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JoCoCEISMIlAM

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

POR MARK TWAIN. Traduc cióN DE GARIOS PEREYRA

BIBLIOTECA X i; E N" A

"briifn

Sucesores dk Rivadeneyra (S. A.).-Paseo de San Vicente, 20

Tilo

autobiografía

Dos o tres personas riiie han escrito en diferen- tes ocasiones diciéndome que si yo publicara mi autobiografía acaso la leerían cuando lo permitie- ran sus ocupaciones. En vista de esta ansiedad fre- nética, creo que debo acceder a las instancias del público. He aquí, pues, mi autobiografía.

Soy de ilustre prosapia, y mi familia tiene eje- cutorias de una antigüedad incalculable. El pri- mero de los Twain que recuerda la historia no fué un Twain, sino un amigo de la familia apellidado Higgins. Esto ocurría en el siglo xi, y nuestras antepasados vivían entonces en Aberdeen, condado de Cork, Inglaterra. Hasta hoy no hemos podido averiguar la causa misteriosa de que nuestra fami- lia llevara el nombre materno de Twain, en vez del paterno de Higgins. Tenemos ciertas razones domésticas muy poderosas para no haber persis- tido en la investigación de ese enigma histórico. En algunos casos los Twain adoptaron este o aquel alias, y siempre lo hicieron para evitar embrollos enojosos con curiales y corchetes. Pero, volviendo al

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asunto Higginis, si mis lectores tienen una curio- sidad muy viva, conténtense con saber que el mis- terio se redujo a un incidente vago y romántico. ¿Qué familia antigua y linajuda no conserva el perfume de esas poéticas penurribras de paterni- dad y filiación?

Al primero, siguió Arturo Twain, cuyo nombre fué famoso en los anales de las encrucijadas in- glesas.

Arturo contaría treinta años cuando se dirigió a una de las playas más aristocráticas de Inglaterra, llamada vulgarmente presidio de Newgate, y mu- chas personas presenciaron su muerte súbita en ese lugar de recreo.

Su descendiente, Augnsto Twain, estaba de mo- da allá por el año 1160. Era un humorista extraor- dinario. Poseía un viejo sable del mejor acero co- nocido entonces. Augusto Twain afilaba muy bien la brillantei hoja de su sable, y se situaba por las noches en un lugar conveniente del bosque. A me- dida que pasaban los caminantes, Augusto los en- sartaba con su sablie, sólo por el gusto de ver cómo saltaban, pues ya dije que era muy original en sus diversiones. Parece que la perfección artística de su obra llamó la atención pública más allá de cier- tos límites. Algunas autoridades competentes en la materia, tuvieron conocimiento de los rasgos hu- morísticos de Augusto, lo espiaron por la noche y se apoderaron de él en el momento de una de sus bromas. Los agentes de esas autoridades recibie-

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ron la orden de separar la extremidad superior de Augusto, y llevarla a un sitio eleva'db que estaba en Temple Bar. Todo el vecindario se congregaba diariamente para ver aquella parte de la persona de Augusto, que nunca había ocupado antes un lu- gar tan eminente.

Durante ios doscientos años que siguieron, es de- cir, hasta el siglo xiv, la familia fué ilustrada por las proezas de muchos héroes, a quienes tocó en suerte ^de otro modo habrían muerto en la obscu- ridad— seguir el camino victorioso de los ejércitos, cubriendo siempre la retaguardia, y abrir la mar- cha cuando se daba orden de regresar a los cuar- teles después de la lucha. Se engañaba Froissart al asegurar que el árbol genealógico de nuestra fami- lia sólo tenía dos ramas en ángulo recto con el tronco, y que se distinguía de otros árboles en que daba frutos durante todo el año. Esa es una calum- nia y una necedad del viejo cronista.

Llegamos al siglo xv. En esa época floreció Twain el Hermoso, llamado también el Letrado o el de la Pluma de Oro, Tenía una habilidad insu- perable para imitar la letra y la firma de todos los mercaderes de aquel país. La gente ?e caía miuerta de risa al ver cómo sacaba partido de aquella apti- tud, en la que llegó a una completa perfección. No se podía pedir más. Desgraciadamente, parece que, por efecto de una de esas firmas, se comprometió mi antepasado a servir de picapedrero en una carre- tera durante un largo período de años, y que la ru-

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deza del trabajo le echó a perder la mano para una obra delicada como era la de su ejercicio caligrá- fico. De vez en cuando dejaba el trabajo penoso de la carretera, pero poco tiempo después volvía al enganche por algunos años, y así estuvo, con bre- ves interrupciones, muy cerca de medio siglo, me- jorando las vías de comunicación y empeorando sus ya mermadas facultades para el manejo de la plu- ma. Todo tiene compensaciones. Tal era la satis- facción de los capataces de la carretera, que en los últimos años mi egregio antepasado no se alejaba más de una semana del lugar de sus tareas, y los agentes de la autoridad lo persuadían muy fácil- mente para que volviese al servicio público. Así murió, honrado y llorado por todos. Perteneció a la Orden de la Cadena. Llevaba siempre el cabello muy corto, y manifestó un gusto especial por la ropa de lienzo con rayas. Casi nunca usaba otra, y el Gobierno se la proporcionaba gratuitamente. He dicho que la patria lloró la muerte de mi antepa- sado, sin duda a e»ausa de sus servicios ; pero más aún por los hábitos de regularidad que adquirió en el trabajo de las carreteras.

Andando los años, nuestra famdlia se ilustró con el nombre glorioso de Juan Morgan Twain. Vino a lo? Estados Unidos en comipañía de Colón, aunque como simple pasajero de su carabela. Parece que mi antepasado era un hombre de cascara amarga. Durante la travesía no cesó de dar quejas al pa- trón del buque por la mala comida, y amenazaba con

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quedarse en lia playa si no mejoraba el servicio. In- sistía sobre todo en que se le diera sábalo fresco, aunque no lo hay en los mares de Aniérica. Andaba siempre sobre cubierta con las manos en los bolsd- llos del pantalón, y cuando pasaba junto a D. Cris- tóbal se le reía en ilas barbas de un modo imper- tinente. Decía contra él mil horrores en los corrillos de pasajeros y tripulantes. Entre otras cosas, ase- guraba que Colón no tenía la menor idea de Améri- ca, y que había emprendido el camino a tontas y a locas, puesto que aquel era su priimer viaje al Nue- vo Mundo. Cuando uno de los marineros gritó: ¡Tierra!, todOs se conmovieron. Sólo él permaneció impasible. Estuvo viendo la mancha gris con un vi- drio ahumado, que, según ciertos cronistas, era u'i pedazo de botella, y exclamó desdeñosamente: ''No hay tal tierra. ¡ Qué me cuelguen si lo que vamos no es una balsa de indios americanos!"

Al embarcarse, no llevaba consigo sino un envol- torio de periódico, en el que había un pañuelo, un calcetín de lana, uno de algodón, una camiisa de dormir y no qué otro objeto. Cada pieza tenía iniciales diferentes. Sin embargo, durante el viaje inventó la novela de su baúl, y no cesaba de hablar de su baúl. Todos los pasajeros juntos desaparecían y quedaban anulados cuando se presentaba mi an- tepasado en la cubierta. Si el buque hundía el pilco, mi bisabuelo llamaba a los grumetes para que lle- varan su baúl a popa. El se situaba en lugar con- veniente, a fin de ver el efecto. Si se sumía la popa.

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al instante mi célebre antepasado buscaba a Colón para sugerirle la maniobra indicada, y ofrecía su baúl. ¿Me preguntáis qué contenía ese baúl? Yo os diré en dos pa'labras que mi antepasado era un hom- bre extraordinario. Consultad el Diario de Colón, y veréis lo que dice el Almirante de las Indias. No acusa a mi antepasado. No hace una indicación que, aun veladamente, sugiera la idea de una conducta incorrecta. Colón se limita a afirmar que aquel pe- riódico y aquellos calcetines se convirtieron duran- te el viaje en un gran cargamento. Ya no se habla- ba de un baúl, sino de ilos baúles del Sr. Twain. Eran tantos, que no cabían en la bodega, y estaban sobre cubierta. Los marineros no podían hacer la maniobra ni oir las ordenéis, por el hacinamiento de los objetos que formaban la propiedad exclusiva e indisputable de mi bisabuelo. Al desembarcar, mi antepasado entregó a los cargadores de América cuatro grandes ibaúles y cuatro cestas de mimbre, dos de ellas de las que contenían la champaña con que fué celebrado el descubrimiento. Mi antepasado volvió a bordo e interpeló a Colón, exigiéndole que detuviera a los otros pasajeros, pues sospechaba que lo habían robado. Hubo un tumulto en la ca- rabela, y Morgan Twain fué echado de cabeza al agua. Todos se asomaron a la borda para ver su agonía; pero, a pesar de que permanecieron largo rato con los ojos clavados en la superficie del mar, no aparecieron ni las burbujas indicadoras de la muerte del célebre viajero. El interés crecía por

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momentos en presencia de aquel acontecimiento tan extraordinario. En esto se observó que la carabela iba a merced de ilas olas, pues el cable del ancla de proa flotaba sobre el agua. La consternación fué general y profunda. Si consultáis los papeles de Colón, encontraréis esta nota curiosa :

*'E descobrióse quel pasagero yngilés se había apoderado del ancla, e vendídola por cierto oro e otras cosas de la tierra a los dichos salvages, e decíales quera un amuleto."

Sin embargo, sería imposible negar los buenos instintos de mi antepasado. El fué quien primero trabajó por la disciplina y elevación de los na- turales de América, pues construyó una gran cár- cel y puso enfrente una horca. Aunque la crónica de donde sacamos estas noticias deja en blanco mu- chos hechos de mi iftustre antepasado, cuenta que un día, como fuese a ver el funcionamiento de la horca, por un accidente voluntario de parte de los naturales, Twain quedó colgado en ella. A él co- rresponde, por consiguiente, el honor de haber sido d primer blanco que mecieron las brisas america- nas, con el cuello afianzado en el extremo inferior de una cuerda europea. La cuerda, al parecer, le causó lesiones en el cuello, y el primer Twain de América falleció a los pocos instantes de codgado.

He dicho que Juan Morgan Twain fué mi bis- abuelo; pero debe entenderse el sentido retórico de la expresión. Uno de los descendientes de aquel ma- logrado precursor, floreció en mil seiscientos y tan-

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tos. Se le conocía en muchos países con el nombre del Alnuirante. La historia lo menciona y le atribu- ye otros títulos de que hablaremos en su opor- tunidad. Mandaba embarcaciones muy rápidas. La velocidad era parte esencial para el negocio de las flotas de aquel antepasado. También se preocupa- ba mucho por llevarlas bien municionadas y arma- das con muchos cañones, bocamartas y picas de abordaje. Prestó grandes servicios para hacer más activo el comercio marítimo. En efecto, cuando mii antepasado llevaba cierto rumbo, los navios que iban delante desplegaban todas sus velas para cru- zar el Océano. Si alguna embarcación se retardaba y por una de tantas causas que no averiguaba bien mi antepasado, quedaba cerca de las flotas del Al- mirante, éste sufría un acceso de furor y castiga- ba ajl buque retardado llevándoselo consigo Más tranquilo ya, conservaba el navio, con su tripula- ción y cargamento, en espera de los armadores y de los consignatarios de la mercancía ; pero estos hom- bres eran tan indolentes, que no iban a reclamar bienes de su legítima propiedad, y mi antepasado tenía que apropiársenos para que no se perdieran. A veces eran tan perezosos los tripulantes de los navios retardados, que el Almirante les prescribía baños de mar, y ¡los marineros que tomaban esos ba- ños gustaban mucho de ellos. Pocas veces volvían a pisar la cubierta después de comenzar el higié- nico chapuzón. Un acontecimiento desgraciado cor- tó la carrera del Aknárante. Su viuda creía que si

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en vez de ia carrera de su esposo se hubiera corta- do la cuerda de que se le suspendió, no habría muerto aquel hombre en la plena madurez de sus años y en medio de la carrera de sus triunfos. Es- tos Je valieron que la historia le designase con el nombre de pirata.

Carlos Enrique Twain vivió a fines del siglo xvii. Era un misionero tan celoso en el cumplimieiito de sus deberes, como grande por la excelsitud que alcanzaron sus facultades. Convirtió a 16.000 na- turales de las islas del Pacifico. Tenía tall conoci- miento de los textos sagrados, que convenció a aque- llos infelices paganos de la insuficiencia de un co- llar de dientes de perro y unas gafas para cubrir la desnudez del cuerpo durante las ceremonias del culto divino. Sus feligreses le querían tanto, y tan- to le apreciaron, que, cuando murió, se chupaban los dedos y decían que aquel era el más delicioso de los misioneros. Hubieran querido otros como él para repetir el fúnebre banquete. Pero no todos los días nacen misioneros que dejen un sabor tan agra- dable en los paladares del trópico.

La segunda mitad dell siglo xviii tuvo por glo- ria y ornamento la vida del más intrépido de los Twain. Era designado entre sus compatriotas los pieles rojas con un nombre expresivo: decíasele el Gran Cazador de Ojo de Cerdo. {Pagago-Paga- gua-Puquequivi.) Prestó sus servicios a Inglaterra contra el tirano Washington. El guerrero indio, an- tepasado mío, fué el qtie disparó diez y siete veces

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contra el mencionado Washington, ocultándose\ en el tronco de un árbol. Es exacta, por lo tanto, la poética narración de los libros escolares; pero és- tos engañan al público cuando afirman que después del disparo número 17 de su mosquetón, ei gue- rrero dijo: *'E1 Gran Espíritu reserva a este hom- bre para una miisión importante", y que ya no se atrevió a seguir sus disparos. Lo que dijo fué: '*Yo no pierdo mi pólvora y mis balas. Ese hombre está borracho, y no puedo hacer blanco." Tal es la ver- dad histórica. ¿No os parece que debemos preferir las narraciones recomendadas por el buen sentido, y que tienen el acento y el perfume de la proba- bilidad?

A mi me gustaban mucho las anécdotas de in- dios de los libros escollares; pero no vamos a creer que por el simple hecho de errarle dos tiros a un blanco, todo indio creyese que el soldado de los dos tiros había escapado ileso a causa de una predesti- nación del Gran Espíritu para fines ulteriores. Y si me decís que fueron 17 los disparos contra Washington, yo os contestaré que en un siglo la historia convierte dos tiros en 17 y aun en 17.000. Sería curioso que de todos los indios profetas sólo el de Washington acertase, ya que no en los tiros, en la profecía. No habría libros bastantes para con- signar las profecías que han hecho los indios y otras personas graduadas en la misma facultad ; es decir, las profecías que no se cumrplieron. Ahora, si veni- mos a <las que se cumplieron, yo podría llevar todas

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ellas en los bolsillos de mi gabán, y me sobrarían bolsillos. Debo advertir de paso, que muchos de mis antepasados fueron muy conocidos por sus apodos. Como la historia los ha consignado, creo que no vale la pena de extenderse en este punto de la vida secular de nuestra familia. ¿Quién no sabe que fueron miembros de ella el célebre pirata Kidd, Jack, el Destripador, y aquel incomparable Barón de Münchhausen, gloria de las letras? Tampoco mencionaré a los parientes colaterales, y hablando de ellos en globo, diré solamente que se distinguie- ron de la ramia principail en un rasgo curioso. Efec- tivamente, los Twain murieron colgados ; los otros miurieron en sus camas, de muerte natural, lamen- tados por los compañeros de presidio.

Yo aconsejo a todos los que escriban autoibiogra- fías que se detengan en el margen de los tiempos modernos. Así, basta una mención vaga y genérica del bisabuelo. De allí se salta all autobiografiado.

Siguiendo este consejo diré que yo nací privado en absoluto de dientes. En esto me aventajó Ri- cardo III ; pero no nací con joroba, y en esto yo le llevé la ventaja. Mis padres no fueron excesiva- mente pobres ni notablemente honrados.

Al llegar a este punto, un pensamiiento asalta mi mente. ¿Escribiré una autolbiografía que parece- ría pálida, comparada con la de mis remotos an- tepasados? Es de sabios mudar de opinión, y des- pués de haber meditado, creo que mi vida no me- recerá escribirse sino cuando se me haya llevado a

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la horca. ¡ Cuan feliz seria al público si las biogra- fías de otros hombres se hubieran contraído a ha- blar de los antepasados, en espera del aconteci- miento a que hago referencia!

II

NOCHE DE ESPANTOS

De las capas calizas de Fort Dodge, lozva, Estados Unidos, se sacó un enorme bloque, Mode- lada una figura humana, irCforme y gigantesca, el monolito fué en- terrado cerca de Cardiff, Conda- do de Ondaga, Estado de Nueva York, en 1868. Al año siguiente se anunció el descubrimiento de un hombre petrificado que alcan- zó mucha celebridad y fué cono- cido con el nombre de Gigante de Cardiff. El Profesor de la Uni- versidad de Y ale, Othniel C. Marsh, puso de manifieste que no había tal hombre petrificado de Cardiff, sino un fraude, y practi- cadas las averiguaciones corres- pondientes, George Hall, de Bir- mington, confesó que él había he- cho aquella maniobra para des- acreditar la creencia en los gigan- tes de que habla el Génesis (VI. 4).

El cuarto que yo elegí estaba en uno de los pisos superiores. El vetusto caserón se halla situado en la

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parte alta de Broadvvay. Esos pisos habían estado sin alquilar durante largos años. Mi cuarto, muy có- modo y espacioso, era la morada del polvo y de las telarañas, de la soledad y del silencio. Cuando lo re- corrí para entrar en posesión de mis nuevos domi- nios, tuve la sensación medrosa del que anda entre tumbas e invade la vida privada de los muertos. Re- conozco que eiii esa noche me asaltó por primera vez el miedo supersticioso a lo desconocido. Al dar la vuelta en un recodo de la escalera, sentí que se me enredaba en la cabeza una inmensa telaraña, y esto produjo en el mismo efecto que si hubiera encoi> trado un espectro.

Llegué a mi cuarto, y fué muy grata la emoción que me dominó cuando la luz del gas y el aire que entraba por las ventanas disiparon simultáneamente las tinieblas y el olor a cripta. Me senté cerca de la chimenea, sintiendo en el corazón la alegría que nos comunica siempre la llama coruscante del hogar. A lo que me parece, permanecí dos horas junto al fue- go, absorto en los recuerdos de tiempos idos y de se- res que resurgían de las brumas del olvido. La ima- giinación reproducía el acento de voces que habían enmudecido para siempre, y de canciones que ya na- die entonaba en torno mío. El ensueño iba rodando por la pendiente de una suave melancolía, cada vez más íntima y enternecedora. Fuera, el rumor del viento bajaba su diapasón hasta convertirse en un suave gemido. Bl golpe rudo del agua sobre los cris- tales de las ventanas, fué disminuyendo paulatina-

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mente, y ya sólo se oía una discreta y velada caden- cia. Se apagaban los múltiples ruidos de la avenida, y cuando de vez en cuando se oia el rumor de los pasos precipitados de algún trasnochador, ese rumor se alejaba, dejando atrás el más profundo silencio. El fuego de la chimenea moria también, y mi co- razón era invadido por un sentimiento de soledad. Dejé al cabo la butaca para desnudarme, y sin sa- ber por qué, todos mis movimientos eran discretos y furtivos. Andaba sobre las puntas de los. pies, co- mo si temiese despertar una legión de enemigos que al abrir los ojos se lanzarían sobre mí. Después de meterme en la cama, seguía con el oído aguzado los rumores del viento y de la lluvia, y el ruido distante de las persianas de otras casas, hasta que me quedé dormido al arrullo de esa música. Algo me desper- tó, y al turbarse mi sueño, sentí que una expecta- ción angustiosa me invadía. Todo estaba en quietud compileta ; todo, menos mi corazón, cuyas palpitacio- nes llegaban a mi oído. Sentí que las mantas se des- lizaban suavemente hacia los pies de la cama, como si alguien tirara de ellas con mucha precaución. Yo permanecía inmóvil y sin voz. El movimiento de las mantas siguió, hasta que me quedó todo el pecho des- cubierto. Yo me sobrepuse al terror, haciendo un es- fuerzo ¡supremo de la voluntad, y tiré de la sábana hasta cubrirme la cara. Volví a quedar inmóvil y si- lencioso, esperando angustiosamente. Una vez más, las mantas comenzaron a deslizarse, y una vez más, yo esperé durante un siglo de eternos segundos a que

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mi pecho quedara descubierto. Apelando entonces a toda la energía de que soy capaz, me atreví a tirar de las mantas, y después de volverlas a su sitio, las así con fuerte mano. Volví a esperar. Pocos instan- tes después, percibí uní suave tirón, y yo aumenté la resistencia. El tirón se hizo entonces persistente, y su violencia fué creciendo poco a poco. Dejé de re- sistir, y por tercera vez me encontré con el pecho descubierto. Lancé una queja, y otra queja me coni- testó desde los pies de la cama. Yo sentí que la fren- te se me cubría de sudor, y que las gotas eran como abalorios. En verdad, estaba más muerto que vivo, y mi angustia no tuvo límites cuando pasos en la alcoba. A juzgar por su pesadez, debían de ser pa- sos de elefante. Coni toda seguridad, no eran de ser humano. Lo único que me tranquilizaba si en ello podía caber tranquilidad , era que los pasos se ale- jaban de mi cama. claramente que se acercaban a la puerta y que sin mover pestillo ni cerrojo, trans- ponían el umbral, salían de la habitación y se, aleja- ban por los solitarios corredores, cuyo pavimento chirriaba siempre que desaparecía la misteriosa pre- sión. Por fin, reinó de nuevo el silencio. Calmada algún tanto mi excitación, yo me dije: He soñado, sin duda. He tenido una horrible pesadilla.

Y comieincé a cavilar, hasta quedar convencido de que había soñado. Lancé una carcajada de satisfac- ción, y la calma renació en mi pecho. Me levanté, encendí la luz, y pu'die cerciorarme de que los cerro-

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jos estaban bien corridos. Otra vez asomó a mis la- bios una risa jovial que salía del corazón. Tomé la pipa, la encendí, y estiDa sentándome frente a los rescoldos de la chimenea cuando... la pipa cayó de mi mano desfallacida, la sangre abandonó mis me- jillas y mi tranquila respiración fué interrumpida por un movimiento de agonía. Vi en las cenizas de la chimenea, junto a la huella de mi pie desnudo, otra huella de un pie tan grande que, en compara- ción, el mí'Qi pudiera parecer ed de un recién nacido. ¡Alguien había entrado en ila habitación! ¡En esa huella estaba ¡la explicación de los pasos del ele- fante !

Apagué la luz, y volví a meterme en la cama, pa- ralizado por el terror. Largo tiempo permanecí con la vista fija qn las tinieblas, y el oído atento a cuel- quier soinido que interrumpiera el profundo silen-^ cío de la noche. Después de larguísima espera, un ruido discordante sobre mi cabeza, como si lo produjera el arrastre de un cuerpo pesado en el pavimento del otro piso. Ese cuerpo cayó, y el cho- que produjo un sacudimiento en mis persianas. A la vez, ruido sordo de puertas en otros departa- mentos del edificio. De vez en cuando iban y venían pasos furtivos por los corredoras, y subían y baja- ban por las escaleras. Los pasos llegaban delante de mt puerta, vacilaban y volvían a alejarse. A lo lejos sonaba un ruido de cadenas, apenas percep- tible; -pero si aplicaba el oído, advertía que el golpe era más acentuado, que se repetía lein penoiso aseen-

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so por las escaleras, y que cada movimiento del duende estaba marcado por la punta de la cadena al caer ésta en el escalón de abajo, conforme subía el ser sobrenatural. Oia frases, oía gritos ahoga- dos por una súbita interrupción, oía el rumor de vestidos m visibles y el movimiento de invisibles alas. Después tuve conciencia de que mi estancia era invadida. Yo no estaba so^lo. una respiración an(helosa junto a mi cada. Por último, percibí un misterioso cuchicheo. Tnas esferitas de una luz sua- ve y fosforescente brillaban en el cielo raso, exac- tamente sobre mi cabeza. Una de las esferitas cayó sobre 4a almohada y dos sobre mi cuerpo. Las tres se apagaron, se licuaron y se callientaron. La intui- ción me dijo que al desprenderse y caer, las esferi- tas se habían convertido en sangre, y no necesité de la luz para persuadirme de ello. Después vi rois- tros pálidos, vagamente luminosos, manos blancas que se levantaban, objetos incorpóreos que flotaban en d aire y que desaparecían. El cuchicheo cesó, cesaron las voces, cesaron los sonidos, y reinó el si- lencio, un silencio solemne. Yo escuchaba inmóvil. vSentía que si no encendía una luz, aquél sería el mo- mento de mi muerte. Pero ell terror míe paralizaba. Gradualmente fui incorporándome hasta quedar sentadoi. ¡ Mi frente estaba en contacto con una ma- no viscosa ! Perdí las fuerzas, y caí de espaldas co- mo herido por un ataqufei medular. el rumor de un vestido talar que se arrastraba, que trasponía lu puerta y se alejaba.

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Cuando sentí que el silencio reinaba en torno mío, salté de la cama, débil y doliente. Encendí el gas con mano trémula, como la de un octogenario, o más bien, de un contenario. El fulgor 'd^el mechero me reanimó. Acercándome a la chimenea, caí en una muda contemplación de la huella impresa en las ce- nizas. Sus contornos iban paulatinamente borrán- dose y desapareciendo. Levanté la vista, y noté que la llama del gas disminuía. En aquel momento per- cibí de nuevo los pasos del elefante. Se acercaban, se acercaban por los húmedos corredores, y a me- dida que los pasos se acercaban, la luz de desva- necía. Los pasos llegaron al umbral de mi puerta, y se detuvieron en ella. El mechero de'l gas despedía una luz azul y mortecina, y todos los objetos que me rodeaban estaban envueltos en una penum'bra espectral. No se abrió la puerta, y, sin embargo, yo sentí que tma corriente de aire frío me azotaba las mejillas. Delante de había una presencia in- forme, gigantesca y nebulosa. Yo la miraba con ojos fascinados. Todo aquel ser despedía un vago resplandor. Gradualmente tomaron forma precisa los repliegues de la masa nebulosa. Apareció un brazo, y después del brazo dos piernas ; se destacó el contorno de un cuerpo, y por último emergió de aquel vapor un rostro triste. ¡Despojado de sus envolturas, desnudo, musculoso, afable, apareció antc^ la majestad del Gigante de Cardiff!

Todas mis zozobias se d\ "paron, pues hasta un niño hubiera sentido que era imposible recibir daño

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alguno de aquel ser bondadoso. La alegría renació en mi alma, y como si estuviera lem perfecta simpa- tía conmigo, 'la luz del gas se reanimó al mismo tiempo. Jamás se vio en e'l mundo a un hombre que después de estar condenado a la reclusión y al aban- dono, volviese otra vez a disfrutar de los beneficios de la vida social, tan feliz como yo mío sentí enton- ces, acom^pañado por el amigo gigante, a quien dije :

¡ Cómo ! ¿ Eres ? He pasado un miedo es- pantoso durante tres horas. Me alegro mucho de verte. Siento no tener una silla que pueda poner a tu disposición... Mira, siéntate aquí. No; allí, no.

Pero ya era tarde cuando ío dije. No pude con- tener al Gigante, y la silla crujió. En los días que llevo de vi'd'a, no he visto silla que se sacudiera co- mo aquélla.

¡Detente, detente! Vas a...

Una vez más, mis palabras llegaron muy tarde. Se oyó otro crujido, y otra silla quedó reducida a sus elementos originales.

¡Pero, condenado! ¿No tienes juicio? ¿Te has propuesto dejar esta casa sin mueiblies? Ven, ven, loco de mil demonios...

Todo era inútil. Se dirigió a la cama, y en un instante, ésta fué un campo de ruina y desolación.

¿Qué hacer? No veo camino. Recorres la casa como un torbellino, acompañado de una legión de seres del otro mundo, y me llenas de zozobras mor- tales. Y por más que tolero la indelicadeza de tn traje, quq ninguna persona culta permitiría, salivo

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en los buenos teatros, aunque ni en éstos sería lí- cito el desnudo de individuos de tu sexo, pagas toda mi generosidad haciendo pedazos los muebles en que se te antoja tomar asiento. Y todo, ¿para qué? No te aprovecha, y sales tan maltratado como los muebles. Te has roto el vértice de la columna ver- tebral. Has arrancado lascas de todo tu cuerpo, y las has desparramado por el pavimento. Parece que estamos en una marmolería. Debías tener ver- güenza, en consideración a tu edad y estatura, que no se avienen con tales procedimientos.

Bien está; dejemos esto. Ya no romperé los muebles. Pero ¿qué voy a hacer? En un sigilo no he tenido ocasiión de sentarme.

Al decir esto, las lágriimias brotaron de sus ojos.

¡ Pobre ! dije . No debí haber sido tan seve- ro. Además, casi tengo la seguridad de que eres huérfano. Pero siéntate aquí. Mira en tomo tuyo, y te convencerás de que ningún mueble resiste tu peso. Además, si te obstinas en quedar a mayor a)l- tura que yo, será imposible un vínculo social en- tre nosotros. Yo me subiré a este taburete de tene- dor de libros, y así podremos vernos las caras.

Obedeciendo a mis indicaciones, se tendió sobre el pavimento. Le ofrecí una pipa. Fui a ía cama, tomé una de mis mantas rojas y se la eché sobre los hombros. Le coloqué un barreño invertido en la cabeza. En suma, lo puse a la vez cómodo y pin- toresco. Mientras yo avivaba el fuego, él cruzó las

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piernas y expuso al calor amoroso de lia llama las plantas esponjosas de sus prodigiosos pies.

¿Por qué tienes asi los pies y las piernas?

Unos malditos sabañones que me salieron en d cortijo de Newell. Con todo, le tengo cariño a aquel lugar. Son los viejos amores, que no olvida uno. Allá siento en todo su vaEor lo que es la verdadera paz del alma.

Después de media hora de conversación, notan- do su fatiga, le hablé de ella.

¿Dices que estoy cansado? preguntó . Si, es verdad. Y ya que he recibido un tratamiento tan afable, voy a decirlo todo. Soy el espíritu del Hom- bre Petrificado, que habita allí enfrente, en el Mu- seo. Soy el espíritu del Gigante de Cardiff. No ten- dré paz ni descanso hasta que den sepultura a ese pojbre cuerpo. Y entretanto, ¿qué puedo ya hacer para que los hombres satisfagan un deseo tan legi- timo? ¡Aterrorizarlos, aparecerme en los sitios cir- cunvecinos ! Todas las noches lo hacía en el Mu- seo, y aun logré que cooperaran otros espíritus. Pero fué inútil mi actividad, pues nadie va al Mu- seo por las noches. Entonces me ocurrió atravesar la calle y dar fiesta en esta casa. Yo tenía la segu- ridad de que en cuanto se me oyese, todo el imiundo encontraría palpable ila justicia de mi causa, pues contaba con gente de toda confianza. Noche a no- che hemos recorrido los lúgubres y húmedos co- rredores, arrastrando cadenas, suspirando, cuchi- cheando, dando meneos formidables a las escaleras.

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Llegó un momento en que, si to he de decir la vendad', me sentí cansado de esta vida. Pero hoy, que vi luz en tu habitación, cobré nuevos bríos y emprendí las operaciones con el vigor que lies daba en otro tiempo. El ejercicio ha sido tal, que he que- dado sin respiración. ¿Podrías danne alguna es- peranza ?

Yo exclamé desde lo alto de mi taburete:

I Esto supera a cuanto pudiera imaginarse ! Tus sufrimientos, pobre fósil, son completamente inmo- tivados. ¿ Ignoras acaso que tu aparición es la de un vaciado en argamasa? ¡El verdadero Gigante de Cardiff está en Albania ! ¿ Es posible que hayas lle- gado a confundir tus propios restos ?

¿ Pero pretendes que yo no soy yo ?

^No lo pretendo; !o sé. Y voy a demostrártelo. La falsificación original, o sea el coloso auténtico, está actualmenite en Albania. Allí se exhibe, y la mu- chedumbre se agolpa en el Museo para ir a verlo.

Y yo, ¿quién soy entonces?

¿ ? eres un duplicado ingenioso y fraudu- lento. Se te llama, es verdad, el único Gigante legi' timo de Cardiff. \ Pero eres de argamasa ! Y lo pon- drán en claro los dueños del coloso de piedra.

No podría describiros la vergüenza y la humilla- ción que se pintaron en el rostro del Gigante de Cardiff.

El Hombre Petrificado se puso en pie, y me dijo con expresión sincera :

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¿ Honradamente es verdad eso que estás dicien- do?

Es una verdad tan palmaria, como que estoy subido en esta torre de tenedor de libros.

Se quitó la pipa de los labios, y la dejó sobre la re- pisa de la chimenea. Después permaneció un mo- mento en actitud vacilante. Inconscientemente, y co- mo consecuencia de un hábito inveterado, llevó las manos al lugar en que debía haber tenido los bol- sillos de los pantalones. Indlinando la cabeza sobre el pecho, dijo:

^ Jamás me sentí tan ridículo y absurdo. El Hom- bre Petrificado ha perdido su reputación! en todas partes, y ahora vemos las consecuencias de este frau- de vil, hasta en la situación a que se ve^ reducida su pobre alma en pena. Hijo mío, si te queda una chis- pa de caridad, ooncédes-éla a este pobre fantasma, sin un solo amigo en Nueva York, y no vayas a contar nuestra aventura. Piensa lo que sentirías si hu- bieras hecho una estupidez semejante.

* * *

Se oía a lo lejos morir el ruido de los pasos en la desierta calle, después de que el Gigante hubo ba- jado lentamente la escalea. Yo sentía su ausen- cia— ¡ pobre hombre sin autenticidad ! y la sentía tanto más cuanto que se había llevado mi manta roja V un barreño.

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III

SOBRE LA DECADENCIA EN EL ARTE DE MENTIR

Memoria presentada a la Sociedad de Historia y Arqueología de la Uni- versidad de Harvard^ y leída por el autor en se- sión pública.

Comenzaré por afirmar que la costumbre de men- tir no ha sufrido interrupción o decadencia. No; la Mentira es eterna, como Virtud y Principio. La Mentira, como recreo, como consuelo, como refu- gio en la adversidad; la Mentira como Cuarta Gra- cia, como Décima Musa, como la mejor y la más segura amiga deil hombre, es inmortal y no podría desaparecer de la tierra sino cuando desapareciera el círculo. Pero hagamos una distinción de rigor científico. No hay hombre de inteligencia elevada y da sentimientos rectos, que vea las mentiras tor- pes e inestéticas de nuestra edad, sin lamentar en el fondo de su corazón la prostitución de una de las Bellas Artes. Distingamos, pues, entre costumbre y belleza ; entre lo que es útil y lo que eleva el espí- ritu. Mis afirmaciones pesimistas llevarán un sen- tido exclusivamiente artístico.

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^

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Tengo la honra de dirigirme a un grupo iílustre de veteranos de la investigación histórica, y mis palabras deben cubrirse con el velo de la mo- destia y de lia circunspección. ¿Podría una solte- rona infecunda dar consejos a las respetables ma- tronas de Israel ? Yo no os censuro, señores Acadé- micos; reconozco que sois mayores en edad, y re- conozco también vuestra superioridad en la mate- ria especial, objeto dei esta Memoria. Aunque apa- rezcan irreverentes tales o cualles de mis observa- ciones, yo las formularé en un sentido de admira- ción y no de contradicción. Creo en verdad, y lo digo con profunda emoción, que mis lágritoas serían superfluas y vanas mis lamentaciones, si la más be- lla de las artes bellas hubiera merecido de toda la humanidad la misma celosa veneración y la misma práctica concienzuda y progresiva de que da hace objeto esta ilustre corporación. Mis palabras no llevan el propósito de envilecerse con la lisonja. Hablo inspirado por una justa y leal apreciación de vuestra larga historia científica. Podría citar nu- merosos ejemplos de vuestros méritos; pero el ri- gor de una exposición objetiva míe veda toda alu- sión personal.

Entre los hechos que (la observación ha compro - badlo mejor, se destaca éste: la mentira se perpeitúa porque es una institución fundada sobre los más sólidos cimientos de la necesidad. Y no sería pre- ciso agregar que si las circunstancias imponen lia

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

mentiira, ésta toma en tal caso todos los caracteres de la virtud. Ahora bien, sabemos por la historia de la humanidad que ninguna virtud akanza di grado de suma perfección sin un cultivo esmerado y diligente. Luego si la Mentira es una Virtud y una Arte Bella, y si no puede llegarse a la perfec- ción en la Virtud y en d Arte sin la educación, ¿no se sigue que el hogar, la escuela pública, la prensa y la tribuna deben impartir la enseñanza de la menti- ra? El embustero ignorante e inhábil no tiene armas para luchar contra el embustero instruido y ex- perto. ¿Cómo puQjlo yo bajar a la arena y medir mis armas con las de un abogado? Este ha culti- vado la mentira juiciosa. Ahora bien; esa es la mentira que necesitamos para nuestra perfección moral, intelectual y materiaJl. Sería mil veces prefe- rible no 'mjentir que mentir con poco juicio. Una mentira torpe, carente de valor científico, es, a ve- ces, tan desastrosa como una verdad.

Acudamos a los archivos de la filosofía, y vea- mos ío que nos enseñan los grandes maestros. No tenéis más que recordar un antiguo proveit)io que dice: "Los niños y los locos dicen siempre la ver- dad." La inferencia es tan olara como e!l agua de 'la fuente cristalina. Los adultos y los sabios jamás la dicen. El historiador Párlcman afirma en cierto pasaje de sus obras inmortales: "El principio de la verdad puede llevar al absurdo." Y en otro pasaje del mis- mo capítulo, añade el egregio historiador : "Es una verdad muy antigua la que nos enseña que la ver-

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dad no es sitíirupre oportuna. Son peJÍigrosos todos aquellos imbéciles a quienes su conciencia corrom- pida arrastra hasta el grado de violar habitualmen- te este principio." Las palabras de Parkman tienen tanto vigor como acierto. Nadie podria vivir con una persona que dijera siempre la verdad. Pero demos gracias a Dios: esas personas no' existen. Un hombre regularmente veraz seria un ser im- posible. Ese hombre no existe. Jamás ha existido. Hay, es verdad, quienes pretenden no haber men- tido. Pero esas personas viven engañadas por una ilusión. Todo el mundo 'miente. Y miente cada día. Y miente muchas veces por hora. Miente despier- to. Miente dormido. Cuando soñamos, cuando go- zamos, cuando lloramos estamos mintiendo. La len- gua no habla; está inmóvil. ¿Pero qué importa? Las manos, /los pies, los ojos, la actitud, engañan, y lo hacen con un propósito deliberado. Aun en los sermones... Omito la observación por su misma vulgaridad.

Yo vivi en un país lejano, hace ya mucho tiempo. En ese país las señoras se visitaban, pretextando amablemente que lo hacían para verse unas a otras. Cuando una de esas señoras volvía a su casa, ex- clamaba con júbilo:

He hecho diez y seis visitas, y en catorce no he encontrado a la señora de la casa.

Examinemos esta frase. ¿Qué significa? No que la visitante hubiera creído encontrar algo muy des- agradable en esas catorce casas, consumando las

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

catorce visitas. Do ningún modo. La frase significa que catorce personas no estaban en casa, y que la visitante derivaba una satisfacción intensa del he- cho de haber salido del paso dejando catorce tar- jetas. Tenemos, pues, en primer lugar, el supuesto deseo de ver a catorce personas y el gusto de no verlas. En d otro caso, el vago disgusto de encon- trar a quien no se hubiera querido ver. Las dos mentiras se manifiestan en forma suave y habitual. ¿Son excusables esas mentiras? Lo son, con toda evidencia. Además, no sollo son excusables, sino que son expresiones bellas y nobles de un corazón ge- neroso. ¿Qué fin se propone la persona que asi miente? No se propone lucrar. Su fin único es agra- dar a diez y seis personas.

Eli hombre veraz, de alma de hierro, sería des- agradable, y lo sería sin objeto alguno, pues diría explícita o implícitamente que no tenía el menor des'co de ver a sus amigos. Ese hombre sería un asno, y sus coces harían sufrir inútillmentei a todos aquellos que tuviesen la pena de entrar en contacto con él.

No sólo mentían las señoras, pues hasta los caba- lleros de aquel país lejano eran embusteros. Y no hallé una sola excepción. Decían:

¿Cómo está usted?

Esta pregunta era ujia mentira. No les interesaba saÍ3er del prójimo sino cuando eran dueños de em- presas funerarias. La pregunta referida tenía como respuesta habitual una mentira. Nadie se ponía a

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hacer un estudio concienzudo de su salud antes de contestar, y d interpelado contestaba al azar lo pri- mero que se le ocurría. Si encontrabais al dueño de (Una funeraria, le decíais que vuestra salud era imuy delicada. ¿Quién podía negarse a dar esa respuesta, sabiendo que causaba con ella un placeír, y que s^i alimentaba una ilusión en el prójimo, sin compro- miso para el que decía la dulce mentira?

