Don Marcelo pasó el resto de la noche atormentado por el frío. Era lo único que le preocupaba en aquel momento. Había renunciado á la vida; hasta la imagen de los suyos se fué borrando de su memoria. Trabajó en la obscuridad para acomodarse sobre los dos cajones, buscando el calor de la paja. Cuando empezaba á soplar por el ventanillo la brisa del alba, cayó lentamente en un sueño pesado, un sueño embrutecedor, igual al de los condenados á muerte ó al que precede á una mañana de desafío. Le pareció oir gritos en alemán, trotes de caba¬ llos, un rumor lejano de redobles y silbidos semejante al que producían los batallones invasores con sus pifa-

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nos y sus tambores planos... Luego perdió por completo la sensación de lo que le rodeaba.

Al abrir otra vez sus ojos, un rayo de sol deslizándose por el ventanuco trazaba un cuadrilátero de oro en la pared, dando un regio esplendor á las telarañas colgan¬ tes. Alguien removía la barricada de la puerta. Una voz de mujer, tímida y angustiada, le llamó repetidas veces.

Señor, ¿está usted ahí?

Levantándose de un salto, quiso prestar ayuda á este trabajo exterior, y empujó la puerta vigorosamente. Pensó que los invasores se habían ido. No comprendía de otro modo que la esposa del conserje se atreviese á sacarle de su encierro.

Sí, se han marchado— dijo ella . No queda nadie en el castillo.

Al encontrar libre la salida vió don Marcelo á la po¬ bre mujer con los ojos enrojecidos, la faz huesosa, el pelo en desorden. La noche había gravitado sobre su exis¬ tencia con un peso de muchos años. Toda su energía se desvaneció de golpe al reconocer al dueño. «¡Señor... señor!», gimió convulsivamente. Y se arrojó en sus bra¬ zos derramando lágrimas.

Don Marcelo no deseaba saber nada: tenía miedo á la verdad. Sin embargo, preguntó por el conserje. Ahora que estaba despierto y libre, acarició la esperanza mo¬ mentánea de que todo lo visto por él en la noche ante¬ rior fuese una pesadilla. Tal vez vivía aún el pobre hombre...

Le mataron, señor... Lo asesinó aquel militar que parecía bueno... Y no dónde está su cuerpo: nadie ha querido decírmelo.

Tenía la sospecha de que el cadáver estaba en el foso. Las aguas verdes y tranquilas se habían cerrado miste¬ riosamente sobre esta ofrenda de la noche... Desnoy ers adivinó que otra desgracia preocupaba aún más á la madre, pero se mantuvo en púdico silencio. Pué ella la que habló, entre exclamaciones de dolor... Georgette estaba en el pabellón; había huido hoiTorizada del cas¬ tillo al marcharse los invasores. Estos la habían guar¬ dado en su poder hasta el último momento.

Señor, no la vea... Tiembla y llora al pensar que

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usted puede hablarle luego de lo ocurrido. Está loca; quiere morir. ¡Ay, mi hija!... ¿Y no habrá quien castigue á esos monstruos?...

Habían salido del subterráneo y atravesaron el puen¬ te. La mujer miró con fijeza las aguas verdes y unidas. El cadáver de un cisne fiotaba sobre ellas. Antes de partir, mientras ensillaban sus caballos, dos oficiales se habían entretenido cazando á tiros de revólver los habitantes de la laguna. Las plantas acuáticas tenían sangre; entre sus hojas flotaban unos bullones blancos y flácidos, como lienzos escapados de las manos de una lavandera.

Cambiaron don Marcelo y la mujer una mirada de lástima. Se compadecieron mutuamente al contemplar á la luz del sol su miseria y su envejecimiento.

Ella sintió renacer sus energías al pensar en la hija. El paso de aquellas gentes lo había destruido todo; no quedaba en el castillo otro alimento que unos pedazos de pan duro olvidados en la cocina. «Y hay que vivir, señor... Hay que vivir, aunque sólo sea para ver cómo los castiga Dios...» El viejo levantó los hombros con desaliento: ¿Dios?... Pero aquella mujer tenía razón: ha¬ bía que vivir.

Con la audacia de su primera juventud, cuando navegaba por los mares infinitos de tierra del Nuevo Mundo guiando tropas de reses, se lanzó fuera de su parque. Vió el valle, rubio y verde, sonriendo bajo el sol; los grupos de árboles; los cuadrados de tierra ama¬ rillenta con las barbas duras del rastrojo; los setos, en los que cantaban pájaros; todo el esplendor veraniego de una campiña cultivada y peinada durante quince siglos por docenas y docenas de generaciones. Y sin embargo, se consideró solo, á merced del destino, ex¬ puesto á perecer de hambre; más solo que cuando atra¬ vesaba las horrendas alturas de los Andes, las tortuosas cumbres de roca y nieve envueltas en un silencio mor¬ tal, interrumpido de tarde en tarde por el aleteo del cóndor. Nadie... Su vista no distinguió un solo punto movible: todo fijo, inmóvil, cristalizado, como si se con¬ trajese de pavor entre el trueno que seguía rodando en el horizonte.

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Se encaminó al pueblo, masa de paredones negros de la que emergían varias casuchas intactas y un campa¬ nario sin tejas, con la cruz torcida por el fuego. Nadie tampoco en sus calles sembradas de botellas, de made¬ ros chamuscados, de cascotes cubiertos de hollín. Los cadáveres habían desaparecido, pero un hedor nausea¬ bundo de grasa descompuesta, de carne quemada, pare¬ cía agarrarse á las fosas nasales. Lo atravesó todo, hasta llegar al sitio ocupado por la barricada de los dragones. Aún estaban las carretas á un lado del camino. Vió un montículo de tierra en el mismo lugar del fusilamiento. Dos pies y una mano asomaban á ras del suelo. Al aproximarse se desprendieron unos bultos negros de esta fosa poco profunda que dejaba al descubierto los cadáveres. Un tropel de alas duras batió el espacio, alejándose con g’raznidos de cólera.

Volvió sobre sus pasos. Gritaba ante las casas menos destrozadas, introducía su cabeza por puertas y venta¬ nas limpias de obstáculos ó con hojas de madera á me¬ dio consumir. ¿No había quedado nadie en Villeblan- che?... Columbró entre las ruinas algo que avanzaba á gatas, una especie de reptil, que se detenía en su arrastre con vacilaciones de miedo, pronto á retroceder para deslizarse en su madriguera. Súbitamente tran¬ quilizada, la bestia se irguió. Era un hombre, un viejo. Otras larvas humanas fueron surgiendo al conjuro de sus gritos, pobres seres que habían renunciado á la ver¬ ticalidad que denuncia desde lejos, y envidiaban á los organismos inferiores su deslizamiento por el polvo, su prontitud para escurrirse en las entrañas de la tierra. Eran mujeres y niños en su mayor parte, todos sucios, negros, con el cabello enmarañado, el ardor de los ape¬ titos bestiales en los ojos, el desaliento del animal débil en la mandíbula caída. Vivían ocultos en los escombros de sus casas. El miedo les había hecho olvidar el ham¬ bre; pero al verse libres de enemigos, reaparecían de golpe todas sus necesidades incubadas por las horas de angustia.

Desnoyers creyó estar rodeado de una tribu de in¬ dios famélicos y embrutecidos, igual á las que había visto en sus viajes de aventurero. Traía con él desde

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París una cantidad de piezas de oro, y sacó una mone¬ da, haciéndola brillar al sol. Necesitaba pan, necesitaba todo lo que fuese comestible: pagaría sin regatear.

La vista del oro provocó miradas de entusiasmo y codicia; pero esta impresión fué breve. Los ojos acabaron por contemplar con indiferencia el redondel amarillo. Don Marcelo se convenció de que el milagroso fetiche había perdido su poder. Todos entonaban un coro de desgracias y horrores con voz lenta y quejumbrosa, como si llorasen ante un féretro: «Señor, han muerto á mi ma¬ rido...» «Señor, mis hijos; me faltan dos hijos...» «Señor, se han llevado presos á todos los hombres; dicen que es para trabajar la tierra en Alemania...» «Señor, pan; mis pequeños se mueren de hambre.»

Una mujer lamentaba algo peor que la muerte: «¡Mi hija!... ¡Mi pobre hija!» Su mirada de odio y de locura denunciaba la tragedia secreta; sus alaridos y lágrimas hacían recordar á la otra madre que gritaba lo mismo en el castillo. En el fondo de alguna cueva estaba la víc¬ tima, rota de cansancio, sacudida por el delirio, viendo todavía la sucesión de asaltantes brutales con el rostro dilatado por un entusiasmo simiesco.

El grupo miserable tendía en círculo sus manos ha¬ cia aquel hombre cuya riqueza conocían todos. Las mujeres le enseñaban sus criaturas amarillentas, con los ojos velados por el hambre y una respiración apenas perceptible. «Pan... pan», imploraban, como si él pu¬ diese hacer un milagro. Entregó á una madre la mone¬ da que tenía entre los dedos. Luego dió otras piezas de oro. Las guardaban sin mirarlas y seguían su lamento: «Pan... pan.» ¡Y él había ido hasta allí para hacer la misma súplica!... Huyó, reconociendo la inutilidad de su esfuerzo.

Cuando regresaba, desesperado, á su propiedad, en¬ contró grandes automóviles y hombres á caballo que llenaban el camino formando larguísimo convoy. Se¬ guían la misma dirección que él. Al entrar en su parque, un grupo de alemanes estaba tendiendo los hilos de una línea telefónica. Acababan de recorrer las habitaciones en desorden y reían á carcajadas leyendo la inscrip¬ ción trazada por el capitán von Hartrott: «Se ruega no

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saquear...» Encontraban la farsa muy ingeniosa, muy germánica.

El convoy invadió el parque. Los automóviles y fur¬ gones llevaban una cruz roja. Un hospital de sangre iba á establecerse en el castillo. Los médicos, vestidos de verde y armados lo mismo que los oficiales, imitaban su altivez cortante, su repelente tiesura. Salían de los fur¬ gones centenares de camas plegadizas, alineándose en las diversas piezas; los muebles que aún quedaban fue¬ ron arrojados en montón al pie de los árboles. Grupos de soldados obedecían con prontitud mecánica las órdenes breves é imperiosas. Un perfume de botica, de drogas concentradas, se esparció por las habitaciones, mezclán¬ dose con el fuerte olor de los antisépticos que habían rociado las paredes para borrar los residuos de la orgía nocturna. Vió después mujeres vestidas de blanco, mu- cetonas de mirada azul y pelo de cáñamo. Tenían un aspecto grave, duro, austero, implacable. Empujaron re¬ petidas veces á Desnoy ers como si no le viesen. Parecían monjas, pero con revólver debajo del hábito.

A mediodía empezaron á llegar otros automóviles, atraídos por la enorme bandera blanca con una cruz roja que había empezado á ondear en lo alto del castillo. Ve¬ nían de la parte del Mame; su metal estaba abollado pc-A los proyectiles; sus vidrios tenían roturas en forma de estrella. Bajaban de su interior hombres y más hombres, unos por su pie, otros en camillas de lona; rostros páli¬ dos y rubicundos, perfiles aquilinos y achatados, cabe¬ zas rubias y cráneos envueltos eu turbantes blancos con manchas de sangre; bocas que reían con risa de bravata y bocas que gemían con los labios azulados; mandíbulas sostenidas por vendajes de momia; gigantes que no mos¬ traban destrozos aparentes y estaban en la agonía; cuer¬ pos informes rematados por una testa que hablaba y fu¬ maba; piernas con piltrafas colgantes que esparcían un líquido rojo entre los lienzos de la primera cura; brazos que pendían inertes como ramas secas; uniformes des¬ garrados en los que se notaba el trágico vacío de los miembros ausentes.

La avalancha de dolor se esparció por el castillo. A las pocas horas, todo él estaba ocupado; no había un lo-

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cho libre; las últimas camillas quedaron á la sombra de los árboles. Funcionaban los teléfonos incesantemente; los operadores, puestos de mandil, iban de un lado á otro, trabajando con rapidez; la vida humana era sometida á los procedimientos salvadores con rudeza y celeridad. Los que morían dejaban una cama libre á los otros que iban llegando. Desnoyers vió cestos que goteaban, llenos de carne informe: piltrafas, huesos rotos, miembros en¬ teros. Los portadores de estos residuos iban al fondo de su parque para enterrarlos en una plazoleta que era el lugar favorito de las lecturas de Chichi.

Soldados formando parejas llevaban objetos envuel¬ tos en sábanas que el dueño del castillo reconocía como suyas. Estos bultos eran cadáveres. El parque se con¬ vertía en cementerio. Ya no bastaba la plazoleta para contener los muertos y los residuos de las curas: nuevas fosas se iban abriendo en las inmediaciones. Los alema¬ nes armados de palas habían buscado auxiliares para su fúnebre trabajo. Una docena de campesinos prisioneros removían la tierra y ayudaban en la descarga de los muertos. Ahora los conducían en una carreta hasta el borde de la fosa, cayendo en ella como los escombros acarreados de una demolición. Don Marcelo sintió un placer monstruoso al considerar el número creciente de enemigos desaparecidos, pero á la vez lamentaba esta avalancha de intrusos que iba á fijarse para siempre en sus tierras.

Al anochecer, anonadado por tantas emociones, su¬ frió el tormento del hambre. Sólo había comido uno de los pedazos de pan encontrados en la cocina por la viuda del conserje. El resto lo había dejado para ella y su hija. Un tormento igual al del hambre representó para él la desesperación de Georgette. Al verle pretendía escapar, avergonzada.

¡Que no me vea el señor! gemía, ocultando el rostro.

Y el señor, siempre que entraba en el pabellón, evi¬ taba aproximarse á ella, como si su presencia le hiciese sentir más intensamente el recuerdo del ultraje.

En vano, aguijoneado por la necesidad, se dirigió á algunos médicos que hablaban francés. No le escucha-

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ron; y al insistir en sus peticiones, lo pusieron á distan- 1 cia con rudo manotón... ¡El no iba á perecer de hambre t en medio de sus propiedades! Aquellas gentes comían: I las duras enfermeras se habían instalado en su cocina... i Pero transcurrió el tiempo sin encontrar quien se apia- i dase de su persona, arrastrando su debilidad de un lado ¡ á otro, viejo con una vejez de miseria, sintiendo en todo su cuerpo la impresión de los golpes recibidos en la no- ^ che anterior. Conoció el tormento del hambre como no lo i había sufrido nunca en sus viajes por las llanuras desier- , tas, el hambre entre los hombres, en un país civilizado, llevando sobre su cuerpo un cinto lleno de oro, rodeado de tierras y edificios que eran suyos, pero de los que disponían otros que no se dignaban entenderle. ¡Y para ; llegar á esta situación al término de su vida había ama- sado millones y había vuelto á Europa!... ¡Ah, ironía de ; la suerte!... i

Vió á un sanitario que, con la espalda apoyada en un | tronco, iba á devorar un pan y un pedazo de embutido. | Sus ojos envidiosos examinaron á este hombre, grande, | cuadrado, de mandíbula fuerte cubierta por la florescen- | cia de una barba roja. Avanzó con muda invitación una ; moneda de oro entre sus dedos. Brillaron los ojos del 3 alemán al ver el oro; una sonrisa beatífica dilató su boca ' casi de oreja á oreja. j

la dijo comprendiendo la mímica.

Y le entregó sus comestibles, tomando la moneda.

Don Marcelo comenzó á tragar con avidez. Nunca había saboreado la sensualidad de la alimentación como ^ en aquel instante, en medio de su jardín convertido en cementerio, frente á su castillo saqueado, donde gemían y agonizaban centenares de seres. Un brazo gris pasó ante sus ojos. Era el alemán, que volvía con dos panes y un pedazo de carne arrebatados de la cocina. Eepitió su sonrisa: «¿laf...» Y luego de entregarle el viejo una segunda moneda de oro, pudo ofrecer estos alimentos á : las dos mujeres refugiadas en el pabellón. i

Durante la noche una noche de penoso desvelo cor¬ tado iDor visiones de horror creyó que se aproximaba el rugido de la artillería. Era una diferencia apenas perceptible; tal vez un efecto del silencio nocturno, que

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aumentaba la intensidad de los sonidos. Los automóviles seguían llegando del frente, soltaban su cargamento de carne destrozada y volvían á partir. Desnoy ers pensó que su castillo no era mas que uno de los muclios hospi¬ tales establecidos en una línea de más de cien kilóme- ! tros, y que al otro lado, detrás de los franceses, existían centros semejantes y en todos ellos reinaba igual acti¬ vidad, sucediéndose con aterradora frecuencia las re¬ mesas de hombres moribundos. Muchos no conseguían siquiera el consuelo de verse recogidos: aullaban en medio del campo, hundiendo en el polvo ó en el barro sus miembros sangrientos, expiraban revolcándose en sus propias entrañas... Y don Marcelo, que horas antes se consideraba el ser más infeliz de la creación, experi¬ mentó una alegría cruel al pensar en tantos miles de hombres vigorosos deshechos por ía muerte que podían envidiar su vejez sana, la tranquilidad con que estaba tendido en aquel lecho.

A la mañana siguiente, el sanitario le esperaba en el mismo sitio con una servilleta llena. ¡Barbudo servicial y bueno!... Le ofreció una moneda de oro.

Nein contestó estirando su boca con una sonrisa maliciosa.

Dos rodajas brillantes aparecieron en los dedos de don Marcelo. Otra sonrisa, «Nein»^ y un movimiento ne¬ gativo de cabeza. ¡Ah, ladrón! ¡Cómo abusaba de su ne¬ cesidad!... Y sólo cuando le hubo entregado cinco mone- nedas pudo adquirir el paquete de víveres.

Pronto notó en torno de su persona una conspiración sorda y astuta para apoderarse de su dinero. Un gigante con galones de sargento le puso una pala en la mano, empujándole rudamente. Se vió en el rincón de su par¬ que convertido en cementerio, junto á la carreta de los cadáveres; tuvo que remover la tierra propia confundido con aquellos prisioneros exasperados por la desgracia, que le trataban como un igual.

Volvió los ojos para no ver los cadáveres rígidos y grotescos que asomaban sobre su cabeza, al borde del hoyo, pronto á derramarse en el fondo de éste. El suelo exhalaba un hedor insufrible. Había empezado la des¬ composición de los cuerpos en las fosas inmediatas. La

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persistencia con que le acosaban sus guardianes y la sonrisa marrullera del sargento le hicieron adivinar el chantage. El sanitario de las barbas debía tener parte en todo esto. Soltó la pala, llevándose una mano al bolsillo con gesto de invitación. «Ja», dijo el sargento. Y luego de entregar unas monedas pudo alejarse y vagar libre¬ mente. Sabía lo que le esperaba: aquellos hombres iban á someterle á una explotación implacable, í' Transcurrió un día más, igual al anterior. En la ma¬ ñana del siguiente, sus sentidos, afinados por la inquie¬ tud, le hicieron adivinar algo extraordinario. Los auto¬ móviles llegaban y partían con mayor rapidez; se no¬ taba desorden y azoramiento en el personal. Sonaban los teléfonos con una precipitación loca; los heridos pa¬ recían más desalentados. El día anterior los había que cantaban al bajar de los vehículos, engañando su dolor con risas y bravatas. Hablaban de la victoria próxima, lamentando no presenciar la entrada en París. Ahora todos permanecían silenciosos, con gesto de enfurruña- miento, pensando en la propia suerte, sin preocuparse de lo que dejaban á su espalda.

Fuera del parque zumbó un ruido de muchedumbre. Negrearon los caminos. Empezaba otra vez la invasión, pero con movimiento de reflujo. Pasaron durante horas enteras rosarios de camiones grises entre los bufidos de sus motores fatigados. Luego, regimientos de infan¬ tería, escuadrones, baterías rodantes. Marchaban lenta¬ mente, con una lentitud que desconcertaba á Desnoy ers, no sabiendo si este retroceso era una fuga ó un cambio de posición. Lo único que le satisfacía era el gesto em¬ brutecido y triste de los soldados, el mutismo sombrío de los oficiales. Nadie gritaba; todos parecían haber olvidado el jNach París! El monstruo verdoso conser¬ vaba aún el armado testuz al otro lado del Mame, pero su cola empezaba á contraer los anillos con ondulacio¬ nes inquietas.

Después de cerrar la noche continuó el repliegue de las tropas. El cañoneo parecía aproximarse. Algunos truenos sonaban tan inmediatos, que hacían temblar los vidrios de las ventanas. Un campesino fugitivo se refu¬ gió en el parque y pudo dar noticias á don Marcelo. Los

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alemanes se retiraban. Algunas de sus baterías se ha¬ bían establecido en la orilla del Mame para intentar una nueva resistencia. Y el recién llegado se quedó, sin llamar la atención de los invasores, que días antes fusi¬ laban á la menor sospecha.

Se había perturbado visiblemente el funcionamiento mecánico de su disciplina. Médicos y enfermeros corrían de un lado á otro dando gritos, profiriendo juramentos cada vez que llegaba un nuevo automóvil. Ordenaban al conductor que siguiese adelante, hasta otro hospital situado á retaguardia. Habían recibido orden de eva¬ cuar el castillo aquella misma noche.

A pesar de la prohibición, uno de los carruajes se libró de su cargamento de heridos. Tal era el estado de éstos, que los médicos los aceptaron, juzgando inútil que continuasen su viaje. Quedaron en el jardín, tendidos en las mismas camillas de lona que ocupaban dentro del vehículo. A la luz de las linternas, Desnoyers reconoció á uno de los moribundos. Era el secretario de Su Exce¬ lencia, el profesor socialista que le había encerrado en la cueva.

Viendo al dueño del castillo, sonrió como si encon¬ trase á un compañero. Era el único rostro conocido entre todas aquellas gentes que hablaban su idioma. Estaba pálido, con las facciones enjutas y un velo impalpable sobre los ojos. No tenía heridas visibles, pero debajo del capote tendido sobre su vientre, las entrañas, deshechas en espantosa carnicería, exhalaban un hedor de cemen¬ terio. La presencia de Desnoyers le hizo adivinar adónde le habían llevado, y poco á poco coordinó sus recuerdos. Como si al viejo pudiera interesarle el paradero de sus camaradas, habló con voz tenue y trabajosa que á él le parecía sin duda natural... ¡Mala suerte la de su briga¬ da! Habían llegado al frente en un momento de apuro, para ser lanzados como tropa de refresco. Muerto el comandante Blumhardt en los primeros instantes: un proyectil de 75 se le había llevado la cabeza. Muertos casi todos los oficiales que se habían alojado en el cas¬ tillo. Su Excelencia tenía la mandíbula arrancada por un casco de obús. Lo había visto en el suelo rugiendo de dolor, sacándose del pecho un retrato que intentaba

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besar con su boca rota. El tenía el vientre destrozado por el mismo obús. Había estado cuarenta y dos horas en el campo sin que lo recogiesen...

Y con una avidez de universitario que quiere verlo todo y explicárselo todo, añadió en este momento supre¬ mo, con la tenacidad del que muere hablando:

Triste guerra, señor... Faltan elementos de juicio para decidir quién es el culpable... Cuando la guerra termine, habrá... habrá...

Cerró los ojos, desvanecido por su esfuerzo. Desno- yers se alejó. ¡Infeliz! Colocaba la hora de la justicia en la terminación de la guerra, y mientras tanto, era él quien terminaba, desapareciendo con todos sus escrúpu¬ los de razonador lento y disciplinado.

Esta noche no durmió. Temblaban las paredes del pabellón, se movían los vidrios con crujidos de fractu¬ ra, suspiraban inquietas las dos mujeres en la pieza in¬ mediata. Al estrépito de los disparos alemanes se unían otras explosiones más cercanas. Adivinó los estallidos de los proyectiles franceses que llegaban buscando á la artillería enemiga por encima del Mame.

Su entusiasmo empezaba á resucitar, la posibilidad de una victoria apuntó en su pensamiento. Pero estaba tan deprimido por su miserable situación, que inmedia¬ tamente desechó tal esperanza. Los suyos avanzaban, joero su avance no representaba tal vez mas que una ventaja local... ¡Era tan extensa la línea de batalla!... Iba á ocurrir lo que en 1870: el valor francés alcanzaría victorias parciales, modificadas á última hora por la es¬ trategia de los enemigos hasta convertirse en derrotas.

Después de media noche cesó el cañoneo, pero no por esto se restableció el silencio. Rodaban automóviles ante el pabellón entre gritos de mando. Debía ser el convoy sanitario que evacuaba el castillo. Luego, cerca del amanecer, un estrépito de caballos, de máquinas ro¬ dantes, pasó la verja, haciendo temblar el suelo. Media hora después sonó el trote humano de una multitud que marchaba aceleradamente, perdiéndose en las profundi¬ dades del parque.

Amanecía cuando saltó del lecho. Lo primero que vió al salir del pabellón fué la bandera de la Cruz Roja

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que seguía ondeando en lo alto del castillo. Ya no había camillas debajo de los árboles. En el puente encontró varios sanitarios y uno de los médicos. El hospital se había marchado con todos los heridos transportables. Sólo quedaban en el edificio, bajo la vigilancia de una sección, los más graves, los que no podían moverse. Las walkyrias de la sanidad habían desaparecido igual¬ mente.

El barbudo era de los que se habían quedado, y al ver de lejos á don Marcelo sonrió, desapareciendo inme¬ diatamente. A los pocos momentos reaparecía con las manos llenas. Nunca su presente había sido tan gene¬ roso. Presintió el viejo una gran exigencia, pero al lle¬ varse la mano al bolsillo, el sanitario le contuvo:

Nein... Nein.

¿Qué generosidad era aquella?... El alemán insistió en su negativa. La boca enorme se dilataba con una son¬ risa amable; sus manazas se posaron en los hombros de don Marcelo. Parecía un perro bueno, un perro humilde que acaricia á un transeúnte para que le lleve con él. «■Franzosen... Franzosen.» No sabía decir más, pero se adivinaba en sus palabras el deseo de hacer comprender que había sentido siempre gran simpatía por los fran¬ ceses. Algo importante estaba ocurriendo; el aire malhu¬ morado de los que permanecían en la puerta del casti¬ llo, la repentina obsequiosidad de este rústico con uni¬ forme, lo daban á entender.

Más allá del edificio vió soldados, muchos soldados. Un batallón de infantería se había esparcido á lo largo de las tapias, con sns furgones y sus caballos de tiro y de montar. Los soldados manejaban picos, abriendo aspi¬ lleras en la pared, cortando su borde en forma de alme¬ nas. Otros se arrodillaban ó sentaban junto á las abertu¬ ras, despojándose de la mochila para estar más desem¬ barazados. A lo lejos sonaba el cañón, y en el intervalo de sus detonaciones un chasquido de tralla, un burbujeo de aceite frito, un crujir de molino de café, el crepita- miento incesante de fusiles y ametralladoras. El fresco de la mañana cubría los hombres y las cosas de un brillo de humedad. Sobre los campos flotaban vedijas de niebla, dando á los objetos cercanos las líneas incier-

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tas de lo irreal. El sol era una mancha tenue al remon¬ tarse entre telones de bruma. Los árboles lloraban por todas las aristas de sus cortezas.

Un trueno rasgó el aire, próximo y ruidoso, como si estallase junto al castillo. Desnoyers vaciló, creyendo haber recibido un puñetazo en el pecho. Los demás hombres permanecieron impasibles, con la indiferencia de la costumbre. Un cañón acababa de disparar á pocos pasos de él... Sólo entonces se dió cuenta de que dos baterías se habían instalado en su parque. Las piezas estaban ocultas bajo cúpulas de ramaje; los artilleros derribaban árboles para enmascarar sus cañones con un disimulo perfecto. Vió cómo iban emplazando los últi¬ mos. Con palas formaban un borde de tierra de treinta centímetros alrededor de cada uno de ellos. Este borde defendía los pies de los sirvientes, que tenían el cuerpo resguardado por las mamparas blindadas de ambos lados de la pieza. Luego levantaban una cabaña de troncos y ramaje, dejando visible únicamente la boca del mortí¬ fero cilindro.

Don Marcelo se acostumbró poco á poco á los dispa¬ ros, que parecían crear el vacío dentro de su cráneo. Ke- chinaba los dientes, cerraba los puños á cada detona¬ ción, pero seguía inmóvil, sin deseo de marcharse, domi¬ nado por la violencia de las explosiones, admirando la serenidad de estos hombres que daban sus órdenes er¬ guidos y fríos ó se agitaban como humildes sirvientes alrededor de las bestias tronadoras.

Todas sus ideas parecían haber volado, arrancadas por el primer cañonazo. Su cerebro sólo vivía el mo¬ mento presente. Volvió los ojos con insistencia á la ban¬ dera blanca y roja que ondeaba sobre el ediíicio.

«Es una traición— pensó , una deslealtad.»

A lo lejos, del otro lado del Mame, tiraban igual¬ mente los cañones franceses. Se adivinaba su trabajo por las pequeñas nubes amarillentas que flotaban en el aire, por las columnas de humo que surgían en varios puntos del paisaje, allí donde había ocultas tropas ale¬ manas formando una línea que se perdía en el infinito. Una atmósfera de protección y respeto parecía envolver al castillo.

