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TORCELLI LA PLATA TALLER DE IMPRESIONES OFICIALES 1915 OBRAS COMPLETAS Y CORRESPONDENCIA CIENTÍFICA - si = DE È FLORENTINO AMEGHINO - » VOLUMEN III a AMEGHINO EN 1878 rs ; Lo, E 2 À OBRAS COMPLETAS Y CORRESPONDENCIA CIENTÍFICA DE FLORENTINO AMEGHINO VOLUMEN III LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA EDICIÓN OFICIAL ORDENADA POR EL GOBIERNO DE LA PROVINCIA DE BUENOS AIRES DIRIGIDA POR ALFREDO J. TORCELLI 244 85 y] LA PLATA TALLER DE IMPRESIONES OFICIALES 1915 XXIV LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA PRÓLOGO Toutes les fois q'un fait nouveau et sais- sissant se produit au jour dans la science, les gens disent d’abord: ce n’est pas vrai; ensuite: c'est contraire à la religion; et à la fin: il y a long temps que tout le monde le savait. — AGASSIZ. Al emprender la publicación del presente trabajo descontamos de antemano en nuestro favor la indulgencia del público en general. Hállanse en él reunidas un gran múmero de observaciones que nos son propias sobre la grandísima antigüedad del hombre en las pampas argentinas. Los estudios prehistóricos han sido tan descuidados hasta ahora en la América del Sur que puede decirse que aún están por empezar. Felizmente, nuestro país constituye una excepción. Durante la última década se ha formado en él una falange de jóvenes naturalistas que han abordado la ardua tarea del pronto conocimiento del país y de todos los inmensos recursos de que la naturaleza lo ha dotado. Los estudios prehistóricos están en esa falange dignamente represen- tados. Don Francisco P. Moreno ha recorrido la República Argentina desde las frías mesetas de la Patagonia austral hasta los cálidos valles del norte de Salta, coleccionando los materiales necesarios para el estu- dio de las razas primitivas de nuestro suelo. El doctor Estanislao S. Zeballos ha hecho colecciones valiosas, alentando este movimiento con su pluma y con su ejemplo. Los señores Lista, Leguizamón, Liberani, Hernández y otros han reunido igualmente interesantes colecciones de objetos. Y, por fin, la creación del Museo Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires, fundado por el Gobierno provincial con las colecciones donadas con tal objeto al Estado por el señor Moreno y por este distin- guido naturalista argentino dirigido, propagará aún más los conocimien- tos prehistóricos y aumentará el número de los adeptos a su estudio. Es de desear que este movimiento se comunique también a las nacio- nes hermanas limítrofes. La antigiedad del género humano sobre la tierra — esta gran cuestión que desde hace algunos años tanto está dan- do que hablar a los sabios de las naciones más civilizadas del antiguo continente — tiempo es ya que ocupe seriamente la atención de los investigadores sudamericanos, para que despertando de su letargo, le- giones de obreros remuevan los terrenos de las inmensas praderas de estos países para poder presentar así a la luz del día materiales que han de contribuir de un modo poderoso a la completa solución de esa cuestión y de un gran número de problemas que le son conexos. Por nuestra parte, no vamos a hacer más que descorrer una punta del tupido velo que encubre la pasada existencia del hombre americano. Descorrerlo por completo le está reservado a los esfuerzos de muchos. El cuadro siguiente dará una idea de la obra que presentamos y de la clasificación que hemos adoptado: CLASIFICACIÓN DE LOS TIEMPOS PREHISTÓRICOS EN EL PLATA e | 4 8 ÉPOCAS : ÉPOCAS PERÍODOS P : MAMÍFEROS GEOLÓGICAS | GEOLÓGICOS | Rte SUETERIODOS CARACTERÍSTICOS | | ER eee ; = a An = Aluviones Animales domésticos y contempo- Historica HE históricos. fauna actual indígena Reciente ráneos del Plata. Aluviones me (es ie Fauna actual indigena del Neolítica {Tiempos neoliticos. modernos | | Plata. | | Superior Mesolítica {Tiempos mesoliticos. [Palaeolama mesolitica, La- Cuater- gostomus diluvianus. naria - Auchenia diluviana, Cer- Inferior Paleolítica [Tiempos paleoliticos. | vus diluvianus. o Lagostomus fossilis, Canis Tiempos de los gran-| > À AUS : h Azarae fossilis, C. cultri- des lagos o plioceno si ES dens, Cervus pampaeus, 5 P i Toxodon plat., Mastodon. E | © : : a A Smilodon, Arctotherium, = S Tiempos pampeanos : o 2 F Lagostomus angustidens, = modernos e plioceno 3 E E Q "© ë Canis vulpinus, Doedicu- E E rs medio. =| o rus, Macrauchenia. Le Aa 1 5 = | : ES) 3 : Typotherium cristatum, E a Tiempos pampeanos E 5 Hoplophorus ornatus, antiguos o plioceno y > E 2 | Protopithecus Bonarien- inferior. : A sis, Ctenomys latidens. | | Megamys, Toxodon platen- Patagónico sts, Nesodon, Homalodon- ONMIOCEN ON) Hemera mete Oro EOD O AS | totherium, Anoplotherium, Palaeotherium, Saurocetes Empezaremos nuestro trabajo por la época neolítica, describiendo los principales objetos de piedra y las alfarerías que de ella hemos encon- trado y los paraderos que hemos explorado; seguiremos con el estudio de la época mesolítica: armas, instrumentos, alfarerías, osamentas y modo de yacimiento de todos esos objetos. Entraremos en el estudio de las épocas geológicas pasadas, tratando de aclarar en cuanto nos sea posible los fenómenos cuaternarios que han dado por resultado la forma- ción de los terrenos de transporte de las pampas, haciendo conocer tam- bién la fauna que presenció tales fenómenos; y entonces, fuertes en lo que nos haya enseñado la experiencia, nos lanzaremos a encontrar los rastros de la existencia del hombre en plena época pampeana, en medio de los restos óseos de innumerables generaciones que ya no existen, esforzándonos para demostrar del modo más evidente y comprensible que nos sea posible su contemporaneidad con esos antiguos colosos. Nuestro principal propósito consiste en ¡probar que durante la época en que vivían en las pampas argentinas esos gigantes de la creación que han sido denominados Megatéridos, Gravígrados o Tardigrados, el Toxo- donte, que participaba a la vez de la conformación del elefante, el rino- ceronte, el hipopótamo y los roedores, y que se distinguía de todos ellos por caracteres que no tienen analogía con los de ningún otro mamífero; la Macrauquenia, que reunía los caracteres de los solípedos, los camé- lidos, los tapires y los rumiantes; el Tipoterio, que no entra en ningu- no de los órdenes de mamíferos conocidos; y los extraordinarios ani- males llamados Gliptodontes, que estaban cubiertos por corazas óseas que alcanzaban a tener hasta dos pulgadas de espesor; que durante la época en que las pampas argentinas eran habitadas por terribles carni- ceros que tenían colmillos de más de diez pulgadas de largo, corvos como una hoz, afilados como puñales y dentellados como 'una sierra, cual si hubiesen estado destinados a hendir, rajar y aserrar las cora- zas óseas de que estaban cubiertas una gran parte de las especies ani- males que les fueron coetáneas, y por elefantes de formas macizas, provistos de defensas de más de dos metros de largo; que durante la época en que prosperaba esa fauna singular, únicamente propia de las pampas argentinas, el hombre también poblaba estas comarcas y más de una vez vió, contempló y admiró las macizas formas de los extraor- dinarios seres que lo rodeaban por todas partes. Sabemos perfectamente que nos exponemos a que alguien nos pre- gunte quiénes somos y con qué derecho nos atrevemos a sondear una cuestión de tanta importancia. Ni nos extrañará tal pregunta. Altos y egoístas representantes de la ciencia en el Plata ya nos la han hecho y con armas nada nobles han combatido los resultados de nuestro trabajo. Se nos ha tratado de explotadores, de ignorantes y de otras lindezas por el estilo, por haber cometido el inmenso delito de afirmar que el hombre habitó las pampas en plena época cuaternaria. 10 De modo, pues, que debemos una contestación anticipada a quienes tal pregunta pudieran hacernos. Hace diez años que venimos ocupándonos del estudio de la geología, la paleontología y la arqueología de la pampa argentina. Hemos empleado la mitad de nuestra existencia en este género de in- vestigaciones. Los años de nuestra juventud, los de la buena fe y las agradables ilusiones, los hemos pasado recorriendo diariamente leguas enteras a lo largo de las riberas de nuestros ríos, usando como único medio de lo- comoción nuestras propias piernas y teniendo por únicos compañeros una pala y ¡un cuchillo. Tanto durante los fríos del invierno como durante los abrasantes so- les del verano, hemos vivido días enteros removiendo solos o sirviéndo- nos de trabajadores constantemente vigilados por nosotros, los terrenos Ge las orillas de las lagunas, los ríos y los arroyos de la provincia Bue- nos Aires en busca de los restos de los seres que en época antiquísima — durante la cual fué bien distinta de la presente la configuración del continente americano — poblaban el suelo argentino. En el transcurso de esos diez años de continuo trabajo, hemos estu- diado hasta en sus más mínimos detalles los terrenos de transporte de la cuenca del Plata; hemos formado interesantísimas colecciones de fó- siles, aumentando con un gran número de especies desconocidas antes de nuestros trabajos el número de animales cuaternarios de Buenos Ai- res; y hemos explorado metódicamente varias estaciones o paraderos indios prehistóricos, de los cuales hemos recogido millares de objetos de diferentes clases. Y en el transcurso de ese mismo espacio de tiempo hemos acopiado los materiales que nos han traído el convencimiento de la gran anti- güedad del hombre en las pampas. Este convencimiento no ha sido, pues, la obra de un día, de algunas semanas o de algunos meses, sino el resultado de diez años de trabajo, empleados en recorrer los ríos y los arroyos de las pampas unas veces; en hacer remover o remover por nosotros mismos y con nuestras pro- pias manos sus depósitos fosilíferos, otras; y siempre en la observación, clasificación y estudio de las piezas que en esas continuas excursiones y excavaciones conseguíamos. Ni nos hemos atenido tampoco exclusivamente a nuestro juicio: he- mos sometido nuestros trabajos al examen de las personas más compe- tentes de Buenos Aires, por más que sus apreciaciones no se encontra- ran concordes con las nuestras. Y ni aun con esto conformes, quisimos consultar a los sabios de allen- de el Océano y completar el estudio de nuestras colecciones, compa- rándolas con las que se han hecho en el otro continente; y con tal fin 11 nos trasladamos a Europa y pusimos en exhibición nuestros objetos en la reciente ¡Exposición Universal de Paris, cuyo Jurado especial encar- gado de examinarlos, nos acordó un premio, lo mismo que ya lo había hecho la Sociedad Científica Argentina. Nuestra colección de objetos del hombre fósil de la Pampa fué exa- minada allá por De Quatrefages, De Mortillet, Gervais, Cope, Cartailhac, Vilanova, Capellini, Valdemar, Schmidt, Hamy, Ribeiro, Tubino y otros sabios especialistas de Europa, quienes, sin excepción, aprobaron la mayor parte de nuestras demostraciones acerca de la antigüedad del hombre en el Plata. Y sólo recién después de haber visitado las grandes colecciones pre- históricas de Europa, los yacimientos de Francia, Inglaterra, Bélgica, etc., y de haber reunido una numerosa colección de objetos prehistóricos europeos, de haber presentado nuestros trabajos en Congresos interna- cionales de sabios, donde fueron recibidos con muestras de aprobación, y se ocuparon favorablemente de ellos las revistas científicas de Europa, nos hemos resuelto a dar a luz el presente ensayo. Creemos, pues, que con tales antecedentes tenemos derecho para ocuparnos de esta cuestión y razones para ser escuchados. Aún debemos hacer una advertencia que, por cierto, no le interesa directamente al público, pero cuya ignorancia podría inducir a algunos a juzgarnos desfavorablemente. En presencia de nuestras colecciones, se creyó generalmente en Eu- ropa que las habíamos formado bajo los auspicios del Gobierno argen- tino; y como tal error podría resultarnos perjudicial, debemos declarar que todas las excursiones y excavaciones que hemos practicado durante diez años fueron llevadas a cabo exclusivamente a costa de nuestros modestos recursos particulares. En Buenos Aires mismo, donde todo el mundo sabe que no tenemos recibido de las autoridades ningún subsidio, nuestros desvelos son apre- ciados de diferentes modos, que, en algunos casos, nos son perjudi- ciales. Así, por ejemplo, cierto número de personas han pretendido que nuestros descubrimientos no eran más que el resultado de miras espe- culativas inspiradas en el alto precio que dicen tienen los objetos perte- necientes al hombre fósil. Para desvirtuar tal especie y confundir a quienes la han propalado, es menester, pues, que declaremos que no hemos vendido ni una sola pieza de nuestro museo prehistórico, a pesar de habérsenos hecho proposicio- nes ventajosas para que lo enajenásemos. Si nos hemos desprendido de una parte de nuestra colección de fósiles, ello fué para sufragar los gastos que requiere la publicación de esta obra. Aun asimismo, la colec- ción de fósiles de la Pampa de nuestra propiedad es la más rica en es- 12 pecies que la que, de la misma comarca, posee cualquier Museo del mundo, y contiene casi todos los tipos conocidos. Y hay más aún: no sólo nos hemos rehusado a enajenar los citados objetos, sino que, con nuestras economías, hemos hecho la adquisición de una colección de objetos prehistóricos de Europa, correspondientes a todas las épocas, que comprende más de cuatro mil ejemplares. Por esta breve digresión, a la cual nos han inducido circunstancias especiales, pedimos disculpa a nuestros lectores; y a los que nos han condenado sin oirnos y nos han tratado de explotadores, ignorantes, etc., les recordamos las palabras del célebre Agassiz que nos sirven de epí- grafe. , El problema de la existencia del hombre fósil argentino, como un he- cho de gran interés científico, tiene necesariamente que pasar por los tres períodos con tanta exactitud definidos por el gran naturalista. Por más que abrigamos la convicción íntima y profunda de que he- mos de probar de un modo tan evidente nuestra tesis, que no ¡podrá ser puesta en duda, no por eso tenemos la pretensión de creer que nuestro trabajo está exento de errores. En el curso de nuestra obra tocaremos cuestiones muy diferentes, relacionadas con diversas ciencias y de una manera especial con la an- tropología, la geología y la paleontología. Más de una vez tendremos el atrevimiento de enunciar nuestra opinión con respecto a ciertos pro- blemas que aún no han recibido una solución definitiva y estamos muy lejos de creer que todas nuestras deducciones puedan estar al abrigo de toda crítica. No tenemos la menor duda de que futuras observaciones, nuevos des- cubrimientos y hechos hasta ahora desconocidos, han de echar más tarde por tierra una buena parte de nuestro trabajo, especialmente en lo que se refiere a la etnografía comparada, a la clasificación de los tiempos prehistóricos argentinos y a la geología de los terrenos cuaternarios de la Pampa. Esperamos esos nuevos materiales y nos prometemos tomar una par- ticipación activa en su recolección, perfectamente dispuestos a rendirnos ante las conclusiones a que su estudio nos conduzca. El célebre geólogo inglés Carlos Lyell dice que sólo podemos llegar a conocer la larga serie de evoluciones que se verificaron durante los tiempos cuaternarios, por el esfuerzo repetido de especialistas prepa- rados al fracaso parcial de sus primeras tentativas. Persuadidos de la verdad que encierran las palabras del sabio geó- logo, nos hemos atrevido a tocar ciertas cuestiones preparados al fra- caso parcial de nuestro trabajo, dispuestos a sacrificarlo en aras de la verdad que nos llegue a demostrar los hechos y descubrimientos que so- brevengan. 13 Guiados por tales principios y por ser esta obra el comienzo de un estudio que nos proponemos hacer extensivo a todas las comarcas del Plata, declaramos que nos harán un señalado favor todas aquellas per- sonas que se sirvan comunicarnos pública o privadamente sus observa- ciones con respecto a este humilde ensayo, para que así nos sea posible enmendarlo y mejorarlo, a fin de llegar por medio de la discusión más fácilmente al conocimiento de la verdad, de tan difícil hallazgo en me- dio de restos tan incompletos como los que por todas partes pone a nues- tra disposición el inmenso archivo geológico cuaternario de la superficie del globo. Ahora, sólo nos resta dirigir cuatro palabras a los que aferrados a creencias de otros tiempos y ligados por artículos de fe combaten toda innovación, condenan sin juzgar y niegan que el hombre tenga derecho a indagar lo que ha sido su pasado y cuál puede haber sido su origen. Que éstos son los que han hecho una oposición formidable a la existen- cia del hombre cuaternario europeo y han de ser los que combatirán también la posibilidad de la existencia del hombre fósil sudamericano. «Nada más frecuente — dice el doctor Page — que las acusaciones lanzadas contra las tendencias de la ciencia moderna desde lo alto de las cátedras de los predicadores o profesores de retórica, por personas que no sólo ignoran los elementos de la ciencia, sino que también se han ligado por fórmulas y artículos de fe desde antes que su inteligencia estuviese completamente desarrollada y su saber fuese lo bastante gran- de para que les fuera dado entresacar, de en medio de esas trabas, lo que es esencial de lo que no lo es. «Aquí recordaremos, una vez por todas, que cualquiera que admita fórmulas o artículos de fe, sea en filosofía, sea en teología, no puede ser ni un amante de la verdad ni un juez imparcial de las opiniones aje- nas, porque sus ideas preconcebidas le hacen intolerante hasta para las convicciones más honorables.» A esos enemigos de toda innovación y de toda investigación de quie- nes habla el doctor Page y a quienes de algún modo les podamos de- mostrar que sus artículos de fe carecen de base científica, les adverti- mos desde luego que sus diatribas no aminorarán el mérito que ante las personas desprovistas de ideas preconcebidas pueda tener nuestro trabajo, con cuya convicción no nos abstendremos jamás de exponer nuestras opiniones con entera franqueza por temor a una crítica siste- mática. Y a los que llegan hasta negar el derecho que tiene el hombre de in- dagar su pasado, les observaremos que más que el derecho creemos tener la obligación de tomar parte en los debates que se suscitan con respecto a la antigüedad del hombre sobre nuestro planeta, porque ya es hora de dar en tierra con las antiguas y agonizantes creencias, ideas 14 y preocupaciones sustentadas por el despotismo teocrático que encadena el pensamiento, apaga la inteligencia, embrutece el entendimiento y pri- va al hombre de su libre albedrío; y porque también creemos que es un ceber sagrado de todo hombre libre y amante del progreso contribuir con todos los medios que estén a su alcance a que esa transformación se realice lo más ¡pronto posible. Si afortunadamente no lo hubiesen comprendido así un gran número de personas ilustres del antiguo continente, no se habrían hecho los grandes descubrimientos y adelantos que en este ramo del saber hu- mano se han efectuado en estos últimos veinte años a despecho de todos los que no quieren abandonar sus creencias preconcebidas, de todos los que están ligados por fórmulas y artículos de fe y de todos los que son enemigos declarados de todo lo que significa progreso y han puesto en juego un sin fin de mentiras, maldades e intrigas con la intención de reducir a la nada el resultado de centenares de observaciones practicadas en diversos puntos de Europa por notabilidades científicas. ; Hombres vanos! ¡Perseguidores de la verdad! ¡Rémoras eternas del progreso! ¡Ya conocemos vuestro objeto, vuestro fin y vuestros dile- mas!... Imposible! Imposible! Locura! Locura!... Esos son los pode- rosos argumentos con que intentáis detener todos los actuales progresos de la humanidad; esa es la gran máquina con cuyo poder intentáis de- tener el esfuerzo que hace el hombre para romper las crisálidas por las cuales aún tiene que pasar para completar el desarrollo de su perfeccio- namiento moral e intelectual. ¿Negar que la Tierra da vuelta alrededor del Sol porque dicen que Josué dijo: Párate, sol ¿y se paró?... ¿Afirmar la existencia de un Diluvio universal contra todos los principios de la ciencia moderna, por- que así nos lo han contado?... ¿Negarnos el derecho que tenemos de estudiar qué es lo que hay de cierto en el transformismo, porque de chiquitines nos dijeron que el hombre fué formado con barro?... ¿Ne- gar rotundamente la gran antigüedad del género humano, porque la tradición hebraica — y tan sólo la hebraica — nos dice que sólo tiene seis mil años de existencia?... ¡No! ¡No! ¡Mil veces no!... Vuestras palabras son inútiles, vuestros trabajos estériles, vuestros dilemas va- nos y vuestros esfuerzos impotentes! La humanidad ha marchado siempre a pasos más o menos lentos hacia el progreso, pero se prepara a seguir esa marcha en el porvenir a verda- deros pasos de gigante; y todas las trabas reunidas que los oscurantistas quieran oponerle a su paso no producirán más efecto que el que causaría un diminuto grano de arena puesto sobre los rieles de una vía férrea con el objeto de detener la marcha de una locomotora lanzada a todo vapor. 15 El hombre tiene una antigüedad muchísimo mayor que la que le su- pone la tradición hebraica. Ya es en vano que se pretenda probar lo contrario. En 1859, Lyell, Flower, Prestwich, Falconer y Evans, declara- ron a la faz del mundo que las hachas de pedernal encontradas por Bou- cher des Perthes en las cercanías de Abbeville, pertenecen a la época cuaternaria. Pocos años después, Bourgeois, Desnoyers, C. Vogt, Ramo- rino y De Mortillet, examinando los huesos rayados y los instrumentos de piedra encontrados en los depósitos terciarios de Saint-Prest (en Francia) y del Val d'Arno (en Italia) afirmaron la existencia del hombre durante el período plioceno. Y en 1872, los señores Omalius d'Halloy, M. de Vibraye, De Quatrefages, Cartailhac, Capellini, Worsaee, En- gelhart, Waldemar Schmidt y Franks, estudiando los sílex tallados en- contrados en Thenay por el abate Bourgeois, afirmaron la existencia del hombre durante el período mioceno en plena época terciaria. Descubrimientos memorables, que deberán legarse con caracteres in- celebles a las generaciones venideras para que jamás los olviden, por- que han hecho retroceder en los abismos insondables de los tiempos pasados un tan prodigioso número de años la existencia del hombre, que la imaginación se espanta al querer calcular y escribir cifras! Descu- brimientos memorables, porque nos demuestran que el alto grado de civilización, progreso e ilustración a que hemos alcanzado, representan el trabajo lento, continuado y progresivo de un sin fin de generaciones. Descubrimientos memorables, porque han echado por tierra todas las suposiciones, teorías, sistemas, tradiciones y leyendas que se habían inventado para explicar el origen, antigüedad y lugar del hombre en el Universo, abriendo un nuevo e inmenso campo a la antropología pre- histórica, a la arqueología, a la etnología, a la etnografía y a la genea- logía humana, ciencias todas que están llamadas a resolver importantí- simos problemas que influirán de un modo poderoso sobre la marcha futura de la humanidad. Descubrimientos memorables, en fin, porque prueban hasta la evidencia que el hombre también sigue la regla gene- ral, de que todos los restos orgánicos que se encuentran conservados en el vasto archivo de los depósitos fosilíferos, son de una escala más ele- vada y poseen órganos más perfectos cuanto más se acercan a la época actual y tanto más rudimentarios e imperfectos cuanto más se apartan de ella; prueba elocuentísima del progreso ascensional, sin límites, sin principio, sin fin, eterno, de la naturaleza animada e inanimada, cuyas formas se han sucedido y se sucederán eternamente, desviándose cada vez más de los tipos primitivos, al son de leyes misteriosas que el hom- bre —la obra más perfecta de la naturaleza actual — no las ha descu- bierto sino en parte, no conoce el mayor número ¡quizá no las conocerá jamás! Y cuyo secreto está reservado tal vez, en las futuras edades, a seres superiores a nosotros bajo el cuádruple aspecto físico, moral, de la 16 inteligencia y la razón, y cuya civilización, cuando sea comparada con la presente, resultará tal vez lo que nuestras máquinas de vapor, que cruzan los continentes en todas direcciones, nuestros alambres eléctricos, que transmiten el pensamiento humano con igual rapidez que la del rayo y nuestros poderosos instrumentos de óptica, que han penetrado en los abismos insondables del espacio infinito, revelándonos el secreto de la existencia de otros mundos, comparados con las toscas puntas de flecha, las hachas, los raspadores y los cuchillos del hombre primitivo, que no reclaman nada menos que la larga práctica de experimentados arqueó- logos especialistas para que se distinga en ellos el trabajo de un ser inteligente. EL AUTOR. París, Enero de 1880. LIBRO PRIMERO Los indígenas de América, su antigüedad y origen CAPÍTULO 1 LOS INDÍGENAS DE AMÉRICA, SU ANTIGUEDAD Y ORIGEN Origen del pueblo Americano.— Diferentes suposiciones por las cuales se ha pretendido explicar la presencia del hombre en América.—Supuesta predicación del Evangelio en el Nuevo Mundo. —Conocimiento de América en los siglos XIV y xv. — Des- cubrimiento de América por los Frislandeses.— Id. por los Venecianos. — Id. por los Escandinavos, anteriormente al viaje de los Zeno.—Descubrimiento de Islandia y Groenlandia antes del año mil. — Id. de la Florida, Georgia y Virginia, etc., por los antiguos Waleses e Irlandeses. — América conocida por los Chinos, Japo- neses, etc., con el nombre de Fou-Sang. Consideramos el estudio del hombre prehistórico de una comarca cual- quiera de América, como inseparable del estudio del hombre americano en general. Esta es la causa que nos ha inducido a hacer preceder este trabajo de un estudio compendiado sobre los indígenas de América, su antigúedad y origen. El descubrimiento de América fué una consecuencia lógica del ade- lanto continuo de la humanidad, del deseo innato en el hombre civili- zado de conocer nuevas tierras, de ver comarcas diferentes de las cono- cidas o de las que ha tenido ocasión de conocer, de la curiosidad misma que le impele a conocer lo desconocido, a averiguar más allá de lo que sus contemporáneos y antecesores mo pudieron ver ni conocer, de co- lumbrar a lo menos lo que no ha sido posible vislumbrar :a los demás hombres, por una parte: y por la otra, del espíritu de conquistá que dominaba en ese tiempo en casi todos los pueblos del viejo continente, «el deseo y la necesidad que siente el hombre de extender sus horizontes y sus dominios, de la sed de riquezas adquiridas a poca costa, del ‘espi- ritu aventurero y emprendedor de las naciones que se dedican al co- mercio y la navegación, lo mismo que de los adelantos de la náutica. El descubrimiento de América fué un esfuerzo de la humanidad mo- derna, que le permitió conseguir una ventaja sobre las ¡preocupaciones pasadas, y en particular sobre la teología, que entonces estaba justa- mente en el apogeo de su dominio sobre las conciencias humanas; «es- AMEGHINO — V. III 2 18 fuerzo más grande, más fuerte y poderoso de lo que generalmente se cree, que ha influído de un modo muy notable sobre la marcha de las naciones modernas, ¡producido por un conjunto de causas muy diferentes, pero que reconocen todas un origen común: el progreso indefinido del pensamiento humano. Esfuerzo cuya magnitud sólo puede apreciarse recordando que desde Platón se hablaba de la existencia de un continente occidental que se decía había sido sumergido; que la cosmografía griega admitió la exis- tencia de los antípodas; que más tarde la Roma gentílica hizo otro tanto; que la existencia del nuevo continente había sido columbrada por más de un astrónomo, un sabio y un filósofo; y que a pesar de todo se necesitaron aún cerca de dos mil años para que el hombre pudiera romper las barreras entre las cuales pretendían encerrarlo, y lanzán- dose a través de mares desconocidos llegara al continente americano, no sin que antes se tratase de oponer a sus designios todos los obs- téculos posibles. Como dice Lamas (1): «La inteligencia dada al libro de Moisés, con- denaba todas las ideas que se habían ido elaborando lentamente, desde los tiempos más remotos, respecto a la configuración de la tierra; y admitir los antípodas, como los admitía Cicerón, in quo (australi cin- gulo) qui adversa nobis urgent vestigia, fué declarado acto no sólo in- sensato, sino herético (2)». Las opiniones de los teólogos tuvieron fuerza de artículos de fe; y tratándose de un obispo que había admitido los antípodas, el papa Za- carías le escribía a su legado en Sälzburg (748): «En cuanto a la per- versa doctrina de Virgilio, si se prueba que él sostiene que hay otro mundo y otros hombres sobre la tierra, arrojadlo de la Iglesia en un Concilio, después de haberlo despojado del sacerdocio». El proyecto de Colón de ir por el occidente a las Indias Orientales, provocó la más fuerte oposición de ¡parte de la consulta de eclesiásticos reunida en Salamanca, en el convento de San Esteban, a cuyo examen había sido sometido. «La historia, dice Reynaud, ha conservado memoria de esa controver- sia solemne entre la cosmografía griega y la cosmografía católica. Colón fué atacado con textos del Génesis, de los Salmos, de los profetas y aun del Evangelio y de las Epístolas. A ellos se agregaban los comentarios de San Crisóstomo, San Agustín, San Jerónimo, San Basilio, San Gre- gorio, San Ambrosio, los de casi todos los padres, enemigos pronuncia- dos de la redondez de la tierra. San Agustín declara que la doctrina de (1) ANDRÉS Lamas: Introducción a la «Historia de la conquista del Paraguay, Rio de la Plata y Tucumán», por el padre LOZANO. Buenos Aires, 1873. (2) LAcTANCIO: Divinae institutiones, lib. 111, cap. XXII]. —SAN AGUSTÍN: en el cap. IA De Civitate Dei. 19 los antípodas es incompatible con los fundamentos de la fe; porque, dice él, los habitantes de los antípodas provendrian, necesariamente, de otra creación que la de Adán (3). La expedición se llevó a cabo, a pesar de todo, y Colón y los suyos aportaron al continente americano, que encontraron poblado por otros hombres. Desde los primeros momentos del descubrimiento de América, el pro- lema de la procedencia de sus pobladores empezó a ocupar la mente de los teólogos y filósofos. Esa raza tan diferente de la europea, que se les presentaba por pri- mera vez, que habitaba la parte más extensa del mundo, que no tenía conocimiento alguno de la existencia del Viejo Continente, que aparecía rodeada de animales y vegetales en su mayor parte diferentes de los que poblaban las comarcas de Europa; que vagaba en un continente separado del resto de la tierra conocida por un inmenso mar, que ha- blaba lenguas completamente desconocidas y que practicaba costumbres y ritos en su mayor parte extraños, completamente contrarios a los de los europeos, les llamó sobremanera la atención. Esa raza eran los antípodas, eran los hombres de que había hablado San Agustín, que, según él, no podían existir, porque provendrían de otra creación que la de Adán. Los teólogos tuvieron que tratar de poner en concordancia con los textos sagrados los nuevos descubrimientos, y de aquí se originó una interminable disputa sobre el origen idel hombre americano, que con- tinúa aún actualmente. Los filósofos y escritores disidentes del catolicismo admitieron la plu- ralidad de creación, afirmaron que el hombre americano había tenido origen en el continente que habitaba y que ningún parentesco lo unía con Adán y su descendencia. Algunos hasta llegaron a suponer que la creación del hombre americano era anteadamitica. La autoridad de los libros sagrados estaba seriamente comprometida. Se admitió la existencia de los antípodas, porque no había posibilidad de negarla; pero se afirmó que descendían de Adán. Para dar más auto- ridad a esta afirmación de la Iglesia, se trató de probar cuándo y cómo los pobladores del Viejo Continente pasaron a poblar el Nuevo Mundo. Un grandísimo número de teólogos y miembros del clero católico de todas las jerarquías, lo mismo que diversos escritores, tomaron a su cargo semejante tarea; pero lo hicieron tan desacertadamente, que apenas se encuentra una media docena que sean de la misma opinión. Las opiniones se multiplicaron tanto, y se han supuesto tantos viajes y emigraciones, que habría para llenar muchos volúmenes si se quisiera mencionarlas todas. (3) REYNAUD: art. Colombo. Las antiguas tradiciones egipcias y varios escritores de la antigüedad nos han legado el recuerdo de un gran continente, tan grande como la Europa y el Asia reunidas, que dicen existia más ¡allá de las Columnas de Hércules, en lo que es hoy el Océano Atlántico, y que desapareció momentáneamente en una gran catástrofe. Muchos supusieron, pues, y algunos escritores lo han sostenido con una rara erudición, que el hombre había pasado del antiguo al Nuevo Mundo por encima de ese continente sumergido. Todos los que soste- nían dicha opinión no hacían remontar la existencia de esta tierra más allá de unos tres mil años; está actualmente probado que en un período tan corto no puede haberse verificado un cambio tan notable en la rela- ción de las tierras emergidas actuales. Si en realidad ha habido en lo que hoy es el Atlántico una gran tierra o un continente, su existencia tiene forzosamente que remontar a una época mucho más remota. Otros han buscado el origen de los americanos en la dispersión y con- fusión de la torre de Babel, porque (dicen ellos) la Sagrada Escritura afirma que después de la confusión de las lenguas los hombres se dis- persaron por todas partes del mundo, y desde luego, necesariamente algunos pasaron a poblar América. Algunos han visto a América en aquella región que en la Escritura figura con el nombre de Ophir, adonde enviaba Salomón sus naves a buscar las maderas y piedras preciosas necesarias para la construcción del Templo, región tan lejana que las naves empleaban tres años en el viaje (4). Dicen otros que seguramente fué poblada por fenicios y cartagineses, según parecen demostrarlo diversas inscripciones encontradas en varios puntos de América, que se supone sean fenicias (5). Un buen número de eclesiásticos se empeñaron en demostrar que fué Japhet en persona quien pasó a poblar el Nuevo Mundo (6). Otros concedieron el honor de haber poblado América occidental a los polinesios y la oriental a algunos negros de Guinea, arrastrados por las corrientes del Océano o arrojados a la costa por alguna tempestad. Los españoles pretendieron que había sido poblada por sus antepa- sados, que habían buscado un refugio en el Yucatán cuando la invasión de ‘Espana por los mahometanos. Los noruegos, que en el siglo nueve habían colonizado la extremidad Norte de América septentrional, pretenden a su vez haber descendido hacia el Sud y haber poblado todo el continente. (4) PINEDA: Libro IV, de Rebus Salomonis.—VATABLO: In lib. III, Reg., cap. IX. — BECANO, SA, POSTEL, GEBRARD y otros. (5) Horn: p. 19. Sententia ejus est: Americanos omnes, a Phoenicibus ortos, ef unam hanc gentem vastum illum orbem et habitare et detexisse, ita ut ex aliis provinciis nulli ante Hispanos, proeter Phoenices, eo venerint. — CABRERA: citado por DOMENECH: «Revue Américaine». (6) PIEDRAHITA: Historia del Nuevo Reino. — ZAMORA: Crónica de la provincia de San An- tonio. 21 Muchos quieren que la primera población de América haya sido com- puesta por tribus de tártaros, chinos y japoneses. Por fin, un hijo de la nebulosa Albión ha querido vindicar para su patria el alto honor de haber poblado el continente americano, y afirma de la manera más natural del mundo que Manco Capac, primer Inca de Perú, fué un filibustero inglés (7). La opinión que ha sido considerada como más probable y es general- mente admitida por todas las personas ilustradas y muchos sabios, es que la población americana proviene de tribus asiáticas de diferentes nacio- nes, que en épocas diversas han pasado de la extremidad Noreste de Asia al Noroeste de América por el estrecho de Behring. Un sabio contemporáneo de celebridad universal, acaba de lanzar una nueva opinión. En lugar de la Atlántida, supone ha habido en otro tiempo un continente en lo que es hoy el Océano Pacífico, al que da el nombre de Lemuria, en donde supone tuvo origen el género humano y que de ahí emigró por una ¡parte al continente ¡americano y por otra a Asia y Africa (8). Nosotros creemos en la posibilidad de que se hayan verificado mu- chas de las emigraciones mencionadas, pero negamos absolutamente que alguna de ellas haya dado origen al pueblo americano, que, prc- baremos, remonta a una época muy anterior a todas esas pretendides emigraciones. Recogidas las palabras legadas por San Agustín, algunos filósofos y pensadores avanzados disidentes del catolicismo lanzaron la idea de que el hombre americano no descendía de Adán, sino de otra creación ante- rior a la que narra el Génesis y las Sagradas Escrituras se vieron muy seriamente comprometidas. De ahí también la necesidad que afligió a los teólogos de la época de encontrar en el suelo americano algo que confirmara las Escrituras. Y ese algo lo encontraron en algunas supers- ticiones, usos y tradiciones que, a lo lejos, recordaban en algo los ritos del cristianismo. Aprovecharon esa coincidencia y no vacilaron para afirmar que el cristianismo había sido predicado en América por el mismo santo Tomás. De este modo se obtenía la confirmación del pasaje del Nuevo Testamento que dice que Jesucristo ordenó a sus discípulos predicaran su ley por todo el mundo y la población americana cesaba de aparecer como desheredada de los beneficios del cristianismo por desconocida y ser de diverso origen que los pueblos del antiguo conti- nente y aparecía, por el contrario, América como un país ya conocido en tiempo de Cristo y sus pobladores eran reconocidos como descen- dientes de los del Viejo Mundo. Así reanudaron los historiadores sa- grados el hilo de la tradición bíblica en el Nuevo Mundo. (7) WALTER RALEIGH. Véase TEODORO DE BRY: Amérique y GARCILASO DE LA VEGA. (8) HAECKEL: Sur l’origine et l'arbre généalogique du genre humain, 1868. lo to Los historiadores, escritores, empleados gubernativos, jesuitas, frai- les, obispos y clérigos de toda$ jerarquias, que se ocuparon de demos- trar la predicación del Evangelio en América, pueden contarse por cen- tenas (9). : Para probar su tesis echaron mano de todos los argumentos que po- dian ofrecerles analogias fortuitas y vulgares. Algunas de sus pretendidas pruebas son verdaderamente tan pueriles que en el dia tenemos de qué sorprendernos al saber que ha habido quien les haya dado crédito. El principal fundamento de su demostración consistía en el hallazgo de la cruz y su veneración por los indígenas, en diversos puntos de América. Gomara, Malvenda, Benito Fernández y Justo Lipsio (10) dicen que en Cozumel y Yucatán los naturales adoraban una gran cruz que tenía diez palmos de largo; que los indios ponían cruces en las sepulturas; y que tenían esta costumbre desde la predicación del Apóstol. El mismo Gomara dice que la cruz era también venerada en la pro- vincia de Cumaná. Fray Gregorio García ‘dice que en el pueblo de Guatulco (Nueva Es- paña) los indios tenían en gran veneración una cruz que habían reci- bido del mismo santo Tomás (11). En Perú y otros puntos de América también se encontraron algunas cruces veneradas por los indígenas, a las que se atribuía el mismo origen. ¡El hallazgo de la cruz en diversos puntos de América es un hecho positivo y nosotros podríamos enumerar muchos casos más de su ha- llazgo y veneración desde la Patagonia hasta la tierra de los esquima- les, que los que han citado los que lo han hecho con ideas preconce- bidas; pero estamos muy lejos de ver en ello una prueba de la predi- cación del Evangelio en el Nuevo Mundo. El signo de la cruz ha sido conocido en todas partes del mundo desde la más remota antigüedad, lo que no debe absolutamente sorprender, si se considera que es la figura más simple que pueda surgir de la com- binación de dos líneas rectas. Según todas las probabilidades, en un principio debe haber servido para designar los cuatro puntos cardinales; más tarde se transformó en emblema religioso, objeto de veneración en muchas religiones anterio- res al cristianismo. Se la encuentra en los obeliscos y jeroglíficos de los antiguos egip- cios, en la mitología griega, en la fenicia, en la hindú, en los caracteres chinos, hebreos, romanos, fenicios, etc. En tiempos más remotos aún, en la época del bronce, se la encuentra sobre los objetos más usuales en todas partes de Europa. (9) García, CALANCHA, LOZANO, NÓBREGA, ALONSO Ramos, OVALLE, RIVADENEYRA, TERESA DE MIER, ETC., ETC. (10) Gomara: Hist. jud. doccil. — MALVENDA: de Antich. (11) García: De la Predicación en el Nuevo Orbe. 23 A los que deseen más pormenores sobre el signo de la cruz en la antigüedad y su veneración, les recomendamos los trabajos de M. G. de Mortillet y Lafitau (12). Además del hallazgo de la cruz, también aducían como prueba de la predicación del cristianismo en América, varias impresiones de pies humanos grabadas en las rocas, que tampoco vacilaron en atribuir a Santo Tomás. En todas partes, allí donde las rocas o las antiguas playas presentaban impresiones de pies humanos, eran las huellas del santo, y el polvo que se sacaba de esas rocas era remedio infalible contra todas las enfermedades. El afán de obtener esos ¡polvos milagrosos quizá sea la verdadera causa de que hayan desaparecido todas esas huellas, que por cierto de- bían ser bastante numerosas cuando el solo padre Lozano se toma el trabajo de enumerar más de una docena de puntos diferentes en que se habían encontrado dichas pisadas (13). Es verdaderamente digna de notar la circunstancia de que ¡en una época como la presente, en que se buscan hasta los más leves vestigios del pasado, no se hayan encon- trado pisadas de esa naturaleza. Pero aun la presencia de dichas huellas, en el sentir de Lamas, no probaría la predicación ‘del Evangelio, sino probablemente el pasaje de los fenicios, que tenían la costumbre de grabar dos pies, uno detrás de otro, para significar viajero u hombre que pasa (14). Por otra parte, el fenómeno de impresiones de este género, en rocas modernas o de épocas geológicas pasadas, es ya suficientemente cono- cido por los geólogos para que se pueda ver en ellas pisadas de santos. Corrobora aún más nuestra opinión lo que dice el padre Lozano acerca de las impresiones de pies humanos de Paraguarí, que están acompañadas de impresiones de animales, como venados ‘0 corzos, que también habían acudido a oir la predicación del santo Apóstol. En rea- lidad solamente el gran interés que tenían en demostrar la predicación del cristianismo en esta parte del mundo, pudo hacer ver a los reanuda- dores de la Biblia impresiones de los pies de los Apóstoles en tales huellas, esto es: si su misma existencia no es el resultado de dicho in- terés. A la misma causa debe atribuirse la peregrina idea de ver la repre- sentación de la Santísima Trinidad en un ídolo que adoraban algunas tribus de Perú, que tenía tres cabezas y un solo cuerpo, como si pudiera haber algo más caprichoso en formas e imágenes que los ídolos y objetos Ge barro de los indios de América. (12) G. pe Mortittet: Le signe de la croix avant le Christianisme.—LAFITAU: Moeurs des sauvages américains comparées aux moeurs des premiers temps. París, 1724. (13) Lozano: Historia de la conquista del Paraguay, Rio de la Plata y Tucumán. (14) Anbrés Lamas: Obra citada. 24 Al mismo buen deseo debe atribuirse también la manía de ver en todas las figuras descollantes de la tradición americana el discípulo de Cristo, ya tantas veces nombrado. «Sostuvieron que el Quetzalcohuatl de Méjico 'era Santo Tomás, y hasta trataron de probarlo filológicamente. ¿Qué significa Tomás? El significado propio y común por la raíz tan es el de mellizo, en griego didymus; y este nombre griego es el que más frecuentemente le daban a Santo Tomás, según 'el Evangelio: Thomas qui dicitur Didymus. Pre- guntaron sin duda los mejicanos el nombre del predicador, y sabiendo que era el de mellizo, lo traducirían ‘en su escritura jeroglifica de este modo: pintarían una culebra que llaman cóhuatl; en seguida pintarían un plumero precioso, que significa Quetzal, y puesto sobre la culebra daría Quetzalcohuatl. «El Viracocha barbado de Perú debía ser también Santo Tomás; y por eso los peruanos apellidaron a los españoles Viracochas y aun con- servaron el nombre de Santo Tomé, llamando a los sacerdotes espa- ñoles Paytumes, que significa Padres Tomés. «Para transformar en Tomé el Zumé o Sumé de los Guaranís (*), no se requería mayor esfuerzo: la analogía se hacía por sí sola. «En todas partes donde las tradiciones americanas presentaban un extranjero blanco, barbado, que predicaba o importaba una doctrina, (*) Como puede haber llamado la atención el hecho de que a pesar de la regla gramatical que prescribe que los nombres terminados en vocal acentuada reciben en el plural la silaba es, los propios de algunas razas (Guaraní, Calchaquí, etc.) han aparecido en el segundo tomo de esta edición y continuarán apareciendo en este y en los demás pluralizados con el solo añadido de una s, como si se tratara de nombres terminados en vocal no acentuada, deseo decir que deli- beradamente he preferido ésto a aquéllo (aun violando a sabiendas a la Academia) por dos razones: primera: porque Ameghino lo hizo así; y segunda, porque él estaba en buena compa- ñía y yo en la suya que no puede ser mejor. En efecto: si BARCO CENTENERA, entre los cronistas de la conquista, usa indistintamente Gua- ranía y Guaranís, Quirandies y Quirandís, Tupis y Tupies (1) y lo mismo hace ANTONIO DE HERRERA en sus Décadas (2), sólo el PADRE PEDRO LOZANO usa Guaraníes y Querandíes (3), mientras que STADE, visitador de las comarcas brasileñas, según afirma CRONAU en su Historia de América, usa Tupis (tomo III, página 107); PEDRO NICOLÁS DEL TECHO usa Guaranis, Calcha- quís y Quirandís (4); el PADRE GUEVARA en su Historia de la Conquista del Paraguay y Río de la Plata usa Guaranís, Calchaquís, Quirandís y Tupís (5); SANCHEZ LABRADOR usa Guaranis, (6); y DieEGO GARCÍA, explorador del Rio de la Plata en la época de Sebastián Gaboto, en su Descrip- ción de las tierras exploradas usa también Guaranís, según lo afirma SAMUEL LAFONE QUEVEDO en su estudio sobre Etnografía Argentina (7). Valga, pues, esta rápida explicación. — A. J.'T. (1) Barco CENTENERA: edición facsimilar de Estrada, 1912. (2) Guaranís y Quirandís en la «Década IV», libro VIII, cap. XI; y Guaraníes y Querandies en la «Década VII», libro Il, cap. IX. (3) Historia de la Conquista del Paraguay, Tucumán y Río de la Plata, edición de don AN- DRÉS LAMAS. (4) Historia del Paraguay de la Compania de Jesús, edición de 1897, Madrid: Guaranís, tomo I, libro I, cap. XI, páginas 33 y 43; Calchaquís, tomo J, libro I, cap. XX, página 38; Querandis, tomo I, libro I, cap. XLIII, etc. (5) Edición de don ANDRÉS Lamas: página 10, Tupís y Guaranís; página 12, Quirandís y Cal- chaquís, etc. (6) Paraguay católico, edición de la Universidad de La Plata, 1910, tomo J, pág. 245. (7) Véase Memoria de la Universidad Nacional de La Plata al Primer Congreso Panamericano. 25 una civilización, una simple mejora agrícola, como la del beneficio de la mandioca, ese hombre era-santo Tomás, que recorría las dos Améri- cas, aunque con muy desiguales aspectos y resultados, dejando estam- padas sus pisadas en las más duras rocas, como señales indelebles de su prodigioso itinerario (15).» ¿Qué diremos de la Biblia que se dice existía en poder de un cacique del pueblo de Quihazea, en la que se decía había pintadas muchas figu- ras, entre ellas la Virgen María vestida con hábito de india, y que el cacique la había recibido en herencia de padres a hijos desde centenares de años atrás? ¿O del bautismo que se dice se practicaba en Méjico, fundándose en una ceremonia azteca en que el agua y la sal desempe- naban cristianamente su papel; lo mismo que de la comunión, o a lo menos del uso del pan, en lo que también se quiso ver una analogía con el cristianismo, como si este rito no hubiese existido entre los grie- gos y los egipcios, y la purificación por el agua no perteneciera a un gran número de pueblos? Lo cierto es que no hay en toda América un solo indicio cierto que nos permita suponer, ni aun remotamente, que la doctrina de Cristo haya sido predicada en el Nuevo Mundo por «alguno de los Apóstoles. Esta es la verdad, aun cuando no la encuentren de su gusto algunas personas que aún en los dos tercios del presente siglo se permiten llamar la atención sobre tradiciones apócrifas, hechos inverosímiles y analogías pueriles y disparatadas. No por esto negamos que pueda haber habido relaciones entre ambos continentes; por el contrario: las ha habido y con frecuencia, como va- mos a demostrarlo. El veneciano Fray Mauro, o el «cosmógrafo incomparable», como lo llamaban sus contemporáneos, levantó en 1400 un mapamundi que se conserva en el monasterio de San Miguel de Murano, cerca de Venecia, y otro en 1549 para el rey Alfonso V de Portugal. En este mapa, al Oes- te de las islas Azores, coloca unas islas de San Brandán, de Antillas y de Berzil. Como en esa dirección no se encuentran más islas que las An- tillas, no sería imposible que esas fueran en realidad las islas dibuja- das por Fray Mauro. Los hechos análogos que vamos a registrar autori- zan esta opinión. Picigano, compatriota de Fray Mauro, pero que vivió un siglo antes, hizo en 1367 un mapa en el que al Oeste, en el Atlántico, se ve una tierra llamada Antilia, en cuya costa hay una estatua que, alzando una mano gigantesca, parece indicar al viajero el gran peligro que hay en pasar más adelante. En otro mapa aún más antiguo, hecho por Ramusio, se ve también (15) ANDRÉS Lamas: Obra citada. 26 esa tierra y otra más al Norte que parece corresponder a Terra Nova. Al Norte de esta tierra se ve una isla que lleva el nombre de Isla del Diablo. 5 En otro mapamundi que data del ano 1436, levantado por e] vene- ciano Andrés Bianco, y conservado en la Biblioteca de San Marcos, se ve al Oeste de las Canarias una gran tierra cuadrilonga, llamada Antilia, la que también se ve en otros mapas modernos, pero anteriores al descubrimiento de Colón. En el Norte se halla la Islandia, una tierra que tiene el nombre de Frieslandia y una isla con el nombre de Sco- rafisca. Un Globo terrestre hecho por el célebre Behaim, en Nuremberg, en 1492, es decir, el mismo año en que Colón descubría América, tiene dibujadas al Oeste grandes tierras que ocupan justamente la posición de Brasil, las Antillas, etc., y llevan los nombres de Antilia, San Bran- dán, Cipangu, Cathay, etc., y hasta algo que muchos han tomado por el estrecho de Magallanes. El Globo original de Behaim, de Nuremberg, se encuentra actual- mente conservado en una casa de la ciudad, que se halla en frente de la iglesia de San Gil (16). En otro mapa, que cuenta cerca de once siglos de antigüedad y que se conserva en la Biblioteca de Turín, también se halla representada al otro lado del Océano una cuarta parte del mundo, residencia de los an- típodas (17). Todos estos mapas y globos parecen, pues, demostrar realmente que las tierras americanas fueron conocidas, así sea por un corto número de personas, antes del descubrimiento de Colón. Es difícil suponer que los geógrafos de esa época inventaran esas tierras si no hubieran tenido de ellas ¡algún vago conocimiento. Por otra parte, el conocimiento aunque imperfecto dde esas comarcas, supone la existencia de viajeros que habían visitado el continente ame- ricano y que aportaron a los sabios del Viejo Mundo los materiales (por cierto inexactos del simple aventurero) que les sirvieron para el dibujo de sus cartas. Aunque desconocidos, esos viajeros han existido. Colón encontró en la Guadalupe restos de un navío europeo, quizá arrastrado a la costa por las corrientes (18). Las Casas dice que los naturales de la Hispaniola aseguraron a los [primeros navegantes que, algunos años antes de su llegada, otros hombres blancos y barbudos ha- bían aportado a la isla (19). Alonso de Hojeda, nombrado en 1501 Go- (16) Eb. CHARTON: Tour du monde, pág. 30. (17) SANTAREM: Cosmographie et cartographie du moyen áge. (18) CoLombo: Vida del Almirante. (19) Las Casas: Historia de Indias. 27 bernador de Venezuela, comprobó la presencia de ingleses en la costa occidental desde hacía ya algunos años, lo que dió origen a una orde- nanza real de España, publicada en el mismo año, condenando a penas excesivamente severas a todo individuo que sin una permisión especial emprendiera descubrimientos en el Atlántico (20). Balboa, en su famoso viaje al través de América Central, señala también incursiones ante- riores hechas por capitanes cuya nacionalidad, poder y objeto que lle- vaban se ignora (21). Sin embargo, no todos esos viajeros nos son desconocidos y nuestros contemporáneos han podido ya dar a luz los nombres de algunos. Las Casas (22), Fructuoso (23), Gomara (24), Benzoni (25), Acos- ta (26), Mariana (27), Garcilaso de la Vega (28), Ramusio (29), etc., nos han conservado el recuerdo del ¡portugués Alonso Sanchez de Huel- va, quien después de haber descubierto el continente americano en 1486, fué arrojado por una tempestad a las Azores, donde fué recogido por Colón, en cuya casa exhaló el último suspiro. Es también un hecho admitido por la Historia de la Geografía, que América fué descubierta al acaso por el piloto Juan de Kolna, quien avistó las costas de Labrador una quincena de años antes que Co- lón (30). Juan de Kolna era un polaco que había nacido en los alrededores de Varsovia y que en 1476 pasó al servicio de Christian I de Dinamarca, quien lo empleó en diversas expediciones. Después de haber costeado Noruega, Groenlandia y Frislandia, reconoció Estotiland y fué lanzado por una tempestad a las costas de Labrador. Según Wytfliet (31) es el segundo europeo que después de los Zeno visitó el Estotiland, parte de América, que, como tendremos ocasión de ver más adelante, hacía ya muchos años era conocida. Los buenos habitantes de la ciudad de Dieppe pretenden, por otra parte, que América fué descubierta por Juan Cousin, marino diepés, que en 1488, en un viaje de exploración alrededor del Africa en busca de un pasaje a la India, hallándose a la altura de las Azores fué arras- trado por la corriente ecuatorial y llevado a una tierra desconocida, cerca de la embocadura de un río inmenso, que ¡pretenden es el Ama- (20) NAVARRETE: III, pág. 41, 85, 86, 88, 543 y 545. (21) NAVARRETE. (22) Historia de las Indias. (23) Saudades da Terra, escrita en los últimos años del siglo xvi. (24) Historia general de las Indias. (25) La Storia del Mondo Nuovo. (26) Historia natural y moral de las Indias. (27) Historia General de España. (28) Comentarios reales, etc. (29) Ramusio: Raccolta, ctc. (30) LeLeweL: Historia de la Geografía. (31) WrrtrLieT: Descript. Ptol. Aug. 1597. 28 zonas, donde doce años más tarde también fué lanzado por la misma corriente el portugués Alvarez Cabral, que, como Cousin, trataba de dar vuelta alrededor de Africa (32). Dicen, además, que Cousin tenía por teniente un castellano llamado Pinzón, que durante el viaje había tratado de sublevar la tripulación, y fué despedido de Dieppe al año siguiente. Parece que este Pinzón es el mismo Vicente Pinzón, castellano, que acompañó a Colón en su pri- mer viaje y a quien el almirante había confiado el mando de una de sus carabelas. E Siete años más tarde, el mismo Pinzón organizaba a su costo una ex- pedición al Nuevo Continente, dirigiéndose precisamente hacia ese punto, que once años antes había visitado bajo el mando de Cousin, es decir, a Brasil, no lejos de Pernambuco y el Amazonas (33). En fin: el sabio naturalista dinamarqués Lund, durante su residencia en Brasil, ha tenido la buena suerte de encontrar y hacernos conocer el testamento de un tal Joao Ramalho, acta del 3 de Mayo de 1580, le- vantada en presencia del escribano Lorenzo Vaz y de cuatro testigos. que han firmado, declarando que Ramalho vivía en la ciudad de San Paulo desde hacía noventa años (34). Es decir: que había llegado allí dos años antes que Colón descubriera América y once años antes del descubrimiento de Brasil por Alvarez Cabral. Fray Gaspar Madre de Dios, nos dice, 'efectivamente, que Mar- tín de Souza, cuando tomó ¡posesión de esta parte de Brasil a nombre del rey de Portugal, recibió importantes servicios de Ramalho, que &ice estaba establecido en el país desde hacía largos años y se había casado icon la hija de un cacique llamado Tebyrico (35). Pero tenemos datos aún mucho más positivos que esos para poder afirmar el descubrimiento y colonización precolombina de América. En el siglo catorce, cuatro barcas de pescadores frislandeses fueron sorprendidas por una violenta tempestad y arrojadas en alta mar, muy lejos al Oeste, durante un largo número de días (36). Cesada la tempestad, los pescadores descubrieron una isla llamada Estotiland. Una de las barcas fué echada sobre la isla y los seis hom- bres que tripulaban aquélla fueron tomados por los habitantes, que los llevaron a una ciudad bella y poblada, donde residía el rey. Este mandó buscar varios intérpretes, pero no encontró ninguno que entendiera el lenguaje de los recién venidos; sin embargo hubo uno que hablaba (32) José PÉREZ: «Revue Américaine». — PAUL GAFFAREL: Etude sur les rapports de l’Amé- rique et de l’ancien continent. Paris, 1869. (33) PAUL GAFFAREL: Obra citada. (34) Memorias de la Sociedad de Anticuarios del Norte, 1844. — Sociedad Geográfica de París, 1842. — PAUL GAFFAREL: La découverte du Brésil par les Francais. (35) F. Denis: Le Brésil, pág. 43. (36) ForsTER: Histoire des découvertes et des voyages dans le Nord (traducción BROUSSONET). 29 latín y les sirvió de inténprete. El también había sido arrojado a la isla por una tempestad. Después de haber contado su naufragio, el rey ordenó que quedaran en la isla, orden a la que tuvieron que someterse, dada la imposibilidad en que estaban de substraerse a ella. Quedaron ahí cinco años, durante los cuales aprendieron la lengua de los naturales del país, que escribían para ellos en caracteres desconocidos; pero en otros tiempos habían tenido relaciones con Europa, puesto que en la biblioteca del rey se hallaban libros en latín. - Los habitantes de Estotiland, comerciaban con los de Engroenland, país situado al Norte y de donde traían alquitrán, azufre, pieles, etc. Algún tiempo después de la llegada de los náufragos al país, el rey de Estotiland les encargó que hiciesen un viaje de exploración maríti- ma al Sud, hacia un país llamado Droceo. Pero tuvieron la desgracia de caer en manos de naciones antropófagas y hubieran sido comidos todos si no hubiera mediado la habilidad que tenían para la pesca, lo que hizo que los indios se disputaran su posesión. De este modo pasaron sucesivamente a diversas manos, teniendo ocasión de visitar todo el país, que aseguraban era realmente un nuevo mundo (37). Los habitantes eran ignorantes, groseros y no gozaban de ninguna comodidad de la vida, pues iban desnudos, de manera que sufrían el frío horriblemente. Más lejos, al Sudoeste, había pueblos mucho más civilizados a medi- da que el clima se hacía más templado: conocían el uso de los meta- les preciosos y construían grandes ciudades y templos, en los que ofrecían víctimas humanas a sus ídolos (38). Tal fué la relación que hizo uno de los supervivientes, que después de largas penalidades y fatigas había vuelto a 'Estotiland y más tarde a Frislandia. Es indudable, pues, que los frislandeses visitaron América antes que Colón, pero que encontraron pobladas algunas de sus partes por perso- nas que indudablemente descendían de algunas antiguas colonias euro- peas, puesto que en ellas hasta había libros en latín. Nicolás Zeno, noble veneciano, tan célebre por su distinguida posi- ción cuanto por haber desempeñado un papel importante en los aconte- cimientos políticos de su época, se propuso emprender un viaje de explo- ración por el Atlántico. Hacia fines del año 1388, hallándose en plena mar (39), fué batido por una tempestad y arrojado sobre las costas de Frislandia. Zichmni, rey de las islas Portland, que se encuentran al Sud de Fris- (37) Ramusio (Giov. BATT.): Navegationi et viaggi. Venetia, 1563-83, vol. III. (38) Sin. duda los pueblos civilizados de la Florida. (39) Ramusio: Obra citada. 30 landia y de Soranz, enfrente de Escocia, estaba entonces en guerra con los frislandeses. Zichmni recogió a los náufragos y reconociendo en Nicolás Zeno grandes calidades, lo recibió, acordándole distinciones e incorporándole a su flota. Ayudado por los venecianos, Zichmni se apo- deró de todas las islas que rodeaban a Frislandia, cubriendo en seguida de regalos y dignidades a sus huéspedes venecianos. Nicolás Zeno, nombrado por Zichmni su almirante, escribió una carta a su hermano Antonio Zeno, que se hallaba en Venecia, en la que le daba cuenta de su nueva posición y noticias sobre el país que habitaba, induciéndole a trasladarse a Frislandia. Antonio aceptó la oferta de su hermano y partió para Frislandia, donde sirvió cuatro años bajo sus órdenes. Zichmni, fwerte con el apoyo de sus huéspedes, se propuso conquistar todas las islas del Atlántico que reconocían entonces la soberanía del rey de Noruega. Una primera expedición contra Estland, llevada a cabo por los años 1393 a 1394, fracasó, dando por único resultado el pillaje de varias islas que rodeaban a Islandia. Una segunda expedición, de descubrimiento más bien que de con- quista, siguió a la precedente. Los tres buques equipados por Nicolás Zeno, llegaron a fines de Julio de 1395 a Engroenland. Los habitantes Cel país, durante el verano mantenían relaciones con los habitantes de Trondón. Nicolás Zeno habría querido continuar esa expedición que se anunciaba bajo tan buenos auspicios, pero no pudiendo resistir los rigo- res del clima, murió de vuelta a Frislandia. Su hermano Antonio le sucedió en el mando. Héchose indispensable, Zichmni, que a la sazón meditaba grandes proyectos, no le permitió volver a Venecia; pero Zeno continuó manteniendo con su familia rela- ciones por escrito. Por esta época había vuelto a Frislandia el superviviente de aquellos pescadores frislandeses que, arrojados por una tempestad a Estotiland, habían sido enviados por el rey del país a visitar la tierra de Droceo. Las aventuras del pescador frislandés hicieron entrever a Zichmni nuevas conquistas y se decidió a emprender una gran expedición. La muerte del pescador, que acaeció tres días antes del señalado para la partida, no impidió que se lanzase a la vela, arrastrando consigo a Antonio Zeno. La flota, apenas entrada en alta mar, fué dispersada por una violenta tempestad; mas consiguió reunirse de nuevo y arribó frente a una gran isla. Hostilizados por los naturales, los expedicionarios continuaron su viaje al Oeste durante seis días, empujados por un viento sumamente violento, hasta que descubrieron tierra. El país era excelente y los natu- rales parecían tímidos, por lo que Zichmni se propuso sacar partido de 31 esta oportunidad, edificando una ciudad en su nuevo dominio. Llegado el invierno se vió en la necesidad de enviar a Frislandia a Zeno con los descontentos para deshacerse de ellos y al mismo tiempo obtener nuevos recursos, cuyo encargo cumplió fielmente el almirante. En una carta que Antonio Zeno escribió más tarde a su hermano ma- yor Carlos, en Venecia, le decía que la ciudad de Zichmni prosperaba notablemente y que había extendido sus conquistas. Anunciaba también una historia de las costumbres de Frislandia, Islandia, Estland, Noruega, Estotiland y Droceo, que pensaba unir a una biografía de Nicolás Zeno y Zichmni (40). Desgraciadamente estos trabajos no han llegado hasta nosotros. No poz eso queda menos probado, sin embargo, que los venecianos y fris- landeses habían fundado en América verdaderas colonias, un siglo antes que se verificase el descubrimiento de Colón. La Frislandia de los Zeno, son las islas Feroé, o Fers-ey-Land, como se llamaban en otro tiempo (41). Todos están acordes en reconocer en Estland las islas Shetland (42). En Groenland o Groveland, es muy facil reconocer Groenlandia. El Estotiland de los frislandeses y los Zeno, que quiere decir tierra anterior al oriente, es indudablemente Terra- nova o Labrador (43). El país de Droceo o Drogeo, corresponde a la Nueva-Inglaterra y quizá también a una parte de la costa de Estados Unidos; y ese pueblo más civilizado que se encontraba al Sudoeste, que ofrecía sacrificios humanos en templos grandiosos, es claro que no puede ser otro que Méjico y algunas tribus de la Florida. Entre los antiguos manuscritos escandinavos, se conserva uno (44) que refiere que, en 1347, diez y siete hombres emprendieron, a borlo de un mismo buque, un viaje de Groenlandia a Marklandia, tierra si- tuada hacia el Sud. De regreso de Marklandia, el buque fué desviado por huracanes y legó, aunque perdiendo anclas, al golfo de Straumfrord al Oeste de Islandia. Por la relación del viaje se reconoce que las relaciones habían sido frecuentes entre Groenlandia y la tierra llamada Marklandia. (40) ZENO (CATERINO) : De i Commentarii del viaggio in Persia, libri due, et dello scoprimento delPIsole Frislanda, Eslanda, Engroenland, Estotilanda et Icaria, fatto sotto il polo Artico, dai due fratelli Zeno. Venetia, 1588. TERRA Rossa (P. D. VITALE): Riflessioni geografiche circa le terre incognite. Padova, 1686. Libro curioso que tiene una parte intitulada: © Si pruova che i patrizi di Venezia prima d’ogni altro, hanno all’Italia e all'Europa, discoperte tutte le terre anticamente incognite, anco l’America e la Terra Australe. ZuRLA: Dissertazione intorno ai viaggi e scoperte settentrionali di Nicola ed Antonio frat. Zeno. Venezia, 1808. — ZARTMAN (trad. EyriEs): Remarques sur les voyages au Nord, attribués aux freres Zeno. «Annales de Voyages», 1836. (41) LeLeweL: Géographie du Moyen Age étudiée. Bruxelles 1852. — MALTE-BRUN. BUACHE: Académie des inscriptions et belles-lettres, 1874. — Mémoire sur la Frislandia. (42) LeLeweL: Obra citada. — BUACHE. (43) WYTFLIET: Obra citada. (44) RAEN: Antiquitates americanae sive scriptores septentrionales rerum ante Columbianarum in América, Hafniae, 1837. 32 Otros manuscritos antiguos refieren que dos eclesiásticos llamados Aldabrand y Thorwald Helgasson, bien conocidos en la historia de su país por haber tomado parte en las contiendas entre el rey Erico de Prestehaden y el clero, descubrieron en 1288 nuevas tierras al Oeste de Islandia. Tres o cuatro años más tarde, Landa Rolf, llegó por orden de Erico a la misma región, lo que naturalmente hace suponer que ella era ya bien conocida por los escandinavos. Otros manuscritos aún más antiguos nos dicen que un obispo de Groenlandia llamado Erico fué en el año 1121 a Vinlandia, tierra situada al Sur de Groenlandia y que ya hacía años había sido colonizada por los groenlandeses (45). Parece que el objeto del viaje del obispo con- sistía en obtener que los colonos perseverasen en la religión cristiana, a la que quizá temía abandonaran por falta de relaciones entre Vinlan- dia y Groenlandia. Algunos años antes habia sido precedido por un obispo sajón, lonus, que emprendió el viaje a Vinlandia con el mismo objeto que Erico, pero con menos suerte, pues fué martirizado (46). Por otra parte, esas tierras eran perfectamente conocidas en Europa y he aquí la prueba. Las célebres cruzadas fueron predicadas hasta en Vinlandia (47). En 1279, el arzobispo lon, autorizado por.el Papa, en- vió una persona para recoger en su nombre el producto de los diezmos destinados a la cruzada predicada entonces por toda Europa (48). Ni- colás II, por una carta fechada en Roma, confirma los plenos poderes dados por el arzobispo (49). Veinticinco años más tarde, los diezmos de Vinlandia figuraban todavía en el producto de las colectas (50). Y aún en 1325, el producto de los diezmos de Vinlandia, consistentes, como siempre lo habían sido, en peleterías y dientes de morsa, fueron ven- didos a un flamenco, Juan du Pré (51). El conocimiento de la parte Noreste de América del Norte por los escandinavos databa ya de más de 300 años. Parece que el primer europeo que descubrió Vinlandia, fué un no- ruego, llamado Biarne, que por los años 986-88, salió de su patria para Islandia, punto en donde residía su padre Heriulfo, hijo de Biard, que era pariente de Ingolfo, primer poblador de Islandia. Llegado a Islandia, supo que su padre había salido para Groenlandia. Deseoso de verlo, (45) DE Beauvois: Découvertes des Scandinaves en Amérique, du dixième au treizième siècle «Revue América ne». (46) GAFFAREL: Etude sur les rapports de l'Amérique et de l’ancien continent avant Christophe Colomb. (47) PAUL RIANT: Les Scandinaves en Terre-Sainte. (48) PAUL RIANT: Obra citada. (49) PAuL GAFFAREL: Obra citada. (50) PAUL RIANT: Obra citada. (51) PAUL RIANT: Obra citada. 33 hízose a la vela para este último punto (52), aunque ni él ni su gente habían navegado nunca por aquellos mares. Salieron con neblina y viento Norte y después de varios días de navegación ya no sabían donde estaban. Divisaron una tierra cubierta de árboles, sin montañas y entre- cortada por algunas lomas. Como por la descripción que le habían dado esta no era Groenlandia, la dejaron a babor; navegaron otros dos días más y divisaron otra tierra plana y cubierta de árboles. De allí navegaron tres días en alta mar con viento Sudoeste y avistaron una tierra mon- tuosa y cubierta de venados: siguieron el viaje con el mismo viento y después de cuatro días más de navegación llegaron a Groenlandia. En el año 1000, Leif, hijo de Erico el Rojo, que había desaprobado a Biarne por no haber explorado con más detención aquellas tierras, com- pro el buque de Biarne, lo equipó con 35 hombres, emprendieron el viaje hasta el último punto que Biarne había visto y bajaron a la playa, llamando a esta tierra Helluland (53). Siguieron viaje y llegaron a otra tierra baja y cubierta de bosques a la que llamaron Markland, que quiere decir tierra de Madera. He ahí ya explicado el nombre de Mar- klandia que hemos visto empleado en el viaje que en 1347 realizaron los diez y siete.groenlandeses. Siguieron su viaje, descubrieron una isla cerca de la tierra, enfilaron el estrecho que había entre la isla y una península y continuaron hasta un punto de la costa donde desaguaba un río que salía de un lago ve- cino. Desembarcaron, resolvieron pasar ahí el invierno, construyeron casas de material que llamaron Leifsbudir o casas de Leif y dieron al país el nombre de Vinland, que quiere decir país de vino, a causa de las muchas viñas salvajes que vieron en el campo. He ahí también explicado el nombre de Vinland, a donde dijimos se había dirigido el obispo Erico en 1121. En la primavera, los expedicionarios volvieron a Groenlandia. En 1002, Thorwald, hermano de Leif, considerando incompleta la ex- ploración hecha por su hermano, le pidió prestado el buque, emprendió viaje a los mismos parajes, acompañado de treinta hombres y llegó a Vinland, en Leifsbudir, donde pasó el invierno (54). En el verano de 1004, Thorwald se embarcó y siguió viaje hasta un cabo que llamó Kialarnes. Recorrió la costa 'oriental del país, desem- barc en un punto de Ja costa cubierto de árboles donde determinó hacer alto, pero atacado por una emboscada de salvajes skrelings, fué muerto de un flechazo. La expedición volvió a Groenlandia en 1005 (55). (52) RAFN: Obra citada. (53) RAEN: Antiquitates americaines. — DE BEAUYOIS: Obra citada. (54) RAFN: Antiquitates, etc. (35) RAFN: Obra citada. AMEGHINO — V. III G 3 34 En el año 1007 (56) salió otra expedición de tres buques, el primero al mando de Thorfinn Carlsefne y Snorre Thorbrandson; el segundo al mando de Biarne, primer descubridor de esas regiones, y Thorhall; y el tercero bajo las ordenes de Thorward; la expedición se componía de 160 personas, llevando todo lo necesario para fundar una colonia. Llegaron a Helluland, y en dos días más a Marklandia; de allí nave- garon al Sudoeste y llegaron a Kialarnes, prosiguiendo su marcha hasta una bahía que llamaron Straumfiord y una isla que había afuera que nombraron Straumg. Thorhall separóse con ocho hombres en dirección Norte en» busca de Vinland, pero un fuerte temporal lo arrojó a Islandia. El resto de la expedición hizo rumbo al Oeste hasta un pasaje donde un río, que sale de un lago, desagua en el mar. Entraron en el lago y dieron a la región el nombre de Hape, donde se establecieron. Algún tiempo después se indispusieron con los natura- les del país, que los atacaron armados de flechas y una especie de honda, levantando en lo alto de un palo una bola pesada que lanzaban sobre la gente. Una piedra chata, lanzada por los skrelings, mató a Thorbrand Snorra, uno de los expedicionarios, rasgándole el cráneo. La expedición emprendió en seguida su regreso a Groenlandia. Otras expediciones salieron luego con destino a los mismos parajes, pero basta lo dicho para probar que los escandinavos descubrieron y fre- cuentaron las costas orientales de Norte América cinco siglos antes que Colón. He aquí ahora la relación de los nombres que dieron a esas tierras con los que tienen en el día: Helluland no es más que la isla de Terra- nova. Markland parece ser Nueva Escocia. Vinland es una parte de la costa de los Estados Unidos a la altura de Massachussets, donde aún crece espontáneamente la viña (57). El cabo Kialarnes es el cabo Cod actual. Las fechas exactas del descubrimiento de las tierras americanas de Islandia y Groenlandia aún no están fijadas con seguridad. He aquí cómo cuentan el descubrimiento varios autores y cuál es la fecha ge- neralmente admitida. En el año 982, un irlandés llamado Gumbiorn fué llevado por una tempestad al Oeste de Islandia hasta que llegó a una gran tierra que no conoció. Algún tiempo después, Erico, hijo de un noble llamado Thorwald, mató en desafio a un tal Egolf (58); viéndose obligado a salir desterrado de Islandia a causa de este suceso, equipé un buque para dirigirse al (56) RAEN: Antiquitates, etc. — DE BEAUVOIS: Obra citada. (57) Sociedad de los anticuarios del Norte. Memoria presentada por los señores A. GREEME, JOHN BARTLETT y WEBB. (58) RAFN: Antiquitates, etc. 35 país que había descubierto Gumbiorn. Salió de un puerto occidental de Islandia y en 986 llegó a la costa oriental de Groenlandia. Pasó el in- vierno en una isla cercana a la costa, donde, en la buena estación, vió algunos trechos cubiertos de verdura, por lo que llamó al país Groen- land, que quiere decir tierra verde. Hizo un segundo viaje con 25 bu- ques y se estableció en el país. En 989 su hijo Leif fué a visitar al rey de Noruega Oloaff Tryggveson y le hizo una magnífica descripción del país. Esto halagó tanto a los habitantes, que el príncipe tomó la nueva colonia bajo su protección y envió colonos y misioneros provistos de todo lo necesario para fundar un establecimiento duradero. Pontanus (59), Claudio Christophers, autor de una crónica de Groen- landia, y M. Lacroix, hacen remontar su descubrimiento al año 770 (60). Una bula de Gregorio IV, dirigida al obispo Anschaine y que lleva la fecha de 831, hace mención de Islandia y Groenlandia. En otra bula anterior al año 900, de la que existe copia manuscrita en el archivo del arzobispo de Breemen, también se hace mención de esta tierra. El doctor Ladne adopta la fecha de 982, haciendo notar que algunos la hacen remontar hasta 932. Según Gravier la verdadera fecha del des- cubrimiento es el año 877 (61). Islandia fué descubierta por un pirata de nombre Naddad, que por algunos crímenes se vió obligado a refugiarse en las islas Feroé. De regreso a Noruega, por el año 861, una tempestad le arrojó sobre una tierra al Noroeste, que llamó Snowland o tierra de la nieve. Tres años después, un sueco llamado Gadar, en un viaje de Noruega a las islas Hébridas, fué arrojado a alta mar hasta que llegó a un puerto oriental de Islandia. Desembarcó, pasó el invierno y se retiró a Norue- ga en la primavera siguiente, dando al país el nombre de Gardar Shoim, isla de Gadar. Un pirata llamado Floki, que supo las aventuras de Gadar, resolvió tomar posesión de la isla. Equipó un buque, llegó allá, donde pasó el invierno, que fué tan frío, que dió al país el nombre de Iceland, que actualmente tiene y quiere decir tierra de hielo. Pocos años después fué colonizada seriamente por los piratas Leif e Ingolfo, llegando en breve tiempo a ser Islandia una colonia populosa y floreciente. Los escandi- navos encontraron ahí campanas, cruces y hasta libros irlandeses, lo que prueba que éstos habían estado ahí antes que ellos. En efecto: Humboldt nos dice que Islandia fué descubierta y colonizada: por los irlandeses en 795, sesenta y cinco años antes que los escandinavos (62). (59) PoNTANUS: Historia de Dinamarca. (60) F. Lacroix: Iles de 'Océan. (61) Gravier: Découverte de l'Amérique par les Normands au dixième siècle. (62) HumeoLDT: Geograf., etc. — DOMENECH: «Revue Américaine». Para concluir con los viajes de los escandinavos en América, diremos que no falta quien afirme que los famosos toltecas fué una horda de es- candinavos que vinieron a América por el Noroeste, aun cuando cree- mos que esta suposición está muy lejos de ser probada (63). Se había notado con gran sorpresa, que una tribu de indios norteame- ricanos, llamados Padoucas, hablaba una lengua que tiene una singular analogía con el antiguo Wales. Dichos indios, además, eran blancos y su fisonomía muy parecida a la de los ingleses, lo que ha inducido a creer que sean los descendientes de una antigua colonia de waleses. Las tra- diciones inglesas autorizan hasta cierto punto dicha suposición. Dicen las antiguas crónicas walesas, que Madawc o Madoc, hijo de Owen Guyneth, rey de la parte septentrional del país de Gales, descu- brió el año 1170, una tierra en el Océano, a gran distancia al Oeste de Irlanda (64). De vuelta en su tierra, organizó, de acuerdo con su hermano Rhyrid, una expedición de diez buques y trescientos hombres, y se pusieron en marcha para la tierra que antes habían descubierto. El señor Catlin (65) y M. Owen, biógrafo de Gales, creen que los buques de Madawc entraron en el Misisipi y después remontaron el Ohio y se establecieron en sus márgenes, y que más tarde se replega- ron sobre el Misuri, existiendo hasta hace poco con el mombre de Man- dans. El poeta galense Méredith, que vivió con anterioridad a Colón, men- ciona la expedición de Madawc; y Hakluyt, célebre geógrafo del país de Gales, la considera como el primer descubrimiento de América (66). Pero los irlandeses ya habían frecuentado las costas de América antes que los galenses. Las antiguas crónicas dicen que los normandos hallaron en el siglo nueve, al Oeste de Irlanda, una gran tierra que se llamaba Huitrama- naland o Irland it Miklá. Los escandinavos de Vinlandia dicen también que más al Sud, después de los Skrelings, hay un pueblo de hombres blancos y que se visten con ropas blancas. Esta tierra era llamada Huitramanaland, que quiere de- cir «tierra de los hombres blancos», y también Irland it Miklá, o Grande Irlanda (67). También ha sido conocida por los antiguos árabes, entre ellos Abu Abdallah Mohammud Edrisi, geógrafo del siglo xu, nacido en Ceuta en 1099, que nombra la tierra de Huitramanaland, que llama Irlandeh El Kabirah, que en árabe quiere decir Irlanda la Grande. (63) SCHOEBEL: Etudes sur l’antiquité américaine («Revue Américaine»). (64) Davin POwELLUS: Historia Cambriae. (65) Galería Norteamericana, t. I, pág. 259. — CATLIN: O-kee-pa, o Religion ceremony and other customs of the Mandan, 1867, London. (66) HakLuyrT. Citado por HUMBOLDT: Geografía de América, tomo I. (67) RAFN: Antiquitates, etc. — José PÉREZ: «Revue Américaine». 37 Esta tierra fué poblada por los irlandeses antes del año 1000. Un ir- landés llamado Ari Marson, fué arrojado allí en 983. He aquí cómo se refiere el hecho en el Lannama Bok, una de las más antiguas crónicas de Islandia: «Ari fué hijo de Mar de Reikholar, y de Thorlatla, hija de Hergills Herappson. Este Ari fué arrojado sobre la costa de Huitramanaland (tierra de hombres blancos) que otros llaman Irlanda la Grande (Ir- land it Miklá). Ella está situada en el Océano, al Oeste, cerca de la Buena Vinland. No siéndole permitido volver, Ari fué detenido ahí y bautizado. Esto fué referido por Rafn, comerciante de Limerick, que había residido muchos años en Limerick; y a más de eso, Thorkill Gelt- son dijo que había oído a varios irlandeses referir lo mismo, los cuales habían estado presentes cuando Thorfinn, conde de los Arkenys, ase- guraba que Ari había sido visto en Huitramanaland, y aunque no pudo obtener permiso para volver, era allí muy estimado». El ilustre sabio islandés Ari Frode, descendiente de Ari Marson, afir- ma que su abuelo era conocido en Huitramanaland. Biorn Asbrandson, por sobrenombre Breidwikinga Hape, conocido en la historia de su país por haber sido admitido ‘en la célebre banda de guerreros de Jomsboueg, al mando de Palnatoke y haber combatido con los Jomsvikinges en la batalla de Fyrisval, en Suecia, salió para siempre de su patria en el año 999 y fué a Huitramanaland. Gudhleif Gudlang- son, hermano de Thorfinn, antecesor del célebre historiador Snorre Stur- lason, hizo un viaje a Dublin: a su vuelta a Islandia fué sorprendido por un fuerte temporal y viento contrario que lo arrastraron muy lejos al Sudoeste y lo llevaron a una tierra muy grande que no conocía, pero que era Huitramanaland, donde aún vivía Biorn Asbrandson. Tan pron- to como bajó a tierra, los naturales del país lo atacaron y los ataron a él y a su tripulación, empezando a deliberar sobre si los matarían o los harían prisioneros. La lengua que hablaban le pareció que era muy di- ferente del islandés. Pocos momentos después apareció una numerosa tropa precedida de una bandera, en la que venía un hombre de buen aspecto, ya anciano y lleno de canas. Era éste Biorn Asbrandson, que hemos dicho había abandonado su patria en 999. Preguntó a Gudhleif de dónde era; y como le contestara que islandés, Biorn le pidió noticias de sus amigos y relaciones de Islandia y particu- larmente de Thurida de Frodo, con quien había mantenido relaciones amorosas. Poco tiempo después partió Gudhleif para Islandia, llevando de parte de Biorn un anillo para Thurida, y recomendando dijera a sus amigos que no fuesen a verle en ese país, pues ya era anciano y le quedaba poco tiempo que vivir. Una tradición india dice, en efecto, que la Florida estuvo en otro tiempo poblada por hombres blancos que poseían instrumentos de hierro. 38 Los eruditos modernos están dispuestos a creer que los primeros des- cubridores del Huitramanaland, fueron los papas, religiosos irlandeses que vestían de blanco y habían poblado sucesivamente las Orcadas, las Feroé, las Shetland e Islandia. Así, pues, serían estos religiosos los que habrían bautizado a Ari Marson. Los papas hacían procesiones, en las que iban vestidos de blanco, daban grandes gritos y llevaban estandar- tes en lo alto de un palo, lo que concuerda perfectamente con lo que las sagas islandesas nos cuentan de los pobladores de Huitramanaland. El mismo nombre de Irland it Miklá hace pensar que realmente fueron los irlandeses sus primeros colonizadores. Otro descubrimiento reciente viene a probar de la manera más con- vincente que la existencia del país de Huitramanaland no es una fábula. En 1862 (68), M. Philipe MarH3 encontró en Islandia un manuscrito latino, que parecía anterior al año 1057, fecha de la construcción de la iglesia de Skalholt, en cuyas inmediaciones se había encontrado. Este manuscrito, conocido en el día con el nombre de Skalholt Saga y tradu- cido al inglés por Tomás Murray, narra los viajes de los irlandeses en Vinlandia y sus combates con los Skrelings y habla de una expedición emprendida por un Hervador, que partió de Vinlandia para las tierras del Sud, sobre las costas de Huitramanaland. Hervador, deseando pa- sar ahi el invierno, remontó un rio hasta que encontró unas cataratas espumosas que llamó Hvidsoerk. Ahí pereció, muerta por la flecha de un salvaje, una de las señoras que formaban parte de la expedición, llamada Syasi, a quien sus compañeros enterraron en el mismo punto donde había caído. Aprovechando las indicaciones que sobre el lugar del suceso se daban en la Saga, el sabio Raffinson, el geólogo Lesquereux, el profesor Brand de Wáshington y el doctor Boyce de Boston, se propusieron en- -contrar la tumba de Syasi, y con menos trabajo del que se esperaban, el 28 de Junio de 1867 encontraron una inscripción rúnica a tres kiló- metros más abajo de las cascadas del Potomac y a unos 20 kilómetros de Washington, cuya traducción es la siguiente: Aqui descansa Syasi la rubia, de la Isiandia oriental, viuda de Kjoldr, hermana de Thorgr por parte de padre, de edad de veinticinco anos. Que Dios la per. aone. 1051. Excavaron el suelo y debajo de la inscripción encontraron los huesos tan descompuestos, que se hacían harina, y varios otros objetos que se conservan actualmente en Wáshington, en el Museo de la Institución Smithsoniana. Huitramanaland, que corresponde a Florida, Georgia, Virginia, etcé- tera (69), no era, pues, una tierra fabulosa, sino un país conocido y visi- (68) Tour du monde, número 423. — GRAVIER: Obra citada. (69) SCHOESEL: Etude sur Vantiquité américaine. 39 tado por los europeos hacía ya largos siglos. En Huitramanaland se re- tiró Biorn Asbrandson y ahí le encontró Gudhleif, que volvió a Europa y dió noticias de él. En Huitramanaland murió Syasi, bajo las flechas de los salvajes y ahí acaban de encontrar su tumba y sus huesos los sa- bios norteamericanos. Bueno es recordar, en fin, que Moctezuma le declaró a Cortés que los Aztecas en otro tiempo habían tenido relacio- nes con los pueblos de Europa, y las tradiciones confirman esta afir- mación. El célebre orientalista De Guignes (70) fué el primero que reveló a Europa, que América había sido conocida por los chinos muchos siglos antes que por los europeos, basándose en el testimonio del historiador chino Li-you-tcheou, del que da la traducción. Dice el historiador chino que el año 458 de la era cristiana, cinco budistas chinos, salidos de Samarcanda, descubrieron un gran país situado al oriente del Celeste Imperio y llamado Fou-Sang. A 12.800 lys de la China se encuentra Nippon (Japón), 7.000 lys más al septentrión se halla Wen-chin (ledo), patria de los Aïnos, pue- blo salvaje y de piel roja. A 5.000 Lys al Este del país de los Ainos está situado el país de Ta-han, rodeado de agua por tres costados; de allí habiendo seguido los budistas su camino hacia el Este, después de haber marchado unos 20.000 lys más, llegaron a Fou-Sang, donde se establecieron. De Guignes, después de haber discutido concienzuda- mente la narración de Li-you-tcheou, concluye por declarar que, en su sentir, Fou-Sang es América. Emilio Guymet, Catlin, Paravey, Eichtal, Charencey y otros, confir- man la opinión de De Guignes. De la misma opinión es también Quatrefages (71), quien hace obser- var juiciosamente que ésto no sólo es posible y parece ya un hecho probado, sino que hasta se puede probar que los chinos se encontraban entonces en mejores condiciones que los europeos para emprender un viaje semejante, puesto que conocían la brújula dos mil años antes de nuestra era y poseían cartas geográficas muy superiores a nuestros toscos bosquejos de la Edad Media. Paravey (72), por otra parte, ha probado que los 20.000 lys que re- corrieron los budistas chinos para llegar a América es Justamente la distancia que hay siguiendo la gran corriente del Kouro-Sivo que con- duce a las costas de California donde muy a menudo llegan también, arrastradas por la misma corriente, barcas abandonadas y otros objetos arrancados de las costas de Japón. (70) Guicnes: Recherches sur les navigations des Chinois du côté de l'Amérique, et sur quel- gues peuples situés à l’extrémité orientale de l'Asie, 1761. (71) DE QUATREFAGES: L’espéce Humaine. Paris, 1878. (72) Paraver: L'Amérique sous le nom de pays de Fou-Sang a-t-elle été connue en Asie des le cinquième siècle de notre ére? 1844. 40 Los residentes europeos de Iokohama tienen diariamente ocasión de conocer la historia del intérprete José Hico, que fué arrastrado por la gran corriente ecuatorial que baña las costas meridionales de Japón, y llevado con su frágil esquife a las costas de California (73). Godron (74) y Leland (75) confirman la opinión de De Guignes con numerosos argumentos; y Adam, que es contrario del sinólogo francés, confiesa, sin embargo, que hasta ahora la ventaja en la discusión ha quedado de parte de De Guignes (76). El mismo Paravey ha publicado también un facsímil de un grabado chino representando una llama (Auchenia), lo que prueba que los chi- nos habían llegado no sólo a las costas de California, sino también mucho más al Sud, hasta las costas de Perú por lo menos. Es bueno hacer notar al respecto, que los habitantes de la villa de Lambayeque, en Perú, que parecen ser de una raza diferente de los in- Gios cercanos, hablan una lengua que los chinos llegados ahí en estos últimos años, entienden sin dificultad (77). Los libros chinos estudiados por De Guignes y Paravey, hablan de misiones religiosas que hacia la mitad del siglo v partieron del país de Ki-Pin para llevar al Fou-Sang las doctrinas de Budha (78). Los japoneses también tuvieron conocimiento del Fou-Sang, que lla- maban Fou-So, lo mismo que de las misiones que partieron de Ki-Pin con rumbo a aquellas tierras (79). Gomara (80) dice que los compañeros de Francisco Vázquez de Coro- nado, remontando las costas del Pacífico hacia los 40 grados de latitud, encontraron navíos cargados de mercancías que hacía largo tiempo es- taban en la mar y que consideraron venían de la Sina o de Catay. Por otra parte Le Page du Pratz (81) nos hace saber que el indio Moncacht-Apé, salió de la Luisiana para el Noroeste y después de haber atravesado los Montes Rocallosos llegó a las costas del Pacífico, donde oyó hablar de hombres blancos, barbudos, provistos de armas que lanzaban el trueno, que venían todos los años a sacar madera para tin- tura y llevar indios en cautividad. Moncacht-Apé les hizo preparar una emboscada en la que varios agresores fueron muertos y reconoció sin dificultad que no eran europeos. Sus trajes eran muy diferentes, sus fusiles más pesados y su pólvora más grosera. Todo hace creer, dice de (73) AIMÉ HUMBERT: Voyage au Japon. (74) Une mission bouddhiste en Amérique au cinquième siècle de l’ère chrétienne. 1868. (75) Fu-Sang or the discovery of America by Chinese Buddhist priests. (76) Lucien ADAM: Du Fou-Sang. (77) Paz SOLDAN: Géographie du Pérou. Oeuvre posthume, corrigée et augmentée par son frère, ct publiée aux frais du gouvernement péruvien. Paris, Didot, 1863. (78) DE QUATREFAGES: Obra citada. (79) Rosny: Archives paléographiques de l'Orient et de l'Amérique. (80) Gomara: Historia de México, con el descubrimiento de la Nueva España. (81) LE PAGE Du PRATZ: Histoire de la Louisiane, etc. 41 Quatrefages, que eran japoneses habituados a hacer en esa costa de América expediciones completamente iguales a las de ciertas embarca- ciones, que van a buscar palo de sándalo en Melanesia y robar negros cuando pueden para cederlos a los cultivadores de algodón bajo el nom- bre de enganchados (82). El relato de Moncacht-Apé fué recogido hacia el año 1725, unos treinta años antes de los viajes que han hecho conocer a los europeos las costas del Noroeste de América. Por la descripción que de él da el historiador chino Li-you-tcheou se ha supuesto que Ta-han es Kamtschatka; y según E. Petitot (83) un gran número de tribus de indios de América del Norte dan al occidente los nombres de Ta-han, Taan, Tan y Tah, según los dialectos. Practicando excavaciones en Acapulco, el señor Waldeck ha encon- trado personalmente a veinte pies de profundidad una estatua japo- nesa (84). En fin: lo cierto es que hay suficientes datos para poder probar y hacer entrar en el dominio de la historia los viajes de los chinos y los japoneses a América. Dejo de hablar de los supuestos viajes de los fenicios(85), vascos(86), africanos (87), árabes (88), polinesios (89), hebreos (90), germa- nos (91), celtas (92), griegos (93), romanos (94), etc., por no poder hasta ahora probarse de un modo positivo, aunque algunos de ellos pre- sentan muchos visos de verdad. Basta con lo dicho para probar y dejar sentado como un hecho que por todas partes América ha recibido hom- bres y ha podido recibir emigraciones. (82) DE QUATREFAGES : Obra citada. (83) PeriroT: Dissertation sur Ta-han et le Pays des femmes; «Revue d’Anthropologie». (84) Description du bas-relief de la croix, dessiné aux ruines de Palenque en 1832, par F. DE WALDECK. (85) HorNn: De Originibus americanis. Hemipoli, 1869. COURT DE GÉBELIN: Monde primitif. MorLoT: Sur la découverte de Amérique par les Phéniciens. 1863. — DE CASTELNAU: Voyages a PAmérique. —ScHwaB: «Revue Archéologique». — GESENIUS: Fhoeniciae linguae reliquiae ex inscriptionibus ef nummis, etc., etc. (86) MICHELET: La Mer. (87) De QuATREFACES: Rapport sur les progrès de l’Anthropologie, página 200. — DE QUATRE- FAGES: L’espéce humaine, pág. 148 y 49. (88) ScHERER: Histoire du commerce. — IN AL QUADRI: trad. de DE GUIGNES. — EDRIS: tra- ducción JAUBERT. (89) F. P. Moreno: «Anales de la Sociedad Científica Argentina», entrega 1%, tomo II. — TOPINARD: L’Anthropologie. Paris, 1878. (90) MoNTEstNOs: Memorias históricas sobre el antiguo Perú. — COURT DE GÉBELIN: Obra citada. — ADAIR: Hystory of the American Indians. Boston, 1776. (91) Grotius: De origine gentium americanum. París, 1642. — PHILIPPE CASSEL: De Frisonum navigatione fortuita in Americam. Magdeburgi, 1741. (92) Arramam MvrLius: Comentarios sobre la lengua belga. (93) «Journal de Instruction publique», Juin 1853. (94) MarceL DE SÉRRES: Cosmogonie de Moise comparée aux faits géologiques, 1860. CAPÍTULO II LOS INDÍGENAS DE AMÉRICA, SU ANTIGUEDAD Y ORIGEN (CONTINUACIÓN ) Consideraciones a propósito de las comunicaciones entre ambos continentes. — Civili- zación del antiguo imperio de los Incas. — Id. de los Muyscas. — Civilización guatemalteca. — Id. Azteca. — Razas americanas. —Lenguas. — Tradiciones. — Dirección de las emigraciones americanas. Los viajes ¡precolombinos que hemos mencionado presuponen otros muchos cuyo recuerdo no ha llegado hasta nosotros, o que, como hemos dicho, aún no han podido ser probados. Pero esto no debe sorprendernos. Las comunicaciones entre el antiguo y el Nuevo Mundo no son tan difí- ciles como generalmente se cree. Las dificultades que se oponen a la realización de esos viajes no son de naturaleza tal que ofrezcan barreras infranqueables ni aun a los pueblos que están en la infancia de la navegación. Considerando que el deseo de conocer lo que se halla más allá de las montañas que ocultan el sol a nuestros ojos, o de los mares a que nues- tra vista no alcanza a dar límites, es un instinto innato de la especie hu- mana, nada hay más natural que suponer que cierto número de hombres más intrépidos que sus contemporáneos, impulsados por esa curiosidaü natural, se hayan lanzado al Océano, resueltos a arrancarle sus secretos. Cuantos son los que consiguieron franquear esa barrera, no lo sa- bemos; y mucho menos los que el destino sepultó en las entrañas del Océano para servir de pasto a sus pobladores. Honremos la memoria de unos y otros. Ellos son los verdaderos precursores de los Colón y los Gama. Sin el sacrificio de los primeros, los segundos no habrían alcan- zado al Nuevo Mundo. Las distancias entre las costas de América y las de Europa y Africa, no son tan grandes como lo cree la generalidad. Basta echar una simple ojeada sobre una esfera para ver que en tres puntos diferentes el Atlán- tico se angosta a tal punto que hace relativamente fácil una tentativa para atravesarlo. Del cabo Roxos, cerca del archipiélago Bisagos (1), no lejos de la costa de Sierra Leona (2° 20’ lat. N., 19° 14’ long.) al cabo San Roque en Brasil (5° 28’ 17” lat. N., 37° 37 26” long.) la distancia sólo es de 510 leguas marinas. (1) HumboLDT: Histoire de la Géographie du nouveau continent. 43 La isla Valentía al Sudoeste de Irlanda entre Dingle Bay y Ballins- kellig Bay (52° 11” lat. N., 57° 40” long.) no está separada de las costas de Labrador más que por 542 leguas marinas. Y por fin, Groenlandia desde las tierras de Scoresby cerca de cabo Barclay (69° 10° lat. N., 26° 4” long.) se acerca tanto a Escocia en el cabo Wrath (58° 39° lat. N., 7° 18” long.) y a Noruega en Stadtland (62° 7° lat. N.), que no hay entre esos dos puntos más que 269 y 280 leguas merinas respectivamente; es decir, la distancia de Gibraltar a Túnez (2). Los griegos y los etruscos con sus medios imperfectos recorrían dis- tancias más considerables; y los fenicios no sólo recorrían el Medite- rráneo de una a otra extremidad y habían atravesado las Columnas de Eércules (estrecho de Gibraltar), dando la vuelta a Africa, sino que habían penetrado en las Canarias, Cabo Verde, Madera, Azores, Gran Bretaña, Noruega y quizá hasta en América. Nada se opone, pues, a que los pueblos de la antigúedad hayan podi- do llegar a América por el Atlántico, cuya travesía está, además, facili- tada por varias islas que, como dice muy bien el doctor Topinard (3), unen a menudo los puntos más apartados a manera de esas piedras que se echan en un torrente para asentar el pie y ganar la orilla opuesta. Los salvajes de Oceania, con sus piraguas primitivas, franqueabin antes de la conquista distancias considerables. Los habitantes de Nueva Zelanda iban hasta la isla de Taïti, separada de ellos por más de dos mil millas (4). Los malayos, con sus frágiles esquifes llamados por ellos gros, poblaron una gran parte de las islas del mar del Sud (5). Los polinesios con sus embarcaciones, por una serie de continuas emigraciones han concluído por poblar toda Polinesia (6); y los indi- genas de Mozambique, aún hoy en día se lanzan en el Océano Indico sin otra guía que el estado del tiempo. Los pobladores de las costas occidentales de Africa y Europa pueden también haber sido arrastrados a pesar suyo a América por las corrien- tes marinas que nos han hecho conocer Humboldt, Maury y Reclús (7). Una embarcación dejada en las Canarias a merced de las aguas sería arrastrada por el Gulf-Stream a las costas de Venezuela, costearía el golfo de Méjico e iría a parar a Terranova. En 1731, un barco cargado de vinos que iba de Tenerife a la Gomera fué arrastrado hasta las costas de la Trinidad (8). En 1770 un barco pequeño cargado de trigo, desti- (2) GAFFAREL: Obra citada. (3) ToprmNarb: L’Anthropologie. 1877, Paris. (4) Cook: Voyage dans l’hémisphére austral et autour du monde, etc. (5) QUATREMÉRE: Académie des inscriptions. 1845. (6) De QuATREFAGES: Les Polynésiens et leurs migrations. (7) HumeoLoT: Voyage aux régions équinoxiales du Nouveau Monde. — Maury: Geography of the sea. — E. Recrús: La Terre. (8) GUMILLA: Histoire naturelle civile et géographique de l'Orenoque et des principales rivières qui s’y jettent. 44 nado a pasar de Lancerote a Santa Cruz de Tenerife, en un momento en que nadie había a bordo fué arrastrado por la corriente, que lo llevó a las costas de América, donde encalló cerca de Caracas (9). Podemos, pues, suponer que hechos análogos se han sucedido en tiempos pasados. El Pacífico tiene también una gran corriente marina, el Kouro-Sivo o río negro de los japoneses, que abre una larga ruta a los navegantes: «Esa corriente ha echado frecuentemente sobre las costas de California cuerpos flotantes y embarcaciones abandonadas. Hechos de esta natu- raleza han tenido lugar en nuestros días. Es imposible que no se hayan producido antes de los descubrimientos de los europeos. «En todo tiempo las poblaciones asiáticas marítimas han debido ser arrastradas a América desde todos los puntos que baña el río Ne- gro» (10). Como ya dijimos en otra parte y lo hace notar el mismo De Quatrefages, esto es tanto más posible si se considera que en la an- tigúedad los chinos estaban mucho más avanzados que los europeos en el arte de construir cartas geográficas y que conocían el uso de la brú- jula dos mil años antes de nuestra era. Por otra parte los pueblos del Noreste del Asia han podido pasar sin dificultad alguna al Noroeste de América, como lo hacen aún en el día los Tchanktchis por simples asun- tos de comercio. Además de estar los dos continentes separados en este punto por una distancia de sólo 36 millas, ahí están las islas de San Dio- demo (cuya mayor se halla casi exactamente en el medio del pasaje), que no dejan ninguna duda sobre la gran facilidad que existe para el tránsito de uno a otro continente. La cadena de islas llamadas Aleutia- nas, que conduce de la península Kamtschatka a la de Alaska, forma una serie tan regular que, en sentir de Pickering y otros sabios, es di- fícil decir donde principian o terminan Asia y América (11). Todos los que pretenden que América ha sido poblada por tribus asiáticas, se han extendido largamente sobre la facilidad de las comuni- caciones entre ambos continentes. Por nuestra parte nos hemos detenido expresamente sobre este punto porque al mismo tiempo que reconocemos la facilidad de esas comunicaciones y que realmente hubo emigracio- nes del antiguo al nuevo continente, no vemos ‘en esto una razón para admitir como un hecho exacto que éste ha sido poblado ¡por emigra- ciones que han venido de aquél. Los viajes y descubrimientos que hemos relatado en el capítulo an- terior no hacen más que probarnos que ha habido emigraciones que probablemente han dejado sus rastros en el pueblo americano, pero no nos dicen que poblaron tierras que estaban despobladas. La facilidad de las comunicaciones entre ambos continentes no nos dice tampoco cuál (9) HumBOLDT: Obra citada. (10) DE QUATREFAGES: L’Espèce humaine. (11) DE QUATREFAGES: Unité de l’espèce humaine. Paris, 1861. 45 es la dirección que pueden haber seguido las grandes emigraciones; y si en lugar de haber venido del antiguo al nuevo continente pueden haberse verificado en sentido inverso. Si las poblaciones americanas no son más que emigraciones de kal- mucos, tártaros, chinos y japoneses, queremos de ello pruebas más po- sitivas; y como no nos las han dado los viajes y emigraciones hasta ahora positivamente probadas, vamos a ver si las encontramos en un ligero estudio del pueblo americano, pasando 'en revista sus civilizacio- nes, lenguas, religiones, monumentos, etc., etc. En lo que es hoy Perú, Bolivia, parte Norte y Oeste de la República Argentina, y gran parte de Chile y Ecuador, existía en otros tiempos un vasto y floreciente imperio que se extendía desde los tres grados de lati- tud Norte hasta los treinta y siete de latitud Sud. Todo el inmenso territorio que reconocía la soberanía de los Incas, se llamaba Tahuantinsuyú, o «los cuatro ángulos del mundo». Estaba divi- dido en cuatro partes: el Antisuyú, o región del Este; el Cuntisuyú, o región del Oeste; el Chinchasuyú, o región del Norte; y el Collasuyú, o región del Sud. El sistema de gobierno era una monarquía absoluta, hereditaria, que reconocía por jefe al Inca, rodeado de una numerosa clase aristocrá- tica (12). El número de los delitos en este imperio regido por leyes verdadera- mente primitivas, era sumamente pequeño (13). El respeto del pueblo por el Inca era tan grande, que el último oficial encargado de ejecutar sus órdenes, podía atravesar solo, todo el imperio de una a otra extre- midad sin encontrar el menor obstáculo (14). La religión de Perú no era sanguinaria, ni exigía esas víctimas huma- nas que los Aztecas inmolaban en número tan grande. Adoraban el sol y los demás astros, pero por sobre todo esto estaba Pachacamac (de pa- cha mundo y de camac animal) ser de una potencia superior, por el cual tenían la mayor veneración (15). Los prisioneros de guerra eran tratados con dulzura e instruídos en las doctrinas de los vencedores. En lugar de la escritura, para conservar sus anales históricos tenían los quipos, reunión de cintas o cordones de diferente color y con nudos. Quienes tenían el arte de combinarlos y comprenderlos, eran los hom- bres más ilustrados del imperio, y se llamaban quipucamays. Para dar una idea del alto grado de civilización que había alcanzado (12) HERRERA: Description des Indes occidentales, qu’on appelle aujourd’hui le Nouveau Monde. (13) Zárate: Historia del descubrimiento y conquista del Perú. (14) GARCILASO DE LA VEGA: Historia general del Perú. (15) GarciLaso DE LA VEGA: Historia de los Incas, reyes del Perú. 46 este pueblo, diremos con Mantegazza (16) que la agricultura estaba tan avanzada, que haría sonrojar en nuestros días a muchos peruanos. Irrigaban sus campos con agua que traían por muy bien trabajados canales desde lejanas provincias. Entre otros, uno que atravesaba el Contisuyú, tenía más de 400 millas de largo. Tenían lagos que les ser- vían de reservatorios de las aguas, que, cuando escaseaba la lluvia, ellos distribuían por medio de canales. Conocían el uso de los abonos y puede decirse que habían hecho de él una verdadera ciencia. Aplicaban el guano a diferentes cultivos, mien- tras nosotros hace pocos años que lo aprovechamos. Las islas guaníferas eran equitativamente repartidas, y el que se atrevía a dar la muerte a las aves que daban tan precioso producto, era también castigado con la muerte. A otros cultivos les aplicaban como abono los peces del ¡Pacífico. El Inca mismo veneraba la agricultura, saliendo una vez por año a cultivar un campo, cavando la tierra con una especie de azadita de oro, acompañado de todos los grandes dignatarios y empleados. La agricul- tura era la principal fuente de riqueza del país y de ahí que fuera tenida en tan alta consideración. Cultivaban el maíz, la papa, el haba, la banana, la quina, etc. Usaban como bebida la chicha, mascaban la coca que nosotros conocemos ape- nas y hacían uso del tabaco. La industria pastoricia había hecho grandes adelantos y poseían mu- chos animales domésticos. La llama (Auchenia), les servía como ani- mal de carga. Los diversos animales del género Auchenia, como ser: la vicuña, la llama, la alpaca y el guanaco les daban una abundante provisión de lanas. Parece que algunos de estos animales no son más que variedades producidas por el hombre. Cultivaban el algodón y fa- bricaban tejidos que excitaron la admiración y la envidia de los espa- ñoles. El pueblo peruano, agricultor por excelencia, era sedentario, como lc son los chinos, los japoneses y demás pueblos que se han dado a la agricultura. Vivía en villas y ciudades o en casas aisladas en el campo. Su arquitectura no era elegante, pero sí sólida. Empleaban en sus construcciones diversas clases de piedra y ladrillos crudos (adobes) he- chos con arcilla amasada con paja desmenuzada. Los grandes bloques de piedra con que construían los muros eran tan ajustados que, aún hoy en día, es difícil hacer penetrar entre ellos la hoja de un cuchillo. Algunas de las construcciones eran verdaderamente gigantescas. El templo de Pachacamac, el palacio del Inca y la fortaleza de Cuzco, ocupaban juntos más de media legua de circunferencia. Todos los grandes monumentos ‘eran construídos con piedra. Los blo- (16) MANTEGAZZA: L’Antica civilta peruviana. 47 ques empleados en la construcción eran sumamente grandes. Acosta ha medido algunos que tenían 30 pies de largo, 18 de ancho y 6 de eleva- ción, y agrega que aún se ven de mayores dimensiones en la fortaleza de Cuzco (17). ¿De qué medios podían valerse para levantar semejan- tes masas? La instrucción era muy considerada, pero constituía el privilegio ex- clusivo de los príncipes y los nobles (justamente lo contrario de lo que sucede en el día, observa maliciosamente Mantegazza); y más de un hijo del Sol hacía construir su palacio al lado del colegio, especie de universidad de aquella época, para estar más cerca de las fuentes del saber. La música, la aritmética, la astronomía, la poesía, la medicina, la literatura y hasta la filosofía y el arte dramático eran cultivados por los hijos del Sol. Los hombres que sobresalían en las artes o en las ciencias se llamaban amautas. Sus astrónomos habían descubierto la revolución de la tierra y sabían que se cumplía en un año. Habían determinado el mes lunar; contaban un año doce lunas, conocían los solsticios y habían determinado los equinoccios. «Aparte de la aristocracia no había más que hombres completamente iguales, numerados por decenas y por centenas y vigilados por decurio- nes y centuriones. Todo joven llegado a la edad de reproducir la espe- cie humana, era obsequiado por el gobierno con un terreno que no podía vender y que sólo era aumentable por el número de hijos. Ningún rico, ningún pobre. Quien por enfermedad no podía trabajar, era sustentado a costa de todos. Ni equivalía esto a una limosna, pero sí era igual a los demás. Había terrenos reservados para los viejos, las viudas, los en- fermos, los huérfanos y los soldados, cultivados con el sudor de to- dos». (18) Los Incas tenían distribuídos extensos graneros por todas ‘partes del imperio, en los que había grandes provisiones para alimentar al pueblo en los años de carestía. Conocían el hierro, usaban el plomo, el cobre y un bronce que según algunos autores, era tan duro como el acero. El oro y la plata eran em- pleados en cantidades verdaderamente sorprendentes en los objetos de adorno y de lujo. En el arte de fabricar objetos de barro habían alcanzado una perfec- ción tan grande que a buen seguro podían competir con etruscos y ro- manos. Construían caminos anchos de veinte pies, a través de ríos, rocas, montañas y precipicios; abrían galerías, construían puentes suspendidos (17) Acosta: Historia natural y moral de Indias, etc. (18) MANTEGAZZA: L’Antica civilta peruviana. 48 hechos de cuerdas, hacían calzadas o levantaban terraplenes provistos de parapetos de arcilla y plantados de árboles frondosos que daban som- bra al pasajero; empedraban el piso y en algunas partes lo cubrían de un ¡cemento bituminoso más duro que la piedra y superior a nuestro macadam. De Cuzco, capital del Imperio, salían cuatro de esos caminos en di- rección del Tahuantinsuyú, los cuatro puntos cardinales. Los dos grandes caminos que conducían al Chinchasuyú podían com- petir con los mejores trabajos que en su género construyeron los roma- nos. Uno se dirigía por las llanuras que se extienden a lo largo del Pa- cífico y otro atravesaba las tierras montañosas del interior. Ambos ter- minaban en Quito, después de haber recorrido unas dos mil millas de extensión. A lo largo de los caminos, a distancia de tres a cuatro leguas unos de otros, tenían establecimientos llamados tambos (19), en los cuales el viajero encontraba en medio del desierto todo lo necesario para su refrigerio y reposo. Cuando los pueblos de Europa aún no lo conocían, ellos tenían un servicio de posta perfectamente organizado, servido por correos llama- dos chasquis (20), apostados de cinco en cinco millas a lo largo de los caminos, y que corriendo a pie se transmitían los despachos alcanzando una velocidad de 150 millas por día, es decir, mayor que la de muchos países modernos de Europa donde aún faltan ferrocarriles (21). En fin, en su conjunto, el imperio de los Incas, en tiempo de la con- quista, presentaba un grado de civilización verdaderamente notable des- de muchos aspectos. ¿Esta civilización es indígena, o es importada del otro continente? En este último caso: ¿nos es dado identificarla con la de algunos pue- blos del viejo mundo? Si quisiéramos contestar a las precedentes preguntas basándonos en el número más o menos grande de analogías que la civilización peruana presenta con las del viejo mundo, llegaríamos a una de estas dos contes- taciones: O es indígena o presenta los elementos, no de una, sino de va- rias civilizaciones del otro continente. Así la agricultura había alcanzado la misma perfección y los que se dedicaban a ella gozaban de la misma consideración en China que en Perú. En Cuzco como en Pekín es un monarca de origen divino quien una vez por año quería cultivar la tierra con sus propias manos. Pero los chinos son discípulos de Budha y los peruanos adoraban al Sol y a Pachacamac. (19) Ha pasado a ser voz de nuestro diccionario. (20) También ha pasado a formar parte de nuestro diccionario. (21) MANTEGAZZA: Trabajo citado. 49 Los chinos conocieron el hierro desde la más remota antigüedad y los peruanos fabricaban el bronce como los mejicanos en Occidente y los egipcios en Oriente. Acercábanse también a estos últimos en su sis- tema de irrigación; así como los egipcios tenían el lago Meris donde guardaban el sobrante de las aguas del Nilo para cuando éstas fueran necesarias, así también los peruanos tenían lagos para regar sus tierras por medio de canales cuando había escasez de lluvia. Por sus quipos se parecían a los tibetanos, que los han usado más o menos parecidos; pero se diferenciaban ide los chinos y egipcios en que no tenían los caracteres de los primeros ni conocían los jeroglíficos de los segundos. Por las grandes vías de comunicación que habían cons- touído, sólo son comparables a los romanos, pero éstos nunca tuvieron un servicio postal regular como el de los peruanos. Estos estaban organiza- dos en centurias y decurias como los romanos y como ellos fueron grandes conquistadores, pero su sistema de gobierno fué completamente opuesto. Algunas de las fachadas de sus monumentos y particularmente la forma de las puertas se parecen singularmente al arte egipcio, pero nunca se han construído en Perú las pirámides que los egipcios han le- vantado en el valle del Nilo. Como los egipcios, los peruanos hacían uso de la balanza, que ningún otro pueblo americano ha conocido, y se servían de los espejos metáli- cos que también conocieron los romanos. Muchos objetos de barro perua- nos tienen una analogía sorprendente con los de los antiguos etruscos, pero éstos han sido navegantes que han dominado el Mediterráneo, mientras que los peruanos apenas han construído algunas balsas pri- mitivas. En Perú como en Egipto los cadáveres se envolvían en telas precio- sas, y en algunos casos se cubrían de delgadas chapas de oro; pero el arte de embalsamar o momificar no sólo lo han tenido en común con éstos, sino también con los Guanches de Canarias y otros pueblos. Los peruanos en muchos casos colocaban sus muertos en grandes urnas fu- nerarias, y esta costumbre no sólo la han tenido muchas tribus de Amé- rica del Sud, sino que en la antigüedad ha sido general en casi todos los pueblos de Europa. Basta con esto para probar de la manera más evidente que la civiliza- ción peruana no ha sido traída por ninguna individualidad ni emigra- ción extranjera, porque sus elementos, si se encuentran en ¡el viejo mundo, son aislados, formando parte de civilizaciones de pueblos muy distintos unos de otros, mientras que muchos sólo son propios del pue- blo peruano. Esto prueba que esas analogías, o esos puntos de contacto, a lo menos en gran parte son fortuitos. La civilización peruana es, pues, una civilización indígena, que no se remonta más allá de algunos siglos antes de la conquista; pero ha sido una civilización reorganizada sobre AMEGHINO —V. III 4 50 otra anterior, más grandiosa, que había florecido en las mismas comar- cas y que tuvo su origen hacia el Sud, sobre las orillas del Titicaca, como tendremos ocasión de demostrarlo. El mismo Manco Capac, or- ganizador de la civilización quichua o reorganizador de la que le había precedido, salió, según la tradición, de esa región, pero de ningún modo de otra tierra que no sea la de América. El grado de civilización que había alcanzado el pueblo peruano no hace más que indicarnos que es el resultado de una larga evolución primitiva verificada in situ, lo que a su vez prueba la gran antigüedad del hombre en esas regiones, sin que esto importe decir que en tiempos más o menos remotos no pueda haberse hecho sentir la influencia de una civilización extranjeza bajo una forma individual o colectiva. : La creencia general de que los dos centros de civilización que los es- pañoles encontraron en América, el Azteca y el Quichua (o los tres que admiten otros, que agregan la civilización Muysca), estaban completa- mente aislados unos de otros por tribus salvajes que ocupaban los vastos territorios que las separaban, es completamente errónea. Que el de los Aztecas y el de los Quichuas eran los dos únicos grandes imperios de este continente, es innegable. Pero los inmensos territorios que separa- ban esas dos naciones, no estaban poblados exclusivamente por tribus salvajes, como generalmente se cree, sino por naciones poco más o menos tan civilizadas como ellos, aunque no habían podido agruparse para for- mar grandes imperios, o no tuvieron conquistadores capaces de poder reunir bajo un solo cetro los miembros dispersos de la familia americana de esas comarcas. Desde los confines de la Pampa de Buenos Aires hasta los límites septentrionales del Anahuac, las civilizaciones Calchaquí, Tucumanense, Aimará, Quichua, Muysca, Mayoquiché, Azteca, etc., se han sucedido sin interrupción. Así el territorio que desde los confines septentrionales de la monar- quía Quichua se extendía hasta el istmo de Panamá, comprendía diver- sas naciones civilizadas que se tocaban unas a otras. También es cierto que algunas tribus habían permanecido en estado salvaje, como tam- bién las había a poca distancia al Este de Cuzco, centro del imperio y de la civilización peruana. La más notable de esas naciones civilizadas era la de los Muyscas, que residía en lo que en el día llamamos Cundinamarca. La meseta de Bogotá era el centro de su potencia. La de los Muyscas era una nación agrícola y sedentaria como la de los Quichuas. Su sistema de gobierno era una monarquía absoluta. La autoridad de su jefe supremo, llamado Zaque, que residía en Iroca, sólo estaba contrabalanceada por la del soberano pontífice de Tunja. Adoraban el Sol y la Luna y de tiempo en tiempo ofrecían sacrificios hu- 51 manos al primero. Cultivaban la coca de Perú que llamaban hayo, cuyas propiedades tónicas conocían, el maíz, la yuca y otros muchos árbo- les frutales. Fabricaban la chicha, conocían la balanza y tenían va- rios animales domésticos, entre otros el perro (22). Conocían el arte de trabajar, fundir y soldar los metales. Trabajaban el bronce, el cobre, el plomo, la plata y el estaño. Estimaban mucho las esmeraldas y las perlas. Fabricaban tejidos, irrigaban los campos por medio de canales, poseían grandes jardines, eran muy hábiles en la fabricación de vasijas de barro, que cubrían de un barniz inalterable y mantenían un comercio conside- rable. Elevaban grandes templos, momificaban sus muertos o bien los enterraban en urnas funerarias. Poseían la escritura jeroglífica y un calendario lunar bastante perfecto, que era el año rural. Tenían ade- más otros dos calendarios: el primero, el año eclesiástico, que se com- ponía de 37 lunas; y el segundo, el año civil, que era de 20. Las luna- ciones se dividían 'en semanas de tres días. : Sus tradiciones hacen remontar su antigiiedad a una época muy re- mota en que vivian en estado salvaje, hasta un dia en que un viejo de largas barbas que venía del Este, los inició en los principios de la civili- zación. La civilización Muysca no estaba separada dei imperio Quichua por un inmenso territorio poblado por tribus salvajes y he aquí la prueba. La meseta de Bogotá, que era el centro de la potencia de los Muyscas, se halla entre los 4 y 6 grados de latitud Norte. Ahora bien: los Incas extendieron su dominación hasta los 2 grados de latitud, por lo menos, y Quito, que es sabido era el centro de una de sus más ricas provincias, casi podríamos decir la segunda capital del imperio, se halla justamente sobre el Ecuador. Pero aun antes de que los Incas establecieran su domi- nación en esas regiones, ya estaban pobladas por naciones civilizadas que supieron oponer una valiente resistencia a la invasión de los Qui- chuas, que sólo debieron la victoria a su superioridad numérica. Antes de su anexión al imperio Inca, Quito era ‘el centro de un reino flore- ciente y poderoso, de cuyo estado de civilización puede juzgarse recor- dando que Huayna Capac, duodécimo Inca de Perú, después de haber llevado a cabo la conquista del reino de Quito no desdeñó casarse con la hija del rey vencido, de cuyo matrimonio tuvo el famoso Atahualpa. En cuanto al territorio que al Norte de Cundinamarca, asiento de la monarquía Muysca, se extiende hasta el mar de las Antillas, también estaba ocupado por naciones civilizadas, independientes, entre las que nombraremos como más notable la nación de los Taironas, que ocupa- ba justamente la extremidad septentrional de la Nueva Granada. Era un pueblo agricultor, industrioso, rico y notable por su bravura. Los es- pañoles nunca pudieron someterlos, y podían poner hasta 50.000 hom- (22) Cieza: Cronaca del gran regno del Perú, etc. Venezia, 1560. 52 bres en pie de guerra. Tenían grandes fundiciones de oro y eran hábi- les comerciantes. ¿Cuál es el origen de la civilización de los pueblos que habitaban los fértiles valles de Cundinamarca? Como lo hacen comprender fácilmente sus tradiciones, ella no ha sido importada por ningún pueblo extraño al continente americano; y si por un lado el sistema de sus calendarios los aleja de todos los pueblos de Europa y América, por otra parte, su reli- gión, sus monumentos, su industria, los acerca singularmente al pueblo peruano, sin que por esto deje de notarse entre ambos grandes dife- rencias. La civilización de los Muyscas, no es, como la de los Quichuas, más que la reorganización de una civilización anterior, reorganización que parece haber seguido de Sur a Norte. Bochica, como ¡Manco Capac, hizo revivir las ceremonias y costumbres que los monumentos que en- contró en la comarca le habían hecho comprender existían en otro tiem- po y que quizá también tuvo ocasión de conocer en otros documentos, pero sin que alcanzara a dar a la nueva sociedad el esplendor que había alcanzado la que le había precedido. En ninguna parte, pues, se encuen- tran las huellas de la invasión de algún pueblo asiático que haya impor- tado ahí la civilización que encontraron los españoles. Ella es indígena como la de los Incas. Todo lo que hemos dicho a propósito de esta últi- ma, puede aplicarse a la primera, incluso la posibilidad de algunas me- joras o innovaciones aisladas que puedan haber traído individualidades extranjeras. Abandonemos, pues, Colombia y pasemos a otra región contigua que sirve de punto de tránsito entre las Américas, por lo que presenta para nosotros un interés especial más importante, tanto más cuanto que su civilización difería notablemente de la que acabamos de examinar. Centro América, esa parte del continente americano que termina en el istmo de Panamá por un lado y en el de Tehuantepec por el otro, cuan- do la descubrieron los españoles era el asiento de naciones civilizadas, ricas, industriosas y florecientes. «Los que han visto los indios de esta parte del Nuevo Mundo, han observado su miseria actual, sus costumbres rudas y groseras, y han pe- netrado en sus pobres y sucias habitaciones, creerán difícilmente que esos pueblos hayan tenido en otros tiempos ciudades bien fortificadas, palacios espléndidos, ciudadelas hábilmente construídas y edificios ma- jestuosos. Sin embargo, nada hay más cierto; y si nos faltara el testi- monio de los hombres para probarlo, apelaríamos a los vestigios mate- riales de esta civilización extinta. El gran palacio de Utatlan, cuyos ves- tigios aún se admiran, las ciudades de Tecpanguatemala, de Mixo, de Xelahut, de Chéméquéna, de Patinamit, de Atitlan, las fortalezas de Parraxquin, de Socoleo, de Uspantlan, de Chalcitan, y varias otras cuyos nombres no recordamos; el vasto palacio de Copan, la célebre caverna 53 de sus cercanías; todo eso habla a los ojos, todo eso ‘prueba que los pue- blos de esta comarca han tenido sus artes, sus ciencias, el instinto de lo bello y de lo grandioso, hábitos de lujo y necesidades de bienestar que ya no existen entre ellos (23). Sólo el imperio de Utatlan podía rivalizar con el de los Aztecas y los Incas. Su gobierno era una monarquía rodeada de una alta aristocracia. Su sistema de sucesión era igual que el de las monarquías modernas y aun las aventajaba en que si el heredero era incapaz de gobernar tenía que contentarse tan sólo con el título. El soberano era asistido por un Consejo de Estado compuesto de veinticuatro miembros, encargados de deliberar junto con el rey todos los asuntos políticos y militares. Los go- bernadores de las principales ciudades eran nombrados por el rey y ellos también eran asistidos por un consejo de nobles. Los delitos graves eran castigados con la pena de muerte. Si el rey faltaba a sus deberes podía ser enjuiciado por el consejo y depuesto (24). La capital del imperio, Utatlan, era tan populosa que ella sola dió a su soberano 72.000 hombres para combatir a los españoles. La ciudad de Utatlan estaba edificada sobre una elevación rodeada de un precipicio que le servía de foso, y a la que no se podía llegar más que por dos pa- sajes muy angostos defendidos por un castillo. En el centro de la ciudad estaba el palacio del rey, rodeado por las casas de los nobles. Había un seminario que recibía 6.000 jóvenes, alimentados, vestidos e instruídos a expensas del Estado. En la enseñanza que se daba en el estableci- miento se empleaban sesenta profesores. Todo Centro América estaba cuajado de ciudades populosas, con gran- des palacios, fortalezas, colegios, circos, cuarteles, establecimientos de baños, jardines, torres, calzadas, templos, etc. Conocían la escritura je- roglífica; tenían sus libros sagrados y una verdadera historia; tenían establecimientos metalúrgicos, fábricas de telas, etc. La agricultura ha- bía alcanzado un grado de perfección tan sólo comparable al de China y Perú. De esta civilización floreciente, no quedan en el día más que ruinas. Los españoles han sabido ejercitar tan bien el papel de regeneradores, que hoy los campos se hallan desiertos, las ciudades despobladas y hasta la misma población parece haberse embrutecido. A diferencia de lo que sucede en Perú, en Centro América podemos precisar hasta la época de varias emigraciones que vinieron de las re- giones del Norte a establecerse en las mesetas de Guatemala, Honduras y Nicaragua, desde donde la vista domina la vasta superficie de ambos océanos; pero nada nos dice que esas emigraciones hayan traído consigo la civilización que ahí encontraron los europeos. Parece, por el contra- (23) LARENAUDIÉRE: México y Guatemala. (24) TORQUEMADA: Monarquía indiana. 54 rio, que más que emigraciones de hombres civilizados, eran hordas semi- bárbaras a manera de las que pusieron fin al imperio romano, que en vez de llevar consigo una nueva civilización, no hicieron más que acabar de destruir la que existía. A pesar del estado floreciente y adelantado en que los europeos en- contraron a esos pueblos, ya está puesto fuera de duda que ahí también, como en otras partes de América, había existido una civilización más adelantada, que había precedido al establecimiento en el país de las emi- graciones del Norte. Los invasores se encontraron ahí con los restos decrépitos de una anti- gua civilización que necesitaba de una nueva savia para regenerarse y manifestarse bajo otra forma, pero que las ruinas de Palenque, de Ux- mal, etc., nos manifiestan con la mayor evidencia que no había alcan- zado eel esplendor de la anterior. La civilización que ahí encontraron los españoles no vino del Norte. Los Kachiqueles, Zutugiles y otras hordas guerreras y sanguinarias que invadieron Centro América no hicieron más que infundir nueva vida a la población primitiva; quizá han sido en gran parte absorbidos, pero de su unión con el pueblo que ocupaba la comarca ha resultado una nueva era de prosperidad, que habría podido seguramente más tarde sobrepujar su antigua grandeza a no haberse interpuesto en su camino las armas españolas. Luego, lo mismo que en Perú, la civilización mayo- quiché, contemporánea de la conquista, es indígena, puesto que no es más que una reorganización in situ de la que la había precedido, provo- cada por la fusión de la población ide la comarca con emigraciones ex- tranjeras, pero que por otra parte nada prueba hasta ahora que hayan sido extrañas al continente americano. Más ¡al septentrión, en esa parte de América del Norte comprendida entre el grande Océano por un lado y el golfo de Méjico por ‘el otro, hubieron en otro tiempo, reinos, imperios y repúblicas florecientes, que tenían grandes ciudades, imponentes monumentos, tropas aguerrilas, una civilización antigua, un pasado brillante, sus cosmogonías, su reli- gión, su historia, y que cultivaban las artes y las ciencias. El imperio de Tenochtitlan, los reinos de Mechoacan, Tezcuco y Tlacopan, las repú- blicas de Tláscala, Tepeaca, Cholula y Huexotxinco, la confederación de Tehuantepec, etc., etc., han dejado en la historia de los pueblos mna página brillante. Es indudable que el Anahuac era en tiempo de la conquista el asiento de las naciones más civilizadas de ambas Américas, aunque, por otra parte, sus ritos religiosos eran los de un pueblo bárbaro. El imperio de Méjico, el más notable de esos Estados, era una monar- quía electiva, cuya corte tenía un fausto y un lujo tan sólo comparable a los de las antiguas cortes orientales. 55 El pueblo, entre los Aztecas, estaba dividido por clases como en India; y la monarquía rodeada por un cuerpo de nobleza influyente y poderoso. Estaba prohibida la ociosidad y cada hombre tenía la obliga- ción de ejercer una profesión. Había un ejército permanente como en las _ naciones modernas, pero en tiempos de paz estaba ocupado en trabajos Ge utilidad pública. Todo mejicano nacía libre por la ley. Los sacerdotes tenían una in- fluencia inmensa y en sus manos estaba la educación del pueblo. Había órdenes y condecoraciones para recompensar a los que se distinguían de la masa del pueblo, fuera por su saber o por su valor, por el mismo estilo de las que hay en los estados modernos de Europa. El poder del jefe de familia era casi ilimitado; y el hijo adoptaba siempre el estado y profesión del padre. El casamiento era poco menos que obligatorio y los célibes menospreciados. Quemaban a sus muertos con grandes cere- monias y colocaban las cenizas en urnas funerarias. Los funerales de los reyes eran celebrados con gran pompa y acom- pañados de sacrificios humanos. La nobleza era numerosa y ocupaba todos los empleos y grados mili- tares, poseía grandes territorios, títulos transmisibles de padres a hijos y formaba a la vez el poder legislativo y el colegio electoral que ungía los reyes. Sus trajes y sus casas se diferenciaban de las de la masa del pueblo. Su código penal comprendía todos los crímenes y delitos. El poder judicial estaba bien distribuído y había apelación en segun- da y hasta en tercera instancia. Los magistrados encargados de juzgar los delitos y aplicar las penas eran nombrados por el pueblo. La tutela infiel, el insulto a los embajadores y correos, la disipación del patrimonio en orgías, el robo, el asesinato y la embriaguez, eran todos delitos castiga- dos con la pena de muerte. Usar un traje diferente del que correspondía al propio sexo, era considerado como un delito de los más graves. Los infelices historiadores que en sus narraciones se permitían algunas inexactitudes, no era tampoco raro que fueran condenados a la última pena. La clase militar tenía una gran influencia en los destinos de la nación. El derecho de propiedad privada estaba perfectamente estable- cido y conocían la distinción que nosotros hacemos entre la ¡propiedad mueble y la inmueble. Los derechos y deberes de cada uno no eran arbitrarios, sino fijados según leyes establecidas. Cada uno tenía conocimiento de las cargas públicas que debía soportar. La agricultura era floreciente y la principal fuente de riqueza de los mejicanos. Removían la tierra con una especie de azada de metal, conocían los abonos y practicaban la irrigación de los campos. Cultivaban la mandioca, el maíz, el cacomite, el tomate, el pimiento y un gran número de legumbres y árboles frutales. Con el 56 maíz fabricaban un gran número de bebidas espirituosas, se distraían con el tabaco que fumaban en enormes pipas, y fabricaban vino con una planta que llamaban magüey. Fabricaban miel vegetal, recogían la que produce la abeja y empleaban la cera en diversos usos. Había ciudades enteras, como la de Colhuacan, convertidas en vastos hospicios, donde los pobres, los soldados enfermos y los ancianos eran alojados y alimentados a expensas del Estado. Tenían un servicio de correos de a pie tan bien organizado como el de Perú, o poco menos, puesto que transmitiéndose los despachos de mano en mano iban con tanta rapidez que, en el espacio de veinticuatro horas, hacían unas 300 millas. Aun cuando no disponían de moneda sellada, no por eso dejaban de ejercer un comercio muy considerable, substituyéndola con cantidades fijas de oro, cacao, algodón, etc., que representaban un valor deter- minado. La división del trabajo llevada a lo infinito, había alcanzado entre ellos un grado de perfección más elevado que el que tiene en China. En las artes mecánicas y liberales habían hecho progresos considerables y desde algunos aspectos aventajaban a los europeos. Trabajaban ‘el co- bre, el oro, la plata, el plomo, el estaño, el cinabrio, etc., y hacían con ellos diferentes aleaciones, entre otras un bronce casi tan duro como el acero. Ni se contentaban con recoger los metales que se presentan en la superficie del suelo, sino que sabían arrancarlos de las entrañas de la tierra y explotar los filones abriendo galerías y excavando pozos de comunicación. Sabían esculpir grandes trabajos en diorita, pórfido, ba- salto y otras piedras excesivamente duras; y agujereaban el jade, la esmeralda y otras piedras preciosas. En el arte de la joyería habían he- cho progresos maravillosos y los objetos que salían de sus talleres po- dían competir con lo mejor que fabricaban los españoles. Sus magníficos trabajos en plumas de diversos colores nunca han podido ser imitados por los europeos. Fabricaban telas de lana, de algodón y de fibras de magúey, y un papel que les servía para escribir sus anales jeroglíficos. Sus jardines flotantes, islas artificiales de flores y de verdura que aún en el día adornan los lagos mejicanos, excitaron y aún excitan la admi- ración de los europeos. Tenían un sistema completo de escritura jero- glifica y un principio de la fonética. Trazaban planos catastrales, topo- gráficos y corográficos de una gran perfección, y cartas geográficas que pudieron servir a los europeos. Con sus pinturas jeroglificas conserva- ban la historia de su pasado y escribían los rituales de su culto, los có- digos de sus leyes, los fallos de sus tribunales, los decretos de sus go- biernos, etc., como también tratados de astronomía, de antigüedades y poesías. Cultivaban la pintura, la poesía, la música, la medicina, la astronomía, 57 la escultura, la arquitectura, la literatura y otras muchas artes y ciencias. Poseían conocimientos astronómicos bastante extendidos. Tenían dos calendarios, uno solar y otro lunar. El año solar constaba de 365 días, dividido en 18 meses de 20 días, más cinco días complementarios agregados al último mes. Cada mes estaba dividido en cuatro semanas de cinco días. Cada día estaba divi- dido en cuatro partes y cada parte en horas. Trece años formaban un ciclo (+lalpilli) análogo a la indicción ro- mana. Cuatro tlalpillis, formaban un período de 52 años (xiuhmolpilli) y dos xiuhmolpillis un huehuetiliztli o período de 104 años. El año civil concluía en el solsticio de invierno; y en lugar de añadir, como nosotros, + un día cada cuatro años, intercalaban trece días cada período de 52 años, haciendo concordar de este modo su calendario con la marcha del sol. Las casas de los pobres eran de adobe. En las ciudades, cada casa poseía un oratorio y un cuarto de baño. Las casas de los nobles eran edificadas con piedra y cal, lo mismo que las de los reyes, las fortifica- ciones, los templos y los grandes edificios públicos. Torquemada (25) dice que sólo en el imperio de Méjico había más de 40.000 templos reli- giosos. Sus templos, palacios, pirámides, fortalezas, diques, calzadas y acueductos prueban conocimientos arquitectónicos muy avanzados, que seguramente no se encuentran en pueblos semisalvajes que están en el principio de la escala de los pueblos civilizados. Cuatro palabras más sobre algunas de las ciudades del Anahuac bas- tarán para poder concluir de formarse una ligera idea acerca de la civi- lización azteca. Cholula, capital de la república del mismo nombre, era una de las ciu- dades más importantes del Anahuac, célebre por su comercio y por sus establecimientos religiosos. Contenía más de 40.000 casas sin contar sus arrabales o barrios apartados. Tenía fábricas de tejidos, de objetos de alfarería y de una loza muy estimada. Sus joyeros gozaban una gran reputación y habilidad, y el arte de tallar piedras había alcanzado allí su más alto grado de perfección. Cortés dice que desde lo alto de un templo pudo contar más de cuatrocientas torres correspondientes a otros tantos monumentos. Tláscala, capital de la república del mismo nombre, era, según Cortés, una ciudad más grande que Granada, con bellos edificios y mejor pro- vista en granos, aves, carne, pescado y legumbres. Tenía un gran mer- cado donde todos los días treinta mil personas compraban y vendían. Ahí se encontraba todo lo necesario para vestirse, ropa, calzado, joyas ce oro y de plata, objetos de pluma, alfarería mejor que la de España, leña, carbón, plantas medicinales, etc. Había baños públicos, lavaderos y una buena policía. (25) TORQUEMADA: Obra citada. ss 58 Tezcuco, sobre el lago del mismo nombre, la antigua Atenas. del Ana- huac, era otra ciudad que tenía más de 40.000 casas. Cuando en ella penetraron los españoles no cesaban de admirar sus templos, palacios, calles, fuentes y jardines públicos. Los pueblos circunvecinos venían a instruirse en sus escuelas. Habían adoptado sus leyes de los otros pue- blos. Allí se encontraron en otro tiempo los mejores artistas, los mejores poetas, los mejores oradores, los mejores historiadores, cuyo talento se desarrollaba bajo la protección de la monarquía. En fin, Tenochtitlan, la Méjico actual, entonces capital del imperio de los Moctezumas, estaba edificada en parte como otra Venecia, en las aguas del Tezcuco. Sus calles eran trazadas a cordel y sus manzanas formaban cuadros regulares como los de nuestras ciudades americanas modernas. Tenía cuando menos diez millas de circunferencia y más de 60.000 casas. Había en ella grandes plazas y mercados; uno de éstos, rodeado por una inmensa recoba, era más grande que la ciudad espa- ñola Salamanca. Sesenta mil compradores y vendedores se reunían allí. Allí se encon- traba todo lo que uno podía desear. El que no tenía casa podía encon- trar todo lo necesario para edificarse una en veinticuatro horas. Cada parte del edificio estaba destinado a la venta de una clase especial de objetos, y hacia el centro había una especie de tribunal que arreglaba las diferencias que podían sobrevenir entre vendedores y compradores. En la ciudad había calles ocupadas especialmente por herboristas, dro- guistas, joyeros, pintores, etc. Su policía estaba maravillosamente orga- nizada. Inmensos diques, y entre otros uno de más de 12.000 metros de largo, la preservaban de las inundaciones del lago. Las calles eran lim- piadas y lavadas todos los días; y las provisiones llegaban de todas par- tes por numerosos canales. Un largo y magnífico acueducto proporcio- naba desde lejos el agua potable necesaria, que numerosos caños de tierra cocida distribuían por todos los puntos de la ciudad. Tenía casas especiales para ¡criar diferentes especies de animales, clase de esta- blecimientos que aún no eran conocidos en Europa. Imponentes Teocallis o templos religiosos se levantaban por todos los cuarteles de la gran metrópoli. Había grandes bazares, ferias, cuarteles, palacios, cárceles, hoteles, hospicios, colegios, jardines, estanques, fuentes, jardines zoo- lógicos y botánicos, donde numerosos profesores estaban encargados le estudiar las diferentes clases de animales y de plantas, acuarios, ar- senales y otros establecimientos que tampoco eran conocidos en la vieja Europa. Henos aquí, pues, en presencia de un pueblo civilizado, que se ha- llaba a la vanguardia de los pueblos más adelantados del Nuevo Mundo, que había hecho grandes progresos en las artes, las ciencias y la in- dustria, y que a pesar de eso, en los rituales de su culto religioso exigía 59 el sacrificio de miles de víctimas humanas, rituales tanto más sangui- narios, cuanto que parecen incompatibles con una civilización que desde muchos otros aspectos ofrece numerosos modelos que imitar. Henos aquí en presencia de la civilización tipo americana, que los infatigables monogenistas han querido por todos los medios posibles identificar con las del viejo mundo. Henos aquí, en fin, en presencia de un pueblo que conserva una historia que nos permite fijar las fechas de varias emi- graciones que vinieron de las tierras del Norte a establecerse en las fértiles llanuras del valle de Méjico, y en las cuales fué ortodoxo reco- nocer emigraciones asiáticas. Pues bien: nada nos prueba hasta hoy que esas emigraciones hayan venido del viejo mundo; y esa civilización que encontró Cortés, que ha sido identificada sucesivamente con la Budista de India (26), la china, la japonesa, la egipcia, la fenicia y hasta la he- brea, tampoco ha sido importada por ninguna emigración extraña al con- tinente americano. Ella es indígena como las de Guatemala, Colombia y Perú, y como ellas también no es más que un reflejo de una civili- zación más brillante y más artística que floreció en las mismas comar- cas en una época que aún no nos es dado fijar. Quien haya podido formarse una idea de lla civilización mejicana, sus grandes monumentos, sus vastas ciudades y su floreciente industria, difí- cilmente podrá comprender sin duda que en épocas anteriores hayan existido ahí pueblos más civilizados; sin embargo esta es la verdad, y no sólo tenemos ruinas que por todas partes nos lo hacen comprender de una manera inequívoca en medio de su silencio, sino que quienes también nos revelan la existencia de esas naciones extintas, son las mismas historias y tradiciones mejicanas. Como en Guatemala, esas emigraciones que de las comarcas del Norte vinieron a establecerse en Anahuac, no eran más que hordas semi- bárbaras, empujadas por la necesidad hacia el Sur en busca de tierras más fértiles y de un clima más suave. Ahí encontraron un pueblo civi- lizado que tenía grandes ciudades y escritura jeroglífica. ¿Esa civili- zación estaba ya en decadencia, o fué destruída por los invasores? Hasta ahora no es posible contestar a esta pregunta y sólo sabemos que los Aztecas no hicieron más que imitar los monumentos, las obras de arte y las reliquias todas que de un pasado floreciente se les presentaba a la vista, pero sin que nunca hayan alcanzado a igualar los modelos. Si algo trajeron las bárbaras tribus invasoras del Norte, fué la sangui- naria costumbre de los sacrificios humanos, que parece era desconocida a los primitivos habitantes de Méjico, que, como los de Perú, adoraban el Sol. ¡Como la de los Incas, la de los Muyscas y la de Utatlan, la civilización (26) ElcHTHaL: Etude sur les origines bouddhiques de la civilisation américaine, Paris, 1865. 60 azteca no ha sido más que una reorganización in situ de otra preexistente, más brillante, cuyo origen ignoramos. Desde el golfo de Méjico hasta los arenales de Atacama, se nos pre- senta, pues, el mismo problema. Por todas partes una civilización re- construída sobre otra anterior y en ninguna parte vestigios de la emigra- ción en masa de algún pueblo del antiguo continente importador de al- guna de las civilizaciones del Nuevo Mundo. Esto nos prueba, pues, con la mayor elocuencia, que desde este punto de vista como desde muchos otros, esta última denominación es inexacta, y que así como una parte de sus tierras han emergido desde las primitivas épocas geológicas de nuestro globo, así también su población puede remontar a la época de la primera aparición del hombre sobre la tierra. Como quiera que sea, los monumentos que de un antiguo pueblo grande y floreciente se encuentran en ambas Américas, prueban que su foco o sus focos de civilización remontan a una gran antigúedad, y que hace ya largos siglos que el hombre vaga por sus praderas, cruza sus ríos y trepa por sus montañas. Veamos ahora si el examen del hombre mismo, de sus tradiciones, lenguas, religiones, etc., nos conducen al mismo resultado. Hubo un tiempo en que se creía que toda la población india de Amé- rica poseía caracteres propios y homogéneos, y que, por consiguiente, formaba una sola raza: de aquí la conclusión de Ulloa: visto un indio de cualquier región se puede decir que se han visto todos (27). Grave error, que, recogido por los poligenistas, debía llevarlos a afirmar que el hom- bre americano es de diferente origen del asiático, el negro o el europeo; y que, como la fauna de que se hallaba rodeado, había tenido origen en la tierra que habitaba. Morton, jefe de esta escuela, modificando en la forma las palabras de Ulloa, dice: «Se ha hecho casi proverbial que, quien ha visto una tribu india, las ha visto todas, tanto se parecen los individuos de esta raza, a pesar de la vasta extensión geográfica, y los climas extremadamente diferentes del continente que habitan (28).» A pesar de una afirmación tan categórica, lanzada por una autoridad como la de Morton, los trabajos de la antropología moderna prueban que es inexacta. Las naciones americanas no se parecen entre sí tanto como se ha afirmado, y presentan diferencias tan grandes como las que hay entre las naciones del antiguo continente. Si bien es cierto que el color más o menos cobrizo o rojizo, el pelo redondo, largo, liso, rígido y duro, la escasez de barba y de pelo ‘por el cuerpo, el desarrollo del arco superciliar, los pómulos salientes, la boca (27) ULLOA: Noticias americanas, etc. (28) Morton: Cons. Froriep’s n. Notizen. 1845. 61 grande, la estatura elevada, el desarrollo de las mandíbulas, la nariz prominente y encorvada, la cavidad pequeña del cráneo, la esbeltez y la verticalidad y belleza de la dentadura son caracteres que distinguen a la mayor parte de la población indígena de América de la del viejo continente, también lo es que no sólo no se hallan reunidos todos estos caracteres en todos los individuos de una misma tribu, sino que se hallan muchos de ellos y aun tribus enteras que difieren de la masa de la po- blación, y que pertenecen a razas muy diferentes unas de otras. La exis- tencia de una raza americana es, pues, inadmisible y unas cuantas citas bastarán para darnos razón. Si la boca grande es uno de los caracteres de las razas americanas, hay tribus como las de Tabasco que la tienen relativamente peque- fa (29). Los Pueblos y Moquis de Méjico tienen el pelo negro, pero suave en vez de rígido y duro. Algunas tribus de Centro América tienen los miembros excesivamente desarrollados (30), mientras que los Bo- tocudos (31) y los habitantes de la Tierra del Fuego (32) los tienen excesivamente delgados. Los habitantes del cabo Gracias a Dios no tienen los pómulos salien- tes y los Mosquitos tienen los ojos grandes (33). Los Calchaquís no tienen mandíbulas sólidas y pesadas como el resto de los americanos; y si los ojos de los esquimales, por su oblicuidad, se parecen a los de los chinos, los Boronos de la falda oriental de los Andes chilenos, tienen muy a menudo ojos azules acompañados de cabello negro o castaño. Los Mandans tenían el pelo claro y los ojos castaños, grises o azules (34). También presentan a menudo ojos grises los Athapascas (35). Cabellos rubios los Lee-Panis (36) y claros los Antis (37) y los Kolusches (38). Los Esquimales son gruesos y predispuestos a la obesidad y los demás pueblos americanos son esbeltos. La anchura del pecho y desarrollo de todo el tronco distingue a los Patagones de todos los demás pueblos americanos (39). Los Botocudos (40) y los Apaches (41) tienen el pie muy pequeño y los Patagones excesivamente grande. Mientras casi to- (29) HUBERT-HOWE BANCROFT: The native races of the Pacific-States. (30) Obra citada. (31) LAcERDA E RODRIGUEZ PEIXOTO: Contribuicóes para o estudo anthropologico das raças indígenas do Brazil. (32) F. Lacroix: Patagonie, Terre-du-Feu et îles Malouines. (33) BANCROFT: Obra citada. (34) CATLIN: Obra citada. (35) MAcKENSIEs (ALEX.) : Voyages dans l’intérieur de l'Amérique septentrionale, faits en 1789. 1792 et 1793. (36) Pike: Voyage au Nouveau Mexique, etc. (37) D'OraicnY: L’homme américain. (38) Dixsun: Voyages aus îles de Trinidad, de Tabago, de la Marguerite et dans diverses parties de la Venezuela dans l’Amérique méridionale. (39) Musters: At home with the Patagonians. (40) F. Denis: Le Brésil. (41) BancrorT: Obra citada. 62 das las naciones americanas están caracterizadas por la escasez de la barba, los Comanches la tienen muy abundante (42). La nariz del Es- quimal es sumamente aplastada y sus pómulos son tan salientes que King pudo asentar sobre ellos una regla sin tocar la nariz (43); es sa- bido que este último carácter es propio de las razas de Asia Oriental y la depresión de la nariz de la raza mongola y negra, pero la mayoría de los americanos la tienen desarrollada en sentido antero-posterior como las razas europeas. Los Fueguinos son de estatura mediocre y los Patagones, que se hallan inmediatamente al Norte, son los hombres más grandes del mundo (44), mientras que los Groelandeses que habitan la otra extremidad son de los más pequeños. Los indios de Vancouver, los Crees en Norte América y los Quichuas en el Sur son hombres pe- queños, y los Caribes e Iroqueses son de talla agigantada. El cráneo Esquimal es el más dolicocéfalo del mundo (45) y los indios de la pam- pa de Bogotá son los más braquicéfalos (46). Entre los Puelches hay braquicéfalos y mesaticéfalos; tienen la frente muy deprimida y un gran prognatismo. El índice nasal de los Peruanos es mucho mayor que el de los Esquimales y el de éstos menor que el de los Chinos. Los Esquimales que, por muchos caracteres, parecen acercarse más a los Chinos que ningún otro pueblo americano, forman la raza que más se aleja de ellos por au índice orbitario sumamente pequeño, mientras que el índice orbitario de las demás razas americanas se acerca mucho al de los Chinos. Los cráneos Calchaquís son excesivamente braquicéfa- los. Los Peruanos y Araucanos también, según Pruner Bey; pero los Botocudos son casi tan dolicocéfalos como los Esquimales (47). En los sepulcros catamarqueños hay dos formas de cráneos, una braquicéfala y otra dolicocéfala; otro tanto sucede en los paraderos de Patagonia, según los trabajos del señor Moreno. En cuanto al color, los pueblos americanos presentan entre sí las mis- mas diferencias. Los Antis de los Andes centrales, en Perú, tienen un color blanco claro (48) y los Peruanos un color aceitunado o bronceado. Los Araucanos son de color pardo. Los indios de algunos puntos de Bra- sil, tienen un color amarilloso que se inclina al rojo; y los Pieles Rojas, como lo indica su nombre, un color rojo muy subido. Los indios de la Pampa tienen un color aceituna algo obscuro. Los Changos tienen un color más obscuro que los Quichuas, y los Yuracares son de color blanco (42) BANCROFT: Obra citada. (43) Kino: Sobre los caracteres físicos de los esquimales. (44) TOPINARD: Etude sur la taille. (45) TOPINARD: L’Anthropologie. (46) Según PRUNER BEY. (47) LAceRDA E RODRIGUEZ PEIXOTO: Memoria citada. (48) D'OrBIGNY: Obra citada. 63 y más altos que los Quichuas, Changos y Aimarás. Los Comanches, unos tienen un color cobrizo y otros se acercan al negro californiano (49). En Centro América y varios puntos de Norte América, también se en- cuentran tribus de color amarilloso. Según las narraciones de algunos viajeros, los indios Padoucas eran blancos y su fisonomía parecida a la de los ingleses. Los indios de Port-Mulgrave, parece ofrecen el tipo ru- bio de las lecheras inglesas (50). Lozano también nos habla de indios blancos que vivían en la Mesopotamia argentina (51). Según las narra- ciones de los normandos e irlandeses, Huitramanaland estaba habitado por hombres blancos. En las costas de California había tribus de indios tan negros como los negros de Guinea, aunque no tenían el pelo lanu- do (52). Muchas trittus de la costa del Pacífico presentan un color co- brizo. Los Patagones tienen un color muy obscuro. Los Esquimales son de color gris claro y los antiguos negros de California tenían ojos ne- gros y hundidos, nariz deprimida, pómulos salientes, boca grande, la- bios espesos y bellos dientes. En la isla San Vicente, en el golfo de Méjico, había Caribes ne- gros (53). Los Yamassis de la Florida, que prefirieron morir antes que someterse a las leyes de los Creeks, eran negros. Balboa, en su travesía del istmo de Darien en 1513, encontró verdaderos negros (54). Según los viajeros Laperouse, Dixaun, Maurelle, Merares y Marchand, hacia lo largo de la costa Noroeste de América del Norte existen individuos que pueden considerarse como de raza blanca pura (55). Sobre el alto Misuri, los Kiarvas, Kaskaias y Lee-Panis, tienen hasta los cabellos ru- bios, atributo de las razas blancas superiores (56). El capitán Graa ha encontrado en Groenlandia, hombres altos, delgados y rubios. Colón compara los habitantes de Guanaani a los Canarios y señala la pobla- ción de Hispaniola como más blanca y hermosa (57). Los Charanza- nis de Perú estudiados por Angrand, también se parecen a los Cana- rios y se distinguen de todas las tribus circunvecinas. Los indios de Ra- binal, según Brasseur de Bourbourg, se parecen a los Arabes. Pedro Martyr, dice que en el golfo de Paria había indios de cabellos rubios. Charlevoix también habla de Esquimales blancos (58). Los es- pañoles, en su expedición a Cibola hablan de un jefe indio blanco (59). (49) BANCROFT: Obra citada. (50) GAFFAREL: Etude sur les rapports de l’Amérique et de l’ancien continent. (51) Lozano: Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. (32) Voyage de La Pérouse autour du monde, publié conformement-au décret du 22 Avril 1791, etcétera. (53) DE QUATREFAGES: Unité de l’espèce humaine. (54) Gomara: Historia genera! de Indias. (55) DE QUATREFAGES: L’Espéce humaine. (56) Obra citada. (57) F. CoLomeo: Vida del Almirante. (58) CHARLEVOIX: Histoire et description générale de la Nouvelle France, etc. (59) CaASTANEDA: Relación del viaje a Cibola, emprendido en 1540, 64 Lery dice que algunas tribus Tupinambas de Brasil no eran más more- nas que los españoles o los provenzales (60). Entre los Botocudos de Brasil se han observado variedades de color muy diferente; el moreno rojizo más o menos claro pasa en algunos individuos a un amarillo muy subido, y otros se acercan tanto a la raza blanca, que un tinte rosáceo colora sus mejillas, encontrándose hasta algunos que tienen los ojos azules, lo que ellos consideran como un tipo de belleza notable (61). Los indígenas del cabo Gracias a Dios, han sido descriptos como de color tan obscuro como los negros. La tribu de los Woulawas en Centro América, tiene un color sumamente obscuro, parecido a una mezcla de ocre amarillo y tinta china (62), y se halla rodeada por tribus de color mucho más claro. Los Mandans, según Catlin, son blancos y de cabello claro y castaño. «Ante ellos, escribe el ilustre viajero, está uno tentado de exclamar: Estos no son indios (63).» Las tradiciones peruanas nos dicen que bajo el reino del monarca Titu Yupanqui, el Perú fué invadido por le- giones extranjeras, en las que iban un gran número de negros. Los libros sagrados de los Quichés hablan de negros que en tiempos re- motos habían ocupado sus territorios (64). Entre los Caribes, hay tribus de color amarillo, como las de Honduras y otras de color negro que también se diferencian entre sí por otros caracteres. Gumilla nos hace saber que en las márgenes del Orinoco existían verdaderos negros (65); y Bory de Saint-Vincent, por el color acerca los Fueguinos a los negros de la tierra de Diemen (66). He aquí explicadas las razones por qué no admitimos la existencia de una raza americana. Puede haber existido, pero en el día no existe. Mas téngase bien pre- sente que con esto no queremos decir que la población americana des- cienda de una emigración asiática. De ninguna manera. No admitimos una raza americana, como no admitimos una raza asiática por haber en Asia naciones enteras de amarillos, blancos, negros y hasta cobrizos; como no admitimos una raza europea porque hay en Europa blancos y amarillos, y hubo negros en el Cáucaso; como tampoco admitimos una raza africana en toda la acepción de la palabra, porque hay en Africa no tan sólo negros, sino blancos también y hasta rojos. Como tampoco (60) LerY: Histoire d'un voyage fait en la terre du Brésil, autrement dite Amérique. 1578. (61) F. DENIS: Obra citada. (62) BANCROFT: Obra citada. (63) CATLINS Letters and notes on the manners, customs and conditions of the North American Indians. (64) PoroL VUH. (65) GuMILLA: Historia natural, civil y geografía de las naciones situadas en las riberas del río Orinoco. (66) Bory DE SainT-VINCENT: L’Homme, essai zoologique sur le genre humain, espèce méla- nienne. 65 negamos que ha habido emigraciones del viejo mundo que han alterado los caracteres de las razas americanas. Pero ver en esas emigraciones otra cosa que invasiones parciales que nunca han podido alterar en su conjunto la población americana, sería darles una importancia por de- más exagerada. La población americana es en su conjunto el resultado del cruzamiento de varias razas diferentes de las del viejo mundo, que han poblado este continente desde una antigüedad sumamente remota, y de algunas emigraciones parciales verificadas en tiempos relativa- mente modernos que no han hecho más que producir algunas alteracio- nes locales de los tipos primitivos, cuyo primer origen es todavía un problema por resolver, puesto que aún no conocemos los caracteres tí- picos del tronco o de los troncos de la familia americana. Esto es lo que nos demuestra de una manera evidente el estudio de los diferentes gru- pos de individuos que poblaban este continente. Con las lenguas ha sucedido otro tanto que con las razas que las ha- blaban. Se ha afirmado que todas tenían el mismo mecanismo, que eran sumamente parecidas y que se habían formado seguramente de la trans- formación de un idioma primitivo introducido en este continente por tribus tártaras o mogolas. En efecto: algunas lenguas americanas presentan unas que otras ana- logías con las de Asia Oriental; y basándose en ellas Malte-Brun ha ensayado trazar algunas líneas de emigraciones de los pueblos asiáticos al continente americano. Todo su sistema está basado en unas sesenta palabras; pero Klaproth lo ha combatido demostrando que no tenía ningún fundamento, aun cuando él mismo había descubierto un mayor número de analogías. «Si América, dice el mismo sabio, ha sido poblada por tribus venidas de Asia septentrional, este hecho debe ser anterior a los tiempos históricos, y aun a la gran inundación que cubrió los puntos menos elevados del globo; pues es imposible que en diez y ocho siglos, las lenguas de Amé- rica hayan podido cambiar a tal punto que no se encuentre un mayor número de conformidades entre sus raíces y las de los idiomas del anti- guo continente. Todo el mundo sabe, por el griego, el latín, el sirio y otras muchas lenguas, que sus rasgos característicos no se borran tan fácilmente.» En efecto: el estudio de las lenguas americanas concuerda perfecta- mente y conduce a las mismas conclusiones que el estudio de las razas que las hablan. El gran número de idiomas que hablaban los indios, prueba por sí solo la existencia de una gran variedad de razas y de orí- genes, pues no son simples dialectos sino idiomas, que difieren entre sí tanto como el persa y el alemán, o el francés y las lenguas eslavas. Casi todas las lenguas americanas son polisilábicas o aglutinativas, es decir, que difieren esencialmente del grupo de lenguas monosilábicas AMEGHINO —V. III 5 66 ae Asia oriental y de las lenguas de flexión que hablan los pueblos arianos. A pesar de esto, uno de nuestros hombres más ilustrados, el doctor D. Vicente Fidel López, pretende relacionar el quichua con las lenguas arianas, pero el mismo autor de «Las razas arianas de Perú», después de haber señalado un cierto número de analogías entre el qui- chua y el sánscrito, nos dice que: La desemejanza entre las dos lenguas no es menos sorprendente que su identidad. En todo caso, esto proba- ría más bien que las lenguas de flexión arianas tuvieron por tronco las aglutinativas de América, y no que las segundas tuvieron su origen en las primeras. Esta parece ser también la opinión de Brasseur de Bour- bourg (67). Se ha calculado que en la sola América del Sud, se hablaban más de ochocientas lenguas diferentes, y si bien es cierto que en su mayor número eran simples dialectos, también lo es que las lenguas madres como el aimará, el guaraní, el auca, etc., son completamente irreducti- bles. Además estas lenguas habían alcanzado un grado de perfección verdaderamente notable y sufrido transformaciones que exigen la su- cesión de un gran número de generaciones para haberse llevado a cabo. Para citar un solo ejemplo, el quichua y el aimará. Ambos son ricos en voces y llenos de figuras elegantes, difiriendo más entre sí, que lo que difieren las lenguas latinas y las anglosajonas; y sin embargo en su misma construcción no sólo tenemos la prueba de que ambos idio- mas han tenido un mismo origen, sino que todas las probabilidades in- ducen a pensar que el quichua no es más que una transformación de! aimará, y ella sólo puede haberse verificado con la ayuda de largos siglos. Además, esparcidas por diversos puntos del continente encontramos tribus aisladas, que sin duda een otro tiempo formaron naciones numero- sas y en el día sólo son agrupaciones de algunos centenares de indivi- duos que han conservado la lengua de sus antepasados, hablando idio- mas completamente diferentes del que hablan las naciones en medio de las cuales se hallan enclavados. Hasta en la misma extremidad Sur de América Meridional, en la Tie- rra del Fuego, tenemos dos tribus, los Alikoulips y los Tekinicas, com- puestas cada una de algunos centenares de individuos, que hablan dos idiomas, no tan sólo diferentes uno de otro por todas sus voces, sino que parece no tienen más que un corto número de raíces que les sean co- munes. Otro carácter propio de algunas lenguas americanas, que no sabemos se haya notado hasta ahora en algún idioma del viejo mundo, es que en algunas tribus las mujeres hablan una lengua diferente de la de los hombres. En fin, de que las lenguas americanas difieran esencialmente de las (67) Quatre lettres sur le Mexique, etc. 67 del antiguo continente y de que no hayan tenido aquéllas por origen, ro se sigue que no pueda haber entre unas y otras algunas ligeras ana- logías, o que tribus aisladas no hablen idiomas más o menos parecidos a los del viejo mundo. Humboldt ha encontrado realmente en diversas lenguas americanas algunas analogías con idiomas de diferentes tribus del Noreste de Asia. Court de Gébelin (68), el doctor Heinius (69), La Condamine (70) y de Castelnau (71) han encontrado singulares analogías entre el perua- no, el galibi y el hebreo. Los autores del Mithridates hablan de algunas voces análogas entre el griego y el araucano, y otros dicen haberlas encontrado entre el antiguo fenicio y diversos idiomas americanos (72). Sabios lingüistas han observado también analogías inexplicables entre el algonquín y el irlandés (73). Torres Caicedo dice que la lengua que hablan los indios de tierra adentro 'en la provincia Tunja, al Norte de Nueva Granada, abunda en voces galenses (74). De Laët (75) había notado la misma analogía en- tre el gaélico o galense y el idioma de los indios de Virginia, pero Ro- bertson, no podríamos decir si con razón o no, lo pone en ridículo (76). Según Brasseur de Bourbourg, las lenguas katchikel, quiché y zutigil contienen un grandísimo número de voces de origen germánico, sajón, dinamarqués, flamenco y aun inglés (77). Según la opinión de un es- critor mejicano, el doctor Naxera, el Otomí sería una lengua mono- silábica como el chino y el tibetano (78). De la misma opinión es Am- pére (79), y según el ilustre filólogo Du Ponceau, este descubrimiento es del mayor interés (80). Pero parece que este ejemplo no sería ais- lado, pues según un pasaje de Paz Soldán, que ya hemos citado, los habitantes de la villa Eten en la provincia Lambayeque, departamento de la Libertad, parecen pertenecer a una raza diferente de los habitan- tes circunvecinos, y hablan una lengua que los chinos llevados allí en los últimos años entienden perfectamente (81). En California también, Guillemin Taraire y otros viajeros, pretenden haber encontrado tribus cuyo idioma poseía muchas voces chinas y japonesas; pero según de (68) Court DE GEBELIN: Monde primitif. (69) PeLLouTIiER: Mémoire sur les rapports des Celtes et des Américains. (70) LA ConDAMINE: Rapport sur les monuments du Pérou au temps des Incas. (71) DE CASTELNAU: Antiquités des Incas. (72) Horn: Obra citada. — ALCEDO: Diccionario geográfico-histórico de las Indias occidentales: de América. 1789. (73) José PÉREZ: «Revue Américaine». (74) Obra citada. (75) DE LAET: Observatio secunda, pag. 140-52. (76) ROBERTSON: Historia de América. (77) BRASSEUR DE BOURBOURG: Grammaire de la langue quichée - espagnole - française. (78) Disertación sobre la lengua Othomi. 1845. (79) «Revue des Deux-Mondes», 1853. (80) Du Ponceau: Mémo:re sur le systéme grammatical des langues de quelques nations in- diennes de V Amérique du Nord. Paris, 1838. (81) Paz Sotpan: Géographie du Pérou. 68 Quatrefages las investigaciones del ilustre viajero Pinart, lejos de con- firmar estos resultados parecen contradecirlos (82). Sea lo que sea de todas estas analogías, es lo cierto que muchas de ellas están basadas en la etimología, género de investigación al que la lingúística moderna ha perdido la confianza; las demás, si se confirman, no harán más que probar la existencia de emigraciones transoceánicas que se han establecido en el continente americano, pero que del mismo modo que no consiguieron cambiar los caracteres de las poblaciones indígenas, tampoco pudieron alterar los rasgos característicos de los idiomas americanos que difieren de todos los del viejo mundo, a tal punto, que no ‘pueden incluirse ‘en ninguna de las tres divisiones de lenguas establecidas, y han obligado a crear para ellos otra nueva divi- sión llamändolas lenguas polisintéticas. El polisintetismo ‘es, pues, propio de América, como la aislación o monosilabismo, lo es de China e Indochina, la flexión de los pueblos arianos y semíticos y la agluti- nación de todos los demás pueblos del viejo continente. Todas las probabilidades están, pues, por los que creen que el origen ce los idiomas americanos, lo mismo que los pueblos que los hablan datan de una época sumamente remota y que nunca han tenido relación” alguna con los de los pueblos transoceánicos. Los antiguos monogenistas, para quienes el punto de partida del gé- nero humano estaba ya fijado en las mesetas de Asia central, adujeron también como una prueba del origen asiático de la población americana la existencia de algunos ritos religiosos y costumbres comunes a pobla- ciones de ambos continentes, y las mismas tradiciones americanas. No nos detendremos a examinar pretendidas analogías que en cues- tiones de esta naturaleza nunca pronuncian la última palabra, pues como dice un viajero moderno, es muy posible no existan dos pueblos sobre la tierra entre los cuales no puedan encontrarse analogías de hábitos, de costumbres, etc. Además el examen, aunque a la ligera, de los hechos enunciados, nos exigiría un espacio que saldría de los límites que nos hemos fijado. No así con las tradiciones, que seguramente tienen otra importancia y no permiten que se traten las cuestiones de origen sin pedirles su tributo. Si en realidad las tradiciones americanas nos dijeran que la América fué poblada por hombres de otro continente, prestigiarían, a no dudarlo, de una manera poderosa, la hipótesis de emigraciones trans- oceánicas que poblaron el continente americano. Forzoso nos es, pues, dedicarles algunas líneas. Naturalmente, las tradiciones a que se debe prestar más fe, son las - de los pueblos más avanzados, que teniendo más facilidad que los otros (82) DE QUATREFAGES: L’Espéce humaine. 69 para transmitirlas, es de suponer han sufrido menos alteraciones. Luego las tradiciones de los tres focos de civilización americana, el azteca, el chibcha y el quichua, son Jas que debemos examinar de preferencia. Em- pecemos, pues, por la tradición peruana o quichua. Ella nos dice que en un tiempo el Perú estaba poblado por hombres bárbaros, que no tenían más refugio que las cavernas, dados a todas las pasiones, sin instituciones ni principios formulados en leyes, que adoraban todo lo que se les presentaba por delante y que ni aun se les había ocurrido la idea de vestirse. Este estado de barbarie duró hasta un día en que se les presentó un hombre que llamaron Manco Capac y una mujer a la que dieron el nombre de Mama Oello, que, diciéndose hijos del Sol, enseñaron a los habitantes a cultivar la tierra, a fabricarse vestidos y edificar casas para abrigarse. Reunieron las diversas tribus y les dieron leyes enseñándoles sus obligaciones y deberes. A partir de esta época los habitantes entraron en una nueva era de civilización y grandeza, abandonando por completo sus antiguos hábitos de barbarie. La tradición quiere también que Manco Capac y su mujer Mama Oello fueran blancos. Dicen que vinieron del Sur, de una caverna poco pro- funda del lago Titicaca, de la que el sol se alza para alumbrar la tierra, que ahí vivieron muchos años y que fué el punto de su nacimiento. Otras tradiciones quieren que los primeros habitantes hayan tomado origen en algunas cavernas de las fronteras amazónicas. Los indios de Cundinamarca, decían, como los del Perú, que en un tiempo tan sumamente lejano que aún la Luna no alumbraba la tierra, sus antepasados vivían desnudos como bárbaros, sin casas, sin industria y sin el más leve conocimiento de la agricultura. De repente un viejo de largas barbas se mostró en medio de ellos. Venía de las llanuras situadas al Este de la cordillera, llevaba vestidos y se llamaba Bochica. Enseñó a los habitantes a sembrar la tierra, a vestirse, a fabricarse ca- sas, a vivir en sociedad y a socorrerse mutuamente. Su esposa, Huythaca, mujer sumamente mala, hizo desbordar un río e inundó toda la llanura de Bogotá. Bochica indignado la arrojó lejos de la tierra y la convirtió en la Luna. En seguida Bochica volvió a reunir a los hombres, les en- señó el culto del Sol y murió en una edad muy avanzada. Una de las más antiguas tradiciones mejicanas dice que Quetzalco- huatl (serpiente cubierta de plumas verdes) hombre blanco y barbudo, vino del Este, acompañado de extranjeros que llevaban vestidos ne- gros, pero que el suyo estaba además salpicado de cruces rojas. Había sido religioso en Tula y hecho su primera aparición en Panuco. Hacia el año 13060 de la creación del mundo, vino una gran carestía y Quet- zalcohuatl se retiró a Catcitepetl (la montaña que habla) y ahí mar- chaba desnudo sobre espinas. Era enemigo de los sacrificios humanos y cuando hablaban de guerra se tapaba las orejas. Gobernó veinte años 70 en Cholula iniciando a sus habitantes en las artes y la industria, hasta que, considerando cumplida su misión y habiéndose vuelto inmortal desapareció, prometiendo a los cholulanos que volvería un día para volver a reinar y hacerlos felices. Decían los aztecas que antes del Sol que los alumbraba, había habido cuatro, que se habían extinguido uno tras otro. Cada Sol marcaba una época y en cada época la ‘especie humana había sido destruida por te- rremotos, inundaciones, huracanes, etc. El hombre había repoblado la tierra a cada época. Las cuatro grandes épocas pasadas, sin contar aque- lla en que vivían, abrazaban una duración de más de 18.000 años. La misma tradición de Quetzalcohuatl y Bochica, pero con diferencia de nombre, se encuentra entre los indios de Paraguay. Aquí es Pay- Zumé, hombre que se les apareció viniendo del Este, que hizo muchos milagros y les enseñó a cultivar la mandioca, los inició en los principios le la civilización, y como Quetzalcohuatl desapareció prometiendo que volvería a visitarlos. Inútil es que nos extendamos en más detalles sobre esas tradiciones o que hablemos de otras muchas por el estilo. Basta a nuestro objeto lo poco que hemos dicho y al respecto estamos perfectamente de acuerdo con lo que dice Lamas: «No conocemos ningun mito ni tradición americana a que ‘pueda aco- gerse la suposición de que la América fuese poblada por emigración del otro continente. «Encontramos tradiciones de invasiones, de conquistas, de coloniza- ciones, de transmigraciones, de suplantaciones de diversas tribus, cuya procedencia ignoramos, pero que aparecían moviéndose y operando dentro del mismo continente, viniendo del interior de las tierras. «Encontramos tradiciones de hombres civilizados de razas diversas de las americanas, de hombres blancos y rubios, de hombres barbados, que ejercieron mayor o menor influencia en la cultura, en la goberna- ción y en los destinos de los pueblos a que aportaron. «Pero ninguna tradición nos dice que aquellas tribus o estos hombres, eran pobladores de tierra despoblada. «Por el contrario, unas y otras aparecen, según las tradiciones, ejer- ciendo su acción y estableciendo su dominio sobre poblaciones existen- tes que, probablemente, fueron o se consideraron aborígenes. «Por iconsiguiente, no sólo no existe hecho averiguado, ni mitos o tradiciones indígenas que permitan suponer que la América fué poblada por emigraciones de otro continente, sino que las tradiciones y los mitos americanos son contrarios a esa suposición. «Del hecho de la despoblación, en la acepción absoluta de esta pala- bra, no se encuentra, repetimos, tradición alguna (83).» (S3) Lamas: Introducción a la obra de Lozano: Historia de la conquista del Paraguay, Rio de ta Plata y Tucumán. 7k Por nuestra parte, agregaremos que todas las tradiciones que cono- cemos, hacen entrever que la poblacién americana es de una remoti- sima antigiiedad. Hasta ahora fué una especie de dogma para los americanistas, que todas las emigraciones comprobadas en el continente americano, tuvie- ron lugar de Norte a Sur, y de esto dedujeron que América Meridional había sido poblada por emigraciones de América Central, ésta por emi- graciones de América Septentrional, la que a su vez, dicen, fué poblada por emigraciones asiáticas. Muchas emigraciones americanas tuvieron lugar, en efecto, de Norte a Sur, pero la conclusión que de este hecho se ha querido deducir es falsa, por cuanto no todas siguieron dicha dirección. La verdad es que todos los que se han ocupado de estudios america- nos con la opinión preconcebida de que la población de este continente tuvo su origen en el otro, no vieron más que las emigraciones de Norte a Sur, mientras que nosotros, que consideramos la cuestión desde un punto de vista más americano, vemos muchas emigraciones en sentido contrario. ‘Asi Manco Capac, primer Inca del Perú, fué a Cuzco del Sur, de las orillas del Titicaca, donde la tradición «coloca su origen. Más adelante veremos también que la civilización peruana llegó del Sur, de Tiahuanaco, centro del antiguo imperio de los Aimarás. La civilización Aimará, a su vez, parece tuvo su origen en el Sur, en ese punto de la República Argentina que en el día forma la provincia Catamarca. Las hordas de guerreros que bajo las órdenes del cacique Cara exter- minaron, hace quince o diez y seis siglos, a los hombres que construían los monumentos de Tiahuanaco, también salieron del Sur. La gran invasión que en el primer siglo de nuestra era puso fin a la segunda dinastía de los emperadores de Cuzco, salió del país Tucma en la República Argentina. Los Atunhrunas, otro pueblo que invadió Perú más de dos mil años antes de nuestra era, salió asimismo de las comarcas del Sur, en Collao. Es también un hecho histórico que la civilización de los Incas ha avan- zado constantemente hacia el Norte, que de Cuzco pasó a Quito y al Norte de Ecuador. La raza Guaraní, desde un punto central que parece ser Paraguay, ha irradiado en todas direcciones, pero principalmente hacia el Norte, dirección que siguieron sus más lejanas emigraciones. Los Tupís invadieron el territorio actual de Río Janeiro, de donde arrojaron a los Tapuyas, llegando del Sur. Los Tupiaes invadieron Bra- sil yendo del Sudoeste, donde fueron atacados por los Tupinambas que iban del otro lado del San Francisco, probablemente de Paraguay. 72 Avanzando continuamente hacia el Norte, englobaron un gran número de naciones diferentes, ocupando toda la parte septentrional de Brasil, Guayanas y Venezuela, donde sus principales parcialidades son conoci- das con los nombres de Galibís, Caribes, Omaguas, Tamanaques, Syam- pis, Otomaques, etc., y conservan la tradición de haber ido desde el Sur. Otra de sus tritus, los Caribes, cuando llegaron a la costa Norte de América del Sur, no se detuvieron ahí; construyeron canoas, se lanza- ron al mar y ocuparon las Antillas. En efecto: los Caribes de esas is- las están acordes en considerarse como descendientes de los Caribes Cel continente y de los Galibís. Los pobladores de las grandes Antillas también Megaron del Sur. Los Arruagues de Cuba, Boriquen (Puerto Rico), Jamaica y Ayti (Haití) des- cendían de los Arruagues que en el continente vivían frente a los Ca- ribes. Es también un hecho histórico que los Esquimales poblaban hace nueve siglos la parte Noreste de los Estados Unidos. De ahí emigraron gradualmente hacia el Norte, concluyendo por pe- netrar en Groenlandia por el Noreste y en Asia por el Noroeste. Los mismos antiguos anales mejicanos si nos citan innumerables in- vasiones del Norte, también nos conservan el recuerdo de otras que se dirigieron en sentido contrario. Todas las referencias que anteceden y se han agolpado sin esfuerzo en nuestra memoria, prueban de un modo evidente que es falsa la aser- ción de que todas las emigraciones americanas han procedido de Norte a Sur. Estamos de ello tan convencidos, que no vacilamos en afirmar que el día en que los estudios americanos estén más avanzados, se encon- trarán datos más que suficientes para probar que todos los grandes monumentos que se encuentran debajo de las selvas de Estados Unidos no fueron ejecutados por pueblos que emigraban de Norte a Sur; sino por invasiones salidas de ¡Méjico y Centro América. CAPÍTULO III LOS INDÍGENAS DE AMÉRICA, SU ANTIGUEDAD Y ORIGEN (CONTINUACIÓN ) Escrituras e inscripciones americanas. —Ruinas en el Colorado. —Civilizaciones extintas de Perú.— Vestigios de antiguas civilizaciones en Colombia y otras partes de Sud América. — Monumentos de los valles del Misisipí, del Misuri y del Ohio. — Monumentos mejicanos anteriores a los aztecas. —Ciudades sepultadas por selvas vírgenes descubiertas en Centro América. — Antigüedades de Yucatán. — Huesos humanos de Santos en Brasil. — Huesos humanos de la Florida y del delta del Misisipí. Según los autores contemporáneos de la conquista, ningún pueblo americano poseía un alfabeto y por consiguiente una verdadera historia. Esto es exacto hasta cierto punto, pero en el día ya no puede ne- garse de buena fe que, si carecían de «alfabeto, tenían por lo menos curiosos sistemas de símbolos o jeroglíficos que, aunque primitivos, no dejaban de serles de una gran utilidad. Así los indios de América del Norte tenían un sistema de escritura en verdad puramente pito- gráfico, pero que les servía para conservar el recuerdo de sus grandes acontecimientos. Parece que la pitografía ha sido en todas partes el punto de partida de la verdadera escritura. Pero, además de la pitografía los Pieles Rojas tenían los wampun, que consistían en granos de diferentes colores fijados sobre correas de cuero, que les permitían expresar ideas que parece no les era posible expresar por medio de la pitografía. Los quipos de Perú, como los wampun de América del Norte, eran cordones con nudos de diferentes colores que, según la opinión de Acosta (1), servían positivamente de anales históricos y con ellos se escribían verdaderos libros, que desgraciadamente, como dice Maury, son en el día indescifrables. No deja, empero, de ser un hecho digno de mención que el wampun o quipo ha sido también usado por los an- tiguos chinos y tibetanos y quizá por algún otro pueblo de la antigüedad. Pero si la mayor parte de las naciones americanas no se habían ele- vado más alto que la pitografía y los Pieles Rojas no habían pasado de los wampun y los quipos, en cambio los mejicanos tenían un verdadero sistema de escritura jeroglífica, compuesto de signos pitográficos, sim- bólicos, ideográficos y fonéticos que les permitía escribir, como ya he- mos tenido ocasión de manifestarlo, verdaderos tratados de artes y cien- cias. Obsérvese también que los mismos egipcios nunca consiguieron (1) Acosta: Historia natural de las Indias. 1591. 74 formarse un verdadero alfabeto y que la misma escritura china actual es ideográfica, y se verá fácilmente que la civilización mejicana podía rivalizar muy bien con las civilizaciones antiguas del viejo mundo. Pero, si, por otra parte, nos atenemos a lo que nos enseñan las rui- nas y monumentos que se descubren de un extremo a otro de América, tenemos forzosamente que admitir que hay inscripciones que nos revelan la existencia de pueblos más avanzados que los contemporáneos de la conquista, o sino que representan el pasaje de inmigraciones o indi- viduos representantes de civilizaciones extrañas al continente y que se prestan a todos los sistemas de colonizaciones precolombinas que pue- dan inventarse. La más célebre de todas esas inscripciones es la que se halla en la roca de Dighton en la margen derecha del río Taunton. Mathieu dice que esos caracteres fueron trazados por los atlantes el año 1902 antes de Jesucristo (2). El reverendo Egras Stiles decía que era fenicia. El conde de Gébelin pensaba que era cartaginesa (3). El coronel Wa- llencey pretende que es siberiana (4), mientras que Gravier (5) y los anticuarios del Norte afirman que es rúnica y que han podido leer en ella el nombre de Thorfinn; pero Chingwauk, jefe indio muy inteligente y entendido en la pitografía, a quien Schoolcraft presentó una copia de {a inscripción, leyó en ella el relato de una victoria india sobre alguna tribu rival. Humboldt pretende que no es más que un diseño rudimenta- rio apenas bosquejado (6). No menos célebre es la inscripción que existe en un disco de gres encontrado en el túmulo de Grave Creeck en el que hay grabadas vein- tidós letras. Según el doctor Wilson (7), el señor Schoolcraft que ha estudiado detenidamente esta reliquia, después de una larga correspon- dencia con un gran número de arqueólogos americanos y europeos, ha llegado a la conclusión siguiente: que sobre esas veintidós letras, cuatro corresponden al antiguo griego, cuatro al etrusco, cinco a las antiguas runas del Norte, seis al antiguo gaélico, siete al viejo erse, diez a] feni- cio, catorce al anglosajón y diez y seis al celtibérico, y que además se pueden encontrar equivalentes en el viejo hebreo. Indudablemente, pues, la famosa inscripción de Creek es el talismán más famoso de esta especie que se haya inventado hasta el día de hoy. Otra inscripción, que nos ha dado a conocer también el señor School- craft, es una esfera de piedra aplastada que en un círculo que mide 8/10 (2) WARDEN: Recherches sur les antiquités de l'Amérique septentrionale. (3) CourT DE GÉBELIN: Monde primitif. (4) Lumsock: L'homme avant l’histoire. (5) Gravier: Découverte de l’Amérique par les Normands au dixième siècle. Paris, 1874. — LELEWEL: Mémoire sur las frères Zeni. (6) HumBoLpT: Vues des cordillières et monuments des peuples indigénes de l'Amérique. (7) Lummock: Prehistoric man. 75 de pulgada tiene grabadas varias líneas acompañadas por un solo signo alfabético, el Delta griego o la letra T y D de varios alfabetos antiguos, como tambien la letra Tyr en runo islandés representando el Dios Tyr o una bola (8). El doctor John Evans, hizo en 1859 una comunicación a la misma So- ciedad Americana de Etnología sobre un hacha en gres encontrada en New Jersey trabajando un terreno, y en la que hay grabados doce carac- teres diferentes, a excepción de tres que parecen ser la repetición de un número romano. Algunos tienen cierta analogía con la inscripción de Creek. M. Dwight agrega que varios de los doce caracteres son nú- midas (derivación fenicia) de cualquier modo que se consideren. Otros parecen una simple continuación de un mismo signo. Hace algunos años se ha encontrado en la provincia Parayba, en Bra- sil, una inscripción que el sabio brasileño don Ladislao Netto cree fenicia. El senor Whitfield habla también de algunas inscripciones encontra- das en Brasil a mitad de camino entre Serra Grande y Serra Merioca, a setenta millas de la costa, que cree pertenecen a un pueblo anterior al que poblaba esas regiones. Saint-Hilaire también habla de inscripciones encontradas en las ro- cas de Tijuco (9), lo mismo que Koster (10), Debret, Spix, Martius, etc.; y Brasseur de Bourgourg ha dado el dibujo de una antigua em- barcación figurada en las rocas del río Negro. En la República Argentina, el profesor Liberani, también cree haber encontrado en una medalla inscripciones egipcias, pero nosotros hemos manifestado hace ya tiempo que dicha suposición nos parece muy aven- turada (11). 4 Algunos huesos pulidos, encontrados en los paraderos de Patagonia, están cubiertos de jeroglíficos de un género especialique no nos ha sido posible descifrar; y algunas placas de esquistos, que probablemente han servido como amuletos, están cubiertas de combinaciones de líneas y puntos que no dudamos son verdaderos jeroglíficos; pero lo que es aún más curioso es que esas placas son completamente iguales y cubiertas de los mismos diseños que otras encontradas en Portugal, que ha tenido la amabilidad de comunicarnos el señor Ribeiro. Inscripciones esencialmente pitográficas han sido encontradas en la sierra de San Luis por el ingeniero don Octavio Nicour; y es posible pertenezca al mismo género la piedra grabada o walichu de los indios de que habla Moreno en su viaje a Patagonia septentrional (12). (8) Transacciones de la Sociedad Americana de Etnología. (9) SAINT - HiLAIRE: Voyage dans les provinces de Rio-de-Janeiro et de Minas - Gerdes, Pa- rís, 1830. (10) Voyages dans la partie septentrionale du Brésil, depuis 1809 jusqu'en 1815, comprenant les provinces de Pernambuco, Scara, Paraiba, Maragnan, etc. (11) Amecuino: Antigiiedades indias de la Banda Oriental. Mercedes, 1877. (12) «Anales» de la Sociedad Científica Argentina. 76 Humboldt también habla de inscripciones simbólicas que se encuen- tran en el interior de América meridional entre el segundo y cuarto grado de latitud Norte. Algunas rocas de granito y de sienita, como las de Caicara y de Uruena, están cubiertas de figuras colosales represen- tando cocodrilos, tigres, utensilios e imágenes del Sol y de la Luna (13). M. Brown también ha encontrado figuras simbólicas, por el estilo de las que menciona Humboldt, en diferentes puntos de la Guayana In- glesa, y según él los indios no tienen tradición alguna sobre su origen. Lo mismo sucede con los jeroglíficos que se encuentran en las rocas de California, de un género diferente de la escritura pitográfica de los Pieles Rojas, y que los indios no tienen ninguna idea de lo que signifi- can, ni saben quien los ha hecho (14). En Nueva Granada las inscripciones jeroglíficas se encuentran a cada paso, y algunas, como las que, por ejemplo, existen a orillas de los ríos Gamesa y Sogomoso, nos demuestran que el hombre ha sido testigo de grandes acontecimientos geológicos que han cambiado el aspecto de la comarca y que seguramente han acaecido hace ya siglos (15). A la misma categoría pertenecen también las inscripciones de las ro- cas del río Manco, que se diferencian de las de los pueblos circun- vecinos (16); y si las inscripciones de la isla de Monhegan, sobre la costa de Maine, la del Potomac y la de Kingiktorsoach son evidentemente rúnicas, las inscripciones acompañadas de figuras de pies humanos de que nos habla Lozano, en el sentir de Lamas son más bien obra de los fenicios (17). En cuanto a la famosa piedra de Calango, unos han visto en ella una inscripción hebrea, otros egipcia y algunos fenicia. Si esta gran variedad de inscripciones jeroglíficas, simbólicas, pito- gráficas y aun alfabéticas que se encuentran esparcidas encierran un problema de difícil solución, otro más difícil aún y que debe llamar de preferencia la atención de los americanistas es el de que en Méjico y Centro América hubo un pueblo que tuvo un sistema de escritura más perfecto que el de los Aztecas. Si se tiene en cuenta el grado de per- fección a que estos últimos habían elevado su sistema de escritura jero- glifica, difícilmente se podría suponer que en esas mismas regiones hubo un pueblo que tenía un sistema de escritura casi completamente fonético, y sin embargo es lo que ya no puede ponerse en duda después de los trabajos de Rosny y de Brasseur de Bourbourg. Los pueblos que en tiempos sumamente lejanos poblaron Yucatán y Centro América (13) HumBoLDT: Obra citada. (14) Simonin: De Washington a San Francisco. (15) SAFFRAY: Viaje a Nueva Granada. (16) V. H. JACKSON: Ancient ruins in Southwestern Colorado. 1875. (17) Lozano: Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. — ANDRES Lamas: Introducción a la misma obra. 77 poseían un alfabeto fonéticojeroglífico. El hecho anunciado por el ilus- tre americanista es en realidad de una importancia excepcional (18). Las Aztecas contemporáneos de la conquista no tenían más que un sistema de jeroglíficos imperfecto, comparado con el de las naciones que los precedisron en Anahuac, Nahuas, Olmecas y Toltecas que tam- bién poseían una escritura fonética (19) y jeroglifica mucho más perfecta. León de Rosny ha dado a la antigua escritura Maya el nombre de cal- culiforme; se compone de una serie de figuras como la antigua escri- tura egipcia. Pero los manuscritos están escritos, dice el ilustrado pro- fesor, en signos comparables a la escritura heráldica del valle del Nilo. En Newark (Ohio), en un antiguo túmulo, se ha encontrado una ins- cripción compuesta de un gran número de signos diferentes, que los señores Roe Bradner y Johnson creen hebraica. Otra inscripción descubierta también en un túmulo de lowa, grabada sobre piedra, presenta en una cara una escena de caza en la que parece reconocerse la figura de un elefante, y en la cara opuesta una escena funeraria acompañada de setenta y dos caracteres, en su mayor parte alferentes unos de otros. En Nueva Granada también se ha encontrado una piedra en la que se hallan grabados doce signos diferentes, dispuestos en tres series de cuatro signos cada una, considerados por algunos como los de un anti- guo calendario. En Perú, en donde ya dijimos que en tiempo de la conquista no se usaban más que los quipos, también parece que existía una verdadera escritura, que no es la pitográfica, de la que también se encuentran ras- tros, y que seguramente, allí como en todas partes, es la más antigua. De la misma opinión es D'Orbigny, que publica en su obra ‘el dibujo de una antigua inscripción (20). Montesinos es en esto más explícito, pues nos dice que los antiguos peruanos conocían la escritura, pero que después de una gran epidemia, los sacerdotes dijeron que el uso de las letras era funesto y era necesario prohibirlo. Uno de los reyes de Perú prohibió, en efecto, su uso bajo las penas más severas; y uno de sus súbditos que algunos años más tarde se propuso inventar un nuevo sis- tema de escritura, fué quemado vivo (21). En fin: últimamente, en el interior de la República Argentina, en la provincia Catamarca, acaba de encontrarse un gran número de inscripciones sobre rocas, todas muy parecidas unas a otras y que nos parecen representar un sistema com- (18) Relation des choses Je Yucatan, DE DiEco DE LANDA. — Quatre lettres sur le Mexique. (19) Auzin: La peinture didactique et Vécriture figurative des anciens Mexicains. (20) D'Oreicnr: L’Homme américain. (21) MOoNTESINOS: Memorias históricas sobre el antiguo Perú. TS pleto de escritura ideográfica. ¿No sería, acaso, esta la antigua escritura peruana de que nos habla Montesinos? (22). Todas estas inscripciones manifiestan de una manera muy elocuente que han sido ideadas por pueblos que habitaban el continente, y que, a excepción de una que otra, ninguna relación tienen con las del antiguo mundo. Esa misma sucesión en una misma comarca, de más de un sis- tema de escritura, confirma lo que ya hemos tenido tantas veces ocasión de repetir: que la población americana es de una antigüedad sumamente remota. Y es lo que también nos va a probar el examen de los restos que nos quedan de esas civilizaciones ya extinguidas en tiempo de la conquista. Hacía ya largo tiempo que en Arizona y en Nuevo Méjico se había observado la presencia de vestigios dde habitaciones singulares que ha- bían dado lugar a numerosas conjeturas. Hasta el año 1874 corrían los rumores más extraños sobre las ruinas de habitaciones de un pueblo que se decía había desaparecido. Hacía esta fecha, el señor Jackson, empleado en el Departamento Geológico y Geográfico de los territorios de Estados Unidos, pasó tres o cuatro días en el Colorado del Sudoeste y volvió asombrado de las ruinas que habia visto. Poco tiempo después hizo una segunda expedi- ción más detenida en compañía del señor Holmes. Esas ruinas se encuentran sobre las dos vertientes de los Montes Rocallosos, pero más sobre la del Ceste, entre los 40° y 32° de latitud Norte. Las orillas de los ríos Manco, Moctezuma, San Juan y Gila están atestadas de extrañas ruinas. Toda esa alta meseta está cruzada por cañadones angostos y profun- dos, que cuando son algo anchos toman el nombre de valles. Las pare- des de esos valles y cañadones, cuya altura pasa a menudo de mil pies, son unas veces de pendiente tan rápida que apenas si es posible trepar por ellas, otras completamente verticales o acantiladas y presentan as- pectos muy variados. Todos esos barrancos están formados por bancos de gres duro compacto, resistente a la acción del aire, alternando con bancos de rocas conchíferas muy desmenuzables, cuya alteración ha dado origen en alturas diferentes a la formación de cavidades o abrigos naturales bastante extensos, que a veces penetran hasta una gran PIO: fundidad entre las dos capas mas resistentes. Esas cavidades y abrigos naturales son los que ha aprovechado el hombre que en cierta época habitaba esas regiones para formar su mo- rada, completando con algunos muros de piedra el trabajo empezado por ls naturaleza y formando de este modo algo que, según la expresión de (22) Véase nuestra memoria: Inscripciones antecolombinas encontradas en la Repúblcia Ar- gentina. En 8°; Bruselas, 1880, en la cual probamos que las antiguas naciones civilizadas de América del Sud, conocían el uso de-la escritura. 79 los exploradores, más bien que casas de hombres parecen otros tantos nidos de águila que el viajero alcanza a divisar apenas desde abajo. La población parece fué muy numerosa, a juzgar por la inmensa can- tidad de ruinas que se encuentran por todas partes hasta en el fondo mismo de los valles, lo mismo que por la extensión de algunas de esas agrupaciones sin descontinuación de habitaciones. Una de esas casas o pueblo primitivo tenía más de dos millas de circunferencia. Los muros de esas antiguas habitacionesfortalezas son hechos de pie- dra mal tallada a golpes dados con otras piedras, juntadas con un ce- mento poco consistente que, lavado por el tiempo, da a los edificios el aspecto de montones de piedras puestas unas sobre otras. Hasta ahora no se ha encontrado en esas ruinas un solo fragmento de metal, aunque sí un gran número de instrumentos de piedra muy bien trabajados y una inmensa cantidad de fragmentos de alfarería. El pueblo que habitaba esas regiones era pacífico y agricultor. Hacía grandes provisiones, sin duda para alimentarse cuando tenía que reti- rarse a sus moradas fortificadas, que por sí solas ¡demuestran que el pueblo que las habitaba estaba expuesto a continuos ataques. Tenía una escritura figurativa de la que nos ha dejado fragmentos grabados en las rocas de la comarca. Henos, pues, aquí en presencia de un pueblo cuya historia se ignora completamente. Lo único que sabemos es que, en tiempo de la con- quista, hacia el año 1539, los europeos encontraron por ahí ruinas com- pletamente análogas y que dijeron remontaban a una gran antigüedad. Algunas analogías en el modo de vivir y en las construcciones hacen suponer que los Moquis, los Pueblos, los Zunis, etc., de Nuevo Méjico son los descendientes directos de los antiguos pobladores de los barran- cos; pero aquí se acaban nuestros datos. No sabemos si la población primitiva ha abandonado voluntariamente esos refugios o si ha sido exterminada o arrojada de ellos por la fuerza. Nada positivo sabemos hasta ahora, a no ser que la existencia de esas ruinas en tiempo de la conquista prueba que remontan a una gran anti- gúedad, lo que unido al número de años que sus pobladores deben haber habitado en esos antiguos pueblos, nos demuestra una vez más que las razas americanas no son de ayer, sino que hace ya largos siglos habitan el continente (23). Tuvimos ya ocasión de repetir en otra parte que la civilización Qui- chua que los españoles encontraron en Perú, no era más que una civi- lización reconstrufda sobre otra anterior a la que nunca alcanzó a igualar. (23) V. H. Jackson: Obra citada. — Bulletin of the United States Geological and Geographical Survey of the Territories, by F. T. HAYDEN. 80 Basta visitar los alrededores del célebre Titicaca, patria de los hasta ahora misteriosos Aimarás y punto de partida, según las tradiciones, del Inca Manco Capac, para convencerse del esplendor de la civilización primitiva. Por todas partes esa región está sembrada de ruinas, no por el estilo de las de Cuzco, sino por el de las de Tiahuanaco. Tiahuanaco, situado en las cercanías del Titicaca, parece haber sido el centro de donde ha irradiado esa antigua civilización, o a lo menos el punto donde brilló en todo su esplendor. Sus monumentos arquitectó- nicos lo demuestran de una manera elocuente. «Constan de un túmulo elevado de cerca de cien pies, rodeado de pilastras; templos de cien a doscientos metros de largo, bien orientados al Este, adornados de series de columnas angulosas, colosales, de por- tadas monolitos, que recubren grecas elegantes, relieves planos de una ejecución regular, aunque de un diseño grosero, representando alegorías religiosas del Sol y del cóndor, su mensajero; estatuas colosales de basalto cargadas de relieves planos, de los que el dibujo a cabeza cua- drada es medio egipcio; y, en fin, del interior de un palacio, formado de enormes bloques de roca perfectamente tallados, cuyas dimensiones alcanzan a menudo siete metros ochenta centímetros de largo, sobre cuatro metros de ancho y dos de espesor. En los templos y palacios, los planos de las puertas, no son inclinados como en las de los Incas, sino perpendiculares; y sus vastas dimensiones, las masas imponentes de que se componen, sobrepasan de mucho tanto en belleza como en gran- deza, a todo lo que posteriormente ha sido edificado por los Incas. Por otra parte, no se conoce ninguna escultura, ningunos relieves pla- nos en los monumentos de los Quichuas ‘de Cuzco, mientras que todos están adornados de ellos en Tiahuanaco. La presencia de esos restos evidentes de una civilización antigua sobre el punto mismo de donde salió el primer Inca para fundar la de Cuzco ¿no ofrecería una prueba más que de allá fueron transportados, con Manco Capac, los últimos recuerdos de una grandeza desaparecida de la tierra clásica de los Incas (24) ?» Ruinas más o menos parecidas se encuentran dispersadas aquí y allá, no solamente en los alrededores del Titicaca, sino también en diversos otros puntos de Perú. Pero esta antigua y floreciente civilización, que no tenemos incon- veniente en creerla Aimará, tampoco fué la primitiva; fué precedida por diversas otras, cuyo recuerdo también estaba olvidado por los indí- genas, y de las que sólo nos quedan algunos vestigios. De modo, pues, que es incontestable que tribus importantes han vivido (24) D'ORrBIGNY: L’Homme américa:n. 81 antiguamente sobre pilotes, sea sobre el mar, sea sobre las aguas poco profundas de los lagos de los Andes. Los restos de una tribu que lleva el nombre de Antis viven todavía de esta manera en los lagos cubiertos de junco y de totora, formados por los desbordes del río Desaguadero. Como también es un hecho que en una época inmensamente remota había un pueblo que excavaba sus moradas en las entrañas mismas de las rocas. Un ejemplo notable de este último género dde habitaciones lo ofrece el cerro Llallagua, que es compuesto de una masa de rocas en estratifi- caciones verticales que son el resultado de un levantamiento del suelo. El homtre ha desprendido unas capas de entre otras hasta una ¡cierta profundidad, abriéndose allí anchas calles que tenían por paredes las capas laterales, como si se practicaran incisiones en una espesura de hojas de papel. Así es como el hombre de los tiempos prehistóricos ha formado verdaderas ciudades en los cerros Llallagua y Loja. Pero lo que sin duda es aún de más importancia es encontrar en mu- chos puntos del territorio peruano, construcciones de piedra, iguales por el estilo y el carácter a esos cromlechs, dólmenes, círculos del Sol o druídicos de Escandinavia, islas Británicas, Francia, Asia, etc. Esos monumentos datan de una época en que Perú estaba habitado por una población en un estado de civilización igual a los constructores de los demás monumentos megalíticos del mundo, y que si no es el tronco de las poblaciones civilizadas que se sucedieron más tarde en el país, ciertamente las ha precedido. Si se puede establecer que esas construcciones groseras han sido per- feccionadas poco a poco y son los puntos de partida de los monumentos más admirables y más avanzados de esa región, que tienen el mismo objeto y que la cámara sepulcral primitiva en piedra bruta se ha trans- formado gradualmente hasta constituir la torre funeraria simétrica for- mada de bloques exactamente ajustados, entonces podemos razonable- mente decir que todos esos trabajos son la obra de una misma población, y que la población del Perú en cuanto a sus monumentos es indígena y ha progresado en el país donde tuvo su origen (25). La forma más simple y más vieja de monumentos funerarios se pre- senta bajo el aspecto de piedras brutas de tamaños diferentes, plantadas en el suelo, sobresaliendo uno o dos pies y formando un círculo más o menos regular de unos tres pies de diámetro. Otro tipo de tumba primitiva, pero más avanzado, consiste en grandes chapas de piedra que se elevan a cuatro o seis pies del suelo formando un círculo o un cuadro de siete u ocho pies de diámetro y cubiertas de (25) Squier: Los monumentos primitivos del Perú comparados con los de las otras partes del mundo. AMEGHINO —V. III 6 82 bloques de piedra superpuestos y convergentes hacia el centro hasta formar una bóveda o arco imperfecto. La llanura al Sur de la villa Aco- ra, cerca del lago Titicaca, está cubierta de vestigios de tumbas de esta clase. Al lado de estos groseros monumentos funerarios hay otros que deno- tan un gran progreso sobre las chulpas. Son redondos o cuadrados, ele- vados sobre plataformas de piedras regularmente talladas y construídos con bloques perfectamente cuadrados. En todas estas variedades dde monumentos funerarios llamados chul- pas, desde las agrupaciones elementales de piedras brutas de Acora, podemos pasar por todas las variedades de formas hasta las torres per- fectamente construídas de Sillustani y descubrir en ellas rasgos comu- nes, un mismo destino y la prueba de que todos son la obra de un mis- mo pueblo en diferentes grados de civilización. Lo mismo que en el antiguo continente, en Perú, al lado de las chul- pas están los circos del Sol y las cinturas simbólicas. En varios puntos encontramos círculos de piedras no talladas, encerrando una o varias otras muy grandes en el centro, y monumentos grandiosos hechos de piedra bruta sin tallar, iguales a los que en Europa se han llamado ci- clópeos o pelásgicos. Toda esta variedad de formas y de trabajo prueba bien que esa co- marca ha pasado por un gran número de fases diferentes de progreso antes de ver brillar las civilizaciones de Cuzco y Tiahuanaco, cuya gran- deza puede darnos una idea del grandísimo número de años que re- presenta ese desarrollo progresivo. Por otra parte, si la historia de Perú se remonta efectivamente a una antigüedad de cinco a seis mil años, esa sucesión de civilizaciones dis- tintas no debe sorprendernos. Si es cierto que varios siglos antes de la era llamada cristiana tuvo lugar en el antiguo Imperio de los Incas un cambio de dinastía; si los descubrimientos astronómicos atribuídos a los sabios reyes de esta di- nastía: Ayay-Manco, Capac-Raymi-Amanta y Toca-Corca-Apucupac, de los cuales el primero, 700 años antes de dicha era, reforma el calenda- rio e introduce los días bisextiles, el segundo inventa los cuadrantes so- lares y el tercero descubre los equinoccios, divide el año en cuatro esta- ciones y funda la Universidad de Cuzco, son reales; si, en efecto, bajo el reino de Huamantaco-Amanta tuvo lugar la aparición de algunos co- metas espantosos que, según los antiguos peruanos, anunciaban las te- rribles revoluciones y guerras espantosas que tuvieron lugar, en efecto, bajo el reino de su sucesor Titu-Yupanqui Pachacuti VI, principe con- temporáneo de la era cristiana; si es verdad que 880 años antes de esta era tuvo lugar el fin de la primera dinastía compuesta de treinta y dos reyes y el establecimiento de la segunda; si es exacto que Titu-Yupanqui, 83 llamado el Feliz o Pachacuti, sostuvo terribles guerras contra los Chi- mos y que bajo el reino de Cao-Manco tuvo lugar la destrucción de la religión primitiva que fué restablecida por su sucesor Manasco, llamado también Pachacuti, hacia el año 1166 antes de nuestra era; si en verdad Manco-Capac I, primer fundador del gobierno peruano, fundó la célebre ciudad Cuzco (centro del mundo) 2900 anos antes de esa era y que su sucesor Sinchi-Corque sostuvo largas guerras contra el príncipe Antigmay; si 4.000 años antes de esa era misma invadió Perú un pueblo llamado de gigantes; si en todo esto hay algo de verdad ¿por qué extra- naríamos la sucesión de fases de civilización diferente que nos muestran las antigúedades peruanas, y por qué puede sorprenderse nadie si consi- deramos a la joven América como una comarca de civilización tan anti- gua como las más antiguamente civilizadas del viejo mundo? Lo que sucede con Perú se repite en otras partes de América del Sud. Así, en Colombia, no lejos de las fuentes del Magdalena, a los 2° 50 de latitud Norte, en los alrededores del pueblo San Agustín, existen vesti- gios de estatuas, columnas, figuras de animales y una gigantesca ima- gen del Sol, todo de piedra y por el estilo de las ruinas de Tiahuanaco. Cerca del pueblo Timana se han encontrado vestigios de galerías y acue- ductos de mampostería que confirman la presunción de que allí exis- tieron pueblos altamente civilizados. Más al Norte, en los alrededores de Tunja, se encuentran ruinas más imponentes. Allí, sobre una explanada de 500 metros de longitud por 300 de an- chura se ven dos series de columnas sin capiteles, orientadas de Este a Oeste. En la serie del Norte quedan aún en pie doce columnas y en la del Sur treinta y cuatro. Se hallan a igual distancia unas de otras y tie- nen unos 40 centímetros de diámetro. Las dos series están separadas una de otra por una distancia de dos metros al nivel del suelo. En un valle que hay al Oeste de las ruinas existen más de cien colum- ras más o menos parecidas. Muchas han sido utilizadas como material para fabricar el convento de Leira. Un viajero que ha visto algunas de esas columnas derribadas, dice que una de ellas, que le pareció entera, medía cerca de seis metros de largo; y según la relación del mismo, parece que son de una sola pieza y labradas en arenisca roja (26). Nada se sabe sobre el pueblo que erigía tales monumentos. Los in- dios del tiempo de la conquista no tenían ninguna tradición al respecto; y parece positivo que indican el pasaje en tiempos remotos de pueblos mucho más civilizados aún que los Chibchas. (26) SAFFRAY: Viaje a Nueva Granada. 84 Cerca de la confluencia del Cararé con el Magdalena también hay dos columnas esculpidas, acanaladas, de una altura verdaderamente prodigiosa, que son objeto de una superstición y veneración particular. por parte de los pobladores de la comarca, pero que como las de las cer- canias de Tunja se ignora el pueblo que las ha levantado (27). Hechos análogos se repiten en otras partes de América del Sud. En Brasil, donde además de las numerosas inscripciones que ya hemos men- cionado, Herkman, enviado por el conde de Nassau al interior de Per- nambuco, encontró dos piedras perfectamente redondas y sobrepuestas, una de ellas de 16 pies de diámetro, acompañadas por un gran número de piedras acumuladas por el hombre y consideradas por él como al- tares (28). En el istmo de Darien, a cinco leguas al Nordeste de David, se en- cuentra Caldara, donde hay un gran número de tumbas y una gran roca llamada piedra pintada, que tiene 15 pies de alto y 50 de circunferencia, cubierta de imágenes del Sol, de cabezas humanas, escorpiones, jerogli- ficos, etc., esculpidos en la piedra y de una remotísima antigüedad. Otras piedras grabadas, al parecer más antiguas, se encuentran en los alrede- dores. En medio de las llanuras que atraviesa el Misisipí y cubiertos en par- te por bosques seculares, se encuentran los monumentos de un pueblo, cuya historia es desconocida y que ha desaparecido completamente de la superficie de la tierra, a lo menos en su condición pasada. Por todas partes el viajero se encuentra con construcciones en tierra de formas extrañas y caprichosas, vestigios de un pasado al cual en vano intenta interrogar. El número de esos extraños monumentos es verdaderamente prodi- gioso, y prueba por sí solo que el pueblo que los ha levantado ha resi- dido en esas llanuras durante largos siglos. Un gran número de esos trabajos son fortalezas o cinturas defensivas. La gran muralla de piedra de Bourneville, en Ohio, tiene dos millas y cuarto de largo y crecen sobre ella misma árboles enormes: la cerca defensiva de Clark’s Work, no lejos de la misma muralla, ha necesitado para su construcción por lo menos tres millones de pies cúbicos de tierra. En el valle Scioto hay un grupo de recintos y otros trabajos en tierra que ocupa nada menos que cuatro millas cuadradas de superficie. Entre ellos un inmenso octágono perfecto, rodeado por un muro de 50 pies de espesor en su base y de 12 a 16 de alto, y por un foso de 35 pies de ancho por 7 a 13 de profundidad. Una avenida formada por dos muros paralelos principia en el gran octágono y se prolonga hasta dos millas ) ZAMORA: Historia de la provincia del nuevo reino de Granada. 8) F. DENIS: Le Brésil. 85 y media de distancia. Todo este inmenso recinto estaba cubierto por los árboles gigantescos de una floresta primitiva; según los señores Squier y Davis, cuando el viajero entra por la primera vez en la antigua avenida experimenta una sensación de temor respetuoso como el que siente al penetrar en un templo egipcio o al considerar las ruinas silenciosas de la antigua Petra en el desierto. Los túmulos verdaderos, circulares y de 6 a 80 pies de alto, son tan numerosos que, según Lubbock, pueden contarse por decenas de miles. En muchas partes y particularmente hacia las regiones del Sur, cerca del golfo de Méjico, se encuentra un gran número de pirámides trun- cadas, de base cuadrada, oblonga, circular, oval, octagonal, etc., y con una avenida en escalones para subir hasta la cima, que siempre termina en una superficie plana como los teocalís mejicanos. Uno de estos gi- gantescos montes artificiales que se encuentra en Cahokia (Illinois) tiene 700 pies de largo y 500 de ancho en la base, 90 ‘pies de alto y un volumen de 20 millones de pies cúbicos. Pero una clase de trabajos o monumentos en tierra, propios única- mente de esta parte del mundo, son las representaciones de figuras de animales, hombres y aun objetos inanimados, en relieves de tierra, gi- gantescos. Las llanuras de Wisconsin, sobre todo, están cuajadas de es- tos extraños monumentos, representando hombres, búfalos, ciervos, 0sos, nutrias, lobos, ratones, pájaros, serpientes, lagartos, tortugas, ranas, cru- ces, pipas, etc. Una figura humana en el condado de Dale, que forma parte de un grupo de siete relieves representando diversos animales, tiene 125 pies de largo y 140 desde la extremidad de un brazo a la del otro. Otro re- lieve que se halla cerca de la villa Pewaukee, representando una tortu- ga, tiene 450 pies de largo. Sobre una colina del condado de Adams hay ctro representando una serpiente, que es aún más notable. «La serpien- te ocupa la cima de la colina; la cabeza reposa cerca del punto más ele- vado; el cuerpo se desarrolla siguiendo la curva de la colina, sobre unos 700 pies de largo; sus ondulaciones graciosas se terminan por un triple repliegue. «Si esa serpiente estuviera extendida, su largo total sería de más de mil pies. Solamente un plano puede dar una idea de la grandeza de concepción de ese trabajo, que tiene más de cinco pies de alto por 30 de base hacia el centro del cuerpo, pero que disminuye algo hacia la ca- beza y la cola.» Nada sabemos sobre el significado o destino de esos trabajos, ni so- bre el pueblo que los ha erigido. Los indios actuales los veneran, pero acerca de ellos no pueden proporcionar ninguna explicación. Los Pieles Rojas, que habitaban esas comarcas cuando a ellas aportaron los euro- peos, no solamente eran incapaces de ejecutar trabajos de semejante 86 naturaleza, sino que ni tenían tradición alguna sobre el pueblo que pudo haberlos construído. Espesas selvas ya cubrían en ese tiempo lo que antes había sido residencia de poblaciones agrícolas, sedentarias y relativamente civi- lizadas. Su antigüedad parece ser muy remota. Algunos a lo menos son tan antiguos que las aguas de los ríos han tenido tiempo suficiente para llegar a carcomer su base y volver a retirarse a más de un kilómetro después de haberlos destruído en parte. Por otra parte, al Este de las landas del Misisipí, a unas ocho millas del Wisconsin, hay uno de esos relieves representando un animal que tiene 135 pies de largo y se eleva a cinco pies sobre la superficie del suelo, conocido en el país con el nombre de colina elefante. En efecto, el animal que representa este relieve es un proboscídeo. Su cabeza, su trompa y las proporciones del cuerpo entero son tan simétricas, que no dejan lugar a duda. La existencia de esta colina artificial ¿prueba la contemporaneidad del Mastodonte con los hombres que la han erigido y los pequeños cambios que hubo desde esa época en la superficie del suelo cerca del Misisipi? Sobre esto nada positivo sabemos; pero lo cierto es que las selvas vírgenes que cubren o cubrían esos monumentos son una prueba de que se remontan a una grandísima antigüedad. Así el capitán Peck ha encontrado cerca del río Ontonagon a una pro- fundidad de 25 pies y en contacto con una vena de cobre que estuvo antiguamente en explotación, algunos instrumentos de piedra. En la superficie del suelo yacía abatido el tronco de un gran cedro; y sobre él crecía un abeto, ¡cuyas raíces rodeaban el árbol caído. Ese abeto tenía por lo menos 300 anos, a los que hay que agregar la edad del cedro y una serie de siglos aún más considerable para que la antigua mina fuera abandonada y con las acumulaciones sucesivas de un gran número de años formara esos 25 pies de detritus que cubrían los antiguos instru- mentos. Lyell dice que en 1842, en su visita a Marietta, el doctor Hil- dreth lo llevó a uno de esos túmulos sobre el que había crecido un árbol, que al ser aserrado horizontalmente, mostró 800 círculos de cre- cimiento anual (29); y el general Harrison, que en 1841 fué presiden- te de los Estados Unidos y era hombre versado en la ciencia forestal, dice y demuestra al respecto, que varias generaciones de árboles deben haber prosperado y sucumbido antes que los túmulos y demás trabajos en tierra hayan podido poblarse de la variedad de especies de árboles que el hombre blanco encontró ahí cuando por primera vez penetró en las selvas. Zaborowski-Moindron cree que si no son tan antiguos como los be- llos dólmenes del Norte de Europa, deben corresponder al período de (29) LYELL’s: Travels in North América. 87 su más grande desarrollo, o, lo que sería tal vez más cierto, al de las últimas poblaciones lacustres de la época de la piedra pulida (30). A nosotros nos basta dejar comprobado que, en las llanuras de los Estados Unidos cubiertas por las selvas vírgenes en medio de las cuales vagaban los Pieles Rojas, hubo un pueblo relativamente civilizado que habitó esas regiones durante siglos enteros, como lo prueban de una manera evidente los vestigios que de su existencia ha dejado por todas partes; y que este pueblo no sólo ha precedido a la formación de las florestas y el establecimiento de los Pieles Rojas en el país, sino que alcanzó su mayor esplendor o su época de mayor grandeza muchos si- glos antes del descubrimiento de América: lo que prueba una vez más que la población del continente americano data de tiempos verdadera- mente prehistóricos en toda la acepción de la palabra (31). Hemos tenido ocasión de decir que las tribus bárbaras que invadieron el Anahuac muchos siglos antes del descubrimiento, no habían llevado allí una civilización nueva ni habían hecho otra cosa que destruir y apropiarse en parte otra mucho más antigua que había florecido en tiempos anteriores en las mismas comarcas, por ellos encontrada ya en decadencia. También dijimos que la civilización tan avanzada de los Aztecas al tiempo de la conquista no se había elevado al nivel de la precedente y que ésta sobrepujaba a la primera tanto por su arte como por su grandiosidad. Al hacer esta afirmación, no hemos hecho más que reflejar la opinión ya emitida por especialistas de reputación universal, y son tan nume- rosas las pruebas en su apoyo que nos sería bien difícil compendiarlas. Deseosos de dar una idea acerca de algunos de los monumentos que nos quedan de esa antigua grandeza, hemos creído que lo mejor que podemos hacer es traducir algunos párrafos del señor Larenaudiére, que en pocas palabras dirán más que lo que nosotros podríamos enun- ciar en largas páginas. «Cuando los Aztecas llegaron a Anahuac, encontraron ahí grandes edificios, ya viejos entonces, que parecían tener un objeto religioso. «Nosotros debemos hacerlos conocer, no para mostrarlos como obra del pueblo que nos ocupa (el azteca), sino como los modelos que si- guió en la construcción de sus templos. «Los más antiguos de todos esos monumentos, las dos grandes pirá- (30) ZarorowsKi-MOINDRON: De Pancienneté de l’homme. Résumé populaire de la préhistoire. (31) Los que deseen tener datos y estar al corriente de las opin'ones emitidas a propósito de los extraños monumentos en tierra de los Estados Unidos, pueden consultar las obras siguientes: Monumentos antiguos del valle del Misisipi, por Squier y Davis. — Monumentos aborígenes del Estado de Nueva York, por Squier. — Arqueología de los Estados. Unidos, por SAMUEL F. HAVEN. — Las antigüedades del Visconsin, estudiadas y descriptas por J. A. LAPHAN. — L’Homme avant l’histoïre, capítulo Arqueología de la América del Norte, por LuBBock; y las Memorias siguientes publicadas en el primer volumen del segundo Congreso de Americanistas: Los «Mounds Builders» de América, por ROBERTSON. — Los «Mounds Builders», por STEPHEN D. PEET, etc. 88 mides de San Juan de Teotihuacan, se encuentran en el valle de Mé- jico a algunas leguas de la capital. Los indígenas las llaman aún en el día como las llamaban sus padres, las casas del Sol y de la Luna. A esas divinidades estaban consagradas. «Su forma principal no ha cambiado después de la conquista; elia es tal como se mostró a los ojos de los españoles de esa época. Esas pirámides habían servido de modelo al gran teocalí de Tenochtitlan, según lo refieren las tradiciones mejicanas. Se subía a su cima por una gran escalera de anchas piedras talladas. Allí se elevaban peque- ños altares con cúpulas de madera y estatuas colosales cubiertas de delgadas láminas de oro. La vegetación de los cactos y de los agaves, y la mano todopoderosa del tiempo, han degradado el exterior de esas pirámides que formaban cuatro masas subdivididas en pequeñas gra- das de un metro de alto. Su posición, en llanuras donde no se encuen- tra ninguna colina, hace muy probable que ninguna roca natural sirva de núcleo a esos monumentos cuya estructura interior aún es un mis- terio, pues las tradiciones que las hacen huecas no se apoyan en nin- guna prueba. Pero un hecho muy notable es que, a inmediaciones de esas casas de la Luna y del Sol, se encuentra un grupo, o, por de- cirlo mejor, un sistema de pirámides de 1 a 10 metros de elevación a lo más. Hay varias centenas (32), dispuestas en forma de largas calles alineadas en la dirección de paralelos y de meridianos, que termi- nan en los cuatro frentes de las dos grandes pirámides. Las pequeñas, según la tradición, estaban dedicadas a las estrellas; es probable que sirvieran de sepultura a los jefes de tribus. Toda esta llanura se lla- maba en otros tiempos en lengua azteca o tolteca Micoatl, o «camino de los muertos». «A medida que uno se aproxima a esas grandes pirámides yendo de Otumba, dice M. Bullock, ellas se diseñan de la manera más pinto- resca y la forma cuadrada perfecta de la más grande se hace de más en más visible. La más pequeña es la menos conservada de las dos; sobre su cima se divisaban las ruínas de un antiguo monumento de 47 pies ingleses de largo, sobre un ancho de catorce, edificado con pie- dras sin tallar. «Subimos más facilmente de lo que no lo esperábamos, hasta la gran pirámide, cuyos terraplenes son perfectamente distintos, sobre todo el segundo. En varios puntos los nopales han alterado la regula- ridad de las gradas; pero en ninguna parte han destruído la forma re- gular del monumento, tan regular como la de la gran pirámide de Egipto.» La gran pirámide o casa del Sol (Tonatiuh), tiene 179 pies de al- (32) Este número parece demasiado exagerado. 89 tura perpendicular, y la superficie de su plataforma es de 144 pies cus- drados ingleses. Cada casa mide en su base 649 pies; está orientada a los cuatro puntos cardinales con una desviación de 0° 48’ y fué cons- truída con piedras cementadas. La más pequeña, o casa de la Luna (Metzli), tiene 142 pies de al- tura perpendicular y 591 en la base y por cada cara. Cinco de las pequeñas pirámides están colocadas sobre un inmensc paralelógramo artificial que se eleva a 33 pies sobre el nivel de la llanura. a A unos 600 pies al Oeste de la gran pirámide se ve una inmensa ca- beza monolítica, que recuerda la esfinge de Egipto. Las excavaciones practicadas en el paralelógramo han hecho des- cubrir varios esqueletos rodeados de numerosos objetos (33). «El monumento llamado de Xochicalco o la Casa de las flores, es una colina aislada de ciento diez y siete metros de elevación, masa de rocas a la cual la mano del hombre ha dado una forma cónica bastante regular, colina rodeada de un ancho foso, verdadero atrincheramiento, o si se quiere, fortaleza o templo fortificado; todo este monumento aún está dividido por cuerpos: tiene una plataforma de cerca de nueve mil metros cuadrados, rodeada de un muro de piedra tallada, desti- nado a la defensa de los combatientes. Los viajeros que han exami- nado de cerca esta obra de los pueblos indígenas de América, no pue- den cansarse de admirar el pulimento y el corte regular de las pie- dras de pórfido, que tienen forma de paralelepípedos, el esmero con que han sido unidas unas a otras, sin que el cemento rellene las jun- turas y la ejecución de los relieves de que están adornadas. Entre las figuras jeroglificas se distinguen cocodrilos; y lo que es aún más cu- rioso, hombres sentados, con las piernas cruzadas a la manera asiática. Cada figura ocupa varias piedras a la vez, sin que sean interrumpidas por las junturas. Hacia el Sur de la villa Cuernavaca, en la pendiente occidental de la cordillera, en esa región feliz que los habitantes desig- nan con el nombre de tierra templada, reina una primavera perpetua, y allí es donde se encuentran esas ruinas de uno de los más curiosos mo- numentos de la antigua civilización americana. «Pero de todos los monumentos piramidales de esta parte del Ana- huac, el más grande, el más antiguo, el más célebre es el teocalí de Cholula. Se llama en el día Monte hecho a mano; de lejos se parece a una colina natural cubierta de una espesa vegetación. En el interior de este teocalí existen cavidades considerables destinadas a la sepultura de los indígenas. Sobre su plataforma, que presenta una superficie de cuatro mil doscientos metros cuadrados, se elevaba, en tiempo de los (33) Les Pyramdes de Theotihuacan, par F. DE WALDECK. 90 Aztecas, un pequeño altar dedicado al dios del viento. Sobre una vasta llanura sin grandes árboles, como las llanuras elevadas de dos mil dos- cientos metros sobre el nivel del Océano, se destaca ese teocalí a cua- tro cuerpos, de costados perfectamente orientados según los puntos car- dinales, construído por capas de ladrillo alternadas con otras de arcilla, presentando así el mismo tipo que las pirámides de Teotihuacan y una analogía bastante notable con las pirámides egipcias. La pirámide de Cholula, lo mismo que la pirámide del Sol, de San Juan de Teotihuacan, tiene 170 pies de alto, tres metros más que la tercera de las grandes pirámides egipcias del grupo de Ghizé, la de Mycerinus. El largo de su base (1.355 pies) sobrepasa el de todos los edificios de este género dei antiguo continente. Es casi el doble de la de Cheops. «Si por la comparación con objetos más comunes se quiere formar una idea del monumento mejicano es preciso imaginarse un cuadrado cuatro veces más grande que la plaza de Vendóme, cubierto por un mon- tón de ladrillos que se elevara a la altura del Louvre.» Las ruinas de Mitla, cuyo estado y género de arquitectura demuestran evidentemente pertenecer a una época más moderna, pero siempre anterior a la dominación azteca, no son menos imponentes. Estas ruinas que en tiempo de la conquista ocupaban un espacio considerable, se reducen en el día a un conjunto de seis palacios y tres pirámides, en parte derrumbadas. Los palacios presentan en parte la disposición del de Palenque, del que hablaremos más adelante. Ahí se encuentran bajo- relieves de una ejecución sorprendente, pinturas jeroglíficas, grandes salones y patios, subterráneos, columnas monolíticas, etc. Dice Violet-le-Duc, hablando del palacio mejor conservado de las ruinas de Mitla: «Sólo los monumentos de Grecia y los de Roma de la mejor época, igualan la belleza magestuosa de este edificio (34).» Al Oeste de Oajaca se encuentra el monte Albán, montaña de rápi- das pendientes y que termina en una plataforma de más de una media legua cuadrada. Esta meseta que parece obra de la mano del hombre, está cubierta de inmensas masas de argamasa de piedra, de subterráneos estrechos, de fuertes, de explanadas, de contrafuertes, de pirámides, de muros, de gigantescas piedras esculpidas, ruinas de casas, templos, palacios, etc., v en medio de todos esos escombros numerosos fragmentos de una alfare- ría muy fina, cubierta de un barniz colorado brillante, superior a la de los vasos romanos. Estos monumentos no sólo sobrepujaban a lo mejor que en su género hicieron los Aztecas muchos siglos más tarde, sino que pueden rivalizar con los más grandiosos del antiguo Egipto. (54) Cités et ruines américaines. 91 La segunda invasión de los Toltecas en Anahuac, se fija generalmen- te hacia el siglo séptimo de nuestra Era. La primera, unos dos o tres si- glos antes de la Era cristiana y según las tradiciones, esos monumentos, como su mismo estilo nos lo demuestra, no fueron obra de los invasores; eran ya viejos y pertenecían a una civilización pasada. Luego, el pueblo que los ha levantado, por más que intentemos aproximarlo a nosotros, xistía en toda su grandeza, tres o cuatro siglos antes de la Era cristiana, esto es, cuando en Europa empezaba a desarrollarse el poderío de Roma. Y si en América en esa época existía ya un pueblo que había hecho tan- tos progresos y que podía disponer de elementos suficientes para la eje- cución de tales monumentos ¿qué de siglos no debe haber empleado ese mismo pueblo para elevarse progresivamente -a tan alto grado de poderío? ¿Y qué de siglos de existencia no presupone al hombre ame- ricano ? Esos restos de antiguas civilizaciones americanas que empiezan en el Norte con los relieves de terreno en forma de animales, que más al Sur forman inmensas pirámides de tierra, notables por sus grandes di- mensiones y que en Méjico se nos presentan bajo las formas más mo- numentales unidas a un trabajo artístico nada común, en Centro Améri- ca toman una forma más definida. Sobre la ribera izquierda del río Copán, afluente del Motagua, que corre por territorio de Honduras, se ven los vestigios de una inmensa ciudad cuyas ruinas se extienden a lo largo del río, en una extensión de más de dos millas. Todas esas ruinas se hallan cubiertas por una selva impenetrable que no permite divisar nada a quince pasos de distancia y a través de la que sólo puede uno abrirse paso machete en mano. Esta selva impide conocer la verdadera extensión que ocupaba la población, la cual estaba rodeada de un recinto amurallado, con piedras bien la- bradas que en algunos puntos aún se conserva en un buen estado. Penetrando en la selva, compuesta de árboles que tienen troncos secu- lares, se camina por encima de ruinas en parte sepultadas y destruídas por las raíces y las ramas. Por todas partes se ven magníficas estatuas y pedestales primorosamente labrados y cubiertos de figuras y jeroglí- ficos. Unos yacen aterrados; otros medioenterrados y en fragmentos, o envueltos entre ramas de árboles que los abrazan estrechamente; y algunos, en fin, completamente deformados por la acción de los siglos. Hay columnas inmensas, de varios metros de alto, labradas en piedra y esculpidas con dibujos y jeroglíficos en alto y bajo relieve. Pirámides colosales, perfectamente construídas y cuya base descansa sobre plata- formas provistas de escalones en todo su contorno, tan bien trabajadas como las de los mejores anfiteatros romanos. Altares asombrosos por su tamaño y la perfección de su trabajo. Idolos o figuras colosales la- bradas en un solo fragmento de roca y cargadas de tal número de ador- 92 nos y dibujos que sería imposible describirlos con la pluma; y por fin, monumentos como uno visitado por el señor Stephens, quien supone es un templo, que tiene nada menos que unas doscientas varas de largo por veinte a treinta de alto, construído con grandes trozos de piedra labrada de uno a dos metros cada uno. Los altares, hasta los más grandes, están labrados en un solo e in- menso trozo de piedra y presentan cuatro caras cubiertas de figuras v jeroglíficos. Entre otros había colocado uno sobre cuatro globos de pie- dra que forman parte del mismo trozo en que está labrado el altar. Este tiene en cada uno de sus cuatro frentes, figuras de hombres, algu- nos de los cuales sentados con las piernas cruzadas, encima de un jerc- glifico, por el estilo asiático. Por todas partes se ven monumentos, pirá- mides, estatuas, altares, ídolos, portadas, etc., pintadas con colores tan tenaces que han resistido la acción destructora de largos siglos; todos los indicios, en fin, de una ciudad grandiosa que no se sabe qué pueblo la construyó, ni quiénes la habitaron, ni el nombre que tuvo (35). A mo mucha distancia, sobre las orillas del río Motagua, existe otra ciudad en ruinas, en parte sepultada y cubierta, como Copán, por una selva impenetrable que no permite determinar sobre qué espacio se extienden las ruinas. Ahí se encuentran, como en Copán, construcciones piramidales, por el mismo estilo pero más monumentales, estatuas colosales de más de seis metros de alto, cabezas gigantescas, labradas en un solo trozo de piedra y que tienen cerca de dos metros de diámetro, obeliscos estu- pendos, inclinados como la torre de Pisa, que sobresalen de tierra más de ocho metros y que se ignora hasta qué profundidad se hallan sepul- tados por los derrumbes seculares, murallas inmensas medio derrumba- das, jeroglíficos indescifrables y algunos como los de Copán, con colo- res tan tenaces, que han resistido a largos siglos de acción atmosférica. Esas construcciones, esos jeroglíficos, esas estatuas, esos grandes monumentos, nada tienen de común con lo que ahí encontraron los españoles. Pertenecen a otro pueblo, del que no se conserva ni siquiera el nombre, pero cuya civilización, juzgada por exploradores inteligentes como el señor Stephens, no cede en nada a la del antiguo Egipto; y recuérdese que la opinión de este señor es de tanto más valor cuanto que ha visitado y estudiado personalmente las ruinas del Nilo, de Arabia y Palestina. Largo sería hablar de ruinas más o menos análogas que a cada paso se encuentran en la misma región, ni ese es tampoco el objeto de esta obra; pero no podemos dispensarnos de decir algunas palabras sobre la (35) Aunque se le haya dado el mismo nombre, es preciso no confundir la ciudad de Copán que atacó Chaves y cuyos muros derribaron las pechadas de algunos caballos, con la Copán que nos ocupa rodeada de muros de piedra capaces de resistir los empujes de los más fuertes arietes. 93 ciudad de Palenque, tanto por su grandiosidad como por ser la primera conocida y que ha llamado la atención del mundo científico sobre las antigüedades americanas. Esta antigua población fué descubierta a mediados del siglo pasado por una comitiva de españoles, quienes dijeron que las ruinas abarca- ban un espacio de veinte millas de extensión y que los habitantes de la región las llamaban Casas de piedra. No se conservaba tradición alguna sobre la época en que estuvo po- blada ni aun sobre el nombre que tenía; y los descubridores la llamaron Palenque, que es el nombre de la aldea más inmediata. Los habitantes de las cercanías consideran que las ruinas ocupan un espacio de veinte millas; otros la han representado como de una exten- sión diez veces mayor que Nueva York. Hay quien ha afirmado que es diez veces mayor que Londres; y el senor Waldeck, que ha residido ahí dos años estudiando las ruinas, dice que se extienden por espacio de varias leguas. La verdad es que aún no es posible fijar sus límites precisos, porque está cubierta por una selva impenetrable y había que abrirse paso a tra- vés de ella con el hacha o con el fuego. Este último elemento es el que empleó su primer explorador, el capitán Del Río, y a pesar de eso aún en el día podría uno acercarse a cien pasos de los principales edificios sin divisarlos. El principal monumento que hasta ahora se ha podido poner algo a cescubierto es el llamado El Palacic. Descansa sobre una plataforma artificial de 319 pies de largo por 260 de ancho y 40 pies de elevación. La fachada da frente al oriente. El edificio, construído sobre esta enorme plataforma, tiene 228 pies de lar- go y 180 de ancho. Su altura es de unos 25 pies. Una ancha cornisa festona todo su contorno y tiene catorce puertas en su fachada principal. Todo el monumento ha sido construído en piedra, cal y arena. La fachada está completamente cubierta por una capa de estuco y se conoce que en otros tiempos estuvo pintada con colores brillantes. Los pilares que se- paran las puertas unas de otras están adornados de bajorrelieves repre- sentando grupos de personajes diferentes. El estuco en que están gra- bados es tan duro como la piedra y diversos grupos están acompañados de inscripciones jeroglíficas. Sobre sus cuatro costados y en todo su alrededor, se extienden dos corredores paralelos de unos nueve pies de ancho cada uno, cuyo piso es de un cemento más duro que el de los romanos. El edificio fué renovado más de una vez. En algunos puntos de los corredores donde los muros estaban en parte destruídos se han podido contar hasta seis capas de yeso recubiertas de pinturas que corresponden seguramente a otras tantas renovaciones. Hacia el fondo del edificio 94 hay una torre de tres pisos, notable por su gran elevación. Difícil sería dar una idea de las divisiones interiores del Palacio, de sus numerosos patios, salas y corredores, sin el auxilio de planos y dibujos. Bástenos decir que por todas partes se encuentran trabajos artísticos de gran mé: rito, medallones, relieves, bajorrelieves, jeroglíficos y adornos en pro- fusión verdaderamente sorprendente. A muy corta distancia del Palacio, en medio de la selva, se ve otra elevación artificial sumamente rápida, difícil de trepar, pero que se co- noce estuvo en un tiempo provista de gradas en todo su contorno. Cuando uno se halla a mitad de altura de la pirámide, se divisa a través de los árboles otro edificio que descansa sobre la plataforma y que llena de acmiración. La plataforma artificial sobre la cual está construído no tie- ne menos de 110 pies de elevación. Ninguna descripción, ningún cuadro puede dar una idea del espectáculo que se presenta a los ojos del que observa tan extraños monumentos. [El palacio que corona esta pirámide tiene 76 pies de frente por 25 de fondo. Su fachada presenta cinco puer- tas y seis pilares y está completamente recubierta de estuco y cargada de una grandísima profusión de adornos y jeroglíficos. En el interior del edificio, que es de dos pisos, se nota igual profusión de adornos que en el exterior y numerosos cuadros de jeroglíficos. En todo su alrededor el suelo está cubierto de ruinas y por todas par- tes se ven monumentos análogos elevados sobre altas plataformas, pero tan sepultados por la selva que, a pesar de encontrarse a una pequenísi- ma distancia unos de otros, desde encima de cualquiera de ellos no se di- visa más que la copa de los árboles. El aspecto de esas ruinas colosales y el misterio que las rodea es tan imponente que hicieron exclamar a uno de sus más esclarecidos exploradores: «Lo que teníamos ante los ojos era grandioso, interesante, notable bajo todos aspectos; eran las huellas materiales de la existencia de un pueblo aparte, que ha pasado por todas las fases de la grandeza y la decadencia de las naciones, que tuvo su edad de oro y ha perecido aislado y desconocido. Los lazos que le unían a la humana familia han sido rotos; y esas mudas piedras son los únicos testimonios de su paso por sobre la tierra. Nosotros vivíamos en las ruinas de los palacios de sus reyes; explordbamos sus templos devastados y sus altares derribados; por doquiera dirigíamos nuestras miradas, encontrábamos pruebas de su gusto, de su habilidad en las artes, de su riqueza y de su poderío. «En medio de ese espectáculo de destrucción, nos volvíamos hacia el pasado; hacíamos desaparecer en la imaginación la vasta floresta que encubre esos vestigios respetables; reconstruíamos con el pensamiento cada edificio, con sus plataformas, sus pirámides, sus ornamentaciones esculpidas y pintadas, sus atrevidas proporciones; resucitábamos los personajes, que nos miraban tristemente desde en medio de sus cuadros; 95 nos los representábamos cubiertos de ricos vestidos realzados por el bri- llo de los colores y con graciosos peinados; nos parecía que trepaban las calzadas del Palacio y las gradas de los templos. Esas evocaciones fan- tásticas substituían en nosotros a las brillantes creaciones de los pueblos orientales. En el romance de la humanidad, nada me ha causado más viva impresión que el espectáculo de esta ciudad, en otro tiempo vasta y espléndida, en el día derrumbada, saqueada, silenciosa, encontrada por acaso, cubierta de una vegetación absorbente y que ni aún ha conservado su nombre, tan desconocido como su historia; triste y solemne ejemplo de las revoluciones de este mundo!» Desde Palenque parte una serie de edificios más o menos iguales, paralelos a la sierra, alejados unos de otros y que se extienden hasta cerca de unas ochenta leguas de distancia en dirección de Ococingo y Comitan, donde dicen existen pirámides de hasta ochocientos pies de elevación, que fueron destinadas a las sepulturas de los jefes y no son más que inmensos osarios. Cada una de estas pirámides contiene una multitud de pozos profun- dos, herméticamente cerrados con chapas de piedra cementadas; cada pozo contiene un esqueleto con algunos vasos de formas, colores y di- bujos parecidos a los etruscos. ¿Es que, acaso, Palenque sería la antigua Nachan, la «ciudad de las serpientes» fundada por Votan, descendiente de Imos y capital del anti- guo imperio de Xibalba, que floreció en esas comarcas varios siglos an- tes de nuestra Era? Yucatán es, como Centro América, una región sembrada de ruinas imponentes de épocas sumamente lejanas. En unas partes son túmulos enormes como el de Campeche y en otras inmensas grutas artificiales como las de Equelchacán, o pirámides aisladas como las del río Lagarto, cubiertas de árboles seculares, o ciudades enteras sepultadas debajo de espesas selvas como la de las inmediaciones del cabo Catoche. Las ruinas de Izamal son imponentes e indican la existencia en otros tiempos de un gran centro de población. Todos los alrededores de la población moderna están cubiertos de pirámides de todas dimensiones, y sobre la plataforma de uno de estos monumentos se halla edificado el templo católico de la actual villa de Izamal. Al pie de algunas de esas construcciones se han descubierto cabezas colosales modeladas en ce- mento y de un trabajo casi indescriptible. De Izamal parte un antiguo camino que conduce a Mérida, que se halla a 16 leguas de distancia. Dicho camino tiene de 7 a 8 metros de ancho y un metro y medio de elevación sobre el nivel de la llanura; el terraplén es de piedras enor- mes unidas por un cemento de piedra; y la superficie de la vía se halla cubierta por una capa de cemento durísimo de dos pulgadas de espesor, tan fresco que parece puesto ayer, y cubierto por todas partes por una 96 capa de humus de 40 centímetros de espesor! En diferentes ruinas de Yucatán y particularmente en Chichen-Itza se ven bajorrelieves repre- sentando individuos de raza blanca. Pero de todas las ruinas de Yucatán, las de Uxmal son las más nota- bles tanto por sus proporciones como por su carácter y el espacio que ocupan. Se encuentran a 17 leguas al Sur de la moderna Mérida, sobre un llano elevado y ocupan una extensión de más de ocho leguas de su- perficie. Esas ruinas son los vestigios de una populosa y monumental ciudad, que ahí se elevaba floreciente en épocas pasadas, de la que los indígenas de la comarca no conservan ni la sombra de un recuerdo y que se ha dado en llamar Uxmal, por ser éste el nombre de una estancia que se halla en sus inmediaciones. Es una especie de oasis en medio de un inmenso bosque. Al desembocar en el espacio desprovisto de árboles que contiene las ruinas y al que conduce un estrecho sendero que cruza la selva, lo pri- mero que se presenta a la vista es un grandioso edificio en parte en rui- nas, edificado encima de una plataforma artificial extraordinariamente alta: una especie de pirámide que desde su base, que descansa en la lla- nura, hasta su cima, está construída de piedra maciza. La plataforma o pirámide tiene en su base 240 pies de largo por 120 de ancho y se eleva a una gran altura por 16 terrados sucesivos, formados por muros de piedra actualmente derrumbados en parte. Al oriente hay una esca- lera que conduce desde la base de la pirámide hasta la cima del último terrado y que no tiene menos de ciento treinta escalones. El edificio que se eleva encima de la plataforma tiene más de veinte metros de largo, está construído en piedra y cubierto de grecas y ara- bescos de un gusto exquisito. Por doquiera se ven edificios más o menos parecidos, todos construí- dos encima de plataformas artificiales más o menos altas; pero el más notable y mejor conservado es uno que los habitantes del lugar llaman casa del Gobernador. Está construído sobre una elevación formada por tres terrados sucesivos. El terrado inferior no tiene menos de seiscientos pies de largo y cinco de alto, está cubierto de un muro de piedra y ter- mina en una plataforma de veinte pies de ancho sobre la que se eleva el segundo terrado, que tiene quince pies de elevación. La plataforma que se extiende encima de este otro está adornada en una gran parte de su perímetro con una hilera de pilares redondos. A doscientos cinco pies de esta segunda plataforma hay una gran escalera de piedra, de más de cien pies de ancho, compuesta de treinta y cinco escalones, que conduce a la tercera plataforma, que se eleva quince pies sobre la prece- dente. Ahí es donde se eleva el magestuoso edificio que los buenos po- bladores de las adyacencias llaman la casa del Gobernador; tiene tres- cientos veinte pies de frente. Es todo él construído en piedra y su parte 97 más elevada cubierta con una profusión de adornos de un carácter com- pletamente diferente de todos los que se conocen en el viejo mundo y en Otras partes de América. En sus proporciones, presenta una grandeza y una simetría conformes a las reglas de la arquitectura. El piso está formado de piedras cuadradas perfectamente ajustadas y pulidas como todas las que han servido a la construcción de los muros. Como el de Palenque, su interior ofrece un conjunto de corredores, salas, etc., difí- cil de describir sin ayuda de planos. Al contemplar la fachada de esta magnífica construcción no puede uno convencerse que tiene ante sus ojos la obra de un pueblo que floreció muchos siglos antes de la con- quista española. Si en el día (dice el señor Stephens) se elevara este palacio sobre su grande explanada artificial en Hyde Park o en el Jardín de las Tullerías, formaría un nuevo orden, no igual a éstos, por cierto, mas no indigno de estar al lado del arte egipcio, griego o romano. En Uxmal no se ven los jeroglíficos, ni los dibujos, bajorrelieves, esculturas, estatuas, alta- res, ídolos, etc., que se encuentran en Copán y en Quirigua. Es otro es- tilo de construcción, ornamento y arquitectura diferentes. Es otro géne- ro de civilización, más cercano al de Palenque y como tal pertenece a otro pueblo y a otra raza, probablemente anterior a la que elevó los mo- numentos de Quirigua, y como ésta extinta, sin haber dejado quizá re- cuerdos tradicionales de su existencia a pesar de haber prosperado ahí bajo una vida sedentaria durante largos siglos, como lo atestiguan los monumentos mencionados cuya construcción tiene que haber exigido el esfuerzo no de una, sino de varias generaciones. Por más que intentemos acercar a nosotros este estado floreciente, no podemos acercarlo tanto que pueda ser incluído en nuestra Era; pues aun admitiendo que Votán y Zamma sean representantes genuinos de la civilización de Uxmal y de Palenque, lo que está lejos de estar probado, aun asimismo la época de su mayor prosperidad remontaría a varios si- glos antes de la Era cristiana, puesto que la invasión de los Nahuas, que está fijada en unos dos o tres siglos antes de nuestra Era, es posterior a la existencia de esos seres míticos que la tradición americana se com- place en considerar como sus maestros en las artes y la industria. Cuando los fenicios de Cartago tenían el dominio del mar y Roma apenas empezaba a hacerse conocer de los pueblos que debía más tarde subyugar, cuando aún en la cité no se habían echado los cimientos de la antigua Lutecia, el soberbio París de la actualidad, y en lo que es hoy la inmensa ciudad de Londres, navegaban sobre las aguas del Támesis pueblos semibárbaros que no nos han dejado más monumentos que esas groseras acumulaciones de piedras brutas que llamamos dólmenes; cuan- do, en fin, casi toda Europa estaba aún sumida en la barbarie, en Amé- rica había naciones florecientes y civilizadas, que vivían en grandes AMEGHINO —V. III Y 98 ciudades tan extensas como nuestras más vastas metrópolis, que habían hecho grandes progresos en las artes y la industria y tenían conciencia de lo bello y lo grandioso; había pueblos que tenían una escritura y sus anales históricos, que cultivaban el dibujo y la pintura y construían monumentos y palacios como aún no los había iguales en Europa y por más de un concepto sobrepujan a muchos de los del antiguo mundo; había pueblos que construían fortalezas, campos atrincherados y ciudades amuralladas; había un pueblo, en fin, que a no haber desaparecido a lo menos como pueblo civilizado por causas que aún ignoramos, bien hu- biera podido producir más tarde genios como César y Filipo, Colón y Magallanes, Fulton y Franklin, que hubieran dado leyes a pueblos de ambos continentes, dándoles una civilización y un bienestar de que muchos carecen aún en la actualidad. Todos sabemos que las etapas del progreso humano están separadas por períodos estacionarios de mayor duración a medida que nos remon- tamos a los tiempos primitivos; que la época de la piedra tallada ha tenido una duración infinitamente más larga que la de la piedra pulida, y que ésta a su vez tuvo una duración mayor que la época del bronce; todos sabemos que el antiguo Egipto no alcanzó su más alto grado de civilización sino después de una larga serie de millares de años de pro- gresos lentos pero sucesivos, y que las civilizaciones griega y romana no han aparecido formadas momentáneamente, sino que fueron el resul- tado de transformaciones de civilizaciones menos brillantes que las pre- cedieron. De modo, pues, que si ya hace más de dos mil años hubo en América un pueblo tan altamente civilizado ¿por qué número de etapas sucesivas no debe haber pasado para haber podido alcanzar un punto tan elevado en el progreso humano? Y si la civilización americana es in- dígena de este continente, como tienden a probarlo las ciencias antropo- lógicas; si realmente las civilizaciones de Uxmal y de Palenque tuvie- ron, como las civilizaciones etrusca, egipcia, china, \etc., una época de piedra por principio; si esa larga serie de etapas sucesivas o ese abismo que separa al hombre errante que no tiene más armas que las hachas y las flechas de pedernal, del que habitaba ciudades inmensas que aún en el día causan la admiración y el éxtasis de los viajeros, ha sido fran- queado en toda su continuidad en tierra americana ¿qué enorme núme- ro de años de antigüedad no presupone a su población para que haya podido pasar por todos los grados intermedios de cultura? Si las civilizaciones sepultadas de que hemos hablado presuponen una antigüedad mayor aún que la de los tiempos históricos europeos; si los monumentos gigantescos que se hallan debajo de los árboles seculares de las selvas vírgenes de Centro América y Estados Unidos se remontan a una antigüedad de varios miles de años, no debemos de ningún modo sorprendernos; pues los pueblos que dieron vida a esa civilización, para 99 reunirse en tribus, abandonar la vida errante propia del salvaje, fundar ciudades y erigir monumentos tan grandiosos, para llegar a un estado Ge civilización que probablemente no alcanzó ningún pueblo de Europa antes de la Era cristiana, elevándose por grados sucesivos a partir desde el estado primitivo en que el hombre desnudo y errante por las playas, los llanos, los montes y las selvas sólo vive de los productos de la caza y la pesca, para que esa transformación se llevara a cabo, tomando por término de comparación los escasos adelantos que en la senda del pro- greso hacen los salvajes actuales, deben haber pasado por un grandísimo número de evoluciones o estados de progreso muy diferentes unos de otros, cada uno de una duración más o menos larga, pero que reunidas representan por parte baja un espacio de tiempo aún más considerable que el que ha transcurrido entre la fecha en que fueron construídos esos monumentos y nosotros. Por otra parte, si todos esos cambios y transformaciones en realidad tuvieron lugar en tierra americana; si en realidad en épocas anteriores a las civilizaciones Nahuatl y Maya este continente estuvo habitado por el hombre; si en realidad desde el principio de la época geológica actual el hombre cuenta entre el número de los seres que pisan su suelo, segu- ramente en las entrañas de la tierra debemos encontrar sus antiguos vestigios; y éstos serían por sí solos la prueba más evidente de nuestra esis, que el hombre habita el continente americano desde la más remota antigiiedad. Veamos, pues, si en algtin punto del continente americano se han en- contrado esos vestigios de sus primitivos pobladores, o que por lo menos puedan ser considerados como tales. Hace ya muchos años el doctor Meigs hizo conocer un túmulo que encontró a orillas del río Santos, en Brasil, cerca de la ciudad San Paulo (36). Tenía cerca de una hectárea de superficie y cuatro metros de altura. Aun cuando debió haber sido construído a alguna distancia del río, éste se ha acercado poco a poco al túmulo, hasta que atacándolo por la base lo ha destruído en gran parte, poniendo a descubierto un gran número de esqueletos yacentes de Este a Oeste. La superficie estaba cubierta de árboles gigantescos, como sucede con los túmulos norteamericanos. Esto prueba que ese monumento fu- nerario puede remontar a una época tan lejana como sus análogos del Chio, pero hay otra circunstancia, propia hasta el día del túmulo de Santos, que prueba por sí sola que éste es de una antigüedad mucho mayor que todos los monumentos del mismo género hasta ahora co- nocidos. (36) Transactions of the American Philosophical Society, 1828. 