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OBRAS

DE

D. PEDRO ANTONIO DE ALARCON

de la Real Academia EspaSola.

NOVELAS CORTAS.

TERCERA SERIE.

Es propiedad del autor. Quedan hechos los de- pósitos que marca la Ley.

NOVELAS CORTAS

DE

D. PEDRO ANTONIO DE ALARCON.

TERCERA SERIE.

NARRACIONES

INVEROSÍMILES

El amigo de la muerte.— La mujer alta.

Los seis velos.— Moros y cristianos. El aSo en Spitzberg.

Soy, tengo y quiero. Los ojos negros. Lo QUS

ss oye desde una silla del Prado.

MADRID.

IMPRENTA Y FUNDICIÓN DE M. TELLO.

impresor de cámara de s. m.

Isabel la Católica, 23.

t^

A DIÓSCORO PUEBLA.

tí, mi querido artista; a! nuble pintor de El Descubrimiento de América; á mi bondadoso cicerone en Roma; á mi paciente compañero de viaje en Ñapóles y Pom- Peya; al más asiduo y taciturno tertuliano de mi casa; á tí, digo, van dedicadas, al volver á salir á luz, estas Narraciones inverosímiles, fantásti- cas unas, románticas otras, y humorísticas las de- más; escritas casi todas en mi niñez ó en mi prime- ra juventud; pertenecientes varias de ellas á una moda ó gusto literario hoy abolido, pero que enton- ces hacía relamerse á los admiradores de Alfonso Karr, y sólo una (El Amigo de la Muerte) dig- na de que más experimentado y sabio escritor hubie- se desenvuelto el profundo y generoso pensamiento que, al decir de respetables críticos, le sirve de tema,

6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

y que yo tío por qué rara casualidad buscó alber- gue en mi pobre cerebro...

De un modo 6 de otro, acepta la dedicatoria de estas- obrillas, que en su mayor parte timen casi tan- ta fecha como nuestra amistad, y sírvante para re- cordar alguna vez, si me sobrevives, el verdadero ca- riño que te profesa tu cantarada

Pedro.

MuJriJ, 1882.

EL AMIGO DE LA MUERTE.

EL AMIGO DE LA MUERTE.

CUENTO FANTÁSTICO.

I.

MÉRITOS Y SERVICIOS.

ste era un pobre muchacho, alto, flaco, amarillo, con buenos ojos ne- gros, la frente despejada y las ma- nos más hermosas del mundo; muy mal vestido, de altanero porte y humor in- aguantable...— Tenía diez y nueve años, y llamábase Gil Gil.

Gil Gil era hijo, nieto, biznieto, chozno, y Dios sabe qué más, de los mejores zapateros de viejo de la Corte, y, al venir al mundo, le costó la vida á su madre Crispina López, cu- yos padres, abuelos, bisabuelos y tatarabuelos honraron también la misma profesión.

Juan Gil, padre del artesano melancólico, principió á amarlo, no desde que supo que lia-

10 NARRACIONES INVEROSÍMILES

maba con los talones á las puertas de la vida, sino desde el instante en que compareció en el mundo, por más que de esta comparecen- cia proviniese la viudez del maestro de obra prima; circunstancia que induce á sospe- char que Juan Gil y Crispina López fue- ron un modelo de matrimonios cortos, pero malos.

Tan corto fué el suyo, que no pudo serlo más, si tenemos en cuenta que dejó fruto de bendición..., hasta cierto punto. Queremos significar con esto que Gil Gil era sietemesi- no, ó por mejor decir, que nació á los siete meses del casamiento de sus padres; lo cual no es ya la misma cosa...; y eso que nosotros, al nombrar á sus padres, aludimos siempre á Juan Gil tanto como á su mujer.

Sea de todo lo que fuere, y juzgando sólo por las apariencias, Crispina López merecía ser más llorada de lo que la lloró su marido; pues al pasar á la suya desde la zapata lia pa- 1 11 dote, amén una hermosu- ra casi excesiva y de mocha ropa decanía y de vestir, un riquísimo parroquiano, ¡nada menos que un conde, y Cunde de Rionuevol quien tuvo, durante algunoa mt tnoa

. el < atrafio capí icho de i menú licadoa pies en la tosca obra del

buen Ju;i! ntante el mi Q0 de

RL AMIGO DE LA MUERTE II

los santos mártires Crispín y Crispiniano, que de Dios gozan...

Pero nada de esto tiene que ver ahora con mi cuento, llamado El amigo de la Muerte.

Lo que nos importa saber es que Gil Gil se quedó sin padre, ó sea, sin el honrado za- patero, á la edad de catorce años, y que el Conde de Rionuevo, compadecido de su or- fandad, ó prendado de su peregrino talento, que lo cierto no pudo averiguarse, se lo llevó en calidad de paje á su casa, no sin gran re- pugnancia de su esposa la Condesa, que ya tenía noticias del niño parido por Crispina López.

Nuestro héroe había recibido alguna edu- cación,— leer, escribir, contar y doctrina cris- tiana;— de manera que pudo emprenderla des- de luego con el latín, bajo la dirección de un fraile Jerónimo que entraba mucho en casa del Conde de Rionuevo.

Fueron estos años los más dichosos de la vida de Gil Gil; dichosos, no porque carecie- se el pobre de disgustos; que se los daba y muy grandes la señora Condesa, recordándole á to- das horas la lezna y el tirapié; sino porque acompañaba de noche á su protector á casa del Duque de Monteclaro, y el Duque de Monte- claro tenía una hija, la hermosísima Elena, presunta, universal y única heredera de todos

12 NARRACIONES INVEROSÍMILES

sus bienes y rentas habidos y por haber... Rayaba Elena en los doce Febreros cuando la conoció Gil Gil; y, como en aquella casa pa- saba el joven paje por hijo de una muy noble familia arruinada, piadoso embuste del Con- de de Rionuevo, la aristocrática niña no se desdeñó de jugar con él á las cosas que juegan los muchachos, llegando hasta darle, por su- puesto en broma, el dictado de novio, y aun á cobrarle algún cariño, cuando los doce años de ella se convirtieron en catorce y los catorce de él en diez y seis.

Así trascurrieron tres años más. El hijo del zapatero vivió todo este tiempo en una atmósfera de lujo y de placeres; entró en la corte; trató con la Grandeza; adquirió sus modales; tartamudeó el francés (entonces muy en boga), y aprendió, en fin, equitación, baile, esgrima, algo de ajedrea y un poco de nigromancia.

I 'en. he aquí iiue la Mutrte vino porten

idada que las anterio- i echar poi tía ci el porvenir de nu

le de Rionuevo falleció abin - tto, y l.i Condesa viuda, que odiaba cor- di. límente al i a difunto, le partí- , i on Utgi imas i n Loa "i"s v veneno en la [ue abandonase aquella casa sin p6i - dida de tiempo, pues su preten< is le mordaba

EL AMIGO DE LA MUERTE 1 3

la de su marido, y esto no podía menos de en- tristecerla.

Gil Gil creyó que despertaba de un hermo- so sueño, ó que era presa de cruel pesadilla. Ello es que cogió debajo del brazo los ves- tidos que quisieron dejarle, y abandonó, llo- rando á lágrima viva, aquel que ya no era hospitalario techo.

Pobre, y sin familia ni hogar á que acoger- se, acordóse el desgraciado de que en cierta calleja del barrio de las Vistillas poseía un hu- milde portal y algunas herramientas de zapa- tero encerradas en un arca; todo lo cual co- rría á cargo de la vieja más vieja de la vecin- dad, en cuya casa había encontrado el pobre caricias y hasta confitura en vida del virtuo- so Juan Gil...

Fué allá: la vieja duraba todavía; las herra- mientas se hallaban en buen estado, y el al- quiler del portal le había producido en aque- llos años unos siete doblones, que la buena mu- jer le entregó, no sin regarlos antes con lágri- mas de alegría.

Gil decidió vivir con la vieja; dedicarse á la obra prima, y olvidar completamente la equi- tación, las armas, el baile y el ajedrez... ¡Pero de ningún modo á Elena de Monteclaro!

Esto último le hubiera sido imposible. Comprendió, sin embargo, que había mueito

14 NARRACIONES INVEROSÍMILES

para ella, ó que ella había muerto para él; y, antes de colocar la fúnebre losa de la desespe- ración sobre aquel amor inextinguible, quiso dar un adiós supremo á la que era hacía mu- cho tiempo alma de su alma.

Vistióse, pues, una noche con su mejor ro- pa de caballero, y tomó el camino de la casa del Duque.

A la puerta había un coche de camino con las muías ya enganchadas.

Elena subía á él, seguida de su padre.

¡Gil! exclamó al ver al joven.

¡Vamos!— gritó el -Duque al cochero, sin oir la voz de su hija.

Las muías partieron á escape.

El infeliz tendió los brazos hacia su adora- da, sin tener tiempo ni aun para decirle ¡adiós!

¡A ver!— (gruñó el portero); ¡hay que .ir!

Gil volvió de su atolondramiento* ¡Se van!— dijo.

J i. ni. i i!— respondió el por-

tero tecamente, dándole con la puerta en los hocicos.

El volvió á su casa más deseap

do, que nudóse, y guaní

pud feitó un ligero bozo que ya le apuntaba, v

EL AMIGO DE LA MUERTE 1 5

al día siguiente tomó posesión de la desven- cijada silla que Juan Gil ocupó cuarenta años entre hormas, cuchillas, leznas y cerote.

Así lo encontramos al empezar este cuento, que, como ya queda dicho, se titula El amigo

DE LA MUERTE.

IT.

MÁS SERVICIOS Y MÉRITOS.

Acababa el mes de Junio de 1724.

Gil Gil llevaba dos años de zapatero; mas no por esto creáis que se había resignado con su suerte.

Tenía que trabajar día y noche para ganar- se el preciso sustento, lamentando sobre todo el deterioro consiguiente de sus hermosas ma- nos; leía cuando le faltaba parroquia, y ni por los padres de Gracia alargaba sus paseos más allá de la esquina de su escondida calle.

Allí vivía solo, taciturno, hipocondriaco, sin otra distracción que oir de labios de la vieja alguna que otra descripción de la her- mosura de Crispina López ó de cómo apren- dió á hablar y á andar el mismo que la escu- chaba...

Ahora: los domingos, la cosa mudaba de aspecto.— Gil Gil se ponía sus antiguos vesti-

1 6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

dos de paje, cuidadosamente conservados en el resto de la semana, y se iba alas gradas de la iglesia de San Millán, la más próxima al palacio de Monteclaro, y donde su inolvida- ble Elena oía misa antes de marcharse de Ma- drid.

Allí la esperó un año y otro, sin verla pa- recer.

En cambio, encontraba estudiantes y pajes que trató cuando niño, y que le ponían ahora al corriente de cuanto sucedía en las altas es- feras de que él había sido arrojado...

Por ellos supo que su adorada seguía en Francia... Mas, ni ruin así, llegó el caso de que nadie sospechara en aquellos barrios que nuestro joven fuese en otros un pobre remen- dón; sino que todos lo creían poseedor de afr. gún legado del Conde de RionuCYO, quien manifestó en vida demasiada predilección al 6 para que se pudiera ereei que no

había pensadoen asegurar tu porvenir.

por la época que hemos ri- zar este capítulo, hallando; ' n dft de fiesta á la pin lia .1(1 susodieho

templo, vio llegar doe damas Lujosamenti

y con gran séquito, las cuales pasaron lo

bastante cerca de 61 pan que iceon

le ellas á su fatal la Conde)

vo.

EL AMIGO DE LA MUERTE 1 7

Iba nuestro joven á esconderse entre la mul- titud, cuando la otra dama se levantó el velo, y... ¡oh ventura!... Gil Gil vio que era su ado- rada Elena, la dulce causa de sus acerbos pe- sares.

El pobre mozo dio un grito de frenética alegría, y se adelantó hacia la beldad.

Elena lo reconoció al momento, y exclamó como dos años antes:

—¡Gil!

La Condesa de Rionuevo apretó el brazo á la heredera de Monteclaro, y murmuró vol- viéndose á Gil Gil:

Te he dicho que estoy contenta con mi zapatero... ¡Yo no calzo de viejo!... Déjame en paz.

Gil Gil palideció como un difunto, y cayó contra las losas del atrio.

Elena y la Condesa penetraron en el templo.

Dos ó tres estudiantes que presenciaron la escena se rieron á todo trapo, aunque no la entendieron completamente.

Gil Gil fué conducido á su casa.

Allí le esperaba otro golpe.

La vieja que constituía toda su familia ha- bía muerto de lo que se llama muerte senil.

Él cayó en cama con una fiebre cerebral muy intensa, y estuvo, como quien dice, á las puertas de la muerte.

TOMO ni 2

1 8 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Cuando volvió en sí, se encontró con que un vecino de aquella calle, más pobre aunque él, lo había cuidado durante su larga enferme - dad, no sin verse obligado, para costear médi- co y botica, á vender los muebles, las herra- mientas, el portal, los libros y hasta el traje de caballero de nuestro joven.

Al cabo de dos meses, Gil Gil, cubierto de harapos, hambriento, debilitado por la enfer- medad, sin un maravedí, sin familia, sin ami- gos, sin aquella vieja á quien amaba 3'a como á una madre, y, lo que era peor que todo, sin el dulce sueño de toda su juventud, que era Elena, abandonó el portal (asilo de sus as- cendientes, y ya propiedad de otro zapatero), y tomó á la ventura por la primera calle que encontró, sin saber á dónde iba, ni qué hacer, i quién dirigirse, ni cómo trabajar.

Llovía. Era una de esas tristísimas tardes en que parece que hasta los relojes tocan á muerto; en que el cielo está cubierto de nubes y la tierra de lodo; en que el aire, húmedo y macilento, ahoga Loa auepiroa dentro del cora- zón del hombre; en que todos los pobres; tea hambre, todos los huérfanot frío, y todos los desdichado! envidia á los que ya murieron. ió, y Gil Gil, que tente calentura, acurrucóse en el hueco da una puerta, y M i"i

EL AMIGO DE LA MUERTE 10.

La idea de la muerte ofrecióse á su imagina- ción, no entre las sombras del miedo y las convulsiones de la agonía, sino afable, bella y luminosa, como la describe Espronceda.

El desgraciado cruzó los brazos contra su corazón, como para retener aquella dulce ima- gen que tanto descanso, tanta gloria y tanta dicha le ofrecía; y, al hacer este movimiento, sintió que sus manos se posaban sobre una co- sa dura que tenía en el bolsillo.

La reacción fué súbita; la idea de la vida, ó de la conservación, que corría atribulada por el cerebro de Gil Gil, huyendo de la otra idea que hemos enunciado, asióse con toda su fuerza á aquel inesperado accidente que se le presentaba en el borde mismo del sepulcro.

La esperanza murmuró en su oido mil se- ductoras promesas que le indujeron á sospe- char si aquella cosa dura que había tocado se- ría dinero, ó una enorme piedra preciosa, ó un talismán...; algo, en fin, que encerrase la vi- da, la fortuna, la dicha y la gloria (que para él se reducían al amor de Elena de Montecla- ro); y, diciendo á la Muerte: Aguarda..,, se lle- vó la mano al bolsillo.

Pero ¡ay! la cosa dura "era el barrilillo de ácido sulfúrico, ó, por decirlo más claramente, de aceite vitriolo que le servía para hacer be- tún, y que, último resto de sus útiles de zapa-

20 NARRACIONES INVEROSÍMILES

tero, se hallaba en su faltriquera por una ca- sualidad inexplicable.

De consiguiente, allí donde el desgraciado creyó ver una áncora de salvación, encontra- ron sus manos un veneno y de los más activos.

¡Muramos, pues! se dijo entonces.

Y se llevó el bote á los labios

Y una mano fría como el granizo se posó sobre sus hombros, y una voz dulce, tierna, paternal, divina, murmuró sobre su cabeza estas palabras:

¡Hola, amigo!

III.

DE COMO GIL GIL APRENDIÓ MEDICINA EN UNA HORA.

Ninguna frase pudiera haber sorprendido a (iil C.il como la que acababa de es- cuchar:

¿Ifoltl, «»;:

qo tenia amigos.

:o mucho mas i-- Borpn adió la hoi ; impresión de frió que le comunicó la mano tic

aquella sombra, y aun el tono .1

taba, como el viento del polo, ha ila de los huesos.

EL AMIGO DE LA MUERTE 21

Hemos dicho que la noche estaba muy os- cura...

El pobre huérfano no podía, por consiguien- te, distinguir las facciones del recien llegado, aunque su traje negro de caballero.

Lleno de dudas, de misteriosos temores y hasta de una curiosidad vivísima, levantóse del tranco de la puerta en que seguía acurru- cado, y murmuró con voz desfallecida, entre- cortada por el castañeteo de sus dientes:

¿Qué me queréis?

¡Eso te pregunto yo! respondió el des- conocido, enlazando su brazo al de Gil Gil con familiaridad afectuosa.

¿Quién sois? replicó el pobre muchacho, que se sentía morir al contacto de aquel hom- bre.

Soy la persona que buscas.

¡Quién!... ¿yo?... ¡Yo no busco anadie! replicó Gil, queriendo desasirse.

Pues, ¿por qué me has llamado? repuso el otro, estrechando su brazo con más fuerza.

¡Ah!... Dejadme...

Tranquilízate, Gil; que no pienso hacer- te daño alguno... (añadió el ser misterioso). ¡Ven! tiemblas de hambre y frío... Allí veo una hostería abierta, en la que cabalmente tengo que hacer esta noche... Entremos, y to- marás algo.

22 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Bien...: pero ¿quién sois? preguntó de nuevo Gil Gil, cuya curiosidad empezaba á sobreponerse á los demás sentimientos.

Ya te lo dije al llegar: soy tu amigo... ¡Y cuenta que eres el único á quien doy este nombre sobre la tierra! ¡Úneme á el re- mordimiento! i.. Yo he sido la causa de todos tus infortunios.

No os conozco... replicó el zapatero.

¡Sin embargo, he entrado en tu casa mu- chas veces! Por quedaste sin madre al tiem- po de nacer: yo fui causa de la apoplegía que mató á Juan Gil; yo te arrojé del palacio de Rionuevo; yo asesiné un domingo á tu vieja compañera de casa; yo, en fin, te puse en el bolsillo ese bote de ácido sulfúrico...

Gil Gil tembló como un azogado: sintió que la raiz del cabello se le clavaba en el cráneo, que sus músculos crispados se rom- pían.

¡Krcs el demonio! exclamó con indeci- ble miedo.

¡Niño! (contestó el caballero en son de amable censura). ¿De dónde sacas eso? ¡Yo . y mejor que el triste Ser que nombras!

—¿Quién eres, pues?

Entremos en la hoateifa y 1») sabrás.

Gil entró apresurad. iinentc; puso al deseo-

EL AMIGO DE LA MUERTE 23

nocido delante del humilde farol que alum- braba el aposento, y lo miró con avidez...

Era el caballero un hombre como de trein- ta y tres años, alto, hermoso, pálido, vestido todo de negro con escrupulosa elegancia. Sus cabellos, sus ojos y su luenga barba eran ne- gros como el humo de pez, y toda su persona ofrecía un aire singular de tristeza, majestad y dulzura.

Sus ojos no tenían resplandor alguno. Re- cordaban la negrura de las tinieblas. Eran, sí, unos ojos de sombra, unos ojos de luto, unos ojos muertos... Pero tan apacibles, tan inofensivos, tan mudos, que, una vez mirados con atención, no se podía apartar la vista de ellos. Atraían como el mar; fascinaban como un abismo sin fondo; consolaban como el ol- vido.

Así es que Gil Gil, á poco que fijó los su- yos en aquellos ojos inanimados, sintió que un velo negro lo envolvía, que el orbe torna- ba al caos, que el ruido del mundo era como el de una tempestad que se lleva el aire...

Entonces aquel ser misterioso dijo estas tremendas palabras:

Yo soy la Muerte, amigo mío... Yo soy la Muerte, y Dios esquíen me envía... ¡Dios, que te tiene reservado un glorioso lugar en el cielo! Cinco veces he causado tu desventura;

24 NARRACIONES INVEROSÍMILES

y yo, la deidad implacable, te he tenido com- pasión. Cuando Dios me ordenó esta noche llevar ante su tribunal tu alma impía, le ro- gué que me confiase tu existencia y me dejase vivir á tu lado algún tiempo, ofreciéndole en- tregarle al cabo tu espíritu, limpio de culpa y digno de su gloria. El cielo no ha sido sor- do á mi súplica. ¡Tú eres, pues, el primer mortal á quien me he acercado sin que su cuerpo se torne fría ceniza! ¡Tú eres mi único amigo! Oye ahora, y aprende el camino de tu dicha y de tu salvación eterna.

Al llegar aquí la Muerte, Gil Gil murmuró una palabra casi ininteligible.

Te he comprendido... (replicó la Muerte.)

ablas de Elena de Monteclaro. ¡Sí! respondió el joven. ¡Te juro que no la estrecharán otros bra- zos que los tuyos ó los mios! ¡Y, además, te repito que he de darte la felicidad de este mun- do y la del otro! I 'ara ello bastará con lo si- :te:— Yo, amigo mío, no soy la Omnipo- i... ¡Mi poder es muy limitado, muy ! Yo no tengo la facultad de crear. Mi ia se reduce á destruir.— Sin embargo, ni i no:, (1 irte una fuerza, un poder, que la de los príncipes y

v I hacerte módico; pero

o que me conozca, que

EL AMIGO DE LA MUERTE 25

me vea, que me hable! Adivina lo demás.

Gil Gil estaba absorto.

¿Será verdad? exclamó, cual si luchara con una pesadilla.

Todo es verdad, y algo más que te iré di- ciendo...— Por ahora sólo debo advertirte que no eres hijo de Juan Gil. Yo oigo la confe- sión de todos los moribundos, y que eres hijo natural del Conde de Rionuevo, tu difun- to protector, y de Crispina López, que te con- cibió dos meses antes de casarse con el infor- tunado Juan Gil.

¡ Ah, calla! exclamó el pobre niño, tapán- dose el rostro con las manos.

Luego, herido de una súbita idea, se volvió hacia el extraño personaje y exclamó con in- descriptible horror :

¡Conque matarás á Elena algún día!

Tranquilízate... (respondió la divinidad): ¡Elena no morirá nunca para tí! Así, pues: ¡Responde!... ¿Quieres, ó no quieres ser mi amigo?

Gil contestó con esta otra pregunta:

¿Me darás en cambio á Elena?

Te he dicho que sí.

¡Pues esta es mi mano! añadió el joven, alargándosela á la Muerte.

Pero otra idea, más horrible que la ante- rior, le asaltó en aquel momento.

2 6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Con estas manos que estrechan la mia (dijo) mataste á mi pobre madre!...

Sí; tu madre murió... (respondió la Muer- te). Entiende, sin embargo, que yo no le causé dolor alguno... ¡Yo no hago sufrir á nadie! Quien os atormenta hasta el último instante es mi rival la Vida; ¡esa vida que tanto amáis!

Gil se arrojó en brazos de la Muerte por to- da contestación.

Vamos, pues, dijo el enlutado.

¿A dónde?

A la Granja, á comenzar tus funciones de médico.

Pero, ¿á quién vamos á ver?

Al ex-rey Felipe V.

¡Cómo! ¿Felipe V. va á morir?

Todavía no: antes ha de volver á reinar, y vas á regalarle la corona.

Gil inclinó la frente, abrumado bajo el pe- so de tantas nuevas ideas.

La Muerte lo cogió del brazo y lo sacó de la hostería.

No habían llegado á la puerta, cuando oye- < spalda gritos y lamentaciones.

i.i dueño de la hostería acababa de morir.

EL AMIGO DE LA MUERTE 27

VI. DIGRESIÓN, QUE NO HACE AL CASO.

Desde que Gil Gil salió de la hostería, em- pezó á observar tal cambio en mismo y en la naturaleza toda, que, á no ir asido á un bra- zo tan robusto como el de la Muerte, induda- blemente hubiera caido anonadado contra el suelo.

Y era que nuestro héroe sentía lo que no ha sentido ningún otro hombre: ¡el doble movi- miento de la Tierra!

En cambio, no percibía el de su propio co- razón.

Por lo demás, cualquiera que hubiese exa- minado á la esplendorosa luz de la luna el rostro del ex-zapatero, habría echado de ver que la melancólica hermosura que siempre lo hizo admirable había subido de punto de una manera extraordinaria... Sus ojos, de un negro aterciopelado, reflejaban ya aquella paz misteriosa que reinaba en los de la perso- nificación de la Muerte. Sus largos y sedosos cabellos, oscuros como las alas del cuervo, adornaban una fisonomía pálida como el ala- bastro de las tumbas, radiosa y opaca á un mismo tiempo, cual si dentro de aquel alabas-

28 NARRACIONES INVEROSÍMILES

tro ardiese una luz funeral que se filtrara te- nuemente por sus poros. Su gesto, su actitud, su ademán, todo en él se había trasfigurado, adquiriendo cierto aire monumental, eterno, extraño á toda relación con la naturaleza, y que, indudablemente, donde quiera que Gil se presentase, lo haría superior á las mujeres más insensibles, á los poderosos más sober- bios, á los guerreros más esforzados.

Andaban y andaban los dos amigos hacia la Sierra, unas veces por el camino y otras fue- ra de él.

Siempre que pasaban por algún pueblo ó caserío, lentas campanadas, vibrando en el es- pacio en son de agonía, anunciaban á nuestro joven que la. Muerte no perdía su tiempo; que su brazo alcanzaba á todas partes, y que, no por sentirlo él sobre su corazón como una montaña de hielo, dejaba de cubrir de luto \ de ruinas todo el lia/, de la dilatada tierra. mies y peregrinas coma iba contándole

ido.

i miga de la i listona, complacíase en ha- blar peates acerca de bus pretendidas virtu- j , en n alidad, presentábale loa hechos ta- les como acontecieron y no como los guardan t y cronicoi Los abismos de lo pasado te entreabrían !a absorta Imaginación de Gil Gil, ofre-

EL AMIGO DE LA MUERTE 2Q

ciéndole revelaciones importantísimas sobre el destino de los imperios y de la humani lad entera, explicándole el gran misterio del ori- gen de la vida y el no menos temeroso y gran- de del fin á que caminamos los mal llamados mortales, y haciéndole comprender, por últi- mo, ala luz de tan alta filosofía, las leyes que presiden al desensolvimiento de la materia cósmica y á sus múltiples manifestaciones en esas formas efímeras y pasajeras que se lla- man minerales, plantas, animales, astros, constelaciones, nebulosas y mundos.

La fisiología, la geología, la química, la botánica, todo se esclarecía á los ojos del ex- zapatero, dándole á conocer los misteriosos re- sortes de la vida, del movimiento, de la repro- ducción, de la pasión, del sentimiento, de la idea, de la conciencia, déla reflexión, de la memoria y de la voluntad.

¡Dios, sólo Dios, permanecía velado en el fondo de aquellos mares de luz!

¡Dios, sólo Dios, era ajeno á la vida y á la muerte; extraño á la solidaridad universal; úni- co y superior en esencia; sólo, como sustan- cia; independiente, libre y todo-poderoso co- mo acción!

La Muerte no alcanzaba á envolver al Cria- dor en su infinita sombra.

¡Sólo él era! Su eternidad, su inmutabili-

30 NARRACIONES INVEROSÍMILES

dad, su impenetrabilidad, deslumhraron la vista de Gil Gil; el cual, inclinó la cabeza, y adoró, y creyó, quedando sumido en mayor ig- norancia que antes de bajar á los abismos de la Muerte...

V.

LO CIERTO POR LO DUDOSO.

Eran las diez de la mañana del 30 de Agos- to de 1724 cuando Gil Gil, perfectamente aleccionado por su disfrazada amiga, penetra- ba en el palacio de San Ildefonso y pedía au- diencia á Felipe V.

Recordemos al lector la situación de este monarca en el día y hora que acabamos de ci- tar.

l'.l primer Borbón de España, nieto de Luis XIV de Francia, aceptó el trono español ruando 110 podía soñar con sentarse en el tro-

ro fueron moliendo otros prínci- pes, tíos y primos suyos, que le separaban del •olio de su tierra nativa, y, entonces, á fin de habilitarse para ocuparlo, si moría también su sobrino Luís xv (que estaba muy enfermo y

1 ontaba catorro ai lad), abdicó la

ia de Castilla en su hijo Luís I, y se 1 á San Ildefonso.

EL AMIGO DE LA MUERTE 3 1

En tal situación, mejoró algo de salud Luís XV, y Luís I cayó en cama gravísimamente atacado de viruelas, hasta el extremo de te- merse ya por su vida... Diez correos, escalona- dos entre la Granja y Madrid, llevaban cada hora á Felipe noticias del estado de su hijo, y el padre ambicioso, excitado además por su célebre segunda esposa Isabel Farnesio (mu- cho más ambiciosa que él), no sabía qué par- tido tomar en tan inesperado y grave conflicto.

¿Iba á vacar el trono de España antes que el de Francia? ¿Debía manifestar su inten- ción de reinar de nuevo, disponiéndose á re- coger la herencia de su hijo?

Pero ¿y si no moría éste?

¿No sería insigne torpeza descubrir á toda Europa el tenebroso fondo de su alma? ¿No era esterilizar el sacrificio de haber vivido sie- te meses en la soledad? ¿No fuera renunciar para siempre á la dulce esperanza de sostener- se en el solio de San Luís?

¿Qué hacer, pues?

¡Esperar, equivalía á perder un tiempo pre- cioso!— La Junta de Gobierno lo aborrecía y le disputaba toda influencia en las cosas del Estado...

Dar un solo paso, podía comprometer la ambición de toda su vida y su nombre en la posteridad...

32 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Falso Carlos V, las tentaciones del mundo lo asaltaban en el desierto, y pagaba harto ca- ra en aquellas horas de incertidumbre la hipo- cresía de su abdicación!

Tal era la circunstancia en que nuestro amigo Gil Gil se anunciaba al meditabundo Felipe, diciéndose portador de importantísi- mas noticias.

¿Qué me quieres? preguntó el rey sin mirarlo, cuando lo sintió dentro de la cá- mara.

Señor, míreme V. M. (respondió Gil Gil con desenfado). No tema que lea sus pensa- mientos; pues no son un misterio para mí.

Felipe V se volvió bruscamente hacia aquel hombre, cuya voz, seca y fría como la w que revelaba, había helado la sangre < /.ón.

Pero su enojo se estrelló en la fúnebre son-

B dd Amigo de la Muerte.

Sintióse, pues, poseído da Supersticioso te- il lijar sus ojos en los de Gil Gil; j o una mano trémula á la campan I raía que adornaba la mesa, r uta:

¿Qué me «¡turres?

S médico..« (respondió el jo-

con reposado acento), y tengo tal la, que me atrevo á decir á V- M. qué

EL AMIGO DE LA MUERTE 33

día, á qué hora y en qué instante ha de morir Luís I.

Felipe V miró con más atención á aquel ni- ño cubierto de harapos, cuyo rostro tenía tan- to de hermoso como de sobrenatural.

Habla... dijo por toda contestación.

¡No tan así, señor rey! (replicó Gil con cierto sarcasmo). ¡Antes hemos de convenir en el precio!

El francés sacudió la cabeza al oir estas pa- labras, como si despertase de un sueño: vio aquella escena de otro modo, y casi se aver- gonzó de haberla tolerado.

¡Hola! (dijo, tocando la campanilla). Prended á este hombre.

Un capitán apareció y puso su mano sobre el hombro de Gil Gil.

Este permaneció impasible.

El rey, volviendo á su anterior supersti- ción, miró de reojo al extraño médico... Le- vantóse luego trabajosamente, pues la langui- dez que sufría hacía algunos años se había agravado aquellos días, y dijo al Capitán de guardias:

Déjanos solos.

Plantóse, por último, en frente de Gil Gil, cual si quisiera perderle el miedo, y le pregun- tó con fingida calma:

¿Quién diablos eres, cara de buho? tomo ni 3

34 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Soy el Amigo de la Muerte! respondió nuestro joven sin pestañear.

Muy señora mía y de todos los pecado- res... (dijo el rey con aire de broma, á fin de disfrazar su pueril espanto). ¿Y qué decías de nuestro hijo?

Digo, señor, (exclamó Gil Gil, dando un paso hacia el rey, quien retrocedió á su pesar): que vengo á traeros una corona..., no os diré si la de España ó la de Francia, pues este es el se- creto que habéis de pagarme. Digo que esta- mos perdiendo un tiempo precioso, y que, por consiguiente, necesito hablaros pronto y cla- ro.— Oidme por consiguiente con atención. Luís I está agonizando... Su enfermedades, sin embargo, de las que tienen cura... Y. M. es el perro de la fábula...

Felipe: Y interrumpió á Gil Gil.

[Dí!... ¡dí lo que gustes! Deseo oirlo to- do...— ¡De todas maneras voy á tener que ahoi<

II Amigo la Muirte se encogió de hom- v continuó:

Decía que V. M. es el perro de la fábula. iis «ii la cabeza la corona (1. r.spafta: os bajasteis para coger la «le Francia: si: os cayó la Wiestrs sobre !■■ cuna de vuestro hijo; Luís XV S8 i vos os quedasteis

sin la una y SU la día...

EL AMIGO DE LA MUERTE 35

¡Es verdad! exclamó Felipe V, si no con la voz, con la mirada.

Hoy... (continuó Gil Gil, recogiendo la mirada del rey): hoy, que estáis más cerca de la corona de Francia que de la de España, vais á exponeros al mismo azar... Luís XV y Luís I, los dos reyes niños, están enfermos. Podéis heredar á ambos; pero necesitáis saber con algunas horas de anticipación cuál de los dos va á morir antes. Luís I está demás pe- ligro; pero la corona de Francia es más her- mosa.— De aquí vuestra perplejidad... ¡Bien se conoce que estáis escarmentado! Ya no os atrevéis á tender la mano al cetro de San Fer- nando, temeroso de que vuestro hijo se salve, la historia os escarnezca y vuestros partidarios de Francia os abandonen... Más claro: ¡ya no os atrevéis á soltar la presa que tenéis en- tre los dientes, temeroso de que la otra que veis sea una nueva ilusión!

¡Habla... habla! (dijo Felipe con ansie- dad, creyendo que Gil había terminado). ¡Ha- bla! ¡De todos modos has de ir de aquí á una mazmorra, donde sólo te oigan las p'aredes!... ¡Habla!... ¡quiero saber qué es lo que el mun- do ha leído en mis pensamientos!

El ex-zapatero sonrió con desdén.

¡Cárcel! ¡Horca!... (exclamó): ¡He aquí todo lo que los reyes sabéis! Pero yo no me

36 NARRACIONES INVEROSÍMILES

asusto. Escuchadme otro poco; que voy á concluir. Yo, señor, necesito ser Médico de Cámara, obtener un título de Duque, y ganar hoy mismo 30.000 pesos... ¿Serie V. M.? ¡Pues los necesito tanto como V. M. saber si Luís I morirá de las viruelas!

¿Y qué? ¿lo sabes tú? preguntó el rey en voz baja, sin poder sobreponerse al terror que le causaba aquel muchacho.

Puedo saberlo esta noche.

¿Cómo?

Ya os he dicho que soy Amigo de la Mua te. Y ¿qué es eso? ¡Explícamelo!

Eso... ¡yo mismo lo ignoro! Llevadme al Palacio de Madrid... Hacedme ver al rey rei- nante, y yo os diré la sentencia que el Eterno haya escrito sobre su frente.

¿Y si te equivocas? dijo el de Anjou, acercándote mas i Gil Gil.

¡Me aliDicáis!...; pan lo cual me reten-

todo el tiempo que os plazca. [Conque cus bechicerol— exclamé Feli- pe, p<>i justificar de algún modo la que da- ba .1 lai palabra de Gil Gil.

[Señor, ya DO hay hechizos! (respondió

1 i último bechi< uno" Luto x IV,

ultimo hechizado I [I.— La corona

i'.ou. que os mandamos i Paríi hace tii meo años envuelta 1 n el ti itamento de

EL AMIGO DE LA MUERTE 37

un idiota, nos rescató de la cautividad del de- monio, en que vivíamos desde la abdicación de Carlos V. Vos lo sabéis mejor que nadie. Médico de cámara..., duque..., y 30.000 pesos... murmuró el rey.

¡Por una corona que vale más de lo que pensáis!— respondió Gil Gil.

¡Tienes mi real palabra! añadió con so- lemnidad Felipe V, dominado por aquella voz, por aquella fisonomía, por aquella actitud lle- na de misterio.

¿Lo jura V. M.?

¡Lo prometo! (respondió el francés:) ¡Lo prometo, si antes me pruebas que eres algo más que un hombre!

¡Elena!..., serás mia! balbuceó Gil. El rey llamó al Capitán y le dio algunas ór- denes.

Ahora... (dijo:) mientras se dispone tu marcha á Madrid, cuéntame tu historia y ex- plícame tu ciencia.

Voy á complaceros, señor; pero temo que no comprendáis ni la una ni la otra.

Una hora después el Capitán corría la posta hacia Madrid al lado de nuestro héroe; quien, por lo pronto, ya había soltado sus harapos y vestía un magnífico traje de terciopelo negro, adornado con encajes vistosísimos.

38 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Felipe V le había regalado aquella vesti- menta y mucho dinero, después que se hubo enterado de su milagrosa amistad con la Muerte,

Sigamos nosotros al buen Gil Gil por mu- cho que corra; pues podría acontecer que se encontrara en la cámara de la Reina con su idolatrada Elena de Monteclaro, ó con la odio- sa Condesa de Rionuevo, y no es cosa de que ignoremos los pormenores de unas entrevistas tan interesantes.

VI.

CONFERENCIA PRELIMINAR.

Serían las seis de la tarde cuando Gil Gil y el Capitán se apeaban a las puntas de Palacio.

Un gentío inmenso inundaba aquellos luga- res, sabedor del peligro en que se encontraba

l.t \ ida del joven rey.

Al poner nuestro anii-o < 1 pié en el umbral

(K 1 alcázar, dio de mano;. .1 boca con la Muo-

llífl COn 1 pilado.

¿Ya? preguntó ( ril < íü lleno do susto.

I 1 qoI reí pondió el siniestro per-

tje,

El o piró con satisfa» ción:

Pues ¿< u.u 1. ¡o.- replicó al cabo de un mo- to.

EL AMIGO DE LA MUERTE 39

No puedo decírtelo.

¡Oh! habla... ¡Si supieras lo que me ha prometido Felipe V!

Me lo figuro.

Pues bien; necesito saber cuándo muere Luís I.

Lo sabrás á su debido tiempo. Entra... El Capitán ha penetrado ya en la regia estan- cia. Trae instrucciones del rey padre... En este momento te anuncian como el primer mé- dico del mundo... La gente se agolpa á la es- calera para verte llegar... ¡Vas á encontrarte con Elena y con la Condesa de Rionuevo!...

¡Oh dicha! exclamó Gil Gil.

Las seis y cuarto... (continuó la Muerte, tomándose el pulso, que era su único é infali- ble reloj). Te esperan... Hasta luego.

Pero dime...

Es verdad... ¡Se me olvidaba! Escucha: Si cuando veas al rey Luís estoy en la cá- mara, su enfermedad no tiene cura.

¿Y estarás? ¿No dices que vas á otro lado?

No todavía si estaré... Yo soy ubicua; y, si recibo órdenes superiores, allí me verás, como donde quiera que me halle...

¿Qué hacías ahora aquí?

Vengo de matar un caballo.

Gil Gil retrocedió lleno de asombro.

4-0 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¿Cómo? (exclamó): ¡También tienes que ver con los irracionales!...

¿Qué es eso de irracionales? ¿Acaso los hombres tenéis verdadera Razón? ¡La razón es una sola, y esa no se ve desde la tierra!

Pero dime, (replicó Gil): Los animales..., los brutos..., los que aquí llamamos irraciona- les, ¿tienen alma?

Sí, y no. Tienen un espíritu sin libertad é irresponsable... Pero ¡vete al diablo! ¡Qué preguntón estás hoy! Conque, adiós... Me encamino á cierta noble casa..., donde voy á hacerte otro favor.

¡Un favor á mí! ¡Dímelo claramente! ¿De qué se trata?

De frustrar cierta boda.

¡Ah!... (exclamó Gil Gil, concibiendo una horrible sospecha): ¿Será acaso?...

Nada más te puedo decir... (contestó la Muerte). V6 adentro; que m hace tarde,

¡Me vuelves loco!

[Déjate Llevar, y lo peaarái mejorl Tie- ,i prometa de que ] ¡t i comple-

ate (lidioso.

¡Ah! [Conque ton I ¿No piensas

materno i ni ;i ni ni á i i

¿I ><siiu,i<i! replicó la Muerte con una l:i I v una soleninid.nl. con un.i l< muía y una

na, con tantoi j tan distinto ten la

EL AMIGO DE LA MUERTE 41

voz, que Gil renunció desde luego á la espe- ranza de comprender aquella palabra.

¡Espera! (dijo por último, viendo que el enlutado se alejaba). Repíteme aquello de las horas, pues no quiero equivocarme... Si es- tas en la habitación de un enfermo, pero no lo miras, significa que el paciente muere de aquella enfermedad...

¡Cierto! Mas si estoy de cara á él, fenece dentro del día... Si yazgo en su mismo lecho, le quedan tres horas de existencia... Si lo en- cuentras entre mis brazos, no respondas sino de una hora... Y si me ves besarle la frente, reza un credo por su alma.

¿Y no me hablarás una palabra siquiera?

¡Ni una! Yo no puedo revelarte los mis- terios del Eterno. Tu ventaja sobre los de- más hombres consiste solamente en que soy visible para tí. Conque adiós, ¡y no me ol- vides!

Dijo, y se desvaneció en el espacio.

VIL

LA CÁMARA REAL.

Gil Gil penetró en la regia morada, ni arrepentido ni contento de haber entablado re- laciones con aquel personaje.

42 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Mas no bien pisó las escaleras del Palacio, y recordó que iba á ver á su idolatrada Elena, todas sus ideas lúgubres desaparecieron, como huyen las aves nocturnas al despuntar el día.

Con lucido acompañamiento de servidores del rey y de personajes de la nobleza, atrave- só Gil Gil galenas y salones, dirigiéndose á la Cámara real; y por cierto que todos admira- ban la extraña hermosura y tierna juventud del famoso médico que Felipe V enviaba desde la Granja como última apelación del humano poder para salvar la vida de Luís I.

Allí estaban las dos Cortes, la de Luís y la de Felipe.

Eran éstas, por decirlo así, dos poderes ri- vales que hacía una semana vivían en cons- tante guerra: eran los antiguos palaciegos de Ja casa de Borbón y los nuevos que el Regen- Francia, Felipe deOrleans el Cmeroso, había agrupado alrededor del trono de Espa- ntar qne el ambicioso ex-duque de Anj<>:. ,1 trono de su abuelo:

eran, en ftn, los cortesanos del dócil niño que . moribundo, y loe de su bella espo

indomable hija del Ivegeute, la renombrada duqu ier.

Los allegados á Isabel de Farnesio, madi

tradc Luís I, d< -sí-aban que éste muí i< <-, p.,!.i

que los hijos del s«';,u i ido matrimonio ■<■ en-

EL AMIGO DE LA MUERTE 43

contrasen más cerca de la corona de San Fer- nando.

Los partidarios de la joven Orleans, de la reina hija, deseaban que el enfermo se salva- se, no por amor á los mal avenidos esposos, sino en odio á Felipe V, á quien no querían ver reinar nuevamente.

Los amigos del desgraciado Luís tembla- ban á la idea de que muriese; porque, habién- dole inducido á sacudir la tutela en que lo te- nía el solitario de la Granja, sabían muy bien que, al volver éste al trono, lo primero que haría sería desterrarlos ó prenderlos.

El Palacio era, pues, un laberinto de encon- trados deseos, de opuestas ambiciones, de in- trigas y recelos, de temores y esperanzas.

Gil Gil penetró en la Cámara, buscando con la vista á una sola persona, á su inolvida- ble Elena.

Cerca del lecho del rey vio al padre de ésta, al grande amigo del difunto Conde de Rio- nuevo, al Duque de Monteclaro, en fin; el cual hablaba con los Arzobispos de Santiago y de Toledo, con el Marqués de Mirabal y con D. Miguel de Guerra, los cuatro más en- carnizados enemigos de Felipe V.

El Duque de Monteclaro no reconoció al antiguo paje, compañero de infancia de su en- cantadora hija.

44 NARRACIONES INVEROSÍMILES

En otro lado, y no sin cierta impresión de miedo, el Amigo de la Muerte vio entre las damas que rodeaban á la joven y hermosa Luisa Isabel de Orleans, á su implacable y eterna enemiga la Condesa de Rionuevo.

Gil Gil pasó casi rozando con su vestido al ir á besar la mano á la Reina.

La Condesa no reconoció tampoco al hijo natural de su marido.

En esto se levantó un tapiz detrás del gru- po que formaban las damas, y apareció, entre otras dos ó tres que Gil Gil no conocía, una mujer alta, pálida, hermosísima...

Era Elena de Monteclaro.

Gil Gil la miró intensamente, y la joven se extremeció al ver aquella fúnebre y bella fiso- nomía, cual si contemplara el espectro de un difunto adorado; cual si tuviese ante sus ojos, no á Gil, sino su sombra envuelta en la mor- taja; cual si viese, en fin, un sor del otro inundo.

¡Gil en la corte! |Gil consolando á la Reina, á aquella princesa altiva y burlona que todo lo desdeñaba! ¡<iil. con aquel lujoso traje, mirado}- iado de toda la nobleza!..!

¡Mi! ¡Sin duda es un sin Tid! pensó la

encantadora Blena.

Venid, docl"!... (dijo en < '.lo el Mar <!-• Mirabal):— S. M. lia despertado.