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Se disolvieron las brumas matinales; el sol mostró al fin su disco brillante y limpio, prolongando en el suelo las sombras de hombres y árboles con una longitud fan¬ tástica. Surgían de la niebla colinas y bosques, frescos y chorreantes después de la ablución matinal. El valle quedaba por entero al descubierto. Desnoy ers vió con sorpresa el río desde el lugar que ocupaba. El cañón había abierto durante la noche grandes ventanas en las arboledas que lo tenían oculto. Lo que más le asombró al contemplar este paisaje matinal, sonriente y pueril, fué no ver. á nadie, absolutamente á nadie. Tronaban cumbres y arboledas, sin que se mostrase una sola per¬ sona. Más de cien mil hombres debían estar agazapados en el espacio que abarcaban sus ojos, y ni uno era visi¬ ble. Los rugidos mortales de las armas, al estremecer el aire, no dejaban en él ninguna huella óptica. No había otro humo que el de la explosión, las espirales negras que elevaban los grandes proyectiles al estallar en el suelo. Estas columnas surgían de todos lados. Cercaban el castillo como una ronda de peonzas gigantescas y ne¬ gras, pero ninguna se salía del ordenado corro osando adelantarse hasta tocar el edificio. Don Marcelo seguía mirando la bandera. «Es una traición», repitió mental¬ mente. Pero al mismo tiempo la aceptaba por egoísmo, viendo en ella una defensa de su propiedad.

El batallón había terminado de instalarse á lo largo del muro, frente al río. Los soldados, arrodillados, apo¬ yaban sus fusiles en aspilleras y almenas. Se mostraban satisfechos de este descanso después de una noche de combate en retirada. Todos parecían dormidos con los ojos abiertos. Poco á poco se dejaban caer sobre los talo¬ nes ó buscaban el apoyo de la mochila. Sonaron ronqui¬ dos en los cortos espacios de silencio que dejaba la arti¬ llería. Los oficiales, de pie detrás de ellos, examinaban el paisaje con sus lentes de campaña ó hablaban forman¬ do grupos. Unos parecían desalentados, otros furiosos por el retroceso que venían realizando desde el día an¬ terior. Los más permanecían tranquilos, con la pasivi¬ dad de la obediencia. El frente de batalla era inmenso: ¿quién podía adivinar el final?... Allí se retiraban y en otros puntos los compañeros estarían avanzando con un

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movimiento decisivo. Hasta el último instante ningún soldado conoce la suerte de las batallas. Lo que les dolía á todos era verse cada vez más lejos de París.

Vió brillar don Marcelo un redondel de vidrio. Era un monóculo fijo en él con insistencia agresiva. Un te¬ niente flaco, de talle apretado, que conser vuiba el mismo aspecto de los oficiales que él había visto en Berlín, un verdadero estaba á pocos pasos, sable en mano,

detrás de sus hombres, como un pastor sombrío y co¬ lérico.

¿Qué hace usted aquí? dijo rudamente.

Explicó que era el dueño del castillo. «¿Francés?», siguió preguntando el teniente. «Sí, francés...» Quedó el oficial en hostil meditación, sintiendo la necesidad de hacer algo contra este enemigo. Los gestos y gritos de otros oficiales le arrancaron á sus reflexiones. Todos mi¬ raban á lo alto, y el viejo les imitó.

Desde una hora antes pasaban por el aire pavorosos rugidos envueltos en vapores amarillentos, jirones de nube que parecían llevar en su interior una rueda chi¬ rriando con frenético volteo. Eran los proyectiles de la artillería gruesa germánica, que tiraba á varios kilóme¬ tros, enviando sus disparos por encima del castillo. No podía ser esto lo que interesaba á los oficiales. Contrajo sus párpados para ver mejor, y al fin, junto al borde de una nube, distinguió una especie de mosquito que bri¬ llaba herido por el sol. En los breves intervalos de si¬ lencio se oía el zumbido, tenue y lejano, denunciador de su presencia. Los oficiales movieron la cabeza: «Fran- zosen.y> Desnoy ers creyó lo mismo. No podía imaginarse las dos cruces negras en el interior de sus alas. Vió con el pensamiento dos anillos tricolores, iguales á los re¬ dondeles que colorean los mantos volantes de las mari¬ posas.

Se explicaba la inquietud de los alemanes. El avión francés se había inmovilizado unos instantes sobre el castillo, no prestando atención á las burbujas blancas que estallaban debajo y en torno de él. En vano los cañones de las posiciones inmediatas le enviaban sus obuses. Viró con rapidez, alejándose hacia su punto de partida.

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«Debe haberlo visto todo pensó Desnoyers . Nos ha reparado: sabe lo que hay aquí.»

Adivinó que iba á cambiar rápidamente el curso de los sucesos. Todo lo que había ocurrido hasta entonces, en las primeras horas de la mañana, carecía de impor¬ tancia comparado con lo que vendría después. Sintió miedo, el miedo irresistible á lo desconocido, y al mismo tiempo curiosidad, angustia, la impaciencia ante un pe¬ ligro que amenaza y nunca acaba de llegar.

Una explosión estridente sonó fuera del parque, pero á corta distancia de la tapia: algo semejante á un ha¬ chazo gigantesco dado con un hacha enorme como su castillo. Volaron por el aire copas enteras de árboles, varios troncos partidos en dos, terrones negros con ca¬ belleras de hierbas, un chorro de polvo que obscureció el cielo. Algunas piedras rodaron del muro. Los alemanes se encogieron, pero sin emoción visible. Conocían esto; esperaban su llegada, como algo inevitable, después de haber visto el aeroplano. La bandera con la cruz roja ya no podía engañar á los artilleros enemigos.

Don Marcelo no tuvo tiempo para reponerse de su sorpresa: una segunda explosión más cerca de la ta¬ pia... una tercera en el interior del parque. Le pareció que había saltado de repente á otro mundo. Vió los hombres y las cosas á través de una atmósfera fantás¬ tica que rugía, destruyéndolo todo con la violencia cor¬ tante de sus ondulaciones. Había quedado inmóvil por el terror, y sin embargo no tenía miedo. El se había ima¬ ginado hasta entonces el miedo en distinta forma. Sen¬ tía en el estómago un vacío angustioso. Vaciló repetidas veces sobre sus pies, como si alguien le empujase dán¬ dole un golpe en el pecho para enderezarlo acto seguido con un nuevo golpe en la espalda. Un olor de ácidos se esparció en el ambiente, diñcultando la respiración, haciendo subir á los ojos el escozor de las lágrimas. En cambio, los ruidos cesaron de molestarle; no existían para él. Los adivinaba en el oleaje del aire, en las sacu¬ didas de las cosas, en el torbellino que encorvaba á los hombres, pero no repercutían en su interior. Había per¬ dido la facultad auditiva: toda la fuerza de sus sentidos se concentró en la mirada. Sus ojos parecieron adquirir

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múltiples facetas, como los de ciertos insectos. Vio lo que ocurría delante de su persona, á sus lados, detrás de él. Y presenció cosas maravillosas, instantáneas, como si todas las reglas de la vida acabasen de sufrir un trastorno caprichoso.

Un oficial que estaba á pocos pasos emprendió un vuelo inexplicable. Empezó á elevarse, sin perder su tiesura militar, con el casco en la cabeza, el entrecejo fruncido, el bigote rubio y corto, y más abajo el pecho color de mostaza, las manos enguantadas que sostenían unos gemelos y un papel. Pero aquí terminaba su indi¬ vidualidad. Las piernas grises con sus polainas habían quedado en el suelo, inánimes, como fundas vacías, ex¬ peliendo al deshincharse su rojo contenido. El tronco, en la violenta ascensión, se desfondaba como un cántaro, soltando su contenido de visceras. Más allá, unos arti¬ lleros que estaban derechos aparecían súbitamente ten¬ didos é inmóviles, embadurnados de púrpura.

La línea de infantería se aplastó en el suelo. Los hombres se contraían, para hacerse menos visibles, junto á las aspilleras por las que asomaban sus fusiles. Muchos se habían colocado la mochila sobre la cabeza ó la espalda para que les defendiese de los cascos de obús. Si se movían, era para amoldarse mejor en la tie¬ rra, buscando excavarla con su vientre. Varios de ellos habían cambiado de postura con una rapidez inexpli¬ cable. Ahora estaban tendidos de espaldas y parecían dormir. Uno tenía abierto el uniforme sobre el abdo¬ men, mostrando entre los desgarrones de la tela carnes sueltas, azules y rojas, que surgían y se hinchaban con burbujeos de expansión. Otro había quedado sin pier¬ nas. Vió también ojos agrandados por la sorpresa y el dolor, bocas redondas y negras que parecían agitar los labios con un aullido. Pero no gritaban: al menos él no oía sus gritos.

Había perdido la noción del tiempo. No sabía si lle¬ vaba en esta inmovilidad varias horas ó un minuto. Lo único que le molestaba era el temblor de las piernas, que se resistían á sostenerle... Algo cayó á sus espaldas. Llovían escombros. Al volver la cabeza vió su castillo transformado. Acababan de robarle medio torreón. Las

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pizarras se esparcían en menudos frag'inentos; los silla¬ res se desmoronaban; el cuadro de piedra de un venta¬ nal se mantenía suelto y en equilibrio como un bastidor. Los maderos viejos de la caperuza empezaron á arder como antorchas.

La vista de este cambio instantáneo de su propiedad le impresionó más que los estragos causados por la muer¬ te. Se dió cuenta del horror de las fuerzas ciegas é im¬ placables que rugían en torno de él. La vida concentra¬ da en sus ojos se esparció, descendiendo hasta sus pies...

Y echó á correr, sin saber adónde ir, sintiendo la misma necesidad de ocultarse que experimentaban aquellos hombres encadenados por la disciplina, obligados á aplastarse en el suelo, á envidiar la blanda invisibilidad de los reptiles.

Su instinto le empujaba hacia el pabellón, pero en mitad de la avenida le cortó el paso otra de las asombro¬ sas mutaciones. Una mano invisible acababa de arrancar de un revés la mitad de la techumbre. Todo un lienzo de pared se dobló, formando una cascada de ladrillos y polvo. Quedaron al descubierto las piezas interiores, lo mismo que una decoración de teatro: la cocina donde él había comido, el piso superior con el dormitorio, que aún conservaba deshecha su cama. ¡Pobres mujeres!...

Retrocedió, corriendo hacia el castillo. Se acordaba de la cueva donde había pasado encerrado una noche.

Y cuando se vió bajo su bóveda sombría la tuvo por el mejor de los salones, alabando la prudencia de sus cons¬ tructores.

El silencio subterráneo fué devolviéndole la sensibi¬ lidad auditiva. Escuchó como una tormenta amortigua¬ da por la distancia el cañoneo de los alemanes y el es¬ tallido de los proyectiles franceses. Vinieron á su me¬ moria los elogios que había prodigado al cañón de 75 sin conocerle mas que por referencias. Ya había presen¬ ciado sus efectos. «Tira demasiado bien», murmuró. En poco tiempo iba á destrozar su castillo; encontraba ex¬ cesiva tanta perfección... Pero no tardó en arrepentirse de estas lamentaciones de su egoísmo. Una idea tenaz como un remordimiento se había aferrado á su cerebro. Le pareció que todo lo que sufría era una expiación por

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V. BLASCO IBANEZ

la falta cometida en su Juventud. Había evitado el ser¬ vir á su patria, y ahora se encontraba envuelto en los horrores de la guerra, con la humildad de un ser pasivo é indefenso, sin las satisfacciones del soldado, que puede devolver los golpes. Iba á morir, estaba seguro de ello, con una muerte vergonzosa, sin gloria alguna, anóni¬ mamente. Los escombros de su propiedad le servirían de sepulcro. Y la certidumbre de la muerte en las tinie¬ blas, como un roedor que ve obstruidos los orificios de su madriguera, comenzó á hacerle intolerable este re¬ fugio.

Arriba continuaba la tempestad. Un trueno pareció estallar sobre su cabeza, y á continuación el estrépito de un derrumbamiento. Un nuevo proyectil había caído sobre el edificio. Oyó rugidos de agonía, gritos, carreras precipitadas en el techo. Tal vez el obús, con su furia ciega, había despedazado á muchos de los moribundos que ocupaban los salones.

Temió quedar enterrado en su refugio y subió á sal¬ tos la escalera de los subterráneos. Al pasar por el piso bajo vió el cielo á través de los techos rotos. De los bor¬ des pendían trozos de madera, pedazos bamboleantes de pavimento, muebles detenidos en mitad de su caída. Pisó cascotes al atravesar el hall, donde antes había alfombras; tropezó con hierros rotos y retorcidos, frag¬ mentos de camas llovidas de lo más alto del edificio; creyó distinguir miembros convulsos entre los montones de escombros; escuchó voces angustiosas que no podía comprender.

Salió corriendo, con la misma ansia de luz y de aire libre que empuja al náufrago á la cubierta desde las en¬ trañas del buque... Había transcurrido más tiempo del que él se imaginaba desde que se refugió en la obscuri¬ dad. El sol estaba muy alto. Vió en el jardín nuevos ca¬ dáveres en actitudes trágicas y grotescas. Los heridos gemían encorvados ó permanecían en el suelo, apoyada la espalda en un árbol, con un mutismo doloroso. Algu¬ nos habían abierto la mochila para sacar su bolsa de sanidad y atendían á la curación de los desgarrones de su carne. La infantería disparaba ahora sus fusiles in¬ cesantemente. El número de tiradores había aumentado.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 313

Nuevos grupos de soldados entraban en el parque: unos con su sargento al frente, otros seguidos por un oficial que llevaba el revólver apoyado en el pecho, como si con él guiase á los hombres. Era la infantería expulsada de sus posiciones junto al río, que venía á reforzar la segunda línea de defensa. Las ametralladoras unían su tac-tac de telar en movimiento al chasquido de la fu¬ silería.

Silbaba el espacio, rayado incesantemente por el abe¬ jorreo de un enjambre invisible. Millares de moscardo¬ nes pegajosos se movían en torno de Desnoyers sin que alcanzase á verlos. La^ cortezas de los árboles saltaban, empujadas por uñas ocultas; llovían hojas, se agitaban las ramas con balanceos contradictorios; partían las pie¬ dras del suelo, impelidas por un pie misterioso. Todos los objetos inanimados parecían adquirir una vida fan¬ tástica. Los cazos de cinc de los soldados, las piezas me¬ tálicas de su equipo, los cubos de la artillería, repique¬ teaban solos, como si recibiesen una granizada impal¬ pable. Vio un cañón acostado, con las ruedas rotas y en alto, entre muchos hombres que parecían dormir; vió soldados que se tendían y doblaban la cabeza sin un grito, sin una contracción, como si los dominase el sueño instantáneamente. Otros aullaban arrastrándose ó cami¬ naban con las manos en el vientre y las posaderas ro¬ zando el suelo.

El viejo experimentó una sensación aguda de calor. Un perfume punzante de drogas explosivas le hizo llorar y arañó su garganta. Al mismo tiempo tuvo frío: sintió su frente helada por un sudor glacial.

Tuvo que apartarse del puente. Varios soldados pa¬ saban con heridos para meterlos en el edificio, á pesar de que éste caía en ruinas. De pronto recibió una rociada líquida de cabeza á pies, como si se abriese la tierra dando paso á un torrente. Un obús había caído en el foso, levantando una enorme columna de agua, haciendo volar en fragmentos las carpas que dormían en el barro, rompiendo una parte de los bordes, con virtiendo en polvo la balaustrada blanca con sus jarrones de flores.

Se lanzó á correr con la ceguera del terror, viéndose de pronto ante un pequeño redondel de cristal que le

BU

V. BLASCO IBAÑEZ

examinaba fríamente. Era el junker, el oficial clel mo¬ nóculo. Volvía á caer en sus manos... Le señaló con el extremo de su revólver dos cubos que estaban á corta distancia. Debía llenarlos en la laguna y dar de beber á sus hombres, sofocados por el sol. El tono imperioso no admitía réplica, pero don Marcelo intentó resistirse. ¿El sirviendo de criado á los alemanes?... Su extrañeza fué corta. Recibió un golpe de la culata del revólver en medio del pecho y al mismo tiempo la otra mano del te¬ niente cayó cerrada sobre su rostro. El viejo se encorvó: quería llorar, quería perecer. Pero ni derramó lágrimas ni la vida se escapó de su cuerpo ante esta afrenta, como era su deseo... Se vió con los dos cubos en las manos llenándolos en el foso, yendo luego á lo largo de la fila de hombres, que abandonaban el fusil para sorber el líquido con una avidez de bestias jadeantes.

Ya no le causaba miedo la estridencia de los cuerpos invisibles. Su deseo era morir; sabía que forzosamente iba á morir. Eran demasiados sus sufrimientos: en el mundo no quedaba espacio para él. Tuvo que pasar ante brechas abiertas en el muro por el estallido de los obuses. Ningún obstáculo impedía su visión por estas roturas. Vallas y arboledas se habían modificado ó bo¬ rrado con el fnego de la artillería. Distinguió al pie de la cuesta que ocupaba su castillo varias columnas de 'ataque que habían pasado el Mame. Los asaltantes es¬ taban inmovilizados por el fuego nutrido de los alema¬ nes. Avanzaban á saltos, por compañías, tendiéndose después al abrigo de los repliegues del terreno para dejar pasar las ráfagas de muerte.

El viejo se sintió animado por una resolución deses¬ perada: ya que había de morir, que lo matase una bala francesa. Y avanzó erguido, con sus dos cubos, entre aquellos hombres acostados que disparaban. Luego, con súbito pavor, quedó inmóvil, hundiendo la cabeza en¬ tre los hombros, pensando que la bala que él recibiese representaba un peligro menos para el enemigo. Era mejor que lo matasen los alemanes... Y empezó á acari¬ ciar mentalmente la idea de recoger un arma de cual¬ quiera de los muertos, cayendo sobre SI junker que le había abofeteado.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 315

Estaba llenando por tercera vez los cubos y contem¬ plaba de espaldas al teniente, cuando ocurrió una cosa inverosímil, absurda, algo que le hizo recordar las fan¬ tásticas mutaciones del cinematógrafo. Desapareció de pronto la cabeza del oficial: dos surtidores de sangre saltaron de su cuello y el cuerpo se desplomó como un saco vacío. Al mismo tiempo un ciclón pasaba á lo largo de la pared, entre ésta y el edificio, derribando árboles, volcando cañones, llevándose las personas en remolino como si fuesen hojas secas. Adivinó que la muerte so¬ plaba en una nueva dirección. Hasta entonces había llegado de frente, por la parte del río, batiendo la línea enemiga parapetada en la muralla. Ahora, con la brus¬ quedad de un cambio atmosférico, venía del fondo del parque. Un movimiento hábil de los agresores, el uso de un camino apartado, tal vez un repliegue de la línea alemana, había permitido á los franceses colocar sus cañones en una nueva posición, batiendo de flanco á los ocupantes del castillo.

Fué una fortuna para don Marcelo el retardarse unos minutos al borde del foso, abrigado por la masa del edificio. La rociada de la batería oculta pasó á lo largo de la avenida, barriendo los vivos, destrozando por se¬ gunda vez á los muertos, matando los caballos, rom¬ piendo las ruedas de las piezas, haciendo volar un armón con llamaradas de volcán, en cuyo fondo rojo y azu¬ lado saltaban cuerpos negros. Vió centenares de hom¬ bres caídos; vió caballos que corrían pisándose las tri¬ pas. La siega de la muerte no había sido por gavillas: todo un campo quedaba liso con sólo un golpe de hoz. Y como si las baterías de enfrente adivinasen la catás¬ trofe, redoblaron por su parte el fuego, enviando una lluvia de obuses. Caían por todos lados. Más allá del castillo, en el fondo del parque, se abrían cráteres en la arboleda que vomitaban troncos enteros. Los proyec¬ tiles sacaban de sus fosas á los muertos enterrados la víspera.

Los que no habían caído siguieron tirando por las aberturas del muro. Luego se levantaron con precipita¬ ción. Unos armaban la bayoneta, pálidos, con los labios apretados y un brillo de locura en los ojos; otros volvían

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V. BLASCO IBAÑEZ

la espalda, corriendo hacia la salida del parque, sin prestar atención á los gritos de los oficiales y á los dis¬ paros de revólver que hacían contra los fugitivos.

Todo esto ocurrió con vertiginosa rapidez, como una escena de pesadilla. Al otro lado del muro sonaba un zumbido ascendente igual al de la marea. Oyó gritos, le pareció que unas voces roncas y discordantes cantaban lOi Mar selles a. Las ametralladoras funcionaban con velo¬ cidad, como máquinas de coser. El ataque iba á quedar inmovilizado de nuevo por esta resistencia furiosa. Los alemanes, locos de rabia, tiraban y tiraban. En una brecha aparecieron kepis rojos, piernas del mismo color intentando pasar sobre los escombros. Pero la visión se borró instantáneamente bajo la rociada de las ametra¬ lladoras. Los asaltantes debían caer á montones al otro lado de la pared.

Desnoyers no supo con certeza cómo se realizó la mutación. De pronto vió los pantalones rojos dentro del parque. Pasaban con un salto irresistible sobre el muro, se deslizaban por las brechas, venían del fondo de la ar¬ boleda por entradas invisibles. Eran soldados pequeños, cuadrados, sudorosos, con el capote desabrochado. Y re¬ vueltos con ellos, en el desorden de la carga, tiradores africanos con ojos de diablo y bocas espumeantes, zua¬ vos de amplios calzones, cazadores de uniforme azul.

Los oficiales alemanes querían morir. Con el sable en alto, después de haber agotado los tiros de sus revól¬ veres, avanzaban contra los asaltantes, seguidos de los soldados que aún les obedecían. Hubo un choque, una mezcolanza. Al viejo le pareció que el mundo había caído en profundo silencio. Los gritos de los combatientes, el encontrón de los cuerpos, la estridencia de las armas, no representaban nada después que los cañones habían en¬ mudecido. Vió hombres clavados por el vientre en el extremo de un fusil, mientras una punta enrojecida asomaba por sus riñones; culatas en alto ca^^endo como martillos; adversarios que se abrazaban rodando por el suelo, pretendiendo dominarse con patadas y mordiscos. Desaparecieron los pechos de color de mostaza; sólo vió espaldas de este color huyendo hacia la salida del par¬ que, filtrándose entre los árboles, cayendo en mitad

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS Sil

de su carrera alcanzadas por las balas. Muchos de los asaltantes deseaban perseguir á los fugitivos y no po¬ dían, ocupados en desprender con rudos tirones su ba¬ yoneta de un cuerpo que la sujetaba en sus espasmos agónicos.

Se encontró de pronto don Marcelo en medio de estos choques mortales, saltando como un niño, agitando las manos, profiriendo gritos. Luego volvió á despertar te¬ niendo entre sus brazos la cabeza polvorienta de un oficial joven que le miraba con asombro. Tal vez le creía un loco al recibir sus besos, al escuchar sus palabras incoherentes, al recibir en sus mejillas una lluvia de lágrimas. Siguió llorando cuando el oficial se despren¬ dió de él con rudo empujón... necesitaba desahogarse después de tantos días de angustia silenciosa: ¡Viva Francia!

Los suyos estaban ya en la entrada del parque. Co¬ rrían con la bayoneta por delante en seguimiento de los últimos restos del batallón alemán que escapaba hacia el pueblo. Un grupo de jinetes pasó por el camino. Eran dragones que llegaban para extremar la persecución. Pero sus caballos estaban fatigados; únicamente la fiebre de la victoria, que parecía transmitirse de los hombres á las bestias, sostenía su trote forzado y doloroso. Uno de estos jinetes se detuvo junto á la entrada del parque. El caballo devoró con avidez unos hierbajos, mientras el hombre permanecía encogido en la silla como si dur¬ miese. Desnoy ers lo tocó en una cadera, quiso desper¬ tarlo, é Inmediatamente rodó por el lado opuesto. Estaba muerto; las entrañas colgaban fuera de su abdomen. Así había avanzado sobre su corcel, trotando confun¬ dido con los demás.

Empezaron á caer en las inmediaciones enormes peon¬ zas de hierro y humo. La artillería alemana hacía fuego contra sus posiciones perdidas. Continuó el avance. Pa¬ saron batallones, escuadrones, baterías, con dirección al Norte, fatigados, sucios, cubiertos de polvo y barro, pero con un enardecimiento que galvanizaba sus fuer¬ zas casi agotadas. Los cañones franceses empezaron á tronar por la parte del pueblo.

Grupos de soldados exploraban el castillo y las arbo-

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V. BLASCO IBASeZ

ledas inmediatas. De las habitaciones en ruinas, de las profundidades de las cuevas, de los matorrales del par¬ que, de los establos y garages incendiados, iban sur¬ giendo hombres verdosos con la cabeza terminada en punta. Todos elevaban los brazos, exhibiendo las manos bien abiertas: «Kamarades... kamarades^ non kaput.» Temían, con la intranquilidad del remordimiento, que los matasen inmediatamente. Habían perdido de golpe toda su fiereza al verse lejos del oficial y libres de la disciplina. Algunos que sabían un poco de francés ha¬ blaban de su mujer y de sus hijos, para enternecer á los enemigos que les amenazaban con las bayonetas. Un alemán marchaba junto á Desnoy ers, pegándose á sus espaldas. Era el sanitario barbudo. Se golpeaba el pecho y luego le señalaba á él. «Franzosen... gran amigo de Franzosen.y> Y sonreía á su protector.

Permaneció en su castillo hasta la mañana siguiente. Vio la inesperada salida de Georgette y su madre de las profundidades del pabellón arruinado. Lloraban al con¬ templar los uniformes franceses.

Esto no podía seguir gritó la viuda . ¡Dios no muere!

Las dos empezaban á dudar de la realidad de los días anteriores.

Después de una mala noche pasada entre escombros, don Marcelo decidió marcharse. ¿Qué le quedaba que hacer en este castillo destrozado?... Le estorbaba la pre¬ sencia de tanto muerto. Eran cientos, eran miles. Los soldados y los campesinos iban enterrando los cadáveres á montones allí donde los encontraban. Fosas junto al edificio, en todas las avenidas del parque, en los arria¬ tes de los jardines, dentro de las dependencias. Hasta en el fondo de la laguna circular había muertos. ¿Cómo vivir á todas horas con esta vecindad trágica, compuesta en su mayor parte de enemigos?... ¡Adiós, castillo de Yilleblanche!

Emprendió el camino de París; se proponía llegar á él fuese como fuese. Encontró cadáveres por todas par¬ tes; pero estos no vestían el uniforme verdoso. Habían caído muchos de los suyos en la ofensiva salvadora. Muchos caerían aún en las últimas convulsiones de la

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS B19

batalla que continuaba á sus espaldas, agitando con un trueno incesante la línea del horizonte... Vió pantalones de grana que emergían de los rastrojos, suelas clavetea¬ das que brillaban en posición vertical junto al camino, cabezas lívidas, cuerpos amputados, vientres abiertos que dejaban escapar hígados enormes y azules, troncos separados, piernas sueltas. Y desprendiéndose de esta amalgama fúnebre, kepis rojos y obscuros, gorros orien¬ tales, cascos con melenas de crines, sables retorcidos, bayonetas rotas, fusiles, montones de cartuchos de ca¬ ñón. Los caballos muertos abullonaban la llanura con sus costillares hinchados. Vehículos de artillería con las maderas consumidas y el armazón de hierro retorcido revelaban el trágico momento de la voladura. Rectán¬ gulos de tierra apisonada marcaban el emplazamiento de las baterías enemigas antes de retirarse. Encontró cañones volcados con las ruedas rotas, armones de pro¬ yectiles convertidos en madejas retorcidas de barras de acero, conos de materia carbonizada que eran residuos de hombres y caballos quemados por los alemanes en la noche anterior á su retroceso.

A pesar de estas incineraciones bárbaras, los cadáve¬ res de una y otra parte eran infinitos, no tenían límite. Parecía que la tierra hubiese vomitado todos los cuerpos que llevaba recibidos desde los primeros tiempos de la humanidad. El sol, impasible, poblaba de puntos de luz, de fulgores amarillentos, los campos de muerte. Los pe¬ dazos de bayoneta, las chapas metálicas, las cápsulas de fusil, centelleaban como pedazos de espejo. La noche húmeda, la lluvia, el tiempo oxidador, no habían mo¬ dificado aún con su acción corrosiva estos residuos del combate, borrando su brillo. La carne empezaba á des¬ componerse. Un hedor de cementerio acompañaba al caminante, siendo cada vez más intenso así como avan¬ zaba hacia París. Cada media hora le hacía pasar á un nuevo círculo de podredumbre creciente, descender un peldaño en la descomposición animal. Al principio, los muertos eran del día anterior: estaban frescos. Los que encontró al otro lado del río llevaban dos días sobre el terreno; luego tres, luego cuatro. Bandas de cuervos se levantaban con perezoso aleteo al oir sus pasos; pero

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volvían á posarse en tierra, repletos pero no ahitos, ha¬ biendo perdido todo miedo al hombre.