100 Toda la masa del túmulo consistía en una roca o tufo calcáreo tan sumamente sólido y compacto que los huesos humanos sólo pudieron ser extraídos dejándolos envueltos en la piedra calcárea tal como se encuen- tran en el Museo de Philadelphia (donde Lyell (37) los vió y echó de ver que los fragmentos que contienen los huesos humanos, contienen también conchas de ostras con sérpulas adheridas a su superficie) y en la galería de Antropología del Museo de Historia Natural de París, donde hemos tenido ocasión de observarlos personalmente. El túmulo segura- mente se solidificó y formó una masa compacta debido a infiltraciones de aguas cargadas de carbonato de cal, y es claro que estas aguas no han podido filtrar a través del túmulo si en cierta época él no estuvo sumergido. El túmulo seguramente se ha sumergido y solidificado debajo de las aguas, después ha vuelto a emerger y se ha cubierto de árboles hasta que una corriente de agua acercándose cada vez más a su base lo ha destruído. Todos estos cambios han exigido un espacio de tiempo muy conside- rable, sin duda mayor que el que ha transcurrido desde la erección de los túmulos norteamericanos hasta nuestros días, bien que para apre- ciarlo carecemos de un medio para determinar ni aun aproximadamente su antigüedad calculada en años. Una gran parte de la península de la Florida, particularmente en su lado meridional, según las observaciones del sabio geólogo y natura- lista Agassiz, se halla formada por numerosos bancos de coral que suce- sivamente han ido elevándose desde el fondo del mar. Este crecimiento hace que la tierra avance continuamente, particularmente en su par- te Sur. Agassiz ha tratado de calcular el tiempo que ha empleado en su for- mación la mitad meridional de la península, tomando por base de su cálculo el avanzamiento actual de la tierra sobre el mar. Admitiendo que la tierra avance treinta centímetros por siglo y cada banco añada 16 kiló- metros a la costa, calcula que para su formación han sido necesarios 135.000 años (38). El conde de Pourtalis encontró en un conglomerado calcáreo que for- ma parte de los bancos de coral, algunos huesos humanos, que Agassiz, adoptando su cálculo sobre el crecimiento de esos bancos, supone tienen una antigüedad de 10.000 años. Este cálculo hace remontar la antigüedad del hombre en América a una época seguramente mucho más remota que no lo hacen los vestigios más antiguos ya enunciados; y recordando que es obra del célebre Agassiz, cuya prudencia en estas materias es proverbial, no dejará de acordársele la importancia que merece. (37) LyeLL: Travels in North América. (38) LYELL: L’Ancienneté de l’homme prouvée par la géologie. 101 Pero este cálculo no tan sólo no es aislado, sino que está corroborado por otro que si a primera vista parece más atrevido aún, está basado en hechos más positivos y cuya importancia no es posible desconocer. Mientras hacían una gran excavación en el delta del Misisipí para establecer una usina de gas, cerca de Nueva Orleans, los trabajadores encontraron varios pedazos de carbón vegetal y un cráneo humano a una profundidad bastante considerable y debajo de varias selvas sepultadas — y superpuestas unas a otras (39). El doctor B. Dowler ha tratado de avaluar el número de años de anti- gúedad que tiene dicho cráneo basándose sobre el espesor del terreno y la superposición de las selvas, y la ha fijado en un mínimum de 57.600 años. Bueno es tener presente que según Lyell el delta tiene más de 100.000 de antigüedad y 158.000 según Zaborowski - Moindron. El cálculo del doctor B. Dowler hace remontar, pues, la existencia del hombre americano a una época mucho más remota que la que le atribuyó Agassiz. Inútilmente se ha tratado de disminuir la importancia de este notable descubrimiento, pues a pesar de todo lo que sobre él se ha escrito, nadie ha conseguido probar que el cálculo no sea exacto. Pero, a pesar de lo fabuloso que parezca este número de años, aún no representa la verdadera antigüedad del hombre americano, pues como se verá en el capítulo siguiente, descubrimientos posteriores han venido a demostrar que el hombre habita este continente desde una época infinitamente más remota que la que el doctor B. Dowler le atribuye al hombre cuyo cráneo quedó enterrado en los aluviones modernos del delta del Misisipí, que son de nuestra época geológica, mientras que en la actualidad tenemos las pruebas de la existencia de un ser humano en el continente americano durante los tiempos geológicos en que animales de diferente especie de los actuales vagaban por sus praderas o cruzaban sus intrincadas selvas. (39) C. Voct: Leçons sur l’homme. CAPÍTULO IV LOS INDÍGENAS DE AMÉRICA, SU ANTIGUEDAD Y ORIGEN (CONTINUACIÓN ) El continente americano durante la última época geológica. — Fauna fósil de esa época. —Posibilidad de la existencia del hombre fósil americano. — Descubri- mientos del doctor Lund en Brasil. — Fósil humano de Natchez.— Observa- ciones del doctor Kock. — Mandibula de Puerto Príncipe. -— El hombre diluviano en los Estados Unidos. —El hombre en el di/uvium mejicano. — El hombre ter- ciario en California. — El hombre fósil en la Pampa. Cuando en Europa se estaban depositando los terrenos diluvianos de los valles del Somme, del Sena, del Támesis, del Rhin, del Danubio y del fondo de casi todas las llanuras bajas, habitaban sus llanuras el Mammut, el Rhinoceros tichorhinus, el rengífero, el gigantesco ciervo Megaceros, el oso de las cavernas, el gran Felis, el hipopótamo, la hiena, el elefante africano y el Felis antiquus, y una inmensa capa de hielo cubría una gran parte de su superficie, en América se estaban formando depósitos más o menos iguales, sus llanuras alimentaban un número de mamíferos en su mayor parte diferentes de los de Europa, que en con- junto denotan pertenecer a una época geológica pasada. Una parte de la superficie de su extremidad septentrional estaba como en Europa y Asia, cubierta por eternos hielos. La época glacial, que durante una gran parte de la época cuaternaría hizo sentir su frígida temperatura en el continente oriental, en el occi- dental hizo otro tanto, y los depósitos de terreno de la formación glacial tienen en el septentrión de América del Norte un desarrollo aún más considerable que el que alcanzan en Europa. La formación glacial norteamericana entre los 42 grados de latitud y el círculo polar ártico, ofrece un aspecto verdaderamente imponente. Como en Europa, los terrenos de formación glacial carecen general- mente de huesos de mamíferos. Casi por todas partes contiene numerosos bloques erráticos de un tamaño verdaderamente enorme. Encima de esta formación glacial se encuentran innumerables peque- ñas formaciones lacustres postglaciales, depositadas en el fondo de pe- queños lagos que ocupaban las depresiones de la superficie de la for- mación glacial. Al Sud de los 42 grados de latitud Norte empieza a presentarse en el fondo de los valles y llanuras bajas, depósitos de aluvión cuaternario muy parecidos a los del Sena y el Somme en Francia y del Támesis en Inglaterra. 103 Muchas cavernas están rellenadas por terrenos de esta formación. Más al Sud todavía, se encuentran los inmensos depósitos de aluvión antiguo que cubren casi toda la llanura en medio de la cual corre el majestuoso Misisipí. El limo de esta formación es completamente idéntico al loess del Rhin y del Danubio y como éste contiene una grandísima cantidad de conchillas terrestres y de agua dulce, específicamente idénticas a las que aún habitan en los campos, lagunas y ríos de la misma región. En América Meridional se presenta por todas partes un limo de una gran homogeneidad, de un color más o menos rojizo, que constituye lo que se ha dado en llamar formación pampeana. En la parte Norte de América del Sud parece no tener ni aproximada- mente el inmenso desarrollo que alcanza en su parte meridional. En el centro está más desarrollado, particularmente en Brasil, donde ecupa toda la cuenca del Amazonas y ha rellenado todas las innumera- bles grutas y cuevas que se encuentran en algunas de sus provincias. En la República Argentina, Paraguay, Bolivia, Banda Oriental y parte Sud de Brasil, es donde esta formación se presenta con un desarrollo verdaderamente extraordinario, pero sobre todo en la República Argen- tina, en la extensa llanura de las pampas que por todas partes está cu- bierta por unos 30 a 50 metros de este terreno, de donde ha recibido el nombre de pampeano o pampero de Vilanova. El carácter de la fauna terrestre que poblaba a América durante la época de la formación de estos terrenos, es verdaderamente notable. Mientras los mamíferos fósiles de la última época geológica, en Europa, a excepción de dos o tres, pertenecen todos a géneros aún existentes, los mamíferos fósiles americanos no sólo pertenecen a géneros y aun fa- milias completamente extintas, sino que hay algunas especies que hasta parece representan órdenes que en el día no tienen representantes. La fauna americana llamada cuaternaria, se diferencia muchísimo más de la que puebla actualmente el mismo continente, que lo que la fauna diluviana europea difiere de la que puebla el continente de que forma parte. La distribución geográfica de las especies americanas es también im- portante, y bien merecería ser objeto de un estudio especial y detenido. Puede afirmarse como regla general que la fauna americana fósil (y aun la misma fauna actual) presenta tipos más diferentes de los eu- ropeos a medida que se avanza hacia el Sud; y que la mayor parte de los mamíferos que actualmente pueblan el continente americano se han encontrado en estado fósil en las mismas regiones que actualmente ha- bitan o en las circunvecinas. En la parte septentrional de América del Norte, el mamífero de gran * 104 talla que más abunda es el Mammut, cuyos restos se encuentran en gran abundancia, particularmente cerca del círculo polar (1). Más al Sud empiezan a presentarse los restos de otro gigantesco pro- boscídeo, el más corpulento de los mastodontes hasta ahora conocidos, el Mastodon ohioticus. Durante esta época el Mastodonte ya no habi- taba en Europa, y las especies que la habitaron durante la época ter- ciaria son muy diferentes de la especie norteamericana. Los restos de este mamífero se encuentran siempre en los terrenos postglaciales, y de un modo especial en los que se han depositado en el fondo de los numerosos lagos que hemos dicho ocupaban las depresio- nes que se encuentran en la superficie de la formación glacial. Más al Sud, donde desaparecen los vestigios de los terrenos de for- mación glacial y se desarrolla en cambio la formación del loess, se em- piezan a encontrar las primeras especies de mamíferos extintos que per- tenecen a géneros y familias que jamás habitaron Europa. Ahí aparecen los primeros vestigios de la familia de los gravígrados completamente extinta en la actualidad, el Megaterio, el Megalónice y el Milodonte, acompañados por una gran especie de buey y dos équidos más parecidos a las cebras de Africa que a los verdaderos caballos. Estas dos especies de caballos han habitado además de una gran parte de América septentrional, toda América del Sud hasta Patagonia. Más al Sud aún, en los terrenos de transporte de Méjico aparecen en abundancia los restos de un gran elefante, el Elephas Colombi y la Pa- lauchenia magna de Owen. Bajando aún más al Sud, en Colombia, aparecen dos especies de Mas- todontes muy diferentes de la especie norteamericana, que, como las dos especies de caballos ya citadas, han habitado toda América meri- dional hasta el Sud del río Negro en Patagonia. Juntamente con el Megaterio, el Megalónice y las especies de caballos y Mastodontes citadas, en Brasil aparecen otros géneros y familias que jamás han estado representadas en Europa por ninguna especie. De las numerosas cuevas naturales de Minas Geráes, el doctor Luna ha extraído restos de la familia extinta de los Gliptodontes, representada por varias especies del género Hoplóforo, dos nuevos géneros de la fa- milia de los gravígrados, el Platiónice y el Celodonte, y los restos de un género de carnívoros muy cercano al Maquerodo del antiguo mundo, el Smilodon populator. Juntamente con todos estos restos, el doctor Lund ha notado la presencia de huesos de tapires, dicotilos, monos, carpin- chos, zorros, zorrinos, miopótamos, etc. En las pampas de Buenos Aires aparecen nuevos animales aún más curiosos que los precedentes. Este es el punto en que la fauna ameri- (1) Parece que últimamente se han suscitado dudas sobre la identidad específica del Mam- mut norteamericano y del Elephas primigenius de Europa y Asia. 105 cana de las últimas épocas geológicas se presenta en todo su completo desarrollo, sobresaliendo por las numerosas familias, géneros y especies con que estaba representada. Podemos afirmar sin temor de ser desmentidos que las pampas de Buenos Aires eran durante esa época la región de la tierra que poseía una mayor variedad de géneros y especies de mamíferos extintos de talla gigantesca. En la Pampa aparece por primera vez el Tipoterio de Bravard, des- cripto por Gervais, género que parece representar un orden de mamífe- ros completamente extintos; cuatro especies de Toxodonte, otro marrí- fero que no tiene colocación en ninguno de los órdenes existentes; la Macroauquenia, que parece reunir los caracteres de varios géneros ac- tuales y extintos; un oso tan corpulento como el spelaeus y un Smilodon de colmillos más largos que los de todos los Maquerodos conocidos; un armadillo, el Clamidoterio, tan corpulento como el tapir; un Megaloni- ce, tres especies de Escelidoterios, dos de Mastodontes, dos de Megate- rios, dos de caballos, dos de Hippidium, seis de Milodontes, cuatro gé- neros de Gliptodontes representados por una veintena de especies di- ferentes, tigres, zorros, perros, zorrinos, miopótamos, vizcachas, cone- jos, ratones, carpinchos, dicotilos, paleolamas, auquenias, cervinos, ar- madillos, sarigas, pájaros, quelonios, lagartos, batracios, etc., etc. Es, volvemos a repetirlo, la fauna más rica en familias, géneros y especies, especialmente de mamíferos gigantescos, que haya tenido ninguna re- gión del mundo durante las últimas épocas geológicas (2). ¿Pudo el hombre habitar el continente americano durante la época geológica pasada? No conocemos ninguna circunstancia ni ningún obstáculo que se opongan a la posibilidad de la existencia del hombre conjuntamente con los grandes mamíferos extintos de este continente. Si durante una parte de la época cuaternaria estaba cubierto en gran parte por una in- mensa capa de hielo que hacía su temperatura muy frígida, en Europa sucedía otro tanto; y sin embargo ahí vivía un ser humano, prueba evi- dente de que también podía vivir en América. Pero los hielos no se extendían por todo el continente. Sólo cubrían la mitad Norte de América septentrional, de manera que si el hombre no podía o no quería habitar las comarcas frías de] Norte, podía buscar cli- mas más templados hacía el Sud, y en esto el continente americano tiene una gran ventaja sobre el viejo mundo, puesto que extendiéndose sin interrupción casi desde uno a otro círculo polar, encierra todos los cli- mas habitables y el hombre pudo buscar el que le era más apropiado. (2) Para conocer los mamíferos fósiles que poblaron América del Sud durante los tiempos geológicos, véase el trabajo que acabamos de publicar en colaboración con el naturalista GER- vals: Les Mammifères fossiles de l'Amérique méridionale, in-8°, Paris, 1880. 106 Por mucho tiempo se ha creído que el hombre no habitó el continente americano durante la época geológica pasada. Fundábanse los unos en aue la población americana era de origen muy reciente, error que ya hemos puesto en evidencia; los otros, en que no se habían encontrado restos humanos en las capas geológicas regulares de nuestro continente, aun cuando ésta no fuera una razón para negar la posibilidad de la exis- tencia del hombre fósil americano. Apoyándose en esta misma prueba negativa, durante un largo nú- mero de años se negó la existencia del hombre fósil en Europa. Más tarde hemos visto que los que tal sostenían estaban en un completo error. ¿Por qué no puede suceder lo mismo en América? Y desde que se ha demostrado ser errónea la antigua tradición hebraica que atribuía al hombre unos seis mil años de antigüedad a lo más ¿por qué se ha de creer o conservar la otra tradición, hermana de la anterior, que supone la cuna del género humano en el continente oriental, si aún no tenemos pruebas científicas que lo demuestren, ni podemos apoyarnos en prue- bas negativas desde que Darwin y Lyell han demostrado suficientemente la imperfección de los documentos geológicos, ni por otra parte hay razones para despojar al Nuevo Mundo de la gloria de ser la morada del hombre desde la más remota antigiiedad? ¿Por qué razón no puede el género humano haber aparecido al mismo tiempo, o tal vez aún antes, en el nuevo que en el antiguo continente? Si todo eso es posible ¿por qué hemos de negar la posibilidad de la existencia del hombre diluviano y aun terciario en América? El Mam- mut, el mastodonte, el elefante, el caballo, el Maquerodo, el oso, el tigre, el perro y otros muchos mamíferos de la fauna diluviana y ter- ciaria de la vieja Europa, no tienen sus representantes fósiles pertene- cientes a la misma época en el mundo de Colón? Esto prueba que estando el Nuevo Mundo en esa época poblado por un gran número de animales que al mismo tiempo tenían sus represen- tantes en el antiguo continente, debía indudablemente hallarse en con- diciones necesarias para poder conservar la existencia del género hu- mano, puesto que tenía ya sus representantes en Europa, que nos han legado sus armas conservadas en el diluvium del Somme y de Norfolk. Casi todos los géneros de mamíferos de América ya han sido encon- trados en estado fósil poco más o menos en las mismas comarcas que actualmente habitan; y el hombre, que cuando llegaron a ella los euro- peos, era uno de los representantes del reino animal ¿por qué no se ha de hallar también en estado fósil? ¿Y para qué recurrir, para explicar la presencia del hombre en América, a esas emigraciones, fantásticas las unas, forzadas las otras, sin fundamento las más, que quieren a todo trance fijar como cuna del hombre americano las altas mesetas de Asia 107 Central? ¿Por qué no tratar de demostrar la existencia del hombre en América por medio de la teoría de la existencia de un continente mio- ceno o plioceno que hubiera sido sepultado desde los últimos tiempos de la época terciaria o desde el principio de la cuaternaria por las aguas del Atlántico? Existencia demostrada de una manera evidentísima por la presencia de géneros de plantas y animales representadas por diversas especies en ambos continentes. Admitida la dispersión del género humano desde los tiempos tercia- rios, forzoso es admitir que del mismo modo que en Europa ha sido contemporáneo del Mammut, el rinoceronte, el gran oso y el gran Felis, así también en América debe haber vivido juntamente con el Mas- . todonte, el Megaterio, el Toxodonte, el Tipoterio, el Milodonte, el Ma- querodo, el Gliptodonte, la Macroauquenia y todos los demás mamíferos que vivieron durante esa época. El tiempo se ha encargado de demostrar la exactitud de esta demos- tración. El primer descubrimiento de huesos fósiles humanos en América, fué hecho por el sabio naturalista dinamarqués Lund, en las cavernas de Legôa Santa, en Brasil. Ese infatigable explorador, después de haber removido en busca de fósiles el fondo de más de 800 cavernas, en una de ellas encontró los restos de lo menos unos treinta individuos de la especie humana que ofrecían el mismo aspecto y estado de descomposición que los huesos de animales extintos de que estaban acompañados. Las observaciones del doctor Lund fueron publicadas en 1844. El naturalista alemán Germán Burmeister, en su lista de los mamí- feros fósiles de los terrenos diluvianos argentinos, dice a ese respecto lo siguiente: «Sin embargo, el autor (refiriéndose a Lund) no ha dicho positivamente, que los huesos humanos, encontrados con los huesos fósiles de Platyonyx, Hoplophorus, Megatherium y Smilodon, sean fó- siles, reservando su juicio para lo futuro; pero sí dice, que esos huesos tenían todos los caracteres de huesos fósiles y que el cráneo no era de la raza actual, sino de tamaño más chico, con una frente más inclinada, aproximándose al tipo del mono. «Lo mismo han probado las observaciones modernas del hombre fó- sil en Europa, y por esta razón me parece muy probable que los huesos humanos recogidos en las cuevas de Brasil, son también verdadera- mente fósiles, es decir, de la época diluviana.» (3). Pero a pesar de haberse descripto recientemente algunos de los crá- neos recogidos por él, no tenemos hasta ahora ningún otro dato sobre su yacimiento. (3) «Anales del Museo Público de Buenos Aires», entrega tercera. 108 Hacia la misma fecha, poco más o menos, se descubría también un hueso fósil humano en Natchez, cerca de la margen izquierda del Misi- sipí, a 128 kilómetros al Sur de Vicksburg. En ese punto el Misisipí está limitado al Oeste por una llanura baja, cubierta de aluvión moderno acarreado por el mismo Misisipí, que cons- tituye el verdadero valle de este río, y al Este por una llanura elevada que domina unos 60 metros próximamente el nivel del agua del río. Por este lado termina en una serie de barrancas verticales minadas cons- tantemente por su base. Esta llanura que domina al río por su margen izquierda, cerca de Nat- chez está cubierta por una capa de terreno calcáreo muy parecido al loess del Rhin por sus caracteres mineralógicos y por las alternativas de partes completamente desprovistas de fósiles y partes en que son suma- mente abundantes. Esta capa tiene unos 18 metros de espesor. La llanura está cruzada por un gran número de zanjones, largos, es- trechos y profundos, formados en su mayor parte por erosiones muy modernas, y van todos al Misisipí. Uno de estos zanjones o torrenteras, llamado el zanjón del Mammut, tiene unos once kilómetros de largo y en algunas partes diez y ocho me- tros de profundidad. Se ha formado después de 1812, y como sucede con otros muchos, quizá debe su formación al fuerte temblor de tierra que conmovió toda esa comarca, abriendo en el terreno largas grietas que probablemente dieron origen a esos largos y profundos zanjones. En ese zanjón, al pie de la barranca, el señor Dickeson encontró cierto número de huesos de Mastodonte, Megalónice, caballo, buey, etc. Estos huesos habían sido arrancados por las aguas, de una capa de terreno más elevado, y precipitados al pie de la barranca. El señor Dicke- son encontró entre ellos también un hueso pelviano humano, en el mis- mio estado de conservación y del mismo color negruzco que los demás fósiles. El señor Dickeson supone que el hueso humano proviene de la misma capa que contenía los huesos de Mastodonte y de Megalónice en su ver- dadera posición geológica, que se halla a unos nueve metros de pro- fundidad. El señor Lyell en su segundo viaje a Norte América (4) examinó ese hueso y los que lo acompañaban, así como también el lugar donde fue- ron encontrados. Su opinión fué entonces contraria a la contemporanei- dad del hueso humano con los de Mastodonte y Megalónice y trató de explicar su mezcla suponiendo que el primero se había desprendido de la tierra vegetal y los segundos de una capa de terreno diluviano situada (4) CH. LYELL: Second visit to the North América. 109 a mayor profundidad, para caer todos juntos al pie de la barranca donde Dickeson los había encontrado. Se figuró que «el hueso humano había adquirido su color negruzco igual a los otros fósiles por un largo ente- rramiento en el terreno turboso de la superficie, suposición que creemos no satisface de ningún modo, porque un hueso enterrado únicamente en el terreno vegetal y otro en el limo diluviano, por más que se parezcan en su aspecto y color, siempre han de presentar suficientes caracteres distintivos para poder determinar de qué capa proviene cada uno. Esta manera de explicar semejante mezcla prueba solamente que en esa época era tan arraigada la opinión de la no existencia del hombre fósil, que Lyell, esclavo de esa misma opinión, tuvo que buscar una suposición que al mismo tiempo que no hiciera remontar el hueso en cuestión a una antigüedad muy lejana, explicara su presencia en medio de huesos de animales extintos. El mismo Lyell lo reconoció así más tarde cuando hizo su famosa recopilación de las pruebas de la existencia geológica del género humano diciendo: «Visité ese punto en 1846, y describiendo la posición geológica de los huesos, discutí su edad proba- ble, con una gran tendencia, debo confesarlo, a dudar de la probabilidad del enterramiento simultáneo del hombre y del Mastodonte, duda que ningún geólogo podría en el día legítimamente conservar (5).» Sin embargo, pocos renglones más adelante se contradice de un modo tan evidente que no se comprende como haya podido escribir las líneas si- guientes: «Pero, mientras nosotros no tengamos más que un caso ais- lado, y en ausencia del testimonio de un geólogo que personalmente haya visto el hueso aún envuelto en su ganga y lo haya extraído poz sus propias manos, nos es permitido aplazar nuestro juicio definitivo relativamente a la antigiiedad de este fósil.» En este caso el eminente geólogo da prueba de una prudencia excesiva, que por cierto no merece ser criticada, aunque posteriores descubrimientos han probado la exis- tencia del hombre fósil americano de la manera que él lo pide, demos- trando al mismo tiempo la excesiva severidad de su crítica. En efecto: las observaciones hechas algunos años más tarde por el doctor A. C. Kock son de naturaleza tal, como para llegar a demostrar como un hecho evidente la contemporaneidad del hombre con el Mas- todonte en el estado Misuri. Dice dicho señor haber encontrado en Gasconade County, el esque- leto de un Mastodonte que parecía haber sido lapidado por los indios y después quemado en parte. El fuego, dice Kock, no ha sido accidental, pues al contrario: parece haber sido encendido por los hombres según todas las apariencias, con el fin de dar muerte al animal que se había empantanado en un fangal. (5) CH. LYxELL: L’ancienneté de l’homme prouvée par la géologie. 110 En medio de las cenizas y los huesos había un gran número de pie- Gras que seguramente habían sido llevadas desde un río vecino para ser lanzadas al coloso, puesto que la arcilla en que se hallaba el es- queleto no contenía el más pequeño guijarro, mientras que a orillas del río vecino se hallan fragmentos de roca iguales; es evidente, pues, que fueron a cogerlas en ese punto. Juntamente con las cenizas, huesos y piedras, había también varias puntas de flechas, una punta de lanza y algunas hachas de piedra (6). En un pequeño peñasco, a inmediaciones de Puerto Príncipe, se encontró en el año 1849, una mandíbula humana y algunos fragmentos de hueso que don Miguel Rodríguez Ferrer, regaló al gabinete de His- toria Natural de Madrid. Examinados por el naturalista cubano don Felipe Poey, opinó de una manera terminante después de un maduro examen, que aquellos restos se encontraban en estado fósil. Pero en 1859, el señor Graells, profesor de anatomía comparada y de zoografía de los vertebrados en la Facultad de Ciencias de Madrid, opinó que no eran humanos, fun- dándose, entre otras razones, en que el estado fósil que ofrecen, daría una antigüedad mayor que la que él cree puede concederse al hombre. La Junta facultativa del Museo de Ciencias Naturales de Madrid, nombró entonces una comisión, presidida por el mismo señor Graells, para que estudiara la cuestión, y ésta después de un examen minucioso y comparado, acordó que la mandíbula era humana y además fósil (7). Dicha mandíbula y fragmentos de huesos fósiles, parecen proceder de los mismos yacimientos en que se han descubierto los restos del curio- so desdentado llamado por Leidy Megalochnus rodens. Dos comunicaciones leídas en el Congreso Internacional de Arqueo- logía Prehistórica reunido en París en 1867, vienen también a confir- mar la existencia del hombre fósil americano. La primera es de William P. Blake, profesor de mineralogía y geo- logía en el Colegio de California. En ella hace saber que en Tuolunme existe una gran cantidad de instrumentos de piedra, asociados con huesos de Mammut y Mastodonte en fuertes capas de terreno dilu- viano, cubiertas por una capa de ceniza volcánica endurecida y com- pacta; lo que prueba de una manera evidente la existencia del hombre antes de la época de la gran actividad volcánica en ese país y contem- poráneamente con el Mammut y el Mastodonte (8). La segunda comunicación fué hecha por el célebre Desnoyers, cu- yos trabajos sobre la antigüedad del hombre en Europa, hace que sea considerado como una de las primeras notabilidades en esta materia. 6) Transactions of the Academy of science of Saint-Louis, 1857. 7) VILANOVA: Origen, naturaleza y antigüedad del hombre. Madrid, 1872. 8) WiLLiam P. BLAKE: Instruments en pierre de la Californie. ( ( ( 111 En ellos da a conocer el hallazgo de hachas de piedra y objetos diver- sos en un depósito de transporte en Petite Anse, Vermillion-Bay (Lui- siana) punto situado a unos 50 metros sobre el nivel del mar. Estos objetos estaban enterrados a unos 14 pies de profundidad, dos pies más abajo que los huesos de un elefante indeterminado y de va- rios otros mamíferos (9). El profesor Wilson, por su parte, también nos hace saber que se han encontrado instrumentos de piedra primitivos en el diluvium de varios estados de la Unión. En el drift de Pike's-peak, en Kansas, el canadiense P. A. Scott ha- ciendo excavaciones en busca de oro, encontró a catorce pies de pro- - fundidad, debajo de capas de guijarros cuarzosos y de arcillas rojas, un instrumento de piedra de forma no muy bien caracterizada, pero evidentemente trabajado por la mano del hombre (10). En Lewiston, estado de Nueva York, cavándose un pozo, se ha en- contrado un hacha de forma completamente igual a la llamada amigda- lóidea de Saint-Acheul y Abbeville; y el doctor Hoy, en Wisconsin, a dos pies y medio de profundidad, en la arcilla, debajo de una capa de turba, ha recogido numerosos instrumentos de piedra, muchos del mismo tipo (11). De modo, pues, que aunque se participara de las ideas de Lyell res- pecto al fósil de Natchez, siempre habría en los mismos Estados Unidos suficientes pruebas de la existencia del hombre en América, anterior- mente a la presente época geológica. Por repetidas veces en varios ¡puntos del territorio mejicano se ha indicado la existencia de instrumentos de piedra en el diluvium mismo que contiene los huesos de Elephas Colombi. Guillemin Taraire, miembro de la comisión exploradora de Méjico, cita varios de esos pretendidos hallazgos que se decían hechos en Chi- huahua, Sonora, Jalisco, Sinaloa, Durango y al pie de la serranía de Zacatecas (12), pero cuyos yacimientos no habían sido explorados por personas competentes. Posteriormente se han hecho otros hallazgos en que se ha deter- minado con más precisión la naturaleza del yacimiento y que ya no permiten dudar de la contemporaneidad del hombre en Méjico con el Elephas Colombi. El prímero es un hacha de piedra, tipo Saint-Acheul, pero más pe- queña, enviada en 1869 por el señor Franco a la Comisión científica francesa. Fué encontrada en el diluvium del río Juchipila, afluente de- (9) J. DesNovers: Débris de l'éléphant et d’industrie humaine dans les alluvions de la Loui- siane. (10) DanieL Witson: Physical Ethnology. (11) Witson: Obra citada. (12) GUILLEMIN TARAIRE: Rapport sur l’exploration minéralogique des régions méxicaines. 112 recho del río Grande de Santiago, cerca de la villa chichimeca Teul. Está tallada en un sílex gris y su superficie se halla completamente alterada por el tiempo (13). La segunda es una punta de lanza que forma parte de la gran co- lección de antigüedades mejicanas del ilustre viajero Alfonso Pinart, que fué encontrada en pleno diluvium, no lejos de la ciudad Guana- juato. Pertenece al tipo de moustier y presenta un trabajo bastante esmerado (14). El tercer descubrimiento que prueba la existencia del hombre fó- sil en Méjico es un raspador de grandes dimensiones encontrado por el señor Boban en los alrededores de Méjico, en diluvium no removido y a unos ocho metros de profundidad, al hacer excavaciones para obras de defensa. Esta magnífica pieza también forma parte actual- mente de la colección Pinart (15). «La existencia, dice Hamy, de un hombre contemporáneo de los grandes proboscídeos actualmente extintos, parece tan bien establecida y de la misma manera en Anahuac que en el valle del río Grande de Santiago.» Si los hechos citados parecen demostrar de una manera evidente la existencia del hombre en América desde el principio de los tiempos cuaternarios, es decir, desde hace decenas de miles de años, otros descubrimientos tienden a hacer remontar su antigüedad a una época aún mucho más lejana, anteriormente a la época en que el Mastodonte v el Mammut habitaban América del Norte. He aquí los datos que sobre esta lejana época poseemos hasta ahora: Cavando un pozo, cerca del campo de Anges, en el condado de Calamines, se ha encontrado un cráneo humano a 153 pies de profun- didad. Varios estratos de ceniza volcánica endurecida, llamada en Cali- fornia lava, alternaban en esta capa con estratos de cascajo. Según el profesor Whitney, director del Geological Survey de la provincia: « La irrupción de la gran masa de materiales volcánicos sobre la falda occidental de la Sierra Nevada, ha comenzado en la época pliocena, ha continuado durante la época postpliocena y quizá hasta en tiempos modernos (16).» El cráneo del campo de Anges, anterior a estos diversos fenómenos eruptivos, pertenece indiscutiblemente a la época pliocena. En una carta dirigida más tarde al señor Desor, el profesor Whitney, volviendo sobre ese descubrimiento, ha confirmado la existencia del (13) E. Hamy: Les p'emiers habitants du Mexique. (14) Hamy: Memoria citada. (15) Hamy: Memoria citada. (16) «Bib. Univ. Arch. Scien. Phys. et Nat.», Febrero 1867. 113 hombre en la costa del Pacífico antes de los tiempos cuaternarios «en un tiempo en que la vida animal y vegetal era enteramente distinta de lo que es actualmente, y en una época después de la cual se ha producido una erosión vertical de unos dos o tres mil pies (600 a 700 metros) de rocas duras y cristalizadas (17).» La capa que contenía el cráneo es más antigua que todas las en que hasta ahora se han en- contrado restos de Mastodonte y otros grandes mamíferos. Así los hombres de ciencia esperan con una impaciencia bien legítima la des- cripción que el señor Whitney se propone publicar en breve tiempo y que esperamos pondrá fuera de duda su descubrimiento (18). Este hallazgo produjo una honda sensación en ambos continentes; unos afirmaron el descubrimiento del hombre terciario americano; los otros negaron la autenticidad del cráneo en cuestión. La verdad es que a pesar de las instancias con que todos los que se ocupan de estu- dios prehistóricos pidieron mayores informes, no tenemos hasta ahora ni una descripción anatómica y física de dicho cráneo, ni un estudio geológico sobre su yacimiento. Sin embargo aún sería temerario de- clarar apócrifo el cráneo de Calaveras, pues recientemente, los dia- rios norteamericanos nos hacen saber que el señor Whitney que estaba al servicio del Estado de California, habiendo sido nombrado profe- sor en la Universidad de Cambridge, acaba de dar allí una conferencia sobre el hombre plioceno en América, en la que ha vuelto a afirmar que el cráneo es incontestablemente terciario; lo ha llevado a la Uni- versidad de Cambridge aún envuelto en un cascajo cementado, de don- de lo extrajo en presencia de los profesores de la misma Universidad. El señor Whitney posee, además, algunos otros restos humanos extraí- dos del mismo yacimiento. Por nuestra parte hace ya algunos años que hemos anunciado la pre- sencia del hombre en los terrenos pampeanos de la provincia Buenos Aires, juntamente con restos de la fauna extinta de estas regiones, par- ticularmente de Gliptodontes y gravígrados (19). Repetidas veces hemos anunciado más tarde el mismo hecho agregan- do nuevos materiales confirmativos, particularmente en el Congreso In- ternacional de Ciencias Antropológicas que con motivo de la Expo- sición universal acaba de reunirse en París (20) y en la «Revista de Antropología» que dirige el profesor Broca (21). En los alrededores de Mercedes y de Luján, los huesos humanos y (17) «Bulletin de la Societé Anthropologique», 1869. (18) Hamy: Paléontologie humaine. París 1870. (19) «Journal de Zoologie». París 1875. Dirigido por el profesor GERVAIS: páginas 527 y 528. (20) FLORENTINO AMEGHINO: L’homme préhistorique dans le bassin de la Plata. (Congreso Internacional de Ciencias Antropológ:cas en París, 1878.) (21) FLORENTINO AMEGHINO: L'homme préhistorique dans la Plata, París, 1879. Extrait de la «Revue Anthropologie». — La plus haute antiquité de l’homme en Amérique. In-8°. Bruxel- les, 1880. (Congreso Internacional de los Americanistas en Bruselas, 1879). AMEGHINO — V. III 8 114 los vestigios materiales de su existencia se hallan sepultados debajo de capas vírgenes a diversas profundidades, conjuntamente con restos de Hopléforo, Mastodonte, Milodonte, Hippidium, Panochtus, Eutatus, Lestodonte, Toxodonte, Gliptodonte, Smilodon y otros mamíferos ex- tintos que más bien que una fauna cuaternaria parecen denotar una fauna francamente terciaria. Por más que la formación pampeana es considerada como cuater- naria por la mayor parte de los geólogos, por nuestra parte creemos con Bravard que es terciaria, y que los geólogos que han afirmado ser cua- ternaria no tenían los elementos necesarios para resolver afirmativa- mente la cuestión. Habiéndole manifestado personalmente al señor profesor Cope nuestra opinión al respecto y las razones en que la fundá- bámos, tenemos la satisfacción de poder anunciar que este distinguido naturalista norteamericano es de la misma opinión. Creemos inútil extendernos en más datos acerca de esta última cues- tión, por cuanto la formación pampeana y los vestigios de la existencia del hombre que contiene son objeto de un estudio especial en la segun- da parte de esta obra, en la cual expondremos in extenso nuestra opi- nión. Aquí nos contentaremos con manifestar que si la formación pam- peana no corresponde a la época pliocena, o no es más antigua que las capas inferiores de los terrenos cuaternarios europeos, de ningún modo puede ser más moderna que éstas. La existencia del hombre, pues, en épocas geológicas pasadas, cuan- do nuestros continentes y nuestros mares tenían una forma diferente de la actual, está probada en ambas Américas, tanto en los antiguos aluviones del Misisipí como en los terrenos de transporte de la cuenca del Plata, tan antiguos que son anteriores a la formación del inmenso estuario. Por ahora bástenos saber que desde que el hombre ha aparecido sobre la superficie del continente americano, éste ha cambiado bajo todos los aspectos. Su fauna y flora han sufrido profundas modifica- ciones; su superfirie puede decirse que se ha vuelto a modelar; gran- des llanuras que cubren actualmente una gran parte de la superficie del globo eran entonces vastos mares; y hermosísimas praderas, en las cuales vagaban pacíficamente millares de gigantescos herbívoros se hallan actualmente ocupadas por mares profundos; las fuerzas vol- cánicas estaban en una actividad continua y debían presentar un as- pecto imponente; vastas montañas se han levantado donde tal vez no había más que profundos abismos ocupados por las aguas; los ríos han cambiado de curso; los climas ya no son los mismos; y la natura- leza toda se ha modificado. CAPITULO V LOS INDÍGENAS DE AMÉRICA, SU ANTIGUEDAD Y ORIGEN (CONTINUACIÓN ) Algunas opiniones sobre la antigüedad del hombre americano. — Posibilidad de emi- graciones americanas al antiguo mundo. — Pruebas de viajes y emigraciones americanas al antiguo mundo.— La Atlántida probada por la historia y la tra- dición. —Idem por los usos, costumbres, armas y monumentos de los antiguos pueblos de ambos continentes. — Idem por la linguística y la filología. — Idem por el estudio de las razas.— Idem por la botánica, la zoología y la paleontología. — Idem por la geología. — Monogenismo, poligenismo, transformismo. —Corolario. Demostrada la existencia del hombre en América desde la más remota antigüedad, la escuela que fijaba su origen en las mesetas de Asia Central y que lo consideraba como un ser extraño a este con- tinente, queda completamente desprestigiada y ya no puede continuar en la pretensión de querer fijar la cuna del género humano donde pre- cisamente jamás-se han encontrado vestigios de la antigüedad geológica del hombre, en esa región llamada Pamir, en la que, según Rousselet, no hay más que estepas áridas y desnudas, barridas por terribles hura- canes (1). Hasta ahora la ciencia no puede determinar en qué punto de la superficie del globo apareció el hombre por primera vez, y cada pue- blo de la tierra tiene perfecto derecho para considerar a su país como la cuna primitiva del género humano, pues en la actualidad sería im- posible demostrarle lo contrario. Pero ya antes de ahora, respetables escritores se han pronunciado por considerar a la población americana como de una muy remota antigüedad e hija de la tierra que poblaba, aunque no es posible negar que muchas de sus afirmaciones son por demás exageradas. Así Burmeister, considerando la cuestión desde el punto de vista poli- genista, afirma que: «La especie humana existía simultáneamente, antes de la época actual, sobre los dos continentes oriental y occidental, y no se posee ninguna razón plausible para hacerla emigrar del uno al otro. El nuevo mundo, bajo este respecto, como bajo todos los de- más, es mal denominado; pues desde el punto de vista geológico, no es más jóven que el antiguo (2).» Y Agassiz, encarando la cuestión desde el mismo punto de vista dice, hablando de las diferencias que presentan las razas humanas: «Poco importa el origen de todas esas (1) «Revue dP'Anthropologie», 1878. (2) BURMEISTER: Histoire de la Création. 116 diferencias, porque tan lejos como remontan nuestras investigaciones, encontramos siempre los hombres de los tipos más diversos repartidos sobre áreas distintas de la superficie del globo, que parece han ocu- pado en todos los tiempos (3).» Nosotros, sin embargo, no somos partidarios de las exageraciones, ni en uno ni en otro sentido; de modo que no creemos que el hombre haya aparecido al mismo tiempo en el antiguo y el nuevo mundo, por- que de ninguna manera podemos participar de las creencias de la escuela poligenista, que cree que el hombre ha tomado origen en diver- sos puntos de la tierra al mismo tiempo; ni el que demostremos la gran- dísima antigúedad del hombre americano equivale a decir que el género humano tuvo a América por cuna. Volvemos a repetirlo: no es posible por ahora llegar a una solución satisfactoria sobre este punto. Contentémonos, pues, con lo que en- seña la paleoarqueología, que nos dice que desde los tiempos mio- cenos había en Francia un ser capaz de tallar los sílex, al que se ha dado en llamar el precursor del hombre, y que en California desde los tiempos pliocenos y en Buenos Aires desde la época de la formación pampeana, había otro ser con todos los atributos de la humanidad. Los descubrimientos paleoarqueológicos más importantes se han he- cho hasta ahora en reducidos espacios de Europa y América, y sólo «una vez completados esos estudios sobre las superficies que hoy cono- cemos, podrá tratarse, aunque sólo en relación a los continentes actua- les, la cuestión de antigüedad relativa.» «Y decimos que sólo en relación a los continentes actuales, porque para tratar la cuestión desde el aspecto de la antigüedad absoluta, sería indispensable someter a igual estudio las tierras sumergidas. «Por el momento, pues, y desde el aspecto de la antigüedad, no existe entre los dos continentes prioridad alguna debidamente establecida; y no existiendo esa prioridad, no existe razón alguna para suponer que el uno fuese primitivamente poblado por las inmigraciones del otro. El movimiento que se supone iniciado desde lo que hoy llamamos Asia sobre lo que llamamos América, bien puede haberse verificado en sentido inverso (4).» De modo, pues, que si desde las épocas más remotas ambos conti- nentes han estado habitados por el hombre, y si parece ya fuera de duda que en épocas lejanas si se quiere, pero relativamente modernas, América ha recibido emigraciones voluntarias o involuntarias, del otro continente ¿por qué este último no puede a su vez haber recibido emi- graciones americanas? (3) AGassiz: De l’espèce et de la classification en Zoologie. París, 1869. (4) ANDRÉS Lamas: Introducción a la obra de LOZANO ya mencionada. 117 La verdad es que si las huellas de esas emigraciones no se han encontrado aún, ello es porque hasta hace pocos años nadie se habría permitido hacer esta suposición, por temor de ser tenido por hombre falto de juicio. Fijando como un hecho indiscutible la cuna del género humano en el continente Asiático, sólo se ocupaban de explicar cómo pasó 'a Améri- ca, y mi se les ocurría quizá la idea de la posibilidad de emigraciones contrarias. Sin embargo, en estos últimos anos, uno de esos hombres de talento nada común, que ha dedicado toda su vida al estudio de las antiguas civilizaciones americanas, no ha titubeado en colocar la cuna primitiva de las antiguas civilizaciones del viejo mundo en Méjico y América Central, de donde por emigraciones lentas y sucesivas, los pueblos americanos se habrían desparramado por Europa, pasando sucesiva- mente por Terra Nova, Islandia y Escandinavia; y en Africa y Egipto, descendiendo por el Orinoco a Mauritania. No tenemos para qué decir que las obras del ilustre americanista han producido una sensación profunda, tanto por sus revelaciones como por lo atrevido de algunas de sus opiniones. Todos cuantos consideraban como un artículo de fe que la población americana era moderna y de origen extraño al continente que habi- taba, lanzaron contra el ilustre Brasseur de Bourbourg, los rayos de una crítica lo más inconsiderada. Por esto no pretendemos que no haya exageración en algunas de sus deducciones, y es forzoso reconocer que su doble interpretación de los textos indígenas es completamente ima- ginaria (5); pero, es propio de los hombres de talento entrever he- chos nuevos, que al querer explicarlos lo hacen emprendiendo un ca- mino que los extravía. Con todo, una vez lanzada la idea, los discípu- los la recogen y acumulan los materiales que sirven para trazar el ca- mino a seguir. Así, sin pretender probar las pretendidas emigraciones cuyo itine- rarío nos traza Brasseur, vamos tan sólo a contentarnos con probar que esas emigraciones han podido tener lugar, y que en nuestros mis- (5) BRASSEUR DE BOURBOURG: Quatre lettres sur le Mexique. — Exposition absolue du système hiéroglyphique mexicain. — La fin de l’âge de pierre. — Epoque glaciaire temporaire. — Commen- cement de l’âge de bronze. — Origine de la civilisation et des religions de l’antiquité. Paris, 1868. —He aquí las demás obras publicadas por el ilustre americanista: Recherches sur les ruines de Palenque et sur les origines du Méxique.— S'il existe des sources de Vhistoire primitive du Méxique dans les monuments égyptiens et de l’histoire primitive de l'Ancien Monde, dans les monuments américains. —PoPoL VUH: Le livre sacré et les mythes de l’antiquité américaine. Ouvrage original des indigènes de Guatemala, texte quiché avec traduction française. — Gramá- tica de la lengua Quiché. — Histoire des nations civilisées du Méxique et de l’Amérique centrale durant les siècles antérieurs à C. Colomb, — Voyage sur Visthme de Tehuantepec dans l Etat de Chiapas, et la République de Guatemala. — Relation de choses de Yucatan, dd Diego de Landa. Dictionnaire, grammaire et chrestomathie de la langue Maya, précédés d'une étude sur le sys- teme graphique des indigènes du Yucatan. 118 mos tiempos históricos, antes del descubrimiento de Colón, más de una vez han aparecido en Europa indios de América arrastrados allá, seguramente contra su voluntad. Los antiguos monogenistas, en su afán de demostrar el origen mo- derno de la población americana, se han esforzado por poner en evi- dencia la facilidad de comunicaciones entre ambos continentes. Nos- otros hemos reconocido esa facilidad que se presenta en algunos pun- tos para pasar del antiguo al nuevo mundo, y como ya lo hemos mani- festado, más de una emigración en ese sentido ha tenido lugar en los mismos tiempos históricos, pero vamos a aprovecharnos de esas mis- mas armas para demostrar la posibilidad de las emigraciones en sen- tido contrario. Si, en efecto, para pasar del antiguo al nuevo mundo por el Atlán- tico, se les presentaba a los pueblos de aquel continente tres puntos donde la distancia entre ambas tierras era poco considerable; si para pasar de Africa a Brasil sólo tenían que franquear una distancia de 500 leguas, de Irlanda a Labrador una de 542 y de Noruega o Escocia a Groenlandia otra de sólo 270 a 280 leguas, los americanos, que ya hemos demostrado existen desde la más remota antigüedad, para lle- gar a Africa o a Europa no tenían más que franquear las mismas dis- tancias en sentido inverso. El argumento es tan natural y decisivo que no necesitamos extendernos en comentarios. Si los pobladores del Noreste de Asia no tenían más que atravesar el estrecho de Behring para encontrarse en América rusa, a su vez el norteamericano, que ya hemos visto existía en Estados Unidos y Mé- jico desde el principio de los tiempos cuaternarios y en California desde los últimos tiempos de la época terciaria, no tenían más que atra- vesar el mismo brazo de agua para encontrarse en Siberia oriental y de ahí extenderse por todo Asia. Si la corriente del Gulf Stream pudo arrastrar algunas barcas y al- gunos hombres de Canarias a Venezuela, la misma corriente pudo llevar otras y en un espacio de tiempo más corto de América a Europa. Si una tempestad pudo echar sobre las costas americanas algunas barcas de pescadores europeos o africanos, otras tempestades pueden haber arrojado americanos sobre las costas de Europa. Nada se opone, pues, a que si los hombres del antiguo mundo han podido pasar al nuevo, los del nuevo hayan podido a su vez pasar al antiguo. ¡Las pruebas! ¡Las pruebas! — nos gritarán los pamirófilos. Esas pruebas las tenemos del mismo género que las que aducen los que pretenden probar que la población americana es de origen ex- traño al continente. Han inventado un sinnúmero de emigraciones, pero hasta ahora no 119 han podido probar una sola; y muchas no pasan de invenciones ridí- culas. En el capítulo primero hemos tratado de reunir en conjunto todos los datos sobre los viajes y descubrimientos precolombinos en Amé- rica; y bien: ¿qué hemos conseguido? La simple enumeración de via- jes accidentales e involuntarios, pero en ninguna parte las pruebas ciertas de la emigración de un pueblo de uno a otro continente. Hasta los mismos escandinavos, después de haber descubierto las costas de Norte América, no fundaron ahí establecimientos duraderos; y a ¡pesar de que no se haya probado ninguna gran emigración del antiguo al nuevo mundo, no hemos tenido inconveniente en admitir como un hecho que en épocas pasadas el continente americano ha recibido emi- graciones del antiguo mundo. Ù Las pruebas que nosotros podemos invocar en favor de emigracio- nes en sentido inverso, son viajes aislados e involuntarios como los que hasta ahora han probado tuvieron lugar de Europa a América, y aún en un caso podremos indicar la emigración de un pueblo americano que en gran parte pasó a establecerse en el otro continente. Ya hemos dicho que de la misma manera que el Gulf Stream podía arrastrar hombres de Canarias a Venezuela, podía también arrastrar otros de América a Europa y aun a las mismas Canarias. En efecto, esta corriente arroja continuamente a las diferentes islas del archi- piégalo, bambús, maderos y frutos arrancados en las costas de Amé- rica, que son justamente los que inspiraron confianza en el ánimo de Colón y lo confirmaron en la opinión de que llegaban de una tierra si- tuada al Oeste (6). Pero parece que no sólo ha arrastrado árboles, maderos y frutos, sino hombres también; unas veces, muertos, y otras, vivos. Así Colón, antes de su primer viaje a América, durante una corta permanencia que hizo en las Canarias, supo que la misma corriente había arrojado a la playa dos hombres muertos y ya desfigurados, y que dos canoas llenas de hombres extraños habían aparecido en el archipiélago y co- rrían de isla en isla (7). Lo que tuvo lugar una vez puede, pues, ha- berse repetido otras muchas en tiempos aún más lejanos. El mismo hecho se repite en Noruega, en Islandia y hasta en el archi- piélago británico, donde también el Gulf Stream arroja continuamente plantas y maderos de las Antillas y otras partes de América. Un navío francés encontró en 1508 no lejos de la costa de la Gran Bretaña una barca de esquimales tripulada por siete hombres vestidos de pieles, que comían carne cruda y bebían sangre. Seis de ellos mu- (6) F. Coromeo: Vida del almirante. (7) HERRERA: Description, etc. 120 rieron en el mar y el séptimo fué presentado vivo a Luis XII (8). El mismo hecho se había producido en 1160 bajo el reinado de Federico Barbaroja: varios indios fueron arrojados a las costas de Germa- nia (9). Cornelius Nepos (10) dice que, siendo Metellus Celer procónsul en Galia, recibió en presencia del rey de los Suevos algunos indios que arrancados por la tempestad de las costas de su país habían sido arro- jados a las de Germania (11). Se ve, pues, que, tan lejos como puede remontar la historia de Eu- ropa occidental se registran repetidos casos de americanos arrojados a las costas de Europa; y ¿cuántos casos análogos no habrán tenido lugar en épocas aún más lejanas, en los tiempos prehistóricos, por ejemplo? ¿Cuántos intrépidos navegantes americanos no pueden ha- ber aportado al viejo mundo llevando quizá en lugar de la barbarie de los esquimales, la civilización de Mitla, de Uxmal y de Palenque para hacerla florecer más tarde a orillas del Mediterráneo en tierra de Au- sonia ? En un pasaje de Plutarco, citado por Humboldt, se habla en términos perfectamente claros y precisos de la existencia de un continente trans- atlántico llamado Atlantis, situado al Oeste de la Gran Bretaña (Britan- nia) y de un extranjero misterioso que desde esa lejana comarca llegó a Cartago, donde residió varios años, dos o tres siglos antes de la era cristiana (12). Ellis (13) y Colenso (14) consideran a los Polinesios como origina- rios de América. Masselin, fundándose en investigaciones arqueológicas practicadas personalmente en Europa y Norte América afirma que la invasión de los bárbaros del Norte que destruyeron el imperio romano tuvo por causa un movimiento de emigración de la población americana, que partiendo de Canadá a principios de nuestra era, invadió Asia, y con- tinuando su marcha hacia occidente puso en movimiento toda la po- blación de esa inmensa comarca que llegó a chocar con las fronteras del imperio romano (15). " M. de Gobineau, pretende que la raza amarilla tuvo por cuna el con- tinente americano, de donde se desbordó sobre Asia desalojando a la raza blanca que poblaba sus mesetas centrales y que empujada por la raza amarilla emigró también hacia el Oeste. (8) Horn: Obra citada. (9) AENEAS SYLVIUS: Op. geog. et hist. de mundo. (10) Pomponius MELA: Ill. (11) PLinio: Historia Natural, 11. (12) HumBoLDT: Examen critique de la géographie du nouveau continent. (13) Polynesian researches during residence of nearly six years in the South-Sea Islands. (14) On the Maori Races of New-Zeland, by WILLIAM COLENSO. (15) Le MÉTAYER MASSELIN: Le Canada préhistorique. 121 No pretendemos defender la teoría de Gobineau, sino demostrar tan sólo que una de las razas americanas más cercana a la raza ama- rilla, pobló en otro tiempo, si no todo, cuando menos una gran porción del continente americano, y que desalojada de sus moradas primitivas emigró una parte hacia el Noreste de América, estableciéndose en Groenlandia, y la otra por el lado del Noroeste, donde, atravesando el estrecho de Behring, invadió Siberia oriental. Entendemos hablar de los esquimales. La raza esquimal difiere de la masa de la población americana y conserva una tal homogeneidad que presenta el aspecto de una raza primitiva apenas modificada por uno que otro cruzamiento. Lo que sobre todo distingue al esquimal de todos los demás pueblos de la tierra, es su cabeza sumamente larga. Es el pueblo más dolicoféfalo conocido hasta ahora. En el día habita la extremidad Norte de Amé- rica septentrional, pero en otros tiempos poblaba regiones más tem- pladas, de donde fué más tarde expulsado. Su lengua es un idioma esencialmente americano. Por los viajes de los escandinavos sabemos que en los siglos xI y XII habitaban Delaware y las orillas del Potomac; son los indígenas que en sus zagas llaman Skrellings. Los esquimales son, pues, una raza esen- cialmente americana, indígena del continente. El doctor Rink es de la misma opinión, pues afirma que los esqui- males son los restos de una raza americana aborígen que ha poblado en otros tiempos regiones mucho más vastas y fértiles hacia el Sur (16). Descubrimientos recientes hacen suponer que esta raza primitiva pobló en un tiempo toda América. Así, nuestro colega el señor Mo- reno ha encontrado en los paraderos de Patagonia una raza extinta dolicocéfala, cuyos cráneos presentan una singular analogía con los de los esquimales (17). En el interior de la República Argentina ha encontrado los mismos restos de esa raza primitiva dolicocéfala. La raza primitiva de Brasil también era dolicocéfala; y el cráneo de Lagóa Santa, encontrado por Lund con restos de animales extintos y descriptos por los señores Lacer- da y Peixoto, se acerca de una manera sorprendente a los cráneos es- químales y a los de los paraderos prehistóricos de Patagonia. Por otra parte, los Botocudos, que se diferencian de todas las tribus circunveci- nas, se parecen a la raza primitiva y son también de una dolicocefalia muy pronunciada. Sería interesante saber si los indígenas de la Tierra del Fuego, que difieren de las tribus de Patagonia de una manera sor- prendente, no son también dolicocéfalos y representantes de la pobla- (16) H. Rink: L habitat primitf des Esquimaux. (17) TopINARD: L’Anthropolog’e. 122 ción primitiva. Como quiera que sea, es un hecho que América estuvo poblada por una raza dolicocéfala, cuyos representantes actuales pa- recen ser los esquimales, los Botocudos y quizá también los indígenas de la Tierra del Fuego. Esta raza ha sido poco a poco expulsada por otra braquicéfala, cuyo origen aún ignoramos, pero que ha suplantado casi completamente a la raza primitiva. Los esquimales han sido, pues, poco a poco arrollados hacia el Norte, y en el siglo xIV invadieron Groenlandia destruyendo completamente la colonia fundada ahí por los escandinavos. En una época que no podemos fijar han invadido Asia, donde los encontramos en diferentes puntos de Siberia septentrional. Otra prueba aún más evidente de que la emigración se ha verificado de América a Siberia es que a partir de Groenlandia a medida que se avanza hacia el Oeste, van desapareciendo los caracteres de la raza, disminuyendo su dolicocefalia hasta pasar gra- dualmente a la braquicefalia de los Samoyedos. Como quiera que sea, esta emigración no debe remontar a una muy grande antigüedad, y por sí sola es una prueba de que debe haber sido precedida por otras anteriores, verificadas en diferentes épocas y di- recciones, y que mezclándose con las razas del otro continente, han hecho imposible el estudio de las razas primitivas de ambos mundos, sin tener en cuenta las emigraciones sucesivas que pueden haber te- nido lugar en todas direcciones. Como otra prueba en favor de la posibilidad de tales emigraciones, vamos a demostrar que en tiempos pasados eran más fáciles que en tiempos relativamente modernos, por la existencia de tierras que fue- ron más tarde sumergidas en el Atlántico. Repetidísimas veces en estos últimos años se ha planteado el pro- blema de la Atlántida, ese continente sumergido que la tradición egip- cia y la historia griega nos dicen existió en un tiempo en lo que hoy llamamos el Atlántico. Malte Brun (18), Letronne (19), Uckert (20), Gosselin (21), Henri Martin (22), niegan su existencia. Humboldt (23), Voltaire (24), Buf- fon (25) se quedan indecisos. Bory de Saint-Vincent (26), De Fortia d'Urbans (27), Bunsen (28) y Hamy (29) la afirman. Gaffarel nos (18) MALTE-BRUN: Geografía universal. (19) LETRONNE: Essai sus les idées cosmographiques qui se rattachent au nom d’Atlas. (20) UckERT: Geog. der Griecher. (21) GossELIN: Géographie des anciens. (22) HENRRI MARTÍN: Etudes sur le Timèe de Platon, 1841. (23) HumboLDT: Histoire de la géographie du nouveau continent. (24) VOLTAIRE: Bible enfin expl'quée, art. Platon. (25) BuFFon: Théorie de la terre. (26) Bory DE SAINT-VINCENT: Essai sur les îles Canaries et l’ancienne Atlantide. (27) DE Fortia D'URBAN: Essai sur quelques-uns des plus anciens monuments de la géo- graphie. (28) BUNSEN: Egypts place in universal history. (29) Hamy: Paléontologie humaine. 123 dice que es una isla que existía en el Atlántico entre Europa, Africa y América (30). Moreau de Jonnés (31) cree que es una isla del Mar Negro, sumergida súbitamente como otras muchas, y aprovecha la especie para hacer salir del Cáucaso, como por encanto, todas las razas de hombres que pueblan la tierra. Rudbeck (32) pretende que es la península escandinava. Bailly (33) va más lejos aún y busca la Atlán- tida nada menos que en Spitzberg, siendo verdaderamente sorpren- dente no la haya buscado en el Polo Norte. En fin, Gomara (34), Pos- tel (35), Wytfliet (36) y otros muchos ven la Atlántida en América. Veamos cuáles son los documentos que la tradición y la historia nos han legado sobre la situación de ese continente sumergido que desde hace unos miles de años ha preocupado a tantas inteligencias. Platón, en su «Timeo», es el primero que nos ha dejado el recuerdo de la existencia de ese continente cuya situación se afanan por determi- nar los sabios desde hace tantos siglos. Dice Platón en su diálogo, que Solón, en su viaje a Egipto, mientras conferenciaba con los sacerdotes de Sais, exclamó uno de ellos: «j Oh, Solón! Oh, Solón! Vosotros los griegos sois aún niños. No hay un solo anciano entre vosotros. Tomáis por hechos lo que son fábulas emblemá- ticas. No tenéis noticias sino de un solo diluvio que ha sido precedido de otros muchos.» «Largo tiempo hace que Atenas subsiste y en estado de civilización. Largo tiempo hace que su nombre es famoso en Egipto por hazañas que vosotros ignordis, y cuya historia está consignada en nuestros archivos. Allí es donde podréis instruiros de la antigüedad de vuestra patria.» (83) «American Journal of Sciences and Arts», Marzo de 1875. (84) H. Gervais ET AMEGHINO: Les mammifères fossiles de l’Amérique méridionale. Pa- rís, 1880. (85) Recherches sur les ossements fossiles découverts dans les cavernes de la province de Liege. 1846. 140 identificación, pero Bravard menciona una especie del mismo género (Dasyprocta arvernensis) en el plioceno de Auvernia. El mismo Bra- vard, en su catálogo de los mamíferos fósiles de América del Sud, men- ciona como encontrada por él en los depósitos pampas una especie de Arvicola, animal que habita Europa y se encuentra en los terrenos ter- ciarios de Francia. El doctor Lund cita por su parte como fósil en Brasil el Aulacodus, género propio de Africa occidental, y el Cynailurus, felino isualmente propio del antiguo mundo. En Méjico, Brasil y República Argentina, se han encontrado camélidos fósiles como los Palauchenia magna, Palaeolama Weddelli, P. Oweni, P. major, P. mesolithica y He- miauchenia paradoxa, que sirven de tránsito entre el guanaco de Amé- rica del Sud y el camello del antiguo continente (86). Los géneros ex- tintos Anoplotherium y Palaeotherium, propios de los terrenos terciarios de Europa, se han encontrado en los terrenos terciarios de Paraná en la República Argentina, y en América del Norte están reemplazados por otros géneros más o menos afines Palaeosyops, Hyrachyus, Hyopso- dus, Achaenodon, etc., correspondientes igualmente a los géneros euro- peos Lophiodon, Hyracotherium, Anthracotherium, etc., al paso que los géneros Aceratherium, Hyaenodon, Anchitherium Machairodus, Hip- parion y muchos otros, son propios de los terrenos terciarios de ambos continentes. Dupont considera el Ursus priscus de las cavernas de Europa como idéntico al Ursus ferox de América del Norte; la presen- cia de este mismo oso americano se ha indicado en las cavernas de Inglaterra. En los mismos yacimientos se han descubierto los restos del reno, animal, aún en la actualidad, propio de ambos continentes; del castor, género igualmente americano; y del Ovibos moschatus, gran mamífero, que en el día sólo se encuentra en América del Norte. El Elephas primigenius, que durante los primeros tiempos de la épo- ca cuaternaria pobló casi toda Europa, habitó también durante la misma época toda la parte septentrional de América del Norte. Más al Sur, en los Estados Unidos, Méjico y Centro América, se encuentra otro pro- boscídeo gigantesco, el Elephas Colombi, que se interna hasta en Amé- rica meridional, hecho tanto más notable, cuanto que en los tiempos más modernos no se tienen pruebas de que el elefante haya habitado el continente americano. Otro gran proboscídeo, el mastodonte, que ha poblado toda Amé- rica, desde Canadá hasta Patagonia, también habitó Europa durante los tiempos terciarios; y una especie, el Mastodon angustidens, es muy cercano de la especie que poblaba la llanura de las pampas, el Mastodon andium. El Elephas americanus de Leidy está representado por una va- riedad muy cercana en el Cromer de Inglaterra, y en Nebraska, junta- (S6) GERVAIS Y AMEGHINO: Obra citada. 141 mente con otras dos especies de elefantes, Elephas mirificus y Elephas imperator (87), aparecen numerosos restos de rinoceronte, mamífero que tampoco se tuvo nunca noticia de que existiera en América. Las especies de rinocerontes fósiles encontradas en este continente son sumamente numerosas, pero al paso que algunas se acercan hasta poderse confundir con el rinoceronte actual de India, otras, como las que se han distinguido con el nombre genérico de Diceratherium, pre- sentan caracteres diferenciales tan notables, que la presencia de ambos tipos trae a la imaginación la idea de que los rinocerontes hayan tenido crigen en América. Por otra parte, el Tapir, se encuentra representado en los terrenos terciarios de Europa por una especie muy cercana del americanus. Los carnívoros del género Felis, Canis y otros del viejo mundo, se hallan representados en el nuevo por numerosas especies fósiles; y un gé- nero extinto, el Machairodus, se encuentra desde el San Lorenzo hasta el río Negro. En los terrenos terciarios de Europa se encuentra un oso que se acerca al de las cordilleras; y en las pampas de Buenos Aires y cavernas de Brasil otro tan grande como el spelaeus. Cuando los europeos descubrieron el continente americano, el caba- llo no estaba representado por ninguna especie ni por mingún género cercano, y sin embargo se han encontrado restos de caballos fósiles desde Buenos Aires hasta Estados Unidos; una de las especies recogi- das en Nebraska no puede distinguirse del caballo doméstico. Pero no sólo se han encontrado verdaderos caballos, sino también géneros parecidos, unos comunes a ambos continentes y otros propios de América, tales son los géneros Hippidium Anchitherium, Hipparion, Protohippus, Parahippus, Stylonus, Hypohippus, Merychippus, Meso- hippus, Orohippus, Hippotherium y Anchippus, representados por cer- ca de cincuenta especies diferentes. Esto prueba hasta la evidencia que la patria primitiva de los caballos no es Europa, ni Africa, ni Asia, sino que ha de buscarse en América. Del mismo modo vivieron en Europa en épocas pasadas géneros de Didelphis, animales actualmente propios de América; y los grandes des- dentados que sabemos caracterizan la fauna fósil de América del Sud, estaban representados en Europa durante la época terciaria por el Ma- crotherium, el Ancylotherium y otros, todos poco conocidos aún. Leidy hizo notar hace ya tiempo que la fauna pliocena de Nebraska se parece más a la fauna cuaternaria y actual de Europa, que a la fauna americana actual y Lyell dice: «Parece, en verdad, más y más evidente que en adelante, cuando nosotros querramos estudiar la genealogía de (87) Cr. Leipy: Description of the remains of extinct Mammalia and Chelonia from Nebra- ska’s territory. («Smithson. Contribut.», 1852). 142 los cuadrúpedos extintos que abundan en el terreno de transporte de las cavernas de Europa, nos será preciso buscar nuestra fuente prin- cipal de materiales en América del Norte y en la del Sud (88). La paleontología no puede, en efecto, dar a estas analogías otra ex- plicación que la existencia de comunicaciones entre Europa y Amé- rica durante los tiempos terciarios. El estudio de las floras terciarias ha conducido al mismo resultado. Durante la época miocena se encuentra la misma vegetación en Eu- ropa, que en Norte América y Groenlandia. La Sequoia Langsdorfi que prosperaba en una gran parte de Europa durante la época miocena, se encuentra en Groenlandia y se acerca notablemente a la Sequoia sem- pervirens actual de California. La flora miocena de Europa puede de- cirse que aún actualmente prospera en la costa oriental de América dei Norte. La misma flora se encuentra también en Islandia. Los señores Unger (89) y Heer (90) guiados únicamente por estas analogías, afirman la existencia de un continente terciario sumergido actualmente en el Atlántico, única explicación que se pueda imaginarse para darse cuenta del por qué de esa analogía entre la flora miocena de Europa, la actual de América oriental y la terciaria de Groenlandia, del Mackensie, de Islandia y de Spitzberg. La zoología, la botánica y la paleontología, confirman, pues, y de una manera decisiva, la existencia de antiguas tierras actualmente sumer- gidas en el Atlántico, que en épocas pasadas facilitaban las comunica- ciones entre ambos continentes. Un cambio tan profundo como el que debe de haber exigido la su- mersión de la Atlántida no es, por otra parte, imposible, geológica- mente hablando. Por el contrario, la geología nos demuestra que tales cambios en la posición respectiva de las tierras y las aguas se verifican actualmente a nuestra vista, aunque de una manera lenta y gradual. Así, una gran parte de la península Escandinava, se eleva gradual- mente sobre el Océano en una extensión de más de 1.600 kilómetros de Norte a Sur. El movimiento ascendente es tan intenso que en el cabo Norte alcanza a un metro por siglo (91). Otro tanto sucede con las costas americanas de New Brunswick, New Jersey y Príncipe Eduardo, según el señor Stevens (92), mientras que las de la bahía de Fundy y particularmente de Groenlandia se sumer- gen gradualmente en una extensión de más de 1.000 kilómetros. Si es- tos sublevamientos y abajamientos se continúan por el espacio de algu- (88) LYELL: L’Ancienneté de l’homme. (89) UNGER: Die versunkene Insel Atlantis. Wien. 1860. (90) O. Herr: Flora tertiaria Helvetiae. — Die Insekten Fauna der tertiar gebilde von OEnin- gen und Croatien. Le:pzig. (91) LyeLL: Principles of Geology. (92) Sociedad de Geografía americana. 143 nos miles de años, concluirán por cambiar completamente el aspecto actual de la carta geográfica del Noreste de América y Noroeste de Europa. La geología nos demuestra que grandes sublevamientos y abaja- mientos se han efectuado en las mismas comarcas durante los tiempos geológicos. Nada, pues, más natural que suponer que la Atlántida ha desapare- cido durante una larga época de sumersión gradual, y que quizá en el día ya esté otra vez en vía de sublevamiento. Como quiera que sea, hay un número suficiente de datos geológicos para poder afirmar que grandes tierras que existían entre las costas o límites actuales de Europa, Africa y América, han desaparecido. Ya tuvimos ocasión de poner en evidencia que la distancia de Groen- landia a Escocia y Noruega no es más que de 269 y 280 leguas. Pero esta distancia se puede decir que queda notablemente disminuída por Islandia, las Feroe y las Shetland, que forman justamente una especie de serie de picos de una tierra sumergida, que unía en otros tiempos Escocia y Noruega a Groenlandia. Islandia y las Feroe ofrecen por todas partes huellas evidentes de una sumersión relativamente reciente. Es natural, pues, suponer que todas estas tierras debían estar unidas o separadas tan sólo por algu- nos brazos angostos de mar, durante la época de uno de esos subleva- mientos de la época cuaternaria que nos han hecho conocer los geólogos ingleses. En el mar de las Antillas encontramos las mismas huellas evidentes de una sumersión reciente, geológicamente hablando. Las islas Margarita, Tortuga, Coche, Sola, Testigos y demás de la costa de Venezuela presentan el aspecto de una tierra sumergida, y son además de la misma constitución geológica que la costa, lo que prueba que en un tiempo estuvieron unidas al continente. El archipiélago que comienza con las islas Trinidad, Tabago y Gra- nada y se prolonga en semicírculo desde Puerto Rico al cabo Catoche, en Yucatán, pasando por Cuba y Haití, marca una cordillera submarina, de la cual no serían las islas más que sus picos culminantes (93). Por otra parte, las islas de Cuba, Haití, Puerto Rico, etc., presentan grandes depósitos de terreno de transporte completamente idéntico al que cubre las llanuras del continente y contiene desdentados fósiles de la familia de los Megatéridos. Esas acumulaciones sólo pueden haber sido producidas por grandes ríos como el Orinoco y el Misisipí, que en otro tiempo conducían, sin duda, el caudal de sus aguas más lejos, al Atlántico, del otro lado de las Antillas. (93) GAFFAREL: Obra citada. 144 Toda la costa de Nueva Granada, Venezuela y Guayanas, presenta indicios evidentes de una invasión de las aguas del mar. Desde la época del descubrimiento, Colón ya había notado que la Trinidad e islas adyacentes debieron en un tiempo formar parte del continente (94). Las tradiciones locales confirman también las previsiones de los geólogos. Los indígenas de Yucatán afirman que esta península estuvo un tiempo reunida a Cuba (95), y los de las Antillas en tiempo de la con- quista contaban a los españoles que todas esas islas formaban en otros tiempos un solo continente (96). Si nos internamos en el Océano encontramos los mismos vestigios de tierras sumergidas. La acción de las fuerzas volcánicas se manifiesta aún actualmente en las Azores. Las islas Madera, Canarias y Azores, no son más que los picos culmi- nantes de un sistema sumergido de montañas que corre paralelamente a Africa de Norte a Sur, y que en un tiempo estuvo unido al continente. Hace ya años que Bory de Saint-Vincent levantó una carta ideal de la Atlántida, en la cual figuraban todas esas islas actualmente disemi- nadas en el Atlántico como formando parte del mismo grupo de monta- ñas (97) y Humboldt considera esta suposición como muy verosímil (98) Berthelot afirma de un modo positivo que las fuerzas volcánicas han separado todas esas islas (99) y recientemente Bourguignat ha demos- trado que en otros tiempos, no solamente no existía el estrecho de Gi- braltar y España estaba unida al continente africano como Sicilia a Tu- nez, sino que las Canarias, las Azores y las islas Madera también formaban parte de ese continente (100). Eduardo Forbes ha demostrado la antigua conexión entre Irlanda y España (101), y Darwin dice que el mismo Forbes pretende que todas las islas del Atlántico en una época muy reciente deben haber estado en conexión con Europa y con Africa, y América con Europa (102). Cuando el hombre apareció en Europa occidental segun Dawkins, las condiciones físicas eran muy diferentes de lo que son en nuestros días. La Gran Bretaña formaba parte del continente y sus fértiles llanuras se extendían a lo lejos en el Atlántico mucho más allá de sus costas actuales (103). (94) Carta a los reyes de España en la colección NAVARRETE. (95) STEPHENS: Incidents of travel in Yucatan. (96) HORN: Obra citada. (97) BORY DE SAINT-VINCENT: Obra citada. (98) De HUMBOLDT: Voyage aux régions équinoxiales du nouveau continent. (99) BERTHELOT: Obra citada. (100) BOURGUIGNAT: Malacologie de l'Algérie. — Exploration scientifique du Nord de VAfrique. (101) ELisÉE RECLUS: La Terre. (102) DARWIN: Origine des espèces. (103) Boyp Dawkins: Sobre los mamíferos asociados al hombre prehistórico. 145 El señor Trimmer también ha demostrado que durante una parte de la época cuaternaria Irlanda estaba unida a Inglaterra y ambas al conti- nente (104). Bronn dice que la reunión de las islas Shetland con Escocia ha tenido lugar en una época mucho más próxima de nosotros que la unión entre Europa y América (105); y Lyell dice a ese propósito que una comunica- ción entre Europa y América por Irlanda y Groenlandia debe ser muy anterior a la época glacial (106). Cuando florecía la selva de Cromer, en el día submarina, Inglaterra se encontraba a 150 metros más arriba de su nivel actual. Este período continental fué seguido de una sumersión en que quedó reducida a un archipiélago de pequeñas islas y más tarde volvió a elevarse de nuevo más de 180 metros sobre el nivel que actualmente presenta (107). Las costas orientales de América Meridional, durante las últimas épo- cas geológicas, se extendían hacia el Este, acercándose más a las costas occidentales de Africa que en la actualidad. El célebre naturalista Agassiz ha demostrado que el inmenso valle del Amazonas se ha extendido mucho más al Este, hasta el cabo San Roque por lo menos. Por fenómenos de abajamiento y de corrientes combinadas, todas las costas de la cuenca del Amazonas son fuertemente atacadas, roídas e invadidas por las aguas del Atlántico. Esta acción des- tructora e invasora del Océano es tan visible, que en la bahía Braganza, al lado de la embocadura actual del Amazonas, la costa ha retrocedido 200 metros sólo en diez años. Nuestras investigaciones personales nos han demostrado que ha suce- dido otro tanto con una parte considerable de la costa argentina. Toda la costa de la provincia Buenos Aires comprendida entre la embocadura del Plata y Bahía Blanca se extendía en otro tiempo cincuenta leguas por lo menos más al Este en el Atlántico, y lo que hoy es el estuario del Plata era entonces tierra firme (108). En fin, los señores E. de Verneuil y Collomb acaban de descubrir otro hecho geológico que trae una prueba más en favor de la existencia de esas tierras sumergidas, que, aunque de diferente naturaleza que las otras, es aún más convincente, y hasta podría añadirse que irrefu- table (109). Dichos señores han demostrado la existencia de tres grandes depósitos terciarios lacustres en la península ibérica: el primero ocupa una gran parte de Castilla la Nueva y de Valencia; el segundo se extiende sobre 4104) «Quart. Journ. of the Geol. Soc. of London». (105) «Transactions of Northern Entomological Society», 1862. (106) LyeLL: L’Ancienneté de l’homme. (107) LreLL: L’Ancienneté de l’homme. (108) F. AMECHINO: La formación pampeana. In-8°; París, 1880. (109) E. DE VERNEUIL ET E. CoLLomeB: Carte géologique de VEspagne et du Portugal: AMEGHINO —V. HI 10 146 una parte considerable de Cataluna, Aragón y Castilla la Vieja; y el ter- cero está situado en las provincias Teruel y Calatayud. Estos tres depósitos lacustres ocupan una superficie de más de 145.000.000 de metros cuadrados con un espesor de 300 metros, y están compuestos de sedimentos de agua dulce depuestos en capas horizonta- les de arcilla, calcáreo, guijarros, etc. Tales depósitos exigen para su formación la existencia de ríos cauda- losos que hayan desaguado ahí durante un largo espacio de tiempo, y tales ríos no pueden formarse sino en grandes continentes. Ahora bien, los ríos que han formado esos depósitos no han venido del Norte a través de los Pirineos, ni del Sud en donde existe el Atlas y más allá el Sahara, ni del Oriente en donde ya existía un mar medite- rráneo; sólo pudieron venir del Noroeste, de ese continente en el día sumergido en el Atlántico, pero que en otros tiempos, según nos lo de- muestra la geología, se extendía entre Europa y América. La existencia de la Atlántida, recibe, pues, una confirmación decisiva en el estudio de los cambios geológicos que han sufrido los continentes y mares actuales, y negarse aún a“ admitir su existencia no sería más que querer cerrar los ojos ante la evidencia. La Atlántida ha existido, y por ella han emigrado de uno a otro con- tinente en las épocas geológicas pasadas, las razas humanas primitivas y los animales y vegetales de que fueron contemporáneas (110). Esta antigua conexión de Europa y América y el descubrimiento de sílex tallados en terrenos tan antiguos como el mioceno de Thenay, e mioceno de Portugal, el plioceno de California y el pampeano de Buenos Aires, prueba que aún no es llegado el día de que podamos determinar en qué comarca hizo su aparición por la primera vez el precursor direc- to del hombre actual, o el Anthropopithecus de Mortillet. Dijimos en otra parte que los filósofos y escritores disidentes del ca- tolicismo, posteriores al descubrimiento de América, admitieron la plu- ralidad de creación afirmando que el hombre americano había tenido origen en el continente que habitaba, y que la Iglesia mantuvo el prin- cipio contrario: la unidad de origen. Cuando la historia natural empezó a hacer grandes progresos, y los más célebres naturalistas se lanzaron a desembrollar el más obscuro de los problemas: el origen de las especies de animales que pueblan la su- perficie de la tierra, continuaron esa misma lucha; los unos se adhirieron: a los que sostenían la unidad de origen y los otros a los que sostenían la pluralidad de los centros de creación. Después de muchas discusiones, ambas escuelas consiguieron ponerse (110) Recuérdese bien que por Atlántida entendemos todas las tierras actualmente sumergidas: que han podido existir en el Atlántico durante las últimas épocas geológicas. 147 de acuerdo sobre el origen de las diferentes especies de vegetales y ani- males; convinieron en admitir que cada gran región de la tierra consti- tuía un centro de creación independiente, que había dado origen a espe- cies vegetales y animales diferentes de las otras grandes regiones de la tierra; pero sobre la unidad o pluralidad de origen del género humano jamás pudieron entenderse. Los que sostenían la pluralidad de origen, afirmaban que el género humano, a manera de lo que sucedía con todos los géneros de animales y vegetales en general, se componía de diferentes especies, y que cada especie representaba un centro de creación independiente con sus ani- males y vegetales característicos; esta escuela tomó el nombre de poli- genista. Los que sostenian la unidad de origen, afirmaron que el género humano no comprendía más que una sola y única especie, que habia tenido origen en el continente asiático, que de alli se habia desparra- mado sobre toda la superficie de la tierra, y que la diferencia del clima, el alimento, el modo de vivir, el vestido y otras causas, habían producido las diferencias que actualmente presentan las diferentes' razas humanas; esta última escuela tomó el nombre de monogenista. Los poligenistas contestaban que si las diferencias de las razas humanas actuales son el resultado del tiempo y las diferencias del cli- ma, en las pinturas de los antiguos templos egipcios que se remon- tan a unos tres mil años de antigüedad no encontraríamos represen- tados los diferentes tipos que actualmente pueblan el continente orien- tal con los mismos caracteres que actualmente presentan, tanto, que pa- rece fueran pinturas de nuestros días; y que esto prueba que las dife- rentes razas humanas con sus distintivos característicos son de creación primordial. Los monogenistas, por su parte, pretendían que eso no prueba la pluralidad de origen sino la antigüedad de la especie humana. «Si todas las principales variedades de la familia humana, decía Lyell en ese tiempo, han salido de una misma pareja (doctrina a la que aún no se ha hecho, que yo sepa, ninguna observación importante), ha sido necesario para la formación de razas como la caucásica, mon- gola y negra, un espacio de tiempo mucho más considerable que el que abraza cualquiera de los sistemas populares de cronología.» (111). En esos momentos fué cuando empezaron a hacerse los grandes des- cubrimientos sobre la antigúedad del hombre. Los monogenistas aceptaron gustosos el resultado de las recientes in- vestigaciones, por cuanto aparentemente venían en apoyo de su es- cuela. Los poligenistas también tuvieron que rendirse ante la evidencia (111) LYELL: Principles of Geology, 1847. 148 Ge los hechos, tanto más cuanto que en los nuevos trabajos que habían dado por resultado demostrar la existencia del hombre desde los prime- ros tiempos cuaternarios, habían tomado parte poligenistas esclarecidos. Pero estas investigaciones no resolvieron ni la unidad ni la pluralidad de origen, pues Vilanova, que es monogenista, escribía hace unos seis años: «Admitida la unidad de la especie v teniendo ejemplos tan evi- dentes de lo antiquísimo de ciertas razas, como la negra y la caucásica, cuyos rasgos característicos iguales a los de hoy, se ven reproducidos en Egipto en pinturas que datan lo menos de treinta siglos, y de la lentitud con que obran los agentes físicos sobre el hombre, como el de no haber sufrido alteración ninguna el negro en los siglos que habita en Amé- rica bajo condiciones distintas de su país natal, no debe extrañarse que se admita por autoridades científicas de primer orden la gran antigüedad del hombre en el globo.» (112). Ambas escuelas continúan debatiendo aún la cuestión de la unidad o pluralidad de la especie humana; pero cosa singular, ha disminuído de una manera notable el número de los poligenistas sin que aumenten por ‘esto los partidarios del monogenismo que, por el contrario, disminuyen también. ¿Qué se hace de los antiguos partidarios de ambas escuelas? ¿Por qué esa indiferencia por esa lucha entre dos principios que por tantos años han preocupado la atención de todas las inteligencias? ¿Qué cam- bio de opinión es el que se opera en nuestros días? Los que se separan del poligenismo y del monogenismo clásicos lo ha- cen para adherir a una nueva escuela, hija del siglo, que es profesada por las más aitas autoridades en las ciencias naturales, que día a día au- menta el número de sus prosélitos y a la que adhiere en masa la ju- ventud que se dedica a estos estudios: la escuela transformista, que, por más que se ha dicho, escrito, gritado y vociferado, reposa sobre base só- lida, inconmovible, tanto que hasta ahora no se le ha podido hacer nin- guna objeción que la ataque por su base. Cuando Lamarck lanzó a publicidad su famosa obra, actualmente tan admirada, fué considerado por la mayor parte de sus contemporáneos como un loco; pero esto no impidió que Geoffroy Saint-Hilaire, que, como Lamarck, fué hijo de este siglo, profesara poco más o menos la misma doctrina, a pesar de los anatemas lanzados por la ciencia oficial por boca de Cuvier, que es el más autorizado de sus representantes. La semilla había echado ya profundas raíces y no podía por menos que crecer y fructificar. Mientras los poligenistas y monogenistas perdían el tiempo en discu- siones inútiles puesto que en el punto a que habían llegado era imposi- (112) VILANOVA: Origen, naturaleza y antigüedad del hombre. Madrid, 1872. 149 ble una solución definitiva que dejara convencidos a unos y otros, había un hombre de ingenio poco común, de un saber extraordinario, que po- seía conocimientos vastísimos y que siguiendo las huellas de sus dos más ilustres predecesores, buscaba la solución del problema del origen de las diferentes especies de amimales y vegetales, por una teoría más filosófica y más en armonía con los nuevos descubrimientos de la cien- cia. Sus vastos conocimientos, su larga experiencia, los viajes que había hecho por diversas partes del mundo, daban a su autoridad mucho peso, y poseía todas las calidades necesarias para llegar a ser un verdadero jefe de escuela. Por otra parte, para llevar a cabo su obra, poseía una cantidad de ma- teriales mucho mayor que la de que podían disponer en su tiempo La- marck y Geoffroy Saint-Hilaire. La zoología y la botánica habían hecho progresos considerables, la paleontología había cuadriplicado el número de especies de vegetales y animales fósiles, la antropología era obra de su tiempo, y la geología, gracias a Lyell, acababa de ser completamente reformada y rehecha sobre una base verdaderamente lógica y sólida. Darwin, que es el sabio de nombradía universal de que hablamos, echando mano de todos los nuevos materiales acumulados, y del sin- número de observaciones por él practicadas durante su larga carrera cien- tífica, fundó la nueva escuela: el transformismo, a la que muchos de sus discípulos han dado su nombre. El Darwinismo tiende a establecer la unidad orgánica. La definición más corta que podamos dar del transformismo es que las diferentes especies de animales que pueblan y han poblado la su- perficie de la tierra han tenido su origen en simples variedades, y éstas no son más que precursoras de futuras especies. De esto se deduce que ninguna de las especies vegetales y animales que actualmente pueblan la superficie de la tierra es de origen primor- dial, sino que todas ellas son debidas a una serie indefinida de trans- formaciones verificadas lentamente durante un inmenso número de millares de años, que no son más que formas derivadas de otras pre- existentes, que a su vez tuvieron origen en otras formas anteriores, de manera que los vegetales y animales actuales no son en gran parte más que las últimas ramificaciones de un árbol inmenso infinitamente ramificado. No es nuestro objeto ni este es lugar aparente para exponer los fun- camentos de esa escuela; basta sólo decir que todos los transformistas o darwinistas han reconocido que el hombre también debe ser com- prendido en esta teoría, puesto que según lo demuestran la anatomía, la fisiología, la embriología y la psicología comparadas, forma justamente la cúspide o rama más elevada de ese árbol infinitamente ramificado y destrozado por la sucesión de las épocas geológicas, pero en gran parte ya rehecho por la paleontología. 150 Según el transformismo, el hombre es el descendiente de un tipo único, actualmente extinto, es decir: admite la unidad de origen de los monogenistas y al mismo tiempo no impide que se considere al género humano como compuesto de diferentes especies, opinión poligenista, según el grado de elasticidad que se quiera dar a la definición de los términos variedad y especie. Este tipo primitivo, hasta ahora mos es desconocido, porque como dice muy bien Madame Royer, un número infinito de variedades y de razas, hoy extinguidas, han formado los anillos para siempre rotos y des- conocidos de una cadena infinitamente ramificada (113), pero es general- mente admitido que tuvo origen en una sola región y que de ahí se ha desparramado por sobre toda la superficie de la tierra. Haremos notar de paso que el transformismo concuerda perfectamen- te con la existencia de la Atlántida; y concluiremos diciendo que desde 1859, en cuyo año Darwin publicó la primera parte de sus trabajos, ti- tulada: «El Origen de las especies», ha producido una verdadera revo- lución científica, y que la teoría, con más o menos alteraciones, profe- sada por los Lamarck, los Geoffroy Saint-Hilaire, los Darwin, los Broca, los Lyell, los Haeckel, los Moleschott, los de Mortillet y tantas: otras lumbreras científicas contemporáneas, concluirá muy en breve por ser considerada como una verdad definitivamente conquistada por la cien- cia, como lo es la teoría de la metamorfosis y equivalencia de las fuer- zas físicas, químicas y mecánicas, que, como el transformismo, es hija de este siglo. COROLARIO Llegados al final de nuestra rápida disertación sobre la antigüedad y origen del hombre americano en general, séanos permitido resumir en pocas palabras las diferentes conclusiones a que hemos llegado, para pasar en seguida a ocuparnos especialmente del hombre en la Repú- blica Argentina. 1° La población indígena de América no forma una raza única y ho- mogénea; representa un cierto número de razas diferentes alteradas por continuos cruzamientos. 2° Entre los indígenas de América se encuentran grupos de indivi- duos o tribus enteras que representan razas del antiguo continente; pero la masa de la población difiere notablemente de la del Viejo Mundo. 3° La civilización que los españoles encontraron en América. supo- niendo que sea indígena, prueba que la población americana data de una remotísima antigúedad. (113) MME. Rover: Or gine de l’homme et des sociétés. 151 4° Que si bien es cierto que hay muchos puntos de analogía entre las civilizaciones, las ideas religiosas, la industria, etc., de los pueblos más civilizados de América y algunos pueblos asiáticos, también es cierto que las desemejanzas son mayores que las semejanzas, y si fuéramos a juzgar del origen de la civilización americana por el mayor o menor número de analogías que presenta con las del antiguo mundo la consi- deraríamos como indígena. : 5% Que si bien es cierto que en diferentes puntos se encuentran gru- pos de individuos o tribus que hablan idiomas que tienen singulares ana- logías con algunos del antiguo mundo, se puede afirmar que las lenguas americanas en general no derivan de ninguna de las del otro continente. 6° Que en todas partes de América se encuentran inscripciones gra- badas sobre rocas, y que si algunas de ellas se puede probar que son de origen escandinavo, fenicio (?), etc., el mayor número han sido grabadas por pueblos a los cuales ningún vínculo los ha unido con los del antiguo continente. 7° Las tradiciones americanas no nos dicen que los pueblos de este continente fueran originarios de otras tierras que no fueran las de América. 8° Las religiones, tradiciones, costumbres, lenguas, etc., nos prueban que en todos tiempos y por todas partes América ha recibido emigra- ciones del otro continente, pero que estas emigraciones han encontrado el territorio poblado por verdaderos indígenas, cuyo carácter general no han podido cambiar. 9” En diversos puntos de América se encuentran vestigios de civi- lizaciones más avanzadas que las que allí encontraron los españoles. 10. Cuando toda la Europa estaba poblada por verdaderos salvajes, en América había pueblos sumamente adelantados, que vivían en gran- des ciudades y levantaban suntuosos monumentos. 11. La historia, la tradición, el estudio de las razas, etc., prueban que el antiguo mundo ha recibido en diferentes épocas emigraciones americanas, lo que complica singularmente el estudio de las razas humanas de ambos continentes, puesto que ya no se podrá tratar de hacer un estudio serio de las razas primitivas sin tener en cuenta las numerosas emigraciones que pueden haber tenido lugar en todas di- recciones. 12. El hombre ha habitado durante los tiempos geológicos, tanto el antiguo como el nuevo continente. 13. El estudio de los pueblos de la antigüedad en América, Europa y Africa, nos prueba que estaban en relaciones más frecuentes que en tiempos relativamente modernos. 14. En tiempos y épocas pasadas, la comunicación entre ambos con- tinentes estaba facilitada por un cierto número de tierras y de islas, cuya extensión ignoramos; más tarde desaparecieron en ‘el Atlántico. 15. La existencia de esas tierras está confirmada por la historia, la tradición, la prehistoria, la arqueología, la etnografía, la lingüistica, la antropología, la botánica, la zoología, la paleontología y la geología. 16. La ciencia no puede determinar hasta ahora qué punto de la su- perficie del globo ha sido la cuna primitiva del género humano; por consiguiente no hay razón ninguna para hacer emigrar al hombre Jel antiguo al nuevo mundo, puesto que la emigración bien puede haberse verificado en sentido contrario. Hemos dedicado al examen del origen y antigüedad del hombre ame- ricano en general, cuatro veces más espacio del que nos habíamos pro- puesto, y sin embargo no hemos hecho nada más que bosquejar la cuestión. Quizá algun día, si tenemos tiempo para ello, nos ocuparemos de esta cuestión en una obra especial, a la que entonces podremos darle toda la extensión que exija el tema. Por ahora, y como simple introducción al estudio de la antigüedad del hombre en el Plata, basta con el simple bosquejo que hemos trazado. LIBRO SEGUNDO Épocas neolítica y mesolítica CAPÍTULO VI INSTRUMENTOS DE PIEDRA DE LA PROVINCIA BUENOS AIRES Antigüedades de la provincia Buenos Aires. — Hojas de piedra. — Puntas de flecha. — Puntas de dardo. — Hachitas triangulares. — Cuchillos. — Hachas. — Sierras. — Raspadores. — Discos. — Punzones. — Escoplos, lancetas, etc. — Piedras de honda. — Núcleos y residuos. —- Piedras pulidas. — Placas - morteros. — Pulidores. — Bolas. — Morteros. — Amuletos. — Otros objetos. Los españoles encontraron a los indígenas de la provincia Buenos Aires en un estado casi completamente salvaje, sin más armas que tos- cos instrumentos de piedra y sin otro abrigo que toldos o rústicas chozas. No parece tampoco que hayan vivido aquí tribus o naciones mucho más adelantadas, a no ser sobre las costas del Paraná, pues si hubie- ran existido habrían dejado vestigios de su paso, que en una llanura despejada como la de este país sería muy fácil descubrir. Así, pues, no tenemos más probabilidades que las de encontrar los toscos instrumentos y utensilios pertenecientes a los indios que habi- taban este país en tiempo de la conquista, o a las tribus, naciones O razas no menos salvajes que los precedieron. Esos vestigios que encontramos sepultados en las entrañas de la tierra, o en su superficie, son, sin embargo, de una grande importancia para un estudio de las poblaciones que se han sucedido en nuestro terri- torio, por cuanto permiten establecer un paralelismo con las razas que en épocas diversas han poblado los territorios circunvecinos. «El auxilio de la geología es indispensable cuando se trata del estu- dio de las razas primitivas, porque de las capas terrestres se han extraído los valiosísimos materiales que han servido de clave para el estudio del hombre prehistórico y aun histórico. «En todos aquellos casos en que las crónicas son deficientes, cual tienen que serlo las de este país, desde que los cronistas manifestaban mayor apego a narrar los hechos militares y a las descripciones cientí- ficas superficiales que a profundizar las cuestiones antropológicas que hoy preocupan la atención de los sabios, la geología viene a darnos nuevas luces. 154 «La formación de los aluviones modernos de Buenos Aires es un archivo, diré así, de notables antecedentes relativos a la civilización indígena antes de la conquista y durante ella (1).» Los primeros que han llamado la atención sobre los objetos de esta época en la provincia Buenos Aires son los señores Heusser, Claraz y Pelegrino Strobel. Donde se encuentran en más abundancia es en las lomas que se ha- llan en las cercanías de los ríos, arroyos y lagunas, siendo muy raro encontrarlos a más de un kilómetro o kilómetro y medio de estos de- pósitos y corrientes de agua. En la cumbre de las lomas, cuando éstas han sido denudadas o la- vadas por las aguas, generalmente se encuentran en la superficie mis- ma del terreno, y cuando no, a una profundidad que rara vez pasa de treinta y cinco centímetros, en la tierra vegetal. En los puntos bajos también se suelen encontrar algunos y a una profundidad algo mayor, debido a los materiales terrosos que las aguas arrancan de los puntos elevados y arrastran al fondo de las hondonadas. Los objetos de esta clase que muy a menudo se encuentran en las barrancas de los arroyos y los ríos, descansando encima de terreno pampeano, han sido arrastrados allí por las aguas pluviales que los han arrancado de su primitivo yacimiento en el terreno vegetal. Algunos han sido arrastrados hasta el fondo de los ríos y los arroyos y se han mezclado con los depósitos de tosquilla que allí se forman. Muchos de esos depósitos que cuando estaban en vía de formación descansaban en el fondo del lecho de los arroyos, actualmente se en- cuentran a un nivel más elevado, debido al ahondamiento del cauce de las corrientes de agua, y ellos contienen muchos objetos de la indus- tria del hombre primitivo; pero, como es de suponer, dichos objetos son casi siempre rodados por las aguas, de manera que es difícil reconocer — sus formas. En la costa del Atlántico y también en algunos puntos del interior de la Pampa, se encuentran los mismos objetos enterrados en los mé- danos, o cubiertos por una capa no muy gruesa de arenas. movedizas mezcladas con polvo, que han concluído por endurecerse con el trans- curso del tiempo. Las principales localidades en que se han encontrado son: Buenos Aires y sus alrededores, San José de Flores, Villa de Luján, Pilar, San Antonio de Areco, Salto, Ensenada y casi toda la costa del Atlántico, la embocadura del Salado, en el Puente Chico, cerca de Barracas, Chas- comús, Tandil, y, por fin, últimamente hasta en la laguna del Monte. Estos restos de la antigua industria humana en la embocadura del Pla- ta pueden dividirse en dos clases: objetos de barro y objetos de piedra. (1) ESTANISLAO ZEBALLOS: Estudio geológico de la provincia Buenos Aires. 155 Estos últimos, aunque: no muy numerosos, son de formas muy va- riadas. x Muchos ya han sido descriptos, estudiados o dados a conocer por los señores J. C. Heusser y Jorge Claraz (2), el ex catedrático de historia natural de la Universidad de Buenos Aires, don Pelegrino Strobel (3), el doctor Burmeister (4), el señor Moreno (5) y el doctor Zeballos (6). Como en todas partes donde se encuentran instrumentos de piedra, en las pampas se hallan juntamente con éstos un gran número de frag- mentos de esos que los arqueólogos dieron en llamar cuchillos, cuyo nombre ha substituído Lubbock (7) por el de hojas o lajas, a las cua- les los franceses llaman éclats de silex, reservando el nombre de cuchi- llos para los pedernales que presentan un trabajo que se conoce ha sido hecho verdaderamente con la intención de producir un instrumento cor- tante. Entre esas hojas existen todos los tipos descriptos por Lubbock, des- de los que presentan tres hasta cinco, seis y más caras. Los dividiremos en cuatro clases, que llamaremos: hojas planas, triangulares, cuadran- gulares y pentagonales. Daremos el nombre de hojas planas a simples fragmentos de piedra producidos por un solo golpe dado con un martillo redondo sobre la su- perficie plana de un pedernal, las cuales son de dimensiones más o me- nos grandes, pero siempre muy delgadas comparativamente a su tama- no, y que no presentan más que dos caras o superficies. Su forma es generalmente cuadrada o rectangular, y algunas veces de una de sus caras se han vuelto a sacar otras lajas poco más o menos de la misma forma, pero más pequeñas. Estas lajas presentan en la superficie opuesta a la en que han reci- bido el golpe que las ha producido, una pequeña convexidad y dejan en la nueva superficie del pedazo de pedernal de donde fueron ex- traídas una depresión cóncava que corresponde exactamente a la con- vexidad de la laja producida. Los golpes por cuyo medio se hacen sal- tar estas hojas de piedra se llaman concoidales. Las hojas planas producidas por golpes concoidales, en muchos casos pueden ser el resultado de simples choques accidentales; pero hay mu- chas de ellas que han sido producidas por uno o varios golpes dados in- tencionalmente en el canto de un pedernal, de tal modo que han hecha saltar una hoja del mismo tamaño que la superficie del núcleo de que (2) J. C. HeusseR Y Jorce CLARAZ: Ensayos de un conocimiento geognostico-fisico de la pro- vincia de Buenos Aires. (Buenos Aires, 1863). (3) StroBeEL: Materiali di Paleoetnologia raccolti in pul America. Parma, 1868. (4) «Boletín de la Sociedad Antropológica de Berlín». Julio de 1872. (5) Francisco P. MORENO: Noticias sobre antigüedades de los indios del tiempo anterior a la conquista, descubiertas en la provincia de Buenos Aires. (6) ZEBALLOS: Memoria citada. (7) Luemock: L’homme avant l’histoire. 156 ha sido separada; y éstas hojas así desprendidas son invariablemente producidas por la mano del hombre. Se distinguen fácilmente de las que pueden ser el resultado de cho- ques accidentales, porque terminan en bordes generalmente más rectos y siempre bastante gruesos, y por no presentar nunca el cono de per- cusión hacia el centro de la hoja, sino al lado de uno de sus bordes. En muchos casos, una de las caras de la hoja, particularmente cuan- do ésta es muy-gruesa, ha sido tallada a grandes cascos; unas veces a grandes golpes simétricos concoidales aplicados en torno de un punto céntrico, como lo indica la figura 1, que es una hoja plana de figura rectangular y de poco más de dos centímetros de largo; y en otros casos la superficie de la piedra ha sido tallada a grandes golpes longitudina- les, particularmente cuando las lajas son muy espesas. Es muy probable que todas estas piedras hayan servido como instru- mentos cortantes. Las hojas triangulares, cuadrangulares y pentagonales son hojas de piedra de tres, cuatro y cinco caras, que tienen poco más o menos la forma de un prisma triangular, cuadrangular o pentagonal, y que han sido formadas por medio de dos, tres, o más golpes dados en el ángulo de una piedra de figura más o menos cuadrada. En esta clase de lajas considero solamente dos caras. Primero, la opuesta al canto del pedazo de pedernal de que ha sido sacada, siem- pre lisa. En ella se observa un pequeño bulbo, llamado cono de per- cusión, por lo que designaremos esta cara con el nombre de superficie Gel cono de percusión. Las figuras 2 (lam. 1) y 2* (lam. II) represen- tan, de frente y de costado, una laja de pedernal con su bulbo indica- de en B. Generalmente esta superficie presenta una concavidad más o menos grande, según los ejemplares, que da a las hojas una figura cur- va, particularmente vistas de perfil. La cara opuesta a la superficie del cono de percusión tiene, cuando menos, dos superficies que se juntan para formar una arista que re- corre la hoja en toda su longitud. A esa otra cara la designaremos con el nombre de dorso de la hoja. Las hojas triangulares son lajas de piedra de tres caras, dos de ellas dorsales, que, por su unión, forman la arista o cresta mediana que recorre todo el largo de la hoja. Tienen una sección transversal trian- gular y han sido producidas por golpes dados en la extremidad de la arista de un pedernal en el punto indicado por el cono de percusión. Estas son las hojas que realmente se han designado con el nombre de cuchillos, porque generalmente tienen uno o dos de sus bordes cortantes. Las figs. 3 y 4 representan (vista por sus dos caras), una hoja triangular recogida en las orillas de la Cañada Rocha. En Europa se han encontrado hojas triangulares de siete, ocho y 157 hasta diez pulgadas de largo, pero las de la provincia Buenos Aires son muchísimo más pequeñas. Las más largas que hemos encontrado sólo tienen unos ocho centímetros. Muchas de estas hojas son muy an- chas y delgadas, de forma algo rectangular, como el ejemplar figurado por el señor Reboux en la figura 1 de su Memoria sobre el hombre pre- histórico (S), pareciéndose a las hojas planas, a las que se puede pa- sar por medio de un cierto número de ejemplares de formas interme- diarias. Si a una de estas hojas triangulares se le saca de su arista dorsal y en toda su extensión otra hoja de la misma forma, pero necesariamente más pequeña, la primera quedará reducida a una hoja de sección trans- versal cuadrangular y presentará en su dorso o superficie opuesta a la del cono de percusión, tres caras o facetas, como lo demuestra la figura 5, que es una hoja de cuarzo rectangular de las cercanías de Mercedes. Algunas presentan sus cuatro chaflanes, dos en cada cara, y por con- siguiente dos aristas longitudinales opuestas como el ejemplar de las figuras 6 y 7 visto por sus dos caras. La figura 8 representa una hoja pentagonal, que no es más que una laja de piedra triangular a la que le han sacado en su dorso otras dos lajas triangulares de manera que presente cuatro facetas en su cara superior, mientras que la otra permanece siempre lisa. Algunos ejemplares, sin embargo, tienen tres chaflanes en su cara superior y dos en la inferior. Las lajas que tienen seis o más chaflanes presentan siempre varios en sus dos caras, tanto que algunas parecen más bien pequeños nú- cleos, largos, angostos, espesos y cubiertos en toda su longitud de cha- flanes longitudinales, como lo indica el ejemplar representado por sus tres lados en las figuras 9 a 11; representa ocho chaflanes longitudina- les y tiene solamente 31 milímetros de largo, 10 de ancho y 8 de grueso. Todas estas clases de lajas abundan mucho en esta Provincia, y a no ser por el fallo de personas acostumbradas a ver los toscos objetos de la industria prehistórica, cualquiera los consideraría a primera vista como fragmentos producidos sin intervención alguna de la mano del hombre, pero basta para probar que no son objetos producidos por el acaso, recordar las palabras del célebre arqueólogo inglés Lubbock: «Puede parecer cosa muy fácil fabricar hojas semejantes; pero al- gunas experiencias convencerán, sin embargo, a quien quiera ensayarlo, que se necesita una cierta habilidad y que es preciso escoger los sílex con bastante cuidado. Para hacer una hoja de pedernal es preciso te- (8) M. Rezoux: L’homme préhistorique. (Extrait des «Comptes rendus du Congrés Interna- tional des Sciences Géographiques», de 1875). 158 ner el sílex fuertemente, después ejercer una fuerza considerable, sea por la presión sea por la percusión; los golpes deben ser repeti- dos tres o cuatro veces, pero a lo menos tres, y dados en ciertas direc- ciones, algo diferentes, con una cierta fuerza definida, condiciones que no podrían presentarse sino raramente en la naturaleza, así es que por simples que puedan parecer estas lajas a quien no las haya estu- diado con cuidado, una hoja de pedernal es para el anticuario una prueba tan cierta de la presencia del hombre, como lo eran para Ro- binson Crusoé las huellas de los pasos impresas en la arena» (9). Las puntas de flecha son bastante abundantes y de formas y traba- jos muy variados. Por el modo como estén talladas, pueden dividirse en dos clases: puntas de flecha talladas en una sola cara y puntas de flecha talladas en ambas caras. Las de la primera clase son las más numerosas y corresponden al tipo llamado de Moustier, descubierto por primera vez en Francia, en la gruta del mismo nombre. Todas estas flechas consisten en hojas de piedra cuyo dorso o cara opuesta a la del cono de percusión ha sido más o menos trabajada. Algunas no consisten más que en simples hojas triangulares prismá- ticas de sección transversal triangular que concluyen en punta, sin presentar ningún trabajo en los bordes, como lo demuestran las fi- guras 12 y 13. Las figuras 14 a 17, representan las flechas clasificadas por Wilde bajo el nombre de tipo triangular; son las que más abundan aquí. Su largo nunca excede de 45 milímetros. Son lisas en un lado y talladas-en el otro a golpes más o menos gran- des, bastante espesas y de base gruesa casi siempre cortada vertical- mente. La primera (figura 14) tiene 32 milímetros de largo, 19 de ancho y 4 de espesor en su parte más gruesa, que es el centro de su base, que corresponde a la cresta mediana (figura 14 a). La cara trabajada, sólo está tallada en los bordes. La figura 15 tiene 27 milímetros de largo y sólo 11 de ancho en su base, es también bastante espesa, pero tallada en toda la superficie de su cara trabajada. La de la figura 16 es apenas un poco más larga pero de base más ancha, tallada a pequeños golpes en sus bordes y a grandes en el resto de la superficie de la cara trabajada. La última (figura 17) es de forma algo diferente y más delgada; tie- ne 41 milímetros de largo y 26 de ancho en su base. (9) LuBBock: Obra citada. 159 La figura 18 representa un ejemplar del mismo tipo, roto en su extremidad superior y trabajado en sus bordes por una serie de peque- nos golpes concoidales, dados con el mayor cuidado, mientras que el resto de la superficie fué dejado como estaba. Otras hay poco más o mienos del mismo tipo, pero cuya base es mucho más ancha, tales son las de las figuras 19 y 20. Algunas son sumamente pequeñas, como las representadas en tama- ño natural en las figuras 21 a 24, que además están talladas a pequeños golpes, solamente en los bordes, a excepción de la del 21, que lo está en toda la superficie de la cara trabajada. Otras no son más que simples cascos u hojas planas, cuyos bordes han sido tallados a pequeños golpes, de manera que una de sus extre- «midades concluya en punta, pero cuya superficie ha quedado comple- tamente lisa en sus dos caras, por ejemplo: la de la figura 25, cuya pun- ta está rota y que tiene 39 milímetros de largo y 20 de ancho, y es muy delgada. Algunas de estas últimas tienen su base muy bien tallada, de manera que terminen en un borde delgado que permita colocarlas más facilmente en la tilla. Las flechas llamadas por el mismo Wilde con el nombre de forma de hoja, también están representadas por un gran número de ejemplares, algunas de ellas de un trabajo muy cuidadoso. El ejemplar de la figura 26 se parece basante al figurado por Lubbock en su obra, bajo el núme- ro 92; y más aún el de la figura 27, que es de base más redondeada y de una ejecución más perfecta, mientras que el representado en el nú- mero 28, es, por el contrario, redondeado en la punta y grueso en su base, lo que lo acerca notablemente a la forma del raspador de tipo es- quimal; también es posible que este último objeto no haya sido una pun- ta de flecha, sino un instrumento destinado a cualquier otro uso inde- terminado. La figura 29 representa otra flecha también en forma de hoja, pero más corta, más ancha y de contornos más curvos. Esta forma es muy rara. Hemos recogido nuestro ejemplar en las cercanías de Luján. La figura 30 representa otra flecha en forma de hoja larga y muy angosta. Esta forma es también bastante rara. Hay además otro tipo de flechas en forma de hoja imperfecta, de punta algo redondeada, con un borde curvo y el otro algo cóncavo o con la curva para adentro, y de base ancha, gruesa y tallada verticalmente. Estas puntas son de dos tamaños: unas de 30 milímetros de largo (figuras 31 y 32) y las otras de sólo 18 (figuras 33 y 34). Muchas tienen una forma más prolongada y concluyen en punta por sus dos extremidades como los ejemplares figurados con los nú- meros 35 y 36; el primero encontrado por el señor Larroque a orillas del río Areco y el segundo por nosotros en el arroyo Marcos Díaz. 160 Otra forma sumamente rara en la Provincia, es la que representa la figura 37, que está ahondada en su base, que forma un borde curvo obtenido por una serie de pequeños golpes. El ejemplar representado, cuya extremidad está rota, y es el único de esta forma que poseo, pro- viene de las orillas del río Areco, de donde fué recogido por el señor Larroque. Las flechas talladas por ambos lados son mucho más escasas que las que lo han sido en una sola cara, pero generalmente son muchb mejor trabajadas que estas últimas. La figura 38 representa una flecha de un tipo particular. Presenta cuatro caras y cuatro aristas longitudinales que se unen en un vér- tice representando la forma de una verdadera pirámide cuadrangular. Los bordes de las aristas laterales están tallados por ambos lados a pequeños golpes, presentando un filo delgado. Tiene 30 milímetros de largo y en su base 12 milímetros de ancho. La figura 39 representa el mismo objeto, visto por la cara opuesta y la figura 40 visto de costado. Su base, de figura cuadrangular (fi- gura 41), es perfectamente plana. Las puntas de flecha de este tipo, que son bastante escasas, podrían designarse con el nombre de pira- midales. La figura 42 representa otra flecha tallada por ambos lados. Tiene 33 milímetros de largo y seis de espesor en su parte más gruesa. Sus bor- des están tallados a pequeños golpes y el resto de su superficie a gran- des golpes. La base está tallada con mucho esmero por una serie de pequeños golpes, de manera que forme un borde curvo y delgado. Tiene un color blanquizco algo amarillento, debido a una descompo- sición del sílex, lo que hace suponer que estuvo largo tiempo expuesta a la acción de los agentes atmosféricos, y en efecto la hemos recogido en la superficie del suelo en una loma de las orillas del arroyo Giménez. La figura 43 representa otra punta de flecha muy pequeña, tallada en sus dos caras, por golpes simétricos aplicados a un lado y a otro de un eje central, de base gruesa cortada verticalmente y lisa, y de punta bastante fina. Sólo tiene 20 milímetros de largo. La figura 44 representa otro ejemplar algo parecido al anterior, aunque es de un trabajo aún más difícil. Es una punta de flecha larga y angosta, tallada a pequeños golpes por ambos lados. Su base está talla- da en bisel en sus dos caras de modo que termina en un borde muy cortante. Su dorso está tallado en toda su superficie y la cara opuesta (figura 45) solamente en los bordes, de manera que el centro de la superficie permanece liso. El trabajo de este ejemplar es notable so- bre todo por la pequeñez del objeto. Tiene 24 milímetros de largo y sólo 4 de espesor. Las figuras 46 y 47 representan otro ejemplar muy parecido al an- terior, tallado del mismo modo, de la misma forma general, pero que VoL. II OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. LAm, I La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. LA, 1 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA, Vor. Ill OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO, 161 concluye en punta en sus dos extremidades y es de tamaño bastante mayor. Tiene 31 milímetros de largo, 10 en su parte más ancha y 5 de espesor. Otra punta de flecha, sumamente curiosa, es la que representa la figura 48. Por su forma corresponde al tipo triangular, pero por su trabajo no puede colocarse ni entre las que están talladas por una sola cara, ni en la que lo están por ambas, pues sus dos superficies han quedado completamente lisas. El trabajo se presenta sólo en sus dos bordes, que han sido tallados por una serie de pequeños golpes de manera que quedaran más romos, como lo deja ver la figura 50 que representa el mismo objeto visto por su costado izquierdo, y los golpes han sido conducidos de tal modo que el sílex concluya en una punta muy aguda. La base tampoco ofrece ningún trabajo artificial. La fi- gura 49 representa el mismo ejemplar visto por la cara opuesta. Tiene 27 milímetros de largo y 6 1|2 de grosor en el costado izquierdo de la figura 48. El costado opuesto es mucho más delgado. El objeto de esta clase más curioso y más notable por su trabajo que hemos encontrado, es la punta de flecha representada en la figura 51. Corresponde por su forma al tipo triangular, pero está tallada por ambos lados y presenta un trabajo tan esmerado, una ejecución tan hábil y perfecta y un aspecto tan elegante, que parece casi imposible haya podido ser trabajada por manos de salvajes sin ayuda de instru- mentos de metal. Está tallada en un sílex transparente. Tiene 24 milí- metros de largo y 15 de ancho en su base. En sus bordes forma dien- tes que están ya algo gastados por el uso, de medio milímetro de largo y a distancia de un milímetro unos de otros. Su base forma una línea curva elegante y está rebajada por ambos lados, de manera que forma un declive muy suave que concluye en un borde sumamente delgado. Está tallada sobre toda su superficie y para formarse una idea de la gran dificultad de ejecución que presenta este trabajo, que, como de fabricación indígena anterior a la conquista, ha sido hecho con la ayuda de otras piedras, basta decir que no presenta más que un espesor de dos milímetros y eso en su parte más gruesa. El medio de que se han valido para tallar este objeto con tanta perfección y adelgazarlo hasta tal punto, no lo sabemos, ni este es el lugar a propósito para averiguar- lo; pero sí nos atrevemos a asegurar desde luego que los hombres pri- mitivos debían conocer algún medio para ablandar el pedernal y poder tallarlo con mayor facilidad, o a lo menos un medio para regularizar su fractura. Esta flecha debe ser casi igual a la que el señor Moreno ha descripto en sus noticias sobre antigüedades querandinas como encon- trada a orillas de la laguna Vitel (10), con la diferencia de que nues- tro ejemplar es algo más grande. (10) «Boletín de la Academia de Ciencias exactas de Córdoba, tomo 1; 1874», AMEGHINO — V. III 11 162 La figura 52 es otra punta de flecha tallada en sus dos caras de forma muy particular, pues debía ser usada a la vez como raspador y como punta de flecha. Tiene 23 milímetros de largo, pero está rota en la punta; entera debía tener unos dos o tres milímetros más. Su base tiene una anchura de 17 milímetros y es muy gruesa. Su cara inferior es lisa y sin trabajo alguno en el centro, pero sus bordes laterales es- tán tallados a pequeños golpes de manera que termine en punta. Visto por el lado opuesto ofrece un aspecto completamente diferente, y lo que figuraba la base de la flecha se convierte en la curva bien reta- llada de un raspador de tipo esquimal, figura 53. La figura 63 es una punta de flecha formada por una simple hoja prismática de sección transversal triangular en su parte superior y hoja plana en la inferior, afectando sus contornos la figura de una S. Tiene 42 milímetros de largo. Hay también, en fin, algunos ejemplares que sólo han sido formados a golpes longitudinales. Por lo que se refiere al modo de estar aseguradas en la caña, creemos que todas estas flechas pueden dividirse en dos clases: 1° En flechas que no presentan en su base ningún pedúnculo ni filo destinados a asegurarlas en la tilla o caña, como la mayor parte de las flechas en forma de hoja o triangulares, de base muy gruesa. Estas, que podríamos designar con el nombre de flechas perdidas, seguramente estaban adaptadas a una simple entalladura de la caña, de manera que quedaran en la herida. El ingeniero Nicour nos ha contado repetidas veces que ha encontrado en las cordilleras puntas de flecha que aún estaban de esta manera en la caña. 2° Puntas de flecha con pedúnculo o filo, destinados a asegurarlas en la tilla. A esta clase pertenecen las que se hallan figuradas en los nú- meros 35, 36, 42, 44, 46 y 51. Podríamos designar esta otra clase con el nombre de flechas fijas. Esta misma división es indicada también por la diversidad del trabajo, pues casi todas las flechas perdidas son de un tra- bajo muy tosco, mientras que todas las flechas fijas están ejecutadas con mucho esmero; es muy razonable suponer que puntas de flecha como la que representa la figura 51, que para los salvajes que las po- seían debían ser verdaderas maravillas de la industria humana, no las harían para servirse de ellas una sola vez. Las puntas de dardo no se distinguen de las puntas de flecha más que por su tamaño mucho mayor, que nos hace conocer que no podían ser saetas destinadas a ser lanzadas con el arco, pero sus formas no son tan variadas. Entre las puntas de dardo más grandes y las puntas de flecha más pe- queñas hay todos los grados de tamaño intermediarios; de modo, pues, que obligados a fijar un límite, consideraremos como puntas de dardo todas aquellas que tengan más de 40 milímetros de largo. 163 Todas las que poseemos pertenecen al tipo llamado de Moustier y hasta ahora sólo hemos encontrado un solo ejemplar tallado por ambos lados, que desgraciadamente perdimos el mismo día que lo encontramos. Era de gran tamaño, en forma de almendra y tallado con mucho esmero en toda su superficie. Entre las demás puntas de dardo del tipo de Moustier, no hay una sola de un trabajo tan esmerado como el que presentan algunas puntas de fle- cha del mismo tipo. La cara trabajada lo es a grandes golpes y sólo los bordes están ta- llados con algún cuidado. La forma más común es la que presentan las figuras 54 y 55, en forma de hoja y tallada a grandes cascos, bastante parecidas a las represen- tadas por Lubbock con los números 126 a 128, encontradas en los kjékkenmdddings de Dinamarca; pero las nuestras son de tamaño mu- cho menor (11). El primer ejemplar procede de las orillas del arroyo Frías y el otro del arroyo Marcos Díaz. La figura 56 representa otro ejemplar algo más grande y que con- cluye en una punta bastante aguda tallada a pequeños golpes. Tiene 71 milímetros de largo y ha sido recogido en las orillas del río Luján, cerca de Mercedes. Hay otras de figura más prolongada y que concluyen en punta por ambas extremidades, como la que representa la figura 57, encontrada a orillas del arroyo Frías y cuya extremidad inferior está rota. Tiene 56 milímetros de largo, y cuando entera, debía alcanzar aproximadamen- te a 65. La figura 58 representa una punta de dardo de la misma proceden- cia perteneciente al tipo triangular y cuya extremidad superior está rota. Tiene 75 milímetros de largo y 34 de ancho. Toda su superficie superior es lisa y sólo está tallada en sus bordes por una serie de pequeños gol- pes; su espesor es de sólo 7 milímetros. En el tipo triangular se encuentran las puntas de dardo de mayor ta- maño. Algunas son sumamente toscas y llenas de irregularidades en su superficie. Parece que en este caso se han querido dejar ciertas crestas y cavidades expresamente, quizá para hacer las heridas más peligrosas a causa del aire que quedaba encerrado en esas cavidades. Hemos recogido algunas hojas de pedernal, de figura triangular, ta- lladas de manera que concluyan en punta, o más bien dicho, una especie de puntas de flecha del tipo triangular pero de base demasiado ancha para que hayan podido ser usadas como flechas o dardos. En estos objetos el ancho de la base es igual o mayor que la altura, lo que nos hace suponer que no han sido usados como saetas sino más (11) Lueeock: Obra citada. 164 bien como instrumentos cortantes. Todos están tallados de un solo lado y son de pequeñas dimensiones. Las figuras 59 y 60 representan dos ejemplares recogidos cerca de la Villa de Luján, a orillas del mismo río. El primero tiene 38 milímetros de alto por 43 de ancho en su base, está tallado a grandes cascos en toda la superficie de su cara superior y a pequeños golpes en una parte de sus bordes. El segundo tiene 30 milímetros de alto por 36 de ancho y ofrece rastros de pulimento artificial. Las figuras 61 y 62 representan otros dos ejemplares recogidos en las orillas del arroyo Frías. Son mejor tallados que los otros dos, pero de tamaño bastante menor. El primero tiene 29 milímetros de alto y otro tanto de ancho; y el segundo es apenas un poco más angosto. Los cuchillos son los objetos de piedra más numerosos que se en- cuentran en los terrenos superficiales de la provincia Buenos Aires, y sus formas son también muy variadas; unos no son más que simples hojas de piedra, al paso que otros presentan un trabajo de una ejecución bastante esmerada. Creemos poder dividir los numerosos objetos de este tipo que hemos recogido, en cinco clases: 1* Cuchillos de simples hojas de piedra planas; triangulares, cua- drangulares y pentagonales. 2* Cuchillos de hojas de piedra; triangulares, cuadrangulares y pen- tagonales trabajadas en uno de sus bordes. 3* Cuchillos de hojas planas afiladas en uno de sus bordes. 4 Cuchillos semilunares o semicirculares. 5* Cuchillos pequeños tallados en fragmentos de piedra diversos y de formas variadas. Los de la primera clase, como hemos dicho más arriba, no son más que lajas planas, triangulares, cuadrangulares y pentagonales de bordes cortantes, que debido a esta circunstancia hacían las veces de cuchillos, Entre éstos se notan dos variedades. Una es notable por su pequeñez. Los ejemplares de esta variedad no tienen más de 20 milímetros de largo. Las figuras 64 y 65 representan dos de estos cuchillos. El primero, de 16 milímetros de largo, termina en . filo en su costado izquierdo, el otro borde es muy grueso y formado por cuatro chaflanes longitudinales. El segundo con sus bordes cortantes y de sección transversal triangular tiene 12 milímetros de largo. La otra variedad consiste en hojas de tamaño bastante mayor, como el cuchillo de una hoja de forma rectangular y de sección transversal pris- mática triangular (figura 66), de 41 milímetros de largo; y el de la figura 67, que tiene 28 milímetros de largo y 10 de ancho, cóncavo en su cara inferior y de sección transversal triangular, termina en punta en una de sus extremidades y es cortante en sus dos bordes. 165 La figura 68 es un cuchillo de sección prismática cuadrangular. Tiene 25 milímetros de largo y de 12 a 15 de ancho. Su cara inferior es lisa y arqueada. La superior tiene tres chaflanes longitudinales, el del medio mucho más ancho que los laterales y sus dos bordes cortantes. La figura 5 representa otro cuchillo de hoja de sección prismática cuadrangular aún más notable que el primero. Tiene 25 milímetros de largo, 15 de ancho y sólo 3 de grueso. Su cara inferior es lisa y la su- perior presenta tres chaflanes longitudinales, el del medio algo más ancho que los laterales. Los dos bordes de la laja terminan en un filo cortante. Algunos de estos cuchillos en vez de tener su cara inferior cóncava, como sucede con casi todos los objetos de este tipo, es convexa; y es cóncava la superior. Los cuchillos de la segunda clase consisten en hojas triangulares, cuadrangulares y pentagonales que han sido trabajadas en la cara opuesta al cono de percusión de un modo más o menos notable y pueden divi- dirse: 1° En cuchillos, cuya superficie dorsal ha sido tallada a grandes golpes, sin presentar ningún trabajo en los bordes, como el de la figu- ra 69, que es una hoja arqueada, convexa en su dorso y cóncava en la superficie del cono de percusión. Su largo es de 35 milímetros. 2° En cuchillos de hojas de piedra que presentan un borde afilado por medio de una gran número de pequeños golpes concoidales. La figura 70 es un cuchillo pequeño de esta clase, encontrado a orillas del arroyo Frías. Tiene 25 milímetros de largo y 10 en su mayor anchura. Su cara inferior es lisa. La superior presenta tres chaflanes longitudinales. Su costado cerecho termina en un borde muy cortante, pero sin ningún trabajo es- pecial; el borde izquierdo, por el contrario, está afilado por un grandí- simo número de golpes concoidales sumamente pequeños que forman a lo largo de todo el borde una línea de chaflanes de tan sólo un milí- metro de ancho. La figura 71 es otro ejemplar, de 29 milímetros de largo, recogido cerca de Mercedes. Es una hoja prismática de sección transversal trian- gular, lisa y cóncava en la cara inferior. Concluye en punta en su ex- tremidad superior y está tallada a pequeños golpes en todo el largo de su costado izquierdo, de manera que termine en un borde cortante. Su extremidad inferior, muy ancha, está tallada en bisel. La figura 72 representa un magnífico ejemplar de este tipo recogido a orillas del arroyo Roque, cerca de la Villa Luján. Está trabajado en una hoja triangular prismática y tiene 45 milímetros de largo. Su cara inferior es lisa y su costado izquierdo está afilado por una serie de golpes concoidales alineados con una grande simetría. La figura 73 representa otro, tan notable como el anterior, procedente del arroyo Frías. Tiene 38 milímetros de largo. Su cara inferior es lisa 166 y ligeramente cóncava. La superior presenta en su costado izquierdo un largo chaflán de 6 milímetros de ancho y de superficie muy lisa que re- corre la hoja en todo su largo, de manera que termine en un borde cor- tante. El costado opuesto está afilado por una doble serie de golpes con- coidales simétricos, formando otro chaflán de superficie y ancho desigual que también recorre la hoja en todo su largo. Las figuras 74 a 76 representan otro ejemplar visto de frente, del reverso y de costado, encontrado a orillas de la Cañada Rocha. Tiene 46 milimetros de largo, de 9 a 15 de ancho y 9 de espesor hasta la parte más elevada de su cresta dorsal. Su cara inferior es lisa, menos en su parte superior, donde presenta algunos golpes (figura 76). La superior se eleva en el medio formando una cresta longitudinal muy elevada, que termina en una arista muy cortante 'hacia el centro. La extremidad su- perior había sido tallada de manera que concluyera en punta, pero no pudo ser concluída por haberse roto. Su costado derecho ha sido tallado a grandes cascos y el izquierdo sólo está tallado en su borde por una serie de pequeñas fracturas de manera que concluya en filo. La tercera clase de cuchillos la forman hojas planas, que presentan uno o dos de sus bordes retallados a pequeños golpes. La figura 77 es una hoja plana, larga y angosta, de tan sólo 3 milí- metros de grosor, ligeramente convexa en su cara superior y cóncava en la inferior, lisa en sus dos caras, pero tallada en el costado izquierdo de su cara superior por una línea muy angosta de golpes concoidales de manera que concluya en filo. Su costado derecho está cortado vertical- mente. La figura 78 es otra hoja plana de cuarzo obscuro, muy delgada y traslúcida, angosta y de poco más de 3 centímetros de largo. Sólo está trabajada en su borde derecho, que está tallado a pequeños golpes con- coidales, en un ancho de uno a dos milímetros, formando un borde cor- tante. Procede del Arroyo Frías. La figura 79 es otra hoja de cuarzo, angosta y larga, tallada en forma de cuchillo, pero diferente de las otras por ser mucho más espesa. Tiene 35 milímetros de largo y 14 en su parte más ancha. Su cara infe- rior es algo cóncava y sin trabajo alguno. La superior sólo está tallada por una serie de golpes concoidales en su borde izquierdo. ¡Esta línea de chaflanes que forma su filo tiene 3 milímetros de ancho. El borde opuesto, cortado verticalmente, de 9 milímetros de grueso, es la parte más espesa del instrumento. La figura 80 es un cuchillo tallado en una hoja plana, pero de figura algo rectangular. Ha sido recogido en ‘el campo del señor Barrancos, a dos leguas de Mercedes. Tiene 35 milímetros de largo, 28 de ancho y 6 de grueso en su parte más espesa. Su cara inferior es completamente lisa y cóncava. La superior convexa y también lisa, pero su borde iz- 167 quierdo está tallado en un ancho de cerca de 5 milímetros por una serie de golpes concoidales de modo que termine en filo. La figura 81 representa otro cuchillo de este tipo, pero mucho más grande y espeso. Está tallado en un gran trozo de pedernal negruzco y ceniciento con vetas amarillentas. Tiene 65 milímetros de largo, de 32 a 49 de ancho y 17 de espesor en su parte más gruesa. Su cara inferior, desigual, algo cóncava, no presenta trabajo alguno. La superior, algo convexa, está tallada a grandes cascos. El borde izquierdo, que es la parte más larga del instrumento, está tallado en todo su largo, pero sólo en su cara superior y en un ancho de 8 milímetros; a golpes concoida- les pequeños cerca del borde y algo más grandes a alguna distancia de él; éste, aunque bastante delgado y cortante, era a propósito para hacer mucha fuerza, pues aumenta considerablemente su espesor a pocos mi- límetros hacia el interior de la superficie del instrumento. Este notable ejemplar lo recogimos a orillas del arroyo Frías. La figura 82 es una hoja plana, de figura algo cuadrada, de 28 mili- metros de largo, poco menos de ancho y 8 de espesor. Su cara inferior no presenta trabajo alguno. La superior está tallada a grandes cascos en toda su superficie; además, su borde derecho, destinado a cortar, está tallado por una serie de golpes concoidales tan sumamente peque- ños que es preciso fijar en ellos con atención la vista para poder distin- guirlos. Estos golpecitos forman en el borde una línea ininterrumpida que no tiene un milímetro de ancho, excepto en su parte superior, donde los golpes son algo más grandes. Procedencia: arroyo Frías. La figura 83 es otra hoja plana, de forma casi cuadrada, de unos 32 a 35 milímetros por cada lado y no muy espesa, encontrada a orillas del arroyo Jiménez. Su cara inferior está en parte tallada a grandes cascos y la superior, completamente lisa, sólo está trabajada en su borde de- recho, que está tallado a pequeños golpes en un ancho de 3 a 4 milíme- tros, de manera que termine en filo. Otros cuchillos de hojas planas son simples lajas de pedernal suma- mente delgadas, completamente lisas en sus dos caras y sólo talladas en uno de sus bordes, pero a golpes tan sumamente pequeños que pasan desapercibidos, si no se fija la vista con atención en el objeto. Tales son los ejemplares figuras 84 y 85. En los dos, la línea que forma el borde trabajado no tiene más de un milímetro de ancho. El primer ejemplar es tan delgado que apenas tiene un milímetro de espesor y a pesar de ser en pedernal negro es completamente traslúcido. Ambos proceden de la embocadura del arroyo Frías. Por último, hay algunos cuchillos de hojas planas cuyo borde cor- tante ha sido obtenido por medio de dos filas opuestas de chaflanes, una en cada cara; por ejemplo: el ejemplar representado en las figuras 86 y 87, visto por sus dos caras, de 27 milímetros de largo, 15 de ancho y 168 3 a 4 de grueso. El costado sin tallar es la parte más gruesa del instru- mento y está cortado verticalmente. El borde opuesto está tallado, por el contrario, en sus dos caras de manera que presente un filo cortante. El resto de la superficie de la hoja no presenta trabajo alguno. Algunos de estos cuchillos tallados en hojas planas están afilados en más de uno de sus bordes y es posible que fueran destinados a algún uso especial. La figura 88 es uno de estos cuchillos de 36 milímetros de largo, 31 en su mayor ancho y 7 de espesor en su parte más gruesa. Su cara inferior es completamente lisa y algo cóncava. La superior sólo está trabajada en sus bordes laterales y superior, que están tallados a peque- ños golpes en un ancho de 1 a 4 milímetros. El borde inferior está cor- tado verticalmente y tiene un espesor de 5 a 7 milímetros. La figura 89 es otra hoja plana, de 27 milímetros de largo, 20 de an- cho y de 3 a 7 de grueso. Su cara inferior es lisa, algo cóncava, sin tra- bajo alguno, excepto en una muy pequeña parte de su borde, que está tallada en bisel. Su cara superior también es lisa, sin trabajo alguno, pero su borde derecho y el superior, bastante gruesos, han sido tallados en declive por medio de una serie de pequeños golpes, de manera que terminen en un filo muy obtuso y por consiguiente muy resistente. Pro- cedencia: arroyo Frías. El ejemplar más notable que poseemos de este tipo, encontrado tam- bién en el arroyo Frías, es el de la figura 90. Es una hoja plana de 43 milímetros de largo, 25 en su parte más ancha y 4 de espesor. Su cara inferior, sin trabajo alguno, es muy cóncava. La superior es convexa y está tallada a pequeños golpes en sus dos costados laterales de manera que terminen en un borde cortante. Los cuchillos de la cuarta clase, son piedras u hojas de piedra, cuyo borde cortante, en vez de formar una línea recta, forma un arco o una curva más o menos pronunciada hacia el exterior. El costado opuesto al que sirve para cortar, forma un borde muy grueso como para poder asegurar bien el instrumento en la mano. Son tallados en una sola cara y generalmente en toda su superficie, aunque a grandes golpes. Sólo el borde destinado a cortar suele ofrecer un trabajo algo esmerado. La cara inferior generalmente es lisa y la superior siempre convexa. La figura 91 representa un ejemplar de este tipo, recogido en las quintas de Mercedes. El costado derecho, destinado a asegurar el ins- trumento entre los dedos, es grueso de 11 milímetros. El opuesto, des- tinado a cortar, ofrece una curva irregular. Su cara superior convexa está tallada a grandes cascos sin presentar ningún trabajo en los bordes. La figura 92 representa otro ejemplar algo más pequeño, pero mejor trabajado, encontrado por nuestro hermano Juan en la Villa Luján. La figura 93 es otro ejemplar aún más grande que el primero. Está A dt INN ey OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. IIE. LA ANTIGÜEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LÁm. Il 72 69 71 LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — Vot, III, Lám. Il ee 17 52 56 169 tallado en un trozo de cuarcita de 46 milímetros de largo, 34 de ancho y es sumamente grueso. La cara inferior es casi plana. La superior está tallada a grandes cascos. Sus costados derecho y superior están corta- dos verticalmente y tienen un espesor de 15 a 21 milímetros. La figura 94 representa el mismo objeto, visto por su costado derecho. El cuchillo semicircular más grande que poseemos es el de la fi- gura 95, recogido a orillas del arroyo Frías. Es un trozo de cuarcita blanca de 7 centímetros de largo y 28 milímetros en su mayor ancho. Su cara inferior, ligeramente cóncava, es completamente lisa, sin tra- bajo alguno. La superior es convexa y solamente tallada en su borde curvo por una serie de pequeños golpes de manera que termine gn filo en todo su largo. Su costado derecho está cortado verticalmente, pre- . senta una superficie algo cóncava y lisa y tiene un espesor de 15 mili- metros. Este es el borde que servía de asidero a la mano. La figura 96 es otro cuchillo semilunar recogido a orillas del arroyo Marcos Díaz. La cara trabajada es en este ejemplar mucho más con- vexa que en los otros y está tallada con bastante esmero en toda su su- perficie, sobre todo el borde destinado a cortar, que está tallado a pe- queños golpes. El costado derecho, punto destinado a asegurar el ins- trumento en la mano, termina en una superficie lisa cortada vertical- mente y tiene 9 milímetros de espesor. El largo del instrumento es de 34 milímetros. Hay además otra forma de cuchillos de borde cortante algo curvo, pero diferente de los anteriores. Son hojas gruesas, largas y angostas, talladas en una sola cara y a grandes golpes, concluyendo en punta en sus dos extremidades, lo que aparentemente les da la forma de puntas de dardo. El borde afilado está tallado a pequeños golpes y el borde opuesto es muy grueso como para poder ser agarrado fácilmente con la mano y está tallado de manera a ponerlo lo más romo posible. La figura 97 representa un ejemplar de esta forma recogido en la Villa Luján, a orillas del río. Tiene 44 milímetros de largo desde la extremidad de una punta hasta la otra, 16 de ancho y 12 de grueso en su costado derecho. El señor Moreno habla también de otra forma de cuchillos semilunares, pero tallados en sus dos caras, que son convexas (12). Hemos recogido un ejemplar cerca de la estación Olivera, que creemos es parecido a di- cha forma. Es una especie de disco de forma algo ovalada, de 34 milímetros de largo y 25 de ancho, convexo en sus dos caras y de un centímetro de espesor en su parte más gruesa. Sus dos caras están talladas a grandes cascos y de manera que el trozo de cuarcita termine en un borde cor- tante en uno de sus costados. (12) Noticias, etc., ya citadas. 170 Las figuras 98 y 99 representan este cuchillo visto por sus dos caras opuestas. Los cuchillos de la quinta clase son pequeños fragmentos de hojas de piedra con un borde afilado a golpes sumamente pequeños, y cuyo largo nunca excede de 25 milímetros. Unos son hojas planas con una cara convexa y tallada en toda su superficie, como las representadas en las figuras 100 y 101, o talladas a golpes sumamente pequeños en uno de sus bordes, como los dibujados en las figuras 102 a 106. Muchas son hojas prismáticas de sección trans- versal triangular o cuadrangular, finamente talladas en uno de sus bor- des y a golpes tan sumamente pequeños, que a veces con dificultad se alcanzan a distinguir, como las que se hallan figuradas con los núme- ros 107 a 109. Otros, en fin, son trozos de sílex cortos, angostos y grue- sos, tallados en uno de sus bordes a golpes concoidales más o menos grandes, de modo que terminen en un borde cortante como los de las figuras 110 a 113. Todos estos objetos, dada su pequeñez, puede decirse que son muy bien tallados. Además hay algunos cuchillos que no entran en ninguna de las cinco clases mencionadas, como sucede con el ejemplar figura 114, que es una hoja plana rectangular con un gran chaflán en su parte inferior, lo que le da el aspecto de un escoplo y lo acerca de un modo singular a los instrumentos de esta forma característicos del terreno pampeano y que más adelante designaremos con este nombre; pero a diferencia de estos últimos, el borde del chaflán en la cara opuesta ha sido afilado por una serie de golpes sumamente pequeños, como lo demuestra la figura 115, que representa el mismo objeto visto por la cara opuesta. Tiene 22 mili- metros de largo y 19 de ancho en el borde del chaflán. La figura 116 representa otro ejemplar tan curioso como el anterior. Como este último termina en su parte inferior en un gran chaflán, pero su parte superior es muy gruesa (unos 12 milímetros) y termina en una superficie plana, lo que lo acerca aún más que el anterior al tipo escoplo del terreno pampeano. El borde del chaflán es muy delgado y cortante sin presentar trabajo alguno; en cambio su costado derecho ha sido tallado por una serie de pequeños golpes y de manera que más bien sea más romo que afilado. Tiene 34 milímetros de largo. Todos estos objetos que hemos descripto bajo el nombre de cuchillos estaban especialmente trabajados para cortar. Las piedras que en su fabricación más se han empleado son la cuarcita, el cuarzo y el pe- dernal, el sílex pirómaco, el ágata, la calcedonia y algunas veces, aun- que raras, rocas feldespáticas. Entre los objetos de piedra de la provincia Buenos Aires, las hachas son sumamente raras. El señor Moreno dice que no ha encontrado ninguna. 171 El señor Strobel ha descripto una procedente de Tandil, en cuarzo común, de figura espesa, puntiaguda, ovóidea, acercándose al tipo Saint- Acheul; de 125 milímetros de largo, ancho máximo de 70 y 20 de es- pesor (13). Personalmente, hemos hallado varias cuarcitas que por su forma y por el modo como están talladas encuentran perfectamente su colocación en el tipo hacha; pero son de tamaño muy reducido. La más grande es la que representa la figura 117, encontrada a ori- llas de la cañada Rocha. Es la reproducción exacta del tipo de hacha cuaternaria europea llamado de Moustier. Es en cuarcita, de forma ova- lada prolongada y tallada en una sola cara. La cara trabajada es muy convexa y tallada con bastante esmero en toda su superficie, pero sobre todo en los bordes que están tallados a pequeños golpes. ¡Está muy bien afilada, sobre todo en sus dos extremidades, que forman un declive muy suave, obtenido por una serie de golpes aplicados con gran maestría. Tiene 65 milímetros de largo, 29 de ancho y 11 de espesor en su parte más gruesa, que es la central. La figura 118 es otra cuarcita tallada en forma de verdadera hacha, pero de muy pequeñas dimensiones. Tiene 42 milímetros de largo, 18 de ancho hacia su extremidad superior, 20 en la inferior y hacia la mi- tad de su largo es más angosta que en las extremidades. Su cara inferior es completamente lisa y algo cóncava. La superior está tallada a gran- des cascos longitudinales y presenta en su dorso un gran chaflán que va en declive hacia la extremidad inferior hasta que termina en un bor- de cortante, retallado a pequeños golpes. La extremidad superior del instrumento tiene 9 milímetros de grosor y termina en un borde cortado verticalmente. La figura 119 es el mismo objeto, visto de costado. La figura 120 es otra hachita de forma prolongada muy parecida a la que he descripto más arriba, pero de tamaño menor y tallada en sus dos caras, igual en su forma general a la que dibuja Hamy con el núme- ro 60 (14). Tiene 31 milímetros de largo y 16 de ancho. La figura 121 representa un pequeño fragmento de cuarzo suma- mente notable, porque ofrece la reproducción exacta de una hacha cua- ternaria del diluvium de Amiens y Abbeville, pero que es de un tamaño tan sumamente pequeño que se hace difícil precisar su destino proba- ble. Se acerca al tipo almendra; está tallado con bastante esmero en sus dos caras y en toda su superficie, de modo que todo su contorno presente un borde cortante. Tiene 23 milímetros de largo, 12 de ancho, 7 en su mayor espesor y es convexo en sus dos caras. La figura 122 representa el mismo objeto, visto por la cara opuesta. (13) MortiLLeT: Matériaux pour servir à l’histoire primitive et naturelle de l’homme, 1867. (14) Hamy: Paléontologie humaine. 172 Con el nombre de sierras hemos designado ciertas hojas planas que presentan uno o más bordes tallados a golpes muy pequeños, pero con la particularidad de que en vez de haber sido afiladas, como sucede con los cuchillos, las han tallado de modo que se pusieran más romas. El resto de la superficie de la hoja en ambas caras ha quedado completa- mente lisa. La figura 123 representa un ejemplar recogido a orillas de la canada Rocha. Tiene 39 milímetros de largo y ha sido tallado en todo el largo de su costado derecho, de manera que el borde se presente grueso y sin filo. La figura 124 representa otro ejemplar de 32 milímetros de largo y bastante gruesa, trabajada a golpes muy pequeños, en sus bordes infe- rior y superior. Su cara inferior es completamente lisa y cóncava; la superior presenta varios chaflanes. Algunas hay que están talladas de este modo en todo su contorno, por ejemplo: el ejemplar figura 125, que es una hoja plana muy delgada y de 25 milímetros de largo. Su cara superior presenta algunos grandes chaflanes y tiene una parte de su contorno retallado a pequeños golpes. La cara opuesta (figura 126) es algo cóncava, completamente lisa y re- tallada a pequeños golpes en el resto de su contorno. Pero el ejemplar más notable de este tipo de instrumentos es la hoja de cuarzo representada en la figura 127. Tiene 33 milímetros de largo y sólo tres de espesor en su parte más gruesa. Su cara inferior es com- pletamente lisa y algo cóncava. La superior también es lisa, pero los dos bordes laterales están retallados a pequeños golpes, de manera que formen una curva hacia adentro y presente un espesor bastante consi- derable. Como estos objetos no estuvieron destinados a cortar, como los cu- chillos, lo que se conoce perfectamente por el modo como están tallados sus bordes, creemos no estar muy lejos de la verdad al emitir la opinión de que pueden haber desempeñado las veces de pequeñas sierras. Los raspadores son hojas o fragmentos de sílex pequeños que tienen uno, dos o tres bordes más o menos tallados, pero no presentan filo como los cuchillos. Son tan numerosos como éstos y presentan también un gran número de formas, entre las que distinguiremos seis principales: 1* Raspadores oblongos. 2* Semicirculares. 3* Circulares. 4 Cuadran- gulares o rectangulares. 5° En forma de hachitas. 6* De doble corte. RASPADORES OBLONGOS. — Estos consisten en hojas de sílex más largas que anchas, una de cuyas superficies es lisa y la otra más o menos con- vexa, unas veces tallada a grandes golpes y otras no. Una de sus extre- midades está más o menos redondeada y tallada a pequeños golpes de manera que presenta una especie de filo muy obtuso. La otra extremi- dad, por lo general más angosta y prolongada en forma de mango, se 173 colocaba probablemente en algún pedazo de hueso o de madera. Esta forma es muy parecida o casi idéntica a la del tipo esquimal, de Lubbock (15), pero mucho más pequeña y comparativamente más angosta, pare- ciéndose más en esto último al raspador de la época del reno, usado en Europa. La figura 128 representa un ejemplar de esta forma. Tiene 24 milí- metros de largo y su extremidad superior ha sido tallada y redondeada con bastante esmero. Hay otros ejemplares de esta forma, mucho más groseros, como el de la figura 129, más corto, de sección transversal cuadrangular y más gro- seramente trabajado en su borde superior. Otros están trabajados ade- más a pequeños golpes en sus dos bordes laterales, como el de la figu- ra 130, corto y muy espeso, y cuya extremidad superior ligeramente re- dondeada está tallada con gran cuidado, de manera que presente un borde muy espeso. La figura 131 representa otro ejemplar cuya cara superior muy con- vexa está muy bien tallada en toda su superficie y cuyo borde superior, apenas ligeramente curvo, está tallado casi verticalmente o formando casi un ángulo recto con el plano superior de la cara trabajada. También hemos recogido algunos tan sumamente pequeños, que pa- rece imposible hayan podido servir para un uso cualquiera, como por ejemplo el de la figura 132, tallado en una hoja prismática de sección triangular, cuya extremidad superior está muy bien redondeada por un gran número de pequeños golpes. Sólo tiene 14 milímeros de largo y está tallado en cuarzo transparente. La figura 133 representa otro ejemplar de la misma dimensión que el anterior y como él tallado en una hoja prismática de sección trian- gular, pero más angosto y más toscamente trabajado. Algunos son hojas planas lisas y sin trabajo alguno en sus dos caras, pero una de cuyas extremidades ha sido tallada a pequeños golpes, de manera que termine en un contorno redondeado y en un borde muy grueso, tallado casi verticalmente como el ejemplar figura 134. Tiene 24 milímetros de largo, 13 de ancho y cerca de 5 de grosor en su borde tra- bajado, pero su borde inferior es muy delgado. La figura 135 representa el mismo objeto, visto por su borde superior, redondeado artificial-. mente. La figura 136 representa otra hoja plana más delgada y de forma más prolongada que la anterior. Su cara inferior es muy cóncava; la superior convexa y con tres grandes chaflanes. Su extremidad superior muy ancha, presenta un borde muy delgado, curvo, muy regular, redon- deado por medio de un gran número de pequeños golpes. Tiene 31 milí- (15) Lueeock: Obra citada, 174 metros de largo. La figura 137 la representa vista por su borde traba- jado. Esta forma es la que más se acerca a la de los raspadores neolíti- cos de Europa. ; Las figuras 137 a 143, representan otros raspadores de forma más o menos oblonga, pero algunos de un tamaño tan diminuto, que cuesta trabajo creer hayan podido servir para un uso cualquiera. Por fin, las figuras 144 a 146, representan otro ejemplar de este tipo, visto de frente, de lomo y de costado. Está tallado en un trozo de pe- dernal muy espeso y trabajado a grandes cascos en toda su superficie. Su extremidad superior, muy ancha, está redondeada y tallada en bisel por medio de un gran número de golpes aplicados con mucha simetría y de manera que formen un borde cortante muy obtuso. RASPADORES CUADRANGULARES O RECTANGULARES. — Estos consisten en hojas de sílex planas de figura poco más o menos cuadrada, que pre- sentan uno, dos o tres bordes tallados a pequeños golpes. La figura 147 representa un ejemplar que caracteriza perfectamente esta forma. Su cara inferior es completamente lisa y la superior está tallada a pequeños golpes en sus dos costados laterales y en el superior. Tiene 20 milímetros de largo, otro tanto de ancho y 4 de espesor. La figura 148 representa un ejemplar muy pequeño de este tipo. Tiene 12 milímetros de largo, otro tanto de ancho y está tallado por una serie de pequeños golpes en tres de sus costados. Este ejemplar, lo mismo que varios otros que hemos recogido cerca del arroyo Frías, son muy parecidos a los raspadores terciarios encon- trados en la comuna Thenay, en Francia, por el señor Bourgeois; pero los nuestros son más pequeños y de un trabajo intencional más evidente. Muchos están tallados en un solo borde, que entonces es muy grueso y tallado en bisel a pequeños golpes, como el de las figuras 149 y 150. Otros son hojas planas muy delgadas y talladas también en un solo borde, que-es delgado y termina en filo (figura 151). Algunos, sin em- bargo, están tallados en dos de sus bordes (figura 152). RASPADORES EN FORMA DE HACHITAS. — Los raspadores en forma de hachitas, como lo indica su nombre, son pedernales tallados y que en su forma general y en la del filo que presentan resultan muy parecidos a las hachas, pero se diferencian de éstas en que son de un tamaño exce- sivamente pequeño. Unas veces están tallados en uno solo de sus bordes y otras en dos, pero siempre es uno solo el borde afilado que estaba destinado a cortar. Algunos son notables por el gran esmero con que han sido tallados. La figura 153 representa el ejemplar más notable que poseemos de esta forma. Su forma general es triangular y está tallado en dos de sus bordes, el superior y el izquierdo. El primero es el que estaba destina- do a cortar. El borde afilado está tallado por un gran número de golpes 175 sumamente pequeños, y con tanta perfección, que creemos sería bas- tante difícil poder tallarlo mejor con simples martillos de piedra. Su extremidad inferior es angosta, terminando casi en punta como para poder asegurarlo fácilmente a un pequeño mango. Su extremidad superior, muy ancha y destinada a cortar, como ya hemos dicho, termina en bisel y en un filo muy cortante. Este borde está tallado sobre una an- chura de 5 milímetros. El borde derecho está casi cortado verticalmente y el opuesto también está tallado en bisel por un gran número de golpes, pero termina en un filo más obtuso que el borde superior. El centro del instrumento ha quedado plano, liso y sin trabajo alguno. La cara opuesta (figura 154) también es completamente lisa. Su mayor espesor es de 6 milímetros y su largo total de 18. La figura 155 representa el mismo objeto, visto por su costado iz- quierdo. Otros, poco más o menos del mismo tipo, están tallados por el mismo plan y también a pequeños golpes, aunque no con tanto esmero como el ejemplar ya descripto (figura 156), pero hay otros muchos que aunque presentan la misma forma y el mismo tamaño, son tallados de un modo sumamente tosco (figuras 157 y 158). Entre los tallados a grandes cascos, hay muchos en forma de hacha rectangular (figuras 159 y 160). La figura 161 representa otro raspador en forma de hacha, sumamen- te notable. Es, como los primeros, de forma general triangular, pero su borde inferior en vez de ser recto es algo curvo, sucediendo otro tanto con sus dos bordes laterales que forman una curva al exterior. Su cara inferior es lisa y algo cóncava. La superior está trabajada en toda su superficie, pero sobre todo, una parte de su borde está tallada a golpes muy pequeños. En su forma general afecta la forma de las grandes ha- chas lanceoladas, cortas o triangulares, pero su tamaño excesivamente pequeño lo aleja notablemente de ellas. Tiene 15 milímetros de largo, 12 de ancho y apenas 2 de espesor en su parte más gruesa. Dada su pequeñez puede considerarse como uno de los objetos de piedra mejor trabajados. Es muy difícil presumir el uso a que estaba destinado. Creemos muy posible que los primeros que hemos descripto, de forma triangular y cuya extremidad inferior concluye en punta, hayan estado adaptados a un pequeño mango y es bastante posible que no fueran empleados para cortar substancias que pudieran ofrecer mucha resis- tencia, porque de ser así se habrían gastado muy pronto; y seguramente no habrían tallado con tanto esmero objetos destinados a servirse de ellos solamente unas pocas veces. Hay también otro hecho en apoyo de esta misma opinión, y es que el filo del primer instrumento de este tipo que hemos descripto, es algo pulido, de manera que algunos golpes ape- nas se distinguen; este pulimento es debido al uso que se ha hecho del instrumento, y claro está que para que no se haya gastado la extremidad 176 del filo que está intacto, tiene que haber servido solamente para cortar substancias bastante blandas, que, a causa de un continuo rozamiento, han concluído por pulir algo el declive que forma el filo. RASPADORES DE DOBLE CORTE. — Estos son los objetos más curiosos de esta clase, pero también los más raros. Son trozos de sílex muy espesos, lisos en la cara inferior y tallados en la superior, de modo que presentan un dorso muy elevado, con cuatro facetas y tallados a pequeños golpes en los bordes de sus dos extremidades. La figura 162 representa un instrumento de este tipo recogido cerca de la ciudad Mercedes, tallado a pequeños golpes en sus dos extremida- des. El borde inferior es casi en línea recta y el superior redondeado. Para manejarlo se agarraba con los dos dedos pulgar e índice, apoyados en las facetas laterales. La figura 163 representa el mismo objeto por el lado opuesto; y la figura 164 visto de costado. RASPADORES SEMICIRCULARES. — Estos consisten en hojas de sílex pla- nas, trabajadas en una gran parte de su contorno, de manera que pre- senten una figura semicircular, generalmente muy bien tallada, a pe- queños golpes. No tienen prolongamiento alguno y por consiguiente es de suponer que no estaban provistos de mango, excepto uno que otro ejemplar. Todos están tallados en una sola cara. El lado trabajado, unas veces sólo está tallado en los bordes y otras en toda su superficie. La figura 165 representa un ejemplar tallado en cuarzo obscuro com- pletamente liso en sus dos (caras, pero cuyo contorno, cuando menos en sus dos tercios, ha sido retallado a pequeños golpes. Tiene 18 mili- metros de largo, otro tanto de ancho y 5 de grosor en su borde izquierdo, pero va disminuyendo de grosor hasta que en su costado derecho apenas tiene un milímetro de espesor. La figura 166 es otra hoja de cuarzo blanco más pequeña que la ante- rior y de tan sólo un milímetro de espesor, transparente, y cuyo borde superior ha sido retallado a pequeños golpes de manera que presente un contorno semicircular. - La figura 167 representa un ejemplar cuya cara trabajada ha sido tallada en toda su superficie con bastante esmero y en todo su contorno semicircular a golpes muy pequeños. La figura 168 es otro ejemplar de la misma forma, también tallado a golpes muy pequeños en una gran parte de su contorno, pero en el cual el resto de la superficie de la cara trabajada está tallado a cascos más grandes. Por fin, la figura 169 representa otro raspador semicircular, cuyo con- torno está también tallado con grande esmero, pero cuya extremidad in- ferior se prolonga en forma de especie de asidero que también podía servir para colocar el instrumento en un mango. En esta forma de ras- OBRAS DE FLORENTINO ÁMEGHINO. — VOL. II. La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LÁm. III i La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA LA. II OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VoL, III. OBRAS DE FLORENTINO ÁMEGHINO. — Vor. MI La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. IV MS IPUR UE SAC 220 LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA, — LAm. IV OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL, ur 177 padores hay también ejemplares sumamente pequeños, como los de los números 170 a 172. RASPADORES CIRCULARES. — Esta forma es asimismo bastante rara y curiosa. Son pedazos de sílex de forma circular y taliados en sus bordes en todo su contorno. La figura 173 representa uno de los ejemplares más curiosos de este tipo. Es un fragmento de sílex reducido a la forma cir- cular a causa de los repetidos cascos que se han hecho saltar de todo su contorno. El borde superior es muy grueso, como para poder ser aga- rrado fácilmente con la mano y el inferior termina en un filo bastante delgado. La cara inferior es completamente lisa y algo cóncava. La su- perior también es lisa, pero forma un plano inclinado hasta que llega a juntarse en el borde inferior con la superficie de la otra cara, con la cual forma un ángulo agudo. La figura 174 representa el mismo objeto visto por la cara opuesta; y la figura 175 visto de costado. Tiene 15 milímetros de diámetro y el borde superior 8 de espesor. $ La figura 176 representa otro raspador de forma circular, encontrado junto con el anterior en el arroyo Frías. Su cara inferior es lisa y algo cóncava. En la cara superior está tallado a pequeños golpes en todo su contorno y a grandes golpes en el resto de la superficie, que se eleva de un modo notable formando una especie de cúspide, que concluye en punta roma. Esta cúspide estaba destinada a asegurar el instrumento entre dos dedos. Su diámetro mayor tiene cerca de 15 milímetros, el menor 11 y su espesor, desde la superficie de su cara inferior hasta la cúspide de la cara superior, es de 11 milímetros. La figura 177 representa el mismo objeto visto por su cara inferior. De los raspadores de forma circular se pasa insensiblemente por me- dio de una serie de gradaciones a otra forma de pedernales trabajados, a los cuales designaremos con el nombre de discos. Son hojas o fragmentos de sílex reducidos a la forma circular, talla- dos generalmente a grandes golpes y de tan sólo 20 a 25 milímetros de diámetro. Unos son tallados en una sola cara, de modo que presentan una superficie convexa como el ejemplar figura 178, tallado a grandes golpes y sín trabajo en los bordes; y el de la figura 179 es de superficie convexa, muy bien tallado en toda la superficie de su cara trabajada, pero especialmente en los bordes. Este último ejemplar ha sido encon- trado por el señor Larroque a orillas del río Areco. Otros, como el de la figura 180, tienen la forma de una pirámide truncada, de base poligonal y perfectamente lisa. El contorno de la base también está tallado a pe- queños golpes. Tiene en la base 20 milímetros de ancho y su alto es de 16. Esta forma también es bastante rara. La figura 181 representa otro ejemplar algo más grande que el ante- rior. AMEGHINO —V. III 12 178 Una parte de los punzones de piedra de la provincia Buenos Aires tienen, poco más o menos, la forma de los punzones de sílex de la época del reno en Francia, pero otros son de un tipo algo diferente. Los primeros son fragmentos de sílex de tres, cuatro o más caras lon- gitudinales, tallados de manera que una de sus extremidades concluye en punta; la extremidad opuesta es más gruesa que el resto del instru- mento, y salvo raras excepciones, concluye en una superficie lisa que parece fuera destinada para hacer fuerza, ¡apoyando sobre ella el dedo pulgar. Son verdaderas formas piramidales, cuya base es la extremidad opuesta a la que ha sido aguzada. La forma más común, que al mismo tiempo es también la más pare- cida a la forma de los punzones cuaternarios de Europa, es la de una pirámide de base triangular como el ejemplar figurado con el número 182, procedente de las orillas del río Luján, cerca de la Villa del mismo nombre. Tiene 19 milímetros de largo. Una de las caras de la pirámide está tallada a pequeños golpes de manera que concluya en punta. La base es perfectamente plana, formando un triángulo equilátero de 9 mi- límetros por cada lado. La figura 183 es otro, algo más grande, procedente del arroyo Frías. Algunos tienen la forma de una pirámide de base cuadrangular, como los ejemplares números 184 y 185. Este último tiene, además, uno de sus bordes tallado a pequeños golpes. Otros son de base pentagonal como el de la figura 186, retallado en toda su extensión en uno de sus bordes. La figura 187 representa otra forma también bastante rara, notable por lo ancho de su base. La figura 188 representa un punzón en forma de pirámide triangular, pero mucho más grueso y largo que los que hemos descripto primera- mente. Tiene 39 milímetros de largo, y de 15 a 29 de grueso en su base; está tallado a grandes cascos en una de sus caras y termina en una pun- ta muy aguda. : Hay también otros punzones de sección transversal prismática trian- gular, pero más pequeños y que terminan en punta en sus dos extremi- dades. Además de los cuchillos, hachas y raspadores, hay otros varios instru- mentos cortantes de formas muy diferentes. Es seguro que cada uno de ellos tuvo un uso especial. : Unos son una especie de escoplos muy gruesos, tallados en sus dos caras, que por una extremidad concluyen en un borde angosto y cortante, y en la otra en un borde sumamente grueso como para poder ser agarra- dos fácilmente con la mano. Las figuras 190 y 191 representan uno de estos objetos vistos de frente y de costado, tallado a grandes cascos en toda su superficie, pero que ha sido rodado largo tiempo por las aguas, de manera que sus bor- 179 des y aristas se han puesto muy romas y pulidas por el frotamiento. Tiene 38 milímetros de largo, 13 de ancho en su extremidad inferior, que estaba destinada a cortar y 25 en la superior. Esta es tan gruesa que tiene 15 milímetros de espesor. Este instrumento se parece mucho a uno que recogimos cerca de Montevideo y que hemos descripto y figurado en las Noticias sobre las antigiiedades indias de aquella región. Otros terminan ‘en su parte superior en una superficie plana como si fuera destinada a golpear sobre ella con algún martillo. La figura 192 representa uno de estos objetos. Tiene 30 milímetros de largo, 19 de ancho y 10 de espesor en su extremidad superior. Su cara inferior es completamente lisa y la superior presenta tres largos chaflanes longitu- dinales, terminando su extremidad inferior en un borde delgado y curvo. Algunos de estos objetos cortantes son hojas de piedra angostas y planas, no muy largas, que presentan en una de sus extremidades un chaflán que concluye en un borde muy afilado. Los de las figuras 193 y 194 representan dos ejemplares de esta clase. El primero tiene 22 milí- meros de largo, 9 de ancho en su extremidad inferior, destinada a cor- tar, y solamente 2 de espesor en su parte más gruesa. El segundo es apenas un poco más largo. Estos objetos debían ser manejados simplemente con la mano, pero hay otros, como el de la figura 195, que estaban dispuestos para recibir un mango, y no hay duda alguna de que debían ser engastados en la extremidad de algún hueso o pedazo de madera. Este tiene 28 milí- metros de largo, 5 de grosor y 10 de 'ancho en su extremidad, destinada a cortar y que está tallada en bisel. Las lancetas son hojas prismáticas de sección transversal triangular o cuadrangular, largas, angostas o delgadas, una de cuyas extremidades es sumamente angosta y presenta un pequeño chaflán de manera que termine en un borde muy afilado destinado a cortar. La figura 196 re- presenta un ejemplar de 30 milímetros de largo, 10 en su parte más ancha y de 2 a 3 de espesor. Su extremidad superior, tallada en bisel, sólo tiene 4 milímetros de ancho. Hay también un cierto número de pedernales tallados que no tienen cabida en ninguno de los grupos mencionados y cuya forma no nos permite conocer el uso a que estuvieron destinados. Casi todos están tallados en todo su contorno, pero se conoce que no fueron destinados a cortar. He aquí la descripción de algunos de los más curiosos: La figura 197 es un pedernal de 35 milímetros de largo, de 21 a 30 de ancho y 11 de espesor en su parte más gruesa. Su cara inferior es plana y lisa, sin trabajo alguno en el centro, pero todo el contorno presenta un gran número de golpes concoidales. Su cara superior se eleva en el medio en una larga cresta longitudinal y está tallada a grandes cascos, pero el borde en todo su contorno está tallado a pequeños golpes. A pe- 180 sar de este trabajo en ninguna parte presenta un borde cortante, y por consiguiente ignoramos por completo el objeto o uso a que estaba des- tinado. La figura 198 es otro pedernal más pequeño que el anterior, de 6 milímetros de espesor, plano y liso en el centro de la superficie de sus dos caras, pero tallado a golpes concoidales en todo su contorno, como el precedente, sin que tampoco termine en borde cortante. Lo mismo que el anterior, ignoramos el uso a que estaba destinado. La figura 199 representa otra piedra tallada de un modo muy curioso. Tiene 33 milímetros de largo, 16 de ancho y 9 de espesor en su parte más gruesa. Su cara inferior es algo plana y sin trabajo alguno. La su- perior es muy convexa, tallada a grandes cascos en el centro y a peque- ños en todo el contorno, de manera que el borde de la derecha forma una superficie cóncava y el de la izquierda una convexa, terminando en punta una de las extremidades de la piedra, mientras que la otra es muy gruesa, ancha y redondeada. Ignoramos el uso que ha tenido este ins- trumento. La figura 200 es otro objeto de piedra aún más curioso que el an- terior. Tiene 25 milímetros de largo y 14 en su mayor anchura. Su cara inferior es en parte plana y lisa, pero en su costado izquierdo presenta un largo chaflán longitudinal, ancho de 9 milímetros, formando un plano inclinado de manera que termine en un borde delgado y cortante. Su cara superior es completamente plana y lisa. Todo el costado derecho, en forma de semicírculo, tiene un espesor de 5 a 7 milímetros y está tallado casi perpendicularmente por medio de un grandísimo número de golpes. Ignoramos el destino de tal objeto. La figura 201 representa otra piedra que, por su trabajo, es bastante parecida a la anterior. Es una hoja plana de 40 milímetros de largo, 21 de ancho y de 6 a 8 de grosor. Sus dos caras están en parte talladas a grandes cascos y su costado izquierdo a golpes pequeños de manera que termine en filo. Su extremidad inferior, ancha de 7 milímetros, está tallada en bisel por sus dos caras y a grandes cascos, terminando en un borde muy delgado y cortante. El costado derecho es la parte más grue- sa del instrumento y está tallada casi verticalmente por una seme de pe- queños golpes concoidales. Ignoramos el uso a que era destinada. Lo que encontramos sumamente difícil de explicar en esta clase de objetos es el destino o uso que daban al costado grueso tallado en toda su su- perficie a golpes concoidales pequeños de manera a ponerlo lo más ro- mo. posible. Otros muchos sílex hemos encontrado que no entran en ninguna de las categorías conocidas, pero su descripción nos llevaría demasiado lejos. Hemos recogido cierto número de pedazos de pedernal de una forma bastante grosera, producidos por varios golpes que no guardan entre sí 181 ninguna simetría, de manera que terminan en una superficie irregular que presenta cierto número de puntas más o menos agudas. Si estos pedazos hubieran sido recogidos en puntos donde estas piedras abundan y en medio de guijarros, podrían ser considerados como fragmentos pro- ducidos al acaso, pero encontrados en llanuras donde no existen piedras v hasta donde por consiguiente tienen que haber sido llevadas de otra parte, el hecho de haber sido encontrados mezclados con otros nume- rosos restos de la antigua industria humana, hace suponer que han sido reducidos a esa forma con un objeto determinado. Si esto no fuera su- ficiente para demostrarlo, lo probarían algunos ejemplares como el re- presentado en la figura 202 que se conoce de un modo evidente ha sido tallado por el hombre. Basándonos en las reglas de analogía, no podemos por menos que considerar estas piedras como proyectiles que se arrojaban por medio de la honda; pues en Europa y otras diversas partes se han encontrado fragmentos de piedra-de igual forma y destinados al mismo uso. El señor Moreno habla de otra clase de piedras de honda, encontradas en la provincia Buenos Aires, muy diferentes de las anteriores. «Su for- ma es la de pequeños discos con dos caras convexas, concluyendo en bordes agudos en toda la circunferencia, muy bien trabajados en varias clases de piedra, entre las que hay algunas volcánicas; las fabricadas con esta última materia tienen los bordes más agudos y mejor trabaja- dos. Su tamaño es generalmente igual, con poca diferencia, al ejemplar que poseemos, que tiene 70 milímetros de diámetro y 48 milímetros de espesor en el centro. Esta clase de armas, pulidas de este modo, aunque de una forma algo diferente, semejándose a un ovóideo en bordes agu- dos, la han usado los antiguos escandinavos y las usan los actuales neo- caledonianos y neozelandeses (16)». Piedras de honda muy parecidas se encuentran también en Europa. Por nuestra parte, no hemos encontrado ningún ejemplar de tal forma. En todas partes donde se han encontrado en alguna abundancia restos de la antigua industria humana de la época de la piedra, se han descu- bierto también los pedazos de pedernal de los que, a fuerza de repetidos golpes, se sacaban las hojas de piedra que eran las que servían para fabricar después casi todos los instrumentos de esta materia. A estos pedazos de piedras matrices se les ha dado el nombre de núcleos y pre- sentan siempre cierto número de caras longitudinales que marcan los puntos de donde se han sacado las lajas. Como era de esperarse, esas piedras también se encuentran en esta Provincia, pero son de tamaño bastante pequeño (figura 203). Algunos ce estos núcleos han sido después retallados a pequeños golpes en al- (16) Noticias, etc., ya citadas. 182 gunos de sus ángulos o aristas, como sucede con algunos de los gran- des núcleos encontrados en el Grand-Pressigny, en Francia. La figura 204 a, representa uno de estos núcleos encontrado cerca de la Villa de Luján. También se encuentran con los mismos núcleos un gran número de fragmentos irregulares que presentan muchas facetas y aristas como los figurados con los números 205, 205 bis y 206. Estas piedras se pue- den considerar como núcleos reducidos a su menor tamaño posible a fuerza de sacar de ellos hojas de sílex y creemos que pueden designar- se con el nombre de residuos de núcleos o simplemente residuos. Un gran número de piedras completamente iguales se encuentran en los kjokkenmüddings de Dinamarca. Muchos de estos residuos, lo mismo que los núcleos, han sido retallados a pequeños golpes en sus bordes, cemo lo indican los ejemplares figuras 207 y 208 (lámina IV). Juntamente con todos los objetos ya mencionados se encuentran tam- bién un gran número de piedras pulidas artificialmente en una o dos de sus caras y cuyo uso es aún muy problemático. Estas piedras pulidas pueden dividirse en tres clases. Las primeras son trozos de piedra bastante grandes, de materias diversas (granitos, mármol, pórfido, diorita, micaesquisto, gneis, esquistos, gres, pudingas, arcillas compactas, etc.), pulidas en una sola cara, de modo que presen- ten una superficie plana y tan lisa como la superficie pulida de los már- moles de nuestras mesas. Estas piedras tienen un tamaño de 6 a 15 cen- timetros de largo, 6 a 10 de ancho y 4 a 6 de espesor. Las segundas son placas de esquiscos diversos, de un espesor de 5 a 10 milímetros y pu- lidas en una sola cara; estas son las más numerosas. Las terceras son también placas de esquistos, pero pulidas en ambas caras; su espesor varía entre 5 y 15 milímetros. Placas de esquistos mezcladas con restos de la industria humana de la edad de piedra se han encontrado también en muchas cavernas belgas, particularmente en la de Chaleux, donde, según la expresión de M. Du- pont, eran innumerables (17). Hemos encontrado además un gran número de fragmentos de piedras pulidas, pero tan incompletas, que no nos permiten averiguar qué obje- tos serían y a qué uso estarían destinadas. Parece que unas han sido gastadas por un continuo frotamiento y otras es posible que sean frag- mentos de hachas pulidas. También hay un gran número de fragmentos de piedras micáceas y cuarzos de colores más o menos pulidos que probablemente han servido como objetos de adorno. Proponemos que se distinga con el nombre de placas morteros a unas (17) Epouarp Dupont: Notices prél'minaires sur les fouilles exécutées sous les auspices du gouvernement belge dans les cavernes de la Belgique. 183 hojas de piedra generalmente de pizarra que, como los morteros, tienen una cavidad en una de sus superficies, pero que se diferencian de éstos por la poca profundidad que tiene la depresión, por ser su fondo suma- mente liso, y por último por ser lajas de piedra delgadas que no pueden de ningún modo haber sido destinadas al mismo uso que los morteros. Sin embargo se conoce que se han triturado en ellas algunas materias; sin duda substancias blandas. Aunque no hemos encontrado ninguna placamortero completa, posee- mos algunos grandes fragmentos que pueden dar una idea exacta de la forma que tenían. El ejemplar más grande está representado en la figura 211. Es una placa de esquisto que tiene 234 milímetros de largo por 140 de ancho. Está dividida en tres pedazos que estaban enterrados a cuatro varas de distancia unos de otros. No nos fué posible encontrar el fragmento que completaba la parte que falta. Su figura, como lo indica el diseño, era exagonal, pulida y gastada por el uso en su cara superior tan sólo; la otra es áspera y rugosa. En los bordes tiene un espesor de 7 milímetros y se va adelgazando hacia el centro, hasta quedar reducida a un espe- sor de 4 milímetros, formando de este modo una depresión muy suave, cuya mayor profundidad es sólo de 3 milímetros. Esta depresión es el resultado del desgaste producido por un uso continuado durante largo tiempo. En el mismo punto donde recogimos los fragmentos de esquisto que forman esta placa, encontramos también una piedra de figura cilíndrica aplastada, redondeada en una de sus extremidades y quebrada en la otra. Esta piedra es la que sin duda hacían rodar en la depresión de la placa- mortero. Tiene 72 milímetros de largo, 56 de ancho y 30 de espesor en su parte más gruesa. Esta placamortero y su mano fueron encontradas en una loma de la orilla izquierda del arroyo Frías, que está situada casi en frente del puente muevo construído sobre el arroyo. Denominamos pulidores a unas piedras largas y cilíndricas que cree- mos muy posible fueron empleadas para ablandar las pieles. La figura 210 representa un ejemplar. Tiene 174 milímetros de largo y 52 de diámetro. Una de sus extremidades es algo redondeada y la otra más pequeña y más plana. En su parte inferior es algo plana y una parte de su borde está completamente desgastado por el uso. Este objeto, por su forma y por los puntos en que presenta su des- gaste, parece haber sido usado de dos modos diferentes: uno agarrándo- lo poco más o menos por la mitad, poniendo la mano encima del borde circular y frotando la piel con la parte aplastada; el otro asiendo el ci- líndro por su extremidad superior más gruesa para refregar con la otra que ofrece rastros evidentes de un uso prolongado. 184 Ademas de estos cilindros que, como hemos dicho, han servido pro- bablemente para ablandar las pieles, se encuentra también un gran nú- mero de placas de gneis o arenisca endurecida, reunidas sin duda para pulir piedras y huesos. La bola era el arma de guerra por excelencia de las tribus indígenas de la Pampa, así como el hacha lo era de las poblaciones prehistóricas ae Europa. Son piedras generalmente redondas, que se ataban a una corta correa de cuero con cuya ayuda las revoleaban, lanzándolas de modo que fue- ran a herir en la cabeza al enemigo. Es extraño que de una arma tan general como lo era la bola entre los indígenas de nuestro territorio, no se hayan encontrado hasta ahora más que unos cuantos ejemplares y generalmente rotos. La piedra que más se empleó en su fabricación es la diorita; y en seguida, en proporciones menores, el granito, el pórfido, el gneis y el micaesquisto. Su forma, según lo hemos dicho y lo indica su nombre, es general- mente más o menos redonda; pero.las hay algunas ovaladas y algunas provistas de varias caras o superficies planas. Cierto número de ellas tienen un surco alrededor, que servía para asegurar la cuerda. - Hemos recogido varios ejemplares de bolas redondas. Su tamaño es muy variable. Un ejemplar recogido a orillas del arroyo Marcos Díaz, tiene 58 milímetros en su diámetro mayor y 54 en el menor. El ejem- plar más grande que poseemos, recogido a orillas del mismo arroyo, tiene 75 milímetros de diámetro. Algunos están tan bien trabajados que parece estuvieran redondeados al torno. De estos últimos no tenemos ningún ejemplar entero, sino un gran pedazo que nos fué enviado por el señor Larroque, quien lo encon- tró a orillas del río Areco; está labrado en diorita y forma una esfera perfecta de 70 milímetros de diámetro. Nos resistimos a creer que los indígenas hayan labrado estas piedras sin tener un medio para determinar un círculo perfecto, pues es muy aificil que se puedan labrar a simple vista con tanta perfección que, como en este caso, pueden soportar el contralor del compás. Todas estas bolas son lisas. Con surcos no hemos encontrado más que pequeños fragmentos. Los surcos son cóncavos, poco profundos y de un ancho variable entre uno y dos centímetros. Tenemos otra media bola de imperfecta forma redonda, que tiene dos facetas planas en su superficie. El señor Moreno describe también una bola encontrada por el señor Hudson, «de piedra negruzca, redondeada, algo ovóidea, con cuatro fa- cetas pulidas, algo planas en los cuatro puntos más prominentes, pero redondeadas, sin mostrar bordes agudos». ru OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. 219 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAM. V OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — Vor. UI LA ANTIGUCDA z G D DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAm, Y 185 En la colección de la Universidad de Buenos Aires existe otro objeto curioso de esta clase, que nuestro citado colega describe de este modo: «Pero el objeto más notable de esta clase que conozco y que se con- serva en la colección de la Universidad de Buenos Aires, es una piedra marmórea negra, con ligeras vetas verdosas, casi circular, con un surco en medio, ancho de dos centímetros y cóncavo, poco profundo, donde han colocado una cuerda; el resto de la superficie de este curioso objeto posee ocho caras pulidas, cuatro en cada media circunferencia, formando un octaedro, cuyo canto ha sido ya gastado con el uso, teniendo sus bordes en la actualidad lisos y redondeados, como si hubiese rodado en el agua. Su diámetro perpendicular es de 75 milímetros y el transversal Ge SO milímetros. Fué encontrado en el partido San José de Flores, Buenos Aires (18). El doctor Oscar Liliedal nos contaba, hace ya tiempo, haber encon- trado una bola con surco a orillas del río Matanzas, que, por la descrip- ción que hizo, diferiría de todos los objetos de este tipo hasta ahora co- nocidos. Era una bola en forma de media naranja, cuyo surco, después de haber recorrido la semicircunferencia, pasaba por debajo atravesan- do toda la superficie plana. También hemos recogido ejemplares de bolas Hennes oblongas y ovéideas labradas artificialmente, pero de tamaño mucho menor, que por eso mismo no deben haber sido empleadas como bolas perdidas. Es- tas se usaron probablemente del mismo modo que las actuales boleado- ras, armas que también usaban los indígenas de la Pampa, como lo prue- ban las siguientes palabras de Lozano: «Envióseles a convidar la paz, pero ellos se pusieron a punto de guerra, prevenidos de antemano para conflicto, con mucha flechería, dardos, macanas y bolas de piedra, que eslabonadas por la punta de una cuerda las jugaban para enredar a sus enemigos por los pies, y ahora les pareció podrían hacer lo mismo con los caballos, etc., etc. (19)». Como se ve, este pasaje no puede aplicar- se más que a las boleadoras y de ningún modo a las bolas perdidas. Los morteros son los objetos de piedra de mayor tamaño que se en- cuentran en la Provincia, pero son también quizá los más escasos. He aquí lo que sobre ellos dice el señor Moreno: «En mi colección existe un mortero encontrado en los cimientos de una casa antigua de Buenos Aires, y he tenido ocasión de ver manos de ellos, recogidas cerca de la boca del Salado, y un fragmento de uno de estos objetos ha sido hallado en las orillas del río Areco. El sitio en que se han descubierto estos dos últimos objetos, puede servir para demos- trar que eran destinados para triturar el pescado sacado de los ríos, en cuyas orillas han sido recogidos. El que poseemos, ya mencionado, es (18) Noticias, etc, ya citadas. (19) Lozano: Historia de la conquista del Paraguay, Rio de la Plata y Tucunián. 186 un mortero de piedra granítica, muy semejante a la figura 2 de la plan- cha XVIII, de la obra de Jones, que representa un objeto de esta clase, encontrado en el Estado Georgia (Estados Unidos), perteneciente a los indios que habitaban esos parajes en épocas prehistóricas, aunque el nuestro está cavado de un solo lado. Ninguna labor se ha hecho para pulir la piedra; los naturales la han formado tal cual era, es decir un gran cascajo rodado o china, y sólo han trabajado la cavidad. La mano de este mortero que poseemos, asemeja a un cono truncado en su vér- tice, igual a los prehistóricos de Patagonia; tiene de largo 11 centíme- tros y 7 en su base. El mortero, que es de forma irregular, pero casi circular, tiene 17 centímetros de ancho, 10 de alto y 5 de profundidad en la cavidad (20)». El fragmento de mortero hallado a orillas del río Areco de que habla el señor Moreno, fué encontrado por el señor Larroque, quien tuvo la cortesía de enriquecer con él nuestra colección. Es un pedazo de borde y parte de la cavidad trabajado en una piedra granítica, que denota que el mortero entero debía tener una figura circular bastante perfecta y un diámetro de 25 a 28 centímetros. Tiene 82 milímetros de altura y su cavidad en la parte existente, que no es la más honda, 27 milímetros de profundidad; pero en el centro del mortero debía ser algo mayor. Está trabajado en toda su superficie, y el borde (figura 208, lámina V) forma una curva muy regular y perfectamente pulida, cuyo trabajo probablemente se hizo con placas de gres. El espe- sor de este borde es de 52 a 64 milímetros, según los puntos en que se mida. La base o asiento no está tan bien trabajada, pero la concavidad está perfectamente bien labrada. En fin, una mano de mortero que recogimos cerca de Mercedes, es casi completamente igual a la que describe Moreno. Tiene la forma de un cono truncado de 86 milímetros de largo. Su base, de forma circular, tiene 45 milímetros de diámetro y termina en una superficie muy lige- ramente convexa y muy gastada, particularmente en sus bordes. Todo el largo del cono es de figura perfectamente circular y muy bien pulido en toda su superficie. En su extremidad superior sólo tiene de 20 a 22 milímetros de diámetro, terminando en una superficie ligeramente con- vexa y no tan pulida como el resto de la piedra. La figura 212 representa una piedra muy curiosa, encontrada en un antiguo paradero indio, a orillas del arroyo Frías. Es una piedra de fi- gura cilíndrica algo aplastada, de color verduzco, pero tan blanda que se raya perfectamente con la uña. Tiene 56 milímetros de largo y su base, que está rota, es de forma circular ligeramente ovalada y de 11 milíme- tros de diámetro. Va disminuyendo de grosor a medida que se aproxima (20) Noticias, etc. 187 a su extremidad superior, que es bastante aplastada, de dos diámetros diferentes, el mayor de 9 milímetros y el menor de 7, terminando en una pequeña superficie convexa, lisa y pulida como el resto de la superficie de la piedra. A siete milímetros de distancia de su extremidad superior tiene un agujero perfectamente circular que atraviesa la piedra por completo, de 6 milímetros de diámetro en sus dos aberturas opuestas, pero que hacia el centro es mucho más angosto, lo que prueba que el agujero ha sido empezado por sus dos extremidades opuestas. Este agujero estaba sin duda alguna destinado para pasar por él un cordón para poder colgar la piedra al cuello. Más arriba de éste existe la señal de otro empezado también en sus dos caras, pero que no ha asujereado la piedra por completo. En la mitad inferior de la piedra se ve una figura, grabada de un modo muy grosero, con la cual parece haberse querido representar un ser hu- mano. El contorno de la cabeza está trazado por una sola línea que parece indicar un cráneo deformado, sin que se note ninguna incisión destinada a indicar la boca, los ojos, la nariz o las orejas. Lo mismo sucede con el cuerpo, el cual sólo tiene marcado su contorno. Es una lástima que por estar rota la piedra falten los miembros inferiores de la figura. La cara opuesta es lisa y algo aplastada, presentando en parte una superficie plana. Este es el único ejemplar que conocemos de un ser animado cualquiera representado sobre un objeto prehistórico de la provincia Buenos Aires. Con todos estos instrumentos y utensilios se encuentran también un grandísimo número de piedras sin trabajar, granitos, pórfidos, esquis- tos, micaesquistos, cuarzos, feldespatos, micas, gneis, mármoles, piedras volcánicas, etc., todas llevadas por los indios a esos parajes con un ob- jeto que aún nos es desconocido, puesto que muchas no parecen haber sido destinadas a la fabricación de armas e instrumentos. Sin emhargo, hay otras sobre las cuales ha de sernos permitido llamar la atención. Citaremos en primera línea un gran fragmento de pedernal de color obscuro, de cerca de un decímetro de largo, cinco de ancho y cuatro de espesor. Su cara inferior es plana, pero muy rugosa, presentando la su- perficie natural de la roca. Todo su contorno está tallado a grandes cascos verticales y su cara superior está cubierta por una capa de cristales de cuarzo blanco, de un efecto magnífico. Este objeto ha sido recogido en un paradero indio cerca del pueblo Pilar y procede sin duda alguna de la Banda Oriental o de Entre Ríos. Fué traído a esta Provincia por los indios, que sin duda lo consideraban como un objeto de gran lujo. En un paradero de las orillas del río Luján hemos recogido un trozo bastante considerable de madera petrificada, completamente convertida 188 en pedernal, pero sin presentar ningún trabajo. Este objeto sólo puede provenir de Entre Ríos, la Banda Oriental o el río Negro de Patagones. En otras partes hemos recogido algunos fragmentos de calcáreo-lito- gráfico groseramente labrados y con impresiones de algunos fósiles ca- racterísticos de los terrenos jurásicos; y como hasta ahora sólo se han encontrado terrenos de esta formación en Mendoza y San Juan, fuerza es admitir que dichos ejemplares proceden de aquellos puntos. Hemos recogido también un gran número de pequeños fragmentos de arcillas ferruginosas coloradas que tiñen en rojo. Ignoramos su yaci- miento primitivo, pero señalamos el hecho por cuanto creemos que han servido a los indios para la fabricación de los colores que empleaban. En los paraderos indios suelen encontrarse a veces fragmentos de conchas de moluscos marinos, pero más generalmente aún huesos de mamíferos fósiles arrancados a la formación pampeana y particular- mente fragmentos de coraza de Gliptodon. ‘Concluiremos esta reseña diciendo, en fin, que en una ocasión, en medio de numerosos instrumentos de piedra y alfarerías primitivas, re- cogimos el objeto de metal representado en la figura 213. Es una especie de prendedor o topo de plata, cuya extremidad inferior está gastada por un largo frotamiento. Su cara opuesta es completamente plana y presenta un anillo muy delgado pegado por soldadura (figura 214). En lugar oportuno hemos de volver sobre la importancia de este des- cubrimiento. Dre CAPÍTULO VII ALFARERÍAS DE LA PROVINCIA BUENOS AIRES Alfarerías, sus caracteres y modo de encontrarse. — Bordes. — Alfarerías pintadas. — Diseños y adornos. — Alfarerias delgadas. — Botijas. — Ollas.—Asas o manijas. ——Pesones. —Pipas. — Objetos de uso indeterminado. Los objetos de los indígenas anteriores a la conquista que más abun- dan en la Provincia, son los restos de alfarería. Aquí, como en casi todas partes de América, el arte de trabajar tiestos de barro había llegado a un grado de perfección que jamás alcanzaron los hombres de la edad de la piedra en Europa. Desgraciadamente para los arqueólogos, estos objetos se encuentran generalmente hechos pedazos. À veces los fragmentos de un mismo vaso se encuentran a mucha distancia unos de otros, y a veces se hallan los fragmentos de un gran número de vasos mezclados, todos juntos, de modo que se hace imposible reconstruir uno solo. Esto mismo acontece con las alfarerías de las palafitas, kj0kkenmoód- dings y túmulos de la edad de la piedra en Europa, como con las de los gigantescos monumentos de Ohio, en Norte América, y la de los para- deros de los antiguos indios en las pampas. Hemos recogido en diversos puntos millares de fragmentos sin que nunca nos haya sido posible obtener un solo ejemplar completo. El señor Moreno dice lo mismo; no ha podido obtener pieza alguna entera o casi completa. Sin embargo, ambos hemos recogido fragmentos bastante grandes para poder dar una idea exacta de la forma de algunos tiestos de barro usados por los antiguos indios. A juzgar por los fragmentos recogidos, los utensilios de barro debían ser, no sólo muy numerosos, sino también de formas muy variadas. Hay pedazos que indican la existencia de formas sumamente curiosas, pero su pequeñez no permite formarse una idea de los objetos enteros, de modo que hay que esperar que la casualidad nos ponga en posesión de ejemplares más completos para intentar su reconstrucción aun ideal. El espesor que presentan los fragmentos de alfarería diferentes que hemos recogido, es muy variable. Algunos fragmentos de vasos muy pe- queños y de masa muy fina y homogénea, apenas tienen dos milímetros de espesor. Otros, pertenecientes a tiestos de mayor tamaño, tienen un espesor variable desde 5 a 15 milímetros; pero hay algunos grandes fragmentos cuyo espesor alcanza en algunos puntos hasta 25 a 30 mm. Los más finos son generalmente de una pasta arcillosa homogénea y algunos bastante duros; pero en los ejemplares más gruesos, la pasta 190 arcillosa en que han sido trabajados fué amasada con fragmentos de piedras diversas. Tenemos algunos pedazos que presentan innumerables hojitas muy pequeñas de mica; otros que han sido amasados con peque- ños fragmentos de pedernal, cuarzo y granito; y muchos que lo fueron con arena cuarzosa muy fina. Allí donde recogimos restos de alfarerías en grande abundancia, que parecía habían sido trabajadas en el punto del yacimiento, vimos tam- bién muchos trozos de piedra que sin duda habían sido llevados allí para triturarlos y mezclar en seguida sus fragmentos con la arcilla destinada a la fabricación de los tiestos. De este modo daban quizá mayor consis- tencia a los vasos. Lo creemos así con tanta mayor razón cuanto que este sistema de fabricación no ha sido usado solamente por los indios de la Pampa anteriores a la conquista, sino también por los pueblos prehistó- ricos de Europa y Norte América. Ya hemos dicho que otras veces, en lugar de cuarzo o sílex pulveri- zado se sirvieron de arena; y ahora agregaremos que tenemos recogidos algunos fragmentos tan sumamente cargados de arena, que parecen pla- cas de gres. Muchos de esos tiestos han sido amasados con una tierra blanquizca muy abundante en cal, que se encuentra en las orillas de un gran nú- mero de ríos y arroyos de la llanura. Algunos fragmentos son tan blandos, que se pueden deshacer entre Ics dedos; otros, algo más duros, se pueden rayar con la uña; pero algu- nos fragmentos presentan una dureza extraordinaria y sólo podrían ser rayados con instrumentos de metal o puntas de pedernal. El color que presentan varía, según la tierra de que han sido traba- jados y el grado de cocción que han recibido. Los ejemplares bien cocidos son generalmente escasos; la mayor parte presentan apenas ligeros rastros de cocción; poseemos algunos pedazos amasados con arcilla blanca que no presentan indicios de haber sido expuestos a la acción del fuego, y que, según todas las probabilida- ces, tan sólo han sido endurecidos por el calor del sol. El color que presentan los que han sufrido una cocción algo regular, como dice el señor Moreno: «se parece al de las macetas de flores aún no concluídas, pero ninguna presenta un color amarillo rojo como éstas» (21). El centro de la pasta está muy mal cocido y presenta un color negro, excepto en los que han sido amasados con arcilla blanca que contiene mucha cal; éstos tienen el centro algo blanquizco o color ceniza. Tene- mos, sin embargo, algunos fragmentos que han sido bien cocidos y que (21) Moreno: Noticias sobre antigiiedades de los indios del tiempo anterior a la conquista, descubiertas en la provincia de Buenos Aires. «Boletín de la Academia «Nacional ide ciencias exactas», tomo I. Córdoba, 1874. 191 presentan un color amarillo, tanto en su parte externa como en el centro, pero éstos son muy raros. Los que apenas han sufrido la acción del fuego son generalmente co- lor negro, tanto en la parte externa como en la interna y el centro; y los que han sido amasados en arcilla blanca tienen color plomo. Dice el señor Moreno: «La alfarería Querandí tiene siempre la parte interior del vaso más cocida que la exterior, probablemente para im- edir la infiltración de los líquidos depositados en ellas» (22). Pero esta no debe ser regla general, pues en nuestra colección hay muy pocos ejemplares que estén más cocidos en la parte interior del vaso que en la exterior. La mayor parte están igualmente cocidos en la parte interna que en la externa, presentando como está dicho, color amarillo en el exterior y negro o plomo en el centro, según la arcilla con que han sido trabajados. Además tenemos algunos ejemplares que están mucho me- jor cocidos en la parte externa del vaso que en la interna. Probable- mente los cocían más en una o en otra superficie según el uso a que estaban destinados. La superficie de la mayor parte de estos objetos es completamente lisa, pero hay muchos que en su superficie externa están grabados con un gran número de diseños primitivos. Todos han sido trabajados a mano, sin ayuda del torno de alfarero, pero probablemente con huesos, conchas u otros objetos que facilitaran el medio de redondear los contornos. Algunos ejemplares, sobre todo los más pequeños, están trabajados con tanta perfección que parece imposible hayan sido ejecutados por manos indias y sin ayuda del torno; pero otros, sobre todo los grandes, son de lo más tosco que se conozca en su género, mal redondeados, con depresiones y convexidades en toda su superficie, presentando en mu- chas partes las impresiones de los dedos que los han modeládo. Entre los fragmentos pequeños, lisos, sin dibujos, sólo merecen al- guna descripción, los pedazos de bordes que son de formas muy varia- das, que reduciremos a tres principales: bordes planos, redondos y ple- gados. Damos el nombre de bordes planos a aquellos que terminan en una superficie plana. Unas veces el vaso va engrosando hacia el borde, de modo que éste es la parte más gruesa de la vasija, como el fragmento figura 215, que tiene 19 milímetros de espesor en el borde y sólo 10 en su parte inferior, en donde está roto. El borde forma una superficie plana inclinada hacia el centro del vaso. Es de color ladrilloso obscuro en el exterior y negruzco en el centro. Otras veces el grueso del borde es completamente igual al grueso del resto de la vasija, como lo indica (22) Noficias, etc. 192 el fragmento de la figura 216, amasado en arcilla bastante fina y ho- mogénea, regularmente bien cocido, de color ladrilloso tanto en su su- perficie externa como en el interior de la masa, pero cuya superficie interna es de un color negro algo lustroso. Bordes redondos, son los que concluyen en un borde redondeado como el de la figura 217, trabajado con tanta perfección que parece modelado con el torno de alfarero. La perfección de su trabajo y la elegancia de su forma corresponde también al grado de cocción que ha recibido, que es bastante conside- rable, presentando un hermoso color ladrilloso tanto en la superficie interna como en la externa que penetra en el interior de la masa, que es de una pasta arcillosa homogénea. La figura 218 representa otro frag- mento de alfarería, de borde redondeado, no tan bien trabajado y algo más delgado que el cuerpo del vaso. En otros fragmentos, el borde, aunque bien trabajado, termina en un filo de uno o dos milímetros de espesor, muchísimo más delgado que el cuerpo de la vasija. Bordes plegados son los que están doblados hacia afuera. Unos ter- minan en una superficie plana, como el de la figura 219; y otros en una redondeada y muy plegada hacia afuera, por ejemplo: el de la figura 220. Otros fragmentos tienen bordes más gruesos que el resto de la vasija y como en el ejemplar figura 221, terminan en su parte superior en una superficie plana, y otra en la parte externa del borde, formando con la primera un ángulo muy obtuso. Hay muchos que han sido pintados. De esta clase hemos recogido un gran número de fragmentos. Están pintados de colorado, en unos muy obscuro y en otros muy vivo y algu- nas veces lustroso como si hubieran sido barnizados. Son colores muy tenaces, pues no hemos podido desteñirlos refregándolos con trapos mo- jados. El doctor Zeballos cree que por su firmeza son de origen vege- tal (23). Unos están pintados en la parte externa del vaso; otros en la externa y en la interna; y algunos, aunque más raros, sólo en el interior. Los fragmentos de alfarerías pintadas que hemos recogido son todos muy mal cocidos, presentando su interior completametne negro o gris ceniza. Después de endurecidos o quizá antes de cocerlos, han sido pintados de blanco con una marga calcárea que abunda mucho a orillas del río Luján, y encima de este blanco han pasado después la pintura colorada. Algunos de estos fragmentos lavados por las aguas que se han llevado la pintura colorada, han quedado completamente blancos. (23) E. ZEBALLOS: Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires. 193 En algunos casos no se ha aplicado la pintura en toda la superficie del vaso, sino sólo por bandas, a modo de adorno. Otros ejemplares, aunque muy escasos, están pintados de colorado sucio en la parte exterior del vaso y de color negor lustroso en la parte interior. Todos estos tiestos pintados no han servido seguramente como útiles culinarios destinados a soportar la acción del fuego, pues no habrían conservado su color. Más probable es que fueran destinados a la conser- vación de líquidos y que en este caso la pintura haya sido usada para hacerlos más impermeables, porque ella forma generalmente una costra bastante gruesa. Además, sería difícil encontrarle otra explicación al hecho de que algunos vasos estuvieron pintados en la superficie interna y no en la externa, como debiera ser si en reálidad la pintura sólo hu- biera sido empleada como adorno. Los adornos primitivos, que en otra parte dijimos ornamentaban mu- chos de los objetos de barro que hemos recogido, son muy variados. Los más toscos consisten en líneas y puntos diversamente combinados; otros ejemplares están adornados de guardas, cordones y líneas curvas en relieve y bajo relieve, trabajado todo con una perfección y simetría que ya demuestran un cierto gusto artístico. = No hemos recogido ningún ejemplar en que se halle representado al- gún ser viviente, ni tenemos conocimiento de que otras personas los hayan encontrado. Los adornos más comunes son: rayas paralelas al borde, en sentido vertical u oblícuo, que algunas veces se cruzan formando ángulos di- versos; líneas de puntos formando ángulos y zig-zags; y escotaduras en los bordes. Estas últimas se presentan generalmente cuando el resto del vaso no está adornado con dibujo alguno. Las escotaduras de los bordes también tienen diversas formas y se hallan a distancias diferentes. La figura 222 representa un fragmento de alfarería con escotaduras en la parte superior de su borde. Es de una masa arcillosa homogénea, de un centímetro de espesor, de color algo ladrilloso en su superficie externa y negruzco en la interna, lo mismo que en el centro. Su superficie interna es muy lisa y el borde muy bien redondeado y plegado hacia el exterior. Las escotaduras estén a 19 milímetros de dis- tancia unas de otras y atraviesan el borde oblícuamente. Tienen 12 mi- límetros de largo, cinco de ancho, son poco profundas y concluyen en una superficie cóncava. En otros ejemplares, en vez de estar las escotaduras en la parte su- perior del borde, se encuentran hacia el lado interno y mucho más cerca unas de otras. La figura 223 representa un fragmento de borde de tal modo ador- AMEGHINO — V. III 13 194 nado. Las escotaduras son un poco más cortas que las del ejemplar an- terior, pero más anchas, más profundas y a sólo 4 milímetros de distan- cia unas de otras. Están dispuestas en pendiente hacia el interior del vaso y no alcanzan a tocar la extremidad exterior del borde, de la que están separadas por unos dos o tres milímetros. Cada escotadura está indicada en el exterior del borde por una pequeña convexidad y los es- pacios intermedios por pequeñas depresiones. La figura 224 es otro fragmento de alfarería de color negruzco, tanto en el exterior como en el interior de la masa, con un borde redondeado, pero mucho más delgado que el cuerpo del vaso y adornado de escota- duras de sólo dos milímetros de ancho, muy profundas y colocadas en una línea no interrumpida formando un zig-zag hacia el lado interno del borde, o una sucesión de ángulos, unos con el vértice hacia arriba y otros hacia abajo. Otras veces las escotaduras están en grupos, como lo indica la figura 225, que representa un fragmento de alfarería de borde grueso y plano, de 11 milímetros de espesor. La superficie del borde presenta un grupo de surcos angostos, profundos y transversales; dos de ellos separados por una delgada pared de sólo un milímetro de espesor; y el tercero más ancho, separado del más cercano por un espacio de 4 milímetros. Estos surcos y escotaduras deben haber sido hechos indudablemente con instrumentos de piedra o de hueso; pero hay otras, como la que presenta el fragmento figura 226, que consiste en una pequeña depre- sión circular en la superficie misma del borde, que debe haber sido pro- ducida por una presión vertical hecha con la yema del dedo sobre la arcilla aún blanda, de manera que el borde en ese punto se ensanchara formándose en el centro esa pequeña depresión. Hay aún otros diversos sistemas de escotaduras diferentes, pero ya no nos detendremos en ellos, pues los ejemplares que poseemos son muy incompletos. Los adornos más sencillos del cuerpo de las vasijas consisten en es- trías más o menos profundas muy cercanas unas de otras y colocadas en sentido ya vertical, ya horizontal. La figura 227 representa un espeso fragmento de alfarería, bastante bien cocido y amasado con una gran cantidad de partículas de mica, cu- bierto de esas estrías en sentido vertical. Estas estrías deben haber sido producidas pasándose sobre la arcilla aún blanda hojas de pedernal o huesos rotos longitudinalmente y algo dentellados en sus bordes. Las más anchas tienen unos tres milímetros y en su fondo se presentan otras más pequeñas. La figura 228 representa otro pequeño fragmento muy bien cocido y cubierto de estrías horizontales algo interrumpidas. Después de estos, los adornos más simples parecen consistir en líneas: 195 perpendiculares a distancia de 5 milímetros unas de otras y bastante profundas, concluyendo en un fondo de superficie cóncava, como lo in- dica la figura 229, o en surcos que corren paralelamente al borde, como los de las figuras 230 y 231. El de la figura 230 es un fragmento de 6 milímetros de espesor, de un color amarillento en la superficie externa y negruzco en la interna y en el interior de la masa, el cual tiene un borde redondeado más del- gado que el cuerpo del vaso. Paralelamente al borde corren dos surcos, el primero a cinco milímetros de distancia del borde y el segundo poco más o menos a la misma distancia del primero. Los surcos son de dos milímetros de anchura, poco profundos y de fondo desigual. El de la figura 231 es un poco más delgado que el anterior, de color negruzco, borde redondeado y con tres surcos paralelos a éste; el pri- mero a seis milímetros del borde, el segundo a dos milímetros del pri- mero y el tercero un poco más distante del segundo. Los surcos tienen el mismo ancho que los del fragmento anterior, pero son más regulares y de fondo más liso. Estos surcos han de haber sido producidos por medio de cordones atados alrededor de los vasos cuando aún estaban frescos, los cuales dejaron impresa su forma en la arcilla cuando ésta se endu- recio. Otros fragmentos estan adornados con lineas rectas, horizontales y oblícuas, grabadas profundamente con un instrumento de punta redon- deada, formando combinaciones curiosas como el ejemplar figura 232, de 10 milímetros de espesor, adornado con una serie de líneas paralelas en su parte superior y con otra serie de líneas oblícuas en la inferior, que con las primeras forman ángulos agudos. La figura 233 representa un fragmento cubierto de rayas angostas y profundas hechas con un instrumento provisto de punta (probable- mente un punzón de sílex), y que se cruzan unas con otras en forma de X formando cuadriláteros rombos. Este fragmento es de un hermoso color amarillo en sus superficies interna y externa, y gris obscuro en el interior de la masa. Las figuras 234 a 236 representan otros pequeños fragmentos adorna- dos con rayas angostas y profundas. Todos estos ejemplares se acercan bastante al que dibuja Lubbock bajo el número 114, como procedente del túmulo de West Kennet (24). La figura 237 representa otro fragmento de espesor mediano, pintado de colorado en sus dos superficies externa e interna, y adornado con dos surcos anchos y profundos, muy parecidos a los que presenta un frag- mento de alfarería de Andalucía dibujado por Vilanova en la lámina V de su obra (25). La pintura de que estuvo cubierto este ejemplar se (24) Lumzock: L'homme avant l’histoire, (25) ViLanova: Origen, naturaleza y antigiiedad dei hombre. 196 conserva muy bien en su superficie interna, pero ha desaparecido casi completamente en la externa. La figura 238 es un pequeño fragmento de sólo 5 milímetros de es- pesor, cubierto de surcos que se eruzan formando cuadriláteros rombos, acercándose mucho a los dibujos de la época del bronce europea. La figura 239 es un fragmento de espesor mediano, más cocido en su superficie interna que en la externa, adornado con líneas de puntos de figura cuadrada, de 4 milímetros de diámetro y más de uno de profundi- dad, colocados en zig-zag, de modo que formen ángulos agudos, con el vértice unos hacia arriba y otros hacia abajo. El fondo de los puntos termina en una superficie plana. Entre otros muchos pedazos de alfarerías adornados con puntos, he- mos recogido una veintena que parecen pertenecer a una misma vasija todos y cuya superficie externa estaba toda cubierta de puntos circulares y elipsoidales poco profundos, colocados unos al lado de los otros. Las figuras 240 y 241 representan dos de estos fragmentos. Ofrecen completamente el mismo aspecto que ofrecería una superficie lisa de polvo muy fino la cual hubiera sido salpicada y percudida por gotas de agua. Todos estos fragmentos tienen un espesor uniforme de 6 milíme- tros, presentan un color amarillo en la superficie externa, plomizo en la interna y muy obscuro, casi negro, en el centro de la masa. La super- ficie externa se halla más cocida que la interna. Tenemos también algunos fragmentos muy pequeños, delgados, casi crudos, de color blanquizco en su superficie y completamente negro en el interior de la masa, que están adornados en su superficie externa con impresiones rectangulares más o menos marcadas, como los ejemplares figuras 242 y 243. La figura 244 representa un fragmento de mediano espesor, bastante bien cocido, con su borde adornado con surcos anchos, profundos, de fondo desigual, que parten del borde formando líneas curvas. Algunos fragmentos están adornados con surcos de 7 milímetros de anchura, bas- tante profundos y cuyo fondo termina en una superficie lisa y cóncava. La figura 245 es un fragmento muy cóncavo, de color amarillo en su superficie externa y negro en la interna y en el interior de la masa, de 7 milímetros de espesor y adornado con surcos verticales hechos con un instrumento de punta aguda, el cual ha sido manejado oblícuamente. Estos surcos son derechos en uno de los bordes y forman zig-zag en el otro. En este ejemplar se nota cierto principio de simetría, precursor de la perfección del arte, pues los surcos están colocados por pares y los zig-zag están formados justamente en el espacio comprendido entre los dos surcos que forman cada par. Además se han hecho los surcos empleándose una medida, pues los espacios comprendidos entre cada par de surcos son más angostos que los espacios que separan los dife- 197 rentes pares entre sí, los cuales a su vez tienen también el mismo ancho. Hemos recogido un gran número de fragmentos adornados con surcos completamente Iguales. El señor Moreno, en sus «Noticias sobre objetos Querandís», dice que hasta ahora aquí no se han encontrado fragmentos con impresiones digi- tales o de la uña humana, pero que no cree imposible que se hallen al- guna vez. Efectivamente: hemos podido recoger un gran número de fragmentos, unos con impresiones digitales y otros con impresiones he- chas con las uñas, las cuales han dejado señales perfectamente carac- terísticas. La figura 246, es un pequeño fragmento en cuya superficie se halla la impresión de la yema de un dedo. La figura 247 es otro fragmento que estuvo pintado de colorado y en cuya superficie se ven dos impresiones anchas y de fondo plano y liso, producidas por los dedos. La figura 248 es otro fragmento algo más grande y que tiene la im- presión de un dedo humano mejor caracterizada aún que las del ejem- plar anterior. Estas impresiones demuestran que los dedos que las han producido eran muy delgados, pues sólo tienen 13 milímetros de ancho. Las figuras 249 y 250 son dos pequeños fragmentos de alfarería de 8 milímetros de espesor, de color amarillo rojo, muy bien cocidos, tanto en su superficie externa como en el interior de la masa y cuya super- ficie está cubierta por cierto número de rayas cortas, angostas, profun- das, formando una curva muy poco pronunciada. Estas rayas han sido practicadas con la uña. La figura 251 es un fragmento mucho más grande, mal cocido, de espesor mediano y de color negro, tanto en su superficie como en el in- terior de la masa. En su superficie se distinguen también varias rayas cortas, angostas y algo curvas, producidas por la una humana, pero no muy próximas las unas de las otras. La figura 252 representa un gran fragmento de vasija de barro, de 7 milímetros de espesor, mejor cocido en la superficie interna que en la externa, de color gris obscuro en el exterior de la masa y de borde apenas redondeado y algo plegado hacia afuera. Ha pertenecido a un gran vaso de gollete muy pronunciado y adornado con tres filas de im- presiones paralelas al borde producidas con la uña y la yema de los dedos. Estas han sido hechas juntando los dos dedos pulgar e índice por sus yemas sin unir sus extremidades, aplicándolos encima de la arcilla aún blanda, de manera a hundirlos en ella hasta cierta profundidad, y acumulando una cierta cantidad de arcilla entre los dedos, la cual al le- vantar la mano, ha quedado sobresaliendo algo sobre la superficie de la vasija, separando de este modo entre sí las dos impresiones semiluna- res producidas. 198 Las dos primeras filas de impresiones se hallan sobre la concavidad Gel gollete: la primera a 24 milímetros del borde y la segunda de 35 a 40. En cuanto a la tercera, se halla sobre la convexidad que empezaba a formar la vasija hacia abajo. Hay, además, otros ejemplares adornados con un género de diseños muy diferente y más complicado, si se considera la edad arqueológica a que pertenecen, pero que son mucho más raros que los otros. Estos adornos consisten en especies de cadenas o cordones trabajados con mu- cho esmero por medio de un instrumento a propósito y filoso con el que se ha cortado la arcilla cuando ya estaba algo endurecida. Las figuras 253 y 254 representan dos pequeños fragmentos adorna- dos así. Tienen un espesor de 9 a 10 milímetros, y están muy bien coci- dos tanto en el exterior como en el interior de la masa, la cual presenta por todas partes un hermoso color ladrilloso muy subido, resultado de la cocción. Están hechos en una pasta fina homogénea y tienen una du- reza extraordinaria. Toda su superficie externa se halla labrada formando cordones o ca- denas verticales, en alto y bajorrelieve; pero éstos son tan complicados que la pequeñez de los fragmentos no permite formarse una idea de su conjunto. Parece en este caso que toda la superficie de la vasija había sido labrada, pero lo más frecuente es encontrar fragmentos que pre- senten dichos cordones separados, como son los representados en las fi- guras 255 y 256. Aquí una parte de la arcilla que se cortaba, era acu- mulada en el centro, de manera que la cadena está limitada a cada cos- tado por una larga excavación formada a su vez por una sucesión de impresiones de fondo cóncavo. El centro de la cadena sobresale algo sobre la superficie general de la vasija. El fragmento más curioso y característico que hemos recogido de esta clase, se halla representado por la figura 257. Es de una pasta arcillosa, homogénea y compacta, de color negruzco y no muy cocido, aunque bas- tante duro y de 11 milímetros de espesor. Los adornos consisten en grandes surcos anchos y profundos, tallados de modo que el centro forme una cadena algo elevada sobre el plano general de la superficie. Estos surcos tienen 8 milímetros de anchura y de dos a tres de profundidad. Sus paredes forman un plano inclinado que termina al pie de la cadena central. La anchura de los cordones que se hallan en el centro de cada surco es de 4 milímetros y parten todos ellos de la línea horizontal, que es la parte superior de la vasija que se aproxima al borde. Esta línea debía dar vuelta en torno de la vasija y está perfectamente marcada por una mayor elevación de la parte infe- rior en que están los surcos y por un hundimiento de la parte superior a esta línea, que es completamente lisa. La diferencia de nivel entre los dos planos, inferior y superior, es de cerca de un milímetro en algunos 199 puntos. Hasta ahora no tenemos conocimiento del hallazgo de ningún fragmento de objeto de barro prehistórico, con dibujos análogos, ni en América ni en Europa. Objetos de esta clase pueden darnos una idea más favorable del estado de civilización y del ingenio de las antiguas tribus pampeanas que la que de ellas nos han hecho formar los conquistadores e historiadores de la época. Hay diseños aún más curiosos y difíciles de ejecutar que los que aca- bamos de describir, pero éstos sólo son propios de un solo tipo de objetos de barro, y hablaremos de ellos al describir estos últimos. Creemos que también es digna de hacerse notar la circunstancia de que entre todos los fragmentos grabados de alfarerías que hemos exa- minado y que ascienden a varias centenas, no hemos visto uno solo que haya sido amasado juntamente con fragmentos de cuarzo u otras pie- dras. Entre los muchos restos de objetos de barro que se encuentran en los paraderos indios, hay algunos fragmentos dignos de llamar la atención por ser sumamente delgados. Su espesor no alcanza a veces a 2 milí- metros y rara vez pasa de 6. Por su forma y estado de conservación se conoce que las vasijas a las cuales pertenecieron estos fragmentos no han de haber sido usadas para preparar alimentos en ellas. El tamaño de dichas vasijas debía ser ge- neralmente pequeño. Algunos son mal cocidos y de color negro y otros muy bien cocidos y tanto en su superficie como en el centro son de color amarillo rojo. Todos ellos están hechos con tierra arcillosa homogénea, muy fina, sin que presenten en su masa fragmentos de cuarzo, sílex, mica, ni are- na, sensibles al tacto. Algunos fragmentos están pintados de colorado en su superficie ex- terna, otros lo están en la interna y también los hay que lo están en am- bas superficies. El color de algunos es rojo sucio, ya medio desteñido por el tiempo y que no adhiere muy fuertemente; otros están cubiertos de una pintura carmín muy viva y lustrosa, que ha permanecido inalterable. Todas las alfarerías a las cuales pertenecían dichos fragmentos con- cluían en un borde redondeado, mucho más delgado que el cuerpo de la vasija. El espesor de los fragmentos es uniforme: concluyen en bordes per- fectamente regulares y en superficies lisas y algunas veces con ondula- ciones horizontales que debían dar vuelta alrededor del vaso, el cual debía ser de fondo cóncavo y liso, y son tan simétricas y elegantes que parece hubieran sido hechas con torno. Seguramente han sido produci- das por medio de ligaduras. 200 Los fragmentos recogidos son muy incompletos para hacer la restau- ración así sea ideal de los vasos enteros, pero algunos fragmentos de los bordes permiten medir el diámetro de la boca o abertura. Uno de estos fragmentos presenta una curva que indica una abertura de sólo 40 milímetros de diámetro. Es un pedazo de cuello de 16 milí- metros de altura. Su borde se forma empezando por adelgazarse suave- mente en su parte interna, replegándose hacia la externa formando en ésta una pequeña convexidad. El grosor del borde es de 4 milímetros y termina en un filo externo mucho más delgado. El grueso de la parte inferior, que se unía con el resto del recipiente, es de 6 milímetros. Este fragmento ha formado parte de una especie de botija o vaso muy pequeño, destinado probablemente a conservar agua, pero tenemos otro pedazo de un espesor uniforme de 2 milímetros, bastante grande, muy bien cocido, tanto en el exterior como en el interior de la masa, de color amarillo, pintado de colorado en su superficie interna y externa, y cuya abertura, a juzgar por la curva de su borde, debía ser de un diámetro muy considerable. El señor Moreno menciona un fragmento de cuello de botija. Su ma- yor espesor en la parte más gruesa es de 16 milímetros y la que se une con el resto del vaso de 7 milímetros. Es decir, completamente a la in- versa del ejemplar antes mencionado, cuya forma ideal está represen- tada en la figura 412. También es mayor el diámetro de su abertura, que es de 6 centímetros. Debe ser bastante parecido a uno que recogi- mos cerca de Luján, representado en la figura 258. Su curvatura indica una abertura de algo más de 5 centímetros. El espesor del borde es de 16 a 20 milímetros, según los puntos en que se mida; y el espesor de la parte que se unía al resto del recipiente es de 12 milímetros. Su borde termina en una superficie plana y está separado del cuerpo del recipiente por una depresión externa cóncava que da vuelta en todo su alrededor, formando un gollete apenas pronunciado. La letra a indica la curvatura externa y la letra b la curvatura interna del fragmento figurado. La fi- gura 410 representa la forma que debía tener la parte superior de la botija. Este fragmento, aunque muy bien cocido, es de una ¡pasta grosera, mezclada con pedazos de cuarzo y laminitas de mica. Otros pedazos de grandes botijas denotan una abertura del mismo tamaño, pero con go- lletes mucho más pronunciados y de bordes redondeados, como lo indi- ca la figura 411. Los recipientes que estaban destinados a la preparación de los ali- mentos, o las ollas propiamente dichas, presentan diversas formas, pero la hemisférica parece ser la más común. He aquí la descripción general que de las ollas de esta forma hace el señor Moreno: NE x IA EE ea: us ( Pars atl a i | OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — Vo. III La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. VI D. 23 cent. i] = Vou. Ill LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA, — Lám. VI OBRAS DE FLORENTINO AMLGHINO H. 13 cent. SAN 201 «Casi todos los vasos han debido tener una forma común, y sus frag- mentos denotan que ha sido casi hemisférica, pero poseemos algunos otros que revelan cuatro tipos diferentes. «Los de la primera son, por lo general, de forma igual a las cazuelas : de barro vidriado que usamos en nuestras cocinas, aunque no tan grue- sas, como se puede ver por el espesor indicado. Tienen el borde más delgado que el resto del vaso, y terminan en un filo de 4 milímetros de grueso, en su parte exterior, empezándose a adelgazar para formarlo desde el interior, formando una pequeña curva suave hasta presentar el espesor del citado filo; después del borde, el que en algunos casos, sobre todo cuando el vaso no ha tenido adornos en el cuerpo, tiene pequeñas escotaduras de forma triangular, con el vértice hacia abajo, a distancia de un centímetro uno de otro, se dirige hacia abajo formando una cara convexa en el exterior y cóncava en el interior, de tal modo que la figura general es algo mayor que una media esfera o globo, teniendo su diá- metro más grande no en la abertura, sino a dos o tres centímetros más abajo; excepto en el del Puente Chico, que tiene el borde algo saliente, hacia afuera, empezando recién la convexidad de la olla a dos centíme- tros más abajo del borde. «Esta forma general, hace que las ollas sean un poco aglobadas, con- cluyendo en un fondo redondeado que las impide mantenerse derechas; el objeto de esta clase más característico, en cuanto al tamaño y forma, y que fué recogido por mí en la citada laguna Vitel, lo componen dos grandes fragmentos que acompañados de otros pequeños han formado una misma vasija. Estos fragmentos me permiten medir el diámetro de la apertura del vaso de que formaban parte; esto es, 26 centímetros, to- miado en el borde y 14 centímetros de profundidad en el centro; diáme- tro que parece ser el más general en esta clase de obras (26)». La figura 259 representa un fragmento de olla de este tipo, compuesto de diversos pedazos que estaban separados unos de otros y hemos con- seguido juntar en parte. La curvatura del borde denota una abertura de algo más de 23 centímetros y debía ser completamente circular. Su pro- fundidad era poco más o menos la misma que la del ejemplar descripto por Moreno. El borde es del mismo grueso que el cuerpo de la olla y termina en una superficie plana que mira hacia afuera y se dirige hacia abajo formando una curva convexa en el interior y cóncava en el exte- rior, que luego vuelve insensiblemente a cambiarse en convexa en el exterior y cóncava en el interior, formando entonces el cuerpo de la olla. Desde este punto la curvatura va dirigiéndose hacia abajo en direc- ción al centro para formar el fondo redondeado, convexo exteriormente y cóncavo en el interior. En su superficie externa, en la curva cóncava (26) Noticias, etc. que forma el gollete, a unos 25 milímetros del borde, se hallan tres líneas de impresiones hechas con las uñas, paralelas al borde y entre sí y ¡completamente iguales a las del fragmento representado en la figu- “ra 252. El grueso de las paredes de la olla es de unos 6 milímetros, pero el fondo es algo más grueso, teniendo en el centro cerca de 12 milíme- tros de espesor. Es imperfectamente cocida, y cuando nueva debía ser color amarillo, pero ahora dicho color sólo se conserva en partes, sien- do el centro obscuro. Otros pedazos denotan la existencia de ollas hemisféricas también de gran tamaño, pero de golletes más pronunciados. Los demás fragmentos de este tipo que poseemos indican ollas de un diámetro menor y mucho menos profundas, algunas sin golletes y afec- tando la forma indicada en la figura 405. Estos objetos de fondo redondeado, que les impide mantenerse de- rechos, se parecen en eso a otros encontrados en Europa, especialmente en las habitaciones lacustres. Hasta ahora no se han encontrado aquí anillos de barro destinados, como los de Suiza, a recibir estas ollas, pero bien pudiera ser también que estuvieran colocadas sobre una armazón de madera, como algunas del Perú que tienen poco más o menos la misma forma. Sin embargo, hemos recogido algunos pedazos de grandes ollas hemis- féricas como las precedentes, pero cuyo fondo, a pesar de ser siempre cóncavo en el interior, presenta exteriormente una superficie plana, per- fectamente circular, de cerca de 8 centímetros de diámetro, que per- mitía que se mantuvieran derechas, como lo demuestra la figura 418, que la presenta restaurada. Es indudable que estos objetos han servido en su mayor parte para cocer alimentos, pues muchos conservan aún perfectamente en su parte externa una especie de hollín producido por la acción prolongada del fuego. Hay otros de la misma forma, aunque más pequeños, que segu- ramente no han tenido este uso, pues están pintados de rojo en toda su superficie interna y en la externa, y es muy razonable suponer que los vasos que eran cubiertos de pintura como estos, no debían ser expues- tos al fuego, el cual los habría ennegrecido en poco tiempo. Un fragmento de una de estas últimas ollas indica una abertura de cerca de 11 milímetros de diámetro. Tiene de 4 a 5 milímetros de espe- sor. El borde está inclinado hacia afuera y se dirige hacia abajo for- mando una curva muy cóncava en el exterior y convexa en el interior hasta unos 20 milímetros del borde en que la vasija vuelve a ensan- charse, formando así un gollete muy pronunciado. Aunque estuvo cu- bierta de una capa de pintura bastante espesa, no era de las más firmes y ha sido en parte desteñida por el tiempo. Encima de la convexidad exterior de la olla, inmediatamente abajo 203 del gollete, tenía como adorno una serie de depresiones verticales hechas con los dedos. La otra forma de ollas de que habla el señor Moreno es de fondo plano con bordes casi perpendiculares y con una profundidad de 4 a 5 centí- metros, a juzgar por un pequeño fragmento que de ellas ha encontrado. Por nuestra parte, también hemos recogido un fragmento pertene- ciente a una olla de esta forma. Es un pedazo de fondo perfectamente plano, tanto en el interior como en el exterior, que indica que el objeto entero ha debido tener un diámetro de 15 centímetros. Tiene algo más de un centímetro de espesor y sólo ha sido pintado de colorado en su parte interna. No ofrece indicios de haber sido expuesto a la acción del fuego. La forma que debía tener la olla entera está indicada en la fi- gura 406. Hemos recogido, además, restos de otra forma de vasijas de barro de gran tamaño. Son exteriormente de fondo plano y circular de poco más 6 menos 18 centímetros de diámetro, de paredes lisas pero algo oblicuas, de manera que la vasija se va ensanchando y tiene su mayor diámetro en la abertura. Tienen de dos a cuatro centímetros de espesor, son muy bien cocidas, de color amarillo obscuro tanto en su parte exterior como en el centro y hechas de una pasta mezclada con grandes fragmentos de cuarzo. Algu- nos ejemplares no son tan bien cocidos y presentan un color negro. En el interior concluyen en un fondo cóncavo. Nada cierto podemos decir con respecto a su profundidad, pues no hemos encontrado ningún frag- mento que presente parte de su borde y del fondo, ¡pero los pedazos que poseemos demuestran que algunos ejemplares tenían por lo menos unos 15 centímetros. En la superficie interior de algunos de estos vasos se ven considerables depósitos de hollín; otros han sido blanqueados con arcilla calcárea de los bañados. Véase la figura idea] de la vasija entera en la figura 407. Hay también otros fragmentos que demuestran que había vasijas de la misma forma general, pero mucho más chicas y delgadas, aunque siempre bastante profundas. Su principal diferencia con las anteriores consiste en que su fondo plano exterior es más extenso, formando un pliegue que sobresale alrededor de todo el fondo de {a vasija, como lo indica el ejemplar figura 260, que deja ver parte de la superficie ex- terna del fondo. Estos vasos más pequeños, tampoco presentan en su masa fragmentos de cuarzo, estando fabricados con arcilla muy fina, homogénea y compacta. Las figuras 408 y 409 indican las formas que podían tener enteros los vasos de este tipo. El señor Moreno dice haber encontrado ollas con agujeros para col- garlas con cuerdas que pasaban por ellos, pero que no ha hallado nin- gún fragmento con verdaderas asas. 204 Hemos recogido pocos ejemplares con agujeros, pero en cambio he- mos hecho una gran colección de fragmentos provistos de verdaderas asas o manijas de diferentes formas, que reduciremos a cinco tipos principales: 1° Protuberancias; 2° Mangos; 3° Manijas; 4° Picos; 5° Agu- jeros que reemplazaban a los cuatro tipos precedentes. Tipo primero — Consiste en protuberancias colocadas a orilla de los bordes, como lo demuestra la figura 261. Debían ser por lo menos en número de dos, una de cada lado; servían para alzar las ollas, ase- gurando cada protuberancia entre los dedos pulgar e índice. El ejemplar representado es el único de esta clase que hemos encontrado. La olla a que pertenecía tenía las paredes de 6 a 7 milímetros de grosor y es de una pasta mezclada con cuarzo y mica. No es muy cocida y presenta un color negruzco. La protuberangia sobresalia 12 milímetros sobre el plano de la superficie de la vasija; en su parte superior más cercana a la boca se destaca perfectamente, pero su parte inferior va bajando paulatina- mente hasta confundirse con el cuerpo de la olla. La figura 417 repre- senta la restauración ideal de la olla a que perteneció este fragmento. Tipo segundo. — Consiste en mangos de forma cilíndrica grosera, mal trabajados, de poco más de 5 centímetros de largo y 2 14 de grueso. Una extremidad termina en el cuerpo de la vasija y la otra en una superficie algo plana, figura 262. Levantaban las ollas asiéndolas por estos mangos, como nosotros levantamos nuestras cacerolas provistas de apéndices parecidos. Es posible sin embargo que cada olla estuviera guarnecida con un par de estos mangos, uno a cada lado, pudiendo ser así más fácilmen- te levantada y con menos peligro de romperla, como lo indica la restau- ración ideal de la figura 419. En este caso debían parecerse al fragmen- to número 2 de la lámina tercera de la obra de Vilanova, procedente de Argecilla, en España (27), o quizá más aún a la olla de la lámina 25 del Album de Liberani, encontrada en la provincia Catamarca y de figu- ra globular (28). Tipo tercero. — Consiste en verdaderas asas o manijas como las que en la actualidad están generalmente en uso, es decir: en un medio anillo o semicírculo unido por sus dos extremidades al cuerpo de la vasija, como lo demuestra el fragmento figura 263. El agujero destinado a co- locar el dedo es de forma circular y sólo tiene 15 milímetros de diámetro, lo que hace suponer que el vaso fué modelado y usado por personas de manos pequeñas, probablemente mujeres. 'El arco o anillo que forma la manija no es redondo, sino aplastado, de 20 milímetros de ancho y 6 de espesor. Sin embargo, en algunos ejemplares es de figura circular, cua- drangular y hasta pentagonal. Casi todos los fragmentos de asas de este tipo han pertenecido a vasos bastante bien cocidos. La figura 415 es la (27) VILANOVA: Obra citada. . (28) LIBERANI: Exploración en Loma Rica, 1877. « 205 representación ideal de la olla a que ha pertenecido este fragmento. ¡Esta es la forma de asas que se encuentra más generalizada en las alfarerías prehistóricas tanto de Europa como de América. Incluimos también «en este tipo una forma de manija que no sabemos haya sido encontrada en ninguna otra región hasta ahora. En vez de es- tar colocada en el cuerpo de la vasija un poco más abajo del borde, como sucede con todas las demás asas semicirculares, en el fragmento fi- gura 204 sale de la parte superior del mismo borde, que se eleva for- mando una protuberancia de 20 milímetros de alto, otro tanto de ancho y de espesor, atravesada por un agujero elipsoidal que corre en la misma dirección que el borde. Es posible que el vaso estuviera provisto de dos protuberancias iguales, por cuyos agujeros debía pasarse una correa para suspenderlo. El vaso a que ha pertenecido el fragmento que poseemos era bastante bien cocido, de sólo 3 milímetros de espesor y borde re- dondeado, no más grueso que el cuerpo del recipiente. La figura 420 que se halla a su lado representa la forma que debía tener el vaso entero. Tipo cuarto. — Las asas de este tipo también son arcos de barro co- cido, que están unidos al cuerpo de la vasija por una sola de sus extre- midades a manera del pedúnculo de nuestros mates. La otra extremidad, mucho más delgada, termina en una superficie plana y pulida. La figu- ra 265 representa el único ejemplar de esta clase que hemos recogido. Su extremidad más gruesa, que estaba pegada al vaso, tiene 12 milíme- tros de espesor; y la otra que termina en una superficie circular, plana y perfectamente pulida, sólo tiene ocho. Es de forma groseramente circular y muy bien cocido hasta en el interior de la masa. Estas asas o picos sólo debían ser propios de los vasos pequeños desti- nados a transportar líquidos, beber agua o a otros usos domésticos, pero de ningún modo de las grandes ollas destinadas a usos culinarios. Véase su representación ideal en la figura 416. Tipo quinto. — En este tipo las asas están substituídas por simples agujeros. La figura 266 es un fragmento de alfarería de 35 milímetros de largo, de una pasta arcillosa homogénea, de poco más de 4 milime- tros de espesor, mal cocido, de color negruzco y borde redondeado no más grueso que el resto del fragmento. A dos centímetros del borde hay un agujero circular, de paredes ásperas. Tiene 7 milímetros de diámetro en la superficie externa y casi otro tanto en la interna, pero en el medio es más angosto, lo que prueba que el agujero se ha empezado a hacer por sus dos lados opuestos y cuando ya el vaso estaba concluído. En todos los demás fragmentos que poseemos, los agujeros parecen tener con poca diferencia el mismo diámetro, pero son de forma circu- lar más perfecta y de paredes lisas. Algunos sólo se encuentran a unos 7 milímetros escasos del borde. Alfarerías con agujeros en vez de asas se han encontrado en Puente 206 Chico cerca de Buenos Aires (29), Patagonia (30), Entre Ríos (31), Argecilla (32), Inglaterra (33), Italia, Escandinavia, Francia, Brasil y algunos otros puntos. Por esos agujeros debían pasar correas para sus- pender las vasijas. Moreno dice que en las turberas de Piamonte se han encontrado fragmentos que en los agujeros conservan aún las cuerdas. Los fragmentos que hemos recogido no nos permiten conocer la dis- tribución y el número de esos agujeros en cada vasija; pero Moreno, que ha encontrado ejemplares más completos, dice que cada una tiene dos pares, colocados frente a frente, con una distancia de 2 14 a 3 centi- metros entre los agujeros que componen cada par (34), como lo indica nuestra representación ideal, figura 413. Es digna de llamar la atención la existencia de ciertos discos de barro cocido, con un agujero en el medio, completamente iguales a los pesones que servían para contrapesar el huso del tejedor, que se encuentran en las habitaciones lacustres de Suiza, en algunas cavernas de Francia y en muchos otros puntos distintos de Europa y de América. No dudamos que estos discos, que recogimos mezclados con las alfa- rerías mencionadas, debieron tener el mismo destino que sus análogos europeos. E La figura 267 representa uno de estos objetos. Es perfectamente circular, de 40 milímetros de diámetro y 11 de espesor. En el centro está atravesado por un agujero circular de 7 milímetros de diámetro y pare- ces completamente lisas. Está trabajado en arcilla amasada con fras- mentos de cuarzo, perfectamente cocido y de color amarillo rojo, tantu en su superficie como en el centro. Su contorno forma una superficie ligeramente convexa. El más pequeño que hemos encontrado es un fragmento con parte de su borde y del agujero del centro indicando un diámetro de 32 milímetros para el objeto entero, pero su espesor no es más que de 5 milímetros. El agujero es muy pequeño y su contorno ligeramente convexo. Tiene un color amarillento claro en el exterior y gris en el centro. Otro fragmento recogido junto con el anterior, denota un disco entero de 67 milímetros de diámetro y 20 de espesor. El agujero del centro falta completamente en el fragmento, pero es de suponer que sería propor- cionadamente grueso. El borde presenta en todo su contorno un surco o depresión en el medio; éste tiene 7 milímetros de ancho y 2 de pro- fundidad. Este fragmento, de color obscuro en casi toda la totalidad de su masa, ha soportado apenas la acción del fuego. (29) MORENO: Obra citada. — ZEBALLOS: Id. (30) MorENO: Cementerios y paraderos prehistóricos de la Patagonia. (31): Lista: Les cimetières et paraderos Minuanes de la province d'Entre Rios. (32) VILANOVA: Obra citada. (33) LuBBock: Obra citada. (34) Noticias, ya citadas. 207 Pero los objetos de barro más notables, tanto por el uso a que estaban destinados, como por el trabajo que presentan, son las pipas, objetos que hasta ahora no se habían encontrado en esta Provincia. Hemos recogido muchos fragmentos y un solo ejemplar medianamente completo. Están amasados con arcilla fina y homogénea sin mezcla de cuarzo ni arena. Su cocción es muy imperfecta, pero en cambio la mayor parte de ellas presentan en su superficie dibujos muy variados, entre los cua- les hay algunos que denotan ciertas disposiciones artísticas no muy co- munes en pueblos salvajes. La mayor parte de esos dibujos están gra- bados en hueco, pero hay algunos en relieve. Hemos coleccionado un fragmento de la boca del caño de una de esas pipas, adornado con dibujos que consisten en combinaciones de lí- neas rectas y curvas. El borde, que tiene un espesor de 9 milímetros, termina en una superficie plana. En esta superficie hay dos surcos an- gastos y profundos que formaban dos circunferencias concéntricas. Del círculo interior parten a distancias iguales un gran número de rayos que van a parar a la circunferencia exterior. El diámetro del agujero del caño debía ser muy pequeño, unos 10 u 11 milímetros tan sólo, pero su diámetro, incluso las paredes del caño, no debía ser menor de 25 milíme- tros. La superficie longitudinal del caño también estuvo cubierta de dibujos, pero la pequeñez del fragmento no permite formarse una idea de su conjunto. La figura 270 representa un fragmento de horno de pipa amasado en arcilla gris o cenicienta. En su parte más gruesa tiene 6 milímetros de espesor y termina en su parte superior en un borde muy delgado que empieza a formarse por una ligera curva desde su parte exterior. Este fragmento debía ser justamente la parte opuesta al caño de la pipa. Pre- senta en su superficie externa una superficie convexa perfectamente lisa. A un lado y a otro de esta superficie convexa se ven cuatro líneas verticales, talladas en relieve y divididas por surcos profundos. El ejemplar más completo que hemos encontrado de esta clase, es la pipa que representa la figura 271. La parte superior del horno con su borde falta completamente, Tiene 52 milímetros de largo y entre la embocadura del caño y el horno 19 mi- límetros de diámetro; en este punto es perfectamente circular. La boca del caño forma un borde muy grueso, convexo y cruzado por un gran número de surcos, de 2 milímetros de ancho, poco profundos, de fondo cóncavo, que parten de la boca del caño, sesgan el borde y van a parar a otro surco de igual forma que da vuelta alrededor de la pipa, en donde termina la elevación del borde y empieza el cuerpo cilíndrico de la rama horizontal. Cada surco cóncavo se halla dividido del otro por líneas o paredes elevadas, de superficie convexa, que parten de la boca del caño, sesgan el borde grueso en la misma dirección que los surcos y paralela- 208 mente a éstos terminan en el mismo punto, dando aparentemente al borde el mismo aspecto que si estuviera rodeado por una línea en espiral. El ancho del borde convexo que da vuelta alrededor de la abertura del caño tiene unos 15 milímetros. El diámetro de la pipa en este punto es de 24 milímetros. El cuerpo cilíndrico inmediato a la elevación del borde iambién está adornado por cuatro de estos surcos paralelos que dan vuelta en todo su alrededor separados por sus correspondientes paredes convexas. El espacio comprendido entre estos surcos y el horno de la pipa es completamente liso. El horno se halla a sólo 12 milímetros del punto en donde empieza la elevación del borde y a 25 de la boca del caño. El interior de la rama horizontal es liso y circular. Su boca o aber- tura opuesta al horno tiene 10 milímetros de diámetro, pero va dismi- nuyendo gradualmente hasta terminar en el horno en una boca de sólo 5 milímetros de diámetro. Todo el interior del caño es perfectamente liso, presentando el aspecto de un embudo. En su parte inferior, desde conde concluye la parte adornada con los surcos que se encuentran al- rededor del borde hasta la otra extremidad, presenta una superficie lisa, sin adorno de ninguna clase. La figura 272 representa el mismo objeto visto por el lado opuesto. Del horno no se conserva más que una pequeña parte. Su cavidad debía tener a lo menos un diámetro de 15 milímetros. Su altura no se puede calcular porque no ‘existe ningún fragmento del borde. Las paredes del horno debían tener un espesor medio de 2 a 5 milímetros. El fondo de la cavidad es irregular. Toda su superficie externa estaba adornada de diseños. En su parte antero-inferior se ve un espacio adornado de surcos del mismo modo y por el mismo estilo que el cordón de la boca del caño. Más arriba había otra serie de surcos de la misma forma, de los que no se conservan más que algunos fragmentos. Entre estas dos series de surcos había una zona de 8 milímetros de ancho adornada de rayas que se cruzan en todas direcciones, formando ángulos, triángulos y cuadri- láteros, rectángulos, rombos, etc., colocados simétricamente. Basta echar una simple ojeada sobre estos diseños para reconocer en ellos una analogía extraordinaria con los de la edad del bronce en Eu- ropa y con los que presentan los objetos de la industria fenicia. Antes de concluir, recordaremos que en los túmulos y monumentos en tierra existentes en Estados Unidos, también se encuentra un gran número de pipas, que presentan siempre dibujos muy variados y de una ejecución bastante difícil. En fin: hemos recogido, además, cierto número de fragmentos de unos objetos de barro de forma más 'o menos cilíndrica y ahuecados en su interior, cuyo uso no hemos podido presumir hasta ahora y que por otra parte los incompletos fragmentos que han llegado a nuestro poder no permiten tampoco hacer la restauración de los objetos enteros. OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO, — VOL. III. 405 412 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAm. VII OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO, — VOL. III. | La ANTIOUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAm. VII 405 412 271 272 406 407 408 209 La figura 273 representa uno de estos objetos, visto por su parte su- perior. Es un cilindro de arcilla de 45 milímetros de diámetro, con un agujero circular en el centro, que sólo tiene 18. Desgraciadamente, faltan la base y también la parte superior del cilindro. Ambas extrem:!