En ese mismo país, cuando un extraño os visi- taba, vuestro deber era decirle :

¿A qué se debe el gusto de ver honrada esta pobre casa con una visita que me causa tanto pla- cer?

En el fondo de vuestra corazón estabais diciendo :

¿Por qué no estás en un país de caníbales y llegas allí a la hora del almuerzo?

Luego d visitante se ponía en pie para salir. Vos- otros decíais en alta voz :

¡Cómo! ¿Tan pronto?

Interiormente :

Creo que ya me he quitado este cataplasma.

Y en la puerta : ,

Hasta pronto.

Interiormente :

^¿No habrá tejas que caigan sobre estos mons- truos de pesadez ?

Vuestras palabras no engañabam ni herían. Si hu- bieran expresado la verdad, habría habido por lo me- nos dos personas embrolladas en una embarazosa dis- plicencia.

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Yo creo que la mentira cortés constituye un arte encantador y amable, susceptible de cultivo. La más alta ¡>erfección de las buenas maneras está formada por un soberbio edificio que en vez de piedras talla- das tiene como material un conjunto de mentiras ino- centes, graciosamente dispuestas y adornadas con primor.

Lo desolador es que tiende a prevalecer la verdad en su» formas brutailes. Hagamos todo lo posible para desarraigar esta planta maligna. Una verdad que hiere, no vale más que una mentira hostil. No debe- riamos pronunciar la una, como no pronunciamos la otra. El hombre que profiere una verdad odiosa, aun para salvar la vida, debería reflexionar que la vida de un ser desagradable no mereee los sacrificios que se hacen por ella. El hombre que dice una mentira para ser útil a algún pobre diablo necesitado de ayu- da, merece que los ángeles del cielo celebren sus em- bustes. Ese hombre es un embustero magnánimo.

La mentira desagradable es como la verdad cuan- do ésta hiere. El hecho ha sido consagrado por la ley sobre la difamación. Entre otras mentiras comunes, debemos mencioniar la mentira silenciosa, el error a que se nos induce guardando silencio y ocultando la verdad. Muchos de los corazones más endurecido» por el hábito de la verda'dl, no hacen sino bajar la pendiente de la mentira silenciosa, imaginando que no mienten porque sus labios callan. En ese país le- jano do que hablo, había una dama de ingenio en- cantador, de sentimientos nobles, de alma elevada,

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de inteniciones rectas y de reputación^ sin mancha. Como yo dijese un día en su mesa que todos somos embusteros, ella se sorprendió grandemente.

> ¿ Todos ? preguntó.

Todos dije yo fran/camente . Todos, sin ex- cepción. ;

Ella se manifestó muy ofendida.

¿Me cuenta usted en el número?

Seguramente. Y ocupa usted un lugar elevado en la serie.

I Chitón ! Hay niños. . .

Cambiamos de co:n]versación a causa de la presen- cia de los niños. Pero cuando los niños se retiraron a dormir, la dama vOlvió a da carga, y me dijo:

Observo como reglla invariable no mentir. Jamás me he apartado de esta reg'la.

Hablo con buena intención), y, sobre todo, no soy irrespetuoso. Pero, con toda atención sea dicho: us- ted, iseñora, miente sin interrupción desde que llega- mos a esta casa. Yo he estado muy apeniado por ello, pues no tengo el hábito de tales mentiras.

¿En qué he mentido? Cite usted un ejemplo: uno solo.

Muy bien. El Hospital de Oakland ha enviado una enfermera para que atendiera a uno de los ni- ños. A la vez, se ile remitió a usted un impreso para que consignara todas sus observaciones relativas a la conducta de la enfermera. ¿ Se ha dormido cuando tenía que velar? ¿Ha olvidado dar la poción?" Y así soicesivamente. En el mismo impreso se recomienda

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

ia mayor exactitud y minuciosidad en los informes, pues el buen funcionamiento del servicio exige que la enfermera sea castigada, ya con multa, ya de otra manera, por cada una de sus faltas y negligencias. Pues bien: usted le atribuye a esa mujer todas las perfecciones, y a mi me ha dicho que no tiene de~ fectos. Sin embargo, ¿cuántas veces ha dejado al niño tiritando de frío mientra's se le mudaba y ca- lenitaba la cama? Vamos a la respuesta que usted dió en el impreso d'el Hospital: "¿La enfermera ha cometido aJlguna falta o ha sido negligente?" Aquí, en California, todo lo arregílamos con apuestas. Diez dólares contra diez centavos a que usted mintió en» el informe.

^No mentí. Dejé la respuesta en blanco...

Mentira silenciosa. Hace usted suponer que no tiene reproche la conducta de la enfermera.

¿ Esa íes una mentira ? Yo no podía inscribir ell descuido en el informe. La pobre muchacha es ex- ceilente, bien intencioinada, cumplida. Hubiera sido una crueldad anotarle esa falta.

^No hay que temer la mentira cuando la men- tira es útil. La intención de usted era buena, pero le faltó discernimiento. La laxperiencia enseñará si se debe o no se debe mentir para hacer el bien. Ob- serve usted el resultado de aquel juicio erróneo. Guillermito, el niño de!l señor Jones, tiene escar- latina. Como resultado de las rocomendaciones de usted, la enfermera está en la casa. Toda la fami- lia, se entrega al sueño desde ayer, confiando en la

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excelencia de la enfermera. La pobre familia es- taba agobiada por la fatiga, pero no se hubiera puesto en esas manos fatales a no ser por el infor- nie. Usted, señora, como el niño Jorge Washington, ha alcanzado una fama... Mañana pasaré por usted, y si n'O tiene otra cosa que hacer, iremos al entie- rro. A usted evidentemente le asiste una razón per- sonail para interesarse por Guillermito; una razón tan personail, si me atrevo a decirlo, como la del empresario...

Era inútil cuanto yo decía. Antes de que pudie- ra 'terminar mi discurso, ya la señora había toma- do Un coche y corría hacia la casa de Guillermito para salvar lo que auní quedaba de aquel pobre niño, y para decir lo que sabía sobre ila enfermera fu- nesta. Todo esto era perfectamente inútil, porque Guillermito no estaba enfermo. Yo había mentido. Peiro en aquel mismo día la señora envió al hospi- tal una carta para llenar el hueco y restablecer exactamente la verdad de los hechos.

Como veis, la failta de aquella buena señora no había consistido en la mentira, sino en la oportuni- dad de la mentira. Hubiera podido decir la verdad en el sitio indicado, y establecer la compensación consignando una mentira piadosa. Hubiera podido escribir, por ejemplo: ''Esta enfermera posee todas las perfecciones. Jamás ronca cuandoi vela."

La mentira es universal. Todos mentimos. To- dos debemos mentir. La prudencia consiste en men- tir prudentemente, en mentir oportunamente, en

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

mentir con fines laudables. Hay que mentir para hacer el bien al prójimo. En una pailabra, hay que mentir sanamiente, por humanidad. Hay que men- tir francamente; hay que mentir con valor; hay que mentir con la cabeza erguida. No hay que men- tir por egoísmo; no hay que mentir por crueldad; no hay que mentir con tortuosidad y coin miedo ; no hay que mentir como si estuviéramos avergon- zados de la mentira.

La mentira es noble. Libremos, pues, a nuestro país de la funesta verdad que loi inficiona. La men- tira nos hará grandes, buenos, bellos, dignos de habitar Un planeta en el que la naturaleza miente sin cesar, salvo cuando nos anuncia un tiempo exe- crable. ¿Pero que podría yo agregar, novicio como soy en el noble arte de la mentira? En vano iii- tentaría ponerme al niveí de los miembros de esta augusta Sociedad.

Mintamos, señores ; pero sepamos mentir, ya que la mentira es una Jey ineludible. Sepamos cuándo se debe mentir y cuándo no se debe mentir. ¿Y quién puede establecer las reglas precisas para sa- ber si en un caso procede la mentira o si debemos evitarla? Esta es una función delicadísima que, a mi entender, sólo puede ser concienzudamente cTés- empeñada por una Asociación como la vuestra, for- mada de personas, puedo decirlo sin adulación, a quienes una ilarga práctica profesional acredita co- mo maestros en el arte de la mentira.

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IV

EL ARCA DE NOÉ INSPECCIONADA EN UN PUERTO ALEMÁN

Nadie podrá alegar que son muy notables ios progresos realizados en el arte de la construcción naval desde los tiempos en que Noé puso a flote su arca. Las lleyes de la navegación acaso no exis- tían o no eran apilicadas en todo su rigor literal. Actualmente las tenemos tan sabiamente combina- das, que a la vista parecen papel de música. El pobre patrilarca no podría hacer hoy lo que tan fácil! le fué hacer entonces, pues la experiencia, maestra de la vida, nos ha enseñado que es nece- sario preocuparse por fia seguridad de las personas dispuestas a cruzar los mares. Si Noé quisiera salir del puerto de Brema, las autoriídades le nega- rían el permiso correspondiente. Los inspectores pondrían toda clase de reparos a su embarcación. Ya sabemios lo que es Alemania. ¿Imagin-áis en todos sus pormenores di diálogo entre el patriarca naval y ilas autoridades? Llega el Inspector, ves- tido irreprochaiblemente con su vistoso uniforme

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M A R K T W A I N

militar, y todos se sienten sobrecogidos de respeto a la vista de la majestad que brilla eti su persona. Es un perfecto caballero, de una finura exquisita, pero tan inmutable como la propia estrella polar, siempre que se trata del cumplimiento de sus de- beres oficiales.

Comenzaría por preguntarle a Noé el nombre de la población de su nacimiento, su edad, la religión o secta a que perteneciera, la cantidad de sus ren- tas o benefieios, su profesión c ejercicio habitual, su posición en ia eseaila social, el número de sus esposas, de sus hijos y de sus criados y el sexo y edad de hijos y criados. Si el patriarca no estu- viera provisto de pasaporte, se le obligaría a re- cabar todos los papeles necesaríos. Hecho* esto^ antes no , el Inspector visitaría e^l arca...

¿ Longitud ?

Doscientos metros.

—¿Altura de la línea de flotación?

Veintidós metros.

<j Longitud de los baos?

—Diez y ocho a veinte.

¿Material de construcción?

Madera.

¿Se puede especificar? '

Cedro y acacia.

¿Pintura y barniz? ^AUquitrán por dentro y por fuera,

¿Pasaferos?

-^Ocho.

4 ^

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

¿Sexo?

Cuatro hombres y cuatro mujeres.

—¿Edad? ' ,

La más joven tiene cien años.

¿Y d jefe de la expedición?

Seiscientos.

Por lo que veo, va usted a Chicago. Hará usted negocio en la Exposición.

¿Nombre del médico?

No llevamos médico.

Hay que llevar médico, y también un empre- sario de pompas fúnebres. Son requisitos indis- pensables. Personas de cierta edad no pueden aventurarse en un viaje como éste sin grandes precauciones. ¿ Tripullantes ?

^Las ocho personas mencionadasi.

¿Las mismas ocho personas?

Sí, señor.

¿Contando las mujeres?

Sí, señor.

¿Haiu prestado ya sus servicios en la marina mercante ?

No, señor.

¿Y los hombres?

Tampoco.

¿Quién de ustedes ha navegado?

^Ninguno.

¿Qué han sido ustedes?

Agricultores y ganaderos.

—Como el buque no es de vapor, necesita por lo

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M A R K T IV A I N

menos una tripulación de 800 hombres. Hay que procurárselos a toda costa. Es necesario tener también cuatro segundos y nueve cocineros. ¿Quién es el capitiáíii?

Servidor de usted.

Se neoesita un capitán. Y se necesita por lo menos una camarera, y ocho enfermeras para los ocho ancianos. ¿Quién ha hecho el proyecto y es- pecificaciones del buque?

—Yo.

¿Es su primer ensayo?

^Sí, señor.

Ya lo suponía. ¿Qué efectos lleva usted?

^Animales.

¿De qué especie?

De todas.

¿Son animales domésticos?

Casi todos son animales en estado salvaje.

¿Exóticos o del país?

Princiipalmente exóticos.

Enumere usted aígunos de los animadles más notables q,ue se propone llevar en su viaje.

^Megaterios, elefantes, rinocerontes^ leones, tigres, lobos, serpientes; en una palabra, llevo ani- males de todos ¡los climas. Un par de cada especie.

¿Las jaulas ^stán sólidamente construidas?

^No hay jaulas.

Neoesita usted proveerse de jaulas de hierro. ¿ Quién es el encargado de dar allimentos y agua a la3 fieras?

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Nosotros.

¿Los ocho ancianos?

Sí, señor.

Es peligroso para las ficcras, y sobre todo para los ancianos. Se necesita tener empleados compe- tentes, de mucha fuerza y habituados a este tra- bajo. ¿Númjero de animales?

Grandes, siete mil. Contados todos, grandes, medianos y pequeños..., noventa y ocho mil.

Necesita usted mil doscientos empleados. ¿Que métodos de ventilación ha adoptado usted? Y diga antes, ¿cuántas ventanas y puertas tiene da embar- cación ?

Dos ventanas.

¿En dónde están?

Junto alero.

¿Y un túnel de doscientos metros cuenta sólo con dos respiraderos? ¡Imposible permitir esto! Hay que abrir ventanas y hay que instalar el alum- brado eíéctrico. No se puede permitir la salida sin que esta em^barcación Heve por lo menos una do- cena de luces de arco y miiíl quinientas lámparas in- candescentes. ¿Niimero de bombas?

No tenemos bombas.

Debe usted comprar bombas. ¿De dónde se procura usted el agua para las personas y para los animales ?

Bajamos cubos por las ventanas.

Eso no se puede aceptar. ¿Fuerza motriz?

¿Fuerza... qué?

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Ü A R K T ly A 1 N

Fuerza motriz. Ponga usted atención: ¿cómo echa usted a andar el barco?

Yo no empleo fuerza. Anda soío.

Necesita usted, o 'bien velas, o bien vapor. ¿ Tim.ón ?

No hay tinKÓn.

¿Cómo gobiierna usted la embarcación?

No la gobernamos.

Necesita usted instalar todo lo relativo al ti- móni. ¿Anclas?

No las tenemos.

Seis por lo menos. Si no lleva usted seis an- clas, no se le permitirá zarpar. ¿Lanchas de sal- vamento ?

No hay.

Anote usted veinticinco. ¿Salvavidas?

Tampoco.

Anote usted dos mil. ¿Cuánto tiempo va a du- rar la travesía?

Un año más o míenos.

Me parece larga. Con todo, llegará usted a tiempo para la Exposición. ¿Qué lámina ha em- pleado usted para el casco?

No hay lámina.

Pero, hombre de Dios, la broma va a taladrar el barco, y antes de un mes no será barco sino criba. Está usted irremediablemente destinado a habitar los profundos albismos del Océano. Si no se pone un buen refuerzo metálico, no saWrá us- ted. Y olvidaba hacerle a usted una advertencia.

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Chicago está en el interior del continente, y este buque no puede llegar hasta allá.

¿Chicago? ¿Pero qué es eso de Chicago? Yo no voy a Chicago.

¿De veras? Pero entonces no comprendo al objeto de llevar tantos animales a bordo.

Son animales de reproducción.

¿No son suficientes los que hay en el mundo?

Lo son para el estado actual de la civilización ; pero como líos otros animales van a ser ahogados por el diluvio, éstos servirán para asegurar la per- petuación de sus espacies.

¿Diluvio dice usted?

vSi, señor. Un diluvio.

—¿Tiene usted la seguridad?

Absoluta. Lloverá durante cuarenta días con sus noches.

¿Y eso tiene a usted preocupado? Aquí llueve hasta ochenta días con sus inioches.

Pero no se trata de una lluvia d^e qsas. La que va a venir cubrirá las cimas de las más altas mon- tañas, y desaparecerá la superficie de la tierra.

Si así es y le hago a usted una advertencia oficiosa, no queda a su elección el vapor o la vela : tiene usted que proveerse de máquinas de vapor, pues no podrá usted llevar lagua para once o doce meses. Además necesita usted una potente desti- ladora.

- Ya dig^o que echaré cubos por las dos ven- tanas.

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M Á R K T W A I Ñ

¡Vaya una simpleza! Antes de que el diluvio haya cubierto las más altas montañas, toda el agua dulce estará hecha una salmuera por efecto dea agua de mar. Necesitará usted ima máquina de vapor para destilar el agua. Veo, en efecto, que este es é\ primer paso^ que da usted en el arte de la construcción naval.

Es verdad; ¡no halbia hecho estudios especia- les, y he procedido sin conocimáento de las nocio- nes respectivas.

Considerando las cosas desde ese punto de vista especial, me parece muy notable la obra de usted. Yo juraría que jamás se ha botado al agua una embarcación de carácter tan extraordinario.

^Agradezco mucho los elogios con que usted se sirve favorecerme. Bl recuerdo de su visita será imperecedero. Mi gracias, mil gracias. Adiós, señor.

¡Inútil es que digas adiós, viejo y venerable pa- triarca! Bajo el exterior afectuoso y cortés de ese Inspector alemán, se oculta una voluntad de hierro. Yo te juro, viejo y venerable patriarca, que el Inspector no autorizará tu partida.

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V

MI RELOJ

Mi magnífico reloj anduvo como tim reloj durante año y medio. No se addantaba ni se retardaba; no se detenía. Su máquina era la imagen de la exacti- tud. Llegué a considerar a mi reloj como infalible en sus juicios acerca del tiempo. Arraigaba en la convicción de que la estructura anatómica de mi re- loj era imperecedera. Pero yo no contaba con que un día una noche, más bien ^lo dejé caer. Ese ac- cidente me afligió, y vi claramente el presagio de una desgracia irreparable. Poco a poco logré serenarme y abandonar mis presentimientos supersticiosos. Sin embargo, para mayor seguridad, llevé mi reiloj a la casa más acreditada en el ramo, con el objeto de que lo arreglara un especialista de indiscutible pe- ricia. El jefe del establecimiento examinó atenta- mente mi reloj. Su fallo fué este:

Tiene cuatro minutos de retraso. Hay que mo- ver el regulador.

Yo quise detener el impulso de aquel hombre y hacerle comprender que mi reloj no tenía retraso. Pero fué inútil. Agoté todos los argumentos de la

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lógica. El relojero afirmaba que mi reloj tenía cua- tro minutos de atraso, y que era necesario mover el regulador. Yo me agitaba angustiosamente, implo- raba clemencia, suplicaba que no se atormentase aquella máquina fiel y exacta. El verdugo consuma- ba fría y tranquilamente el acto infame.

Naturalmontc, é. reiloj comienzo a adelantarse. Dia- riaimente corría más. Pasó una semana, y la preci- pitación de mi reloj anunciaba claramente una fiebre loca. Bl movimiento de la máquina se aceleró hasta ser de ciento cincuenta pulsaciones por minuto. Pasó otra semana, y otra, y otra. Pasaron dos meses, y mi reloj dejó atrás a los mejores relojes de la ciudad. Dejó atrás las fechas diel almanaque, y tenía un ade- lanto de trece días. Siguió transcurriendo el tiempo, pero eil de mi reloj transcurría siempre más rápida- mente, y era de una celeridad vertiginosa. Aun no daba octubre el último adiós de la partida, y ya mi reloj estaba a mediados de noviembre, gozando de los encantos de las primeras nevadas. Pagué anticipada- mente la renta de la casa ; pagué los vencimientos que no habían llegado a su fecha; hice mil desembolsos por el estilo, y la situación presentaba caracteres alarmantes. Fué necesario acudir a un relojero.

Este hombre me preguntó si ya se había hecho al- guina compostura a mi reloj. Dije que no, y era la verdad, pues jainás había necesitado la intervención del arte. El relojero me dirigió una mirada de júbilo perverso, y abrió la tapa de la máquina. Acto conti- nuo se colocó delante de un ojo no qué instrumen-

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

to diabólico de madera negra, y examinó el interior de>l excelente rodaje.

Es absolutamente necesario limpiar y aceitar esta máquina ^dijo el perito •. Después la arreglaremos. Vuelva usted dentro de odio días.

Mi rdloj fué limpiado y aceitado : fué arreglado. Eso tuvo por consecuencia que comcinzara a caminar lentamente, como una campana que suena a interva- los largO'S y regulares. No acudí a las citas, perdí los trenes, me retardé en mis pagos. El reloj me decía que faltaban tres días para un veincimiento, y la li- branza era protestada. Llegué gradualmente a vivir en la víspera, en la antevíspera, en la semana y aun en la quincena anterior a la fecha. Era yo un aban- donado, un solitario, en medio de una sociedad que vivía noiiiia'lmente, y que desaparecía poco a poco de mi vista, hasta dejarme instalado en una región dis- tante del tiempo. Empezaba a nacer en una sim- patía inexplicable para la momia del Museo, y fre- cuentemente me encontraba cerca de ella comentan- do los últimos acontecimientos. Volví a poner mi es- peranza on vüív relojero.

Este hombre desarmó la máquina ; puso los frag- mentos a mi vista ; los cogió con las pinzas, y acabó por decirme que el cilindro estaba hinchado. Pidió un plazo de tres días para reducir aquel órgano im- portante a sus dimensiones normales. Reparado mi reloj, comenzó a marcar la hora media, pero se negó obstinadamente a una indicación más precisa. Yo aplicaba el oído, y creía sentir en el interior de la

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máquifna algo como ronquidos y ladridos, resoplidos y estornudos. Mis pyensamientos dejaron de seguir por su carril naturail. ¿ Qué reloj era aquél que asi me trastornaba ? A las doce del día pasaba la crisis. Por ia mañana había dejado atrás a todos los relojes del barrio ; por la tarde se echaba a dormir o divagaba en sus ensueños quiméricos, y todos los relojes lo de- jaban atrás. Transcurridas las veinticuatro horas die la revolución del pllaneta, un juez imparcial hubiera dicho que mi reloj se mantenía dentro de los justos limites de la verdad. Pero el tiempo medio en un reloj es como Ha virtud a medias en una persona. Yo era compañero de mi reloj, y no podía sufrir aquella alteración cotidiana. Me decidí a visitar otra relo- jería.

El técnico dictaminó que estaba roto el espigón dd escape de áncora. ¿liso era todo? Yo e>^teriorÍ€é la infinita alegría que rebosaba de mi alma. Debo reco- nocer en esta nota coíiifidcncial que yo no sabía \<:) que era el espigón del escape de áncora ; pero me abstuve de dar a conocer mi ignorancia en presen- cia de un extraño. Se hizo la compostura. Mi desdi- chado reloj perdió por u'n lado lo que ganó por otro. En efecto, partía a galope tendido, y se detenía sú- bitanmente; volvía a emprc^nder la carrera, y se pa- raba otra vez, sin preocuparse por esa regularidad de movimientos qiue constituye el mérito de un reloj concienzudo. Siempre que daba uno de aque- llos salltos, yo sentía en el bolsillo un golpe tan fuerte como el de ila culata de un fusil cuando lo

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disparamos. En vano puse un forro de algodón en el chaleco. Era necesario tomar providencias ra- dicales contra aquel movimiento explosivo. Acudí a otro relojero.

Este último se colocó ia lente, desmontó el reloj y tomó las piezas con lias pinzas, como lo habían hecho sus colegas. Después del examen de rigor :

Vamos a tener dificultades con el regulador me dijo.

Colocó el regulador en siu sitio, y procedió a un.i limpia de toda lia máquina. El reloj caminaba per- fectamente bien. Sólo había un ligero detalle que alteraba su ecoaiomía. Cada diez minutos, invaria- blemente, las agujas se adherían como las hojas de las tijeras, y mostraban la más resuelta intención de caminar unidas. ¿Qué filósofo, por grande que fuera el poder de su pensamiento, podía haber sa- |)ido la hora teniendo un reloj de esa especie? Fué indispensable subsanar los inconvenientes de un estado tan desastroso.

El crístaH me dijo la persona caracterizada por sus miéritos a quien hube de acudir en busca de coinsejo; ^el cristal, y sólo el cristal, es causa de la que usted cree propensión de las agujas. Es- tas no tienen paso franco y se traban. Además, hay que reparar allgunas ruedas; casi todas.

El relojero procedió con extraordinario tino, y desde aquel momento la máquina empezó a mo- verse con toda regularidad. ¡ Bendito sea ese relo- jero! Pero notad un hecho singularísimo. Después

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de cinco o seis horas de llevar et reloj en el bol- sillo de mi chaleco, noto de pronto que las agujas giran vertiginosamente, al grado de que no podía ya identificarlas con to^d'a precisión. Sólo se veía en el disco algo como una sutifl telaraña en movi^ miento... Seis o siete minutos bastaban para que mi reloj hiciese el trabajo que un reloj ordinario hace en veinticuatro horas.

Tenía el corazón despedazado. Acudí a otro ar- tista. Mientras el relojero examinaba di reloj, yo examinaba al relojero. atención no era inferior a la suya. Cuando él terminó su examen, yo me dispuse a practicar un severo interrogatorio, pues no se trataba de un asunto baladí. El rdoj me cos- tó doscieintos dólares cuando lo saqué del estable- cimiento donde me lo vendieron, y llevaba ya gas- tados tres mil dólares en reparaciones. Sin embar- go, un hecho modificó mis propósitos. Yo acababa de identificar en aquel relojero a un antiguo cono- cido mío a uno de los miseraíbles con quienes ha- bía tenido que ver en el camino de mi calvario . ; ese hombre tenía más aptitudes para clavar !ofc remaches de una locomotora de tercera mano que para componer un reloj. El bandido procedió a su examen, como he dicho, y pronunció el veredicto con la imperturbabilidad propia del gremio :

^Esta es ima máquina de la que podría decirse que hace mucho vapor. Hay que dejar abierta la válvula de seguridad.

¿La válvula de seguridad? Eres un caldedero.

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No pude conten-eríme, y k di en la cabeza un golpe formidable. El malhechor murió, y yo tuve que pagar los gastos del entierro.

Con razón mi tío Guillermo Dios lo tenga en su reino , decía que un caballo es bueno hasta que le sale la primera maña, y que un reloj deja de ser- vir cuando los relojeros hacen la pñmera com.- postura.

preguntabas, querido tío, qué oficio adoptan los zapateros, herreros, armeros, mecánicos y plo- meros que fracasan en su primera elección. ¿Qué oficio adoptan, querido tío? Díganlo mis tres mil dólares gastados en hacer inservible un excelente reloj.

VI

LA DIFTERIA Y EL MATRIMONIO MC. WILLIAMS

Los hechos que siguen fueron relatados al autor de este libro por el Sr.McWilliams, caballero muy fino de Nueva York, a quien el autor conoció casualmente du- rante un viaje.

^Ahora me dijo volvamos al punto inicial de mi digresión, que tuvo por objeto explicar el terror de las madres al ver la ciudad asolada por aquella espantosa e incurable enfermedad llamada crup membranoso. Yo^ le dije a mi esposa que era ne- cesario tener muchas precauciones en lo relativo a la salud de la pequeña Penépole. Hablé así:

Encanto mío, ¿no sería mejor impedir que la niña dhupe ese trozo de pino? En tu lugar, yo lo prohibiría.

Pero, amor mío, ¿qué mail hay en ello? con- testó mi esposa.

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Verdad es qiw en el momento de hablar así, ya ella retiraba el malhadado trozo¡ de pino para que no lo chupara Penéloí>e. Sin embargo, las mujeres no pueden aceptar la indicación más racional sin decir algo en contra. Me refiero a las mujeres ca- sadas.

Yo repliqué :

Vida mía, es notorio que el pino figura entre la madora menos alimenticia que puede comer una criatura.

El movimiento de mi esposa se detuvo, y en vez de tomar el pedazo de madera que tenía la niña, volvió la mano al regazo. Hizo un esfuerzo! visible para contenerse, y habló así :

Humberto, lo sabes mejor que yo. Y sabes que lo sabes. Todos los médicos dicen que la trementina contenida en la madera de pino es buena para la espina dorsal y para lios ríñones.

'¡Toma! Pues yo estaba en un error. Ignoraba que la niña estuviera enferma de los ríñones y de la espina, y que el médico hubiera recomendado...

¿Pero quién dicei que la niña está enferma de la espina y de los ríñones?

^Amor mío, tus palabras lo indican.

¡ Vaya una ocurrencia ! Yo no he dicho nada que pueda conducir a esa suposición.

Pero, bien mío, hace dos minutos dijiste...

¡Y dale con que lo dije! Dejemos lo que dije o no dije. Ningún mal hay en que la niña chupe madera de pino, si quiere hacerlo; y lo sabes

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

bien, perfectamente bien. La chupará; sí, la chupa- rá. ¡Vamos!

Es bastante, Carolina. Me hago cargo de la fuerza de tu razonamiento. Hoy mismo pediré dos o tres cuerdas de la mejor madera de pino. No quiero que mi hija tenga un deseo y no pueda...

¿Quisieras ser tan bondadoso que salieras en este mismo instante para tu oficina, a fin de que yo p.reda tener un momento de tranquilidad? Na- die es dueño de hacer en esta casa la menor obser- vación sin que te pongas a discutir, y a discutir, y a discutir, hasta que llega un momento en que no sabes lo que dices, como no lo sabes jamás,

Muy bien. Será como lo dices. Pero en esa úl- tima observación hay tal falta de lógica, que,..

Antes de que yo acabara mi frase, ella salió como una furia, acompañada de la niña. Por la noche, a la hora da la cena, mii esposa tenía la cara blanca como la cera.

¡ Otro más ! Jorgito Gordon ha sido atacado.

¿Crup membranoso-?

j Crup membranoso !

—¿Y hay esperanzas?

Ningunas. ¡ Qué va a ser de nosotros !

A poco llegó la niñera con Penépole para que ésta nos diera las buenas noches, y para que di- jera las acostumbradas oraciones en el regazo de la madre. A la mitad de una frase tosió ligeramen- te. Mi esposa se echó hacia atrás como fulminada por d rayo, pero no tardó un segimdo en ineorpo-

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rarse, y entró en esa actividad que inspira el terror.

Mandó que la camita enverjada de la niña fuese llevada a nuestra alooba, y ella misma inspeccionó la ejecución de sus órdenes. NaturaUnente-, quiso que yo la acompañara. Todo se arregló rápidamen- te. A la niñera se le puso un catre en él gabinete de mi esposa. Pero no bien habíamos acabado nues- tros arreglos, pensó que estábamos muy lejos del otro niño. ¡Y qué seria de nosotros si le atacaban los síntomas a media noche ! Volvió a pooerse pá- lida oomo una hoja de papel, i Infeliz !

Llevamos nuevamente la camita de la niña y el catre de la niñera al departamento de los pequeñoK, y se nos preparó una cama para nosotros en la ha- bitación contigua.

De pronto mi es'posa dijo:

¿Y si el pequeño se contagia de Penélope?

Este pensamiento llevó el pánico a su corazón, y la tribu de los que trabajábamos en la mudanza no acertaba a proceder con una celeridad sufi- ciente en el nuevo traslado de la camita para cal- mar la angustia de mi consorte. Es verdad que ella nos ayudó personallmente, y quq la camita quedó hecha pedazos por los tirones y estrujones que le dio en su afán de obtener Un resultado rápido.

Nos mudamos al piso bajo, pero allí no había lugar para la niñera, y mi esposa creyó que no po- díamos prescindir de la cooperación experta que aquélla podía prestamos. Fué necesario volver a nuestra alcoba, con camas, y todo lo que se había

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bajado. Cuando entramos, sentíamas el alivio del pájaro que descansa en su nido después de haber sido arrastrado durante 'la noche por la tormenta.

Mi esposa se dirigió a la alcoba de los niños para ver cómo iban las cosas. Violvió al instante con una nueva zozobra.

¿ CuáJl será la causa de que duerma así el niño ?

Yo contesté:

Pero, Carolina, ya sabes que el niño duerme como si fuera un muñequito.

—Lo sé. Lo sé. Pero eso sueño tiene algo muy especial. Me parece que... me parece que... respira con tanta regularidad. ¡ Eso es horrible !

Pero, hija, siempre respira con regularidad.

Lo 'también. Pero es cosa que infunde mie- do. Esta niñera carece de experiencia. Es muy jo- ven. María deberá aoompañarla y estar a la mano por si algo se ofrece.

^Es buena idea. Pero si se va la doncella, ¿quién te ayudará a ti ?

Tú. podrás ayudarme en caso necesario. Yo no permitiré que alguien sino yo tome a su cargoi el cuidado de» Penépole.

Me parecía una vileza acostarme dejando que ella trabajase toda la noche en el cuidado de la niña enferma. Pero ella me persuadió, y María partió para instalarse cdmo en años pasados cuando la teníamos al cuidado de los niños.

Penélope tosió dos veces durante eil primer sueño.

¿Por qué no vendrá ese médico? Oye, me pa-

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rece que la alcoba está muy caliente. Si ; está muy caliente. Baja. Corre la placa de la estufa. ¡ Pronto !

Torcí la llave, y a la vez examinaba el termóme- tro, pues no me parecía que aquella temperatura fuese excesiva para una criatura enferma.

El cochero llegó con la noticia ele que el médico estaba en cama y que no podía salir a causa de un resfriaidb. Mi esposa me vio con ojos de moribunda, y dijo con voz desmayada, que parecía un gemido:

j La Providencia ! Estaba escrito. Ese hombre jamás se ha enfermado. ¡Jamás! Nuestra vida no ha sido ejemplar, Humberto. No lo ha sido. Dios nos castiga. Yo te lo he dicho muchas veces. Y ahora, mira el resultado. Esta niña no sanará. Da gracias a Dios si 'puedes perdonarto tu culpa ; pero yo no me la perdono a mi misma.

Sin el menor propósito de lofenderla, pero con palabras elegidas al azar, dije que no encoiitraba un exceso de relajación en nuestra conducta.

¿Te propones atraer la cólera del cielo sobre el niño tambiénj?

Rompió a llorar, pero secó sus lágrimas para decir :

¡ El doctor debió haber enviado medicinas 1

Yo dije:

Sí. Aquí esitán. Esperaba una ocasión para dár- telas.

¡Una ocasión! ¿Pero ignoras, infeliz, que los momentos son preciosos? Y ese hombre, ¿para qué

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

prescribe medicinas, cuando sabe que la enferme- dad es incurable?

Yo manifesté que mientras haya vida no se debe renunciar a la esperanza.

¡ Esperanza ! Tus palabras tienen tanto sentido como las del niño que niOi ha salido aún del vientre de su madre. Si quisieras... Mira, aqui se prescribe ■una cucharada cada hora. ¡ Una cada hora ! Parece que hay un año disponible para medicinar a esta criatura. ¡ Pronto, hombre, pronto ! Dale a esta in- feliz agonizante una cucharada de las de sopa, y espabílate.

Pero, querida mía, una cucharada podría tal vez...

¡ Por Dios, te ruego que no me saques de qui- cio!... Sí, sí, mi tesoro; sí, está muy feo, pero es muy bueno para Nelita ; muy bueno: para el encanto de su mamá. Con esto sanará Nelita. Así, así, pon la cabecita en el pecho de tu mamá, y a dormir, a dormir pronto. Bien que no amanecerá. Una cu- charada cada media hora podría... Y esta niña ne- cesita belladona. Sí, lo sé. Necesita belladona. Y acónito. Hay que pedir esto. Mira, déjame a mí. no sabes nada de enfermedades.

Nos metimos en la cama, poniendo a la niña cer- ca de la almohada de la mamá. El torbellino me tenía agotado, y a los cinco minutos había caído en el más profundo sueño. Mi esposa me despertó.

Dime, Humberto, ¿es^tá abierto el calorífero?

—No.

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Ya lo suponía. AbreliQi. Este cuarto 'es una ne- vera.

Me levanté, di vuelta a la llave, me acosté y vol- ví a quedar dormido. Se me despertó una vez más.

Amor mío, ¿querrías pasar la camita de la niña a tu lado? Allí estará más cerca del calorífero.

Pasé la camita. Pero al hacerlo, tnopecé con el tapete, y ,1a niña despertó. Mientras mi esposa arru- llaba a la niña, yo volví a quedar sumido en un profundo sueño. Apenas había cerrado los ojos, unas palabras que parecían llegar de un mundo le- jano.

Oye, Humberto, yo cfeo que sería bueno tencí aquí un poco de unto de ganso. ¿Querrías llamar?

Me levanté con los ojos cerrados, y sin saber bitn lo que hacía. En el camino trqpecó con el gato, y él respondió con una protesta, a la que yoi quise replicar con un puntapié ; pero éste fué recibido per una silla.

¿A qué fin viene que abras el gas? Va a des- pertar a la niña.

Quiero luz, Carolina, para ver lo que tengo en este pie.

Muy bien. Y de paso verás cómo ha quedado la silla. Yo creo que la silla estará peor que tú. ¡ Po- bre gato! Supon que...

^No; yo no supongo nada respecto del gato. Lo que supongo es que si María estuviera aquí, ella haría mejor estas cosas que no son de mi es- pecialidad, siriiOi más bien de la suya.

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¿Y no te avergüenza decir eso? Es lástima que no seas capaz de hacer dos o tres operaciones insignificantes, que sólo te pido por las terribles circunstancias en que estamos, y porque nuestra niña...

¡ Vamos ! ¡ Vamos ! Yo hago todo lo que sea necesario. Lo único de que no soy capaz es de to- car la campanilla. Eso no. ¿Voy a despertar a k)do di mundo? Dime en dónde está el unto de ganso.

Está en la repisa de la chimenea de los niños. Ve y llama a María...

Volví a dormirme después de haber llevado el famoso unto de ganso. Pero una vez más se me despertó.

Hijo, me apena mucho mortificarte. Lo hago contra toda mi voluntad. Para aplicar esto se ne- cesita calor, y no lo hay. ¿Querrías encender el ca- lorífero? No se necesita sino frotar una cerilla.

Me levanté, encendí el fuego y me senté, poseído del más amargo desconsuelo.

¿ Pero no comprendes que vas a resfriarte allí ? Recógete.

Me dirigí hacia el lecho. En el camino una voz me detuvo:

¿Vas a acostarte sin dar la poción a la niña?

Se la di. La niña despertó. Mi esposa aprovechó la ocasión para aplicar a la niña una frotación con el unto de ganso. El sueño volvió a pesar sobre mis párpados. La voz me despertó :

¿ No siejntes una corriente de aire ? Yo la perci-

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bo muy distintamente. Nada hay tan malo para estas enfermedades como una corriente de aire. Pon la camita de la niña frente al fuego.

Lo hice. Por segunda vez hubo una ooilisión, y el tapete o una colcha cayó sobre el fuego. Mi es- posa se alarmó, y saltando de la cama, impidió la catástrofe. Hubo un diálogo relativo a la culpabi- lidad. Después, un cortísimo intervalo de sueño fué interrumpido, a fin de que el interpelado se levan- tase y aplicase al pecho de la niña una cataplasma de linaza, que el mismo interpelado fabricó. El apo- sito quedó en su sitio para que operara los efectos curativos que de él se esperaban.

El fuego de una estufa no está destinado a durar eternamente. Necesita combustible y atención. Cada veinte minutos tenia que levantarme para alimentar la hoguera y avivarla. Esto daba a mi esposa ra oportunidad de acortar cada vez más los intervaks de la poción, con grandísima satisfacción para Ca- rolina, pues así podían ganarse diez minutos entre cucharada y cucharada. Entretanto, se nie ocupa- ba en callentar la cataplasma, en aplicar sinapis- mos y en hacer cuantas flictenas era posible sobre los espacios del cuerpo de la niña, que permitían una maniobra terapéutica externa. A la madru' gada encontré que la provisión de combustible se había agotado. Fué necesario bajar a la cueva y traer más, naturalmente por atento ruego de mi cónyuge.

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Yo hice este razonamiento antes de emprender la expedición:

Amor mío, la faena es en extremo penosa y me parece inútil, pues la niña está perfectamente abrigada con mantas adicionales. Podríamos poner- le también dos cataplasmas sobre las que ya tie- ,:e, y...

No concluí la frase por habérseme interrumpido. Bajé, llevé leña, encendí el fuego y empecé a roncar como saben hacerlo todos aquellos a quienes agobia la fatiga y que tienen el alma tan cansada como el cuerpo. Me bañaba la luz del día cuando sentí que me movían por un hombro. Lo primero que vi fue- ron los ojos dilatados de mi esposa y su boca abierta que no acertaba a articular palabra. Cuando le fué dado mover la lengua, dijo:

¡ Se acabó ! ¡ Se acabó ! ¡ La niña suda ! ¿ Qué haremos ?

Gracias por el susto No lo que debemos hacer. Probablemente lo indicado será martirizarla con otras fricciones y ponerla en la corriente del aire.

¡Idiota! No hay momento que perder! Urge llamar al médico. Ve en persona. Y dile que ven- ga, que debe venir, vivo o muerto.