De tarde en tarde encontraba grupos vivientes. Eran pelotones de caballería, gendarmes, zuavos, cazadores. Vivaqueaban en torno de las granjas arruinadas, ex¬ plorando el terreno para cazar á los fugitivos alemanes. Desnoy ers tenía que explicar su historia, mostrando el pasaporte que le había dado Lacour para hacer su viaje en el tren militar. Sólo así pudo seguir adelante. Estos soldados muchos de ellos heridos levemente estaban aún bajo la impresión de la victoria. Reían, contaban sus hazañas, los grandes peligros arrostrados en los días anteriores. «Los vamos á llevar á puntapiés hasta la frontera...» Su indignación renacía al mirar en torno de ellos. Los pueblos, las granjas, las casas aisladas, todo quemado. Como esqueletos de bestias prehistóricas, se destacaban sobre la llanura muchos armazones de acero retorcidos por el incendio. Las chimeneas de ladrillo de las fábricas estaban cortadas casi á ras de tierra ó mos¬ traban en sus cilindros varios orificios de obús limpios y redondos. Parecían flautas pastoriles clavadas en el suelo.

Junto á los pueblos en ruinas, las mujeres removían la tierra abriendo fosas. Este trabajo resultaba insigni¬ ficante. Se necesitaba un esfuerzo inmenso para hacer desaparecer tanto muerto. «Vamos á morir después de la victoria pensó don Marcelo . La peste va á cebarse en nosotros.»

El agua de los arroyos no se había librado de este contagio. La sed le hizo beber en una laguna, y al levan¬ tar la cabeza vió unas piernas verdes que emergían de la superficie líquida, hundiendo sus botas en el barro de la orilla. La cabeza de un alemán estaba en el fondo del charco.

Llevaba varias horas de marcha, cuando se detuvo, creyendo reconocer una casa en ruinas. Era la taberna donde había almorzado días antes, al dirigirse á su cas¬ tillo. Penetró entre los muros hollinados, y un enjam¬ bre de moscas pegajosas vino á zumbar en torno de su cara. Un hedor de grasa descompuesta por la muerte arañó su olfato. Una pierna que parecía de cartón cha-

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muscado asomaba entre los escombros. Creyó ver otra vez á la vieja con los nietos agarrados á sns faldas . «Señor, ¿por qué huyen las gentes? La guerra es asunto de soldados. Nosotros no hacemos mal á nadie, y nada debemos temer.»

Media hora después, al bajar una cuesta, tuvo el más inesperado de los encuentros. Vió un automóvil de alquiler, un automóvil de París, con su taxímetro en el pescante. El chófer se paseaba tranquilamente junto al vehículo, como si estuviese en su punto de parada.

No tardó en entablar conversación con este señor que se le aparecía roto y sucio como un vagabundo, con me¬ dia cara lívida por la huella de un golpe. Había traído á unos parisienses que deseaban ver el campo del com¬ bate. Eran de los que escriben en los periódicos; los aguardaba allí para regresar al anochecer.

Don Marcelo hundió la diestra en un bolsillo. Dos¬ cientos francos si le llevaba á París. El chófer protestó con la gravedad de un hombre fiel á sus compromisos... «Quinientos.» Y mostró un puñado de monedas de oro. El otro, por toda respuesta, dió una vuelta á la manivela del motor, que empezó á roncar. Todos los días no se daba una batalla en las inmediaciones de París. Sus clientes podían esperarle.

Y Desnoy ers, dentro del vehículo, vió pasar por las portezuelas este campo de horrores en huida vertiginosa para disolverse á sus espaldas. Podaba hacia la vida humana... volvía á la civilización.

Al entrar en París, las calles solitarias le parecieron llenas de gentío. Nunca había encontrado tan hermosa la ciudad. Vió la Opera, vió la plaza de la Concordia, se imaginó estar soñando al- apreciar el enorme salto que había dado en una hora. Comparó lo que le rodeaba con las imágenes de poco antes, con aquella llanura de muerte que se extendía á unos cuantos kilómetros de distancia. No, no era posible. Uno de los dos términos de este contraste debía ser forzosamente falso.

Se detuvo el automóvil: había llegado á la avenida Víctor Hugo... Creyó seguir soñando. ¿Pealrnente estaba en su casa?...

El majestuoso portero le saludó asombrado, no pu-

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diendo explicarse su aspecto de miseria. ¡Ah, señor!... ¿De dónde venía el señor?

Del infierno murmuró don Marcelo.

Su extrañeza continuó al verse dentro de su vivien¬ da recorriendo las habitaciones. Volvía á ser alguien. La vista de sus riquezas, el ^oce de sus comodidades, le devolvieron la noción de su dignidad. Al mismo tien^po f'ué resucitando en su memoria el recuerdo de todas las humillaciones y ultrajes que había sufrido. ¡Ah, ca¬ nallas!...

Dos días después sonó por la mañana el timbre de su puerta. ¡Una visita!

Avanzó hacia él un soldado, un pequeño soldado de infantería de línea, tímido, con el kepis en la diestra, balbuceando excusas en español.

He sabido que estaba usted aquí... Vengo á...

¿Esta voz?... Don Marcelo tiró de él en el obscuro re¬ cibimiento, llevándole hacia un balcón... ¡Qué hermoso le veía!... El kepis era de un rojo obscurecido por la mu¬ gre; el capote, demasiado ancho, estaba rapado y reco¬ sido; los zapatones exhalaban un hedor de cuero. Nunca había contemplado á su hijo tan elegante y apuesto como lo estaba ahora con estos residuos de almacén.

¡Tú!... ¡tú!...

El padre le abrazó convulsivamente, gimiendo como un niño, sintiendo que sus pies se negaban á sostenerle.

Siempre había esperado que acabarían por enten¬ derse. Tenía su sangre: era bueno, sin otro defecto que cierta testarudez. Le excusaba ahora por todo lo pasado, atribuyéndose á mismo gran parte de culpa. Había sido demasiado duro.

¡Tú soldado! repitió . ¡Tú defendiendo á mi país, que no es el tuyo!...

Y volvía á besarle, retrocediendo luego unos pasos para apreciar mejor su aspecto. Decididamente, le en¬ contraba más hermoso en su grotesco uniforme que cuando era célebre por sus elegancias de danzarín amado de las mujeres.

Acabó por dominar su emoción. Sus ojos llenos de lágrimas brillaron con maligno fulgor. Un gesto de odio crispaba su rostro.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 323

Ve dijo simplemente . no sabes lo que es esta guerra; yo vengo de ella, la he visto de cerca. No es una guerra como las otras, con enemigos leales: es una cacería de fieras... Tira sin escrúpulo contra el montón. Por cada uno que tumbes, libras á la humanidad de un peligro.

Se detuvo unos instantes, como si dudase, y añadió al fin con trágica calma:

Tal vez encuentres frente á ti rostros conocidos. La familia no se forma siempre á nuestro gusto. Hombres de tu sangre están al otro lado. Si ves á alguno de ellos... no vaciles, ¡tira! es tu enemigo. ¡Mátalo!... ¡mátalo!

TERCERA PARTE

I

DESPUÉS DEL MARNE

A fines de Octubre, la familia Desnoy ers volvió á París. Doña Luisa no podía vivir en Biarritz, lejos de su marido. En vano «la romántica» le hablaba de los peligros del regreso. El gobierno todavía estaba en Bur¬ deos, el presidente de la Eepública y los ministros sólo hacían rápidas apariciones en la capital. Podía cambiar de un momento á otro el curso de la guerra; lo del Mame sólo representaba un alivio momentáneo... Pero la buena señora se mantuvo insensible á estas sugestiones luego de haber leído las cartas de don Marcelo. Además, pen¬ saba en su hijo, su Julio, que era soldado... Creyó que regresando á París estaría más en contacto con él que en esta playa vecina á la frontera española.

Chichi también quiso volver. René ocupaba mucho lugar en su pensamiento. La ausencia había servido para que se enterase de que estaba enamorada. ¡Tanto tiempo sin ver al «soldadito de azúcar»!... Y la familia abandonó su vida de hotel para regresar á la avenida Víctor Hugo.

París iba modificando su aspecto después de la sa¬ cudida de á principios de Septiembre. Los dos millones escasos de habitantes que permanecieron quietos en sus

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 325

casas, sin dejarse arrastrar por el pánico, habían aco¬ gido con grave serenidad la victoria. Ninguno se expli¬ caba con exactitud el curso de la batalla: vinieron á conocerla cuando ya había terminado.

Un domingo de Septiembre, á la hora en que pasea¬ ban los parisienses aprovechando el hermoso atardecer, supieron por los periódicos el gran triunfo de los aliados y el peligro que habían corrido. La gente se alegró, pero sin abandonar su actitud calmosa. Seis semanas de gue¬ rra habían cambiado el carácter de París, bullanguero é impresionable.

Fué la victoria devolviendo lentamente á la capital su antiguo aspecto. Una calle desierta semanas antes se poblaba de transeúntes. Iban abriéndose las tiendas. Los vecinos, acostumbrados en sus casas á un silencio conventual, volvían á escuchar ruidos de instalación en el techo y debajo de sus pies.

La alegría de don Marcelo al ver llegar á los suyos fué obscurecida por la presencia de doña Elena. Era Ale¬ mania que volvía á su encuentro, el enemigo otra vez en su domicilio. ¿Cuándo podría libertarse de esta esclavi¬ tud?... Ella callaba en presencia de su cuñado. Los suce¬ sos recientes parecían desorientarla. Su rostro tenía una expresión de extrañeza, como si contemj)lase en pleno trastorno las leyes físicas más elementales. Le era impo¬ sible comprender en sus reflexivos silencios cómo los ale¬ manes no habían conquistado aquel suelo que ella pisa¬ ba; y para explicarse este fracaso admitía las más absur¬ das suposiciones.

Una preocupación particular aumentaba su tristeza. Sus hijos... ¡qué sería de sus hijos! Don Marcelo no le habló nunca de su entrevista con el capitán von Har- trott. Callaba su viaje á Villeblanche; no quería contar sus aventuras durante la batalla del Mame. ¿Para qué entristecer á los suyos con tales miserias?... Se había limitado á anunciar á doña Luisa, alarmada por la suerte de su castillo, que en muchos años no podrían ir á él, por haber quedado inhabitable. Una caperuza de planchas de cinc sustituía ahora á la antigua techum¬ bre, para evitar que las lluvias rematasen la destrucción interna. Más adelante, después de la paz, pensarían en

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su renovación. Por ahora tenía demasiados habitantes... Y todas las señoras, incluso doña Elena, se estremecían al imaginarse los miles de cadáveres formando un cír¬ culo en torno del edificio, ocultos en el suelo. Esta visión hacía gemir de nuevo á la señora von Hartrott: «¡Ay, mis hijos!»

Su cuñado, por humanidad, la había tranquilizado sobre la suerte de uno de ellos, el capitán Otto. Estaba en perfecta salud al iniciarse la batalla. Lo sabía por un amigo que había conversado con él . . . Y no quiso decir más.

Doña Luisa pasaba una parte del día en las iglesias, adormeciendo sus inquietudes con el rezo. Estas oracio¬ nes ya no eran vagas y generosas por la suerte de mi¬ llones de hombres desconocidos, por la victoria de todo un pueblo. Las concretaba con material egoísmo en una sola persona, su hijo, que era soldado como los otros y tal vez en aquellos momentos se veía en peligro. ¡Las lágrimas que le costaba!... Había suplicado que él y su padre se entendiesen, y cuando al fin Dios quería favo¬ recerla con un milagro, Julio se alejaba al encuentro de la muerte.

Sus plegarias nunca iban solas. Alguien rezaba junto á ella en la iglesia formulando idénticas peticiones. Los ojos lacrimosos de su hermana se elevaban al mismo tiempo que los suyos hacia el cadáver crucificado. «¡Se¬ ñor, salva á mi hijo!...» Doña Luisa, al decir esto, veía á Julio tal como se lo había mostrado su esposo en una fotografía pálida recibida de las trincheras, con kepis y capote, las piernas oprimidas por unas bandas de paño, un fusil en la diestra y el rostro ensombrecido por una barba naciente. «¡Señor, protégenos!...» Y doña Elena contemplaba á su vez un grupo de oficiales con casco y uniforme verde reseda partido por las manchas de cuero del revólver, los gemelos, el portamantas y el cin¬ turón, del que pendía el sable.

Al verlas salir juntas hacia Saint-Honoré d’Eylau, don Marcelo se indignaba algunas veces.

Están jugando con Dios... Esto no es serio. ¿Cómo puede atender unas oraciones tan contrarias?... ¡Ah, las mujeres!

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 327

Y con la superstición que despierta el peligro, creía que su cuñada causaba un grave mal á su hijo. La divi¬ nidad, fatigada de tanto rezo contradictorio, iba á vol¬ verse de espaldas para no oir á unos ni á otros. ¿Por qué no se marchaba esta mujer fatal?...

Lo mismo que al principio de las hostilidades, volvió á sentir el tormento de su presencia. Doña Luisa repetía inconscientemente las afirmaciones de su hermana, so¬ metiéndolas al criterio superior del esposo. Así pudo enterarse don Marcelo de que la victoria del Mame no había existido nunca en la realidad: era una invención de los aliados. Los generales alemanes habían creído prudente retroceder, por sus altas previsiones estratégi¬ cas, dejando para más adelante la conquista de París, y los franceses no habían hecho mas que ir detrás de sus pasos, ya que les dejaban el terreno libre. Esto era todo. Ella conocía las opiniones de algunos militares de países neutros: había hablado en Biarritz con personas de gran competencia; sabía lo que decían los periódicos de Ale¬ mania. Nadie creía allá en lo del Mame. El público ni siquiera conocía esta batalla.

¿Tu hermana dice eso? interrumpía Desnoy ers, pᬠlido por la sorpresa y la cólera.

Sólo se le ocurría desear una transformación com¬ pleta de aquel enemigo albergado bajo su techo. ¡Ay! ¿Por qué no se convertía en hombre? ¿por qué no venía á ocupar su sitio, aunque sólo fuese por media hora, el fantasmón de su esposo?...

Pero la guerra sigue insistía ingenuamente doña Luisa . Los enemigos aún están en Francia... ¿De qué ha servido lo del Mame?

Aceptaba las explicaciones moviendo la cabeza con gesto de inteligencia, comprendiéndolo todo inmediata¬ mente, para olvidarlo en seguida y repetir una hora des¬ pués las mismas dudas.

Sin embargo, empezó á mostrar una sorda hostilidad contra su hermana. Había tolerado hasta entonces sus entusiasmos en favor de la patria del marido, porque consideraba más importantes los vínculos de familia que las rivalidades de nación. Por el hecho de que Desnoyers fuese francés y Karl alemán, ella no iba á pelear con

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V. BLASCO IBAÑEZ

Elena. Pero de pronto se desvaneció este sentimiento de tolerancia. Su hijo estaba en peligro... ¡Que murie¬ sen todos los Hartrott antes de que Julio recibiese la herida más insignifícante!... Participó de los sentimien¬ tos belicosos de su hija, reconociendo en ella un gran talento para apreciar los sucesos. Deseaba ver trans¬ portadas á la realidad todas las puñaladas fantásticas de Chichi.

Afortunadamente, «la romántica» se fué antes de que se exteriorizase esta antipatía. Pasaba las tardes fuera de la casa. Luego, al regresar, iba repitiendo opiniones y noticias de amigos suyos desconocidos de la familia.

Don Marcelo se indignaba contra los espías que aún vivían ocultos en París. ¿Qué mundo misterioso frecuen¬ taba su cuñada?...

De pronto anunció que se marchaba á la mañana siguiente; tenía un pasaporte para Suiza, y de allí se dirigiría á Alemania. Ya era hora de volver al lado de los suyos; agradecía mucho las bondades de la familia... Y Desnoyers la despidió con irónica agresividad. Salu¬ dos á von Hartrott: deseaba cuanto antes hacerle una visita en Berlín.

Una mañana, doña Luisa, en vez de entrar en la igle¬ sia de la plaza Víctor Hugo, siguió adelante hasta la rm de la Pompe, halagada por la idea de ver el estudio. Le pareció que con esto iba á ponerse en contacto con su hijo. Era un placer nuevo, más intenso que contemplar su fotografía ó leer su última carta.

Esperaba encontrar á Argensola, el amigo de los buenos consejos. Sabía que continuaba viviendo en el estudio. Dos veces había ido á verla por la escalera de servicio, como en otros tiempos, pero ella estaba au¬ sente.

Al subir en el ascensor, palpitó su corazón con una celeridad de placer y de angustia. Se le ocurrió á la buena señora, con cierto rubor, que algo semejante de¬ bían sentir las «mujeres locas» cuando faltaban por pri¬ mera vez á sus deberes.

Sus lágrimas surgieron con toda libertad al verse en aquella habitación cuyos muebles y cuadros le recorda¬ ban al ausente.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 329

Argensola corrió desde la puerta al fondo de la pieza, agitado, confuso, saludándola con frases de bienvenida y removiendo al mismo tiempo objetos. Un abrigo de mujer caído en un diván quedó borrado por una tela oriental; un sombrero con flores fué volando de un ma¬ notazo á ocultarse en un rincón. Doña Luisa creyó ver en el hueco de un cortinaje una camisa femenil que huía, transparentando rosadas desnudeces. Sobre la es¬ tufa, dos tazones y residuos de tostadas denunciaban un desayuno doble. ¡Estos pintores!... ¡Lo mismo que su hijo! Y se enterneció al pensar en la mala vida del consejero de Julio.

Mi respetable doña Luisa... Querida Madame Des¬ noy ers...

Hablaba en francés y á gritos, mirando á la puerta por donde había desaparecido el aleteo blanco y rosado. Temblaba al pensar que la compañera oculta incurriese en celosos errores, comprometiéndole con una extempo¬ ránea aparición.

Luego hablaron del soldado. Los dos se comunicaban sus noticias. Doña Luisa casi repitió textualmente los párrafos de sus cartas, tantas veces releídas. Argensola se abstuvo con modestia de enseñar los textos de las suyas. Los dos amigos empleaban un estilo epistolar que hubiese ruborizado á la buena señora.

Un valiente afirmó con orgullo, considerando como propios los actos de su compañero , un verdadero héroe: y yo, Madame Desnoyers, entiendo algo de esto... Sus jefes saben apreciarle...

Julio era sargento á los dos meses de estar en cam¬ paña. El capitán de su compañía y otros oficiales del regimiento pertenecían al Círculo de esgrima donde él había obtenido tantos triunfos.

¡Qué carrera! continuó . Es de los que llegan jó¬ venes á los grados más altos, como los generales de la Revolución... ¡Y qué de hazañas!

El militar sólo había mencionado ligeramente en sus cartas algunos de sus actos, con la indiferencia del que vive acostumbrado al peligro y aprecia en sus camara¬ das un arrojo igual. Pero el bohemio los exageró, ensal¬ zándolos como si fuesen los hechos más culminantes de

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V. BLASCO IBAÑEZ

la guerra. Había llevado una orden á través de un fuego infernal, después de haber caído muertos tres mensa¬ jeros sin poder cumplir el mismo encargo. Había saltado el primero al atacar muchas trincheras y salvado á ba¬ yonetazos, en choques cuerpo á cuerpo, á numerosos camaradas. Cuando sus jefes necesitaban un hombre de confianza, decían invariablemente: «Que llamen al sar¬ gento Desnoy ers.»

Lo afirmó como si lo hubiese presenciado, como si acabase de llegar de la guerra; y doña Luisa temblaba, derramando lágrimas de alegría y de miedo al pensar en las glorias y peligros de su hijo. Aquel Argensola tenía el don de conmoverla, por la vehemencia con que relataba las cosas.

Creyó que debía agradecer tanto entusiasmo mos¬ trando algún interés por la persona del panegirista.. ¿Qué había hecho él en los últimos tiempos?...

Yo, señora, he estado donde debía estar. No me he movido de aquí. He presenciado el «sitio» de París.

En vano su razón protestaba de la inexactitud de esta palabra. Bajo la infiuencia de sus lecturas sobre la guerra de 1870, llamaba «sitio» á las operaciones des¬ arrolladas junto á París durante el curso de la batalla del Mame.

Modestamente señaló un diploma con marco de oro que figuraba sobre el piano, teniendo como fondo una bandera tricolor. Era un papel que se vendía en las ca¬ lles; un certificado de permanencia en la capital durante la semana del peligro. Había llenado los blancos con sus nombres y cualidades, y al pie figuraban las firmas de dos habitantes de la rué de la Pompe: un tabernero y un amigo de la portera. El comisario de policía del distrito garantizaba con rúbrica y sello la responsabilidad de estos honorables testigos. Nadie pondría en duda, des¬ pués de tal precaución, si había presenciado ó no el «sitio» de París. ¡Tenía amigos tan incrédulos!...

Para conmover á la buena señora, hizo memoria de sus impresiones. Había visto en pleno día un rebaño de ovejas en el bulevar, junto á la verja de la Magdalena. Sus pasos habían despertado en muchas calles el eco sonoro de las ciudades muertas. El era el único tran-

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 331

seunte; en las aceras vagaban perros y gatos abando¬ nados.

Sus recuerdos militares le enardecían como soplos de gloria.

Yo he visto el paso de los marroquíes... He visto los zuavos en automóvil.

La misma noche que Julio había salido para Bur¬ deos, él vagó hasta el amanecer, siguiendo una línea de avenidas á través de medio París, desde el león de Bel- fort á la estación del Este. Veintisiete mil hombres con todo su material de campaña, procedentes de Marrue¬ cos, habían desembarcado en Marsella y llegado á la ca¬ pital, realizando una parte del viaje en ferrocarril y otra á pie. Acudían para intervenir en la gran batalla que se estaba iniciando. Eran tropas compuestas de europeos y africanos. La vanguardia, al entrar por la puerta de Orleáns, emprendió el paso gimnástico, atravesando así medio París, hasta la estación del Este, donde espera¬ ban los trenes.

El vecindario vió escuadrones de spahis, de teatra¬ les uniformes, montados en sus caballitos nerviosos y ligeros; tiradores marroquíes con turbantes amarillos; tiradores senegaleses de cara negra y gorro rojo; artille¬ ros coloniales; cazadores de Africa. Eran combatientes de profesión, soldados que en tiempos de paz vivían pe¬ leando en las colonias, perfiles enérgicos, rostros bron¬ ceados, ojos de presa. El largo desfile se inmovilizaba en las calles durante horas enteras para dar tiempo á que se acomodasen en los trenes las fuerzas que iban delan¬ te... Y Argensola había seguido esta masa armada é in¬ móvil desde los bulevares á la puerta de Orleáns, ha¬ blando con los oficiales, escuchando los gritos ingenuos de los guerreros africanos, que nunca habían visto Pa¬ rís y lo atravesaban sin curiosidad, preguntando dónde estaba el enemigo.

Llegaron á tiempo para atacar á von Kluck en las orillas del Ourcq, obligándole á retroceder, so pena de verse envuelto.

Lo que no contaba Argensola era que su excursión nocturna á lo largo de este cuerpo de ejército la había hecho acompañado de la amable persona que estaba

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V. BLASCO IBANEZ

dentro y dos amigas más, grupo entusiasta y generoso que repartía flores y besos á los soldados bronceados, riendo del asombro con que les mostraban sus blancos dientes.

Otro día, había visto el más extraordinario de los espectáculos de la guerra. Todos los automóviles de al¬ quiler, unos dos mil vehículos, cargando batallones de zuavos, á ocho hombres por carruaje, y saliendo á toda velocidad, erizados de fusiles y gorros rojos. Formaban en los bulevares un cortejo pintoresco: una especie de boda interminable. Y los soldados descendían de los automóviles en el mismo margen de la batalla, hacien¬ do fuego así que saltaban del estribo. Todos los hom¬ bres que sabían manejar el fusil los había lanzado Gal- lieni contra la extrema derecha del enemigo en el mo¬ mento supremo, cuando la victoria era aún incierta y el peso más insignificante podía decidirla. Escribientes de las oficinas militares, ordenanzas, individuos de la policía, gendarmes, todos habían marchado para dar el último empujón, formando una masa de heterogéneos colores.

Y el domingo por la tarde, cuando con sus tres com¬ pañeras de «sitio» tomaba el sol en el Bosque de Bolonia entre millares de parisienses, se enteró por los extraor¬ dinarios de los periódicos que el combate que se había desarrollado junto á la ciudad y se iba alejando era una gran batalla, una victoria.

He visto mucho, Madame Desnoyers... Puedo con¬ tar grandes cosas.

Y ella aprobaba: que había visto Argensola... Al marcharse le ofreció su apoyo. Era el amigo de su hijo y estaba acostumbrada á sus peticiones. Los tiempos habían cambiado; don Marcelo era ahora de una gene¬ rosidad sin límites... Pero el bohemio la interrumpió con un gesto señorial: vivía en la abundancia. Julio lo había nombrado su administrador. El giro de América había sido reconocido por el Banco como una cantidad en depósito, y podían disponer de un tanto por ciento, con arreglo á los decretos sobre la moratoria. Su amigo le enviaba un cheque siempre que neaesitaba dinero para el sostenimiento de la casa. Nunca se había visto

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 333

en lina situación tan desahogada. La guerra tiene ig’ual- mente sus cosas buenas... Pero con el deseo de que no se perdiesen las buenas costumbres, anunció que subiría una vez más por la escalera de servicio para llevarse un cesto de botellas...

Después de la marcha de su hermana, doña Luisa iba sola á la iglesia, hasta que de pronto se vió con una compañera inesperada.

Mamá, voy con usted...

Era Chichi, que parecía sentir una devoción ardiente.

Ya no animaba la casa con su alegría ruidosa y va¬ ronil; ya no amenazaba á los enemigos con puñaladas imaginarias. Estaba pálida, triste, con los ojos aureola¬ dos de azul. Inclinaba la cabeza como si gravitase al otro lado de su frente un bloque de pensamientos gra¬ ves, completamente nuevos.

Doña Luisa la observaba en la iglesia con celoso despecho. Tenía los ojos húmedos, lo mismo que ella; oraba con fervor, lo mismo que ella... pero no era segu¬ ramente por su hermano. Julio había pasado á segundo término en sus recuerdos. Otro hombre en peligro lle¬ naba su pensamiento.

El último de los Lacour ya no era simple soldado ni estaba en París.

Al llegar de Biarritz, Chichi había escuchado con ansiedad las hazañas de su «soldadito de azúcar». Quiso conocer, palpitante de emoción, todos los peligros á que se había visto sometido, y el joven guerrero del «servi¬ cio auxiliar» le habló de sus inquietudes en la oñcina durante los días interminables en que peleaban las tro¬ pas cerca de París, oyéndose desde las afueras el tronar de la artillería. Su padre había querido llevarlo á Bur¬ deos, pero el desorden administrativo de última hora le mantuvo en la capital.

Algo más había hecho. El día del gran esfuerzo, cuando el gobernador de la plaza lanzó en automóviles á todos los hombres válidos, había tomado un fusil, sin que nadie le llamase, ocupando un vehículo con otros de su oñcina. No había visto mas que humo, casas in¬ cendiadas, muertos y heridos. Ni un solo alemán pasó ante sus ojos, exceptuando á un grupo de huíanos pri-

334 V. BLASCO IBAÑEZ

sioneros. Había estado varias horas tendido al borde de un camino disparando... Y nada más.

Por el momento, resultaba bastante para Chichi. Se sintió orgullosa de ser la novia de un héroe del Mame, aunque su intervención sólo hubiese sido de unas horas. Pero al transcurrir los días, su carácter se fué ensom¬ breciendo.

Le molestaba salir á la calle con Pené, simple sol¬ dado, y además del servicio auxiliar... Las mujeres del pueblo, excitadas por el recuerdo de sus hombres que peleaban en el frente ó vestidas de luto por la muerte de alguno de ellos, eran de una insolencia agresiva. La delicadeza y la elegancia del príncipe republicano parecían irritarlas. Eepetidas veces oyó ella al pasar palabras gruesas contra los «emboscados».

La idea de que su hermano, que no era francés, es¬ taba batiéndose, le hacía aún más intolerable la situa¬ ción de Lacour. Tenía por novio á un «emboscado». ¡Cómo reirían sus amigas!...

El hijo del senador adivinó sin duda los pensamien¬ tos de ella, y esto le hizo perder su tranquilidad son¬ riente. Durante tres días no se presentó en casa de Des¬ noy ers. Todos creyeron que estaba retenido por un tra¬ bajo oficinesco.

Una mañana, al dirigirse Chichi á la avenida del Bosque escoltada por una de sus doncellas cobrizas, vió á un militar que marchaba hacia ella.

Vestía un uniforme flamante, del nuevo color azul grisáceo, color de «horizonte», adoptado por el ejército francés. El barboquejo del kepis era dorado y en las mangas llevaba un pequeño retazo de oro. Su sonrisa, sus manos tendidas, la seguridad con que avanzaba hacia ella, le hicieron reconocerle. ¡Pené oficial!... ¡Su novio subteniente!

Sí; ya no puedo más... Ya he oído bastante.