EL AMIGO DE LA MUERTE 45

Gil hizo un penoso esfuerzo para sacudir el éxtasis que embargaba todo su ser al verse enfrente de su adorada, y se acercó á la cama del virolento.

El segundo Borbón de España era un man- cebo de diez y siete años, flaco, largo y ra- quítico como planta que crece á la sombra.

Su rostro (que no había carecido de cierta finura de expresión, á pesar de la irregulari- dad de sus facciones) estaba ahora espantosa- mente hinchado y cubierto de cenicientas pús- tulas.— Parecía un informe boceto de escul- tura modelado en barro.

Tendió el rey niño una angustiosa mirada á aquel otro adolescente que se acercaba á su lecho, y, al encontrarse con sus mudos y som- bríos ojos, insondables como el misterio de la eternidad, dio un ligero grito, y ocultó el sem- blante bajo las sábanas.

Gil Gil, en tanto, miraba á los cuatro án- gulos de la habitación buscando á la Muerte.

Pero la Muerte no estaba allí.

¿Vivirá? le preguntaron en voz baja al- gunos cortesanos que habían creido leer una esperanza en el rostro de Gil Gil.

Iba á decir que sí, olvidando que su opinión debía darla solamente á Felipe V, cuando sin- tió que le tiraban de la ropa.

Volvióse, y vio cerca de á un caballero

46 NARRACIONES INVEROSÍMILES

vestido todo de negro, que se hallaba de es- paldas al lecho del re)'. . .

Era la Muerte.

Morirá de las viruelas... Pero no hoy, pensó Gil Gil.

¿Qué os parece? le preguntó el Arzobis- po de Toledo, sintiendo como todos aquel in- vencible respeto que infundía el rostro sobre- humano de nuestro joven.

Dispensadme... (respondió el ex- zapate- ro): Mi opinión queda reservada para el que me envía...

Pero vos... (añadió el marqués de Mira- bal): vos, que sois tan joven, no podéis haber aprendido tanta ciencia... Indudablemente, Dios ó el diablo os la ha in fundido... Seréis un Santo, que hace milagros, ó un mago, ami- go de las brujas...

Como gustéis... (respondió Gil Gil). De un modo ó de otro, yo leo en el porvenir del Principe que yace en ese lecho; secreto por el cual dierail alguna cota; pues resuelve la du- da d< el privado de Luis I ó el pi¡ de Felipe V.

¡Y qué!— balbuceó el de Miial>al, pálido de ira, pero 1 onriendo Leyemente.

En <"t<> ícpaio Gil Gil que la Muerte, no

ata con acecha i- al monarca, aprovecha- ba su permanencia cnla caí ¡parasen-

EL AMIGO DE LA MUERTE 47

tarse al lado de una dama..., casi en su misma silla..., y mirarla con fijeza...

La sentenciada era la Condesa de Rionuevo.

¡Tres horas! pensó Gil Gil.

Necesito hablaros... seguía diciéndole entre tanto el marqués de Mirabal, á quien se le había ocurrido nada menos que comprar su secreto al extraño médico.

Pero una mirada y una sonrisa de Gil, que adivinó los pensamientos del Marqués, des- concertaron á éste de tal modo, que retrocedió un paso.

Aquella mirada y aquella sonrisa eran las mismas que habían dominado por la mañana á Felipe V.

Gil aprovechó aquel momento de turbación de Mirabal para dar un gran paso en su carre- ra y fijar su reputación en la corte.

Señor... (dijo al Arzobispo de Toledo). La Condesa de Rionuevo, á quien veis tran- quila y sola en aquel rincón... (Ya sabemos que la Muerte sólo era visible á los ojos de Gil Gil), morirá antes de tres horas. Aconsejadle que disponga su espíritu para el supremo trance.

El Arzobispo retrocedió espantado.

¿Qué es eso? preguntó D. Miguel de Guerra.

El Prelado contó á varias personas la pro-

48 NARRACIONES INVEROSÍMILES

fecía de Gil Gil, y todos los ojos se fijaron en la Condesa, que efectivamente empezaba á pa- lidecer horriblemente.

Gil Gil, entre tanto, se acercaba á Elena.

Elena estaba en medio de la cámara, de pié sobre el marmol del pavimento, inmóvil y si- lenciosa como una noble escultura.

Desde allí, fanatizada, subyugada, poseída de un terror y de una felicidad que no podía definirse, seguía todos los movimientos del amigo de su infancia.

Elena... murmuró el joven al pasar á su lado.

Gil... (contestó ella maquinalmente). ¿Eres tú?

¡Sí; yo soy! (replicó él con idolatría). Na- da temas...

Y salió de la habitación.

II Capitán lo esperaba en la antecámara.

Gil Gil escribió al-unas palabras en un pa- dijo al fie] servidor de Felipe V.

Tomad... y uoperdáii un momento. ¡A nja!

•—Paro... ¿y vos? (replicó el Capitán).— Yo DO puado deja ais preso bajo mi cus-

1...

Lo aataré bajo mi palabra... (respondió Gil con nobleza)' No puedo seguiros.

Mas... el Rey...

EL AMIGO DE LA MUERTE 49

El Rey aprobará vuestra conducta.

¡Imposible!

Escuchad, y veréis cómo tengo razón.

En este momento se oyó en la cámara real un fuerte murmullo.

¡El médico! ¡Ese médico!... salieron gri- tando algunas personas.

¿Qué ocurre? preguntó Gil Gil.

La Condesa de Rionuevo se muere... (dijo D. Miguel de Guerra): ¡Venid! Por aquí... Ya estará en la cámara de la Reina...

Id, Capitán... (murmuró Gil Gil). Yo os lo digo.

Y apoyó estas palabras con una mirada y un gesto tales, que el soldado partió sin replicar palabra.

Gil siguió á Guerra, y penetró en la cámara de la esposa de Luís I.

VII.

REVELACIONES.

¡Oye!— dijo una voz á Gil Gil cuando ca- minaba hacia el lecho en que yacía la Conde- sa de Rionuevo.

¡Ah! ¿Eres tú? (exclamó nuestro joven, re- conociendo á la Muerte). ¿Ha espirado ya?

—¿Quién?

TOMO III 4.

50 NARRACIONES INVEROSÍMILES

La Condesa...

—No.

Pues ¿cómo la abandonas?

No la he abandonado, amigo mío; sino que, como ya te he dicho, yo estoy á un mis- mo tiempo en todas partes y bajo diversas for- mas.— Para tí, revisto la forma de un caballero joven y guapo; pero yo no tengo sexo, ni edad, ni figura. . . Yo tomo la figura de mis víctimas. ..

Bien... ¿qué me quieres?— preguntó Gil con cierto disgusto al oir aquellas sentencias.

Vengo á hacerte otro favor.

i Así será él! Habla.

¿Sabes que vas faltándome al respeto? exclamó la Muerte con mucha sorna.

Es natural... (respondió Gil). La confian- za... la complicidad...

¿Qué es eso de complicidad?

¡Nada!... Aludo á una pintura alemana

que vi cuando niño. Representaba á lail/t\/;-

En una cama yacían dos personas, ó, por

mejor decir, un hombre y su < ufermedad, I'I

medico había entrado en la habitación con los

ojos vendados y armado de un garrote, y, una

vez cerca de la cama, había empezado á dar

palos de c I "• el enfermo y sobre la en-

'... No recuerdo ¡ ente quién

fué antes \ le los golpes...— Creo que

rmo,

EL AMIGO DE LA MUERTE 5 1

¡Donosa alegoría! Pero vamos á cuen- tas...

Sí... vamos...: que todos se extrañan de verme así, tan solo, parado en medio de la cá- mara.

¡Déjalos! Creerán que meditas ó que aguardas la inspiración. Óyeme un momen- to.— sabes que lo pasado me pertenece de derecho, y que puedo referírtelo... No así lo porvenir...

¡Adelante!

¡Un poco de paciencia! Vasa hablar por última vez con la Condesa de Rionuevo, y es de mi deber contarte cierta historia.

Es inútil. Yo perdono á esa mujer.

¡Se trata de Elena, majadero! exclamó la Muerte.

¿Cómo?

—Digo, se trata de que seas noble y puedas casarte con ella.

¡Noble lo soy ya!... El rey Felipe V me hace Duque.

Monteclai o no se contentará con un ad- venedizo...— Necesitas ascendientes.

—¿Y qué?

Ya te tengo dicho que eres el último vas- tago de los Rionuevo.

¡Sí!...; pero... adulterino.

¡Te equivocas! ¡Natural... y muy natural!

52 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Sea...; pero ¿quién prueba eso? Es precisamente lo que voy á decirte. —Habla...

Oye, y no me interrumpas. La Condesa de Rionuevo es la esfinge de tu vida... Ya lo . . .

¡Ella tiene en su mano toda tu felicidad! ¡Lo también!

Pues ha llegado la ocasión de arrancár- sela.

¿De qué manera?

Verás. Como tu padre te amaba tanto...

¡Ah! ¿me amaba mucho? exclamó Gil Gil.

¡Te he dicho que no me interrumpas! Como tu padre te amaba tanto, no se fué de este mundo sin pensar muy seriamente en tu porvenir.

¡Pues qué! ¿no murió abintcstato el Con- de?

¿De dónde sacas eso?

Así consta en todas pai i

;!'uia Invención de Condesa para apo- te de todo el dinero del Conde y dejar

luego poi heredero i cierto sobrino!. •. -lOhl

¡('alma; que t< .use! Tu

efe una declaración de Crispina Ló- dfl Juan Gil, y además una justifica-

EL AMIGO DE LA MUERTE 53

•ción facultativa en toda forma, que acredita- ban perfectamente que eres hijo natural del Conde de Rionuevo y de Crispina López, con- cebido cuando los dos eran solteros. Esto mismo confesó tu padre á la hora de la muer- te ante un cura y un escribano que yo vi allí, y que conozco perfectamente... Por cierto que el cura... Pero esto no puedo decírtelo. En fin, el caso es que el Conde te nombró su único y universal heredero; cosa que podía ha- cer con tanta mayor facilidad, cuanto que no tenía ningún pariente próximo ni lejano. Ni paró aquí la solicitud con que aquél buen pa- dre echaba los cimientos de tu felicidad futu- ra desde el borde mismo del sepulcro...

¡Oh, padre mió! murmuró Gil Gil.

Escucha. sabes la grande y buena amistad que unía de muy antiguo al honrado Conde con el Duque deMonteclaro, compañero suyo de armas durante la Guerra de Sucesión...

Sí, la sé.

Pues bien (continuó la Muerte), tu padre, adivinando el amor que profesabas á la en- cantadora Elena, dirigió al Duque, pocos mo- mentos antes de espirar, una larga y sentida carta en que se lo declaraba todo, le pedía para la mano de su hija, y le recordaba tantas y tan señaladas pruebas de amistad como se habían dado en todo tiempo...

54 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¿Y esa carta? preguntó Gil Gil con ex- traordinaria vehemencia.

Esa carta sola hubiera convencido al Duque, y ya serías su yerno... hace muchos años...

¿Qué ha sido de esa carta? volvió á pre- guntar el joven, trémulo de amor y de ira.

Esa carta te hubiera ahorrado el entrar en relaciones conmigo... continuó la Muerte.

¡Oh!... ¡no seas cruel!... ¡Dime que la carta existe!

Esa es la verdad.

¿Conque existe?

—Sí.

¿Quién la tiene?

La misma persona que la interceptó.

¡La Condesa! La Condesa.

¡Olí!... exclamó el joven, dando un paso hacia el lecho de agonía.

Espera (dijo la Muerte). No he concluido aún. La Condesa l también el testa- mento de fU marido, que casi me arrebató de lai ni. mus...

A tí?

Digo .1 mí, poique < 1 Conde estaba ya uní' i lo. En cuanto al cura y al e

baño, yo u- diré dónde viven, y creo que de- t v< rdadi

EL AMIGO DE LA MUERTE 55

Gil Gil meditó un momento.

Luego, mirando fijamente al fúnebre perso- naje:

Es decir... (exclamó) que si logro apode- rarme de esos documentos...

Mañana puedes casarte con Elena.

¡Oh, Dios! murmuró el joven, dando otro paso hacia el lecho.

Allí se volvió de nuevo hacia la Muerte.

Los cortesanos no comprendían lo que pa- saba en el corazón de Gil Gil. Creíanle solo, ó luchando con la visión milagrosa á que debía su peregrina ciencia; pero era tal el terror que ya les inspiraba, que ninguno se atrevía á interrumpirlo.

Díme (añadió el ex-zapatero, dirigiéndose á su tremenda amiga); y ¿cómo es que la Condesa no ha quemado esos papeles?

Porque la Condesa, como todos los cri- minales, es supersticiosa; porque temía arre- pentirse algún dia; porque adivinaba que esos papeles podrían ser en tal situación su pasa- porte para la Eternidad... En fin, porque es un hecho constante que ningún pecador borra las huellas de sus crímenes, temeroso de olvidarlos á la hora de la muerte y de no poder retroceder por sus mismos pasos hasta encontrar la senda de la virtud. Te repito, pues, que esos papeles existen.

56 NARRACIONES INVEROSÍMILES

De modo que, en consiguiéndolos, Elena será mía... insistió Gil Gil, dudando siempre de que la Muerte pudiera procurarle la felicidad.

Aún habría que vencer otro obstáculo... respondió la Muerte.

—¿Cuál?

Que Elena está prometida por su padre á un sobrino de la Condesa, al Vizconde de Daimiel.

¡Cómo! ¿Ella le ama?

No; pero es lo mismo, puesto que hace dos meses contrajeron exponsales...

¡Oh!... ¡Conque todo es inútil! exclamó Gil con desesperación.

¡Lo hubiera sido sin mí! (replicó la Muer- te). Pero ya te dije á las puertas de este Pa- lacio, que trataba de frustrar una boda...

¿Cómo? ¿Has matado al Vizconde?

; Yo!. . . (exclamó la Muertecon cierto terror sarcástico). ¡Dios me libre!... Yo no lo he matado... El bq ha muerto.

—I Ahí

—¡Chito!... Nadie lo sabe todavía... Su fa- milia cree <'ti este instante que (1 pobre joven durmiendo la siesta. Conque... ¡á ver ■na. la 1 el Duque

lias a «i- le tí... [Ahora ó nunca!

V, lo, l.i Muerte se acercó al lecho

nferma.

EL AMIGO DE LA MUERTE 57

Gil Gil siguió sus pasos.

Muchas de las personas que se hallaban en el aposento, entre ellas el Duque de Mon- teclaro, sabían ya el vaticinio de Gil respecto á que antes de tres horas moriría la Condesa de Rionuevo; así es que, al verlo casi cumpli- do, pues de buena y alegre que se hallaba la dama pocos momentos antes, habíase conver- tido de pronto en un tronco inerte, que agita- ban por intervalos violentas convulsiones, em- pezaron todos á mirar á nuestro amigo con supersticioso terror y fanática idolatría.

La Condesa, por su parte, no bien distin- guió á Gil, tendió hacia él una mano trémula y suplicante, mientras con la otra hacía seña de que los dejasen solos.

Alejáronse todos del lecho, y Gil se sentó al lado de la moribunda.

VIII.

EL ALMA.

Aunque la Condesa de Rionuevo, la terri- ble enemiga de Gil Gil, hace tan odioso pa- pel en nuestra historia, no era, como muchos habrán quizás imaginado, una mujer vieja ó fea, ó fea y vieja á un mismo tiempo... La naturaleza física es también hipócrita algunas veces .

58 NARRACIONES INVEROSÍMILES

La ilustre moribunda que, á la sazón ten- dría treinta y cinco años, se hallaba en toda la plenitud de una magnífica hermosura. Era alta, recia y muy bien formada. Sus ojos, azu- les como la mar, pérfidos como ella, encu- brían hondos abismos bajo su apariencia lán- guida y suave. La frescura de su boca, la morbidez de sus carnes, la apacible serenidad de sus facciones, revelaban que ni el dolor ni la pasión habían trabajado nunca aquella insensible belleza. Así es, que al verla ahora caida y paciente, dominada por el terror y vencida por el sufrimiento, el alma menos compasiva hubiera experimentado cierta rara piedad muy parecida al susto ó al espanto.

Gil Gil, que tanto odiaba aquella mujer, no dejó de sentir esta complicada impresión de lástima y asombro, y, cogiendo maquinal- mente la blanca, hermosa y trasparente mano que le tendía la enferma, murmuró con más |ue resentimiento:

¿Me cono<

I— respondió la moribunda, sin

escuchar la pregunta de Gil Gil.

En esto s<- desli: 6 por detrás de las cortinas un enero peri 1 maje, y vino á colocare cutir los dos Interlocutores, apoyando un 01 do en la almohada y la cábese sobre una mano.

Era la Mitote.

EL AMIGO DE LA MUERTE 59

¡Salvadme! (repitió la condesa, á quien la intuición del miedo le había ya revelado que nuestro héroe la aborrecía). Vos sois he- chicero... Dicen que habláis con la Muerte... ¡Salvadme!

¡Mucho teméis al morir, señora! res- pondió el joven con despego, soltando la mano de la enferma.

Aquella estúpida cobardía , aquel terror animal que no dejaba paso á ninguna otra idea, á ningún otro afecto, disgustó profun- damente á Gil Gil, por cuanto le dio la medida del espíritu egoista de la autora de todos sus males.

¡Condesa! (exclamó entonces). ¡Pensad en vuestro pasado y en vuestro porvenir! ¡Pen- sad en Dios y en vuestro prójimo!... ¡Salvad el alma, supuesto que el cuerpo ya no os pertenece!

¡Ah, voy á morir! exclamó la condesa. ¡No... condesa...; no vais á morir!

¡No voy á morir! gritó la pobre mujer con una alegría salvaje.

El joven continuó con la misma severidad.

¡No vais á morir, porque nunca habéis vivido!... Al contrario; ¡vais á nacer á la vida del alma, que para vos será un sufrimiento eterno, como para los justos es una eterna bienaventuranza!

6o NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Ah, conque voy á morir! murmuró la enferma nuevamente , derramando lágrimas por la primera vez de su vida.

No, Condesa, no vais á morir replicó otra vez el médico con indecible majestad.

¡Ah! ¡tenedme compasión! exclamó la pobre mujer, recobrando la esperanza.

No vais á morir (prosiguió el joven), su- puesto que lloráis. El alma nunca muere, y el arrepentimiento puede abriros las puertas de una eterna vida...

¡Ah, Dios mió! exclamó la Condesa, rendida por aquella cruel incertidumbre.

¡Hacéis bien en llamará Dios! ¡Salvad el alma! os repito... ¡salvad el alma! Vuestro cuerpo hermoso , vuestro ídolo de tierra, vuestro sacrilego existir, han concluido ¡vara siempre. Esta vida temporal; estos goces del mundo; aquella salud y aquella belleza, y aquel !■> y aquella fortuna que tanto procuras- teis conservar; los bienet que usurpasteis; el el sol; el mundo que hasta aquí habéis conocido; todo lo vais a perder; todo ha des- aparecido ya; todo será mañana para vos pol- vo y tinieblas, vanidad y podredumbre, sole- dad y olvido, sólo os queda el alma, Conde- sa... ¡i 'ensad en vuestra alma!

¿Quién so: intó I "idamente la mo-

ribunda, lijando en Gil Gil una atónita mira-

EL AMIGO DE LA MUERTE 6 1

da). Yo os he conocido antes de ahora... Vos me aborrecéis... Vos sois quien me matáis... I Ahí...

En este instante, la Muerte colocó su mano pálida sobre la cabeza de la enferma.

Concluye, Gil, concluye...; que la hora eterna se aproxima murmuró el siniestro en- lutado.

¡Ah, yo no quiero que muera! (respondió Gil á su amigo). ¡Aún puede enmendarse; aún puede remediar todo el mal que ha hecho!... ¡Salva su cuerpo, y yo te respondo de salvar su alma!

•—Concluye , Gil , concluye (repitió la Muerte); que la hora eterna va á sonar.

¡Pobre mujer! murmuró el joven, mi- rando con piedad á la Condesa.

¡Me compadecéis! (dijo la agonizante con inefable ternura). Nunca he agradecido...; nunca he amado...; nunca he sentido lo que por vos siento... ¡Compadecedme!... ¡decíd- melo!.. ¡Mi corazón se ablanda al escuchar vuestra voz entristecida!

Y era verdad.

La Condesa, exaltada por el terror en aquel supremo trance, atribulada por los remordi- dimientos, temerosa del castigo, desposeída de cuanto había constituido su orgullo y sus aficiones sobre la tierra, empezaba asentir los

62 NARRACIONES INVEROSÍMILES

primeros suspiros de un alma que hasta en- tonces había permanecido escondida y silen- ciosa allá en los últimos ámbitos de su men- te; alma siempre insultada, pero rica de pa- ciencia y heroismo; alma, en fin, comparable á la triste hija de padres criminales ó viciosos, que piensa, calla, se oculta de su vista y llora en rincones de la casa, hasta que un dia, al primer síntoma de arrepentimiento que nota en ellos, recobra el valor, corre á sus brazos y les deja oir su voz pura y divina, cántico de alondra, música del cielo, que parece saluda el amanecer de la virtud después de las tinie- blas del pecado... «

¡Me preguntáis quién soy! (respondió Gil Gil, comprendiendo todo esto). ¡Ya no lo yo! Era vuestro mortal enemigo; pero aho- ra ya no os odio. ¡Habéis oido la voz de la Verdad.*,, la voz déla muerte..., y vuestro co- razón ha respondido! ¡Dios sea loado! Yo venía á este lecho de dolor á pediros la felici- dad de mi vida..., y ya me Irla gustoso sin ella, porque creo haber labrado vuestra feli- cidad..*; porque be larvado vuestra alma]

divino! |He aquí que he perdonado las injurias y hecho el bien ;i mi < nemigol... Ks-

toy satisfecho...; soy felia...;no pido más. ¿Quién eres, misterioso y sublime niño? , l.m bueno y tan hermoso, que

EL AMIGO DE LA MUERTE 63

vienes como un ángel á la cabecera de mi lecho de agonía, y me haces tan dulces mis últimos momentos? preguntó la Condesa cogiendo con ansia las manos de Gil Gil.

¡Yo soy el amigo de la Muerte!... (respon- dió el joven). No extrañéis, pues, que st rene vuestro corazón. Yo os hablo en nombre de la Muerte, y por eso me habéis creído. Yo he ve- nido á vos delegado por aquella divinidad piadosa que es la paz de la tierra, que es la verdad de los mundos, que es la redentora del espíritu, que es la mensajera de Dios, que lo es todo menos el olvido. El olvido está en la vida, Condesa; no en la muerte. Re- cordad..., y me conoceréis.

¡Gil Gil!— exclamó la Condesa, perdien- do el sentido.

¿Se ha muerto? preguntó el médico á la Muerte.

No. Aún le queda media hora.

Pero... ¿hablará todavía?

¡Gil!... suspiró la moribunda.

Acaba... añadió la Muerte,

El joven se inclinó sobre la Condesa, cuyo hermoso semblante resplandecía con una be- lleza nueva, inmortal, divina; y de aquellos ojos donde el fuego de la vida se quebraba en lánguidas y melancólicas luces , de aquella boca anhelante y entreabierta que la fiebre

64 NARRACIONES INVEROSÍMILES

coloreaba, de aquellas manos suaves y ardo- rosas, de aquel blanco cuello que se extendía hacia él con infinita angustia, recibió tan elo- cuente expresión de arrepentimiento y ternu- ra, tan íntima caricia y frenético ruego, tan infinita y solemne promesa, que sin vacilar un instante, apartóse del lecho, llamó al duque de Monteclaro, al Arzobispo y á otros tres nobles de los muchos que había en la Cámara y les dijo:

Escuchad la confesión pública de un alma que vuelve a Dios.

Los personajes susodichos se acercaron á la moribunda, arrastrados más por el inspirado rostro que por las palabras de Gil Gil.

Duque (murmuró la Condesa al ver á Monteclaro); mi confesor tiene una llave... Señor... (continuó volviéndose al Arzobispo); Iscla... Kste niño, este médico, este án- gel, es hijo natural y ir. del Conde de Rionuevo, mi difunto esposo, quien al morir os escribió uní duque, pidiéndoos para él la mano de Elena. Con esa llave..., en alcoba... todos los papeles... ¡Yo lo rue- go!... iyo Lo mandol*..

Dijo y cayó sobre la almohada, sin luz en diento en loe labios, sin coloren el temblante.

Va á ' lamo Gil Gil). Quedad

EL AMIGO DE LA MUERTE 65

con ella, señor... (añadió, dirigiéndose al Ar- zobispo). Y vos, señor Duque, escuchadme.

Aguarda... dijo la Muerte al oido de nuestro joven.

¿Qué más? replicó éste.

¡No la has perdonado!...

¡Gil Gil!... ¡tu perdón!... tartamudeó la moribunda.

¡Gil Gil! (exclamó el Duque de Montecla- ro). ¿Eres tú?

Condesa, ¡que Dios os perdone como yo os perdono!... ¡Morid en paz! dijo con re- ligioso acento el hijo de Crispina López.

En esto se inclinó la Muerte sobre la Conde- sa, y puso los labios en su frente...

Aquel beso resonó en el pecho de un ca- dáver.

Una lágrima fria y turbia corrió por el ros- tro de la muerta.

Gil enjugó las suyas y respondió al de Mon- teclaro:

Sí, señor Duque; yo soy.

El Arzobispo rezaba fúnebres oraciones á la cabecera del lecho.

Entre tanto la Muerte había desaparecido.

Eran las doce de la noche.

TOMO III

66 NARRACIONES INVEROSÍMILES

IX. HASTA MAÑANA.

Buscad esos papeles, señor Duque... (dijo Gil Gil) y hacedme la merced de hablar con Elena.

¡Venid, señor doctor, venid! El Rey se muere... exclamó D. Miguel de Guerra in- terrumpiendo al amigo de la Muerte.

Seguidme, señor Duque... (dijo el joven con gran respeto). Han dado las doce, y puedo comunicaros una noticia muy importante, no si buena, ó mala. Estoes: puedo deciros si Luis I morirá ó no morirá durante el día que principia en este momento.

En efecto, ya había empezado el día 31 de Agosto, en que Luis I debía entregar su espíritu al Criador.

Gil Gil tuvo la certeza de ello al ver que la MutrU se hallaba de pié, en medio de la cá- mara, con los ojos fijos en el regio enfermo.

Hoy muera el Rey... (dijo Gil Gil al oído de Monteclaro. Beta noticia es el regalo de > á Elena. Si conocéis el va- lor de tal regalo, guardadlo en secreto, y BÜ> vaosd'i' mductacon Felipe Vt

Elena está prometida á otro... replicó el Duque*

EL AMIGO DE LA MUERTE 67

El sobrino de la Condesa de Rionuevo ha muerto esta tarde, interrumpió Gil Gil.

¡Oh! ¿Qué es esto que nos pasa? (excla- mó el Duque.) ¿Quién eres tú, á quien yo co- nocí niño, y que ahora me espantas con tu po- der y tu ciencia?

La Reina os llama, padre mió... dijo una dama al Duque de Monteclaro, que per- manecía absorto.

Aquella dama era Elena.

El Duque se acercó á la Reina, dejando so- los en medio de la cámara á los dos amantes.

No solos; pues á tres pasos de ellos estaba la Muerte.

Elena y Gil Gil quedaron de pié, mirándo- se, sin acertar á decirse una palabra, como asustados de verse, como si temieran que su mutua presencia fuese un sueño del que des- pertarían al tenderse la mano ó al lanzar el más leve suspiro.

Ya otra vez, aquella tarde; al encontrarse en aquel mismo sitio, ambos experimentaron, en medio de su inefable alegría, cierta secreta angustia, semejante á la que sentirían dos amigos que, al cabo de mucho tiempo de to- tal ausencia, se reconociesen en una cárcel, al clarear el día del suplicio, cómplices sin sa- berlo de un delito fatal, ó víctimas ambos de idéntica persecución...

68 NARRACIONES INVEROSÍMILES

También pudiera decirse que el doloroso júbilo con que se reconocieron Gil y Elena fué semejante al amargo placer con que el cadáver de un marido celoso (si los cadáveres sintiesen) sonreiría dentro de la tumba al oir abrir una noche la puerta del cementerio, y comprender que era el cadáver de su esposa el que llevaban á enterrar...

«¡Ya estás aquí! (diría el pobre muerto): ¡ya estás aquí!... Place cuatro años que cuen- to solo las noches y los días, pensando en lo que harías en el mundo, tú, tan hermosa y tan ingrata, que te quitarías el luto al año de mi muerte. ¡Mucho has tardado!... Pero ya estás aquí. Si entre nosotros no es ya posible el amor, en cambio tampoco son posibles las infidelidades y muchísimo menos el olvido... ¡Nos pertenecemos negativamente! Aunque nada nos une, estamos unidoé, puesto que nada nos separa. A los celos, á la incertid tim- bre, á las zozobras de la vida, ha sustituido bernidad da amor fi de recuerdos! ¡Todo i perdono!»

si bien dulcificadas un tanto por la su.: de Gil y Ele-

na, poi i.t Inocencia de ella, por la alta inte- cia ile él, y por la (levada viitud de ara- m cu el alma de loi doi amantes : uhas ¡i cuya luz veían un

EL AMIGO DE LA MUERTE 69

porvenir ilimitado de pacífico amor, que na- die podría turbar ni destruir, á menos que todo lo que les pasaba fuese un fugitivo sueño.

Miráronse, pues, mucho tiempo con faná- tica idolatría.

Los ojos azules de Elena se abismaban en los oscuros ojos de Gil Gil, como el alto cielo envía inútilmente sus claridades á las tinieblas de nuestras noches; mientras que los ojos ne- gros de Gil Gil se perdían en la insondable diafanidad de los celestes purísimos ojos de Elena, como la vista y la idea y hasta el sen- timiento se fatigan inútilmente cuando miden la inmensidad de los espacios infinitos.

Así hubieran permanecido no sabemos cuán- to tiempo, creemos que toda la eternidad, si la Muerte no hubiera llamado la atención á Gil Gil.

¿Qué me quieres? murmuró el joven.

¿Qué he de querer? (respondió la Muerte.) ¡Que no la mires más!

¡Ah! ¡tú la amas! exclamó Gil con in- decible angustia.

Sí... respondió la Muerte con dulzura.

¡Piensas arrebatármela!

¡No! Pienso unirte á ella.

Un dia me dijiste que no la estrecha- rían otros brazos que los tuyos ó los mios... (murmuró Gil Gil con desesperación.) ¿De

70 NARRACIONES INVEROSÍMILES

quién va á ser antes? ¿Mía ó tuya? ¡Dímeloí ¡Tienes celos de mí!

¡Horrorosos!

Haces mal... replicó la Muerte.

¿De quién va á ser antes? repitió el joven , cogiendo las heladas manos de su amigo.

No te puedo responder. Pios, y ya nos la disputamos... Pero no somos incom- patibles.

¡Pime que no piensas matarla!.. . ¡Pime que me unirás á ella en este mundo!. . .

¿En este mundo! (repitió la Muerte con iro- nía.)— Será en este mundo... Yo te lo prometo.

¿Y después?

Pespués... será de Pios.

¿Y tuya? ¿Cuándo?

Mía... ¡lo ha sido ¡

Me vuelves loco. ¿Elena vive?

¡Lo mismo que tú!— replicó la Muerte.

Pero... ¿vivo yo? Mas (¡lie mima .

[] ladl

Hada tengo que decirte,*, Todavía no

ríai comprenderme, ¿Qué es el morir?

ibes tu acaso?— ¿Qué et la vida?— ¿Te

la has explicado alguna vez? Pin

«i valor de atas palabree, ¿áqué me pregunta! fií muerto ó vivo?

EL AMIGO DE LA MUERTE 7 1

Pero ¿las entenderé alguna vez? excla- mó Gil Gil desesperado. Sí... ¡Mañana!.. respondióla Muerte.

¡Mañana! No te comprendo. Mañana serás esposo de Elena.

¡Ah!

Y yo seré el padrino... continuó la Muerte.

¡Tú! ¿Piensas acaso matarnos?

Nada de eso. Mañana serás rico, noble, poderoso, feliz... ¡Mañana también lo sabrás todo!

¿Conque me amas? exclamó Gil Gil.

¿Si te amo? (replicó la Muerte.) ¡Ingrato! ¿Cómo lo dudas?

Pues hasta mañana... dijo Gil Gil, dan- do la mano á la terrible divinidad.

Elena seguía de pié delante de Gil Gil.

Hasta mañana... respondió ella, como si hubiese oido aquella frase, como si respon- diese á otra secreta voz, como si adivinase los pensamientos del joven.

Y se volvió lentamente, y salió de la cá- mara real.

Gil se acercó al lecho del Rey.

El Duque de Monteclaro colocóse al lado de nuestro amigo, y le dijo á media voz:

Hasta mañana... Si muere el Rey, ma- ñana se verificará vuestro enlace con mi hija. La Reina acaba de participarme la muerte

72 NARRACIONES INVEROSÍMILES

del Vizconde de Rionuevo... Yo le he anun- ciado vuestras bodas con Elena, y las aplaude con todo su corazón. Mañana seréis el pri- mer personaje de la corte, si efectivamente baja hoy al sepulcro Luís I.

¡Pues no lo dudéis, señor duque! res- pondió Gil Gil con acento sepulcral.

Entonces, ¡hasta mañana! repitió solem- nemente Monteclaro.

GIL VUELVE Á SER DICHOSO Y ACABA LA PRIMERA PARTE DE ESTE CUENTO.

Al día siguiente, el i.° de Setiembre de

1724, á las nueve de la mañana, paseábase

(i;l Gil por una sala del palacio de Rionuevo.

Aquel 1 lo que ya

taba legitimado, en virtud del

testamento y demás papeles de su padre, que

el Du 1 Monteclaro y el Arzobispo de

m en el lugar que dijo la

Con<¡

Además, la Qoche antes, UU mensajero le

había entregado de parte de l;< lipe Y, que al

Jver al trono de San Fer>

m título de Médico de Cámara, el

EL AMIGO DE LA MUERTE 73

nombramiento de Duque de la Verdad y 3.000 pesos en oro.

En fin, al otro día debía verificarse su ma- trimonio con Elena de Monteclaro,

Por lo que respecta á la Muerte, Gil Gil la había perdido completamente de vista desde la mañana anterior, que salió de Palacio lle- vándose el alma de Luis I.

Sin embargo, nuestro joven recordaba que su implacable amiga le había ofrecido apadri- narlo en su casamiento con Elena; y ved la razón de que se paseara tan pensativo.

¡Hé aquí (decía) que ya soy noble, rico y poderoso! ¡Heme aquí dueño de la mujer que idolatro!... Y, sin embargo, no soy feliz. Anoche, al mirar á Elena, y luego en mi últi- ma plática con la Muerte s he creido entrever no qué pavorosos misterios. ¡Yo necesito romper mis relaciones con el siniestro numen que me ha protegido!... Será una ingrati- tud... — ¡Que lo sea! ¡Ya tendrá con el tiempo ocasión de vengarse! No... ¡no quiero ver más á la Muertel... ¡Soy tan feliz!...

El nuevo Duque púsose á escogitar la ma- nera de no tener amistad con la Muerte sino en la última hora de su vida .

Es un hecho (continuaba), que yo no me moriré hasta que Dios quiera. ¡La Muerte, por y ante sí, no puede hacerme ningún daño,

74 NARRACIONES INVEROSÍMILES

dado que no está en sus facultades acelerar mi fallecimiento ni el de Elena! La cues- tión, por tanto, es no verla, no oiría á todas horas. Su voz me espanta, sus revelaciones me desconsuelan, sus discursos me inspiran desprecio á la vida y á las cosas... ¿Cómo ha- ré yo para que no siga siendo mi pesadilla? ¡A.h, qué idea!... La Muerte no se presenta sino donde tiene algo que matar... ¡Viviendo en el campo..., sin ver gente..., solo con Elena..., mi enemiga me dejaría en paz hasta que fue- se directamente á buscarnos á uno de los dos! Y, entre tanto, para no verla tampoco en Madrid, viviré con los ojos vendados...

Entusiasmado con este último pensamien- to, nuestro joven radió de alegría, como si aca- bara do salir de una larga enfermedad y se creyese asegurado sobre la tierra hasta la con- sumación de los siglos.

A la tarde siguiente, á las seis, Gil Gil y Ele- na de Monteclaro contrajeron matrimonio en

una b nada al pié del (inadar-

rama y perteni dente al nuevo Conde y Duque. A las seis y media regresó á Madrid la co- mitiva, y quedaron solos i:

es ni [simo jardfsi

no Gil Gil do había vuelto á verá la Mitote.

EL AMIGO DE LA MUERTE 75

Y aquí pudiera terminar la presente histo- ria, y, sin embargo, aquí es donde verdadera- mente principia á ser interesante y clara.

XI.

EL SOL EN EL OCASO.

Amaba y era amada ; adoraba y era adorada. Siguiendo la ley de la naturaleza, las almas de los dos amantes, al confundirse la una con la otra, hubieran dejado de existir en la embriaguez de la pasión, si las almas pudieran morir.

(Lord Byron.)

Gil y Elena se amaban, se pertenecían, eran libres, estaban solos.

Los recuerdos de su infancia, los latidos de su corazón, la voluntad de sus padres, la for- tuna, el nacimiento, la bendición de Dios, todo los unía, todo los enlazaba.

Eran el uno del otro sin reserva, sin temor, sin remordimiento.

Los que se vieron con placer desde muy ni- ños, los que se prendaron recíprocamente de su belleza cuando adolescentes, los que habían llo- rado aunas mismas horas los tormentos de la ausencia; Gil y Elena, Elena y Gil; aquellas dos almas inseparables por predestinación, per- dían al fin, en hora tan mística y solemne, su

j6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

individualidad mísera y solitaria para confun- dirse en un porvenir inmenso de ventura, como dos rios, nacidos en una misma monta- ña y alejados muchas veces en su tortuoso curso, se encuentran, se reúnen y se identifi- can en la soledad infinita del Océano.

Era por la tarde: pero no parecía la tarde de un día, sino la tarde de la existencia del mundo, la tarde de todos los tiempos pasados desde la creación del universo.

El sol declinaba melancólicamente hacia el ocaso. Las esplendorosas luces de Poniente do- raban la fachada de la quinta, filtrándose al través de los lujosos y verdes pámpanos de una extensa parra, especie de dosel que cobi- jaba á los dos nuevos esposos. El aire sosega- do y tibio, las últimas flores del año, las aves inmóviles en las ramas de los árboles, toda la naturaleza, en fin, asistía ¡nuda y asombrada á la muerta de aquel «lía, á aquella puesta del sol, como si debiera ser la última que presen- il los humanos; cual si el astro-rey no hubiera de volver al día liguiente tan genero- so y alegre, tan pródigo de Vida y juventud

oomo ie había presentado tantai man. mis

Conse luíante tantos miles de siglos...

Diriateque en aquel punto el tiempo te ha- de U Con- tinua dai tbfan tentado á dase

EL AMIGO DE LA MUERTE 77

sobre la yerba y se contaban las patéticas his- torias del amor y de la muerte, como jóvenes pensionistas que, fatigadas de jugar, hacen corro en el jardín de un convento y se refie- ren las aventuras de su niñez y los delirios de su adolescencia.

Diríase también que en aquel momento ter- minaba un período de la historia del mundo; que todo lo criado se daba una despedida eter- na, el pájaro á su nido, el céfiro á las flores, los árboles á los ríos, el sol á las montañas; que la íntima unión en que todos habían vivi- do, prestándose mutuamente color ó fragancia, música ó movimiento, y confundiéndose en una misma palpitación de la existencia uni- versal, habíase interrumpido para siempre, y que en adelante cada uno de aquellos elemen- tos quedaría sometido á nuevas leyes é influen- cias.

Diríase, en fin, que en aquella tarde iba á disolverse la asociación misteriosa que consti- tuye la unidad y la armonía de los orbes; aso- ciación que hace imposible la muerte de la más fútil de las cosas creadas; que trasforma y re- sucita continuamente la materia; que de nada prescinde; que todo se lo identifica; que todo lo renueva y embellece.

Más que nada y más que nadie poseídos de esta suprema intuición y de esta alucinación

78 NARRACIONES INVEROSÍMILES

extraña, Gil y Elena, inmóviles también, tam- bién silenciosos, cogidos de la mano, atentos á la augusta tragedia de la muerte de aquel día, último de sus desventuras, mirábanse con hondo afán y ciega idolatría, sin saber en qué pensaban, olvidados del universo entero, está- ticos y suspendidos, como dos retratos, como dos estatuas, como dos cadáveres.

Quizás creían estar solos sobre la tierra; qui- zás creían haberla abandonado...

Desde que desaparecieron los testigos de su casamiento; desde que espiró el rumor de sus pasos á lo lejos del camino; desde que el mun- do los abandonó completamente, nada se ha- bían dicho, ¡nada!, absortos en la delicia de mirarse.

¡Alií estaban; sentados en un banco de cés- ped; rodeados de flores y verdura; con un cie- lo infinito ante los ojos; libres y solitarios, como dos gaviotas paradas en medio de los

desie:: o sohru un alga mecida pol-

las olas!

Allí estaban; embebidos en su mutua con- templa* i6n¡ avaros de mi misma dicha; con la

copa de la (VI i( nl.i.l cu l.i mano; sin atreverse á llevar los labios a ella; temerosos de (pie todo

fuera un ¡iando mayor ven-

tura, 1 Icr la que ya 1 entían...

|A11Í estaban, en lín, Igtv \ írgenes,

EL AMIGO DE LA MUERTE 79

hermosos, inmortales, como Adán y Eva en el Paraíso antes del pecado!

Elena, la doncella de diez y nueve años, se hallaba en toda la plenitud de su peregrina hermosura, ó, por mejor decir, hallábase en aquel fugitivo momento de la juventud de la mujer, en que, poseedora ya de todos sus he- chizos, conocedora de su propia naturaleza, colmada de bendiciones del cielo y de prome- sas de felicidad, puede sentirlo todo y aún no ha sentido nada, es mujer y niña á un mismo tiempo... Rosa entreabierta al generoso in- flujo del sol, que ha desplegado ya todas sus hojas, muestra todos sus encantos, y recibe los halagos del céfiro; pero que aún conserva aque- lla forma, aquel color y aquel perfume que sólo guardan los púdicos pimpollos.

Elena era alta, de formas esbeltas y escul- turales, toda bella, artística y seductora. Su redonda cabeza, coronada de cabellos rubios, dorados hacia las sienes y castaños en lo más recio de sus ondas, se adelantaba valiente- mente sobre un cuello blanco y torneado como el de Juno. Sus ojos azules parecían reflejar lo infinito del pensamiento increado. De aquellos ojos podía decirse que, por mucho que se los miraba, nunca se acababa de verlos. Tenían algo del cielo, además del color y de la pureza.

Y era así: en la mirada de Elena había una

8o NARRACIONES INVEROSÍMILES

luz de eternidad, de espíritu puro, de pasión inmortal, que no pertenecía á la tierra. Su tez, blanca y pálida como el agua al anochecer, ofrecía la trasparencia del nácar, pero no re- flejaba el rubor de la sangre: sólo alguna del- gada vena, de color celeste, interrumpía tan serena y apacible blancura. Dijérase que Elena era de mármol.

Su rostro de ángel tenía, empero, boca de mujer. Aquella boca, bermeja como la flor del granado, húmeda y brillante como la cuna de las perlas, estaba si puede decirse así anegada en un vapor tibio y voluptuoso, como el sus- piro que la mantenía entreabierta. Hubié- rase, pues, podido comparar también á Elena á la estatua labrada por Pigmalion, cuando, por primera vez y para besar al artista, movió los hechiceros labios...

Elena, en fin, vestía de blanco, lo cual au- mentaba la deslumbradora magnificencia de su hermosura. Sin o, era una de esas

mujeres que los Atavíos nunca logran di zar. A i con ella lo que con las nobles

dejan adivinar, tr.i- vés de sus vestiduras, las purísimas forma.1- de !</a olímpica. 1 !a y supicina

beldad de la nueva revelaba también

en todo su esplendor, aun bajo la seda y los encajes. Parecía como que su cuerpo ra

EL AMIGO DE LA MUERTE 8l

entre los pliegues del vestido blanco, al modo que las náyades y las nereidas iluminan con sus bruñidos miembros el fondo de las olas.

Tal era Elena la tarde de sus bodas con Gil Gil...

Y tal la miraba Gil Gil: ¡tal era suya!

XII.

ECLIPSE DE LUNA.

Nunca pusieran fin al triste lloro los pastores, ni fueran acabadas las canciones que sólo el monte oía, si mirando las nubes coloradas al trasmontar del sol bordadas de oro, no vieran que era ya pasado el dia. La sombra se veía venir corriendo apriesa, ya por la falda espesa del altísimo monte...

(Garcilaso.)

jOh! sí: el joven la miraba... como el ciego mira al sol; que no ve el astro, pero siente su calor en las muertas pupilas.

Después de tantos años de soledad y pena, después de tantas horas de fúnebres visiones, él, El Amigo de la Muerte, contemplábase en- golfado en un océano de vida, en un mundo de luz, de esperanza, de felicidad!

¿Qué había de decir, que había de pensar tomo m 6

82 NARRACIONES INVEROSÍMILES

el desventurado, si todavía no acertaba á creer que existía, que aquella mujer era Elena, que él era su esposo, que ambos habían esca- pado á las garras de la Muerte?

¡Habla, Elena mía!... ¡dímelo todo! (ex- clamó al cabo Gil Gil, cuando ya se hubo puesto el sol y los pájaros interumpieron el silencio.) jHabla, bien mío!...