Era imperativo. Saqué de su cama al infeliz, y lo llevé a mi casa. Miró a la niña, y dijo que no estaba moribunda. Esto fué para un torrente de alegría. Para mi mujer las palabras del médico eran todo lo contrario, y la enfurecieron como si cons-

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tituyeran una ofensa personal. La tos de la niña era causada por una simple irritación de la gargan- ta. Yo creí que mi esposa iba a levantar el dedo y a mostrar la puerta para que saliera el autor del ul- traje. El médiooi dijo que iba a provocar una ex- pectoración, a fin de remover el obstáculo. Prescri- bió una substancia que produjo un acceso de tos, y con elia salió un fragmento de madera.

Esta niña no tiene crup membranoso dijO' . De eso respondo. Lo que pasa es que ha chupado algún pedacito de madera y se le fué una astilla. Pero la cosa no tiene importancia.

^Así do creo contesté. ^Además, como ese dbjeto tiene tremientina, la madera puede servir para ciertas enfermedades propias de la infancia. Mi esposa puede decírselo a usted.

Ella nada dijo. Salió desdeñosamente. El episo- dio es de los que nadie menciona. Pero ila corriente de nuestros días sigue un cauce de invariable se- renidad.

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VII

FÁBULAS EDIFICANTES PARA NIÑOS ADULTOS DE AMBOS SEXOS

De cómo organizaron una expedición científica los animales de la selva.

PRIMERA PARTE

Sucedió que en miedio de 'la selva los ammales celebraron una Gran Convención. Después de se- sudas deliberaciones, se acordó el nombramiento de una comisión integrada por los sabios más ilus- tres, a fin de que, saliendo de los limites del mundo conocido, dirigiese sus pasos hacia la región in- explorada .que se extiende más allá del espacio cu- bierto por la sombra de los árboües, pues convenía por una parte comprobar ciertas especies enseña- das en las escuelas primarias y en los liceos, y por otra parte se aconsejaba la urgencia de extender la esfera de los conocimientos, mediante la adqui- sición de nuevas verdades. Hasta entonces no ha- bía emprencfido la nación una obra tan gigantesca

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como aquélla. Es verdad que el Gobierno envió en cierta ocasión al eminente especialista Renacuajin para que al frente de un grupo selecto explorase el ángulo que hay hacia la mano derecha del bosque, con facultades para penetrar por el pantano dél noroeste, si era preciso. Posteriormente los Pode- res públicos acordaron la organización de otras expediciones, que tenían por principal objeto ave- riguar el paradero del Dr. Renacuajin y de sus acompañantes, y no habiéndose conseguido esto, el Gobierno renunció a toda futura pesquisa en tal sentido. Como un tributo de justicia, se concedió un título nobiliario a la madre de Renacuajin, con lo que fueron premiados los servicios eminentes que el célebre explorador había prestado a ila ciencia.

Otra de las expediciones que ilustraban los ana- les de la patria, fu la que envió el Gobierno para que descubriese las fuentes del arroyuelo que des- emboca en el mismo pantano. Esta empresa estuvo a cargo 'dtel vizconde Saltamontes. Entre las mu- chas expediciones que salieron para buscar al viz- conde, una, al menoá, fué coronada fK)r el éxito m(ás halagador, pues encontró el cuerpo de Sadta- montes, aunque no pudo averiguar si éste a su vez había descubierto las fuentes del riachuelo.

El Gobierno decretaba sfempre los honores más altos a los que morían por servir a la Ciencia, y muchos envidiaban los funerales del Vizconde Sal- tamontes.

Las expediciones a que se ha hecho referencia

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eran de bien poca importancia, comparadas con la que acababa de votar la Gran Convención de los AnimaÜes del Bosque. Figuraban en ella los sabios más ilustres, y además, como ya hemos tenido oca- sión de expresarlo, llevaba por objeto ir a regiones lejanas, totalmente desconocidas y situadas más allá de los límites de la imponente seiva. Toda la sociedad estaba poseída de frenesí por aquel acon- tecimiento. Los miemibros de la expedición eran obsequiados con banquetes, en los que se brindaba elocuentemente para cdlebrar su gloria. Cuando pasaba alguno de los expedicionarios, la muche- dumbre se agolpaba en torno suyo para verle y admirarle.

Salió al cabo la expedición, y era de maravillar aquella larguísima procesión de tortugas cargadas de sabios, que llevaban consigo voluminosas dota- ciones de instrumentos científicos. En las mismas tortugas iban los brillantes gusanos y las luciérna- gas que formaban el cuerpo de señales. Había una sección de hormigas y escarabajos para forrajear y para construir las obras de zapa, y otra de ara- ñas que llevaban las cadenas y teodolitos. Todos estos animales, así como los sabios, iban bien aco- modados en las conchas de las tortugas. Muchas de éstas habían sido destinadas al cargamento de las provisiones. A las tortugas de tierra seguían las de agua, destinadas al servicio de transportes marítimos y fluviales, y que tenían todas las ven- tajas de los acorazados. Cada una de 'las tortugas,

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así las de agua como las de tierra, llevaba izado un pabellón vistosisimio, formado por gladidos o por otras plantas de forma igualmente adecuada. A la cabeza de la columna marchaba una numerosa banda militar de abejas, mosquitos, grillos y or- tósteros. Toda ila vasta línea estaba competente- mente custodiada por doce regimientos muy esco- gidos de gusanos venenosos.

Después de tres meses de marcha, la expedición traspasó las lindes del bosque y se asomó al Mun- do de lo Desconocido, El espectáculo que se pre- sentó a las miradas de los «exploradores fué de lo más impresionante. Veíarn extenderse una dilatada llanura que surcaba un arroyo sinuoso, y en el ex- tremo del valle, destacándose sobre el azul del cie- lo, surgía una barrera, un obstáculo elevadísimo, cuya naturaleza les era completamente desconocida. El zapador Estercdlíln emitió esta hipótesis : el obstáculo era ni más ni menos que la tierra levan- tada en el borde, puesto que distinguía árboles en aquella altura. El profesor Caracoilillo dijo lo que sigue, que fué aceptado por la opinión unánime de sus colegas:

Estercolín, usted ha venido para obras de te- rracería, y nada más. Si en alguna ocasión solici- tamos la opinión de usted sobre materias cientí- ficas, se le hará previamente una indicación para que la exponga. Pero a menos que esto suceda, debe usted abstenerse de presentar sus puntos de vista. Es intolerable la frescura con que usted

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procede, y apenas puede creerse que mientras los otros trabajadores manuales proceden al desempe- ño de sus tareas, usted se desentienda completa- mente de ellas, y dedicado a la holganza, lleve la audacia hasta mezclarse en las augustas materias del conocimiento. Vaya usted y ayude a descargar los equipajes.

Estercolín dio media vuelta, pero sin que se viera la menor señal de mortificación por su com- portamiento. En el camino iba diciendo para sus élitros :

Si eso no es la tierra levantada en el ribete, que muera yo aplastado y que se me condejie a una sentencia ignominiosa.

El profesor Renacuajín, sobrino carnal del cé- lebre explorador ya mencionado, opinó que la cum- bre era un muro destinado a formar el recinto de la tierra. Dicho esto, continuó:

Es muy vasta la ciencia que hemos heredado de nuestros padres; pero como ellos no llevaron muy lejos sus exploraciones, podemos asegurar que estam.os en presencia de un nuevo descubrimiento, lleno de majestad. Aun en el caso de que nuestros trabajos acaben aquí, será imperecedero el renom- bre que nos discierna la posteridad. ¿De qué puede ser esa gran muralla? ¿De, setas, por ventura? Las setas comstituyen uno de los materiales de cons- trucción reconocidos como convenientes para la edificación de grandes murallas.

El profesor Caracolillo enfocó los anteojos de

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campo, y examinó minuciosamente la muralla. Des- pués de mirada con atención, dijo a sus colegas :

No es diáfana esa muralla. El hecho asi com- probado me convence de que es un vapor produci- do por la calorificación ascendente de la humedad, previa una deflogisticación refractiva. Mi afirma- ción sería confirmada por la experimentación en- diométrica; pero no estimo necesario llegar a la prueba experimental. El hecho es obvio.

Guardó los anteojos en su bolsa, y enconchán- dose, empezó a redactar una Memoria sobre el descubrimiento de los confines del Mundo y sobre la naturaleza que reviste.

¡Es tm espíritu profundo!— dijo el profesor Gusanillo habiendo en voz baja con ei profesor Turón . ¡ Es un espíritu profundo ! No hay mis- terios para ese cerebro privilegiado.

La noche llegaba entretanto. Se estableció la guardia de Grillos ; los Gusanos de Luz y los Co- cuyos encendieron sus lámparas. Todo era silencio, sueño y reposo en el campamento. Por la mañana, después de almorzar, la expedición continuó la mar- cha. A eso de ks doce del día, los exploradores lle- garon a una gran avenida, con dos barras paralelas y longitudinales, que se extendían indefinidamente por una y otra parte, y que estaban formadas de cierta substancia negra. Su altura era mayor que la de una rana corpulenta. Los sabios subieron a las barras, las probaron y las examinaron de mil maneras. Anduvieron por ellas una larga distancia,

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y no les encontraron fin ni quebradura. Era impo- sible llegar a una conclusión. Los anales de la cien- cia no mencionaban un hecho semejante. El calvo y venerable Tortugón, que era una autoridad en materias geográficas, y que, a pesar de su origen humilde y del fangio. en que se había criado, pudo elevarse por la obra exclusiva del esfuerzo perso- nal y del mérito, hasta ser el más respetable de los que cultivaban la misma ciencia, dijo lo que sigue :

^Amigos míos, es indudable que hemos realiza- do un gran descubrimiento. Durante siglos y siglos se creyó que era parto de la imaginación esto que aquí vemos en su forma palpable, compacta e im~ perecedera. Creo que deberéis inclinaros con reve- rencia, pues nos encontramos frente a una materia- lización majestuosa de la verdad científica. ¡Estas dos barras que aquí veis son dos paralelos de la- titud !

Las cabezas se inclinaron y los corazones palpi- taron cuando el concurso de aquellos sabiois emi- nentes se persuadió de la magnitud del descubri- miento. Muchos de los expedicionarios derramaban lágrimas. Se mandó acampar en aquel sitio, y el resto del día fué empleado en la redacción de me- morias voluminosas sobre la gran maravilla, r.nen- tras algunos de los sabios corregían las tablas as- tronómicas, a fin de que sus datos estuvieran de acuerdo con los dos paralelos descubiertos. Los as- trónomos siguieron trabajando durante la noche, y a las doce de ella notaron un alarido de cien mil

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demonios, y después un ruido de golpes y arra':tre. Eím ese mismo instante, apareció un ojo enorme, aterro rijador, seguido de una coia gigantesca, qu2 pasó velozmente, y desapareció entre las tinieblas, lanzando al aire sus alaridos triunfales.

Todos los individuos del campamento, es decir, los soldados y trabajadores, sintieron sus corazo- nes embargados por el espanto, y corrieron a re- fugiarse entre la tupida hierba. Pero los sabios, que no tenían supersticiones, permanecieron tranquila- mente en sus puestos, y empezó entre ellos el cam- bio de teorías. Se pidió primeramente su opinión al anciano y venerable geógrafo. Sin decir palabra, éste se enconchó para proceder a una larga y pro^ funda meditación. Salió al cabo, y no bien apare- ció su rostro, todos comprendieron que llevaba la luz de la Verdad. El eminente Dr. Caracdillo ha- bló así :

Agradeced la buena suerte que tenéis de ha- ber presenciado este acontecimiento estupendo. ¡ Ha pasado a nuestra vista el Equinoccio de Invierno!

La noticia fué celebrada con aplausos y vivas.

Gusanillo se desdiobló, después de haber medita- do durante un largo espacio. No estaba convenci- do, y emitió audazmente esta objeción:

Llevamos mes y medio de verano...

Es verdad dijo Tortugón ; es verdad lo que acaba de expresar el profesor Gusanillo; pero es- tamos lejos de nuestra región, y es sabido que las

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estaciones varían con la diferencia de tiempo entre dos puntos.

Indudable, indudable. Pero es de noche, y sien- do de noche, ¿cómo puede pasar el sol?

Incuestionablemente, el sol pasa siempre a ©sta hora en las regiones que atravesamos, aun cuando sea de noche.

Acepto el hecho, y lo tengo por indiscutible. Pero me ocurre una duda: ¿cómo pudimos nos- otros ver el sol durante la noche?

He ahí el misterio, y lo reconozco. Pero estoy íntimamente persuadido de que la humedad de la atmósfera deja en estas remotas regiones que se adhieran al disco las partículas de la luz del día, y estas partículas nos permitieron ver el sol entre las sombras de la noche.

La explicación pareció enteramente satisfacto- ria, y se hizo constar en el acta la decisión de los doctos.

Apenas se había escrito el último renglón, cuan- do volvieron a oírse los temibles alaridos ; otra vez sonó el ruido de golpes y de arrastre; el ojo fla- mígero apareció nuevamente entre las sombras por un lado de los paralelos de latitud, y desapareció por el lado opuesto.

La gente indocta de la expedición creyó que ha- bía llegado su fin. Los sabios quedaron perplejos. El hechp resistía a toda tentativa de explicación. Pensaron y hablaron; hablaron y pensaron. Por úl- timo, después de una larga deliberacióm, el sabio y

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maduro duque de las Antenas, que había pe^rma- necido silencioso, con piernas y brazos cruzados, habló eii estos términos:

Creo que deberéis emitir cuantas opiniones creáis pertinentes [ara ilustrar la materia. Yo ha- blaré después, con la seguridad de que he resuelto el problema.

Puesto que es así, dígnese Su Gracia darnos esa opinión, que siendo suya encerrará la quinta- esencia de la sabiduría dijo el Dr. Cucaracha, per- sonaje de rostro seco y arrugado.

Para convencer al duque, el Dr. Cucaracha echo mano de las más nimias y exasperantes trivialida- des, que formulaba autorizándolas como citas de los antiguos poetas y filósofos. Todo lo iba dicien- do con unción, en la lengua original de cada uno de sus autores favoritos, lenguas muertas todas ellas, como la mastodontea, la didonia y otras pa- recidas.

Yo tall vez no ^debiera ^decía el| académico Cucaracha , yo tal vez no debiera tratar puntos que son de la exdusiva competencia de los astró- nomos, y menos aún en presencia de sabios tan emi- nentes como ios que me escuchaín. Yo soy y siem- pre he sido un hombre consagrado al estudio de los tesoros ocultos en los repliegues de las lenguas muertas, para que todos puedan disfrutar déla opu- lenta mies que nos es dado espigar en dos campos de la antigüedad; pero no cultivo la moble ciencia de la Astronomía, y hablo, por lo tanto, con hu-

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mildad y respeto, para pedir que se tenga en cuenta una circunstancia, y es que la última de las mara- villosas apariciones de que hemos sido testigos, traía dirección contraria a la del fenómeno que, par uná- nime decisión de la Ciencia, era el Equinoccio de In- vernó. Como, por otra parte, es absolutamente igual un fenómeno ai otro, ¿habría inconveniente en de- signar al segundo con el nombre de Ex^uinoccio de Otoño y... ?

¡ Fuera !

¡ Que lo lleven a la cama !

~iOh! ¡Oh!

En presencia de esta oleada de indignación y de burla, el desdichado Cucaracha se alejó consumido por la vergüenza.

La discusión entr-etanto seguía empeñosamente, y todos acordaron que se pidiese su opinión al du- que de las Antenas. Este dijo al fin':

Declaro, ilustres colegas, que según mi más firme convicción, el fenómeno que acabamos de pre- senciar sólo ha ocurido una vez antes de ahora en toda su perfección, a lo menos dentro de los límites del conocimiento de los seres creados. Es un fenó- meno de importancia, y del más alto interés; pero para nosotros esa importancia y ese interés son mayores aún por cuanto poseemos un conoci- miento del hecho que ningún sabio había alcanza- do antes de nosotros. Esta gran maravilla que aca- bamos de presenciar, ilustres colegas y sólo men-

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clonarla me quita el aliento , es nada menos que el paso de Venus.

Todos los sabios se pusieron en pie, pálidos de emoción. A la sorpresa siguieron las lágrimas, líos apretones de manos, los abrazos y hasta expresio- nes de júbilo que tocaban en los limites de la locu- ra. Pero a medida que la emoción comenzó a entrar dentro de su cauce natural, y que la reflexión volvió a retratarse en las frentes pensadoras, el competen- tísimo Inspector General, el ilustre Académico La- gartijo, externó esta observación:

¿Pero cómo se entiende? Venus debería pasar por el disco del Sol y no por el de la Tierra.

La saeta llegó al blanco. Todos los apóstoles del Saber se sintieron poseídos por una profunda pena, pues no se les ocultaba que la 'objeción era formi- dable. El venerable Duque cruzó con toda calma sus largas antenas, colocándoselas cuidadosamente detrás de las orejas, y habló en estos términos :

Las palabras de nuestro amigo han penetrado hasta la medula misma de la cuestión. El acaba de poner sobre el tapete nuestro gran descubrimiento. ; es verdad ; todos nuestros predecesores creye- ron que el paso de Venus consistía en un vuelo; del astro ante la faz del Sol; creyeron esto, es verdad; lo afirmaron, y no puede negarse la recta firmeza de sus convicciones, hijas de la seincillez de corazón, y justificadas por la limitación de sus conocimien- tos ; pero a vosotros y a nos ha sido dada la in- estimable fortuna de establecer el paso de Venus

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

por el disco de la Tierra, puesto que lo hemos vis- to, i Lo hemos visto !

La Sabiduría allí reunida tomó asiento para en- tregarse a la adoración silenciosa de aquel intelecto sin par. Todas las dudas se disiparon imstantánea- mente, como las sombras de la noche al fulg-or de un relámpago.

Estercolín acababa de entrar sin que nadie lo no- tase. Avanzó con movimientos precipitados, y se permitió dar palmadas en el hombro a muchos de los sabios, diciendo! es palabras de una llaneza des- usada. Su sonrisa era de satisfacción muy intensa. Cuando estuvo en el sitio más adecuado para diri- girse a toda la asamblea, dobló el brazo izquierdo, apoyó los nudillos sobre el cuadril, por debajo del faldón de su negro casacón, prenda muy ridicula para un trabajador, torció la pierna derecha plan- tando la punta del pie en el suelo, y poniendo gra- ciosamente el talón sobre la apófisis de la tibia iz- quierda, echó hacia adelante su voluminoso vientre de concejal, abrió los labios, plantó el codo del bra- zo derecho sobre el hombro del Inspector Lagarti- jo, y...

Pero el Inspector Lagartijo desvió indignado el hombro en que se apoyaba d codo de Estercolín, y el encallecido hijo del trabajo cayó por el suelo y dio dos o tres volteretas ; pero pudo ponerse en pie, sonriente y satisfecho, volvió a arregUr su actitud ccn la misma minuciosidad, y sin otra diferencia que la de haber buscado como punto de apoyo Ci

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hombro del profesor Garrapatín, abrió los la- bios, y...

Una vez más rodó por tierra. Se levantó sonrien- do, se sacudió el polvo de la ropa y de las piernas ; pero no habiendo acertado en uno de los m.ovin.ien- tos del brazo con que se sacudía, el impulso le hizo dar cinco vueltas, las piernas se le juntaron, y sir> remos para equilibrarse, cayó como un proyectil so- bre el vie^itre del duque de las Antenas. Dos o tres sabios se precipitaron para dar auxilio al procer, y, apoderándose del menestral, lo echaron de cabeza en un rincón. Liemos de atenciones, colocaron al patricio en su asiento, pronunciando palabras que indicaban la indignación con que se había visto aquel ultraje a la dignidad del duque. El profesor Renacuajín habló asi:

¡Basta ya de inconveniencias, Don Taramba- na! Diga usted lo que tenga que decir, y vayase inmediatamente después a sus ocupaciones. ¡Pron- to ! ¿ Qué quiere usted ? Adelante. No ; retírese us- ted. Huele a establo. ¿Qué ha estado usted ha- ciendo ?

Si Su Señoría me lo permite, diré lo que he descubierto. Pero dejemos eso. Hay otro descubri- miento que..., con perdón de Sus Señorías... ¿Qué cosa es eso que pasó por aquí como un relámpago la primera vez?

El Equinoccio de Invierno,

Equinoccio de Infierno. Está bien. Maldito sea. ¿Y el otro?

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

El Paso de Venus.

¡Por vida mía! No importa. Bien está; ese Paso dejó caer algo.

¿ De veras ? ¡ MagnífioO' ! ¡ Esa noticia es de interés trascendental ! i Diga usted pronto qué es !

Veng-an a ver Sus Señorías, porque vale la pena.

Durante veinticuatro horas no hubo otras vota- ciones en la Asamblea, y sólo se consignó en el acta lo que sigue:

'Xa Comisión fué en grupo compacto a ver el hallazgo comunácado por el Escarabajo. Consistía en un objeto duro, pulido, enorme, con un extremo redondeado y una corta proyección hacia arriba, que tiene la misma apariencia de una sección de ta- llo de col, dividida transversalmente. Esta pro}ec- ción no es maciza, sino un cilindro hueco, obturada con una substancia suave, parecida a la madera y desconocida en nuestra región. La obturación, des- graciadamente, fué removida por inadvertencia de Ratonín, Jefe de Zapadores y Mineros, mucho an- tes de que llegara la Comisión Científica. El gran objeto que teníamos delante, misteriosamente caí- do de los brillantes dominios del espacio, era todo hueoo y estaba lleno de un líquido picante, de co- loración obscura, parecido al agua de lluvia estan- cada, i Qué espectáculo s-e presentó a la vista de la Comisión! Ratonín estaba en el vértice, introati-^ ciendo la cola en la proyección cilindrica. La sacó en presencia nuestra, y la masa trabajadora pudo

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adueñarse de la substancia que se desprendía de la cola del Jefe de Zapadores. Volvía éste a introducir el apéndice caudal en el interior del cilindro, y otra vez los operarios recibieron el fluido que extraía la cola de Ratonín. Evidentemente aquel licor tenía virtudes de una extraña potencia, pues todos los que gustaron de él daban muestras de sentir las más placenteras emociones, en grado de exalta- ción. Dejaban el trabajo a los dos o tres chupetones, y se entregaban al solaz de cantos impúdicos. Bai- laban, se abraazban, luchaban, pronunciaban expre^ siones inconvenientes, con el más cínico desconoci- miento de toda autoridad. El vértigo se había apo- derado hasta de las Corporaciones armadas, y la Comisión creyó por algunos momentos que era im- posible el restablecimiento de la disciplina en aque- llas turbas rebeldes. Los miembros de la Comisión fueron presa de la enloquecida muchedumbre, y, arrastrados por ésta, todos los sabios participaron de la desmoralización reinante. Pasado algún tiem- po, a los furores de Ja orgía, sucedió en el campa- mento un lamentable estupor, dentro de cuyos lí- mites misteriosos las categorías quedaron olvida- das y se formaron las más extrañas relaciones de familiaridad. Cuando por fin los miembros de la Comisión pudieron reponerse de aquella inexplica- ble perturbación, todos ellos se quedaron petrifica- dos y con los ojos dilatados por el espectáculo que tenían delante. Estercolm, cavador de formas re- pugnantes y de baja extracción, estaba dormido jun-

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al ilustre duque de las Antenas, unidos los dos en un estrecho abrazo, Ng digamos en los tiempos históricos, pues ni en las edades fabulosas a que alcanza la tradición, se había visto algo semejante, y nadie creerá tal cosa posible, salvo los que tuvie- ron a su vista aquella horripilante escena. ¡ Es el momento de que la Comisión Científica afirme su reverencia ante los inescrutables designios de Dios, cuya voluntad habrá de cumplirse !

"Hoy, a consecuencia 'de una orden dada al Jefe de Ingenieros Herr Kreuzspinne, designado general- mente en nuestro país con el seudónimo de Arañón, éste hizo las obras indicadas para desaguar el cala- mitoso contenido del receptáculo, y descargó un torrente sobre la sedienta tierra, que lo absorbió al instante. El peligro ha sido completamente conju- rado. Sólo quedan algunas gotas de la desconocida substancia, que hemos considerado indispensables para nuestros experimentos y a fin de que S. M. ei Rey ^as conserve con las otras maravillas del Museo de Historia Natural. La Comisión ha llegado a de- terminar la naturaleaz del líquido. Es incuestiona- blemente el fluido terrible y destructor que el pue- blo llama relámpago. Se precipitó de los depósitos existentes en las nubes, juntamente con la masa en que estaba contenido. La fuerza de proyección se encuentra en el planeta volante, y la substancia cayó a nuestros pies cuando el mismo planeta pasó cerca de nosotros. Como resultado de lo anterior, se obtiene un interesante descubrimiento : a saber :

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el relámpago admite el estado de reposo, y sólo en contacto con el trueno sale del recipiente en que está cautivo, enciende sus espantosos fuegos y pro- duce la combustión instantánea, acompañada de ex- plosión, que siembra el desastre y la desolación so- bre la tierra."

Después de un dia destinado a recuperar las fuerzas, la expedición continuó su marcha. Al cabo de algunas jornadas, acampó en un paraje ameno de la llanura, y los sabios se dispersaron por los alre- dedores para ver si hacían algún descubrimiento. No tardaron en recibir el premio de sus afanes. El profesor Renacuajín advirtió la existencia de un árbol muy singular, y llamó a sus colegas. Estos lo inspeccionaron con el más profundo interés. Era un árbol alto y recto, co(n la particularidad de que no tenía corteza, ramas ni follaje. El duque de las Antenas determinó la altura por triangulación. El ingeniero Arañón hizo una medida exacta de la circunferencia en la base del tronco, y calculó la circunferencia del extremo superior por medio de una demostración matemática basada en el grado uniforme de inclinación de la sección cónica. El des- cubrimiento fué colocado entre los más extraordi- narios. Puesto que nadie conocía la especie del ár- bol, el profesor Lambricilla le dio un nombre que por su sonido indicaba el origen científico de la pa- labra. Esta consistía en el apellido del profesor Renacuajín, traducido a la lengua nmstodontea, pues los sabios tenían por costumbre dar inmorta-

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iidad a sus nombi-es y honrarse a mismos uniendo aquéllos a los descubrimientos que hacían.

Ahora bien, como el profesor Turón aplicase al árbol su fiímsimo aparato de audición, advirtió que salía un sonido rico y armonioso. Esta novedad sor- prendente fué puesta a prueba, y disfrutaron de ella tddos los sabios, con gran satisfacción y sor- presa para cada uno de ellos. Se solicitó el esfuerzo del profesor Lombricilla para que en el nombre del árbol quedase comprendida una sugestión al me- nos de la cualidad musical que contenía. El lo hizo de buena gana, y agregó otra palabra mastodontea a la que perpetuaba d nombre de Renacuajín. El árbol llamóse, pues, AntJiem Kalophonos.

El profesor Caracolillo estaba absorbido por una inspección telescópica. Descubrió que había muchos árboles como aquél, y que se extendían en una lí- nea continua, a grandes intervalos unos de otros, tanto al norte como al sur, hasta los límites que dominaba su instrumento óptico. Descubrió asimis- mo que todos los árboles se hallaban unidos por ca- torce cables, situados uno sobre otro, y que esos ca- bles, tendidos de árbol a árbol, no tenían fin hasta donde alcanzaba su observación. Esto causó mara- villa. El ingeniero Arañón subió a la cima del ár- bol, y bajó para rendir un informe técnico. Decía que los llamados cables eran simplemente unos hi- los, tejidos por algún miembro colosal de su misma especie, pues en la red formada por los catorce hi- k)s pudo ver algunas inmensas substancias que por

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su textura revelaban claramente ser pieles de pro- digiosos insectos. Sin duda la araña constructora de los catorce hilos había apresado y devorado a los animales que dejaron la piel en los hilos. Partió inmediatamente por uno de éstos para hacer una inspección más directa y minuciosa; pero no bien había empezado la caminata cuando sintió que se le quemaban las suelas de las botas, a la vez que por todo su cuerpo pasaba un choque paralizante. Ten- dió inmediatamente un hilo de los que él fabrica para uso personal, y se dejó caer inmediatamente hasta tocar la superficie de la tierra, a fin de que sus colegas huyesen sin pérdida de momento hacia el lugar en que acampaban, pues bien pudiera ser que apareciese el monstruo y se interesase por los sa- bios tanto como éstos se interesaban por él y por sus obras. Partieron, pues, a todo correr, pero no sin redactar las notas que debían dar cuenta de la gigantesca telaraña. El naturalista de la expedi- ción fabricó aquella misma noche un hermoso modelo de la araña colosal constructora de la red, lo que hizo sin necesidad de haber visto al mons- truo, pues había recogido un fragmento de sus vér- tebras al pie del árbol, y esto le bastaba para saber cuál era la estructura anatómica del coloso, asi como su género de vida y sus costumbres. El mo- delo tenía cola, dientes, catorce piernas y hocico. En el informe se decía que el ser colosal comía hierba, animales, piedras e inmundicia con el mis- mo entusiasmo. Este animal fué desde entonces

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considerado como una de las más valiosas adquisi- ciones de la Ciencia. Los sabios de la Comisión abrigaban la esperanza de encontrar un cadáver de la Gran Bestia para empajarla. El profesor Lom- bricilla creía que él y sus colegas podríart llegar hasta apoderarse de un ejemplar vivo, siempre que se pusieran en acecho; pero la única respuesta que obtuvo fué la de que él lo intentara solo si quería. La Conefrencia terminó con el acuerdo de que se designase al monstruo poniéndole el nombre del naturalista, ya que éste, después de Dios, era quien lo había creado.

Y tal vez lo ha mejorado murmuró Estéreo- lin, que una vez más se había introducido en' la Junta de los Académicos, según sus hábitos de in- veterada haraganería y su insaciable curiosidad.

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SEGUNDA PARTE

De cómo llevaron a buen término sus labores cientí- ficas los académicos de la selva.

Ocho o diez días después, la expedición llegó a un sitio que era una verdadera colección de curiosi- dades maravillosas. Cruzado el primero de los ríos que habían encontrado desde su salida de la selva, vieron unas grandísimas cavernas que se abrían, separadas o e grupos, a un lado deil rio. Las caver- nas formaban dos filas regulares, bordeadas de ár- bo.les en línea. Cada una de las cavernas tenía la parte superior dividida en dos declives, a uno y otro lado. Había muchas filas horizontales de grandes agujeros cuadrados, obstruidos f>or una substancia delgada, brillante y transparente. Esos agujeros se abrían al frente de cada caverna. Dentro de las grandes cavernas, había otras menos espaciosas. Para visitar los compartimientos menores era ne- cesario subir por vías consistentes en terrazas re- gulares y contirmas, una arriba de la otra y dis- pi>e9tas como un caracol. En cada compartimiento

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había grandes objetos informes que han de haber sido en otro tiempo criaturas vivas, pero cuya piel obscura está ya encogida y suelta, y produce un ruido seco al menior movimiento. Había muchas arañas, y sus redes, tendidas en todas direcciones, llenas como estaban de arañas difuntas y despelle- jadas, presentaban un espectáculo halagador, pues sugerín la idea de ía vida y de una sana actividad en medio del vasto escenario que sólo hablaba de abandonio y desolación. Pedimos informes a las ara- ñas, pero fueron vanas las esperanzas que alimen- tamos de obtener alguna noticia. Eran arañas de otra nacionalidad, y su lenguaje, aunque musical, nos fué del todo ininteligible. Son una raza tímida y bondadosa, pero muy ignorante, como lo prueba su culto pagano a dioses desconocidos. La expedi- ción envió un destacamento de misitoneros para que enseñasen la verdadera religión a aquellos infieles, y antes de ocho días la catcquesis obtuvo los fru- tos más abundantes que podía apetecer, pues se con- siguió una perfecta desunión entre las familias, y vimos que aquellos seres, obscurecidos antes por la ignorancia, habían llegado a no tener apego a nin- guno de sus sistemas religiosos. Esto estimuló el celo de la exí>edición, y quedó resuelto dejar esta- blecida permanentemente una colonia de misione- ros, a fin de que la obra de la gracia divina no se interrumpiese.

Pero no nos desviemos del fin de nuestra narra- ción. Después de examinar metódicamente la fa-

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chada de las cavernas, y de haber procedido a una escrupulosa meditación y a un cambio de teo.rias>, ios respetabilísimos especialistas determinaron la naturaleza de aquellas singulares formaciones. Se- gún la opinión que hubo de prevalecer, pertenecían principalmente al Antiguo Período Rojo de las Pie- dras de Afilar. La parte anterior de las cavernas es- taba constituida por estratificaciones 'dte una mara- villosa regularidad, que se levantaban a considera- ble altura. Medidas las estratificaciones, se encon- tró que tienen seis ranadas. Estos hechos en su con- junto son la más incontestable refutación de la geo- logía tradicional. Entre cada una de las capas de las Piedras Rojas de Afilar, hay otra capa menos espe- sa de cal en descomposición, lo que demuestra que no hubo un sólo período del Afilador, sino ciento setenta y cinco por lo menos. Y como consecuencia de este hecho, queda también demostrado que la tierra ha sufrido por lo menos ciento setenta y cin- co intmdaciones diluvianas, con el correspondiente depósito de estratos calizos. La inevitable deduc- ción de estos hechos nos lleva a una verdad supre- ma en el orden científico : el mundo no tiene cien mil años, como se creía, sino millones y millones de años. Hay otro hecho igualmente digno de llamar la atención. Cada estratificación de las Piedras de Afilar se encontraba atravesada y dividida en inter- valos regulares por estratificaciones verticales de cal en descomposición. Las inyecciones de roca ígnea a través de las fracturas en las formaciones

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plutonianas, eran fenómenos de muy común obser- vación; pero por primera vez se ha presentado al examen de la ciencia una proyección de roca for- mada por la acción 'del agua. Este es un descubri- miento tan portentoso como digno de reverencia, y su valor científico no puede estimarse debidamente.

El examen crítico de algrinas de las estratifica- ciones inferiores demostró la presencia de hormii- gas fósiles y de escarabajos los últimos acompa- ñados de sus características mercancías , y este hecho quedó registrado con gran satisfacción en los libros de actas de la expedición científica, pues demuestra que aquellos vulgares trabajadores p'^r- tenecen a los primeros y más bajo-5 órdenes de los seres creados, aunque a la vez no puede refrenarse un sentimiento de repulsión si consideramios que la criatura perfecta y exquisita del orden superior debe su origen a tan ignominiosa extracción, por obra de la ley misteriosa del Desarrollo de las Especies.

Estercolín, el interesante escarabajo, que había escuchado la discusión, expresó su orgullo diciendo que bien podían los advenedizos de las nuevas eda- des buscar un consuelo en sus teorías científicas; pero que a él, por su parte, le parecía mejor ser máembro de las más antiguas familias y descender directamente de la vieja aristocracia nacional.

Pavoneaos con vuestra dignidad reciente, y lle- nad el mundo del hedor que se desprende de esc barniz con que os encanta cubriros dijo Esterco- lín— ; a nosotros nos basta saber que venimos de

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una raza acostumbrada desde los primeros tiempos a rodar sus fragantes bolitas por los corredores de la Antigüedad, que ha dejado esas obras imperece- deras que embalsaman la Antigua Piedra de Afilar, y cuya gloria proclama la serie de los siglos en las carreteras del Tiempo.

Ve a tomar el fresco le dijo desdeñosamente el jefe de la expedición.

Pasó el verano y se acercó el invierno. Conti- nuando sus observaciones, los sabios discutian so- bre ciertas inscripciones que había en las cavernas. Algunos de los doctos decían que no eran tales ins cripciones, pero la mayoría sustentaba la opinióft contraria. El filólogo Lombricilla dictaminó que se trataba de escritos, hechos con caracteres comple- tamente desconocidos para la ciencia, y en una len- gua que también ignoraba ésta. Ya había ordenado a sus dibujantes y grabadores que hiciesen repro- ducciones facsimilares de las inscripciones descu- biertas, y oon estos elementos de trabajo se puso a buscar la clave de la lengua desconocida. Seguía el método adaptado por todos sus predecesores en la tarea de la lectura e interpretación de textos. Dicho método consistía en colocar a la vista ün gran nú- mero de copias de las distintas inscripciones, y exa- minarlas colectivamente y en forma pormenorizada. Para comenzar, colocó juntas las siguientes copias :

Hotel Americano.

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A la Umbría.

Lanchas baratas de alquiler.

Billares.

Peluquería.

Comidas a todas horas.

Se prohibe fumar.

Culto a las cuatro de la tarde.

El Veraneo, diario.

Oficina telegráfica.

Se prohibe pasar por los prados.

Pildoras para el hígado.

Hoteles y villas para la estación.

Se vende muy barata.

Se vende muy barata.

Se vende muy barata.

El Profesor Lombricilla creyó en un principio que era un lenguaje convencional, y que cada pala- bra estaba representada por un solo signo; pero un examen más detenido lo llevó al convencimiento de que se trataba de un verdadero lenguaje escri- to, y que cada letra de su alfabeto estaba represen- tada por una figura separada. Por último, llegó a la conclusión de que ese lenguaje se escribía en parte con letras y en parte con signos o jeroglíficos. La conclusión dimanaba forzosamente del descu- brimiento de varios ejemplares de un carácter muy curioso.

Observó, en efecto, que ciertas inscripciones se repetían más frecuentemente que otras. Así por cjempio :

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Se vende barata.

Billares.

Cerveza de barril.

Calle del Barco.

Naturalmente, la primera hipótesis fué que és- tas eran máximas religiosas. Pero el docto filólogo desechó tal idea, y gradualmente logró penetrar en el misterio del extraño alfabeto. A fuerza de em- peño, el .profesor pudo traducir muchas de las ins- cripciones con una considerable probabilidad de acierto, aunque no a satisfacción completa de todos los sabios. Sin embargo, hizo progresos constantes y alentadores.

Fué para él capitalísimo el descubrimiento de una caverna con esta inscripción:

MUSEO DE LA PLAYA

ABIERTO A TODAS HORAS; ENTRADA, 50 CENTS.

Hermosísima colección de figuras de cera, antiguos, fósiles, etc.

El profesor Lombricilla afirmó que la palabra Museo era equivalente a lumgad molo, o sea Ce- menterio. Todos los sabios se asombraron al en- trar. Pero' para dar una idea exacta de lo que vie- ron, será mejor acudir al texto exacto fd^e su infor-' me oficial:

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"Puestas en hilera había unas grandes figuras rí- gidas y erectas^ que nos impresionaron al instante, como pertenecientes a la especie de reptil extingui- da en otras edades, que se describe en nuestros an- tiguos tratados y para cuya designación se emplea la palabra hombre. Este descubrimiento nos llenó de la más viva satisfacción, pues últimamente ha- bía comenzado a privar cierta tendencia por la cual se consideraba como un mito y una superstición la existencia del reptil a que nos referimos, y aun se daba por sentado que fué parto de la fecunda ima- ginación de nuestros más remotos antepasados. Pero he aquí que encontramos al hombre, perfecta- mente conservado, en estado fósil. Lo encontramos en su cementerio, según consta de la inscripción descifrada por la Filología. Desde luego comenzó a conjeturarse que las cavernas inspeccionadas con anterioridad eran las antiguas moradas del hombre, cuando éste vagaba por la tierra,, pues en el pecho de cada uno de los fósiles había una inscripción, y todas ellas tenían los mismos caracteres ya ante- riormente estudiados al frente de las cavernas. Una de las inscripciones decía: ''Capitán Kidd, el Pira- ta'^; otra, "La Reina Victoria"; otra, "Abra. Lin- coln" ; otra, "Jorge Washington".

"Con febril interés acudimos a nuestros antiguos anales científicos para examinar si la descripción que allí se hace del reptil hombre se conformaba con el aspecto de los fósiles que teníamos a la vis- ta. El profesor Lombricilla leyó los textos origina-

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les en alta voz, conservando toda su singular y añe- ja fraseología. No será inútil repetir aquella des- cripción, pues no es muy conocida:

"En el tiempo de nuestros padres, el hombre andaba sobre la tierra, como es sabido; por la co- mún tradición. Era un ser de tamaño excesivamen- te grande, y se encerraba en una piel muy floja, unas veces de un solo color y otras de muchos colores, oon la particularidad de que dicha piel era de qui- tar y poner. Cuando hacía esto, quedaban al descu- bierto las antenas posteriores, y en ellas había unas garras cortas, parecidas a las del topo, pero más anchas, y las otras dos antenas tenían dedos muy delgados y largos, más que los de una rana. Poseía también ciertas uñas muy grandes, de las que se servía para rascar la tierra y buscar alimento. Cu- bríanle la cabeza p^lumas semejantes a las de la rata, pero más largas. De la cara le salía un pico, muy útil para buscar alimento por medio del olfato. En sus momentos de alegría echaba agua por los ojos, y cuando estaba triste o sufría, manifestaba esta emoción con un infernal cacareo muy ruidoso, que era espantoso oírlo. Tal parecía que estaba a punto de perecer para acabar con sus sinsabores. Cuando se juntaban dos hombres, se echaban ruido mutua- mente, y oíamos: "Como, como; Diablo, diablo.'* Eso era a lo menos lo que percibíamos. Los poetis imaginaron que los mencionados ruidos entraban en la categoría de un lenguaje; pero los ipoetas defor- man la realidad con sus creaciones. A veces el

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hombre tomaba una estaca enorme, se la ponía de- lante de la cara y sacaba de ella fuego y humo, con un estrépito que aterrorizaba a su presa. Cogía a ésta con las garras de los remos delanteras, y se iba a su casa lleno de la más diabólica alegría.