- dades están rotas, impidiendo así poder formarse una idea acerca de su forma general. La parte existente parece demostrar, sin embargo, que su diámetro au- mentaba hacia su parte superior. El agujero tiene también un diámetro mayor en su parte superior y concluye en un fondo cóncavo de superficie muy irregular. La parte exterior del cilindro no es perfectamente circu- lar (figura 414), pues presenta un gran número de facetas más o menos planas, largas y angostas, colocadas en sentido longitudinal. La figura 274 representa el mismo objeto visto por su base rota, que es circular y de 44 milímetros de diámetro. Es ligeramente cocido y de color negruzco. La figura 275 representa un fragmento de borde o boca que conside- ramos como la parte superior de un objeto del mismo tipo del que hemos descripto. Tiene 47 milímetros de diámetro y termina en un borde plano que presenta poco más o menos el mismo espesor que el cuerpo del objeto. El diámetro de la abertura, que es de forma circular irregular, es de 27 milímetros; y el espesor de la pared de 10 a 12, presenta un color ladrilloso, pero el interior de la masa es de color obscuro. La figura 276 representa un fragmento de objeto de barro muy cu- rioso, que aunque encontrado a muchas leguas de distancia de los ejem- plares anteriores, creemos que es la base de un objeto del mismo tipo. Es un fragmento de alfarería que termina en una base plana que, cuando entera, debía ser de forma circular y de un diámetro de 5 centímetros por lo menos. Su cara superior se elevaba en forma de un cilindro agu- jereado del que no existe ya más que la base, que presenta un agujero circular de fondo cóncavo y de 25 milímetros de diámetro. Su espesor entre el fondo del agujero y la superficie de la base es de 10 milímetros. La superficie exterior del objeto está bastante bien cocida y presenta un color amarillento, pero el interior de la masa, como también la su- perficie interna del agujero, es de color negro. La figura 277 representa otro fragmento de un objeto de este tipo, al que le faltan sus partes superior e inferior, estando además partido por mitad en sentido longitudinal. Parece presentar una forma algo di- ferente de los otros y además es de mucho mayor tamaño. Constituyen este fragmento dos pedazos que hemos conseguido unir y que habíamos encontrado a más de 70 varas de distancia el uno del otro. El diámetro de este objeto parece era algo mayor en su base que a una cierta altura, pero después volvía otra vez a aumentar considerable- mente, de manera que presentara un diámetro mucho mayor en su parte superior que en la inferior. La parte existente tiene en su mayor diá- metro 85 milímetros, pero se conoce que debía ser aún mayor. AMEGHINO —V. III 14 210 El agujero o cavidad que tiene en el centro se divide en dos partes. La inferior, que está cerca de la base, de forma circular, tiene 22 milí- metros de diámetro y 30 de alto. En su parte superior empieza la se- gunda que no es más que la continuación de la primera, que se ensancha considerablemente presentando la forma de una copa. En este punto la _cavidad, siempre de forma circular, tiene 48 milímetros de diámetro. El espesor del fragmento varía de 15 a 25 milímetros. Tanto en el interior de la masa como en casi toda su superficie, tiene un color negruzco. CAPÍTULO VIII OBSERVACIONES GENERALES A PROPÓSITO DE LAS ANTIGUEDADES INDIAS DE LA PROVINCIA BUENOS AIRES Paraderos. — Ausencia de huesos humanos. — Clasificación. —Los indios que han dejado: esos restos. — Demostraciones del señor Trelles. — Observaciones de Moreno y Burmeister; contestación de Trelles. —Preponderancia de la raza Guaraní al Norte del Salado. — Etnografía comparada. Moreno ha propuesto designar con el nombre de Paraderos los dife- rentes puntos de nuestra llanura, en donde se encuentran vestigios de la industria indígena (1). Este nombre, cuya adopción hemos hecho, según se habrá notado, nos parece ser el más adecuado. Dicho señor no describe particularmente ningún paradero de la pro- vincia Buenos Aires, pero habla por incidencia de algunos; y entre otros del Paradero de las Conchitas, situado cerca del camino de hierro que conduce de Buenos Aires a la Ensenada, que contiene restos de la indus- tria india y donde el señor V. H. Hudson ha recogido una bola algo ovóidea; del de Puente Chico, a dos millas al Sur del riachuelo de Ba- rracas, donde ha recogido fragmentos de alfarería; y del de la laguna Vitel, nombre que cree posible sea una corrupción del Puelche Uetel (mulita), sobre el arroyo que la une con la de Chascomús. En este punto ha encontrado muchos restos de alfarería, puntas de flecha muy bien trabajadas y una bola esférica de piedra. La tierra negra en sus cercanías está mezclada con cenizas y huesos de ciervo y vizcacha, par- tidos longitudinalmente. El doctor Zeballos habla también de un gran paradero indio situado sobre la laguna de las Saladas en el partido Lobos, donde ha recogido muchos fragmentos de alfarerías grabadas y pintadas (2) y dice haber encontrado iguales en San Fernando, Monte, Tandil, Azul, Olavarría, Juárez (paraje denominado «La Barrancosa»), Luján, Puente Chico, En- senada, Monsalvo y otros diversos puntos de la Provincia. Los señores Heusser y Claraz dicen haber encontrado grandes canti- dades de fragmentos de alfarerías en la boca del Salado (en donde tam- bién dice Moreno haberse encontrado manos de mortero); y sobre el albardón de Aldai dicen haber observado los mismos restos, en una extensión de varias leguas, mezclados con cuernos de Cervus campes- tris. Muchas de esas alfarerías están pintadas de colorado y adornadas (1) Moreno: Memorias, ya citadas. (2) E. ZeeaLLos: Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires. 212 con figuras geométricas compuestas de líneas rectas, triángulos, losan- ges, rectángulos, puntos, etc. (3). Por nuestra parte, hemos recogido restos de la antigua industria india en el Norte, Sur y Oeste de la Provincia, pero los únicos paraderos que hemos explorado detenidamente y en los cuales hemos practicado exca- vaciones regulares, se encuentran en las cercanías de Mercedes y Luján, puntos en que nuestra residencia habitual nos facilitaba el trabajo. He aquí algunos datos sobre los paraderos que hemos explorado en esos puntos: 2 PARADERO DE LA BOCA DEL ARROYO MARCOS DÍAZ — Se halla situado sobre la margen izquierda del arroyo y del río Luján, cerca de la con- fluencia de estas dos corrientes de agua. Ocupa todo una loma circular muy elevada, que ha sido en gran parte denudada por las aguas pluvia- les de modo que en sus faldas la tierra negra falta completamente. Los restos de la industria india se encuentran al pie de la loma y en su parte superior, pero aquí hubo una habitación moderna, lo que hace que se encuentren confundidos objetos del hombre civilizado con los del hom- bre salvaje. En este punto hemos recogido puntas de flecha y de dardo, cuchillos, algunos raspadores bastante bien trabajados, fragmentos de bolas perdidas y numerosos huesos de guanaco, venado, etc. Había, ade- más, un gran número de alfarerías, de color negruzco y groseramente trabajadas, pero ninguna pintada o con dibujos. PARADERO DEL ARROYO MARCOS DÍAZ — Sobre la orilla izquierda del arroyo, a unas 12 0 15 cuadras de su embocadura. Ocupa una superficie de más de 600 metros de largo sobre la costa del arroyo y 400 de ancho. Por todas partes el terreno está cubierto de una inmensa cantidad de huesos quemados y reducidos a pequeños fragmentos. Los mismos hue- sos se encuentran hasta una profundidad de 20 a 25 centímetros de ta superficie del suelo. De trecho en trecho se encuentran puntos en que los huesos quemados son más abundantes y parece están desparrama- dos alrededor de un centro común. Explorados detenidamente hemos descubierto que todos esos puntos céntricos señalan la existencia de: antiguos fogones. Además de las masas de huesos quemados y de ceniza, el terreno se ha conglomerado en masas negras o azuladas que indican perfectamente la acción del fuego. En otras partes, la tierra, bajo la acción de un fuego más continuado, se ha convertido en ladrillo. Todos esos fogones estaban al aire libre, pero otros ocupan un pequeño foso que se conocía había sido practicado en el suelo y algunos estaban for- mados por tres o cuatro grandes fragmentos de tosca traídos del arroyo vecino, colocados en la superficie del suelo y entre los cuales encendían el fuego. Esos trozos de tosca presentan un color negro. Hacia el centro (3) Nouveaux Mémoires de la Société Helvétique des Sciences Naturelles, vol. XXI, 1865. 213 del paradero había un gran círculo de más de ocho varas de diámetro formado por una línea de grandes trozos de tosca colocados a pequeñas distancias unos de otros. Todas esas piedras han sido transportadas, como las de los fogones, de las orillas del arroyo. En el centro del círculo no hemos encontrado vestigios de ninguna clase; difícil es, pues, saber cuál era su destino o significado. Por todas partes se ven también huesos partidos longitudinalmente, algunos con su superficie cubierta de rayas e incisiones, y fragmentos de alfarerias groseras, mal cocidas, algunas sumamente gruesas y con im- presiones digitales en su superficie. Algunos fragmentos estaban pin- tados, pero ninguno ornado de dibujos; sin embargo algunos están pro- vistos de manijas. Hemos recogido allí también varias bolas de piedra, puntas de flecha y de dardo, cuchillos, raspadores, diferentes placas, etcétera, habiendo asimismo un gran número de piedras sin trabajar. En uno de los fogones había varias placas de la coraza de un Glipto- donte vitrificadas en parte por la acción del fuego. Desparramadas por toda la superficie del paradero había muchas valvas de Unio, moluscos que no viven en el río Luján, pero que se encuentran en el arroyo ve- cino. Debemos también citar entre los objetos encontrados en este punto una piedra bezar o cálculo de forma esférica irregular, probablemente Ge guanaco. Los huesos desparramados sobre el paradero nos permitie- ron reconocer la antigua presencia del ciervo, del guanaco, del peludo, de la mulita, de la vizcacha, del zorro, del miopótamo (vulgarmente nu- tria) y del avestruz. PARADERO DEL RÍO LUJÁN — Sobre la ribera izquierda del río y cerca de la Villa del mismo nombre. Tiene una extensión muy limitada, que no aicanza a cien pasos de circuito. Consiste en una gran acumulación de huesos quemados reducidos a fragmentos, que, hacia el centro, se eleva- ba a casi un metro del nivel primitivo del suelo. Removiendo esos restos hemos encontrado numerosos fragmentos de alfarerías presentando di- ferentes grados de cocción y de trabajo, y algunos (aunque escasos), adornados de dibujos. Los fragmentos pintados eran más numerosos. Entre estos fragmentos pudimos reconocer la existencia de grandes ollas globulares, unas con golletes y otras sin ellos. Los instrumentos de pie- dra, consistentes en puntas de flecha y de dardo, cuchillos, raspado- res, etc., eran bastante numerosos. Aquí es donde recogimos la pequeña punta de flecha muy bien trabajada en sus dos caras representada en la figura 43 y algunos de los más notables ejemplares de raspadores semi- circulares ya descriptos. Había también muchas piedras sin trabajar, entre otras los fragmentos de calcáreo litográfico ya mencionados y algu- nos núcleos. Es digna de mencionar la existencia de varios huesos fó- siles llevados desde el río vecino con un objeto difícil de averiguar. En la superficie primitiva del suelo se notaban vestigios de tierra cocida, cenizas, etc., dejados por antiguos fogones. 214 PARADERO DE OLIVERA — Sobre la orilla izquierda del río Luján, cerca de la estación Olivera y sobre las elevaciones que se hallan casi enfrente de la embocadura del arroyo Balta. La existencia del paradero está reve- lada por la presencia de numerosos vestigios de alfarería desparrama- dos sobre la superficie del suelo y arrancados por las aguas al terreno vegetal moderno en el cual se hallan enterrados hasta una profundidad de 20 a 30 centímetros, pero no se ven más que raros vestigios de huesos quemados. La extensión que ocupa el paradero debe ser bastante consi- derable, mas no pudimos determinarla con exactitud por hallarse casi por todas partes cubierto por la vegetación. Las alfarerías son ligere- mente cocidas y casi todas de color negro, pero hay algunos fragmentos mejor cocidos y de color amarillo. También recogimos algunos pedazos adornados con dibujos y pintados. Las excavaciones que practicamos en ese punto nos hicieron descubrir varios fogones iguales a los anteriores, enterrados a una profundidad de 20 centímetros y a cuyo alrededor ha- bía numerosos fragmentos de huesos quemados. Los objetos de piedra hallados en ese punto, son bastante numerosos y entre otros muchos de- bemos mencionar la punta de flecha larga y angosta, tallada por sus dos caras representada en la figura 46 y otra triangular, también tallada en sus dos caras, y de un trabajo muy esmerado. PARADERO DEL ARROYO FRÍAS — Ocupa la cumbre de todas las lomas que se hallan sobre la ribera izquierda del arroyo. Su existencia se des- cubre por la presencia en la superficie de numierosos sílex tallados y sin tallar. Todas esas lomas están cubiertas por una capa de tierra ve- getal de 20 a 50 centímetros de espesor, que ies donde están enterrados los sílex, pero la denudación de las aguas pone constantemente algunos a la vista. Hemos recogido en ese punto la magnífica punta de flecha triangular representada en la figura 51; una punta de dardo también tallada en sus dos caras con gran perfección; el amuleto de piedra ver- dosa ya descripto; raspadores y cuchillos de todas las formas; una placa- mortero; una mano de mortero; pedazos de bolas; una gran cantidad de placas de piedra pulida; y muchos otros objetos, lo mismo que una gran cantidad de piedras sin trabajar. La gran abundancia de instru- mentos de piedra que encontramos en este punto es verdaderamente notable, y lo que es más sorprendente aún es que los vestigios de alfa- rerías, que son los restos de la antigua industria india que por todas partes se presentan en más grande abundancia, son aquí muy escasos. Recogimos varios pedazos de ellos con agujeros, pero ninguno con ver- daderas asas. Muchos están pintados de colorado, mas no encontramos sino dos fragmentos con dibujos. Recogimos también algunos frag- mentos de pipas y el objeto de barro representado en la figura 276. To- das las alfarerías recogidas en este punto son bastante delgadas y de un trabajo esmerado. No encontramos más que unos cuantos fogones y 215 algunos fragmentos de huesos tan incompletos que no permiten deter- minar las especies a que han pertenecido. En un fogón recogimos ua cálculo de figura larga y aplastada, y en diferentes puntos valvas de Unio. A propósito de este molusco, creemos que es digna de mencionar la circunstancia siguiente: en toda la extensión del arroyo Frías se en- cuentran sus restos en los aluviones modernos formados por el arroyo, pero en sus aguas sería inútil buscar un solo individuo vivo, porque no se encontraría. El estado de las conchas prueba que no hace mucho que han desaparecido y seguramente aún debían habitar las aguas del arro- yo cuando el hombre poblaba las lomas de sus cercanías; de modo, pues, que sería interesante saber cuál es la causa que ha producido su des- aparición de las aguas del pequeño riachuelo. Por nuestra parte, pen- samos que quizá sea debida a su desecación temporaria por efecto de alguna gran sequía. Las personas que se dedican en esta Provincia a investigaciones sobre sus primitivos pobladores están preocupadas por lo que respecta al ha- llazyo de los restos óseos de los hombres que han dejado tantos vesti- gios de su presencia en los terrenos modernos de la Pampa. El señor Moreno no ha encontrado huesos de los hombres que han fabricado los objetos que describe en sus noticias, y sólo tiene un hueso humano que cree pertenece a los Querandís, encontrado por su amigo Hudson en los depósitos marinos de Conchitas. Lista dice no tener más que una vértebra cervical, encontrada en San Fernando junto con fragmentos de alfarería, pero que aun asimismo cree de una antigüedad muy limita- da (4). A pesar de haber examinado minuciosamente millares de frag- mentos de huesos encontrados en los paraderos, nosotros no hemos vis- to uno solo que pueda atribuírsele al hombre. El doctor Zeballos no ha sido más afortunado. «He recorrido la Pampa en una vasta extensión (dice el distinguido observador), como ya lo hice notar, y a pesar de los descubrimientos prehistóricos e históricos que he hecho, no hallé ni un solo hueso humano; mientras que Moreno ha encontrado uno que otro y de antigüedad enteramente dudosa. «Sé que otros exploradores tampoco han tenido éxito en sus investi- gaciones. Y es tanto más extraño esto, cuanto que he removido y visto paraderos de consideración en que abundaban la alfarería y la piedra tallada. ¿Quemarían sus muertos los indios? ¿Los enterrarían en el fondo de lagunas y ríos? El problema está aún por resolverse; y las excavaciones y estudios practicados sobre la Pampa, de que tengo noti- cía, nada adelantan sobre este interesante tópico, cuya dilucidación será el origen de revelaciones interesantísimas». La opinión que avanza el doctor Zeballos de que quizá quemarían (4) R. Lista: Los paraderos Querandís de la provincia de Buenos Aires. 216 sus muertos los indios, explicaría hasta cierto punto la ausencia de huesos humanos; pero es que a excepción de este hecho, en verdad bas- tante significativo, no tenemos otros datos que puedan venir en apoyo de la antigua cremación de los cadáveres en la Pampa y el hecho aislado de la ausencia de osamentas humanas no es suficiente para afirmarla. La cremación de los cadáveres era general en Europa durante la época del bronce y también la practicaban algunas tribus norteamericanas con- temporáneas de la conquista; mas no sabemos que se haya encontrado en ninguna de las naciones de la mitad Sud de América meridional. Por el contrario, todos los viajeros e historiadores nos dicen que los indios que poblaban las regiones del Plata enterraban sus deudos, unos en urnas funerarias como los Guaranís y los Quichuas, y otros simplemente en la tierra. Creemos más admisible la suposición de que los indios prehistóricos de la Pampa de Buenos Aires al Norte del Salado enterraban sus muer- tos ya sea en urnas, ya simplemente en la tierra, pues es difícil supo- ner que en este punto se diferenciaran tanto de las demás naciones de esta parte del continente americano. El descubrimiento reciente de un túmulo ‘en la costa del Paraná, que contenía numerosos esqueletos humanos, resuelve en parte la cuestión, pero tan sólo en lo que concierne a una nación o tribu que probable- mente no ocupaba más que una pequeña parte de la Provincia. El pro- blema queda planteado por lo que concierne a los pobladores de toda la llanura al Norte del Salado. El señor Moreno dice que los Querandís enternaban sus muertos en la tierra, envueltos en un cuero. No sabemos de donde habrá sacado él este dato, pues no recordamos haberlo leído en ningún autor contem- poráneo de la conquista o de los primeros tiempos de la colonización. El doctor Zeballos, por su parte, cree que las alfarerías pintadas de los paraderos Querandís son fvagmentos de urnas funerarias, porque (se- gún dice él) no presentan indicios de haber servido en los fogones. Mientras tanto, nosotros hemos recogido muchos fragmentos que pre- sentan indicios evidentes de haber sido expuestos a la acción del fuego y otros que, aunque no presentan tales indicios, indican evidentemente por su forma que no han tenido el destino que supone el doctor Zeballos. Sin embargo, esto no importa decir que muchas de las alfarerías pinta- das no puedan ser fragmentos de urnas funerarias; ello es tanto más po- sible cuanto que, como lo indica el doctor Zeballos, en las islas Payca- rabí, en el mismo delta del Paraná, se han encontrado objetos de esta clase conteniendo esqueletos humanos. Es de esperar que nuevos descubrimientos resolverán completamente tan interesante problema, que puede ser, como lo dice muy bien el autor ya citado, objeto de revelaciones interesantísimas. 217 ¿Cuál es la época a que pertenecen los objetos de piedra y de barro que se encuentran en los terrenos superficiales de la provincia de Bue- nos Aires? El señor Moreno los divide «en dos épocas arqueológicas distintas, que señalan dos períodos bastante apartados ‘entre sí en cuanto a la per- fección del trabajo; las que están ligadas por una edad intermediaria más perfeccionada que la paleolítica y menos que la neolítica. «Al emplear aquí estos dos términos lo hacemos sólo como épocas arqueológicas, para distinguir el trabajo de los objetos y no geológica- miente, como se emplean en Europa, donde corresponden a la época cuaternaria, porque hay que tener en cuenta que el hombre indígena sudamericano se hallaba en la época geológica actual casi en las mismas condiciones sociales que el cuaternario europeo (5).» Más adelante, hablando de las puntas de flecha y de dardo, dice que los objetos de piedra que posee muestran perfectamente caracterizadas y escalonadas las tres épocas en que ha dividido la edad de piedra en la República Argentina: la paleolítica, la intermediaria y la neolítica. Los cbjetos paleolíticos son muy gruesos y tallados generalmente en una scla cara; los de la época intermediaria son mejor trabajados, a golpes pequeños concoidales en los dos 'costados y mucho más delgados; y, en fin, los objetos de un trabajo aún más esmerado representan la época neolítica. Ya hemos tenido ocasión de manifestar que esta clasificación, tal como la propone el señor Moreno, no es de ninguna manera aceptable (6). El primer defecto que le encontramos es el de estar basada única- mente en el trabajo más o menos perfecto de los objetos. El sílex tiene una fractura determinada que es imposible cambiar, lo que hace que en todas las épocas y en todos los países se encuentren tipos perfectamente idénticos. Las hojas de sílex, por ejemplo, se encuentran en Europa, tanto en el cuaternario inferior como en el superior y en los terrenos de la época geológica actual; y si en un gran número de casos podemos cistinguir las más modernas de las más antiguas por ‘el trabajo más esmerado que muy a menudo presentan en sus bordes, en muchos otros e! ojo más perspicaz no puede distinguir la menor diferencia entre ellas y aun suelen presentarse casos en que los objetos más modernos son más toscos que los antiguos. Para citar un solo ejemplo, las grandes hachas amigdalóideas de la Banda Oriental que hemos comparado a las del diluvium de Francia (7), son más toscas que éstas, y si fuéramos a juzgar de su antigüedad rela- tiva por la perfección de su trabajo, estaríamos dispuestos a atribuir (5) Noticias, etc. (6) F. AMEGHINO: L’komme préhistorique dans la Plata. Paris, 1879. (7) F. AMEGHINO: Antigiiedades indias de la Banda Oriental. 218 una antigüedad más remota a las hachas de la Banda Oriental que sólo tienen unos tres o cuatro siglos, a lo sumo, que a las amigdalóideas Je Francia, que se remontan a una antigüedad de decenas de miles de años. El tipo de Saint-Acheul, característico del cuaternario inferior de Eu- ropa, ha sido encontrado por el señor Hamy en los aluviones neolíticos de la llanura de Tebas (8), y el señor E. le Jeune ha recogido hachas del mismo tipo en un taller del cabo Blanc-Nez (Pas-de-Calais) perte- neciente a la edad de la piedra pulida (9). El señor de Mortillet obser- va que el tipo raspador se encuentra desde los tiempos más remotos has- ta nuestros días (10). En el cuaternario inferior del Sena hemos reco- sido con nuestras propias manos, guijarros tallados como las piedras de honda de la Banda Oriental, y hemos visto el mismo tipo, exactamente isual, entre los sílex terciarios de Portugal, que el señor Ribeiro ha te- nido a bien permitirnos estudiar. Creemos, pues, en esto perfectamente de acuerdo con las ideas emiti- das por el señor Ribeiro (11), que cuando se trata de determinar la época de un instrumento de piedra, debemos atenernos más bien a la fauna, condiciones de yacimiento y sentido crítico que ha precedido a la exploración que a la forma misma del instrumento, porque los tipos fundamentales fabricados con las mismas substancias han sido siempre los mismos. En los paraderos prehistóricos de la provincia Buenos Aires, en efecto, al lado de puntas de flecha trabajadas con tanto esmero como las que foreno atribuye a su época neolítica y como la de forma triangular y dentellada que hemos descripto anteriormente, hemos recogido otras de una forma muy tosca, lo mismo que hojas de piedra sin retallar y puntas de dardo talladas a grandes cascos. Todos esos objetos encontrados jun- tos y en el mismo yacimiento, pertenecen evidentemente a una misma época, y sin embargo, adoptando el sistema de clasificación propuesto por el señor Moreno, encontraríamos representadas en un mismo yaci- miento sus tres épocas. En todas partes, allí donde hemos recogido sílex muy bien tallados hemos encontrado otros de un trabajo sumamente tosco. No pretendemos afirmar que en lós tiempos más antiguos se hayan fabricado instrumentos tan perfectos como en los más modernos, y es evidente que cuando caen en nuestras manos puntas de flecha como las que Moreno ha recogido en las lagunas Vitel, sin preocuparnos de su yacimiento podemos afirmar que no se remontan a una antigüedad muy lejana, porque por simples que sean los progresos de la humanidad están (8) Hamy: L’ancienneté de l’homme en Egypte. («Bull. Soc. Anthrop.», 1869). (9) Compte rendu del Congreso de Bruselas, 1872. (10) Promenades au Musée de Saint-Germain. (11) CarLos RIBEIRO: Estudios prehistóricos en Portugal, Lisboa, 1878. 219 siempre marcados por etapas de una duración considerable, que sirven de tránsito para reunir entre sí las diferentes épocas arqueológicas. El hombre, antes de retallar los sílex a pequeños golpes, debe haber aprendido a fabricar instrumentos más toscos; pero una vez que tuvo el secreto de la fabricación de los primeros, nada le impedía fabricar los segundos, destinados a los usos más comunes. Según esto, lo que puede caracterizar la edad de un yacimiento no es la presencia de instrumentos imperfectos que se han perpetuado en el tiempo y en el espacio, sino la presencia de instrumentos de tipos per- fectos, reconocidos como de fabricación reciente y que probarán que los tipos imperfectos de que están acompañados son sus contemporáneos; o bien la ausencia completa de esos mismos tipos más perfectos, que junto con las condiciones de yacimiento, etc., etc., probaría seguramente que los hombres que fabricaron esos instrumentos aún no habían apren- dido a tallarlos con la perfección con que lo hacían las poblaciones que les sucedieron. Además de este gran defecto, la clasificación del señor Moreno ofrece otro, que hace no concuerde con ninguna de las clasificaciones prehistóricas propuestas hasta el día. Es cierto que el 'autor propone su clasificación con la idea ya formada de que en nuestros depósitos pampeanos no existen indicios de la exis- tencia del hombre, y que una vez probado que los hay, la clasificación propuesta ya no tiene razón de existir. Pero aun suponiendo que dichos vestigios no se hubieran encontrado nunca, no por eso nos podría ser permitido hacer remontar la época paleolítica hasta tiempos tan moder- nos como lo hace el señor Moreno. La época neolítica corresponde a los tiempos modernos y la paleolítica a los tiempos geológicos pasados y si en nuestra formiación pampeana no se encontraran indicios de la presencia del hombre, ‘esto sólo probaría que en la República Argentina faltan los objetos que representan la época paleolítica; pero nunca estaríamos “autorizados a atribuir por eso a dicha época, objetos que seguramente corresponden a la neolítica. No está demás tampoco advertir que no se debe tomar la palabra neo- lítica como verdadero sinónimo de la época de la piedra pulida, porque entonces nos expondríamos seguramente al error de atribuir a la época paleolítica estaciones sumamente modernas y que a pesar de eso no pre- sentan ningún objeto de piedra pulida. Es cierto que la época paleolítica corresponde a la época de la piedra tallada y la época neolítica a la de la piedra pulida; pero si es verdad que en los paraderos o estaciones humanas paleoliticas nunca encontra- mos objetos de piedra pulida, también es cierto que las estaciones de esta última época contienen numerosos instrumentos tallados, y que muy a menudo no se encuentra en ellas un solo objeto de piedra pulida. 220 Búsquese la explicación de este hecho en la afirmación hecha anterior- mente; esto es, que los tipos fundamentales se han perpetuado en el tiempo y en el espacio, y que cuando el hombre aprendió a pulir la pie- dra, nadie le imponía la obligación de que ya no pudiera fabricar instru- mentos simplemente tallados. Los objetos de piedra y las alfarerías que se encuentran en los terre- nos modernos de la Provincia no pertenecen todos seguramente a una misma época, pero no podemos decir absolutamente nada sobre la anti- güedad relativa de los que se encuentran aisladamente. Los paraderos, por el contrario, nos ofrecen ¡algunos términos de comparación, pues en unos, junto con instrumentos toscos, encontramos otros tallados con más esmero que no se encuentran en otros paraderos, y generalmente están también acompañados de alfarerfas que denotan una época ya algo más avanzada. Esto haría suponer por lo menos dos épocas distintas. Así parece haberlo comprendido perfectamente el doctor Zeballos, pues propone dividir los objetos de la industria indígena que se encuen- tran en los terrenos modernos, en dos épocas diferentes: la Prehistórica o sea anterior a la llegada de los españoles a América; y la Histórica o sea de la época misma de la conquista y los siglos siguientes (12). Los restos prehistóricos dice que se encuentran generalmente cerca de la costa y a una mayor profundidad que los históricos. Estos últimos, que se presentan generalmente lejos de la costa y a una menor profundidad, son mejor trabajados que los prehistóricos. Entre unos y otros objetos hay una diferencia notable de épocas. El doctor Zeballos cree que su clasificación sólo es aplicable a la pro- vincia Buenos Aires; y nosotros, por el contrario, creemos que lo ; esta costumbre, lo mismo que el arte de tejer, comu- nes a diversas tribus de origen Guaraní, nos prueba, una vez más, la comunidad de origen de éstos con los indígenas de la pampa del Nor- este. Pero es un hecho del cual no se puede dudar, que los indios de la pampa, tanto Araucanos como Guaranís, han tenido comunicaciones, no tan sólo con las naciones del Norte de esta misma raza, sino también con los Quichuas. Las relaciones de los Guaranís de Buenos Aires con los súbditos de los Incas pueden demostrarse tanto por las piedras de los Andes que se encuentran en la provincia Buenos Aires como por la presencia del prendedor de plata que hemos mencionado al final del capítulo VII. Este objeto es igual en su forma general a los que usaban y llamaban topus los peruanos y no hay duda que es de la misma procedencia. Los Aucas tienen prendedores de plata parecidos, a los cuales desig- nan con el mismo nombre peruano, lo que prueba que aprendieron su uso de los Quichuas; y D'Orbigny ha comprobado que los Aucas, Puel- ches y Patagones emplean palabras quichuas para designar los números superiores a 99. El mismo origen quichua de la palabra Pampa, que quiere decir campo raso, demuestra por sí solo que los peruanos tenían conocimiento de la vasta llanura. Todo induce, pues, a creer que los indígenas de la pampa anteriores a la conquista tenían algunos principios de comercio y relaciones fre- cuentes. ; La parte de la provincia Buenos Aires comprendida al Norte del Sa- lado, era al tiempo de la conquista mucho más poblada de lo que se fi- gura la generalidad, lo que es una nueva prueba de que esa población no la formaban tribus cazadoras de Puelches y Araucanos, sino nacio- nes de Guaranís labradores. Schmidel nos dice que cerca de la primera población que llevó el nombre de Buenos Aires había un pueblo habitado por tres mil Que- randís; y algunos autores, dando a las palabras de Schmidel una signi- ficación que de ningún modo tienen (82), supusieron que a este núme- ro ascendía la población de esta nación. Releyendo a Schmidel con atención se ve que la población entera era mucho más numerosa, y que la primera evaluación se aplica a un solo pueblo. Cuando don Pedro de Mendoza resolvió atacarlos, envió contra ellos a su hermano don Diego de Mendoza, con 300 hombres de infantería y treinta de caballería, pero «cuando llegamos cerca del punto en que se encontraban los Querandís (dice Schmidel), éstos ya habían reunido más de cuatro mil hombres, llamando en su ayuda a todos sus amigos y (51) Viaje de Schmidel, ya citado. (82) D’OreicNny. 248 parientes.» Mal habrían podido reunir, pues, cuatro mil guerreros, si la población de la nación no era más que de tres mil, inclusos sus mujeres e hijos. Algo más adelante se encuentra otra prueba más evidente de que la primera estimación es la de un solo pueblo de Querandís, que se hallaba más inmediato a la población de Buenos Aires: «Conseguimos apo- derarnos del pueblecito (continúa Schmidel); pero no pudimos tomar ningún prisionero, pues antes de comenzar el combate habían enviado sus mujeres y sus hijos a otro pueblito.» Luego el mismo testimonio declara que los Querandís tenían otra aldea que no era la primera, lo que induce a suponer que podían tener otras muchas. En el segundo combate contra los españoles, los indígenas atacaron la ciudad en número de 23.000 guerreros; es cierto que esta vez los Guerandis no eran solos y que tenían por aliados a los Charrúas, los Eartenes y los Timbúes, pero de todos modos la cifra de 23.000 guerre- ros supone una población de cien mil almas, que no representa, por otra parte, la población total de las cuatro naciones. De los Timbúes, por ejemplo, sólo deben haber tomado parte los que habitaban las costas del Paraná en la provincia Buenos Aires, y de ningún modo los de Santa Fe, que eran tan numerosos, que, según el testimonio de Schmi- del tantas veces citado, los de un solo pueblo formaban una población de quince mil almas. Si dejamos a Schmidel y consultamos a Lozano, encontramos datos aún más precisos sobre la numerosa población que contenia esta parte de la provincia (83). He aquí los preciosos datos que encontramos en este autor sobre los indios que se redujeron en encomiendas sobre toda la margen derecha del Plata y del Paraná a partir desde Santa Fe al Norte, hasta la boca del Salado al Sud de Buenos Aires. Tomo I, página 135: «Síguese a este río el Quiloaza, junto al cual, sobre la misma margen del Paraná, fundó el año 1573 el capitán Juan de Garay, con gente venida del Paraguay, la ciudad de Santa Fe de la Vera Cruz, donde encomendó veintemil indios de las naciones Quiloasas, Mepenes, Colastines y Timbúes, de los que no han quedado otras reli- quias que los nombres y el campo ubi Troia fuit.» Página 137: «Veinte leguas antes de Santa Fe, bañaba a un pueblo de indios cristianos de nación de Cayastas, pero ni un inlio hay de aquellas gentes, ni de su nombre hay memoria, sino por el lugar de su situación.» Página 138: «En tierra firme, frontera de dicha isla, hubo a tres, cinco y siete leguas de la ciudad, tres reducciones muy numerosas de ) (S3) Lozano: Obra citada. 249 indios, Mocoretás, Calchines y Colastines, y siete leguas adelante otra de Timbúes que tenía ocho mil almas, y hoy no se halla señal de que haya habido indios en esos parajes.» Página 139: «En el otro cabo austral del Carcarañal, enfrente de Gaboto, doctrinaban los religiosos franciscanos una reducción muy nu- merosa de indios Chanás, pero en el día de hoy sólo ha quedado tal cual paredón que señala su antiguo sitio, sin permanecer indio alguno. «Tiene por aquí el Paraná dilatadas y amenísimas islas, pobladas de hermosas arboledas, como también lo estuvieron de muchos Guaranís antiguamente, pero hoy están totalmente desiertas.» Página 140: «Cerca de este río (río Arrecifes) en la costa del Para- ná, está un pueblo de indios llamado Baradero, fundado por el vene- vable padre fray Luis Bolaños, de las naciones Guaraní, Albeguay y Chaná, que allí juntó con increíbles fatigas; pero encargándose de su enseñanza a los clérigos, el número grande de sus feligreses se ha dis- minuído de tal manera que hoy sólo se cuentan algunas familias. «Peor fortuna corrió la reducción de los indios Cayguanés, que anti- guamente fué muy numerosa, situada junto al mismo río de los Arre- cifes, pero ha más de cincuenta años que ni rastros habían quedado de tal pueblo (situado sobre las riberas del río Areco) y hoy sólo en los archivos hay memoria de él. Lo mismo sucedió al muy grande pueblo de los indios Baguales, situado sobre las riberas del río Areco, que es otro que desemboca en el Paraná a diez y seis leguas del Arrecifes: con haber estado su situación en el mismo camino real de Santa Fe y Cór- doba para Buenos Aires, ni vestigio se ve de él, ni se tiene hoy otra no- ticia que la que franquean papeles antiguos.» Página 141: «Entre este río (río Luján) y el de las Conchas, que dista seis leguas, y es puerto de las embarcaciones que bajan por el Uruguay a Buenos Aires, estuvo situada la reducción de los Guacunam- bis, que eran seiscientas familias, pero ni aun el sitio de su población se supiera, si no hubiera habido curioso que más ha de cincuenta años hu- biese anotado su asolación.» Lozano enumera, pues, once reducciones de indios desde Santa Fe a Buenos Aires, dos de las cuales formaban un total de 28.000 almas. Quedan aún nueve reducciones, que suponiendo que cada una no tuviera más que 600 familias, como la del río Luján, que parece era la más pequeña, lo que equivale a 3.000 almas por reducción, darían un total de 27.000 que, unidos a los anteriores, formarían la suma de 55.000 indios encomendados o que aceptaron el cristianismo. Si se considera que sólo una pequeña parte de la población indígena aceptó el yugo del conquistador, y que por otra parte Lozano no men- ciona como formando parte de las reducciones, naciones importantes como Jos Querandís, Bartenes, Curucas, Mbeguas y otras, se compren- 250 derá fácilmente que la población india de esta comarca era sumamente numerosa. Pero en la página 153 se encuentra otro pasaje de mucha más impor- tancia aún, por cuanto por sí solo bastaría para probar que la raza Gua- raní pobló las márgenes del Salado: «Veinte leguas antes de entrar el río de la Plata al mar, recibe el tributo de otro que llamaron Tubicha- miri, por un cacique de este nombre que dominaba en los indios de esta costa, y es, según el autor de «La Argentina», el Desaguadero de Men- doza, por donde baja mucha cantidad de agua, desde la cordillera de Chile. Sobre este río hubo antiguamente una reducción de cristianos in- dios del país, muy numerosa; extinguióse enteramente, sin verse hoy vestigios de tan grande población.» En los primeros años de la conquista hubo, pues, ahí, una reducción de indios cristianos, que como los Aucas y demás pueblos de la pam- pa, nunca quisieron someterse a los conquistadores, por lo cual es cla- ro que dicha reducción debía componerse de indios Guaranís. Vere- mos en seguida que esta deducción es confirmada de una manera evi- dente. En efecto: en el mismo pasaje el padre Lozano nos hace saber que el río Salado se llamaba Tubichamiri, del nombre de un cacique que dominaba los indios de esa costa, y como esta palabra es exclusiva- mente guaraní, es claro que tanto los indios de ese punto como el ca- cique que los dominaba pertenecían a esta raza. Tubichamiri se compone de tres palabras; la primera tu, que en gua- raní quiere decir muy o más; la segunda bicha, quiere decir grande: ambas forman la palabra tubicha, muy grande o más grande, calificati- vo que los Guaranís aplicaban comúnmente a sus caciques y que aún en nuestros días daban al tirano López. No conocemos el significado de la palabra miri, pero seguramente debía ser el nombre del jefe que do- minaba a los indios de esa comarca y que calificaban de muy grande. Por otra parte, sin necesidad de descomponerla en tres para buscar su etimología, puede dividirse en dos, pero siempre de puro origen y aplicación guaraní, aunque con un significado completamente opuesto. Así tubichá quiere decir cacique en casi todos los dialectos Guaranís, y miri, corrupción de mini, pequeño; lo que daría a la palabra Tubicha- miri el significado de cacique pequeño, de poco poder o de poco pres- tigio. Sobre las márgenes del Salado, que se llamaba Tubichamiri, hubo, pues, una población Guaraní gobernada por un jefe que llevaba este mismo nombre. Después de tales pruebas ¿se pretenderá negar que los Guaranís hayan extendido su dominación hasta el Salado? Seguramente no. 251 Luego es evidente que los objetos prehistóricos de la provincia Bue- nos Aires, que se encuentran entre los ríos de la Plata y Salado, perte- necen a diferentes naciones de raza Guaraní que poblaban esta comar- ca en tiempo de la conquista y antes de ella. Dejamos de hablar de muchos otros usos y costumbres primitivas par- ticulares de las primeras naciones de raza Guaraní y Araucana que los españoles encontraron en esta Provincia, porque su descripción nos obligaría a pasar demasiado los límites que nos hemos propuesto. En cuanto al descubrimiento del túmulo de Campana de que hemos hablado por incidencia, creemos conveniente tratar de él en un capítu- lo especial. CAPÍTULO IX UN PUEBLO DE LOS TÚMULOS El señor Lista: Cementerios y paraderos minuanes de Entre Ríos. —El doctor Zeba- llos: Cementerio indígena de Campana. — Un pueblo de los túmulos. El señor Lista verificó en 1877, en Entre Ríos, una excursión arqueo- lógica durante la cual descubrió en la parte Sud de esa provincia, va- rios cementerios y paraderos prehistóricos, que describió en un núme- ro de «Le Courrier de la Plata» de aquel mismo año. Estos vestigios de antiguas poblaciones se encuentran en la región comprendida entre el arroyo Nancay al Norte y el río Paraná al Sud. Los cementerios se presentan bajo la forma de pequeños montículos, llamados en el país cerritos, compuestos de tierra mezclada con arena y cubiertos de vegetación. Estos monumentos funerarios han sido elevados por los salvajes para enterrar sus muertos, de manera a preservarlos de las frecuentes inun- daciones a que está sujeta esa parte de la Provincia; en efecto: su altu- ra está en proporción inversa a la del terreno sobre el cual se elevan. Los principales cementerios descriptos por el señor Lista, son dos. Cementerio de Mazaruca—Es un montecillo de cuatro metros de alto, que se encuentra a una legua al Norte de la estancia del Ibicuí. Contie- re muchos huesos humanos, pero fracturados y en malísimo estado de conservación. El señor Lista descubrió nueve esqueletos, pero sólo pudo conservar los cráneos de tres. Los huesos humanos están acompañados de muchos fragmentos de alfarería grosera y sin asas, de huesos de zorro, nutria (?), pescados, etc., lo que parece demostrar la celebración de festines que tuvieron lugar en honor de los muertos. En el mismo cementerio recogió rodelas de barro cocido agujereadas, o pesones de tejedor; un pedazo de madera trabajado en forma de ci- lindro, cortado longitudinalmente, de tres pulgadas de largo y agujerea- do en sentido longitudinal, que se supone haya servido como boquilla de pipa; y un hacha o martillo que se hallaba a poca distancia del ce- menterio. 253 Cementerio de Medina —Montecillo más elevado que el anterior, a unas dos leguas del arroyo Nancay y a una legua de la estancia de don Mateo Gómez. Cavando un pozo se han encontrado en él cráneos y hue- sos humanos. Contiene también muchas alfarerías. Los paraderos se encuentran sobre los médanos algo elevados que bordean el río Paraná y el arroyo Nancay; éstos tampoco quedan su- mergidos en tiempo de las crecientes. Los principales son: Paradero de Mangrullo. — Tan abundante en fragmentos de alfare- ría, que parece que allí hubo un taller de fabricación. Estas alfarerías son mejor trabajadas que las del cementerio de Mazaruca y adornadas de dibujos profundamente grabados, consistentes en líneas rectas y cur- vas, impresiones hechas con las uñas, puntas, barras en zigzag, etc. Las ollas han sido de una forma globosa, sin asas, cocidas al fuego y al aire libre. Reemplazaban a las asas pequeños agujeros circulares Gestinados a suspender los vasos por medio de correas. Paraderos de Nancay. — Los médanos de las orillas del Nancay son los que contienen mayor número de paraderos y también los más ricos en objetos prehistóricos. La alfarería es mejor cocida que la de Man- grullo, aunque los dibujos son exactamente los mismos. El señor Lista menciona también la existencia de fragmentos de ur- nes funerarias iguales a las que se han encontrado en el delta del Pa- raná. y Los objetos de piedra recogidos en esos puntos son: doce bolas per- didas, un pequeño mortero, un hacha o martillo, un punzón de sílex, dos cuchillos o raspadores en cuarzo, y otros objetos de uso dudoso. El señor Lista atribuye todos esos vestigios a los indios Minuanes, que poblaban ese país en tiempo de la conquista. Por ahora sólo nos queda por agregar que la exploración del señor Lista, muy importante por cierto, debería completarse con la remoción completa de los túmu- los (¿por qué son verdaderos túmulos y no cementerios?) menciona- Gos, pues parece que no se han hecho en ellos excavaciones serias, que darían sin duda un considerable acopio de materiales. Nos permitimos, pues, indicarle a ese señor, que haría un servicio notable a la ciencia removiendo por completo esos montecillos, al mismo tiempo que sería recompensado por el hallazgo de objetos valiosos. Un túmulo sumamente interesante se ha encontrado en la misma pro- vincia Buenos Aires, sobre la costa del río Paraná, no lejos del puerto de Campana. 254 El doctor Zeballos ha dado sobre él una corta descripción en la «Re- vue d'Anthropologie» que dirige en París el doctor Broca (1), de la que vamos a extractar los principales párrafos para dar una ligera idea de este importante descubrimiento, ya que hasta ahora no tenemos cono- cimiento de que se haya hecho su descripción detallada. «El puerto de Campana, dice el doctor Zeballos, punto de término del ferrocarril del mismo nombre, está situado sobre el gran río Paraná, en la provincia Buenos Aires, a 90 kilómetros de esta Capital. A 5 kilóme- tros al Sud de Campana y a seis metros del terraplén del ferrocarril, se ve un pequeño montecillo que llamó la atención del señor don Pedro P. Pico, geómetra distinguido, y encontró sobre el montículo algunas al- farerías que me hizo conocer en el mes de Enero de 1876. Después de haber oído su comunicación sobre el yacimiento, le manifesté mi opi- nión de que había encontrado un cementerio indígena del tipo tumulus.» El 8 de Julio salieron ambos de Buenos Aires para Campana, con el objeto de explorar el túmulo. Este estaba en un bañado, y había sido construído con terreno pampeano rojizo, traído de las barrancas vecinas. Su superficie se hallaba cubierta hasta un pie de profundidad, con tierra vegetal, traída igualmente de las barrancas. La forma del monumento es elíptica; tiene 79 metros en su diámetro mayor y 32 metros de diámetro máximo transversal. Su altura sobre el bañado es de 2 metros 50, pero primitivamente, antes de ser denudado por las aguas pluviales, debía tener unos 3 metros de altura. Su super- ficie se hallaba cubierta de fragmentos de alfarería, armas de piedra, cuernos de ciervo, etc., en tanta abundancia, que se habrían podido car- gar carretillas. «Sobre el punto más elevado del túmulo había cuatro árboles (talas) que formaban entre sí un cuadrado regular. Después nos apercibimos que otros, formando una calle de líneas paralelas, habían desaparecido; los vecinos los habían cortado para hacer fuego, no dejando más que los troncos. La calle tenía la dirección de Este al Oeste, precisamente la misma del tumulus.» Esos árboles habían sido sin duda plantados por los hombres y consa- grados a la memoria de los muertos. «Nos pusimos a la obra; nuestros obreros abrieron una zanja hasta el fondo del túmulo, encontrando incesantemente huesos y piedras talla- das, alfarerías con dibujos y cubiertas todas de una capa de pintura roja, muy brillante y de origen vegetal. «Se veía a la profundidad de un metro una capa de tierra de color gris anaranjado, conteniendo grandes pedazos de carbón y un depósito extraordinario de huesos de pescados y de cuadrúpedos salvajes; esta (1) Note sur un tumulus préhistorique de Buenos-Ayres, par ESTANISLAO ZEBALLOS. «Revue d’Anthropologie», 1878, pág. 577. 255 tierra ocupaba una superficie de dos metros cuadrados, poniendo así de manifiesto la existencia de uno o varios fogones primitivos. La explo- ración completa del fogón nos dió una colección muy interesante de ob- jetos de barro y de piedra. «El 9 de Julio un obrero hizo saltar de un golpe de pala un hueso roto en tres pedazos. Era un fémur humano, podrido por la humedad y que se hacía harina; poco tiempo después se encontró el cráneo! La victoria había coronado nuestra esperanza. «Dos horas después el esqueleto estaba a la luz del día. Yacia de Este a Oeste, dirección del gran eje del tumulus y de la calle de troncos, como ya dejé dicho. «El cráneo es casi completo, lo mismo que los dientes, a excepción ‘de un incisivo y un canino. Encontramos a alguna distancia del cráneo cuatro muelas de la mandíbula superior. «Los miembros superiores, los brazos, estaban alargados horizontal- mente hasta las caderas, debajo de las que aparecían las falanjes de los dedos; los miembros inferiores estaban rotos; alrededor del esqueleto había una cantidad asombrosa de alfarerías en fragmentos y otros obje- tos provenientes del arte indígena. «Esta primera excavación del túmulo dió la colección siguiente, con lg que he enriquecido mi museo prehistórico. «Las partes principales del esqueleto humano citado. Varias partes de otro esqueleto, pero del cráneo sólo una mandíbula inferior. «Más de seiscientos ejemplares de objetos de la industria primitiva, de alfarerías cocidas y con dibujos, de armas en sílex, de instrumentos en cuerno de ciervo, de huesos rotos para extraer la médula, y una can- tidad considerable de huesos de animales terrestres y fluviátiles, comi- dos por el hombre en sus festines prehistóricos. «Una rodela de mica con un pequeño trazo hacia el centro y de color verde. Pertenecía probablemente a algún collar y es una reliquia muy curiosa. «Una cabeza de loro en tierra cocida y pintada de colorado con una pintura de origen vegetal, y varios objetos diversos. Tal era el fruto de la prímera exploración.» Los señores Zeballos y Pico comunicaron el resultado de esta prime- ra exploración a la Sociedad Científica Argentina, proponiendo con- tinuar las excavaciones por cuenta de la Sociedad, para unir el nombre de ésta a un descubrimiento de tanta importancia. La Sociedad aceptó la propuesta, nombrando una Comisión, de la que formaban parte los señores Zeballos, Pico, Moreno y Burmeister, para que removieran el túmulo por completo, trabajo que duró unos quince días. 256 «Los objetos encontrados, dice el doctor Zeballos, sobrepasaron todas nuestras esperanzas. Obtuvimos veintisiete esqueletos, dos de niños, desgraciadamente muy frágiles a causa de la humedad del suelo; a pe- sar de eso hemos salvado de la destrucción las partes más interesantes de diez y ocho esqueletos. El más completo y mejor conservado yacía a una profundidad de 1 metro 80 centímetros sobre una capa de terreno más duro, en la que aparecía la formación de la marga, que es la tran- sición de la arcilla calcárea al estado de toba, llamada vulgarmente tos- ca. Busqué el medio de alzar el esqueleto en una gran caja especial con todo el pedazo de tierra en que estaba incrustado, y lo conseguí: llegó al salón de la biblioteca de la Sociedad tal cual estaba en su túmulo. «No hemos conseguido más que dos cráneos casi completos, porque la humedad del bañado ha apresurado la destrucción de los huesos y su ruptura ha sido producida por la presión de la tierra y por el pasaje de los animales; pero hay diez cráneos a lo menos en estado de ser restau- rados. «La colección de objetos de piedra es digna de llamar la atención de los sabios. Hay puntas de lanza y de flecha maravillosamente trabaja- das, molinos a mano, piedras de honda, raspadores para trabajar los cueros, bolas perdidas o piedras raramente esféricas, con una ranura para atar una cuerda de un metro de largo, con la que puede imprimiz- seles un movimiento de rotación que permite lanzarlas al blanco con una violencia y una exactitud sorprendentes. Hemos encontrado también pequeñas piedras usadas por los indios como juguetes, y una colección de otros instrumentos a estudiar. «La recolección de alfarería dió más de 3.000 (tres mil) objetos pin- tados y con diseños muy avanzados, no habiendo querido recoger todos los pedazos que se presentaban, sino simplemente los más notables. «En esta colección hay más de veinte ollas completas, y algunos va- sos de formas muy raras, usados quizá para el adorno y compostura de las mujeres. «Hay también varios objetos de barro representando animales salva- jes, con una sorprendente perfección artística, y una colección de asas de vasos y ollas que me dejó encantado, porque en mi colección de más ce 2.000 objetos de alfarerías prehistóricas e históricas de la pampa, eún no tenía nada tan hermoso. Los huesos trabajados por el hombre no eran menos notables: instrumentos para usos generales, la caza, la gue- rra, la industria, la agricultura, trabajados en cuernos de ciervo de las islas del Paraná (Cervus rufus) y de venados de las pampas (Cervus campestris). «Encontramos silbatos, muy bien tallados, en cuernos de venado, con los que nuestros obreros sabían aún hacer un ruido infernal. Esas reli- quias prehistóricas de los músicos prehistóricos, han debido ser emplea- 257 Gas en la guerra y en los festines. Yo he encontrado personalmente des pequeños anzuelos para la pesca. «Los trabajos en piedra no son tan perfectos como las alfarerías, pero hay una piedra de honda en granito azul extraordinariamente bien puli- ca. Tiene la forma de una esfera tan regular, que al presentarle esos objetos al doctor Burmeister, quedó muy sorprendido de la admirable perfección del trabajo de esta piedra.» El descubrimiento del túmulo de Campana es seguramente de una grandísima importancia ¿pero es realmente la raza Guaraní la que ha elevado ese monumento, como lo pretende el doctor Zeballos? Ningún historiador antiguo del Plata (de los que nosotros conocemos, a lo menos) habla del enterramiento de los Guaranís en túmulos, sino en urnas funerarias o simplemente en hoyos cavados en la tierra, don- de los colocaban en la misma posición que en las urnas, esto es, con los brazos cruzados sobre las tibias. Es bueno recordar que el túmulo de Campana no es aislado. Los hay en la Banda Oriental, frontera de Brasil y provincia de Río Grande, pero desgraciadamente aún no han sido estudiados. Sin embargo, ya he- mos hablado anteriormente del de Santos, descripto por el doctor Meig, que tenía cuatro metros de alto, estaba cubierto de árboles como el de Campana, y cuyos esqueletos estaban colocados horizontalmente en su longitud, justamente como los de este último, a juzgar por la nota del doctor Zeballos. Tampoco el túmulo de Campana debe considerarse como el único en- contrado en la República Argentina, pues por el artículo del señor Lis- ta vemos que no son escasos en el Sud de la provincia Entre Ríos, esto es, a poca distancia del de Campana. Es cierto que el señor Lista no da a sus cementerios el nombre de tú- mulos, pero si en realidad esos montículos de dos, tres y cuatro metros de alto son debidos a la mano del hombre, y contienen en su interior huesos humanos y alfarerías, etc., etc., es indudable que son monumen- tos funerarios del tipo tumulus. He ahí por qué se ha presentado la duda a nuestra imaginación: el túmulo de Campana, los de la parte Sud de Entre Ríos, los de la Banda Oriental, los de Río Grande, el de Santos, etc. ¿no indicarían la exis- tencia en América del Sud de un pueblo de los túmulos que nos es aún desconocido? La analogía que entre sí parecen presentar estos diver- sos monumentos y la diferencia absoluta que presentan con los del viejo mundo, parecen hasta cierto punto autorizar esta suposición. AMEGHINO — V. III 17 258 Por otra parte, probada la existencia de un pueblo de los túmulos, no importaría decir que no pueda pertenecer, en efecto, a la raza Guaraní, sino como rama distinta de las demás de la misma raza. Como quiera que sea, esperamos con impaciencia del doctor Zeballos y de sus colegas la descripción completa que se proponen hacer sobre este descubrimiento inesperado que puede ser el punto de partida de otros igualmente interesantes (2). (2) Para colocarlos a continuación de este capítulo sobre un pueblo de los túmulos, había- mos escrito dos largos capítulos sobre los Guaranís contemporáneos de la conquista, en los que tratábamos las cuestiones siguientes: naciones Guaranís; nombre primitivo de la raza Guaraní; religión y tradiciones; emigraciones; supersticiones; ideas sobre la inmortalidad del alma; funerales y modo de enterrar a los muertos; matrimonios y nacimientos; sistema de gobierno; modo de la subsistencia; Ja agricultura, la caza y la pesca; habitaciones; navegación; armas; vestidos y adornos; ocupaciones habituales a cada sexo; comercio; música y danza; guerras; antropofagía. Desgraciadamente su impresión habría dado a este volumen una extensión mucho más consi- derable que la que hemos convenido, por lo que nos hemos visto obligados a suprimirlos. Los publicaremos en otra obra que llevará por título: Estado social, político, religioso e industrial de los indígenas de América del Sud al tiempo de la conquista, de la que ya hemos reunido la mayor parte de los materiales. CAPÍTULO X ANTIGUEDADES INDIAS DE LA BANDA ORIENTAL Antecedentes. — Resultados conseguidos. — Un taller Charrúa. — Diferentes clases de rocas empleadas en la fabricación. — Objetos de piedra simplemente tallados. — Cascos u hojas de piedra. — Cuchillos. — Raspadores. — Escoplos. — Puntas de flecha y de dardo. — Hachas. — Núcleos y residuos. — Piedras de honda. — Pu- lidores. — Placasmorteros. — Morteros. — Pilones, — Martillos. En el mes de Agosto del año 1877, conversando con nuestro amigo el ingeniero francés don Octavio Nicour, que se hallaba de paso por Mer- cedes, nos contó que, durante su residencia en la Banda Oriental (que fué de cerca de dos años), había encontrado en algunos depósitos de are- na de las orillas del Plata, varios objetos de la antigua industria india. Lo que más había llamado la atención de este geólogo y mineralogis- ta distinguido, era unas bolas de piedra más o menos redondas, con un surco bastante profundo alrededor, lo que las asemejaba mucho a las bolas arrojadizas que usaban los antiguos indios Querandís de la mar- gen derecha del Plata. Estas bolas se encontraban en algunos puntos en tanta abundancia que, según nos dijo, pudo en un corto espacio de tiempo, recoger más de doscientas. También le habían llamado bastante la atención unas pie- dras circulares, parecidas a pequeños quesos, que tenían dos pequeñas impresiones, una de cada lado; pero tanto de éstas como de otras pie- dras que también le pareció ofrecían algunas particularidades en su for- ma, no había recogido ningún ejemplar, porque su objeto en esos mo- mentos era otro que el de hacer colecciones arqueológicas. Nos dió algunos detalles sobre la geología del país y el yacimiento de esos objetos, haciéndonos notar que cerca de los puntos en que los ha- tía encontrado en mayor abundancia, había bancos de conchas marinas de una potencia bastante considerable y que podría muy bien ser que hubiera entre estos y las piedras mencionadas alguna relación. Hablónos entonces de los depósitos de conchas marinas llamados kjokkenmoddings, que se encuentran particularmente en las costas de Dinamarca, que son altosanos o pequeñas colinas compuestas casi 260 exclusivamente de conchas marinas acumuladas por el hombre en le- janos tiempos; como también de la gran cantidad de guijarros o pie- dras más o menos redondeadas y con un surco alrededor que se en- cuentran mezclados con esas conchillas y que los anticuarios del Nor- te se inclinan a creer que servían de pesos para las redes. La analogía de formas entre las piedras que se han encontrado en los kj0kkenmoód- dings dinamarqueses y las piedras con surco recogidas en la Banda Oriental, como también la circunstancia de encontrarse estas últimas cerca de la costa y de los depósitos de conchillas ya mencionados, ha- cían pensar al señor Nicour que muy bien podría ser que éstos hubie- ran sido acumulados por tribus indígenas pescadoras y que las bolas de piedra que se encuentran en esos mismos puntos sería también muy posible que hubieran servido de pesos para las redes. Por fin, concluyó por proponernos un viaje a la Banda Oriental, tan- to para salir de estas dudas, estudiando con detención los bancos de con- chillas ya mencionados y el yacimiento de las piedras trabajadas, como también para coleccionar los objetos de la antigua industria humana por ahí existentes, asegurándonos de antemano que haríamos un impor- tante acopio de materiales para nuestros estudios prehistóricos. Estos datos, proporcionados por una persona cuya competencia en esta materia no podíamos poner en duda, nos incitaron a hacer un via- je a la vecina orilla; por otra parte, nos alentaba la idea de que tal vez en los terrenos cuaternarios de la otra orilla del Plata podríamos encon- trar indicios de la existencia del hombre conjuntamente con los grandes tardígrados y cavadores sudamericanos actualmente extintos, con más facilidad que en la provincia Buenos Aires, indicios que nos habrían po- dido servir de mucho en la cruzada en que hace ya tiempo estamos em- peñados, sosteniendo la contemporaneidad del hombre en las pampas argentinas con esos gigantescos mamíferos. En el mes de Noviembre del mismo año, el señor Nicour puso a nues- tra disposición en calidad de obsequio, algunos ejemplares de las pie- dras de que nos había hablado, volviéndonos a instar para que empren- diéramos la excursión que ya nos había propuesto. Los objetos con que acabábamos de enriquecer nuestra colección, eran bolas de piedra con surco; algunas nos llamaron mucho la atención por su tamaño pequeño, comparable al de una nuez. Esto nos decidió a emprender el viaje proyectado para tener ocasión de visitar personalmente los curiosos depósitos en que, según el señor Nicour, se encontraban dichos objetos, y tratar por este medio de au- mentar nuestras colecciones con objetos nuevos y seguramente de gran interés científico. Nos propusimos realizar en esta excursión las investigaciones si- guientes: 261 1% Tratar de buscar indicios de la existencia del hombre cuaternario en el terreno pampeano de ese lugar. 2% Hacer colecciones de restos de animales fósiles cuaternarios y mo- dernos. 3° Estudiar la geología del país, y particularmente la de los terrenos cuaternarios y modernos. 4° Estudiar los bancos de conchillas marinas y ver la relación que puede haber entre ellos y las bolas de piedra que se encuentran en sus inmediaciones. 5° Estudiar el yacimiento de los objetos de piedra ya mencionados y de los además objetos de la antigua industria humana de que están acom- pañados. 6° Coleccionar los objetos prehistóricos trabajados por el hombre, que pudiéramos encontrar. Fuimos a Buenos Aires, nos proveímos de algunas cartas de recomen- dación para personas establecidas cerca de los diversos puntos que de- bíamos visitar, y en los últimos días de Diciembre partimos para Mon- tevideo, en donde sólo nos detuvimos algunas horas, siguiendo inme- diatamente camino a los puntos en que nos proponíamos emprender nuestros primeros trabajos. Explicados los antecedentes que nos decidieron a emprender ese viaje de exploración y lo que mos proponíamos realizar, pasaremos ahora a ocuparnos, aunque bastante a la ligera, de algunos de los resultados conseguidos. Nuestro primer objeto, que era encontrar vestigios de la existencia del hombre contemporáneo de los Gliptodontes, Megaterios, Toxodon- tes y Mastodontes, fué completamente frustrado, pues no nos ha sido posible hallar el más ligero indicio de su existencia. No debe extrañarse eso, sin embargo, pues si tales indicios no son más comunes de lo que lo son en la provincia Buenos Aires, es imposi- ble poder descubrirlos en una excursión realizada tan de prisa; así es que de ese hecho negativo no nos es permitido deducir que el hombre no ha habitado la margen izquierda del río de la Plata, máxime cuando se tiene por segura su existencia en Brasil durante la misma época, y que por nuestra parte también hemos demostrado su existencia conjun- tamente con los grandes mamíferos extintos en los terrenos pampeanos de la provincia Buenos Aires. Mucho más de extrañar es que, a pesar de presentarse el terreno pam- peano en los puntos que hemos recorrido muy desarrollado y de haber- lo seguido por leguas enteras, no nos haya sido posible encontrar huesos 262 fósiles de los mamíferos característicos de esta formación, si se excep- túan algunas mal conservadas placas de la coraza de un Panochtus ex- traídas de los depósitos cuaternarios que se hallan en la orilla del Plata en el mismo puerto de Montevideo. Fósiles de época más moderna sólo hemos recogido algunas conchas marinas, de agua dulce y terrestre. En cambio hemos reunido preciosos datos geológicos para completar nuestros estudios sobre el terreno pampeano o cuaternario de estas re- siones, pero su conocimiento no es de este lugar y se encontrará en la parte que trata especialmente de esta formación. Hemos estudiado con detención los bancos de conchillas de que nos habló el señor Nicour y sin temor alguno de equivocarnos podemos ase- gurar que ninguna relación existe entre ellos y los yacimientos de obje- tos trabajados por el hombre que se encuentran en sus cercanías. Estos bancos se componen de conchillas marinas pequeñas, mezcla- das con arena parda y algunos grandes guijarros de cuarzo rodados por las aguas. No hemos encontrado en ellos vestigios de ostras, pero en al- gunos puntos hemos visto muchos ejemplares de la Azara labiata. Mu- chos de estos bancos, aunque ya casi en su totalidad destruídos, los he- mos visto en la costa del mismo puerto de Montevideo y se elevan de 6 a 8 y 9 pies sobre el nivel de las aguas del río. No sólo se puede asegurar que estos depósitos no han sido acumula- dos por el hombre, porque se componen en su totalidad de conchas muy pequeñas que no podían suministrarle sino un muy escaso alimento, sino también porque no se encuentra en su masa ningún objeto de la antigua industria humana, cuando por el contrario los verdaderos kjükkenmod- dings están atestados de piedras con surcos o agujereadas, piedras de honda, alfarerías groseras, raederas, hachas, instrumentos de hueso, huesos de mamíferos y pájaros, y un sin fin de cascos de sílex de todas formas. El estado de las conchas también indica que no han sido acumuladas por el hombre, puesto que la mayor parte de las bivalvas se encuentran con sus dos valvas unidas, demostrando evidentemente que vivieron y murieron en los puntos en que se encuentran. Estos bancos se han depositado en el fondo de aguas tranquilas, como lo prueba el estado de conservación de las conchas que se hallan en su mayor parte enteras. Son de una época posterior a la formación del terreno pampeano v deben entrar en la categoría de los depósitos marinos actuales, moder- nos o postpampeanos de estos países. Con todo, se remontan a una an- tigiiedad geológica bastante considerable, puesto que se han formado en una época en que las aguas del Atlántico entraban tierra adentro ocupando todo el estuario actual del río de la Plata y formando un gran golfo que se extendía hasta más arriba de San Pedro. 263 Desde entonces las aguas marinas se han retirado hasta los puntos en que actualmente se encuentran y estos depósitos de conchillas deposita- dos debajo de las aguas se han levantado sobre su nivel hasta la altura de 6 a 9 pies. Por eso los consideramos como sincrónicos de los depósitos marinos más o menos iguales o parecidos que se encuentran en la provincia Bue- nos Aires, particularmente en Belgrano y Puente Chico, cerca de Quilmes, y también en el río de la Matanza, estudiados por el doctor Burmeister, Moreno y el doctor Zeballos (1). También hemos visitado los yacimientos de objetos de la antigua in- dustria humana que nos había indicado el señor Nicour y hemos hecho en ellos colecciones importantes. Estos son seguramente los objetos de más interés científico que hemos recogido, y sobre ellos vamos a dar al- gunos detalles.. Se dividen en dos clases: objetos de piedra y objetos de barro. Entre los objetos de piedra, los más notables son cascos de sílex, cu- chillos, raspadores, puntas de flecha, piedras de honda, núcleos, pulido- res, hachas, morteros, placasmorteros, pilones, martillos y bolas de di- ferentes formas. En cuanto a la época a que pertenecen, diremos que no solamente sou posteriores a la formación del terreno pampeano y que por consiguien- te pertenecen a la época actual, sino que también son muy posteriores a la formación de los bancos de conchas marinas de que hemos habla- do más arriba, puesto que, como hemos podido observarlo en algunos puntos, éstos se encuentran debajo de los bancos de arena que contienen los objetos trabajados. Geológicamente pertenecen entonces a la época moderna; y arqueo- lógicamente a la época neolítica, tanto porque esta última es sincfónica de la primera, cuanto porque realmente los objetos de piedra de la Ban- da Oriental representan una época bastante adelantada, siendo muchos de ellos bastante bien pulidos, circunstancia propia de los objetos de piedra de esta época. De todo esto es fácil presumir que los que trabajaron tales objetos fueron los indios que antes de la conquista poblaban esa comarca; esto es, los indómitos Charrúas que prefirieron la muerte antes que la escla- vitud, y cuyo arrojo y valor tanta sangre les costó a los españoles. La nación de los Charrúas, poblaba en tiempo de la conquista toda la margen izquierda del río de la Plata y sobrepujaba por su valor a los mismos Querandís de la margen opuesta del mismo río. (1) Burmeister: «Anales del Museo público de Buenos Aires», entrega 2°, tomo 1. — Una excursión orillando el río de Matanza, por WALTER F. REID, F. P. MORENO y ESTANISLAO S. ZEBALLOS. («Anales de la Sociedad Científica Argentina», entrega 2%, tomo 1). — Estudio geo- lógico de la provincia de Buenos Aires, por el Dr. ESTANISLAO S. ZEBALLOS. 264 Ambas naciones pueden considerarse actualmente como completa- mente extintas, con la diferencia de que la segunda desapareció desde los primeros tiempos de la conquista, mientras que la extinción de la primera es obra de este siglo. A distancia de unas quince a veinte cuadras del pueblito del Cerro de Montevideo, siguiendo río arriba, se halla un pequeño cabo llamado Punta Caballo. En este punto hubo en otro tiempo un saladero perteneciénte a un señor Sayaga. Actualmente el establecimiento es propiedad del vizconde de Mauá, pero ya no existe ahí tal saladero, sino una simple cantera de piedra, a pesar de lo cual el establecimiento es conocido aún con el nombre de Saladero de Sayaga. La parte de la propiedad adyacente a Punta Caballo está limitada en sus dos costados por dos zanjones o cañadones bastante profundos, aun- que no recorren una gran extensión. La distancia entre ambos cañado- nes podrá ser de unas tres o cuatro cuadras, limitando una faja de te- rreno de ocho a diez cuadras de largo, a cuyo frente Punta Caballo entra en el río y a la espalda termina al pie del cerro, de cuyas faldas bajan los canadones mencionados. La base del terreno, según puede verse en la costa del río, es forma- da por rocas graníticas que son actualmente explotadas para la fabri- cación de adoquines, esquistos metamorficos, feldespato y mica. Encima de estas rocas se halla el terreno pampeano con una potencia que alcanza hasta cinco y seis metros de espesor, presentando un color rojizo igual al de las pampas, arcilloarenoso como éste, y conteniendo también infiltraciones calcáreas llamadas toscas. Sólo se presenta a descubierto en las barrancas de las dos cañadas y carece completamen- te de fósiles. : En la costa del río y a poca elevación sobre el nivel del agua, se halla una capa de conchillas marinas, entre las cuales hay algunos ejempla- res de la Azara labiata. Se hallan mezcladas con arena parda, casi ne- gra y podrían fácilmente ser explotadas para la fabricación de cal, aun- que de inferior calidad. Esta capa tiene un espesor variable entre 30 y 60 centímetros y forma una faja que se extiende sobre toda la costa iz- quierda del Plata inmediata a Montevideo. En muchas partes está inte- rrumpida o falta completamente a causa de denudaciones verificadas en parte por las aguas pluviales y en parte por las del Plata. Mezcladas con las conchillas y la arena, se halla una gran cantidad de guijarros rodados de diferentes clases de rocas y de un tamaño variable, desde el de un garbanzo hasta el de un huevo de gallina. En algunos puntos de la costa hemos encontrado capas bastante espe- sas de guijarros cuarzosos, rodados por las aguas y todos de un tamaño que varía entre el de un huevo de gallina y el de un avestruz. No hemos podido determinar la edad geológica de esta capa, pero su- ponemos que es posterior a la formación del terreno pampeano. 265 Toda la superficie de ese recinto está cubierta por capas de arena que descansan encima del terreno pampeano, exceptuando uno que otro pun- to en que asoman a la vista esquistos metamôrficos. La capa inferior es una arena parda, casi negra, mezclada con mate- rias terrosas y conteniendo por todas partes concreciones e infiltracio- nes de óxido de hierro, que sólo se presenta a descubierto allí donde la denudación de las aguas y la acción de los vientos se ha llevado la capa de arena superior. En todas partes contiene numerosos vestigios de la antigua industria humana, consistentes en su mayor parte en fragmentos de alfarerías groseras, y muy pocos objetos de piedra. Creemos que esta capa de arena es de una antigüedad bastante remo- ta y la consideramos como contemporánea de los depósitos de conchillas de la costa, que pertenecen a una época en que ese punto estaba ocu- pado exclusivamente por las aguas saladas, pues entre ellas se ven frag- mentos de conchillas que en el día ya no habitan esas aguas, sino las vecinas del Océano. Encima de esta capa de arena se encuentra otra, de color blanco, bas- tante fina, que forma la verdadera superficie del suelo. Casi por todas partes está cubierta por una vegetación propia de terrenos arenosos, y en algunos puntos por una gramínea parecida al Elymus arenarius. Hacia el centro y como a unas dos cuadras de la costa, hay dos mé- danos de arena movediza, bastante elevados y de formación muy mo- derna. Su superficie se halla completamente desprovista de toda vegetación y dichos médanos están, por consiguiente, continuamente expuestos a la acción del viento que barre su superficie, amontonando la arena más de un costado que de otro, según la dirección en que sopla. Alrededor de los médanos, que están unidos por su base, pero parti- cularmente por el lado que mira al pueblito del Cerro, en una extensión de 30 a 60 metros de ancho y más de 300 de largo, la superficie de la arena está completamente cubierta por un inmenso número de piedras de diferentes formas y tamaño, amontonadas unas sobre otras, de tal modo y en tan grande cantidad que con dificultad permiten caminar. Al- gunas de esas piedras son tan grandes, que tienen un peso de 50 a 60 kilogramos. Todo ese inmenso pedregal está completamente desprovisto de toda vegetación y se extiende por debajo de los mismos médanos que, como ya hemos dicho, son de formación muy moderna. Explicar la presencia de ese pedregal desde el punto de vista pura- mente geológico, importaría un problema tan arduo, que volvería loco al geólogo que pretendiera explicarlo por las fuerzas geológicas que con- tinuamente han modificado y modifican la superficie de la tierra. 266 Allí no existen vestigios de que hayan pasado corrientes de agua que en la época posterior a la deposición de la arena por la acción de los vientos, hayan depositado en esos parajes ese inmenso pedregal. Las piedras tampoco ofrecen señales de haber sido rodadas por las aguas. Casi todas están rotas y presentan ángulos y aristas más o me- nos agudos o cortantes y otras ofrecen señales de haber recibido fuertes golpes. Sólo admitiendo que hayan sido transportadas a ese punto por la voluntad de un ser inteligente, se puede explicar su presencia enci- ma de ese arenal situado a un nivel al que en los tiempos geológicos ac- tuales no puede haber llegado ninguna corriente de agua, ni hay por ahí cerca ningún río o arroyo que pueda haberlos transportado, ni ningún cerro, colina o elevación cualquiera que pueda haber provisto materia- les tan diferentes como los que allí se hallan acumulados, porque el más ligero examen basta para demostrar que proceden de puntos muy leja- nos entre sí. Sin embargo, a primera vista se resiste uno a creer que ese gran de- pósito de piedras sea el resultado de la voluntad del hombre, y más aún si no da prontamente con el objeto especial a que pudieron ser desti- nadas. Después, si aparta por un momento la mirada de los alrededores de los médanos y la dirige en torno suyo, queda más sorprendido al ver que a di- ferentes distancias se divisan depósitos de piedras completamente igua- les que se extienden hasta la misma costa baja, a orillas del agua. Si movido por la curiosidad, como nos sucedió a nosotros, se dirige a uno de esos pedregales, su sorpresa sube de repente y se transforma en verdadera admiración al ver que en una extensión por lo menos de 12 a 15 cuadras cuadradas, por entre las mismas yerbas, el suelo está cubierto de piedras casi por todas partes, y no hace más que caminar sobre ellas. Resulta difícil pasar a creer que la mano del hombre ha podido acu- mular ahí tan gran número de piedras sin un objeto determinado y en un punto donde no se han encontrado vestigios de civilizaciones pasadas sino tan sólo tribus de indios sumamente atrasadas, únicas a las que po- dría atribuírseles semejante obra. Pero el más ligero examen de las rocas allí reunidas tiene forzosa- mente que rendirnos ante la evidencia de que sólo el hombre pudo haber reunido en un solo punto una variedad tan grande de rocas, como si hu- biera tratado de hacer una colección de todas las clases de piedras exis- tentes en la Banda Oriental. Alli hay granitos comunes, que se encuentran en las cercanías y gra- nitos colorados, cuya procedencia no hemos podido averiguar. Dioritas, que sólo se encuentran a muchas leguas de distancia, pórfidos, tra- quitas, feldespatos, areniscas, rocas micáceas, pizarras, esquistos me- 267 tamórficos, micaesquistos, rocas talcosas, plombagina, calcáreos, már- mol, cuarzos, cuarcitas, ágatas, calcedonias, sílex diferentes, etc. Si alguien sigue sus exploraciones, remueve las piedras y las examina atentamente, pronto encuentra la prueba de lo que presentía. Aquí en- cuentra una bola de piedra que al parecer está redondeada artificialmen- te; allí encuentra otra más decisiva, con un surco alrededor bastante profundo; allá remueve una gran piedra más o menos circular, con dos cavidades, una de cada lado, es un antiguo mortero...; acullá distingue una especie de pilón con una superficie plana y provisto de pequeñas depresiones destinadas a colocar los dedos para asegurarlo más fácil- mente; más allá divisa un disco con dos pequeñas cavidades desti- nadas a asegurarlo entre los dedos para usarlo a manera de nuestros martillos. Si presta mayor atención y observa minuciosamente los fragmen- tos más pequeños, pronto distingue pedazos de alfarerías groseras por un lado y hojas de sílex, cuchillos o puntas de flecha por el otro. Ya no hay lugar posible para la duda. Han desaparecido todas las difi- cultades. La realidad se presenta ante sus ojos con la misma claridad del sol. Se halla ante un material de escombros acumulados por hombres que vivieron ahí antes de la llegada de los europeos. En medio de objetos que evidentemente llevan el sello de la humana inteligencia. Pisa sobre armas, instrumentos y utensilios que han servido a otros individuos, a otras tribus, a otras razas, que ya no existen, a generaciones que ya pa- saron, pero que han dejado sus recuerdos en medio de esos ardientes arenales legados a las personas observadoras capaces de interpretarlos. Se halla ante un montón de escombros que sólo pueden haber acu- mulado millares de individuos. Dirige su vista alrededor y se pierde viendo piedras por todas partes, antiguos restos de un vasto campamen- to, de un inmenso taller donde en otros tiempos, salvajes Charrúas, in- dómitos pobladores de la que es actualmente República Oriental del Uruguay, fabricaban pacíficamente sus bolas arrojadizas y sus morteros, modelaban la arcilla para preparar sus tiestos de barro y fragmentaban los sílex, cuarzos y calcedonias para preparar sus flechas y cuchillos. Todas las innumerables piedras que ahí se encuentran han sido trans- portadas a ese lugar desde largas distancias para fabricar con ellas armas y utensilios. Una gran parte han sido utilizadas, dejando los fragmentos informes que se ven por todas partes, residuos de la fabricación de los instrumen- tos. Otras no han sufrido trabajo alguno; quizá la tribu tuvo que aban- donar su campamento sin poder utilizarlas. Averiguada la época a que pertenecen, los objetos prehistóricos que hemos recogido, como también la nación que los fabricó y el yaci- 268 miento que ocupan, pasaremos ahora a hacer la descripción de los ejemplares más completos que de cada tipo hemos recogido. No todos los objetos de piedra están fabricados en una sola clase de roca, ni en la fabricación de objetos de un mismo tipo se ha empleado siempre la misma piedra; ésta varía de un ejemplar a otro, aunque to- dos los tipos pueden reducirse fácilmente a dos series: instrumentos y armas simplemente tallados, e instrumentos y armas pulidos; en este caso, los objetos de cada serie están compuestos en su mayor parte de materiales diferentes de los de la otra serie. , A la serie primera pertenecen los cascos u hojas de diferentes for- mas, los cuchillos, los raspadores, las puntas de flecha, las hachas, los núcleos y las piedras de honda. Todos estos objetos están tallados en rocas muy duras, pero de frac- tura concóidea o fáciles de hendirse en astillas longitudinales por me- dio de golpes secos dados con otra piedra, como el pedernal, el cuarzo, el ágata, la calcedonia y la obsidiana. La mayor parte de los cascos es- tán tallados en cuarzo, pedernal y cuarcita; los de ágata y calcedonia son más raros. También hemos visto algunos en obsidiana, piedra a la cual seguramente se la ha llevado a esos puntos desde muy lejos. A la segunda serie pertenecen los pulidores, las placasmorteros, los morteros, pilones, martillos y bolas. Todos estos objetos están fabricados en piedras tenaces, mucho más difícil de hendirse que las anteriores y algunas sumamente duras, como el granito, la diorita y otras. La mayor parte de los morteros están tra- bajados en granitos de diferentes clases, y otros en gres sumamente duro. Algunos martillos son de diorita y otros de cuarcita y granito. Las placasmorteros son de esquisto; y las bolas de diorita anfibólica, dio- rita común, granitos diversos, feldespatos, esquistos, micaesquistos, gres o arenisca endurecida y otras varias piedras. También hay algunas que son de cuarzo. Las hojas de piedra que recogimos en la Banda Oriental nada nota- ble ofrecen y son poco más o menos iguales o parecidas a las que se han encontrado en todas partes donde se han descubierto objetos de piedra; sin embargo, en su mayor parte son algo más grandes que las que hemos encontrado en Buenos Aires. La forma más común es la de un prisma largo y angosto, de tres la- dos. Estas hojas han sido arrancadas de un solo golpe dado en el ángu- lo de un canto de piedra; presentan generalmente una superficie lisa y algo cóncava, que es la que se ha producido al separarse la hoja del nú- cieo, y la otra con dos largos chaflanes longitudinales unidos por el me- 269 dio en una larga cresta que recorre la hoja en todo su largo y forman. el prisma. El ejemplar más grande que recogimos de esta clase tiene 0,92 centímetros de largo. Algunas concluyen en punta por una de sus extremidades y podían servir como puntas de flecha o de dardo; otras presentan dos bordes muy cortantes y es casi seguro que servían como cuchillos. Eojas prismáticas de más de tres lados, no hemos encontrado, lo que es bastante raro, pues en los paraderos prehistóricos de la provincia Buenos Aires, como ya hemos tenido ocasión de manifestarlo, hemos re- cogido ejemplares que presentan cuatro y hasta cinco y seis caras. En los paraderos Charrúas hemos recogido muchas hojas planas, de forma más o menos rectangular o cuadrada, bastante delgadas, produ- cidas por medio de un solo golpe dado sobre la superficie plana de un sílex. La superficie opuesta a la en que han recibido el golpe presenta una convexidad no muy elevada llamada cono de percusión y es gene- ralmente llana, mientras que la otra suele presentar varios chaflanes. Estas hojas pueden tener desde uno hasta cuatro bordes cortantes y se- guramente han servido como cuchillos. Su tamaño general es de unos cuatro centímetros de largo por otros tantos de ancho. La forma de cuchillo más común y simple es-la de hoja angosta y lar- ga formando un prisma de tres lados y de sección transversal triangu- lar. Esta es también la forma que más abunda en los paraderos Cha- rrúas. Ya hemos dicho más arriba que muchas hojas de las que hemos de- signado con el nombre de planas, también servían como cuchillos. Otra clase de instrumentos de piedra también bastante general, es una hoja de sílex prismática retallada a pequeños golpes en uno de sus bordes, de manera que presente filo, constituyendo entonces los verda- deros cuchillos de piedra de los anticuarios. De éstos hemos recogido varios ejemplares de un largo variable en- tre tres y cinco centímetros. El borde retallado lo es de un solo lado, pa- reciéndose mucho a los que se han encontrado en algunas cavernas de Europa de la época del reno, aunque estos últimos son algo más grandes. Los cuchillos del mismo tipo que hemos recogido en la provincia Bue- nos Aires, son generalmente algo más pequeños que los de la Banda Oriental, pero mejor trabajados. También hemos recogido algunas hojas AS retalladas en uno o más de sus bordes a golpes tan sumamente pequeños que pueden pasar desapercibidos, si no se observa con detención el instrumento. Hay también algunas grandes hojas prismáticas retalladas a peque- nos golpes en todo su contorno, completamente iguales a algunas que poseemos del Grand-Pressigny y que hemos recibido como obsequio del marqués de Rincourt. 270 Otra clase de cuchillos que encontramos juntamente con los anterio- res, son unos trozos de sílex muy espesos, que presentan una superficie lisa algo cóncava y la otra muy convexa y toda tallada a golpes más o menos grandes, terminando en un borde tallado a pequeños golpes, de manera que presente filo. Estos son mucho más resistentes que los otros y su mucho espesor permitía asegurarlos mejor entre la mano. La figu- ra 278 representa un ejemplar de este tipo, de 5 centímetros de largo y 15 de espesor en su parte más gruesa. Los instrumentos de piedra simplemente tallados que se han encon- trado en Europa, han sido divididos en dos clases principales: los que están trabajados en sus dos caras y los que lo están en una sola. Los que están tallados en una sola de sus dos superficies han sido designados con el nombre de tipo de Moustier, por el nombre de la caverna en que parece que por primera vez se encontraron mezclados con restos de ani- males extintos. A este tipo pertenecen las diferentes formas de cuchi- llos de que hemos hablado, pero hemos recogido otros ejemplares que están tallados por los dos lados. Son trozos de piedra cortos, anchos y espesos, tallados a grandes golpes en sus dos caras, con un borde cor- tante y el opuesto bastante romo y espeso, como para poder ser asegu- rado fácilmente en la mano. Esta forma es más escasa. Entre los objetos que recogimos en nuestro viaje, también figura un buen número de raspadores, aunque no de formas tan variadas como los de Buenos Aires, pero casi todos mucho más grandes. Tienen una superficie lisa y la otra tallada a golpes más o menos grandes, mas nin- guno presenta una forma tan prolongada como la generalidad de los ejemplares recogidos en Europa y algunos de los de Buenos Aires. La figura 279 representa un ejemplar de la forma más común, talla- do a grandes golpes, con su extremidad inferior redondeada y provista de un borde cortante producido por una serie de pequeños golpes. Tie- ne 45 milímetros de largo, 38 de ancho y 19 de espesor en su parte más gruesa. La figura 280 representa otro ejemplar bastante notable tanto por su forma y tamaño como por la solidez que tiene su borde cortante. Su su- perficie inferior es completamente lisa; la superior se forma de dos ca- ras talladas a grandes cascos que se elevan en el medio hasta unirse y formar una alta cresta longitudinal, cuya mayor altura se halla poco más o menos hacia el centro de la piedra y va bajando a medida que se acer- ca a su extremidad inferior, hasta perderse en ésta, que forma un bor- de cortante de 22 milímetros, finamente tallado y sumamente resisten- te por el espesor que ofrece a unos pocos milímetros del filo. Tiene 6 centímetros de largo, 38 de ancho y 29 de alto. Otro ejemplar que poseemos es una hoja de pedernal casi cuadrada, ce unos 34 milímetros por cada lado y 15 de espesor, con un borde ta- 271 liado de manera que presenta un filo también muy resistente por au- mentar el espesor de la piedra a medida que se aleja del borde, forman- do un ángulo muy obtuso. Otros ejemplares se parecen algo a peque- nos discos, con una superficie lisa y la otra convexa y tallada a grandes cascos. Algunos tienen una forma algo prolongada y presentan sus dos extremidades redondealas y talladas a pequeños golpes, de modo que las dos presentan filo; el resto de la superficie trabajada está tallada a grandes golpes y forma una convexidad bastante elevada. Estos obje- tos corresponden a los de Buenos Aires, que hemos designado con el nombre de raspadores de doble corte. Tenemos, por último, un ejemplar bastante pequeño (38 milímetros de largo), pero muy parecido al raspador tipo esquimal que dibuja Lub- bock en su obra sobre el hombre prehistórico (2) y Hamy en su paleon- tología humana (3). Según la opinión más acreditada, los instrumentos de esta forma que se han encontrado en Europa, servían para raspar y limpiar las pieles. De objetos de piedra completamente iguales aún se sirven los esquima- les para este mismo uso, y se puede dar por seguro que al mismo obje- to debían ser destinados los que recogimos en la Banda Oriental, como también los de la provincia Buenos Aires. Designamos con el nombre de escoplos a varios trozos de sílex que pre- sentan una extremidad cortada en bisel, algo parecida a la de nuestros instrumentos de acero del mismo nombre. La figura 281 representa un ejemplar tallado por todos sus lados, de 47 milímetros de largo. El borde cortante que se halla en su extremidad inferior está algo romo, debido a un desgaste producido por el uso. Su cara superior, o más bien dicho, la que es visible en la figura está talla- da a grandes golpes longitudinales, presentando cuatro largos chafla- nes. Su parte superior, que le servía de asidero a la mano, es muy gruesa y tallada por ambos lados. Algunos ejemplares son bastante toscos, pero una de sus extremida- des está siempre cortada en bisel, presentando el aspecto de verdade- ros escoplos. Muchas veces la extremidad, tallada de esta manera, se angosta tanto que se parece más bien a una lanceta, como puede verse en el ejemplar que representa la figura 282, que es una hoja de cuarzo tallada a golpes longitudinales, de 47 milímetros de largo, bastante an- cha y gruesa en su parte superior y angosta y delgada en la inferior, que está tallada en bisel, terminando en un borde sumamente cortante. La flecha y el dardo eran armas de guerra usadas por los Charrúas antes y después de la conquista. (2) LuBeock: L'homme avant l’histoire, pág. 72. (3) Hamy: Précis de Paléontologie humaine, pag. 356. 272 Eran tan diestros en el manejo de estas armas, que, según el Padre Lozano, con la flecha hacían certerísima puntería a cien pasos de dis- tancia (4). Los primeros españoles que llegaron a estas tierras, más de una vez vieron caer muertos a sus compañeros bajo nubes de flechas y dardos arrojadizos lanzados por los indios. Don Juan Díaz de Solís, el primer descubridor del río de la Plata y el primer europeo que puso pie en tierra en estas comarcas, encontró la muerte juntamente con varios de sus compañeros, bajo una nube de saetas o flechas lanzadas por una emboscada de indios Charrúas. No es, pues, de extrañarse que entre los objetos que hemos coleccio- nado, figuren también algunas puntas de flecha y de dardo; lo que debe extrañarse es que, en vista del número considerable de otros objetos que hemos encontrado y del uso frecuente que los Charrúas hacían de la flecha, no hayamos encontrado más ejemplares que los pocos que nos ha sido dado recoger. En los puntos de la provincia Buenos Aires que habitaban los Que- randís, las puntas de flecha son mucho más numerosas que en los pa- raderos Charrúas, y es digna de notar la circunstancia de que por largo tiempo se haya tratado de negar que los Querandís hayan usado la flecha. No solamente las puntas de flecha y de dardo son muy escasas en los paraderos Charrúas, sino que, además, la mayor parte de los ejempla- res que hemos recogido son sumamente toscos. La mayor parte son hojas triangulares prismáticas que concluyen en punta por uno de sus extremos y sin trabajo ninguno en los bordes. Algunas son finamente talladas en los bordes, pero no hay ningún ejemplar que pueda parangonarse en la perfección de su trabajo a al- guno de los que hemos recogido a orillas del río Luján, ya descriptos, o a los que menciona Moreno como procedentes de la laguna Vitel (5). Todas las puntas de flecha que no consisten en simples hojas de pie- dra puntiagudas más o menos retalladas en sus bordes, están talladas por sus dos lados y concluyen en una base bastante gruesa trabajada a golpes más o menos grandes, pero ningún ejemplar está provisto de p2- dúnculo, ni tampoco hemos visto ninguno que termine en punta por su parte inferior. Las figuras 283 y 284 representan los dos ejemplares mejor trabaja- dos que hemos encontrado. La primera tiene 34 milímetros de largo, está tallada a pequeños golpes en toda su superficie y termina en una base bastante ancha y gruesa. La segunda tiene 45 milímetros de largo. (4) Lozano: Historia de la conquista del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. Publicada por ANDRES LAMAS, tomo I, pág. 407. (5) Francisco P. MORENO: Noficias sobre antigüedades de los indios del tiempo anterior a la conquista, descubiertas en la provincia de Buenos Aires. La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAM. VIII 07 298 299 | La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA, — LÁM. VII OgrAs DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III. 273 está formada por cuatro largos chaflanes longitudinales, unidos también por cuatro aristas longitudinales que se reúnen todas en su extremidad superior formando una punta muy aguda; en uno de sus bordes está tallada a golpes muy pequeños, y termina en una base tan gruesa que. tiene 18 milímetros de espesor y está tallada por todas sus caras. Estas flechas entran en la categoría de las que hemos llamado flechas per- didas. Las puntas de dardo sélo se distinguen de las puntas de flecha en su mayor tamaño, lo que hacía difícil poderlas arrojar con el arco. Son ta- lladas a grandes cascos y en una sola de sus superficies; la otra queda lisa y algo cóncava; sin embargo, tenemos un ejemplar en el cual la su- perficie no trabajada en vez de ser cóncava es algo convexa. El ejemplar más notable de que disponemos tiene 92 milímetros de largo y 35 de ancho en su base, que es bastante gruesa y termina en una superficie lisa. j Las hachas, muy raras en la provincia Buenos Aires, son bastante nu- merosas en la Banda Oriental. No hemos visto ningtin ejemplar pulido. Todas son talladas, pero por su tamaño pueden dividirse en dos clases; unas muy grandes, bastante parecidas a las del hombre cuaternario europeo; y otras muy pequenas que podrian designarse con el nombre de hachitas. Estas ultimas consisten en lajas de piedra, que presentan una superfi- cie lisa y algo cóncava, y la otra tallada a grandes golpes, de manera que concluyan por una de sus extremidades en un filo muy cortante; la extre- midad opuesta está tallada de manera que presente poco espesor y pueda fácilmente recibir un mango. El espesor de estos instrumentos no es muy grande y su largo no excede de unos ocho o nueve centímetros. La figura 285 representa un ejemplar de 86 milímetros de largo, 30 Ge ancho y 18 de espesor, tallado a golpes longitudinales. La figura 286 representa otro ejemplar más corto pero más ancho. Su superficie no trabajada es bastante cóncava y la otra algo convexa y ta- lada a grandes golpes, aunque no en toda su superficie, quedando un trozo bastante grande sin tallar y que presenta el color y aspecto exterior natural que tenía la piedra antes de ser trabajada. Tiene 65 milímetros de largo, 40 de ancho y 28 de espesor en su parte más gruesa. En su extremidad inferior concluye en un borde sumamente cortante de 25 mi- límetros de ancho y la extremidad opuesta está tallada algo en declive como para poder ser colocado fácilmente en un mango de madera. Las verdaderas hachas o las hachas de gran tamaño, son mucho más grandes y sumamente gruesas, notables por ser, como ya hemos dicho, muy parecidas a las del hombre cuaternario europeo. Unas son trabajadas en un solo lado y pertenecen al tipo llamado de Moustier; y las otras están talladas por ambos lados y pueden incluirse AMEGHINO —V. III 18 274 entre las llamadas amigdaloideas u ovaladas, encontradas en los terrenos cuaternarios de varios puntos del río Somme en Francia. El ejemplar más pequeño que poseemos del primer tipo tiene cerca de 12 centímetros de largo. Visto por su superficie lisa no trabajada ofrece un aspecto triangular. Esta superficie tiene 118 milímetros de largo y 77 de ancho en su base. Descansando la cara no trabajada sobre una superficie plana, la punta toca sobre el plano mientras que la base se eleva hasta una altura de 68 milímetros, terminando en un ángulo só- lido, de donde sale una arista longitudinal que va bajando hasta termi- nar en la punta del instrumento. Las dos caras que forman la arista lon- gitudinal, están talladas a grandes golpes y presentan depresiones con- cóideas formadas por los grandes cascos que se han hecho saltar al ta- llar la piedra. La base o extremidad opuesta a la punta presenta una su- perficie bastante grande, tallada también a grandes cascos y con una de- presión concóidea que ocupa casi toda su superficie. Descansando sobre esta base el instrumento presenta la forma de una pirámide triangular irregular, o de un tetraedro cuyo vértice se eleva a 95 milímetros de al- tura. Las tres aristas que se unen para formar el vértice del tetraedro no forman líneas rectas sino una línea irregular, resultado producido por los cascos o fragmentos que se han hecho saltar al tiempo de tallar la piedra. Este curioso instrumento, representado en la figura número 287, a pesar de ser el más pequeño que poseemos de este tipo, tiene un peso de 16 onzas y dos adarmes. El ejemplar más grande que tenemos del mismo tipo, no es entero, pues falta una gran parte de la punta, pero es de forma más regular que el anterior, mucho más largo y comparativamente a su tamaño no tan alto como el otro. La parte existente tiene 133 milímetros de largo, pero el instrumento entero debía tener por lo menos 20 o 21 centímetros. En su base tiene un ancho de 104 milímetros; y unos 75 milímetros de altura hasta el ángulo sólido de donde arranca la arista opuesta a la superficie plana y no trabajada. Trabajado como el anterior, a grandes cascos, la parte existente pesa 29 onzas y 9 adarmes. Está representado en la figu- ra número 288. Además de esta forma de hachas trabajadas de un solo lado, existen otras más cortas, no tan gruesas, de base más ancha y redondeada, que también concluyen en punta bastante aguda, muy parecidas en sus con- tornos a la forma de hacha triangular, encontrada en la gruta de Mous- tier, dibujada por Hamy en su «Paléontologie Humaine» y denomina- das por él triangulares, con la diferencia de que las nuestras son talla- das en un solo lado y tienen la base aún más redondeada. El ejemplar mejor conservado que hemos encontrado, representado en la figura 300, tiene 152 milímetros de largo, 134 en su parte más ancha y 58 en su parte más gruesa. Una gran parte de su borde está tallado a golpes cencoidales, particularmente en su extremidad superior, que ha sido ta- llada y adelgazada de manera que pueda asegurarse fácilmente con la mano. Las hachas trabajadas por sus dos lados no son tan numerosas como las anteriores. El ejemplar más notable de que disponemos tiene una forma ovala- da, es convexo en sus dos caras y tallado a grandes cascos en toda su superficie. Se parece bastante al ejemplar que representa Lyell, con el número 11, en su obra sobre la antigüedad del hombre, aunque aquél es algo más puntiagudo y el nuestro más ovalado y de tamaño mucho mayor (6). Este instrumento, representado en la figura 289, está talla- Ge de tal modo que presenta un borde cortante en todo su contorno, pro- ducido por un gran número de golpes concoidales, aplicados oblicua- mente a uno y otro lado del borde. En la superficie de la piedra existen varias depresiones concóideas de fondo muy liso, producidas por la se- paración, por medio de golpes, de grandes cascos de piedra. Tiene 19 centímetros de largo, 12 de ancho y 8 de grueso en su parte más espesa, y pesa 57 onzas y 8 adarmes. ¿Para qué servían estas piedras? En Europa mismo los arqueólogos no están del todo concordes sobre el uso a que se supone debían estar destinados los instrumentos de esta misma forma o parecidos que se han desenterrado en las cercanías de Amiens, Abbeville y Saint-Acheul. Prestwich supone que un gran número servían para practicar agujeros en la capa de hielo que durante los inviernos de esa época debían pre- sentar los ríos del Norte de Francia. Lyell dice que algunas servían pro- bablemente como armas de guerra y de caza, otras servían para arran- car raíces, voltear árboles y ahuecar canoas, y cree también muy posible que algunas hayan podido ser destinadas al uso que supone Prest- wich (7). Si esta última suposición es admisible para algunos de los ejemplares europeos, por el intenso frío que reinaba en esas comarcas cuando tales instrumentos fueron fabricados, no es de ningún modo ad- misible para los de la Banda Oriental, que pertenecen a una época en que reinaba la misma temperatura actual. Por nuestra parte creemos que no todos los objetos tenían un mismo uso 0 se manejaban de un mismo modo, sino que los tallados en ambos lados en figura de almendra y con un borde cortante continuo, debían ser destinados a ciertos usos diferentes de los del tipo de Moustier, que terminan en punta y están trabajados de un solo lado. También es muy posible que no se manejaran del mismo modo, pues los tallados en sus dos caras no se prestan a ser colocados en un mango a manera de nues- tras hachas y quizá los engastarían en un pedazo de madera preparado (6) LreiL: L’ancienneté de l’homme prouvée par la géologie, pág. 125. (7) LYELL: Obra citada. 276 expresamente, mientras que los del tipo de Moustier podían fijarlos en la extremidad de un palo formando ángulo recto con él a manera de las hachas comunes. Muchas podían ser también manejadas fácilmente con la mano. Nos parece bastante difícil poder determinar los diversos usos a que podían estar destinados porque, como dice uno de los arqueólogos con- temporáneos que más parte ha tomado en los descubrimientos prehis- tóricos de estos últimos años: ¿quién puede determinar todos los usos a que puede ser destinado un cuchillo ? En todas partes allí donde se han encontrado instrumentos de piedra en gran cantidad, particularmente hojas y cuchillos, se ha encontrado también un gran número de piedras grandes, llamadas núcleos. Los núclecs son los trozos de piedra de donde se han sacado las ho- jas y cuchillos que se encuentran en los mismos puntos. Son mucho más lareos que anchos y gruesos y presentan toda su superficie cubierta de largos chaflanes o caras longitudinales. Cada cara o chaflán marca el punto de donde se ha sacado una hoja o casco de piedra. Supongamos que a un trozo de piedra de forma más o menos cuadrada se le quite por medio de repetidos golpes aplicados en sus ángulos sólidos cuatro lajas o cascos de piedra que se lleven las cuatro aristas longitudinales, y el trozo de piedra presentará ocho aristas longitudinales. Supongamos que se haga otro tanto con sus nuevos ocho ángulos, y entonces presentar: 16 caras y 16 aristas longitudinales, las que también se podrán aumen- tar haciendo saltar nuevas lajas de piedra que continúen llevándose las aristas. Los trozos de sílex u otras rocas que los hombres prehistóricos de to- dos los países han tratado de esa manera para obtener las hojas de pie- dra que les servían para fabricar sus armas e instrumentos, son los que los arqueólogos han dado en llamar núcleos. Comparativamente a la gran cantidad de objetos de piedra prehistó- ricos que recogimos en la Banda Oriental, los núcleos son muy raros y de pequeñas dimensiones comparativamente al tamaño que por lo general presentan los de Europa, particularmente los del Grand-Pressigny, en- tre los cuales hay algunos que tienen hasta 35 centímetros de largo (8). Algunos de los que hemos recogido tienen sus aristas retalladas a pe- queños golpes como varios de los del Grand-Pressigny y Buenos Aires. Si se continuara sacándole hojas prismáticas a un núcleo, se conclui- ría por reducirlo a un fragmento de piedra irregular, provisto de mu- chas aristas y facetas, pero del que ya no se podría obtener ninguna laja de piedra adaptable al uso que de ellas hacían los hombres de otro tiem- po; los núcleos reducidos a ese estado, son también bastante numero- sos en todos los puntos donde se encuentran instrumentos de piedra (8) FIGUIER: L’homme primitif. 277 prehistóricos y son los que en la nomenclatura de los objetos de la edad de piedra son conocidos con el nombre de residuos. También hemos recogido muchos residuos, en número mucho mayor que los núcleos; pero, como es de suponer, tienen la misma forma de los que se han encontrado en otros países y nada particular tenemos que decir sobre ellos. En todos los paraderos de los antiguos Charrúas que hemos visitado, hemos encontrado una grandísima cantidad de piedras irregulares, ge- neralmente un poco más pequeñas que las bolas arrojadizas y que pre- sentan un gran número de facetas, aristas cortantes y ángulos sólidos salientes. Es fácil conocer que esas piedras, que se encuentran por millares, no han sido rotas por acaso, y que, por el contrario, han sido reducidas a un tamaño conveniente, y talladas de modo que presenten esas numerosas facetas, aristas y ángulos sólidos de que están provistas. Luego han sido talladas con un fin especial, y ese fin no puede haber sido otro que el de servir como proyectiles: Su forma demuestra claramente que las arrojaban por un sistema completamente diferente del que usaban para lanzar las bolas. Tampo- co es creíble que las arrojaran simplemente con la mano; pero su for- ma y la analogía que tienen con objetos encontrados en otras partes, que han servido para ser arrojados por medio de la honda, nos hacen suponer con muchas probabilidades de no estar equivocados, que tu- vieron el mismo: destino. En efecto, Lubbock describe dos formas de piedra de honda encon- tradas en Europa. La una, muy bien trabajada, tiene la forma de un disco aplastado que termina en un borde cortante. La otra consiste en piedras reducidas a un tamaño conveniente por medio de algunos gol- pes (9). Esta última es completamente igual a las piedras que hemos encontrado en la Banda Oriental. Estas dos formas de piedra de honda han sido usadas en muchos paí- ses fuera de Europa; pero por lo más sencilla, la primera parece que es la que se ha usado en tiempos más remotos. Aparece por primera vez en la gruta de Aurignac juntamente con los grandes mamíferos extintos de la época cuaternaria y, según Vilanova, su uso se hizo más frecuente durante la época del reno (10). Bouchard, de Mortillet, Sauvage y Hamy, que han encontrado mu: chas piedras de esta clase pertenecientes a la misma época, también las consideran como piedras de honda y las designan con este nombre y también con el de casse-tétes (11). (9) Lumzock: Obra citada. (10) VILANOVA: Origen, naturaleza y antigüedad del hombre. (11) Em. SAUVAGE et E. F. Hamy: Etude sur les terrains quaternaires du Boulonnais et sur les débris d'industrie humaine qu’ils renferment. E. F. Hamy: Etude sur Pancienneté de l’espèce humaine dans le département du Pas-de-Calais. 278 En época muy moderna también se han usado en cási todas las islas del Océano Pacífico, particularmente en las de Viti y en la isla Taití, donde los naturales las llamaban ofai ara (12). Por todas estas analogías creemos indudable que las piedras de que hablamos han servido como proyectiles de honda. La única objeción de importancia que puede hacérsenos, es que nin- gun autor contemporáneo de la conquista menciona la honda como arma de los indígenas del Plata; pero una vez que se han encontrado las pie- dras que servían para ser lanzadas con ellas, ya esa objeción pierde su valor, y es más prudente pensar como piensa Moreno a propósito de los Querandís, acerca de los cuales dice que, si los españoles no mencionan la honda entre las armas que usaban, es porque probablemente la con- fundieron con la bola perdida (13). Esta opinión se prestigia aún más recordando que el señor Moreno ha encontrado en Buenos Aires piedras de honda completamente igua- les a la primera forma que hemos mencionado de las dos que dice Lub- bock han estado en uso en Europa, que es completamente igual a la que usaban los antiguos escandinavos, y que usaban y usan aún actualmen- te los neocaledonianos. Por nuestra parte agregaremos que también en Buenos Aires hemos encontrado las piedras de honda de la segunda forma, iguales a las que hemos recogido en la Banda Oriental y que, según Lubbock, los fuegui- nos conocen también esta arma, por lo que creemos que todas las tribus de indios de estas comarcas han conocido la honda. Algunos de los ejemplares que hemos recogido tienen sus aristas su- mamente romas y pulidas, por efecto de un gran número de golpes, apli- cados expresamente para quitarles el filo, y de un continuo frotamien- to verificado después de haber puesto romas las aristas. lenoramos com- pletamente a qué destino especial del objeto respondía este trabajo. El pulidor consiste en una piedra circular con una superficie llana y otra convexa, asemejándose a una bola algo aplastada, partida por el medio. La superficie plana es perfectamente lisa, debido a un continuo fro- tamiento; la superficie convexa está labrada algo imperfectamente y servía de asidero a la mano. Por término medio tienen unos 5 centímetros de diámetro y 4 de es- pesor, pero hay algunos ejemplares algo más grandes y otros mucho más pequeños. Uno de estos últimos tiene en su base o superficie llana 35 centímetros de diámetro y 4 de alto, cuya parte superior forma una superficie algo convexa, con una escotadura muy pulida en su borde, (12) LuBsock: Les sauvages modernes. (13) F. P. MORENO: Noticias, etc., ya citadas. 279 destinada a colocar el dedo indice, para asegurar mejor de este modo fa piedra en la mano. El uso a que estos objetos estaban destinados no era seguramente el de pulir instrumentos de piedra o de hueso, pues no están fabricados en piedras a propósito para este uso. Se conoce que el frotamiento se ha verificado sobre una superficie plana y dura, pero también se advier- te que ésta no debía ser rugosa sino lisa, pues de otra manera los pu- lidores no presentarían una superficie tan perfectamente pulida. Esto nos hace suponer que hayan podido ser destinados a pulverizar y amasar colores minerales encima de placas de piedra perfectamente planas y lisas. En otras partes se han encontrado cantos y placas de gres destina- des a pulir instrumentos de piedra y de hueso, pero en los paraderos Charrúas no hemos encontrado ni uno solo de estos objetos, mientras que en la provincia Buenos Aires, en donde los instrumentos pulidos son mucho más escasos, los cantos y placas de gres y de otras piedras destinadas a ese objeto, los hemos encontrado por centenas, y al lado de éstos hemos descubierto instrumentos de hueso pulido con esas mismas piedras, los cuales presentan aún en su superficie las finas estrías producidas por los granos silíceos del gres. No sabemos a qué atribuir su ausencia en los paraderos Charrúas, cuando abundan tanto los ins- trumentos y armas de piedra pulidas por frotamiento. No hemos conseguido ningún ejemplar completo de placamortero, pero sí algunos a los cuales poco les falta para serlo, y que, por consi- suiente, pueden dar una idea perfectamente exacta de su forma cual Si estuvieran enteros. El más completo y notable que poseemos es una placa de esquisto, representada en la figura 301, que tiene 18 centímetros de largo, 13 de ancho y 4 de grueso, que entera debía tener un largo de 26 a 28 centí- metros, por lo menos. Sus bordes, lo mismo que una de sus superficies, no presentan tra- bajo alguno, pero la otra superficie está casi enteramente ocupada por una depresión formada por un desgaste de la piedra, el cual es proba- blemente debido a un grande uso. Esta depresión es de forma ovalada y poco profunda, muy parecida a la que tiene el célebre pulidor de hachas de piedra descripto por Leguay (14). El eje mayor de esta depresión tiene 15 centímetros de largo, pero como la piedra está rota cortando justamente una extremidad de la ca- vidad, calculo que su largo total fué de 20 centímetros; su eje menor tiene 8 centímetros. (14) Lecuay: Note sur une pierre à polir les silex, trouvée en Septembre 1860 à la Varenne- Saint-Hilaire (Seine). 280 Los límites de esta depresión no están bien marcados, pues se con- funden gradualmente con el resto de la superficie de la piedra que ha quedado en bruto. En su parte más honda sólo tiene 7 milímetros de profundidad. Su fondo ofrece una superficie cóncava y tan perfecta- mente pulida que pasarle los dedos por encima es lo mismo que si se los pasara por la superficie de un vaso de porcelana perfectamente liso, mientras que todo el resto de la superficie de la piedra que no está ocupado por la depresión ofrece un aspecto rugoso y una superficie áspera al tacto; sin embargo, la parte pulida se extiende hasta afuera de la misma cavidad, perdiéndose gradualmente y confundiéndose por último con la parte rugosa. Tenemos algunos ejemplares más pequeños y no tan gruesos, pero todos presentan la depresión que ocupa una de sus caras, poco más o menos de la misma forma que la del ejemplar anterior y pulida dei mismo modo. Ya tuvimos ocasión de describir un ejemplar que hallamos cerca de Mercedes, pero trabajado en una placa de esquisto mucho más delga- da y con una depresión que no es tan pronunciada ni es de figura elip- soidal. El uso a que han podido ser destinados es bastante problemático. Esa depresión que presentan en una de sus superficies los asemeja bastante a los morteros, razón por la cual los hemos designado con el nombre de placas-morteros, aunque ya hemos dicho que se diferencian de ellos por el poco espesor que presentan, y por esta misma razón no pueden haber sido destinados al mismo uso que aquéllos. Los morteros primitivos o prehistóricos fueron en todas partes des- tinados a triturar o pulverizar materias secas y duras, ya por medio de golpes dados con otra piedra, ya haciendo rodar dentro de la cavidad y encima de las substancias que se quería pulverizar, rodillos de piedra de forma más o menos cilíndrica. : Las placas-morteros no han podido servir para este objeto, porque si en la cavidad que presentan se hubiera tratado de pulverizar subs- tancias secas y duras por medio de golpes dados con otra piedra, la delgada laja no habria podido resistir y se habria hecho pedazos a los primeros golpes, y porque la depresión no es tampoco adaptada para poder pulverizar esas mismas substancias por la presión de rodillos de piedra. Otra prueba más de que no han sido destinadas al mismo uso que los morteros, consiste en que éstos tienen la superficie del fondo de la depresión más o menos rugosa, mientras que, por el contrario, como ya hemos visto, las placas-morteros la tienen perfectamente lisa. La analogía de forma entre la depresión de la placa-mortero que he- mos descripto y la del pulidor de hachas de piedra encontrado por el señor Leguay, puede quizá hacer suponer que el primero haya podi- 281 do ser destinado al mismo objeto que el segundo, pero hay que adver- tir que el pulidor descripto por M. Leguay, es de gres, mientras que la placa-mortero es de ‘esquisto arcilloso, lo que la hace inadaptable a aquel uso a menos que no hubieran puesto en la cavidad que presen- ta, arena cuarzosa, mezclada con agua, pero entonces el fondo de ésta no se presentaría perfectamente liso, sino algo rugoso y estriado. La depresión de las placas-morteros es debida en gran parte a un desgaste producido por un uso continuado durante un largo espacio de tiempo; luego es evidente que el frotamiento ha producido esas super- ficies tan perfectamente lisas, y es también muy evidente que lo que ahí se ha deshecho, molido o amasado, han sido substancias blandas y fáciles de deshacerse. No hemos encontrado ninguna piedra que se adapte a la cavidad que presentan estos objetos, y que por consiguiente haya podido servir de mano de placa-mortero. Las piedras que hemos descripto más arriba con el nombre de puli- dores, por la superficie perfectamente lisa que presentan, parecen ‘te- ner alguna relación con las placas-morteros, pero ya hemos probado que han sido frotados sobre un plano perfectamente llano, porque la superficie del pulidor que ha sido desgastada presenta también un pla- no perfectamente liso e igual, que no se acomoda de ningún modo a la superficie cóncava de la cavidad o depresión de la placa-mortero. Quizá en vez de pulidores o frotadores de piedra hayan usado espe- cies de espátulas de madera o de hueso. Esto no tendría nada de ex- traño si, como ya lo hemos dicho, en la cavidad de las placas-morteros no se hizo más que deshacer, moler o amasar substancias que ofrecían poca resistencia. Quizá hayan servido para la preparación de colores. Los Caribes han usado objetos idénticos, según pudimos observarlo en la Exposición permanente de las Colonias francesas. Es digno de llamar la atención el número considerable de morteros que hemos recogido en los paraderos Charrúas, pues alcanzan a vein- ticinco, y esto en un corto espacio de tiempo. Una particularidad propia de los morteros Charrúas, es la de estar provistos de dos cavidades opuestas entre sí. _En algunos otros países también se han encontrado morteros con dos cavidades, particularmente en Norte América, pero son muy raros, mientras que en la Banda Oriental no hemos encontrado ninguno que presente una sola cavidad. Son de diversas formas y más bien pequeños que grandes, pues no hemos encontrado ninguno del tamafio de los que Moreno ha traido de los cementerios del valle del rio Negro, en Patagonia (15). (15) F. P. Moreno: Description des Cimetiéres et Paraderos préhistoriques de Patagonie. («Revue d'Anthropologie», tomo III, Paris). Le ao to La mayor parte estan rotos por la mitad o les falta grandes trozos; y otros parece que han sido desgastados por las aguas. Todos presentan sus cavidades en forma circular, cóncavas, poco profundas y generalmente una más lisa que la otra. He aquí las dimensiones y circunstancias más notables de los seis ejemplares más completos que hemos recogido: Número 1.— Tiene 17 centímetros de largo y 95 milímetros de an- cho, asemejándose algo en su forma a un rectángulo. Su altura no es igual: en una extremidad es de 48 milímetros y en la otra de 74. Los contornos de la piedra no tienen trabajo alguno. Una de sus caras está completamente ocupada por la cavidad, que tiene 14 centímetros de largo por 83 milímetros de ancho, presenta una superficie muy lisa y tiene 7 milímetros de profundidad. La otra cavidad es algo más peque- ña, tiene 11 centímetros de largo, 76 milímetros de ancho y 6 de pro- fundidad. Su superficie es mucho más áspera que la de la cavidad opuesta. Número 2.— Este ejemplar tiene una forma bastante rara. El con- torno de la piedra forma dos bordes de unos 13 centímetros de largo cada uno, que se unen en un punto formando un ángulo agudo, cuya abertura está cerrada por otro borde en forma de arco de círculo. Des- de el vértice del ángulo hasta el centro del arco de círculo que cierra su abertura tiene 15 centímetros; y entre las dos extremidades que for- man la abertura del ángulo tiene 17 centímetros. Su altura es desigual, en su parte más elevada tiene 6 centímetros y en la más baja 48 mili- metros. Una cara está ocupada por una depresión de forma circular de 10 centímetros de diámetro y 9 milímetros de profundidad, bastante lisa, menos en el centro, donde ofrece un aspecto rugoso. La otra cara está ocupada por una depresión completamente igual. Número 3.— Este es de figura irregular y más pequeño que los otros. Tiene 12 centímetros de largo, 10 de ancho y 5 de alto. Cada cara está ocupada por una depresión de forma circular de 75 milíme- tros de diámetro y 4 o 5 de profundidad. Número 4.— Este ejemplar, representado en la figura 302, tiene 195 milímetros de largo y en su parte más ancha 11 centímetros. Las dos extremidades, muy angostas, sólo tienen 65 milímetros de ancho. En una cara tiene una cavidad de 11 centímetros de largo, 8 de ancho y 9 milímetros de profundidad, con una superficie bastante lisa. La cavidad opuesta tiene las mismas dimensiones, pero 12 milímetros de profundi- dad y es algo más rugosa en su superficie. Número 5. — Este es de forma circular, aunque no perfecta. Su ma- yor diámetro tiene algo más de 18 centímetros y su alto es de 6. Una de sus caras está ocupada por una depresión circular poco profunda, cuya superficie está muy desgastada, al parecer por el agua. El borde 283 de la piedra forma una curva también bastante gastada. La otra cavi- dad es más pequeña, pero más honda y también de forma circular. Tie- ne 10 centímetros de diámetro y 12 milímetros de profundidad. Número 6.— À este ejemplar, representado en la figura 303, que es uno de los más notables, le falta un trozo bastante grande. Su for- ma es exagonal. Tiene 17 centímetros de largo, 15 de ancho y 6 y 2 de alto. Una cara está ocupada por una cavidad circular de 10 centíme- tros de diámetro y 1 de profundidad, y su superficie es muy lisa. La otra cara tiene una cavidad también circular de cerca de 12 centíme- tros de diámetro y 13 milímetros de profundidad; su superficie no es lisa como la de la cavidad opuesta, sino áspera y con muchas depresio- nes bastante profundas. Con los morteros sucede lo mismo que con las placas-morteros: no hemos encontrado una sola mano que se adapte a la cavidad que pre- sentan. Las piedras que describiremos más adelante con el nombre de pilo- nes, por su forma se conoce que no han servido de manos de mortero. Dado el crecido número de éstos que hemos recogido, es un hecho real- mente notable el no haber encontrado una sola mano. ¿Qué pisaban o trituraban los Charrúas en las cavidades de esas piedras? Ya hemos mencionado la opinión de Moreno y Burmeister so- bre el destino de los morteros de la provincia Buenos Aires y hemos manifestado al mismo tiempo nuestro modo de pensar a ese respecto. No habiendo esos señores probado que los morteros Querandís no servían para triturar maíz, y dada la vecindad que existían entre los in- dios Charrúas y los de Buenos Aires, así como también la analogía de costumbres entre una y otra nación, probada tanto por los primeros autores que de ellas han hablado como por los objetos de su antigua industria que recientemente se han encontrado, creemos poder afirmar que, aunque no conocemos ningún autor antiguo que considere a los Charrúas como agricultores, en realidad lo eran, y se servían de los morteros que hemos encontrado, para moler maíz, planta cultivada por los indios en tiempo de la conquista en casi todo el continente ameri- cano. Teniendo, sin embargo, presente siempre la advertencia que ya hemos hecho sobre los otros diferentes usos a que pueden haber sido destinados los morteros que se han encontrado en Buenos Aires como en las otras partes del mundo. El tamaño variable de los objetos de esta clase que hemos encon- trado parece también demostrar que fueron destinados a usos diferen- tes, pues no nos parece probable que los morteritos circulares que sólo tienen unos 6 centímetros de diámetro, hayan tenido el mismo objeto que los que tienen 18 o 20. El hecho de que en un mismo mortero se hayan triturado substancias diferentes, parece demostrado asimismo por 284 las dos cavidades de que están provistos, pues es muy natural suponer que en cada una se han triturado materias diversas y con más razón si se recuerda que una cavidad es más lisa que la otra. Es muy posible que el maíz no fuera el único vegetal alimenticio que trituraban los Charrúas, pues parece que en ciertas épocas del año se ali- . mentaban en gran parte de vegetales, según lo da a entender el si- guiente pasaje de Lozano: «Siendo tan inconstantes y variables, como todos los indios muestran su genio aun en sus habitaciones, que son portables, formadas de cua- tro palos y unas débiles esteras, que las plantan donde les coge la no- che; con que teniendo tan pocas raíces en la tierra, fácilmente se trans- ponen a otra parte, sin que se les conozca sitio determinado ni asiento fijo; sino, hoy aquí, mañana allí, siempre peregrinos y siempre en su patria, hallándose en todas partes para su útil y gozando los frutos del país, según las estaciones del año (16).» Los pilones son unas piedras cilíndricas cuyo uso exacto no hemos po: dido determinar hasta ahora. Tienen generalmente unos 9 centímetros de largo, terminan en una base plana de figura más o menos circular u ovalada y en la otra extremidad en una superficie redondeada o conve- xa. El mayor grosor del cilindro no es tampoco en su base sino algo más arriba, hacia el centro, donde va engrosando a manera de un barril. Ninguno es un cilindro circular perfecto, sino algo aplastado y por con- siguiente de dos diámetros transversales diferentes. He aquí las dimensiones de los cuatro ejemplares más notables que figuran en nuestra colección: Número 1.— Tiene 87 milímetros de largo y 18 centímetros de cir- cunferencia hacia la mitad de su largo. Termina en una superficie plana perfectamente lisa y algo pulida por un desgaste producido por frota- miento, de figura circula? y de 35 milímetros de diámetro. La otra ex- tremidad termina en una superficie algo convexa. La piedra ha sido la- brada en toda su superficie. Número 2. — Este tiene 94 milímetros de largo y 194 de circunferen- cia en su parte más gruesa. Está trabajado en toda su superficie, en unas partes picado y en otras pulido. Una de sus extremidades concluye en una superficie plana y lisa, de figura ovalada, de 32 milímetros de diá- metro en su eje mayor y 38 en el menor. La otra extremidad termina en una superficie convexa muy gastada y áspera. Número 3.— Este, representado en la figura 304, tiene 94 milíme- tros de largo y 194 de circunferencia en su parte más gruesa. Está la- brado en toda su superficie. Por una extremidad concluye en una base plana muy lisa, de figura casi circular y de 4 centímetros de diámetro. (16) Lozano: Obra citada. 285 En el centro de esta superficie llana hay una pequeña depresión de for- ma circular, aunque de contornos irregulares, poco profunda, de 7 mi- limetros de diámetro y en la que cabe perfectamente la yema del dedo. El fondo de esta depresión es áspero. La otra extremidad del cilindro termina en una superficie apenas algo convexa y muy áspera. La pie- dra, después de haber sido picada en este punto, no ha recibido puli- mento alguno. Número 4.— Este tiene una figura cilíndrica mucho más comprimi- da o aplastada que los otros. Su altura es de 92 milímetros y su circun- ferencia, en la parte más gruesa, es de 21 centímetros. Debido a su gran aplastamiento, la extremidad que forma la base del pilón tiene una fi- gura elipsoidal muy pronunciada, de 65 milímetros siguiendo su diáme- tro longitudinal y sólo de 33 en el transversal, terminando en una superficie plana muy lisa y pulida. El grosor del pilón empieza a disminuir desde esa base hasta termi- nar en la otra extremidad en una superficie convexa muy pequeña, casi cónica. Toda la superficie del pilón está perfectamente pulida como si éste hubiera sido rodado por el agua, y tiene, hacia la mitad de su altu- ra, una pequeña depresión algo ovalada y de fondo perfectamente liso y pulido, como si hubiera sido destinada a colocar en ella el dedo pul- gar para asegurar más fuertemente el instrumento al hacerse uso' de él. El uso a que estos pilones pueden haber sido destinados es muy dis- cutible y problemático. Al principio creímos que serían las manos de los morteros que ha- bíamos encontrado juntamente con ellos, pero después hubimos de con- vencernos que de ningún modo podían haber tenido ese uso, pues no sólo no se presta su forma a que puedan haber tenido ese destino, n1 ninguna de sus extremidades presenta indicios de haber servido como tal, sino que, una de ellas, presenta señales muy evidentes de haber ser- vido para algún uso muy distinto. Esa superficie plana que presenta una de sus extremidades, la que forma la base del pilón, no se acomoda de ningún modo a la superficie cóncava de las cavidades de los morteros. El aspecto de esta superficie, perfectamente plana y pulida, prueba de un modo muy evidente que ha sido producida por un largo frota- miento; en este caso, parece que los pilones han servido como frotado- Tes, y seguramente no han sido destinados a frotar, ablandar o pulir las mismas substancias que ablandaban o pulían con los objetos que ya he- mos descripto con el nombre de pulidores, por la forma muy diferente que presentan ambas clases de instrumentos. Los pilones se prestan por su forma a usos que exigían hacer más fuerza que con los pulidores. Hasta podían ser manejados con las dos manos; y es también digna de observación la circunstancia de que tienen poco más o menos el largo del ancho de la palma de la mano. 286 Si realmente la superficie plana que forma su base es producida por un desgaste debido a un largo frotamiento, no les encontramos otro ob- jeto posible que el de haber servido para ablandar pieles, untándolas con grasa y sobándolas en seguida fuertemente con esos rodillos de pie- dra que, por su forma, se prestan admirablemente a tal uso. Hay una circunstancia, sin embargo, que parece oponerse a admitir esta suposi- ción, y es la depresión que algunos ejemplares, por ejemplo el número 3, presentan hacia el centro de la superficie plana que forma la base del cilindro. Si dicha superficie es realmente el resultado de un continuo frotamiento ¿cómo se explica en el centro de esa misma superficie, la presencia de esa pequeña depresión artificial, que como tal ha sido he- cha indudablemente con algún objeto? ¿O serviría quizá para colocar la grasa o el sebo que se destinara a suavizar las pieles? En Europa se conocen seis formas principales de martillos de piedra prehistóricos que han servido para fabricar los utensilios de piedra que de esos lejanos tiempos conocemos. e La primera es la más sencilla que pueda imaginarse y al mismo tiem- po, sin duda alguna, la más antigua; consiste en un simple guijarro ro- dado, de forma más o menos redonda u ovalada. La segunda consiste en unas piedras ovóideas o elipsoidales, con un surco alrededor que permitía poderlas asegurar por medio de fuertes li- gaduras a la extremidad de un palo. La tercera consiste en piedras más o menos circulares u ovaladas, algo aplastadas o con dos caras perfectamente lisas y una pequeña depresión circular poco profunda en el centro de cada una. La cuarta son piedras de la misma forma, pero que en vez de las dos pequeñas depresiones tienen un agujero en el centro, destinado a ase- gurarlas en la extremidad de un palo. La quinta son masas de piedra de forma algo cúbica y generalmente muy bien trabajadas. La sexta, que es la forma más perfecta, son grandes piedras con un agujero para recibir el mango, muy bien trabajadas, terminando en una extremidad por un borde cortante y en la otra por una superficie plana o algo convexa que es la que servía de martillo. Estos instrumentos son conocidos con el nombre de hachas-martillos. Parecería que las tres primeras de esas seis formas, son las que se hallan representadas en la Banda Oriental. La primera por un gran número de guijarros rodados por las aguas, de forma más o menos ovalada y que han sido llevados por el hombre a los puntos en que actualmente se encuentran. Esta circunstancia, jun- . 287 tamente con la de presentar en su superficie señales evidentes de haber recibido fuertes golpes, es lo que nos hace suponer que pueden haber servido como martillos. En Europa, en un gran número de cavernas que fueron habitadas por los trogloditas de la época del reno se han encon- trado muchas piedras iguales, presentando las mismas señales, y que se cree tuvieron el mismo destino. Sin embargo, algunos arqueólogos emi- rentes, y entre ellos Lubbock, creen que algunas pueden haber servido para cocer los alimentos, calentándolas v echándolas en el agua. para hacerla hervir como lo hacían hasta hace poco y lo hacen aún algunas tribus de esquimales (17). A pesar de opinión tan respetable, podemos asegurar que ninguna de las que hemos visto en la Banda Oriental ha servido para este objeto, porque los Charrúas no sólo poseían tiestos de barro, sino que eran muy diestros en su fabricación. Esto prestigia la opinión de los que creen que han servido únicamente como martillos. Aún no podríamos afirmar con seguridad si existe o no la segunda forma entre los diferentes objetos que hemos coleccionado. Pero si fue- ron realmente tales las piezas que por su forma creemos representan esta clase de martillos, son de tamaño mucho menor que los que se han encontrado en Norte América, Escandinavia y particularmente en Cerro Muriano (España) (18). Esto hace que sea muy fácil confundirlos con algunas de las diferentes formas de bolas que hemos recogido en algu- nos puntos, de modo que al tratar de éstas daremos a conocer también las que es probable hayan servido como martillos. Si la existencia de los martillos que representan la segunda forma es algo dudosa, no lo es la de los que representan la tercera, que se hallan en gran número y perfectamente caracterizados. Estas son las piedras en forma de pequeños quesos que, como dijimos al principio, tanto ha- bían llamado la atención del señor Nicour. Son piedras de forma más o menos circular u ovalada con dos super- fícies planas, asemejándose bastante, como decía el señor Nicour, a quesos pequeños y gruesos. Las dos caras de cada martillo tienen casi siempre en su centro una pequeña depresión, apenas suficiente para dar cabida a la yema de un dedo. Están labrados en toda su superficie y algunos con una perfección muy notable. Su tamaño absoluto es tan va- riable como sus dimensiones relativas. Van en seguida las dimensiones de los nueve ejemplares más nota- -bles que hemos re :ogido: Número 1.— Es de forma ovalada y notable por su gran pequeñez. Tiene 45 milímetros de diámetro en su eje mayor, 35 de ancho en el me- nor y 23 de alto. (17) Lueeock: Les sauvages modernes. (18) ViLANova: Origen, naturaleza y antigiiedad del hombre. 288 Cada cara está ocupada por una depresión bastante grande en rela- ción al tamaño de la piedra. Todo el borde está labrado, formando una ligera curva algo convexa. Número 2.— Es de figura perfectamente circular. Tiene 64 milime- tros de diámetro y 37 de alto. Cada cara tiene una superficie plana de 41 milímetros de diámetro, perfectamente lisa, y en el centro de cada su- perficie hay una pequeña depresión, también de forma circular, aunque algo irregular y poco profunda. El borde de la piedra ofrece, como el anterior, una ligera curva, pica- da primeramente y después pulida en toda su superficie, pero bastante gastada. } Número 3.— Es de forma perfectamente circular y muy bien traba- jado. Tiene 64 milímetros de diámetro y sólo 26 de espesor. Una de sus caras es perfectamente plana y pulida sin depresión alguna; la otra está bastante gastada. En lugar de la cavidad que tienen casi todos en el centro de una de las dos caras, éste tiene una en el borde, muy pulida y que se conoce esta- ba destinada para colocar en ella la yema del dedo índice, asegurando de este modo la piedra con tres dedos en lugar de dos. En otro punto del borde hay otra depresión de superficie áspera, producida por un fuerte golpe que ha hecho saltar un casco de piedra. Número 4.— Es de forma circular. Tiene 79 milímetros de diámetro v 31 de espesor. Sus dos caras son planas, y en el centro de cada una hay una depresión circular bastante profunda de 25 milímetros de diá- metro cada una. La más honda tiene 6. milímetros de profundidad. Número 5.— Es de figura circular aunque no perfecta. Tiene 66 mi- límetros de diámetro y 43 de espesor. Una de sus caras presenta una su- perficie plana con una depresión circular profunda en el centro. La otra cara presenta una superficie ligeramente convexa sin depresión alguna. Número 6.— Es de figura perfectamente circular y muy bien labra- do. Tiene 68 milímetros de diámetro y 34 de espesor. Una de sus caras es perfectamente plana y pulida; en el centro tiene una pequeña depre- sión circular poco profunda, de 13 milímetros de diámetro. En el borde de esta misma cara hay tres grandes depresiones irregulares y de su- perficie áspera, producidas por fragmentos de piedra que han saltado a golpes recios. La otra cara se va elevando hacia el centro hasta que empieza a bajar nuevamente, formando una cavidad circular de 34 mi- limetros de diámetro y 13 de profundidad, terminando en un fondo muy estrecho. Los contornos de la piedra están muy bien labrados. Número 7. — Este ejemplar es tan notable por su grosor como por lo bien labrado que está. Es, como los anteriores, de forma circular. Tiene 74 milímetros de diámetro y 59 de espesor. Una de sus caras es perfec- tamente plana, con una cavidad circular en su centro, bastante profun- 289 da y de 2 centímetros de diámetro. La otra superficie presenta una cur- va convexa apenas pronunciada, con otra depresión circular en su cen- tro, pero no tan marcada como la opuesta. Número 8. — Este es de forma ovalada, de 94 milímetros de diáme- tro en su eje mayor, 68 en su eje menor y 4 centímetros de grueso. Sus dos caras son planas y pulidas y tienen en su centro una pequeña cavi- cad circular poco profunda. Número 9.— Es de forma ovalada como el anterior, de 75 milíme- tros de diámetro en su eje mayor, y 6 centímetros en su eje menor; pero en lugar de presentar un espesor poco más o menos uniforme, tiene un borde de 52 milímetros mucho más grueso que el opuesto que solamen- te tiene 2 centímetros; de esto resulta que las dos superficies planas, en lugar de ser paralelas, marchan a reunirse en un punto formando un án- gulo agudo, pero no alcanzan a juntarse para formar el vértice. Las dos caras están perfectamente lisas y pulidas, la una con una depresión cir- cular en el centro bastante marcada y la otra con una aspereza apenas sensible. Todos los demás ejemplares que hemos recogido están comprendidos por su forma o tamaño entre los descriptos. La figura 421 representa el ejemplar número 6, visto por la cara que presenta su cavidad mayor. Como se ve perfectamente en el dibujo, y como ya lo hemos dicho más arriba, su forma es exactamente circular, como lo es también la de varios otros ejemplares. En vista de tanta exactitud nos parece difícil que los indios hayan po- dido dar forma a estos objetos a simple vista, por lo cual creemos pro- bable que hayan tenido algún medio para determinar una circunferen- cia perfecta. Ya hemos dicho más arriba que la forma de martillo más antigua que se ha usado era un simple guijarro rodado. La forma que hemos des- cripto parece seguirle inmediatamente en antigüedad. Aparece por pri- mera vez en la gruta de Aurignac, asociada a restos de mamíferos de los primeros tiempos de la época cuaternaria, como ser: el Elephas pri- migentus, el Ursus spelaeus, el Rhinoceros tichorhinus y varios otros, tanto extintos como emigrados. En esta gruta el célebre Lartet encontró una piedra redondeada con dos caras planas y una depresión en el cen- tro (19). Según el señor Steinhuer, conservador del Museo Etnográfico de Copenhague, y otros varios arqueólogos del Norte, esta piedra ha de- bido servir para retallar a pequeños golpes los bordes de los cuchillos de sílex, colocando durante este trabajo los dedos índice y pulgar en las dos depresiones opuestas. (19) E. LarteT: Sur une ancienne station humaine, avec sépuiture contemporaine des grands mammiferes fossiles, réputés caractéristiques de la dernière période géologique. Paris, 1861. AMEGHINO —V. III 19 290 Esta misma forma de martillos, según Nilsson (20) se ha usado has- ta en los últimos tiempos de la edad neolítica. Lubbock enumera también estos mismos objetos entre los instrumen- tos de esta época (21). En la reciente Exposición Universal de París los hemos visto comple- tamente iguales en la Exposición retrospectiva egipcia del Trocadero, procedentes de Egipto; y en la Exposición de las Colonias francesas, procedentes de Guadalupe. Objetos iguales, unos de superficies planas. y otros con depresiones aún más profundas que los de la Banda Oriental los hemos visto entre los objetos provenientes de los kj0kkenmoóddings de Dinamarca; también se han recogido iguales en los alrededores de Muncy (Estados Unidos). Es, pues, evidente que les han servido como martillos a los poblado- res prehistóricos de ambos continentes desde los tiempos más remotos; pero en los que hemos recogido en la Banda Oriental, además de su for- ma, hay otro hecho que viene a demostrar que ese era realmente el uso a que estaban destinados, y él consiste en las señales evidentes que con- servan en sus contornos de haber recibido fuertes golpes, tanto que en algunos casos han saltado de los bordes grandes cascos irregulares, que han destruído completamente el instrumento. El señor Moreno habla también de algunas piedras circulares de 10 a 15 centímetros de diámetro y de 2 a 5 de alto encontradas en el valle del río Negro de Patagonia (22). No las hemos visto, pero creemos muy po- sible que hayan tenido el mismo objeto que las de la Banda Oriental. En la provincia Buenos Aires también hemos recogido algunas, pera apenas desbastadas. (20) NiLssoN: Les habitants primtifs de la Scandinavie. (21) LueBock: L’homme avant l’histoire. (22) Cementerios y Paraderos, etc. CAPÍTULO XI ANTIGUEDADES INDIAS DE LA BANDA ORIENTAL (CONCLUSIÓN) Bolas. — Origen, uso y extensión de los proyectiles arrojadizos. — Formas interme- diarias. — Alfarerías. — Monumento de Porongos. — La raza a que pertenecían los Charrúas. — Eran de origen guaraní. — Usos y costumbres. — Conclusión. La cantidad de bolas de piedra de diferentes formas que hemos reco- gido en la Banda Oriental es verdaderamente notable. Pueden dividirse en dos series: bolas lisas y bolas con surco para re- cibir la cuerda. Empezaremos por describir las primeras. Bolas lisas. — Estas tienen diferentes formas y tamaños. Las formas predominantes son: la redonda, la ovóidea u elipsoidal, la forma de pe- ra, de limón, de cubo y de disco. Bolas redondas. —Son bastante numerosas y de tamaño muy varia- ble. Unas, del tamaño de una nuez, tienen apenas 3 centímetros de diá- metro y otras son tan grandes como una naranja. El ejemplar más grande que recogimos tiene 68 milímetros de diáme- tro y una libra de peso. Es de forma casi perfectamente redonda, pero con una superficie muy áspera y salpicada de pequeñas depresiones y elevaciones, debido a la clase de piedra en que está labrada, que no per- mite ser pulimentada con facilidad. Las bolas redondas muy pequeñas, del tamaño de una nuez y sin sur- co, son aún más numerosas que las grandes, pero no tan bien labradas. Tenemos un ejemplar, tan perfectamente esférico como puede serlo una bola de billar. Está labrado en diorita, perfectamente pulido, de 57 milímetros de diámetro y tan perfectamente circular que sería difícil re- dendearlo mejor con el torno. Bolas ovóideas y elipsoidales. — Son más escasas que las redondas, pero todas de un tamaño regular, más bien grandes que chicas y muy bien pulidas. El ejemplar más grande se parece a un huevo algo aplastado, tiene 108 milímetros de diámetro en su eje mayor y 70 en el menor. 292 Bolas en forma de pera. — Representan perfectamente la forma de esta fruta, como puede verse por la figura 294, que representa uno de los ejemplares más notables de nuestra colección. Tiene 65 milímetros de largo y 50 de espesor en su parte más gruesa. Está muy bien labra- da, pero algo gastada por la acción del tiempo. Todos los ejemplares de esta misma forma tienen poco más o menos el mismo tamaño. Bolas en forma de limón. — Las bolas de esta forma, como su nom- bre lo indica, imitan bastante bien la figura del limón. En vez de pre- sentar una sola punta como las anteriores, tienen dos, una opuesta a la otra. La figura 291 representa un ejemplar que desde la extremidad de una punta hasta la otra tiene 75 milímetros de diámetro y 53 de grosor en el centro, pero hay ejemplares mucho más grandes y otros mucho más pequeños. Un gran número no tienen las dos extremidades de su eje mayor tan pronunciadas y otras son mucho más aglobadas en el cen- tro. Una de estas últimas tiene 66 milímetros de diámetro longitudinal y 59 de grueso o de diámetro transversal. El ejemplar más pequeño tiene 5 centímetros de diámetro longitudinal y 53 milímetros de espesor en su parte más gruesa y aglobada. Bolas de forma cúbica. — Estas son piedras de un tamaño regular que han sido labradas de manera que presentan seis facetas, imitando de un _modo más o menos perfecto la figura de un cubo. Algunos ejemplares tienen sus caras muy bien pulidas, pero en otros están apenas desbas- tadas. Algunas representan casi exactamente la forma cúbica con caras cuadradas de unos tres centímetros por cada lado. Bolas en forma de disco. —Son bolas circulares pequeñas, pero muy aplastadas, lo que les da el aspecto de pequeños discos con dos super- ficies algo convexas. De los ejemplares que hemos recogido el más gran- de tiene 49 milímetros de diámetro y 33 de espesor y el más pequeño 34 de diámetro y 22 de espesor. Los hay que tienen una superficie mucho más plana que la otra; y otros que en lugar de tener una forma circular son algo ovalados. Bolas con surco. — Estas, lo mismo que las anteriores, presentan di- ferentes formas y tamaños; pero las formas predominantes pueden re- ducirse a sólo tres: la redonda, la ovalada o elipsoidal y otra que cree- mos poder llamar forma de tapón. Bolas redondas. — Sucede lo mismo que con las lisas, las hay de di- ferentes tamaños; unas más pequeñas que una nuez, mientras otras tienen el tamaño de una pequeña naranja. Sin embargo, no hay ejem- plares tan grandes como en las bolas esféricas lisas. Parecería que un gran número de ellas hayan sido rodadas por las aguas, por lo cual apenas si conservan algunos vestigios del surco. El ejemplar más grande de esta forma que hemos recogido, tiene 6 centímetros de diámetro, pero no es perfectamente redondo, pues tiene 293 dos puntos algo salientes y opuestos. El surco que divide por mitad es- tos dos puntos salientes, tiene un ancho de 7 a 8 milímetros y termina en un fondo de superficie cóncava. Su profundidad en los puntos más. hondos no pasa de dos milímetros y en otros nótase apenas. La figura 296 representa el ejemplar más completo que nos fué po- sible conseguir. Tiene 45 milímetros de diámetro, es perfectamente re- condo, bien labrado y pulido en toda su superficie. El surco está muy bien marcado y es de un ancho igual en toda su extensión. Tiene 8 mi- límetros de ancho y su fondo es una superficie cóncava perfectamente: pulida. Algunos ejemplares, como el representado en la figura 297, no son tan perfectamente esféricos. Este tiene poco más o menos el mismo ta- mano que el anterior, pero el surco tiene de 13 a 14 milímetros de an- cho, aunque poco profundo; con todo, hay ejemplares en que alcanza a: tener una profundidad de 4 a 5 milímetros. Otros apenas están desbas- tados, pues tienen una superficie muy desigual, casi sin vestigios de la- bor artificial; y muchos otros, notables por su pequeñez, apenas tienen de 24 a 30 milímetros de diámetro. Bolas ovóideas o elipsoidales. — No son tan numerosas como las an- eriores, pero todas son de regular tamaño y algunas más bien grandes que chicas. El surco, por lo general, da vuelta alrededor de la bola pasando por las dos extremidades de su eje mayor, como se ve en la figura 293 que representa un magnífico ejemplar, muy bien labrado, de 60 milímetros de diámetro en su eje mayor, con un surco muy bien MENTE de 8 mi- límetros de ancho, aunque no muy profundo. En esta clase de bolas, la parte más profunda del surco es la que pasa por la extremidad de su eje mayor. En otros ejemplares el surco rodea a la bola en sentido completamen- te opuesto, dividiéndola en dos partes, unas veces iguales y otras des- iguales. : La figura 295 representa un ejemplar muy notable de esta última cla- se. Tiene 102 milímetros de largo, 56 de grosor, y está dividido en dos partes desiguales por un gran surco de 22 a 32 milímetros de anchura y 8 de profundidad, terminando en un fondo de superficie cóncava y de aspecto igual al resto de la piedra. La parte mayor termina en una ex- tremidad bastante aguda, mientras que, por el contrario, en la parte más pequeña la extremidad opuesta a la anterior es mucho más ancha. Esta última circunstancia es aún más notable en algunos ejemplares mucho más pequeños, divididos del mismo modo en dos partes desigua- les, de las cuales la mayor es más prolongada y termina en una extre- midad bastante delgada, mientras que la parte más pequeña termina en una superficie muy ancha y ligeramente convexa, de manera que pre- 294 sente en algo la figura de una pequeña cabeza de martillo; pero en al- gunos otros, en lugar de ser el surco tan marcado como el del ejemplar figurado es apenas perceptible. Bolas en forma de tapón. — Estas bolas, bastante raras, son de una forma verdaderamente singular. Se parecen a pedazos de tapones cortos y muy gruesos, de base circu- lar perfectamente plana y terminando en la cara opuesta por una su- perficie ligeramente convexa. Alrededor y muy cerca de la base hay un surco bastante ancho, pero poco profundo. Algunos son notables por la perfección con que han sido trabajados. La figura 292 representa el ejemplar más completo que hemos reco- gido de este tipo. Su base es exactamente circular, de 4 centímetros de diámetro y su altura es de 35 milímetros, terminando en una superficie tan poco convexa que es casi plana. El surco que tiene alrededor y cerca de la superficie plana que forma la base, corre paralelo al borde de ésta; tiene unos 8 milímetros de ancho, pero es muy poco profundo y labrado como el resto de la superficie de la bola, la cual está trabajada con mucho esmero. Además de estas formas, que pueden llamarse generales, hay otras muy raras y verdaderamente caprichosas. Tenemos una de forma circu- lar que tiene en su superficie tres facetas muy planas, circulares y de 2 centímetros de diámetro cada una; dos están una al lado de la otra, divididas únicamente por el surco que pasa por entre ellas, justamente en el punto en que a no ser éste se unirían para formar el vértice de un ángulo obtuso; la faceta tercera se halla completamente opuesta a este vértice, cerrando en parte la abertura del ángulo de manera que el sur- co la atraviesa dividiéndola en dos partes iguales. La figura 298 representa un ejemplar aún más curioso. Es una bola elipsoidal algo aplastada, de 48 milímetros de diámetro en su eje mayor y de 30 en el menor: en lugar de pasar el surco por los polos de su eje mayor, como sucede con la generalidad de las bolas con surcos elipsoi- dales, éste, de un centímetro de anchura y bastante profundo, pasa por los polos de su eje menor; pero en cambio en cada una de las extremi- dades de su eje mayor hay una ranura bastante larga, ancha y profun- da, como si su prolongación quisiera marcar la dirección que debía se- guir otro surco, que el artífice indio parece tuvo intención de esculpir, pero que no concluyó. En cambio, en otros ejemplares, como por ejemplo el representado en la figura 299, que es una bola circular, algo aplastada, de 4 centíme- tros de diámetro, se ven los dos surcos perfectamente trazados, cruzán- dose en distinta dirección. Todas estas clases de bolas eran usadas de modos diferentes. La bola que servía de verdadera arma de guerra es la que se ha lla- mado bola perdida, la cual estaba atada a una simple correa, por cuyo me- 295 dio la hacían dar vuelta alrededor de la cabeza, para arrojársela al enemi- go y herirlo generalmente de muerte. La bola perdida era contorneada por un surco para atar la cuerda; pertenecen a esta clase las grandes bolas redondas y ovóideas con sur- co que hemos representado en las figuras 293, 296 y 297. Las bolas muy pequeñas, con surco, seguramente no han servido de armas de guerra como las anteriores, ni tampoco para cazar los avestru- ces, venados y guanacos. Creemos más posible que las hayan unido de a tres y de a cuatro a ma- nera de las boleadoras actuales para cazar animales pequeños. Los esqui- males se sirven de un arma muy parecida para cazar pájaros, consis- tente en varias piedras pequeñas o dientes de morsa atados a cortos pe- dazos de cuerda, que por la otra extremidad están reunidos y atados to- dos juntos, y los lanzan a los pájaros u otros animales pequeños del mismo modo que las boleadoras, procurando herirlos con las piedras o dientes (1). Muchas de estas bolas pequeñas con surco y de forma elipsoidal, con un surco muy poco marcado, pero con una extremidad muy aplastada, parecen haber servido más bien como pequeños martillos y hasta parece que algunas tienen vestigios que permiten suponer que éste era real- mente el uso a que estuvieron destinadas. Pero si ha sido usado por los Charrúas el verdadero martillo de pie- dra elipsoidal con surco para asegurarlo al mango, seguramente se halla representado por las bolas ovaladas o elipsoidales con surco ancho y profundo como el ejemplar figurado en el número 295. Un surco tan ancho y profundo como el de este ejemplar denota perfectamente que la piedra ha sido asegurada por fuertes ligaduras más que suficientes para la simple bola perdida, y es lo que justamente nos induce a suponer que no tuvo tal destino. Si no han servido como bolas perdidas o como martillos, pueden qui- zá haber sido atadas por medio de una correa a la extremidad de un palo de modo que hicieran veces de mazas. Un arma semejante se ha usado en Europa hasta tiempos muy modernos y, estándonos a Burmeis- ter, los Querandís también peleaban con bolas aseguradas a la extremi- dad de un palo, según lo dice en las siguientes líneas: «Pero él recibió en ese momento en el pecho un violento golpe de bola perdida (piedra gruesa como el puño, asegurada a un bastón corto que quedaba en la mano tirando la piedra) y cayó inanimado.» (2). No sabemos de dónde habrá sacado el sabio Director del Museo Público de Buenos Aires, los datos que le permiten asegurar que la bola perdida se lanzaba con un palo; pero, como quiera que sea, si no hay documentos que prueban qu> (1) Luezock: Obra c'tada. —SimPsoN: Découvertes dans l’Amérique du Nord. (2) BURMEISTER: Description Physique de la République Argentine. 296 los indios contemporáneos de la conquista peleaban con bolas asegura- das en la extremidad de un palo corto, es indudable que han conocido una especie de maza muy parecida a la que se ha usado en Europa en tiempos históricos, pero que no es la bola perdida; esto haría más pro- bable la suposición de que también los Charrúas la conocieron, y que las bolas elipsoidales de que hemos hablado, pueden haber sido desti- nadas a este objeto, y entonces se comprendería por qué están provis- tas de un surco tan ancho y profundo. Las bolas grandes sin surco, en forma de pera y de limón, así como también las redondas, seguramente han servido únicamente para la caza. Para atarlas a la cuerda debían envolverlas en cuero o retobarlas y des- pués harían con ellas boleadoras de dos y tres bolas, poco más o menos como las que aún usan los gauchos. Las bolas redondas o en forma de disco, sin surco, pero muy peque- ñas, a pesar de que es indudable que fueron proyectiles, nos parece que por carecer de surco no deben haber sido arrojadas con cuerda ni tam- poco sirvieron como boleadoras, por cuanto su gran pequeñez las hacía ineficaces, y con ellas no se habría podido derribar y envolver las pier- nas de los ciervos, gamos y avestruces. Es muy posible que hayan sido piedras arrojadizas que lanzaban con algún objeto parecido al que, se- gún el señor Nicour, emplean algunos indios de la pampa para arrojar piedras de igual tamaño. «El indio lleva en su cintura un saco de cuero con 150 6 200 piedras del tamaño de una nuez. Para lanzarlas emplea una vaina de lana del tamaño de un forro de paraguas. La piedra se co- loca a mitad del largo de ese forro, cuya extremidad doblada se mantie- ne cerrada con los dedos, mientras se le imprime un movimiento rapidí- simo de rotación. Abriendo los dedos se escapa la piedra en la dirección que se le ha impreso y el proyectil atañe a 100 ó 150 metros. La preci- sión es mayor con la boleadora, sus efectos más certeros; pero su al- cance es más reducido.» (3). Sin embargo, no sería imposible que atándolas con tres hilos hubie- ran hecho con ellas boleadoras de tres bolas para cazar pájaros, como Jas que usan los Guaranís paraguayos. Las bolas labradas y con surco que tienen la forma de un tapón tam- bién deben haber tenido un destino especial. Por su forma se prestan muy bien para ser aseguradas fuertemente en la mano, y esto, junta- mente con la existencia en un gran número de ejemplares de una pe- queña depresión en el centro mismo de la superficie plana circular que forma su base, que parece haber sido destinada para colocar en ella el dedo índice y asegurarla así más fuertemente, nos hace presumir que debieron servir como empuñaduras para lanzar las boleadoras. (3) Indios y fronteras, por OCTAVIO NICOUR. 297 Una serie de ejemplares recogidos cerca del cerro de Montevideo nos permiten conocer el método que empleaban para la fabricación de estos objetos. Escogían un guijarro y por medio de algunos golpes lo reducían a un tamaño conveniente y que ofrecía un gran número de facetas, ángulos y aristas. En esta primera fase, el trabajo presenta el aspecto de las piedras de honda de la primera clase ya descriptas. Una vez que el guijarro estaba en este estado, por medio de un percurtor ponían romos todos los ángulos y aristas. Después con uno de los mar- tillos circulares ya descriptos trabajaban toda su superficie a pequeños golpes, de modo que presentara la forma esférica, elipsoidal, oval, etc. Una vez obtenida aproximadamente la forma deseada, la perfecciona- ban y al mismo tiempo pulían el objeto. A este efecto se valían de unas piedras sumamente duras que presentaban un agujero de una forma de- seada, un verdadero molde, por decirlo así; colocaban en él agua y are- na y después hacían girar en la cavidad el objeto para que se puliera y tomara la forma deseada. Una vez concluída una mitad de la bola, ha- cían otro tanto con la otra mitad, dejando como guía entre ambas una delgada cresta que probablemente sacaban después frotando la bola so- bre una placa de gres. La figura 424 representa una bola trabajada de este modo, que toda- vía conserva a su alrededor la cresta que se ha dejado al tiempo de pu- lirla. La primera nación sudamericana en la que parece que primeramente se vió hacer uso de las bolas arrojadizas fué la de los Querandís, y el testimonio más antiguo que de este hecho se conserva es una carta que remonta a los primeros años del 1500, firmada por un tal Ramirez que acompañó a Gaboto en su expedición. Esta carta forma parte de una colección de documentos y noticias de un señor Muñoz, y fué publica- da por el doctor Mantegazza en su magnífica obra sobre sus viajes por estos países (4). É He aquí su contenido, que es sumamente interesante para la aclara- ción de ciertas dudas arqueológicas y aun podría decirse históricas: «Estos Querandís, son tan veloces en la carrera que alcanzan un gamo 2 pie; combaten con arcos y flechas (5), y con unos globos de piedra redondos como una bola y del tamaño de un puño, que atados a una (4) Rio de la Pleta e Teneriffe. Viaggi e studi di PAOLO MANTEGAZZA. Milano, 1870. (5) Este pasaje es muy interesante, pues viene a probar que efectivamente los Querandís usaban el arco y la flecha. cosa que en estos últimos años se ha pretendido negar, apesar de que lo afirman categóricamente Ruy Díaz, Lozano y el mismo SCHMIDEL, único autor y actor contemporáneo de la conquista, que ha visto a los Querandís usar dardos y flechas; pero el testimonio de Ramírez no sólo prueba la verdad del aserto de ULRICH SCHMIDEL, sino también que siendo anterior a éste tiene doble importancia porque aún no podían haber tenido lugar las pretendidas alianzas de tribus con las que se pretende aparecieron los indios flecheros en estos puntos, y corrobora además las deducciones a que se presta el hallazgo de puntas de flecha y de dardo hecho en diversos puntos de esta Provincia, tanto por mi, como por MORENO, ZEBA- LLOS, EGUÍA, STROBEL, HEUSSER, CLARAZ y otros varios. 298 cuerda que los guía, son por ellos lanzados con tanta seguridad que ja- más erran.» Ulrich Schmidel es en seguida el autor más antiguo que habla de es- tas armas a las cuales compara por su forma a balas de artillería, y dice que en el primer encuentro que tuvieron con los Querandís, éstos die- ron muerte con esas armas a don Diego de Mendoza, hermano del ade- lantado don Pedro de Mendoza, primer fundador de Buenos Aires, a seis hidalgos y a veinte soldados de infantería y caballería (6). Ruy Díaz de Guzmán (7) y el padre Lozano (8), también mencionan la bola de piedra como una arma terrible en manos de los Querandis. Los Charrúas también la usaron a pesar de que lo niegue Azara, asegurándonos que no la conocían (9). Lozano, en el pasaje siguiente, lo afirma de modo que no deja lugar a la duda: «Ni les hacían venta- ja los avestruces, para cuya caza usaban las bolas de piedra, no sólo para enredarlos y detenerlos, arrojándoselas atadas en una cuerda a los pies, sino para herirlos en la cabeza, en que eran tan certeros, que en poniér- doseles a competente distancia no erraban tiro» (10). Si no basta esto, he aquí otro pasaje del inspirado autor de la «Ar- gentina», que escribió con anterioridad a Lozano y en tiempos en que los Charrúas aún conservaban sus primitivas costumbres: Tan sueltos y ligeros son, que alcanzan Corriendo por los campos los venados; Tras fuertes avestruces se abalanzan Hasta de eilos se ver apoderados: Con unas bolas que usan los alcanzan, Si ven que están al lejos apartados: . Y tienen en la mano tal destreza, Que danle con la bola en la cabeza (11). Quizá parezca algo exagerado lo concerniente a la gran velocidad de los Charrúas, pero Lozano afirma lo mismo: «Al tiempo de la conquista que no sabían manejar el caballo, eran tan sueltos y ligeros en la carrera, que daban alcance a los más ligeros : gamos; ni les hacían ventaja los avestruces, etc.» (12) y otro tanto dice el ya citado Ramírez respecto de los Querandís. Lo mismo dicen otros muchos antiguos autores acerca de un gran número de tribus in- dias de ambas Américas. Basta, por fin, recordar que el marinero esco- (6) UtricH ScHMIDEL: Wahrhaftige Beschreibung aller unf mancherley sorgfaltigen Schiffhar- ten. Francfort, 1567. — MAGARIÑOS CERVANTES: Estudios históricos, etc. París, 1854. (7) Historia Argentina, por Ruy Diaz DE GUZMAN (Co!ección DE ANGELIS). (8) Lozano: Obra citada. (9) Description. Tomo I, página 146. (10) Lozano: Obra citada. (11) Argentina. por BARCO CENTENERA, Canto X (Colección DE ANGELIS). (12) Lozano: Obra citada. 299 cés Alejandro Selkirk, abandonado en el año 1704 por el capitán Strad- ling en la isla de Juan Fernández, se hizo tan ligero en la carrera, que alcanzaba a pie a las cabras silvestres y aventajaba a los mismos perros de caza (13), para que no encontremos en nada exagerada la afirma- ción de Lozano, Ramírez y Barco Centenera tocante a la gran velocidad que en la carrera desplegaban los Charrúas y los Querandis. Pero volviendo al uso que de las bolas arrojadizas hacían los Cha- rrúas, agregaremos que lo dicho es bastante para poder asegurar que realmente las usaban, y que además eran de uso común. La prueba más evidente que de este aserto podemos dar, fundados en el testimonio de los respetables autores que hemos citado, es el hallazgo de esas mismas bclas en los antiguos paraderos Charrúas, en número realmente consi- derable. Ultimamente se ha pretendido que sólo los indios Querandís cono- cían el uso de la bola, e identificándolos con los Pampas actuales, se ha supuesto que éstos heredaron de aquéllos, sus pretendidos antepasados, el uso de la bola perdida y de las boleadoras. No habiendo un punto de apoyo para sostener la identidad de los Querandís con los Pampas ac- tuales, es mucho más natural suponer que estos últimos heredaron el uso de esta arma de sus verdaderos ascendientes, y corrobora más esta opinión lo que nos cuentan de los pobladores de las costas patagónicas los viajeros antiguos que nos los pintan peleando con arcos, flechas, dardos y bolas arrojadizas. Moreno, en sus excursiones por los territo- rios patagónicos, ha encontrado también en los antiguos paraderos y ce- menterios indios, un gran número de bolas, con surcos unas, lisas otras, labradas en diorita, pórfido y arenisca endurecida (14); este descubri- miento permite poder asegurar que conocían el uso de las bolas arroja- dizas todas las tribus de indios que habitaban los inmensos territorios que se extienden al Sud del río de la Plata hasta el estrecho de Maga- llanes. En el interior de la provincia Córdoba se han encontrado piedras redondas labradas por los indios (15) y esto permite asegurar que el uso de las bolas arrojadizas se extendió por el Oeste hasta las sierras de Córdoba. Al pie de la cordillera, en las provincias San Juan y Mendoza se han encontrado bolas de piedra mezcladas con puntas de flecha y de dar- do (16) y este descubrimiento permite asegurar que su uso se exten- dió hasta las mismas faldas de la cordillera de los Andes. (13) Voyage de Woode Rogers. -614) Moreno: Cementerios y paraderos prehistóricos de la Patagonia. (15) Por el señor Lucrecio Vázquez. (16) Por el ingeniero Nicour. 300 Los indómitos Calchaquís conocían el uso de las bolas (17) y el señor don Juan M. Leguizamón ha encontrado algunos ejemplares, aún más al Norte, en la misma provincia Salta (18), de manera que es un hecho que su uso se ha extendido hasta esas lejanas regiones del Norte de las comarcas del Plata. Por último, en nuestra excursión las hemos encontrado en diversos puntos de la Banda Oriental, tanto en las márgenes del Plata como en las costas del Atlántico. Esto es lo que se sabe de un modo positivo respecto a los diferentes pueblos que de este lado de los Andes conocían el uso de las bolas; por lo que toca a las tribus que poblaban el territorio chileno, sólo diremos que, en mano de los célebres Araucanos, era un arma verdaderamente terrible. Lo dicho basta para que nos sea permitido dejar sentado como un hecho positivamente probado, que el uso de las bolas de piedra como arma de guerra y de caza ha sido general en toda la inmensa comarca comprendida entre el Atlántico y las fronteras de Brasil por un lado has- ta el Pacífico por el otro, y desde las frías regiones del estrecho de Ma- gallanes por el Sud, hasta los cálidos valles de la provincia Salta por el Norte. Cuando esto escribíamos, a mediados de 1877 (19), atribuíamos al antiguo uso de la bola una extensión aún mucho mayor, que enton- ces no nos atrevimos a manifestar por temor de ponernos en contradic- ción con autoridades científicas de reputación universal. En efecto: en las mismas piedras con surco de los depósitos de conchillas de las cos- tas de Dinamarca, que todos los arqueólogos consideran como antiguos pesos de redes, no veíamos más que simples bolas arrojadizas idénticas a las del Plata. Lejos de modificarse nuestra opinión al respecto se ha afirmado cada vez más, particularmente después de haber podido examinar en la re- ciente Exposición Universal los productos de la industria primitiva de todas partes del mundo. De modo, pues, que ya no nos sería permitido guardar silencio sobre ese punto. He aquí, lo que pensamos al respecto: (17) MANTEGAZZA: Gli indigeni dell’ America Meridionale, etc. (Rio de la Plata e Tener:ffe). (18) Carta sobre antigüedades americanas, «Anales de la Sociedad Científica Argentina». En una colección de objetos arqueológ:cos expuestos por este mismo señor en la Segunda Exposición anual de la «Sociedad Científica Argentina», figuraba también una magnífica bola de piedra encontrada en Seclantas (Valles Calchaquís). (19) F. AMEGHINO: Noticias sobre antigüedades indias de la Banda Oriental. Mercedes, 1877. 301 Consideramos a la bola arrojadiza del Plata como una simple variación de la piedra de honda; y a ésta como un arma que ha sido de un uso ge- neral en toda la superficie de la tierra. Se puede afirmar que la primera arma ofensiva de que haya echado mano el hombre primitivo fué un simple guijarro que arrojaba con la mano y con la mayor fuerza posible a su enemigo. La observación y la experiencia le enseñaron más tarde que los gui- Jarros angulosos y de aristas vivas producían heridas más dolorosas y mortales; entonces empezó a recogerlos de preferencia; y cuando ya no los encontró, empezó a fabricarlos, golpeando dos piedras entre sí. Este es sin duda el origen de los proyectiles arrojadizos que presen- tan varias facetas, aristas vivas y ángulos punzantes de que ya hemos ha- blado; remontan, pues, a.los primeros tiempos de la humanidad. Esto nos prueba también que las huellas del hombre terciario no de- ben buscarse solamente en puntas de flecha y raspadores más o menos groseros, sino con preferencia en objetos de este tipo que el hombre de esa época debió forzosamente haber conocido. Y en este punto, aunque de una manera imperfecta, los hechos cono- cidos concuerdan con nuestras deducciones, pues entre los sílex del se- nor Bourgeois hemos reconocido proyectiles más o menos de este tipo; y entre los sílex terciarios de Portugal, pertenecientes al señor Ribei- ro, hemos visto un ejemplar de cortes tan característicos que represen- ta perfectamente el mismo tipo más moderno que hemos recogido en los paraderos Charrúas. El acaso, una misma rama de árbol que tuviera en la mano o no im- porta cual otra circunstancia, le hizo más tarde comprender que un ob- jeto que se hacía girar con fuerza alrededor de un punto céntrico adquiría una fuerza de impulsión mucho mayor que la que podía impri- mirle simplemente con sus brazos. Descubierta la que ha sido denomi- nada fuerza centrífuga, trató de buscarle una aplicación y descubrió la honda, con la que podía arrojar sus proyectiles a una distancia mucho mayor. Pero un día se encontró en una comarca donde no existía la piedra y donde por consiguiente no tenía cuantos proyectiles quería. Entonces comprendió que podía usar repetidas veces del mismo, y que atándolo a una cuerda podía imprimirle igual movimiento y serle además más fá- cil recogerlo; pero para esto tuvo que emprender la fabricación de pro- yectiles especiales que por su forma pudieran atarse fácilmente a la ex- tremidad de la cuerda. Más tarde las formas variaron según los artífices, las épocas y los países. He ahí el verdadero origen de la bola, que so- bre la verdadera honda ofrece la ventaja de tener más certeza en el blanco y mayor alcance, aunque ofrece también la desventaja de tener que recogerla. 302 La honda fué un arma propia de todos los países en que abundan las piedras; y la bola, de las comarcas en donde son escasas; pero muchos pueblos que tenían por principal arma la honda, hacían uso de la bola; y otros que sobresalían en el manejo de esta última, conocían la honda. El uso, pues, de estas dos armas ha sido general en el tiempo y en el espacio. A los datos enumerados anteriormente, he aquí algunos de los que ahora podemos agregar. En el Norte de la República Argentina existe una clase de bolas que no se encuentra en el Sud ni en la Banda Oriental. Consiste en piedras de diferentes formas que tienen un gran agujero por el que se pasaba la cuerda que servía para lanzarlas. Las figuras 422 y 423 representan dos ejemplares procedentes de la provincia Salta, cerca de las fronteras de Bolivia. Los Abipones tenían bolas de todas dimensiones y eran tan diestros en su manejo que no se les escapaba un pájaro al vuelo (20). En la colección del Museo Antropológico de Madrid, que dirige el se- nor Velazco, hemos visto una bola que representa la forma de un limón, con un surco alrededor, completamente igual a las que hemos recogido en la Banda Oriental y clasificada también como Charrúa. En la misma colección hay otra piedra de gran tamano, en forma de bola aplastada y pulida con mucho esmero, procedente de Paraguay, lo que prueba que los indígenas Guaranís también hacían uso de la bola. En Chile se encuentra la forma de bola más o menos circular con sur- co alrededor, pero la que se halla más frecuentemente es la bola aguje- reada y circular que representa la figura 422. La misma forma se encuentra en Bolivia; y en la colección de obje- tos enviados por el señor Schultze, de la Paz, hemos visto una piedra pulida en forma de limón prolongado. La misma forma de bola circular agujereada, representada en la fi- gura 422, se encuentra en Perú, lo mismo que la de la figura 423, que tiene cinco apéndices en su contorno. En la colección de objetos peruanos expuestos en la Exposición de Ciencias Antropológicas hemos visto otra bola agujereada del mismo tipo, pero con seis rayos alrededor, como lo demuestra la figura 513. Había también piedras de honda pulidas de una forma muy prolongada y verdaderas bolas esféricas con surco, iguales a las que hemos recogido en la Banda Oriental, cuyo tipo se halla representado por la figura 297. En otra colección de antigiiedades peruanas, expuesta por el Minis- terio de Instrucción Pública de Francia, hay una cantidad de guijarros irregulares con un agujero cerca de sus bordes, que servían también de proyectiles. (20) MANTEGAZZA: Rio de la Plata e Tener:ffe. 303 Otras bolas con agujeros de esta colección tienen una forma elipsoi- dal, parecida a la de algunos objetos encontrados en el lecho del Sena, pero que son más comprimidos (figura 514, lámina XVII). Se encuentran también las bolas esféricas con surco de la colección anterior iguales a las Charrúas y otros dos tipos diferentes, el prime- re de forma prolongada, con sus dos extremidades algo agudas y un gran surco transversal en el medio (figura 515, lámina XVII) y el otro con sus dos extremidades más gruesas que el cuerpo de la piedra, que está enteramente ocupado por una gran depresión transversal de fondo concavo (figura 516). Hemos visto objetos parecidos encontrados en los paraderos prehistóricos de Patagonia. En la misma colección del Ministerio de Instrucción Pública se en- cuentran, como procedentes de Ecuador y de Bolivia, algunas bolas es- féricas con surco, iguales a las del Plata, una bola esférica aplastada con agujero como la ya figurada, otra perfectamente circular también agujereada y otra, por fin, de una forma cilíndrica muy prolongada, más gruesa en el centro que en las extremidades (figura 517). Esta última forma, más bien que una verdadera bola, era una piedra de honda. Otra forma de bola arrojadiza con agujero en lugar de surco, de la misma procedencia, presenta una forma cuadrangular (figura 518). Los Caribes de las Guayanas y de las Antillas también hicieron en otro tiempo un uso muy general de las bolas arrojadizas, y aunque el hecho no haya sido mencionado por ningún autor contemporáneo de la conquista, lo prueban los numerosos objetos que de este tipo se han en- contrado durante estos últimos años. En la Exposición de las Colonias francesas hemos podido observar va- rios objetos de esta clase. Como procedente de la Guadalupe hemos visto una gran bola elip- soidal aplastada, con un surco ancho y profundo, que pasa por los po- los de su eje mayor, siguiendo el mayor perímetro del objeto (figura 519), que se parece muchísimo al de la Banda Oriental representado por la figura 293. Al lado de este ejemplar se hallaba una gran bola perfectamente es- férica, pulida y sin surco, igual a las de Buenos Aires, y otros ejempla- res con surco parecidos a la bola o empuñadura de la Banda Oriental fi- gurada en el número 292, pero mucho más grande. Otras bolas de la misma procedencia están divididas en dos partes muy desiguales y de diámetro diferente por una gran ranura, ancha y profunda (figura 520). Es indudable que por la analogía que presentan con los del Plata, todos estos objetos caribes que hemos visto y examinado en número muy considerable, han sido verdaderas bolas o proyectiles arrojadizos y no pesos para las redes, como lo han supuesto la mayor parte de los ar- queólogos. 304 Objetos análogos usaron los indígenas de Méjico y Centro América. En la sección de San Salvador, entre otras varias antigüedades in- dias, había una piedra elipsoidal con un surco que pasaba por los po- los de su eje mayor, completamente igual a la de la figura 293 de la Banda Oriental; pero en Méjico existían casi todos los tipos que hemos señalado. En las galerías etnográficas del Trocadero hemos visto como proce- dentes de dicho punto, varias esferas aplastadas agujereadas como la de la figura 422; y otras perfectamente esféricas, pulidas y sin surco ni agujero como muchas de las del Plata. Otras bolas agujereadas de la misma procedencia presentan cinco, seis, siete y hasta ocho picos en su contorno (figura 524). Entre las alfarerías mejicanas hemos visto una bola de tierra cocida, algo aplastada y con dos surcos alrededor, como algunas bolas de piedra Charrúas ya figuradas. No dudamos que también haya sido un proyectil arrojadizo. Muchos indios de la pampa y de Patagonia fabricaban sus bolas con arcilla endurecida al fuego. Las piedras esféricas y agujereadas procedentes de Méjico son con- sideradas como cuentas de collares. Creemos que éste fué efectivamen- te el destino de las esferas pequeñas y con un agujero de pequeño diá- metro; pero en cuanto a las de forma esferoidal de mayor tamaño y con un agujero de gran diámetro, iguales a las ya figuradas, persistimos en creer que fueron verdaderos proyectiles arrojadizos. Moctezuma fué muerto por un golpe de piedra arrojadiza. En diferentes puntos de los Estados Unidos se encuentran piedras elipsoidales de diferentes tamaños con un gran surco transversal. Las grandes fueron mazas o martillos. Las pequeñas, consideradas como pe- sos de redes, creemos que son verdaderas bolas arrojadizas. Los esquimales o skrellings, que hace ocho siglos habitaban la parte Noreste de los Estados Unidos, peleaban con piedras arrojadizas, co- mo lo afirman de un modo positivo las Sagas islandesas. En el primer combate que sostuvieron con los Escandinavos hacia el año 1007, con una piedra arrojadiza de forma chata dieron muerte a Thomas Snorrason, que era uno de los expedicionarios, fracturándole el cráneo. Los esquimales actuales aún se sirven para cazar pájaros de un arma sumamente parecida a la boleadora. El uso de las bolas y de las piedras de honda que se le asemejan era general, hasta hace pocos años, en casi todas las islas del Pacífico. En la Sección holandesa había, como procedentes de la isla de Java, algunas bolas de piedra con un surco alrededor completamente iguales a las de Buenos Aires y la Banda Oriental. No dudamos, pues, que ha- yan sido destinadas al mismo uso. 305 En la colección etnográfica de las islas Filipinas, expuesta en la Sec- ción española de la Exposición de Ciencias Antropológicas, había una piedra arrojadiza de forma cuadrangular, con una protuberancia redon- deada en cada uno de sus cuatro ángulos y un gran agujero en el medio, destinado a recibir la cuerda (figura 521). Como procedente de Nueva Caledonia hemos visto en la Exposición de las Colonias francesas bolas de piedra esféricas y elipsoidales, puli- das y sin surco, y otro tipo de forma muy prolongada, pulido y más grueso en el medio que en los extremos. En las galerías del Trocadero “se hallaba expuesto el mismo tipo colocado en la cuerda, como lo lan- zan los neocaledonianos, y con el nombre de piedra de honda (figu- ra 522). Como este objeto era lanzado con una simple cuerda sin cama para colocar la piedra, se parece más a una bola que a una verdadera piedra de honda. Sin embargo, los neocaledonianos también conocían la ver- dadera honda provista de cama para colocar el proyectil, pero lanzaban con ella piedras de una forma diferente. La misma forma se encuentra en las islas Canarias, Salomón, Sand- wich, etc. Los tahitianos conocen la honda, pero hacen un uso más frecuente de una verdadera bola, impropiamente llamada por los viajeros piedra de honda. Ésta es de forma más o menos circular y con una ranura alrede- dor para atar la cuerda. Existe otra forma de bola mucho más gruesa, de la misma isla. Con- siste en una piedra circular, de cerca de un decímetro de alto, casi pla- na en sus dos caras y con un surco alrededor para atar la cuerda. En la colección de objetos de los indígenas de Tahití había un obje- to de esta clase (figura 523), cuyo surco tenía atada la soga de que se servían para lanzarlo. Estaba clasificado como piedra de honda o rom- pecabezas, cuando por el contrario es la verdadera bola de América del Sud. Esto prueba que los viajeros han confundido generalmente la va- riedad de honda que nosotros llamamos bola, con la verdadera piedra de honda. Es natural suponer que los viajeros antiguos incurrieron en la misma confusión. Este uso general de la bola arrojadiza que presenta poco más o me- nos por todas partes las mismas formas, es lo que más nos confirma en la opinión de que fué conocida por los antiguos pobladores de Europa, aunque los arqueólogos la confunden actualmente con otros objetos de uso distinto. Los primeros objetos europeos que nos llamaron la atención por la analogía que presentan con las bolas del Plata, son las piedras más o menos esféricas encontradas en todas partes de Europa y designadas con el nombre de percutores. AMEGHINO — V. HI \ 20 306 Estamos lejos de negar que la mayor parte de esas piedras no hayan sido verdaderos percutores que conservan en toda su superficie vesti- gios evidentes del uso a que fueron destinados, pero afirmamos que cierto número de ellas no sirvieron jamás como tales y tenían sin duda un objeto muy diferente. Así, en la Exposición de Ciencias Antropológicas, vimos un grandísi- mo número de verdaderos percutores, pero entre éstos figuraban algunos que nos rehusamos a reconocer como tales. En la Sección inglesa se hallaba con el nombre de percutor una pie- dra casi completamente esférica, trabajada en cuarzo y pulida en toda su superficie de tal modo que no presentaba vestigios aparentes de per- cusión. En la colección del señor Carlos Grellet, compuesta de objetos en- centrados cerca de Lavaur (Tarn) había otra bola perfectamente esfé- rica, pulida con gran esmero y que tampoco presentaba rastros de percu- sión. Creemos, pues, que ambos objetos fueron proyectiles arrojadizos. Sobre otra piedra de forma esférica, aunque no muy regular, de su- perficie pulida, perteneciente al Museo Prehistórico de Burdeos y en- contrada en Laugerie-Basse, se hallan unos trazos groseros represen- tando dos ojos, una boca y la nariz. Es evidente que el escultor primiti- vo no habría esculpido esos dibujos sobre una piedra destinada a ser- vir como percutor. Creemos, pues, que fué un proyectil arrojadizo. Atribuímos igual destino a muchos guijarros ovalados y de super- ficie lisa sin señales de percusión, que se encuentran muy a menudo en ios túmulos del Occidente de Europa. _ En las estaciones prehistóricas de Portugal también se encuentran un gran número de piedras elipsoidales o esferoidales que no presentan rastros de percusión; el señor Ribeiro afirma categóricamente que debie- ron haber servido de proyectiles arrojadizos (21). La otra clase de objetos de piedra que creemos representan en Eu- ropa las verdaderas bolas o piedras arrojadizas que no se lanzaban con la honda, son las piedras de diferentes formas que presentan un aguje- ro más o menos grande y son consideradas generalmente como an- tiguos pesos de redes. Esta suposición no es completamente admisible, por cuanto todos los objetos de esta clase no se encuentran en las habitaciones lacustres a orillas del mar. Muchas han servido evidentemente como martillos y otras fueron proyectiles arrojadizos. (21) Noticia de algunas estacóes e monumentos prehistoricos. Memoria apresentada à Aca- demia real das Sciencias de Lisboa, por CARLOS RIBEIRO, Lisboa, 1878. 307 Hemos visto algunos ejemplares encontrados en las habitaciones la- custres austriacas, completamente iguales a nuestra bola arrojadiza de la figura 422, y no dudamos que tuvieron igual destino. Vimos algunos objetos del mismo tipo en la Sección inglesa. Ignora- mios el punto donde fueron encontrados, pero como no presentan ves- tigios de percusión ni señales de haber sido arrastrados en el fondo del agua, no dudamos que fueron verdaderos proyectiles. Otro disco o esfera aplastada agujereada, completamente igual a la nuestra, fué encontrada por el señor Chauvet en la gruta sepulcral de Le Gelie, Charente (22). No es presumible que los precursores de los Galos enterraran a sus muertos en una gruta acompañados de sus ins- trumentos de pesca, por lo que creemos que este descubrimiento es una nueva prueba de que los objetos de esta clase encontrados en todas par- tes del mundo, fueron proyectiles arrojadizos. La misma observación podríamos hacer sobre varios ejemplares procedentes de Finlandia, Di- namarca, etc., pero eso nos llevaría demasiado lejos. Pasaremos, pues, a otra forma de proyectiles arrojadizos que se han encontrado en diferentes puntos de Europa, los cuales también han sido considerados como pesos de redes, pero que son los que presentan más analogía con la forma típica de las bolas arrojadizas del Plata. Son éstos, piedras de diferentes formas que presentan en su contorno un surco destinado a recibir la cuerda con que las lanzaban. En la Sección rusa había, como procedentes de Finlandia, unas pie- dras en forma de una elipse muy prolongada, de extremidades algo ro- mas, muy aplastadas y provistas de un surco bastante ancho que corría en todo su contorno pasando por los ejes de su polo mayor, recorriendo el mayor perímetro de la piedra. Pero donde se encuentra un número verdaderamente notable de pie- dras con surco, es en los kjókkenmóddings de Dinamarca. Unas son completamente esféricas, otras elipsoidales con un surco que las divide transversalmente o longitudinalmente, etc., etc., comple- tamente iguales a las del Plata. El que tales objetos se encuentren en los depósitos de conchillas artificiales de la costa del mar, juntamente con restos de pescados, no constituye una prueba de que sirvieron de pesos para las redes, pues en las orillas del Plata, hasta en los mismos bordes del agua, se encuentran centenares de objetos análogos, mezcla- dos muy a menudo con fragmentos de alfarerías y huesos de pescados y sín embargo nunca fueron tales piedras objetos destinados a la pesca, sino armas de caza y de guerra. No creemos, pues, que las piedras con surco de Dinamarca hayan sido una excepción a la regla general, y no dudamos que también fue- (22) Notes sur la période neolithique dans la Charente, par G. CHAUVET. Angouléme, 1878. 308 ron proyectiles arrojadizos que usaban las antiguas tribus salvajes que poblaban ese país. He ahí expuestos a la ligera los principales motivos por qué conside- ramos a la bola como una simple modificación de la honda, y ambas como armas de uso universal en el tiempo y en el espacio. En toda colección algo numerosa de objetos de piedra se nota la pre- sencia de un cierto número de ejemplares que no tienen una forma bien definida, y que están tallados siguiendo otro plan; por lo común son for- mas intermediarias que sirven para pasar de un modo gradual a los ti- pos más extremos. Es sumamente difícil, si no imposible, encontrar una forma de la que no se pueda pasar a otra por una serie sucesiva de gra- daciones. Estas formas intermediarias son siempre dignas de estudio, porque en más de un caso pueden revelarnos tanto el objeto a que se destinaba el instrumento, como el procedimiento empleado para fabri- carlo u otra circunstancia impensada. Las formas intermediarias que unen los diversos tipos de objetos que hemos encontrado en la Banda Oriental y hemos descripto más arriba, son verdaderamente interesantes, particularmente las que pertenecen a la segunda serie de instrumentos de piedra, y por eso esperamos nos sea permitido dedicarle algunas líneas. La hoja de piedra, que es el instrumento más sencillo de esta clase, parece ser a la vez el punto de partida para la fabricación de objetos más complicados y de formas más variadas. No debe extrañarse, pues, que las desviaciones de su tipo característico vayan a confundirse por una serie de gradaciones con un número considerable de distintos instru- mentos de piedra. En efecto: de la hoja prismática triangular, que es la forma característica de las hojas o cascos de sílex, parten tantas series de gradaciones diferentes como hay de formas de objetos de piedra simplemente tallados. La primera gradación conduce de un modo insensible de las hojas prismáticas triangulares a las hojas que hemos llamado planas. De és- tas se puede pasar también por gradaciones o verdaderas formas inter- mediarias a los raspadores de la forma que representa la figura 279, que a su vez se confunde gradualmente con todas las otras formas que presenta este instrumento; y partiendo de cualquiera de éstas se puede recorrer también toda la serie completa de los instrumentos de piedra simplemente tallados. Otra serie de gradaciones interesantes que parte de la simple hoja prismática es la que conduce a la punta de flecha sencilla, producida por un solo golpe y que es a la vez punta de flecha y hoja prismática sencilla; con la diferencia de que en vez de ser un verdadero prisma, sus tres caras se unen en un vértice común formando un tetraedro. Esta forma de flecha sencilla se modifica a su vez presentando un trabajo 309 cada vez más complicado hasta terminar en los ejemplares mejor tra- bajados; y, por último, estos mismos ejemplares son tan parecidos a las puntas de dardo, que no se distinguen unas de otras más que en el ta- maño, pero teniendo siempre presente que entre la punta de dardo más larga y la punta de flecha más corta existen ejemplares de todos los lar- gos intermediarios. La serie de gradaciones sin duda alguna más interesante es la que conduce de las hojas prismáticas a los cuchillos. La mayor parte de es- tas hojas pueden considerarse como verdaderos cuchillos; y un grau número de cuchillos son simples hojas prismáticas de bordes cortantes. Estas mismas hojas cuchillos, como pudiera llamárseles, presentan un trabajo más o menos esmerado y son más anchas, o más largas, o más gruesas; y de este modo, desde la forma más simple se puede pasar in- sensiblemente a las formas más variadas y mejor trabajadas. De los cuchillos, siempre por medio de formas intermediarias, se pue- de pasar a los raspadores, algunos de los cuales se confunden con los escoplos, que a su vez pueden ser considerados como hachas muy pe- queñas. Por otra serie de gradaciones puede pasarse de los cuchillos tallados a grandes cascos en sus dos caras a las piedras de honda; y éstas, por medio de algunos ejemplares de forma algo circular, parecidos a peque- ños discos y tallados en una sola de sus caras, van a confundirse con la forma de raspadores representada en la figura número 279. Como se ve, partiendo de la hoja de piedra se puede recorrer toda la serie de instrumentos tallados, hasta las mismas piedras de honda. Una vez aquí, parece a primera vista que no se puede seguir más adelante y que no hay ningún punto de unión entre los instrumentos tallados y los pulidos, mas no es así, pues esas mismas piedras de honda que al pa- recer se diferencian tanto de los instrumentos pulidos, forman el punto de tránsito entre éstos y los tallados. Se recordará que al tratar de las piedras de honda dijimos que había algunos ejemplares que tenían sus ángulos y aristas muy romos, debido a un gran número de pequeños golpes dados con ese objeto, y que des- pués parecía que habían recibido un principio de pulimento; pues bien. estos proyectiles forman el tránsito entre las piedras de honda simple- mente talladas y los proyectiles verdaderamente pulidos. Otras piedras de honda tienen una forma algo redonda debido al gran número de facetas irregulares que presentan y en algunos ejemplares es tan grande el número de éstas, que ya se hace difícil decidir con se- guridad si fué un proyectil arrojadizo que era lanzado por medio de la honda o si, por el contrario, es una verdadera bola. De manera que de las toscas piedras de honda se puede pasar por medio de formas inter- mediarías, que existen en gran número, a las bolas arrojadizas que son los objetos más numerosos de la segunda serie. 310 Ahora pasaremos a estudiar con más detenimiento las diferentes for- mas intermediarias que relacionan entre sí los objetos de piedra pulida al parecer más diferentes, porque en realidad ofrecen mayor interés que Jas formas intermediarias de la primera serie. La piedra de honda nos conduce a la bola de piedra redonda y de ésta podemos pasar, siempre por gradaciones continuas, a las bolas de todas las otras formas. Desde la bola redonda a la ovalada o elipsoidal, existe un gran nú- mero de ejemplares de forma intermediaria; desde la de forma elipsoi- dal se pasa de un modo apenas sensible a la que tiene la forma de una pera, o, por el contrario, a la que presenta la forma de limón, y así su- cesivamente. De las bolas se pasa insensiblemente a los pulidores. Ya hemos dicho que éstos tienen una forma circular que los asemeja a bolas partidas por mitad, y tan es así, que muchos ejemplares no parecen ser otra cosa que bolas redondas que han sido sometidas a un continuo frotamiento siempre en un mismo punto, hasta que se formó la superficie plana y pu- lida que presentan. Las mismas bolas que hemos dicho presentan la forma de un tapón corto y grueso, se confunden con los pulidores, pues muchos ejempla- res tienen la superficie plana y circular que forma su base perfectamen- te pulida y gastada por un largo frotamiento. Tenemos uno, sobre todo, que es tan evidente ha servido como pulidor, que no sólo presenta su base desgastada, sino que en el resto de su superficie conserva ves- tigios irrecusables de haber servido como tal, a tal punto que aún se conoce perfectamente el lugar en que se apoyaban los dedos para manejarlo; y sin embargo este mismo ejemplar también está provisto del surco que tienen las bolas en forma de tapón, de modo que se vuel- ve difícil poder clasificarlo, por cuanto no se sabe si debe incluirse en- tre las bolas o entre los pulidores. ¿Qué es lo que ello indica? ¿Tuvo primeramente un uso y más tarde fué destinado a otro? Esto es, sin duda, lo más probable. Los pulidores se desvían tanto y en sentido tan diverso de la forma que hemos tomado por tipo que concluyen por confundirse insensible- mente con los pilones y martillos; pero los ejemplares por cuyo medio se pueden unir estos tres tipos tan diferentes, concluyen también por confundir al observador que trate de descubrir el uso preciso a que cada objeto era destinado. El pasaje de los pulidores a los pilones es uno de los más curicsos e interesantes; se verifica por medio de ejemplares que van aumentan- do gradualmente en altura hasta confundirse con los verdaderos pi- lones. El ejemplar intermediario más curioso que poseemos entre estas dos formas, es una piedra de base elipsoidal, que tiene unos 64 milímetros 311 de alto, y termina en una superficie algo convexa. La base, de 6 centí- metros de diámetro en su eje mayor y 58 en el menor, consiste en una superficie plana muy lisa, debido a un continuo frotamiento. Al ocupar- nos de los pilones dijimos que parece probable hayan sido usados como frotadores, pero se nos ocurría una duda: ¿cómo conciliar la presencia, en medio de esa superficie plana que forma la base del pilón, de una pe- queña cavidad circular que tienen algunos ejemplares, con la causa que ha producido esa superficie plana y pulida? El ejemplar de forma in- termediaria que estamos describiendo, es, en este punto, mucho más de- cisivo, pues además de presentar una base plana y pulida mucho más extensa que los verdaderos pilones y que parece es debida a un desgas- te mucho mayor de la piedra, debido siempre a un continuo frotamiento, lo que puede dar una idea del largo espacio de tiempo durante el cual ha sido usado, tiene poco más o menos hacia la mitad de su altura, tres cavidades de forma circular de dos centímetros de diámetro cada una v bastante profundas, destinadas a colocar en ellas los dedos para mane- jar la piedra más fácilmente y frotar con mucha más fuerza. Dos de es- tas depresiones o cavidades se hallan completamente opuestas y esta- ban destinadas una para recibir el dedo pulgar y otra el del medio; el índice era colocado en la tercera que se halla más adelante. El uso a que este objeto era destinado y hasta el modo como lo manejaban, no puede ser más evidente: era un frotador; a pesar de lo cual, en medio de la superficie plana que forma su base, se halla una pequeña superficie áspera, que marca el punto en que ciertos pilones tienen la cavidad circular de que ya hemos hablado (figura 305). El pasaje de los pulidores a los martillos también es interesante y curioso. Algunos de estos pulidores tienen en el centro de la superfi- cie plana y pulida una depresión circular apenas sensible que marca el primer paso que conduce de éstos a los martillos, pero que a su vez vie- ne a poner una nueva piedra en medio del camino escabroso que hay que recorrer para descubrir el verdadero destino que han tenido. Al ocuparnos de ellos, hemos dicho que otros pulidores también ofrecen ligeros rastros de pulimento en su superficie convexa: estos rastros son más y más acentuados hasta que en otros ejemplares la cara convexa se convierte en una superficie perfectamente plana y pulida como la opues- ta. En este caso el instrumento tiene ya la misma forma que los marti- llos y le faltan únicamente las dos impresiones o cavidades que éstos tie- nen en cada una de sus dos caras. El ejemplar más notable que tenemos de esta clase es una piedra de forma circular, aunque no regular, de 3 centímetros de alto y 7 de diámetro. Una de sus caras es perfectamente plana y pulida, la otra no lo es tanto y está ya bastante gastada. Sería aventurado asegurar de un modo afirmativo que este ejemplar ha servido como martillo o como pulidor y creemos posible que haya sido destinado a ambos usos. 312 Otros ejemplares se acercan aún más a los verdaderos martillos, pues presentan una superficie plana y la otra con una pequeña depresión en el centro. De esta clase poseemos un ejemplar de forma circular, que tiene. 75 milímetros de diámetro y 42 de espesor; una de sus caras es perfectamente plana y pulida, la otra es más aspera y tiene en el me- dio una cavidad circular bastante profunda. De este modo se pasa in- sensiblemente de los pulidores a los martillos. Ya se ha visto que de los pulidores se puede pasar por medio de for- mas intermediarias a los pilones y martillos. Por esto parecería quizá muy natural que estos dos últimos tipos re- presentaran dos extremidades divergentes de una misma rama, sin pun- to de unión entre sí, fuera del tronco de donde ambas parten; pero no es así, pues existe una forma que realmente puede considerarse como punto intermedio, no tan sólo entre los martillos y pilones, sino tam- bién entre estos dos últimos y los pulidores. El ejemplar más característico que de esta forma intermediaria he- mos recogido es una piedra que tiene 52 milímetros de largo y 40 de ancho, de base no perfectamente circular, plana y pulida, pero con una cavidad circular en el centro, de 8 milímetros de diámetro y bastante profunda. La parte superior de la piedra concluye en una superficie convexa. Este objeto, tan curioso por su forma, se parece bastante a un pilón muy corto, reducido a este tamaño por un continuo uso; por la cavidad circular que tiene en el centro de la superficie plana que forma su base, por la profundidad que presenta dicha cavidad, lo mismo que por la poca altura del instrumento, se acerca y confunde con la forma de mar- tillo descripta bajo el número 5; y por último, por la superficie plana y pulida que forma su base parece haber sido un pulidor; como los pu- lidores y pilones que ya hemos mencionado, tiene esa cavidad que vie- ne a confundir la imaginación del arqueólogo observador, que al través de sus formas pretende descubrir su verdadero destino. Quién sabe si esa cavidad no era justamente propia de los verdaderos frotadores o so- badores destinados a ablandar las pieles, y si no sirvió quizá para co- locar en ella la grasa o médula que empleaban en la operación. Una vez en los martillos, a los que ya hemos visto se puede llegar por dos caminos distintos, se pasa a unas piedras circulares que pueden ser consideradas como grandes martillos por su forma general y como pequeños morteros por el aspecto de las cavidades o depresiones que tienen en su superficie, y éstas nos conducen a los verdaderos morte- ros. De estas formas intermediarias hemos recogido un gran número de ejemplares, pero sólo hablaremos de tres verdaderamente notables. El primero es una piedra circular, aunque bastante irregular, de 85 milímetros de diámetro y 40 a 50 de espesor, muy gastada en sus bor- 313 des al parecer por la acción del tiempo o de las aguas. Una de sus ca- ras es muy irregular y con una depresión apenas sensible; la otra está ocupada por una depresión circular poco profunda, de 65 milímetros de diámetro, que por su aspecto nos hace suponer que este objeto ha ser- vido como mortero. El segundo ejemplar es aún más notable que el primero, tanto por sus dimensiones, que son bastante considerables, como por sus caracte- res intermediarios. Su forma general es circular, pero muy irregular, pues en sus bordes tiene dos superficies casi planas y pulidas que se unen formando un án- gulo obtuso, cuya abertura está cerrada por un gran arco de círculo. Tiene 9 centímetros de diámetro y 56 de espesor. Una de sus caras está ocupada por una cavidad circular de 7 centímetros de diámetro, que baja gradualmente hasta una profundidad de 6 milímetros en su parte céntrica, y de superficie o fondo bastante liso: es evidente que esta ca- vidad ha sido destinada a triturar substancias alimenticias. La cara opuesta también está ocupada por otra cavidad, pero tan poco profunda que apenas es sensible y en su centro tiene otra más pequeña, pero muy profunda y de fondo irregular. Los bordes de la piedra conservan se- nales evidentes de haber recibido fuertes golpes que han hecho saltar cascos irregulares, lo que corrobora más la opinión de que además Ge haber servido como mortero ha desempeñado a la vez el oficio de martillo. Pero el ejemplar más notable de esta clase es sin disputa el tercero, representado en la figura 290. Es una piedra perfectamente circular, de 8 centímetros de diámetro y 4 de espesor, labrada en diorita y muy bien trabajada. Su borde es algo combado y muy bien labrado, como el resto de la superficie de la pie- dra. Cada cara está ocupada por una depresión de pendiente muy sua- ve y fondo muy liso, que baja hacia el centro hasta alcanzar una profun- didad de 3 milímetros. En el borde de cada cara han saltado varios cas- cos irregulares de piedra debido a golpes secos dados con fuerza, pro- bando esto, lo mismo que la forma general del instrumento y del borde, que ha servido como martillo, mientras que las cavidades denotan de un modo evidente que también ha desempeñado el oficio de pequeño mortero. De los morteros, por medio de algunos ejemplares bastante grandes, pero de poco espesor y de cavidad apenas perceptible, se pasa insensi- biemente a las placas-morteros y de éstos a los pulidores planos por sus dos caras que ya hemos visto se confunden también con los martillos, y de este modo se puede volver a recorrer en sentido inverso el camino que hemos andado partiendo de la simple hoja y los cascos de sílex, has- ta llegar a los morteros y martillos. 314 Los restos de alfarerías son los productos de la industria de los hom- bres anteriores a la conquista que más abundan en la Banda Oriental. Allí, como en la provincia Buenos Aires, y como en casi todas partes de América, el arte de trabajar tiestos de barro había llegado a un gra- do de perfección que jamás alcanzaron los hombres de la edad de pie- dra en Europa. Desgraciadamente para los arqueólogos, estos objetos se encuentran por lo general hechos pedazos. Unas veces los fragmentos de un mismo vaso se encuentran a mucha distancia unos de otros, y otras se encuen- tran los fragmentos de muchos ejemplares mezclados todos juntos, de modo que se hace imposible reconstruir uno solo. Los fragmentos de objetos de barro en los paraderos Charrúas se pre- sentan a la vista por millares y hemos formado una magnífica colección, pero por motivos ajenos a nuestra voluntad no pudimos transportarla: quedó en Montevideo, y esto nos priva del placer de dar sobre ellos los detalles que hubiéramos deseado, teniendo que limitarnos únicamente a la descripción de algunos pedazos informes que pudimos conservar. No hemos visto ningún ejemplar medianamente entero; sin embar- go recogimos uno bastante grande para formarnos una idea del vaso ente- ro, que debía tener una forma semiesférica, bastante parecida a una cazuela de barro terminando en un borde redondeado y más delgado que el resto del vaso. Los fragmentos más gruesos que poseemos apenas tienen un centí- metro de espesor. Casi todos son de arcilla amasada con una gran cantidad de fragmen- tos bastante grandes de cuarzo y otras piedras. Seguramente el empleo del cuarzo y del pedernal triturado en la fa- bricación de los vasos u ollas antiguas de barro ha tenido un objeto, pues ya hemos dicho que también un gran número de fragmentos de alfarería que hemos recogido en Buenos Aires han sido amasados con pequeños fragmentos de sílex, aunque no tan grandes ni en tan gran nú- mero como en las alfarerías Charrúas. En Puente Chico, cerca de Quil- mes, el señor Moreno también ha recogido fragmentos amasados cun partículas de cuarzo y calcedonia (23) y en las cavernas de Europa, en los kjOkkenmoddings de Dinamarca, en las habitaciones lacustres de Suiza e Italia, lo mismo que en los túmulos norteamericanos y en mu- chos otros puntos también se han encontrado numerosos fragmentos de tiestos de barro amasados con partículas de sílex, calcedonia, etc. Este uso general parece tenía por objeto hacerlos más duros y resistentes al fuego. Los escasos fragmentos de alfarería Charrúa que no están hechos con arcilla amasada con sílex triturado, tienen una pequeña mezcla de are- (23) Noticias sobre antigiiedades, etc., ya citadas. 315 ra cuarzosa, pero no hemos recogido un solo fragmento amasado en ar- cilla pura. El grado de cocción que presentan no es uniforme. No hay un solo fragmento que no presente señales evidentes de haber sufrido una lige- ra cocción, ni tampoco uno entre los más cocidos que presente un color uniforme en su interior y exterior, probando esto que la cocción fué bastante imperfecta; a pesar de lo cual ofrecen un grado de dureza bas- tente considerable puesto que es difícil y aun imposible poder rayar con la una a la mayor parte de ellos. Los fragmentos mejor cocidos presentan un hermoso color ladrilloso en su exterior, que penetra hasta uno o dos milímetros, pero el interior se conserva siempre negro hasta un espesor de cinco a seis. Algunos están más cocidos en la parte interior que en la exterior del vaso, circunstancia propia también de muchos tiestos de barro de los Querandís y que probablemente tenía por objeto impedir la filtración de los líquidos; otros, por el contrario, están más cocidos en la parte ex- terior. Otros fragmentos, amasados con partículas de sílex bastante grandes, presentan un color muy negro tanto en su parte externa como en la in- terna, pero con la diferencia de que la parte exterior del vaso es una su- perficie muy lisa en la que los granos silíceos no sobresalen nada sobre la superficie general de la masa, y aun en su máxima parte están ocul- tos en el interior, mientras que la superficie interna es muy desigual, sobre todo a causa de la gran cantidad de granos silíceos que sobresa- len fuera de la superficie de la masa. Tanto por su color como por el es- tado de cocción que presentan estos fragmentos, se parecen mucho a los restos de alfarería prehistóricos que encontramos a fines del año 1875 y principios de 1876 a orillas de Cañada Rocha (partido de la Villa Luján), mencionado por el doctor Zeballos en su «Ensayo geoló- gico» (24). Muchos otros, por fin, tienen la superficie del vaso completamente negra hasta una profundidad de 6 milímetros y la exterior de un color ladrilloso no muy subido, y cubiertas, tanto la una como la otra, de una infinidad de granos silíceos más o menos grandes que sobresalen sobre la superficie general. Los fragmentos de bordes que hemos visto son más delgados que el cuerpo del vaso y terminan en un filo redondeado de 2 a 3 milímetros de grosor. También hemos recogido algunos pedazos con adornos en su superfi- cie, pero en muy escaso número y muy incompletos para que podamos dar de ellos alguna descripción; sólo nos permiten decir que esos ador- (24) Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires, por el Dr. ESTANISLAO S. ZEBALLOS. Memoria premiada por la Sociedad Científica Argentina. 316 nos consisten únicamente en surcos de 2 y 3 centímetros de ancho y bastante profundos, unos que corren paralelamente al borde y otros que se cruzan en distintas direcciones. Otros fragmentos tienen indicios evidentes de haber sido pintados con un carmín sucio, muy parecido al que empleaban los Querandís para pintar ciertos objetos de barro de uso hasta ahora desconocido, pero di- cho color ha desaparecido casi completamente bajo la acción del tiempo. . Antes de concluir con los objetos prehistóricos de la Banda Oriental, dedicaremos algunas líneas a un monumento indígena digno de llamar la atención, explorado por el profesor don Mario Isola pocos días antes de nuestra visita a la Banda Oriental. Se trata nada menos que del descubrimiento de una vasta habitación subterránea tallada en la misma roca, descubrimiento que viene a plan- tear nuevos problemas antropológicos. - He aquí como da cuenta del descubrimiento un diario uruguayo del mes de Diciembre del año 1876 (25): EL PALACIO «Hace unos trece o catorce años que el señor don Mario Isola visitó el vasto y curiosísimo edificio subterráneo llamado El Palacio, en la ju- risdicción de Porongos, adquiriendo desde entonces la convicción pro- funda de que aquellas galerías y aquellas columnas no eran obra de la naturaleza como la gruta de Arequita en Minas, sino una construcción del hombre, de formas groseras, pero suficientemente caracterizadas para no dejar asidero alguno a la duda. «Desde aquella época, el ilustrado y paciente explorador acariciaba la idea de una nueva visita, con todos los elementos necesarios para re- unir datos irrecusables y presentar a los sabios una página cuya existen- cia nadie sospechaba. Ella plantea diversos problemas sobre épocas re- motísimas, tanto más interesantes cuanto que los únicos vestigios de las razas indígenas que vagaban por nuestro territorio al tiempo de la con- quista, no dan motivo alguno a suponer la menor manifestación arqui- tectónica y de consiguiente para explicarse el hecho de existir un edi- ficio que representa grandes esfuerzos y cierta inteligencia, es necesa- rio retroceder siglos e imaginarse una superioridad de raza relativamen- te a aquellos que apenas han dejado como testimonio de su existencia, toscas bolas de piedra usadas como armas arrojadizas. «El señor Isola llevó herramientas para desobstruir la entrada y una máquina fotográfica que con la luz eléctrica le ha dado una prueba ma- erial de la exactitud de su relato. «Despejada una extensión de quince metros, pudo percibir hileras de columnas regulares con entalladuras en forma de círculo, sirviendo de (25) «El Siglo», de Montevideo. 317 sostén a la bóveda. Todo el monumento, examinado en una extensión de 150 metros hasta en los sitios donde no se puede andar de pie, ha sido excavado o perforado en roca arenisca compacta, igual a la em- pleada en varias estaciones del Ferrocarril Central y en la chimenea de las aguas corrientes. «A esas pruebas de que El Palacio es obra del hombre, admirable por su magnitud y solidez, se agrega la regularidad constante en toda la construcción, y la circunstancia previsora de ser mayores las columnas donde la roca presenta alguna grieta en su formación. «Tal es, en resumen, la descripción del subterráneo que nos ocupa, sobre cuyo origen no existe tradición alguna, ni analogías que pudieran facilitar las investigaciones de los sabios y de los curiosos.» Hasta aquí «El Siglo». : Por los datos suministrados por antiguos vecinos de ese punto, sélo se sabe que siempre se ha considerado El Palacio como habitación de indios. Cuando lo visitó el señor Isola el piso estaba cubierto por un metro hasta un metro cincuenta de tierra vegetal y arena al parecer transpor- tada por las aguas al través de algunas grietas. La arena es cada vez más compacta a medida que se acerca al piso del edificio, tanto, que los últimos fragmentos pueden considerarse como un gres cuarzoso. A pesar de esto pudo medir la altura del edificio entre el piso y la bóveda, que es por término medio de 2 metros 20. Toda la fachada o abertura del edificio estaba cubierta por una aglo- meración de escombros. Despejada una parte del frente de los escom- bros que acumulados impedían la entrada, dejó libre un frente de 15 me- tros que le permitió percibir hileras de columnas regulares, que sirven de sostén a bóvedas formadas con arcos semiagudos, presentando, tan- to éstos como aquéllos, las pruebas evidentes del trabajo de la mano del hombre, percibiéndose en las columnas círculos formados a modo de en- tailaduras de trecho en trecho. Los intercolumnios, o la distancia que hay entre una columna y otra, tienen de 80 centímetros a un metro, en las partes laterales del edifi- cio, siendo desde 1 metro a 1 metro 20 centímetros en los arcos cen- trales. «Penetrando al interior del edificio, como a 150 metros y hasta don- de era accesible el aproximarse, no por falta de aire, sino por falta de capacidad en partes donde el terraplén es más alto y obstruyente, pude apreciar que la regularidad de la construcción es igual y constante, exis- tiendo columnas colocadas en línea recta, que convergen todas a um punto central. «En los puntos donde la roca presenta en su formación alguna grie- ta, se observan columnas mayores a las cuales se les ha practicado una bifurcación a arco aguda. 318 «Las columnas presentan un ancho mucho mayor en su base que en su cúspide, y las que demuestran en su base alguna falla son reforza- das con un pequeño prolongamiento a modo de espolón. «Los arcos tienden todos a la forma semigótica. «Adelantando a 15 metros del frente ya empieza una obscuridad com- pleta; y fué, por consiguiente, por medio de la luz magnesiana, que he podido apreciar en todas sus partes el admirable trabajo de ese monu- mento, y avanzando hasta donde puede penetrarse, caminando acos- tado. «De este modo pude examinar hasta 50 metros más allá aproximati- vamente, si bien de trecho en trecho existen puntos más accesibles. «A 150 metros en el interior, he observado una cierta cantidad de agua, acompañada de lodo fétido: apreciada su profundidad, resultó in- significante, siendo apenas de un pie y medio; esa agua, al parecer, se ha depositado por la infiltración del agua llovediza al través del techo. «El aire que se respira no es viciado, pues si bien la respiración la encontraba algo desagradable, como sucede en todo aire comprimido, o paralizado, no era debido a la presencia de ácido carbónico, sino a la fal- ta de renovación; pues la combustión de linternas a estearina, que lle- vaban mis peones, en nada se alteraba. : «En las excavaciones que he practicado, he encontrado fragmentos Ge ágatas puntiagudas, que no pertenecen a ese terreno, que se obser- va en una extensión de más de dos leguas alrededor, y es el gres más o menos a granos gruesos (26). «La formación de cuarzo ágata, sólo se encuentra a 20 kilómetros en los cerros de Navarro, sobre el río Negro. «Entre los escombros que allí existen, se han encontrado varias geodas. «Estudiando la línea exterior con ojo observador, se puede apreciar con facilidad la continuación de la caverna, por los arcos y columnas que se dejan ver entre los fragmentos, que el tiempo ha desmoronado. «Por los datos de los antiguos vecinos de ese punto, sólo se sabe, que por los conocimientos más remotos, siempre se ha considerado El Pala- cio, como habitación de indios, al cual ahora 50 años podía entrarse a caballo en los mismos intercolumnios, en donde hoy el visitante puede apenas arrastrarse con las manos (27).> En una Memoria presentada al Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas de París, enunciamos nuestra opinión a propósito de los Charrúas, diciendo que los considerábamos como más cercanos de la raza Guaraní que de la de los indios Pampas y Araucanos. (26) Los fragmentos de ágatas punt agudas, de que hab'a el señor Isola, probablemente son puntas de dardo y de flecha. (27) Mario IsoLA: Caverna conocida por palacio subterráneo de Porongos, departamento de San José (R. O. del U.) 319 Algunos días después el Congreso visitó en corporación la galería de Antropología del Jardín de Plantas de París, que es, sin duda, la más rica del mundo en su género, teniendo entonces ocasión de observar por primera vez dos bustos Charrúas modelados sobre el natural, y no pu- dimos menos que sorprendernos al ver que presentaban un color negro casi tan subido como el de los negros de Africa. Repetidas veces había- mos leído en varios autores que la de los Charrúas era una raza de in- dios de un color muy obscuro, afirmación que siempre tuvimos por exa- gerada, pero tan luego como vimos los bustos de color negro del Mu- seo de París, no pudimos menos que exclamar: los Charrúas no fueron negros. Comunicamos nuestra opinión a los doctores Broca y Topinard, de quienes estábamos contiguos y nos objetaron que los dos bustos en cues- tión eran la reproducción exacta de dos indios Charrúas muertos en Pa- rís. Algún tiempo después, hablando con el doctor Hamy sobre el parti- cular, nos hizo saber que en el laboratorio de la galería de antropología conservar! aún la piel de dichos indios, que por su pigmento se puede facilmente conocer que realmente perteneció a indios de un color ne- gruzco. y No hay, pues, lugar para dudar que los bustos de ese Museo no repre- senten el color exacto de los indios muertos en París, pero eso no nos convence de que los Chatrúas tuvieran un color tan obscuro. Al lado de esos dos bustos hay otro modelo representando un indio Charrúa, considerado como mestizo, que presenta un color amarillento que tira algo al rojo, muy cercano del de la raza Guaraní. Pensamos que es una cuestión discutible la de saber si los Charrúas era un tribu de raza Guaraní o de raza Pampa, pero creemos que no hay medio alguno de probar que la de los Charrúas era una nación de negros. En efecto, el testimonio de Pritchard y demás autores modernos que afirman que eran de un color obscuro muy subido, no podía invocarse en este caso como prueba, porque todos ellos parten del principio de que los Charrúas muertos en París representaban el color de todos los in- dividuos de la nación, lo que es un error. Para poner entonces los hechos en su verdadero lugar es preciso con- sultar los autores que han tenido ocasión de estudiar a los Charrúas en su patria, o invocar el testimonio de personas que los han conocido en su gentilidad y de éstos no hay uno solo que afirme que eran de color negro. De los autores europeos que han visitado América del Sud y se han ocupado del estudio de los indígenas, D'Orbigny es quien lo ha hecho de una manera más escrupulosa y quien seguramente merece más con- fianza; y a pesar de ser el autor que cree a los Charrúas de color más 320 obscuro, está muy lejos de atribuirles el color negro de los moldes de París. En la página 14 del segundo volumen de su obra (28), hablando de los caracteres de su raza Pampeana, dice que es de un color aceituna obscuro, que en todas las naciones del Chaco presenta la misma inten- sidad y que sólo los Charrúas y los Puelches le han parecido algo más obscuros que los otros. Esto equivale a decir que el color de los Cha- rrúas era muy poco diferente del que presentan las naciones indígenas de la pampa argentina, que están muy lejos de presentar un color negro. Más adelante, en la página 63, repite la misma afirmación de que los solos americanos que le hayan parecido algo más obscuros que los Pa- tagones, son los Puelches y los Charrúas; pero que, sin embargo, la di- ferencia es muy poco sensible. En fin, en la página 85 dice que su color, algo más obscuro que el de los Patagones, es de un color aceituna obscuro, muy a menudo negruzco c marrón. Es quizá la nación americana, agrega, cuya intensidad de co- lor se acerca más al negro. Como se ve, D'Orbigny se contradice aquí, y está dispuesto a atribuir a los Charrúas un color más obscuro del que le atribuye en los párrafos anteriores, pero hace saber al mismo tiempo que no todos los Charrúas tienen ese color negruzco. e El sabio naturalista no tuvo ocasión de estudiar esta nación personal- mente en su gentilidad y sólo vió uno que otro individuo en Montevideo, de manera que cuando volvió a Europa, fué también influenciado por el tipo de los Charrúas llevados a París y estuvo dispuesto a atribuir a la nación entera un color más obscuro del que realmente tenían, y quizá del que él mismo había observado en los pocos individuos que tuvo oca- sión de examinar. A pesar de lo que se ha dicho del carácter de los Charrúas, es un he- cho que un gran número se han reducido a la vida medio civilizada del pastor de nuestra campaña y que de su unión con los europeos o sus des- cendientes tuvieron origen los gauchos actuales de Montevideo. Es también un hecho muy sabido que los caracteres de las razas no se borran tan fácilmente, y que a pesar de todos los cruzamientos, se pue- Gen aún reconocer a través de varias generaciones. Pues bien: hemos tenido ocasión de examinar centenares de gauchos orientales y no los hemos encontrado en nada diferentes a los de la provincia Buenos Ai- res, productos del cruzamiento de los españoles con los Querandís, los Timbúes y otras naciones de Guaranís de la orilla derecha del Plata y del Paraná. (28) L’homme américain. 321 Los viajeros modernos Mantegazza y Giglioli, que han tenido ocasión de estudiar a los Charrúas o sus descendientes, tampoco nos dicen que los primeros fueran de color negro (29). Si consultamos los autores antiguos obtenemos el mismo resultado. Ni Ulrich Schmidel, ni Barco Centenera, ni ninguno de los primeros cro- nistas dice que los Charrúas eran negros y sin embargo ¿cómo habrían dejado de observar esta circunstancia, que es el primer carácter de raza que salta a la vista? ¿Cómo habría dejado de observarla Lozano, que es tan minucioso en sus descripciones? Todo esto nos confirmg, pues, en la opinión de que el color de los bustos del Museo de París no es el de la nación Charrúa; pero aún po- demos citar el testimonio del señor Joaquín Belgrano, ciudadano orien- tal residente en París, hombre ilustrado y de edad ya algo avanzada, que ha conocido a los Charrúas personalmente. Habiendo invitado a este señor a visitar en nuestra compañía la ga- lería de antropología del Museo, accedió gustoso a nuestro pedido y des- pués de haber visto los bustos en cuestión, nos autorizó a usar de su nombre para afirmar que ese no era el color de los Charrúas, añadiendo que presentaban un tinte algo más sanguíneo que el molde del mismo Museo considerado como Charrúa mestizo. Es, pues, indudable, que los individuos de esta nación no eran de co- lor negro; pero queda una dificultad: ¿cómo explicar el color de los dos Charrúas llevados a París? La nación Charrúa, cuando D'Orbigny viajaba por América, no era una raza pura, pues estaba ya en gran parte alterada por cruzamientos con hombres de distintas razas. El célebre viajero nos dice que su número disminuye de día en día por las guerras con los brasileños y españoles y por el cruzamiento de los naturales con los Guaranís; pero no es sólo con estos últimos con quienes los Charrúas contraían alianzas. A principios del siglo pasado, los Minuanes, nación de indios poco co- nocida que habitaba Entre Ríos, pasaron el río Uruguay y se unieron a los Charrúas, en cuya unión prosiguieron la lucha contra los españoles. A mediados del mismo siglo la nación Charrúa era ya el punto de re- fugio de hombres de diferentes razas. Sobre este punto Lozano es su- ficientemente explícito: «Cuando están de paz, como al presente (dice hablando de los Yaros, tribu vecina de los Charrúas), concurren a los dichos dos pueblos a comprar algunos frutos que apetecen, como es el tabaco en hoja y la célebre yerba del Paraguay a trueque de caballos; (29) Río de la Plata e Teneriffe. Viaggi e studi di PAOLO MANTEGAZZA. — Viaggio inforno al globo della Reale pirocorvetta «Magenta», negli anni 1865-68, sotto il comando del capitano di fregata V. S. Arminjon. Relazione descrittiva e scientifica, etc., por el profesor ENRIQUE H. GIGLIOLI. AMEGHINO —V. III 21 322 pero aunque ven la cristiandad y racionalidad con que se vive en dichos pueblos, rarísimo se convierte, por más que sin perder la ocasión, les prediquen siempre los Jesuítas sobre el negocio de su alma; antes sue- len ser de tropiezo a algunos flacos que arrastrados del deseo de liber- ted, se huyen a tierras de los Charrúas, que es la Ginebra de estas pro- vincias donde se refugian no sólo indios, sino mestizos, negros y aun, lo que causa horror, algunos españoles que quieren vivir sin freno o tie- nen que temer de la rectitud de los jueces por sus enormes delitos, que allí continúan y agravan, viviendo peores que gentiles.» Y es un hecho que más tarde el territorio que habitaban continuó siendo el refugio de todos los bandidos que se escapaban de la República Argentina, Uru- guay y Brasil, y que ahí es también donde buscaban su salvación los es- clavos negros, llamados negros cimarrones, que abandonaban a sus amos. Este estado de cosas continuó hasta el año 1832 en que el Presidente de la República Oriental, don Fructuoso Ribera, los destruyó casi com- pletamente. Cuatro de los que sobrevivieron fueron llevados el año siguiente a Europa, donde fueron mostrados como objeto de curiosidad en las prin- cipales ciudades. Los dos bustos del Museo de París representan los dos hombres más obscuros de los tres, y el cuerpo entero representa el tercero, que sin duda por ser de un color mucho más claro que los otros, fué considera- do como un mestizo. Es seguro que quien llevó a Europa esos infelices no eligió para su especulación sino los que presentaban una fisonomía más extraña y que más se diferenciaba de la de los europeos; y esta presunción tan natural, confirmada por el tipo de los individuos que no representan el de los Charrúas nos hace creer que los dos individuos de color negro llevados a París y que representan los dos bustos del Jardín de Plantas, eran mestizos, resultados de cruzamientos de individuos de esta nación con los negros cimarrones. El color de los Charrúas no era exactamente el color obscuro o acei- tuna de los indígenas de la pampa, sino un tinte rojo obscuro, algo di- ferente. D'Orbigny dice que su color contrasta singularmente con el de los Guaranís, sus vecinos; pero esta diferencia era más aparente que real. Es cierto que la raza Guaraní se distingue por un color amarillento algo sanguinolento o que tira un poco al rojo, pero su intensidad no era igual en todas las naciones, pues al paso que los Guarayos presentan un tinte tan claro que puede confundirse con el de muchos españoles y pro- venzales, otros, como los Caribes, los Guaranís de Corrientes y los Chi- riguanos tienen un color sumamente obscuro. 323 La intensidad del color de los Charrúas no se opone, pues, a que se consideren como de raza Guaraní; pero no tan sólo no se encontraría en él una prueba contraria a dicho origen, sino que ese mismo color podría confirmarlo. Ese tinte sanguinolento no se encuentra, en efecto, en ninguna tribu pampa o araucana, ni en ninguna de las naciones occidentales de Amé- rica meridional. Es propio de la raza Guaraní, que lo presenta más o menos claro según las tribus, y que adquiriendo su mayor intensidad en la nación Charrúa, es lo que ha hecho que se la considere por algunos autores como hermana de origen de los Puelches y Patagones. Muy a menudo se ha invocado como prueba la afirmación de Azara, quien dice que la lengua Charrúa es tan gutural que nuestro alfabeto no podría expresar el sonido de sus sílabas (30); pero es indudable que para resolver cuestiones de orígenes se necesitan datos menos vagos que los que nos proporciona Azara, y la verdad es que hasta ahora nada positivo sabemos sobre la lengua de los Charrúas. Es verdaderamente notable que ninguno de los historiadores primiti- vos nos diga algo al respecto, ni aun el mismo Lozano. Quizá hablaran un dialecto algo alejado de la lengua general o Guaraní, y lo que podría confirmar esta opinión, es que en los primeros tiempos de la conquista aparecen aliados a las naciones evidentemente Guaranís del bajo Pa- raná y del Plata; es una suposición natural la de que dos pueblos salva- Jes que tienen entre sí relaciones frecuentes, deben también tener un idioma algo parecido. La costumbre que tenían los Charrúas de hablar en voz baja (31) también es propia de los Guaranís. La posición geográfica que ocupaban prestigia a su vez la opinión de que pertenecían a la raza Guaraní. En tiempo de la conquista se exten- dían desde la Laguna de los Patos, en las costas de Brasil, hasta la em- bocadura del Plata, y ocupaban toda la costa oriental de este río hasta mucho más arriba de la embocadura del Uruguay. Es decir, que su te- rritorio estaba enclavado entre naciones de origen Guaraní que ocupa- tan todo el Norte y Noreste, y la orilla occidental del Plata. Por el Oeste limitaban con los Minuanes, nación completamente extinguida, que según los primeros historiadores tenía los mismos hábitos y cos- tumbres que los Charrúas, lo que hace los consideremos como pertene- cientes a la misma raza. Algunos autores han identificado a los Charrúas con los Yaros, los Bohanes y los Chanás. La identidad de costumbres hace pensar que real- mente los prímeros eran, no tan sólo de la misma raza, sino hasta de la misma rama que los Charrúas; en cuanto a los Bohanes y Chanás que (30) AZARA: Voyage en Amérique méridionale, t. II. (31) D'Ore¡cNY: L’Homme américain. 324 habitaban las islas del Uruguay, en frente del río Negro, es un hecho suficientemente conocido que eran de raza Guaraní. También puede invocarse como una prueba las alianzas que contraje- ron en los primeros tiempos de la conquista; todos los primeros cronis- tas nos dicen que pasaron a la provincia Buenos Aires, donde comba- tieron a los españoles en compañía de los Timbúes, Querandís y Bat- tenes. Es muy bien conocido el origen Guaraní de los indios Timbúes; y en otra parte hemos expuesto los hechos en que se basa la demostra- ción que prueba que los segundos tenían el mismo origen. En cuanto a los Bartenes no nos queda de ellos más que el nombre, pero nos es dado suponer que también pertenecían a la misma raza. El carácter moral de los Charrúas tampoco puede invocarse como una prueba de que fueran de origen Pampa, pues si eran altivos, animosos, amigos de la libertad y guerreros por excelencia, todas estas calidades eran también propias de los Guaranís, muchas de cuyas naciones han conservado su libertad hasta nuestros días. La posesión del caballo y el género de vida a que han tenido que adaptarse como consecuencia de la larga lucha que sostuvieron con los españoles, ha hecho que sean ambulantes como los Pampas, y que como éstos vivan en simples toldos de cuero; pero esta analogía en el modo de vivir, resultado forzoso de iguales necesidades, no sería de natura- leza a probar que ambos pueblos son de un mismo origen. Por el contrario, si se estudian detenidamente sus usos y costumbres, se adquirirá una nueva prueba de su origen Guaraní. Algunos escritores modernos encontraron placer en pintar a los Cha- rrúas como una nación de una ferocidad inaudita, degradada, sucia, mi- serable. Algunos hay que han llevado la exageración hasta emplear pa- labras que no nos creemos autorizados a transcribir. En este número se encuentra Famin (32), que antes de calumniar de este modo a los pue- dlos, debiera haber aprendido de ellos lecciones de moral. En la pintura que se ha hecho de los Charrúas no sólo hay exagera- ción, sino calumnias. ¿Desde cuando es un crimen defender la tierra de nuestros padres? ¿Acaso el hombre que no ama la libertad merece tal nombre? ¿Y quién le ha dicho a Famin que los Charrúas eran sucios, hediondos, que nun- ca se lavaban, etc., etc.? Y, en efecto ¿qué les importaba a esos salva- jes en sus bosques de las artes de la vieja Europa? ¿No es verdadera- mente ridículo pretender que pudieran pensar en la Opera de París o en las esculturas del Louvre ? Téngase, además, presente que los Charrúas de este siglo no eran ya los del tiempo de la conquista, y que las continuas luchas que se vieron (32) CESAR FAMiN: Chili, Paraguay, Uruguay, Buenos Aires. 325 obligados a sostener con los españoles tuvieron necesariamente que al- terar sus costumbres primitivas. La ferocidad innata de los Charrúas es tal, dice Famin, que se encuen- tra su sello en los usos más familiares. Las mismas mujeres se cortan la piel y las carnes de los brazos y de las piernas en signo de duelo. A la muerte de un niño la madre se corta la primera falange del dedo pe- aueño; después la del segundo, si la pérdida se renueva; y así sucesi- vamente (33). Es verdaderamente incomprensible que en un simple sentimiento de dolor se haya querido ver un signo de ferocidad. Muchas otras naciones de indios de América del Sud tenían, en idénticas circunstancias, cos- tumbres igualmente bárbaras, y entre otros sus vecinos los verdaderos Guaranís que, según Lozano, hasta llegaban a darse la muerte. «En la muerte del marido, se despenaban sus mujeres de una alta eminencia, dando alaridos al tiempo de saltar el precipicio con tal furia, que las que libraban la vida, quedaban perpetuamente lisiadas e impedidas (34).» Si todos los autores nos han dejado constancia de las costumbres bár- baras que seguían a la muerte de un individuo, pocos datos tenemos so- bre el modo como enterraban a sus deudos. Lozano (35) dice que car- gaban con los huesos de sus parientes, llevándolos consigo de un punto a otro. Azara (36), por el contrario, pretende que los enterraban con sus armas y vestidos. Estando ya en Europa supimos que el señor Carlos Honoré, ingenie- ro francés residente en Montevideo, posee dos urnas funerarias perte- recientes a los Charrúas, lo que demuestra que enterraban a sus muer- tos en grandes vasijas de barro, como lo hacían los Guaranís; y como ninguna tribu Pampa ha tenido idéntica costumbre, este es un poderoso argumento en favor del origen Guaraní de los indios Charrúas. Dicho origen está además confirmado por el grado de adelanto que habían alcanzado en el arte de fabricar tiestos de barro. D'Orbigny afirma que nunca supieron tejer, pero después del testi- monio de Schmidel, ya citado, que dice que las mujeres Charrúas lle- vaban una especie de delantal en tela de algodón que les cubría desde el ombligo hasta las rodillas, nos es permitido suponer que al tiempo de la conquista conocían el arte de tejer. Confirma, además, esta suposición el hallazgo de rodelas de barro que servían para contrapesar el huso del tejedor, hecho en la provincia Bue- nos Aires, y también en la provincia Entre Ríos, donde habitaban los indios Minuanes, de quienes ya hemos dicho que los primeros escritores (33) Obra citada. (34) Lozano: Historia del Paraguay, Río de la Plata y Tucumán. (35) Obra citada. (36) Obra citada. 326 están concordes en considerarlos como idénticos en costumbres a los Charrúas. Por otra parte, la costumbre de que nos habla Schmidel, nos prueba también que los Charrúas eran de raza Guaraní, por cuanto era propio de las mujeres de esta raza cubrirse las partes sexuales con un pedazo de tela. D’Orbigny dice también que no conocen ni la pesca, ni la navegación, ni la cultura, lo que los acerca de una manera notable a los Puelches y Tehuelches; pero si esto es cierto por lo que se refiere a los Charrúas contemporáneos de D'Orbigny, no lo es por lo que se refiere a los de la época de la conquista. En los antiguos paraderos Charrúas hemos encontrado numerosos huesos de pescado, hasta en los mismos fogones, lo que demuestra que eran pescadores. Nuestra observación está además confirmada por Ul- rich Schmidel, quien dice que vivían de carne y pescados. La prueba de que eran navegantes se encuentra en todos los prime- ros historiadores del Plata, que están unánimes en afirmar que los Cha- rrúas pasaron a Buenos Aires para combatir a los españoles, y es claro que sólo en canoas pueden haber atravesado el anchuroso Plata o el majestuoso Paraná. La tercera prueba de que eran agricultores, la ofrecen los numero- sos morteros que se encuentran en los antiguos campamentos, y un pa- saje de Lozano ya citado. Todos estos datos concuerdan, pues, en hacernos ver el origen de di- chos indios en la raza Guaraní. Otras costumbres que se ha pretendido que tan sólo las tenían en co- mún con los indios de la Pampa, son también propias de otros muchos pueblos salvajes. No sólo entre los Charrúas y los Pampas la mujer era la encargada de todos los trabajos domésticos y hasta reemplazaba a las mismas bes- tias de carga; sucedía otro tanto entre los Guaranís, entre los cuales, además, tenía a su cargo la fabricación de la alfarería y hasta las faenas de la agricultura. No sólo los Charrúas y los Pampas tenían médicos que pretendían curar las enfermedades por medio de succiones; también los tenían los Guaranís, entre los cuales gozaban de mucho más prestigio. Nada positivo sabemos sobre su culto religioso, que quizá podría arro- jar mucha luz sobre esta cuestión, y ni siquiera sabemos si tenían algu- no; pero en su defecto aún tenemos muchas pruebas de que echar mano para probar nuestra tesis. Entre los Charrúas era permitida la poligamia en el siguiente caso: cuando la mujer de uno de ellos era ya anciana, tomaba otra joven, pero la primera conservaba siempre una supremacía sobre las demás. Una costumbre completamente igual existía entre los Guaranís. 327 Su sistema de gobierno, reducido a un consejo que deliberaba si de- bia hacerse la guerra o no y elegía el jefe que debía conducirlos, era completamente igual al de muchas tribus Guaranís de Brasil. Su modo de pintarse era en muchos casos idéntico, y la época de la nubilidad de las jóvenes estaba acompañada de las mismas ceremonias. En campaña cocían la carne envuelta aún en su cuero, colocändola en un agujero practicado en la tierra del mismo modo que lo hacían los Tupinambas o Guaranís de Brasil, y como éstos sacaban fuego frotan- do dos palos uno contra otro, se adornaban la cabeza con plumas y los hombres iban completamente desnudos. El uso del barbote o tembeta, como le llamaban los Guaranís, que nunca se ha observado entre los Aucas, Puelches y Patagones, pero que es propio de todas las tribus de aquella raza, también existía entre los Charrúas. El Padre Lozano nos ofrece otra prueba del origen Guaraní de estos indios, cuando nos dice que dormían en hamacas que tendían de un ár- bol a otro. Sería inútil pretender probar que esta costumbre existió en- tre los Aucas, Puelches, Patagones o Araucanos, mientras que era ge- neral entre los Guaranís. El mismo nombre de hamaca, que figura ac- tualmente en los vocabularios de varias lenguas europeas, pertenece al idioma de estos indios, como el de canoa que es el nombre que daban a sus pequeñas embarcaciones y que también ha pasado a formar parte de nuestro vocabulario. Los Charrúas comenzaron probablemente a abandonar el uso de la hamaca a medida que adquirían hábitos más vagabundos, puesto que es de suponer que al tiempo de la conquista vivían en pueblos estables como todas las demás naciones de su raza. Schmidel confirma una vez más nuestra opinión, pues dice: «Encontramos en ese punto un pueblo de indios Charrúas, cuyo número podía elevarse a dos mil, sin contar las mujeres y los niños» (37). Es evidente que si Schmidel no hubiese visto más que una aglomeración de toldos de pieles, tan diferentes de las casas o chozas de los pueblos que encontró más tarde, no habría de- jado de citar esta circunstancia. Además, el número tan considerable de la población, que era de dos mil almas sin contar las mujeres y los niños (lo que hace suponer que con éstos se elevaba al número de 8 a 10,000), es por sí solo una prue- ba de que no se trata de una tribu errante, sino de un pueblo estable como los de los Guaranís. En fín: aún nos resta una prueba de dicho origen, la que justamen- te nos causa más pena citar: la antropofagia. Por casi todas partes don- e se muestran los Guaranís, sea bajo el nombre de Caribes en las An- (37) SCHMIDEL: Obra citada. 328 tillas, de Tupinambas en Brasil, de Galibis en las Guayanas, de Tapu- yas a orillas del Amazonas, de Chiriguanos en Bolivia, de Carios en Pa- raguay, practicaban la antropofagia. Otro tanto sucedía con los Cha- rrúas: éstos también eran antropófagos. Solís, el primer descubridor del río de la Plata y el primer europeo que puso pie en tierra en estas comarcas, fué muerto por una embos- cada de Charrúas junto con ocho de sus compañeros, que fueron des- pedazados, asados y comidos. Todos los primeros historiadores están con- cordes en este punto. Ninguna otra nación del Plata, Bolivia, Chile o Perú ha sido antro- pófaga, por lo que es forzoso reconocer que este es otro punto de unión entre los Charrúas y Guaranís. Y baste, por ahora, en la esperanza de que nuevos descubrimientos nos proporcionen nuevos datos (38). (38) En nuestras Noticias sobre antigüedades indias de la Banda Oriental, publicadas en 1877, incitábamos a otros a emprender nuevas exploraciones. Con verdadera satisfacción nos es dado anunciar que nuestra iniciativa no ha sido estéril y que diversas personas de la Banda Oriental han empezado a formar colecciones de objetos de esta clase. Entre otros debemos mencionar al ingeniero señor Belgrano, hijo del respetable ciudadano oriental, ya citado, a propósito del color de los Charrúas, quien ha formado una colección numerosa; y al señor Dajreaux, que también ha reunido una interesante colección de instrumentos de piedra que ha regalado al Museo de Lyon. CAPÍTULO XII EL HOMBRE PREHISTÓRICO EN PATAGONIA El hombre primitivo en Patagonia y los trabajos del senor Moreno. — Cementerios y sepulturas. — Paraderos. — Armas e instrumentos de piedra. — Objetos de hue- so. — Alfarerías. — Trabajos en tierra. — Inscripciones. — Los hombres que han dejado esos vestigios. — Tipos craneológicos. % Esa inmensa porción del territorio argentino que se extiende al Sud del río Colorado hasta el estrecho de Magallanes, designada en las car- tas geográficas con el nombre de Patagonia, es una de las comarcas más ricas en objetos antropológicos de todas las épocas. Es cierto que casi en su totalidad ese territorio se halla aún ocupado por tribus de indios salvajes, pero por todas partes se encuentran ves- tigios de razas y naciones que han precedido a los Tehuelches actuales en la ocupación del país y que han desaparecido sin dejar más rastros de su pasado que los que hoy encontramos sepultados en los arenales consolidados de los valles del río Negro, del Chubut, del Santa Cruz, etc. Las primeras noticias sobre las necrópolis patagónicas, las debemos al señor Pelegrino Strobel, ex catedrático de Historia Natural en la Uni- versidad de Buenos Aires, quien en una carta a la Sociedad Italiana de Ciencias Naturales, hizo una corta descripción de dos cementerios pre- históricos de las cercanías del Carmen de Patagones (1). Poco tiempo después completaba esta relación con la descripción de varios objetos recogidos en los mismos puntos y en la provincia Buenos Aires (2). El capitán Musters, en la relación de su viaje a la Patagonia, también dice algunas palabras sobre un antiguo cementerio indígena de las cer- canías de la Guardia General Mitre, en el cual recogió algunas puntas de flecha en sílex, que encontró mezcladas con los huesos humanos (3). Estas indicaciones eran sin duda muy incompletas, pero ellas induje- ren al senor F. P. Moreno a emprender la exploración sistemática de (1) Comunicada en la sesión del 28 de Abril de 1867, en el vo!. X de las actas de la misma Sociedad. — Milán, 1867. (2) Materiali di paleoetnologia comparata raccolti in Sud America. — Parma, 1868, in 8°. (3) At Home with the Patagonians.— Londres, 1871. 330 esos territorios, y este distinguido naturalista es quien ha revelado a la ciencia las inmensas riquezas antropológicas de las tierras patagónicas. A partir de 1873 hasta 1878, el señor Moreno ha hecho una media docena de viajes a diferentes puntos de Patagonia, y ha reunido una colección de cráneos e instrumentos de piedra, que no tiene rival en lo que concierne a esa región. Los trabajos del señor Moreno son de una importancia excepcional para el estudio del hombre americano. El afortunado explorador se pro- pone escribir una obra especial sobre esta cuestión, pero desgraciada- mente hasta ahora sólo ha publicado una descripción de los cementerios y paraderos prehistóricos de Patagonia (4) y con esos únicos datos no nos es posible dar ni aun una ligera idea de sus trabajos completos. De modo, pues, que nos limitaremos a un resumen de los principales datos proporcionados por el señor Moreno en la Memoria citada, aunque en un orden algo diferente, intercalando algunas observaciones perso- nales y otras encontradas en diferentes documentos aislados, algunos de eljos inéditos. Desde el punto de vista prehistórico, la región hasta ahora mejor ex- plorada es el valle del río Negro, limitado a derecha e izquierda por una erie de colinas de arenisca terciaria, que en algunos puntos están a una distancia de 500 hasta 20.000 metros de la orilla del río. A derecha e izquierda, se encuentran un gran número de torrenteras O arroyos que separan entre sí a las colinas que forman el límite del valle, dirigiéndose al río Negro. Todos estos arroyos están secos, pero se puede comprobar tanto por los numerosos huesos de peces que se en- cuentran en las cercanías, mezclados con huesos humanos y objetos de su industria, como por la ausencia de cementerios y paraderos en el fondo de las torrenteras, que tenían agua en otro tiempo, cuando los hombres que ahí han dejado sus restos poblaban sus orillas. En efecto: en el río Negro hoy no se encuentran peces, a no ser en algunos esca- sos puntos donde la corriente no es muy fuerte. Estos arroyos, generalmente bastante profundos, han sido tan nume- rosos, que según el señor Moreno es raro no encontrarlos a cada kiló- metro. Las faldas de esas colinas y las suaves inclinaciones del suelo que se dirigen al fondo de las torrenteras, están cubiertas por una capa bastan- te espesa de arena de los médanos, mezclada con tierra vegetal que en parte la ha consolidado; en esta capa de arena y tierra, es donde los anti- guos pobladores del valle del río Negro, enterraban a sus muertos en ciertos y determinados puntos. Estos cementerios son tan numerosos, que el señor Moreno descubrió más de 30 en una sola exploración. (4) «Revue d'Anthropologie» de Paris 1874, y en la entrega primera de los «Anales Científicos Argentinos» del mismo año. 331 El más notable que describe es uno que se encuentra cerca de Mer- cedes, pueblo situado a 35 kilómetros del océano, frente a Carmen de Patagones. Este cementerio se encuentra en dirección Sudoeste del pue- blo y al Sud del camino que conduce a la Guardia General Mitre, ocu- pando todas las pequeñas eminencias del terreno en los bordes de va- rias lagunas y arroyos secos que se dirigen al río Negro. En la capa de arena y tierra que cubre las pendientes de esas emi- nencias se encuentran enterrados los esqueletos humanos, por grupos, a distancia de 50 a 100 metros uno de otro. «Cada grupo (dice Moreno) está formado de diez esqueletos coloca- dos los unos cerca de los otros y enterrados ya sin simetría o en círcu- los. Están colocados de frente hacia afuera, sentados y con las rodillas cerca del pecho, un pie sobre otro y las manos cruzadas sobre las tibias en su tercio superior. La posición es análoga a la de las momias de Perú y es la misma que se encuentra en todos los depósitos indígenas del con- tinente americano, desde Patagonia hasta Canadá (según sir Morton), pero con la diferencia de no estar todos los cuerpos sentados y aun acos- tados de lado, sin frente a ningún punto fijo y en direcciones diferentes. «La posición de estos esqueletos es debida a la costumbre que tenían los indios de retobar los cadáveres en cueros de guanaco y de caballo cespués de la introducción de éste. «Don José S. Real, habitante de Mercedes y gran amigo de los Puel- ches, me decía haber visto hacía algunos años, practicar este modo de inhumación por los indios y que en algunos casos, cuando se trataba de viejos, no esperaban a que acabasen de morir para envolverlos, sino que los enterraban vivos de miedo de que por su avanzada edad se le endurecieran las articulaciones en el momento de la muerte, lo que ha- ría esta operación imposible. «Con este objeto, unas viejas (que eran las encargadas de enterrar los muertos) se sentaban sobre el pecho del moribundo, le agarraban las piernas y se las colocaban a la fuerza lo más cerca posible del pe- cho, en seguida volvían a sentarse sobre las piernas para que quedasen bien cerradas y no volvieran a tomar su posición natural, después de lo cual les ataban las manos a las tibias. Concluída esta operación, envol- vían el cuerpo en un cuero fresco, con la cara hacia fuera, lo cosían con tientos del mismo cuero, y lo ponían al sol para que se encogiese.» Los dolores que sufrían por tal operación debían ser terribles, y po- demos formarnos una idea a su respecto sabiendo que una parte de los esqueletos tienen los fémures rotos en el cuello a causa de la presión que se ejercía sobre ellos. De este cementerio que contenía los restos de más de 200 individuos, el explorador ha extraído un esqueleto completo y 15 cráneos en buen estado. 