Entonces le contó Elena todo lo que había pensado y sentido durante aquellos tres últi- mos años; su pena, cuando dejó de ver á Gil Gil; su desesperación al marchar á Francia; cómo lo divisó al partir, á la puerta de su pa- lacio; cómo el Duque de Monteclaro se había opuesto á este amor de que le enteró la Con- desa de Rionuevo; cómo gozó al encontrarlo en el atrio de San Milkin hacía tres dias; cuánto sufrió al verlo caer herido por la terri- ble frase de la Condesa... jTodo... todo se lo contó!...;— porque todo había aumentado su le entibiarlo.

Caía la noche..., y, ;i medida que se espe-

, calmábase la secreta an- i que turbaba la dicha de < til Gil.

¡Oh! (pensaba el joven, atrayendo á Ele-

bre su corazón.) La Mutile lia perdido v ii" i alie den, !c ma < ncuentro. |No vendrá aquí, no'... [Nuestro amoi inmor- tal la ahuyentaría!-^ | i de h.n 1 1 la

EL AMIGO DE LA MUERTE 83

Muerte á nuestro lado? ¡Ven, ven, noche te- nebrosa, y envuélvenos en tu negro velo!... ¡Ven, aunque hayas de durar siempre!... ¡Ven, aunque el día de mañana no amanezca nunca!

¡Tiemblas... Gil!... (balbuceó Elena). ¡Lloras!...

¡Esposa mía! (murmuró el joven) ¡mi bien!... ¡mi cielo!... ¡lloro de felicidad!

Dijo, y, cogiendo en sus manos la hechicera cabeza de la desposada, fijó en sus ojos una mirada intensa, delirante, loca.

Un hondo y abrasador suspiro, un grito de embriagadora pasión se confundió entre los labios de Gil y de Elena.

¡Amor mío! tartamudearon losdos en el delirio de aquel primer beso, á cuyo regalado son se extremecieron los espíritus invisibles de la soledad.

En esto salió súbitamente la luna, plena, magnífica, esplendorosa.

Su fantástica luz, no esperada, asustó á los <ios esposos, que volvieron la cabeza á un mis- mo tiempo hacia el Oriente, alejándose el uno del otro, no sabemos por qué misterioso ins- tinto, pero sin desenlazar sus manos trémulas y crispadas, frías en aquel instante como el alabastro de un sepulcro.

¡Es la luna! murmuraron los dos con en- ronquecido acento.

84 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Y tornaron á mirarse extáticamente, y Gil extendió los brazos hacia Elena con un afán indefinible, con tanto amor como desespera- ción...

Pero Elena estaba pálida como una muerta.

Gil se extremeció.

Elena... ¿qué tienes? dijo.

¡Oh! Gil... (respondió la niña). ¡Estás muy pálido!

En este momento se eclipsó la luna, como si una nube se hubiese interpuesto entre ella y los dos jóvenes...

Pero ¡ay! ¡no era una nube!...

Era una larga sombra negra, que, vista por Gil Gil desde el césped en que se reclinaba, tocaba en los cielos y en la tierra, enlutando casi todo el horizonte...

Era una colosal figura, que acaso agrandaba su imaginación..,

I un hombre envuelto en una larga capa oscura; el cual M hallaba de pié, á su lado, in- móvil, silencioso, cul >i iniciólos con susonilua.

¡Gil ("ni adivinó quién mUi

Elena no veía al lúgubre personaje... Elena seguía viendo la luna.

EL AMIGO DE LA MUERTE 85

XIII. ¡AL FÍN... MÉDICO!

Gil Gil estaba entre su amor y la Muirte, ó sea. entre la muerte y la vida.

Sí: porque aquella lúgubre sombra que se ha- bía interpuesto entre él y la luna, nublando en el semblante de Elena los resplandores de la pa- sión, era la divinidad de las tinieblas, el terri- ble protector de nuestro héroe, el enlutado ca- ballero que se le apareciera la noche en que pensó suicidarse.

¡Hola, amigo! le dijo como aquella no- che.

¡Ah, calla!... murmuró Gil Gil, tapán- dose el rostro con las manos.

¿Qué tienes, amor mío? preguntó Elena, reparando en la angustia de su esposo.

¡Elena!... ¡Elena!... ¡no te apartes de mí! exclamó el joven desesperadamente, ro- deando con el brazo izquierdo el cuello de la desposada.

Tengo que hablarte... añadió la Muerte, cogiendo la mano derecha de Gil Gil y atra- yéndolo con dulzura.

¡Ah! ven... ¡entremos!... decía la joven, tirando de él hacia la quinta.

86 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡No! ¡ven! ¡salgamos!... murmuraba la Muerte, señalándole la puerta del jardín.

Elena no veía á la Muerte ni la oía.

Este triste privilegio era solo del Duque de la Verdad.

Gil... ¡te estoy esperando!... añadió el siniestro personaje.

El desgraciado se estremeció hasta la mé- dula de los huesos. Copiosas lágrimas caye- ron de sus ojos, que Elena enjugó con su mano. Desprendióse luego de los brazos de ésta, y corrió desatentado por el jardín, gritando en- tre desgarradores sollozos:

¡Morir, morir ahora!

Elena quiso seguirle; pero fué tal el terror que le causó el estado de su esposo, que, al dar el primer paso, cayó sobre la yerba sin sentido.

¡Morir, morir! seguía exclamando el jo- ven con desesperación^

No temas... (replicó la Muntc, acercán- dosele con afabilidad.) Por lo demás, es inú- til (¡ue huyas de mí: la casualidad ha hecho que nos cnconticinos, y no pienso abandonarte orno qui

¿l'< id i qué lias venido aquí? (exclamó el

oven con acento <lc iuioi, enjugándose las lá-

grimai como quien renuncia i la suplica y

ÍS á la prudencia, y encarándose con la

EL AMIGO DE LA MUERTE 87

Muerte, no sin cierto aire de desafío.) ¿A qué has venido aquí? ¡Responde!

Y giró en torno la irritada vista como bus- cando un arma.

Cerca de él había un azadón perteneciente al jardinero; cogiólo con mano convulsiva, lo levantó en el aire como si fuera débil caña (que la desesperación había duplicado su fuer- za), y repitió por tercera vez y con más ira que nunca:

¿A qué has venido aquí?

La Muerte lanzó una carcajada que debiéra- mos llamar fi lo sófica.

El eco de aquella risa se prolongó por mu- cho rato, repercutiendo en las cuatro tapias del jardín y remedando con su estridente son el chasquido de los huesos de muerto cuando dan unos contra otros.

¡Quieres matarme! (exclamó por fin el en- lutado). — ¡Conque la Vida se atreve con la Muerte! Esto es curioso... ¡Luchemos!

Dijo, y, echando atrás su larga capa negra, mostró un brazo, armado de otra especie de azadón (que más parecía una hoz ó guada- ña), y se puso en guardia enfrente de Gil Gil.

Tomó la luna el color amarillento de la ce- ra que alumbra los templos el Viernes Santo; alzóse un viento tan frío que hizo gemir de do- lor á los árboles cargados de frutos; sintióse el

88 NARRACIONES INVEROSÍMILES

lejano ladrido de muchos perros, ó, más bien, largos aullidos de funeral augurio, y hasta pa- reció oirse allá, muy alto, en la región de las nubes, el destemplado son de innumerables campanas que tocaban á muerto...

Gil Gil percibió todas estas cosas, y cayó de rodillas delante de su enemigo.

¡Piedad! ¡Perdón! le dijo con indescrip- tible angustia.

Estás perdonado... respondió la Muerte, ocultando su guadaña.

Y, como si todo aquel fúnebre aparato de la Naturaleza hubiera provenido del furor de la negra divinidad; no bien lució una sonrisa en los labios de ésta, calmóse el frío de la atmós- fera, callaron las campanas, dejaron de aullar los perros y brilló la luna tan dulcemente co- mo al principio de la noche.

¡Has pretendido luchar conmigo! (excla-

eon buen humor). ¿A! fin, mc-

dteol Levántate, infeliz; levántate, y dame la

mano. Te he dicho ya (¡iic no teínas nada/or

■i he.

¿Pero á qué has venido aquí? (repitió el

joven con creciente zozobra). ¿A qué has vc-

tquí? ¿Cómo te encuentro en mi casa?

|T6 ' "1" « Dtrai donde tienes que matar á al-

'...— ¿A quién bui

Todo t'- I i >!ne...— Sentémonos un mo-

EL AMIGO DE LA MUERTE 89

mentó... respondió la Muerte, acariciándolas heladas manos de Gil Gil.

Pero Elena... murmuró el joven.

Déjala: en este momento está dormida: yo velo por ella. Conque vamos á cuentas. Gil Gil... ¡eres un ingrato! ¡Eres como todos! ¡Una vez en la cumbre, das un puntapié á la escalera por donde has subido!... ¡Oh! ¡tu con- ducta conmigo no tiene perdón de Dios! ¡Cuán- to me has hecho padecer en estos últimos días! ¡Cuánto! ¡cuánto!

¡Ay!... ¡yo la adoro! balbuceó Gil Gil.

¡Tú la adoras! ¡Eso es!... La habías per- dido para siempre; eras un miserable zapatero, y ella se iba á casar con un magnate: me in- terpongo entre vosotros, y te hago rico, noble, afamado; te libro de tu rival; te reconcilio con tu enemiga y me la llevo al otro mundo; te doy, en fin, la mano de Elena; y ¡he aquí que en este momento me vuelves la espalda, te ol- vidas de mí, y te pones una venda en los ojos para no verme!... ¡Insensato! ¡Tan insensato como los demás hombres! ¡Ellos, que deberían estar viéndome siempre con la imaginación, se ponen la venda de las vanidades del mundo, y viven sin dedicarme un recuerdo, hasta que llego á buscarlos! ¡Mi suerte es bien desgra- ciada! ¡No guardo memoria de haberme acer- cado á un mortal, sin que se haya asustado y

gO NARRACIONES INVEROSÍMILES

sorprendido, como si no me esperase nnncaí ¡Hasta los viejos de cien años creen que pue- den pasar sin mí! Tú, por tu parte, que tie- nes el privilegio de verme con los sentidos físicos, y que no podrías olvidarte de así como quiera, te pusiste el otro día ante los ojos un olvido material, una venda de trapo, y hoy te encierras en un jardín solitario y te crees libre de para siempre! ¡Imbécil! ¡In- grato! ¡Mal amigo! ¡Hombre..., y esto lo dice todo!

Y bien... (tartamudeó Gil Gil, á quien la confusión y la vergüenza no habían hecho de- sistir de su recelosa curiosidad): ¿A qué vienes á mi casa?

Vengo á continuar la misión que el Eter- no me ha encomendado cerca de tí.

¿Pero no vienes á matarnos}

De ninguna manera.

¡Ah!... entonces...

Sin embargo; ya que logro verte, ó, por mejor decir, que me veas, necesito tomar derta 'iones, a fin de que no vuelvas

;t olvidarme.

¿Y que precauciones son esas? preguntó Gil, temblando mas que cunea.

N hacerte ciertas revela-

ciones importantí: ini

|Ah! ¡Vuelve ni. muña!

EL AMIGO DE LA MUERTE 9 1

¡Oh!... no. ¡Imposible! Nuestro encuentro de esta noche es providencial.

¡Amigo mío! exclamó el pobre joven.

¡Y tan amigo! (respondió la Muerte.) Por que lo soy, necesito que me sigas.

¿A donde? A mi casa.

¡A tu casa! ¿Conque vienes á matarme? ¡Ah cruel! ¡Y esa es tu amistad! ¡Espan- toso sarcasmo! ¡Me haces conocer la ventura, y me la arrebatas en seguida!... ¿Porqué no me dejaste morir aquella noche?

¡Calla, desgraciado! (replicó la Muerte con solemne tristeza.) ¡Dices que conoces la feli- cidad!...— ¡Cómo te engañas! ¡A eso propen- do yo! ¡A que la conozcas!

¡Mi felicidad es Elena! ¡Renuncio á todo lo demás!

Mañana verás más claro.

¡Mátame , pues! gritó Gil con deses- peración.

Sería inútil.

¡Mátala á ella entonces! ¡Mátanos á los dos!

¡Cómo deliras!

¡Ir á su casa, Dios mío! Tranquilízate...

Pero ¡déjame siquiera despedirme de mi adorada!... ¡Déjame decirle adiós!...

92 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Accedo á ello... ¡Despierta Elena! ¡Ven! ¡Yo te lo mando! Mírala... Allí viene...

Y bien: ¿qué le digo? ¿A qué hora podré volver esta noche?

Dile... que al amanecer os veréis.

¡Oh! ¡no!... ¡Yo no quiero estar contigo tantas horas!... ¡Hoy te tengo más miedo que nunca!

¡Cuidado conmigo!

¡No te enojes! (exclamó el desconsolado esposo). ¡No te enojes, y dime la verdad!... ¿Nos veremos en electo al amanecer Elena y yo?

La Muerte levantó solemnemente la mano derecha y miró al cielo, mientras que su triste voz respondía:

Te lo juro.

¡Oh! Gil... ¿Qué es esto? exclamó Ele- na, avanzando por entre los árboles, pálida, gentil y resplandeciente como una personifi- cación mitológica de la luna.

Gil, pálido también como un desenterrado, descompuesto el cabello, torva l.i mirada, an- heloso el corazón, besó en la frente á Elena, y dijo COn acento sepulcral:

i [asta mañana*— | Espérame, vida mial

¡Su vi.i.i1.— murmuro laAfiwfecon honda compasión.

Elena I cielo los ojos, bañados en

EL AMIGO DE LA MUERTE 93

dulces lágrimas: cruzó las manos poseída de misteriosa angustia, y repitió con voz que no era de este mundo:

Hasta mañana.

Y Gil y la Muerte se marcharon, y ella se que- dó allí entre los árboles, de pié, con las manos cruzadas y los brazos caídos, inmóvil, magní- fica, intensamente alumbrada por la luna.

Parecía una noble estatua sin pedestal, olvi- dada en medio del jardín.

XIV.

EL TIEMFO AL REVÉS.

Mucho tenemos que andar... (dijo la Muerte á nuestro amigo Gil luego que salieron de la quinta.) Voy á pedir mi carro.

É hirió con el pié el suelo.

Un sordo ruido, como el que precede al te- rremoto, resonó debajo de tierra. Alzóse lue- go al rededor de los dos amigos un vapor ce- niciento, entre cuya niebla apareció una es- pecie de carro de marfil, por el estilo de los que vemos en los bajo-relieves de la antigüe- dad pagana.

A poco que reparase cualquiera (no lo ocultaremos al lector), habría echado de ver que aquel carro no era de marfil, sino pura y

94 NARRACIONES INVEROSÍMILES

simplemente de huesos humanos, pulidos y enlazados con exquisito primor, pero que no habían perdido su forma natural.

Dio la Muerte la mano á Gil y montaron en el carro, el cual se alzó por el aire como los globos que conocemos hoy, con la sola dife- rencia de que lo dirigía la voluntad de los que iban dentro.

Aunque tenemos mucho que andar (conti- nuó la Muerte), ya nos sobra tiempo, pues este carro volará tanto como á se me antoje... ¡tanto como la imaginación! Quiere decir, que iremos alternativamente de prisa y despa- cio, procurando dar una vuelta á toda la Tie- rra en las tres horas de que podemos disponer. Ahora son las nueve de la noche en Ma- drid... Caminaremos hacia el Nordeste, y así evitaremos el encontrarnos desde luego con la luz del sol...

Gil permaneció silencioso.

[Magnifico! ¡Te empeñas en callar! (pro- siguió la Mitote). Pues hablaré yo solo. ¡Ve- ne pronto te distraen y te hacen romper el BÜencio los espectáculos que vas á conUm- plar! ¡Ku maich.i!

Id carro, que oscilaba en el aii <• mu direc- ción desde que nuestro! viajeros Bubieron .1 el, M movimiento, casi rozando con la i, pero con una velocidad Indescriptible.

EL AMIGO DE LA MUERTE 95

Gil vio á sus plantas montes, árboles, ríos, despeñaderos, llanuras...; todo en revuelta confusión.

De vez en cuando, alguna hoguera le reve- laba el albergue de sencillos pastores; pero, más frecuentemente, el carro pasaba algo des- pacio por encima de grandes masas pétreas, hacinadas en formas rectangulares, por entre las que cruzaba alguna sombra precedida de una luz..., y al mismo tiempo se oían tañidos de campanas que doblaban á muerto ó daban la hora, lo cual es casi lo mismo, y el canto del sereno que la repetía... Reíase entonces la Muerte, y el carro volaba otra vez suma- mente de prisa.

A medida que avanzaban hacia el Oriente, la oscuridad era más densa, el reposo de las ciudades más profundo, mayor el silencio de la naturaleza.

La luna huía hacia el ocaso como una palo- ma asustada, mientras que las estrellas cam- biaban de lugar en el cielo como un ejército en dispersión.

¿Dónde estamos? preguntó Gil Gil.

En Francia... (respondió la Muerte). He- mos atravesado ya mucha parte de las dos be- licosas naciones que tan encarnizadamente han luchado al principio de este siglo. Hemos visto todo el teatro de la Guerra de Sucesión...

96 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Vencidos y vencedores duermen en este ins- tante... Mi aprendiz, el sueño, reina sobre los héroes que no murieron entonces en las bata- llas, ni después, de enfermedad ó de viejos... ¡Yo no cómo abajo no sois amigos todos los hombres! La identidad de vuestras desgra- cias y debilidades, la necesidad que tenéis los unos de los otros, la brevedad de vuestra vi- da, el espectáculo de la grandeza infinita de los orbes y la comparación de estos con vues- tra pequenez, todo debía uniros fraternalmen- te, como se unen los pasajeros de un buque amenazado de naufragar. En él no hay amo- res, ni odios, ni ambiciones; nadie es acree- dor ni deudor; nadie grande ni pequeño; nadie feo ni hermoso; nadie feliz ni desgraciado. Un mismo peligro los rodea... y mi frcsaicia los iguala á todos. Pues bien; ¿qué es la Tierra, vista desde esta altura, sino un buque que se va á pique, una ciudad presa de la peste ó del incendio?

¿Qué luces fatuas son esas que, desde que se ocultó la luna, veo brillar en algunos pun- rlobo terrestre? preguntó el joven.

Son cementerios..! listamos encima de

.—Al lado de cada ciudad, década villa, de cads aldea viva, hay siempre una ciudad,

illa ó una aldea muei ta, como la sombra está siempre al ladodel cuerpo. La geo;,

EL AMIGO DE LA MUERTE 97

es doble, por consiguiente, aunque vosotros jamás habléis sino de la mitad que os parece más agradable. Con hacer un mapa de todos los cementerios que hay sobre la tierra os bas- taría para explicar la geografía política de vuestro mundo. Sin embargo, os equivoca- ríais en la cuantía ó número de la población: las ciudades muertas están mucho más habi- tadas que las vivas: en estas hay apenas tres generaciones, y en aquellas se hallan hacina- das á veces por centenares. En cuanto á esas luces que ves brillar, son fosforescencias de los cadáveres, ó, por mejor decir, son los últimos fulgores de mil existencias desvane- cidas; son crepúsculos de amor, de ambición, de ira, de genio, de caridad; son, en fin, las últimas llamaradas de la luz que se extin- gue, de la individualidad que desaparece, del ser que devuelve sus sustancias á la madre tierra... Son, y ahora es cuando acierto con la verdadera frase, lo que la espuma que for- ma el rio al fenecer en el Océano.

La Muerte hizo una pausa.

Gil Gil sintió al mismo tiempo un estruendo espantoso bajo sus pies, como el trote de mil carros sobre los puentes de madera. Miró ha- cia la tierra, y no la encontró, sino que vio en su lugar una especie de cielo movible en que se abismaban...

tomo ni 7

98 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¿Qué es eso? preguntó asombrado.

Es el mar... (dijo la Muerte.) Acabamos de cruzar la Alemania, y entramos en el Mar del Norte.

¡Ah!... no... (murmuró Gil poseido de un terror instintivo). Llévame hacia otro lado... ¡Quisiera ver el sol!

Te llevaré á ver el sol, aunque retroceda- mos para ello. Así verás el curiosísimo es- pectáculo del tiempo ni revés.

Giró el carro en el espacio, y empezaron á correr hacia el Sudoeste.

Un momento después volvió á escuchar Gil Gil el ruido de las olas.

Estamos en el Mediterráneo... (dijo la Muerte). Ahora cruzamos el Estrecho de Gi- braltar... ¡lié aquí el Océano Atlántico!

¡El Atlántico! murmuró Gil con respeto. Y ya no vio sino cielo y agua, ó, por mejor

decir, cielo solamente.

El cano parecía vagar en el vacío, fuera de la atmósti ra terrestre.

Las brillaban en todas partes: bajo

obre su cabeza, i n <l<'rredor suyo... donde quien «i1"' fijaba la vista.

Ai í pasó otro minuto.

Al cabo de 61, p< n Ibió* i lo lejos una línea

aquello dos cielos, Inmóvil <-i uno y flotante el "iro.

EL AMIGO DE LA MUERTE gg

Esta línea purpúrea convirtióse en roja, y luego en anaranjada; después se dilató bri- llante como el oro, iluminando la inmensidad de los mares.

Las estrellas desaparecieron poco á poco... Iba á amanecer.

Pero entonces volvió á salir la luna.

Sin embargo, apenas brilló un momento, cuando la luz del horizonte eclipsó su clari- dad...

Está amaneciendo... dijo Gil Gil.

Al contrario... (respondió la Muerte). Está anocheciendo; solo que, como camina- mos detrás del sol, y mucho más de prisa que él, el ocaso va á servirnos de aurora y la auro- ra de poniente... Aquí tienes las Azores.

En efecto, un gracioso grupo de islas apare- ció en medio del Océano.

La luz melancólica de la tarde, quebrándo- se entre nubes y filtrándose por la niebla de los ríos, daba al archipiélago un aspecto encan- tador.

Gil y la Muerte pasaron sobre aquellos oasis de los desiertos marinos sin detenerse un mo- mento.

A los diez minutos salió el sol del seno de las olas, y levantóse un poco en el horizonte.

Pero la Muerte paró el carro, y el sol volvió á ponerse.

IOO NARRACIONES INVEROSÍMILES

Echaron á andar de nuevo, y el sol tornó á salir.

Eran dos crepúsculos en uno.

Todo esto asombró mucho á nuestro héroe- Anduvieron más y más, engolfándose en el día y en el Océano.

El reloj de Gil señalaba, sin embargo, las nueve y cuarto... de la noche, si así podemos decirlo.

Pocos minutos después, la América del Nor- te surgió en los mares.

Gil vio al paso los afanes de los hombres, que ya labraban los campos, ya se deslizaban en buques por las costas, ya bullían por las calles de las ciudades.

En no qué parte distinguió una gran pol- vareda...— Se daba una batalla.

En otro lado, le hizo reparar la Muerte en una gran solemnidad religiosa... consagrada á un árbol, ídolo de aquel pueblo...

Más allá, le designó á dos jóvenes salva- jes, solos en un bosque, que se miraban con amor...

Luego desapareció la tierra otra vez, y pe- i¡' tía ron en el Mar Pacífico.

I ii la Isla de los Pájaros era mediodía.

Mil otra islas aparecieron á sus ojos por to- d<M ladot,

En cada una de ellas había costumbres, re-

EL AMIGO DE LA MUERTE 10 1

ligión, ocupaciones diferentes. ¡Y qué variedad de trajes y de ceremonias!

Así llegaron á la China, donde estaba ama- neciendo.

Este amanecer fué un anochecer para nues- tros viajeros.

Otras estrellas, distintas de las que habían visto con anterioridad, decoraron la bóveda celeste.

La luna volvió á brillar hacia Levante y se ocultó en seguida.

Ellos continuaban volando con más rapidez que gira la Tierra sobre su eje.

Cruzaron, en fin, el Asia, donde era de no- che; dejáronse á la izquierda las cordilleras del Himalaya, cuyas eternas nieves brillaban á la luz de los luceros; pasaron por las orillas del Mar Caspio; viraron un poco hacia la izquier- da, é hicieron alto en una colina al lado de cierta ciudad, donde era media noche en aquel momento.

¿Qué ciudad es esa? preguntó Gil Gil.

Estamos en Jerusalem respondió la Muerte.

—¿Ya?

Sí... Poco nos falta para haber dado la vuelta á la Tierra. Me detengo aquí porque oigo las doce de la noche, y yo no dejo de arro- dillarme nunca á esta hora.

102 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¿Por qué?

Para adorar al Criador del Universo.

Y, así diciendo, el enlutado descendió del carro.

Yo también quiero contemplar la ciudad de Dios y meditar sobre sus ruinas, repuso Gil, arrodillándose al lado de la Muerte y cru- zando las manos con fervorosa piedad.

Cuando ambos hubieron terminado su ora- ción, la Muerte recobró su locuacidad y su alegría, y, entrando otra vez en el carro, pre- cedida de Gil Gil, dijo de esta manera:

Aquella aldea que ves sobre un monte es Jetsemaní. En ella estuvo el Huerto de las Olivas. A este otro lado distinguirás una eminencia coronada por un templo, que se destaca sobre un campo de estrellas. .. ¡Es el Gólgota! ¡Ahí pasé el gran día de mi vida!... haber vencido al mismo Dios..., y ven- cido lo tuve duiaiite niin has lioras... Pero |ayl que también fué en esc monte donde, has después, me \ I desarmada y anulada al amanecer de un domingo..! ¡ [esús había re- imbiéo pre i ociaron i stos sitios, en la misma ocasión, mis grandes combates personales con ls Naturaleza... Aquí fué mi duelo con ella; aquel terrible duelo... las tres de la tarde; me acuerdo peí rectamente) en que, no bien me vio blandir La lanza de

EL AMIGO DE LA MUERTE IO3

Longinos contra el pecho del Redentor, em- pezó á tirarme piedras, á desarreglarme los cementerios , á resucitarme los muertos... ¡qué yo! ¡Creí que la pobre Natura había perdido el juicio!

La Muerte reflexionó un momenío; y al- zando luego la cabeza, con más seriedad en el semblante, añadió:

¡Es la hora!... Ha pasado la media no- che.— Vamos á mi casa, y despachemos lo que tenemos que hablar.

¿Dónde vives? preguntó tímidamente Gil Gil.

En el Polo Boreal (respondió la Muerte). ¡Allí donde nunca ha pisado ni pisará pié humano!... ¡Entre nieves y hielos tan antiguos como el mundo!

Dicho esto, la Muerte puso el rumbo hacia el Norte, y el carro voló con más celeridad que nunca.

El Asia Menor, el Mar Negro, la Rusia y el Spitzberg desaparecieron bajo sus ruedas como fantásticas visiones.

Iluminóse luego el horizonte de vistosísi- mas llamas, reflejadas por un paisaje de cristal de roca.

Todo era silencio y blancura sobre la tierra. . .

El resto del cielo estaba cárdeno, salpicado de casi imperceptibles astros.

104 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡La auYora boreal y el hielo!... He aquí toda la vida de aquella pavorosa región.

Estamos en el Polo... (dijo la Muerte). He- mos llegado.

XV.

LA MUERTE RECOBRA SU SERIEDAD.

Si Gil Gil no hubiera visto ya tantas cosas extraordinarias durante su viaje aéreo; si el recuerdo de Elena no ocupase completamente su imaginación; si el deseo de saber á dónde le llevaba la Muerte, y la presencia de ésta no conturbasen su contristado espíritu, ocasión muy envidiable era la en que se veía para es- tudiar y resolver el mayor de los problemas geográficos: la forma y la disposición de los polos de la tierra.

Los límites misteriosos de los continentes y d«l mar polar, confundidos por eternos hie- los; la prominencia ó el abismo que, según B, ha de señalar el paso del nal sobre que gira nuestro globo; el aspecto de la bóveda estrellada, en la cual

iguirfa i'ntoncesá un mismo tiempo todos

lo (!<• la Amé- rica d«l Noi te, de la Europa entera, del Am.i,

. < 1 [opon, y <!<• la paite sep-

EL AMIGO DE LA MUERTE IO5

tentrional de los dos Océanos; el ardiente foco de la aurora boreal, y en fin, tantos otros fe- nómenos como persigue la ciencia inútilmente hace muchos siglos, á costa de mil ilustres na- vegantes que han perecido en aquellas pavo- rosas regiones, hubieran sido para nuestro hé- roe cosas tan claras y manifiestas como la luz del día, y nosotros podríamos hoy comunicar- las á nuestros lectores.

Pero, pues Gil no estaba para semejantes observaciones, ni nosotros podemos hacernos cargo de cosa alguna que no tenga relación con nuestro héroe, quédese el género humano en su ignorancia respecto al Polo, y conti- nuemos nuestra relación.

Por lo demás, con recordar nuestros lecto- res que á la sazón eran los primeros días de un mes de Setiembre, comprenderán que el sol brillaba todavía en aquel cielo, donde no había sido de noche ni un solo instanse du- rante más de cinco meses.

A su pálida y oblicua luz descendieron del carro nuestros dos viajeros; y, cogiendo la Muerte la mano de Gil Gil, le dijo con afable cortesía:

Estás en tu casa: entremos.

Un colosal témpano de hielo se elevaba ante sus ojos.

En medio de aquel témpano, especie de muro

Io6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

de cristal, clavado en una nieve tan antigua como el mundo, había una prolongada grieta que apenas permitía pasará un hombre.

Te enseñaré el camino... dijo la Muerte y pasando delante.

El Duque de la Verdad se paró, no atrevién- dose á seguir á su compañero.

Pero ¿qué hacer? ¿A donde huir por aquel páramo infinito? ¿Qué camino tomar en aque- llas blancas é interminables llanuras de hielo?

¡Gil! ¿no entras?— exclamó la Muerte.

Gil dirigió al pálido sol una última y supre- ma mirada, y penetró en el hielo.

Una escalera de caracol, tallada en la mis- ma congelada materia, condújole por retor- cidas espirales hasta un vasto salón cuadrado, sin mueble! ai adorno alguno, todo de hielo también, que recordaba las grandes minas de sal de Polonia ó Lm estancias de mármol de los baños de [spahan y de Medina*

había acurrucado en un rincón, Bobre las piernas como los orien- tales.

Ven acá: siéntate á mi lado y hablaremos. le <lij'» I ( lili

i i maquinalmente,

i tan profundo, que se. hu-

I oído la i ¡i de un insecto 111 1

; en aquella región pudiese existí)

EL AMIGO DE LA MUERTE IO7

ser alguno que no contase con la protección de la Muerte.

Del frió que hacía, cuanto dijéramos sería poco.

Imaginaos una total ausencia de calor; una negación completa de vida; la cesación ab- soluta de todo movimiento; la muerte como forma del ser, y aún no habréis formado idea exacta de aquel mundo cadáver..., ó más que cadáver, puesto que no se corrompía ni se transfiguraba, y no daba por consiguiente, pasto á los gusanos, ni abono á las plantas, ni elementos á los minerales, ni gases á la at- mósfera.

Era el caos sin el embrión del universo; era la nada bajo la apariencia de hielos seculares.

Sin embargo, Gil Gil soportaba aquel frío, gracias á la protección de la Muerte .

Gil Gil... (exclamó ésta con reposado y majestuoso acento), ha llegado la hora de que brille ante tus ojos la verdad en toda su mag- nífica desnudez: voy á resumir en pocas pa- labras la historia de nuestras relaciones, y á revelarte el misterio de tu destino.

Habla... respondió Gil Gil denodada- mente.

Es indudable, amigo mío (continuó la Muerte), que quieres vivir; que todos mis es- fuerzos, que todas mis reflexiones, que las re-

108 NARRACIONES INVEROSÍMILES

velaciones que te hago á cada momento, son ineficaces para apagar en tu corazón el amor á la vida...

¡El amor á Elena, querrás decir! inte- rrumpió el joven.

El amor al amor... (replicó la. Muerte.) El amor es la vida, la vida es el amor... no desconozcas esto... Y, si no, piensa en una cosa que habrás comprendido perfectamente en tu gloriosa carrera de médico y durante el viaje que acabamos de hacer. ¿Qué es el hom- bre? ¿Qué significa su existencia? lo has visto dormir de sol á sol y soñar mientras dor- mía. En los intervalos de este sueño lo has contemplado poseedor de doce ó catorce ho- ras diarias de vigilia que no sabe en qué em- plear. — En una parte, lo has hallado con las armas en la mano matando semejantes suyos; en otra lo has visto cruzar los mares á fin de cambiar de alimentos. Quiénes se afanaban por vestirse de éste ó de aquél color; quiénes agujereaban la tierra y extraían metales con qué Adornarte. Aquí ajusticiaban á uno: allí

obedecían cii I otro, En un Lulo la

virtud y el derecho consistían en tal ó cual cosa; en otro lado cornil dan en lo adverso, lis- tos tenían por \ rulad lo que aquell" ban error. La misma belleza te habrá paie- •ii.il e Imaginaria, ti medida que

EL AMIGO DE LA MUERTE IOg

hayas pasado por Circasia, por la China, por el Congo ó por los Esquimales. También te será patente que la ciencia es un experimento torpísimo de los efectos más inmediatos, ó una conjetura desatinada de las causas más recónditas, y que la gloria es una palabra hue- ca que la casualidad, nada más que la casua- lidad, añade al nombre de este ó de aquel cada- ver. Habrás comprendido, en fin, que todo lo que hacen los hombres allá abajo es un juego de niños para pasar el tiempo; que sus mise- rias y sus grandezas son relativas; que su ci- vilización, su organización social, sus más se- rios intereses carecen de sentido común; que las modas, las costumbres, las gerarquías, son humo, polvo, vanidad de vanidades... Más ¿qué digo vanidad? ¡Menos aún! ¡Son los ju- guetes con que entretenéis el ocio de la vida; los delirios de un calenturiento; las alucina- ciones de un loco! Niños, ancianos, nobles, plebeyos, sabios, ignorantes, hermosos, contra- hechos, reyes, esclavos, ricos, mendigos... to- dos son iguales para mí: todos son puñados de polvo que deshace mi aliento. ¡Y aún cla- marás por la vida! ¡Y aún me dirás que deseas permanecer en el mundo! ¡Y aún amarás esa transitoria apariencia!

¡Amo á Elena!... replicó Gil Gil.

¡Ah! sí... (continuó la Muerte): la vida es

IIO NARRACIONES INVEROSÍMILES

el amor; la vida es el deseo... Pero el ideal de ese amor y de ese deseo no debe ser tal ó cual hermosura de barro... ¡Ilusos, que to- máis siempre lo próximo por lo remoto! La vida es el amor; la vida es el sentimiento; pero lo grande, lo noble, lo revelador de la vida es la lágrima de la tristeza que corre por la faz del recién nacido y del moribundo, la queja melancólica del corazón humano que siente hambre de ser y pena de existir, la dulcísima aspiración á otra vida, ó la patética memoria de otro mundo. El disgusto y el malestar, la duda y la zozobra de las grandes almas que no se satisfacen con las vanidades de la tierra, no son sino un presentimiento de otra patria, de una más alta misión que la ciencia y el po- der; de algo, en fin, más infinito que las gran- dezas temporales de los hombres y que los hechizos deleznables de las mujeres. Fijé- monos ahora en y en tu historia, que no co- noces; descendamos al misterio de tu snóraa- la es pliquemos Las razones de

tía amistad. Col Gil, lo has dicho: de

cuentes supuestas felicidades ofrece la vida, una sola deseas, y es la posesión de una mu- jer.— iGrandeS Conquistas he hecho en tu espí- ritu, por COnSÍgUÍ< nte! Ni poder, ni riquezas, ni honores, el gloria..., nada sonríe á tu ima- ginación... Eres, pues, un filósofo consuma-

EL AMIGO DE LA MUERTE III

do, un cristiano perfecto..., y á este punto he querido encaminarte... Ahora bien; díme: si esa mujer hubiera muerto, ¿sentinas el morir?

Gil Gil se levantó dando un espantoso grito.

¡Cómo! (exclamó). ¿Elena?...

Cálmate... (continuó la Muerte). Elena se halla tal como la dejaste... Hablamos en hipótesis. Así, pues, contéstame.

¡Antes de matar á Elena, quítame la vida! He aquí mi contestación.

¡Magnífico! (replicó la Muerte). Y dime: si supieras que Elena estaba en el cielo es- perándote, ¿no morirías tranquilo, conten- to, bendiciendo á Dios y encomendándole tu alma?

¡Oh! sí: ¡la muerte sería entonces la re- surrección!— exclamó Gil Gil.

De modo... (prosiguió el tremendo per- sonaje), que, con tal de ver á tu lado á Ele- na, nada te importa lo demás...

—¡Nada!

Pues bien: ¡sábelo todo! Hoy no es en el mundo católico el día 2 de Setiembre de 1721, como acaso te imaginas... Hace muchísimos más años que y yo somos amigos...

¡Cielos! ¿Qué me dices? ¿En qué año estoy?

El siglo diez y ocho ha pasado, y el diez y nueve, y el veinte, y algunos más. La Igle-

112 NARRACIONES INVEROSÍMILES

sia reza hoy por San Antonio, y es el año de 2316.

¡Conque estoy muerto!

Hace muy cerca de seiscientos años.

—¿Y Elena?

Murió cuando tú. moriste la noche en que nos conocimos...

¿Cómo? ¿Me bebí el aceite vitriolo?

Hasta la última gota. En cuanto á Ele- na, murió del sentimiento, cuando supo tu desgraciado fin. Hace, pues, seis siglos que los dos os halláis en mi poder.

¡Imposible! ¡Tú me vuelves loco! excla- mó Gil Gil.

Yo no vuelvo loco anadie... (replicó la Muer- te).— Escucha, y sabrás todo lo que he hecho en tu favor. Elena y moristeis el día que te digo; Elena, destinada á subirá la mansión de los ángeles el día del Juicio final, y me- recedor de todas las penas del infierno. Ella; por inocente y pura: t6, por haber vivido olvi- dado de Diosy alimentando 1 ilea ambiciones.

Ahora bu Di > final so celébrala ina-

ñ.in.i, do bien den las tres de la tarde en Roma*

¡Oh, Dios mío!... ¡Conque se acaba el mundo! •exclamó ( íil ( iil.

¡Ya era tiempo! (replicó el enlutado). Al lin voy á descansar...

EL AMIGO DE LA MUERTE II3

¡Se acaba el mundo! tartamudeó Gil Gil con indecible espanto.

¡Nada te importe! no tienes ya nada que perder. Escucha. Viendo hoy que se acercaba el Juicio final, yo (que siempre te tuve predilección, como ya te dije la primera vez que'hablamos), y Elena, que te amaba en el cielo tanto como te había amado en la tierra, suplicamos al Eterno que salvase tu alma. «Nada debo hacer por el suicida... (nos res- pondió el Criador): os confío su espíritu por una hora; mejoradlo, si podéis.» «¡Sálvalo!» me dijo Elena por su parte. Yo se lo pro- metí, y bajé á buscarte al sepulcro, donde dor- mías hace seis siglos. Sentéme allí, á la ca- becera de tu féretro, y te hice soñar con la vida. Nuestro encuentro, tu visita á Feli- pe V, tus escenas en la corte de Luís I, tu ca- samiento con Elena, todo lo has soñado en la tumba. ¡En una sola hora, has creído pasar tres días de vida, como en un solo instante habías pa- sado seiscientos años de muerte!

¡Oh!... no... ¡no ha sido un sueño! ex- clamó Gil Gil.

Comprendo tu extrañeza... (replicó la Muerte). ¡Te parecía verdad!... ¡Eso te dirá lo que es la vida! Los sueños parecen realidades, y las realidades sueños. Elena y yo hemos triunfado. La ciencia, la experien-

TOMO III 8

114 NARRACIONES INVEROSÍMILES

cia y la filosofía han purificado tu corazón, han ennoblecido tu espíritu, te han hecho ver las grandezas de la tierra en toda su repug- nante vanidad, y aquí que, huyendo de la muerte, como lo hacías ayer, no huías sino del mundo; y que, clamando por un amor eterno, como lo haces hoy, clamas por la in- mortalidad.— ¡Estás redimido!

Pero Elena... murmuró Gil Gil.

¡Se trata de Dios! ... No pienses en Elena. Elena no existe ni ha existido realmente jamás. Elena era la belleza, reflejo de la in- mortalidad. Hoy que el Astro de verdad y de justicia recoge sus resplandores, Elena se confunde con ÉL para siempre. Á ÉL, pues, debes encaminar tus votos!

¡Ha sido un sueño! exclamó el joven con indecible angustia.

Y eso será el mundo dentro de algunas horas: un sueño del Criador.

Diciendo asi I* Mitote levantóse, descubrió su cabeza y alzó leí OJOI ti cielo.

—Amanece M Roma... (murmuró).— Em- pieza el último día. Adiós, Gil... ¡Hasta nunca!

¡Oh! ¡no BM .-ib;. nilones!— exclamó el des- graciado.

—*\No me abmulunts,* dices á la Muertel ¡Y huías de mí!

EL AMIGO DE LA MUERTE II5

¡Oh!... ¡no me dejes aquí solo, en esta región de desconsuelo ! .. . ¡Esto es una tumba! . . .

¿Qué? (dijo la deidad con ironía). ¿Tan mal te ha ido en ella seiscientos años?

¿Cómo? ¿He vivido aquí?

¡Vivido! Llámalo como quieras. Aquí has dormido todo ese tiempo.

¿Conque este es mi sepulcro?

Sí... amigo mío... y, no bien desaparezca yo, te convencerás de ello. ¡Sólo entonces sen- tirás todo el frío que hace en esta mansión!

¡Ah!... ¡moriré instantáneamente! ex- clamó Gil Gil. Estoy en el polo boreal.

No morirás, porque estás muerto; pero dormirás hasta las tres de la tarde, en que despertarás con todas las generaciones.

¡Amiga mía! (gritó Gil Gil con indescrip- tible amargura)... ¡No me dejes, ó haz que siga soñando! Yo no quiero dormir... ¡Ese sueño me asusta!... ¡Este sepulcro me ahoga! Vuélveme á aquella quinta del Guadarra- ma, donde imaginé ver á Elena, y sorpréndame allí la ruina del universo! Yo creo en Dios y acato su justicia yápelo á su misericordia... Pero ¡volvedme á Elena!

¡Qué inmenso amor! (dijo la deidad). ¡Él ha triunfado de la vida y va á triunfar de la muerte! ¡Él menospreció la tierra y menospreciaría el cielo! Será como de-

Il6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

seas, Gil Gil... Pero no olvides tu alma...

!Oh! ¡gracias... gracias, amiga mía!... ¡Veo que vas á llevarme al lado de Elena!

No: no voy á llevarte. Elena duerme en su sepulcro. Yo la haré venir aquí, á que duerma á tu lado las últimas horas de su muerte.

¡Estaremos un dia enterrados juntos! ¡Es demasiado para mi gloria y mi ventura! ¡Vea yo á Elena; óigala decir que me ama; sepa que permanecerá á mi lado eternamente, en la tierra ó el cielo, y nada me importa la no- che del sepulcro!

¡Ven, pues, Elena: yo lo mando! dijo la Muerte con cavernoso acento, llamando en la tierra con el pie.

Elena, tal como quedó, al parecer, en el jar- dín del Guadarrama, envuelta en sus blancas vestiduras, pero pálida como el alabastro, apareció en medio de la estancia de hielo en que ocurría esta maiavillosa escena.

Gil Gil la recibió arrodillado, inundado de lágrimas el rostro, con las manos cruzadas, fija una mirada de profunda gratitud en el apa' oblante de la Muatc.

Adiós, amigOl míos... exclamó ésta.

l'l 11 mano, Elena! balbuceó Gil Gil.

(Gil mío! murmuró la joven, arrodillán- dose al lado de su esposo.

EL AMIGO DE LA MUERTE II7

Y, con las manos enlazadas y los ojos le- vantados al cielo, respondieron al adiós de la Muerte con otro melancólico adiós.

La negra divinidad se retiraba en tanto len- tamente.

¡Hasta nunca! murmuraba la Amiga del hombre al alejarse.

¡Mío para siempre! (exclamaba Elena, estrechando entre las suyas las manos de Gil Gil). ¡Dios te ha perdonado, y viviremos jun- tos en el cielo!

¡Para siempre! repitió el joven con ine- fable alegría.

La Muerte desapareció en esto .

Un frío horrible invadió la estancia, é ins- tantáneamente Gil Gil y Elena quedaron he- lados, petrificados, inmóviles en aquella reli- ligiosa actitud, de rodillas, cogidos de las ma- nos, con los ojos alzados al cielo, como dos magníficas estatuas sepulcrales.

CONCLUSIÓN.

Pocas horas después estalló la Tierra como xina granada.

Los astros más próximos á ella atrajeron y •se asimilaron los fragmentos de la desecha mole, no sin que la anexión les originase tre-

Il8 NARRACIONES INVEROSÍMILES

mendos cataclismos, como diluvios, desvia- ciones de sus ejes polares, etc., etc.

La Luna, casi intacta, pasó á ser satélite, no si de Venus ó de Mercurio.

Entre tanto, se había verificado el Juicio fnalde la familia de Adán y Eva, no en el va- lle de Josaphat, sino en el cometa llamado de Carlos V, y las almas de los reprobos fueron desterradas á otros planetas, donde hubieron de emprender una nueva vida... ¿Qué mayor condenación?

Los que se purifiquen en esta segunda exis- tencia, alcanzarán la gloria de volver al seno de Dios, el día que desaparezcan aquellos as- tros...

Los que no se purifiquen, aún habrán de emigrar á otros cien mandos, donde peregri- narán del mismo modo que nosotros peregri- namos por el nuestro...