"La anterior descripción, heoha por nuestros an- tepasados, es del todo conforme al aspecto de los fósiles que teníamos delante, como se verá a coiiti- ntiación. El ejemplar marcado con la inscripción Capitán Kidd, el Pirata^ fué exaiminado en todas sus dimensiones. Tiene en ia cabeza y en parte áe la cara un forro parecido al de la cola del caballo. Con mucho trabajo logramos quitarle la piel, y des- cubrimos que el cuerpo es de una substancia muy pulimentada y blanca, en estado de petrificación com^pleta. Todavía llevaba sin digerir la paja que había ,comido en edades remotas, y que le había ba- jado hasta lasi piernas.

"En djerredor de estos fósües había objetos que carecería'n' de siguificación para el ignorante; pero que eran una revelación a los ojos escrutadores de la Ciencia. Ellos ponen de manifiesto en toda su des- nudez los misterios de las edades pretéritas. Los viejos códices nos hablan de bis hábitos del hombre, cuando éste pasó por la tierra. Pero nosotros pudi- mos examinar las pruebas fehaoientes de que vivió en las primeras edades de la creación, al mismo tiempo que otros órdenes inferiores de la vida, per- tenecientes a aquellos tiempos ya olvidados. Vimos, en efecto, el' nautilo fósil que surcó los mares pri-

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miitivos del planeta; vimos el esqueleto del masto- donte, el del ictiosanro, el del oso de las cavernas, el del prodigioso alce. Vimos huesos de otros ani- males extinguidos, y los del hombre joven, todos ellos vacios completaimente, lo que indica que el tué- tano era uno de los antojos más codiciados por su gula. Evidentemente, el hombre había chupado el contenido de aquellos huesos, pues no había en ellos huellas de dentelladas de otros animaíles. Estercolín objetó que la acción de los dientes no se imprime en los huesos. Había también algunos hechos por los que se infiere que el hombre tenía una vaga y gro- sera ddea del arte, pues encontraimos ciertos objetos con inscripciones en lengua indescifrable, que de- cían : Hachas de Sílex, cuchillos, pedernales, ador- nos de hueso del hombre primitivo.

"Al parecer, algunos de estos objetos erarr. armas sacadas de la piedra, y en cierto lugar apartado vi- mos otras en fabricación, con esta leyenda intraduc- tible, escrita sobre un objeto delgado y frágil :

"Juanes: Si no quiere usted que se 'le despida del Museo, haga usted las armas de) hombre primitivo con más cuiclado, pues las últimas no engañan ni a los profe- sores de la Universidad. Los animales que pintó usted en algunos de los Ornamentos de Hueso son una vergüenza para cual- quier hombre primitivo. M, H. Campos, Director."

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"Al otro lado del cementerio había un montón de cenizais, lo que indica la costumbre que tenia el hom- bre de celebrar fiestas en los funerales. ¿Cómo ex- pilicar sim esto la existencia de cenizas en tal sitio? También' se demuestra que creía en Dios y en la inmortalidad del alma. ¿Podría de otro mo»d'o cele- brar tales cerampnias ?

"Resumiendo :

"I. Sabemos que el hombre tenía un leiüguaje escrito. Sabemos por observación directa que exis- tió en algún tiempo, y que no es mítico.

"II. Sabemos que fué contemporáueo del oso de las cavernas, del mastodointe y de otras especies ex- tinguidas.

"III. Sabemos que asaba y comía a esos anima- les, así como a los más jóvenes de su propia especie.

"IV. Sabemos que usó armas muy inperfectas y que tuvo ciertas nociones de arte.

"V. Sabemos que se creyó dotado de alma, y que tuvo el capricho de considerarse inmortal.

"Pero no nos entreguemos a la hilaridad, pues biem pudiera haber otros seres para quienes nos- otros y nuestras vanidades y profundidades tuvie- ran el mismo aspecto ridículo."

TERCERA PARTE

Cerca de la margen del gran río, los sabios des- cubrieron una piedra colosal en la que había esta inscripción :

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

"En la primavera de 1847, ^'1 ^í<^ salió de madre, e inundó toda la ciudad. La pro- fundidad de las aguas era de 50 centíme- tros a un metro 50 centímetros. Se per- dieron' más de 900 cabezas de ganado ma- yor, y nnichas personas quedaron sin ho- gar. El Alcalde ordenó que se erigiera este monumento, para perpetua memoria del calamitoso suceso. ¡ Dios nos libre de una nueva catástrofe!"

El profesor Loonibricilla pudo traducir esta ins- cripción, después de emplear en su labor muchas de las más fecundas vigilias de aquella carrera glorio- sa. Enviada al país la traducción de Lombricilla, produjo una enorme excitación entre los conciu- dadanos del insigne filólogo, pues confirmó de un modo estupendo ciertas antiguas tradiciones que el pueblo conservaba como un tesoro Es verdad que en la traducción había dos o tres lagunas, pero éstas no quitaban su claridad al significado del documen- to epigráfico. He aquí cómo lo autorizó el eminente Lombricilla :

*'Hace cien mil ochocientos cuarenta y siete años, los (¿fuegos?) bajaron y con- sumieron toda la ciudad. Sólo se salvaron novecientas almas. Todas las demás fue- ron destruidas. El (¿Rey?) mandó que se levantase esta piedra para... (intraducibie) impedir que se repita la catástrofe?."

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Esta fué la primera traducción' que pudo hacer- se de los extraños caracteres usados por la extii> guida especie del hombre, con la seguridad plena del acierto, y subió tanto el prestigio de Lombrici- lia que todos los Centros doctos de su patria na- tiva le confirieron los grados más eminentes. Se creía comúnmente que hubiera sido soldado, y co- mo tal hubiera consagrado su espléndido talento al exterminio de una remota tribu de reptiles, el Rey no habría tardado en otorgarle un título nobiliario y en darle grandes riquezas. En la traducción de Lombricilla tuvo origen la célebre escuela llamada de Homologistas, creada especialmente para desci- frar los antiguos documentos dejados por el ave llamada hombre, (Últimamente se ha averiguado que el hombre era ave y no reptil.) Pero a pesar de la fundación de aquella escuela, Lombricilla fué, y es aún, la autoridad indiscutible en ia materia, pues nadie ha logrado hacer traducciones tan» limpias de error como las suyas. Los demás se equivocan; él, jamás. Se han encontrado muchos vestigios epigrá- ficos de la perdida raza; pero ninguno alcanza el renombre y la veneración' de la Piedra del Rey, o sea de la Piedra del Alcalde, en la lengua del hombre.

Otro de los grandes descubrimientos de la ex- pedición científica, fué la de una gran masa plana de diez ranadas de diámetro y cinco o seis de al- tura. El profesor Caracolillo se caló las gafas y exaniin(3 el contorno dte aquel objeto, Dicho esto,

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trepó a íla cima y la inspeccionó. Después dijo:

^La perlustración y la percontación de esta pro- tuberancia isoperimétrica, es la afirmación de que constituye una de las creaciones más raras y ma- ravillosas de los coirstructores de montículos. El hecho de que ésta sea lamelibranquiata en su for- mación le presta un interés más grande, por cons- tituir tal vez una variedad diferente de todas las que encontramos en los anales cientificos, sin que el hecho impida la autenticidad del ejemplar. Si el aparato mejgialo fónico del D:r. Saltamontes emite un sonido penetrante, acudirá el negligente Ester- colíni, y este operario circunferencial hará las exca- vaciones necesarias para que nuestro saber acumu- le nuevos tesoros.

A falta del Escarabajo, que no pudo ser habido, acudió una compañía de Hormigas. Nada se descu- brió. Esto habría sido una desiitisión para los sa- bios ; pero el venerable duque de las Antenas dio la siguiente explicación :

Tengo por evidente que la misteriosa y olvida- da raza de los Constructores de Montículos no des- tinó siempre estos edificios para mausoleos, pues en tal caso hoy habríamos encontrado un esqueleto, co)m)o ha sucedido en otras ocasiones. Y habríamos encontrada también los rudos utensilios de que se servían aquellos seres. ¿ No es cosa evidente ?

^Evidente, evidente repitieron todos los sabios.

Si esto es así, nuestro descubrimiiento tiene un carácter peculiar, y en vez de disminuir nuestros

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cüriQcimientois sobre el Constructor de Moritícuilos, ei hecho viene a darles mayor alcance. La expedi- ción cobrará lustre y fama por lo que se ha hecho en este montículo, y los sabios del mundio. entero nos aiplaudirán con entusiasmo. La ausencia de hue- sos y cacharros en este montículo significa sólo que el 'Constructor no era un reptil ignorante y salvaje como se ha venido sosteniendo por todos los trata- distas, sino un ser culto y de una inteligencia muy desarrollada, no sólo caipaz de apreciar los grandes y nobles hechos de los .individuos de S'U especie, sino de comnemoraríbs. i Ilustres colega?, este montículo no es un sepulcro, es un monuimento !

La imipresión fué profunda.

El silencio se interrumpió por una risa desteim- piada. Estercolín se presentó como en otras oc!:i- siones.

^¿Un monumento? ¡Un monuiniento del Cons- tructoT de Montículos ! Efectivamente, lo es. Lo es para el ojo avizor dle la Ciencia ; pero un pobre dia- blo, un lignorante que jamás ha pisado fias aulas, dice que no hay tal monumento, en el riguroso sentido de la palabra por lo menos, si bien posee ricas y muy nobles propiedades. Y, con perlmiso de Su Gracia, voy a manufacturar esferitas de una monería y...

Estercolín fué arrojado' a golipes, y sin pérdida de momento los dibujantes de la expedioión hicieron vistas ddl^ monumento, situándose en todos los pun- tos favoirables. En el frenesí de su celo científico, el profesor Lombricilla recorría el monumento en tq-

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dos sentidos, con la esiperanza de encontrar alguna inscripción. Pero si la hubo, ha de haber sido arran- cada por algún vándalo para llevársela colmo rojiquia.

Hechas las vistas, se procedió a cargar el monu- mento, colocáudolo al efecto sobre las concháis db cuatro grandes tortugas, pues se le había destinado al Museo Rcail. Cuando llegó a la Corte, fué recibi- do con pompa, y millares de personas lo acompaña- ron hasta que se hizo la instalación. Encabezaba la procesión el soberano Ránido XVI, y para dar más atractivo a la ceremonia, el Rey coiisiintió en ir sen^ tado sobre el monum/ento desde las afueras de la ciudad hasta d' Museo.

Entre tanto, los rigores de la estación aconsejaban a los sabio;s la suspensión de sus tareas, y empeza- ron a preparar el regreso a la Patria. Pero esto no impidió que aprovecliaran el tiempo, y el último día de su permanencia en las cavernas fué de los más fructuosos. Efecticamente, uno de los Académicos encontró en un rincón apartado del Cementerio, o Museo, el objeto más sorprendente que hasta enton- ces se hubiera visto. Era un hombre^ave de estruc- tura especial, o más bien dos hombres-aves, ligados el uno al otro por el pecho. Abajo estaba una ins- cripción intraducibie, que decía : Los hermanos Sia- meses. El infonme oficial que se rindió a las Acade- mias, decía, para terminar:

*'Por lio anterior se infiere que hubo dos especies de este pavo majestuoso llamado Hombre: una de ellas era seneilla, y la otra doble. La Naturaleza tiit;-

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ne razón en todo cuanto haoe. El Ojo de la Ciencia ve claramente que el hombre doble habitaba en su origen regiones en dondie abundaban los peligros. Así fué como por la ley de Supervivencia de los más aptos, el hombre vivía en parejas pegadas, a fin de que mientras uno de esos seres durmiera el otro ve- liara, y en el tm)omento de la imulinencia del peligro descuibiento por el pavo que no dormía, los dos opu- siesen sus fuerzas unidas para resistirlo. ¡ Honremos a la Ciencia que, como Dios, no conoce misterios!" Cerca del doble hombre-ave se encontró una historia, en numerosísimas hojas, de una substancia delgada y blanca, que estaban encuadernadas. El profesor Lombricilla descubrió inmediatamente la siguiente frase, que pudo traducir sin el menor tro- piezo, y que puso a la vista de sus colegas. Todos los que le^^eron aquella frase fueron arrebatados por la más viva sorpresa y por el entusiasmo más deliran- te. La frase dice así:

"Muchos creen que los animales infe- riores razonan y hablan entre sí."

Cuandb se dio a luz el Informe Oficial de la Ex- pedición, la frase anterior aparecía cqmlentada en los términos que siguen :

"¡Y se dice en aquella historia que hay animiailes inferiores al hombre! Es inconfundible el signifi- cado de este notable pasaje. El hombre es una es- pecie extingui'dti, ipero bien puede existir aún. En tal caso, ¿qué son y en dónde habitan e§os seres?

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El entusiasmo traspasa todos los ilímites cuando consideramos el campo brillantísimo de investigacio- nes y descubrimientos que se abre a la Ciencia. No terminaremos nuestra labor sin rogar humildemen- te a Vuestra Majestad que se nomibre por el Go- bierno una Comisión, para que^. ésta proceda a bus- car los inidividuos supervivientes de tina especie cu- ya existencia actual no se sospechaba."

Después de itan larga ausencia y de tan concien- zudos trabajos, la expedición volvió a la Corte, y el pueblo de toda la nación le hizo nn recibimiento digno de ella. Las ovaciones se sucedían de ciudad en ciruidad y de villorrio en' villorrio.

No faltaron aristaTcos, es verdad. Siempre los b^ habido y no dejará de haberlos. Naturalmente, uno de ellos fué el obsceno Estercolín. Decía en los co- rrillos de gente vuUlgar que sus viajes le habían en- señado una sola cosa, y era que, con un adarme de suposiciones, la Ciencia construye una montaña de hechos demostrados, y que él, por su parte, se con- tentaría con el conocimiento que la Naturaleza im- parte libremente a todas sus criaturas, sin atreverse a inquirir los augustos secretos de la Divinidad.

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JORGE WASHINGTON, SU INFANCIA Y MI ACORDEÓN

Soy hombre metódico, y voy a proceder metódi- camente. Esta narración se refiere, en primer lugar, a Jorge Washington, el hombre que jamá-s mintió, y en segundo lugar, a las personas que soni verdugos del prójimo por creerse dotadas de genio musical.

La anéckl'ota de Jorge Washington es admirable; pero comencemos por las consideraciones musica- les que deben servir de introducción' a la mencio- nada anécdota del niiño Washington, "incapaz de mentir".

Supongamos que tui vecino de mi lector tiene, como mi vecino, el capricho de violar la calma sa- grada de la noche con los bufidos de un trombón. ¿Qué hará el lector? De seguro considerará un de- ber la resignación cristiana, y un privilegio de su exquisita naturaleza compadecer al desdichado cu- yos instintos buscan solaz en esa discordancia. Yo

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no he sido siempre de apacible condición, y si hoy me siento penetrado de benevolencia para los mal- vados que por afición destrozan el tímpano de sus vecinos, esto se debe a una tristísima experiencia personal que fué consecuencia de ese mismo ins- tinto de que hablo, desarrollado en sin que la voluntad tomara parte en ello. El infiel de la acera de enfrente, ese infeliz que aprende a tocar el trom- bón y cuya lentitud ee el adelanto llega casi a los confines del milagro, reanuda noche a noche sus ejercicios,, sin que yo lo maldiga, pues, antes bien, lo compadezco tiernamente desde el fondo de mi corazón. Hace diez años, el mismo crimen hubiera sido castigado ferozmente, pues yo habría incen- diado la casa del malhechor. Yo era entonces víc- tima de un aprendiz de violinista, y puedo llamar inconcebibles los sufrimientos que me infligió aquel hombre durante las dos o tres semanas que sufrí su iná:olerabl'e vecindad. El mal no consistía en que el infame tocara siemipre Oíd Dan Tucker y en que no tocara otra cosa, sino en que lo hacía tan mal, que yo rabiaba invariablemente si estaba despierto o tenía una pesadilla si estaba dormido. Con todo, sufrí valientemente la prueba y me abstuve de toda violencia; pero un día aquel desalmado proyectó un nuevo crimen. Su intento de tocar Home, Szveet Home fué superior a mi resistencia, y procedí a la ejecución de la venganza que meditaba hacía largo tiempo: incendié su morada.

Después me atacó un miserable clarinetista. Sólo

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tocaba la escala. A éste también le dejé libre cam- po mientras siguió por la vía que se había trazado para su genio. Pero llegó el momento fatal de las innovaciones ; pretendió tocar una tonada lúgubre^ y yo sentí que la luz de la razón me abandonaba en el potro de aquella exquisita tortura. Impulsado por un arrebato irrefrenablcji, consumé el acto de jus- ticia.

Pasaron dos años, y en ese tiempo he tenido que apelar a las vías ejecutivas contra un cometista, un buglista y un fag-'otista. No fué esto lo único que experimenté durante los dos años de que hablo. También se interpuso en el camino un bárbaro que creía estar dotado de las facultades excelsas del ge- nio para tocar los timbales.

Si en aquel tiempo el trombonista de hoy hubiera vivido cerca de mí, habría conocido los efectos mor- tales de 'mi cólera. Pero como he dicho, lo abando- no a su suerte,; y si perece, que sea por obra de su propia perversidad. Mi experiencia como aficiona- do es tal, que siento piedad por todos los que, como yo en un tiempo, tienen la desdicha de caer en las tentaciones de la melomanía. Yo que cada uno de nosotros lleva en las fibras ocultas de su ser uoa in- clinación invencible para tal o cual instrumento mú- sico ; está fuera de lo humano resistir a la tentación de aprender a tocar ese instrumento; tarde o tem- prano hay que cultivar la ingrata tierra de la mono- manía. ¡Pensad un instante, vosotros los que des- pertáis frenéticos cuando una mano incierta procu-

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ra subrayar las cuerdas de un yiolm^ agotándose en tentativas inútiles y desmoralizadoras! ¡Tarde o temprano llegará el momento en que vosotros tam- bién, hombres intolerantes, seréis intoHerables ! Ha- bláis con ligera ferocidad contra aquel que os ha despertado de un sueño delicioso, llenando el am- biente nocturno con los horrores de una nota pecu- liarmente diabólica ; pero al considerar que todos los homibres somos hermianos en el destino de una co- mún miseria, veréis la injusticia de vuestra indigna- ción.

El monomaniaco del trombón es algo más que un prójimo para mi : es un desventurado que exterio- riza su infortunio. Tiene momentos de inspiración, ¿cómo negarlo? Yo lo sé, lo siento cuando uno de los bramidos de su instrumento levanta mi cabeza de las almohadas y me obliga a sentarme sobre el ledho, trémjulo, cubierto de un sudor frío. Mi pri- mer pensamiento es el del terremoto ; pero al sentir que la tierra está inmóvil, y al pensar que hay trom- bones en su anchurosa superficie, me asalta la idea del suicidio, y sin quererlo, pieniso en el sueño inal- terabUe de la tumba. Un instinto que asoma en mi corazón, dirige mi mano hacia el lugar en donde es- tán las cerillas productoras del incendioi con que he castigado a los perturbadores de mi sueño. ¿Pero voy a incendiar la casa del trombonista? Eso seria una impiedad. La Providencia traza caminos mistc- riiosos, y el hombre del trombón -es victima de su destino. Pienso que sufre y que su tribulación no

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tiene acaso remedio. ¿Voy a envolverlo en las lla- mas de un incendio punitivo ?

Yo me creía inmunizado dci la locura funesta a cuyo impuslso nos proclamamos músicos, desafiando la manifiesta voluntad de Dios, que nos manda ase- rrar madera o hacer otra cosa útil y permitida pol- las leyes. Pero he aqui que un (d^a caí víctima del instrumento llamado acordeón. Hoy lo odio fci-vien- temeníte, tanto como el que más ; pero entonces sentí sin saber cómo, una adoración idolátrica y repug- nante por sus melodías. Compré un acordeón colo- sal, y aprendí a tocar Auld Laiig Syne.. Hoy, que puedo reflexionar fríamarute, creo que sólo por ins- piración pude haber elegido aquella tonada, que es la más horrible y descorazoiíadora de cuantas per- mite la caja de un acordeón. ¿Quién me la indicó entre las sombras de mi total ignorancia? No creo posiMe que haya en todo cíl universo una can- ción comparable con aqtiélla en lo que se refie- re al poder perfecto de difundir la desesperación en la especie humana. Mi corta carrera musical ha si- do por esto insuperable.

Llevaba seis u ocho días de ejecutar Laiig Syne, cuando tuve el pensamiento vanidoso de introducir mejoras en la melodía original, y al instante la ador- né con arabescos y variaciones. Mi genio inventivo produjo instantáneamente un resultado. Tal fué la presencia de la patrona en mi habitación. La expre- sión de su rostro era de viva oposición a mis ten- tativas creadoras.

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^Señor Twain, ¿conoce usted otra melodía? me preguntó.

No conozco otra, señora contesté con tono suave y conciliador.

En ital caso, tóquela u ted tal como es, y abs- téngase de variaciones, pues los huéspedes ya tienen bastante con la composición oniginail.

; ya tenían bastante. Ya tenían demasiaéoi los infelices. La mitad de la pensión quedó vacía, y la otra mitad habría quedado lo mismo si la señora Jo- nes no me hubiera puesto en la calle.

Sólo pasé una noche en la casa de la señora Smith, porque a la mañana siguiente, la patrona se me pre- sentó para decir:

Puede usted marcharse a la hora que quiera. Por mí, ya baja usted la escalera. He tenido otro como usted. Era un pobre loco que tocaba el banjo, bailaba y hacía saltar los cristales con el ruido de su música. Usted no me dejó cerrar los ojos en toda la noche, y creo que si se repite la experiencia, vengo y le rompo el acordeón en la cabeza.

Por lo visto, la señora Smith no era muy aficio- rada a la música. Me mudé a la casa de la señora Brown,

Durante tres noches consecutivas mis vecinos dis- frutaron de Auld Lang Syne, genuino e inadulte- rado, salvo algunas disoordanciaís, que a mi enten- der, fueron favorables para el efecto de la ejecu- ción. Sin embargo, los huéspedes se mantuvieron relativamente tranquilos. Intenté las variaciones, y

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no bien hube comenzado» se produjo el motín. La opinión unánime era adversa a las variaciones. Ha- bía logrado cuanto podía ambicionar en la esfera del arte, y dejé aquella casa sin pesar. En efecto, uno de los huéspedes perdió la razón, j otro inten- tó arrancarle el cuero cabelludo a su propia madre. Yo estaba perfectamente convencido de que a la si- guiicnte audición, el parricidio se hubiera consumado.

Fui entonces a vivir a la casa de la señora Mur- phy, italiana de prendas estimabilísimas. La pri- mera vez que toqué las variedades, un anciano ma- cilento, abatido, de faz cadavérica, entró em mi cuar- to, y se quedó mirándome, con el rostro iluminado por la expresión de una inefable dicha. Puso la mano sobre mi cabeza, y miró hacia arriba, con la unción del creyente. Djespués me habló, y yo sentía que sus palaibras Ue^gaban a mi oído, entrecortadais y tréi: lulas por la emoción que embargaba al buen anciano.

Joven me dijo . Dios bendiga a usted. Dios lo bendiga, oomo yo lo bendigo. Lo que ha hecho usted, sobrepuja a cuanto yo pudiera decir para ala- barlo. Desde -hace muohoB años sufro una enferme- dad incurable. He luchado en vano para re'3ginarme con mi suertte. El amor a lia vida se sobreponía en a todos los consejos de la razón y de la fe. Usted es mi benefactor. El cielo se lo prdmie. Desde que tocar las variaciones d'e usted, iha entrado en la persuasión de que esta vida es indigna de nuestro amor. Ya no quiero vivir... No sólo estoy resig-

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nado a la muerte, sino que la quiero y la espero con ansia.

El ancianO' se arrojó a mis brazosi, y derramó abun- dantes lágrimas de felicidad. Yo estaba sorprendi- do; pero, a pesar del asombro que me causaban las palabras y el llanto del ancianio, el oi-gullo embarga- ba mi pecho. Cuando el anciano llegó al umbral de la puerta, yo lo despedí con una de mis variaciones más dilacerantes. El se dobló como la hoja de la navaja cuando la cerramos de golpe. Cayó en el le- cho del dolor, y no lo abandonó sino cuando lo' sa- caron en una caja metálica. Mi acordeón lo había curado.

Todo pasa, y la pasión que yo sentía se extiinguió al cabo. Un día me encontré sano, libre para siem- pre de la influencia maligna del acordeón. Mientras fui músico, yo no ora un hombre, sino una calamidad a quien acompañaban la desolación y el desastre. Sembraba la discordia en las familias, entenebrecía el espíritu de las personas joviales, desesperaba a los melancólicos, apresuraba la muerte de los enfermos, y creo que turbaba ia paz de las tumbas. Fui causa de incalculables daños, e infligí sufrimientos inde- cibles con mi execrable música. Como compensación, sólo fui autor de un acto caritativo : el de llevar la resignación al pecho de aquel anciano.

Otro de los beneficios que produjo el acordeón, fué el de no pagar en las casas de huéspedes, pues las patronas se allanaban a toda clase de arreglos

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por la satisfacción de verme partir con el instru- mento debajo del brazo.

Creo que lo anterior habrá llenado uno de los dos objetos que me propuse al tomar la pluma, pues desde que mis lectores sepan la verdadera na- turaleza del mal melódico, perdonarán' a cuantos in- felices turban el sueño de sus vecinos para cultivar el genio de que se sienten dotados.

El otro objeto de mi trabajo era referir la anéc- dota admirable del niño Jorgie Washington, incapaz de mentir. Me proponía, en efecto, hablar de aquel cerezo o manzano ^no si era cerezo o manza- no— , aunque ayer me lo refirieron a mí... La par- te relativa a la música ha sido tan larga, que ya no es posible hablar del niño Washington, entre otras co- sas, porque olvide el cuento.

Pero juro que era conmovedor.

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UNA VIDA DE PLUTARCO

Hoy es día del natalicio de Joirge Washington. HabTando con precisión, el hecho ocurrió hace miii- chos años. ¡ Cuan profunda es la significación qiue tiene para nosotros e&te recuerdo! Y hablo espe- cialmente de todos los que hemos nacido también, aunque haya sido con mucha posterioridad. Enco- mendamos el hecho .a la meditación de los jóvenes, ya que han de tomar a Washington por modelo, y es- forzarse en imitarlo. ISÍO' deben retroceder pensan- do que otros muchos millones de compatriotas han intentado nacer anltes que ellos, y no han conseguido (igualar en esto a nuestro héroe. Pero el ejemplo de esos fracasos no debe acobardarlos.

Jorge Washington cira el menor de nueve niños. Ocho de esos niños fueron hijos de los tíos de Was- hington. Este, grande en todo, tuvo ocho primos, y además no tuvo hermanos.

Durante «su infancia, Washington no dio señales de la excelsitud que habría de distinguiirle más tar-

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de. Ignoraba hasta las cosas más comunes en los ni- ños de SOI edad. Pot ejemplo, dicen que no sabía mentir. Esto indica que estaban fuera de su alcan- ce esas ventajas de que hoy disfrutaní hasta los ni- ños de cuna más huimílde. En nuestros días todos los niños pueden mentir libremente. Yo andaba to- davía a gatas y ya mentía. Verdad es que est<i chispa del genio era tan común en ni! familia, que no lla- maron la atención mis facultades.

A Jorgito le faltaba lia sagacidad en lo absokriu. Cuéntase de él que en ima ocasión derribó el cerezo predilecto de su padre y que no se dio fmaña para ocultar aquella travesura.

En otra ocasión estuvo a punto de hacerse guar- dia marina, pero su madre le dijo que si se embar- caba, necesariamente estaría ausente de la casa pa- terna, y que esta ausencia continuaría por fuerza hasta el momento del regreso. La triste verdad im- presionó tan profunjda mente al joven Washington, que mandó por su baál, pues ya lo tenía a bordo, y con toda tranquilidad y firmleza negó su cooperación en los combates de la marina real para no causar una pena tan grande a la autora de sus días.

El joven Washington obraba siempre inspirado por los más altos y purois principios de la Moral, de la Justicia y del Derecho. Era en todo un modelo digno de la omfulactión de los otros jóvenes. Siempre se le vio dispuesto a cumplir con sus deberes. Un historiador ha dicho que Washington siempre esta- ba listo-, coimo un millar de ladrillos. La comparación

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no es miiy feliz. En efecto, ¿qué más dan diez mil ladrillos, o cien mil, o un millón, para hacer plena justicia ail objeto de este ensayo? Las unidades de material de construcción carecen de eficacia para expresar la excesiva prontitud y fidelidad que ca- racterizaban al joven' Jorge Wasihington. Su alma poseía excelencias que escapaban al escrutinio y a la computación de las matemáticas. No cabe en el paralepípedo de un ladrillo toda la sublimidad que hay en una alma tan pura.

El joven Jorge Washington se dedicó a la agri- miensura, y esta fué una de las modestas funciones a que consagró su actividad en los primeros años de la vida. Obedeciendo a las órdenes del gobernador Dinwiddie, Washington atravesó centenares de ki- lómetros de bosques inextricables, infestados de in- dios, para 'libertar a algunos prisioneros lingleses. El historiador dice que aquellos indios eran de los más depravados de; su linaje, y que estaban en acecho pa- ra robar y ímiatar a los blancos. Si consideramoü quíf-. pasaba por allí un blanco cada año, es de suponer cuál sería el negocio de aquellos pobres indios Ei hc- clio es que no robaron al joven Washington. Un in- dio pretendió hacerlo, pero no logró su propósito. Se Oic*uiltó tras de un árbol y disparó el mosquete contra el objeto de este ensayo ; pero el objeto de este ensayo sacó al indio de su escondite y se lo lle\ ó prisionero.

El largo viaje del joven Washington fué inútil, pues los franceses que tenían en su poder a los in-

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g-kses no quisieron entregarlos, y Washington vol- vió tristemiente a su casa. Se organizó un regimi'ento para rescatar a los prisioneros, y Washington se en- cargó deí .miando. Tomó a los franceses en mal mo- m'cnto para ellos, los atacó intrépidamente y los de- rrotó en diez imiinuitos. El comandante franciés en- tregó los priisioneros. Esta fué la batalla de las Grandes Praderas.

Transcurrió imuoho tiempo, y Washington fué nombrado generalísimo de los ejércitos america- nos. Anduvo muy ocupado durante todo el tiempo de la Revolución. Pasó días de amargura y sufrió reveses, pero de vez en cuando daba una sorpresa al enemigo. Luchó durante siete años, acosó a los ingleses desde Harrisburg hasta Halifax, ¡y la pa- tria fué libre!

Se lie eligió presidente y a C'osi cuatro años S€ le reeligió. Si viviera todavía sería presidente. ¡Así honró el pueblo al padre de su Patria !

Esiperemo'S que la juventud tdmie por modelo a ese homibre incomparable. ¿Por qué no han de sei presidentes todos los jóvenes? La victoria es posi- blie— nno (l'o olvide la juventud ; la victoria es posi- ble, aunque haya ciertas probabilidades en contra.

Podría yo continuar esta biografía, ein beneficio de las nuevas generaciones, pero la suspendo para aten- der a otros asuntos más urgentes.

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LA MORAL DE FRANKLIN

No dejes para maña^ na lo que puedas hacer pasado mañana. Alnia^- naque del Pobre Hombre Ricardo.

Franklin era uno de esos individuos a quienes las gentes llaman filósofos. Fué gemelo de otro in- dividuo que nació en el mismo día y a la misma hora, aunque en otra casa. Los dos acontecimientos se efectuaron en Boston. Todavía existen las dos casas, y tienen iinscripciones relativas a lo'S dos he- chos memorables. Las inscripciones son claras, y por lo demás, inútiles o casi inútiles,, porque los ha- bitantes de la ciudad se encargan de llamar la aten- ción del forastero hacia los hechos de que hablo, y cumplen su misión muchas veces por día.

El personaje objeto de este ensayo era de natu- raleza viciosa, y desde los primeros años de la vida manifestó una tendencia muy marcada a escribir

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máximas y aforismos, cuyo fin era atormentar a las nuevas generaciones de las edades futuras. Aun sus actos más sencillos se inspiraban en el deseo de ser- vir como ejemplo a los tiernos retoños de la poste- ridad, que a no ser por Franklin hubieran tenido una infancia menos atormentada.

Precisamente con esfte fin perverso, Franklin se propuso ser hijo de un fabricante de jabón. Medi- tando, se comprende que quiso hacer sospechosos los esfuerzos de todos los niños futuros que se (propusieran el fin lícito de elevanse en la císcala social, sin la ventaja de ser hijos de un jabonero.

Daba pruebas de una maldad única en la historia, pues trabajaba durante todo el dia, y seguía traba- jando durante la noche. Fingía estudiar el Alge- bra a la luz de una lámpara velada, para que los ni- ños de las nuevas generaciones hicieran lo mismo, si no querían que a todas horas sus papas les echa- ran en cara el caso de Benjamín P'^ranklin. No con- tento con estos hechos verdaderamente irritantes, cometió el exceso de ponerse a pan y agua y de es- tudiar 'la Astronomía durante sus banquetes, lo que ha hecho desgraciados a millones y millones de niños cuyos padres tenían en su biblioteca la per- niciosa biografía de aquel personaje singular.

Todas las máximas de Franklin respiraban ani- mosidad contra los niños. Todavía hoy, estos seres encantadores no son dueños de seguir sus instin- tos naturales sin tropezar con alguno de los eternos aforismos que se les citan, legalmente autorizados

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

por Franklin. Supongamos que un niño quiere com- prar dulces. Al instante su padre le dice:

Recuerda, hijo mío, la sentencia de Franklin. Un penique al día es una libra al año.

IvOs dulces del niño toman la amargura del acíbar.

El 'niño acaba de repasar sus lecciones. Busca un peón y quiere jugar. El padre declara categórica- mente :

El aplazamiento de las cosas es el ladrón del tiempo.

El niño ha ejecutado un acto de abnegación; lia consumado el sacrificio de dar el mejor melocotón a suhermanita. Espera la recom'pensa en la forma de elogio. Nada. El padre dice:

La recompensa de la virtud está en la virtud misma. Franklin,

El pobre niño deja de ser niño, y todavía en los tmibrales de la juventud oye decir:

"Acostarse temprano, levantarse temprano, hace al hombre rico, sabio, virtuoso y sano."

¿Quién puede ser sabio, rico« sano y virtuoso en tales condiciones? El lenguaje humano es impoten- te para expresar la suma de disgustos que me ha va- lido esta máxima, cada vez que mis padres han querido aplicármela. El resultado de ella es mi debilidad general, mi indigencia, mi insensatez y mi falta de moral. Muchas veces mis padres me obliga- ron a salir de la cama a las nueve de la mañana, y

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aun a las ocho y media. ¿Cuál sería mi condición física, moral y social si me hubieran permitido to- mar el reposo que exigía mi cuerpo? Todo el mun- do me honraría, y yo sería dueño de un gran al- macén.

Pasemos a los actos que ejecutó en su vejez el hombre de quien hablamios. Para q,ue le permitieran jugar a la cometa dos domingos, imaginó poner una llave en la cuerda, y dijo que se ocupaba útilmente en la pesca de rayos. El púMico inigenuo volvía a su hogar encomiando la sabiduría y el genio de un viejo que no hacía sino profanar el día de descansí).

Ya había cumpUido sesenta años y jugaba al peón sin decírselo a madie. Si alguien lo sorprendía en juego, declaraba miuy formalmente que estaba calcu- latidlo d crecimiento de la hieriba. ¿K él qué le im- portaba la hierba? Mi abuelo fué su amigo.

Benjamín Franklin siempre estaba ocupado. Siempre hacía algo^ ^me decía.

Cuando se le sorprendía, ya en la vejez, papando moscas, o haciendo casitas de arena, o patinando sobre el escotillón del sótano, al instante se ponía muy se;TÍo, soltaba una máxima, y se iba con el som- brero de lado', fingiendo que estaba preocupadísimo. Era un tiazo.

Inventó una estufa que sirve para poner la cabeza de un homlbre como jamón aihumado, en menos de cuatro horas. Ha de haber tenido una satisfacción diabólica en darle su nombre a ese aparato.

Contaba con insufrible vanidad que llegó a Fi-

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

laddfia llevando uno o dos chelines en el bolsillo y cuatro hogazas bajo el brazo. ¿Pero eso qué valor tiene? Cualquiera otro hubiera hecho lo mismo.

A él le corresponde el honor de haber sostenido la ventaja de que los solidados emplleen arcos y fle- chas en vez de fusiles y bayonetas. Con su buen sentido habitual, decía que la bayoneta puede ser- vir en ciertos casos, pero que es dudosa su aplica- ción útil cuando hay que atacar a un enemigo dis- tante.

Benjamín Franklin realizó muchas cosas impor- tantes para su país. Como este país era nuevo, se hizo célebre por haber sido !la cuna de un hombre tan ilustre. Yo no me propongo callar o desestimar sus méritos, sino reducir a su justo valor las máxi- mas que fabricó, llenas de afectación, y, sobre todo, de injustificadas pretensiones de novedad, cuando las vulgaridades de que se componen ya hacían dor- mir en pie a los constructores de la torre de Babel. Tam>bién me propongo reducir a fragmentos mi- croscópicos su estufa, sus teorías militares, su falta <át discreción cuando llegó a Filadelfia sin dinero, para hacerse notable con ese rasgo de originalidad, su prurito de jugar a la cometa y de emplear el tiempo en toniterías por el estilo, en vez de vender las bujías y el aceite de su metáfora sobre la econo- mía política. Pero principalmente quiero, aunque sea de un modo parcial, destruir una desastrosa idea do- minante entre los jefes de familia. Estos pretenden que Franiklin fué un genio por haberse entregado a

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ejercicios pueriles, por haber estudiado a la luz de la luna y por haberse levantado a media noche, en vez de aguardar la luz del dia como hace todo fiel cristiano. Quiero además protestar contra la idea de que el programa de Franklin, aplicado al mundo entero, hará un Franklin de cada bestia de albarda que lo ponga en práctica. Es necesario demostrar que todas las deplorables excentricidades del instin- to y de la conducta son pruebas y no causas del ge- nio. Quisiera haber sido padre de mis padres el tiem- po suficiente para hacerles comprender esta verdad, e inspirarles una disposición más humana, que hu- biera permitido a este\ su hijo llevar la existencia fe- liz a que lo hacían acreedor las leyes de la natura- leza. Mi padre era rico, pero tuve que fabricar ja- bón. Tuve que levantarme antes del alba. Tuve que estudiar la Geometría en el almuerzo. Tuve que sa- lir a ver quién me compraba unos versos que com- puse. Tuve, en suma, que hacer cuanto hizo Fran- klin para ser otro Franklin. ¡ Y ya veis el resultado !

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XI

LA TEMPESTAD Y EL MATRIMONIO MCWILLIAMS

.Sí, señor Twairi: dijo el señor Me Williams : lie hay enfermedad comparable con el terror que causa el rayo. Pero esta enfermedad, como otras mu- chas de las que afligen a la desdichada especie de que formamos parte, hace sus estragos principal- mente en las filas del sexo femenino. No es difícil ver a un perro atacado por d miedo a la electrici- dad atmosférica, y hasta los hombres se sienten, 1:0 pocas veces, cruelmente azotados por la funesta enfermedad a que me refiero; pero las mujenes son su presa habitual. ¡ Y de qué modo ! Yo he visto mujeres, la mía, por ejemplo, capaces de luchar ventajosamente con el mismo diablo mujeres u quienes no arredra la vista de un ratón , que caen, sin embargo, anonadadas cuando oyen el fragor de una nube tempestuosa. No las censuremos. Compa- dezcámoslas, señor Twain.

Como le venia diciendo, al diespertar un gemí-

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do... una voz; era una voz distante, ahogada, que salía de regiones ignotas.

¡ Humberto ! ¡ Humberto !

¿Quién me llamaba? Ya despierto, pregu:gité du- dando :

¿Eres tú, Carolina? ¿Qué pasa? ¿En dónde estás?

Aquí.

¿Dónde? No comprendo.

En la covacíha. En la covacha de los zapatos. ¿No te da vergüenza quedarte dormido con esta tempestad ?

Pero ¿cómo podía darme vergüenza estando dormido? Carolina, tu lógica f laquea.

No quieres comprender, Humberto. Lo sabes.

un sollozo ahogado.

Ese sollozo impidió que saliera de mis labios una frase satírica. Enternecido dije:

^^Siento infinitamenite, querida mía ; lamento lo que pasa. No tenía la intención... Ven a mi lado.

¡ Humberto !

^Di, amor mío.

Pero ¿estás todavía en esa cama?