332 Los esqueletos están acompañados por una gran cantidad de puntas de flecha y de dardo en sílex, raspadores, cuchillos, fragmentos de al- farería, bolas, morteros, moluscos, huesos de guanaco partidos longitu- dinalmente, etc., etc. «El segundo cementerio notable se encuentra a 40 kilómetros al Oes- te de Mercedes, al principiar el bosque llamado Potrero cerrado, cerca del río Negro, entre una línea de médanos que se extiende de Este a Oeste, en el lugar llamado rancho del indio Pascual, porque este capi- tanejo tenía allí su toldo. Pero habiendo fallecido uno de sus hijos y como los indios creen que la muerte se apodera del lugar en donde mue- re alguno y los que se quedan en él deben morir infaliblemente, Pas- cual se mudó, prendiendo fuego al toldo maldito.» Los restos humanos que el señor Moreno encontró en este punto, es- taban en dos círculos de ocho cadáveres cada uno, sentados perpendicu- larmente y arreglados de la manera ya antes descripta, aunque más jun- tos. Cada círculo, de 1 metro 50 de diámetro, estaba cubierto por una pequeña eminencia o montecillo convexo, que naciendo sobre los crá- neos, se elevaba progresivamente en el centro hasta cerca de 60 centí- metros; era formado de arena y grandes guijarros rodados, mezclados con flechas rotas y sin acabar. Los esqueletos parecían ser de individuos jóvenes y estaban comple- tamente pintados de rojo, algo destruído por el tiempo. En ese cementerio había también un gran número de puntas de fle- cha y de dardo en sílex, pero faltaban completamente los morteros, las alfarerías y otros objetos que indican la vida doméstica. El señor Moreno describe el tercer cementerio notable, como sigue: «A 500 metros antes de llegar a este depósito (el cementerio ante- rior), se encuentra la Salamanca, lugar infernal y maldito en donde los indios ven brujas y visiones y por donde pasan a la carrera y en-si- lencio. «Este lugar es un intervalo entre algunos grandes médanos, y su sit- perficie está cubierta de piedras redondas, de tal modo, que parece em- pedrado; los restos prehistóricos no son numerosos, los humanos se coni- ponen de trece esqueletos completamente destruídos, con algunos hue- sos quemados, de los que recogí los trece cráneos. «Los objetos de piedra están rotos en su mayor parte e incompletos, y en cuanto a los objetos de alfarería eran lisos. En este cementerio en- contré dos huesos de ballena fósil de la época terciaria que habían sido llevados allí por los indios. «El cuarto cementerio notable (continúa el señor Moreno) está situa- do al Sud del Potrero Cerrado, entre este bosque y las colinas del Sud, a 50 kilómetros de Mercedes. Estaba enterrado, cuando yo lo inspeccio- né, debajo de un médano cubierto de una especie de junquillo que lo 333 mantenía inmóvil. Las flechas que allí había eran numerosas y recogí cerca de 60 muestras buenas, algunas conchas, alfarería lisa y adornada, y una gran cantidad de flechas medio trabajadas (trescientas) lo que demuestra que no sólo era un cementerio, sino también un taller. En este cementerio eran muy raros los restos humanos, pues no he en- contrado sino tres cráneos, cuyos esqueletos bien conservados en tierra, se redujeron a pedazos cuando fueron expuestos al aire. La posición de estos cuerpos era la siguiente: uno estaba sentado perpendicularmente y el otro sentado, colocado horizontalmente, es decir, arreglado de lado, si puedo decirlo así.» Otro cementerio importante de Patagonia septentrional ha sido des- cubierto por el señor Moreno, en la bahía San Blas, en el médano de Punta Rubia. Ahí ha recogido ocho cráneos de un tipo dolicocéfalo, algo parecidos a los de los Fueguinos actuales, con los cuales los habitantes de San Blas han tenido muy notables analogías de costumbres. En los alrededores había muchas puntas de flecha y huesos de Otaria, restos de un festín primitivo (5). Más al Sud se presentan otras formas de sepulturas, o los mismos ti- pos se modifican. El montecillo funerario que cubría los esqueletos del cementerio de rancho del indio Pascual se presenta más perfecciona- do y de dimensiones mucho mayores en las costas de los ríos Chubut y Santa Cruz. En lo alto de una meseta al Norte del río Chubut, encontró uno de esos montecillos del que extrajo siete cráneos humanos, cuyos cuerpos descansaban sobre grandes placas de piedra y estaban recubiertos por una acumulación de grandes guijarros rodados. Algunos de estos monu- mentos funerarios se elevaban hasta tres metros de altura. Más al Sud, cerca de Puerto Deseado, existe otro cairn o monumento funerario, compuesto de grandes trozos de rocas, descripto por Darwin en su viaje. Moreno lo ha visitado, pero los esqueletos ya habían des- (5) En el momento de corregir las pruebas de este capítulo, recibimos la noticia de haber aparecido el primer volumen de la obra del señor Moreno, que lleva por título: «Viaje a la Pata- gonia austral». Hemos podido hojearlo, gracias a la benevolencia del doctor Broca, que nos ha comunicado el ejemplar que le ha remitido el señor Moreno. Es un hermoso volumen en octavo, que contiene, por decirlo así, el diario del viaje, acompañado de numerosas láminas y grabados. Los datos prehistóricos no son en él muy numerosos; e intercalaremos los principales a medida que corrijamos las pruebas. Los resultados científicos del viaje debe darlos en el segundo volumen, que aún no ha apa- recido, y de cuya importancia podrá juzgarse por los siguientes interesantes trabajos que debe contener: «Descripción de las antiguedades del Chubut», con siete láminas litografiadas y gra- bados intercalados; «Los cráneos del cairn funerario del Chubut», con grabados intercalados; «Sam Slick (indio tehuelche) y su esqueleto», con tres láminas y grabados intercalados; «Anti- güedades recogidas en las márgenes del río Santa Cruz y los Lagos», con cinco láminas lito- grafiadas y grabados intercalados; «La Momia y las inscripciones de ¡Punta Walichu», Lago Argentino, con cuatro cromolitografías, una litografía y grabados intercalados; «Observaciones geológicas, paleontológicas, zoológ:cas y botánicas verificadas en la cuenca del rio Santa Cruz», con varías láminas algunas coloridas y grabados intercalados; «Noticias sobre los Tehuelches actuales», con láminas litografiadas y grabados intercalados. 334 aparecido y sólo pudo comprobar la existencia de muchos fragmentos de alfarería. En los alrededores recogió también algunos instrumentos de piedra. En el interior las sepulturas se presentan en las cavernas. Remontan- do el señor Moreno, a costa de grandes esfuerzos, el río Santa Cruz has- ta la cordillera, descubrió la existencia de varios grandes lagos que eran hasta ahora desconocidos para los geógrafos. Sobre los bordes de uno de esos lagos, al que le dió el nombre de Lago Argentino, en un promontorio que llamó Punta Walichu, descu- brió una caverna, en cuyas paredes había pintadas varias figuras. Practicó en ella algunas excavaciones, y a poca profundidad encontró un cadáver al que podría más bien darse el nombre de momia. El cueï- po, en efecto, había sido completamente pintado de rojo, envuelto en cueros de avestruz e inhumado en la caverna en la misma posición que las momiss de Perú y los muertos de las tribus de la pampa y Pata- gonia. Las piernas habían sido dobladas sobre el cuerpo. El brazo iz- quierdo estaba doblado y la mano cubría los ojos y la cara. Entre este brazo y el cuerpo estaba colocada en cruz una hermosa pluma de cón- dor, que presentaba también rastros de pintura. El brazo derecho caía casi verticalmente entre las piernas. La cara daba frente hacia el pun- to más obscuro de la gruta. Sobre la capa de tierra que cubría el cadá- ver, había una punta de flecha, varios cuchillos de piedra y huesos de guanaco partidos longitudinalmente; quizá los restos de un banquete funerario. La momia tenía el pelo sumamente corto, como si hubiera sido cortado. En los cementerios del valle del río Negro, el señor Moreno no ha en- contrado nunca restos de niños, ni esqueletos colocados horizontalmen- te en toda su longitud. Los paraderos o antiguos campamentos indios se distinguen de los ce- mienterios por la falta de huesos humanos. Son también muy numero- sos y se encuentran generalmente a cada 7 u 8 kilómetros de distancia. El terreno se presenta casi siempre quemado como un piso enladrillado, a causa de los antiguos fogones, como lo demuestran los restos de ani- males que se encuentran a su alrededor. El más importante de los examinados por el señor Moreno en el valle del río Negro, está situado en la vertiente norte del Cerro Pelado, a 45 kilómetros del pueblo Mercedes y a 15 kilómetros del río. Su exten- sión es de unos 150 metros y no tiene vegetación alguna, si se exceptúa uno que otro arbusto. «El suelo, cubierto de cantos rodados llevados allí, abunda en puntas de flecha, dardos, morteros, alfarería adornada y lisa, aunque en peda- citos. Algunos montones de piedra que existen alrededor de estos hoga- res parecen haber sido llevados para hacer flechas; estos restos son tai numerosos, que parece ha sido el taller más grande del país.» 335 Las armas e instrumentos de piedra que se encuentran en los cemen- terios y paraderos son sumamente numerosos y de formas muy varia- das. La colección de flechas que en esa región ha reunido el señor Mo- reno, contiene más de 5.000 ejemplares. Las figuras 306 a 312, reproducidas de la Memoria del señor Moreno, muestran los tipos más comunes. Las puntas de flecha de Patagonia se distinguen de las de Buenos Ai- res, no sólo por sus formas y por el trabajo más perfecto que en gene- ral presentan, sino también por estar talladas siempre en sus dos caras. En una colección de más de 500 ejemplares que hemos examinado con cuidado, no hemos visto un solo ejemplar tallado en una sola cara como los de Buenos Aires; si este tipo existe en Patagonia, debe ser su- mamente raro, mientras que, por el contrario, en Buenos Aires son muy raros los ejemplares tallados en las dos caras. En la materia empleada también se presenta otra diferencia. En Bue- nos Aires los dos tercios de los instrumentos de piedra están tallados en cuarcita y el otro tercio en cuarzo, sílex común y calcedonia. Entre los objetos procedentes de Patagonia no hemos visto uno solo en cuarci- ta; casi todos son en sílex de diferentes colores. Las flechas triangulares y con pedúnculo, como las que representan las figuras 306 y 307 son muy numerosas, constituyendo poco más o me- nos la mitad de las encontradas. Ha de haberse notado que este tipo tan común en Patagonia, como en Perú y algunos puntos de Norte Améri- ca y Europa, falta por completo en la provincia Buenos Aires. La parte inferior del pedúnculo está tallada en sus dos caras, de manera que ter- mine en un filo cortante, para poder fijar con facilidad la flecha en la caña. Las puntas de flecha triangulares, talladas en sus dos caras, pero sin pedúnculo, como las que representan las figuras 308, 309, 310 y 314, son también muy numerosas, y talladas con esmero. Se encuentran al- gunos ejemplares, sobre todo entre los más pequeños (figura 308), de un trabajo tan perfecto, que pueden rivalizar con las más hermosas pie- zas encontradas en Dinamarca. Ya hemos visto que este tipo, aunque escaso, está representado en la provincia Buenos Aires por ejemplares aún mejor trabajados que los de Patagonia (figura 51, lámina I). Dice el señor Moreno que tiene la seguridad de que estos sílex pe- queños, tallados en forma de puntas de flecha, sin pedúnculo, no esta- ban sino simplemente adaptados a una entalladura de la caña, para que quedaran en la herida; pero a pesar de tal seguridad, séanos permitido manifestar que no participamos de la opinión de nuestro ilustrado cole- ga. No podemos comprender que se trabajaran puntas de flecha tan ar- tísticas que exigían para su fabricación un particular esmero, para ser- 336 virse de ellas una sola vez; y si así hubiera sido, no comprendemos tam- poco para qué podía servir ese borde inferior curvo, algo excavado ha- cia el centro y cortante, que presentan las flechas de este tipo, hecho evidentemente con el objeto de asegurar la flecha a la cana. Estas pun- tas de flecha entran en la categoría de las que hemos clasificado como fijas en el Capítulo VIII, y tenemos igualmente la seguridad de que sólo colocaban simplemente en una entalladura de la caña las flechas sin pe- dúnculo y de base muy espesa, a las cuales hemos denominado flechas perdidas. Estas flechas perdidas de base espesa, tampoco faltan en Patagonia, pero no son ni de cerca tan numerosas como las anteriores. Presentan generalmente la forma de hoja que muestran los ejemplares de Buenos Aires dibujados bajo los números 26 y 27. Un tipo de puntas de flecha propio de Patagonia es el que represen- tan las figuras 315 y 312, una con pedúnculo y otra sin él, pero que en- tran en la categoría de las puntas de flechas fijas. Debe ser bastante común, pues en la colección que hemos examinado, forma un sexto del total. Los dos ejemplares figurados pertenecen a la colección del señor Moreno. El arco con que los indios del tiempo de la conquista lanzaban estas flechas, tenía cerca de un metro de largo y no tenía adorno alguno; es- taba hecho de una madera blanca, muy combada y la cuerda estaba for- mada con tendones de animales. Las flechas de caña o de junco, eran cortas, adornadas con plumas en una extremidad, y en la otra armadas con las puntas de flecha ya descriptas, unas fijas y otras colocadas en una simple entalladura, de modo que cayendo hicieran más ancha la he- rida, dejando en ella la punta de sílex. Usaban también una especie de dardo corto, igualmente con punta de piedra. Estas puntas de dardo sólo se distinguen de las puntas de fle- cha, por su mayor tamano. La figura 313 representa una de estas puntas de dardo reproducida de la Memoria del señor Moreno. Otro tipo, sin pedúnculo, se parece a la forma de Buenos Aires que hemos representado en la figura 57, lámi- na II. Existen otras parecidas a las figuras 29 y 117, pero talladas en sus dos caras. Las hojas de pedernal o cuchillos, no ofrecen nada de particular, sino que son generalmente de pequeñas dimensiones. Los raspadores son bastante escasos y de formas menos variadas que en Buenos Aires. El señor Moreno ha recogido armas e instrumentos de todas estas clases, en el valle del río Negro, en la bahía San Blas, en la región del río Santa Cruz, en el río Chubut, en Puerto Deseado, en la isla de los Leones y en la región andina. 337 Las hachas también son escasas, pero hay algunos ejemplares bas- tante hermosos. En un paradero del río Negro, el señor Moreno ha recogido unas vein- te hachitas talladas, la más grande de las cuales tiene 90 milímetros de largo por 70 de ancho, pero hay otras mucho más grandes. Dos hachas en micaesquisto de la misma región tenían 180 milímetros de largo. Como en Buenos Aires y en la Banda Oriental, en los cementerios y paraderos prehistóricos de Patagonia se encuentra un gran número de bolas de diorita, pórfido, arenisca endurecida y otras piedras. Son de formas diversas y muy bien trabajadas. Las hemos visto perfectamente esféricas y el señor Moreno menciona de forma ovóidea. Hemos exami- nado un ejemplar en diorita, procedente del río Negro, casi completa- mente igual al que representa la figura 516, diferenciándose únicamen- te en que sus dos extremidades, en vez de ser circulares presentaban un cierto número de picos o protuberancias; esta forma es posible no haya sido una verdadera bola, sino una maza. Casi todas las bolas recogidas en Patagonia presentan un surco alrededor. Entre los objetos procedentes del río Negro, que hemos tenido oca- sión de examinar, hemos visto también varias piedras talladas de un modo irregular como las de la Banda Oriental ya descriptas. Estas eran las piedras de honda, que los Tehuelches contemporáneos de la conquis- ta lanzaban con una honda simple, compuesta de un fragmento de cue- ro más ancho hacia la mitad de su largo, donde colocaban la piedra que lanzaban a una gran distancia y con una precisión sin igual. Menciona igualmente el señor Moreno entre los objetos prehistóricos de Patagonia algunas piedras circulares parecidas a pequeños quesos, de 10 a 15 centímetros de diámetro y 2 a 5 de alto. Mencionaremos, por fin, entre los objetos de piedra de Patagonia, grandes morteros de una sola cavidad y de dos formas diferentes, una casi circular y la otra alargada y de cavidad poco profunda, bastante pa- recida a la que representa la figura 426, procedente de Luján, en Bue- nos Aires. Las manos de estos morteros son muy bien trabajadas. Acompañan a estos objetos grandes ejemplares de una especie de! género Voluta que, según el señor Moreno, les servía a los indios para beber el agua y muchas otras conchas de moluscos, tales como la Venus meridionalis, etcétera, algunas veces hechas pedazos y con un agujero en el medio para servir de adornos. Los instrumentos de hueso faltan por completo. En un cementerio del valle del rio Negro encontró un fragmento de costilla agujereado por el hembre, pero ese hueso pertenecía a una ballena fósil terciaria, y ha sido recogido y llevado allí por el hombre como otra piedra cualquiera. Sólo en la parte superior del río Santa Cruz encontró un pequeño frag- mento de hueso pulido terminado en punta y que parece ha servido de lezna. AMEGHINO — V. III 22 338 Los fragmentos de alfarería son también muy numerosos y de estilos muy diferentes. Unos completamente lisos y los otros grabados; sin em- bargo, no tenemos conocimiento de que hasta ahora se haya encontrado algún vaso entero o casi entero. Los adornos de las alfarerías grabadas consisten en líneas horizontales, verticales, oblícuas, paralelas y trian- gulares, rayas y puntos formando diferentes figuras geométricas; otros fragmentos presentan adornos hechos con la una humana. Las alfare- rías grabadas de Patagonia son de un trabajo más esmerado, y mues- tran adornos más artísticos que las de la provincia Buenos Aires. La existencia en Patagonia de numerosos fragmentos de alfarería es tanto más notable, cuanto que a las tribus de indios que actualmente pueblan esa misma región les es completamente desconocida la fabricación de objetos de barro. Los habitantes primitivos de Patagonia, además de los túmulos fune- rerios ya mencionados, elevaban trabajos en tierra y trazaban inscrip- ciones en las rocas. El señor Moreno, dice, en efecto, haber descubierto en el río Negro, frente a su primera angostura, dos montículos, que parecen obras de atrincheramiento (6), bastante semejantes a los que se encuentran en Georgia, Luisiana, Nueva York y Wisconsin en Estados Unidos, des- criptos por Squier, Laphan, etc. En la relación de su viaje a Patagonia septentrional, habla también de un Walichu o piedra sagrada, de arenisca amarillenta, con figuras en las que los indios pretenden ver rastros de avestruz e impresiones de pies humanos. Se encuentra en la región andina del río Negro, y dice el explorador que lo único que ha distinguido en ella con claridad es una cruz, que cree posible haya sido dibujada por algunos de los que acom- pañaban la expedición de Villarino. Esto es posible; pero también lo es que puede ser obra de los mismos indígenas, como parecen confirmarlo otras inscripciones encontradas en puntos donde hasta ahora no había penetrado el hombre civilizado. Ya hemos dicho anteriormente que en un posterior viaje a las nacien- tes del río Santa Cruz, el señor Moreno había descubierto en la región andina varios grandes lagos, y que a orillas del que ha llamado Lago Ar- gentino, existe un promontorio al cual designó con el nombre de Punta Walichu. Sobre las paredes verticales de este promontorio, ha descubierto gru- pos aislados de signos. Esas inscripciones representan una combinación de signos distintos y parece ofrecen ciertas analogías con las que se han encontrado en el territorio del Colorado, en Arizona y Nuevo Méjico. Consisten en combinaciones de puntos y de líneas, entre las que se dis- tinguen figuras informes de hombres y animales. (6) MorENO: Viaje a la Patagonia septentrional. 339 En los mismos puntos había un pequeño montículo artificial que con- tenía una gran cantidad de huesos largos de guanaco partidos longitu- dinalmente, una hachita y varios cuchillos y raspadores de piedra. En las adyacencias de esas inscripciones y ese montículo se encuen- tra la gruta donde el señor Moreno descubrió la momia mencionada y sobre cuyas paredes ya hemos visto que había trazadas varias figuras. En otra caverna de la misma localidad encontró el explorador el tron- co de un árbol, adornado de rayas rojas, blancas y amarillas, sin duda un objeto sagrado o un cortador. Otras grutas no dieron más que algu- nos cuchillos y raspadores. Agregaremos por nuestra parte, que en una colección de objetos pre- históricos del río Negro que tuvimos durante algún tiempo a nuestra disposición, hemos visto varios objetos que corroboran la existencia de antiguos sistemas de escritura en esa región. Citaremos en primer lu- gar dos huesos de cóndor, muy bien pulidos, con varios agujeros que parecen indicar fueron especies de flautas o violines primitivos, instru- mentos que aún usan los Tehuelches actuales, y cuya superficie está cu- bierta de un gran número de signos incomprensibles, formados por lí- neas de puntos pequeños diversamente combinadas. En segundo lugar debemos mencionar cuatro pequeñas placas de pizarra, muy delgadas, incompletas, una de ellas con grandes incisiones en uno de sus bordes, y cubiertas en sus dos superficies con una combinación de líneas y pun- tes muy difíciles de descifrar. Encontramos estos signos completamen- te iguales a los que presentan algunas placas de esquisto de Portugal que nos ha enseñado el distinguido geólogo portugués don Carlos Ri- beiro. Las del río Negro son incompletas, por lo que no podemos determinar su figura general; pero las de Portugal, que están enteras, son de for- ma algo rectangular, si mal no recordamos, más angostas en una extre- midad que en la otra y con un agujero en su parte más angosta, destina- do probablemente a pasar un cordón para colgarlas del cuello. La identidad de los signos o jeroglíficos nos hace suponer que una forma parecida deben haber tenido las del río Negro, pero habiéndo- nos retirado su propietario esos objetos y no sabiendo dónde los ha de- positado, no podemos decir acerca de ellos nada más. En su Memoría sobre los cementerios y paraderos prehistóricos de Patagonia, el señor Moreno expone el medio de que se ha valido para determinar la época en que fueron construídas esas necrópolis, como tembién cuáles eran los indios que habitaban los lugares donde se en- cuentran. Los indios actuales de Patagonia no hacen uso ni de dardos ni de flechas, pero los primeros navegantes que visitaron las costas de esa región, refieren que los indios que entonces las poblaban, hacían uso cel arco, de las flechas y del dardo. 340 Los hermanos Nodal, dice Moreno, son los últimos viajeros que en 1620 vieron a los Patagones con flechas; desde entonces abandonaron el uso de estas armas, y este cambio coincide con la propagación del caballo en esa región. Ahora, como en los cementerios y paraderos de Patagonia no se encuentran restos de caballo, el autor deduce con razón que son anteriores a la propagación de este animal y a la época en que los indígenas abandonaron el uso de la flecha y el dardo. No ha sido tan explícito en la determinación de la nación que ha de- jado esos vestigios. Partiendo del hecho innegable de que en tiempo de la conquista los Tehuelches ocupaban el valle del río Negro y se exten- dian más al Norte hasta el río Colorado, deduce que éstos son los in- dios que han dejado esos vestigios. Es por demás evidente que muchos deben pertenecer a los Tehuel- ches, puesto que éstos habitaban esa región en tiempo de la conquista, pero ¿no es ser demasiado exclusivo atribuirlos todos a la misma na- ción, cuando numerosos hechos demuestran lo contrario? Esto ha traí- do una confusión que durará algún tiempo. En efecto: el señor Moreno ha encontrado allí rastros evidentes de razas extinguidas, que han sido confundidos por diferentes autores con los Tehuelches actuales. Abstracción hecha de los restos humanos, el estudio de las mismas necrópolis y paraderos basta para demostrar que pertenecen a razas di- ferentes y épocas distintas. Es evidente que muchos cementerios en que además de las puntas de flecha y de dardo se encuentran objetos de uso doméstico como ser: alfarerías, morteros, etc., eran además campamentos. En este caso se halla el cementerio que se encuentra cerca de Mercedes. Otros, por el contrario, sólo han servido de cementerios, como el del Potrero Cerrado en el cual faltan completamente los objetos que indi- can la vida doméstica. Otros cementerios, como el que se encuentra al Sud del Potrero Ce- rrado, eran al mismo tiempo talleres para la fabricación de los instru- mentos de piedra, como lo prueban los numerosos instrumentos inaca- bados que ahí se encuentran. Algunos grandes talleres, como el que describe bajo el nombre de la Salamanca, servían al mismo tiempo de sepultura. Aquí, por ejem- plo, no ha encontrado más que alfarerías lisas, mientras que en otros abundan mucho las alfarerías grabadas. La diferencia de civilización, de tribu o de época no puede ser más evidente. Es también indiscutible que los indios que en el Chubut y Santa Cruz elevaban túmulos sobre la tumba de sus muertos, no debían ser de la misma nación que los que en el río Negro los cubrían simplemente de arena. El sistema de enterramiento que nos revela la momia de Punta Wali- chu presenta diferencias mayores aún. 341 Si resulta fácilmente explicable que los Tehuelches hayan abandona- do el uso de la flecha y el dardo para adoptar el de la lanza y el caba- llo. se comprende fácilmente, puesto que mejoraron en el cambio; pero no se explicaría con la misma facilidad por qué abandonaron el uso de fabricar tiestos de barro, puesto que no los han substituído ventajosa- mente hasta en estos mismos últimos años. Los indios actuales de Patagonia tampoco saben trazar inscripciones sobre rocas, ni sobre huesos, ni sobre placas de esquisto, ni tienen nin- gún recuerdo ni tradición al respecto. Nos parece, pues, cada vez más evidente, que todos esos rastros de pueblos más civilizados, pertene- cen a razas que han desaparecido completamente. En el sistema de inhumación se encuentran diferencias profundas. Muchos cuerpos han sido retobados en cueros de guanaco antes de ser enterrados, mientras que algunos esqueletos se presentan con los hue- sos pintados de colorado y algunas veces de colorado y de negro. Es cierto que el señor Moreno cree que sólo practicaban esta última ope- ración con los guerreros; pero admitiendo que así sea, no por eso deja de notarse una diferencia de raza. Hemos tenido ocasión de examinar algunos cráneos pintados de rojo y hemos podido comprobar que presentan un aspecto más moderno que los otros, y que además eran braquicéfalos o subbraquicéralos. En el catálogo de las fotografías que el senor Moreno ha enviado a la Exposición de París, publicadas en nuestro catálogo de la Sección An- tropológica y Paleontológica de la República Argentina en la Exposi- ción Universal de 1878, el señor Moreno cita dos cráneos pintados; el uno es braquicéfalo y el otro mesaticéfalo. Es de suponer que lo mis- mo sucede con los otros. Los cinco cráneos dolicocéfalos de la Sociedad Antropológica de Pa- rís presentan, por el contrario, un aspecto mucho más antiguo. Tampoco tenemos conocimiento de que se haya encontrado ningún cráneo doli- cocéfalo pintado de rojo. Es, pues, evidente que los esqueletos pintados pertenecen a una ra- za relativamente moderna y diferente de otra u otras que la precedie- ren. «Estos huesos y cráneos pintados, dice el señor Moreno, recuer- dan la antigua costumbre, hoy abandonada, que tenía esa tribu (los Tehueiches) de preparar los esqueletos de sus muertos pintando los huesos cuando las partes blandas habían desaparecido, para deposi- tarlos en las tumbas de sus antepasados.» Y en efecto, los cráneos pin- tados reproducen el tipo Tehuelche actual. Sería interesante la determinación de la época de los cementerios patagónicos por medio de los restos de animales que contienen. More- ro dice que se encuentran en ellos restos de guanaco, de avestruz, de Ctenomys, de Myopotamus, etc.; pero parece que esos restos no han sido objeto de un estudio especial que quizá pudiera enseñarnos mu- chas cosas. Es evidente que un punto capital sería ver la relación de época que existe entre las necrópolis patagónicas y algunos paraderos de Buenos Aires, y ver si en aquellas también se encuentran algunos de los animales extinguidos en una época reciente, que se descubren en estos, por ejemplo: el Palaeolama, fácil de distinguir del guanaco pôr su talla considerable y por la pequeña muela suplementaria que presenta en la mandíbula inferior. Creemos muy posible que los cráneos más antiguos encontrados en Patagonia por el señor Moreno son contemporáneos de este animal. Pero a falta de esta determinación que aún no se ha practicado, el estudio de los cráneos humanos puede conducir a resultados igual- mente satisfactorios. Los Tehuelches actuales son braquicéfalos y subbraquicéfalos. Su- cede otro tanto con las demás naciones de la Pampa, de las cuales sólo unas que otras descienden hasta la mesaticefalia. Ya se ha visto que los cráneos pintados que se encuentran en los cementerios de Patagonia tienen un aspecto más moderne y son bra- quicéfalos, es decir, del mismo tipo craneano que los indios actuales. Pero una gran parte de la colección de cráneos recogida en ese punto por el señor Moreno, pertenece a un tipo dolicocéfalo; ahora, como nin- guna de las tribus indias actuales de esta parte de América presenta este alargamiento del cráneo, resulta que los cementerios de Patagonia contienen los restos de una raza indígena actualmente completamente extinguida. ¿Cuál es el orden de sucesión de las razas representadas por los cráneos extraídos de los cementerios? Varias indicaciones aisladas del señor Moreno nos permiten conocer su opinión respecto a esta importante cuestión, y nos es satisfactorio poder enunciar, no tan sólo que participamos de la misma opinión, sino también que, el he- cho que el señor Moreno ha sido el primero en comprobar es de una importancia tan grande que está destinado a servir de punto de par- tida para el estudio de la raza primitiva que pobló el continente ame- ricano. El tipo dolicocéfalo actualmente extinguido, que el señor More- no cree representa la raza primitiva, es el que pobló en otro tiempo este continente; y en efecto, si se recuerda que la raza más antigua del interior de la República es dolicocéfala, que los cráneos más anti- guos que se encuentran en California pertenecen al mismo tipo, que también lo fué la raza primitiva de Brasil y el hombre fósil de las cavernas de aquel país, no se podrá negar que dicha opinión, si no es hasta ahora un hecho probado, está por lo menos en vías de serlo. OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. HI il if TES: La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAM. IX 431 M... VU TI OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — Vou. IIL La Antiati IGÜEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAM. IX 343 Dice a este respecto el doctor Topinard: «El tipo Patagón, o más bien cierto tipo Patagón antiguo, exige una mención aparte. Toda pobla- ción relegada en la extremidad de un continente, lo mismo que en las montañas, tiene más probabilidades de ser el resto de una raza pri- mitiva. Los Patagones o Tehuelches se encuentran en estas condi- ciones. He aquí por ahora sus caracteres sobre el viviente. «Su talla es muy elevada, teniendo los miembros y el tronco des- arrollados en proporción. Tienen la cabeza gruesa, la cara oval y alargada, el color aceituna obscuro o de ese tinte que Fitz-Roy com- para a caoba vieja, nariz corta y aplastada (D'Orbigny), frente com- bada y prominente, los arcos superciliares bastante pronunciados, el mentum saliente, la barba y los bigotes ralos. Hasta aqui hay poca di- ferencia con el tipo americano medio, pero se trata de los Patagones actuales. «Cinco cráneos, procedentes de antiguos campamentos o paraderos prehistóricos de Patagonia y enviados por el señor Moreno al museo del Laboratorio de Antropología de la Escuela de altos estudios, presen- tan, en efecto, una fisonomía profundamente distinta de todos los otros cráneos americanos de la misma colección. ¡ «A primera vista se tomarían por cráneos de Esquimales. La estre- chez de la frente, su altura, su combadez a la altura de las prominencias frontales; el alargamiento anteroposterior del cráneo, su parte supe- rior formada de un plano inclinado, después de una curva redonda; la altura de su diámetro vertical o acrocefalia, la caída vertical que muestran sus costados, la disposición alargada de la cara, la proyec- ción hacia adelante de sus huesos malares, el grado de prognatismo, la estrechez del intervalo orbitario, la armonía de forma entre la cara y el cráneo, todo esto es del Esquimal; los dientes mismos son usados horizontalmente como los de este último. Pero les faltan va- rios caracteres. Sus huesos malares vistos de perfil, se proyectan ha- cia adelante y caen derechos como los de los Esquimales, pero vis- tos de frente, no se proyectan hacia afuera ni son macizos, de donde resulta la forma oval de la cara comprobada por el capitán Musters en los Patagones actuales, mientras que el Esquimal tiene la figura llena y muy ancha en los pómulos y el americano en general, abs- tracción hecha de la prominencia de su nariz, la tiene a la vez ancha y aplastada (7). (7) Por falta de datos suficientes hay aquí una confusión entre los Patagones actuales, Jos de los cementerios prehistóricos de Patagonia que representan el tipo actual, y los que repre- sentan una raza extinguida. Los cinco cráneos de que habla el doctor Topinard ninguna relación tenen con los Tehuelches que habitan la Patagonia o con los que habitaban la misma comarca en tiempo de la conquista, pues unos y Otros son braquicéfalos o subbraquicéfalos, mientras que la raza más antigua, completamente extinguida, es de una dolicocefalía muy pronunciada. Debe, pues, abandonarse el título de Tehuelches que se da a estos y conservarlo tan sólo para los cráneos que representan aún el tipo actual del verdadero Tehuelche. «El índice cefálico de esos cinco cráneos, es de 72.02, es decir, entre los dolicocéfalos más pronunciados del globo, después de los Esquimales, y su prognatismo de 69%4, es decir, menos que el ame- ricano y tanto o más que el Esquimal. En revancha son mesorrinos, muy cercanos de los platirrinos, mientras que los Esquimales son los más lep- torrinos del mundo. «No hay unidad de tipo, es cierto, entre los cráneos de los para- deros; se encuentran braquicéfalos, deformados y no deformados, lo que prueba que, en esa época, las razas de Patagonia eran ya múl- tiples. Pero el tipo que separamos debe predominar, puesto que la media de 27 cráneos normales del señor Moreno es dolicocéfala, a 75.92. «Como quiera que sea, esta analogia inesperada con los Esquima- les abre singulares horizontes. ¿Los Tehuelches (8) serán acaso el elemento autóctono de América, que por su cruzamiento con una raza de Asia habría dado nacimiento al tipo americano actual? La singularidad craneológica de los Esquimales, que por ciertos rasgos se parecen a los Samoyedos y Mongoles propiamente dichos, y por otros se separan de ellos tanto cuanto es posible ¿no se explicaría asimismo? Serían otra forma de cruzamiento del mismo elemento asiático braqui- céfalo, con el mismo elemento autóctono americano dolicocéfalo!» (9). A este respecto debemos volver a recordar la ocupación de una gran parte de América del Norte por los Esquimales, lo que confirma la opi- nión del doctor Topinard. Por otra parte, el doctor Virchow, en una nota sobre cinco cráneos que le había enviado el señor Moreno, dice que los encuentra muy parecidos a los indios de Brasil, cuya población primitiva, como ya he- mos tenido ocasión de decirlo, era dolicocéfala, como lo son también los Botocudos que parecen ser los indios de Brasil que más se acercan a la raza primitiva. Si además, los Fueguinos actuales son efectivamente dolicocéfa- los, como lo hace suponer el señor Moreno en su «Viaje a la Pata- gonia septentrional», cuando los compara con los cráneos encontrados en la Bahía San Blas, entonces se hace casi indudable que el ele- mento autóctono americano que nos han revelado los cráneos dolico- céfalos de los cementerios de Patagonia, Buenos Aires, Catamarca (de la pásina anterior) A nuestra vez, puesto que el nombre de Tehuelches o Patagones actuales viene a la pluma, de- bemos corregir un error en que hemos incurrido en el capítulo 11. Hemos dicho en la línea 31 de la página 61, que los Patagones tienen los pies excesivamente grandes, cuando en realidad, proporcionalmente a la talla, no los tienen más grandes que los demás americanos. — Queda rec- tificado el error. : (8) Bien entendido que la raza dolicocéfala extinguida y no los Tehuelches actuales. (9) PauL TOPINARD: L’Anthropologie. Paris, 1877. 345 v Brasil, se halla aún representado en un estado de pureza más o menos grande por los Esquimales en la extremidad Norte de Amé- rica septentrional, por los Fueguinos en la extremidad Sud de Amé- rica meridional y por los Botocudos en Brasil. El señor Moreno acaba de llegar a París, y por él hemos sabido que ha verificado otro viaje a Patagonia, del que ha regresado en Marzo del presente año, no sin haber pasado por nuevas peripecias peligrosas. Sobre los resultados científicos de su nuevo viaje, ha tenido la amabilidad de comunicarnos los datos siguientes: «En mi último viaje a la Patagonia austral y septentrional he en- contrado varias cavernas con huesos humanos, algunas antiguas (pero de la época actual) y otras más modernas. Los cráneos que he extraí- do de ellas son 18, pero casi todos han llegado en mal estado a causa del fin desgraciado de la expedición; son braquicéfalos y algunos de- formados. Me inclino a creer que son de los Gennaken o Pampas, los que, a juzgar por sus relatos (hoy están casi extinguidos), son los anti- guos pobladores de Buenos Aires, y probablemente los famosos Que- randís. «Las cavernas estaban pintadas en sus paredes, y pronto publicaré un trabajo sobre ellas. «El hombre ha vivido en los tiempos prehistóricos en Patagonia; ha sido inhumado en la arcilla pampeana, en la que allí he encontrado huesos de Glyptodon; ha sufrido muchos cambios; y ha habido diver- sas emigraciones e inmigraciones.» Parece, pues, que el senor Moreno ha encontrado vivos a los antiguos Querandís, o a lo menos una nación o tribu que ha vivido en otros tiem- pos en las cercanías de Buenos Aires. No creemos, con todo, que este descubrimiento esté en completo desacuerdo con lo que hemos expues- to en el capítulo VIII; es posible que algunas de las tribus que pobla- ban los alrededores de Buenos Aires en tiempo de la conquista vi- van aún en la pampa o en Patagonia, sin que por esto sea menos cierto cue los Guaranís avanzaban hacia el Sud, hasta las márgenes del Salado. CAPITULO XIII EL HOMBRE PREHISTORICO EN EL INTERIOR DE LA REPUBLICA Descubrimientos prehistóricos. — Córdoba y San Luis. — Mendoza, San Juan y La Rioja. — Descubrimientos prehistóricos en el Norte de la República. —Los Cal- chaquís. — Descubrimientos del profesor Liberani. — Conocimiento de la escritura en los tiempos precolombinos. — Epoca a que se remontan las inscripciones so- bre rocas de Catamarca y ojeada histórica sobre el antiguo Co/lau. En el interior de la República se encuentran también un gran núme- ro de objetos pertenecientes a los indígenas anteriores a la conquista, pero que indican una civilización mucho más avanzada que las de Bue- nos Aires, Banda Oriental y Patagonia. A partir de San Luis, Córdoba y Mendoza hasta las fronteras de Bo- livia, empiezan a encontrarse hachas pulidas que ya está dicho faltan en Buenos Aires y todo el territorio pampa del Sud, como también en la ribera izquierda del Plata. Esas hachas difieren completamente de las de Europa por una gran renura que tienen en su parte superior, la cual servía para atarlas al mango. Algunas veces la ranura da vuelta en todo el contorno, pero otras sólo ocupa tres cuartos de la circunferencia, acercándose por este carácter à uno de los tipos que se encuentra con más frecuencia en Méjico. Hay también puntas de flecha triangulares y dentelladas, grandes hojas de sílex, bolas, piedras labradas representando formas de anima- les fantásticos, probablemente ídolos, grandes morteros, etc. Mezclados con los objetos de piedra se encuentran otros en metal, sea en cobre, sea en plata. Los objetos hechos con este último son ge- neralmente grandes alfileres de plata; los topus de los peruanos. Se encuentran también grandes martillos de cobre fundido, campa- nas, azaditas, discos de cobre grabados y otros muchos objetos, entre los cuales hay algunos de madera, aunque escasos. Por todas partes se encuentran vasos de tierra de formas tan varia- das y tan bien trabajados como los de Perú. En muchos puntos se des- cubren también grandes urnas funerarias pintadas con colores muy vi- vos y ruinas de casas, murallas y fortificaciones. 347 Es sabido que todo el Oeste y Noroeste de la República Argentina pertenecía en tiempo de la conquista al Imperio de los Incas, quienes lo habían conquistado gradualmente durante los siglos catorce y quince, más bien por la persuasión que por la fuerza de las armas. Los Qui- chuas se establecieron en el país y sometieron a sus leyes pueblos indí- genas o que se consideraban como tales, de una civilización avanzada y que ya trabajaban los metales. Hay, entonces, en esos puntos vestigios de dos civilizaciones dis- tintas, representando cada una una raza diferente; y allí como en todas partes, esas dos civilizaciones deben haber sido precedidas por un pe- ríodo, seguramente de larga duración, durante el cual no se empleaba más que la piedra. Es, pues, entonces, indispensable hacer investigaciones minuciosas y excavaciones sistemáticas para poder determinar la época, la civili- zación o la raza que representan los objetos que por allí se encuentran. La colección de cráneos prehistóricos hecha en esos puntos por el se- ror Moreno, prueba ya que, como en Patagonia, hay allí dos tipos muy diferentes: el uno braquicéfalo, siempre el más moderno; el otro, más antiguo, que representa a los indígenas primitivos, dolicocéfalo. El señor Moreno aún no ha dado a luz el resultado de sus exploracio- nes en esos puntos; de modo, pues, que tendremos que limitarnos a una simple enumeración de los objetos más notables encontrados aislada- mente y a dar algunas noticias sobre las exploraciones del profesor Li- berani, cuyos resultados tampoco han sido hasta ahora publicados (1), a lo que agregaremos algunos interesantes datos históricos precolom- binos. La dominación de los Incas se ha extendido en el centro de la Repú- blica, hasta la provincia de Córdoba, en cuyas sierras habitaban los in- díos Comenchigones, pacíficos y fáciles de dominar y que según todas las probabilidades eran de raza Quichua, cuya lengua hablaban. En el centro del territorio ocupado por estos indios, Cabrera fundó, en 1573, sin ningún obstáculo, la ciudad Córdoba. Las llanuras circunvecinas estaban pobladas por tribus probablemen- te de origen Pampa. Deben, pues, encontrarse en la provincia Córdoba dos géneros de ob- jetos diferentes, los unos pertenecientes a los Comenchigones conquis- tadores de una civilización relativamente avanzada y los otros perte- necientes a los Pampas y representando su naciente industria. (1) Nos hemos ocupado extensamente de algunos de los descubrimientos del profesor Liberani en nuestra Memoria: Inscripcitnes anfecolombinas encontradas en la República Argentina, en 8°, Bruselas, 1880, en la cual probamos la remota antigüedad de la civilización del interior de la República Argentina y demostramos el conocimiento de la escritura entre las antiguas naciones civilizadas de América del Sud. 348 Desgraciadamente hasta ahora son muy pocos los restos prehistóri- cos encontrados en esa provincia, debido quizá a la falta de explora- dores. En diferentes puntos de las sierras se han encontrado fragmentos de alfarería que parecen denotar cierto grado de perfección en su trabajo, pertenecientes sin duda a los Comenchigones, y algunas groseras puntas de flecha y sílex que es difícil determinar a quienes pertenecieron. He- mos visto también una bola completamente esférica, y una mano de mor- tero parecido a las de Patagonia, mas no sabemos con certeza los pun- tos donde fueron hallados esos objetos. En la provincia San Luis se repite el mismo hecho que en Córdoba. La sierra de San Luis estaba poblada por los Michilingües, tribu de ci- vilización relativamente avanzada y diferente de la población de las llanuras. Como los Comenchigones de Córdoba, su establecimiento en el país era de época relativamente moderna. La provincia San Luis ha sido conocida y explorada por los conquis- tadores indígenas de Perú, en la época en que éstos extendieron su do- minación en Chile hasta el Maule, cerca de unos cien años antes de la conquista española, y probablemente entonces se establecieron en el país los Michilingües. En muchos puntos del territorio se conservan vestigios de la civili- zación Quichua durante el imperio de los Incas. Tales son, entre otros antiguas señales de explotaciones de minas en el cerro de Toma-Lasta (nombre quichua), el pico más elevado de la cordillera puntana, las que no podrían atribuirse a otra época ni a otra raza, y habitaciones ex- cavadas admirablemente en las rocas primitivas de Sololonte. A la mis- ma época y raza pertenecen sin duda las hachas de piedra pulida de tipo peruano que se encuentran en muchos puntos y algunos vasos de barro de un trabajo bastante notable. El señor Nicour nos ha referido haber encontrado cerca de San Luis grandes piedras con diseños de hombres, mujeres, niños, guanacos, avestruces, etc., grabados o pintados de tamaño natural en la piedra. La figura 316 representa una de estas inscripciones en que figuran dos hombres con penachos de pluma en la cabeza y que parecen están en actitud de hablarse después de una larga ausencia. El primero de la izquierda parece está en su casa o territorio y abre los brazos para re- cibir el segundo que está en actitud de caminar, dirigiéndose hacia el primero y extendiendo hacia él sus brazos. Al recién llegado le sigue un avestruz, tras del avestruz sigue un guanaco o un llama y a éste le st- gue otro animal que parece ser un perro. Encima del perro se ve la fi- gura del Sol, y más arriba, justamente en uno de los ángulos de la pie- dra, que tiene la forma de un rectángulo, se ven dos signos que tienen algo de la figura de una Y. 349 Los Quichuas (no los Peruanos), tanto del tiempo de la conquista como de la época en que ocuparon a San Luis, ignoraban el uso de la escritura jeroglífica o pitográfica; luego esta inscripción no es obra de ellos; pero, por otra parte, la presencia del Sol, prueba que los que la grabaron tenían relaciones frecuentes con los Quichuas. He aquí cómo hemos interpretado esta inscripción figurativa: El hombre de la izquierda, con los brazos abiertos, representa al hom- bre indígena de la provincia San Luis antes de la conquista peruana, cue recibe con los brazos abiertos al segundo que representa el inva- sor, importando con él al país la pastoría, representada por el avestruz, el llama y el perro; el culto del Sol, representado por la imagen de este astro, y quizá también el de Pachacamac, el espíritu invisible, su- perior al Sol, por los signos que se encuentran encima de éste, proba- blemente dos pájaros, queriéndose quizá representar así la calidad de es- píritu sutil, impalpable de Pachacamac, de quien los pájaros eran men- sajeros. De modo, pues, que esta inscripción es un monumento de los indíge- nas de San Luis, representando la conquista del país por los Peruanos, y demuestra por sí solo que los primitivos habitantes de la comarca no eran tan salvajes como podría suponerse. Estas inscripciones son bastante frecuentes, y parece que cerca de ellas se encuentran también numerosos restos de alfarería de un traba- jo más tosco que la de los Peruanos. En diversos puntos de la sierra de San Luis existen cavidades labra- das en la roca, de diferentes dimensiones, que les sirvieron a los indios como morteros para triturar granos y otras materias alimenticias, y qui- za en una época más reciente para triturar el mineral aurífero de la montaña. En la Exposición preliminar a la de Filadelfia hecha en Buenos Ai- res, hemos visto una mano de mortero encontrada en una gruta de la sierra de San Luis, de un tamaño enorme y trabajada con mucho esme- ro; y en la segunda Exposición de la Sociedad Científica Argentina, en Julio de 1876, formando parte de las colecciones del señor Moreno, ha- bía dos puntas de flecha hechas con asta de ciervo; y en la colección ex- puesta por el doctor Zeballos, un cráneo de la misma procedencia, pero cuyos caracteres típicos nos son desconocidos por no estar aún des- cripto. Por último, en algunas cuevas de la misma sierra se han descubierto vestigios de la presencia del hombre que, seguramente, remontan a una época muy anterior a la invasión de los Peruanos. En una de ellas, lla- mada Intiguasi, «se encuentra una gran cantidad de huesos de guanaco, principalmente en la parte interior, cerca de la abertura, y el fondo de la misma gruta está cubierto de un depósito de estiércol animal, enci- ma de una capa de marga colorada. 350 «Esta capa es evidentemente introducida por las corrientes de agua de un arroyo vecino, que se forma después de cada lluvia; la capa de marga contiene una gran cantidad de huesos, los más grandes siempre rotos o partidos artificialmente. No se encuentra entre ellos ningún hue- so de animal doméstico, la mayor parte son de guanaco y algunos tam- bién de cóndor. Se han encontrado también algunas puntas de flecha en siiex trabajado, que prueban la existencia de hombres que han vivido en la misma época que esos animales, época probablemente muy cercana de la nuestra. Nunca se han encontrado huesos de grandes animales extinguidos, de la época diluviana, tan fáciles de conocer; pero hay mez- clado a los huesos de guanaco o llama salvaje, otros huesos más gran- des, también partidos, pero que no he podido reconocer.» (2) En las adyacencias, cerca de Cañada Honda, se han encontrado los huesos de un caballo fósil, Equus argentinus, pero el doctor Burmeister cree que no son de la misma época y que los huesos de guanaco, etc., de la caverna, pertenecen a la época de los aluviones modernos. Las provincias Mendoza, San Juan y La Rioja, también estaban so- metidas al Imperio de los Incas; pero parece que a diferencia de lo que pasa en Córdoba y San Luis, no se estableció en aquéllas ninguna tribu de origen Quichua. Una gran parte del territorio de estas provincias, estaba ocupado por los Huarpes; a orillas del río Mendoza vivían los Calingastas; la fal- da oriental de la sierra de la Rioja estaba poblada por los Juris; y hacia el Norte de esta provincia y a inmediaciones de las salinas, vivían los Diaguitas y Escalonis. Todas estas naciones o tribus parecen ser indígenas y más cercanas de los Calchaquís que de cualquiera otra nación india de la República, y probablemente gozaban de una civilización ya avanzada cuando fue- ron incorporadas al Imperio de los Incas. Hace suponer esto mismo la poca resistencia que hicieron a los conquistadores peruanos y más tar- de a los españoles. Esto es particularmente cierto por lo que toca a los Huarpes, nación de carácter pacífico y sociable. En la provincia Mendoza se encuentran morteros cavados en la roca como los de San Luis, y que datan de la época de los Incas. En diferentes puntos se encuentran también fragmentos de alfarería mezclados con puntas de flecha y otros instrumentos de piedra. En la sierra Famatina se ven aún los trabajos de antiguas minas, ex- plotadas en tiempo de la dominación Quichua, en las que trabajaban mi- llares de individuos, y ruinas de fortalezas en las que los indígenas re- sistieron largo tiempo a los españoles. (2) BURMEISTER: Description physique de la République Argentine, t. Il, pág. 349. Paris, 1876. 351 En diferentes puntos de La Rioja se han encontrado urnas funerarias pertencientes sin duda a los antiguos Huarpes, prueba de que poseían una civilización algo avanzada. El ingeniero Nicour me ha comunicado que en San Juan había en- contrado un gran número de habitaciones excavadas en la roca y reu- nidas en un corto espacio, formando una especie de población troglodi- ta prehistórica. Esas especies de cuevas tenían la forma de hornos y contenían en su interior una gran cantidad de fragmentos de alfarería, huesos quemados y partidos longitudinalmente, carbón y piedras talla- das de diferentes formas. En otro punto de la cordillera de los Andes y a una grande elevación, encontró un cementerio antiguo en el cual había una gran cantidad de puntas de flecha pequeñas, sílex tallados en diferentes formas, bolas de piedra, carbón, huesos tallados longitudinalmente y fragmentos de al- farería. Los esqueletos estaban colocados en grandes vasijas de barro. El es- pesor de estas urnas funerarias es de cerca de dos pulgadas y su alto no excede de 86 centímetros. El esqueleto se encuentra en el interior ocu- pando poco más o menos la misma posición que el feto en el vientre ma- terno, es decir, las rodillas contra la cara, los talones al nivel de la par- te inferior del tronco y los brazos cruzados sobre las tibias en su tercio superior. Generalmente tienen en la boca una pequeña punta de fle- cha triangular muy bien trabajada, que recuerda la costumbre romana de poner algunas veces una moneda en la boca del difunto. Una costumbre análoga existía en Perú, donde a menudo se exhu- man momías en cuya boca se encuentran objetos de oro, de plata y aun de piedra. En el fondo de la urna se encuentran pequeños vasos de barro que probablemente habían contenido en otro tiempo el alimento destinado al viaje del difunto. Las urnas terminan en la parte exterior de su fondo en una superfi- cie plana o especie de pie que les permite mantenerse derechas y sólo están enterradas hasta la boca. La tapa está hecha de paja muy bien te- jida, sobre la que hay tan sólo una pequeña piedra para que no la haga volar el viento o no la saquen los animales. La mayor parte de las urnas del cementerio descubierto por el señor Nicour, habían sido reducidas a fragmentos en la creencia de que en ellas podían encontrarse grandes tesoros. Los Huarpes eran agricultores, cazaban los animales salvajes y eran dados a la pesca. Los que vivían a orillas de las lagunas de Guanaca- che, navegaban por ellas en balsas hechas con haces de juncos entrela- zedos como lo hacían los Quichuas y Aimarás de las orillas del lago Titicaca. | 352 Vivían en villas construídas de piedra, gobernadas por un consejo de ancianos; además tenían un cacique o jefe militar. Con los juncos que crecían en lagunas y esteros trenzaban cestas, ca- nastos, esterillas, etc., y eran tan diestros en este trabajo, que hasta fa- bricaban de este modo vasos para beber, de un tejido tan fino y cerra- do que resultaban impenetrables al agua. Teñían y curtían las pieles de los guanacos y otros animales salva- jes que mataban en la caza, explotaban los minerales de sus sierras, ha- cían telas de lana y de algodón, valiéndose para ello de husos primiti- vos, y criaban la alpaca y el llama. Su religión era la misma que la de los Incas, adoraban el Sol, pero aún no habían adoptado su idioma; hablaban uno que nos es desconoci- do pero que algunos suponen próximo al araucano. Un cráneo Huarpe recogido por el señor Moreno en Calingasta, pro- vincia La Rioja, tiene un índice cefálico de 87.73. Todo el Norte de la República estaba también bajo la dominación de los Incas de Perú y formaba, juntamente con una parte de Bolivia, la provincia Collasuyú. Todos esos territorios estaban ocupados al tiempo de la conquista por una población pacífica y dada a la agricultura, que gozaba de todos los beneficios de la civilización peruana y hablaba en gran parte la lengua Quichua que aún se conserva en Santiago del Estero. Que la población era numerosa, lo prueba la gran cantidad de indios que los conquistadores encomendaron en los primeros años de la colo- nización. Diego de Villarroel, fundador de la ciudad de San Miguel de Tucumán, repartió diez mil indios de los alrededores en encomiendas; y Aguirre, al fundar la de Santiago del Estero, repartió cuarenta mil. El que estos indios hablaran el Quichua no podría considerarse como una prueba de que fueran de esa raza, pues es sabido que los Incas im- ponían su lengua a los pueblos que ponían bajo su dominio. Por otra parte, la dominación peruana era de época reciente. Ella em- pezó con la sumisión voluntaria de algunas tribus a Ripac-Viracocha, octavo Inca, hacia el año 1300, poco más o menos, y se continuó gra- cualmente hasta que Yupanqui, décimo Inca, en ocasión, de su pasaje a la conquista de Chile, sometió todo el país hasta Mendoza y San Luis. El territorio de estas dos provincias y el de San Juan fueron incorpora- dos al Imperio bajo el nombre de Cuyo, que aún conservan. Una parte de los Quichuas que acompañaba a Yupanqui, se estable- cio en las llanuras de Santiago del Estero; y una nación entera, la de los Chicuanas, entre los territorios de Jujuy y Tarija; pero esas coloni- zaciones parciales no suplantaron a la raza o razas indígenas y sólo tu- vieron una influencia directa sobre su civilización. 353 Poco a poco se fueron cambiando las costumbres de los indígenas, quienes adoptaron las de los conquistadores, cuya civilización avanzaba gradualmente hacia el Sud. La población aprendió de los conquistadores sl arte de irrigar los campos y desde entonces se dedicó con más ardor a la agricultura. Cuitivaban el maíz, la patata v otros muchos vegetales provistos de raíces y tubérculos alimenticios, como también el tabaco, el algodón y varios árboles frutales. Como animales domésticos tenían el llama, cuya carne comían y les servía, además, como bestia de carga. La cría de la alpaca les proporcio- naba lanas finísimas y cazaban la vicuña para aprovechar su fina pelusa y el guanaco para curtir sus pieles. Todas las indias sabían tejer la lana y el algodón y fabricaban telas de una finura notable. Vivían en villas, cuyas casas estaban fabricadas con grandes guijarros unidos con un cemento de arcilla, o con adobes secados al sol; trabaja- ban los metales y explotaban las minas. Sin embargo, no podría asegurarse que todo este principio de civili- zación fué importado por los Peruanos; hay muchas razones que indu- cen a creer que los pueblos indígenas tenían una civilización ya algo avanzada. No debe, pues, extrañarse que por todo el Norte de la República se encuentren ruinas de poblaciones, fortalezas, necrópolis y objetos ais- lados pertenecientes a épocas diferentes; pero es de sentir que hasta ahora no haya habido más aficionados que se ocupen de estudiarlos. Así, en la provincia Santiago del Estero se han encontrado repetidas veces grandes urnas funerarias pintadas de colores variados, contenien- de esqueletos humanos, acompañados de pequeños vasos, platos de barro y numerosos objetos de piedra; pero en el mayor número de ca- sos esos restos preciosos para el estudio de las poblaciones primitivas de aquellos parajes se han perdido completamente para la ciencia. Algunos, sin embargo, han llegado a manos del señor Moreno, quien ha formado una notable colección de objetos de Santiago, cuyo estudio arrojará seguramente mucha luz sobre la grave cuestión de las civi- lizaciones que allí pueden haberse sucedido. En muchos casos, junto con grandes hachas de piedra pulidas pro- vistas de ranura, se han encontrado muchas piedras de honda, grandes mezas o martillos de piedra y hasta rejas de arado de la misma ma- teria. Por todas partes, sea en la provincia Salta o en las de Tucumán y Ju- juy se encuentran objetos análogos, generalmente en sepulturas que descienden hasta 2 metros y 2 14 metros de profundidad. Como en San- tiago del Estero, San Juan, La Rioja y otros puntos de la República, los esqueletos se encuentran en grandes urnas, llamadas villcas, nombre AMEGHINO — V. III 23 354 con que también las designaban los Peruanos (3), acompañados de los vestidos, armas y otros objetos que pertenecieron a los difuntos. Alre- dedor de las villcas o urnas funerarias hay diferentes vasos de tierra y platos en que sin duda colocaban la comida destinada al difunto duran- te el viaje que emprendía. La boca de las urnas está tapada unas veces con una piedra plana y otras con una tapa también de barro cocido. Encuéntrase también una gran cantidad de morteros de formas, tra- bajo y materias diversas, todos con una sola cavidad, llamados marayas. En muchas fuentes y platos labrados en piedra, unos cuadrados y otros de forma circular y adornados de dibujos curiosos. Los topus o prendedores de plata y cobre tampoco son escasos; algu- nos hechos en este último metal parece fueron dorados. Entre algunos objetos enviados por el señor Leguizamón (de Salta) a la Sociedad Científica Argentina, se nota una piedra pequeña con un ojo grabado que servía a los indios de amuleto, un yuro o botella de barro cocido, una bola perdida y una maza de piedra de 60 centímetros de largo. Se han encontrado también hachas de cobre y rodelas adornadas con dibujos hechas del mismo metal; y por fin, hasta moldes de piedra para fundir objetos de metal. En el punto llamado Jnca-huasi (la casa del Inca) al pie de la cordi- llera del mismo nombre, por donde pasó el Inca Yupanqui al frente de su ejército a la conquista de Chile, se encuentran muchos sepulcros pa- recidos a los de Perú, de los que se han extraído objetos sumamente curiosos. Entre otros, mencionaremos los siguientes, enviados por el señor Leguizamón a la Sociedad Científica Argentina. Un pito o pipa de barro cocido que, según el señor Leguizamón, usa- ban los indios como símbolo de paz y que supone sea una obra de arte de los indios Peruanos. Una hacha de cobre que por su construcción cree pertenezca a los mismos. Un topo o gran alfiler de cobre que cree debió ser galvanizado con oro, lo que le hace suponer debe haber per- tenecido a una persona de distinción. Un mortero de piedra y unas cuen- tas pequeñas de malaquita que las indias usaban en collares y braza- letes. Se han encontrado, además, diferentes vasijas de barro de formas variadas, cabezas de ídolos en barro cocido, grandes bolas de piedra perfectamente esféricas y otros diversos objetos; pero de los diversos instrumentos recogidos en ese lugar, el más curioso es un gran cuchillo ce madera enviado a la Exposición de París por el señor Leguizamón. La figura 317 representa esta pieza notable, según un modelo en yeso existente en nuestra colección. Como lo demuestra el dibujo, la punta (3) En Perú era mucho más generalizado, sin embargo, el nombre de huaca o guaca que tam- bién aplicaban a las sepulturas y a todos los monumentos funerarios. 355 está quebrada: la parte existente tiene cerca de 36 centímetros de lar- go, pero cuando entero debió tener más de cuarenta. Su forma es elegante y está trabajado con bastante perfección. La parte que servía de asidero a la mano es muy gruesa (75 milímetros en su parte más espesa), pero algo comprimida. La parte comprendida en- tre el mango y la hoja es de figura cilíndrico-comprimida. La hoja es de unos 50 milímetros de anchura, muy comprimida y ter- minaba en punta. Su costado externo es curvo y romo; el interno es de- recho y termina en un filo algo gastado por el tiempo, pero que cuando nuevo debía ser muy cortante. La madera está alterada por la acción del tiempo y la humedad, puede ser deshecha con la uña y presenta nume- rosas grietas. Cerca de Salta existe también un campo llamado Pucará, donde se encuentran numerosas ruinas y sepulturas de los antiguos indíge- nas. El señor Leguizamón ha dado una ligera descripción de él en una carta al señor Moreno de fecha 24 de Mayo de 1875, publicada en la entrega 5* del tomo 1 de los «Anales de la Sociedad Científica Argen- tina», año 1876. Según ella, daremos algunos detalles sobre esta co- marca sembrada de ruinas. Pucará es un pintoresco lugar situado a unas siete leguas de la ciu- dad Salta, al pie de la serranía que limita por el Oeste el hermoso valle de Lerma: «a él descienden las dos grandes quebradas llamadas del Toro y Escoipe, que viene la una desde Bolivia y la otra del valle Calchaquí.» Cree el señor Leguizamón que Pucará, en lengua quichua, quiere de- cir colorado y que los indígenas le darían este nombre a causa de que el pasto toma allí este color a la entrada del invierno; pero no creemos pre- sumible que haya sido este su significado, pues es un nombre que se en- cuentra en esas regiones con demasiada frecuencia. En la misma pro- vincia Salta, en su frontera occidental, se encuentra otra localidad que leva el nombre de Pucará; en Catamarca hay otra en que ha sido es- pañolizado en grado diminutivo: Pucarilla; el mismo nombre de Pu- cará se encuentra a cada paso en Perú, aplicado siempre a ruinas de an- tiguas fortalezas y campos atrincherados, lo que hace suponer que éste era el nombre con que los designaban, y esta es en realidad la acepción que le dan Garcilaso de la Vega y los demás historiadores primitivos. Esto es tanto más cierto cuanto que Pucará no quiere decir colorado, ni en Quichua ni en Aimará (4). El campo de Pucará, dice el señor Leguizamón, debió ser el osario de las tribus indígenas que poblaban el país antes de la conquista, pues está cubierto de sepulcros situados en línea recta y formando calles con: una regularidad y precisión admirables. (4) Colorado en quichua es puca, y en a'mara chupica. 356 El señor Leguizamón, esperando encontrar allí objetos de importan- cia, hizo destapar una cantidad de esos sepulcros, pero los encontró va- cíos y sólo recogió algunos huesos, fragmentos de ollas y una punta de lenza o flecha hecha de tierra cocida con varias cruces pintadas de ne- gro. Cree que esto es debido a que los indígenas extrajeron las momias y las llevaron a otras necrópolis para evitar así que fueran profanadas por los conquistadores. A propósito de las cruces pintadas en la flecha, enumera los muchos vestigios de la predicación del cristianismo encontrados en diversos puntos de América. Ya hemos manifestado nuestra opinión sobre esta cuestión, y por consiguiente creemos inútil extendernos en más comen- tarios (página 21). El autor de la carta de donde extractamos estos datos, trata también de averiguar por qué se da el nombre de Collas a los habitantes del Nor- te de la República Argentina y Bolivia, y cree encontrar la explicación en la internación en el país de individuos de nación Aimará, que no se resignaron a sufrir el yugo de los hijos del Sol. Dice que los Aimarás se enorgullecían de descender de los Collahuas, nación que se decía ve- nida de Méjico y que importó en el país un grado de civilización avan- zada; que los etnógrafos han notado que muchos de los usos y costum- bres de los Collahuas se extendieron hasta el Tucumán; y que de aquí sin duda proviene el nombre de Collas que se da a los habitantes de esos pueblos. Los Colhuas llegaron a Méjico muchos siglos antes de nuestra era, según la tradición, de una tierra situada al oriente, pero la palabra qui- chua Colla no tiene su origen de Colhua, que quiere decir serpiente, curvo, torcido, de donde el nombre de Colhuacan o de Nachan (ciudad de las serpientes, ciudad de la curva), que dieron a su capital, cuyas ruinas son conocidas en el día con el nombre de Palenque. Lo más natural es suponer que a los pobladores del Norte de la Re- pública Argentina y Bolivia, se les da el nombre de Collas, porque es el mismo con que los designaban los Peruanos. Es cierto que desde la más remota antigúedad vivía en Bolivia, cerca del Titicaca, una nación llamada Colla o Collau; pero era de raza Ai- mará, y no tan sólo no descendía de Méjico sino que la tradición nos dice de un modo positivo, que los antepasados de los Collas fueron cua- tro hermanos y cuatro hermanas que salieron un día de la caverna de Pacarí-Tambo, situada cerca de Cuzco. Esta leyenda es anterior a los Incas y quizá hasta al mayor esplendor de la civilización Aimará, pues cuando Viracocha o Huiracocha, gran Dios de los Aimarás y fundador de Tiahuanaco (5), dividió la tierra en cuatro partes, dió el Sud a Colla, (5) La antigua «Chucahua». Nota del señor D. ROMERO GIMÉNEZ DE LA ESPADA S o 357 que en este caso indica seguramente la nación de los Collas, una de las ramas de la raza Aimará. El país habitado por los Collas, tomó el nom- bre de Coliau. Más tarde, cuando los Incas tomaron a Cuzco como cen- tro de su Imperio, a imitación de lo que en siglos anteriores había he- cho Viracocha en Tiahuanaco, dividieron la tierra en cuatro partes, con- quistaron el Collau y le dieron el nombre de Collasuyú, como a la re- gión del Este, habitada por los Antis la habían llamado Antisuyú, etc. Los habitantes del Collasuyú los llamaban Collas. Más tarde, cuando ex- tendieron su dominación por el Sur hasta Yungas y Santiago del Estero, incorporaron esos territorios al Collasuyú y aplicaron a sus pobladores el mismo nombre de Collas que aún llevan en nuestros días, particular- mente los habitantes de Bolivia, Jujuy, Salta y Tucumán. La linguística tampoco permite entrever alguna relación .entre los Ai- marás y los Colahuas o adoradores de serpientes. En Quichua la ser. piente lleva el nombre de amaru, pero poco conocemos aún las afinida- des de las lenguas andinas para poder afirmar que amaru y aimará pro- vengan de una misma raíz. La víbora, tanto en Quichua como en Aima- rá lleva el nombre de catari, pero las palabras andinas amaru y catari, no tienen ninguna relación lexicológica con la palabra nahuatl o tolte- ca colahua, con el nahuatl coalt, o con el maya y el quiché can y chan cuyas raíces o sus derivados deberían encontrarse en el Aimará, si el pueblo que habla esta lengua hubiera, en efecto, emigrado de Méjico o de América Central. Actualmente la palabra ccolla, en Aimará quiere decir curar, y ccolla- fa, medicina, circunstancia notable si se recuerda que los arribeños de raza Aimará que todos los años llegan a la provincia Buenos Aires, lla- mados collas, son curanderos, y su viaje no tiene más objeto que ven- der medicamentos más o menos eficaces. Al Oeste de la República y al Norte de las provincias de Cuyo, al pie de los Andes, del Aconquija y sus dependencias, vivía un pueblo, gue- rrero por excelencia, sometido a los Incas, pero de raza diferente; de una civilización avanzada, pero distinta de la del Perú. Este pueblo era el de los Calchaquís que disputaron palmo a palmo su territorio a los españoles. Ocupaban casi toda la provincia Catamarca, la parte occidental de Tucumán y todo el Oeste y Noroeste de Salta. Probablemente se some- tieron a los Incas en la misma época que el resto del Norte de la Re- pública. Almagro fué el primer europeo que penetró en el territorio de los Calchaquís (1536), al frente de un ejército de 20.000 hombres, con los cuales marchaba a la conquista de Chile. Los Calchaquís lo atacaron con tanto furor, que hasta mataron su propio caballo, mas no pudieron im- pedirle que alcanzara la cordillera y la atravesara cerca del cerro San Francisco. 358 Algunos años más tarde, Diego Rojas, enviado por el Gobernador de Perú para someter la región al Sur de Charcas, siguió el mismo camino que Almagro, llegó al territorio de los Calchaquís, que trataron de im- pedirle el paso como a su predecesor; les presentó combate, pero con tan poca suerte, que él mismo fué muerto en el campo de batalla y el ejército español, completamente dividido, emprendió la fuga. En 1550, Núñez de Prado fué enviado al frente de otro ejército para conquistar el país; éste, al llegar a la altura de Tucumán, fué atacado por Tucumanao, jefe calchaquí. Núñez consiguió rechazar el ataque y fundó al pie del Aconquija la ciudad Barco de la Sierra, pero los Cal- chaquís sitiaron la ciudad y obligaron a los españoles a abandonarla y los pusieron en desesperada fuga. Unos cuantos años después se sometieron pacíficamente a Juan Pé- rez de Zurita, capitán de Santiago del Estero, pero irritados por los ma- les tratamientos que recibían de su sucesor Castañeda, se sublevaron en 1561 contra los españoles y destruyeron completamente las ciudades que éstos habían fundado en las fronteras de su territorio, pero a su vez fueron casi destrozados en una batalla contra los comandantes es- pañoles Carrazo y Saldeño, e imploraron la paz, que les fué concedida. La tregua no fué larga; una nueva insurrección destrozó a los españo- les casi por todas partes y los obligó en 1562 a abandonar el territorio de los Calchaquís. La guerra entre españoles y Calchaquís continuó aún por más de un siglo, presentando diversas alternativas, hasta que en 1664 el goberna- dor Mercado sometió la última tribu, llamada de los Quilmes, a los cuales, para evitar nuevas revueltas, los arrancó de su patria transpor- tándolos a Buenos Aires. A ellos debe su nombre el pueblo actual de Quilmes, donde los había establecido. Tal fué la suerte de los último: re- presentantes de esta valiente raza, cuyo único delito fué su amor ar- diente por la libertad. El territorio ocupado por los Caichaquís era muy poblado y poseía nu- merosos caminos o vías de comunicación por el estilo de las de Perú. Los pobladores vivían en habitaciones construídas en piedra y en jun- co o paja. : Las tribus estaban gobernadas por caciques, pero con el asentimien- to de todos los notables. La elección de los jefes principales debía ser ratificada por el Inca. Los emperadores de Cuzco, aunque respetados, gobernaban más de nombre que de hecho. El quichua sólo era comprendido por los jefes; el resto de la pobla- ción hablaba un idioma completamente diferente. Adoraban el Sol, cuyo culto había sido introducido por los Peruanos, pero tenían, además, numerosos ídolos y, entre otros, algunos de co- bre, muy pequeños, que llevaban siempre colgados al cuello como sus objetos más preciosos. A 359 Cuando uno de ellos estaba enfermo, todos sus parientes y amigos iban a su casa, donde permanecían bebiendo hasta que durara su enfer- medad. Al lado de la cama plantaban un gran número de flechas para te- ner alejada a la muerte; pero si a pesar de eso moría, le enterraban en grandes urnas de barro con sus animales domésticos más estimados, sus armas, sus vestidos y muchos otros objetos. Después quemaban la casa porque ese lugar ya era conocido de la muerte, que habría podido volver. Sus arcos eran derechos y altos como el hombre que debía manejar- los; las cuerdas eran hechas de tripas de animales o de fibras de una palmera. Las puntas de las flechas eran de sílex, de madera, de cobre y aun de hierro (6), y como todas las demás naciones del Plata conocían el uso de las bolas. Desde los primeros años de la conquista se notó que los Calchaquís tenían vestigios de una civilización extinguida. Por todos los parajes que habitaban se encuentran ruinas de casas, fortalezas, murallas, campos atrincherados y hornillos de fundición. Par- ticularmente el valle de Santa María, el valle Calchaquí y las orillas del Guachipas están atestadas de esas ruinas. Las fortalezas, construídas generalmente con piedras colocadas unas sobre otras o cimentadas algunas veces con una tierra arcillosa que toma al aire bastante consistencia, se encuentran a la entrada de desfilade- ros y quebradas de difícil acceso. (6) El uso del hierro por los antiguos Calchaquis no debe sorprendernos. Ai medida que la conozcamos, América nos guarda nuevas sorpresas. El hierro parece haber sido conocido en diver- sos otros puntos de este continente. La tradición dice que la Florida estaba en otro tiempo poblada por hombres blancos y que hacían uso de instrumentos de hierro. «Es notable, dice Molina en su «Historia de Chile», que el hierro que se supone generalmente hub:era sido desconocido a las naciones americanas tenga un nombre particular en la lengua chilena (araucana). Lo llaman panilgue, y los instrumentos que con él se fabrican, chioquel, para distinguirlos de los que están hechos de otras materias que están comprendidos bajo el nombre genérico de nirlin. Mon- tesinos en sus «Memorias», etc., hablando de los Chimus, pueblo que llegó a Perú unos quince siglos antes de nuestra era, dice que trabajaban las piedras con instrumentos de hierro que habían llevado de su país; en la página siguiente repite que la vista de sus instrumentos de hierro espantó a las poblaciones. Velazco, en su «Historia del reino de Quito», hablando de las armas de los Peruanos, dice que no empleaban el hierro aunque lo conocieran bajo el nombre de quillay. La linguística nos ofrece un medio seguro y fácil para aclarar la cuestión. En el reino de Quito, donde se bablaba un dialecto quichua algo diferente del de Cuzco, llamaban al hierro quillay, en Cuzco lo designaban con el de quellay; y los Aimarás, cuya lengua, aunque de la misma fa- mila, difiere notablemente del quichua, lo llamaban quella. Es evidente que si los indígenas no Eubieran conocido este metal, o habrían adoptado el nombre español de hierro, o los Aimarás del Titicaca no le habrían dado un nombre parecido al que habían adoptado en Cuzco y en Quito. Los nombres de quillay, quellay y quella son, pues, indígenas y precolombinos, evidentemente derivados de un mismo idioma primitivo común. «El Mercurio peruano» del ano 1791, tomo I. pág. 201 enumera, en efecto, entre las minas explotadas por los Incas o sus antecesores las magníficas minas de hierro de Ancoriamis (16° 25’ lat. Sud) sobre la ribera oriental del lago. Titicaca. Con todo, nuestra opinión es que el metal que empleaban Jos Calchaquís era el hierro meteór:co que tanto abunda en algunos puntos del interior de la República. Es el mismo que también empleaban algunas ribus de la embocadura del río de la Plata para armar las puntas de sus flechas y otras armas. En la Banda Oriental he encontrado junto con los instrumentos de piedra primitivos, bolas y otros objetos trabajados en hierro meteórico martillado en frío como los indios de la América del Norte martillaban el cobre. 360 El señor de Moussy dice haber visto una aún perfectamente conser- vada en el valle de Anucan, a la entrada de la quebrada que permite el acceso a las altas planicies de los Andes y sirve de camino de los valles de la provincia Catamarca a la de Copiapó en Chile (7). Es un reduc- to de murallas establecidas de distancia en distancia y escalonadas por terrados. Una torre baja sirve de punto avanzado y se une a la torre o castillo central por una muralla poco elevada. Los techos y pisos han desaparecido. La construcción puede cubrir un espacio de 3.000 metros cuadrados. Los objetos que se encuentran en esas ruinas no son menos notables. Como en todas partes se encuentran hojas de sílex y puntas de dardo y de flecha artísticamente trabajadas, y bolas de piedra generalmente esféricas y muy bien pulidas. Los objetos de barro son los que se encuentran con mayor frecuen- cia y también los que mejor pueden darnos una idea del alto grado de perfección a que había alcanzado el arte cerámico entre los Calchaquís. Es frecuente encontrar en el seno de las quebradas, o al pie de los barrancos, depósitos considerables de vilcas, ollas, jarras y platos de barro perfectamente modelados, de formas variadas, adornados de re- lieves caprichosos y pintados con colores vivos y resaltantes. Esos objetos, si no son superiores a los mejores especímenes del arte peruano, no le son inferiores por cierto. Para pintar las vasijas se servían de una tierra que llamaban casqui- sa, bastante dura y que tenía la propiedad de teñir de colorado el barro de las tinajas. El color negro lo obtenían con una piedra suave y jabo- nosa que extraían de determinadas canteras. Con la combinación de estos colores adornaban la mayor parte de sus objetos de barro. Tenían con colores vegetales los tejidos de lana y de algodón que fa- bricaban. Los indios civilizados de la comarca han heredado de sus an- tepasados el uso y el manejo del telar. Acompañan a las alfarerías grandes ídolos de piedra, muy bien labra- cos, representando figuras humanas o de animales, a veces fantásticos; fuentes de piedra cuadradas o circulares como las que hemos mencio- nado en otro lugar, grandes globos de piedra de forma esferoidal, lar- gas barretas cilíndricas de la misma substancia y dos formas de hachas de piedra pulida. La primera tiene una ranura en todo su contorno, como lo demuestra la figura 318, que representa un ejemplar existente en el Museo de la Sociedad Antropológica de París, dibujado según un modelo en yeso de nuestra colección; tiene unos 15 centímetros de largo y 4 de ancho; la ranura es ancha, bastante profunda y de fondo cóncavo. La segunda forma tiene una ranura que sólo ocupa tres cuartos de su cir- (7) «Annuaire du Comité d'Archéologie Américaine», premier année. A OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III Sanos ee 0 LCI SON La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám, X s DE FLORENTINO Amecuino. — VOL. Il LA ANTIGÜE JUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA LAm, X AA AM, X OBRA: 361 cunferencia, como el ejemplar de la figura 319, dibujado según otro modelo en yeso de nuestra colección. Este tiene justamente el mismo largo que el ejemplar anterior, pero cerca de seis centímetros de ancho y cuatro de espesor. Tenemos un ejemplar de esta misma forma que tie- ne 26 centímetros y medio de largo, cerca de 12 de ancho, 9 1 de es- pesor y una ranura de 4 centímetros de ancho; es muy bien pulido y su cabeza podía hacer al mismo tiempo las veces de martillo. Se encuentran también una gran cantidad de morteros, unos excava- dos en las mismas rocas y otros labrados en piedras sueltas, adornados de relieves curiosos representando figuras de animales monstruosos y la- gartos de dos cabezas. Como ya lo hemos dicho en otro lugar, los natu- rales dan a estos objetos el nombre de marayas. Entre otros pequeños objetos de piedra provenientes de los Calcha- quís, es notable el que representa la figura 320. Es una piedra de figu- ra algo rectangular, de 9 centímetros de largo, 5 de ancho y 1 a 1 y Ya de espesor. Una cara es lisa y algo convexa, la otra tiene una cavidad, también de forma rectangular y poco profunda. El fondo de la cavidad presenta un cierto número de estrías sin orden alguno, y el contorno o borde pre- senta en su parte superior, alrededor de la cavidad y en tres de sus cos- tados, un gran número de rayas colocadas a espacios más o menos igua- les. Es posible que este objeto haya servido para desleír colores; y a Juzgar por las numerosas rayas que presenta, quizá también como contador. Hemos recibido también como de la misma procedencia los dos pro- yectiles arrojadizos, representados en las figuras 422 y 423, que hemos tenido ocasión de mencionar repetidas veces. El primero (figura 422) es una gran bola de forma aplastada, pulida, de 8 centímetros de diá- metro mayor y 6 de diámetro menor, con un agujero circular que la atraviesa siguiendo la dirección de su eje menor. Tiene 45 milímetros de diámetro en sus dos aberturas, pero en el centro sólo 17, presentando así en sus dos caras la forma de un embudo. Es inútil repetir que esta forma se encuentra en un gran número de puntos diferentes de Europa v de América. E El segundo, representado en la figura 423, tiene 9 centímetros de diá- metro mayor y 44 de diámetro menor. En su contorno presenta cinco protuberancias convexas, pulidas como el resto de la piedra. Su aguje- ro circular tiene 47 milímetros de diámetro, pero en su centro es mucho más angosto, presentando la misma forma que el del ejemplar anterior. Estos objetos han servido como proyectiles arrojadizos, pasándose una correa por el agujero que en estos casos substituía a la ranura que presentan muchas bolas de otras diferentes formas. Sin embargo, en otros casos eran convertidas en verdaderas clavas, engastándolas en la 362 extremidad de un palo o en mazas atadas a la extremidad de una cuer- da, la que por la otra extremidad estaba atada en la punta de un palo corto y grueso. Entre los objetos de metal se han descubierto muchas hachas de co- bre, pero de forma diferente de las de piedra. Poseemos los modelos en yeso de dos objetos de metal acerca de los cuales no podemos dispensarnos de decir algunas palabras. El primero es una pequeña campana de cobre muy delgada. Tiene 8 centímetros de alto y su abertura de forma circular, aunque no perfec- ta, pues es ligeramente elipsoidal, tiene 72 milímetros de diámetro ma- yor y 58 de diámetro menor. El segundo es un gran martillo de cobre fundido, representado en la figura 321. Tiene 155 milímetros de largo, incluso la cabeza. El mango, que es todo de cobre macizo, tiene 4 centímetros de ancho y cerca de 3 de espesor. Ha sido fundido por medio de un molde a dos valvas. La colección arqueológica de Catamarca, formada por el señor Mo- reno, contiene otros muchos objetos interesantes que hasta ahora no están descriptos. Ya hemos dicho que los cráneos recogidos allí por dicho señor, per- tenecen a dos tipos diferentes. En efecto, en el album que ha enviado a la Exposición de París, se encuentran las fotografías de dos cráneos que ha acompañado de la ex- plicación siguiente: «Números 37-38. Cráneo antiguo de mujer, procedente de Granadi- lias, cerca de Yacu-tula, departamento de Belén, provincia Catamarca. Lo encontré sepultado con parte del esqueleto a dos metros de profun- didad, en la barranca de un arroyo. Al lado de este esqueleto recogí un pequeño plato pintado de rojo y un alfiler de cobre. Indice cefálico: 72. Este cráneo pertenece a la raza primitiva que habitaba esos parajes an- tes de la invasión de los pueblos del Norte. «Números 39-40. Cráneo de un hombre, probablemente de la raza que aniquiló a la primitiva. Es de un tipo parecido a algunos cráneos de antiguos peruanos. Lo encontré a algunos metros de distancia del anterior, del otro lado del arroyo. Había sido sepultado con el esque- ieto, dentro de una urna de barro cocido, pero los habitantes actuales del paraje, habían roto completamente la urna, quedando sólo algu- nos fragmentos en buen estado y este cráneo. Los demás huesos del esqueleto estaban en malísimo estado. Indice cefálico: 93:05.» Es decir, que el primero es verdadero dolicocéfalo y el segundo de una braquicefalia exagerada. Esta oposición tan grande de tipo, es verdaderamente sorprendente; de modo que la descripción detallada de estos cráneos que el señor Mo- reno se propone hacer en los «Anales del Museo», será indudable- mente de gran interés. 363 He aquí ahora la descripción de algunas otras excavaciones practica- das en Catamarca, cuyos resultados aún no han sido publicados (8). El señor Inocencio Liberani, profesor de Historia Natural en el Co- legio Nacional de Tucumán, recibió en los primeros días de Enero de 1877 la noticia de que en las inmediaciones de Santa María, departa- mento de la provincia Catamarca, y precisamente en el pequeño dis- trito de Andalgalá, los naturales de aquellos lugares habían encontrado algunos restos de animales fósiles. Deseoso de conocerlos de cerca para enriquecer con ellos el gabinete Ge Historia Natural del colegio en que profesa, decidió trasladarse a costa de sus recursos particulares a Santa María. «Pero cuál no sería su admiración cuando, al penetrar por aquellos solitarios valles, se encontró por todos lados rodeado de inmensas rui- nas, que, en su mutismo, atestiguaban todavía una civilización extin- guida, la de los primeros indígenas del continente americano; por que, no sólo se ofrecen al ojo del viajero viejas murallas, paredes caídas, simo que hasta las calles, las mismas plazas, que revelaban la existencia de grandes ciudades, tienen todavía patentes vestigios; sin contar las miles de curiosidades que presentan los cementerios que se encuentran simpre a muy pocos pasos de las ruinas.» Ayudado por varios vecinos de la localidad, emprendió algunas exca- vaciones y a cerca de un metro de profundidad descubrieron un hermo- so ataúd; consistía en una tinaja de barro cocido, pintada con jeroglifi- cos y figuras tan extrañas, que habrían despertado el entusiasmo del más sabio arqueólogo. Uno de los trabajadores aseguró al señor Libe- rani, que había hallado por esas mismas inmediaciones una botella de barro llena del mismo tinte, que había vendido en Valparaíso a un via- jero francés. Emplearon el mayor cuidado para sacar entera la tinaja; pero a pe- sar de la finura del barro, que revela el grado de perfección que debía alcanzar el arte cerámico en aquella época, era tal la humedad de que estaba penetrada, que se deshizo a los primeros movimientos. Procuraron, entonces, indagar minuciosamente los objetos que con- tenía y lo primero que descubrieron fueron unos restos humanos, que caracterizaban un hombre de edad ya madura y una pequeña olla con maíz tostado, en tan perfecto estado de conservación que ni aun el sabor había perdido. (8) Los datos que vamos a exponer sobre los descubrimientos del profesor Liberani los reco- gemos de una nota dirigida por el señor Liberani al rector del Colegio Nacional de Tucumán, fecha 15 de Enero de 1877; de un informe de este mismo señor y de D. Rafael Hernández al ministro de instrucción pública, D. Onésimo Leguizamon, fecha 28 de Abril de 1879; y de una copía del Album que estos señores enviaron al ministero de Instrucción pública con que el señor don Rufino Varela, ex-ministro del gobierno de la provincia, ha tenido a bien obsequiarnos para facilitar nuestros estudios. 364 Según una leyenda acreditada entre los actuales habitantes de aque- llos lugares, parece que la comida estaba destinada al difunto, que de- bía ir a resucitar a la orilla del mar. El señor Liberani encontró en otra tinaja idénticos objetos; y en una tercera, de forma diferente y más extraña, que consiguió sacar en- tera, había, además, una medalla de cobre cubierta de jeroglíficos, en los que el señor Liberani pretende descubrir caracteres egipcios. Poco tiempo después emprendió una exploración más seria en com- pañía de su colega el señor Rafael Hernández y bajo los auspicios del Superior Gobierno, que proporcionó los fondos necesarios. Comenzaron sus exploraciones en Loma Rica, pequeña colina que debe su nombre a una creencia popular que supone en sus entrañas grandes riquezas. Su parte superior, donde aún existen los restos de una antigua ciu- dad, es una planicie horizontal en forma de elipse, cuyo eje mayor, di- rigido de naciente a poniente, mide actualmente unos 670 metros, mien- tras el eje menor no pasa de 402. En la falda de la loma, en las partes que no han sufrido derrumbes, se encuentran restos de murallas, dispuestos en círculo, que debían for- mar otros tantos puntos de defensa contra las invasiones exteriores. La altura de la loma es poco más o menos de unos 100 metros sobre el nivel del río que corre a sus pies, ofreciendo así un panorama muy vasto. La elección de ese punto concuerda perfectamente con el sistema ge- neral de defensa que caracteriza a esas poblaciones, pues los explora- dores han observado que todas las demás del mismo valle también es- tán colocadas en puntos muy elevados. Debido a los derrumbes que ha sufrido la loma, el área actual que ocupan las ruinas, es próximamente de 380.000 metros. Las paredes de las habitaciones generalmente son rectas, formando entre sí ángulos de 90%, tienen un metro de espesor, y su altura en la actualidad queda reducida de uno a dos metros sobre el nivel del suelo. Algunas están interrumpidas, y aquellos señores juzgan que esas in- terrupciones debían ser otros tantos puntos de comunicación, sea entre las habitaciones de una misma casa, sea entre las casas y las calles. Estas son completamente irregulares, formando ángulos y martillos; tienen un ancho de 1 metro 50 y no hay una sola que atraviese toda la población. Las paredes están construídas con piedras rodadas, generalmente gra- níticas o esquistosas y sin indicios aparentes de cemento. En el álbum que acompaña el informe de los señores Liberani y Her- nández se halla el plano de una pirca o habitación de Loma Rica, que reproducimos en la figura 428. Consta de dos salas que comunican por 365 medio de una puerta; la primera, D, tiene unas 10 varas de largo por S de ancho. Al lado de la puerta que conduce a la otra sala, se halla una gran piedra circular, M, la mitad dentro de la pared y la otra mitad fue- ra y con una cavidad circular que servía de mortero. En otro costado de la sala se ven otros cuatro morteros, pero no fijos. La segunda sala, E, es más pequeña. Tiene unas 6 varas y media de largo por otro tanto de ancho. Al lado de la puerta que comunica con la primera sala, se halla sobre el plano un círculo de piedras, un sepulcro (?). En uno de los ángulos se halla otro círculo de piedras con una más grande hacia el centro, S; es una sepultura, y parece que no es raro en- contrarlas en las habitaciones de Loma Rica. En otro ángulo de la sala kay un semicírculo de piedras, que parece haber sido una cocina, €, pues ahí se encontraron cenizas, carbón y algunos huesos de guanaco. En el exterior y al lado de la sala más pequeña hay otra sepultura indi- cada en la superficie del suelo por una hilera de piedras formando una elipse, con dos piedras más grandes hacia el centro, B. Desde el pie de Loma Rica, dirigiéndose hacia el Sud, se encuentra una necrópolis que se extiende de Noreste a Sudoeste. La loma del Sud tiene dispuestas en anfiteatro las ruinas de una población antigua, idénticas a las de Loma Rica. Entre las muchas ruinas que los señores Liberani y Hernández tu- vieron ocasión de examinar allí, llaman la atención, entre otras, una gran sala de 28 metros de largo por 15 de ancho, con muchos asientos de piedra dispuestos en hileras simétricas y una especie de tribuna, in- dicando así un lugar destinado a reuniones. La tribuna se encuentra en el lado interno inmediatamente después de haber pasado los umbrales de la única puerta que sirve de entrada y a la que se llega por un camino estrecho, limitado por dos muros de piedra. La figura 322 representa el plano de esta gran sala, destinada sin duda a la celebración de asambleas, y su tribuna está indicada con la letra I. Al practicar algunas excavaciones en la necrópolis, han observado que la mayor parte de las sepulturas están constituídas por unas tinajas de dimensiones y dibujos variables, y por una especie de taza que las tapa herméticamente. Además de los restos humanos que contienen, no es raro hallar también objetos domésticos del difunto. La presencia de las sepulturas se manifiesta en la superficie del sue- lo por algunas piedras, que formando un óvalo, rodean a unas o más piedras de mayor tamaño. Todas las tinajas o urnas funerarias son de barro cocido y están cal- zadas lateralmente con piedras y colocadas verticalmente. Las figuras 323 a 326 representan cuatro de estas urnas. Las tres pri- 366 meras provienen de la necrópolis de Loma Rica y la última de Mojarras, una legua al Norte de Santa María. La primera tiene todos los dibujos pintados de negro y el fondo de colorado. Entre los dibujos que figuran en la cara representada se ven dos cruces dibujadas en el cuerpo de un pájaro. Los dibujos de la figura 324 están todos trazados con negro so- bre fondo amarillo y representan animales fantásticos, sin duda simbó- licos. La de la figura 325 está también dibujada en negro y colorado so- bre un fondo amarillento; y la de la figura 326 sólo de negro sobre un fondo amarillento que tira al rojo y se reproduce en ella el dibujo de la cruz perfectamente trazado y además colocado de manera que parece representar el principal motivo del dibujo. Creemos que esta última circunstancia es digna de atención, pues no hay duda que, en tal caso, el signo de la cruz tiene un significado re- ligioso o funerario. Los exploradores han observado que los dibujos que adornan uno y otro frente de estos objetos, están dispuestos inversamente y por lo ge- neral bien conservados, lo que atribuyen a la misma constitución areno- calcárea del suelo. La figura 329 también procede de Loma Rica y sus dibujos son ne- gros, pintados sobre un fondo rojizo que tira al amarillo. La de la figura 429 es de la misma procedencia y sus dibujos son negros, pintados sobre un fondo colorado. La que representa la figura 430, que es la más curiosa por su forma y dibujos-jeroglíficos, ignoramos el punto donde fué encontrada. Las figuras 327 y 328 representan dos pucos o tapas de las urnas, adornados con dibujos por el mismo estilo que los de éstas. Las figuras 330 y 331 representan dos ollas encontradas en las exca- veciones practicadas en Loma Rica. La primera está sostenida por un pie como una copa y la segunda por cuatro y tiene además algunos signos. Estos objetos son de un estilo completamente diferente de todo lo que conozco en su género. La figura 332 es un jarrito de barro hallado en Encalilla. La figura 333 representa otro de una forma diferente y adornado de dibujos, encontrado en el Fuerte Quemado. La figura 334 representa una cabeza de tigre, también de barro coci- do y hueca, encontrada en los campos inmediatos a Anguana. Las figuras 335 y 336 representan otros dos jarros procedentes de las excavaciones de Loma Rica. La figura 337 representa una olla de barro de la misma procedencia. La figura 388 es una figura humana también en barro cocido, de la misma procedencia. La figura 339, también de barro cocido, encontrada igualmente en Loma Rica, representa la cabeza de un felino, probablemente un puma. 367 La figura 341 representa una especie de jarrito de barro negro muy fino, encontrado en esa misma localidad. La figura 342 es una rodela de greda y lleva en su centro una peque- ña excavación. Créese que sería empleada por los indígenas para con- trapesar el huso del tejedor, pues se han encontrado tejidos que pare- cen remontar a la misma época. Por lo que se refiere a objetos de piedra se han recogido hachas poco más o menos parecidas a la que representa la figura 319, o aun de ca- beza más ancha en forma de martillo, figura 512; pero algunas son di- ferentes. La de la figura 343 termina en una cabeza que presenta una promi- nencia lateral y tres picos en su parte superior. La figura 344 representa un instrumento de piedra con un surco que ocupa tres cuartos de su circunferencia, a manera de las hachas, pero se diferencia de éstas en que termina en dos cabezas redondas. Proba- blemente ha servido como martillo. La figura 345 representa un animal de piedra encontrado en el Cerro Pintado. La figura 346 representa un mortero de piedra con algunos jeroglí- ficos; procede de las excavaciones de Loma Rica. La figura 347 es una especie de zarcillo o pendiente de piedra con un pequeño agujero en su parte superior. Entre los objetos de metal debemos mencionar en primera línea una campana hallada en Anguana. Es de cobre y tiene una sección muy elíptica. Su sección mayor mide 25 milímetros de largo por 4 de ancho. En la parte superior presenta dos orificios que servirían sin duda para suspenderla. Es completamente igual que la mencionada anteriormente, con la única diferencia de que es algo más elíptica. Los indígenas debieron emplear sin duda estas campanas para formar sus reuniones, porque tal hipótesis concuerda perfectamente con la exis- tencia de la sala destinada a la reunión de Asambleas, ya mencionada. La figura 348 es una especie de azadita de cobre puro y con filo, ha- liada en Famabalasto, donde existen vestigios de un antiguo lavadero de oro. Este instrumento debió servir indudablemente para remover las arenas y debió ser trabajado por los indígenas, pues en épocas posterio- res a la conquista, cuando ya era conocida la aleación de los metales, y por consiguiente el modo de hacerlos más consistentes, nunca se ha- bría destinado a este uso un instrumento de cobre puro. Otro objeto de cobre muy curioso es el de la figura 349, que parece una especie de empuñadura de espada, llevando en su parte superior la figura de un loro. El destino de este objeto es desconocido. Las figuras 350 y 351 representan dos topus o prendedores de plata hallados en las sepulturas de Anguana. Son por el estilo de los del au- tiguo Perú. 368 La figura 340 representa una cabeza humana, también de barro co- cido y encontrada en Quilmes, es de una ejecución verdaderamente no- table. Su parte superior está rota. Un objeto digno también de llamar la atención es la canasta o tipa representada con el número 352. Es hecha de pajas que forman dos ca- pas: en la exterior las pajas están dispuestas verticalmente; en la inte- rior, horizontalmente; todas están reunidas por un hilo de chaguar y lle- van unos bordados de lana de guanaco tenida de punzó y amarillo. La obra es interesante por su finura y el estilo de la misma difiere entera mente del que caracteriza las obras de nuestra época. Fué descubierto en una gruta formada por tres peñascos en Quebrada de las Cañas. Pero los objetos más notables son las numerosas inscripciones sobre rocas, descubiertas en diversos puntos de la Provincia. La figura 353 representa una de esas inscripciones, encontrada so- bre una roca en Valle del Morro, cerca de Ampajango. La piedra tiene S0 centím. de ancho y 70 de alto. La cara A, B, C, D, da frente al Sud. La figura 354 representa otra inscripción encontrada sobre otra roca del mismo valle. La piedra tiene 90 centímetros de ancho y 95 de alto. La cara que presenta la inscripción da frente al Este. La figura 355 es otra piedra de 1 metro 45 centímetros de frente y 1 metro 20 centímetros de alto, que presenta inscripciones en tres de sus caras. La cara principal A, B, C, D, da frente al Sudoeste. Esta, como las antecedentes, se encuentra también en Valle del Morro, cerca de Ampajango; y las tres se hallan en una barranca en medio de ruinas. La figura 356 representa otra piedra con inscripciones encontrada en la Puerta de Andaguala, de la cual no existe más que la mitad, corrien- do en la localidad la voz de que la otra ha sido despedazada por un rayo. La parte existente tiene 1 metro de frente y 1 metro 10 centímetros de alto. Presenta inscripciones en tres de sus caras. Los signos de la figu- ra 357 representan los jeroglíficos de la cara superior. La cara princi- pal A, B, C, D, da frente al Este. La figura 358 es otra gran roca con inscripciones, encontrada en Pi- chao, a legua y media al Noreste de Anguana. Varias piedras que se encuentran a los lados, parece han sido destinadas a sostenerla, figu- rando una especie de altar. La roca tiene 2 metros 60 de largo y su cara principal da frente al Noreste. Las figuras 359 y 360 representan otras dos rocas con inscripciones de la provincia Catamarca, pero ignoramos sus dimensiones y los pun- tos fijos donde fueron encontradas. La del número 360 presenta una fractura. La figura 361 representa otra roca enorme con inscripciones, que tie- ne no menos de 5 metros de alto. Se encuentra en Quebrada de Chilca, a legua y media al Sud de Talapaso y da frente al Noreste. ds y, on rd OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAm. XI LORENTINO AMEGHINO. — VOL. mM La AN E TIGÜEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA Lám. XI ATA. — LAM. } OBRAS DE Fl 22 277 OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III TO) E . MI OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL LA ANTIGUEDAD DEL HombRE EN EL PLATA. — Lám. XII 360 369 La figura 362 representa otra gran roca con inscripciones, que se halla en el rio Seco al pie de Loma Rica; y la figura 363 las inscripcio- nes que presenta la misma piedra en su cara superior A, B, C, D. Los jeroglíficos que representa la figura 364 se encuentran sobre una enorme piedra que existe a media legua al Noreste de Anguana. Tiene 5 varas de alto y 5 de ancho y su cara principal da frente al Este. La superficie de las rocas en donde se encuentran estas inscripcio- nes es de color obscuro, mientras que los dibujos ofrecen un color cla- ro, que es el de la misma masa granítica de la piedra, siendo así el re- sultado de una labor ejecutada probablemente con instrumentos de pie- dra sobre esa misma capa obscura, que es una especie de barniz. He aquí lo que sobre ellas dicen en su informe los señores Liberari y Hernández: «No entraremos a discutir sobre el valor de estas inscripciones, pues _ nos es desconocida la clave para descifrar los jeroglíficos de que se componen, pero opinamos que no sería imposible que éstos formasen la lengua escrita de los primeros indígenas. En apoyo de esta suposición podemos citar el «Diccionario Enciclopédico», por Dupiney de Vorres- pierre, página 125, un alfabeto de jeroglíficos egipcios, en el cual figu- ran muchos caracteres idénticos a los de las inscripciones que nos ocu- pan. Atendiendo al estilo general y a la ejecución material de los dibu- jos, es evidente que estas inscripciones son contemporáneas y pertene- cen al arte de una misma época.» Los objetos descubiertos por el profesor Liberani ¿pertenecen a los Calchaquís contemporáneos de la conquista, o representan una civili- zación anterior extinguida? La cuestión es muy compleja y faltan aún los materiales para poder dar sobre cada objeto un fallo decisivo; sin embargo, se puede asegu- rar desde ya que si algunos pertenecen a los Calchaquís, otros repre- sentan una civilización extinguida anterior. Los primeros españoles que penetraron en el país, contaron, en efec- to, que los Calchaquís tenían vestigios de una civilización perdida; y hasta parece que muchos de los edificios antiguos que se encuentran en esos valles estaban ya en ruinas en la época de la conquista. Los pobladores actuales de la comarca no conservan tampoco tradi- ciones auténticas de que las ruinas de Loma Rica hayan estado pobla- das en los primeros años de la colonización; y las ruinas de poblacio- nes que allí se encuentran, lo mismo que los objetos que contienen, son de un estilo diferente de los del arte peruano del tiempo de la con- quista. Los peruanos fabricaban sus instrumentos en bronce, pero el mayor número, por no decir la totalidad de los objetos de metal que se encuen- tran en Loma Rica, son de cobre puro y pertenecen seguramente a una AMEGHINO — V. HI 24 370 época remota en que los primeros pobladores de América aún no habían descubierto la aleación del cobre y el estaño. Del mismo modo, las urnas que hemos dibujado, indican una diferen- cia profunda con los Quichuas. La sepultura en urnas funerarias es la excepción en Perú, mientras que en Catamarca es la generalidad. Las figuras que adornan estas urnas son verdaderos jeroglíficos, y aunque algunos han pretendido que no son más que diseños rudimen- tarios sin significación alguna, esto sólo prueba que los que tal opinión kan emitido no conocen a buen seguro ni una palabra de los descubri- mientos modernos concernientes a las antiguas civilizaciones que se han sucedido en ambas Américas. El signo funerario de la cruz que se halla repetido sobre varias de esas urnas, el pájaro mensajero que en ciertos casos la rodea, la ser- piente mítica de todos los antiguos pueblos americanos y otros muchos símbolos diferentes, prueban que todos esos dibujos forman parte de un sistema de escritura que no conocían los Quichuas ni los Calchaquís contemporáneos de la conquista. Los mismos colores variados con que están pintadas, tienen un sentido simbólico, como lo tienen los colores de las pinturas mejicanas, los de la escritura maya y los de los quipos de los Incas. Pero cuando encontramos esa misma escritura trazada sobre piedras monolíticas, ya no cabe lugar alguno a la duda, y podemos asegurar que las rocas con inscripciones descubiertas por el profesor Liberani, son verdaderos monolitos, consagrados al recuerdo de grandes aconteci- mientos que allí se hallan explicados por un pueblo que ya no existe. La existencia de una antigua escritura en América del Sud, no sólo es presumible, sino que hay hechos históricos que la confirman. Viedma nos dice que los Moxos de Bolivia conservaban sus anales por medio de un conjunto de signos. «Un indio Moxo escribe los anales de su pueblo en una tabla o un pe- dazo de caña por medio de varios signos, cuya inteligencia y manejo pide mucha combinación y una memoria feliz.» Una antigua escritura casi exclusivamente fonética, que el señor Au- bin ha llamado calculiforme, existía en el antiguo reino de Quito (9). Por otra parte los quipos, que al tiempo de la conquista eran conoci- dos por todos los indios que poblaban Ecuador, Perú, Bolivia, Chile y la parte Norte y Oeste de la República Argentina, no eran simples com- binaciones numéricas, como se pretende generalmente, sino un sistema de expresar el pensamiento en el cual los objetos y los sonidos fonéti- (9) Mémoire sur la peinture didactique et l'écriture figurative des anciens Mexicains. Pa- Tis, 1849. 371 e cos estaban representados por combinaciones de nudos, colores y cor- dones en vez de signos. Asi Acosta nos dice: «Porque para diversos géneros, como guerra, de gobierno, de tributos, de ceremonias, de tierra, avia diversos quipos o ramales. Y en cada manojo destos tantos mudos y ñudicos, y hilillos ata- dos, unos colorados, otros verdes, otros azules, otros blancos, y final- mente tantas diferencias, que así como nosotros de veinticuatro letras auisándolas en diferentes maneras sacamos tanta infinidad de vocablos, así éstos de sus fludos y colores sacaban innumerables significaciones de cosas (10).» Blas Varela dice haber obtenido cantos populares peruanos que ha- bían sido conservados por medio de quipos (Garcilaso de la Vega); y Diego de Avalos dice que encontró un indio anciano que le dijo que ha- bía compuesto un quipo de todo lo que había pasado en su provincia, para presentárselo al Inca. Markham ha adquirido, en fin, en los An- des, la convicción de que los quipos servían para transcribir poemas, composiciones históricas y obras de todas las ramas de la literatura in- digena. (11) Si los quipos sirvieron verdaderamente de anales históricos, no de- bería sorprendernos que pudieran figurarlos sobre piedras, maderas o monumentos. Y en efecto, Balboa, hablando del testamento escrito de Huayna Ca- pac, dice: «Tomaron un bastón o madero y trazaron en él rayas de di- ferentes colores, por lo que debían conocer sus últimos deseos; y en seguida la confiaron al quipucamayo (12).» Acosta dice también que los Peruanos tenían el conocimiento de las pinturas jeroglificas; de la misma opinión es D'Orbigny (13); y Herre- ra, al mismo tiempo que nos confirma que los quipos servían de anales históricos no es en esto menos afirmativo, pues dice: «Indios cristianos ha habido que se han confesado por el quipo, como un castellano por escrito, y algunos indios se han confesado llevando la confesión escri- ta con pinturas y caracteres, pintando cada uno de los diez mandamien- tos por cierto modo, y luego haciendo ciertas señales como cifras... de donde se puede colegir la viveza de aquellos ingenios, pues por este modo escriben también muchas oraciones, y así, nunca los indios tuvie- ron letras, sino cifras o memoriales, en la forma dicha. Por unas cuen- tas de pedrezuelas, aprenden cuanto quieren tomar de memoria... Sus escrituras, como no eran letras, sino dicciones, sin necesidad de trabar- se unas con otras, las ponían de arriba abajo; y de esta manera con sus figuras se entendían (14).» (10) Historia nat. de las Indias, 1591. (11) Contributions towards a Grammar of Quichua. (12) Hist. du Pérou. (Col. TERNAUX). (13) L'Homme américain. (14) Historia general, etc. 372 Reputo que este pasaje de Herrera es de la mayor importancia, no tan sólo por sus afirmaciones claras y precisas, sino también por cuanto nos da la dirección en que deberemos leer tales escrituras el día en que las encontremos. La historia de los emperadores de Cuzco, nos confirma el mismo he- cho cuando nos dice que el Inca Viracocha mandó pintar un cuadro que representaba la fuga de su padre. Todo esto prueba que en estas comarcas existía una antigua escritu- ra, de la que no solamente quedan rastros en la República Argentina, sino también en Perú. Ya he citado los chunchos del Titicaca. Verdaderas inscripciones sobre rocas, monolitos, monumentos, teji- dos y aun sobre papel, se han encontrado también en las cercanías de Cuzco, en Chavin, Tiahuanaco, Ancon, alrededores de Trujillo, Quinoa, etcétera. Esta escritura, que probablemente es la misma de Quito, que Aubin ha llamado calculiforme, se dice que aún estaba en uso entre los Araucanos al tiempo de la conquista. En diferentes puntos de Chile se encuentran, en efecto, rocas con inscripciones, y el señor Moreno las ha encontrado en Patagonia austral, sobre los bordes del lago Argenti- no, aunque éstas, por las pocas palabras que de ellas dice el señor Mo- reno, nos parecen más bien puramente pitográficas, parecidas a las de San Luis, del Orinoco, etc. Por fín, varias inscripciones sobre rocas de Brasil que se han consi- derado sucesivamente como hebreas y fenicias están escritas en los mis- mos caracteres. Como prueba de ello, hemos dibujado en la figura 431 una de las inscripciones de Ceará. Compárese con las de Catamarca y se verá que no sólo está trazada sobre una roca monolítica como éstas, ni presenta tan sólo el mismo estilo, sino que la identidad es tan com- pleta que todos los caracteres y signos que se encuentran en la roca de eará, pertenecen al sistema de escritura que nos han hecho conocer las piedras monolíticas de Catamarca. Montesinos, en sus «Memorias», etc., habla de un antiguo rey del Perú que prohibió el uso de la escritura. Innumerables son los impug- nadores de Montesinos, pero ignoran sin duda que Garcilaso de la Vega, Inca él mismo, dice en sus «Comentarios reales», que los Incas prohi- bieron el uso de la escritura; y ésta es la prueba más evidente de que era conocida antes de la conquista. Los Araucanos del tiempo de la conquista escribían sobre papel de hojas de banano y sobre pieles preparadas o pergaminos llamados quil- cas, que según Montesinos, existían en el país mil ochocientos años an- tes de nuestra era, «porque, agrega el sabio indagador, en esa época era conocido el uso de las letras y había hombres y maestros que ense- naban a escribir, como lo hacen en el día los Amautas.» Desde esa épo- ca remota, el rey Inti-Capac había establecido el año solar de 365 días 373 y seis horas, y dividido los años en ciclos de diez, cien y mil años, por cuyo medio conservaban ellos el orden de las dinastías reales y la me- moria de los acontecimientos más remotos de su historia (15). La lingüfstica confirma por completo tales deducciones. En lengua Aimara escribir se dice quelcaña y en lengua Quichua quelca o quelcai. Estos dos nombres estaban en uso en los primeros años de la conquis- ta. según consta en documentos históricos; son indígenas y remontan a una época mucho más lejana, como lo prueba su raíz común. Si esos - pueblos no hubieran conocido la escritura y por consiguiente ésta no hubiera tenido un nombre indígena, o habrían adoptado la palabra es- pañola o si le hubieran aplicado un nombre nuevo, seguramente no ha- bría sido el mismo en Aimará que en Quichua. Esta regla es general para todas las demás lenguas americanas. Así los Mayas y los Quichés, cuyas lenguas son de una misma familia y que conocían la escritura je- roglífica antes de la conquista, tenían un nombre especial parecido en ambas lenguas, que en el día se aplica a la escritura común: en Maya escribir es tz1b y en Quiché tzibak. Por el contrario, los Cris y los Chip- peaways, cuyas lenguas son aún más parecidas que el Maya y el Qui- ché, o que el Quichua y el Aimará, pero que no conocían la escritura y que por consiguiente le dieron un nombre posteriormente a la con- quista, han adoptado nombres completamerte diferentes: escribir en Cris se dice masihiankew y en Chippeaway ojibiiye. Lo mismo sucede con el Dakota y el Hidatsa, dos lenguas sumamente parecidas: en Dako- ta escribir se. dice owa y en Hidatsa akakasi, nombres que no tienen en- tre sí ninguna relación. Nos creemos, pues, autorizados para afirmar que los nombres Aima- rá y Quichua quelca, quelcai y quelcaña son indígenas, anteriores a la conquista: pues las pruebas de esta demostración se encuentran tanto en la historia como en la arqueología y la lingüfstica. Esos nombres, más o menos modificados, han sido también adoptados por algunas otras naciones indias y se conservan igualmente en algunos nombres de localidades. Los Quichuas aún llaman actualmente quilca a la escritura y ya hemos visto que los Araucanos de Chile daban este mismo nombre en tiempo de la conquista a las pieles preparadas para escribir. Los in- dios Pampas de Buenos Aires, que son de la misma raza y han recibido de los Araucanos de Chile un gran número de voces peruanas, designan aún las cartas y la escritura en general con el nombre de chilca, corrup- ción del Araucano de Chile, del Quichua y del Aimará quilca, quelca, quelcaí y quelcana. En Perú el nombre de quilca o chilca se ha conse:- vado a un gran número de localidades: tales son el valle de Quilca en Perú septentrional, justamente en una región que contiene un gran nú- (15) MonTESINOS: Memorias históricas sobre el aniguo Perú. 374 mero de monumentos en ruinas cubiertos de bajorrelieves e inscripcio- nes: el pueblecito Quilca, sobre el lago Titicaca, a poca distancia de Tia- huanaco, en donde se encuentran igualmente muchos monumentos cu- biertos de inscripciones; Chilca, localidad cercana de Lima, etc. En la República Argentina también se encuentran varias localidades de este nombre, tales como el pueblito de Chilca en la provincia Salta, Chilca en la provincia Tucumán, el cerro y quebrada de Chilca en la provincia Catamarca, donde existen grandes inscripciones sobre rocas, etc. En cuanto a los quipos, sirvieron de anales históricos a varios pue- blos de América del Norte y América Central, desde tiempos muy re- motos, fueron conocidos de los Purhuas de Quito, anteriormente a los Incas, y estos últimos los propagaron hacia el Sud. Los quipos descendieron, pues, de Norte a Sur y la escritura subió probablemente de Sur a Norte. Ambas civilizaciones se encontraron a principios de nuestra era, Y trabaron una lucha cuyos detalles ignoramos hasta ahora. Cupo la vic- toria al pueblo de los quipos, fué prohibido el uso de las letras y un an- tiguo soberano peruano hizo quemar vivo a un amauta que había in- ventado una nueva especie de caracteres. Según esto, se verá que estamos muy lejos de participar de la opinión general que considera a los Quichuas como los importadores de los pri- meros rudimentos de la civilización en nuestro suelo. El suelo argentino dió origen a una civilización propia, que data de una gran antigüedad y que difería de la de los Incas. Los Quichuas no fueron civilizadores, sino conquistadores y legisla- dores que trataban de uniformarlo todo. El nombre de Quichuas se dió primitivamente a una pequeña tribu que habitaba el Oeste de Cuzco y fué una de las primeras que se puso a las órdenes de los Incas; pero es sabido que en una época anterior floreció en el Collau la civilización Aimará, superior a la de los Qui- chuas y que tuvo el centro de su poder a orillas del Titicaca. Y bien: los Calchaquís no hablaban el Quichua, sino un idioma dife- rente más cercano al Aimará, lo que prueba que eran más o menos alia- dos del antiguo pueblo que en tiempos remotos elevó los monumentos de Tiahuanaco. Los nombres de localidades en Ecuador, Perú, Bolivia y República Argentina indican también la existencia de pueblos de origen diferente que nunca se fusionaron por completo. Aquí y allá se encuentran algunos nombres de localidades que per- tenecen evidentemente a la lengua Quichua, pero son posteriores a la conquista del país por los peruanos. En el Norte de Perú y en Ecuador se encuentran un gran número de localidades, cuyo nombre concluye por la terminación bamba (Jamo- 375 bamba, Condebamba, Mollebamba, Chitabamba, Pomabamba, etc.), que en uno de los dialectos septentrionales equivale a la palabra pueblo. Ex el Perú meridional también existe un gran número (Challabamba, Uru- bamba, Condebamba, etc.), pero son mucho más raras en Bolivia (Co- chabamba, Pomabamba, etc.), y no conocemos ninguna en la República Argentina. De esto deducimos que pueblos que habitaban en un prin- cipio en Perú septentrional, emigraron al Sud y algunas de sus fraccio- nes penetraron en Bolivia y llegaron hasta los confines de la República Argentina, pero no avanzaron más al Sud. | En la antigua lengua Calchaquí, pueblo es gasta, de aquí los nombres de Calingasta, Tinogasta, Nonagasta, Chiquiligasta y una infinidad de otros que se encuentran en las provincias argentinas Salta, Tucumán, Santiago del Estero, Catamarca, San Juan y La Rioja. Esta terminación ya no se encuentra en las fronteras de Bolivia. El pueblo que ha habita- do esos territorios, ha conservado pues, su individualidad propia y su ci- vilización particular, sin llevar a cabo grandes emigraciones lejanas. Los Aimarás, pueblo aliado por su origen a los Calchaquís, que ac- tualmente constituyen el fondo de la población boliviana de las cerca- nías del Titicaca, llamaban al pueblo marca; y de ahí los numerosos nombres de localidades que en el Norte de la República Argentina y Bo- livia concluyen con esta terminación (Parmamarca, Catamarca, Purma- marca, etc.). Siguiendo hacia el Norte se encuentran cada vez más raramente hasta en Ecuador y en Colombia (Tictamarca, Uramarca, Tu- numarca, Ocomarca, Parmaumarca, etc.). De esto deducimos que un pueblo aliado por su origen a los Calchaquís, habitaba en un tiempo la parte más septentrional de la República Argentina hasta el lago Titica- ca en Bolivia; que una gran parte emigró hacia el Norte; y que algunas de sus fracciones llegaron hasta Colombia. La tradición no contradice estos resultados. El territorio actual de las provincias Catamarca, Santiago del Estero, Salta y Tucumán, que formaba parte del Collau, era designado varios siglos antes de la conquista española con el nombre indígena de Tuc- man, de donde se deriva el nombre actual de Tucumán. (16) Las historias peruanas dicen que hallándose el Inca Viracocha en Chu- quisaca, centro político de las provincias del Sud que acababa de con- quistar, ahí le fueron presentados unos enviados del país de Tucma que le dijeron lo siguiente: «Capac-Inca-Viracocha, la fama de las hazañas de los Incas, tus an- tepasados, de su justicia y de la bondad de sus leyes, la manera de go- bernar sus súbditos, la excelencia de su religión, la reputación de piedad, (16) No ignoramos la etimología que se ha querido dar a la palabra Tucumán, haciéndola derivar de Tucumanaho, cacique indígena que combatió tenazmente a los españoles, pero consta por la tradición y la historia que esa región llevaba antes de la conquista el nombre indígena de Tucma, que llevan también varias localidades peruanas, Tucume, Tucme, etc, 376 de dulzura y de clemencia de toda la familia; en fin, la noticia de las grandes maravillas que el Sol, tu padre, acaba de cumplir en tu favor, han penetrado hasta los últimos límites de nuestro país y aun se han ex- tendido mucho más allá. Los caciques de toda la tierra de Tucma, ma- ravillados y encantados de tu grandeza, nos envían para que te suplique- mos los quieras recibir bajo tu imperio y permitirnos a todos llamar- nos tus súbditos, a fin de que gocemos de tus favores y que nos envíes algunos Incas de sangre real para que nos enseñen la religión que de- bemos creer y las leyes que debemos observar. En consecuencia, en nombre de nuestro país entero, te adoramos como hijo del Sol y te acep- tamos como rey y señor; en testimonio de lo cual te ofrecemos nuestras personas y los productos de nuestro suelo como prueba y demostración de que te pertenecemos.» Dicho esto, presentaron al Inca tejidos de algodón, miel, cera, frutos, legumbres, etc., como dando una muestra de lo que producía el país, para que el Inca tomara posesión de él. Viracocha aceptó el nuevo dominio que se lé ofrecía, colmando de presentes a los enviados. Estos residieron algún tiempo en Chuquisaca v después pasaron a Cuzco, donde pudieron formarse una idea del po- der de los hijos del Sol. Antes de retirarse dieron a Viracocha, en su última audiencia, deta- lies sobre Chile, induciéndole a conquistar esta región, con la que, de- cían, no podían mantener relaciones porque los separaba de ella una gran cordillera de montañas constantemente cubiertas de nieve. Algún tiempo después Viracocha quiso visitar sus nuevos dominios y penetró hasta los valles Calchaquís, donde fué perfectamente recibido. Su sucesor Pachacutec visitó también el país de Tucma hasta los Cal- chaquís; y su heredero Yupanqui, décimo Inca, atravesó el territorio de Tucma y los valles Calchaquís en su expedición a la conquista de Chile, al frente de un numeroso ejército. El viaje de los embajadores de Tucma tenía lugar unos doscientos años antes del descubrimiento. Para que en esa época existieran estados regularmente constituídos y un pueblo dado al comercio, la industria y la agricultura y cuyos súbditos tenían noticias sobre un país tan lejano como Chile, del que los separaba la cordillera de los Andes; para que llegara a los oídos de sus soberanos y de todos sus súbditos las grande- zas del imperio peruano y se decidieran a mandar embajadores y pre- sentes al Inca Viracocha; para que los embajadores del reino de Tuc- ma pudieran trasladarse a Chuquisaca, de ahí se decidieran a pasar a Cuzco, pudieran formarse una idea favorable de las instituciones del pueblo Quichua y más tarde el pueblo Tucumano se sometiera volunta- riamente a los emperadores de Cuzco, es preciso admitir en esas regio- nes la existencia de un pueblo al que no le eran desconocidos los prin- 377 cipios de la civilización, y que estaba muy lejos del estado de barbarie que en el afán de ensalzar a los Incas le atribuye injustamente el mismo Garcilaso. La parte septentrional del Collau, comprendida en el territorio boli- viano, hacía ya más de un siglo que había hecho también su sumisión voluntaria a Lloque Yupanqui, tercer Inca. Pero parece que no siempre salieron del Collau comitivas de embajadores, sino también enjambres de guerreros. Unos dos siglos antes de nuestra era, florecía en Perú un poderoso reino que tenía su capital en Cuzco y extendía su dominación hasta Ata- cama por el Sur y Ecuador por el Norte. Hacía uno dos siglos que go- zaba de una completa paz y realizaba grandes progresos en las artes y las ciencias. Esto duró hasta el reino de Titu-Yupanqui, príncipe con- temporáneo de Jesucristo. Un ejército numeroso salió del Collau en dirección al Norte e inva- dió Perú. Esto tenía lugar en el primer siglo de nuestra era. Yupanqui se preparaba para salirle al encuentro, cuando le advirtieron que al Este, del lado de los Andes, avanzaban numerosas hordas feroces y sal- vajes; que entre ellas venían un gran número de negros; y que los po- bladores de las llanuras se habían sublevado y habían reunido un nu- meroso ejército. Titu- Yupanqui, a pesar de los consejos de sus minis- tros, quiso ir a la cabeza del ejército y fué muerto en lo más fuerte de la refriega. Con él se concluye la segunda dinastía de los emperadores de Cuzco, cuyo fin fué marcado por una invasión salida del Collau. Perú se dividió entonces en un gran número de pequeños estados y comenzó una era de anarquía espantosa que se prolongó durante más de mil años, hasta el establecimiento de los Incas, con quienes comien- za la tercera dinastía de los emperadores de Cuzco. Esos mil años son una era de revoluciones y guerras continuas, casi todos cuyos detalles ignoramos. La ciudad Cuzco fué abandonada y destruída por las guerras y terre- inotos. Se perdió el uso de las letras. El heredero de Titu-Yupanqui tras- ladó su capital a Pacaritambo, desde donde sólo ejercía dominio sobre una reducida porción de territorio y recibía de sus súbditos el nombre de rey de Tambotoco. El fué quien considerando la escritura como la fuente de todas las calamidades públicas prohibió su uso y mandó quemar vivo a un amau- fa que había inventado otra clase de caracteres. Durante esta época de convulsiones, que parece invadió los alrededo- res del Títicaca, es cuando una raza de hombres blancos y barbudos que habían establecido el centro de su poder en Chucuvitu, emprendieron la construcción de la antigua Chucahua, cuyos monumentos en ruinas y en perte sin concluir, conocidos actualmente con el nombre de ruinas de Tiahuanaco, causan la admiración de los viajeros. Un famoso capitán llamado Cara salió entonces del Sud, de los valles de Coquimbo, en la latitud de La Rioja, es decir, aún más al Sur del país de Tucma, invadió el Collau, se apoderó de Chucuvitu, exterminó a los hombres blancos y barbudos que elevaban los monumentos de Tia- huanaco, que aún en nuestros días se muestran sin concluir, y estable- ció su residencia en Tapac-ri, en donde sus descendientes conservaban aún el mismo nombre de Cari como un título real, cuando muchos si- glos más tarde fueron sometidos por el Inca Yupanqui. Parece que la revolución político-religiosa que hacia el siglo x1 de nuestra era fundó la dinastía de los Incas, tuvo también su origen en el Collau con un principe de nombre Inca-Zapana, que fué el primero que se levantó, conquistó Cochabamba y dirigiéndose hacia el Norte some- tió todos los pueblos desde el Titicaca hasta Cuzco, cuyo antiguo es- plendor renovó y que rodeado más tarde de los recuerdos de Manco Capac I, primer fundador de Cuzco, fué confundido con este último, considerado como un Dios y como primer fundador de la monarquía peruana. Antes de nuestra era, el Sud, el Collau y el país de Tucma en la Re- pública Argentina, es también el punto de donde salen emigraciones y ejércitos numerosos que invaden Perú y en muchos casos llevan la ci- vilización a lejanas regiones. Doscientos años antes de la actual era, Perú fué invadido por varias emigraciones salidas de la provincia Tucma. 150 años antes el rey Ya- huar-Huquiz, sabio astrólogo, reformó el calendario, substituyendo al día bisestil la intercalación de un año cada cuatro siglos, cálculo que los amautas y otros astrólogos que consultó encontraron muy justo. Pero la primera gran reunión de amautas que corrigió el calendario civil y religioso e introdujo modificaciones en el culto del reino de Cuz- co, tuvo lugar durante el siglo xm antes de nuestra era; y Ayar-Manco, trigésimo tercero rey de Cuzco, que reinaba unos 700 años antes de nuestra era, fué quien convocó la segunda asamblea que decidió que ya no se contaría por lunas, sino por meses de 30 días y por semanas de 10, agregando un día para los años bisestiles que fueron denominados alla- cauqui. El largo espacio de tiempo comprendido entre estas dos fechas está señalado también por varias emigraciones que invadieron Perú, lle- gando del Norte unas, y las otras del Sud, del lado del Collau. La primera fundación de Cuzco por Manco Capac I, 2.500 años antes de la era actual (según Bellecombe, 2.900 años antes de élla), fué también seguida pocos años después por la invasión de los Atumu-ru- nas o Hatun-runas (grandes hombres), pueblo que procedía del Sud, del Collau, que se extendió hasta más de 100 leguas al Norte de Cuz- co, dejando por todas partes grandes monumentos cuyas ruinas aún se encuentran. 379 Los más lejanos recuerdos tradicionales e históricos nos presentan, pues, al Collau y al país de Tucma como un país poblado y que envía de tiempo en tiempo emigraciones a los países septentrionales. Volviendo a las inscripciones que se encuentran sobre las rocas y las urnas de Catamarca, decimos que no dudamos que éstas forman la es- critura de un antiguo pueblo de Tucma o del Collau que ya había des- aparecido al tiempo de la conquista. En- las inscripciones encontradas por los señores Liberani y Hernán- dez, se distinguen los diseños groseros de algunas figuras que repre- sentan seres animados: éstos son seguramente signos simbólicos. A la misma categoría pertenecen sin duda las representaciones de ob- jetos inanimados; y las combinaciones de figuras geométricas quizá ten- gan sólo un valor figurativo. Además se nota la presencia de un cierto número de signos simples, aislados y que se repiten completamente ¡cuales en varias de esas inscripciones; éstos son seguramente signos fonéticos simples. Otros signos se componen de algunos de esos signos simples diversamente combinados, y esas combinaciones se repiten tam- bién iguales en casi todas las inscripciones, lo que según nuestro modo de ver prueba perfectamente que los primeros son signos fonéticos sim- ples y los segundos signos fonéticos compuestos. Nuestra opinión sobre este punto está definitivamente formada: las inscripciones sobre rocas de Catamarca representan un sistema com- pleto de escritura ideográfica, compuesto en parte de figuras y carac- teres simbólicos y figurativos y en parte de caracteres fonéticos. Las inscripciones sobre rocas han sido practicadas sin duda para con- servar el recuerdo de grandes acontecimientos. Las que se hallan sobre las urnas son inscripciones funerarias que indican la posición, estado, edad, profesión, hechos memorables de la vida del difunto, etc. El color negro simboliza el sacerdocio, los que a él se han dedicado, y las cosas de origen divino. El color gris hierro, la muerte, el duelo. El color amarillo, el oro, la riqueza. El blanco, la plata, el reposo. El co- lorado, la sangre, la guerra, los guerreros. El azul y el colorado reuni- dos, la paz, la amistad. Los animales domésticos simbolizaban la pastoricia; y la figuración de frutos, la agricultura. La cruz griega era usada como signo funera- rio simbolizando el descanso; otra más derecha, de forma diferente, indicaba los cuatro puntos cardinales y la dirección del viento. El sig- no del rayo estaba indicado por una línea ondulada con un círculo o una flecha en una extremidad. El llanto era simbolizado por un círculo re- presentando el ojo, del que parten dos líneas paralelas, entre las que se hallan en línea un cierto número de círculos más pequeños figurando las lágrimas. Varias líneas rectas que parten del ojo indican la vista, la ac- ción de ver, de observar. El cetro, la maza de guerra, indica el gobierno, 380 la autoridad. El ala de un pájaro, la ligereza, la velocidad. Un largo rec- tángulo indica la boca, simboliza la palabra, la acción de hablar, el ora- dor y los jefes subalternos. El casco convexo adornado de rayos que convergen a un punto céntrico, indica el guerrero, que también se halla simbolizado por la maza de guerra. El padre, la fuerza creatriz, se halla representado por un árbol aislado. El hijo varón se halla figurado por un círculo del que sale una pequeña tilla retorcida; el hijo hembra por un círculo en figura de corazón. Un árbol invertido, con la copa hacia abajo, simboliza la esterilidad. Un círculo del que salen dos líneas pa- ralelas indica el hombre obrero. Un círculo colocado entre dos líneas paralelas tangentes simboliza el hombre y la mujer unidos por el vínculo del matrimonio. Cuatro cuadrados concéntricos indican una po- blación de primer orden, la capital de una provincia, o la residencia de un jefe de primer orden; tres cuadrados concéntricos, una población de segundo orden; dos, una de tercero. Un cuadrado dividido en.cuatro par- tes iguales por dos líneas diagonales, es una población; y dividida en cuatro cuarteles. El sol y la luna, adorados desde una a otra extremidad de América del Sud, se encuentran representados bajo un número de figuras simbólicas muy diferentes. Las estrellas eran figuradas por cua- tro, seis u ocho líneas rectas y cortas, convergiendo a un punto céntrico. La figuración de un grupo de estrellas indicaba el verano. El invierno lo figuraban con un cierto número de curvas que representaban las nu- bes, simbolizando, además, la niebla y la lluvia. Una pirámide de tres cueipos superpuestos con tres plataformas representa el templo; y la pirámide con escalones y plataformas opuestas, una fortaleza. Una fle- cha atravesando oblicuamente una línea quebrada dirigiéndose hacia la tierra, es el rayo que cae, y, por consiguiente, la cólera divina. Las uni- dades estaban figuradas por puntos y por líneas; los años del difunto por series perpendiculares u oblicuas de líneas y puntos. La barra hori- zontal parecería que marcara las decenas. El tigre indica la fuerza; dien- tes sumamente desarrollados y visibles son atributos de la ferocidad. Líneas cruzadas de modo que formen damero, simbolizan el arte de construir, la arquitectura, grandes construcciones, etc. Las líneas que- bradas que forman un gran número de ángulos regulares y dan vuel- tas y revueltas, indican canales artificiales, y simbolizan la irrigación, la abundancia y la fertilidad. El signo del agua era una línea quebrada, como entre los antiguos egipcios; y formando con ella un cuadrado o un rectángulo, los antiguos pobladores de Catamarca han representado la idea de un lago, del mar, o de un depósito de agua cualquiera, etc. Así es como puede conocerse a primera vista que en la urna funera- ria (figura 323) descansa el cuerpo de un guerrero, que ha conquistado varias poblaciones, que ha sometido un gran número de pueblos, que ha censtruído canales de irrigación, etc. En la que representa la figura 324 381 descansa el cuerpo de un rico y de un noble, que tenía el gobierno civil y militar y que murió a los 26 años de edad sin haber hecho grandes ex- cursiones, etc. En la que representa la figura 325 descansa un sacerdo- te, que ha hecho correr torrentes de sangre en sacrificios; era un gran sabio, un orador, habia hecho construir canales de irrigación, etc. En le de la figura 429 descansa el cuerpo de un guerrero que mandó cons- truir dos grandes ciudades, monumentos considerables, etc. Del mismo modo en las inscripciones sobre rocas podemos ver que la del número 354 conmemora una acción de guerra; la del número 361 recuerda una terrible tempestad; la del número 362 un terremoto; en la del número 359 podemos leer el culto que un pueblo rendía al agua. Hasta sobre los mismos objetos podemos leer el uso a que estaban destinados: así es como los signos que se encuentran sobre el tiesto número 331 nos in- dican de una manera clara y precisa que no debía ser destinado más que a la conservación del agua: así como nuestros pulperos (*) ponen sobre cada botella un rótulo que indica su contenido, cognac, ajenjo, etc., así ci antiguo propietario de ese recipiente escribió sobre él, agua. Más difícil es descifrar la parte fonética que precisa el verdadero sentido de la parte simbólica. A eso tienden ahora nuestros esfuerzos y esperamos que nuestras esperanzas no han de ser defraudadas. Exponer por completo los resultados ya conseguidos nos reclamaría mucho más espacio del que disponemos. En una Memoria intitulada: Inscripciones antecolombinas, encontra- das en la República Argentina, que tuvimos el honor de presentar al Congreso Internacional de Americanistas, reunido en Bruselas en Septiembre de 1878, hicimos moción para que se presentara a estudio de la próxima sesión que tendrá lugar en España en 1881, el estudio dz las inscripciones mencionadas y la relación que podía haber entre los quipos y la escritura; esto es, si los quipos podían ser representados por la escritura gráfica y si esta última a su vez podía ser transcripta en quipos. Aceptada esta propuesta, creemos de nuestro deber reservar el estudio completo de las antiguas escrituras sudamericanas para un tra- bajo especial que presentaremos a la próxima reunión del Congreso Internacional de Americanistas. (+) Almaceneros rurales. CAPÍTULO XIV ÉPOCA MESOLÍTICA EN LA PROVINCIA BUENOS AIRES Yacimiento de los objetos mesoliticos. — Paradero mesolítico del arroyo Frias. — Pa- radero de Cañada Rocha. — Hojas de piedra. — Cuchillos. — Puntas de flecha y de dardo. — Hachas. — Raspadores. — Punzones de piedra. — Piedras de honda, discos, núcleos y residuos — Bolas, piedras pulidas, etc. — Morteros. — Cálculos. — Huesos quemados. — Huesos partidos para extraer la médula. — Cráneos partidos para extraer los sesos. — Mandíbulas rotas por el hombre. — Huesos con señales de golpes y choques. — Huesos con estrías, rayas e incisiones. — Huesos cortados y tallados, En las hondonadas, a orillas de los ríos y arroyos, debajo de la capa de tierra negra o vegetal que contiene los objetos neolíticos de la pro- vincia Buenos Aires, ya mencionados, se encuentran depósitos geoló- gicos regulares, pertenecientes a la época postpampeana, que tienen desde uno hasta cuatro metros de espesor. Estos depósitos se han formado en el fondo de lagos, lagunas y pan- tanos que existían al principio de la época geológica actual y que se han desecado gradualmente debido a la denudación de sus riberas por las aguas pluviales y al polvo depositado por las tormentas. Presentan un color ceniciento, debido en parte a una inmensa can- tidad de infusorios que vivían en sus aguas y en parte a la cal produci- da por la descomposición de las conchillas de los moluscos que fueron contemporáneos de los infusorios. En algunos puntos fué tan grande la descomposición, que el terreno contiene hasta un cincuenta por ciento de carbonato calizo y en otros se ven aún enteras miríadas de conchillas de ampularias, paludinelas y planorbis. No es raro encontrar masas duras de color ceniciento producidas por la conglomeración de arcilla y carbonato calizo, formando así una espe- cie de marga que puede considerarse como tosca en vía de formación. En otras partes el terreno ha sido endurecido por infiltraciones fe- rruginosas que le han dado un color herrumbroso. Es sumamente raro encontrar en él huesos de mamíferos, y siempre que hemos hallado algún fragmento, él se encontraba en un estado tal que no permitía determinar la especie. 383 Sin embargo en algunos puntos, aunque raramente, contiene sílex ta- llados y otros objetos de la antigua industria humana, y entonces tam- bién numerosos huesos de mamíferos, pájaros, reptiles y pescados. Esos objetos pertenecen a una época más antigua que la época a que pertenecen los que se encuentran en la superficie del suelo o en la capa de tierra negra superficial; pero son, sin embargo, posteriores, y de mu- cho, a la extinción de los últimos representantes de la fauna fósil del Plata. Con todo, no remontan tampoco a los primeros tiempos de la época geológica actual, pues no se encuentran en los depósitos modernos más antiguos; pero como su anterioridad a los ya descriptos está demostra- da, tanto por su yacimiento geológico, como por el trabajo que presen- tan los objetos que ahí se encuentran, no hemos dudado un instante para considerarlos como los representantes de una época diferente, para la cual hemos aceptado el nombre de mesolithica. Los paraderos de esta época que hemos descubierto ascienden a una media docena, pero sólo en dos hicimos excavaciones, y eso incompletas. El primero de ellos se encuentra a orillas de arroyo Frías y el segun- do sobre los bordes de Cañada Rocha. Estos paraderos tienen una gran analogía con los paraderos o estaciones paleolíticas que describiremos más adelante y que pertenecen a una época infinitamente más remota. Esta analogía es de la mayor importancia por cuanto podrá servir para probar que los objetos que se encuentran en los segundos también llevan el sello de la inteligencia humana, razón por la cual nos exten- deremos en la descripción de los primeros. El pequeño arroyo Frías (afluente del río Luján), a una legua poco más o menos de su embocadura, corre en medio de un terreno muy bajo y sus barrancas apenas tienen algo más de un metro de alto. La composición del terreno, tal como se presenta en la barranca, es la siguiente: 1° Una capa de tierra negra vegetal de 10 a 35 centíme- tros de espesor; 2° Una capa de tierra negra algo cenicienta con vesti- gios de infusorios, una pequeña mezcla de carbonato calizo y algunas ampularias y planorbis; 3? Capa de terreno blanquizco de unos 40 cen- tímetros de espesor, de bastante dureza y conteniendo una mezcla con- siderable de carbonato calizo; 4” Terreno pampeano de un color blanco amarillento. En la barranca de su margen izquierda y en un trecho de más de 200 metros de longitud, antes de llegar a una loma bastante elevada, aflo- raban en la capa número 3 algunas puntas de hueso. Exhumados, reconocimos que eran astillas longitudinales de huesos largos de ciervo y de guanaco. Como no presentaban indicios de haber sido rodados por las aguas y como, por otra parte, la superficie de sus roturas era tan intacta que pa- 384 recia hubieran sido partidos en el instante, supusimos que eran huesos largos partidos por el hombre para extraer la médula. Practicamos entonces algunas excavaciones y recogimos los objetos siguientes: 1° Muchos huesos de guanaco, ciervo y avestruz partidos del mis- mo modo, pero desparramados uno aquí y otro allá sobre una gran su- perficie. 2% En diferentes puntos ceniza, carbón vegetal y fragmentos de tie- rra quemada. 3° Una mano de mortero, de diorita, en forma de cono truncado, de unos 10 a 12 centímetros de alto, muy bien trabajada y perfectamente pulida. Este objeto, depositado en poder dei finado doctor Ramorino, no sabemos dónde habrá ido a parar. 4% Otra mano de mortero, representada en la figura 366, larga, an- cha y comprimida. Sus dos caras son planas y pulidas. La que reposaba sobre el terreno tiene adheridas a su superficie algunas pequeñas par- tículas de marga, pero la otra está casi completamente cubierta por un depósito de tosca de hasta 2 y 3 milímetros de espesor. Los bordes late- rales están bastante bien redondeados y también cubiertos en parte de depósitos de tosca. Tiene 15 centímetros de largo, 7 de ancho en el me- dio y 24 de espesor. Las extremidades son mucho más angostas y ter- minan en una superficie casi plana, muy áspera, de 3 centímetros de largo por 16 milímetros de ancho. Objetos completamente iguales hemos visto en las colecciones de ob- jetos caribes provenientes de la Guadalupe. 5° Un fragmento de bola arrojadiza trabajada en diorita y envuelto en un espeso depósito de tosca. À juzgar por este fragmento, la bola era muy bien labrada y completamente esférica. 6° Varios fragmentos de sílex sin forma definida. Es, pues, evidente que hubo allí un paradero de indígenas en la épo- ca en que se formaba la capa número 3. La prueba evidente de que es- tos objetos se remontan a una antigüedad bastante remota, es que la capa superficial contiene objetos de piedra como los que se encuentran comúnmente en esta Provincia y que ambos depósitos están separados por una capa de tierra de espesor bastante considerable, formada en el fondo de un pantano. El paradero de Cañada Rocha se encuentra sobre la margen derecha de la cañada, a una legua poco más o menos de la embocadura del arro- yo Marcos Díaz, del que es una continuación, y a unos cincuenta pasos antes de llegar a su principal bifurcación. Durante el mes de Diciembre de 1875 recorríamos la Cañada acom- pañados de muestro hermano Juan Ameghino, cuando éste nos hizo fijar la atención sobre algunos grandes fragmentos de alfarería que aflora- OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO.- -VOL. III LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. XIII AN 0 7 + La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. XIII OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. - -VoL. III 385 ban en la superficie de una barranca inclinada. Al retirarlos, observamos que toda la superficie del suelo estaba cubierta de fragmentos de alfa- rería, sílex y huesos a medio enterrar. Reconocimos al instante que ha- bíamos descubierto un paradero prehistórico de una época bastante re- mota y el día después emprendimos su exploración, que continuamos durante más de un mes. Durante ese espacio de tiempo, solo conseguimos remover una parte del paradero (unos cien metros cuadrados de superficie), ignorando aún hasta dónde se extiende hacia el interior de la barranca. Esta se compone en ese punto: !° de una capa de tierra vegetal de unos 80 centímetros de espesor; 2° de una capa de tierra cenicienta de 2 metros de espesor, término medio, que contiene los restos de la industria hu- mana; 3° el terreno pampeano. La capa número 2, en la cual se halla el paradero, forma una especie de hondonada en el terreno pampeano y presenta todos los indicios de haberse formado en una especie de pantano, entre otros numerosos res- tos de infusorios y conchillas de ampularias y planorbis. En muchas partes está endurecida por infiltraciones ferruginosas y contiene nume- rosas concreciones de óxido de hierro hidratado, algunas del tamaño de un huevo de gallina. Por todas partes el terreno de la capa número 2 está atestado de hue- sos, sílex tallados, fragmentos de alfarería, instrumentos de hueso, etc. En la parte del paradero que hemos removido recogimos unos 500 sílex trabajados, 800 fragmentos de alfarería, unos 50 instrumentos de hueso y una cantidad asombrosa de huesos diferentes. A cada golpe de pala salía cierto número de huesos acompañados de algún fragmento de alfarería o algún sílex tallado. El plano de división entre las capas número 2 y número 3 no es uni- forme sino accidentado de una manera muy singular. Toda la superficie del terreno pampeano sobre la cual descansa la capa de terreno ceniciento o ferruginoso, presenta una gran cantidad de hoyos circulares colocados a una distancia de 20 centímetros, a 1 me- tro unos de otros. El diámetro de los hoyos es muy diferente: unos ape- nas tienen 20 centímetros de diámetro y otros de 60 a 80. Su profundi- dad varía desde unos 50 centímetros hasta cerca de 2 metros, es decir, que su fondo se encuentra a más de 4 de la superficie del suelo. Vaciados varios de ellos, encontramos que estaban rellenados con la misma tierra cenicienta y ferruginosa de la capa número 2 y que, como esta, contenían hasta en su mismo fondo, huesos, alfarerías y sílex ta- llados; encontramos otros casi completamente rellenos de cenizas y carbón vegetal. Algunos de los hoyos de diámetro más grande bajan hasta una profundidad de 50 a 60 centímetros y se subdividen entonces en tres o cuatro hoyos de diámetro más pequeño y que en vez de descen- der verticalmente toman una dirección algo oblicua y divergente. AMEGHINO —V. III É 25 386 La tierra rojiza extraida de estos hoyos ha sido acumulada entre ellos de manera que formara pequeñas elevaciones. Habría sido interesante remover todo el paradero y transportar la tierra a alguna distancia para ver así la repartición o colocación de to- dos esos hoyos, lo que quizá habría podido revelar su destino; pero, obli- gados a hacer todas esas investigaciones a nuestras expensas, no dis- poníamos de suficientes recursos para emprender un trabajo semejante, que aún puede hacerse cuando se quiera remover el resto del paradero. Hemos dicho más arriba que la capa número 2 presentaba todos los indicios de haberse formado en el fondo de un pantano, entre otros la existencia de infusorios, de ampularias y planorbis. Estos son caracte- res que no permiten equivocarse sobre el verdadero origen del terreno que los presenta. Se encontrará, sin embargo, algo extraño que haya existido un para- dero indígena en medio de una especie de laguna, pero el hecho es in- negable. La Cañada Rocha y el arroyo Marcos Díaz corren por en medio de una gran depresión. Esta hondonada estaba ocupada en otro tiempo por una gran laguna algo pantanosa, de más de una legua de largo y en al- gunos puntos de cuatro a seis cuadras de ancho. En su fondo se formó un depósito o capa de terreno más o menos blanco, en el cual se encuentran los vestigios de los seres animados que vivían en el fango del antiguo pantano. Esta capa de terreno se presenta sin interrupción alguna en las ba- rrancas del arroyo Marcos Díaz y en una parte de las de Cañada Rocha, debajo de la tierra vegetal y encima del terreno pampeano. La capa número 2 del paradero de Cañada Rocha, forma parte del sedimento depositado en el fondo de la gran laguna, aunque su posición indica que estaba situada cerca de la orilla. Las aguas del pantano descansaban justamente sobre la superficie del terreno pampeano que contiene los hoyos mencionados. Tampoco sería extraño que éstos se relacionaran con el sistema de habitaciones que tendrían para vivir en tales parajes, y quizá el estudio completo de los primeros nos daría a conocer las segundas. De todos modos es indudable que éstas tendrían alguna relación con las habitaciones lacustres encontradas en tantos lagos y turberas de Sui- za, Francia, Italia y Alemania. Es indudable que la tribu que ha dejado esos restos ha residido en ese punto un espacio de tiempo muy considerable. Lo prueba la inmen- sa cantidad de huesos acumulados en dicho punto, el espesor medio de dos metros de terreno depositados en parte por las aguas y la espesa capa de tierra vegetal que se halla encima. Sin embargo esa no fué su residencia continua y es posible que sólo fuese habitada durante el ve- 387 rano. Los objetos trabajados, lo mismo que los huesos, se encuentran dispuestos en un cierto número de capas que marcan las épocas en que el paradero estuvo habitado y están separadas por otras capas compues- tes exclusivamente de limo del pantano, que indican otros tantos perío- dos durante los cuales los habitantes abandonaban la población, debido quizá a las aguas que durante el invierno debían subir a un nivel muy elevado. Aún en la actualidad, que el nivel de las aguas ha bajado notable- mente, al remover el paradero durante el mes de Enero, en lo más fuerte del verano, brotaba agua en su parte inferior, y eso, que en esta época, el agua del riachuelo corre a un nivel bastante inferior. Puede, pues, uno formarse una idea de lo que sería en esa época en que las pampas eran mucho más abundantes de agua que en la actua- lidad, y en que no habiendo excavado aún su cauce actual, las de la ca- nada ocupaban justamente la superficie del paradero. Que los objetos extraídos de este punto se remontan a una época mu- cho más remota que los descriptos en los capítulos VI y VII, es cosa fá- cil de demostrar. Lo prueban los objetos encontrados, que son de un trabajo menos concluído, y lo prueba también la profundidad a que se encuentran. Es imposible admitir que en el solo espacio de cuatro a cinco siglos se haya verificado un cambio tan grande como el indicado. Por otra parte, en la capa de tierra negra superficial que descansa encima del paradero, hemos encontrado los pedernales bien trabajados que caracterizan la época posterior, acompañados de alfarerías de un estilo diferente, lo que permite establecer una diferencia de época per- fectamente caracterizada. He aquí ahora la descripción de algunos de los objetos encontrados: Las hojas planas son de diversas formas, pero hay muy pocas cua- drangulares. Las más grandes no tienen más de 52 milímetros de largo y 27 de ancho. Algunas son delgadas y planas en sus dos superficies, otras son llanas en la una y con una cresta longitudinal en la otra, de sección prismática triangular pero tan anchas que no podemos incluir- las en los cantos prismáticos. La fígura 367 representa una de forma algo rectangular, de 41 milí- metros de largo y 27 de ancho. La superficie inferior es perfectamente lisa y llana. El borde derecho cortado verticalmente tiene un espesor de 4 a 6 milím. y el opuesto, destinado a cortar, termina en filo delgado. La figura 368 es otro ejemplar de forma irregular y de 39 milímetros en su mayor diámetro. Liso y de superficie cóncava en su cara inferior. La superior está tallada a grandes golpes. Tiene 8 milímetros de es- pesor en su parte más gruesa, que es el centro, y todo su contorno ter- mína en borde cortante. Las hojas triangulares, cuadrangulares, etc., también son bastante nu- merosas, pero no hay ejemplares tan hermosos como los neolíticos. La más larga tiene 47 milímetros; pero algunas son tan pequeñas que sólo tienen de 15 a 20. La figura 369 es un ejemplar de sección transversal triangular, de 26 milímetros de largo, 6 de ancho y 5 de grueso entre la cara inferior y las aristas del dorso. Uno de sus bordes es muy cortante. La figura 370 representa otro ejemplar de 38 milímetros de largo, 13 de ancho y 10 de espesor en su parte más alta. Su cara inferior es lisa y una parte de la arista que recorre la cara superior ha sido sacada por un golpe longitudinal. Sus bordes son cortantes. Entre las prismáticas cuadrangulares y pentagonales también hay al- gunas dignas de atención. La figura 371 representa un ejemplar de sección transversal cuadran- gular. Tiene 32 milímetros de largo, 10 de ancho y 6 de grosor. Su cara superior presenta tres chaflanes longitudinales y la inferior es lisa y li- geramente cóncava. Su extremidad inferior está rota y la superior ter- mina en un borde redondeado y cortante, de modo que este objeto pudo haber servido como un pequeño raspador o bien como cuchillo, pues sus bordes laterales son también muy cortantes. La figura 372 es otra hoja de sección transversal cuadrangular mu- cho más ancha que la anterior y más corta. Tiene 25 milímetros de lar- go y sólo de 2 a 3 de espesor. Su cara superior tiene 3 chaflanes longi- tudinales. El del medio, ancho de 15 milimetios, ocupa casi toda la su- perficie de la cara. La superficie de este chaflán es algo cóncava y a esto se debe que el instrumento sea más delgado hacia el centro. Los chaflanes tienen una anchura de 2 a 4 milímetros. Las hojas planas y prismáticas retalladas en sus bordes para que pre- senten filo, esto es, los verdaderos cuchillos, no son tan numerosos como en la época neolítica ni tan bien trabajados tampoco. La figura 373 es un cuchillo trabajado en un casco de sílex de forma muy particular. Su cara superior, que forma un plano inclinado, está tallada a grandes cascos. Tiene 29 milímetros de largo. Sus dos extre- midades concluyen en punta bastante aguda y su cara inferior es plana. Su borde izquierdo es muy delgado y cortante; y el opuesto, por el con- trario, tiene más de un centímetro de espesor, lo que permitía asegurar fácilmente el instrumento con los dedos. La figura 374 es un cuchillo tallado en una hoja de forma rectangu- lar y sección cuadrangular, de 28 milímetros de largo y 15 de ancho. Su cara superior presenta 3 chaflanes, el del medio mucho más ancho que los laterales. El del costado izquierdo ha sido retallado de modo que presente un borde cortante y resistente. 389 El de la figura 375 es tallado en una hoja plana de 33 milímetros de largo, 20 de ancho y 6 de grosor en su parte más espesa. Su cara su- perior es ligeramente convexa y la otra ligeramente cóncava. Su borde izquierdo ha sido afilado a pequeños golpes. La figura 376 es un cuchillo de los más pequeños, de forma rectan- sular y de sección transversal triangular. Tiene 17 milímetros de lar- go, 13 de ancho y 5 de espesor en su parte más gruesa. Su cara infe- rior es lisa y la superior tallada a grandes cascos de modo que sus cos- tados terminen en borde cortante. Otros ejemplares de la misma forma y tamaño están retallados a pequeños golpes en sus bordes. El de la figura 377 es uno de los ejemplares más curiosos que hemos recogido. Es una hoja de cuarzo, plana, transparente, de 24 milímetros de largo por 15 a 16 de ancho y tan delgada que en la mayor parte de su superficie no tiene un milímetro de espesor. Su borde curvo superior ha sido afilado por una serie de golpes tan sumamente pequeños que, para notarios, es preciso observar el instrumento con mucha detención. La línea de golpes que forma este filo apenas si alcanza en algunos puntos a tener un milímetro de ancho. Sus dos caras son perfectamen- te lisas. Otros ejemplares algo parecidos son de un tamaño bastante mayor. La figura 378 representa el ejemplar más grande que hemos recogi- do en el paradero. Es un gran casco de sílex de 5 centímetros de ancho y 13 milímetros de espesor en su parte más gruesa. Su cara inferior es lisa y muy cóncava. La superior presenta un chaflán de 12 milímetros de anchura, producido por varios golpes en su costado izquierdo, que termina en un borde bastante grueso; este mismo chaflán de 7 milíme- tros de ancho, producido por un gran número de pequeños golpes con- coidales aplicados oblicuamente de modo que formen un borde cortan- te. Hay, además, otras formas más o menos parecidas que sería dema- siado largo enumerar. Las puntas de flecha son muy toscas y no presentan los tipos variados de la época más moderna. Un gran número no son más que simples hojas prismáticas de sec- ción transversal triangular que concluyen en punta por uno de sus ex- tremos, presentando en algo la forma de un tetraedro, completamente iguales al tipo más simple que estaba en uso durante la edad neolítica, como la que representa la figura 379, de 27 milímetros de largo y una base ancha de 20. Otras tienen una forma muy prolongada, por ejemplo: el ejemplar número 380, que es una hoja de sección prismática triangular, de 34 mi- límetros de largo y 4 en su mayor anchura. Su punta es muy aguda, la base bastante gruesa, su superficie inferior lisa y la superior con dos lergos chaflanes longitudinales. 390 La figura 381 es una punta de flecha tallada a golpes longitudinales de 37 milímetros de largo, 11 de ancho en su base y 4 a 8 de espesor. La cara superior está formada por cuatro chaflanes longitudinales, pero de éstos sólo los dos laterales llegan hasta la punta, pues los dos del medio se pierden antes de llegar a la extremidad. Debido a esto la sec- ción transversal de la flecha hacia la mitad de su largo es pentagonal, mientras que cerca de la punta es triangular. La cara inferior es lisa y cóncava. Las flechas triangulares talladas en sus bordes son escasas y de un trabajo generalmente grosero. La figura 382 representa el ejemplar mejor tallado que hemos reco- gido de esta forma. Tiene 26 milímetros de largo y 6 de espesor; su base, cuando entera, debía tener un ancho de 17 milímetros. Su cara inferior es ligeramente cóncava; la superior convexa, tallada en toda su superficie, hacia el centro a golpes bastante grandes y en los bordes a golpes muy pequeños de modo que termine en punta aguda. La figura 383 es un ejemplar en forma de hoja prolongada, pero cuya punta está rota; es muy parecido a los neolíticos de la misma forma. La parte existente tiene 35 milímetros de largo, 17 en su parte más ancha y 6 de grosor. Su cara inferior es lisa y cóncava. La superior presenta un largo chaflán longitudinal hacia el centro, de 6 a 9 milímetros de ancho, que recorre la flecha en todo su largo y los bordes están tallados a pequeños golpes. y Otro ejemplar muy curioso es el de la figura 384. Es una hoja de cuarcita de 40 milímetros de largo y 19 en su parte más ancha. La cara inferior es lisa y cóncava, y la superior tallada a grandes cascos hacia el centro y a pequeños golpes en los bordes. Lo más curioso de este objeto es que desde su base hasta las dos terceras partes de su largo, poco más o menos, es tan delgado que apenas tiene de 1 a 2 milímetros de espesor, mientras que hacia la punta se eleva una especie de cono con- vexo, tallado en toda su superficie de manera que ahí presenta doble y aun triple espesor que en la base. La figura 385 representa otra forma bastante rara. Tiene 37 milíme- tros de largo y 23 de ancho en su base. La cara inferior, como de cos- tumbre, es una superficie lisa y cóncava; la superior presenta en el me- dio una gran superficie lisa y algo cóncava y la base cortada vertical- mente tiene de 3 a 6 milímetros de grueso. El borde del costado dere- cho está tallado a grandes cascos en un ancho de 5 a 10 milímetros; y el del costado izquierdo, que tiene un ancho uniforme de 6 milímetros, esta trabajado a pequeños golpes. La figura 386 es otra forma de punta de flecha muy curiosa, de la que hemos recogido varios ejemplares y parece propia de esta época. Es una hoja plana de forma triangular y cuyos tres lados son de diferente 391 largo. La cara inferior es lisa y cóncava; la superior, tallada en toda su superficie, se eleva hacia el centro formando una convexidad. El cen- tro está trabajado a grandes cascos, pero los contornos a golpes peque- ños, de modo que presenten en todo su contorno un borde cortante. Dos extremidades terminan en punta y una tercera está redondeada. De una extremidad a otra tiene 39 milímetros de largo y 26 en su mayor ancho. Su espesor no es igual; cerca de la extremidad superior es de 4 milímetros y cerca de la inferior es de 8. Este objeto pudo también ser empleado como cuchillo. Otra punta de sílex, aún más curiosa, es la de la figura 387, cuya ex- tremidad superior está rota. La parte existente tiene 34 milímetros de largo, 1 centímetro de ancho y cerca de 4 milímetros de espesor. La cara inferior es lisa y cóncava y la superior tallada a grandes cascos longitudinales. Su figura general es muy particular. Su costado izquier- do está formado por una superficie completamente lisa que recorre la piedra en toda su extensión, pero la parte del borde izquierdo que for- ma una línea recta, de 2 a 3 milímetros de grosor, parece producida por una rotura, mientras que la parte superior se conoce perfectamente que ha sido hecha expresamente, presentando aún visibles las señales que ha dejado el instrumento con que se formó el borde curvo. El costado derecho tiene la forma de una S y es recorrido en toda su xtensión por un chaflán de cuatro milímetros de anchura, que tiene la misma forma y ha sido producido por cuatro golpes distintos, cuando menos. Mencionaremos, por último, la punta de flecha figurada con el nú- mero 388, notable por lo esmerado de su trabajo en relación a su gran pequeñez, tanto que comparándola con los instrumentos groseros extraí- dos del mismo punto, parece difícil que pueda remontarse al mismo pe- ríodo arqueológico. Es de figura triangular y tan pequeña que sólo tiene 15 milímetros de largo y 10 de ancho en su base. Su espesor no alcan- za a 2 milímetros. La cara inferior es lisa y cóncava, la superior tallada a golpes pequeños de modo que termine en una punta muy aguda y en una base de borde curvo y delgado. Las puntas de dardo tienen la misma forma que las neolíticas; pero son de un trabajo sumamente tosco, como se podrá juzgar por la que representa la figura 389, de forma triangular, de 57 milímetros de lar- go y 32 de ancho en su base. Está tallada a grandes cascos, termina en una punta muy ancha y su base tiene 16 milímetros de grueso. Hemos encontrado también una forma de hachitas bien definidas y bastante bien trabajadas; pero no hemos podido obtener ningún ejem- plar entero y sólo fragmentos más o menos grandes, entre los que hay algunos que pueden dar una idea completa de los instrumentos enteros. 392 Son hachitas pequeñas de la forma de las que Lubbock llama trian- gulares o cuadrangulares, anchas y espesas, parecidas a las hachas pe- queñas y groseras que se han encontrado en los kj0kkenmóddings dina- marqueses, y que como éstas cortan por su extremidad más ancha, que presenta un filo muy resistente. El largo de estos objetos es de 30 a 40 milímetros en todos los ejemplares, pero no podemos determinar exac- tamente su anchura porque todos los que hemos recogido están justa- mente partidos en sentido longitudinal. Calculamos, sin embargo, que no debía pasar de 25 milímetros. La figura 390 representa uno de estos objetos, de 34 milímetros de largo, partido por la mitad en sentido longitudinal. La parte existente de su extremidad inferior destinada a cortar, tiene 17 milímetros de ancho. Su cara superior está tallada en toda su superficie y hasta en los mis- mos bordes. Su parte más gruesa es su extremidad superior, que tiene 11 milímetros de espesor. La inferior está tallada con bastante esmero en bisel. Los demás fragmentos de objetos de esta forma que hemos recogido son completamente iguales, lo que hace innecesaria su descripción. Además se encuentran algunos objetos cortantes parecidos a las ha- chitas neolíticas, aunque bastante pequeños. La figura 391 representa un ejemplar de este tipo, de 35 milímetros Ge largo, 17 de ancho y 7 de grueso en su parte más espesa. Su cara superior tallada a grandes golpes es algo convexa. Su extremidad in- ferior, que parece estaba destinada a cortar, es redondeada y cortante. La superior termina en un chaflán de cerca de un centímetro de anchu- ra, que también pudo haber sido destinado a cortar. Los raspadores son casi tan numerosos como durante la época neolí- tica y de formas también muy variadas; pero como todos los demás ti- pos ya descriptos, de un trabajo mucho más tosco. El tipo esquimal, que ya hemos visto era muy común y generalmente bien trabajado durante la época más moderna, es en esta muy raro y groseramente tallado. El ejemplar de la figura 392 es uno de los mejor trabajados. Tiene 24 milímetros de largo, 19 de ancho y 5 a 8 de grueso. Su cara inferior es lisa y muy cóncava; la superior, tallada en toda su superficie, tam- bién es algo cóncava en el centro, debido a un gran casco concoidal sa- cado de su superficie. Su extremidad inferior está cortada verticalmen- te y la superior redondeada y tallada a pequeños golpes, lo mismo que sus bordes laterales. La figura 393 es un raspador de forma rectangular, de 22 milímetros de largo, 18 de ancho y 10 de grueso en su parte más espesa. Su cara superior es muy elevada y tallada en toda su superficie y tres de sus costados, los dos laterales y el superior. 393 La figura 394 representa un pequeño ejemplar de sección transver- sal triangular; tiene 18 milímetros de largo, 11 de ancho y 6 de grosor en su parte más espesa. Sus dos caras superior e inferior no han sido trabajadas y se unen en el costado derecho, formando un borde algo romo por haber sido gastado por el uso. El borde izquierdo, grueso de 5 a 6 milímetros, está cortado verticalmente y forma la tercera cara del prisma. Su extremidad inferior también está cortada perpendicularmen- te y la superior ha sido redondeada artificialmente y tallada de modo que termine en un borde cortante, producido por una grandísima can- tidad de pequeños golpecitos concoidales. La figura 395 es otro raspador pequeño de forma también curiosa. Tiene 15 milímetros de largo, 12 en su mayor ancho y 5 de espesor. Su cara inferior completamente lisa y algo cóncava; la superior con- vexa y completamente tallada, menos en el punto más blanco, donde se ve la superficie primitiva y natural del sílex. Su extremidad superior concluye en una punta ancha y delgada y la inferior, bastante gruesa, está tallada perpendicularmente. Su borde izquierdo termina en un filo delgado, producido por una serie de pequeños golpes. El que representa la figura 396 también es de figura bastante rara. Consiste en una hoja plana y lisa en sus dos caras, de espesor unifor- me y tallada tan sólo en sus bordes. Tiene 85 milímetros de largo, 28 en su mayor ancho y 5 de grueso. La cara inferior es completamente lisa y sin trabajo alguno. La superior también es plana, menos en los cos- tados, que están tallados a pequeños golpes en un ancho de 5 milíme- tros, de manera que presenta en casi todo el borde un filo muy resis- tente por el ángulo muy abierto que forman los dos planos que unidos dan origen al borde. La parte inferior también está tallada, pero a gran- des cascos. Este objeto parece haber sido rodado por las aguas, pero bien pudiera suceder también que las señales de pulimento que pre- senta hayan sido producidas por el uso a que fué destinado. Hemos recogido otro ejemplar de la misma forma general aunque algo más angosta. Su cara inferior no presenta trabajo alguno; pero la superior, tallada en toda su superficie, presenta una convexidad muy elevada. Sus bordes están tallados a pequeños golpes y presentan filo, menos en la extremidad inferior, donde el instrumento es muy grueso. Esta cara convexa es tan alta que, descansando por su cara inferior so- bre una superficie plana, se eleva hasta una altura de 15 milímetros, de modo que se podía manejar el instrumento asiéndolo con los dedos por esa convexidad. Los raspadores semicirculares son bastante numerosos y algunos tan bien trabajados como los neolíticos. La figura 397 representa un ejemplar tipo de esta forma. Es una hoja plana de 22 milímetros de largo, 20 de ancho y 6 de grueso. Su cara in- 304 ferior es completamente plana. La superior está tallada a grandes gol- pes, pero todo el borde semicircular está tallado a pequeños golpes en un ancho de 3 a 4 milímetros. El borde derecho en línea recta está tallado del mismo modo y el opuesto cortado verticalmente. Ambos costados se unen en la extremi- dad inferior del instrumento, formando el vértice de un ángulo agudo que servía de asidero a la mano. La figura 398 es otro ejemplar tallado en una hoja de piedra plana de 19 milímetros de largo, 14 de ancho y tan sumamente delgada que sólo tiene de 1 a 2 milímetros de espesor. Su cara inferior es completa- mente lisa y la superior también, aunque algo cóncava, pero el contor- no del borde semicircular y parte del borde izquierdo están tallados a golpes muy pequeños en. un ancho de 2 milímetros apenas. Hemos recogido un gran número de objetos parecidos, todos poco más o menos del mismo tamaño. La figura 399 representa otro tipo de raspador que parece propio de esta época. Tiene 20 milímetros de largo y su borde cortante, de figu- ra ligeramente curva, 23 milímetros. Su espesor es de 9 milímetros. Los dos bordes laterales, cortados verticalmente, tienen un espesor de 8 a 9 milímetros y se reunen en su extremidad inferior formando el vérti- ce de un ángulo agudo, cuya abertura está cerrada por el borde curvo superior, tallado a golpes concoidales oblicuos en un ancho de 10 mili- metros de modo que presente un filo delgado y muy resistente. Todos los demás ejemplares de este tipo son casi absolutamente de la misma forma y tamaño. Sólo hemos recogido un objeto que pueda ser considerado como un punzón. Es un pedazo de piedra con cuatro caras longitudinales que se unen en un punto común, formando la cúspide de una pirámide cua- drangular, de punta muy aguda. La base es plana y cuadrangular, de 17 milímetros de largo y otro tanto de ancho. El largo del punzón es de 25 milímetros. Hemos recogido también algunas piedras de honda provistas de án- gulos y facetas, completamente iguales a las de la Banda Oriental, ya descriptas, y que también se encuentran, aunque en menor número, en- tre los objetos neolíticos de Buenos Aires; y algunos discos grosera- mente circulares, planos en una cara, convexos y toscamente tallados en la otra. Además de estas formas de instrumentos que se pueden considerar como generales, hay algunos otros objetos que sólo tienen un represen- tante y cuyo trabajo no permite conocer el uso a que fueron destinados. Tal es el que representa la figura 400, que es una hoja groseramen- te prismática, de sección transversal triangular, que no presenta ningún borde ni arista cortante. Tiene 35 milímetros de largo, 26 de ancho y 15 395 de espesor en su parte más gruesa. Sus dos extremidades, talladas a pe- queños golpes, gruesas y romas, no pueden haber sido destinadas a cor- tar, ni a agujerear, ni a raspar. Sus tres caras no presentan trabajo al- suno en el centro, pero las tres aristas longitudinales han sido talladas a pequeños golpes de modo que queden romas y sin filo. El de la figura 401 es una piedra muy pequeña de 17 milímetros de largo, 11 de ancho y 7 de grueso. Su cara inferior es completamente lisa; la superior también es lisa y sin trabajo alguno en su centro, pero tres de sus bordes han sido tallados con mucho esmero. Los dos bordes laterales son muy espesos y tallados a pequeños golpes en toda su su- perficie de modo a ponerlos muy romos. La extremidad superior está tallada en bisel, también por una serie de pequeños golpes, pero tam- poco concluye en punta ni en borde cortante. La extremidad inferior, muy ancha y gruesa, no presenta trabajo alguno. Creemos innecesario hablar de otros varios objetos, también de for- mas indeterminadas, porque es más importante saber que existen en ese depósito verdaderos núcleos y residuos. La figura 402 representa un núcleo pequeño, largo de 40 milímetros, ancho de 30 y casi del mismo grueso. Su superficie se halla cubierta por una decena de chaflanes longitudinales. La figura 404 es un residuo pequeño, de apenas unos 12 a 13 milíme- tros de diámetro y tallado de manera que presente varias facetas. Es digna de notar la circunstancia de que un gran número de sus aristas y ángulos sólidos han sido puestos romos artificialmente por una serie de pequeños golpes. Otros varios ejemplares presentan la misma par- ticularidad. La presencia de estos pequeños residuos y núcleos prueba que por lo menos un cierto número de los objetos de piedra recogidos en este pa- radero fueron trabajados in situ; y añadiremos que la materia emplea- da en la fabricación de estos objetos es absolutamente la misma que durante la época neolítica. Las bolas ya estaban en uso durante la época mesolítica. La materia principal empleada en su fabricación era la diorita, y a juzgar por los muchos fragmentos que poseemos eran de un trabajo esmerado. Hemos recogido un ejemplar entero trabajado en diorita, de forma esférica, de 59 milímetros de diámetro, sin surco y tan perfectamente circular que ní aun con ayuda del torno no habría sido posible labrarlo mejor (figu- ra 404). En la fabricación de estos objetos se ha empleado en algunos casos el calcáreo grosero extraído de la formación pampeana llamado tosca. He- mos recogido un ejemplar de esta clase en forma de media naranja, pero de trabajo grosero y de superficie irregular cubierta en parte de una ganga terrosa muy dura, conteniendo una fuerte proporción de óxi- 396 do de hierro hidratado. La base de la media naranja es de forma circu- lar irregular, de 67 milímetros de diámetro y de superficie muy desigual. El alto de la piedra es de 57 milímetros. El surco, ancho de 1 centíme- tro, profundo de 2 a 3 milímetros y de fondo cóncavo y liso corre alre- dedor de la base, aunque no paralelamente a ésta. La base es de forma muy irregular; es posible que sea el producto de una rotura y que ante- riormente la bola tuviera una forma esférica más regular (figura 425). Además existen en la colección de objetos de piedra que hemos ex- traído de este paradero algunas placas de esquisto pulidas en una o en ambas caras, que probablemente pueden haber servido como pulido- res; y placas de gres que han servido para pulir y aguzar los punzones de hueso. Sobre el uso a que éstos estaban destinados, no tenemos duda alguna, pues hemos encontrado huesos pulidos que presentan en su su- perficie perfectamente caracterizadas las estrías producidas por los gra- nos silíceos del gres. Es posible que otros fragmentos de piedra, blancos y amarillos, jabo- nosos al tacto, hayan servido para afeites; pero algunos fragmentos de óxidos de hierro encontrados en el mismo punto prueban que de ellos sacaban la pintura colorada, sea para pintar sus vasijas, sea para emba- durnarse la cara. En algunas cavernas de Europa y en las habitaciones lacustres se han encontrado fragmentos de mineral de hierro y manganeso destinados al mismo uso. Hemos recogido también un gran mortero de diorita de forma chata algo elipsoidal, muy parecido a los que figuran Figuier (1) y Simo- nín (2), y también a una de las dos formas que el señor Moreno ha encontrado en Patagonia (3). Tiene 30 centímetros de diámetro longitudinal, 21 centímetros de ancho y 106 milímetros de alto. Está trabajado en toda su superficie y en algunas partes presenta, adheridas, partículas de tosca obscura en vía de formación. Sus bordes están bastante bien redondeados y su base es convexa y en parte muy negra, al parecer debido a la acción del fuego. La superficie del mortero, aunque toda trabajada, no es lisa y puli- da, sino, por el contrario, bastante áspera. Su cavidad ocupa toda su superficie superior y su mayor profundidad es de 2 centímetros. El pun- to más profundo no se encuentra tampoco hacia el centro, sino que era uno de los focos de la elipse. Desde este punto hasta la extremidad más alejada de la elipse, la cavidad presenta una pendiente muy suave y de superficie muy lisa y pulida, pero por el lado opuesto forma un plano (1) Ficuier: L'Homme primitif. (2) SimoniN: De Washington a San Francisco. (3) F. P. Moreno: Cementerios y paraderos prehistóricos de la Patagonia. 397 mucho más inclinado y de superficie áspera. En su parte más profunda presenta un aspecto cavernoso y desigual. Este objeto, representado en la figura 426, pesa 12 kilogramos; y cuando pensamos que la piedra de que está formado, sólo se encuentra a muchas decenas de leguas del punto en que fué encontrado, no pode- mos por menos que preguntarnos qué número de dificultades no deben haber encontrado los indígenas, que carecían de animales de carga, para transportar tal pedazo de piedra desde tan enorme distancia. Este he- cho prestigia notablemente nuestra opinión de que la tribu que habitaba en ese punto era de hábitos sedentarios, y que al mismo tiempo que se daba a la caza y a la pesca, practicaba la agricultura. En el mismo punto hemos encontrado también un fragmento de la base de la mano del mortero, objetos que se adaptan perfectamente en- tre sí. La mano entera no debía tener más de unos 12 a 15 milímetros Ge alto, en forma de cono, quizá truncado y de base ligeramente curva. Otros fragmentos de morteros y de manos recogidos en el mismo pun- to no permiten conocer la forma de los objetos enteros. Entre los objetos encontrados en el paradero mesolítico de Cañada Rocha, que merecen una mención, se encuentra cierto número de cálculos o piedras bezares que no hemos podido determinar a qué ani- mal pertenecen. Tienen una forma esférica aplastada y el tamaño de una nuez peque- ña. Su superficie está cubierta por una corteza de colores variados y brillantes. Su interior está formado por un cierto número de capas de color blanco cuya superficie externa parece dorada. Se recordará que al-enumerar los objetos que se encuentran en los paraderos neolíticos de la provincia Buenos Aires, hemos hablado de cálculos encontrados en algunos de ellos. Esto hace suponer que su presencia en tales parajes no es obra del acaso, sino el resultado de alguna creencia, uso o superstición de los in- digenas. Los gauchos de nuestra pampa atribuyen a estas piedras un gran nú- mero de virtudes imaginarias y durante el siglo pasado participaban de esta opinión hombres ilustrados, como puede verse leyendo lo que al respecto de ellas dice el padre Lozano en la página 281 del primer vo- lumen de su obra ya tantas veces citada (4). Por otra parte sabemos por el señor Nicour que algunas tribus de in- dios llevan colgadas al cuello unas bolsitas de cuero en las que se hallan encerradas unas dos o tres piedras bezares de guanaco, objetos de su- perstición a los cuales atribuyen un gran valor y con los que creen salir bien de los mayores peligros. (4) Historia de la conquista del Paraguay, etc. 398 Todo esto nos induce a suponer que iguales creencias supersticiosas tenían los indígenas primitivos y que debe atribuirse a dicha causa la existencia de cálculos o piedras bezares en los paraderos prehistóricos de esta provincia. Una gran parte de los huesos de mamíferos del paradero de la caña- da Rocha, han sufrido, evidentemente, la acción del fuego, pero esto no ha producido en todos los casos los mismos efectos. Así unos huesos son sumamente porosos y livianos por la pérdida completa de la materia orgánica, al paso que otros, también quemados, son sumamente pesados y duros por haberse llenado todos sus poros de materia inorgánica compuesta ya de carbonato calizo, ya de óxido de hierro hidratado; pero lo que es más curioso aún, es que se encuentran ambas clases de huesos unos al lado de otros, mezclados sin orden alguno. Algunas grandes astillas de huesos largos parece que sólo han sido expuestas a la acción del fuego el tiempo suficiente para derretir la mé- dula, pero otras han sido sometidas a un calor tan fuerte, que han su- frido un principio de vitrificación, presentando en su interior un gran número de granitos esféricos parecidos a munición de caza muy fina y reluciente color negro. A juzgar por ciertas aglomeraciones de fragmentos de huesos calci- nados, parece que también han servido como combustible. En muchos casos la calcinación ha dotado al hueso de una fuerza de atracción particular que ha aglomerado en torno de él la pequeña can- tidad de hierro que contiene el terreno, que a su vez ha concluído por conglomerar la tierra en masas resistentes, de modo que dichos huesos se encuentran envueltos actualmente en una ganga terrosa sumamente dura y en algunos casos tan resistente como la tosca en que se hallan envueltos muchos huesos fósiles del terreno pampeano. En fin, el color de los huesos quemados también es diferente. Unos son de color blanquizco, otros negros, algunos negros en el interior y pajizos en el exterior, y muchos de un color rojo claro. Las vértebras, costillas, huesos cortos, omoplatos, pelvis, etc., se en- cuentran generalmente enteros. Los huesos largos, fémures, húmeros, tibias y todos los demás hue- sos provistos de un canal medular se hallan, por el contrario, partidos de modo que éste quede a descubierto. Es, pues, muy natural suponer que esta circunstancia no es debida al acaso, con tanta mayor razón cuanto que los huesos largos son más re- sistentes que los planos. Pero si se observa de cerca el sistema de rotura, no queda duda algu- na de que han sido partidos por la mano del hombre para extraer la mé- dula, de la que él se serviría como alimento, o bien para algún uso do- méstico. 399 En efecto, los fragmentos se encuentran separados unos de otros, siendo imposible poder encontrar los que formaron un mismo hueso, lo que prueba de una manera evidente que no se rompieron en el suelo, si- ne que ya estaban partidos antes de quedar enterrados. Por otra parte las roturas tienen algo de particular que no se observa en los huesos rotos por azar, pues al mismo tiempo que los bordes son irregulares, la superficie de las roturas presenta cortes francos que pa- recen producidos ayer. Esto mismo prueba también que después de ro- tos no fueron arrastrados por las aguas. Muchos huesos han sido roídos por un animal que no hemos podido determinar; y en algunos casos las señales de sus dientes se encuentran en la superficie misma de las roturas. Esto prueba dos cosas: 1° Que los huesos fueron roídos después de estar partidos; 2° que el animal royó los huesos cuando aún estaban frescos y por consiguiente fueron partidos inmediatamente después de ser despojados de la carne. La mayor parte están partidos en sentido longitudinal. Unas astillas, como la de la figura 427, toman todo el largo del hueso; pero la mayor parte son como la que representa la figura 432, pequeñas astillas de 5 a 15 centímetros de largo. : Algunas veces los han roto en sentido transversal, quedando enton- ces las epífisis enteras, figura 433, o grandes fragmentos de diáfisis ro- tas transversalmente en sus dos extremidades, figura 434. El medio de que usaban para partir los huesos de este modo era la simple percusión. Colocaban la diáfisis del hueso sobre una piedra a propósito y aplicaban con otra piedra tantos golpes hasta que saltara en astillas. El fragmento de hueso partido longitudinalmente, representado en las figuras 435 y 436, no deja duda alguna sobre este modo de proce- der. En sus dos bordes opuestos se ve cierto número de grietas for- mando curvas irregulares y algunas astillas pequeñas que han sido en parte hundidas en el canal medular por los golpes aplicados en la su- perficie del hueso. Lo que el hombre primitivo de todas las épocas y de todos los países lia buscado con avidez no es tan sólo la médula de los huesos, sino tam- bién la substancia del interior del cráneo que constituye los sesos. En todas partes de Europa donde se han encontrado restos del hom- bre primitivo acompañados de huesos de animales, partidos longitudi- nalmente para extraer la médula, se encuentran también los cráneos de las mismas especies, rotos, de modo que se conoce lo fueron para ex- traer los sesos. Otro tanto sucede en el paradero de Cañada Rocha. Hemos extraí- do los restos, por lo menos, de mil cráneos, y sólo dos de ellos enteros. Muy a menudo hemos encontrado la parte anterior conteniendo la 400 dentadura completa en muy buen estado, pero la parte posterior está siempre en fragmentos y completamente separada de la anterior. Su- cede también a veces que la base del cráneo o el occipital se ha con- servado entero, pero el frontal y los parietales se encuentran invaria- biemente en pedazos, probando así que han sido rotos expresamente. Los cráneos de ciervos han sido rotos por fuertes golpes aplicados en la base de los cuernos, de modo que éstos han saltado con una parte del cráneo, presentando al mismo tiempo de un modo muy evidente seña- les de choques e incisiones en su base, producidas por los golpes de la piedra o martillo que ha servido para hendir la cabeza. Esas señales de choques e incisiones se encuentran siempre en los mismos puntos y los fragmentos de cráneos que han quedado adheridos a la base de los cuernos, son siempre los mismos, lo que prueba que los golpes eran aplicados de una manera determinada e invariable. Un grandísimo número de mandíbulas inferiores presentan roturas completamente iguales a las de los huesos largos partidos para extraer la médula. Dichas roturas se encuentran siempre en la parte inferior de la mandíbula y dispuestas de modo que quede a descubierto el cana! nutritivo. Por su forma, aspecto, regularidad, modo de ejecución, etc., es evi- dente que dichas roturas han sido practicadas por el hombre. De esto se deduce que cuando se veía acosado por el hambre, rompía todos los huesos en cuyo interior creía poder encontrar algún alimento. Partien- do las mandíbulas de este modo, le era fácil retirar la materia pulposa que contiene el canal nutritivo de la mandíbula inferior. Hasta parece que ha intentado ver si en el interior de las muelas no existía alguna substancia análoga, de la que pudiera sacar provecho, pues un gran número de dientes de ciervo y guanaco han sido partidos en sentido longitudinal, de manera que quedara a descubierto el con- ducto nutritivo, como lo demuestran las figuras 437 a 441. Las figuras 442 y 443, son dos fragmentos de mandíbula inferior de Cervus campestris, rotas por el hombre. En diferentes puntos de Europa se han encontrado mandíbulas de ciervo rotas del mismo modo y pertenecientes a diferentes épocas. En un gran número de huesos partidos longitudinalmente, puede, además, comprobarse la intervención de la mano del hombre por medio de cierto número de cortes o excavaciones más o menos concoidales producidas por cascos de hueso que se han separado por medio de ins- trumentos cortantes, o bien a causa de fuertes golpes dados con percu- tores de piedra. Las figuras 444 a 446, representan algunos ejemplares de esta clase. La figura 444, es una astilla de hueso de 95 milímetros de largo, que presenta en su parte inferior, sobre la superficie externa, una depre- Vor. Ill OBRAS DE FLORENTINO ÁMEGHINO, 436 PEL ¡TEE 438 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAM. XIV PET ac CHEE CITO TITANES La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. XIV VoL. HI OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO, 401 sión de 18 a 24 milímetros de largo que ocupa todo el ancho del hueso, bastante profunda y de fondo cóncavo y liso. Parece producida por la separación de un casco de hueso que se hubiera sacado con un instru- mento cortante. La figura 445 es otra astilla de hueso largo, roto en sentido longitu- dinal, de 72 milímetros de largo y 8 de ancho. Su superficie interna pre- senta un corte en su extremidad inferior, de 24 milímetros de largo y que va hasta la misma extremidad del hueso, que termina en otro corte transversal oblicuo, algo en bisel, de 7 milímetros de largo y 2 a 5 de ancho. En su borde izquierdo se ven tres excavaciones de fondo algo cóncavo, la inferior mucho más grande que las dos superiores, y pro- ducidas todas por fuertes golpes dados con percutores de piedra que han hecho saltar los cascos que faltan. La figura 446 es una astilla de hueso de 93 milímetros de largo, en cuyo borde izquierdo se ve una gran excavación de 58 milímetros de largo y 5 de ancho, muy profunda, de fondo en parte liso y en parte es- cabroso, y en cuyo fondo se halla una gran incisión formando una cur- va muy regular, profunda, ancha en su parte superior y que va angos- tándose gradualmente a medida que desciende. La figura 447, es una parte de la diáfisis de un hueso largo roto arti- ficialmente en sentido transversal en sus dos extremidades y de unos 7 centímetros de largo. En su parte superior se ve un largo corte que re- corre una gran parte del hueso en sentido longitudinal oblicuo. Tiene 2 centímetros de largo y poco más de 5 milímetros de ancho, poco pro- fundo y de fondo cóncavo y liso. Parece producido por un corte dado con un instrumento muy cortante que hubiera separado una hoja de hueso. ; En su extremidad inferior se ve otra excavación poco más o menos del mismo ancho, pero más corta, aunque más profunda y de fondo más desigual, producida, al parecer, más bien por un fuerte choque que por un corte. Huesos con señales de golpes y excavaciones más o menos parecidas a las que hemos descripto, hemos encontrado un gran número, pero se- ría largo enumerarlos todos. Antes de concluir este párrafo diremos, sin embargo, algunas palabras sobre el que representa la figura 449. Es una extremidad de hueso largo, rota transversalmente por el hom- bre, por el mismo estilo que los huesos de reno que figura el señor Ger- vais en la lámina XII de su obra ya citada. Pero en su cara opuesta, figura 448, presenta un corte artificial que recorre una gran parte del hueso en sentido longitudinal, de 23 milímetros de largo por 4 a 7 de ancho. Su parte inferior es más ancha, más profunda y de fondo cónca- vo bastante liso. La parte superior, más angosta, es poco profunda, de fondo plano y perfectamente lisa. AMEGHINO — V. III 26 402 Que estas señales son debidas a la mano del hombre, es indudable, pero ¿fueron producidas al tiempo de partir los huesos para extraer la médula o fueron practicadas al trabajar los huesos con otro objeto cual- quiera? He aquí la cuestión que por ahora no podemos resolver por falta de datos. Muchos huesos presentan en su superficie un gran número de estrías y rayas diversas, producidas por los instrumentos de piedra con que los hombres primitivos separaron la carne que se hallaba adherida a los huesos frescos. Otras veces muestran verdaderas incisiones hechas ex- presamente, con un fin que por ahora no es dado averiguar. Estas señales se encuentran en la superficie de toda especie de hueso. En algunas vértebras cervicales de guanaco se ven grupos de rayas cortas, angostas y profundas, en sentido transversal oblicuo y colocadas siempre en la misma parte del hueso. Parece que fueron practicadas al cortar los tendones. Iguales rayas y estrías hemos observado en la superficie de las apó- fisis espinosas de las vértebras dorsales y lumbares, siempre en senti- do transversal u oblicuo a la dirección de las apófisis, y a menudo for- mando grupos distintos. Muchas costillas presentan también grupos de rayas y estrías pareci- das y siempre en sentido transversal u oblicuo. El ejemplar de la figu- ra 450, presenta cerca de la cabeza un cierto número de rayas cortas y de incisiones pequeñas colocadas unas al lado de otras. Otras presen- tan verdaderos surcos transversales oblicuos, largos de 8 milímetros, más anchos en el centro que en las extremidades, bastante hondos y de fondo liso y cóncavo. En la superficie de los huesos largos rotos en sentido longitudinal o transversal es donde se encuentran más a menudo rayas y estrías y don- de ellas presentan un aspecto más característico. En algunos no se ven más que estrías tan sumamente finas que ape- nas son perceptibles, pero en otros, por ejemplo, el fragmento de hue- so de la figura 451, presenta rayas transversales, angostas y cortas, pero profundas. Estas rayas generalmente son más anchas en el centro que en las extremidades, que son finas y se pierden en el resto de la super- ficie del hueso. La figura 452, es un fragmento de, hueso roto transversalmente, de 57 milímetros de largo, con tres incisiones transversales muy profundas de 6 milímetros de largo y uno de anchura cada una. La figura 453, es un pedazo de hueso largo, roto longitudinalmente, de 85 milímetros de largo y 25 de ancho. Presenta en uno de sus bordes laterales una depresión producida por un casco de hueso que fué sepa- rado por un golpe. Además toda su superficie está cubierta por un gran número de surcos transversales, algunos de más de 20 milímetros de 403 largo, todos muy anchos, no muy profundos y de fondo liso y algo cón- cavo. Algunos dan vuelta en parte alrededor del hueso, siguiendo su curvatura. La figura 454 es otro fragmento de hueso largo, roto longitudinal- - mente, de 58 milímetros de largo y 27 de ancho, muy curioso por las ra- yas que presenta en su superficie. Su costado derecho presenta unos ocho grupos de rayas cortas y an- gostas, muy bien marcadas. Los grupos están en línea, unos al lado de otros y tienen de 5 a 8 milímetros de largo. Cada grupo consta de unas 6 a 10 rayas finas, no paralelas, sino cruzadas entre sí y unas casi enci- ma de otras. En el borde opuesto hay un grupo de rayas semejantes. El resto de la superficie es completamente liso, sin rayas ni estrías de ninguna especie. La figura 455, es un fragmento de hueso largo, roto longitudinalmen- te, de 65 milímetros de largo y 23 de ancho. Su extremidad superior presenta un gran corte artificial y en su costado derecho se ha hecho saltar, por medio de un fuerte golpe, un casco de 21 milímetros de lar- gc por 5 de ancho. Además, se ven en su superficie dos surcos trans- versales, el primero en su extremidad inferior, de unos 7 milímetros de largo y no muy ancho; el segundo, que se halla hacia la mitad del lar- so del hueso, tiene 11 milímetros de largo y 2 de ancho, muy poco pro- fundo, de fondo plano y liso. En el fondo del surco existen otras estrías longitudinales muy finas. Un hueso de pájaro (figura 456), largo de 135 milímetros, presen- ta en su superficie tres pequeñas incisiones oblicuas, cortas y parale- las. Tienen cerca de 5 milímetros de largo, están a unos 4 milímetros de distancia una de otra, son bastante anchas en el centro y muy finas en los extremos. La figura 457 es una pequeña vértebra que presenta en su superfi- cie 5 incisiones transversales, unas al lado de otras, cortas, anchas y profundas, acompañadas de otras rayas pequeñas. La más larga no tie- ne 5 milímetros de extensión, pero es muy ancha y profunda. Estas incisiones parecen producidas por golpes dados con un instrumento cortante. Incisiones completamente iguales existen en algunos otros huesos -pequeños. En otro pedazo de hueso de 49 milímetros de largo (figura 458), al lado de un gran número de rayas muy finas, se halla un gran surco, lar- go de 12 milímetros, ancho de más de uno, muy profundo, de fondo algo cóncavo, y en cuya superficie se ven otras rayas finas trazadas en el mismo sentido. La figura 459 es un hueso largo, roto transversalmente, que presen- ta una gran incisión diferente de todas las que llevamos mencionadas. 404 Es una excavación de cerca de 8 milímetros de largo, más ancha en una extremidad que en la otra. En su extremidad más angosta tiene un poco más de un milímetro de ancho, siendo también ésta la parte menos pro- funda. En la otra extremidad tiene más de 4 milímetros de ancho. Su mayor profundidad es de unos dos milímetros, y parece hecha con una especie de escoplo o algún otro instrumento cortante. Pero el hueso más notable que hemos recogido por las incisiones que presenta en su superficie es el omoplato figurado en el número 460, que tiene 174 milímetros de largo, con un surco ancho y profundo que recorre el hueso en casi toda su extensión. Hacia su parte inferior tie- ne más de 2 milímetros de ancho y una gran profundidad. Su borde iz- quierdo es más alto que el derecho, pero más en declive y de superfi- cie muy lisa. El borde derecho no es tan alto, pero está cortado verti- calmente y es muy rugoso y desigual. En la parte inferior del surco hay a su derecha otro de sólo 17 milímetros de largo, ancho de uno y poco profundo, terminando en un fondo de superficie plana y lisa. El surco principal sigue hacia la extremidad superior del hueso, ya ensanchándose, ya angostándose, aumentando o disminuyendo de pro- fundidad, hasta que se encuentra con otro surco poco más o menos del mismo ancho y profundidad, que parte de la otra extremidad en direc- ción de la cara articularia del omoplato, pero el primer surco no se junta justamente con la extremidad del segundo; sino que lo alcanza por su costado derecho más arriba, resultando de esto que el segundo surco, después de encontrarse con el primero, continúa descendiendo a la izquierda de éste hasta unos 3 centímetros. En el punto en que se juntan los dos surcos hay a la derecha un ter- cero, más angosto y poco profundo, de superficie completamente lisa, de 17 milímetros de largo, pero que por sus dos extremidades se junta con los dos principales. La otra cara del omoplato presenta otro surco completamente opues- te al primero, que recorre el hueso en todo su largo (figura 461), sin ninguna interrupción, y más ancho y profundo que el anterior. Como la extremidad superior del omoplato está rota, no se puede saber cuál era el largo total del surco, pero la parte existente recorre el hueso en un largo de 14 centímetros, alcanzando en algunas partes un ancho de 4 milímetros. La superficie del fondo del surco es cóncava y perfectamente lisa. En la extremidad inferior y al lado izquierdo del surco, hay otro poco más o menos del mismo ancho y de 27 milímetros de largo. Del surco principal salen en diferentes puntos otros surcos más cor- tos, más angostos y poco profundos. A primera vista, lo primero que se le ocurre a cualquiera es que han sido trazados con el objeto de partir el hueso en sentido longitudinal, 405 corroborando esta opinión la circunstancia de estar los dos surcos per- fectamente opuestos; pero en cambio es digna de notar la circunstancia de que ninguno de los dos empieza en la cara articularia del omopiato que es en donde justamente deberían haber empezado si al trazarlos te- nían por objeto querer partir el hueso. Otra parece, pues, haber sido la intención del trabajador indio. Muchos huesos largos, rotos en sentido longitudinal han sido tallados en sus dos extremidades, de modo que concluyan en instrumentos cor- tantes o punzantes. La figura 462, es una astilla de hueso, de 44 milímetros de largo, 12 de ancho y 12 a 15 de grueso, cuya extremidad superior está cortada en bisel como un escoplo, de modo que concluya en un borde cortante de 12 milímetros de ancho. La figura 463 es un fragmento de hueso largo, roto longitudinatmen- te, de 65 milímetros de largo y cuyo costado derecho superior presenta dos largos chaflanes longitudinales, el uno que forma el borde de la ro- tura del hueso en ese punto, de 32 milímetros de largo y 1 a 3 de ancho; ; el segundo al lado del primero, del que sólo está separado por una li- gera cresta fina y baja, tiene 36 milímetros de largo y 3 a 4 de ancho, presentando una superficie muy lisa. Parece que estos dos chaflanes han sido hechos con un instrumento cortante. Otros fragmentos de huesos largos, rotos longitudinalmente, están tallados en una de sus extremidades, de manera que presenten uno de sus bordes algo curvo y cortante, como se ve en los ejemplares repre- sentados en las figuras 464, 465 y 466. La primera representa una astilla de hueso, de 78 milímetros de largo y 19 de ancho, que termina en su extremidad superior en una especie de hoja tallada en bisel, mucho más angosta que el cuerpo del hueso, producida por un golpe, y que concluye en un borde curvo muy cortante. La figura 465, representa otro hueso roto longitudinalmente, cuya extremidad inferior está cortada del mismo modo, terminando también en una especie de hoja, de borde curvo y muy cortante que podía hacer perfectamente las veces de cuchillo. El hueso tiene 72 milímetros de largo y 20 de ancho cerca de su ex- tremidad inferior, pero en su parte superior es mucho más angosto, pa- reciendo que hubiera sido angostado de este modo para poder asir y ma- nejar el instrumento con mayor facilidad. En la cara opuesta muestra varias excavaciones producidas por percusión. El último (figura 466), es un hueso tallado del mismo modo, pero más pequeño, de sólo 46 milímetros de largo y 12 en su parte más an- cha. Su extremidad inferior termina en un chaflán producido por un solo golpe o corte, de borde curvo y cortante. La parte superior está ta- 406 llada de manera que termine en una extremidad muy angosta, que ser- vía de asidero a la mano. La figura 467, es una especie de escoplo tallado en una astilla de hue- so, larga de 56 milímetros, ancha de 7 a 11 y tallada a grandes cascos. Su extremidad inferior es muy gruesa; la superior está cortada en bi- sel, de manera que termine en un borde cortante, de sólo unos 6 milíme- tros de ancho. La figura 468 representa el mismo objeto visto de castado. La figura 469, representa un hueso largo, roto longitudinalmente, de cerca de 4 centímetros de largo 17 milímetros de ancho. Su extremi- dad inferior presenta un corte de 4 a 6 milímetros de ancho, de forma semicircular y que recorre también gran parte de los bordes laterales, particularmente por su costado derecho. Una gran parte del borde del hueso, forma una curva cortante, pero su forma demuestra que no fué destinado a cortar. Otros huesos, por el contrario, están tallados de modo que terminen en instrumentos punzantes. La figura 470, representa uno de 63 milímetros de largo, muy grue- so en su extremidad superior y tallado a grandes golpes en una gran parte de su superficie, de modo que en la otra extremidad termina en una punta no muy aguda. Algunos huesos largos, rotos transversalmente y cortados en su ex- tremidad en forma de pico de pluma como los representados en las fi- guras 471 y 472, cuya extremidad inferior de la rotura termina como en los instrumentos descriptos más arriba, en un borde curvo y cortan- te, pueden haber sido destinados a usos muy diferentes. Podían servir como pulidores, alisadores o cuchillos; y podían ser empleados como excelentes instrumentos para remover la tierra y aun también como es- pecies de cucharas. Anadiremos, por fin, que diferentes veces hemos recogido fragmen- tos de cuernos de ciervo cortados o aserrados artificialmente en sentido transversal, del mismo modo que el ejemplar figurado en el núme- ro 473. Sin embargo no hemos recogido ningún instrumento fabricado en Cuerno de ciervo. CAPÍTULO XV PARADERO MESOLÍTICO DE CAÑADA ROCHA (CONCLUSIÓN) Huesos agujereados. — Empuñaduras para lanzar proyectiles. —Pulidores de hueso.— - Punzones. — Dardos arrojadizos. — Alfarerías. — Alfarerías grabadas. — Ollas. — Candiles. — Fauna mesolítica: animales que han servido de alimento al hom- bre. — Conclusión. Una clase de objetos muy curiosos encontrados en este paradero, son algunos huesos con agujeros más o menos grandes o profundos, de con- torno circular o elíptico. La figura 474, representa un fragmento de la diáfisis de un hueso largo, roto transversalmente y en cuya superficie se ve un agujero de contorno ovóideo, de paredes verticales, de 6 milímetros de diámetro mayor, 3 de diámetro transversal y de cerca de 4 milímetros de profun- didad, terminando en un fondo de superficie plana. La figura 475, es la parte inferior de un húmero roto transversalmen- te, en cuya superficie se ve un agujero de contorno circular aunque irregular y de 7 milímetros de diámetro. Atraviesa completamente el hueso hasta su canal medular, pero su dirección no es vertical, sino oblicua, dirigiéndose de la epífisis al centro o diáfisis. La figura 476, es otro hueso largo, roto transversalmente, con un agujero circular en su superficie de cerca de 8 milímetros de diámetro, que perfora completamente el hueso hasta.el canal medular, pero tam- poco verticalmente sino muy oblicuamente, dirigiéndose hacia la epífi- sis del hueso. El objeto más raro que hemos recogido de esta clase, es la extremi- dad inferior de una tibia de guanaco figurada en el número 477, y que presenta en la superficie de su cara articularia un agujero perfecta- mente circular, de 8 milímetros de diámetro, que tiene una dirección algo oblicua al eje longitudinal del hueso. En todo su interior siem- pre es perfectamente circular, de paredes muy lisas, tiene una profun- didad de 25 milímetros y termina en un fondo de superficie cóncava. La perfección de ejecución que se nota en este agujero es verdaderamente 408 notable. Ignoramos de qué instrumento se habrán valido para hacerlo tan regular, como ignoramos también el uso a que estaba destinado. De- bemos decir otro tanto de los que hemos descripto anteriormente. Más de una vez hemos pensado que tal vez podían servir como silbatos de caza, pero nunca hemos podido obtener de ellos ningún sonido. Las empuñaduras para lanzar proyectiles, son huesos que presentan en uno de sus bordes una gran ranura semicircular de fondo muy liso o una gran excavación de fondo cóncavo, liso y pulido, producida cuan- do menos en parte por un gran frotamiento. Las figuras 478 y 479, representan dos objetos de esta clase. El pri- mero tiene una especie de ranura semicircular de 15 milímetros de an- cho, 2 de profundidad y fondo cóncavo muy liso. El segundo es una astilla de hueso largo, de 69 milímetros de largo y 18 de ancho, que presenta en su borde izquierdo una gran excavación o depresión, larga y ancha, pero poco profunda, de fondo cóncavo y su- perficie lisa y pulida por frotamiento. Estos huesos, si no han servido como empuñaduras para lanzar pro- yectiles, pueden haber servido para producir fuego, frotando contra elios fragmentos de madera blanda, la que a fuerza de frotar habría pro- ducido esas excavaciones pulidas. Sin embargo, creemos más probable que hayan sido destinados al primer uso que al segundo. Los pulidores son unos fragmentos de huesos rotos en sentido lon- gitudinal, de tamaños muy diferentes, una de cuyas extremidades está muy pulida y gastada por un gran frotamiento hasta tal punto que, en algunos ejemplares, la extremidad termina en un filo muy delgado y cortante, pareciéndose más a una especie de cuchillo o a un escoplo que a un instrumento destinado a pulir o a alisar. Otros son pulidores rudi- mentarios, cuyas extremidades apenas conservan trazas de haber ser- vido a un uso cualquiera. He aquí la descripción de algunos ejemplares de ambas clases: La figura 480 es un pulidor de 92 milímetros de largo y 25 de ancho. El hueso, en lugar de estar desgastado por su parte interna, como suce- de generalmente con la mayor parte de los objetos de esta clase, lo está por la externa. La parte inferior del hueso, su borde inferior y lateral derecho están pulidos y redondeados a causa de un largo frotamiento, pero sin terminar en declive, como el mayor número de estos instru- mentos, por lo que lo consideramos como un pulidor imperfecto o ru- dimentario. Una gran parte de la superficie anterior del hueso presen- ta escoriaciones anteriores a su enterramiento y producidas al parecer por choques o golpes aplicados al hueso cuando estaba entero, con ob- jeto de romperlo longitudinalmente. La figura 481 representa otro pulidor imperfecto, también desgasta- do en su superficie exterior. Tiene 12 centímetros de largo y 20 milíme- OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. XV La ANTIGÜEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA, — Lim. XV MI OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. 409 tros de ancho. Su extremidad inferior es muy lisa y pulida por frota- miento hasta una parte de la misma superficie que forma la rotura trans- versal inferior del hueso. La figura 482 es otro alisador o pulidor imperfecto, pero pulido en la superficie interna de su extremidad inferior. Tiene cerca de 12 centí- metros de largo, 26 milímetros de ancho en su parte superior, 16 en la inferior y un espesor muy considerable en toda su extensión. Su extre- midad inferior está pulida por frotamiento, mostrando un principio de declive. Es el principio de un verdadero pulidor. La figura 483 representa ya un verdadero pulidor. Es una astilla de hueso mucho más pequeña que las anteriores, de sólo 52 milímetros de largo y 10 de ancho; pero como este instrumento está partido longitu- dinalmente poco más o menos por la mitad, entero debió tener una an- chura dos veces mayor. Su extremidad superior, lisa y muy desgastada por el uso, muy puli- da, concluye en un declive suave formado por el mismo frotamiento, que a su vez termina en un filo muy delgado. La figura 484 representa un verdadero pulidor completamente ente- ro, y cuya extremidad está muy bien trabajada. Es un fragmento de as- tilla de hueso roto longitudinalmente, de 92 milímetros de largo y de 10 a 13 de ancho por 7 de espesor. En su costado izquierdo muestra una gran excavación de fondo desigual. Su extremidad, lisa y pulida, desgastada en declive por un continuo frotamiento, termina en un bor- de curvo, algo redondeado, bastante delgado y también pulido. La figura 485 es el mismo instrumento, visto por su cara opuesta, completamente lisa, sin trabajo alguno, a excepción de varias pequeñas rayas transversales oblicuas, un poco más arriba de su parte media. Las figuras 486 y 487 representan un fragmento de hueso largo, casi plano, de 50 milímetros de largo, 12 a 18 de ancho y 4 de espesor, me- nos uno de sus costados que es mucho más grueso. Su extremidad infe- rior concluye en un borde curvo, grueso, redondeado, muy liso y pulido por frotamiento. . El más notable de todos los objetos de esta clase que hemos recogi- do en este punto es el que representa la figura 488. Está trabajado en un fragmento de hueso largo, partido longitudinalmente, de 70 milime- tros de largo y 28 de ancho. El ancho de esta astilla, su curvatura exter- na y la del canal medular, prueban que el hueso de donde se ha sacado ha pertenecido a un animal de tamaño algo mayor que el guanaco, que es el más grande de los mamíferos que aquí encontraron los españoles. Toda la parte inferior del instrumento está pulida con mucho esme- ro, formando en sus costados bordes redondeados y pulidos y terminan- de en un declive suave que concluye en un borde curvo y cortante. La parte superior está rota transversalmente de un modo irregular, lo que 410 demuestra que lo ha sido por azar y que el instrumento fué primitiva- mente más largo. La superficie del canal medular está cubierta por una ganga terrosa de color obscuro y sumamente dura. La figura 489 representa el mismo objeto visto por su cara opuesta, que es lisa y cubierta en parte por algunas partículas de la misma materia terrosa que se ha depositado sobre la superficie del canal meduiar. La figura 490 representa el mismo objeto visto de costado. Este instrumento es completamente igual en su forma al que dibuja Gervais en la figura 9 de la lamina segunda de su obra (1), recogido en la caverna de Pontil (Hérault), pero se han encontrado objetos ana- legos en diversos otros puntos de Europa, y particularmente en las ha- bitaciones lacustres de Suiza. Hemos recogido un gran número de punzones de hueso de un trabajo muy esmerado y de formas diferentes, pero pocos son los ejemplares enteros. Las figuras 491 y 492 representan un fragmento de radio de un gran carnívoro, cuya especie aún no hemos podido determinar, que ha sido desgastado y pulido en sus dos caras y en sus bordes con mucho esme- ro de manera que tomara una forma muy comprimida. Tiene 12 centí- metros de largo, de 14 a 15 centímetros de ancho y, a causa del gran desgaste que ha sufrido, sólo un centímetro de espesor. El largo frota- miento a que ha sido sometido ha puesto a descubierto en sus dos caras el tejido esponjoso interior del hueso. Su extremidad superior está rota, pero las figuras muestran la forma que debía tener el objeto entero, que era un gran punzón o una especie de estileto que podía servir tam- bién como punal. La figura 493 representa el mango de un punzón de hueso al que he- mos restaurado idealmente. Es de la misma forma que el mango de uno de nuestros cuchillos de mesa, con la única diferencia de que es más pequeño. La parte existente tiene 53 milímetros de largo, 13 de ancho y e de espesor. Las grietas que se ven en su superficie son posteriores a su enterramiento y resultado de la humedad del suelo. En su cara supe- rior, visible en la figura, existe hacia el centro una depresión de fondo cóncavo y liso que recorre toda la extensión del mango. La figura 494 representa un fragmento de hueso largo, probable- mente de guanaco, cortado en forma de pico de pluma y pulido de modo que concluya en una punta punzante. La figura 495 representa el mis- mo objeto visto por la cara opuesta. Tiene 61 milímetros de largo y la punta, que está rota, lo fué al tiempo de exhumarlo. Casi toda la parte pulida presenta un sinnúmero de estrías y finas y transversales (1) Gervais: Recherches sur l’ancienneté de l’homme et la période quaternaire. 411 producidas por los granos silíceos de la placa de gres con que fué puli- do el instrumento. Las figuras 496 y 497 representan un punzón de hueso mucho más pequeño, pues sólo tiene 31 milímetros de largo, pero mejor trabajado. Es una pequeña astilla de hueso, cuya extremidad inferior ha sido pu- lida en todo su alrededor de modo que termine en una punta muy agu- da. Apenas se distinguen en algunos puntos las finas estrías que pre- senta el ejemplar anterior, pero hacia la parte superior de su superfi- cie externa se ven algunas incisiones cortas, muy pequeñas y aisladas. Su extremidad superior está rota transversalmente y es posible que el instrumento haya sido más largo. Objetos parecidos se han encontrado en las cavernas de Inglaterra, Francia, Alemania, España y Portugal, en las habitaciones lacustres de Suiza, Italia y Austria, en los kjókkenmoddings de Dinamarca, etc. Concluiremos la nomenclatura de los principales tipos de objetos de hueso trabajados por el hombre que habitó las orillas de Cañada Ro: cha, con la descripción de dos puntas de dardo de un trabajo bastante notable. La primera (figura 499), tiene 82 milímetros de largo y 19 de ancho en su base. Su mayor espesor no alcanza a 4 milímetros. Sus bordes son muy regulares y en su mitad superior sumamente delgados y cor- tantes. Su extremidad-superior, que está rota, terminaba en punta agu- da. Su base está cortada verticalmente, formando dos líneas rectas que convergen hacia el eje longitudinal, pero que no alcanzan a juntarse para formar el ángulo obtuso que marca su dirección a causa de una escotadura que se encuentra en la base sobre la línea mediana. En la cara opuesta (figura 498) se ven dos surcos paralelos, de menos de un milímetro de ancho, separados por una cresta aún mucho más an- gosta, bastante profundos y de fondo cóncavo. En los dos tercios su- periores, los dos surcos forman justamente la línea mediana longitu- dinal para desviarse más abajo hacía la izquierda, vuelven a dirigirse a la derecha formando un ángulo obtuso y vuelven a tomar su primi- tiva dirección, perdiéndose poco antes de llegar a la escotadura de la base que en esta cara afecta una forma rectangular. Muchas tribus de indios de diferentes puntos de América trazaban en la superficie de las puntas de sus flechas y dardos, surcos pareci- dos, en los que colocaban el veneno que se introducía en la herida y daba muerte al animal. Otras hacían grandes incisiones y entalladu- ras que sólo tenían por objeto la introducción del aire en la herida de modo que la pérdida de la sangre extenuara el animal y cayera exáni- me. Pero como en nuestro ejemplar los surcos no llegan a la base, es claro que no fueron practicados con este objeto, sino con el de intro- ducir el veneno en la herida. Prueban esto mismo los zigzags de los 412 surcos en su tercio inferior, que tenían por objeto impedir la pérdida del veneno, mientras que en los dos tercios superiores corren en línea recta hasta la misma extremidad, de modo que el veneno tenía que in- troducirse forzosamente en la herida. La figura 500 representa otro ejemplar de la misma forma general, pero más pequeño. Tiene 51 milímetros de largo, pero como la extre- midad superior está rota, entero debía tener unos 6 centímetros. En su base tiene 18 milímetros de ancho y su espesor es de 2 milímetros. Está pulido en toda su superficie y los bordes laterales son delgados y cortantes. Su base forma una línea recta y está tallada en declive en sus dos caras en un ancho de 2 milímetros. Carece de ranura, pero tie- ne en su base dos agujeros elipsoidales, separados uno de otro por un espacio de 3 milímetros, de 8 milímetros de alto y 3 de ancho cada uno. Estos agujeros podían servir para fijar la punta a la tilla, pero pasando por ellos un tiento podían también convertir el arma en una gran aguja. Los fragmentos de alfarería recogidos en el paradero pasan de 800, pero no hay entre ellos ningún vaso entero. Son todos de una pasta arcillosa homogénea y de una cocción muy imperfecta. Unos son de un color gris ceniza en el interior de la pasta y blan- quizco en su superficie. Otros son negros, tanto en su parte interna como en la externa. El espesor de los fragmentos no es muy considerable y los bordes son generalmente redondeados, no más gruesos que el cuerpo de los vasos. f Todos son bastante duros y compactos, pues en su mayor parte no se les puede rayar con la una. Algunos presentan cerca del borde y paralelamente a éste, un gran número de estrías y rayas bastante finas y paralelas producidas sin duda alguna por ún pedazo de madera, o alguna piedra o hueso con que se ha alisado el borde, pero en algunos ejemplares las estrías ocu- pan casi toda la superficie externa e interna. Otros ejemplares están envueltos por una ganga terrosa muy dura, igual a la que ya hemos dicho presentan muchos huesos extraídos del mismo punto. Hay también unos pocos ejemplares pintados de colorado obscuro tan sólo en su superficie interna. Sin duda eran vasos destinados a conser- var líquidos. Otros fueron pintados en su superficie interna y externa, pero nin- guno presenta el brillo que tienen algunos ejemplares neolíticos. Las alfarerías de la época mesolítica se distinguen de las neolíticas en los caracteres y circunstancias siguientes: 1° Entre las alfarerías mesolíticas no se encuentran fragmentos tan espesos ni tan delgados como algunos de los neolíticos. 413 2° No se encuentran fragmentos de superficie tan regular y perfec- ta como los neolíticos. 3° Las alfarerías grabadas mesolíticas son más escasas que las neo- líticas y los dibujos de un estilo algo diferente. 4° Las alfarerías pintadas, también son más raras y más groseras. 5% No existen fragmentos de color ladrilloso y tan bien cocidos como durante la época neolítica. 6° Ningún fragmento de alfarería mesolítica está amasado con frag- mentos de cuarzo, mica, calcedonia u otras rocas. 7% Los bordes de las alfarerías mesolíticas pueden reducirse a sólo dos tipos: redondos y planos. 8° Los fragmentos de alfarerías mesolíticas pertenecen a dos úni- cas formas de vasos y estas mismas son diferentes de las neolíticas. 9° No existen ni pipas, ni pesones, ni botijas, etc., etc. 10° Ningún vaso mesolítico presenta verdaderas asas ni gollete. Las alfarerías grabadas no son muy numerosas y hay poca variedad en los dibujos, pues consisten tan sólo en rayas e impresiones hechas con los dedos, surcos y puntos. Los fragmentos recogidos permiten asegurar que sólo adornaban los bordes con guardas diferentes y que el cuerpo del vaso no llevaba adorno alguno. Entre los fragmentos de esta clase que hemos recogido sólo cuatro - merecen una mención especial. El primero (figura 502), es un fragmento de 33 milímetros de lar- go, de 15 a 25 de ancho y 5 de grosor, color gris ceniza en el interior de la masa, blanquizco en su superficie interna y obscuro en la externa, de borde algo redondeado y no más delgado que el resto del frag- mento. En su superficie externa, a distancia de 10 a 15 milímetros del bor- de corren dos surcos paralelos, formando una línea ondulada, a dis- tancia de 5 a 6 milímetros uno de otro, de 2 a 3 milímetros de anchura, poco profundos, de contornos irregulares y de fondo desigual, hechos probablemente con algún pedazo de madera o de hueso sin punta. La figura 501, es otro fragmento de 27 milímetros de largo y 5 y medio de ancho, de color gris obscuro, terminando en un borde re- dondeado más delgado que el resto del fragmento. Su superficie ex- terna está adornada de impresiones rectangulares y cuadradas, muy curiosas, colocadas oblicuamente. En el fragmento único de esta clase que poseemos y del cual habla- mos, sólo hay dos de estas impresiones completas y dos incompletas colocadas en tres filas. De la primera fila de la derecha no existe más que una pequeñísi- ma parte de la extremidad superior. 414 La parte existente de la segunda no tiene más que una sola grande impresión rectangular, de 7 milímetros de largo y 4 de ancho, con 3 crestas transversales que dividen 3 surcos transversales paralelos. Cada surco tiene en su fondo dos agujeros pequeños, uno al lado del otro, poco profundos, separados por una pequeña cresta y que se di- rigen oblicuamente hacia el borde. La tercera fila contiene dos impresiones, una incompleta igual a la anterior y la otra cuadrada, de cerca de 5 milímetros de diámetro por cada lado, pero con una sola cresta transversal y dos surcos con sus agujeros. La figura 503, representa otro fragmento con dibujos mucho más grandes que los anteriores. Tiene cerca de 10 centímetros de largo, 35 a 40 milímetros de ancho y 7 de espesor, de color gris obscuro y de borde redondeado, bien trabajado y no más grueso que el resto del fragmento. Una parte de la superficie externa está cubierta por una ganga te- rrosa muy dura. Paralelamente al borde corren dos filas de rayas verticales que ser- vían de adorno a la olla. : La primera fila está colocada a distancia de 9 milímetros del borde y tiene de 5 a 6 milímetros de ancho. Las rayas tienen este mismo lar- go, son angostas, profundas, algo curvas y todas con la parte cóncava de la curva vuelta a un mismo lado, tal como si fueran rayas hechas con las unas del dedo pulgar, teniendo también justamente el mismo tamaño y la misma forma que las incisiones o rayas que se pueden hacer con las uñas sobre el lodo a medias seco. La segunda fila se halla a distancia de 5 a 6 milímetros de la ante- rior y se le parece en un todo. Las rayas se encuentran a distancia de 1 a 3 milímetros unas de otras. La figura 504, es otro fragmento de alfarería grabada, aún más grande que el anterior. Tiene 14 centímetros de largo, cerca de 9 de ancho y sólo 4 milímetros de espesor. Por su curvatura se conoce que ha formado parte de una olla de gran tamaño. Es de una pasta arcillosa homogénea poco cocida y de color gris. Su superficie, tanto interna como externa, fué pintada de rojo, que casi ha desaparecido por completo debido a la acción del tiempo. Parece que también ha sufrido la acción del fuego en su superficie externa. Su superficie no es lisa sino irregular y termina en un borde redon- deado, no más grueso que el resto de la olla, pero muy mal trabajado, de superficie desigual y modelado, al parecer, sin más ayuda que la de las manos. Su contorno se halla adornado por una guarda muy curiosa. Consis- te en dos hileras de grandes impresiones oblicuas hechas al parecer 2 415 sin más ayuda que los dedos y las uñas. Se halla a distancia de unos 7 a 10 milímetros del borde. Las impresiones que constituyen la guarda, tienen un largo de 13 milímetros y un ancho de 10. Son poco profundas y con algunas es- trías longitudinales en su fondo. Su extremidad superior es de borde algo curvo y forma una pared perpendicular. El borde inferior forma un plano inclinado que se dirige hacia el centro de la depresión y con- cluye en una raya transversal, curva y bastante profunda, hecha sin duda con la uña, así como el cuerpo de la excavación parece hecho con los dedos, que en algunos casos también han dejado la señal de la una hacia el centro de la excavación en forma de otra raya transversal cur- va, pero no tan marcada como la que se encuentra en el borde inferior. Estas impresiones están dispuestas en dos líneas que se tocan y dan a la guarda un ancho de cerca de 25 milímetros. Todos los fragmentos de ollas encontrados, pertenecen a un solo tipo, cuya reconstrucción permiten algunos grandes pedazos. Era una especie de cazuela sin gollete, aglobada y de fondo con- vexo, de modo que no podía mantenerse derecha, mas no hemisféri- ca, sino algo más larga que ancha, de dos diámetros diferentes, de manera que la abertura, en vez de ser circular era algo elipsoidal. Su espesor mínimo es de 4 milímetros y el máximo de 10. A juzgar por los fragmentos encontrados, había ejemplares de tama- .ños muy diferentes. Algunos de ellos están amasados con una pequeñísima cantidad de arena muy fina, mezclada a la arcilla, que servía para darles mayor consistencia; otros son como los neolíticos, más cocidos en el interior que en el exterior. Muchos fragmentos tienen su superficie externa muy desigual y de color obscuro, mientras que la interna es lisa y de color rojo obscuro. Tenemos algunos grandes fragmentos de 8 a 10 milímetros de gro- ser, muy lisos en su superficie interna, que en parte tiene un color algo ladrilloso. La parte externa, muy negra, está cubierta por una espesa capa de hollín de más de un milímetro de espesor, probando así de un modo evidente que el vaso estuvo expuesto a la acción del fuego duran- te largo tiempo. El más grande de los fragmentos de alfarería pertenecientes a ollas de esta forma que hemos recogido, es el que representa la figura 505, formado de tres pedazos que encontramos separados y bastante dis- tantes unos de otros, pero que se adaptan perfectamente. Este fragmento así reconstruido, sin tener en cuenta su curvatura, tiene 16 centímetros de largo, por 11 de ancho, y permite conocer la forma entera de la olla y calcular sus dimensiones. Tiene un espesor uniforme de 5 a 6 milímetros y su borde, que está muy bien labrado, termina en una superficie plana de unos 4 centímetros de ancho. 416 Es de una masa arcillosa homogénea, sin mezcla alguna, dura y compacta, bastante cocida, en algunos puntos de su superficie interna de un color algo ladrilloso y en la externa de color negro, debido a la acción del fuego, que también había formado una espesa capa de hollín que se separó de los fragmentos al tiempo de exhumarlos. Toda la superficie, tanto interna como externa, está bastante bien alisada, aunque en algunas partes, particularmente en la superficie in- terna y cerca del borde, se notan algunas estrías paralelas al borde, producidas, sin duda alguna, por el instrumento con que fué alisada. La parte interna es más cocida que la externa. La forma de la olla entera era, como ya hemos dicho, algo oblonga, de dos diámetros diferentes, aglobada en el centro de manera que su mayor diámetro no estaba justamente en la boca, sino a algunos centí- metros más abajo, y de fondo convexo, de modo que no pudiera mante- nerse derecha. En la abertura su diámetro mayor debía ser de unos 24 a 25 centímetros y el menor de 18 a 20 centímetros. La figura 506 representa la forma restaurada de esta olla. Es posible, sin embargo, que algunos otros ejemplares tuvieran una ferma menos oblonga y se acercaran más a la forma hemisférica. Todos los fragmentos de alfarería pertenecientes a la segunda forma son más gruesos que los anteriores, mal trabajados, de bordes redon- deados, sumamente toscos, cocidos en parte por el uso a que estaban destinados, completamente negros tanto en el interior de la masa como en su superficie y cubiertos de considerables depósitos de hollín. Están fabricados, como los anteriores, de una masa arcillosa homo- génea, sin mezcla alguna, y son sumamente duros y compactos. Su espesor varía entre 12 y 22 milímetros, según los puntos en que se midan. La forma de los objetos a que pertenecen estos fragmentos son unos tiestos pequeños muy espesos, de fondo circular, plano en la superficie externa y cóncavo en la interna y de abertura más ancha que el fondo del vaso. Como tenemos la mitad de dos ejemplares, cada uno de los cuales da una idea perfecta del objeto entero a que pertenecían, nos limitaremos únicamente a la descripción de esos dos fragmentos. La figura 507 representa la mitad anterior de uno de estos objetos, provisto de un pequeño pico que parece destinado a volcar los com- bustibles que se derretían en el recipiente, o bien a recibir una espe- cie de torcida. Esta forma nos ha hecho aplicar a tales tiestos el nombre de candi- les. Su fondo, de color en parte ladrilloso, termina exteriormente en una superficie plana circular, de 68 milímetros de diámetro. Tiene 49 milímetros de alto y de 12 a 20 de espesor, según los puntos en que se pode (OX Vot. HI OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. 499 498 495 494 485 401 . , ‘ ‘ ' ‘ ‘ 1 ‘ ‘ ' 1 ' ‘ , ‘ ‘ , , ' ‘ ‘ ‘ ‘ G ‘ . « 1 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám. XVI ==> al ere = La ANTIGUEDAD DEL MBRE EN EL PLATA. — LAM. XVI Opras DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III GUEDAD DEL HOMBRE 484 485 494 495 498 499 500 507 508 509 RA tt TMNT A Te SS SS 1 = ¡MEE OT ls A A E re te Sen geen mp rs nn” 417 mida. Los bordes son redondeados y sumamente groseros. El interior del tiesto es cóncavo y de superficie irregular. La parte externa, par- ticularmente la del fondo, parece que apenas ha sufrido la acción del fuego; pero en cambio la superficie interior está cubierta de una subs- tancia negruzca de hasta 2 milímetros de espesor, producida al pare- cer por la combustión de materias grasientas derretidas. La figura 508 representa el mismo objeto, visto por la parte externa cel fondo. La figura 509 representa la mitad posterior de otro ejemplar de ma- yor tamano. Su fondo, exteriormente, es también plano y circular, de un diámetro de 92 milímetros. El diámetro de la abertura es de un de- cimetro. Tiene 50 milímetros de alto y 7 de grueso. Su interior termi- na en un fondo cóncavo más liso que el del ejemplar anterior. Parece haber sufrido la acción del fuego largo tiempo, tanto en su parte in- terna como en la externa, pues está cubierto por la misma substancia negruzca que tiene el fragmento anterior. Sin embargo, tales grasitu- des quemadas faltan en la superficie del fondo, tanto dentro como fue- ra. La parte anterior que falta, probablemente debía estar también pro- vista de un pico como el del ejemplar descripto y figurado anterior- mente. La parte posterior de la cual hablamos, se va elevando por sus bordes hacia atrás hasta formar una gran protuberancia, opuesta al pun- to en que existía el pico, más gruesa que el cuerpo del candil y que ser- vía de asidero. En este punto, desde la base hasta la punta superior del asidero, tiene 18 milímetros de alto. Los bordes son redondos y mal trabajados, así como también el cuerpo, que deja ver en muchas par- tes protuberancias, depresiones e impresiones producidas por los de- dos que lo han modelado. La figura 510 representa el mismo objeto visto por la parte externa Gel fondo; y la figura 511 es la forma que debía tener el candil entero. Para concluir con las alfarerías mesolíticas de Cañada Rocha, he aquí lo que dice el doctor Zeballos sobre algunos ejemplares que tuvi- mos ocasión de comunicarle. «ALFARERÍA. — Los restos prehistóricos son comunes en las inme- diaciones de Buenos Aires; pero el mejor depósito hasta hoy hallado es el que descubrió en 1875 el joven don Florentino Ameghino, asiduo coleccionista, en Cañada Rocha, toldería o paradero indígena que tuve ocasión de visitar con el señor Reid, al reconocer esos terrenos en cesempeño de una comisión de la Sociedad Científica Argentina. «Las muestras de alfarería de allí extraídas y que recibí como ob- sequio del señor Ameghino, son valiosísimas y muy curiosas. Reser- véndome para otra ocasión su estudio detenido, avanzaré ahora que son de arcilla, seca al sol y al fuego, de masa muy dura y uniforme, de color negro pronunciado en el exterior y un tanto amarillento en el in- AMEGHINO — V. II 27 418 terior, lo cual obtenían los indios por medio del fuego para darle ma- yor consistencia y disminuir la porosidad. En la parte interior del ties- to se notan grasitudes poco perceptibles, mientras que en el exterior lay depósitos considerables de hollin. Esto lo he observado en unos fragmentos bastante grandes que conservo, y que me permitirán re- construir la vasija. «Habiéndome llamado la atención ya que estos restos se conserva- sen negros en el interior de la masa y en las superficies, a pesar de la cocción, pensé que fueran tiestos empleados para usos que no exigían exponerlos al fuego; pero deteniéndome a observarlos noté las capas exteriores de hollín muy pronunciadas, y algunas partes de los frag- mentos con tintes amarillos. Deduzco -entonces que, en efecto, estos tiestos eran expuestos al fuego; pero a un calor suave y no contínuo, sólo necesario para preparar ligeramente algunos alimentos y acaso puramente para calentar agua; y siendo descontinua y desigual la coc- ción, no había podido extenderse a toda la masa la coloración rojiza. Respecto a estos restos de alfarería prehistórica es evidente, pues, que son secados al sol y al fuego, pues los rastros de cocimiento que presentan, son efectos de los usos a que eran destinados. «Se hallan restos de esta misma naturaleza en Puente Chico, Punta Lara, San Fernando, Matanzas, Chascomús y otros puntos de la Pro- vincia. Algunos han perdido su color negro y suelen presentarse gri- ses, ya por la misma acción del fuego, ya por la mezcla de cal y arena cuarzosa en la pasta (2).» La fauna de este depósito es sumamente numerosa y se podrá for- mar una idea de ella por la lista que sigue: FELINOS.— Entre la inmensa cantidad de huesos acumulados por el hombre en el Paradero de Cañada Rocha, los de felinos son muy escasos. Los pocos restos que hemos recogido pertenecen a dos grandes es- pecies, una de la talla del jaguar y la otra del puma. Ambas especies eran muy abundantes en esos parajes antes de la conquista. Felis onga (Linn). —Los únicos restos atribuibles al jaguar son varios fragmentos de huesos largos, un gran fragmento de radio traba- jado en toda su superficie por el hombre y por consiguiente inútil para comparar con los de individuos vivientes, y un gran metatarso que se- nala un individuo de gran talla. Felis concolor (Linn). — Sólo hemos recogido la corona del canino inferior de un individuo atribuible a esta especie. (2) Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires, por el DR. ESTANISLAO S. ZEBALLOS, + Buenos Aires, 1877. 419 La escasez de restos de grandes felinos indica que el hombre no tra- taba de atacarlos, pero se defendía si era atacado; y que si les daba muerte no dejaba de partir los huesos largos para extraer la médula y quizá como recuerdo de caza los convertía después en instrumentos. Cánimos. — Hemos recogido dos especies diferentes de perros, una que parece representar el Aguará y la otra el zorro común del campo. Canis jubatus2 (Desmarest). — Hemos recogido un cráneo comple- to, algunas mandíbulas inferiores, varias vértebras y huesos de una gran especie de perro que, por su tamaño y caracteres osteológicos, parece representar el Aguará, pero no estamos seguros de su identi- dad. Por lo menos, no hemos podido identificarlo con ninguna otra de las especies vivientes y extintas de la República Argentina. El Aguará, que habita toda la República, es un animal muy escaso y que también lo ha sido en el primer siglo de la conquista, lo que con- cuerda con los escasos restos que de él se encuentran en Cañada Rocha. Sin embargo, aunque sus restos se hayan mezclado con los de los demás mamíferos, nada induce a creer que sirvió de alimento al hom-* bre, pues el único cráneo que ahí ha quedado está entero; lo mismo su- cede con las mandíbulas y los demás huesos que tampoco presentan rastros atribuibles al hombre, ni han sufrido, como muchos otros, la acción del fuego. 5 El Aguará, Aguará-guazú o lobo argentino, es un animal que se re- duce fácilmente a domesticidad. ¿Qué habría, pues entonces, de extra- ño que los indígenas primitivos de Cañada Rocha lo hubieran domes- ticado? Esta suposición es tanto menos imposible cuanto que los es- pañoles encontraron perros domésticos, pero que no ladraban, en di- ferentes puntos de América. Y hasta nos atreveríamos a afirmar que no es una simple suposición, sino un hecho susceptible de demos- trarse. Hemos dicho anteriormente que muchos huesos presentan vestigios de haber sido roídos por un animal; estos forman los dos quintos de la masa total. Hemos dicho también que han sido roídos cuando aun estaban frescos (lo que es natural) y después de haber sido partidos por el hombre. Ahora preguntamos: ¿cuál es el animal salvaje, que se habría atrevido a presentarse en medio de la residencia de una tribu salvaje que vivía en gran parte de la caza, y que por consiguiente de- bía haber ahuyentado de sus inmediaciones todos los animales, para roer y recoger las sobras de sus festines? Seguramente ninguno, a no ser un animal doméstico y ese, que era un carnívoro, no podía ser sino un perro, el mismo que ha dejado los restos de que estamos hablando. Los mismos huesos roídos presentan el aspecto de los que roe nues- tro perro doméstico, y como éste, el perro de los primitivos indígenas 420 ha atacado las extremidades y partes más esponjosas, con preferen- cia a las diáfisis de los huesos. Canis Azarae (Maxim. N. W.). —Los restos del zorro común son más numerosos que los de la especie anterior y no presentan ninguna diferencia con los del zorro actual. Los cráneos se encuentran en fragmentos, las mandíbulas inferio- res rotas en su base y los huesos largos partidos generalmente en sen- tido transversal y presentando rastros de haber sido expuestos a la ac- ción del fuego, quizá para hacer correr la médula. Esta especie ha ser- vido, pues, de alimento al hombre. MusTÉLIDOS. — El único mustélido que ha dejado sus huesos en el paradero de Cañada Rocha es el hediondo zorrino. Conepatus Humboldti (Gray). —Sus huesos son escasos y se redu- cen a algunos fragmentos de mandíbulas y diversos huesos, que des- pués de bien comparados, hemos visto que no difieren en nada de los de la especie actual. Este animal ha servido de alimento al hombre, que probablemente también ha aprovechado su piel. Lo cual no debe sorprender, pues no hace un siglo que los indios Pampas comían su carne y con su piel adornaban el contorno de sus mantas (3). Es sorprendente que no hayamos encontrado en el mismo depósi- to restos de hurones (Galictis), pero es posible los haya en la parte que no hemos removido. ROEDORES. — Los restos de roedores son sumamente numerosos y se hallan representados por casi todos los géneros que aún actualmen- te habitan la provincia Buenos Aires. Reithrodon. — Hemos encontrado varios fragmentos de mandíbulas inferiores pertenecientes a animales de este género, pero que no po- demos determinar específicamente. Los huesos pertenecientes a este animal son también muy numerosos. Hesperomys.— Las especies de ratones del género Hesperomys, son las que más abundan en la provincia Buenos Aires y las que han dejado mayores restos en el paradero de Cañada Rocha. Sus huesos ss cuentan por millares. Es indudable que el hombre ha comido todos estos pequenos roedores. Hydrochoerus. — El carpincho, que es el más grande de los roedores actuales, y muy común en el río Paraná, que antes habitaba los peque- nos ríos de la provincia Buenos Aires, no ha dejado vestigios en Cana- da Rocha. (3) Azara: Essais sur l’histoire naturelle des quadrupèdes de la province du Paraguay. Pa- Tis 1801. A 421 Myopotamus coypus (Cuvier).— Impropiamente llamado nutria, sólo se halla representado por un fragmento de mandíbula, al que no le encontramos diferencias comparándolo con la especie actual. Este animal tan común en la Provincia, pasa por tener carnes sa- brosas; es, pues, muy sorprendente que no haya dejado otros vesti- gios, lo que induce a suponer que durante esa época era más escaso que en la actualidad. Ctenomys. — El Ctenomys, tucotuco u oculto, que en el día habita el Centro y Norte de la República, ha dejado aquí numerosos restos. Todos los cráneos están fragmentados y han sufrido la acción del fuego. Todos los huesos de este animal que hemos examinado son más pe- queños que los mismos del Ctenomys brasiliensis actualmente vivien- te, lo que no nos permite identificarlos en una misma especie. Lagostomus trichodactylus (Brookes). — La vizcacha, que actual- mente es el roedor más abundante en la provincia Buenos Aires, es el que también ha dejado más restos en el paradero de Cañada Rocha. Indudablemente durante esa época era tan abundante como en la actualidad, pues los restos exhumados pertenecen por lo menos a unos 500 individuos. Ñ É A pesar de eso, no hemos visto un solo cráneo completo. La parte an- terior, que incluye los incisivos y las muelas, se encuentra generalmen- te entera y separada de la parte posterior del cráneo que fué reduci- da en fragmentos para extraer los sesos. Los huesos largos han sido en gran parte partidos en sentido transversal o longitudinal. Una circunstancia digna de mencionarse es que todos esos restos pertenecen a individuos más pequeños que los actuales adultos. Dolichotis patachonica (Wagn.). — Llamada liebre de las pampas; ha dejado algunos restos, pero en muy corto número. Los cráneos tam- bién se encuentran fragmentados. Cavia. — Existen restos bastante abundantes de una especie del gé- nero Cavia que parece idéntica a la Cavia leucopiga (Brandt) común en la pampa. y RUMIANTES. — Estos son los que han dejado mayor número de osa- mentas y parece constituyeron la fuente principal de alimentación del hombre prehistórico de la época mesolítica. Cervus campestris (Cuv.). — Comúnmente llamado venado, gene- ral en la pampa del Sud, y en tiempo de la conquista hasta en la mis- ma costa del Plata. Los restos que ha dejado, consistentes en cornamentas y huesos son innumerables, y calculamos haber exhumado de más de mil individuos. Los cuernos se encuentran separados del cráneo y casi siempre ro- tos o cortados en pedazos. Los cráneos han sido fragmentados para 422 extraer los sesos, las mandíbulas inferiores rotas en su base y los hue- sos de las piernas astillados longitudinalmente. Mucho huesos del mis- mo animal han sido trabajados de diferentes modos y un gran número quemados o cubiertos de rayas y estrías. Cervus mesolithicus (Ameghino), especie nueva. — Existen ade- más los restos, aunque escasos, de una segunda especie de ciervo, di- ferente de las que viven actualmente en América del Sud, y que, por consiguiente, se ha extinguido en una época geológica sumamente cer- cana de nosotros. La pieza característica más notable que de esta especie hemos re- cogido es la mitad derecha de la mandíbula inferior con las tres últi- mas muelas y los alvéolos de las otras, pero en la que falta su parte an- terior y posterior. Pertenece a un individuo joven y que debía alcan- zar un mayor desarrollo. Se diferencia de los demás ciervos sobre todo por la curvatura muy pronunciada del borde inferior del cuerpo de la mandíbula, como tam- bién por el espesor y la solidez del mismo hueso. Nos basta por ahora comprobar la presencia de una especie extinta de cervino en este depósito, reservándonos para más tarde su descrip- ción osteológica. Cervus paludosus (Desmarest). — Esta especie que los españoles no encontraron en esta parte de la Provincia, tampoco está representada en la fauna mesolítica de Cañada Rocha. Cervus rufus (Mliger). — Sucede otro tanto con el Cervus rufus, que desde la conquista nunca se ha encontrado en la provincia Buenos Aires (excepción hecha de las islas del Paraná). Auchenia lama (Schreb.). — Los restos de esta especie son aún más abundantes que los del Cervus campestris. Es cierto que ambos ani- males eran comunes en los contornos de Buenos Aires al tiempo de la conquista, y que además el guanaco tiene carnes excelentes. Todos los cráneos y mandíbulas del guanaco se hallan rotos del mis- mo modo que los del ciervo y los huesos largos están partidos longitu- dinalmente y en parte quemados. : Los huesos de esta especie que hemos recogido pertenecen a unos 1.200 individuos. Palaeolama mesolithica (H. Gervais y Ameghino). — Aunque no tan abundantes como los del guanaco, existen los restos de otro animal de la familia de los Camélidos que no tan sólo difiere específicamente del guanaco y la vicuña, sino que forma un género aparte completamente extinguido. El hecho parecerá sorprendente, pero por eso no dejará de ser me- nos cierto, siendo una prueba que hay que añadir a las que daremos más adelante sobre la aparición y extinción gradual de varias faunas J 423 a partir de los primeros tiempos de la época pampeana hasta nues- tros días. : La parte más notable que hemos recogido, perteneciente a este ani- mal, es una mandíbula inferior que comprende toda la parte anterior perfecta, con sus incisivos y caninos y parte de la mitad derecha con cuatro muelas. Además, fragmentos más o menos característicos de unos 50 individuos diferentes. ; Este animal entra en el género extinto del terreno pampeano, lla- mado Palaeolama o Palauchenia, del que se conocen ya cinco especies, cuatro procedentes del terreno pampeano, y ésta procedente de te- rrenos mucho más modernos y que será descripta más tarde en el tra- bajo que publicaremos en colaboración con el doctor Gervais. Euphractus villosus (Desmarest). — El peludo, que es el animal más común de su género que actualmente vive en la Provincia, se halla tam- bién representado por numerosos restos en Cañada Rocha, consisten- tes sobre todo en fragmentos de coraza y huesos largos. Los cráneos han sido rotos para extraer los sesos. Praopus hybridus (Desm.).