PAUL GROUSSAC

RELATOS ARGENTINOS

EL NÚMERO 9090

EL HOGAR DESIERTO LA RUEDA LOCA

LA HERENCIA LA MONJA

SEGUNDA EDICIÓN

MADRID BUENOS AIRES

LibRERlA DE Victoriano Suárez Librería de Jesús Mknéndez

48, Preciados, 48 186, B. Irigoyen, 186

1922

PAUL GROUSSAC

RELATOS ARGENTINOS

EL NÚMERO 9090

EL HOGAR DESIERTO LA RUEDA LOCA

LA HERENCIA LA MONJA

SLGUNDA EDICIÓN

MADRID BUENOS AIRES

Librería de Victoriano Sdárez Librería de Jesús Mknéndez

48, Preciados, 48 186, B. Irigoyen, 1S6

1922

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MADRID.— TALLERES POLIGRAFICOS, Ferrai, 72.

BREVE EXCUSA AL LECTOR

AL mismo tiempo que bajo otra forma van saliendo a luz los tomos sucesivos de lo que el indulgente editor intitula mis ((Obras completas», me resuelvo a reimprimir aparte al- gunas de las muchas novelas cortas o ((fantasías» que, ora en mi lengua francesa, ora en este cua- si castellano, y todas más o menos improvisa- das, me dejé escribir al margen de mi larga cuan- to mal aprovechada carrera literaria.

Con mediar un largo tercio de siglo entre la fecha del más añejo de estos esbozos {La mon- ja, escrita en una noche de verano de 1886, para un número de ((Año nuevo» de un periódico por- teño) y el más reciente (El número gogo, com- puesto hace pocos meses y publicado como folle- tín de otro diario también bonaerense), no sa- bría decir qué diferencia progreso o descenso

PAUL GROUSSAC

de concepto o de estilo podría un crítico desocu- pado señalar en las bagatelas aquí recopiladas. Si por fuera, daría quizá la preferencia a La rueda loca, compuesta en Mar del Plata y pu- blicada, lo mismo que El hogar desierto, en mi revista La Biblioteca, que fundé y dirigí allá por los años de 1 896-1 898. Pero, si he de ser franco, confesaré cierta humana flaqueza por el corto relato llamado La herencia, el cual, a pe- sar de su tinte algo sombrío, conserva para un reflejo risueño. Hallándome, en 1893, de vi- sita en los Estados Unidos, durante la World' s Fair de Chicago, solo y atacado de prurito lite- rario, que apenas con un baño de «yanquismo» po- dría calmar, me atreví, en esa tierra de todos los atrevimientos, a frangollar dicho cuento, enton- ces titulado A Hero en perverso inglés, va- gamente corregido por una joven <(elocucionis- ta» del Auditorium , y que, al pasar por Nueva York, en viaje de regreso a la Argentina, de- jé— como lo hubiera tirado al Hudson ende- rezado al editor del magazine The Cosmopoli- tan, con mi dirección en Buenos Aires. Aquí me encontraba de vuelta, cuando meses des- pués— vísperas de Navidad recibí de allá, por conducto de mi amigo Ángel Estrada, un ejem- plar de la mencionada revista (número de no-

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viembre de 1894), con mi Hero, admirablemen- te impreso y regularmente ilustrado, acompa- ñando un rollito de aspecto y peso simpático como que envolvía seis águilas de oro (60 dó- lares), precio generoso de mi «heroica» lucu- bración— . ¡ Y supongo que rara vez hubo frusle- ría novelesca más pronta y alegremente con- vertida en bombones y juguetes de niños !

Con lo dicho he querido explicar únicamente cómo, a todas luces, estas novelitas no han sido compuestas en las condiciones de reposo y di- ligente esmero que exige la obra de arte. Pero ¿acaso, entre todas las chapuceadas en esta ((América inocente», hay una sola escrita en tales condiciones? Deseo, no obstante, que no me cie- gue la debilidad paterna, si pienso que ninguna de ellas se presenta absolutamente vacía de subs- tancia ni, bajo su forma humilde y modestísimo traje local, totalmente desprovista de fondo psi- cológico o filosofía práctica. Sea de ello lo que fuere, invoco ante el lector, como circunstancia atenuante, su relativa brevedad. El más largo de estos cuentos se lee en una hora, y apenas requiere dos el tomo entero. En cuanto a las im- perfecciones de la factura, espero que las disi- mularán con indulgencia quienes recuerden que estas páginas, sobre haberlas escrito un extran-

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jero, se reimprimen lejos del autor, sin que él pueda vigilar su corrección ni, sobre todo, me- jorar su estilo con la limadura y pulimento que es natural resulten siempre de una última lectu- ra en pruebas.

Buenos Aires, 20 de noviembre de 1921.

^íímo-

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A mis amigos

(arlos Iharguren y Jorge Lavalle Cobo

dedico

este estudio de psicología mórbida.

EN la modesta habitación del tercer piso que ocupaba en una antigua casa amueblada hoy demolida de la calle San Martín, el profesor francés Daniel de Kergoét estaba disfrutando sus vacaciones escolares, sentado a su mesa escritorio, en la reducidísima indumentaria que autorizaban a la par lo dominante del sitio sobre la poblada ve- cindad y la temperatura casi tórrida de este fin de diciembre en Buenos Aires. Desde las siete de la mañana y un pequeño reloj de consola marcaba ya las once la pluma trotadora no paraba de ga- rabatear el rayado papel de regular tamaño, sin más descanso que el requerido para desprender del hlock la hoja escrita y agregarla a las que ya for- maban un respetable rimero a la derecha del pu- pitre. I Así disfrutaba el infeliz sus vacaciones pro- fesionales I

Una vez que otra, sin embargo, no dejaba el pe- ñol ista de otorgarse un respiro de do* o tres mi- nutos, encendiendo un cigarrillo y emprendiendo

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entre la puerta cerrada y la ventana abierta un corto paseo de desentumecimiento. Era un joven de mediana y bien proporcionada estatura, de fiso- nomía inteligente y fina, tan atractiva cuando una sonrisa entreabría los delgados labios como apar- tadiza si en su comisura se acentuara un pliegue de sarcasmo o desdén, que harto armonizaba con el ceño adusto habitual y el franco pero frío mirar de los ojos claros. Ofrecía, pues, señalado contras- te y acaso no exento de seducción ante cierto fe- minismo perverso el que esa mirada pasase alter- nativamente de la ternura a la crueldad y que la negra pupila vibrase por momentos relámpagos de ira por entre su iris garzo de celta senador. Daniel de Kergoet descendía, en efecto (como lo indica su apellido), de una antigua familia del Morbihan. Era bretón «bretonnant», como allá se designan esos verdaderos hijos de la Armórica, porque, manteniéndose fieles a su materna ((tierra de gra- nito cubierta de encinas», conservan hasta hoy el culto de su lengua céltica, sello indeleble de la raza. Confirmaban tal origen las facciones enérgi- cas del semblante, ya marcado de temprana madu- rez o cansancio precoz en quien apenas pasaba de los treinta y dos años : desde la amplia frente ver- tical, reveladora de talento, hasta el cuadrado men- tón de los pertinaces y el tupido cabello castaño, va rayado en las sienes por uno que otro hilo de plata, que también asomaba en el corto bigote, cercenado a la americana. En suma, segijn el di- cho vulgar, una cara de pocos amigos, si bien de estos pocos (entre los cuales se cuenta el que esto

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escribe) algunos lo fueron hasta el afecto fra- ternal.

Alguna vez que el extremo de su paseo lo lleva- ra hasta la ventana, solía arrimarse al alféizar y percibir un instante el hondo rumor que subía de la arteria comercial, una de las más pasajeras de la ((City» bonaerense. Aquella mañana, el grito, multiplicado y ensordecedor, que, agudo como sil- bido, rasgaba el trueno callejero correspondien- do a la pasión irresistible de este pueblo jugador, obseso cual nunca en víspera del fatídico sorteo , era el de los muchachos vendedores de billetes de lotería : ((| La grande para mañana ! ¡ La del mi- llón!...» Y Daniel, que jamás había jugado ni sentido la tentación de ceder a tan grosera añaga- za de la fortuna, después de encogerse de hombros ante este otro eco chillador de la humana locura, volvía luego con un sordo rezongo, más que sus- piro, de resignación a su interrumpida y odiosa faena de necesidad. A tiro de ballesta, por el sim- ple mirar alternativo que iba del libro abierto de- lante del trabajador al papel en que escribía (aun antes de reparar en el enorme vocabulario bilin- güe de Salva, que obstruía la parte izquierda de la mesa, y que el paciente sólo en trances desespera- dos hojeaba, sabiendo de antemano que el filólogo de Valencia apenas daría una en el clavo por diez en la herradura), columbrábase que se trataba de una traducción al francés: labor doblemente in- grata cuando a lo subalterno de la función en se junta la baja calidad del licor trasegado.

Y tal era el caso (ocurrente. Desde su título cam-

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panudo y hueco Génesis y evolución histórica de la sociabilidad argentina , el mamotreto aquel re- zaba en su frontis charlatanesco las promesas del adefesio «pensadoril», que harto fielmente cumplía el contenido. Era una de esas indigestas mixturas de ingredientes seudofilosóficos, compuesto de ma- teria amorfa y plástica que se adapta a cualquier molde. Y por supuesto que ese hacinamiento de generalizaciones conjeturales y de pretendidas «leyes sociológicas» inverificables, formuladas al margen de la historia mal sabida, no eran sino apropiaciones y raspaduras de obras europeas que debieron en gran parte a bellezas de estilo su pres- tigiosa celebridad, y de cuya influencia declinante quedaban por los suelos algunos lugares comunes y clichés, al alcance de los grajos que se lucen con plumas de pavón. Ahora bien: a cinco o seis abortos literarios del propio tenor que el presente sub intérprete debía su autor, el renombrado doc- tor D. Palemón Tejada, la encumbrada situación que gozaba en el foro y la política : vale decir, la fama y la fortuna pues el simpático farsante representaba brillantemente una gloria (cplatense», en el amplio y variado sentido de la expresión . No satisfecho ya con su ilustración casera, aspira- ba ahora a la «mundial». Por esto, sabedor de que el nombre de Daniel Kergoét (así, de años atrás, firmaba democráticamente, suprimiendo la par- tícula nobiliaria), obscuro profesor en el Colegio Nacional, figurara alguna vez en la cubierta de una gran revista parisiense, se había empeñado, con argumentos ¡ay! irresistibles para el pobre,

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en que éste emprendiera la traducción de su di- cho amasijo sociológico atraído, además del co- rrecto francés que así aseguraba a su libro, por la perspectiva de algún buen reclamo periodísti- co— . Y a Daniel, siempre escaso de recursos, ha- bíale faltado valor para rechazar la oferta tentado- ra que, a trueque de sacrificar en la enojosa labor un bien ganado descanso, venía a redondear nota- blemente su delgado presupuesto anual.