En cuanto á Gil y Elena, aquella tarde en- D en la Tierra de Promisión, cogidos de la mano, libi's para siempre de duelo y peni- y redimidos; reconciliados con Dios, partí< ipes de su bienaventuranza y he- rederos & a, ni más ni menos que el

resto de los Justos y de los purificados, todos los cuales sumarían (exceptuando los niños y los tonto- ■'■<■ sacramento) cosí de

ocho mil simal ; i-sto es, un alma y pico por

EL AMIGO DE LA MUERTE IIQ

cada año que había existido la tierra..., según el cómputo del Padre Petavio.

Por lo demás, yo puedo terminar mi cuento, del propio modo que terminan las viejas to- dos los suyos, diciendo que fui, vine y no me dieron nada.

Guadix, 1852.

*^*

LA MUJER ALTA.

LA MUJER ALTA.

(cuento de miedo.)

sabemos! amigos míos... ¡qué sa- bemos (exclamó Gabriel, distinguido ingeniero de Montes, sentándose de- bajo de un pino y cerca de una fuen- te, en la cumbre del Guadarrama, á legua y media del Escorial, en el límite divisorio de las provincias de Madrid y Segovia; sitio y fuen- te y pino que yo conozco y me parece estar viendo; pero cuyo nombre se me ha olvidado): Sentémonos, como es de rigor y está escrito... en nuestro programa (continuó Gabriel), á des- cansar y hacer por la vida en este ameno y clásico paraje, famoso por la virtud digestiva del agua de ese manantial y por los muchos borregos que aquí se han comido nuestros ilus- tres maestros D. Miguel Bosch, D. Máximo Laguna, D. Agustín Pascual y otros grandes

124 NARRACIONES INVEROSÍMILES

naturalistas; os contaré una rara y peregrina historia en comprobación de mi tesis..., re- ducida á declarar y sostener, aunque me lla- méis oscurantista, que en el globo terráqueo ocurren todavía cosas sobrenaturales, esto es, cosas que no caben en la cuadrícula de la ra- zón, de la ciencia ni de la filosofía, tal y como hoy se entienden, ó no se entienden, semejan- tes palabras, palabras y palabras, que diría Hamlet.

Enderezaba Gabriel este pintoresco discur- so á cinco sujetos de diferente edad, pero nin- guno joven, y sólo uno entrado ya en años, también ingenieros de Montes tres de ellos, pintor el cuarto y un poco literato el quinto; todos los cuales habían subido con el orador, que era el más pollo, en sendas burras de al- quiler, desde el Real Sitio de San Lorenzo, á pasar aquel día herborizando en los hermosos pinares de Pegucrinos, cazando mariposas por medio de mangas de tul, cogiendo coleópte- ros raros bajo la corteza de los pinos enfer- mos, y comiéndose una carga de víveres fiam- bres pagados á escote.

Hace de esto seis años, y era en el rigor del

ido si el día de Santiago ó el

de San Luí... Inclinóme á Creer <1 de San

—Como quiera <j .gozábase en

iqotllftl altuias de un íreSCO delicioso, y el

LA MUJER ALTA 1 25

corazón, el estómago y la inteligencia funcio- naban allí mejor que en el mundo social y en la vida ordinaria...

Sentado que se hubieron los seis amigos Gabriel continuó hablando de esta manera:

Creo que no me tacharéis de visionario... Por fortuna ó desgracia mía, soy, digámoslo así, un hombre á la moderna, nada supersti- cioso y tan positivista como el que más, bien que incluya entre los datos positivos de la Natu- raleza todas las misteriosas facultades y emo- ciones de mi alma en materias de sentimiento... Pues bien: á propósito de fenómenos sobre- naturales ó extra-naturales, oid lo que yo he oído y ved lo que yo he visto, aun sin ser el verdadero héroe de la singularísima historia que voy á contar, y decidme en seguida qué explicación terrestre, física, natural, ó como queramos llamarla, puede darse á tan maravi- lloso acontecimiento.

El caso fué como sigue-.. ¡A ver! ¡echad una gota, que ya se habrá refrescado el pellejo dentro de esa bullidora y cristalina fuente, colocada por Dios en esta pinífera cumbre para enfriar el vino de los botánicos!

126 NARRACIONES INVEROSÍMILES

II.

Pues, señor: no si habréis oído hablar de un ingeniero de Caminos, llamado Telesforo X...., que murió en 1860...

Yo no...

—¡Yo sí!

Yo también: un muchacho andaluz, con bigote negro, que estuvo para casarse con la hija del marqués de Moreda..., y que murió de ictericia...

¡Ese mismo! (continuó Gabriel). Pues bien: mi amigo Telesforo, medio año antes de su muerte, era todavía un joven brillantí- simo, como se dice ahora. Guapo, fuerte, ani- moso, con la aureola de haber sido el pri- mero de su piomoción en la Escuela de Ca- minos, y acreditado ya en la práctica por la ejecución de notables ti abajos, disputabanso-

lo vanas ciii, irticulares, es aquellos

años de oro de leí obrai públicas, y también Be lo disputaban Lae mujeres por casar ó mal

Casada-., y, pot supuestOj las viudas inipeni-

1 muy l'in na moza

que.*. P( role tal viuda do viene ahora á cuen- to; pues á f 1 »i 1 « 010 (piiso (Dii toda for- malidad íufcá su « it.ida novia, la pobre |oaqui-

LA MUJER ALTA 1 27

nita Moreda, y lo otro no pasó de un amorío puramente usufructuario. ..

¡Sr. D. Gabriel! ¡al orden!

Sí... sí: voy al orden: pues ni mi historia ni la controversia pendiente se prestan á chan- zas ni donaires. Juan: échame (¡tro medio vaso... ¡Bueno está de verdad este vino! Conque atención y poneos serios, que ahora comienza lo luctuoso.

Sucedió, como sabréis los que la conocis- teis, que Joaquina murió de repente en los Baños de Santa Águeda, al fin del verano de 1859... Hallábame yo en Pau cuando me dieron tan triste noticia, que me afectó muy especialmente por la íntima amistad que me unía á Telesforo... A ella sólo le había ha- blado una vez en casa de su tía la Generala López, y por cierto que aquella palidez azu- lada, propia de las personas que tienen una aneurisma, me pareció desde luego indicio de mala salud... Pero, en fin, la muchacha va- lía cualquier cosa por su distinción, hermo- sura y garbo, y, como además era hija única de Título, y de Título que llevaba anejos al- gunos millones, conocí que mi buen matemá- tico estaría inconsolable... Por consiguiente, no bien me hallé de regreso en Madrid, á los quince ó veinte días de su desgracia, fui á verlo una mañana muy temprano á su ele-

128 NARRACIONES INVEROSÍMILES

gante habitación de mozo de casa abierta y de jefe de oficina, calle del Lobo... No re- cuerdo el número, pero que era muy cerca de la Carrera de San Jerónimo.

Contristadísimo, bien que grave y en apa- riencia dueño de su dolor, estaba el joven in- geniero, trabajando ya á aquella hora con sus ayudantes en no qué proyecto de ferro-ca- rril, y vestido de riguroso luto. Abrazóme estrechísimamente y por largo rato, sin lan- zar ni el más leve suspiro; dio en seguida algu- nas instrucciones, sobre el trabajo pendiente, auno de sus ayudantes, y condújome, en fin, á su despacho particular, situado al extremo opuesto de la casa, diciéndome por el camino con acento lúgubre y sin mirarme:

Mucho me alegro de que hayas venido... Varias veces te he echado de menos en el es- tado en que me hallo... Ocúncme una cosa muy particular y extraña, que solo un amigo como podría oír sin considerarme imbécil ó loco, y acerca de la cual necesito oír alguna opinión sci < na y fiía como la ciencia...

Siéntate... (prosiguió diciendo, cuando hubimos llegado á su despacho): y no temas «ii manera alguna que vaya á angustiarte d< s- ti ibi I dolor queme aflige y que dura-

í.i tanto como mi vida... ¿Para qué? ¡Tú te lo figurarás fácilmente, á poco que entienda!

LA MUJER ALTA 1 29

de cuitas humanas, y yo no quiero ser conso- lado ni ahora, ni después, ni nunca! De lo que te voy á hablar, con la detención que re- quiere el caso, ó sea tomando el asunto desde su origen, es de una circunstancia horrenda y misteriosa que ha servido como de agüero in- fernal á esta desventura, y que tiene contur- bado mi espíritu hasta un extremo que te dará espanto...

¡Habla! respondí yo, comenzando á sen- tir, en efecto, no qué arrepentimiento de haber entrado en aquella casa, al ver la ex- presión de cobardía que se pintó en el rostro de mi amigo.

Oye... repuso él, pasándose una mano por la sudosa frente.

III.

No si por fatalidad innata de mi imagi- nación, ó por vicio adquirido al oír algu- no de aquellos cuentos de vieja con que tan imprudentemente se asusta á los niños en la cuna, el caso es que, desde mis tiernos años, no hubo cosa que me causase tanto horror y susto, ya me la figurara mentalmente, ya me la encontrase en realidad, como una mujer so-

TOMO III g

I3O NARRACIONES INVEROSÍMILES

la, en la calle, á las altas horas de la noche. Te consta que nunca he sido cobarde. Me batí en duelo, como cualquier hombre de- cente, cierta vez que fué necesario; y, recién salido de la Escuela de Ingenieros, cerré á palos y á tiros en Despeñaperros con mis su- blevados peones, hasta que los reduje á la obediencia. Toda mi vida, en Jaén, en Madrid y en otros varios puntos, he andado á desho- ra por la calle, solo, sin armas, atento única- mente al cuidado amoroso que me hacía ve- lar, y si, por acaso, he topado con bultos de mala catadura, fueran ladrones ó simples per- dona-vidas, á ellos les ha tocado huir ó echar- se ú un lado, dejándome libre el mejor cami- no... Pero si el bulto era una mujer sola, pa- rada ó andando, y yo iba también solo, y no se veía más alma viviente por ningún .., entonces (ríete, si se te antoja, pero ne), poníaseme carne da gallina, vagos temon b asaltaban mi espíritu, pensaba en al- mas del otro mundo, en seres fantásticos, en todas lis invenciones supersticiosas que me hacían reír en cualquier otra circunstancia, y apretaba el paso, 6 me volvía atrás, sin que

ya se me quitan <l susto ni pudiera distraer- me ni ui¡ momento hasta que me veía dentro de mi 'asa.

vez en ella, echábame también á reir

LA. MUJER ALTA 131

y avergonzábame de mi locura, sirviéndome de alivio el pensar que no la conocía nadie. Allí me daba cuenta fríamente de que, pues yo no creía en duendes, ni en brujas, ni en aparecidos, nada había debido temer de aque- lla flaca hembra, á quien la miseria, el vicio ó algún accidente desgraciado tendrían á tal hora fuera de su hogar, y á quien mejor me hu- biera estado ofrecer auxilio, por si lo necesi- taba, ó dar limosna, si me la pedía... Repe- tíase, con todo, la deplorable escena cuantas veces se me presentaba otro caso igual, ¡y cuenta que ya tenía yo veinticinco años, mu- chos de ellos de aventurero nocturno, sin que jamás me hubiese ocurrido lance alguno pe- noso con las tales mujeres solitarias y trasno- chadoras!...— Pero, en fin, nada de lo dicho llegó nunca á adquirir verdadera importancia, pues aquél pavor irracional se me disipaba siempre, tan luego como llegaba á mi casa ó veía otras personas en la calle, y ni tan si- quiera lo recordaba á los pocos minutos, como no se recuerdan las equivocaciones ó neceda- des sin fundamento ni consecuencia.

Así las cosas, hace muy cerca de tres años... (desgraciadamente tengo varios motivos para poder fijar la fecha: ¡la noche del 15 al 16 de Noviembre de 1857!), volvía yo, á las tres de la madrugada, á aquella casita de la calle de

132 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Jardines, cerca de la calle de la Montera, en que recordarás viví por entonces... Acababa de salir, á hora tan avanzada, y con un tiempo feroz, de viento y frío, no de ningún nido amoroso, sino de... (te lo diré aunque te sor- prendas) de una especie de casa de juego, no conocida bajo este nombre por la policía, pero donde ya se habían arruinado muchas gentes, y á la cual me habían llevado á aquella noche por primera... y última vez. Sabes que nunca he sido jugador: entré allí engañado por un mal amigo, en la creencia de que todo iba á reducirse á trabar conoci- miento con ciertas damas elegantes de virtud equívoca [demi-mondc puro), so pretexto de jugar algunos maravedises al Enano, en mesa redonda, con faldas de bayeta; y el caso fué que, á eso de las doce, comenzaron á llegar nuevos tertulios, que iban del Teatro Real ó de salones verdaderamente aristocráticos, y mudóse da juego, y salieron á relucir monedas de OJO, di ¿listos, y Luego bonos escri-

tos con lápiz, y yo me enfrasqué poco á poco S9 la selva oscura del vicio, llena de liebres y Ll Iones, y perdí todo lo que llevaba, y

todo i" que poseía, y aún quedé debiendo un

dineral. •• con el/ rrespondientei Es

. que ms arruiné por completo, y que,

sin la herencia y los grandes negocios que

LA MUJER ALTA 1 33

tuve en seguida, mi situación hubiera sido muy angustiosa y apurada.

Volvía yo, digo, á mi casa aquella noche, tan á deshora, yerto de frío, hambriento, con la vergüenza y el disgusto que puedes supo- ner, pensando, más que en mismo, en mi anciano y enfermo padre, á quien tendría que escribir pidiéndole dinero, lo cual no podría menos de causarle tanto dolor como asombro, pues me consideraba en muy buena y desaho- gada posición..., cuando, á poco de penetrar en mi calle, por el extremo que daá la de Pe- ligros, y al pasar por delante de una casa re- cien construida de la acera que yo llevaba, advertí que, en el hueco de su cerrada puerta, estaba de pié, inmóvil y rígida, como si fue- se de palo, una mujer muy alta y fuerte, como de sesenta años de edad, cuyos malig- nos y audaces ojos sin pestañas se clavaron en los míos como dos puñales, mientras que su desdentada boca me hizo una mueca ho- rrible por vía de sonrisa...

El propio terror ó delirante miedo que se apoderó de instantáneamente, dióme no qué percepción maravillosa para distinguir de golpe, ó sea en dos segundos que tardaría en pasar rozando con aquella repugnante vi- sión, los pormenores más ligeros de su figura y de su traje... Voy á ver si coordino mis

134 NARRACIONES INVEROSÍMILES

impresiones, del modo y forma que las recibí y tal y como se grabaron para siempre en mi cerebro á la mortecina luz del farol que alum- bró con infernales relámpagos tan aciaga y fatídica escena...

Pero me excito demasiado, ¡aunque no sin motivo, como verás mas adelante! Descui- da, sin embargo, por el estado de mi razón... ¡Todavía no estoy loco!

Lo primero que me chocó en aquella que denominaré mujer, fué su elevadísima talla y la anchura de sus descarnados hombros: lue- go, la redondez y fijeza de sus marchitos ojos de buho, la enormidad de su saliente nariz y la gran mella central de su dentadura, que convertía su boca en una especie de oscuro agujero; y, por último, su traje de mozuela del Avapiés, el pañolillo nuevo de algodón que llevaba á la cabeza atado debajo de la btrba, y un diminuto abanico abierto que te- nía en la mano, y con el cual se cubría, afec- tando pudor, I d centro del talle.

|Nada nías ridfi ulo y tremendo, nada más

tico que aquel abaniquülo

en unas ni. m< .riñes, sil viendo como

de cello de debilid; anta tan fea, \ i< ¡a

y lnif ud.i! Igual efecto producía el paftolejo

p real Que adornaba su c. parado con aquella uarii de tajamar, a

LA MUJER ALTA I35

leña, masculina, que me hizo creer un mo- mento (no sin regocijo) si se trataría de un hom- bre disfrazado... Pero su cínica mirada y asquerosa sonrisa eran de vieja, de bruja, de hechicera, de Parca... ¡no de qué! ¡de algo que justificaba plenamente la aversión y el susto que me habían causado toda mi vida las mujeres que andaban solas, de noche, por la calle!... ¡Dijérase que, desde la cuna, había presentido yo aquel encuentro! ¡Dijérase que lo temía por instinto, como cada ser animado teme y adivina y ventea y reconoce á su an- tagonista natural, antes de haber recibido de él ninguna ofensa, antes de haberlo visto, sólo con sentir sus pisadas!

No eché á correr en cuanto vi á la esfinge de mi vida, menos por vergüenza ó varonil decoro, que por temor á que mi propio miedo le revelase quién era yo, ó le diese alas para seguirme, para acometerme, para... ¡no sé! ¡Los peligros que sueña el pánico no tienen forma ni nombre traducibles!

Mi casa estaba al extremo opuesto de aque- lla prolongada y angosta calle, en que me ha- llaba yo solo, enteramente solo, con aquella misteriosa estantigua, á quien creía capaz de aniquilarme con una palabra!... ¿Qué hacer para llegar hasta allí? ¡Ah! ¡con qué ansia veía á lo lejos la anchurosa y muy alumbrada

I36 NARRACIONES INVEROSÍMILES

calle de la Montera, donde á todas horas hay agentes de la autoridad!...

Decidí, pues, sacar fuerzas de flaqueza; di- simular y ocultar aquel pavor miserable; no acelerar el paso, pero ganar siempre terreno, aun á costa de años de vida y de salud, y de esta manera, poco á poco, irme acercando á mi casa, procurando muy especialmente no caerme antes redondo al suelo!

Así caminaba...; así habría andado ya lo menos veinte pasos desde que dejé atrás la puerta en que estaba escondida la mujer del abanico, cuando de pronto me ocurrió una idea horrible, espantosa y, sin embargo, muy racional: ¡la idea de volver la cabeza, á ver si me seguía mi enemiga!

Una de dos... (pensé con la rapidez del rayo): O mi terror tiene fundamento, ó es una locura: si tiene fundamento, esa mujer habrá echado detrás de mí, estará 'alcanzán- dome, y DO hay salvación pan en el mun- do... — Y si es una locura, una aprensión, un pánico como cualquier otro, me convenceré de (lio, en el \ caso y para todos los

qOfl me ocurran, al ver que esa pobre ancia- na se ha quedado < n el huero de Aquella puer- ta, preservándote del trío, ó esperando á que le abran; con lo cual yo podré leguir tnar« ohando bai la mi casa muy tranquilamente y

LA MUJER ALTA 1 37

me habré curado de una manía que tanto me abochorna.

Formulado este razonamiento, hice un es- fuerzo extraordinario y volví la cabeza.

¡Ah! ¡Gabriel! ¡Gabriel! ¡Qué desventura! ¡La mujer alta me había seguido con sordos pasos, estaba encima de mí, casi me tocaba con el abanico, casi asomaba su cabeza sobre mi hombro.

¿Por qué? ¿Para qué, Gabriel mío? ¿Era una ladrona? ¿Era efectivamente un hombre disfrazado? ¿Era una vieja irónica, que había comprendido que le tenía miedo? ¿Era el es- pectro de mi propia cobardía? ¿Era el fantas- ma burlón de las decepciones y deficiencias humanas?

¡Interminable sería decirte todas las cosas que pensé en un momento! El caso fué que di un grito y salí corriendo como un niño de cuatro años que juzga ver al Coco, y que no dejé de correr hasta que desemboqué en la ca- lle de la Montera...

Una vez allí, se me quitó el miedo como por ensalmo. ¡Y eso que la calle de la Mon- tera estaba también sola! Volví, pues, la ca- beza hacia la de Jardines, que enfilaba en toda su longitud, y que estaba lo suficientemente alumbrada por sus tres faroles y por un re- verbero de la calle de Peligros para que no

I38 NARRACIONES INVEROSÍMILES

se me pudiese oscurecer la mujer alta, si por acaso había retrocedido en aquella dirección, y ¡vive el cielo! que no la vi parada, ni an- dando, ni en manera alguna!

Con todo, guárdeme muy bien de penetrar de nuevo en mi calle.

¡Esa bribona (me dije) se habrá metido en el hueco de otra puerta!... Pero, mientras sigan alumbrando los faroles, no se moverá sin que yo no lo note desde aquí...

En esto vi aparecer aun sereno por la calle del Caballero de Gracia, y lo llamé sin des- viarme de mi sitio: díjele, para justificar la llamada y excitar su celo, que en la calle de Jardines había un hombre vestido de mujer: que entrase en dicha calle por la de Peligros, á la cual debía dirigirse por la de la Aduana; que yo permanecería quieto en aquella otra salida, y que, con tal medio no podría esca- pársenos el que á todas luces era un ladrón ó un asesino.

Obedeció el sereno; tomó por la calle de la Aduana, y, cuando yo avanzar su farol por el otro lado <!<• la de Jardines, penetré también en ella ic;, licitamente.

Pronto nos reunimos en su promedio, sin que ni el uno ni el i.lio luilm ■■ < RlOfl tüO >nl va- do I nadie, a pe .iv df l¡.il>"; regil trado puerta por puerta.

LA MUJER ALTA 139

Se habrá metido en alguna casa... dijo el sereno.

¡Eso será! respondí yo, abriendo la puerta de la mía, con firme resolución de mu- darme á otra calle al día siguiente.

Pocos momentos después hallábame den- tro de mi cuarto tercero, cuyo picaporte lle- vaba también siempre conmigo, á fin de no molestar á mi buen criado José.

¡Sin embargo, éste me aguardaba aquella noche! ¡Mis desgracias del 15 al 16 de No- viembre no habían concluido!

¿Qué ocurre? le pregunté con extrañeza.

Aquí ha estado (me respondió visible- mente conmovido), esperando á V. desde las once hasta las dos y media, el señor coman- dante Falcón, y me ha dicho que, si venía V. á dormir á casa, no se desnudase, pues él vol- vería al amanecer...

Semejantes palabras me dejaron frío de do- lor y espanto, cual si me hubieran notificado mi propia muerte... Sabedor yo de que mi amadísimo padre, residente en Jaén, padecía aquel invierno frecuentes y peligrosísimos ata- ques de su crónica enfermedad, había escrito á mis hermanos que, en el caso de un repen- tino desenlace funesto, telegrafiasen al co- mandante Falcón, el cual me daría la noticia de la manera más conveniente... ¡No me ca-

140 NARRACIONES INVEROSÍMILES

bía, pues, duda de que mi padre había falle- cido!

Sentéme en una butaca á esperar el día y á mi amigo, y con ellos la noticia oficial de tan grande infortunio, y ¡Dios solo sabe cuánto padecí en aquellas dos horas de cruel expecta- tiva, durante las cuales (y es lo que tiene rela- ción con la presente historia) no podía sepa- rar en mi mente tres ideas distintas, y al pa- recer heterogéneas, que se empeñaban en for- mar monstruoso y tremendo grupo: mi pérdida al juego, el encuentro con la mujer alta y la muerte de mi honrado padre!

A las seis en punto penetró en mi despa- cho el comandante Falcón, y me miró en si- lencio...

Arrójeme en sus brazos, llorando desconso- ladamente, y él exclamó acariciándome:

¡ Llora, sí, hombre! ¡llora! ¡Y ojalá ese dolor pudiera sentirse muchas veces!

IV.

—Mi amigo Telesforo (continuó Gabriel, después que httbo aparado otro vaso de vino)

; 1 mi >n 11 un momento al llegar áeste posto, y luego prosiguió en los términos si-

Si mi historia terminara aquí, acaso no

LA MUJER ALTA 141

encontrarías nada de extraordinario ni sobre- natural en ella, y podrías decirme lo mismo que por entonces me dijeron dos hombres de mucho juicio á quienes se la conté: que cada persona de viva y ardiente imaginación tiene su terror pánico; que el mío eran las trasno- chadoras solitarias, y que la vieja de la calle de Jardines no pasaría de ser una pobre sin casa ni hogar, que iba á pedirme limosna cuando yo lancé el grito y salí corriendo, ó bien una repugnante Celestina de aquel barrio, no muy católico en materia de amores...

También quise creerlo yo así; también lo llegué á creer al cabo de algunos meses; no obstante lo cual, hubiera dado entonces años de vida por la seguridad de no volver á en- contrarme á la mujer alta. ¡En cambio, hoy daría toda mi sangre por encontrármela de nuevo!

¿Para qué?

¡Para matarla en el acto!

No te comprendo...

Me comprenderás si te digo que volví á tropezar con ella hace tres semanas, pocas ho- ras antes de recibir la nueva fatal de la muer- te de mi pobre Joaquina...

Cuéntame... cuéntame...

Poco más tengo que decirte. Eran las cinco déla madrugada: volvía yo de pasar la

I42 NARRACIONES INVEROSÍMILES

última noche, no diré de amor, sino de amar- guísimos lloros y desgarradora contienda, con mi antigua querida la viuda de T..., de quien érame ya preciso separarme, por haberse pu- blicado mi casamiento con la otra infeliz, á quien estaban enterrando en Santa Águeda á aquella misma hora!

Todavía no era día completo; pero 3ra cla- reaba el alba en las calles enfiladas hacia Oriente. Acababan de apagar los faroles, y ha- bíanse retirado los serenos, cuando al irá cor- tar la calle del Prado, ó sea á pasar de una á otra sección de la calle del Lobo, cruzó por delante de mí, como viniendo de la plaza de las Cortes y dirigiéndose á la de Santa Ana, la espantosa mujer de la calle de Jardines.

No me miró, y creí que no me había visto... Llevaba la misma vestimenta y el mismo abanico que liare tres años... ¡Mi azoramien- to y cobardía turrón n,.i\<>irs que nunca!

Corté rapidíaimtmente la calle del Prado,

luego que 1 Ha PASÓ, l>i<'il que sin quitaile OJO,

para asegurarme que no volvía la cabeza; y,

cuando hulx- peni liado <u la oda sección de

la calle del Lobo, re* piré como si acabara de pasar á nado una impetuosa corriente, y apre¿ turé de nuevo mi man ha liana acá, con más

regocijo que miedo, pues consideraba vencida y anulada á la odiosa bi uja Bfl <l mero hecho

LA MUJER ALTA I43

de haber estado tan próximo de ella sin que me viese...

De pronto, y cerca ya de esta mi casa, aco- metióme como un vértigo de terror, pensando en si la muy taimada vieja me habría visto y conocido; en si se habría hecho la desenten- dida para dejarme penetrar en la todavía os- cura calle del Lobo y asaltarme allí impune- mente; en si vendría tras de mí; en si ya la tendría encima...

Vuélvome en esto... ¡y allí estaba! ¡Allí, á mi espalda, casi tocándome con sus ropas, mirándome con sus viles ojuelos, mostrándo- me la asquerosa mella de su dentadura, aba- nicándose irrisoriamente, como si se burlara de mi pueril espanto!...

Pasé del terror á la más insensata ira, á la furia salvaje de la desesperación, y arrójeme sobre el corpulento vejestorio; tirólo contra la pared, echándole una mano á la garganta; y con la otra ¡qué asco! póseme á palpar su cara, su seno, el lío ruin de sus cabellos ru- cios, hasta que me convencí juntamente de que era criatura humana y mujer...

Ella había lanzado entre tanto un aullido ronco y agudo al propio tiempo, que me pa- reció falso, ó fingido, como expresión hipócri- ta de un dolor y de un miedo que no sentía, y luego exclamó, haciendo como que lloraba,

144 NARRACIONES INVEROSÍMILES

pero sin llorar; antes bien mirándome con ojos de hiena:

¿Por qué la ha tomado V. conmigo?

Esta frase aumentó mi pavor y debilitó mi cólera.

¡Luego V. recuerda (grité) haberme visto en otra parte!

¡Ya lo creo, alma mía! (respondió sardó- nicamente) ¡la noche de San Eugenio, en la calle de Jardines, hace tres años!...

Sentí frío dentro de los tuétanos.

Pero ¿quién es V.? (le dije sin soltarla). ¿Por qué corre detrás de mí? ¿Qué tiene V. que ver conmigo?

Yo soy una débil mujer... (contestó dia- bólicamente.)— ¡ V. me odia y me teme sin mo- tivo!...— Y, sino, dígame V., señor caballero; ¿por qué se asustó de aquel modo la primera vez que me vio?

¡Porque l;i aborrezco á V. desde que na- cí! [Porque ea V. el demonio de mi vida!

¡I )e nio lo que V. me conocía hace mucho tiempo? -jPoea mira, lujo, yo también á tí!

¡Usted me conocía! ¿Deade cuándo?

¡Desde antes que naeier.is! Y, cuando

]>.i ai junto ¡i liace lr< s anos, me dije i mi:. nía: l/£Mf ($!*

Pero ¿quién soy yo para V.? ¿Quién esV. para mí?

LA MUJER ALTA 145

¡El demonio! respondió la vieja, escu- piéndome en mitad de la cara, librándose de mis manos y echando á correr velocísimamen- te, con las faldas levantadas hasta más arriba de las rodillas y sin que sus pies moviesen ruido alguno al tocar la tierra...

¡Locura intentar alcanzarla!... Además, por la Carrera de San Jerónimo pasaba ya al- guna gente y por la calle del Prado también. Era completamente de día. La viujer alta siguió corriendo, ó volando, hasta la calle de las Huertas, alumbrada ya por el sol; paróse allí á mirarme; amenazóme una y otra vez es- grimiendo el abaniquillo cerrado, y desapa- reció detrás de una esquina...

¡Espera otro poco, Gabriel! ¡No falles to- davía este pleito en que se juegan mi alma y mi vida! ¡Óyeme dos minutos más!

Cuando entré en mi casa, me encontré con el coronel Falcón, que acababa de llegar para decirme que mi Joaquina, mi novia, toda mi esperanza de dicha y ventura sobre la tierra, había muerto el día anterior en Santa Águeda! El desgraciado padre se lo había telegrafia- do á Falcón para que meló dijese... ¡á mí, que debí haberlo adivinado una hora antes, al encontrarme al demonio de mi vida! ¿Com- prendes ahora que necesito matar á la enemiga innata de mi felicidad, á esa inmunda vieja,

tomo ni 10

146 NARRACIONES INVEROSÍMILES

que es como el sarcasmo viviente de mi des- tino?

Pero ¿qué digo matar? ¿Es mujer? ¿Es cria- tura humana? ¿Por qué la he presentido desde que nací? ¿Por qué me reconoció al verme? ¿Por qué no se me presenta, sino cuando me ha su- cedido alguna gran desdicha? ¿Es Satanás? ¿Es la Muerte? ¿Es la Vida? ¿Es el Antecristo? ¿Quién es? ¿Qué es?...

V.

Os hago gracia, mis queridos amigos (con- tinuó Gabriel), de las reflexiones y argumen- tos que emplearía yo para ver de tranquilizar á Telesforo, pues son los mismos, mismísi- mos, que estáis vosotros preparando ahora demostrarme que en mi historia no pasa Dada sobrenatural ó sobrehumano... Vos- otros diréis más: vosotros diréis que mi ami- go estaba medio Loco; que Lo estuvo siempre; quej cuando menoSi padecía la enfermedad moral llamada pOf unos terror pánico y por otros deliiii' tmoHvo\ que, aun siendo verdad todo lo que referís acerca de Is mujer sita,

habría que ati ibuii ucius casuales

de fochas y accidentes; y, en Un, que aquella

LA MUJER ALTA 1 47

pobre vieja podía también estar loca, ó ser una ratera, ó una mendiga, ó una zurcidora de voluntades, como se dijo á propio el hé- roe de mi cuento en un intervalo de lucidez y buen sentido...

¡Admirable suposición! (exclamaron los camaradas de Gabriel en variedad de formas). ¡Eso mismo íbamos á contestarte nosotros!

Pues escuchad todavía unos momentos, y veréis que yo me equivoqué entonces, como vosotros os equivocáis ahora. ¡El que des- graciadamente no se equivocó nunca fué Te- lesforo! ¡Ah! ¡es mucho mas fácil pronunciar la palabra «locura,» que hallar explicación á ciertas cosas que pasan en la tierra!

—¡Habla! ¡habla!

Voy allá; y esta vez, por ser ya la última, reanudaré el hilo de mi historia sin beberme antes un vaso de vino.

VI.

A los pocos días de aquella conversación con Telesforo, fui destinado á la provincia de Albacete en mi calidad de ingeniero de Mon- tes; y, no habían trascurrido muchas semanas, cuando supe, por un contratista de obras pú-

I48 NARRACIONES INVEROSÍMILES

blicas, que mi infeliz amigo había sido ataca- do de una horrorosa ictericia; que estaba en- teramente verde, postrado en un sillón, sin trabajar ni querer ver á nadie, llorando de día y de noche con inconsolable amargura, y que los médicos no tenían ya esperanza algu- na de salvarlo. Comprendí entonces por qué no contestaba á mis cartas, y hube de reducir- me á pedir noticias suyas al coronel Falcón, que cada vez me las daba más desfavorables y tristes...

Después de cinco meses de ausencia, regre- sé á Madrid el mismo día que llegó el parte telegráfico de la batalla de Tetuan... Me acuerdo como de lo que hice ayer. Aquella noche compré la indispensable Correspondencia de España, y lo primero que leí en ella fue la noticia de que Telesforo había fallecido, y la invitación á su entierro para la mañana si- guiente.

Comprenderéis que no falté á la triste ce- remonia.— Al llegar al cementerio de San Luis, á donde fui en uno de los coches más nnos al carro fúnebre, llamó mi atención una mojar dd puebk>i vieja y niuv alta, que se reía impíamente al ver bajar d Icietro, y que luego se colocó en ademán de triunfo de-

lanta da loa anterradoree, leftalándoiei con on

abanico muy pequeño la galería que debían

LA MUJER ALTA 1 49

seguir para llegar á la abierta y ansiosa tum- ba...

A la primera ojeada reconocí, con asombro y pavura, que era la implacable enemiga de Telesforo, tal y como él me la había retratado, con su enorme nariz, con sus infernales ojos, con su asquerosa mella, con su pañolejo de percal y con aquel diminuto abanico, que pa- recía en sus manos el cetro del impudor y de la mofa...

Instantáneamente reparó en que yo la mira- ba, y fijó en la vista de un modo particular, como reconociéndome, como dándose cuenta de que yo la reconocía, como enterada de que el difunto me había contado las escenas de la calle de Jardines y de la del Lobo, como de- ■■sanándome, como declarándome heredero del odio que había profesado á mi infortunado amigo...

Confieso que entonces mi miedo fué supe- rior á la maravilla que me causaban aquellas nuevas coincidencias ó casualidades. Veía pa- tente que alguna relación sobrenatural, ante- rior á la vida terrena, había existido entre la misteriosa vieja y Telesforo; pero, en tal mo- mento, solo me preocupaba mi propia vida, mi propia alma, mi propia ventura, que corre- rían peligro si llegaba á heredar semejante in- fortunio. . .

I5O NARRACIONES INVEROSÍMILES

La mujer alta se echó á reir y me señaló igno- miniosamente con el abanico, cual si hubiese leído en mi pensamiento y denunciase al pú- blico mi cobardía... Yo tuve que apoyarme en el brazo de un amigo para no caer al suelo, y entonces ella hizo un ademán compasivo ó desdeñoso, giró sobre los talones y penetró en el Campo Santo, con la cabeza vuelta hacia mí, abanicándose y saludándome á un propio tiempo, y contoneándose entre los muertos con no qué infernal coquetería, hasta que, por último, desapareció para siempre en aquel laberinto de patios y columnatas llenos de tumbas...

Y digo fara sinn/te, porque han pasadoquin- ce años y no he vuelto á verla... Si era cria- tura humana, ya debe de haber muerto; y si no lo era, tengo la seguridad de que me ha desdeñado...

Conque ¡vamos f ! ¡Decidme vues-

tra opinión acerca de lan curiosos hechos! ¿Los consideráis todavía naturales?

Ocioso fuera qur yo, el autor del cuento ó sucedido que acabáis de leer, estampase aquí las contestaciones que dieron a (íabiicl sus < ompafteros y ami to que, al Hn y á

la postre, cada lector habrá1 de juzgar el caso según sus pn , as.t.

LA MUJER ALTA 151

Prefiero, por consiguiente, hacer punto final en este párrafo, no sin dirigir el más cariñoso y expresivo saludo á cinco de los seis expe- dicionarios que pasaron juntos aquel inolvida- ble día en las frondosas cumbres del Guada- rrama.

Valdemoro 25 de Agosto de 1881.

^10

LOS SEIS VELOS.

LOS SEIS VELOS.

A AGUSTÍN BONNAT.

(prólogo y dedicatoria.)

ace algún tiempo que mi amigo Ra- fael y yo, más enamorados de la muerte que de la vida, dimos un lar- go paseo por el mar, á las altas horas de una tranquila noche de verano, sin otra compañía que la implacable luna, y rigiendo por nosotros mismos un barquichuelo del ta- maño de un ataúd.

Cansados de remar, y extáticos ante la so- lemne calma de la naturaleza, acabamos por abandonar el bote á merced de las olas, con- fiando en la mansedumbre con que lo acari- ciaban, ó más bien en nuestra mala suer- te, que parecía decidida á no ayudarnos á morir.

Rafael había cantado una patética barcarola, cuya letra decía de este modo:

I56 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Boga, boga, sin recelo, del remo al impulso blando, como las almas bogando van desde la tierra al cielo.

Boga, que el viento no zumba, y la mar se duerme en calma; boga, como boga el alma desde la cuna á la tumba.

Esta sencilla canción había aumentado la tristeza que nos devoraba; tristeza que en él era ingénita ó consustancial, y que á me habían comunicado los libros románticos, al- gunos hombres sin creencias y las esquiveces de la fortuna...

Rafael... (exclamé de pronto). debes de haber tenido algún amor desgraciado...

Rafael no era comunicativo. En otra cual- quier circunstancia habría eludido la respues- ta. Pero, en aquella situación culminante, mi interpelación fué como la ruptura de un dique.

Escucha.» dijo.

Y un- contó ana historia incoherente! inex- plicable, tan origina] cuino melancólica.

|E1 desgraciado había pasado la vida cor- riendo tras un celaje de amor, que se desva- lentamt Qtfl ante sus ojos, dejándole el alma llena de amai;;nia!...

Acabo de saber que mi amigo ha muerto.

Su bii toria, dormids en lo profundo de mi lo a la luperfície.

LOS SEIS VELOS 1 57

Y, sin vacilar, he cogido la pluma.

Esta es la historia de la historia que te de- dico.

Recíbela como mía para tí..., sin parar mientes en el juicio de los profanos.

No te digo más.

Pedro.

I58 NARRACIONES INVEROSÍMILES

PRIMERA PARTE.

EL VELO BLANCO.

I.

HABLA RAFAEL.

¿Por qué estaba 30 triste á los diez y ocho años?

Todo me sonreía. Era rico; pertenecía á la familia más ilustre de mi pueblo; amábanme mis padres; había sido dotado por Dios de un alma entusiasta; adoraba lo bello y lo grande, y todo era bello y grande para en la tierra y en el espacio...

La muerte del día, el amanecer de la luna,

los rumore da] < ■ampo que me vio nacer, los

himnos amorosos qtM procedan al sol por la

la, al variado aroma de las flores;

todo hablaba á mi corazón ... Pero jay! su len-

ara triste, desconsolador, como la me-

i lo...

LOS SEIS VELOS 159

¡Lloraba yo! ¿Porqué?

¿Era el sufrimiento mi predestinación? ¿Tra- je en mi alma el germen de la melancolía? ¿Había sellado Dios mi frente con la marca de un dolor indefinible, excepcional, privile- giado?

¿Por qué no era yo como los demás hom- bres? ¿Por qué mi disgusto hacia las cosas que ellos amaban tanto? ¿Por qué mi aislamiento sobre la tierra? ¿Qué deseaba yo? ¿Qué nece- sitaba? ¿Qué aristocracia de seres representa- ba en la vida? ¿Era yo más ángel ó más de- monio que el resto de la humanidad? ¿Cuál era mi gerarquía? Degradación ó preeminen- cia, jyo la aborrecía, yo la rechazaba! Ser como todos era mi constante deseo... ¡Había en una superabundancia de vida que me agobiaba! ¿Qué crimen había yo cometido antes de nacer, para que se me impusiera aquel tormento extraordinario? ¿Qué premio, más alto que el de los demás, me esperaba á mí, en pago de tan incesante martirio? ¡Ah! ¡Cuánto me odiaba!

En esta situación decidí viajar, á fin de es- parcir mi alma por el universo, y dejar en ca- da horizonte una cantidad de pensamiento y de melancolía.

1 6o NARRACIONES INVEROSÍMILES

II.

Á AGUSTÍN BONNAT.

Agustín, ¿cómo se llama la enfermedad que sufría mi amigo?

Celibato intelectual, moral y físico.

¿Qué lo produce?

El demasiado talento, madurado precoz- mente en la soledad, ó sea en compañía de tontos y de necios.

¿Cómo se cura?

Con tres mujeres: primero una coqueta; luego, un ángel que se muera amándole; y, por último, una mujer que se haga amar.

¿Qué le pasa, si carece de las tres?

I C 1 paciente sucumbe al dolor de estó- mago.

¿Y si sólo halla la coqueta?

Se su¡<

¿Y sida con el ángel, y el ángel no se muere?

Se casa; se aburre más que de soltero; del ángel un demonio, y revienta de una plétOn dfl vino.

¿Y si halla á la mujer amable y amanda antes que á las otras?

No li de ella, ni la comprende...

LOS SEIS VELOS l6l

¿Y si llega el ángel antes que la coqueta?

El enfermo muere á manos de su presun- to suegro.

¿Y si tropieza con la mujer amamla, des- pués de salir de manos de la coqueta, y antes de ver morir al ángel?

Entonces pagan justos por pecadores.

Pues bien, Agustín; Rafael se libró de todo eso, porque no encontró á ninguna de las tres...

¿Qué mujer halló entonces?

¡A las tres resumidas en una sola! To- tal, ¡nada!

Es decir, una sal neutra... ¡Desgraciado Rafael!

Tu dixisti.

III.

DE AGUSTÍN BONNAT.

Aquí se me hace indispensable advertir al lector, que cuando habla Agustín Bonnat, no es por cuenta suya.

Lo que él dice lo digo yo.

Y no puede ser de otro modo, supuesto que nos separan trescientas cincuenta leguas, par- te de ellas de monarquía española, y parte de imperio francés.

TOMO III II

1 62 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Porque estoy en París; en el París de Al- fonso Karr; en la residencia del gran maestro de este nuevo género de literatura que Agus- tín y )'o nos hemos propuesto cultivar desafo- radamente, hasta que nuestros lectores pier- dan el juicio.-..

IV.

SIGUE RAFAEL.

La primera vez que la vi, fué al rayar el alba de un día de Enero.

Cruzaba yoá caballo la antigua villa de ***, sin pensar en detenerme en ella. Había en- trado por una puerta para salir por la otra y continuar mi camino.

Te he dicho que amanecía.

Los ruidosos pasos de mi caballo turbaban Bolamente la quietud de la dormida po- blación.

iba mirando á los cerrados balcones, sa- ludando con la imaginación á todos aquellos seres desconocidos que dejaba detrás de mí, y que suponía i ntregados al sueño; 6 bien pensa- bt ''o queseguirían viviendo allírutinariamente

más < afiOS» sin noticia alguna de que

yo había pasado una mañana poi delante de

; hasta que la Munle los obliga- se A viajar también á ellos, de quienes al cabo

LOS SEIS VELOS 163

de cierto tiempo tampoco tendrían noticia, ó memoria, los nuevos habitadores de sus ho- gares...

De pronto vi moverse las blancas cortinillas de un balcón, levantadas por linda mano que parecía de marfil, y luego divisé una cabeza despeinada y curiosa que se pegaba á los cris- tales para verme pasar...

Detuve mi caballo.

Erase una hermosísima joven, de diez y siete á diez y ocho años, blanca como la nieve. Anchos bucles de cabellos negros encerraban unas facciones correctas y delicadas, de pureza encantadora. Sus ojos, negros también, tenían aquella mirada tranquila que hace meditar al hombre en quien se detiene, y sus labios os- tentaban cierto orgulloso desdén, propio de las clases mimadas por la fortuna...

Mal hice en detener mi caballo..., y muy mal también en saludar á la gentil madru- gadora...

Ella no me contestó; pero tampoco dio se- ñales, de enojo, de turbación, de burla ni de complacencia...

Limitóse á dejar caer la cortinilla, ocul- tándose á mi atrevida mirada, y yo me alejé más triste que nunca...

Medita en este encuentro.

164 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Si yo hubiera tropezado con una mujer se- mejante en cualquier gran población, induda- blemente me habría sorprendido su rara belle- za; pero al cabo de un minuto la habría olvi- dado... Mas encontrármela al cruzar por una aldea, al amanecer, y como sola en el mundo; perderla al encontrarla; verla morir para mi vida, cuando mi amor podía haber nacido para ella; dejarla así entregada á un destino en que yo nunca influiría; sospechar que de- trás de vendí ía otro hombre y se haría dueño de su corazón; pensar en que ella acaso me hubiera dado la ventura, y en que yo había pasado á su lado sin demandársela... ¡esto era ya, para mi melancolía, casi una pasión malo- grada por la fatalidad!

Así ítlé que súbitamente sentí laitoraimin.ics,

como si hubiera hecho mal en no quedarme

en aquella villa; ;no si acabara de

1 a una amiga ds mi infancia; celos, como

si aquella nifta me hubiera jurado eterno

anuir; y amOf, cuino si en el minuto que había

lola Be hubiese detenido mi exis-

inera «ir un reloj que se para..

Todo el tlía y <1 siguiente; « decir, todo el

viaje, luí pensando en mi apaiie.ión.

taba levantada á Ha hora? ¿Esperaba á su amante? ¿Acaba-

él?

LOS SEIS VELOS 1G5

Aquí me asaltaban penosas ideas: mi ima- ginación se trazaba cuadros desesperadores: la envidia me roía el alma.

¿Había reparado en mí? ¿Me recordó en el resto del día? ¿Creó hipótesis sobre mi destino, «orno yo acerca del suyo?