— Los restos de la mulita son tan nu- merosos como los del peludo. Los cráneos también han sido partidos. Tolypeutes conurus (Geoff.). — No hemos visto huesos de mataco. Actualmente no se encuentra en la parte Noreste de la Provincia. Sin embargo, aunque raro, parece existía durante la época mesolítica, pues entie cierto número de huesos que exhumamos de este punto y sin exa- minar remitimos al doctor Zeballos, este señor dice haber reconocido restos de esta especie (4). PAJAROS. —Se encuentran, además, numerosos huesos de pájaros, sobre todo de avestruz (Rhea americana). Sus huesos largos están ro- tos longitudinalmente o transversalmente como los de los mamíferos. Se encuentran también innumerables fragmentos de las cáscaras de sus huevos, lo que prueba que los hombres de la época mesolitica en la provincia Buenos Aires no tenían la preocupación de los Guaranís contemporáneos de la conquista. Comían estos huevos después de ha- berlos cocido sobre las brasas, lo que se conoce por muchos grandes fiagmentos de cáscaras que han soportado la acción del fuego. Se encuentran también cáscaras de huevos de pájaros pequeños. En fin, entre los huesos, además de cierto número de especies que no hemos podido determinar, hemos reconotido huesos de palomas (Columbinae), perdices (Nothura), chajá (Palamedea chavaria), gar- zas (Ardea), terotero (Vanellus cayanensis), chimango, pescadores, flamenco (Phoenicopterus), ganso (Cygnus coscoroba), patos, etc. (4) ESTANISLAO S. ZEeALLOS: Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires. 424 REPTILES. — No hemos encontrado más que los restos de una espe- cie de reptil: la iguana o lagarto común. Pescabos. — Las vértebras de pequeños pescados de agua dulce que se encuentran mezclados con los huesos de mamíferos, puede decirse que son innumerables. Casi todos pertenecen a especies de la familia de los Siluridae. Lo que es notable es haber encontrado entre ellos algunos huesos pertenecientes a una especie del género Trigonis pro- pio del agua salada. MoLuscos. — Se encuentran también algunos restos de moluscos de agua dulce, y entre otros de una especie de Unio, que aún vive en la Ca- nada y probablemente ha servido de alimento al hombre, y muchos de Ampullaria, Planorbis y Paludinella que vivían en las aguas del panta- no donde el hombre había fijado su morada. En una época bastante alejada de nosotros, en que la configuración física de la llanura argentina no era absolutamente igual a la actual y durante la cual ya se habían extinguido los grandes mamíferos de la formación pampeana, pero existía una fauna sensiblemente diferente de la de nuestros días; en esa época, cuya verdadera antigüedad es di- fícil precisar, había en casi todo el largo de lo que hoy se llama Arro- yo Marcos Díaz y Cañada Rocha, una vasta laguna o pantano, quizá en parte cubierto por vastos pajonales. En medio de esta laguna, cerca de la orilla, había establecido su mo- rada una tribu de hombres, tuyos caracteres étnicos y antropológicos aún nos son desconocidos, que vivían en un género de habitaciones construídas según un sistema que aún está por conocer. Esa antigua toldería, aldea o paradero, recuerda por su situación, hasta cierto punto, las habitaciones lacustres del sistema alpino, y por los numerosos restos de festines ahí acumulados presenta una gran analogía con los kjókkenmóddings de Dinamarca. Los hombres que habían fijado su morada allí, poseían instrumen- tos fabricados con rocas que habían traído desde grandes distancias, y el tamaño de algunos de esos objetos demuestra que era una tribu de hábitos en gran parte sedentarios. Varias circunstancias tienden a hacer creer que la agricultura no les era enteramente desconocida. Vivían sobre todo de la caza y de la pesca. Se fabricaban instrumen- tos con los huesos que habían partido longitudinalmente, emponzoña- ban sus flechas y habían domesticado el perro. 425 La inmensa cantidad de residuos de sus festines, allí acumulados, prueba que el paradero fué habitado durante un larguísimo número de años, pero los estratos que forman tales residuos y la alteración de ciertos sílex, producida por el sol, y que se encuentran a diferentes profundidades prueba también que no fué habitado de una manera continuada, que lo abandonaban durante ciertas estaciones del año, o quizá cuando el agua había subido a un nivel muy elevado, para volver quizá en el estío o cuando ya había pasado todo peligro. Esta no fué, sin embargo, la raza más antigua que haya poblado nuestro territorio. En una época muchísimo más remota vivieron en los mismos pun- tos otros hombres que se hallaban en medio de un mundo diferente, aunque tenían costumbres algo análogas, engendradas por las mismas necesidades. El estudio de este pueblo que sólo nos es conocido por algunos hue- sos fragmentados y los indicios materiales, pero toscos, de su existen- cia, dejados por él en medio de pantanos que fueron en otra época, cons- tituirá el tema principal de cuanto vamos a exponer en seguida. LIBRO TERCERO Estudio sobre los terrenos de transporte de la cuenca del Plata CAPÍTULO XVI FORMACIÓN TERCIARIA Configuración e inclinación general de la llanura argentina.—Formaciones geológicas. — Terreno guaranítico.— Terreno patagónico.— Aspecto de la formación a lo largo del Paraná.— La formación en Buenos Aires.— Fósiles de la formación.— Conclusiones. Una mitad de la superficie del suelo argentino está ocupada por una inmensa llanura llamada Pampa, palabra quichua que quiere decir lla- nura, Campo raso. Esta planicie empieza en el Gran Chaco y parte oriental de las pro- vincias Salta y Tucumän por el Norte y se extiende hasta los territo- rios patagónicos por el Sud, y desde el pie de las cordilleras de los An- des por el Oeste hasta el Atlántico y las márgenes de los ríos Paraná, Paraguay y Uruguay por el Este. En algunos puntos surgen repentinamente del suelo grupos de ro- cas que forman colinas o montañas poco elevadas que interrumpen algo su imponente uniformidad. En su parte superior se halla interrumpida por la pequeña sierra granítica de Guazayán, en Santiago del Estero. Al Oeste surge la sie- rra ide los Llanos de La Rioja, que ‘corre en dirección Norte a Sud; y más al Sud la Sierra de San Luis. Hacia el centro del territorio de la República y de la gran llanura se levanta un sistema de montañas completamente aislado, llamado Sie- rra de Córdoba, compuesto de varias sierras que corren de Norte a Sud paralelamente a la gran cordillera y que alcanza en algunos pun- tos hasta dos mil metros de altura. 427 En la provincia Buenos Aires, al otro lado del Salado, la llanura se halla cortada por otro grupo de pequeñas sierras que corren de Nor- oeste a Sudeste paralelamente al río de la Plata, tomando los nom- bres de Tapalquén, Quillanquén, Curicó, Huellucatel o Azul y Ama- rilla, Los Huesos, del Tandil, La Tinta, Chapaleofú, Tandileofú, del Volcán y de los Padres, hasta terminar en el Océano en una punta lla- mada Cabo Corrientes. Su mayor elevación es de 450 metros sobre el nivel del mar (1). Hacia el Sud se halla otro sistema que parte de Bahía Blanca y corre hacia el interior paralelamente al primero, cuyas principales denomi- naciones llevan los nombres de sierras de la Ventana, Pillahuincó, Cu- rramalán y Guaminí, que es su última ramificación occidental. Su elevación alcanza hasta unos 1.160 a 1.170 metros sobre el nivel del mar (2). A excepción de estas elevaciones de poca consideración, todo el resto Ge la llanura es de una horizontalidad casi perfecta, pues a pesar de presentar un sinnúmero de ondulaciones, éstas son tan poco pronun- ciadas que no alcanzan en general a producir una diferencia de nivel de veinte metros entre los puntos más bajos y más altos de sus cer- canías. La inclinación general del suelo argentino es de Noroeste a Sud- este, alcanzando su mayor elevación al pie de la Cordillera, y su punto más bajo en las márgenes del Paraná y costas del Atlántico. La embocadura del Plata es el punto más bajo de toda la llanura. La ciudad Buenos Aires se halla a unos 24 metros sobre el nivel del mar y a cerca de 21 metros del nivel del agua del río. A partir de este punto el terreno se eleva insensiblemente en todas direcciones. Sin embargo, esta elevación gradual no es continua hasta las cordi- lieras, pues se halla interrumpida al occidente del sistema de Córdoba por una gran depresión que parece ser el fondo de un antiguo caspiano. He aquí algunas observaciones del doctor Burmeister que pueden dar una idea de la inclinación general de la llanura. Copacavana, en la provincia Catamarca, a los 28° 28” de latitud Sud se encuentra a 1.168 metros sobre el nivel del Océano y Mendoza a los 52° 55° de latitud Sud a 772 metros. En el borde meridional de la gran depresión ya mencionada del lado de Córdoba, la altura es de 178 metros, y la ciudad Santiago, que se halla a la extremidad Norte del mismo caspiano, sólo se encuentra a 162 metros de elevación so- (1) Ensayos de un conocimiento geognósticofísico de la provincia de Buenos Aires, por I. C, HEUSSER y JOkcE CLARAZ, Buenos Aires, imprenta del Orden, 1863. (2) BURMEISTER: Description physique de la République Argentine, tomo I. > 192) bre el nivel del mar, de lo que se deduce que la parte más deprimida de la estepa se halla a un nivel aún inferior. Burmeister supone que probablemente 150 metros. La ciudad Corrientes, casi sobre la misma latitud que Santiago, sólo se halla, según el señor Page, a 67 metros sobre el nivel del mar, de modo que el suelo baja 99 metros desde Santiago hasta el Paraná. La villa Río Cuarto, en el centro de la parte meridional de la llanu- ra y a mitad camino de Buenos Aires a Mendoza se halla a 444 metros y el Desaguadero a 446. Córdoba se halla a 417 metros, Tucumán a 453 y Jujuy a 1.230 (3). Según el señor Page el nivel de las aguas del Plata, Paraná y Pa- raguay, es el siguiente: Monti 0 pies Buenos Altres 10 » SET AA TR)lagubabac oo ddos Aovenpoaonod abs 40 Rosario en een oboaoonndn 60 DATANT ean ere dee cee ce ees ete 90 Lara tar aio 112 (GON E TE ee eee ee LE CELL 145 BellaVis ta A RER EN eee cree 170 Corrientes on 200 AM cnrs res 255 CONCEPCION A AT 285 » Pan der AZUCAR ME EEE ee PRE 310 CoruMmbA an aa 340 El terreno se eleva gradualmente, siguiendo poco más o menos la misma pendiente de las aguas. Así limitada, esta llanura «presenta, dice Bravard, la forma de un cuadrilátero irregular en el que partiendo una de las diagonales del cabo San Antonio, se dirige hacia la Concepción de Chile; y los dos extremos de la otra, uno se apoya en Patagonia, al Sud, y el otro en Santa Fe, al Norte.» El aspecto de esta comarca no es por todas partes el mismo. La parte Noreste, que comprende el territorio del Chaco, la parte oriental de las provincias Salta y Tucumán, gran parte de Santiago del Estero, el Noreste de Córdoba y la parte septentrional de Santa Fe, es una llanura cruzada por numerosos ríos, cubierta en su mayor parte por bosques y pastos excelentes, limitada al Oriente por el Paraná. Su inclinación es uniforme de Noroeste a Sudeste y contiene, además, un gran número de lagunas, esteros y bañados. (3) Estas cifras las hemos tomado de una nota de la obra del doctor Burmeister, arriba ci- tado, y de la entrega segunda de los «Anales del Museo Público de Buenos Aires», del mis- mo autor. 429 La pampa del Sudeste comprende toda la inmensa llanura que se extiende al Sud del Plata y de las provincias Córdoba y Santa Fe hasta Bahía Blanca y el Atlántico, internándose en el Océano hasta formar un semicírculo. Toda la provincia Buenos Aires está comprendida en la pampa del Sudeste y su parte occidental está aún ocupada por indios salvajes. El terreno está cubierto por todas partes de una espesa alfombra de gramíneas, lo que, unido a la horizontalidad del terreno, le da el as- pecto de un vasto mar por lo dilatado y despejado de sus horizontes. Su parte septentrional es más ondulada y presenta diferencias de nivel más pronunciadas, estando también cruzada por muchas corrien- tes de agua de curso determinado y cauce bien formado. Su parte meridional es más horizontal y por esto mismo. con pocas corrientes de agua de curso preciso, aunque con muchos bañados y ca- ñadones y también con mucha frecuencia arroyos sin desagüe que se pierden en la llanura. Otro carácter general de la pampa del Sudeste, es que faltan en ella por completo las grandes arboledas o bosques naturales. La superficie de la pampa del Sudeste se halla también cubierta por centenares de pequeñas lagunas con desagüe o sin él, temporarias o permanentes, de agua dulce o de agua salada, que dan al país una fisonomía particular, y que han contribuído no poco a que se dé a esta región el nombre de Pampa fértil. Aquí y allá se encuentran también médanos de arena, ya aislados, va formando grupos, como sucede a lo largo de las márgenes del Salado. Al Oeste de la pampa del Sudeste, se encuentra otra llanura dife- rente de la anterior. Se halla limitada al Este por la pampa del Sud- este, al Norte por Las Salinas, la Sierra de San Luis, y se extiende en- tre las sierras del Gigante y Famatina por un lado y los Andes por el otro, en forma de una faja angosta y larga hasta la provincia La Rio- ja. La limitan al Oeste la Cordillera de los Andes y se extiende por el Sud hasta el río Negro. Podríamos llamar a esta región la pampa del Sudoeste. Burmeister la llama la Pampa estéril. En efecto: su suelo, muy arenoso, es seco y árido. Raros son los pun- tos en que crecen las altas gramíneas de la provincia Buenos Aires, ni se encuentran tampoco en ella las innumerables lagunas del Sudeste. En algunos puntos hay pequeñas arboledas raquíticas, debido esto a la escasez de las lluvias, que además son absorbidas por el terreno con extraordinaria rapidez. Las lagunas propiamente dichas, con un cen- tro despejado, faltan por completo y sólo se encuentran en algunos puntos ciénagas y bañados de gran extensión. 430 Más al Norte, entre los Andes y el sistema central, se encuentra otra llanura de un aspecto completamente diferente, que podríamos llamar la pampa del Noroeste. Se halla limitada al Norte por los últimos contrafuertes de los An- des, al Este por el río Salado y la Sierra de Córdoba y al Oeste por las sierras de Famatina, de la Huerta, de las Quijadas, de los Gigantes, etcétera, comprendiendo parte del territorio de las provincias Cata- marca, La Rioja, San Juan, Mendoza, San Luis, Córdoba y Santiago del Estero. Es una inmensa depresión del territorio argentino, cubierta de sa- linas y salitrales, casi completamente desierta, escasa de agua y con una vegetación raquítica. Parece ser la antigua cuenca desecada de un mar interior, de un verdadero caspiano, que se hubiera vaciado en parte durante la última época geológica por efecto de un subleva- miento del suelo. En la parte oriental del territorio, en fin, el río Paraguay y el río Paraná desde su confluencia con éste hasta la provincia Buenos Aï- res, corren por en medio de un gran valle del que no es más que una prolongación la llanura o pampa del Sudeste. He ahí trazado a grandes rasgos el aspecto general de la llanura ar- gentina. Difícil es un estudio completo de los terrenos sedimentarios de la pampa argentina, por cuanto la uniformidad de la ilanura no permite estudiar sus capas inferiores, que nunca se hallan a descubierto. Los cauces de los ríos y arroyos sólo penetran a una profundidad relativamente pequeña, y sólo debido a las perforaciones practicadas en diversos puntos con el objeto de construir pozos artesianos o inago- tables conocemos la serie de las formaciones geológicas de nuestro suelo. Sobre toda la superficie de la llanura se encuentra una capa de tie- rra negruzca, gris o cenicienta, cuyo espesor general es de unos 30 centímetros, pero que puede alcanzar hasta 6 y 8 metros en algunos puntos. Esta es nuestra formación postpampeana, la formación de los aluviones modernos de los demás autores, que nosotros dividimos en dos secciones: la superior, para la cual conservamos el nombre de alu- viones modernos; y la inferior, a la cual designamos con el nombre de cuaternaria. (Véase la lámina XVIII, números 4, 5, 6 y 7). Debajo de esta capa, se encuentra otra, que también parece exten- derse sobre toda la llanura y aun en las regiones montañosas a varios miles de pies de elevación sobre el nivel del mar. Consiste en una capa de terreno arcilloarenoso o arenoarcilloso, según los puntos, de un co- lor generalmente más o menos rojizo, conteniendo numerosos huesos de mamíferos extintos y de un espesor de 10 a 20 y más metros. Esta 431 es la formación pampeana de casi todos los autores. (Lámina XVIII, números 8 a 13). Debajo, se encuentra otra capa de naturaleza completamente dife- rente. Consiste en una formación de arena y guijarros, sin huesos fó- siles, que puede alcanzar hasta 20 metros de espesor. Esta será nues- tra formación subpampeana. (Lámina XVIII, número 14). Sigue a ésta una espesa capa compuesta de estratos de arcilla y are- na y grandes depósitos de carbonato de cal, producidos por numerosas conchillas marinas, de las que aún se encuentran muchas enteras. Su espesor es muy considerable y es de origen marino. Esta es la forma- ción patagónica de D'Orbigny y demás autores. (Lámina XVIII, nú- mero 15). Debajo, se encuentra otra formación marina de más de 100 metros de espesor, pero sin fósiles, que D'Orbigny ha llamado guaranítica. Esta descansa encima de las rocas metamórficas, de modo que faltan en la pampa las demás formaciones sedimentarias. Todos reconocen que estas dos últimas formaciones pertenecen a la época terciaria. Empezaremos por hacer conocer los terrenos terciarios, según los trabajos de los autores que los han estudiado personalmente; pasare- mos a estudiar los terrenos postpampeanos; y sólo después de conocer estos últimos y los primeros, pasaremos a estudiar la formación inter- mediaria llamada pampeana, que es la que hasta ahora ofrece más di- ficultades y forma nuestro objeto principal. El terreno guaranítico es, pues, la más inferior de las formaciones sedimentarias de la llanura argentina, y descansa sobre las rocas me- tamórficas que parecen formar la base o fundamento de todo el terri- torio en cuestión. Se presenta a descubierto sobre la margen derecha del Paraná a lo largo de la proyincia Corrientes, en otro tiempo habitada por los in- dios Guaranís, de donde D'Orbigny, que la ha estudiado detenidamen- te, la designa con el nombre de guaranítica. Se toca, cerca de La Paz, con la formación patagónica que forma las barrancas del río Paraná a lo largo de la provincia Entre Ríos, y más al Sud se halla debajo de dicha formación. Su parte superior consiste en estratos de arcilla roja, mezclada a menudo con carbonatos o sulfatos de cal, que ya se presentan por ca- pas o mezclados con la arcilla. Más abajo se cambia en un banco cal- cáreo que contiene arena y óxido de hierro. Más abajo aún, predomi- na una arena roja que presenta algunos guijarros de calcedonia y pe- queños bancos de arcilla plástica roja. D'Orbigny supone que esta parte inferíor arenosa es la que descansa encima ¡dde las rocas metamór- ficas, porque ha visto en la Banda Oriental una arena parecida des- cansando encima de las mismas rocas. Esta formación se extiende por el Noreste hasta el territorio de Mi- siones, donde también la ha encontrado D'Orbigny. Burmeister la ha estudiado cerca de Mercedes, a orillas del río Ne- gro, donde también presenta en su parte superior capas de calcáreo, aunque no muy desarrolladas; y en la inferior, capas de arena más o menos rojiza. La capa inferior es tan cargada de óxido de hierro, que presenta el aspecto de una arcilla compacta ferruginosa. Según el mis- mo autor, se encuentra también sobre la margen oriental del río Uru- guay, desde el arroyo San Juan hasta Salto Oriental, desde donde pro- bablemente se extiende hasta Misiones. Las perforaciones practicadas en Buenos Aires, han encontrado la misma formación a 112 metros debajo de la superficie del suelo y des- ciende hasta una profundidad de 290 del nivel del terreno sobre el cual está edificada la ciudad, descansando también encima de los es- quistos metamórficos que aparecen en la superficie en la orilla opuesta del Plata. Su parte superior consiste en una arcilla algo rojiza y plástica, com- pletamente homogénea; más abajo es menos plástica y más dura por la mezcla de carbonato de cal, cambiándose en una marga, que pronto contiene una proporción de arena que va aumentando a medida que desciende, hasta que en su parte inferior se cambia en gres rojo que predomina a los 280 metros de profundidad. Aquí se cambia en una capa de arena rojiza mezclada de guijarros de rocas plutónicas que desciende hasta 295 metros de profundidad, en donde se muestran las rocas metamórficas. Según Burmeister esta capa inferior presenta to- dos los caracteres de haberse formado cerca de una antigua costa del océano. Cerca del río Quinto, a 26 metros de profundidad, se ha encontrado una capa de arenisca roja o gres, completamente igual a otra forma- ción de gres que se encuentra en las sierras de Tandil, que también descansa encima de las rocas metamórficas, y ambas parecen pertene- cer a la formación guaranítica inferior. Los terrenos de esta formación carecen por todas partes completa- mente de fósiles, a pesar de lo cual, se puede asegurar tanto por su as- pecto, como por su extensión debajo de toda la pampa y por su gran espesor, que es de origen marino. Durante la época de su formación, las aguas del Atlántico ocupa- ban, según todas las probabilidades, toda la ilanura argentina hasta los pies de los Andes, y penetraban por el Norte hasta el Paraguay. La formación que viene inmediatamente encima de la guaranítica, ha sido llamada por D'Orbigny patagónica, por presentarse sobre todo a descubierto en los territorios patagónicos. Sin embargo se encuen- tra también a la vista en Entre Ríos y en diversos puntos de la Banda 433 Oriental. Hemos indicado su parte superior en nuestro corte ssolder co de la Pampa (Lámina XVIII) con el número 15. Es un terreno de formación marina, de unos 40 metros de espesor, compuesto de capas de arena, arcilla y calcáreo, conteniendo numero- ses fósiles marinos y algunos terrestres y aun de agua dulce. La composición del terreno no es la misma por todas partes; varía, como su aspecto, entre puntos muy cercanos unos de otros. La arena se presenta en capas de color pardo o algo verdoso, pero siempre mezclada con un poco de arcilla. También contiene estratos de arcilla pura, pero éstos apenas tienen un espesor de 4 a 5 centímetros. El calcáreo sólo abunda en su parte superior; se presenta en capas de uno a dos metros de espesor; y consta casi exclusivamente de con- chas de moluscos fragmentadas o enteras. En los territorios del Sud ha sido estudiada por D'Orbigny en la boca del río Negro y por Darwin a lo largo de las costas patagónicas, donde se presenta a descubierto casi sin discontinuidad hasta el estre- cho de Magallanes y parece penetrar en el interior hasta la base de las cordilleras. El mismo naturalista la ha estudiado detenidamente en Entre Ríos, en las barrancas del Paraná, y ha publicado una descripción de ella en su «Viaje a la América Meridional» (4), clasificando las especies de moluscos siguientes: Ostrea patachonica, Pecten Darwinianus, Ostrea Ferraresi, Venus Munster, Ostrea Alvarezi, Arca Bomplandiana, Pecten paranensis, Cardium multiradiatum, afirmando al mismo tiempo que era una formación terciaria. Algunos años más tarde Darwin visitó los mismos puntos que D'Or- bigny, y además las costas patagónicas, particularmente la bahía de San Julián y el río Santa Cruz, confirmando la afirmación de D'Or- bigny de que es una formación terciaria y agregando a las ya conoci- das las especies siguientes (5): Pecten actinoides, Nucula ornata, Pecten centralis, Nucula glabra, Pecten geminatus, Fusus patagonicus, Cardium puelchum, Fusus noachinus, Cardita patagonica, Scalaria rugosa, Mactra rugata, Turritella ambulacrum, Mactra Darwini, Turritella patagonica, Terebratula patagonica, Voluta alta, Cucullaea alta, Trochus collaris. Crepidula gregaria, (4) D’Oneicny: Voyage dans Amérique méridionale. Paris. 1842. (5) Geological Observations in South America. London, 1848, AMEGHINO — V. III 28 434 Pero en 1856, Martín de Moussy se creyó habilitado para emitir un juicio más autorizado que el de los venerables sabios citados (6) y afirmó que los terrenos del Paraná son secundarios, identificando erróneamente algunas de las especies descriptas por Darwin y D'O:- bigny, como terciarias, a otras procedentes de la formación juräsica, figuradas en la «Geología Elemental» de Beudant (7). Bravard, que al año siguiente se trasladó a la misma localidad en su carácter de Director del Museo Nacional de Paraná, corrigió el error de Moussy, confirmando la descripción de Darwin y D'Orbigny y aumen- tando con un gran número de especies las listas ya publicadas (8). Casi en la misma época el doctor Burmeister estudiaba los mismos terrenos, y en su reciente obra da una descripción de ellos y de los tra- bajos de sus antecesores, que es la que sobre todo:nos sirve de base para nuestro resumen (9). Las perforaciones hechas en Buenos Aires para obtener pozos ar- tesianos, han encontrado la misma formación debajo de la subpam- peana y encima de la guaranítica. En la orilla opuesta sólo empieza a presentarse del otro lado del Pa- raná, en Punta Gorda e Higueritas hacia el Norte y Noreste, pero fal- ta a lo largo de la costa del Plata desde Colonia hasta más afuera de Montevideo, donde sólo hemos visto la formación pampeana descan- sando encima de las rocas metamórficas. Sin embargo, debe encon- trarse debajo del lecho del Plata e ir ascendiendo gradualmente de modo que ‘en la costa de Montevideo no debe encontrarse a una gran profundidad. Falta completamente en las sierras de Tandil, pero se encuentra en la base de la de la Ventana, cuyos contrafuertes inferiores se hunden debajo de ella. En el interior debe extenderse debajo de toda la pampa, rodeando las bases subterráneas del sistema central y alcanzando quizá hasta las mismas cordilleras. En Patagonia rarísima vez se halla debajo del verdadero terreno pampeano, pero se halla, eso sí, casi siempre cubierta de una capa de arena bastante gruesa, mezclada de muchos guijarros que, en algunos puntos, son tan abundantes que dominan en la masa general. El terreno patagónico se eleva desde la costa del mar hasta las cor- dilleras por una serie de grandes escalones que parecen marcar otras tantas antiguas costas del océano. Darwin calcula que son siete u ocho y dice que desde una altura pudo contar cuatro. ) «El Nacional Argentino», 1856. (7) BEUDANT: Cours Elémentaire de Geologie. (8) Monografía de los terrenos terciarios del Paraná, 1859. (9) BURMEISTER: Description physique de la République Argentine. Tomo II. 435 Cada escalón tiene un ancho de varias leguas y una elevación de 30 a 40 metros sobre el precedente, alcanzando todos juntos al pie de las cordilleras una altura de 400 metros, -pero sus líneas no son continua- das sino interrumpidas a trechos por antiguas denudaciones, de modo que en algunos puntos apenas son visibles. La superficie de cada altillano es casi completamente plana, pero con una leve inclinación hacia el océano, aumentando gradualmente en altura hasta que alcanza el escalón interior inmediato, imitando así perfectamente las antiguas playas del océano. Muchos de los fósiles que aquí contiene la formación son específi- camente idénticos a los del Paraná, lo que no permite dudar de la con- temporaneidad de ambos depósitos. Darwin describe la parte inferior como un gres gris azulado, no muy duro, pero que contiene hacia el interior bancos más duros en los cua- les se encuentran numerosos fósiles, particularmente grandes ostras, mezcladas con especies de Mactra, Nucula, Cardium, Venus, Pecten y caracoles de los géneros Turritella, Voluta, Fusus, etc. Encima hay una capa de marga gris muy dura, que contiene aquí y allá bancos de arena y en la parte superior capas de arena contenien- do numerosos guijarros de piedra pómez y pórfido, provenientes de la cordillera. Un carácter, en fin, propio de la formación patagónica es no pre- sentar en sus materiales sales precipitadas que hubieran estado solu- bles en las aguas del océano terciario. Al Oeste de la ciudad Paraná, la formación se eleva a unos 30 me- tros sobre el nivel de las aguas del río. Su parte inferior, calculada en unos quince metros, es muy escasa en fósiles, mientras que son sumamente abundantes en la parte supe- rior de la formación. Forma la base una capa delgada de marga muy fina, de color verdo- so, que marca el nivel medio de la altura del agua del río. Nunca se han encontrado allí conchillas; pero Bravard ha extraído de ella el crá- neo de un delfín, lo que prueba que es una formación marina. Hay encima una gran capa o depósito arenoso, mezclado con arcilla amarillenta. En este depósito, como a un metro sobre la capa de marga verdosa ya citada, el doctor Burmeister ha descubierto un estrato del- gado de arcilla plástica, con restos de conchitas fluviales de un género hasta ahora indeterminado. En el borde opuesto, al Este del Puerto y a la misma altura, se encuentra una capa idéntica que contiene numerosos restos de pescados de agua dulce, particularmente placas provenientes de la piel de un silúrido, mezcladas con dientes de un tiburón. La capa arenosa que hay encima carece de fósiles, pero ellos se en- cuentran de nuevo a una altura de 14 a 16 metros, en grupos aislados, 436 compuestos particularmente de valvas de Venus Miinsteri y Arca Bom- plandiana, en cuyos alrededores, a diferentes alturas se encuentran también valvas aisladas de Pecten Darwini y Pecten paranensis. Las dos primeras especies presentan siempre sus dos valvas unidas aunque muy frágiles y descompuestas. Las valvas de las dos últimas, por el contrario, siempre se encuentran separadas, aunque muy bien conservadas. Esto prueba que las primeras, que pertenecen a una familia que des- cansa sobre el fondo del mar y se aleja poco de las costas, murieron donde se encuentran; mientras que las segundas, pertenecientes al gé- nero Pecten, que vive en alta mar en medio de las aguas, murieron en medio de éstas y cayeron al fondo con sus valvas ya separadas y en parte descompuestas, mientras que la descomposición de las primeras, por el contrario, se ha verificado in situ. Más arriba hay otra capa desprovista de fósiles, pero a unos tres cuartos de la altura de la barranca empiezan a encontrarse algunas valvas de ostras separadas, que faltan completamente en las capas in- feriores. Su número va aumentando progresivamente, hasta que en la parte superior de la formación forman un banco inmenso, casi comple- tamente intacto, en el cual se ven millones de individuos acumulados unos sobre otros en su orden natural, teniendo la mayor parte 15 a 18 centímetros de largo y aun más en algunos puntos y sus valvas un es- pesor verdaderamente enorme. La especie de ostra más común es la Ostrea patagonica, caracterís- tica de la formación, y en seguida la Ostrea Ferraresi. Entre esa in- mensa cantidad de ostras sólo se encuentra una conchilla de género diferente, que Bravard ha llamado Osteophorus typus. Los intersticios entre las conchas se han rellenado con un cemento calcáreo suma- mente duro. El banco de ostras está cubierto por una capa de arena de 25 a 30 centímetros de espesor, encima de la cual viene un depósito calcáreo de 3 a 4 metros de espesor, que forma la superficie de la formación patagónica y que hace años está en explotación, particularmente en Entre Ríos, donde alimenta numerosos hornos de cal. En este banco calcáreo se encuentran a menudo restos de conchillas, pero nunca de pólipos; lo que prueba que no deben su origen a un banco de coral. Es, pues, tan sólo un detritus conchil formado durante un largo número de siglos principalmente por la descomposición de valvas de Arca y Venus y por la concha de un caracol marino del gé- nero Cerithium, llamado por Bravard Cerithium americanum. La cal es fina y amorfa, pero en algunos puntos está mezclada con arena cuarzosa muy fina, y en otros muestra en su interior hermosos cristales de carbonato de cal, que seguramente tuvieron por origen el 437 agua que quedó encerrada entre los intersticios que quedaron entre algunas masas de conchillas. El banco calcáreo no presenta por todas partes el mismo aspecto, y aun muy a menudo muestra capas diferentes. Burmeister dice que en una calera existente cerca de la boca del arroyo del Salto, presenta tres capas diferentes, cada una de un metro de espesor. La inferior consistía en una capa de calcáreo con numerosas cavidades rellenas de cristales de carbonato de cal. La segunda, compuesta de pequeños estratos con una inclinación en relación a la capa inferior de unos 40 a 42 grados, conteniendo masas de cal amorfa, pequeñas aglomeraciones de restos de corichillas y algunos pequeños guijarros blancos. La su- perior, en fin, compuesta de calcáreo amorfo, también rico de cavida- des con cristales de carbonato de cal; y en algunos puntos cristales de sulfato de cal y masas de sílex amorfo. Al Oeste del puerto del Paraná, el banco calcáreo es coronado por la formación pampeana, que presenta allí un espesor de 5 a 6 metros. Al Este del puerto falta el terreno pampeano y sólo se presenta en- cima de la formación terciaria una capa de terreno postpampeano que descansa encima del banco calcáreo, que a su vez no presenta allí más que un espesor de 2 metros, aunque se halla constituído por tres capas diferentes. Este banco no fermz tampoco por todas partes la superficie de la fermación. Bravard dice que en las caleras de don José Garrigo, de- bajo del terreno pampeano, que tiene ahí 3 metros 30 centímetros de espesor, se encuentra un banco. de arena de 2 metros de espesor, de color blanquizco y sin fósiles, que descansa sobre otro banco de arena de color gris, de un metro de espesor, que contiene algunas valvas de ostras y Pecten. Debajo de esta capa aparece recién el banco calcáreo con un espesor de más de 2 metros y conteniendo mucha arena. En este punto él presenta ocho capas superpuestas y de estructura diferente. Bravard describe estos diferentes estratos y otras diez y siete capas Gue se hallan debajo del banco calcáreo; pero como no es nuestro ob- jeto hacer un estudio detenido de la formación, no entraremos en más detalles. Las dos perforaciones hechas en la Piedad y en Buenos Aires han encontrado la formación patagónica, la primera a 50 metros de pro- fundidad y la segunda a 45, pero es bueno recordar que en este último punto la superficie del terreno está a un nivel 12 metros más bajo que en la Piedad. En ambos puntos, la parte superior de la formación consiste en una capa de arcilla plástica de 30 metros de espesor en Buenos Aires y de 20 en Barracas. En Buenos Aires presenta un color azulado y contiene muchas val- 438 vas de ostras. En Barracas faltan las conchillas, pero la arcilla es rica en cal, acercándose a la marga. Sigue a ésta un depósito arenoso, de color gris verdoso, dividido en capas diferentes, que contiene muchos guijarros y restos de ostras, Pecten y otras conchillas aún no clasificadas. En Buenos Aires desciende hasta una profundidad de 110 metros, presentando así un espesor de 60 metros, pero en Barracas sólo baja a 8l metros con un espesor de 36. En Buenos Aires el aspecto de la parte inferior de la formación es casi por todas partes el mismo; pero en Barracas presenta muchos estra- tos de arcilla mezclada con cal y a veces arena. En la parte inferior la arena contiene tanta agua, que es casi flúida y ha dado un cho- rro de agua ascendente que ha subido hasta unos 4,30 metros de la superficie del suelo. El banco de calcáreo que se halla en la parte su- perior de la formación en las costas del Paraná, aquí está reemplaza- dc por el banco de arcilla azulada que se halla en su parte superior. Los principales fósiles encontrados hasta ahora en la formación, son los siguientes: MAMÍFEROS. — Megamys putagoniensis (Laurillard y D'Orbigny): Gran roedor de la talla de un buey, encontrado por D'Orbigny en el río Negro de Patagonia y por Bravard en Paraná. Toxodon paranensis (Laurillard y D'Orbigny): Especie recogida por D'Orbigny en las barrancas del Paraná. Anoplotherium americanum (Bravard): Especie fundada por Bra- vard sobre una porción ‘de un cráneo encontrado en el Paraná, y pre- cisamente en la base de la formación. Palaeotherium paranense (Bravard): Especie también fundada por Bravard sobre dos muelas encontradas en los mismos sedimentos in- feriores que la especie anterior. Nesodon (Owen): Género exclusivamente terciario, encontrado por Darwin en las costas de Patagonia y en cuyos restos Owen ha fundado cuatro especies diferentes, a las cuales denominó Mesodon imbricatus, Nesodon Sullivani, Nesodon ovinus y Nesodon magnus. Homalodontherium Cunninghami (Flower): Animal cuyos restos han sido encontrados por el capitán Cunningham en las costas de Patagonia. Otaria Fischeri (H. Gervais y Ameghino): Especie que hemos fun- dado en colaboración con el señor Gervais, sobre restos encontrados en las barrancas del Paraná por el capitán Dupuy. Burmeister dice haber encontrado un diente perteneciente al mismo género en la parte are- nosa inferior. | Saurocetes argentinus (Burmeister): Bajo este rombre ha descrip- to Burmeister un fragmento de mandibula inferior con siete dientes, perteneciente a una especie del grupo de las Zeuglodontidae. 439 Pontoporia paranensis: Bravard ha fundado esta especie sobre el crá- neo de un delfín encontrado por él en la parte inferior de la formación. REPTILES. — Ese mismo explorador menciona también una tortuga de agua dulce, una placa de cuya coraza encontró, y a la cual denominó Emys paranensis. Cita también algunos restos pertenecientes a un gran cocodrilo al cual denominó Crocodilus australis. Pescabos. — Entre los pescados cita tres especies a las cuales deno- mina Sargus incertus, Sparus antiquus y Silurus Agasizi; seis especies de tiburones, llamados Squalus eocenus, Squalus obliquidens, Lamma znicuspidens, Lamma elegans, Lamma amplibasidens y Lamma serri- dens; y una especie de raya que clasificó con el nombre de Myliobatis americanus. CRUSTACEOS. — Pocos son los restos de estos animales que contiene la formación. Bravard menciona el Homarus meridionalis, el Balanus fo- liatus y el Balanus subconicus. MoLuscos. — A esta clase pertenecen la mayor parte de los fósiles de la formación. En su lista, que es la más completa, Bravard mencio- na siete gasterópodos y treinta y seis acéfalos. A las especies nombradas pueden agregarse como las más comunes: entre los gasterópodos, una especie de Cerithium, una de Littorina y una de Phasianella; y entre los acéfalos, Mytilus, un Lithodomus y el género Ostheophorus, ya nombrado. La formación terciaria superior o patagónica se presenta también muy desarrollada en el litoral chileno. Allá como acá, contiene especies que ya no viven en mares vecinos y pertenecientes a géneros que, si no son extintos, se encuentran actualmente en aguas de regiones más cá- lidas. Un hecho también digno de notarse es que los fósiles que se en- cuentran en el litoral chileno son específicamente diferentes de los que contiéne el terreno terciario de la República Argentina. De esto se deduce que, durante la época terciaria el clima era aquí más caliente que en la actualidad y que ya existía la cadena de los Andes e impedía que los moluscos del Atlántico pasasen al Pacífico y viceversa. - Durante el principio de la formación del terreno patagónico, el Atlántico se extendía en las tierras patagónicas hasta el pie de las cor dilleras y más al Norte ocupaba quizá casi toda la llanura argentina. En Patagonia, el terreno no ha quedado a descubierto de un golpe, pero ha emergido durante una larga época y lentamente. Lo prueban los escalones o antiguas costas marinas descubiertas por Darwin. Según esto, los terrenos terciarios que en Patagonia se hallan más al Oeste son más antiguos que los que se hallan más al Este. Los de la costa del Atlántico son los más modernos. Lo prueban también los 440 restos de mamíferos terrestres como el Nesodon y otros, que indican la existencia de una tierra cerca del antiguo mar terciario. En Buenos Aires, las únicas eminencias que sobresalían fuera del mar terciario eran las sierras de Tandil y la de la Ventana. Las aguas se extendían por el Oeste, probablemente hasta cerca de los Andes y llegaban hasta la base del sistema orográfico central. Por el Norte pe- netraban en dos puntos diferentes, al Oeste entre los Andes y la sie- rra de Córdoba, ocupando toda la gran depresión occidental, y al Este entre la sierra de Córdoba por el Oeste y el sistema de colinas centra- les de la Banda Oriental por el Este, llegando por el Norte hasta la provincia Corrientes. Formaba, pues, un brazo o golfo marino, cuya existencia se halla también confirmada por la estructura del terreno. En efecto: las delgadas capas de arcilla que contiene el terreno pa- tagónico cerca de Paraná, en las que se encuentran numerosos restos de pescados y conchillas de agua dulce, prueban que cerca de ese pun- to había una costa, de cuyo interior venían uno o más ríos, que en tiempos anormales en que sus aguas se aumentaban por efecto de grandes lluvias, llevaban el limo, que acarreaban hasta el interior del golfo, en donde se depositaba en delgadas capas juntamente con los seres orgánicos fluviales que contenía, que son los mismos que en nuestros días encontramos enterrados a grandes profundidades. En algunos casos esas corrientes de agua acarreaban al fondo del golfo marino los huesos de algunos animales terrestres. En este caso se encuentran los huesos de Anoploterio, Paleoterio, Toxodonte y Me- gamis ya citados. Ese golfo marino fué cegado poco a poco por los sedimentos depo- sitados por las aguas. Lo prueba la ausencia de ostras en la parte in- ferior de la formación y la abundancia de las mismas en su parte su- perior, pues las ostras nunca viven en alta mar y aguas profundas, sino en aguas bajas y cerca de la costa. De modo, pues, que el banco de os- tras que se encuentra en Entre Ríos a la altura de la ciudad Paraná, se ha formado en la costa del antiguo golfo; y la ausencia del mismo banco en la parte superior de la formación patagónica debajo de Bue- nos Aires, prueba claramente que las aguas eran aquí más profundas, y que este punto se hallaba hacia el interior del Océano. Conocido el asiento sobre el cual descansan los terrenos pampeanos y postpampeanos que forman el objeto principal de nuestro estudio, pasaremos a su descripción, empezando por los más modernos y si- guiendo en orden de antigüedad hasta el horizonte inferior que limita con el horizonte patagónico. CAPÍTULO XVII FORMACIÓN POSTPAMPEANA. ALUVIONES MODERNOS Formación postpampeana. — Tierra vegetal. — Médanos y arenas movedizas. — Capas guijarrosas. — Corrientes de agua. — Depósitos formados por las corrientes. — Lagunas, su modo de formación y sus transformaciones. Designaremos con el nombre de formación postpampeana, todos los depósitos, de cualquier naturaleza que sean, que descansan encima del terreno pampeano de que hablaremos más adelante y forman la superficie superior de los depósitos sedimentarios de nuestro suelo. Pertenecen a épocas geológicas distintas y muchos aún están en vía de formación. La composición de estos depósitos no es por todas partes igual ni presentan el mismo aspecto. En las llanuras orientales se muestran bajo la forma de una capa de tierra vegetal de no muy grande espe- sor. Más al Oeste, en la pampa occidental, consisten en una capa esen- cialmente arenosa. Al pie de las cordilleras y de las grandes monta- ñas, son grandes acumulaciones de escombros y guijarros rodados. En diferentes puntos, a profundidades mayores, se encuentran depósitos lacustres de no gran extensión, pero de un estudio interesante. Cerca de las costas del mar y de las embocaduras de los grandes ríos, se encuentran formaciones marinas de época moderna, que ac- tualmente se encuentran en seco y forman asimismo parte de los de- pósitos postpampeanos. Las grandes acumulaciones de arena y los médanos que también se encuentran en las costas del mar, y aun en el interior de las tierras como productos de nuestra época, deben incluirse en la misma for- mación. Las salinas, que ocupan los puntos más bajos le la pampa; las la- gunas que contiene y las numerosas corrientes de agua que la atravie- san, son todos fenómenos de origen moderno y forman parte del es- tudio de la formación postpampeana. Así, pues, la descripción de esta formación comprende el estudio de todas estas formaciones parciales y fenómenos diferentes que hemos =numerado. : 442 Los depósitos que forman la sección superior, que llamamos de los aluviones modernos y forman el objeto del presente capitulo, son los que contienen los objetos de la industria humana, que hemos descripto como pertenecientes a la época neolítica. En la pampa del Sudeste, al perforar el suelo, se encuentra que la primera capa consiste en una tierra de color negro, que desciende ge- neralmente hasta una profundidad de 35 a 40 centímetros. Sólo en al- gunos bajos y a orillas de grandes ríos alcanza una profundidad mayor. Esta es la tierra vegetal, que es la que hace la fertilidad de nuestra pampa, haciendo crecer en ella los pastos excelentes que sirven de ali- mento a los numerosos ganados que forman la principal riqueza del país. En las regiones de la pampa donde falta la tierra vegetal, el terre- nc es estéril, improductivo, tan inútil para la cría de ganado como para la agricultura. Esta es la capa señalada en nuestro corte geológico de las pampas con el número 4. La tierra vegetal no es una formación sedimentaria, sino el resulta- do de una descomposición del subsuelo, debido a los agentes atmosfé- ricos, por lo cual se une a una cantidad de materia orgánica, producto ae la descomposición de los animales y vegetales que vivieron en el suelo. De la mayor o menor cantidad de esta materia orgánica llamada hu- mus que existe en la parte superior del suelo descompuesto, depende la mayor o menor fertilidad del terreno. De esto se deduce que la tierra vegetal se compone de elementos orgánicos y elementos inorgánicos. - Entre los elementos inorgánicos que entran en la composición de la tierra vegetal de la pampa viene en primera línea la arena, que entra por dos tercios en la composición general; le sigue la arcilla; y a ésta una pequeña cantidad de cal, que se revela por la pequeña eferves- cencia que produce la tierra al tocarla con los ácidos. Examinada la masa al microscopio, se observan los mismos compo- nentes: granos pequeños de cuarzo que constituyen la arena, peque- ños átomos rojos de arcilla, otros blancos de cal, y muy a menudo otros muy resplandecientes que no son otra cosa que pequeñísimos fragmentos de mica. Burmeister cita también la presencia de pequeñas envolturas silí- ceas de organismos microscópicos de la división de los diatómeos y ha- bitantes de las aguas dulces. Hemos examinado muchas muestras de tierras de diferentes procedencias y sólo hemos visto vestigios de or- ganismos microscópicos en las que fueron recogidas a orillas de co- rrientes de agua, en bajos o bañados. El aspecto y espesor de la tierra vegetal tampoco es por todas par- tes el mismo. 443 En los puntos bajos, al propio tiempo que la capa es más espesa, contiene una mayor cantidad de humus o materias orgánicas descom- puestas, menos arena y una mayor proporción de arcilla. En las lomas y puntos elevados falta generalmente la tierra vegetal y aparece a la vista el terreno pampeano rojo. Esto es debido a la de- nudación de las aguas pluviales que arrastran a los bajos el humus que se forma. A medida que nos acercamos a las costas del Atlántico, el humus es menos abundante y contiene una proporción mayor de arena. Sucede lo mismo en la Banda Oriental, en la orilla izquierda del Plata, donde la tierra vegetal es una capa de espesor bastante consi- derable en que predomina la arena, que es de grano más grueso que la que contiene la tierra negra de Buenos Aires. En algunos puntos de Entre Ríos y en una gran parte del territorio patagónico, la tierra negra descansa encima de la formación pata- gónica. En Santa Fe, en la parte oriental y meridional de Córdoba y en la mayor parte de Buenos Aires, presenta un espesor bastante uniforme, pero partiendo de dicha última provincia e internándose hacia el Oes- te disminuye el espesor de la tierra vegetal, contiene menos humus y aumenta la proporción de la arena. En las pampas del Sudoeste y del Oeste, la tierra vegetal se halla reemplazada por una capa de polvo finísimo, areno-arcilloso, en el que predomina mucho la parte arenosa, de un color gris ceniciento y ape- nas con rastros aparentes de materias orgánicas. La falta de humus debe atribuirse a la sequedad del clima, que impide toda vegetación. Sólo aquí y allá se ven algunos grupos de cactáceas de formas diferen- tes y algunas plantas propias de terrenos arenáceos. Esto es tanto más cierto, cuanto que en la vecindad de las lagunas v de las corrientes de agua de alguna consideración se encuentra la tie- rra vegetal con una fuerte proporción de humus y el suelo se halla cu- bierto de pasto como en la pampa del Sudeste. En la provincia Buenos Aires, debajo de la tierra negra, se encuen- tra en muchos puntos una capa de polvo gris ceniza igual al que cu- bre la superficie de las pampas del Oeste y del Sudoeste. Esto prueba también de un modo evidente que la tierra negra es la misma capa de polvo inferior que debe su color al humus o substancias orgánicas que contiene, y que en la pampa del Oeste mo pudo adquirir el mismo color por la falta de agua y de vegetación. Para concluir con la tierra vegetal y la capa de polvo ceniciento que cubre la pampa, aún debemos hacer algunas observaciones a una afir- mación bastante grave del doctor Burmeister, pues es de sumo per- Juicio para el país; por lo cual no podemos pasarla en silencio. 444 En efecto: en el primer volumen de su reciente obra sobre la Repú- lica Argentina, dice que la pampa es impropia para la agricultura y que por mucho tiempo aún la cría de ganado será la única industria productiva a causa de la naturaleza del terreno. Al hacer esta afirmación, que tanto puede perjudicarnos, parte de un principio falso, pues afirma «que es un viejo principio de expe- riencia que los cultivos hechos sobre terrenos vírgenes son producti- vos tan sólo cuando hay una vegetación natural que destruir para reemplazarla por otra artificial. Esta última debe ser, bajo el punto de vista de la organización de las plantas, siempre inferior a la que se quiere suplantar. Así en Brasil, se cultiva el café, desmontando es- pléndidas selvas vírgenes y se plantan los débiles arbolitos de café so- bre el suelo que aquellas ocupaban. Pero las pampas, aun las fértiles, no producen más que un muy miserable césped, compuesto de plan- tas inferiores al trigo que en ellas se quiere cultivar. Esas tentativas nunca tendrán un éxito favorable; las pampas deben ser un territorio de pastoreo y no podrán ser aprovechadas para la agricultura más que en algunos puntos más favorecidos, pero nunca se transformarán en toda su superficie en terreno cultivable y fecundo. Se puede pedir al suelo lo que tiene, o algo parecido, de acuerdo con su naturaleza, pero nunca dará lo que no puede producir. Estos son principios positi- vos establecidos en la «Química Agrícola» de Liebig (1).» Ahora bien: es un perfecto error considerar que una comarca que no contiene selvas vírgenes es impropia para la agricultura. Muchas comarcas cubiertas por grandes bosques son terrenos com- pletamente estériles, mientras que los grandes productores de cerea- les son comarcas llanas y desprovistas de árboles, como las de Rusia y muchos puntos de Norte América. La existencia de selvas no depende exclusivamente de la calidad del terreno, sino de otras muchas cir- cunstancias locales y climatéricas. La geología agrícola nos enseña lo contrario de lo que afirma el doc- tor Burmeister. Esta nos dice que la fertilidad del terreno no depende exclusivamente del espesor de la tierra vegetal y de la cantidad de mantillo que contiene, sino también de la naturaleza del terreno subya- cente, y afirma como regla general que los terrenos de transporte con- sistentes en arena y arcilla son los más fértiles del mundo; y estos terre- nos alcanzan justamente en la pampa un espesor enorme y uniforme. La composición del terreno de la pampa es eminentemente apta para el cultivo de los cereales. El loess del Rhin, los terrenos de transporte del valle del Misisipí, los del Po y los del valle del Nilo, son reconocidos como los más férti- (1) BURMEISTER: Description physique de la République Argentine, tomo l, páginas 170 y 364 445 les del mundo y son los que por su composición se acercan más al te- rreno de la pampa. Esta es también la opinión de sabios respetables que hacen de la geología agrícola un estudio especial. Los terrenos arenoarcillosos que contienen una pequeña cantidad de cal, como sucede con el de la pampa, son excelentes para el cultivo del trigo y dan cosechas abundantes. El ácido silícico en disolución, sin el cual, según el mismo Liebig, no rinden bien los trigos, también existe en el terreno de la pampa. Por fin, el análisis químico nos dice que por su composición, desde el punto de vista de la química agrícola, el terreno pampeano aventa- Ja al limo del Nilo, cuya fertilidad es proverbial desde la más remota antigiiedad. La cita del célebre quimico Liebig, que hace el doctor Burmeister, es mal a propósito, por cuanto en el dia todo el mundo está acorde en reconocer que a pesar de su gran saber incontestable, fué demasiado exagerado en los puntos de la quimica agricola de que injustamente echa mano el sabio Director del Museo Público de Buenos Aires. Pedimos disculpa por haber tocado un tema que no se relaciona di- rectamente con el estudio que realizamos en esta obra, lo que tam- bién nos ha obligado a tratarlo someramente, pues en atención a la au- toridad de que goza el autor de la afirmación refutada, no hemos podido menos que dedicarle algunas líneas para salvar, por lo menos en par- te, el mal que tal afirmación puede haber hecho al país. Ya hemos dicho que, a medida que nos acercamos a la costa, aumen- ta la proporción de arena que contiene el terreno vegetal. Este cam- bio gradual continúa a medida que se avanza hacia el Este hasta que el terreno superficial se cambia en una capa de arena de gran espesor. Casi toda la costa argentina presenta dicha capa de arena, pero a partir del cabo Corrientes hasta Bahía Blanca presenta un desarrollo tan grande, que el terreno, en un ancho de varios kilómetros, está cu- bierto de montecillos de arena de forma generalmente cónica, algunos de los cuales alcanzan hasta 35 y 40 metros de altura. Se componen de una arena muy fina, que en algunos puntos está mezclada con polvo terroso y contiene a menudo, particularmente cerca de la costa, pequeñas conchillas marinas. Generalmente forman cadenas paralelas a la costa, o semicírculos; y en muchos casos, círculos completos cuyo centro forma depresiones considerables ocupadas por las aguas. Por lo general, están desprovistos de vegetación, y en este caso las más ligeras ráfagas de viento barren su superficie y desparraman la arena en todas direcciones. Pero los grandes ventarrones propios de nuestra tierra ejercen su influencia a mayores profundidades y remue- 446 ven a veces los montecillos, arrastrando sus materiales a grandes dis- tancias hacia el interior de las tierras, cambiando continuamente de este modo el aspecto y la forma de aquellas prolongadas líneas de coli- nas de arena. Bravard, que las ha estudiado detenidamente, las ha comparado con las que había visto en las costas de Francia; y Burmeister, con las de las costas bajas y arenosas del mar Báltico. Por todas partes, en donde se encuentran, los médanos de las costas son producidos por el fango y la arena que el movimiento ondulatorio de las aguas arroja a las playas. Allí esos materiales son secados por el aire y el sol, hasta que su superficie se convierte en arena movible que los vientos arrastran entonces al interior para aumentar la extensión de las dunas, que a su vez avanzan siempre tierra adentro. El señor Bravard dice haber visto una larga y ancha colina de are- na, de 2,66 metros de alto, internarse en un año desde la playa hasta cinco leguas hacia el interior, en el costado Sudeste de la plaza de Ba. hía Blanca. Según el mismo naturalista, la formación de las dunas se verifica de la manera siguiente: «En los llanos de Bahía Blanca se ven acá y allá algunos matorrales de la familia de las leguminosas. Cuando las arenas o cualquier otra materia pulverulenta arrojadas por el viento, hallan en su camino algunas de esas matas, las cubren enteramente y forman pequeños cerrillos, cuya elevación está determinada por la al- tura de los arbustos, y la base por la extensión de los bosquecillos que forman. Si el viento afloja entonces y la lluvia sobreviene, esos mon- tecillos no tardan en cubrirse de vegetación, los arbustos sepultados bajo la masa de arena echan numerosas raíces, y nuevas ramas sur- gen muy pronto sobre esa nueva superficie. La altura y la extensión de esos montecillos aumentan sucesivamente por la reproducción de ese fenómeno, y con el tiempo llegan a ser pequeñas colinas sobre las cua- les los huracanes no pierden su acción. «No siempre se necesitan matorrales de arbustos para determinar el amontonamiento de la arena; un solo tallo basta a veces para detener- la en su marcha; los montecillos toman en ese caso la forma de un cono casi regular (2).» Los médanos de la costa argentina del Atlántico empiezan a apare- cer en el cabo San Antonio. Al principio son bajos y forman una faja estrecha, pero ésta se ensancha poco a poco a medida que se avanza hacia el Sud y los médanos alcanzan mayor altura hasta que vuelven a bajar para ir a perderse en el arroyo Los Cueros. En las cercanías de Mar Chiquita, punto en que este primer cordón alcanza su mayor des- (2) Elementos de física terrestre, por EUGENIO SISMONDA y JUAN RAMORINO. Buenos Aires, 1869. 447 arrollo, tiene unos cuatro kilómetros de ancho. A partir del arroyo Los Cueros se halla interrumpido por las barrancas, y sólo se ven acá y allá algunos médanos aislados; pero vuelve a reaparecer al Sud del cabo Corrientes en el arroyo del Durazno y se continúa sin interrupción has- ta Bahía Blanca. Alcanza un ancho de cerca de cuatro kilómetros, y conserva esta anchura media hasta Monte Hermoso, a la entrada de Bahía Blanca. Casi toda la costa oriental del Plata está también cubierta de arena, ya en médanos, ya formando capas regulares de gran extensión. Estos depósitos de arena pertenecen a dos formaciones distintas, por la época en que se han acumulado. Los unos consisten en una arena cuarzosa pura, cuya supeficie está completamente desprovista de toda vegetación. La arena, de color blan- co, no tiene cohesión alguna, y los vientos barren su superficie modi- ficando continuamente su forma y su aspecto. Estos depósitos son de época sumamente reciente. Los otros son montecillos o capas de gran extensión, compuestos de arena parda mezclada con un poco de polvo que ha alcanzado cierto grado de dureza. Su superficie se halla cubierta de plantas de terre- nos arenosos, y particularmente de una gramínea parecida al Elymus arenarius; y entonces el viento ya no ejerce sobre ellos acción alguna. Su superficie se halla, sin embargo, expuesta a las denudaciones de las aguas pluviales. En algunos puntos han sido sedimentados por infiltra- ciones de aguas ferruginosas que han dado a la masa un color de ocre muy subido, cementando fuertemente entre sí los granos de arena. - Estos depósitos son de una época más remota que los anteriores y contienen en su interior numerosos vestigios de la industria del hom- bre indígena americano. De ahí es de donde hemos extraído una gran parte de nuestras colecciones prehistóricas de los indios Charrúas. Montecillos y capas de arena consolidada parecidas a las de la Ban- da Oriental, y también de una época anterior a la conquista, se en- cuentran en el valle del río Negro de Patagonia, y ahí también con- tienen, como a orillas del Plata, numerosos objetos prehistóricos. De esos antiguos depósitos de arena extrajo el señor Moreno la ma- yor parte de los objetos de su gran colección antropológica de las tie- rras patagónicas. Los médanos no se encuentran solamente en la costa del Atlántico y en la boca de los grandes ríos, sino también en el interior de las pampas. Hay médanos a inmediaciones de la sierra de la Ventana, en los par- tidos Veinticinco de Mayo, Chivilcoy, Junín, Bragado, etc., lo mismo que en las pampas del Sudoeste, del Oeste y del Noroeste. Los médanos del interior se hallan sobre las orillas de lagunas de alguna consideración y han sido formados del mismo modo que los de 448 la costa marítima, esto es: por el fango y la arena que el movimiento ondulatorio de las aguas de los lagos arrojan a las playas. Esos médanos están cubiertos, lo mismo que los de Europa, por una gran gramínea, parecida al Elymus arenarius. Esos montículos de arena se encuentran también a menudo en pun- tos donde no existe una sola gota de agua; pero en ese caso se hallan al lado de depresiones o valles cuya posición respectiva, lo mismo que las dunas de que están rodeados, prueban que en otro tiempo estaban ocupados por las aguas. En la provincia Buenos Aires corre, a lo largo del Salado, aunque a alguna distancia de éste, una cadena considerable de médanos que atraviesa el mismo río y se dirige hacia el interior por los partidos Bragado y Junín. Burmeister dice que eso parece indicar una antigua costa del Atlán- tico (3), pero en nuestro concepto es un hecho indiscutible que si en los tiempos modernos las aguas del mar se hubieran extendido hasta esos puntos, deberían encontrarse otros vestigios de su presencia. Esa larga cadena de médanos sólo indica la existencia de una antigua se- rie de lagunas en lo que hoy es el valle del río Salado, que han des- aguado unas en otras para formar el río actual. Mar Chiquita, la la- guna del Chañar, las Saladas, la de Lobos, las lagunas de Junín, etc., son los últimos vestigios de esta antigua serie de lagunas que atrave- saba la provincia Buenos Aires dirigiéndose hacia el interior y que proporcionaron los materiales que constituyeron la citada cadena de médanos. La formación de los médanos está marcada en nuestro corte geoló- gico de la Pampa, con el número 5. Al pie de las montañas y de las sierras hay una formación comple- tamente diferente. Consiste en grandes aglomeraciones de guijarros y escombros de toda clase procedentes de la denudación y desagrega- ción de las rocas de las montañas vecinas. Los guijarros, que faltan por completo en la tierra vegetal de la llanura, forman aquí depósitos que en algunos puntos alcanzan más de 200 pies de espesor. El doctor Burmeister, que los ha estudiado en Mendoza y Catamar- ca, dice que descansan encima del terreno pampeano y que en ambas localidades presentan el mismo aspecto. Otras veces, sin embargo, descansan encima de las rocas antiguas que constituyen las cordilleras. En Mendoza, dice, ha estudiado la formación en las barrancas de un pequeño arroyo que tenían diez metros de altura. El arroyo había excavado su cauce a través de ese depósito y su mismo lecho perte- (3) BURMEISTER: Obra citada, tomo Il, página 164. 449 nece a la misma formación, lo que demuestra que las capas guijarro- sas descienden a mayor profundidad. Toda la capa consiste en una arena gris muy fina, que contiene una gran cantidad de guijarros rodados, desde el tamaño de huevos de ga- llina hasta el de melones y zapallos, todos provenientes de la desagre- gación de las rocas de las sierras vecinas. La superficie del terreno vecino estaba cubierta de guijarros aún más grandes, mezclados con otros de un diámetro enorme. La misma capa, dice, Burmeister, al pie de la sierra de Ambato, en Catamarca, presenta completamente la misma composición. En me- dio de la plaza de la capital habían hecho una grande excavación para retirar las piedras necesarias para la construcción de una iglesia. Esas piedras eran en su mayor parte de gneis, de una forma redondeada por haber sido rodadas por las aguas. Constituían por sí solas la casi totali- dad de la capa y sus intersticios estaban rellenados con arena gris fina. Este depósito de escombros tiene hasta una legua y más de ancho. Alcanza su mayor espesor al pie de las cordilleras, y se adelgaza a me- dida que avanza en la llanura hasta perderse por completo. Conforme a las leyes de la física, el grosor de los guijarros dismi- nuye a medida que nos alejamos de las cordilleras. Al pie de las sierras de Córdoba se encuentran depósitos parecidos, pero de un espesor mucho menos considerable. Otro tanto sucede al pie de las colinas del Estado Oriental del Uru- guay. Además, hemos observado que allí la tierra vegetal se presenta muy a menudo llena de guijarros rodados, los más grandes de los cua- les alcanzan el tamaño de un huevo de gallina. Los depósitos de escombros que se encuentran al pie de las sierras del Sud de la provincia Buenos Aires son insignificantes; pero el te- rreno vegetal circunvecino, que alcanza a menudo un metro de espe- sor, contiene un gran número de pequeños guijarros rodados. En las mesetas de Patagonia, las capas guijarrosas presentan un desarrollo aun mucho más considerable que en las provincias San Juan, Mendoza, Catamarca, etc. Allí, a partir desde las costas del Atlán- tico hasta las cordilleras, por todas partes se encuentran capas guija- rrosas, que aumentan en espesor a medida que se aproximan a los Andes. Las capas guijarrosas, dice Moreno, tienen en Choele-Choel, quince pies de espesor; en Chinchinal las ha visto de cuarenta; y al pie de las cordilleras, en la orilla del arroyo Colfu-Co alcanzaban, según sus cálculos, 200 pies (4). (4) Moreno: Viaje a la Patagonia septentrional. «Anales de la Sociedad Científica Argentina», tomo I, entrega 42, AMEGHINO —V. III 29 450 En la costa del Atlántico, desde el cabo San Antonio hasta Bahía Blanca, y más al Sud también, se forman capas guijarrosas, pero de es- casa importancia. Los guijarros son aislados, de pequeñas dimensiones, y son arrojados a la costa por las olas del mar. Parece que son llevados desde las playas patagónicas por una corriente marina que corre de Sud a Norte a lo largo de la costa argentina. Una gran parte de la llanura argentina, y sobre todo la pampa del Sudeste, está cruzada por un gran número de ríos, arroyos y riachue- los, que son alimentados por las aguas pluviales que infiltrándose en la tierra salen por hendiduras formadas en ésta, formando los llama- dos manantiales. Casi todos corren en un cauce muy ancho y forman innumerables sinuosidades. Esto depende de la casi horizontalidad del terreno que no ha permitido a menudo la formación de cauces bien determinados. La mayor parte de las pequeñas corrientes de agua de la pampa del Sudeste desembocan en el Paraná, el Plata o el Atlántico, pero otras se pierden en la llanura. Este fenómeno es aún más frecuente en la pampa occidental. To- das las corrientes de agua que descienden de los Andes, y aun muchas de las que tienen su origen en el sistema orográfico central, se pierden en la llanura, ya en pantanos, ya en salitrales, ya en medio de arenales. El caudal de sus aguas también es muy variable, según las estacio- nes del año. En invierno son generalmente abundantes, mientras que durante el verano muchos dejan su lecho en seco, pero a menudo so- brevienen también fuertes lluvias que llenan el cauce de las corrien- tes de agua y las obligan a salir de su lecho, extendiéndose en ese caso sobre la llanura, y muy a menudo excavan nuevos cauces al lado del antiguo. En otros casos carcomen las barrancas, arrastrando grandes canti- dades de tierra, ensanchando de este modo considerablemente su lecho. El cauce casi siempre se ha excavado en medio de depresiones que tienen a veces un ancho de muchas leguas. ; Su-profundidad es muy variable, pero puede establecerse como re- gla general, que todos corren en cauces poco profundos, tanto que al- gunas veces no es mds que una ancha reguera, cubierta de lodo y jun- cos, en medio de los cuales las aguas tienen apenas un movimiento apa- rente. Algunos, sin embargo, alcanzan una profundidad considerable, con barrancas casi verticales de 15 a.20 metros de altura, pero esto siem- pre se observa en la parte superior de su curso, cuando éste tiene su origen en las sierras, o en la parte inferior, cerca de la embocadura. Si nos detenemos al borde de uno de esos cauces a examinar las ba- rrancas que lo forman, nótase en seguida que éstas se componen de 451 un terreno rojizo, que es la formación pampeana de que hablaremos más adelante. El fondo mismo sobre el que corren las aguas estará formado por el mismo terreno, o por capas de tierra negra más moder- na depositadas por las aguas del mismo río. Esto prueba que todos han excavado su cauce en la formación pam- peana, sin que ninguno la perfore completamente para mostrarnos los terrenos terciarios, a excepción del Paraná, y eso tan sólo en trechos de pequeñísima extensión, de lo que se deduce que no existía ninguno al principio de la formación pampeana. Si se observa con más cuidado, se nota que en las orillas de los ríos y arroyos, existen algunos depósitos posteriores ai terreno pampeano, que contienen una infinidad de conchillas de agua dulce que en muchos casos ya no habitan las aguas de esos ríos, sino las lagunas vecinas. Esos depósitos, de los cuales hablaremos oportunamente, ocupan de- presiones bastante profundas que con anterioridad a la excavación del czuce del río formaban lagos o lagunas, y sólo después de haberse cegado, han excavado los ríos su lecho actual. Esto nos hace avanzar un paso más, y de ello deducimos con razón la regla general de que todos los ríos, arroyos y riachuelos de la Pampa, no han existido durante la época pampeana; que son de época relati- vamente moderna; que han excavado su cauce durante la época post- pampeana; y que todos los días aumentan en número e importancia, puesto que continuamente excavan su cauce, ensanchan su lecho, pro- longan su curso y forman nuevas ramificaciones. Los mismos grandes ríos Paraná y Plata no forman excepción a esta regla. El último ha excavado su cauce en la formación pampeana y ha removido depósitos marinos de época muy posterior. Otro tanto sucede con el primero, y aun cuando en algunos puntos tiene su lecho en las capas terciarias de la formación patagónica, para llegar hasta ellas ha atravesado primero los mismos depósitos marinos de la orilla del Pla- ta de que hablaremos más adelante, y en seguida la formación pam- peana. En lugar más a propósito nos ocuparemos de la ley que ha regido y rige la formación de las corrientes de agua en la llanura argentina. Esas corrientes han formado y continúan formando depósitos más o menos considerables, según la importancia de los ríos y arroyos que los arrastran, pero cuya composición varía según los diversos puntos en que se encuentran, y que de ningún modo deben confundirse con los depósitos arenosos, la tierra vegetal y las capas de guijarros ya mencionadas, como tampoco con las formaciones que describiremos en el capítulo siguiente. Los ríos de Patagonia forman en casi todo su curso depósitos gui- jarrosos más o menos grandes, mezclados con arena, que aunque se 452 parecen a las capas guijarrosas que se encuentran al pie de las monta- ñas tienen un origen diferente; éstas se han formado, cuando no por ventisqueros, por las aguas pluviales que desde las faldas de las mon- tañas se han extendido sobre la llanura, mientras que los primeros han sido arrastrados por las mismas aguas del río, que en muchos casos han arrancado esos materiales de las barrancas que forman su cauce. Los guijarros disminuyen hacia la embocadura hasta que se cam- bian en depósitos arenosos, que la lucha entre las aguas dulces y las aguas saladas ha hecho que se extiendan a lo largo de la costa del Atlántico. Al Sud y al Norte de la embocadura del río Negro se ven capas de arena así formadas, de un espesor de un metro y aun más. Estas are- nas son ferruginosas, de un color negro. Algunos de sus granos son atraíbles por el imán. La porción atraída por éste tiene un peso espe- cifico de 4.671 y el análisis químico practicado por el profesor Puig- garí demuestra la composición siguiente: Acido titánico 13.62 Oxido ferroso .... : 28.30 ) eee Oxido férrico SGA OO, ETC: Pérdida. ........ 1.46 (5) Los corrientes de agua que descienden de las cordilleras y de las sierras arrastran en la parte superior de su curso una gran cantidad de guijarros, pero éstos disminuyen en número y en grosor a medida que se hace menos sensible la pendiente del terreno, hasta que en la lla- nura ya no arrastran más que arena, tanto más fina cuanto más nos alejamos de los terrenos altos. Los pequeños ríos que tienen su origen en la misma llanura, ya no arrastran ningún guijarro ni arena gruesa, sino un limo formado por la denudación ejercida por las aguas pluviales en el terreno ve- getal y en el terreno pampeano. Esto es particularmente cierto para las corrientes de agua de la pampa del Sudeste, en la provincia Buenos Aires; pero aquí se pre- senta otro fenómeno que en algo es el equivalente de las capas guija- rrosas que presentan, en la parte superior de su curso, los ríos que tie- nen su origen en las sierras; entendemos hablar de lo que en la pro- vincia Buenos Aires llamamos tosquilla. La formación pampeana presenta en su interior un producto secun- dario particular, bastante duro y de color blanquizco por contener una (5) M. Puiccari: Minerales de hierro silicotitanados de Catamarca y La Rioja, y aluviones ferri- titanados de Río Negro y Quequén Grande. «Anales de la Sociedad Científica Argentina», tomo II], entrega primera, 1877. 453 gran cantidad de cal. Esto es lo que aquí llamamos vulgarmente tosca, de la que nos ocuparemos detalladamente más adelante. Los ríos, arroyos y riachuelos atraviesan grandes bancos de esa tos- ca que, como es más resistente al agua que el terreno rojizo areno-ar- cilloso en que se encuentra, concluye por quedar sobresaliendo fuera de la masa general, formando mamelones de tamaños diferentes. Estos son más tarde arrastrados por las aguas que los desmenuzan y llevan por el lecho de los ríos. Las partes más duras continúan sien- do rodadas por las aguas hasta que toman completamente el mismo aspecto de los pequeños guijarros rodados que se hallan a la orilla del mar o en el lecho de los ríos que corren por terrenos pedregosos. Estos fragmentos de tosca rodada son depositados por las aguas en los puntos más profundos o en los recodos y playas donde la corrien- te es menos considerable, formando depósitos notables, unas veces compuestos de puros guijarros de tosca, otras veces mezclados con barro y arena. En algunos puntos del río Luján hemos visto capas de tosquilla que tenían hasta dos metros de espesor. El número 1 de nuestro corte geo- lógico de la pampa indica la posición de uno de estos depósitos. En otros puntos se ven diferentes capas de tosquilla en las barran- cas y a diferente altura sobre el nivel de las aguas, marcando así otros tantos lechos antiguos del río. Estos depósitos tienen siempre proporciones poco considerables, pero su estudio es importante, por cuanto el mismo fenómeno ha teni- do lugar en épocas pasadas. Los ríos de la pampa arrastran también una gran cantidad de lodo que depositan en diferentes puntos de su curso. Se puede aceptar como una regla general que los ríos de la provincia Buenos Aires tienen en una orilla una barranca casi vertical y en la otra una playa de pen- diente más suave; pero sus márgenes no presentan el mismo aspecto en todo su largo, sino que cambian sucesivamente de manera que la orilla que aquí es barrancosa, algunos centenares de metros corrien- te abajo, es de pendiente suave y viceversa. El agua corre casi siempre al pie de la orilla barrancosa a la cual mina por su base produciendo derrumbes más o menos considerables, cuyos materiales arrastrados por las aguas son depositados en las orillas de pendientes suaves. Las materias terrosas arrastradas por las aguas han producido otro fenómeno bastante singular. Hemos observado que algunos arroyos que corren por terrenos bajos, tienen ¡sus orillas más elevadas que el terreno circunvecino. Esta elevación es producida por las aguas cuan- do salen de su cauce debido a grandes lluvias, pues depositan sobre la orilla las substancias terrosas que traen en suspensión. Esos ríos, que al parecer son de poca entidad, llevan al mar y a los 454 grandes ríos una cantidad de materias sedimentarias dignas de llamar la atención y suficientes para producir con el transcurso del tiempo considerables cambios. Así el río Luján, que parece de tan poca consideración, avanza cons- tantemente su cauce sobre el estuario del Plata, formando nuevas tie- rras que pronto la vegetación consolida y empujando hacia afuera las barras de arena que las olas del Plata forman en su boca. La barra de la boca del río Luján ha retrogradado en cincuenta años de 500 a 600 metros, lo que prueba que las tierras que forman la embo- cadura del río avanzan unos 10 metros por año sobre el estuario del Plata. El río de la Matanza, llamado Riachuelo, cerca de su embocadura ha formado en su fondo un depósito de lodo que alcanza en algunos pun- tos un espesor de más de diez pies, y puede decirse además que todo el bajo de Barracas es obra suya. Esta localidad estuvo en tiempos pasados ocupada por el estuario del Plata, que formaba ahí una bahía bastante profunda. En ella desagua- ba el río de la Matanza. Las arenas arrojadas por las olas del Plata y los sedimentos deposi- tados ahí por aquel río, han concluído por cegar completamente la an- tigua bahía, depositando una capa de arena y fango de 12 metros de espesor. La embocadura del Riachuelo continúa avanzando continua- mente sobre el río de la Plata, lo mismo que la del río Luján. Los ríos Samborombón y Salado arrastran cantidades considerables de limo que depositan en su desembocadura y en la playa de la bahía de Samborombón, donde desaguan. Esta bahía, en una época muy reciente, era mucho más profunda, pero se ha cegado en parte con el limo arrastrado por esos ríos. El fe- nómeno continúa aún con tanta intensidad que toda la costa está for- mada por una ancha faja de limo fangoso, de tal modo que se hace im- posible trazar una línea entre lo que debe considerarse como tierra firme y io que no lo es. Los grandes ríos han producido y producen, naturalmente, cambios más notables. El Paraná, en toda la parte inferior de su curso, está sembrado de numerosas islas que forman el delta hermoso que inspiró a Sastre su célebre «Tempe Argentino». Esas islas pueden con propiedad llamarse hijas de las aguas, y for- man un inmenso triángulo, cuya base avanza constantemente sobre el estuario del Plata, frente a la isla Martín García. Se componen de arcilla, arena finísima y detritus vegetal, alternan- do en finísimos estratos, en los que no se encuentra tosca ni guijarros de ninguna especie. Además del limo arrastrado por las aguas del Pa- 455 raná y el detritus vegetal, contribuyen a su crecimiento, aunque en es- cala mucho menor, las grandes tormentas de polvo. He aquí como se expresa al respecto el doctor Zeballos, que visitó esos puntos en compañía del señor Walter F. Reid: «El terreno de las islas es arcilloarenoso en su aspecto general, pre- dominando la arcilla plástica en varias localidades. «En algunos puntos la arcilla, dominada por los restos vegetales, degenera en turba, muy particularmente en el centro de las islas, don- de hay depresiones y lagunas con juncos. «La formación arcillosa de las islas, es uno de los más interesantes ejemplos que pueden citarse de la formación de los aluviones moder- nos. Aquel terreno está en pleno proceso geológico. «Las corrientes de los ríos y arroyos que cruzan el Delta, ejercen una acción destructora y reconstructora a la vez, es decir, carcomen y des- agregan el terreno arcilloso en el frente que se opone a la corriente. «La arcilla, arrastrada por las aguas, juntamente con grandes des- pojos vegetales, se mezcla a la arena del fondo y va a sedimentarse en las embocaduras y barrancos adyacentes, según las corrientes y los vientos, hasta formar anchos bancos, como son el de San Isidro, los bancos del Sud de las islas del Paraná, desde la desembocadura del Luján hasta frente al Carmelo e Higueritas, y más arriba aún en el Uruguay. «Puedo establecer como ley, que mientras las corrientes deshacen los terrenos que les son perpendiculares y paralelos, van aumentando los opuestos y levantando aquellos bancos, algunos de los cuales se cubren luego de juncos, como sucede frente al puerto Pintos, de San Fernando, y pronto serán islas explotables. «En las cartas de Arrowsmith, para el navegante del Uruguay, no se encuentra marcado un gran banco que ya existe frente a las Higueritas, en medio del río, rodeado de canales profundos. «Ese banco ha creado juncos, y en 1875 fué recorrido por espacio. de veinte cuadras, con el agua a las rodillas, por Reid, con quien lo he visitado después. Muy pronto será una gran isla, surgente del Uru- guay, como sus vecinas las Dos Hermanas y la del Juncal (6).» Todo el fondo del Plata se halla cubierto por una capa de arena de 3 a 4 metros de espesor, de color obscuro, sin ningún guijarro rodado, pero con algunas conchillas, particularmente de los géneros Unio, Ano- donta, Planorbis y Azara labiata. Burmeister insiste en todas sus publicaciones, y particularmente en la última (7), sobre la gran semejanza de la arena del fondo del río (6) Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires, por ESTANISLAO S. ZEBALLOS. (7) Description, etc., tomo I, página 160, 456 con los depósitos superficiales de la llanura argentina, para poder com- prender bien el fenómeno de la formación de estos últimos. No dudamos que exista la analogía; pero que ella explique la forma- ción de los depósitos superficiales de la llanura, posteriores a la forma- ción pampeana, nos parece una exageración sobrado grande. Las arenas del Plata son el resultado del transporte verificado por los grandes ríos que lo forman, pero las arenas que cubren la llanura argentina no han sido transportadas a esos puntos por las aguas del Plata, ni del Paraná ni de ningún otro gran río. Una parte ha sido lle- vada ahí por los vientos, y la otra proviene de la descomposición del suelo subyacente. La composición química de la arena del fondo del Plata, según el profesor Puiggarí, es la siguiente: ELEMENTOS SOLUBLES EN ÁCIDO CLORHÍDRICO Siice: bend 0.04 OXIdO ECO Aaa 3.09 AMA le 0.60 5.05 Carbonato co IT be 1.02 Oxido dE Man 0006040008 va0000080c 0.30 ELEMENTOS INSOLUBLES EN ÁCIDO CLORHÍDRICO 4.31 94.95 En muchos puntos del estuario se encuentran, además, grandes ban- cos de arena que se elevan sobre el fondo del río y que probablemente concluirán por formar nuevas islas. Frente a la misma ciudad Buenos Aires se encuentra un gran ban- co de esta naturaleza que quizá no tarde muchos siglos en asomar so- bre la superficie del agua. Buenos Aires se encontraría entonces se- parado del centro del estuario por un canal. Que el hecho acaecerá al- gún día no hay por que dudarlo. Las islas del Paraná tuvieron un principio análogo. Removiendo el suelo para la agricultura se ha encontrado en ellas, debajo de algunas seuces, el esqueleto de una ballena, cuya antigiiedad puede remontar a unos 700 u 800 años. En esa época, pues, esa isla formaba un banco que cubrían las aguas y sobre el cual encalló la ballena mencionada. Sobre los lagos y lagunas actuales de la superficie de la pampa y los depósitos térreos que se están formando en su fondo, diremos tam- bién cuatro palabras, que bien las merece la importancia de la cues- 457 tión que, por sí sola, para ser tratada en todas sus fases, reclamaría un volumen. Toda la superficie de la pampa, pero particularmente la del Sud- este, se halla cubierta o salpicada de un gran número de lagunas que ocupan siempre las partes más bajas de la llanura. Consisten en de- presiones de pendientes suaves en cuyo fondo se reunen las aguas plu- viales, formando pequeños estanques o lagunas. Las aguas, al precipitarse en esas hoyas, arrastran consigo una can- tidad de materias térreas de los contornos, juntamente con substancias orgánicas vegetales, y a veces animales, que se descomponen en el fon- do de las aguas estancadas y que mezclándose con las materias terro- sas ya mencionadas, forman un lodo negro que constituye el fondo de la laguna. Este lodo se sedimenta poco a poco convirtiéndose en su parte infe- rior en una arcilla casi plástica que impide la infiltración de las aguas. Esta es la verdadera capa impermeable que mantiene el agua en las lagunas y de ninguna manera el terreno de la formación pampeana, como el doctor Burmeister lo afirma por todas partes (8). El terreno pampeano lejos de ser impermeable, como lo afirma el citado autor, es, por el contrario, uno de los más permeables que se co- nozcan. Para demostrarlo basta decir que en las épocas de las grandes liuvias quedan estancadas enormes masas de agua en los puntos bajos de la pampa, y que aunque éstos no tienen desagúe, bastan dos o tres meses de verano para que queden en seco. La evaporación ejerce sin duda un papel considerable en la desapa- rición de las aguas, pero por sí sola es impotente para explicar el hecho. Como dice con razón el doctor Zeballos, la razón principal del fenó- meno está en la naturaleza del suelo. «Este recibe directamente todo el calor del sol. Hay días que es imposible poner la mano sobre el limo pampeano porque quema y el calor reseca extraordinariamente el sub- suelo, dejándolo ávido de humedad. Si se arroja un balde de agua so- bre el limo pampeano calentado por el sol, en pocos minutos se verá desaparecer hasta las señales de mojadura. Otro terreno exigiría me- nos agua para la absorción; el de nuestra pampa es esencialmente in- saciable (9).» Estos datos son de una rigurosa exactitud y concuerdan perfecta- mente con la composición del terreno pampeano, que es esencial- mente arenoso. (8) «Anales del Museo Público de Buenos Aires», entrega segunda, página 104. Description physique, etc., tomo 1, página 161 y tomo II, página 182. (9) ESTANISLAO S. ZEBALLOS: Obra citada. 458 Sólo es impermeable en los reducidos puntos donde presenta en su superficie capas de tosca o marga, o más bien dicho: sólo estas capas son por su naturaleza esencialmente impermeables. Muchas lagunas presentan en su fondo, es cierto, una especie de toba o calcáreo impermeable al agua; pero éste casi nunca pertenece al terreno pampeano. Generalmente es de formación reciente, produ- cido por la precipitación de la cal que contiene el agua y por la des- composición de conchillas de pequeños moluscos de agua dulce. Esta cal forma en el fondo de las lagunas una capa de tierra blanquizca que descansa sobre un fondo de lodo negro o gris, que a su vez reposa so: bre el terreno pampeano. Tanto en las aguas de las lagunas, como en las aguas estancadas de todos los países, vive una grandísima cantidad de infusorios, cuyos restos, después de muertos ellos, van a aumentar el lodo del fondo. De- bido a la presencia de los despojos de estos seres, el barro de las lagu- nas y bañados presenta, una vez seco al sol, ese color gris ceniza que tanto lo caracteriza. Todas las lagunas del territorio argentino pueden dividirse en las categorías siguientes: 1° En temporarias y en permanentes. 2° De agua dulce y de agua salada. 3° Con desagüe y sin desagüe. 4% De agua llovediza o de manantial. En la pampa occidental abundan sobre todo las lagunas tempora- rias. Las lluvias son escasas allí; las aguas no han podido arrastrar una cantidad suficiente de materias arcillosas para formar un fonde impermeable, y la naturaleza del terreno, más arenoso aún que el de la pampa del Sudeste, absorbe las aguas con extraordinaria prontitud. La evaporación, por otra parte, acelera la desecación de una mane- ra aún más eficaz que en la llanura oriental. Las lagunas permanentes son muy escasas en esa región, pero muy abundantes en la provincia Buenos Aires, donde la naturaleza del te- rreno y las condiciones climatéricas favorecen más su formación. Pero lo que más llama la atención del observador pensador, es el gran número de lagunas saladas distribuídas sin orden alguno, al paso que hay otras muchas de agua dulce. Las sales que generalmente se encuentran en ellas son sulfatos, como yeso y sal de Glauber, sal común o cloruro de sodio, nitro y sosa carbonatada. Algunas de las lagunas saladas son permanentes, pero el mayor nú- mero son temporarias. Las que contienen cloruro de sodio son bastan- te escasas y se encuentran generalmente en los territorios del Sud, particularmente en Patagonia. Las que contienen sulfatos son mucho 459 más abundantes y se las encuentra por todas partes, pero particular- mente en la pampa del Noroeste. Dice Burmeister en sus «Anales del Museo», etc: «La ciencia desea saber de dónde ha salido esta gran cantidad de sal en el suelo argentino, y no sabe explicarlo sino por la suposición que todo el llano de la República estuvo cubierto por el mar en una época no muy remota. : 460 Esto explicaría el porqué en un punto de las pampas se forman al- gunas lagunas y ríos de agua salada, o el porqué unos pozos de balde dan agua dulce y otros la dan salada. Es cierto que este fenómeno no explicaría la existencia de la inmen- sa llanura salitrosa que ocupa toda la parte Oeste de la Pampa, desde el río Colorado o el lago Urre-Lauquén, hasta el mismo Desierto de las Salinas. Para esto sería preciso suponer la existencia de un mar in- terior completamente aislado, que hubiera ocupado toda la parte de la llanura llamada Desierto de las Salinas y la comarca adyacente, cuya existencia parece probar la naturaleza del terreno. Si realmente existió este mar, parece que se ha vaciado vertiendo sus aguas por las comarcas del Sud, por la gran «Cañada de la Trave- sía», que inclina sus planos hacia los grandes lagos salados llamados Bebedero y Urre-Lauquén, invadiendo toda la llanura, perdiéndose después por la evaporación y cubriendo el suelo de substancias sali- nas, que nos han quedado como únicos vestigios de su existencia, cuan- do menos aparente, puesto que el fenómeno de las salinas es suscep- tible de otras explicaciones. En efecto: el señor Federico Schickendantz, pretende y ha proba- do (10), que las sales de las salinas son el producto de la descomposi- ción de las rocas de las sierras vecinas y que las corrientes de agua las ban arrastrado a los puntos más bajos del terreno. Casi todas las lagunas de la Pampa presentan un costado barran- coso, que es generalmente el del Este, mientras que el costado opues- to, o del Oeste, forma una playa de pendiente suave. Muchas de estas lagunas, y aun algunas de las más grandes, carecen de desagüe; y las hay que reciben las aguas de ríos muy importantes. Un gran número se llenan exclusivamente con agua llovediza que se estanca en los puntos más bajos de la llanura sobre el barro arci- lloso o la tosca de la formación pampeana; otras son alimentadas por manantiales. A este último grupo pertenecen casi todas las de mayor importancia de la provincia Buenos Aires. Muchas de estas lagunas ocupan depresiones que ya estaban ocupa- das por las aguas a partir de los últimos tiempos de la formación pam- peana; otras, por el contrario, parecen ser de época muy moderna. Ya hemos manifestado que según todas las probabilidades, los méda- nos de arena, que generalmente se encuentran a orillas de las grandes lagunas, son un producto de las arenas que las olas han arrojado a las playas. Dice Burmeister que es opinión general en la provincia Buenos Ai- res, que el agua de las lagunas decrece de día en día, y que los me- (10) «Boletín de la Academia Nacional de Ciencias Exactas», tomo I, página 240. WR. 461 dio sabios, expresan a ese respecto las opiniones más fantásticas, co- mo por ejemplo, la formación en el suelo de canales de desagüe invi- sibles (11). El distinguido sabio trata de explicar el fenómeno emitiendo otra opinión que seguramente no es disparatada como la anterior, pero que sin duda no es la verdadera explicación del fenómeno. Pretende, en efecto, que debe atribuirse la desecación de las lagunas al aumento continuo del ganado. Admitimos de buena voluntad que ésta sea una causa concurrente, pero negamos absolutamente que sea la causa única o preponderante. La desecación de lagunas es un hecho universal, que se verifica en puntos donde apenas hay ganados, y que se explica también por cau- sas universales, del dominio de la geología. En la región de las pam- pas ocupadas por los indígenas, donde el ganado es escaso, y falta com- pletamente en algunos puntos, el agua de las lagunas decrece con la misma rapidez que en la provincia Buenos Aires. Podríamos, además, objetar al doctor Burmeister que, antes de la conquista y de la introducción de los animales europeos, la pampa es- taba ocupada por un sinnúmero de animales indígenas. Pero nos con- tentaremos con decir que en la provincia Buenos Aires, antes de la conquista y en épocas distintas han desaparecido millares de lagunas, de las que sólo quedan actualmente rastros en las entrañas de la tierra. En el capítulo siguiente nos ocuparemos detalladamente de los ves- tigios de esos antiguos lagos y lagunas que han desaparecido en una época geológica reciente, y cuyos vestigios se encuentran a orillas de casi todas las corrientes de agua de la Provincia. Las lagunas actuales de la pampa, no pueden substraerse a la ley que ha regido la desecación de todos los depósitos de agua de igual na- turaleza que se han sucedido en la misma región, a partir de épocas remotas, y, como éstos, tienen que desaparecer en un espacio de tiem- po más o menos lejano. No equivale esto a decir que pueda llegar un día en que la llanura se encuentre sin lagunas. En lugar oportuno, cuando nos ocupemos del origen de esos receptáculos, y expongamos las leyes que rigen su apa- rición y desaparición, probaremos que, si con el transcurso de los si- glos puede desaparecer un gran número de lagunas y bañados, en el mismo espacio de tiempo pueden formarse otros tantos. ; Es inútil que insistamos sobre el hecho de que las causas que relle- nan de materias sedimentarias las lagunas de las pampas, son las mis- mas que producen iguales efectos en otras regiones. (11) Description physique de la République Argentine, tomo I, pagina 363. 462 Hay una, sin embargo, que si no es propia de estas comarcas, a lo menos en ninguna otra parte produce efectos de tan grande considera- ción; nos referimos a las polvaredas o tormentas de polvo. Como es notorio, las pampas están desprovistas de bosques, no existiendo en ellas más árboles que los que ha plantado la mano del hombre, incluso el solitario y aislado ombú; pero éstos, comparativa- mente a la vasta extensión del territorio, son en tan exigua cantidad que aún no ejercen influencia alguna sobre su climatología. En el día, todos sabemos qué las comarcas que carecen de bosques están expuestas a grandes sequías y recios vendavales, como sucede muy a menudo en las pampas. Pasan largos meses sin llover, los arroyos y ríos de poca importan- cia que cruzan la vasta llanura cesan de ser los caminos naturales del líquido vivificador, que con tanta ansia es entonces buscado por hom- bres y animales, convirtiéndose en motivos de desaliento y aun de des- esperación para el infortunado pastor, que extenuado por largos días de viaje para llegar con sus rebaños al punto en que cree encontrar algunos auxilios de la naturaleza, sólo se encuentra con algunos pan- tanos de agua salobre como la del mar, y algunas matas de plantas sa- linas, solitarias como la muerte. Las campiñas no presentan ya su color verde característico y monó- tono, producido por la lozana yerba que las cubría; sólo muestran el aspecto de un vasto océano en el que se hubiera substituído el agua por una inmensa capa de polvo finísimo, y las olas por continuos tor- bellinos de polvo que se suceden unos tras otros y que parece quisie- ran tocar el cielo. j El espejismo se muestra en todo su magnífico esplendor, presentan- do a la vista falsos lagos y ficticios ríos, que, más trata el viajero inex- perto de acercarse a ellos, y otro tanto tratan ellos de alejarse, como si se complacieran en burlar más y más las esperanzas del que, desespe- rado de haber corrido largas horas tras de una fantástica ilusión, se echa en brazos del azar. El coronamiento de estas escenas, es que casi diariamente se produ- cen recios vendavales que levantan consigo innumerables nubes de polvo que en el país tienen el nombre de polvaredas. Los hay que re- mueven una tan grande cantidad de polvo que es muy frecuente que- dar en pleno día como si se estuviera entre las tinieblas de la noche, sólo comparables con las nubes de arena que el simoun levanta en el desierto de Sahara, que muchas veces sepultan caravanas enteras. Sus efectos no son menos terribles, pues asfixian rebaños enterus, extenuados ya por el hambre y la sed, sepultándolos bajo capas de pol- vo de hasta tres y cuatro metros de espesor; convierten terrenos ba- jos y pantanosos en lomas elevadas, arrasan los pozos de balde, cie- 463 gan completamente por larguísimos trechos los cauces de los riachue- los y cañadas, y derriban los ranchos de los pastores de las pampas. Estas polvaredas dejan caer en la superficie del agua de las lagunas una gran cantidad de polvo que se mezcla con ella, y es luego deposi- tado en el fondo, levantándolo continuamente de este modo. Debido en gran parte a la continuación de este fenómeno y demás causas geológicas a que hemos hecho alusión, se puede considerar co- mo un hecho inevitable que dentro de algunos miles de años, una gran parte de los lagos y lagunas actuales de la Pampa habrán desapareci- do por completo, no quedando en su lugar más que las diferentes ca- pas sedimentarias superpuestas, conservando probablemente una mul- titud de restos de los seres orgánicos que viven en su seno y en sus alrededores en tierra firme, para que queden como un libro cerrado por la naturaleza para que en las edades futuras los sabios y amantes del estudio puedan abrirlo, y leer en él las diferentes transformaciones que aún sufrirán estas comarcas con sus correspondientes seres orga- nizados, y, más felices que nosotros, puedan resolver entonces los pro- blemas que no ceden a los esfuerzos de la ciencia actual. CAPÍTULO XVIII FORMACIÓN POSTPAMPEANA. DEPÓSITOS CUATERNARIOS EN AGUA DULCE Antiguas lagunas y pantanos desecados. — Formaciones lacustres postpampeanas del río Luján. — La formación en los afluentes del río Luján. — Idem en el río de la Matanza. — Idem en el río Salado. — Fósiles de los depósitos lacustres post- pampeanos. — Generalidades. Examinando las barrancas de los ríos de alguna consideración que cruzan la provincia Buenos Aires, se nota fácilmente que en algunos puntos, debajo de la capa de tierra vegetal, se presenta una capa de te- rreno bien definida, color gris ceniciento, que en algunos puntos de- grada hasta un blanco algo obscuro. Esta capa difiere por su color y naturaleza tanto de la tierra vegetal como del terreno pampeano que se encuentra inmediatamente debajo. Su espesor puede alcanzar hasta 5 o 6 metros, pero generalmente es de 2/23: Una primera particularidad que llama la atención, es que estos de- pósitos ocupan superficies de un espacio muy limitado. Raro es cuan- do se puede seguir uno de estos bancos, a lo largo de las barrancas, unas 15 o 20 cuadras; a menudo no tienen más que unos 100 o 200 pasos de extensión. Siguiéndolos hacia el interior, en dirección opues- ta a las barrancas, tampoco se alejan mucho de éstas. Esta observación permite conocer que no se trata de lechos de anti- guos ríos, puesto que en estos casos los estratos son continuados sin interrupción siguiendo el curso de las antiguas corrientes. Observando con más atención, se nota que estos depósitos ocupan especies de bajos o depresiones que presentaba en un tiempo en su superficie el terreno pampeano, pero que se rellenaron más tarde con el terreno ceniciento en cuestión. Esto permite suponer que esas depresiones estuvieron ocupadas por las aguas, que fueron bañados y lagunas que se han cegado poco a no- co y han desaparecido, como se ciegan y desaparecen las lagunas aciua- les de la misma región. Bueno es notar, que, aun actualmente, los terrenos que presentan ta- les depósitos son puntos bajos, y que si no vuelven a convertirse en ver- 465 daderas lagunas es debido a los ríos y arroyos que los atraviesan y les sirven de desagüe. Que fueron lagunas y pantanos, lo confirma la naturaleza misma del terreno. Este, en efecto, es a menudo arcilloso y cuando húmedo de co- lor negruzco, presentando completamente el mismo aspecto que el barro de los pantanos y fondo de las lagunas actuales. Cuando seco presenta, como lo dijimos más arriba, un color gris ceniciento; y del mismo color es, cuando seco, el barro del fondo de las lagunas actuales. Este color es producido por una inmensa cantidad de infusorios, que viven en el seno de las aguas; y examinando al microscopio el terreno ceniciento antiguo, hemos visto que también presenta una inmensa can- tidad de infusorios y que, por consiguiente, debe su color y aspecto a la misma causa. Es cierto que en algunos puntos el color de las antiguas capas lacus- tres es blanco bastante subido, pero en este caso es debido a una can- tidad más o menos considerable de carbonato de cal que se encuentra en el terreno. La cal proviene de la descomposición de las conchillas de los molus- cos que vivían en el fondo de las aguas de los antiguos lagos. Esas conchillas se han conservado en algunos puntos de la masa, en rúmero extraordinario, y pertenecen a especies que actualmente sólo viven en gran parte en las lagunas, pantanos y otros depósitos de agua estancada de la Provincia. Es, pues, indudable, que esas capas aisladas de terreno, enclavadas en la superficie de la formación pampeana y recubiertas por la tierra vegetal y a menudo espesas capas de arena y limo depositado por los rios actuales, son otras tantas lagunas que existieron en otro tiempo en la superficie de la pampa durante un número de años suficiente para que se sucedieran en su seno centenares de generaciones de moluscos, que han podido formar bancos calcáreos de consideración. Esas lagunas han existido en tan grande cantidad, que si se hiciera una revista prolija de todos los depósitos de igual naturaleza, que se hallan ocultos a los ojos del observador superficial, formarían un nú- mero inmensamente superior al de las lagunas actuales del mismo te- rritorio. : Las formaciones lacustres postpampeanas, no son todas contemporá- neas; algunas seguramente remontan a una antigiiedad muy conside- rable, mientras que otras, sobre todo las más superficiales y de menor potencia, datan de una época muy moderna. Estas últimas son seguramente contemporáneas de los aluviones mo- dernos más antiguos. En las formaciones lacustres postpampeanas, pero en las de época más reciente, hemos recogido los objetos prehistóricos que tenemos AMEGHINO — V. III 30 466 descriptos como pertenecientes a la época arqueológica llamada meso- líthica. Estos depósitos se encuentran muy desarrollados a lo largo del río Luján, particularmente cerca del pueblo del mismo nombre, donde tuvi- mos ocasión de estudiarlos detenidamente, por ser justamente el punto donde hemos pasado nuestra niñez y una buena parte de nuestra ju- ventud. En ese paraje, el río corre por en medio de una gran depresión u hon- donada de varias leguas de largo y de unas 15 a 20 cuadras de ancho. La villa Luján se halla situada justamente en uno de los puntos más bajos de la hondonada; ésta se halla limitada a cada costado del río, pero a una distancia de 8 a 10 cuadras, por lomas muy pronunciadas. La diferencia de nivel, entre el ordinario del agua del río, y el de las lomas vecinas más elevadas, es de 20 a 25 metros. Toda esta hondonada, estuvo ocupada posteriormente a la formación del terreno pampeano y por consiguiente a la extinción de los grandes desdentados extinguidos de la misma región, por una gran laguna que se extendía por lo menos unas 4 leguas de Este a Oeste y alcanzaba un ancho de 3.000 metros y más en algunos puntos. Los vestigios que de su antigua existencia nos ha dejado son nume- rosos y muy fáciles de interpretar. El cauce del río está formado por barrancas generalmente casi per- pendiculares, de 4 a 6 metros de altura. Allí donde estas barrancas no están cubiertas de vegetación o tierra negra, se nota fácilmente que están compuestas de varias capas de as- pecto y color diferente. La tierra vegetal de la superficie, forma una capa bastante espesa. Debajo de ésta se presenta otra capa de color ceniza, de un espesor de 2 a 3 metros, que descansa encima del terreno pampeano, y que deja ver innumerables cantidades de conchillas allí llamadas caracoles, pero que pertenecen por lo menos a dos especies diferentes del género Am- pullaria. Inútil sería buscar un solo individuo vivo de este género en las aguas del río; por otra parte es sabido que la Ampullaria vive en las lagunas, pantanos y aguas estancadas. Esta conchilla está acompañada de otras, pertenecientes a géneros diferentes, pero principalmente Paludestrinas y Planorbis, animales que viven igualmente en las aguas estancadas. Esta capa se extiende a ambos costados del río a una distancia consi- derable y subiendo constantemente de nivel, pero su espesor disminu- ye gradualmente. En algunos puntos algo elevados, falta a causa de la denudación efectuada por las aguas pluviales. Sin embargo, la hemos encontrado en la misma Villa Luján, a 6 1407 cuadras de la orilla derecha del rio, a un nivel algo elevado, y contenien- do aún los mismos fósiles o conchillas. Sobre la orilla izquierda, en frente del mismo pueblo, la hemos en- contrado a 8 cuadras de distancia del río y a unos 15 metros de eleva- ción sobre el nivel del agua de éste, pero en bancos aislados y sin con- chillas. A falta de éstas, el terreno, que presenta un color pardo, es muy rico en carbonato de cal, tiene una dureza considerable y muestra con- creciones en forma de ramificaciones parecidas a las toscas de la forma- ción pampeana, pero menos duras y de color más obscuro. A orillas del río es donde la capa es más espesa y desciende a un ni- vel más inferior. Se deduce de esto que el río actual ha excavado su cauce en la parte más profunda del fondo del antiguo lago de la Villa Luján. La capa número 6 de nuestro corte geológico de la Pampa mues- tra la posición de este depósito y de todos los que se le parecen. Comenzando río arriba, la capa empieza a mostrarse a una legua y media al Oeste de la Villa Luján, cerca del molino de Jáuregui. En este punto aparece en las barrancas; pero de trecho en trecho, constitu- yendo depósitos que tan sólo se extienden unos cien o doscientos pasos, aunque de una profundidad bastante notable. Algo más abajo se muestra ya en una capa ininterrumpida, pero co- locada a un nivel bastante elevado, en la parte superior de la barranca y con un espesor poco considerable. Poco a poco, a medida que nos acercamos al pueblo, desciende a un nivel más inferior; alcanza bien pronto un espesor de 3 metros y con- tinúa sin interrupción, por espacio de más de una legua, hasta el mo- lino viejo de Luján. El punto de contacto, o el límite entre la parte inferior de esta capa y el terreno pampeano sobre que descansa, está formado por un delga- do estrato de cascajo o tosca rodada en fragmentos muy pequeños. Esta tosca rodada contiene a menudo huesos de Gliptodonte, Milodonte, To- xodonte, etc., pero siempre en fragmentos pequeños y rodados por las aguas. Es indudable que dichos huesos proceden de la formación pam- peana. Encíma de este estrato, existe una capa de unos 15 centímetros de espesor, compuesta casi exclusivamente de pequeñas conchillas, perte- nacientes al género Paludestrina, mezcladas con algunas grandes Am- pullaria y muchos Planorbis. A niveles diferentes, se presentan capas de conchillas iguales, pero se encuentran, además, desparramadas en toda la masa y a menudo en grupos de dimensiones diferentes. Todas estas conchillas se hallan perfectamente conservadas y han vivido y han muerto en los puntos donde se encuentran. Muchas aún no han perdido sus colores. 408 A diferentes niveles de la masa se encuentran también finísimos es- tratos de tosca rodada, pero en fragmentos pequeños; los más grandes alcanzan apenas el tamaño de un garbanzo. Todo el resto de la capa se compone de arcilla y arena finísima, mezclada con una fuerte propor- ción de carbonato de cal. Examinando la tierra al microscopio, se ve que contiene también una inmensa cantidad de despojos de infusorios de agua dulce, signo inevi- table de que la capa se ha formado en el fondo de depósitos de agua es- tancada. Sin embargo, estos despojos no se presentan en todas partes en la misma proporción y aun faltan completamente en algunos puntos, particularmente allí donde la capa es muy espesa y contiene una gran cantidad de conchillas o una fuerte proporción de cal. Sobre la orilla izquierda del río, frente al mismo molino viejo de Lu- ján, el espesor de la capa disminuye notablemente, de un modo casi re- pentino, pero tan sólo durante unos doscientos metros de extensión. En efecto, en la alta barranca que el río presenta en dicho punto, so- bre su orilla izquierda, entre el molino y el puente, desciende de nuevo hasta una profundidad de más de 4 metros, pero a unos 60 metros ape- nas de distancia vuelve a subir a un nivel aún más elevado. La figura 4 representa un corte geológico de esta barranca, en el que la capa en cuestión está indicada con el número 2. Algunas decenas de metros más adelante vuelve a descender, presen- tando aquí un fenómeno particular, que no hemos observado en ningu- na otra parte. Antes de llegar al puente, la formación lacustre está se- parada del terreno pampeano por una fuerte capa de tosca rodada, de casi un metro de espesor, aunque no se extiende sobre un gran frente. Las toscas que forman esta capa particular, son de un tamaño consi- derable, muchas veces más grandes que un huevo de gallina, habiéndo- las hasta del tamaño de naranjas. No contienen absolutamente ninguna de las conchillas que contiene la capa superior, pero sí muchos huesos fósiles, rodados, que suponemos proceden de la formación pampeana. Esta capa de tosquilla indica que por allí ha pasado una corriente de agua, tan importante por lo menos como la del río actual, pero ¿es el curso de un antiguo río anterior al lago, o es el punto del lago en que desaguaba? La cuestión merecería ser estudiada por una serie de perfo- raciones; quizá sería el punto de partida de revelaciones interesantes. La capa cenicienta depositada en el fondo del antiguo lago, continúa sin interrupción a lo largo del río frente a la Villa de Luján. En algu- nos puntos es tan abundante en materias calizas, que contiene hasta cin- cuenta y aun sesenta por ciento de carbonato de cal. Pensamos que sería adecuada para la fabricación de cemento hidráulico y que deberían ha- cerse experimentos con ese objeto. : No hace atin muchos años que la gente pobre de las poblaciones ve- 469 cinas blanqueaban con esa tierra el interior de sus viviendas, produ- ciendo un blanco bastante claro, que la humedad trueca en un color obs- curo; y de ahí que no empleaban la tierra más que en los interiores. Pasada la Villa Luján, en frente de la quinta de Azpeitia, el espe- sor de la capa disminuye otra vez durante un trecho considerable, pero después vuelve a aumentar y se extiende hasta unas dos leguas al Este Noreste de la Villa. En ese trayecto, y a diferentes niveles, presenta bancos considera- bles de calcáreo arcilloso de color obscuro, mucho más duro que la tos- ca de la formación pampeana, y conteniendo igualmente en la masa un gran número de conchillas, en su mayor parte enteras. En todo este gran depósito lacustre, los únicos fósiles que hemos en- contrado, exceptuadas las conchillas, son algunos huesos de mamíferos en un estado tan lamentable, que apenas permiten una clasificación genérica. Otro depósito completamente igual, sobre la orilla del mismo río, se ve a la altura del pueblo del Pilar, pero no hemos tenido ccasión de examinarlo con detención. Remontando el río en dirección de Mercedes, vuelven a presentarse de distancia en distancia, depósitos parecidos, pero de una extensión muy limitada. Pasado el molino de Jáuregui, a dos leguas de Luján, se ven unos ocho a diez, todos de unos cincuenta a cien pasos de extensión sobre la barranca y de un metro a un metro y medio de espesor, conteniendo los mismos fósiles que en Luján. A partir de este punto hasta Mercedes, no hay ya más que una sola capa de esta naturaleza, situada a una legua al Este de dicha ciudad, en el punto llamado «Paso del Cañón», pero en una condición de yacimien- to muy diferente que la del depósito lacustre de Luján. En ese punto, el cauce del río está formado por barrancas de 5 a 6 metros de altura, mientras que en todo el resto del trayecto circunveci- no sólo tienen una altura de 3 a 4 metros. La mayor elevación de la ba- rranca en ese punto, es debida a que el río ha abierto allí su cauce en un terreno elevado. Casi toda la barranca está formada por el terreno pampeano, pero en su parte superior se ve una capa de tierra negruzca, algo cenicienta en algunos puntos, conteniendo muchas conchillas de agua dulce. Su es- pesor es de unos 50 centímetros y está recubierta por una capa de tie- rra vegetal de igual espesor. Las conchillas que contiene pertenecen casi todas a los géneros Pa- ludestrina y Planorbis, pero son menos abundantes que en Luján. Se hallan también muchos ejemplares aislados de la Ampullaria canalicu- lata y algunas Limnaea. 470 La capa es compuesta de una proporción casi igual de arena y ar- cilla, más una pequeña cantidad de cal. Examinada al microscopio, deja ver igualmente muchos despojos de infusorios. Esta capa, que se extiende una decena de cuadras a lo largo del río, es, pues, el fondo de una antigua laguna, en la que más tarde ha exca- vado su cauce el río Luján. Pero la circunstancia notable que presenta, es que este depósito se encuentra en una altura. Como es indudable que cuando existía la laguna era un bajo, tenemos aquí, en una pequeña ex- tensión, un ejemplo de un sublevamiento parcial del terreno acaecido en una época geológica moderna, muy posterior a la formación de la capa superior del terreno pampeano. Además de las conchillas, en la misma capa y reunidos todos en un punto, hemos encontrado algunos huesos largos de un rumiante, proba- blemente guanaco, partidos longitudinalmente y mezclados con algunos pequeños fragmentos de carbón vegetal, vestigios dejados por el hom- bre contemporáneo de la antigua laguna y pertenecientes a la época me- solítica. En la capa de tierra negra superior hemos recogido alfarerías de un trabajo esmerado y pedernales tallados, objetos pertenecientes a la épo- ca neolítica. Esta diferencia de yacimiento geológico, justifica la divi- sión de esos antiguos objetos en dos épocas distintas. A partir de este punto, no vuelve a encontrarse otra formación aná- loga, hasta dos leguas al Oeste de Mercedes. Allí vuelve a encontrarse otro depósito lacustre postpampeano, pero con respecto al río en una condición de yacimiento igualmente diferente del anterior y del de Luján. Las barrancas del río apenas tienen allí 1 y Y metro de altura. La capa de tierra vegetal superior no es muy espesa. Inmediatamente de- bajo aparece el terreno negruzco de la antigua laguna, que desciende hasta una profundidad difícil de apreciar, pues falta el terreno pampea- no, y el mismo fondo del río consiste en la misma capa. De modo que el cauce del río no ha concluido aún de atravesar allí la capa de terre- no que se ha acumulado en el fondo de la laguna que existió en otro tiempo. El terreno es de la misma naturaleza y aspecto que el de los depósi- tos anteriores; pero además de las conchillas hemos recogido en él hue- sos de pescado y de varios pequeños roedores. Más adelante se vuelven a presentar depósitos de igual naturaleza. Fácil es comprender que a medida que nos acercamos al nacimiento del río, esos depósitos son de época más moderna. Los mismos depósitos se presentan en todos los afluentes del río Lu- ján. Estos merecen igualmente una mención especial, por cuanto pue- den proporcionarnos nuevos datos para agregar a los anteriores. 471 Empezaremos por el arroyo Marcos Diaz, situado cerca de una legua al Sudoeste de Lujän. Corre en este punto de Noreste a Sudeste y en- tra al rio Lujän por su margen izquierda, abriéndose paso a través del gran banco lacustre de las barrancas del Luján, ya descripto. El arroyo, a partir de su embocadura hasta unas siete u ocho cua- dras, corre por en medio de una depresión muy pronunciada, pero an- gosta. Sus barrancas, bastante altas, presentan el mismo aspecto que las del río Luján. La parte superior está formada por la tierra vegetal y sigue a ésta el banco lacustre del río Luján, que descansa encima del terreno pam- peano, que a su vez se eleva poco sobre el nivel del agua del arroyo. El depósito lacustre tiene un espesor de 1 metro a 1 metro 50, pero no se aleja mucho del arroyo, debido a la angostura de la depresión en que éste corre en aquel punto. En efecto: a partir de las barrancas, el nivel del suelo sube rápida- mente y a unos cincuenta pasos de la orilla surge el terreno pampeano. Pero a partir de unas ocho cuadras de su embocadura, donde existe un puente, la depresión se ensancha de un modo sorprendente y es más pronunciada que la en que corre el río Luján. En efecto, entre el nivel del agua del arroyo y algunas de las lomas vecinas que limitan la hon- donada, hemos comprobado una diferencia de nivel de 30 metros. Esta vasta depresión se prolonga hasta una legua y media de distan- cia de la embocadura del arroyo, donde éste se divide en dos brazos poco más o menos de la misma importancia. En todo este trayecto, las barrancas del arroyo presentan sin interrup- ción la misma capa lacustre, con las mismas conchillas fósiles que en el río Luján y que en la embocadura del mismo arroyo; pero a causa de la mayor anchura de la depresión, la capa ocupa también una superfi- cie más vasta y se encuentra hasta una distancia de 400 a 500 metros de cada orilla. Sin embargo, disminuye de espesor a medida que nos ale- jamos de la embocadura del arroyo. A dos leguas de distancia del río desaparece completamente y el terreno vegetal descansa inmediata- mente encima del terreno pampeano. Hacia una distancia de cuarenta cuadras de la embocadura del arro- yo, la capa lacustre cambia de naturaleza. En algunas partes predomi- na la arena hasta formar los dos tercios del total de la masa; en este caso, la capa no es muy espesa. En otros puntos, donde la capa descien- de a una mayor profundidad, predomina la arcilla hasta convertirse a menudo en arcilla plástica. En fin, hay puntos donde la masa contiene una cantidad asombrosa de concreciones ferruginosas, de forma redon- deada y tan sumamente duras, que sólo pueden partirse a martillazos. En otros casos, las concreciones ferruginosas se presentan en forma de ramificaciones. También existen puntos en que toda la masa se ha im- pregnado de óxido de hierro, que le ha dado una gran dureza. 472 Estas concreciones representan la tosca del terreno pampeano, con la única diferencia de que el origen del carbonato de cal que ha produ- cido esta última, es quizá más fácil de explicar que el origen del óxido de hierro que ha formado a las primeras. Después de haber examinado bien la cuestión, estamos dispuestos a creer que el óxido de hierro que ha producido esas concreciones, resulta de alguna especie de infusorio que habitaba en las aguas de la laguna. En algunas lagunas de Europa se forma una materia parecida, de- nominada hierro de los pantanos, que se ha reconocido es el producto de un infusorio a que se ha dado el nombre de Gallionella ferruginea. La parte inferior de la capa lacustre está completamente impregnada de agua. Aun cuando el nivel del agua del arroyo es generalmente de un metro más bajo que el nivel inferior de la capa lacustre, si se hace un pozo a alguna distancia de la orilla, se obtiene agua en abundancia, an- tes de alcanzar el terreno pampeano. La depresión del arroyo Marcos Díaz, presenta otras hondonadas transversales secundarias, que parten de ésta y se alejan hasta una dis- tancia de diez a quince cuadras del arroyo. Hay una sobre su mar- gen derecha y cinco o seis sobre la izquierda. Estas hondonadas son igualmente anchas y profundas. Su parte in- ferior es pantanosa y está ocupada por una corriente de agua, de mo- vimiento apenas aparente, que corre igualmente hacia el arroyo. La capa de terreno lacustre penetra en estas hondonadas transver- sales y ocupa la parte más baja en todo su largo. En este terreno, a lo largo de todo el arroyo, hemos encontrado nume- rosos huesos de mamíferos, pero siempre en la parte superior de la formación. En su mitad más alejada del río también hemos descubierto varios depósitos prehistóricos, de los cuales sólo hemos podido estudiar uno, que ya hemos descripto con el nombre de Paradero de la Cañada Ro- cha, a causa de que en ese punto el arroyo toma este nombre. Aunque el terreno que contiene ese paradero descansa encima del terreno pam- peano, no es de la misma antigüedad que la parte inferior de la capa en el río Luján y pertenece seguramente a su parte superior. En la capa de tierra vegetal, e igualmente a lo largo de todo el arro- yo, hemos recogido numerosos objetos de la industria humana, pero de un trabajo más esmerado que los que contiene la capa inferior, justi- ficándose así, por segunda vez, la división de esos objetos en dos épocas. Antes de existir el cauce actual del arroyo Marcos Díaz, la vasta de- presión por en medio de la cual corre, estaba ocupada por una gran la- guna de una legua y media de largo y seis a diez cuadras de ancho. Esta laguna estaba unida al gran lago que ocupaba la depresión del río Lu- 473 jan, por un brazo angosto de agua que no tenía más de cien pasos de ancho, situado donde es hoy la embocadura del arroyo. A orillas de la laguna, en diferentes puntos, habían establecido sus tolderías, tribus de indígenas. Sisuiendo río arriba, al otro lado de la Villa Luján, en las mismas orillas del pueblo, el río Luján recibe en su margen derecha otra pe- queña corriente de agua, llamada arroyo Roque, que tiene su nacimien- to a unas tres leguas de su embocadura. El arroyo entra al río, abriéndose paso como el Marcos Díaz, a través del banco lacustre de las barrancas del río. Las barrancas del arroyo, en las cercanías de su desembocadura, presentan, por consiguiente, el mismo banco lacustre que las del río Luján, pero el espesor de éste dis- minuye a medida que el arroyo se aleja de aquél. A unas ocho o diez cuadras del río desaparece completamente, y a la vista sólo aparecen el terreno pampeano y la tierra vegetal que lo re- cubre. Las barrancas presentan continuamente el mismo aspecto hasta una distancia de poco más de dos leguas. En este punto donde empieza a formarse el arroyo, el terreno forma una gran hondonada; y debajo del terreno vegetal vuelve a presentarse una capa de terreno, formada de- bajo de un depósito de agua estancada. Esta capa no tiene, sín embargo, más que un espesor de 30 a 40 cen- tímetros, es esencialmente arenosa y contiene una proporción poco con- siderable de cal. El color gris subido del terreno, indica que contiene muchos despojos de infusorios. Las conchillas son las mismas que las de la capa del río Luján, mas no tan numerosas. Antes de la formación del arroyo Roque, existió allí, pues, a una dis- tancia de dos leguas del río Luján, una laguna de pequeña extensión y poca profundidad. Más tarde el arroyo empezó a formarse, partiendo del río Luján, y llegó poco a poco hasta los límites de la hondonada, abriendo así un desagüe a las aguas que se reunían en su fondo. Es in- dudable que este depósito pertenece a una época mucho más reciente que el que ocupa las orillas del río Luján. El arroyo Frías, cerca de Mercedes, posee depósitos de no menos in- teresante mención. Entra al río Luján por su margen izquierda, abrién- dose paso en el terreno pampeano. El río, en este punto, no tiene rastros de depósitos lacustres postpam- peanos. Las barrancas del arroyo, a partir de su embocadura hasta una distancia de veinticinco a treinta cuadras, se componen exclusivamen- te de terreno pampeano, recubierto por una capa de tierra vegetal de 20 a 40 centímetros de espesor. La llanura por en medio de la cual corie el arroyo no forma tampoco ninguna depresión notable. Sus ba- rrancas tienen de 2 a 3 metros de altura. 474 Hacia una legua de su embocadura, el terreno forma una depresión muy pronunciada y la profundidad del cauce del arroyo disminuye has- ta tal punto que las barrancas ya no tienen más que un metro de altu- ra. Estas cambian al mismo tiempo de aspecto y naturaleza. El terreno pampeano sólo se presenta al nivel del agua y de un-color amarillento completamente diferente del que presenta antes de llegar a este punto. La capa de tierra negra superficial tiene de 10 a 25 centímetros de espesor. En ella hemos recogido muchas alfarerías y sílex tallados, de un trabajo esmerado, pertenecientes a la época neolítica. Sigue a ésta una capa de tierra negra, algo cenicienta, con vestigios de infusorios, una pequeña proporción de cal y muchas conchillas de los géneros Planorbis y Ampullaria. Su espesor es de unos treinta cen- tímetros y se extiende sobre unas quince cuadras a lo largo del cauce del arroyo. : Esta capa es, como las anteriores, el fondo de una antigua laguna. Debajo de ella se presenta una tercera capa, de unos 40 centimetros de espesor, que descansa encima del terreno pampeano. Esta formada por una tierra de color blanquizco, bastante dura y con una fuerte pro- porción de cal. Contiene también algunas conchillas, muchos huesos de mamíferos y objetos de la antigua industria humana de la época meso- lítica. y Esta capa es igualmente de origen lacustre, pero se depositó en una época anterior a la capa segunda, cuando la laguna tenía una mayor profundidad. La laguna existió en una época anterior a la excavación del cauce del arroyo y éste le sirvió de desagúe. Remontando la pequeña corriente de agua, desaparece poco a poco la hondonada, el terreno se hace más elevado y la altura de las barran- cas aumenta aunque ya no están formadas más que por el terreno pam- peano. A media legua de distancia, sin embargo, el terreno (relativa- mente al terreno circunvecino) vuelve a bajar, la altura de las barran- cas disminuye y se presenta otro depósito lacustre igual que el ante- rior, de una extensión mucho mayor. Es indudable que esta laguna existió en una época posterior a la anterior. En fin, entre las muchas pequeñas corrientes de agua que entran al río Luján y muestran en su trayecto depósitos parecidos, mencionare- mos aún el arroyo llamado de las Pulgas, que se encuentra a una le- gua al Oeste de Mercedes y entra al río por su margen derecha. En el punto donde desemboca, las barrancas del río están formadas exclusivamente por el terreno pampeano, recubierto por una capa de 475 tierra vegetal, cuyo espesor no pasa de 20 centímetros. Las barrancas del arroyo presentan completamente el mismo aspecto. Es decir que a partir del fin de la época pampeana hasta nues- tros días, allí no ha habido ningún depósito de agua estancada; la lla- nura, hasta una cierta distancia, es de una horizontalidad aparente casi perfecta. Si se remonta el arroyo hasta una legua de su embocadura, se entra en una cuenca u hondonada igual a-las que ya hemos mencionado. Las barrancas disminuyen su altura y muestran la misma capa de terreno lacustre con infusorios y conchillas de agua dulce. Allí también ha ha- bido, pues, una laguna en una época no muy remota, cuyo fondo, des- pués de haberse desecado, ha sido cruzado por el cauce del arroyo. En este depósito lacustre y mezclado con el resto de la masa, existe una inmensa cantidad de pequeñas concreciones duras, de color negruz- co y del tamaño de garbanzos. En algunos puntos entran por más de la mitad en la composición del terreno. Analizadas, hemos comprobado que están formadas por protóxido de hierro hidratado. Hemos encon- trado la misma substancia en muchos otros depósitos análogos. El arroyo atraviesa este depósito y aun se prolonga hasta.una dis- tancia considerable de la antigua laguna, terminando en la llanura por pequeñas torrenteras. Estas avanzan, de año en año, tierra adentro en dirección de la Tur- bia, que es una laguna que se encuentra a unas cuatro leguas de Mer- cedes y poco más o menos a dos del nacimiento del arroyo de las Pulgas. Hace cincuenta años, tenía una extensión mucho más considerable que en el día y contenía peces. Durante el período de la gran sequía del año 30, se desecó completamente y su fondo fué en parte cegado por las polvaredas. Más tarde, cuando las condiciones meteorológicas normales se resta- blecieron, la hondonada de la Turbia fué ocupada de nuevo por las aguas, pero su perímetro había disminuído de una manera notable. Desde esa época, disminuye de año en año. La suerte que le espera es cegarse por completo, como las lagunas que existieron en épocas pasadas. La mayor inclinación del suelo en este punto dirige sus planos hacia el nacimiento del arroyo de las Pulgas, y en las épocas de grandes llu- vias, el sobrante de las aguas de la laguna llega al arroyo siguiendo la pendiente natural del terreno. Por otra parte, como el arroyo prolonga anualmente su curso en di- rección de la laguna, es claro que concluirá por llegar a ella en un nú- mero determinado de años. El fondo de la laguna está formado por una capa de terreno lacustre 476 análoga a las muchas que ya tenemos descriptas, y su espesor aumenta continuamente. . Cuando dentro de dos mil años el arroyo de las Pulgas llegue a la al- tura de la Turbia, ésta ya no existirá, y el agua se abrirá paso a través de las capas que se han depositado y continúan depositándose en su fondo. Lo que acaece en nuestros días y a nuestra vista con el arroyo de las Pulgas y la Turbia, es la historia de lo que ha acaecido en épocas ante- riores distintas, con los ríos, arroyos y lagunas de que hemos hecho mención y con todos los depósitos de igual naturaleza que se encuen- tran en la superficie de la Pampa. Los señores Zeballos, Moreno y Reid, mencionan en una Memoria presentada a la Sociedad Científica Argentina (1), algunos depósitos que se hallan sobre el río de la Matanza, completamente idénticos a los de los afluentes del río Luján. Dicen en la Memoria citada: «En terrenos más modernos, hemos re- cogido algunas otras especies de moluscos terrestres, fluviátiles y la- custres, que viven actualmente en los parajes que recorrimos y en otros cercanos. «Desde la época de la conquista hasta la fecha, el depósito de humus ha ido constituyéndose con tal rapidez, que puede evaluarse en más de un pie por siglo. «Nos fundamos al hacer esta observación, en qe a tres pies de pro- fundidad, hemos encontrado huesos de animales modernos y restos de industria querandí, pertenecientes estos últimos a un período muy leja- no, dado el valor de esos productos industriales. «A la misma profundidad en que recogimos los fragmentos de alfa- rería querandí, se notan capas de Ampullaria canaliculata (D'Or- bigny), que forman lechos en el fondo de las antiguas lagunas, que son hoy los grandes bañados ya nombrados (bañados de Flores). «De la existencia de esas lagunas en la época de la conquista, da evi- dente e indudable testimonio Ulrich Schmidel en su curiosísima y rara crónica de la primera fundación de Buenos Aires. «La desaparición de esas lagunas se debe a la elevación del nivel de los terrenos; lo que se ha operado por las causas que ligeramente he- mos tocado. «La tierra que hoy se revela como el antiguo lecho de las lagunas, es negra en su estado de humedad, pero seca presenta un color gris claro, que es propio de la tierra infusoria.» Sólo en dos puntos de esa relación estamos en desacuerdo con sus autores: no creemos que la tierra vegetal aumenta en la Pampa un pie (1) Una excursión orillando el río de la Matanza. 477 por siglo, ni que los bañados de Flores fueron lagunas hace tres siglos. Nos ocuparemos de estas cuestiones en lugar oportuno. El río Salado es, sin disputa, el más grande de los ríos que cruzan la provincia Buenos Aires. Corre por en medio de una depresión, que, en algunos puntos, es muy ancha y pronunciada. Siguiendo su curso se encuentran numerosas lagunas, pero éstas no son más que pálidos restos de las que existieron en otro tiempo. Siguiendo sus barrancas, que tienen una altura variable de 3 a 6 me- tros, se encuentran por todas partes capas formadas en el fondo de an- tiguas lagunas, que descansan encima del terreno pampeano y están recubiertas de una capa de tierra vegetal bastante espesa. Algunas de estas capas se prolongan sin interrupción por varias le- guas, con un ancho de quince a veinte cuadras. Su espesor alcanza hasta 3 a 4 metros y aún más en algunos puntos. Hay parajes donde el cauce del río aun no ha atravesado dicha capa y entonces ésta constituye su lecho. Como en Luján, contiene una inmensa cantidad de conchillas de agua dulce, particularmente de los géneros Ampullaria y Paludinella. Su color es gris y en algunos puntos blanquizco. En todas partes con- tiene una fuerte proporción de cal. Examinando esos depósitos con atención se adquiere la convicción de que, en otro tiempo, el gran valle del Salado estaba ocupado por una verdadera cadena de lagos y lagunas. Capas iguales se encuentran en casi todos los afluentes del río Saia- co, en el río Arrecifes, en el del Salto, en el Areco, en la Cañada Hon- da, en el arroyo del Medio, en el río Carcarañá, etc., etc. Por fin, hemos visto zanjas practicadas en medio de la campaña, a grandes distancias de una corriente de agua cualquiera, y que atravesa- ban depósitos de igual naturaleza. He aquí la lista de los fósiles recogidos en esos depósitos: Homo. — Hemos encontrado vestigios de la existencia del hombre, en muchos de estos depósitos, particularmente en la Cañada Rocha, en el arroyo Frías, en el Balta y en el río Luján. Con todo, los depósitos más antiguos de este último punto, no nos han presentado hasta ahora ningún vestigio de la existencia del hombre. Felis onca (Linneo). — Hemos encontrado varios huesos de esta especie en la Cañada Rocha, en el arroyo Frías y en el río Luján, cerca de Mercedes. Los restos recogidos no nos permiten encontrar diferen- cias con el jaguar actual. Felis onca, var.? — A una legua de Mercedes, en uno de estos depó- sitos, hemos recogido una mandíbula inferior y varios huesos pertene- cientes a un gran felino, algo diferente del Felis onça, que si no consti- tuye una especie distinta, debe formar una variedad notable. 478 Felis concolor (Linneo). — Hemos recogido un diente canino en la Cañada Rocha y algunos huesos en el Balta, que suponemos pertenecen a esta especie. Conepatus Humboldti (Gray). — Hemos recogido una mandíbula inferior y algunos huesos en la Cañada Rocha. Canis jubatus (Desmarest). — Hemos recogido huesos de esta espe- cie en el arroyo Marcos Díaz y en la Cañada Rocha. Canis Azarae (Max. de Wied). — Hemos encontrado esta especie en el río Luján, en el arroyo Marcos Díaz y cerca de Mercedes. Canis cultridens (Gervais y Ameghino). — Hemos encontrado hue- sos de esta especie en el arroyo Roque. Se encuentra la misma especie en el terreno pampeano; actualmente es extinta. — Dolichotis patachonica (Desmarest). —Sus huesos son abundantes en la Cañada Rocha. Cavia leucopyga (Brand). — Igualmente en la Cañada Rocha. Myopotamus coypus (Cuvier). — Hemos recogido restos en ese mismo punto y en el arroyo Frías. Ctenomys. — Hemos recogido igualmente muchos huesos de un Te- nomis, que parece denotar una especie más fuerte y un poco diferente de la que vive en el país. Hesperomys. — Hemos recogido huesos en muchos puntos diferen- tes, pertenecientes a varias especies de este género, pero difíciles de clasificar. Reithrodon. — Hemos encontrado una especie de este género en el arroyo Roque, mas no sabemos si es extinta o vive todavía. Lagostomus trichodactylus (Brookes).— Sus restos se encuentran en casi todos los depósitos lacustres postpampeanos. Lagostomus diluvianus (Bravard). — Especie de vizcacha extingui- da, encontrada por Bravard en los depósitos lacustres postpampeanos del río del Salto. Lama diluviana (Bravard).— Especie extinguida, recogida igual- miente por Bravard en los mismos depósitos. Palaeolama mesolithica (Gervais y Ameghino). — Género y especie extinguida, de la que hemos recogido numerosos restos en la Cañada Rocha y en el arroyo Marcos Díaz. Cervus campestris (Cuvier). — Hemos encontrado sus restos en nu- merosos puntos, particularmente en la Cañada Rocha. Cervus diluvianus (Bravard). — Especie extinguida, recogida por Bravard en los alrededores del Salto. Cervus mesolithicus (Ameghino). — Especie extinguida, intermedia- ría entre el Cervus campestris y el Cervus paludosus, de la que hemos recogido restos en la Cañada Rocha. Dasypus diluvianus (Bravard). — Especie extinguida, recogida por Bravard en el río del Salto. 479 Dasypus dubius (Bravard). — Encontrada por el mismo autor en los mismos yacimientos. Euphractus villosus (Desmarest). — Hemos recogido sus restos en la Cañada Rocha. Encontrado igualmente por Bravard. Euphractus minutus (Desmarest). —Señalado por Bravard en su catálogo de fósiles de América del Sud. Praopus hydridus (Desmarest). — Hemos encontrado restos de este animal en la Cañada Rocha. Tolypeutes conurus (Geoff.). — Ha dejado restos en los mismos de- pósitos. Rhea americana (Linneo). — En la Cañada Rocha y en el arroyo Frías. Noctua cunicularis (D'Orbigny). — De la Cañada Rocha. Milvago pezoporus (Burmeister). — Del mismo yacimiento. Nothura cinerascens (Burmeister). — Idem. Nothura maculosa (Temm.).— Idem. Palamedea chavaria (Temm).— Idem. Vanellus cayanensis (Linneo). — Idem. Larus vociferus (Gray). — Idem. Cygnus coscoroba (Lath.). — Idem. Sarcidiornis regia (Lath.). — Idem. Phoenicopterus ignipalliatus (Geoff.). — Idem. Ardea cocoi (Linneo). — Idem. Una media docena de pájaros que aún no hemos podido determinar. Podinema teguixin (Wagl.). — Cañada Rocha. Trigonis. — En los mismos yacimientos hemos recogido algunos hue- sos del género Trigonis, género de pescados que según se sabe es propio del Océano. Con todo, como esos restos proceden de un depó- sito lacustre y además de un antiguo paradero, es indudable que su presencia en ese punto es obra del hombre. Hypostomus plecostomus (Val.). — Del mismo yacimiento. Bagrus. — Dos o tres especies, procedentes del mismo depósito. Ampullaria australis (D'Orbigny). — La hemos encontrado en el río Luján y hemos visto ejemplares procedentes del Salado. Ampullaria canaliculata (D’Orbigny).—Se ha encontrado en los depósitos lacustres de Mercedes, Luján, Pilar, Salto, San Nicolás, Mo- zeno y ríos de la Matanza, Carcarañá, Salado, etc. Ampulloidea. — Hemos recogido una especie de este género en los depósitos lacustres del arroyo Frías. Paludestrina piscium (D'Orbigny). — Ríos Luján y Salado. Paludinella Parchappei (D'Orbigny). — Ríos Luján y Salado. Planorbis montanus (D’Orbigny).— En Luján, Mercedes, ríos Sala- Go, de la Matanza, etc. 480 Helix. — En la parte superior de la capa, en el río Luján, hemos visto algunos ejemplares de este género, en mal estado, que parece fueron arrastrados hasta allí por las aguas. Creemos que el primer autor que ha hecho mención de estos depé- sitos es Bravard, que los había estudiado detenidamente en el río del Salto, dando al terreno el nombre de formación diluviana o cuaternaria. Hemos encontrado la mención de las especies de mamíferos fósiles extinguidos, que recogió en los mismos depósitos, en un Catálogo ma- nuscrito que obra en nuestro poder, fechado en el año 1855 y con la rúbrica de Augusto Bravard. Este manuscrito está acompañado de los dibujos originales y rubricados, que debía publicar en su obra proyec- tada, la «Fauna fósil del Plata». Algunos de estos dibujos representan piezas aún desconocidas en el mundo científico, entre otros los cráneos enteros de las dos especies de Arctotherium que había descubierto. Sin embargo, Bravard no dice que los depósitos por él explorados, sean de origen lacustre. El segundo autor que habla de ellos, es el doctor Burmeister, que en la entrega segunda de los «Anales del Museo público de Buenos Aires», dice algunas palabras sobre los depósitos de esta naturaleza que se hallan sobre el río Salado, incluyéndolos en los aluviones modernos. No dice que sean terrenos lacustres, contentándose con afirmar que son de agua dulce. Habla de las conchillas, calificándolas tan sólo de flu- viátiles. En nuestros Ensayos, publicados en 1875 (2), hemos afirmado de un modo positivo que esos depósitos son el fondo de antiguos lagos, la- gunas o bañados. He aquí lo que decíamos en esa época: «Muchas veces alcanzan has- ta 5 metros de espesor, presentando un color más o menos blanco, con depósitos de tosca, algunas veces tan dura y compacta como la pampea- na, y una inmensa cantidad de conchillas de agua dulce y terrestre, per- tenecientes a los géneros Helix, Planorbis, Paludinella y otros varios. Estos terrenos han sido depositados en el fondo de los lagos y lagunas de la época actual, pero que hace ya muchos siglos han quedado dese- cadas y cuyas aguas ocupaban el fondo de las mismas depresiones en que se hallaban los lagos pampeanos, etc.» En la Memoria ya citada de los señores Zeballos, Moreno y Reid «Una excursión orillando el río de la Matanza», publicada en 1876, los autores hacen la misma afirmación categórica de que esos terrenos son el fondo de antiguas lagunas. Ya hemos transcripto, en otra parte, lo que dicen al respecto. (2) AMEGHINO: Ensayos para servir de base a un estudio de la formación pampeana. 481 Algunos meses después, los señores Zeballos y Reid visitaron un de- pósito análogo, cerca de la Villa Luján, acerca del cual han publica- do algunos notas, haciendo la misma observación que habían hecho a propósito de la misma capa en el río de la Matanza (3). La capa de que hablan los exploradores, no es más que una continuación del gran de- pósito lacustre de Luján, ya descripto. He ahí a lo que se reduce todo lo que sabemos sobre la formación. Es indudable que su estudio es objeto de la geología, pues aunque son depósitos insignificantes por su extensión, son de una gran impor- tancia para el geólogo, por cuanto pueden darnos la explicación del ori- gen de formaciones más antiguas y de mayor extensión. Es igualmente indudable que muchos son de una época muy moder- na, puesto que el mismo modo de formación aún se continúa en nues- tros días; pero otros, como por ejemplo los de la Villa Luján y los del Salto y las barrancas del Salado, remontan seguramente a una épo- ca geológica tan lejana, que es suficiente para considerar como apro- piado el nombre de formación diluviana o cuaternaria que Bravard les había impuesto. Justifica esta misma manera de pensar el hecho de que esos depósi- tos contienen, como los cuaternarios de Europa, algunas especies de mamíferos extinguidos, pero pertenecientes a géneros que aún viven en el mismo continente. (3) Notas geológicas sobre una excursión a las cercanías de Luján, «Anales de la Sociedad Científica Argentina», tomo J, entrega cuarta. AMEGHINO — Y. III 31 CAPÍTULO XIX ÉPOCA POSTPAMPEANA. — FORMACIÓN CUATERNARIA MARINA Formaciones marinas postpampeanas. — Bancos de conchas marinas de la bahía San Blas. — Formación marina de Bahía Blanca. — La formación entre Monte Her- moso y cabo San Antonio. — Bancos marinos de la orilla derecha del Plata. — Depósitos de Azara labiata de las costas del Paraná. — Formación marina en la orilla izquierda del Plata. En una época posterior a la formación del terreno pampeano, las aguas del Océano ocupaban una parte, aunque no muy considerable, del territorio argentino, que actualmente forma las costas marítimas. Así, por ejemplo, todo el estuario del Plata, estaba ocupado por las aguas saladas del Océano, que ocupaban los mismos puntos en que actualmente se hallan situadas las ciudades de Buenos Aires y Monte- video. Las aguas del mar se han retirado, dejando en seco sobre las costas, grandes bancos de conchas marinas, que hoy se hallan a muchos metros de elevación sobre el nivel del agua del Océano. Estos bancos descansan encima de la formación pampeana y están cubiertos por los aluviones modernos y la tierra vegetal. Su posición indica un levantamiento del suelo en una época geoló- gica muy reciente. Dicho levantamiento se ha extendido sobre toda la costa, a partir desde Montevideo hasta Patagonia, puesto que por todas partes se encuentran depósitos iguales. Como esta formación ocupa las costas, aparece más fácilmente a los ojos del viajero, lo que ha hecho que sea examinada por todos los sa- bios geólogos extranjeros que han arribado a nuestras playas, mientras que apenas uno que otro se ha apercibido de los depósitos lacustres del interior, no menos interesantes. Sin embargo sería un error creer que es perfectamente conocida, pues tan sólo ha sido examinada en puntos lejanos unos de otros, mien- tras que existe a lo largo de toda la costa. 483 Tampoco se ha determinado hasta ahora hasta qué punto se interna- ron las aguas del Océano. Es indudable, pues, que aún tenemos mucho que aprender de los es- tudios y observaciones de los exploradores futuros. Entretanto, he aquí los datos que nos suministran las exploraciones practicadas hasta ahora. Esta formación se halla indicada en nuestro corte geológico de la Pampa, con el número 7. La bahía San Blas es el punto más meridional en que hasta ahora se hayan observado los bancos marinos postpampeanos, donde han sido descubiertos y estudiados por D'Orbigny. La bahía San Blas, se encuentra al Sud del río Colorado, a los 40 srados de latitud Sud. En realidad, más bien que una, es la reunión de tres bahías distintas; la bahía Unión, que se halla inmediatamente al Sud de la embocadura del río Colorado; la bahía Anegada; y la bahía San Blas, propiamente dicha, que es la más meridional. Toda esta ancha entrada del mar está sembrada de bancos de arena 2 islas formadas por aluviones modernos. La costa externa está cubierta de médanos movedizos y la interna de guijarros rodados y chinas, mezclados con cascajo. Estos guijarros son casi todos de pórfido y cubren la superficie, no tan sólo del fondo de la bahía, sino de todo el suelo de Patagonia. Como no pertenecen a las capas sobre que descansan, es indudable que fueron transportados de ias cordilleras a esos puntos, en una época muy postericr a la formación del terreno terciario patagónico. En el fondo de la bahía, desemboca una pequeña corriente de agua, llamada riacho del Inglés, que quizá toma origen en la salina del In- glés, laguna salada que se halla a una corta distancia de la bahía. Remontando el riacho, encontró D'Orbigny, a una legua de la costa, y sobrepuesto al gres terciario, un inmenso banco arenoso, conteniendo cristales de yeso y un grandísimo número de conchillas marinas idén- ticas a las que aún viven en la bahía (1). Ese banco se encuentra a 50 centímetros sobre el nivel de las más altas mareas, y las conchillas no ofrecen rastros de haber sido rodadas por las aguas, pues parece han vivido en los mismos puntos en que se encuentran. Los gasterópodos conservan su posición natural, y los acéfalos tienen sus dos valvas unidas. Esas conchas están muy alteradas, sin embargo; han perdido sus colores naturales y presentan a menudo la parte ex- terna descompuesta. (1) -D’OrricNy : Voyage dans l’Amérique méridionale, tomo III, Géologie. 484 Las especies que allí recogió D'Orbigny, son las siguientes: Volutella angulata (D'Orbigny). Scalaria elegans (D’ Orbigny). Natica limbata (D'Orbigny). Olivancillaria brasiliensis (D'Orbigny). Olivancillaria auricularia (D'Orbigny). Voluta brasiliana (Soland). Voluta tuberculata (Wood). Buccinanops cochlidium (D'Orbigny). Buccinanops globulosum (D'Orbigny). Lucina patagonica (D'Orbigny). Lutraria plicatula (Lamarck). Cyprina patagonica (D'Orbigny). Todas completamente idénticas a las que aún viven en la bahía. Las mareas alcanzan en ese punto 8 metros de altura. El banco se en- cuentra a medio metro sobre el nivel de las más altas mareas; y como las mismas conchillas viven actualmente debajo de las aguas de las más bajas mareas, resulta que, en realidad, las conchillas del antiguo banco marino que se halla tierra adentro, se encuentran a unos 10 metros de altura sobre su nivel actual. La presencia de esos fósiles en esos puntos, prueba, pues, un levan- tamiento del suelo de 10 metros sobre el nivel antiguo del terreno en la época en que vivían los moluscos citados. Este levantamiento es sin disputa de una época geológica muy moderna, y sin embargo fué aún más considerable de lo que lo hace suponer el banco marino en cuestión. En efecto: recorriendo las llanuras cercanas, hasta la estancia de los Jabalís, encontró el mismo explorador que el terreno estaba por todas partes cubierto por las mismas conchillas, situadas a 5 o 6 metros so- bre el nivel de las que contiene el banco arenoso citado, indicando una antigua costa del Océano, y probando que el levantamiento que las ha dejado en esa altura, fué por lo menos de unos 15 metros. Cree D'Or- bigny que este depósito es contemporáneo de los de Bahía Blanca, Montevideo y San Pedro, que serán mencionados en seguida. El sabio naturalista no indica de una manera segura, hasta qué dis- tancia de la costa se encuentran esos antiguos despojos del mar. En Bahía Blanca la formación ha sido examinada, primero por Dar- win y más tarde por Bravard, que levantó un plano geológico de la localidad, tan escaso en el día que no hemos podido procurarnos un ejemplar de él. El terreno postpampeano es mucho más desarrollado en ese punto que en la bahía San Blas y presenta una gran potencia. Más bien que una capa, forma una sucesión de capas de naturaleza diferente, indi- cando así que la formación entera se ha depositado durante un espacio de tiempo considerable. 485 Toda la costa baja de Bahía Blanca está cubierta por una espesa capa de arena y médanos movedizos, producto de nuestra época. Debajo de la formación de los médanos se presentan cinco capas de naturaleza diferente, que juntas alcanzan un espesor de 2 a 5 metros. La capa superior, de color gris obscuro, es de origen de agua dulce, quizá fluviátil. Es bastante arcillosa y contiene las mismas especies que los antiguos depósitos lacustres del interior de la Provincia, esto es: especies de Paludinella, Planorbis, etc. Las cuatre capas que se encuentran debajo de la precedente, son de origen marino, como lo prueban las numerosas conchas marinas que contienen. La capa segunda, que se halla inmediatamente debajo de la capa de agua dulce, se compone de cascajo grueso, mezclado con una fuerte proporción de cal, proveniente de un sinnúmero de conchillas tritura- das por el movimiento ondulatorio de las aguas del antiguo mar. Esta capa se ha formado, pues, a orillas del Océano, cerca de la costa, deba- jo de aguas profundas. La tercera se compone de arena casi pura, que contiene algunos res- tos de animales terrestres, como Megatherium, Mylodon y Scelidothe- rium, pero éstos no fueron contemporáneos de la formación, pertene- ciendo, por el contrario, a una época mucho más lejana. Su presencia en ese punto, es debida a corrientes de agua dulce que los han arran- cado de la formación pampeana, arrastrado por el fondo del antiguo mar y depositado en los puntos donde se encuentran. La cuarta es una capa compuesta casi exclusivamente de conchas ma- rinas enteras y en su posición natural. Es, pues, seguro, que se ha de- positado en un punto donde las aguas eran bastante profundas. La quinta es un depósito de arena, arcilla y cal, que descansa encima de la formación pampeana y ha sido formado por la arcilla de esta for- mación, la arena del antiguo mar y quizá las conchillas descompuestas que vivieron en su fondo. En todas estas capas se encuentran también muchos guijarros roda- dos, pero no en tan gran número y tan gruesos como los de la bahía San Blas. Bravard dice haber encontrado en esas cuatro capas, 53 especies de conchillas marinas, fluviátiles y terrestres, cuya mayor parte perte- necen a géneros que viven actualmente en el país. Esta colección se halla depositada en el Museo Público de Buenos Aires, donde Burmeister la ha examinado y acerca de la cual dice en la entrega segunda de los «Anales del Museo», que contiene más de la mi- tad de especies nuevas, hasta hoy no descriptas. Entre las otras ya co- nocidas, ha clasificado las siguientes: Chemnitzia americana (D'Orbigny). 486 Natica Isabellina (D'Orbigny). Trochus patachonicus (D'Orbigny). Buccinum globosum (D'Orbigny). Buccinum Isabellei (D'Orbigny). Murex varians (D'Orbigny). Olivancillaria brasiliensis (D'Orbigny). Olivancillaria auricularia (D'Orbigny). Oliva tehuelchana (D'Orbigny). Voluta angulata (Swains). : Voluta colocynthis (D’Orbigny). Crepidula muricata (Lamarck). Ostrea puelchana (D'Orbigny). Mytilus Rodriguezi (D'Orbigny). Mactra Isabellei (D'Orbigny). Solecurtus platensis (D'Orbigny). Menciona el mismo Bravard dos esqueletos de ballena encontrados en los Bancos marinos de Bahía Blanca; y los señores Heusser y Cla- 1az dicen haber encontrado restos de coralinas en la misma formación, pero más al Sud. Darwin recogió igualmente en las mismas capas muchas conchas marinas que entregó al examen del señor Sowerby, quien dió la cla- sificación siguiente: 1. Voluta angulata. 2. Voluta colocynthis. 3. Oliva brasiliensis. 4. Oliva parecida a la Oliva pátula, pero el ejemplar es muy imper- fecto. 5. Oliva. Se parece a la Oliva oryza, más pequeña que la especie que vive actualmente en Bahía Blanca. 6. Especie nueva. 7. Buccinum cochlidium. 8. Buccinum globulosum. 9. Una o dos especies pequeñas, quizá ejemplares jóvenes, indeter- minables. 10. Trochus, especie nueva? Igual a uno de los que viven en la bahía. 11. Trochus, ¿especie nueva? Difiere del precedente por su superfi- cie granulada. 12. ¿Assiminia? Pequeña especie, idéntica a la que vive en la bahía. 13. Bulinus nucleus. 14. Fissurella. Probablemente idéntica a la que (especie nueva?) vive actualmente en la bahía. 15. Crepidula muricata. 16. Especie nueva. 487 17. Cytherea, probablemente idéntica a la Cytherea purpurascens. 18. Modiola, igual a la especie, probablemente nueva, que vive en la bahía. 19. Nucula, parecida a la Nucula margaritacea. 20. Corbula, especie pequeña, indeterminable. 21. Cardita, especie pequeña, indeterminable. 22. Pecten, ¿especie nueva? Ejemplar muy imperfecto. 3. Ostrea, del mismo tamaño de la que vive en la bahía. El mismo autor ha encontrado en los mismos puntos una coralina y huesos de grandes desdentados propios de la formación pampeana. Cree que esos mamíferos fueron contemporáneos de la formación y que ésta forma parte del terreno pampeano. D'Orbigny combate la opinión de Darwin, afirmando que los depósi- tos de Bahía Blanca son contemporáneos de los bancos iguales que se encuentran en la bahía San Blas, Montevideo y Buenos Aires, que, dice, son posteriores a la formación pampeana y no contienen restos de gran- des mamíferos extinguidos. Bravard, que ha estudiado minuciosamente la localidad durante un año, se declara también contra la opinión de Darwin; y Burmeister acep- ta y confirma la opinión de los dos sabios franceses. Darwin mismo admite que los depósitos marinos de Bahía Blanca son contemporáneos de los depósitos marinos de Buenos Aires, que hemos tenido ocasión de examinar y de convencernos repetidas veces que son Ge una época mucho más moderna que la pampeana y que no contienen huesos de grandes mamíferos. El depósito de Bahía Blanca es indudablemente de la misma época, es decir: postpampeano y posterior a la extinción ide los Megatéridos y Gliptodontes. La cuestión es de suma importancia para la determinación de la épo- ca geológica que representa el terreno pampeano, por lo cual nos ocu- paremos de ella eñ un capítulo especial, cuando tratemos la antigüedad ce la formación pampeana. Por ahora basta saber que las cuatro capas marinas de Bahía Blanca se han depositado encima de la formación pampeana y en el fondo del mar, y que actualmente se encuentran en seco a causa de un subleva- miento del suelo. Este levantamiento no se ha verificado súbitamente, sino con lenti- tud: lo prueba la naturaleza de las capas. Cuando se depositaba la capa inferior, las aguas eran muy profundas, y a causa de esto no podían vivir ahí muchas especies de conchillas. Cuando se depositaba la capa tercera, compuesta casi exclusiva- mente de conchillas, ya el fondo se había levantado y en el fondo de las aguas tranquilas de la costa prosperaban las innumerables conchillas Do 488 que se encuentran en el banco y que, en su mayor parte, no podían vi- vir en las aguas más profundas de la época anterior. En fin, cuando se formaba la capa segunda, ese punto ya no era más que una playa expuesta a las olas del Océano; lo prueban las numero- sas conchillas trituradas que se encuentran en su seno, que ya no vivían ahí, sino más lejos, mar adentro. Las aguas del mar se retiraron completamente y sobre el antiguo fon- do del Océano vinieron a verter sus aguas los ríos que desembocaban en la bahía, depositando la capa fluviátil superior. Pero el levantamiento lento y sucesivo del terreno lo hizo inaccesible a estas mismas, que tuvieron que abrirse cauces a través de los depósi- tos fluviátiles que ellas mismas habían depositado en parte. Y de ese modo, lentamente, lo que hace muchos siglos era el fondo del Océano, son actualmente terrenos que se elevan muchos metros sobre el nivel del agua de éste. La población de Bahía Blanca, construída sobre esta zona baja de te- rreno, compuesto de bancos marinos postpampeanos, se halla a una al- tura de 10 metros sobre el nivel del mar. Estos depósitos marinos se extienden hacia el interior hasta el pie de la barranca que se halla a cierta distancia de la costa, marcando el antiguo límite Oeste del Océano, que estrellaba sus olas contra las ele- vaciones que en el día forman lomas en el interior de las tierras: ac- tualmente la barranca tiene una altura media de 50 metros sobre el nivel del mar. Los depósitos marinos no se encuentran nunca en lo alto de esas lomas ni sobre el terreno elevado que se extiende detrás de ellas. Esta es una observación general que alcanza a todos los de- pósitos marinos de la costa argentina desde Bahía Blanca hasta San Nicolás de los Arroyos. Esta zona de bancos marinos se extiende hacia el Norte a lo largo del Atlántico, desde Bahía Blanca hasta la embocadura del río de la Plata, sin interrupción alguna, a excepción del cabo Corrientes y algunos pun- tos barrancosos de sus cercanías. Desde Monte Hermoso, en Bahía Blanca, los depósitos marinos se extienden sin interrupción hasta la embocadura del arroyo del Duraz- no, al Sud del cabo Corrientes, pero su anchura no sobrepuja la línea de médanos de la costa, aunque en un tiempo debía presentar un an- _ cho más considerable, que ha ido disminuyendo poco a poco debido a la acción denudadora de las olas del Océano. En la desembocadura de los ríos y los arroyos adquiere un ancho mucho más considerable, for- mando inflexiones y remontando a menudo su curso hasta una cierta altura; esto puede observarse en la desembocadura del arroyo del Du- razno, del Sauce Grande, del Cristiano Muerto, del Quequén Salado y sobre todo del Quequén Grande, donde los bancos marinos se remontan 489 hasta unas dos leguas de su desembocadura, mientras que al Norte y al Sud de ésta, sobre la costa marítima, la zona de depósitos marinos sólo tiene una legua de ancho. Las conchillas de esos bancos están en muy buen estado y conservan sus colores naturales. En algunos puntos están desparramadas sin orden alguno, pero en otros, sobre todo en las embocaduras de los ríos, for- man bancos en posición natural. También existen en esos bancos mu- chos guijarros rodados de tamaño bastante variable, pero generalmen- te más pequeños que los de Bahía Blanca. Se encuentran igualmente algunos huesos de grandes mamíferos fósiles rodados por las aguas, que los han arrancado del terreno pampeano. Los señores Heusser y Claraz dan un perfil de la barranca, tomado en el Médano Blanco, a doce leguas al Sud del Quequén Grande. La barranca se compone aquí, en su parte inferior, de diez y nueve pies de terreno pampeano sobre el cual descansa una capa de guijarros roda- dos de un pie de espesor; encima de ésta se ve otra capa de conchillas marinas de dos pies de espesor, la que a su vez está cubierta por la arena ce los médanos. En la parte barrancosa de la costa que se extiende desde el arroyo del Burazno al Sud del cabo Corrientes hasta el arroyo de los Cueros al Norte del mismo cabo, no se ven bancos de conchillas marinas, porque han sido destrozados por las olas que se estrellan contra las barrancas, pero se muestran a cierta altura de la desembocadura de algunos arro- yos (arroyo del Barco, del Agua Blanca, de Chapal Malán, de las Brus- cas, etc.), puntos en que el antiguo mar formaba bahías entrantes. Desde el arroyo de los Cueros hacia el Norte vuelven a formar una zona no interrumpida, que alcanza su mayor anchura entre el puerto de la Laguna de los Padres y el cabo San Antonio. Mar Chiquita se halla por completo en la zona de los bancos ma- rinos y detrás de esta laguna se divisa perfectamente la línea de barran- cas que forma su límite hacia el interior, algo difícil de seguir hacia el Norte, a causa de las arenas movedizas que lo nivelan todo, peró que vuelven a mostrarse claramente cerca del arroyo de las Toscas. Según los señores Heusser y Claraz, detrás de este albardón o ba- rranca destruída en algunos puntos, se divisa otra no tan marcada y en algunos casos una tercera, ambas paralelas a la primera, pero son siem- pre de una extensión muy limitada. Esos albardones paralelos a la costa, llamados en la localidad «albardones de conchillas> se componen en efecto, a veces, casi totalmente de conchillas marinas de especies aún vivientes en el Océano. Los más altos son designados con el nombre de «médanos de conchillas.» Hemos visto muestras procedentes de Mar Chiquita, que podrían ser empleadas con provecho en la fabricación de cal. 490 En toda esta parte de la costa los bancos marinos se hallan también cubiertos de arenas movedizas; sin embargo, parece que se extienden mucho más al interior que la zona de los médanos, pues los señores Heusser y Claraz dicen haber encontrado en Ajó el esqueleto de una ballena que se hallaba a veintiséis leguas de la costa. Su límite en el interior de las tierras es hasta ahora imposible de trazar, pues la anti- gua barranca que debía formar tal límite ha sido completamente des- trufda por la denudación de las aguas. Una parte considerable de los partidos Pila, Dolores, Tordillo, Vecino, Monsalvo, Tuyú, Ajó, etc. (2), está incluída en esta formación. Aquí también se encuentran algunos guijarros rodados, pero dismi- nuyen en número y en tamaño hasta el cabo San Antonio, donde des- aparecen. Estos guijarros rodados que se encuentran en la zona de los bancos marinos a partir desde el cabo San Antonio hacia el Sud, son completamente iguales a los que el mar arroja actualmente a la playa, lo que hace suponer que han sido echados a la costa por la misma co- rriente marina que actualmente produce el mismo fenómeno. A partir del cabo San Antonio desaparecen los médanos y la playa se vuelve pantanosa hasta la Punta de las Piedras. La ensenada de Sam- borombón, donde actualmente desaguan el Salado y el Samborombón, entraba en otro tiempo más al interior, como lo prueban los bancos ma- rinos que se encuentran a alguna distancia de la costa remontando el curso del Salado. Este cambio de nivel en la relación de las tierras y las aguas es completamente independiente de los efectos producidos por el Salado y el Samborombón, que con sus aluviones han cegado en parte la antigua bahía. Desde la punta de las Piedras hasta la embocadura del Paraná, sobre la orilla del Plata, corre el mismo banco marino, que, en algunos puntos alcanza una anchura de varias leguas, pero sólo es visible en puntos aislados. Sobre toda la orilla izquierda del rio de la Plata, -los bancos marinos se extienden hasta el pie de la barranca que se encuentra a poca distan- cia del agua del río y que marca el límite del antiguo cauce de éste; en algunos casos suben hasta media altura de la barranca. Esta barranca que en Buenos Aires lleva los nombres de barranca de la Recoleta, del Retiro, de Santa Lucía, etc., se aleja cada vez más de la orilla del río hasta la Ensenada (3), donde empieza a perderse gradual- mente para reaparecer mucho más al Sud. Desde la punta de las Piedras hasta la Ensenada las barrancas que servían de límite al Océano de otro tiempo, se muestran más aparen- (2) Tordillo, hoy General Conesa; Vecino, hoy General Guido; Monsalvo, hoy Maipú; Tuyú, hoy General Juan Madariaga; y Ajó, hoy General Lavalle. — A. J. T. (3) Puerto de la ciudad La Plata. 491 tes y la zona de los aluviones se angosta a medida que la barranca se acerca a la costa, hasta alcanzar su mayor altura y su máxima estrechez en la misma ciudad Buenos Aires. En la Ensenada, juntamente con las conchas marinas, aparecen capas enteras de Azara labiata que están cubiertas por capas de arena de has- ta un metro de espesor. En punta de Lara se ha encontrado el esquele- to de una ballena. A partir de la Ensenada la faja de bancos marinos sigue la costa has- ta Buenos Aires, donde se halla interrumpida por la ciudad, pero apa- recen al Norte de ésta continuando hasta la embocadura del Paraná. Al Sud de Buenos Aires, las capas marinas afloran en varios puntos, pero particularmente en Puente Chico. Aquí el banco se encuentra al mismo nivel que el agua del río y tiene un espesor de tres a cuatro pies. Las conchas se presentan en capas, que alternan con estratos de arena parda, mezclada con tierra negruzca. La Azara labiata es abundante, pero se encuentra una mayor cantidad de verdaderas conchas marinas, como ser Ostrea, Venus Cardium, Tellina, etc., aunque en partes des- compuestas y destruídas. El doctor Zeballos ha recogido junto con las conchas algunos huesos de ballena rodados por las aguas. El antiguo golfo Salado que ocupaba lo que es hoy el estuario del Plata, se ha extendido tierra adentro más de lo que podrían hacerlo su- poner los bancos marinos ya citados. En efecto; los señores Reid, Moreno y Zeballos han encontrado ban- cos marinos sobre las orillas del río de la Matanza a más de cuatro le- guas de su embocadura. Dicen esos señores: «Hemos hallado en dos parajes diferentes de ese río, a cuatro o cin- co leguas de su embocadura en el Plata, con el nombre de Riachuelo de Barracas, bancos conchíferos de escasa extensión y aislados. «Compónense de agrupaciones de Azara, que ha vivido en esos mis- mos sitios en la época en que se comenzó a formar la capa del terreno aluvional que las cubre. ‘ «Las condiciones topográficas de la zona adyacente a ambas orillas del río, revelan profundas variaciones de nivel, correspondiendo a la parte más baja lo que conocemos por bañados de Barracas, Flores y Matanza, cuyas aguas recibe el río de este nombre. «Esa franja de terreno bajo, que corre de Este a Oeste, con peque- nas inclinaciones al Sud, ha sido más profunda, pero los aluviones, las grandes y frecuentes tormentas de tierra que corren de las pampas al litoral; y la gran cantidad de animales que han frecuentado esos cam- pos, han ido levantando sucesivamente su nivel, formándose capas de mezcla de tierra y arena, siendo de notarse que la proporción de la tie- rra vegetal disminuye gradualmente con la proximidad del Plata. 492 «El carácter general de esas capas o lechos arenosos que se extien- den en los bajos terrenos que nos ocupan, es muy homogéneo, y rara vez contienen restos de Azara labiata. «Estas conchillas se encuentran muy bien conservadas. «La gran proporción de arcilla fina que contiene la arena encerrada entre las valvas de las conchillas, indica que el agua en la cual han vi- vido los moluscos, era muy tranquila, porque es sabido que el agua agi- tada nunca deposita arcillas finas. «En todos los bancos de tierra arenosa, y a veces de pura arena que recorrimos, se notaban concreciones de un color amarillo rojizo, y que pueden recogerse en cantidades abundantes, como lo efectuamos. «Se han formado después de la deposición de la arena, por la infil- tración de una solución de hierro que ha cementado partículas de are- na, constituyendo filones tan compactos, que resisten a la acción del agua. «La forma de estas concreciones que se encuentran comúnmente en las orillas del agua, es a veces bastante regular y se parece a las raíces de los árboles. «Los depósitos de Azara que descubrimos en la orilla del río, y que ya mencionamos, interesaron vivamente nuestra atención. «Las conchas no se presentaban estratificadas, y se hallaban espar- cidas en el interior de la capa aluvional a 1 metro 50 bajo la superficie. «De su examen serio y detenido, resulta que no ofrecen indicios de haber sido arrastradas por el mar a su lecho actual después de muertos los organismos a que ellas servían de esqueleto exterior. «Dado el estado actual de los depósitos y su espesor, puede concluir- se que han vivido tranquilamente en el mismo paraje de que hemos re- cogido los restos que ofrecemos al estudio de los señores socios. «Aquellos bancos sólo se componen de Azara, curiosos moluscos que hoy día viven en los puntos donde el agua del Atlántico se une con la del río de la Plata. «Creemos que la Azara del rio Matanza no es la Azara labiata que hemos recogido abundantemente en Belgrano, Puente Chico y otros puntos.» En la misma Memoria, mencionan la existencia del mismo depósito en los alrededores de Tapiales, en el partido de la Matanza. Opina el doctor Zeballos que los bancos del río de la Matanza son más antiguos que los del Puente Chico y la Ensenada. Esta opinión concuerda perfectamente con la posición que ocupan los depósitos en cuestión. Los bancos del río de la Matanza corresponderían así a los bancos marinos más elevados de las cercanías de Montevideo, y los del Puente Chico y la Ensenada a los que se encuentran en los mismos puntos en niveles inferiores, de los cuales hablaremos más adelante. 403 En la misma ciudad Buenos Aires la formación se presenta en la ba- rranca del Retiro, donde Seguin encontró el esqueleto de una ballena, cuyas mandíbulas tenían 14 pies de largo y donde personalmente hemos descubierto pequeños depósitos aislados de Azara labiata. Este banco se encuentra a unos 6 metros sobre el nivel del Plata. Los jardines, quintas de recreo y otros establecimientos nos impidieron comprobar su presencia a lo largo de la barranca, hasta que lo encontramos en la Recoleta, a unos 8 metros de altura sobre el nivel del agua del Plata. Desde el Retiro hasta la Recoleta, está poco alejado de la costa y la faja de terreno que desde la playa se extiende hasta el pie de la ba- rranca es estrecha y baja. A partir de la Recoleta, la barranca vuelve a alejarse de la costa, formando una gran curva, cuyos puntos extre- mos se encuentran entre Palermo y Belgrano. El banco se presenta en el terreno bajo, camino de Palermo (La Blanqueada), a dos leguas de la ciudad, con un espesor de 1 a 3 pies, así como también en Belgrano, a media altura de la barranca, a unos diez metros sobre el nivel del río. Una parte considerable del pueblo Belgrano, se halla construído sobre este terreno. Consta aquí de una sucesión de capas de conchillas que alternan con estratos de arena parda mezclada con arcilla. Las capas inferiores descansan encima del terreno pampeano y las superiores están cubiertas por una capa de tierra vegetal de unos dos pies de espesor. La conchilla que predomina es la Azara labiata. Este molusco es hoy muy raro en las playas actuales del Plata cercanas a Buenos Aires, pero abunda en las playas de Montevideo, donde las aguas dulces se mezclan con las saladas. Es, pues, muy natural suponer que cuando se formaba el depósito ma- rino de Belgrano, las aguas saladas ocupaban las playas de Buenos Aires. El doctor Burmeister dice que no ha recogido en ese punto más que conchas de la Azara labiata y algunos fragmentos de conchas de ostras aesmenuzadas por las aguas, de lo que quiere deducir que estas últimas no vivieron en Belgrano y que el agua salada pura no llegaba hasta ahí. Supone que esos restos no son más que partes de conchas rotas, depo- sitadas ahí por las mareas. Sin embargo, en el día no se podría negar que las aguas saladas ocu- paban ese punto y que ahí existieron verdaderos bancos de ostras. Dice, en efecto, el doctor Zeballos, a propósito de la opinión del doctor Bur- meister sobre este punto: «Esto se creía en 1866. El autor y Moreno encontraron hace muy poco, en el mismo pueblo de Belgrano y cerca de la estación, cuyo te- rreno había sido removido, abundantes depósitos de ostras en los cua- les no era abundante la Azara. 494 «Aquellas ostras, lejos de ser rotas, estaban generalmente enteras y con las valvas. Conservo en mi museo, y Moreno conserva en el suyo, varios ejemplares, que prueban que no fueron llevadas por las mareas, sino que vivían allí donde las encontramos.» En algunos puntos las conchillas se han descompuesto en parte por la precipitación del carbonato de cal y han dado origen a concreciones calcáreas que han cementado la masa dándole una gran dureza. La igle- sia vieja de Belgrano fué edificada empleándose esas masas duras de conchillas cementadas. Desde Belgrano, la barranca se acerca otra vez a la costa. En la des- embocadura del río Luján y río de las Conchas vuelven a presentarse a la vista bancos considerables de conchas marinas y Azara labiata que remontan el curso de esos ríos, probando así que el antiguo brazo de mar que ocupaba lo que actualmente es el estuario del Plata formaba allí una bahía muy entrante. En una de las islas del Paraná se ha descubierto también un esque- leto de ballena, recubierto por más de dos pies de arcilla, sobre la que habían crecido grandes sauces. Sin embargo, no nos parece que esto constituya una prueba, como lo han afirmado, de que el punto donde se encontró forme una continuación del banco marítimo de Puente Chico y de Belgrano, pues éstos se han formado en contacto directo con las aguas saladas, mientras que no es necesario admitir la intervención de éstas para explicar la presencia del esqueleto de una ballena en ese punto. En el día vemos de tiempo en tiempo encallar algunas ballenas en las playas cercanas de Buenos Aires, y hace varios siglos, cuando el fondo del Plata era menos obstruído por los bancos de arena que se han for- mado en su fondo, pero que ya no estaba ocupado por las aguas del mar, bien pudieron remontar ballenas más arriba de las playas de Bue- nos Aires y encallar en las islas del Paraná. Tampoco tenemos conocimiento de que se haya encontrado una sola conchilla marina en ninguna de las islas del Delta, y no dudamos que sean todas posteriores, y de mucho, a la formación de los verdaderos bancos marinos de la costa. Pero siguiendo la costa del Paraná, el verdadero banco de Azara la- biata vuelve a encontrarse en la embocadura del río Arrecifes. Aquí también existió una bahía bastante profunda. Algo más al Norte, en los alrededores de San Pedro, existen otros de- pósitos de Azara labiata, pero en condiciones de yacimiento diferentes de los que dejamos mencionados. El de Puente Chico se halla, en efecto, al mismo nivel que el agua del Plata; el de Belgrano, sin duda de una época más antigua, se eleva poco más o menos a unos 5 a 6 metros sobre el nivel del primero; pero el de San Pedro se encuentra en lo alto de la barranca, a 30 metros so- 495 bre el nivel del agua del Paraná, y a más de 40 del banco de Puente Chico y de las aguas del Plata, en Buenos Aires. La barranca del Paraná, en San Pedro, se compone exclusivamente de terreno pampeano y sobre éste descansan los bancos marinos sobre los cuales D'Orbigny fué el primero en fijar la atención. Según este na- turalista no constan más que de conchillas de Azara labiata, aglomera- das en tan gran cantidad, que en su tiempo los vecinos de la localidad las empleaban en la fabricación de cal. Las conchas se hallan mezcladas con arena muy fina, lo que hace suponer que vivieron en los puntos donde se encuentran. Esta es tam- bién la opinión de D'Orbigny, quien dice que sus dos valvas, a menu- do aún reunidas, y su perfecto estado de conservación, no permiten suponer que fueron transportadas, probando, al contrario, que no vivie- ron lejos de ahí, sino en el mismo paraje. Es preciso, pues, admitir, dice con razón, que esos bancos de conchillas pertenecen por completo al dominio de la geología. Por otra parte, presentan por lo menos doble espesor y una exten- sión mucho mayor que los mismos depósitos de Belgrano, Puente Chi- co, Las Conchitas, Matanza, etc., pues dice D'Orbigny, que tienen de 2 a 3 metros de espesor y varias centenas de metros de extensión. Se en- cuentran, además, hasta una distancia considerable de la costa, disemi- nados en la campaña. «Uno de estos bancos, dice D'Orbigny, de 2 a 3 metros de espesor y unos 600 metros de extensión, se encuentra entre el convento de San Pedro y el Paraná». Por otra parte, la forma de esos bancos demuestra que no son más que algunos vestigios que nos han quedado de la extensión primitiva de la formación, pues forman montículos aislados, largos y angostos, cuyo eje longitudinal sigue la misma dirección que el Paraná. Es, pues, desde luego indudable que todos esos montículos formaban en otro tiempo una capa ininterrumpida, que fué denudada y casi com- pietamente destruída por las aguas del Paraná, cuando éstas corrían a 30 metros de elevación sobre su nivel actual. Todos esos bancos, posteriores a la formación pampeana, como lo son igualmente los de Belgrano, Las Conchitas, Puente Chico, Ense- nada, Matanza, Montevideo, Bahía Blanca y bahía San Blas, pertene- cen todos a una misma época durante la cual las aguas del Océano en- tiaban tierra adentro hasta mucho más arriba de San Pedro. Dichos depósitos se encuentran, en efecto, hasta la altura de San Ni- colás de los Arroyos, en cuyas barrancas se han descubierto los huesos de una ballena. Pero para explicar tal extensión de las aguas del mar, es preciso su- poner un abajamiento anterior del suelo, posterior a la formación del terreno pampeano de origen exclusivamente terrestre; y para explicar 496 la presencia de los mismos bancos en los puntos donde ahora se en- cuentran, es forzoso admitir un sublevamiento del mismo suelo poste- rior a la formación de los bancos de conchillas. Tan sólo entonces fué cuando las aguas fluviales denudaron la antigua formación marina que destruyeron en parte y se abrieron camino a través de 30 metros de te- rreno pampeano, de modo que, las conchas de San Pedro, que se depo- sitaron cerca de las costas del antiguo mar, se hallan hoy a 30 metros sobre el nivel de las aguas del Paraná, a 40 metros sobre el nivel de las aguas del Plata en Buenos Aires, y a más de 45 metros sobre el nivel del agua del Océano. Es inútil que insistamos aquí sobre la importancia de esos cambios y movimientos geológicos, reservándonos para volver sobre ellos en su oportunidad. Depósitos iguales se encuentran también en la otra margen del Pa- raná y del Plata, en la Banda Oriental y Entre Ríos, lo mismo que en las márgenes del Uruguay y en la desembocadura de todos los afluen- tes de estos ríos. Los señores Heusser y Claraz dicen haberlos visto sobre los bordes de los ríos Gualeguay y Gualeguaychú, donde son explotados para el arre- glo de las calles y plazas de las poblaciones. Bravard indica la existen- cia de otro banco en la Colonia del Sacramento, frente a Buenos Aires, en la Banda Oriental, a cinco metros sobre el nivel del Plata. D'Orbigny, en el volumen de su grande obra, dedicado a la geología de la América del Sud, nos da cuenta de la manera cómo el señor Isa- belle encontró un banco de conchas marinas parecido a los anteriores, en Montevideo. Dicho señor, haciendo una excavación en esa ciudad y en su propia casa, a tres cuadras del fuerte San José y a unos 5 metros de elevación sobre el nivel del mar, encontró una capa de arcilla calcárea, blanquiz- ca, que se desleía fácilmente en el agua. Contenía gruesos granos de cuarzo aislados, algunas pajuelas de mica y una gran cantidad de res- tos de conchillas fragmentadas. Debajo de esta capa, descansando encima de las rocas metamórficas que forman el asiento de la ciudad, encontró un banco de conchillas bien conservadas y que aún no habían perdido los colores naturales. D'Orbigny reconoció entre ellas las especies siguientes: Natica Isabelleana (D'Orbigny). Trochus patagonicus (D'Orbigny). Siphonaria Lessoni (Blain.). Buccinum deforme (King?). Achmoex subrugosa (D'Orbigny). El señor Isabelle quiso asegurarse si existía el mismo depósito del otro lado de la bahía, en el Cerro, y, en efecto, encontró al pie de éste, WM 407 a una altura de 4 a 5 metros sobre el nivel de las aguas actuales, una capa horizontal, compuesta igualmente de un número de conchillas ma- rinas enteras, el Buccinanops globulosus (D'Orbigny), la Ostrea puel- chana (D'Orbigny), y el Mytilus edulis (Linneo), especie de las costas de Francia. Nosotros hemos tenido ocasión de estudiar la misma capa, no en Montevideo, sino en el Cerro, en el fondo de la bahía y en una gran parte de la costa en dirección de Santa Lucía. En realidad no es una capa continuada, sino una sucesión de bancos aislados, que aparecen a distancias variables y a niveles algo dife- rentes. Ninguno de los bancos aislados que hemos visitado, en número de veinte, presenta una composición arcillosa como el que encontró el se- nor Isabelle en Montevideo. Constan todos de conchas marinas, mez- cladas con arena parda, y algunos grandes guijarros rodados por las aguas. Tampoco vimos ninguno que se eleve a 5 metros sobre el nivel del agua del río. Los que se hallan al pie del Cerro, que son los más ele- vados, nos pareció que no alcanzaban a 4 metros de altura. Los que se hallan en el fondo de la bahía se elevan de seis a nueve pies sobre las aguas del río. En ninguna parte hemos encontrado restos de ostras, pero en algu- nos de los bancos que se hallan a un nivel inferior vimos muchos ejem- plares de la Azara labiata, especie que no cita D'Orbigny. Los bancos más elevados se hallan más distantes de la costa que los que se encuentran a un nivel inferior. En todas partes los hemos encontrado descansando encima del terre- no pampeano; pero donde éste falta, según la observación de Isabelle, deben descansar encima de las rocas metamórficas. Muchos se presentan a la vista a causa de la denudación que han su- frido, pero los más están recubiertos por una espesa capa de tierra ve- getal o médanos movedizos y aun en algunos casos ya consolidados. Es, pues, indudable que son de una época anterior a la formación re- ciente, representada en ese punto por la tierra vegetal, los médanos, las capas arenosas de la costa y los bancos de arena del fondo del Plata. Por otra parte, es también indiscutible que son posteriores a la for- mación del terreno pampeano, puesto que descansan encima de éste, y posteriores a la extinción de los grandes desdentados fósiles de la Pam- pa, puesto que es un hecho que no contienen el más pequeño fragmento de hueso fósil. D'Orbigny considera el depósito como contemporáneo del de la ba- hía San Blas: por nuestra parte, vista la completa similitud de yaci- miento que presenta con los depósitos marinos de Bahía Blanca, no tene- AMEGHINO — V. III 32 498 mos un solo instante de hesitación para considerarlos como pertene- cientes a una misma época. Pero, a pesar de esto, es indudable que remontan a una gran antigüe- dad, pues esas conchillas no pueden haber sido depositadas en esos pun- tos, sino en una época en que el nivel del terreno en que se encuentran era más bajo y estaba sumergido debajo del nivel inferior de las aguas. Además, las diferencias no son tan sólo de nivel, sino también de condiciones físicas. En efecto: ninguna de las conchillas que se encuentran en esos ban- cos vive actualmente en la embocadura del Plata, frente a Montevideo. Es cierto que hay una excepción, puesto que la Azara labiata vive ac- tualmente en el río desde Buenos Aires hasta Montevideo, pero este molusco, además de encontrarse en escaso número en comparación de las demás conchillas, sólo se presenta en los bancos que se hallan a un nivel más inferior. No por eso dejan de haber cambiado notablemente las condiciones de existencia. Actualmente, el punto en donde más abunda la Azara labiata es en las cercanías de Montevideo, mientras que en la época en que se depositaban los bancos marinos de la bahía, ese era el punto donde precisamente menos abundaba. Allí no se halla representada más que por ejemplares aislados, mien- tras que en los bancos marinos de las cercanías de Buenos Aires, for- ma ella más de la mitad de las conchas, y en los depósitos que se ha- llan más arriba aún, en San Pedro, forma la totalidad de las conchillas que contienen. Para encontrar las mismas especies que contienen los bancos marinos de la costa de Montevideo, es preciso salir más afuera de la embocadura del Plata, donde las aguas dulces no ejercen influen- cia alguna. Esos bancos no pertenecen tampoco a una misma época, sino a pe- ríodos diferentes, como sucede con las mismas capas de Bahía Blanca, con la diferencia de que los sedimentos de diferentes épocas no se ha- llan superpuestos unos a otros como los de este último punto. Los bancos que se hallan a un nivel más elevado y más lejos de la costa, son de una época más remota que los que se encuentran a nive- les inferiores y a mayor proximidad de las aguas del Plata. Esto prueba también que el levantamiento no fué repentino, sino lento y progresivo como el de las costas de Patagonia y Bahía Blanca. En los siglos pasados, las costas de Montevideo debían mostrar esas capas en lechos continuos, a lo largo de toda la costa, sin interrupción y a niveles diferentes. Pero después de su emersión, su superficie ha sido talmente denudada, que no han quedado más que los actuales bancos aislados que también concluirán por desaparecer dentro de algunos si- glos. Así es como desaparecen hasta los mismos monumentos geológicos. CAPITULO XX LA FORMACIÓN PAMPEANA La formación pampeana. — Espesor y extensión de la formación en la República Ar- gentina. — La formación pampeana en otros puntos de América del Sud. — La formación pampeana y la supuesta catástrofe diluviana. Sobre toda la llanura argentina, desde los Andes hasta el Atlántico, debajo de la tierra vegetal, de los médanos, de las antiguas lagunas de- secadas y de los bancos marinos de la costa, se muestra una capa de tierra arenoarcillosa, o arcilloarenosa, de un espesor de 15 a 20 metros, que aleanza hasta más de 50 en algunos puntos. Su color es generalmente rojo obscuro, a veces pardo. En otros pun- tos es de color blanquizco o amarillento. Entre estos colores se encuen- tran todos los matices intermediarios. Sólo se presenta a la vista en las lomas o puntos elevados, donde la denudación ejercida por las aguas se ha llevado el terreno vegetal, en las barrancas y playas de los ríos y los arroyos y en las excavaciones ar- tificiales, en las que inmediatamente después de la tierra negra se pre- senta la pampeana con su color rojizo característico. Su estratigrafía es difícil de distinguir, pues los diferentes estratos que componen la formación no presentan generalmente más que lige- ras diferencias de color. Su composición es siempre la misma: una mezcla de arcilla y arena, predominando ora la arcilla, ora la arena, y conteniendo generalmente una infinidad de concreciones calcáreas. Esta mezcla forma un polvo tan fino, que generalmente ni aun los mismos granos de arena que contiene se hacen sensibles al tacto. Faltan completamente en él las capas de guijarros, a excepción de las cercanías de las montañas y colinas, donde el terreno pampeano muestra entonces muchos guijarros rodados, aislados o formando es- tratos de poca consideración. En diferentes lugares, y a todas profundidades, se encuentran gran- des masas de rocas, muy duras, compuestas de cal, arcilla y arena, lla- madas vulgarmente toscas. Unas veces se presentan en estratos hori- zontales, otras en aglomeraciones, nódulos y ramificaciones de tamaño y figura diferentes. 500 No se encuentran en él fósiles marinos, pero sí un grandísimo nú- mero de huesos de mamíferos terrestres; en algunos casos moluscos de agua dulce; y a menudo sales de distinta naturaleza. Con todo, se puede afirmar que en su conjunto es notablemente homogéneo. Puesto en contacto con el ácido sulfúrico, el limo pampa produce siempre una ligera efervescencia, probando así que contiene una pe- queña cantidad de cal. Su dureza es variable; en algunos puntos, al solo contacto del aire se reduce a polvo; en otros ofrece una consistencia bastante notable, particularmente donde disminuye la cantidad de arena y contiene una mayor proporción de cal, produciendo así una marga que a menudo pasa a ser un calcáreo grosero sumamente duro. Con todo, hemos visto puntos en que el terreno, de un color amari- llento, contenía una fuerte proporción de cal, a pesar de lo cual era tan poco consistente, que estando seco se reducía a polvo entre los dedos. Examinado al microscopio, el terreno muestra pequeñísimas partícu- las de cuarzo casi pulverulentas, mezcladas con un polvo rojo muy fino, de naturaleza arcillosa y, según Bravard, algunos pequeños granos de feldespato. Se distinguen también, aunque con mucha dificultad, peque- ñas partículas blancas de cal y granos pequeños de óxido de hierro ti- tánico, muy fácil de separar por medio del imán. Cuando la masa pro- cede de puntos cercanos a las montañas deja también ver pequeñas partículas blancas y relumbrosas, que, examinadas prolijamente, resul- tan ser pequeñísimos fragmentos de mica. : D'Orbigny es quien ha dado a esta formación el nombre de formación pampeana, y, casi al mismo tiempo, Darwin la designaba con el nom- bre de limo pampeano. El primero de estos sabios la considera como terciaria superior y el segundo como de una época geológica tan recien- te que apenas puede considerarse como pasada. No es exacto que Bravard haya designado la formación con el nom- bre de terreno cuaternario, pues la llama simplemente terreno pampa o formación pampa y la considera igualmente como terciaria superior. El nombre de terreno cuaternario o diluviano ha sido aplicado por Bravard a los antiguos depósitos lacustres que se encuentran a orillas de los ríos del interior de la provincia Buenos Aires y a los antiguos ban- cos marinos de la costa. 3 Por último, Burmeister la llama la formación diluviana, afirmando que corresponde al diluvium de Europa y que es, por consiguiente, cua- ternaria. Por nuestra parte continuaremos designándola con el nombre de for- mación pampeana, única denominación que no prejuzga ninguna de las Opiniones emitidas respecto a su antigüedad geológica. En la provincia Buenos Aires, entre el río de la Plata y las sierras 501 de Tandil, es en donde la formación parece alcanzar su mayor desarro- lle y profundidad. En la misma ciudad Buenos Aires, se ha comprobado por la perfora- ción del pozo artesiano de la Piedad, que tiene un espesor de 45 me- tros. Como el punto en que se practicó la perforación se halla a cerca de 15 metros sobre el nivel del agua del río de la Plata, se deduce que la formación pampeana desciende hasta más de 30 metros debajo del nivel del agua del Plata. Otra perforación practicada en Barracas, al Sud de Buenos Aires, ha demostrado que la formación desciende allí a la misma profundidad. Dice el doctor Zeballos que las perforaciones practicadas en Las Flo- res, Chascomús, San Vicente, Ranchos (1), Merlo y otros puntos, su- ministran la prueba de que la formación pampeana se hunde en los parajes mencionados hasta 50 y 60 metros bajo el nivel inferior de los aluviones modernos. Como esos puntos se hallan muy distantes unos de otros, es dado su- poner que entre el río de la Plata y las sierras de Tandil, el espesor de la formación debe ser por término medio de cerca de 50 metros. Sus límites al Sud no son aún bien conocidos. Se sabe, sin embargo, que rodea la base de todas las pequeñas colinas que forman las sierras de Tandil. En el mismo pueblo de este nombre la formación tiene un espesor de 18 a 22 metros. Burmeister dice que falta en la Sierra de la Ventana; mientras que Darwin dice, al contrario, haber visto allí capas calcáreas de la misma formación. En todo caso, es indudable que su espesor disminuye. Siguiendo la costa se muestra hasta Bahía Blanca, donde Darwin ha encontrado restos de Megatherium, Scelidotherium y demás fósiles ca- racterísticos de la formación. Bravard, que visitó los mismos puntos, dice que en Punta Alta aún tiene 6 metros de espesor. La capa consiste aquí, casi exclusivamente, en masas de tosca dura, que disminuyen a medida que se avanza hacia el Sud. Llegando al río Colorado, la vegetación cambia completamente de aspecto y allí es donde Darwin coloca el límite del terreno pampeano. Con todo, se presenta hacia el Sud, aunque en bancos aislados, so- bre todo a orillas del río Negro, donde está cubierto por una capa de cantos rodados y la arena de los médanos. Se encuentra también en las costas de Patagonia, en los puntos bajos y a orillas de los arroyos que entran en el Atlántico, por ejemplo, en el puerto San Julián, donde Darwin encontró los restos de la Macrauche- nía, pero faita completamente en todo el resto de la superficie de Pa- tagonia. (1) Hoy General Belgrano. 502 Saliendo de Buenos Aires hacia el Oeste, el terreno pampeano se ex- tiende sin interrupción hasta el pie de la cordillera de los Andes, pero poco a poco se vuelve más arenoso. En Mendoza, a unos 800 metros sobre el nivel del Océano, tiene aún, según el doctor Burmeister, 14 metros de espesor y contiene los mismos fósiles que en Buenos Aires. Otro tanto sucede en San Luis, donde se han descubierto huesos de Glyptodon, Megatherium, etc. La formación penetra al Norte entre la gran depresión que forman los Andes por un lado y la sierra de Córdoba por el otro, y ocupa también la cuenca que limita esta última sierra por un lado y la Mesopotamia argentina por el otro, incluyendo por completo la provincia Santa Fe. Penetra, en fin, por el Norte hasta las llanuras de Santiago del Este- ro, cubriéndolas totalmente, y de este modo rodea por completo la sierra de Córdoba y sus contrafuertes, subiendo hasta una gran altura. En efecto, el doctor Burmeister ha encontrado en el valle de La Puni- lla, a más de 1.100 metros sobre el nivel del mar, dos corazas de Glyp- tedon. En diversos otros puntos de la sierra se han encontrado fósiles parecidos. La formación se extiende sin interrupción sobre toda la llanura de Tucumán, con un espesor considerable aún. El doctor Burmeister dice haber visto en esa ciudad un pozo de diez varas de profundidad que no atiavesaba por completo la capa. A esta profundidad se encontraba una capa de guijarros de la que manaba agua en abundancia. Los valles de las provincias Salta, Catamarca, etc., están cubiertos por los mismos depósitos. En Belén, provincia Catamarca, se ha encon- trado un entero esqueleto de Glyptodon; este punto se encuentra a 1.600 metros sobre el nivel del mar. En la parte oriental de la República, en las provincias Corrientes: y Entre Ríos, no presenta el mismo desarrollo, pero no deja de mostrarse en todos los puntos bajos y en lo alto de las barrancas del Paraná. En la orilla opuesta, sobre la margen derecha del Paraná, domina por completo; y es más que probable que ocupa la mayor parte del Chaco. - Este terreno ocupa, pues, en la República Argentina, una extensión de más de 25.000 leguas cuadradas. La misma formación ocupa, además, una gran parte del resto de América del Sud. Lo hemos observado sobre la orilla izquierda del Plata, cerca de Mon- tevideo, donde descansa encima de las rocas metamórficas, y rodea el cerro de Montevideo, subiendo hasta una altura relativamente conside- rable. En el fondo mismo de la bahía de Montevideo, hemos recogido va- rias placas de un Panochtus, animal característico de la formación pam- peana de Buenos Aires. 503 Dirigiéndose hacia el interior, el terreno es ondulado y muestra por todas partes, sobre todo en los puntos bajos, el terreno pampeano. En muchos casos cubre la parte superior de las mesetas formadas por las rocas metamórficas y falta en las faldas de éstas. Toda la parte meridional de la Banda Oriental está ocupada por el mismo terreno, que como en la provincia Buenos Aires, está recu- bierto por la tierra vegetal. El río Negro y sus afluentes los arroyos Sarandí, Coquimbo, etc., pre- sentan en sus barrancas las mismas capas, conteniendo huesos de To- xodonte, Milodonte, Mastodonte, etc. En los Museos de París y de Londres, hemos visto numerosos huesos fósiles procedentes de diferentes puntos de la Banda Oriental, perte- necientes al Toxodon, Lestodon, Scelidotherium, Pseudolestodon Glyp- todon, Panochtus y Doedicurus, géneros, todos ellos, que se encuentran en abundancia en la provincia Buenos Aires. En el Paraguay, se han encontrado depósitos conteniendo los mismos fósiles en un gran número de puntos; y parece que el terreno pampea- no cubre todos los terrenos bajos. Que la formación se encuentra en Chile, lo prueban varios dientes de caballo fósil y muchos restos de Mastodonte encontrados en puntos bastante lejanos unos de otros. Sin embargo, no tenemos noticias de que del otro lado de la Cordillera se hayan encontrado corazas de Glyp- todon, ni de ninguno de los otros grandes desdentados de la Pampa. En Bolivia presenta también un desarrollo extraordinario y cubre casi por completo las provincias Chiquitos y Cochabamba, a más de 2.500 metros sobre el nivel del mar. El territorio de la antigua provincia argentina Tarija, que se eleva a más de 2.500 metros, está también cubierto por una capa de terreno pampeano de muchos metros de espesor y muy rica en huesos fósiles. Hemos estudiado las colecciones de fósiles recogidas allí por M. Wed- dell, consistentes en huesos de Hydrochoerus, Euphractus, Auchenia, Palaeolama, Macrauchenia, Mastodon y Scelidotherium, y aunque algu- nas especies nos parecen diferentes de las de Buenos Aires, en conjun- to se trata de la misma fauna. Los terrenos pampeanos de Tarija, Cochabamba y Chiquitos, forman sin duda la continuación de la formación pampeana de Buenos Aires que se extiende al Norte, siguiendo las depresiones de los grandes ríos Paraná y Paraguay, atravesando la provincia Santa Fe y el territorio del Gran Chaco. Toda la parte Norte de Bolivia, o la provincia Mojos, consta de in- mensas llanuras, en cierto modo comparables a las pampas de Buenos Aires, y están igualmente cubiertas por una capa de terreno pampeano, de un espesor hasta ahora desconocido y que se extiende por lo menos sobre una superficie de 12.000 leguas cuadradas. 504 En los valles andinos de Bolivia el terreno sube hasta una altura de 4.000 metros sobre el nivel del mar. En diferentes puntos de Perú se han encontrado huesos de Masto- donte; y no lejos de Lima un esqueleto de Megaterio. En la caverna Sansón Machay, situada a 4.000 metros de altura, el señor De Castelnau ha recogido los huesos de un Scelidotherium y un ciervo, mezclados con huesos de buey doméstico y de hombre. Los hue- sos del Scelidotherium ofrecen el mismo aspecto que los huesos fósiles de Buenos Aires, y nos parece que pertenecen al Scelidotherium lepto- cephalum, que es la especie que más abunda en las pampas. Los restos de ciervo, procedentes de la misma caverna, entre otras una cabeza completa que había sido atribuída al Cervus paludosus, nos parece pertenecer a una especie bastante diferente. Los huesos huma- nos y los de buey doméstico no presentan el mismo aspecto y son de épo- ca más moderna. Se han encontrado igualmente huesos de Mastodon en la República Cel Ecuador, no lejos de Quito. En Nueva Granada y en Venezuela, los huesos del mismo animal ss han encontrado mezclados con otros que se cree pertenezcan a una es- pecie de elefante. En las Antillas, especialmente en la isla de Cuba, existen vastos de- pósitos de una tierra rojiza parecida al limo pampa, de la que se han extraído huesos humanos y los restos del Megalochnus rodens, curioso desdentado, diferente de todos los que se han encontrado en los terre- nos pampeanos de la cuenca del Plata, pero que a pesar de eso no hay la menor duda que forma parte de la misma fauna. Pero donde la formación presenta su mayor desarrollo es en Brasil. Las numerosas cavernas y grutas de la provincia Minas Geráes, en los Andes de Brasil, se hallan rellenadas por un depósito de arcilla roja que contiene numerosos fósiles y que alcanza un espesor de muchos metros. Muchas de las especies de mamíferos fósiles que de ahí se han retira- do, comparadas con las de las pampas, no nos han presentado ninguna diferencia. Saliendo de Río Janeiro y dirigiéndose hacia el interior, todos los va- lles y mesetas de poca elevación están cubiertas por un depósito de idéntica naturaleza, pero contiene muchos guijarros y alcanza hasta 50 metros de espesor. Desde las costas del Atlántico hasta la Cordillera de los Andes, toda la cuenca del Amazonas está cubierta por un inmenso depósito de trans- porte, que en algunos puntos tiene un espesor de cerca de 300 metros v cubre todo el interior de América Meridional. Remontando el río Madeira, que es uno de los grandes afiuentes del Amazonas, este terreno de transporte pasa gradualmente al terreno. 505 pampeano de Mojos, Chiquitos, Cochabamba y Tarija, que ya hemos dicho es una continuación de la formación pampeano de la República Argentina. Este terreno ocupa, pues, toda la inmensa depresión que ocupa la ma- yor parte de la América Meridional, limitada por la Cordillera de los Andes por el Oeste y los Andes de Brasil al Este; extendiéndose de Norte a Sud desde Patagonia hasta el mar Caribe. Es sin disputa la formación de transporte más considerable que se conozca en la superficie de nuestro planeta. Desde hace siglos, un gran número de viajeros y escritores, contaron haber encontrado en el interior de los continentes y a cientos de leguas ce distancia de los mares actuales, grandes bancos de coral e inmensas cantidades de conchas marinas, de lo que quedaron sumamente sorpren- didos; y sin acertar a darse una exacta razón del fenómeno, lo conside- raion como debido a una causa sobrenatural. Más tarde se observó que no sólo se encontraba un gran número de conchas marinas en las llanuras de los continentes, sino que, hasta las montañas más elevadas estaban cubiertas de ellas; los túneles hechos en estos últimos años en un gran número de montañas, nos han mosira- do en sus entrañas los mismos restos animales; por último las excava- ciones hechas para la explotación de minas y la perforación de pozos artesianos, nos hicieron conocer que, debajo de las plantas de nuestros pies, existen los restos de infinitas generaciones de animales fenecidos. ¿De dónde han venido? ¿En qué época han vivido? ¿Qué mano, qué fuerza, qué poder inmenso es el que ha llevado sus despojos hasta las cumbres de las montañas a miles de pies de elevación, ha rellenado con ellos su interior, los ha transportado al centro de los continentes a gran- disimo número de leguas de los mares actuales y los ha enterrado en las entrañas de la tierra a centenares y aun a millares de metros de su su- perficie? ¿Qué mano misteriosa es la que ha dejado en la superficie de la tierra un monumento imperecedero, tan elocuentísimo, de su in- menso poder? El pueblo les hacía esas preguntas a los sabios de otra época, quie- nes después de haber estudiado la cuestión, encontraron una explica- ción satisfactoria y conveniente para ellos y. se sirvieron de ella para consolidar el inmenso castillo bamboileante y sin cimientos que habían fabricado sus antecesores sobre la ignorancia del pueblo, al cual tenían subyugado a su capricho; ignorancia que trataron siempre de mantener y aun de fomentar, inculcando en el pueblo ideas retrógradas y súpers- ticiosas para asegurar así mejor su despotismo. Y se apresuraron inme- diatamente a contestar que: todos esos restos que se encuentran despa- rramados por todas partes del globo, son los restos de los desgraciados seres que vivían cuando ocurrió el Diluvio Universal, que habían sido 506 víctimas de dicha catástrofe, que sus restos habían sido dispersados en todas direcciones del modo más confufo, y que, por consiguiente, cons- tituían la prueba más evidente de la gran catástrofe por medio de la cual la irritación del Todopoderoso hacia la concupiscente raza humana de entonces, hizo devastar el mundo entero, destruyendo hombres y ani- males. (Sin duda éstos también eran culpables). Esta fué la contestación de los sabios, o, más bien dicho, de los teó- logos de antaño, puesto que casi todas las ciencias eran antes enseña- das por el clero, y aunque hubiese habido alguna persona que hubiera dudado de la posibilidad de dicha catástrofe, se habría guardado muy bien.de revelar su opinión, pues ahí estaba pronto el despotismo de la teocracia para ponerle un freno a la lengua, cada vez que hubiera tra- tado de poner en duda cualquiera de las falsas hipótesis de la ciencia teocrática. Pero al dar esa respuesta, creían que nadie les habría de probar lo contrario, y estaban muy lejos de creer que llegaría un día no muy le- jano en que se probaría por medios evidentes y hechos irrecusables, no tan sólo que los numerosos restos organizados que se hallan enterrados en las entrañas de la tierra no son el resultado del Diluvio Universal, sino que hasta se llegaría a demostrar que esta misma catástrofe es una simple suposición sin fundamento e inverosímil; pudiéndoseles aplicar en este caso, el siguiente pasaje de Velarde. La teocracia, dice: El mentir de las estrellas Es muy seguro mentir, Porque ninguno ha de ir A preguntárselo a ellas. Y la civilización contesta: Ni el mentir de las estrellas Es ya seguro mentir, Porque la ciencia puede ir A preguntárselo a ellas. En efecto: el agua que se encuentra en nuestros mares es insuficien- te para cubrir toda la superficie de la tierra hasta los picos más eleva- dos. Para sostener la existencia del Diluvio Universal, tiénese, pues, que argúir o que las aguas proceden de algún punto puesto fuera de nuestro planeta, o que Dios con su inmenso poder las creó de la nada y después de haber conseguido su objeto, las volvió a la nada. Pero tal hipótesis es imposible, geológicamente hablando, puesto que de todos los fenómenos que se han verificado en nuestro globo desde su 507 estado gaseoso hasta nuestros días, no hay ninguno debido a causas so- brenaturales. Todo se ha verificado con tiempo y armonía, bajo la acción de leyes y agentes cosmogónicos, químicos, físicos y mecáni- cos; la química, la física y la mecánica, no conocen causas ni efectos sobrenaturales; por consiguiente, el supuesto Diluvio Universal, expli- cado por causas que no caen bajo la acción de las leyes de las ciencias naturales y bajo la inmediata apreciación de nuestros sentidos, es un absurdo, es un imposible geológico. Casi todas las montañas presentan en su superficie restos de seres marítimos de diferentes especies, que los partidarios del supuesto cata- clismo afirmaban que habían sido llevados y depositados en esos pun- tos por las aguas; pero ¿cómo explicar que muchas de esas montañas se hallan en su interior atestadas de los mismos despojos desde su base hasta su cima, puestos por capas sucesivas, cada una con sus fósiles ca- racterísticos, de los cuales no se encuentran vestigios en las otras ca- pas, representando cada una períodos de millares de años, durante los cuales se fueron modificando lenta pero progresivamente los seres or- gánicos que durante ellos vivían? ¿Cómo explicar el hecho de hallar- se a menudo esas capas compuestas de animales marinos unas y de flu- viales otras? Nunca consiguieron explicarlo satisfactoriamente. Este deber les estaba reservado a los que ellos llaman ateos. Los geó- logos han probado de un modo evidente que dichas montañas fueron terrenos depositados lentamente en el fondo de los mares y los lagos, que más tarde se sublevaron por efecto del calor central de la tierra. Pero los partidarios de la antigua creencia no se dieron por vencidos. Viendo que ya no podían sostenerse en el terreno en que se habían co- locado, resolvieron cambiar de táctica y buscaron otro punto de apoyo que pudiera ofrecerles argumentos que aducir en favor de sus opinio- nes dogmáticas. Es sabido que las llanuras bajas de una gran parte de la superficie del globo, el fondo de los valles y aun algunas mesetas bastante eleva- das se hallan cubiertas por una capa de terreno poco coherente y de es- pesor variable. En unos puntos consiste en grandes depósitos de gui- jarros y cantos rodados, en otras partes consta de guijarros, arenas y arcillas, todo mezclado mecánicamente y formando una capa general- mente poco compacta, por lo que se les llama también terrenos móvi- les. Contienen asimismo un gran número de restos de seres orgánicos pero de naturaleza diferente. Aquí deja ver miles de conchas marinas específicamente idénticas a las actuales, allá conchas y huesos de pes- cados de agua dulce, acullá huesos de grandes mamíferos terrestres, pertenecientes a especies y aun a géneros que en el día no existen en umgún punto de la superficie de la tierra. En estos terrenos, relativamente mucho más modernos que aquellos 508 en que se habían hecho las observaciones anteriores, es en lo que los acérrimos defensores de una catástrofe universal ocurrida en tiempos no lejanos de los actuales, buscaron su nuevo punto de apoyo para cam- biar completamente su plan de defensa. Convinieron con las ideas emitidas por los geólogos, admitiendo que realmente los terrenos fosilíferos que constituyen montañas enteras y se presentan por capas superpuestas unas a otras, se habían deposita- do, en efecto, en el fondo de los mares y de los lagos de épocas pasa- das y que más tarde se habían levantado lentamente; pero agregaron que esas rocas se habían depositado en épocas anteriores a la catástro- fe diluviana, que no debía buscarse en ellas los efectos desastrosos que debió haber producido, que éstos debían encontrarse en los terrenos móviles o de transporte que descansan siempre encima de los anteric- res y a los cuales designaron con el nombre de diluvium. Esta afirmación no es menos errónea que la anterior. El diluvium, según los trabajos más recientes, es el producto de diversas causas, se- gún su naturaleza igualmente variable, y lejos de representar un fenó- meno momentáneo y sincrónico sobre toda la faz de la tierra, resulta repiesentar una sucesión de épocas sucesivas, y en muchísimos de sus aspectos distintas. Por su naturaleza y posición (aunque quizá no por su época), la for- mación pampeana corresponde bastante exactamente al diluvium de Europa, Norte América y Asia. Así, con bastante frecuencia se encuen- tra mencionado como un producto de la catástrofe diluviana. : Antes de pasar adelante y examinar las diferentes teorías que se han emitido sobre su origen, bueno es que consideremos desde un punto de vista general, hasta qué punto la formación pampeana puede presentar un argumento en favor de los partidarios de dicha catástrofe, entre los que, no lo dudamos, debe haber quien cree en ella por convicción, sin que por eso el error deje de ser menos grande. Si el limo pampa fuese el resultado de una gran catástrofe, es claro que habría sido transportado y depositado en las llanuras de las pampas en un espacio de tiempo relativamente corto. En este caso su depo- sición no pudo haberse verificado más que de dos modos: o bien confu- samente, es decir, todos los materiales mezclados unos con otros, sin presentar señales de estratificaciones, o según el orden específico de cada substancia. En este último caso deben haberse depositado primero las más pesadas y por último las más ligeras. La formación pampeana mostraría entonces capas superpuestas unas a otras, compuestas las inferiores de materiales más pesados que las superiores. Los primeros observadores que estudiaron el terreno pampeano no advirtieron en él señales de estratificación; y esto los indujo a conside- rarlo como un depósito formado por las aguas turbulentas de una inun- 509 dación. Pero observadores posteriores notaron en él señales de estrati- ficación y comprobaron que se compone de varias capas superpuestas. Si la sucesión de esas capas fuese el resultado de la deposición del te- rreno en orden del peso específico de sus materiales, deberíamos en- contrar siempre las mismas capas y en el mismo orden respectivo, ex- ceptuando los casos en que pudiera faltar alguna de ellas por efecto de la denudación. Supongamos que fueran tres capas, compuestas: una de guijarros, otra de arena y la tercera de arcilla. Tenemos que la capa de guijarros ha de hallarse en la parte inferior, puesto que en razón de su mayor peso específico, ha debido caer al fondo la primera; que le ha de seguir inmediatamente la de arena y luego la de arcilla, de modo que en cual- quier parte que hiciéramos una excavación, se nos presentaría: prime- ro la arcilla, luego la arena, y, por último, la capa guijarrosa. Pero no sucede así con el depósito pampeano, cuyas tres substancias predominantes en su composición: arena, arcilla y cal, están distribuí- das del modo más confuso, predominando en unas capas la arena, en otras la arcilla y en algunas la cal. Además, se hallan interrumpidas muy a menudo por depósitos de diferente naturaleza que la capa entrecor- tada, lo que no podría suceder si las capas hubieran sido continuas so- bre toda la superficie de la vasta llanura. Bueno es también observar que la parte inferior de la formación pam- _ peana es más arcillosa que la superior y esta última más arenosa que la inferior, lo que también está evidentemente en desacuerdo con la hipó- tesis de la deposición del terreno de un modo momentáneo. Consideremos la cuestión desde otro punto de vista. Si los terrenos pampeanos fuesen el producto de una gran inunda- ción que los hubiera arrastrado a la hoya del Plata ¿de dónde vino el agua que produjo tan grande inundación? La respuesta no es dudosa: o de un mar o de un océano. Luego ¿de qué punto ha podido venir la irrupción de las aguas mari- nas? Del Pacífico no es admisible, porque antes de la formación del te- rreno pampeano, ya existía la cordillera de los Andes. Para admitir su procedencia del Atlántico, tendríamos que suponer, o un abajamiento general y repentino de la Pampa argentina, o bien un levantamiento de las aguas del Océano, debido a un sublevamiento igualmente repentino de su fondo, hipótesis, ambas, inaceptables y en completo desacuerdo con la geología moderna. Pero — dirán algunos — ¿para qué ir a buscar el punto de partida de las turbulentas olas que se lanzaron en impetuosos torrentes sobre los extensos llanos de la República Argentina, en el Océano Pacífico o en el Atlántico? ¿No es más sencillo suponer que dichos torrentes provi- nieron de puntos situados a niveles más elevados que aquellos en que 510 se hallan los terrenos que se supone han sido traídos por ellos? Y en ese caso ¿de qué punto han podido provenir, a no ser del interior de la Re- pública o de cerca de la cordillera de los Andes? En la parte Oeste de la pampasia, existe una vasta llanura salitrosa que se supone sea el en- juto fondo de un mar interior. ¿Acaso su desecación no puede haber sido producida por un suble- vamiento del terreno que lo hizo desbordar y abrirse paso rompiendo las barreras naturales de que estaba circuído, y lanzándose por los declives naturales del terreno haber arrastrado consigo los innumerables mate- riales que debía arrancarles a las rocas, por encima de las cuales pa- saba, e inundando las llanuras que forman la pampasia actual, haber depositado en ella los trofeos que había envuelto en sus turbulentas olas por los puntos donde pasaba? Dicha hipótesis sería, en efecto, más aceptable que las otras; pero ¿cómo explicar con ella la formación de los terrenos que ocupan las mesetas de Bolivia, situados a un nivel muchísimo mayor que el que po- dian liaber alcanzado las aguas del supuesto caspiano y cuyos terrenos son en un todo análogos a los que cubren las llanuras de las pampas? Sobre todo, si el desagüe del supuesto caspiano tuvo suficiente fuer- za para traer consigo los cientos de miles de millones de metros cúbicos de materias arenoarcillosas que ocupan las pampas argentinas, ¿cómo no se encuentra en ellas ni el más pequeño fragmento de guijarro roda- do que pueda hacernos sospechar que efectivamente los terrenos pam- peanos tuvieron origen en una momentánea furia del elemento neptu- niano ? No pretendemos negar la existencia de un antiguo caspiano en la pam- pasia; puede haber existido; pero nunca podrá considerarse como la causa que dió origen a la formación pampeana. Han de quadar, sin duda, quienes abriguen dudas; y han de ser quienes tienen propensión a creer en lo maravilloso. Por eso es que se muestran más partidarios de la antigua geología, que supone haber habido grandes cataclismos, repentinos sublevamientos, destructoras y devastadoras inundaciones, catástrofes tremendas en las cuales pere- cían millones de seres animados, momentáneas extinciones e impre- vistas creaciones de centenares de especies animales; que de la geo- logía moderna, que todo lo explica por medio de la acción prolongada durante millares de años de las mismas causas que actualmente están modificando la superficie de la tierra, sin necesidad de tener que re- currir a esas grandes catástrofes y cataclismos maravillosos que nos pinta la antigua geología, más dignos de ser presentados como el pro- ducto de una imaginación poética, que como hipótesis verdadera- mente científicas. ¿Cómo explicáis, se nos dirá quizá, la presencia de tantos restos de 511 seres animados en las profundidades de los terrenos pampeanos? Esos esqueletos de gigantescos animales que se encuentran enterrados a vein- te y más metros de la superficie del suelo ¿dejan de ser, por ventura una prueba de una gran catástrofe? ¿Y cómo explicáis su presencia de- bajo de tan enormes cantidades de materias de transporte si no hacéis intervenir para ello la acción de un inmenso cataclismo ? Justamente por medio de esos mismos restos orgánicos que se dice prueban la existencia de una gran inundación; justamente por medio de esos grandes esqueletos enterrados a grandes profundidades, que es el principal baluarte en que se apoyan, probaremos que no hubo tal inun- dación y que ellos han sido enterrados por causas naturales que produ- cen los mismos efectos en la actualidad. Empezaremos por pasar en revista todas las teorías que se han pro- puesto para explicar el origen de la formación pampeana, discutiendo lo que cada una tiene de probable, para entrar en seguida al estudio de los fenómenos especiales que presenta. CAPÍTULO XXI HIPÓTESIS EMITIDAS SOBRE EL ORIGEN DE LA FORMACIÓN PAMPEANA Opinión de D’Orbigny.—Es errónea en el fondo y en los detalles. — Opinión del doctor Lund. — Hipótesis de Darwin. — Hipótesis de Bravard.— Opinión de Wodbine Parish. — Opinión de Heusser y Claraz. — Opinión del doctor Dóring. — Teorías del doctor Burmeister. El primer viajero y naturalista que emitió su opinión sobre el origen de la formación pampeana, fué D'Orbigny. Cree D'Orbigny que en los últimos tiempos terciarios que precedie- ron inmediatamente a la formación del terreno pampeano, el mar per- fectamente circunscripto ocupaba una gran parte de la República Ar- gentina y que las tierras vecinas estaban pobladas por grandes mamí- feros, que vivían en medio de una vegetación abundante y bajo un clima más cálido que el actual en las mismas regiones. Era esa una época de reposo, a la que sucedió una de esas catástro- fes del globo, producida por un sublevamiento de las cordilleras, que produjo la inmediata extinción de todos los seres sobre esta parte del mundo y formó el depósito arenoarcilloso de las pampas. Admitido por el distinguido naturalista que la inmensa cordillera de los Andes surgió de un modo repentino, deduce como consecuencia 16- gica que tal cambio produjo una perturbación general sobre toda la su- perficie del continente americano. El movimiento se comunicó a las aguas del mar, que fueron fuerte- mente balanceadas, invadieron los continentes, arrastraron y extinguie- ron por completo los Mastodontes que poblaban la región oriental de la cordillera boliviana, los Megaterios, los Megalónices y demás animales fósiles que se encuentran en las pampas o en las cavernas de Brasil. Fué entonces cuando las aguas depositaron tumultuosamente en la cuenca del Plata los esqueletos de los grandes desdentados y los terre- nos que los contienen. Dicho autor considera como evidente que los fósiles de las pampas y los que se encuentran en las cavernas de Brasil, son contemporáneos, puesto que muchas especies son absolutamente idénticas, y que, por 513 consiguiente, una misma es la causa que produjo su extinción al mis- mo tiempo sobre toda la superficie del continente americano; y en- cuentra esta causa en las grandes perturbaciones producidas en la superficie del suelo por el levantamiento de las cordilleras. Supone que esta destrucción tuvo por causa la invasión de los conti- nentes por las aguas, lo que, según él, se encuentra de acuerdo con el gran depósito de las pampas, evidentemente producido por ellas. No en- cuentra otra explicación a la gran extensión y homogeneidad del depó- sito y ve una prueba favorable a su hipótesis en el hecho de que Dar- win dice que abundan más los huesos fósiles en los contornos de la cuenca del Plata, que en el interior de la formación. Estos contornos se- rían siempre, según él, las orillas del antiguo mar, en las que se depo- sitaron de preferencia los cadáveres de los animales que flotaban sobre las aguas. Ñ Considera como un hecho probable que las aguas del mar se exten- dían hasta el punto en que ahora se levanta la cordillera de los An- des y admite que su sublevamiento arrojó las aguas de Oeste a Este, de- nudando la superficie del continente americano y especialmente del te- rritorio patagónico, que lo cubrió de guijarros y cantos rodados, arras- trando todos los terrenos superficiales a la cuenca del Plata. La gran cantidad de sales que contiene el terreno pampeano le su- ministra una prueba de que las aguas que lo depositaron fueron saladas, y encuentra en eso la causa productora de las grandes depresiones saladas que se encuentran en el interior de la Pampa. Insiste en que, según las hipótesis que preceden, el terreno pampa ha debido formarse en un espacio de tiempo excesivamente limitado, casi instantáneamente, por efecto de una corriente violenta, que arras- tró a la vez los materiales superficiales y los animales. Dice que jamás ha encontrado en el terreno pampeano vestigios de estratificación, lo que le suministra una nueva prueba de que fué depositado por aguas tumultuosas. Afirma que la fauna pampeana no pudo haberse extendido sobre la inmensa comarca en que se encuentran sus despojos. Que en su con- junto pertenece a un clima cálido, y que el Megaterio no pudo vivir al mismo tiempo en los llanos de Patagonia y en las montañas de Bra- sil. Concluye admitiendo que los fósiles de las pampas no se encuen- tran en su verdadero yacimiento, que han sido transportados de lejanas regiones a los puntos en que se encuentran, pero que, por el contrario, los de las cavernas de Minas Geráes, en Brasil, se encuentran en su ya- cimiento primitivo. D'Orbigny, pertenece por completo a la antigua escuela, que admi- te las grandes catástrofes del globo y tuvo por más ilustres represen- tantes a Cuvier y Elie de Beaumont. AMEGHINO — V. III 33 514 Cierto es también, que en la época en que escribía (1840), ésta goza- ba aún del asentimiento de casi todos los geólogos. No debe, pues, sorprendernos que D'Orbigny haya fabricado ese ver- dadero romance geológico, erróneo en el fondo y en todos sus detalles. Hoy por hoy nadie cree ya en ese levantamiento subitáneo de las cordilleras. Inútil es, pues, que me extienda en refutarlo. En cuanto al levantamiento lento de la cordillera, es evidente que no es contemporáneo de la formación pampeana, sino que se remonta a una época muy anterior. En efecto: la formación patagónica presenta al Este de la cordillera especies distintas de las que se encuentran al Oeste, y todas son di- ferentes de las que se encuentran en los mares vecinos. En la actuali- dad, la fauna malacológica de las costas del Atlántico, en la República Argentina, es diferente de la fauna malacológica del Pacífico en las costas de Chile. Es claro que esta diferencia proviene de la interposición de las tierras, que impide que los moluscos pasen de un mar a otro. Los mismos efec- tos, en épocas anteriores, deben haber sido producidos por las mismas causas. Luego es evidente que la cadena de los Andes, no sólo es ante- rior a la formación del terreno pampeano, sino que ya existía en una época mucho más lejana, cuando se depositaba el terreno patagónico, e impedía que los moluscos del mar argentino pasaran al mar chileno. La hipótesis de D'Orbigny no es menos falsa en todos los demás de- talles. Las aguas marinas nunca han contribuído a la formación del terreno pampeano. ? El Océano no puede haber cubierto a un mismo tiempo y en una épo- ca geológica relativamente reciente todas las llanuras bajas de la Repú- blica Argentina; las llanuras de Santiago del Estero, situadas a 500 me- tros sobre el nivel del Océano; las de Mendoza, que se elevan a 800 metros; la sierra de Córdoba, hasta una altura de 1.200 metros; los va- lles de Catamarca, a 1.600 metros; los alrededores de Tarija, que se eleyan a cerca de 2.000 metros; la meseta de Cochabamba, cuya ele- vación pasa de 2.500 metros; y, en fin, los alrededores del Titicaca y la caverna Sansón Machay, en Perú, que se halla a más de 4.000 me- tros de altura. Dicha hipótesis es por demás extravagante. Por otra parte, el examen mismo del terreno no justifica un origen marino. En ninguna parte muestra huesos de pescados o conchas de mo- luscos marinos, y sí, restos de animales fluviátiles y terrestres. Además, sería un contrasentido, admitir que las aguas hayan podido - arrastrar desde Bolivia o Brasil, los esqueletos de Mastodontes, Mega- terios y pesados Gliptodontes, y no hayan podido transportar a los mis- mos puntos ni un solo guijarro rodado del tamaño de un garbanzo. 515 Cuanto a la distribución de los fósiles en los contornos imaginarios de un mar que nunca ha existido, no es menos inexacta. Que los huesos fósiles sean muy abundantes en la Bajada, en el río Negro de la Banda Oriental y en Bahía Blanca, no lo dudamos; pero si D'Orbigny hubiera penetrado en el interior de la provincia Buenos Aires, no habría afir- mado que aquí son más escasos. Es muy sabido que las orillas de los ríos que vienen del interior de la Provincia dejan ver en sus barrancas inmensas cantidades de estos huesos, y que en Luján, Mercedes, Areco, Salto, Arrecifes, costa del Salado, etc. (justamente los puntos que corresponderían a la parte cen- tral del supuesto mar), los huesos fósiles son mucho más abundantes que en Bahía Blanca, Mercedes del río Negro o la Bajada del Paraná. Las sales que contiene el terreno pampeano tampoco fueron depo- sitadas por el mar. Aún en la actualidad se forman en el interior de la República, depósitos de aluvión, ricos en cloratos y sulfatos, sin ninguna intervención de las aguas marinas. Del mismo modo se han formado los terrenos pampeanos salados, como lo demostraremos más adelante. Que D'Orbigny no haya observado jamás en el terreno pampeano, señales de estratificación, sólo prueba que lo examinó de una manera muy superficial. En razón de nuestras propias observaciones podemos atestiguar que ofrece señales de estratificación, por todas partes, y que aún en algunos casos muestra a diferentes niveles depósitos de natura- leza diferente del resto de la formación. La extensión de la fauna pampeana es más grande de lo que suponía D'Orbigny, pero esto no prueba que los fósiles de las pampas hayan sido transportados por las aguas desde las comarcas de Brasil. La explicación del fenómeno la encontrará el lector en otro lugar. Que los huesos que se encuentran en las cavernas de Brasil y los que contiene el terreno pampeano pertenezcan a una misma grande época geológica, no lo dudamos; pero la extinción de los grandes mamíferos que poblaban ambas regiones no es debida a la catástrofe imaginaria de D'Orbigny. Las causas de esa extinción deben buscarse, en efecto, en los cambios que ha sufrido la constitución física de la superficie de América Meridional; pero esos cambios no han sido repentinos y simultáneos, sino lentos y sucesivos. Los esqueletos de especies extinguidas que se encuentran en las pampas, pertenecen a animales que vivieron en los puntos donde han dejado sus restos. Esto lo probaremos de una manera que no dejará lugar a dudas. Es más que posible, es casi seguro, que lo mismo debe ser con res- pecto a los otros fósiles que se encuentran en otras partes de América del Sud. 516 Lo que nos inspira esta convicción, es que durante la formación de los terrenos pampeanos, cada gran región de América del Sud, tenía ya algunas especies y aun géneros que le eran propios. El género Arctotherium sólo se ha encontrado hasta ahora en la Re- pública Argentina y la Banda Oriental. Sólo en la República Argen- tina se han encontrado restos de especies parecidas a la vizcacha y a la liebre pampa que actualmente habitan la misma región. El Toxodonte, el Tipoterio y la Macroquenia, tres de las formas más curiosas de la fauna pampeana, sólo se han encontrado hasta ahora en los terrenos de transporte de la cuenca del Plata. Sucede otro tanto con los géneros Mylodon, Pseudolestodon, Lestodon, Panochtus y Doe- dicurus. No se ha encontrado un solo hueso de estos animales en Bra- sil, y sin embargo, si hubiesen vivido ahí, es imposible que Lund no hubiera encontrado algunos de sus huesos, mezclados con los de otros animales de la misma época. Podría, pues, preguntarse a D'Orbigny ¿de dónde arrastraron las aguas los huesos de esos animales? Sucede otro tanto, si se examina la fauna fósil de Brasil, desde el mismo punto de vista. El oso de las cavernas de Minas Geráes difiere del Arctoterio de las pampas. El género Nasua, que vive en Brasil, sólo se ha encontra- do fósil en el mismo país. Sucede otro tanto con el Agutí. En el or- den de los desdentados se han encontrado algunos géneros como el Coelodon, que no han dejado restos en la República Argentina. Es cierto que algunos géneros como el Scelidotherium, el Hoplo- rhorus y el Glyptodon, se han encontrado igualmente en las pampas y en las cavernas de Brasil, pero las especies de ambos países difie- ren, y las que son propias de Brasil se hallan acompañadas de algunos géneros que sólo viven actualmente en la misma latitud, por ejemplo: el tapir, del que no se ha encontrado ninguna especie fósil en el Plata. Podría, pues, repetirse aquí una pregunta parecida a la anterior: ¿poz qué las aguas que, según la hipótesis de D'Orbigny, transportaron a Buenos Aires los huesos del Mastodonte y el Megaterio, no arrastra- ron a la misma región algunos huesos de esos animales propios, tanto en la actualidad como en las épocas pasadas, de la zona tropical? Lo poco que conocemos de la fauna fósil de las otras regiones de Sud América, parece demostrar la misma ley. Afirmando D'Orbigny que los grandes mamíferos fósiles fueron ex- tinguidos a un mismo tiempo y de un modo simultáneo, emite la otra hipótesis de que los mismos mamíferos vivían tranquilamente antes de la catástrofe en la superficie de las tierras que limitaban el antiguo mar. En orden de antigüedad, la formación que sigue inmediatamen- te al terreno pampeano, es el terreno patagónico. Si esta otra hipóte- sis de D'Orbigny fuera exacta, deberíamos, pues, encontrar en el te- 517 rreno patagónico las mismas especies que en la formación pampea- na, pero pertenecientes a individuos que hubieran vivido y fenecido tranquilamente en los puntos en que se encontraban. Una vez más sucede lo contrario. Los animales del terreno patagónico son especí- ficamente y aun genéricamente diferentes de los que contiene el te- rreno pampeano. El Anaploterio, el Paleoterio, el Megamis, el Nesodonte y el Ho- malodontoterio, mamíferos propios de la formación patagónica, di- fieren completamente de los gravígrados y de los- armadillos gigan- tescos del terreno pampeano. Es indiscutible que estos últimos presentan más analogía que los primeros con la fauna actual sudamericana y que, por consiguiente, pertenecen a una gran época geológica más moderna. Es, pues, fuera de duda que la formación pampeana, lejos de ser el resultado de una causa momentánea y pasajera, se ha formado duran- te una época de excesiva duración y con suma lentitud. Los mismos fósiles lo demuestran de una manera evidente. Lo que hasta ahora se ha dado en llamar fauna pampeana, es la sucesión de cuatro faunas sucesivas diferentes, por lo menos, representada cada una por especies que le son características. Para explicar su extinción sucesiva a la manera de D'Orbigny, sería forzoso admitir cuatro catástrofes sucesivas; cuatro grandes inunda- ciones del continente americano, parecidas a la que nos ha pintado de una manera más ideal que científica. El sabio dinamarqués doctor Lund, estableció hacia el año 1835, su residencia en Brasil, donde empezó una serie de investigaciones ten- dientes a hacer conocer la fauna que había poblado ese país anterior- mente a la época geológica actual. Con ese objeto exploró un grandísimo número de cavernas de la provincia de Minas Gerâes, donde recogió numerosos huesos pertene- cientes a grandes mamíferos de especies actualmente extinguidas. Esos huesos se encuentran en una tierra arcillosa rojiza que cubre el fondo de todas las cavernas y que, en algunos casos, las rellena casi por completo. Esta misma capa, que sin duda representa nuestro terreno pampea- no, cubre casi toda la superficie del país. Se presenta sin interrupción en las llanuras, los valles, las mesetas, las colinas y en las faldas de las montañas, hasta 2.000 metros de altura sobre el nivel del mar. Ya hemos dicho que la misma formación se presenta en los alrede- dores de Río Janeiro con un espesor de más de 50 metros. Esta capa de arcilla muestra capas subordinadas de cascajo y de guijarros rodados. La misma formación ocupa toda la cuenca del Amazonas, del Tapa- jos, del Toncantines, del río Negro, del Madeira, etc., uniéndose por 518 el Norte con los depósitos de transporte del Orinoco que se extienden hasta el mar de las Antillas, y por el Sur con los depósitos pampeanos de Bolivia, que a su vez se unen insensiblemente con los de la Repú- blica Argentina. Lund atribuye la gran formación de transporte de Brasil a una gran irrupción de las aguas, que cubriendo casi toda América del Sud, puso un término a los seres que la poblaban. Es, pues, la misma hipótesis emitida casi al mismo tiempo por D'Or- bigny, de la que sólo difiere por detalles subalternos de pequeña im- portancia. Por manera que todas las críticas que hemos hecho a la se- gunda, son aplicables a la primera. Poco tiempo después de la publicación de la obra de D'Orbigny, apa- recían las observaciones geológicas de Carlos Darwin, que había vi- sitado la República Argentina, algunos años más tarde que aquel na- turalista. Este autor ha observado la formación pampeana, en algunos pun- tos aislados de la costa de Patagonia, en Bahía Blanca, en varios pun- tos del Paraná y en algunos afluentes del río Negro de la Banda Oriental. Ha encontrado huesos fósiles del terreno pampeano, en el Puerto San Julián, en la Bajada del Paraná, en el arroyo Sarandí, uno de los pequeños afluentes del río Negro, etc.; pero donde ha recogido la ma- yor parte de sus colecciones es en Bahía Blanca. En este punto recogió huesos de diferentes especies de grandes des- dentados, que estaban acompañados de conchas idénticas a las que aún viven en la bahía. Entre las muestras de tierra que recogió en el mismo punto y envió al célebre microscopista Ehrenberg, de Berlín, éste descubrió los res- tos de veinte especies de organismos, de los cuales diez y siete eran de agua dulce y los otros tres marinos. Deduce de esto que la cuenca del Plata estaba ocupada en otros tiempos por un mar o un inmenso estuario, en el que vertían sus aguas grandes ríos, que arrastraron los materiales que componen el terreno pampeano. Cree que los grandes mamíferos extinguidos poblaban las costas del antiguo estuario y fueron arrastrados a su fondo por las corrientes de agua dulce. Dice haber encontrado en la Sierra de la Ventana, a algunas cen- tenas de pies de altura y aplicados contra la roca, una especie de con- glomerados que considera como contemporáneos del terreno pampea- no. El cuarzo blanco está usado, y ello es atribuído por Darwin a la acción de las olas contra las rocas. Deja constancia de que la formación no es el producto de una gran 519 convulsión, sino que se ha formado lentamente durante un espacio de tiempo considerable. Desde luego, la teoría de Darwin, es más razonable y más admisi- ble que la de D'Orbigny, en el sentido de que no hace intervenir en su formación ningún gran cataclismo, no admite ningún sublevamiento o abajamiento repentino, y lejos de admitir que ha sido producida en un período relativamente corto, es de opinión que es la obra lenta del tiempo. Pero con todo, su opinión no está de acuerdo con lo que actual- mente sabemos acerca de la formación. Su hipótesis del gran estuario marino, encuentra las mismas obje- ciones que la de D'Orbigny. Si es difícil admitir que el antiguo estuario del Plata se haya ex- tendido desde Buenos Aires hasta Bahía Blanca, más lo es que haya penetrado en el interior de la pampa hasta los límites de la Cordillera. Del mismo modo que la hipótesis de D'Orbigny, la de Darwin no ex- plica cómo se formaron los terrenos de la misma naturaleza que se encuentran en el interior de la República a 1.600 metros de elevación sobre el nivel del mar y en Bolivia y el Perú hasta 3 o 4.000 metros. Como a la hipótesis de D'Orbigny, a la de Darwin puede objetársele que el terreno pampeano no presenta en ninguna parte vestigios de seres marinos, como debería mostrarlos en abundancia si realmente se hubiera depositado en el fondo de un mar o de un estuario o golfo de aguas marinas. Al emitir su hipótesis de la existencia de un antiguo estuario mari- no, Darwin lo hacía bajo la influencia que ejercía sobre su opinión el hallazgo que había hecho de huesos de Escelidoterio, etc., en Punta Alta (Bahía Blanca) mezclados con conchas marinas que creyó con- temporáneas de los mamíferos fósiles. Pero esta es una circunstancia puramente local, que no ha sido com- probada en ningún otro punto de la formación; y para todas las per- sonas que se han ocupado de esta cuestión hoy es evidente que las con- chas marinas no son contemporáneas de los esqueletos fósiles que acompañaban, sino depositadas encima de ellas en una época muy posterior, cuando la denudación de las aguas, ejercida sobre el terreno pampeano, puso a descubierto y dejó a medio enterrar los esqueletos de los desdentados fósiles, como tendremos ocasión de explicarlo más detalladamente. Por la misma razón puede desecharse la prueba aducida de la mez- cla de infusorios de agua dulce y agua salada en las muestras de tierra de la misma localidad. El examen microscópico del terreno pampeano nunca ha dejado ver el más ligero vestigio de infusorios marinos. Por lo que atañe a la capa de conglomerados que observó en la Sie- 520 tra de la Ventana, nada hay hasta ahora que pueda demostrar su edad, y al considerarlos como contemporáneos de la formación pampeana, no hizo más que una simple suposición que los hechos no confirman. Por el contrario, su elevación sobre las faldas de una montaña com- pletamente aislada como lo es la Sierra de la Ventana, haría suponer que pertenecen a una época más antigua, y por consiguiente los su- puestos vestigios dejados por las olas del Océano, remontan segura- mente a una época geológica mucho más remota, durante la cual toda la llanura argentina y una gran parte de la Sierra se hallaba aún cu- bierta por las aguas del Océano. Los esqueletos de animales fósiles que se encuentran no importa * en qué parte de la provincia Buenos Aires, ofrecen, en fin, un pode- roso argumento contra la opinión que supone hayan vivido en las cos- tas de un estuario, pues por todas partes el examen de su yacimiento demuestra que vivieron en los mismos puntos en que se hallan. Pero con todo, la opinión emitida por Darwin, de que los materiales que componen la formación pampeana fueron transportados lenta- mente al gran estuario por grandes ríos, es de una gran importancia, por cuanto constituye en verdad el primer paso firme que debía con- ducir directamente a la completa explicación de las causas que han cooperado en la formación del terreno pampeano. Bravard es el tercer sabio que se ocupó con alguna detención del estudio de la formación pampeana, y ha emitido una nueva hipótesis sobre su origen, diferente de las anteriores, de las que difiere tanto cuanto es posible. Combate la opinión de D'Orbigny de que se haya formado en el fon- do de un mar; y la de Darwin que supone se depositó en el fondo de un estuario. Reconoce, y con razón, que las aguas marinas no tuvieron ninguna intervención en su formación. Desecha igualmente el concurso de las aguas dulces, sea de ríos, sea de lagos, afirmando que la acumulación de los depósitos pampas es el resultado de causas atmosféricas y terrestres. Encuentra una gran analogía entre el limo pampa y la arena de los médanos. Comprueba que algunos esqueletos fueron sepultados por arenas y tormentas de polvo, puesto que casi en contacto con los hue- sos se encuentran impresiones de crisálidas de dípteros, demostrando así que los cadáveres quedaron expuestos al aire y por consiguiente a la putrefacción un cierto espacio de tiempo, hasta que fueron recu- biertos por las arenas movedizas. Del hecho de encontrarse a menudo dos o tres esqueletos pertene- cientes a la misma especie, enterrados unos al lado de otros, deduce la misma consecuencia. 521 Estudia el fenómeno actual de las tormentas de polvo y la marcha de los médanos, y, en su opinión, las mismas causas, en las épocas pa- sadas, obrando durante miles de años, pueden haber acumulado los terrenos pampeanos. Admite también la cooperación de las cenizas arrojadas por los vol- canes, y cree que esas causas bastan para explicar la formación del te- rreno pampeano. Bravard no era un observador vulgar, sino un naturalista distingui- do; de modo que antes de poner en ridículo su teoría, lo más conve- niente es estudiarla en todos sus detalles, porque quizá contenga más de cierto que lo que algunos suponen. El es quien probó primero que las aguas marinas no tuvieron nin- guna influencia en la formación del terreno pampeano. Es indudable que hay exageración sobre los resultados que pueden haber producido las tormentas de polvo y la internación de los mé- danos. : Sería, en efecto, difícil de explicar, cómo pudieron los vientos acu- mular los terrenos pampeanos de las mesetas de Bolivia y Perú, si- tuados a 2, 3 y 4.000 metros sobre el nivel del Océano. Igualmente sería difícil explicar cómo pudieron formar los vientos v las tormentas de polvo las capas guijarrosas que contiene el terreno pampeano cerca de las montañas, o de qué manera pudieron trans- portar los guijarros rodados que se hallan diseminados en la masa del terreno pampeano, en la Banda Oriental. La ausencia de fósiles pertenecientes a seres que habitaron las aguas dulces, que es una de las causas que indujeron a Bravard a des- echar todo concurso de causas hidrológicas, tampoco es exacta, pues hemos encontrado numerosos restos de moluscos de agua dulce mez- clados con huesos fósiles en más de cien puntos diferentes, y tendría- mos ocasión de citar numerosos yacimientos donde pueden recogerse en cantidades innumerables. Es, pues, evidente que, en la acumulación de los terrenos pampas, han concurrido otras causas más poderosas que las tormentas de pol- vo y la internación de los médanos; pero es imposible desechar por completo la intervención de estas últimas causas, pues un cierto nú- mero de las observaciones de Bravard, son de una rigurosa exactitud. Wodbine Parish, ex cónsul británico en la República Argentina, dice también algunas palabras sobre el terreno pampeano en su obra «Bue- nos Aires y las provincias del Río de la Plata», publicada en 1852. No conocemos esta obra, y diremos de ella por lo que de ella trans- cribe el doctor Zeballos. Según esta transcripción, dice Parish lo siguiente: «Por lo que sabemos hasta ahora de estas vastas llanuras llamadas 522 pampas, que se extienden desde las vertientes orientales de los Andes hasta las riberas del Paraná y del Uruguay, parece que son formadas de una inmensa capa aluvional de materia compuesta en su mayor parte de arcilla rojiza, que contiene concreciones calcáreas más o me- nos duras. Este sería el limo arrastrado en el transcurso de los siglos por innumerables ríos, descendientes de los Andes hacia un antiguo y profundo mar, cuyo fondo se ha ido agotando sucesivamente por estos sedimentos.» Agrega a esto el doctor Zeballos, que a su juicio, éste es el autor que sin menos audacia y más acierto, ha explicado hasta cierto punto el origen de la formación. Por nuestra parte, no participamos de la misma opinión. La hipóte- sis de Parish reposa sobre un error fundamental: el de suponer que la formación pampeana se ha formado en el fondo de un mar profundo, que fué rellenado por los aluviones. Desde luego no hallamos diferencia entre esta opinión y la de Dar- win, que el mismo doctor Zeballos reconoce no está acorde con los he- chos. Creemos, pues, que Parish no ha hecho más que copiar, resu- miéndola, la opinión emitida antes que él por su ilustre compatriota. Los señores Heusseur y Claraz, en su obra: «Essai pour servir a une description physique et geognostique de la province de Buenos - Ay- res», publicada en Zurich, en 1865, combaten particularmente la teo- ría de Bravard, adoptando la de Darwin, pero sin aportar nuevas prue- bas en favor de esta última teoría. El hecho principal sobre que insis- ten con tanta frecuencia, de la existencia de depósitos marinos a lo lar- ge de toda la costa argentina, prueba, en efecto, que el mar ha pene- trado más al interior de las tierras que en la actualidad, pero esto en una época relativamente moderna, posterior a la formación del terreno pampeano, y nada nos prueba sobre el verdadero origen de este último. Hace unos tres años, el profesor Dóring publicó un interesantísimo artículo sobre la composición del terreno pampeano desde el punto de vista físico y químico, permitiéndose al mismo tiempo emitir algunas opiniones con respecto a su origen. , Observa que los terrenos arenoarcillosos de grano grueso, se trans- forman, por una transición regular, en terrenos de grano fino. Esta modificación empieza al pie de la sierra de Córdoba, para terminar en las riberas del Paraná. De este hecho y de la composición física y química del terreno, de- duce que la sierra de Córdoba ha provisto los materiales que compo- nen el terreno de transporte que la rodea. Estudiando los cambios que ha sufrido y transforman aún la confi- guración de la sierra, debido a los fenómenos atmosféricos o la infil- tración de las aguas, comprueba los hechos siguientes: Que las masas 523 de piedra que se destacan de las rocas, a causa del frotamiento recí- proco que se efectúa entre ellas y de la acción mecánica del agua, se transforman sucesivamente en fragmentos de diferentes dimensiones. El agua deja los fragmentos más gruesos a inmediaciones de la sie- rra, y arrastra los más pequeños tanto más lejos cuanto menor es su tamano. Los granos más pequeños, producto de la desagregación de las rocas cuarzosas, son arrastrados en forma de arena, aún a mayores distancias. Más lejos aún, se depositan las arcillas producidas por la descom- posición del feldespato, que son arrastradas en forma de pequeñas partículas en suspensión en el mismo líquido. La continuación de estos fenómenos produce en nuestros días capas de distinta naturaleza, según se hallen más o menos próximas a la Sierra. Después de haber explicado con una rigurosa exactitud los fenóme- nos que se producen a nuestra vista, y la formación de los aluviones modernos, el doctor Dóring se pregunta si los mismos fenómenos pue- Gen explicarnos la formación del terreno pampeano. Así, nos encontramos sorprendidos al leer que: la gran extensión, la regularidad y la igualdad del suelo de la pampa, se opone a la idea de atribuirle tal origen. En este caso, dice el autor del artículo en cuestión, deberíamos creer en la existencia de una llanura cubierta de agua, parcialmente limita- da al Este por las sierras de San Luis, Córdoba, Catamarca, etc. Lo que le induce a creer que la formación pampeana se ha depositado en el fondo de un mar que se ha rellenado sucesivamente con las materias de transporte arrastradas por las aguas de las sierras vecinas, y que la gran regularidad del suelo de la Pampa, es el resultado de las olas. La formación pampeana, ya lo hemos repetido, no es de origen ma- rino; y como el doctor Dóring no trae ninguna prueba nueva en apoyo de esta hipótesis, es inútil que nos detengamos a refutarlo, pues la re- gularidad e igualdad del suelo de la pampa no es una prueba de que sea de origen marino, como tampoco lo es de lo contrario. Pero todos los demás estudios practicados por el doctor Dóring so- bre la composición física del suelo de la Pampa, contradicen su con- clusión final, y en lugar oportuno, aprovecharemos esos materiales para demostrarlo. El sabio director del Museo público de Buenos Aires, es quien sin disputa se ha acercado más a la verdad. Sin que esto importe disminuir su mérito, es bueno recordar que los trabajos de sus predecesores le han facilitado la tarea, y que confron- tando unas con otras las diferentes hipótesis emitidas, ha podido fá- cilmente formarse una idea de lo que cada una contiene de cierto. Por 524 otra parte, su larga residencia en el país y el conocimiento personal de una gran parte del territorio argentino, y aun de Chile, Brasil, etc., le ha permitido recoger un gran número de observaciones interesantes, algunas de la mayor importancia. Así su teoría sobre el origen de la formación pampeana, es exacta en el fondo, aunque en algunos de sus detalles no concuerde perfecta- mente con los hechos. En 1866, exponía su opinión sobre esta cuestión en los «Anales del Museo público de Buenos Aires». He aquí, en resumen, lo que decía: El terreno pampeano, en los alrededores de la Sierra de Córdoba, y en los valles de la misma sierra, contiene muchas capas guijarrosas, de lo que deduce, con razón, que el depósito ha sido llevado allí por aguas corrientes; y que las substancias primitivas del depósito son las rocas deshechas de la sierra vecina. Atribuye el mismo origen al terre- no de Buenos Aires, por cuanto presenta la misma composición a ex- cepción de las capas guijarrosas, que no pudieron depositarse en esta Provincia, a causa del menor declive del terreno, que no ha permitido al agua arrastrarlos hasta allí. A propósito de la gran cantidad de sales que contiene el terreno pam- peano, emite la opinión de que provienen de un antiguo mar. Dice que los huesos fósiles que se encuentran en el terreno pam- peano se hallan en la parte inferior de la formación, lo que, según él, prueba que los animales a que pertenecían ya habían desaparecido durante la acumulación del terreno pampeano, siendo este uno de los detalles en que no estamos de acuerdo con el autor, y sobre el cual tendremos ocasión de volver: con todo, el doctor Burmeister, de acuer- do con los hechos, corrobora el hecho de que los grandes mamíferos que han dejado sus huesos en el limo pampa, no se han extinguido repentinamente, por efecto de un gran cataclismo, sino de un modo sucesivo. Del hecho de que los fósiles pertenecen a animales terrestres, saca la consecuencia de que el depósito entero ha sido transportado por aguas dulces. Combate la opinión de D'Orbigny que atribuye la formación a un gran cataclismo; y la de Darwin, que supone se depositó en el fondo de un antiguo estuario. Considera igualmente muy exageradas las de- ducciones de Bravard y declara inaceptable su hipótesis. Se pregunta entonces cuál es la causa que ha acumulado esas inmen- sas masas de terrenos arenoarcillosos, y responde en el notable párrafo siguiente: «La contestación únicamente satisfactoria a todos los fenómenos ob- servados, es que la acumulación de los terrenos diluvianos no es el pro- ducto de una causa sola, sino de muchas sucesivamente activas; y que 525 el grande espesor de los depósitos no atestigua otra cosa sino el largo período durante el cual han obrado estas diferentes causas para la acu- mulación de depósitos tan considerables.» Cree el distinguido sabio que durante la época de la formación pam- peana existían en el interior lagunas considerables de agua salada y contemporáneamente a éstas grandes ensenadas en lo que es hoy la embocadura del río de la Plata y la Bahía Blanca; pero la existencia de tales bahías no está justificada a nuestro modo de ver, por ninguna observación. «Nuestra opinión es, continúa el doctor Burmeister, que en estas la- gunas y ensenadas, los ríos y arroyos, y principalmente lluvias fuertes y avenidas repetidas, han traído los depósitos diluvianos sucesivamen- te de las montañas vecinas deponiéndolos en los valles elevados, como en los llanos, y levantando siempre más el suelo, hasta la época de los aluviones, en la cual las avenidas cesaron y la constitución actual at- mosférica ha tomado lugar en el país.» Este párrafo, que hemos subrayado, encierra en cuatro palabras, toda la historia de la formación pampeana. Algunas líneas más adelante es menos feliz, cuando atribuye la ma- yor abundancia de huesos fósiles en la provincia Buenos Aires a gran- des inundaciones que hubieran traído los esqueletos desde el interior de la República. En efecto, probaremos hasta la evidencia que todos los grandes mamíferos extinguidos vivieron en la provincia Buenos Aires, contemporáneamente a la formación del limo pampa. En 1876, el mismo doctor Burmeister, se ocupó más extensamente de la formación pampeana e introdujo varias modificaciones a su teo- ría publicada diez años antes, algunas poco felices. Las principales modificaciones o adiciones, son: Que las sales que contiene el terreno pampeano no son de origen marino como lo había supuesto anteriormente (1). Que la parte inferior de la formación corresponde a la época pre- glacial y la parte superior a la época glacial, opinión que no tiene fun- damento alguno. ¿En dónde colocar, además, los terrenos de la épo- ca glacial? Pero en seguida de esta hipótesis, sin fundamento, hace dos modi- ficaciones del mayor interés a su teoría primitiva, afirmando que los huesos fósiles no han sido traídos por las corrientes de agua y que nin- gún hecho confirma la existencia de un golfo marino, durante la épo- ca pampeana, en lo que hoy es el río de la Plata. Concluye, en fin, dando una lista de los mamíferos que considera ca- racterísticos de cada una de las dos partes en que divide la formación (1) Description physique de la République Argentine, volumen segundo. 