Había vuelto a su mesa de trabajo forzado, don- de continuaba el garabateo, entre gruñidos y mas- cullados reniegos que algún floripondio cursi o descomunal tropezón del texto le arrancara y que honradamente se esforzaba por enderezar , cuan- do llamaron a la puerta : era el mozo de cuartos, que traía una carta lacrada al dorso, con la indi- cación de «valor declarado : $ 100 m/n» arriba de la dirección. Daniel, dos horas antes, había recibido el aviso, el que, devuelto con su firma, había bastado para que el gerente retirara la car- ta cargada. Aunque no conocía la letra infantil del sobrescrito, poco le costó inducir la proce- dencia. Abierto el sobre y desplegado el pliego simple con membrete comercial, que contenía un billete de 100 pesos, se puso a leer lo siguiente, es- crito en chato francés comercial :

Villa Estela (Huincul), diciembre 20 de 189...

Mi querido Daniel :

Después de tan largo silencio, motivado por mis atenciones rurales y la falta de novedades en nues^ tra tranquila existencia, te escribo estas líneas

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para darte noticias nuestras y tenerlas tuyas, antes de entrar a pedirte, por indicación de Estela, el servicio a que se refiere el billete de ico pesos que encontrarás adjunto. Tanto mi mujer y la niña como yo mismo gozamos de excelente salud, y de- seamos que la presente te encuentre en iguales condiciones. Habrás visto por los diarios que, para las cosechas, el año no resulta tan favorable como se nos prometía, debido a las lluvias que vienen cayendo desde principios del verano. Gracias a una semana de buen tiempo hemos salvado las avenas, pero con los temporales e inundaciones que de nuevo nos amenazan, tememos se vea muy com- prometida la cosecha de trigo después de anun- ciarsje tan hermosa. En fin, será lo que Dios quiera...

Aunque, como ves, no están los tiempos para despilfarros, te diré, no sin algo de vergüenza por la debilidad, que los loo pesos adjuntos son para que nos compres un medio billete de la lotería de Navidad. Has de saber que, lejos de ser en nos- otros un vicio habitual, es la primera vez que pe- camos. I Pero ha sido exigencia de Estela por haber soñado dos noches seguidas que sacaba la grande del millón ! La he notado, desde ayer, tan nerviosa y preocupada con la supuesta realidad del pronós- tico, que me he resuelto a satisfacer su anhelo y desvanecer así esta preocupación o idea fija. Tóma- me, pues, el medio billete y avísamelo cuanto an- tes para poner término a las cavilaciones. Si que- da algún sobrante, hazme el gusto de emplearlo en una muñeca para tu ahijadita Marta Daniela (la

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que hoy me sirve de secretaria, por haberme ve- nido, hace algunos días, una irritación a la vista) ; y ¡ojalá te resolvieras a ser mismo el portador, viniendo a pasar con nosotros las fiestas de Navi- dad y Año Nuevo!

Recibe nuestros más afectuosos recuerdos y vo- tos de felicidad.

Simón Puec^.

P. D. Dirijo ésta desde Pihué, por no despa- charse en Huincul cartas con «valores declara- dos» ; pero a «Estación Huincul» debes dirigir tus cartas, y allí también bajarte si vinieras.»

Leída esta carta, que dejó desdoblada sobre el escritorio, Daniel permaneció un rato pensativo. Abrió en seguida un cajón a su derecha, y de un ancho sobre, muy ajado, sacó un retrato de mujer, joven y hermosa, que quedó contemplando unos se- gundos. Después, dando vuelta a la cartulina, se puso a releer, aunque por cierto lo sabía de memo- fia, este envío : A célni que je n'ouhlierai pas, meme s*il m*ouhlie, escrito con elegante letra femenina ; luego volvió a guardar el sobre en la gaveta. Y en- tonces, por milésima vez, surgió la evocación del pasado irrevocable y de la dicha perdida : el me- lancólico desfilar de los recuerdos que, en el muda- ble lienzo imaginativo, pasaban en lenta procesión de figuras algo palidecidas, pero a esta hora inusi- tadamente reavivadas como al contacto de poderoso excitador.

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Después de diez años transcurridos volvía a ver- se, tan netamente como si fuera ayer, embarcado a bordo del vapor Portugal, que de Burdeos le traía a Buenos Aires, apenas terminado su corto servi- cio militar. Emigraba a raíz de una tragedia do- méstica, de la que sólo el nombre salía ileso ya que la disipación y el suicidio del padre pueden de- jar arruinada a la familia sin afectar su honra . Cortando bruscamente su carrera (era alumno de la Escuela Normal Superior), Daniel, con unos veinte mil francos por todo peculio, había dejado a su ma- dre y una hermana menor que viviesen modesta- mente en el desmantelado hogar provincial, de una corta renta salvada del naufragio, para arrojarse a la ventura. Y por cierto que entre los centenares de expatriados de todas categorías y condiciones que en el buque venían obreros, labradores, em- pleados, viajeros de comercio, déclassés de incierta profesión , impelidos a buscar fortuna, ninguno se presentaba más inepto que él, laureado del con- curso general y precoz licenciado en letras, para encontrarla en estas tierras a medio roturar, más ne- cesitadas de brazos cultivadores que de cerebros cultivados.

Entre los pasajeros de segunda clase, o sea de «camarote a proa» (éstos, salvo comer en otro tur- no, gozaban iguales derechos que los de popa), Da- niel, desde los primeros días, estrechaba relación con un robusto mocetón de su edad, movedizo y jo- vial ; y luego, gracias a éste, con una señorita infi- nitamente más interesante, quienes, en su mediana condición, habían de influir decisivamente en el

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destino del noble arruinado. Más exacto sería de- cir que con el primero la amistad se renovó, pues Simón Puech y Daniel habían sido de la misma compañía en su servicio militar; así que, desde su primer encuentro sobre cubierta, renació espontá- neamente entre los dos camaradas tan distintos de educación e índole el antiguo tuteo del cuar- tel. Segundón de una familia rural del Aveyron, dicho Puech, no bien cumplido su «voluntariado» de un año, como diplomado de una escuela de agricultura (el mismo privilegio que gozó Daniel' a fuer de «normaliano»), había aceptado las pro- posiciones de cierta Compañía colonizadora de Cu- rmnalán, en la Argentina, para hacer de subge- rente en una nueva colonia de aquella empresa. Venía, pues, acaudillando un grupo suplementario de familias agricultoras, también embarcadas, y que tenían, las más de ellas, deudos o afines en Pihué, lugar contiguo a Curumalán, cuyo origen aveyronés es bien conocido.

Agregada a aquella buena gente de trabajo, veíase a un rural sesentón, bastante cerrado, que hubiera parecido muy maduro para estas carava- nas, a no saberse que, a los dos años de enviudar, habíase movido al reclamo de unos parientes es- tablecidos en la mencionada colonia. Con este Fie- rre Labat que así se llamaba el viejo emigrante venía, además de una hermana menor, solterona sin ninguna importancia, su hija Estela, que por cierto la tenía, y en grado superlativo, como que esta encantadora muchacha de veinte años (la mencionada conocida de Puech), no tardó, acre-

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ditando su nombre, en llegar a ser la «estrella» del Portugal. Y esto, no ciertamente porque la provin- cianita poseyera una belleza llamativa, digna de compararse con la de cuatro o cinco portefías es- trepitosas que volvían a Buenos Aires trayendo el «último grito» del chic parisiense, ni tampoco hiciera nada la discreta pasajera de proa para sa- lir del reducido círculo en que parecía que su con- dición como el reglamento de a bordo la relegaran. Todo en ella presentaba un carácter templado y como hecho a media tinta. Ni alta ni baja, pero de figura perfecta en su grácil esbeltez; la cabeza algo pequeña, según el canon clásico, coronada por un ondeado pelo castaño, cuyos aladares for- mando bandeaux estrechaban el óvalo de la cara pálida. Algunos rasgos de sus delicadas facciones encerraban especial encanto: así el de sus magní- ficos ojos' «minervianos», de color verdemar, medio velados por obscuras y sedosas pestañas, bajo las pinceladas cejas de ébano, o el más intenso aún de la boca seductora, cuando los labios, demasiado angostos quizá y de ordinario severamente com- primidos, dejábanse aflojar un segundo por la risa, enseñando por entre el doble arco, un tanto descolorido, la nacarada dentadura. Y aquellos le- ves defectos o disonancias, que a simple vista se tomaran por picantes oposiciones, sólo el trato ín- timo revelaba ser profundos indicios idiosincrá- sicos. En su exquisito conjunto, que parecía va- ciado en molde aristocrático, el único detalle denunciador de la estirpe humilde era la mano^ algo endurecida por las faenas domésticas ; pero

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I tan ágil, tan presta (como se vio, cuando se hubo lastimado al caer un emigrante sin familia ni ami^ gos) para curar heridas y enjugar lágrimas |

Esta compleja y rica personalidad de Estela em- pezaron por penetrarla instintivamente algunos ni- ños de a bordo, cuando todavía los mayores, hom- bres ni mujeres, no la sospechaban. Estos, que la veían pasar bajos los ojos, precediendo a los su- yos, envarados y zurdos, en su ida al comedor o de vuelta al camarote, se contentaban con admirar aquella gracia innata en el andar de la modesta personita y el ritmo perfecto de sus movimientos. Una tarde, después de la escala en Lisboa, el cor- to grupo de la familia al que se había juntado, como solía, Simón Puech a título de paisano estaba sentado sobre cubierta, a proa, escuchando una adaptación sencilla del viaje de Colón en dia- lecto aveyronés, con que Estela procuraba intere». sar a sus tres oyentes, cuando se le acercó una pre- ciosa niña brindándole una caja abierta de «ma»- rrones» de Boissier: ((Dice mamá que es usted muy mona y que se sirva aceptar unos bombo- nes...» Estela tomó uno y despidió a la gentil mensajera con un beso en los bucles de oro, que fué su verdadero confite. El hielo estaba roto. Desde ese día la joven no podía dar un paso so- bre cubierta sin verse acosada por cinco o seis criaturas, parte de su clientela infantil, que, con acento y mimos ultraparisienses, pedían que les contara un cuento o propusiera un acertijo. La provincianita hubo de instalarse diariamente en el salón de ((primera», con su sencillo vestido negro,

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admirablemente cortado y cosido por sus manos de hada pobre. Allí improvisaba una amena con- ferencia ilustrada de chistes y anécdotas para su encantado auditorio, tan olvidada de sus tristezas y vuelta, por una hora, a la niñez feliz, que oíase- la por momentos mezclar su risa a las frescas e inagotables cascadas que sonaban en torno suyo.