Evidentemente. ¿En dónde puedo estar mejor que en esta cama ?

Sal de ella al instante. Ya que no te preocupa la conservación de tu propia existencia, piensa, al m.enos, en la mía y en la de tus hijos.

Pero, amor mío, dime, ¿cuál es el acto cri- minal de que estoy acusado?

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m

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Es inútil que pretendas ignorarlo. Sabes bien que el lugar más peligroso durante la tempestad es la cama. Lo dicen todos los (libros de física. Y te quedas en esa condenada cama, sin otra razón que el deseo de disputar conmigo.

¿Quién dice que estoy en la cama? No estoy en la cama. Con trescientos de...

Un súbito resplandor interrumpió mi frase. Si- guió el ruido atronador del rayo. Entre el relám- pago y la voz colérica del cielo, se oyó el chillido de espanto de mi esposa.

¡Ya ves el resultado! ¡Humberto, Humberto! No comprendo tu impiedad. ¡ Lanzar juramentos en este instante solemne!...

Yo no he Lanzado juramentos. Y, en todo caso, yo no soy autor del trueno. Es cosa independiente de que hable yo o de que me quede callado' como un muro. Sabes, Carolina, o debieras saberlo, que cuan- do la electricidad atmosférica...

; razona, razona, razona. ¡ Tienes una calma admirable ! Yo no la comprendo. Ves que en toda la casa no hay un solo pararrayos, y que toda tu in- feliz familia está absolutamente en manos de la Providencia. . . ¿ Qué haces ? ¿ Es una cerilla ? ¡ Estás loco de atar!

¿ Qué mal hay en que yo encienda una cerilla ? Esta ailcoba es una boca de lobo.

Apaga; apaga esa cerilla al instante. ¿Quieres sacrificarnos a todos ? La cerilla es el elemento más adecuado para atraer el...

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M A R K T W A I N

Rrrrr... Crac... Pum... Puní... Pum... Puuuum...

¡ Ya oyes ! Es el resultado de tu temeridad.

No niego la posibilidad de que una cerilla pue- da atraer el rayo, pero no es la causa del rayo. Y apuesto lo que quieras. Además, ¿qué va a atraer ni qué ocho cuartos? vSi, efectivamente, el rayo fué dirigido contra mi cerilla, ila tempestad tiene una puntería admirable : no acierta en un millón de dis- paros. Ningún circo la contrataria.

Ten, ai menos, el pudor -de tu impiedad. Esta- mos en la presencia augusta de la muerte. ¿No piensas en el más allá?... ¡Humberto!

—¿Qué hay?

¿Has rezado?

Penisé hacer'o; pero me divagué por ver si sa- bia de memoria cuántas son doce pKDr trece. Des- pués...

Pssssst... Pulm purum... Puuum... Puuuuuum... Chassss. . .

i Estamos perdidos ! ¡ Estamos perdidos sin re- medio ! ¿Cómo has sido capaz de cometer esa negli- gencia ? ¡ Y en oin momento como este !

^Cuando yo me acosté, el momento no era so- lemne. El cielo estaba diáfano. Y ¿quién puede su- poner que todo el estrépito de esta noche es resul- tado de un olvido inocente ? No me parece justa tu exaltación, sobre todo, tratándose de cosas que pa- san cada mil años. Te juro que no había dejado de rezar desde aquél día en que fui causa del terremo- to, y eso pasó hace mucho tiempo.

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Tienes un modo ée. hablar... ¿Ya olvidaste lo de la fiebre amarilla?

Escucha, Carolina, y deja ya eso de la fiebre amarilla, pues me parece una insiensatez. Sabes bien que ni ;los tedegramias llegan de aqui ail Tennessee, ¿e iba a llegar la acción de mi nefanda impiedad? Admito lo del terremoto', puesto que yo estaba en ei teatro de los acontecimientos ; pero que me ahor- quen si tengo culpa en esa condenada fie...

Pum... Purumpuim... Pum pum... Puuuum...

¿Te haces cargo, hijo mío? Estoy segura de que ha caído en ailguna parte. . . ¡ Humberto, Hum- berto! No veremos el día de mañana. Y ya recor- darás después que tu lenguaje impío... ¡Humberto!

Bueno. Di qué quieres.

Yia oigo tu voz. Juraría que estás enfrente de la chimenea.

^Justamente ése es el crimen que acabo de co^ meter.

^Apártate de allí. ¡ Pronto ! Tienes la resolución deliberada de causar nuestra muerte. ¿Ignoras que el mejor conductor del rayo es el tubo de una chi- rtienea ? ¿ En dónde estás ?

^Junto al cuadro del ''Hijo Pródigo".

¡Por Dios, Humberto! ¿Quieres asesinarme? Aléjate. Un niño de pecho sabe el peligro a que se expone situándose junto a una ventana cuando hay tempestad. Este es mi último día, Humberto. Di.

¿Qué he de decir?

¿Qué movimiento es ése?

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No hay movimiento.

¿Qué haces?

Me pongo el pantalón.

¡Arrójalo lejos de ti! ¡No pierdas tiempo! ¿A quién lie ocurre vestirse con un tiempo como este? Y, sin embargo, no puedes alegar ignorancia, ¡pues todas las autoridades científicas están de acuerdo en que las telas de lana atraen el rayo. No bastan las causas naturales de peligro. Todavía te empe- ñas 'on hacer cuanto es huimanamente posible para agravar la situación. ¡ No cantes, por Dios, no can- tes ! ¿ En qué piensas ?

^No veo 'la maldad que puedo cometer con mis pobres notas.

¿No la ves? Pues si no han sido cien veces habrán sido diez mil las que te he dicho que el canto origina vibraciones en la atmósfera; que estas vi- braciones desvían la corriente eléctrica, y que... ¿Abres la puerta?

Sí; la abro. ¿Otro atentado contra la paz pú- blica?

No; es un acto muy inocente. El asesinato es inocente. Basta haber abierto el compendio más vuilgar para saber que las corrientes de aire consti- tuyen una invitación directa a la descarga de la electricidad atmosférica. Y dejas una hendidura. Cierra bien. Apresúrate, antes de que perezcamos. ¡ Qué horror habrá comparable al de vivir con un loco de atar! ¿Qué haces?

—Nada.

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

—¿Nada?

Lo equivalente a nada. Doy vuelta a la llave del ag-ua. ¿Quién resiste este calor? Todo está ce- rrado a piedra y 'lodo. Voy a lavarme la cara para ver si así puedo respirar.

Has perdido la cabeza. ¡ Infeliz, te compadez- co 1 Sabes que de cincuenta rayos, cuarenta y nueve caen sobre el agua. ¡ Cierra esa llave ! No hay sal- vación... No hay salvación posible. ¿Qué pasa?

-—Este condenado, mil veces condenado. Nada, nada. Es un cuadro que se vino abajo.

j Estás cerca del miuro ! Jamás he visto una imprudencia como la tuya. ¿Sabes que los muros son buenos conductores de la electricidad ? ¡ Lo sabes, lo sabes ! ¡ Apártate, apártate, por Dios ! No jures, te lo ruego. ¿Cómo puedes ser tan criminal viendo a toda tu desdichada familia en este peligro inminente? Aseguraría que no pediste aquella col- cha de que te hablé.

Había olvidado tu insistente recomendación.

¡Olvidado! Puede costarte la vida. Si hubieras traído esa colcha gruesa, podrías tenderla en medio de la alcoba y acostarte sobre ella. Eso te inmuni- zaría. Ven, ven al instante ; ven antes de que puedas cometer otra locura de efectos desastrosos.

Pretendí entrar en la covacha; pero ¿íbamos a estar allí los dos, con la puerta cerrada, sin aho- garnos dentro de aquel infiernito? Teníamos a nues- tra disposición dos metros cúbicos de aire, cantidad tan pequeña, que se iniciaron los síntomas de as-

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fixia en los dos habitantes de la covacha. Yo salí. Mi esposa me llamó.

¡Humberto! me dijo , es necevSario proveer a tu seguridad. Dame ese libro alemán que está so- bre la repisa de la chimenea. Trae también una bujía. No la enciendas. Yo lo haré aquí, donde no hay peligro. Ese libro contiene algunas instruc- ciones.

Tomé el libro sin otro inconveniente que la des- trucción de un vaso y de algunos objetos del mis- mo tamaño y de mayor fragilidad. Mi esposa en- cendió la bujía y se absorbió en la lectura. Pocos minutos después llamada a su cónyuge:

Ven, Humberto. ¿Quieres decirme lo que ocurre ?

No soy yo : es el gato.

i El gato ! Había olvidado ese peligro. Cógelo y enciérralo en la cómoda ddl lavabo. ¡ Pronto, amor mío! Los gatos son animales saturados de electricidad. Tengo la seguridad de que al despun- tar la aurora, mis cabellos estarán más blancos que la nieve. Eso se entiene si sobrevivimos a la ca- tástrofe.

de nuevo los ahogados sollozos de la mártir. Su aflicción me impulsó a una tentativa que no habría iniciado por propia y deliberada voluntad. A pesar de las tinieblas, salvando cuanto obstáculo se me interponía ^todos ellos más o menos duros y limitados por cortantes aristas , me apoderé del gato, que había buscado refugio bajo la misma

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

cómoda que iba a ser su cárcel. El importe de las pérdidas no pasó de cuatrocientos dólares, pues fueron pocos los objetos destruidos durante la caza, aunque algunos de ellos eran de cierto vaílor. En las pérdidas no se computa la piel de mis dos espinillas.

Los sollozos de la covacha empezaron a hablar :

Dice el libro que lo más seguro es ponerse en pie sobre una silla, en medio de la estancia ame- nazada por la tempestad eléctrica. Hay que colo- car las patas de la silla sobre cuatro cuerpos no conductores. Yo te aconsejo que traigas cuatro vasos.

Psssst... Pum... Pum... Purum... Puuuum...

¿ Estás oyendo ? ¡ Pronto, Humberto, antes de que tu cabeza atraiga el rayo!

Busqué los vasos. Logré llevar los cuatro últi- mos, después de la infalible ruina del aparador. Aisíé concienzudamente la silla, y pedí nuevas ins- truicciones.

Voy a traducir el texto alemán dijo la voz de la covacha . ''Durante la tempestad es nece- sario tener cerca... metales... esto quiere... anillos; conservar relojes, llaves..., y no se debe jamás... no estar en lugares en donde haya metales o cuer- pos que estén unidos unos a otros, como estufas, parrillas, verjas..." ¿Qué significa esto, Humber- to? No si debe uno conservar los metales o abstenerse... La negación. Sí; es una negación... No; son dos negaciones...

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'Yo no puedo decir con toda seguridad. Hay- cierta confusión. El alemán es siempre más o me- nos obscuro. Sin embargo, creo que debe entenderse ligado a, unido a, relacionado con... Hay que fi-, jarse en el dativo y no confundir el genitivo con el acusativo. Para mi, hay que tener todos los meta- les cerca.

; eso iha de ser. Y salta a la vista. Es el principio de los pararrayos. ¿Comprendes? Cúbre- te con tu casco imetálieo de vokmtario de bom- beros.

Nada más metálico, en etecto, y por lo tanto nada más pesado, más embarazoso, más incómodo que imi elegante casco de bombero, sobre todo en una noche de verano y en un cuarto cerrado her- méticamente. El calor era tal que la ropa de dormir me parecía una armadura.

Humberto, no basta proteger la cabeza. Hay que proteger el cuerpo. ¿Tendrías la bondad de ceñir tu sable de guardia nacional?

Obedecí.

Humberto, ¿has pensado en los pies? Cálzate las espuelas.

Me puse las espuelas en silencio, procurando conservar la calma.

Oye lo que sigue, Humberto... "es muy peli- groso, no se debe... no hay que abstenerse >de repi- car... durante la tempestad... las campanas... la corriente de aire... la altura del campanario... de la campana que puede atraer el rayo". ¿Quiere

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decir esto que es pdigroso no repicar durante la tempestad ?

El sentido es evidente, siempre que el partici- pio pasado, como me parece indudable, se relacione •directamente con el sujeto... La altura del campa- nario y la falta de movimiento en las capas de la atmósfera, hacen muy peligroso no repicar durante la tempestad. ¿No ves que la expresión...?

Sí; conforme. Pero no perdamos un tiempo precioso. Ve y trae la campana grande. Yo la vi en el vestíbulo. Pronto, Humberto, y piensa que esto puede ser la salvación.

Nuestra quinta está en la cumbre de un collado y domina todo el valle. Las granjas de los alrede- dores son muy numerosas, y la más próxima se encuentra a un tiro de escopeta. No habrían trans- currido aún cinco minutos desde que comencé la tarea de menear aquella condenada campana, cuan- do sentí que saltaban hechas mil pedazos las per- sianas de la alcoba. Un vivo fulgor penetró por la abertura. A h, vez decía la voz de un hombre que llevaba una linterna sorda :

¿Pero qué diablos pasa aquí?

Junto al hombre de la pregunta había otros mu- chos hombres. Los ojos de todos ellos miraban con estupor mi desnudez guerrera.

Yo dejé caer la campana y salté de la silla, avergonzado y confuso.

No es cosa de mucha importancia, amigos míos. Lo que yo hago está indicado en las obras

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científicas para conjurar el peligro de la tem- pestad.

¿De la tempestad?

^De la tempestad.

¿Está usted en su juicio, Sr. McWilliams? No hay una sola nube. Asómese usted para que vea las estrellas.

Me asomé, en efecto, y fué tal mi sorpresa que no acertaba a articular una palabra.

No comprendo dije . Aquí hemos oído el rugido del trueno y hemos visto el fulgor de los relámpagos.

Todos los presentes cayeron por tierra, murién- dose de risa. Dos fallecieron en el acto. Uno de los supervivientes dijo :

Si usted hubiera corrido las cortinas y abierto las persianas, Sr. McWilliams, habría visto que se disparaba un cañón y que teníamos una ilumina- ción de fuegos de Bengala. Acaba de recibirse el telegrama de ila elección de Garfield.

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XII SOBRE AVES DE CORRAL

Carta dirigida a cierta Socie- dad Avícola^ en acción de gra- cias por haber fiomhrado al au- tor miembro honorario de ella.

Desde mi primera juventud me intereso muy seria y 'especialmente por todo lo que se refiere al arte de tener aves de corral. El nombramiento con que se me honra, despierta en mi corazón las emo- ciones de ia más grata y viva simpatía. Frecuen- taba aún la escuela primaria, y ya los beneñcios de la avicultura eran objeto de mi predilección, por lo que puedo asegurar, sin el menor asomo de jac- tancia, que a la edad de diez y siete años conocía familiarmente los métodos mejores y más rápidos que es posible emplear para tener gallos y gallinas. En efecto, mediante la aplicación de una cerilla de las que llevan la marca del Diablo Rojo, puesta

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debajo del pico de una ave de corral, ésta entra en vuestro dominio por muy refractaria que sea al tratamiento. Y cuando en una noche de las más crudas del invierno, insinuamos una tabla bien ca- liente bajo las patitas de uno de esos animales do- mésticos, se efectúa un movimiento ascendente por el camino que indica el experimentador, o en otros términos, el ave deja su percha y avanza por la tabla que se le presenta.

El talento con que yo procedía en la aplicación de mis métodos, era reconocido aun por los mis- mos animales interesados. La juventud gallinácea de ambos sexos, dejaba de escarbar la tierra con el pico, y se aibstenia de buscar lombrices inmediata- mente que yo me personaba en el corral. Los vie- jos gallos que salían cantando, enmudecían a mi vista. Contaría yo apenas veinte años, y ya mi especialidad superaba a la de cualquiera otro de los vecinoí^s del barrio, grandes y pequeños, en el difícil arte Me tener aves de todos los corrales. Mi experiencia ha sido tal en el ramo de gallinas, que la ilustre Sociedad a cuyos miembros tengo la honra de dirigirme, encontrará, sin duda, que mis indicaciones son hijas de esa preciosa experiencia. Los dos métodos de que hablo arriba son en extre- mo sencillos, y debo decir que su empleo es apli- cable a las aves de clase ordinaria. Uno de esos procedimientos es para el verano y el otro para el invierno. Describamos el primero. Al sonar das onee de una noche de estío, el exiperimentador en-

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NARRACIÓN ES HUMORÍSTICAS

tra en el corral, acompañado de un amigo. Por vía de paréntesis, diré que la hora es de la mayor im- portancia y que varía según los Estados de la Unión. Se recomienda que la tarea no empiece después de las once, pues en California y Oregón, por ejemp)lo, todo el gallinero despierta a las doce, y cacarea durante un tiempo que varía de diez a treinta minutos, según la mayor o menor facilidad con que los habitantes del corral consiguen que despierte todo el público. El amigo del experimen- tador debe llevar consigo un saco. Cuando se ha llegado al sitio en que está el gallo sultán (y se recomienda que la experiencia no tenga por canxpo el gallinero propio, sino el del vecino); cuando se ha llegado, repito, al sitio en donde está el sobe- rano, prendida la cerilla, va aplicándose ésta en zl pico de todos los plúmeos, hasta que manifiestan voluntad resuelta de entrar aJl saco que lleva con- sigo el camarada del experimentador, sin oponer una resistencia indebida. Hecho esto, el experimen- tador vuelve a su morada, unas veces llevando el saco, otras dejándolo en el corral, según las cir- cunstancias. ''Nota bene''. He conocido casos, y esto sin que me lo contaran, en que se consideró preferible y muy apropiado a las circunstancias, abandonar el saco y alejarse rápidamente del lugar de la ex,periencia, sin dejar las sefías para el envío de las aves apartadas en el gallinero.

Respecto del otro método mencionado para te- ner aves de corral, diré que el amigo y asociado

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en la experiencia, lleva un cacharro con tapa, y den- tro de ese cacharro una buena provisión de carbo- nes encendidos. El experimentador alistará previa- mente una tabla 'ligera y larga. El imétodo requiere noches muy frías. Los dos especialistas llegan al árbol, cercado o percha en donde están las aves. Recomiendo que el método sea aplicado dentro del propio corrail de alguno de los experimentadores cuando éstos sean dos idiotas. Continúo. El expe- rimentador pone a calentar un extremo de la ta- bleta en el brasero del amigo. Tan pronto como la tem,peratura es suficientemente dlevada, el experi- mentador levanta su tableta con suavidad y deli- cadeza, hasta poner la extremidad caliente debajo de las patitas del ave dormida. Si se trata de una verdadera ave de corral, ésta <procederá inmedia- tamente a expresar su agradecimiento con tmo o dos cloqueos, y avanzará por la tabla, convirtién- dose en un accesorio conspicuo de esa tabla antes ddl momento de su muerte, en tal forma que se plantea una gravísima cuestión jurídica, ya trata- da por el jurisconsulto Blackstone. El ave que pasa a la tableta, ¿no ejecuta en realidad un suicidio perfectamente calificado? Pero estos refinamientos legales son objeto de medicaciones posteriores, poco apropiadas para la ocasión en que se hace la expe- riencia.

Suponiendo que se trata de adquirir uno de los famosos gallos de Shangay, deí tamaño de un {>avo y con voz tan potente como la de un asno, el mé-

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

todo que se recoimienda es el del lazo, exactamente como para sujetar a un toro. Se explica esta pre- ferencia, puesto que el gallo debe ser extrangula- do, y extrangu'lado con toda (la eficacia necesaria. La razón es olbvia : si el gallazo ipuede exteriorizar la tentativa de que se le hace objeto, hay noventa probalDilidades contra una de que inmediatamente, ya sea de día, ya de noche, se presentará alguien directamente interesado en interrumpir la exipe- riencia.

El gallo negro español es una ave de calidad muy fina y que alcanza precios elevadisimos. Comúnmen- te se vende a 35 dólares, y un ejemplar selecto vale 50, o sea, 250 pesetas. Los huevos de la gallina de esta hermosa variedad, se venden a un dólar y a un dólar 50 centavos. Sin embargo, son tan .poco sanos, que el médico municipal los prescribe muy raras veces para los enfermos del Asilo de Men- digos. Yo, sin embargo, he logrado tener hasta me- dia docena de estos huevos, sin coste, y empleando sólo la luz de la luna. El mejor medio que hay para adquirir aves de la .mencionada variedad, es ir lo más tarde que se pueda y llevárselas con jaula y todo. La razón que tengo para recomendar este método, no escapará aun a los menos perspicaces. Siendo tan valiosas esas aves, Üos dueños no las dejan en -promiscuidad con las otras, y las tienen en una jaula tan segura como una caja de caudales a prueba de incendio. Por la noche ponen la jaula dentro del gallinero. El método que yo aconsejo no

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iproduce invariablemente un efecto brillante y sa- tisfactorio; pero como en un gallinero hay siempre objetos dignos de la solicitud de los especialistas, aun supuesto un fracaso en el experimento de la jaula, quedan otros fines secundarios que compen- san en parte la falta de un éxito completo. Asi ob- tuve yo una magnífica trampa de acero, que valdrá noventa centavos por lo menos.

¿Pero para qué apurar los recursos del entendi- miento en esta materia? Creo haber demostrado a la Sociedad Avícola Occidental de Nueva York que no soy un polluelo en materia de aves de co- rral, sino un hombre maduro que sabe cuanto se puede saber en esta especialidad, y que competiría con el mismo Presidente de la Corporación en el conocimiento y empleo de los métodos más efica- ces para tener gallos, pollos y gallinas. Tal es el nuevo consocio que habéis admitido en vuestro seno. Agradezco debidamente el diploma de honor que me habéis concedido, y aprovecharé cuanta oca- sión se me presente para dar testimonio de mi celo oficial, ya con actos, ya empleando 'la pluma para dar consejos e informes. Todo aquel que se pro- ponga tener aves de corral, ,puede llamar a mi puer- ta, después de las once de la noche, y me encontra- rá dispuesto para una cooperación cordial.

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XTII

CARTAS DE FAMILIA

Yo no qué idea tienen de nosotros los que vi- ven al oriente de las Montañas Rocosas. ¿Creerán que los liabitantes del Pacifico no somos de carne y hueso? He formulado esta pregunta, a veces con aspereza, a todas d^s personas conocidas que me es- criben, pues sus cartas exceden a cuanto se pudiera imag'imar en .punto a sequedad, pKDbreza de expresión y falta de interés. Diríase que después de seis meses de haber emigrado a la vertiente occidental, perde- mos todo derecho a la consideración y al afecto de nuestros deudos y amigos. Y para justificaros, decís que nada nos interesa de cuanto pasa lejos de nues- tra vista, y que dejamos sin respuesta las cartas máí afectuosas del remoto país abandonado. Si así es, y no lo niego, ¿a quién deberá culparse? Voy a deci- ros dos palabras acerca de esto.

El arte de ía correspondencia epistolar tiene sus leyes, o, para hablar propiamente, está sometido a

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una ley. ¿ La conocéis, o por ventura os creeréis re- levados de acaítarla ? Esa ley es de una sencillez aa- mirrable. He aquí su texto: ''No escribas sino sobrft aquellos asuntos que interesen a la persona con quien desees (mantener una correspondencia activa." Supónganlos el caso de viejos amigos. El que es- cribe la carta sabe cuáJles son las personas conocidas de él y de la persona a quien se dirige, y sabe que la noticia iTiás trivial, el rasgo más insignificante, la observación más nimia que se refieran a esas perso- nas, interesarán al destinatario de la carta. Este la leerá desdie ía cruz a la fecha, aun cuando no tenga otra luz que la del crepúsculo.

La cofrta de mi tía.

Veamios cómo acatáis esta ley racional y justa. Tomáis la pl'uma y escribís sobre personas y sucesos de que yo no tengo el menor antecedente. ¿Voy a leer esta carta? Y si la leo, ¿tendré deseos de con- testar? Vuestras reclamaciones carecen de sentido. Tomemos un ejemiplo'. Acudo a mi archivo y saco al azar una carta. Es la últiimia de la tía Nancy. Elijo un párrafo, el primero que cae bajo mi vista. La carta fué recibida hace cuatro años No míe apresuré a enviar la respuesta. Ya veréis la razón obvia de mi «poca prisa.

"Saint Louis, 5 de Julio de 1862.

"Querido Mark: Pasamos la velada muy con- tentos en casa. Nos visitaron el doctor Macklin y su

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esposa. Son de Peoría. El €s un modesto jornalero en la viña del Señor, y le gusta el café cargado. Pa- dece neuralgias. Le dan de preferencia en la cabe- za, y es de carácter humilde y muy devoto. Hay po- cos hoimbres como él. Servimos sopa en ia comida. A no m^e gusta mucho. Marfe, hijo mío, ¿por qué no procuras corregirte? Te recomiendo que leas en el libro II de los Reyes, desde el capitulo II hasta el XXIV, inclusive. Me daría mitcho gusto saber que ha cambiado tu corazón. La pobre sonora Gabrick murió. no la conociste. Le daban accesos de fu- ror. ¡ Pobre ! Dios la tenga en su santo reino. El día 14, todo el ejército quedó dueño dle la línea de mar- cha desde..."

Cuantas veces intentó leer la carta de mi tía, tuve que detenermie al comenzar este pasaje. Mi tía me daba sin duda todos los pormenores de la campaña. i Cerebros de roca ! ¿ No sabíais que el telégrafo nos traía a San Francisco esas noticias íntegras cuando todavía eran vagos rumores al oriente del Missi- ssippí? ¿No sabíais que el expreso venía cargado de correspondencias miinuciosísimas quince días an- tes de que llegaran vuíestras cartas a mis imanos? Yo, naturalmente, pasaba Ja espumadera sobre la parte política y militar de vuestras cartas, a riesgo de que se fueran con ellas las conmovedoras exci- taciones para que leyera éste o el otro tomo de la Sagrada Escritura. Vuestros consejos eran como trampas disim/uladas hábiJlmienle entre las malezas

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del noticierismo trasnochado, para coger en ellas al incauto pecador.

Pero dejemos las informaciones de la guierra, por su notoria inoportunidajd. ¿Qué podía importarme a el reverendo Macklin? El doctor Macklin, su mujer, sus neuralgias, su devoción, el lugar de su procedencia, su gusto por el café carga'd'o, y hasta sus labores en la viña del Señor, me son de una in- diferencia absoluta.. Yo podré admirar el conglo- merado de virtudes que forma la personalidad reli- giosa del reverendo doctor Macklin; pero no paso de ahí. Me da gusto de que haya pocos hombres co- mo él, y celebro que se hubiera servido sopa durante la comida del memorable 4 de Julio de 1862. La lec- tura de veintidós capítulos del libro II de los Re- yes, ejercicio muy piadoso, es una nuez imuy difícil de romper para un pecador tan humilde como empedcimido, que no está dispuesto a adoptar la carrera de miinistro de Nuestro Señor, en cuya viña hace tantos prodigios el reverendo doctor Macklin. La noticia de la muerte de aquella pobre señora Gabrick, a quien no tuve la honra de cono- cer, fué recibida con poco entusiasmo. Sin embargo, aun cuando no me contara en el número de sus amis- tades, celebré que hubiera tenido accesos de hidro- fobia.

¿Comjenzáis a haceros cargo? No hay una sola frase de aquella carta que pudiera ser de interés para mí. Analicemos la pieza literaria de mi tía. En su parte militar, la carte era un fiaimbre incomible;

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en su parte religiosa, cualquier predicador la aven- tajaría, y no tengo sino tomar el sombrero e ir a la iglesia para oír homilías más adecuadas a mi situa- ción; la pobre señora Gabrick me era indiferente, y en el mismo caso se encontraba el respetabilísimo viñador de las neuralgias. Yo me decía, dando vuel- tas a la carta, después de convencerme de su perfec- ta superfluidad :

¿Por qué no dirá mi tía una sola palabra de Mariana Smith ? Algo daría por saber de esa amiga de mi infancia. Tampoco habla de Georgina Brown. i Si ail menos me contara lo que hace el tunante' Ze- bulón Leavenworth ! Aun me conformaría con dos renglones acerca de Samuelillo Bowen o de Juan Wiley. En fin, hay otras muchas personas cuya suerte no me preocupa, pero que forman para un teatro amenísimo, por sus defectos, por sus cua- lidades, o por su misma total insignificancia para inte- resar a alma viviente, salvo aquellas que hayan visto desde la niñez su nariz roja, su joroba puntiaguda o su incolora desvergüenza. La carta de mi tía era la vigésima de una serie de cartas idénticas. Quedó sin respuesta, y se suspendió una correspondencia inútil.

La carta de mi madrastra.

Mi venerable madrastra escribe con cierta ameni- dad. En todo caso, está arriba de la línea media que alcanza el vulgo de los autores de cartas familiares. Ya la veo calándose sus gafas, tomando las tijeras

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y entrando a saco en un montón de periódicos. Re- corta cuanto hay : articuilos de fondo, listas de lle- gadas y salidas de los hoteles, versos, cuentos, chis- tes, anuncios, telegramas, recetas para hacer paste- les, indicaciones para curar diviesos... No conoce los exclusivismos, y su espíritu procede con una im« parciaílidad absoluta. Recorta un artículo, y sigue con la vista el resto de la columna. Debo decir de paso que procede en su exploración mirando por so^ bre los cristales de los antetojos. Estos de nada le sirven, no hay duda. Tiene otros, pero usa los que no sirven, porque el arillo es de oro. Decía que sigue con la vista el resto de la ooiluimna, y sin vacilar re- corta todo lo que puede recortar, dando esta razón :

De todos modos, valga o nio, el recorte es de un periódico de aquí.

Después de rellenar el sobre con sus recortes, mi madrastra escribe su carta. Habla de todos los bi- chos conocidos y de los no conocidos. Emplea ini- ciailes y olvida que cuando dice: "Murió J. B., o bien W. L. se va a casar con T. D.", o que ''B. K.. R. M. y L. P. J. viven ya en Nueva Orleans", olvida, digo, que las iniciales de tantas gentes, unas desco- nocidas y otras que casi lo son ya por el tiempo transcurrido desde que no las veo ni oigo hablar de ellas, forman en mi espíritu una masa de prosa he- brea. Jamás escribe los nombres con todas sus le- tras. ¿Cómo voy a saber de quién habla? O me que- do a obscuras, o hago confusiones más lamentables que la sombra de la ignorancia total. Ya me suce-

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dio ha'ber llevado en el alma luto por la muerte de Bill Kribben, en vez de regocijarme pOT la desapa- rición del horrendo canalla que pirateó por el mun- do con el nombre de Benjamín Kenfuron.

La carta de mi sobrina.

I Lo creeréis ? Las cartas más amenas, las que leo con mayor placer, son las de los niños de siete y ooho años. Esta es una verdad petrificante. Por for- tuna, esos seres minúsculos y graciosos viven den- tro d€l horizonte de la vida doméstica: la casa, la familia y los vecinos, les dan materia para revistas que sus mayores considerarían indignas de la gra- vedad con que debe escribirse una carta destinada a atravesar el continente americano. Escriben con sencillez y naturalidad, y no buscan efectos. Escri- ben sobre lo que saben, y dejan la pluma cuando llegan al punto en que comienza su ignorancia. Sus cartas son breves, pero llenas de encanto para el que las recibe. ¿Queréis adquirir un talento extraordi- nario en el arte epistolar? Tomad un maestro de ocho años. Conservo entre mis tesoros una carta de una niña de esa edad, y la conservo precisamente porque entre todas las que recibí en el Pacífico, esa carta fué la única que me llevó las noticias que yo ansiaba tener.

He aquí esa obra literaria:

"Saint Louis, 17 de Mayo de 1865, "Querido tío : Si estuvieras aquí, te diría muchas

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cosas de Moisés y de la zarza encendida, que no sabía entonces. El señor Sowerby se cayó de un ca- ballo y se rompió una pierna. Andaba paseándose el domingo. Margarita es ahora la camarera, y quitó las escupideras y los cubos para el agua sucia, y los porrones de tu cuarto. Me dijo que cree que ya no volverás, y que te has ido haoe^ mucho tiempo. A la mamá de Elisa McElroy le trajeron otro niño. Tie- ne ojos azules como los del señor Swimley, el que vive en la casa, y se parece mucho. Yo tengo una muñeca nueva, pero Juanita Anderson le arrancó una pierna. Hoy vino la señorita Doosenberry. Yo le di tu retrato, pero dijo que no quería verlo. La gata tiene muchos gatitos; yo creo que son el doble de los que tiene la gata de Carlotita Belden. Hay uno muy monín, con una colita chiquirritína, y le puse tu nombre. Hay uno que se llama General Grant, y otro, Margarita, y otro. Moisés. A umo le pusieron Deuteronomio ; a otro, Levítico, y a otro, Horacio Greeley. Hay uno sin nombre. Yo no quie- ro que tenga nombre hasta que se muera el gatito que tiene tu nombre, y entonces le pondré tío Mark. El gatito está enfermo y se va a morir. Tío, yo creo que Catalina Caldwell te quiere. Aquí lo dicen to- dos. Ella cree que eres muy guapo. A me dijo que hasta las viruelas te dejarían bien, como eras antes. Mi mamá dice que Cataiina es muy viva. Y ya no te escribo porque el General Graint anda pelean- do con Moisés.

"Tu sobrina que te abraza, Anita."

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La autora de estas cartas no sabe hasta qué pun- to me conmueve las entrañas con sus garrapatos. A mi me interesan extraordiinariamente la señori- ta Doosenberry, Catalina Caldwell, Grant y Moi- sés. Y no sólo me encanta, sino que me llena de or- gullo ver cómo mi sobrina ha tenido la intrepidez de sacrificar dos gatitos poniéndoles mi nombre. ¿Resistirán a la prueba? Yo sabía que Catalina Caldwell es muy viva ^más de lo que dice mi her- mana— ; pero ¿cómo pagarle ese rasgo sutil de las viruelas ?

Quiero saber todo lo que hacen los gatos; quiero saber lo que aprende Anita; quiero saber cómo sigue de su pierna el señor Sowerby. No pueden* ser extraños a mi curiosidad y simpatía los ojos azules de la criatura que acaban de traerle a la señora McElroy. Siento que Juanita Anderson se permi- tiera arrancarle una de las piernas a la muñeca nueva, Pero ya que así es, deseo saberlo.

Lo que no quiero saber es todo lo concerniente a. 'la virtud y a la neugalgia del reverendo Macklin. Y sobre todo, que no me envíen ese infame folleto de propaganda moral que se llama Efectos deplora- bles de las bebidas alcohólicas, con la estampa del harapiento borracho en medio de una familia ha- rapienta.

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XIV

EL ATENTADO CONTRA JULIO CESAR, SEGÚN LA PRENSA

(Este artículo se basa en la única relación auténtica del he- cho que se ha publicado hasta hoy. Es un extracto del diario de Roma, Los Haces ide lia Tar- de, que fué el primero en dar la noticia, pocas horas después del accidente.)

Nada en el mundo es más satisfactorio para un reportero que reunir todos los datos relativos a un asesinato sangriento y misterioso, y exponerlos con todas lias circunstanicias que puedan aumentar la gravedad del hecho. Este trabajo encantador llena su alma de placer, sobre todo cuando sa'be que el aperiódico que escribe circulará por las calles antes que los demás. Muchas veces he sentido la txpnda pena (fe no haiber sido reportero romano en

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el momento de la muerte violenta de Julio César. ¡ Cuál habria sido mi satisfacción si el periódico en que yo trabajara, por su carácter de hoja vesper- tina, anticipaba doce horas la narración de los he- chos ! El mundo ha presenciado acontecimientos no menos sorprendentes que aquél; pero ninguno tan acentuadamente reporteril, seg*ún entendemos hoy las cosas periodísticas. En efecto, nunca se había visto, ni se vio después, un suceso tan emocionante, no sólo por la importancia personal de la víctima, sino por la posición elevada, por la reputación sin mancha y por la influencia política de los autores del crimen.

No fui el privilegiado reportero que pudo llevar sus cuartillas a las cajas antes que ninguno de sus colegas; pero tengo la rara satisfacción de traducir el texto latino de los ''Haces de la Tarde", diario romano, que dio la narración completa de los he- chos en su segunda edición de aquel dia.

Dice asi el periódico:

"La ciudad, tranquila de suyo, recibió ayer la impresión más profunda y perturbadora que sea posible imaginar, a causa de uno de esos crímenes sangrientos que contristan el corazón y llenan el alma de espanto, a la vez que inspiran hondas pre- ocupaciones a los hombres sensatos. Temblamos por el porvenir de una ciudad en donde la vida hu- mana corre tantos peligros y en donde las leyes son conculcadas abiertamente. Pero ya que el hecho se ha cometido, cum*plimos con un deber doloroso de

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periodistas, refiriendo la miuerte de uno de nues- tros ciudadanos más re'spetalbles, hombre conocido, no sólo en Roma, sino en todos los lugares adonde llega nuestra publicación. Permítasenos recordar con orgullo y placer, la actitud siempre amistosa que he- mos guardado respecto de la victima, defendiendo su reputación, en la débil medida de nuestra capa- cidad, contra las calumnias de sus malquerientes. Nos referimos al Sr. D. Julio César, Emperador electo.

He aquí los hechos, tales como nuestro reporte- ro pudo aclararlos, escogiendo entre las narraciones contradictorias de los testigos presenciales. Como puede suponerse, el origen de los acontecimientos fué una cuestión electoral. Es el caso de las nueve décimas partes de los espantosos asesinatos cotidia- nos que deshonran el nombre de nuestra ciudad. Las malditas elecciones traen siempre consigo una causa de odios, querellas y violencias. Por eso he- mos dicho que Roma ganaría mucho si los funcio- narios públicos, incluso los agentes de policía, fue- ran nombrados para un período de cien años por lo menos. La experiencia ha demostrado que no so- mos capaces de elegir ni a un perrero municipal sin que los puestos de socorro atiendan por lo menos a doce ciudadanos con fracturas en el cráneo, y sin que las inspecciones de policía se vean atestadas Gc ebrios y vagabundos. Según los rumores que líegaíi a nuestra redacción, cuandb hace algunos días se proclamó en la plaza del mercado la cifra

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de ila aplastante mayoría para la coronación de aquel caballero, no fué bastante la extraña y des- interesada negativa que formuló tres veces, para salvarlo de las insultantes murmuraciones de hom- bres como Casca., vecino del décimo distrito, y de otros seides de 'los candidatos derrotados, sobre todo ios del distrito ii, los del 13 y otros de los subur- bios. Muchas personas sorprendieron frases iróni- cas y despectivas sobre la conducta del Sr. César.

También se dice, y esto es cosa que tienen por indudable nuestros correligionarios, que el asesina- to de Julio Cesar era cosa convenida, con arreglo a un maduro plan, elaborado por Marco Bruto y los ibandi'dos que éste tiene a su servicio. El progra- ma se desarrolló con toda exactitud. El lector podrá juzgar por si mismo los fundamentos que haya para esta sospecha. Por nuestra parte, absteniéndonos de conjeturas aventuradas, le sometemos la narra- ción dte los hechos y le suplicamos que los exami- ne atentamente, con todo desapasionamiento, antes de que adopte una opinión definitiva.

El Senado se había reunido ya, y César bajaiba por la calle que conduce al Capitolio, conversando con algunos amigos, y seguido de muchos ciudada- nos, como sucedía ordinariamente. Al pasar frente a la droguería Demóstenes, Tucidides y Compañía, César dijo que habían llegado los idus de marzo. Estas palaibras fueron dirigidas a un señor, que, según nuestro informante, se ocupa en hacer pre- dicciones.

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contestó el vaticinador ; ya vinieron, pe- rú no han pasado todavía.

En aquel momento se acercó Artemidoro ; habló de algo que corría mucha prisa, y le rogó a César que leyera un folleto o documento u otra cosa no bien determinada por los testigos. ELSr^ Decio Bruto se interpuso y dijo que tenía ''luia humilde súplica", cuya lectura pedía, por serle de mucho in- terés. iVrtemidoro insistió en que se leyese primero lo que él llevaba, pues se refería a asuntos de im- portancia personal para César. Este dijo que los a&untos relativos a su persona eran para él de me- nor monta, y que consideraba de su deber pospo- nerlos. Acaso no empleó precisamente estas pala- bras ; pero en substancia a eso se reducía el senti- do de ellas. Artemidoro insistió nuevamente, para que se le diera la preferiencia sin pérdida de mo- mento (i). César rechazó su pretensión, y dijo que no leería memoriales en la calle. Inmediatamente entró en el Capitolio, seguido de la muchedumbre.

A la vez que esto pasaba, alguien oyó una con- versación, que, relacionada con los hechos posterio- res, tiene una signiñcación de lo más siniestro. El vSr. Papilio Lenna le dijo a Jorge W. Casio (cono- cido con el apodo de "El badulaque del tercer dÍ6-

(i) Nótese un ihecho: WiHiiam Sdiakeispeatpe, que pre- 5«iició el atentado ideside que comenzaron' a -desiarroillarse tos soicesos hafstJa 'sm trágico diesenlace, idice que eil docti- mc.rito era UTia carta en 'l'a que (se h-Vciían inevelaciioaies a César soibre la e'xistenicia de una conjura para asesinarlo,

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trito", y que en realidad no es sino un agitador pagado por los oposicionistas) :

Es de esperar que la empresa de usted no se malogre hoy.