¡Ya ves hasta qué punto era yo loco en aquel tiempo! Por lo demás, hazte cargo de -que las emociones que intento traducirte con palabras, son de aquellas que el juicio persi- gue inútilmente, ó que no pueden ser aprisio- nadas en el molde de un concepto. De las verdades que se sienten y no se explican, es «na la historia que estoy contando...

Hoy mismo creo aún distinguir el rostro de aquella niña, entre el blanco tul de las corti- nillas del balcón, y lloro, lo mismo que lloré aquella mañana...

Como amanecía, creí por un momento que era la aurora medio velada todavía en los va- pores de la noche...

Como aún era algo de noche, la creí la luna, pálida de celos al verse en frente de la au- rora...

Y desde aquel día la adoré con toda mi alma.

1 66 NARRACIONES INVEROSÍMILES

V.

Á AGUSTÍN BONNAT.

En este punto, mi querido Agustín, pienso y siento lo propio que mi infortunado amigo Rafael.

No en qué consiste que los hombres de cierto temple nos enamoramos de la última desconocida que vemos al paso...

Tal vez sea por atormentarnos á nosotros mismos, como el personaje de Terencio.

¿No hay seres que sólo aman lo difícil, lo- irrealizable?

Pues irrealizable es un deseo, siempre fijo en lo que ya ha quedado atrás.

Oye y maravíllate.

Cuando la diligencia en que yo voy cruza al galope de diez caballos por la calle de una al tea cualquiera, me entran ganas de casarme con todas las zagalas que me miran estólida- mente.

—¡Qué feliz sería yo aquí! (me digo á cada momento). ¿Dónde hallaré otra mujer como esa?

Y la diligencia corre, y el meteoro desapare- ce... Pero me queda la melancolía en el alma. lerdo qua una (arde pasé por cierto- pueblo de la M.m« li.i.

LOS SEIS VELOS 1 67

Era domingo.

Yo no lo sabía, ó no lo recordaba en aquel instante; pero los cuellos limpios de los luga- reños, y los zapatos de cordobán de las zaga- las, me hicieron caer en la cuenta.

Mediaba Mayo.

La tarde era tranquila, trasparente, embal- samada.

El mundo parecía un vasto diván, prepara- do para dos amantes.

Los ancianos labradores manchegos pasea- ban por el campo.

Los mozos se contoneaban por las esquinas con su eterno aire amenazador.

Las muchachas jugaban, bailaban, canta- ban, y se burlaban de nosotros los ¡aquilinos de la diligencia.

¡Cómo me entristeció aquel sencillo cuadro de paz, de ignorancia, de felicidad domés- tica!

¡Cómo envidié las almas estúpidas de aque- llos aldeanos!

¡Cómo amé á todas aquellas jóvenes castas, devotas é inciviles!

Y, sin embargo, escribo esta historia en la patria de Rafael Valentín, el héroe de la Piel de Zapa...

Desde mis balcones se ve el Puente Nuevo, y debajo el luctuoso Sena...

1 68 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Mañana se estrena en la Grande Opera Las vísperas sicilianas, última obra de Verdi.

¿Qué son ya para mi corazón todas las za- galas de la Mancha?

FÍN DB LA PRIMERA PARTE.

COMENTARIO DEL AUTOR.

Amigos lectores:

Antes de proseguir, detengámonos un mo- ta meditar sobre la blancura, color ó an- ticolor que resalta en esta primera parte de inj historia.

Blanca ha sido nuestra heroína; blanco es el ruó, estación en que la hemos conocido; a es el alba, á cuya luz dudosa se han cea- >\osgravcs acontecimientos que preceden; i el velo á través del cual ha visto Ra- fael á su desconocida; pues no me Qegareja una cortinilla es un velo; en el blanco em- I la gradación de !• paleta; blanco vx:\ todo ipe] que n.-vo emborronado desde que ti atención, y blanca es la inocencia que precede a los amo

Con razón, pues, se llama esta primen parte: El vtlo blanco.

LOS SEIS VELOS 1 69

Añadiré ahora, que yo amo la blancura. La amo:

En Sierra Nevada, paloma enorme que co- bija bajo sus alas purísimas á Granada la Sarracena;

En las nubes de incienso, que suben á las cúpulas del templo católico, entre las armo- nías del órgano sagrado... (Por eso no soy protestante);

En una media de seda, ó sea en dos;

En el majestuoso hábito de un fraile do- minico;

En la lana de los corderos que se comen la hierba de los valles;

En el cantar de Salomón, cuando nos des- cribe las recónditas bellezas de la mujer bien amada;

En un limpio mantel;

En una rabiosa cascada, cubierta de espuma como un caballo indómito;

En las provincias Vascongadas, donde no hay papel sellado, sino blanco por excelencia i oral;

En una hermosa dentadura;

En la cabellera de un anciano, hombre de bien, que parece en su casa una bendición de Dios;

En un tazón de rica leche, si me lo sirven en el campo, bajo los árboles, al anochecer;

170 NARRACIONES INVEROSÍMILES

En un fantasma... (¡Creo en ellos; los he visto!);

En una bandera de paz, después de largos años de guerra;

En un día de invierno, cuando nieva mu- cho, y yo estoy sentado á la chimenea, viendo el campo á través de un cristal, olvidado de los pobres que se hallan sin pan, ni casa, ni trabajo, ni abrigo;

En un pañuelo de batista que me dice ¡adiós! á lo lejos, cuando doblo la esquina de cierta calle;

En una azucena;

En la vela latina que cruza los mares con dirección á los puertos que adoro en mi memoria;

En una bata de muselina, con una mujer dentro; sentadas ambas á una reja, en el mes de Setiembre, á media noche... Por eso soy tan melancólico... (¡El cólera no respetó sexo ni edad!);

Bu la luz de la luna, ruando besa por orden mía la losa de un sepulcro, del cual yo estoy

distante;

una Inicua cama, después de un largo

en que be bebido lluvias, ladronee, edua- Jai f< indas; 1 .11 el ermiho del manto de loe reyes, sin el

,e ( onfundiiían con sus vasall'

LOS SEIS VELOS I71

En la blanca-doble, cuando hago dominó con ella;

En la posesión de una blanca, que, multipli- cada treinta y cinco veces, me daría un capi- tal de más de cien millones;

En el nombre de una dama de Madrid;

En un arma blanca, cuando tengo miedo, celos ó ira... (Por eso no las llevo nunca);

En toda conciencia, así privada, como cu- rial, como política, como literaria... (Este es un amor platónico)...

En fin, yo amo la blancura en todo lo que es puro, inocente, candido, angelical, virgí- neo; en lo corpóreo, en lo espiritual, en lo moral, en lo teórico; como color, como au- sencia de color, como emblema, como sím- bolo, como apoteosis, como ropa limpia, y como albayalde, que al fin y al cabo es un veneno.

172 NARRACIONES INVEROSÍMILES

PARTE SEGUNDA.

EL VELO DE COLOR DE ROSA.

(Habla Rafael). La segunda vez que la vi, fué tres años después.

Era una hermosa tarde de primavera.

Paseaba yo por los alrededores de Sevilla, solo aún, siempre solo, con el corazón hen- chido de reconcentradas ternuras, todavía sin historia de amores, aunque más enamorado <jue nunca de mi aparición.

Un año antes había ido á buscarla al pueblo en que la encontré; pero ya DO estaba allí, ni nadie me dio razón de til persona.

La casa de las cortinillas blancas era un

parador de diligencias, aunque en otros tiem-

i lo palacio de no que noble

familia. Sólo un criado del parador hizo memoria

!•• hube di la lecha y el bal-

cón en que 1 ieid.il, de que era

soitei.i, <ic que eetuvo allí trea días, de que se

llamaba Matilde y de que viajaba con IU pa-

LOS SEIS VELOS 1 73

dre, el cual se vio obligado á hacer tan larga parada en aquella aldea, por resultas de una enfermedad.

Desesperé, pues, de volver á hallar á Ma- tilde, y hasta sentí saber su nombre, compren- diendo que éste me serviría únicamente para dar más cuerpo y violencia á la rara pasión que iba tomando caracteres de manía y hasta de locura en mi debilitado cerebro...

Una tarde, digo, me paseaba por los alre- dedores de Sevilla, cuando, en cierto angosto y solitario camino rural, me alcanzó un lujoso carruaje, tirado por dos magníficas yeguas.

Mientras yo me apartaba contra un áspero seto para no ser atropellado, el coche tuvo que detenerse; y, al través del crista!, y junto á una medio descorrida cortinilla de color de rosa, distinguí un rostro bello y sonriente que no podía confundir con ningún otro...

¡Era ella! ¡Era Matilde! ¡Matilde, sin noti- cia alguna de que yo sabía su nombre, de que yo la amaba, de que su hermosura era mi constante pensamiento hacía tres años!

Miróme atentamente, y no si me reco- noció...

Yo me llevé la mano al sombrero; y aun pensaba ya en hacerle seña de que bajase el cristal, cuando de pronto... (bien que todo esto era pronto, rápido, instantáneo), observé

174 NARRACIONES INVEROSÍMILES

que enfrente de ella iba una nodriza con un niño en brazos...

Quédeme frío, insensato, estúpido...; y, cuando llegué á dominar en parte mi emoción, la carretela había ya desaparecido al trote con dirección á la gran capital.

¡Oh desventura! Mis antiguos presentimien- tos se habían realizado. ¡Otro hombre la había conocido después que yo!... ¡Matilde se había casado con él! ¡Matilde tenía un hijo que no era mío!...

¿Sabes la angustia, la envidia, los rabio- sos celos, la desesperación que se experimen- ta al ver casada con otro á la mujer á quien se adoró cuando era virgen?

¿Sabes las adivinaciones, las intuiciones, las recreaciones infernales á que se entrega la vil y desvergonzada imaginación del mísero y defraudado amante?

¿Te figuras cuánto padecería yo cu aquel momento, al enterarme de la traición da Ma- tilde?

¡Oh! ¡Y qué bermoM iba, medió oculta tras aquel velo de color de rosa!... Enmedio de mi Infortunio, perecióme verá la <i¡

, dormida ya en su lecho de esplendoro- sas nubes, al otro lado del horizonte de mi vida...

rtH M LA hBOUNDA PARTÍ,

LOS SEIS VELOS 1 75

COMENTARIO DEL AUTOR.

La tarde ha sido de color de rosa; de color de rosa la cortina de seda del carruaje, segundo velo de nuestra heroína; de color de rosa es la luna de miel, primavera del matrimonio; de co- lor de rosa es el porvenir del primogénito de toda rica familia. La hora, pues, el sitio, la estación, y todas las circunstancias de la an- terior escena han sido rosadas y sonrientes... Justo es, por lo tanto, que la segunda parte de esta relación se llame El velo de color de rosa.

Y aquí reparo por primera vez en que el nombre de este color es una tontería.

Se dice: «una ilusión, un vestido, un pano- rama de color de rosa...» con lo cual no se ha dicho nada, puesto que hay rosas blancas, opalinas, doradas, pajizas, purpúreas, carme- síes...

Agustín Bonnat. (Interrumpiéndome.) Es que quizá habrá una rosa por antonomasia, desde que Venus matizó los campos con la sangre de sus pies...

Convengo en ello: hay una rosa de color de misma; hay una rosa modelo, de la cual son variedades las demás...

I76 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Prescindamos, pues, de las demás y ciñá- monos á ella.

Queda planteada así la cuestión:

¿De qué color es una roso?

Agustín Bonnat. De color de rosa.

¿Y una rosa de color de rosa?

Agustín Bonnat. Rosada.

Eso no puede ser. Déjame pensar un rato. Yo daré con ello. Fuma si quieres.

Una rosa... una rosa... es de color de... de...

De color de uñas. (Yo gusto de las uñas bonitas, largas, sonrosadas...)

De color de labios de niño. (¡Qué grato es tener por amigo íntimo, no á ningún hoi, sino á un chiquitín de tres años!...)

De color de billetes de 500 reales.

De color de... (Aquí vuelvo á recordar el \t de Salomón.)

De color de rubor... ([Bendito sea él! [Ben- dito sea cuando abrasa una mejilla m< sellada por un beso!...)

ando sube á la trente de una virg* n. 1 to á un ati< vido galán, Cuando invade las orejas de un hombre tí- mido, Cu;ui<l<> ..t. Btigua honrad* enza, in-

. cuando

¡Mii ( .', d: Ú mbttStí le sale- á ¡a cara!

LOS SEIS VELOS I 77

O cuando ha sitio comprado en una perfu- mería y se lo lleva en los labios un D. Juan de entre-bastidores,

O cuando es producido por el deseo, más bien que por el temor,

O cuando ilumina de júbilo y de entusias- mo un rostro marchito antes de tiempo,

0 cuando viene seguido de una apoplegía fulminante...

Pero vuelvo á la rosa.

Una rosa es:

De color de viaje á Madrid, cuando lleva uno la cartera atestada de cartas de recomenda- ción... (Yo llegué á Madrid sin cartera, ni más ni menos que I103' se halla el Presidente del Consejo de Ministros.)

De color de herida que empieza á sanar,

De color de María, llamada Rosa Mysiica, denominación, por cierto, muy tierna é inspi- rada...— ¡Bien, que toda la Letanía es un cán- tico divino, que parece escrito por los ánge- les; un Rosario de dulcísimas metáforas, que equivale á un ramillete de ricas flores!...

1 Ahí Yo gusto de recordar á mis solas la Letanía, y siempre me dejo algo.

Pero, á propósito de rosario: Una rosa puede ser también: De color de rosario, puesto que rosario sig- nifica guirnalda de rosas...

TOMO III 12

I78 NARRACIONES INVEROSÍMILES

De color de cierto rosoli del mismo nombre, que beben los imperitos,

De color de polvos dentríficos de Quiroga... (Los recomiendo),

De color de alegría,

De color de fresa,

De color de amor, de dicha, de esperanza, de juventud, de castillos en el aire, de salud, de amanecer, de flor entreabierta, de fruto sa- no, de escenas pastoriles, de gloria, de ado- lescencia, y de papel secante para que no se borre esta novela...

¡Escoged!

LOS SEIS VELOS I79

PARTE TERCERA.

EL VELO VERDE.

I.

(Habla Rafael.) Inútilmente busqué á Ma- tilde por toda Sevilla: no la encontré.

Pasó un año.

Mi amor, mi extravagante amor, era una monomanía, una locura.

Cuando un hombre de mi temple se fija en un deseo y no lo consigue, vive como Prome- teo, sintiendo en las entrañas el lento roer de un buitre.

Veía otras mujeres, otras caras; j'o era lo bastante rico para hacerme amar, lo bastante joven para inspirar amor; pero yo no quería otra mujer que aquella. Yo la había visto ni- ña, virgen, inocente. Yo había meditado sobre su destino. Yo había seguido su vida con la imaginación. Yo estaba íntimamente ligado á ella... Y, por lo tanto, padecía como un espo- so ofendido, como un amante abandonado,

l8o NARRACIONES INVEROSÍMILES

como un bienhechor á quien afligen la ingra- titud y la perfidia de su cliente.

Tal era mi estado la tercera vez que la vi.

II.

Terminaba un baile de máscaras en el gran salón del teatro de Oriente en Madrid.

De pronto oyéronse ásperos gritos, y se pro- dujo grande alarma bajo la famosa araña cen- tral, punto de cita de las personas más ele- gantes.

Parecía ser que un caballero había arranca- do la careta á cierta máscara vestida de hechi- cera y cubierta con un velo verde...

Decíase que el agresor era su esposo, y que la había oido jurar amor y constancia á otro caballero, de cuyo brazo il>a.

acción con que el injuriado manilo adquirió la certeza da bu in- fortunio y de su deshonra, lo insultó i'

mente y aun puso la mano sobre su rostro...

Palabras de duelo á muerte habían media- do, per tanto, entre -

to se conocían y hasta se tutéa- me acerqué al lugar del conflicto. adúltera recobraba en aquí i Instante el conocimiento, sostenida poi piadosas

LOS SEIS VELOS iSl

enmascaradas y rodeada de varios caballeros, que la defendían del airado esposo, empeñado en ahogarla allí mismo con sus manos.

Nadie la conocía... Pero todos la ampara- ban misericordiosamente.

Yo la conocí. ¡Era ella! ¡Era Matilde!

Sin darme cuenta de lo que hacía, penetré en el grupo, y le dije á la sin ventura, ofre- ciéndole mi brazo para que se apoyara:

¡Nada tema V., Matilde!... ¡Nada tema X ...\ Aquí estoy yo...

Este caballero la conoce... exclamaron algunos, cediéndome el honor de protegerla.

La infortunada me miró, y lanzó un leve grito, al propio tiempo que se tapaba el rostro con las manos...

¡Me había reconocido!

¿Quién es esta señora? ¿Cómo se llama su esposo? me preguntaban al propio tiempo los circunstantes, en voz baja y con extremada cortesía.

No lo sé... respondí tan estúpidamen- te, que todos se echaron á reir.

Entre tanto, \& hechicera había logrado esca- par y perderse entre el compacto gentío, y el marido era conducido ante la autoridad por un comisario de policía.

¿Quién es la señora que ha dado ese es- cándalo? ¿Cómo se llama su marido? pregun-

l82 NARRACIONES INVEROSÍMILES

yo entonces á mi vez á varias personas..*

Pero nadie los conocía, ni pudo tampoco decirme el nombre del tercer personaje de aquella horrible escena, de mi segundo ven- turoso rival, del amante de Matilde...

En cuanto á las consecuencias del lance, nada hablar en Madrid al día siguiente ni en los sucesivos.

Comprenderás perfectamente que no había yo de hacer indagaciones directas y formales por medio de la policía.

¿Para qué, ni por qué?

; Ay! Matilde me inspiraba ya, no solo amor, no solo despecho, no solo piedad, no solo lás- tima, sino también terror y miedo...

Además, su actitud al reconocerme en el baile, demostraba que no quería tener nada que ver conmigo; que también táñ temía ó me odiaba; que yo le infundía, Lo mismo que ella á mí, no qué terror supersticioso, y que lo

ar era no volver á encontrarnos en toda la vida.

Sin ', la fatalidad lo había dispuesto

de otro modo.

I IN M I A TliHCKKA l'AKIll.

LOS SEIS VELOS 1 83

COMENTARIO DEL AUTOR.

Todo baile de máscaras tiene algo de infer- nal; é infernal se titula la galop con que todos acaban...

Pues bien: lo infernal es verde.

Una hechicera huele á azufre...

El azufre tira á verde.

Y el adulterio es verde...', es decir, un cuen- to verde.

Por tanto: aun prescindiendo del color del velo que envolvía á Matilde en el baile de máscaras, he procedido como un sabio al titu- lar esta fatídica tercera parte de la historia de Rafael: El velo verde.

Lo cual no impide para que sean todo lo contrario de fatídicas, y á me gusten mu- cho, las siguientes cosas verdes:

Paul de Kock...

Un vestido de terciopelo verde. Dicen que el terciopelo viste mal... Pero el verde, cuando oprime un talle esbelto, adquiere graciosos tornasoles de culebra... ¡Jóvenes recién ca- sadas! Si tenéis buen talle, egregia garganta y elegantes caderas, y sabéis andar á la andalu- za, id á la Plaza de San Antonio de la ciudad de Cádiz, á las tres de la tarde de un día de

I84 NARRACIONES INVEROSÍMILES

"Enero, con vestido de terciopelo verde y man- tilla de blonda... ¡Así os he visto yo!... [Ah, francesas, francesas! Si no queréis suici- daros, no vayáis á la Plaza de San Antonio de la ciudad de Cádiz!

Pero basta de digresión, y sigamos enume- rando cosas verdes que me son gratas:

Las olas del mar;

Los negros, vestidos de ceremonia, en su país;

Los trigos en Marzo;

Algunos ojos de coqueta;

El bronce antiguo;

El tapete de una mesa de juego, cuando juega uno la última moneda que espera tener;

Las esmeraldas;

Las cortinas de las salas de óptica de los hospitales, y las galas de un amigo mío;

Y los tallos y las hojas de todas las llores.

No diré nadado latmeaaa de billar, ni de

toa C . <ito, ni de la Cm. de

Alcántara, ni de las Islas de . ni de

B de Irlanda, Con8tantÍnopla,

. . Aho Perú, Trípoli

.< l. que b

en silencio el laurel sacro

apoco dejaré de hacer mención de la

LOS SEIS VELOS 1 85

■de los cocodrilos, y de las uvas verdes de la fá- bula.

Pero lo que sobre todo amo yo, es la espe- ranza, de que es símbolo el color ve\

Y la amo con frenesí, con locura, como á una coqueta casquivana que me atrae, me repele, me acaricia y me burla á un mismo tiempo...

¡Ay!... ¡Quizás la amo más bien como se ama á una muerta querida..., esto es, á una querida muerta!

1 86 NARRACIONES INVEROSÍMILES

PARTE CUARTA.

EL VELO AZUL.

I.

¡Bravo! ¡Re-bravo! ¡Archi- bravo!

¡Proto- bravo!

¡Non-plus-ultra-bravo!

¡Bravo-Murillo!

¡Maldición sobre tí, político de los dia- blos!

—Tú nos desencantas al hablarnos de los hombres.

i rubia,— ¿rúes de qué ha da hablarnos? ¿Que sciía del inundo sin hombres?

Los políticos no son hombres.

Son animalea divorciados de la oatura- lasa.

Son locos; dejan lo positivo por lo ideal: V, vice-vasíi; ton los poetas de la prosa,

LOS SEIS VELOS 1 87

persiguen la quimera de un dudoso materia- lismo. —Valen menos que una botella vacía.

¡Valen menos que el corazón de mi Do- lores!

Dolores.— Desde que reinas en él.

¡Luego yo reino!

¡Él reina!

¡No se admiten razonamientos!

¡Muera el silogismo!

¡Viva el dinero!

¡Y el ocio!

¡Y el vino!

¡Y la bacanal!

¡Guerra al trabajo!

¡Y al pensamiento! ¡Y al estudio! —¡Guerra á la guerra! ¡Dadme un abrazol

¡Quemad perfumes! ¡Llenad mi copa! ¡Bailad, infames! ¡Canta, Dolores! ¡Abrid ese piano! ¡Dadme opio!

¡A cigarros! ¡Dejadme dormir!

¡Coronadme de flores! ¡Poeta, improvisa!

1 88 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Allá va!... Necesito un trono... Hacéd- melo con vuestros brazos, hijas mías... ¡La- vadme los pies, esclavas! ¡Atención!

¡Dadme vino! ¡dadme sueño! ¡dadme muerte! ¡dadme olvido! ¡Cese ya este loco empeño en que el hombre nuuca es dueño del placer apetecido!

Ó dadme vida mejor, en que, chivada [a rueda del tiempo devastador, gozar sin recelo pueda eternidades de amor:

¡Bravo! ¡re- bravo! ¡archi-bravo! ¡non- plus-ultra-bravo!

¡Dadme esa vida que veo al través de aquesM vi d.t! ... ¡Dadme esa vida en que creo... esa vida que deseo como una gloria ptl ¡Dadme l.t .1!...

to es nuche a la bacanal, y cu tata frágil i riatal

cacan v 1 1 c uir.

—Poeta, lloras... túentcs... recuerd

Tu ;in.

¡Fuera el poeta! ¡Alucia el hombre que

LOS SEIS VELOS 1 89

El poeta se encoge de hombros, y se bebe otra botella de Champagne.

Tres minutos después cae sobre la alfombra.

Una salva de carcajadas truena sobre sus ruinas.

Dolores recuesta en su regazo la marchita frente del joven cantor, y lo dormir con honda pena.

Entre tanto ruge el piano locamente bajo los dedos del músico.

Está ebrio, y traza un preludio frenético, delirante.

Todos guardan silencio.

Una fantasía lúgubre, siniestra, desespera- dora, brota del aire.

Es la Campana de los agonizantes del maestro- Schubert.

Dan las tres de la mañana.

Las bujías van amortiguándose consumidas.

El sueño se apodera de aquellas cabezas estúpidas ó insensatas.

La canción espira lentamente...

El músico se duerme sobre el piano, y, al rodar luego al suelo, arranca del teclado un largo gemido inacorde...

Sólo velaya, pues, entre los calaveras y cor- tesanas vencidos por la orgía, la insomne y triste mirada de Dolores...

190 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Pero ¡ay, no!... ¡Que también estaba yo allí...

—¿Tú Rafael?

Sí: iyo mismo!... ¡Ojalá no fuera cierto!

Cuéntame... Cuéntame...

II.

(Sigue Rafael). Yo había presenciado, ocul- to detrás de una cortina, la escena que acabo de pintarte.

No pudiendo creer que Matilde, mi adorada de toda la vida, hubiese descendido tanto en la escala de la degradación, habíame hecho conducir á aquella infame casa, en uno de cu- yos balcones me parecía haberla visto servir de muestra y señuelo á los transeúntes.

Y, desgraciadamente, no me habían enga- ñado mis ojos... ¡Dolores era Matilde!... ¡Matilde, cuya impudente desnudez... no di- ré que estaba encubierta, sino que lucía mis y más, adornada por una vil tu nica da gasa azul!...

Ni por un momento pensé en hablarle... ¡Respetaba demasiado mi antiguo ideal, la

ilusión (le tantos afiOSj p.ira pi <>slil uii la en un inmuto!

ClttOéi linembaigOi ante ella, saliendo cié

LOS SEIS VELOS igi

mi escondite, cuando hubo terminado la ba- canal, y le dirigí una dolorosa mirada...

La sin ventura dio un grito de espanto, de vergüenza, de remordimiento, como si viera ante el fantasma de sus muertas virtudes, y se cubrió el rostro con las manos.

El poeta que dormitaba con la cabeza re- clinada en las rodillas de la asalariada beldad, abrió los ojos al oir aquel grito; la miró con ojos estúpidos; trató de abrazarla; y, no per- mitiéndolo la embriaguez, volvió á dormirse tartamudeando algunos versos...

Yo huí de aquella casa, loco de amor y de- sesperación.

FÍN DE LA CUARTA PARTE.

COMENTARIO DEL AUTOR.

¡Lo azul! He aquí mi color favorito.

¡Lástima, pues, que en la anterior escena Matilde estuviera velada de azul! ...

Lo azul es el crepúsculo de lo negro... (Ya lo dije antes de ahora, creo que hablando del color de la bóveda celeste... Pero des- pués me he arrepentido de este blasfemo epi- grama.)

IQ2 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Azul es la melancolía del espíritu; no la cor- poral, que es amarilla, según veremos más adelante.

Azul es la distancia, patria del pensa- miento.

¡es son los lirios, esas elegías del mundo de las flores.

Azul, en fin, es la tristeza.

Azul es Alfonso de Lamartine, según Alfon- so de Cormenein.

La lontananza del horizonte, las rem montañas, el Océano, el cielo... ¡todo lo in- menso, todo lo infinito... es azul!

¡El cielo!..., fanal que recoge y guarda los suspiros del género humano, el ámbar de nuestra y el humo de las chimeneas...

El humo, he dicho... [También es azul el humo! ¡Y cuenta que el humo repreí cosas! Os recomiendo que penséis en el hu- ía tan ]'

tan í i m la naturaleza! El humo

ino medio entre « I

la tierra y el cielo...

il ¿quién i ''.'.'/ (i'-l ciclo consis-

i ahumado?... Lo demás, yo amo el cirio; ese cielo in-

brios y la

cui ¡o: i l.cl <lc un alma; ese < i, lo mucho mas

.•i que mil dése* ir, v que mil

LOS SEIS VELOS 193

fuerzas, y que mi paciencia... pero no que mi esperanza'; esc cielo, en fin, que me ha en- señado á despreciar la tierra, bien que no á comprender la vida...

¡Oh! ¡qué grande es todo lo azul!

Y, además, ¡qué bonito!

Azules eran aquellos ojos de serafín, hoy ce- rrados por la impía muerte, que no hablaban á mis pasiones, sino que acariciaban suavemen- te mi corazón, calmando en él la fiebre de los sentidos...

Azules son ciertos diablos extranjeros que llevan este nombre, y los lagos de Suiza, y la tisis, y la putrefacción, y aquellos lazos de seda con que amortajan en toda Europa á las vírgenes...

Mas, ¿qué digo? Todo lo moribundo, todo lo que va á desaparecer, es azul. Por ejem- plo: la mañana es blanca, y la tarde es azul...

Como azul es la asfixia... (Véase Cyanósis.)

Y las venas de las mujeres blancas, y el manto de las Concepciones de Murillo, y la au- sencia, y los celos, y las violetas y otras mu- chas cosas exquisitas, son azules...

¡Qué horror! ¡Acabo de acordarme de las medias de los aragoneses!

tomo 111 13

194 NARRACIONES INVEROSÍMILES

PARTE QUINTA

EL VELO NEGRO.

I.

SIGUE RAFAEL.

El velo con que siempre se me aparecía aquella mujer, iba oscureciéndose poco á poco como su destino y como mi alma.

Ciñó primero el velo blanco de la inocencia,

después el velo rosado de la dicha, luego el

velo verde de criminales deseos y esperanzas,

en seguida el velo azul del desamparo y la

/a... No fué mucho, por tanto, que, al

cérseme otra \ 69 ', ciñera el velo negro del

ir y los rt'inoKliiniíiitos...

Era el día de Finados.

tabt yo en el cementerio que guarda lee r. da mi', padres, y paaeábama por aque- lla! largas calles de tumbas, como un alma en pena.

LOS SEIS VELOS 1 95

De pronto distinguí, entre el gentío, una pobre mujer vestida de negro, que colocaba algunas flores sobre la sepultura de un niño.

jEra ella!

Procuré que no me divisara... ¡No quise que mi vista acrecentase su dolor, recordán- dole aquel tiempo dichoso en que la vi joven y llena de hermosura, dentro de lujosa carre- tela, en las orillas del Guadalquivir, acompa- ñada del precioso niño de color de rosa que me causó tantos celos y envidia!

¡Desventurada! ¡Su hijo la había abandona- do también!... Pero ella no le había olvida- do, y desde la más honda miseria, desde los abismos de la infamia, iba á cubrir su sepul- tura de lágrimas y flores!...

Aquella piedad maternal la redimió á mis ojos; y, al alejarme, sin que por fortuna me hubiese visto, exclamé con indecible amar- gura:

¡Matilde! ¡Matilde!... No quiero volver á verte... ¡Ignore yo, al menos, el triste fin de tu existencia, ya que la suerte no dispuso que corriese unida á la mía!

¡Pero el cielo lo quiso de otro modo, y vol- ví á verla!...

FÍN DR LA QUINTA PART8.

I96 NARRACIONES INVEROSÍMILES

COMENTARIO DEL AUTOR.

Lo negro absorbe todos los colores; como el luto de una madre resume las esperanzas ci- fradas en su hijo...

Sin embargo, benditos sean tus ojos negros, actual amada de mi alma! (He dicho actual.)

Tus ojos negros, sepulcro de todas las mira- das mías...

Tus ojos negros, siempre fatigados y sedien- tos de amor...

Tus ojos negros, que leen en lo profundo de mis ideas...

¡Tus ojos negros!...

Y tu mantilla negra...

Y tus cabellos, y tus cejas, y tus párpados negros...

Y tu botita negra de charol.

Y <i< ti. ¡maldito sea todo lo negro! La noche sin luna ni luceros... ¡maldita sea! La nada...

11 al'-isnio...

11 odio...

La primera hora de viudez...

¡Malditos! |Malditttl

Y la tinta da mi tintero... ¡Ah! ¡no!

i i.i tinta nsgra da ni tintero!

LOS SEIS VELOS I97

Ella es mi capital,

Mi descanso,

Mi recreo,

Mi porvenir,

¡Quizás mi gloria!

¡Bendita sea la tinta negra de mi tintero!

Mi tintero encierra un mundo, una infini- dad de seres que nacerán algún día.

¡Pienso escribir cien novelas de pura inven- ción!

Cien novelas, á veinte personajes, componen dos mil individuos.

Ellos vivirán, hablarán, y forse. .. dejarán un recuerdo...

Yo los sacaré de la nada, los crearé, les da- ré cara, pasiones y vestidos á medida de mi gusto, los bautizaré ó no los bautizaré, y les cortaré el pescuezo el día que me se antoje...

¿No es esto ser un semi-Dios?

¿Qué me falta?

Crear la materia; la parte vil del universo, y haberme creado á propio...

Pero almas, caracteres, afectos, discursos, sucesos que parecerán reales, yo los inventa- ré, yo los lanzaré al mundo, yo haré que in- fluyan en su marcha tanto como si fueran verdad.

¡Bendita sea, pues, la tinta negra de mi tin- tero!

I98 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Y, fuera de mi amada y de mi tintero, ¡mue- ran todas las cosas negras!

Pero ahora recuerdo que soy cristiano y ne- grófilo...

Elimino, pues, de mi reprobación á San Benedicto y á todos los esclavos del mundo.

En cambio, incluyo á los limpiabotas.

Odio además los escarabajos,

Los cabestrillos,

Los lutos,

El carbón,

La pólvora,

Y el casco de las botellas vacías.

Pero aquí se me ocurren otras cosas negras que amo.

Amo al negro Plácido, al poeta sacrificado, al Chaúcr de América.

Amo un templo oscuro, una catacumba.

Cualquier superstición.

Un traje negro de señora.

El éb.ino, las trufas, el frac, el azabache.

Y una aventura en d interior de una chi- menea. Y, subte todo lo negro, amo ó abo¡

CO mucho, pues no qué decir, un alma de ciego de nacimiento.

La ceguedad, ó la ceguera (como queráis llamarla), es el bello ideal de lo negro.

|Sei CiegOl ¡no ver! ¡no luiber visto!...

1 ie aquí el mas alto símbolo de la n< g[ ui.i .

LOS SEIS VELOS I99

PARTE SEXTA.

EL VELO AMARILLO.

(Habla Rafael) .—La última vez que la vi fué también al través de un velo.

Pasaba yo un día por la calle de la Monte- ra, cuando un amigo mío, que estaba parado en la puerta de la Iglesia de San Luis, me lla- mó, y suplicóme que entrase á ser testigo de una boda, en sustitución de otro que tardaba.

Accedí, y al atravesar el templo con direc- ción á la sacristía, vi en medio de él una mu- jer todavía joven, enteramente sola..., com- pletamente abandonada...

¡Era Matilde!...

Cubría su faz un espantoso velo amarillo...

¡El velo déla muerte!

Porque, ¡ay! Matilde no era ya Matilde... Era un cadáver, tendido en negro y pobre ataúd; ¡en la caja de las Animas!

Lloré entonces su desgraciada suerte..., y, ¡mira!... no por qué, todavía la lloro...

FÍN DE LA SEXTA Y ÚLTIMA PARTE.

200 NARRACIONES INVEROSÍMILES

COMENTARIO DEL AUTOR.

Hay algo más horrible que lo negro, y es lo amarillo.

Negro es el caos; negro es el no ser: pero la muerte del ser, la muerte de lo que ha vivido, es amarilla como las mieses agostadas.

El ocio, el tedio, el fastidio, todos los en- gendros de la hiél, son amarillos. Dijérase que en ellos la muerte está mezclada con la vida.

La siempre-viva, flor de las tumbas; una lámpara cansada de arder, y el oro frío y de- idor, amitrillcan también como los cadá- v res.

La fiebre aviar illa es la peor de las fiebres...

Y la cera amarilla es la cera funeral, ii.uillos son:

El cóicra y la có!

Todo lo viejo, todo lo rancio y todo lo des- coloridoi

Lj hopa de loa ahorcados,

Los arenalea de Áiiica,

i..r. hienas,

Lj icteri M, l.i misantropía, la androfobia,

La dolencia y el dolor,

i .1 [ntondabl

LOS SEIS VELOS 201

¡El hambre!,

La faz del libertinaje,

Los pergaminos,

Pallida mors,

Una carta de amor de antigua fecha...

Y la mitad de la bandera española.

¡Ay de aquel, cuya vida es un amarillento erial cubierto de espinas , que le recuerdan otras tantas rosas llevadas por el viento!

¡Ay de la bandera española!

Adiós, Agustín Bonnat.

París, 1855.

PIN.

^

MOROS Y CRISTIANOS.

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MOROS Y CRISTIANOS.

CUENTO.

1.

a antes famosa y ya poco nombrada villa de Aldeire forma parte del Mar- quesado del Cenet, ó, como si dijéra- /jk mos, del respaldo de la Alpujarra, ha- cia Levante, y está medio colgada, medio es- condida, en un escalón ó barranco de la for- midable mole central de Sierra- Nevada, á cinco ó seis mil pies sobre el nivel del mar, y seis ó siete mil por debajo de las eternas nie- ves del Mulhacem.

Aldeire, dicho sea con perdón de su señor cura, es un pueblo morisco. Que fué moro, lo dicen claramente su nombre, su situación y su estructura, y que no ha llegado aún á ser enteramente cristiano, aunque figure en la Es- paña reconquistada y tenga su iglesita católi- ca y sus cofradías de la Virgen, de Jesús y de

2o5 NARRACIONES INVEROSÍMILES

no pocos Santos y Santas, lo demuestran el carácter y costumbres de sus moradores, las pasiones terribles, cuanto quiméricas, que los unen ó separan en perpetuos bandos, y los lú- gubres ojos negros, pálida tez y escaso hablar y reir de mujeres, hombres y niños...

Porque bueno será recordar, para que ni dicho señor cura ni nadie ponga eu cuarentena la solidez de este razonamiento, que los mo- riscos del Marquesado del Cenet no fueron expulsados en totalidad como los de la Alpu- jarra, sino que muchos de ellos lograron que- darse allí agazapados y escondidos, gracias á la prudencia, ó cobardía, con que desoyeron el temerario y heroico grito de su malhadado príncipe Aben-Humeya; de donde yo deduz- co que el tio Juan Gómez (a) Hormiga, al- calde constitucional de Aldeire en el año de gracia de 1821, poma muy bien ser nieto de algún Mustafá, Mahommed 6 cosa por el estilo.

Cuéntase, pues, que el tal Juan Gómez, hombre á la tufa <!<■ ma* <!<■ media centuria, rústico mi: !<>, aunque no entendía de

letra, y codicioso \ lorcon fruto, 00»

molo acreditaba, no solamente su apodo, también su mucha hacienda, por él adquirida afueras de buenas 6 malas artas, jrrepre

le tierra de aquella

MOROS Y CRISTIANOS 207

jurisdicción, tomó á censo enfitéutico el caudal de Propios, y casi de balde, mediante algunas gallinas no ponedoras, que regaló al secretario del Ayuntamiento, unos secanos situados á las inmediaciones de la villa, en medio de los cuales veíanse los restos y escombros de un antiguo castillejo, morabito ó atalaya árabe, cuyo nombre era todavía La Torre del Moro.

Excusado es decir que el tio Hormiga no se detuvo ni un instante á pensaren qué moro sería aquél, ni en la índole ó prístino objeto de la arruinada construcción: lo único que vio desde luego más claro que el agua, fué que, con tantas desmoronadas piedras y con las que él desmoronara, podía hacer allí un her- moso y mu}' seguro corral para sus ganados; por lo que, desde el día siguiente, y como re- creo muy propio de quien tan económico era, dedicó las tardes á derribar por mismo, y á sus solas, lo que en pié quedaba del vetusto edificio arábigo.

¡Te vas á reventar! le decía su mujer, al verlo llegar por la noche, lleno de polvo y de sudor, y con la barra de hierro oculta bajo la capa.

¡Al contrario! (respondía él.) Este ejerci- cio me conviene para no podrirme como nues- tros hijos los estudiantes, que, según me ha dicho el estanquero, estaban la otra noche en

208 NARRACIONES INVEROSÍMILES

el teatro de Granada y tenían un color de manteca que daba asco mirarlos...

¡Pobres! ¡De tanto estudiar! Pero á debía darte vergüenza de trabajar como un peón, siendo el más rico del pueblo, y alcalde por añadidura...

Por eso voy solo... ¡A ver!... Acércame esa ensalada...

Sin embargo, convendría que te ayudase alguien... ¡Vas á echar un siglo en derribar la Torre, y hasta quizás no sepas componértelas para volcarla toda!..^*^ja»^

¡No digas simplezas, Torcuata! Cuando se trate de construir la tapia del corral, pagaré jornales, y hasta llevaré un maestro alarife...* ¡Pero derribar sabe cualquiera! ¡Y es tan divertido destruir! ¡Vaya, quita la mesa y acostémonos!...

Eso lo dices porque eres hombre. ¡A me da miedo y lástima todo lo que es deshacer!

¡Debilidades de vieja! ¡Si supieras cuántas cosas hay que deshacer en este mundo!

¡Calla, hacina -tni! ¿ I •; 1 1 nial hora te lian elegido alcalde! ¡\ no el día que vuel-

| mandar los realistas, te ahorca el Rey absoluto!

¡Eso... lo veremos! ¡Santurrona! ¡Bea- ta] I —¡Vaya! apaga esa luz y DO tfl santigües más..., que tengo muclio sueño.

MOROS Y CRISTIANOS 200.

Y así continuaban los diálogos, hasta que se dormía uno de los dos consortes.

II.

Una tarde regresó de su faena el tío Hormi- ga muy preocupado y caviloso y más tempra- no que de costumbre.

Su mujer aguardó á que despachase á los mozos de la labor, para preguntarle qué tenía, y él respondió enseñándole un tubo de plomo con tapadera, por el estilo del cañuto de un licenciado del ejército: sacó de allí, y desarro- lló cuidadosamente, un amarillento pergamino escrito en caracteres muy enrevesados, y dijo con imponente seriedad:

Yo no leer, ni tan siquiera en castella- no, que es la lengua más clara del mundo; pero el diablo me lleve si esta escritura no es de moros.

¿Es decir, que la has encontrado en la Torre?

No lo digo sólo por eso, sino porque es- tos garrapatos no se parecen á ningunos de los que he visto hacer á gente cristiana.

La mujer de Juan Gómez miró y olió el per- gamino, y exclamó con una seguridad tan có- mica como gratuita:

¡De moros es! tomo m 14

2IO NARRACIONES INVEROSÍMILES

Pasado un rato, añadió melancólicamente:

Aunque también me estorba á lo negro, juraría que tenemos* en las manos la licencia absoluta de algún soldado de Mahoma, que ya estará en los profundos infiernos.

¿Lo dices por el cañuto de plomo?

Por el cañuto lo digo.

Pues te equivocas de medio á medio, amiga Torcuata; porque ni los moros entraban en quintas, según me ha dicho varias veces nuestro hijo Agustín, ni esto es una licencia absoluta. Esto es... un...

El tio Hormiga miró en torno suyo, bajó la voz y dijo con entera fé:

¡Estas son las señas de un tesoro!

¡Tienes razón! (respondió la mujer, súbi- tamente inflamada por la misma creencia.) ¿Y lo has encontrado ya? ¿Es muy grande? ¿Lo has vuelto á tapar bien? ¿Son monedas de pla- ta, ó de oro? ¿Crees quo pasarán todavía? ¡Qué felicidad para nuestros lujos! ¡Cómo van B* gastar y á triunfar en Granada y en Ma- drid!— ¡Yo quiero ver eso! Vamos allá... i noche hace luna...

¡Mujer de Dios! ¡Sosiégate! ¿Cómo quie- [ue haya topado con el tesoro, guián- dome por estas senas, i yo no leer en ro ni en cristiano?

|E§ verdad' l'urs mira... Haz una cosa.

MOROS Y CRISTIANOS 211

En cuanto Dios eche sus luces, apareja un buen mulo; pasa la Sierra por el Puerto de la Ragua, que dicen está bueno, y llégate á Ugíjar, á casa de nuestro compadre D. Matías Quesada, el cual sabes entiende de todo... Él te pondrá en claro ese papel y te dará buenos consejos, como siempre.

¡Mis dineros me cuestan todos sus conse- jos, á pesar de nuestro compadrazgo!... Pero, en fin, lo mismo había pensado yo. Mañana iré á Ugíjar, y á la noche estaré aquí de vuel- ta; pues todo será apretar un poco á la caba- llería...

Pero ¡cuidado que le expliques bien las cosas!...

Poco tengo que explicarle. El cañuto es- taba escondido en un hueco ó nicho, revestido de azulejos como los de Valencia, formado en el espesor de una pared. He derribado todo aquel lienzo, y nada más de particular he hallado. Debajo de lo ya destruido comien- za la obra de sillería de los cimientos, cuyas enormes piedras, de más de vara en cuadro, no removerá fácilmente una persona sola..., ni dos de puños tan buenos como los míos. Por consiguiente, es necesario saber fijamente en qué punto estaba escondido el tesoro, so- pena de tener que arrancar, con ayuda de ve- cinos, todos los cimientos de la Torre...

212 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Nada! ¡Nada! ¡A Ugíjar en cuanto ama- nezca!— Ofrécele á nuestro compadre una par- te..., no muy larga, de lo que hallemos, y, cuando sepamos dónde hay que excavar, yo misma te ayudaré á arrancar piedras de sille- ría.— ¡Hijos de mi alma! ¡Todo para ellos! Por lo que á toca, sólo siento si habrá algo que sea pecado en esto que hablamos en voz. baja...

¿Qué pecado puede haber, grandísima tonta?

No explicártelo... Pero los tesoros me habían parecido siempre cosa del demonio, ó de duendes... Además, ¡tomaste á censo aquel terreno por tan poco rédito al año!... ¡Todo el pueblo dice hubo trampa en el ne- gocio!

¡Eso es cuenta del secretario y de los concejales! Ellos me han hecho la escritura.

l'or otro lado, tengo entendido quede los tesoros, hay que i].u parte al Rey...

Eso es cuando no se hallan en terreno propio, como éste mío...