Estela había hecho su educación en el Colegio de la Santa Unión de Rodez, completándola con dos años de asistencia a los cursos del Liceo de señoritas hasta el bachillerato, y recibiendo el mis- mo año su brevet de capacité para la enseñanza. En la pequeña ciudad natal su talento y su gracia eran tan proverbiales como su actividad casera. Y todo ello, unido a su carácter bondadoso si bien firme y resuelto en casos graves le había gran- jeado el cariñoso aprecio general, en términos que la partida de esta muchacha pobre causó un sen- timiento público. Tal era la provincianita que, a los pocos días de ser vista y tratada de cerca, des- pertaba a bordo del Portugal el mismo acostum- brado efecto de simpático interés que produjera en cualquier parte. Y no fué poco significativo el que arrancara un día a la mundanísima beldad porteña, madre de la chica del bombón, esta exr clamación de apesadumbrado entusiasmo: «¡Y pensar que semejante joya está llamada a ente- rrarse en Pihuél...» >

Estos datos y pormenores biográficos, acompa* nados de muchos otros (pues el informante no se cansaba más que el informado, con la ampliación o repetición de los mismos), venía suministrando-

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los Puech a Kergoet desde los primeros días del viaje, sin sospechar que con ellos allegaba mate- rias inflamables para un incendio que tal vez les envolviera a ambos en sus estragos. Si para adi- vinar la ardiente y secreta pasión del primero bas- taba oírle una sola vez explayarse en el tema «es- telar», no dejaba de ser también sugeridora la in- tensa curiosidad que Daniel revelaba por conocer en sus ínfimos detalles todo lo relativo a la corta y sencilla existencia de la muchacha. No tardó en tratarla personalmente, y el efecto progresivo de este roce familiar fué descubrir cada día en Estela mayor caudal de fina inteligencia y cultivada ra- zón. Y por cierto que, muy informada por el estu- dio y por la vida, su absoluta pureza no remedaba el candor de la ignorancia. Acerca de las duras realidades de la existencia, ella había recibido des- de temprano y en carne viva, además de las ense- ñanzas teóricas de los libros, las harto prácticas y dolorosas que fluían de la pobreza paterna, suce- diendo a la orfandad materna la verdadera e irre- mediable— para que un cierzo de precoz experien- cia no helara en su flor las ilusiones juveniles. Y si para Daniel, que quedaba durante horas inclina- do al borde de esta alma replegada, era infinitamen- te triste descubrir o, mejor dicho, presentir en ella tan prematura desconfianza en las promesas y perspectivas del futuro, tanto más admiraba la re- serva pudorosa con que la joven velaba de apa- rente alegría o serenidad su descorazonamiento interior, sustrayéndolo a toda curiosidad indiscre- ta. Le traía a la memoria ese misterioso «Lago

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azul» del Oberland bernés, cerca de Thun, a tra^ vés de cuya cerúlea masa se transparenta el léga- mo negruzco, pero a tal profundidad que ninguna tormenta logra removerlo para enturbiar el líquido cristal color de cielo.

Desde su primer contacto, estos dos seres de elección ^privilegiados de la Naturaleza y deshe- redados de la fortuna , sin decírselo, por cierto, ni acaso confesárselo a mismos, venían entre- lazando ocultamente sus fibras íntimas. Por im- pulso irresistible, cada uno había ido levantando para el otro, poco a poco, una punta nueva de su melancólico pasado, si bien preferían no prolon- gar su reflexión en las escabrosidades de la exis- tencia. Al cabo, sintiéndose fuertes y valientes, no podían impedir que a ratos alzara en ellos su him- no de esperanza la flexible e irresistible juventud. Con todo, llegando de refilón al terreno sentimen- tal, cesaban o se desviaban las mutuas confiden- cias como ante una valla invisible : cada cual tenía allí su ((huerto concluso», vedado a la miradla del otro. Pero lo que callaban se traslucía en su ad- miración por ciertas obras maestras del arte que a sus almas servían de intérpretes. Si, pues, muy poco sabían del medio social, brillante y frivolo, con el que pK>r accidente se rozaban, faltábales tiempo para confiarse con efusión sus gustos inte- lectuales, comprobando cada vez más, por lo con- cordante de sus preferencias artísticas, lo efectivo y profundo de sus secretas afinidades. Y tan uní- sona solía estallar su común admiración por alr> guna obra maestra literaria o musical, que un tes-

tigo advertido no dejaría de entrever, bajo el enr- tusiasmo estético, la simpatía apasionada que los corazones enoubrían.

Estela, por su parte, revelaba mayor afición a la música que a la literatura ; a diferencia de Da- niel, que, después de ingresar en el Conservatorio y merecer un accésit de piano, había renunciado a esta falsa vocación de dilettante para dedicarse por entero a las letras. Aunque tampoco excedía Estela, en materia de tecnicismo musical y ejecu- ción pianística, el nivel apenas mediano de la co- mún educación femenina, no dejaba de poseer un verdadero sentimiento artístico, que se revelaba hasta en la gracia ingenua con que su voz fresca y afinada decía las arias antiguas de su provincia pa-^ ra deleite de su rueda infantil. Sanción aprobativa de muy otro alcance para ella era la que recogía cuando, a pesar de su medio luto, condescendía a cantar para el solo Daniel, que la acompañaba en el piano, una intensa página moderna de Fauré o Duparc. Poco a poco, y acaso inconscientemente, iba cobrando su interpretación un acento de emo- ción creciente, tanto más honda quizá cuanto que se le transmitía la del acompañador. Y alguna vez, al aproximarse la cantora para doblar la hoja por sobre el hombro del pianista, éste se estreme- cía al sentir como el rozamiento perfumado y ape- nas perceptible de un pétalo de rosa...

Nunca se había cruzado entre ellos una palabra reveladora ni producídose siquiera, en su diálogo familiar, uno de esos largos silencios traidores áet alma en que rebosa la pasión. Un vínculo invisi-

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ble, sin embargo, encadenaba ya el uno al otro estos dos seres desprendidos del mundo: el filtro poderoso y sutil que desde el origen de los tiem- pos avasalla las voluntades y subvierte los desti- nos. Pero cuando todos en torno suyo tenían adi- vinada la verdad, sólo ellos no la sospechaban. Mucho menos, dominados por inconsciente egoís- mo, caían en la cuenta del retiro y ya completo apartamiento de su común amigo Simón Puech, quien desde lejos y a hurtadillas solía espiarles y, después de arrojar miradas sombrías a la embele- sada pareja, se dirigía con semblante demudado al ruidoso fumadero. Allí ahora pasábase las ho- ras muertas, bebiendo y jugando al whist en la compañía de un joven judío, Mauricio Bloch, y otros timberos mucho menos ((deseables», pues aquél, al cabo, no presentaba otra tara personal que la muy poco perceptible de su dudoso semi- tismo.

Aproximábase el término de la travesía, sin que se hubiera roto el sello en que encerraban su se- creto estos dos corazones leales, acaso contenidos ambos por la vaga conciencia de que, rasgado el velo encubridor de la realidad, ésta aparecería con sus obstáculos insalvables y provocadores de la irremisible separación. Como sucede siempre, al acercarse el fin del viaje venían aflojándose gra- dualmente entre las familias las frágiles relaciones que el solo contacto casual de a bordo había for- mado. La última noche, después de la escala en Montevideo, donde muchos pasajeros desembar- <:aran, los más de los restantes, terminada la co-

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mida, ya reducida a un solo servicio, habían ga« nado sus camarotes para proceder al arreglo de los equipajes. Muy pocos quedaban sobre cubierta a respirar el aire otoñal, ya fresco y húmedo, de esta noche de abril. Sólo algunos hombres se- guían cumpliendo de popa a proa el ritual paseo higiénico. Daniel, que no veía a Estela desde la víspera ^por haber pasado el día en Montevideo y vuelto a bordo con el comisario minutos antes de zarpar , procuró encontrarla para decirle adiós, sin esperar para ello la mañana siguiente y la batahola del desembarco. No hallándola en los sitios habituales, la supuso ocupada también en sus arreglos. Se dio a vagar de un extremo a otro de la cubierta, mientras el enorme Portugal surcaba el turbio estuario platense a media veloci- dad para no llegar a Buenos Aires antes del ama- necer. Al pasar delante del bar vio por el abierto ventanillo a Puech sentado enfrente de su insepa- rable Bloch. Tentado estuvo de arrimárseles ; pero, recordando el desvío hostil que su camarada, de muchos días atrás le manifestaba, prefirió evitar toda explicación y prosiguió su marcha. Al fin se refugió en el abandonado salón y sentóse junto al piano abierto. | Cuan lleno de recuerdos, que ya le parecían lejanos, aunque eran tan recientes como las vibraciones apenas apagadas del instrumento í Por más que, procurando dominar su doloroso despecho, se repitiera mentalmente el A quoi hon? y el «Más vale así» de las forzosas resignaciones, sentíase abrumado por invencible tristeza. Se ha- bía arrimado al teclado, dejando distraídamente

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que sus dedos preludiasen vagas armonías. Éstas concluyeron por condensarse en aquella doliente y conocida melodía de Ernest Chausson, sobre versos de Gautier La defniére feuille , compo- sición, por cierto, de afectado sentimentalismo en la letra, pero con música tan impregnada de mór- bida añoranza (y tantas veces suspirada por ella en este mismo piano), que irresistiblemente le vol- vía a la memoria en esta hora de soledad y desai paro:

L'oiseau s'en va, la feuille tombe, L'amour s'éteint...

Junto con el expirante final parecióle a Daniel que sentía un ((frufrú» de vestido a su espalda ; volvióse rápidamente, al tiempo que Estela desapa- recía por la puerta del salón. Se lanzó tras ella y la encontró acodada a la borda, apoyando en la mano la fina cabeza y destacándose en blancura el angélico rostro sobre el fondo de semiobscuridad. Holgaba cualquier preámbulo ; humedecían toda- vía las pestañas de la joven dos mal secadas lá- grimas. Al fin se declararon lo que hace días guar- daban oculto; vaciáronse uno en otro los pobres corazones, henchidos hasta desbordar, siendo la misma nota fundamental de la pasión colmada la que vibraba en las ardientes protestas del amante y suspiraba temblorosa en los labios de la amada. Y en aquel público pasillo, al aire libre igual- mente propicio a esta hora para favorecer las mur- muradas confidencias como para contener cual- quiéf ímpetu varonil , transcurrieron minutos di*-

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vinos, de esos que, por sombrío que pueda ser más tarde el porvenir, lo dejarán esclarecido con el reflejo de aquel luminoso recuerdo. Empero, pasa- das las efusiones a que por la sorpresa había ce- dido, no tardó Estela en volver a la realidad y templar con su razón serena, disipadora de ilusio- nes, los líricos arrebatos de su amigo.