526 pampeana; pero este ensayo de cronología paleontológica es, por des- gracia, completamente erróneo, y suprimiéndolo, el autor habría pro- cedido más juiciosamente. En resumen, la teoría del doctor Burmeister, que es la que más se acerca a la verdad, es completamente exacta en el fondo, pero errónea en algunos de sus detalles. La formación pampeana no es de origen marino, sino debida a la acción de las aguas dulces y a agentes atmosféricos y terrestres. Queda por explicar, cómo esas diferentes causas han podido produ- cir el terreno pampeano; y eso es lo que vamos a tratar de hacer en los capítulos siguientes. CAPÍTULO XXII NUESTRA OPINIÓN SOBRE LAS CAUSAS QUE HAN PRODUCIDO LA FORMACIÓN PAMPEANA Los vientos. — Acción del agua. —Las fuerzas subterráneas. — La formación pam- peana es el resultado de estas tres causas reunidas. — De qué modo han obrado. — Las pampas de Mojos en pleno proceso geológico. Participamos de la opinión del doctor Burmeister, de que la acumu- lación de los terrenos pampas no es el producto de una sola causa, sino de muchas. Pero es menester conocer todas esas causas, para poder formarse una idea de la parte que cada una ha tenido en la formación de ese grandioso monumento geológico. Empezaremos, pues, por la ac- ción de los agentes atmosféricos: los vientos. ¿Qué parte han tenido los vientos en la formación del terreno pam- peano? Bravard, los considera como la verdadera causa productora de los terrenos de transporte de la hoya del Plata. La principal observación sobre la cual basó esta teoría, ya tuvimos ocasión de repetirlo, es la de haber encontrado varios esqueletos que se conocía habían sido sepultados por arenas movedizas, deduciendo de esto que todo el terreno pampeano es el producto de causas atmos- féricas. Es indudable que Bravard exajeró extraordinariamente la impor- tancia de este descubrimiento; pero como quiera que sea, ello prueba que desde época lejana las tormentas de polvo y arena ejercían una acción poderosa en la superficie de la llanura argentina. Por otra parte, hemos podido cerciorarnos de que el descubrimiento de Bravard, no es sin fundamento, pues a menudo hemos encontrado esqueletos envueltos en arena, que se conoce fué transportada por los vientos, pues ha cubierto los animales cuando aún estaban en plena descomposición cadavérica, formando encima de ellos pequeños mon- tículos. Pero las terribles tormentas de polvo que envolvieron esos cadáve- res, han dejado vestigios más importantes de la acción poderosa que ejercieron en la formación del limo pampa. 528 En muchos depósitos lacustres de la época pampeana, se ven vetas, filones, montículos y finos estratos de arena cuarzosa, tan pura como en el día no se encuentra en ninguno de los ríos y riachuelos de la pampa. Esta arena, evidentemente no ha sido traída por las aguas, sino que proviene de ventarrones que la transportaban a grandes distan- cias, pero que al rozar la superficie del agua caía al fondo y formaba esos pequeños montículos y estratos de arena que el fondo del lago ha conservado en estado de pureza hasta nuestros días. Examinados, pre- sentan completamente el mismo aspecto que los sutiles estratos de arena que se han encontrado en las excavaciones practicadas en los depósitos de aluvión del valle del Nilo, que está probado hasta la evi- dencia fueron transportados por los vientos hasta allí desde el desier- to de Sahara. Uno de los argumentos que podría oponérsele a la teoría de Bravard, es la ausencia casi completa de médanos en la parte de la provincia Buenos Aires situada al Norte del río Salado, mientras que son su- mamente numerosos al Sud del mismo río. Pero, si actualmente no existen médanos en toda la superficie de la Pampa, nada prueba que no hayan sido más numerosos durante la época en que se depositaba el limo pampa. En efecto, hemos encontrado médanos de arena, sepultados en las profundidades del terreno pampeano, cerca de Mercedes, a 5 metros de profundidad; cerca de la estación Olivera, a 3 metros; en la Villa Luján, a 8 metros; y en la misma ciudad Buenos Aires, a más de 10 me- tros de profundidad. Muchas personas que han hecho practicar excavaciones en diferen- tes puntos de la provincia Buenos Aires, nos han referido que muy a menudo se encuentra a diferentes profundidades capas de arena pura. Es evidente que esos depósitos aislados no son el producto de co- rrientes de agua, porque en tal caso las capas se presentarían sin in- terrupción hasta el punto de donde tuvieron origen, aumentando gra- Gualmente el tamaño de los granos hasta convertirse en verdaderas capas guijarrosas. Pero como esto no es lo que sucede, es forzoso ad- mitir que esas masas fueron acumuladas por las fuerzas atmosféricas y que durante la época de la formación pampeana, toda la llanura es- taba salpicada de masas más o menos considerables de arenas move- dizas. i Pero lo que puede dar una idea de la parte que tuvieron los vientos en la acumulación de las masas de terrenos de transporte de la llanu- ra argentina, son los inmensos depósitos de arena que se encuentran a diferentes profundidades del terreno y cuyo volumen puede valuarse en algunos casos por millones de metros cúbicos. Hemos observado uno, aunque a la ligera, al Sud de la ciudad Bue- 529 nos Aires, al pie de la barranca Santa Lucía, donde había sido puesto a descubierto por grandes excavaciones hechas, si mal no recordamos, con el objeto de colocar caños para la conducción del gas destinado al alumbrado público. La arena de que se compone es blanco amarillenta, y se halla inme- diatamente después de la capa de tierra vegetal. Por lo que se refiere a su espesor, diremos que hemos visto excava- ciones de 3 a 4 metros de profundidad que no perforaban completa- mente el depósito. Pocos días antes de nuestra visita a una de esas excavaciones, se había encontrado una gran cantidad de huesos fósiles que los peones separaron de la arena y los llevaron para componer un patio. Cuando los vimos, ya estaban todos reducidos a pequeños fragmentos, a pesar de lo cual nos fué fácil reconocer en ellos, restos de Gliptodontes, cu- yos fragmentos de coraza son tan característicos. Como alguien podría quizá creer que nos hemos equivocado atri- buyendo a una época mucho más remota depósitos geológicos recien- tes, advertiremos que la arena que examinamos no es la misma capa de arena que se halla algo más lejos de la ciudad, en Barracas, que también tenemos examinada y de una manera aún más escrupulosa. Esta última capa no es, en efecto, más que un antiguo lecho del Pla- ta, de época geológica reciente. Otro depósito atmosférico, curioso de examinar, existe cerca de la Villa Luján, a orillas del río y a unos 2 0 3 metros de profundidad. Tiene un espesor de cerca de 1 metro y se compone de un polvo suma- mente fino, de color rojo algo obscuro, tan poco coherente, que si se extrae una cierta cantidad de él estando seco y se expone al aire libre, si hay un poco de viento empieza a formar nubes de polvo. Los depó- sitos parecidos que hemos tenido ocasión de examinar son numerosos. Basta con lo dicho, para demostrar que si los vientos no fueron la verdadera causa productora del terreno pampeano, tuvieron cuando menos una parte muy activa en su formación, sin que esto importe ce- cir tampoco que fué la principal. Durante algunos períodos de la época pampeana las llanuras ar- gentinas eran más abundantes de agua que en la actualidad. Esta no es una suposición, sino un hecho deducido de la existencia de un sin fin de pequeños depósitos de terreno pampeano que se han formado de- bajo de las aguas, demostrando así del modo más evidente que duran- te esa lejana época, toda la superficie de las pampas se hallaba cu- bierta de un sinnúmero de lagos, lagunas y pantanos, en cuyo fondo se depositaron grandes cantidades de materias terrosas. Además, una gran parte del terreno pampeano consiste en un limo arenoarcilloso muy parecido al depósito cuaternario del valle del Rhin AMEGHINO — V. III 34 530 liamado loess y no hay duda que es un depósito formado por las aguas dulces, como está demostrado serlo el del Rhin. En muchísimas partes se nota que el limo pampa presenta una es- tructura laminar; si se examina con más cuidado, se ve que cada uno de estos estratos se diferencia en algo de los otros, sea por el color, el aspecto, el espesor o la composición, y pueden separarse unos de otros por medio de la hoja de un cuchillo bastante fina. Esa estructura laminar sólo se observa en los terrenos depositados por las aguas; y como una gran parte del terreno presenta ese aspecto, es Claro que una porción considerable de la formación es el producto de las aguas. Por otra parte, ya hemos dicho que en las cercanías de las sierras, el terreno pampeano presenta capas subordinadas de guijarros roda- dos, arrancados de las sierras vecinas por las aguas. Es claro que no sólo los guijarros, sino también todo el cascajo que los contiene, y aun la masa principal de la formación, proviene de la denudación efectuada por las aguas pluviales, que arrastraron esos materiales desde las faldas de las montañas hasta el fondo de los valles. Por último, las inmensas cantidades de conchas de moluscos de agua dulce que se encuentran en diferentes puntos del territorio, demues- tran hasta la evidencia que las aguas han tomado una parte muy ac- tiva en la formación del terreno pampeano y que ellas fueron quienes transportaron la mayor parte de los materiales que lo componen. Según D'Orbigny, la formación pampeana es el resultado inmediato de un sublevamiento repentino de la cordillera de los Andes, pero ade- más de que todos los geólogos modernos se han declarado en contra de la teoría de los grandes sublevamientos repentinos, ya hemos de- mostrado anteriormente que la hipótesis de D'Orbigny es completa- niente falsa en el fondo y en los detalles. : Con lo dicho no es nuestra intención decir que las fuerzas subterrá- neas no hayan contribuído a la formación del terreno pampeano, pues admitimos su intervención. . No solamente creemos, como el doctor Burmeister, que el principio Ge la época pampeana fué señalado por un sublevamiento que levantó a un nivel superior la cordillera de los Andes, sino que tenemos la convicción profunda de que aún después de verificado dicho subleva- miento, las fuerzas internas han continuado reaccionando contra la parte de la corteza del globo, actualmente llamada Pampa, produ- ciendo un sin fin de sublevamientos y hundimientos, que continuaron durante toda la época pampeana y que han dado por resultado la es- parción de los terrenos de transporte sobre toda la superficie de la vasta llanura. Es evidente que el terreno pampeano no se ha formado debajo de 531 un depósito de agua permanente. Pero, de trecho en trecho, se encuen- tran depósitos secundarios, de poco espesor y de escasa extensión, que difieren por su color y naturaleza del resto de la formación, contenien- do además muchas conchas de moluscos de agua dulce. Estos son los depósitos pampeanos, a que llamamos lacustres, porque se deposita- ron en el fondo de lagos y lagunas de la época pampeana y acerca de los cuales tendremos ocasión de extendernos más adelante. Por ahora sólo citaremos algunas observaciones relativas a los cambios de nivel del terreno. En algunos puntos hemos observado la existencia de dos o tres de- pósitos lacustres, colocados uno debajo de otro y separados por capas de terreno rojizo que no ha sido depositado en el fondo de depósitos de agua permanente. Es indudable que antes que se formara el depósito lacustre inferior, la superficie del terreno estaba en seco; luego, debido sin duda a un hundimiento parcial, se formó una depresión que fué inmediatamente ocupada por las aguas, pero que, poco a poco, se fué cegando por causa de depósitos sucesivos de materias térreas acarreadas por las aguas e formadas por repetidas tormentas de polvo y arena, hasta quedar com- pletamente desecada. Pero más tarde, durante la época en que ese mis- mo punto se hallaba convertido en tierra firme, o más bien dicho, en te- rreno que no estaba ocupado por aguas permanentes, inundaciones pe- riódicas y tormentas de arena y polvo continuaron levantando el nivel del suelo, hasta que con el tiempo volvió a producirse otro hundimiento que convirtió por segunda vez ese punto en hondonada que volvió a ser ocupada por las aguas, convirtiéndose otra vez en un lago o laguna que se pobló de animales acuáticos por un largo espacio de tiempo, hasta que la continuación de las mismas causas que habían dado por resultado la desaparición del lago precedente, lo hicieron desaparecer a su vez, para repetirse el mismo fenómeno por tercera o cuarta vez. Estas diferentes transformaciones en diversos puntos de la llanura, en un paraje bajo o alto, seco o pantanoso, se pueden explicar muy bien admitiendo una serie continua de pequeños sublevamientos y hun- dimientos, que solamente ejercían su acción sobre pequeñas regiones pero que con su continuación concluyeron por transformar completa- mente la superficie del país. Esos cambios de nivel, no sólo no tienen nada de improbable, sino que tenemos pruebas de hundimientos y sublevamientos de una exten- sión mucho más considerable. Así, durante la época pampeana, la lla- nura argentina se extendía por sobre superficies hoy ocupadas por las aguas del Océano, pero en una época geológica relativamente re- ciente, hubo un abajamiento general del suelo argentino, durante el cual las aguas saladas pudieron internarse tierra adentro y depositar 532 los bancos de conchas marinas que ya hemos mencionado anterior- mente. Pero estos últimos fueron dejados por las aguas del mar en los puntos donde se encuentran por otro sublevamiento general del suelo que nada prueba que no continúa en nuestros días. Sabemos, en efecto, que toda la costa chilena está en vías de sublevamiento, y es difícil creer que este movimiento ascencional del terreno no se hace sentir, aunque con menor intensidad, en la costa argentina. Bravard atribuye, en fin, un origen volcánico al hierro oxidulado ti- táneo que se encuentra en el terreno pampeano, aunque no en gran abundancia. Las aguas, las fuerzas subterráneas y los vientos, parecen, pues, ser las tres verdaderas y únicas causas que han producido la formación pampeana. Queda probado que las tres tuvieron una parte activa en su forma- ción y puede demostrarse fácilmente que ninguna de ellas por sí sola, puede explicar la acumulación de los depósitos pampas. En efecto: está puesto fuera de duda que los sublevamientos del te- rreno, las erupciones volcánicas, etc., etc., no pueden por sí solos dar origen a rocas sedimentarias. En cuanto a los vientos, por más que se exageren sus efectos, nunca podrá explicarse cómo produjeron la acumulación de los depósitos pampas. Queda el agua, agente principal de las formaciones sedimentarias. Es indudable, como ya lo hemos demostrado, que ha tomado una par- te muy activa y principal en la formación del terreno pampeano. Bur- mieister y otros sabios distinguidos prueban, en efecto, que los terrsnos de transporte del Plata, han sido acarreados y sedimentados por las aguas dulces. Sin duda; pero ¿puede explicarse por ellas la formación del terreno pampa, sin la intervención de otras causas? Se ha comparado la formación del terreno pampa con la formación actual del Delta del Paraná, a nuestro modo de ver impropiamente. Las islas del Paraná son un depósito aluvional fluviátil, que empie- zan en el fondo del agua del río por bancos de arena aislados, que se unen entre sí, y poco a poco se elevan hasta convertirse en terrenos emergidos. Pero no sería de ninguna manera razonable suponer que la formación pampeana siguió en su sedimentación el mismo procedi- miento. En ese caso tendríamos que suponer que el lecho del antiguo río se extendía sobre toda la llanura argentina, hipótesis tan inadmisi- ble como la del estuario marino de Darwin. Más difícil aún resulta explicar la acumulación del terreno pampa por los mismos efectos que actualmente producen las aguas en la pro- vincia Buenos Aires. 533 Se ha dicho que los aluviones modernos o la tierra vegetal levantan el terreno un pie y medio por siglo, por manera que si continúa el mismo procedimiento durante unos treinta mil años los aluviones mo- dernos tendrán de 30 a 40 metros de profundidad. Evidentemente hay exageración en el cálculo sobre el crecimiento del terreno vegetal; pero aun admitiendo dicho levantamiento, no ya en treinta mil, ni aun en un millón de años, la provincia Buenos Aires no podrá cubrirse de una capa de aluviones modernos de 30 a 40 metros de espesor, a menos que no cambien por completo las con- diciones físicas de la comarca. Para que dicha capa pudiera formarse, sería preciso que las aguas transportaran a la llanura materias sedimentarias provenientes de te- rritorios que no forman parte de la Provincia. Ahora bien: a excepción de las materias de acarreo que transportan las aguas del Paraná y del Uruguay, y que son depositadas en la embocadura de los mismos ríos y en el estuario del Plata, el resto de la provincia Buenos Aires no re- cibe de afuera otras corrientes de agua que arrastren materias térreas y las depositen en la superficie del terreno. Luego, no pueden formarse capas ininterrumpidas de aluviones modernos de gran espesor. Es cierto que en los puntos bajos u hondonadas se forman capas de terreno de transporte, pero también es cierto que son de un espesor muy limitado. Sólo a orillas del Salado hemos visto puntos donde al- canzaban cinco metros de espesor; pero como descansan inmediata- mente encima del terreno pampeano, puede darse como seguro que su antigúedad remonta a varias decenas de miles de años; y a pesar de tan remota antigüedad se extienden sobre espacios muy limitados. Como esos depósitos se han formado durante una época en que el río Salado aún no había excavado su cauce actual, es fuera de duda que han adquirido su maximum de espesor. _ Por otra parte, los depósitos de idéntica naturaleza que se forman en las hondonadas, y que, lo repetimos, son siempre de escasa exten- sión, no podrán alcanzar un espesor mayor. La razón es fácil de comprender. Los materiales que forman esos depósitos son arrancados por las aguas de las lomas vecinas, en cuyas cumbres los efectos de la denudación son siempre visibles y a menu- do han puesto el terreno pampeano a la vista. Sabemos también que en las llanuras de la provincia Buenos Aires, las mayores diferencias de nivel entre los puntos bajos y las cumbres de las lomas que los ro- Gean, muy raramente exceden de 20 metros. Si en los bajos se forma un depósito de cínco metros de espesor, es de suponer que la altura de las lomas ha disminuído otro tanto. La diferencia de nivel quedaría entonces reducida tan sólo a diez metros, pero la hondonada, al levan- tar su fondo de cinco metros, ha dejado de ser una hoya aislada, abrién- 534 dose un desagüe hacia el arroyo o río más cercano. Entonces, los ma- teriales arrastrados de las lomas, ya no son depositados en el fondo de la hondonada, sino llevados a las corrientes de agua permanente, que a su vez los conducen al gran estuario del Plata o al fondo del mar. Téngase en cuenta, además, que a medida que disminuye la diferencia de nivel, la denudación de las aguas es tanto menos intensa, y fácil será comprender porqué esos pequeños depósitos no pueden sino por ex- cepción alcanzar un espesor mayor de cuatro a cinco metros y mu- cho menos formar una capa ininterrumpida de algunos metros de es- pesor sobre toda la llanura. Esos pequeños depósitos son puntos perdidos en la inmensidad de la llanura; y la pampa argentina pasa actualmente por uno de esos in- tervalos geológicos que dejan también un intervalo en la serie de las formaciones sedimentarias. De modo, pues, que se ha comparado sin razón la formación del te- rreno pampeano, con la formación de los aluviones modernos de la Provincia o con el crecimiento de las islas del Paraná. El estudio de los efectos producidos por las aguas en la llanura ar- gentina, no pueden, pues, explicarnos la acumulación de los terrenos de transporte de la llanura porteña. Pero concediendo siempre que sólo las aguas tomaron parte en esta acumulación ¿cómo pudieron extenderlos sin discontinuidad sobre una llanura tan vasta y con la potencia extraordinaria que presentan? Si fueran antiguos ríos, cada uno habría formado cauces separados y nunca habrían podido depositar sobre una superficie tan vasta una capa de tanto espesor. Como dice el doctor Dóring, la extensión y uni- formidad del terreno pampa se opone a esta suposición. No quedaría, entonces, más que la hipótesis de que toda la Pampa se hallaba debajo de una inmensa napa de agua dulce; pero entonces ¿de dónde vinieron los grandes mamíferos cuyos esqueletos se en- cuentran en todas las profundidades del terreno? ¿Cómo explicar la presencia de arena movediza y de médanos sepultados en la misma formación? ¿Cómo explicar la existencia de esqueletos cubiertos por arenas movedizas y la ausencia, en una grandísima parte de la forma- ción, de huesos de pescados y de moluscos de agua dulce, etc., etc.? La acción única y exclusiva de las aguas dulces, es pues, también inaceptable, porque no da la explicación de todos esos fenómenos dife- rentes. No queda así otra explicación que la acción combinada de las aguas aulces, las fuerzas subterráneas y los vientos. Por otra parte, la presencia de los restos de un gran número de ani- males que vivieron durante su formación y se han reproducido quién sabe durante cuantos miles de generaciones; el hallarse dichos restos 535 en todos los niveles de la formación, probando que no desaparecieron todos al mismo tiempo; el hallarse la superficie de las pampas de esa época salpicada con un gran número de lagos y lagunas habitadas por un número infinito de moluscos de los que nos dejaron en su an- tiguo fondo innumerables restos, prueba que la duración de la forma- ción de los terrenos pampeanos se ha prolongado sin duda alguna mu- chas decenas de millares de años. Podemos, así, establecer desde ya la siguiente conclusión: Los terrenos arenoarcillosos que ocupan la superficie de las pampas argentinas hasta una profundidad de 20 a 60 metros, son el resultado de la acción combinada de las aguas, los vientos y las fuerzas subte- rráneas; se han formado con suma lentitud durante un larguísimo es- pacio de tiempo; los restos orgánicos que se encuentran en su seno pertenecen a seres que han vivido durante el tiempo de su formación; luego este espacio de tiempo representa una de las grandes épocas geológicas del globo. Es un hecho que nadie niega, que durante la formación del terreno patagónico, casi toda la llanura argentina se hallaba cubierta por las aguas del mar. El fondo del antiguo Océano se iba cegando poco a poco, como lo demuestran los grandes bancos de ostras que se encuentran en la parte superior del terreno patagónico. Durante los últimos tiempos de esta época, las aguas saladas debie- ron extenderse por el Oeste hasta la cordillera de los Andes. Al Norte debian penetrar hasta los llanos de Santiago del Estero, rodeando la base de la sierra de Córdoba. La gran depresión por en medio de la cual ha excavado su cauce el río Paraná, debía ser un brazo angosto de mar que penetraba por el Norte hasta más arriba de la ciudad Co- rrientes, siguiendo la dirección del eje formado por el río Paraguay. Con la depresión por en medio de la cual corre el Uruguay, debía suceder otro tanto; pero este segundo brazo no debía internarse tierra adentro tanto como el primero. El nivel relativo de los diferentes puntos de la llanura cubiertos por las aguas del mar, debía ser con poca diferencia igual al actual. Es indiscutible que el movimiento ascensional del fondo del Océano, producido por las fuerzas subterráneas, aceleró la desecación del anti- guo mar; como es también casi seguro que ese movimiento ascensional era lento pero continuo y casi uniforme sobre toda la inmensa llanura. Llegó un momento en que esta inmensa región era algo que no po- día compararse ni a un fondo de mar ni a una tierra emergida. Con el levantamiento del fondo del mar patagónico y su transfor- mación en tierra firme, quedaron estancadas en las depresiones del terreno grandes depósitos de agua salada. 536 La vasta llanura se encontró emergida y sin cauces o ríos que pu- dieran llevar el sobrante de sus aguas al Océano. La llanura de esa época era, además, más vasta que la llanura actual. El gran golfo que forma el Atlántico en Bahía Blanca no existía. El estuario del Plata tampoco. Y habría podido hacerse a pie el trayecto que separa los puntos en que se han construído las ciudades Buenos Aires y Montevideo. La Pampa, en fin, se extendía sobre regiones hoy cubiertas por las aguas del Océano, hasta una distancia que por ahora no es dado de- terminar. La gran depresión por en medio de la cual corre actualmente el Pa- raná, no debía tener comunicación con el Océano, sino que siguiendo directamente su dirección Norte a Sud, que conserva en la mayor par- te de su curso desde Rosario hasta la confluencia del Paraguay, debía internarse Justamente en el centro de la Pampa, perdiéndose en la inmensidad de la llanura. Como en esa época, según ya lo hemos repetido, el espacio actual- mente ocupado por el estuario del Plata, era formado por terrenos ele- vados, éstos obligaban a las aguas que bajaban por la depresión o valie del Paraná, a seguir su curso Norte a Sud hasta internarse en la Pain- pa, en vez de formar el ángulo que marcan actualmente al cambiar su dirección Norte a Sud, en Sudeste. Con la depresión o valle del Uruguay debía suceder otro tanto y sus aguas, bajando directamente al Sud, debían internarse en el centro de la provincia Buenos Aires hasta confundirse con las del Paraná. Todas las aguas de la inmensa cuenca hidrográfica de los ríos Uru- guay, Paraná y Paraguay, que ocupa casi una cuarta parte de la su- perficie de América del Sud, después de haber recorrido largas distan- cias y formado en los valles y llanuras bajas grandes depósitos de are- na, arcilla y guijarros, venían a parar a esas dos grandes depresiones; pero una vez que penetraban en ellas, todas comenzaban a depositar las materias terrosas de que aún estaban cargadas; después, siguiendo el pequeñísimo declive del terreno, se ponían en movimiento hacia el Sud, inundando todas las llanuras de la provincia Buenos Aires, estan- cándose en los puntos más bajos, donde se mezclaban con las aguas de lagunas y pantanos, depositando al mismo tiempo todas las pequetas partículas arenosas, arcilláceas y calcáreas que aún conservaban en suspensión. Todas las corrientes de agua que bajaban de la sierra de Córdoba se perdían del mismo modo, confundiéndose con las que bajaban del Norte por la depresión del Paraná. La parte occidental de la llanura argentina limitada al Oeste por la sierra de Córdoba, hoy estéril y desierta, debía igualmente estar cu- 537 bierta de lagos y lagunas. Las aguas que entonces bajaban de los An- des en forma de torrentes impetuosos, formados ya por las lluvias, ya por el derretimiento de las nieves, se desparramaban igualmente en la llanura adyacente, donde mezclándose con las anteriores, se dirigían, siguiendo la pendiente del terreno, hacia la pampa del Sudeste, con- fundiéndose con las que descendían de las regiones septentrionales. La gran uniformidad de la llanura, la horizontalidad casi completa del terreno y la pequeña elevación a que debía hallarse con relación al mar de esa época, eran causas que se oponían a que las aguas for- masen cauces naturales que las condujeran al Océano. Su marcha, si- guiendo los declives del terreno, no podía ser sino sumamente lenta, estancándose en los puntos más bajos que levantaban sucesivamente con las materias tenues que tenían en suspensión y depositaban en su fondo, hasta que la continuación del mismo fenómeno, durante un largo espacio de tiempo, levantaba notablemente el fondo de los pan- tanos. Entonces las aguas tenían que reunirse en otros puntos, que también se cegaban a su vez, continuando la repetición del mismo fe- nómeno por todo el tiempo que duró la época pampeana, aumentán- dose de este modo continuamente el espesor de los terrenos. Las lluvias tropicales, y el derretimiento de las nieves en las cordi- lleras, debían producir además crecientes periódicas. Durante esas grandes inundaciones, las aguas cubrían por algunos meses vastas superficies de terreno que estaban en seco durante todo el resto del año y debían dejar en la superficie del terreno un delgado estrato de tierra arcilloarenosa. La superficie de las pampas en esa época, desprovista de árboles, pero cubierta de una lozana vegetación herbácea, debía presentar tres categorías bien distintas. Prímera, la de los terrenos bajos, que se hallaba cubierta por aguas permanentes durante todo el año. Segunda, la de los terrenos anegadizos, situados a un nivel superior a los anteriores y que sólo eran cubiertos por las aguas durante ciertos meses del año, a causa de las crecientes periódicas. Tercera, la de los terrenos altos, que se encontraban en seco duran- te todo el año. En estos últimos debían habitar los mamíferos propios de esa época, que sólo descenderian a los terrenos anegadizos duran- te Jes meses del año en que se encontraban en seco: es claro que debe entenderse que los que tenían hábitos acuáticos como el Hidróquero, que, por cierto, debía habitar las lagunas y pantanos. Otro tanto debía suceder con el curioso mamífero llamado Tipoterio que debía ser aún más acuático que el carpincho; y el gigantesco Toxodonte, que debía ser otro habitante de las aguas a la manera del hipopótamo. Las olas del mar debían arrojar a las playas grandes cantidades de arena, que los vientos transportaban tierra adentro, para aumentar las materias de transporte que las aguas arrastraban desde los parajes elevados. En medio de este flujo y reflujo continuo de las aguas en la super- ficie de la pampa, las fuerzas subterráneas indudablemente no esta- ban inactivas, sino que debían contribuir de un modo poderoso a que los depósitos acarreados por las aguas se esparcieran de un modo uni- forme sobre la entera vasta llanura. A Innumerables sublevamientos y hundimientos verificados con suma lentitud y de poca extensión cambiaban continuamente el curso de las aguas; convertían terrenos bajos en altos o anegadizos; y estos últi- mos en bajos que poco a poco eran ocupados por las aguas que co- menzaban a cegarlos, hasta que nuevos sublevamientos volvían a con- vertirlos en terrenos altos o anegadizos y así sucesivamente. Este continuo vaivén de las aguas y las tierras prosiguió hasta que la continuación de los mismos fenómenos durante centenares de siglos modelaron la actual superficie de la llanura argentina. Como se ve, por lo dicho, la formación del terreno pampeano se ha verificado durante una época de sublevamiento lento, pero contínuo y general de la superficie de la vasta llanura y sin intermitencia de nin- guna especie en su conjunto; pero el terreno de cada punto en parti- cular se ha formado durante una serie de hundimientos y de un modo intermitente. Concretándonos al estudio de los terrenos de transporte de la cuen- ca del Plata, no tenemos porqué ocuparnos de los depósitos de idén- tica naturaleza que se encuentran en otros puntos de Sud América. Sin embargo, no podemos dejar de manifestar que, en vista de la homo- geneidad que presentan, la primera idea que se nos ocurre, es que los terrenos de transporte arenoarcillosos de América del Sud son todos ce una misma época y que en su formación han obrado las mismas causas. Creemos, en efecto, que todos deben haber sido producidos por cau- sas análogas a las que han dado por resultado la formación de los te- rrenos pampeanos, pero no deja de ser menos indudable que en cada punto en particular pueden haber habido causas secundarias que hayan impreso en cada depósito caracteres propios que lo distingan de los otros, como es también probable que no todos hayan sido formados en una misma época y que su homogeneidad dependa puramente de la circunstancia de haber tenido origen en la descomposición de rocas de idéntica naturaleza litológica. Por otra parte creemos que se ha exagerado por demás la homoge- neidad de todos esos depósitos. Así el terreno que se halla aún adheri- do a los fósiles traídos de Tarija, nos ha parecido muy diferente del te- 539 rreno pampeano de Buenos Aires; y algunos fósiles de las colecciones de Europa, rotulados como procedentes de Brasil, hemos podido re- conocer por el terreno que aún conservaban que provenían de la pro- vincia Buenos Aires. Volviendo a nuestra opinión sobre el origen de la formación pam- peana de la cuenca del Plata, se nos ocurre que sin duda se harán ob- jeciones a muestra exposición, afirmándose quizá que no tenemos ejemplos ni pruebas directas de que puedan formarse tan grandes y vastos depósitos en llanuras casi constantemente cubiertas de agua, Gue una semejante condición física del suelo no puede ser favorable a le vida animal y vegetal y que es inadmisible la suposición de una co- marca tan vasta, casi completamente cubierta por aguas dulces en gran parte estancadas. Vamos a contestar tales objeciones estudiando fenómenos análogos que se‘verifican a nuestra vista y en llanuras que tienen miles de le- guas cuadradas de superficie. En diversos puntos de América del Sud existen grandes llanuras que están expuestas a inundaciones periódicas. Las hay en la República Argentina, en el territorio del Gran Chaco. El río Paraguay, entre los 14° y 18° de latitud Sud, atraviesa igual- mente una llanura de varios miles de leguas cuadradas de superficie, anualmente inundada por las aguas y ocupada en muchos puntos por grandes lagunas de agua permanente. Pero la naturaleza del terreno de esta región es poco conocida aún. No sucede lo mismo con la provincia Mojos, en Bolivia, que ha sido estudiada por viajeros y geólogos distinguidos. Las pampas de Mojos ocupan toda la parte septentrional de Bolivia. Sus límites son: por el Norte los ríos Beni y Guaporé, por el Sud los Andes y mesetas de Chiquitos, por el Este las colinas de Chiquitos y las llanuras brasileñas que no son más que una continuación de las pampas de Mojos y por el Oeste el río Beni y los últimos contrafuer- tes de los Andes. La superficie de esta inmensa llanura puede calcu- larse en unas 18.000 leguas cuadradas. Toda la comarca está cubierta por una capa de arcilla rojiza muy parecida al terreno pampeano de Buenos Aires, y de la misma época geológica, puesto que contiene igualmente huesos de grandes desden- tados extinguidos. Encima de este terreno, que es la formación pampeana, se encuen- tra otra capa que corresponde a los terrenos postpampeanos de Bue- nos Aires, compuesta de arena muy fina, mezclada con arcilla obscura turbosa. Pero aquí en vez de presentarse en forma de pequeños depó- sitos aislados de escasa extensión y poco espesor, como sucede en la lianura argentina, forma una capa ininterrumpida, que se extiende 540 sobre toda la llanura y que tiene un espesor de 6 a 8 metros y hasta de 10 y 12 en algunos puntos. Como los terrenos postpampeanos de Buenos Aires, esa capa es pos- terior a la verdadera formación pampeana, puesto que ya no contiene huesos de grandes mamíferos extintos, pero sí vestigios de la indus- tria humana de una época relativamente reciente, como por ejemplo: restos de alfarería, etc. Así, mientras que en Buenos Aires, a partir de la época de la extin- ción de los grandes mamíferos propios de la formación pampeana, sólo se han formado depósitos aislados de poca importancia, en las llanu- ras de Mojos, a partir de esa misma época, se ha depositado una capa aluvional de varios metros de espesor y de una superficie de más de 10.000 leguas cuadradas. La razón de esta diferencia se encontrará en que los depósitos post- pampeanos de las hondonadas de la Pampa son el producto dé la de- nudación de las aguas sobre las cumbres de las lomas vecinas, cuando por el contrario los materiales que han formado la capa aluvional de las llanuras de Mojos han sido traídos por las aguas de las faldas de las sierras que las rodean. La acumulación de los depósitos aluvionales de esta última región no ha cesado y continúa aún actualmente a nuestra vista. Aquí pode- mos decir en efecto que si el mismo crecimiento actual continúa por espacio de unos 50.000 años, las llanuras de Mojos se hallarán cubier- tas por una capa de tierra de 20 a 30 metros de espesor quizá. Enton- ces, hasta los puntos más elevados de la llanura en que tan sólo suele mostrarse a descubierto el terreno pampeano, estarán cubiertos por la capa aluvional moderna. Para formarse una idea de las causas que a nuestra vista concurren a la formación de esa vasta capa aluvional, es preciso conocer la con- figuración física de la región en que dicho fenómeno se efectúa. La llanura de Mojos está limitada al Noreste y al Este por las mon- tañas del Diamantino en Brasil, al Sud por las colinas de Chiquitos y las mesetas de Santa Cruz y al Oeste por las ramificaciones orientales de los Andes. Es una hondonada inmensa, sólo abierta hacia el Norte por una depresión por donde corre el río Madeira, formado por la con- fluencia de las corrientes de agua de toda la Provincia. Toda la superficie de la hondonada es una llanura de una horizon- talidad más perfecta que la de Buenos Aires. Raro es encontrar en ella puntos donde la diferencia de nivel entre las lomas y los bajos pase de 10 metros. Las poblaciones sólo se encuentran en los puntos más elevados; el resto de la llanura se halla cubierto de agua durante la mayor parte del año. Otra buena porción del territorio está ocupada por lagunas o pantanos turbosos. 541 Las numerosas corrientes de agua que bajan de las sierras circun- vecinas, se desbordan en la época de las lluvias, se desparraman so- bre la llanura y depositan cada año un nuevo estrato. En toda esa inmensa capa de terreno aluvional no se encuentra un solo guijarro rodado, ni un solo grano de arena cuyo grosor pueda ser determinado; es bueno recordar que sucede otro tanto con el terreno pampeano de Buenos Aires. Sólo al pie de las montañas se encuentran algunas capas de guijarros rodados. Las aguas se retiran con dificultad. El único desagüe natural es el río Madeira; a él corren a reunirse todas las corrientes de agua que cruzan la llanura, pero su cauce no es lo suficientemente ancho y pro- fundo para llevar al Amazonas todo el sobrante de las aguas. El desagüe se efectúa con suma lentitud. La mitad de la comarca se halla cubierta por las aguas durante seis meses del año. Sólo de distan- cia en distancia se ven algunas lomas que apenas sobresalen un me- tro sobre la superficie del agua, en las que se hallan las poblaciones o están cubiertas de bosques naturales y pobladas de animales salvajes. En la estación de las lluvias se puede en canoa cruzar las llanuras en todas direcciones. D'Orbigny pasó en canoa desde el río Itonama hasta el río Machupo, corrientes de agua separadas por una llanura de más de 22 leguas, es decir: una distancia mayor que la que separa a Merce- des de Buenos Aires. Las pampas de Mojos están en pleno proceso geológico, y lo que hoy pasa a nuestra vista se ha repetido en otras épocas, y quizá en es- cala mayor, en las pampas de Buenos Aires. El estudio de la formación pampeana en todos sus detalles, lo pro- bará de una manera evidente. CAPÍTULO XXIII ESTUDIO DE LOS DIFERENTES FENÓMENOS Y MANIFESTACIONES QUE PRESENTA EL TERRENO PAMPEANO Sales solubles y eflorescencias salinas. — Carbonato de cal y tosca. — Guijarros. —Re- lación entre la arena y la arcilla. — Tosca rodada. — Médanos. — Humus y vizca- cheras pampeanas. Recorriendo los ríos y arroyos de la pampa se nota a menudo que las barrancas están cubiertas de eflorescencias Salinas, de color blan- co, presentando un aspecto completamente igual al de una ligera capa de nieve que acabara de caer. Esas sales consisten generalmente en sulfatos y cloratos y algunas veces en nitratos. No siempre se hallan a la vista; y se muestran generalmente des- pués de algunos días de sol que secan el terreno humedecido por las aguas pluviales. Es indudable que esas sales forman parte integrante del terreno pam- peano que, al secarse, suben a la superficie por una fuerza capilar y lue- go son disueltas por las aguas pluviales que las arrastran a los ríos, los que a su vez las conducen al Océano. Hemos podido asegurarnos de la verdad de esta aserción, estudian- do las eflorescencias salinas en la parte superior del curso del río Lu- ján, uno de los puntos donde se muestran con más intensidad. Cuando hace algún tiempo que no llueve, a partir de la altura de la estación Olivera, hasta el nacimiento del mismo río, toda la barranca y el lecho mismo del río, que en parte se halla en seco, está cubierto de dichas eflorescencias que podrían recogerse en grandes cantidades por medio de un simple barrido. Los pobladores de los campos adyacentes llaman a estas eflorescen- cias, salitre, pero habiendo recogido muestras de él en diferentes pun- tos, hemos podido convencernos de que por todas partes se compone casi exclusivamente de sulfato de soda. Sólo hemos visto pequeñas proporciones de salitre en el barro formado en algunos puntos por el pasaje de numerosos ganados, pero en este caso es indudable que se trata de un producto actual. 543 Diferentes veces hemos tomado muestras del terreno a grandes profundidades, pudiendo comprobar así, que el sulfato de soda forma parte integrante de la formación. Nos ha sucedido también más de una vez que los fragmentos de coraza de Gliptodonte que desenterrá- bamos de su yacimiento natural, después de algunos días de tenerlos en nuestra habitación, se cubrían de una eflorescencia análoga, de más de un dedo de espesor, pero tan sumamente liviana, que bastaba el más ligero soplo para dejar el hueso completamente limpio. Las aguas del río disuelven esta sal que les da ese desagradable gusto amargo que las distingue. A la misma causa deben su salazón las aguas del río Salado. El terreno no contiene, sin embargo, por todas partes las mismas sales, ni en la misma proporción. En algunos puntos, cerca del río Co- lorado, predomina el cloruro de sodio, mezclado a menudo con sulfato de cal o sulfato de magnesia. Con todo, en varias comarcas del interior, predomina el nitrato de sodio, particularmente en la provincia Santiago del Estero, donde exis- ten en la superficie del suelo depósitos inagotables, que el día en que se exploten constituirán una de las principales fuentes de riqueza de la República. Todos los ríos salados de la pampa, deben su salazón a las sales que contiene el terreno y son disueltas por las aguas. El mismo origen tie- nen las lagunas de agua salada. Pero esas substancias solubles no se hallan en la misma cantidad en toda la formación y su distribución no obedece a ninguna ley. Así ve- mos sucederse sin orden alguno lagunas de agua salada y lagunas de agua dulce, según esté constituído su fondo por un terreno salado o no. Por la misma razón las aguas de algunos ríos son dulces en el principio de su curso y más tarde, al pasar por terrenos salíferos, se vuelven saladas; por ejemplo: el río Salado, en Santiago del Estero, que a causa de este mismo cambio ofrece la particularidad de llevar tal nombre en la parte inferior de su curso y el de río Dulce en su parte superior. A menudo ocurre también lo contrario: un ejemplo de esta clase lo ofrece el río Luján, que en la parte superior de su curso, a partir de su nacimiento hasta unas dos leguas más abajo de Mercedes, atraviesa terrenos que contienen una fuerte proporción de sulfato de sodio, pero 2 partir de este punto el terreno es menos salado. Así, las aguas de este río son menos saladas o amargas en Luján que en Mercedes y menos en Pilar que en Luján. ¿Cuál es el origen de todas estas sales solubies que contiene el te- rreno pampeano? La opinión hasta ahora admitida es que tienen su origen en un antiguo mar que cubría toda la llanura argentina; pero 544 no nos parece difícil demostrar que esta hipótesis está en desacuerdo con los hechos. En efecto: si fueran un producto del mar, las sales consistirían en su mayor parte en cloruros; mientras que, por el contrario, salvo raras excepciones, predominan los sulfatos. Creemos también probable que si fueran de origen marino se hallarían igualmente repartidas sobre todo el territorio, mientras que, por el contrario, el terreno es salado en unos puntos y en otros no lo es. Por otra parte, esta hipótesis está en completa oposición con todos los demás detalles de la formación, que prueban hasta la evidencia que ésta no es de origen marino. Comprendiendo sin duda estas dificultades, recientes observadores han modificado en algo la hipótesis primitiva. Suponen que el levan- tamiento del suelo pampeano dejó encerradas en las depresiones más profundas grandes cantidades de aguas marinas, formando así lagos salados, cuyas aguas se evaporaron poco a poco o fueron absorbidas por el suelo, dejándolo impregnado de sales. Esta idea es muy natural y participamos de ella hasta cierto punto. Creemos, en efecto, y es casi seguro que así debe haber sucedido, que al levantarse la llanura pampeana del fondo de las aguas del Océano, debieron quedar encerrados en el interior, grandes depósitos de agua salada. Más aún: creemos que esas lagunas de agua salada ocupaban justamente los puntos más bajos de la llanura, que constituyen las sa- linas y los salitrales. Pero esos lagos no pueden explicar la presencia de las sales en el terreno pampeano. Si tuvieran dicho origen, habrían continuado viviendo en esos su- puestos caspianos, los seres orgánicos que por todas partes habitan el fondo del mar. Encontraríamos allí huesos de pescados, conchas de mo- luscos, foraminíferos y demás vestigios de la vida marina, pero nada de todo eso se ha encontrado hasta ahora. Si fuera así, el suelo mismo que forma el asiento de las salinas, de- bería contener las mismas sales, pero éstas sólo parecen formar una capa superficial que no penetra a grandes profundidades. La cantidad de sal disminuye, en efecto, a medida que aumenta la profundidad, y el terreno pampeano que se encuentra debajo parece no sólo que siempre no es salado, sino que contiene napas de agua dulce, lo que está en com- pleta contradicción con dicha hipótesis. Siendo sin disputa el terreno pampeano la materia de transporte que cubrió el fondo: de los antiguos lagos, debería haber conservado las sales como parte integrante de él; pero tan sucede lo contrario, que se ha probado hasta la evidencia que las sales de esos lagos desecados, lejos de provenir del subsuelo, son formadas por las materias salinas que las aguas disuelven en las sierras y arrastran a los puntos más bajos de la llanura. Recuérdese a este pro- pósito lo que hemos dicho en el capítulo XVII de esta obra. Luego, las 545 salinas son un producto moderno, postpampeano, que nada común tic- nen con la formación pampeana. Aún queda una objeción que alguien pudiera hacernos. ¿Qué se hi- cieron las sales que contenían esas masas de aguas saladas que queda- ron separadas del mar? He aquí la contestación. El fondo de esos lagos se ha levantado de 15 a 20 metros sobre su antiguo nivel. Las aguas que bajaban de las cordilleras, como ya lo he- mos repetido, llegaban entonces hasta el Océano, pero antes penetra- ban en esos lagos en los cuales se impregnaban de sal que arrastraban al Atlántico y concluyeron por desalarlos. Con el continuo levantamien- to del suelo, el fondo de los antiguos lagos quedó en seco y a ellos vi- nieron a parar las aguas de las alturas vecinas, que evaporándose o in- filtrándose a través del suelo han formado la capa salitrosa actual. En cuanto a las sales solubles que se encuentran en el resto de la for- mación pampeana, participamos de la opinión emitida recientemente por el doctor Burmeister, bien diferente sin duda de la que publicó en otro tiempo. Creemos que son de formación secundaria, que no existían bajo la misma forma en los materiales que formaron el terreno pampeano y que se han formado mucho más tarde por efecto de combinaciones de las diferentes substancias que componen la formación. Esta es la única suposición admisible que no esté en contradicción con los hechos. Los sulfatos pueden ser el resultado de la descomposición del yeso que, dejando libre el ácido sulfúrico, se combinó con la soda, cuerpo que las rocas feldespáticas que han provisto una gran parte de los mate- riales del terreno pampeano poseen en cantidad considerable. El ácido suifúrico puede también ser el resultado de la descomposición de sul- furos metálicos, como es un hecho que también puede producirlo, aun en cantidades considerables, la descomposición de ciertas substan- cias orgánicas. Del mismo modo pueden haberse formado todos los sulfatos. En cuanto a los cloratos, es posible que no tengan todos el mismo ori- gen, pero faltan en una gran parte del territorio pampeano, especial- mente en la provincia Buenos Aires. Sólo se encuentran en algunas grandes depresiones del interior y en muchas lagunas de los territorios patagónicos. Esto prueba que aunque en gran parte puedan ser produc- tos depositados en el mismo estado en los puntos donde se encuentran, han sido llevados ahí por las aguas que los disolvieron en los terrenos altos en tiempos modernos, pues si fueran de origen marino, volvemos a repetir que se encontrarían por todos los puntos del territorio y a to- das profundidades. Hemos tenido ocasión de decir repetidas veces, que el terreno pam- peano contiene una fuerte proporción de carbonato de cal. En efecto: AMEGHINO —V. III 35 546 este siempre forma parte de la masa, pero nunca se presenta aislado, sino mezclado con la arena y la arcilla en proporciones variables. Cuando la cantidad de carbonato cálcico que contiene el terreno pam- peano es bastante considerable, forma las masas duras de color blan- quizco o amarillento, que en el país denominamos tosca. Muéstrase generalmente por todas partes en masas pequeñas, de for- mas más o menos esféricas u ovoidales, que varían desde el tamaño de un guisante hasta 1 o 2 pies de diámetro. Otras veces muéstrase en le- chos o estratos horizontales hasta de 1 o 2 metros de espesor. Y, en fin, también en masas informes de superficie mamelonada, en nódulos y ramificaciones de una gran irregularidad. Estas masas le oponen a la denudación una mayor resistencia que el resto del terreno, compuesto casi exclusivamente de arena y arcilla. Así, en los puntos donde las aguas pluviales, la fuerza de erosión de las co- rrientes de agua, o la acción de las olas, disuelven y se llevan la arena arcillosa, quedan a la vista esas rocas o mamelones, formando relieves de hasta un metro y más de altura, que se extienden sobre grandes su- perficies. Esto puede observarse fácilmente en las playas del río de la Plata, en frente de la misma ciudad Buenos Aires y en las orillas de casi todos los ríos del interior. En algunos puntos, la tosca es tan dura que es preciso romperla a martillazos o hacerla saltar en pedazos utilizando un cortafierro; en otros lugares por el contrario, es tan blanda que puede deshacerse en- tre las manos. Con respecto a su origen y época de formación se han emitido opi- niones diferentes. El ingeniero inglés Revy, la considera como una formación coralina, pero ello importa un grave error, que no merece refutarse, puesto que ya es un hecho suficientemente demostrado que la formación pampea- na no es de origen marino. El célebre microscopista Carpenter dice haber visto en la tosca frag- mentos de conchas y foraminíferos, de lo cual deduce que la cal es el producto de la descomposición de las cáscaras de esos animales en el agua salada. Puede hacérsele al señor Carpenter la misma objeción, esto es: que la formación pampeana no es de origen marino; pero como dicho señor presenta en su apoyo una observación propia, y sin duda de importan- cia, bueno es examinarla. ¿Existen realmente en la tosca restos de foraminiferos? Hemos examinado diferentes muestras provenientes de puntos muy lejanos unos de otros y no hemos podido comprobar en ellas el más li- gero vestigio de la existencia de restos de dichos animales. Bravard tampoco los había encontrado; y el doctor Burmeister que la 547 ha examinado desde ese punto de vista especial, dice otro tanto, esto es: que nunca ha visto en ella restos de foraminíferos. El hecho observado por el doctor Carpenter, es pues, una circuns- tancia puramente local y que, por consiguiente, nada prueba. Esto mis- mo nos induce a creer que quizá la tosca en cuestión no pertenezca al terreno pampeano. e Las muestras examinadas por el doctor Carpenter le fueron envia- das por Darwin, que las había recogido en distintas localidades. Es sabido también que este último sabio consideraba a los depósitos marinos postpampeanos de Bahía Blanca y de Buenos Aires como con- temporáneos de los desdentados extintos y de la verdadera formación pampeana. Y como estos depósitos marinos también contienen una es- pecie de tosca, es muy posible que la muestra examinada por el señor Carpenter provenga de esta capa moderna, en cuyo caso el hecho no tendría nada de extraño. Sería interesante examinar si las muestras de tosca moderna de los depósitos marinos de la costa del Atlántico y el Plata presentan los mis- mos restos. Por desgracia las muestras provenientes de esos depósitos que llevamos a Europa, se extraviaron en la Exposición de París y nada podemos decir al respecto. Pero como quiera que sea, es evidente que el hallazgo de los forami- níferos es un hecho local y que la tosca no es el producto de la acumu- lación de restos de conchas marinas y de foraminíferos por medio de las olas, como lo supone el doctor Carpenter, puesto que se halla en todas partes y niveles de la formación y ésta no es un producto marino. Pensamos que todo el carbonato de cal que se encuentra en el terre- no pampeano proviene de la descomposición de las rocas que han pro- visto los materiales de la formación, que fué disuelto por las aguas en los puntos altos del interior y luego lo arrastraron a las llanuras. Pero no creemos que todos los depósitos se hayan formado bajo la acción de las mismas causas. Sin embargo, como regla general, podemos afirmar que la tosca no es más que el resultado de la infiltración de esas aguas, cargadas de car- bonato de cal, que, al precipitarse, han cementado las partículas arcillo- sas y arenosas en que han penetrado y que, salvo raras excepciones, no se han formado en el fondo de depósitos de agua, sino a cierta profun- didad de la superficie del suelo. La masa no ofrece ninguna textura cristalina, pero sí amorfa; no es, pues, un producto químico, sino más bien mecánico, producido por la in- filtración de las aguas y la precipitación del carbonato calizo. Un solo golpe de vista permite reconocer, en efecto, que esas rocas no provienen de yacimientos más antiguos sino que se han formado in situ. Es, pues, un depósito que puede llamarse mixto, esto es: químicomecánico. El ilustrado químico don Miguel Puiggarí, en un trabajo sobre la tos- ca del fondo del Plata, publicado en los «Anales científicos argentinos», ka manifestado la opinión de que la tosca no es más que la arena del fondo del río reducida al estado de arcilla por la acción mecánica del agua y que juego se ha combinado con el carbonato calizo de ésta. La opinión del señor Puiggarí no nos resulta de ninguna manera aceptable porque establece las siguientes conclusiones, a nuestro modo de ver erróneas: 1° Que la arena del fondo del río se está transformando en tosca; 2° Que la tosca del fondo del río mo es más que la arena ya trans- formada; 5 3° Que para formar la tosca es preciso que el agua reduzca antes la arena al estado de arcilla; La arena del fondo del río, en todas partes es arena y en ninguna es tosca. La tosca se encuentra en el terreno pampeano rojo que tiene una an- tigúedad de decenas de millares de años, y la arena es un producto ac- tual del río que en todas partes descansa encima del terreno arcilloso rojo, al que no la une ningún estado de transición directo. Las dos formaciones están perfectamente separadas y a primer golpe de vista se distinguen una de otra. La tosca del río contiene restos de animales de especies que ya no existen. Los restos orgánicos que contiene la arena del mismo río per- tenecen a especies actuales. Dice el señor Puiggarí que su mayor o menor dureza depende del tiempo en que se ha ido verificando la transformación, y que en efecto, en el mismo Paseo de Julio se puede notar desde da que puede des- prenderse por lla sola fuerza de la mano hasta la que mecesita corta- fierro y martillo. Si efectivamente fuera así, existiría entre las toscas más duras del bajo del Paseo de Julio y la arena del fondo del río una gradación con- tinua, no interrumpida; pero no sólo no es así, sino que los análisis que publica el señor Puiggarí para probarlo, prueban lo contrario. Según dichos análisis la arena del centro del río tiene un 0.36 por ciento de carbonato cálcico; la de la orilla, 1.02; y la que según él em- pieza a formar masa compacta, 1.54. Vemos, según esto, que la diferen- cia entre la cantidad de carbonato cálcico que contienen estas tres muestras de arena es muy pequeña y que del mismo modo que la arena del centro del río tiene una cantidad de carbonato cálcico menor que el que contiene la arena de la orilla por una razón que el sabio químico no nos explica, del mismo modo puede ser que la cantidad mayor de carbonato cálcico que contiene la arena más compacta que él cree se está transformando en tosca, no sea debido a esta última circunstancia 549 sino a otra quizá idéntica a la que ha hecho que la arena de la orilla tenga una cantidad mayor de carbonato cálcico que la del centro. Toda la orilla del río está formada por grandes masas de tosca, que según los análisis del mismo señor Puiggarí, tiene hasta un 45 por cien- to de carbonato de cal. Estas masas de tosca son continuamente lavadas por el flujo y reflujo de las aguas y las olas, hasta que la denudación las desmenuza por completo, mezclando sus materiales con la arena de la orilla, de modo que forzosamente tiene que aumentar la cantidad de cal contenida en ella, haciendo asi que contenga: una proporción mayor que la arena del centro del río. Aunque en el centro también existen bancos de tosca, el agua ya no ejerce sobre ellos más que una acción química y de ningún modo mecánica, debido a la capa de arena que constantemente los cubre. He aquí ahora la cantidad de carbonato cálcico de tres muestras de tosca de la orilla del río, según el-señor Puiggarí: tosca blanda que se ceshace con la mano, 34.30 por ciento; idem más dura que la anterior, 41; ídem la más dura, 45.50. Como se ve, hay una diferencia mucho más grande entre 1.54, que ez la cantidad mayor de carbonato cálcico de la arena más compacta Gel fondo del río, y 34.30, que es la cantidad menor del mismo que se- gún él se encuentra en la tosca más blanda, que entre esta última can- tidad y el 45.50 por ciento que dice contiene la tosca más dura. Estas diferencias demuestran perfectamente que falta un estado de transición y que no existe una gradación continua, porque dejan entre la arena más compacta y que contiene más cal y la tosca más blanda y que contiene menos, un vacío que no es posible llenar con la arena del río. Para encontrar todos los estados intermediarios de transición hay que estudiar el fenómeno en el interior de la formación. Bien se verá por lo dicho que la tosca del fondo del Plata no es la are- na del mismo río transformada en tosca. Esta supuesta transformación parece tanto más imposible, cuando se considera que la tosca se encuen- tra en el terreno pampeano, que es de formación muy anterior al exca- vamiento del cauce del Plata, y que el agua, al excavar el vasto estua- rio ya encontró la tosca formada tal como se encuentra hoy en los mis- mos puntos y tal como se encuentra en cualquier punto de la Provincia donde se practiquen excavaciones. En efecto, las mismas capas de tosca que aparecen en las orillas del río en Buenos Aires, se extienden en las profundidades del terreno hasta Tandil y Bahía Blanca. De manera que, sí admitiéramos la teoría del señor Puiggarí, tendríamos que admitir también la extensión del estuario del Plata hasta aquellos puntos. Con esto no queremos negar que la tosca no continúe formándose aún a nuestra vista, pero por un procedimiento diferente del que pretende el señor Puiggari, o más bien dicho, por procedimientos diferentes. 550 . La tosca que se presenta en las orillas del Plata y la que se halla en casi todo el terreno pampeano, se ha formado en las profundidades del suelo. La tosca o el calcáreo que se deposita en el fondo de depósitos «e agua es el resultado de una simple precipitación, cuestión sobre la cual volveremos. En cuanto a que el agua transforma la arena en arcilla para que ésta se pueda combinar con el carbonato cálcico, nuestras observaciones nos prueban que no es indispensable, pues así como hemos encontrado tos- cas en terrenos arcillosos, y que no contenían arena, así también he- mos encontrado toscas que contenían en su masa muchos granos de arena, y que se encontraban ellas mismas en terrenos arenosos. También muchas toscas están completamente llenas de fragmentos de hueso, dientes y conchillas, perfectamente conservadas, que segura- mente no se encontrarían en ese estado si antes el agua hubiera tenido que desmenuzar la arena para convertirla en arcilla. En algunos puntos del terreno pampeano se encuentran, por fin, ca- pas de tosquilla, huesos, dientes, conchillas sumamente frágiles y are- na, todo ello unido por un cemento de tosca, lo que prueba de un modo evidente lo que antes hemos dicho, esto es: que la tosca en su máxima parte es debida a la infiltración de aguas cargadas de carbonato de cal, que han cementado las partículas arcillosas y silíceas de los terrenos en que penetraban, formando así esos nódulos y ramificaciones de formas tan variadas y caprichosas que se encuentran en las profundidades del terreno. Esto demuestra también que la tosca es un producto secundario, pos- terior a la formación del depósito en que se encuentra y que sigue en vía de formación aún actualmente; esto explica su mayor abundancia en los niveles bajos, pues el agua en su tránsito disuelve una cantidad de cal de las capas superiores y la lleva a las inferiores, aumentando ae este modo continuamente la cantidad existente en ellas. La tosca que envuelve muchos huesos fósiles, prueba también de una manera evidente que es un producto secundario y que no existía cuan- co los huesos quedaron enterrados. He aquí a ese propósito una observación interesante y apropiada para disipar muchas dudas. Hace algunos años encontramos cerca de Mercedes, frente a una pe- queña isla que se halla algo más lejos que el arroyo de las Pulgas, un esqueleto de Gliptodonte completo, con su coraza, colocado con la abertura ventral abajo y el dorso arriba. En el interior de la coraza, todos los huesos se hallaban en sú justa posición. Es evidente que el animal entró en un pantano donde encontró la muerte. Lo prueba, no tan sólo su posición, sino también las numerosas Planorbis y Lim- neas que lo rodeaban. Casi todo el interior de la coraza estaba relleno 551 de tosca sumamente dura, que impidió la extracción perfecta del es- queleto. ¿De dónde pasó el carbonato de cal para ir al interior de la coraza? Metido el animal en el fango no pudo haber quedado ninguna abertura por donde pudiera penetrar, y fuerza es admitir que se infiltró disuelto en el agua, a través de la misma coraza, cementando el fango arcilloso y rellenando de materia calcárea el tejido interno de la misma coraza. Es también imposible en este caso negar que la infiltración no se ve- rificó en una época muy posterior a la muerte del animal y sin que haya habido durante ese intervalo en dicho punto ni olas fuertes que desme- nuzaran la arena, ni corrientes de agua de ninguna especie, que sin duda habrían destruído, cuando menos en parte, el esqueleto del cor- pulento animal. He aquí otra observación, en que el fenómeno se verificó inversa- mente, pero que lleva a la misma conclusión. Sobre las orillas del pequeño arroyo Frías, encontramos en una capa postpampeana muy rica en carbonato de cal, una piedra chata, bastante espesa, trabajada por el hombre, y que yacía naturalmente sobre una Ge sus dos caras principales. La capa de terreno en que se encontraba, muestra un gran número de masas de tosca en ramificaciones y filones. Una de estas ramificaciones, que penetraba en el suelo casi perpendi- cularmente, caía justamente sobre esta piedra que conservamos en nuestra colección. De este modo la cara superior de la piedra estaba casi completamente cubierta de tosca. Pero el filón no se continuaba en la parte inferior de la piedra y la cara sobre la cual yacía ésta no presenta tosca adherida a su superficie. Lo que prueba de una manera evidente que esas ramificaciones son el producto de la infiltración de las aguas, pero éstas no pudieron infiltrar la cal a través de la piedra granítica como lo habían hecho a través de la coraza de Gliptodonte. Existen, pues, depósitos de tosca en vía de formación, no sólo en los terrenos pampeanos, sino también en los más modernos. En los terre- nos postpampeanos de las barrancas del río Luján y sus afluentes se ven masas de tosca postpampeana que a veces es más dura que la pam- peana, presentando todos los aspectos de ésta. Sólo se distingue, por ser de un color más obscuro, debido probablemente a la circunstancia de haberse formado en un terreno que tenía el color obscuro casi negro de la tierra vegetal. La dureza de esta tosca, producto de las infiltraciones, es sumamente variable: sin embargo, parece que generalmente presenta mayor dure- za la que contiene una mayor cantidad de carbonato cálcico. Pero la pro- porción de cal es tan variable como su dureza, existiendo todas las gra- caciones intermedias, desde la que tiene un 10 a 15 por ciento, hasta la - que contiene un sesenta o un setenta. Con todo, no toda la tosca es el producto de infiltraciones de aguas cargadas de carbonato de cal, y puede producirse por simple precipita- ción. Un día, uno de nuestros discípulos, en Mercedes, nos dió una tosca redonda que había recogido en el fondo de una pequeña corrien- te de agua que entra en el río Luján y tiene su origen en un terreno completamente lleno de enormes masas de tosca. Esa piedra le había ilamado la atención por su peso extraordinario. Al tomarla en la mano, sospechamos inmediatamente, a causa de su gran peso específico, que se trataba de una simple incrustación. Dimos un golpe de martillo a la piedra y vimos que el interior lo formaba, efectivamente, una bala de plomo sobre la que se había depuesto una capa de carbonato de cal de 3 a 4 milímetros de espesor. Es claro que esta substancia se hallaba en solución en el agua y que envolvió la bala a causa de una simple pre- cipitación. Pero lo notable es que esta substancia estaba muy lejos de ser homogénea. El carbonato calizo no formaba más que un 48 por cien- to de la masa total; lo demás era arcilla y arena sumamente fina; es decir: que esa substancia era una verdadera tosca. Creemos, pues, muy posible, y es casi seguro, que donde pasaban con- tinuamente aguas calizas, deben haberse formado capas horizontales de marga o tosca por la simple precipitación del carbonato calizo. Esta tosca en lechos o estratos se halla siempre encima de capas de terreno más arcilloso, lo que se explica perfectamente, considerando que, siendo éste más impermeable que el arenoso, el agua ha podido quedar estancada en la superficie un espacio de tiempo mayor, deposi- tando así la cal que tenía en disolución. Otro medio de formación de la tosca fué la atracción molecular. El terreno pampeano contiene esparcida en la masa general una pequeña cantidad de cal; en la época de su deposición, contenía sin duda una proporción mucho mayor. Estas moléculas calcáreas, originalmente es- parcidas en la masa general, en virtud de su mutua atracción se reunie- ron unas a otras alrededor de un gran número de centros de atracción, resultando de esto la infinidad de toscas más o menos redondeadas o de superficie mamelonada. SEN Sin embargo, un gran número son debidas también a la infiltración de las aguas, puesto que son verdaderas concreciones cuya capas son bien distintas, perfectamente concéntricas y algunas veces de color di- ferente. Rompiéndolas, se encuentra muy a menudo que el centro está formado por algún fragmento de hueso, a cuyo alrededor se han ido de- positando las primeras costras calcáreas. Otras veces, aunque muy ra- ramente, en el interior de estas concreciones se encuentran pequeños cristales de carbonato de cal. La misma causa ha determinado la acumulación de las masas de tosca que rodean generalmente a los huesos fósiles. En efecto: es difícil en- 553 contrar en las capas de terreno pampeano que contiene una fuerte pro- porción de cal, un solo hueso que no esté envuelto total o parcialmente en tosca dura. En ese caso el hueso ha servido de punto céntrico de re- unión de las moléculas calcáreas, a causa de la fuerte atracción que los huesos ejercen sobre el carbonato de cal. En fin, en diferentes puntos de la Provincia se encuentran grandes capas de calcáreo más o menos puro, cuyo origen es completamente di- ferente. Los hemos observado sobre todo a orillas del río Luján. Con- sisten en bancos generalmente de poca extensión, pero que pueden al- canzar hasta un metro y más de espesor, y son sumamente duros. Esta roca no presenta granos de arena visibles a simple vista, pero musstra en cambio un número infinito de pequeñas conchillas de agua dulce, particularmente Paludestrinas y Planorbis, enteras o en fragmentos. Tanto por los restos de conchillas que presentan cuanto por la po- sición que ocupan, es evidente que esos bancos se han formado en el fondo de lagunas y que la cal proviene exclusivamente de la descom- posición de las conchillas calcáreas de los moluscos que habitaban esas aguas. La cantidad de carbonato de cal que contienen esos bancos sue-c al- canzar hasta un 70 por ciento. ¡Qué de generaciones de moluscos fue- ron necesarias para que sus despojos formaran esas masas de duras rocas, y qué asombrosa lentitud ha empleado en su formación lo que se ha dado en llamar terreno pampeano! Hemos dicho anteriormente que el terreno pampeano de la llanura no contiene guijarros rodados, pero que éstos se presentan en la for- mación en las cercanías de las sierras. Así, en la provincia Buenos Aires sólo se encuentran al pie de la sierra de Tandil y su continuación hasta el Atlántico; pero inútil se- ría buscarlos en el resto de la Provincia. No se encuentran tampoco en las orillas del Plata, ni en las barran- cas del Paraná hasta su confluencia con el Paraguay. Dirigiéndose ha- cia el interior empiezan a encontrarse en los cortes naturales que se hallan al pie de la Sierra de Córdoba y en los valles elevados de la misma. No existen en los llanos del otro lado de la Sierra, pero vuel- ven a mostrarse en las faldas y los valles elevados de las cordilleras. Esas capas son compuestas de guijarros rodados de pequeñas di- mensiones y presentan un espesor poco considerable. No son, pues, de ninguna manera comparables con las inmensas capas de guijarros rodados que contiene el terreno cuaternario de Europa. Esto prueba una vez más que el terreno de la pampa se ha formado con suma lentitud. Quien prímero llamó la atención sobre esas capas guijarrosas, fué Burmeister, que las ha estudiado con detención, especialmente en la 554 Sierra de Córdoba. En las barrancas del río Segundo, dice el sabio geó- logo, existen varias capas de guijarros, unas encima de otras y a poca distancia. Los guijarros tienen desde el grosor de una nuez hasta el de un huevo; unos son de cuarzo blanco y los demás de otras rocas plu- tónicas, mezclados todos con la arcilla roja pampeana y separados por capas de arcilla pura, cuyo espesor no pasa de un pie. En el valle de la Punilla, entre las dos ramificaciones principales de la Sierra, en un yacimiento que contenía una coraza de Gliptodonte, observó la misma disposición por capas y pudo comprobar que los gui- jarros provenían todos de las montañas vecinas, y que no habían sido rodados durante largas distancias, puesto que no presentaban super- ficies perfectamente redondeadas sino algo angulosas. En la provincia Buenos Aires, el terreno pampeano que rodea la base de las sierras de Tandil, también presenta capas de guijarros, pero éstos son aún más pequeños y apenas se alejan una media docena de leguas de los cerros. Algunas de estas capas se han encontrado hasta 20 metros de profundidad. Se encuentran también algunos guijarros aislados en casi toda la masa de terreno pampeano que rodea la sierra, pero muy pequeños, los más gruesos del tamaño de avellanas. Todos esos guijarros provienen de la descomposición de los cerros vecinos. El terreno pampeano de la otra orilla del Plata contiene igualmen- te muchos guijarros rodados. Los hemos visto sobre todo en las costas del puerto de Montevideo, donde forman capas regulares de 10 a 15 centímetros cada una, superpuestas unas a otras, constituyendo ban- cos considerables que se elevan de 8 a 10 metros sobre el nivel del mar. Estos guijarros se hallan mezclados sobre todo con arena rojiza, de grano grueso. Pero el limo pampeano que cubre todos los terrenos bajos de la par- te meridional de la República Oriental, muestra casi por todas partes pequeños guijarros rodados aislados, que por su naturaleza nos fué fácil reconocer que en su totalidad provienen de las rocas metamór- ficas de la misma región. La existencia de esas capas de guijarros demuestra con la mayor evidencia que la mayor parte de los materiales que componen la for- mación pampeana han sido traídos por las aguas y que provienen de la descomposición de las montañas que forman los límites de las llanuras. En efecto: a medida que nos alejamos de las montañas, no sólo dismi- nuye la cantidad de guijarros, sino que se hacen cada vez más peque- ños, hasta que se confunden con la arena del resto de la formación. La arena y la arcilla son los dos principales componentes del terre: no de transporte del Plata, pero la relación entre estas dos substancias entre sí y comparada con la composición total del terreno, es muy di- Terente de un lugar a otro y aun varía con las diferencias de nivel. 555 Bravard ya había ensayado determinar la proporción de estas dos substancias, pero encontró que no había regla fija y que a diferentes niveles predominaba ya la una, ya la otra. Toda tentativa tendiente a determinar la proporción de estas subs- tancias, según las diferentes profundidades, no puede dar ningún re- sultado satisfactorio, porque es claro que en un mismo punto las aguas han depositado más arena o más arcilla, según era la corriente más o menos fuerte. No sucede otro tanto con la distribución horizontal de los mismos materiales. Esta cantidad debe, en efecto, variar según las localida- Ges; y esta variación debe estar en relación directa con la distancia que media entre los puntos de observación y la región de donde pro- ceden los materiales de la formación. Es evidente que los primeros materiales que depositaron las aguas fueron las arenas gruesas, que, por consiguiente, deben encontrarse en las cercanías de las rocas de que tomaron origen. Las arenas finas deben haberse depositado en seguida; y las arcillas deben, sin duda alguna, haber sido transportadas a mayores distancias. Veamos, pues, cuál es la distribución horizontal de esas dos substan- cias, y si ella concuerda con el origen que le atribuímos a la formación. En la provincia Buenos Aires, entre el Plata y el Salado, es el pun- to donde estas dos substancias están más equilibradas, predominando ya la una, ya la otra. Los materiales son, además, aquí tan pulveriza- dos, que generalmente es imposible distinguir granos de arena cuyo grosor pueda ser apreciable. Esta tenuidad de los componentes del terreno en ese punto de la Provincia coincide con el mayor espesor de la formación. La embocadura del Plata es el límite extremo a que eran arrastra- dos por las aguas los materiales de la formación, lo que coincide per- fectamente con el origen que se le atribuye. Recuérdese, además, que a este punto convergían las aguas de toda la cuenca del Plata y se com- prenderá fácilmente que el terreno de este punto acumulado por las substancias que las aguas traían en suspensión, debe forzosamente es- tar compuesto de un limo impalpable. Del otro lado del Salado, dirigiéndose hacia el Sud, se encuentran capas de terreno cada vez más arenosas hasta las sierras de Tandil. Esa arena, como los guijarros que ya hemos mencionado, provienen de la descomposición de las sierras. Luego es evidente que la sierra que desde el interior de la Pampa pasando por Tandil se dirige hacia el Atlántico, ha provisto una buena parte de los materiales que com- ponen el terreno de transporte que rodea su base. Los más pesados han caído cerca de la sierra en forma de guijarros y de arena; los más livianos, en estado de arcilla, fueron arrastrados al Norte y al Sud, a 556 mayores distancias, mezclándose con los materiales parecidos que las aguas traían a la llanura del Norte y del Oeste. Es posible que suceda otro tanto con los terrenos que rodean la Sie- rra de la Ventana y que ésta también haya proporcionado una canti- dad de materiales que fueron arrastrados en todas direcciones; mas no podemos afirmarlo, pues no hemos visitado esa localidad ni dispo- nemos de datos al respecto. Internándose en la pampa de Buenos Aires hacia el Oeste, el terre- no pampeano se hace cada vez más arenoso. Sobre los límites de la frontera existen puntos en que es difícil excavar jagüeles regulares a causa de la poca consistencia del terreno, que se derrumba llenando las excavaciones. Carecemos de observaciones sobre los límites extre- mos de este cambio en la naturaleza del terreno, pero si en efecto las aguas que descienden de las faldas orientales de los Andes llegaron en un tiempo hasta ei Atlántico, cubriendo la llanura de materias de transporte, la proporción de arena debe ir aumentando progresivamen- te hasta el pie de las cordilleras. Las condiciones hidrológicas de la comarca parecen probar que efec- tivamente aumentan las masas arenosas a medida que se avanza hacia el Oeste. Todas las corrientes de agua que descienden de las sierras de San Luis y de Córdoba, en dirección Sudeste, se pierden en el de- sierto; las que bajan de las cordilleras en la misma dirección, tienen el mismo destino. Si los terrenos no fueran esencialmente arenosos, las primeras deberían reunirse al río Salado de Buenos Aires y las se- gundas deberían entrar al Océano en Bahía Blanca. Dirigiéndose hacia el Norte de la provincia Buenos Aires en direc- ción de Santa Fe, el terreno se hace también sensiblemente más are- noso. El terreno pampeano de Rosario tiene un 15 por ciento de arci- lla menos que el de Buenos Aires. El terreno de Rosario es, sin em- bargo, compuesto de un polvo impalpable, casi tan fino como ei de Buenos Aires. Si desde Rosario nos dirigimos hacia la Sierra de Córdoba, a medida que nos acercamos a ésta y nos elevamos a mayor altura, cambia ja naturaleza del terreno. Según el doctor Dóring, el terreno de Rosario contiene un 30 por ciento de arcilla. El de Villa María, entre Córdoba y Rosario, ya no tiene más que 22, pero contiene una cantidad mayor de arena, cuyos granos son visibles a simple vista. En Córdoba, el terreno pampeano ya no tiene más que un 6 por ciento de arcilla. El terreno es allí esencialmente arenoso, compuesto de granos de cuarzo perfectamente visible, y conteniendo aún en mu- chos puntos guijarros rodados. De modo que el terreno que al pie de la Sierra de Córdoba consiste 557 en una arena cuarzosa, se transforma gradualmente hasta convertirse en un limo impalpable en las orillas del Paraná. Esto prueba que la mayor parte de los materiales que componen el terreno pampeano entre Córdoba y Rosario provienen de la descom- posición de las rocas de la Sierra de Córdoba. Los fragmentos de roca que se destacaban de las sierras eran tritu- rados y divididos por las aguas, que los convertían en guijarros roda- dos que dejaban al pie de las montañas; los materiales más divididos eran arrastrados en forma de arena a mayores distancias; y las mate- rias provenientes de la descomposición de los feldespatos que cons- tituyen la arcilla, eran arrastrados hasta el valle del Paraná, donde una parte se depositaba y la otra se unía con las materias arcillosas parecidas que traían del Norte las aguas que bajaban por el valle del Paraná e iban a parar en los llanos de Buenos Aires. De Rosario, avanzando hacia el Norte, siguiendo el Paraná, el ie- rreno debe ser igualmente cada vez más arenoso, pero carecemos de datos a ese respecto. No hemos examinado más que una sola muestra de terreno pampeano procedente del Norte, del valle de Tarija, que pertenece a la cuenca hidrográfica del Plata y consiste en una mezcla de arena y pequeños guijarros cementados por aguas calcáreas y fe- rruginosas. Basta, sin embargo, con lo expuesto para demostrar que el terreno pampeano es tanto más arenoso cuanto más cerca se halla de las mon- tañas y tanto más arcilloso cuanto más se aleja de ellas; prueba evi- dente de que proviene de una descomposición lenta y continuada de éstas, que han provisto los materiales que las aguas arrastraron tan- to más lejos cuanto menos pesados eran. Al describir los depósitos modernos y la acción de las corrientes de agua actuales de la pampa, hemos mencionado las capas de tosquilla que se forman en el fondo de los ríos, que, como dijimos, son frag- mentos de tosca arrancados por las aguas del terreno pampeano, que por el roce toman una forma redondeada y se acumulan en los puntos donde la corriente no es bastante fuerte para ponerlos en movimiento. Iguales depósitos se formaron ya durante la época pampeana. En 1875, describiendo el terreno pampeano de las orillas del río Luján, cerca del pueblo del mismo nombre, decíamos al respecto: «A diferentes niveles se suelen ver estratos de tosquilla mezclada con fragmentos de huesos rodados y que ha sido traída por las aguas pluviales que la arrancaron del terreno pampeano circunvecino más antiguo. (1)» (1) F. AmecHINO: Ensayos para servir de base a un estudio de la formación pampeana. Mer- cedes, 1 813. 558 Algún tiempo después, el doctor Zeballos estudiaba los mismos de- pósitos de tosquilla y escribía acerca de ellos las siguientes líneas. «Una particularidad nos ha llamado la atención por primera vez en estos terrenos. «En la parte superior de la tierra parda a que nos referimos, exis- ten en dos parajes capas delgadas de toscas rodadas, depositadas del mismo modo que los guijarros que arrastran los ríos en la actualidad. «El espesor de estas irregularidades contenidas en la capa princi- pal, varía de 15 a 25 centímetros. El punto en que este fenómeno nos llamó la atención, estaba precisamente en la gran cantera fosilifera, en que decía el señor Bretón haber encontrado tan asombrosa canti- dad de restos orgánicos cuaternarios. El aspecto geológico de esta par- te de la barranca, cuyo corte adjuntamos, nos indujo a pensar inmedia- tamente después de examinar con detención las diferentes capas, que allí había sido una depresión del terreno en la época cuaternaria y que en esta depresión corrían al principio aguas que arrastraron tos- cas rodadas. «En épocas más recientes la corriente del agua se ha interrumpido, formándose lagunas, cuyo fondo queda perfectamente señalado por los moluscos que allí hemos recogido. «Como lo demuestra la figura que acompañamos, el terreno cuater- nario forma aquí una curva, en cuya sección inferior se encuentra la capa mayor de tosca rodada. «Hemos podido estudiar esta corriente de agua con esmero, porque estaban a la vista dos cortes, a poca distancia el uno del otro, a saber: en el río Luján y en el arroyo Marcos Díaz. «Esta circunstancia especial nos ha permitido determinar la direc- ción de una parte a lo menos del antiguo curso del agua. «Esta dirección es casi recta de Norte a Sud.» Hemos seguido a lo largo del río Luján, por más de dos leguas, la vapa de tosca de que habla el doctor Zeballos, a quien el poco tiempo que permaneció en ese punto no le permitió distinguirla más que en dos puntos de reducida extensión. Su espesor varía de 10 a 30 centíme- tros y a menudo se subdivide en dos o tres capas más delgadas, sepa: radas por capas de arcilla parda, de corta extensión, que al perderss dejan reunir las dos o tres capas de tosca rodada en una sola de mayor espesor. No hemos podido explicarnos hasta ahora satisfactoriamente este fenómeno. Las capas de tosca rodada contienen también fragmentos de huesos de animales extinguidos, igualmente rodados por las aguas, pero de tamaño reducido. Las mismas toscas son también de menor tamaño que las que arras- tran las corrientes de agua actuales de los mismos puntos. 559 Las toscas rodadas pampeanas del río Luján no importan un he- cho aislado y local del que no sea permitido sacar consecuencia al- guna, sino un fenómeno general de la mayor importancia. Iguales ca- pas existen en las cercanías de Buenos Aires, en las barrancas del Paraná, lo mismo que en casi todos los ríos de alguna importancia del interior de la Provincia y también en muchísimos puntos de la Banda Oriental. Esto prueba de una manera evidente la gran lentitud con que se ha formado el terreno pampeano, puesto que para que se verificara di- cho fenómeno tienen que haber concurrido las circunstancias siguien- tes: 1°, que se depositaran muchos metros de terreno pampeano rojizo arenoarcilloso; 2°, que infiltraciones de aguas calcáreas atravesan- do dicho depósito, formaran la tosca y pasara un espacio de tiempo su: ficiente para que ésta tomara una gran consistencia que le permitiera resistir a la acción disolvente químicomecánica del agua; 3°, que gran- des denudaciones excavaran en la superficie del terreno cauces, ollas u hondonadas, a las que más tarde vinieron a precipitarse las aguas pluviales, que bajando de las lomas arrastraban las toscas que habían formado los depósitos en cuestión. Estos fueron después cubiertos por espesas capas de terreno que los han preservado de nuevas denuïa- ciones, ocultándolos a nuestra vista en las profundidades del suelo. Tal sucesión de fenómenos tan diferentes no puede ser más que el resultado de largos siglos, y cuando, como hemos tenido ocasión de hacerlo, se observan varias de esas capas de toscas rodadas colocadas unas encima de otras y separadas por capas de terreno arcilloso de va- ríos metros de espesor, no podemos menos que sorprendernos al con- siderar el inmenso espacio de tiempo que ha exigido la sucesión de tales evoluciones. En otro capítulo nos hemos ocupado de la parte que tomaron los vientos en la formación del terreno pampeano, y a ese propósito hici- mos notar que se encontraban médanos sepultados en las entrañas de la formación y a diferentes profundidades. He aquí la descripción de uno de esos médanos que circunstancias especiales nos han permitido estudiar en todos sus detalles: Hace unos cuatro o cinco años se practicaron en los alrededores de la Recoleta (Buenos Aires) grandes excavaciones para la construc- ción de un brazo del ferrocarril que desde el bajo de la Recoleta atra- viesa la barranca dirigiéndose hacia el interior. Este corte, de unas tres o cuatro cuadras de largo y más de 20 metros de anchura, pone a des- cubierto el terreno pampeano hasta una profundidad de 10 a 12 metros. Al hacer esas grandes excavaciones se encontró un depósito de are- na completamente aislado en el terreno, que bajaba hasta una pro- fundidad de más de 10 metros. Su mayor diámetro, que correspondía 560 a la base, era de cuatro a cinco metros; y su mayor altura de tres, for- mando así un verdadero montecillo de superficie cónica. La arena que lo formaba era de color blanco, cuarzosa, de- granc muy fino y perfectamente pura. La superficie del montecillo o médano estaba cubierta por una capa de tierra gris obscura que lo aislaba completamente del terreno are- noarcilloso, rojo, pampeano, cuyo espesor era en algunos puntos de cerca de un decímetro. La capa de tierra aisladora nos hace suponer que después de habe:- se formado el montecillo a causa de la fuerza impulsora del viento, 50- brevino una lluvia que humedeció la arena; estando aún húmeda so- brevino una tormenta de polvo que cubrió completamente el médano, formando encima de él una capa de barro que, secado después por el sol, se endureció, cubriéndose quizá de yerba, impidiendo de este mo- do que los vientos volvieran a llevarse la arena y conservando el mon- tecillo intacto hasta nuestros días. Fenómenos idénticos se verifican actualmente a nuestra vista. Esto prueba que las causas que obraron en la época de la acumula- ción de los terrenos pampas no difieren de las que producen iguales fenómenos en la actualidad; que la formación pampeana no es el re- sultado de grandes catástrofes, sino una obra debida al tiempo, y en la cual los vientos tuvieron una parte muy activa aunque no fuera la principal. Es, por otra parte, indiscutible que para que los vientos pudieran transportar masas de arena y nubes de polvo, las pampas debían estar como en la actualidad, sujetas a grandes sequías. Si el terreno pampeano se ha formado, en efecto, con suma lenti- tud durante un largo espacio de tiempo, cada nivel diferente de la for- mación debe haber sido en cierta época la superficie del terreno. Son estas diferentes superficies superpuestas que habitaron los mamífe- ros extintos, cuyos huesos encontramos en todos los niveles de la for- mación; y es natural que en dichas superficies crecían los vegetales que servían de alimento a esas generaciones de seres que ya no exis- ten. La descomposición de los vegetales mezclándose con los materia- les térreos de la superficie del suelo producen el humus o tierra vege- tal. ¿Qué se ha hecho, pues, del humus producido por la descomposi- ción de los vegetales que se sucedieron durante toda la época de la formación del terreno pampeano? ¿Por qué no encontramos a dife- rentes niveles capas de tierra vegetal? ÿ Es cierto que en algunos puntos se han encontrado capas de tierra vegetal de un fuerte espesor y que remontan a épocas geológicas le- janas, pero son raras y han intervenido en su acumulación y preser- vación causas especiales y locales. 561 El humus no se forma con la prontitud que afgunos suponen, sino con una lentitud de la que no podemos fácilmente darnos cuenta, por- que varía, según la naturaleza del terreno y las condiciones climatéri- cas locales. E Para formar, pues, una capa de tierra vegetal de un espesor apre- ciable sin que la fuerza mecánica del agua y del viento traigan de le- jos parte de los materiales necesarios, se necesitan, sin exagerar, de- cenas de siglos. Las mismas llanuras argentinas nos ofrecen una prue- ba de lo que afirmamos. Por no. decir que tenemos la seguridad, dire- mos que es más que probable que haya transcurrido un espacio de tiempo igual sino más considerable entre la época en que cesó la acu- mulación de los terrenos pampas hasta nuestros días, que el espacio de tiempo que duró la acumulación de esos mismos terrenos. Durante este lapso de tiempo que sin exagerar puede igualmente valuarse en varias decenas de miles de años, se ha formado en la superficie de la pampa argentina, considerada en su conjunto, una capa de tierra vegetal que apenas tiene un pie de espesor. Si esta capa de mantillo se mezclara con los materiales de transporte del terreno pampeano, no alteraría en nada la composición ni el color de éste, o el cambio sería tan mínimo que nuestros sentidos no alcanzarían a apreciarlo. No debemos sorprendernos de que el terreno pampeano no mues- tre estratos de tierra vegetal, pues su ausencia es muy natural. Por lenta que fuera, la acumulación del terreno fué siempre más rápida que lo que puede serlo la formación de un estrato de humus; no po- dría, pues, invocarse la ausencia de estratos de tierra vegetal como una prueba en contra de la formación lenta del terreno pampeano. Pero no porque falten dichos estratos, dejamos de encontrar prue- bas de una vegetación durante toda la época de la formación, como contínua fué también la vida animal durante la misma época. En efecto, el análisis químico del terreno pampeano, muestra siem- pre una cantidad más o menos considerable de substancias orgánicas, que sin duda alguna son el producto de la descomposición de los vege- teles que prosperaron en épocas pasadas. Pero, a menudo también, la proporción de substancias orgánicas es tan considerable que puede apreciársela a simple vista. Así, varias veces hemos visto en pleno horizonte pampeano, líneas de división horizontales, perfectamente marcadas, formadas por finí- simos estratos de tierra negra o humus; esos fueron otros tantos pun- tos de la antigua Pampa que constituyeron la superficie del suelo du- rante un espacio de tiempo más considerable que los puntos circun- vecinos. En otras partes, cuando nos detenemos a observar las barrancas de los ríos, se nota que la monótona uniformidad de color que presenta el AMEGHINO — V. II 36 562 » terreno, se halla interrumpida por un sinnúmero de vetas irregulares, de color negro, que podrían compararse por su aspecto a las vetas ne- gruzcas que a menudo presentan las lozas de mármol. Estas vetas es- tán formadas por un lodo negro que contiene más de 50 por ciento de materias orgánicas. Es claro que éstas no se han introducido después de la acumulación de los terrenos que las contiene, pues no ofrecen de ningún modo la apariencia de haberse infiltrado rellenando grietas preexistentes, ni las vetas se continúan hasta la superficie del suelo o hasta el contacto con la capa de tierra vegetal. Esas materias orgáni- cas quedaron, pues, sepultadas en la época de la acumulación del te- rreno; y más tarde, en razón de su mutua atracción, se reunieron en determinados puntos, formando esas irregularidades, comparables a las que ha producido la reunión por las mismas causas de las molécu- las calcáreas esparcidas en la masa general. Es claro, por otra parte, que sólo la descomposición de los vegetales pudo haber producido una cantidad tan grande de materias orgánicas. En otras partes, en vez de vetas, se presentan masas más o menos considerables, que a veces se extienden sobre superficies horizontales bastante extensas. Removiendo con cuidado esas masas obscuras, he- mos podido distinguir aún pequeñas raicecillas y ramitas completa: mente carbonizadas por la acción de los siglos; prueba segura de que esas masas son el producto de la descomposición de las substancias vegetales, como son también una prueba de la formación lenta y pro- gresiva del terreno pampeano. En otras partes, circunstancias casuales han producido la acumula- ción de la antigua tierra vegetal, rellenando cavidades, cuyo origen remonta a la misma época de la acumulación de los terrenos pampas. No hay porteño que no conozca el animal del campo llamado vizca- cha (Lagostomus), que vive debajo tierra en grandes cuevas llamadas vizcacheras. Durante la época pampeana ya había vizcachas, como lo prueban los numerosos restos fósiles que de ellas se encuentran. Es de suponer, pues, que las vizcachas de esa época vivían en cuevas como los representantes actuales del mismo género. Esas cuevas que se re- llenaron de tierra vegetal formando irregularidades en el seno de la formación, saltan instantáneamente a la vista. Quizá parezca algo extraño que hayan podido conservarse los vesti- gios de los subterráneos que habitaban las vizcachas, pero el hecho no es menos cierto; repetidas veces hemos tenido ocasión de observar- los, como también los vestigios de las cuevas de otros animales troglo- ditas, como ser: zorros, Tenomis, murinos, etc. Esas vizcacheras fueron rellenadas de tierra vegetal y actualmente se presentan en el seno de la tierra en forma de vetas de tierra negra de uno a dos pies de diámetro, que se dirigen oblicuamente hacia aba- 563 jo hasta perderse, conteniendo siempre muchos huesos de los anima- les que en esos antros vivieron en otras épocas. En una de esas antiguas cuevas hemos recogido más de veinte es- queletos de vizcachas de la especie extinguida más antigua, llamada Lagostomus angustidens. En otras, de un diámetro mucho menor, he- mos encontrado huesos de pequeños murinos; y en tres casos diferen- tes hemos encontrado huesos: de zorros, solos o mezclados con huesos de roedores distintos. Esa tierra negra que rellena las antiguas cue- vas es más blanda que el terreno rojizo arenoarcilloso en que fueron excavadas; y tampoco es raro encontrar en ellas pequeños fragmen- tos de vegetales carbonizados. Todas las antiguas vizcacheras no fueron rellenadas del mismo modo. En efecto: en unas la tierra negra que ahí se introduja no pre- senta vestigios de estratificación, mientras que algunas otras están re- llenadas por un lodo negro, muy plástico, formado por estratos super- puestos que apenas tienen uno o dos milímetros de espesor; este barro negro es muy blando, pero expuesto al sol adquiere una dureza extra- ordinaria. Es claro que estas últimas cuevas fueron rellenadas por las aguas de un modo sumamente lento. Y esta es una nueva prueba, e irrefutable, de que el terreno pam- peano no se formó ni debajo del agua del mar, ni en el fondo de un estuario, sino al aire libre; a la luz del día, de modo que pudieran vi- vir en su superficie los numerosos seres que allí dejaron sus huesos y pudieran crecer los vegetales que les sirvieron de alimento. CAPÍTULO XXIV ESTUDIO DE LOS DIFERENTES FENÓMENOS Y MANIFESTACIONES QUE PRESENTA EL TERRENO PAMPEANO (CONTINUACIÓN ) Lagunas pampeanas. — Rios. — Fuerza de las corrientes e intensidad de las lluvias.— Estratigrafía. — Terreno subpampeano. — División del verdadero pampeano. — Corte geológico ideal del terreno pampeano y postpampeano. — Relación de las montañas aisladas de la pampa con la formación. — Antigua forma y extensión de la pampa; efectos posteriores de la denudación, etc. Según nuestra teoría sobre el origen y modo como se acumularon los terrenos pampas, durante toda la época que duró la acumulación de esos depósitos, la superficie de la llanura argentina debía estar cu- bierta de un sinnúmero de lagos y lagunas que desaparecieron sucesi- vamente, dejando en seco las capas de terreno que se depositaron en su fondo. Esos vestigios de antiguos lagos y lagunas se encuentran a cada paso en la formación y los hemos descripto por primera vez, hace cinco años, en los términos siguientes: «En el mes de Diciembre del año 1871, cerca de la Villa Luján, caminando a orillas del río del mismo nombre, observando minuciosa- mente sus barrancas con el objeto de estudiar su estratigrafía, distin- guimos en el terreno pampeano varias pequeñas conchillas pertene- cientes a moluscos gasterópodos, que, naturalmente, nos llamaron mu- chisimo la atención, pues ignorábamos que en el terreno pampeano se hubieran encontrado restos orgánicos de esa clase. «Continuamos observando las barrancas con más atención, y después de haber caminado un corto trecho, nos encontramos con sorpresa de- lante de una barranca cuyo terreno pampeano, en ciertos puntos, no se componía casi de otra cosa que de una infinidad de conchillas de agua dulce que pertenecieron a moluscos gasterópodos y acéfalos. «La formación pampeana en ese lugar se compone de un terreno calcáreo, predominando en la parte inferior la cal, que indudablemente proviene de la descomposición de las conchillas, y en la parte superior la arena. Este depósito se halla a una profundidad de 5 metros y des- 565 cansa encima del terreno arenoarcilloso rojo, de que se compone la mayor parte de la formación pampeana. «Por su posición se ve perfectamente que ocupa una hondonada que el terreno pampeano formaba en ese punto en la época en que vivían los animales cuyos restos quedaron enterrados en sus entrañas. «Todas las conchillas se hallan muy bien conservadas y se conoce per- fectamente que no han sido traídas de otros puntos, sino que han vi- vido en los mismos parajes en que se encuentran; además pertenecen todas a especies de agua dulce, lo que prueba que dicha hondonada es- taba ocupada en ese tiempo por las aguas, formando una verdadera laguna de agua dulce y pantanosa como las que aún existen en los lla- nos de las pampas. «Parecería que las lagunas y pantanos fueron en esa época mucho más numerosos que en la actualidad, puesto que sóio en las orillas del rio Luján hemos encontrado indicios de la existencia de varias decenas de elllas. «Los terrenos depositados en el fondo de los lagos y lagunas pre- sentan un color más o menos blanco, por lo que se distinguen perfec- tamente del resto de la formación, que siempre se presenta bajo un color rojo obscuro; además se encuentran en ellos muy a menudo mu- chísimas conchillas de agua dulce. El color blanquizco que presentan proviene de la gran cantidad de cal que contienen, la que a su vez tiene su origen en la descomposición de las conchillas de los moluscos que habitaban esas aguas. «Siempre se presentan a descubierto en el fondo de las depresiones de las pampas a orillas de los ríos; algunas veces a varios metros más abajo se encuentran otros de idéntica naturaleza; y en las perforacio- nes que se hacen no importa dónde se suelen encontrar a diferentes niveles. «Los que se encuentran en los terrenos bajos y a orilla de los ríos, son los más modernos y se han depositado en el fondo de las depresio- nes que se formaron durante los últimos tiempos de la formación pam- peana, cuya mayor parte existen aún en nuestros días. Los depósitos de la misma naturaleza que se encuentran a grandes profundidades o aun en la superficie de los terrenos elevados, son mucho más anti- guos, y pertenecen a una época durante la cual todas las lomas actuales eran bajos ocupados por las aguas. «En algunos predomina la arena; en otros hay una gran cantidad de arcilla; otros se componen en su mayor parte de cal; y algunos, por fía, no son más que una acumulación de conchillas perfectamente cun- servadas.» (1). (1) F. AMEGHINO: Trabajo citado. 566 Después de publicadas las precedentes líneas, nadie ha vuelto a ocu- parse de estos curiosos depósitos, cuyo estudio creemos de la mayor importancia para el conocimiento de las diferentes evoluciones que han sufrido estas comarcas a partir del principio de la época pampeana. Nos tomaremos, pues, la libertad de agregar algunos nuevos detalles. Estos depósitos lacustres son hasta cierto punto comparables a los depósitos lacustres postpampeanos, descriptos en el capítulo XVIII de esta obra; pero datan de una época mucho más remota. Ambos depó- sitos se hallan a menudo en contacto: el pampeano en la parte inferior y el postpampeano inmediatamente encima del primero. En este caso las lagunas que se formaron durante los últimos tiempos de la época pampeana continuaron existiendo hasta durante una buena parte de los tiempos postpampeanos. Muy a menudo se encuentran en estas capas, masas y filones de una materia negruzca que debe su origen a la descomposición de ma- terias orgánicas. À diferentes niveles suelen verse estratos de tosqui- lla mezclada con fragmentos de huesos rodados. El más interesante de los depósitos lacustres que hemos examinado es el que se muestra a orillas del río Luján, en la Villa del mismo nom- bre. Tiene unas dos leguas de largo y se halla inmediatamente debajo del gran depósito lacustre postpampeano ya descripto en el recordado capítulo XVIII. El doctor Zeballos y el señor Reid han publicado un corte geológi- co de la barranca del río Luján a la altura de la embocadura del arro- yo Marcos Díaz; en este corte se presenta una capa que es la continua- ción del depósito lacustre de que hablamos. Por nuestra parte, damos otros dos cortes geológicos tomados en dos puntos diferentes donde también existe la misma capa. Estos tres cortes geológicos, tomados a unas quince cuadras unos de otros, pueden dar una idea bastante exac- ta de la posición y naturaleza de esta capa formada en el fondo del antiguo lago. En el corte geológico publicado por los señores Zeballos y Reid, que reproducimos con el número 529, la capa número 3 representa nues- tro depósito lacustre. Se halla debajo del depósito lacustre postpam- peano número 2 y descansa encima de la capa de tierra parda más dura número 4, que desciende hasta el nivel del agua. Los señores Zeballos y Reid sólo dicen de esta capa número 3, que es de un color pardo amarillento y que sólo difiere de la capa parda in- ferior en el estado de oxidación del hierro que da a ambos terrenos su coloración. Nuestros detenidos estudios nos prueban que la diferencia es mu- cho más importante. La capa de tierra parda inferior, que contiene po- cos fósiles y en la que no se encuentra una sola conchilla, se ha depo- 567 sitado al aire libre. La capa número 3, que contiene muchos huesos de mamíferos extinguidos y una gran cantidad de conchillas de agua dulce, se ha formado, por el contrario, en el fondo de un antiguo lago y ocupa con respecto a la capa inferior, la misma posición que con res- pecto a ella ocupa la capa superior número 2, de origen igualmente lacustre. Atribuimos el color algo más blanco y amarillento de la capa núme- ro 3 a la mayor cantidad de carbonato de cal que contiene, producido por la descomposición de las conchillas y en parte también a una pe- queña cantidad de fosfato de cal, cuyo origen debe atribuirse quizá a la descomposición de los peces que vivieron en las aguas del antiguo lago, de los cuales hemos recogido también restos óseos. En la misma capa número 3, se ve otra capa secundaria de toscas rodadas muy pequeñas, depositadas en el fondo de la laguna por una antigua corriente de agua. Ese corte geológico ha sido tomado sobre la ribera izquierda del río Luján, unos 200 metros antes de llegar a la embocadura del arroyo Marcos Díaz. El corte geológico siguiente (figura 527), lo hemos tomado sobre la ribera izquierda del mismo río, a unas veinte cuadras del anterior, en el paso de Azpeitia. Aquí el terreno depositado en el fondo de la antigua laguna y corres- pondiente a la capa número tres del corte anterior, está representado por cinco capas diferentes: son las que llevan los números 3 a 7. El número 3 es un terreno arenoso blanquizco; el número 4 es de arena fina de color rojo; el número 5 es de tosca rodada; el número 6 es de tierra amarillenta con innumerables conchillas de agua dulce y huesos de pescados; y el número 7 igualmente de tosca rodada. La capa número 8 es la misma capa número 4 del corte de los señores Reid y Zeballos; las capas 1 y 2 pertenecen al gran depósito lacustre post- pampeano; la capa de tierra vegetal del corte anterior falta a causa de la denudación de las aguas. No nos extendemos en más de- talles sobre este corte, porque en otra parte debemos ocuparnos de él detenidamente. El corte geológico número 528 lo hemos tomado también sobre la orilla izquierda del mismo río, a unas doce o quince cuadras del ante- rior, entre el puente y el molino viejo de Luján. La barranca es ahí más alta que en los puntos donde fueron tomados los cortes anteriores. La capa número 1 es la tierra vegetal. La capa número 2, es el gran Jepósito lacustre postpampeano ya estudiado. La capa número 3 es el depósito lacustre pampeano representado igualmente por la capa nú- mero 3 en el corte de los señores Reid y Zeballos y por las capas nú- mero 3 a 7 en nuestro corte geológico anterior. La capa número 4, de 568 color rojizo, corresponde a la capa número 8 de nuestro corte geoló- gico anterior y al número 5 del corte del señor Zeballos. La capa nú- mero 5, de color rojo, falta en los cortes anteriores, contiene muchas toscas rodadas y debe ser puramente local. La capa número 6, de color rejo, desciende bajo el agua hasta una profundidad desconocida. La capa número 3, formada en el fondo del antiguo lago de la época pampeana, consiste en un terreno de color blanquizco algo amarillen- to, que contiene muchos huesos de mamíferos extinguidos y una gran- cisima cantidad de conchillas de moluscos de agua dulce. Presenta, además, las irregularidades siguientes: a, estrato de tos- ca rodada de 15 centímetros de espesor; c, terreno conteniendo algu- nas toscas rodadas; d, masas de arena roja muy fina; f, tosca rodada mezclada con innumerables conchillas de agua dulce, de los géneros Palludestrina y Planorbis y algunos grandes Unio. Es bueno recordar que aquí la capa inferior número 4, como sucede con la capa corres- pondiente de los cortes anteriores, no contiene ni una sola conchilla. Por otra parte la posición y distribución de las toscas rodadas demues- tra hasta la evidencia que no fueron depositadas por un río o corrien- te de agua permanente, sino que fueron arrastradas a esos puntos por las aguas pluviales que las arrancaron al terreno pampeano de las lo- ras vecinas. Los pequeños arroyos y riachuelos que entran al río nos han permi- tido determinar aproximativamente el ancho de la antigua laguna, que era por lo menos una mitad mayor que el de la laguna postpampeana superior. Las conchillas que por todas partes contiene están enteras y perfec- tamente conservadas; los Unio se hallan, además, en su posición na- tural, lo que prueba que las aguas del antiguo lago fueron bastante profundas. En Mercedes, a orillas del mismo río, existe otro depósito lacustre pampeano, que se presenta a descubierto y perfectamente visible en la orilla izquierda del río entre el puente viejo y el tajamar. Aquí falta el depósito lacustre postpampeano o más moderno. Inmediatamente debajo de la capa de tierra vegetal se ve otra capa de color blanco, muy arcillosa, pero que al mismo tiempo contiene una fuerte proporción ce cal, que baja desde uno hasta dos metros de profundidad, descan- sando encima de una capa de tierra roja que desciende hasta formar el fondo dei río, siendo así la última que puede estudiarse allí. En esta capa de tierra blanca, que se extiende a lo largo del río en un espacio de siete a ocho cuadras, se encuentran también algunas con- chillas de moluscos de agua dulce, pero son escasas. Faltan completa- mente los Unio y sólo se encuentran representantes de los géneros Palludestrina y Planorbis. OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III 526 Sección 1 Rocas metamórficas ON + DN | A y tt La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lám, XVII Que TT YY Y 30 Do de al 30 ro EEN EI jus] Le ES ESS u o L del y E a £ po 10 nm pr £ o L ñ 2 o > Y © = 2 v fe o = a ro 3 o No.—VoL. HI 1 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLaTa.—LAm, XVII Obras DE FLORENTINO ÁMEGHU 526 Sección transversal Rocas metamórficas LM Yi fi 569 En dos o tres puntos diferentes hemos encontrado masas considera- les de yeso cristalizado, en forma de punta de lanza, lo que nos hace suponer que en el fondo de ese pantano se han descompuesto materias orgánicas que han producido una cierta cantidad de ácido sulfúrico, que se ha combinado más tarde con la cal que contiene el terreno, pro- duciendo así el sulfato de cal. También es verdad que pudo producirse por la descomposición del sulfato de soda que el terreno contiene allí en grande abundancia, de modo que descompusiera a su vez el carbonato de cal, cambiándose en sulfato. Como quiera que sea, se encuentran depósitos de yeso com- pletamente análogos a orillas del río.de la Matanza, del Salado y otros varios ríos de la Provincia, como también a orillas del Atlántico. También hemos recogido en la misma capa lacustre color blanco unas piedras redondas u ovaladas, de diferentes tamaños, aisladas, pero a menudo también reunidas en grupos de cuatro o cinco y pegadas unas a otras. Son de color obscuro y tan sumamente duras que sólo pueden romperse a martillazos. En su interior suelen encontrarse con mucha frecuencia pequeños fragmentos de hueso; y examinadas con un fuerte lente, se perciben en ellas casi siempre vestigios de vegetales. De nues- tras observaciones resulta que dichas piedras no son más que copróli- tos provenientes de diferentes especies de animales; no se encuentran nunca en los depósitos lacustres donde las conchillas indican que las aguas han sido profundas, sino en los que se conoce no fueron más que pantanos, en los que podían penetrar fácilmente los animales. En efecto: el espesor poco considerable de la capa de terreno y el escaso número de conchillas que contiene demuestra hasta la mayor evidencia que la laguna que existía en Mercedes era mucho menos profunda que la que existía en la misma época en Luján, lo que con- cuerda perfectamente con la hondonada mucho más pronunciada que el terreno forma en este último punto. Estos depósitos lacustres de la época pampeana se encuentran des- parramados en toda la llanura argentina y a todas profundidades, mos- trándose también en la otra orilla del Plata. La capa número 3 del corte geológico representado por la figura 526, muestra la posición de uno de estos depósitos lacustres, que se halla en el mismo puerto de Montevideo, casi al mismo nivel del agua del río. En muchos puntos contienen fuertes proporciones de hierro oxida- do, ya mezclado en la masa general, ya formando vetas y ramificacio- nes. En las cercanías de Montevideo, por ejemplo, este fenómeno se explica fácilmente por la infiltración de aguas ferruginosas que abun- dan en las mismas faldas del Cerro; pero en la provincia Buenos Ai- res el fenómeno es de más difícil explicación. Quizá, como ya lo he- 570 mos dicho a propósito del óxido de hierro que contienen los depósitos lacustres postpampeanos, deba atribuirse su origen a animales micros- cópicos habitantes de las aguas dulces. Otras capas de corta consideración, que por su aspecto son comple- tamente análogas a los depósitos lacustres, ya mencionados, carecen completamente de conchillas fósiles, conteniendo sin embargo nume- rosos coprólitos y generalmente huesos fósiles. Esto nos hace suponer que se depositaron en pantanos donde las aguas eran poco profundas; en este caso los centenares de animales que allí penetraban, quizá diariamente, han concluído por destruir com- pletamente las conchillas. De la posición que ocupan con respecto al terreno circunvecino, se ceduce que los depósitos lacustres de más consideración se han for- mado durante un abajamiento del suelo en que descansan. Con todo, otros pueden deber su origen a antiguas erosiones de las aguas, o a corrientes de agua, cuyo curso fué interrumpido por aluviones. Los depósitos lacustres de más extensión y de mayor espesor son los que se encuentran en la superficie misma de la formación, con los que terminó la acumulación de los depósitos pampas. Ocupándonos de las corrientes de agua que actualmente cruzan la pampa argentina, hemos dicho en otra parte que son todas de origen moderno, posteriores a la acumulación de los depósitos pampeanos. Sería, sin embargo, interesante encontrar los vestigios de los cauces de los antiguos ríos; pero no debemos esperar a este respecto grandes resultados, porque las corrientes de agua de la época pampeana no pueden haber cavado cauces profundos, sino simples regueras o ca- nadones, cuyo curso era continuamente modificado por las inundacio- nes periódicas. Así, la capa de tosca rodada estudiada por los señores Zeballos y Reid cerca de la embocadura del arroyo Marcos Díaz, no indica el fon- do de un río pampeano, sino el pasaje de corrientes momentáneas de agua producidas por las lluvias. Otro tanto debe decirse de los diver- sos estratos de tosca rodada que hemos dicho se encuentran en el de- pósito lacustre pampeano de la Villa Luján. Sólo indican corrien- tes de agua pasajeras, producidas por las lluvias, que han arrastrado la tosca desde las lomas al fondo del antiguo lago. No sucede lo mismo con la capa de tosca y de terreno pampeano ro- dado más antiguo que se encuentra a seis metros de profundidad, so- bre el borde del río Luján, entre el puente y el molino viejo de Luján. Esta capa, indicada con el número 5 en nuestro corte geológico nú- mero 528, tiene un espesor bastante considerable, y se compone exclu- sivamente de toscas rodadas, de fragmentos de terreno pampeano igualmente rodado y de fragmentos de hueso. 571 Este estrato de terreno se halla separado del gran depósito lacustre pampeano más moderno, por la capa de terreno número 4, que ya he- mos dicho no se ha depositado en el fondo de un depósito de agua per- manente. La misma capa de terreno rodado es evidente que no se ha depositado en el fondo de agua permanente, siendo así de una época muy anterior a la formación de la gran laguna en cuyo fondo se depo- sitó el terreno número 3. Pero tampoco puede afirmarse que esta capa indique el fondo de una corriente de agua permanente; creemos que tan sólo podría ad- quirirse al respecto una completa certeza, si se encontraran en ella vestigios fluviales irrecusables, tales como ser huesos de pescados. En el día, las aguas pluviales, al bajar de las lomas hacia los terre- nos bajos, los ríos o las lagunas forman pequeñas torrenteras que se Llevan el terreno vegetal, dejando a descubierto el terreno pampeano rojo con tosca, que es lavado por nuevas lluvias que arrancan fragmen- tos de tosca, los arrastran por alguna distancia, formando acá y allá depósitos considerables. Si esas capas de tosca rodada fueran cubier- tas por aluviones y después las encontráramos en las excavaciones na- turales o artificiales, cometeríamos un grave error si las considerára- mos como los lechos de antiguos ríos o riachuelos. Tal es el caso de la capa de tosca de que nos ocupamos; nada indi- ca que sea el fondo de un antiguo río, y puede haber sido depositada por corrientes de agua momentáneas en las faldas o al pie de alguna antigua loma. El examen de las mismas toscas parece confirmar esta última supo- sición, pues se conoce no fueron arrastradas durante largos trechos. No presentan la regularidad de las toscas rodadas que se encuentran en el fondo de los ríos actuales, pareciéndose mucho más a las toscas gue se encuentran en las torrenteras que bajan de las lomas y son lle- vadas allí por las aguas pluviales. Pero, sea como sea, el hecho es de una grande importancia, porque al mismo tiempo que nos da una nue- ya prueba de la lentitud con que se formaron los terrenos pampeanos, nos indica de una manera evidente que las primeras capas que se de- positaron proveyeron materiales a la formación de las segundas, y así sucesivamente durante toda la época que duró la acumulación del te- rreno pampeano. La capa de tosca y terreno rodado se halla poco más o menos al ni- vel actual del agua del río y se muestra en las dos barrancas opuestas, lo que prueba que esta antigua corriente de agua temporaria o perma- rente, cruza en ese punto el río actual formando ángulos casi rectos. En resumen: no conocemos hasta ahora en la llanura argentina nin- gún vestigio seguro de lechos de ríos pampeanos.eEs cierto que mu- chas de las grandes depresiones actuales de la llanura argentina ya 572 existían durante la acumulación de los depósitos lacustres pampeanos modernos; pero, como quiera que sea, la excavación de los valles de erosión, data de una época relativamente más moderna y caracterizan un período de tiempo que no ha dejado otros vestigios y del cual pron- to nos ocuparemos. Volvemos a repetirlo: la ausencia de vestigios de las antiguas co- rrientes de agua, es un hecho que no debe extrañarse, porque la cons- titución física de la llanura durante esa época, con su horizontalidad casi perfecta, las inundaciones periódicas, etc., etc., no era favorable a la formación de cauces profundos y precisos. No ocurre otro tanto con las corrientes de agua permanente que ba- jaban de las faldas de las montañas; éstas debieron cavar cauces pro- fondos, que si más tarde se cegaron, han de haber dejado suficientes vestigios para que en la actualidad podamos hallarlos con facilidad. Qui- zá las capas guijarrosas que se hallan en las cercanías de la sierra de Córdoba, son los lechos de los antiguos ríos; pero en este orden de in- vestigaciones todo está por hacer. La escuela que admite que la formación pampeana no es de origen marino y atribuye su formación a los aluviones transportados por las aguas dulces, hace intervenir como agentes indispensables lluvias más copiosas que las actuales y torrentes que bajaban de los terrenos al- tos mucho más impetuosos. Esta es una de las muchas cuestiones de detalle que aún no está con- firmada por la observación directa de los fenómenos que la formación presenta. No ha mucho decíamos que aún se encuentran los vestigios de an- tiguas vizcacheras que fueron rellenadas por tierra negra transporta- da por las aguas, agregando que una de esas cuevas se había rellena- do con un lodo negro, muy plástico y estratificado, cuyos estratos no tenían más de uno a dos milímetros de espesor. Es claro que cada es- trato indica una inundación de la vizcachera por las aguas provenien- tes de un aguacero; por otra parte, si cada aguatero no pudo arrastrar al fondo de la vizcachera más que una cantidad de lodo apenas sufi- ciente para formar un estrato de dos milímetros de espesor, debemos suponer, y con razón, que las lluvias durante la época pampeana no eran más copiosas que en la actualidad. En las zanjas practicadas en la campaña para la delimitación de quintas, chacras, etc., hemos visto vizcacheras modernas rellenadas igualmente con lodo estratificado, pero nunca hemos visto en ellas es- tratos tan delgados como en algunas vizcacheras de la época pampeana, lo que prueba que nuestra deducción es perfectamente razonable. Del mismo modo, si las lluvias en esa época hubieran sido más co- piosas que en la actualidad, en el fondo de las lagunas de entonces 573 habrían depositado estratos de terreno de un espesor relativamente considerable, pero en esos depósitos no se encuentran señales de es- tratificación, y cuando los hay los estratos apenas tienen 1, 2 0 3 mi- límetros de espesor a lo sumo, demostrando así que las lluvias no eran más copiosas que las de la época actual. Otras observaciones confirman la misma deducción. Los guijarros que componen la capa de tosca rodada estudiada por los señores Reid y Zeballos son de menor tamaño que los que arrastran las corrientes de agua actuales. Otro tanto sucede con las toscas rodadas pampeanas que hemos exa- minado personalmente en más de cien puntos distintos. No hemos vis- to una sola de esas toscas que supere en tamaño a una avellana, mien- tras que las corrientes actuales las arrastran de un tamaño cincuenta veces mayor. De esto es forzoso deducir que las lluvias en aquella época ne eran más copiosas que las actuales y que las corrientes de agua tam- poco eran más impetuosas. Y no se aduzca que el hecho pueda temer alguna otra explicación, como por ejemplo, la mayor horizontalidad del terreno, etc., porque ei mismo fenómeno se repite en las faldas y al pie de las montañas. Las pequeñas sierras de Tandil, al Sud de Buenos Aires, están ro- deadas de escombros provenientes de las sierras y de guijarros roda- dos que se extienden hasta una distancia considerable; muchos de es- tos guijarros son de un tamaño mayor que un huevo de avestruz. Pero el terreno pampeano que se encuentra debajo, no sólo contiene una cantidad mucho menor de escombros provenientes de la descomposi- ción de las sierras, sino que los mismos guijarros rodados son mucho más chicos. Esto prueba que las corrientes de agua que durante la épo- ca pampeana descendían de las sierras eran menos impetuosas que las que actualmente toman origen en los mismos puntos. Otro tanto sucede en la Banda Oriental. El terreno pampeano que se extiende a lo largo de las playas de Montevideo y que rodea la base del Cerro, contiene muchos guijarros rodados, pero de tamaño redu- cido; los más grandes apenas alcanzan el tamaño de una nuez. Enci- ma del terreno rojizo pampeano, se encuentran, por el contrario, gran- des capas guijarrosas, compuestas de fragmentos rodados de cuarzo y otras piedras del tamaño de naranjas. Ahí también tenemos la prueba de que las corrientes de agua actuales son menos impetuosas que las pampeanas. Si de la Banda Oriental pasamos al interior de la República Argen- tina, vemos repetirse el mismo fenómeno. Sabemos por las publicacio- nes del doctor Burmeister que el terreno pampeano que rodea a la sie- rra de Córdoba contiene muchas capas guijarrosas compuestas de fragmentos rodados de diferentes rocas, cuyo mayor tamaño es el de 574 un huevo de gallina. Pero la sierra se halla «rodeada de depósitos de guijarros rodados mucho más considerables y de mayor tamaño que los que se encuentran en el terreno pampeano. Los guijarros que arras- tran los ríos que actualmente descienden de la sierra, son también de mayor tamaño que los que muestran los mismos ríos en las capas gui- jarrosas del terreno pampeano que forma sus barrancas; luego estas corrientes de agua son también de una fuerza mayor que las que exis- tieron durante la época pampeana. La opinión bastante acreditada de que las lluvias durante la época pampeana eran más copiosas que en la actualidad y las corrientes de agua de la misma época más fuertes e impetuosas, es, pues, no sola- mente sin fundamento, sino contraria a lo que nos enseña el estudio detenido de la formación. D'Orbigny, ha insistido repetidas veces sobre la falta completa de estratificación en el terreno pampeano, deduciendo de ahí su desacer- tada teoría de que el limo pampa es el producto de una inundación tu- multuosa y momentánea. Bravard, por el contrario, corrobora la presencia de vestigios de es- tratificación, pero añadiendo que son apenas aparentes, que a menu- do esemuy difícil distinguir las diferentes capas y que a veces no se rota entre unas y otras más que una pequeña diferencia de dureza del terreno que las compone. En resumen; la estratificación, por decirlo así, imperfecta del terreno pampeano, constituía para él una prueba en favor de su célebre teoría atmosféfica, poco menos desacertada aue la de D’Orbigny. Burmeister insiste igualmente sobre la variabilidad de la mezcla det limo pampeano, agregando que esta mezcla se ha verificado sin orden, al acaso, y sin que las capas que se observan sean continuadas. Como quiera que sea, queda comprobada la existencia de una estra- tificación, siquiera sea imperfecta. Confirmamos igualmente la obser- vación del doctor Burmeister, de que las diferentes capas no son con- tinuadas; mas no participamos de la opinión del mismo autor, de que ello sea debido a causas accidentales, porque creemos que su explica- ción debe buscarse en la configuración física de la superficie de la pampa durante esa época. Desde luego, los rastros imperfectos de estratificación del limo pam- pa, lejos de ser una prueba de que la formación es el resultado de inundaciones tumultuosas, es una prueba de lo contrario y demuestra que el terreno se acumuló con suma lentitud. En efecto: si grandes inundaciones impetuosas hubieran cubierto de tiempo en tiempo a las pampas, habrían depositado capas de terreno de un espesor considera- ble y en el día las encontraríamos en las profundidades del terreno sin discontinuidad sobre toda la llanura. Si por el contrario las inundacio- 575 nes no cubrieron toda la llanura, sino sólo las partes bajas, según ya lo hemos explicado en otra parte; si esas inundaciones fueron perió- dicas, propias de ciertas estaciones, y no el resultado de cambios me- tecrológicos imprevistos; si no fueron impetuosas como lo suponen la mayor parte de los autores, opinión que ya tenemos demostrado es in- fundada, es claro que las inundaciones no pudieron depositar ni ca- pas espesas, ni continuadas, sino tan sólo estratos de limo de poco es- pesor, como los que depositan anualmente las crecientes periódicas del Paraná en el Delta del mismo río o Tempe Argentino, como lo ha llamado Sastre. Se argúirá que el terreno pampeano tampoco presenta vestigios de esos finos estratos que debieron depositar las inundaciones periódi- cas; pero es bueno recordar que para que puedan conservarse es pre- ciso que se depositen en condiciones especiales que los preserven de fuerzas o agentes exteriores, que removiéndolos los mezclarían unos a otros. Sin duda es muy fácil que esos estratos, depositándose en el fondo de un lago, o de una laguna, o aun del mar, se conserven intactos has- ta formar bancos considerables que preservan por completo la des- trucción de los estratos secundarios; pero no puede suceder otro tanto con los que son depuestos en terrenos que sólo quedan sumergidos al- gunos meses del año. Cuando las aguas se retiran, el calor del sol seca el estrato de tierra recientemente depositado, lo agrieta por todas par- tes y si sobreviene una lluvia destruye por completo el estrato en cues- tión confundiéndolo con el terreno subyacente. Si por el contrario, el calor del sol es demasiado fuerte y pasa al- gún tiempo sin lover, la superficie del terreno que comprende 21 último o los últimos estratos depositados, se convierte en polvo, que a su vez, si sobreviene un fuerte viento, es arrastrado a grandes dis- tancias. Y aun haciendo abstracción de estas causas poderosas, bas- tarían las perforaciones de los insectos y de los gusanos, las pisadas ce los animales mayores y las innumerables raicecillas de las yerbas para confundir completamente los estratos depositados durante dos o tres años. Estamos, pues, muy lejos de sorprendernos de la ausencia de los vestigios de esos estratos anuales, pues está perfectamente de acuer- do con los hechos. Sucede otro tanto con muchos otros depósitos de aluvión depuestos por inundaciones periódicas, y especialmente con el del valle del Nilo que es un producto de nuestra época, o a lo menos de la humanidad histórica. Pero si estas explicaciones no bastaran, si a pesar de la evidencia de todas las demostraciones acumuladas, se quisiera negar la posibili- dad de esas inundaciones periódicas de las pampas y se exigiera como 576 prueba indispensable de su existencia los vestigios de esos finos es- tratos superpuestos, tampoco nos faltaría esta última prueba. Condiciones locales especiales, han podido preservar esas antiguas estratificaciones aunque en puntos de reducida extensión por toda la pampa argentina. En las toscas del fondo del río de la Plata, cerca del mismo muelle de pasajeros de Buenos Aires, hemos visto bancos de reducida exten- sión, de una estructura laminar, perfectamente aparente a la simple vista. El mismo fenómeno se repite a todos niveles. En las barrancas de la Recoleta, en los cortes practicados para la construcción de un ferro- carril, a unos 12 metros de elevación sobre el nivel del banco anterior y a unos 3 o 4 metros bajo la superficie del suelo, hemos visto fajas de terreno pampeano rojizo de más de 150 metros de extensión, que presentaban una estructura laminar comparable a un hojaldre. Los es- tratos eran ininterrumpidos, diferentes unos de otros por su color, du- reza y aspecto, y tan sumamente delgados que contamos 68 en un es- pacio de 5 centímetros. En la misma capa recogimos un cráneo casi entero del extinto género Palaeolama. En el interior de la Provincia tenemos observado repetidas veces el mismo fenómeno. En la embocadura del arroyo Frías, en un espesor de 5 centímetros, hemos contado 45 estratos diferentes; y en la Villa Luján, 68 en el mismo espesor. En la provincia Santa Fe, hemos visto muestras reco- gidas en el arroyo del Medio, que tenían 75 estratos en un espesor igual de 5 centímetros. El terreno se componía aquí de una arcilla rojiza casi plástica y los estratos eran casi tan delgados como hojas de lata. Concedemos que éstos sean fenómenos puramente locales, pero no por eso dejan de probar que el limo pampeano fué formado por inun- daciones periódicas, que depositaron en los puntos más bajos del te- rreno estratos delgados, de los que sólo se conservan vestigios en pun- tos aislados, preservados de una destrucción completa por condiciones locales. La acumulación de esos estratos, confundidos unos con otros, ha for- mado capas de un espesor más considerable, ya más arenosas, ya más arcillosas, más duras o más blandas, más o menos pardas o rojizas, pero como dichas capas se depositaron necesariamente en los puntos más bajos del terreno, es claro que son de una extensión muy limita- da. Esto concuerda perfectamente con nuestra teoría sobre el modo como se acumularon los terrenos pampeanos y son una prueba de su exactitud. Por otra parte, las antiguas corrientes de agua que no tenían cauces precisos, al cambiar su curso, cavaban nuevas regueras y cañadones 577 que interrumpían las capas ya formadas; y esas cañadas se llenaban a su vez de nuevos materiales, de donde proviene la confusión que no- tamos en las capas que constituyen la formación. Esta confusión se aumentaba con los continuos cambios de nivel. Las lomas se convertían en bajos, donde se depositaban los materiales que la denudación de las aguas pluviales arrancaba de los terrenos cir- cunvecinos más altos. A su vez los bajos se convertían en lomas, sobre las cuales se ejercía la acción mecánica de las aguas que volvían a arrastrar a los bajos vecinos una parte de las capas ya depositadas. No se crea tampoco que estas pueden ser suposiciones fantásticas; no: son hechos cuya existencia está demostrada por una prueba directa: las capas de tosca rodada que se encuentran en todas las profundida- des del terreno, prueba irrecusable de que la acción denudadora del agua no ha dejado de ejercerse un solo momento sobre el mismo limo pampa que continuamente se depositaba. Es, pues, exacta nuestra afirmación primera: la estratigrafía im- perfecta de la formación pampeana y la confusión de las capas, de- pende de las condiciones físicas de la llanura argentina en aquella época. Esta confusión es una prueba más de la multiplicidad de causas que han intervenido en la acumulación de los terrenos pampas y del inmenso espacio de tiempo que tal acumulación representa. En la provincia Buenos Aires, entre, la capa inferior del limo rojizo pampeano y la capa superior de la arenisca del terciario patagónico, se encuentra una espesa capa de arena pura y guijarros rodados, colocada por unos en el terciario patagónico, por otros en el terreno pampeano. No se encuentran en ella los fósiles característicos del terreno pam- peano, pero como no es de origen marino, según lo demuestran algu- nas conchillas de agua dulce y fluviátiles que en ella se han encontra- do, participamos de la opinión del doctor Burmeister, que la considera como perteneciente a la formación pampeana. Con todo, como carece completamente de fósiles y por su naturale- za difiere completamente del limo pampa, creemos conveniente desig- narla con un nombre especial, que no permita confundirla con la capa superior. La distinguiremos, pues, cuando menos provisoriamente, con el nombre de terreno subpampeano. La perforación del pozo artesiano de la Piedad, en Buenos Aires, emprendida en un terreno que se eleva 15 metros sobre el nivel del agua del río, encontró el terreno subpampeano a 20 metros de profun- didad. La capa consistía en su parte superior en arena gruesa mezcla- da con guijarros rodados y en su parte inferior en guijarros de mayor tamaño mezclados con un poco de arena. Esta capa tenía allí 25 me- tros de espesor y era sumamente rica en agua, a tal punto que su par- = superior podría considerarse como arena flúida. AMEGHINO —V. 111 37 578 En la perforación de Barracas, la misma capa tiene 29 metros de es- pesor, conteniendo algunas conchas fluviátiles, que, como ya lo ha di- cho Burmeister, prueban que la capa es igualmente de origen fluviátil. En Merlo se ha encontrado la misma capa de arena, casi flúida, a más de 40 metros de profundidad. Otras perforaciones en distintos pun- tos de la Provincia han dado el mismo resultado; lo que hace suponer ue esta capa semiflúida se extiende debajo de la mayor parte de la provincia Buenos Aires. : Razones de peso inducen a pensar que todas las corrientes de agua que descienden de los Andes y la sierra de Córdoba y se pierden en la llanura, penetran en la tierra hasta alcanzar esta capa arenosa, forman- do así una napa de agua subterránea que se dirige hacia el Atlántico y de la que algunos autores pretenden se han visto salir pequeños pes- cados. Pero es un error creer que el agua de todos los pozos proviene de esta capa, pues ninguno de los pozos ordinarios llega hasta ella. La profundidad media del agua de los pozos, en toda la Provincia, puede calcularse en unos seis metros, mientras que la profundidad media a que se encuentra la capa de arena semiflúida, es por lo menos de unos 35 metros. Bueno es advertir que aun admitiendo que esta capa es de origen exclusivamente fluviátil, no creemos que puedan invocarse como agentes directos que tomaron parte en su formación, la mayor parte de las fuerzas y causas secundarias que intervinieron en la formación de la capa superior. La capa de limo rojizo superior o verdadera formación pampeana, es dividida por Burmeister en dos partes: la inferior, a la que llama preglacial; y la superior, a la que denomina postglacial. Esta división en dos partes diferentes, correspondientes a dos pe- riodos distintos es aceptable; y se verá más adelante que se halla con- firmada por la cronología paleontológica; pero las denominaciones que emplea el doctor Burmeister son completamente inaceptables, por- que en ninguna parte el terreno pampeano ofrece rastros de la acción: glacial. No entraremos ahora a discutir el valor de las opiniones emitidas sobre la existencia de una época glacial en la República Argentina, pues debemos ocuparnos de esta cuestión más adelante; pero si no sa- bemos con certeza si la formación pampeana es de origen glacial, pre- glacial o postglacial, es claro que el empleo de estos términos es com- pletamente inadecuado. Aceptamos la división hecha por el doctor Burmeister, mas no su denominación. Llamaremos, pues, simplemente a los terrenos pampeanos inferio- 579 res, terreno pampeano inferior, y al espacio de tiempo que represen- ta, tiempos pampeanos antiguos. Este terreno es aún poco conocido por hallarse cubierto por todas partes por el terreno pampeano superior. Sólo se presenta a descu- bierto en un escasísimo número de puntos, sobre todo frente a Buenos Aires, debajo de la barranca, casi al mismo nivel del agua del río. Ge- neralmente es más duro y arcilloso que el de la parte superior y pre- senta grandes masas de tosca. A la parte superior de la formación la llamaremos terreno pampea- no superior; y al espacio geológico de tiempo que representa, tiempos pampeanos modernos. Este terreno se presenta a descubierto en las orillas de todos los ríos y riachuelos de alguna importancia y a menudo también en las cum- bres de las lomas. Es más arenoso que el terreno pampeano inferior y no contiene masas tan considerables de tosca. Es aún difícil establecer un límite seguro entre el pampeano supe- rior y el inferior, pero creemos que puede considerarse como pertene- ciente al pampeano superior los diez a doce metros de terreno superfi- cial. El que se halla a mayor profundidad, hasta la arena semiflúida, constituirá el pampeano inferior. En la superficie del terreno pampeano superior, diseminados en la llanura, se nota un gran número de esos depósitos pampeanos lacustres ya descriptos. Son siempre de mayor consideración que los depósitos de igual naturaleza que se encuentran en las profundidades del terreno, ocupando a menudo espacios considerables. Su posición denota perfectamente que son posteriores a la forma- ción del terreno pampeano superior y que se depositaron en una épo- ca en que toda la superficie de la llanura estaba cubierta de un sinnú- mero de lagos. Por otra parte, como esos terrenos contienen la misma fauna fósil que el terreno pampeano superior, es forzoso considerarlos como par- te integrante de la formación pampeana. Designaremos el conjunto de estos depósitos con el nombre de te- rreno pampeano lacustre y el espacio de tiempo que representan con el de época de los grandes lagos. A propósito de esta clasificación se nos ha objetado que el término tiempos pampeanos modernos para una época tan alejada de nosotros * como la que representa el terreno pampeano superior, es completa- mente vicioso. Sín duda alguna; pero igualmente vicioso es el término época de los grandes lagos, pues en tiempos posteriores se formaron los innumerables depósitos lacustres postpampeanos ya estudiados en un capítulo especial. Empleamos estos términos como principio de una clasificación. Et 580 día que encontremos, o se nos indiquen, o se nos propongan otros más adecuados, substituiremos el uso de aquéllos por el de éstos. La lámina XVIII representa un corte geológico ideal de la llanura argentina, que indica exactamente el orden de superposición de las capas; Las alturas son naturalmente exageradas con relación a la escala ho- rizontal. He aquí la explicación de los números: N° 1.— Océano Atlántico. N° 2.— Cauce de un arroyo actual. N° 2 bis. — Cauce de un rio actual. Contra una de sus barrancas y en parte de su fondo se ve un depósito de aluvión moderno depositado por las mismas aguas del río. N° 3. — Una laguna actual. Se ve claramente que ocupa una par- te baja del terreno donde se han reunido las aguas pluviales. La capa de tierra negra que ocupa su fondo (número 4), es muy gruesa y au- menta su espesor de año en año, hasta que la laguna se rellene com- pletamente y desaparezca. N° 4. Capa de tierra vegetal que cubre la superficie de la pampa. Como se ve, esta capa falta completamente en la cumbre de las lomas elevadas a causa de las aguas pluviales que lavan la superficie del suelo. N° 5. — Médanos y arenas movedizas. En la costa forman una capa ininterrumpida de varios kilómetros de ancho; pero en el interior los médanos se presentan generalmente en grupos aislados al lado de la- gunas o en puntos donde han existido. N° 6. —Capas de terreno de origen lacustre. Los lagos en que se han depositado son anteriores al excavamiento del cauce de los ríos y arroyos actuales, pero posteriores a la excavación de las depresiones o valles en que corren esos mismos ríos. Son posteriores a la formación pampeana y contienen huesos de mamíferos de especies idénticas o muy parecidas a las actuales. Contienen también un gran número de conchillas de agua dulce, de los géneros Planorbis y Palludinella, pero están caracterizados sobre todo por la presencia de innumerables repre- sentantes del género Ampullaria. N° 7.— Capas de origen marino, igualmente postpampeanas; se encuentran exclusivamente cerca de la costa y han sido depositadas por las aguas del mar cuando éstas se internaban más al interior que en la actualidad. Contienen numerosas conchillas marinas y algunas veces huesos de grandes desdentados extinguidos, que han sido arranca- dos por las aguas de las capas subyacentes. N° 8. — Capa de terreno de origen lacustre, más antigua que la del número 6. Pertenece a la subdivisión de la formación pampeana, a la 581 cual hemos llamado pampeano lacustre y que se ha depositado duran- te la época de los grandes lagos. Contiene numerosas conchillas de agua dulce, pero se distingue fácilmente de los depósitos lacustres postpampeanos por la ausencia absoluta de conchillas del género Am- pullaria, y por contener, al contrario, innumerables restos de Toxo- Gon, Mastodon, Mylodon, Glyptodon, etc. N° 9. —Terreno pampeano superior correspondiente a los tiempos pampeanos modernos. Contiene numerosos huesos de mamíferos ex- tinguidos. N° 10. — Antiguos médanos de arena que suelen encontrarse sepul- tados en la formación pampeana. N° 11. — Depósitos lacustres más antiguos que los del número 8. Se encuentran depósitos análogos en todos los niveles de la formación. N° 12.— Terreno pampeano inferior, correspondiente a los tiem- pos pampeanos antiguos. Contiene muchos huesos de mamíferos ex- tinguidos, especialmente de Typotherium. N° 13. — Depósitos de arena pura. Se encuentran a menudo a dife- rentes niveles de la formación. N° 14. — Terreno subpampeano o capa de arena semiflúida sobre la cual descansa la formación pampeana. N° 15. —Terciario patagónico superior. En el Sud de la provincia Buenos Aires, al otro lado del Salado, sur- gen de en medio de la llanura una serie de cerros aislados, poco ele- vados, que empiezan a manifestarse en el cabo Corrientes, en la costa del Atlántico y se dirigen ha ia el interior paralelamente al río Salado y al río de la Plata, hasta perderse en medio de la Pampa. El pico más elevado de la sierra de Tandil, sólo tiene 450 metros sobre el nivel del mar. D'Orbigny, siguiendo la teoría de Elie de Beaumont, forma con esta sierra un sistema de sublevamiento independiente, que llama sistema pampeano y supone que surgió cuando la formación del terreno pam- peano. Darwín cree, al contrario, que la cordillera ya existía durante la época pampeana; el doctor Burmeister no emite opinión alguna a este respecto; y el doctor Zeballos cree que surgió durante la época pam- peana. Lo interesante es que la base de los cerros se hunde en el terreno pampeano y que en ninguna parte se ven vestigios de la formación patagónica. | Cuando se hacen excavaciones en las cercanías de los cerros, a los 15 o 20 metros de profundidad se encuentra el gneis-granito o la are- nisca de la tinta, lo que prueba que el terreno pampeano se ha deposi- tado encima de las rocas que constituyen los cerros. La aproximació:: ul (72) 1] de las sierras se denota por grandes ondulaciones del terreno que em- piezan a 10 o 15 leguas de distancia. En la proximidad de la sierra to- man el aspecto de grandes cuchillas que a veces dejan ver en su par- te más elevada las rocas metamórficas. Esas cuchillas y ondulaciones no son, pues, más que las manifestaciones internas de los contrafuer- tes de los cerros que se hunden en las profundidades de la tierra. En esas descubiertas producidas por la denudación de las aguas, tam- poco se encuentran rastros del terciario patagónico; por todas partes el terreno pampeano se halla en contacto con el granito, el gneis, el micaesquisto, etc. Se conoce que muchos de esos cerros estuvieron unidos en otra épo- ca, formando una inmensa meseta destruída más tarde por la denuda- ción de las aguas; pero el examen de los escombros que se encuentran al pie de los cerros demuestra que esa denudación no es postpampea- na, confirmando así la opinión de que la sierra existía ya durante la época pampeana. Tenemos datos ciertos que nos prueban su existencia durante esa época: son los guijarros rodados, más o menos grandes, provenientes de la descomposición de los cerros y que se encuentran en el mismo limo pampeano de las cercanías. La presencia de ese cascajo en el terreno pampeano concuerda per- fectamente con la ausencia del terciario patagónico, pues si la sierra no hubiera existido al principio de la época pampeana es claro que al surgir habría sublevado también las capas del terciario patagónico y las encontraríamos al pie de los cerros, entre las rocas metamórficas y el terreno pampeano. La sierra existía, pues, durante la época pampeana; y es casi segu- ro que también existía durante la formación del terreno patagónico; en efecto: si hubiera estado cubierta por las aguas del mar, se habría depositado sobre ella el mismo terreno que constituye actualmente la formación patagónica; pero como en ninguna parte se ven sus vesti- gios y sólo hay probabilidades de encontrarlo en las profundidades del suelo a algunas leguas de distancia de los cerros, es claro que la sierra surgía de las aguas durante la época en que toda la llanura argentina estaba cubierta por las aguas del mar. Sin duda formaba entonces una gran isla larga y angosta, que fué en gran parte destruída por las olas y la denudación de las aguas pluvia- les, dándole a la sierra la forma que actualmente presenta. Confirma esta manera de pensar la posición del limo pampeano que cubre el fondo de todas las quebradas y abras transversales, demostrando al mismo tiempo que en efecto la destrucción de la antigua isla o meseta ya había tenido lugar durante la época de la deposición del terreno pampeano. Pero de que la sierra ya existiera durante la época del mar patagó- nico no se sigue que no pueda haber sufrido más tarde considerables 583 cambios de nivel. El estudio del terreno circunvecino prueba, en efecto, que a partir de la época pampeana se ha levantado cerca de 200 metros. Volveremos más tarde sobre este levantamiento del suelo, que puede revelarnos el secreto de fenómenos geológicos hasta ahora no explicados. La otra sierra aislada de la pampa de Buenos Aires, es la Sierra le la Ventana, que ya hemos dicho al principio de este trabajo se halla más al Sud y alcanza una altura casi triple que la de la anterior, aunque ocupa una extensión mucho más reducida. Aquí el orden de sucesión de las capas geológicas no es el mismo que en la sierra de Tandil; pero las observaciones tampoco son contradictorias. La base de la Sierra de la Ventana está rodeada por el terciario pa- tagónico que se eleva hasta una altura considerable sobre el nivel del mar. Falta completamente el limo pampeano que rodea la base de los cerros de Tandil y sólo empieza a encontrarse a algunas leguas de dis- tancia de la sierra. Es claro, pues, que la Sierra de la Ventana existía ya durante la épo- ca pampeana. También existía durante la época de la formación del terreno patagónico, pero entonces era menos elevada. Toda la base de la sierra actualmente cubierta por la formación marina patagónica, se hallaba en esa época en el fondo del mar. El sublevamiento parcial de la sierra que puso en seco esas capas fué anterior a la época pampea- na y levantó la base de la sierra a tal altura que no pudo depositarse sobre ella el limo pampeano. Dirigiéndose hacia el interior de la República, antes de llegar a la Cordillera de los Andes, se encuentra el gran sistema central argentino de montañas conocido con el nombre de Sierra de Córdoba, igualmente aislado por la llanura. D'Orbigny suponía que el terciario patagónico rodeaba la base de la Sierra de Córdoba, pero es un error; hasta ahora no se ha comprobado su presencia en ningún punto. El terreno pampeano se extiende hasta ci pie de la sierra, rodea su base y sube en algunos puntos hasta más de mil metros de altura. Inútil es, pues, extenderse sobre la relación de estas montañas con el limo pampa, pues es evidente que existían ya tanto durante la épo- ca de la deposición de los terrenos pampeanos, como en la otra más antigua del mar patagónico. Así lo prueba también el análisis físico y químico del terreno pam- peano que rodea la sierra, pues demuestra claramente que es un pro- ducto de la descomposición de las rocas de las montañas a cuyo pie se encuentra. Terminaremos con algunas observaciones del mismo género acerca cel Cerro de Montevideo. Este, como es sabido, es un cono completa- mente aislado, que se eleva algo más de 140 metros sobre el nivel del 584 mar, compuesto de una roca metamórfica, especie de gneis o anfiboli- ta verdosa, que contiene en algunos puntos gruesos filones de cuarzo. Esta roca se pierde hundiéndose en una arcilla rojiza que rodea toda la base del cerro y sube hasta la mitad de su altura, esto es, unos 70 metros sobre el nivel del mar. Las rocas metamórficas vuelven a mostrarse en la misma playa de- bajo de la misma arcilla rojiza que corresponde al terreno pampeano de Buenos Aires, pero otras veces están cubiertas de bancos de arena roji- za mezclada con pequeños guijarros rodados, que creemos correspon- den a la capa de arena semiflúida que en la pampa se encuentra a 30 o 40 metros de profundidad. Falta por todas partes la formación patagónica inferior y el limo pampeano se ha depositado encima de las rocas metamórficas. Esto prueba que toda la parte meridional de la costa oriental, entre Co- lonia y Maldonado, se hallaba ya emergida durante la época del mar patagónico, pero las aguas dulces que en tiempos posteriores deposi- taron el terreno pampeano alcanzaban un nivel bastante elevado para cubrir esas rocas con el limo pampa. En cuanto al Cerro, es evidente que ya existía durante la época pampeana. He aquí la explicación del corte geológico que hemos tomado al pie del Cerro en la misma bahía de Montevideo, figura 526, lámina XVII. N° 1. —Rocas metamórficas. N° 2. — Formación terciaria patagónica. Ya hemos dicho que esta formación no se presenta en ninguna parte de la costa. Pero por las perforaciones practicadas en Buenos Aires y en el lecho del Plata, sa- bemos que se encuentra a una gran profundidad, descansando encima de la formación guaranítica, que a su vez descansa sobre esas mismas rocas metamórficas que salen a la superficie en la otra orilla del Pla- ta. Todo hace creer, pues, que en el fondo del Plata, no lejos de la cos- ta y a una corta profundidad debe encontrarse el terreno patagónico, siguiendo las rocas metamórficas en su ascensión hacia la superficie. De modo que su existencia en el punto indicado es una simple suposi- ción, aunque probable. N° 3. — Terreno pampeano, blanquizco, con algunos fósiles de Glip- todontes y de origen lacustre. Corresponde a la misma época que los depósitos lacustres pampeanos que se hallan en la superficie de la lla- nura, esto es: a la época de los grandes lagos. N° 4. —Bancos de arena rojiza, estratificada y mezclada con pe- queños guijarros rodados. Corresponde a la capa de arena semiflúida que en Buenos Aires se encuentra a 25 metros de profundidad y en el interior de la Provincia a 30, 40 o más metros. N° 5. — Terreno pampeano, arcilloso, rojizo, situado a un nivel más elevado y que se extiende hacia el interior cubriendo todas las llanu- OA Uy) IORTE GEOLÓGICO IDEAL DEL TERRENO oe. Loma Y 7 A E 2 = = PL PE = Z PA > ===> REA E a cs A Ts == MM => EE > => == == == UN ‘| ° SF ee | A 585 ras bajas y aún algunas mesetas elevadas. Corresponde al verdadero terreno pampeano de Buenos Aires. N° 6.— Bancos marinos modernos o postpampeanos, conteniendo conchillas específicamente idénticas a las actuales, que ya fueron des- criptos en uno de los primeros capítulos. N° 7.— Tierra vegetal. N° 8. — Arena movediza transportada a esa altura por los vientos. Producto de nuestra época. N° 9. — Arena cuarzosa del fondo del río, mucho más pura que la que se halla en el fondo del mismo ríc en Buenos Aires. N° 10.— Nivel del agua del río. Las crecientes periódicas que anualmente inundaban la llanura ar- gentina levantaban continuamente el suelo con los materiales terro- sos que transportaban a él. Pero este mismo levantamiento hacía cada vez más difíciles las inundaciones, obligando a las aguas a cavar cauces más precisos y por consiguiente más profundos. Sea por los aluviones depositados por las aguas, sea por un subleva- miento del suelo debido a las fuerzas internas, sea por ambas causas a la vez, llegó un momento en que las aguas ya no pudieron inundar la llanura. Una parte de ellas iban al Atlántico por la gran cuenca del Paraná, otras se perdían en el desierto donde eran absorbidas por el suelo, o se evaporaban por el calor del sol. Naturalmente, este cambio no pudo producirse de un modo moriien- táneo, sino paulatinamente, con suma lentitud. Veamos, pues, cual podía ser el aspecto de la superficie de la pam- pa, al verificarse dicho fenómeno. Si al cruzar la llanura argentina echamos una ojeada en torno nues- tro y hacemos abstracción de su horizontalidad comparativa, se nos presenta inmediatamente a la vista cierto número de desigualdades Gel terreno, dignas de llamar la atención. Son esas lomas y bajos que se suceden continúamente, formando una serie de ondulaciones, a ve- ces muy pronunciadas y que, al parecer, no están sujetas a ningún sis- tema determinado. ¿Cuál es el origen de estas ondulaciones? Desde luego, ellas no concuerdan con el modo como se han depositado las capas de terreno de que se componen. No es admisible que los aluviones transportados por las aguas y depuestos en la superficie de una llanura, puedan acu- irularse en masas de alturas tan diferentes. Si las diferencias de nivel no pasaran de 1, 2 o 3 metros, aún po- drían explicarse; pero. cuando en una extensión horizontal de 8 a 10 cuadras hay una diferencia vertical de más de 20 metros, no hay ex- plicación posible. Es de todo punto inadmisible que las aguas hayan ido a depositar los aluviones en la cumbre de la loma en vez de dejar- los en el bajo. 586 Los aluviones, al depositarse, nivelan las desigualdades del terreno, pero no forman otras mayores. No formaron, pues, las grandes ondula- ciones de la superficie de la Pampa; éstas no existían cuando conclu- yeron de depositarse los terrenos pampeanos; luego, son de origen posterior. Si examinamos un río cualquiera de la llanura argentina, vemos que siempre corre en la parte más baja de una de esas grandes ondulacio- nes que empieza en el nacimiento del río y concluye en su emboca- dura. Esta gran ondulación o valle angosto y largo, puede considerarse como el mismo río, el cual vendría a representar como el eje longitu- dinal de un gran árbol, cuya forma afectan generalmente, como es sa- bido, todos los ríos. Al remontar el valle y el río hacia sus nacientes, se encuentran a de- recha y a izquierda riachos de menor importancia. Estos corren a su vez en el fondo de una ondulación o valle parecido, que forma el eje de otro árbol secundario. Si remontamos esos riachos, vemos que reciben otras corrientes de agua de menor importancia, que a su vez corren por en medio de de- presiones de tercer orden. Estas mismas depresiones, se subdividen en otras depresiones o valles de cuarto y quinto orden, y así sucesivamen- te hasta que las últimas ramificaciones del árbol principal terminan en pequeñas torrenteras, generalmente sin agua, que principian todas en las faldas de las lomas. Todas esas grandes ondulaciones, hoyas, bajos, cañadones, altos, lo- mas, cuchillas, etc., obedecen al sistema hidrográfico actual de la co- marca, cuyos reguladores son. Podemos, así, sentar como un hecho indiscutible, que la mayor parte de las desigualdades de la superficie de la llanura, tienen por origen la denudación de las aguas. Alejándonos del cauce de un río hacia las lomas que limitan el valle por en medio del cual corre, podemos examinar en todas las alturas las huellas de esa denudación que avanza continuamente. Si quisiéramos rellenar las inmensas hondonadas por en medio de las cuales corren el río Salado, el río Luján, el Areco, el Arrecifes, etc. v todas las demás depresiones secundarias en que corren las corrien- tes de agua de menor importancia, y quisiéramos reconstituir ideal- mente la antigua superficie de la Pampa tal como debió ser antes de haber sido denudada por las aguas, tendríamos que figurarnos una masa inmensa de materiales que si fuera esparcida encima de la lla- nura argentina formaría una capa uniforme de varios metros de es- pesor. Esa asombrosa cantidad de materiales, con el transcurso de millares 587 de años, fué arrastrada por las corrientes de agua al fondo del mar. Sólo una pequeñísima parte quedó estancada en antiguas hondonadas sin desagüe o en el fondo de corrientes de agua cuyo curso se había interrumpido, formando así los depósitos lacustres que se encuentran en los terrenos bajos, a orillas de los ríos y riachuelos. Pero aunque esa denudación se prosigue a nuestra vista, no es por completo obra de nuestra época. En su mayor parte se ha verificado durante una época geológica pa- sada, de la que no nos quedan más vestigios que esa antigua denuda- ción, posterior a la completa deposición del terreno pampeano. Esa denudación, producida únicamente por las aguas pluviales, debe haber sido excesivamente lenta; sin duda duró muchos miles de años. Podrá, por otra parte, cada cual formarse una idea de la excesiva antigiiedad a que remonta este fenómeno geológico, sabiendo que la fauna que caracteriza el verdadero terreno pampeano vivió también durante la época en que las aguas cavaron las grandes ondulaciones de la pampa. Sabemos perfectamente que un buen número de nuestros lectores se sorprenderán ante esta afirmación y que otros la considerarán quizá como disparatada; pero una vez que hayan meditado sobre las evolu- ciones y cambios ya explicados que han sufrido estas comarcas y los que aún nos quedan por exponer, cesará la sorpresa, para no ver en nuestra afirmación más que un hecho razonable, ligado a fenómenos y a manifestaciones geológicas de otro modo inexplicables. Cuando las aguas pluviales ya habían cavado todas las depresiones actuales de la llanura argentina, en las que corren corrientes de agua de alguna consideración, aún vivían los Gliptodontes, los Toxodontes, los Milodontes, etc., y aún continuaron viviendo durante largos siglos. Recuérdese lo que hemos dicho en algunas páginas precedentes so- bre la época de los grandes lagos. Esos depósitos lacustres que descan- san encima de la formación pampeana y se encuentran en los terre- nos bajos a orillas de los ríos, fueron depositados en el fondo de esos antiguos valles u hondonadas de erosión. Echese una simple ojeada al corte geológico representado en la lá- mina XVIII y se verá que el depósito lacustre número 8 se depositó en el fondo de la hondonada y que en una época posterior se formó el otro depósito lacustre superior, postpampeano. La posición de estos dos depósitos lacustres es absolutamente la misma en las orillas del río Luján que en los bordes del Salado o en las barrancas del Arreci- fes. Es evidente que la gran denudación que produjo esos valles y ba- jos es anterior a la deposición del depósito lacustre inferior. Por otra parte, como esos depósitos son justamente los más ricos en huesos fósiles y de ahí se han exhumado la mayor parte de los esque- or 00 wm letos casi completos que se encuentran en los grandes Museos de Amé- rica y Europa, es evidente que esos grandes herbivoros extintos conti- nuaron viviendo durante toda la época que duró la denudación que cavó las hondonadas y cañadones, lo mismo que durante toda la época posterior durante la cual se formaron los depósitos lacustres de la época de los grandes lagos. Por más acelerada que haya sido esta denudación, no podemos admi- tir que se haya efectuado con más prontitud que la que emplearon las inundaciones periódicas en acumular los mismos materiales, de donde se sigue que entre la deposición completa del terreno pampeano rojizo arcilloso y la excavación de los bajos y la deposición en el fondo de éstos de los terrenos lacustres representados con el número 8 en nuestro corte geológico de la lámina XVIII, transcurrió un espacio de tiempo tan sumamente largo, que quizá es poco inferior al que empleó en su deposición el terreno pampeano mismo. Las hondonadas y cañadones eran más profundos antes de que se depositaran en su parte más baja los terrenos lacustres pampeanos y postpampeanos. En la Viila Luján, por ejemplo, las barrancas del río están formadas casi exclusivamente por esos terrenos, que repre- sentan unidos un espesor medio de cuatro metros. Sólo en la parte mas profunda del cauce del río, cerca del mismo nivel del agua, se divisa el terreno rojizo en cuyas capas se formó la antigua depresión. Fácil es, pues, comprender que la depresión por en medio de la cual ha cavado su cauce el río Luján en la Villa del mismo nombre, era en otro tiempo y cuando aún vivían los grandes desdentados fósiles, cua- tro metros más profunda que en la actualidad; pero como esos cuatro metros de terreno que ahí se han depuesto, representan por lo menos una masa igual de materiales que las aguas arrancaron de las lomas vecinas, deducimos que éstas a su vez debían ser unos cuatro metros más altas, lo que da una diferencia de nivel de 8 metros. La depresión del río Salado era también mucho más profunda que en la actualidad. Aquí, en grandes trechos, el cauce del río actual no ha atravesado aún por completo el terreno lacustre pampeano, y en algunos puntos el fondo mismo del cauce del río está aún formado por el terreno lacustre todavía más moderno o postpampeano y pasarán muchísimos siglos antes que el cauce del río alcance en esos puntos el fondo de la antigua hondonada. Es evidente que en el fondo de esas depresiones existían corrientes de agua comparables a las actuales, pero más tarde se interrumpieron y se formaron numerosos depósitos de agua en cuyo fondo se deposi- taron los terrenos lacustres pampeanos y postpampeanos. Desde esa época cesó también la denudación en grande escala del terreno pam- peano. 589 Estos fenómenos fueron generales en toda la pampa y por consi- guiente no pueden atribuirse más que a una misma causa también ge- neral. Hemos encontrado su explicación en las oscilaciones de nivel de la llanura. La época de la denudación del terreno pampeano en grande escala coincidió con un sublevamiento general de la Pampa; la for- mación de los depósitos lacustres de los bajos coincidió, por el contra- rio, con un abajamiento general del mismo suelo. Durante la primera parte de este período de abajamiento es cuando desaparecieron los úl- timos grandes mamíferos extinguidos; pero algunas especies más cer- canas de las actuales aún vivieron durante toda la época de la forma- ción de los depósitos lacustres postpampeanos (capa número 6 del cor- te geológico de la lámina XVIII). El examen de la extensión que tuvieron las llanuras argentinas en otro tiempo demostrará la verdad de estas aserciones. Dijimos en otra parte que durante la época de la formación del te- rreno pampeano no existía el río de la Plata ni esa gran escotadura que forma su estuario entre los cabos Santa María y San Antonio. La llanura era continuada hasta la Banda Oriental y se habría podido pa- sar a pie enjuto desde Buenos Aires hasta Montevideo y Maldonado. Sabemos, en efecto, que el terreno pampeano no se ha formado ni en el fondo del mar, ni en el fondo de un estuario, ni debajo de depó- sitos de agua dulce. Hemos adquirido la convicción de que es el pro- ducto de inundaciones periódicas que cubrían una parte de la antigua llanura. Sabemos también, por otra parte, que el fondo del río de la Plata, debajo de la arena moderna que ahí se ha depositado, consta del mis- mo terreno rojizo, toscoso, que forma la orilla del río en frente del mismo muelle de pasajeros, de donde deducimos con razón que se ha cepositado por el mismo procedimiento que el resto de la formación. En el mismo lecho del Plata encontramos esqueletos fósiles comple- tos como en el interior de la Provincia, y cuya posición demuestra evi- dentemente que murieron en los sitios donde los encontramos, indi- cando así que el lecho del Plata era entonces tierra firme. Esa misma capa de tosca que se presenta a descubierto en la orilla del río, en el bajo del Paseo de Julio (*), se encuentra en la misma ciu- (+) Para quienes no alcanzaron a verlo, digo que antes de construirse las dársenas del puerto de Buenos Aires, el río de la Plata llegaba hasta el Paseo de Julio y que un murallón de mampostería, que se extendía desde la calle Rivadavia hasta la calle Tucumán, impedía que las aguas del río llegaran hasta la acera del paseo que da frente al Este. El murallón era rema- tado por una sencilla verja de hierro. El bajo, como es natural, empezaba al pie mismo del mu- rallón y doy por entendido que era la playa del río erizada de toscas que formaban pozos apro- vechados por las lavanderas y cubierta de cascajos y resaca que las aguas del estuario deposi- taban en ella cuando crecían. — A. J. T. 590 dad Buenos Aires al mismo nivel, esto es: a unos 15 a 20 metros abajo de la superficie del suelo. Se puede así asegurar que la meseta sobre la cual ha sido edificada la ciudad Buenos Aires, que domina unos 20 metros el nivel del agua del Plata y está limitada por la barranca que bajo diversos nombres indica los límites del antiguo cauce del río (barrancas de la Recoleta, del Retiro, del Paseo de Julio, de Santa Lucía, etc.), se avanzaba en otro tiempo sobre lo que hoy es el río de la Plata, cubriendo el plano de tosca de la orilla del río y extendiéndose hasta la Banda Oriental, don- de el terreno pampeano que se muestra en las orillas del Plata, que rodea el Cerro en su base y sube hasta la mitad de su altura y que se extiende sobre las llanuras del interior, no es más que la continuación de la misma capa que concluye en Buenos Aires en las barrancas del río, a Causa de la erosión de las aguas que la entrecortaron al cavar el cauce de éste. Ya hemos dicho, en efecto, que la capa número 4, de nuestro corte geológico de la bahía de Montevideo, es la misma capa de arena semifluída que en Buenos Aires se encuentra a varios metros debajo del nivel del agua del mismo río, mientras que la capa supe- rior número 5 corresponde y es la antigua continuación de la barranca del río en Buenos Aires. Una erosión lenta y continuada de las aguas cavó más tarde el in- menso estuario y se formaron en su fondo capas de terreno de natura- leza diferente, pero siempre de corta extensión. Los unos son pequeños depósitos lacustres que sólo los hemos visto en Buenos Aires a media altura de la barranca de la Recoleta y al pie de la barranca de Santa Lucía. Son sin duda contemporáneos de los depósitos lacustres pampeanos del interior de la Provincia marcados con el número 8, lámina XVIII. El fondo primitivo del estuario del Plata se elevaba, pues, en Buenos Aires varios metros sobre el fondo actual del mismo río. En Montevideo se encuentran depósitos análogos y los hemos indi- cado en nuestro corte geológico número 522 con el número 3. Esta capa de terreno, que se encuentra casi al mismo nivel del agua del río, se depositó cuando el cauce había adquirido casi su profundidad actual y, por consiguiente, mucho tiempo después de la época en que la erosión de las aguas se había llevado la continuación de las capas número 4 y 5, que en épocas anteriores avanzaban sobre el río hasta Buenos Aires. Que ese pequeño depósito corresponde igualmente al terreno pam- peano lacustre de Buenos Aires nos lo indica no tan sólo su posición y aspecto, sino también algunas pequeñas Palludestrina y Planorbis que contiene y prueban que es un producto de agua dulce. Por otra parte, los fragmentos de coraza de Glyptodon que de ahí hemos ex- 591 traído, establecen por completo su sincronismo con los depósitos aná- logos de la pampa. En épocas más modernas, debido a ese abajamiento general del sue- lo de la época postpampeana, las aguas marinas invadieron la inmen- sa cuenca excavada por las aguas y formaron los bancos marinos que se encuentran a un nivel algo más elevado, tanto en Belgrano, Quil- mes, Punta Lara, etc., como en Colonia y Montevideo. Según el orden de sucesión de estos diferentes fenómenos, es in- dudable que estos depósitos, indicados en nuestro corte geológico ideal con el número 7, corresponden como época a los depósitos lacustres postpampeanos del interior le la Provincia, indicados con el número 6. Los mismos fenómenos se han repetido en la otra grande escotadu- ra que se encuentra mucho más al Sud y lleva el nombre de Bahía Blanca. Esta también es de formación relativamente moderna y no existía durante la época pampeana. En las barrancas que rodean la costa de Bahía Blanca la formación gampeana tiene un espesor de 6 a 7 metros, pero es natural que no puede terminarse tan bruscamente y que las capas del costado Norte debían avanzar en otro tiempo sobre la bahía hasta unirse con las del costado Sud. Pero el espesor del terreno pampeano en ese punto fué más considerable que en la actualidad. Al acercarse a la costa, mucho antes de llegar a la barranca, se ve que el terreno baja con suma rapidez, produciendo una diferencia de nivel considerable que sólo puede ser atribuída a antiguas denudacio- nes de las aguas. Ahí también se hizo sentir el gran abajamiento del suelo postpam- peano después de haberse verificado esa denudación; las aguas del mar se internaron tierra adentro depositando sobre la superficie del terreno pampeano denudado los bancos marinos descriptos por Dar- win y Bravard. Pero durante la época pampeana la llanura argentina no sólo se ex- tendía sobre el gran estuario del Plata y en la escotadura de Bahía Blanca, sino que debía avanzar en toda la costa más al Este, sobre el Atlántico, hasta una distancia considerable. Es evidente que durante la época pampeana, cuando se acumulaban los depósitos pampas, en la costa del Atlántico de entonces debian fermarse capas de terreno que participaban a la vez de los caracteres del resto de la formación pampeana y de los de las formaciones marinas. ¿Dónde encontrar actualmente esas antiguas capas? En todos los puntos de la costa actual donde encontramos depósitos marinos, éstos son de época más moderna, pero no coetáneos con la formación pam- peana, que siempre se encuentra más abajo, demostrando así de una 592 manera no dudosa que los antiguos límites de la formación se encon- traban mucho más al Este. Lo mismo prueba la constitución geológica de la costa argentina ac- tual. A partir de la embocadura del Plata, dirigiéndose hacia el Sud, en ninguna parte de la costa se encuentran vestigios del terreno tercia- rio patagónico, que sólo empieza a mostrarse al Sud del río Colorado. En el mismo trayecto, sólo afloran aún las rocas más antiguas en un sclo punto: el Cabo Corrientes y sus cercanías; pero el hecho no tie- ne nada de extraño ni contradice nuestra opinión, porque en ese punto es donde termina, hundiéndose en el mar, la cadena de sierras de Tan- dil, Volcán, etc. Aun la misma punta que constituye el Cabo Corrientes, fermada por una arenisca llamada arenisca de la tinta, se extendió en otros tiempos más al Este, pues hoy mismo puede seguirse por debajo de las aguas hasta una legua de la costa del mar, cuyo fondo en ese tra- yecto está cubierto de fragmentos provenientes de la descomposición de la arenisca. En todo el resto de la costa entre el río de la Plata y el río Colorado sólo se ven arenas movedizas que cuando se interrumpen, muestran cebajo el terreno pampeano que se hunde debajo de las aguas del Océano, lo que a nuestro modo de ver indica que ese terreno estaba antes emergido y se extendía mucho más al Este. En otros puntos de la costa, el terreno pampeano forma barrancas perpendiculares que bajan al mar, pero siempre la parte más baja se encuentra a un nivel inferior al agua del Océano, probando así la ma- yor extensión de la antigua llanura y el abajamiento postpampeano del suelo. Al Sud del mismo Cabo Corrientes, existe una de esas barrancas compuesta exclusivamente de terreno pampeano, que tiene 30 metros de altura. Ese terreno tiene absolutamente el mismo aspecto y com- posición que el resto de la formación, incluso los bancos de tosca. Sal- ta a la vista, pues, que esa barranca no es de origen primitivo coetá- neo con la formación y que ésta nunca pudo terminar de una manera tan brusca y repentina. Pero esa misma altura considerable de la barranca sobre el nivel cel mar supone una antigua extensión de la llanura varias decenas de le- guas por lo menos. : El nivel de la llanura argentina, a medida que nos alejamos del mar, aumenta, en efecto, en una proporción excesivamente reducida. La ciudad Mercedes, lugar de nuestra habitual residencia en Buenos Ai- res, se halla, según nuestras observaciones, a 42 metros sobre el nivel Cel Océano, del cual dista unas cincuenta leguas a contar del cabo San Antonio; el nivel del terreno según esto, se elevaría cerca de un metro por legua. Juzgamos no estar muy lejos de la verdad, pues se calcula 593 que la ciudad Buenos Aires está situada a unos 24 metros sobre el nivel del mar; Mercedes se encontraría, entonces, a un nivel 18 metros más alto que el de Buenos Aires; y como se encuentra a veinte leguas al Oeste de esa ciudad, tenemos que el terreno se eleva también en esta dirección cerca de un metro por legua. Los señores Heusser y Claraz han obtenido un resultado muy di- ferente del nuestro; pero es que, proponiéndose otro objeto, toman un punto de partida distinto. Dichos señores calculan que la llanura ar- gentina se eleva de Este a Oeste en proporción de 1.1 en 1000, pero basan su cálculo en una línea tirada de Rosario a Mendoza, dejando así al Sudeste de Rosario un trayecto de ochenta leguas, la parte de la llanura que se eleva más suavemente, y comprendiendo en la extremi- dad Oeste la ciudad Mendoza, que se halla al pie de los Andes, cir- cunstancia que hace que el terreno suba ahí de una manera más rápi- da. Para nuestro cálculo no necesitamos conocer más que la inclina- ción de la pampa del Sudeste, que incluye por completo la provincia Buenos Aires y que no se halla comprendida en el cómputo de los se- ñores Heusser y Claraz. La ciudad Rosario, punto de partida oriental de la línea tirada por esos señores, se encuentra, según el meridiano, a unas doce leguas al Oeste de Chivilcoy, punto que a su vez distaría del Océano, colocando el límite de este hacia el oriente en el Banco Inglés, unas ochenta leguas. De Mercedes siguiendo hacia el Oeste, el terreno sube aún en un trayecto de siete a ocho leguas hasta Suipa- cha; y de aquí vuelve a bajar paulatinamente hasta el Salado, que se encuentra justamente a una decena de leguas al Oeste de Chivilcoy. El terreno no puede, pues, elevarse en este punto, a más de 40 a 45 metros sobre el nivel del mar, lo que no daría ni de cerca un metro por legua de elevación, ni aun colocando el límite del Atlántico en la embocadura del Salado. El Paraná se encuentra en Rosario a 16 me- tros sobre el nivel del Océano y las barrancas del río tienen una altu- ra de 15 a 20 metros, de modo que la ciudad de Rosario no puede en- contrarse a más de 40 metros sobre el nivel del mar. De Rosario, si- guiendo la pendiente Sudeste del Paraná y del Plata hasta Banco In- glés, hay una distancia de cerca de cien leguas, de modo que el terre- no en esta dirección se eleva tan sólo 50 centímetros por legua. Tomando por base que el terreno se eleva 1 metro por legua, tene- mos que la antigua llanura al Sud del Cabo Corrientes, se extendía por lo menos 30 leguas al Este y esto sin contar que el terreno pam- peano en ese punto puede tener quizá doble espesor que la barranca, en cuyo caso la llanura habría avanzado aún mucho más al Este. Esto, siu embargo, no debe sorprendernos, puesto que en la misma época la misma llanura se extendía desde Buenos Aires hasta Maldonado, dis- tencia que puede valuarse en cerca de 60 leguas. AMEGHINO — V. III 38 594 No poseemos datos sobre la altura del territorio de la provincia Bue- nos Aires, y ello nos impide por ahora emprender otros cómputos. Con todo, no podemos pasarnos sin decir algunas palabras sobre la rela- ción que existe entre el nivel de la pampa y la profundidad del terreno pampeano. Calculamos que la elevación media de toda la provincia Buenos Ai- res sobre el nivel del mar, debe ser de unos 65 metros. No damos este cálculo como enteramente exacto, pero no creemos tampoco que el error pueda ser mayor de 10 metros. Las perforaciones artesianas practicadas en Buenos Aires y diver- sos otros puntos, prueban que la formación pampeana en la Provin- cia de dicho nombre tiene un espesor de 50 a 60 metros. Luego, si faltara esta capa y la superficie de la llanura se encontra- ra 50 o 60 metros más abajo, las aguas del mar cubrirían casi toda la provincia Buenos Aires. Esto prueba que durante la época pampeana el nivel de la llanura argentina era más elevado que en la actualidad y que por consiguiente se extendía mucho más al Este. Agregaremos, en fin, como última prueba, que los pozos artesianos de Barracas y Buenos Aires han encontrado la capa inferior de la formación pampeana a 40 metros debajo del nivel de las aguas del Océano. Las perforaciones practicadas en Tuyú, Merlo, Chascomús, Las Flores, San Vicente y otros puntos, han dado idéntico resultado. Ahora bien: como la capa inferior de la formación pampeana tam- poco es de origen marino, no queda otra explicación posible para el caso que un gran abajamiento del suelo, posterior a la formación pam- peana, el que prueba una mayor elevación de las pampas de otros tiem- pos, lo que a su vez supone una extensión mucho mayor de la llanura, que ya hemos visto está confirmada por muchos otros datos. Este problema, completamente nuevo de la geología argentina, es de sumo interés y es de esperar dé origen a trabajos e investigaciones de la más alta importancia. Durante la época en que la llanura había alcanzado su mayor ele- vación, se verificó la gran denudación del terreno pampeano de que hemos hablado en otra parte y cesó con el gran abajamiento posterior que a su vez fué seguido de un sublevamiento de pequeña importan- cia que ha dejado en seco los bancos marinos de la costa. Terminaremos este capítulo con una breve observación sobre el ni- vel relativo de la formación pampeana en la provincia Buenos Aires. En los alrededores de la sierra de Tandil, el terreno pampeano sube hasta una altura de 200 metros sobre el nivel del mar, y, por consi- guiente, a 150 metros sobre el nivel de las llanuras que se encuentran a alguna distancia. Como el terreno pampeano que rodea la sierra no es por completo un producto de la descomposición de la misma sierra, 595 es claro que en su máxima parte ha sido depuesto ahí por las mismas fuerzas que acumularon los terrenos pampeanos del resto de la llanura y que debía hallarse al mismo nivel. Para que en el día el mismo terreno se halle al nivel en que se en- cuentra, tenemos que suponer un levantamiento de 150 metros de la sierra que sublevó consigo la llanura circunvecina. Naturalmente, este sublevamiento parcial fué posterior a la forma- ción del terreno pampeano, pero carecemos de datos para determinar si tuvo lugar antes del gran abajamiento general de la llanura y parti- cipó más tarde del mismo movimiento, o si, por el contrario, es de épo- ca más reciente. CAPÍTULO XXV LOS FÓSILES Vegetales. -— Fósiles marinos. — Moluscos de agua dulce. — Peces. — Batracios. — Reptiles — Pájaros. — Huesos de mamíferos. — Esqueletos enterrados por tor- mentas de arena. — Distribución vertical. — Distribución horizontal. El terreno pampeano contiene los más ricos yacimientos de fósiles que se encuentran en el mundo. Algunos de estos fósiles presentan ligeras diferencias con las espe- cies actualmente existentes. Otros las presentan, por el contrario, tan profundas, que pueden considerarse de familia y en algunos hasta ad- quieren el valor de órdenes diferentes. Esos antiguos restos de los seres que poblaban en otro tiempo las llanuras argentinas, pertenecen a todas las grandes divisiones del im- perio orgánico. Empezaremos por los restos fósiles de vegetales, que hasta ahora han pasado desapercibidos para todos los autores y exploradores de esta formación. Es opinión general de los naturalistas que el Megaterio y demás gravígrados fósiles de la pampa debían alimentarse de las hojas de los árboles, por manera que suponen que las pampas, durante esa época, estaban cubiertas de bosques. Tal opinión no tiene un fundamento serio, pues no basta el sim- ple examen de la conformación anatómica de dos o tres géneros de animales para afirmar un hecho que está en desacuerdo con todas las demás observaciones. Es ya de por sí solo inadmisible que una comarca cubierta de bos- ques se convierta sin intervención del hombre en una simple pradera. Pero cuando en las profundidades del terreno no encontramos ni en forma de petrificaciones, ni en forma de turba, ningún vestigio de esos pretendidos bosques, es claro que nunca existieron, pues de ser de otro modo, deberíamos encontrar sus despojos, ya en la una o en la otra de esas dos formas. Esto es tanto más cierto cuanto que la exis- 597 tencia, durante esa época de innumerables lagunas, era una condición sumamente favorable para la formación de depósitos turbosos. Así esas representaciones en que el Megaterio y el Milodonte tre- pan encima de los troncos de las Sigillaria, árboles del período carbo- nífero, son, más que imaginarias, completamente fantásticas. La vegetación de la pampa durante esa época era sin duda más o menos parecida a la actual, como lo demuestran varios restos fósiles de vegetales, conservados en la formación y carbonizados por el tiem- po. Esos restos fósiles consisten en pequeñas ramitas que se descom- ponen tan pronto como se hallan en contacto con el aire, razón por la cual no hemos podido determinarlas ni hacerlas determinar; pero es claro que si se han conservado los vestigios de esos pequeños vegeta- les tan fáciles de destruirse, con mucha más razón deberían haberse conservado los troncos y ramas de los árboles si los hubiera habido y las pampas no habrían sufrido las grandes sequías que nos revela el estudio de la formación pampeana. Los vestigios de la antigua vegetación de la pampa se han conser- vado también en otra forma completamente diferente; consisten en impresiones que se encuentran en el antiguo barro desecado, produ- cidas por la descomposición de los vegetales que en él quedaron en- terrados. Esas impresiones se encuentran sobre todo en grande abundancia en el terreno lacustre pampeano de la Villa Luján, donde se mues- tran claramente a la vista en forma de cavidades o agujeros que pe- retran en el terreno. Al observar esos huecos por primera vez, supusimos en el acto que eran impresiones fósiles. Se nos ocurrió entonces la idea de echar en el terreno azufre derretido, que rellenó los huecos, formando moldes que representan tallos, hojas, raíces y hasta semillas de vegetales pro- pios de terrenos pantanosos. Sólo hemos podido recoger unas cuantas decenas de esos moldes, malogrados casi todos en nuestro viaje a Europa, porque se rompió el cajón en que iban. No pudimos hacer colecciones completas, porque nos habrían ocasionado gastos que nuestros recursos personales no nos permitían sufragar. Pero la existencia de un depósito de impresiones de los vegetales contemporáneos de los Gliptodontes, los Toxodontes, etcétera, es de tanta importancia, que no dudamos que el Ministerio ar- gentino de Instrucción Pública, o en su defecto la Sociedad Científica Argentina, lo harán explotar por personas competentes que, forman- do grandes colecciones, nos dirán cuáles eran las plantas de que se alimentaban los grandes mamíferos extinguidos, cuyos esqueletos con- servamos en nuestros días preciosamente en los Museos. El paraje en que principalmente se encuentran es el punto conocido 598 con el nombre de Paso de Azpeitia, en una capa de terreno pardo ama- rillento, que se halla a unos tres metros de profundidad y contiene también muchas conchas de moluscos. Antes de concluir con los vegetales fósiles, diremos que entre los vestigios que se encuentran en ese punto, abundan mucho las impre- siones de las hojas y las semillas de la planta silvestre de los campos bonaerenses, conocida con el nombre vulgar de cepa caballo (Xan- thium spinosum. L.), que los botánicos creen originaria de Europa. Este descubrimiento prueba que dicha creencia es errónea y que la planta en cuestión es efectivamente indígena de nuestro suelo, como lo ha afirmado recientemente el doctor Berg. ¡Quién sabe si no sucede lo mismo con otros muchos vegetales que se consideran como importados del antiguo mundo! Ya hemos dicho repetidas veces que en la formación pampeana no se encuentran fósiles marinos, lo que prueba que la formación no se ha depositado ni en el fondo del mar, ni en el fondo de un estuario marino. Es cierto que más de una vez se ha pretendido haber encontrado en dicho terreno, ya huesos de vertebrados, ya conchillas, corales y otros fósiles de origen marino; pero examinados uno a uno los pretendidos descubrimientos se ve que son el resultado o de errores sobre la na- turaleza de los objetos encontrados o de apreciaciones diferentes so- bre la época geológica de las capas en que se encuentran. Así, varios autores han anunciado el hallazgo de huesos de ballena en algunos puntos de la costa argentina, pero nunca se ha pretendido haber encontrado huesos de dichos animales en el interior de la lla- nura. Esos restos proceden de Punta Lara, del Retiro (en Buenos Ai- res), de Bahía Blanca, de Puente Chico, de Belgrano, etc., y han sido extraídos de los bancos marinos que se encuentran en dichos puntos, que, ya hemos visto, son de época posterior a la formación del terre- no pampeano. Ya hemos tenido ocasión de decir que las conchillas marinas, en- contradas en Bahía Blanca por Darwin y consideradas por él como contemporáneas de los desdentados fósiles, proceden de los mismos bancos y Darwin se ha equivocado sobre la época geológica a que per- tenecen esas capas marinas de la costa; pero más adelante volveremos a ocuparnos de esta cuestión con más detenimiento. Del mismo modo, el doctor Carpenter dice haber encontrado en la tosca vestigios de foraminíferos; pero Bravard, Burmeister y todos los demás autores que se han ocupado de la formación, nunca han visto en la tosca vestigios de dichos animales. Es, pues, 'evidente, que las muestran examinadas por el doctor Carpenter, sólo pueden proceder de los mismos bancos marinos postpampeanos. 599 Otros autores citan, según díceres de viajeros, la existencia de con- chas marinas en las barrancas del río Carcarañá, pero esta afirmación reposa sobre un error, pues los que tal han afirmado han tomado los yacimientos de Ampullaria que allí se encuentran, por bancos de conchillas marinas. El mismo error han cometido otros autores que afirman la existencia de conchas marinas en las cercanías de Luján a orillas del rio. No hay un solo trecho de la barranca que no haya sido explorado minuciosamente por nosotros y nunca hemos visto tales con- chas, lo que nos hace suponer que aquí también se tomaron las Ampul- leria por caracoles marinos. Los fragmentos de corales encontrados en Bahía Blanca, de que ha- bla Darwin, también proceden de los bancos marinos postpampeanos de la costa. Los señores Heusser y Claraz, observadores minuciosos y concien- zudos, dicen que el señor Seguin encontró algunos fragmentos de co- rales fósiles en la tosca del río de la Plata, cerca de la usina del gas, en Buenos Aires. El doctor Burmeister dice a propósito de este descu- brimiento, y con razón, que un solo hallazgo no puede servir de fun- damento a una nueva teoría; pero es que creemos que también este pretendido hallazgo de corales fósiles pampeanos reposa sobre un error de determinación. Antes de nuestra partida en viaje a Europa, visitamos escrupulosa- mente las toscas del río, enfrente de la fábrica de gas, y no hemos no- tado en ellas nada que pueda diferenciarlas de las rocas análogas que se encuentran en todas partes de la formación. Recogimos también en el mismo punto una muela de caballo fósil, algunos fragmentos de una coraza de Gliptodonte, de placas perforadas, una gran parte de la co- raza de un Hoplóforo y otros huesos de mamíferos, que nos dieron la certidumbre de que el terreno pampeano, allí como en todo el resto de la pampa, no es de origen marino, haciéndosenos así inexplicable el ha- llazgo de corales en ese punto. Del mismo yacimiento retiramos también algunos fragmentos de la cáscara de una pequeña tortuga de agua dulce, cuyo hallazgo está en completa oposición con el que se le atribuye a Seguin. Uno de nuestros primeros cuidados en la capital de Francia, fué pe- dir informes sobre la existencia de esos corales en la colección Se- guin, que, como se sabe, fué comprada por el Museo de Historia Natu- ral de París; pero el profesor P. Gervais, a cuyo cargo se encontraba y ha publicado sobre ella monografías interesantísimas, nos dijo que no tenía conocimiento de la existencia de dichos fósiles. Mas tarde hemos estudiado personalmente dicha colección (en par- te en compañía del mismo profesor Gervais), sin dejar una sola pieza por examinar, pero tampoco encontramos vestigios de tales corales. 600 Sin embargo, creemos haber descubierto la causa del error. Examiná- bamos un día, en compañía del señor Henry Gervais, hijo del ilustra- do profesor del Jardín de Plantas, un cajón de huesos fósiles de la co- lección Seguin, cuyo contenido aún no había sido examinado, cuando dicho señor retiró del fondo del cajón unos fragmentos bastante con- siderables de una masa pétrea, de color gris, cubierta de cavidades po- ligonales de 4 a 5 milímetros de diámetro colocadas unas al lado de otras, que a primera vista tomamos por fragmentos de corales. Encon- tramos en el interior de la masa fragmentos de la coraza de un Glip- todonte. Las placas de que se componen carecen de dibujos en sus dos superficies, entrando en la categoría de las que el doctor Burmeister cree formaban el escudo pectoral de los Gliptodontes, opinión erró- nea, pues constituían la coraza dorsal del género Doedicurus, fundado por el mismo doctor Burmeister. Estas placas presentan grandes agu- jeros que pasan de parte a parte. Después de un estudio detenido y escrupuloso pudimos asegurarnos de que esos agujeros o especie de tejido celular, formaban el adorno o escultura externa de la coraza del Doedicurus, que estaba completamente separada de la superficie de la coraza, constituyendo una especie de segunda coraza más delgada. Los grandes agujeros que atraviesan las placas de la coraza del Doedicu- rus, daban paso a los vasos sanguíneos destinados a nutrix la coraza exterior. Es uno de los descubrimientos paleontológicos más curiosos que se han hecho hasta ahora, al mismo tiempo que parece de los más improbables, pero el trabajo especial que sobre este asunto prepara- mos en colaboración con el doctor Gervais, disipará todas las dudas que puedan abrigarse al respecto. Esos fragmentos de coraza del Doe- dicurus, aún en parte cubiertos por la segunda coraza externa corres- pondiente a la ornamentación externa de las corazas de los otros Glip- todontes, encontrados por Seguin en las toscas del Plata, fueron sin duda considerados por los señores Heusser y Claraz, como corales fó- siles, error en que a primera vista también incurrimos y en el que ha- bríamos persistido sin el examen minucioso que hicimos de esos cu- riosos restos. Aún queda por examinar un hallazgo, sin duda más serio que los precedentes. En un pasaje de su última obra sobre la República Ar- gentina, nos cuenta el doctor Burmeister que ha visto en poder del se- nor Moreno dos gruesos fragmentos de coral, del género Astraea en- contrados en San Nicolás de los Arroyos a cerca de dos metros de pro- fundidad y aún cubiertos por la arcilla pampeana. La autoridad del doctor Burmeister nos garante en este caso de que se trata de verdaderos corales: así nuestras dudas son aquí sobre la verdadera antigüedad y procedencia de tales fósiles. El distinguido sabio no dice si los corales fueron extraídos en presencia del señor 601 Moreno, en cuyo caso no habría duda de que en verdad proceden de la formación pampeana, pues el hecho de que se hallen cubiertos por el limo pampa no basta por sí solo para probar que fueron enterrados contemporáneamente con la formación. Pero aún admitiendo como probado que esos objetos fueron real- mente extraídos de una capa de terreno pampeano, es evidente, como lo dice el doctor Burmeister, que no se encuentran en su lugar de ori- gen, ni pertenecen a la formación. Tampoco podemos admitir, sin em- bargo, que hayan sido llevados allí por corrientes de agua que los ha- brían arrancado de la formación marina patagónica que se encuentra a descubierto más al Norte, pues es evidente que la corriente que hu- biera podido arrastrar hasta esos puntos una masa de coral de 20 cen- timetros de ancho por 30 de largo, habría también transportado una inmensa cantidad de cascajo y numerosos guijarros; pero el terreno pampeano de San Nicolás es un limo fino por completo comparable al de Buenos Aires. Sabemos además que hasta ahora no se han en- contrado corales fósiles en el terciario patagónico. Si esos fósiles proceden, en efecto, de la formación pampeana, pen- samos que su presencia allí puede atribuirse al hombre de aquella épor> que los habría transportado desde grandes distancias, del mis- mo modo cue los indígenas de Buenos Aires anteriores a la conquis- ta habían traído piedras procedentes de la Sierra de Tandil, de Uru- guay, o de las mismas cordilleras, o como los antiguos pobladores de las orillas de la Cañada Rocha habían llevado allí los restos de Trigonis que hemos recogido en sus paraderos. De manera, pues, que nuestra opinión sobre los corales de San Ni- colás es que proceden de un banco marino comparable a los del Puen- te Chico y Belgrano, que se hallaba en contacto con la formación pam- peana, o que fueron llevados allí por el hombre pampeano; pero no pueden de ningún modo contradecir en nada todas nuestras exposicio- nes precedentes. Hemos sido hasta ahora los únicos que hemos mencionado la pre- sencia de conchillas de moluscos de agua dulce en la formación pam- peana (1). No se encuentran en el terreno arenoarcilloso rojizo que constituye la masa de la formación, sino en esos depósitos de corta extensión, poco espesor y color blanquizco, que según lo hemos explicado anterior- mente, forman el fondo de antiguas lagunas. El estudio de la malacología pampeana sería del mayor interés. Ha- biamos hecho grandes colecciones, pero por desgracia corrieron la mis- ma suerte que nuestros moldes de vegetales. (1) F. AMEGHINO: Ensayos, etc., ya mencionados. 602 Debemos, pues, limitarnos a indicar que esos fósiles pertenecen so- bre todo a los géneros Unio, Palludestrina y Planorbis; faltando por completo en estos depósitos ejemplares de Ampullaria, molusco cuyas conchas se encuentran en todos los terrenos lacustres postpampeanos. A quienes quieran hacer colecciones de conchas de moluscos pam- peanos de agua dulce, les indicaremos sobre todo el mismo yacimien- to en que se encuentran las impresiones de los vegetales de la misma época. Ahí pueden reunirse en pocas horas buenas colecciones para es- tudio. : Ningtin autor habla tampoco de restos de peces encontrados en la formación pampeana. Hemos recogido huesos de peces pampeanos en los mismos depósi- tos lacustres que contienen las conchillas ya mencionadas. Casi todos esos restos pertenecen a la familia de los silúridos, tan comunes en las aguas dulces de nuestros ríos. Se los hemos cedido al profesor nor- teamericano E. D. Cope, que debe ocuparse de su estudio. Poseemos huesos de dos especies de batracios fósiles del terreno pampeano, una de doble tamaño que la otra. No podríamos afirmar si son de especies extinguidas o aún existentes, pero como quiera que sea, el hecho es de mucho interés por cuanto prueba que esta clase singu- lar del reino animal tenía representantes en la Pampa durante aquella época. Bravard dice también haber encontrado restos de un batracio fósil, propio del terreno pampeano. Los verdaderos reptiles también tenían representantes durante la misma época; Bravard anuncia haber encontrado restos de un saurio y de un quelonio. El doctor Burmeister anuncia también que existen en la formación placas de la cáscara de una gran tortuga de agua dulce. El profesor Gervais menciona como existentes en la colección Se- guin los restos de dos especies de tortugas, una terrestre de grandes dimensiones y perteneciente a una especie extinguida; la otra de agua dulce y parecida a las especies actuales. La cáscara de la primera tenía 1 m. 50 de largo por 1 m. 20 de alto. En nuestras excursiones hemos recogido fragmentos de mandíbula de un lagarto que nos parece idéntico a una de las especies actuales. En las orillas del arroyo Frías y en otros dos o tres puntos diferentes hemos encontrado algunas placas de la cáscara de una gran tortuga terrestre; y en la Villa Luján hemos recogido pequeños fragmentos de placas de una pequeña especie de agua dulce. En París hemos comparado los restos de esas especies de tortugas con los que había traído Seguin y hemos visto que nuestras dos especies difieren de las que él ha recogido, de modo que durante la época pam- 603 peana existieron por lo menos cuatro especies diferentes de tortugas, actualmente extinguidas. Durante la misma época vivía también en Brasil una tortuga terres- tre gigantesca, de especie extinguida, llamada por el profesor Gervais Testudo elata; su talla se acercaba a la del Colossochelys atlas, fósil en la India. Se han extraído del mismo yacimiento algunas vértebras de un cocodrilo igualmente gigantesco, de género y especie extingui- da, llamado por el mismo profesor Dinosuchus terror. Este enorme rep- til debía tener unos 10 metros de largo. Bravard, cita en su catálogo, como encontradas en el terreno pam- peano, cinco especies de aves diferentes, tres pájaros de los géneros Icterus o Sturnus, una trepadora del género Psittacus y una zancuda. Burmeister menciona como procedente de la misma formación el fémur y la tibia de un ave parecida a la cigüeña. El sabio dinamarqués Lund también había recogido en las cavernas de Brasil los huesos de muchas especies de aves, entre otros los de un avestruz, cuya especie superaba por su tamaño a las que viven ac- tualmente en América del Sud. En el terreno pampeano de Buenos Aires hemos recogido repetidas veces restos fósiles de avestruz, consistentes ya en huesos, ya en frag- mentos de cáscaras de huevos, pero no nos parece que esos vestigios denoten una especie de mayor tamaño que la actual. En los mismos yacimientos hemos recogido los huesos de otras ocho a diez especies de aves diferentes, que aún no hemos determinado. Pero lo que sobre todo caracteriza a la formación pampeana son los innumerables huesos de mamíferos que contiene casi por todas partes. Unos pertenecen a especies excesivamente diminutas; y otros indican animales de la misma talla y aun más fuertes que el elefante. Esos huesos, que se encuentran enterrados en las profundidades del suelo sín ninguna relación con las corrientes de agua actuales, apare- cen de preferencia en las barrancas de los ríos y los arroyos, porque las aguas al ensanchar su cauce se llevan continuamente masas considera- bles de terreno que dejan los huesos a la vista. Cuando se hacen excava- ciones, no importa dónde, suelen encontrarse a diferentes profundidades. Se encuentran casi siempre enteros y en un estado de conservación tan perfecto, que no sólo no ha sufrido alteración alguna su superficie exterior, sino que también muestran en su organización interna hasta les más mínimos detalles, como ser: los agujeros que dan paso a los vasos sanguíneos, etc. Otras veces suelen encontrarse los esqueletos enteros o casi enteros en el mismo estado de conservación; por otra parte, es sumamente raro encontrar huesos que presenten indicios de haber sido rodados por las aguas. 604 En cambio, se encuentran un gran número que habiendo quedado en- terrados en una capa muy abundante en cal, han atraído las partículas calcáreas que se han adherido al hueso tan fuertemente, que en mu- chos casos es imposible sacarlo entero. Masas considerables de esta marga o tosca unen a veces los huesos de esqueletos enteros o casi enteros. Hace apenas un siglo esos huesos eran atribuídos, aun por las per- sonas más ilustradas de la época, a gigantes de forma humana que se decía habían vivido en épocas antiguas. Esta creencia, acompañada de leyendas fantásticas y creencias supersticiosas, existe aún entre los gauchos de la Pampa. Más de una vez hemos visto viejas devotas y crédulas que buscaban los grandes huesos fósiles para que les sirvie- ran de asiento, en la creencia de que les devolverían a las piernas el vigor y la fuerza que por la edad avanzada ya habían perdido en parte. Tampoco es uniforme la distribución de esos fósiles en la forma- ción; se encuentran grandes cantidades, acumulados en espacios rela- tivamente reducidos, mientras que otras veces no se encuentra uno solo en trayectos de leguas enteras. El depósito más conocido de la provincia Buenos Aires y de donde se han extraído mayores cantidades, se halla sobre el río Luján, entre la Villa de ese nombre y Mercedes. De ahí se han extraído la mayor parte de los grandes esqueletos casi completos que figuran en los prin- cipales Museos de Europa y América, entre otros el Megaterio, que se encuentra en el Gabinete de Historia Natural de Madrid, enviado a España por el marqués de Loreto, hacia el año 1789; hubo en Europa quien creyó que aún podía existir vivo en las pampas del Plata y el rey Carlos MI envió una orden al virrey de Buenos Aires para que le en- viara vivo uno de esos animales. Los alrededores de la Villa Luján son aún más ricos que las cerca- nías de Mercedes. Muchos de los afluentes del mismo río, como los arroyos Marcos Díaz, Roque, Balta y Frías, son también muy ricos en huesos fósiles. En el río Areco también se han encontrado últimamente varios es- queletos casi completos, principalmente de los géneros Lestodon y Smilodon. El río Arrecifes es conocido desde hace años por los numerosos fó- siles que se encuentran en-sus barrancas. Otro tanto sucede con sus tributarios, particularmente el arroyo Luna y los ríos Rojas y Salto. En este último punto recogió Bravard una buena parte de su colección. El río Salado posee grandes yacimientos de fósiles en toda la longi- tud de su curso. Burmeister ha recogido allí partes considerables de esqueletos; y Seguin un esqueleto de Megaterio y varios otros de ani- males más pequeños. 605 En el río de las Conchas, particularmente cerca de Moreno, también existen yacimientos fosilíferos de importancia, de los que hemos reco- sido esqueletos casi enteros. No menos rica es la playa del río de la Plata, enfrente de la misma ciudad Buenos Aires. En esas toscas, a partir del muelle de pasajeros hasta Los Olivos, es donde Bravard y Seguin recogieron las mejores piezas de sus colecciones. Se mencionan también como puntos que contienen yacimientos de fósiles interesantes: Bahía Blanca, donde Darwin recogió la mayor parte de las piezas que se hallan depositadas en el Museo de Ciruja- nos de Londres; y Bravard, muchas de las que se hallan en el Museo de Buenos Aires; las barrancas del río Paraná, cerca de San Nicolás y San Pedro, en las que D'Orbigny recogió las piezas que figuran en la parte paleontológica de su viaje; los alrededores de Tandil, el arroyo ce los Huesos, que debe su nombre a la gran cantidad de huesos que se ven en sus barrancas; la laguna del Monte, donde se dice existe la coraza de un Gliptodonte, de tamaño extraordinario, el río de la Ma- tanza, Pilar, San Isidro, San Fernando, Lomas de Zamora, San Vicen- te, Ranchos, arroyo Samborombón, Lobos, Chascomús, La Salada, la- guna del Blandengue, laguna del Chichí, laguna de las Barrancas, la- guna del Burro, Talcamare, cercanías de la sierra de la Tinta, de la sierra de Tapalquén, laguna de Tapalquén, Chivilcoy, etc., etc. En cuanto a las otras provincias de la República, tenemos conoci- miento de que se han encontrado huesos fósiles en el arroyo del Me- dio (Mastodonte, Gliptodonte, etc.), en el río Carcarañá (Megaterio, oso, Glyptodonte, Mastodonte), en los valles de la Sierra de Córdoba hasta más de mil metros de altura (Gliptodontes), en diversos puntos de la provincia Entre Ríos, en la Cañada Honda (provincia San Luis), en diferentes puntos de la provincia Mendoza (Megaterio, Mastodonte, Gliptodonte), en las faldas de la sierra de Achala, en Belén y Santa María (Catamarca), a cerca de 2.000 metros de altura, etc. Con todo, en ninguna otra provincia de la República se encuentran yacimientos tan abundantes como los de la provincia Buenos Aires. La mayor parte de estos fósiles, a lo menos en esta Provincia, se en- cuentran en los depósitos lacustres de la época pampeana; algunos gé- neros, como el Toxodon, puede decirse que sólo por excepción se les encuentra envueltos en el terreno arenoarcilloso rojizo, lo que concuer- da perfectamente con su estructura anatómica que nos enseña que era un habitante de las aguas dulces, a manera del hipopótamo. Otro tanto sucede con los restos del Hidróquero, siempre recogidos por nosotros en los terrenos de origen lacustre, lo que comprueba perfectamente que el carpincho de esa época tenía el mismo modo de vivir que el actual. Por el contrario, los huesos de ciervos, llamas, Paleolamas, tigres, 606 osos, etc., y, en general, de todas las especies que no tienen hábitos acuáticos, raro es encontrarlos en los depósitos lacustres, pero se ha- lian frecuentemente en el terreno arenoarcilloso rojo. También varía el estado de fosilización en que se encuentran, se- gún la naturaleza de la capa de terreno en que se hallan envueltos y el nivel en que se encuentran. El doctor Burmeister dice a este propósito, que muchas personas creen que los grandes huesos fósiles han crecido debajo de tierra, opi- nión que juzga con razón no merece refutarse. Igualmente errónea es la denominación de huesos petrificados que en esta Provincia. se aplica a los huesos fósiles, pues la petrificación depende exclusivamente de las condiciones de yacimiento y de ningún modo de la antigúedad de los restos orgánicos en cuestión. Así muchos huesos pueden estar petrificados. sin ser fósiles, mientras que otros pueden ser fósiles sin estar petrificados. Al quedar envuelto en las profundidades del suelo el hueso se hu- medece y pierde poco a poco la substancia orgánica que contiene, no quedando más que la parte inorgánica compuesta sobre todo de fosfa- to de cal. En este caso, el hueso es más quebradizo y más liviano que cuando aún conservaba su materia orgánica o gelatina; y se conserva- rá en este estado si se encuentra enterrado en una capa de tierra esen- cialmente arcillosa. Tal es el caso por lo que se refiere a la mayor par- te de los huesos fósiles de la provincia Buenos Aires impropiamente llamados petrificados. Si el hueso se encuentra en una capa rica de cal o de ácido silícico, el espacio que deja cada molécula de substancia orgánica que lo aban- dona es inmediatamente ocupado por una molécula caliza o silícea, hasta que la continuación del mismo fenómeno rellena de carbonato de cal o de sílice todos los intersticios del hueso; y en este caso es duro y más pesado que en estado fresco: está petrificado. Los huesos que se encuentran en esta condición también son abundantes, mas no tan- to como los precedentes. El mayor número son fósiles, pero no petrifi- cados. Los que se encuentran a una profundidad bastante considerable, en capas de terreno constantemente húmedas, se hallan en un estado de conservación mucho más perfecto que los que se encuentran en las ca- pas superiores, cerca de la superficie del suelo. Estos últimos se hallan casi siempre agrietados y en parte descompuestos, debido a las varia- ciones de humedad y sequedad a que ahí se encuentran expuestos. Del mismo modo el contacto del aire ejerce una acción poderosa en la des- composición de los huesos. A menudo se encuentran partes considerables de esqueletos, y aun esqueletos enteros, todos cuyos huesos están en su respectivo lugar, 607 tan perfectamente articulados como si el animal acabara de morir. Los defensores de una gran catástrofe diluviana afirman así que esos es- queletos completos con todos los huesos articulados no podrían haber- se conservado de ese modo a no haber sido sepultados repentinamen- te por una inmensa cantidad de materias terrosas. Pero quienes eso afirmaron ignoraban sin duda que aún en nuestros días quedan sepultados en lagunas y pantanos un gran número de ani- males, que ocupando el fango, a medida que avanza la putrefacción, todos los vacíos que se producen, encierra los huesos en una especie de estuche, conservando perfectamente en su lugar todas las piezas Cue constituyen el armazón óseo, únicos restos que se conservan del incauto ser que se deja encerrar en ese molde por el tiempo indestruz- tible a no ser que llegue a ejercer su acción sobre el depósito alguna fuerza mecánica destructora; e ignoraban también que pudo haber su- cedido otro tanto con los esqueletos completos de animales extintos que se encuentran en la formación pampeana. Hemos tenido ocasión de observar los esqueletos de algunos anima- les actuales que se metieron inadvertidamente en grandes pantanos, donde encontraron la muerte, y hemos observado los esqueletos de otros que recibieron la muerte en algunas grandes crecientes de las aguas causadas por las lluvias, y que fueron sepultados ya por el fan- go acarreado por las aguas, ya por derrumbamientos de las barrancas a orillas de los ríos y los arroyos. Los esqueletos de los animales que quedaron enterrados vivos en los pantanos se encuentran siempre pa- rados, es decir: con la parte ventral abajo, la dorsal arriba y las pier- nas generalmente dobladas; los que quedaron enterrados por las inun- daciones no se encuentran nunca en esa posición, sino descansando ho- rizontalmente de costado y algunas veces, aunque muy raras, con la parte ventral arriba y la dorsal abajo. Casi todos los esqueletos completos de animales fósiles que hemos encontrado en la formación pampeana fueron por nosotros retirados de los depósitos lacustres y se encontraban en la misma posición que los que quedan enterrados en los pantanos actuales; lo que prueba que dichos animales no fueron sepultados repentinamente por materias transportadas por las aguas porque en tal caso los encontraríamos ya- ciendo de costado, sino que se metieron en pantanos de donde no pu- dieron salir y que habiéndose desecado después nos han conservado sus restos en esa posición hasta nuestros días. Los esqueletos cuyos huesos se encuentran desparramados sobre una extensión de terreno más o menos grande, están muy lejos de consti- tuir un argumento favorable a la teoría de las grandes catástrofes, y son en cambio una prueba irrecusable de lo contrario. Los diferentes huesos de un mismo esqueleto muchas veces se ha- 608 Ilan dispersados de tal modo que ocupan una superficie de varios mi- les de metros cuadrados. Cerca de Olivera recogimos, hace algunos años, las dos mitades de la mandíbula inferior de un Gliptodonte a 120 pasos de distancia una de otra: en este trayecto había, además, un gran número de fragmen- tos de hueso y de coraza del mismo individuo. Pero siempre que se en- cuentran los esqueletos de este modo, los huesos yacen encima de una capa de terreno diferente del que los envuelve y todos poco más o me- nos a un mismo nivel. | No sucedería así si hubieran sido desparramados por la combina- ción de las fuerzas destructoras de un gran cataclismo que también hubiera acumulado los terrenos pampeanos; no sólo habrían quedado desparramados horizontalmente, sino también en sentido vertical, de modo que podríamos encontrar huesos de un mismo individuo a va- rios metros de distancia vertical unos de otros, mientras que sucede Justamente lo contrario. La dispersión horizontal de los huesos nos conduce a deducciones muy importantes, entre las que podremos enumerar como de grandísi- mo interés, las siguientes: 1° La capa de terreno en que yacen los huesos de un esqueleto des- perramados en sentido horizontal, estaba antes de la muerte del ani- mal a descubierto y constituía en esa época la superficie del suelo. 2° Después de haber muerto el animal, pasó un espacio de tiempo más o menos largo para que la putrefacción de los ligamentos pudie- ra dejar los huesos sueltos y luego otro espacio de tiempo igualmente variable para que éstos pudieran dispersarse. 3% Sólo después de haber sido descompuesto el cadáver por los agen- tes atmosféricos y sus huesos esparcidos en la superficie del suelo, sea por los animales carniceros o por cualquier otra causa, fueron envuel- tos en la capa de terreno en que ahora se encuentran. Los huesos que se encuentran completamente aislados pueden haber sido diseminados por un gran número de causas idénticas a las que en el día producen el mismo resultado con los huesos de los animales ac- tuales que perecen en el campo, por lo que nos abstendremos de citar y describir hechos suficientemente conocidos por todos. Hemos observado que varios esqueletos más o menos completos que hemos recogido y cuyos huesos aún estaban articulados, estaban en- vueltos en una tierra poco consistente, compuesta en su mayor parte de arena muy fina, que rodeaba el esqueleto en algunos casos hasta cerca de un metro de distancia y se distingue perfectamente del terre- no arcilloso rojo, en cuya masa se encuentran enclavados esos lunares. Llegamos a explicarnos ese fenómeno suponiendo que los esquele- tos habían sido envueltos por repetidas tormentas de polvo y arena. * 609 Supimos más tarde que Bravard había llegado a la misma conclu- sión, aunque por observaciones de otro género. «Hemos observado con frecuencia (dice este hábil observador) que las partes de la roca en contacto con los huesos, contenía una canti- dad considerable de celdillas cilíndricas que se pueden reconocer per- fectamente por otras tantas impresiones o moldes de crisálidas de una especie de Afhericera; pero es necesario decir que esas impresiones nunca se encuentran sino junto a los esqueletos enteros, y en mucho mayor número en la cavidad de la cabeza que en todo lo demás. Y ¿no indica este hecho que esos esqueletos estaban todavía revestidos de una parte de su carne, ya atacada por larvas de dípteros, cuando la arena arcillosa los cubrió? ¿No se reconoce forzosamente que los ani- males no han sido sumergidos, cual se cree ordinariamente, y por con- siguiente que las arcillas arenosas son otra cosa que el depósito de un grande estuario? Porque nos parece poco racional admitir que los díp- teros hayan depositado sus huevos en la carne de cadáveres cubiertos por las aguas y ya rodeados de limo; y que esos huevos y las ninfas que de ellos salieron se hayan desenvuelto y metamorfoseado en seme- jantes circunstancias (2).» À Bravard deduce de esto que los esqueletos estuvieron largo tiempo al aire libre y luego fueron sepultados por tormentas de polvo. Los señores Heusser y Claraz le objetan a Bravard que las larvas de moscas podían también formarse en los cadáveres flotantes, admitien- do así la teoría de Darwin, quien supone que los grandes mamíferos ex- tinguidos vivían en los contornos de un antiguo estuario y que los es- queletos fueron arrastrados por las aguas hasta los puntos en que se encuentran. Pero esta afirmación necesitaría una confirmación direc- ta, pues no es admisible que un cadáver pueda flotar un espacio de tiempo suficiente para que su parte superior entre en putrefacción y las moscas puedan deponer sus huevos hasta en el interior mismo del cráneo, o a lo menos que las larvas puedan penetrar hasta ahí. Un ca- dáver puede flotar un corto número de días a causa de los gases que se forman en el interior del cuerpo, pero tan pronto como la descom- posición se acentúa, los gases se escapan y el cadáver desciende al fondo antes que las larvas puedan formarse. El fenómeno observado por Bravard sólo puede explicarse por la descomposición de los cadáveres en la superficie del suelo y al aire líbre. ; Por otra parte, está probado hasta la evidencia que los cadáveres de los animales extinguidos no flotaron ni fueron depositados en el fon- do de un mar o de un estuario. (2) Bravarp: Obra citada. AMEGHINO —V. III 39 610 Burmeister decía a este propósito en 1866: «Dice Bravard que ha observado con frecuencia, en contacto con los huesos y en el terreno que los incluye, una cantidad considerabie de celdillas cilíndricas, que se ha probado al examen escrupuloso, ser como las cáscaras de los gusanos de moscas, y que él no ha visto estas celdillas nunca, sino en la inmediación de los esqueletos enteros. Con- cluve el autor de esta observación, en verdad muy curiosa, que el ca- dáver no fué cubierto por el agua, sino abierto en el aire, y que su carne fué comida por innumerables gusanos de moscas, durante la pu- trefacción, y el esqueleto, después, cubierto por arena movediza. Esta observación es muy notable, así como muy ingeniosa la conclusión de- rivada, para probar el hecho mencionado. Pero puedo afirmar, por mis propias observaciones, que no todos los esqueletos enteros son acom- pañados de tales celdillas de gusanos de moscas y que la observación general deducida por el autor de esa observación, que toda la formación diluviana sea un producto atmosférico, acumulado por vientos fuertes y no por lluvias copiosas, es una exageración de aquellos hechos loca- les.» (3). Este párrafo implica una confirmación de la observación de Bra- vard sin admitir las deducciones generales a que ese descubrimiento había conducido al ilustre sabio francés; pero diez años más tarde, el doctor Burmeister no usa el mismo lenguaje, pues dice en su reciente obra: «Poseía conocimientos preciosos (Bravard), adquiridos durante su larga práctica de coleccionista, pero se inclinaba, como muchos sabios autodidactas, hacia ideas extravagantes, que cultivaba con predilec- ción. Entre esas ideas es preciso colocar la opinión emitida por él, de que toda la capa diluviana cuaternaria es un depósito de dunas o are- na movediza y quizá también su famoso descubrimiento de cáscaras de larvas de moscas en los contornos de los esqueletos depositados en esta capa.» Agrega el sabio alemán que él nunca ha observado este fenómeno; y duda que las cáscaras tan frágiles y delgadas de las larvas de mos- cas hayan podido substraerse a la destrucción durante una permanen- cia de varios miles de años en la tierra. (4) Personalmente podemos agregar lo siguiente: siempre que hemos encontrado un esqueleto completo, hemos observado que la tierra are- nosa en que estaba envuelto, estaba, en efecto, acribillada de agujeros circulares. Habíamos leído la observación de Bravard y el párrafo del doctor Burmeister primeramente citado, que quizá interpretamos mal (3) «Anales del Museo público de Buenos Aires». Entrega segunda, año 1866 (4) Description physique de la République Argentine, tomo Il. 611 tomándolo por una confirmación del hallazgo de Bravard; de modo que dejamos de prestar atención a esos agujeros circulares, conside- rándolos desde luego como las impresiones de las larvas de las moscas ya anunciadas. Pero el año 1877, cuando leímos el segundo párrafo citado del doctor Burmeister en su «Descripción física de la República Argentina», re- solvimos estudiar la cuestión más escrupulosamente, tan pronto como se nos presentara la ocasión. A partir de esa época hemos recogido tres esqueletos completos de grandes mamíferos extinguidos. * Uno, perteneciente al Scelidotherium leptocephalum, lo encontra- mos en las orillas del río de las Conchas; yacía en uno de esos depó- sitos lacustres de color blanquizco, ya mencionados, y se hallaba en- vuelto en una tierra de color verdoso, muy untuosa al tacto, pero en la que no observamos ningún vestigio de las celdas circulares que ha- bíamos visto en otros esqueletos. Tanto por la posición del esqueleto como por la naturaleza del terreno en que se encontraba, es evidente que el animal se había metido en un pantano. El segundo, fué un esqueleto de Hoplophorus ornatus, que habíamos encontrado sobre la margen izquierda del río Luján, a mitad de dis- tancia entre Mercedes y Olivera. Se encontraba en la parte más baja de la barranca, casi al nivel del agua, en un terreno rojizo; el animal no habia, pues, muerto empantanado y esperaba por consiguiente un ~ buen resultado. El esqueleto se encontraba con la parte dorsal abajo y la abertura ventral arriba, todos los huesos estaban en el interior de la coraza, existiendo además la cabeza y la cola. Agregaremos, además, que es el único esqueleto completo de Gliptodonte de que tengamos conocimiento, que se haya hallado en esta posición. El esqueleto yacía envuelto en una tierra negruzca, algo gris, un poco untuosa al tacto, pero que no pasaba los límites del interior de la coraza. Hicimos prac- ticar una gran excavación en torno de la coraza, pero sobrevino por la noche una lluvia impetuosa que continuó todo el día siguiente y nos obligó, para salvarlo de una destrucción completa, a sacar el esquele- to en pedazos durante la misma lluvia, perdiendo así la ocasión pro- picia que se nos había presentado para practicar la observación que deseábamos. El tercero fué un esqueleto de Pseudolestodon. Lo hallamos durante el mes de Enero de 1878, sobre la margen izquierda del arroyo Balta, a unos ciento cincuenta pasos de su confluencia con el río Luján. La barranca es allí muy alta y el cauce del arroyo, por consiguiente, pro- fundo. La parte superior de la barranca, hasta unos tres metros de pro- fundidad, está formada por una capa de terreno color blanco, con al- gunas pequeñas conchillas de agua dulce; es, pues, un depósito lacus- tre pampeano. En la parte inferior de esta capa hemos recogido huesos 612 de Mastodonte, Gliptodonte y Toxodonte. La parte más baja de la ba- rranca está formada por un terreno arcilloso, de color rojizo y suma- mente duro. En esta otra capa se encontraba el esqueleto completo del Pseudolestodon, siendo así evidente que no murió empantanado. Esta deducción sacada de la naturaleza del terreno, está además confirma- da por la posición del mismo esqueleto. No se encontraba parado como los de los animales empantanados, sino que yacía horizontalmente, des- cansando sobre su costado derecho. Retiramos con el mayor cuidado la tierra que se hallaba encima y a los costados, y concluída esta ope- ración apareció a la vista el esqueleto completo con todos los huesos articulados. Lo que es más sorprendente ello es que el tronco había conservado su forma natural, sin que las costillas de la parte superior o costado izquierdo se hubieran quebrado ni hundido por el peso de la enorme capa de tierra que se había acumulado encima. Al observar el esqueleto así descubierto, antes de emprender su ex- tracción completa, tuvimos ocasión de observar un hecho de grandísi- mo interés. Entre la parte posterior del hueso sacro y la primera de las diez y siete vértebras caudales, que se hallaban unas a continuación de otras, había un espacio vacío correspondiente a dos vértebras cau- dales que faltaban. Entre la primera vértebra dorsal y la tercera o la cuarta, había igualmente otra interrupción, correspondiente a dos 5 tres vértebras dorsales que también faltaban. No logramos explicarnos claramente este fenómeno, pero es natural que él no es debido a las aguas corrientes; éstas podrían haberse llevado la cola, una parte de la cabeza, o algunas articulaciones de los pies, pero nunca habrían po- dido sacar dos o tres vértebras de en medio de la columna vertebral, dejando todos los demás huesos intactos y en su posición. Por otra par- te, es claro que la fuerza que produjo ese fenómeno ha obrado algún tiempo después de la muerte del animal y que el cadáver de éste esta- ba a descubierto y expuesto a la descomposición al aire libre: hasta po- demos suponer que esta descomposición estaba ya algo avanzada, por- que de otro modo no habrían podido desprenderse fácilmente esas vér- tebras de en medio de las otras. No encontramos otra causa a que atri- buir este fenómeno, sino a la acción del hombre o más probablemente de los animales carniceros. En contacto con los huesos y hasta unos cuatro dedos de distancia de las costillas, la cadera, la cabeza, etc., había una tierra verdosa, un- tuosa y blanda, completamente diferente del terreno rojizo excesiva- mente duro en que se encontraba el esqueleto. En esta tierra verdosa se encontraba una infinidad de pequeños huesecillos irregulares que es sabido formaban, como en los verdaderos Milodontes, una especie de coraza rudimentaria, cuyas piezas no estaban trabadas, sino tan sólo co- locadas las unas al costado de las otras. Estos huesecillos no formaban 613 una capa continuada, sino que estaban colocados sin orden alguno y en parte mezclados con los mismos huesos. Esta dispersión y confusión no habría podido verificarse si el esqueleto no hubiera sufrido una descom- posición parcial antes de quedar enterrado. Empezamos la exhumación del esqueleto por la extracción de la ca- beza. Esta se encontraba intacta y con las mandíbulas abiertas. Enci- ma del cráneo aun se habían conservado los huesecillos que formaban la carapaza rudimentaria en su posición natural, formando una capa separada del cráneo por unos dos o tres dedos de distancia, espacio ocupado por la tierra verdosa, en la que vimos las celdillas cilíndricas en cuestión en número verdaderamente sorprendente. Sometimos entonces la tierra a un examen escrupuloso y pudimos cerciorarnos de que las cavidades cilíndricas tenían apenas algo más de un centímetro de largo y de dos a tres milímetros de diámetro. El diá- metro mayor correspondía a la mitad del largo total. Esas celdillas co- rrespondían perfectamente por su forma a las impresiones que hubie- ran dejado las larvas de dípteros; y aunque no observamos rastros de las cáscaras, no dudamos que ese fuera su verdadero origen. Recogimos muestras de ese terreno y comparando esas cavidades con las impresiones de vegetales que habíamos encontrado en la Villa Luján, repetimos el mismo experimento de rellenar las celdas con azu- fre derretido, obteniendo así moldes de larvas de moscas tan fáciles de reconocer como lo son los moldes de vegetales obtenidos por el mismo procedimiento. La presencia de esas impresiones en el terreno sólo puede explicar- se admitiendo que el cadáver fué cubierto por la tierra cuando aún-no había concluído la descomposición cadavérica, opinión que luego se verá ha sido comprobada por otros hechos. Continuamos en seguida extrayendo sucesivamente las vértebras cervicales, las primeras dorsales, los omoplatos y los huesos largos de los miembros. En contacto con todos estos huesos, o a pequeñas distan-’ cias, existían las mismas cavidades ya examinadas. Al verificar la extracción de las articulaciones de los pies encontra- mos aún, sobre las falanges unguinales, la materia córnea que forma- ba la uña, que se había conservado en la forma de una substancia blanca que se convertía en polvo tan pronto como los huesos se encon- traban al aire libre. Con todo, pudimos llevar hasta París algunas de esas falanges aún parcialmente cubiertas por gruesos fragmentos de la substancia córnea así conservada. Por este descubrimiento, que creemos único hasta ahora en la pam- pa, hemos podido cerciorarnos de que la extremidad de la uña del dedo interno de adelante sobrepasaba de unos cuatro dedos la extremidad huesosa de la falange unguinal. 614 Cuando empezamos a retirar las costillas descubrimos un gran hue- co que existía en el vientre del animal entre las costillas y la superfi- cie interna de los huesos ilíacos y el hueso sacro. Los huesos que se hallaban en contacto con este hueco presentaban un color completamente negro, como si hubieran sido quemados. El fondo del hueco estaba cubierto de una substancia negra, pulverulen- ta, parecida al negro de humo. Más abajo venía una substancia igual- mente negra y grasienta, de un olor sui generis, en la que podían dis- tinguirse a la simple vista, innumerables fragmentos de envolturas de larvas de dípteros. Ese hueco es una nueva prueba de que el esqueleto fué cubierto re- pentinamente cuando estaba en completa descomposición cadavérica, pero ésta no era suficientemente avanzada para permitir que la tierra rellenase completamente lo que fué el vientre del animal. La descom- posición se concluyó en el interior de la tierra, produciendo ese hueco y la materia negra y grasienta que en él se encontraba. Ai lado de este esqueleto, a una distancia de dos metros, había otro de la misma especie, pero sus restos estaban desarticulados y algo des- parramados. Es natural suponer que la tormenta de polvo que cubrió el primer esqueleto, no pudo cubrir completamente el segundo, que sin duda fué en parte despedazado por los mismos carniceros que arran- cäron las tres vértebras dorsales y las dos caudales que le faltaban al esqueleto anterior. À La observación de Bravard es, pues, exacta: muchos esqueletos es- tuvieron en descomposición al aire libre y fueron luego enterrados por tormentas de polvo; pero es forzoso reconocer que esa no es una regla general y que tampoco podía serlo dadas las condiciones de la llanura en esa época. El doctor Burmeister opone a la de Bravard otra observación per- sonal. Nota que a los esqueletos les faltan generalmente algunas de sus partes principales, como ser: la cabeza, la cola, la cadera, etc., y cree que esas partes fueron separadas del esqueleto por las aguas que las arrastraron a alguna distancia; esos esqueletos, o esas partes de esque- letos, observa que están casi siempre envueltas en arena, y supone igual- mente que ésta fué depositada por las mismas corrientes alrededor de esos obstáculos que interceptaban su curso y obligaban a las aguas a de- jar ahí las partículas más pesadas que arrastraban, o la arena, llevando la arcilla a mayores distancias: y deduce de aquí que los animales no fueron enterrados por tormentas de arena como lo pretendía Bravard. Creemos que esto sólo indicaría a lo sumo que no todos los esquele- tos fueron enterrados por tormentas de polvo, lo que es fuera de duda; pero los hechos que cita Burmeister, tampoco son, como él lo cree, una prueba de que los huesos fueron arrastrados por las aguas. No es ad 615 misible la existencia durante esa época de corrientes de agua capaces de arrastrar esqueletos o partes considerables de éstos, porque, como ya lo hemos dicho repetidísimas veces, si tales corrientes hubieran existido en la llanura baja, encontraríamos otros vestigios de su pasa- je, como sér: capas de guijarros rodados o depósitos de cascajo. Los cadáveres fueron despedazados, no por las corrientes, sino por los ani- males carniceros y aun algunos roedores, como sucede actualmente con los cadáveres de los animales que mueren en el campo. Es evidente que una corriente de agua no puede haber sacado tres vértebras de la columna vertebral de un gran desdentado, dejando las otras intactas y en su lugar, como ha sucedido en el ya mencionado caso precedente; y es claro que esto sólo puede ser obra de los anima- les carniceros. En cuanto a la arena que rodea los huesos, es fácil com- prender que ésta puede haber sido acumulada allí por los vientos que, encontrando un obstáculo en su marcha, dejaban caer la arena mien- tras llevaban más lejos el polvo fino. El mismo fenómeno se repite a nuestra vista todos los veranos en las pampas de Buenos Aires. Por consiguiente esta observación no contradice en nada la opinión de que muchos esqueletos fueron enterrados por tormentas de polvo y arena. Objeta igualmente el doctor Burmeister que una tormenta de polvo nunca habría podido sepultar un animal tan fuerte como el Machairo- dus, más vigoroso que el tigre, o el Megaterio, ese gigante que tenía la facultad de levantarse sobre sus pies posteriores y sobre su cola y quedar en esta posición hasta que el huracán hubiera pasado. Conce- dido: pero es que no se pretende que esos animales hayan sido sepul- tados estando aún vivos, sino después de muertos y de haber ya co- menzado la descomposición cadavérica, como lo prueban las envoltu- ras de las larvas de moscas que se han encontrado en algunos de ellos. Nada se opone tampoco a que algunos de esos animales, ya extenua- dos por el hambre, la sed y la fatiga, hayan podido ser sepultados por tormentas de polvo, puesto que en los años de sequía vemos repetirse el mismo hecho con los animales actuales. Si los animales a que pertenecen los huesos que se encuentran en el terreno pampeano se hubiesen extinguido repentinamente por efec- to de una gran catástrofe, deberíamos encontrarlos todos al mismo ni- vel, envueltos en la parte inferior del terreno pampeano y descansan- do encima de la capa superior del patagónico. Pero sabemos que por el contrario se presentan a niveles diferentes, indicando así que no vivieron ni se extinguieron todos a un mismo tiempo. El doctor Burmeister pretende, sin embargo, que los huesos fósiles abundan más en la mitad inferior de la formación que en la mitad su- períor; que en los niveles bajos se encuentran los huesos de los gran- des mamíferos extinguidos y en los niveles superiores sólo se encuen- 616 tran algunos huesos de especies parecidas a las actuales. El ilustrado sabio, al generalizar un hecho probablemente local y casi excepcional, ha incurrido en el mismo error en que incurrió Bravard cuando quiso generalizar deducciones sacadas del modo de yacimiento local de al- gunos esqueletos. No dudamos que haya puntos en que abundan más los huesos fósi- les en los niveles bajos que en los altos, pero son excepciones. Agrega en otra parte que en las capas superiores nunca se encuen- tran esqueletos completos de grandes desdentados y que los pocos res- tos que ahí se descubren han sido transportados por las aguas de los niveles inferiores, deduciendo de aquí que los mamíferos extinguidos desaparecieron al principio de la época pampeana. Debemos confesar que nos sentimos incapaces de comprender de yué modo pudieron las aguas arrancar los huesos fósiles para trans- portarlos a quince o veinte metros más arriba del nivel primitivo en que se encontraban; pero la misma afirmación de que en los niveles superiores no se encuentran tales fósiles es completamente errónea. Concedemos que la playa del río de la Plata, en Buenos Aires, sea más rica en huesos fósiles que las barrancas altas que limitan la pla- ya, aunque esto mismo no esté probado con seguridad. Pero sabemos que los grandes yacimientos de fósiles se encuentran en el interior de la Provincia, a orillas de los ríos Luján, Salto, Salado, etc.; sabemos también que los cauces de esas corrientes de agua no tienen más de cuatro a seis metros de profundidad; y como el espesor medio de la formación pampeana en la provincia Buenos Aires, sin contar el terre- no subpampeano puede estimarse en 35 metros por lo menos, es claro que Tos objetos encontrados a cuatro o seis metros de profundidad, per- tenecen al terreno pampeano superior. Casi todas las grandes colecciones de fósiles procedentes de la pro- vincia Buenos Aires, han sido formadas en esos yacimientos; más aún: casi todas las piezas que la componen se han encontrado en los depósi- tos lacustres pampeanos de la época de los grandes lagos, indicados con el número 8 en nuestro corte geológico de la Pampa. Como estos depó- sitos se han formado cuando ya se había depositado todo el terreno pam- peano y la superficie había sido denudada por las aguas, es claro que los animales cuyos esqueletos se han encontrado en esos puntos vivie- ron después de la deposición completa del terreno pampeano arcilloare- noso rojo. También se encuentran muchos fósiles en las cumbres de las lomas en que se halla a descubierto el terreno pampeano. Si en una de esas mismas lomas se practicara un corte perpendicular de 10 a 15 metros, podría verse de un modo evidente que la cantidad de huesos va dismi- nuyendo a medida que se desciende a mayor profundidad, hecho que 617 hemos podido comprobar en muchos puntos en que los arroyos atra- viesan lomas formando barrancas perpendiculares de muchos metros de alto. Como prueba de tal afirmación y como demostración de que se en- cuentran huesos fósiles en la superficie misma de la formación, vamos a citar varios descubrimientos que hemos hecho lejos de las barrancas de los ríos y los arroyos. En la misma ciudad Mercedes, que se halla a unas veinte cuadras del río, hemos visto en los costados de uno de los hoyos cavado para plantar los paraísos de los bulevares y a sólo unos 30 centímetros de la superficie del suelo, inmediatamente después de la tierra vegetal, el esqueleto de un gran desdentado que creemos es un Scelidotherium y hemos dejado en el terreno. En las largas zanjas que se hicieron durante los meses de Julio y Agosto de 1875 con el objeto de formar el paseo que desde aqueila misma ciudad conduce al puente nuevo, se encontró a una distancia de cinco o seis cuadras del río y a una profundidad de sólo 40 centíme- tros una coraza de Gliptodonte. En una de las quintas de Mercedes, igualmente distante del río, se encontró aflorando en la superficie del su:lo, en la boca de una vizca- chera, una coraza de Glypiodon reticulatus con una parte del esqueleto, que nos fué vendida por 200 pesos moneda nacional (5). El esqueleto -se encontraba alli perfecto, pero había sido destrozado por las vizcachas. En el partido de la Villa Luján, a dos leguas de la orilla del río y en medio del campo encontramos una coraza de Gliptodonte, con una gran parte del esqueleto, a 50 centímetros de profundidad. En los alrededores del cementerio de Luján, a varias cuadras del río, en un punto elevado y en la superficie misma del terreno, se ven tres corazas de Gliptodonte que las hemos dejado en donde se encuen- tran por estar envueltas en tosca dura. En los campos de Olivera, a unas diez cuadras del río, recogimos una coraza casi completa de una especie de Panochtus, cuya parte su- perior, muy descompuesta, se encontraba inmediatamente debajo de la tierra vegetal, a sólo 20 centímetros de profundidad. Cerca de Luján, en medio del campo, a unas treinta cuadras del río y en una loma, encontramos una cabeza intacta de Toxodon platensis. No se veía más que la punta de dos dientes incisivos superiores que habían sido descubiertos por las vizcachas. La parte de la cabeza que se hallaba a menor profundidad apenas se encontraba a 20 centime- tros de la superficie del suelo. Además había una parte considerable del esqueleto. (5) Ocho pesos oro. 618 Podríamos citar otros muchos ejemplos parecidos, pero los que aca- bamos de mencionar son más que suficientes para demostrar que se encuentran los huesos fósiles en tanta abundancia en la parte superior de la formación como en la inferior. Bueno es también recordar que los terrenos pampeanos inferiores no se encuentran a descubierto más que en un reducido número de puntos y en las barrancas del Paraná, donde hasta ahora no se han hecho grandes colecciones de fósiles. Con todo, antes de concluir este capítulo, creemos de nuestro deber decir cuatro palabras sobre algunos de los esqueletos fósiles del Mu- seo de Buenos Aires, que el doctor Bumreister da como procedentes del terreno pampeano inferior y cuyos yacimientos hemos tenido oca- sión de estudiar personalmente. El primero es el esqueleto de su Mylodon gracilis (nuestro género Pseudolestodon), encontrado en las cercanías de Mercedes, entre el puente viejo y el arroyo Frías. Suponiendo que no existieran las ba- rrancas del río y la llanura se continuara de barranca a barranca, este esqueleto se encontraba a algo más de dos metros de profundidad de la superficie del suelo. Es evidente que no es una profundidad sufi- ciente para considerar ese yacimiento como pampeano inferior. El segundo es el esqueleto completo del Panochtus tuberculatus, en- contrado en el terreno mismo del molino de Mercedes, a unos quince 9 veinte pasos de la orilla del río. El doctor Burmeister dice que se en- contraba a 16 pies de profundidad. En efecto, la excavación, que es aún visible, tiene unos 3 m. 50 de profundidad, pero esto sólo prueba que a ese nivel descansaba la parte inferior del esqueleto, que se en- contraba casi verticalmente, la cabeza abajo y la cola arriba. Ahora, como el esqueleto montado en el Museo de Buenos Áires tiene más ce tres metros de largo, es fácil comprender que la parte del esquele- to que se hallaba a su máxima altura no debía hallarse a gran profun- didad. El esqueleto fué puesto a descubierto al practicar un pequeño ca- nal, poco profundo, y uno de los trabajadores que fué el primero que dió con el esqueleto, nos ha dicho que la punta de la cola no se encon- traba a más de unos 60 centímetros de la superficie del suelo, lo que concuerda perfectamente con la profundidad total de la excavación. Este esqueleto no se encontraba a un metro de profundidad real. Es evidente, pues, que, como el anterior, pertenece al terreno pampeano superior, puesto que es casi seguro que si allí se practicaran excava- ciones, el terreno fosilífero descendería como en los otros puntos a 40 o 50 metros de profundidad. Otro esqueleto fósil, sobre el cual el doctor Burmeister insiste espe- cialmente en que pertenece al terreno pampeano inferior, es el del EHippidium neogaeum que ha descripto recientemente; pero al hacer 619 esta afirmación no da ningún detalle sobre el yacimiento en que fué encontrado el esqueleto, ni aun dice el punto de donde procede. El esqueleto del Hippidium neogaeum descripto por el doctor Bur- meister ha sido encontrado por los hermanos Breton, a cerca de una legua de la Villa Luján, sobre la barranca izquierda del río Luján, a una distancia de cien a ciento cincuenta pasos antes de llegar a la embocadura del arroyo Marcos Díaz. Se encontraba allí a cuatro metros de profundidad, pero antes de llegar a la capa que contenía el esqueleto había: primero, una capa de tierra vegetal de 60 centímetros de espesor; segundo, una capa de tie- rra postpampeana conteniendo numerosas conchillas de moluscos de agua dulce y de un espesor de 2 m. 40. Luego, el esqueleto del Hippi- dium no se hallaba cubierto por un metro de tierra pampeana y perte- nece a la parte superior de la formación. La capa de terreno en que se encontraba es un depósito lacustre de la época de los grandes la- gos, en el cual se han encontrado además huesos de Mastodonte, Mi- lodonte y otros animales. Es evidente, pues, que el esqueleto del Hippidium neogaeum que el doctor Burmeister cree pertenece al terreno pampeano inferior, perte- neció a un animal que vivió cuando ya se había depositado el terreno pampeano superior y mucho tiempo después que las aguas denudaron la superficie del terreno pampeano y cavaron la hondonada actual por en medio de la cual excavó más tarde su cauce el río Luján. Nuestra opinión, pues, basada en hechos evidentes y en un estudio detenido del terreno pampeano, no puede ser más opuesta a la del sabio Director del Museo de Buenos Aires. Si quisiéramos extender más esta indagación, encontraríamos que las tres cuartas partes de huesos fósiles del Museo de Buenos Aires se hallan en las mismas condiciones; pero tendremos ocasión de ocupar- nos de algunos de ellos a propósito de la cronología paleontológica propuesta por el mismo autor, que no es menos errada. Por lo demás, estamos muy convencidos de que las pampas estuvie- ron pobladas de mamíferos tanto al principio de la época diluviana, como al fin; lo único probable que hay es que durante los últimos tiempos pampeanos, ya se habían extinguido algunas especies, o que en ambos niveles se encuentran especies que no les son comunes, lo que indicaría que durante la formación del pampeano superior, ya la fauna terrestre de estas regiones había sufrido algunas modifica- ciones. Es sabido que la provincia Buenos Aires es el depósito de huesos fósiles más rico de toda la República. He aquí cómo se explicaba el doctor Burmeister en 1866 esta repar- tición horizontal: 620 «Las lluvias y las avenidas grandes que aún en nuestra época se re- piten de tiempo en tiempo en las partes interiores de la República, prueban, en mi sentir, que iguales circunstancias han tenido lugar en esos tiempos remotos también, y probablemente en escala mayor y es- pacios más cortos, y que estas avenidas fueron la causa principal de la muerte de los animales gigantescos de la época, y han traído con los depósitos arrastrados los huesos de ellos de la parte interior más ele- vada al Noroeste a las partes más bajas en el Sud del suelo argenti- no. Así se explica naturalmente la riqueza del suelo de Buenos Aires en huesos fósiles; su contorno fué entonces el sepulcro general de los animales, que han vivido en las partes más elevadas de la República y han sido transportados por las olas turbulentas de las repetidas avenl- das hasta el depósito tranquilo en la hoya del Plata.» (6) No encontrando tal opinión acorde con los hechos, en 1875 la refu- tamos de esta manera: «En cuanto a la gran abundancia de huesos fósiles que se nota en la provincia Buenos Aires comparativamente a los terrenos del interior y Norte de la República, la explica el mismo autor, suponiendo que la mayor parte de los huesos fósiles que se encuentran en esta Provincia, han sido transportados por las aguas de las comarcas altas del interior de la República, pero esta suposición es completamente inadmisible. Los Gliptodontes son los animales que más abundan en las pampas, pero casi siempre se encuentran las corazas más o menos completas, alguna veces con todo el esqueleto, siendo muy raro encontrar huesos aislados de este animal. Ahora ¿a quién se le va a ocurrir la peregrina idea de que esas corazas hayan sido arrastradas por las olas turbulen- tas de grandes inundaciones de agua por centenares de leguas, sin que hayan sido completamente descompuestas y destrozadas? «¿Los mismos fragmentos de coraza que se encuentran dispersos ofrecen tal vez rastros de haber sido rodados por las aguas? Podemos asegurar sin escrúpulo de equivocarnos que no hemos visto ningún ejemplo. «Después de los Gliptodontes, lo que más abundan son los Milo- dontes y Toxodontes, pero hasta ahora ignoramos que se hayan encon- trado sus restos en los terrenos del interior. Además la mayor parte de los huesos fósiles consisten en esqueletos o grandes partes de esque- letos, cuyos huesos están en justa posición o a pequeñas distancias unos de otros y no es de ningún modo razonable suponer que el agua puede haber arrastrado esqueletos de animales gigantescos como el Megaterio, el Mastodonte y el Toxodonte sin haberlos destrozado. Pero los mismos huesos aislados ¿presentan señales de haber sido ro- ( 6) «Anales del Museo público de Buenos Aires», entrega segunda. 