A espaldas del padre y valiéndose de sus amistades había realizado en pocos días esta transformación. Como alumno de la Escuela Central, podía ser subteniente en la artillería de reserva, y había solicitado que le envia¬ sen al frente. ¡Terminado el servicio auxiliar!... Antes de dos días iba á salir para la guerra.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 335

¡Tú has hecho eso! exclamó Chichi . ¡Tú has hecho eso!...

Le miraba, pálida, con los ojos enormemente agran¬ dados, unos ojos que parecían devorarle con sn admi¬ ración.

Ven, pobrecito mío... Ven aquí, soldadito dulce... Te debo algo.

Y volviendo su espalda á la doncella le invitó á do¬ blar una esquina inmediata. Era lo mismo: la calle trans¬ versal estaba tan frecuentada como la avenida. ¡Pero el cuidado que le daban á ella los curiosos!... Con vehemen¬ cia, le echó los brazos al cuello, ciega é insensible para todo lo que no fuese él.

Toma... toma.

Plantó en su cara dos besos violentos, sonoros, agre¬ sivos.

Después, vacilando sobre sus piernas, súbitamente desfallecida, se llevó el pañuelo á los ojos y rompió á llorar desesperadamente.

II

EN EL ESTUDIO

Al abrir una tarde la puerta, Argensola quedó in¬ móvil, como si la sorpresa hubiese clavado sus pies en el suelo.

Un viejo le saludaba con amable sonrisa.

Soy el padre de Julio.

Y pasó adelante, con la seguridad de un hombre que conoce perfectamente el lugar donde se encuentra.

Por fortuna, el pintor estaba solo, y no necesitó correr de un lado á otro disimulando los vestigios de una grata compañía.

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V. BLANCO IBAÑEZ

Tardó algún tiempo en reponerse de su emoción. Había oído hablar tanto de don Marcelo y su mal ca¬ rácter, que le cansó una gran inquietud verle aparecer inesperadamente en el estudio... ¿Qué deseaba el temi¬ ble señor?

Su tranquilidad fué renaciendo al examinarle con disimulo. Se había aviejado mucho desde el principio de la guerra. Ya no conservaba aquel gesto de tenacidad y mal humor que parecía repeler á las gentes. Sus ojos bri¬ llaban con una alegría pueril; le temblaban ligeramente las manos; su espalda se encorvaba. Argensola, que ha¬ bía hunlo siempre al encontrarle en la calle y experi¬ mentado grandes miedos al subir la escalera de servicio de su casa, sintió ahora una repentina confianza. Le son¬ reía como á un camarada; daba excusas para justificar su visita.

Había querido ver la casa de su hijo. ¡Pobre viejo!... Le arrastraba la misma atracción del enamorado que para alegrar su soledad recorre los lugares que frecuentó la persona amada. No le bastaban las cartas de Julio: necesitaba ver su antigua vivienda, rozarse con todos los objetos que le habían rodeado, respirar el mismo aire, hablar con aquel joven que era su íntimo compañero.

Fijaba en el pintor unos ojos paternales... «Un mozo interesante el tal Argensola . » Y al pensar esto no se acordó de las veces que le había llamado «sinvergüenza» sin conocerle, sólo’porque acompañaba á su hijo en una vida de reprobación.

La mirada de Desnoyers se paseó con deleite por el estudio. Conocía los tapices, los muebles, todos los ador¬ nos procedentes del antiguo dueño. El hacía memoria con facilidad de las cosas que había comprado en su vida, á pesar de ser tantas. Sus ojos buscaban ahora lo personal, lo que podía evocar la imagen del ausente. Y se fijaron en los cuadros apenas bosquejados, en los es¬ tudios sin terminar que llenaban los rincones.

¿Todo era de Julio?... Muchos de los lienzos pertene¬ cían á Argensola; pero éste, infiuenciado por la emoción del viejo, mostró una amplia generosidad. Sí, todo de Julio... Y el padre fué de pintura en pintura, detenién¬ dose con gesto admirativo ante los bocetos más infor-

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

mes, como si presintiese en su confusión las desordena¬ das visiones del genio.

Tiene talento, ¿verdad? preguntó, implorando una palabra favorable . Siempre le he creído inteligente... Algo diablo, pero el carácter cambia con los años... Ahora es otro hombre.

Y casi lloró al oir cómo el español, con toda la vehe¬ mencia de su verbosidad pronta al entusiasmo, ensal¬ zaba al ausente, describiéndole como un gran artista que asombraría al mundo cuando le llegase su hora.

El pintor de almas se sintió al final tan conmovido como el padre. Admiraba á este viejo con cierto remor¬ dimiento. No quería acordarse de lo que había dicho contra él en otra época. ¡Qué injusticia!...

Don Marcelo agarraba sus manos como las de un compañero. Los amigos de su hijo eran sus amigos. El no ignoraba cómo vivían los jóvenes. Si alguna vez tenía un apuro, si necesitaba una pensión para seguir pintando, allí estaba él, deseoso de atenderle. Por lo pronto, le esperaba á comer en su casa aquella misma noche, y si quería ir todas las noches, mucho mejor. Comería en familia, modestamente; la guerra había cam¬ biado las costumbres; pero se vería en la intimidad de un hogar, lo mismo que si estuviese en la casa de sus padres. Hasta habló de España, para hacerse más grato al pintor. Sólo había estado allá una vez, por breve tiempo; pero después de la guerra pensaba recorrerla toda. Su suegro era español, su mujer tenía sangre es¬ pañola, en su casa empleaban el castellano como idioma de la intimidad. ¡Ah, España, país de noble pasado y caracteres altivos!...

Argensola sospechó que, de pertenecer él á otra na¬ ción, el viejo la habría alabado lo mismo. Este afecto no era mas que un refiejo del amor al hijo ausente, pero él lo agradecía. Y casi abrazó á don Marcelo al decirle ¡adiós!

Después de esta tarde fueron muy frecuentes sus visitas al estudio. El pintor tuvo que recomendar á las amigas un buen paseo después del almuerzo, abstenién¬ dose de aparecer en la rué de la Pompe antes que cerrase la noche. Pero á veces don Marcelo se presentaba ines-

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V. BLASCO IBAÑEZ

peradamente por la mañana, y él tenía que correr de un lado á otro, tapando aquí, quitando más allá, para que el taller conservase un aspecto de virtud laboriosa.

Juventud... ¡juventud! murmuraba el viejo con una sonrisa de tolerancia.

Y tenía que hacer un esfuerzo, recordar la dig-nidad de sus años, para no pedir á Argensola que le presentase á las fugitivas, cuya presencia adivinaba en las habita¬ ciones interiores. Habían sido tal vez amigas de su hijo, representaban una parte de su pasado, y esto le bastaba para suponer en ellas grandes cualidades que las hacían interesantes.

Estas sorpresas, con sus correspondientes inquietu¬ des, acabaron por conseguir que el pintor se laineníase un poco de su nueva amistad. Le molestaba además la invitación á comer que continuamente formulaba el vie¬ jo. Encontraba muy buena, pero demasiado aburrida, la mesa de los Desnoyers. El padre y la madre sólo habla¬ ban del ausente. Chichi apenas prestaba atención al ami¬ go de su hermano. Tenía el pensamiento fijo en la guerra; le preocupaba el funcionamiento del correo, formulando protestas contra el gobierno cuando transcurrían varios días sin recibir carta del subteniente Lacour.

Se excusó Argensola con diversos pretextos de seguir comiendo en la avenida Víctor Hugo. Le placía más ir á los restoranes baratos con su séquito femenino. El viejo aceptaba las negativas con un gesto de enamorado que se resigna.

¿Tampoco hoy?...

Y para compensarse de tales ausencias, iba al día siguiente al estudio con gran anticipación.

Representaba para él un placer exquisito dejar que se deslizase el tiempo sentado en un diván que aún pare¬ cía guardar la huella del cuerpo de Julio, viendo aque¬ llos lienzos cubiertos de colores por su pincel, acariciado por el calor de una estufa que roncaba dulcemente en un silencio profundo, conventual. Era un refugio agra¬ dable, lleno de recuerdos, en medio del París monótono y entristecido de la guerra, en el que no encontraba amigos, pues todos necesitaban pensar en las propias preocupaciones.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 339

Los placeres de su pasado habían perdido todo en¬ canto. El Hotel Drouot ya no le tentaba. Se estaban subastando en aquellos momentos los bienes de los ale¬ manes residentes en Francia, embargados por el gobier¬ no. Era como una respuesta al viaje forzoso que habían hecho los muebles del castillo de Villeblanche tomando el camino de Berlín. En vano le hablaban los corredores del escaso público que asistía á las subastas. No sentía la atracción de estas ocasiones extraordinarias. ¿Para qué hacer más compras?... ¿De qué servía tanto objeto inútil? Al pensar en la existencia dura que llevaban millones de hombres á campo raso, le asaltaban deseos de una vida ascética. Había empezado á odiar los es¬ plendores ostentosos de su casa de la avenida Víctor Hugo. Pecordaba sin pena la destrucción del castillo. Sentía una pereza irresistible cuando sus aficiones pre¬ tendían empujarle, como en otros tiempos, á las compras incesantes. No; mejor estaba allí... Y allí, era siempre el estudio de Julio.

Argensola trabajaba en presencia de don Marcelo. Sabía que el viejo abominaba de la.s gentes inactivas, y había emprendido varias obras, sintiendo el contagio de esta voluntad inclinada á la acción. Desnoy ers seguía con interés los trazos del pincel y aceptaba todas las explicaciones del retratista de almas. El era partidario de los antiguos; en sus compras sólo había adquirido obras de pintores muertos; pero le bastaba saber que Julio pensaba como su amigo, para admitir humilde¬ mente todas las teorías de éste.

La laboriosidad del artista era corta. A los pocos mi¬ nutos prefería hablar con el viejo, sentándose en el mis¬ mo diván.

El primer motivo de conversación era el ausente. Repetían fragmentos de las cartas que llevaban recibi¬ das; hablaban del pasado con discretas alusiones. El pintor describía la vida de Julio antes de la guerra como una existencia dedicada por completo á las pre¬ ocupaciones del arte. El padre no ignoraba la inexacti¬ tud de tales palabras, pero agradecía la mentira como una gran muestra de amistad. Argensola era un com¬ pañero bueno y discreto; jamás, en sus mayores desen-

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fados verbales, había hecho alusión á Hacíame Laurier.

En aquellos días preocupaba al viejo el recuerdo de ésta. La había encontrado en la calle dando el brazo á su esposo, que ya estaba restablecido de sus heridas. El ilustre Lacour contaba satisfecho la reconciliación del matrimonio. El ingeniero sólo había perdido un ojo. Ahora estaba al frente de su fábrica, requisada por el gobierno para la fabricación de obuses. Era capitán y ostentaba dos condecoraciones. No sabía ciertamente el senador cómo se había realizado la inesperada reconci¬ liación. Les había visto lleg'ar un día á su casa juntos, mirándose con ternura, olvidados completamente del pasado.

¿Quién se acuerda de las cosas de antes de la gue¬ rra? había dicho el personaje . Ellos y sus amigos ya no se acuerdan del divorcio. Vivimos todos una nueva existencia... Yo creo que los dos son ahora más felices que antes.

Esta felicidad la había presentido Desnoyers al ver¬ les. Y el hombre de rígida moral, que anatematizaba el año anterior la conducta de su hijo con Laurier tenién¬ dola por la más nociva de las calaveradas, sintió cierto despecho al contemplar á Margarita pegada á su ma¬ rido, hablándole con amoroso interés. Le pareció una ingratitud esta felicidad matrimonial. ¡Una mujer que había influido tanto en la vida de Julio!... ¿Así pueden olvidarse los amores?. . .

Los dos habían pasado como si no le conociesen. Tal vez el capitán Laurier no veía con claridad, pero ella le había mirado con sus ojos cándidos, volviendo la vista precipitadamente para evitar su saludo... El viejo se entristeció ante tal indiferencia, no por él, sino por el otro. ¡Pobre Julio!... El inflexible señor, en plena in¬ moralidad mental, lamentaba este olvido como algo monstruoso.

La guerra era otro objeto de conversación durante las tardes pasadas en el estudio. Argensola ya no lleva¬ ba los bolsillos repletos de impresos, como al principio de las hostilidades. Una calma resignada y serena había sucedido á la excitación del primer momento, cuando las gentes esperaban intervenciones extraordinarias y

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maravillosas. Todos los periódicos decían lo mismo. Le bastaba con leer el comimicado oficial, y este documento sabía esperarlo sin impaciencia, presintiendo que, poco más ó menos, diría lo mismo que el anterior.

La fiebre de los primeros meses, con sus ilusiones y optimismos, le parecía ahora algo quimérico. Los que no estaban en la guerra habían vuelto poco' á poco á sus trabajos habituales. La existencia recobraba su rit¬ mo ordinario. «Hay que vivir», decían las gentes. Y la necesidad de continuar la vida llenaba el pensamiento con sus exigencias inmediatas. Los que tenían indivi¬ duos armados en el ejército se acordaban de ellos, pero sus ocupaciones amortiguaban la violencia del recuerdo, acabando por aceptar la ausencia como algo que de ex¬ traordinario pasaba á ser normal. Al principio la guerra cortaba el sueño, hacía intragable la comida, amargaba el placer, dándole una palidez fúnebre. Todos hablaban de lo mismo. Ahora se abrían lentamente los teatros, circulaba el dinero, reían las gentes, hablaban de la gran calamidad, pero sólo á determinadas horas, como algo que iba á ser largo, muy largo, y exigía con su fatalismo inevitable una gran resignación.

La humanidad se acostumbra fácilmente á la des¬ gracia decía Argensola , siempre que la desgracia sea larga... Esa es nuestra fuerza: por eso vivimos.

Don Marcelo no aceptaba dicha resignación. La gue¬ rra iba á ser más corta de lo que se imaginaban todos. Su entusiasmo le fijaba un término inmediato: dentro de tres meses, en la primavera próxima. Y si la paz no era en la primavera, sería en el verano.

Un nuevo interlocutor tomó parte en sus conversa¬ ciones. Desnoyers conoció al vecino ruso, del que le ha¬ blaba Argensola. También este personaje raro había tra¬ tado á su hijo, y esto bastó para que Tchernoff le inspi¬ rase gran interés.

En tiempo normal lo habría mantenido á distancia. El millonario era partidario del orden. Abominaba de los revolucionarios, con el miedo instintivo de todos los ricos que han creado su fortuna y recuerdan la modestia de su origen. El socialismo de Tchernoff y su nacionali¬ dad habrían provocado forzosamente en su pensamiento

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una serie de imágenes horripilantes: bombas, puñaladas, justas expiaciones en la horca, envíos á Siberia. No, no era un amigo recomendable... Pero ahora don Marcelo experimentaba un profundo trastorno en la apreciación de las ideas ajenas. ¡Había visto tanto!... Los procedi¬ mientos terroríficos de la invasión, la falta de escrú¬ pulos de los jefes alemanes, la tranquilidad con que los submarinos echaban á pique buques pacíficos cargados de viajeros indefensos, las hazañas de los aviadores, que á dos mil metros de altura arrojaba^n bombas sobre las ciudades abiertas, destrozando mujeres y niños, le hacían recordar como sucesos sin importancia los aten¬ tados del terrorismo revolucionario que años antes pro¬ vocaban su indignación.

¡Y pensar decía que nos enfurecíamos, como si el mundo fuese á deshacerse, porque alguien arrojaba una bomba contra un personaje!

Estos exaltados ofrecían para él una cualidad que atenuaba sus crímenes. Morían víctimas de sus propios actos ó se entregaban sabiendo cuál iba á ser su castigo. Se sacrificaban sin buscar la salida: rara vez se habían salvado valiéndose de las precauciones de la impunidad. ¡Mientras que los terroristas de la guerra!...

Con la violencia de su carácter imperioso, el viejo efectuaba una reversión absoluta de valores.

Los verdaderos anarquistas están ahora en lo alto decía con risa irónica . Todos los que nos asusta¬ ban antes eran unos infelices... En un segundo matan los de nuestra época más inocentes que los otros en treinta años.

La dulzura de Tchernoff, sus ideas originales, sus incoherencias de pensador acostumbrado á saltar de la refiexión á la palabra sin preparativo alguno, acabaron por seducir á don Marcelo. Todas sus dudas las consul¬ taba con él. Su admiración le hacía pasar por alto la procedencia de ciertas botellas con que Argensola obse¬ quiaba algunas veces á su vecino. Aceptó con gusto que Tchernoff consumiese estos recuerdos de la época en que vivía él luchando con su hijo.

Después de saborear el vino de la avenida Víctor Hugo, sentía el mso una locuacidad visionaria seme-

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jante á la de la noclie en que evocó la fantástica cabal¬ gada de los cuatro jinetes apocalípticos.

Lo que más admiraba Desnoyers era su facilidad para exponer las cosas, fijándolas por medio de imáge¬ nes. La batalla del Mame con los combates subsiguien¬ tes y la carrera de ambos ejércitos hacia la orilla del mar eran para él hechos de fácil explicación... ¡Si los franceses no hubiesen estado fatigados después de su triunfo en el Mame!...

...Pero las fuerzas humanas continuaba Tcher- noff tienen un límite, y el francés, con todo su entu¬ siasmo, es un hombre como los demás. Primeramente la marcha rapidísima del Este al Norte para hacer frente á la invasión por Bélgica; luego los combates; á continua¬ ción una retirada veloz para no verse envueltos; final¬ mente una batalla de siete días; y todo esto en un período de tres semanas nada más... En el momento del triunfo faltaron piernas á los vencedores para ir adelante y faltó caballería para perseguir á los fugitivos. Las bestias es¬ taban más extenuadas aún que los hombres. Al verse acosados con poca tenacidad, los que se retiraban, ca¬ yéndose de fatiga, se tendieron y excavaron la tierra, creándose un refugio. Los franceses también se acosta¬ ron, arañando el suelo para no perder lo recuperado... Y empezó de este modo la guerra de trincheras.

Luego, cada línea, con el intento de envolver á la línea enemiga, había ido prolongándose hacia el Nor¬ oeste, y de los estiramientos sucesivos resultó la carrera hacia el mar de unos y otros, formando el frente de com¬ bate más grande que se conocía en la Historia.

Cuando don Marcelo, en su optimismo entusiasta, anunciaba la terminación de la guerra para la prima¬ vera siguiente . . . para el verano , siempre con cuatro meses de plazo á lo más, el ruso movía la cabeza.

Esto será largo... muy largo. Es una guerra nueva, la verdadera guerra 'moderna. Los alemanes iniciaron las hostilidades á estilo antiguo, como si no hubiesen observado nada después de 1870: una guerra de movi¬ mientos envolventes, de batallas á campo raso, lo mis¬ mo que podía discurrirla Moltke imitando á Napoleón. Deseaban terminar pronto y estaban seguros del triunfo.

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¿Para qué hacer uso de procedimientos nuevos?... Pero lo del Mame torció sus planes: de agresores tuvieron que pasar á la defensiva, y entonces emplearon todo lo que su Estado Mayor había aprendido en las campañas de japoneses y rusos, iniciándose la guerra de trinche¬ ras, la lucha subterránea, que es lógica por el alcance y la cantidad de disparos del armamento moderno. La conquista de un kilómetro de terreno representa ahora más que hace un siglo el asalto de una fortaleza de pie¬ dra... Ni unos ni otros van á avanzar en mucho tiempo. Tal vez no avancen nunca deñnitivamente. Esto va á ser largo y aburrido, como las peleas entre atletas de fuerzas equilibradas.

Pero alguna vez tendrá fin dijo Desnoyers.

Indudablemente; mas ¿quién sabe cuándo?... ¿Y cómo quedarán unos y otros cuando todo termine?...

El creía en un final rápido, cuando menos lo espe¬ rase la gente, por la fatiga de uno de los dos lucha¬ dores, cuidadosamente disimulada hasta el último mo¬ mento.

Alemania será la derrotada añadió con firme con¬ vicción . No cuándo ni cómo, pero caerá lógicamen¬ te. Su golpe maestro le falló en Septiembre, al no en¬ trar en París deshaciendo al ejército enemigo. Todos los triunfos de su baraja los echó entonces sobre la mesa. No ganó, y continúa prolongando el juego porque tiene muchas cartas, y lo prolongará todavía largo tiempo... Pero lo que no pudo hacer en el i3rimer momento no lo hará nunca.

Para Tchernoff, la derrota final no significaba la des¬ trucción de Alemania ni el aniquilamiento del pueblo alemán.

A me indignan continuó los patriotismos ex¬ cesivos. Oyendo á ciertas gentes que formulan planes para la supresión definitiva de Alemania, me parece es¬ tar escuchando á los pangermanistas de Berlín cuando repartían los continentes.

Luego concretó su opinión.

Hay que derrotar al Imperio, para tranquilidad del mundo: suprimir la gran máquina de guerra que per¬ turba la paz délas naciones... Desde 1870 todos vivi-

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mos pésimamente. Durante cuarenta y cuatro años se ha conjurado el peligro; pero en todo este tiempo, ;qué de angustias!...

Lo que más irritaba á Tchernoff era la enseñanza in¬ moral nacida de esta situación y que había acabado por apoderarse del mundo: la glorificación de la fuerza, la santificación del éxito, el triunfo del materialismo, el respeto al hecho consumado, la mofa de los más nobles sentimientos, como si fuesen simples frases sonoras y ri¬ diculas, el trastorno de los valores morales, una filosofía de bandidos que pretendía ser la última palabra del pro¬ greso y lio era mas que la vuelta al despotismo, la vio¬ lencia, la barbarie de las épocas más primitivas de la Historia.

Deseaba la supresión de los representantes de esta tendencia, pero no por esto pedía el exterminio del pue¬ blo alemán.

Ese pueblo tiene grandes méritos confundidos con malas condiciones, que son herencia de un pasado de barbarie demasiado próximo. Posee el instinto de la or¬ ganización y del trabajo, y puede prestar buenos servi¬ cios á la liumanidad... Pero antes es necesario adminis¬ trarle una ducha: la ducha del fracaso. Los alemanes están locos de orgullo, y su locura resulta peligrosa para el mundo. Cuando hayan desaparecido los que les enve¬ nenaron con ilusiones de hegemonía mundial, cuando la desgracia haya refrescado su imaginación y se con¬ formen con ser un grupo humano ni superior ni inferior á los otros, formarán un pueblo tolerante, útil... y quién sabe si hasta simpático.

No había en la hora presente, para Tchernoff, pueblo más peligroso. Su organización política lo convertía en una horda guerrera educada á puntapiés y sometida á continuas humillaciones para anular la voluntad, que se resiste siempre á la disciplina.

Es una nación donde todos reciben golpes y desean darlos al que está más abajo. El puntapié que suelta el emperador se transmite de dorso en dorso hasta las úl¬ timas capas sociales. Los golpes empiezan en la escuela y se continúan en el cuartel, formando parte de la educación. El aprendizaje de los príncipes herederos de

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Prusia consistió siempre en recibir bofetadas y palos de su progenitor el rey. El kaiser pega á sus retoños, el ofi¬ cial á sus soldados, el padre á sus hijos y á la mujer, el maestro á los alumnos; y cuando el superior no puede dar golpes, impone á los que tiene debajo el tormento del ultraje moral.

Por eso cuando abandonaban su vida ordinaria, to¬ mando las armas para caer sobre otro grupo humano, eran de una ferocidad implacable.

Cada uno de ellos continuó el ruso lleva debajo de la espalda un depósito de patadas recibidas, y desea consolarse dándolas á su vez á los infelices que coloca la guerra bajo su dominación. Este pueblo de «señores», como él mismo se llama, aspira á serlo... pero fuera de su casa. Dentro de ella es el que menos conoce la dig¬ nidad humana. Por eso siente con tanta vehemencia el deseo de esparcirse por el mundo, pasando de lacayo á patrón .

Repentinamente, don Marcelo dejó de ir con frecuen¬ cia al estudio. Buscaba ahora á su amigo el senador. Una promesa de éste había trastornado su tranquila re¬ signación.

El personaje estaba triste desde que el heredero de las glorias de su familia se había ido á la guerra, rom¬ piendo la red protectora de recomendaciones en que le había envuelto.

Una noche, comiendo en casa de Desnoyers, apuntó una idea que hizo estremecer á éste. «¿No le gustaría ver á su hijo?...» El senador estaba gestionando una autorización del Cuartel G-eneral para ir al frente. Nece¬ sitaba ver á René. Pertenecía al mismo cuerpo de ejér¬ cito que Julio; tal vez estaban en lugares algo lejanos, pero un automóvil puede dar muchos rodeos antes de llegar al término de su viaje.

No necesitó decir más. Desnoyers sintió de pronto un deseo vehemente de ver á su hijo. Llevaba muchos me¬ ses teniendo que contentarse con la lectura de sus car¬ tas y la contemplación de una fotografía hecha por uno de sus camaradas...

Desde entonces asedió á Lacour, como si fuese uno de sus electores deseoso de un empleo. Le visitaba por

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las mañanas en su casa, lo invitaba á comer todas las noches, iba á buscarle por las tardes en los salones del Luxemburgo. Antes de la primera palabra de saludo, sus ojos formulaban siempre la misma interrogación... «¿Cuándo conseguiría el permiso?»

El grande hombre lamentaba la indiferencia de los militares con el elemento civil. Siempre habían sido ene¬ migos del parlamentarismo.

Además, Joffre se muestra intratable. No quiere curiosos... Mañana veré al Presidente.

Pocos días después llegó á la casa de la avenida Víc¬ tor Plugo con un gesto de satisfacción que llenó de ale¬ gría á clon Marcelo.

¿Ya está?...

Ya está... Pasado mañana salimos.

Desnoyers fué en la tarde siguiente al estudio de la rite de la Pompe.

Mañana me voy.

El pintor deseó acompañarle. ¿No podría ir también como secretario del senador?... Don Marcelo sonrió. La autorización servía únicamente para Lacoiiry un acom pañante. El era quien iba á figurar como secretario, ayu¬ da de cámara ó lo que fuese de su futuro consuegro.

Al final de la tarde salió del estudio, acompañado hasta el ascensor por las lamentaciones de Argensola. ¡No poder agregarse á la expedición!... Creía haber per¬ dido la oportunidad para pintar su obra maestra.

Cerca de su casa encontró á P'chernoff. Don Marcelo estaba de buen humor. La seguridad de que iba á ver pronto á su hijo le comunicaba una alegría infantil. Casi abrazó al ruso, á pesar de su aspecto desastrado, sus barbas trágicas y su enorme sombrero, que hacían volver la cabeza á los transeúntes.

Al final de la avenida destacaba su mole el Arco de Triunfo sobre un cielo coloreado por la puesta del sol. Una nube roja flotaba en torno del monumento, refleján¬ dose en su blancura con palpitaciones purpúreas.

Se acordó Desnoyers de los cuatro jinetes y todo lo demás que le había contado Argensola antes de presen¬ tarle al ruso.

Sangre dijo alegremente . Todo el cielo parece

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de sangre... Es la bestia apocalíptica que ha recibido el golpe de gracia. Pronto la veremos morir.

Tchernotf sonrió igualmente, pero su sonrisa fué me¬ lancólica.

No; la Bestia no muere. Es la eterna compañera de los hombres. Se oculta chorreando sangre cuarenta años... sesenta... un siglo, iDero reaparece. Todo lo que podemos desear es que su herida sea larga, que se es¬ conda por mucho tiempo y no la vean nunca las gene¬ raciones que guardarán todavía nuestro recuerdo.

líl

LA GUERRA

Iba ascendiendo don Marcelo por una montaña cu¬ bierta de arboleda.

El bosque ofrecía una trágica desolación. Se había inmovilizado en él una tempestad muda, fijándolo todo en posiciones violentas, antinaturales. Ni un solo árbol conservaba la forma rectilínea y el abundante ramaje de los días de paz. Los grupos de pinos recordaban las columnatas de los templos ruinosos. Unos se mantenían erguidos en toda su longitud, pero sin el remate de la copa, como fustes que hubiesen perdido su capitel; otros estaban cortados por la mitad, en pico de fiauta, lo mis¬ mo que las pilastras partidas por el rayo. Algunos de¬ jaban colgar en torno de su seccionamiento las esquir¬ las filamentosas de la madera muerta, á semejanza de un mondadientes roto.

La fuerza destructora se había ensañado en los árbo¬ les seculares: hajms, encinas y robles. Grandes marañas de ramaje cortado cubrían el suelo, como si acabase de

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pasar por él una banda de leñadores gigantescos. Los troncos aparecían seccionados á poca distancia de la tierra, con un corte limpio y pulido, como de un solo hachazo. En torno de las raíces desenterradas abunda¬ ban las piedras revueltas con los terrones; piedras que dormían en las entrañas del suelo y la explosión había hecho volar sobre la superficie.