((Por cierto decíale con voz pausada y apenas trémula por la emoción reciente que ella confia- ba en la hidalguía de Daniel, así como, sin falsa modestia, aunque hija de aldeanos, creíase capaz de llevar dignamente el noble apellido de Ker- goét, haciendo feliz con su amor al que se lo brin- daba. Entretanto había que mirar cara a cara lo presente, sin entregarse a entusiasmos irreflexi- vos no más que a exagerados desalientos. Ni él por ahora, escaso de recursos y sin profesión, po- día atreverse a tan tremenda aventura como la de fundar en tierra extranjera el más modesto hogar sobre una base de indigencia, ni ella abandonaría jamás, solo en el destierro, al pobre anciano de quien era consuelo y único sostén. Daniel y ella, pues, se separarían mañana en Buenos Aires ; él, para tentar aquí la fortuna ; ella, para seguir a los suyos hasta esa colonia desde donde sus parientes les llamaban, y allí le aguardaría...»

Así hablaba la ((pequeña Minerva de ojos glau- cos», como solía decirla Daniel, rememorando a sus clásicos griegos ; era efectivamente la diosa de la Sabiduría la que por su boquita fresca se expre- saba. Y él, por su parte, también convencido, le replicaba a su vez:

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Le pido el plazo de un año, no para hacer fortuna, que sólo pensarlo fuera insensatez; pero siquiera para asentar en algún fundamento sólido un mediano pasar , esperanza y vislumbre del bienestar futuro. Trabajaré, lucharé y creo que venceré, gracias a su querido recuerdo, que me in- fundirá energía.

pronunciaba Estela ; lo creo también, Daniel. Esperaré todo el tiempo que usted crea necesario, fiel a mi promesa y confiada en su leal- tad, hasta que usted mismo me anuncie el feliz término de nuestro compromiso o, ¡ay!, su impo- sible realización... Y ahora separémonos; ya es tarde, y que sea ésta nuestra verdadera despedida, no la de mañana, en público...

Y como la joven, conmovida, alargara la trému- la mano para el adiós, Daniel atrajo a su pecho el cuerpo ñexible, que débilmente se resistía; enton- ces buscó con sus labios la boca de ñor ; pero ésta al punto se esquivó, no entregando al beso ardien- te sino la frente virginal y la adorada cabeza, cuya seda fragante respiró con delicia unos segundos.

Aun así, este semiabandono sólo duró un instan- te ; ya ((Minerva» se había recobrado y desasido de los brazos nerviosos que la aprisionaban ; sus- piró un último ¡adiós! y se alejó, perdiéndose en la sombra. Fueron sus castos, sus frágiles espon- sales, celebrados bajo el mudable cielo, mientras la nave hendía las tinieblas que borraban todo ho- rizonte, dejando apenas visible en la costa argen- tina, tétrica como el presente de los emigrantes, alguna luz lejana, incierta como su porvenir...

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A los tres días de desembarcada en Buenos Ai- res (pocos atractivos ofrecía esta Babel a foraste- ros pobres) la comitiva agrícola, piloteada por un enviado de Curumalán, seguía a su destino por el ferrocarril del Sur.

Gracias a la diligencia de Puech, Estela y su tía viajaban en camarote solo, junto al que ocupaba el padre con el mismo Simón. Daniel, que había vuelto con éste a la antigua amistad, observaba sin recelo ni sorpresa sus solícitas atenciones, así como la cordial deferencia con que los viejos le trataban en su patois aveyronés. Saltaba a la vista que, llegado el caso de una consulta, Simón se- ría su candidato matrimonial ; pero con sólo oír el acento neto, aunque siempre suave y respetuoso, con que la razón superior de la niña resolvía cual- quier cuestión doméstica, sabíase de antemano a qué único consejero interior ella consultaría para la solución del problema más grave de su vida. Hoy como ayer, para estar tranquilo, bastábale a Daniel una palabra de Estela, una muda afirma- ción de sus ojos sinceros. Pero mañana, cuando una y otra le faltaran, ¿sería tan entera su tran- quilidad?...

Entretanto, sin disimulo, ella en la ventanilla y él en el andén, juntas sus manos y confundidas las ardientes miradas, cada cual absorbiendo del otro todo lo que en el alma podrá quedar después de la separación, seguían cambiando las idénticas ternezas, que, siempre repetidas, suenan siempre como nuevas en los oídos de los amantes. Enton- ces fué cuando Estela entregó a Daniel aquella fo-

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tografía, llevando al dorso una expresiva dedica- toria— que el buen Maurice Bloch, allí presente, llamaría «un pagaré de amor sin plazo fijo» , y que más tarde al poseedor le disonaría cual amar- ga ironía... Por cierto que al separarse los cuer- pos quedaban unidas las almas, y de más estaban las promesas de escribirse con frecuencia ; pero, por tácita conciencia de la situación casera, convi- nieron en que Daniel no se presentaría en Curu- malán hasta ir a formular el pedido oficial... Ha- bía llegado el último minuto. Tocó la campana de la partida, rasgó el aire un agudo silbido, rechinó sordamente al ponerse en marcha la enorme mole articulada y, después del supremo y convulsivo apretón de manos, Daniel quedó inmóvil, mirando alejarse el tren, que para él sólo llevaba a Estela. Y de repente sintióse el corazón oprimido por esta separación, que no debía ser sino de pocos meses, cual si su conciencia ((subliminal», más advertida que la otra, le transmitiera un presagio funesto.

Iba siguiendo cabizbajo a los grupos que se es- currían por el andén hacia la salida, cuando una mano se le asentó familiarmente en el hombro. Volvióse y reconoció a Maurice Bloch, que le son- reía. Y tan amargos le parecían estos primeros momentos de brusco y absoluto aislamiento entre esta muchedumbre extraña, que acogió con los brazos abiertos al israelita, el cual, por otra parte, habíasele mostrado a bordo un buen diablo, alegre y servicial, tan ajeno al fanatismo de su raz^^cQmo lo fuera al adverso su compañero. rn omr

Comieron juntos en «Mercer», prolongando la

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sobremesa, con la fácil expansión de la juventud y confiándose sus proyectos y esperanzas. Nada más despejado que la situación de Bloch : sobrino del conocido y adinerado comisionista del mismo apellido, había entrado desde su llegada, y con buen sueldo, en el escritorio de su tío. En tres o cuatro días de aprendizaje teórico-práctico, con la aptitud mercantil de la raza, tenía ya tomado el pulso al mercado, diagnosticando la gravedad de la fiebre agiotista que por entonces arrebataba a este pueblo («jtodo el mundo en la Bolsa!») al templo de Mammón, con olvido absoluto de las sanas leyes económicas que derivan del trabajo, las únicas fuentes de verdadera riqueza.

«Este edificio de papel bancario dictaminaba el joven Bloch, soplado, huelga decirlo, por el más vulpino de los tíos bolsistas no durará un año más antes de desplomarse estrepitosamente, aplas- tando a millares de filisteos (¡diagnóstico de ju- dío!) bajo sus escombros. Pero mientras dure este febril período final, para quien disponga de un capital efectivo, pequeño o grande, y sepa mane- jarl(>j la obra de decuplicarlo sin salir, se en- tiende, de los medios legales aparece tan fácil como infalible, siempre que no se espere la tem- pestad para cargar las velas, o, lo que será aún más acertado, recogerse en el próximo puerto...»

Según Bloch (o sea su venerable patrón), la ac- tual especulación bursátil debía, en general, tener como norte fijo la baja inevitable de todos los va- lores, correlativa a la subida constante del oro, sin que pudieran influir en ese movimiento de marea

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los expedientes gubernativos o los pequeños obs- táculos artificiales discurridos por los alcistas. Y el pichón de corredor dio fin a su exposición finan- ciera ofreciendo a Daniel su pilotaje en caso de que quisiera «mover» su pequeño capital :

«Usted no me conoce concluyó Bloch, miran- do derechamente en los ojos a su compañero y acaso, dada cierta prevención de su casta contra la mía, le sorprenda este in promptu de un yotc- pin (i) ; pero soy francés antes que judío, y desde a bordo le he cobrado a usted simpatía. Constán- dole cómo me encuentro colocado en un buen pel- daño de la escalera, no puede atribuirme la ruin- dad de querer pellizcar a costa suya, intentando sacar tajada de esta miseria la que desde luego no saldría en ningún caso de su poder ... Lo úni- co que me mueve, créamelo si quiere, es el deseo de ser útil a un buen mozo que, le repito, me ha caído en gracia y me parece algo novicio en acha- ques financieros. Conque piénselo bien y venga cualquier día a darme su contestación en el escri- torio.»

Y sobre esta proposición, que, naturalmente, no admitía respuesta inmediata, los amigos de prime- ra intención salieron juntos a la calle para sepa- rarse delante del modesto y excelente hotel bur- gués ¡La Bonne Soupe!, donde Daniel se había alojado.

Cuando hubo quedado solo no dejó Daniel de meditar sobre el asunto. Si bien no ponía en duda

(i) Mote despreciativo de argot fríancés.

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la buena fe de Bloch— que las resultas habían de confirmar , experimentaba en sus adentros, ante esta forma expeditiva de hacer fortuna con el jue- go, cierta resistencia del ((hombre viejo», que el <(nuevo)> iba a encargarse prestamente de comba- tir. ¿ Acaso había venido a esta América para an- darse en caballerías ? ¿ Qué significaba entonces aquello de «luchar hasta vencer», que todavía re- petía la víspera, si, caído en país extraño, sin guía ni apoyo, ignorante de la lengua, ajeno a todo ofi- cio, incapaz de pedir como esos rústicos la subsis- tencia a la pampa roturada, empezaba por des- echar esta ocasión inesperada de engrosar su mez- quino peculio, que, a no reforzarse pronto, iba a derretirse como nieve al sol?... Y bastó luego el recuerdo de Estela, que se alzó ante su mente, para desvanecer sus postreros escrúpulos al modo que una ráfaga disipa el humo.

Al día siguiente, pues, Daniel se presentó en el escritorio de Bloch, donde conoció al tío Manases, sexagenario mal conservado, que por cierto res- pondía mucho más que el sobrino al tipo hebreo legendario. Exhibida su nota de crédito en el «Banco Francés», quedó arreglado que el novato se entendería para sus operaciones con Mauricio (desde el segundo día había castellanizado su nombre), ya reconocido en la Bolsa como ((depen- diente» o corredor auxiliar. Éste, para el estreno de Daniel, le hizo suscribirse a 200 acciones ~de una flamante Sociedad anónima, abonando el 10 por 100 del valor de la emisión. ((Bien se encarga- rán los iniciadores explicó Mauricio de promo-

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ver la inflación efímera.» El sábado siguiente, en efecto, Bloch realizaba las acciones sobre un alza de 30 puntos, que importaba una ganancia de 6.000 pesos. Gracias a este método prudente (aná- logo, en suma, al de los jugadores cautos que vi- ven de la ruleta), cuyo secreto consiste en retirar- se a tiempo después de un moderado beneficio, obedeciendo a la suerte, en vez de violentarla, las ganancias de Daniel a los cuatro meses, o sea a fines de agosto, pasaban de 80.000 pesos.