¡Propio! ¡Propio!... ¡A saber de quién I < ríi ' ' i torre, que te ha vendido el A\ iint.i- niii ntol

¡Toma! ¡Pcl Morol

¡A líber quién sería eae ¿I ¡oro!... Por de prontOi Juan, las nonada i que 1 1 Moro escon-

MOROS Y CRISTIANOS 213

diera en su casa, son suyas ó de sus herede- ros; no tuyas, ni mías...

¡Estás diciendo disparates! Por esa cuen- ta, no debía yo ser Alcalde de Aldeire, sino el que lo era el año pasado cuando se pronunció Eiego. Por esa cuenta, habría que mandar todos los años á África, á los descendientes de los Moros, las rentas que produjesen las vegas de Granada, de Guadix y de centenares de pueblos...

¡Puede que tengas razón!... En fin, ve á Ugíjar, y el compadre te aconsejará lo mejor en todo.

III.

Ugíjar dista de Aldeire cosa de cuatro le- guas de muy mal camino. No serían, sin em- bargo, las nueve de la siguiente mañana cuan- do el tío Juan Gómez, vestido con su calzón corto de punto azul y sus bordadas botas blancas de los días de fiesta, hallábase ya en -el despacho de D. Matías de Quesada, hombre de mucha edad y mucha salud, doctoren am- bos derechos y autor de la mayor parte de los entuertos contra la justicia que se hacían por entonces en aquella tierra. Había sido toda su vida lo que se llama un abogado pica.- ■■■- ' pleitos, y estaba riquísimo y muy bien rela- cionado en Granada y en Madrid.

214 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Oido que hubo la historia de su digno com- padre, y después de examinar atentamente el pergamino, díjole que, en su opinión, nada de aquello olía atesoro; que el nicho en que halló el tubo debió de ser un babuchero, y que el es- crito le parecía una especie de oración que los moros suelen leer todos los viernes por la mañana... Pero que, sin embargo; no sién- dole á él completamente conocida la lengua árabe, remitiría el documento á Madrid, á un condiscípulo suyo que estaba empleado en la Comisaría de los Santos Lugares, á fin de que lo enviara á Jerusalém, donde lo traducirían al castellano; por todo lo cual sería conve- niente mandarle al madrileño un par de onzas de oro, en letra, para una jicara de cho- colate.

Mucho lo pensó el tío Juan Gómez antes de pagar un chocolate tan cajx), que resultaba á diez mil doscientos cuarenta reales la libra. pero tenía tal seguridad en lo del tesoro (y á le que no se equivocaba, según después ve- remos), que sacó de la faja ocho monedillaa de á cuatro duros y se las entregó al abogado, quien las pesó una por una antes de guardár- selas en el bolsillo; con lo que el tio Hora tomó la vuelta de Aldi seguir

excavando en la Torre del Moro, mientras tanto que enviaban el pergamino á Tierra

MOROS Y CRISTIANOS 215

Santa y volvía de allá traducido; diligencias en que, según el letrado, se tardaría cosa de año y medio.

IV.

No bien había vuelto la espalda el tío Juan, cuando su compadre y asesor cogió la pluma y escribió la siguiente carta, comenzando por el sobre:

«Sr. D. Bonifacio Tudela y González. Maestro de capilla de la Santa Iglesia Cate- dral de CEUTA.

Mi querido sobrino político:

Solamente á un hombre de tu religiosidad confiaría yo el importantísimo secreto conte- nido en el documento adjunto. Dígolo, por- que indudablemente están escritas en él las 'señas de un tesoro, de que te daré alguna par- te, si llego á descubrirlo con tu ayuda. Para ello es necesario que busques un moro que te traduzca ese pergamino, y que me mandes la traducción encarta certificada, sin¿ enterará nadie del asunto, como no sea á tu mujer, que me consta es persona reservada.

Perdona que no te haya escrito en tantos años; pero bien conoces mis muchos quehace- res. Tu tía sigue rezando por todas las no-

2l6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

ches al tiempo de acostarse. Que estés mejor del dolor de estómago que padecías en i8o5, y sabes que te quiere tu tío político,

Matías de Quesada.

Ugíjar 15 de Enero de 1821.

Posdata. Expresiones á Pepa, y dime si habéis tenido hijos.»

Escrita la precedente carta, el insigne ju- risconsulto pasó á la cocina, donde su mujer estaba haciendo calceta y cuidando el pu- chero, y díjole las siguientes expresiones en tono muy áspero y desabrido , después de echarle en la falda las ocho monedas de á cuatro duros que ya conocemos:

Encarnación: ahí tienes: compra más tri- go, que va á subir en los meses mayores, y procura que lo midan bien. Hazme de almor- zar, mientras yo voy á echar al correo esta carta para Sevilla, preguntando los precios de l>ada. ¡Que el huevo esté bien uto y el Chocolate claro] 1N0 tengamos la de todos los días!

mujer del abogado no respondió pala- bra, y siguió haciendo calceta como un au- tómata.

MOROS Y CRISTIANOS 217

V.

Dos semanas después, un hermosísimo día de Enero, como sólo los hay en el Norte de África y en el Sur de Europa, tomaba el sol en la azotea de su casa de dos pisos el Maestro de capilla de la catedral de Ceuta, con la tranquilidad de quien ha tocado el órgano en misa mayor y se ha comido luego una libra de boquerones, otra de carne y otra de pan, con su correspondiente dosis de vino de Tarifa.

El buen músico, gordo como un cebón y co- lorado como una remolacha, digería penosa- mente, paseando su turbia mirada de apoplético por el magnífico panorama del azul Mediterrá- neo, del parduzco Estrecho de Gibraltar, del maldecido Peñón que le da nombre, de las cer- canas cumbres de Anghera y Benzú, y de las remotas nieves del Pequeño Atlas, cuando sintió acelerados pasos en la escalera y la ar- gentina voz de su mujer, que gritaba gozosa - mente:

¡Bonifacio! ¡Bonifacio! ¡Carta de Ugíjar! ¡Carta de tu tío! ¡Y vaya si es gorda!

¡Hombre! (respondió el Maestro de capi- lla, girando como una esfera ó globo terráqueo sobre el punto de su redonda individualidad que descansaba en el asiento.) ¿Qué Santo se

2l8 NARRACIONES INVEROSÍMILES

habrá empeñado para que mi tío se acuerde de mí? ¡Quince años hace que resido en esta tierra usurpada á Mahoma, y cata aquí la primera vez que me escribe aquel abencerra- je, sin embargo de haberle yo escrito cien veces á él! ¡Sin duda me necesita para algo!

Y, dicho esto, abrió la epístola, procurando que no la leyese la Pepa de la posdata, y apa- reció, crujiente y tratando de arrollarse por propio, el amarillento pergamino.

¿Qué nos envía? preguntó entonces la mujer, gaditana y rubia por más señas, y muy agraciada y valiente, á pesar de sus cuarenta agostos.

¡Pepita, no seas tan curiosa!... Yo te lo diré, si debo decírtelo, luego que me entere. ¡Mil veces te he advertido que respetes mis cartas!...

¡Advertencia propia de un libertino como tú! En fin ¡despacha! y veamos si yo pue- do saber que papelote te manda tu tío!

ce un billete de Banco del otro mundo! tanto que su mujer decía aquellas cosas y otras, el músico leyó la carta, y maravillóse ¡no de ponerse de pié sin esfuer- zo alguno.

Tenía, sin embargo, tal habito de disimular, que acertó á decir muy naturalmente:

(Qué tontería] ¡sin «luda está ya cho-

MOROS Y CRISTIANOS 2IO,

cheando aquel mal hombre! ¿Querrás creer que me remite esta hoja de una Biblia en he- breo, para que yo busque algún judío que la compre, imaginándose el muy bobo que darán por ella un dineral? Al mismo tiempo... (aña- dió, para cambiarla conversación, y guardán- dose en la faltriquera la carta y el pergamino.) Al propio tiempo... me pregunta con mucho interés si tenemos hijos.

¡Él no los tiene!... (observó vivamente Pepita.) Sin duda piensa dejarnos por here- deros!

Más fácil es que al muy avaro se le haya ocurrido heredarnos á nosotros!... Pero ¡ca- lla! están dando las once, y yo tengo que afi- nar el órgano paralas vísperas de esta tarde... Me voy. Oye, prenda: que la comida esté dispuesta á la una, y que no se te olvide echar dos buenas patatas en el puchero. ¡Que si tenemos hijos!... ¡Vergüenza me haber de contestarle que no!

¡Escucha! ¡Espera! ¡Oye! ¡La culpa no es mía! (contestó como un rayo la parte con- traria.) ¡Bien sabes que en mis primeras nup- cias tuve un niño muerto!

¡Ya! ¡Ya! ¡En tus primeras nupcias! ¡Co- mo si eso pudiera servirme de satisfacción! ¡Un día vas á dar lugar á que yo te cuente to- das mis habilidades de soltero!

220 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Anda, zambombo, tonel, desagradecido! ¿Quién te babrá amado á en el mundo como esta necia que, con ese barrigón y todo, te con- sidera el hombre más hermoso que Dios ha criado?

¿Sí? ¿Me has dicho hermoso? ¡Pues mira, Pepa (respondió el artista, pensando segura- mente en el pergamino árabe); si mi tío llega á dejarme por heredero, ó yo me hago rico de cualquier otro modo, te juro llevarte á vivir á la plaza de San Antonio de la ciudad de Cá- diz, y comprarte más joyas que tiene la Vir- gen de las Angustias de Granada! Conque hasta luego, pichona.

Y, tirando un pellizco en la barba á la que de antemano tenía ya el hoyo en ella, cogió el sombrero y tomó el camino..., no de la ca- tedral, sino de las callejuelas en que suelen vivir las familias moras avecindadas en aque- lla plaza fueitt .

VI.

En la más angosta de dichas callejuelas, y á l.i puerta de una muy pobre, pero muy Man- queada catuche» < I o en el suelo, ó más 1'kii . fumando en pipi de ban<> :.< ( ..(i., al sol, un moro de treinta y cinco .1 cuarenta años, n vendedor de huevos

MOROS Y CRISTIANOS 221

y gallinas que le traían á las puertas de Ceuta los campesinos independientes de Sierra-Bu- llones y Sierra Bermeja, y que él despachaba á domicilio ó en el mercado, con una ganan- cia de ciento por ciento. Vestía chilava de lana blanca y jaique de lana negra, y llamá- base, entre los españoles, Manos-gordas, y, entre los marroquíes, Admet-Ben-Carime-el- Abdoun.

Tan luego como el moro vio al maestro de capilla, levantóse y salió á su encuentro, ha- ciéndole grandes zalemas; y, cuando estuvie- ron ya juntos, díjole cautelosamente:

¿Querer morita? Yo traer mañana cosa meleja; de doce años...

Mi mujer no quiere más criadas moras..» respondió el músico con inusitada dignidad.

Manos-gordas se echó á reir.

Además... (prosiguió D. Bonifacio): tus endiabladas moritas son muy sucias.

Lavar... respondió el moro, poniéndose en cruz y ladeando la cabeza.

¡Te digo que no quiero moritas! (prosi- guió D. Bonifacio). Lo que necesito hoy es que tú, que sabes tanto y que por tanto saber eres intérprete de la plaza, me traduzcas al español este documento.

Manos-gordas cogió el pergamino, y, á la pri- mera ojeada, murmuró:

222 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Estar moro...

¡Ya lo creo que es árabe! Pero quiero sa- ber qué dice, y, si no me engañas, te haré un buen regalo... cuando se realice el negocio que confío á tu lealtad.

A todo esto, Admet-Ben-Carime había pa- sado ya la vista por todo el pergamino y pués- tose muy pálido.

¿Ves que se trata de un gran tesoro? medio afirmó, medio interrogó el maestro de capilla.

Creer que sí, tartamudeó el mahome- tano.

¿Cómo creer? ¡Tu misma turbación lo dice!

Perdona... (replicó Manos-gordas sudando á mares.) Haber aquí palabras de árabe mo- derno, y yo entender. Haber otras de árabe antiguo ó literario, y yo no entender.

¿Qué dicen las palabras que entiendes?

Decir oro, decir ferias, decir maldición de Alá... Pero yo no entender sentido, explica- i lunes m :.. i'i.is. Necesitar ver al Derwich de Anghera, que e tac sabio, y él traducir todo. Llevarme yo pergamino hoy, y traer pergami- no m.iíi. tu. i, y DO en;;.ui.u ni loluí al Si. Tíl- dela.— ¡Moro jurarl

«lie leudo, eni/.o tai manos, se las llevó .1 la bo< ■> y las 1" " i' i \ "i.

MOROS Y CRISTIANOS 223

Reflexionó D. Bonifacio: conoció que, para descifrar aquel documento, tendría que fiarse de algún moro y que ninguno le era tan cono- cido ni tan afecto como Manos-gordas, y acce- dió á dejarle el manuscrito, bien que bajo reiterados juramentos de que al día siguiente estaría de vuelta de Anghera con la traduc- ción, y jurándole él, por su parte, que le en- tregaría lo menos cien duros cuando fuese descubierto el tesoro.

Despidiéronse el musulmán y el cristiano, y este se dirigió, no á su casa ni á la catedral, sino á la oficina de un amigo, donde escribió la siguiente carta:

«Sr. D. Matías de Quesada y Sánchez. Alpujarra. UGÍJAR.

Mi queridísimo tío:

Gracias á Dios que hemos tenido noticias de V. y de tía Encarnación, y que estas son tan buenas como Josefa y yo deseábamos. Nosotros, querido tío, aunque más jóvenes que Vds., estamos muy achacosos, y cargados de hijos, que pronto se quedarán huérfanos y pidiendo limosna.

Se burló de V. quien le dijera que el per- gamino que me ha enviado contenía las señas de un tesoro. He hecho traducirlo por perso-

224 NARRACIONES INVEROSÍMILES

na muy competente, y ha resultado ser una sarta de blasfemias contra Nuestro Señor Je- sucristo, la Santísima Virgen y los Santos de la corte celestial, escritas en versos árabes por un perro morisco del Marquesado del Cenet durante la rebelión de Aben-Humeya. En vis- ta de semejante sacrilegio, y por consejo del Sr. Penitenciario, acabo de quemar tan impío testimonio de la perversidad mahometana.

Memorias á mi tía: recíbanlas Vds. de Jose- fa, que se halla por décima vez en estado in- teresante, y mande algún socorro á su sobri- no, que está en los huesos por resultas del pi- caro dolor de estómago,

Bonifacio.

Ceuta 29 de Enero de 1821.

VIL

Al mismo tiempo que el Maestro de capilla bíi la precedente certa y la echaba al >, Admet-Ben-Carime-el-Abdoun re- unía en Un envoltorio no muy gi do su hato y ajuar, n-dundos á tres jaique; viejos,

mantas de i" I ■• un moi tero para

hacer alcuzcuz, un candil de hierro y una olla de cobre llena de pesetas (que detenterró* de un rincón del patinillo de bu casa); cargó con todo eüoá tu taica mujer, esclava, ©da-

MOROS Y CRISTIANOS 225

lisca ó lo que fuera, más fea que una mala noticia dicha de pronto, y más sucia que la conciencia de su marido, y salióse de Ceuta, diciendo al oficial de guardia de la puerta que da al campo moro, que se iban á Fez á mudar de aires por consejo de un veteri- nario.

Y, como quiera que esta sea la hora, des- pués de sesenta años y algunos meses de au- sencia, que no se haya vuelto á saber de Ma- nos-gordas ni en Ceuta ni en sus cercanías, dicho se está que D. Bonifacio Tudela y Gon- zález no tuvo el gusto de recibir de sus manos la traducción del pergamino , ni al día si- guiente, ni al otro, ni en toda su vida, que por cierto no debió de ser muy larga, puesto que de informes dignos de crédito aparece que su adorada Pepita se casó en Marbella en terceras nupcias con un tambor mayor astu- riano, á quien hizo padre de cuatro hijos como cuatro soles, y era otra vez viuda á la muerte del Rey absoluto, fecha en que ganó por opo- sición en Málaga el título de comadre de pa- rir y el destino de matrona aduanera.

Conque busquemos nosotros á Manos-gor- das, y sepamos qué fué de él y del interesante pergamino.

TOMO III

J5

2 26 NARRACIONES INVEROSÍMILES

VIII.

Admet-ben-Carime-el-Abdoun respiró ale- gremente , y aun hizo alguna zapateta, sin que por eso se le cayesen las mal aseguradas zapatillas, tan luego como se vio fuera de los redoblados muros de la Plaza española y con toda el África delante de sí...

Poique África, para un verdadero africano como Manos-gordas, es la tierra de la libertad absoluta; de una libertad anterior y superior á todas las Constituciones é instituciones hu- manas; de una libertad parecida á la de los conejos no caseros y demás animales de mon- te, valle ó arenal.

África, quiero decir, es la Jauja de los mal- hechores, el seguro de la impunidad, el cam- po neutral de los hombres y de las fieras, pro- lo por el calor y la extensión de los de-

sicitos.— l.n cuanto á los Suli

Beyes que presumen imperar en aquella par- te del mundo, y 6 las autoridades y milites que 1 ii, puede decirse que vie-

, paia tal que el caza-

]..., ii- br< ¡oraos; un mal

, eos tienen en en '1 ii.il : <• muere 6 no ->e muere: si se muere, tal día hizo un año; y, si no be

MOROS Y CRISTIANOS 227

muere, con poner mucha tierra por medio no hay que pensar más en el asunto. Sirva esta digresión de advertencia á quien la necesita- re, y prosigamos nosotros nuestra relación.

¡Toma aquí, Zama! dijo el moro á su cansada esposa , como si hablase con una acémila.

Y, en lugar de dirigirse al Oeste, ó sea hacia el Boquete de Anghera, en busca del sabio santón, según había dicho á D. Bonifacio, tomó hacia el Sur, por un barranquillo tapa- do de malezas y árboles silvestres, que muy luego le llevó al camino de Tetuán, ó bien á la borrosa vereda que, siguiendo las ondula- ciones de puntas y playas, conduce á Cabo- Negro por el valle del Tarajar, por el de los Castillejos, por Monte-Negrón y por las la- gunas de Rio-Azmir, nombres que todo es- pañol bien nacido leerá hoy con amor y ve- neración, y que entonces no se habían oido pronunciar todavía en España ni en el resto del mundo civilizado.

Llegado que hubieron Ben-Carime y Zama al vallecillo del Tarajar, diéronse un punto de descanso á la orilla del arroyuelo de agua potable que lo atraviesa, procedente de las al- turas de Sierra-Bullones, y, en aquella tan segura y áspera soledad, que parecía recién salida de manos del Criador y no estrenada

V-

228 NARRACIONES INVEROSÍMILES

todavía por el hombre; á la vista de un mar solitario, únicamente surcado, tal ó cual no- che de luna, por cárabos de piratas ó buques oficiales de Europa encargados de perseguir- los, la mora se puso á lavarse y peinarse, y el moro sacó el manuscrito y volvió á leerlo con tanta emoción como la primera vez.

Decía así el pergamino árabe:

«La bendición de Alá sea con los hombres buenos que lean estas letras.

»No hay más gloria que la de Alá, de quien Mahoma fué y es, en el corazón de los cre- yentes, Profeta y Enviado.

•Los hombres que roban la casa del que está en la guerra ó en el destierro, viven bajo la maldición de Alá y de Mahoma, y mueren roidos de escarabajos y cucarachas.

» ¡Bendito sea, pues, Alá, que crió estos y otros bichos para que se coman á los hombres malos!

»Yo soy el caid llassan-ben-Jusstf, siervo de Alá, aunque malamente he sido llamado D. Rodrigo de Acuña por los sucesores de los perros cristianos que , haciéndoles fuerza y violando i capitulaciones, luutizaron

con una4 i guisa de msopo¡ á mis

Infortunados ascendientes y á otrot muchos Mitas de estos reinos.

»Yo soy capitán bajo el estandarte del que,

MOROS Y CRISTIANOS 229

desde la muerte de Aben-Humeya, titúlase legítimamente Rey de los Andaluces, Muley- Abdalá-Mahamud-Aben-Aboó, el cual, si no está ya sentado en el trono de Granada, es por la traición y cobardía con que los moros valencianos han faltado á sus compromisos y juramentos, dejando de alzarse al mismo tiempo que los moros granadinos contra el tirano común; pero de Alá recibirán el pago, y, si somos vencidos nosotros, vencidos serán también ellos y expulsados á la postre de España, sin el mérito de haber luchado hasta última hora en el campo del honor y en de- fensa de la justicia; y, si somos vencedores, les cortaremos el pescuezo y echaremos sus cabezas á los marranos.

» Yo soy, en fin, el dueño de esta Torre y de toda la tierra que hay á su alrededor, hasta llegar por Occidente al barranco del Zorro y por Oriente al de los Espárragos, el cual debe tai nombre á los muchos y muy exquisitos que cultivó allí mi abuelo Sidi-Jussef-ben-Jussuf.

»La cosa no anda bien. Desde que el mal nacido D. Juan de Austria (confúndalo Alá) vino á combatir contra los creyentes, preve- mos que por ahora vamos á ser derrotados, sin perjuicio de que, andando los años ó las centurias, otro Príncipe de la sangre del Pro- feta venga á recobrar el trono de Granada,

23O NARRACIONES INVEROSÍMILES

que ha pertenecido setecientos años á los mo- ros, y volverá á pertenecerles cuando Alá quiera, con el mismo título/conque lo poseye- ron antes vándalos y godos, y antes los roma- nos, y antes aquellos otros africanos que se llamaban los cartagineses: ¡con el título de la Conquista! Pero conozco, vuelvo á decir, que por la presente la cosa anda mal, y que muy pronto tendré que trasladarme á Marruecos con mis cuarenta y tres hijos, suponiendo que los austríacos no me cojan en la primera ba- talla y me cuelguen de un alcornoque, como yo los colgaría á todos ellos, si pudiera.

»Pues bien; al salir de esta Torre, para em- prender la última y decisiva campaña, dejo escondidos aquí, en sitio á que no podrá llegar nadie sin topar primero con el presente ma- nuscrito, todo mi oro, toda mi plata, todas mis perlas; el tesoro de mi familia; la hacienda de mis padres, mía y de mis henderos; el cau- dal di- (pie soy du< 1 por ley divina y humana, COCQ0 es del ave la pluma que cría, ó como BOU 'leí niño los dientes (pie echa con dolor y trabajo, ó como son de cada mortal los malos huí; cáncer ó de Lepra que

1 (Detente, por lo tanto, oh tú, moro, cris- tiano o judío que, habiéndote puerta & derri- bar ( luir y leer

MOROS Y CRISTIANOS 23 1

los renglones que estoy escribiendo! ¡Detente, y respeta el arca de tu prójimo! ¡No pongas la mano en su caudal! ¡No te apoderes de lo aje- no!— Aquí no hay nada del fisco, nada de do- minio público, nada del Estado. El oro de las minas podrá pertenecer á quien lo descubra, y una parte de él al Rey del territorio. Pero el oro fundido y acuñado, el dinero, la moneda, es de su dueño, y nada más que de su dueño. ¡No me robes, pues, mal hombre! ¡No ro- bes á mis descendientes, que ya vendrán, el día que esté escrito, á recoger su herencia! Y si es que buenamente, por casualidad, en- cuentras mi tesoro, te aconsejo que publiques edictos, llamando y notificando el caso á los causa-habientes de Hassan-ben^Jussef; que no es de hombres honestos guardarse los ha- llazgos, cuando estos hallazgos tienen propie- tario conocido.

»Si así no lo hicieres, ¡maldito seas, con la maldición de Alá y con la mía! ¡Y pártate un rayo! ¡Y quiera Dios que cada una de mis mo- nedas se vuelva en tus manos un escorpión y cada perla un alacrán! ¡Y que mueran de le- pra tus hijos, con los dedos podridos y deshe- chos, para que no tengan ni tan siquiera el placer de rascarse! ¡Y que todas las mujeres que ames y engordes se diviertan y refocilen con tus esclavos! ¡Y que tu hija la mayor se

232 NARRACIONES INVEROSÍMILES

escape de tu casa con un judfoU¡Y que á te metan un palo por mala parte, y te saquen así á la vergüenza, teniéndote en alto hasta que, con el peso de tu cuerpo, el palo salga por encima de la coronilla y quedes pati-abierto en el suelo, como indecente rana atravesada por un asador!

» Ya lo sabes, y sépanlo todos, y bendito sea Alá, que es Alá.

Torre de Zoraya, en Aldeire del Cenet, á 15 días del mes de Saphar del año de la Egira 968.

Hassan-ben-Jussef. »

IX.

Manos-gordas quedó profundamente preocu- pado con la nueva lectura de este documento, no por las máximas morales y por las espan- maldiciones que contenía, pues el picaro había perdido la en Alá y en Mahoma, de resultas de su frecuente trato con los cristianos y judíos de Trtiun y ("cuta, que, naturalmen- te, se reían del Corán, sino por creer que su . su acento y algún otro signo musulmán de su persona, le impedían trasladar* i Bl paña, donde se vería expuesto .1 muerte segura tan luego i:omo cualquiei cristiano 6 cristiana

MOROS V CRISTIANOS 233

descubriese en él á un enemigo de la Virgen María.

Además, ¿qué apoyo (ajuicio de Manos -gor- das) podría hallar en las leyes ni en las autori- dades de España un extranjero, un mahome- tano, un semi-salvaje, para adquirir la Torre de Zoraya, para hacer excavaciones en ella, para entrar en posesión del tesoro, ó para no perderlo inmediatamente con la vida?

¡No hay remedio! (díjose por remate de largas reflexiones.) ¡Tengo que confiarme al renegado Ben-Munuza! El es español, y su com- paña me librará de todo peligro en aquella tierra. Pero, como no existe bajo la capa del cielo un hombre de peor alma que el tal rene- gado, no me estará demás tomar algunas pre- cauciones.

Y, en virtud de esta cavilación, sacó del bolsillo avíos de escribir, redactó una carta, púsole el sobre, pególo con un poco de pan mascado, y echóse á reir de una manera dia- bólica.

En seguida fijó los ojos en su mujer, que continuaba haciendo la policía de todo un año, á costa de la limpieza física y... moral del ma- laventurado arroyuelo, y, llamándola por me- dio de un silbido, dignóse hablarle de este modo:

Cara de higo chumbo, siéntate á mi lado

234 NARRACIONES INVEROSÍMILES

y óyeme... Luego acabarás de lavarte, que bien lo necesitas, y puede que entonces te juzgue merecedora de algo mejor que la paliza diaria con que te demuestro mi cariño. Por de pronto, sinvergüenzona, déjate de monadas, y entérate bien de lo que voy á decirte.

La mora, que, lavada y peinada, resultaba más joven y artística, aunque no menos fea que antes, se relamió como una gata, clavó en Manos-gordas los dos carbunclos que le servían de ojos, y díjole, mostrando sus blanquísimos y anchos dientes, que nada tenían de humanos:

Habla, mi señor; que tu esclava solo desea servirte.

Manos-gordas continuó:

Si, desde este momento en adelante, llega á ocurrirme alguna desgracia, ó desaparezco del mundo sin haberme despedido de tí, ó, ha- biéndome despedido, no tienes noticias mías ¡i semanas, procura volver á entrar en Cdlta, y < t al correo. ¿Te lias

enterado bien, cara de mona?

Zaina rompió á llorar, y exclamó:

¡Admet! ¿Pi< oaai dejarme?

¡No rebuenee, mujerl (contestó el moro.) it-n habla ahora de eso? ¡Demasiado aabes que me gustas y que mesirvesl >Pero de lo que ahora se trata es de que t-- 1

:.i<lo bien <lc mi ( n< .!■•"...

MOROS Y CRISTIANOS 235

¡Trae! (dijo la mora, apoderándose de la carta, abriéndose el justillo y colocándola en- tre él y su gordo y pardo seno, ai lado del co- razón.) Si algo malo llega á sucederte, esta carta caerá en el correo de Ceuta, aunque después caiga yo en la sepultura.

Aben-Carime sonrió humanamente al oir aquellas palabras, y dignóse mirar á su mujer como á una persona.

X.

Mucho y muy regaladamente debió de dor- mir aquella noche el matrimonio agareno en- tre los matorrales del camino, pues no serían menos de las nueve de la siguiente mañana cuando llegó al pié de Cabo-Negro.

Hay allí un aduar de pastores y labriegos árabes, llamado «Medik,» compuesto de algu- nas chozas, de un morabito, ó ermita maho- metana, y de un pozo de agua potable, con su brocal de piedra y su acetre de cobre, como los que figuran en algunas escenas bíblicas.

El aduar se hallaba completamente solo en aquel momento. Todos sus habitantes habían salido ya con el ganado ó con los aperos de la- bor á los vecinos montes y cañadas.

Espérame aquí... (dijo Manos-gordas á su mujer.) Yo voy á buscar á Ben-Munuza, que

236" NARRACIONES INVEROSÍMILES

debe de hallarse al otro lado de aquel cerro, arando los pobres secanos que allí posee...

¡Ben-Munuza! (exclamó Zama con te- rror.) ¡El renegado de quien me has dicho!...

Descuida... (interrumpió Manos-gordas). ¡Hoy puedo yo más que él! Dentro de un par de horas estaré de vuelta, y verás como se viene detrás de mí, con la humildad de un perro. Esta es su choza... Aguárdanos en -ella, y haznos una buena ración de alcuzcuz con el maíz y la manteca que hallarás á mano. jYa sabes que me gusta muy recocido! ¡Ah! se me olvidaba... Si ves que anochece y no he bajado, sube tú, y, si no me hallas en la otra ladera del cerro, ó me hallas cadáver, vuél- vete á Ceuta y echa la carta al correo... Otra advertencia: suponiendo que sea mi ca-. daver lo que encuentres, regístrame, á ver si Ben-Munuza me ha robado, 6 no, este perga- mino...— Si me lo ha robado, vuélvete de Ceuta á Tetuán, y denuncia á las autoridades el asesinato y el robo. ¡No tengo más que decirte!— Adiós.

La mora se quedó llorando á lágrima viva, y Manos-gordas tomó la senda que llevaba á la cumbre del inmediato cerro.

MOROS Y CRISTIANOS 237

XI.

Pasada la cumbre, no tardó en descubrir en la cañada próxima á un corpulento moro ves- tido de blanco, el cual araba patriarcalmente la negruzca tierra con auxilio de una hermosa yunta de bueyes. Parecía aquel hombre la estatua de la Paz, tallada en mármol. Y, sin embargo, era el triste y temido renegado Ben- Munuza , cuya historia os causará espanto cuando la conozcáis.

Contentaos por lo pronto con saber que ten- dría cuarenta años y que era rudo, fuerte, ágil y de muy lúgubre fisonomía, bien que sus ojos fuesen azules como el cielo y rubias sus bar- bas como aquel sol de África que había dora- do á fuego la antigua blancura europea de su semblante.

¡Buenos días, Manos- gordas! gritó en castellano el antiguo español tan luego como divisó al marroquí.

Y su voz expresó la alegría melancólica propia del extranjero que halla ocasión de ha- blar la lengua patria.

¡Buenos días, Juan Falgueira! respon- dió sarcásticamente Ben-Carime.

El renegado tembló de pies á cabeza al oir

238 NARRACIONES INVEROSÍMILES

semejante saludo, y sacó del arado la reja de hierro, como para defender su vida.

¿Qué nombre acabas de pronunciar? añadió luego, avanzando hacia Manos-gordas.

Este lo aguardaba riéndose, y le respondió en árabe, con un valor de que nadie le hubie- ra creído capaz:

He pronunciado tu verdadero nombre: el nombre que llevabas en España cuando eras cristiano, y que yo conozco desde que estuve en Oran hace tres años...

¿En Oran?

¡En Oran, sí, señor!... ¿Qué tiene eso de extraordinario? De allí habías venido á Marruecos, y allí fui yo á comprar gallinas. Allí pregunté tu historia, dando tus señas, y allí me la contaron varios españoles. Supe, por tanto, que eras gallego, que te llamabas Juan FaliMiciía, y que te hal>í,is escapado de la carcel-alta de Granada, donde 1 tabas ya en capilla pan ir á la horca por resuli babee robado y dado muerte, hace quince quien* 1 Ben (as ei

se de mulero... ¿Dudaras ahora de que te co- nozco perfectamente?

Dime, alma mía... (respondió el : con Vd/ -oída y liman lo .111 .

has contado eso á algún marroquí? ¿Lo alguien más que en etta condenada tierra?

MOROS V CRISTIANOS 239

Porque es el caso que yo quiero vivir en paz, sin que nadie ni nada me recuerde aque- lla mala hora, que harto he purgado. Soy pobre: no tengo familia, ni patria, ni lengua, ni el Dios que me crió. Vivo entre enemigos, sin más capital que estos bueyes y que esos secanos, comprados á fuerza de diez años de sudores... Por consiguiente, haces muy mal en venir á decirme...

¡Espera! (respondióle muy alarmado Ma- nos -govd as.) No me eches esas miradas de lo- bo; que vengo á hacerte un gran favor, y no á ofenderte por mero capricho. ¡A nadie he contado tu desgraciada historia! ¿Para qué? ¡Todo secreto puede ser un tesoro, y quien lo cuenta se queda sin él! Hay, empero, oca- siones en que se hacen cambios de secretos, su- mamente útiles. Por ejemplo: yo te voy á contar un importante secreto mío, que te ser- virá como de fianza del tuyo, y que nos obli- gará á ser amigos toda la vida...

Te oigo. Concluye... respondió calmo- samente el renegado.

Aben-Carime leyóle entonces el pergamino árabe, que Juan Falgueira oyó sin pestañear y como enojado; visto lo cual por el moro, y á fin de acabar de atraerse su confianza, le reve- ló también que había robado aquel documento á un cristiano de Ceuta...

24O NARRACIONES INVEROSÍMILES

El español se sonrió ligeramente, al pensar en el mucho miedo que debía de tenerle el mercader de huevos y de gallinas cuando le contaba sin necesidad aquel robo, y, animado el pobre Manos-gordas con la sonrisa de Ben- Munuza, entró al fin en el fondo del asunto, hablando de la siguiente manera:

Supongo que te has hecho cargo de la importancia de este documento y de la razón por qué te lo he leido. Yo no donde está la Torre de Zoraya, ni Aldeire, ni el Cenet: yo no sabría irá España, ni caminar por ella; y ade- más, allí me matarían por no ser cristiano, ó, cuando menos, me robarían el tesoro, antes ó después de descubierto. Por todas estas razo- nes, necesito que me acompañe un español fiel y leal, de cuya vida sea yo dueño y á quien pueda hacer ahorcar con media palabra; un español, en fin, como tú, Juan Pftlgueira, que, después de todo, nada adelantaste con robar y ni.it. ir, pueg trabajas aquí como un asno, cuantío , con los millones que voy á pro- porcionarte, podrás irte á América, á Fran- cia, á la India, y gozar, y triunfar, y subir tal vez hasta rey. ¡Qué te parece mi pin- to?

Que está bien hilado, como obra de un moro... respondió Ben-Munuza, de cuyai recias manos, cruzadas sobre la rabadilla,

MOROS Y CRISTIANOS 24I

pendía balanceándose la barra de hierro, á la manera de la cola de un tigre.

Manos-gordas se sonrió ufanamente, creyen- do aceptada su proposición.

Sin embargo... (añadió después el som- brío gallego.) no has caido en una cuenta.. .

¿En cuál? preguntó cómicamente Ben- Carime, alzando mucho la cara y no mirando á parte alguna, como quien se dispone á oir sandeces y majaderías.

¡Tú no has caido en que yo sería tonto de capirote si me marchase contigo á España á ponerte en posesión de... medio tesoro, con- tando con que me pondrías á en pose- sión del otro medio! Lo digo, porque no ten- drías más que pronunciar media palabra, el día que llegásemos á Aldeire y te creyeses libre de peligros, para zafarte de mi compañía y de darme la mitad de las halladas riquezas... ¡En verdad que no eres tan listo como te figuras, sino un pobre hombre, digno de lás- tima, que te has metido en un callejón sin sa- lida al descubrirme las señas de ese gran teso- ro y decirme al mismo tiempo que conoces mi historia y que, si yo fuera contigo á Es- paña, serías dueño absoluto de mi vida!... Pues ¿para qué te necesito yo á tí? ¿Qué falta me hace tu ayuda para ir á apoderarme del tesoro entero? ¿Ni qué falta me haces en el

tomo m 16

242 NARRACIONES INVEROSÍMILES

mundo? ¿Quién eres tú, desde el momento en que me has leido ese pergamino, desde el mo- mento en que puedo quitártelo?

¿Qué dices? gritó Manos-gordas, sintien- do de pronto circular por todos sus huesos el fiío de la muerte.

No digo nada... ¡Toma! respondió Juan Falgueira, asestando un terrible golpe con la barra de hierro sobre la cabeza de Ben- Carime, el cual rodó en tierra, echando sangre por ojos, narices y boca, y sin poder articular palabia...

El desgraciado estaba muerto.

XII.

Tres ó cuatro semanas después de la muer- te de Manos-gordas, el veintitantos de Febre- ro da 182 1, nevaba si había que nevar en la vi- lla de Aldcirey en toda la elegantísima sierra andaluza á que la propia nieve da vida y nombi<-.

I ra domingo do Carnaval, y la campana de

la iglesia llamaba por coarta veza misa, con

■0 v<>/. delgada y pura como la de un niño, á

: aquella feligresía, de-

mii.i al áelOi que no m reaigna-

i 1I111- uta, en día tan crudo y desapaci-

1 dejar la cama ó a apararas da los tizo-

MOROS Y CRISTIANOS 243

nes, alegando acaso, como pretexto, que «los días de Carnestolendas no se debe rendir cul- to á Dios, sino al diablo.»

Algo semejante decía por lo menos el tío Juan Gómez á su piadosa mujer, la seña Tor- cuata, defendiéndose en el rincón del fuego de los argumentos con que nuestra amiga le rogaba que no bebiera más aguardiente ni comiese más roscos, sino que la acompañase á misa, á fuer de buen cristiano, sin miedo alguno á las críticas del maestro de escuela y demás electores liberales: y, muy enredada es- taba la disputa, cuando cata aquí que entró en la cocina el tío Genaro, mayoral de los pastores de su merced, y dijo, quitándose el sombrero y rascándose la cabeza de un solo golpe:

Buenos días nos Dios, Sr. Juan y seña Torcuata. ¡Ya se harán Vds. cargo de que al- go habrá sucedido por allá arriba para que yo baje por aquí con tan mal tiempo, no tocán- dome oir misa este domingo! ¿Cómo va de salud?

¡Vaya! ¡vaya! ¡no espero más! (exclamó la mujer del alcalde, cruzándose la mantilla con violencia.) ¡Estaría de Dios que hoy echa- ses la misa en el puchero! ¡Ya tienes ahí con- versación y copas para todo el día, sobre si las cabras están preñadas ó sobre si los borregos

244 NARRACIONES INVEROSÍMILES

han echado cuernos! ¡Te condenarás, Juan, te condenarás, si no haces pronto las paces con la Iglesia, dejando la maldita alcaldía!

Marchado que se hubo la seña Torcuata, el alcalde alargó un rosco y una copa al mayo- ral," y le dijo:

¡Simplezas de mujeres, tío Genaro! Arrí- mese V. á la lumbre y hable. ¿Qué ocurre por allá arriba?

Pues nada: que ayer tarde el cabrero Francisco vio que un hombre, vestido á la malagueña, con pantalón largo y chaquetilla de lienzo, y liado en una manta de muestra, se había metido en el corral nuevo por la parte que todavía no tiene tapia, y rondaba la Tor- re del Moro, estudiándola y midiéndola como si fuese un maestro de obras. Preguntóle Fran- cisco qué significaba aquello, y el forastero Le interrogó á su vez quiñi era el du< y, como Francisco le dijese que nada menos que el ahnlde del /■neldo, repuso que él hablaría

ala noche con su merced y le explicad planes. Llegó presto la noche, y el hombre hizo como que se man baba, COI) lo que el ca-

- se encerró en u choza, que, como sa- be Y., dieta poco de allí. Dos horas después de oscurecer enteramente, notó el mismo

a i oo que ( n la Torre sonaban ruidoi muy raros y se veía luz, lo cual le 11<

MOROS Y CRISTIANOS 245

miedo que ni tan siquiera se atrevió á ir á mi choza á avisarme; cosa que hizo en cuanto fué de día, refiriéndome el lance de ayer tarde y advirtiéndome que los tales ruidos habían du- rado toda la noche. Como yo soy viejo, y he servido al Rey, y me asusto de pocas cosas, me plantifiqué en seguida en la Torre del Moro, acompañado de Francisco, que iba temblan- do, y encontramos al forastero liado en su manta y durmiendo en un cuartucho del piso bajo, que tiene todavía su bóveda de hormi- gón. Desperté al sospechoso personaje y le re- convine por haber pasado la noche en la casa ajena sin la voluntad de su dueño; á lo que me respondió que aquello no era casa, sino un montón de escombros, donde bien podía ha- berse albergado un pobre caminante en noche de nieves, y que estaba dispuesto á presentar- se á V. y á explicarle quién era y todas sus operaciones y pensamientos. Le he hecho, pues, venir conmigo, y en la puerta del corral aguarda, acompañado del cabrero, á que us- ted le licencia para entrar...

¡Que entre! respondió el tío Hormiga, levantándose muy alterado, por habérsele ocurrido, desde las primeras palabras del ma- yoral, que todo aquello tenía bastante que ver con el célebre tesoro, á cuyo hallazgo por sus solos esfuerzos había renunciado su mer-

246 NARRACIONES INVEROSÍMILES

ced hacía una semana, no sin haber arrancado antes inútilmente muchas y muy pesadas pie- dras de sillería.

XIII.

Tenemos ya cara á cara y solos al tío Juan Gómez y al forastero.

¿Cómo se llama V.? interrogó el prime- ro al segundo, con todo el imperio de un al- calde de monterilla y sin invitarle á que se sentara.

Llamóme Jaime Olot, respondió el hom- bre misterioso.

¡Su habla de V. no parece de esta tie- rra!...—¿Es V. inglés?

—Soy catalán.

¡Hombre! ¡Catalán!... Me parece bien. Y... ¿qué le trae á V. por aquí? Sobre todo, ¿qué diablos de medidas tomaba V. ayer en mi Ten*?

L< diré á V. Yo soy minero de oficio, y he venido á buscar trabajo & esta tierra, faino* sa por sus millas da cobre y plata. Ayer tar- de, al pasar por la Torndti Moro, que, con las piedras de ella extraídas, estaban coostru

I una tapia, y que aun sriía ihc ,

derribaí 6 arrancaí otras muchas para termi- nare] cercado... k*o m<' pinto solo en esto

MOROS Y CRISTIANOS 247

de demoler, ya sea dando barrenos, ya por medio de mis propios puños, pues tengo más fuerza que un buey, y ocurrióseme la idea de tomar á mi cargo, por contrata, la total des- trucción de la Torre y el arranque de sus ci- mientos, suponiendo que llegase á entender- me con el propietario.

El tío Hormiga guiñó sus ojillos grises, y respondió con mucha sorna:

—Pues, señor; no me conviene la contrata. —Es que haré todo ese trabajo por muy po- co precio, casi de balde...

¡Ahora me conviene mucho menos!

El llamado Jaime Olot paró mientes en la soflama del tío Juan Gómez, y miróle á fondo, como para adivinar el sentido de aquella rara contestación; pero, no logrando leer nada en la fisonomía zorruna de su merced, parecióle oportuno añadir con fingida naturalidad:

—Tampoco dejaría de agradarme recompo- ner parte de aquel antiguo edificio y vivir en él cultivando el terreno que destina V. á co- rral de ganado. ¡Le compro áV., pues, la Torre del Moro y el secano que la circunda!

No me conviene vender, respondió el

tío Hormiga.

—¡Es que le pagaré á V. el doble de lo que aquello valga!— observó enfáticamente el que se decía catalán.

248 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Por esa razón me conviene menos! re- pitió el andaluz con tan insultante socarrone- ría, que su interlocutor dio un paso atrás, co- mo quien conoce que pisa terreno falso.

Reflexionó, pues, un momento, pasado el cual, alzó la cabeza con entera resolución, echó los brazos á la espalda y dijo, riéndose cínicamente:

¡Luego sabe V. que en aquel terreno hay un te sor o l

El tio Juan Gómez se agachó» sentado co- mo estaba; y, mirando al catalán de abajo arriba, exclamó donosísimamente:

¡Lo que me choca es que lo sepa V.!

¡Pues mucho más le chocaría si le dijese que yo soy el único que lo sabe de cierto.

¿Es decir, que conoce V. el punto fijo en que se halla sepultado el tesoro?

Conozco el punto fijo, y no tardaría vein- ticuatro horas en desenterrar tanta riqueza como allí (luciinc ;i l.i sombra...

Según eso, ¿tiene V. cierto documento?...

Sí, señor: tengo un pergamino del tiempo de los moros, de media vara en cuadro..., en que todo eso se explica...

i ifgame Y.; ¿y ese pergamino?...

No lo llevo sobre mi persona, ni hay para qué, supuesto que dm Lo de memoria al pie de la letra en español y en ;u;ibe... —¡Oh! no

MOROS Y CRISTIANOS 249

soy yo tan bobo que me entregue nunca con armas y bagajes! Así es que, antes de presen- tarme en estas tierras, escondí el pergamino... donde nadie más que yo podrá dar con él.

¡Pues entonces no hay más que hablar! Sr. Jaime Olot, entendámonos como dos bue- nos amigos... exclamó el alcalde, echando al forastero una copa de aguardiente.

¡Entendámonos! repitió el forastero, sen- tándose sin más permiso y bebiéndose la copa en toda regla.

Dígame V. (continuó el tío Hormiga): y dígamelo sin mentir, para que yo me acos- tumbre á creer en su formalidad...

Vaya V. preguntando: que yo me callaré cuando me convenga ocultar alguna cosa.