621 dados por las aguas? Podemos responder negativamente, afirmando que solamente presentan este carácter los pequeños fragmentos que se hallan en las capas de tosquilla de los depósitos lacustres y de las an- tiguas corrientes de agua y que solamente han sido rodados desde los terrenos o las playas de los lagos hasta su fondo, en donde actualmente se encuentran. «El porqué los huesos fósiles son más abundantes en la provincia Buenos Aires, se puede explicar sin tener que recurrir a esas grandes avenidas, por una causa muy natural y sencilla. La vasta llanura casi sin declive, dió origen a la formación de una gran cantidad de depósi- tos de agua en su superficie, al paso que en los terrenos elevados del interior sucedía lo contrario, pues a causa del declive del terreno las aguas se precipitaban en las llanuras bajas para aumentar los panta- nos, donde millares de animales debían perder la vida convirtiéndolos en verdaderos osarios; y efectivamente, ya hemos dicho que el mayor número de huesos fósiles se encuentra en los depósitos lacustres y pa- lustres y que pertenecen a animales que han quedado sepultados en el barro de la lagunas, siendo muy raro encontrar esqueletos completos en el terreno arcilloso rojo» (7). El mismo doctor Burmeister nos ha dado razón, pues en el segundo volumen de la «Description physique de la République Argentine», pu- blicado en 1876, se leen los pasajes siguientes: Página 204: «Sabemos que durante la época de la formación dilu- viana, grandes animales terrestres vivieron sobre el suelo de la Amé- rica central, y no sólo en las cercanías de las cordilleras, sino también en el terreno bajo de la provincia Buenos Aires, pues los esqueletos pegectos que aquí se encuentran enterrados, prueban evidentemente que los animales vivieron sobre su suelo.» Página 205: «Esos esqueletos enteros nunca han sido transportados; los animales han muerto en el lugar en que se encuentran, porque el transporte de un Megaterio entero en el agua corriente es inad- misible.» Página 390: «Es una idea completamente fantástica de creer que el esqueleto de un Megaterio o de un Milodonte, Gliptodonte, etc., pu- diera flotar a pesar del peso enorme de sus huesos, etc.» Y algunas líneas más adelante: «Esos gravígrados y esos Gliptodon- tes, Jamás podían flotar, porque sus huesos y corazas son demasiado pesadas para quedar sostenidos en la superficie del agua por gases internos, producidos por la descomposición.» (7) AMEGHINO: Ensayos, etc., ya citados. CAPÍTULO XXVI MAMÍFEROS FÓSILES DEL TERRENO PAMPEANO Primatos. — Queirópteros. — Carnivoros. — Roedores. — Lepóridos. -— Tipotéridos. — jumentideos, proboscideos. — Suídeos. — Rumiantes. — Desdentados: familia de los Megatéridos, idem de los Gliptodontes, idem de los Armadillos. — Marsupia- les. —Especies nuevas. El número de especies de mamíferos fósiles del terreno pampeano hasta ahora conocidas, pasa de 250; no nos es, pues, posible dar aquí ni aun una ligera descripción de cada una de ellas. De manera que nos limitaremos a una simple enumeración de los géneros y especies esta- blecidas, tomando por base el trabajo que acabamos de publicar sobre los mamíferos fósiles de América del Sud, en colaboración con el doc- tor Gervais, jefe de los trabajos anatómicos en el Museo de Historia Natural de París, agregando tan sólo algunas especies nuevas que con- servamos en nuestro museo. Los que deseen mayores datos, pueden consultar ese trabajo (1) o la descripción detallada de los vertebrados tósiles de América del Sud, que estamos preparando en compañía, del mismo señor y que será publicada en el segundo volumen de la «Zoo- logie et paléontologie générales» del profesor Paúl Gervais, editada por Arthus Bertrand. PRIMATOS. — El orden de los primatos, ademäs del hombre, encon- trado en estado fósil en la República Argentina y en Brasil, tiene como representantes el género Protopithecus (Lund), del que se han encon- trado dos especies, el Protopithecus brasiliensis (Lund) de Brasil, y el Protopithecus bonariensis (H. Gervais y Ameghino) descubierto en las toscas del río de la Plata, ambas especies comparables por la talla a nuestros antropomorfos. Cuatro otras especies de primatos: el Cebus macrognathus (Lund), Callithrix primaevus (Lund), Jacchus affinis penicillato (Lund) y Jacchus grandis (Lund) sólo se han encontrado hasta ahora en Brasil. (1) H. Gervais ET F. AMEGHINO: Les mammifères fossiles de l'Amérique méridionale. Pa- ris, 1880. 623 QUEIRÓPTEROS. — El orden de los Queirópteros está representado por siete especies, todas procedentes de Brasil: el Dysopes affinis Temmincki (Lund), una especie de Vespertilio aún inédita, el Phyllo- stoma affinis spectro (Lund) y cuatro especies del mismo género aún inéditas. CARNÍVOROS. —Se han encontrado numerosas especies de este or- Gen. El Smilodon populator (Lund) más fuerte que el león actual y que no debe confundirse con el Machairodus, se ha descubierto en Bra- sil y en la República Argentina. El género Felis estaba representado por las especies siguientes: Fe- lis longifrons (Burmeister) del tamaño del jaguar, Felis protopanther (Lund) igualmente de gran talla, Felis affinis onça (Lund) y Felis aj- finis concolor (Lund) especies parecidas a las actuales, Felis macroura (Lund), Felis affinis pardalis (Lund), Felis exilis (Lund), Felis eruta (Lund), Felis pusilla (Lund), Felis affinis miti (Lund), todas de Bra- sil a excepción del Felis longifrons, que sólo ha sido encontrado en Bue- nos Aires y el Felis affinis onca del que se han descubierto restos en Brasil, Buenos Aires y Bolivia. El animal llamado por Bravard Arctotherium era una especie de oso gigantesco, diferente de todos los osos de la actualidad; las dos espe- cies conocidas: Arctotherium bonariense (P. Gervais) y Arctotherium argustidens (Bravard) son propias de la República Argentina. En Bra- sil vivía un oso, de menor tamaño que el Arctoterio, llamado por Lund Ursus brasiliensis. El género Nasua estaba representado en el mismo país por tres es- pecies: la Nasua ursina (Lund) de gran talla y las Nasua affinis so- ciolis y Nasua affinis solitaria (Lund) parecidas a las actuales. Los zorrinos del género Conepatus (Gray) estaban representados por tres especies: el Conepatus fossilis (Lund), de Brasil, el Conepa- tus mercedensis (Ameghino) y el Conepatus primaevus (Burmeister) de Buenos Aires. De los hurones se conocen igualmente tres especies, todas de Bre- sil: Galictis major (Lund), Galictis intermedia (Lund) y Galictis affi- nis barbarae (Lund). La Lutra affinis brasiliensis (Lund) encontrada en Brasil es la úni- ca especie fósil de este género que se haya encontrado en estos te- 1renos. El Abathmodon fossilis (Lund), especie y género extinguido encon- trado en Brasil, entra en la familia de los cánidos: entra en la mis- ta famiiia el Speothos pacivorus (Lund) y el género particular llama- do Palaeocyon representado por dos especies: el Palaeocyon troglody- zes (Lund) y el Palaeocyon validus (Lund), todas especies de Brasil y pertenecientes a dos géneros extinguidos. 624 El género Ycticyon propio del mismo país está representado en esta- do fósil por el Ycticyon affinis venaticus (Lund) parecido al actual y el Ycticyon major (Lund), diferente. Las especies de verdaderos perros son mucho más numerosas: el Canis protalopex (Lund) se ha encontrado en Brasil y Buenos Aires; el Canis Azarae fossilis (Ameghino), parecido al zorro actual del campo, procede de Buenos Aires; el Canis protojubatus (H. Gervais y Ameghino), igualmente de Buenos Aires, tenía alguna analogía con el Aguará actual; el Canis vulpinus (Bravard), también de Buenos Aires, se distinguía por sus primeras múelas muy cerradas entre sí; el Canis avus (Burmeister) parecido al Culpaeus actual; y cinco especies de Brasil: Canis affinis brasiliensis (Lund), Canis robustior (Lund), Ca- ris lycodes (Lund), Canis affinis fulvicaudo (Lund) y Canis affinis veiulo (Lund). El Canis cultridens (Henry Gervais y Ameghino), pro- cedente de Buenos Aires, se distingue sobre todo por sus muelas com- primidas. ROEDORES. — El Hydrochoerus affinis capybara (Lund) de Brasil y Bolivia, el Hydrochoerus sulcidens (Lund) de doble tamaño que el carpincho actual procede de Brasil y Buenos Aires y el Hydrochoerus magnus (H. Gervais y Ameghino), de mayor tamaño aún, se ha encon- | trado en Santa Fe. Del género Cerodon se conocen cinco especies: Cerodon antiquum (D'Orbigny), Cerodon major (H. Gervais y Ameghino), Cerodon mi- nor (H. Gervais y Ameghino), Cerodon bilobidens (Lund) y Cerodon affinis saxatili (Lund). Del género Cavia se citan cuatro especies: Cavia robusta (Lund), Cavia gracilis (Lund), Cavia apereoides (Lund) y Cavia breviplica- ta (Burmeister). El género extinguido Microcavia (H. Gervais y Ame- ghino) estaba igualmente representado por cuatro especies: Microca- via typica (H. Gervais y Ameghino), Microcavia robusta (H. Gervais y Ameghino), Microcavia intermedia (H. Gervais y Ameghino) y Micro- cavia dubia (H. Gervais y Ameghino). En los mismos terrenos se han encontrado tres especies de vizcachas fósiles: el Lagostomus brasilien- sis (Lund) de talla muy pequeña, el Lagostomus angustidens (Bur- meister) de tamaño algo mayor y el Lagostomus fossilis (Ameghino) comparable a la especie actual. x Dos géneros extinguidos cercanos de las chinchillas, pero de gran talla, se han encontrado en una caverna de la isla Anguila, cada uno representado por una sola especie: Amblyrhiza inundata (Cope) y Lo- xomilus longidens (Cope). Del género Myopotamus se han encontrado dos especies: una en Brasil, Myopotamus antiquus (Lund) y la otra en Buenos Aires, Myo- potamus priscus (H. Gervais y Ameghino). 625 Del género Cienomys se citan tres o cuatro especies: Ctenomys bo- nariensis (D'Orbigny), Ctenomys priscus (Owen), Ctenomys latidens (H. Gervais y Ameghino). Del género Coelogenys se mencionan varias especies, todas proce- dentes de Brasil: Coelogenys major (Lund), Coelogenys paca, Coelo- genys laticeps (Lund), Coelogenys rugiceps. El Agutí estaba represen- tado en el mismo país por dos especies, Dasyprocta capreolus (Lund) y Dasyprocta affinis caudata (Lund), acompañadas de dos especies del género Synetheres, S. magna (Lund) y Synetheres dubia (Lund). El mismo autor pretende haber encontrado en los mismos yacimientos una especie de un género propio de Africa: el Aulacodus affinis Tem- mincki (Lund) y cuatro otras especies pertenecientes a cuatro géneros diferentes, uno de ellos extinguido: Loncheres affinis elegans (Lund), Lonchophorus fossilis (Lund), Nelomys affinis antricola y Phyllomys G@finis brasiliensis. Los murinos encontrados en los mismos terrenos son sumamente numerosos; Lund menciona las doce especies siguientes como extraí- das de las cavernas de Brasil: Mus robustior, Mus debilis, Mus oricter, Mus talpinus, Mus affinis principali, Mus affinis aquatico, Mus affinis mastacali, Mus ajfinis laticipiti, Mus affinis vulpino, Mus affinis fos- sorio, Mus affinis lasiuro y Mus affinis expulso. De la República Ar- sentina no se conocen hasta ahora más que tres especies: el Hespero- mys fossilis (Burmeister), el Reithrodon fossilis (H. Gervais y Ame- ghino) y un Oxymycterus. LePÓRIDOS. — De este orden no se conoce como fósil en el terreno pampeano más que una sola especie, el Lepus affinis brasiliensis (Lund). TIPOTERIDOS. — En compañía del señor Gervais, hemos fundado este orden sobre dos géneros extinguidos de nuestros suelo: el Typothe- rium y el Toxodon, que no pueden ser colocados en ninguno de los ór- denes de mamíferos existentes. Del Typotherium (Bravard) se cono- cen dos especies: Typotherium cristatum y Typotherium pachignatum (Gervais y Ameghino). Bravard menciona una tercera denominada por él Typotherium minutum. Del Toxodon (Owen) se conocen cinco es- pecies, casi todas de la talla del rinoceronte: Toxodon platensis (Owen), Toxodon Burmeisteri (Giebel), Toxodon Darwini (Burmeis- ter), Toxodon Gervaisi (Gervais y Ameghino), Toxodon gracilis (Ger- vais y Ameghino) y además una especie del terciario patagónico: el Toxodon paranensis (Laurillard). En el mismo orden deberá colocar- se un gran mamífero de la talla del Toxodon, pero de un género dife- rente, encontrado en la Banda Oriental, del que el célebre anatomista inglés Ricardo Owen ha tenido la amabilidad de mostrarnos un frag- mento del cráneo. Quizá pertenezca también al mismo grupo el animal AMEGHINO —V. HI 40 626 que el distinguido naturalista E. D. Cope ha llamado Synoplotherium lanius. Jumenrineos. — De este orden se conocen unas quince especies, al- gunas pertenecientes a géneros muy singulares. Se han encontrado tres especies de verdaderos caballos: el Equus curvidens (Owen), el Equus argentinus (Burmeister) y el Equus rectidens (H. Gervais y Ameghino). El género Hippidium (Owen) cercano al caballo, también está representado por tres especies: el Hippidium neogaeum, el Hippi- dium principale y el Hippidium arcidens. Cerca de Mercedes hemos recogido los restos de otro género aún inédito, intermediario por la talla y por sus caracteres entre los Equídeos y la Macroquenia; los res- * tos de mandíbulas recogidos indican dos especies diferentes. Otro frag- mento de mandíbula, recogido cerca de Areco indica la existencia de un animal de la familia de los rinocerontes. En las cavernas de Bra- sil se han encontrado varias especies de tapir, a las que se les ha dado los nombres de Tapirus affinis americanus (Lund), Tapirus suinus (Lund), Tapirus altifrons (Lund) y Tapirus alticeps (Lund). Pero el jumentídeo más extraordinario que se ha extraído de esos terrenos es la Macrauchenia (R. Owen). La Macrauchenia patachonica (R. Owen) era de doble talla que el caballo; sus restos son comunes en la pro- vincia Buenos Aires, donde se han recogido huesos de una segunda especie de la misma talla, pero aún inédita. Otra especie encon- trada en Bolivia, Macrauchenia boliviensis (Huxley) es de talla mu- cho menor. PROBOSCIDEOS. — En América del Sud no se han encontrado hasta ahora restos de elefantes, pues las dos especies que habitaron primi- tivamente Norte América: Elephas primigenius y Elephas Colombi (habiéndose propagado este último hasta América Central), no pa- saron más acá del istmo de Panamá. Pero dos especies de mastodontes, el Mastodon Humboldti y el Mas- tedon andium (Cuvier), ambas de gran talla, poblaron toda América del Sud y sus restos se encuentran en abundancia sobre todo en la provincia Buenos Aires. SuíbEOS. — Actualmente no vive en América del Sud más que un solo género de este orden: el Dicotyles, que también vivía en la época pampeana. Lund cita cinco especies fósiles de las cavernas de Brasil: Dicotyles affinis torquatus (Lund), Dicotyles affinis labiatus (Lund), Dicotyles stenocephalus (Lund) de gran talla y dos especies a las que no les ha dado ningún nombre específico. Burmeister indica una es- pecie fósil encontrada en la provincia Buenos Aires, parecida al Dico- tyles torquatus actual y por nuestra parte, hemos recogido un maxilar superior de una especie extinguida de doble tamaño que las actuales. Bravard menciona, en fin, algunos dientes de un hipopótamo que llama 627 Hippopotamus americanus, pero este descubrimiento merecería con- firmación. RUMIANTES. —Se conoce un gran número de especies fósiles de este orden, pero todas de un modo muy imperfecto. Como pertene- cientes al género Auchenia se citan las especies siguientes: Auchenia intermedia (P. Gervais) de Bolivia y Buenos Aires, Auchenia Castel- naudi (P. Gervais) de Bolivia, Auchenia gracilis (Gervais y Ameghi- no), Auchenia frontosa (Gervais y Ameghino) de Buenos Aires,: y Auchenia minor (Lund) de Brasil. El género extinguido Palaeolama (P. Gervais) se distingue del anterior por una muela de más en la mandíbula. inferior y comprende las especies siguientes: Palaeolama Weddelli (P. Gervais), Palaeolama major (Gervais y Ameghino) y Falaeolama Oweni (Gervais y Ameghino) de los terrenos pampeanos de Buenos Aires; una especie del tamaño del camello, Palaeolama magna (Owen) se ha encontrado en los terrenos pampeanos de Méji- co. El género Hemiauchenia (Gervais y Ameghino) se distingue, al contrario, por una muela de más en la mandíbula superior; no se co- noce más que una especie: la Hemiauchenia paradoxa (Gervais y Ame- ghino) de Buenos Aires. De los mismos terrenos se han extraído ocho o diez especies de ciervos que han recibido los nombres siguientes: Cervus pampaeus (Bravard), Cervus magnus (Bravard), Cervus en- irerianus (Bravard), Cervus dubius (Gervais y Ameghino), Cervus iuberculatus (Gervais y Ameghino), Cervus brachyceros (Gervais y Ameghino), Cervus affinis simplicicornis (Lund) y tres especies aún inéditas de la provincia Buenos Aires. En Brasil se ha recogido una es- pecie de antílope: Antilope maquinensis (Lund) y otra en Buenos Ai- res, Antilope argentina (Gervais y Ameghino). El género Lepthothe- rium, representado por dos especies propias de Brasil: Lepthotherium majus (Lund) y Lepthotherium minus (Lund) era cercano de los an- tilopes. El Platatherium (Gervais y Ameghino) rumiante de gran talla encontrado en Buenos Aires y del que no se conoce aún más que una sola especie, Platatherium magnum (Gervais y Ameghino) era inter- mediario entre los bueyes y los antílopes. DESDENTADOS (FAMILIA DE LOS MEGATERIDOS).— Los desdentados de esta familia son los más numerosos y los que caracterizan la forma- ción. El género Megatherium es el más conocido de todos y el que com- prende las especies más gigantescas. El Megatherium americanum (Cuvier) era más robusto y corpulento que el elefante; el Megatherium Gervaisi (H. Gervais y Ameghino) tenía poco más o menos las mismas proporciones; el Megatherium tarijense (Gervais y Ameghino), era algo más pequeño y el Megatherium Lundi (H. Gervais y Ameghino) de tamaño muy reducido. El Megatherium tarijense procede de Bolivia y las otras especies, de Buenos Aires; el Megatherium americanum 628 poblé, sin embargo, toda América Meridional. Otra especie del mismo género, encontrada en Norte América, ha sido llamada por Leidy Me- gatherium mirabilis. El Ocnopus (Reinhardt) era muy cercano del Megaterio; la única especie conocida, el Ocnopus Laurillardi procede de Brasil. Los Celodontes también se acercan al Megaterio, del que se distin- guen por su fórmula dentaria. Se conocen tres especies, todas de Bra- sil: el Coelodon maquinensis (Lund), Coelodon escrivanensis (Rei- rhardt) y Coelodon Kaupi (Lund). El Sphenodon (Lund), igualmente de Brasil, era de pequeña talla y tenía + muelas. Del género Scelidotherium (Owen) se han encontrado varias espe- cies llamadas: Scelidotherium leptocephalum (Owen) de Buenos Aï- res, Scelidotherium Oweni (Lund), Scelidotherium minutum (Lund) y Scelidotherium Bucklandi (Lund), las tres de Brasil; Scelidotherium tarijense (Gervais y Ameghino) de gran talla y procedente de Tari- ja; y Scelidotherium Capellini (Gervais y Ameghino) igualmente de gran talla y procedente de Buenos Aires. El género Platyonyx, que no es idéntico al Escelidoterio, como se ha pretendido, es propio de Brasil, donde se han recogido las especies si- guientes: Platyonyx Cuvieri (Lund), Platyonyx Blainvillei (Lund), Platyonyx Brongniarti (Lund) y Platyonyx Agassizi (Lund). Del verdadero género Mylodon (Owen) se mencionan las especies siguientes: Mylodon robustus (Owen), Mylodon Darwini (Owen), My- ¿odon Sauvagei (H. Gervais y Ameghino), Mylodon Zeballozi (Ger- vais y Ameghino) y Mylodon Wienerí (Gervais y Ameghino) todas de Buenos Aires y de ia Banda Oriental. El género Pseudolestodon (Gervais y Ameghino) se acerca al ante- rior y comprende las especies siguientes: Pseudolestodon myloides (Gervais), Pseudolestodon Reinhardti (Gervais y Ameghino), Pseudo- lestodon Morenoi (Gervais y Ameghino), Pseudolestodon debilis (Ger- vais y Ameghino), Pseudolestodon bisulcatus (H. Gervais y Ameghi- no) y Pseudolestodon trisulcatus (H. Gervais y Ameghino). En este género debe colocarse el Mylodon gracilis de Burmeister y el Mylodon Lettsomi (de Owen). Todas las especies de este género proceden de la República Argentina y de la Banda Oriental. El género Lestodon está igualmente representado por un gran nú- mero de especies: el Lestodon armatus (P. Gervais), el Lestodon tri- gonidens (P. Gervais), Lestodon Bravardi (H. Gervais y Ameghino), Lestodon Gaudryi (Gervais y Ameghino), Lestodon Bocagei (Gervais y Ameghino), y Lestodon Blainvillei (Gervais y Ameghino), proce- den todos del río de la Plata. El Valgipes deformis (P. Gervais) es un género particular encon- trado en Brasil, del que aún no se conocen más que algunos restos. El 629 animal de la misma procedencia llamado por Lund Ocnotherium gi- gas, aún está por describir. El género Gnathopsis está fundado sobre una mandíbula inferior en- contrada en Patagonia, que posee algunos caracteres de Megalonyx; se ha dado a esta especie el nombre de Gnathopsis Oweni (Leidy) y a ella deben atribuirse los restos que en la provincia Buenos Aires se consideran como de Megalonyx. El Megalochnus rodens (Leidy) es un desdentado particular en el cual las primeras muelas toman la forma de incisivos; sus restos son muy escasos y se encuentran solamente en Cuba. DESDENTADOS (FAMILIA DE LOS GLIPTODONTES).— Esta familia com- prende animales acorazados como los armadillos, pero cuya coraza dor- sal es indivisible. El género Doedicurus (Burmeister) caracterizado por placas lisas, sin adornos y con grandes perforaciones, comprende tres especies distintas: el Doedicurus clavicaudatus, el Doedicurus Uruguayensis (Gervais y Ameghino) y el Doedicurus Poucheti (Ger- vais y Ameghino). En cuanto al Doedicurus giganteus aún no puede afirmarse que difiera de los anteriores. Del género Euryurus (Gervais y Ameghino) caracterizado por pla- cas rugosas, pero sin adornos, no se conoce hasta ahora más que una soja especie: el Euryurus rudis. El género Panochtus (Burmeister), bien conocido por los estudios de Burmeister, está representado por cuatro especies: el Panochtus tuberculatus, el Panochtus bullifer (Bur- meister) y dos aún inéditas. Del género Hoplophorus (Lund) se citan un gran número de espe- cies casi todas poco conocidas, y son las siguientes: Hoplophorus Me- yeri (Lund), Hoplophorus minor (Lund), H. ornatus (Owen), Hoplo- phorus imperfectus (Gervais y Ameghino), Hoplophorus perfectus (Gervais y Ameghino), Hoplophorus discifer (P. Gervais), Hoplopho- rus pumilio (Burmeister) y Hoplophorus gracilis (Nodot). Del género Glyptodon (Owen) se citan también un gran número de especies, algunas muy bien conocidas, otras de un modo imperfecto, que son: el Glyptodon typus (Nodot), Glyptodon elongatus (Burmeis- ter), Glyptodon laevis (Burmeister), Glyptodon reticulatus (Owen), Glyptodon Oweni (Nodot), Glyptodon euphractus, Glyptodon Sellowi, Glyptodon principale (Gervais y Ameghino), Glyptodon Clavipe: (Owen), Glyptodon subelevatus (Nodot), Glyptodon quadratus (No- dot), Glyptodon D'Orbignyi (Bravard), Glyptodon verrucosus (Nodot) y Glyptodon dubius (Reïnhar.). Las colas que Owen y Burmeister atri- buyen al Glyptodon clavipes, pertenecen a especies del género Hoplo- phorus. Nada confirma tampoco que estos animales tuvieran una co- raza ventral y todo induce a creer que las placas que Burmeister ha tomado por tales pertenecen a la coraza dorsal del género Doedicurus. 630 El género Thoracophorus (Gervais y Ameghino), que hasta ahora sólo conocemos por fragmentos de la coraza, debía ser un animal has- ta cierto punto intermediario entre los Gliptodontes y los Milodontes de coraza rudimentaria. El Thoracophorus elevatus era de pequeña talla y sus restos proceden de Brasil.: El Chlamydotherium (Lund) era, al contrario, intermediario entre los Gliptodontes y los verdaderos armadillos; se conocen tres espe- cies llamadas: Chlamydotherium Humboldti (Lund), Chlamydotherium majus (Lund) y Chlamydotherium typus (Ameghino), los dos prime- ros de Brasil y el último de Buenos Aires. DESDENTADOS (FAMILIA DE LOS ARMADILLOS). — De esta familia se han encontrado algunos géneros extinguidos. Tales son: el Euryodon (Lund) y el Heterodon (Lund), propios de Brasil, animales de peque- ña talla, pero muy diferentes de los armadillos actuales. El Eutatus, género extinguido de la provincia Buenos Aires, era un armadillo de gran talla, del cual se conoce una sola especie llamada Eutatus Segui- ni (P. Gervais). Existían, además, armadillos parecidos a los actuales, tales son: el Euphractus affinis sexinto (P. Gervais), parecido al en- coubert; el Euphractus affinis villosus (Gervais y Ameghino), pare- cido al peludo; el Tolypeutes affinis conurus (Gervais y Ameghino), parecido al mataco; el Praopus affinis hibridus (Gervais y Ameghino), parecido a la mulita; el Praopus affinis octocinto, parecido a la mulita de Paraguay; el Xenurus affinis nudicaudo (Lund), parecido al cabasú de Brasil. Lund menciona aún dos especies de Brasil a las que llama Dasypus punctatus y Dasypus sulcatus. No les encontramos coloca- ción en los géneros actuales y creemos que representan géneros ex- tinguidos. MARSUPIALES. — Lund menciona siete especies de sarigas fósiles de Brasil, a las que llama: Didelphys affinis auritae, Didelphys affinis al- bwentri, Didelphys affinis incanae, Didelphys affinis elegante, Didel- phys affinis pusillae, Didelphys affinis myosurae; a la otra espe- cie no le da nombre específico. En Buenos Aires se han encontrado dos especies de sarigas fósiles, una que hemos llamado provisoria- mente Didelphys incerta, por no estar seguros de que pertenezca a una especie extinguida; y la otra, más grande, que tampoco ha recibido ningún nombre específico e ignoramos si pertenece a una especie ex- tinguida o no. Lund, en fin, menciona un gran marsupial fósil de la talla del jaguar, al que había dado el nombre de Thylacotherium ferox. Es bueno recordar que en esta nomenclatura de los mamíferos fó- siles de América del Sud no están incluídos los que se han encontra- do en el terciario patagónico, que también son numerosos, ni las espe- cies igualmente extinguidas que se han extraído de los terrenos post- pampeanos. 631 Damos en seguida los nombres y caracteres principales de algunas especies nuevas de nuestro museo, no como una descripción de dichas especies, sino como un simple complemento a la lista precedente, pues su descripción completa será objeto de monografías especiales. Macrocyon robustus (Ameghino). — Género y especie nueva fun- dada sobre algunos huesos largos de un gran carnicero cuya talla de- bía superar la del puma (Felis concolor), pero la forma de los huesos demuestra que era más cercano de los perros. Su húmero posee, en efecto, un gran agujero intercondiliano como el de los animales de esta última familia, aunque su forma es algo diferente. La tibia es también muy parecida a la de los perros aunque de gran tamaño. Localidad: arroyo Frías cerca de Mercedes. Plateomys scindens (Ameghino). — Género y especie nueva del or- den de los roedores. Animal que parece cercano del Ctenomys pero más robusto. Incisivo inferior ancho y grueso, cortado verticalmente y formando en seguida una especie de canaleta que termina en un bor- de muy cortante y sumamente resistente. Localidad: toscas del río de la Plata, frente a Buenos Aires. Orthomys dentatus (Ameghino). — Género y especie nueva del or- den de los roedores. Animal que parece cercano de la liebre pampa (Dolichotis), aunque más robusto. Incisivos más curvos que los del Myopotamus, de 5 milímetros de anchura y 6 de grosor, convexos en todas sus caras y de ángulos redondeados. Localidad: toscas del río de la Plata, frente a Buenos Aires. Plicatodon perrarus (Ameghino). — Género y especie nueva del or- den de los Jumentídeos, fundada sobre una sola muela, pero de una forma tan característica que no permite abrigar dudas sobre su dife- rencia genérica. Muestra en su corona un pliegue de esmalte que for- ma un gran número de pequeños pliegues secundarios sumamente pe- queños y que resulta una figura muy angosta y prolongada, casi en for- ma de rectángulo. Este animal debía tener algunas afinidades con los Equideos. Localidad: río Areco. Quatriodon bonariensis (Ameghino). — Género y especie nueva, del orden de los desdentados, familia de los Megatéridos, fundado so- bre fragmentos de cráneos. Tamaño reducido, comparable al de un cerdo pequeño. Cuatro muelas en la mandíbula superior; la primera algo caniniforme y elíptica, las tres restantes prismáticas. Localidad: Cañada Rocha, cerca de Luján. Scelidotherium Floweri (Ameghino). — Especie nueva fundada so- bre fragmentos de mandíbulas. Talla: una mitad menos considerable que la del Scelidotherium leptocephalum. Dientes prismáticos e igua- les menos el último de la mandíbula superior, que es más chico y el último de la mandíbula inferior, que es más grande y dividido en dos 632 partes. Todas las muelas menos la última de cada mandíbula presen- tan un surco en su cara externa. Dedicamos esta especie al señor Flo- wer, profesor en el Colegio de Cirujanos de Londres. Localidad: Villa Luján. Scelidodon Copei (Ameghino). — Género y especie nueva del or- den de los desdentados, familia de los Megatéridos, cercano del Sceli- dotherium, y fundado sobre fragmentos de mandíbula superior. Tamaño muy reducido, comparable al del carpincho. Cinco muelas en la man- díbula superior, muy elípticas, algo cóncavas en la cara externa poste- rior, convexas en la cara interna anterior y con un surco longitudinal en la cara interna posterior. Dedicamos esta especie al profesor nor- teamericano don Eduardo D. Cope. Localidad: Mercedes, cerca del puente viejo. Mylodon intermedius (Ameghino). — Especie nueva, fundada so- bre varios dientes aislados. Dientes anteriores de la mandíbula supe- rior, muy curvos, algo prismáticos y de ángulos redondeados; la coro- na está usada algo en declive, formando así una especie de transición entre el género Mylodon y el género Pseudolestodon. Localidad: río Areco. Laniodon robustus (Ameghino). — Género y especie nueva del or- cen de los desdentados, familia de los Megatéridos, fundado sobre va- rios dientes aislados. Tamaño comparable al de los más grandes Les- todontes. Muelas de 12 a 15 centímetros de largo, casi rectas; unas casi circulares, otras más o menos prismáticas y con surcos longitudinales. Superficie de la corona de todas las muelas usada en declive muy pro- nunciado. Localidad: Mercedes. Platyodon Annaratonei (Ameghino). — Género y especie nueva, del orden de los desdentados, familia de los Megatéridos, fundada so- bre una sola muela pero de una forma muy característica. Esta muela es la primera anterior de la mandíbula inferior y presenta el aspecto de un diente incisivo. Es comprimida en sentido anteroposterior, lo que le da completamente el aspecto de un diente incisivo de roedor. Su superficie anterior es casi plana y la posterior muy convexa, termi- nando en una extremidad muy ancha, plana y cortante. Debía estar im- plantada en la parte anterior de la mandíbula a manera de un incisivo. Este animal debía tener alguna analogía con el Megalochnus rodens ce Leidy. Dedicamos esta especie a nuestro amigo don Pedro Annaratone, como una prueba de agradecimiento por el eficaz concurso que no ha dejado de prestarnos un solo instante durante nuestras exploraciones científicas en la provincia Buenos Aires. Localidad: Luján. Panochtus Morenoi (Ameghino). — Especie nueva fundada sobre varias partes de la coraza, intermediaria entre las especies de Panoch- ius hasta ahora conocidas y el género Euryurus. Las placas de la cora- 633 za de esta especie se distinguen de las otras por sus arealitas rudimen- tarias unidas unas a otras por asperosidades. Los surcos que dividen las arealitas apenas están marcados y toda la superficie de las placas Presenta un gran número de agujeros aunque de pequeño diámetro. Dedicamos esta especie a nuestro distinguido amigo don Francisco P. Moreno, Director del Museo Antropológico y Arqueológico de Buenos Aires. Localidad: bahía de Montevideo. Glypiodon rudimentarius (Ameghino) —Especie nueva fundada so- bre un fragmento de coraza, que se distingue de los otros por las area- litas de sus placas poco marcadas y sumamente rugosas. Los surcos que dividen las arealitas no están muy marcados y se ven en su fondo pequeños agujeros. Localidad: río Areco. Glyptodon Munñizi (Ameghino). — Especie nueva, fundada sobre un fragmento considerable de coraza. Su talla era la del Glyptodon ty- pus pero se distingue de esta especie por su arealita central de super- ficie cóncava y por la superficie de todas las arealitas que muestran un número considerable de agujeros bastante grandes y separados unos de otros, sin que en los intervalos se formen asperosidades, siendo, por el contrario, la superficie lisa. En el fondo de los surcos se ven algunos agujeros más grandes. Dedicamos esta especie a la memoria del finado doctor don Francisco Javier Muniz, el primer argentino que se haya de- dicado al estudio de los huesos fósiles de nuestro territorio. Localidad: Arroyo del Medio, cerca de San Nicolás. Thoracophorus depressus (Ameghino). — Especie nueva fundada sobre placas aisladas de la coraza. Se distingue del Thoracophorus ele- vatus, por su superficie externa, muy deprimida, casi lisa. La superfi- cie de cada placa está ocupada casi por completo por una arealita cir- cular, de superficie lisa, a cuyo alrededor se ven un gran número de agujeros. Localidad: Mercedes. Thoracophorus minutus (Ameghino). — Especie nueva fundada so- bre placas aisladas de la coraza. Esta especie es de tamaño mucho me- nor que las dos precedentes. Cada placa tiene un diámetro de 12 a 16 milímetros y un grosor de 6 a 7. La superficie externa es ligeramente convexa y con algunos agujeros periféricos. Localidad: Luján. Eutatus brevis (Ameghino). — Especie nueva, fundada sobre por- ciones considerables del esqueleto. Es un tercio más pequeña que el Eutatus Seguini y las placas de la coraza son más pequeñas y no tan aplastadas. Los huesos también presentan diferencias notables. Lo- calidad: arroyo Frías. Eutatus punctatus (Ameghino). — Especie nueva del mismo tama- ño o quizá aún más robusta que el Eutatus Seguini. Las placas rec- tangulares de la coraza se distinguen por presentar hacia el centro de cuatro a seis agujeros profundos y de un diámetro considerable. Las 634 placas que forman el borde o el cordon de las fajas movibles muestran ioualmente de 2 a 4 agujeros parecidos. Localidad: rio Salado. Euphractus minimus (Ameghino). — Especie nueva de tamaño su- mamente pequeño. Las placas de la coraza sólo tienen un largo de 7 a 8 milímetros, un ancho de 4 y apenas 1 de espesor. Localidad: arro- yo Frias. Propraopus grandis (Ameghino). — Género y especie nueva de la familia de los Armadillos, fundado sobre varias placas de la coraza, ae una forma muy particular. Se parecen a las de la mulita, pero son Ge un tamaño igual a las de los más grandes Eutatus. La superficie de las placas se distingue del género Eutatus por su superficie lisa en vez de ser granulada y áspera como en aquel género. Localidad: Villa Luján. CAPÍTULO XXVII CRONOLOGÍA PALEONTOLÓGICA Ensayo del doctor Burmeister. — Canis y Lagostomus. — Smilodon. — Felis. — Monos. — Arctoterio. — Conepatus.— Roedores. -— Tipoterio. — Toxodonte. — Caba- llos. — Macroquenia. — Mastodonte. — Rumiantes. — Gliptodontes. — Arma- dillos. — Megatéridos. — Las pampas antiguas. — Transformaciones sucesivas. Es un hecho admitido por todos los naturalistas, que los animales característicos de la época cuaternaria en Europa, no fueron todos contemporáneos, sino que aparecieron y se extinguieron sucesivamen- te, y que, por consiguiente, corresponden a distintas épocas. Los terrenos pampeanos representan una época de una duración ex- cesivamente larga; no debemos, pues, sorprendernos de que con los animales característicos de esta formación, suceda otro tanto, esto es: que correspondan en parte a épocas diferentes, permitiéndonos así fundar una cronología paleontológica que nos permita apreciar de una manera más o menos exacta la antigüedad de los terrenos y de los ob- jetos que contienen. Un trabajo de esta naturaleza, que está basado únicamente sobre la observación, tiene que ser al principio forzosamente defectuoso. Futuras observaciones pueden probar que ciertas especies a las cua- les consideramos actualmente como características de los niveles su- periores se encuentran también en los inferiores, o viceversa; pero como quiera que sea, abrigamos la convicción de que siempre queda- rán en pie las observaciones- principales, que más tarde servirán de base a trabajos más completos. Antes de pasar adelante, permítasenos dedicar cuatro líneas a un ensayo de esta naturaleza hecho por un predecesor ilustre. Se ha visto en otra parte que el doctor Burmeister divide la forma- ción pampeana en dos partes: la superior o postglacial y la inferior o preglacial, términos completamente viciosos, puesto que en nuestra formación no existen vestigios de la acción glacial. Considera también que cada período tuvo una fauna propia, pero fundamentalmente di- ferente la una de la otra, puesto que no admite ninguna especie que 636 sea común a ambas formaciones. Esto sólo bastaría para demostrar que ese ensayo no rinde cuenta de los hechos, pues si algo ha demos- trado la ciencia moderna es la ausencia de esos cambios repentinos en- tre dos formaciones, pertenecientes a un mismo horizonte geológico, y cuyas capas limítrofes se confunden de tal modo que no permiten trazar una línea divisoria fija. Pero el examen de las especies que, se- sún él, caracteriza cada fauna, demuestra el mismo hecho de una ma- nera evidente. He aquí la enumeración de las especies que componen esas dos fau- nas ideales: PAMPEANO INFERIOR PAMPEANO SUPERIOR Machairodus neogeus. Felis longifrons. Canis jubatus. Ursus bonariensis. Canis protalopex. Megatherium americanum. Canis avus. Homo sapiens. Mylodon (Lestodon) giganteus. Mylodon (Lestodon) gracilis. Mylodon robustus. Scelidotherium leptocephalum. Scelidotherium Cuvieri. Megalonyx meridionalis. Doedicurus giganteus. Panochtus tuberculatus. Panochtus bullifer. Hoplophorus euphractus. Hoplophorus ornatus. Hoplophorus elegans. Hoplophorus pumilio. Glyptodon clavipes. Glyptodon reticulatus. Glyptodon asper. Glyptodon elongatus. Glyptodon levis. Eutatus Seguini. Macrauchenia patachonica. Hippidium principale. Hippidium neogeum. Equus curvidens. Equus argentinus. Toxodon Burmeisteri. Toxodon Oweni. Toxodon Darwint. Typotherium cristatum. Mastodon Humboldti Mastodon andium. Mephitis primaeva. Ctenomys bonariensis. Myopotamus antiquus. Lagostomus augustidens. Cavia breviplicata. Cerodon antiquum. Hesperomys. Dasypus villosus. Dasypus conurus. Cervus magnus. Cervus pampeus. Auchenia lama Dicotyles torquatus. Hemos encontrado tantisimas veces huesos de Lagostomus, Canis, Ctenomys, Cervus, Auchenia y Dasypus mezclados con huesos de Glip-- todontes, Milodontes, Toxodontes, etc., que nos es imposible admitir 637 que con estos últimos no hayan vivido especies pertenecientes a los géneros primeros ya enumerados. Por otra parte, el mayor número de los mamíferos que el Dr. Burmeister da en su lista como pertenecientes al terreno pampeano inferior, se encuentran a una profundidad de uno a dos o tres metros a lo sumo y a menudo en los depósitos lacustres del fin de la época pampeana, lo que a su vez demuestra que es errónea la opinión que supone pertenezcan al terreno pampeano inferior. Basta, por fin, echar una simple ojeada sobre esas dos listas para reconocer que es una división artificial hecha en un gabinete de estu- dio, poniendo a un lado todos los grandes mamíferos extinguidos que yz no tienen análogos y al otro todas las especies más o menos idén- ticas a las actuales. Ese ensayo es, pues, completamente inútil; pero para que no se nos reproche de no tenerlo en cuenta, al examinar cada género o cada especie en particular, tomaremos nota de la división en que la coloca el doctor Burmeister. En este ensayo no consideraremos más que los fósiles encontradcs er la provincia Buenos Aires, tomando sobre todo por guía nuestras propias observaciones, recogidas con propósitos determinados. Aprovecharemos, además: 1? varias observaciones de Bravard que hemos tomado de manuscritos aún inéditos de este distinguido natura- lista; 2° de dos catálogos manuscritos de Seguin que contienen la enu- meración de las piezas de sus dos colecciones y a menudo la localidad, la profundidad y el aspecto del terreno de donde había desenterrado cada objeto; 3° de varios catálogos y notas manuscritas en nuestro po- der de los hermanos Breton, en que se halla la indicación de los yaci- mientos y la profundidad a que fueron encontrados los objetos que re- cogieron; 4° de varias otras observaciones y documentos aislados. Por lo que se refiere a las especies recogidas por Lund en las ca- vernas de Brasil, es indudable que pertenecen a varias épocas distin- tas y aun es posible que muchas sean idénticas a las actuales y de épo- ca reciente, pues es sabido que esas cavernas están rellenadas a me- mudo por capas de limo de aspecto completamente diferente; mas como no podemos disponer de datos precisos sobre esos yacimientos, los pa- saremos por alto. Canis y Lacosromus. — Los restos fósiles del zorro y de la vizca- cha son los primeros que nos sugirieron la idea de establecer el prin- cipio de una cronología paleontológica pampeana. Sobre los restos de vizcacha fósil existentes en el Museo de Buenos Aires (una mitad de mandíbula inferior) Burmeister fundó una espe- cie nueva llamándola Lagostomus angustidens, dando como principa- les diferencias específicas lo angosto de sus incisivos y su tamaño mucho menor. El zorro fósil de las pampas fué considerado como específicamente 638 idéntico al que Lund encontró en las cavernas de Brasil y llamó Canis protalopex. Repetidas veces hemos encontrado partes de esqueletos y aun crá- neos enteros pertenecientes a estas dos especies. Pero más tarde he- mos recogido también otros cráneos de vizcacha y de zorro que al com- pararlos con los que ya teníamos y con los actuales, vimos que se dis- tinguían de unos y de otros de tal modo que no los podíamos incluir en ninguna de las especies admitidas, aunque las diferencias fueran de corta importancia. Tanto por su tamaño, como por su conformación, formaban un verdadero punto de unión entre las especies fósiles ya co- nocidas y las actuales; pero no fué esto sólo lo que nos llamó la aten- ción, sino también la circunstancia de que habíamos encontrado las dos variedades fósiles en terrenos de diversa época. Los ejemplares que corresponden a las que se consideraban como especies distintas de las actuales (Canis protalopex y Lagostomus an- gustidens) los habíamos encontrado a mayor profundidad y en un te- rreno más antiguo que aquél en que habíamos encontrado los ejem- plares posteriores. El hecho no era aislado y fortuito, pues además de verificarse en dos géneros de animales, estaba comprobado por el hallazgo en las mismas capas de terreno de los restos de ambos animales en más de treinta puntos diferentes, resultando de esto que la vizcacha y el zorro fósiles que se encuentran a una mayor profundidad o en terrenos pam- peanos más antiguos se diferencian más de la vizcacha y el zorro ac- tuales que los que se encuentran en los terrenos pampeanos más mo- dernos y que estos últimos ofrecen verdaderos caracteres intermedia- rios entre los más antiguos y los actuales. El zorro y la vizcacha más antiguos son de talla pequeña; los que se encuentran en terrenos más modernos son de un tamaño algw mayor; los actuales son aún más grandes que estos últimos. El zorro y la viz- cacha fósiles más antiguos son los que presentan las crestas, sagital y occipital, menos elevadas; las de los cráneos del zorro y vizcacha fó- siles de una época más moderna, las presentan más elevadas que las de los más antiguos; las de los cráneos del zorro (Canis Azarae) y la vizcacha actual son las más elevadas. Con otras diferencias que pre- sentan otras partes del cráneo se verifica la misma progresión. Este hecho es también de gran importancia desde el punto de vista transformista, porque justamente en la falta de variedades interme- diarias está basado el más fuerte argumento con que se combate el transformismo. Los restos fósiles de los animales de que acabamos de hablar, per- miten, pues, establecer dos épocas distintas: una más moderna, carac- terizada por la vizcacha y el zorro fósiles, que se parecen más a las es- 639 pecies actuales, la otra más antigua, caracterizada por el Lagostomus arigustidens y el Canis protalopex. Sea que estos dos últimos animales sean considerados como especies bien caracterizadas o como varieda- des de una larga serie que las una con las actuales, ellos deben con- servar el nombre indicado. Para no confundirlos con el zorro y la viz- cacha fósiles más modernos, hemos designado estos últimos con los nombres de Canis Azarae fossilis y Lagostomus trichodactylus fossilis, significando de este modo también su gran analogía con los actuales. Los restos del Canis protalopex y del Lagostomus angustidens se en- cuentran muy a menudo juntos o mezclados unos a otros. Con los del Canis Azarae fossilis y del Lagostomus trichodactylus fossilis sucede otro tanto; pero nunca hemos hallado los restos de estos últimos mez- clados con los de los primeros, hecho por sí solo bastante significativo y suficiente para demostrar la diversidad de época. Los restos del Canis protalopex y del Lagostomus augustidens los hemos encontrado en diferentes puntos del arroyo Frías, del arroyo Roque, del Balta, en la Cañada Rocha, Mercedes, Luján, Pilar, etc., y siempre en el terreno pampeano superior. Los restos del Canis Azarae fossilis y del Lagostomus trichodactylus fossilis los hemos recogido en quince puntos diferentes del arroyo Marcos Díaz, arroyo del Medio, arroyo Frías, río Luján, río Arrecifes, río Areco y Las Conchas, y siempre en el terreno pampeano lacustre de la época de los grandes lagos, caracterizando así una época par- ticular mucho más moderna. En efecto: como lo pretende Burmeister, el género Lagostomus se encuentra en la parte superior de la forma- ción, pero representado por dos especies o variedades diferentes, ca- racterísticas de dos épocas distintas y, como lo veremos luego, con- temporáneas de un gran número de esos mamíferos considerados por él como propios del terreno pampeano inferior. Con los restos del zorro sucede otro tanto. Los restos de estas cuatro especies que se conservan en el Museo de París, proceden de los mismos terrenos en que los hemos recogido nosotros. Con todo, existía la vizcacha durante el pampeano inferior, pues Seguin, en su catálogo, menciona una cabeza de este animal como encontrada en las toscas del río de la Plata, pero no hemos podido en- contrar el ejemplar para determinar la especie. Bueno es recordar también que Bravard menciona una especie de vizcacha extinguida en los terrenos postpampeanos. Burmeister cita al Canis jubatus como existente en la parte supe- rior de la formación; pero a pesar de haber examinado un gran núme- ro de huesos de perros procedentes de la formación pampeana, nun- ca hemos visto uno solo que pueda ser atribuído a esta especie. Creemos, pues, posible que el cráneo de que habla el distinguido 640 naturalista pertenezca a la especie que hemos llamado Canis protoju- batus, que presenta, en efecto, algunas analogías con el Aguará, aun- que sea específicamente diferente. Hemos encontrado los huesos del Canis protojubatus en varios pun- tos diferentes, siempre en el pampeano superior y una sola vez en el pampeano lacustre. El cráneo completo del Museo de París, procede del pampeano superior. Los restos del Canis vulpinus los hemos encontrado en cuatro pun- tos diferentes del pampeano superior. La cabeza completa del Museo de París, ha sido encontrada en las toscas del río de la Plata, en el pampeano inferior. Del mismo yacimiento fueron extraídos los restos en que Bravard fundó la especie. Los huesos del Canis cultridens los hemos recogido en el pampeano lacustre. Ignoramos el yacimiento de donde se ha extraído el Canis avus de Burmeister. SMILODON. — Burmeister da el Machairodus como característico de la división inferior. En efecto: nunca hemos recogido sus restos en el terreno pampeano lacustre y ninguno de los huesos de este animal que hemos examinado en las colecciones públicas o particulares tampoco ha sido encontrado en esos terrenos, por lo que suporremos que ya ha- bía desaparecido durante la época de los grandes lagos. Pero con frecuencia hemos encontrado sus restos en el terreno pam- peano superior, aunque siempre a alguna profundidad. Hemos extraí- do algunos huesos en la barranca de la Recoleta a unas doce varas de profundidad y algunos otros en las toscas del fondo del río de la Pla- ta, que pertenecen a los terrenos pampeanos inferiores. El Smilodon ha existido, pues, tanto durante la formación del terre- no pampeano inferior como durante la formación del terreno pampea- no superior; pero parece no ha prolongado su existencia hasta la épo- ca de los grandes lagos. Los huesos llevados por Seguin al Museo de París, fueron extraídos del río de la Plata, procedentes del pampeano inferior. El esqueleto completo del Museo de Buenos Aires fué encontrado en Luján, donde no existe a descubierto el pampeano inferior; y mal puede, pues, proceder de este horizonte geológico. El esqueleto completo encontrado por el señor Larroque, en San An- tonio de Areco, procede del pampeano superior. FELIS. — Burmeister da el Felis longifrons como perteneciente al pampeano inferior; pero hasta ahora, lo único que conocemos de, este animal es un cráneo bastante incompleto, encontrado por el señor Ma- nuel Eguía en San Nicolás de los Arroyos. Es claro que sobre un ejem- plar único no pueden establecerse conclusiones definitivas. Cuando el señor Eguía tuvo la amabilidad de mostrarnos esta notable pieza de su ‘641 museo, nos dijo haberla encontrado a una profundidad de 5 metros y en la arcilla roja, lo que prueba que procede del pampeano superior. Por otra parte, como el terreno en que se encontraba es la arcilla ro- jiza, debe suponerse que el animal a que ha pertenecido vivió antes de la época de los grandes lagos; pero sobre un ejemplar aislado no nos es permitido afirmar la época exacta en que vivió la especie. Del otro felino del terreno pampeano (Felis affinis onga), cercano del jaguar, sólo hemos encontrado restos en el terreno lacustre de la época de los grandes lagos. Monos. — Hasta ahora no se había indicado la presencia de huesos ue monos en la provincia Buenos Aires, pero últimamente se han en- contrado algunos dientes de un gran animal de este orden (Protopithe- cus bonariensis), en las toscas del fondo del río de la Plata, esto es, en el pampeano inferior. Como nunca se han encontrado huesos de monos en el resto de la Provincia, es posible que ya se hubieran ex- tinguido durante la formación del pampeano superior. ARCTOTHERIUM. — Burmeister coloca este animal (Ursus bonarien- sis) en la división inferior. Bravard ha extraído, en efecto, sus restos de las toscas del río de la Plata. Del mismo punto proceden las mag- níficas piezas de este animal que llevó Seguin a Europa. En la ciudad Mercedes se ha encontrado, cavando un pozo de balde, un diente ca- nino, a 10 varas de profundidad. Parece, pues, en efecto, probable que este animal ha sido más común durante los primeros tiempos de la época pampeana. Es casi seguro que ya no existía durante la época de los grandes lagos, pues nunce hemos encontrado sus restos en ese terreno; en cambio hemos descu- bierto huesos en el terreno arcilloso rojo, pero a varios metros de pro- fundidad, indicando que se ha extinguido antes que el Smilodon. CoNEPATUS. — El Mephitis primaeva, es colocado por Burmeister ez la división superior. Este animal no se conoce más que por un solo cráneo encontrado en Barracas a ocho varas de profundidad. El hori- zonte geológico en que se ha encontrado es realmente el pampeano superior, pero anterior a la época de los grandes lagos, y, por consi- guiente, más antiguo que un gran número de mamíferos extinguidos colocados por el Dr. Burmeister en la división inferior. Recogimos los restos del Conepatus mercedensis cerca de Mercedes, igualmente en el pampeano superior. No conociendo, pues, más que un solo ejemplar de cada especie no podemos sacar ninguna deducción concluyente. HYDROCHOERUS. — Los restos del Hydrochoerus sulcidens los hemos recogido en el terreno lacustre de la época de los grandes lagos. Los del Hydrochoerus magnus se han encontrado en Santa Fe, en el pam- peano superior. Cavia, CERODON Y MICROCAVIA. — El Cerodon antiquum, es dado AMEGHINO — V. III 41 642 por Burmeister como perteneciente a la división superior, pero arbitra- riamente, pues no conoce más restos que los que figura D'Orbigny, cuyo autor no da más detalles sobre su yacimiento que haberlos encontrado en las barrancas del Paraná, lo que por sí solo prueba que proceden del terreno pampeano superior pero anterior al pampeano lacustre. En estos mismos terrenos hemos encontrado los restos del Cerodon minor; y todos los del Cerodon major que hemos tenido ocasión de examinar procedían del pampeano lacustre. Nunca hemos encontrado huesos del género Cavia, pero sí restos de varias especies de un género muy cer- cano (Microcavia). La Microcavia robusta la recogimos en el pampea- no superior y en el pampeano lacustre y la Microcavia intermedia sólo en este último. Sobre las otras dos especies no tenemos datos. MiorPóTAMO. — Burmeister coloca arbitrariamente el Myopotamus antiquus en el pampeano superior, pues esta especie hasta ahora no ha sido encontrada en el terreno pampeano de Buenos Aires, ni el Mu- seo público tiene ningún hueso que pertenezca a este animal. Los res- tos de Miopótamo que hemos encontrado en Buenos Aires, son muy in- completos para determinar la especie y proceden del pampeano lacus- tre; pero los huesos recogidos en Santa Fe pertenecen a una especie diferente (Myopotamus priscus), y proceden del pampeano superior. CTENOMYS.— No menos arbitrariamente coloca el mismo autor el Ctenomys bonariensis en la misma división, pues no sólo esta especie es más que dudosa, sino que no se conocen más restos que los que des- cribe D'Orbigny, sobre cuyo yacimiento primitivo no tenemos datos. Tampoco podemos asignarle un horizonte geológico al Ctenomys pris- cus encontrado en Bahía Blanca, por carecer igualmente de datos so- bre su yacimiento. Con todo, es muy posible que ambas especies pro- cedan del pampeano superior. De este horizonte proceden, en efecto, algunos fragmentos que atribuimos a la especie de D'Orbigny. Los huesos en que hemos fundado el Ctenomys latidens, especie bastante diferente de las actuales, proceden de las toscas del fondo del río de la Plata, es decir: del pampeano inferior. En el pampeano lacustre hemos recogido numerosos restos de una especie sumamente parecida a la que habita actualmente las pampas. Murtnos. — Poco antes de su muerte, Bravard depositó en el Mu- seo de Buenos Aires una mandíbula inferior de un pequeño roedor, bajo el nombre de Mus fossilis. Burmeister, que la examinó más tar- de, la incluye en el género Hesperomys, agregando que es caracterís- tico del pampeano superior. Es claro que sobre un descubrimiento com- pletamente aislado, tales afirmaciones son aventuradas; máxime si se ignora hasta el yacimiento de donde procede esta pieza. Por nuestra parte, hemos recogido huesos de ratones del género Hesperomys en todos los niveles de la formación, desde las toscas del fondo del río de 643 la Plata hasta el pampeano lacustre del interior de la Provincia, pero hasta ahora nos es imposible reconocer si esos restos pertenecen a es- pecies extinguidas o aún existentes. También hemos recogido huesos * de ratones del género Reithrodon, pero hasta ahora sólo en el pampea- no lacustre. Tampoco podemos determinar la especie. TIPOTERIO. — Burmeister considera este singular animal como per- teneciente a la división inferior, y en este caso con razón. Bravard, su primer descubridor, lo encontró en las toscas del fondo del río de la Plata; los restos recogidos por este naturalista pertenecen por lo me- nos a tres individuos diferentes. Una mandíbula inferior existente en ei Museo Británico, procede del mismo punto. De ahí fueron sacados los restos descriptos por el profesor Serres y los cuatro o cinco esque- letos más o menos completos, llevados por Seguin a Europa en su se- gtindo viaje, también los recogió en las toscas del fondo del río de la Plata. Una mandíbula inferior, una porción del cráneo y otros huesos que hemos visto en la colección de don Manuel Eguía, fueron encon- trados en Los Olivos, a unas dos leguas de Buenos Aires, igualmente en las toscas del fondo del río de la Plata. Hemos recogido, en fin, personalmente algunos dientes y varios hue- sos en los peñascos que se hallan debajo del muelle de pasajeros, en el Paseo de Julio. Es, pues, evidente que los restos del Typotherium son sumamente abundantes en este horizonte geológico. En el interior de la Provincia, donde sólo se encuentran a descu- bierto los terrenos pampeanos superiores o de la época de los grandes lagos, nunca hemos recogido un solo fragmento de hueso que pueda ser atribuído a este animal. Tampoco los han encontrado ni Bravard, ni Seguin, ni ninguna de las personas que se han ocupado de recoger huesos fósiles en esta Provincia. Es, pues, igualmente evidente que el Tipoterio ya no existía duran- te la formación del terreno pampeano superior; porque a ser de otro modo, se habrían encontrado algunos restos de él. De manera que podemos considerarlo con seguridad como caracte- rístico del pampeano inferior y de la época que llamaremos del Typo- therium. ToxoDONTE. — No sucede lo mismo con el Toxodon, que es el ani- mal que más se acerca al precedente. Sus restos empiezan a encon- trarse en el terciario patagónico; son abundantes en el pampeano in- ferior; y más numerosos aún en las capas más modernas. La especie más antigua, que se encuentra en el terciario patagónico, ha sido lla- mada Toxodon paranensis. Se ha afirmado la existencia del Toxodon platensis en la misma formación; pero esta identificación no reposa todavía más que sobre el examen de una muela, hecho cuando apenas 644 se conocía una sola especie de Toxodon; por otra parte, afirmamos formalmente que no conocemos aún suficientemente las diferentes especies de este género para poder reconocerlas por una sola muela aislada. Burmeister coloca el Toxodon platensis en la división inferior, pero todos los restos de este animal que hemos examinado, incluso el cráneo que se encuentra en el Museo de Buenos Aires, que ha sido exhumado a nuestra vista, proceden del pampeano superior y del pam- peano lacustre; de lo cual concluimos, pues, que es errónea la afirma- ción del distinguido Director del Museo de Buenos Aires. Hemos re- cogido restos de ese animal por lo menos en 150 puntos diferentes, y sobre éstos unos 140 pertenecen al pampeano lacustre. Este animal, entonces, lejos de ser característico del pampeano inferior, es, entre los grandes mamíferos extinguidos, uno de los últimos, o quizá el úl- timo, que desapareció. El Toxodon Burmeisteri tampoco es característico del pampeano in- ferior; la magnífica cabeza que de él se conserva en el Museo de Bue- nos Aires, ha sido recogida en la Villa Luján, donde sólo se encuen- tra a descubierto el terreno pampeano lacustre y el terreno pampeano superior. Hemos recogido restos de la misma especie en unos diez pun- tos diferentes, casi todos en el pampeano lacustre. Es igualmente aven- turado afirmar que el Toxodon Darwini pertenece a la división inferior, pues no existen restos de él en el Museo de Buenos Aires y el mismo doctor Burmeister lo considera como especie dudosa. Hemos recogido varios dientes incisivos de este animal que permiten afirmar que la es- pecie es, en efecto, distinta; pero esos restos los hemos extraído del pampeano lacustre y no del pampeano inferior. La cabeza completa del Toxodor Gervaisi del Museo de París y la mandíbula del Toxodon gracilis del mismo Museo, fueron encontrados en la laguna Talcamaré, en el pampeano superior. Se han encontrado restos de Toxodon en las toscas del fondo del río de la Plata, pero no emos podido averiguar la especie a que pertenecen. HIPPIDIUM. — Se encuentran sus restos desde las capas de terreno pampeano más antiguas hasta las más modernas. Del Hippidium prin- cipale hemos encontrado una muela en las toscas del fondo del río de la Plata, un gran número en el terreno pampeano superior y varias otras en el pampeano lacustre. Las muelas de esta especie existentes en el Museo de Buenos Aires recogidas por el doctor Burmeister en el arroyo Siasco, pertenecen al pampeano superior. El esqueleto comple- to del Hippidium neogaeum existente en el mismo Museo, tampoco procede del pampeano inferior. Hemos estudiado detenidamente el punto donde fué encontrado, lo que no ha hecho el doctor Burmeister, y nos hemos convencido de que pertenece a la capa más moderna de la formación, esto es, al pampeano lacustre. 645 En el mismo yacimiento se ha encontrado una cabeza de perro del tamaño del Aguará, género que el doctor Burmeister supone vivió en una época posterior al Hippidium. Creemos que esta es la misma ca- beza que ese autor atribuye al Canis jubatus. Seguin ha extraído, sin embargo, un cráneo de Hippidium neo- gaeum de las toscas del fondo del río de la Plata, con su dentadura perfectamente conservada. Como las demás piezas recogidas por Se- guin, se halla depositada en el Museo de París; el señor Alberto Gau- dry, profesor de paleontología en ese establecimiento, con el objeto de facilitar muestros estudios, acaba de obsequiarnos con una magnífica colección de moldes en yeso de fósiles típicos de Buenos Aires, entre los que se encuentra el de este cráneo. Equus. — Del Equus curvidens se conocen escasísimos restos; los que conservamos en nuestra colección proceden del pampeano supe- rior y del pampeano lacustre. En los mismos horizontes geológicos hemos encontrado huesos y dientes del Equus rectidens y Equus argentinus. La muela que ha ser- vido a Burmeister para fundar esta especie, procede de San Luis, no permitiendo así asegurar de un modo positivo el horizonte geológico a que pertenece. MACRAUCHENIA. — Se han encontrado huesos de este género en las toscas del fondo del río de la Plata y en pozos de balde hasta 18 me- tros de profundidad, pero las partes más importantes que se conocen proceden del pampeano superior y del pampeano lacustre. Por otra paste, aún no es posible afirmar que los restos que se han extraído del terreno pampeano inferior, sean específicamente idénticos a los de la Macrauchenía patachonica que se encuentran en el pampeano superior. MASTODONTE. — Hemos extraído numerosos restos de este animal siempre en el pampeano lacustre. Los huesos del mismo género que hemos examinado en las colecciones particulares o en establecimien- tos públicos proceden de los mismos yacimientos. Hasta ahora no tenemos conocimiento de que se haya encontrado un solo hueso de este animal en las toscas del río de la Plata. A menudo hemos recogido sus huesos en perfecto estado de conservación en ca- pas tan superficiales, que creemos ha desaparecido en una época qui- zá aún más próxima de nosotros que la en que se extinguió el Toxo- don platensis. DicotyLes. — Burmeister cita una especie idéntica al Dicotyles tor- quatus actual como existente en la parte superior de la formación; los huesos de este género que hemos recogido en el mismo horizonte geo- lógico pertenecen a una especie extinguida de gran talla. CAMÉLIDOS. — El mismo sabio afirma que los Tilópodos de esa épo- ca eran completamente iguales alos actuales, pero no menciona más 646 que dos mandíbulas inferiores y algunos huesos aislados considerados por él como idénticos a los del guanaco actual. El no conocer más que esos restos es lo que sin duda lo ha inducido en error, pues ésta es justamente una de las familias más ricas en especies fósiles, al mismo tiempo que muchas de éstas difieren completamente de la actuales. Hemos estudiado cuatro especies del género Auchenia (Auchenia intermedia, Auchenia Castelnaudi, Auchenia frontosa, Auchenia gra- cilis) procedentes del terreno pampeano, y a las cuatro las hemos en- contrado diferentes de las actuales. Más aún: según Bravard se en- cuentra una especie extinguida en los aluviones postpampeanos y al- gunos restos que conservamos en nuestro museo nos parece que con- firman esta opinión. La Auchenia Castelnaudi no se ha encontrado hasta ahora más que en Bolivia. Las otras tres proceden de los terrenos pampeanos superiores de la provincia Buenos Aires. La Auchenia in- termedia continúa mostrándose hasta el pampeano lacustre. Existían en la misma época Tilópodos o camélidos genéricamente di- ferentes de los actuales; tales son el Palaeolama y la Hemiauchenia. Las tres especies del primer género (Palaeolama Weddelli, Oweni y major) han sido extraídas del pampeano superior; pero una especia del mismo género (Palaeolama mesolithica) ha vivido durante la for- mación de los aluviones postpampeanos. Los huesos de la Hemiauche- nia paradoxa proceden también del pampeano superior. CIERVOS. — En el pampeano lacustre se han encontrado huesos del Cervus pampaeus, especie o variedad muy cercana del Cervus cam- pestris actual. En el pampeano superior se han recogido los restos so- bre los cuales se han fundado las especies llamadas Cervus tubercula- tus y Cervus brachyceros, y restos de tres otras especies extinguidas, aún inéditas y muy diferentes de las actuales. Ignoramos el yacimiento de donde proceden los restos del Plata- therium magnum. DOEDICURUS. — Nunca hemos recogido restos de este género en el pampeano lacustre, mientras que con frecuencia los hemos encontra- do en el pampeano superior, aunque siempre a alguna profundidad. También se han encontrado restos en el pampeano inferior, en las tos- cas del río de la Plata. Sin embargo, como existen por lo menos tres especies diferentes, es posible que en cada nivel se encuentren espe- cies distintas. EURYURUS.— Los restos en que hemos fundado este género proce- den del río Carcarañá, a varias leguas de su embocadura. No proce- den del pampeano inferior, puesto que los terrenos de este horizonte geológico no se hallan allí a descubierto; ni tampoco del pampeano la- custre, pues los huesos están envueltos en arcilla roja; tenemos así la seguridad de que han sido extraídos-del pampeano superior. 647 PaNocHTUS. — Los huesos de este género han sido encontrados en el pampeano superior y en el pampeano lacustre. El esqueleto com- pleto del Panochtus tuberculatus que se conserva en el Museo público de Buenos Aires procede del pampeano superior. Los restos del Pa- nochtus bullifer se han encontrado en el interior de la República, pero por ahora es imposible determinar el horizonte geológico a que él co- rresponde. HopLopHorus. — Se encuentran restos de este género en todos los niveles de la formación. Sin embargo, el Hoplophosus ornatus parece mucho más abundante en el pampeano inferior que en el superior. Hace más de veinte años que Burmeister recogió algunas placas en las toscas del fondo del río de la Plata. Bravard recogió cerca de la usina del gas (*) tres corazas incompletas. Del mismo punto procede la co- raza completa que Seguin vendió al Jardín de Plantas, de París. Perso- nalmente hemos recogido allí dos corazas incompletas de la misma especie y hemos visto una tercera, encontrada en el mismo punto, en manos de uno de los preparadores del Museo de Buenos Aires. Hemos recogido en el pampeano superior restos del mismo animal en tres puntos diferentes. En el pampeano lacustre, una sola vez he- mos recogido algunas placas sueltas, quizá también procedentes del pampeano superior. El único fragmento conocido de Hoplophorus per- fectus lo recogimos en el pampeano inferior. Los restos que poseemos de Hopiophorus imperfectus, Hoplophorus radiatus, Hoplophorus Bur- meisteri y Hoplophorus discifer proceden todos del pampeano su- perior. Burmeister menciona el Hoplophorus euphractus, como propio de la división inferior, pero ese animal no ha sido hasta ahora hallado en nuestro país. GLYPTODON. — Sus huesos se encuentran también en todos los ni- veles de la formación. Ignoramos con todo a qué especie pertenecen los restos poco numerosos que se han recogido en el pampeano infe- rior. Hemos hallado el Glyptodon typus, Glyptodon elongatus, Glypto- don laevis y Glyptodon reticulatus en el terreno pampeano superior. Hemos recogido huesos de Glyptodon typus y Glyptodon reticulatus hasta en el pampeano lacustre. CHLAMIDOTHERIUM. — Hemos hallado el Chlamydotherium typus en el pampeano lacustre. En el pampeano superior hemos recogido otra especie diferente que por ahora consideramos idéntica al Chlamydothe- rium Humboldti. (+) La usina de gas ocupaba en Buenos Aires la manzana donde la colectividad inglesa resi- dente en nuestro país ha construído la torre con que nos obsequió a los argentinos con motivo del primer Centenario de la Revolución del 25 de Mayo de 1810.— A. J. T. 648 ARMADILLOS. — Hemos encontrado los huesos de Eutatus en el pampeano superior. En el pampeano lacustre sólo hemos recogido pla- cas aisladas de la coraza, que quizá no estaban en su yacimiento primitivo. En el pampeano superior hemos recogido también huesos de los géneros Tolypeutes y Euphractus, lo mismo que en el pampea- no lacustre; pero sólo en este último hemos encontrado restos del gé- nero Praopus. MEGATERIO. — Todos los esqueletos de Megaterio que se conocen y los restos del mismo animal que hemos recogido personalmente, pro- ceden del pampeano superior y del pampeano lacustre, pero también se han recogido restos de este género en el pampeano inferior. En el pampeano lacustre sus restos son mucho más escasos que en el pam- peano superior. SCELIDOTHERIUM. — De este género no hemos encontrado vestigios en el pampeano lacustre, mientras que hemos hallado muchos huesos y aun esqueletos enteros en el pampeano superior, pertenecientes so- bre todo a la especie llamada Scelidotherium leptocephalum. La mis- ma especie fué hallada abundantemente por Bravard en el pampeano inferior. De las otras especies sólo se conocen fragmentos incompletos. MYLODON. — No tenemos datos sobre el verdadero yacimiento del esqueleto de Mylodon robustus del Colegio de Cirujanos de Londres; los huesos que hemos encontrado de la misma especie proceden del pampeano superior. El Mylodon Zeballozi procede del mismo horizon- te. Extrajimos el Mylodon Sauvagei y el Mylodon Wieneri del pam- peano lacustre. Del Mylodon Darwini no se conoce todavía más que la mandíbula inferior encontrada por Darwin. Se han recogido huesos de Mylodon en el pampeano inferior, pero no sabemos a qué especie per- tenecen. PSEUDOLESTODON. — Burmeister coloca el animal que ha denomina- do Mylodon gracilis en la división inferior, pero el esqueleto completo que de esa especie se conserva en el Museo público de Buenos Aires procede de las capas más superficiales. Además ese animal no es un verdadero Mylodon; entra en nuestro género Pseudolestodon, que comprende seis especies diferentes, todas procedentes del pampeano lacustre. : LEsTODON. — El mismo autor coloca en la división inferior un ani- mal que llama Mylodon giganteus, pero dificil es formarse una idea de los caracteres que lo distinguen. En efecto: el autor dice que su Mylodon giganteus, es idéntico al Lestodon armatus del profesor Paul Gervais, pero el género Lestodon es completamente diferente del gé- nero Mylodon y comprende ya cinco o seis especies distintas, casi to- das de talla gigantesca. Imposible es, pues, conocer a cuales de esas especies corresponde el Mylodon giganteus de Burmeister. 649 En cuanto a las especies del género Lestodon, el Lestodon armatus sólo ha sido encontrado hasta ahora en la Banda Oriental, por lo cual no podemos determinar su horizonte geológico; el Lestodon trigonidens, que suponemos corresponde al Mylodon giganteus de Burmeister, lo hemos encontrado en el pampeano superior, el Lestodon Bravardi lo recogimos igualmente en el pampeano superior; el Lestodon Gaudryi rocede del pampeano lacustre; y el Lestodon Bocagei, del pampeano superior. MEGALONYxX. — Nada ha venido a confirmar hasta ahora la existen- cia de este género en el terreno pampeano de Buenos Aires, de mane- ra que ha sido sin fundamento que se ha dado este animal como carac- terístico del pampeano inferior. : Todo lo cual nos permite establecer las siguientes conclusiones: 1° Que hasta ahora no se conoce más que un solo género que pueda considerarse como exclusivamente característico del pampeano infe- rior: el Typotherium. 2° Que los animales llamados Megatherium, Pseudolestodon, Les- todon, Mylodon, Scelidotherium, Doedicurus, Hoplophorus, Panochtus, Glyptodon, Eutatus, Macrauchenia, Equus, Hippidium, Toxodon, Mas- todon, lejos de ser, como opina el doctor Burmeister, característicos del pampeano inferior, sus restos se encuentran con más frecuencia en el terreno pampeano superior y en el pampeano lacustre. Y asi su- cede exclusivamente, por lo que se refiere a algunas especies. 3° Contrariamente a lo que afirma Burmeister, junto con esos ani- males vivieron especies de los géneros Canis, Conepatus, Hydrochoe- rus, Cerodon, Dolichotis, Microcavia, Lagostomus, Ctenomys, Myopo- tamus, Hesperomys Reithrodon, Dicotyles, Auchenia, Palaeolama, He- miauchenia, Cervus, Tolypeutes, Euphractus, Praopus y Didelphys; y hasta ahora no se ha demostrado que sean iguales o casi iguales a las actuales más que cuatro o cinco especies. Con todo, las observaciones arriba indicadas sobre el yacimiento de los animales fósiles de la pampa, permiten dividir los tiempos pampea- nos en tres períodos paleontológicos que corresponden muy bien a los horizontes estratigráficos ya establecidos. Prímero: época del Typotherium y del Protopithecus, la más antigua y contemporánea del terreno pampeano inferior. En los mismos yaci- mientos se encuentra el Ctenomys latidens; y los restos de Hoplopho- rus ornatus y del Arctotherium son mucho más abundantes que en los terrenos superiores. Segundo: época del Lagostomus angustidens, del Canis protalopex, del Canis vulpinus, del Smilodon y de la Macrauchenia, correspondien- te al pampeano superior. Aparecen en esta época la mayor parte de los grandes desdentados. *snjenb10) 5214)091Q ‘snuise snnby *snyjeqeo sunb4 *snjnosnit sn) “snyepnorwiq *H *suvsdala ‘H ‘saduuenbs ‘H “ejoouoie sAwojadsay]) :sh1d4} HOPOMUNOY | *saplojnoiund UOPOAYYIY *SISUAI[ISE1Q SÁLIOLIJO “sndAo> snuejodo yw EST -AJQEPOYIILA} snuojso e] *LIBZY PIALO “23 dona] vi1v9 “voruouyouzed sijoyonog| "eeqádeo snaayoo.ipAyy “EJEJ A SHOI[ED) ‘v1qirq SUOIE) ‘Hpoqunp snjedotoo ‘SLICI[ILUVS SIUeo ‘snyeqni siueo “2ABZY SIUVI *snjeo SI[24 ‘1017090 SI24 *1OJOIUOD SI ‘PSUO SIA *snyuseu sacdoskq SISUDLIEUOYG SHÍSINDÁN OWOH ¿ds skuo.1odsay ¿dls UOpOAy}IOy, *sndAoo snuejodoAy sn] -AJILPOYIIA} snuoyso3e7 “BIBZY VIAVD “esÁdoxno] 81489 “eJuoyoejed spoyog "e1eqádeo snawyooapAy “ejep Ia SILO *e.1eQq eq SHOIED ‘HpjoqunE snyedouoT “snjeqní sueo ‘wlezy SILO “1£0.1J409D) stad *1O[ODUO) SI[9J "BOO Sia ‘snynseu sodoskq *sisuatieuog snfoono{N ONO! ¿smb3 ¿ds sAuro.adsa ¿ds UOPpOM HOY “sisuouvin| sÁtuonaJo -snd{os snuejodo{W| *SNUVIANJIP SNUIO}SO UT *edhdoona] vato *edmoysejed snoy210q *"pppoquiny snjyedauog 6 *suapLiyjnd SIUBO ssnjeqnt sueo *9BIBZY SIURD *1O[ODUO) SI94 "(popa1.1ma) eduo sta "vSUO SiO OWOH ¿ds sayAjoo1q *UMIpuY' UOPOJSEW ‘Hploquinyy uopojsew ‘voruoyov}ed ‘one ‘snunuodie snnby *suapioe1 sanbg *suopraAino sinby ‘umedoou umipiddiy saqediourid wmipiddipy ‘(010.41 *(ajuppungn) Lia}siauling uopoxoL ‘(ajupp -UNQD) SISUo}v[d UOpoxo], ¿ds skwosadsapy *SIJISSOJ UOPOAL PAY ‘oui SÁLIOUIJO *sisuauvin] SIuOU2) ¿ds snuejodoXyw *SIJISSOJ SNULOJSO3PT “Y]SnGO. 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Desaparecen en esta época todos los grandes desdentados. El cuadro adjunto da una idea exacta de los materiales de que he- mos podido disponer para este ensayo de cronología paleontológica ar- gentina y permite reconocer a primera vista el carácter especial de cada fauna. Antes de concluir, séanos permitido echar una ojeada retrospectiva sobre las antiguas pampas. Supongamos por un momento estar contemplando desde un punto puesto fuera de nuestro planeta la región que se llama actualmente República Argentina, en plena época terciaria, y veamos qué idea po- demos formarnos del aspecto que ofrecería a nuestra vista y de las principales transformaciones que ha sufrido en épocas posteriores. La espina dorsal de América, o Cordillera de los Andes, ya se había levantado de las profundidades del Océano, por repetidos subleva- mientos verificados en épocas geológicas anteriores. La región ocupada actualmente por la llanura de la Pampa estaba cubierta por las aguas del Atlántico, que se extendían probablemente sobre toda la provincia Buenos Aires, parte Sud de Santa Fe, San Luis, Córdoba y Mendoza y todo el territorio indio del Sud. En medio de este mar se extendía de Noroeste a Sudeste una isla larga y angosta, cuyos últimos vestigios que han quedado en pie, constituyen actualmente el sistema de sierras que se encuentra al Sud del río Salado. El valle del Paraná, o más bien dicho la gran depresión por en medio de la cual tiene su cauce el río de dicho nombre, debía ser un angosto brazo de mar que, saliendo del Océano, en el paraje donde se halla actualmente la ciudad Santa Fe, se prolongaría probablemente hasta la región actualmente ocupada por el vasto pantano llamado Iberá o quizá aún más arriba. En el interior, donde se encuentra situada la vasta llanura salitrosa, denominada en su parte más estéril y despoblada Desierto de las Sa- linas, limitada por las últimas eminencias de los Andes por un lado y las de la sierra de Córdoba por el otro, existía otro gran receptáculo de agua salada, verdadero mar interior que se extendía sobre una gran parte del territorio que ocupan las provincias Santiago del Estero, Ca- tamarca, La Rioja, San Juan, Mendoza, Córdoba y San Luis; quizá co- municaba con el Océano por medio de un brazo o estrecho en su par- te meridional, allí donde actualmente existe un vasto valle o depresión en la que se halla el gran lago salado llamado Bebedero, que en unión con el Silverio parece no son más que los vestigios que de su existen- cia ha dejado. 653 En medio de ese vasto mar que ocupaba todas las partes bajas del territorio argentino existían sin duda islas importantes, como la que debía formar la sierra de Córdoba, etc. Los terrenos de esas islas, los del Uruguay, Paraguay, Bolivia, par- te Sud de Brasil y los del Norte, Oeste y Noroeste de la República Ar- gentina, estaban poblados por numerosos mamíferos que constituían sin duda una fauna más curiosa que la pampeana; quizá no había apa- recido aún la Macrauchenia y las diferentes especies de Gliptodontes, Milodontes, Megaterios y Toxodontes de la época pampeana, pero és- tes han tenido origen en otras más curiosas y singulares que las pre- cedieron, tipos que vivieron en los tiempos terciarios medios.' Algunas de esas formas ya han sido dadas a conocer por los naturalistas, bajo Ics nombres de Megamys, Nesodon, Homalodontotherium y otros. La temperatura, probablemente más elevada que la actual, y la at- mósfera, más cargada de vapores acuosos, influían poderosamente so- bre la cantidad de lluvia anual; la gran evaporación producida por la acción del calor sobre el mar interior y patagónico, producía grandes lluvias, cuyas aguas reunidas formaban impetuosos torrentes que, ba- jando de las faldas de las montañas y terrenos elevados, arrastraban consigo una gran cantidad de materias terrosas que depositaban en el fondo del mar, levantándolo así continuamente. Al mismo tiempo las fuerzas subterráneas ayudaban esa lenta trans- formación por una serie de sublevamientos que teniendo su mayor in- ensidad en las cordilleras, hacían sentir sus efectos a varios cientos de leguas de distancia, dando lugar a la formación de un gran número ce islas que poco a poco transformaban el fondo del mar en tierra firme. Mientras en la configuración de estas comarcas se iba produciendo tal transformación, tenía lugar otra no menos importante en los seres que las poblaban; los tipos terciarios fueron poco a poco transformán- dose, tomando el aspecto característico de la época pampeana. Llegamos a los últimos tiempos de la época terciaria. El mar pata- gónico se halla ya en gran parte cegado y los animales modificados. Las regiones que aún estaban ocupadas por las aguas del Océano, nc eran más que un mar en apariencia, pues las aguas tenían muy poco fondo; prueba evidente de ello son los inmensos bancos de ostras que se encuentran en la parte superior de la formación patagónica y la es- pesa capa de arena semiflúida de origen fluvial que la cubre. Las fuerzas subterráneas, sin hacer un grande esfuerzo, señalaron el principio de una nueva época. La cordillera de los Andes levantó su erguida frente más arriba, y extendiéndose el movimiento ascensional a los profundos abismos del Atlántico, produjo un sublevamiento general que levantó el nivel de 654 la región actualmente llamada Pampa, transformándola en un breve es- pacio de tiempo de un mar sembrado de islas, que era en una llanura salpicada de lagos, lagunas y pantanos salados. Las pampas se extendían entonces sobre llanuras actualmente ocu- padas por el Plata y el Océano. Los dos últimos vástagos de un orden de mamíferos terciarios ac- tualmente extinguidos por completo: el Typotherium y el Toxodon, poblaron todos los puntos habitables de la llanura. Juntamente con el Tipoterio y el Toxodonte aparece un gran mono (Protopithecus?), un Ctenomys (Ctenomys latidens), los Glyptodontes ~ del género Hoploporus (Hoplophorus ornatus y perfectus), el Doedi- curus, aigunos verdaderos Gliptodontes, el Smilodon, la Macroquenia, el gigantesco oso de las pampas y otros animales aún poco conocidos. Las lluvias continuaron formando grandes torrentes que precipitán- dose desde las montañas y terrenos elevados a los valles y terrenos bajos, los cubrieron de una inmensa cantidad de materias de transpor- te, formando los terrenos pampeanos de la Banda Oriental, Paraguay, Bolivia y parte Norte, Oeste y centro de la República Argentina. Des- pués, siguiendo su curso, vinieron a precipitarse sobre los llanos pan- tanosos de las pampas; pero así como llegaban a los confines de la in- mensa llanura perdían su fuerza de impulsión, se desparramaban en todos sentidos, dejando siempre en seco los puntos más elevados, has- ta que estancándose en los puntos más bajos depositaban en ellos las pequeñas partículas arcillosas de que estaban impregnadas, formando de este modo con suma lentitud el limo pampeano de las llanuras bajas. La fauna también se modificaba lentamente. Se extinguen comple- tamente los Tipoterios, desaparecen los monos y disminuye notable- mente el número de los individuos de algunas especies propias del pe- ríodo que termina. Pero nuevas especies vienen a reemplazar a estas últimas. Apare- cen numerosas especies de Gliptodontes, Milodontes, Toxodontes, Pseu- dolestodontes, Escelidoterios, Panochtus, etc. Una especie de vizcacha (Lagostomus angustidens) y dos especies de zorros (Canis protalopex y Canis vulpinus) se multiplican de un modo extraordinario; en los terrenos pampeanos superiores han dejado sus restos enterrados por millares. Al mismo tiempo que la continuación de los mismos fenómenos au- mentaba considerablemente el espesor de los terrenos de transporte, las fuerzas subterráneas levantaban paulatinamente el nivel de la lla- nura. Durante esa época, la llanura argentina se encontraba a un nivel más elevado que el actual y se extendía sobre la ensenada de Bahía Blanca, sobre todo el estuario actual del Plata y avanzaba hacia el 655 Este, en el Atlántico, cuando menos unas cincuenta leguas más allá de la costa actual. Las aguas que descendían del interior a las llanuras bajas ya no pu- dieron bien pronto inundar la pampa argentina, y empezaron a excavar cauces para abrirse paso hacia el Océano. Empieza entonces una lar- ga era de denudación, durante la cual la acción constante de las aguas pluviales sobre la superficie de la llanura, cavó todas las grandes de- presiones por donde corren los ríos y arroyos actuales, que sin duda ya existían bajo otra forma en esa época. Pero a esta época de sublevamiento general, sucedió una época de abajamiento igualmente general y progresivo. Las corrientes de agua que marchaban hacia el mar por el fondo de las depresiones que había formado la acción denudadora del agua, quedaron entrecortadas for- mando depósitos de agua permanente. La inmensa superficie de las pampas se encontró así cubierta pof una infinidad de lagos, lagunas y pantanos. Las vizcachas, los zorros y los ciervos que vivían durante la época anterior, habían desaparecido y fueron substituídos por otras especies más cercanas a las actuales (Lagostomus trichodactylus fossilis, Canis Azarae fossilis, Cervus pampaeus). Una gran parte de los antiguos grandes mamíferos de las pampas también habían desaparecido (Smilodon, Arctotherium, Doedicurus, etcétera). El Mastodonte, el Megaterio, el Toxodonte platense, los Gliptodon- tes, los Milodontes, los Lestodontes y los Pseudolestodontes vivían en numero aún mucho más considerable que durante la época precedente. Los terrenos depositados en el fondo de los lagos de esta época, que constituyen el pampeano lacustre, son verdaderos osarios llenos de restos de estos animales, cuyos huesos se hallan mezclados con nume- rosas conchillas de agua dulce. Mas la extinción continúa; desaparecen los Gliptodontes, los Lesto- dontes y los Pseudolestodontes. Sólo tres mamíferos de la antigua fau- na parecen acercarse más a los tiempos actuales, el Milodonte, el To- xodonte platense y el Mastodonte, pero sucumben a su vez, incapaces de resistir a los cambios físicos de la comarca. Con ellos se cerraron los tiempos pampeanos. Ellos fueron los que señalaron la extinción completa de la antigua fauna. Con ellos se cerró la entrada de ese inmenso osario que había recibido en sus entrañas los restos de tantos millares de generaciones de animales gigantescos y singulares, actualmente extinguidos. Muertos para siempre: ¡que ja- más volverán a reaparecer sobre la superficie de la tierra, pero que en este siglo habían de revivir en la imaginación y la mente de los Cuvier, ies Owen, los Blainville y los Burmeister! — 656 Largos y largos siglos han pasado desde la extinción de los últimos colosos animados de la época precedente hasta nuestros días; y nue- vas modificaciones verificadas durante este espacio de tiempo que ape- nas representaría con relación a la cronología paleontológica lo que un minuto a nuestra existencia, nos han venido a demostrar que nada ipmutable hay sobre la faz de la tierra. El abajamiento que señaló el fin de la época pampeana continuó durante la época postpampeana. Las aguas del Océano ocuparon todo el estuario del Plata y el cauce del Paraná, por lo menos hasta la altu- ra de San Nicolás de los Arroyos. Las aguas del mar se internaron tie- ira adentro a lo largo de toda la costa argentina hasta una distancia que aún no podemos apreciar. Los depósitos de agua que se habían formado durante la época precedente, continuaron aumentando en ex- tensión y aparece por primera vez un molusco que no se encuentra en el terreno lacustre más inferior: ta Ampullaria. En los depósitos lacustres postpampeanos sus restos se encuentran en cantidades asombrosas. Aparecen en la misma época las especies de mamíferos actuales, pero al mismo tiempo algunas especies que nos son actualmente desconocidas, tales como el Palaeolama mesolithica, la Auchenia diluviana, el Cervus mesolithicus y otros. Por fin vuelve a empezar una época de levantamiento lento, pero progresivo, del terreno. Las aguas del Océano se retiran dejando en seco los bancos de conchas marinas que encontramos en las cercanías de Buenos Aires y a lo largo de toda la costa argentina. Desaparecen el Palaeolama mesolithica y varios otros mamíferos propios de la mis- ma época, las lagunas se desaguan y las antiguas corrientes de agua vuelven a emprender su curso interrumpido. CAPITULO XXVIII ANTIGUEDAD GEOLOGICA DE LA FORMACION PAMPEANA Clasificación general de los terrenos.— Opiniones emitidas sobre la edad de los del Plata. — El terreno pampeano es más antiguo que el cuaternario de Europa. — Epocas glaciales en el hemisferio austral. — Opinión errónea de los geólogos so- bre la edad de la capa, fundada en datos paleontológicos mal interpretados. -— La formación patagónica es miocena. — Terreno cuaternario en Buenos Aires. — Pruebas que suministra la fauna sobre la gran antigüedad de la formación pam- peana. Los geólogos han dividido los terrenos fosilíferos en cuatro series de grupos, que llevan los nombres de primarios, secundarios, terciarios y cuaternarios, representando cuatro épocas geológicas que llevan igualmente los nombres de primaria, secundaria, terciaria y cuater- naria. Estos cuatro grupos principales se subdividen a su vez en otros ca- torce grupos que, en serie descendente, esto es, empezando por los más modernos, son los siguientes: 1 Reciente o moderno. | Cuat : A : uaternario. 2 Diluviano o cuaternario. J 3 Plioceno. | 4 Mioceno. Terciario. 5 Eoceno. | 6 Cretáceo. 7 Jurásico. 8 Triásice. 9 Pérmico. | Secundario. 10 Carbonífero. 11 Devónico. 12 Silúrico. 13 Cámbrico. 14 Laurentino. : Primario. AMEGHINO — V. III 42 658 Estos catorce subgrupos se subdividen también a su vez en grupos de menor importancia, cuya enumeración es, para nuestro objeto, inne- cesaria. La serie completa no se encuentra en ninguna parte; y sélo coordi- nando los trabajos y observaciones hechas por los geólogos en distin- tos países se ha conseguido conocer su orden de superposición, dando así origen a la cronología relativa o geológica de las rocas. Las cuatro grandes épocas principales están principalmente basadas sobre la paleontología, pues la potencia de los terrenos cuaternarios (diluvianos y recientes) rara vez alcanza a 100 metros de espesor, al paso que las capas secundarias y primarias tienen miles de metros de potencia. La época cuaternaria está caracterizada por el último gran período glacial de nuestro globo y paleontológicamente por la identidad especí- fica de la casi totalidad de sus seres orgánicos, con los que conocemos vivientes; representa una época geológica de mucho menor duración que la terciaria. 2 La época terciaria se halla caracterizada por el inmenso número de restos de mamíferos extinguidos que se encuentran en sus terrenos. Todas las observaciones geológicas y paleontológicas parecen de- mostrar que la duración de las épocas terciaria y cuaternaria juntas, representan un espacio de tiempo inconmensurablemente menor que el que deben haber durado las épocas primarias y secundarias, aun to- madas por separado. Esta lista de los terrenos fosiliferos en orden de antigiiedad geoló- gica no es absolutamente inalterable, porque de tiempo en tiempo se encuentran nuevas formaciones en países distintos, que bien pueden ser contemporáneas de algunas de las ya conocidas o bien, por el con- trario, pueden representar épocas o períodos intermediarios que hayan de ser intercalados en la lista en el punto que les corresponda según su antigiiedad geológica relativa y dar nombre a una nueva época o período. Tal es la dificultad que actualmente se presenta para la formación pampeana. ¿Cuál es la relación cronológica relativa de los terrenos pampeanos de la América del Sud y los terrenos terciarios y cuaternarios de Eu- ropa? ; El primer sabio que los ha estudiado cientificamente, Alcides D’Or- bigny, aunque ha tratado la cuestión, lo ha hecho de una manera tan obscura que a sus denominaciones puede dárseles un valor absoluto en sí mismas, mas no tienen ningún valor relativo. Considera todos los terrenos que se hallan inmediatamente debajo Ge la tierra vegetal y que en Buenos Aires descienden hasta las rocas 659 mietamórficas, como pertenecientes a la época terciaria y los divide en tres horizontes diferentes: el inferior, que llama guaranítico; el me- dio, que denomina patagónico; y el superior, que es su formación pam- peana. El limo pampa se halla así incluído en el terciario, pero no nos dice si sus tres horizontes geológicos terciarios de la República Ar- gentina, corresponden o no a los tres horizontes terciarios de Europa, eoceno, mioceno y plioceno. La duda es mayor aún cuando un poco más adelante dice que d2n0o- mina terrenos diluvianos a todos los que descansan en la superficie del terreno pampeano. Es claro que en este caso ha confundido en un mis- mo horizonte geológico el terreno cuaternario y el reciente, o sino ha incluído el primero en el terciario superior. Darwin considera el limo pampa como de una época tan reciente que apenas puede considerarse como pasada y cree que la formación patagónica corresponde al terciario mioceno. Coloca así entre ambos terrenos un inmenso hiato geológico que la posición respectiva de am- bas formaciones no confirma. Bravard fué en sus clasificaciones más lógico y explícito. Considera a la formación guaranítica como terciario inferior o eoceno; el tercia- rio patagónico, como terciario medio o mioceno; y la formación pam- peana como terciario superior o plioceno. Los depósitos lacustres y los bancos marinos que hemos descripto en los capítulos XVIII y XIX, com- ponen para él el terreno cuaternario y denomina aluviones modernos a la tierra vegetal, los médanos y los depósitos formados por los ríos ac- tuales. Pensamos que Bravard es quien más se ha acercado a la verdad. Por nuestra parte creemos firmemente que la formación pampeana corresponde al terreno terciario superior de Europa. Pero Burmeister y casi todos los geólogos contemporáneos profesan ideas completamente opuestas. Consideran el terciario patagónico como plioceno, el pampeano como cuaternario y llaman aluviones modernos a todos los depósitos que se encuentran encima del terreno pampeano. Con todo, tenemos la satisfacción de anunciar que todos los geólo- gos que hemos consultado personalmente y a quienes comunicamos las razones que nos inducen a creer que el terreno pampeano corres- ponde al plioceno de Europa, han concluído por darnos razón; omiti- mos aquí sus nombres, porque no quisiéramos que se creyera que con su autoridad procuramos imponer nuestras opiniones. Los lectores juz- garán sobre el proceso del debate. Veamos, pues, cuáles son los argumentos que invocan los que pre- tenden que la formación pampeana es de época geológica tan reciente y los que podemos invocar en favor de su mayor antigüedad. Burmeister dice que cree que corresponde al cuaternario o al dilu- 660 viano de Europa, porque presenta absolutamente el mismo aspecto que el diluviano de Alemania. La observación es exacta, pero la deducción no es legítima. El terreno pampeano presenta, en efecto, una gran semejanza de composición con el diluvium de Europa, y hemos podido cerciorarnos ce ello personalmente, estudiándolo en Francia, España, Bélgica, Ho- landa, Inglaterra, etc., mas no nos creemos por eso autorizados a afir- mar que ambos pertenecen a una misma época. Rocas de idéntica naturaleza, idéntico aspecto, idéntico origen pue- den pertenecer a épocas geológicas diferentes y lejanas. Un ejemplo rotable lo tenemos en una roca característica del terreno secundario superior: la creta. En lugares donde el antiguo mar quedó intercepta- do y formó caspianos aislados que se han prolongado hasta la época terciaria, la creta se ha depositado durante la época cretácea, ha con- tinuado depositándose durante la época eocena y en algunos casos has- ta la miocena. En esos depósitos se encuentran reptiles secundarios en la parte inferior, mamíferos eocenos algo más arriba, fósiles mioce- nos más arriba aún, etc., sin que el ojo pueda percibir ninguna dife- rencia entre las capas inferiores y las superiores. Aún en el día se for- man depósitos de creta igual a la de los terrenos secundarios en el mar ce las Antillas y en muchos otros puntos. Puede, pues, haber acaecido otro tanto con los terrenos de transpor- te que han empezado a formarse tan luego como apareció el agua en la superficie de nuestro planeta. Es indudable que los agentes principales que han obrado en la sedi- mentación de los terrenos cuaternarios de Europa y pampeanos de Bue- nos Aires fueron los mismos; pero nada prueba que cuando empezó 2 depositarse el loess del Rhin, del Danubio, del Elba, etc., ya no se hu- biera sedimentado el limo pampa. Los terrenos de transporte de la naturaleza del de la Pampa, del Da- nubio, del Rhin, del Po, del Sena, del Manzanares, del Amazonas, del Misisipí, del Ganges, etc., son el último proceso geológico, pero no de nuestro globo como hasta aquí se ha dicho, sino de la comarca en que se encuentran. Así, pueden pertenecer a épocas muy diversas. Esto es tanto más cierto, cuanto que en algunos casos es difícil y casi impo- sible establecer una línea divisoria entre el plioceno superior y el cua- ternario inferior: tanto se parecen los depósitos de agua dulce de am- bas épocas. Si a partir de los últimos tiempos de la época miocena o principio ce la pliocena, América del Sud ya había adquirido su relieve actual y estaba completamente emergida, es claro que desde esa época empe- zaron a depositarse terrenos de transporte en los puntos bajos; y pue- de comprenderse también con facilidad que durante todo el transcurso 661 de tiempo que duró la época pliocena, esas llanuras tuvieron tiempo suficiente para cubrirse de espesas capas de limo y las aguas tiempo suficiente para formarse cauces definitivos. Así cesaba en el Plata la acumulación en grande escala de los terrenos de transporte cuando empezaba en Europa. A partir de la época pliocena, el continente sudamericano no ha su- frido grandes cambios; los depósitos de transporte acarreados por las aguas dulces no han podido ser barridos por las aguas del Océano, no Pan sido sumergidos, ni han sido cementados por infiltraciones de aguas calcáreas marinas, ni consolidados por la presión de capas su- periores; así han conservado su aspecto primitivo propio de todos los terrenos de transporte; así se explica que se parezcan a otros depósi- tos igualmente pliocenos, aunque de menor extensión, que se encuen- tran en Europa, y que se diferencien de otros de la misma época, pero que son de origen marino o que han sido más tarde sumergidos o en- durecidos y consolidados por la presión de las capas cuaternarias su- periores; así se explica también que hayan conservado el mismo as- pecto que los terrenos de transporte cuaternarios de Europa y quizá de Norte América. Cuando se trata, pues, de determinar la época geológica de un de- pósito de transporte, la coincidencia de analogía en el aspecto y com- posición es un carácter secundario que no tiene más que un valor li- mitado, en relación directa con el número de datos diferentes que pue- da suministrarnos el estudio completo de la formación. Pero esta misma analogía de aspecto y de composición no es tan grande que no presente algunas diferencias de fácil percepción. El terreno pampeano se compone por todas partes de arcilla y arena menuda, constituyendo un limo en el que apenas se sienten granos de arena sensibles al tacto, probando así que ha sido formado por causas que han obrado con suma lentitud y que han empleado en su formación un lapso de tiempo enorme. El terreno cuaternario de Europa se compone, por el contrario, de rcilla, arena gruesa y guijarros rodados, que a menudo constituyen czpas enteras, probando asi que es el resultado de causas más activas, que han obrado con más prontitud. Escasos son los depósitos parecidos al limo pampa y siempre de extensión muy limitada. El terreno cuaternario de Europa ha sido en gran parte depositado por los mismos ríos actuales, que corrían entonces por niveles supe- riores; el terreno pampeano, por el contrario, ha sido depositado por corrientes de agua que actualmente ya no existen bajo ninguna forma. Las actuales cuencas hidrográficas de Europa, principales y secun- darías, son las mismas de la época cuaternaria y todos los ríos actuales existían ya en esa época; las cuencas hidrográficas, a excepción de la 662 principal, que las incluye todas, han cambiado, por el contrario, y nin- guno de los ríos actuales existía cuando se depositaba el terreno pam- peano. Ni siquiera había vestigios del mismo río de la Plata; y el in- menso estuario durante esa época era una tierra habitable. Esta gran escotadura que desde el Atlántico se dirige hacia el interior, se ha exca- vado en una época muy posterior a la deposición del terreno pampeano. Estos inmensos cambios en la configuración física de la comarca prueban que el terreno pampeano data de una antigüedad más remota que el diluvium de Europa. Se dice que es un carácter propio de los terrenos cuaternarios el de haber rellenado un sinnúmero de cavernas; en Brasil un gran número de cavernas están rellenadas por el limo pampa; luego, éste es cuater- nario. Pero los que tal afirman olvidan que las cavernas se han rellenado en épocas distintas y que algunas muestran dos, tres y aun más forma- ciones superpuestas correspondientes a otras tantas épocas diferentes ae rellenamiento. En Inglaterra, Francia, Sicilia, etc., existen caver- nas que han sido en parte rellenadas anteriormente a los tiempos cua- ternarios, durante la época pliocena; luego, las cavernas de Brasil pue- den haberse rellenado en parte durante la misma época o antes. El doctor Burmeister, después de afirmar que el terreno pampeano corresponde al cuaternario de Europa, lo divide, como está dicho en otra parte, en dos grandes secciones, la inferior a la que llama pregla- cial y la superior a la que denomina postglacial. La época glacial sería, en efecto, un excelente punto de partida para ceterminar la edad de la formación, siempre que estuviera resuelto el problema de la causa que la ha producido y fueran suficientemente co- nocidas las causas y efectos a que se halla ligada; pero aún estamos muy lejos de eso; ni siquiera sabemos si ese período de intenso frío se ha hecho sentir solamente sobre el hemisferio boreal o sobre ambos a la vez y si, en este caso, han sido sincrónicos o no. No sabemos con seguridad si debemos llamarlo período glacial o último de los períodos glaciales. Los terrenos acumulados durante el período glacial son los más an- tiguos de la formación diluviana de Europa; y si la formación de esos terrenos y de los pampeanos hubiera sido coetánea y la época glacial simultánea en ambos continentes, los terrenos pampeanos inferiores deberían ser los representantes de dicha época. Pero la formación pam- peana, tanto en su parte inferior como en la superior, no presenta nin- guno de los caracteres propios de los terrenos formados durante la época glacial. Esta afirmación del doctor Burmeister es tanto más sorprendente, cuanto que él mismo reconoce que en estos terrenos no existen rastros 663 de la acción glacial y aun duda de que haya ejercido su acción en estas regiones. La sorpresa es más grande cuando, después de afirmar que el terre- no pampeano corresponde al diluvium de Europa, repite que la sección inferior de la formación es preglacial, pues correspondiendo la época slacial al principio de la época cuaternaria o diluviana, es claro que si la sección inferior de la formación pampeana fuese preglacial, sería igualmente precuaternaria o prediluviana y sería verdaderamente ter- ciaria, como lo pretendemos nosotros. Pero más sorprendente aún es la división en sí misma del terreno pampeano, en dos secciones, preglacial y postglacial. El período glacial abraza una gran parte de la época cuaternaria y durante él se han for- mado inmensas capas de terreno: el terreno glacial. Si en las pampas existe el terreno preglacial y el terreno postglacial, debería existir tam- bién el terreno glacial, que el doctor Burmeister no ha tenido en cuen- ta. No admitiendo más que los dos períodos extremos, sería forzoso ad- mitir que el terreno pampeano se ha formado en dos épocas muy di- ferentes, separadas una de otra por una larga época estacionaria; y. en este caso la división inferior debería ser muy diferente y fácil de dis- tinguir de la superior. Pero en vano es buscar este límite; no existe v no se encuentra. Desde abajo hasta arriba y desde arriba hasta aba- jo, el limo pampa ofrece absolutamente un mismo aspecto y el ojo más perspicaz no percibe ninguna diferencia. Burmeister se sorprende de no haber encontrado en la superficie de la llanura de Buenos Aires esa inmensa cantidad de bloques errátizos que existen en la superficie del terreno de su país natal, en las llanu- ras de Pomerania, provenientes, como todo el mundo lo sabe, de las montañas de Escandinavia; y el autor, después de su división del te- rreno en postglacial y preglacial, deduce de ello que aquí no hubo época glacial. Sin embargo, tal hecho no tiene nada sorprendente, ni carece de explicación sencilla y natural, ni prueba que aquí no hubo un período glacial. Los ventisqueros de los Andes pueden haber bajado hasta las llanu- ras, pero nunca habrían podido viajar por ellas y llegar hasta la pam- pa de Buenos Aires. Esto es indiscutible y demostrarlo sería perder tiempo. Los ventisqueros nunca han podido transportar bloques erráti- cos por el interior de la llanura. Es cierto que la inmensa cantidad de bloques erráticos que cubren las llanuras de Pomerania y de toda Alemania septentrional, lo mismo que de Polonia, Inglaterra, Rusia, etc., provenientes de Escandinavia, no han sido lleyados allí por los ventisqueros, como lo afirma el doctor Burmeister, sino por los hielos flotantes cuando esas regiones se en- contraban sumergidas debajo del mar glacial; pero también es cierto 664 que desde que empezó a depositarse el limo pampa hasta nuestros días, la llanura argentina no ha sido invadida por el mar, no han podido via- jar por sobre de ella hielos flotantes y, por consiguiente, no ha podido ser cubierta por bloques erráticos. Luego es también evidente que la época glacial puede haber hecho sentir sus efectos sobre el hemisferio austral, sin que se haya depositado un solo bloque errático sobre la lla- nura de Buenos Aires. Si hubo una época glacial, sus vestigios en esa forma sólo pueden encontrarse en las cercanías de las montañas, o en los valles transversales que desde los Andes cruzan Patagonia hacia el Atlántico, caminos forzados de los ventisqueros, si los hubo. Por las relaciones de diferentes viajeros y naturalistas sabemos que, en efecto, el hemisferio austral también ha tenido su época glacial. Los señores Strobel y Ave-Lallemant han encontrado sus rastros sobre las rocas de Sar Luis y Mendoza y Darwin nos ha hecho conocer los bio- ques erráticos que cubren una gran parte de Patagonia. La formación errática alcanza allí un desarrollo extraordinario, mucho más impo- nente que el que alcanza en iguales latitudes en el hemisferio horeal. Los viajes recientes del señor Moreno han confirmado completamen- te las observaciones del célebre naturalista inglés. Esos bloques erráticos, que se encuentran en la superficie misma del terreno y a veces descansando sobre pequeños depósitos de limo pampa, demuestran que el período glacial ha sido posterior a la for- mación de éste. Pero queda siempre la duda de si ambos períodos de frío, el del hemisferio Norte y el del hemisferio Sud, han sido simul- táneos o no; y mientras no se resuelva este problema será imposible: establecer una relación cronológica exacta entre los depósitos de trans- porte de ambos continentes. ; Parece que ya no se duda de que en Europa hubo más de un período glacial; y algunos viajeros dicen que en Patagonia se encuentran pe- queños depósitos de limo pampa que descansan encima de bloques erráticos: de modo que así ya tendríamos aquí los vestigios de dos pe- ríodos glaciales y la formación pampeana sería entonces interglacial. Pero como quiera que sea, tenemos siempre suficientes pruebas para demostrar que la formación pampeana ha precedido al último de los períodos glaciales, el que marca el principio de la época cuaterna: ria y la extinción completa de los últimos representantes de la fauna pampeana. Según Lyell la fauna pampeana es de fecha muy reciente. Dice que él mismo ha visto en Georgia huesos de Megaterio, Milodonte y otros animales en terrenos superpuestos sobre formaciones marinas que contenían cuarenta y cinco especies de conchas de moluscos, vivos to- dos actualmente en el Atlántico. E Aparentemente, este hecho parecería demostrar que el Megaterio ha 665 vivido posteriormente a la época glacial, pues en esas regiones sus hue- sos se hallan muy a menudo mezclados con los del Mastodonte gigan- te (Mastodon ohioticus) animal cuyos restos abundan mucho en los terrenos postelaciales de América del Norte. Pero decimos que apa- rentemente porque en las regiones del Norte, el Mastodonte ya no se encuentra acompañado por el Megaterio, el Milodonte, el Megalónice, etcétera, probando así que vivió en los países meridionales antes de la época glacial y sólo emigró al Norte cuando estos últimos ya se habían extinguido y habían cesado los grandes fríos. Tampoco es completamente exacto que la fauna cuaternaria de la parte meridional de Estados Unidos sea la misma que la de los terre- nos pampeanos de Buenos Aires, pues si los géneros son a menudo iguales, las especies son siempre diferentes. El examen analítico de la fauna pampa, demuestra que es propia de climas cálidos. Los monos que vivían en Buenos Aires, no se encuen- tran en el día más que en la zona tórrida. Casi todas las especies de Machairodus conocidas pertenecen a los tiempos terciarios, época en que la temperatura terrestre era más elevada que en la actualidad, y en las pampas ha vivido un gran animal de este grupo: el Smilodon. Con el Mastodonte, animal que se halla en el terreno pampeano suce- de otro tanto; y hasta ahora no se conoce una sola especie de este gé- rero que esté probado haya habitado climas fríos. El carpincho, que se encuentra en el terreno pampeano no existe al Sud de Buenos Aires. El único oso de América del Sud vive actualmente en los climas cálidos, pero una especie parecida, aunque de tamaño mayor, vivía en la pro- vincia Buenos Aires. En cuanto al Megaterio, al Milodonte, al Pseudo- lestodonte, al Lestodonte, al Escelidoterio, etc., sus parientes más cer- canos que actuaimente existen se encuentran en los bosques de Brasil. Los armadillos más gigantescos que se conocen viven actualmente en Paraguay y Brasil; pero durante la época pampeana las llanuras de Buenos Aires estaban pobladas de gigantescos Gliptodontes, sus parien- tes más cercanos. El animal que tiene más analogía con la Macroque- nía de las pampas es el Tapir, que sólo habita los países situados bajo la zona tropical de ambos continentes. El Toxodonte, animal que habi taba las aguas dulces a la manera del Hipopótamo, sólo podía vivir en clímas cálidos. La misma gran extensión de esta fauna característica de los terre- nos pampeanos indica un clima uniforme y, por consiguiente, una tem- peiatura más elevada que la actual. En efecto: se encuentran los mis- mos anímales en Patagonia, Buenos Aires, Banda Oriental, interior de Brasil, Bolivia, Perú y Colombia. Ahora, como está probado que desde el principio de la época cua- ternaría la temperatura del globo nunca ha sido más elevada que la 666 actual, deducimos y con razón, que la deposición de los terrenos pam- pas debe haberse verificado en una época muy anterior al principio de los tiempos cuaternarios y sólo de este modo puede explicarse la pre: sencia en aquellos terrenos de tantos tipos animales verdaderamente tropicales. Antes de pasar adelante debemos examinar otro argumento que se ha invocado en favor de la poca antigüedad de la formación pampeana. Todos los tratados clásicos de geología publicados en Europa afir- man que el terreno pampeano es de origen geológico moderno, porque contiene un gran número de conchillas marinas específicamente idén- ticas a las que en la actualidad viven en el Atlántico. Esta afirmación, que sería el único argumento de valor que podría ser invocado para pretender que el limo pampa es de origen moderno, no tiene ningún fundamento. En diez años de continuas investigaciones de los terrenos pampas nunca hemos encontrado, en lo que constituye la formación pampeana, ni una sola conchilla marina; tales restos no existen, como anterior- mente lo hemos probado hasta la evidencia. Cuando se encuentran conchillas, lejos de ser marinas, son de agua dulce. Este error proviene de un ilustre viajero y sabio naturalista que vi- sitó América Meridional al principio de este siglo y que se equivocó sobre la época geológica del terreno de la costa de Bahía Blanca. Darwin, durante su corta permanencia en Bahía Blanca, hizo algu nas investigaciones en las capas marinas de la costa, en las cuales en- contró huesos de Escelidoterio y otros desdentados, mezclados con nu- merosas conchillas marinas específicamente idénticas a las que viven actualmente en el Océano. Dice que muchos de esos esqueletos esta- ban completos o casi completos y se veían adheridas a los huesos mu- chas sérpulas, concluyendo de esto que las conchas marinas y los hue- sos de grandes mamíferos extinguidos son contemporáneos, esto es: que pertenecen a una misma época. Esos bancos marinos son los mismos que quedaron descriptos en el capítulo XIX; y hemos probado que no son más que la continuación de una faja de capas marinas que se extienden a lo largo de toda la costa argentina, demostrando a la vez, de manera que no deja lugar a dudas, que son de una época muy posterior a la formación pampeana. De esta misma opinión son todos los autores que han estudiado esos bancos posteriormente a Darwin. D'Orbigny, Bravard, Burmeister, Heusser, Claraz, Moreno, Zebailos, Reid, etc., todos están acordes en considerar las capas marinas como posteriores a la formación pampea- na y depositadas cuando ya se habían extinguido los grandes desden- tados. Lo demuestra claramente la posición de esos depósitos y es evi- dente que Darwin se equivocó. 667 Los autores mencionados encontraron en esos bancos huesos de ma- miferos extinguidos, transportados ahí por las aguas dulces que los habían arrancado del terreno pampeano vecino. Pero Darwin menciona esqueletos enteros, con todos los huesos ar- ticulados y cubiertos de sérpulas, y es claro que las aguas dulces no pueden haber transportado hasta allí esqueletos completos. El hecho mismo de la existencia de esos esqueletos envueltos en conchas marinas y con sérpulas adheridas en la superficie de los hue- sos es inverosímil. Aun admitiendo que los grandes mamíferos extin- guidos vivieron durante la época en que se depositaban los depósitos de conchillas (que ya está dicho no es exacto), no podría explicarse la presencia de esqueletos en tales condiciones. Para que los huesos de un esqueleto se cubran de sérpulas es preciso que el cuerpo pase en el fondo del agua un espacio de tiempo suficiente para que desaparezcan todes los ligamentos y parte crasa de los huesos; es preciso que éstos queden completamente limpios; y este espacio de tiempo es más que suficiente para que las aguas separen y dispersen los huesos, y esto, admitiendo, lo que no es probable, que el cuerpo sea respetado por delfines, tiburones y otros voraces pobladores de las aguas. Y sin em- bargo, la observación de Darwin, dada su proligidad y exactitud, es for- zosamente verídica, aunque tal vez importa una mala interpretación. He ahí el problema hasta ahora irresoluble, que había puesto una gran confusión en la cuestión de la época en que vivieron los grandes mamíferos, al cual le hemos encontrado una explicación no tan sólo plausible, sino también confirmadora de la observación de Darwin, aunque no de su deducción, y concordante con todos los hechos g:0- lógicos explicados en nuestro trabajo. Observando los huesos de Escelidoterio recogidos por Darwin en Bahía Blanca, hemos visto que se hallan incrustados en una ganga te- rrosa tan dura que existen series de vértebras dorsales, la cabeza unida a las vértebras cervicales, etc., formando grandes bloques en los que la superficie de los huesos ha sido en parte puesta a descubierto con difi- cultad. Esta ganga que une los huesos es completamente igual al limo pampa endurecido por el carbonato de cal, que se encuentra en todas partes de la formación, pero difiere del terreno que constituye las ca- pas marinas de la costa. Pero observando con más detención esos trozos se conoce por el co- lor de los huesos, que estuvieron en parte envueltos en otro terreno de naturaleza diferente; y este es el que representa las capas marinas de la costa. De modo que cuando Darwin encontró esos huesos, estaban envueltos en dos terrenos distintos; la parte inferior la componía el terreno pampeano sin conchillas marinas, la superior el terreno marino con conchillas. Ahora podemos explicarnos perfectamente el fenómeno. 668 En Bahía Blanca, a una distancia variable de la costa, que no pasa de 2 leguas, existe una barranca que se eleva de 40 a 50 m. sobre el nivel del mar. Los bancos marinos se extienden casi hasta el pie mismo de la barianca, desde donde el terreno continúa bajando hasta el Atlántico. Fácil es conocer que la barranca se extendía en otro tiempo sobre el plano de la llanura baja y avanzaba sobre el Atlántico. La parte baja actual es, pues, el resultado de una gran denudación producida por las aguas con posterioridad a la formación pampeana. Esta denudación es la que puso en parte a descubierto los esqueletos de grandes desden- tados que de ahí se extrajeron; esta denudación tenía lugar cuando em- pezaba el gran abajamiento postpampeano del suelo argentino y esos esqueletos se encontraron sumergidos, en parte enterrados en el terreno pampeano y en parte envueltos por las aguas del mar. Se comprende fácilmente que los esqueletos así enclavados en la tierra se cubrieron de sérpulas y fueron recubiertos por segunda vez por los bancos mari- nos. Más tarde emergieron y en el día se encuentran a varios metros sobre el nivel del mar, enclavados en su yacimiento primitivo y cu- biertos en su parte superior por conchas marinas de una época muy posterior. Esta observación de Darwin explica y confirma con una maravillosa exactitud los cambios geológicos que ha sufrido el territorio argentino, ya descriptos en capítulos anteriores. Las conchillas que rodeaban la parte superior de los esqueletos, le- jos de ser contemporáneas de éstos son de una época tan posterior, que, entre el enterramiento de los grandes desdentados y la deposición de las conchillas, ha transcurrido un espacio de tiempo suficiente para cubrir los esqueletos con varias decenas de metros de limo pampa, que luego ha sido arrastrado poco a poco por las aguas, hasta volverlos a dejar a descubierto de modo que siendo cubiertos por las aguas del mar pudieran depositarse sobre ellos las conchillas marinas. Desgraciadamente, ese error de época cometido por Darwin, ha sido reproducido por casi todos los autores y generalizándolo a la Pampa entera ha inducido en error a todos los paleontólogos y geólogos ha- ciendo que consideren la formación pampeana como más moderna que lo que lo es en realidad. Y no se crea que ese fenómeno de esqueletos envueltos en terrenos de épocas distintas sea tan sólo propio de la costa, pues se reproduce completamente igual en el interior de la llanura, con la única diferen- cia de que aquí los bancos y las conchas marinas se hallan reemplaza- dos por bancos y conchillas de agua dulce. En el río de las Conchas, cerca de Moreno, desenterramos el esqu>- leto casi completo de un Escelidoterio, cuyos huesos, en su mitad infe- rior, se hallaban enclavados en la arcilla roja y su mitad superior pe- 669 netraba en un depósito lacustre postpampeano, de modo que los hue- sos estaban ahí envueltos en tierra negruzca y cubiertos de innumera- bles ejemplares de Ampullaria y Planorbis. La historia de este esqueleto es completamente la misma que la del que descubrió Darwin en la costa. Después de la muerte del Escelido- terio, continuaron depositándose sobre él, aunque con suma lentitud, espesas capas de limo pampa hasta la altura de las cumbres de las lo- mas cercanas del río; más tarde la denudación lenta de las aguas plu- viales empezó a excavar la depresión del terreno por en medio de la cual corre actualmente el río de las Conchas y puso a descubierto la mitad superior del esqueleto de Escelidoterio que ahí había quedado sepultado hacía siglos; en el centro de esa hondonada corría un peque- fo riachuelo, empezó a bajar el nivel de la pampa y la pequeña co- rriente de agua interrumpió su curso formando ahí una laguna cuyas aguas cubrieron el esqueleto del Escelidoterio; las aguas de esa laguna se poblaron de innumerables ejemplares de Ampullaria y Planorbis que dejaron sus cáscaras calcáreas sobre el esqueleto, la pequeña cuenca se rellenó poco a poco de materias sedimentarias, cubriendo el Escelido- terio con más de 3 metros de terreno lacustre postpampeano, hasta que con el segundo levantamiento de la llanura las aguas prosiguieron su curso interrumpido removiendo los aluviones que en otra época habían depositado, hasta volvernos a mostrar el antiguo esqueleto envuelto en terrenos de dos aspectos diferentes y pertenecientes a dos épocas muy distintas. Si sin darnos cuenta de esa sucesión de fenómenos, consideráramos el esqueleto de Escelidoterio como-contemporáneo de las Ampullaria y Planorbis de que se halla envuelto, cometeríamos un error de época sumamente grave. Pero si encontramos la clave de ese fenómeno, nos apercibimos pronto de la gran diferencia de época que existe entre las cenchillas y los esqueletos y adquirimos una nueva prueba de la gran antigüedad de la formación pampeana. Pero aún podemos disponer de otros argumentos poderosos en fa- yor de nuestra opinión. Para determinar la edad de una formación no basta estudiarla en sí misma; hay que estudiarla también en relación con las que se hallan inmediatamente debajo y encima de ella. La acumulación de los terrenos de transporte de la cuenca del Plata, desde el principio de los tiempos patagónicos hasta el fin de los tiem- pos pampeancs, se ha continuado sin interrupción, primero en ei fon- co del mar, después al aire libre, pero sin ninguna época de reposo in- termediaria, sin ningún hiato geológico. Esto resulta de la misma posi- ción respectiva de las capas y es un hecho de observación que sería imposible negar. 670 Resulta de esto que la relación de esas formaciones es tan íntima que no podemos hacer remontar la antigüedad de la formación pam- peana a épocas geológicas más remotas sin hacer otro tanto con las for- ma.iones inferiores y superiores y viceversa. Así, si como se pretende generalmente, la formación pampeana es cuaternaria, la formación patagónica que se encuentra inmediatamen- te debajo, debe ser pliocena; si, por el contrario, como lo creemos nos- otros, el terreno pampeano es plioceno, el terreno patagónico debe ser mioceno. Examinemos, pues, la época geológica del terreno patagónico. Desde luego sus caracteres petrográficos lo acercan más al mioce- no europeo que al plioceno. Otro tanto sucede con su inmensa extensión y potencia, sólo com- parable a los grandes depósitos miocenos de Europa y Norte América, y no a los depósitos pliocenos, siempre de corta extensión. Pero pasemos a la paleontología, que va a suministrarnos datos más precisos. Nadie ignora la importancia de esta ciencia en la determina- ción de la edad de las rocas. Está probado que cada época geológica ha tenido su fauna y su flora características, y a menudo se juzga de ia edad de una capa por un solo fósil encontrado en ella. Se ha demos- trado hasta la evidencia que las capas son tanto más antiguas cuanto más diferente de la actual es la fauna y flora que presentan, y se juz- ga de su mayor o menor antigüedad por la proporción de especies ex- tinguidas que contienen. Este es un principio fundamental de geología moderna, que tiene que ser de aplicación y uso universales, a riesgo de destruir en un ins- tante, de no hacerlo así, la clasificación en cuyo establecimiento hemos empleado medio siglo. Empecemos por los mamíferos. Los mamíferos que se han extraído de los terrenos pliocenos perte- necen en su casi totalidad a especies extinguidas, pero los géneros son casi todos existentes, a excepción del Mastodon, el Machairodus, el Trogontherium y algunos otros muy escasos. Los géneros actuales: Felis, Canis, Ursus, Lutra, Arvicola, Castor, Hystrix, Hyaena, Elephas, Rhinoceros, Equus, Tapirus, Hippopotamus, Mus, Cervus, Bos, Anti- lepe, etc., se hallan representados en los terrenos pliocenos de Fran- cia, Italia, Inglaterra, etc., por numerosas especies. Los mamíferos que se han extraído del terreno patagónico, no sólo pertenecen a especies que ya no existen, sino que hasta los mismos gé- neros están todos extinguidos. En el día no existen animales que se parezcan al Megamys, al Anoplotherium, al Palaeotherium, al Neso- don y al Homalodontherium, géneros procedentes del terreno patagó- nico. Es, pues, evidente que esta formación es más antigua que el plio- ceno de Europa y que corresponde por lo menos al mioceno. 671 Por otra parte, los géneros Anoplotherium y Palaeotherium, que se encuentran en el terreno patagónico, en Europa sólo se encuentran en terrenos aún más antiguos que el mioceno, en el eoceno, lo que nos confirma aún más en la opinión de que el terciario patagónico es por lo menos mioceno. El estudio de los mamíferos marinos nos conduce a las mismas con- ciusiones. Se ha encontrado en ellos los restos de un animal que Bur- meister ha llamado Saurocetes argentinus y entra en el grupo de los Zeuglodontidae, animales que se encuentran en grande abundancia en les capas miocenas de Europa y América del Norte. El estudio de los moluscos de la misma formación desvanece, en fin, todas las dudas que aún puedan abrigarse a este respecto. Así la casi totalidad de las especies de moluscos encontrados en la formación patagónica pertenecen a especies extinguidas, mientras que en las capas Piiocenas más antiguas de Europa la proporción de las especies extingui- das con relación a las vivientes es de 50 por 100. El terreno patagónico corresponde, así, al mioceno de Europa; y la formación pampeana que viene inmediatamente encima, debe enton- ces corresponder al plioceno. Pasaremos ahora a un estudio idéntico de los terrenos que descan- san encima de la formación pampeana. Si ésta es cuaternaria, aque- llos deben corresponder a los aluviones modernos; si la formación pam- peana es pliocena, los depósitos postpampeanos más antiguos deben co- rresponder al cuaternario. Si el limo pampa es plioceno, los terrenos que aquí representarían la época cuaternaria serían, además de los bancos de conchas marinas más antiguos de la costa, los depósitos lacustres postpampeanos más antiguos descriptos en el capítulo XVIII de esta obra. Se nos objetará que esos depósitos son de escasa extensión y peque- fa importancia para representar una época de tan larga duración. Pero si tal se hiciera se echaría en olvido que desde la deposición completa del terreno pampeano la llanura argentina pasa por uno de esos perío- dos geológicos estacionarios que dejan un hiato en las capas sedimen- tarias de nuestro globo. Habiéndose encauzado aquí las aguas desde la época pliocena, cesaron desde entonces las inundaciones y por consi- guiente ya no pudieron formarse depósitos considerables. Ha sucedido otro tanto con el terreno pampeano en Patagonia, don- de sólo está representado por pequeños depósitos aislados compara- bles a los depósitos lacustres postpampeanos de la provincia Buenos Aires, debido a que las tierras patagónicas ya habían emergido duran- te el fin de la época miocena y las aguas se habían encauzado desde el principio de la pliocena, de modo que ya no pudieron depositarse en su superficie depósitos de transporte considerables. 672 Pero, por otra parte, el estudio detenido de esos pequeños depósitos lacustres postpampeanos demuestra que pertenecen a una antigüedad muy remota, pues son anteriores al excavamiento de los cauces de los ríos actuales, y como sucede con los aluviones cuaternarios de Euro- pa han sido depositados cuando las aguas corrían en niveles de 4 a 10 y en algunos casos hasta de 20 y 30 metros más elevados que los ac- tuales. Paleontológicamente los terrenos cuaternarios de Europa están ca- racterizados por contener los restos de cierto número de mamíferos de especies actualmente extinguidas, pero de géneros existentes. Los depósitos lacustres postpampeanos presentan este mismo carác- ter paleontológico. Bravard enumera, en efecto, varias especies de ma- míferos extinguidos, recogidos en estos terrenos: una vizcacha (La- gestomus diluvianus), un ciervo (Cervus diluvianus), un guanaco (Lama diluviana) y un armadillo (Dasypus diluvianus); desgraciada- mente el distinguido naturalista no ha descripto sus especies, lo que impide reconocerlas. Pero nuestras investigaciones confirman plenamente el hecho que Bravard fué el primero en avanzar; sin contar la vizcacha, el llama y el armadillo, conservamos en nuestro museo los restos de tres espe- cies de mamíferos extinguidos extraídos de los depósitos postpampea- nos de Buenos Aires. Son estos un perro perfectamente caracterizado (Canis cultridens), un Ctenomys (Ctenomys lujanensis) y un ciervo (Cervus mesolithicus). No podemos incluir en los aluviones modernos o recientes a un de- pósito que contiene varias especies de mamíferos extinguidos y debe- mos suponer que, a pesar de su escasa extensión, corresponde a la épo- ca cuaternarla. En esos mismos depósitos existen restos de mamíferos, cuya espe- cie, no sólo ha desaparecido, sino que pertenecen a géneros también extinguidos. En este caso se encuentra el animal que hemos llamado Palaeolama mesolithica, grande especie de llama que se distingue de las actuales por presentar entre otros caracteres cinco muelas en serie continua en la mandíbula inferior. El nombre genérico no nos pertenece, no somos nosotros quienes afirmamos que es un género extinguido; son cuatro naturalistas céle- bres, quienes encontraron sus restos en el terreno pampeano; y sin conocimiento previo de sus trabajos respectivos, cada uno le dió un nombre genérico diferente. Lund encontró en 1842 una especie en Bra- sil y le aplicó el nombre genérico de Camelus; Bravard encontró en 1855 tres especies en Buenos Aires y designó el animal con el nom- bre genérico de Camelotherium; Pablo Gervais examinó en 1867 va- rios restos de la misma procedencia y llamó el animal Palaeolama; po- 673 cos años después el célebre Owen estudió algunos restos procedentes de Méjico y le aplicó el nombre de Palauchenia. La distinción genéri- ca está, pues, fundada por autoridades competentes. La especie que en compañía del doctor Gervais hemos designado con el nombre de Palaeolama mesolithica, procede de estos depósitos lacustres postpampeanos. Y no se crea tampoco que podemos haber- nos equivocado de horizonte geológico, pues hemos recogido sus res- tos en una decena de puntos diferentes, en esos bancos de Ampulla- ria del río Luján y del arroyo Marcos Díaz, examinados por los seño- res Zeballos y Reid. Queda así demostrado que encima del terreno pampeano se encuen- tran depósitos lacustres que contienen los restos de una fauna mama- lógica completamente diferente de la pampeana, pero cuya identifica- ción con la actual no es permitida por el número de especies extingui- das que ahí se encuentran. Esas especies extinguidas pertenecen a una época pasada que ha precedido inmediatamente a la actual: la época cuaternaria. Demostrado que esos depósitos lacustres postpampeanos son cuater- narios, la formación pampeana que se encuentra inmediatamente de- bajo es pliocena. Los aluviones modernos se hallarían así representados por la tierra vegetal, los médanos y arenas movedizas, las islas del Paraná y demás cepósitos de aluvión formados por los ríos actuales. Abordaremos ahora directamente la cuestión, para lo cual encontra- remos pruebas paleontológicas irrefutables de la antigüedad de la for- mación pampeana en su propia fauna. El doctor Burmeister, en su «Descripción física de la República Ar- gentina» (página 386 del tomo II), dice lo siguiente: «Tomar esa mis- ma capa de Buenos Aires por una capa terciaria, porque algunos de los mamíferos extinguidos se parecen más a los animales de la época terciaria, me parece de una sutilidad demasiado grande; conocemos también varias especies extinguidas de la época diluviana de Europa, tales como el Mammut, el rinoceronte, la hiena, el oso de las caver- nas, etc. Se encuentran también especies idénticas a las actuales del país, como sucede también en Europa: el zorro, la vizcacha, el aperea, me parecen iguales a los que existen actualmente.» Y en su «Descrip- ción de los caballos fósiles» repite que los perros, los zorrinos y los roedores que se encuentran en el terreno pampeano son idénticos a los actuales. Con afirmaciones vagas como las precedentes no se resuelven cues- tiones de tamaña importancia. No son varias las especies extinguidas que se encuentran en los terrenos pampeanos, sino cientos; y la dife- rencia en muchos casos es algo más que específica, es aún más que ge- nérica y a menudo tiene el valor de diferencias de familia. AMEGHINO — V. III 43 674 Aun dado caso de que en el terreno pampeano se encontraran algu- nas especies de mamíferos aún existentes, esto no probaría nada, por- que también las hay en el terreno plioceno de Europa. Pero tampoco está probado, como lo pretende el doctor Burmeister, que los perros, los zorrinos y los roedores que se encuentran en el terreno pampeano sean idénticos a los actuales; y nuestras observaciones personales nos han demostrado lo contrario. Podríamos también preguntarle al doctor Burmeister: si el zorro fó- sil es idéntico al actual ¿por qué le conserva el nombre de Canis pro- talopex? Y ¡si el Culpaeus, el zorrino, el aperea y la vizcacha que se en- cuentran en el terreno pampeano son idénticos a los actuales, ¿por qué los ha bautizado con los nuevos nombres específicos de Canis avus, Mephitis primaeva, Cavia breviplicata y Lagostomus angustidens» O esas especies no son idénticas a las actuales, único caso en que tenía derecho a bautizarlas, o son idénticas, y en este caso no podía darles nuevos nombres y ellos deben desaparecer; pero no es permitido afir- mar que son idénticas a las actuales y al mismo tiempo continuar de- signändolas con nombres específicos diferentes. Por manera que nos es permitido no tener en cuenta esas observaciones. En cuanto a las diferencias que presenta la fauna pampeana compa- rada con la actual de nuestro continente, no se limitan a algunos gru- pos de mamíferos, sino que se manifiestan más o menos acentuadas en todos los grupos del reino animal que han dejado aquí sus vestigios. Ni tampoco es dado rechazar o desconocer la importancia de la pa- leontología para determinar la edad de las rocas, puesto que es el prin- cipal cronómetro geológico empleado en Europa, y es justamente en nombre de una observación paleontológica mal interpretada que se sostenía la poca antigüedad del terreno pampeano. Nos referimos al error en que han incurrido los geólogos al afirmar que el terreno pam- peano contiene numerosas conchillas marinas específicamente idén- ticas a las actuales. Pero aun suponiendo que en este terreno se hubiera encontrado un cierto número de conchillas marinas, lo que hasta ahora no ha acon- tecido, y suponiendo que fueran específicamente idénticas a las que actualmente viven en el Océano, no podría por esto afirmarse que el terreno pampeano es cuaternario, pues hay terrenos pliocenos en los que la proporción de especies de conchillas extinguidas que contienen es de sólo tres o cuatro por ciento. Se necesitarían numerosas coleccio- res de conchillas marinas pampeanas para asegurarse que no existen en los terrenos de esa época especies extinguidas. Pero lo repetimos: las conchillas marinas que poblaban las playas argentinas del Océano en la época en que se depositaban los terrenos pampas, aún están por ser descubiertas. 675 El terreno pampeano no contiene más que conchillas de agua dulce de las que hemos recagido una media docena de especies; pero aun tomando por base de comparación estas seis especies, se puede ase- gurar que la fauna malacológica pampeana no era la misma que la actual. Parece que cinco de esas especies deben identificarse con otras que existen actualmente en las aguas dulces de la comarca; pero hay una especie de Unio a la cual la encontramos diferente de la que puebla actualmente las aguas del Plata y los lagos del interior. Existe, sin embargo, entre ambas faunas malacológicas una diferen- cia mucho más importante. En los lagos y lagunas de las pampas viven actualmente varias es- pecies de Ampullaria. En los depósitos lacustres postpampeanos se encuentran en abundancia extraordinaria las mismas conchillas mez- cladas con numerosos Planorbis y Paludinella. En el terreno pampeano lacustre, que generalmente se encuentra inmediatamente debajo de los depósitos precedentes, también suelen encontrarse grandes cantidades de Paludinella y Planorbis mezcla- dos con huesos de grandes desdentados, pero sería inútil buscar ahí una sola Ampullaria. Nunca hemos encontrado un solo ejemplar en el terreno pampeano. Esta diferencia es tan notable y salta tan fácilmen- te a la vista, que ella sola serviría para separar de una manera absoiu- ta las dos épocas. Así los antiguos depósitos lacustres postpampeanos c cuaternarios están caracterizados por contener innumerables conchi- llas del género Ampullaria mezcladas con las de otros varios géneros, mientras que los depósitos lacustres pampeanos o pliocenos están carac- terizados por la ausencia absoluta del mismo molusco. Los pocos restos de peces pampeanos que se han recogido no han sido hasta ahora clasificados; de modo que no puede fundarse sobre llos una opinión. Y otro tanto sucede con los huesos de pájaros. Y sin embargo, Lund menciona como fósiles en las cavernas de Brasil pája- ros que por su talla superan la del avestruz actual. Los reptiles son algo mejor conocidos. En ei cuaternario de Europa no se han encontrado huesos de reptiles extinguidos, que sólo apare- cen en el terciario. En el terreno pampeano se han desenterrado los huesos de varias especies que ya no existen, probándose igualmente de este modo que es terciario y no cuaternario. Dejando de lado dos especies de tortugas de agua dulce que quiz? corresponden a especies actuales, hemos encontrado cerca de Merce- des una gran tortuga terrestre que supera por lo menos de una mitad al Testudo sulcata actual. Seguin encontró en Santa Fe otra tortuga te- rrestre que tenía 1 m. 20 de altura; y el profesor Gervais ha descripto otra especie de los terrenos pampeanos de Brasil, con el nombre de 676 Testudo elata, que iguala por su talla el Colossochelys atlas, fósil en los terrenos terciarios hindúes. De los mismos yacimientos se ha extraído el Dinosuchus terror, 20- codrilo gigantesco de 10 metros de largo, sólo comparable a los que s= encuentran en los terrenos terciarios. Pero el estudio de los mamíferos es más decisivo aún. Prescindiendo por un momento del carácter especial de esa fauna, es bueno recordar: 1° Que el Smilodon de Buenos Aires y Brasil se parece mucho al Machairodus, animal que sólo ha sido encontrado en los terrenos terciarios de Europa; se han recogido varios restos de una es- pecie de este género en el cuaternario inferior, pero es una excepción y no está probado que pertenezca a ese horizonte geológico; 2° Que el Typotherium del terreno pampeano de Buenos Aires se parece al Sy- noplotherium de los terrenos terciarios de Norte América; 3” Que el Hippidium de Buenos Aires se parece al Protohippus, igualmente ter- ciario en Norte América; 4° Que el Mastodonte es por todas partes terciario, a excepción de una especie norteamericana, pero las dos es- pecies de Mastodontes argentinos se parecen mucho más a los Masto- dontes terciarios de Europa que al Mastodonte cuaternario de Norte América. En el cuaternario de Europa preponderan las especies existentes. En el pampeano de Buenos Aires preponderan las especies extingui- das, lo que demuestra la mayor antigüedad de este último. La proporción de especies extinguidas del terreno cuaternario de Europa con relación a las aún existentes es de 20 a 25 por ciento. La relación de especies extinguidas del terreno pampeano con relación a las que habitan aún nuestro continente, aun suponiendo que varios cá- nidos, roedores y armadillos sean efectivamente idénticos a los actuales, lo que aún no está probado, es de 90 por ciento. La proporción de las es- pecies extinguidas que contiene el terreno plioceno de Europa es de 90 a 95 por ciento. Es, pues, evidente que la formación pampeana no puede colocarse más que en el terreno plioceno. Si prescindimos del valor específico y sólo tenemos en cuenta el ge- nérico, la diferencia es aún más acentuada. En el cuaternario de Europa no se mencionan más que algunos ra- ros géneros extinguidos que se han encontrado en las capas inferiores, tales son el Machairodus y el Trogontherium. En el terreno pampeano se han descubierto ya más de cincuenta gé- reros extinguidos. La proporción de los géneros extinguidos, en el cuaternario de Eu- ropa es de 5 por ciento; en el plioceno de Europa, es de 16 a 18 por ciento y en el pampeano de América del Sud es de 50 a 60. Hácese así cada vez más evidente que la formación pampeana no puede ser cuaternaria sino terciaria. 677 No sólo se encuentra un número mucho mayor de géneros extingui- dos en el pampeano de Buenos Aires que en el cuaternario y plioceno de Europa, sino que el primero hasta contiene familias enteras repre- sentadas por varios géneros y actualmente completamente extinguidas; tales son la familia de los Gliptodontes, la de los Megatéridos o Mega- teroides, la de los Macroquénidos, etc. En fin, se encuentran géneros como el Typotherium y el Toxodon que en buena clasificación no pueden incluirse en ninguno de los ór- Cenes existentes. Es una aberración considerar como cuaternaria a una formación que presenta una fauna semejante en la escala geológica; ella no pue- de encontrar colocación fuera de los terrenos terciarios. Para juzgar de la época geológica de las formaciones sudamerica- nas, deben adoptarse los mismos procedimientos empleados por los geólogos para determinar la edad de los terrenos europeos, y entonces la formación pampeana es terciaria... o pruébese con sofismas que esos procedimientos no son aplicables a las formaciones sudamerica- nas, y entonces, en el pleno dominio de lo arbitrario, hágase de la for- mación pampeana lo que se quiera. LIBRO CUARTO El hombre en la formación pampeana CAPÍTULO XXIX DATOS HISTÓRICOS SOBRE EL DESCUBRIMIENTO DEL HOMBRE FÓSIL ARGENTINO Publicaciones y trabajos de Burmeister, Lund, Seguin, Gervais, Ramorino, Ameghino (Florentino), Ameghino (Juan), Eguia (Manuel), Larroque, Moreno (Francisco P.), Breton hermanos, Zeballos, Reid, Lista, Cartailhac, Broca, Bert (Pablo), Varela (Rufino), Topinard, Nadaillac (Marqués de). Debemos al doctor Burmeister las primeras líneas sobre la existen- cia del hombre fósil en nuestro territorio. Este sabio decía en 1865: «Pertenece a esta familia (bimana), como único representante de ella, el hombre que hasta ahora no se ha encontrado fósil en este país, v si debemos creer al señor Lyell, tampoco se ha encontrado en toda América. «Pero algunas observaciones del doctor Lund en las cuevas de Bra- sil, parecen probar lo contrario. «Sin embargo, el autor no ha dicho positivamente que los huesos humanos, encontrados con los huesos fósiles de Platyonyx, Hoplopho- rus, Megatherium y Smilodon, sean fósiles, reservando su juicio para io futuro; pero sí dice, que esos huesos tenían todos los caracteres de huesos fósiles, y que el cráneo no era de la raza actual, sino de tama- ño más chico, con una frente más inclinada, aproximándose al tipo del mono. «Lo mismo han probado las observaciones modernas del hombre fó- sil en Europa, y por esta razón me parece muy probable, que los hue- sos humanos en las cuevas de Brasil, son verdaderamente fósiles, es decir, de la época diluviana (1). (1) Burmeister: «Anales del Museo público de Buenos Aires», entrega tercera. 679 Poco tiempo después, un súbdito francés que se ocupaba de extraer huesos fósiles en la provincia Buenos Aires y limítrofes de Entre Ríos y Santa Fe, recogió varios huesos humanos que dijo haberlos encon- trado en el terreno pampeano, mezclados con huesos de animales ex- tinguidos. El doctor Burmeister decía a propósito de ese descubrimiento, en la entrega cuarta de sus «Anales del Museo público de Buenos Aires»: «El hombre fósil argentino. — Algún tiempo después de dar a luz la tercera entrega de los «Anales del Museo público de Buenos Aires» he tenido la importante noticia de que también en nuestro país se han ha- llado restos fósiles del hombre diluviano. «Estos restos, que sirvieron de base a la realidad del descubrimien- to, no me son conocidos, pues la persona que los encontró se negó a mostrármelos, a pesar de habérselo pedido en nombre de los intereses de la ciencia, por medio del periódico «La Tribuna». Pero si no he te- nido la fortuna de hacer un examen facultativo de los fragmentos a que me refiero, puedo consignar aquí el testimonio de muestro presi- Gente, el doctor don Juan María Gutiérrez, quien, según me lo ha di- cho, vió esos restos en poder del señor Seguin, muy conocido entre nosotros por su destreza y constancia para buscar fragmentos fósiles en nuestros terrenos, con el objeto de mercancearlos en París. Según el doctor Gutiérrez, los fragmentos humanos en poder del señor Se- guin, consistían en una porción del hueso frontal, parte de la mandí- bula con dentadura y en algunas falanges de los dedos. El señor Se- guin no fué explícito al señalar el lugar de su hallazgo, pero es de pre- sumir que fué dentro de los limites de la provincia de Buenos Aires. «Como el señor Seguin partió inmediatamente para Francia, llevan- do consigo esas preciosidades, es de presumir que los haya vendido, como los otros fósiles, al Museo del Jardín de Plantas de París, y en este caso, más que probable, debemos esperar prontas noticias exactas y minuciosas sobre tan notable descubrimiento.» (2) La colección de huesos fósiles del señor Seguin, que contenía los huesos humanos de que habla el doctor Burmeister, fué puesta en exhi- bición en la Exposición Universal de París de 1867 y algunos años des- pués vendida al Museo de Historia Natural, donde el profesor Gervais fa estudiado los huesos humanos, publicando sobre ellos algunas li- neas en el primer volumen de su «Zoologie et paleontologie générales» x; más tarde una corta Memoria en el segundo volumen de su «Journal de Zoologie», año 1872, cuyo contenido es el siguiente: «Hablando, hace varios años de ello, de la nueva colección de huesos fósiles recogidos por F. Seguin en la República Argentina, recordé que (2) «Anales del Museo público de Buenos Aires», entrega cuarta. 680 este infatigable buscador había también observado, «asociados a las osamentas de especies extinguidas, dientes y huesos de hombre, como también un fragmento de gres evidentemente tallado por mano huma- ne» y agregué: «dejo a otros el cuidado de decidir si no ha habido al- gún removimiento del suelo, susceptible de explicar semejante mez- cla; si la reciente observación de M. Seguin es una confirmación de las ideas establecidas por M. Lund, a propósito de la antigüedad del hombre en América; cuál es la época real del aniquilamiento de los grandes mamíferos americanos; en fin: qué relaciones han existido entre las causas de su extinción y las que también han hecho desapa- recer tantas grandes especies en las otras partes del mundo. «Después que fueron escritas estas líneas, la nueva colección del se- nor Seguin ha sido comprada por el Museo de Historia Natural, y en este momento yo preparo a propósito de las piezas que contiene, una pri- mera Memoria, acompañada de láminas, que aparecerá entre las de la Sociedad Geológica. Gracias a esta nueva adquisición también he podido estudiar de nuevo los huesos y los dientes provenientes dei hombre que M. Seguin ha descubierto y que él ha atribuído a los mis- mos yacimientos de ciertas especies extinguidas de mamíferos, entre las cuales cita el Ursus bonariensis, animal cuya talla no cedía a la del Ursus spelaeus de Europa. «Los huesos provenientes del hombre que forman parte de la segun- ca colección de M. Seguin, son bastante numerosos, pero están, en su mayor parte, reducidos a astillas. Entre ellos hay fragmentos de crá- neos, porciones de huesos largos de los miembros y falanges, estas úl- timas en su mayor parte intactas. «Estos huesos son de dos tintas diferentes. Los unos, más claros, es- taban esparcidos en la superficie del suelo; habían sido sacados de su ganga por las aguas y lavados por ellas. Los otros, de color obscuro, estaban todavía en la tierra. Un fragmento de fémur, ya en parte des- envuelto cuando fué recogido, muestra por mitad uno y otro carácter. «Los dientes o porciones de dientes encontrados con esos restos óseos no son menos característicos, e indican por lo menos dos indivi- duos. Son incisivos y molares. Su corona es siempre más o menos gas- tada, y los incisivos en particular, presentan bajo ese aspecto el modo de usura transversal, propio de las razas primitivas. «Es en parte con los restos óseos del hombre citado aquí, y también en la provincia Santa Fe, en las márgenes del río Carcarañá a 25 le- guas al Norte de Rosario, que M. Seguin ha encontrado los instrumen- tos de piedra tallada, comparables desde ciertos aspectos, a los que ca- racterizan, en Europa, la época paleolítica. La pieza representada por el número 1, es de cuarcita, los números 2 y 4, son de la misma subs- tancia; el número 3 es de calcedonia. Estas tres últimas piezas, igual- 681 mente recogidas por M. Seguin, se adaptan bastante bien a las formas conocidas, y dicen también de una época bastante avanzada, pero ha- bría lugar para establecer la comparación, sea con los instrumentos ds la misma clase de que se sirven aún en algunas tribus sudamericanas, se2 con los que empleaban antes de la conquista. «Algunos descubrimientos análogos han sido hechos en la Confede- ración Argentina, y las indicaciones, aún bien incompletas sin duda, que han resultado, deberán, como las que preceden, ser añadidas a las noticias publicadas por M. Lund, a propósito de fósiles humanos, que ha encontrado asociados a especies extinguidas, en las cavernas de Brasil. Ese será un primer jalón para la historia de los antiguos habi- tantes humanos del continente sudamericano.» El señor Gervais menciona en seguida los hallazgos de los señores Heusser y Claraz, Strobel, etc., de los que ya hemos hablado; pero aue, siendo de una época mucho más moderna, sólo conciernen al es- tudio del hombre de la época neolítica. En 1871 se encontró cerca de la Villa Luján, sobre la orilla izquier- ca del río y como a una cuadra de distancia de la embocadura del arro- yo Roque, una coraza de Gliptodonte, a cuya extracción asistió en per- sona el Dr. Ramorino. De junto a la coraza fué extraída en su presencia una cuarcita tallada por la mano del hombre en forma de punta de fle- cha, cuya extremidad estaba rota, descubrimiento que el ilustrado pro- fesor comunicó a varios sabios europeos. Esa cuarcita se encontraba últimamente en poder del señor Bonne- ment, de Buenos Aires; pero ignoramos dónde se halla depositada en este momento. : Dos años antes (1869), nosotros habíamos encontrado a sólo unos cien metros de ese punto, enfrente de la misma embocadura del arroyo Roque, dos corazas de Gliptodonte, que nos mostraron rastros evidentes de la existencia del hombre. Deseosos de ver confirmados esos descubrimientos aislados, nos dedi- camos desde entonces a investigaciones serias, formando colecciones, ejecutando excavaciones, etc. Poco tiempo después adquirimos la certidumbre de que el hombre había sido contemporáneo de la mayor parte de los mamíferos fósiles de la formación pampeana. En el mes de Enero de 1872, encontramos en las cercanías de Mer- cedes fragmentos de coraza de Gliptodonte apilados unos sobre otros por una mano inteligente, al mismo tiempo que sobre muchos huesos fósiles descubrimos señales de percusión, rayas, estrías e incisiones, producidas evidentemente por la mano del hombre. A fínes del mismo año encontramos a orillas del arroyo Frías los pri- meros huesos humanos fósiles, acompañados de pedernales tallados, huesos de animales extinguidos y otros objetos. 682 Durante el año siguiente continuamos recogiendo nuevos datos, y a principios del año 1874, nuestro hermano Juan Ameghino, encontró en la Villa Luján los primeros fragmentos de tierra cocida procedentes de ia formación pampeana; y poco tiempo después pudimos recogerlos por centenas personalmente nosotros. Empezábamos a comprender la importancia de estos hallazgos, pero al mismo tiempo entreveíamos las dificultades que encontraríamos para hacer aceptar los resultados de nuestros trabajos, pues no teníamos ni títulos ni autoridad para darlos a conocer. Puesto que Burmeister atribuye tanta importancia a los huesos en- contrados por Seguin, nos dijimos entonces: mostrémosle los fósiles hu- manos que hemos recogido al sabio Director del Museo público de Bue- nos Aires, pidámosle visite el punto en que los hemos encontrado y si realmente son fósiles, depositémoslos en sus manos y roguémosle anun- cie al mundo científico el descubrimiento del hombre fósil argentino. En el mes de Enero de 1874, nos presentamos en el Museo, en el es- tudio del ilustrado sabio, quien se hallaba en compañía del señor Mo- reno. Expusímosle el motivo de nuestra visita, y nos contestó poco más o menos lo siguiente: —No me inspiran mucha confianza tales descubri- mientos, no creo en ellos, y aun suponiendo que fuera como usted me dice, no tienen gran importancia, y para mi, carecen de interés. Pero no nos desalentamos por eso; antes por el contrario: nos propu- simos buscar nuevos materiales para poder plantear con éxito el pro- biema de la existencia del hombre fósil en la pampa. Entretanto nos pusimos en relación con los coleccionistas de esta Pro- vincia con el objeto de recoger el mayor número de datos posible. En la colección del señor Eguía examinamos una punta de flecha que se decía procedente del terreno pampeano, pero de un trabajo artístico nada común, lo que nos dió la seguridad de que pertenecía.a una época relativamente moderna. El mismo señor nos mostró algunos huesos de Tipoterio encontrados en Los Olivos, que parece ofrecen señales de pu- limento artificial. En Marzo de 1874, el señor José Larroque nos envió una piedra tra- bajada que había extraído personalmente del costado de un esqueleto de Milodonte que había encontrado en las orillas del río Areco. Habiendo comunicado nuestros trabajos al finado doctor Ramorino, entonces profesor de Historia Natural en la Universidad y en el Cole- gio Nacional de Buenos Aires, este señor deseó ver el punto de donde habíamos extraído los huesos fósiles humanos. Con ese objeto se trasladó a Mercedes el día 8 de Septiembre de 1874 y en su presencia hicimos continuar las excavaciones en el arroyo Frias; encontramos algunos fragmentos de tierra cocida, muchos trozos de car- hén vegetal, una vértebra y un escafóideo humano, mezclados con nu- 683 merosos fragmentos de coraza de Gliptodonte, etc. El distinguido pro- fesor se retiró satisfecho, recomendándonos continuáramos los trabajos para acumular el mayor número de datos que pudiésemos. Varios diarios políticos de Buenos Aires anunciaron entonces la visi- ta del profesor Ramorino a Mercedes y el descubrimiento del hombre fósil argentino. Hacia la misma época el señor Moreno dedicó algunas líneas a la cuestión del hombre fósil argentino, en un trabajo sobre los indios Que- randís, publicado en uno de los números del «Boletín de la Academia de Ciencias de Córdoba». He aquí los párrafos que nos conciernen: «En el suelo de la provincia de Buenos Aires, sobre todo en las orillas de los numerosos arroyos y lagunas que la riegan, se descubre de cuan- do en cuando algunos vestigios que señalan el paso del hombre indíge- na anterior a la conquista. «Esos vestigios, que representan fragmentos de objetos domésticos y aigunas armas, pertenecen indudablemente a la época de los aluviones modernos. Varios autores han creído, sin embargo, deber asignarles una edad contemporánea a la de los grandes mamíferos americanos ya ex- tinguidos; pero la existencia del hombre cuaternario en el territorio ar- gentino, no está comprobada aún con seguridad. «Los descubrimientos que se han hecho en estos últimos años, en el terreno pampeano, son aislados y los restos humanos que por ellos se han obtenido, lo han sido por personas extrañas a la ciencia paleontoló- gica y poco competentes en el estudio de la pampa; y aunque ellas ase- guran que encontraron esos objetos mezclados con los Gliptodontes y Milodontes, no debemos atenernos a esta circunstancia única. «Muchas veces se encuentran huesos de estos animales en terreno pampeano por naturaleza, aunque removido y acumulado en las orillas Ge los arroyos; o bien se hallan sepultados en tierra vegetal mezclada con arena de sus cauces. Yo mismo he recogido huesos de Milodonte, desprendidos de la gran masa pampeana que han sido llevados allí por la causa ya enunciada. «La razón principal, fuerza es decirlo, de estos descubrimientos, es la avidez con que algunas personas, sobre todo las que se ocupan en la pro- vincia de Buenos Aires de la extracción de los fósiles para la venta, de- sean descubrir el hombre fósil en la pampa, y basándose en los grandes parecidos de las obras del hombre primitivo europeo, con las de los in- cígenas actuales de algunos puntos del continente sudamericano, se creen autorizados para atribuir los restos del trabajo humano, esparci- dos en las orillas de los arroyos y lagunas, y en los médanos de la cos- ta del Atlántico, a una época contemporánea a la del hombre troglodita en Europa. Yo mismo tuve ocasión de examinar, aunque sin gran dete- 684 nimiento, los restos del cráneo de un individuo calificado de fósil y se- gún se decía, encontrado debajo de la coraza de un Gliptodonte; pero esos restos tenían gran semejanza con algunos cráneos de indios tehuel- ches, de un tiempo anterior a la conquista, recogidos por mí en la costa sud del río Negro, y el gastamiento particular de sus dientes, lo mismo que el de los dibujados y descriptos por Gervais en su nota sobre los huesos humanos procedentes de la República Argentina, publicada en su «Journal de Zoologie», es peculiar a los que muestran mis cráneos ya citados y a los de las demás razas primitivas (pero no fósiles) de nues- tro suelo. Creo que tanto los restos y objetos descriptos por el señor Ger- vais, correspondientes a la colección de fósiles, que el señor Seguin ven- dió al Museo de París, como los del individuo que, como ya he dicho an- tes, tuve ocasión de examinar, pertenecieron a alguna de las tribus que habitaban estas regiones antes de la ocupación por los Españoles. Se- gún el citado Gervais, los restos que describe fueron recogidos con hue- sos de Ursus bonariensis; pero unos sobre la superficie del suelo y otros a medio enterrar, lo que suscita dudas sobre su antigüedad cuaternaria, tanto más, cuanto que los objetos que acompañaban dichos restos, son muy semejantes a los que he recogido en los aluviones modernos. Por otra parte, los señores Heusser y Claraz, que han estudiado la forma- ción física de la provincia de Buenos Aires, dicen que jamás encontra- ron restos de industria humana en el terreno pampeano; pero sin em- bargo, sea de ello lo que sea, no es imposible la existencia del hombre en ese período en Buenos Aires, puesto que ya ha sido descubierto en el Brasil por el señor Lund. «Dejando, pues, a un lado hallazgos que sólo prueban que el hombre ha sido testigo, aquí, de la formación de los últimos aluviones, es nece- sario que se descubra en abundancia, por personas competentes, restos humanos, junto con obras de su industria en diversos puntos de esta Provincia y en terreno pampeano no removido, ya que no es posible ha- liarlos acumulados como en las cavernas osíferas, europeas y brasile- ras, por la formación física de nuestro suelo (3)». Hemos transcripto estos párrafos como detalle histórico, pues no creemos posible que su autor conserve las mismas ideas; y si su opinión se ha modificado, es inútil discutir trabajos publicados hace seis años. El día 24 de Enero de 1875 encontrándonos de paso en la Villa Luján, supimos que dos hermanos de apellido Bretón, que se ocupaban de re- coger huesos fósiles, habían encontrado como a unas 25 cuadras del pueblo, sobre la margen derecha del río, una cabeza de Toxodonte y que verificaban en ese momento la extracción de los huesos del mismo in- (3) Francisco P. MORENO: Noticias sobre antigiiedades de los indios del tiempo anterior a la conquista, descubiertas en la provincia de Buenos Aires. 685 dividuo. Determinamos ir a visitar la excavación ese mismo día, y en efecto así lo hicimos. Cuando llegamos, después de habernos mostrado aquéllos los dife- rentes huesos que habían extraído, nos enseñaron un instrumento de silex particular, especie de escoplo grosero, que acababan de encontrar con los huesos del Toxodonte y que aún se hailaba envuelto en una par- te de la ganga terrosa que lo envolvía. Nuevo dato que confirmó aún más nuestra opinión al respecto. La Sociedad Científica Argentina celebró el 28 de Julio de 1875 el aniversario de su fundación con un concurso y exposición científica, ins- talada en el Colegio Nacional de Buenos Aires. Cediendo a las instan- cias del doctor Ramorino, expusimos ahí los objetos en que fundábamos la existencia del hombre contemporáneamente con los mamíferos ex- tinguidos del Plata, consistentes en huesos humanos fósiles, pedernales tallados, huesos trabajados, huesos rayados, estriados y con incisiones, tierra cocida y huesos rotos longitudinalmente; encontrados todos en terreno no removido y mezclado con huesos de animales extinguidos. Allí fueron examinados por numerosas personas competentes que con- sideraron el problema como resuelto. La Sociedad Científica Argentina nos acordó por nuestra exposición un diploma honorífico. «La Aspiración» (núm. 59) publicó al respecto las siguientes líneas: «El señor don Pedro Pico, presidente de la Sociedad Científica Ar- gentina en el acto de la distribución de los premios de estímulo, pro- nunció el discurso que ha visto la luz pública en el diario «La Prensa» y cuya lectura ha producido en nosotros la impresión agradable que no tenemos el derecho de ocultar. «Hace siete años que el joven Florentino Ameghino se viene dedi- cando a estudios de la ciencia paleontológica, cuyos resultados han sido combatidos por las preocupaciones de la vulgaridad y por el egoísmo de los sabios que no permiten que se atribuyan a otros los progresos de la ciencia. «Ameghino, en sus excursiones, ha tenido que luchar con las dificul- tades de la escasez de recursos, porque, como educacionista, recibe un insignificante sueldo que apenas le permite satisfacer las más apre- miantes necesidades de la vida. «Sin embargo, su ánimo jamás cayó bajo el peso del abatimiento, y sus perseverantes esfuerzos han seguido las huellas del silencio que la imparcialidad y la justicia han venido a romper. «Desde su fundación, Ameghino dispone gratuitamente de las colum- nas de «La Aspiración» y los escritos publicados sobre sus investiga- ciones, han venido a revelar su contracción, conocimientos e inteligen- cía, hasta ahora ignorados. 686 «La Sociedad Científica Argentina, en la distribución de premios úe estímulo, ha sabido apreciar la importancia de sus trabajos, saliendo de los labios del señor presidente las palabras con que termina su discurso y que tenemos el placer de reproducir: «Helas aquí: «Señor don Florentino Ameghino: Cerraré este acto entregándoos, señor, este diploma por vuestra contracción y anhelo en la investigación de los secretos de la ciencia paleontológica, y recibidlo como un estímu- lo poderoso para continuar con esas investigaciones.» Fué pues, este, un primer paso hacia la solución de la cuestión, que, sirviéndonos efectivamente de estímulo, hizo que redobláramos la acti- vidad en nuestras continuas excursiones, acumulando bien pronto nue- vos datos. En nuestros Ensayos de un estudio de la formación pampeana que empezamos a publicar en esa época, sólo nos ocupamos de esta cues- tión por incidencia, pero afirmando la contemporaneidad del hombre con los mamíferos extinguidos. En efecto, al describir el depósito lacustre pampeano de la Villa Luján, decíamos lo siguiente: «En este mismo depósito, más tarde hemos encontrado numerosos in- dicios de la coexistencia del hombre con los animales extintos, consis- tiendo en su mayor parte en armas e instrumentos del hombre prinnti- vo mezclados con numerosos huesos de mamíferos fósiles.» En nuestras Notas sobre algunos fósiles nuevos encontrados en la for- mación pampeana, publicadas poco tiempo después, consagrábamos al hombre fósil argentino el siguiente párrafo: «El único representante de esta familia hasta ahora conocido, es el hombre, del que he encontrado muchos restos fósiles juntamente con numerosos huesos de animales diluvianos en las barrancas del Arroyo Frías (partido Mercedes), y que prueban de una manera incontestable, la contemporaneidad del hombre fósil argentino y los gigantescos y co- losales mamíferos extinguidos que poblaron en otra época estas regio- nes. Los restos hasta ahora en mi poder, son bastante numerosos, pero cumo el doctor Ramorino ha tenido la benevolencia de encargarse. de su estudio y descripción, no diré nada más sobre ellos.» Parece que el señor Moreno también había modificado ya en algo su opinion, pues en su nota, fecha 14 de Septiembre de 1875, dirigida a la Sociedad Científica Argentina pidiendo su concurso para su nueva ex- pedición a las tierras patagónicas, figura el pasaje siguiente: «Esto completaría los estudios que he hecho en el valle del río Negro v me daría la solución del curioso problema de la existencia de una raza primitiva dolicocéfala, la más antigua quizá que habitó el suelo argen- tino, sobre todo en su parte austral, la que hoy se halla ocupada por tri- bus braquicéfalas, como lo son todas las razas americanas, a excepción 687 de los esquimales y tres o cuatro ejemplares de individuos aislados de otras tribus. «Esta raza primitiva, que vivió en lejanas épocas en la provincia de Buenos Aires y Río Negro, ha dejado rastros de su pasada existencia sólo en algunos cráneos y objetos industriales, sepultados en las capas de nuestros aluviones modernos, y aun en las más elevadas del terreno cuaternario, habiendo sido probablemente exterminada. en esos parajes, por indios de raza araucana, bajo el nombre de Puelches, Huiliches, Mo- luches y Pehuenches, que habitan ahora ese mismo suelo.» En cambio, el doctor Burmeister, que aceptaba el descubrimiento de Lund y aun el de Seguin, cambió de opinión. En su obra: «Los caballos fósiles de la Pampa argentina», publicada a fines del mismo año, se pro- nunció contra la existencia del hombre fósil argentino, con una autori- dad despótica. En la introducción, páginas 1 y 2, se lee lo siguiente: «Aunque no puedo probar que hayan existido en la época cuaternaria, durante la formación del antiguo suelo de las pampas, verdaderas fuer- zas glaciales y que tampoco se pronuncian en los depósitos uniformes de la Pampa, cuyo espesor es por lo general de 40 hasta 60 pies, una di- ferencia material de un período inferior (preglacial) y un período más moderno superior (postglacial), creo deber establecer una división del terreno en dos períodos, según los fósiles sepultados en él; porque to- dos los esqueletos completos de los grandes animales arriba nombra- dos se encuentran únicamente en la parte inferior del terreno (4), como también los huesos de los caballos fósiles, y las capas superiores, que se tocan hacia arriba con los depósitos de la época actual de los aluv'o- lies, no tienen huesos fósiles (5), o si los tienen, son traídos por aguas corrientes, arrastrados del terreno inferior en el nivel de los arroyos y ríos actuales, o de especies que viven aún; los que se encuentran algu- nas veces asociados con los huesos fósiles del hombre o con productos de su industria, como puntas de flecha y de lanza trabajadas en piedia, y restos de alfarería (6). «Pero hasta ahora no conozco un caso bien definido en que objetos de esta clase y huesos del hombre, se hayan encontrado mezclados con restos de animales gigantescos y del caballo fósil: los objetos y relacio- nes que he visto y oído no me parecen bastante seguros, careciendo de observaciones hechas por personas competentes; pues las que hasta hoy se cuentan no son suficientes para fundar en ellas nuevas teorías. (4) En el capítulo XXVII, ocupándonos de la parte geológica, hemos demostrado el poco fun- damento de esta afirmación del doctor Burmeister. — (F. A.). (5) En el mismo capítulo XXVII, hemos probado completamente lo contrario de lo que afirma el doctor Burmeister. — (F. A.). (6) El descubrimiento de la alfarería, tanto en Europa como en América, es muy posterior a la época de la extinción de los grandes mamíferos cuaternarios. No se han encontrado, pues, ni pueden encontrarse huesos fósiles humanos acompañados de alfarería. — (F. A.). «Los huesos humanos, que me han mostrado algunos coleccionistas, en nada se diferencian de los restos antiguos de los aborígenes del país, del tiempo anterior a la conquista (7) y pertenecen, a mi modo de ver, a la época de los aluviones modernos o al período post-glacial, que en- cierra también en sus depósitos huesos de llama, ciervo, vizcacha, lie- bre, armadillos y otros cuadrúpedos actuales, que han vivido en los tiem- pos más modernos de la época cuaternaria (8). Estos siglos antehistó- ricos, los coordino al período post-glacial, nombrándole así, para probar su contemporaneidad con la época europea del mismo nombre, sin te- ner hasta ahora testimonios seguros de verdaderas circunstancias glacia- les en el país, y que en esa época haya vivido el hombre en sociedad con los mamíferos nombrados, pero no con el caballo fósil y los otros grandes mamíferos extinguidos (9). «Me abstengo de explicar aquí más extensamente mi opinión indi- cada, y remito al lector al segundo tomo, que pronto se publicará de mi «Descripción física de la República Argentina», en donde he dado una exposición más completa de toda la formación cuaternaria del país. Cito solamente la observación del doctor Lund, hecha en las cavernas fosilí- feras de Brasil, de que con los dientes de caballos fósiles encontrados por él en esos lugares, había mezclados huesos del hombre. No puede deducirse de esta observación, que los hombres han sido contemporá- neos del caballo, porque los depósitos de huesos en las cavernas no son primitivos, sino secundarios, traídos a ellas por las aguas corrientes. Estas aguas han perforado diferentes capas de los depósitos fosilíferos y han llevado algunos objetos más antiguos mezclados con otros más modernos al mismo lugar, en donde el observador actual los encuentra uno al lado del otro (10).» Ya se ha visto en la página 679, que el doctor Burmeister considera- ba en otro tiempo los huesos humanos encontrados por Lund como fó- siles; ahora pretende lo contrario, fundándose en que los yacimientos de las cavernas son depósitos secundarios. Este argumento es de otra época. Hace cincuenta años le era permitido a Cuvier combatir con él (7) No son afirmaciones vagas, sino hechos positivos lo que exige la ciencia moderna; el autor habría debido dar una descripción y dibujos de esos huesos modernos que se dicen antiguos, y entonces habríamos podido juzgar. — (F. A.). (S) Admitiendo, como aquí admite, que el hombre se encuentra en la parte superior de la formación pampeana, no sólo sería contemporáneo de los animales que cita el doctor Burmeister, sino tambjén de todos los grandes mamíferos extinguidos que él considera característicos del pam- peano inferior, pues es indiscutible que abundan más en los niveles superiores. Esa contempora- neidad es justamente el tema de este libro. — (F. A.). (9) En los capítulos XXVII y XXVIII hemos demostrado lo que tiene de impropio la aplicación de los térm'nos preglacial y postglacial a los terrenos pampeanos. — (F. A.). (10) Contrariamente a la opinión de Burmeister, el ¡lustre profesor de Quatrefages, ha pro- bado en una comunicación presentada al Congreso de Antropología, reunido recientemente en Moscou, que los huesos humanos encontrados por Lund en las cavernas de Brasil, son verdade- Tos fósiles. — (F. A.). 689 la existencia del hombre fósil en Europa, pero en el día, cuando está de- mostrado que los cuatro quintos de las cavernas están rellenadas por de- pósitos in situ de la misma época que los depósitos análogos de las lla- nuras vecinas, ya no se puede invocar sin pruebas locales evidentes. En cuanto a las cavernas de Brasil, hemos estudiado las colecciones de fésiles que de ellas se han extraído; hemos visto huesos rotos, fragmen- tados y roídos por animales carniceros y roedores, pero no hemos visto un solo hueso que haya sido arrastrado por las aguas. El limo rojizo que rellena las cavernas de Brasil, es, pues, perfectamente contemporáneo del limo análogo de las cercanías y es, como éste, un depósito primiti- vo y no secundario. Pero, en la lista de los mamíferos fósiles que el doctor Burmeister publica al fin de la misma obra, se lee otra disertación sobre el mismo tema, aún mucho más autoritaria. Ë He aquí lo que se lee en la página 76 de su monografía: «Algunos coleccionistas han mencionado ya los restos fósiles del hom- bre extraídos del suelo de la Pampa, y a mí mismo me han mostrado al- gunos, como encontrados junto con fragmentos del Megatherium, Glyp- todon y otros fósiles de la fauna antediluviana de la Pampa. Confieso francamente, que no me hallo muy dispuesto a creer en las afirmacio- nes de estos coleccionistas, porque saben muy bien, por comunicaciones de diferentes personas, el valor científico del descubrimiento del hom- Ere fósil, y como ellos hacen sus colecciones sólo con la intención de venderlas, creen, con razón, obtener un grande aumento en su precio, si pueden presentar una rareza de primer orden entre los objetos que ofrecen a los curiosos. Aun el señor Seguin, que ha llevado diferentes colecciones de huesos fósiles a París, no ha tenido otra intención que venderlas; el colector fué confitero (11), hace largo tiempo, y ha se- guido el ejemplo de Bravard, haciendo estas colecciones, cuando él ha comprendido la posibilidad de hacer fortuna con ellas. Su primera colec- ción, él la llevó a París antes de mi presencia en Buenos Aires, y regre- só en 1861, en el mismo vapor francés en que yo venía a esta capital. Principió a coleccionar de nuevo; pero habiéndome presentado al Su- perior Gobierno haciendo observar, que por este medio el Estado per- dería muchos de los tesoros útiles a nuestro Museo público, se prohibió la exportación libre de los huesos fósiles. El señor Seguin se irritó con- migo, y se negó a enseñarme los objetos de su colección y principalmen- te los huesos fósiles del hombre, que él había mostrado a otras personas. Son estos huesos los que han figurado en la Exposición Internacional de París, y sobre ellos el profesor Gervais ha dado algunas noticias en el «Journal de Zoologie». La fama de los descubrimientos de huesos fó- (11) He subrayado la palabra exprofeso. — (F. A.). AMEGHINO — V. III 44 690 siles hechos por Boucher de Perthes en Francia, había dado a conocer al señor Seguin el gran valor que podían adquirir, y por esta razón tra- ió de aumentar el efecto de su nueva colección, llevando sus huesos fó- siles a París e incluyendo entre ellos las primeras muestras del hombre fósil de la pampa (12). «Más tarde, otros coleccionistas de la misma clase, inducidos por los efectos de las colecciones de Seguin, han presentado también huesos fó- siles del hombre. Algunos de estos huesos, que he tenido ocasión de ver y principalmente varias muelas del hombre, que se me han enseña- de como fósiles, no me han dado otras indicaciones, que de su origen del hombre y de su antigúedad, pero no de su anterior a la época actual. «Mucho ruido han hecho últimamente los hermanos Breton, los mis- mos que han vendido el esqueleto de Hippidium neogaeum al Museo público, con la punta de una flecha de calcedonia, muy bien trabajada, que dicen haber encontrado en el mismo cráneo de Machairodus, aguje- reado por dicha punta. Pero como no han mostrado el cráneo mismo con su perforación, y como la punta de la flecha es diferente de todas las otras, que se hallan comúnmente en nuestro territorio, no puedo creer en esta narración, con tanta más razón, que cuando antes he visto otro pedazo de sílex, que no tiene ni vestigios de fabricación artificial, y que sin embargo los colectores pretenden que es como otra punta de flecha, aunque no tiene ni semejanza de tal. Con la experiencia que he adquiri- do acerca de esta materia, no estoy dispuesto a aceptar la edad cuater- naria del género humano primitivo del suelo de la Pampa; no puedo de- cir otra cosa, sino que los documentos que hasta hoy se conocen, no prueban de una manera incontestable que el hombre diluviano haya existido al mismo tiempo que los mamíferos preglaciales extinguidos de la misma época postglacial, y que haya sido contemporáneo de los ma- míferos más modernos, cuyos descendientes existen aún hoy en nues- tra pampa, pero también nos faltan datos seguros para probar esta hipó- tesis, y por esta razón debo rehusarme a admitirla como un hecho cierto.» Las armas de combate de que Burmeister echa mano en esos párra- fos, no son ciertamente elevadas. Es natural, pues, que reivindicáramos una parte de esos ataques como dirigidos contra nosotros y que esperáramos otros no menos significati- vos tan luego como tuviéramos el atrevimiento de hacer pública nues- tra opinión sobre la antigüedad del hombre en el Plata. Pero nuestra convicción era tan fuerte con las pruebas de que dispo- níamos, que esos ataques, aunque provenientes de personas mil veces (12) Nótese bien que el doctor Burmeister nunca ha visto dichos objetos y que por con- siguiente, habla sin conocimiento de causa. — (EF. A.). 691 respetables por su alta ilustración, no bastaron para intimidarnos y re- solvimos promover la discusión públicamente. El profesor Ramorino preparaba una comunicación sobre su visita a Mercedes y la existencia del hombre en la formación pampeana, que de- bía presentar a la Sociedad Científica Argentina al mismo tiempo que nosotros comunicábamos esos trabajos a varios profesores europeos. En el mes de Diciembre de 1875, el profesor P. Gervais publicaba en el tomo cuarto de su «Journal de Zoologie», página 527, la nota si- guiente: : «Nuevos restos del hombre y de su industria, mezclados con osamen- tas de animales cuaternarios recogidos cerca de Mercedes (República Argentina). — Ya hemos tenido ocasión de hablar acerca de los restos del Hombre o de su industria, que han sido recogidos en la República Argentina; y ahora, el señor Ameghino, que se propone hacer de esta cuestión el asunto de una obra especial, nos proporciona al respecto nuevos pormenores. He aquí lo que leemos en una carta por él datada en Mercedes el 31 de Octubre de 1875: «En el pequeño arroyo Frías, en las inmediaciones de Mercedes, y a 20 leguas de Buenos Aires, he encontrado muchos huesos fósiles huma- aos, a cuatro metros de profundidad, en un terreno cuaternario que ja- más había sido removido. «En presencia del profesor Giovanni Ramorino y de muchas otras personas, encontré algunos mezclados con una gran cantidad de carbón ie leña, tierra cocida, osamentas quemadas y estriadas, puntas de fle- cha, de escoplos y de cuchillos de sílex y una gran cantidad de osamen- tas pertenecientes a una quincena de especies de mamíferos en gran parte extinguidos, entre los cuales se encontraban el Hoplophorus or- natus (Burmeister), el Hoplophorus Burmeisteri (Nob.), el Lagostomus angustidens (Burmeister), el Canis protalopex (Lund.), el Eutatus Se. guini (Gervais) y el Triodon mercedensis (Nob.): «En diversos parajes del río Luján, cerca de Mercedes y de Luján, bajo distintas capas de terreno cuaternario que jamás había sido remo- vido, he encontrado, y han encontrado también otras personas, osamen- tas de animales extinguidos con estrías e incisiones hechas evidente- mente por la mano del hombre, huesos puntiagudos, cuchillos y pulido- res de hueso, puntas de flecha, escoplos y cuchillos de sílex y fragmen- tos de tierra cocida mezclados con numerosos restos de Mastodon Hum- boldti (Cuvier), Mylodon robustus (Owen), Ursus bonariensis (Ger- vais), Pampatherium typus (Nob.), Bos pampaeus (Nob.), Toxodon platensis (Owen), Lagostomus fossilis (Nob.), Glyptodon elongatus (Burmeister), Vulpes fossilis (Nob.), Equus curvidens (Owen), Equus neogaeus (Gervais) y de muchos otros animales extinguidos.» Pero el doctor Burmeister, en el segundo volumen de la «Descrip- 692 ción física de la República Argentina», publicado en 1876, ya se mues- tra menos autoritario. Dice en la página 216: «Se han encontrado huesos humanos dispuestos acá y allá en el terre- no de la provincia de Buenos Aires, pero no estoy seguro de que perte- nezcan realmente a esta época o a la más moderna de los aluviones. Los restos, que he visto, eran completamente iguales a los huesos de los in- dios auctótonos y no prueban, por su textura, nada que los una a una época más antigua. No parece que sean contemporáneos de los anima- les de la época inferior, porque carecemos de pruebas para determinar con seguridad que hayan vivido simultáneamente.» Ya hemos dicho que el doctor Ramorino se había encargado de pre- sentar una comunicación a la Sociedad Científica Argentina, pero una penosa enfermedad le impidió concluir el manuscrito; se embarcó para Europa y pocos días después de su llegada a Génova, su ciudad natal, en vez de la salud deseada, encontró en ella la muerte. Este accidente desgraciado nos determinó a comunicar personalmen- te a la ilustrada Sociedad nuestros trabajos sobre el hombre fósil ar- gentino. Por intermedio del doctor Zeballos, secretario, presentamos a la So- ciedad Científica Argentina, con fecha 22 de Abril de 1876, una Memo- ria intitulada: El hombre cuaternario en la Pampa. En esa Memoria, que hasta ahora no ha sido publicada, probábamos la existencia del hombre contemporáneamente con los mamíferos ex- tinguidos de la provincia Buenos Aires, basándonos sobre el estudio de diversas series de objetos diferentes. Más adelante se verá el trámite que siguió ella. En el número de los «Anales de la Sociedad Científica Argentina», correspondiente al mes de Junio de 1876, se encuentra la relación de una excursión hecha al río Luján por los señores doctor Estanislao S. Zeballos y Walter F. Reid, en la que se ocupan del hombre fósil argen- tino a propósito de un pretendido descubrimiento de los hermanos Bre- tón, expresándose del modo siguiente: «Llegados a Luján el sábado a la noche (18 de Marzo de 1876), nos presentamos al doctor Erézcano, quien, informado de nuestra comisión, nos manifestó estar decidido a ayudarnos en todo aquello en que pu- diésemos requerir su cooperación, habiendo puesto a nuestra disposi- ción un soldado de confianza y baqueano (*) de los parajes que debía- mos recorrer. «Deseando aprovechar nuestra visita a una persona competente como ei doctor Erézcano y que reside desde largo tiempo en Luján, promovi- mos una conversación sobre una de las denuncias más interesantes que hacían los señores Bretón hermanos, a saber: (*) Práctico, conocedor. 693 «Que en la parte posterior de la mandíbula inferior del león, habían encontrado clavada una punta de flecha de sílex, la cual nos fué pre- sentada por los denunciantes y cuyo dibujo acompañamos. «Comenzamos observando que la punta de flecha tenía, a nuestro jui- cio, un aspecto moderno, pues el sílex estaba perfectamente pulido y diáfano; y que, por otra parte, el trabajo revelaba un estado de progre- se artístico muy notable correspondiente al período neolítico, mucho más moderno que la formación pampeana en que se encuentran los grandes mamíferos. «Agregamos que uno de nosotros había tenido ocasión de examinar, en el museo del señor don Manuel Eguía, otra punta de flecha muy semejante a la presentada por los señores Bretón hermanos, no sola- mente por su forma sino también por el esmero del trabajo. Este ejem- piar ha sido dado al señor Eguía, como procedente de un pozo de Lobos. «Sin embargo, los datos no eran seguros para admitir la edad que se atribuye a esas puntas de flecha. «Entonces agregamos que a estas objeciones respondían los señores Bretón hermanos, citando el testimonio del doctor Erézcano y de otros vecinos que, decían ellos, habían concurrido y firmado un acta en el momento de levantar la tlecha del punto en que fué hallada. «El doctor Erézcano tomó la palabra y nos dijo: «Que hace tiempo había sido invitado a presenciar aquel acto; pero que cuando él llegó, la flecha estaba descubierta con la cabeza del león, de modo que él no presenció el hallazgo, e ignora si es cierto que efec- tivamente fué encontrada en la mandíbula a que él la vió adherida más tarde, agregando que en igual caso se encontraban los demás signata- rios del acta. «Esta declaración del doctor Erézcano, que reputamos muy impor- tante, fué confirmada por el doctor Real, antiguo vecino de Luján, y que formaba parte de la reunión. En seguida el doctor Erézcano y el doctor Real nos hicieron varias indicaciones útiles sobre los parajes que debíamos recorrer, aconsejándonos muy especialmente una visita al arroyo Marcos Díaz, afluente del río Luján. «Satisfechos de nuestra visita y agradecidos por las atenciones que recibimos, nos retiramos y formamos nuestro juicio sobre la importan- cia que debe atribuirse a los descubrimientos de aquellos supuestos ves- tigios del hombre fósil. «En cuanto al hombre primitivo de Europa, no cabe ya duda que era contemporáneo de los grandes mamíferos extinguidos, como el Elephas primigenius, el Ursus spelaeus, el Felis spelaea, el Rhinoceros tichorhi- nus, el Cervus megaceros, etc., como lo prueban los trabajos de Lyell, Lubbock, Boucher de Perthes, Southall y otros. «En Sud América se ha resuelto el problema de la existencia del hom- 694 bre fósil, habiéndolo encontrado el doctor Lund en las cavernas de las sierras del Brasil (13). «Juntamente con estos restos han sido hallados huesos de animales correspondientes a la formación cuaternaria, como el caballo fósil (14). «No puede afirmarse que en nuestras formaciones falte el hombre fó- sil, porque la naturaleza del terreno llano y generalmente uniforme, no permite con frecuencia el estudio de sus capas inferiores; así como, por otra parte, se conoce la existencia de cavernas con restos humanos, que no han sido exploradas todavía, en varias provincias del interior y es- pecialmente en San Luis, donde se han hecho descubrimientos de este género en 1875 (15). «Pero concretando nuestras observaciones, al caso de la flecha de los señores Bretón, nuestra opinión es decisiva. El trabajo tan artístico de la punta de flecha, corresponde, como dijimos, a una civilización ya bas- tente adelantada. «Es de extrañarse que nunca se hayan encontrado en las numerosas extracciones de fósiles en aquellos parajes otras indicaciones, como res- tos de alfarería (16) y productos industriales que son tan comunes en los paraderos del hombre prehistórico en este país. «La época paleolítica, es decir, la época de la piedra tallada tosca- mente, corresponde en Europa a los grandes mamíferos fósiles; y si los señores Bretón hermanos hubieran demostrado que esa punta de flecha es cuaternaria, tendríamos que la época neolítica, o de la piedra tallada artísticamente, era contemporánea en Sud América de los fósiles cuater- narios, es decir, todo lo contrario de lo que se ha descubierto en las for- maciones europeas. Constatada la veracidad de aquella denuncia, las ciencias que estudian al hombre desde su aparición en las capas geoló- gicas, tendrían un gran adelanto con que enriquecer sus anales (17). (13) Los señores Reid y Zeballos se hallan aquí en desacuerdo con el doctor Burmeister que niega la antigiedad de esos huesos. Es cierto que algunos años antes estaba convencido de su remota antigúedad. — (F. A.). (14) El doctor Burmeister insiste justamente en la no contemporaneidad del hombre y de: caballo fósil. — (F. A.). (15) El doctor Burmeister pretende que esos restos son modernos. Cierto es que el ilustrado sabio no admite que en las cavernas se puedan encontrar objetos de una antigüedad remota y contemporáneos los unos de los otros. — (F. A.). (16) Sólo en los tratados populares de prehistoria, escritos por Figuier, Le Hon, etc., se ven ollas de barro atribuídas al hombre cuaternario, En el día, todos los sabios especialistas de Francia, Inglaterra, Alemania, Italia, etc., están acordes en reconocer que el hombre cuaternario aún no había aprendido a fabricar tiestos de barro. Es, pues, de suponer, con mayor razón, que tampoco los conocía el hombre pampeano; si para establecer su existencia, se exige el hallazgo de alfarerías, es posible pasen siglos sin que se encuentren. — (F. A.). (17) Epoca neolítica no quiere decir de la piedra tallada artísticamente, sino de la piedra nueva o moderna (néos, nuevo, lithos, piedra); época paleolítica o arqueolítica quiere decir de la piedra antigua (archios antiguo, etc.). Así, si en un punto cualquiera del globo, los instru- mentos de piedra de una época más remota, correspondiente a los tiempos cuaternarios, fueran mejor tallados que los más recientes correspondientes a la época de los aluviones, los más viejos no dejarían por eso de ser los paleolíticos o arqueolíticos, es decir: los más antiguos... ni los más recientes podrían designarse bajo otro nombre que no fuera el de neolíticos, es decir: los más modernos. — (F. A.). 695 «Pero como las pruebas no satisfacen, pensamos resueltamente que la flecha de los señores Bretón hermanos no corresponde al hombre fósil.» Hacia esta época, la Sociedad Científica Argentina debía celebrar un concurso público, en el que invitaba a tomar parte a todas las per- sonas de buena voluntad. Nos decidimos a concurrir a uno de los te- mas propuestos, no para disputar un premio, sino con el buen deseo de contribuir en algo al esclarecimiento de uno de los problemas más interesantes de la geología argentina. Hicimos remitir con este objeto a la secretaría de la Sociedad, una Memoria titulada: Ensayos de un estudio de los terrenos de transporte ae la cuenca del Plata, en la que dedicábamos algunas líneas, aunque como cuestión secundaria, al hombre en la formación pampeana. El Jurado encargado de estudiarla dió sobre nuestro trabajo, con fecha 28 de Junio de 1876, un informe pésimo, aconsejando su archi- vo, y en el que se leen entre otros párrafos los siguientes, que se re- fieren a la cuestión de que nos ocupamos: «Luego trata de los organismos contenidos en la formación. Esta es la parte más deficiente del trabajo; los recogidos y descriptos por los raturalistas, constituyen un catálogo de hechos que no parecen ser co- conocidos suficientemente por el autor de la Memoria, o los descuida, guiado sólo por sus ideas y presuntos descubrimientos. «Sólo nos basta citar, en confirmación de lo anterior, que el autor da como un hecho probado, la existencia del hombre fósil en la Pam- pa, cuestión aún no resuelta por ningún observador concienzudo». Este informe se halla firmado por los señores don Francisco P. Mo- reno, don Pedro N. Arata y don Carlos Berg. A mediados del mes de Julio la Sociedad Científica Argentina nos devolvía la Memoria sobre El hombre cuaternario en la Pampa, acom- pañada de la nota siguiente: e «Buenos Aires, Julio 8 de 1876. «Señor don Florentino Ameghino — Tengo el honor de remitir a usted la Memoria que presentó usted a la Comisión Directiva de esta Sociedad, sobre El hombre cuaternario de la Pampa. «En las últimas páginas de dicha Memoria, podrá usted informarse del trámite que ella ha seguido, y de la resolución adoptada por la Co- misión Directiva. «Saluda a usted atentamente. PEDRO Pico, Presidente. ESTANISLAO S. ZEBALLOS, Secretario. » 696 En las últimas páginas de la Memoria constaban, en efecto, los do- cumentos siguientes: «Buenos Aires, 5 de Junio de 1876. «La Comisión Directiva ha resuelto: «Pase a informe de los señores don Francisco P. Moreno y Estanis- lao S. Zeballos. ESTANISLAO S. ZEBALLOS, Secretario. » Buenos Aires, 14 de Junio de 1876. Señores miembros de la Comisión Directiva de la Sociedad Cientí- fica Argentina. «El problema que pretende haber resuelto el señor Ameghino, es de bastante importancia para expedirse sobre él ligeramente. «Otros descubrimientos análogos no dieron los resultados que es- peraban sus autores. «Por esta razón, y por la naturaleza del terreno visitado por uno de nosotros, en que ha hecho sus investigaciones el autor de la Memo- ria (18), opinamos que no debe considerarse resuelto el problema, hasta que no se haga un estudio fundamental y detenido sobre los objetos encontrados. «En Europa se ha agitado también durante largo tiempo, la cues- tión del hombre fósil, y sólo después de maduras observaciones y pro- fundos estudios se ha arribado a una conclusión definitiva como la que busca el señor Ameghino. «En la confianza de que más tarde tendremos ocasión de volver- nos a ocupar de esta materia, con los objetos a la vista, creemos que nada más debemos agregar por ahora, y aconsejamos a la Comisión Directiva el aplazamiento de su juicio sobre este asunto. «Saludamos a nuestros colegas. F. P. MORENO, ESTANISLAO S. ZEBALLOS. » (18) En nuestra Memoria no indicábamos la situación de los puntos en que habíamos prac- ticado nuestras investigaciones; mal podía entonces tener la seguridad el señor Zeballos de que el punto por él visitado fuera el mismo de donde nosotros habíamos recogido los materiales que nos habían servido de tema para nuestro trabajo. — (F. A.). 697 «Buenos Aires, Junio 16 de 1876. «La Comisión Directiva ha resuelto en esta fecha aprobar el informe de la Comisión. ESTANISLAO S. ZEBALLOS, Secretario. » Y como es bueno conocer el acta de la sesión en que fué aprobado este trámite, hela aquí, transcripta del tomo II de los «Anales» de la Sociedad: 362 SESIÓN DEL 15 DE JUNIO DE 1876 PRESIDENCIA DEL SEÑOR PICO A las ocho y cuarto de la noche se abrió la sesión, con asistencia de diez y ocho señores socios, cuyos nombres son los siguientes: «Pico (P.), Huergo (A), Lagos, Guerrico, Huergo (L. A.), White, Viglione, Cagnoni (J.), Cagnoni (J. M.), Amoretti, Brian, Olivera, Buttner, Aguirre, Pirovano, Dillon (Justo), Buschiasso y Zeballos. «Leída y aprobada el acta de la sesión anterior, se dió cuenta de varios asuntos entrados y de las decisiones de la Comisión Directiva durante la quincena. El Secretario informó que no había Orden del Día. «El señor Kyle pidió la palabra y propuso hacer una visita a los es- tablecimientos de los señores Prat y Bagley; moción que fué aproba- da, señalándose el día Sábado 24 para verificarla. «El Secretario dijo que se había presentado a la Comisión Directi- va una Memoria sobre la existencia del Hombre cuaternario en la Pampa, en la cual se pretendía haber resuelto la cuestión. Que la Co- misión Directiva la había pasado a informe de los señores socios Mo- reno y Zeballos, quienes hacían informado aconsejando a la Comisión el aplazamiento de la cuestión, censejo aprobado por la Comisión Di- rectiva, lo que ponía en conocimiento de la Asamblea en cumplimien- to de sus deberes señalados en el Reglamento. «El señor Amoretti preguntó si la Comisión Directiva tenía facul- tad para proceder así, sín consultar a la Asamblea, y declaró que él pensaba lo contrario. «El Secretario contestó invocando el artículo del Reglamento que autoriza a la Comisión Directiva a formar la Orden del Día, y que or- cena que toda Memoria que deba leerse en asamblea y discutirse, ha de ser considerada primero en la Comisión Directiva. 698 «Agregó que ésta era la práctica seguida hasta ahora, habiendo ar- chivado la Comisión varias Memorias sin someterlas a la considera- ción de la asamblea. «El señor Lagos pensaba que del texto del artículo citado no se des- prendía tal facultad a favor de la Comisión Directiva. «El señor Kyle observó que el autor de la Memoria que promovía este debate era una persona que se dedicaba a estudios paleontológi- cos, habiendo merecido un diploma honorífico de esta Sociedad, en la Exposición de 1875, por las investigaciones a que se refiere en el tra- bajo en cuestión. «El Secretario informó, que a pesar de eso, la Comisión Directiva se había conducido con prudencia, porque en el caso de la Memoria actual, el señor don Florentino Ameghino, su autor, había incurrido en un error fundamental, atribuyendo una edad remotísima a objetos que apenas tendrían tres o cuatro siglos, y declaraba fósil lo que es contemporáneo de los aluviones modernos (19). «Se extendió en explicaciones sobre las diferentes tentativas frus- tradas a propósito del descubrimiento del hombre fósil en la provin- cia de Buenos Aires; y concluyó declarando que cuando el autor de la Memoria presentase más pruebas y mayores datos, la cuestión se- ría resuelta de uno u otro modo y se daría cuenta a la asamblea, no ya de una parte, sino de todo el expediente. «El señor Guerrico dijo que por las diferentes explicaciones que había escuchado, notaba falta de suficientes datos para ilustrar un punto tan importante como el que trataba la Memoria. Había oído decir también, que anteriormente su autor había recibi- do un diploma de la Sociedad. «Pensaba que no se debía leer ahora la Memoria, hasta no conocer el resultado de los nuevos estudios que iban hacerse, no solamente porque se tendría actualmente un conocimiento parcial del asunto, sino también por cuanto la Sociedad tenía el deber de guardar respe- to a su diploma, concedido en 1875, que podría resultar comprometi- do por su Memoria si ella no diese un resultado satisfactorio. Se adhe- ría, pues, al aplazamiento de la cuestión, como lo había resuelto la Junta Directiva. «El Secretario observó que al votar el aplazamiento, debía hacerse de modo que la asamblea declarara si la Comisión Directiva tenía fa- cultad o no, para proceder como lo ha hecho en el caso en cuestión, a fin de dejar un antecedente sobre la materia. (19) El doctor Zeballos hacía esta afirmación sin haber examinado los objetos y sin duda en la creencia en que estaba de que el punto por él visitado en la Cañada Rocha era el mismo en que pretendiamos haber encontrado los vestigios del hombre fósil. Errorciertamente involun- tario. — (F. A.). 699 «Apoyada esta indicación se votó y resultó aprobada la conducta de la Comisión Directiva, con lo cual terminó la sesión a las 10 y media de la noche. PEDRO Pico, Presidente. ESTANISLAO S. ZEBALLOS, Secretario. > Con fecha 1° de Agosto, remitimos por segunda vez nuestra Memo- ria a la Sociedad Científica Argentina, contestando el informe de los señores Moreno y Zeballos de la manera siguiente: « Mercedes, Agosto 1° de 1876. «Informado de la resolución adoptada más arriba por la ilustrada Comisión Directiva, diré que es digno de verdadero elogio el proce- der de la Comisión informante, al no querer dar su opinión definitiva sin antes ver los objetos y hacer sobre ellos un estudio fundamental y detenido, pues se trata de una cuestión verdaderamente importante, y un juicio impremeditado podria ser más tarde un grave obstáculo para liegar a establecer la verdad. «Pero hay un punto que no puedo pasar desapercibido. Se dice en el informe que una de las causas que han motivado la suspensión del Juicio definitivo, es la naturaleza del terreno visitado por uno de los informantes que, según se afirma, es el mismo en que yo he hecho mis investigaciones. «Como en mi Memoria no determino los puntos fijos en que he en- contrado los objetos, la afirmación de que han sido visitados esos pun- tos, hecho de que no tengo conocimiento, me hizo asaltar por la duda de que alguien los hubiese indicado, proporcionando datos falsos en vez de datos verdaderos. «Y de esa duda vino a sacarme la entrega VI, tomo I, de los «Ana: les» de la Sociedad, en la cual se halla una relación de una excursión hecha al río Luján por los señores doctor Estanislao S. Zeballos y con Walter F. Reid. Leyéndola, comprendí que discurriéndose en mi Me- moria de objetos encontrados cerca de la Villa Luján, en terreno blanquizco, con capas de tosquilla y conchas de moluscos de agua dul- ce, se ha podido creer que el punto en que encontré esos objetos es precisamente el mismo visitado por los exploradores comisionados por la Sociedad. Si acaso lo ha creído así, debo declarar que he acopiado mis materiales, por lo que a este punto se refiere, a una distancia de sólo unas seis o siete cuadras de la plaza del mismo pueblo, mientras 700 que el punto visitado por los exploradores, cerca de la embocadura del arroyo Marcos Díaz, se halla a legua y media de distancia de dicho pueblo. «Con todo, la visita de los señores Zeballos y Reid no dejará de arrojar mucha luz sobre esta cuestión, por las razones que voy a ex- poner. «En sus notas geológicas ellos hablan de una capa de tosca rodada que consideran como el fondo de un río cuaternario, opinión que con sentimiento declaro no es la mía, por la razón de que he seguido esos depósitos de tosca a lo largo de las barrancas del río, en un trayecto de varias leguas, y he llegado a la conclusión de que deben ser conside- rados como depositados durante la época cuaternaria en el fondo de la misma depresión en que más tarde formó su cauce el actual río. Esa misma capa de tosca que los autores de la Memoria conceptúan como cuaternaria existe en el punto donde he hecho mis descubrimientos; y precisamente en esa tosca rodada he encontrado más objetos que ates- tiguan la antigúedad del hombre. Ultimamente, después de la visita de los señores Reid y Zeballos, visité ese punto y noté en esa misma capa de tosca rodada, la existencia de fragmentos de tierra conocida. «Y ya que estoy hablando de la Memoria de los mencionados seño- res, voy a decir también algunas palabras acerca de otro punto que pa- rece haber llamado bastante la atención de ellos y es el siguiente: «Es de extrañarse que nunca se hayan encontrado en las numero- sas extracciones de fósiles en aquellos parajes otras indicaciones, como restos de alfarería y productos industriales que son tan comunes en los paraderos del hombre prehistórico en este país.» «Eso tiene una explicación muy sencilla: no se han encontrado allí restos que denoten la presencia del hombre, porque esas excavaciones han sido ejecutadas sin prolijidad y generalmente por personas total- mente desprovistas de conocimientos sobre esta materia; y voy a probarlo. «En el punto visitado por los exploradores, en que se decía existir una tan grande cantidad de huesos fósiles, se han practicado grandes excavaciones, habiéndose removido varios cientos de varas cúbicas de tierra. Los que tales excavaciones han ejecutado no encontraron ningún objeto que denotara la existencia del hombre, a pesar de haberles re- comendado especialmente que recogieran todo fragmento de hueso, piedra u otra materia extraña, por pequeños que fueran, con tal de que fueran extraídos del terreno fosilífero. Sólo me presentaron la punta de flecha de que hablan los señores Zeballos y Reid en su Me- moria, que no he vacilado en declarar apócrifa por su trabajo, por las diversas versiones que se hicieron correr sobre el modo como la ha- bían encontrado, así como también por las conversaciones que sobre 701 el particular tuve con el doctor Erézcano y por otras varias razones que no es del caso exponer. Y sin embargo, en ese mismo punto y en menos de media hora yo he podido comprobar la presencia de frag- mentos de tierra cocida. «Los señores Zeballos y Reid, que dicen haber estudiado con esme- ro esa corriente cuaternaria, tampoco notaron la presencia de tales vestigios; lo que prueba que nada tiene de extraño que personas sin conocimientos en la materia no hayan hallado objetos trabajados por el hombre; y prueba, además, que para encontrarlos es necesario ve- rificar excavaciones metódicas, con una constancia, paciencia y es- mero de que sólo se podrá tener idea cuando se me presente ocasión de relatar el modo cómo verifiqué mis exploraciones. «Por ahora, y para concluir con estas digresiones, ya bastante lar- gas, me basta decir que los restos o fragmentos de tierra cocida, par- ticularmente, son tan abundantes que a cualquiera que quiera tomar- se el trabajo de realizar algunas exploraciones en mi compañía, le ga- ranto desde luego que sin hacerle esperar muchas horas, extraeré en su presencia, de los depósitos de tosca rodada cuaternaria del río Lu- ján, a lo menos veinte fragmentos por cada metro cúbico de terreno removido. «Volviendo ahora al objeto principal que motiva estas líneas, digo que accedo gustoso al deseo de la Comisión, acompañando a la Me- moría una parte de los objetos sobre los cuales he creído y creo poder afirmar y probar la existencia del hombre cuaternario argentino. Acom- paño también varios objetos de hueso más modernos que creo podrán ser útiles para estudiar con más provecho los antiguos, y un corte geo- lógico de la barranca del río cerca de la Villa Luján en el punto donde he encontrado el mayor número de objetos trabajados por el hombre. «Al mismo tiempo me permito hacer presente que para completar el estudio de los objetos que envío y dar un juicio de mayor autoridad, sería también conveniente que la Comisión informante, acompañada, si lo juzgase conveniente así, por otras personas competentes, vinie- ra a examinar el punto en que he encontrado los huesos fósiles huma- nos, lugar situado a corta distancia de Mercedes y que ya ha sido visi- tado por naturalistas, ingenieros, químicos, coleccionistas y muchos aficionados que han quedado plenamente convencidos de la verdad de mis asertos. Si asi se procediera, yo haría practicar nuevas excava- ciones a continuación de las primeras, en presencia de la Comisión, con probabilidades de encontrar nuevos datos. De este modo, podrían más tarde repetir apenas variada, la frase de Julio César: fuimos, vi- mos, creímos. FLORENTINO AMEGHINO. » 702 Al mismo tiempo, remitimos al doctor Zeballos, secretario de la So- ciedad, una colección de más de cien objetos diferentes, extraídos del terreno pampeano y presentando vestigios más o menos evidentes de la acción del hombre. En Enero de 1877 apareció un trabajo del doctor Zeballos titulado: «Estudio geológico de la provincia de Buenos Aires». Y he aquí las apreciaciones del autor sobre esta cuestión: «Varios han pretendido haber descubierto el hombre cuaternario en la pampa de Buenos Aires. «El primero fué el buscador de fósiles Seguin, quien hizo una ven- ta de sus colecciones al señor Paúl Gervais, pretendiendo que entre ellos iban huesos humanos. «El profesor Gervais los describió en el «Journal de Zoologie», pero Moreno, que ha hecho estudios esmerados sobre las razas sudameri- canas, especialmente sobre la Patagonia, donde aquellos restos fue- ron encontrados (20), piensa que los huesos presentados al señor Ger- vais, son simplemente prehistóricos. «Mas tarde, los hermanos Bretón, buscadores de fósiles en el rio Luján, pretendieron haber descubierto una punta de flecha tallada en sílex, adherida o clavada en el cráneo de un león fósil. «Comisionados el señor Reid y yo para estudiar la denuncia, infor- memos a la Sociedad Científica Argentina lo siguiente (Sigue el in- forme transcripto en la página 692 y a éste le siguen los párrafos que transcribimos a continuación) : «Posteriormente, el joven Ameghino ya citado, ha hecho descubri- mientos en la cañada de Rocha y ha reunido una interesante colección de restos de armas y de utensilios de los indígenas. «Los ha clasificado como pertenecientes al hombre fósil; y ha co- municado esta misma noticia al señor Gervais de París y a la Socie- dad Científica Argentina de Buenos Aires; pero el problema no ha sido resuelto.» Nuestro distinguido colega incurrió en error por falta de datos su-: ficientes. En efecto: no son los objetos que recogimos a orillas de la cañada Rocha los que habíamos clasificado como fósiles, pues son de una época relativamente muy reciente; ni pudimos comunicar al pro- fesor Gervais que esos restos eran fósiles, puesto que la nota que pu- blicó ese profesor y ha sido transcripta, la remitimos a Europa tres meses antes de descubrir el interesante paradero de la cañada Rocha, descripto en el Libro Segundo de esta obra. (20) Los restos humanos llevados a Europa por Seguin no proceden de la Patagonia; fue- ron encontrados en la provincia Santa Fe, sobre las orillas del río Carcarana. — (F. A.). 703 El trabajo del doctor Zeballos, aunque publicado en Enero y Febre- ro de 1877, había sido escrito a principios de 1876, de lo que se dedu- ce que este error involuntario había inducido al doctor Zeballos a afir- mar que nosotros declarábamos fósil lo que es contemporáneo de los aluviones modernos (21). El señor Lista también creyó de su deber intervenir en el debate, pero lo hizo de una manera poco feliz, como puede juzgarse por los párrafos que siguen, transcriptos de «La Libertad» del 22 de Marzo de 1877: «Se ha hablado mucho en estos últimos años, de algunos descubri- mientos en esta formación, de huesos humanos mezclados con restos de Gliptodontes y Milodontes, pero, fuerza es decirlo, la autenticidad de estos descubrimientos es muy sospechosa si se atiende a la condi- ción de los descubridores. «Cuando el señor don Francisco Seguin descubrió los célebres hue- sos humanos, descriptos después por M. Paul Gervais, el sabio Direc- tor de nuestro Museo, doctor Burmeister, publicó una carta pidiendo 2 dicho señor, que en servicio de los intereses de la ciencia le mostra- ra los huesos que decía haber encontrado en terreno cuaternario no removido; pero M. Seguin guardó el más profundo silencio y de allí a poco tiempo se embarcó para Francia, llevando consigo los pretendi- dos restos del hombre diluviano.que vendió al Museo de Historia Na- tural de París. | «También el «Journal de Zoologie» que dirige M. Gervais, insertó ahora dos años una estupenda comunicación de don Florentino Ame- ghino, en la que este señor daba cuenta de haber encontrado en el pe- queño arroyo Frías, cerca de Mercedes, muchos huesos fósiles huma- nos asociados con objetos de la industria india y restos de mamíferos extinguidos. «Si mal no recordamos, la Sociedad Científica Argentina nombró una comisión de personas distinguidas para que se constituyeran en dicho arroyo de Frías, e hicieran investigaciones, tendientes a dejar constrtado el importante descubrimiento de Ameghino, pero esa ex- cuisión dió un resultado negativo.» Nuestra opinión no era el resultado de una ilusión pasajera, sino el fruto de un estudio serio y profundo; de modo que esa salida intem- pestiva e impremeditada del señor Lista, no podía por menos que pro- vocar de nuestra parte una contestación, por cierto bien merecida, que vió la luz pública en «La Libertad» del 27 de Marzo y fué reproducida por diversos periódicos. «La Prensa» del 28 de Marzo de 1877, la pre- cedió con las siguientes líneas: (21) Véase el acta de la Sociedad Científica Argentina, antes transcripta. 704 «Cuestiones de interés científico — La juventud empieza a empeñar- se en estudios científicos que eran hasta ahora el patrimonio exclusi- ve de los distinguidos extranjeros que han derramado en este país sus conocimientos. «La Prensa» es quizá el único diario que desde tiempo atrás viene tomando a pecho la tarea de estimular a la juventud en sus trabajos científicos, teniendo en vista la necesidad de que el país cuente pron- te con un cuerpo de eruditos profesores argentinos. «Hoy dos jóvenes investigadores de los secretos de nuestras forma- ciones geológicas, se empeñan en un debate interesantísimo. «¿Existe el hombre cuaternario o antediluviano en Buenos Aires? «En otros términos: ¿Es cierto, como la Iglesia lo pretendió a me- mudo, que el hombre apenas tiene una antigüedad de cinco a siete mil años, O vivid en Buenos Aires, como en Europa queda demostrado, hace sesenta mil años? «Tal es la cuestión. «En Europa fué formulada al principio de este siglo en el sentido afirmativo que expresan las últimas palabras de la interrogación pre- cedente. «Boucher de Perthes, revelador de ese descubrimiento inmortal, pe- regrinó cincuenta años, como Colón, sin hallar en Francia más que in- diferencia, sonrisas burlonas y el apodo de soñador o de loco. «Cupo a los sabios ingleses Lyell, Prestwich y muchos otros, el ho- nor y la gloria de haberse trasladado a Francia, examinando el terreno denunciado por Boucher de Perthes, estudiando sus colecciones cien- tíficas, y declarando en libros famosos, que el hombre vivió antes de las épocas glaciales, cuyos derretimientos son los que la ciencia y la religión de todos los pueblos conocen por el diluvio universal. «La cuestión que se inicia en Buenos Aires, esperó cincuenta años sin solución en Europa. «¿Cuántos invertiremos aqui? «Uno de los propagandistas de la antigüedad cuaternaria del hom- bre argentino, es un modesto joven profesor de una escuela de Mer- cedes. «El ha avisado sus trabajos a varios profesores europeos y a la «So- ciedad Científica Argentina» de Buenos Aires. «Ahora los hace conocer en la prensa de la siguiente manera: «Señor Director de «La Libertad». «Muy señor mio: «En la sección noticiosa del número 988 del ilustrado periódico que usted dirige, se halla transcripto un trabajo del señor don Ramón Lis- ta sobre el hombre fósil argentino, precedido de algunas palabras del encargado de esa sección. 705 «No me habría ocupado para nada del trabajo del señor Lista por no traer nada de nuevo sobre la cuestión del hombre fósil argentino, pero en él se hace referencia a mis trabajos sobre este punto, de un modo poco favorable, y adulterando la verdad de los hechos, lo que me obliga a salirle al encuentro. «Esperando que usted no tendrá inconveniente en publicar la si- guiente contestación a un escrito publicado en las columnas del perió- dico que usted tan dignamente dirige, como también por la alta im- portancia científica de la cuestión que en él se debate, le doy antici- padamente las gracias y me subscribo de usted su siempre seguro y atento servidor. FLORENTINO AMEGHINO. : Mercedes, Marzo 24 de 1877.» EL HOMBRE FÓSIL ARGENTINO «Habla el señor Lista de una comunicación que hemos dirigido al señor Gervais, de París, y publicada en el «Journal de Zoologie», en la que decíamos haber encontrado muchos huesos fósiles humanos asociados con objetos de la industria humana primitiva y huesos de mamíferos extinguidos. «Aun cuando no han transcurrido dos años desde que se publicó esa comunicación, pues apenas hace uno, pasaremos esto por alto porque creemos que sólo se trata de una equivocación. «¿En nombre de qué fundamento científico desconocido se atreve el señor Lista a calificar esa comunicación de estupenda? «Esperamos nos conteste, recordando, al pasar, que parece no la ha considerado como tal el señor Gervais, uno de los naturalistas más cé- lebres de la actualidad, ni muchas otras personas de reconocida com- petencia que se han ocupado y que en estos momentos se están ocu- pando de esta cuestión. «Dice en seguida que la Sociedad Científica Argentina nombró una comisión de personas distinguidas para que se constituyeran en el arro- yo Frías y dejaran comprobado el descubrimiento, pero que la excur- sión dió un resultado negativo. «Con más justicia habría procedido el señor Lista, si hubiera dicho que la Sociedad Científica Argentina se ocupó de esta cuestión porque nosotros promovimos la discusión. Efectivamente, en el mes de Mayo del año pasado, presentamos a la ilustrada Sociedad una Memoria so- bre el hombre cuaternario en la pampa, en la que hemos afirmado la coexistencia del hombre con los grandes mamíferos sudamericanos, fundándonos en el examen de las siguientes ocho clases de objetos: AMEGHINO — V. III 45 706 «1% Huesos que suponemos rayados y estriados por la mano del hombre. 2° Huesos rotos longitudinalmente para extraer la médula. 3° Huesos con incisiones. 4° Pedernales tallados. 5° Huesos trabajados. 6% Carbón vegetal. 7% Tierra cocida. 8° Huesos fósiles humanos. «La Comisión Directiva de dicha Sociedad nombró una comisión compuesta de los señores don F. P. Moreno y doctor don Estanislao S. Zeballos, para que estudiara la Memoria. Esta comisión se expidió el 14 de Junio del año pasado, aconsejando a la Comisión Directiva el aplazamiento de su juicio hasta que nosotros acompañáramos a la Memoria los objetos sobre los cuales fundamos nuestra tesis. «El primero de Agosto del mismo año contestamos el informe de la comisión especial y acompañamos los objetos que se nos pedían, in- vitando al mismo tiempo a la comisión a visitar el punto del descubri- miento, si lo creía conveniente. Desde entonces no sabemos qué trá- mites habrá seguido la Memoria, pues hasta ahora nada se nos ha he- cho saber. «Como se ve, el señor Lista habría rendido más culto a la verdad, suprimiendo la parte que se refiere a la comisión, que dice fué nom- brada para inspeccionar el arroyo Frías y que la excursión ha dado un resultado negativo, puesto que nunca se ha nombrado tal comisión, ni ha tenido lugar tal excursión. «El solo hecho de haber leído la comunicación publicada en el «Journal de Zoologie» de París, debía haberle hecho comprender que tenemos un gran acopio de materiales, puesto que en ella anunciamos la publicación de una obra sobre este tema, obra que, de paso sea di- cho, ya está concluída, pero cuya publicación no empezamos aún porque nos interesa conocer antes el fallo definitivo de la Sociedad Científica. «¿Por qué el señor Lista no ha bebido en fuentes más claras los da- tos que deseaba adquirir tocante a nuestros trabajos? Es que, desde que hemos hecho nuestros primeros trabajos sobre esta. materia, han sido mirados con desdén o han sido combatidos con armas nada no- bles, puesto que hasta se ha llegado a suponer que íbamos guiados por el deseo de efectuar especulaciones indignas. Esto ha sido obra de nuestros sabios, egoístas por excelencia, que no pueden tolerar que se atribuya a un ignorante lo que sólo ellos se creen en aptitud de po- der realizar. «Pero en ocho años que llevamos de trabajos incesantes, hemos aco- 707 piado un número tan grande de hechos, y hemos acumulado un núme- ro tan grande de materiales, que no bastará, para quitarles el escaso mérito que puedan tener, la opinión infundada de algún sabio presti- gioso, ni cuatro plumadas de alguno de sus discípulos. «Obligados a terminar este ya demasiado extenso artículo, rogamos al señor Lista y a cualquier otro que se haya permitido o se permita poner en duda nuestros descubrimientos sin bastante fundamento para ello, que nos expliquen la causa que ha producido las rayas, estrías e incisiones que se notan en muchos huesos de animales extintos de las pampas, completamente iguales a los que presentan muchos huesos encontrados en los paraderos indios de esta Provincia; que los huesos rotos longitudinalmente, los huesos trabajados y los pedernales talla- dos no son cuaternarios; y que los fragmentos de tierra cocida que se encuentran cerca de la Villa Luján enterrados con restos de anima- les extinguidos, no se hallan en terreno cuaternario no removido. «Por último, desafiamos a que se nos pruebe que los huesos huma- nos.que hemos presentado a la Sociedad Científica Argentina y los que conservamos en nuestra colección, no son verdaderos fósiles en- contrados en terreno cuaternario no removido. FLORENTINO AMEGHINO. » Sería inútil agregar que aún esperamos la aceptación de este desa- fío científico. El señor Lista, mo contento con la publicación de su artículo en Buenos Aires, lo envió a Europa; y el profesor Gervais lo publicó en su «Journal de Zoologie», poniéndole al final la siguiente nota: «Permítasenos agregar que esos autores (Heusser y Claraz) figu- ran en el número de aquellos cuyos nombres hemos citado en la nota que publicamos en 1873 a propósito de los huesos humanos y las armas en piedra tallada que el Museo de París adquirió del señor Seguin. Por otra parte, en esa nota no hemos afirmado que los objetos de que se trata pertenezcan a la época cuaternaria; a pesar de eso el hombre no ka dejado de inscribirse entre las especies cuyos restos caracterizan esta época en América del Sud y lo vemos aún figurar al principio de la lista de esas especies que el sabio doctor Burmeister acaba de pu- blicar en su reciente obra sobre los caballos fósiles, titulada: «Los Ca- balios fósiles de la Pampa Argentina». En nuestras Noticias sobre antigüedades indias de la Banda Orien- tal, publicadas a fines de 1877, consagramos tres o cuatro párrafos a esta cuestión, destinados a afirmar una vez más la existencia del hom- bre fósil argentino, en la esperanza de que el señor Lista u otros acep- taran quizá el debate científico a que los habíamos invitado en el ar- 708 tículo que acaba de leerse. Empeño inútil, pues desde entonces nadia ha vuelto a contestar nuestras aserciones. Hacia esa época decidimos transportar una parte de nuestras coles- ciones a Europa para exponerlas en la Exposición Universal de París de 1878. La Sociedad Científica Argentina, después de habernos pedido que presentáramos los objetos en que fundábamos nuestra Memoria sobre El hombre cuaternario en la Pampa y después de habérselos remitido, había dejado transcurrir diez y ocho meses sin ocuparse de ellos. En- contrándonos en vísperas de embarcarnos para Europa, resolvimos re- clamar nuestros objetos, como lo hicimos a mediados de Febrero de 1878, agregando, que siempre estarían a disposición de la Sociedad para su estudio, tan pronto como estuviéramos de regreso, y al mismo tiempo pedíamos autorización para publicar en folleto nuestra Memo- ria. Nos fueron entregados los objetos, pero no se nos comunicó reso- lución alguna tocante a la autorización pedida. Esta es la causa que nos priva del placer de transcribirla. ¿yA En la comunicación oficial de los objetos que deseábamos exponer, hecha a la Comisión provincial de Buenos Aires publicada en el nú- mero 45 de «El Industrial», página 398, afirmábamos nuevamente de una manera categórica la coexistencia del hombre con los grandes ma- miferos extinguidos. Llegado que hubimos a Europa nos ocupamos de organizar en la Sección Argentina de la Exposición Universal, de acuerdo con el se- ñor Rufino Varela, Comisario general de la República Argentina, una sección especial de Antropología y Paleontología, con nuestras colec- ciones y los materiales enviados por los señores Moreno, Leguizamón, Liberani, Larroque, Brachet, Robles y Lavagna, que ha llamado la atención de todos los sabios que la visitaron y de la que se han ocupa- do un gran número de publicaciones europeas. Al mismo tiempo, para facilitar su estudio, publicamos un catálogo especial (Catalogue spécial de la Section Anthropologique et Paléon- tologique de la République Argentine, in-8° y 80 páginas), cuyas pri- meras páginas contenían la enumeración de cerca de 300 objetos di- ferentes destinados a probar la contemporaneidad del hombre con los mamíferos extinguidos, con indicación de los diferentes puntos en que se había encontrado cada objeto. Alli fueron examinados por la Comisión organizadora de la Exposi- ción de Ciencias Antropológicas y los delegados extranjeros en corpo- ración y por los principales sabios especialistas de Europa. El Jurado encargado de esa Sección, nos acordó un premio por nues- tra exposición especial, como ya lo había hecho antes la Sociedad Cien- tífica Argentina de Buenos Aires. 709 En el mes de Junio de 1878 el profesor Gervais presentó al Insti- tuto de Francia una comunicación sobre esa Sección especial de la Re- pública Argentina, en la que a propósito del hombre fósil de América del Sud se encuentra el pasaje siguiente: «El señor Ameghino ha agregado a las piezas que le pertenecen un número considerable de objetos trabajados por el hombre, unos de hueso, otros de piedra, procedente de los primeros habitantes del te- rritorio argentino. Algunas de esas piezas le parece remontan a la épo- ca de los grandes mamíferos, y da así una nueva prueba de la coexis- tencia, ya admitida por varios autores, del hombre y los animales ex- tinguidos.» El Catálogo General de la República Argentina, publicado durante la Exposición (République Argentine —Exposition Universelle de Pa- tis 1878.— Catalogue général) contiene también una enumeración de esos objetos y su época respectiva. En el mes de Septiembre de 1878 presentamos al Congreso interna- cional de Ciencias Antropológicas, reunido en París con motivo de la Exposición Universal, una Memoria intitulada L’homme préhistorique dans le bassin de la Plata, destinada a probar la contemporaneidad del hombre con los mamíferos extinguidos de América del Sud, que fué leída en la cuarta sesión del Congreso. En el volumen XIV de los Matériaux pour l’histoire primitive et na- turelle de l’homme correspondiente al año 1878, el Director de esta publicación le dedicó tres largas páginas al examen de esa Memoria (páginas 382 a 385), concluyendo con el párrafo siguiente: «El señor de Cartailhac, que, en su calidad de secretario del Con- greso, había dado lectura de ese trabajo, aprovechó esta ocasión para hacer observar cuán notable era el movimiento científico en la Repú- blica Argentina. Los sabios de ese país no se han contentado con ha- cer excavaciones y estudios metódicos; han traído a la Exposición de París colecciones antropológicas y otras considerables; han publicado noticias y catálogos ilustrados; merecen en toda forma el estímulo y las felicitaciones del Congreso; siguen el ancho camino abierto en América del Sud por el naturalista Lund y nadie duda de que lleguen a resultados considerables para la historia primitiva de la humanidad.» Los propietarios del «American Naturalist» de Filadelfia, nos pi- dieron al mismo tiempo un corte geológico del terreno del arroyo Frías : en el punto de donde habíamos extraído los huesos humanos, corte que fué publicado en el número de Diciembre de 1878 de esa revista científica, acompañado de su explicación y de la enumeración de los principales objetos que habíamos extraído en el mismo punto. Algún tiempo después la Dirección de la «Revue d'Anthropologie» de París, nos pidió un trabajo de más consideración, que fué publicado 710 en el tomo II de la serie segunda, año 1879, páginas 210 a 249, bajo al título de L’homme préhistorique dans la Plata. En él tratamos la cuestión del hombre fósil argentino en otro orden, enumerando las pruebas sobre las cuales reposa su existencia, indicando la situación de las diferentes estaciones que hemos explorado y los objetos reco- gidos en ellas, clasificándolas por orden de antigüedad, y discutimos por primera vez la antigüedad geológica de la formación pampeana, que según se ha visto, es terciaria, en nuestro concepto. Ese trabajo nos ha valido las felicitaciones por escrito de los prin- cipales sabios de Europa, al mismo tiempo que algunos hacían sus re- servas sobre la antigüedad geológica del terreno pampeano. En el Congreso Internacional de Americanistas reunido en Bruse- las durante el mes de Septiembre de 1879, tratamos la misma cues- tión en una Memoria bastante extensa titulada La plus haute antiqui- té de Phomme en Amérique. El profesor Virchow, que presidía la se- sión, concluída nuestra exposición, preguntó expresamente con insis- tencia si alguien tenía alguna observación que presentar a nuestras afirmaciones, pero los especialistas en la materia, después de haber examinado los objetos que presentamos a estudio del Congreso, con- testaron que nada tenían que agregar a lo expuesto. Dicha Memoria se halla publicada en la obra en dos volúmenes que contiene los tra- bajos del Congreso y la acompaña una lámina litografiada. En el tomo tercero de la «Revue d'Anthropologie» publicamos, en Enero de 1880, otra Memoria sobre el mismo tema, destinada espe- cialmente a la descripción de una parte de los objetos del hombre fó- sil argentino que hemos coleccionado, y reprodujimos en ella el cor- te geológico del arroyo Frías, publicado por el «American Naturalist» de Filadelfia. Este trabajo está acompañado de tres grandes láminas litográficas, en las que se encuentran dibujados unos 70 objetos pre- históricos diferentes, y de una nota del profesor Broca sobre los fósi- les humanos que hemos recogido en el arroyo Frías (22). En el diario la «République Française» del 2 de Diciembre de 1879, el doctor Bert publicó un largo artículo sobre nuestros trabajos pre- históricos en el Plata, en el cual considera el hallazgo del hombre fó- sil argentino como un descubrimiento de gran importancia científica. Este artículo se halla transcripto en el segundo volumen de revis- tas científicas editadas por la librería G. Masson, correspondiente al año de 1880, páginas 366 a 367 (23). (22) Armes et instruments de l’homme préhistorique des Pampas, en «Revue d'Anthropologie», serie segunda, volumen III, año 1880. (23) «Revues scientifique», publicès par le journal «La République Française» sous la direction de M. PAUL BERT, prefesseur a la Faculté des Sciences, membre de la Chambre des Députés. — Deuxième année, 1880. m1 He aquí los párrafos que conciernen más directamente a esta cues- tión: «El número de hechos de la arqueología prehistórica crece incesan- temente. Recogidos a derecha e izquierda por observadores de opinio- nes y de conocimientos diversos, es raro que de buenas a primeras sean clasificados en su valor y en su rango. Se les ve desfilar sin relación entre sí, en compilaciones, en las cuales la crítica es a menudo desco- nocida. «Son muy de temer las conclusiones prematuras y las hipótesis pre- cipitadas; hay que reservar las apreciaciones para el tiempo en que puedan pronunciarse a golpe seguro. Pero ¿es preciso por eso limi- tarse a enumerar los hechos en vez de clasificarlos? Es preciso que- dar indefinidamente sin una idea, sin un hilo conductor en medio de documentos en los cuales la multiplicidad toca muy de cerca la incohe- rencia? ¿Es preciso contentarse con el vano pasatiempo de hacinamien- tos estériles? Así se creería, en efecto, al escuchar a algunos aficio- nados que, viviendo en la contemplación de algunas piezas que la ca- sualidad les ha hecho descubrir, nunca tienen suficiente elevación para criticar a quienes con menos gloria y no más provecho, se dedi- can a la penosa tarea de compulsar, comprobando unos con otros, los descubrimientos que se producen en todas partes, poner orden y rela- ción entre ellos, hacer, en una palabra, una obra de arte de su barro informe. No han sabido aprovechar los resultados de sus propias in- vestigaciones, no es preciso utilizarlas, no es preciso sentir las cosas que no han tenido la sagacidad de percibir con tenerlas en las manos; no han concluído, no es preciso concluir. Se figurarían gustosos que los roban, exprimiendo de sus trabajos las ideas que no han tenido ellos mismos. Es una extravagancia. De su parte puede ser a menudo perdonable; pero puede tener consecuencias sensibles para su propia ciencia. La historia puede enseñarles que los descubrimientos perte- necen sobre todo a los que saben fecundarlos. «Hay a menudo un mérito mucho más grande que el de ellos, en emplear los hechos una vez coleccionados y en hacer un conjunto coor- dinado de los materiales esparcidos. Por nuestra parte lo apreciamos altamente. «Por eso es que encontramos utilidad en poner en evidencia, por una crítica imparcial, los hechos que se agrupan bajo la principal de las cuestiones definidas, en el día, pendientes. Fuera de esto no hay más que los pocos trabajos de conjunto verdaderamente acabados de que podamos dar aquí el análisis con algún provecho para nuestros lectores. «Entre esos trabajos, señalaremos desde luego los estudios parti- cularmente concienzudos y seguidos del señor Ameghino sobre el hom- 712 bre prehistórico de América del Sud, estudios que están a punto de aparecer. «Se ha formado desde hace algunos años, sobre todo en Brasil y en la República Argentina, bajo la impulsión directa de la ciencia fran- cesa, toda una escuela de jóvenes arqueólogos y antropólogos. Ella ha proporcionado el año pasado los materiales de una muy hermosa ex- posición (Sección argentina) que, colocada fuera de su verdadero lu- gar, no obtuvo toda la atención que merecía. Las colecciones del se- ñor Ameghino constituían quizá la parte principal. Estas colecciones son los resultados de sus excavaciones, que forman la base de sus es- tudios.» El autor de este artículo, después de un largo examen crítico de nues- tros trabajos sobre las épocas modernas, continúa de esta manera: «El principal, el gran mérito del señor Ameghino, consiste sobre todo en el descubrimiento del hombre cuaternario de esta región. «Sobre toda la inmensa extensión de la superficie de la Pampa en- tre el Plata y los Andes, debajo de la tierra vegetal, se encuentra una capa de terreno rojizo, compuesta exclusivamente de arcilla y arena fina, con algunas infiltraciones calcáreas. Desciende hasta una pro- fundidad de 30 a 40 metros y presenta por todas partes igual compo- sición y aspecto. Ningún bloque de piedra de procedencia extraña, nin- gún guijarro rodado interrumpe su uniformidad. «El señor Ameghino atribuye su formación a inundaciones repeti- das, que han recubierto completamente, por intervalos, las llanuras de las pampas. Su fauna es caracterizada por los huesos de un gran Machairodus de un Ursus tan grande como nuestro spelaeus, de ca- ballos y de Hippidium, de dos Mastodontes, de armadillos gigantescos y de perezosos colosales como el Mylodon y el Megatherium. «Algunos de esos huesos ostentan estrías, agujeros e incisiones, que el señor Ameghino atribuye a la acción del hombre. «La época de la formación pampeana se divide en tres partes: los tiempos de los grandes lagos, los tiempos pampeanos modernos (esta expresión de modernos es viciosa, de cualquier modo que se la consi- dere) y los tiempos pampeanos antiguos. «Los tiempos de los grandes lagos están representados por una se- rie de depósitos de color blanquizco, aislados en la superficie. Esos de- pósitos contienen restos de géneros extinguidos, pero son caracteriza- dos por un Lagostomus y un zorro de especie viviente. Estos depósi- tos, excavados en siete puntos diferentes, son los que han proporcio- nado la mayor parte de los objetos de la industria humana. Esos obje- tos consisten sobre todo en sílex groseramente trabajados, en huesos trabajados (punzones, puntas de flecha, etc.) y en fragmentos de tie- rra cocida. 713 «Los tiempos pampeanos modernos están representados por la par- te superior de los depósitos de la llanura, de color rojizo y algo más arenoso que la parte inferior. No se encuentran en él representantes seguros de las especies actualmente vivientes. El señor Ameghino no ha recogido en él vestigios del hombre más que en un solo punto. Con- sisten en una inmensa cantidad de carbón vegetal, en fragmentos de tierra cocida, en huesos estriados, con incisiones y partidos, en dos pequeñas puntas de flecha de sílex, en dos sílex tallados en forma de escoplos, etc., y en fin, en huesos del hombre mismo. «El pampeano inferior está caracterizado por restos de Hoplophorus ornatus (Owen), relativamente raro en el pampeano superior, y por la presencia del Typotherium, que falta completamente más arriba. «Pero en cuanto a vestigios del hombre en esta formación, no se poseen más que huesos estriados, o que parecen pulidos artificialmente. «La opinión grave expresada por el señor Ameghino sobre la épo- ca de la formación pampeana nos pone particularmente en descon- fianza respecto a este género de pruebas. «Su inmensa extensión, su espesor, su posición... podrían ya ha- cernos suponer, dice, que ella no es cuaternaria; pero si estudiamos la enorme diferencia que presenta la fauna pampeana con la que pue- bla aún la misma comarca, desaparecen todas las dudas... «Sólo en las capas superiores es donde encontramos algunas espe- cies que puedan atribuirse a algunas de las actuales, pero en el reste de la formación encontramos, no tan sólo especies todas completa- mente extinguidas, sino también géneros y aun familias que ya no es- tán representadas por ninguna especie. «Lo que me confirma aún más en mi opinión, es que la formación que se encuentra inmediatamente debajo de la pampeana, y que llaman patagónica o pliocena, contiene restos de Anoplotherium y de Palaeo- therium, géneros que todo el mundo sabe datan de una época mucho más antigua que la pliocena. «Es preciso, pues, según nuestro modo de ver, hacer distinciones en la formación pampeana, que puede muy bien unir dos edades, de épo- cas diferentes. Pero en cuanto a admitir que se haya encontrado en ella los vestigios de un hombre terciario como quisiera sugerirlo el señor Ameghino, esto nos es absolutamente imposible. A lo menos, es preci- so esperar. «Antes de terminar el análisis de este notable trabajo, señalaremos aún un descubrimiento bien singular del señor Ameghino. Es el de la habitación del hombre de la época pampeana. «Se había preguntado en dónde el hombre, en esta inmensa llanura sin un accidente, sin una elevación, sin un árbol, sin una roca, habría podido ponerse a cubierto y escapar a los ataques de los terribles ani- 714 males que lo rodeaban, cuando un día emprendió la extracción de la coraza de uno de esos armadillos gigantescos del grupo de los Glipto- dentes. «Estaba colocada horizontalmente, la abertura ventral abajo y el dor- sc arriba, descansando sobre una capa de tierra más dura y diferente de la que la rodeaba; era la antigua superficie del suelo. Todo alrede- dor de la coraza, había una cantidad de carbón vegetal, de cenizas, de huesos quemados y partidos y algunos sílex. Se veía, aglomerada alre- dedor de la coraza, una cantidad de tierra rojiza del suelo primitivo. Empezóse a extraer la coraza y, en vez de encontrar, como yo lo espe- raba, el esqueleto del animal, se encontró vacía. Llegado al nivel que marcaba al exterior la superficie primitiva del suelo, me apercibí que ei interior descendía más profundamente. Se continuó la excavación, y se encontró sobre la superficie primitiva interior del suelo un instru- mento de sílex, huesos largos de guanaco y de ciervo partidos y algu- nos con rastros de trabajo artificial, dientes de Toxodon y de Mylodon partidos y en parte trabajados, fragmentos de cuernos de ciervo, etc. Ya no había dudas: el hombre se había apoderado de la coraza del animal muerto, la había vaciado y colocado horizontalmente, después había ahondado el suelo en el interior para procurarse un poco más de espacio y estabiecer ahí su morada.» Otro descubrimiento parecido y la posición general de las grandes corazas de Glyptodon indican, por otra parte, que ese era su género de vida habitual. «Las corazas en cuestión pueden tener, según Burmeister, 1 m. 64 de diámetro longitudinal, 1 m. 32 de diámetro transversal y 1 m. 05 de al- tura. No es, pues, nada extraordinario que el animal que era el hombre de aquellos remotos tiempos, haya podido, profundizando un poco la tierra, alojarse ahí con toda comodidad. Pero el señor Ameghino puede, con todo, lisonjearse de haber hecho, lo repetimos, un descubrimiento bien nuevo y sorprendente. Los pueblos salvajes actuales no nos pre- sentan ningún caso de habitación natural de este género.» El señor Bert acompañó este examen crítico con dos magníficos gra- bados; uno representa la cabeza del Megatherium del Museo de Histo- ria Natural de París; el otro el esqueleto completo con la coraza del Glyptodon typus del mismo Museo. Los autores de Los mamíferos fósiles de América del Sud, obra que vió la luz en el mes de Febrero de 1880, se ocuparon del hombre fósil de América Meridional, considerando los hallazgos de Lund, de Se- guin y de los nuestros, como suficiente prueba para establecer su con- temporaneidad con los mamíferos extinguidos de la misma región (24). (24) Les mammifères fossiles de ’ Amérique Méridionale, par le docteur H. GERVAIS et FLO- RENTINO AMEGHINO, pág. 4. París y Buenos Aires, 1880. 715 En el mes de Agosto de 1880 salía a luz el volumen que contiene los trabajos del Congreso Internacional de Ciencias Antropológicas, en el que se halla publicada la Memoria sobre el hombre fósil argentino, que tuvimos el honor de presentar a esa ilustre reunión. Es demasiado lar- ga para que podamos ni aun resumirla; los que deseen conocerla la en- contrarán en la página 341 y siguientes de ese volumen (25). En la página 288 del mismo libro, se lee además el pasaje siguiente: «El hombre cuaternario en América, por el señor Varela (Rufino), de Buenos Aires. — El señor Cartailhac. — Tengo el honor de presenta- ros una comunicación de parte del señor Varela, de la República Ar- gentina. «El tiempo es ciertamente demasiado corto para que pueda daros una idea completa de este muy interesante trabajo. «Vosotros sabéis que hay, en el Campo de Marte, una exposición bastante considerable de la República Argentina, que merece particu- lermente nuestra atención. La Memoria del señor Varela tiene por ob- Jeto el hacer conocer los hechos más curiosos y más interesantes de esa Exposición. Se trata de la contemporaneidad del hombre y de las espe- cies extinguidas en la América del Sud. Tanto como está probado el he- cho desde hace largos años en Europa, cuanto la cuestión es aún dudosa en América, a pesar de trabajos ya antiguos. «El señor Varela ha vuelto a seguir la cuestión, y, en yacimientos de los que da un buen corte estratigráfico, ha encontrado huesos de espe- cies extinguidas al lado de objetos que le parecen trabajados, y de hue- sos que ofrecen estrías; algunos están partidos como para la extracción de la médula, siguiendo la costumbre constante de ciertas poblaciones primitivas. «Otros huesos están quemados; hay también huesos mejor trabaja- dos y en forma de flechas. Por todas estas razones el señor Varela cree en la contemporaneidad del hombre y de las especies extinguidas de América, que son: el Mastodonte, el Megaterio, el Maquerodo y otras especies de gran talla que corresponden a nuestra fauna cuaternaria de Europa. «Aprovecho esta ocasión para pediros alentéis con aplausos esos trabajos que nos llegan de América del Sud, donde me parece que están en muy buen camino científico.» (Aplausos). A mediados de este mismo año hicimos un estudio físico, químico y geológico sobre los huesos humanos encontrados por Seguin en la pro- vincia Santa Fe, y conservados actualmente en la Galería de Antro- pología del Museo de París. Consignamos los resultados de este estudio (25) Congres International des Sciences Anthropologiques, tenue à Paris du 16 au 21 août 1878. Comptes rendus sténograpkiques, etc. París, 1880. 716 en una Memoria que se publicará en la «Revue d'Anthropologie» (26), en la que probamos y demostramos hasta la evidencia, que los huesos encontrados por Seguin son perfectamente fósiles y contemporáneos de los grandes desdentados extinguidos (27). Nuestro trabajo se halla acompañado de una nota del doctor Topinard sobre los mismos huesos. En fin, el marqués de Nadaillac, en su reciente y lujosa obra sobre los tiempos prehistóricos, también se ocupa del hombre prehistórico sudamericano, y especialmente del hombre contemporáneo de los gran- des desdentados extinguidos, transcribiendo varios párrafos de nuestras publicaciones en la «Revue d'Anthropologie» y en el «Journal de Zoolo- gie». El autor acompaña estos datos de varios magníficos grabados, re- presentando algunos de los gigantescos desdentados extinguidos de la Pampa argentina (28). (26) Etude sur Páge géologique des ossements humains rapportés par Francois Seguin, de la République Argentine, et conservés au Museum d'Histoire Naturelle de Paris. — «Revue d'An- thropologie», serie segunda, volumen IV, 1881. (27) Ya se ha visto que Burmeister pretende, sin fundamento para ello, que dichos huesos son apócrifos, y atribuídos a una época remota con un fin puramente mercantil. (28) Les premiers hommes et les temps préhistoriques, par le MARQUIS DE NADAILLAC, vol. II, pág. 10 y siguientes. París, 1881. CAPÍTULO XXX PRUEBAS MATERIALES DE LA COEXISTENCIA DEL HOMBRE CON LOS MAMÍFEROS EXTINGUIDOS DEL TERRENO PAMPEANO Huesos rayados y estriados. — Huesos con vestigios de choques. — Huesos partidos longitudinalmente. — Huesos quemados. — Carbón vegetal. — Tierra cocida. — Huesos con incisiones. — Huesos agujereados. — Instrumentos de hueso. — Ins- trumentos de piedra. — Huesos humanos fósiles. — Descubrimientos aislados. Las pruebas de la existencia del hombre que hemos recogido en la formación pampeana son relativamente numerosas. En nuestras últi- mas publicaciones las hemos enumerado en el orden que sigue: Huesos rayados y estriados. — El primer género de pruebas que pue- de aducirse en favor de la coexistencia del hombre con los mamíferos extinguidos de la Pampa, son los huesos de muchos de estos animales que muestran en su superficie un gran número de rayas y estrías com- pletamente idénticas a las que se han observado sobre un gran núme- ro de huesos de reno trabajados por el hombre y encontrados en las ca- vernas de Francia, Bélgica e Inglaterra. Estas rayas e incisiones son de una época anterior al enterramiento de los huesos y no pueden ha- ber sido producidas sino cuando éstos estaban aún frescos o cubiertos por una parte de la carne. Que no son modernas se puede probar muy fácilmente por medio de .2s numerosas dendritas producidas por óxidos de hierro y de manga- neso que se extienden sobre toda la superficie de los huesos y en el fon- do de las mismas rayas. Los huesos en que se encuentran con más fre- cuencia son los huesos largos y las costillas. Unas son en sentido lon- gitudinal u oblicuo y otras en sentido transversal. Unas son más grue- sas, otras más finas, o más anchas, o más profundas. Algunas son ver- daderas líneas rectas; otras sinuosas o curvas; y, por fin, otras muchas son paralelas. A veces las mismas rayas son más profundas en una ex- tremidad que en la otra, otras veces más anchas o más angostas y a me- nudo se cruzan entre sí formando ángulos diversos. Hemos tratado de explicarnos la causa que ha producido semejantes rayas por todos los medios que se nos ocurrieron. Recurrimos a la de- 718 secación de los huesos y encontramos que producía grietas profundas que mal se avienen con la superficie casi lisa del fondo de las rayas en cuestión. Buscamos las impresiones geológicas creyendo que podrían explicarnos lo que para nosotros era hasta entonces un enigma, y vimos que eran de un aspecto completamente diferente. Invocamos la acción de los dientes de animales carniceros y no encontramos ninguno que pu- diera trazar rayas y estrías de hasta 30 y 40 centímetros de largo. Exa- minamos las huelias que dejan los dientes de los roedores, y vimos que éstos presentan siempre la misma forma, el mismo ancho correspon- diente al de los incisivos de las diferentes especies y un fondo de su- perficie siempre lisa. Examinamos por un momento si los antiguos to- rrentes podían darnos la explicación de ese fenómeno, y vimos que era absurdo admitir que un hueso que conserva todas sus formas exteriores intactas pueda haber sido arrastrado por las aguas. Fijamos nuestra atención en la arena arrastrada por las aguas encima de los huesos y ob- servamos que al mismo tiempo que iba formando en su superficie al- gunas estrías, los iba carcomiendo completamente. Por fin, cansados de buscar, vimos que tan sólo el hombre, valiéndose de sus toscos cuchillos Ge pedernal, podía haber hecho semejantes rayas, y que, del mismo modo que el antiguo habitante de Europa separaba la carne de los hue- sos de los Megaceros, del Rengífero y del Rinoceronte, raspándolos con toscos cuchillos de sílex, así también el primitivo habitante de las pam- pas, sirviéndose de iguales instrumentos, separaba la carne de los hue- sos del caballo, del Hippidium, del Toxodonte y del Mastodonte. Como una nueva prueba en favor de esta opinión, recordaremos que un gran número de los huesos partidos por el hombre que recogimos en el paradero prehistórico de Cañada Rocha presentan en su superficie rayas y estrías absolutamente iguales. Por último, para descargarnos de todo escrúpulo recurrimos a experiencias directas, raspando huesos frescos con lajas de pedernal, y obtuvimos rayas y estrías análogas a las que muestran los huesos de los animales extinguidos. Los huesos rayados y estriados que recogimos en el terreno pampea- ro de la provincia Buenos Aires, pertenecen a las especies siguientes: Toxodon platensis, Hippidium neogaeum, Macrauchenia patachonicu, Mastodon andium, Auchenia sp.?, Cervus sp.? Palaeolama Weddelli, Mvlodon y Glyptodon. Admitido, pues, que esas rayas son vestigios de la mano del hombre, resultaría que éste fué contemporáneo por lo menos de siete géneros di- ferentes de animales extinguidos. Pronto veremos que numerosos datos vienen a confirmar esta supo», sición. HUESOS CON VESTIGIOS DE CHOQUES. — Otros huesos presentan en su superficie depresiones más o menos grandes, a veces bastante profun- 719 das y de fondo liso y cóncavo. Estas depresiones provienen de golpes fuertemente aplicados sobre la superficie del hueso con martillos o per- cutores de piedra. Golpeando huesos frescos con un guijarro rodado ob- tuvimos en su superficie excavaciones concoidales completamente idén- ticas. Por otra parte, ya se ha visto que en el paradero de Cañada Ro- cha existen numerosos huesos que muestran excavaciones análogas. Es, pues, evidente que esos son vestigios producidos por la mano del hombre, con tanta más razón cuanto que en el terreno pampeano no se encuentran guijarros rodados, y que, por consiguiente, no pueden ser el resultado de choques accidentales. En algunos ejemplares, esos vestigios de golpes, cavidades concoi- Gales o cortaduras, están dispuestas con cierta simetría que sólo puede ser el resultado intencionado de un ser inteligente. Algunas de estas cavidades concoidales fueron producidas por golpes fuertes aplicados sobre los huesos con el objeto de partirlos longitudi- nalmente para extraer la médula; otros con el fin de darles úna forma convenida. La antigúedad de esas cavidades se prueba por el color de la super- ficie de su fondo, que es completamente igual al color de la superficie del resto del hueso. HUESOS PARTIDOS LONGITUDINALMENTE. — Tenemos otra prueba de la existencia del hombre en la formación pampeana, en las astillas de hue- sos largos que se encuentran mezclados con huesos de animales extin- guidos. Esas astillas no se encuentran, en efecto, más que en ciertos y deter- minados puntos, en donde existen otros vestigios de la existencia del hombre. Ahí los huesos largos de ciervo, guanaco, Paleolama y caballo se encuentran siempre partidos longitudinalmente, mientras que los otros huesos de los mismos animales y los huesos largos de las otras es- pecies que están desprovistos de canal medular, se encuentran general- miente enteros. A menudo también la superficie de esas astillas de hueso presenta numerosas rayas y estrías y señales de golpes completamente iguales a las que muestran los huesos mencionados más arriba, lo que constituye una nueva prueba de que son obra de la mano del hombre. Los huesos largos rotos por el hombre para extraer la médula que se han encontrado en las cavernas de Europa, están partidos de la misma manera y ofrecen, además, el mismo aspecto que los huesos partidos longitudinalmente que extrajimos en el paradero de Cañada Rocha. En todos está perfectamente bien marcada la superficie de la rotura, en la que se distinguen todas las prominencias, rugosidades y aspecto fibroso del hueso, con su superficie interna y externa intactas, tal como si los huesos fueran recién partidos. 