Al anunciarlo alborozado a su novia, mostrába- se tan confiado en el resultado de sus próximas operaciones, atribuyéndose candorosamente el éxi- to (sólo debido, por cierto, al superior olfato de sus hebraicos sabuesos), que, limitando al duplo de dicha cifra su modesta ambición, fijaba «con segu- ridad» para fines del año corriente el término del amoroso plazo. Esta fecha señalaría también, en cumplimiento de otra promesa hecha a Estela, su salida definitiva de aquel malsano agiotaje para entregarse a las nobles faenas de la tierra. «¡ Un último golpe feliz decíale en esta misma carta y no más jugarretas A lo que la «colona» de Pifiué replicaba con desusada insistencia y como impulsado por misteriosa sugestión : «Ni un día más, Daniel ; se lo suplico en nombre de nuestro amor. Basta con lo que, según me dice, tiene ga- nado para el plantel de un buen establecimiento de campo en este partido, si no prefiere trabajar en la ciudad. Una voz secreta me grita que su es- tada en aquel garito nos será fatal...»

No dejó de impresionar a Daniel esta vehemen-

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te admonición de su «Minerva», tanto más cuan- to que a los vestigios de sus antiguos escrúpulos hidalguescos se juntaban ya, dada la intensidad creciente de la crisis económica, ciertas aprensio- nes harto fundadas sobre el éxito de la vasta es- peculación en que, tras de los Bloch y consor- tes, estaba metido. Este grupo operaba sobre las acciones del Banco Nacional, que era a la sazón el papel argentino de mayor importancia. Poseedor de un stock considerable de aquéllas, que representaban varios millones de pesos, el Sindicato jugaba al alza desde meses atrás, fomen- tado por el Gobierno, cuya actitud, mientras sólo consistiera en apuntalar aquel efecto público, era inatacable. Entre las medidas gubernativas ten- dentes a valorizar dichas acciones proyecto de una Caja de conversión, empréstito en metálico, caucionado por un valor equivalente en dicho pa- pel, etc., etc. , la que produjo al pronto mayor efecto en la plaza y parecía más eficaz para el ol>- jeto fué la prohibición de la venta de oro en la Bolsa, quedando así el Banco como el principal, si no único, vendedor de oro para los mercados eu- ropeos. Fuera o no debido a ello, el valor de la acción subió en el solo mes de julio de 250 a 320, con tendencia al alza. Daniel, que llegara algo tarde, sólo obtuvo que el Sindicato le cediera 800 acciones a 300 ; pero, supuesta la inflación crecien- te, no vacilaba en contar en la liquidación de octu- bre o noviembre con un beneficio de 100 puntos, siendo de 200 y más el de sus consortes... En no- viembre del mismo año, bajo la presión del comer-

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cío, fué necesario restablecer por decreto la coti- zación del oro; en un mes las acciones del Banco Nacional se precipitaban de 320 a 180. La liquida- ción de noviembre fué una catástrofe. Para Daniel arrojaba un saldo deudor de 96.000 pesos, todo su capital, que entregó sin vacilación al liquidador, mientras otros y entre ellos una docena de corre- dores, incluso el viejo Bloch iban a parar en la cárcel. Entonces, entre los clamores de la Unión cívica, ariete revolucionario recién armado, el cual, ¡en medio año de batir en brecha al Gobierno, iba a dar cuenta de él, fué cuando hizo su verdadera •rentrada la terrible crisis económica que por varios año$ iba a cubrir de ruinas a la Repúblic%e]^oü

Daniel recibió estoicamente el rayo que reducía a cenizas el castillo de naipes en que habían cabi- do todas sus esperanzas y sueños de próxima fe- licidad. No solamente escribió a Estela exponién- dole en toda su desnudez la dolorosa verdad pre- sente, sino que miró como un deber de conciencia el no ocultarle bajo qué tristes auspicios aparecía el porvenir inmediato, divisándose ya el período severo que para el país se iniciaba. La respuesta de Estela fué admirable : una exhortación de vir- gen fuerte, un vaso de cordial brindado al afligido. Consternada desde luego ante el desastre, que por lo pronto daba en tierra con los comunes y carísi- mos proyectos, se abstenía de toda alusión a sus recientes vaticinios para no pronunciar sino pala- bras de confortación y consuelo, procurando hacer brillar ante el desesperado algunos rayos de espe-

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ranza. «Por lo demás decía , en el infortunio harto real de hoy y mañana, como en la persj>ecti- va próspera de ayer, que ha resultado fugaz ilu- sión, quedaré fiel a nuestro compromiso, aguar- dando mejores días, por muy distantes y vagos que ahora se vislumbren, y sintiendo sobre todo no poder prodigar al que amaré siempre otras pruebas más eficaces de mis inalterables senti- mientos...» Terminaba la carta de Estela con al- gunos datos sobre la situación de la familia, asaz apurada y melancólica; el padre había conseguido un modesto empleo en la administración de la co- lonia, gracias a los buenos oficios de Simón Puech ; ella, además de ayudar a la tía en el tra- jín casero, había abierto una como escuela elemen- tal, a la que concurrían unos cuantos hijos de co- lonos. Habitaban una casita rústica, mandada Jconstruir por dicho Puech a pocas cuadras de la propia... Y concluía la carta trayendo por tercera o cuarta vez el nombre del factótum colonizador, sin sospechar la escritora, ¡ella, tan inteligente y fina !, que en momentos tales para Daniel no se imponía la insistente y machacada repetición...

Después de su descalabro quedaba Daniel con unos 4.000 pesos por todo haber. Durante los me- ses transcurridos no había formado sino muy po- cas relaciones útiles, fuera del gremio bolsista, que ya le inspiraba invencible aversión. Maurice Bloch, de quien, sin embargo, no conservaba mal recuerdo, había desaparecido. Así pasaron algu- nos días, sin que nuestro maltrecho especulador,

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todavía magullado y aturdido de su caída, acerta- ra a tomar rumbo. Entonces le sucedió conocer en su hotel de la calle Piedad, donde también paraba, a un titulado ingeniero valaco, o cosa parecida, que llegó a gozar aquí por aquellos años una suer- te de notoriedad entre positiva y charlatanesca. Joven aún, robusto, valiente, farfantón, glohe- trotter infatigable, mezcla de proyectista sin ma- licia y de aventurero sin escrüpulos, chapurradoi de cinco o seis idiomas y chapucero en otros tan- tos oficios, convidado alegre y decidor, conferen- ciante incorrecto y de gusto barroco, pero a ratos arrastrador y persuasivo: tal era Julio Poker, tipo, en suma, ultrapintoresco e intensamente magnéti- co, que se mostró capaz de crearse aquí, como hi- ciera en cualquier parte del mundo, un núcleo de amistades sólidas. Desapareció bruscamente a los tres años del presente episodio, de muerte violen- ta, como fuera su vida. Con todo, muchas de aque- llas simpatías le sobrevivieron, y ello después de resistir el sablazo suscriptivo más doloroso que es- grimir se puede en este país tan poco minero. Me refiero al hecho de aventurar capitales en la explo- tación de arenas auríferas, situadas allá por la bahía de San Sebastián, paraje incógnito de la Tierra del Fuego, que para la mayoría de los ac- cionistas aparecía muy poco menos distante de la luna que del continente habitado.

Sobre ese fantástico tema de la ((California aus- tral» (mejor llamada en esta circunstancia la Tie- rra del ((JuegO))) versaba, naturalmente, la conferen- cia que en el ((Instituto Geográfico argentino» dio

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jna de aquellas noches, y por cierto con éxito triunfal, el feliz concesionario del ((Páramo» que así se llamaba, por apodo fatídico, el fueguino Do- rado— . Daniel, especialmente invitado por el di- sertante, figuraba no sólo entre los oyentes, sino 2ntre los creyentes. Ocurrió, en efecto y acaso pudiera ello tenerse por el resultado más asom- Droso de aquella chisporroteante pirotecnia con llu- via de pepitas , que, terminada la función, nues- tro descalabrado bretón, fresca aún su moledura bursátil, se acercara al pirotécnico para decirle, tras las felicitaciones de fórmula, que estaba dis- puesto, además de tomar acciones en la Sociedad, a embarcarse con él para trabajar a su lado en los lavaderos. Volvieron juntos y, puestos prontamen- te de acuerdo, formalizaron al día siguiente un convenio, según el cual Daniel tomaba al contado y a la par veinte acciones de la Sociedad, incorpo^ rándose al personal minero como ((subgerente»,. con un sueldo mensual de 100 pesos y después de un año el derecho al laboreo de una media perte- nencia propia, usando las instalaciones y maqui- narias de la Sociedad...

Quizás al mismo Daniel le costaría dilucidar si entre los móviles impulsores de esta extraña de- terminación pesaba más el arrebato contagioso del parámico apóstol o bien la inquietud y depresión consecutivas al naufragio reciente, y cuyo efecto natural era que el náufrago se abrazara del primer leño a su alcance. Ambos impulsos, sin duda, se combinaban, agregándoseles tal vez aquel misma espíritu aventurero que empujara a Daniel hacia

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«sta América. Sea como fuere, la nueva calavera- da se realizó, contra todas las súplicas de Estela, b quien su prudencia instintiva presagiaba otra de- cepción. A los pocos días de firmado el contrate bobo, Poker y Daniel tomaban un vapor del Pacífi- co para trasladarse en Punta Arenas a una goletí <ie cabotaje, que, desandando lo ya recorrido del es- trecho de Magallanes, arribó por mediados de enere al dichoso ((Páramo», situado casi a la punta sep- tentrional de la bahía de San Sebastián.