¿Viene V. de Madrid?

No, señor. Hace veinticinco años que es- tuve en la corte por primera y última vez.

¿Viene V. de Tierra-Santa?

No, señor. No me por ahí.

¿Conoce V. á un abogado de Ugíjar, lla- mado D. Matías de Quesada?

No, señor: yo detesto á los abogados y á toda la gente de pluma.

Pues entonces, ¿cómo ha llegado á poder de V. ese pergamino?

Jaime Olot guardó silencio.

¡Eso me gusta! ¡veo que no quiere usted

25O NARRACIONES INVEROSÍMILES

mentir! (exclamó el alcalde.) Pero también es cierto que D. Matías de Quesada me enga- ñó como á un chino, robándome dos onzas de oro, y vendiendo luego aquel documento á al- guna persona de Melilla ó de Ceuta... ¡Por cierto que, aunque V. no es moro, tiene facha de haber estado por allá!

¡No se fatigue "V. ni pierda el tiempo! Yo le sacaré á V. de dudas. Ese abogado de- bió de enviar el manuscrito á un español de Ceuta, al cual se lo robó hace tres semanas el moro que me lo ha traspasado á mí...

¡Toma! ¡ya caigo! Se lo enviaría á un so- brino que tiene de músico en aquella cate- dral..., á un tal Bonifacio Tudela...

Puede ser.

¡Picaro D. Matías! ¡Estafar de ese modo á su compadre! ¡Pero véase como la casuali- dad ha vuelto á traer el pergamino á mis ma- nos!...

Dirá V. á las mías... observó el foras- tero.

¡A las nuestras! (replicó el alcalde, echan- do más aguardiente)— ¡Pues, señor! ¡Somos millonarios! Partiremos el tesoro mitad por mitad, dado que, ni V. puede escavar en aquel 11 mi licencia, ni yo puedo hall;ii el

tesoro sin auxilio d< 1 pergamino que ha llega- do á ser de V. Es decir, que la suerte nos ha

MOROS Y CRISTIANOS 25 1

hecho hermanos. ¡Desde hoy vivirá V. en mi casa! ¡Vaya otra copa! Y, en seguidita que almorcemos, daremos principio á las excava- ciones...

Por aquí iba la conferencia, cuando la seña Torcuata volvió de misa. Su marido le refirió todo lo que pasaba y le hizo la presentación del Sr. Jaime Olot. La buena mujer oyó con tanto miedo como alegría la noticia de que el tesoro estaba á punto de parecer; santiguóse repetidas veces al enterarse de la traición y vileza de su compadre D. Matías de Quesada, y miró con susto al forastero, cuya fisonomía le hizo presentir grandes infortunios.

Sabedora, en fin, de que tenía que dar de al- morzar á aquel hombre, entró en la despensa á sacar lo más precioso y reservado que con- tenía, ó sea lomo en adobo y longaniza de la reciente matanza, no sin decirse mientras des- tapaba las respectivas orzas:

¡Tiempo es de que parezca el tesoro; pues entre si parece ó no parece, nos lleva de coste los treinta y dos duros de la famosa jicara de chocolate, la antigua amistad del compadre D. Matías, estas hermosas tajadas, que tan ri- cas habrían estado con pimientos y tomates en el mes de Agosto, y el tener de huésped á un forastero de tan mala cara. ¡Malditos sean los tesoros y las minas y los diablos y todo lo

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que está debajo de tierra, menos el agua y los fieles difuntos!

XIV.

Pensando estaba así la seña Torcuata, y ya se dirigía á las hornillas con una sartén en ca- da mano, cuando se oyeron sonar en la calle gritos y silbidos de viejas y chicuelos, y voces de gente más formal que decía:

¡Señor alcalde! ¡Abra V. la puerta! ¡La justicia de la ciudad está entrando en el pue- blo con mucha tropa!

Jaime Olot se puso más amarillo que la ce- ra al oir aquellas palabras, y dijo, cruzando las manos:

¡Escóndame V. señor alcalde! ¡De lo con- trario no teii'li' mos tesoro! ¡La justicia viene en mi bu

¿En busca de V.? ¿Por qué razón? ¿Es us- ted algún criminal?

|Bien lo decía yo! (gritó la tia Torcuata.) jDe esa caía tu te no podía venir nada bueno! ¡ I Odo esto es cosa de Luciln!

¡Pronto! ¡Pronto! (añadió el forastero.) ¡Sáqucme V. poi U puerta del cornil

|Bionl Paro áV dm v. tntei la 1 w tai di 1 tesoro... expuaoel tío Eiormi

MOROS Y CRISTIANOS 253

Señor alcalde... (seguían diciendo los que llamaban á la puerta). ¡AbraV.! ¡El pueblo está cercado! ¡Parece que buscan á ese hom- bre que habla con V. hace una hora!...

¡Abrid al juzgado de primera instancia! gritó por último una voz imperiosa, acompa- ñada de fuertes golpes dados á la puerta.

¡No hay remedio! dijo el alcalde yendo á abrir, mientras que el forastero se encami- naba por la otra puerta en busca del corral.

Pero el mayoral y el cabrero, advertidos de todo, le cerraron el paso, y entre ellos y los soldados que ya penetraban también por aque- lla puerta, lo cogieron y ataron sin contratiem- po alguno, aunque aquel diablo de hombre desplegó en la lucha las fuerzas y la agilidad de un tigre.

El alguacil del juzgado, á cuyas órdenes iban un escribano y veinte soldados de infan- tería, contaba entretanto al despavorido al- calde las causas y fundamentos de aquella prisión tan aparatosa.

Ese hombre (decía) con quien V. estaba encerrado... no por qué, hablando de... no qué asunto, es el célebre gallego Juan Fal- gueira, que degolló y robó hace quince años á unos señores, de quienes era mulero en cier- ta casería de la vega de Granada, y que se es- capó de la capilla la víspera de la ejecución,

254 NARRACIONES INVEROSÍMILES

vestido con el hábito del fraile que lo auxilia- ba, á quien dejó allí medio estrangulado. El mismísimo Rey (Q. D. G.) recibió hace quince días una carta de Ceuta, firmada por un moro llamado Manos-gordas, en que le de- cía que Juan Falgueira, después de haber re- sidido largo tiempo en Oran y otros puntos de África, iba á embarcarse para España, y que sería fácil echarle mano en Aldeire del Ce- net, donde pensaba comprar una torre de mo- ros y dedicarse á la minería... Al propio tiempo el cónsul español en Tetuán escribía á nuestro Gobierno, participándole que una mo- ra llamada Zama se le había presentado que- jándose de que el renegado español Ben-Mu- nuza, antes Juan Falgueira, acababa de em- barcarse para España, después de asesinar al moro Manos-gordas, marido de la querellante, y de haberle robado cierto precioso pergami- no..• Por todo ello, y niuv principalmente por el atentado contra el fraile en la capilla, S. M. el Rey ha recomendado con particular encarecimiento á la Chancillcría de Granada la captura de tal facineroso y su inmediata ejecución en aquella misma capital.

Imagínete el que leyere, el <• panto y asom- bro de todos los que oyemí I ación, así como la angustia del tío i iermig^, i quien no podía cab< i va .luda da que el pergamino es-

MOROS Y CRISTIANOS 255

taba en poder de aquel hombre ¡sentenciado á muerte!

Atrevióse, pues, el codicioso alcalde, aun á riesgo de comprometerse más de lo que ya es- taba, á llamar á un lado á Juan Falgueira y á hablarle al oido, bien que anunciando antes al concurso, que iba á ver si lograba que con- fesase á Dios y á los hombres sus delitos. Pe- ro lo que hablaron en realidad ambos socios fué lo siguiente:

¡Compadre! (dijo el tío Hormiga): ¡Ni la Caridad lo salva á V.! Pero ya conoce que será lástima que ese pergamino se pierda... ¡Dígame donde lo ha escondido!

¡Compadre! (respondió el gallego). Con ese pergamino, ó sea con el tesoro que representa, pienso yo negociar mi indulto. Proporcióne- me V. la real gracia, y le entregaré el documen- to; pero, por lo pronto, se lo ofreceré á los jue- ces para que declaren que mi crimen ha pres-^" crito en estos quince años de expatriación...

¡Compadre! (replicó el tío Hormiga): Es usted un sabio, y celebraré que le salgan bien todos sus planes. Pero, si fracasan, ¡por Dios le pido que no se lleve á la tumba un secreto que no aprovechará á nadie!

¡Vaya si me lo llevaré! (contestó Juan Falgueira.) ¡De algún modo me he de vengar del mundo!

256 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Vamos andando! gritó en esto el algua- cil, poniendo término á aquella curiosa confe- rencia.

Y, cargado que fué de grillos y esposas el condenado á muerte, salieron con él los curia- les y los soldados en dirección á la ciudad de Guadix, de donde habían de conducirlo á la de Granada.

¡El demonio! ¡El demonio! (seguía dicien- do la mujer del tio Juan Gómez una hora des- pués, al colocar de nuevo el lomo y la longa- niza en sus respectivas orzas.) ¡Malditos sean todos los tesoros habidos y por haber!

XV.

Excusado es decir que ni el tío Hormiga halló medio de negociar el indulto de Juan Falgueiía, ni los jueces se rebajaron á oir se- riamente los ofrecimientos de un Usoro que /<>, porque sobreseyesen su causa, ni el terrible gallego accedió á revelar el parade- ro del pergamino ni el sitio de] tesoro, ;il im-

rritoalcaldedeAldeirc, quien, con tal prc- n, tuvo todavía estomago para ir á visi- tarlo I l.i capilla en la cárcel alta de Granada. Ahorcaron, pues, á Juan Falgueira el Yi< 1

■lores, en el paseo del Triunfo, y, re- !o que hubo á Aldeire el tío I lo: un .

MOROS Y CRISTIANOS 257

el Domingo de Ramos, cayó enfermo con ca- lentura tifoidea, agravándose de tal modo en pocos dias, que el miércoles santo se confesó é hizo testamento, y espiró el sábado de gloria por la mañana.

Pero, antes de morir, mandó poner una car- ta á D. Matías de Ouesada, reconviniéndole por su traición y latrocinio, que habían dado lugar á que tres hombres perdiesen la vida, y perdonándole cristianamente, á condición de que devolviese á la seña Torcuata los trein- ta y dos duros de la jicara de chocolate.

Llegó esta formidable carta á Ugíjar al mis- mo tiempo que la noticia de la muerte del tío Juan Gómez; todo lo cual afectó por tal extre- mo al viejo abogado, que no volvió á echar más luz, y murió de allí á poco, no sin escribir á última hora una terrible epístola, llena de in- sultos y maldiciones, á su sobrino el maestro de la capilla de la catedral de Ceuta, acusán- dole de haberle engañado y robado, y de ser causa de su muerte.

De la lectura de tan justificada y tremenda acusación, dicen que se originó la apoplegía fulminante que llevó al sepulcro á D. Boni- facio.

Por manera, que solamente los barruntos de la existencia de un tesoro fueron causa de cin- co muertes y de otras desventuras, quedando tomo ni 17

258 NARRACIONES INVEROSÍMILES

á la postre las cosas tan ignoradas y ocul- tas como estaban al principio, puesto que la seña Torcuata, única persona que ya sabía en el mundo la historia del fatal pergamino, guar- dóse muy bien de volver á mentarlo en toda su vida, por juzgar que todo aquello había sido obra del diablo y consecuencia necesaria del trato de su marido con los enemigos del altar y del trono.

Preguntará el lector: ¿cómo es que nosotros, sabedores de que el tesoro está allí escondido, no hemos ido á desenterrarlo y apoderarnos de él? Y á esto le responderemos que la curiosí- sima historia del hallazgo y empleo de aque- llas riquezas, con posterioridad á la muerte de la seña Torcuata, nos es también perfectamen- te conocida, y que tal vez la refiramos, andan- do el tiempo, si llega á nuestra noticia que el público tiene interés en leerla.

Va Memoro 6 de Julio de 1881.

Y

EL AÑO EN SPITZBERG.

A

't EL AÑO EN SPITZBERG.

i.

stoy viendo desaparecer hacia el Me- diodía el buque ballenero que rae de- ja abandonado en esta isla desierta, sobre la arena de una playa sin nombre...

¡Heme aquí solo: solo en un ámbito de mil leguas!

Yo amaba á una mujer... El demonio de los celos me mordió el corazón, y he matado á mi rival en desafío... ¡Era un príncipe!...

Y el Gobierno ruso me ha condenado á pa- sar aquí un año...; es decir, me ha condenado á muerte.

¡Ah! ¿Por qué no me entregó al hacha del verdugo? ¿Porqué hacerme espirar de frió, de hambre, de tristeza, de desesperación, ó disputando mi cuerpo al terrible oso blanco, si mi delito no era más que uno?

¿Spitzberg!...— ¡Estoy en el terrible Archipié-

262 NARRACIONES INVEROSÍMILES

lago que ninguna raza ha podido habitar! ¡Me hallo á los 77o latitud Norte; doscientas sesen- ta leguas del Polo!

Creo haber oído decir á mis asesinos que esta isla es la del Nordeste, la más meridional del horroroso grupo, lamas templada de todas... ¡Cruel compasión..., que prolongará algu- nas horas mi agonía!

Ignoro en cuál de estos témpanos de hielo eterno tiene la Rusia una colonia para la pe- letería y la pesca de la ballena; pero lo que es que los colonos emigrarían á la Laponia á fines de Agosto, hace dos meses, y no volve- rán hasta la primavera... ¡Dentro de doscien- tos cuarenta días!

¡Estoy, pues, solo, sin hogar, sin amparo, sin víveres, sin consuelosl

¡Morir! He aquí mi inevitable y próxima suerte.

Hoy ( s 17 de Octttbce.*. El firfo avanza por

el Norte... Dentro de pocos días me helaré lio

remedio. Entretanto me alimentaré con la caza. ¡Si— nieles nú' li.-in dejado una esco- >■ </ua ¡a tMtcidamu de uU moioh ios, chuparé hielo y me procu- raré un abrigo entre etai rocas. -El inglés habitó cabeftu de aleve en el Norte de América á los 73°-..

EL AÑO EN SPITZBERG 263

¡Ah! sí...; pero yo estoy cuatro grados más cerca del Polo, y no tengo fuego para calen- tarme!

¡Morir! ¡Morir! ¡He aquí mi infalible des- tino!

II.

Han transcurrido seis días.

Una ráfaga de esperanza brilla ante mis ojos...

Me he procurado fuego como Robinsón, ro- zando dos pedazos de cedro.

Ayer encontré en el centro de una inmensa roca una profunda cavidad muy reservada del frío.

Todos los dias mato cinco ó seis rengíferos, los despedazo, y conservo la carne entre los témpanos de hielo.

Así se conservará incorrupta hasta el año que viene.

También hago provisión de combustibles. No tengo hacha; pero el frío me sirve de le- ñador.— Todas las noches crujen algunos ár- boles y saltan hechos astillas por el rigor de la helada, y yo traslado á mi gruta cada ma- ñana miles de estos fragmentos, que alimen- tarán mi hogar hasta que yo me muera...

Voy, pues, á entablar una insensata lucha

264 NARRACIONES INVEROSÍMILES

con el invierno. ¡Porque deseo vivir y volver al lado de los hombres! ¡Porque la soledad me ha vuelto cobarde!... ¡Porque adoróla vida!...

III.

El frío es ya irresistible...

Ha llegado el momento de encerrarme en las entrañas de esa peña; de incrustarme en su centro como un marisco en su concha.

Antes de sepultarme en la que acaso será efectivamente mi tumba; antes de vestirme esa mortaja de piedra, quiero despedirme del mundo, de la naturaleza, de la luz, de la vida...

Camina el sol tan poco elevado en el hori- zonte, que, desde que sale hasta que se pone, no hace más que recorrer su ocaso, como lumi- noso fantasma que da vueltas alrededor de su sepulcro.

Sus rayos pálidos y horizontales reverberan U<- il mar.

La I 1 1 /.arse. . . Pronto que-

ridas por el lli'-lo.

La b6\ tfl ostenta un azul cárdeno

y sombrío que la hace apareoex COmo mal dii-

Bl toplo del aquilón quema y marchita las

si qus osaron desplegar aquí su-, en-

, ata con lazos de cristal el curso de

EL AÑO EN SPITZBERG 265

los torrentes... ¡Helos ya mudos, inmóviles, petrificados en sus enérgicas actitudes, como trágicos héroes esculpidos en marmol!...

Reina un silencio sepulcral, un silencio ab- soluto. No se oye ni canto de ave, ni rumor de corriente, ni suspiro de brisa, ni columpio de planta...

Ni movimiento ni ruido... ¡Nada! El mu- tismo del no-ser: he aquí todo. La eternidad y lo infinito deben de parecerse á estas monó- tonas soledades, á estos páramos de inacción y muerte.

El calor de mi sangre, los latidos de mi co- razón, el soplo de mi aliento, el eco de mis pasos, son los únicos síntomas de vida que ofrece la naturaleza. Me creo, pues, solo en un mundo-cadáver, en un planeta posterior á su Apocalipsis; en la Tierra misma, pasado el Juicio final...

Hoy tiene el día diez y seis minutos. Mañana no saldrá el sol. Mañana me ocultaré yo por seis meses: él por tres.

¡Oh, sol! ¿volveremos á vernos?

¡Qué frío tan espantoso!... La humedad del aire se convierte en agu- jas de hielo que punzan mi semblante.

266 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Mi aliento me rodea de una especie de nie- bla que no puede elevarse á la condensada at- mósfera.

El humo de mi escopeta se dilata también horizontalmente.

Ayer toqué el gatillo sin mis gruesos guan- tes, y mis dedos quedaron tan fuertemente unidos al acero, que, para separarlos, hube de dejarme allí la piel.

La sábana blanca que se extiende indefini- damente alrededor de mí, y las irradiaciones de la luz en ella, hánme producido en la vista una grande inflamación...

Pronto vendrá el escorbuto...

¡Oh! ¡qué espantosa es esta lucha de mi vi- da con la muerte de todo lo creado!

IV.

En efecto, ayer apareció el sol; no por el Oriente, sino por el Sur. Trazó en lontananza un ligero semicírculo, y se hundió al cabo de un cuarto de luna.

Eloy etel 7 de Noviembre, el tremendo día

del Spitzberg, el último M que vé* el BOl.t.

Son la media <l<-. li mañana,

luloroso cre- púsculo luce en <1 i'inotí imo confín de los

los.

EL AÑO EN SPITZBEBG 267

Mas el sol no aparece...

¡Ah!... ¡sí!... ¡Helo qué pálido y entristecido pugna por asomar su frente!...

Pero el disco no se eleva...

El limbo solamente pasa rozando por el lí- mite del cielo y de las olas...

¡Un momento más, y ha desaparecido!

¡Adiós para siempre, padre de la luz, coro- na de los cielos, alma del mundo!

¡Adiós, mi último amigo! ¡Adiós, y vuelve!

V.

¿Cuánto tiempo ha transcurrido?

No lo sé.

Mi reloj anduvo una semana: el frío lo paró después, ó, mejor dicho, lo mató.

El frío lo mata todo.

Ignoro, pues, qué día es hoy.

Pero ¿qué significa la palabra hoy?

El hoy no existe para mí.

Mi vida carece de horas.

Lo pasado, lo presente y el porvenir forman horrible grupo en mi imaginación.

Un momento continuo, tal es el tiempo den- tro de este sepulcro.

Si los muertos pensaran en el panteón, pa- decerían lo que yo padezco.

268 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Los siglos caminan más de prisa que aquí los instantes. *

Un invierno en Spitzberg da una idea de la eternidad en el infierno.

¡Y qué abismo sin fondo el de mi tenaz meditación!...

Mis ideas, indefinidamente desbordadas, ex- playadas, extendidas por el páramo de mi no- ser, concluirán por escapárseme... y me volve- ré loco.

Vivo náufrago y sin tabla en un océano de negaciones. Paréceme un sueño la idea de que existe el mundo. Dudo hasta de mi propia existencia. Mi desesperación es más cruel que la de los ateos: ellos niegan el porvenir: yo niego lo presente. Yo no he perdido la espe- ranza, sino la realidad.

VI.

¡Qué lejos estoy de los hombres! iQué olvi- dado sobre la i¡< na!

Hacía cualquier parte que dirijo el pensa- miento, disto de la humanidad cantonare! de

i.lS.

Mil quinientai milla* al Occidente se halla la Groenlan lia, continente «le hido que enla- za dos inund

Al Norte... ¡no hay nal que el Polo!

EL AÑO EN SPITZBERG 269

El Océano Atlántico se dilata por el Sur... Allá está Europa, con su perdurable primave- ra... Luego el África, ¡la patria del sol!... Des- pués las zonas antarticas, gozando ahora de los favores del estío...

Al Oriente, á 2.400 millas de este Archipié- lago, sólo se halla la Nueva Zembla.

¡Oh! ¡Qué pesadilla descorrió en mente hu- mana ilusión tan negra como la realidad de mi desventura!

VII.

El tipas, árbol venenoso de la Oceanía, no deja brotar ni una planta en el ámbito que co- bija su ramaje.

Donde el caballo de Atila sentaba el pié, no volvía á nacer yerba.

El envidioso no más que la sombra del bien ajeno.

El egoísta está siempre asfixiado, por falta de otro mundo que absorber...

El escéptico vive negativamente.

¿Y yo? ¿Qué soy? ¿Qué hago? ¿Cómo vivo?

VIII.

¡Cuántos brillantes salones se abrirán en este momento á una multitud alegre y bulliciosa!

270 NARRACIONES INVEROSÍMILES

El baile... el amor... la música...

¡Condenación para mí!

Allá imagino un perfumado gabinete, una chispeante chimenea, alfombras, butacas, pie- les, café, rom, tabaco...; una plática tierna, descanso del placer, incentivo de más place- res...; una alcoba tibiamente alumbrada, un lecho mullido, y el sueño de la felicidad... ¡Ay mi Alejandra!

Pero no Estoy en San Petersburgo. Es

una tarde de Mayo. Tomamos el sol en em- balsamados jardines. La gente ríe, habla acá y allá, me saluda... ¡Alejandra! ¡Alejandra mía!

¡Tampoco!

jAh! ¡qué perdurable noche!...

¿Cuándo llegará muñana?

IX.

Nuevas eternidades lian rodado sobre mi cabeza.

1 himno mucho.

¿Kn qué hora, en Qué dfo, en qué mes me cncucnti

¿I la pasado ya un año ó una semana sola- DMDÍ

¿Abulto yo el tiempo con la imaginación? ¿ó no lo siento pasar, y lo achico?

EL AÑO EN SPITZBERG 27I

¿De qué pecan mis cálculos? ¿de exagerados ó de cobardes?

¡Oh! ¿Qué es este tiempo sin medida, pro-in- diviso, sin cronómetro, sin día ni noche, sin sol, luna ni estrellas? ¡Es el caos, es la na- da; con un solo ser, con mi pobre espíritu, abismado en el vacío eterno!

Me he puesto á veces las]manos sobre el co- razón: he sumado luego los latidos que he contado en distintas ocasiones, y ha pasado de un millón la suma total.

¡Un millón de latidos!... ¡Un millón de se- gundos!... ¡Once días y medio!

¡Y luego se deslizan los años de nuestra ventura, como pájaros por el aire, sin dejar rastro en la memoria!

¡Cuántas veces me vio el crepúsculo de la tarde al lado de mi adorada, y llegó la noche, y pasó, y rayó el día..., y toda esta cantidad de tiempo no fué otra cosa que una larga mirada!

¡Oh! ¡cuántas inmensidades contiene un mi- nuto de dolor!

Y ¡cuan pasajera es una inmensidad de ven- tura!

X.

Las rocas crujen sobre mi cabeza. Parece que la isla va á partirse en mil pe- dazos.

272 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Este debe ser el vendaval del Equinoccio...

Es decir, que Marzo habrá mediado ya, y que el sol lucirá en el horizonte...

¡Voy á salir! ¡Quiero ver el cielo! ¡Quiero ver el sol!

Pero ¿qué oigo?

Los osos blancos rugen terriblemente... ¡Mejor! ¡Lucharemos!...

¡También yo tengo hambre de sangre ca- liente, de carne que palpite entre mis uñas!

Cojo la escopeta; rompo el hielo que obs- truye la entrada de esta gruta, y salgo...

¡Extraña debe ser mi aparición entre las nieves! ¡Pareceré una fiera que deja su cubil, un monstruo que sale del infierno, Lázaro que se levanta de la tumba!

Xí.

¡Me be engañado miserablemente!

- í.i hallarme en la Primavera; esperaba ver el sd; contaba con que habrían trascurri- do cuatro 6 cinco meses... ¡y me hallo con el

invi'

á jutj de las estrellas!...

¡Aun 1,0 ha mediado mi sufrimiento, euan-

EL AÑO EN SPITZBERG 273

do yo no podía sufrir ya más!... ¿Qué va á ser de mí?

He allí la luna en el cénit oscuro del firma- mento...

Parece una blanca paloma venida de otros horizontes á visitar un mundo olvidado por el Criador...

¡Doloroso espectáculo!

Por donde quiera que miro, veo solo un in- terminable páramo, una soledad sin límites...

El mar, helado y cubierto además de nie- ve, no se diferencia de la tierra.

Los elementos se confunden aquí como las horas de mi ocio.

Todo ha mudado de sitio, de forma, de color.

El valle está repleto de nieve y nivelado con el monte.

El árbol se asemeja á una campana de cristal.

La superficie del Océano no es lisa: fantás- ticas breñas de hielo la cubren.

Y todo está mudo, blanco, frío, inmóvil.

¡Qué monotonía tan desesperadora!

El cielo aparece negro al lado de la rever- berante claridad de la luna y de la nieve.

Las estrellas se ven tan lejos y tan atenua- das, que parecen pertenecer á otros mundos.

tomo ni 18

274 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Mas ¿por qué se extiende de pronto una os- curidad densísima?

¿Por qué las estrellas fulguran en la sombra con un brillo desusado?

¿Qué es esto?

Desbórdase de la luna un océano de clari- dad; la blanca sábana que envuelve la crea- ción refleja una luz intensa; la lontananza del horizonte se rasga y se prolonga...

En seguida, las tinieblas se tornan espesí- simas.

¿Qué misterio se obra en la naturaleza?

¡Oh! ¡La Aurora boreal!

El Septentrión se inflama con mil luces y colores: una llamarada de oro y fuego inunda el espacio ilimitado: las soledades se incen- dian: los monolitos de hielo brillan con todos los matices del arco-iris. Cada carámbano es una columna de topacio; cada estalagmita una lluvia de zafiros. RálglM ll penumbra, y descúbrense océanos de olvidad... ¡Allá adi- vino <1 Polo, alumbrado intensamente; erial Solitario que ningún pié humano llegará á ho- llar nunca] Y en aquella regios de continuo : > creo divisar el eje misterioso de la Tien

tadot de este lublime drama,

caigo instintivamente <lr rodillas.

¡II' confines de] globo trocados en

EL AÑO EN SPITZBERG 275

un templo esplendoroso, en una capella arden- te, en un sagrario de purísimo oro derretido!

En medio de tan vasta iluminación, álzan- se columnas de luz aerea, arcos de divina lumbre, bóvedas de flámulas desatadas... Así se conciben la cuna del rayo, el manan- tial de la luz, el lecho del sol en la fulgente tarde...

¡Cuánta vida, cuánto ardor, cuánta belleza en el universo! ¡Qué lujo de fuego y de colo- res, después de tanto tiempo en que mis ojos sólo vieron la atonía del color y de la exis- tencia!

Pronto se concentran en un punto tantos rios de ebulliciente claridad, y fórmanse mil soles de fuegos fatuos, que se apagan sucesi- vamente, como la iluminación de una fiesta terminada. Los prismas se descoloran: la es- carlata amarillea: la púrpura toma un tinte violado...

¡Otra vez desolación y tinieblas!

El meteoro ha desaparecido.

XII.

Heme de nuevo en mi sepulcro. El ocio y el frío combaten otra vez mi cuer- po y mi alma.

276 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡El ocio! Acurrucado frente á la hoguera, paso unas horas sin medida...

Mis ojos se nutren de la llama: mi corazón respira olas de fuego. Sin este fuego no flui- ría mi sangre... El ocio y el frío son una misma cosa.

Y pasa el tiempo...

Ya pienso en nimiedades, en frivolas rela- ciones de un átomo de ceniza con un átomo de lumbre: ya se desentumecen mis ideas, y recorro el mundo de una ojeada.

Mi niñez y mis amores; toda la historia de mi vida pasa ante mi imaginación...

Cuando salga de aquí, si lo consigo, habré nacido de nuevo.

El frío y el ocio han cristalizado otro ser con los despojos de mi ser pasado.

¡Cuánto profundo y asolador pensamiento, cuánta negativa ciencia adivinada sacaré de esta prisión!

La soledad me ha engrandecido de un modo que me da espanto.

visto el inundo y la sociedad tan á lo le- jos, es tan graduada perapectivaí que he ad- quirido el conocimiento exacto de todas las cosas.

tata pequenez he dejado de apreciar I... eOM Que all.i |ii/.gabade alta tías- cendenc ;

EL AÑO EN SPITZBERG 277

¡Oh! ¡si vuelvo al mundo, viviré soberana- mente, sin que el velo de la preocupación me oculte la felicidad, sin que la costumbre me aprisione entre sus redes! ¡Qué invulnerable me hizo la desesperación!

Entre mi corazón y el mundo no hay ya ningún lazo: el hielo nos separó para siempre.

¡Yo soy yo! Todos los hombres son una unidad, y yo soy otra.

¡Yo soy, pues, un mundo! ¡Un mundo rival de aquel!

Yo lo aplastaré mañana bajo mi egoísmo, como él me arrojó ayer de su seno.

Yo era humilde; yo quería mi puesto en aquella familia de hermanos; yo abdicaba mi individualidad por conseguir solidaridad en un poco de amor. Hoy me han endurecido mi pensamiento y su crueldad. ¡Guerra á muer- te! ¡Me basto contra todos ellos!

¡Tengo frío!...

XIII.

Después de otra eternidad de inacción, que así puede haber sido un día, como un año (pues no tengo conciencia de mi propia vida), abandono de nuevo esta caverna.

El frío es insoportable...

¡Oh!... ¡qué duda tan espantosa llevo en el alma!

278 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Acabo de pensar que acaso habrá trascurri- do ya el verano; que bien puedo encontrarme con nuevas nieves; que quizás ha empezado otra noche de 2.200 horas!...

¡Ah!... Este pensamiento me hiela el co- razón.

He salido de la gruta.

¡Aún es de noche!

¡Tremendo problema!... ¿Qué noche es es- ta que estoy mirando?

¿Es que no ha concluido el invierno de mi condena?

¿Es que ha empezado otro?

¿En qué año me encuentro?

XIV.

¡Oh ventura! El horizonte se tiñe de color de rosa hacia el Mediodía!

Díjér&M que la auiora boreal brilla en el punto opuesto de la bóveda celeste.

l'-ro no es la fatua aurora boreal.,, ¡Es la verdadeía autora, la aurora del día!...

I l aliento del Bcutdoi euiojecc las brumas

(!( I ( )< r;ui<>...

hielos sonríen por todas partes al reci- bir leí caí la primara alborada,.,

EL AÑO EN SPITZBERG 279

Las estrellas se borran en el cárdeno firma- mento...

La luna se oculta por el Septentrión...

¡Está amaneciendo!

¡Salve, primera luz del alba!

¡Salve, rayo perdido del astro deseado, que vienes á alegrar estos desiertos!

¡Salve, cabello luminoso, desprendido de la dorada frente del sol!

¡Ya es de día!

Así despertaría el mundo el día de la crea- ción.

Así saldría la creación de las tinieblas del caos.

Así renacería la especie humana cuando vol- vió la paloma al arca de Noé con el ramo de oliva.

En cuanto á mí, hoy despierto de la nada, del no-ser, de esa negación sin nombre en que he vivido tantos meses.

Hoy sacuden mis sentidos su letargo, y la luz turba la monotonía de la noche y de la nieve.

Hoy renazco á la vida, y ese rayo matinal que colora el Oriente, viene á ser el iris que me presagia mejores días.

Hoy, en fin, se reanuda mi dulce consorcio con la esperanza de vivir.

280 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Una hora ha durado la alborada.

Hubo un momento en que me pareció que el sol iba á salir...

La cerrazón de niebla que entolda el hori- zonte amenazaba romperse...

Todo ha desaparecido.

He contemplado, pues, sin intervalo algu- no el crepúsculo de la mañana y el de la tarde. ¡Espectáculo grandioso! Mi corazón rebosa de entusiasmo y de alegría.

Hoy debe de ser el 4 de Febrero.

XV.

Día 5.

Los resplandores del sol han durado hora y media.

La cúspide de una montaña elevadísima ha reflejado por un momento los rayos del sol.

¡Yo lo veré mañana!

XVI.

|E1 Boíl |E1 sol!

¡Al fia his biillado ante mis ojos, astro di- vino, manantial de luz, foco de la vida!

jCómo me alegra el alma esta corta visita que hoy haces al Spitzb

¡ Bendito seas mil veces, rey de la naturale za, coronado de rayos y vestido de oro, que te

EL AÑO EN SPITZBERG 28 1

anuncias al mundo con la risueña aurora y te despides con el melancólico suspiro de la tarde!

¿Qué son las estrellas, sino tu brillante sé- quito, tu numerosa corte, que tarda una noche entera en desfilar por los cielos?

XVII.

Han transcurrido tres meses más, abrevia- dos por la esperanza.

¡La primavera! La diosa de los perfumes y de la armonía sonríe ya en el cielo, en la tie- rra, en el mar y en el ambiente.

Todo vive; todo se agita; todo se alegra.

El sol acaba de ocultarse por el Norte: ¡den- tro de una hora volverá á salir!

Pasado mañana, que deberá ser el 5 de Ma- yo, empezará el día de tres meses, durante el cual vendrá algún buque groelandero á este ar- chipiélago, y me volverá al mundo habitado por los hombres.

En este instante iluminan la tierra cinco dis- tintos resplandores: el crepúsculo de la tarde, la claridad del amanecer, un perdido destello de la agonizante aurora boreal, el moribundo resplandor que desde el Sur envía la mengua- da luna y la vacilante luz de las remotísimas estrellas. El blinc, ó sea la refracción de la nie-

282 NARRACIONES INVEROSÍMILES

ve, mezcla su fulgor á tantos fulgores, dando á la naturaleza cierto vislumbre fantástico.

XVIII.

He aquí á la creación revestida de todos los encantos que se atreve á desplegar en esta la- titud.

El mar ha roto sus cadenas de hielo y mece en lontananza sus verdes olas.

El viento ha recobrado elasticidad... ¡Si- quiera el ruido es ya una distracción en esta ociosidad perdurable!

Oyense hacia el Norte estruendos misterio- sos...

Es que se hunden los alcázares de cristal que edificó la mano del invierno.

Incesantemente se deslizan por el Océano, viniendo del Polo, mil flotantes islas que pa- san ante mis ojos como fantasmas, hijos del espanto de estas regiones, ó como ambulante cordillera.

Son témpanos de hielo que desharán maña- na las luisas dd Circulo polar.

Esto sucede en el Océano. En la tierra todo muí :imia, cuita y se desenvuelve.

Las campiñas so cubren de cierta verdura, algunos vegetales cuelgan por los laderos de

EL AÑO EN SPITZBERG 283

las montañas, y hasta en la nieve brotan ama* rillos fresales.

Mil cascadas y torrentes, formados por el deshielo, corren, saltan y se derrumban con alegre estrépito, comunicando al aire estreme- cido placidísimos rumores.

Las adormideras blancas y las doradas siem- previvas inclinan sus lánguidas cabezas sobre la espuma de las aguas, como náyades volup- tuosas.

Los cedros seculares y los desgajados abe- tos se cubren de oscuras hojas.

El liquen festonea los zócalos de las mon- tañas.

Donde quiera hay variedad, colores, vida» movimiento.

La isla canta, el mar se lamenta, la atmós- fera murmura... ¡Magnífico concierto!

El burgomaestre, buitre del Norte, arroja su prolongado grito.

Los mallemahs trinan con blanda melodía.

Los rotger modulan su patético gorjeo, se- mejante al arrullo de la tórtola.

El Apura-nieves, el pájaro de oro, revolotea de acá para allá como una estrella sin des- tino.

¡Qué transformación, qué resurrección tan admirable!

Y sin embargo, esta primavera sería aterra-

284 NARRACIONES INVEROSÍMILES

dora comparada con el más rudo invierno de Escocia.

XIX.

¡Ah! ¿qué es aquel punto negro que se des- taca sobre los confines del Océano, bajo la cú- pula azul del firmamento?

Mi corazón late con una violencia irresis- tible.

¿Me habré engañado?

¡Gracias, Dios mío! ¡Es un buque ballenero!

Viene hacia aquí...

Irá al estrecho de Henlopen, y pasará á un cuarto de milla de esta isla.

Mi escopeta le avisará...

¡Me he salvado!

¡ Desesperación 1

1.1 frío ha destruido el organismo de mi es- ta. ¡No podré hacer señal á ese buque! Lo estoy viendo..* Dista de aquí una milla... 1 ¡•roíUmdiix...

[Socorrol ¡Socorro! ¡Socorro!

¡Ah! no puedo 111. is: mi voz enronquece... 1 ¡miado!

[Socorrol.*.

EL AÑO EN SPITZBERG 285

¡Oh, estar tan cerca de los hombres, y no salvarme!

¡Ver el puerto después del naufragio, y mo- rir sin tocar la orilla!

¡Morir, como Prometeo, encadenado en una roca!

¡Morir, después de un año de martirio; des- pués de haber comprado la vida con diez me- ses de sepultura!

¡Y no hay remedio!

¡Ya doblan el cabo de Henlopen!...

¡Desaparecieron!... ¡Ay!... ¡Desaparecieron!

¡Tremenda ironía de mi destino!

¡Necio de mí, que me reconcilié con la es- peranza! ¡Necio de mí... que... ¡Ah! ¡No hu- yas de esa manera ante mis ojos, Dios mío!

¿Y qué?

¿He de confiarme de nuevo á una suerte cruel que se burla de mis lágrimas?

¡No!

Estoy decidido.

Yo mismo me daré la muerte.

Esto es mejor que pasar otro invierno en- terrado vivo en un sepulcro.

¡Los sepulcros se han hecho para los muertos!

286 NARRACIONES INVEROSÍMILES

XX.

A bordo del Grande Esberrer.

Día 8 de Agosto.

Camino hacia los lares patrios.

Acabo de perder de vista la última montaña del Spitzberg.

El buque que me ha recogido es el mismo que vi alejarse hacia el estrecho de Henlopen.

Cuando me desangraba por cuatro cisuras que me hice en pies y manos, la tripulación del Grande Esberrer, que había desembarcado en otra rada de la isla del Nordeste, me en- contró tendido en tierra y me salvó la vida...

Llegué al Spitzberg á la edad de 19 años, y he permanecido allí diez meses. Sin embargo, los marineros que me acompañan, al ver en- canecidos mis cabellos, mi frente surcada de arrugas y mis ojos tétricos y apagados, me llegado á la edad de treinta y cinco ó cuarenta años...

Guadli, 183a.

EL AÑO EN SPITZBERG 287

EPÍLOGO . DEDICATORIA . Á MI BUEN AMIGO EL SR. D. JOSÉ J. VILLANUEVA.

Te remito un puñado de canas de mi cabeza.

El papel en que van envueltas es mi fe de bautismo.

Por ella verás que tengo 21 años: de consi- guiente, tenía 19 cuando escribí el anterior monólogo.

Dice un refrán que por todas partes se va á Roma.

Y yo añado que por cualquier parte se va á Spitzberg.

Este epílogo es también la dedicatoria de la presente obrilla.

Recíbelo todo con indulgencia, y devuél- veme la fe de bautismo.

Madrid, 185 1.

s^k-

SOY, TENGO Y QUIERO.

TOMO III Xg

SOY, TENGO Y QUIERO.

HISTORIA LITERARIA.

I.

LA MUSA.

o gusto de los poetas que no tienen un cuarto;

De las niñas pálidas y bellas que montan sobre su nariz unos aristo- cráticos quevedos)

De las tardes de otoño, si hubo tormenta por la mañana;

Y de una ópera de Bellini, oida desde el paraíso del Teatro Real.

Pues este paraíso, como todos los prometi- dos en las religiones de que me acuerdo, es el consuelo de los pobres.

Y las tardes de otoño recuerdan al hombre la muerte.

Y las niñas con anteojos son muy co- quetas.

Y la pobreza pone al genio en su carro de Dios terrenal.

20,2 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Divinidad, coquetisino, muerte y consola- ción y demás cosas mencionadas que soy, ten- go y quiero.

II.

ALONSO ÍDEM.

Alonso Alonso vive en Madrid.

Su Musa (porque todo poeta tiene su Musa, y Alonso Alonso es poeta) lo encontró un día en la calle de Fuencarral.

Adiós, Alonso... dijo la Musa.

Adiós, muchacha... contestó él.

¿A dónde vas?

A cualquier parte.

¿Qué tienes?

Voy muy triste.

¿Por qué?

Porque me aborrezco.

¡Siempre lo mismo!

¡Hoy más que nunca!— Vengo de estar solo en el paseo del Prado entre dos ó tres mil personas.

—¿fin qué trabajas? En ñadí. ¿Por que?

i 'orque no tengo dinero.

I: que trabajes.

SOY, TENGO Y QUIERO 293

No tengo tiempo.

Pues ¿qué haces?

Pensar en que no tengo dinero.

Compon una comedia.

¿Y entre tanto?

¿Qué importa? Comerás ó ayunarás tan- tas veces como ayunarías ó comerías sin com- ponerla.

Pero ¿la comprarás luego?

Yo no. ¡Harto hago con hallar quien com- pre las quisicosas que te desdeñas en escri- bir, como por ejemplo la historia de esta con- versación, que escribirá cierto amigo tuyo. Pero, si tu comedia es buena, no faltará un teatro que la represente.

—Te equivocas, Musa. Los empresarios me odian tanto como yo desprecio al público.

Y ¿por qué te odian los empresarios?

Porque he sido crítico.

Y ¿por qué desprecias al público?

Porque el público no desprecia á los em- presarios.

Haz un tomo de poesías...

No las quiere de balde ningún editor, ni el pueblo las lee aunque le den dinero encima.

¿Qué piensas, pues, hacer?

¡Nada! He dedicado mi juventud á una carrera demasiado ilustre, á las bellas letras, y mi huéspeda conviene conmigo en que no pro-

294 NARRACIONES INVEROSÍMILES

duce la literatura lo bastante para comer; de lo cual me alegro, porque odio á los lectores y á mi huéspeda tanto como me aborrezco á propio...

Entonces... solicita un destino.

¡Seis mil pretendientes hay en Madrid es- perando una vacante! Además, yo aborrezco también al Gobierno.

En ese caso, escribe un periódico de opo- sición...

No tengo opinión política, y aborrezco por igual á todos los partidos!...

Forja uno nuevo...

No me gusta mentir.

Busca una novia rica, y cásate...

No puede ser.

—¿Por qué?

Porque estoy enamorado de una mujer que no me amará nunca.

¡Al fin amas algo! ¿Quién es ella?

La marquesa de ***...

¡Pobre Alonsol exclamó la Musa.

[Maldita Boctedadl (exclamó Alonso). Fi- gúrat<- uii.i mujer pálida, bellísima, de risa despreciativa, atrevido peinado y (alie deli- cioso... Añade, para colmo de tortura, UBOfl rtinentet quw n bu nariz <l( Lii

una i mil. i:

por los lentes; una mano fina que cae á lo lar-

SOY, TENGO Y QUIERO 295

go del cuerpo; una mirada que nunca se fija, que todo lo desdeña... ¡Oh! Y el lacayo de esa mujer será acaso mi pariente, mi amigo... i Y esa mujer no puede ser mía! ¡Desespera- ción! Pues que ella no pertenece á la región de mis deseos, al mundo de mis esperanzas, ¿por qué hace gala ante de unos tesoros que no me ha de conceder?... ¡Tanto valiera enseñar pan á un mendigo y rehusárselo en seguida! ¡Ni pasión ni virtud reconozco en vos, señora marquesa!... ¡Tenéis mal corazón! ¡Dios os pedirá cuenta del mal que hacéis!

El joven calló: la Musa meditó un momen- to, y dijo con gravedad:

¿Crees en el infierno, Alonso?

—No.

Pues ahórcate.

Lo pensaré.

Dijo, y se alejó hacia la red de San Luis.

A poco volvió, para preguntar á la Musa:

¿Y tú, chica; crees en el infierno?

Yo creo en tí, contestó la Musa.

Y le volvió la espalda.

Así hacemos todos con los poetas.

Y así viven, sienten y piensan casi todos los poetas hoy en día.

¡Y así anda la literatura! Por lo cual, á esto que yo estoy escribien- do, con sujeción al último figurín literario de

2g6 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Francia, se le hace el honor de publicarlo en letras de molde...

¡Quién me lo dijera cuando estudiaba el Arte poético de Horacio!

III.

OTRA VEZ LA MUSA.

El Autor y Alonso Alonso tienen una mis'- ma Musa, como podrían tener una misma la- vandera.

Deseoso, pues, de saber qué había sido del melancólico y desesperado poeta, llamó el Autor una tarde á su Musa, y entabló con ella el siguiente diálogo:

El Autor. Responde , diosa: ¿Qué es de Alonso Alonso?

La Musa.— ¿Alonso Alonso?... ¡Ah! ( giendo que se desmaya.)

El Autor.— 'Cuéntame, y déjate de melin- dros...

La Musa.— Ayer al medio día hubo tormen- ta en Madrid...

El Autor.— ¡Gran noticia, Musa!