^¿Qué empresa? dijo Casio.

El Sr. Lenna no respondió, g-uiñó el ojo izquier- do, y dijo con disimulada indiferencia:

Que usted lo pase bien.

Sin más, se dirigió hacia doinde estaba César.

Marco Bruto, de quien se cree que era el director d¡e la banda de asesinos, preguntó a Casio :

¿ Qué te ha dicho este ?

Casio repitió las palabras de Lena, le mencionó su seña de inteligencia, y agregó :

Temo que nuestros planes hayan sido descu- biertos.

Bruto encargó a su malvado cómplice que vigi- lase al Sr. Lenna. Un momento después, Casio ha- blaba con ol famélico Casca, cuya mala reputación no tenemos para qué ponderar, y le decía :

^Activa las cosas, porque temo que se nos sor- prenda.

Dirigiéndose a Bruto, con mucha nerviosidad, que no le era fácil ocultar, pidió instrucciones, y juró que él o César no saldrían de allí. Antes se mataría.

César convensaba con algunos diputados de los distritos foráneos. Se trataba de las elecciones del otoño. El Emperador electo no ponía atención a lo que pasaba cerca de él. Guillermo Trebonio habla-

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ba con Marco Antonio, hombre de buenas intencio- nes y gran amigo de César. Empleando algún pre- texto, Trebonio logró apartar a Antonio, y cuando César quedó aislado de ese excelente amigo, lo ro- dearon Bruto, Decio, Casca, Cinna, Mételo Ciniber y otros de la banda de bribones que tienen infes- tada la ciudad de Roma. Mételo Cimber se arrodi- lló y pidió que fuese levantado el destierro de su hermano; pero César rechazó esta petición e hizo reproches a Cimiber por su actitud baja y rastrera. Bruto y Casio pidieron gracia (para Publio, tam- bién desterrado, y César dio una segunda negativa. Dijo que nada lo conmovía, y que sus propósitos tenían la fijeza de la estrella polar, astro que mere- ció sus elogias más sinceros por la firmeza con que procede en todos los actos de su existencia y por el buen criterio que lo distingue. Se comparó con él, y dijo que no había en el país una sola perso- na que ipudiera decir otro tanto. ¿ Había desterrado a Cimber? Pues en el destierro se quedaría. Un hombre constante no da el brazo a torcer. Antes se condenaría su alma que .permitir la vuelta del desterrado.

Aprovechando este fútil pretexto para reñir, Cas- ca se arrojó contra César, y le dio una puñalada. César le tomó el brazo con la mano derecha, y con la izquierda, que recogió hasta el hombro, asest'ó tal puñada, que el reptil rodó por el pavimento, bañado en su propia sangre. Sin pérdida de momento, Cé- sar retrocedió hasta el pedestal de la estatua de

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Pompeyo, y se puso en guardia para recibir a los que le atacaban. Casio, Cimber y Cinna se arroja- ron sobre él, puñal en mano, y el primero logró he- rirlo ; pero antes de que repitiera la agresión y an- tes de que los otros hirieran a Césiar, éste dejó ten- didos a los tres infames, con sendos golpes de su poderoso puño. El Senado era una masa confusa y agitada, y ¡los ciudadanos se precipitaban hacia las puertas, haciendo esfuerzos frenéticos para es- capar. El macero y sus auxiliares procuraban con- tener a 'los asesinos. Lois más venerahles senadores abandonaban bus togas, y, trepando por las filas de curules, se escapaban hacia las galerías laterales para refugiarse en las salas de las comisiones. Mi- llares de voces gritaban :

¡ Auxilio !

Otras clamaban :

i Guardias !

Estas voces discordantes llenaban el espacio, co- mo el alarido de los vientos que pasan sobre las olas encrespadas del mar. El gran César, apoyado en el pedestal, como león acosado, luchaba a brazo partido con sus atacantes, sin abandonar el conti- nente altivo y el valor inflexible que tantas veces ha mostrado en los sangrientos campos de batalla. Guillermo Trebonio y Cayo Ligario lo hirieron ; pero cayeron por tierra como los otros conjurados. Finalmente, cuando César vio a su antiguo amigo Bruto, navaja en mano, listo para el asesinato, el pesar y la soripresa lo dominaron, según se dice, y,

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dejando caer el invencible brazo izquierdo, se ocul- tó el rostro entre los pliegues de su manto, y reci- bió la puñalada traidora sin hacer el menor esfuer- zo para detener el brazo que se la asestaba. Sólo dijo :

Et tu, Bruto f

Y cayó sin vida sobre el duro mármol.

Se sabe que al ser asesinado, César tenía el mis- mo traje que vistió en la tarde del día que derrotó a los ñervos, y que cuando se le desnudó, pudo ver- se la ropa con siete desgarraduras. No se encontró objeto alguno en los bolsillos. La ropa de César aparecerá como elemento de prueba en la investi- gación abierta por el juez criminal, y mediante su examen, será fácil establecer el homicidio.

Marco Antonio, que por su posición puede ente- rarse de todos los hechos relacionados con el accn- tecimie ilO que absorb? actualmente la opinión piV: blica, nos comimica los datos <ire acabamos de consignar.

ULTIMA HORA.— En tanto que el juez convo- caba al Jurado, Marco Antonio y otros amigos del difunto Julio César tomaron el cadáver de éste y se lo llevaron al Foro. Según los informes que acaba- mos de recibir, el citado Antonio y Bruto están pro- nunciando discursos, y es tal la agitación producida por ellos, que en los momentos de entrar en prensa nuestro diario, el inspector general de policía toma medidas de precaución, seguro como está de que va a haber un motín en Roma.

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EL ILUSTRE REVOLUCIONARIO

BUTTERWORTH STAVELY

CAPÍTULO PRIMERO

Datos geográficos y antecedentes históricos.

Por si el lector los ha olvidado, le ruego que me permita recordarle algunos hecho¡s. Hace más de un siglo, se insurreccionó la marinería de un buque inglés llamado **Bounty". El capitán y los oficiales fueron abandonados en una lancha, y, sin duda, perecieron, en tanto que los marineros, dueños del barco, hicieron vela hacia el Sur, anclaron en una de las islas del archipiélago de Tahití, donde se procuraron mujeres, y de alli se dirigieron a un islote solitario que está en medio del Océano Pa- cífico, y que es conocido con el nombre de Pitcaim. Desembarcados todos ilos efectos, útiles y armas, que al parecer eran suficientes para la fundación de

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una colonia, los tripulantes del barco rompieron éste, a fin de aprovechar la madera, clavazón, jar- cia y velamen.

Como Pitcairn está muy apartado de todas las rutas comerciales, transcurrieron muchos años sin que los colonos viesen un solo barco en su playa. El islote figuraba como desierto en los tratados de geografía; asi es que cuando, por azar, llegó un barco, el capitán de éste y todos los tripulantes que- daron muy sorprendidos al ver allí una población.

Los fundadores de la colonia halbían vivido en continua lucha, y los disturbios no acabaron sino cuando quedaban sólo dos o tres viejos, que por su edad y achaques ya no podían hacer uso del cuchi- llo para exterminarse. Sin embargo, en medio de las tragedias cotidianas, que duraron mticho.s años, nacieron algunos hijos de los ingleses y tahitianas, y por el año de 1808, la población blanca, polinesia > mestiza de Pitcairn, contaba veintisiete personas. Vivía el jefe de los amotinados, que se llamaba John Adams, y que fué todavía durante muchos años gobernador y patriarca de la tribu. El antiguo in- surrecto y homicida, se había convertido en un cris- tiano fervoroso, predicador elocuente, cuya piedad halbía hecho de aquel pueblo un grupo edificante por sus virtudes. Adams enarboló el pab)ellón bri- tánico, y Pitcairn formó iparte de los dominios de Su Majestad.

Actualmente la población de Pitcairn es de 90 personas, a saber: 16 hombres, 19 mujeres, 25 ni-

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ños y 30 niñas, todos descendientes de dos antiguos tripulantes, todos de apellido inglés y todos here- deros de la lengua de sus antepasados masculinos.

El islote es de costas altas y escarpadas. Mide tres cuartos de milla, en el sentido de la longitud, y en la parte más ancha, alcanza media milla. Las tierras de ilabor están repartidas entre las familias, según arreglo que data de muchos años atrás. Hay vacas y cabras, cerdos y aves de corral. Hay tam- bién algunos gatos. Los colonos carecen en abso- luto de caballos, asnos, mulos y perros.

El edificio destinado al culto, sirve también de ca/pitolio, escuela y biblioteca pública.

Durante una o dos generaciones, el gobernador ha llevado el titulo oficial de ** Magistrado y Jefe Supremo, sujeto a la soberanía de Su Majestad". Ese gobernador reunía las atribuciones del poder legislativo y del ejecutivo. Desempeñaba sus fun- ciones por elección. El sufragio era universal, y tenían derecho de voto hombres y mujeres desde los diez y siete años de edad.

Las únicas ocupaciones del pueblo de Pitcairn eran la agricultura y la pesca. Su única diversión, el culto divino. Eran desconocidos en el islote los comerciantes y el dinero. Las costumbres y el traje de los habitantes habían sido de un carácter pri- mitivo. Las leyes revestían formas de una sencillez infantil. Puede asegurarse que la vida de aquel pue- blo era tranquila como un domingo. Lejos del mun- do y de sus ambiciones, de sus injusticias y de su

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vana agitación, los ihijos de la libre Pitcairn veiai.i transcurrir su existencia, ignorantes e ignorados, indiferentes a todo lo que hacían cuantos imperios poderosos se extendían más allá de las ilimitadas soledades del Océano.

Cada tres o cuatro años llegaba un buque, y por él sabían 'las viejas nuevas de batallas sangrientas, de epidemias devastadoras, de tronos derrocados y de dinastías desposeídas. Después de enterarse de todo esto, recibían algunas cajas de jabón y algu- nos tercios de franela, que adquirían mediante la entrega de unía cantidad convenida de dulcísimas batatas y de otros frutos de la tierra. Concluida esta operación, el barco levaba anclas, y los colo- nos volvían a reanudar sus sueños apacibles y sus piadosas expansiones.

CAPÍTULO II

Un informe oficial, base de la estadística de Pitcairn.

El almirante Horsey, comandante de la escuadra inglesa del Pacífico, visitó la isla de Pitcairn el 8 de septiembre último. He aquí lo que dice de la isla en el informe oficial que conserva el Almi- rantazgo :

"Los habitantes tienen habichuelas, zanahorias, nabos, coles, maíz en pequeña cantidad, pinas, hi- gos, naranjas, limones y cocos. Se visten con los

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géneros que les traen los barcos de paso, y que éstos dejan a cambio de provisiones de boca. La isla carece de ríos y fuentes ; pero como general- mente llueve cada mes, el agua no escasea. Sin em- bargo, durante los primeros años de la colonia, los habitantes sufrieron a causa de la sed, por no esitar acostumbrados al uso de un líquido incoloro, ino- doro e insípido. Hoy las bebidas alcoliólicas son empleadas únicamente como remedio. Los borra- chos sen desconocidos en el país.

^'Para tener una idea del comercio exterior, fija- ré los hechos enumerando los artículos importados a cambio de las provisiones de boca que llevan de aquí los barcos. Esos artículos son: franela, jerga, Ccáñamo, zapatos, peines y jabón. También hay de- manda de cartas geográficas y pizarras para las escuelas. Los útiles son muy solicitados. Yo mandé que se les entregara un pabellón para que lo des- plieguen cuando haya buque a la vista, y una sierra grande que les hacía mucha falta. Creo que la Su- perioridad tendrá a bien aprobar mis actos. Si la generosa nación inglesa conociera las necesidades de esta pequeña colonia, tan merecedora de todo género de solicitud, antes de que pasara mucho tiempo, Pitcaim recibiría cuanto le hace falta para su prosperidad.

"Todos los domingos hay servicio divino, a las diez y media de la mañana y a las tres de la tarde. El fundador del culto fué ell eminente John Adams, quien ofició como pastor hasta su muerte, ocurrida

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en 1829. El rito es exactamente el de la Iglesia An- glicana. Actualmente el Sr. Simón Young desem- peña el cargo de pastor. Young es un hombre uni- -versalmente respetado. Los miércoles hay instruc- ción religiosa, a la que asisten todos los que pue- den hacerlo. El primer viernes de cada mes, los habitantes se reúnen para orar en común. Lo pri- mero que se hace por la mañana, y lo último que se hace por la noche, es elevar el alma al Creador. Antes y después de las comidas, se implora la ben- dición del Altísimo. Las virtudes y los sentimien- tos religiosos de estos insulares, merecen el enco- mio más vivo. No necesitan misioneros ni sacerdo- tes quienes practican la comunión más íntima con Dios, quienes se reúnen espontáneamente para en- tonar himnos en su gloria, y quienes además se distinguen por su afabilidad, su diligencia y tal vez por una ausencia de vicios que pocas sociedades presentarán en el mismo grado."

CAPÍTULO III Un acontecimiento extraordinario.

Llegamos a una frase que, sin duda, fué escrita por el Almirante sin que éste la diera mucha im- portancia. Acaso la dejó caer de su pluma, ignoran- te de la significación profunda que contiene. De lo

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que estoy seguro es de que la escribió sin segunh da intención.

He aquí la frase textual :

"Acaba de llegar un extranjero a la isla. Es nor- teamericano. La adquisición me parece dudosa."

¡ Dudosa en verdad la ta'l adquisición ! El capitán Ornsby, del buque norteamericano ''Tábano", lle- gó a Pitcairn tres o cuatro meses después de la vi- sita del almirante, y por los informes de Ornsby podemos enterarnos de todo lo que se relaciona con el nuevo haibitante de Pitcairn.

Relatemos los hechos cronológicamente. El nom- bre ddl noirteamericano es Buitterworth Stavely. Cuando conoció a líos habitantes de la isla, cosa que k fué dado hacer en poco tiempo, empezó a granjearse las simpatías generales por todos los medios imaginables. Llegó a ser muy popular y además muy considerado. Abandonó cuantos hábi- tos pudieran recordar un pasado de poca rigidez, y adoptó las (prácticas religiosas más severas. Cons- tantemente se le veía leyendo la Biblia, u orando, y si no Heía u oraba, cantaba himnos. No había en la isla quien k igualase en las dimensiones y en el fervor de sus preces.

Este es el que pudiéramos llamar período de pre- paración de sus planes. Llegamos a la ejecución.

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CAPÍTULO IV Un rival de Maqiiiavelo.

Butterworth comenzó a sembrar secretamente los gérmenes dell descontento. Su oculto designio era derrocar el Gobierno; pero a nadie dijo una sola palabra de los planes que ¡había formado con ex- traordinaria sagacidad. Empleaba medios diversos, según los individuos con quienes trataba. Desper- taba, por ejemplo, el descontento de laflgunos hom- bres piadosos, llamándoles la atención respecto de la brevedad que se daba a líos oficios divinos. En vez de dos reuniones para el culto, debía haber tres por lo menos cada domingo, y esas reuniones, que duraban una hora aproximadamente, u hora y me- dia, durarían tres horas, según 'las sugestiones de Stavely. Todos los que pensaban así y que no se habían atrevido a formular una proposición en tal sentido, se unieron al norteamericano en un partido oculto para trabajar por ;la realización deil proyecto.

Simultáneamente, Stavely había indicado a las mujeres que no se les daba en las reuniones y pre- ces el lugar decoroso que merecían por su impor- tancia social. Formó, pues, otro partido.

Stavely no dejaba ninguna arma sin aprovechar- la. Se dirigió a ilos niños y les sugirió que la doc- trina dominical era demasiado corta. Así se formó e! tercer partido.

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Cuando s€ vio al frente de los tres grUipos en que Fí^ dividían las opiniones, consideró que la situa- ción estaba en sus manos y que había llegado la hora de ejecutar sus grandes pro)^ectos.

CAPÍTULO V La acusación del Jefe Supremo.

Stavely había madurado un plan para acusar al Primer Magistrado de Pitcairn. Llamábase James Russell Nockoy, hombre enérgico y de talento, que era además inmensamente rico, pues tenía ima casa con sala de recibir, tres acres de terreno plantados de ñames, y una balandra, única embarcación que había en la isla. Desgraciadamente, se presentó un pretexto para acusar a aquel hombre, íntegro y no- table repúblico. Entre las leyes más antig-uas y sa- gradas de la islla, figuraba una sobre la propiedad, considerada como el paladión de las libertades po- pulares. Treinta años antes de los hechos que na- rramos, se había presentado un caso grave, que el Tribunal sólo podía fallar aplicando la ;ley a que he hedho referencia. S-ucedió que Isabel Young, de cincuenta y ocho años en aquel tiempo, hija de John Mili, uno de los sublevados del barco inglés, era propietaria de un pollo. Este pollo pasó por un terreno perteneciente a Jueves Octubre Cristiano, de veintinueve años, nieto de Barrabás Cristiano,

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sublevado también. Jueves Octubre mató el ,pollo. Según la ley tutelar, Jueves Octubre podía conser- var el pollo o dar sus despojos mortales al propietario legítimo del ave, y recibir daños y perjuicios en especie, según la naturaleza de las devastaciones hechas por el invasor. El informe rendido al Tri- bunal por el Secretario decía que '*el sobredicho Jueves Octubre Cristíano había entregado el sobre- dicho despojo mortal a la sobredicha Isabel Young, y que exigía una fanega de ñames como reparación de los daños causados en la heredajd del sobredicho Jueves Octubre". Isabel Young se negó rotunda- mente a pagar lo que se le exigía, y consideró la demanda como exorbitante. Ante esta negativa, el juicio tuvo que seguir por todos sus trámites. Fa- llado en primera instancia, se concedió a Jueves medio almud de raíces, y el demandante no se con- formó con la sentencia. Apeló, y llevado el asunto a otros Tribunales, en instancias sucesivas, se con- firmó la sentencia del inferior, después de diez años de litigio. Por último, el Tribunail Supremo, que debía dar el fallo definitivo, consideraba el pleito en todos sus aspectos jurídicos, y para mejor pro- veer, lo tenía en estudio desde hacía veinte años, hasta que, finalmente, en el pasado Agosto dictó su sentencia, confirmando la resolución del medio al- mud.

Jueves se declaró conforme, aunque el fallo no tenía apelación. Pero Stavely se hallaba presente, habló en voz baja con el demandante, habló con el

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abogado de éste, y les sugirió que como simple cuestión de trámite pidiesen la exhibición del tex- t j Ilegal, base del fallo, para que la Secretaría cer- tificase su existencia. Todos consideraron esta indi- cación como una "extravagancia, pero nadie negaba que fuese muy ingeniosa. En efecto, el demandante hizo la solicitud respectiva, y se envió un mensa- jero a la casa del Magistrado. Pocos momentos después se supo que el texto <ie la \ty había des- aparecido, pues no se encontraba en los archivos, del Tribunal, por muchas diligencias que hicieron ios funcionarios para la busca.

El juicio quedó anulado, por ha'berse pronuncia- do de acuerdo con una ley sin existencia actual. La noticia corrió por toda la isla, y la nación en- tera fué presa de una profunda agitación. El arca de las libertades, la base ddl orden social, había desaparecido, no existía, destruida acaso por una mano traidora. Antes de que transcurriese una hora. Id nación en masa acudió al pretorio, es decir, a la escuela, es decir, a la iglesia. Stavely presentó una moción de urgencia, pidiendo que fuese revocado el mandato del Magistrado prevaricador. Bl plebis- cito fué unánime, y el Jefe Supremo bajó del Solio.

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CAPÍTULO VI El nuevo Réghnen.

El acusado soportó su desgracia con la resigna- ción del mártir y la dignidad del estoico. No alegó, lio discutió. Dijo únicamente que era extraño a la pérdida deíl texto, y que había velado celosamente por su conservación, sin permitir que alguien to- case los archivos públicos, conservados en la mis- ma caja de bujías donde se pusieron desde los orí- genes de la nación.

A pesar de estas palabras tan sinceras^ como fir- mes, el Jefe Supremo fué declarado culpable de traición y abandono, y privado de las funciones que había desiempeñado desde hacía tanto tiempo. Se le confiscaron sus propiedades; No era esta la par- te más negTa de la intriga, sino la calumnia que sirvió de fundamento a los perseguidores del ilus- tre mandatario. Decíase que éste había destruido el texto de la ley tutelar para favorecer a Judas Octubre por relaciones de parentesco que tenía con éste. ¡ Como si toda la nación no fuera prima del íntegro Magistrado! Sí; toda, menos Stavely. El lector recordará que aquel pueblo había salido de la unión de media docena de personas. Casados los •hijos de los sublevados, dieron nietos a éstos. Y casados los nietos, los biznietos y tataranietos re-

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sultaban consanguíneos. Hay parentescos soirpren- dentes, que llenan de estupefacción por sus com- plicadísimas combinacionc;^. Si 1111 forastero habla con algún habitante de la isla, y le dice;

¡Cómo! ¿Esa joven es sobrina de usted? Me pareció haberle oído decir que era su tía.

contestará el picarniano ; es mi tía, y así la llamé al referir el parentesco evocado en aquel momento. Pero es que ahora hablo de ella en su cali- dad de prima, como le hablaré a usted pronto, si llega el caso, del afecto que le tengo por ser mi cuñada. Además, es mi tía abuela, viuda de mi cu- ñado, y dentro de pocos días se la presentaré a us- ted como mi esposa.

En presencia de estos hechos, aparece muy in- consistente la acusación de nepotismo contra ell Pri- mer Magistrado. Poco importa, pues inconsistente o fundada, aquella acusación era el recurso que ne- cesitaba Stavely. Se le eligió Jefe Supremo, y em- pezó a sudar leyes por todos los poros. Hubo una locura de servicios religiosos. La segunda oración mental del primer oficio, que hasta entonces había durado media hora o tres cuartos de hora, y que estaba destinada a pedir por todo el universo, enu- merando los continentes, y después las naciones y tribus de la Tierra, se extendió hasta ser de hora y media. A esta oración se añadió otra en favor de los pueblos futuros y de las poblaciones planetarias. Todos estaban encantados ; todos decían :

Esto comienza a ser Gobierno.

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Por una ley se dispuso que los tres sermones ha- bituales de tres horas cada uno, fueran de seis ho- ras. La nación acudió en masa para expresar su gratitud al nuevo Primer Magistrado. Una ley prohi- bía cocinar en día feriado; la nueva ley prohibió comer en día feriado. La doctrina del domingo de- bía durar siete días, para comenzar de nuevo el do- mingo siguiente. El regocijo era general e indeci- ble, y antes de que transcurriera la primera semaina, el Magistrado Supremo mereció aclamaciones y se le adoraba como ídolo del pueMo.

CAPÍTULO VII La Independencia Nacional.

Era el momento que esperaba Stavely. Todo le parecía propicio para el gran movimiento que había meditado. Prudentemente comenzó a excitar la opi- nión pública contra Inglaterra. Haibló en lo confi- dencial coo cada uno de los principales ciudadanos, y les reveló sus miras. No tardó en aventurarse a hablar públicamente de ellas. Dijo que la nación debía a su propia dignidad, a su honor, a sus gran- des tradiciones y al lugar que ocupaba en el con- cierto de los pueblos, afirmar su fuerza y sacudir el ominoso yugo de Inglaterra.

Los candorosos insulares decían:

I Qué yugo es ese ? No lo hemos sentido. Cada

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tres o cuatro años, Inglaterra nos envía un barco que trae jabón, franela y otros artículos de los que tenemos mucha necesidad y que recibimos con agra- decimiento. No se nos molesta. Hacemos lo que nos .parece conveniente.

Sois libres de pensar así. Siempre los esclavos han hablado como vosotros. Vuestras palabras re- velan la profundidad del abismo a que habéis des- cendido. Ellas indican cuál es vuestro embruteci- miento bajo la tiranía que os abruma. ¿Habéis re- negado de la dignidad de hombres? ¿La palabra libertad no tiene sentido para vosotros? ¿Os satis- face vivir como dependencia de una soberanía ex- traña y odiosa? ¡Y lo hacéis cuando tenéis todos los títulos para levantaros y tomar el lugar que os corresponde en la augusta familia de las naciones ! Podéis ser libres, grandes, civilizados, independien- tes. Y no se dirá que sois los servidores de un dés- pota coronado, sino los arbitros de vuestro porve- nir. Podréis hablar y pesar en la balanza de los des- tinos de las naciones, vuestras hermanas. He dicho.

Este y otros discursos semejantes, produjeron el efecto que se buscaba. Los ciudadanos comenzaron a sentir el peso del yugo británico. No podían de- cir exactamente en dónde estaba ese yugo y de qué manera los abrumaba, pero lo sentían. Murmuraban insistentemente; hablaban de las cadenas omino- sas ; suspiraban por el día de la emancipación. El pabellón inglés se hizo odioso para ellos, pues co- menzaron a verlo como un símboHo de la humilla-

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ción a que ¡haibía sido reducida la patria. Cuando los ciudadanos pasaban cerca del Capitolio, desviaban la mirada para no ver ondear aquel odioso símbolo. Involuntariamente cerraban los puños y apretaban los dientes. Amaneció un día en que los picarnia- iios vieron la bandera británica, al pie del asta, cu- bierta de fango. No hubo una sola mano que se alargara para levantar el antiguo trapo sagrado. E! acontecimiento fatal se produjo. Un pequeño grupo de ciudadanos visitó por la no'che al Magis- trado y le dijo ;

La odiosa tiranía es ya absolutamente inso- portable. ¿Cómo podremos sacudir él yugo de la opresión ?

^Con un acto de fuerza.

¿Qué es eso?

^Una co'sa muy sencilla, para la que ya todo está preparado. Yo, en mi calidad de Jefe Supremo, pro- clamo la Independencia Nacional, solemne y públi- camente, desligándoos de todo vínculo de obedien- cia a un Gobierno extraño, cualquiera que éste sea.

Parece muy 'sencillo y fácil, en efecto. Podemos hacerlo. ¿Y después?

—Nos apoderamos de todas las fuerzas y de las propiedades públicas ; nos declaramos en estado de guerra; movilizamos el Ejército y la Marina; pro- clamamos el Imperio.

El plan era deslumbrador, y aquellos hombres candorosos quedaron maravillados.

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NARRACIÓN ES HUMORÍSTICAS

La idea es 'luminosa, grande, soberbia... ¿Pero qué haremos si Inglaterra resiste?

¿ Qué puede Inglaterra ? Nuestra isla es un Gi- braltar.

No hay duda. ¿Pero será necesario realmente fundar un Imp-erio y tener un Emperador?

^¿De qué os sirven las enseñanzas de la Histo- ria? Mirad en torno vuestro y comprenderéis que sólo os falta llegar a la unificación. Ved el caso d-^ Alemania y el de Ita'lia. Las dos han hecho su uni- dad. Hagamos la nuestra. Sin unidad, la vida no vale la pena de vivir. Obedezcamos a la ley del pro- greso. Necesitamos un Ejército permanente y una flota. Los impuestos vendrán después, como es na- tural. En esto consiste la grandeza de tin pueblo. ¿Qué más podéis ambicionar cuando hayáis con- quistado la unidad y la grandeza ? Pero estos bienes sólo pueden emanar de un Imperio.

CAPÍTULO VIH Las Instituciones Imperiales.

En la mañana del 8 de septiembre, la isla de Pitcairn fué proclamada nación libre, independiente y soberana, en pleno ejercicio de sus derechos inter- nacionales. Media hora después, era solemnemente coronado Butterworth I, Emperador de Pitcairn, en medio de grandes fiestas y regocijos. La nación en-

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tera, exceptuando catorce personas, que eran niños de uno, dos y tres años, desfiló ante el trono, de uno en fondo, con banderas desplegadas, músicas y tambor batiente. I^ procesión tenia noventa pies de largo por dos de ancho, y se observó que el paso delante del trono duró no menos de cuarenta y cin- co segundos. En los fastos de la historia de Pitcairn no se había registrado 'un hecho tan grandioso. El entusiasmo público no cabía dentro de los límites de la ordinaria reserva.

Esa misma tarde comenzaron las reformas impe- riales. Se institWó la Nobleza. Se nombró un mi- nistfa,-de.Marina, y se le dio posesión de la balandra del antiguo Jefe Supremo. El ministro de la Gue- rra comenzó a dictar las medidas conducentes a la formación inmediata de un ejército permanente. Se nombró un primer lord de la Tesorería, quien hizo en el acto mismo el proyecto de ley tributaria destinado a crear los fondos públicos. Este lord de la Te- sorería estaba encargado de abrir negociaciones con las Potencias extranjeras para conbluír con ellas Tratados de amistad, de navegación y comer- cio, así como de alianzas ofensivas y defensivas. El Soberano acordó en Consejo de Ministros el nom- bramiento de generales, almirantes, chambelanes, monteros, caballerizos, etc., etc., etc.

Todas las personas disponibles recibieron alguna comisión o empleo. El gran duque de Galilea, mi- nistro de la Guerra, se quejó en el Consejo de que todos los hombres maduros, que eran diez y seis,

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tenían cargos de importancia, y, por lo mismo, to- dos se consideraban exentos del servicio militar como soldados rasos. El marqués de Ararat, ministro de Marina, formulaba quejas casi idénticas. El es- taba dispuesto a hacer personalmente la maniobra en la balandra ; pero necesitaíba, por lo menos, una per- sona que se encargase de figurar como tripulación.

En vista de estas circunstancias, S. M. dispuso que los niños de diez años para arriba fuesen incor- porados al Ejército. Así pudo formarse un Cuerpo de diez y siete soldados, bajo las órdenes de un te- niente general y dos coroneles. Esta medida llenó de satisfacción al duque ministro de la Guerra, y de ira, a todas las madres del Imperio. Ellas no que- rían para sus hijos las tumbas que abre la discor- dia en el ensangrentado campo de batalla, y hacían responsable de la medida atentatoria al ministro de la Guerra. Las más desoladas y las más inconsola- bles se ocultaban tras de las puertas cuando pasa- ba S. M., y le arrojaban batatas, sin cuidarse de los guardias de corps.

Entretanto, era grande el apremio en los servi- cios públicos por falta de personal disponible. El duque de Betania, ministro de Comunicaciones, fué designado para que auxiliase en la maniobra de la balandra, y esto humilló al procer, pues se le co- locaba en posición inferior. Lo que indignaba al duque era verse subordinado a nobles de cateí^^oría inferior, y, sobre todo, que el vizconde de Canaán, preboste de las Atarazanas Imperiales, tuviese ju-

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risdiicción sobre él en actos del servicio. El duque de Betania asumió una actitud de oposición abierta, y conspiró en secreto. El Emperador lo había pre- visto, pero nada pudo hacer para impedirlo.

CAPÍTULO IX

La decadencia del Imperio.

Todo liba de mal en peor. El Soberano dio un día el rescripto que hacía grande de Pitcairn a Nancy Peter, y veinticuatro horas después se casó con ella. Estos dos actos habían sido consumados a pe- sar de la enérgica oposición de sus consejeros, quie- nes le proponían para Emperatriz a Emelina, hija mayor del arzobispo de Belén, fundándose en ra- zones de Estado. La clase sacerdotal se declaró ene- miga de la Soberana. Esta procuraba contrarrestar el influjo diel partido levítico, y quiso apoyarse en la amistad de las treinta y seis mujeres adultas del Imperio, nombrando damas de honor a todas ellas. La medida produjo un efecto: las doce restantes se declararon enemigas mortales de la Emperatriz. Por otra parte, las familias de las damas de honor empezaron a murmurar viendo que ya no había quien atendiese a las faenas domésticas. Además, las cocinas imperiales se veían sin fuego, pues las doce m^ujeres que no eran damias de honor se nega- ron terminantemente a servir como domésticas de

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Sus Majestades. La condesa de Jericó y otras se- ñoras no menos linajudas, tuvieron que encargarse de ir a los aljibes, de barrer el palacio y de otras faenas no menos vulgares y poco gratas. Las da- mas de honor estaban furiosas.

Todos los subditos se quejaban a una del peso de las contribuciones creadas para atender a los gastos del Ejército y de la Armada y para el boato de la Corte. La nación estaba reducida a la mendici- dad. El Emperador procuraba calmar el desconten- to público ; pero sus palabras no eran convincentes.

Ved el caso de Allemania. Ved el caso de Ita- lia. ¿Son por ventura más felices que vosotros? ¿ No os he dado la unidad ?

Ellos decían:

^Con unidad no se come. Tenemos hambre. No hay agricultura. Todos los hombres válidos están en el Ejército, en la Armada, en la Administración o en la Corte. Los ciudadanos llevan uniformes vis- tosos, se lucen y no comen. ¿Quién cultivará nues- tros campos?

Ved el ejemplo de Alemania. Ved el ejemplo de Italia. Lo mismo pasa allá. Es la política de la unificación. No conozco otros métodos para obte- nerla, ni otros medios para conservarla.

Estas eran las frases de estampilla que pronun- ciaba el pobre Emperador.

Y el pobre pueiblo respondía invariablemente:

Los impuestos nos abruman. Ya no podemos más.

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i ara colmo de males, el Gabinete anunció que la Deuda pública era de 4.095 dólares, o sea de cua- renta y cinco dólares y cincuenta centavos por ca- beza. Los ministros propusieron la creación de un nuevo impuesto. Habían oído decir que en los Es- tados se crea un nuevo impuesto cada vez que la situación es intolerable, y los ministros aconseja- ron el arbitrio de un derecho de importación y otro de exportación. Querían, además, emitir bonos del Tesoro y papel-moneda, amortizables en cincuenta años y pagaderos con batatas y coles. Se debía a los soldados, a los marinos, a los empleados de la Administración y a los dignatarios del palacio. La bancarrota se levantaba amenazadora ; la revolu- ción rugía. Era preciso tomar medidas de carácter urgente. El Emperador adoptó una resolución enér- gica, sin precedentes en la historia de la isla. El domingo por la mañana se dirigió a la iglesia, acompañado de toda su corte y seguido de las tro- pas. No bien llegó al templo, dio orden al ministro le Hacienda para que se hiciese una colecta.

Esta fué la pluma que doblegó al camello. Un ciudadano se levantó y dijo que no aceptaba aquel ultraje inaudito. Otro ciudadano dijo lo mismo. Cada negativa traía consigo la confiscación inme- diata de los bienes del refractario. La energía del procedimiento dominó las resistencias, y la colecta se hizo en medio de un silencio lúgubre y amena- zador. Al retirarse el Soberano con las tropas dijo :

Veremos quién es el que manda aquí.

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Algunos individuos gritaron :

¡ Abajo la unidad !

La soldadesca aprehendió a l'os delincuentes, arre- batándolos de los brazos de sus amigos, que se des- hacían en lágrimas.

EPILOGO

No se necesitaba ser profeta para preverlo : en Pitcairn había nacido un demócrata socialista. Cuando el Emperador subía en su tartana dorada para retirarse de la iglesia, el demócrata socialista le dirigió diez y seis harponazos, con una falta de tino, que era de lo más democrático y de lo más so- cialista que puede imaginarse. El Emperador salió ileso.

En esa misma noche estallaba la revolución. La nación se levantó corno un solo hombre, aunque había entre los revolucionarios cuarenta y nueve mujeres. La Infantería abatió sus armas, consisten- tes en perchas puntiagudas. La Artillería rompió sus cocos. El miembro de la Armada se unió a los sublevados. El Emperador fué detenido, maniata- do e incomunicado en su palacio. Estaba profunda- iruente abatido.

Os he emancipado decía , y me debéis el inmenso servicio de hajber sacudido el yugo de una odiosa tiranía. Por habéis salido del envileci- miento en que vivíais. Por figuráis en el cátalo -

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go de las naciones. Os be dado un Gobierno fuerte, compacto, centralizado ; más aún : os he dado el más vailioso de todos los bienes: la unidad. ¿Cuál es la recoimpensa ? El odio, el escarnio, los hierros de una prisión. Sois dueños de mi; haced lo que os plazca. Renuncio a mi corona y a todas mis preeminencias. No sin un profundo regocijo me veo libre de la carga abrumadora que pesaba sobre mí. Por vuestro bien acepté las responsabilidades y pe- ligros del Poder ; por vuestro bien, abdico. Las jo- yas de la corona imperial se han desprendido de ella. ¿Qué vale ya "la diadema? Holladla si queréis.

En votación unánime se acordó que el Empera- dor y el demócrata socialista serían perpetuamen- te excluidos de las ceremonias del culto, o condena- dos a trabajar, como galeotes, en la bailandra du- rante el resto de sus días. Quedaban libres para elegir lo que más les conviniera.

A la mañana siguiente, reunida la nación frente al Capitolio, izó de nuevo el pabellón británico y restauró da tiranía británica. Los nobles entraron en la condición de simples ciudadanos. La batata fué objeto de una solicitud ardiente, se honró el ejercicio de las artes útiles y renació la práctica consoladora y saludable de los antiguos ritos. El ex Emperador entregó el texto de la ley sobre la propiedad, y confesó que lo había substraído sin malicia, sólo para utilizar su desaparición como me- dio de realizar un vasto designio político. En vista de esta confesión, el pueblo restableció en su pues-

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to al Jefe Supremo y le devolvió los bienes confis- cados.

Después de una reflexión madura, el ex Empera- dor y el demócrata sociadista optaron por la exclu- sión perpetua de las ceremonias del culto, pues en- contraron esto menos cruel que el trabajo forzado a perpetuidad, con culto divino también a perpetui- dad, como ellos decían. Al oír esi'as palabras, el pueblo creyó que la razón de los dos reos había su- ciunbido a causa de sus desgracias, y juzgó pru- dente lencerrarlos. Así se hizo.

Tal es la historia de ''la adquisición dudosa" de Fitcairn.

i ^ ?

XVI

EL VENDEDOR DE ECOS

¡Desdichado caminante! Su actitud humilde, su mirada triste, m ropa, de buena tela y buen corte, pero hecha jirones último resto de un antiguo es- plendor— , conmovieron aquella cuerda, solitaria y perdida, que llevo en lo más oculto de mi corazón, desierto ahora. Vi la cartera que é\ forastero traía bajo el brazo, y me dije :

^^i Contempla, alma mía ! ¡ Has caído una vez más en las garras de un viajante de comercio !

¿Cómo librarme de él? ¡Vano intento! ¿Quién se libra de ninguno de ellos? Todos tienen un no qué, algo misterioso que interesa.

No me di cuenta de la agresión ; recuerdo sólo el momento en que era todo oidbs, todo simpatía para escuchar las palabras del hombre de la car- tera.

Su narración comenzaba así :

Era yo muy niño, ¡ay!, cuando quedé huérfa- no de padre y madre. Mi tío Ituriel era bueno y afectuoso. En él encontré un tierno apoyo. Era el

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Único pariente con que yo contaba en esta inmensa soledad de la tierra. Mi tío poseía bienes de fortu- na y disponía de ellos generosamente. No sólo me educó, sino que satisfizo todos mis deseos, o por lo menos, me proporcionó los goces que pueden com- prarse con oro.

Terminados mis estudios, partí para hacer un viaje por el extranjero. Iba acompañado de un se- cretario y de un ayuda de cámara. Durante cuatro años, mi alma sensible fué una mariposa que re- voloteó por los jardines maravillosos de las playas lejanas. ¿Me perdonará usted el empleo de esta ex- presión ? Soy un hombre que siempre ha hablado el lenguaje de la poesía. En esta ocasión me siento más libre para hablar así, poixjue en ios ojos de usted adivino una chispa del fuego divino. Viajan- do por líos países lejanos, mis labios probaron la ambrosía encantadora que fecunda el alma, el pen- samiento y el corazón. Pero lo que sobre todo me interesó, lo que solicitó el amor que mi naturaleza tributa a lo bello, fué la costumlbre que tienen los ricos de odleocionar objetos elegantes y raros. Y así fué como en una hora funesta sugerí a mi tío Itu- riel la idea de que se dedicara al pasatiempo exqui- sito del coleccionista.

Le escribí una carta en la que mencionaba ¡la co- lección de conchas formada por un caballero, y otra de pipas de espuma de mar. Refería mi visita a un nabab que tenía millares de autógrafos indes- cifrables, de esos que adora un espíritu natural-

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mente dispuesto a las cosas nobles. Y ¿^radual- inente mi correspondencia fué de un interés cada vez mayor, pues no había carta en que no mencio- nase 'las chinas únicas, los millones de sellos pos- tales, los zuecos de campesinos de todos los países, los botones de hueso, las navajas de afeitar... Tar- dé poco en darme cuenta de que mis descripciones habían producido los frutos que yo esperaba de ellas. Mi tío empezó a buscar un objeto digno de interesarle como coileccionista. Usted sabe, sin duda, \¿ rapidez con que se desarrolla un gnsto de este género. El de mi tío no fué gusto; fué furor antes de que yo tuviese conocimiento exacto de los avan- ces de aquella pasión dominadora. Supe que mi tío no se ocupaba ya en su gran establecimiento para la compra y venta de puercos. Pocos meses después se retiraba de los negocios, no para descansar, no para recibir el premio de sus afanes, sino para con- sagrarse, con una rabia delirante, a la busca de ob- jetos curijC^os. He dicho que mi tío era rico ; pero debo agregar que eira fabulosamente rico. Puso toda su fortuna al servicio de la nueva afición que lo devoraba. Comenzó por coleccionar cencerros. En su casa, que era inmensa, había cinco sa'lones llenos de cencerros. Se diría que en aquella colección ha- bía ejemplares de todos los cencerros del mundo. Sólo faltaba uno, modelo antiquísimo, propiedad de otro coleccionista. Mi tío hizo ofertas enormes por ese precioso cencerro; pero el rival no quiso des- prenderse de su tesoro. Ya sabe usted la consecuen-

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cía de esto. Colección incompleta es colección en- teramente nula. El verdadero coleccionista la des- precia ; su noble corazón se despedaza ; pero, asi y todo, vende en un dia lo que ha reunido en veinte años. ¿Para qué conservar una causa de tortura? I^refiere volver su mente hacia un campo de acti- vidad, virgen ai'm.