De lo que eran en realidad aquellos lavaderos, con su explotación rudimental y su tentativa de co- lonia agrícola, daba cuenta somera Daniel treí meses después en una carta a Estela, sin ira ni gi- moteo por su mala fortuna, pero en términos de sencillez verídica que con aterradora elocuencia Is patentizaban. Una casilla de madera con cuatro c <:inco habitaciones, almacén y dependencias ; dos galpones abiertos, el uno para dormitorio de los peones indios onas los más ; el otro, para ta- ller y laboratorio ; un corral, en que se encerraban los caballos, muías y bueyes de trabajo ; de eso se componía el ((Páramo», centro, harto bien bautiza- do, de un tétrico paisaje sin vegetación, cubierto de nieve gran parte del año y nunca, ni en plena primavera, alegrado por el verde de un follaje o la sonrisa de una ñor. En la playa, que la bajamar dejaba en seco dos veces al día, extensos mancho- nes negruzcos, de variable espesor, eran las capas de arena aurífera que, conducidas al laboratorio y tratadas mecánica y químicamente, depositaban los granos o polvos del precioso cuanto escasísimo

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netal. Poker, que en la intimidad substituía su :harlatanería por cierto cinismo bonachón, confe- saba a Daniel haber exagerado en Buenos Aires da. producción de los lavaderos en procura del ca- pital que pudiera hacer de esa ilusión una reali- dad. Con los medios actuales la producción men- sual no excedía de unos dos kilogramos de oro, re- presentando poco más de 3.000 pesos argentinos, 3n que los gastos de explotación absorbían cerca de la mitad. Y después de seis u ocho meses transcu- rridos, al comprobar Daniel que por tan mezquino emolumento como, según su contrato, le corres- pondía— aun agregándole el producto aleatorio de su vaga fracción de pertenencia venía soportan- do este miserable bregar con la intemperie y las privaciones, en la más espantosa soledad, sin otra compañía que la de un aventurero ni visión de (Otros seres humanos que la de algunos indios fue- guinos, sentía ante este nuevo fracaso anegársele el pecho en olas de amargura.

Una mustia y fría tarde de agosto hallábase en la playa contemplando el obscuro oleaje, cuya mo- notonía armonizaba con su desamparo moral. Allí se le acercó un jinete harapiento, soldado de la Co- misaría, que le alcanzó una carta con sobre de luto y bastante ajado por el. traqueteo de tres o cuatro valijas sucesivas. La vista del sobrescrito, de le- itra muy conocida, le causó violentos latidos de co- razón, como si previera que su marco fúnebre con- tenía un anuncio del contenido... Con palabras de sencilla y grave tristeza, sin aspavientos vulgares, Estela le anunciaba la muerte de su padre, que la

^ PAULGROUSSAC

dejaba en casi absoluto abandono. Al comunicarle a Daniel esta dolorosa noticia escribía la huérfa- na— , no debía ocultarle que las últimas palabras del moribundo habían sido para expresar el deseo de verla unida a Simón, si las circunstancias se- guían mostrándose adversas a la realización de otros proyectos.

La carta terminaba con estas palabras : ((Nada he prometido, Daniel, que importara un asomo de perjurio; pero no me he opuesto a que mi silencio pudiera atenuar para mi padre la angustia de la suprema despedida. Le quiero siempre y es mi anhelo sincero y ardiente que las circunstancias nos permitan realizar el enlace en que cifré y cifro aún mi única esperanza de felicidad, pues sigo creyendo que fuera de él podría hallar quizá la paz y el sosiego material, pero nunca la dicha soñada. Ahora bien, Daniel : pongo mi suerte entre sus manos. Expóngame su situación presente en aque- lla tierra de desolación ; dígame qué confianza abriga en lo futuro. Lo que crea usted posible eso lo creeré también, y lo que me diga que debo ha- cer será obedecido...»

El crepúsculo invernal, tan anticipado en aque- llas latitudes, envolvía ya el cielo y el mar bajo el mismo velo ceniciento. Llegaban del lejano Sur ráfagas polares ; en la playa desierta algunas ga- viotas picoteaban la arena húmeda. Ni una em- barcación en la caleta del ((Páramo», fuera de ui pailebote echado a pique, cuyos dos palos obli cuos, sacados del agua como dos brazos de esqu( leto, rayaban de negro las pálidas tinieblas ; y

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niel, fija la vista en la goleta náufraga, hallaba en ella un símbolo de su destino...

Doblemente deprimida el alma por aquella lec- tura de desahucio que agregaba su tristeza a la ambiente lobreguez, fué regresando lentamente a la casa, cuyo único farol exterior punteaba con su foco rojizo la obscuridad comarcana.

Despachada la frugal cena, sin haber contesta- do sino con monosílabos a la locuacidad de su compañero, ganó su cuarto de tablas. Encendida ¿la lámpara de petróleo, se sentó a la mesa de pino que le servía de escritorio y, después de releer la carta de Estela, cayó en una larga y dolorosa me- ditación. Al ñn, tras un hondo suspiro, sobre una hoja de hlock que ostentaba como amarga ironía el fastuoso membrete Sociedad de lavaderos de oro, etcétera, se puso a escribir sin rebuscadas frases este breve De profundis, que había de llegar sema- inas después a la amiga lejana :

{(El Páramo (bahía de San Sebastián), agosto de 1890.

Como su consulta, Estela, será mi respuesta : franca y leal. Sin duda, por no saber ayudarme, -no me ayuda el cielo. Estos seis meses de trabajos y privaciones no me han traído otro resultado que la demostración de su inutilidad, sin dejarme es- peranza razonable para los venideros... De estas minas de oro saldré más pobre de lo que entré, de- jando enterrada en ellas la ilusión que me impelió a este nuevo desatino. Lo peor de todo es que, vis- tos los trastornos políticos y la crisis general, tam- poco diviso por ahora mejor perspectiva en Bue-

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nos Aires ; no vislumbro en qué podría ocuparme allí con suficiente provecho para el sustento del más modesto hogar. Y dicho está que sirvo menos aún para cualquier trabajo de campo. Si algo hay en que mereció su afecto, eso no es monedable en esta tierra. Ambos hemos sido imprudentes; pero yo solo, insensato. Espero humildemente su perdón, ya que me detengo en el dintel de lo im- perdonable, que sería ofrecerle compartir mi po- breza a usted, que sería digna de un trono. La desligo, Estela, de su generoso compromiso. Cá- sese con Simón ; es un hombre bueno, que la quie- re, y un trabajador inteligente, que le asegurará el bienestar, base y condición indispensable de toda felicidad doméstica. Me despido de usted con in- menso dolor, pero sin amargura, bendiciéndola por el sueño radiante con que durante un año iluminó mi vida.

El destino no ha querido unirnos ; pero no pro- fanemos con el desdén ni borremos con el olvido la pura ilusión de nuestra juventud. Guardemos piadosamente en el relicario del alma esta ñor mar- chita para desempolvarla de vez en cuando y aca- so refrescarla con una lágrima. Adiós, Estela ; qui- zá más tarde nos volvamos a ver, cuando los anos, que todo lo mitigan, hayan trocado mi desespera- ción presente en resignada conformidad. Soy y quedaré siempre su mejor amigo, lu ai) ?t;n

Daniel.»

I Qué hacer ahora de su vida ? ¿ Seguiría en este verdadero «páramo» destripando el arenal aurífero

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para arrancarle esos granitos preciosos, ya casi vi- les de puro escasos, y que muy pronto apenas al- canzarían a cubrir los gastos de laboreo, y entre- gándose de noche o aun de día, durante los lar- gos temporales al juego y a la bebida, que ya empezaban a ejercer en él su malsana atracción? ¿ Volvería a Buenos Aires para ponerse a caza del mísero empleo, matador del hambre, siendo lo más a que, con toda su inteligencia y cultura, ajenas de conocimientos prácticos, podía razonablemente aspirar?... Persistía en esta depresiva irresolución, fomentada por las instancias del camarada Poker, que le había cobrado verdadero afecto (sobre todo después que pudo experimentar en cierta riña de juego el arrestado temple del bretón sentimental) y no soportaba la idea de perder a tal compañero. Fué entonces cuando un desgraciado o feliz acci- dente se encargó de resolver el problema, ante el cual el más interesado quedaba vacilante.

Unas semanas después de aquella crisis senti- mental, como Daniel, al anochecer, volviese de «campear», su caballo, que venía a galope, metió la pata en una cueva de tucutuco (i) y rodó, dan- do en tierra con el jinete. Cuando éste, levantán- dose, no sin algún trabajo y dolor, probó a mon- tar de nuevo (pues, según costumbre, el cuartago criollo se había quedado esperando a pocos pasos) se encontró imposibilitado de mover el brazo iz- quierdo, y a duras penas, valiéndose de sólo el

(i) El tucutuco es un pequeño roedor muy común en la Pampa y la Patagonia (Ctenomys magellanicus), donde cava galerías subterráneas.

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derecho, logró encaramarse en el paciente rocín Poker, que decía entender también de cirugía diagnosticó una fractura del húmero, desperdi- ciando en ello los emplastos y ungüentos de s botiquín de campaña; pero luego la salida visi- ble de la cabeza humeral y la escasa fiebre indica- ron tratarse de una simple luxación. No por esto era menos urgente la intervención quirúrgica para practicar la reducción y prevenir la anquilosis. En esta coyuntura o descoyuntura mostróse Poker excelente amigo. Deponiendo toda consideración egoísta, él mismo fué quien, después de un some arreglo de cuentas, dirigió la traslación a Punt Arenas de su compañero, a quien no abandon hasta dejarle embarcado en el paquete para Bu nos Aires. Aunque tardía, la reducción, sin clo- roformo, fué hábilmente practicada por el cirujano Lloret, del Hospital Rawson, y al mes o pocdl^ más del accidente, apenas quedaba de él cierta tiesura, que pronto desapareció, pudiendo Daniel entregarse sin estorbo a sus trabajos. ¡Sus trabajos! Bien llevaban este nombre las ta- reas, tan diversas y precarias como mal remune- radas, que al principio hubo de aceptar para, como se dice, ¡ganarse la vida! Y si más tarde, algo más asentadas, perdieron aquel primer aspecto de inseguridad, nunca dejaron el segundo, o sea su carácter de humildes y mezquinas, pudiendo atribuirse su relativa estabilidad a la aparente re- signación de Daniel con su mediocre destino. Dejj sus pasadas andanzas quedábanle echando a ladW espaldas aquellas fantásticas acciones mineras un ^

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par de mil pesos, que colocó en un Banco, para no tocarlos sino en caso desesperado. Se arre- gló, pues, para vivir estrictamente de sus entra- das, por módicas que fuesen. Por Maurice Bloch, a quien volvió a encontrar pues el judihuelo te- nía caídas de gato , establecido con una agencia de cambio y lotería en la calle San Martín, con- siguió Daniel su primera ocupación, que fué, ¡triste literatura!, la correspondencia en francés de una Compañía europea de seguros. Por él tam- bién supo el casamiento de Estela, habiendo veni- do a Buenos Aires, algunos meses antes, el novio, Simón Puech, a compras matrimoniales. La noti- cia no le causó extraordinaria sorpresa, pues sos- pechaba ia verdad, aunque una aguda sensación dolorosa, como de una hoja metálica que desga- rra los músculos. Pero era natural que con el tiempo fuera la herida cicatrizándose, si bien pue- de que bajo la epidermis quedara la punta rota de la arrancada flecha. Los duros apremios de la exis- tencia material tienen siquiera la ventaja de subs- traernos desde luego a las cavilaciones sentimen- tales ; y por cierto que las circunstancias de Da- niel no le dejaban mucho vagar para melancólicas recordanzas.