La Musa (imperturlmble). Y, por consiguien- te, A Ion-;') AlontO DAfó l.i Lude en el campo.— Yo estuve con 1 1, porque me evocó tres veces ias en los ojos...

SOY, TENGO Y QUIERO 297

«Paseábase tu amigo por la Montaña del Príncipe Pío, aspirando los efluvios eléctricos que la tempestad había dejado en la atmósfera, y el viejo corazón del niño se dilataba querien- do absorber océanos de ambiente. Alonso Alonso era feliz, porque pensaba en muchas cosas tristes: en los siglos pasados, desvane- cidos como humo; en su existencia y sus pena- lidades, que se desvanecerían como los siglos pasados; en los amigos que había perdido; en las mujeres que había amado; en la brevedad de la vida y en las ridiculeces de que está po- blada; en la vanidad de la ciencia, en la nada de la ambición, en toda esta comedia, en fin, que representáis sobre la Tierra. Entonces Alonso era grande, rico, feliz, sabio, re)', ángel! Su imaginación abarcaba el universo entero. Aquella agonía de la naturaleza le representa- ba el término de sus dolores. La caída del sol le hablaba de su vejez, á que no llegaría, de su muerte, que no lloraría nadie... Quedó, pues, abismado en una extática somnolencia que ya no era la vida: su alma había huido de nuestro globo: no tenía conciencia de mis- mo, ni sabía dónde se encontraba: era libre!...

»De pronto... (ya había anochecido) siente el crujido de un traje de seda... La forma de una mujer se destaca en los cielos, y quedan tras ella mil astros, invisibles á los ojos de

20.8 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Alonso. La aparición se acerca; siéntase junto al joven y rodea su cuello con los brazos.

«Alonso reconoce á la Marquesa de***, á la señora de los quevedos... Cree que se vuelve loco; cree que sueña; cree... ¡hasta en un mi- lagro!

»A la primera palabra de la beldad, arroja Alonso tan brutal carcajada, que rueda sobre la tierra como herido de un rayo, y la visión huye, riéndose también... ¡Era la Traviata!...

El Autor. ¡Diosa, deliras; me enga- ñas; tú me cuentas imposibles! ¡Esto no es literatura!... Esto es un galimatías...— ¡Siento muchísimo tener que publicar las extravagan- cias que me inspiras hoy!...

La Musa. Te cuento la verdad. Alonso se había dormido sobre el banco, y su aparición era un sueño de poeta... de los de ahora.

El Autor (con desaliento). Prosigue, Musa.

La Musa.— Perdida aquella suprema ilu- sión; creyendo que había sido un sarcasmo de la suerte; viéndose tan pobre y tan solitario, recordó que el Canal estaba próximo, y se di- , ron liune propósito de suicidarse... ;u i la pradera. La noche ettaba esplén- dida. Los árboles, rejuvenecidos por la llu- lUbfta tcreí y vigorosos perfumes. Los astro kan iniclicescoino

el nuestro, parecían faros del puerto de la

SOY, TENGO Y QUIERO 299

bienaventuranza. El último reflejo vespertino semejaba el broche de oro del manto de las ti- nieblas...

(La Musa se entusiasma, pierde los estribos y se pone á hablar en verso, plagiando una poesía del Autor, que no le había inspirado ella, sino otra Musa, rimadora de oficio, que tuvo antes.)

Mas no penséis por esto, provincianos, que el lugar de esta escena es un edén... Los pobres cortesanos moran en cierta orilla nada amena de un arroyo que emigra los veranos... Clorótica parece 6 pervertida naturaleza allí: pálido arde el sol, como cansado de la vida; es la vegetación pobre y cobarde, flaca la aurora, cual mujer perdida, y, cual vieja soez, sucia la tarde.

lOh! bien hayan tan lejos de los hombres y tan ocultos á los madrileños, los países sin pueblos y sin nombres que abriga la feraz Sierra-Morena!... ¡De los montes róndenos bien hayan las augustas soledades, y la tierra fructífera y amena que sirve de colchón y de almohada á Jaén a San Lúcar y á Lucena ó á Córdoba, a Sevilla y á Granada.

El Autor. Señora Musa, quisiera que, en vez de hablar de geografía, me hablase V. de Alonso Alonso.

La Musa. ¡Yo hablo de lo que quiero!

El Autor. Entonces, para nada la necesi- to...— ¡Vayase V.!

3<X> NARRACIONES INVEROSÍMILES

La Musa. ¡Insolente!

El Autor. ¡Bachillera!

La Musa. ¡V. me llamará algún día!

El Autor. ¡Yo! Pierda V. cuidado. Ma- ñana pido turrón al Gobierno.

La Musa. ¡Abur, ingrato, pérfido, mate- rialista!...

El Autor. ¡Vaya V. con Dios, señora!

IV.

EL AUTOR TOMA LA PALABRA.

Entre estas y las otras, querido lector, han dado las cuatro y media de la mañana.

El alba se ríe de mí, asomando su rubia cabeza por el ajimez oriental del palacio de la noche.

El reflejo del lucero matinal viene á poner más blanco el papel en que escribo.

La luz de mi lámpara empalidece como una virgen moribunda ó como un disoluto arruinado.

Por el balcón de mi gabinete entra un aire fiío y ligero como beso de hipócrita.

Las «;.ii días desaparecen poco á poco, como esos geroglíficos misteriosos que el tir ñi- po borra i ias.

La luna se ha ido á Am6ri< •>: acaba de po-

SOY, TENGO Y QUIERO 3OI

nerse aquí, y va á aparecer allá, como una ac- triz que, terminada la función de la tarde, se viste para la de la noche.

Esta es la hora en que las niñas de Anda- lucía que han trasnochado pelando la pava, dicen á su novio «adiós...» y cierran la reja, procurando al hacerlo ponerse muy bonitas, á fin de que se vaya lo uno por lo otro.

Esta es la hora en que los estudiantes que han pasado las vacaciones en su aldea, llegan al lecho de su madre y le dicen: Me voy... A lo que contesta la madre, ocultando la cabeza entre las sábanas: ¿Adiós, hijo de mi alma!... Después de lo cual el estudiante sube, lloran- do, en un burro, que lo lleva á la Universidad.

Esta es la hora en que van á venir de la im- prenta á buscar el presente artículo...

Esta es la hora en que el enfermo se duer- me ó se muere, y en que el enfermero, dormi- do también, retarda veinte minutos la poción más importante.

Hasta el sabio que vela sobre los libros da una cabezada al llegar esta hora. . .

En cambio, el sereno despierta y se va á su casa...

Entre tanto, el arriero y el campesino echan el aguardiente...

El jugador hace el último arqueo...

El adúltero baja por el balcón...

302 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Y el escudero de Marte canta tres veces en el corral, porque San Pedro negó tres veces á Cristo...

¡Buenos días, lectores; voy á acostarme!

El Autor (al tiempo de dormirse.) ¿Qué habrá sido de Alonso Alonso?... ¿Se suicidaría?... ¡Pobre... muchacho!... (El Autor se duerme.)

Madrid, 1834.

LOS OJOS NEGROS.

LOS OJOS NEGROS.

(historia escandinava, imaginada por un andaluz).

I.

Tienes los ojos negros, ojos de luto... Mi corazón lo lleva desde que es tuyo.

Ás allá del Círculo polar-ártico, en los confines de la Laponia, cerca de Hammesfert, último punto habi- table del continente europeo, se le- vanta, sobre un mar helado cada año durante seis meses, la negra, escarpada y colosal isla de Loppen.

Caían las primeras escarchas de 1730: era el 15 de Agosto.

Las noches tenían ya cerca de tres horas, y la aurora boreal lucía en ellas, cerrando el ar- co esplendoroso de los crepúsculos simultá- neos de la mañana y de la tarde.

Hacía una semana que la luna aparecía en tomo 111 20

306 NARRACIONES INVEROSÍMILES

aquel cielo después de mes y medio de abso- luta ausencia.

Todo anunciábala proximidad del invierno, cuyo blanco fantasma, no bien asoma por el Polo, envuelve en su inconmensurable suda- rio todas aquellas tristes latitudes.

Los nobles se encerraban ya en sus casti- llos, los pobres en sus cuevas, los osos blan- cos entre los témpanos de hielo secular.

Algunas aves hacían su nido en las grietas de los desgajados abetos, en tanto que otras levantaban el vuelo hacia el Mediodía, bus- cando nuevas primaveras.

Los balleneros y los groelanderos dábanse á la vela con dirección á Europa, temerosos de quedar clavados en una mar helada...

Los campos, los puertos,, los pueblos mis- mos veíanse desiertos y abandonados. No pa- recía sino que una horrible epidemia había pa- por ellos, ó que se aproximaba, amena- zándoles, mi BO Conquistador.

Y así hablan de permanecer aquellas regio- nes durante odio meses, ó tea hasta el 15 de Abril, (jue comienza el derretimiento de los

lucios.

II.

Solne las áridas nal de la isla de Loppen, Uo que pareos riscosa excre-

LOS OJOS NEGROS 3O7

cencía de la montaña: tan musgosos y viejos son sus muros, tallados casi todos en la roca viva.

Aquella guarida de buitres no ha sido obra de edificación, sino de excavación y desbaste. Es un monolito ahuecado, coronado de al- menas.

Algunos óvalos abiertos en la peña para lle- var aire al interior indican vagamente el des- censo á los siete pisos del castillo, en el último de los cuales, inaccesible completamente á los rigores del invierno, habitan los señores de aquel alcázar subterráneo.

No tenemos para qué decir qué hora era... Allí es siempre de noche.

En un salón triangular, tapizado y alfom- brado de ricas pieles de marta y de rengífero y alumbrado por tres grandes lámparas, ardía un enorme tronco de teoso pino. Huía el hu- mo arremolinado, semejando movible columna salomónica, por el techo horadado de aquella aristocrática gruta, excavada á cien pies de profundidad, en tanto que una inmensa gale- ría abierta en frente de la chimenea traía rá- fagas de aire tibio y perfumado...

Dos personajes había en este aposento.

Dormía el uno, sentado en disforme sillón de encina; y era Magno de Kimi, el Javl ó Conde reinante de la isla de Loppen .

308 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Tendría veinticinco años: vestía larga túnica de pieles negras, por debajo de la cual asoma- ba un traje medio guerrero, medio cortesano, sumamente lujoso. Este joven, que en el Me- diodía hubiera pasado por feo, ó cuando menos por raro, no carecía de cierta belleza local. Era pequeño de talla; un poco grueso, ó, por me- jor decir, muy recio y fornido; moreno de ca- ra, ó, más bien, pardo tirando á rojo; pero con cabellos rubios como el oro, sumamente largos y espesos, y ojos de un azul tan claro como el cielo de España en despejado día de Enero. Su rostro, en fin, imberbe como el de una mujer, tenía, sin embargo, tal aire de fuerza y de entereza varonil, que nadie hu- biera puesto en duda el salvaje valor del no- ble escandinavo.

Enfrente de él, é iluminada dulcemente por los resplandores del hogar, rezaba en silencio una mujer, que más parecía una niña; blanca como el alabastro; rubia también; con ojos celestes, semejantes á dos turquesas, y hermo- sa y triste como las siempre moribundas flores de aquellas fugacea primaveras. Envolvía todo su cuerpo anchísima bata] de dobles pie- . cuya blancura deslumhraba, y cubila su cabed gracioso capuchón ¡de blon- .. Con aquel baje, parecía la joven una rosa flotando en golfos de nacarada espuma,

LOS OJOS NEGROS 309

un elegante cisne de albo plumaje, la luz matu- tina reflejada en intacta nieve.

Era la jarlesa F oidora, la esposa del joven Magno.

Mucho tiempo hacía que los cónyuges es- taban en aquella actitud... Él, haciendo como que dormía , y ella haciendo como que re- zaba.

Fcedora, en cuyo rostro se veían las hue- llas de un dolor sin consuelo, clavaba los ojos en las juguetonas llamas del hogar... Mas, si por acaso los tornaba un momento hacia la sombría figura de Magno, no era sin que leve temblor la agitase, ni sin que al punto volvie- ra á fijar la vista en la lumbre, prosiguiendo con más fervor sus oraciones.

Una vez abrió Magno los ojos repentina- mente, y sorprendió la tímida mirada que le dirigía su esposa.

¿Dormíais? murmuró ésta con voz dulce y apagada.

Yo no duermo nunca... (respondió áspera- mente Magno). ¿Por qué me mirabais de aquella manera?

Fcedora tembló de nuevo, y cruzó las manos.

¡Porque os amo mucho! respondió al cabo de un momento.

Y se enjugó las lágrimas, y tornó á sus ora- ciones.

3IO NARRACIONES INVEROSÍMILES

Pero sus dedos no atinaban á pasar las cuentas de ámbar del rosario.

Y ya no hablaron más, y habían hablado más que de costumbre.

III.

Tres años contaban de matrimonio Fcedora y el jarl de Kimi, y era aquel el primer invier- no que pasaban en el castillo deLoppen.

Ibanse antes á Cristianía, donde la vida de los nobles es una fiesta continua durante los grandes fríos; pero el año en que acontece es- ta historia, y después de haber viajado por to- da la costa de Noruega en los hermosos días de Junio y Julio, Magno decidió sepultarse con su esposa en el alcázar de piedra y hielo que hemos descrito, en donde, solos, tacitur- nos, sentados el uno en frente del otro, lleva- ban quince días de reclusión, y de donde no podrían lalirya en ocho meses, á causa de haberte helado las primeras nieves sobre las puertas del Castillo.

IV.

Habí '.> otras quince noel iet.

Ma¡' su arpa escandinava,

LOS OJOS NEGROS 3II

y cantó el siguiente romance á su aterrada esposa:

De rodillas en la tumba, en la tumba de mi padre, amor eterno me juraste... Si al juramento un día faltas, cobarde... te lo ruego, amor mío, ¡no pases por la tumba de mi padre!

La voz de Magno retumbó como un trueno en las concavidades del castillo, al repetir el último verso de su canción.

Volvióse luego el Conde á la angustiada jar- lesa, y le preguntó, sonriendo amargamente:

¿Qué hacéis, Fcedora?

¡Rezo por el alma de vuestro padre! con- testó ella, cerrando los ojos para no ver la sonrisa de su marido.

Magno pulsó de nuevo el arpa, y prosiguió su romance.

Luz de los cielos, flor de los valles, aquí nacerán mis hijos, aquí murieron mis padres. Si, por tu desdicha, mis hijos no nacen; si es tu seno la tumba de mis hijos, ¡no pases por la tumba de mi padre!

El rosario de ámbar se desprendió de las

312 NARRACIONES INVEROSÍMILES

manos de Foe dora y fué á caer sobre las bra- sas del hogar...

Allí se desgranaron sus cuentas, que al po- co rato eran otras tantas ascuas.

Un delicioso aroma inundó la habitación.

¿Cómo os sentís, señora? preguntó el jarl, como si no hubiera visto nada.

¡Bien, Magno! respondió ella, que tam- poco parecía haber reparado en aquel acciden- te de tan nial agüero.

¿Tenéis todavía duda acerca de vuestro estado?

No, señor...

¡Vais á ser madre!... ¡oh ventura! ¡Ved cumplidos mis votos de tres añosl

¡Sí!... murmuró mansamente la joven.

¡Sí! (repitió el esposo con voz terrible). Pero no olvidéis el otro cantar escandinavo...

Y, riéndose con satánica furia, cantó de este modo:

Cruz* los montes un extranjero, nebros los ojos, negro el cabello...

¡ l'u |M mi I

MfHl | |0( |,

los ojos negros!

¡Ah! ¡Callad!...— murmuró F oidora, arro- dillándose.

LOS OJOS NEGROS 313

¿Conocisteis á vuestros abuelos? excla- mó Magno, levantando á su esposa y con un rugido de fiera.

¡Ah! señor... (respondió la pobre mujer, estrechando sus manos.) Matadme de un so- lo golpe! ¡No prolonguéis mi agonía!

¿De qué color tenían los ojos? ¡Res- ponded!

Ya lo sabéis... Los tenían azules...

¿Y á mis abuelos? ¿los conocisteis?

No, señor...

¡Vais á conocerlos! replicó el joven, co- giendo á su esposa de un brazo y arrastrán- dola hacia la galería próxima.

Había en ella una larga hilera de retratos alumbrados por lámparas colocadas de trecho en trecho. Los señores de Kimi parecían vi- vos dentro de los marcos que los encerraban...

¡Estos son mis antepasados! (exclamó el jarl.) ¡Vedlos, señora! Todos tienen los ojos azules, como vos y como yo, como nuestros padres y abuelos, como todos los escandina- vos! ¡Comprenderéis, en consecuencia, que nuestro hijo ha de tener también los ojos azu- les!— ¡Ay de vos si los tiene negros, como el español D. Alfonso de Haro!

Dijo, y se alejó riendo convulsivamente, mientras que la joven caía de rodillas sin voz ni aliento.

314 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Así permaneció largas horas; 3% cuando ya todo era silencio en el Castillo, y las lámparas espiraban consumidas, y la hoguera del próxi- mo salón se apagaba también, levantóse que- brantada y moribunda y tomó el camino de su aposento.

Hijo mío... (murmuró allí con voz hon- da y sepulcral, apoyando ambas manos sobre su corazón, como si las pusiese sobre el del hijo que llevaba en su seno): Hijo mió, ¿por qué quieres ser el verdugo de tu madre?

Y echó una mirada sobre sí, y huyó con ho- rror hacia otro lado de la estancia, tapándose el rostro con las manos.

Era la estatua del remordimiento, maldi- ciéndose á misma.

V.

Han trascurrido cuatro nn

Magno <h- Kimi está «n su cámara.

ron los codos apoyados en una mrsa. con la frente caída sobre Las calen* hirientes manos y fijos los ojos en objetos que parece querer grabar en lo más recóndito

i .Ir .it. ncion con que los n

Aquello* objetos son una carta y un re- trato.

LOS OJOS NEGROS 315

Representa el retrato á un hermosísimo jo- ven vestido con el lujoso traje español del rei- nado de Felipe V. Sus cabellos, negros como el ébano, sombrean un bello rostro moreno y descolorido: sus ojos, más negros aún, brillan como azabache entre las oscuras y largas pes- tañas. Una sedosa linea de bozo cubre su la- bio superior, graciosamente dibujado bajo clá- sica nariz caucasiana.

En cuanto á la carta decía así:

«Al jarl Magno de Kimi, su siervo Esta- nislao.

«Señor: ¡Venid! ¡venid á Cristianía! ¡Habéis perdido su amor!... ¡Salvad la honra! La jar- lesa Fcedora os es infiel. Hay en esta corte, desde pocos días después de vuestra marcha, un joven extranjero, embajador y marino, be- llo como el ángel de las tinieblas, el cual os ha robado el corazón de vuestra esposa. Mi- radas y suspiros, palabras y sonrisas, todo re- vela la criminal pasión de los dos traidores. Yo he sido arrojado de la casa como un pe- rro; pero como un perro fiel á su señor. ¡Ve- nid, os digo!...

»E1 asesino de vuestra dicha es español. Tiene los ojos negros como la noche, y negra la cabellera como las alas del cuervo que cae sobre los cadáveres. Es noble y po- deroso, y se llama D. Alfonso de Haro. Ve-

316 NARRACIONES INVEROSÍMILES

nid, y contad con el brazo de vuestro siervo

Estanislao. »

Mucho tiempo permaneció Magno de Kimi contemplando aquel retrato y aquella carta.

Levantóse al fin; miró un reloj que señala- ba las doce, y dijo:

Han pasado veinticuatro horas de noche y em- pieza otro dia de tinieblas... Estamos á 22 de Diciembre. Dentro de sesenta días nace- rá el acusador de Fcedora. .. Su mirada de luto, su primera mirada, dará la señal de la muerte de la esposa infiel, que ya no podrá negarme la consumación de mi deshonra. ¡No dirá entonces, como cuando hallé aquí, entre sus alhajas, el retrato del infame espa- ñol, «que D. Alfonso de Haro sólo había sido su amigo! t Llegará luego el 20 de Abril; se des- helará el Océano; me daré á la vela en el Thor; buscaré al través de todos los mares del Uni- verso al asesino de mi ventura..., y morirá! ¡Morirá, aunque sea Lucifer en persona!

VI.

Dos meses después, el 22 de Febrero, la jail' :.i de Kimi dio á luz un niño.

El niño tenía los ojos negí

: -i t.in ferOX, no se atrevió á : ¿una muja moribunda, ni á arrebatarle

LOS OJOS NEGROS 317

el hijo que estrechaba convulsivamente entre sus brazos.

Os mataré después... (dijo ala madre). Os mataré á los dos cuando estés buena. |Es la última prueba de amor que puedo darte!

VIL

Comenzó la primavera en la Isla de Lop- pen. Rompiéronse las cadenas de hielo que tenían amarrado el mar al pie del Castillo. Tornaron las aves á aquel cielo. Fluyeron los arroyos. Crecieron fresales en la ablandada nieve.

Magno de Kimi se presentó á su esposa, á quien no había vuelto á ver, y le habló en es- tos términos:

No me he atrevido á matarte hasta hoy, porque estás criando á tu hijo. Y no he mata- do á tu hijo, porque debo esperar para ello á que sea hombre y pueda defenderse. ¡No en vano soy noble! ¡En algo se han de diferenciar mis acciones de las tuyas! ¡Tú has mancha- do el nombre que heredaste y el que yo te di!... ¡Yo no debo manchar el mío! Me dis- pongo á partir en busca de tu cómplice, á quien mataré, si Dios no me niega su ayuda. Ni uno solo de nuestros servidores quedará en esta morada... A todos me los llevo en mi

3l8 NARRACIONES INVEROSÍMILES

bergantín. Te dejo, pues, aquí sola con tu hijo. Clavaré las puertas de hierro que comu- nican con el exterior, y cortaré el puente que une este escollo con la Isla de Loppen, de modo y forma que nadie podrá entrar en tu auxilio, ni podrás salir á demandarlo. Tienes á tu disposición víveres para seis me- ses.— Si al cabo de ellos no he venido, será señal de que he muerto, y entonces y tu hijo moriréis de hambre... Mas, si logro vol- ver, te daré á elegir muerte.

Fcedora estrechó al corazón á su hijo y no respondió ni una palabra.

VIII.

Era la brevísima noche del 25 de Abril.

La aurora boreal abrasaba con su misterio- so incendio la lontananza del horizonte.

Hacía un frío espantoso.

En la i&la de Langa: reinaba el silencio de las tumbas.

l.ii una ensenada de su costa meridional ncladosel Thor, el bergantín de Mag- no de Kimi, y el Fimsttrrtf la goleta de Pon Alfonso de Haro.

En lo más bravo \ erizado de aquella costa las 1 nina 1 de un dolmen colosal res-

LOS OJOS NEGROS 319

to de los altares malditos en que los escandi- navos daban á Odín sangriento culto.

La luna, magnífica y resplandeciente en las regiones polares, donde el sol es tan pálido y melancólico, asomó por el Sudeste su blanca faz, iluminando el ara derruida.

Á su fulgor vióse á dos hombres, sentado el uno sobre el tronco de un pino roto por los hielos, y apoyado el otro en el antiguo dolmen.

Parecían dos blancos fantasmas, dos som- bras de las víctimas inmoladas antiguamente sobre aquellas peñas.

El hombre sentado era el jarl Magno de Kimi.

El que permanecía de pié, era D. Alfonso de Haro.

Los dos empuñaban corvo sable marino.

Su anhelosa respiración demostraba la vio- lencia con que habían luchado...

Pero ambos estaban ilesos... No porque sus fuerzas ó su habilidad hubieran resultado iguales, sino porque D. Alfonso, más diestro y ágil que el Conde, lo había desarmado ya tres veces, renunciando las tres á su derecho de matarlo.

El combate había sido furioso, tenaz, vio- lentísimo.

¡Mátame! gritó Magno la segunda vez que el español hizo saltar de sus manos el sable.

320 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Yo no quiero que mueras (respondió Don Alfonso), sino regalarte cien veces la vida, para que me respondas en cambio de la Foedora, puesto que me has dicho que morirá si mueres...

¡Luchemos otra vez! replicó Magno.

Y el tercer combate había sido más terrible que los dos anteriores...

¡Pero también inútil! El ímpetu del no- ruego siguió estrellándose en la serenidad y la pericia del español; y, cuando volvió á ser desarmado por éste, era tal su fatiga, que ca- yó al suelo, como un abeto que se derrumba, y exclamó dolorosamente:

¡Yo me mataré!... ¡Yo me mataré!... ¡Me sería insoportable una vida regalada por tí!

Y fué á reclinarse en el tronco del pino caí- do, tal como le hemos visto al salir la luna.

Me dejaré matar por tu flaca mano, ó me mataré yo ahora mismo... (< 1 íjole á su vez D. Alfonso, si me juras no matar a Foedora...)

Te juro lo contrario... (respondió el no- ruego). ¡Te juro que Fuedora sucumbirá de todos modos! Si yo muero, nadie podrá correrla donde la he dejado, y perecerá de hambre. Si tu muerati iré á matarla, como ya te he dicho... Mátame, pues*., ¡Quítame la vi¡ . me has quitado ls honra y la

ventura!...

LOS OJOS NEGROS 321

Yo no puedo matarte... (repuso el espa- ñol). ¡Pero ni matarás á Fcedora ni Foedo- ra morirá donde la tienes encarcelada! Corro á mi barco, y con él apresaré el tuyo. Tus ma- rineros me conducirán á precio de oro, ó por no morir á manos de los mios, á la prisión de Foedora, y la libertaré, y será mía para siempre.

¡Acepto el duelo de tus españoles contra mis escandinavos, de mi raza contra la tuya, de mi bergantín contra tu goleta! (exclamó el Jarl de Kimi, levantándose y cogiendo su sable). Si el infierno te dio una destreza dia- bólica en el manejo de las armas; si mi cora- zón y mi brazo han sido impotentes contra tu satánica astucia, no ocurrirá lo mismo en el nuevo combate á que me provocas!... ¡Al mar, Alfonso de Haro! ¡Al mar!

¡Al mar! contestó el español, tomando el camino de la playa.

IX.

Era el oscurecer del día siguiente. Reinaba en el mar la más formidable tormenta.

El Thor, montado por Magno de Kimi, y el Finisterre, mandado por D. Alfonso de Haro,

TOMO III 21

322 NARRACIONES INVEROSÍMILES

estaban acribillados de balas de cañón y de fusil, y tan cerca el uno del otro, que sus bandas se tocaban á veces á impulsos del hu- racanado viento.

¡Al abordaje! ¿Al abordaje! rugían ambas tripulaciones con espantosa furia.

¡Al abordaje! gritaron al fin los dos jefes.

Pero la tempestad, que por momentos iba siendo más terrible, impedía el trasbordo de los combatientes, hasta que, por último, la propia fuerza del vendaval unió á las dos em- barcaciones, se echaron las amarras, y comen- zó la lucha cuerpo á cuerpo.

Magno y Alfonso se encontraron sobre la cubierta del Fwistcrre, cada cual con un hacha en la mano y ambos heridos.

Iban á acometerse de nuevo en aquel nuevo género de lid, cuyo éxito podía ser muy otro que el del combate á sable, cuando se oyó vn grito horrible, pavoroso, fúnebre, que salía de cien bocas heladas de espanto, y que llegó á estreñid < a hasta á los dos heroi

¡Kl Maii.stkoom! |E1 MablstroomI

Todos repitieron este siniestro nombre y lo- dos arrojaron las armas. Va no había rivales ni enemigos... ¡Ya no había más que sen- tenciados á una misma muerte, segura, infa- lible, pióxini i, que los heriría á todos de un solo golpe, que no istro de ellos ni de

LOS OJOS NEGROS 323

sus naves, y de que jamás setenaría noticia en el mundo!

X.

¿Qué es el Maelstroom? preguntó un grumete muy joven, al más viejo marino del buque de Magno de Kimi.

El Maelstroom... (respondió tristemente el anciano) es un remolino del mar, un sumide- ro de la tierra, un abismo sin fondo, una se- pultura abierta por Dios á todos los navegan- tes en esta parte del Océano. El Maelstroom es para un buque lo que la culebra boa para el pájaro: ¡lo mira; lo atrae; lo devora! ¡Es un monstruo que ya nos enseña los dientes; que ya nos abre sus fauces; que dentro de pocos minutos nos habrá tragado! ¿No lo oyes ru- gir?— Inútiles son las velas, inútil el timón, inútil el remo... ¡Todo es inútil! Ponte de rodillas como yo, y reza...; ¡porque el Maels- troom es la muerte!

El grumete se precipitó al mar.

Muchos marineros de ambas embarcaciones habían hecho ya lo mismo. Otros se mata- ban con sus armas. Los menos animosos pe- dían á sus amigos que les quitasen la vida. De todas las muertes, ninguna horrorizaba

324 NARRACIONES INVEROSÍMILES

tanto, como la de ser tragado vivo por el Maelstroom.

Magno y Alfonso se miraban en silencio.

Pensaban en Fcedora.

El remolino mugía cada vez con más fuer- za... La tempestad había callado... La atrac- ción del sumidero se sobreponía al ímpetu del huracán... El viento parecía allí esclavo del agua.

La mar, negra, tersa, muda, semejante á dura lámina de plomo, formaba una especie de plano inclinado, sobre el cual se deslizaban los dos buques, con espantosa velocidad, pe- gados el uno al otro por la propia fuerza de la corriente.

Aún distaban una legua del oculto abismo; pero no podían tardar ni cuatro minutos en llegar á él...

Los dos nobles, animados de súbito é idén- tico pensamiento, arrojaron las hachas lejos de sí, se dieron la mano con solemne religiosi- dad, y avanzando unidos á la proa del Fiuis- lardaron allí la tremenda catástrofe.

Pronto cruginoii ambos buques, deshacién- dose el uno contra el otro, comprimidos por la atracción. Abrazáronse entonces ferozím 11- t<- Alfonso y Magno, como para asi igurane cada uno de (líos de qu6 su rival no podría 1 i volver á ver á Fcedora, y un

LOS OJOS NEGROS 325

minuto después, los dos enemigos, sesenta hombres más, y los destrozados restos del Thor y del Finistem, y una suprema explosión de oraciones, gemidos y blasfemias; todo... todo se hundió para siempre en aquella espantable sima, apenas señalada, en los días serenos, por una movible corona de leve espuma.

Guadix, 1833.

LO QUE SE OYE

DESDE UNA SILLA DEL PRADO,

LO QUE SE OYE

DESDE UNA SILLA DEL PRADO.

(verano de 1874.)

noche tan hermosa! ^ ¡Hermosísima!...

-Y ¡qué calor ha hecho hoy!... Fi- gúrese V. que esta mañana...

Abur...

Adiós...

Muy buenas noches..

Pues, sí, señor: como le iba diciendo á usted...

¡Ja! ¡ja! ¡ja!

¿Has conocido á ese? Es aquel que el año

pasado...

¡Agua, aguardiente y azucarillos! ¡Agua!

330 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Niñas! ¡niñas! ¡más despacio! Tenga V. cuidado, Arturo; ¡que nos llama mamá!

¡Barquillero!

Matilde, ¡eres un ángel!... ¡eres una dio- sa!... ¡eres una...

Pero, ¡hombre! ¡Esa mujer es una arpía. Gustavo debía divorciarse...

¡Ramitos y camelias! ¡La vara de nardo á dos reales! —Señorito, cómpreme V. una...

¡Allá van! ¡Ella es! ¡Aprieta el paso!... ¡Bendita sea la gracia!...

¡Aquí vienen! ¡Ellos son!... ¡Qué tontos!

¡Caballero! ¡Que no tengo padrel ¡Una limosnita por el amor de Dios!

¡La Correspoudeiici'!.'

Pues bien, ¡desde entonces estoy cesan- te!... ¡Esto no es ¡

¡cinco! ¡Chico! (Buen taxr6nl ¿Y cómo te las lias compuesto?

LO QUE SE OYE, ETC. 33 1

Es un cuadro muy bonito. Pero á me gusta más aquel en que Pepita Jiménez y el teólogo...

Lo que V. oye: Murió abintestato, y me correspondió la mitad de la herencia. Yo no le había hablado nunca...

Lo mismo creo yo. La crisis es infalible. ¡Así no podemos seguir! Cristino será minis- tro antes de un mes.

Y ¿qué hiciste tú? ¿Le devolviste su carta con una bala?

¡Le di dos bastonazos, y en paz! No tenía él la culpa, sino ella...

Pues dicen que los carlistas están en Gua- dalajara... ¡Mejor!

¡Lo mismo me da!...

¡Señorita! ¡merengues! ¡Acabaditos de hacer!

Adiós. Yo me voy al Concierto del Reti- ro. Aquello estará más fresco.

332 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Oh! ¡si yo encontrara una mujer que me comprendiese! ¡Una mujer!...

¡Ay! ¡si yo encontrara un hombre digno de ser amado! ¡Un hombre!...

¡Hoy se cieña el juego! ¡Cómpremelo us- ted, señorito, que va á salir!

Entonces me apretó la mano, y espiró... Tenía veintiséis años. ¡Pobre Adelaida!

Pues yo los clasifico de otro modo: Fras- cuelo es Shakspeare, y Lagartijo es Comedie. Frascuelo representa una revolución en el ar- te, mientras que Lagartijo...

¡Nada! convénzase V... Todas las cues- tiones se resumen en una, que es la cuestión teológica. En mi concepto, la presciencia de y el libre albedrfo de] hombre son los dos únicos puntos que hay que dilucidar al discu- rrir sobre la pena de muerte»

¡De manen quee] traje completo te lia lo á costar unos seis mil reales? Paraee-

LO QUE SE OYE, ETC. 333

¿Y cree V. que pronto habrá elecciones?

No sé. Pero los distritos hay que culti- varlos sin cesar. Si logro que me quiten el es- tanquero de...

¡Señora! ¡que tengo tres hijos, y soy viuda, y estoy enferma!...

¡Jesús! ¡qué mendigos estos! ¡No la dejan á una pasear! ¡Perdone V. por Dios, herma- na! Dios la ampare.

Mamá, llévanos al Café Suizo...

Todavía es muy temprano. Luego ire- mos...

Está V. equivocado. Donde reside el al- ma es debajo de la dura mater, al principio del cerebelo. Drelincourt dice...

¡Mañana sale, jugadores! ¡El 8250! ¡El premio de 60.000 duros!

Pero, Manuel: ¿cómo duda V. de mí? ¿Me cree usted capaz?...

Pues, sí, chico: al poco tiempo supe que amaba á otro...

Oye... Pero no te acerques mucho... ¿Qué? ¡Habla!... ¡habla, bien mío!

334 NARRACIONES INVEROSÍMILES

Mañana sigue la novena. Que no faltes... ¡Bendita seas!

¿Yo?... veinte cuartos. ¿Y tú, cuánto tienes? ¿Yo?... una pesetilla... Entonces podemos ir. ¡Verás qué mujer y qué manera de bailar el can-can!

¿Y nuestras pérdidas?

Nuestras pérdidas han sido insignifican- tes: veinte muertos y un contuso. Los carlis- tas, en cambio, han tenido más de mil bajas y... tres prisioneros...

¿Y de qué es el aderezo?

De perlas. Me ha costado un dineral. ¡Oh! es una mujer encantadora. Mañana cenamos juntos.

Igual me pasa á con este reuma de to- dos los diablos. Estoy peor que antes de ir á Archena.

De modo, ¿que se casaron anoche? Anoche mismo.

(Qué baxbfti idadl ¡ fugar un dos á la <\r\c- cha contra un cinco! Es una cuta que no sc^da nunca.

LO QUE SE OYE, ETC. 335

¡Mañana, á las seis, en el baño de la Ele- fanta!— Mi doncella se quedará atrás...

Según eso, ahora está amaneciendo en la Habana y son las once del día en la Nueva Zembla?...

Justamente, hijo mío.

Dime, papá: ¿y creen los moros que todos los cristianos vamos al infierno?

Te diré...

Mañana, á las ocho, en la iglesia de San Sebastián... Capilla de la Virgen. Pero ten cuidado, pues mi cochero empieza á esca- marse...

¿Y nada más que por eso se ha suicida- do? ¡Qué animal! ¡Habiendo tantas Manuelas en el mundo!

Señores: los derechos individuales son an- teriores y superiores á la ley escrita. El dere- cho es inmanente y consustancial de...

¿Quién es ese?

Ruiz el peluquero.

¡Fósforos y cerillas!

33§ NARRACIONES INVEROSÍMILES

La verdadera felicidad consiste para en oir una buena ópera. La música es el arte por excelencia, por lo mismo que no expresa nada terminante.

¡Señor! ¡que me falta un ochavo para una rosca!

Tranquilícese V. Nuestro negocio es se- gurísimo. El trigo no puede menos de subir este año á noventa reales. Vendemos enton- ces las diez mil fanegas, y compramos ce- bada...

¡Oh! ¡pues lo que es V., se conserva per- fectamente! ¡Parece hermana de sus hijas!... ¿Se acuerda V. de Valencia?

¿No me he de acordar? ¡Qué mundo este, .incisco!

¡Nada! no puedo pagarle á V... Ejecú-

6. Cargue V. con mi mujer y con- mi suegra...

(Hombre] extranj< ro por extranjero, pre- fiero un rey alemán. ¡Ahora, la cuestión <• que qtiú ra venir! En cuanto á Inglaterra.*.

LO QUE SE OYE, ETC. 337

¡Partís de un error! El cólera morbo existía ya en tiempo de los Faraones... Cuan- do yo haga el grado de licencia, escribiré una Memoria...

Eduardo, ¡mire V. qué hermosa sale la luna!

¡Oh! sí, los radicales tienen la culpa de todo.

¡Más hermosa es V,, condesa!...

Pues, en ese caso, tendrá que marcharse como D. Amadeo.

A me robaron los cantonales...

¡Oh, yo te adoro! ¡Yo te idolatro! ¡Calla! ¡Que te oyen!...

Y á me han robado los carlistas...

El cólera fué una de las siete plagas de Egipto...

¡Eso... lo veremos! Si tu padre se opone, te depositaré judicialmente.

tomo 111 22

33§ NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Pobre muchacho! ¡Haberle tocado la quinta! ¡Un pintor tan bueno!

Yo lo compré á 48, y hoy ha quedado á 1 1 . Pues yo lo he comprado hoy á 1 1 , Vere- mos lo que el tiempo da de sí.

¡Hemos roto las sillas, los espejos, todo! En fin, nos hemos divertido mucho.

Mañana predicará en el Carmen. ¡Ya ve- rá V.! Es un verdadero apóstol.

¡Pobre Enrique mío! ¿Quién habia de de- cirme que se moriría antes que yo? Crea V. que, si he vuelto á casarme, ha sido sola- mente...

Eso va en gustos. Yo prefiero el melón valenciano á la pina de América. La pina tie- ne demasiada fibra leñosa.

¡Pura superstición! |¡E1 espiritismo es la ciencia de las ciencias y la religión de las re- nes!

Tero, bombee.») ¿Dice v. que n ha vuel- to loco? ¡Parece imposible! El fué siempre

de.

LO QUE SE OYE, ETC. 339

¡Ahí verá V.!

Señores... ¡al tiempo!

¡Pues yo le repito á V. que el príncipe Alfonso es la fórmula del porvenir!

Y ¿qué tal lo pasan Vds. en la Granja?

¡Oh! ¡allí se vive admirablemente! ¡Con tal que los carlistas no vayan á darnos un susto!

¡El Cencerro! ¡El Cencerro!

Vuelvo á aconsejarle á V. que se suscri- ba. Es un periódico de primer orden.

¿Y cómo dice V. que se titula?

La Ilustración Española y Americana.

¡Ah! sí. He oído hablar de ella en casa del tío.

¿Vamonos?

Vamonos, que principia á sentirse mucha humedad.

Hasta mañana.

Adiós...

Hasta mañana, Antonio... Pepita, hasta mañana.

34-0 NARRACIONES INVEROSÍMILES

¡Niñas! ¡niñas! ¡Más despacio!

Buenas noches...

¡Abur!

¡La Correspondcnciaaaa!

k

ÍNDICE.

Páginas.

Á Dióscoro Puebla 5

El Amigo de la muerte 7

La Mujer alta 1*1

Los siis velos 153

Moros y cristianos 303

El año en Spitzberg 259

Soy, tengo y quiero 289

Los ojos negros 503

Lo que se oye desde una silla del Prado 327

COLECCIÓN

DE

ESCRITORES CASTELLANOS.

OBRAS PUBLICADAS.

Romancero espiritual del Maestro Valdiviel- so. Un tomo, con el retrato del Autor, y un prólogo del Rdo. P. Miguel Mir, 4 pesetas. Ejemplares de tiradas especiales, á 6, 10, 25, 30 y 250 pesetas.

Teatro de D. Adelardo López de Ayala. Tomo I. Un tomo, con el retrato del Autor, 5 pesetas. Ejemplares de tiradas especiales, á 6, 7 'A, 10, 30 y 250 pesetas.

Novelas cortas deD. Pedro A. de Alarcon. Primera serie: Cuentos amatorios. Segunda serie: Historietas nacionales. Tercera serie: Narraciones inverosímiles. Tres tomos, á 4 pesetas cada uno.

El Escándalo, novela por el mismo. Un to- mo, 4 pesetas.

Poesías de D. Andrés Bello, con un prólogo de D. Miguel A. Caro, Director de la Acade- mia Colombiana, y el retrato del Autor. Un tomo, 4 pesetas. Tiradas especiales, de 6 á 30 pesetas.

La Pródiga, novela de D. Pedro A. de Alarcon. Un tomo, 4 pesetas.

OBRAS EN PRENSA.

Teatro de D. A. L. de Ayala. Tomo II. Obras de D. Alejandro Pidal y Mon. Cosas que fueron , cuadros de costumbres, por D. Pedro A. de Alarcon.

OBRAS EN PREPARACIÓN.

Teatro de D. A. L. de Ayala.— Tomo III.

Obras de D. Juan Eugenio Hartzenbusch.

Historia de Carlos V, por Pedro Mexía (iné- dita).

Historia de las ideas estéticas de España, por D. M. Menendez Pelayo.

Viajes por España, porD. P. A. de Alarcon.

Juicios literarios y artísticos, por el mismo.

La Alpujarra, por el mismo.

Novelas escogidas de Salas Barbadillo.

Obras escogidas de P. Maitín de Roa.

(Los pedidos de ejemplares ó suscriciones de la Colección de Escritores Castellanos, se harán á la Librería de Murillo, calle de Alcalá, 7.)

OBRAS DE D. SEVERO CATALINA.

La mujer. Un tomo, 4 pesetas.

Roma. Tres tomos, 12 pesetas.

La Verdad del Progreso. Un tomo, 4 pe- setas.

Viaje de SS. MM. </' Portugal.— La Rosa de Oto. Discurso Académico.— un tomo, 4 pe-

Poesías, Cantara y Lsytndast por I >. Mariano Una, de Lf R< a] Academia I ¡1 palióla,— l i! tomo, 5 pesetas.

OBRAS SUELTAS

DE

D. PEDRO A. DE ALARCON,

DE QUE HAY EJEMPLARES Á LA VENTA EN LAS PRINCIPALES LIBRERÍAS DE ESPAÑA .

Diario de un testigo de la guerra de África . Historia de todos los combates de aquella campaña, en que el Autor fué soldado volun- tario: relación de los Jefes y Oficiales muertos en ella: descripción de Tetuan y de las costum- bres de Moros y Judíos. Tres tomos, á 3 pe- setas cada uno.

De Madrid á Ñapóles. Relación del viaje del Autor por Italia. Descripción de ciudades, monumentos, museos, etc. Segunda edición, con 24 magníficas láminas. Un tomo en 4.0 mayor, de 580 páginas, 7 pesetas.

Poesías. Colección completa, con un pró- logo de D. Juan Valera. Un tomo, 5 pesetas.

El Sombrero de tres picos, novela. Un tomo, 2 pesetas 50 céntimos.

El Escándalo, novela. Un tomo, 4 pesetas.

El Niño de la Bola, novela. Un tomo, 4 pesetas.

El Jiña l de Norma, novela.— Un tomo, 3 pe- setas.

El Capitán Veneno, novela. Un tomo, 3 pe- setas.

La Pródiga, novela.— Un tomo, 4 pesetas.

Novelas cortas. Primera serie: Cuentos amatorios. Sinfonía: Conjugación del verbo «amar». La comendadora. El coro de Ánge-

les. Novela natural. La última calaverada. El clavo. La belleza ideal. El abrazo de Ver- gara. Sin un cuarto. ¿Por qué era rubia? Tic... Tac... Un tomo, con el retrato y la bio- grafía del Autor, 4 pesetas.

Novelas cortas. Segunda serie: Historie- tas nacionales. El carbonero -alcalde . El afrancesado. El extranjero. ¡Viva el Papa! de la Guarda. La buenaventura. ¡Buena pesca! La cormta de llaves. El asistente. Dos retratos. Las dos glorias. El Rey se di- vierte.— Fin de una novela. El libro talonario. Una conversación en la Alhambra, etc., etc. Un tomo, 4 pesetas.

Novelas cortas. Tercera serie: Narracio- nes INVEROSÍMILES. El amigo de la muerte. La mujer alta. Los seis velos. Soy, tr quiero. Moros y cristianos. Los ojos negros. El año en Spitzberg, etc. Un tomo, 4 pesetas.

La Alpujarra (sesenta leguas á caballo, pre- cedidas de seis on diligencia).— Un tomo en .(.", de lujo, 9 pesetas.

Discursos sobre la Moral en el Arte, leídos pol- los Sus. Alarcon y Nocedal al ser recibido pú- blicamente <•] primero en la Real Academia i ñola. 2 ;

N l'REPARACl' Cosas que fueron. Nueva edición.-

paña.— Un tomo. Jui ¡os y artísticos, Un tomo.

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