A trechos brillando entre los árboles ó partiendo el camino con una inoportunidad que obligaba á molestos rodeos extendían sus láminas acuáticas unos charcos enormes, todos iguales, de una regularidad geométrica, redondos, exactamente redondos. Desnoyers los com¬ paró con palanganas hundidas en el suelo para uso de los invisibles titanes que habían talado la selva. Su pro¬ fundidad enorme empezaba en los mismos bordes. Un nadador podía arrojarse en estos charcos sin tocar el fondo. El agua era verdosa, agua muerta, agua de llu¬ via, con una costra de vegetación perforada por las bur¬ bujas respiratorias de los pequeños organismos que em¬ pezaban á vivir en sus entrañas.

En mitad de la cuesta, rodeadas de pinos, había va¬ rias tumbas con cruces de madera; tumbas de soldados franceses rematadas por banderitas tricolores. Sobre estos túmulos cubiertos de musgo descansaban viejos kepis de artilleros. El leñador feroz, al destrozar el bos¬ que, había alcanzado ciegamente á las hormigas que se movían entre los troncos.

Don Marcelo llevaba polainas, amplio sombrero, y sobre los hombros un poncho fino arrollado como una manta. Había sacado á luz estas prendas que le recor¬ daban su lejana vida en la estancia. Detrás de él cami¬ naba Lacour, procurando conservar su dignidad sena¬ torial entre los jadeos y resoplidos de fatiga. También llevaba botas altas y sombrero blando, pero había con¬ servado el chaqué de solemnes faldones, por no renun¬ ciar por completo á su uniforme parlamentario. Delante marchaban dos capitanes sirviéndoles de guías.

Estaban en una montaña ocupada por la artillería francesa. Iban hacia las cumbres, donde había ocultos cañones y cañones formando una línea de varios kiló¬ metros. Los artilleros alemanes habían causado estos

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destrozos contestando á los tiros de los franceses. El bos¬ que estaba rasgado por el obús. Las lagunas circulares eran embudos abiertos por las «marmitas» germánicas en un suelo de fondo calizo é impermeable que conser¬ vaba los regueros de la lluvia.

Habían dejado su automóvil al pie de la montaña. Uno de los oficiales, viejo artillero, les explicó esta pre¬ caución. Debían seguir cuesta arriba cautelosamente. Estaban al alcance del enemigo, y un automóvil podía atraer sus cañonazos.

Un poco fatigosa la subida continuó . ¡Animo, señor senador!... Ya estamos cerca.

Empezaron á cruzarse en el camino con soldados de artillería. Muchos de ellos sólo tenían de militar el kepis. Parecían obreros de una fábrica de metalurgia, fundi¬ dores y ajustadores, con pantalones y chalecos de pana. Llevaban los brazos descubiertos, y algunos, para mar¬ char sobre el barro con mayor seguridad , calzaban zuecos de madera. Eran antiguos trabajadores del hie¬ rro incorporados por la movilización á la artillería de reserva. Sus sargentos habían sido contramaestres; mu¬ chos de sus oficiales, ingenieros y dueños de taller.

De pronto, los que subían tropezaron con los férreos habitantes del bosque. Cuando éstos hablaban se estre¬ mecía el suelo, temblaba el aire, y los pobladores de la arboleda, cuervos y liebres, mariposas y hormigas, huían despavoridos para ocultarse, como si el mundo fuese á perecer en ruinosa convulsión. Ahora los monstruos bra¬ madores permanecían callados. Se llegaba junto á ellos sin verlos. Entre el ramaje verde asomaba el extremo de algo semejante á una viga gris; otras veces esta apari¬ ción emergía de un amontonamiento de troncos secos. Al dar la vuelta al obstáculo aparecía una plazoleta de tierra limpia ocupada por varios hombres que vivían, dormían y trabajaban en torno de un artefacto enorme montado sobre ruedas.

El senador, que había escrito versos en su juventud y hacía poesía oratoria cuando inauguraba alguna esta¬ tua en su distrito, vi ó en estos solitarios de la montaña, ennegrecidos por el sol y el humo, despechugados y arremangados, una especie de sacerdotes puestos al ser-

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vicio de la divinidad fatal, que recibía de sus manos la ofrenda de las enormes cápsulas explosivas, vomitándo¬ las en forma de trueno.

Ocultos bajo el ramaje, para librarse de la observa¬ ción de los aviadores enemigos, los cañones franceses se esparcían por las crestas y mesetas de una serie de montañas. En este rebaño de acero había piezas enor¬ mes, con ruedas reforzadas de patines semejantes á las de las locomóviles agrícolas que Desnoyers tenía en sus estancias para arar la tierra. Como bestias menores, más ágiles y juguetonas en su incesante ladrido, los grupos del 75 aparecían interpolados entre los sombríos monstruos.

Los dos capitanes habían recibido del general de su cuerpo de ejército la orden de enseñar minuciosamente al senador el funcionamiento de la artillería. Y Lacour aceptaba con reflexiva gravedad sus observaciones, mientras volvía los ojos á un lado y á otro con la espe¬ ranza de reconocer á su hijo. Lo interesante para él era ver á René... Pero recordando el pretexto ofícial de su viaje, seguía de cañón en cañón oyendo explicaciones.

Mostraban los proyectiles los sirvientes de las piezas: grandes cilindros ojivales extraídos de los almacenes subterráneos. Estos almacenes, llamados «abrigos», eran profundas madrigueras, pozos oblicuos reforzados con sacos de tierra y maderos. Servían de refugio al perso¬ nal libre y guardaban las municiones á cubierto de una explosión.

Un artillero les mostró dos bolsas unidas, de tela blan¬ ca, bien repletas. Parecían un salchichón doble, y eran la carga de uno de los grandes cañones. La bolsa quedó abierta, saliendo á la luz unos paquetes de hojas color de rosa. El senador y su acompañante se admiraron de que esta pasta, que parecía un artículo de tocador, fuese uno de los terribles explosivos de la guerra moderna.

—Afirmo dijo Lacour que al encontrar en la calle uno de estos atados lo habría creído procedente del bolso de una dama ó un olvido de dependiente de per¬ fumería... todo menos un explosivo. ¡Y con esto, que parece fabricado para los labios, puede volarse -un edL ficio!...

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Siguieron su camino. En lo más alto de la montaña vieron un torreón algo desmoronado. Era el puesto más peligroso. Un oficial examinaba desde él la línea ene¬ miga para apreciar la exactitud de los disparos. Mien¬ tras sus camaradas estaban debajo de la tierra ó disi¬ mulados por el ramaje, él cumplía su misión desde este punto visible.

A corta distancia de la torre se abrió ante sus ojos un pasillo subterráneo. Descendieron por sus entrañas lóbregas, hasta dar con varias habitaciones excavadas en el suelo. Un lado de montaña cortado á pico era su fachada exterior. Angostas ventanillas perforadas en la piedra daban luz y aire á estas piezas.

Un comandante viejo, encargado del sector, salió á su encuentro. Desnoyers creyó ver á un jefe de sección de un gran almacén de París. Sus ademanes eran ex¬ quisitos, su voz suave parecía implorar perdón á cada palabra, como si se dirigiese á un grupo de damas ofre¬ ciéndoles los géneros de última novedad. Pero esta im¬ presión sólo duró un momento. El soldado de pelo canoso y lentes de miope, que guardaba en plena guerra los gestos de un director de fábrica recibiendo á sus clien¬ tes, mostró al mover los brazos unas vendas y algodones en el interior de sus mangas. Estaba herido en ambas muñecas por una explosión de obús, y sin embargo con¬ tinuaba en su sitio.

«¡Diablo de señor melifluo y almibarado! pensó don Marcelo . Hay que reconocer que es alguien.»

Habían entrado en el puesto de mando, vasta pieza que recibía la luz por una ventana horizontal de cuatro metros de ancho con sólo una altura de palmo y medio. Parecía el espacio abierto entre dos hojas de persiana. Debajo de ella se extendía una mesa de pino cargada de papeles, con varios taburetes. Ocupando uno de estos asientos se abarcaba con los ojos toda la llanura. En las paredes había aparatos eléctricos, cuadros de distribu¬ ción, bocinas acústicas y teléfonos, muchos teléfonos.

El comandante apartó y amontonó los papeles, ofre¬ ciendo los taburetes con el mismo ademán que si estu¬ viese en un salón.

Aquí, señor senador.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS íídíi

Desnoyers, compañero humilde, tomó asiento á su lado. El comandante parecía un director de teatro pre¬ parándose á mostrar al^o extraordinario. Colocó sobro la mesa un enorme papel que reproducía todos los acci¬ dentes de la llanura extendida ante ellos: caminos, pue¬ blos, campos, alturas y valles. Sobre este mapa aparecía un grupo triangular de líneas rojas en forma de aba¬ nico. El vértice era el sitio donde ellos estaban; la parte ancha del triángulo, el límite del horizonte real que abarcaban con los ojos.

Vamos á tirar contra este bosque dijo el artillero señalando un extremo de la carta . Aquí es allá con¬ tinuó, designando en el horizonte una pequeña línea obscura . Tomen ustedes los gemelos.

Pero antes de que los dos apoyasen el borde de los oculares en sus cejas, el comandante colocó sobre el mapa un nuevo papel. Era una fotografía enorme y algo borrosa, sobre cuyos trazos aparecía un abanico de lí¬ neas encarnadas igual al otro.

Nuestros aviadores continuó el artillero cortés han tomado esta mañana algunas vistas de las posicio¬ nes enemigas. Esto es una ampliación de nuestro taller fotográfíco... Según sus informes, hay acampados en el bosque dos regimientos alemanes.

Don Marcelo vio en la fotografía la mancha del bos¬ que, y dentro de ella líneas blancas que figuraban cami¬ nos, grupos de pequeños cuadrados que eran manzanas de casas de un pueblo. Creyó estar en un aeroplano con¬ templando la tierra á mil metros de altura. Luego se llevó los gemelos á los ojos, siguiendo la dirección de una de las líneas rojas, y vio agrandarse en el redondel de la lente una barra negra, algo semejante á una línea gruesa de tinta: el bosque, el refugio de los enemigos.

Cuando usted lo disponga, señor senador, empeza¬ remos dijo el comandante llegando al último extremo de la cortesía . ¿Está usted pronto?...

Desnoyers sonrió levemente. ¿A qué iba á estar pronto su ilustre amigo? ¿De qué podía servir, simple mirón como él, y emocionado indudablemente por lo nuevo del es¬ pectáculo?...

Sonaron á sus espaldas un sinnúmero de timbres: vi-

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braciones que llamaban, vibraciones que respondían. Los tubos acústicos parecían Iiincliarse con el galope de las palabras. El hilo eléctrico pobló el silencio de la ha¬ bitación con las palpitaciones de su vida misteriosa. El amable jefe ya no se ocupaba de sus personas. Lo adi¬ vinaron á sus espaldas ante la boca de un teléfono, con¬ versando con sus oficiales á varios kilómetros de dis¬ tancia. El héroe dulzón y bienhablado no abandonaba un momento su retorcida cortesía.

¿Quiere usted tener la bondad de empezar?... dijo suavemente al oficial lejano . Con mucho gusto le co¬ munico la orden.

Sintió don Marcelo un ligero temblor nervioso junto á una de sus piernas. Era Lacour, inquieto por la nove¬ dad. Iba á iniciarse el fuego; iba á ocurrir algo que no había visto nunca. Los cañones estaban encima de sus cabezas: temblaría la bóveda como la cubierta de un buque cuando disparan sobre ella. La habitación, con sus tubos acústicos y sus vibraciones de teléfonos, era semejante al puente de un navio en el momento del za¬ farrancho. ¡El estrépito que iba á producirse!... Trans¬ currieron algunos segundos, que fueron larguísimos... De pronto, un trueno lejano que parecía venir de las nubes. Desnoyers ya no sintió la vibración nerviosa junto á su pierna. El senador se movió á impulsos de la sorpresa; su gesto parecía decir: «¿Y esto es todo?...» Los metros de tierra que tenían sobre ellos amortiguaron las detonaciones. El tiro de una pieza gruesa equivalía á un garrotazo en un colchón. Más impresionante resultaba el gemido del proyectil sonando á gran altura, pero des¬ plazando el aire con tal violencia que sus ondas llegaban hasta la ventana.

Huía . . . huía , debilitando su rugido . Pasó mucho tiempo antes de que se notasen sus efectos. Los dos amigos llegaron á creer que se había perdido en el es¬ pacio. «No llega... no llega», pensaban. De pronto sur¬ gió en el horizonte, exactamente en el lugar indicado, sobre el borrón del bosque, una enorme columna de humo, una torre giratoria de vapor negro seguida de una explosión volcánica.

¡Qué mal debe vivirse allí! dijo el senador.

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El y Desiioyers experimentaron una impresión de alegría animal, un regocijo egoísta, viéndose en lugar seguro, á varios metros debajo del suelo.

—Los alemanes van á tirar de un momento á otro —dijo en voz baja don Marcelo á su amigo.

El senador fué de la misma opinión. Indudablemente iban á contestar, entablándose un duelo de artillería.

Todas las baterías francesas habían abierto el fuego. La montaña tronaba incesantemente: se sucedían los ru¬ gidos de los proyectiles; el horizonte, todavía silencioso, se iba erizando de negras columnas salomónicas. Los dos reconocieron que se estaba muy bien en este refugio, se¬ mejante á un palco de teatro...

Alguien tocó en un hombro á Lacour. Era uno de los capitanes que les guiaban por el frente.

Vamos arriba dijo con sencillez . Hay que verde cerca cómo trabajan nuestros cañones. El espectáculo vale la pena.

¿Arriba?... El personaje quedó perplejo, asombrado, como si le propusiesen un viaje interplanetario. ¿Arriba, cuando los enemigos iban á contestar de un momento á otro?...

El capitán explicó que el subteniente Lacour estaba tal vez esperando á su padre. Habían avisado por telé¬ fono á su batería, emplazada á un kilómetro de distan¬ cia: debía aprovechar el tiempo para verle.

Subieron de nuevo á la luz por el boquete del subte¬ rráneo. El senador se había erguido majestuosamente.

«Van á tirar decía una voz en su interior ; van á contestar los enemigos.»

Pero se ajustó el chaqué como un manto trágico y siguió adelante, grave y solemne. Si aquellos hombres de guerra, adversarios del parlamentarismo, querían reir ocultamente de las emociones de un personaje civil, se llevaban chasco.

Desnoyers admiró la decisión con que el grande hombre se lanzaba fuera del subterráneo, lo mismo que si marchase contra el enemigo.

A los pocos pasos se desgarró la atmósfera en ondas tumultuosas. Los dos vacilaron sobre los pies, mientras zumbaban sus oídos y creían sentir en la nuca la im-

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l^resión de un golpe. Se les ocurrió al mismo tiempo que ya habían empezado á tirar los alemanes. Pero eran los suyos los que tiraban. Una vedija de humo surgió del bosque, á una docena de metros, disolviéndose ins¬ tantáneamente. Acababa de disparar una de las piezas de enorme calibre, oculta en el ramaje junto á ellos. Los capitanes dieron una explicación sin detener el paso. Tenían que seguir por delante de los cañones, sufriendo la violenta sonoridad de sus estampidos, para no aventu¬ rarse en el espacio descubierto, donde estaba el torreón del vigía. También ellos esperaban de un momento á otro la contestación de enfrente.

El que iba junto á don Marcelo le felicitó por la im¬ pavidez con que soportaba los cañonazos.

Mi amigo conoce eso dijo el senador con orgullo . Estuvo en la batalla del Mame.

Los dos militares apreciaron con alguna extrañeza la edad de Desnoy ers. ¿En qué lugar había estado? ¿A qué cuerpo pertenecía?...

Estuve de víctima dijo el aludido, modestamente.

Un oficial venía corriendo hacia ellos del lado del torreón, por el espacio desnudo de árboles. Repetidas veces agitó su kepis para que le viesen mejor. Lacour tembló por él. Podían distinguirle los enemigos; se ofre¬ cía como blanco al cortar imprudentemente el espacio descubierto, con el deseo de llegar antes. Y aún tembló más al verle de cerca... Era René.

Sus manos oprimieron con cierta extrañeza unas manos fuertes, nervudas. Vió el rostro de su hijo con los rasgos más acentuados, obscurecido por la pátina que da la existencia campestre. Un aire de resolución, de confianza en las propias fuerzas, parecía despren¬ derse de su persona. Seis meses de vida intensa le habían transformado. Era el mismo, pero con el pecho más am- pfiio, las muñecas más fuertes. Las facciones suaves y dulces de la madre se habían perdido bajo esta máscara varonil. Lacour reconoció con orgullo que ahora se pa¬ recía á él.

Después de los abrazos de saludo, René atendió á don Marcelo con más asiduidad que á su padre. Creía percibir en su persona algo del perfume de Chichi. Pre-

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guntó por ella: quería saber detalles de su vida, á pesar de la frecuencia con que llegaban sus cartas.

El senador, mientras tanto, conmovido por su re¬ ciente emoción, había tomado cierto aire oratorio al di¬ rigirse á su hijo. Improvisó un fragmento de discurso en honor de este soldado de la República que llevaba el glo¬ rioso nombre de Lacour, juzgando oportuno el momento para hacer conocer á aquellos militares profesionales los antecedentes de su familia.

Cumple tu deber, hijo mío. Los Lacour tienen tra¬ diciones guerreras. Acuérdate de nuestro abuelo, el co¬ misario de la Convención, que se cubrió de gloria en la defensa de Maguncia.

Mientras hablaba se habían puesto todos en marcha, doblando una punta del bosque para colocarse detrás de los cañones.

Aquí el estrépito era menos violento. Las grandes piezas, después de cada disparo, dejaban escapar por la recámara una nubecilla de humo semejante á la de una pipa. Los sargentos dictaban cifras comunicadas en voz baja por otro artillero que tenía en una oreja el auricu¬ lar del teléfono. Los sirvientes obedecían silenciosos en torno del cañón. Tocaban una ruedecita, y el monstruo elevaba su morro gris, lo movía á un lado ó á otro, con la expresión inteligente y la agilidad de una trompa de elefante. Al pie de la pieza más próxima se erguía, con el tirador en las manos, un artillero de cara impasible. Debía estar sordo. Su embrutecimiento facial delataba cierta autoridad. Para él, la vida no era mas que una serie de tirones y de truenos. Conocía su importancia. Era el servidor de la tormenta, el guardián del rayo.

¡Fuego! gritó el sargento.

Y el trueno estalló á su voz. Todo pareció temblar; pero acostumbrados los dos viajeros á oir los estampi¬ dos de las piezas por la parte de la boca, les pareció de segundo orden el estrépito presente.

Lacour iba á continuar su relato sobre el glorioso abuelo de la Convención, cuando algo extraordinario cortó su facundia.

Tiran dijo simplemente el artillero que ocupaba el teléfono.

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Los dos oficiales repitieron al senador esta noticia, transmitida por los vigías de la torre. ¿No había dicho él que los enemigos iban á contestar?... Obedeciendo al santo instinto de conservación y empujado al mismo tiempo por su hijo, se vio en un «abrigo» de la batería. No quiso agazaparse en el interior de la estrecha cueva. Permaneció junto á la entrada, con una curiosidad que se sobreponía á la inquietud.

Sintió venir al invisible proyectil á pesar del estré¬ pito de los cañones inmediatos. Percibía con rara sensi¬ bilidad su paso á través de la atmósfera por encima de los otros ruidos más potentes y cercanos. Era un gemido que ensanchaba su intensidad; un triángulo sonoro con el vértice en el horizonte, que se abría al avanzar, lle¬ nando todo el espacio. Luego ya no fué un gemido, fué un bronco estrépito formado por diversos choques y roces, semejantes al descenso de un tranvía eléctrico por una calle en cuesta, á la carrera de un tren que pasa ante una estación sin detenerse.

Le vió aparecer en forma de nube, agrandóse como si fuese á desplomarse sobre la batería. Sin saber cómo, se encontró en el fondo del «abrigo» y sus manos trope¬ zaron con el frío contacto de un montón de cilindros do acero alineados como botellas. Eran proyectiles.

«Si la «marmita» alemana pensó estallase sobre esta madriguera... ¡qué espantosa voladura!...»

Pero se tranquilizaba al considerar la solidez de la bóveda: vigas y sacos de tierra se sucedían en un espe¬ sor de varios metros. Quedó de pronto en absoluta obs¬ curidad. Otro se había refugiado en el «abrigo», obs¬ truyendo con su cuerpo la entrada de la luz: tal vez su amigo Desnoyers.

Pasó un año que en su reloj sólo representaba un se¬ gundo; luego pasó un siglo de igual duración... y al fin estalló el esperado trueno, temblando el «abrigo», pero con blandura, con sorda elasticidad, como si fuese de caucho. La explosión, á pesar de esto, vesultaba horri¬ ble. Otras explosiones menores, enroscadas, juguetonas y silbantes surgieron detrás de la primera. Con la ima¬ ginación dió forma Lacour á este cataclismo. Y vió una serpiente alada vomitando chispas y humo, una especie

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de monstruo wag-neriano, que al aplastarse contra el suelo abría sus entrañas, esparciendo miles de culebri¬ llas ígneas que lo cubrían todo con sus mortales retorci¬ mientos... El proyectil debía haber estallado muy cerca, tal vez en la misma plazoleta ocupada por la batería.

Salió del «abrigo» , esperando encontrar un espec¬ táculo horroroso de cadáveres despedazados, y vió á su hijo que sonreía encendiendo un cigarro y hablando con Desnoyers... ¡Nada! Los artilleros terminaban tranqui¬ lamente de cargar una pieza gruesa. Habían levantado los ojos un momento al pasar el proyectil enemigo, con¬ tinuando luego su trabajo.

Ha debido caer á unos trescientos metros dijo Kené tranquilamente.

El senador, espíritu impresionable, sintió de pronto una conñanza heroica. No valía la pena ocuparse tanto de la propia seguridad cuando los otros hombres, igua¬ les á él aunque fuesen vestidos de distinto modo , no parecían reconocer el peligro.

Y al pasar nuevos proyectiles, que iban á perderse en los bosques con estallidos de cráter, permaneció al lado de su liijo, sin otro signo de emoción que un leve estre¬ mecimiento en las piernas. Le parecía ahora que única¬ mente los proyectiles franceses, por ser «suyos», daban en el blanco y mataban. Los otros tenían la obligación de pasar por alto, perdiéndose lejos entre un estrépito inútil. Con tales ilusiones se fabrica el valor... «¿Y esto es todo?», parecían decir sus ojos.

Recordaba con cierta vergüenza su refugio en el «abrigo»; se reconocía capaz de vivir allí, lo mismo que René.

Sin embargo, los obuses alemanes eran cada vez más frecuentes. Ya no se perdían en el bosque; sus estallidos sonaban más cercanos. Los dos oñciales cruzaron sus miradas. Tenían el encargo de velar por la seguridad del ilustre visitante.

Esto se calienta dijo uno de ellos.

René, como si adivinase lo que pensaban, se dispuso á partir. «¡Adiós, papá!» Estaba haciendo falta en su batería. El senador intentó resistirse, quiso prolongar la entrevista, pero chocó con algo duro é inflexible que

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repelía toda su influencia. Un senador valía poco entre aquella gente acostumbrada á la disciplina.

¡Salud, hijo mío!... Mucha suerte... Acuérdate de quién eres.

Y el padre lloró al oprimirle entre sus brazos. La¬ mentaba en silencio la brevedad de la entrevista, pensó en los peligros que aguardaban á su único hijo al sepa¬ rarse de él.

Cuando René hubo desaparecido, los capitanes ini¬ ciaron la marcha del grupo. Se hacía tarde; debían lle¬ gar antes de anochecer á un determinado acantona¬ miento. Iban cuesta abajo, al abrigo de una arista de la montaña, viendo pasar muy altos los proyectiles ene¬ migos.

En una hondonada encontraron varios grupos de ca¬ ñones de 75. Estaban esparcidos en la arboleda, disimu¬ lados por montones de ramaje, como perros agazapados que ladraban asomando sus hocicos grises. Los grandes cañones rugían con intervalos de grave pausa. Estas jaurías de acero gritaban incesantemente, sin abrir el más leve paréntesis en su cólera ruidosa, igual al ras¬ gón de una tela que se parte sin fin. Las piezas eran muchas, los disparos vertiginosos, y las detonaciones se confundían en una sola, como las series de puntos se unen formando una línea compacta.

Los jefes, embriagados por el estrépito, daban sus ór¬ denes á gritos, agitaban los brazos paseando por detrás de las piezas. Los cañones se deslizaban sobre las cure¬ ñas inmóviles, avanzando y retrocediendo como pistolas automáticas. Cada disparo arrojaba la cápsula vacía, introduciendo al punto un nuevo proyectil en la recᬠmara humeante.

Se arremolinaba el aire á espaldas de las baterías con oleaje furioso. Lacour y su compañero recibían á cada tiro un golpe en el pecho, el violento contacto de una mano invisible que los empujaba hacia atrás. Te¬ nían que acompasar su respiración al ritmo de los dis¬ paros. Durante una centésima de segundo, entre la onda aérea barrida y la nueva onda que avanzaba, sus pe¬ chos experimentaban la angustia del vacío. Desnoyers admiró el ladrido de estos perros grises. Conocía bien

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sus mordeduras, que alcanzaban á muchos kilómetros. Aún se mantenían frescas en su pobre castillo.

A Lacour le pareció que las filas de cañones canta¬ ban algo monótono y feroz, como debieron ser los him¬ nos guerreros de la humanidad de los tiempos prehistó¬ ricos. Esta música de notas secas, ensordecedoras, deli¬ rantes, iba despertando en los dos algo que duerme en el fondo de todas las almas: el salvajismo de los remotos abuelos. El aire se caldeaba con olores acres, punzantes, bestialmente embriagadores. Los perfumes del explosivo llegaban hasta el cerebro por la boca, por las orejas, por los ojos.

Experimentaron el mismo enardecimiento de los di¬ rectores de las piezas que gritaban y braceaban en me¬ dio del trueno. Las cápsulas vacías iban formando una capa espesa detrás de los cañones. ¡Fuego!... ¡siempre fuego!

Hay que rociar bien gritaban los jefes . Haj^ que dar un buen riego al bosque donde están los boches.

Y las bocas de los 75 regaban sin interrupción, inun¬ dando de proyectiles la remota arboleda.

Enardecidos por esta actividad mortal, embriagados por la celeridad destructora, sometidos al vértigo de las horas rojas, Lacour y Desnoyers se vieron de pronto agitando sus sombreros, moviéndose de un lado á otro como si fuesen á bailar la danza sagrada de la muerte, gritando con la boca seca por el acre vapor de la pól¬ vora: «¡Viva... viva!»

El automóvil rodó toda la tarde, deteniéndose algu¬ nas veces en los caminos congestionados por el largo desfile de los convoyes. Pasaron á través de campos sin cultivar, con esqueletos de viviendas. Corrieron á lo largo de pueblos incendiados que no eran mas que una sucesión de fachadas negras con huecos abiertos sobre el vacío.

Ahora le toca á usted dijo el senador á Desno¬ yers . Vamos á ver á su hijo.

Se cruzaron á la caída de la tarde con numerosos grupos de infantería, soldados de luengas barbas y uni-

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formes azules descoloridos por la intemperie. Volvían de los atrincheramientos, llevando sobre la joroba de sus mochilas palas, picos y otros útiles para remover la tierra, que habían adquirido una importancia de armas de combate. Iban cubiertos de barro de cabeza á pies. Todos parecían viejos en plena juventud. Su alegría al volver al acantonamiento, después de una semana de trinchera , poblaba el silencio de la llanura con canciones acompañadas por el sordo choque de sus zapatos clave¬ teados. En el atardecer de color de violeta, el coro varo¬ nil iba esparciendo las estrofas aladas de la Alarsellesa ó las afirmaciones heroicas del Canto de partida.

Son los soldados de la Revolución decía entusias¬ mado el senador ; Francia ha vuelto á 1792.

Pasaron la noche en un pueblo medio arruinado, donde se había establecido la comandancia de una divi¬ sión. Los dos capitanes se despidieron. Otros se encarga¬ rían de guiarles en la mañana siguiente.

Se habían alojado en el «Hotel de la Sirena», edificio viejo con la fachada roída por los obuses. El dueño les mostró con orgullo una ventana rota que había tomado la forma de un cráter. Esta ventana hacía perder su im¬ portancia á la antigua muestra del establecimiento: una mujer de hierro con cola de pescado. Como Desnoyers ocupaba la habitación inmediata á la que había recibido el proyectil, el hotelero quiso enseñársela antes de que se acostase.

Todo roto: paredes, suelo, techo. Los muebles hechos astillas en los rincones; harapos de floreado papel col¬ gando de las paredes. Por un agujero enorme se veían las estrellas v entraba el frío de la noche. El dueño hizo constar que este destrozo no era obra de los alemanes. Los había causado un proyectil de 75 al ser repelidos los invasores fuera del pueblo. Y sonreía con patriótico or¬ gullo ante la destrucción, repitiendo:

Es obra de los nuestros. ¿Qué le parece cómo trabaja el 75?... ¿Qué dice usted de esto?...

A pesar de la fatiga del viaje, don Marcelo durmió mal, agitado por el pensamiento de que su hijo estaba á corta distancia.