¡Entonces fué cuando tuvo que entrar de veras en la ruda batalla de la vida, no habiendo, al pa- recer, pasado de escaramuzas los contrastes ante- riores I Gracias a la precaución antes indicada, no Ileí^ó nunca a conocer la miseria propiamente di- cha : la necesidad material que hinca en la carne su diente de lobo. Ésta, por otra parte, no puede

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ser, en estos países nuevos y en sujetos vigorosos^ sino un accidente pasajero. Pero hubo de su- frir, como achaque crónico, la escasez de medios, que apaga los bríos juveniles y cuando no depri- me el carácter lo embravece y orienta hacia el pe- simismo. Altivo y consciente de su real valer (hu- mildad y talento son términos antagónicos), era natural que para Daniel cualquier destino infe- rior pronto se tornara intolerable, no fijándose si- no en lo que presentaba de subalterno, sin atender a lo que tenía de productivo. Sucesivamente perio- dista francés, preceptor en una gran familia, comi- sario de vapor, empleado de Ministerio, agregado a la Comisión de límites con Chile, agente comer- cial, etc., ensayó diez empleos, sin adherirse a nin- guno, unas veces por falta de aptitud, otras, por repugnancia al ingrato oficio. Y no faltaron casos en que el tropiezo nació de algún conñicto de con- ciencia, que el superior encontrara impertinente en un subordinado. Así en la frontera chilena, cuando fué destituido por negarse a efectuar sobre el terreno en litigio una operación clandestina e ilícita ; o cuando, siendo preceptor, fué despedido, no por inculcar a sus niños doctrinas heterodoxas (que era incapaz de tal vulgaridad), sino por haberse negado a declarar que se confesaba, sim- plemente porque no era cierto.

Finalmente, hacia el año de 1895 obtuvo dos cátedras una de Francés y otra de Historia en los colegios oficiales, las que hizo redundar en propio beneficio intelectual, pues la primera le obligó a cultivar el castellano, mientras la según-

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da le rememoraba los cuadros de la inmensa tra- gedia humana. Por lo demás, su flaco emolumen- to, agregado al de algunas lecciones particulares, apenas le aseguraba la áurea mediocritas. Así pa- saron algunos años, que para él fueran del todo mustios y descoloridos a no buscar y hallar refu- gio en el castillo interior. Se dedicó con ahinco al estudio y al arte literario, si bien limitando su pro- ducción exterior a unos pocos ensayos o ((fanta- sías», que salieron a luz en grandes revistas pari- sienses. Allá, por el vigor del pensamiento como por la belleza de su estilo, no pocas de estas pá- ginas provocaron aplausos, que rara vez llegaban al autor en forma de carta espontánea de algún maestro, cuyas líneas laudativas rasgaban un ins- tante, como relámpagos, su argentina obscuridad. Muerta su madre, y su hermana metida a monja, ya nada le llamaba al terruño natal. ¡Sólo que- daba París, hacia cuyo faro de luz resplandeciente tendía fija su mirada con enfermiza y dolorosa obsesión ! Pero ¿ cómo volver allá, sin fortuna, ya no muy joven, ignorado y desvalido, para con- quistar la gloria y disputar el premio en la arena artística? La obra maestra es fruto que no madu- ra en árbol trasplantado; o, si tal ocurriera, por caso nunca visto, llegaría a su destino enjuta y desabrida. Aquí, pues, había que envejecer, conti- nuando este humillante girar de caballería atada al malacate y perdida ya toda esperanza razonable en un súbito golpe de fortuna...

Efecto de este convencimiento, cada vez mayor, de su fracaso definitivo fué para Daniel el confi-

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narse más y más en su encierro, el cual, a su vez^ acrecentaba su negra misantropía, debida, mitad a un fundado rencor contra la suerte injusta, mi- tad a su voluntaria ignorancia del mundo en que vivía sin frecuentarlo. Y este divorcio del extran- jero con el medio ambiente tuvo por corolario el desprecio del escéptico por los principios de virtud al uso, en los que, ante el espectáculo diario det mérito arrum.bado y del delito impune, cuando no triunfante, empezó a no ver ya sino declamacio- nes de hipócrita convencionalismo, destinadas a facilitar la policía social y mantener el orden pú- blico. Es así cómo en este ser superior, fiel toda- vía a su atávica tradición de honor caballeresca y sin que nada apareciera cambiado en su con- ducta exterior ni se creyera él mismo capaz de urr acto culpable , el organismo interno, corroído por la decepción y el sofisma, era ya el de un re- belde. Y por eso, a la hora de estallar el conflicto entre las dos potencias egoísta y altruista , siempre inmanentes en el ser humano, puede que bastara un embate impetuoso de la pasión para rendir el castillo moral, de muy atrás minado y batido en brecha...

Tales eran los antecedentes de Daniel Kergoet y los cuadros de su existencia americana que, por el conjuro de una carta trivial y al parecer insig- nificante, resurgían en su memoria. Y para él, que, metido en su cuarto, asistía a solas al des- arrollo instantáneo del imaginario panorama, aque- lla viva evocación de su pasado, que así escrita

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ocupa una hora, no había durado sino unos minu- tos, cual ocurre con las fantasmagorías del sueño o de la alucinación ; cuando salió a la calle, des- pués de vestirse rápidamente, daban las doce en el reloj del Cabildo.

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II

EN el tumulto de aquel barrio central, a mediodía, por entre los vehículos, transeúntes de prisa, empleados comerciales, baratilleros, buhoneros am- bulantes y muchachos vendedores de diarios o bi- lletes de la «grande para mañana», que a grito herido pregonaban su mercancía, Daniel se dirigió a la agencia de su amigo Bloch, que le quedaba a dos cuadras hacia el Sur, en la misma calle San Martín. Le encontró en su despacho, siempre ri- sueño, con sus ojillos movedizos y hocico agudo de hurón rubio en suma, simpático . Después de los saludos cordiales, Daniel le dijo lo que le traía, riéndose él mismo de su pecaminosa comi- sión :

((j Ah, ah I— exclamó Mauricio , ¡ese excelen- te Simón I... ¿Siempre por Pihué? Hace años que no lo veo... Precisamente, no me quedan sino dos medios billetes de mis últimas decenas seguidas : este año todo se ha volado tres días antes del sor-

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teo. Y ya habrá ofdo usted a qué precios ; pero esto no reza con los amigos...»

El «agenciero» sacó del escaparate las dos tiras de papel impreso, con sus sendas divisiones llenas de colorines idénticos, y las extendió sobre el mos- trador. En cada uno de los cinco décimos, debajo del «i.ooo.ooo» fascinador, se repetía el numero del billete : 9090 en el uno, 9099 en el otro.

Elija usted. Los <(cabulistas» preferirían el segundo billete, fundados en razones fantásticas que no merecen recordarse...

Daniel tomó el primero, por tenerlo más cerca, pagándolo con los 100 pesos mandados por Puech. Al guardar los 25 del vuelto, se deslizó fuera de la cartera otro papel suyo de 100 pesos, cayendo sobre el mostrador, junto al segundo billete de lo- tería, que Mauricio todavía no había recogido. <(Parece dijo éste, sonriéndose que le está ten- tando... Vamos: muerda el anzuelo por una vez y no cierre la puerta a la fortuna, que quizá le está llamando.» bí^bú Bmbímo aob

Daniel tuvo un segundo de vacilación ':

Pues amigo concluyó luego, decidiéndose , no quiero irme con el remordimiento, ahora que he visto el número: me quedo con él^^J ^obuíí.

Después de pagar su billete y én'€t acto de po- nerlo en su cartera, volvió a sacar el primero, ya guardado, y, extendiéndolos juntos sobre la tabla, pareció como que vacilaba en resolver con cuál se quedaría, dejando el otro para su amigo.

Pero observó Mauricio, con un asomo imper- ceptible de sorpresa , ¿ acaso no es cosa decidida

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ya? Usted mismo ha dicho que compraba pI 9090 para Simón...

Cierto es aprobó Daniel ; y agregó, mirando los billetes juntos : ¿ No es curioso pensar que de estos dos papeles idénticos, y que se han pa- gado el mismo precio, puede que el uno conten* ga una fortuna mientras el otro apenas servirá para encender mi pipa?... jBah! concluyó filo- sóficamente— , lo más probable es que ni uno ni otro valgan nada, después de haber sido durante algunas horas y no es poco— -un alimento de bellas ilusiones para su poseedor... -^

Daniel guardó en su cartera ambos billetes, y los dos amigos se fueron a almorzar juntos al ve- cino Café de París.

Tanto gusto tenían en charlar, evocando prefe- rentemente lo más lejano del pasado— pues en lo presente tenían muy pocos puntos de contacto , que el almuerzo, con su larga sobremesa, les pa- reció corto. Por supuesto que el tema de la pa- reja Puech vino sobre el tapete, traído, se en- tiende, por Mauricio, pues Daniel observaba al respecto cierta reserva. Éste, además, sabía di- rectamente muy poco de Estela, que sólo había venido a Buenos Aires una vez, en viaje de bo- das, estando Daniel ausente de la ciudad...

Pero interrumpió Mauricio ¿ no es usted pa- drino de su única hijita? ^^

Efectivamente : padrino por delegación, pues la niña se bautizó en Curumalán. Fué empeño de Simón, quien, no por qué capricho, se obsti- nó en el compadrazgo. Supe a la sazón que a mi

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ahijada la habían puesto Daniela, Nielita, a pesai de no existir tal santa en nuestro calendario. Dos o tres veces he visto aquí a Puech, que suele buscarme en sus viajes a Buenos Aires rarísi- mos, por otra parte . En cuanto a Estela agre- gó Daniel, después de una breve pausa , no »a he vuelto a ver desde aquella noche en que con usted fuimos a despedirla en la estación del Sur.

¡ Qué sesgo inesperado repuso Bloch sue- len tomar las cosas humanas I Pues todos a bor- do quedamos convencidos de que usted y Estela serían a los pocos meses marido y mujer...