Esa fué la resolución que tomó mi tío cuando vio que era imposible adquirir el cencerro fmal. Colec- cionó ladrillos. Formó un lote colosal, del interés más palpitante. Pero volvió a presentarse la misma dificultad, y volvió a romperse el corazón del gran- de hombre. Un dia vendió su colección al afortu- nado bolsista que, después de retirarse de los ne- gocios, tuvo la dicha de adquirir d ladrillo único, que sólo existía en su museo. Mi tío probó en- tonces las hachas de sílex y otros objetos que re- montan a la época del hombre prehistórico ; pero casualmente descubrió que la misma fábrica de an- tigüedades proveía a otros coleccionistas en condi- ciones idénticas. ¿Qué hacer? Se refugió en las inscripciones aztecas y en las ballenas disecadas. Nuevo fracaso, después de fatigas y gastos increí- bles. Cuando su colección parecía perfecta, llegó de Groenlandia una ballena disecada, y a la vez se recibió de la América Central una inscripción que dejaban reducidas a cero todas las adquisiciones an- teriores de mi tío. Este hizo esfuerzos inimagina- bles para quedarse con la ballena y con la inscrip- ción. Logró, en efecto, adlquirír la ballena; pero

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NARRACIONES HU MORÍS TI CAS

otro aficionado se adueñó de la inscripción. Sabéis que un auténtico jeroglífico azteca es de tal valor, que si alguien llega a adquirirlo, antes sacrificará su familia que perder tal tesoro. Mi tío vendió las inscripciones, inútiles por falta de la inscripción de- finitiva. Su encanto se había desvanecido. En una sola noche, el cabello de aquel hombre, que era ne- gio como el carbón, se quedó más blanco que la nieve.

j\Ii tío reflexionó. Un nuevo desengaño lo mata- ría. Resolvió entonces tomar como objeto de su ex- periencia algo que nadie co'leccionara. Pesó cuida- dosamente el pro y el contra de la decisión que iba a tomar, y una vez más bajó a la arena par?, luchar con denuedo. Se había propuesto hacer una colec- ción ¿e^jÉCOS.

¿E>c qué? pregunté.

'De ecos, señor; de ecos. Primero compró un eco en Georgia. Era un eco de cuatro voces. Des- pués compró uno de seis en Maryland. Hecho esto, tuvo la fortuna de encontrar uno de trece repeti- ciones en Maine. En Tennessee le vendieron, muy barato, uno de catorce, y se lo vendieron barato porque necesitaiba reparaciones, pues una parte de la roca de reflexión estaba partida y se había caído. Supuso que, mediante algunos millares de dólares, podría reconstruir la roca y elevarla para aumentar su poder de repetición. Desgraciadamente, el ar- quitecto no había hecho jamás un solo eco, y en vez de perfeccionar el de mi tío, lo echó a perder

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completamente. Antes de que se emprendiera el tra- bajo, el eco hablaba más que una suegra; después podía confundírsele con una escuela de sordomudos. Mi tío no se desanimó y compró un lote de ecos de dos golpes, diseminados en varios Estados y terri- torios de la Unión. Octuvo un descuento del 20 por 100, en atención a que compraba todo el lote. La fortuna enipezó a sonreírle, pues encontró un eco que era un cañón Krupp. Estaba situado en el Ore- gón, y le costó una fortuna. Usted sabrá, sin duda, que en el mercado d-e ecos, la escala de precios es acumulativa, como la escala de quilates en los dia- mantes. Las expresiones son casi las mismas en uno y otro comercio. El eco de un quilate vale diez dólares más que el terreno en que está situado. Un eco de dos quilates, o voces, vale treinta dólares, más el precio d'el terreno ; un eco de cinco quilates vale novecientos cincuenta dólares; uno de diez, trece mil dólares. El eco que mi tío tenía en el Ore- gón, bautizado por él con el nombre de "Eco Pitt", porque competía con el célebre orador, era una pie- dra preciosa de veintidós quilates, y le cesto ciento diez y seis mil dólares. El terreno salió libre, porque estaba a cuarenta millas de todo lugar habitado.

Yo entretanto 'había seguido un sendero de rosas. Era el afortunado pretendiente de la única y be- llísima hija de un lord inglés, y estaba locamente enamorado. En la cara presencia de la beldad, mi existencia era un océano de ventura. La familia nK recibía bien, pues se sabía que yo sería el único

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N A R R ACIO N E S II U M O R I STIC A S

heredero de mi tío, cuya fortuna pasaba de cinco millones de dólares. Por otra partee, todos ignorá- bamos que mi tío se 'hubiese hecho coleccionista, o por lo menos, lo creíamos poseído de una afición inofensiva, hija del deseo de buscar las emociones del arte.

Pero sobre mi cabeza inocente se acumulaban las nubes temipestuosas del infortunio. Un eco su- blime, conocido después en él mtindo con el nom- bre del Ko'hinoor o *' Montaña de la Repetición Múltiple", acababa de ser descubierto por los ex- ploradores. ¡ Era una joya de sesenta y cinco qui- lates ! Parece fácil decirlo. Pronunciaba usted una palabra, y si no había tempestad, oía usted esa pa- labra durante quince min-utos. Pero aguarde usted. A lia vez surgió otro hecho. ¡ Había un rival ! Cier- to coleccicwiista se levantaba frente a mi tío, en actitud amenazadora. Ambos se precipitaron ipara concluir aquel negocio único. La propiedad se com- ponía de dos colinas, con un valle de poca profun- didad que las separaba. Quiso la suerte que los dos compradores llegaran simultáneamente a aquel paraje remoto del Estado de Nueva York. Mi tío ignoraba la existencia y (pretensiones de su enemi- go. Para mayor desgracia, eíl eco era de dos pro- pietarios : el Sr. Williamson Bolívar Jarvis poseía la colina oriental, y la otra estaba situada en un terreno del Sr. Harbison J. Bliedso. La línea divi- soria pasaiba por la cañada intermedia. Mi tío com- pró la colirta de Jarvis por tres millones doscientos

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ochenta y cinco mid dólares ; en el mismo instante, e^ rival compraba la colina de Bledso por una suma algo mayor.

No le será a usted muy difícil hacerse cargo de 1j que seguiría. La mejor y más admirable colec- ción de ecos se había truncado para siembre, mu- tilado como estaba d rey de los ecos del universo. Ninguno de los dos coleccionistas quiso ceder, y ninguno de los dos consideraba de valor la parle de eco que había adquirido. Se profesaron desde entonces un odio cordial; disputaron; hubo ame- nazas por una y por otra parte. Finalmente, el co- leccionista enemigo, con una maldad que sólo es concebible en un coleccionista, y eso cuando quiere dañar a su hermano en aficiones, empezó a demo- ler la colina que había comprado.

Quería todo el eco para ; nada dejaría en ma- nos del enemigo. Quitando su colina y llevándose- la, el eco de mi tío quedaría sin eco. Mi tío pre- tendió oponerse. El malvado repuso:

Soy propietario de la mitad del eco, y me place suprimirla. Usted es dueño de la otra mitad, y puede hacer con ella lo que le convenga.

La oposición de mi tío fué llevada ante un tri- bunal. La parte contraria apeló ante un tribunal de ordien más elevado. De allí pasó el asunto a un tercer tribunal, y así sucesivamente hasta llegar a la Corte Suprema de los Estados Unidos. Esto no dio claridad al negocio. Dos de los magistrados del Tribunal Supremo dictaminaron que un eco c,

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NARRACIO N ES HUMORÍSTICAS

propiedad muebk, por no ser visible ni palpable. Se le puede vender y cambiar; se le puede impo- ner una contribución, independientemente del fun- do en que produce su sonido. Otros dos magistra- dos opinaron que un eco es inmueble, pues no se le puede separar del terreno a que se halla adhe- rido. Los miembros que no eran de uno u otro pa- recer, declararon que un eco no constituye propie- dad mueble o inmueble, y que no se le puede hacer objeto 'lícito -de un contrato.

La resolución final dejó establecido como verdad legal que el eco es propiedad y las colinas tam- bién ; que los dos coleccionistas eran propietarios, distintos e independientes, cada uno de la colina que había comprado, pero que el eco es una pro- piedad indivisible, por lo que el demandado tenía pleno derecho para la demolición de su colina, ipuesto que le pertenecía en plena propiedad, si bien debía pagar una indemnización calculada so- bre la base de tres millones de dólares por los da- ños que pudieran resultar a la parte de eco perte- neciente al demandante. En el mismo fallo se pre- venía a mi tío que no podía hacer uso de la colina de la parte contraria para la reflexión de su eco sin el consentimiento del interesado. Si el eco de mi tío no funcionaba, el Tribunal lo sentía mucho, pero no podía remediar la situación, derivada de un estado de derecho. A su vez él otro propietario debía abstenerse de emplear la colina de mi tío con el mismo fin de reflejar sonidos reflejados primero

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por su propia colina, a menos que se le diese el consentimiento del caso.

Naturalmente, ninguno de los dos quiso dar ese consentimiento en favor del vecino y adversario. El noble y tnaravilloso eco, soberaaio de todos los ecos, dejó de resonar con su voz grandiosa. La inestimable propiedad quedó sin uso ni valor.

Faltaba una semana para la boda, y estaba yo más engolfado que nunca nadando en el piélago de mi ventura, cuando llegó la noticia de la muerte de mi tío. Toda la Nobleza de los alrededores y de otras muchas partes del reino se preparaba para asistir a mi unión con la hija del ilustre conde. Pero i ay ! mi bienhechor había desaparecido. To- davía hoy siento el corazón atribulado recordando aquel momento. A la vez que la noticia de la de- función, llegó él testamento del difunto. Yo era su heredero universal. Tendí el pliego al conde para que lo leyera. Yo no podía hacerlo, pues el llanto nublaba mis ojos. El noble anciano se enteró de aquel documento, y me dijo con tono severo :

¿A esto llama usted riqueza? Tal vez lo sea en el vanidoso país de donde usted procede. Veo, caballero, que la única 'herencia de usted es u^a... inmensa colección de ecos, si se puede llamar co- lección algo que está disperso en todo un conti- nente. Aún hay más : las deudas de usted le llegan hasta arriba de las orejas. Todos los ecos están hipotecados. Yo no soy duro ni egoísta, pero debo velar por el porvenir de mi hija. Si usted fuera

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

dueño siquiera de un solo eco libre de todo grava- men, si pudiera usted retirarse con mi hija a vivir tranquilo en un rincón apartado y ganar el susten- to cultivando humilde y penosamente ese eco, yo daría de buena gana mi consentimiento para el matrimonio ; pero usted está en las fronteras de la mendicidad, y yo sería un criminal si le diera a mi hija. Parta usted, calballero. Llévese usted sus ecos hipotecados, y le ruego que no se presente más en esta casa.

Celestina, la encantadora y noble hija del conde, lloraba desconsoladamente, y se colgaba de mi cue- llo con sus amantes brazos. Juraba que se casaría conmigo, aunque yo no tuviese el eco más insigni- ficante en este mundo. Sus ruegos, sus lágrimas, su desesperación fueron inútiles. Se nos separó. Ella languidecía en su hogar, y un año después dejaba de existir. Yo, triste y solo, arrastrándome penosamiente por el camino de la vida, busco el reposo que nos reúna en el reino de los bienaven- turados. Allí la maldad no tiene imperio ; allí los desgraciados encuentran la morada de la paz. Si quiere usted dirigir una mirada a estos planos que traigo en la cartera, podrá adquirir un eco en me- jores condiciones que cualquiera de los que le ofrezcan en el mercado. Aquí hay uno que costó diez dólares hace treinta años. No hay maravilla igual en Tejas. Se la dejaré a usted por...

Permítame usted que le interrumpa. Hasta este momento, querido amigo mío, mi existencia

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ha sido un continuo martirio, causado por los agentes viajeros. He comprado una máquina de coser que no necesitaba, puesto que soy soltero. He comprado vma carta geográfica que contiene falsedades ¿hasta en sus datos más insignificantes. He comprado una campana que no suena. He com- prado veneno ipara las ratas, y éstas lo prefieren a cualquiera otro alimento, pues las engorda más que el mejor queso de Flandes. He comprado una infi- nidad de inventos impracticables. Es imposible sufrir más de lo que he sufrido. Aun cuando me regale usted sus ecos, no los quiero. ¿Ve usted ese fusil? Lo tengo para los viajantes de comercio. Aproveche usted la oportunidad, y huya antes de que la cólera me ciegue. No quiero derramar san- gre humana.

El sonrió dulcemente, con expresión de profun- da tristeza, y entró en consideraciones de orden filosófico.

Usted sabe me dijo ^que quien abre su puerta a un viajante de comercio, debe sufrir las consecuencias. El mal está hecho.

Discutimos, pues, durante una hora, y al cabo de ella, yo acabé por transigir. Compré un par de ecos de dos voces cada uno, en condiciones que no eran del todo malas. Para mostrarme su gratitud, el viajante me dio otro eco que, según me dijo, no tenía salida, pues sólo hablaba alemán. Había sido políglota, pero quedó reducido a aquel idioma gu- tural por desperfectos en el órgano de reflexión.

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XVII

EL HÉROE DE LUCRECIA BORGIA

(novela militar)

Prólogo.

Ttngo la honra de contarme entre los más fer- vientes admiradores de las deliciosas novelas a que ha daldio ocasión la última guerra, y que son tan po- pulares en nuestro país (i). Esas encantadoras na- rraciones brotan como hongos, especialmente desde hace tres meses. Yo no quise quedarme atrás, y con- sagré mis afanes a este género literario. He aquí el fruto de un esfuerzo perseverante. Mis lectores pueden estar completamente seguros de la verdad que anima cada una de las páginas de esta novela militar. Para lograr la más perfecta exactitud his- tórica, he acudido con toda solicitud a los preiciosos documentos que se custodian en el Departamento

i) El autor se r«fi«rt a la Guerra Separatista /©< E. tados lloidos (1861- 20:

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de Guerra, en Wás'hington. Confesaré, y no tengo inconvemente en hacerlo paladinamente, que más de una vez he extractado copiosamente la obra de Jomini El Arte de la Guerra, que es clásica en la materia, y confesaré también que me he servido de la compilación de los Mensajes Presidfnciales y de sus Documentos Anexos, que son una mina para los eruditos. Una novela como esta no podría escribir- se sin contar con tantos y tan preciosos elementos de información, pues no quiero aventurarme ha- ciendo afirmaciones infundadas.

Debo dar las gracias a la Compañía de Tel^ra- fos Transconitinentales, por haber ipuesto sus líneas a mi disposición para el mejor éxito de esta impor- tante empresa literaria, y, sobre todo, por el des- interés de esa Compañía, pues sólo me cobró los precios de tarifa ordinaria en la transmisión de los mensajes que fué necesario expedir para llevar a tér- mino la ardua labor que yo había acometido.

Finalmente, es para muy satisfactorio expresar mi reconocimiento a todos aquellos amigos míos que ya con' sus consejos, ya con actos positivos, han contribuido durante tres meses a facilitar la ejecu- ción de mis propósitos, sin desmayar hasta ver ter- minado El Héroe de Lucrecia Borgia.

Los nombres de esos amigos míos son muy nu- merosos y no puedo mencionarlos aquí; pero apro- vecho la oportunidad para darles las gracias por este medio.

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Capitulo primero.

Era una mañana balsámica de la primavera de 1861. El pdétijco pueb'lecillo' de Bostezón, en Mas- sachusetts, se engalanaba con el esplendor de un sol que acababa de surgir en el oriente, g^naldo de Whittaker, dependiente de confianza de la casa Bushrod y Ferguson; salía de su lecho. Reginaklo era el dependiente de confianza de la negociación. Agregaremos que era el dependiente único. La casa en que servía era un establecimiento mixto que negociaba en víveres, ropa y otros artículos. Ade- más, tenía a su cargo el reparto de la corresponden- cia, por no haber oficina de Correos en Bostezón. El lecho de Reginaldo estaba debajo del mostrador.

Nuestro héroe se desperezó, bostezó varias ve- ce.'^, tomó un barreño y empezó a regar el pavimen- to de la tienda. Después la barrió escrupolosamente. Antes de termiínar aquella tarea preliminar de su jornada, se dejó caer sobiiQ un barrilete de clavos, y al parecer, meditaba o soñaba.

Ha despuntado el alba del último día que pa- saré en este barracón dijo para el joven depen- diente— . ¡ Cuál va a ser la siorpresa de mi amada cuando le diga que he sentado plaza de soldado I ¡ Oh, encanto mío, estarás orgullosa de tu Regi- naldo !

Su imaginación anticipaba toda suerte de aconte- cimientos bélicos. Ya era el héroe de mil aventuras extraordinarias; ya el hombre cuya fama comienza-

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ba a asomar en el ¡horizonite de la glioria ; ya, por úl- timo, el favorito de la Fortuna. Volvía a sii casa, a su pueblo, tostado por el sol, cubierto de lauros, vistiendo el uniforme de Brigadier, para depositar toda su grandeza a los pies de la incomparable, de la divina Lucrecia Borgia Smith.

Un estremecimiento de orgullo y de júbilo sa- cudió todo su sistema nervioso; pero en aquel mo- miento d-e exaltación, bajó los ojos, vio la escoba que empuñaba, y sus mejillas se cubrieron de rubor. Dando vuelcos, cayó de las nubes que su fantasía ba- bía estado formando, y la realidad le dijo con voz despiadada que no era sino un humilde depenid'itmte, con un sueldo de des dólares y m^dio por semana.

Capitulo segundo.

Esa noche, a las ocho, Rcginaldo estaba en el re- cibimiento del Sr. Smith, aguardando la presencia de Lucrecia Borgia, El corazón de Reginaldo pal- pitaba de 'Orgullo, pues anticipaba el efecto que la noticia de su resolución produciría en el pecho de la mujer amada. Ella entró en el salón. Reginaldo se levantó cortésmente, y salió al encuentro de Lucrecia Borgia. La antorcha del amor iluminaba los ojos del apasionado joven, pues la llevaba interiormente, en algún repliegue de su volcánico cerebro. Regi- naldo murmuró:

^¡Alma mía!

Y abrió los brazos para recibir en ellos a su pro- metida.

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N ARE A CIO N E S H U MORÍ STIC AS

^¡Caballero! exclamó Lucrecia Borgia.

Y sin decir una palabra más, sin una mirada, sin un giesto, rígida como el mármol, y altiva como urna reina ultrajada, se irguió en medio de aquella es- tancia, impidiendo con esa actitud las tiernas efusio- nes dd amante.

Reginaklo permaneicía mudo de asombro. ¿Qué significaban esa altivez, esa mirada de indignación, esa distancia que Lucrecia Borgia ponía entre am- bos ? ¿ En dónde estaban la ternura, el alegre y cor- dial recibimiento con que ella salía siempre al en- cuentro de Regiinaldo? x\sí como la nube que vela repentinamenite la faz del sol, arrebata al paisaje sus encantos esplendorosos, Reginaldo sintió que la cólera de Lucrecia Borgia llevaba las sombras a su lacerado pecho. El infortunado joven pasaba por uno de esos miotmentos de desesperación infinita que nos recuerda la del viajero cuando cae de un barco a media noche, y se encuentra perdido en la exten- sión salobre, con la horrible certidumbre de que no se ha notado su desaparición en el raudo bajel, cuyo contomo va esfumándose entre la siombra. Quiso pronunciar algunas palabras, pero sus labios pálidos se negaron a obedecerle y a cumplir con su deber. Al cabo, pudo murmurar :

¡Oh, Lucrecia! ¿Cuál es mi crimen? ¿Qué pa- sa? No comprendo la causa de esta cruel esquivez. ¿Ya no amas a tu Reginaldo?

Los labios d^e la joven se contraj^eron en una ex-

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presión sarcástica, y contestó dando a sus palabras el acento de la mofa :

¿ Se me pregunta si ya no amo a mi Reginaldo ? No ; ya no lo amo. Ya no puedio amarlo. No amo a quien prefiere estar en el tugurio del sórdido inte- rés, con la mieizquina vara de medir en la mano. No amo a quien se pont algodón en los oídos para no oír la voz de la Patria que llama a sus valientes y los invita a empuñar las armas. ¡ Fuera !

Y sin advertir el; relámpago que reventaba en los ojos del joven ooinierciante, salió de aquella escan- cia, y cerró tras 'sí la puerta, con el estrépito de la indignación.

¡ Por qué no aguardó un momento tmás ! Un mo- mento más habría bastado para que Reginaldo le comunicara que ya había dado oídos a !a orden im- periosa de la Patria, y que ya había firmado su en- ganche en la o<ficina de reclutamiento. ¡ Instante id- tal ! Sin la precipitación con que se desenvolvieron los sucesos, aquella novia, perdida acaso para siem- pre, habría caído en sus brazos, con palabras de en- comio para el heroico Reginaldo, y de patriótica gra- titud ;por su iniciativa generosa. Reginaldo dio un paso para llamar a Lucrecia Borgia ; pero en aquel momento decisivo pudo más el sentimiento de su propio decoro. Recordó que ya no era un afeminado estudiante en el plantel de Mercurio. S'U alma gue- rrera se negó a pedir cuartel. Salió con paso mar- cial, y no volvió la cara para saber si Lucrecia Bor- gia lo seguía con mirada anhelante.

/\' A R R A C I ONÉ S H V J/ O R I S T 1 C A S

Capitulo tercero,

A la siguiente iniiañana, cuando Lucrecia Borgia despertó en &u lecho, una lejana música de pifanos y tamíbores llegó a sus oídos, llevada por las suaves alas de la brisa (primaveral. Aguzó el oído y pudo advertir que Ja música se hacía cada vez más con- fusa, hasta que se perdieron sus últimas notas en la lejanía. Lucrecia Borgia decía para sí:

^¡Qué ventura la mía si Reginaldo se encontra- ra entre los reclutas ! ¡ Cuan inmienso sería mi aimor !

En el transcurso del día, Lucrecia Borgia recibió la visita de una señora. Está» habló de todos los tó- picos locales, y por último dijo :

Reginaldo de Whittaker parecía estar abatido, y no contestó a los vivas con que fueron aclamados él y sus com,pañeros. Creo que usted, señorita Lu- crecia, sólo el pensamiento de Ja ausencia de usted, es la causa de la tristeza del joven Reginaldo. Ano- che lo vi cuando venía a dar la noticia de su engan- che, y me dijo que usted se enorgullecería de saber- lo... ¡Qios Santo! ¿Qué le pasa a esta niña?

Nada. Había caído sobre su corazón la onda fría del desaliento. La palidez mortal de su rostro era el telegrama revelador del interno cataclisimo. Se le- vantó sin decir una sola palabra, y salió del recibi- miento. Cuando llegó a la sagrada e invi'iolable re- clusión de su alcoba, un torrente de lágrimas brotó de los ojos de la infeliz y apasionada Lucrecia. Di-

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rigiase amargos reiproches por la insensata precipi- tación con que (había procedido la víspera y por las palabras crueles con que recibió al abnegado Regi- naldo cuando éste le llevaba una noticia que era ei anhelo de su altivo corazón. ¡ Pensar que ya estaba alista'd'o bajo los pliegues de la bandera bélica, y que iba a luchar como paladín de la mujer amada, cuan- do ésta, iperdida o anublada la razón, lanzaba palabras de sarcasmo contra el heroico joven! ¡Ay! Otras tendrían soldados fieles en los gloriosos campos de batalla, y podrían externar su tierna solicitud por aquellos valientes, (mientras ella, a causa de su or- gullo, no hallaría un representante en las lides guerreras ! Volvió a llorar, o más bien, reanudó el llanto en el punto donde lo había dejado anteriui- mente. Casi llegó a pronunciar enérgicas interjec- ciones, propias cleí la desesperación. No las pronun- ció, s/in embargo, y la voluntad selló sus. púdicos la- bios.

Durante mucho tiempo, Lucrecia Borgia alimentó en secreto su honda 'pena. Las rosas de sus mejillas paVidecían. Una esperanza le quedaba : el amor, aquel amor tan vehemente y tan puro, renacería en el corazón de Reginaldo. El correo le llevaría una carta del amado. Pasaron, sin embargo, los largos y tediosos días del verano. La carta de Reginaldo no llegaba. En todos los periódicos no se hablaba sino de las proezas de la guerra. Las columnas de infor- mación contenían copiosos datos de todas las bata- llas y de todos los encuentros. Lucrecia Borgia leía

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

con avidez las cróníi'cas y revistas de los correspon- sales, los telegramas del Estado Mayor, los datos del Departamiento de Guerra, los reimitidos, todo, en suma, lo que podía llevarle un rayo d-e luz. Pero nada : la iuz no llegaba. El nomibre de Reginaldo no aparecía en aquella catarata de noticias. Las Tágri- mas de la amante Lucrecia Borgia Sniith caían so- bre las apretadas líneas del ,periódico. En su cora- zón había siempre un- puñal que ahondaba la heríxla. Sus primas y sus amigas recibían cartas de ios no- vios. En esas cartas se hablaba de ReginaldO'. Todas lo pintaban triste, sofmbrío, desesperado, dispuesto a morir en lo más recio de la batalla, ennegrecido por la pólvora, avanzando -entre torrentes de fuego, llu- vias de balas y tempestades de metralla; avanzando, avanzando, como un hado invisible protegiera su existencia.

Un día, por fin, entre los nombres de una lar- guísima lista de muertos y heridos, Lucrecia Bor- gia Smith halló esta mención :

R, D. ¡VJiiftakcr, soldado raso, herido de gra- vedad.

La joven cayó pesadamente sobre el pavimento.

Capítulo cuarto.

Estamos en Washington. Nos encontramos fren- te a un lecho del hospital militar. En ese lecho yace un soldado. Una espantosa herida en la parte infe-

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rior de la cara, hace indisptpsable d más volumi- noso de los vendajes. Apenas si se le ve tal o cual espacio de aquel rostro, allí donde las balas enemi- gas no han dejado su huella fatal. ¿Quién está a su cabecera? ¿Quién puede ser sino Lucrecia, Lu- crecia Borgia, Lucrecia Borgia Smith, para decirlo de una vez? Nuestros lectores lo hnbrán adivinado. Muchos días antes, la infeliz Lucrecia, pálida v acong^ojada, encontró en su abnegación fuerzas bas- tantes para buscar e identificar al soldado herido que mencionaba la voz imparcial de la prensa. To- das las mañanas, Lucrecia Borgia se presenta en el hospital, y todas las noches salía de allí. Durante el día prestaba una asistencia asidua al héroe. El cirujano lo vendaba por la mañana, y Lucrecia re- cibía al herido de manos del cirujano. La enfer- mera y el herido no cambiaban una sola palabra. No podían cambiar palabras, puesto que toda la quijada del infeliz había sido destrozada por las balas del enemigo. Esto impedía que la asistencia abnegada de Lucrecia arrancase una expresión afectuosa de aquellos labios amados y vendados. Con todo, Lucrecia Borgia permanecía en su pues- to valerosamente, sin pronunciar una sola queja, sin murmurar una protesta. El día en que Reginaldo fuese dado de alta, sonaría la hora de la recompensa, de la ternura y del idilio, premio de tanta abne- gación.

En el momento que hemos escogido para abrir este capítulo, Lucrecia siente r.n tumulto de júbilo

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

en su corazón. El cirujaiiio ha dicho que su Reginal- do, que su Whittaker podrá verse hbre de las ven- das superiores. Ella aguarda con ansia feíbril el instante dichoso de la visita del doctor, para que éste proceda a descubrir el rostro idolatrado. El cirujano llega, y Lucrecia, con ojos radiatntes y co~ razón agitado, se inclina sobre el lecho para pre- senciar la maniobra quirúrgica. Cae una venda, cae otra, cae una tercera venda. Cae la última venda. El rostro adorado recibe \\ 'uz del día.

Amor mío, mi Reg...

¡Qué cuadro! Los ojos de la dulce Lucrecia Bor- gia se nublan. No; no es posible. ¿Qué ves, pobre Lucrecia ?

¡Infeliz Lucrecia! Se cubre los ojos con una ma- no, y con la otra procura sostenerse en una silla. Su cuerpo vacila. Su garganta emite un sonido sor- do, expresión de honda, inenarrable angustia...

Pronto sucede a la desesperación un acceso de cólera, una cólera fría e irrefrenable. Las manos trémulas de la hija del señor Smith sacuden la mesa de noche, y hacen bailar los frasco? de las dro- gas. Lucrecia exclama, fuera de :

¡Tres semanas! ¡Tres mortales semanas, lim- piando y cuidando a este sucio sdldado ! ¡ Y no es el ¡mío !

¡Triste y horrenda verdad! El inocente impos- tor, el desdichado herido del hospital era R. D., o sea Ricardo Dilworthy Whittaker, de Wisconsin, el soldado de Eugenia Le Mulligan, que vivía en

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aquel distante Estado. ¿Que tenía de común con el soldado de Lucrecia Borgia, sino las iniciales y el apellido?

Tal es la vida. ¿Quién escapa a sus caprichosas burlas? Bajemos el telón. Bajémoslo. Dios sabe si volveremos a levantarlo, pues el verdadero Regi- naldo de Whittaker no aparece ni hay quien razón de él.

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XVIII , EL ROBO DEL ELEFANTE BLANCO

PRIMERA PARTIÍ

Usted sabe cómo se honi^ al Elefante Blanco en el reino de Siam...

Así comenzó su narración el caballero con quien trabé reiacitomes accidientales en un coche de ferro- carril. Era un hombre de más de sesenta años. Me interesaba su fisonomía, en la que estaban impresos los rasgos de la bondad y de la probidad. No era posible poner en duda el contenido- de su relación. Hela aquí textualmíCnte :

Usted sabe cómo se honra al Elefante Blanco en Siam. Es un animial consagrado a los reyes, y sólo éstos pueden poseerlo. En clertioi modo, está sobre los mismos Tv'íyes, puesto que no sólo se le honra, sino que se le hace objeto de un culto. Pues biicn, durante los últimos conflictos que hubo entre la Gran Brctaña y el Gobierno de Siam, por aquella cuestión de límites que usted recordará

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hará de esto cinoo años a lo sumo , quedó demos- trado hasta la evidenícia que la razón estaba de par- te de los ingleses. Cuando los siameses concedieron las reparaciones que exigía la parte reclamante, el ministro ingles 'se dio por satisfecho, y estaba en la mejor disposición para tener pior no ocurrido el in- cidente. El rey de Sianii quedó encantado, y ya para mostrar su gratitud, ya para borrar las últi- mas huellas del descontento que había creado la cuesitión, quiso enviar un regalo a la reina, pues se- gún las ideas orientales, ese es el mejor mcdifo de borrar las huellas de un enojo entre amigos. Se tra- taba de un regalo regio ; más aún : transcendental- mente regio. Ahora bien, el mejor de los obsequií'^s, el obsequio ideal, no podía ser sino un Elefante Blan- co. El puesto que yo iccupaba en la administración de la India, me señalaba como la persona más pro- pia para llevar el regalo y ponerlo a la vista, ya que no en las manos de Su Majestad. El Gobiernio de Siam fletó un barco especial para y mi conTÍtiva, para el Elefante Blanco y los oficiales y servidores die la Bestia Sagrada. Lliegamos a Nueva York sin contratiempo, y tomé alojamiento, instalándome con mi regia comitiva en la vecina ciudad de Jersey. Era necesario permanecer allí durante largo tiempo, pues el Sacro Animal tenía que recuperar sus fuer- zas antes de que pudiera continuar el viaje.

Los primeros quince días de nuestra permanen- cia en la ciudad de Jersey, transcurrieron sin traer una sola nube que empañase el cielo de la Comisión

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N ARR ACIÓN E S H U M O RISTI C A S

siamesa. Pero una noche fui despertado de mi tran- quilo) fétXJí'tño para, saber ¡ horror de los horrores ! que el Elefante Blanco habia desaparecidoi. El gol- pe me dejó abrumado. Mi ansiedad era infinita. ¡ No había esperanza! Haciendo fuerzas de flaqueza, procuré calmarme y tomar ías determinaciones que correspondían, según las indicaciones de mi buen juicio. Era ya muy tarde, pero piodría acudir vio- lentamente a Nueva York, y dirigirme a un agente de la policía, para que éste a su vez me pusiese in- mediatamente en contacto con una oficina de agentes secretos.

Por fortuna llegué a tiempo. El famoso inspector gieneralB'lunt (i) tomaba su sombrero para mar- charse a casa. Era un hombre de estatura mediana y ancho tol'so. Cuando se le veía sumergido en el mar profundo de sus reflexiones, la manera de frun- cir el entrecejo y de darse palmadas en la pensadora frente, inspiraba la convicción de que una idea ge- nial brotaba en su cerebro. Verle, sentir confianza en él y "alimentar esperanzas, fué todo uno.

Le expuse el objeto de mi visita. Mi declaración no hizo el menor efecto en aquella sangre fría de hierro. Al oirme, su aspecto era el mismo que si le hubiera comunlicado el robo de un perro. Me ofreció una silla, y dijo con su calma habitual :

Ruego a usted que me permita reflexionar un momento.

(i) Obtuso, romo.

M A R K r W A I N

Tomó asiento frente a su escritorio, ap03'ó en él los codos, y 'la cabeza en la palma de la mano. El ruido de las .plumas de dos o tres empleados que escribían en el otro extremo de la amplia oficina, era .el údico ruido que se oía en ella. Pasaron seis o siete minutos. El Inspector general estaba sumido en hondas meditaciones. Levantó por fin la cabeza. La línea firme de su rostro indicaba el fin de un fruc- tuoso trabajo interior. Eil plan se había formado en el cerebro del Inspector. Entonces, con voz ¿muy baja, y más ámpresionante por lo mismo, habló de esta manera:

El caso no es de ocurrencia díiaria. Todos los pasos que demos serán guiados por la prudencia. No levantaremos el pie sin asegurarnos de que va- mos a ponerlo sobre terreno sólido. Guardemos d secreto, un secreto profundo y absoluto. No coimiu- ñique usted el hecho a alma viviente. Deben igno- rarlo hasta los periodistas. Yo me encargo de ellos, y no les diré sino :1o que convenga para los fines de nuestra campaña de investíigación.

El inspector puso el dedo sobre un timbre eléc- trico. Un ordenanza se presentó.

Alarico, diga usted a los periodistas que aguar- den.

El ordenanza se retiró.

Ahora,- a trabajar. Hagámoslo metódicamente. Nuestra profesión exige un (método estricto y mi- nudoso.

Tomó papel y pluma.

2 2 2

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

¿Noniibre del elefante?

Hassan-beii-Ali-'ben-Selim-^Abdalah-Mohamed- Jamset-Sultán-Ebu-Budpur.

^Está bien. ¿ Apodos?

El Embrollón,

Bien. ¿Lugar de nacimiento?

Bangkok.

¿Viven ios padres?

No ; han cmfuerto.

¿ Hermanos ?

Fué hijo único.

Perfectamente bien. Basta por lo que a esto se refiere. Ahora describa usted el Ei-efante, si tiene la bondad, y no omiita detalles, aunque le parezcan in- significainites. Para nu(.<stra profesión, ningún detalle es insignificante. No se ha conocido aún el detalfé que no sea dedisivo.

Yo describía. El escribía. Cuando terminé, Idijo Blunt :

Escudhe usted atentamenite, y sírvase corregir los errores en que yo haya podido incurrir.

Y leyó lo que isigue :

''Altura: Diez y nueve pies.

"Lonígitud, desde la coronilla de la cabeza hasta la inserción de la ¡cola : Veintiséis pies.

"Trompa : Diez y seis pies.

"Cola: Seis pies.

"Longitud total, comprendiendo la cola y la trom- pa : Cuarenta y ocho pies.

"Colmillos: Nueve pies y medio.

223

M A R K T W A I N

^'Orejas : En relación con los colmillos, la trompa y la cola.

"Huella del pie: Semejante a la que deja un barril en la nieve.

"Color: Blanco.

"Señas particitlares : Abertura del tamaño de un plato en cada oreja, para los aretes que se le cue'lgan.

"Hábitos : Echar agua con la trompa a todo el que se le pone delante, aunque sean personas a quienes ve por la primera vez.

"Defectos: Cojea ligeramente de una de las patas traseras. Es 'la derecha.

"Otra seña particular : Cicatriz de antiguo divieso en la paleta izquierda.

"Circunstanicias : En el momento del rabo lleivaba una torre de marfil con asientos para quince perso- nas, y una gualdrapa de oroi del tamaño de un tapiz ordinario."

Nada tuve que corregir. Todo constaba con exac- titud. El Inspector tocó el timbre, dio a Alarico el papel con las indicaciones, y ordenó lo que sigue:

Diga usted que se imprima esto. Que hagan ima tirada de cincuenta mil ejemplares. Hay que en- viarlos a todas las casas de préstamos de los Esta- dos Unidos, deíl Canadá y de Méjico.

Alarico se retiró para ejecutar las órdenes del jefe. El inspector dijo: ' ' ' 1

Naturalmente, habrá que toifrecer una recompen- sa. ¿Qué suma fijamos?

Usted dirá.

224

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Creo que para comenzar, podremos partir de la suma de veinticinco mil dólares. El niegocio pre- senta muchas dificultades. Hay mi'l puertas d/> es- cape para los ladrones, y sobre todo, grandísimas facilidades para la ocultación. Los ladrones tienen amigos y receptadores en todas partes.

¡ Estamois salvados ! Usted l'os conoce.

La fisonomía prudente y cauta del Inspector no dejó adivinar el fondo de sus pensamientos, ocultos siempre bajo un velia ímipcnetrable. Yo escuché con interés lo siguiente, que acentuaba una expresión plácida :

Deje usted eso. Los conozxo o no los conozco. Generalmente brota en nuestro cerebro la chispa de la idea, y adivinamos al autor por el modo de co- meter el delito, así como por la importancia del lu- cro. Desde luego, esté usted seguro de que el ladrón no es un ratero, ni uno de esos infelices que andan por l'os mercados. Este objeto no fué robado por un apiTudiz. Pero como decía, tomando en considera- ción el viaje que; será necesario hacer y la diligen- cia con que los ladrones habrán procedido! para ocul- tar las huellas, y la que em.plearán para borrar las que ulteriormente pudieran dejar, la suma de vein- ticinco mil dólares me parece muy moderada. Sin embargo, tengámosíla como elementio inicial.

Fijamos, pues, la cifra qua nos iba a servir de punto de partida. El inspector no olvidaba cuanto pudiese darnos una indicación preciosa.

Hay casos en los anales de la policía ^dijo ,

225 13

M A R K T W A I N

que demuestran la posibilidad de encontrar a los de- lincuentes por su manera de comer. Aquí no se tra^a del autor, sino del objeto de este delito. ¿Qué co- mía el Elefante? Y si puede, dígame usted,* ¿qué cantidad consumía normalmente del aríículo con que se alinientiaba, ?

Un elefante come todo cuanto se puede coni'T. Eso depende muchas veces de las circuiistanc'.a^^. Puede comerse a un hiO'mbre, o puede contentar :••:! con devorar una biblia. Ponga usted, hombres y bibhas.

^Magnífico. Sin embargo, el dato me parece muy general. Quiero algunos detalles. No olvide usted : el detalle es el hilo de Ariadna en nuestra p»rofcsión. El Elefante Blanco devora hombres ¿Cuántos, más o menos, por comida? Y además, necesito saber si los come del día o conservados.

Le da lo mismo. En este punto, el animal no es exigente. Ponga usted cinco hombres por comi- da. Cinco hombres de clase común y corriente.

I\luy bien. Cinco hombres por comida. ¿Y de qué nacionalidad o raza los prefiere'.^

No tiene preferencias marcadas. Acaso las per- sonas coinoeidas; pero no se le ha notado prejuicio contra los extraños, y también se los come.

Muy bien. Vamos a lo <le las biblias. ¿Cuántas biblias puede consumir cu una comida?

Puede agotar una edición.

El dato no es suficientemente explícito. ¿Habla

226

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

usted de ediciones ordinarias en 8.", o de ediciones ilustradas para familia?