Una hora después del amanecer salieron del pueblo

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en automóvil, guiados por otro oficial. A los dos lados del camino vieron campamentos y campamentos. Deja¬ ron atrás los parques de municiones; pasaron la tercera línea de tropas; luego la segunda. Miles y miles de hombres se habían instalado en pleno campo, improvi¬ sando sus viviendas. Este hormigueo varonil recorda¬ ba, con su variedad de uniformes y razas, las grandes invasiones de la Historia. No era un pueblo en marcha: el éxodo de un pueblo lleva tras de él mujeres y ni¬ ños. Aquí sólo se veían hombres, hombres por todas partes.

Todos los géneros de habitación discurridos por la humanidad, á partir de la caverna, eran utilizados en estas aglomeraciones militares. Las cuevas y canteras servían de cuarteles. Unas chozas recordaban el rancho americano; otras, cónicas y prolongadas, imitaban al gurM de Africa. Muchos de los soldados procedían de las colonias; algunos habían vivido como negociantes en países del Nuevo Mundo, y al tener que improvisar una casa más estable que la tienda de lona, apelaban á sus recuerdos, imitando la arquitectura de las tribus con las que estuvieron en contacto . Además , en esta masa de combatientes había tiradores marroquíes, negros y asiᬠticos, que parecían crecerse lejos de las ciudades, adqui¬ riendo á campo raso una superioridad que los convertía en maestros de los civilizados.

Junto á los arroyos aleteaban ropas blancas puestas á secar. Filas de hombres despechugados hacían frente al fresco de la mañana, inclinándose sobre la lámina acuática para lavarse con ruidosas abluciones seguidas de enérgicos restrieg’os... En un puente escribía un sol¬ dado, empleando como mesa el parapeto... Los cocine¬ ros se movían en torno de las ollas humeantes. Un tufi¬ llo grasiento de sopa matinal iba esparciéndose entre los perfumes resinosos de los árboles y el olor de la tierra mojada.

Largos barracones de madera y cinc -servían á la caballería y la artillería para guardar el ganado y el material. Los soldados limpiaban y herraban al aire li¬ bre los caballos, lucios y gordos. La guerra de trinche¬ ras mantenía á éstos en plácida obesidad.

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—¡Si hubiesen estado así en la batalla del Mame!... dijo Desnoyers á su amigo.

Ahora la caballada vivía en interminable descanso. Sus jinetes combatían á pie, haciendo fuego en las trin¬ cheras. Las bestias se hinchaban en una tranquilidad conventual, y había que sacarlas de paseo para que no enfermasen ante el pesebre repleto.

Se destacaron sobre la llanura, como libélulas grises, varios aeroplanos dispuestos á volar. Muchos hombres se agrupaban en torno de ellos. Los campesinos con¬ vertidos en soldados consideraban con admiración al camarada encargado del manejo de estas máquinas. Veían en su persona el mismo poder de los brujos vene¬ rados y temidos en los cuentos de la aldea.

Don Marcelo se fijó en la transformación general del uniforme de los franceses. Todos iban vestidos de azul grisáceo de cabeza á pies. Los pantalones de grana, los kepis rojos que había visto en las jornadas del Mame, ya no existían. Los hombres que transitaban por los ca¬ minos eran militares. Todos los vehículos, hasta las ca¬ rretas de bueyes, iban guiados por un soldado.

Se detuvo de pronto el automóvil junto á unas casas arruinadas y ennegrecidas por el incendio.

Ya hemos llegado dijo el oficial . Ahora habrá que caminar un poco.

El senador y su amigo empezaron á marchar por la carretera.

Por ahí no volvió á decir el guía . Ese camino es nocivo para la salud. Hay que librarse de las corrientes de aire.

Explicó que los alemanes tenían sus cañones y atrin¬ cheramientos al final de esta carretera, que descendía por una depresión del terreno y remontaba en el hori¬ zonte su cinta blanca entre dos filas de árboles y casas quemadas. La mañana lívida, con su esfumamiento bru¬ moso, les ponía á cubierto del fuego enemigo. En un día de sol, la llegada del automóvil habría sido saludada con un obús. «Esta guerra es así terminó diciendo ; se aproxima uno á la muerte sin verla.»

Se acordaron los dos de las recomendaciones del ge¬ neral que los había tenido el día antes á su mesa. «Mu-

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cho cuidado: la guerra de trinclieras es traidora.» Vie¬ ron ante ellos el inmenso campo sin una persona, pero con su aspecto ordinario. Era el campo en domingo, cuando los trabajadores están en sus casas y el suelo parece reconcentrarse en silenciosa meditación. Se veían objetos informes abandonados en la llanura, como los instrumentos agrícolas en días de asueto. Tal vez eran automóviles rotos, armones de artillería destrozados por la explosión de su carga.

Por aquí dijo el oficial, al que se habían agregado cuatro soldados para llevar á hombros varios sacos y pa¬ quetes traídos por Desnoy ers en el techo del automóvil.

Avanzaron en fila á lo largo de un muro de ladrillos ennegrecidos, siguiendo un camino descendente. A los pocos pasos la superficie del suelo estaba á la altura de sus rodillas; más allá les alcanzaba al talle; luego á los hombros; y así se hundieron en la tierra, viendo única¬ mente sobre sus cabezas una estrecha faja de cielo.

Estaban en pleno campo. Habían dejado á sus espal¬ das el grupo de ruinas que ocultaba la entrada del ca¬ mino. Marchaban de un modo absurdo, como si aborre¬ ciesen la línea recta, en zigzag, en curvas, en ángulos. Otros senderos no menos complicados partían de esta zanja, que era la avenida central de una inmensa urbe subterránea. Caminaban... caminaban. Transcurrió un cuarto de hora, media hora, una hora entera. Lacour y su amigo pensaban con nostalgia en las carreteras flan¬ queadas de árboles, en la marcha al aire libre, viendo el cielo y los campos. No daban veinte pasos seguidos en la misma dirección. El oficial, que marchaba delante, desaparecía á cada momento en una revuelta. Los que iban detrás jadeaban y hablaban invisibles, teniendo que apresurar el paso para no perderse. De vez en cuando hacían alto para reconcentrarse y contarse, por miedo á que alguien se hubiese extraviado en una galería trans¬ versal. El suelo era resbaladizo. En algunos lugares había un barro casi líquido, blanco y corrosivo, seme¬ jante al que chorrea de los andamios de una casa en construcción.

El eco de sus pasos, el roce de sus hombros, despren¬ día terrones y guijarros de los dos taludes. De tarde en

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tarde subía el zanjón, y los caminantes subían con él. Bastaba un pequeño esfuerzo para ver por encima de los montones de tierra. Pero lo que veían eran campos in¬ cultos, alambrados con postes en cruz, el mismo aspecto de llanura que descansa, falta de habitantes. Sabía por experiencia el oficial lo que costaba muchas veces esta curiosidad, y no les permitía prolongarla: «Adelante, adelante.»

Llevaban hora y media caminando. Los dos viajeros empezaron á sentir la fatiga y la desorientación de esta marcha en zigzag. No sabían ya si avanzaban ó retro¬ cedían. Las rudas pendientes, las continuas revueltas, produjeron en ellos un principio de vértigo.

¿Falta mucho para llegar? preguntó el senador.

Allí dijo el oficial, señalando por encima de los montones de tierra.

Allí era un campanario en ruinas y varias casas quemadas que se veían á lo lejos: los restos de un pueblo tomado y perdido varias veces por unos y otros.

El mismo trayecto lo habrían hecho sobre la corteza terrestre en media hora marchando en línea recta. A los ángulos del camino subterráneo, preparados para impe¬ dir un avance del enemigo, había que añadir los obs¬ táculos de la fortificación de campaña: túneles cortados por verjas, jaulones de alambre que estaban suspen¬ didos, pero al caer obstruían el zanjón, pudiendo los defensores hacer fuego á través de su enrejado.

Empezaron á encontrar soldados con fardos y cubos de agua. Se perdían en la tortuosidad de los senderos transversales. Algunos, sentados en un montón de ma¬ deros, sonreían leyendo un pequeño periódico redactado en las trincheras.

Se notaban en el camino los mismos indicios que de¬ nuncian sobre la superficie de la tierra la proximidad de una población. Se apartaban los soldados para abrir paso á la comitiva; asomaban caras barbudas y curio¬ sas en los callejones. Sonaba á lo lejos un estrépito de ruidos secos, como si al final de la vía tortuosa existiese un polígono de tiro ó se ejercitase un grupo de cazado¬ res en derribar palomas.

La mañana continuaba nebulosa y glacial. A pesar

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del ambiente húmedo, im moscardón de zumbido pega¬ joso cruzó varias veces sobre los dos visitantes.

Balas dijo lacónicamente el oficial.

Desnoyers había hundido un poco su cabeza entre los hombros. Conocía perfectamente este ruido de in¬ secto. El senador marchó más aprisa: ya no sentía can¬ sancio.

Se vieron ante un teniente coronel que los recibió como un ingeniero que enseña sus talleres, como un oficial de marina que muestra las baterías y torres de su acorazado. Era el jefe del batallón que ocupaba este sector de las trincheras. Don Marcelo le miró con interés al pensar que su hijo estaba bajo sus órdenes.

Esto es lo mismo que un buque dijo luego de sa¬ ludarles.

Los dos amigos reconocieron que las fortificaciones subterráneas tenían cierta semejanza con las entrañas de un navio. Pasaron de trinchera en trinchera. Eran las de última línea, las más antiguas: galerías obscuras en las que sólo entraban hilillos de luz á través de las aspilleras y las ventanas amplias y bajas de las ametra¬ lladoras. La larga línea de defensa formaba un túnel cortado por breves espacios descubiertos. Se iba sal¬ tando de la luz á la obscuridad y de la obscuridad á la luz con una rudeza visual que fatigaba los ojos. En los espacios abiertos el suelo era más alto. Había banquetas de tablas empotradas en los taludes para que los obser¬ vadores pudiesen sacar la cabeza ó examinar el paisaje valiéndose del periscopio. Los espacios cerrados servían á la vez de baterías y dormitorios.

Estos acuartelamientos habían sido al principio trin¬ cheras descubiertas, iguales á las de primera línea. Al repeler al enemigo y ganar terreno, los combatientes, que llevaban en ellas todo un invierno, habían buscado instalarse con la mayor comodidad. Sobre las zanjas al aire libre habían atravesado vigas de las casas arrui¬ nadas; sobre las vigas tablones, puertas, ventanas, y encima del maderaje varias filas de sacos de tierra. Estos sacos estaban cubiertos por una capa de humus de

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la que brotaban hierbas, dando al lomo de la trincliei’a una placidez verde y pastoril. Las bóvedas de ocasión resistían la caída de los obuses, que se enterraban en ellas sin causar grandes daños. Cuando un estallido las quebrantaba demasiado, los trogloditas salían de noche, como hormigas desveladas, recomponiendo ágilmente el «tejado» de su vivienda.

Todo aparecía limpio, con la pulcritud ruda y algo torpe que pueden conseguir los hombres cuando viven lejos de las mujeres y entregados á sus propios recursos. Estas galerías tenían algo de claustro de monasterio, de cuadra de presidio, de entrepuente de acorazado. Su piso era medio metro más bajo que el de los espacios des¬ cubiertos que unían á unas trincheras con otras. Para que los oficiales pudiesen avanzar sin bajadas y subidas, unos tablones formando andamio estaban tendidos de puerta á puerta.

Al ver los soldados al jefe se formaban en fila. Sus cabezas quedaban al nivel del talle de los que iban pa¬ sando por los tablones. Desnoyers miró con avidez á todos estos hombres. ¿Dónde estaría Julio?

Se fijó en la fisonomía especial de los diversos reduc¬ tos. Todos parecían iguales en su construcción, pero los ocupantes los habían modificado con sus adornos. La cara exterior era siempre la misma, cortada por aspi¬ lleras en las que había fusiles apuntados hacia el ene- migo y por ventanas de ametralladoras. Los vigías, de pie junto á estas aberturas, espiaban el campo solitario, como los marinos de cuarto exploran el mar desde el puente. En las caras interiores estaban los armeros y los dormitorios: tres filas de literas hechas con tablas, iguales á los lechos de los hombres de mar. El deseo de ornato artístico que sienten las almas simples había em¬ bellecido los subterráneos. Cada soldado tenía un museo formado con láminas de periódicos y postales de colo¬ res. Retratos de comediantas y bailarinas sonreían con su boca pintada en el charolado cartón, alegrando el ambiente casto del reducto.

Don Marcelo sintió impaciencia al ver tantos cente¬ nares de hombres sin encontrar entre ellos á su hijo. El senador, avisado por sus ojeadas, habló al jefe, que le

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precedía con grandes muestras de deferencia. Este hizo un esfuerzo de memoria para recordar quién era Julio Desnoyers. Pero su duda fuó corta. Se acordó de las hazañas del sargento.

Un excelente soldado dijo ; van á llamarlo in¬ mediatamente, señor senador... Está de servicio con su sección en las trincheras de primera línea.

El padre, impaciente por verle, propuso que los lle¬ vasen á ellos á este sitio avanzado; pero su petición hizo sonreír al jefe y á los otros militares. No eran para visi¬ tas de paisanos estas zanjas descubiertas, á cien metros, á cincuenta metros del enemigo, sin otra defensa que alambrados y sacos de tierra. El barro resultaba perpe¬ tuo en ellas; había que arrastrarse, expuestos á recibir un balazo, sintiendo caer en la espalda la tierra levan¬ tada por los proyectiles. Sólo los combatientes podían frecuentar estas obras avanzadas.

Siempre hay peligro continuó el jefe , siempre hay tiroteo... ¿Oye usted cómo tiran?

Desnoyers percibió, efectivamente, un crepitamiento lejano, en el que no se había fijado hasta entonces. Expe¬ rimentó una sensación de angustia al pensar que su hijo estaba allí, donde sonaba la fusilería. Se le aparecieron con todo el relieve de la realidad los peligros que le ro¬ deaban diariamente. ¿Si moriría en aquellos momentos, antes de que él pudiese verle?...

Transcurrió el tiempo para don Marcelo con una des¬ esperante lentitud. Pensó que el mensajero que había salido con el aviso para la trinchera avanzada no lle¬ garía nunca. Apenas se fijó en las dependencias que les iba mostrando el jefe:* piezas subterráneas que servían á los soldados de gabinetes de aseo y desaseo; salas de baño de una instalación primitiva; una cueva con un rótulo: «Café de la Victoria»; otra cueva con un letrero: «Teatro»... Lacour se interesaba por todo esto, celebran¬ do la alegría francesa, que ríe y canta ante el peligro. Su amigo continuaba pensando en Julio. ¿Cuándo le en¬ contraría?...

Se detuvieron junto á una ventana de ametrallado¬ ra, manteniéndose, por recomendación de los militares, á ambos lados de la hendidura horizontal, ocultando el

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cuerpo, avanzando la cabeza prudentemente para mirar con un solo ojo. Vieron una profunda excavación y el borde opuesto del suelo. A corta distancia, varias filas de equis de madera unidas por hilos de púas que for¬ maban un alambrado compacto. Cien metros más allá, un seg’undo alambrado. Keinaba un silencio profundo, un silencio de absoluta soledad, como si el mundo estu¬ viese dormido.

Ahí están los boches dijo el comandante con voz apagada.

¿Dónde? preguntó el senador esforzándose por ver.

Indicó el jefe el segundo alambrado, que Lacour y su amigo creían perteneciente á los franceses. Era de la trinchera alemana.

Estamos á cien metros de ellos continuó ; pero hace tiempo que no atacan por este lado.

Los dos experimentaron cierta emoción al pensar que el enemigo estaba á tan corta distancia, oculto en el suelo, en una invisibilidad misteriosa que aún le hacía más temible. ¡Si surgiese de pronto con la bayoneta ca¬ lada, con la granada de mano, los líquidos incendiarios y las bombas asfixiantes para asaltar el reducto!...

Desde esta ventana percibieron con más intensidad el tiroteo de la primera línea. Los disparos parecían aproximarse. El comandante les hizo abandonar ruda¬ mente su observatorio: temía que se generalizase el fuego, llegando hasta allí. Los soldados, sin recibir ór¬ denes, con la prontitud de la costumbre, se habían apro¬ ximado á sus fusiles, que estaban en posición horizontal asomando por las aspilleras.

Otra vez los visitantes marcharon uno tras de otro. Descendieron á cuevas que eran antiguas bodegas de casas desaparecidas. Los oficiales se habían instalado en estos antros, utilizando todos los residuos de la des¬ trucción. Una puerta de calle sobre dos caballetes de troncos era una mesa. Las bóvedas y paredes estaban tapizadas con cretona de los almacenes de París. Foto¬ grafías de mujeres y niños adornaban las paredes en¬ tre el brillo niquelado de aparatos telegráficos y tele¬ fónicos.

Desnoyers vió sobre una puerta un Cristo de marfil

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amarillento por los años, tal vez por los siglos: una imagen heredada de generación en generación, que de¬ bía haber presenciado muchas agonías... En otra cueva encontró, en lugar ostensible, una herradura de siete agujeros. Las creencias religiosas extendían sus alas con toda amplitud en este ambiente de peligro y de muerte, y al mismo tiempo adquirían nuevo valor las supersticiones más grotescas, sin que nadie osase reir de ellas.

Al salir de uno de los subterráneos, en mitad de un espacio descubierto, encontró á su hijo. Supo que era él por el gesto indicador del jefe, porque un militar avan¬ zaba sonriente, tendiéndole las manos. El instinto de la paternidad, del que había hablado tantas veces como de algo infalible, no le avisó en la presente ocasión. ¿Cómo podía reconocer á Julio en este sargento cuyos pies eran dos bolas de tierra mojada, con un capote descolorido y de bordes deshilachados, lleno de barro hasta los hombros, oliendo á paño húmedo y á correa?... Después del primer abrazo, echó la cabeza atrás para contemplarle, sin desprenderse de él. Su palidez mo¬ rena había adquirido un tono bronceado. Llevaba la barba crecida, una barba negra y rizosa. Don Marcelo se acordó de su suegro. El centauro Madariaga se reco¬ nocería indudablemente en este guerrero endurecido por la vida al aire libre. Lamentó en el primer momento su aspecto sucio y fatigado; luego volvió á encontrarle más hermoso, más interesante que en sus épocas de gloria mundana.

¿Qué necesitas?... ¿Qué deseas?

Su voz temblaba de ternura. Habló al combatiente tostado y robusto con la misma entonación que usaba veinte años antes, cuando se detenía ante los escapara¬ tes de Buenos Aires llevando á un niño de la mano.

¿Quieres dinero?...

Había traído una cantidad importante para entre¬ garla á su hijo. Pero el militar hizo un gesto de indife¬ rencia, como si le ofreciese un juguete. Nunca había sido tan rico como en el momento presente. Tenía mucho di¬ nero en París y no sabía qué hacer de él: de nada le servía.

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7. BLASCO IBANEZ

Envíeme cigarros... Son para y para los cama- radas.

Recibía grandes paquetes de su madre llenos de ví¬ veres escogidos, de tabaco, de ropas. Pero él no guar¬ daba nada; todo era poco para atender á sus compañe¬ ros, hijos de familias pobres ó que estaban solos en el mundo. Su muniñcencia se había extendido desde su grupo á la compañía, y de ésta á todo el batallón. Don Marcelo adivinó una popularidad simpática en las mi¬ radas y sonrisas de los soldados que pasaban junto á ellos. Era el hijo generoso de un millonario. Y esta po¬ pularidad le acarició á él igualmente al circular la no¬ ticia de que había llegado el padre del sargento Desno- yers, un potentado que poseía fabulosas riquezas al otro lado del mar.

He adivinado tus deseos continuó el viejo.

Y buscaba con la vista los sacos traídos desde el au¬ tomóvil por las tortuosidades del camino subterráneo.

Todas las hazañas de su hijo ensalzadas y ampliíi- cadas por Argensola desfilaban ahora por su memoria. Tenía al héroe ante sus ojos.

¿Estás contento?... ¿No te arrepientes de tu deci¬ sión?...

Sí; estoy contento, papá... muy contento.

Julio habló sin jactancia, modestamente. Su vida era dura, pero igual á la de millones de hombres. En su sección, que sólo se componía de unas docenas de sol¬ dados, los había superiores á él por la inteligencia, por sus estudios, por su carácter. Y todos sobrellevaban ani¬ mosamente la ruda prueba, experimentando la satisfac¬ ción del deber cumplido. Además, el peligro en común servía para desarrollar las más nobles virtudes de los hombres. Nunca en tiempo de paz había sabido como ahora lo que era el compañerismo. ¡Qué sacrificios tan hermosos había presenciado!

Cuando esto termine, los hombres serán mejores... más generosos. Los que queden con vida podrán hacer grandes cosas.

Sí; estaba contento. Por primera vez paladeaba el goce de considerarse útil, la convicción de que servía para algo, de que su paso por el mundo no resiilfana

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infructuoso. Se acordaba con lástima de aquel Desnoyers que no sabía cómo ocupar el vacío de su existencia y lo rellenaba con toda clase de frivolidades. Ahora tenía obligaciones que absorbían todas sus fuerzas; colabo¬ raba en la formación del porvenir, era un hombre.

Estoy contento repitió.

El padre lo creía. Pero en un rincón de su mirada franca se imaginó ver algo doloroso, un recuerdo tal vez del pasado que persistía entre las emociones del pre¬ sente. Cruzó por su memoria la gentil ftgura de la señora Laurier. Adivinó que su hijo aún se acordaba de ella. «¡Y no i^oder traérsela!...» El padre rígido del año ante¬ rior se contempló con asombro al formular mentalmente este deseo inmoral.

Pasaron un" cuarto de hora sin soltarse las manos, mirándose en los ojos. Julio preguntó por su madre y por Chichi. Recibía cartas de ellas con frecuencia, pero esto no bastaba á su curiosidad. Rió al conocer la vida amplia y abundante de Argensola. Estas noticias que le alegraban venían d.e un mundo que sólo estaba á cien kilómetros en línea recta, pero tan lejano... ¡tan lejano!

De pronto notó el padre que le oía con menos aten¬ ción. Sus sentidos, aguzados por una vida de alarmas y asechanzas, parecían apartarse de allí, atraídos por el tiroteo. Ya no eran disparos aislados. Se unían, for¬ mando un crepitam'iento continuo.

Apareció el senador, que se había alejado para que el padre y el hijo hablasen con más libertad.

Nos echan de aquí, amigo mío. No tenemos suerte en nuestras visitas.

Ya no pasaban soldados. Todos habían acudido á ocupar sus puestos, como en un buque que se prepara al combate. Julio tomó su fusil, que había dejado contra el talud. En el mismo instante saltó un poco de polvo encima de la cabeza de su padre; se formó un pequeño agujero en la tierra.

Pronto, lejos de aquí dijo empujando á don Mar¬ celo.

En el interior de una trinchera cubierta fué la des¬ pedida, breve, nerviosa: «Adiós, papá.» Un beso y le

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volvió la esi^alda. Deseaba correr cnanto antes al lado de los suyos.

Se había generalizado el fuego en toda la línea. Los soldados disparaban serenamente, como si cumpliesen una función ordinaria. Era un combate que surgía todos los días, sin saber ciertamente quién lo había iniciado, como una consecuencia del emplazamiento de dos masas armadas á corta distancia, frente á frente. El jefe del batallón abandonó á sus visitantes temiendo una inten¬ tona de ataque.

Otra vez el oficial encargado de guiarles se puso á la cabeza de la fila y empezaron á desandar el camino tortuoso y resbaladizo.

El señor Desnoyers marchaba con la cabeza baja, colérico por esta intervención del enemigo que había cortado su dicha.

Ante sus ojos revoloteaba la mirada de Julio, su barba negra y rizosa, que era para él la mayor novedad del viaje. Oía su voz grave de hombre que ha encontra¬ do un nuevo sentido á la vida.

Estoy contento, papá... estoy contento.

El tiroteo, cada vez más lejano, le producía una do- lorosa inquietud. Luego sintió una fe instintiva, absur¬ da, firmísima. Veía á su hijo hermoso é inmortal como un dios. Tenía el presentimiento de que su vida saldría intacta de todos los peligros. Que muriesen otros era natural: ¡pero Julio!...

Mientras caminaba, alejándose de él, la esperanza parecía cantar en su oído. Y como un eco de sus g’ratas afirmaciones, el padre repitió mentalmente:

No hay quien le mate. Me lo anuncia el corazón, que nunca me engaña... ¡No hay quien le mate!

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 375

IV

NO HAY Q.UIEN LE xMATE

Cuatro meses después, la confianza de don Marcelo sufrió un rudo golpe. Julio estaba herido. Pero al mis¬ mo tiempo que recibía la noticia con un retraso lamen¬ table, Lacour le tranquilizó con sus averiguaciones en el Ministerio de la Guerra. El sargento Desnoyers era sub¬ teniente, su herida estaba casi curada, y gracias á las gestiones del senador vendría á pasar una quincena de convalecencia al lado de su familia.

Un valiente, amigo mío terminó diciendo el per¬ sonaje . He leído lo que dicen de él sus jefes. Al frente de su pelotón atacó á una compañía alemana; mató por su mano al capitán; hizo no cuántas hazañas más... Le han dado la Medalla Militar, lo han hecho oficial... Un verdadero héroe.

Y el padre, llorando de emoción, movía la cabeza temblorosamente, cada vez más envejecido y más entu¬ siasta. Se arrepintió de su falta de fe en los primeros momentos, al recibir la noticia de la herida. Casi había creído que su hijo podía morir. ¡Un absurdo!... A Julio no había quien lo matase; se lo afirmaba el corazón.

Le vió entrar un día en su casa, entre gritos y espas¬ mos de las mujeres. La pobre doña Luisa lloraba abra¬ zada á él, colgándose de su cuello con estertores de emo¬ ción. Chichi le contempló grave y reflexiva, colocando la mitad de su pensamiento en el recién llegado, mien¬ tras el resto volaba lejos, en busca de otro combatiente. Las doncellas cobrizas se disputaron la abertura de un cortinaje, pasando por este hueco sus curiosas miradas de antílope.

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V. BLASCO IBANEZ

El padre admiró el pequeño retazo de oro en las bo¬ camangas del capotón gris con los faldones abrochados atrás, examinando después el casco azul obscuro de bor¬ des planos adoptado por los franceses para la guerra de trincheras. El kepis tradicional había desaparecido. Un airoso capacete, semejante al de los arcabuceros de los tercios españoles, sombreaba el rostro de Julio. Se fijó igualmente en su barba corta y bien cuidada, distinta de la que él había visto en las trincheras. Iba limpio y acicalado por su reciente salida del hospital.

¿No es verdad que se me parece? dijo el viejo con orgullo.

Doña Luisa protestó, con la intransigencia que mues¬ tran las madres en materia de semejanzas.

—Siempre ha sido tu vivo retrato.

Al verle sano y alegre, toda la familia experimentó una repentina inquietud. Deseaban examinar su herida para convencerse de que no corría ningún peligro.

¡Si no es nada! protestó el subteniente . Un ba¬ lazo en un hombro. Los médicos temieron que perdiese el brazo izquierdo; pero todo ha quedado bien... No hay que acordarse.

Chichi revisó á Julio con los ojos, de pies á cabeza, descubriendo inmediatamente los detalles de su elegan¬ cia militar. El capote estaba rapado y sucio, las polainas arañadas, olía á paño sudado, á cuero, á tabaco fuerte; pero en una muñeca llevaba un reloj de platino y en la otra la medalla de identidad sujeta con una cadena de oro. Siempre había admirado al hermano por su buen gusto ingénito, y guardó en su memoria estos detalles para comunicarlos por escrito á Eené. Luego pensó en la conveniencia de sorprender á mamá con una de¬ manda de empréstito para hacer por su cuenta un en¬ vío al artillero.

Don Marcelo contemplaba ante él quince días de satisfacción y de gloria. El subteniente Desnoyers no pudo salir solo á la calle. El padre rondaba por el reci¬ bimiento ante el casco que se exhibía en el perchero con un fulgor modesto y glorioso. Apenas Julio lo colocaba en su cabeza, surgía su progenitor, con sombrero y bas¬ tón, dispuesto á salir igualmente.

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 377

¿Me permites que te acompañe?... ¿No te molesto?

Lo decía con'“tal humildad, con un deseo tan vehe¬ mente de ver admitido el ruego, que el hijo no osaba repeler su acompañamiento. Para callejear con Argén- sola tenía que escurrirse por la escalera de servicio y valerse de otras astucias de colegial.

Nunca el señor Desnoy ers había marchado tan satis¬ fecho por las calles de París como al lado de este moce- tón con su capote de gloriosa vejez y el pecho realzado por dos condecoraciones: la Cruz de Guerra y la Meda¬ lla Militar. Era un héroe, y este héroe era su hijo. Las miradas simpáticas del público en los tranvías y en el ferrocarril subterráneo las aceptaba como un homenaje para ambos. Las ojeadas interesantes que las mujeres lanzaban al buen mozo le producían cierto cosquilleo de vanidad é inquietud. Todos los militares que encon¬ traba, por más galones y cruces que ostentasen, le pare¬ cían «emboscados» indignos de compararse con Julio. Los heridos que descendían de los coches apoyándose en palos y muletas le inspiraban un sentimiento de lás¬ tima humillante para ellos. ¡Desgraciados!... No tenían la suerte de su hijo. A éste no había quien lo matase, y cuando por casualidad recibía una herida, sus vestigios se borraban acto seguido, sin detrimento de la gallardía de su persona.