720 Todos estos caracteres hacen que no se pueda aceptar la suposición de que puedan haber sido partidos por choques recibidos al ser arrastra- dos por las aguas, pues no tan sólo habrían perdido su lustre peculiar, sino también las señales de las fracturas con todos sus ángulos y aristas. Es indudable que han sido partidos en el punto donde se encuentran, y como no han sido rotos por animales carniceros, porque en este caso presentarían las huellas dejadas por los dientes, no queda otra explica- ción posible que suponer que han sido partidos por el hombre para ex- traer la médula. En el paradero moderno de Cañada Rocha, ya descripto en el Libro Segundo, recogimos más de 30.000 huesos partidos longitudinalmente y examinándolos uno a uno, pudimos convencernos de que los huesos partidos por la mano del hombre ofrecen un aspecto característico par- ticular que permite distinguirlos fácilmente. Ahora bien: no sólo los huesos pampeanos se parecen a los que recogimos en el paradero men- cionado, sino que ofrecen absolutamente el mismo aspecto y se encuen- tran en ambas épocas las mismas formas. HUESOS QUEMADOS. — En los mismos yacimientos recogimos también algunos fragmentos de huesos quemados, y, entre otros, astillas de hue- sos largos, mezclados con huesos de animales extinguidos y otros ves- tigios de la industria humana, lo que prueba una vez más la existencia cel hombre en esta época y demuestra que en efecto él es quien partió los huesos y los expuso en seguida a la acción del fuego para retirar la médula con más facilidad. CARBÓN VEGETAL. — Al descubrimiento anterior se une como comple- mento el hallazgo de carbón vegetal en tres o cuatro puntos diferentes del terreno pampeano, y en uno de ellos, como se verá más adelante, en grandísima cantidad, mezclado con huesos humanos, restos de la indus- tria humana y huesos de animales extinguidos. TIERRA COCIDA. — En la provincia Buenos Aires, allí donde se encuen- tran paraderos indios anteriores a la conquista, se presentan a la vista millares de fragmentos de alfarerías. Estos restos son, sin embargo, me- nos numerosos a medida que los paraderos datan de una época más re- mota. En el terreno pampeano ya no se encuentra un solo fragmento de al- farería; el arte cerámico era desconocido para el hombre de entonces. Pero en cambio, en algunos puntos se encuentra una gran cantidad de fragmentos informes de tierra cocida de color ladrilloso. ¿Qué es lo que indican? ¿Son los productos de los primeros ensayos en el arte cerámico, o son el simple resultado de la acción del fuego de un fogón encendido por el hombre de la época del Gliptodonte? Creemos que esta última suposición es la más admisible, pues aún el hombre que habitó en Europa durante los últimos tiempos de la épo- 721 ca cuaternaria, no conocía el arte del alfarero. Seríanos preciso, pues, más que buena voluntad para admitir la existencia de un alfarero con- temporáneo del Toxodonte. Hacemos esta reflexión a propósito de algunas publicaciones en las que se pretende negar la existencia del hombre pampeano, porque en los terrenos de esa época no se han encontrado fragmentos de alfarería. Probablemente nunca se encontrarán tales restos, mas no por eso dejará de ser menos cierto que el hombre vivió contemporáneamente con los grandes mamíferos extinguidos. Tenemos una nueva prueba de su existencia en esos fragmentos de tierra cocida (pero no de alfarería) que se encuentran en el terreno pampeano, mezclados con huesos de animales que ya no existen. Se los halla por millares cerca de la Villa Luján en una capa de tierra blan-- quizca que se encuentra debajo de varias otras capas de terreno pam- peano no removido y en una extensión de más de seis kilómetros. HUESOS CON INCISIONES. — Si alguien pudiera abrigar dudas sobre las causas que han producido las rayas y estrías que muestran muchos hue- sos fósiles de las pampas, pensamos que no ha de suceder lo mismo con cierto número de piezas que presentan en su superficie señales aún más convincentes. No son ya simples rayas, sino incisiones muy bien marcadas, algunas muy profundas y que sólo pueden haber sido produ- cidas por golpes fuertes dados con un instrumento muy cortante. Todas esas incisiones son anchas arriba, angostas en el fondo, tienen uno de sus lados rápido y rugoso, el otro inclinado y liso, indicando así la dirección seguida por el instrumento con que han sido practicadas. Ei más ligero examen demuestra que esas incisiones han sido produci- Gas por fuertes golpes aplicados sobre los huesos con un instrumento cortante, sin duda un escoplo de piedra. Esto es tan evidente, que lo pri- mero que se le ocurre a cualquiera es que han sido producidas por un instrumento de metal al tiempo de exhumar los huesos. Fácil es, sin em- bargo, convencerse de que tal suposición es errónea: 1” porque todos esos huesos fueron extraídos por nuestras propias manos y pusimos un especial cuidado en no degradarlos; 2° porque se hallaban casi todos cu- biertos por una tierra arenosa que se deshacía por el solo frotamiento d= la mano; 3° porque para acabar de limpiarlos nunca empleamos ins- trumentos de metal, sino pequeños cepiilos; 4° porque, en fin, la prue- ba más evidente de que tales incisiones son anteriores al mismo ente- rramiento de los huesos, es que todas las piezas de este género que po- seemos, presentan un color más o menos pajizo con manchas negras O moradas producidas por óxido de hierro y manganeso que contiene el terreno en que estaban envueltos. Ese color pajizo y esas manchas más o menos negras no penetran en el interior del hueso, formando sólo una especie de capa de barniz cuyo espesor no alcanza a un milímetro. Este AMEGHINO — V. III 46 722 color se presenta también en el fondo de las incisiones, lo que junta- mente con las numerosas dendritas de que están cubiertas constituyen el sello de su verdadera antigüedad, pues la más finísima raya que tra- záramos sobre la superficie de uno de esos huesos, rasgaría la finísima capa de barniz, mostrándonos debajo un color completamente diferente. Los huesos que poseemos con incisiones de esta clase pertenecen al Toxodon, al Mastodon, al Mylodon, al Pseudolestodon y al Palaeolama. HUESOS AGUJEREADOS. — Otros huesos, aunque más escasos, muestran en vez de incisiones, agujeros circulares, grandes y profundos, cuyo des- tino ignoramos aún. En otros casos los agujeros atraviesan los huesos por completo. Atribuimos estas marcas a la mano del hombre, porque hasta ahora no podemos explicarlas de otra manera, mas no queremos afirmar positivamente que no puedan haber sido producidas por otra causa. Tenemos la profunda convicción de que en los ejemplares que pre- sentan las incisiones de que hemos hablado, se encuentran las trazas evidentes de la mano del hombre; mas no tenemos la misma convicción por lo que se refiere a los huesos agujereados y 'creemos que es una cuestión a estudiar. En otra parte nos ocuparemos de estas piezas, y entonces podrá juzgarse del valor que deberá atribuírseles. HUESOS TRABAJADOS. — En fin, en los mismos puntos en que se en- cuentran todos los objetos ya mencionados, se hallan también huesos que presentan señales más o menos evidentes de un trabajo intencional, aunque en algunos casos son tan toscos, que sólo un ojo ejercitado pue- de distinguir en ellos el trabajo de un ser inteligente. Unos son peque- ñas astillas de hueso, de ciertas formas determinadas, que quizá servían como puntas de flecha; otros son especies de punzones, pulidores o cu- chillos rudimentarios. Varios de esos objetos, fabricados con huesos de animales extinguidos, aún están en parte envueltos en tosca pampeana, lo que constituye una prueba evidente de su antigüedad. Algunos dien- tes de mamíferos extinguidos también presentan rastros de trabajo in- tencional, particularmente los de Toxodon, entre los que hay algunos de un trabajo ésmerado y retallados sobre los bordes, como los pedernales trabajados de época moderna. INSTRUMENTOS DE PIEDRA. — En comparación de los numerosos hue- sos que muestran rastros más o menos evidentes de la mano del hom- bre, los instrumentos de piedra son sumamente escasos. Apenas hemos recogido una quincena, y entre ellos algunos podrían ser considerados como pedernales fragmentados por causas accidentales. Con todo, un examen serio de las circunstancias locales, prueba que todos los fragmentos de pedernal de ángulos y aristas cortantes que se encuentran en el terreno pampeano de la provincia Buenos Aires, han sido llevados ahí por la mano del hombre sin excepción alguna. 723 En efecto: ya hemos dicho repetidísimas veces que en el terreno pam- peano no existen guijarros rodados ni granos de arena algo gruesos. Luego, esos pedernales son completamente extraños a la formación. No han sido arrastrados ahí por las aguas, porque en tal caso en el terreno pampeano se encontrarían guijarros rodados. Por otra parte, suponer que esos fragmentos angulosos y cortantes hayan sido transportados por las aguas, es completamente inadmisible, pues habría bastado que hu- bieran sido arrastrados tan sólo algunas centenas de metros para que desaparecieran las aristas y se convirtieran así en pequeños guijarros rodados. Es, pues, evidente que esos fragmentos fueron llevados desde su yacimiento a las pampas, por una fuerza que no alteró sus formas, o si no que recibieron su forma actual en los mismos puntos en que se encuentran; en ambos casos sólo la acción del hombre puede expli- carnos su presencia en el limo pampeano de la cercanías de Buenos Aires. Pero examinando esos mismos pedernales, se observa pronto que casi todos ofrecen señales inequivocas de haber sido tallados por la mano del hombre, aunque sus formas sean groseras. El sílex empleado en la fabricación de esos objetos, es el mismo que emplearon los indígenas anteriores a la conquista: una cuarcita blanca que quizá sacaban de las sierras de Tandil y un pedernal obscuro que nos parece muy parecido a algunos que hemos visto procedentes le la Banda Oriental. Las comunicaciones debían ser sumamente difíciles durante esa épo- ca, así es que el sílex, para los primitivos habitantes de la Pampa que vivían lejos de las montañas, debía ser una materia sumamente precio- sa, que quizá no empleaban más que para trabajar los huesos. Y lo que nos confirma aún más en esta opinión, es que las otras dos formas que conocemos son instrumentos muy groseros, una de cuyas extremidades es generalmente muy gruesa y la otra cortada en bisel, formando así una especie de escoplo primitivo. HUESOS HUMANOS. — A todas las pruebas ya mencionadas sobre la existencia del hombre durante la época de los grandes desdentados fó- siles de la República Argentina, debemos agregar el descubrimiento de lcs huesos del hombre de esa época. Esos restos, que recogimos a orillas del arroyo Frías, constituyen la prueba más convincente de la contem- poraneidad del hombre con los Uliptodontes. En otra parte nos ocuparemos detenidamente de estos restos y de su yacimiento geológico. Antes de emprender la descripción detallada de los diferentes obje- tos que hemos recogido y de los yacimientos en que los hemos encon- trado, debemos ocuparnos de algunos descubrimientos análogos que se 724 han hecho en la provincia Buenos Aires y sólo hemos mencionado en nuestra reseña histórica. El señor don José Larroque encontró en 1874 sobre la margen izquier- da del río Areco, a alguna distancia del pueblo San Antonio de Areco, un esqueleto casi completo de Mylodon robustus, colocado horizontal- mente, con el dorso arriba y las piernas dobladas. Al exhumar los hue- sos, operación que practicaba con un gran cuchillo, sintió que éste ha- bía chocado con un objeto resistente que se hizo pedazos. Era una pie- dra que se encontraba entre las costillas del Mylodon, en su costado iz- quierdo. El señor Larroque recogió los pedazos y nos los remitió a Mer- cedes, donde los juntamos restaurando su forma primitiva, como puede verse en las-figuras 557 y 558, que representan este objeto en tamaño natural. Es una laja de piedra negruzca, cuya naturaleza no hemos po- dido determinar, lisa en una cara (figura 558), y en la otra taliada a grandes cascos, de modo que su parte superior termine en un borde cortante. Es evidente, pues, que el hombre que talló esta piedra, fué contem- poráneo del Mylodon robustus. De sobre la misma margen del río, en la misma capa de terreno y a corta distancia del punto en que se hallaba el esqueleto de Mylodon, que tenía en su costado dicha piedra, aquel mismo señor extrajo un esqueleto completo de Smilodon, muchos huesos de Megatherium, dos mandíbulas de Toxodon, varias muelas de Macrauchenia, un fémur de Arctotherium y huesos de algunos otros animales indeterminados. Du- rante varios meses tuvimos esa colección en nuestro poder y pudimos estudiarla detenidamente. Sobre varios de esos huesos, hemos visto ra- yas e incisiones completamente iguales a las mencionadas más arriba. En otra parte hemos hablado de un sílex tallado, encontrado en 1871 cerca de la Villa Luján, al lado de una coraza de Glyptodon. Esta cora- za había sido encontrada por un obrero francés que buscaba huesos fó- siles por cuenta de un señor Bonnement, de Buenos Aires, sobre la ori- lla izquierda del río Luján, a distancia de una cuadra de la embocadura del arroyo Roque. El profesor Ramorino se había trasladado a Luján para asistir a la extracción de la coraza y estudiar su posición. Al lado de la coraza, a unos 50 centímetros de distancia y sobre la misma capa de terreno en que ésta descansaba se encontró una cuarcita tallada en forma de punta de flecha, cuya extremidad estaba rota. En poder del finado doctor Ramorino, vimos el dibujo de esa pieza. En el mismo punto se había encontrado también un hueso largo de caballo, en cuya superficie se veían varias incisiones atribuídas a la mano del hombre. La colección en que figuraban estas dos piezas, propiedad del señor Bonnement, se encuentra actualmente en París, en poder del senor don 1 725 Carlos Barbier. La hemos examinado detenidamente, mas no encontra- mos ninguna de ellas. Sin duda se han extraviado. Pero como quiera que sea, el descubrimiento de la cuarcita tallada es perfectamente auténtico. Dos años antes, teníamos hecho en el mismo punto un descubrimien- to aún más interesante. Una coraza de Glyptodon que sin duda había servido de habitación. En otra parte nos ocuparemos de este descubri- miento. La constitución geológica del terreno es la siguiente: 1° Una capa de tierra vegetal de 40 a 60 centímetros de espesor. 22 Una capa de tierra cenicienta, de origen lacustre, postpampeana, con muchas conchillas de agua dulce, particularmente Ampullaria, de 1 metro a 1 metro 50 de espesor. 3° Una capa de tierra blanquizca, igualmente de origen lacus- tre, pampeana, con huesos de desdentados extinguidos, de 80 centíme- tros a 1 metro 20 de espesor. 4° Capa de terreno rojizo que desciende hasta el nivel del agua, que impide determinar su espesor. Todas esas capas, se extienden sin solución de continuidad a lo largo del río, en una extensión de más de veinte cuadras. La coraza a cuyo lado se encontró la cuarcita tallada, se encontraba en la capa número 3, descansando sobre la capa número 4. Esta coraza, pertenecía al Glyptodon typus. Este es, además, un punto sumamente rico en huesos fósiles. En la misma capa número 3, en una extensión de 300 a 400 metros, recogi- mos los restos siguientes: Canis cultridens > — Huesos, fragmentos de cráneos y mandíbulas. Hydrochoerus sulcidens. — Una mitad de mandíbula inferior y algu- nos huesos. Reithrodon, sp.? — Mandíbulas y huesos de una especie indetermi- nada. Toxodon platensis. — Dientes y costillas fragmentadas. Equus. — Astillas de huesos largos que no permiten determinar la es- pecie. i Auchenia. — Fragmentos de huesos que no permiten determinar la especie. Cervus. — Muelas y huesos de una especie indeterminada. Mylodon robustus. — Gran parte de un esqueleto y otros huesos ais- lados. Panochtus tuberculatus. — Un esqueleto completo. Glyptodon reticulatus. — Una coraza casi completa. Glyptodon typus. — Una coraza casi completa. Aun quédanos por examinar, en fin, el hallazgo del instrumento de silex encontrado por los hermanos Bretón sobre la margen derecha del río Luján, a poco más de media legua al Este de la Villa Luján. La barranca del río en ese punto es casi perpendicular y presenta la 726 estructura siguiente: 1° Capa de tierra negra de 40 centímetros de es- pesor. 2° Capa de tierra cenicienta, postpampeana, de origen lacustre, con conchillas de agua dulce y de 85 centímetros de espesor. 3° Capa de arena amarillenta, pampeana, con huesos de animales extinguidos y de 30 centímetros de espesor. 4° Estrato de toscas rodadas de 8 centímetros Ge espesor. 5° Estrato de arena roja de 20 centímetros de espesor. 6° Ca- pa de tierra blanquizca, de 90 centímetros. 7° Arcilla rojiza que descien- de hasta el nivel del agua del río. Un examen minucioso nos ha permitido reconocer que todas las ca- pas se encuentran en su posición natural y que no hay vestigios de per- foraciones o hendiduras modernas por donde hubiera podido penetrar dicho sílex, que se encontraba en la parte inferior de la capa número 6, en medio de numerosos huesos de Toxodon platensis, entre otros un crá- neo entero que actualmente figura en el Museo de Buenos Aires. El sí- lex tallado se encontraba a unos 50 centímetros de distancia del cráneo. Este instrumento, dibujado de tamaño natural en la lámina XIX (fi- guras 530 a 532), es un nódulo de sílex natural de color obscuro, cuya superficie ha quedado sin trabajar, excepto en sus dos extremidades. Su extremidad superior es muy gruesa y termina en una superficie casi plana producida por el golpe que ha separado este fragmento del nódu- lo de sílex primitivo de que formaba parte. Es posible que la pequeña ramificación que presenta haya servido como perforador, pues se co- noce está roma por el uso. Su extremidad inferior está tallada a peque- ños cascos en declive en sus dos caras, de modo que termine en un filo muy resistente. Las pequeñas cavidades que presenta están rellenadas por el mismo terreno pampeano de la capa número 6 en que se hallaba envuelto. Por su forma nos parece que debe haber servido para partir los huesos, o que por lo menos tuvo un uso parecido. En la misma capa de terreno se encontraron también restos de Hip- pidium neogaeum, Canis Azarae fossilis? y de un Lestodonte que supo- nemos sea el Lestodon trigonidens. El hombre ha sido, sin duda alguna, contemporáneo de todos esos ani- males. Creemos, después de todo, que es deber nuestro recordar que no vi- mos el sílex cuando aún estaba en su yacimiento, sino después de veri- ficada su extracción; pero las circunstancias que hemos indicado en nuestra reseña histórica, nos permiten creer en su autenticidad. CAPÍTULO XXXI ÉPOCA DE LOS GRANDES LAGOS Cuenca del río Luján. — Paradero número 7, geología, huesos rayados y estriados; paleontología. — Paradero número 6: huesos con señales atribuídas al hombre. — Paradero número 5, geología, huesos rayados y tallados, pedernales; paleontolo- gia. — Paradero número 4: geología, huesos trabajados; paleontología. — Para- dero número 3, geología, huesos trabajados, pedernales, tierra cocida; paleonto- logía. —Paradero número 2, geología, huesos rayados y con incisiones, instru- mentos de hueso, pedernales, tierra cocida; paleontología. La corriente de agua llamada río Luján sólo es un arroyo de pequeña importancia que tiene su origen a unas treinta leguas al Oeste de la ciudad Buenos Aires, en unos pantanos de agua salobre llamados «Las Saladas». Corre de Oeste a Este atravesando los partidos denominados Suipacha, Mercedes, Luján y Pilar, prosiguiendo su curso hasta el pue- blito Las Conchas donde vierte sus aguas en el majestuoso Plata. Sobre su margen derecha, como a unas trece leguas al Oeste de Bue- nos Aires, se halla situada la Villa Luján, uno de los pueblos más anti- guos e importantes de la provincia Buenos Aires. Unas siete leguas más afuera y también sobre la margen derecha se halla la moderna y flore- ciente ciudad Mercedes, población que está destinada a ser una gran ciudad, tañto por ser capital de departamento judicial como por su agri- cultura y por ser el centro comercial más importante de la región Oeste de la Provincia. El río Luján, en el trayecto que recorre entre dichos dos pueblos, re- cibe varios afluentes de pequeña importancia, siendo los principales: sobre su margen izquierda, el arroyo Frías, cerca de la misma ciudad Mercedes; el arroyo del Oro, como a una legua al Este de la misma po- blación; y el arroyo Marcos Díaz, un poco más abajo de la Villa Luján. Sobre su margen derecha, el arroyo Roque; otro que se halla a poca dis- tancia de la misma Villa; y el arroyo Balta, cerca de la Estación Oli- vera. La parte del río comprendida entre Mercedes y Villa Luján, tiene su cauce en medio de una vasta depresión u hondonada formada por un 728 declive muy suave del terreno, que antes de la formación de ese curso de agua estaba ocupada por numerosos pantanos y lagunas, en los que han quedado empantanados millares de animales cuyos restos fueron sepultados por las tierras depositadas por las mismas aguas, convirtien- do esos bajos en verdaderos osarios. En esta parte del curso del río Luján y sus afluentes es donde se en- cuentran numerosos huesos de animales fósiles, que aumentan día a día la celebridad de ese humilde arroyo y hace que se lo considere como uno de los depósitos fosilíferos más ricos del mundo. Es ahí, a distancia de legua y media al Sudoeste de la Villa Lujan, donde fué encontrado el primer esqueleto de Megaterio que se ha co- nocido y se ostenta como uno de los objetos de más mérito en el Museo de Madrid. Más tarde el doctor Muñiz, que durante muchos años se ocu- pó del estudio de los huesos fósiles de los terrenos inmediatos a la Villa Luján, formó una numerosa colección, en la que figuraban: un sober- bio esqueleto de Smilodon, el único hasta ahora poco conocido, una magnífica cabeza de Toxodonte y un esqueleto de Megaterio, que figu- 1an actualmente en el Museo de Buenos Aires, además de otros muchos ae menor importancia. Cerca de la ciudad Mercedes se han encontrado los esqueletos completos de Mylodon gracilis y de Panochtus tubercula- tus que también figuran en el Museo de Buenos Aires. En estos últimos años se ha recogido en el mismo punto un esqueleto casi completo de Macrauchenia, una cabeza de Toxodon platensis, otra de Smilodon y el esqueleto completo de Hippidium neogaeum, recien- temente descripto por el doctor Burmeister. En nuestras exploraciones hemos extraído de las orillas del río Luján y sus afluentes, restos de más de cien especies de mamíferos diferentes y esqueletos más o menos completos de Smilodon, Mylodon, Pseudoles- todon, Scelidotherium, Panochtus, Hoplophorus, Glyptodon, Eutatus y Otros. Agregaremos, por último, que en todos los principales musdos de Eu- ropa y Norte América se ostentan con orgullo magníficos ejemplares de esqueletos fósiles, exhumados de las orillas del río Luján. En este depósito tan conocido y con tanto éxito explotado, es donde, en medio de numerosos huesos fósiles, encontramos en diversas partes los objetos que indican la existencia del hombre en la misma época en que prosperaba esa fauna actualmente extinguida, y que debido quizá a su pequeñez o porque no se les asignó importancia alguna, pasaron desapercibidos para casi todos los que nos han precedido en la explora- ción del depósito. Todos los objetos que hemos recogido trabajados por el hombre pam- peano, o que prueban su existencia durante esa lejana época, fueron en- contrados en diversos puntos, algunos muy lejanos unos de otros. Pero A! mn han i OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III Saxe bs oe A ES > BPA (vfs El ES XIX Lám. La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. 554 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA.— LAm. XIX OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III 729 no solamente se han encontrado en ellos los objetos que indicaban la presencia del hombre, sino que son realmente verdaderos osarios de centenares y aun millares de metros cuadrados de superficie, comple- tamente sembrados de huesos de mamíferos. El número de parajes de las orillas del río Luján y sus afluentes que hasta ahora nos han presentado señales inequívocas de la existencia del hombre son siete, que por ahora continuaremos designándolos, como ya lo hemos hecho en otras publicaciones, por su orden numérico. Seis pertenecen a la época de los grandes lagos, y sólo uno a la época más antigua a la cual hemos designado con el nombre ‘le tiempos pam- peanos modernos. PARADERO NÚMERO 7.—Se halla situado sobre le margen izquierda del río Luján, cerca de Mercedes, a unos 300 o 400 metros de distancia de la embocadura del arroyo Frías. Las barrancas del río tienen allí de 2 a 4 metros de alto. El corte geológico número 650 representa la posi- ción geológica de este depósito y otros parecidos. La capa superior número 1, de 40 a 50 centímetros de espesor, está formada por la tierra negra vegetal. Sigue a ésta una capa de tierra blanquizca o amarillenta, número 2, de un espesor variable, pero de su- perficie limitada; se conoce que esta capa ha rellenado una depresión que existía en la superficie de la capa inferior que constituía entonces la verdadera superficie del suelo: es, éste, un lago o pantano pampeano desecado, de la época de los grandes lagos. La capa número 3, en la que ha excavado su cauce el río actual, consta de un limo rojizo y más com- pacto que el anterior. Recogimos los restos que denotan la existencia del hombre durante la época pampeana, en el depósito lacustre que re- © presenta la capa número 2. Nuestras primeras investigaciones en este punto, remontan al año 1872. En dicha época encontramos, como a un metro de profundidad, aigunos fragmentos de la coraza de un Glyptodon, que consideramos Glyptodon typus. Al ejecutar las excavaciones necesarias para verificar su extracción, notamos que esos fragmentos formaban dos grupos dife- rentes, y que en cada grupo estaban perfectamente sobrepuestos unos a otros. Las dos pilas se encontraban a unos 50 centímetros de distan- cia una de otra; en la una había 9 pedazos de coraza acumulados de esa manera y en la otra 11. Los fragmentos tenían un diámetro de 20 a 30 centímetros. Es claro que sólo una mano inteligente pudo acumularlos uno encima de otros de ese modo. Practicamos, en seguida algunas ex- cavaciones, pero sin resultado alguno. Un año más tarde, la erosión de las aguas había puesto a descubier- to en el mismo punto la extremidad de un fémur de Mastodon, que ex- trajimos intacto. Continuamos haciendo algunas excavaciones, aunque sin éxito. 730 Pasaron cerca de tres años, y la erosión practicada por las aguas du- rante una gran creciente, puso a descubierto otro hueso, que reconoci- mos por la extremidad de una defensa de Mastodonte, que también ex- trajimos intacta, y cuyo largo pasaba de dos metros. Fué entonces cuando resolvimos atacar el depósito en todo su fren- te, que se mostraba a lo largo de la barranca en una extensión de 50 metros. Hicimos remover más de 2.000 metros cúbicos de terreno sin encontrar el fin del depósito y desistimos porque los hallazgos no recom- pensaban los sacrificios. Con todo, encontramos otros datos que agregar a los que nos habían proporcionado los fragmentos de coraza de Glyptodon que habíamos ex- traído en el mismo punto. Primero: un fragmento de hueso largo de Mastodonte, roto longitu- dinalmente y presentando en una de sus extremidades señales de puli- mento artificial. Su superficie está cubierta de un gran número de es- trías muy finas, colocadas en grupos transversales. Segundo: Otro fragmento de hueso largo de Mastodonte, de 13 cen- tímetros de largo y 5 a 6 de ancho. Su superficie muestra también va- rias estrías en sentido oblicuo y un surco transversal de 1 milímetro de ancho y 7 de largo, pero poco profundo. Al lado de éste se halla otro algo más pequeño. En sus extremidades presenta señales de golpes y de pulimento artificial. Tercero: Varias costillas del mismo animal, que muestran en su su- perficie estrías y surcos idénticos. Cuarto: algunos huesos largos de un rumiante (probablemente un ciervo), partidos longitudinalmente. Quinto: Un fémur de un gran desdentado, cubierto de rayas, estrías e incisiones. Esta es la pieza más notable entre todas las que hemos ex- traído en ese punto. Además de las estrías que muestra en toda su su- perficie, figura 669, se ve: en a un grupo de pequeñas incisiones cortas y poco profundas. En b un surco de cerca de 2 milímetros de ancho y 24 milímetros de largo, poco profundo, de fondo liso, y angosto en sus dos extremidades. En c d e se ven surcos iguales, pero más cortos. En f, en fín, existe un surco de 20 milímetros de largo, 2 milímetros de ancho y muy profundo. Es evidente que todas estas incisiones han sido produci- das por el mismo instrumento y que juntamente con los demás huesos rayados y partidos y los fragmentos de coraza apilados unos sobre otros, denotan la existencia de un ser inteligente, único que puede haber de- jedo tales vestigios. Los huesos que recogimos ahí, forman la fauna siguiente: Lagostomus trichodactylus fossilis. — Una cabeza completa y gran parte del esqueleto. Mastodon Humboldti. — Una defensa, una muela, un fémur, un cal- cáneo, 5 vértebras y 11 costillas. 731 Cervus. — Varios huesos y un fragmento de cuerno que no permiten determinar la especie. Mylodon. — Varios huesos que no permiten determinar la especie. Glyptodon typus. — Fragmentos de coraza. Todos estos huesos se encontraban en la parte inferior del terreno número 2, descansando encima de la capa número 3. Es posible que si se removiera el resto del depósito, se encontraran quizá los demás huesos del esqueleto de Mastodonte. En efecto, por los datos recogidos parece que este individuo sirvió de alimento al hom- bre, que dispersó sus huesos en el antiguo pantano. Debemos decir, sin embargo, que a pesar de la gran cantidad de tierra removida, no hemos encontrado aquí el más pequeño fragmento de sílex, pero pronto vere- mos que éstos se muestran en otras estaciones mejor caracterizadas. Este parece ser uno de los paraderos más modernos de la época pam- peana. PARADERO NÚMERO 6. —Se halla situado sobre la margen derecha del pequeño arroyo Frías, a unas tres o cuatro cuadras de su embocadura. Tíene una superficie de cerca de 2.000 metros cuadrados y contiene mu- chos huesos de Mastodonte que se hallan sólo a unos 80 centímetros de profundidad, en un terreno pardo, que se halla recubierto por una capa de terreno negro vegetal de 30 a 40 centímetros de espesor. Muchos de estos huesos de Mastodonte presentan en su superficie rayas y estrías practicadas sin duda por la mano del hombre, pues son completamente análogas a las que se pueden hacer raspando sobre un hueso fresco con una hoja de pedernal para separar la carne. La figura 650 (lámina XXIII), representa un fragmento de costilla de Mastodonte, visto por su cara interna, que se halla cubierta de rayas y estrías más o menos marcadas, en sentido transversal, oblicuo y longi- tudinal. Muchas de estas rayas presentan en su fondo otras estrías más pequeñas, carácter propio de las señales dejadas por los instrumentos ce sílex. Pero entre las numerosas incisiones que muestran los huesos de Mas- todonte recogidos en este depósito, hay un cierto número dignas de lla- mar la atención, por encontrarse siempre en los mismos puntos y pre- sentar la misma forma y tamaño. Son unas incisiones elípticas de 6 a 8 milímetros de largo y bastante profundas, que se muestran siempre en los ángulos redondeados de las costillas. Se encuentran siempre aisla- das y perfectamente circunscriptas; su parte superior es ancha y su fondo angosto; uno de sus costados liso y el otro rugoso; parece, pues, que han sido producidas por golpes fuertes y secos aplicados con un instrumento cuyo corte formaba un ángulo muy abierto. Mezclados con los huesos, había también algunos fragmentos de cuar- cita angulosos, cuya presencia en ese punto, es útil repetirlo, no puede explicarse más que por la acción del hombre. Pero algunos de esos mis- mos fragmentos son, sin disputa, formas artificiales; tal es el que re- presenta la figura 641; que es una hoja de sección prismática triangu- lar, perfectamente caracterizada, y que puede haber servido como pun- ta de flecha; su superficie presenta fragmentos de tierra muy dura, fuertemente adherida a la piedra y completamente igual a la que en- vuelve, en parte, los huesos de Mastodonte. Los mamíferos que harf dejado sus restos en este depósito, son los siguientes: * Mastodon Humboldti. — Fragmentos de muelas, los omoplatos, la cadera, varias articulaciones de los pies, seis vértebras y un gran núme- ro de costillas. Lestodon. — Varias muelas de especie indeterminada. Glyptodon typus. — Fragmentos de coraza. En algunos puntos, los huesos se encontraban envueltos en parte en la tierra vegetal, a sólo unos 40 a 50 centímetros de profundidad, pero estaban tan agrietados, que no fué posible conservarlos. Este depósito es uno de los más modernos y probablemente de la misma época que el anterior. PARADERO NÚMERO 5 .— Se halla situado sobre la margen izquierda del arroyo Marcos Díaz como a unas diez a doce cuadras de su embo- cadura. La barranca del arroyo tiene unas tres varas de alto; y el depó- sito, que es también una antigua laguna desecada, ocupa absolutamen- te la misma posición que el del paradero número 7. El corte geológico que representa la figura 650, es, pues, aplicable a los dos puntos. Pare- ce ser de la misma época que los depósitos precedentes, pero los vesti- gios que el hombre ha dejado de su existencia, son aquí más numerosos. La capa superior de tierra vegetal, tiene 40 centímetros de espesor y le capa de tierra pardo-amarillenta inferior, que constituye el depósito y que contiene los objetos de la industria humana y los huesos de ma- miferos extinguidos, desciende hasta una profundidad de 1 metro 50 a 2 metros de la superficie del suelo. Aquí hemos encontrado algunos huesos estriados y muchos partidos longitudinalmente para extraer la médula, varios huesos evidentemen- te trabajados y algunas cuarcitas talladas. Los huesos rayados son bastante escasos. La figura 633, representa - un fragmento de costilla de ciervo, que muestra dos rayas transversales, oblicuas en su cara externa; en la cara interna (figura 632) muestra, al contrario, señales de percusiones que han hecho saltar un pequeño fragmento en su parte inferior. Los huesos largos de ciervos y guanacos, partidos longitudinalmente, son muy numerosos; y nos resulta indudable que estos huesos han sido partidos por el hombre para extraer la médula que le servía de alimen- 733 to. El fragmento de hueso largo roto longitudinalmente, que represen- tan las figuras 622 y 623, parece demostrarlo de una manera evidente. Este hueso muestra su superficie roída en parte por un animal muy pe- queño, probablemente por uno del género Reithrodon; las señales deja- das por los dientes de ese animal se encuentran, no sólo en la superfi- cie externa del hueso, sino también en la superficie interna del canal medular y sobre las mismas roturas. Ahora, como los huesos no pueden haber sido roídos sino cuando aún estaban frescos, es forzoso admitir que las roturas son antiguas y que los huesos fueron partidos estando aún frescos. Por otra parte, como ningún carnicero puede partir los huesos largos de este modo, es claro que no queda otra explicación que la acción del hombre, ya demostrada por las rayas e incisiones que pre- sentan los mismos huesos. En el mismo punto hemos recogido una do- cena de piezas parecidas. El hombre de esta época, como el que en tiempos más modernos ocu- paba el paradero mesolítico de la Cañada Rocha, no se contentaba con partir los huesos largos, sino que hacía otro tanto con los cráneos y las mandíbulas, pues hemos recogido en el mismo punto muchos fragmen- tos de cráneos de ciervos y mandíbulas de diferentes animales cuyo bor- de inferior ha sido partido artificialmente. La figura 648 muestra un fragmento de mandíbula inferior de un perro fósil roto de esta manera. Algunos de esos fragmentos de huesos largos partidos longitudinal- mente, han sido cortados en una de sus extremidades, de modo que con- cluyan en instrumentos cortantes o punzantes. Tal es el fragmento de hueso que representan las figuras 591 y 592, de 4 centímetros de largo, y cuya extremidad inferior ha sido cortada de modo que termine en un borde cortante, instrumento destinado, según todas las probabilidades, a cortar, pero que también pudo haber servido como raspador para lim- piar las pieles. El que representa la figura 601, de tamaño mucho mayor que el an- terior, ha sido cortado en su parte inferior de manera que termine en un borde delgado que concluye en punta, de modo, que este objeto, pudo haber servido tanto para cortar como para agujerear. Aún más característica es la gran astilla representada en la figura 609, de 86 milímetros de largo. Su extremidad inferior termina en un borde redondeado y cortante, producido artificialmente, y la superficie de la cortadura se halla pulida por el frotamiento que ha sufrido por el uso. Este objeto pudo también haber servido para dos usos diferentes: o bien como cuchillo para cortar carne y desollar los animales que caza- ban, o bien como raspador para pulir las pieles. También se encuentran en el mismo punto muchas astillas de huesos largos muy pequeñas, cortadas de modo que terminen en punta en una o dos de sus extremidades. Un examen detenido de un gran número de 734 objetos de esta clase nos ha demostrado que no son formas accidentales producidas al partir los huesos, sino intencionadas y que como tales han tenido un objeto determinado; es posible que éstas fueran las puntas de flecha usadas en ese tiempo por los indígenas de la Pampa. Las figuras 634 y 635 muestran una de esas astillas vista por sus dos caras; y las figuras 628 y 629 otra mucho más angosta. Este tipo de pun- tas de flecha (?) se presentará mejor caracterizado en algunos de los depósitos que describiremos más adelante. Otro tipo de instrumentos de hueso, propio de los terrenos pampea- nos y que se presenta aquí por la primera vez, es el que representa la astilla de hueso dibujada en las figuras 593 a 595. Son astillas de hue- so muy pequeñas, unas de cuyas extremidades muestra una cortadura en bisel completamente característica. Así, la que representan las figu- ras mencionadas es una astilla de hueso de un poco más de un milíme- tro de espesor, lisa en sus dos caras, y cuya extremidad inferior ha sido cortada en bisel en sentido transversal, como lo demuestran las figuras 593 y 594. La figura 595 muestra el mismo objeto visto de perfil, pero por el borde opuesto al que presenta la cortadura.'lgnoramos el uso a que estaba destinado este objeto, pero pertenece a un tipo determinado que pronto hemos de ver mejor caracterizado. La astilla de hueso que representa la figura 584 ha sido trabajada en forma de punzón; en efecto: la punta que muestra en su parte inferior ha sido producida por una serie de golpes que han hecho saltar un cier- to número de astillas en el borde oblicuo de su costado derecho. Las figuras 626 y 627 representa, en fin, otro fragmento de hueso lar- go, partido longitudinalmente y que ha sido tallado en su parte superior de modo que represente una especie de raspador Panico por su forma a algunos de los de sílex. à Junto con todos esos objetos de hueso hemos recogido cuatro frag- mentos de piedra diferentes. Uno es un fragmento anguloso de diorita, sin señales de trabajo y casi completamente envuelto en tosca. El otro es un fragmento pequeño de calcedonia igualmente anguloso, pero de for- ma indeterminada y en parte cubierto de tosca. El tercero es una cuar- cita rodada por las aguas y en parte cubierta de tosca, pero que se cono- ce fué en otro tiempo un instrumento. El cuarto, por último, es también una cuarcita, pero evidentemente tallada por la mano del hombre. Las figuras 638 y 639 muestran esta piedra vista por sus dos caras. Sus bor- des a y b han sido retallados a golpes simétricos. Los huesos que recogimos en el mismo depósito pertenecen a las es- pecies siguientes: Canis cultridens. — Una mandíbula inferior. Canis Azarae fossilis. — Fragmentos de cráneos, de mandíbulas y mu- chos huesos del esqueleto. 735 Canis. — Muelas de otra especie diferente que no hemos podido de- terminar. Toxodon platensis. — Varios dientes y huesos. Cervus. — Huesos largos rotos longitudinalmente, fragmentos de cráneos, fragmentos de cuernos y otros huesos. No hemos podido deter- minar la especie. Palaeolama. — Fragmento de huesos largos, de mandíbulas y otros huesos. No hemos podido determinar la especie. Glyptodon. — Placas de la coraza de una gran especie de Glyptodon que no hemos podido determinar. Praopus affinis hibridus. — Fragmentos de coraza. Euphractus affinis villosus. — Fragmentos de coraza. No hemos removido más que una parte muy pequeña de este depósi- to; y es de esperarse, pues, que el día en que se prosigan las excavacio- nes se recojerán materiales aún más importantes que los que hemos te- nids ocasión de reunir. PARADERO NÚMERO 4.— Se halla situado sobre la margen izquierda del río Luján, como a unos tres cuartos de legua de Mercedes, en cam- pos de Achával. Es un depósito lacustre cuya posición es completamen- te idéntica al depósito número 7 y que no tiene más de unos 40 metros de extensión a lo largo de la barranca. El terreno lacustre número 2 (fi- gura 650), que contiene los restos de la industria humana y los huesos de mamíferos extinguidos, es de un color amarillento muy subido y des- ciende hasta una profundidad de cerca de dos metros. Los objetos que atestiguan la presencia del hombre consisten en hue- sos rayados y con incisiones, huesos largos de rumiantes partidos lon- gitudinalmente, mandíbulas rotas por el hombre, huesos y dientes tra- bajados, huesos quemados y tierra cocida. Los huesos rayados y con incisiones pertenecen casi todos al Toxo- donte. Algunos muestran, además, señales evidentes de escoriaciones practicadas cuando los huesos estaban aún frescos. Una tibia muestra varios surcos muy marcados, entre otros uno que tiene 9 centímetros de largo. Un fémur de Mastodonte, recogido en el mismo punto, muestra rayas oblicuas muy marcadas y de 30 centímetros de largo. Los huesos largos partidos longitudinalmente para extraer la médula pertenecen a ciervos y guanacos. Las mandíbulas partidas artificialmente pertenecen a ciervos, guana- cos y perros. La figura 619 muestra una mandíbula inferior de perro partida de este modo. Otra mandíbula inferior de Palaeolama, rota arti- ficialmente, muestra también un gran número de rayas transversales. La figura 596 es un fragmento de hueso largo roto longitudinalmen- te y que presenta en su superficie externa hacia el lado izquierdo tres 736 grandes cavidades concoidales producidas por tres cascos de hueso que se han hecho saltar por percusión. Las figuras 581 y 582 muestran un fragmento de hueso largo, partido longitudinalmente y que muestra en su superficie externa una depre- sión profunda y de fondo liso producida por un fuerte golpe aplicado sin duda con un martillo de piedra. La figura 612 muestra otro fragmento de hueso largo de rumiante, tallado longitudinalmente. Las roturas son de superficie lisa, completa- mente distintas unas de otras y ofrecen un aspecto sumamente carac- terístico que nunca se observa en los huesos rotos por el acaso. Hemos mencionado en otra parte varias pequeñas astillas de huesos puntiagudas que consideramos puntas de flecha. En este depósito reco- gimos un gran número, de las que hemos dibujado una buena parte. En esta categoría entran los dos fragmentos de hueso que representan las figuras 556 y 569, cuya punta ha sido formada artificialmente haciendo saltar varios cascos de hueso, y los que figuran bajo los números 620, 621 y 640, todos de tamaño natural. Más notable es la que representa la figura 548, vista por sus dos caras, igualmente de tamaño natural, y que se halla cortada con una gran seguridad de mano. La que represen- tan las figuras 562 y 563, que también termina en una punta muy agu- da, está tallada a golpes simétricos como las puntas de flecha en sílex, vy no hay duda que tuvo el mismo destino. El fragmento de hueso que representa la figura '618 se halla pulido artificialmente en una gran par- te de su superficie. Desgraciadamente le falta una parte considerable; pero su forma, cuando entero, debía ser, con corta diferencia, la que in- dica la línea de puntos. - En cuanto al objeto que representan las figuras 540 y 541 es más di- fícil de averiguar el uso a que pudo estar destinado. Es un fragmento ce hueso largo, cuya extremidad inferior ha recibido un cierto número de cortes de modo que termine en punta muy aguda, pero su extremidad superior, que es muy gruesa, se opone a la idea de que haya servido como punta de flecha, aunque no es absolutamente imposible. Quizá pueda haber servido como punzón. La figura 585 representa una astilla de hueso tallado, cortada en bi- sel en su extremidad superior, a manera del huesecillo ya descripto y que figura en la lámina XXI con el número 595. Este mismo sistema de cortadura se presenta mejor caracterizado en la astilla de hueso fi- gurada con el número 583; la extremidad superior de este hueso está cortada en declive de un modo tan regular que se diría que la cortadura ha sido practicada con un instrumento de metal. El borde de esta cor- tadura es bastante ancho y muy atilado. No menos interesante es el pequeño fragmento de hueso que repre- senta la figura 553, visto por sus dos caras y de tamaño natural. Es una A CAE OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III 328 costado del molino << 75 metros NN costa La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. —LáM. XX 529 IM No AMEGHINO, — VOL. Ill | OBRAS DE FLORENTINO La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. —LÁM. XX 228 572 Ena costado del molino 75 metros 5 RES altura — __ _—— — == 5 Wii AA Ms 737 astilla de hueso de apenas un milimetro de espesor, lisa en una de sus caras, la otra tallada a grandes cascos, y cortada en bisel en su extremi- dad superior de manera que termine en punta aguda. Más interesante aún es el huesecillo que representan de tamaño na- tural las figuras 559 a 561, visto de frente, de costado y por su reverso. Es una pequeña astilla de hueso, taliada en sus dos caras y sus costa- dos, y cortada en bisel en sus dos extremidades de modo que ambas con- cluyan en punta. Las dos cortaduras se encuentran en el mismo costa- do y son de superficie lisa y pulida. Basta el más ligero golpe de vista para comprender que esta es una forma artificial. En fin, el fragmento de hueso que representan las figuras 549 y 550, también se halla cortado en bisel en su extremidad inferior, que es muy angosta, pero su parte superior ha sido tallada de modo que presente una parte más ancha y más gruesa, destinada sin duda a servir de asi- dero a la mano. El fragmento de hueso dibujado en los números 624 y 625 era sin duda un instrumento de forma parecida, pero cuya extremidad inferior se ha roto. Todas estas cortaduras ofrecen un aspecto muy característico, por lo cual afirmamos que es imposible que un número tan considerable de pequeños fragmentos de huesos de esta forma, puedan encontrarse reu- nidos en un espacio tan reducido, y en un yacimiento que no contiene ni guijarros ni huesos rodados, si no fueran producidos artificialmente por la mano del hombre, como por otra parte lo demuestran los demás ebjetos que acompañaban estos huesos. Otros huesos ofrecen rastros de trabajo artificial de un estilo comple- tamente diferente; por ejemplo: el hueso tallado longitudinalmente que representa la figura 598, cuyo borde izquierdo ha sido tallado en todo su largo por una serie de pequeños golpes. La figura 599 muestra el mismo hueso visto por su cara opuesta; y la figura 600 visto de costado por el lado tallado. Por fin, muchos de los dientes de mamíferos extinguidos recogidos er este mismo punto, ofrecen señales de trabajo artificial más o menos parecido, sobre todo los de Toxodonte. La figura 656 muestra uno de estos dientes, sin duda partido artificialmente, y cuya parte de la coro- na, aún existente, presenta rayas transversales completamente iguales a las que se ven sobre muchos huesos. La fígura 545 muestra otro diente de Toxodonte, trabajado por el hombre, que consideramos como una de las piezas más importantes que hemos recogido. Es un fragmento de una muela superior de Toxodon- te, probablemente de la quinta o de la sexta, cortado artificialmente sobre tres de sus lados de modo que forme una especie de rectángulo. El lado cuarto a ha sido retallado a golpes pequeños y simétricos como AMEGHINO — V. Ill 47 738 los instrumentos de pedernal. La figura 546 muestra el mismo objeto visto de costado, y la figura 547 visto por su costado a seins a pe- quenos golpes. El trabajo que presenta este objeto ya es bastante esmerado, pero con todo no vemos a qué uso podía estar destinado. Quizá no fuera más que un recuerdo de caza. A este propósito debemos agregar que esta muela y otras varias recogidas en el mismo punto nos parecen pertene- cer todas a un mismo individuo aún algo joven de Toxodon platensis, y otro tanto debemos decir de los muchos huesos del mismo animal reco- gidos en el mismo punto. A todos los vestigios de la antigua existencia del hombre recogidos en este depósito, ya mencionados, debemos agregar varios fragmentos de huesos largos de rumiantes envueltos en una ganga terrosa suma- mente compacta y que presentan evidentes rastros de la acción del fuego. Por fin, hemos recogido también varios pedazos de tierra cocida, de color negruzco, muy dura y compacta. En nuestra catálogo de la Sección Antropológica y Paleontológica de la República Argentina en la Exposición de París mencionamos sólo por error bajo el número 186, una hoja de piedra como procedente de este punto, pues la recogimos en el depósito número 5. En el depósito que estamos describiendo no encontramos el más pe- queño fragmento de piedra, circunstancia digna de mención y hasta sor- prendente, al considerar el número considerable de huesos allí recogidos y que muestran vestigios más o menos evidentes de la acción del hom- bre. Esto confirma completamente nuestra opinión, emitida anterior- mente, de que los instrumentos de piedra eran sumamente escasos du- rante esta época, y estaban sobre todo destinados a trabajar los huesos. La fauna de este punto se compone de las siguientes especies: Canis. — Fragmentos de mandíbulas y huesos. Especie indeter- minada. Myopotomus priscus? — Un fragmento de mandíbula inferior, pro- bablemente perteneciente a esta especie. Reithrodon fossilis. — Fragmentos de mandíbulas y huesos. Toxodon platensis. — Dientes, fragmentos de cráneos, vértebras, cos- tillas y huesos de las piernas; todos de un solo individuo. Mastodon andium. — Una muela, un fémur y varios fragmentos de costillas. Equus rectidens. — Dos muelas superiores. Cervus. — Huesos rotos indeterminables. Palaeolama Weddelli. — Una mandíbula inferior y huesos largos par- tidos longitudinalmente. Mylodon Sauvagei. — La muela única sobre que ha sido fundada esta especie. 739 Hoplophorus discifer. — Varias placas de la coraza. La figura 589, representa tres placas unidas de la coraza de esta especie. Hoplophorus radiatus. — Placas de la coraza. La figura 588 muestra una placa de esta especie. Glyptodon typus. — Una coraza completa. Eutatus. — Varios huesos de los pies, que probablemente pertenecen a este animal. PARADERO NÚMERO 3. — Se halla situado sobre las dos márgenes del río Luján, a una legua al Este de Mercedes, en el punto llamado Paso del Canon. Este depósito parece ser de una época algo más antigua que la a que pertenecen los cuatro precedentes. El terreno vegetal tiene aquí un metro de espesor. Sigue una capa de tierra parda, que desciende hasta 3 metros a 3 metros 50 de profundidad. En la base de esta capa recogimos los vestigios de la existencia del hombre, consistentes en hue- sos partidos longitudinalmente, fragmentos de tierra cocida y pederna- les tallados. Los huesos largos, partidos longitudinalmente para extraer la médula, pertenecen a rumiantes de los géneros Cervus, Auchenia y Palaeola- ma; nada particular hay que decir sobre ellos. En la margen izquierda del río, había una coraza de Glyptodon, casi completa, yaciendo a una profundidad de 3 metros sobre su dorso y con la abertura ventral hacia arriba. En su interior sólo recogimos algunos fragmentos de huesos largos de rumiantes. A una media vara de distancia de la coraza y sobre la misma capa de terreno en que yacía, había una cuarcita tallada, cuya forma represen- ta la figura 572, en tamaño natural. Es una especie de escoplo o hacha primitiva, toscamente tallada. En la orilla opuesta del río, casi enfrente de la primera, encontramos otra coraza, pero del género Panochtus, que yacía a cerca de cuatro me- tros de profundidad, con el dorso arriba y la parte ventral abajo. Su in- terior no contenía ningún hueso del esqueleto, pero recogimos en él un gran número de fragmentos de dientes de Toxodon y de Mylodon, que presentan un gran número de roturas semejantes a las que muestran los instrumentos de sílex y parece han sido producidas del mismo modo. No dudamos que esos fragmentos de dientes fueron partidos artificial- mente, y los consideramos como restos inútiles o fragmentos que nan resultado de la fabricación de instrumentos de esa materia; algunos muestran una cierta simetría en sus roturas, que podría permitir res- taurar idealmente la punta de flecha que se quiso ejecutar, pero cuya conclusión impidió algún golpe mal aplicado. Las figuras 657, 665 y 666, muestran tres de estos fragmentos de dientes; la segunda es una hoja rectangular, de 2 milímetros de espesor y pulida en sus dos caras. Estos fragmentos de dientes estaban mezclados con huesos largos de 740 ciervos y de guanacos partidos longitudinalmente, y pedazos de cuernos de ciervo. Había también entre ellos una cuarcita tallada, bastante pa- recida a la anterior y que representa la figura 542, igualmente de ta- maño natural. En su parte superior le falta un pedazo, roto de un golpe de pala dado por el peón que nos acompañaba y que lo redujo a peque- ños fragmentos. Por esta rotura se ve que en su parte interna tiene un color más obscuro que la superficie exterior, que muestra un color blan- quizco muy particular, propio de un gran número de pedernales anti- guos, producido por una alteración del pedernal, debida a la acción de muchos siglos, prueba irrefutable de la inmensa antigüedad de los ins- trumentos de piedra que la han sufrido. En la parte exterior de la coraza, como a unos 2 metros alrededor había muchos huesos largos de ciervo, completamente reducidos a asti- llas y que en parte parecía habían sufrido la acción del fuego. Recogi- mos entre esos huesos varios fragmentos de tierra cocida, envueltos en una tosca muy dura. Una hoja de cuarcita muy gruesa, que parece ha sido en parte rodada por las aguas, y cubierta en una de sus caras por una capa de terreno pampeano: muy duro. Otra hoja de cuarcita más pequeña y cortante, representada en la figura 661, de tamaño natural; la figura 660 muestra la misma piedra vista por su cara opuesta, que se halla en parte cubierta por un depósito muy espeso de tosca pampeana sumamente dura. En fin, un pedernal tallado, de color blanquizco, que parece ha sufrido en parte la acción del fuego; está representado de tamaño natural en la figura 574. Tiene un espesor de 6 a 42 milímetros, su cara inferior es completamente lisa y muestra el cono de percusión sumamente desarrollado. Su cara superior muestra sus dos bordes su- perior e inferior, tallados a grandes cascos, y los dos laterales trabaja- dos a golpes más pequeños, pero un fuerte depósito de tosca que cubre una mitad de la superficie de la cara superior, oculta en parte el traba- jo que presenta en la parte inferior del borde del costado derecho. La fauna de este depósito es la siguiente: Canis protojubatus? — Una mandíbula inferior que parece pertene- ce a esta especie. Canis Azarae fossilis. — Un cráneo y un esqueleto casi completo. Microcavia robusta. — Fragmentos de mandíbulas y huesos. Hesperomys. — Fragmentos de mandíbulas y huesos de una especie - indeterminada. Toxodon platensis. — Dientes y huesos aislados. Género inédito. — Una mandíbula inferior de un nuevo género aún inédito, cercano de los Equídeos. Cervus pampaeus. — Un esqueleto casi completo y fragmentos de huesos largos indeterminables. Auchenia. — Fragmentos de huesos largos indeterminables. 741 Myiodon Wieneri. — Un esqueleto casi completo de esta especie, y fragmentos de muelas de otras especies, pero indeterminables. Panochtus tuberculatus. — Una coraza completa. Glyptodon typus. — Una coraza casi completa. PARADERO NÚMERO 2.— Se halla situado sobre las márgenes del río Luján, en la Villa de este nombre, y se extiende desde el puente hasta la quinta de Azpeitia, esto es, en una extensión de 12 a 15 cuadras. Es un depósito más antiguo y más importante que todos los que he- mos pasado en revista, tanto por el número de objetos trabajados por el hombre, que en él recogimbs, cuanto por su fauna, que se halla re- presentada por un gran número de especies. El terreno que contiene esos objetos se ha depositado debajo de las aguas de un lago bastante profundo y contiene numerosos restos de ani- males acuáticos; es el gran depósito lacustre pampeano de la Villa Lu- jan, mencionado repetidas veces. La figura 527 (lámina XVII) representa un corte geológico que muestra las diferentes capas de terreno tal como se presentan en el punto de este depósito en que recogimos más vestigios de la industria humana, sobre la margen izquierda del río antes de llegar al paso lla- mado de Azpeitia. Número 1: Terreno postpampeano, conteniendo un poco de cal, de color ceniza y con muchas conchillas de agua dulce; es- pesor: 0 m. 30. — Número 2: Capa de terreno postpampeano, blan- quizco, calcáreo, muy compacto y conteniendo muchas conchillas de agua dulce de los géneros Ampullaria, Paludestrina, Planorbis, etc.; espesor: 0 m. 65. — Número 3: Capa de terreno pampeano con huesos de animales extinguidos; arenosa, con infiltraciones calcáreas y de co- lor blanquizco, espesor: O m. 75.— Número 4: Arena roja muy fina, con huesos de animales extinguidos; espesor: 0 m. 45.— Número 5: Capa de tosquilla o tosca pampeana más antigua, rodada por las aguas conteniendo huesos de mamíferos extinguidos y algunas conchillas de agua dulce (faltan absolutamente las Ampullaria) ; espesor: 0 m. 15.-— Número 6: Capa de terreno blanquizco, con huesos de mamíferos extin- guidos, conchillas de agua dulce y numerosas impresiones de vegeta- les; espesor: 1 metro. — Número 7: Capa de tosca rodada conteniendo numerosos huesos de mamíferos fósiles, espesor: 0 m. 15. — Número 8: Tierra parda, con pocos restos fósiles; espesor: 0 m. 80. — Número 9: Nivel ordinario del agua del río. Tanto su estratigrafía como la fauna que contiene, indican que este cepósito es de una época más antigua que los cinco precedentes. El lago que ha dado origen a la formación de este curioso depósito existía ya en una época anterior a los tiempos de los grandes lagos, pues los mismos terrenos que se hallan más abajo del nivel del agua del río hasta una profundidad que no hemos podido determinar son de origen lacustre. 742 Parece que hasta el momento en que se formó la capa guijarrosa in- ferior no era más que un pantano o laguna de poco fondo, pero en esta época las aguas aumentaron su profundidad, y además de las Palludi- nella y pequeños Planorbis se poblaron de un gran número de indivi- duos de Unio algo diferentes de los que actualmente habitan las aguas cel Plata. Las capas postpampeanas números | y 2 son modernas, comparativa- mente a la remotísima antigüedad de las capas inferiores; pero aun ha- ciendo abstracción de su antigüedad relativa deben remontar a muchos miles de años, pues se han depositado en el fondo de un lago o laguna que existía en este punto en una época muy anterior al excavamiento del cauce del río actual. Las diferentes capas de terreno enumeradas no tienen el mismo es- pesor en toda la extensión del depósito; y aun sucede que en algunes puntos se adelgazan paulatinamente hasta desaparecer para reaparecer a alguna distancia. Las toscas rodadas que constituyen las capas números 5 y 7 y los hue- sos que contienen se hallan en algunos puntos cementadas por infiltra- ciones calcáreas. Esta tosquilla ha sido producida por la denudación efectuada por las aguas pluviales durante la época pampeana sobre las antiguas riberas del lago, y el tamaño de los fragmentos rodados que la constituyen prueba que las lluvias en esa época no eran más copiosas que las actuales. Los objetos que demuestran la existencia del hombre durante la épo- ca en que se depositaban los terrenos pampeanos de este punto son: huesos rotos longitudinalmente para extraer la médula, huesos que pre- sentan vestigios de choques, huesos quemados, huesos estriados, raya- dos y con incisiones, huesos trabajados, fragmentos de tierra cocida y pedernales tallados. Estos objetos se encuentran en las capas número 5, 6 y 7. En las dos capas guijarrosas 5 y 7 hay también algunos fragmen- tos de hueso que han sido rodados por las aguas, pero faltan completa- mente en la capa intermediaria número 6. El número de huesos rotos longitudinalmente es considerable, y nos ha sido imposible descubrir un solo hueso largo de ciervo o de guanaco que no estuviera roto de esta manera. No hay duda que han sido parti- dos por el hombre para extraer la médula. No admitiendo la interven- ción del hombre, se hace imposible explicar la presencia de un número tan grande de huesos largos rotos todos de la misma manera y pertene- cientes a las mismas especies de animales. Por otra parte, el más ligero examen demuestra que son completa- mente idénticos a los huesos partidos longitudinalmente que hemos reco- gido en el paradero moderno de Cañada Rocha. La figura 649 muestra uno de esos huesos encontrados en este depósito, perteneciente a una 743 especie de ciervo. Las figuras 655 y 659 muestran otros dos fragmentos más pequeños. Muchos presentan señales de escoriaciones y aún se notan los vestigios que han dejado los golpes aplicados sobre los huesos Pata partirlos. Otros están cubiertos en su superficie de rayas y estrías. También se encuentran aquí huesos partidos transversalmente como los de Cañada Rocha, dibujados bajo los números 448 y 449: la figura 654 representa un ejemplar roto de esta manera y recogido en el depó- sito de que nos ocupamos. Los huesos rayados y con incisiones son sumamente numerosos. Men- cionaremos algunos de los más notables. La figura 651 representa un fragmento de hueso de 13 centímetros ce largo. Se ve en su superficie un surco longitudinal de 1 milímetro de ancho y 40 de largo, bastante profundo y de fondo cóncavo y liso. Al lado se halla otro en sentido algo oblicuo que marcha a juntarse con el primero, formando con éste un ángulo agudo. Otro surco del mismo an- cho y largo que el anterior, pero no tan profundo, cruza los dos anterio- res en sentido transversal. Fué recogido en la capa número 5. En la extremidad de un hueso de un gran mamífero fósil, que no he- mos podido determinar, se hallan dos surcos que recorren una gran par- te de la superficie del hueso en sentido longitudinal oblicuo. Tienen un largo de 5 centímetros y marchan perfectamente paralelos a distancia ce 7 milímetros el uno del otro. Fué recogido en la capa número 6. Un radio de una pequeña especie de Megatherium, muestra en su su- perficie, a una distancia de 6 centímetros de su cara articular superior, dos agujeros. de forma circular, de 8 milímetros de ancho cada uno, de 6 a 7 milímetros de profundidad y de fondo cóncavo. Procede de la capa número 6. ; Un fragmento de costilla de Toxadon, de 1 decimetro de largo y 5 centímetros de ancho, está cubierto de estrías, rayas e incisiones en sus dos caras (figura 652). Entre los muchos surcos que se notan en la su- perficie de este hueso, es notable, sobre todo, el que se halla en su su- perficie interna hacia la mitad de su largo y colocado en sentido trans- versal; tiene 21 milímetros de largo y poco más de uno de ancho, pero se va angostando en sus dos extremidades, hasta perderse completa- mente. Más abajo se ven igualmente varios surcos parecidos, pero más cortos; y en la cara opuesta se ven verdaderas incisiones y surcos aún más anchos y más largos. Procede de la capa número 5. En un fragmento de hueso de Toxodon, de 11 centímetros de largo (figura 653), se ven también un gran número de estrías, rayas e incisio- nes que cruzan la superficie del hueso en varias direcciones, pero la ma- yor parte en sentido transversal oblicuo. Las más notables son: una in- cisión transversal oblicua que se encuentra en su parte superior, de 7 milímetros de largo, muy ancha y bastante profunda. Inmediatamente 744 debajo se encuentra otra mucho más larga, de 4 milímetros de ancho, bastante profunda y que se subdivide en su fondo en dos incisiones se- cundarias. Es igualmente notable la que está indicada con la letra a, por estar completamente aislada y por presentar todos los caracteres de una incisión producida por un golpe aplicado con un instrumento cortante. Mencionaremos también una serie de estrías cortas, transversales y pa- ralelas, que se hallan en su costado izquierdo. Otra serie de estrías pa- recidas se muestran en el costado opuesto, pero en dirección transver- sal oblicua. En el costado izquierdo se ven también dos rayas muy lar- gas que recorren una gran parte del hueso en sentido longitudinal obli- cuo y se cruzan entre sí en forma de X. La figura 616 es el dibujo de un metatarso completo de Hippidium principale, cuya superficie muestra varias rayas y estrías; en su parte superior se ve, además, un grupo de incisiones transversales oblicuas, colocadas casi a igual distancia unas de otras, de unos 9 milímetros de largo, bastante anchas y profundas. Sus dos bordes laterales son en de- clive, formando un fondo sumamente angosto. Algo más abajo se ven otros dos surcos en dirección inversa, menos profundos, y cuyo fondo muestra algunas rayas secundarias. Procede de la capa número 7. La parte superior de una tibia, perteneciente a una especie de caba- llo muy pequeña (Equus rectidens>); presenta cerca de su cara articu- lar superior un grupo de surcos longitudinales oblicuos, largos y pro- fundos, de fondo liso, anchos hacia el centro y angostos en sus dos ex- tremidades. Procede de la capa número 6. La figura 615 muestra la parte inferior de la tibia de un gran mamí- fero fósil, el Toxodon platensis, en cuya superficie se ve un gran surco en sentido oblicuo, de 5 centímetros de largo, 1 milímetro de ancho y bastante profundo, de fondo cóncavo y perfectamente liso. Su extremi- dad inferior se va angostando hasta perderse en la superficie general del hueso; hacia su mitad superior y a distancia de 1 milímetro, se halia otro surco igual, pero de sólo 3 centímetros de largo; la extremidad su- perior de este segundo surco es más ancha que la del primero, y, como éste, se angosta en su extremidad inferior hasta perderse completa- mente. En fin, al lado de la parte inferior del mismo surco principal, pero en el costado opuesto, aunque a la misma distancia que el anterior, se halla otro surco más pequeño y menos profundo. Un examen dete- nido demuestra que estos tres surcos han sido producidos con el mismo instrumento. Es inútil que insistamos de nuevo sobre la circunstancia de que la superficie del fondo de los surcos presenta el mismo color que la superficie del hueso, etc., pues estos caracteres son propios de todas las rayas, surcos e incisiones de que hemos hablado. Procede de la capa número 7. La figura 680 representa una costilla de un animal del género Pseu- 745 dolestodon, en la que se ven dos grandes incisiones transversales, an- chas y profundas, situadas sobre la superficie interna del hueso. La pri- mera, situada más a la izquierda, es de un ancho desigual, variable en- tre 6 y 12 milímetros. Ha sido producida por dos fuertes golpes aplica- dos con un instrumento cortante, sobre los dos bordes laterales de la incisión, lo que ha hecho saltar un casco considerable de hueso. Del mis- mo modo ha sido producida la segunda, algo más angosta. En el fondo de ambas incisiones, hacia sus costados laterales, se ven, pues, dos in- cisiones más profundas, anchas arriba y hacia el centro, angostas en el fondo y en las extremidades, hasta que se pierden paulatinamente. Al primer golpe de vista se conoce que estas cortaduras han sido produ- cidas con un instrumento muy cortante, y que ha sido aplicado con fuer- za contra la superficie del hueso, tal como lo haría una persona que qui- siera partir un hueso idéntico, con uno de nuestros cuchillos Je metal. Procede de la capa número 6. La figura 645 es un fragmento de costilla de un pequeño desdentado fósil, que muestra en su parte interna varias incisiones cortas, bastante anchas y profundas, muy angostas en su fondo y practicadas con un ins- trumento cortante. En la cara opuesta existen otras dos aún más anchas y profundas, y colocadas de modo que parece se quiso partir el huesa transversalmente. La figura 608 representa otro fragmento de costilla en tamaño natu- ral y perteneciente al mismo animal. En su superficie interna se ve una quincena de incisiones aisladas, perfectamente circunscriptas y carac- terizadas por contornos muy bien marcados. Su tamaño varía desde 2 a 7 milímetros de largo y uno a dos de ancho. Todas son anchas arriba, * angostas en el fondo y tienen un costado más en declive que el opuesto. En la cara externa existen algunas aún más profundas, completamente opuestas a las dos o tres mayores que se ven en la parte inferior de la superficie interna y agrupadas de modo como si se hubiera querido partir la costilla. Procede de la capa número 5. Pero la pieza más notable de tal género recogida en este punto es una tibia de Mylodon, con incisiones tan marcadas que de Quatrefages, de Mortillet, Gervais, Cope, Cartailhac, Capellini, Ribeiro, Vilanova y otros muchos arqueólogos y naturalistas que la han examinado, estu- vieron unánimes en reconocer en ellas incisiones practicadas por el hombre. Este objeto notable se halla representado en las figuras 671 y 672 de la lámina XXV. Las incisiones se presentan tanto a lo largo del hueso como en sus caras articulares. La figura 673 muestra las incisiones principales que se encuentran a lo largo del hueso. En B se ve un surco oblicuo, de 18 milímetros de largo, que en una extremidad tiene una anchura de un milímetro y en la otra de dos, bastante profundo, de fondo algo cóncavo y completa- 746 mente liso. Parece que ha sido trazado con un instrumento de punta algo roma y de arriba hacia abajo. En C se ve otro surco parecido al anterior, pero no tan marcado, más angosto y de fondo más irregular. En D se nota una incisión que forma una raya angosta y profunda, en el centro más ancha que en las extremidades, donde se va angostando poco a poco hasta perderse de vista. Tiene 14 milímetros de largo y su costado derecho superior es una línea recta con un borde alto y perpen- dicular, mientras que el borde opuesto forma un plano inclinado muy suave y liso que va bajando hasta el pie del borde escarpado derecho. En E hay una gran incisión producida por un instrumento cortante que ha hecho saltar un fragmento de hueso, dejando visible una incisión de un centímetro de largo, de cerca de 4 milímetros de ancho y poco más de uno de profundidad. El fondo de la incisión es una superficie casi plana y lisa. El borde superior forma un plano muy inclinado, de super- ficie lisa y de unos 2 milímetros de ancho. Este plano inclinado parece producido por la hoja o hacha de piedra que hubiera seguido esta direc- ción. El borde opuesto no es plano y liso como el anterior, sino muy ás- pero y rugoso, indicando que es el lado por donde ha partido la astilla. Es indudable que esta incisión ha sido producida por un fuerte golpe aplicado con un hacha de piedra grosera o un escoplo de piedra como algunos de los ya mencionados. En la extremidad inferior del hueso, en F, existe otra incisión, ancha y bastante profunda, pero muy corta. En H se ve otra de 14 milímetros de largo y bastante profunda. El borde izquiertlo muestra una superficie lisa y un borde alto, que marca la di- rección que ha seguido el instrumento que ha producido la incisión. El “otro costado no muestra borde escarpado aparente y es de superficie rugosa, señalando así el lado por donde ha salido la astilla. En su for- ma general, esta incisión se parece a la que está marcada con la letra D, de la que tiene el mismo largo. Hacia los dos tercios de la altura idel hueso, en su costado izquierdo a, existe otra incisión, igualmente de 14 milímetros de largo y de la misma forma que la precedente, aunque más profunda. Es ancha arriba, angosta en el fondo y parece haber sido practicada al querer cortar los ligamentos que ahí se hallaban prendi- dos al hueso. Estas tres incisiones A D H que presentan el mismo largo y la misma forma, parece que han sido producidas con un mismo ins- trumento. En la superficie de su cara articular inferior (figura 672), existen también varios surcos e incisiones. En A existe una incisión igual a las últimas descriptas, aunque no tan profunda. En C se ve otra de la misma forma, pero más corta y más ancha. En E se notan dos sur- cos que se reunen cerca del borde, formando un ángulo agudo; y en B se nota una serie de incisiones, anchas, cortas y poco profundas colo- cadas simétricamente a igual distancia unas de otras. La cresta que en D divide la cara articular está rebajada artificilmente. Aún más nota- 747 bles son los surcos e incisiones que existen en la superficie de su cara articular superior (figura 671). Existe aquí un grupo de once surcos de 8 a 34 milímetros de largo, de uno a uno y medio de ancho y general- mente poco profundos. Son más profundos en un costado, que es for- mado por un borde escarpado, que en el otro, que se confunde con el resto de la superficie (del hueso. En A se ve una incisión completamen- te igual a las tres, de 14 a 16 milímetros de largo, que ya hemos visto en la superficie longitudinal del hueso, aunque no tiene el mismo lar- go, porque el golpe ha sido aplicado en una orilla; el costado liso e in- clinado que ha seguido el instrumento y el otro rugoso por:donde ha sal- tado la astilla, están aún mejor marcados que en las incisiones prece- dentes. La letra B indica una depresión bastante sensible que parece haber sido producida por presión, sin pérdida de materia. Las letras E F G H I J son surcos poco profundos y de fondo liso. La letra M indi- ca \dos incisiones parecidas a las ya examinadas, pero apenas aparentes. La que indica la letra D es más marcada, pero más corta, aunque más ancha. En K existe una pequeña incisión de sólo 4 milímetros de largo, aunque muy ancha y profunda; parece producida por el canto del mis- mo instrumento que trazó las anteriores. Por último, en C se ve la más notable y característica de todas las incisiones de este tipo. Tiene igual- mente unos 15 milímetros de largo; y hacia la mitad de su largo, que es el punto más ancho y profundo de la incisión, unos 3 milímetros de an- cho. Uno'de los bordes de la incisión es una superficie plana, lisa e in- clinada que baja en su parte más profunda hasta unos 2 milímetros, in- dicando que es la superficie plana por donde ha corrido el instrumen- to que ha producido la incisión. El borde por donde ha saltado la astilla es muy áspero y rugoso. La incisión disminuye de ancho hasta su parte más profunda, en donde se unen los dos planos, formando un ángulo agudo. En sus dos extremidades disminuye igualmente de ancho y de profundidad, hasta perderse gradualmente. De un examen detenido de estas incisiones, resulta que los surcos E F GH I y J de la figura 671, B y E de la figura 672 y By Cde la figu- ra 673, han sido trazados por un instrumento de punta roma conducido oblicuamente; y que las incisiones AC D M y K de la figura 671, A y C ide la figura 672 y A D y H de la figura 673 han sido producidas por fuertes golpes, aplicados con una especie de hachita o 'escoplo de pie- dra, cuya parte cortante tenía un ancho que no pasaba de 16 a 18 milí- metros. Sin duda un instrumento parecido a los que representan las fi- guras 530 a 532, 537 y 538. Que estas incisiones son antiguas se puede probar fácilmente por el color pajizo que presenta el hueso en toda su superficie y que penetra también en el fondo de las incisiones, mien- tras que algunas ligeras estrías y escoriaciones practicadas al desente- rrar esta pieza notable, dejan ver el color blanco interior del hueso. Procede de la capa número 6. En las mismas capas se encuentra también un gran número de frag- mentos de huesos quemados o que han sufrido en parte la acción del fuego. Es notable entre éstos la mitad inferior del húmero de un gran rumiante, probablemente ‘del género Palaeolama. Este hueso ha sido roto transversalmente para extraer la médula. Una gran parte de su ex- tremidad inferior ha sido expuesta a la acción del fuego y muestra un color negro completamente diferente del color pajizo del resto del hue- so. Aquí ha sido también roto, de modo que por medio de una abertura de contorno irregular quedara a descubierto el canal medular. En el contorno de la cavidad se ven dos surcos transversales, paralelos, de 7 a 12 milímetros de largo, de 2 a 3 de ancho, bastante profundos y de fondo cóncavo y algo liso. Algo más arriba de la misma cavidad, se ve otro surco aún más largo y una depresión de forma irregular de más de un centímetro de largo. Por fin, en varias ¡partes de la superficie del hueso se ven escoriaciones, hendiduras, y otros vestigios producidos por los golpes aplicados sobre el hueso para poder partirlo. Procede de la capa número 6. La figura 605 representa la parte anterior de un incisivo inferior, externo, del costado derecho, ¡perteneciente al Toxodon platensis, en el que se halla aún teda la corona, que está cruzada por un gran número de rayas oblicuas y 2 o 3 transversales muy profundas. Este fragmen- to se halla perfectamente conservado y no presenta señales de haber sido arrastrado por las aguas. Además, tratándose de un diente, pensa- mos que a nadie se le ocurrirá la idea de que pueda haber sido rayado por algún roedor o carnicero. No está demás tampoco recordar la gran dureza de los dientes, circunstancia que indica claramente que sólo pue- de haber sido rayado por medio de algún instrumento cortante y ha- ciendo un gran esfuerzo. Las dos rayas transversales más profundas, colocadas transversalmente al ángulo externo del diente, parece han sido practicadas con el objeto de separar un fragmento parecido al que representa la figura 606. Procede de la capa número 5. La figura 606 es un fragmento sacado del ángulo de un diente inci- sivo de Toxodon, que parece ha sido separado por el mismo procedi- miento que se ha querido emplear en el ¡precedente. La figura 607 muestra el mismo objeto visto por su cara opuesta. La parte inferior termina en una superficie inclinada, pero muy lisa y pulida artificial- mente. Procede de la capa número 5. Parecería, pues, que el hombre de aquella época, para obtener un casco de hueso o de diente de una forma determinada, empezaba por practicar una pequeña ranura o incisión, que profundizaba hasta sepa- rar el fragmento deseado; o, por lo menos, esto es lo que parece indi- car el examen de llas dos piezas enumeradas. Una tercera, recogida igualmente en la capa número 5, figurada bajo 749 los números 667 y 668, es a tal respecto aún más demostrativa. Es un fragmento de hueso largo, cortado en bisel en su cara interna, que muestra en la externa una pequeña ranura que parte del borde derecho de su extremidad inferior; el objeto evidente de esta ranura era pro- longarla y profundizarla hasta separar dos astillas, para dar al fragmen- to de hueso una forma deseada, y no se hizo así porque sin duda no se prestaba para la forma que se quería ejecutar. Así este pequeño frag- mento de hueso, aparentemente tan insignificante, nos revela, conjun- tamente con los dos fragmentos de dientes anteriores, el sistema que empleaba el hombre primitivo de las pampas para trabajar los huesos. Las pequeñas astillas de huesos largos, talladas de modo que conclu- yan en punta, que ya hemos visto en gran número, particularmente en el depósito número 4, también se encuentran aquí y se hallan represen- tadas por ejemplares típicos. Tal es la pequeña astilla de hueso largo que representan las figuras 567 y 568, vista por sus dos caras. Su extre- midad punzante es sumamente puntiaguda; las roturas longitudinales perfectamente marcadas muestran las más pequeñas rugosidades del hueso producidas ¡por la fractura y terminan en bordes sumamente cor- tantes; la base ha sido cortada en declive; y todos los ángulos y bordes - presentan el mismo aspecto que si el hueso hubiera sido roto ayer. Procede de la capa número 6. La que representan las figuras 630 y 631 se parece completamente a una hoja de sílex puntiaguda. Es una hoja de hueso de sección trans- veisal prismática triangular muy puntiaguda y que en ninguna parte conserva señales de la superficie natural del hueso. Al lado de esta forma de puntas de flecha, se presenta aquí otro tipo diferente. Consiste también en pequeñas astillas de hueso, pero cuya punta ha sido formada por pulimento en vez de fractura, como se ve en los tres ejemplares que representan las figuras 597, 617 y 658. En el prímero se ven, además, huellas de escoriaciones anteriores al puli- mento del hueso. Proceden de la capa número 5. La figura 586 muestra otro ejemplar pulido en sus dos caras y en los dos bordes laterales. Procede de la capa número 7. Pero más no- table aún es el que.representa la figura 587, pulido con esmero en sus dos superficies de modo que apenas tiene un milímetro de espesor. Procede de la capa número 6. Es posible, sin embargo, que estos objetos hayan servido más bien como punzones que como ¡puntas de flecha. La figura 536, muestra un ejemplar en que este uso es aún más probable, pues su parte superior es muy gruesa y dos de sus lados han sido rebajados artificialmente y en parte pulidos hasta formar la aguda punta de su extremidad inferior. Proviene de la capa número 6. La figura 539, muestra otro objeto que sólo puede haber servido 750 como punzón. Es un fragmento de hueso largo cuya punta ha sido for- mada por un frotamiento de sus dos bordes laterales. Procede de la capa número 5. : Las figuras 602 a,604 representan un hueso trabajado de una mane- ra muy curiosa, visto de frente, por la espalda y de lado. A primera vis- ta se podría creer que se tiene entre las manos un hueso rodado por las aguas; pero un examen algo detenido muestra que ha sido pulido arti- ficialmente en toda su superficie. Sus extremidades son redondeadas. Su cara superior es muy convexa (figura 602) y presenta hacia la mi- tad de su largo dos incisiones transversales oblicuas, muy anchas y pro- fundas. Un gran surco recorre también su eje longitudinal; éste ha sido producido excavando el centro ‘del hueso en todo su largo. La cara opuesta ha sido pulida en toda su superficie de modo que forme una cavidad o arco de círculo, como lo demuestra la figura 604, que mues- tra el mismo objeto visto de lado. La figura 611 es un fragmento de hueso largo, de un gran rumiante fósil, que ha sido partido longitudinalmente de modo que presente a descubierto el canal medular. Ofrece en varios puntos huellas evidentes de haber sido trabajado por el hombre, pero ‘sobre todo en su borde iz- quierdo, que muestra siete depresiones de fondo liso y perfectamente marcadas, que se suceden sin interrupción de arriba hacia abajo, han sido producidas por fuertes golpes aplicados sin duda con un percutor de ¡piedra, que han hecho saltar un cierto número de cascos de hueso, correspondientes a las depresiones concoideas que 'se observan sobre el borde de esta pieza. Aun suponiendo que este hueso hubiera sido en- contrado en una capa de terreno que contuv*era guijarros, no podría considerarse de otro modo que como un objeto trabajado por el hom- bre. En efecto, sería completamente inadmisible suponer que un cierto número de choques accidentales hayan podido producir un número de señales iguales y colocadas simétricamente como las que se ven en el borde de este hueso. Por lo demás, ya hemos afirmado repetidas y re- petidísimas veces, ¡que el terreno pampeano de la provincia Buenos Aires no contiene guijarros rodados; y el mismo hueso en cuestión no ha sido rodado por las aguas. Esta pieza se encontraba clavada en la barranca aflorando a la superficie sólo su extremidad inferior, que ha sido rota por las aguas corr#entes actuales. No es, pues, posible for- marse una idea del 'objeto entero, que sin duda debía tener un destino especial. Procede de la capa número 6. Las figuras 564 a 566 muestran otro hueso trabajado de una forma igualmente curiosa, dibujado como los otros ide tamaño natural. Es una pequeña astilla de hueso largo que ha sido tallada en forma de esco- plo (figura 564). En la parte superior de su cara externa, hacia el bor- de izquierdo, se ve una incisión corta, pero ancha y profunda. Su cara 751 interna (figura 565), deja ver las cortaduras longitudinales. En fin, su extremidad inferior ha sido cortada transversalmente en bisel en sus dos lados, ‘de modo que termine en un filo muy cortante, como lo de- muestra la figura 566 que representa el mismo objeto visto de costado. Este objeto podía servir como instrumento cortante o bien como un pe- queño raspador. Procede de la capa número 5 y aún está en parte en- vuelto 'en tosca. Las figuras 554 y 555 representan, visto por sus dos caras opuestas, un fragmento de hueso largo de un rumiante; ha sido partido longitu- dinalmente y su extremidad inferior cortada y pulida a manera de los pulidores ide hueso del paradero mesolítico de Cañada Rocha, aunque de un modo más grosero. Una parte dde su borde derecho inferior (fi- gura 555), ha sido afilado de modo que forme un borde cortante. Pro- cede de la capa número 6. Concluiremos la enumeración de los principales objetos de hueso re- cogidos en este depósito, con la descripción del que representan las fi- suras 551 y 552, en tamaño natural. Es un fragmento de hueso largo trabajado en sus dos caras. Su oara externa (figura 551) presenta en su parte inferior y en el costado derecho varias cortaduras perfecta- mente circunscriptas y dirigidas de modo a adelgazar la parte inferior del hueso como para poder colocarlo más fácilmente en una especie de mango. Su cara interna muestra también en su parte inferior y sobre los costados varias cortaduras artificiales (figura 552), y su mitad 'su- perior ha sido pulida con gran esmero de modo que una parte consi- derable del borde del costado izquierdo termine en un filo cortante. Las partes más blancas y punteadas que se ven .en el dibujo, son por- ciones considerables de tosca pampeana muy dura, que aún adhieren fuertemente a la superficie del hueso y aun sobre las mismas cortadu- ras, lo que demuestra del modo más evidente la antigüedad del hueso y del trabajo que presenta. Procede de la capa número 6. Permítasenos ahora dedicar unas cuantas líneas a otro género de pruebas que ¡en 'este depósito adquiere una importancia excepcional. En el mes de Enero de 1874, nos hallábamos con uno de nuestros hermanos (Juan Ameghino) a orillas del río en el punto en que se en- cuentra este depósito. Habíamos visto aflorar en la superficie de la ba- rranca varias puntas de huesos fósiles y empezamos a extraerlos, va- liéndonos (de los cuchillos de que íbamos provistos. A los ¡pocos mo- mentos, nuestro hermano nos mostró algunos pedazos de tierra cocida parecidos a pequeños fragnientos de ladrillo que hubieran sido roda- dos por las aguas, diciéndonos que los había encontrado enterrados al ladoide los huesos fósiles. De buenas a primeras, creimos que se había engañado, contestándole que probablemente el terreno había sido re- movido y sin duda se trataba de fragmentos de ladrillos larrastrados = Ut lo por las crecientes del río y depositados por las aguas en la superficie del terreno fosilífero entre los ¡mismos huesos. Pero algunas horas des- pués nos mostró otros fragmentos iguales aseguránidonos que no po- dían ser fragmentos de ladrillo, pues los había encontrado a cierta pro- fundidad en terreno pampeano no removido, mezclados con los huesos fósiles, haciéndonos notar que sus poros estaban completamente relle- nados por la tierra blanca fosilífera, lo que era una prueba de que ha- cía largo tiempo que estaban sepultados en las profundidades del suelo. Entonces nos decidimos a ver por nuestros propids ojos lo que había de cierto, para darnos cuenta del valor que debía atribuirse a esos frag- mentos de tierra cocida. Al día siguiente continuamos las excavaciones en el punto en que nuestro hermano las había empezado, correspon- diente a la capa número 7 del corte geológico que representa la figura 527, y pocas horas después adquirimos la certeza de que no se había equivocado, pues recogimos muchos de esos fragmentos de tierra coci- da en capas de terreno pampeano no removido, a más de tres metros de profundidad de la superficie del suelo y mezciados con numerosos hue- scs de mamíferos extinguidos. Estos fragmentos de tierra cocida son de un color ladrilloso comple- tamente igual al de los ladrillos que se empiean comúnmente en Bue- nos Aires, pero a menudo están envueltos en tosca y el terreno fosilí- fero en que se encuentran ha penetrado en todos los poros hasta el in- terior mismo de los fragmentos. Estos son casi todos muy pequeños, del tamaño de avellanas, pero hemos recogido algunos mucho más volumi- nosos. Se encuentran siempre en las capas de tosca rodada números 5 y 7, sin que hasta ahora nos haya sido posible descubrir un solo frag- mento en la capa número 6. De esto se deduce que esos fragmentos da tierra cocida no se encuentran en su verdadero punto de origen, y que han sido arrastrados allí por las mismas aguas corrientes que han de- positado las capas de tosca rodada. Estas capas se extienden a lo largo de las barrancas del río en una extensión de más de cuatro kilómetros y por todas partes los hemos encontrado en número tan considerable que ya disponemos de más de mil ejemplares. Es claro que esta tierra quemada no puede ser producida por el azar, sobre todo si se tiene en cuenta su gran abundancia y la extensión de su área de dispersión. Es evidente que es el producto de fogones en- cendidos por los hombres de lejana época a orillas del antiguo lago ac- tualmente desecado, y que al ser lavados por las aguas pluviales éstas han arrastrado los fragmentos de tierra cocida o quemada por el fuego y los han depositado en el fondo del lago en medio de las toscas roda- das y juntamente con muchos fragmentos de huesos quemados, sin duda procedentes de los mismos fogones. 1 Insistimos especialmente sobre estos objetos porque en razón de su 753 abundancia relativa, cualquiera podrá comprobar la verdad de nuestras demostraciones con sólo el sacrificio de un dia de exploración en este depósito. Si alguien desea comprobar este punto interesante de nuestra argumentación nos permitimos hacer las indicaciones siguientes. Para encontrar los pequeños fragmentos de tierra cocida de que hablamos, deben atacarse las capas de tosca rodada pampeana número 5 y 7, co- locar la tierra en un lienzo o en una tabla.y pasarla toda menudamente cen las manos, tal como lo haría una persona que quisiera separar al- gunos granos de trigo contenidos en una bolsa de arroz. Es el método que siempre hemos empleado en estas investigaciones y el único que nos ha dado resultados. Sólo debido a la paciencia y a la constancia que hemos desplegado y exigen exploraciones de esta naturaleza, hemos podido reunir los materiales que nos sirven para la redacción de esta parte de nuestro trabajo. Si los instrumentos de hueso y los fragmentos de tierra cocida son en este depósito relativamente numerosos, los instrumentos de piedra son, como en todas las demás estaciones de esta época, sumamente escasos; no hemos recogido más que cinco y de un trabajo muy imperfecto. La figura 576 es una hoja de cuarcita de sección transversal triangu- lar, que muestra en su cara opuesta el cono de percusión muy desarro- líado. El fondo de las roturas de su extremidad superior está rellenado por tosca pampeana. Procede de la capa número 6. , La figura 575 es otra cuarcita muy gruesa, lisa en su cara inferior y trabajada en la superior en su borde izquierdo, que está retallado a gol- pes pequeños. Procede de la capa número 7. La figura 577 es un pedernal tallado en forma de raspador. Su cara inferior es completamente lisa, pero muy cóncava, y muestra en su par- te superior un cono de percusión muy prominente. Su cara superior sólo está tallada en una parte de su borde izquierdo, sobre todo hacia su ex- tremidad superior; el resto presenta la superficie natural del nódulo de sílex. La parte inferior de este instrumento es muy gruesa. Presenta adheridas en diferentes partes de su superficie y en el fondo de las rotu- ras, porciones considerables de terreno pampeano. Procede de la capa número 5. La figura 537 representa un instrumento en forma de escoplo, tallado en una piedra que parece una especie de jadeíta. La figura 538, repre- senta el mismo objeto, visto de costado. Lo recogimos al lado de una coraza de Glyptodon, en la capa número 7. Algunos de estos sílex, en forma de escoplos, estaban sin duda colo- cados en un mango. Tal es el pequeño fragmento de sílex que represen- tan ias figuras 662 a 664, visto de frente, por la espalda y de costado. Al lado de este objeto se hallaba, en efecto, el pedazo de cuerno de ciervo que representa la figura 636, que pertenece a una especie extin- AMEGHINO — V. III 48 754 guida y cuya forma demuestra evidentemente que ha servido como mango de un instrumento. La base del cuerno ha sido cortada artificial- mente y pulida. La extremidad de la rama principal ha sido ahuecada como para colocar en ella un instrumento; los bordes de esta cavidad han sido redondeados con esmero. La base del cuerno que ya hemos di- cho está cortada artificialmente, servía como empuñadura. Toda la su- perficie del cuerno se halla pulida por el uso, pero sobre todo en la par- te superior de la rama horizontal, entre la base y la curva que forma la ramificación, punto que al hacer uso del instrumento se hallaba justa- mente en la mano, mientras que la parte inferior de la base en la que apenas se apoyaban los dedos es menos usada y ha conservado una par- te de la corona. La figura 637 muestra la posición en que se colocaba la mano para asegurar el instrumento. Hemos dicho y repetimos que la fauna de este depósito es suma- mente numerosa en especies, como lo demostrará la lista siguiente: Smilodon populator. — Un calcáneo, varias costillas, parte de la co- limna vertebral, un canino superior, porciones de cráneo, dos caderas y varios huesos de las piernas. De la capa número 7. Canis Azarae fossilis. — Un esqueleto casi completo en la capa nú- mero 3. Hydrochoerus sulcidens. — Porción de mandíbula inferior, en la capa número 6. Lagostomus trichodactylus fossilis. — Porciones de cráneos y muchos huesos aislados, en las capas números 4, 5 y 6. Cerodon major. — Mandíbula inferior y dientes aislados, en las ca- pas números 5 y 6. Hesperomys. — Huesos de especie indeterminada, en las capas nú- meros 5, 6-y 7. Toxodon platensis.— Un cráneo, dos omoplatos, varias costillas y dientes aislados, de las capas números 5, 6 y 7. Toxodon Burmeisteri. — Dos incisivos superiores, de la capa nú- mero 7. Hippidium principale. — Dos muelas superiores y una inferior, de la capa números 5 y 6. Hippidium neogaeum—Dos muelas superiores, de la capa número 7. Equus curvidens. — Una muela superior, un metacarpo que también consideramos como perteneciente a esta especie, y algunos otros hue- sos, en las capas números 6 y 7. Equus rectidens? — Una tibia muy pequeña, que quizá pertenece a esta especie, en la capa número 6. Mastodon Humboldti. — Una muela, en la capa número 6. Dicotyles. — Varias muelas de una especie de gran talla, en la capa número 6. 755 Palaeolama Weddelli. — Huesos diversos de las capas núm. 5, 6 y 7. Auchenia. — Huesos diversos de especie indeterminada, en las ca- pas números 4, 5, 6 y 7. Cervus magnus. — Fragmentos de cuernos y otros huesos, en la capa número 5. Cervus pampaeus. — Fragmentos de mandíbulas, etc., en las capas números 5 y 7. : Antilope argentina. — Fragmentos de cuernos que al principio atri- buimos a un buey, pero que probablemente pertenecen a esta especie, en la capa número 6. ; Megatherium americanum.— Una muela y varios otros huesos, en la capa número 8, anteriores, por consiguiente, a los restos de la indus- tria humana. Megatherium Lundi. — Radio de una especie pequeña, probablemente el M. Lundi, en la capa número 6. Pseudolestodon myloides ? — Un esqueleto casi completo de un indi- viduo muy joven de este género, en la capa número 6. Mylodon. — Dientes y huesos de especie indeterminada, en las capas números 5 y 6. ~ Glyptodon typus. — Fragmentos de coraza en la capa número 5. Glyptodon laevis. — Fragmentos de coraza, en la capa número 6. Glyptodon reticulatus. — Fragmentos de coraza, en la capa número 5. Glyptodon clavipes> — Una coraza casi completa, en las capas nú- meros 7 y 6. Hoplophorus ornatus. — Fragmentos de coraza en las capas núme- ros 5, 6 y 7. Thoracophorus. — Placas sueltas de la coraza, pertenecientes a una especie nueva, en la capa número 5. Chlamydotherium typus. — Placas sueltas de la coraza, en la capa nú- mero 6. Eutatus Seguini. — Placas sueltas de la coraza y huesos aislados, en las capas números 4, 5, 6 y 7. Euphractus affinis villosus. — Numerosas placas sueltas de la cora- za, en las capas números 3, 4 y 5. Tolypeutes affinis conurus. — Algunas placas aisladas, en la capa nú- mero 5. Didelphys. — Mandíbula inferior de una comadreja fósil, en la capa número 5. a Testudo. — Placas de la coraza de una gran tortuga terrestre, en la capa número 4. Emys.— Fragmentos de coraza de una tortuga de agua dulce, en la capa número 5. Pescados.—Huesos de diferentes especies de pescados de agua dulce. CAPÍTULO XXXII TIEMPOS PAMPEANOS MODERNOS Paradero número 1. — Geología. — Descubrimientos de huesos humanos fósiles. — Huesos largos partidos para extraer la médula. — Huesos con incisiones y agu- jereados. — Carbón vegetal. — Tierra cocida. — Huesos quemados. -— Pedernales tallados. Nota del doctor Broca sobre los fósiles humanos de Mercedes. — Paleontología. — Discusión sobre la verdadera antigúedad de los fósiles humanos de Mercedes. — ¿Existe el hombre en el pampeano inferior? En la parte geológica de este trabajo, ya se ha visto que los tiempos pampeanos modernos corresponden a la parte superior de la formación pampeana y han precedido a la época de los grandes lagos. Se ha visto también que los terrenos de esta época se extienden so- bre toda la superficie de la llanura y están caracterizados por una fau- na algo diferente de la que se encuentra en el pampeano lacustre. El hombre vivía también durante la época en que se formó el terreno pampeano superior, pero hasta ahora no hemos encontrado los vesti- gios de su existencia sino en un solo punto, que constituye nuestro Pa- radero número 1 y está situado sobre la margen izquierda del arroyo Frías, cerca del puente que allí fué construído recientemente. Este depósito ofrece una importancia excepcional, por cuanto no sólo hemos recogido en él vestigios debidos a la acción de un ser inteligen- te, sino también los restos del hombre mismo, prueba incontestable de su contemporaneidad con los grandes mamíferos extinguidos. En razón de esta misma importancia nos extenderemos en más deta- lles al describirlo. El arroyo Frías, como casi todas las corrientes de agua de la Pampa, corre por en medio de una llanura perfectamente horizontal y de cons- titución geológica uniforme. La profundidad de su cauce varía de dos metros a dos metros treinta centímetros. En la lámina XXI hemos dibu- Jado un corte geológico transversal del arroyo, tomado en el punto en que encontramos los fósiles humanos. He aquí la explicación de este corte. Número 1: Nivel ordinario del agua del arroyo. El agua se halla en contacto inmediato con el terreno pampeano sobre el cual corre. 757 Nümero 2: Capa de tosquilla y cascajo moderno depositado por las aguas del arroyo. Número 3: Capa superficial de tierra vegetal de 10 centímetros de espesor, en la que se encuentran huesos de animales domésticos euro- peos introducidos en el país posteriormente a la conquista. Número 4: Capa de tierra vegetal de 40 centímetros de espesor, en la que se encuentran huesos de mamíferos de la fauna indígena actual del país. Número 5: Capa de terreno muy arcilloso, de 20 centímetros de es- pesor, en la que se encuentran algunos fragmentos de huesos muy mal conservados, pertenecientes a grandes desdentados extinguidos. Número 6: Capa de terreno margoso, de 30 centímetros de espesor, conteniendo huesos de grandes desdentados extinguidos. Número 7: Capa de terreno rojizo, arenoarcilloso, en el que predo- mina la arena; contiene muchas concreciones calcáreas o toscas y hue- sos de mamíferos extinguidos; espesor 60 centímetros. Número 8: Capa de terreno rojizo, de 55 centímetros de espesor, compuesto de arena y arcilla en igual proporción y con huesos de ani- males extinguidos. Número 9: Capa de terreno rojizo que desciende a más de 1 m. 50 más abajo que la precedente, de la que sólo se distingue por una mayor proporción de arcilla. Estas capas no están perfectamente delimitadas, sino que se puede pasar de una manera casi insensible de las más modernas a las más antiguas. Algunos se preguntarán quizá porque consideramos estas capas más antiguas que las que constituyen el Paradero número 2 precedente- mente estudiado. Un ligero examen del corte geológico ideal de la lla- nura argentina que representa la lámina XVIII, hará comprender fácil- mente la posición geológica relativa de ambos paraderos. Las capas nú- meros 6, 7, 8 y 9 del Paradero número 1 (corte geológico representado en la lámina XXI) correspondiente a la capa número 6 del corte geoló- gico ideal que figura la lámina XVIII. Por el contrario, las capas núme- ros 1 y 2 del corte geológico del Paradero número 2 (lámina XVII) co- rresponden a la capa número 6 del corte geológico ideal y las capas números 3, 4, 5, 6 y 7 del mismo depósito corresponden a la capa nú- mero 8 del corte geológico de la lámina XVIII. La diferencia de época es, pues, evidente. En el Paradero número 1 faltan todas las capas sin- crónicas a las del Paradero número 2, que son de época más reciente. Pero el Paradero número 1, aunque de una época geológica mucho más remota que los anteriores, pertenece a los terrenos pampeanos supe- riores, como lo demuestra la lámina XVIII. El día 20 de Septiembre de 1873, recorriendo la orilla del arroyo, en- 758 contramos en el punto À de la antigua barranca una cantidad de frag- mentos de coraza de un Hoplophorus. Practicando su extracción llegamos al punto f, donde descubrimos un cráneo y muchos huesos de Lagostomus angustidens. Continuando la excavación llegamos a la línea divisoria entre las capas números 8 y 9 y descubrimos, mezclados con los huesos de diferentes animales, un gran número de fragmentos de una substancia muy negra que se des- leía al solo contacto de la mano y la tenía de negro como si fuera tinta. En seguida echamos de ver que se trataba de una substancia orgáni- ca, quizá vegetales carbonizados por el tiempo. Procuramos extraer al- gunos pedazos intactos, aún envueltos en parte por la tierra, para dejar- los secar al calor del sol, y pocas horas después reconocimos que esos fragmentos de materia negra eran, en efecto, madera carbonizada, pero no por la acción del tiempo como al principio lo habíamos creído, sino por la acción del fuego. A medida que avanzábamos a mayor profundi- dad, aumentaba la cantidad de carbón vegetal. Al penetrar en la capa número 9 encontramos mezclados con el carbón y los huesos de di- ferentes animales, varios huesos humanos. Evidentemente habíamos encontrado los restos del hombre fósil argentino; de ese hombre cuya existencia ya nos había sido revelada por los huesos rayados y los pedernales tallados. Fué entonces cuando decidimos hacer practicar la gran excavación indicada en el corte geológico (figura 590) que atraviesa todas las capas en su posición natural y que continuamos hasta una profundidad de 1 metro 50 centímetros más abajo que el fondo del arroyo. Al practicar esta excavación recogimos los objetos siguientes. En el terreno superficial número 3, algunos huesos del buey y del ca- ballo domésticos. En la capa número 4, en el punto a, varios huesos de Auchenia lama y de Cervus campestris. En la capa número 5, varios fragmentos de huesos de grandes des- dentados, pero cuyo mal estado de conservación no permite determinar la especie. En la capa número 6, en el punto b, a una profundidad de cerca de un metro de la superficie del suelo, había varios huesos de Palaeolama Weddelli envueltos en tosca muy dura. En la capa número 7, había, en c c c, gran parte del esqueleto de un ciervo fósil, cuya especie aún no hemos podido determinar; en d d, al- gunos huesos de Mylodon robustus; en e, algunas placas de la coraza de Glyptodon typus. En la capa número 8, en g g g £, numerosos fragmentos de la coraza del Hoplophorus ornatus; algo más abajo, varios fragmentos de dientes de ciervos indeterminables; en À h h h, una gran cantidad de huesos de 759 batracios, probablemente de los géneros Rana o Buffo, mezclados con huesos de pequeños roedores. En la capa número 9, en fin, recogimos huesos humanos mezclados con huesos de diferentes animales, sílex tallados, fragmentos de huesos quemados, huesos rotos o agujereados, con incisiones, etc., tierra cocida v carbón vegetal. Los huesos rayados y estriados son muy raros; por lo cual pasaremos pues, sin ocuparnos de ellos. No sucede lo mismo con los huesos parti- dos longitudinalmente para extraer la médula, que eren sumamente nu- merosos. La figura 646 muestra un ejemplar perteneciente a un animal de pequeña talla; su superficie externa ha sido rayada. La figura 647 muestra otro ejemplar perteneciente a un carnívoro joven de un género extinguido aún inédito. La figura 610 es otro hueso ad y perteneciente a un rumiante de gran talla; las rotúras son de una gran limpieza y pre- senta en la superficie del canal medular un fragmento considerable de tosca fuertemente adherida al hueso. En la superficie externa muestra un gran número de rayas y estrías. Pasan de doscientos los huesos largos partidos longitudinalmente que recogimos en este punto. Algunos presentan señales evidentes de cho- ques y escoriaciones artificiales; otros, aunque en corto número, han sido rotos en sentido transversal. 2 La figura 614 es un húmero del mismo carnívoro extinguido mencio- nado mds arriba, que muestra en una de sus extremidades, cerca de la rotura transversal, una incisión ancha y profunda que penetra en el hue- so, muy parecida a la que se podria producir con un sílex de punta algo roma. La superficie del hueso se ha hundido hasta una profundidad de dos milimetros. El golpe ha sido aplicado en sentido transversal y algo cblicuamente. Otro hueso largo del mismo individuo, muestra en una de sus super- ficies un agujero de forma algo elíptica (figura 613) de 11 milímetros de diámetro longitudinal, 7 milímetros de diámetro transversal y tan profundo que atraviesa el hueso en la mayor parte de su espesor. Se co- noce fácilmente que esta depresión ha sido producida por dos fuertes golpes aplicados uno al lado del otro, que han OS la superficie del hueso en el interior del canal medular. Un fémur de Eutatus presenta en su parte superior dos agujeros cir- culares que atraviesan el hueso por completo. Se hallan a sólo 3 milí- metros de distancia uno de otro y tienen 5 milímetros de diámetro cada uno. La fígura 543 y 544 representa una hoja cortante sacada de un diente de Toxodon, vista por sus dos caras y completamente igual a las hojas de sílex. Su cara superior es convexa y muestra en su borde derecho 760 (figura 544) una cortadura antigua y en su parte superior una rotura moderna A, practicada al exhumar el hueso. La cara inferior es cónca- va y con el buibo de percusión perfectamente visible, pareciéndose en todo a las hojas de sílex. La rotura A es igualmente moderna. En varias partes de su superficie aún se ven porciones considerables de tosca so- bre las mismas roturas antiguas. El carbón vegetal era tan abundante, que hemos calculado que consti- tuía en ese punto una cuarta parte de la masa total de la capa inferior número 9 (figura 590). En medio del carbón también se hallaban, aunque en corto número, algunos fragmentos de tierra cocida, unos de color ladrilioso obscuro, los otros de color negro o mostrando por mitad ambos colores a la vez. Había también muchos fragmentos de huesos quemados. Entre éstos es sumamente notable el que representa la figura 644; es un fragmen- to de placa de una coraza de Hoplophorus completamente quemada. Su cara superior se halla en parte cubierta por una ligera capa de tierra quemada de color negro que deja apenas visible el dibujo tan caracte- rístico de las placas de la coraza de este género. La cara opuesta se halla completamente envuelta en una masa de tierra quemada de as- pecto completamente idéntico. Este fragmento de hueso, perteneciente a un animal de especie y género extinguido, quemado y envuelto en tie- rra quemada, encontrado a esa profundidad, mezclado con carbón ve- getal, fragmentos de tierra cocida, huesos humanos, etc., etc., es de una importancia excepcional y ofrece una prueba irrefutable de la coexis- tencia del hombre con el Hoplophorus. La importancia de esta pieza aumenta aún considerablemente por la presencia de algunos sílex que también muestran vestigios evidentes de haber sufrido la acción del fuego y que están envueltos en la misma tierra quemada que cubre el fragmento de coraza ya mencionado. La figura 573 muestra esta pieza igualmente notable. Es una cuarci- ta de color amarillento muy espesa, tallada en su cara superior de un modo muy tosco, de manera que afecte la forma de un disco grosero. En los contornos de la piedra, en los puntos que en el dibujo están marca- dos de negro, existen masas considerables de tierra negra quemada, completamente igual a la que envuelve el fragmento de coraza ya men- cionado y que están adheridas a la piedra con tal fuerza, que demues- tran hasta la evidencia que la tierra se ha pegado a la cuarcita bajo la acción directa del fuego. La cara inferior de la cuarcita es muy cóncava y se halla en gran parte cubierta por depósitos de tierra quemada, com- pletamente idéntica. Es inútil que insistamos de nuevo sobre la impor- tancia demostrativa de estos objetos. Recogimos aquí además otros tres sílex tallados de formas diferen- tes, que no han sufrido la acción del fuego. El primero (figuras 578 y TT i A ‘ al wet ae OBRAS DE FLORENTINO ÁMEGHINO. — VOL. III Llanura en medio de la cual corre el arroyo de Frías cerca de Mercedes AAA MMM W, EDS Uf: ES 71 2 erreno vege n tal “mo al/indigen CORRA YU E SH SSDS SX GG W S SS SSS = So a — S À S SN SS N Y SS QS À do | NN NS SALES 7 VELA TT 2 AS ZL 7 F AS Pp n no-arci CL WU CCT Yep Alveo del arroye Lit du ruissea PSPAIN 2 Ped], | LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN-EL PLATA. — LAm, XXI Pleine au milieu de laquelle courre le ruisseau de Frías près Mercédés Se Ss em, He A ASUS: UW, 12 AZ E = SS ——— — =terraim-pampeen=marneus AS: MS: 030.5 4020) 0.40589 | | Ferrain pampèen argile et sable — a — ; > el nr ms qu o a i Trias: ñ CS On * i | mA ait il 7 | PO NN A Ñ : DD RTE uF ih 1 | x A H i i , ï why i JL. n i o Ñ | : a © al i} y | ; i oe i | 7 Mau i nu 1 NS = 0 a 1 4 al Mot | i re i A q 1 1 4 it HOT — VoL. Ill ns Feu EG OBrAS DE FLORENTINO AMEGHINO: Y LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN-EL PLATA.—LAm, XXI 90 Llanura en medio de la cual corre el arroyo de Frias cerca de Mercedes Plaine au milieu de laquelle courre le ruisseau de Frías pres Mercédés Sf MUL) Sie ETM EM UAL LE Y Fauma” actual! indigena LAS A IN 0 E. 7 CUS qe UU NS SOS co del arroyo y LAS ANNAN ca ÓN BLS WSS SBC == === eau A Ve Et == LA = Lu. 2 ee anar émane ————— à \ Œ SC SOS À SQ 5 S : | €. Sa N NIN) O SAS SR NS S AW Nivel del agua del aro SE WS NS WAN S NE IHG EF Niveau de Te du rs > E CLOUD > y 5 === Y TDS TAI TT JE 8 WIE: => La Fee 4 Ue yyy) GY $ 1 YM ao => ES [IET LA, AA Poe Se « à RÉ a | E A TOY LS CAT RMI ET Senos pempesior arcillo arenoso >= == === : — = === == AR =) == 761 579) es una hoja de sílex de sección prismática triangular y completa- mente igual a las hojas del mismo tipo que se encuentran en todas las épocas prehistóricas y en todos los países. Uno de sus bordes es muy cortante. Su cara inferior, lisa y cóncava, muestra un cono de percusión muy desarrollado y presenta una parte de su superficie cubierta por una espesa capa de tosca (figura 578). Las figuras 570 y 571 representan el segundo: es una pequeña punta de sílex vista por sus dos caras, de tamaño natural y que ha servido pro- bablemente como punta de flecha. Es de forma triangular, groseramen- te tallada en sus dos caras, termina en una punta muy aguda y es tan delgada que en su parte más gruesa no tiene 2 milímetros de espesor. El tercero (figura 533), es un casco de sílex largo, angosto y muy grueso, completamente liso en su cara inferior (figura 535); la otra está tallada a grandes cascos en toda su superficie y cortada en bisel en su extremidad inferior, de modo que termine en un borde cortante. La extremidad superior, al contrario, ha sido tallada como para poder ser colocada en un mango cualquiera. La figura 534, muestra el mismo ins- trumento visto de costado. Los huesos humanos que recogimos en este punto, en el fondo de la excavación, en la capa número 9 (figura 590), son bastante numerosos. Se los comunicamos al señor profesor Broca, director del Instituto Antropológico de París, quien tuvo la benevolencia de examinarlos y publicó sobre ellos una pequeña nota que agregamos a nuestra Memo- ria: Armes et instruments de l’homme préhistorique des pampas, y cuyo contenido es el siguiente: «El señor Broca ha examinado los huesos que le han sido remitidos por el señor Ameghino. «Comprenden: «1% Una porción de hueso ilíaco del costado izquierdo, perteneciente a una mujer de edad avanzada y de muy pequeña talla; el contorno de la cavidad cotilóidea ofrece rastros de artritis seca. «2° Cuatro vértebras más o menos enteras y tres o cuatro fragmen- tos informes. Las primeras son la sexta cervical, la séptima cervical, cuya apófisis espinosa es bifurcada, la primera y la segunda dorsales. Pertenecen manifiestamente a un mismo individuo de muy pequeña talla y presentan en el contorno anguloso de sus dos caras superior e in- ferior huellas de osificación patológica, que se refiere a esa alteración senil que, en las articulaciones de los miembros, se calificaría de artri- tis seca o de reumatismo crónico. «3° Doce costillas o fragmentos de costillas provenientes de un mis- mo individuo, también de talla pequeña. Una de las costillas enteras presenta sobre su borde inferior un ensanchamiento que haría creer que pertenece a otro individuo, si no existiese una disposición análoga, pero 762 atenuada, en otra costilla; es el resultado de una exóstosis senil del mismo género de la que presentan las vértebras. «4° Un escafóideo del pie y un metatarsiano. Es el escafóideo huma- no más pequeño que pueda imaginarse; la gran depresión de su fosa articular no mide más que 26 milímetros. «5° Siete metacarpianos, algunos anormalmente contorneados y ofre- ciendo en sus extremidades huellas de artritis seca. Uno, el metacar- piano del pulgar izquierdo, tiene 38 milímetros de largo. «6° Ocho falanges de la mano. «7° Una cabeza de radio, muy pequeña. à «8° Un diente, probablemente un incisivo superior mediano, cuya raíz está desfigurada por un abundante depósito de cemento y cuya co- rona está muy usada en bisel. «Ante este conjunto puede llegarse legítimamente a la conclusión de que todos estos huesos pertenecen a una mujer de edad muy avanzada atacada de alteraciones seniles del esqueleto y cuya talla, muy pequeña, descendía seguramente a menos de 1 m. 50.» Además de los huesos de diferentes animales encontrados en las di- ferentes capas que atravesamos al practicar la excavación, y ya mencio- nados, recogimos un gran número de huesos en el fondo de la excava- ción, en la capa número 9, mezclados con los huesos humanos y demás objetos enumerados. Esos huesos pertenecen a los animales siguientes. Inédito. — Una mandíbula inferior con sus dientes de leche, porcio- nes del cráneo, el atlas, parte de la cadera y varios huesos largos perte- necientes a un carnívoro extinguido aún inédito. El profesor Gervais consideró al principio estos huesos como pertenecientes a un individuc muy joven del género Machairodus, y aun cuando por nuestra parte no estuviésemos muy convencidos de ello los anunciamos como tales en nuestro Catálogo de la Sección Antropológica y Paleontológica de la República Argentina en la Exposición de París. Más tarde el profesor Cope, que los examinó, tampoco creyó que pudieran pertenecer al Ma- chairodus; y algún tiempo después el profesor Gervais nos comunicó que había adquirido la certeza de que no se trataba de un felino; pero hasta ahora parece no se sabe dónde colocarlo. A nuestro modo de ver estos huesos pertenecen a un animal que presentaba afinidades con los felinos y con los cánidos, pero que no podrá colocarse en ninguna de estas dos familias. Así lo hemos manifestado en nuestro trabajo sobre Los mamíferos fósiles de la América del Sud. Los huesos largos de este animal han sido rotos ya longitudinalmen- te, ya transversalmente, y presentan en su superficie huellas de golpes y escoriaciones artificiales, rayas, agujeros e incisiones profundas. Canis protalopex. — Una cabeza completa y gran parte del esquele- to de un mismo individuo. Una mandíbula inferior de otro individuo. 763 Canis protojubatus. — Una mandíbula inferior y varios huesos. Conepatus mercedensis. — Una cabeza completa y gran parte del es- queleto. Lagostomus angustidens. — Una cabeza completa, varios cráneos fragmentados y un gran número de huesos pertenecientes a una decena de Individuos diferentes. à Reithrodon fossilis. — Fragmentos de mandíbulas y huesos de varios individuos. Hesperomys sp.? — Una mandíbula inferior y varios huesos de una especie indeterminada. Microcavia robusta. — Fragmentos de cráneos y huesos de varios in- dividuos. Ctenomys. — Fragmentos de cráneos y huesos de un Ctenomys muy parecido y quizá específicamente idéntico al que habita aún el mis- mo país. Equus sp.? — Huesos largos de caballo partidos longitudinalmente, pero que no permiten determinar la especie. Cervus sp.? — Huesos largos partidos longitudinalmente para ex- traer la médula, pero que no permiten determinar la especie. Auchenia? Palaeolama? — Huesos largos partidos longitudinalmen- te, que no permiten determinar la especie ni aun saber si pertenecen al género Auchenia o Palaeolama. Hoplophorus ornatus. — Grandes porciones de la coraza y algunos huesos. Hoplophorus Burmeisteri. — Una porción considerable de la coraza y algunos huesos. Eutatus. — Una porción considerable de la coraza, el cráneo comple- to, el casco cervical completo, la columna vertebral, la cola, los omo- platos, la cadera y casi todos los huesos de los miembros de un Eutatus de especie nueva aún inédita. Euphractus. — Un pie completo y muchas placas de la coraza de un animal de este género, aún más pequeño que el Euphractus minutus actual. Rhea. — Un gran número de cáscaras de huevos de avestruz, de las que un cierto número han sufrido la acción del fuego. A estas especies deben agregarse el Palaeolama Weddelli, el Mylo- don robustus y el Glyptodon typus que habiéndose encontrado en las capas superiores al practicar la excavación, tenemos la seguridad de que han sido contemporáneas del hombre. Debería agregarse también las especies que recogimos en los alrede- deres, en las mismas capas y que son las siguientes: Hacía el centro del arroyo, en frente de la excavación, a un nivel más elevado que el nivel en que se encontraban los huesos humanos, 764 había varias costillas, fragmentos de vértebras y tres dientes incisivos pertenecientes a una especie de Toxodon que aún no hemos encontra- do en ninguno de los depósitos anteriores, el Toxodon Darwini. Hasta una distancia de cien metros de la excavación y siempre en el fendo del arroyo (capa número 8) recogimos varias costillas y las vér- tebras de la cola de la Macrauchenia patachonica; varias muelas y frag- mentos del cráneo del Arctotherium bonariense; varias placas de la coraza del Chlamydotherium Humboldti; varias placas de la coraza y algunas muelas del Panochtus tuberculatus; un esqueleto casi comple- te del Scelidotherium leptocephalum; y una mandíbula inferior del Pa- laeolama Weddelli. Nos resulta igualmente indudable que todos esos animales han sido contemporáneos, geológicamente hablando, del hom- bre que ha dejado sus huesos sepultados en los mismos terrenos. Se muestran, pues, aquí, varios animales que no hemos encontrado en los depósitos anteriores, o que son sumamente escasos, y que forman parte de una fauna más antigua, tales son: el Arctotherium bonariense, la Macrauchenia patachonica, el Hoplophorus ornatus, el Canis prota- lopex, el Lagostomus angustidens, el Toxodon Darwini y el Scelidothe- rium leptocephalum. Este descubrimiento de huesos humanos, sílex tallados, huesos tra- bajados y quemados, carbón vegetal, tierra quemada, huesos de anima- les extinguidos, etc., etc., todo ello mezclado y recubierto por tres me- tros de terreno no removido, es decisivo y resuelve el problema de la coexistencia del hombre con los animales extinguidos de un modo afir- mativo y que no deja lugar a dudas. Sabido es que no hay causa, por perdida que sea, que no pueda de- fenderse; del mismo modo no hay hecho material que no pueda impug- narse, con razones más o menos atendibles. A menudo los argumentos de los impugnadores sistemáticos no tie- nen otro valor ni más fuerza que la escasez de pruebas y demostracio- nes de parte de los autores sobre sus trabajos. Asi también podría negarse la antigüedad de los huesos humanos mencionados; pero, ¡para que esto no sea posible o pueda hacerse con rezones atendibles, vamos a examinar una a una todas las objeciones que puedan oponérsenos, estudiándolas en sus más mínimos detalles y de este modo podrá juzgarse ventajosamente la importancia de esos ob- jetos y las discusiones a que han dado lugar. La primera objeción que puede hacérsenos, es la siguiente: el terre- no en que se encuentran los huesos humanos ¿pertenece realmente a la formación pampeana > I. — Contestaremos: sobre este punto no puede haber dudas de nin- guna especie. En toda la superficie de la Pampa, inmediatamente des- pués del terreno vegetal, que rara vez tiene más de 60 centímetros de 765 espesor, viene el terreno pampeano que ofrece caracteres tan distintos del anterior, que bastaría la corta inteligencia de un niño para distin- guir el uno del otro. Tenemos, pues, la certeza de que no nos hemos equivocado, y podemos demostrarlo. II. — Los huesos humanos, como lo demuestra el corte geológico del punto en que fueron encontrados, se hallaban a una profundidad media de 3 metros; de éstos sólo 50 centímetros, representados por las capas números 3 y 4, pertenecen al terreno vegetal; los otros 2 metros 50, representados por las capas números 5 a 9, pertenecen, pues, a la for- mación pampeana, todos cuyos caracteres presentan. III. — Para llegar al nivel en que se encontraban los huesos huma- nos, tuvimos que perforar las capas que muestra el corte geológico men- cionado (figura 590); estas capas no son accidentales o locales, sino que se extienden sobre toda la llanura adyacente hasta donde permite estudiarlas el curso del arroyo, y siempre con los mismos caracteres. Nadie, por otra parte, se atreverá a afirmar que el cauce del arroyo Frías no se ha excavado en el terreno pampeano, puesto que las barran- cas del arroyo presentan absolutamente el mismo aspecto que las ba- rrancas de todos los demás ríos y arroyos de la Provincia; en esas mis- mas barrancas se descubren, además, a cada instante, huesos y aun al- gunas veces esqueletos enteros de animales extinguidos, propios de la formación pampeana. IV. —Esos huesos y esqueletos no sólo se encuentran en las barran- cas del arroyo, a distancias diferentes, sino que ya se ha visto que los hemos encontrado en el mismo punto donde se encontraban los huesos humanos y que estaban mezclados con éstos. Si el terreno no pertene- ciera a la formación pampeana, ¿cómo explicar la presencia de esos restos en aquel lugar? Quizá se dirá que pueden haber sido arrastrados o arrancados por las aguas de terrenos más antiguos; pero es que se co- noce que todos los huesos que se encuentran en ese lugar no han sido rodados por las aguas. Inútil es que insistamos sobre los caracteres que cistinguen los huesos rodados de los que no lo son, pues son suficien- temente conocidos. Es sabido también que en el terreno pampeano de la provincia Buenos Aires no se encuentran huesos fósiles rodados por las aguas. V. — Recordaremos, en fin, una vez más, que el terreno que conte- nía esos restos es de un color rojo, compuesto de arcilla y arena en pro- porciones casi iguales y completamente idéntico al que se encuentra en toda dicha Provincia. Luego, pues, los huesos humanos se encontraban en terreno pampeano. Pero los huesos fósiles pueden encontrarse en terreno pampeano por naturaleza, aunque esté removido. Así alguien puede preguntarnos: el terreno en que se han encontrado esos restos ¿no ha sido removido ? 766 I.— No, contestaremos; porque esos huesos no los hemos recogido en la superficie del suelo, sino enterrados a una profundidad conside- rable y a un nivel inferior al mismo fondo del arroyo, como lo demues- tra el corte geológico mencionado. II. — No nos hemos contentado con esta prueba y hemos practicado la gran excavación marcada en el corte geológico, que entra en la ba- rranca unos 2 metros y tiene unos 8 a 10 metros de largo por 3 a 4 de ancho. No encontramos los huesos humanos tan sólo en el centro del arioyo sino también en el fondo de la excavación al pie de la barranca. Para admitir, pues, que la capa inferior número 9 es removida, sería también preciso suponer que ha sido removido todo el terreno circun- vecino, lo que no es de ningún modo admisible. Sería igualmente indis- pensable admitir que han sido removidas las capas superiores, y en este caso no se habrían presentado continuadas como las ha mostrado la excavación. III. — La capa inferior número 9 presenta el mismo aspecto, el mis- mo grado de dureza y cohesión debajo del agua del arroyo, como en la otra extremidad de la zanja, al pie de la barranca, debajo de 3 metros de terreno no removido, puesto que se presenta en capas distintas. A lo largo del curso del arroyo ofrece igualmente los mismos caracteres. No sucedería así si el terreno hubiera sido removido. IV. — Ya se ha visto que en el fondo de la excavación había muchos huesos de animales extinguidos, y entre ellos un esqueleto de Canis protalopex. La cabeza, la columna vertebral, las costillas y los miem- bros, estaban unidos entre sí y todos los huesos articulados, como si el animal aún hubiera estado provisto de los ligamentos que unen los hue- sos, cosa que jamás habría podido suceder si el depósito hubiera sido removido en una época posterior a su formación. El esqueleto de Euta- tus ya mencionado se encontraba absolutamente en la misma condición. Un esqueleto completo de Lagostomus se encontraba igualmente con todos sus huesos articulados. Otro tanto sucedía con el pie de un peque- no armadillo, etc. Es, pues, un hecho indiscutible que el terreno no ha sido removido. El hombre fósil de Mercedes ¿no puede haber sido inhumado en tiempos modernos en el terreno donde se encontraba? I.— No, contestaremos; porque si fueran restos de un esqueleto inhumado en época reciente, los huesos no se encontrarían aislados y desparramados sobre una gran superficie. Es, en efecto, por demás evi- dente, que si hubiera sido así se habría encontrado el esqueleto com- pletamente articulado. i II. — Los huesos humanos han perdido por completo su materia or- gánica; en una gran parte de sus superficies son lustrosos, livianos, po- rosos, quebradizos y se pegan fuertemente a la lengua. Todos estos ca- 767 racteres denotan una antigüedad remotísima y no se encuentran nunca en los huesos modernos o que proceden de los terrenos postpampea- nos, mientras que son propios de todos los huesos fósiles que se encuen- tran em la formación pampeana y cuyos poros no han sido rellenados por materias inorgánicas. III. — Haciendo abstracción de todas las circunstancias geológicas, que pruebán hasta la evidencia que esos huesos son antiguos, supon- gamos por un instante que puedan ser de época reciente. En este caso deberían estar acompañados de huesos de animales igualmente moder- nos. Si hubieran sido enterrados posteriormente a la conquista, habría- mos quizá encontrado allí restos del caballo doméstico, del buey domés- tico, etc. Si, por el contrario, hubieran sido inhumados en una época an- terior, pero igualmente reciente, habríamos encontrado con ellos hue- sos de Auchenia lama, de Cervus campestris, de Lagostomus trichodac- tvlus y otras especies modernas. Hemos visto que, por el contrario, las especies de que estaban acompañados, son extinguidas; luego, es evi- dente que unos y otros remontan a una época geológica anterior a la presente. IV. — Un ligero examen de las condiciones locales en que se encuen- tran bastará, por otra parte, para demostrar que la suposición de que pueda ser un esqueleto allí inhumado en tiempos modernos, sería com- pletamente disparatada. Por el corte geológico de este punto, es fácil ver que la capa que contenía los huesos humanos, se halla a un nivel inferior, no tan sólo al agua del arroyo, sino también al fondo mismo del alvéolo por sobre el cual corre el agua. Para practicar la excavación, empezamos por hacer una especie de dique a fin de impedir que el agua del arroyo entrara en el foso. Resolvimos remover por nuestras propias manos la capa número 9 y aun la misma capa número 8 para que no se perdiera ningún objeto. Para ejecutar este trabajo nos proveímos de una cuchilla, con la que cortábamos la tierra como si fuera un pan, en reba- nadas delgadas. No contentos ni aún con esto, un peón recogía la tierra así removida y la colocaba en una zaranda de alambre, en la que ver- tía una cantidad de agua suficiente para desleir completamente el te- rreno, de modo que si algún objeto se nos hubiera escapado, teníamos seguridad de encontrarlo en la Zaranda. Tan luego como la excavación descendió a un nivel algo inferior al fondo del arroyo, empezó a manar agua en abundancia, y para continuar el trabajo tuvimos que emplear un peón en la tarea de desaguar continuamente el foso. Cuando llega- mos a un metro más abajo que el nivel del agua del arroyo, tuvimos que emplear dos peones en el mismo trabajo, pues el agua manaba con tan- ta fuerza que bastaba un cuarto de hora para que llegara a las rodillas. Ahora bien: suponer, contra todo lo que nos enseñan las condiciones de yacimiento, que se pueda haber practicado una zanja de 6 metros de 768 largo y 3 de ancho, de más de 3 metros de profundidad, en la orilla de un arroyo y a una profundidad mayor que el fondo del mismo, en un te- rreno constantemente embebido de agua y en el que ésta mana en tanta abundancia, que bastan algunos minutos para llenar completamente cualquier foso que allí se practique, tal suposición, lo repetimos, ¿no sería completamente disparatada? Y ¿no sería también completamente inadmisible suponer que se pueda haber hecho un trabajossemejante para desparramar en el fondo de la excavación algunos huesos aislaros, uno aquí, otro allá? V. — No está demás tampoco recordar que los huesos estaban acom- pañados de algunos sílex tallados. Es natural suponer que si estos ins- trumentos no fueron usados por el mismo individuo que allí dejó sus huesos, pertenecieron sin duda a otros hombres que le fueron con- temporáneos. Esos huesos remontan entonces a una época en que los pobladores de la pampa usaban los instrumentos de piedra; y como los instrumentos mismos son más groseros que los que poseían los indios anteriores a la conquista, es forzoso admitir que remontan a una época anterior. Esto mismo prueba también que los huesos humanos remon- tan a una época geológica en que las condiciones físicas de la comarca eran distintas de las actuales; el nivel en que se han encontrado los huesos, debía ser entonces la superficie del suelo; a ser de otro modo no quedaría otra explicación que la de una inhumación moderna que ya se ha visto está en contradicción con los hechos, ni puede tampoco ad- mitirse que salvajes armados de pequeños fragmentos de sílex hayan podido ejecutar un trabajo parecido para enterrar a sus muertos. VI. — Los mismos huesos no demuestran tampoco pertenecer a nin- guna de las razas que poblaban este país antes de la conquista. Se tra- ta, en efecto, de un individuo cuya talla era seguramente inferior a 1 m. 50. Sabemos de un modo positivo, que todas las razas indígenas de este territorio, son de una estatura media más elevada. Los mismos huesos parecen presentar algunas particulari lades, pero como no se co- noce más que un individuo, es posible que sea una excepción; y por lo mismo no insistiremos sobre este punto. Nos basta con haber men- cionado que el estudio de los huesos no es suficiente para considerar- los como pertenecientes a una de las razas actuales. VII. — Queda aún una suposición: ¿no pueden haber penetrado esos restos en la capa donde se encuentran, a través de alguna hendidura? No, contestaremos. Por todas partes hemos examinado el terreno con el mayor esmero, y no existen vestigios que puedan autorizar tal supo- sición. Es también un hecho conocido que tales hendiduras no se pro- ducen en terrenos de la misma naturaleza que el de la Pampa, a menos que no se hallen en regiones sujetas a frecuentes temblores de tierra. Tampoco existe, ni ahí ni en el resto de las barrancas del arroyo, hasta Vot. Ill OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. R = wo 611 610 609 ee pe, == SS 612 Lam. XXII 616 MERA O == a ANNAN SEE ASS E ANOS $ SESE La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. 615 Mh La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL P1ATA.—Läm, XXII Obras DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. I 616 769 unos doscientos metros de distancia, por lo menos, ninguna cueva de Miopótamo o Quiyá, que son tan frecuentes en otras barrancas. No existe, pues, absolutamente ningún hecho que pueda hacer suponer que se trata de huesos que allí hayan penetrado en tiempos modernos, mientras que todo concuerda para atribuirlos a una época remotísima. Con todo, puede aún encontrarse quien persista sistemáticamente en negar la antigüedad de esos restos. Y tal vez admitirá que remontan a una época lejana, pero podrá preguntar: El hombre que ha dejado esos huesos ¿fué realmente contemporáneo de los animales extingui- Gos, cuyos huesos se han recogido en el mismo punto, y existen pruebas positivas de que así sea? Sí, contestaremos, el hombre ha sido contem- poráneo de todos esos animales; y puede probarse. I. — Todos los hechos enumerados, ¿no son acaso una prueba de la contemporaneidad del hombre con los animales extinguidos? Segura- mente, sí. ¿Es que, acaso, todas las circunstancias enumeradas, que de- muestran la antigüedad de los huesos en cuestión, no son una prueba de que remontan a una época geológica anterior a la presente? Segu- ramente, sí. Es que acaso el hecho mismo de encontrarse los huesos hu- manos mezclados con los de los grandes mamíferos extinguidos en las profundidades del suelo, no es una prueba positiva de la contempora- neidad de unos y otros? Seguramente, sí. Pero volviendo a examinar una a una las diferentes circunstancias enumeradas, la contemporanei- dad de unos y otros se prueba de una manera aún más evidente. II. — Se ha visto, en efecto, que el terreno en que se encuentran los huesos humanos no ha sido removido después de la época de su forma- ción. Los huesos de Hoplophorus, de Eutatus, etc., se encontraban en los mismos terrenos; luego, es evidente que fueron sepultados en la misma época. 111. — Algunos animales estaban representados por esqueletos casi completos, pero la mayor parte de los huesos de los demás se hallaban desparramados, sin ningún orden, mezclados los de animales carnívoros con los de roedores o desdentados. Los huesos humanos se hallaban mezclados y desparramados del mismo modo, sin orden alguno, sobre toda la superficie del fondo de la excavación, que es de más de 30 me- tros cuadrados, lo que naturalmente supone una área de dispersión aún mucho mayor. Y ella es una nueva prueba de que los huesos humanos quedaron enterrados al mismo tiempo que los huesos de mamíferos de que estaban acompañados. IV. — Hemos dicho también que el terreno en que se hallaban en- vueltos ofrece el mismo grado de dureza, composición y aspecto que el que se halla al mismo nivel siguiendo las barrancas del arroyo. En ese mismo terreno, a corta distancia de la excavación, hemos recogido hue- sos de Toxodon Darwini, Arctotherium, Macrauchenia, Panochtus y . AMEGHINO —Y. II 49 770 Chlamydotherium, de donde deducimos que el hombre no sélo fué con- temporáneo de los animales que han dejado los huesos mezclados con los suyos sino también de los que los han dejado a alguna distancia, aunque siempie en el mismo terreno. V. — Aún podemos ir más lejos y asegurar que el hombre fué con- temporáneo de un número de especies mucho mayor que el mencio- nado, sin separarnos un solo instante de lo que nos enseña la observa- ción. El arroyo Frías ha excavado en todo su curso su cauce en el te- rreno pampeano superior de color rojizo. En ninguna parte el terreno que se halla a descubierto en las barrancas del mismo arroyo puede considerarse como más antiguo que el que envuelve los huesos huma- nos (capa número 9), de donde deducimos que el hombre fué igual- mente contemporáneo de todos los animales fósiles que se han encon- trado o pueden encontrarse en las barrancas del arroyo Frías. Generali- zando aún más la observación, encontramos que el terreno que consti- tuye las barrancas del arroyo Frías es completamente igual al terreno rojizo, arcilloso, que constituye las barrancas de casi todos los ríos y arroyos del interior de la Provincia, lo que nos induce igualmente a pensar, sin que tampoco sea una suposición aventurada, que el hombre fué contemporáneo de todos los mamíferos fósiles que se encuentran en el pampeano superior, puesto que los huesos humanos en cuestión pertenecen al mismo horizonte geológico. VI. — Volviendo a las condiciones de yacimiento de los huesos huma- nos, hemos visto que éstos se hallaban cubiertos por varias capas dis- tintas de terreno y hemos demostrado también que esas capas superio- res jamás fueron removidas y que presentan los mismos caracteres que en el resto de la llanura circunvecina. Hemos visto que en la capa nú- mero 6 (fig. 590) en el punto b había varios huesos de Palaeolama Wed- delli; esos restos consistían en los dos pies delanteros y algunos huesos largos de las piernas, que estaban perfectamente conservados y se ha- llaban aún articulados. Es, pues, evidente que no han sido arrastrados desde otro punto y que el animal vivía cuando se formaba el terreno en que se encuentran. Los huesos de Mylodon robustus, de Glyptodon ty- pus, de batracios, etc., que se encontraban más abajo y a niveles dife- rentes, se hallaban en las mismas condiciones. Esto ofrece la prueba de que los tres metros de terreno que recubren los huesos humanos se han formado con suma lentitud y que el hombre que ha dejado allí sus hue- sos vivió en una época mucho más remota que el Glyptodon, el Mylo- don y el Palaeolama que han dejado sus vestigios en las capas supe- riores. Como se ve, esta tampoco es una suposición gratuita, sino una deducción fundada en la observación. Es cuanto se puede pedir. VII. — Reconocemos que en cuestiones de esta naturaleza, las sim- ples afirmaciones no tienen gran importancia cuando no están acompa- 771 nadas de demostraciones rigurosas y precisas; y esa es la razón que ros obliga a extendernos en estos detalles. No queremos que se preste fe a simples aserciones; deseamos que se examinen los hechos y las pruebas demostrativas que presentamos; y exigimos que se aprecie so- bre ellas el valor de nuestros trabajos. Si para juzgar de la época de un objeto no tuviéramos más que la opinión de la persona o del sabio que lo encontró o lo describe, por grande que fuera la competencia del au- tor, podría involuntariamente inducirnos en error. Tampoco es una cieh- cia la que no es susceptible de otra demostración que la fe que puedán inspirar afirmaciones o negaciones de autoridades científicas, así sean éstas de la importancia de Cuvier, que tres veces negó la existencia del hombre fósil. Felizmente la ciencia dispone de medios para comprobar las afirmaciones y las negaciones. Así es como en el presente caso el estudio de los caracteres químicos y físicos de los huesos humanos y de los huesos de mamíferos extintos de que estaban acompañados, prueba que fueron contemporáneos. Sin exagerar, podemos afirmar que han pa- sado por nuestras manos más de 200.000 huesos fósiles procedentes del terreno pampeano. Estos huesos, en cuanto a sus caracteres físicos y químicos, pueden dividirse en dos series diferentes. La una, en la que entran un 30 por ciento de las piezas recogidas, la constituyen huesos sumamente duros y pesados, que habiendo quedado enterrados en un terreno rico en carbonato de cal o silicatos, todo el tejido interno del hueso se ha rellenado de esta materia inorgánica, adquiriendo el hueso esas propiedades físicas y químicas que ha hecho se les dé el nombre de huesos petrificados. La materia orgánica ha desaparecido, sin em- bargo. La otra, que comprende el resto de los objetos encontrados, o sea un 70 por ciento, la constituyen huesos sumamente frágiles, que- bradizos, porosos y más livianos que los huesos frescos. Estos huesos han perdido su materia orgánica; y como se han encontrado enterrados en un limo arenoarcilloso desprovisto de carbonatos, tampoco han po- dido adquirir materias inorgánicas, de donde resulta que son más livia- nos que los huesos frescos. A esta categoría pertenecen casi todos los grandes esqueletos completos encontrados en la provincia Buenos Ai- res, y en ella entran también los huesos humanos y los huesos de mamí- feros extintos extraídos del depósito núm. 1. Los hemos comparado con millares de huesos fósiles procedentes de Bs. Aires, Santa Fe y la Banda Oriental y hemos podido comprobar que presentan el mismo aspecto. Y sin embargo, si fueran de una época más moderna, deberían presentar caracteres especiales que permitirían distinguirlos con facilidad. En los terrenos postpampeanos de la provincia Buenos Aires, hemos recogido personalmente más de 30.000 huesos y no hemos encontrado uno solo de entre ellos que ofrezca los mismos caracteres que los que proceden del terreno pampeano. Aquellos presentan siempre un color nl — 1 más o menos obscuro o terroso y los intersticios de las roturas y el mismo tejido interno está rellenado por la tierra negra vegetal siem- pre visible a simple vista. Los segundos muestran un color más o me- nos rojizo o amarillento, que tiende a veces a colorado obscuro, pero siempre difieren por su color de los más modernos, al paso que su te- jido interno se ha rellenado de partículas de arcilla roja pampeana, igualmente visible a simple vista. La distinción es, pues, sumamente fácil; los huesos humanos en cuestión, presentan todos los caracteres de los verdaderos fósiles. VIII. —Pero los mismos huesos fósiles procedentes del terreno pampeano, presentan caracteres diferenciales más o menos acentua- dos, según los puntos o los niveles de donde proceden. Nos bastaría el examen de una pieza para conocer si ella procede del pampeano la- custre o del pampeano arcilloso rojo. En el Museo de París, hemos reco- nocido al simple examen que un gran número de huesos de Typothe- rium, de Ctenomys, de Hippidium, etc., procedían de las toscas del río de la Plata. Cuando el profesor Paul Gervais nos mostró, antes de darle un nombre específico, los huesos del Eutatus rudis, le manifes- tamos que presentaban un aspecto completamente idéntico a los hue- sos fósiles del terreno pampeano de Santa Fe; y, en efecto, habían sido recogidos a orillas del rio Carcarañá. Del mismo modo entre los fragmentos de coraza comunicados por el Museo de Copenhague al pro- fesor Gervais, como procedentes de las cavernas de Brasil, hay va- rias placas que tenemos la seguridad que proceden de la provincia Buenos Aires y del pampeano lacustre de la Villa Luján. Su determi- nación específica confirma nuestra aserción, pues hemos reconocido pertenecen al Glyptodon typus, tan común en dicha Provincia. No sa- bemos cómo habrán llegado al Museo de Copenhague; pero que su hábil director, el señor profesor Reinhardt, se tome el trabajo de inda- gar su procedencia y adquirirá la certidumbre de que han sido reco- gidos en la provincia Buenos Aires. Del mismo modo hoy nos sería fácil diferenciar los huesos que proceden de las cavernas de Brasil, de los que se encuentran en el depósito fosilífero de Tarija, etc. Esos caracteres más o menos especiales que presentan los huesos que proceden de una misma localidad o un mismo nivel, tienen su ori- gen en la naturaleza del terreno donde se encuentran sepultados. Deducimos de esto que si los huesos humanos del arroyo Frías fue- ron sepultados en el terreno en que se encuentran al mismo tiempo que los de los animales extintos de que están acompañados, unos y otros deben presentar, no tan sólo los mismos caracteres principales, sino también absolutamente los mismos caracteres secundarios. El análisis químico empieza ¡por demostrar que los huesos humanos y los de Hoplophorus ornatus, por ejemplo, han perdido casi por com- 773 pleto su materia orgánica y que desde este punto de vista no existe entre unos y otros absolutamente ninguna diferencia. Es cierto que esto no es una prueba decisiva sino un carácter que puede ser común a huesos que presentan caracteres físicos completa- mente distintos, pero si éstos también son idénticos, es indiscutible que la prueba es decisiva. Los huesos humanos y los de Hoplophorus ornatus, de Hoplophorus Burmeisteri, de Eutatus, etc., son igualmente porosos y livianos. Mu- chos de los huesos humanos y de los animales enumerados ofrecen en partes de sus superficies un lustre peculiar, llamado lustre paleonto- lógico, y él es completamente igual en unos y otros. La fragilidad es también la misma. Unos y otros ofrecen igualmente un color pajizo especial, absoluta- mente igual y de la misma intensidad. Este color no penetra en el in- terior del hueso y ha sido producido por la naturaleza del terreno en que han estado sepultados durante miles de años. El hombre jamás podría imitarlo de modo que no se pudiera conocer. Es, pues, un ver- dadero sello de la remota antigüedad de esos objetos. Hemos hecho pasar algunos de esos huesos del hombre y del Hoplo- phorus por una corriente de agua, y hemos visto que ese color pajizo exterior desaparecía poco a poco hasta que tomaron un color blan- quizco completamente igual; nueva prueba de que unos y otros son contemporáneos, pues si los huesos humanos o los de Hoplophorus hubieran estado primitivamente en otro yacimiento y hubieran toma- do el mismo color en tiempos relativamente modernos en un yacimien- to secundario a donde hubieran sido transportados por las aguas, al perder el color pajizo que presentan habrían mostrado debajo el color que debían haber tomado en su yacimiento primitivo; pero como esto no ha sucedido, estamos sobradamente autorizados para afirmar que los huesos humanos y los de Hoplophorus, Equus, Eutatus, etc., han quedado enterrados al mismo tiempo y se encontraban en su yaci- miento primitivo. IX. — Prosiguiendo aún este examen, encontramos que el color de los huesos humanos y de los de Hoplophorus, etc., es igual al que pre- senta el terreno en que se hallan enterrados, lo que prueba, no sólo que deben su color al terreno, sino también que ha miles de años se . hallan sepultados en esa capa. Continuando aún este proceso, encon- tramos que muchos huesos de animales extinguidos están fragmenta- dos y que los intersticios y cavidades producidas por las roturas se hallan completamente rellenadas por el limo arcilloso en que yacían. En las mismas condiciones están los huesos humanos fragmentados. Examinando con más cuidado aún los huesos de animales extinguidos, encontramos que todos los poros visibles a simple vista están rellena- dos por el mismo limo; otro tanto sucede con los huesos humanos. 774 Es por demás evidente que si estos huesos del antiguo habitante de la Pampa hubieran estado primitivamente enterrados en un terreno moderno, sus poros se habrían rellenado con la tierra negra vegetal y no habría podido penetrar en ellos el terreno pampeano. No conformés con esto, y para disipar hasta las más ligeras dudas, hemos partido varios huesos de Hoplophorus y una vértebra humana, y hemos podido convencernos de que en ambos casos el limo pampeano había penetrado en el interior de los huesos y rellenado una parte del tejido interno. Si los huesos no hubiesen quedado desde un principio sepultados en el terreno, no habría podido verificarse tal fenómeno. En vista de un número tan grande de hechos que concuerdan entre sí, es imposible dudar ni un instante acerca de la verdadera antigüedad de los huesos fósiles humanos, encontrados en el arroyo Frías. Aun ¡podríamos continuar extendiendo este examen a los demás ob- Jetos que acompañaban los huesos humanos, como ser el carbón vege- tal, la tierra y los huesos quemados, los sílex tallados, los huesos par- tidos longitudinalmente para extraer la médula, etc., pero ello recla- maría un espacio considerable, y además sólo sería una interminable serie de argumentos perfectamente de acuerdo con los enumerados. Muchos, en efecto, habrán encontrado ya demasiado larga y escru- pulosa esta disertación, para que la continuemos. Basta, pues, lo dicho, para dejar establecido como un hecho sufi- cientemente probado que el hombre que ha dejado sus huesos sepul- tados en el terreno pampeano de las cercanías de Mercedes, ha vivido contemporáneamente con los Gliptodontes y los Milodontes, el Arcto- terio, el caballo fósil y el Toxodonte. FA ¿Hasta dónde se remonta la antigüedad geológica del hombre en el Plata? ¿Ha existido durante la fonmación del pampeano inferior? Los terrenos de este período sólo se presentan a descubierto en las toscas del río de la Plata, y en algunos puntos aislados de las barran- cas del Paraná; de modo, pues, que es tan difícil estudiarlos desde el punto de vista geológico como desde el paleontológico. El número de especies recogidas en este horizonte geológico es re- ducido; y aun suponiendo que el hombre pueda haber dejado ahí sus restos, no se han hecho investigaciones suficientes para demostrarlo. Nuestros descubrimientos sobre la antigüedad del hombre en el Plata, remontan hasta el pampeano superior. Las huellas más anti- guas que ha dejado son los huesos humanos fósiles de Mercedes, que pertenecen a este horizonte geológico. 775 Hasta ahora no hemos encontrado absolutamente ningtin indicio que pueda hacernos creer en la contemporaneidad del hombre y del Typo- therium. Hace algunos anos, el senor agrimensor don Manuel Eguia, nos mostró algunos huesos de este animal, en los que creimos descubrir ras- tros de la acción del hombre. Lo que más nos llamó entonces la atención es la parte anterior de una mandíbula inferior encontrada en Los Olivos, cerca de Buenos Aires, en las toscas del río de la Plata. Nos pareció que este hueso pre- sentaba, en efecto, vestigios de choques y huellas de pulimento artifi- ciales. Sin embargo, no tenemos una opinión definida al respecto, y para pronunciarnos esperamos el hallazgo de nuevos materiales, así como también un nuevo examen de dicha pieza. De modo, pues, que no nos queda más que repetir lo que decíamos hace dos años: «Creemos haber hecho bastante comprobando y afir- mando de una manera positiva la existencia del hombre en los niveles medios y superiores de la formación pampeana. El día que tengamos la misma certidumbre por lo que concierne a los niveles inferiores, no vacilaremos un instante para anunciarlo. «Entretanto, no queremos exponernos a ser más tarde reprobados por haber afirmado o negado hechos que pueden ser o no ser confir- mados; y, con tanta mayor razón, cuanto que, como se verá más lejos, admitir la contemporaneidad del hombre y del Typotherium sería ha- cer remontar su existencia, en el Plata, a una época excesivamente remota.» En este último párrafo nos referíamos a la antigüedad geológica de la formación pampeana. En efecto: si el hombre en Buenos Aires hubiera sido contemporáneo del Typotherium, la existencia del hombre fósil ar- gentino se remontaría a los primeros tiempos de la época pliocena. Algún tiempo después de haber escrito esos párrafos hemos tenido ocasión de estudiar la colección de huesos de Typotherium que existe en el Museo de Historia Natural de París, la más importante que se conoce y que precisamente procede de Los Olivos, lugar donde se reco- gió la mandíbula del mismo animal que figura en el museo del señor Eguía. Hemos examinado uno a uno, con el mayor cuidado, esos hue- sos, que pertenecen a medía docena de individuos diferentes, sin que hayamos percibido sobre ninguno de ellos, rastros de pulimento, rayas, estrías o incisiones, como los que presentan muchos huesos que pro- ceden de los niveles superiores de la formación. Por sólo este hecho negativo no queremos afirmar que el hombre no fué contemporáneo del Typotherium, sino establecer, una vez más, que hasta ahora no existe ningún indicio de que lo haya sido. CAPÍTULO XXXIII EL HOMBRE DE LA ÉPOCA PAMPEANA (CONCLUSIÓN) Discusión sobre la época geológica a que pertenecen los huesos humanos encontrados por Seguin en el rio Carcaraná. —El hombre fósil en Montevideo. — El hombre primitivo de las pampas habitaba en las corazas de los Gliptodontes. — Conside- raciones generales. — Conclusión. Durante la misma época en que el hombre en la provincia Buenos Aires dejaba sus restos mezclados con los de los Gliptodontes, en la provincia Santa Fe, vivía al lado del gigantesco oso de las pampas, ac- tualmente extinguido. Ya se ha visto en la parte histórica, que Seguin encontró en el río Carcarañá, cierto número de huesos humanos mezclados con otros del Arctotherium bonariense y del caballo fósil. Cierto es que Burmeister, después de haber atribuído a ese descu- brimiento una importancia excepcional, niega de una manera abso- luta la antigüedad de esos restos, dando a entender que Seguin los in- ventó con un fin puramente mercantil. Pero en este caso no debemos tener cuenta del juicio de aquel sabio distinguido, por cuanto ha abu- sado de su autoridad científica dando como cierto lo que sólo es de su parte una mera suposición sin fundamento, pues él mismo declara no haber visto esos objetos, ni tenía ninguno de los datos necesarios para dilucidar la cuestión de su antigüedad geológica. Cuando hubo aparecido la notable obra de Burmeister intitulada: «Los caballos fósiles de la Pampa argentina», en la que tanto y tan injustamente maltrata a Seguin, escribimos al profesor Gervais, pidiéndole recabara de Seguin la indicación exacta del punto donde había encontrado los huesos humanos, para hacer un estudio geoló- gico detenido y practicar nuevas excavaciones, si hubiera sido nece- sario. Desgraciadamente Seguin había muerto y el distinguido profe- 771 sor no pudo, por consiguiente, comunicarnos los datos que le pediamos. De modo, pues, que sobre el yacimiento no tenemos otras indicaciones que las que dió Seguin antes de su muerte, que son: haber encontrado los huesos humanos en la provincia Santa Fe, sobre los bordes del río Carcarana, a pocas leguas de su desembocadura, en la misma arcilla pampeana que contiene los huesos de animales extinguidos y mezcla- dos con-huesos del oso y el caballo fósiles. Una vez en París, uno de nuestros primeros cuidados fué tomar informaciones sobre dichos huesos. En el catálogo manuscrito de la colección Seguin, que se encuentra en el Laboratorio de Anatomía Com- parada, los huesos humanos figuran en primera línea, con las indica- ciones siguientes: «Huesos humanos. — Huesos humanos recogidos cerca del río Car- caraná, en los mismos terrenos que los huesos de diversos animales fósiles (caballo, oso, etc.) y que parecen ser unos y otros contempo- ráneos. Porciones de esqueletos de cuatro individuos. Porciones de mandíbulas, superior e inferior, con dientes. Varias porciones de crá- neos, 32 dientes aislados. Diversas porciones de vértebras, de costillas, de huesos de los miembros (huesos largos y falanges), etc. «Además, un gran número de fragmentos de huesos aún envueltos en una ganga análoga a la que contiene los huesos de varios animales fósiles. «Cuchillos y otros instrumentos cortantes fabricados en otro tiempo por el hombre y descubiertos en los mismos terrenos que los huesos más arriba indicados, como también los de varios otros animales.» En cuanto a los huesos de animales extinguidos encontrados mez- clados con los huesos humanos, el catálogo menciona una porción de mandíbula de un caballo y los siguientes huesos de oso: una porción del omoplato, un húmero, porción de la cadera, porción de fémur, tibia fracturada, 4 fragmentos de vértebras, 8 costillas más o menos com- pletas, dos falanges, varias porciones de cráneo, 24 dientes y un atlas. Estudiando los fósiles de América Meridional que se encuentran en el Laboratorio de Anatomía Comparada, encontramos los huesos del oso del río Carcarañá, pero no hallamos el fragmento de mandi- bula de caballo fósil, que sin duda se encuentra mezclado con restos del mismo género procedentes de otras localidades. Los huesos humanos y los sílex se encuentran en la galería de Antro- pología y en el Laboratorio de Antropología del mismo Museo. Habiéndolos pedido para estudiarlos el profesor De Quatrefages y el doctor Hamy los pusieron a nuestra disposición con una diligencia y liberalidad que no sabríamos agradecer suficientemente. Los instrumentos de piedra son en número de cuatro: tres en cuar- cita y uno en calcedonia. 778 Estos instrumentos ¿fueron encontrados con los huesos humanos que los acompañan o proceden de otros yacimientos? Dice el profesor Gervais en su Memoria, que en parte fueron encon- trados con los huesos humanos, también en el río Carcarañá; pero esta frase no es suficientemente explícita y podría creerse que han sido recogidos en la misma localidad, pero no juntos. El catálogo dice, en efecto, que los sílex proceden de los mismos terrenos que contenían los huesos humanos y los de varios otros ani- males, de lo que parece resultar que proceden de la misma formación, mas no precisamente que hayan sido encontrados juntos. Para admitir que esos sílex son contemporáneos de los grandes des- dentados extinguidos del Plata, presentan, a nuestro modo de ver, va- rios defectos. El primero, es no haber sufrido absolutamente ninguna alteración en la superficie, pareciéndose por este carácter a los que se encuentran en la superficie del suelo. El segundo, es ser dema- siado bien tallados, pareciéndose igualmente por este carácter, a los neolíticos. Hay particularmente un gran cuchillo, hachita o raspador en cuarcita amarilla, tan bien trabajado que sería preciso más que una muy buena voluntad para admitir que ha sido retirado de la arcilla pampeana no removida; es, además, completamente igual, tanto por la substancia en que está tallado, como por el tamaño, forma y trabajo que presenta, a un ejemplar de nuestro Museo, encontrado cerca de la Villa Luján, representado en la lámina MI, figura 117, y fué extraí- do del terreno negro superficial. Diríase que el uno es el molde del otro; tan grande es la semejanza que presentan. Por otra parte, la materia prima que ha servido para la fabricación de esos instrumentos es la misma que empleaban los indios de Buenos Aires anteriores a la conquista. Esa cuarcita, según el señor Moreno, procede del pequeño sistema de sierras, llamadas de Tandil; sería, así, difícil comprender porqué los habitantes prehistóricos de Santa Fe, fueron a buscar esa piedra a más de 120 leguas de distancia, cuando tenían mejores materiales en Entre Ríos y en la sierra de Córdoba. Deducimos de ello que los sílex llevados a Europa por Seguin deben haber sido encontrados en los límites de la provincia Buenos Aires y proceden sin duda del terreno negro superficial. Mas no queremos decir con esto que Seguin haya procedido de mala fe; que haya encon- trado los sílex en el terreno vegetal y haya dicho, al contrario, que los recogió en el limo pampa. De ninguna manera. Hace unos diez años, cuando empezamos a formar nuestras prime- ras colecciones de fósiles del terreno pampeano, recogimos también sobre los bordes inclinados y al pie de las barrancas de los ríos y arro- yos, descansando sobre el terreno pampeano, y aun a veces mezclados con huesos de animales extinguidos, muchos instrumentos de cuarcita 779 parecidos; y creímos entonces de muy buena fe, que procedían del terreno pampeano, y eran, por consiguiente, contemporáneos de los grandes desdentados extinguidos. Algunos años más tarde, cuando em- pezamos a explorar la capa de terreno vegetal y encontramos en ella los mismos instrumentos de aspecto completamente idéntico, nos aper- cibimos de nuestro error y comprendimos fácilmente que los sílex que antes habíamos recogido, procedían de la misma capa superficial, de donde habían sido arrancados por las aguas pluviales y transportados al pie de las barrancas compuestas exclusivamente de terreno pam- peano, donde los habíamos recogido. Todos los ejemplares que había- mos recogido en esas condiciones, los clasificamos entonces como pro- cedentes del terreno vegetal y sólo consideramos como pampeanos los que habíamos extraído de la arcilla pampa no removida. Seguin no tenía porqué explorar el terreno negro superficial, pues- to que no contiene fósiles, cuya recolección formaba el único objeto de sus excursiones; así no pudo encontrar en él instrumentos de piedra. Pero en sus numerosas correrías en busca de fósiles, debe necesaria- mente haber encontrado en la superficie del terreno pampeano algu- nos sílex tallados, procedentes de la capa superior. Los recogió, y los cieyó de muy buena fe, muy sinceramente, contemporáneos de los ani- males cuyos huesos encontraba en los mismos terrenos. Se equivocó, sín que esto le quite el mérito de haber sido un coleccionista infa- tigable. No sucede lo mismo con los huesos. Seguin había adquirido una práctica de largos años, que debía permitirle conocer muy fácilmente si procedían del terreno arcilloso rojo o del terreno negro vegetal. Si afirmó que los huesos humanos los había encontrado en el terreno pampeano y que son de la misma época que los animales extinguidos, él es la primera autoridad que puede invocarse en favor de la anti- giiedad de esos huesos; y si un examen detenido de los objetos pro- bara lo contrario, entonces podríamos creernos autorizados a suponer que Seguin había usado de engaño, por cuanto, después de reco- ger fósiles durante veinte años, no le era permitido cometer tan gra- ve error. Examinémolos, pues: Los huesos humanos en cuestión, muestran tres colores diferentes. Los unos son de un color amarillento que tiende algo al rojo; éstos esta- ban completamente enterrados. Otros son obscuros con algunas man- chas negruzcas que tiran un poco al azul; éstos estaban igualmente enterrados y han sido coloreados por los óxidos de hierro y de manga- neso que contenía el terreno. Los demás son completamente blancos y fueron recogidos en la superficie del suelo. Es fácil conocer que las aguas pluviales los habían arrancado de su yacimiento y desparramado 780 en la superficie del suelo, donde el lavado continuo de las aguas les ha dado un color blanco. Algunos han considerado sin razón esta diferencia de color como una prueba del origen moderno de esos huesos. Para nosotros sólo prueba que Seguin no empleó ninguna superchería, que procedió de buena fe; esto es: que recogió y transportó los huesos tal como los había encontrado. Muchos de ellos son, en efecto, blancos en una extremidad y amarillentos y negruzcos en la otra; éstos estaban a medio enterrar y la parte superior que estaba a descubierto ha sido naturalmente blanqueada por las aguas. Pero hay un gran número que aún están envueltos en el terreno que los contenía. Sobre los bordes del río Carcarañá, como en la provincia Buenos Aires, no se distinguen más que dos capas completamente diferentes la una de la otra; la capa negra superficial muy delgada (40 a 60 cen- tímetros) y la arcilla pampa rojiza que se encuentra inmediatamente debajo. La cuestión se reduciría a saber de cual de esas dos capas pro- ceden los huesos humanos. A cualquiera que haya hecho excavaciones en la Pampa y haya estu- dado por poco que sea la arcilla pampeana y los caracteres físicos de los huesos fósiles que contiene, le bastaría una simple mirada para poder afirmar que los huesos en cuestión proceden del terreno pampeano. Los huesos que se encuentran en el terreno vegetal son de un color terroso obscuro, completamente diferente del color amarillento más o menos obscuro que presentan los fósiles del terreno pampeano. Gene- ralmente los primeros son también muy resistentes y contienen siempre una fuerte proporción de su materia orgánica, que falta casi por com- pleto en los fósiles pampeanos. Los huesos humanos fósiles de Seguin presentan absolutamente el mismo color amarillento, más o menos obscuro que caracteriza los hue- sos que proceden de la arcilla pampa. Sobre muchos de ellos se ven manchas negras; y fracturándolos, se ve que esas manchas penetran profundamente en el interior del hueso; la superficie de las fracturas muestra entonces un color gris azulado, bastante obscuro. Este carácter es propio de un gran número de hue- sos fósiles pampeanos, pero no lo hemos observado nunca en los hue- sos que se encuentran en el terreno vegetal. Esos huesos pueden dividirse aun en dos categorías. Los unos son livianos, porosos, quebradizos y se pegan fuertemente a la lengua; estos caracteres, según ya lo tenemos dicho en otra parte, son propios de un gran número de huesos procedentes: del terreno pampeano. Han quedado enterrados en una arcilla que no contenía ni carbonatos ni silicatos; no han podido impregnarse de materias inor- gánicas; y habiendo perdido la materia orgánica se han vuelto que- 781 bradizos, livianos, etc.; los hemos comparado con millares de huesos procedentes de la arcilla pampa en que habían quedado enterrados en las mismas condiciones, y no hemos encontrado entre unos y otros la menor diferencia. Los otros son huesos bastante más pesados, aunque tienen el mismo color; han perdido igualmente casi por completo su materia orga- nica y se pegan fuertemente a la lengua. Estos, aunque enterrados en el mismo yacimiento que los anteriore,s han sido penetrados por infiltraciones de aguas calcáreas que han rellenado el tejido interno de los huesos con carbonato de cal, aumentando de este modo consi- derablemente su densidad; la mitad de los huesos fósiles que se ex- traen del terreno pampa se encuentran en las mismas condiciones: comparados los primeros con estos últimos, no se encuentra entre unos y otros absolutamente ninguna diferencia. Inútil es agregar que los huesos que se encuentran en terreno vegetal nunca presentan tales caracteres. Hay, en fin, entre los huesos en cuestión, algunos especímenes que muestran por mitad ambos caracteres; sucede otro tanto con un gran número de fósiles pampeanos. Hemos observado también que algunos tienen una parte de su superficie muy lustrosa; este brillo, llamado lustre paleontológico, es igualmente característico de los fósiles. La tierra que envuelve aún muchos de los huesos va a proporcio- narnos otro orden de pruebas no menos concluyente. Si esos huesos procedieran de una capa de tierra negra superficial, no sólo presentarían un color completamente diferente, sino que tam- bién deberían presentar muestras de ese terreno más moderno; habría sin duda penetrado en todas las cavidades y habría también rellenado en parte el tejido interno de los huesos, pero en ninguna parte se dis- tingue de él una sola partícula. Hemos sometido algunos de esos huesos, aún envueltos en la arcilla pampa, a un lavado continuado hasta que adquirieron el color blanco de los huesos recogidos en la superficie del suelo, sin que hayamos visto vestigios de un enterramiento anterior; y esos vestigios habrían debido mostrarse, sin embargo, si en efecto los huesos hubieran sido recogidos en un terreno removido y su yacimiento primitivo hubiera sido el terreno negro superficial. Por el contrario, la tierra que por todas partes aún está adherida a la superficie de los huesos es la arcilla pampa con todos sus caracteres. Ese limo rojizo, algo obscuro, separado mecánicamente, da 60 partes de arcilla y 40 de arena; ésta es tan fina que apenas es sensible al tacto. El ácido sulfúrico demuestra la presencia de una pequeña can- tidad de carbonato de cal, encontrándose también rastros apenas apre- ciables de óxido de hierro titanado. Es, lo repetimos, la arcilla pampa = a Le con todos los caracteres que presenta sobre toda la superficie de la vasta llanura. En los huesos en que no contiene una cantidad bastante apreciable de cal se separa del hueso fácilmente, dejando ver sobre su superficie el color amarillento característico de los fósiles del terreno pampeano; en ninguna parte existen rastros de otro color preexistente: aquel es, pues, el resultado del medio en que estuvieron sepultados durante miles de años. Todas las cavidades y el fondo de todas las rugosidades está rellenado con el mismo terreno. En los huesos fracturados antes de su enterramiento el limo pampa ha penetrado en el interior relle- nando todo el tejido interno. Hemos aserrado un fragmento de la parte superior del cráneo y pudimos comprobar que todas las cavidades del tejido esponjoso inte- rior se hallan parcialmente rellenadas por el limo pampa, y ese mismo tejido presenta el mismo color que la superficie externa del hueso. Si este hueso hubiera estado primitivamente enterrado en la tierra vege- tal, nunca habríase podido retirarlo del interior ni hacer desaparecer el color negruzco para substituirle el color amarillento y el limo pampa. Ningún fraude humano habría podido hacer penetrar este terreno has- ta el interior mismo de los huesos; este fenómeno sólo puede ser el resultado de largos siglos de enterramiento en la arcilla roja. La arcilla pampa que adhiere a la superficie de otros ejemplares y rellena la cavidad medular de los huesos largos ha sido endurecida por infiltraciones de aguas calcáreas, produciendo lo que se ha dado en llamar tosca. La presencia de la tosca que adhiere fuertemente a los huesos y rellena igualmente todas las cavidades, constituye por sí sola una prueba irrecusable de la antigúedad de esos huesos y de su con- temporaneidad con los de los grandes desdentados de la formación pampeana. La comparación de los huesos humanos con los del gran oso, encon- trados juntos, confirma completamente las deducciones precedentes. Los huesos del oso son, como los del hombre, de dos colores dife- rentes. Los unos amarillentos o negruzcos, que estaban enterrados; y los otros blancos, lavados por las aguas, que los han exhumado y des- parramado por la superficie del suelo. Desde el punto de vista físico y químico, no se encuentra entre unos y otros absolutamente ninguna diferencia. Las cavidades del tejido esponjoso interno de los huesos del oso están rellenadas por el mismo limo pampa que se encuentra en los huesos del hombre. La contemporaneidad de unos y otros nos parece incontestable. Sobre la superficie de muchos de los huesos humanos hemos notado la existencia de una cantidad de impresiones de contornos más o me- nos irregulares, pero completamente diferentes de las escoriaciones 783 producidas por las aguas corrientes, las raíces, etc. Esas impresiones se encuentran tanto sobre la superficie de los huesos blancos lavados por las aguas, como sobre la de los huesos aún envueltos en el limo pampa; en este último caso éste rellena todas las cavidades. Después de un examen detenido hemos reconocido que son mordeduras hechas por pequeños animales del género Hesperomys o Reithrodon, que ya existían en esa época. Examinamos también los huesos de oso, bajo el mismo punto de vista, y encontramos en la superficie de varios ejemplares las mismas mordeduras. Es evidente que los Hesperomys y los Reithrodon no han roído los huesos sino cuando aún estaban en estado fresco, de donde resulta que los hombres y el oso que han dejado en ese punto sus huesos, no sola- mente han sido contemporáneos desde el punto de vista geológico, sino también que han muerto en un intervalo excesivamente corto o contemporáneamente. Los huesos humanos encontrados por Seguin en la provincia Santa Fe, son tan fósiles como los esqueletos de Gliptodontes, Toxodontes y Milodontes que figuran en el día expuestos al público, en los princi- pales museos del mundo. ¿De qué nivel de la formación pampeana fueron extraídos esos huesos? En el río Carcarañá no se encuentra a descubierto el terreno pam- peano inferior. Luego no proceden de ese horizonte geológico. Tampoco proceden del pampeano lacustre, puesto que se hallan envueltos en arcilla rojiza y aquél es, por el contrario, de color blanco. No pueden, pues, haber sido extraídos más que del pampeano ro- jizo superior; y pertenecerian, así, poco más o menos, al mismo hori- zonte geológico que los huesos humanos que hemos encontrado en el ar10yo Frias, cerca de Mercedes. Además de los huesos de oso y de caballo fósiles que acompañaban a los huesos del hombre, se han encontrado en las cercanías restos de varios otros animales extinguidos. Como los restos de esas especies tampoco se encontraban en el terreno pampeano lacustre color blanco, tenemos la perfecta seguridad de que proceden del mismo pos geológico que los huesos humanos. Esas especies son las siguientes: Hydrochoerus magnus. — Representado por una mitad de mandí- bula inferior. Mastodon. — Representado por un número considerable de huesos, cuya especie no hemos podido determinar. Megatherium americanum. — Está representado por un esqueleto completo. Ha sido montado en el Museo de Historia Natural de París 784 bajo la dirección del profesor Gervais, y completadas las partes que faltaban con los huesos de otro individuo, igualmente encontrado por Seguin, pero en la provincia Buenos Aires, a orillas del río Salado. Lestodon trigonidens. — Representado por una sola muela canini- forme inferior. Este animal igualaba por su talla al Megaterio. Euryurus rudis. — Representado por una parte considerable de la coraza y varios huesos del esqueleto. : El hombre del cual Seguin encontró restos, ha sido, pues, contem- poráneo de cinco géneros y siete especies de mamíferos extinguidos, que son: Arctotherium bonariense, Hydrochoerus magnus, Mastodon, un equideo, Megatherium americanum, Lestodon trigonidens y Euryu- rus rudis. En nuestras Noticias sobre antigiiedades indias de la Banda Orien- tal, hablando de los resultados obtenidos en nuestro viaje a ese pais, decíamos que no habíamos encontrado en él ni el más leve indicio de la existencia del hombre contemporáneamente con los grandes desden- tados extinguidos de América del Sud; pero agregábamos al mismo tiempo que esta prueba negativa no era suficiente para negar su existencia. En nuestro viaje a Europa, nos detuvimos de paso en Montevideo y aprovechamos el poco tiempo de que dispusimos en explorar nueva- mente las barrancas de tierra pampeana que se encuentran en el fon- do mismo del puerto, donde ya en nuestro viaje anterior, habíamos en- contrado algunas placas de la coraza de un Panochtus específicamente diferente de los de Buenos Aires. En una de esas barrancas, de unos seis metros de altura y casi en su base, afloraba un sílex que había sido roto, pero cuyo pedazo no encontramos. Es una especie de punta de dardo, de sección transver- sal triangular y con sus bordes algo gastados, sea por el uso o por haber sido quizá rodada con los otros guijarros que se encuentran en la misma capa (figura 642). La superficie del sílex está completamente alterada, presentando un color blanco algo amarillento que penetra hasta más de un milímetro de profundidad, como puede verse fácilmente por su base, que ya he- mos dicho estaba rota (figura 646). De esa misma barranca es de donde habíamos extraído los fragmen- tos de coraza de Panochtus. Queda así comprobado que el hombre vivió en la Banda Oriental durante la misma época que este animal. Sin embargo, si se hicieran exploraciones más detenidas, sería más que posible que ahí se hallasen otros datos, y seguramente en más abundancia que en la provincia Buenos Aires. Esas barrancas presentan una gran analogía con el terreno cuater- nario inferior de Europa; como este último presenta capas compuestas VoL. HI OBRAS DF FLORENTINO AMEGHINO. 636 639 638 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. —Lám. XXIII mit à ] 4 Obras bF FLORENTINO AMEGHINO. — VOL, III LA ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — LAM. XXIII 646 643 E 1» => 785 casi exclusivamente de guijarros rodados, creemos posible que también se encuentren allí grandes hachas talladas como las que caracterizan el cuaternario inferior de Europa. El habitante primitivo de la Banda Oriental podía elaborarlas, pues tenía la materia primera a su dispo- sición, que le faltaba completamente al hombre que en la misma época poblaba la provincia Buenos Aires. Una de las cuestiones más interesantes que se refieren a esta lejana época, es la de la habitación del hombre que vagaba en las pampas juntamente con los Gliptodontes y los Toxodontes. En efecto: una de las primeras preguntas que se presenta a la ima- ginación, es la siguiente: ¿Cómo ha podido conservar su existencia el hombre de esa lejana época, casi completamente desprovisto de me- dios de defensa? En los bosques podía ponerse en salvo en las copas de los árboles o construirse chozas con sus ramas; en los países pedre- gosos podía construirse abrigo con las piedras; en las montañas podía refugiarse en las cavernas... pero en las llanuras de las pampas donde no hay ni cavernas, ni piedras, ni árboles, ¿cómo se preservaba de los ataques de las bestias feroces. ¿Y durante la noche, dónde reposaba de las fatigas del dia? Se puede establecer a priori que el hombre no habría podido habitar las pampas en medio de la extraña fauna que lo rodeaba, si no hubiera tenido un medio cualquiera para ponerse a salvo de los terribles carni- ceros, sus enemigos. Dada la dificultad que entonces debían presentar las comunicacio- nes, tampoco es creíble que transportara de otras regiones los palos y postes necesarios para la fabricación de chozas, por rudimentarias que éstas fueran. Y sin embargo el hombre vivía en las llanuras porteñas y debía, por consiguiente, tener abrigos seguros para su descanso. Nuestra buena suerte también nos ha permitido comprobar la natu- raleza de éstos. Durante el año 1869 encontramos cerca de Luján, sobre la orilla izquierda del río del mismo nombre, casí en frente del pequeño arroyo Roque y al pie de la barranca, dos corazas de Glyptodon. Se encontra- ban a una profundidad de 2 m. 50 y a unos 50 centímetros de distancia una de otra. La más pequeña, perteneciente al Glyptodon typus, des- cansaba sobre el dorso, presentando así la abertura ventral hacia arri- ba; el interior no contenía ningún hueso del esqueleto, sino una gran cantidad de una especie de pasta negruzca que se desleía entre los dedos tiñéndolos de negro. Era carbón vegetal reducido a tal estado por un largo yacimiento en ese suelo impregnado de humedad. La se- gunda coraza, mucho más grande, pertenecía al Glyptodon reticulatus y yacía de costado, sobre uno de los flancos, posición sín duda singular AMEGHINO —V. III 50 786 y difícil de explicar sin la intervención del hombre. Como la primera, no contenía en su interior ningún hueso del esqueleto; pero contenía, en cambio, fragmentos de dientes de Toxodon y astillas longitudinales de huesos largos de ciervo, de guanaco y de caballo mezclados con algunos pedazos de silex. La primera idea que este hallazgo nos sugirió fué la de que este punto había sido habitado por hombres que construían sus chozas con ccrazas de Glyptodon. Este descubrimiento, aunque de una importancia excepcional, nos pareció tan singular que no nos atrevimos a hablar de él hasta el cía en que otros hallazgos parecidos disiparon todas nuestras dudas. Dos años más tarde fué exhumado cerca del mismo punto otra coraza de Glyptodon en presencia del profesor Ramorino. Esta vez la coraza se encontraba en su posición natural, es decir: con la abertura ventral abajo y el dorso arriba. En el interior tampoco se encontró ningún hueso del animal, pero al lado de la coraza y a distancia de unos 40 a 56 centímetros, se recogió una cuarcita groseramente tallada en forma de punta. Hacia esta misma época, nos fué referido que durante la excava- ción del canal del molino de Mercedes, practicada hace unos veinti- cinco años, se encontró casi en frente del establecimiento y a unos tres metros de profundidad, una coraza de Glyptodon, con la abertura ven- tral igualmente abajo, el dorso arriba y vacía; a unos doscientos pasos de la coraza y a la misma profundidad, dicen había un montón de car- bon, cenizas y huesos quemados, rodeado de una cantidad considerable ae otros huesos, entre los que también había muchos fragmentos de coraza de Glyptodon. Desgraciadamente, no encontrándose presente ninguna persona competente, todos esos objetos se malograron para la ciencia. Los huesos les sirvieron a algunos vecinos para hacer piso en los patios de sus casas. Ese montón de carbón, cenizas y huesos quemados, era sin duda un antiguo fogón del hombre contemporáneo del Glyptodon. La gran can- tidad de huesos quemados, que según se dice’ habia aili, pueden tam- bién hacernos creer que fueron empleados como combustible. En 1872, encontramos los fragmentos de coraza de Glyptodon, api- lados unos sobre otros, ya mencionados en el capítulo XXXI. Se recordará que los huesos del hombre fósil de Mercedes también estaban acompañados de dos corazas de Glyptodon del grupo de los Hoplophorus. ; Al lado de una coraza de Glyptodon encontrada en 1875 cerca de la Villa Luján, hallamos también el sílex figurado en los números 537 y 538, lámina XIX. En 1876, encontramos a unas dos leguas al Oeste de Mercedes, una 787 coraza de Panochtus. Empezamos a cavar en su al redor sin darnos cuenta al principio de la posición en que estaba colocada. Esta posición era aún más extraña que las otras; estaba, por decir así, como clavada perpendicularmente, la abertura anterior o cefálica abajo, la abertura posterior o caudal arriba, y, por consiguiente, la abertura ventral en sentido perpendicular, figurando una especie de puerta. À poca distancia de la coraza recogimos el cráneo con su casco cefálico, la mandíbula inferior, el atlas y varios otros huesos. En el interior no quedaba nin- eún hueso del esqueleto, pero en la parte inferior, sobre el nivel del suelo en que descansaba la abertura cefálica, recogimos un gran frag- mento de cuerno de ciervo. Poco tiempo después emprendimos la exhumación de otra coraza Gel mismo género, que habíamos encontrado cerca de la estación Oli- vera, en medio de la llanura, a distancia de un kilómetro del río. Esta coraza estaba absolutamente en la misma posición que la ante- rior. Alrededor recogimos la mandíbula inferior y varios huesos del mismo animal. En el interior no había huellas del esqueleto, excep- tuando un pequeño fragmento de cadera sinostosado con la coraza, pero contenía numerosas placas aisladas de la coraza y fragmentos de tierra cocida. En fin, he aquí otro hallazgo, aún más decisivo. A una legua al Este de Mercedes, cerca del paraje llamado Paso del Cañón (paradero número 3) encontramos sobre la orilla izquierda del rie, una coraza de Glyptodon, yaciendo a una profundidad de tres me- tros, con el dorso abajo y la abertura ventral arriba. En el interior sólo recogimos algunos huesos largos de rumiantes y al lado una cuarcita tallada representada en la figura 572. En la orilla opuesta, casi en- frente, había otra coraza, pero del género Panochtus; yacía a cerca de cuatro metros de profundidad (ya mencionada en el capítulo XXXI). Empezamos su extracción, y pronto pudimos reconocer su posición. Estaba colocada horizontalmente, la abertura ventral abajo y el dorso arriba, descansando sobre una capa de tierra más dura y diferente de la que la rodeaba; era la antigua superficie del suelo. Alrededor de toda la coraza había una gran cantidad de carbón vegetal, cenizas, hue- sos quemados y partidos y algunos sílex. Se veía, aglomerada alrede- dor de la coraza, una cantidad de tierra rojiza del suelo primitivo. Em- pezamos a extraer la coraza y, en vez de encontrar, como lo esperába- mos, el esqueleto, se encontró vacía. Llegado al nivel que marcaba al exterior la superficie primitiva del suelo, nos apercibimos de que el interior descendía más profundamente. Continuamos la excavación y extiajimos de sobre la superficie interior del suelo un instrumento en cuarcita (figura 542), huesos largos de guanaco y de ciervo partidos y algunos con rastros de trabajo artificial, dientes de Toxodon y de Mylo- 788 . don partidos y en parte trabajados, fragmentos de cuerno de ciervo, etcétera (figuras 657, 665, 666). Ya no había lugar a duda; el hombre se había apoderado de la coraza del animal muerto, la había vaciado y colocado horizontalmente, después había ahondado el suelo en el in- terior para procurarse un poco más de espacio y establecer ahí su morada. Alrededor de la coraza recogimos objetos diversos sobre los cuales no tenemos para qué volver, habiéndolos ya enumerado en el capítulo correspondiente. Para formarse una idea del tamaño de esas corazas y de la posibili- Gad de que hayan podido servir de morada al hombre primitivo, he aquí las dimensiones que da Burmeister de un individuo de este géne- rc: diámetro longitudinal 1 m. 64, diámetro transversal 1 m. 32, altura 1 m. 5, ahondando un poco el suelo en el interior podía obtenerse fácil- mente un abrigo de un metro y medio de altura. Muchos salvajes ac- tuales no los tienen tan cómodos. El hombre habitaba seguramente las corazas de los Glyptodon, pero no siempre las colocaba en la posición que acabamos de indicar; los hechos anteriormente mencionados demuestran que en algunos casos las colocaba descansando sobre uno de los flancos o las enclavaba per- pendicuiarmente en el suelo, con la abertura cefálica abajo y la caudal arriba. En ambos casos, para reposarse, podía cerrar fácilmente la abertura con pedazos de coraza de otros individuos. Quizá en algunos casos construía verdaderas chozas con las corazas de dos o tres individuos. Estos hechos explican perfectamente la posición singular y anormal que a menudo presentan las corazas de esos animales. Es muy fre- cuente encontrarlas con el dorso abajo y la abertura ventral arriba y sin ningún hueso del esqueleto en su interior; esta posición, contraria a las leyes de la física, no tiene más explicación que la intervención del hembre. Las que descansan con la abertura ventral abajo y la dorsal arriba, se encuentran en una posición de acuerdo con las leyes de la gravedad: pero cuando su interior está desprovisto del esqueleto, cuando justa- mente en este caso debería encontrarse casi intacto, fuerza es también recurrir a la intervención del hombre para explicar el fenómeno. Sin ella, sería igualmente imposible explicar la causa que ha clavado otras perpendicularmente; y aún más difícil sería darse cuenta de los objetos extraños que se encuentran en- el interior de las corazas despro- vistas de esqueleto. La gran abundancia de restos de Glyptodon puede también atribuirse a la acción del hombre, que transportaba sin duda las corazas a orillas de las lagunas, donde, como el indio actual, establecía de preferencia su 789 morada, y donde más tarde quedaron enterradas, conservándose hasta nuestros días. También es digna de notar la circunstancia de que es muy raro en- contrar una coraza de Glyptodon sin que se descubran a su alrededor despojos de otros muchos animales. Las mismas corazas, rara vez se presentan aisladas; muéstranse generalmente en grupos de dos, tres, cuatro y aún más algunas veces, separadas unas de otras por distancias relativamente cortas. En el interés de la ciencia, nos permitimos recomendar a las personas que en adelante emprendan excavaciones y encuentren corazas de Glip- todontes, que determinen exactamente la posición de ellas; y recojan y clasifiquen todos los huesos que se encuentren alrededor hasta alguna distancia. En cuanto a la tierra que las rodea, como la que contienen en el interior, deberá ser examinada con el mayor cuidado, de modo que no pase desapercibido ningún objeto. Nos hemos servido con mucho éxito de una zaranda de alambre fino, en la cual colocábamos la arcilla pam- peana, volcando luego encima una cantidad de agua suficiente para que la disolviera, de modo que no quedaran en la zaranda más que las tos- cas, las piedras y los huesos. Por medio de este sistema pudimos reco- ger casi todas las piezas pequeñas de nuestra colección. Hemos seguido las huellas del hombre, hasta mediados de la época pampeana y demostrado su existencia a través de varias faunas dife- rentes. Sea en la provincia Buenos Aires, sea en la Santa Fe, los más antiguos rastros de la existencia del hombre se remontan al pampeano superior. Nada sabemos sobre el período precedente. En ninguna parte hemos encontrado rastros del hombre en la época del Typotherium. Pero bastan los descubrimientos mencionados para hacer remontar la existen- cia del hombre en el Plata a una época excesivamente remota. El problema de la existencia del hombre fósil argentino queda resuel- to en sentido afirmativo. Abrigamos la esperanza de que hasta los más incrédulos se habrán convencido de ello, pues creemos haberlo demos- trado de una manera evidentísima. Y en efecto, después de reflexionar un instante sobre el cúmulo de hechos expuestos ¿quién, a no ser que tenga opiniones preconcebidas, osará negarlo? En presencia de los restos óseos del hombre de esa lejana época, en- contrados en dos puntos diferentes y por personas distintas, huesos que todo hombre desposeído de antiguas preocupaciones reconoce como fósi- les; en presencia de los toscos pedernales tallados extraídos de debajo de las corazas de los Gliptodontes; en presencia de los fragmentos de huesos y dientes de animales extinguidos, trabajados por el hombre, que se encuentran enterrados en las profundidades del suelo, teñidos de di- versos colores, adornados de arborescentes dendritas o envueltos en 790 dura piedra calcárea, sellos todos puestos por la mano de interminables siglos ¿quién osará negar la existencia del hombre fósil en América del Sud, en las mismas llanuras de las pampas? En presencia de los nume- rosos huesos que se encuentran mezclados con los restos de numerosas especies de animales fenecidos, cuya superficie se encuentra cubierta de rayas entrecruzadas y bien marcadas incisiones, que sólo pueden ha- ber sido hechas por medio de instrumentos cortantes dirigidos por manos inteligentes; en presencia de esa gran cantidad de carbón vege- tal extraído del terreno pampeano, junto con los huesos del hombre y los restos de su industria primitiva; en presencia de los mismos huesos de animales extinguidos partidos por la mano del hombre y quemados; en presencia, en fin, de los numerosos fragmentos de tierra roja coci- da, restos de fogones fósiles, que en Villa Luján se encuentran a lo largo del río en una longitud de más de cuatro kilómetros y debajo de seis capas de terreno no removido, mezclados con huesos de animales extinguidos, ¿quién pretenderá afirmar todavía que es dudosa la con- temporaneidad del hombre y los desdentados Megatéridos y Glipto- dontes ? Ese hombre, en las llanuras de las pampas, entonces inundadas lu- rante la mitad del año, no estaba seguramente representado por un gran número de individuos. Debía vivir en pequeñas tribus o grupos de individuos que fijaban su morada a orillas de ios lagos y lagunas ce entonces: ahí podían obtener el agua potable y la caza necesaria para su sustento. Apoderábase de las corazas de los gigantescos Gliptodon- tes y construíase con ellas abrigos suficientes para preservarse de los ataques imprevistos del gigantesco Arctotherium o del sanguinario Smi- lodon. En las pampas faltaban los bosques, y de consiguiente los árboles frutales; y en consecuencia, el hombre de ese tiempo debía ser esencialmente carnívoro. Cazaba llamas, paleolamas, ciervos, caballos y pequeños roedores; pero atacaba también a los acorazados Glipto- dontes, al gigantesco Mastodonte, al anómalo Toxodonte y a los corpu- lentos Megatéridos. Cuando conseguía dar muerte a uno de esos gigan- tescos colosos animados, hacía la adquisición de un verdadero tesoro; la carne le servía de alimento, el cuero le servía de lecho, con los ten- dones fabricaría cuerdas, los huesos eran partidos para extraer la mé- dula y con las astillas de esos mismos huesos elaboraba punzones para agujerear las pieles, rascadores; pulidores, etc. Conocía el fuego, como lo prueban los huesos quemados y la tierra cocida, restos de antiguos fogones; sin duda se servía de él para asar la carne. Su industria era muy limitada. Reducíase a algunos pequeños cascos de pedernal que servían para tallar toscos instrumentos de hueso. Carecía de pedernal para la fabricación de sus instrumentos; los pocos cascos de sílex que empleaba los transportaba desde larguísimas distancias y debían cons- 791 tituir para él una materia tanto más preciosa cuanto que le era suma- mente difícil procurársela. Con razón, pues, aplicamos a esta época arqueológica, el nombre de eolíthica (aurora de la piedra). Al hombre pampeano le es aplicable aún con más propiedad que al hombre terciario de Thenay. Para procurarse esos mezquinos fragmentos de pedernal y de cuar- cita, que los hombres de Saint-Acheul, Chelles, Amiens, etc., habrían despreciado, el hombre pampeano emprendía viajes de más de cien leguas de distancia. Los mismos objetos de hueso son sumamente toscos, debido tanto a los groseros utensilios de piedra que empleaba para elaborarlos, cuan- to a la ausencia de piedras adecuadas para darles pulimento. Los vesti- sios de pulimento que muestran algunos huesos son producidos simple- mente por un uso continuado. Este período puede también llamarse con razón de la aurora de la industria. Esos fragmentos de cuarcita y de pedernal, de ángulos y aristas vivas, pero de cortes artificiales mal cefinidos, esos huesos largos de rumiantes cortados en forma de pica, de modo que pudieran servir ya de cuchillos, ya de alisadores, y esas pequeñas astillas de hueso taliadas a grandes golpes, ya de modo que terminen en punta, ya cortadas en bisel y cuyo uso es aún muy proble- mático, es cuanto se puede imaginar de más tosco, como producto de la industria humana. Nada prueba tampoco que el hombre de entonces tuviera alguna idea religiosa, ni que se hubiera presentado a su mente la posibilidad de una vida futura, ni aun que tuviera un simple respeto por los muer- tos, pues sus huesos, tanto en Mercedes como en Carcarañá, fueron hallados mezclados con los de otros animales que fueron sus contem- poráneos, sin orden alguno, y en una de esas dos localidades mezcla- dos con carbón vegetal y restos de antiguos festines. Sin embargo, el hombre de esa época no quedó completamente esta- cionario; siquiera fuese lentamente, progresó. Los pedernales y los huesos tallados que se descubren en'el pampeano lacustre, muestran cierto adelanto comparados con los que recogimos en el pampeano superior. Es cierto que ese progreso es apenas sensible y que ambos períodos se hallan separados quizá por miles de años, pero él existe y es lo esencial como prueba por todas partes del progreso indefinido, siquiera séa lento. Mas no podemos seguir gradualmente ese progreso en todas sus manifestaciones. La serie progresiva se halla interrumpida. El hombre que habitaba la llanura argentina durante los últimos tiem- pos de la época pampeana, es decir, durante"la deposición del pampeano lacustre, se hallaba en un estado de salvajismo del que difícilmente podríamos formarnos una idea, no existiendo en la actualidad ningún pueblo que pueda comparársele. 792 Es cierto que conocía el fuego, pero, aunque fuera por no tenerlo, ape- nas hacía uso del pedernal, no conocía los proyectiles arrojadizos, no había descubierto aún la alfarería, ni tenía otra guarida que la que arre- bataba a otros seres que la tenían como parte de sí mismos. Los restos más antiguos de la existencia del hombre, posteriores a esta época, que hasta ahora hemos descubierto, son los del paradero mesoli- tico de Cañada Rocha; pero por atrasado que sea el hombre que habitó en este último punto ¡qué diferencia enorme de civilización se nota al compararlo con el precedente! El hombre que poblaba el paradero mesolítico de Cañada Rocha, em- pleaba el sílex en mayor abundancia y con él se fabricaba dardos, flechas, cuchiilos, raspadores, etc.; conocía el uso de las bolas como armas de guerra y de caza; poseía grandes morteros; trabajaba los huesos y cons- truía con ellos puntas de lanza y de flecha, dagas, alisadores, punzones, agujas y otros objetos, puliéndolos con notable perfección; conocía el fuego y sabía fabricar objetos de alfarería destinados a usos diferentes; practicaba tanto la caza como la pesca, y quizá hasta la agricultura; y vivía, ya en pequeñas tribus, ya en habitaciones, siquiera portátiles, pero siempre superiores a las que los Gliptodontes podían Pigeurere al hom- bre de una época pasada. Ambas industrias son seguramente infantiles para la actual humani- dad; el habitante civilizado de nuestras ciudades, incapaz de juzgar la vida salvaje que no conoce, no encontraría entre ambos estados ninguna diferencia; pero el naturalista que mentalmente se transporta a épocas anteriores, se identifica con las necesidades y penalidades de pueblos que ya no existen, y si necesario fuera, para conocerlas vive la vida del sal- vaje, encuentra entre ellos diferencias profundas y adquiere igual- mente el convencimiento de que para llegar del uno al otro, el hombre de entonces debe haber pasado por un gran número de estadíos de tran- sición intermediarios. Al comprobar el poco progreso que el hombre del pampeano lacustre hizo sobre el hombre del pampeano superior, y esto a pesar de haber transcurrido entre ambos períodos de muchos miles de años, no podemos por menos que asombrarnos del larguísimo número de siglos que debe haber transcurrido entre el período del hombre del pampeano lacustre contemporáneo de los Gliptodontes y la época relativamente muchísimo más moderna en que el hombre del paradero mesolítico de Cañada Rocha vivía en compañía del Paleolama, quizá domesticado entonces. Esta enorme diferencia entre ambas industrias nos revela una inte- rrupción, un intervalo, un hiato arqueológico, que quizá pueda ser com- pletado por futuros descubrimientos, pero que por ahora forma una ba- rrera infranqueable para seguir el progreso gradual del hombre pam- peano hasta el postpampeano del paradero de Cañada Rocha. OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III 650 MIM MI === A Tm A YY po ===) LA Mr) Yyy Y 7 7 Hi ADD Ui, 4 WU La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA. — Lim. XXIV OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLATA.— LÁm. XXIV 050 669 QUI FE ATCT SES == En => AS OS AS 703 He ahí porque desde las épocas neolithica (piedra nueva) y mesoli- thica (piedra intermediaria), hemos pasado a la eolithica (aurora de la piedra) pasando por alto la paleolíthica (piedra vieja). Esta última o nv se halla representada en el Plata, o no se han encontrado hasta ahora sus vestigios. ] Forzosamente teníamos que clasificar en la época neolítica a los ins- trumentos de piedra que se encuentran en la tierra negra y en la super- ficie del suelo, dada la perfección de trabajo que presentan y la poca -antigüedad a que se remontan. No podíamos clasificar en la misma época los que recogimos en el paradero de Cañada Rocha, no tanto porque pertenecen a una edad más remota, cuanto porque los hombres que los dejaron allí fueron contempo- ráneos de varios mamíferos extinguidos; pero tampoco podíamos hacer retroceder hasta la época paleolítica una industria ya bastante avanzada, tanto en el trabajo de la piedra como en el del hueso, y que además ya había hecho grandes progresos en el arte de fabricar tiestos de barro. Hemos tenido, pues, que admitir para este período la denominación de época mesolítica. Puede preguntársenos: ¿por qué, pues, no habéis aplicado la deno- minación de época paleolítica a los tiempos correspondientes a la for- mación pampeana? La época paleolítica está caracterizada en todas partes por numerosos instrumentos de piedra de formas bien definidas. En muchos puntos, particularmente en el cuaternario inferior, la industria de la piedra do- mina con exclusión de toda otra. En este caso se halla representada por grandes hachas talladas en sus dos caras, de formas poco variables, como las que se han encontrado en numerosos puntos de Francia y de Inglaterra. Pero en buena clasificación ¿cómo podíamos aplicar la denomina- ción de paleolítica a una industria en que el papel de la piedra es com- pletamente secundario y en la cual los objetos de esta substancia son de formas apenas definibles ? La denominación de eolítica ha sido dada por el señor de Mortillet a la industria del hombre mioceno de Francia. Pero la misma denomina- ción corresponde admirablemente a la más antigua de las fases de evo- lución industrial, o más bien dicho a la primera de las fases industriales del Plata, correspondiente a los tiempos pampeanos. Mas no queremos tampoco que se crea por eso que pretendemos hacer remontar la anti- gúedad del terreno pampeano hasta la época miocena. Se nos preguntará igualmente donde colocamos la época paleolítica. Esta, lo repetimos, no se halla representada en el Plata, o hasta ahora no se han encontrado sus vestigios. Cierto es que como época arqueológica distinta, siempre debe estar 794 representada por un espacio de tiempo más o menos largo. Convenimos en ello: pero ese espacio de tiempo necesario para que el hombre del pampeano lacustre, que apenas empleaba la piedra y que no conocía la alfarería, evolucionara hasta el de los tiempos mesolíticos, que traba- jaba ya la piedra artísticamente y conocía la alfarería, se halla repre- sentado por el larguísimo espacio de tiempo transcurrido entre ambas épocas, esto es: por el intervalo o hiato mencionado. Este hiato no es sólo arqueológico; se demuestra también paleonto- lógica y geológicamente. Sobre el pampeano lacustre, caracterizado por la presencia de innu- merables restos de Gliptodontes y por la ausencia de Ampullaria, re- posa el postpampeano lacustre caracterizado por la presencia de innu- merables Ampullaria y la ausencia de huesos de Gliptodonte. El paradero mesolítico de Cañada Rocha, corresponde al postpam- peano lacustre, pero sólo a la parte más superficial, más moderna, de este horizonte geológico. En el resto de la formación no hemos encon- trado ningún vestigio de la existencia del hombre. Como ya lo hemos dicho en la parte geológica, en la Villa Luján, a lo largo del río, el postpampeano lacustre se extiende en una capa conti- nuada de varios metros de espesor y en una extensión de varios kiló- metros. Este gran banco lacustre, cuya formación ha requerido sin dula largos miles de años, es de una época más antigua que el mismo depó- sito lacustre de Cañada Rocha, que contiene el paradero mesolítico descripto y representa el hiato arqueológico observado entre este último paradero y la época del pampeano lacustre. En ese banco lacustre de la Villa Luján, contemporáneo de otros no menos importantes que existen en el río Salado, en el río del Salto, etc., no hemos encontrado nunca ningún vestigio de la existencia del hom- bre, y esto a pesar de haberlo explorado repetidas veces en toda su ex- tensión, metro a metro. Más aún: nunca hemos recogido en él un solo hueso de mamífero y esto a pesar de contener innumerables conchillas de moluscos de agua dulce. Cuando hayamos encontrado los mamíferos de esta época y los restos del hombre que fué su contemporáneo, entonces habremos llenado el hiato señalado y habremos encontrado los vestigios de la época paleo- lítica en nuestro suelo. Pero mientras llegue tal día, no olvidemos que, entre los rastros más antiguos de la existencia del hombre encontrados hasta ahora en los terrenos postpampeanos y los más modernos encontrados en el pam- peano, existe un hiato arqueológico y paleontológico inmenso, que re- presenta sin duda una época de muchos miles de años, durante la cual el hombre fué mejorando gradualmente su primitiva industria, al mismo tiempo que la antigua fauna se transformaba lentamente para tomar el 795 aspecto con que se nos presenta en el paradero mesolítico de Cañada Rocha y en otros depósitos que le son contemporáneos. La demostración de la existencia del hombre en América del Sud, conjuntamente con los grandes mamíferos extinguidos del terreno pampeano, es seguramente un descubrimiento de una grande impor- tencia en las ciencias antropológicas, por cuanto hace retroceder a leja- nas épocas la aparición del hombre americano en el continente que ha- bita; pero sólo debe marcar un primer paso hacia descubrimientos futu- res complementarios, y en muchos casos de no menor importancia. Aún nos queda mucho que hacer y que aprender. Es preciso no contentarse con haber probado la existencia del hombre en la formación pampeana. Es necesario conocer por completo la fauna y la flora de que fué contemporáneo; de la primera sólo conocemos sus formas más notables; de la segunda aún no sabemos una palabra. Es pre- ciso resolver por completo el problema de las causas que han intervenido en la formación del terreno pampeano y demostrar de una manera pre- cisa la antigiiedagi geológica de la formación. Aún nos falta estudiar la época glacial en nuestro suelo y la relación que existe entre ella y la arcilla pampa. Ignoramos igualmente -si en ambos hemisferios, Norte y Sud, las épocas glaciales han sido sincrónicas o no. Ignoramos la época de la primera aparición del hombre en la Pampa. Hemos descubierto la existencia del hombre contemporáneo de los Gliptodontes, pero ignora- mos su raza y sus caracteres anatómicos. Aún nos falta explorar las ca- vernas de Brasil, Paraguay e interior de la República Argentina, desde el punto de vista prehistórico, en donde tenemos probabilidades de encon- trar verdaderos tesoros antropológicos para nuestros nacientes museos. Aún nos queda asimismo por explorar los aluviones guijarrosos con- temporáneos de la arcilla pampa, que se encuentran en la Banda Orien- tal, al pie de los Andes y que rodean la base de las sierras de Tandil, de Córdoba, etc., en donde tenemos probabilidades de encontrar restos de la industria del hombre pampeano con más facilidad que en la arcilla pampa de la provincia Buenos Aires, logrado lo cual podremos esta- blecer la comparación entre éstos y los que se han desenterrado de los aluviones antiguos de las otras partes del globo. Es preciso encontrar materiales que nos permitan conocer el estado en que se encontraban : nuestros primeros padres, bajo su aspecto intelectual, físico y moral; cuáles han sido sus costumbres y hasta sus instintos. Es preciso que tratemos de sorprender cuáles han sido sus creencias y aun su religión; cuáles son las luchas que han sostenido en medio de los gigantescos seres que los rodeaban; y por fin, nos queda aún por determinar su ori- gen primitivo y las leyes que han regido su evolución física, intelectual y moral. 796 Para conseguir tales resultados, pocos somos aún los que en nuestro país nos ocupamos de estas cuestiones y de desear es que aumente pronto el número. Nosotros continuaremos siendo campeones infatigables. El campo es vasto. Que cien otros sigan nuestro ejemplo y el de nuestros igual- mente jóvenes colegas, y dentro de pocos años se habrán disipado mu- chos misterios; el hombre sudamericano de otras épocas nos revelará los secretos que quedaron con él sepultados debajo de la tierra y habre- mos adquirido honra y gloria para nuestro país. APÉNDICE Ya en prensa el último capítulo de esta obra, recibimos el cuaderno tercero de los «Bulletins de la Société d'Anthropologie» de París, en el que se halla una comunicación del señor Moreno, sobre dos cráneos, encontrados por él en las orillas del río Negro de Patagonia. Resulta de esta comunicación, que uno de los cráneos ha sido encon- trado en la arcilla pampeana. He aquí lo que sobre él dice el señor Mo- reno, en la comunicación mencionada, página 490: «Este cráneo que presenta caracteres patológicos, lo he exhumado de una capa de arcilla arenosa, amarillenta, completamente igual al limo cuaternario de la Pampa. Esta capa ahí no es continua, presentándose sólo de trecho en trecho, a manera de bancos o islas de poca elevación de un antiguo delta, que en el valle del río Negro constituyen los anti- guos aluviones del río. Cerca de este cráneo no he encontrado huesos de animales extinguidos, pero a algunas centenas de metros de distan- cia he recogido algunos fragmentos de la coraza de un Gliptodonte, que presentaban exteriormente el mismo aspecto. El cráneo tiene el mismo color y el estado del hueso es completamente el mismo que el de la ma- yor parte de los restos cuaternarios.» Esta comunicación no era suficientemente explícita sobre la antigüe- dad del cráneo en cuestión, pues podía creerse que había sido inhumado en la arcilla pampeana en una época relativamente moderna, como su- cede con los cráneos que se encuentran en los bancos de arena conso- lidada de la misma región. Para salir de esta duda dirigímonos al señor Moreno pidiéndole algunos detalles y este distinguido señor nos con- testó en los términos siguientes: «Puedo asegurarle que estaba inhumado en la arcilla pampeana y que su yacimiento no ha sido removido nunca hasta el día en que yo: lo hice. Los restos humanos son contemporáneos con el depósito de dicha arcilla y con las placas de coraza de Gliptodonte ya citados.» 798 La autoridad de este naturalista en semejante materia y su conoci- miento de la geología de esas regiones, no permiten dudar de tal afir- mación. El hombre habitaba, pues, durante la época pampeana, el valle del río Negro. Las ciencias antropológicas se enriquecen con un descu- brimiento de la mayor importancia. El cráneo citado fué encontrado en 1874 y yacía a una profun- didad de cuatro metros. Hemos examinado un instante esta interesante pieza y hemos podido comprobar que el hueso presenta, en efecto, los caracteres que distin- guen a una buena parte de los fósiles que se encuentran en la arcilla pampeana de la provincia Buenos Aires. Sólo existe la parte superior (el frontal, los parietales, los temporales y el occipital). El hueso es bas- tante consistente y en partes ha sido penetrado por materias cálizas. Su superficie externa se halla en parte coloreada por óxidos de hierro y manganeso y muestra a trechos ese lustre peculiar (lustre paleontoló- gico) que caracteriza a muchos fósiles. La superficie interna o endocraneana se halla en parte cubierta por un delgado depósito de calcáreo, mezclado con arcilla, de un color lige- ramente algo más obscuro que la tosca de las cercanías de Buenos Aires, muy duro y que se adhiere al hueso tan fuertemente que al que- er separar un pequeño fragmento de esa materia incrustante se lleva consigo el periostio. Esta materia, comparable a la tosca, y que adhiere al hueso justamente en su superficie interna, no permite abrigar dudas sobre la remota antigüedad del cráneo. + . Este está desgraciadamente deformado, de modo que no es posible restablecer con seguridad su tipo, ni aun determinar si era braquicéfalo o dolicocéfalo. Pero, por otra parte esta deformación presenta un inte- rés especial, por cuanto nos revela que la costumbre de deformar el cráneo no es de ayer, como ha podido creerse, y que especialmente en América remonta probablemente a los primeros tiempos de la huma- nidad. Pensamos que la deformación de este cráneo es una variedad de la que caracteriza los que son conocidos bajo el nombre de Aimaraes. Ha sido producida por la presión de una sola cinta transversal y por una presión vertical sobre el frontal, lo que ha producido un aplastamiento del frontal que se continúa gradualmente hasta el vértice. La misma deformación Aimará, pero entonces con todos sus carac- teres, la presentan muchos otros cráneos de la misma región, encon- trados por el mismo explorador, pero de una época más moderna. He ahí, pues, ese tipo impropiamente llamado Aimará, a más de 600 leguas al Sud de la patria de los Aimaraes. Su área de dispersión hacia el Norte debe haber sido también considerable, pues se han encontrado 799 cráneos deformados del mismo tipo en diferentes puntos de la costa del septentrión peruano. Ninguna de las tribus de indios actuales de Amé- rica del Sud practica este modo de deformación, ni conocemos datos que puedan hacernos suponer que la hayan practicado algunas de las nacio- nes contemporáneas de la conquista. Los cráneos deformados conocidos con el nombre de Aimaraes, no pertenecen a los pueblos de ese nombre que habitan los alrededores del Titicaca. Son los restos de un pueblo de una antigüedad remotísima, que pobló una gran parte de América del Sud, cuya historia aún ignoramos completamente; y según todas las probabilidades el cráneo descubierto por el señor Moreno en los de- pósitos de arcilla rojo amarillenta del valle del río Negro, es uno de los más antiguos representantes de ese pueblo o de esa raza. El mencionado cráneo, muestra, además, en la parte anterior del frontal una lesión patológica, sumamente interesante, una osteitis pro- funda que atraviesa el hueso por completo y que según los señores Broca, Bertillón y Bordier ha sido producida por la sífilis. A juzgar por lo que existe de su parte anterior, el cráneo debía ser completamente asimétrico: la frente es muy angosta con relación a la parte posterior, el inion o protuberancia occipital externa es muy desarrollada, la cresta que sirve de inserción al músculo temporal es muy pronunciada y se acerca a la sutura sagital más que de costumbre, caracteres que sólo se han observado en las razas más inferiores. De cualquier modo que se la considere, ésta es una de las reliquias más preciosas que del americano primitivo conocemos. El señor Moreno ha tenido la benevolencia de comunicarnos igual- mente algunos datos sobre otro hallazgo hecho por él en la misma pro- vincia Buenos Aires, hace ya unos nueve años, que viene a corroborar una vez más la contemporaneidad del hombre con los desdentados ex- tinguidos que se encuentran en el terreno pampeano. En 1871, encontró en las orillas de la laguna Vitel, no lejos de Chascomús, 30 leguas al Sud de Buenos Aires, el esqueleto de un Glyptodon tuberculatus. A poca distancia recogió gran parte del esqueleto de un Eutatus y a sólo dos o res metros de la coraza del Glyptodon un esqueleto, en parte des- truído, de un guanaco fósil que se hallaba enterrado en arcilla pampa no removida y a mayor profundidad que la parte del Glyptodon que se hallaba más cerca de la superficie. El cráneo del guanaco había sido dividido en dos partes para sacar los sesos y todos los huesos hendidos para extraer la médula; muchos de ellos parecen haber sido pisados sobre piedras para extraerles mayor cantidad de grasa. El señor Moreno con- serva trozos de tosca o de arcilla pampeana, en los que aún se encuen: tran adheridos dichos huesos. Es inútil que insistamos sobre la impor- tancia de estos hallazgos. Los descubrimientos de Lund y de Seguin ya 800 no son aislados; los nuestros tampoco. El señor Moreno viene a su vez a confirmar la existencia del hombre fósil en la Pampa, con todo el peso de su autoridad. ¡Adelante! Continuemos trabajando libres de preocu- paciones. Prosigamos las investigaciones con tanto éxito emprendidas y dentro de pocos años podremos echar una ojeada retrospectiva al in- menso camino que habremos recorrido. OBRAS DE FLORENTINO AMEGHINO. — VOL. III 671 La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLAaTa.—LÁm. XXV 673 OBRAS DE FLORENTIMO AMEGHINO. — VOL. III 671 NINA us a NY Hel 4 yh A, Ÿ 5 4 4 f & NE Si RE Y Fe EN RUN ¿ AN \ aN uy SN ua NY SI SSP TaN “gw Be Ree 4 Sele RS La ANTIGUEDAD DEL HOMBRE EN EL PLata.— LAm. 673 XXV ee O | TABLA DE LAS LÁMINAS Y LAS FIGURAS Fig. núm. Lámina RS Fig. núm. Lámina A VA RSR UG ||) | see coe osososcecsce Were Ra 159 Di case ee an Re NA nies eects Sate cae 159 rn PPS 156 DO eceir AS 336 Se RER REA LA ce EE HER 159 PE aly e ONY ee, NGG ES A ete 159 Hs LÉ MO SE TR AS aa: IE, 159 A. PRESSE 165 SE PRE ACER MR 159 Ge RU da TA PESTE 2 Seer SEAT LA 159 TES SO IR NTI PEER TAN RL PAR ER A 159 A a ds TIGA MDN EE CARRÉS EPRRERS een 162 E ee ABT.) O tr o 159 RO ne. 22:2 ee A = borer peenes 162 EL Se eee Be oar ae AN A A ds 160 TONER PES CT id IN E re A 160 IA O 7d NE IS | Sen Sere es 160 AH ee ME Yar nanan AS SE Mee ON St te ae RE vor ve 160 VS AAA ee eee 158 LORE Petes ks o te 160 Le Ae Va ales nite 158 AD HER heen EEN 162 E RA ye 158 daa EIA ad e 160 AI ee PRE LS UN NAS = eee ON SN 213 (ÉLIRE RER 159 AUS ane Rene 160 cios Se ee 159 LA RE ONE An ture 162 HU ES A 159 e TER o 160 A AE LIE am 159 AG Rae CN Les 160 VA A RS TER ETES O — AO iest sites eae ara: 162 Ef: an, A E A SON MAC tanses ace: EN 214 A ren tee E AT RE ne 160 DIE ees alee du asie 150M A PE pre nen 161 A EURE RES 159 AO sha A prs AAA Aes 161 RARE SCS tee ren O a Ga EI eee 161 A AS nn ie 159 ne TRUE ES 161 804 Fig. núm. Lámina a Si lecenbondaconasc | eersadoneceree 214 DAT eee SRE cnrs 335 eso nette Mica 162 Beauce tt LES 162 Ry voscoaosconod mé Boododnanboo 163 SW agaodaens5006000 MERS ananasacade 163 sale I eectenmetes 163 Bi miebenuseunosccda D nee ete 163 DS A dE Dos 336 TE soudocuecnucade, 4 on onto 0e 163 EE ORAR DOS 164 Orina. (Dadas 164 (Ol Saoaonspodescecco Séonndicancese 164 O ae eee 164 Oates 162 AN aaa 164 O ds 164 (aer te MA ee 164 (Oflasosomamacomnc §)Joqseqaqaacea 104 O eds 165 Ural A etre 165 Wescsavessvadgude ly ceoosqaccsud 105 HIER ae nee M eee receee 165 Ste 165 Te Sonabdeddodiansrs Lnidacssecosnnd 165 O Rea 166 WOandadgodeeqacuea, | tuadboncugpnad 166 OR CRT Re CT agen 166 THIERS lana 166 MS A dou o de 166 MON ere eee ea 166 SIMS needs mateuadgadanacos 166 eH SSananon dodo nn js en un lados 167 a e ea 167 Mi re 167 Macias reee 167 SE Domotontae donne MS AA 167 O RE a O DO 167 SMA a 167 OOOO Mesina 168 ina DA to 168 On ec cee TER 168 OR RE A Tee 168 CPR ne Gun Mee 168 A Eee MT eececacosods 168 Aa dans Re Une 169 se 1 Geescocceicscs 169 Fig. nim. ~ Lamina Cees JG eee Maio 169 Ol sd. areas STO SERES 169 Ba M RE 170 OO teen D Jssetesseesse 170 Oise ss 170 O os Dre 170 LO ee 170 WS ts seme 170 TOA ars DER 170 WO casas pata gine das pe 170 LOGE ere: Mio 170 Was Di Ste aerate 170 asa aaa oe eauseda geno 170 MO as TO 170 MOSS re En ro stsasoado 170 MR CR Une ES A O0 170 1112/7520 Re IL 170 Se PA TL STE 170 lbs ke MO EL 170 MS enr Meet 170 MO ona rer 170 Mi TAN 171 US MD MER APTE 336 VU AN 718 WIC esmeceeetete Ya 171 TQ ee see ee MO EEE 171 20e PE 171 (A OS nn M oc ani dub 171 122 ee pancc ce > Roce ES 9asoGa 171 PR AO 172 PP deu goadousa ue 172 oa CC oioasó 172 MO Read D ROAD NUS E0 172 DATE RARE ER OR CE 172 A SUSO ION LE ee 173 120 ideas eee MERE ER 173 NSO} ces RER ee ONE ETS 173 DOTE ES At ME eat Nr 173 IE PART ARE D Reese 173 MISE EL A OREA 173 TITRES eee Se 173 135: ion Re Den 173 AIO retenir DE eRe eee 173 A 174 rs IO 174 A SA 174 TAN ere die SA 174 Fig. núm. Lámina a 16d lesocoósoccsorade Mi 174 Re 174 LORS Peer D Etc ma nec 174 A ss Sis names eee 174 le Shorecraaccostees D comcmeoroc 174 AG OR ne Ei oepooadoasde 174 FAT cocconoreebosces E esenqanonnc 174 [E ecsoreoccapreaes D nomoosorecoc 174 LAO se 174 ¡SWVescocosccesconeo - Y doccocpocete 174 AAA Eee E secconescce 174 TELE AVE 174 PO CACanS [IFRS 174 [See coscscccocto se Ÿ sséncecococo 175 LIS neccoeccuencecan | Y beaocode ruca 175 156 IV 175 ones Mocéoosecécoce 175 POG nero Din eeceeeoe 175 LO ccecrececcerece Me leccuacceonda 175 160.. SS geeeoed cano 175 Wi ecerccccccate HM coneoecsose 175 102... VERRE 176 1173 ctcecseete edo Deere 176 [E tisococoocicecoeór Made CODCOGHDE 176 HORS ll sscoscoceds 176 1G Eepoeccecceecce EVER 176 RO mn llas 176 HOT Serres O 176 TS RER EAS 176 ¡TU er roccocacae Fi cocdtenecoce 177 LT ceccoccocrrenro 7 énccnerccnoce 177 MA eneaCe LURO RUC ECO 177 LTR cede somiotocomda. de bo core 177 Re 177 Re > Ce 177 U1 Gtec-cecceconeane a eagenopucare 177 11 Tees tecereeceuone 177 LT Side roc ce ce ce OS 177 LTC rercónodecócoreo: te codad ceee 177 Escricoorecotocdo Liege 177 lcarciocenicccode. Te Docgodooceco 177 EE HN 178 Midas IV ee 178 RE eee er 1 Écocarose te 178 [Reb ccetoreasece HW ce cecéceece 178 [ist Ee recense, \ Wr reecdercess 178 lcd aes OREO EO SE 178 805 Fig. núm. Lámina ees e ol ie! Pou ES 178 TOURS EE ee 178 LOT rence Das eee 178 NOD ME teen DA NE era 179 1eme esse Danish es oaeen 179 ICE e iggaaAasOaERo 179 O nee Bo tee 179 Oteros PEONES 179 Ote ec 179 NOS reesei dias 180 O cea > 180 DO aaa Some sn 180 Ulea loagovodbacad 180 LO es noté tto nos 181 2D ads ORAR eee 181 2 NE etes 182 DO EE IVe écere 182 2O5MDIS =... iS 182 PAU ieesecosoasaanaea cane 182 DOTE Tee Dh laos 182 DOSE Te reeeee 3 kenacd gondone 182 ZO VRP re 186 AO TE S600 Deere ces 183 DIT eee beton uno 183 APR ane IVe 186 DA cecte a 188 A das 3. 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Lamina Gree Oe ee A Sees IM 1057 A SEE Wille ees 271 Dd NÉE 195 DDR CU SH PRE 271 DITES RES MN 105 Ii So ee ee 272 DER PURE Nite ae 1G: D ST SH 272 DONNE VIT Eee 196 DB LR LEA TN TRIER 273 DANTE eae ahs eae nae ae ee 196 O hoe MA RE ee 273 MA O eee 196 DS sisi N Lee LS PETER 274 DADA ae | Sakae ER ent 106 MO RME eee 274 DA E ee es ic 106 A} E Sane eee 275 DA a o ARI 196 aaa SN PRE 313 DATE RE LEE EN 196 DO EL RE ANS Ne RE 202 DAG Maes Ni aoe nee 197 o peat eee ee 204 DATE Re ONE d 197 TON Pyle a aa 303 DAG Renmei wus eae ee 197 | | 2080.5 ae. cena cdosicocosa 293 DAO Wan eer Min 197 DO ca RER EAN 205 DDR A eee 197 DOB Reno Te MEET 303 DM Re EE mr ET 197! A RENNES 304 252. Vo ne TOT. A eet eee eee 202 Da e od ae 202 OS O 203 DO a ne 108: | O er eer 295 DEAN A VI AR 108 || AVOscorcresccnenases. EEE 203 DE biden ees warren Var eee ae 108 - O os EE eee 205 DO RA Wil reel 198 DOS en eae ie ee 293 a IE ee RE 198 DOTE a: PE ee 295 Ad EE cn 200 DOT ne SN Oe eee 302 D SORA ee yak PRE ete et 201 a EA 294 260 MES cacas: 203 ON EE 204 ER A SR RS EU 204 SUD ee IX 274 DONNE aR ee ae 204 SOI RENE RENE 279 DOS oe coh EE O 204 |) {B02 RME Ine Re 282 DOA ea tees ea ee ace ee D05 © I 308 LR A 283 DOS ieee nee Se aera 205%.) S04 sens ds dos dooio SAME 284 DO Via 2050 E MR en 311 DOTE ae: Ville RER 206 S00 eee Gee sees 335 DIOS E NI CE ER 207 30 335 ES le oe eee 207 SUSbococoo opoobben © coaancvecdes 335 Di DR eatin acens 208 SDM ssscoscsoanoca | ©) dodooodesone 335 DB ER ee ee 0s) MO acococersbasdas: 10) panotsanooco 335 DTA EEE SAT RE SR NE 203 | Sillaocanosoooaooeos ©. aopphocnecoc 335 MS SINS bee EI, AV) | ILES 335 O pat ae ea 209 S13: eae eee «oR 336 DIO ao ee ek de A CRUE 214 cas eee 335 DTO Set 2 209 IES ESS EPA 336 278 SWI: 970) SIGNE Iasi ane 348 DID) ea eee ee ee 270 SAT Re de ee ete oer 354 Pk pe Sepa PONE RASS RE 309 318. ios 360 Fig. núm. Lámina eel een DIA ae DORE 367 DO esse Mine conte 361 SAO e orordadocke 362 322 TOS 365 37-3 He CORP O en NI 365 So ooanoace sue 380 So con or ceuacce 365 DDR UN esse des 366 SPL TRE CE D EE 380 a ere no rie 365 DD ET Um a ee 366 SPORE EE on ie A aio 381 Ho AUDE AAC RER 365 2Y.Neececobaddacodad) ME concu 366 id A ne 366 A CD OO SE 366 20 donar coco 366 SO ere anse AE EP oeen te 366 DL msi ee, is 366 E NE PE De neo 381 332.. E 366 ta EE de dep 366 A Sk esata 366 BS Sse canoe neo ee con Line 366 ec ee et 366 TES Mans 366 SIO es ercessos. de NE ares 366 Re a EE ee me 366 DAO rester Ps e CU 368 Se on re cer 367 o a 367 Ia E tree 367 A o Lion Ce 367 22 Poeme on dedec Dee 367 346.. Aia 367 laicas trees 367 BAR ee ico eee ee 367 Manr ne essor 367 38) eeduczcoceccaseen ES late! aaonoe 367 SL ados 367 AO 6 Eco 368 Ii Pad OT 368 Vicios MAUR URSS 368 FAT ee ee cas 381 399: ias 368 356.. Ne 368 DIT resserre tee serrer tte 368 S07 Fig. núm. Lémina Expl eee SANO ET XI 368 O SESOS UA EEE 368 SORA ec ere De indcoabooesse 381 SOO Means enone SP RESTE 368 SOS RS En tee 308 BORA ses eee ee 381 S62 tra Det 369 MOS SL RES as 381 OS A Eee 369 BOAT EE eee Pete enes 369 SOC ee AMM 384 MOM As OOOO 387 ooo boo O boabA Stpoobacspno sob 387 SI) noanodooscdacaso D osoudouaovon 388 BDrcdoohdosconscsos E epodovo0b000 388 BWAlscenccooopomsoceou £1) jpoooadudooas 388 BWPscnsooocmacsecone £9) boorddcdo0dc0 388 MELsioaacoucsonsoco ©) geano\0900000 388 ML losemomonbe © edscoc0040d0 388 TD eee MER ae 389 376. OC UADadO 389 TA A Ad 389 378.. DF a atte 389 379.. DD A AD cate 389 Disobvososcoccese OUT LI UE 389 etal lGgbeddosensocooD SEAR cect 390 A ES oo en eteite 390 SSSR ale CAS O RUE 390 SA RE he DU see Ce 390 Spa donna dHede bo ala 390 Al omomomosuosco Y pocvoovsodoo 390 BSTlobaouceogcoaance SPs Los DEDOS 391 Ststisoapooooooooasa6 D ob nel 391 GE) ES suadconcccous =): 6basacvo00000 391 SU) Sadaconcosaveco ale 392 SM ts DA Rad rete ele 392 BP avoobuacouonons 1 Tocatodoo0e00 302 EE omoccucenaasobios ÉS comacaonuo 392 la A a dla 393 AN te Edesnanedoneneb DE iacsedondacid 393 OO Pere chee 393 MU MN Sent 393 398.. O SSESOS 304 BOOT oe ven serait 394 400.. Dr tee 394 AOD uk PME arta Se TR EE 395 ADD DTA tele en 395 808 Fig. núm. Lámina a Fig. núm. Lámina ra AA eee DIE er 395 AAA are scrdesaee NIV eee 400 ADAMDIS sosagesos 3S gaasapsassan 395 AA RE ere D eaoasantiocind 400 AO et rene cer e VII 202 BAS Chen hone D onacoongoe00 401 AOO od > gaooetoooqc 203 446 Si endodeno0e0a" 400 MO PA pea 203 Mean occuen PEN adaan00sG000 401 AO A Re ere 203 447 D RCE 401 ADO ee D eee nee 203 RAS stems as 401 ALOE O LA eee 200 SAO D céecec ere 743 AE eee mec ere 200 440 DA quoggondG000 401 ADS eter ee ete 200 BAÏSE NE ere Re cusaoouens 743 CR Te ADS te OS UE dc 206 ES De cocococogasess 2 denaogsanacs 402 AT A naar CMS Le nee ee 209 Aa guadó pou9aeo 402 Al borooosoasddosoo 1 oocecssocouc 204 AS oosunovosoaonado: D oncocosonenes 402 Al Os see scene os 205 453 Doa ndaue 402 ANN RE o 204 454 D} gaaaso9n0000 403 ANB rer ee pi DONC D ES EU CE 202 Lee Sos eue pnacoseo: =) docooocongao 403 ATOS a 23 M nee 204 456 SS ponadocpuncs 403 AO lo ate 205 SO bon ons dede D -agdacaadsoan 403 A EP eran VITESSE 289 458 Monod ogo ane 403 ADD er rare TE Puel td 302 ASE cosre ccbeste O OT 403 ÉMiococueccousoso À) 0d090000006 304 AGDE et aco XV cerner 404 ADD een MR abi eee 307 A Tr ee 404 Anos Pat 361 402.... XIV 405 AP B)onoocudes0700n08 =) cu90s6H4500 302 AB) onncooaaciosepes D sacs0n2000920 405 AV}. gogcoaticocosos MS 361 AOA NRACCOS Ÿ.-so0a0ovogaon 405 cc 000002000008 IX 297 AGDE ee tr D eee 405 ADS een re XIII 306 466.. Cd PERO nto 405 Ao ii 337 467... XV 406 Y Dooogonaparecacon | À oonsuaeoaoos 397 LUG ee ne OO tee 406 BTS 0e e Enarcodone! E eacsenagecad 399 AO ere ee o aos 406 LUIS cbudososaseoso Me 364 470 nono 406 A copaoua 00080800 XI 366 AT ect CORREO 406 AP) sononccosoccagos | À naomovevones 381 AM nee cac 406 430 2S sovéoomecac 366 AIS Reese DS DE dee 406 4 lloucoocuorsbeoodo ID covasasosos 312 ATP rene D re 407 BSD reece ne MV: 399 AT SE SRE D ele 407 AGIR eee ec cor eee 399 AV (@socaccaoreoccomico §) concocognacc 407 ¿SAocoononucosgsds D oormocasonoos 369 o A eae) aBaanBGcAebo 407 A oe 399 Ahoosopncooccomes =X pdonsacn0n00 408 A a O 399 AMOR Cet See adaancee 408 AS Trenet eee ce PU need 400 AO nea UD de TEA RES 408 A pcia 400 ASE Eee er eee as 408 As rn D eeccrerectee 400 USO DN CCR 409 A ne VD TE ne 400 483... Me eaanepoaanoo 409 AA ia 400 484... DA osoñocpraro 409 AAD edie tegen arte Y Iggodoosaons6 400 485.. dd: 409 A SO 400 ABC eee XV 409 Fig. núm. Wamina Sisa EA KV 00200 E83 Sococucontsecwces E comecoceccos 409 CRUE De 409 490. M cea 410 491. XVI 410 ADD TS slides 410 493. MA AR 410 494... ACE 410 AO te ol Dr ce 410 BO Gene ne eer 411 497. À isvéoaccadoca 411 OR ee eee ias 411 499... eee 411 500... Re ne 412 ER Bl Loctaasdncte 413 ias e 413 DD en rire 414 DUR O 414 505... menses 415 SR RER ee re 416 BOM Mer (Shine 416 SRE 417 DORE sn eine 417 AU de id 417 Flilccmececceæacce ©! cocoocoooeue 417 OR PE RE ME 367 513. XVIÉ 302 A CRETE > 303 A Er 303 IA 303 E Re CPE 337 A CARMEN RARE 303 Re ed dise 303 AO ones 303 DD sent dr to 303 ED GONE E Re 305 AN A 305 523. 305 A IAN IN 304 BOB... Ae 580 See li ta 581 526.. Mn 569 COVER CNE EEE 584 ERP SERRE 590 AN MO vs set 567 ARR ee SEM NA ETES 741 ZT A CR UC AAA 752 809 Fig. núm. Lamina nee BIS reines NX 567 DS Merde DY rares desc e 570 529 Dee ee 506 OSO TOR AU 726 Gieh Oe anonnanecunons Di peyedscanoos TAT ti tentent nee 720 ROTOS PEU RAD OdEO 747 D P/e O0 SO RCE SE O TASSE bo 726 DS DRE RE OCASO 747 GER RE ne SAR nee 761 SAN SCENE RUE 761 535% RU OI 761 536 ESP EEE 749 STE OS E ne a 747 OSB Te eee Mara em See 753 dora ES SO) 538 Diese sert TAT Da ace meee eres 753 O ireu Durs eetee 786 539 DAS 749 AD nt Dee RE Le 736 DATE ideas STATS 736 BAD das Shoddeecsadudd 740 AD on Rs Date ne 787 543.. Dirt nee 759 544.. ISBISOUSA8d0O 759 DA ere ce SA RUE AURAS 760 DAS Desert 137 546.. cast 738 547 DROLE 738 AB see rar nee AAA 736 54O aa DUAN Sauer 85 20 737 550 BE re Ut 737 551% nó 751 5527 te buds 751 553% OOo DO 736 554.. ET cn 751 Il Mund DTA CU DEUE 751 Oops Sas 736 Ms Nor Desert 724 558.. nat 724 DEA ele Se enecocadsonda 737 HO rare Daria aa 137 561.. DAC berne 737 o en er 736 Boe re ss Deere 736 DO MMe dacs 750 810 - Fig. núm. Lämina Eases BODooo0000, anasooce ade 750 OIE D Gboovoceamoe 751 500 tee Ca eee 750 BOB er rennes ee ne 751 BOT ee ce seems M tree 749 OS eee Y ‘Soponandoonen 749 569. DRE ES 736 SO sess dorer soso dte 761 Enr esaceseccne DOS 761 A ee eee NN re 739 NA ARR OA d eee UE Ie NEO STORE 787 DS AR ed D teen eee 760 na DEN 740 SO meer rennes LP ecrans 753 DO era is 753 GTA ARE ind ee EE 753 e Ode 760 BAS: ro eee SCA PEDE ODO 761 SHOP AE A PA AR En EE 761 O ere ee MS esas 744 DR ere rte een en Die nur 736 cal sae 736 DOS Serres +s rites lee 736 D SAR RENTE eat en en eau 734 DOS osas cesse 736 SECRET ee RAS nee 749 GET ne nu oo 749 DOO ere presse MD ne Ce 739 DBO erase nest Dee eee 739 5 OD rata DOK Secrets seers 758 HOOF tag Date eee 760 oY Uteasesobceadason. Me uno onde 761 S90 aa > pts 765 aa a 770 SOS D nr ee 183 a o ON ASS 733 DOS amet mee see ren 734 BOL Fran A ra 734 O OO casa SN D AE Ed 734 BOB AR are de eee cute 736 5 9G) ia aa: 735 DOTE SR ES e eee 749 BOB nee 137 OO io IO dre 737 OOO ii in eee 737 Ol a o RER 733 O ds 750 Fig. núm. 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CAPÍTULO II Los indígenas de América, su antigiiedad y origen (Continuación) Consideraciones a propósito de las comunicaciones entre ambos continentes. — Ci- vilización del antiguo imperio de los Incas. — Id. de los Muyscas. — Civili- zación guatemalteca. —Id. Azteca. —Razas americanas. — Lenguas. — Tra- diciones. — Dirección de las emigraciones americanas CAPÍTULO III Los indígenas de América, su antigüedad y origen (Continuación ) Escrituras e inscripciones americanas. — Ruinas en el Colorado. — Civilizaciones extintas de Perú. —Vestigios de antiguas civilizaciones en Colombia y otras partes de Sud América. — Monumentos de los valles del Misisipí, del Misurí y del Ohio. — Monumentos mejicanos anteriores a los Aztecas. — Ciudades se- pultadas por selvas vírgenes descubiertas en Centro América. — Antigiiedades de Yucatán. — Huesos humanos de Santos en Brasil. — Huesos humanos de la Florida y del delta del Misisipí 17 42 814 CAPÍTULO IV Los indígenas de América, su antigiiedad y origen (Continuación) El continente americano durante la última época geológica. — Fauna fósil de esa época. —Posibilidad de la existencia del hombre fósil americano. — Descubri- mientos del doctor Lund en Brasil. — Fósil humano de Natchez. — Observa- ciones del doctor Kock.— Mandibula de Puerto Príncipe. —El hombre dilu- viano en los Estados Unidos.—El hombre en el di/uvium mejicano.—El hombre terciario en California. — El hombre fósil en la Pampa CAPÍTULO V Los indígenas de América, su antigüedad y origen (Conclusión) Algunas opiniones sobre la antigüedad del hombre americano. — Posibilidad de emigraciones americanas al antiguo mundo. —Pruebas de viajes y emigracio- nes americanas al antiguo mundo. —La Atlántida probada: por la historia y la tradición. — Idem por los usos, costumbres, armas y monumentos de los anti- guos pueblos de ambos continentes. —Idem por la linguística y la filología. — Idem por el estudio de las razas. — Idem por la botánica, la zoología y la pa- leontología. — Idem por la geología. — Monogenismo, poligenismo, transfor- mismo. -—Corolario LIBRO SEGUNDO Épocas neolítica y mesolítica CAPÍTULO VI Instrumentos de piedra de la provincia Buenos Altres Antigüedades de la provincia Buenos Aires. — Hojas de piedra. — Puntas de flecha. —Puntas de dardo. — Hachitas triangulares. — Cuchillos. — Hachas.— Sierras. — Raspadores. — Discos. — Punzones.—Escoplos, lancetas, etc. — Pie- dras de honda. — Núcleos y residuos. — Piedras pulidas. — Placas-morteros. — Pulidores.— Bolas. — Morteros. —Amuletos. — Otros objetos. ....... A ao CAPITULO VII Alfarerías de la provincia Buenos Aires Alfarerías, sus caracteres y modo de encontrarse. — Bordes. — Alfarerías pinta- das. — Diseños y adornos. — Alfarerías delgadas. — Botijas. — Ollas. — Asas o manijas. — Pesones. — Pipas. — Objetos de uso indeterminado ...... ae CAPITULO VIII Observaciones generales a proposito de las antigiiedades indias de la provincia Buenos Aires Paraderos.— Ausencia de huesos humanos.— Clasificaciôn. — Los indios que han dejado esos restos. — Demostraciones del señor Trelles. — Observaciones de Moreno y Burmeister. Contestación de Trelles. — Preponderancia de la raza Guarani al Norte del Salado. — Etnografía comparada....... eee ae CAPITULO IX Un pueblo de los túmulos El señor Lista: cementerios y paraderos. — Minuanes de Entre Ríos.— El doctor Zeballos: cementerio indígena de Campana. — Un pueblo de los túmulos .... 102 115 153 189 211 252 CAPÍTULO X Antigüedades indias de la Banda Oriental Antecedentes. — Resultados conseguidos. — Un taller Charrúa. — Diferentes cla- ses de rocas empleadas en la fabricación: — Objetos de piedra simplemente tallados. — Cascos u hojas de piedra.— Cuchillos. — Raspadores.—Escoplos.— Puntas de flecha y de dardo. — Hachas. — Núcleos y residuos. — Piedras de honda. —Pulidores. —Placas-morteros. —Morteros. -—Pilones. — Martillos... CAPÍTULO XI Antigiiedades indias de la Banda Oriental (Conclusión) Bolas. — Origen, uso y extensión de los proyectiles arrojadizos. — Formas inter- mediarias. — Alfarerías. — Monumento de Porongos.— La raza a que perte- necían los Charrúas. — Eran de origen Guaraní. — Usos y costumbres. — Con- clusión CAPÍTULO XII El hombre prehistórico en Patagonia El hombre primitivo en Patagonia y los trabajos del señor Moreno. — Cemente- rios y sepulturas. — Paraderos,— Armas e instrumentos de piedra. — Objetos de hueso. — Alfarerias. — Trabajos en tierra. — Inscripciones. — Los hombres que han dejado esos vestigios. — Tipos craneológicos CAPÍTULO XIII El hombre prehistórico en el interior de la República Descubrimientos prehistóricos. — Córdoba y San Luis. — Mendoza, San Juan y La Rioja. — Descubrimientos prehistóricos en el Norte de la República. — Los Calchaquís. — Descubrimientos del profesor Liberani.— Conocimiento de la es- critura en los tiempos precolombinos. — Época a que se remontan las inscrip- ciones sobre rocas de Catamarca y ojeada histórica sobre el antiguo Collar... CAPÍTULO XIV Época mesolítica en la provincia Buenos Aires Yacimiento de los objetos mesolíticos. — Paradero mesolítico del arroyo Frías.— Paradero de Cañada Rocha. — Hojas de piedra. — Cuchillos. — Puntas de fle- cha y de dardo. — Hachas. — Raspadores.— Punzones de piedra. — Piedras de honda, discos, núcleos y residuos. — Bolas, piedras pulidas, etc. — Mor- teros. — Cálculos. — Huesos quemados. — Huesos partidos para extraer la mé- dula. — Cráneos partidos para extraer los sesos. - Mandíbulas rotas por el hombre. — Huesos con señales de golpes y choques. — Huesos con estrías, rayas e incisiones. — Huesos cortados y tallados CAPÍTULO XV Paradero mesolítico de Cañada Rocha (Conclusión ) Huesos agujereados. — Empuñaduras para lanzar proyectiles. — Pulidores de hueso. — Punzones. — Dardos arrojadizos. — Alfarerías. — Alfarerías graba- das. — Ollas. — Candiles. — Fauna mesolitica: animales que han servido de md ii — CN 2 occooseoedenceo seconeed u600800%8600000000000 0 815 259 291 329 346 382 816 LIBRO TERCERO Estudio sobre los terrenos de transporte de la cuenca del Plata CAPÍTULO XVI Formación terciaria Configuración e inclinación general de la llanura argentina. — Formaciones geo- lógicas. — Terreno guaranítico. — Terreno patagónico. — Aspecto de la forma- ción a lo largo del Paraná. —La formación en Buenos Aires. — Fósiles de la formación. — Conclusiones , CAPÍTULO XVII Formación postpampeana. Aluviones modernos Formación postpampeana. — Tierra vegetal. — Médanos y arenas movedizas. — Capas guijarrosas. — Corrientes de agua. — Depósitos formados por esas co- rrientes. — Lagunas, su modo de formación y sus transformaciones....... te CAPÍTULO XVIII Formación postpampeana. Depósitos cuaternarios de agua dulce Antiguas lagunas y pantanos desecados. — Formaciones lacustres postpampeanas del río Luján. — La formación en los afluentes del río Luján. — Id. en el río de la Matanza. — Id. en el río Salado. — Fósiles de los depósitos lacustres postpampeanos, — Generalidades ................. TO ne Hero Aco ue CAPITULO XIX Epoca postpampeana. Formación cuaternaria marina Formaciones marinas postpampeanas. — Bancos de conchas marinas de la bahía San Blas. — Formación marina de Bahía Blanca. — La formación entre Monte Hermoso y el cabo San Antonio. — Bancos marinos de la orilia derecha del Plata. — Depósitos de Azara labiata de las costas del Paraná. — Formación marina en la orilla izquierda del Plata ....................... REA eee hopdooe CAPÍTULO XX La formación pampeana La formación pampeana. — Espesor y extensión de la formación en la República Argentina. —La formación pampeana en otros puntos de América del Sud.— La formación pampeana y la supuesta catástrofe diluviana.... ...... RSS VERS CAPÍTULO XXI Hipótesis emitidas sobre el origen de la formación pampeana Opinión de D’Orbigny. —Es errónea en el fondo y en los detalles — Opinión del doctor Lund. — Hipótesis de Darwin. — Hipótesis de Bravard. — Opinión de Wodbine Parish. — Opinión de Heusser y Claraz. — Opinión del doctor Deering. — Teorías del doctor Burmeister,..4................................ : CAPÍTULO XXII Mi opinión sobre las causas que han producido la formación pampeana Los vientos. — Acción del agua. — Las fuerzas subterráneas. — La formación pampeana es el resultado de estas tres causas reunidas. — De qué modo han obrado. —Las pampas de Mojos en pleno proceso geológico ..........:....... 426 441 464 482 499 512 527 817 CAPITULO XXIII Estudio de los diferentes fenómenos y manifestaciones que presenta el terreno pampeano Sales solubles y florescencias salinas. — Carbonato de cal y tosca. — Guijarros.— Relación entre la arena y la arcilla. — Tosca rodada. — Médanos. — Humus y vizcacheras pampeanas _...... A O OS et boris 542 CAPÍTULO XXIV Estudio de los diferentes fenómenos y manifestaciones que presenta el terreno pampeano (Continuación ) Lagunas pampeanas. — Ríos. — Fuerza de las corrientes e intensidad de las llu- vias. — Estratigrafía. — Terreno subpampeano. — División del verdadero pam- peano. — Corte geológico ideal del terreno pampeano y postpampeano.—Re- + lación de las montañas aisladas de la Pampa con la formación. — Antigua forma y extensión de la Pampa, efectos posteriores de la denudación, etc .... 564 CAPÍTULO XXV Los fósiles Vegetales. — Fósiles marinos. — Moluscos de agua dulce. — Peces. — Batra- cios. — Reptiles. -— Pájaros. — Huesos de mamíferos. — Esqueletos enterra- dos por tormentas de arena.—Distribución vertical. —Distribución horizontal. 596 CAPÍTULO XXVI Mamiferos fósiles del terreno pampeano Primatos. — Queirópteros. — Carnívoros. — Roedores. — Lepóridos. — Tipoté- ridos.— Jumentídeos. — Proboscideos. —Suídeos. — Rumiantes.— Desdentados: familia de los Megatéridos.— Id. de los Gliptodontes. — Id. de los arma- dillos. — Marsupiales. — Especies nuevas 622 CAPÍTULO XXVI Cronología paleontológica Ensayo del doctor Burmeister. — Canis y Lagostomus. — Smilodon. — Felis. — Monos. — Arctoterio. — Conepatus.— Roedores. — Tipoterio. — Toxodonte.— Caballos. — Macroquenia. — Mastodonte. — Rumiantes. — Gliptodontes. — Ar- madillos.— Megatéridos.—Las pampas antiguas.— Transformaciones sucesivas. 635 CAPÍTULO XXVIII Antigiiedad geológica de la formación pampeana Clasificación general de los terrenos. — Opiniones emitidas sobre la edad de los del Plata. —El terreno pampeano es más antiguo que el cuaternario de Europa. — Épocas glaciales en el hemisferio austral. — Opinión errónea de los geólogos sobre la edad de la capa, fundada en datos paleontológicos mal interpretados. — La formación patagónica es miocena. — Terreno cuaternario en Buenos Aires.— Pruebas que suministra la fauna sobre la gran antigüedad de 12 formación DAME TS ee 657 AMEGHINO — V. III 52 LIBRO CUARTO El hombre en la formación pampeana CAPÍTULO XXIX Datos históricos sobre el descubrimiento del hombre fósil argentino Publicaciones y trabajos de Burmeister, Lund, Seguin, Gervais, Ramorino, Ame- ghino (Florentino), Ameghino (Juan), Eguía (Manuel), Larroque, Moreno (Francisco P.), Breton hermanos, Zeballos, Cartailhac, Broca, Bert (Pablo), Varela (Rufino), Topinard, Nadaillac (marqués de) CAPÍTULO XXX Pruebas materiales de la coexistencia del hombre con los mamíferos extinguidos del terreno pampeano Huesos rayados y estriados. — Huesos con vestigios de choques. — Huesos par- tidos longitudinalmente. — Huesos quemados. — Carbón vegetal. — Tierra cocida. — Huesos con incisiones.-— Huesos agujereados. — Instrumentos de hueso. — Instrumentos de piedra. — Huesos humanos fósiles. — Descubri- mientos aislados CAPÍTULO XXXI Época de los grandes lagos Cuenca del río Luján. — Paradero número 7: geología, huesos rayados y estriados, paleontología. — Paradero número 6: huesos con señales atribuídas al hom- bre. — Paradero número 5: geología, huesos rayados y tallados, pedernales, paleontología.— Paradero número 4: geología, huesos. trabajados, paleontolo- gía. — Paradero número 3: geología, huesos trabajados, pedernales, tierra cocida, paleontología. — Paradero número 2: geología, huesos rayados y con incisiones, instrumentos de hueso, pedernales, tierra cocida, paleontología .... CAPÍTULO XXXII Tiempos pampeanos modernos Paradero número 1.—Geología. —Descubrimiento de huesos humanos fósiles. — Huesos largos partidos para extraer la médula. — Huesos con incisiones y agujereados. — Carbón vegetal. — Tierra cocida. — Huesos quemados. — Pe- dernales tallados. — Nota del doctor Broca sobre los fósiles humanos de Mer- cedes. —Paleontología. — Discusión sobre la verdadera antigüedad de los fósiles humanos de Mercedes. — ¿Existe el hombre en el pampeano inferior? CAPÍTULO XXXII El hombre de la época pampeana (Conclusión ) Discusión sobre la época geológica a que pertenecen los huesos humanos encon- trados por Seguin en el río Carcarañä. — El hombre fósil en Montevideo. — El hombre primitivo de las pampas habitaba las corazas de los Gliptodontes. — Consideraciones generales. — Conclusion Apéndice 678 717 727 756 FE DE ERRATAS Página Línea Donde dice: Debe decir: Rss one 30 camac animal)............ camac animar) O0 BO SOLO as liso, negro, rígido RE APS SM EE Eee Oyampis, OF ie onc PS sees SO as 310 OA Ue icedce REQUENA antique IEEE SOS Continuacion.............. Conclusion LIST. 20. CFI YUP SRE se ee rs ass eru y uru 1367 Dees eScliarace ss ee rete, Éuscaro ERA AR ICAA A ee 138 a 143 LIE 297: con su borde... con su borde; 2 Sos UT poo codos O ciaaR 1876, ias ES Cortad Or ata: contador. SA Sy marayas. En muchas ... marayas; y muchas 30522-5250 2h ace las letra T. AR 2 este mismo chaflán de 7 este mismo chaflan da vuelta milímetros de ancho, por su costado superior. En su costado derecho hay otro chaflan de 7 milímetros de ancho, In IS AO cia 404 bis). ST SA Mia 12 a 15 milímetros...... 12 a 15 centímetros CTI CEA 2 LSUAOESTE ns seo Nordeste 41022. o tE SITES ceodecocenecencocte hybridus AE Fee epocalolacial eee época postglacial SEA RE 38 que los que tenfan que los que no tenían SEO 2...... y puede producirse...... sino que puede también pro- ducirse SUP eed TO OISE. eee ee nee ons hoyas DIF Mom menos impetuosas....... más impetuosas NA occ NUMELO) 52 eses número 526 © DIA as. 1372 Felis macroura (Lund),... Felts affinis macrourae (Lund), C0 7. 2052 Hoplophorus perfectus Hoplophorus perfectus (Gervais (Gervais y Ameghino) y Ameghino) Hoplophorus Hoplophorus discifer Burmeisteri (Ameghino), Ho- (P. Gervais), plophorus radiatus (Bravard), Hoplophorus discifer (P. Ger- vais), 610727 SAEs MUS, cit aci ti Sus, MI DA perce DEMOS in la archaios HOUSE 19. ==... tierra conocida........... tierra cocida. WAS: Seema CR PR Moura OSOM 2-5. figura 580 (ETES Bree correspondiente a la ca- corresponden a la capa No 9 pa No 6 ASE eee: 2) heretic (Ema re (figuras 642 y 643). PLANTILLA DE LA COLOCACIÓN DE LAS LÁMINAS Lámina lesa Entre las páginas 160 y 161. MERA Entre las páginas 168 y 169. Ill y IV... Entre las paginas 176 y 177. Mi asas Entre las páginas 184 y 185. Vire Entre las páginas 200 y 201. VITE Entre las páginas 208 y 209. MIRE Entre las páginas 272 y 273. IX es Entre las páginas 342 y 343. » Sod Sanesas Entre las paginas 360 y 361. XI y XII... Entre las páginas 368 y 369. XIIL........ Entre las paginas 384 y 385. NA Entre las páginas 400 y 401. NUE Entre las pâginas 408 y 400. MVD See Entre Jas paginas 416 y 417. , I) oe Entre las páginas 568 y 560. XVID eee Entre las paginas 584 y 585. AI Entre las páginas 728 y 729. MX ez col Entre las páginas 736 y 737. OMS Entre las páginas 760 y 761. O Mecca Entre las páginas 768 y 769. XXIIT ..... Entre las páginas 784 y 785. AAN re Entre las páginas 792 y 793. NA Entre las paginas 800 y 801. oy LE ET fe El volumen IV contendrá: XXV. —Catálogo explicativo de las colecciones de antropología prehistórica y de paleontología. XXVI.— La edad de la piedra. XXVII. —Un recuerdo a la memoria de Darwin. El transformismo conside- rado como ciencia exacta. : XXVII. — Études sur l’âge géologique des ossements humains rapportés par F. Seguin de la République Argentine et deposés au Muséum d'Histoire Naturelle de Paris. XXIX.—Sobre la necesidad de borrar el género Schistopleurum y sobre la clasificación y sinonimia de los Gliptodontes en general. XXX.—Sobre una colección de mamíferos fósiles del piso mesopotamico de la formación patagónica recogidos en las barrancas del Paraná por el profesor Peáro Scalabrini. XXXI. — Geología Argentina. (Nota bibliográfica.) XXXII. — Sobre una nueva colección de mamíferos fósiles recogidos por el profesor Scalabrini en las barrancas del Paraná. XXXIII. — Las sequías y las inundaciones en la provincia Buenos Aires. XXXIV. —Excursiones geológicas y paleontológicas en la provincia Buenos Aires. XXXV.—Filogenia. Principios de clasificación transformista basados sobre leyes naturales y proporciones matemáticas. APÉNDICE El libro de Ameghino («Filogenia»). Conferencia celebrada en el Círculo Médico Argentino el día 23 de Mayo de 1884 por el doctor Eduardo L. Holmberg. Carta de Florentino Ameghino. Contestación de Eduardo L. Holmberg. RE Mt ATEO IO A e TA MN y 17 Laure LM Aa) p aA a mE Ana ME A aire | Anson 20090: A DA ZIDAA A Aa A AR © din PA IVAR e APE OAR AAR Rae ARA anar m « = Sy 222220 al à à AA AR Ana AA e RARA OW alia * ET NET ~ a> asi la = =. Sr y CRA A LrPRElE Leet AARMAMA- OP PAA y y a) “AAA gra’ a =" La VNS AA A + LARA NAN \AARENAS à | | à AAA nn E ARA A RADAR i FS NR RAS ‘ & Ns AAA PORRA AAA AAA - = AaAR SS E RARA DADA 0020 nA Ame DADA LAAR ARALAR EE AA PS Ve 2 TIRA AQ À de AAA AAA RUE ARR AAA AA SR S@aeacae FRENO O ASS A APA Y ana a ARR y rm A ae AL AARAARA RAR ARR Renan AA AA ra DE MARS A AAA AR A À ATT TA AMA a0 2 A AAA AAA NOR) RAA SARA Ra TRA APA SR EA ORANARR. 5 AMA a A A ARSS E MAMA RDA + a ARA PAS pan naar” BRIT AAA AA CEA ARA AAA à Aa pr DAA A SN aña ap, mA 3 AS à e DIR A GR PASAS a MALA aa AZ JARA a yy 2 q ‘ouTyseuy — 29 2») BD ), DID