Generalmente no le preocupan las ilustracio- nes. O, en otros términos, le es indiferente que las biblias estén ilustradas o que sean todo texto.

Probablemente no me he explicado bien. Me refiero al volumen. La edición ordinaria en 8.° pesa dos libras y media, mientras que la edición ilustra- da en 4.° pesa de diez a doce libras. Precisemos más aún. ¿ Cuántas biblias de Gustavo Doré se co- mería d Elefante en nn aímuerzo?

Si usted conociera al Sacro Animal omitiría esa pregunta. No hay biblias que sacien su apetito.

Calcule usted en dólares y centavos. Hay que precisar. Precisar, tal es nuestro lema. Un ejemplar de Gustavo Doré cuesta cien dólares, con encua- demación de piel de Rusia.

Comprendo. El Elefante necesitaría más o me- nos cincuenta mil dólares. Calcule usted una edi- ción d(^, quinientas ejemplares.

Ya eso es más exacto. Escribo : "Afición es- pecial a las biblias." ¿Qué otra cosa? Detalles, de- talles. Precisión.

líntre biblias y ladrillos, preferirá los ladri- llos; entre ladrillos y botellas, preferirá las bote- lías. Dejará las botellas por el trapo, y dejará la seda si le pi-esentan varios gatos. Dejará los gatos si hay ostras. Dejará las ostras si hay jamón. Cuan- do haya comido jamón, comerá azúcar. Tal vez deje el azúcar para comer pasteles. Dejará los pas-

M A R K T W A I N

teles si hay patatas. Dejará las patatas si hay cen- teno. Dejará el centeno si hay heno. Dejará el heno si hay avena. Dejará la avena si hay arroz. Este es su flaco y su fuerte. El arroz ha constituido la base de su alimentación. Lo único que no come es man- tequilla de Europa; pero creo que aun esto comería, si no fuera falsificada.

Muy bien. Peso del conjunto de materias que ingiere por comida.

Digamos... Bueno. De un cuarto de tonelada a media tonelada.

¿Y qué bebe?

^En general, todo lo líquido. Ponga usted le- che, agua, whisky, melaza, aceite de ricino, aguarrás, ácido fénico, petróleo... Ponga usted todos los líqui- dos de que haga memoria. Exce])túe usted café de Europa.

Exceptúo. ¿Cantidad?

De cinco a quince barricas. Depende de la es- tacióiT. La sed es variable. El apetito es invariable.

Estos rasgos no son muy co'munes en la huma- nlidad, pues generalmente la cantidad fija de lo quc se bebe determina la cantidad variable de lo que ae coime. La originalidad servirá para guiarnos en nuestras pesquisas.

Tocó el timbre.

Alarico, llanite usted al capitán Burns.

Llegó Burns. El inspector Blunt le explicó minu- ciosamqnte el negocio. Después, con la concisión

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

del que tiene un plan fijo, y con la energía del que está habituado al ¡mando, habló asi :

Capitán Burns, encargará usted a los agentes Jones, Davis, Halsey, Bates y Haket que sigan las huellas del Elefante.

Asi se hará.

Van a ser la sombra del cuerpo de ese ele- fante.

Asi será.

Capitán Burns, encargará usted a los agentes Moses, Dakin, Murphy, Rogers, Tupper, Higgins y Barthelemy que sigan y persigan a los ladrones.

^Asi se hará.

Capitán Burns, esos agentes deberán seguir h los ladrones como la sombra sigue al cuerpo.

Asi será.

Mandará usted que se sitúe una guardia de trein- ta hamibres muy escogidos en el lugar donde fué ro- bado el Elefante. Otros treinta hombres, también de los más escogidos, estarán de imaginaria para rele- var y auxiliar a los de guardia. La vigilancia se mantendrá noche y día. Dará usted Jas instrucciones más severas para que nadie se acerque al lugar del delito sin orden escrita de autoridad competente. No habrá otra excepción que la de los noticieros de la prensa diaria.

Se hará.

Pondrá usted agentes secretos en las estaciones, a bordo de los vapores del puerto y en las lanchas de río. Deberán vigilar también todas las carreteras

229

M A R K T W A I N

y avenidas de Jersey Oity. Registrarán los bolsillos de toda persona sospechosa.

Se hará.

Todos los agen'tes llevarán el pliego de señas del Elefante y una fotografía del animal. Serán so- m^etidos a minucioso registro los barcos, lanchas, trenes, coches, carros y carretas que salgan de la ciudad.

Se hará,

Encoutrado el Elefante, se le detendrá y se me telegrafiará la noticia inmediatamente.

Se hará,

Seré informado al linstante si hay huellas del animal o si se encuentra algún elemento indicador de isu ruta,

Se hará.

Advertirá usted a la policía para que establezca patrullas de vigilancia frente a las casas sospechosas.

Se hará.

'Mandará usted una fuerza de agentes secretos por las distintas líneas férreas. Los del Norte irán por las distintas líneas férreas. Los del norte irán hasta el Canadá; los del oeste, hasta Pittsburgh; los del -sur, hasta Washington.

Se hará.

Instalará usted un número competente de agen- tes de toda confianza en las oficinas telegráficas para que lean los mensajes y para que oigan su transtmá- sión. Pedirán aclaración de todos los telegramas en cifra.

230

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Se hará.

Recomendará usted el más profundo e impe- netrable secreto.

El secreto será inviolable.

A la hora de costumbre rendirá usted un parte pormenorizado.

Vendré a rendirlo.

Retírese usted.

Por orden de usted.

Burns salió del despacho. Blunt permaneció en actitud meditativa. Guardó un largo silencio. El fuego de su mirada se extinguió. Volvió hacia el rostro, y me dijo con voz tranquila:

No soy jactancioso. Pero oiga usted esto : po- dría asegurar que encontraremos el Elefante.

Yo le estreché ambas manos efusivamente. Mi maniefstación era sincera. Pocos minutos antes no conocía a ese hombre, pero cuanto había visto en él me inspiraba admiración y afecto. Pude verle, por decirlo así, en el fondo de los sorprendentes miste- rios de su profesión. Era ya tarde. Nos separamos. Yo volví a mi alojamiento, y no llevaba el corazón preñado por las zozobras que lo agitaban' cuando entré en el despacho del inspector Blunt.

SEGUNDA PARTE

' Todos los periódicos de la mañana contenían una información pormenorizada del robo. Además de los hechos conocidos, había suplementos con opi-

2 3 í

M A R K T W A 1 N

Ilíones de las autoridades en la materia, sobre la forma en que pudo haberse ejecutado el delito, so- bre los presuntos autores j sobre el camino que habrían seguido on su fuga. Había en total once hipótesis que cubrían todo el campo de las posibili- dades. El hecho demuestra la variedad con que se produce el espíritu independiente j fértil del De- tectivismo. Hubiera sido imposible buscar no ya coincidencia, pero ni aun conciliacióin! posible entre las once conjeturas. Rectificaré. En un punto esta- ban de acuerdo los once autores de las ornee genia- les hipótesis. La barda posterior de mi casa había sido demolida durante la noche del robo. Pues bien, los once especialistas declaraban, sin ponerse de acuerdo para ello, que el Elefante no había sa- lido por allí, sino por alguna otra vía desconocida. Esto daba margen para una cuestión interesantísi- ma y apasionante. ¿Qué objeto tenía la brecha de la barda? Despistar a la policía. Tal era la unánim.e opinión de la Facultad. Yo no habría pensado eso. No lo habría pensado ninguno otro pi'í)fano. Pero el espíritu profundo del Detectivismo no se dejó sorprender ni en el primer momento.

La única cosa que me parecía clara en ese obscuro negocio, era precisamente' aquella en qu^ mi error era más grosero.

Las once hipótesis mencionaban nombres de pre- suntos culpables, pero no eran los mismos. Suman- do, las sospechas recaían sobre treinta y siete in- dividuos.

232

NARRACIONES HU AFORÍSTICAS

Después de dar todas las opiniones, los periódi- cos cerraban su información con la del inspector Blttnt, luminaria del gremio. He aquí un resumen de las palabras del Inspector:

**E1 inspector Blunt conoce a los dos principales culpables. Uno de ellos se llama Duffy, el Ladrillo, y otro MacFadden, el Rojo. Diez días antes del robo, el Inspector sabía con toda precisión el golpe audaz que se preparaba, y sin decir palabra tomó las medidas convenientes para tener vigilados a esos dos conocidos picaros. Desgraciadamente, casi ya en el instante de la consumación del hecho, la Policía perdió la huella de los dos malhechores, y antes de que se les encontrase, el pájaro, o sea el Elefante, había volado.

"MacFadden y Duffy continuaba la prensa son los dos pillos más peligrosos del mundo crimi- nal. El Inspector tiene razones muy fundadas para creer que esos individuos son los mismos que en una noche glacial del último invierno le robaron la estufa de la Inspección General de Policía, robo que tuvo por consecuencia que a la mañana si- guiente fuesen internados en los hospitales u obli- gados a guardar caima en sus habitaciones el Ins- pector y varios agentes, pues se les habían empe- zado a gangrenar los dedos de las manos y de los pies, las orejas y las narices, por falta de circula- ción, a causa del frío intenso que reinó &n¡ la oficina desde el momento de la desaparición misteriosa de la estufa."

233

M A R K T W A I N

I.a lectura de la primera parte de esta nota in- formativa, llevó al colmo la admiración que yo sen- tía desde la vísj>era por la sagacidad maravillosa del inspector Blunt. Era im hombre que no sólo veía con perspicacia los detalles presentes, sino que penetraba en las sombras de lo que estaba por ve- nir. Me dirigí a su oficina y le expresé la pena cjd que supe su sorprendente previsión, pues me ex- trañaba que no hubiese comenzado por detener a los criminales antes de que pudiesen llevar a tér- mino su propósito. La respuesta del Inspector no tenía réplica, a pesar de la sencillez de que estaba revestida.

Nosotros no podemos prevenir los hechos de- lictuosos. Nuestra misión empieza cuando se han consumado. Es ima misión punitiva. ¿Cómo vamos a castigar lo que no se ha hecho aún?

Le dije que el secreto de nuestras primeras in- vestigaciones había sido divulgado por la prensa. No sólo nuestro'S actos, sino aun los planes mismos, eran ya del dominio público. Este comocía hasta los nombres de los presuntos ladrones. Nada sería para éstos más fácil que disfrazarse u ocultarse.

Tranquilícese usted. I-a experiencia les dirá que al llegar el momento oportuno, mi mano caerá sobre ellos, dondequiera que se oculten, y con tanta seguridad como la mano m. na del destino. Los periódicos son indispensables para nuestra labor. F,t agente de policía y de investigación no puede dar un paso sin comprometer su nombre y su re-

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A^ A R R A C 1 O N E S H U MORÍSTICAS

putación. I.a atención del púljlico le sigue. Si se oculta, será acusado de inacción. Debe anunciar previamente sus pasos. Debe formular hipótesis. Nada hay tan curioso y tan desconcertajite como las hipótesis del Detectivismo. Nada nos atrae con más seguridad el respeto y la admiración social. Publicamos nuestros planes porque así nos lo exige la prensa, y a la prensa se lo exige el público. Desgraciados de aiosotros si guardamos silencio y si nos recatamos. Do menos que se dirá es que nos entregamos a la pereza. No somos dueños de im- pacientarnos cuando la impertinencia del públi- co toca ciertos límites insoportables. Debemos son- reír y debemos hablar, a fin de que los lectores del diario digan al abrirlo por la mañana: ''He aquí la ingeniosa hipótesis del inspector Blunt."

Me hago cargo de la fuerza del razonamiento : pero veo que hay un punto en que usted se negó rotundamente a emitir opinión. Se trata, por otra parte, de un punto circunstancial.

Siempre hacemos lo núsimo. Esto produce buen efecto. Además, bien pudiera ser que yo no hubie- ra formado mi opinión en lo relativo a ese punto.

Puse una suma elevada en manos del Inspector, para que acudiera a los gastos más apremiantes, líeoho esto, me senté a esiperar, pues de un mo- mento a otro podían llegar noticias telegráficas. Volví a leer los periódicos y el texto de nuestra circular, poniendo mayor cuidado en la lectura. Advertí entonces que la gratificación de los veinti-

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M A R K T W A I N

cinco mil ldt)lares:, se ofrecía sólo a los agentes de investigación. Manifesté que deberíamos ofrecer esa suma a cualquier persona que encontrara al Elefante. El Inspector me contestó:

Los agentes encontrarán al Elefante. A ellos les corresponde la recompensa. Si lo encuentra un extraño, esto se deberá sin duda a un acto de es- pionaje, en detrimeinto de los agentes, y aprove- chando los pasos dados por ellos. Siendo esto así, ¿quién sino los agentes deberán recibir el premio? El fin de un ofrecimiento como éste es fomeintar el celo de los que consagran sus esfuerzos y su saga- cidad a las investigaciones policíacas, y no favore- cer a ciudadanos que por casualidad realizan un acto meritorio, sin antecedentes que los hagan acree- dores a la recompensa ofrecida.

Las razones del Inspector me parecieron incon- trastables. En ese momento el aparato telegráfico que había en el despacho, comenzó a grabar en la ciinta un mensaje. El mensaje decía:

"Estación de Flower, Nueva York. A las 7,30 de la mañana.

"Voy sobre pista. Encontré surcos profundos, atra- viesan granja ocircana. Seguílos hacia oriente, dis- tancia dos millas. Resultado negativo. Creo Elefan- te tomó dirección oeste Variaré rumbo. Darley, agente."

Darley es uno de los más notables de la Divi- sión— dijo Blunt . Espero que pronto enviará no- ticias.

2 3 ó

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

No tardó en llegar el telegrama número^ 2:

*'Barker, Nueva Jersey. A las 7,30 de la ma- ñana.

''Acabo de llegar. Fractura puertas tienda. Des- aiparición ochocientas ibotellas. Imposi'ble enton- trar aquí agua suíiciente para Elefante. Voy lu- gar fuente próxima, cinco millas distancia. Sigo huella marcada botellas vacías whisky. Gran canti- dad.— Baker, agente.'^

El negocio promete. Marcha bien. Yo había di- cho que conociendo el régiimen alim-enticio del ani- mal, las pesquisas se facülitan considerablemente.

Llegó el telegrama número 3 :

"Taylorville, Long Island. A las 8,15 de la ma- ñana.

"Hacina heno desaparecida durante noclie. Créese fué devorada. Sigo pista. Hiihard, agente. ''

i Qué enormics distancias recorre ese animal ! exclamó el Inspector . Ya suponía yo Jas dificul- tades que encontraríamos; pero la bestia blanca no se nos escapará de las imianos.

''Estación de Plower, Nueva York. A las 9 de la mañana.

"Huecas encontradas tres millas oeste. Anchas, profundas, orladas. Lal)rador dlice no son de elefan- te. Afirma son hoyos hizo para cubrir plantas du- rante heladas. Utilizados hoyos, echóles tierra, con- sérvase floja. Espero i.nstrucciones. Darley, agente."

¡ Como todos los campesinos ! rugió el inspec-

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M A R K T W A I N

tor Blunt . Ese supiuesto labrador es un cómplice de los ladrones. Acaso es uno de ellos.

Blunt escriibió:

"Detenga labrador. Obligúelo declarar nombres coautores, cómplices, encubiüdores. Siga huellas has- ta costas Océano Pacífíco.^ Blunt, inspector gene- rala

Otro telegrama:

"Coney Point, Pennsylvania. A las 8,45 de la mañana.

''Fracturada puerta fábrica gas. Desaparecieron recibos trimestre no pagados. Sigo pista.. Jones, agente.''

j Dios santo ! Ese elefante se come hasta lors documentos que importan liberación de obligacio- nes...

Ha sido una inadvertencia ^contesté . Los re- cibos no son alimentos sustanciosos. Al menos si no los acompaña otro de mejor calidad.

Vimos en la cinta un telegrama conmovedor

"Ironvlille, Nueva York. A las 9.30 de la ma- ñana.

''Llego. Aldea consternada. Elefante pasó cinco mañana. Opiniones dirección marcha fiera varían. Unos creen oeste, otro^ norte, otros sur. Nadie hizo observación momento preciso. Mató caballo. Aparté fragm-ento para aprovecharlo como indicio. Matólo trompa. Según naturaleza golpe, creo fué lado izquiierdo. Juzgando posición caballo, Elefante dirigesí^ inorte, línlea fcuTodarril B'erkeley. Lleva

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

ventaja cuatro horas y irr^edia. Seguiremos de cerca animal fugitivo. Harves, agente J'

Yo no pude reprimir una exclamación de júbilo. El inspector tUuul estaba impasible como las imá- genes de una estampa. Llevó la mano tranquilamen- te al botón de la campanilla, y el timbre sonó. Entró Alarico.

'Alarico dijo el Inspector , diga usted al ca- pitán Burns que necesito hablar con él.

Alarico desapareció. Burns apareció.

Cajilitán Burns, ¿cuántos hombres disponibles tiene usted? preguntó el Inspector com voz tran- quila.

Noventa y seis.

Envíelos usted inmediatamente hacia el norte Debe hacerse la concentración en Berkeley.

Se hará.

Prescribirá usted el sigilo más riguroso. Cuan- do haya otros agentes disponibles, me^ lo avisará us- ted sin deimora.

^Se hará.

Retírese usted.

Pior orden de usted.

El telégrafo empezó a desarrollar una cinta:

"Sage Corners, Nueva York. A las 10,30 de la mañana.

"Llego. Elefante pasó 8,15. Habitantes ciudad hu- yeron, exceptuando un agente policía. Elefante ata- có poste alumbrado público. Agente policía apoyado delante poste, murió, liáoste destruido. Intención

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M A R K T W A I N

Elefante no fué contra policía, sino contra poste. Reservados brazo, pierna, vientre policía para indi- cio.— Sttimmy agente."

Por lo visto, el Elefante ha volado hacia el O'este. Camina con una rapidez prodi'giosa. No se nos escapará. Tengo agentes en todos los Estados de la Unión.

Llegó otro telegrama. Lo leímos. Decía esto:

''Glovers. A las 11,15 ^^ ^^ (mañana.

"Llego. Pueblo abandonado. Quedan enfermos y ancianos. Elefante pasó 10,30 durante sesión Socie- dad para protestar contra los bebedores de agua. Ani- mal metió trompa ventana salón sesiones, arrojó agua contra socaos. Trompa llena agua pozo. Socios muer- tos, otros ahogados. Habitantes contomos aterrori- zados. Habitantes emigran en todas direcciones, pero todos encuentran Elefante. Compañeros Cross )'■ O'Shaughnessy dirigiéronse sur; no lo encontra- ron.— Brandtj agente."

Esas noticias trágicas me consternaban. El ins- pector Blunt dijo, s/in alterar el tono de la voz :

Coimio ve usted, nos acercamos. E^l animal sien- te nuestra presencia, y vuelve hacia el oriente,.

Recibimos noticias siniestras. Una de ellas decía:

''llohangport. h las 12,19.

"Elefante pasó 11,15 niañana. Sembró terror y de- solación. CorrÜó furiosamente calles. Dos plomeros muertos. Público lamenta desgracias. O'Flaherty, agente "

i Ya está entre nosotros! dijo Blunt sin ocul-

240

NARRACIONES HUMORÍSTICAS

tar una fugitiva expresión de triunfo . \ No saldrá de las garras de mis agentes !

A esta noticia sucedió una sertie de telegramas suscritos por agentes diseminados entre Nueva Jer- sey y Pemitsylvania. Todos seguían las huellas del Animal Sagrado. Todos hablaban de pueblos conster- nados, de granjas destruidas, de fábricas paraliza- das, de bibliotecas escolares devoradas, y sobre todo, hablaban de una esperanza vecina de la certiidumbre.

—Quisiera estar en comunicación con ellos ma- nifestó sesudamente Blunt . Yo les aconsejaría que se ¡dirigiesen hacia el norte. Pero es imposible. Los agentes no van al telégrafo sino para env/iar sus informes ; jamás se detienen para recibir instruccio- nes que embarazarían sus imovimiontos. Parten al instante, y no miran hacia atrás. Hay que dejarles ta libre liniciativa.

Llegó un telegrama. No era uno de tantos tele- gramas :

"Bridge Port, Connecticut. A las 12,15.

^'Empresario circo Barnum ofrece 4.000 dólares anuales privilegio exclusivo empleo Animal Sagrado para anuncio ambulante. Plazo empezará contarse hoy, y expirará cuando los agx:aites encuentren Ele- fante. Solicita respuesta inmediata. Boggs, agente."

¡ Esto es absurdo ! exclamé fuera de mí.

Indudablemente contestó el Inspector . El señor Barnum se cree muy sagaz; pero no me co- noce. En cambio, yo lo conozco. He ahí 'mi ventaja.

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M A R K T W A I N

Dictó un telegrama, que estaba conce/bido en estos términos :

''Boggs, Agente. Bridge Port, Connecticut. Diga Barnum 7.000 dólares o nada. Blunt. Inspec- tor general."

Verá usted cómo no tarda la respuesta. Bar- num está en la oficina de telégrafos aguardando con ansia. Asi lo hace siempre para sus negocios. Den- tro de tres...

Vii'mos un telegrama :

"Trato cerrado. P. T. Barmmi."

Pero ante? de que yo pudiese comentar este epi- sodio extraordinario, llegó un telegrama que cam- bió en un «entido desastroso todo el curso de mis ideas :

''Bolivia, Nueva York. A las 12,15.

"Llegó Elefante, procedente sur. Dirigióse bos- que 11,50. Dispersó entierro. Bajas dolientes, dos. Ciudadanos huyeron después disparar algunos tiros revólver. Agente Burke y yo llegamos diez minutos después, procedentes norte. Tiempo perdido falsa pista. Encontramos verdadera. Seguiimos hasta bos- que. Copiainws cuidadosamente huellas patas Ele- fante. Animal encuéntrase malezas. Vímoslo. Burke estaba delante de mi momento descubrir animal. Desgraciadamente, Elefante hasc detenido para des- cansar. Esto impide «eguir huellas. Burke veíalas vista clavada tierra, cuando tropezó patas traseras amoial. Burke cayó choque, sin ver animal. Levan- tóse, tomó cola, empezó exclamación alegría. Antes

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

de terminarla, animal volvió cabeza, azotó Burke trompa. Desdichado camarada murió instante. Ele- fante persiguióme, paso acelerado hasta orilla bos- que. Peligro inimiÜnente, pero libróme vista restos entierro, pues Elefante acometiólos. Habrá otros entierros pronto. Elefantes desaparecido. Miilroo- ncy, agente.''

No tuvimos otras noticias, .sino las de una infini- dad de celosísimos agentes que veían huellas del Ele- fante en los Estados de Nueva Jersey, Pennsylva- nia, Delaware y Virginia. Todos seguían al Ele- fante. Por la tarde se recibió este interesante informe: ''Baxter, Centro. A las 2,15. Elefante pasó cubierto anuncios circo. Dispersó conferencia religiosa. Muchos heridos y contusos. Ciudadanos lograron apoderante animal. Estaba cus- todiado de cerca. Agente Brown y yo entramos co- rral, y coimenzamos practicar ideintificación Elefante, empleando fotografías y descripciones. Señales con- cuerdan. Falta una que no^ pudiímos ver. Es cicatriz divieso paleta. Brown deslizóse bajo animal. Cabe- za machacada. Restos Brown perdidos. Circunstan- tes huyeron aterrorizados. Animal también. Lleva costados lesiones mortales. Deja rastros sangre he- ridas cañonazos. Encontrarémoslo. Atraviesa espeso bosque dirección sur."

Este fué el último telegrama. A la caída de la tarde, la niebla era tan densa que no podía uno ver- se la punía de las narices a tres pasos de distancia,

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M A R K T W A I N

La niebla duró toda la noche, y fué causa de que se interrumpiera el tráfico en las calles y en el rio.

TERCERA PARTE

A la mañana del siguiente día, los periódicos con- tenían una profusión infinita de opiniones. La pren- sa refería mlinuciosamente todas las peripecias de la tragedia. A los telegramas de la agencia detectivcs- ca, agregaba los de sus corresponsales. Casi la ter- cia parte de los diarios estab aliena de títulos enor- mies. Mi corazón se despedazaba al ver esas noti- cias horripilantes. Juzgúese del tono general de la prensa :

¡ EL ELEFANTE BLANCO EN LIBERTAD !

¡PROSIGUE SU MARCHA FATAL! ¡PUE- BLOS ENTEROS SON ABANDONADOS POR SUS HABITANTES! ¡EL PÁLIDO TERROR PRECEDE LA MARCHA DEL ANIMAL FU- NESTO ! ¡ LA DEVASTACIÓN Y LA MUERTE LE SIGUEN ! ¡ AL ELEFANTE SE UNEN LOS AGENTES SECRETOS, Y EL TERROR AU- MENTA! ¡GRANJAS DESTRUIDAS! ¡FABRI- CAS ASOLADAS! ¡MIESES DEVORADAS! ¡ASAMBLEAS CÍVICAS Y RELIGIOSAS DIS- PERSADAS! ¡carnicerías INDESCRIPTI- BLES! ¡OPINIÓN DE TREINTA Y CUATRO NOTABILIDADES ! ¡ HABLAN LOS PERITOS MAS EMINENTES! ¡OPINIÓN DEL INSPEC- TOR BLUNT!"

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

¡ Magnífico ! j Magnífico ! exclamó el inspector Blunt, casi externando su satisfacción . ¡ Mag- nífico ! Jamás habíamos tenido un triunfo como este. Nuestra fama llegará hasta los últimos confines de la tierra. El recuerdo de este acontecimiento sobre- vivirá a nuestra generación, y en ios límites más remotos del tiempo se pronunciará mi nombre can admiración y entusias-mo.

Yo no tenía las mismas razones para estar con- tento. Ni esas ni otras. Me parecía que yo era el autor de aquellos crímenes sangrientos o ruinosos, y que el Elefante había servido de agente irres- ponsable (le mi perversidad. ¡ La lista de los ho- rrores había aumentado prodigiosamente ! En una localidad, el Elefante lle;gó justamente en el mo- menito de efectuarse una elección, y mató a cinco escrutadores. Ese acto de violencia fué seguido de la muerte de ffos pobres diablos, dos irlandeses lla- mados O'Donohue y Mac-Flanigan, que la víspera habían encontrado un refugio en la tierra que sirve de asilo a los oprimidos de todos los países, y que por primera vez ejercían el derecho sagrado de to- dos los ciudadanos morteamericanos presentándose a las urnas electorales. No consumaron ese acto de civismo, pues en el mismo instante los hirió *'la mano implacable del azote de Siam", como llamaba la prensa a la trompa del Elefante. En otro luga- rejo atacó a un viejo apóstol de la moral más pura que preparaba su campaña cootra el baile, el tea- tro y otras diversiones pecaminosas. En otro punto

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murió un inspector de pararrayos. La lista san- grienta icontinuaba, y cada vez me parecía más desoladora. Sumé sesenta muertos y doscientos cuarenta heridos. Todos los informes encomiaban la vigilancia y la abnegación de los agentes ; todos los artículos terminaban diciendo que la bestia fa- tal había sido vista por trescientos mil hombres y cuatro agentes. ¡ Dos de éstos habían perecido !

Sentía angustia sólo de pensar que llegase otro telegrama. Pero no había remedio. Lo inexorable tenia que cumplirse. ¡ Comenzó el aguacero de no- ticias ! Por uno de esos cambios bruscos de la fa- talidad, recibí la más grata de las sorpresas. ¡ Había desaparecido toda huella del Elefante !

A favor de la niebla, el Animal Sagrado encon- tró un retiro, y se mantuvo oculto a las nJradas curiosas de la investigación policíaca. Telegramas de lugares absurdamente distantes unO'S de otros, anunciaban la vista de una inmensa mole que se adivinaba a través de la niebla. Era sin duda el Elefante. La masa enorme fué vista a la vez en Nueva Haven y en Nueva Jersey, en Pennsylvania, en lo más remoto del Estado de Nueva York, en Brooklin y hasta en la misma Ciudad Luperial. Pero la mole siniestra se desvajnecía sin dejar hue- llas sobre la superficie de la tierra. Los agentes di- seiminados en esa dilatada extensión, enviaban sus mensajes cada hora, cada media hora, cada cuarto de hora. Todos los agentes estaban en posesión de

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

la pista segiwa; todos iban a coger al animal por la cola.

El día transcurrió sin una noticia de resultados positivos.

Transcurrió el siguiente día.

Transcurrió el tercero.

El público empezó a fastidiarse de leer noticias de huellas que se borraban!, de hipótesis que se quebraban de sutiles, ¡El público ianzó su primer bostezo !

Era necesario reanimar la Ctxpeciación pública. Era indispensable estimular el celo de los agentes. ¿Cómo lograrlo? Bl inspector Blunt me aconsejó que duplicase la prima ofrecida. Yo obedecí.

Siguieron cuatro días de espera mortal para mí. Un golpe cruel amenazaba a los agentes de inves- tigación. Los periodistas cerraron las columnas de los diarios a la inserción de las hipótesis policíacas. Pedían un breve respiro.

Quince días después de la consumación del robo, elevé a setenta y cinco mil dólares la gratificación. Yo sacrificaba mi fortuna, pero /no vacilé. Todo antes que desacreditarme a los ojos de mi Gobier- no. Nada salvó a los infelices agentes. La prensa los acosaba con sus sátiras. El teatro imitó a la prensa, y en todos los retablos aparecieron crueles caricaturas del Detectivismo.- Salían los agentes ata- layando el horizonte con sus catalejos, y salía el Elefante detrás de ellos, metiéndoles la trompa en los bolsillos de las americanas para sacar manza-

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ñas, bocadillos y botellas de ivhisky. Hasta la in- signia del Detectivismo fué condenada al ridiculo. Todos hemos visto en las cubiertas de las novelas policíacas el ojo abierto y la leyenda que dice: "Jamás dormimos." Pues bien, si un agente entra- ba al bar, el dependiente se permitía ridiculizarlo con el empleo del antiguo retruécano del ojo. Los sarcasmos poblaban la atmósfera y la saturaban.

Sólo un hombre permanecía tranquilo, inmuta- ble, insensible a todas las burlas. Para ese hombre el mundo de la policía secreta seguía girando en su eje adamantino.

Déjeles usted me decía esc hombre de mira- da límpida . Déjelos usted. Veremos quién ríe al final del último acto.

Después de esto, ¿se extrañará que mi admira- ción tomase la forma de un culto? Yo into me apar- taba de él; su oficina era mi morada. Sufría en ella las penas de una cárcel, pero allí estaba a mi •vista el ejemplo reconfortante de una serenidad heroica que yo me imponía el deber de imitar. De- bo decir que si yo admiraba a Blun«t, el mundo en- tero me admiraba a pot la confianza con cjue alimentaba mi fe. A veces cruzaba por mi frente la idea de abandonar la partida; pero me bastaba contemplar aquella faz tranquila para ver que mi sitio estaba junto a Blunt.

Uina mañana, sin embargo, tres semanas después del hecho abominable, me vi tentado de enviar mi renuncia al Gobierno de Siam. Comuniqué mi pro-

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

pósito al Inspector, y éstfe m¡c¡ sometió otro iplan general de campaña. liaríamos una transacción? con los ladrones. La fertilidad propia de su ing-enio era superior a cuanto pudiera imaginarse. Yo no había visto hasta entonces um espíritu que igualara al de Blunt, y, sin embargo, me eran familiares los hombres más ilustres de ambos mundos. Si yo me allanaba a dar cien mil dolores, el Elefante perdido entraría al instante por la puerta de mi casa. Tan seguro así estaba Blunt de la eficacia de su idea genial. Contesté que yo podría reunir aquella suma, aunque con cierta dificultad ; pero me preocupaba la suerte de los abnegados agentes que habían des- plegado tanta actividad y que habían mostrado una inteligencia tan extraordinaria en aquella investi- gación hasta entonces poco fructuosa.

En toda transacción ^me dijo Blunt , en toda transacción van a medias di Detectivismo y el Cri- men. No lo olvide usted.

Mi única objeción caía por tierra. Apronté los cien mil dólares. El Inspector general escribió dos cartas. La primera decía:

** Señora de toda mi consideración y respeto: El esposo de usted puede ganar una suma considera- ble y contar en lo absoluto con la protección de la ley, si acude inmediatamente a mi oficina. Soy de nsted, señora, el más atento y respetuoso servidor, que besp. «us pie», Blunt, inspector general,"

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A la señora Duffy, esposa del caballero llamado Duífy, el Lgárillo.

La otra carta estaba concebida en los mismos términos, y fué enviada a la barragana <de Mac- Fadden, el Rojo.

La misma persona que llevó las dos cartas trajo una hora después las dos respuestas.

"Viejo animal: Duffy el Ladrillo falleció de muerte natural hace dos años. Brígida Mahcney."

La otra respuesta era no menos enérgica y con- tundente.

''Imbécil murciélago: ¿Te quieres burlar de mí? Mac-Fadden, el Rojo, fué colgado hace diez y ocho meses. Se necesita pertenecer a la policía detecti- vesca para ignorarlo. María O'Hooligan."

Ya lo sospechaba dijo el inspector . El tes- timonio fehaciente de estas dos cartas es la prueba de mi olfato infalible.

Sus recursos eran inagotables. Si fallaba uno, encointraba cien mil. Inimediatamente envió a los periódicos este anuncio:

"A.— XWBLVN, A ADA. NM. TJDJÍ.— FAS. SDJwawawa. OZPO.— 2M. Ogwe Mum."

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

Cuando quedamos solos, me dijo:

Si el ladrón vJive, acudirá a la cita.

Yo no comprendí, pero él' me explicó que había un sitio en donde trataban sus negocios los ladrones y la policía. No era necesario citar hora, pues ya se sabía que al dar las doce se encontrarían los de- fensores de la Ley y los que tienen por oficio vul- nerarla.

Yo quedaba libre hasta las doce, pues antes no había asunto que tratar. Salí de la oficina, feliditán- dome de aquel respiro.

Volví a las once de la noche con los cien mil dó- lares en billetes de Banco, y se los di al Inspector general. Poco después nos despedimos. Brillaba en sus ojos aquella luz de esperanza y de seguridad que era para imi la columna de fuego en el desierio. Transcurrió una hora de angustia. Oí, por fin, los pasos mesurados del genio. Me 'levanté anhelante, y salí a recibirlo. ¡ Su frente estaba nimbada por la aureola del triunfo!

Hemos transigido me dijo . Puedo decir que tenemos el Elefante en nuestro poder. Sígame usted.

Tomó una bujía, y bajó a la espaciosa cripta de la casa. Allí dormían sesenta agentes. Otros veinte jugaban y bebían. Yo seguí a Blunt. El avanzó rá- pidamente hasta el extreimo del sótano sombrío. Yo estaba a punto de sucumbir, asfix)iado por la atmós- fera de la cámara infernal, y casi había perdido el conocimiento, cuando me sacudió un sobresalto pe- noso al ver que Blunt tropezaba, resbalaba y caía.

M A R K T W A I N

No cayó sobre el suelo, sin embaí go, sino sobre una alfombra de un espesor gi^^antesco. ¡Nuestra noble profesión está vengada! Tales fueron las palabras de Blunt al sentir bajo su peciho el cuerpo del Elefante.

Tantais emociones onie dominaron al fin, y la rea- lidad s€ desvaneció ante mis ojos. Cuando volví en mí, estaba en la oficina. Los policías me prodigaban sus cuidados, y me acercaban frascos de éter para que aspirara.

La espaciosa oficina estaba llena de gente. Todos los subordinados de Blunt habían acudido al recibir la noticia del estruendoso triunfo. Los periodistas llegaban también apresuradamente. Media docena de criados destapaban botellas de champaña. Blunt brindaba. El entusiasmo era indecible, y se mani- festaba con abrazos, apretones de manos, vivas y cantos. Blunt era el héroe, el vencedor, el aclama- do. ¡Victoria merecida, victoria ganada a fuerza de perseverancia, de valor y de pericia ! Yo me sentía feliz. Aquel incgocio me había reducido a la men- dicidadi, pero ¿cámo no enternecerme viendo la profunda admiración de que era objeto el gran Blunt?

Es el Rey del Díetectivismo ^dijo a mi oído un agente; déle usted un indicio, y ese Coloso con'3- truye inmediatamente el sistema completo de la investigación.

Era verdad. Yo lo reconocía. ¿Iba a negar he- chos indiscutibles? No he sido jamás injusto. La

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

pérdida de mi fortuna y de mi posicióm', sobre todo, la pérdida de la confianza de mi Gobierno, nada tenían que ver con Blunt y sus agentes. Mi desdi- cha era el resultado de la inexcusable negligencia con que me acosté a dormir, sin mantener una vi- gilancia celosa para que el Elefante no fuera ro- b '.do o no se escapara dando \m empujón a la barda del corral.

Triste, pero no envidioso del bien ajeno, pre- senciaba yo la repartición de los cincuenta mil dó- lares correspondiente a la Falaiiige del Detectivis- rno. Blunt pro-cedió con espíritu de justicia en aque- lla atribución de beneficios noblemente merecidos.

Gozad, hijos míos; gozad, puesto que habéis ganado esta recompensa. Gracias a vosotros, nues- tra profesión* tendrá un renombre imperecedero.

La orgía fué intcrrmnipida por la llegada de un telegrama :

'*Monroe, Michigan. A las lo de la noche.

"Por primrxa vez encuentro oficina telegráfica. Hace tres semanas camino por desiertos. Seguí hue- lla caballo distancia novecientas millas bosque. Hue- llas iban siendo más grandes y más recientes de día en día. Semana próxima capturaré Elefante. Segu- ridad absoluta. Continúo persecución. Darley, agenten*

El Inspector general ordenó que se saludase el te- legrama de Darley con una ti^iple salva de aplausos, üarley era uno de los hombres más infatigables y más enérgicos en el cumplimiento del deber. Rea-

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lizado el acto de justicia, se le telegrafió que re- gresara para qm. pudiera gastar alegrenieute la parte que le correspondía en la gratificación.

Así ternnnó el maravilloso episodio del Elefan- te Blanco de Siam, el Aoimal Sagrado.

La Prensa de la mañana contenía los más ar- dientes y efusivos elogios para la Falange de Blunt. Sólo hubo una excepción. No qué pape- lucho insignifica/nite decía irónicamente:

"¡Grande es la gloria del Polizonte! ¿Quien es capaz de medir el genio del Detectivismo? Se le es- caparán a veces objetos de pequeñas dimensiones, como los elefantes, por ejemplo. Sucederá tal vez que pase días y días, que duerma noches y noches, sin! saber, por la vista ni por «el olfato, que un po- bre paquidermo ha agonizado y ha muerto, que se pudre en el sótano de la Inspección general. á\i esa misma Inspección en donde entran los ladrones durante las crudas noches de invierno para llevar- se la estufa y el combustible, los abrigos y el wisky de los agentes. ¿Qué importa esto? El Detectivis- mo logra encoHítrar hasta un elefante, siempre que ponga la mano sobre los hombros de alguien que haya visto al Elefante, y que diga en dónlde se halla su cuerpo inanimado y pestilente."

i Pobre Elefante mío ! Dos o tres balas de cañón lo habíaiti herido mortalmente. Sobrevino la noche de niebla, y caminando a tientas, sin saber cómo, se refugió en el sótano de la Inspección. Allí, ro- deado de enemigos, en peligro constante de que se

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NARRACIONES HUMORÍSTICAS

le descubriera, pasó los últimos días de su existen- cia, hasta que el reposo ñiial puso término a los ddores producidos por las brechas que habían abierto los cañonazos en sus costillas, y lo libró ck las torturas mil veces más insufribles del hambre y de la sed. ¡ Pobre paquidermo !

Mis pérdidas fueron:

Transacción con .ios ladrones lüo.ooo dólares.

Gastos de investigación 42,000 "

Total 142.000 "

Soy un arruinado, un vagabundo, un desacredi- tado. Pero no un ingrato ni uim injusto. Admiro a Bknit y proclamo los méritos del Detectivismo.

? ^ ")

índice

Págs.

I. Autobiografía 5

II. ^Nociie de esipanlos 17

III. Sobre la decadencia en el arte de mentir 29

IV. ^^EI arca de Noc inspeccionada en un puerto

alemán 41

V. iM'i reloj 4<j

VI. 'La difteria y el matrimoníio McWilliiamis 57

VIL 'Fábulas edifica.mlies para niños ladultos de am- bos sicxos 69

Vin. ^Jorge Wásihin'g^tom', su infancia y mi acuidcon. 111

IX. Uina vida de Plutarco 121

X. La morail de Fraiikllün 125

XI. La tempestad y d matrimoinio Me Williams 131

XII. Sobre aves de corra;! 143

XIII. ^Cartas de fami,Hia..-v 149

V. El atentado contra Julio César, según la Prensa. 159

XV. ^El iilu'stre revoiliucioiraTio Bu'tterworth Stavd'y... ¡69

XVI. ^El vendedor de ecos 195

XVII. ^El héroe de Lucrecia Borgia 207

XVIII. ^El robo del ellefante blaiicü 219

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