Algunas veces, especialmente por la noche, mostraba una inesperada magnanimidad, dejando que Julio sa¬ liese solo. Se acordaba de su juventud triunfadora en amores, que tantos éxitos había conseguido antes de la guerra. ¡Qué no obtendría ahora con su prestigio de sol¬ dado valeroso!... Paseando por su dormitorio antes de acostarse, se imaginaba al héroe en la amable compa¬ ñía de una gran dama. Sólo una celebridad femenina era digna de él; su orgullo paternal no aceptaba me¬ nos... Y nunca se le podía ocurrir que Julio estaba con Argensola en un music-liaU, en un cinematógrafo, go¬ zando de las monótonas y simples diversiones del París ensombrecido por la guerra, con la simplicidad de gus¬ tos de un subteniente, y que en punto á éxitos amorosos su buena fortuna no iba más allá de la renovación de algunas amistades antiguas.

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V. BLASCO IBANEZ

Una tarde, cuando marchaba á su ]ado por los Cam¬ pos Elíseos, se estremeció viendo á una dama que venía en dirección contraria. Era la señora Laurier... ¿La re¬ conocería Julio? Creyó percibir que éste se tornaba pᬠlido, volviendo los ojos hacia otras personas con afec¬ tada distracción. Ella siguió adelante, erguida, indife¬ rente. El viejo casi se irritó ante tal frialdad. ¡Pasar junto á su hijo sin que el instinto le avisase su presen¬ cia! ¡Ah, las mujeres!... Volvió la cabeza para seguirla, pero inmediatamente tuvo que desistir de su atisbo. Ha¬ bía sorprendido á Margarita inmóvil detrás de ellos, con la palidez de la sorpresa, fijando una mirada profunda en el militar que se alejaba. Don Marcelo creyó leer en sus ojos la admiración, el amor, todo un pasado que resurgía de pronto en su memoria. ¡Pobre mujer!... Sin¬ tió por ella un cariño paternal, como si fuese la esposa de Julio. Su amigo Lacour había vuelto á hablarle del matrimonio Laurier. Sabía que Margarita iba á ser madre. Y el viejo, sin tener en cuenta la reconciliación de los esposos ni el paso del tiempo, se sintió emocio¬ nado por esta maternidad como si su hijo hubiese inter¬ venido en ella.

Mientras tanto, Julio seguía marchando, sin volver la cabeza, sin enterarse de esta mirada fija en su dorso, pálido y canturreando para disimular su emoción. Y nunca supo nada. Siguió creyendo que Margarita había pasado junto á él sin conocerle, pues el viejo guardó si¬ lencio.

Una de las preocupaciones de don Marcelo era conse¬ guir que su hijo relatase el encuentro de guerra en que había sido herido. No llegaba visitante á su casa para ver al subteniente, sin que el viejo dejase de formular la misma petición:

Cuéntanos cómo te hirieron... Explica cómo mataste al capitán alemán.

Julio se excusaba con visible molestia. Ya estaba harto de su propia historia. Por complacer á su padre había hecho el relato ante el senador, ante Argensola y Tchernoff en su estudio, ante otros amigos de la familia que habían venido á verle... No podía más.

Y era el padre el que acometía la narración por su

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 379

propia cuenta, dándole el relieve y los detalles de un hecho visto por sus propios ojos.

Había que apoderarse de las ruinas de una refinería de azúcar enfrente de la trinchera. Los alemanes ha¬ bían sido expulsados por el cañoneo francés. Era nece¬ sario un reconocimiento g’uiado por un hombre seguro. Y los jefes habían designado, como siempre, al sargento Desnoy eres.

Al romper el día, el pelotón había avanzado cautelo¬ samente, sin encontrar obstáculo. Los soldados se espar¬ cieron por las ruinas. Julio fué solo hasta el final de ellas, con el propósito de examinar las posiciones del enemigo, cuando al dar vuelta á un ángulo de pared tuvo el más inesperado de los encuentros. Un capitán alemán estaba frente á él. Casi habían chocado al doblar la esquina. Se miraron en los ojos, con más sorpresa que odio, al mis¬ mo tiempo que buscaban matarse por instinto, procu¬ rando cada uno g'anar al otro en velocidad. El capitán había soltado la carta del país que llevaba en las ma¬ nos. Su diestra buscó el revólver, forcejeando por sa¬ carlo de la funda, sin apartar un instante su mirada del enemigo. Luego desistió, con la convicción de que este movimiento era inútil. Demasiado tarde. Sus ojos, des¬ mesuradamente abiertos por la proximidad de la muer¬ te, siguieron fijos en el francés. Este se había echado el fusil á la cara. Un tiro casi á quemarropa... y el alemán cayó redondo.

Sólo entonces se fijó en el ordenanza del capitán, que marchaba algunos pasos detrás de éste. El soldado dis¬ paró su fusil contra Desnoy ers, hiriéndole en un hom¬ bro. Acudieron los franceses, mmtando al ordenanza. Luego cruzaron un vivo fuego con la compañía ene¬ miga, que había hecho alto más allá mientras su jefe exploraba el terreno. Julio, á pesar de la herida, conti¬ nuó al frente de su sección, defendiendo la fábrica con¬ tra fuerzas superiores, hasta que al fin llegaron auxi¬ lios y el terreno quedó definitivamente en poder de los franceses.

¿No fué así, hijo mío? terminaba don Marcelo.

El hijo asentía, deseoso de que acabase cuanto antes un relato molesto por su persistencia. Sí; así había sido.

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V. BLASCO IBAÑEZ

Pero lo que ignoraba su padre, lo que él no diría nunca, era el descubrimiento que había hecho después de matar al capitán.

Los dos hombres, al mirarse frente á frente durante un segundo que les pareció interminable, mostraron en sus ojos algo más que la sorpresa del encuentro y el deseo de suprimirse. Desnoy ers conocía á aquel hombre. El capitán, por su parte, le conocía á él. Lo adivinó en su gesto... Pero cada uno de ellos, con la preocupación de matar para seguir viviendo, no podía reunir sus re¬ cuerdos.

Desnoyers hizo fuego con la seguridad de que mataba á una persona conocida. Luego, mientras dirigía la de¬ fensa de la posición, aguardando la llegada de refuer¬ zos, se le ocurrió la sospecha de que aquel enemigo cuyo cadáver estaba á poca distancia podía ser un individuo de su familia, uno de los Hartrott. Parecía, sin embargo, más viejo que sus primos y mucho más joven que su tío Karl. Este, con sus años, no iba á figurar como simple capitán de infantería.

Cuando, debilitado por la pérdida de sangre, pudo ser conducido á las trincheras, el sargento quiso ver el cuerpo de su enemigo. Sus dudas continuaron ante la faz empalidecida por la muerte. Los ojos, abiertos, pa¬ recían guardar aún la impresión d^ la sorpresa. Aquel hombre le conocía indudablemente; él también conocía aquella cara. ¿Quién era?... De pronto, con su imagina¬ ción vi ó el mar, vió un gran buque, una mujer alta y rubia que le miraba con los ojos entornados, un hombre fornido y bigotudo que hacía discursos imitando el es¬ tilo de su emperador. «Descansa en paz, capitán Erck- mann.» Así habían venido á terminar, en un rincón de Francia, las discusiones entabladas en medio del Océano.

Se disculpó mentalmente, como si estuviese en pre¬ sencia de la dulce Berta. Había tenido que matar para que no le matasen. Así es la guerra. Intentó consolarse pensando que Erckmann tal vez había caído sin iden¬ tificarle, sin saber que su matador era el compañero de viaje de meses antes... Y guardó secreto en lo más profundo de su memoria este encuentro preparado por

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 381

la fatalidad. Se abstuvo de comunicarlo á su amigo Ar- gensola, que conocía los incidentes de la travesía at¬ lántica.

Cuando menos lo esperaba, don Marcelo se encontró al final de aquella existencia de alegría y orgullo que le había proporcionado la presencia de su hijo. Quince días transcurren pronto. El subteniente se marchó, y toda la familia, después de este período de realidades, tuvo que volver á las caricias engañosas de la ilusión y la esperanza, aguardando la llegada de las cartas, ha¬ ciendo conjeturas sobre el silencio del ausente, envián¬ dole paquete tras paquete con todo lo que el comercio ofrecía para los militares: cosas útiles y absurdas.

La madre cayó en un gran desaliento. El viaje de Julio había servido para hacerla sentir con más inten¬ sidad su ausencia. Viéndole, escuchando aquellos rela¬ tos de muerte que el padre se complacía en repetir, se dió mejor cuenta de los peligros que rodeaban á su hijo. La fatalidad parecía avisarla con fúnebres presen¬ timientos.

Le van á matar decía á su marido-—. Esa herida es un aviso del cielo.

Al salir á la calle temblaba de emoción ante los sol¬ dados inválidos. Los convalecientes de aspecto enérgico, próximos á volver al frente, aún le inspiraban mayor lástima. Se acordó de un viaje á San Sebastián con su esposo, de una corrida de toros que le había hecho gritar de indignación y lástima, apiadada de la suerte de los pobres caballos. Quedaban con las entrañas colgando y eran sometidos en los corrales á una rápida cura, para volver á salir á la arena enardecidos por falsas ener¬ gías. Eepetidas veces aguantaban esta recomposición macabra, hasta que al fin llegaba la última cornada, la definitiva... Los hombres recién curados evocaban en ella la imagen de las pobres bestias. Algunos habían sido heridos tres veces desde el principio de la guerra y volvían remendados y galvanizados á someterse á la lotería de la suerte, siempre en espera del golpe supre¬ mo... ¡Ay, su hijo!

Se indignaba Desnoyers oyendo á su esposa.

¡Pero si á Julio no hay quien le mate!... Es mi hijo.

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V. BLASCO IBANEZ

Yo he pasado en mi juventud por terribles peligros. Tam¬ bién me hirieron en las guerras del otro mundo, y sin embargo, aquí me tienes cargado de años.

Los sucesos se encargaban de robustecer su fe ciega. Llovían desgracias en torno de la familia, entristeciendo á sus allegados, y ni una sola rozaba al intrépido sub¬ teniente, que insistía en sus hazañas con un desenfado heroico de mosquetero.

Doña Luisa recibió una carta de Alemania. Su her¬ mana le escribía desde Berlín, valiéndose de un Consu¬ lado sudamericano en Suiza. Esta vez la señora Desno- yers lloró por alguien que no era su hijo: lloró por Elena y por los enemigos. En Alemania también había ma¬ dres, v ella colocaba el sentimiento de la maternidad por encima de todas las diferencias patrióticas.

¡Pobre señora von Hartrott! Su carta, escrita un mes antes, sólo contenía fúnebres noticias y palabras de des¬ esperación. El capitán Otto había muerto. Muerto tam¬ bién uno de sus hermanos menores. Este, al menos, ofre¬ cía á la madre el consuelo de haber caído en un terri¬ torio dominado por los suyos. Podía llorar junto á su tumba. El otro estaba enterrado en suelo francés; nadie sabía dónde. Jamás descubriría ella sus restos, confun¬ didos con centenares de cadáveres; ignoraría eterna¬ mente dónde se consumía este cuerpo salido de sus en¬ trañas... Un tercer hijo estaba herido en Polonia. Sus dos hijas habían perdido á sus prometidos, y la deses¬ peraban con su mudo dolor. Yon Hartrott seguía presi¬ diendo sociedades patrióticas y hacía planes de engran¬ decimiento sobre la próxima victoria, pero había enve¬ jecido mucho en los últimos meses. «El sabio» era el único que se mantenía firme. Las desgracias de la fa¬ milia recrudecían la ferocidad del profesor Julius von Hartrott. Calculaba, para un libro que estaba escribien¬ do, los centenares de miles de millones que Alemania debería exigir después de su triunfo y las partes de Europa que necesitaba hacer suyas...

La señora Desnoyers creyó escuchar desde la ave¬ nida Víctor Hugo aquel llanto de madre que corría si¬ lencioso en una casa de Berlín. «Comprenderás mi des¬ esperación, Luisa... ¡Tan felices que éramos! ¡Que Dios

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 383

castigue á los que han hecho caer sobre el mundo tan¬ tas desgracias! El emperador es inocente. Sus enemigos tienen la culpa de todo...»

Don Marcelo callaba en presencia de su esposa. Com¬ padecía á Elena por su infortunio, pasando por alto las afirmaciones políticas de la carta. Se enterneció además al ver cómo lloraba doña Luisa á su sobrino Otto. Había sido su madrina de bautizo y Desnoy ers el padrino. Era verdad; don Marcelo lo había olvidado. Vió con la ima¬ ginación la plácida vida de la estancia, los juegos de la chiquillería rubia que él acariciaba á espaldas del abuelo antes de que naciese Julio. Durante unos años había dedicado á sus sobrinos todo su amor, desorientado por la tardanza de un hijo prox-)io. De buena fe se conmovió al pensar en la desesperación de Karl.

Pero luego, al verse solo, una frialdad egoísta bo¬ rraba estos sentimientos. La guerra era la guerra, y los otros la habían buscado. Francia debía defenderse, y cuantos más enemigos cayesen, mejor... Lo único que debía interesarle á él era Julio. Y su fe en los destinos del hijo le hizo experimentar una alegría brutal, una satisfacción de padre cariñoso hasta la ferocidad.

A ese no hay quien le mate... Me lo dice el corazón.

Otra desgracia más próxima quebrantó su calma. Un anochecer, al regresar á la avenida Víctor Hugo, encon¬ tró á doña Luisa con aspecto de terror llevándose las manos á la cabeza.

La niña, Marcelo... ¡la niña!

Chichi estaba en el salón tendida en un sofá, pálida, con una blancura verdosa, mirando ante ella fijamente, como si viese á alguien en eb vacío. No lloraba; sólo un ligero brillo de nácar hacía temblar sus ojos, redondea¬ dos por el espasmo.

¡Quiero verle! dijo con voz ronca . ¡Necesito verle!

El padre adivinó que algo terrible le había ocurrido al hijo de Lacour. Unicamente por esto podía mostrar Chichi tal desesperación. Su esposa le fué relatando la triste noticia. René estaba herido, gravemente herido. Un proyectil había estallado sobre su batería, matando á muchos de sus compañeros. El oficial había sido ex-

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traído de un montón de cadáveres: le faltaba una mano, tenía heridas en las piernas, en el tronco, en la cabeza.

¡Quiero verle! repetía Chichi.

Y don Marcelo tuvo que hacer grandes esfuerzos para que su hija desistiese de esta testarudez dolorosa que la impulsaba á exigir un viaje inmediato al frente, atropellando obstáculos, hasta llegar al lado del herido. El senador acabó de convencerla. Había que esperar; él, que era su padre, tenía que resignarse. Estaba ges¬ tionando que René fuese trasladado á un hospital do París.

El grande hombre inspiró lástima á Desnoyers. Hacía esfuerzos por conservar su serenidad estoica de padre á estilo antiguo, recordaba á sus ascendientes gloriosos y á todas las figuras heroicas de la República romana. Pero estas ilusiones de orador se desplomaban de pronto, y su amigo le sorprendió llorando más de una vez. ¡Un hijo único, y podía perderlo!... El mutismo* de Chichi le inspiraba aún mayor conmiseración. No lloraba: su do¬ lor era sin lágrimas, sin desmayos. La palidez verdosa de su rostro, el brillo de fiebre de sus ojos, una rigidez que la hacía marchar como un autómata, eran los únicos signos de su emoción. Vivía con el pensamiento alejado, sin darse cuenta de lo que la rodeaba.

Cuando el herido llegó á París, ella y el senador se transfiguraron. Iban á verle, y esto bastó para que se imaginasen que ya se había salvado.

La novia corrió al hospital con su futuro suegro y su madre. Luego fué sola, quiso quedarse allí, vivir al lado del herido, declarando la guerra á todos los regla¬ mentos, chocando con monjas y enfermeras, que le ins¬ piraban un odio de rivalidad. Pero al ver el escaso re¬ sultado de sus violencias, se empequeñeció, se hizo hu¬ milde, pretendiendo ganar con sus gracias una por una á todas las mujeres. Al fin consiguió pasar gran parte del día junto á René.

Desnoyers tuvo que retener sus lágrimas al contem¬ plar al artillero en la cama... ¡Ay! ¡así podía verse su hijo!... Le pareció una momia egipcia, á causa de su envoltura de apretados vendajes. Los cascos de obús le habían acribillado. Sólo pudo ver unos ojos dulces y un

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS 385

bigotillo rubio asomando entre las tiras blancas. El po¬ bre sonreía á Chichi, que velaba junto á él con cierta autoridad, como si estuviese en su casa.

Transcurrieron dos meses. René se mejoró; ya estaba casi restablecido. Su novia no había dudado de esta cu¬ ración desde que la dejaron permanecer junto á él.

A no se me muere quien yo quiera decía con una fe semejante á la de su padre . ¡A cualquier hora permito que los boches me dejen sin marido!

Conservaba á su «soldadito de azúcar», pero en un estado lamentable... Nunca don Marcelo se dió cuenta del horror de la guerra como al ver entrar en su casa á este convaleciente que había conocido meses antes fino y esbelto, con una belleza delicada y algo femenil. Te¬ nía el rostro surcado por varias cicatrices, que forma¬ ban un arabesco violáceo. Su cuerpo guardaba ocul¬ tas otras semejantes. La mano izquierda había desapa¬ recido con una parte del antebrazo. La manga colgaba sobre el vacío doloroso del miembro ausente. La otra mano se apoyaba en un bastón, auxilio necesario para poder mover una pierna que no quería recobrar su elas¬ ticidad.

Pero Chichi estaba contenta. Veía á su soldadito con más entusiasmo que nunca: un poco deformado, pero muy interesante. Ella, seguida de su madre, acompa¬ ñaba al herido para que pasease por el Bosque. Sus mi¬ radas se volvían fulminantes cuando, al atravesar una calle, automovilistas y cocheros no retenían su carrera para dejar paso al inválido... «¡Emboscados sin vergüen¬ za!...» Sentía la misma alma iracunda de las mujeres del pueblo que en otros tiempos insultaban á René viéndole sano y feliz. Temblaba de satisfacción y de orgullo al devolver el saludo á sus amigas. Sus ojos hablaban: «Sí; éste es mi novio... Un héroe.» Le preocupaba la Cruz de Guerra puesta en el pecho de la blusa «horizonte». Sus manos cuidaban de su arreglo, para que se desta¬ case con mayor visualidad. Se ocupaba en prolongar la vida de su uniforme, siempre el mismo, el viejo, el que llevaba en el momento de ser herido. Uno nuevo le da¬ ría cierto aire de militar oficinesco, de los que se queda¬ ban en París.

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En vano René, cada vez más fuerte, quería emanci¬ parse de sus cuidados dominadores. Era inútil que in¬ tentase marchar con ligereza y soltura.

Apóyate en mí.

Y tenía que tomar el brazo de su novia. Todos los planes de ella para el porvenir se basaban en la fiereza con que protegería á su marido, en los cuidados que iba á dedicar á su debilidad.

¡Mi pobre invalidito! decía con susurro amoroso . ¡Tan feo y tan inútil que me lo han dejado esos pillos!... Pero, por suerte, me tiene á mí, que le adoro... Nada importa que te falte una mano; yo te cuidaré; serás mi hijito. Vas á ver, cuando nos casemos, con qué regalo vives, cómo te llevaré de elegante y acicalado... Pero ¡ojo con las otras! Mira que á la primera que me hagas, invalidito, te dejo abandonado á tu inutilidad.

Desnoyers y el senador también se ocupaban del | porvenir de ellos, pero de un modo más positivo. Había que realizar el matrimonio cuanto antes. ¿Qué espera¬ ban?... La guerra no era un obstáculo. Se efectuaban más casamientos que nunca, en el secreto de la intimi- j dad. El tiempo no era de fiestas.

Y René Lacour se quedó para siempre en la casa de i la avenida Víctor Hugo después de la ceremonia nup¬ cial, presenciada por una docena de personas.

Don Marcelo había soñado otras cosas para su hija; | una boda ruidosa, de la que hablasen largamente los periódicos; un yerno de brillante porvenir... Pero ¡ay, | la guerra! Todos veían destruidas á aquellas horas algu¬ nas de sus ilusiones.

Se consoló apreciando su situación. ¿Qué le faltaba? Chichi era feliz, con una alegría egoísta y ruidosa que dejaba en olvido todo lo que no fuese su amor. Sus ne- ¡ godos no podían resultar mejores. Después de la crisis ; de los primeros momentos, las necesidades de los beli¬ gerantes arrebataban los productos de sus estancias. Jamás había alcanzado la carne precios tan altos. El dinero afluía á él con más ímpetu que antes y los gastos de su vida habían disminuido... Julio estaba en peligro de muerte, pero él tenía la convicción de que nada malo podía ocurrirle. Su única preocupación era permanecer

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tranquilo, evitándose las emociones fuertes. Experimen¬ taba cierta alarma al considerar la frecuencia con que se sucedían en París los fallecimientos de personas cono¬ cidas: políticos, artistas, escritores. Todos los días caía alguien de cierto nombre. La guerra no sólo mataba en el frente. Sus emociones volaban como flechas por las ciudades, tumbando á los quebrantados, á los débiles, que en tiempo normal habrían prolongado su existencia.

«¡Atención, Marcelo! se decía con un regocijo egoís¬ ta—. Mucha calma. Hay que evitar á los cuatro jinetes del amigo Tchernoff.»

Pasó una tarde en el estudio conversando con éste y Argensola de las noticias que publicaban los periódicos. Se había iniciado una ofensiva de los franceses en Cham¬ paña, con grandes avances y muchos prisioneros.

Desnoyers pensó en la pérdida de vidas que esto po¬ día representar. Pero la suerte de Julio no le hizo sentir ninguna inquietud. Su hijo no estaba en aquella parte del frente. El día anterior había recibido una carta de él fechada una semana antes; pero casi todas llegaban con igual retraso. El subteniente Desnoyers se mostraba animoso y alegre. Lo iban á ascender de un momento á otro; figuraba entre los propuestos para la Legión de Honor. Don Marcelo se veía en lo futuro padre de un ge¬ neral joven, como los de la Devolución. Contempló los bocetos en torno de él, admirándose de que la guerra hubiese torcido de un modo tan extraordinario la carrera de su hijo.

Al volver á casa se cruzó con Margarita Laurier, que iba vestida de luto. El senador le había hablado de ella pocos días antes. Su hermano el artillero acababa de morir en Verdún.

«¡Cuántos caen! se dijo . ¡Cómo estará su pobre madre!»

Pero inmediatamente sonrió al recordar á los que nacían. Nunca se había preocupado la gente como ahora de acelerar la reproducción. La misma señora Laurier ostentaba con orgullo la redondez de su maternidad, que había llegado á los mayores extremos visibles. Sus ojos acariciaron el volumen vital que se delataba bajo los velos del luto. Otra vez pensó en Julio, sin tener en

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cuenta el curso del tiempo. Sintió la atracción de la cria¬ tura futura, como si tuviese con ella algún parentesco; se prometió ayudar generosamente al hijo de los Laurier, si alguna vez le encontraba en la vida.

Al entrar en su casa, doña Luisa le salió al paso para manifestarle que Lacour le estaba esperando.

Vamos á ver qué cuenta nuestro ilustre consuegro dijo alegremente.

La buena señora estaba inquieta. Se había alarmado, sin saber por qué, ante el gesto solemne del senador, con ese instinto femenil que perfora las precauciones de los hombres, adivinando lo que hay oculto detrás de ellas. Había visto además que Eené y su padre hablaban en voz baja, con una emoción contenida.

Eondó con irresistible curiosidad por las inmediacio¬ nes del despacho, esperando oir algo. Pero su espera no fué larga.

De repente, un grito... un alarido... una voz como sólo puede emitirla un cuerpo al que se le escapan las fuerzas.

Y doña Luisa entró á tiempo para sostener á su ma¬ rido que se venía al suelo.

El senador se excusaba, confuso, ante los muebles, ante las paredes, volviendo la espalda en su aturdi¬ miento al cabizbajo Eené, que era el único que podía oirle.

No me ha dejado terminar... Ha adivinado desde la primera palabra...

Chichi se presentó, atraída por el grito, para ver cómo su padre se escapaba de los brazos de su esposa, cayendo en un sofá, rodando luego por el suelo, con los ojos vidriosos y salientes, con la boca contraída, llo¬ rando espuma.

Un lamento se extendió por las lujosas habitaciones, un quejido, siempre el mismo, que pasaba por debajo de las puertas hasta la escalera majestuosa y solitaria.

¡Oh, Julio!... ¡Oh, hijo mío!...

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS

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V

CAMPOS DE MUERTE

Iba avanzando el automóvil lentamente, bajo el cielo lívido de una mañana de invierno.

Temblaba el suelo á lo lejos con blancas palpitacio¬ nes semejantes al aleteo de una banda de mariposas po¬ sada en los surcos. Sobre unos campos el enjambre era denso, en otros formaba pequeños grupos.

Al aproximarse el vehículo, las blancas mariposas se animaban con nuevos colores. Un ala se volvía azul, otra encarnada... Eran pequeñas banderas, á cientos, á mi¬ les, que se estremecían día y noche con la tibia brisa im¬ pregnada de sol, con el huracán acuoso de las mañanas pálidas, con el frío mordiente de las noches intermina¬ bles. La lluvia había lavado y relavado sus colores, de¬ bilitándolos. Las telas inquietas tenían sus bordes roídos por la humedad. Otras estaban quemadas por el sol, como insectos qUe acabasen de rozar el fuego.

Las banderas dejaban entrever con las palpitaciones de su temblor leños negros que eran cruces. Sobre estos maderos aparecían kepis obscuros, gorros rojos, cascos rematados por cabelleras de crines que se pudrían len¬ tamente, llorando lágrimas atmosféricas por todas sus puntas.

¡Cuánto muerto! suspiró en el interior del automó¬ vil la voz de don Marcelo.

Y René, que iba enfrente de él, movió la cabeza con triste asentimiento.

Doña Luisa miraba la fúnebre llanura, mientras sus labios se estremecían levemente con un rezo continuo. Chichi volvía á un lado y á otro sus ojos agrandados por

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el asombro. Parecía más grande, más fuerte, á pesar de la palidez verdosa que descoloraba su rostro.

Las dos señoras iban vestidas de luto, con luengos velos. De luto también el padre, hundido en su asiento, con aspecto de ruina, las piernas cuidadosamente en¬ vueltas en una manta de pieles. Eené conservaba su uniforme de campaña, llevando sobre él un corto im¬ permeable de automovilista. A pesar de sus heridas, no había querido retirarse del ejército. Estaba agregado á una oficina técnica hasta la terminación de la guerra.

La familia Desnoyers iba á cumplir su deseo.

Al recobrar sus sentidos después de la noticia fatal, el padre había concentrado toda su voluntad en una petición:

—Necesito verle... ¡Oh, mi hijo!... ¡Mi hijo!

Inútilmente el senador le demostró la imposibilidad de este viaje. Se estaban batiendo todavía en la zona donde había caído Julio. Más adelante tal vez fuese po¬ sible la visita. «Quiero verle», insistió el viejo. Necesi¬ taba contemplar la tumba del hijo antes de morir él á su vez. Y Lacour tuvo que esforzarse durante cuatro meses, formulando súplicas y forzando resistencias, para conse¬ guir que don Marcelo pudiese realizar este viaje.

Un automóvil militar se llevó, al fin, una mañana á todos los de la familia Desnoyers. El senador no pudo ir con ellos. Circulaban rumores de una próxima modi¬ ficación ministerial, y él debía mostrarse en la Alta Cámara, por si la República reclamaba sus- servicios un tanto menospreciados.

Pasaron la noche en una ciudad de provincia, donde estaba la comandancia de un cuerpo de ejército. René tomó informes de los oficiales que habían presenciado el gran combate. Con el mapa á la vista fué siguiendo sus explicaciones, hasta conocer la sección de terreno en que se había movido el regimiento de Julio.

A la mañana siguiente reanudaron el viaje. Un sol¬ dado que había tomado parte en la batalla les servía de guía, sentado en el pescante al lado del chófer. René consultaba de vez en cuando el mapa extendido sobre sus rodillas y hacía preguntas al soldado. El regimiento de éste se había batido junto al de Desnoyers, pero no

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podía recordar con exactitud los lugares pisados por él meses antes. El campo había sufrido transformaciones. Presentaba un aspecto distinto de cuando lo vió cubierto de hombres, entre las peripecias del combate. La sole¬ dad le desorientaba... Y el automóvil fué avanzando con lentitud, sin más norte que los grupos de sepulturas, si¬ guiendo la carretera central, lisa y blanca, metiéndose por los caminos transversales: zanjas tortuosas, barriza¬ les de relejes profundos, en los que daba grandes saltos que hacían chillar sus muelles. A veces seguía á campo traviesa, de un gi’upo de cruces á otro, aplastando con la huella de sus neumáticos los surcos abiertos por la la¬ branza.

Tumbas... tumbas por todos lados. Las blancas lan¬ gostas de la muerte cubrían el paisaje. No quedaba un rincón libre de este aleteo glorioso y fúnebre. La tierra gris recién abierta por el arado, los caminos amarillen¬ tos, las arboledas obscuras, todo palpitaba con una on¬ dulación incansable. El suelo parecía gritar; sus pala¬ bras eran las vibraciones de las inquietas banderas. Y los miles de gritos, con una melopea recomenzada ince¬ santemente á través de los días y las noches, cantaban el choque monstruoso que había presenciado esta tierra y del cual guardaba todavía un escalofrío trágico.

Muertos.,, muertos murmuraba Chichi siguiendo con la vista la fila de cruces que se deslizaba por los flancos del automóvil en incesante renovación.

¡Señor, por ellos!... ¡por sus madres! gemía doña Luisa reanudando su rezo.

Aquí se había desarrollado lo más terrible del com¬ bate, la pelea á uso antiguo, el choque cuerpo á cuerpo, fuera de las trincheras, á la bayoneta, con la culata, con los puños, con los dientes.

El guía, que empezaba á orientarse, iba señalando diversos puntos del horizonte solitario. Allí estaban los tiradores africanos; más acá, los cazadores. Las gran¬ des agrupaciones de tumbas eran de soldados de línea que habían cargado á la bayoneta por los lados del camino.

Se detuvo el automóvil. Rene bajó detrás del soldado para examinar las inscripciones de unas cruces. Tal vez

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procedían estos muertos del regimiento que buscaban. Chichi bajó también maquinalmente, con el irresistible deseo de proteger á su marido.

Cada sepultura guardaba varios hombres. El número de cadáveres podía contarse por los kepis ó los cascos que se pudrían y oxidaban adheridos á los brazos de la cruz. Las hormigas formaban rosario sobre las prendas militares, perforadas por agujeros de putrefacción, y que ostentaban aún la cifra del regimiento. Las coronas con que había adornado la piedad patriótica algunos de estos sepulcros se ennegrecían y deshojaban. En unas cruces los nombres de los muertos eran todavía claros, en otras empezaban á borrarse y dentro de poco serían ilegibles.

«¡La muerte heroica!... ¡La gloria!», pensaba Chichi con tristeza.

Ni el nombre siquiera iba á sobrevivir de la mayor parte de estos hombres vigorosos desaparecidos en plena juventud. Sólo quedaría de ellos el recuerdo que asal¬ tase de tarde en tarde á una campesina vieja guiando su vaca por un camino de Francia y que le haría mur¬ murar entre suspiros: «¡Mi pequeño!... ¿dónde estará enterrado mi pequeño?» Sólo viviría en la mujer del pueblo, vestida de luto, que no sabe cómo resolver el problema de su existencia; en los niños que al ir á la escuela con blusas negras,’ dirían con una voluntad feroz: «Cuando yo sea grande iré á matar boches, para vengar á mi padre.»

Y doña Luisa, inmóvil en su asiento, siguiendo con la mirada el paso de Chichi entre las tumbas, volvía á interrumpir su rezo:

¡Señor, por las madres sin hijos... por los pequeños sin padre... por que tu cólera nos olvide y tu sonrisa vuelva á nosotros!

El marido, caído en su asiento, miraba también el campo fúnebre. Pero sus ojos se fijaban tenazmente en unas tumbas sin coronas ni banderas, simples cruces con una tablilla de breve inscripción. Eran sepulturas alemanas, que parecían formar página aparte en el libro de la muerte. A un lado, en las innumerables tumbas francesas, inscripciones de poca cuantía, números sim¬ ples: uno, dos, tres muertos. Al otro, en las sepulturas

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espaciadas y sin adornos, partidas fuertes, guarismos abultados, cifras de un laconismo aterrador.

Cercas de palos, largas y estrechas, limitaban estas zanjas rellenas de carne. La tierra blanqueaba como si tuviese nieve ó salitre. Era la cal revuelta con los terro¬ nes. La cruz llevaba en su tablilla la indicación de que la tumba contenía alemanes, y á continuación un nú¬ mero: 200... 300... 400.

Estas cifras obligaban á Desnoyers á realizar un es¬ fuerzo imaginativo. Se decían prontamente, pero no era fácil evocar con exactitud la visión de trescientos muer¬ tos juntos, trescientos envoltorios de carne humana lívi¬ da y sangrienta, los correajes rotos, el casco abollado, las botas terminadas en bolas de fango, oliendo á tejidos rígidos en los que se inicia la descomposición, con los ojos vidriosos y tenaces, con el rictus del supremo mis¬ terio, alineándose en capas, lo mismo que si fuesen ladri¬ llos, en el fondo de un zanjón que va á cerrarse para siempre... Y este fúnebre alineamiento se repetía á tre¬ chos por toda la inmensidad de la llanura.

Don Marcelo sintió una alegría feroz. Su paternidad doliente experimentaba el consuelo fugitivo de la ven¬ ganza. Julio había muerto, y él iba á morir también, no pudiendo sobrellevar su desgracia; pero ¡cuántos enemi¬ gos consumiéndose en estos pudrideros, que dejaban en el mundo seres amados que los recordasen, como él re¬ cordaba á su hijo!...

Se los imaginó tal como debían ser antes del mo¬ mento de su muerte, tal como él los había visto en los avances de la invasión en torno de su castillo.

Algunos de ellos, los más ilustrados y temibles, osten¬ taban en el rostro las teatrales cicatrices de los duelos universitarios. Eran soldados que llevaban libros en la mochila, y después del fusilamiento de un lote de cam¬ pesinos ó del saqueo de una aldea se dedicaban á leer poetas y filósofos al resplandor de los incendios. Hincha¬ dos de ciencia con la hinchazón del sapo, orgullosos de su intelectualidad pedantesca y suficiente, habían here¬ dado la dialéctica pesada y tortuosa de los antiguos teó¬ logos. Hijos del sofisma y nietos de la mentira, se con¬ sideraban capaces de probar los mayores absurdos con

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las cabriolas mentales á que les tenía acostumbrados su acrobatismo intelectual. El método favorito de la tesis, la antítesis y la síntesis lo empleaban para demostrar que Alemania debía ser señora del mundo; que Bélgica era la culpable de su ruina por haberse defendido; que la felicidad consiste en vivir todos los humanos regimen¬ tados á la prusiana, sin que se pierda ningún esfuerzo; que el supremo ideal de la existencia consiste en el es¬ tablo limpio y el pesebre lleno; que la libertad y la jus¬ ticia no representan mas que ilusiones del romanticismo revolucionario francés; que todo hecho consumado re¬ sulta santo desde el momento que triunfa, y el derecho es simplemente un derivado de la fuerza. Estos intelec¬ tuales con fusil se consideraban los paladines de una cruzada civilizadora. Querían que triunfase definitiva¬ mente el hombre rubio sobre el moreno; deseaban escla¬ vizar al despreciable hombre del Sur, consiguiendo para siempre que el mundo fuese dirigido por los germanos, «la sal de la tierra», «la aristocracia de la humanidad.» Todo lo que en la Historia valía algo era alemán. Los antiguos griegos habían sido de origen germánico; ale¬ manes también los grandes artistas del Kenacimiento italiano. Los hombres del Mediterráneo, con la maldad propia de su origen, habían falsificado la Historia.

Pero en lo mejor de estos ensueños ambiciosos, el cruzado del pangermanismo recibía un balazo del «la¬ tino» despreciable, bajando á la tumba con todos sus orgullos.

«Bien estás donde estás, pedante belicoso», pensaba Desnoyers, acordándose de las conversaciones con su amigo el ruso.

¡Lástima que no estuviesen allí también todos los Herr Professor que se habían quedado en las universi¬ dades alemanas, sabios de indiscutible habilidad en su mayor parte para desraarcar los productos intelectua¬ les, cambiando la terminología de las cosas! Estos hom¬ bres de barba fiuvial y antiparras de oro, pacíficos co¬ nejos del laboratorio y de la cátedra, habían preparado la guerra presente con sus sofismas y su orgullo. Su culpabilidad era mayor que la del Herr Lieutenant de apretado corsé y reluciente monóculo, que al desear la

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lucha y la matanza no hacía mas que seguir sus aficio¬ nes profesionales.

Mientras el soldado alemán de baja clase pillaba lo que podía y fusilaba ebrio lo que le saltaba al paso, el estudiante guerrero leía en el vivac á Hégel y Nietzs- che. Era demasiado culto para ejecutar con sus manos estos actos de «justicia histórica». Pero él y sus pro¬ fesores habían excitado todos los malos instintos de la bestia germánica, dándoles un barniz de justificación científica.

«Sigue en tu sepulcro, intelectual peligroso», conti¬ nuaba Desnoy ers mentalmente.

Los marroquíes feroces, los negros de mentalidad in¬ fantil, los indostánicos tétricos, le parecían más respeta¬ bles que todas las togas de armiño que desfilaban orgu- llosas y guerreras por los claustros de las universidades alemanas. ¡Qué tranquilidad para el mundo si desapare¬ ciesen sus portadores! Ante la barbarie refinada, fría y cruel del sabio ambicioso, prefería la barbarie pueril y modesta del salvaje: le molestaba menos, y además no era hipócrita.

Por esto los únicos enemigos que le inspiraban con¬ miseración eran los soldados obscuros y de pocas letras que se pudrían en aquellas tumbas. Habían sido rústi¬ cos del campo, obreros de fábricas, dependientes de co¬ mercio, alemanes glotones, de intestino inconmensura¬ ble, que veían en la guerra una ocasión de satisfacer sus apetitos, de mandar y pegar á alguien, después de pasar la vida en su país obedeciendo y recibiendo patadas.

La historia de su patria no era mas que una serie de correrías hacia el Sur, semejantes á los malones de los indios, para apoderarse de los bienes de los hombres que viven en las orillas templadas del Mediterráneo. Los Ilerr P'ofessor habían demostrado que estas expediciones de saqueo representaban un trabajo de alta civilización. Y el alemán marchaba adelante, con el entusiasmo de un buen padre que se sacrifica por conquistar el pan de los suyos.

Centenares de miles de cartas escritas por las fami¬ lias con manos temblorosas seguían á la gran horda ger¬ mánica en sus avances á través de las tierras invadidas.

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Desnoyers había oído la lectura de algunas de ellas, á la caída de la tarde, ante su castillo arruinado. Eran papeles encontrados en los bolsillos de muertos y prisio¬ neros. «No tengas misericordia con los pantalones ro¬ jos. Mata welches: no perdones ni á los pequeños...» «Te agradecemos los zapatos, pero la niña no puede ponér¬ selos. Esos franceses tienen unos pies ridiculamente pe¬ queños...» «Procura apoderarte de un piano.» «Me gus¬ taría un buen reloj.» «Nuestro vecino el capitán ha en¬ viado á su esposa un collar de perlas. ¡Y sólo envías cosas insignificantes!»

Avanzaba heroicamente el virtuoso germano, con el doble deseo de engrandecer á su país y hacer valiosos envíos á los hijos. «¡Alemania sobre el mundo!» Pero en lo mejor de sus ilusiones caía en la fosa revuelto con otros camaradas que acariciaban los mismos ensueños.

Desnoyers se imaginó la impaciencia, al otro lado del Rhin, de las piadosas mujeres que esperaban y es¬ peraban . Las listas de muertos no habían dicho nada tal vez de los ausentes. Y las cartas seguían partiendo hacia las líneas alemanas: unas cartas que nunca reci¬ biría el destinatario. «Contesta. Cuando no escribes, es tal vez porque nos preparas una buena sorpresa. No ol¬ vides el collar. Envíanos un piano. Un armario tallado de comedor me gustaría mucho. Los franceses tienen cosas hermosas...»

La cruz escueta permanecía inmóvil sobre la tierra blanca de cal. Cerca de ella aleteaban las banderas. Se movían á un lado y á otro, como una cabeza que pro¬ testa, sonriendo irónicamente. ¡No!... ¡No!

Siguió avanzando el automóvil. El guía señalaba ahora un grupo lejano de tumbas. Allí era indudable¬ mente donde se había batido el regimiento. Y el vehículo salió del camino, hundiendo sus ruedas en la tierra re¬ movida, teniendo que hacer grandes rodeos para evitar los sepulcros esparcidos caprichosamente por los azares del combate.

Casi todos los campos estaban arados. El trabajo del hombre se extendía de tumba en tumba, haciéndose más

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visible así como la mañana iba repeliendo su envoltura de nieblas.

Bajo los últimos soles del invierno empezaba á son- reir la Naturaleza, ciega, sorda, insensible, que ignora nuestra existencia y acoge indiferente en sus entrañas lo mismo á un pobre animalillo humano que á un millón de cadáveres.

Las fuentes guardaban todavía sus barbas de hielo; la tierra se desmenuzaba bajo el pie con un crujido de cristal; las charcas tenían arrugas inmóviles; los árbo¬ les, negros y dormidos, conservaban sobre el tronco la camisa de verde metálico con que los había vestido el invierno; las entrañas del suelo respiraban un frío abso¬ luto y feroz, semejante al de los planetas apagados y muertos... Pero ya la primavera se había ceñido su ar¬ madura de flores en los palacios del trópico, ensillando el verde corcel, que relinchaba con impaciencia: pronto correría los campos, llevando ante su galope en desor¬ denada fuga á los negros trasgos invernales, mientras á su espalda flotaba la suelta melena de oro como una estela de perfumes. Anunciaban su llegada las hierbas de los caminos cubriéndose de mi^iúsculos botones. Los pájaros se atrevían á salir de sus refugios para aletear entre los cuervos que graznaban de cólera junto á las tumbas cerradas. El paisaje iba tomando bajo el sol una sonrisa falsamente pueril, un gesto de niño que mira con ojos cándidos, mientras sus bolsillos están repletos de cosas robadas.

El labriego tenía arado el bancal y relleno de semi¬ lla el surco. Podían los hombres seguir matándose; la tierra nada tiene que ver con sus odios, y no por ellos va á interrumpirse el curso de su vida. La reja había abierto sus renglones rectos é inflexibles, como todos los años, borrando el pateo de hombres y bestias, los pro¬ fundos relejes de los cañones. Nada desorientaba su tes¬ tarudez laboriosa. Los embudos abiertos por las bombas los había rellenado.

Algunas veces, el triángulo de acero tropezaba con obstáculos subterráneos... un muerto anónimo y sin tumba. El férreo arañazo seguía adelante, sin piedad para lo que no se ve. De tarde en tarde se detenía ante

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obstáculos menos blandos. Eran proyectiles hundidos en el suelo y sin estallar. Desenterraba el campesino el apa¬ rato de muerte, que á veces, con tardía maldad, hacía explosión entre sus manos... Pero el hombre de la tierra no conoce el miedo cuando va en busca del sustento, y continuaba su avance rectilíneo, torciéndolo únicamente al llegar junto á una tumba visible. Los surcos se apar¬ taban piadosamente, rodeando con su pequeño oleaje, como si fuesen islas, á estos pedazos de suelo rematados por banderas ó cruces. El terrón hundido en una boca lívida guardaba en sus entrañas los gérmenes creadores de un pan futuro. Las semillas, como pulpos en gesta¬ ción, se preparaban á extender los tentáculos de sus raí¬ ces hasta los cráneos que pocos meses antes contenían gloriosas esperanzas ó monstruosas ambiciones. La vida iba á renovarse una vez más.

El automóvil se detuvo. Corrió el guía entre las cru¬ ces, inclinándose para descifrar sus borrosas inscrip¬ ciones.

¡Aquí es!

Había encontrado en una sepultura el número del regimiento.

Saltaron con prontitud fuera del vehículo Chichi y su marido. Luego descendió doña Luisa con una rigidez dolorosa, contrayendo el rostro para ocultar sus lágri¬ mas. Finalmente, los tres se decidieron á ayudar al pa¬ dre, que había repelido su envoltorio de pieles. ¡Pobre señor Desnoyers! Al tocar el suelo vaciló sobre sus pier¬ nas, luego fué avanzando trabajosamente, moviendo los pies con dificultad, hundiendo su bastón en los surcos.

Apóyate, mi viejo dijo la esposa ofreciéndole un brazo.

El autoritario jefe de familia no podía moverse ahora sin la protección de los suyos.

Se inició la marcha entre las tumbas, lenta, penosa. Exploraba el guía el matorral de cruces, deletrean¬ do nombres, permaneciendo indeciso ante los rótulos borrosos. Pené efectuaba el mismo trabajo por otro lado. Chichi avanzó sola, de tumba en tumba. El viento hacía revolotear sus velos negros. Los rizos se escapa¬ ban de su sombrero de luto cada vez que inclinaba la

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cabeza ante una inscripción pugnando por descifrarla. Sus breves pies se hundieron en los surcos. Kecogió su falda para marchar con más soltura, dejando al descu¬ bierto una parte de su adorable basamento. Una atmós¬ fera voluptuosa de vida, de belleza oculta, de amor, siguió sus pasos sobre esta tierra de muerte y podre¬ dumbre.

A lo lejos sonaba la voz del padre.

¿Todavía no?...

Los dos viejos se impacientaban, queriendo encon¬ trar cuanto antes la tumba de su hijo.

Transcurrió media hora sin que los exploradores die¬ sen con ella. Siempre nombres desconocidos, cruces anó¬ nimas ó inscripciones que consignaban cifras de otros regimientos. Don Marcelo ya no podía tenerse en pie. La marcha por la tierra blanda, á través de los surcos, era para él un tormento. Empezó á desesperarse... ¡Ay! No encontraría nunca la sepultura de Julio. Los padres también la buscaron por su lado. Inclinaban sus cabezas dolorosas ante todas las cruces; hundían muchas veces los pies en el montículo largo y estrecho que parecía marcar el bulto del cadáver. Leían los nombres... ¡Tam¬ poco estaba allí! Y seguían adelante por el rudo camino de esperanzas y desalientos.

Fué Chichi la que avisó con un grito; «¡Aquí... aquí!» Los viejos corrieron, temiendo caer á cada paso. Toda la familia se agrupó ante un montón de tierra que tenía la forma vaga de un féretro y empezaba á cubrirse de hierbas. En la cabecera una cruz con letras grabadas profundamente á punta de cuchillo, obra piadosa de los compañeros de armas: «Desnoy ers...» Luego, en abre¬ viaturas militares, el grado, el regimiento y la com¬ pañía.

Un largo silencio. Doña Luisa se había arrodillado instantáneamente, con los ojos ñjos en la cruz: unos ojos enormes, de córneas enrojecidas, y que no podían llorar. Las lágrimas la habían acompañado hasta allí. Ahora huían, como repelidas por la inmensidad de un dolor incapaz de plegarse á las manifestaciones ordi¬ narias.

El padre quedó mirando con extrañeza la rústica

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tumba. Su hijo estaba allí, ¡allí para siempre!... ¡y no le vería más! Le adivinó dormido en las entrañas del suelo, sin ninguna envoltura, en contacto directo con la tierra, tal como le había sorprendido la muerte, con su uniforme miserable y heroico. La consideración de que las raíces de las plantas tocaban tal vez con sus ca¬ belleras el mismo rostro que él había besado amorosa¬ mente, de que la lluvia serpenteaba en húmedas filtra¬ ciones á lo largo de su cuerpo, fué lo primero que le sublevó, como si fuese un ultraje. Hizo memoria de los exquisitos cuidados á que se había sometido en vida: el largo baño, el masaje, la vigorización del juego de las armas y del boxeo, la ducha helada, los elegantes y discretos perfumes... ¡todo para venir á pudrirse en un campo de trigo, como un montón de estiércol, como una bestia de labor que muere reventada y la entierran en el mismo lugar de su caída!

Quiso llevarse de allí á su hijo inmediatamente y se desesperó porque no podía hacerlo. Lo trasladaría tan pronto como se lo permitiesen, erigiéndole un mausoleo igual á los de los reyes... ¿Y qué iba á conseguir con esto? Cambiaría de sitio un montón de huesos; pero su carne, su envoltura, todo lo que formaba el encanto de su persona, quedaría allí confundido con la tierra. El hijo del rico Desnoyers se había agregado para siempre á un pobre campo de la Champaña. ¡Ah, miseria! ¿Y para llegar á esto había trabajado tanto él, amonto¬ nando millones?...

No conocía siquiera cómo había sido su muerte. Na¬ die podía repetirle sus últimas palabras. Ignoraba si su fin había sido instantáneo, fulminante, saliendo del mundo con una sonrisa de inconsciencia, ó si había pa¬ sado largas horas de suplicio abandonado en el campo, retorciéndose como un reptil, rodando por los círculos de un dolor infernal antes de sumirse en la nada. Igno¬ raba igualmente qué había debajo de aquel túmulo: un cuerpo entero tocado por la muerte con mano discreta, ó una amalgama de restos informes destrozados por el huracán de acero... ¡Y no le vería más! ¡Y aquel Julio que llenaba su pensamiento sería simplemente un re¬ cuerdo, un nombre que viviría mientras sus padres vi-

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viesen, y se extinguiría luego poco á poco al desapare¬ cer ellos!...

Se sorprendió al oir un quejido, un sollozo... Luego se dió cuenta de que era él mismo el que acompañaba sus reflexiones con un hipo de dolor.

La esposa estaba á sus pies. Eezaba con los ojos se¬ cos, rezaba á solas con su desesperación. Ajando en la cruz una mirada de hipnótica tenacidad... x411í estaba su hijo, tendido junto á sus rodillas, lo mismo que de niño, en la cuna, cuando ella vigilaba su sueño... La exclama¬ ción del padre estallaba también en su pensamiento, pero sin exasperaciones coléricas, con una tristeza desalenta¬ da. ¡Y no le vería más!... ¡Y era posible esto!

Chichi interrumpió con su presencia las dolorosas reflexiones de los dos. Había corrido hacia el automóvil y regresaba con una brazada de flores. Colgó una co¬ rona en la cruz; depositó un ramo enorme al pie de ésta. Luego fué derramando una lluvia de pétalos por toda la superflcie del túmulo, grave y ceñuda, como si cum¬ pliese un rito religioso, acompañando la ofrenda con salutaciones de su pensamiento: «A ti, que tanto amaste la vida por sus bellezas y sus sensualismos... A ti, que supiste hacerte amar de las mujeres...» Lloraba mental¬ mente su recuerdo con tanta admiración como dolor. De no ser hermana, hubiese querido ser su amante.

Y al agotarse la lluvia de flores se apartó, para no turbar con su presencia el dolor gimiente de los padres.

Ante la inutilidad de sus quejas, el antiguo carácter de don Marcelo se había despertado colérico, rugiendo contra el destino.

Miró al horizonte, allí donde él se imaginaba que debían estar los enemigos, y cerró los puños con rabia. Creyó ver á la Bestia, eterna pesadilla de los hombres. ¿Y el mal quedaría sin castigo, como tantas veces?...

No había justicia; el mundo era un producto de la casualidad; todo mentiras, palabras de consuelo para que el hombre sobrelleve sin asustarse el desamparo en que vive.

Le pareció que resonaba á lo lejos el galope de los cuatro jinetes apocalípticos atropellando á los humanos. Vió al mocetón brutal y membrudo con la espada de la

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guerra, al arquero de sonrisa repugnante con las flechas de la peste, al avaro calvo con las balanzas del hambre, al cadáver galopante con la hoz de la muerte. Los re¬ conoció como las únicas divinidades familiares y terri¬ bles que hacían sentir su presencia al hombre. Todo lo demás resultaba un ensueño. Los cuatro jinetes eran la realidad...

De pronto, por un misterio de asimilación mental, le pareció leer lo que pensaba aquella cabeza lloriqueante que permanecía á sus pies.

La madre, impulsada por sus propias desgracias, ha¬ bía evocado las desgracias de los otros. También ella mi¬ raba al horizonte. Se imaginó ver más allá de la línea de los enemigos un desfile de dolor igual al de su familia. Contempló á Elena con sus hijas marchando entre tum¬ bas, buscando un nombre amado, cayendo de rodillas ante una cruz. ¡Ay! Esta satisfacción dolorosa no podía conocerla por completo. Le era imposible pasar al lado opuesto para ir en busca de otra sepultura. Y aunque alguna vez pasase, no la encontraría. El cuerpo adorado se había perdido para siempre en los pudrideros anóni¬ mos, cuya vista le había hecho recordar poco antes á su sobrino Otto.

Señor, ¿por qué vinimos á estas tierras? ¿por qué no continuamos viviendo en el lugar donde nacimos?...

Al adivinar estos pensamientos, vió Desnoy ers la lla¬ nura inmensa y verde de la estancia donde había cono¬ cido á su esposa. Le pareció oir el trote de los ganados. Contempló al centauro Madariaga en la noche tranquila, proclamando bajo el fulgor de las estrellas las alegrías de la paz, la santa fraternidad de unas gentes de las más diversas procedencias unidas por el trabajo, la abundan¬ cia y la falta de ambiciones políticas.

El también, pensando en su hijo, se lamentó como la esposa: «¿Por qué habremos venido?...» El también, con la solidaridad del dolor, compadeció á los del otro lado. Sufrían lo mismo que ellos; habían perdido á sus hijos. Los dolores humanos son iguales en todas partes.

Pero luego se revolvió contra su conmiseración. Karl era partidario de la guerra; era de los que la considera¬ ban como el estado perfecto del hombre, y la había pre-

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parado con sus provocaciones. Estaba bien que la guerra devorase á sus hijos: no debía llorarlos. ¡Pero él, que había amado siempre la paz! ¡él, que sólo tenía un hijo, uno solo... y lo perdía para siempre!...

Iba á morir, estaba seguro de que iba á morir... Sólo le quedaban unos meses de existencia. Y la pobre com¬ pañera que rezaba á sus pies también desaparecería pronto. No se sobrevive á un golpe como el que acaba¬ ban de experimentar. Nada les quedaba que hacer en el mundo.

Su hija sólo pensaba en ella, en formar un núcleo aparte, con el duro instinto de independencia que se¬ para á los hijos de los padres, para que la humanidad continúe su renovación.

Julio era el único que podía haber prolongado la familia, perpetuando el apellido. Los Desnoyers habían muerto; los hijos de su hija serían Lacour... Todo ter¬ minado.

Don Marcelo sintió cierta satisfacción al pensar en su próxima muerte. Deseaba salir del mundo cuanto antes. No le inspiraba curiosidad el final de esta guerra que tanto le había preocupado. Fuese cual fuese su termina¬ ción, acabaría mal. Aunque la Bestia quedase mutilada, volvería á resurgir años después, como eterna compañe¬ ra de los hombres... Para él, lo único importante era que la guerra le había robado á su hijo. Todo sombrío, todo negro... El mundo iba á perecer... El iba á descansar.

Chichi estaba subida en un montículo que tal vez contenía cadáveres. Con el entrecejo fruncido, contem¬ plaba la llanura. ¡Tumbas... siempre tumbas! El recuer¬ do de Julio había pasado á segundo término en su me¬ moria. No podría resucitarle por más que llorase.

La vista de los campos de muerte sólo le hacía pen¬ sar en los vivos. Volvió los ojos á un lado y á otro, mientras sujetaba con ambas manos el revuelo de sus faldas, movidas por el viento.

René se hallaba al pie del montículo. Varias veces le miró, luego de contemplar las sepulturas, como si estableciese una relación entre su marido y aquellos muertos. ¡Y él había expuesto su existencia en comba¬ tes iguales á este!...

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¡Y tú, pobrecito mío continuó en alta voz , po¬ días estar á estas horas debajo de un montón de tierra con una cruz de palo, lo mismo que tantos infelices!... El subteniente sonrió con melancolía. Así era.

Ven, sube dijo Chichi imperiosamente . Quiero decirte una cosa. ^

Al tenerle cerca le echó los brazos al cuello, lo apretó contra las magnolias ocultas de su pecho, que exhalaban un perfume de vida y de amor, le besó rabiosamente en la boca, le mordió, sin acordarse ya de su hermano, sin ver á los dos viejos que lloraban abajo queriendo mo¬ rir... y sus faldas, libres al viento, moldearon la sober¬ bia curva de unas caderas de ánfora.

FIN

París,— Noviembre 1915. Febrero 1916.

ÍNDICE

Págrs.

Al lector . 7

PRIMERA PARTE

I. — En el jardín de la Capilla Expiatoria . 15

II. — El centauro Madariaga . 42

III. La familia Desnoyers . 75

IV. — El primo de Berlín . 107

V. Donde aparecen los cuatro jinetes . 150

SEGUNDA PARTE

I. — Las envidias de don Marcelo . 158

II. Vida nueva . 174

III. La retirada . 192

IV. — junto á la gruta sagrada . . 226

V. — La invasión . 250

TERCERA PARTE

I. — Después del Mame . 524

II. — En el estudio . 555

III. — La guerra . 548

IV. No hay quien le mate . 575

V. — Campos de muerte . 589

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