Como Daniel guardara silencio, continuó así su interlocutor:

Ha de saber que yo estuve una vez en «Villa Estela», como le dicen, hace unos cuatro años, mientras andaba usted por la frontera chilena, y por eso no tuve nunca ocasión de contárselo. Fui allá por una operación de la «Curumalán» ; y por cierto que no dejé de visitar a mis antiguos conocidos del Portugal. Habitan una casa espa- ciosa, en el centro de su chacra propia, a unas dos leguas de la estación «Huincul» y a igual dis- tancia de Pihué. Estaba entonces empezando a formarse aquella colonia, que me dicen ha prospe- rado... Simón poco ha variado: el emigrante enér- gico y activo a quien usted conoció ha conser- vado su juvenil y jovial robustez al volverse un chacarero ya muy acriollado. Mayor cambio ha- llé en Estela : la encontré abatida, desmejorada y prematuramente marchita, a pesar de no con- tar entonces más de veintiséis años. Hasta me pa-

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recio poco cuidadosa de su arreglo personal, co- mo vencida por el medio rústico; ¡ella, a quien admirábamos a bordo por su siempre irreprocha- ble aunque sencilla compostura! Vi en la sala un piano cerrado, «que sólo se toca según me dijo— para divertir a la niñita, hasta que le sirva para el estudio No revive, en efecto, según pu- de observar, con sus risas y gracias de otros tiem- pos, sino al contacto de su Danielita, encanta- dora criatura que junta en su deliciosa personita la belleza argentina con la finura francesa... Qué, ¿ nunca se le ocurrió a usted ir a pasar allá un par de días?...

Sí, alguna vez contestó vagamente Da- niel— ; pero ya sabe usted lo ocupado que estoy y lo medido en mis gastos . Y agregó luego, con !su triste sonrisa : Pues de veras que me ha abierto usted el apetito por mi ahijadita ; y si algo me sacara en la lotería de mañana, aun- que sólo fueran 200 pesos para el viaje, creo que iría yo mismo a llevarle mi regalo de Navi- dad...

Salieron y fueron juntos hasta la esquina de Piedad y San Martín, dirigiéndose Mauricio a su escritorio. Al separarse anunció que se marchaba esa misma noche al Rosario por dos o tres días, quedando en la agencia un dependiente de con^ fianza. Daniel fué a comprar una muñeca al Ba- zar Colón, luego una caja de confites en la «Bombonería Parisiense» y, embalados en uno los dos paquetes, se volvió, cargando él mismo con el bulto, camino de su alojamiento. Estuvo

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•paseándose unos minutos por el cuarto, sumido ^n reflexiones, que serían, sin duda, reminiscen- cias traídas por el relato de Bloch. Al oír el timbre de su reloj de pared, que daba las tres, se acercó a su escritorio, guardó en una gaveta «1 montón de condenadas cuartillas, como quien no pensaba trabajar más ese día, y después de sacar de su cartera los dos billetes de lotería, que dejó a la vista, se puso a escribir esta carta :

Buenos Aires, 21 <ie diciembre de 189...

Mi querido Simón :

Esta mañana, tan pronto como recibí tu carta, 'Con el billete a ella adjunto, fui a cumplir tu en- cargo, comprándote un medio billete para la lo- tería del millón, que se juega mañana, 22. Tus cinco décimos corresponden a la segunda mitad del billete n.* 9090. Me ha parecido más regular, por varias razones que no se te escaparán, co- municarte este dato inmediatamente, o sea la vís- pera de efectuarse el sorteo. Pero tampoco he creído conveniente remitirte el mismo billete, no sólo por el riesgo de algún extravío o accidente, sino también porque, dado el caso de sacarte cual- quier premio, tal vez resuelvas hacerlo cobrar por algún apoderado tuyo, a quien entregaré el bi- llete mediante tu orden escrita. Con el sobrante <ie tus 100 pesos he comprado el bonito bebé-Ju- meau que también me encargaste para mi queri- da ahijadita, cuya belleza sólo conozco por retra- to, así como ahora de su precoz inteligencia por la carta que me mandaste. Para que la mu-

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fleca no se aburra viajando sola le he puesto cerca unos confites.

No deja de tentarme tu invitación para ir a pa- sar con ustedes las fiestas de Navidad, y no se- ría difícil que yo mismo fuera el portador de la encomienda. Todo depende del sesgo que tome aquí, entre mañana y pasado, un pequeño asunto mío. Con afectuosos recuerdos para Estela y be- sos para Danielita, y deseando mejores de tus ojos, recibe un cordial abrazo de tu viejo cama- rada

Daniel Kergoet.»

Cerrada y franqueada esta carta, que metió en el bolsillo de su saco con intención de ponerla en el correo, Daniel guardó en su cartera los dos bi- lletes de lotería y salió a la calle. Distraído, pa- só, sin verlo, delante del buzón de la esquina, en dirección al escritorio de Bloch ; pero, llegado al ángulo de San Martín y Piedad, y recordando que aquél estaba ausente, dobló por Florida y siguió camino hacia el Sur. Por su paso lento y frecuentes paradas ante los escaparates, era visi- ble que su callejeo, de simple tregua mental y ejercicio higiénico, no llevaba objeto alguno. Así, por dicha calle y su prolongación, cruzó maquinal- mente la avenida de Mayo y las tres esquinas si- guientes, hasta encontrarse en la bocacalle de Perú- Belgrano. Aquí hubo de comprobar, algo aver- gonzado, que una atracción indeliberada le había llevado automáticamente al sitio mismo donde convergían y revoloteaban las quimeras que, des-

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de su reciente contaminación «loteril», le venían importunando. En la mitad de la cuadra alzábase la casa aquella, de vulgar arquitectura privada, y que en nada se diferenciaba de las vecinas. Só- lo proclamaba su importancia y misión oficial la enorme cola de infeliz muchedumbre, de todas edades y sexos, que contorneaba la manzana y, renovada incesantemente, asediaba las puertas de la «Lotería Nacional», en demanda de algunos décimos revendedizos para el gran sorteo del día siguiente. A decir verdad, nunca, hasta entonces, se había detenido Daniel a reflexionar cinco mi- nutos sobre si este juego ((nacional» significaba un morbo público, como destructor del ahorro po- pular, según afirmaban muchos, o bien, como sostenían otros, un simple y útil derivativo de la taberna. Lo único que ante aquel triste espectácu- lo experimentaba era un sentimiento de humilla- ción al tener que confesarse a mismo que, bajo una forma apenas distinta, y aunque desta- cado de la hilera plebeya, también él pertenecía al rebaño impelido por la sacra james.

Volvió sobre sus pasos, y por la misma acera de Perú llegó a la avenida de Mayo. En la es- quina topó con el joven abogado porteño Manuel Ramírez, colega suyo en el Colegio Nacional, don- de dictaba la importante cátedra de ((Literatura preceptiva»'; iba con un compañero, a quien pre- sentó: ((Ángel Becerra, poeta». Era éste un buen mozo a la criolla, negro de ojos, barba y melena; locuaz y perorador en tono gerundiano, con un vozarrón que a los pocos minutos daba gana de

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«masculinizarle» el apellido. Él también era profe- sor de lance. A falta de otra cosa, el ministro, a quien estaba recomendado por una prima carga- da de niñas casaderas, le había puesto a suplir una clase de Francés (apenas lo leía, chapurrán- dolo como una «vasca» española) ; pero estaba al caer una cátedra de Filosofía, que había solicita- do, con ánimo de aprenderla a fuerza de enseñar- la... Había publicado un tomo de versos amorfos y ultradecadentes Murmullos astrales y tenía otro en gestación. Ramírez, que admiraba a sií amigo, propuso entrar al Club del Progreso, de que era socio, para tomar el te y escuchar un poe- ma inédito de Becerra, que ((recitaba admirable- mente». Al oír esta amenaza de becerrada, Daniel sacó precipitadamente su reloj, recordando al pelo que tenía una cita a las seis (eran las cinco y media), y se despidió de la pareja rimadora y docente.

Continuó vareando, en sentido inverso, la calle Florida, no sin algún recelo de otro encontrón análogo al reciente y capaz de exasperar aún su impresión de extrañamiento intelectual, más abru- mador que el material y acaso más absoluto. Sin- tióse, a las pocas cuadras, tan hastiado de tien- das ya miradas como de transeúntes nunca vis- tos, y, resultándole intolerable esta vagancia ca- llejera por el barrio más ((escaparatoso» de Pla- tópolis, no discurrió otro programa más ameno que el de regresar a su alojamiento y combatir homeo- páticamente el tedio similia similibv^ apechu- gando con la soporífera traducción .del ilustre Te-

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jada. Llegado allí, le sucedió entregarse tan de lleno a la tarea, que dos horas después, cuando su reloj cantó las ocho, tenía ya derribado otro capítulo el V de la bendita ((Génesis». Compro- bando el dicho secular de que ((todo acto bueno tiene su recompensa», Daniel, al dar por concluida su jornada, experimentó desde luego la satisfac- ción del deber cumplido. No fué esto sólo, sino que minutos después, al emp)ezar a comer con excelente apetito en un pequeño ((restaurant» de la calle Esmeralda, vio entrar a su viejo conoci- do el hábil pianista francés Halévy, quien, llama- do por señas, vino gentilmente a hacerle ((vis-a- vis», agregando un sabroso acompañamiento es- tético a la comida. Y faltaba lo mejor, que era la invitación de ir a pasar la velada en casa del mismo Halévy, donde éste debía acompañar a la maestra de canto Mlle. Hervex, que ensayaría algunos números de su próximo concierto.

Le prevengo, si no la conoce observó Ha- lévy— , que la mujer es tan fea como eximia la ar- tista,..

Me alegro replicó Daniel ; así la sensación visual no debilitará a la auditiva...

Por cierto que al hablar así, en tono festivamente pedantesco, Daniel no afectaba, respecto del Ewig- weihliche o ((eterno femenino» de Groethe, un des- dén que no se avenía con su edad ni, felizmente, con 9UI índole. Durante estos diez años y sus múl- tiples andanzas juveniles en la Argentina, más de una vez creyó sentir en su corazón como un re- toñar áe la planta divina ; pero del renuevo sólo

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brotaron flores sin raíz, cortadas para perfumar una noche de fiesta y secarse al amanecer. Mejor dicho, no parecía sino que el antiguo tallo, tronchado a ras del suelo, lo ocupara aún por sus raíces invisibles, impidiendo a cualquier otro prosperar... Por lo de- más, aquí holgaba aquella reserva suya, que im- portara, como se dice, curarse en salud. Según lo había advertido el músico, no sería, por cierto, con su asp>ecto como pudiera la cantora belga pertur- bar al oyente : rubia, descolorida de tez y pelo, seca de carnes, sobre tocar a la madurez poseía la infeliz el físico más ingrato. Y a ello, sin dlida, debía atribuirse el que, con su magnífica voz y ad- mirable estilo, tal artista no brillara como ((estrella teatral», en vez de buscarse la vida corriendo tras lecciones a domicilio.

Comprendía el escogido programa algunas com- posiciones clásicas, dos Heder de Schubert y otros tantos de Schumann ; pK>r fin, cuatro páginas ca- racterísticas de la escuela francesa, extractadas de Rameau, Berlioz, Bizet, Franck, reservándose para los previstos rappels otras de factura más mo- derna y rebuscada, cuyos autores pertenecían al cenáculo del último nombrado. Entre éstas apare- ció, por supuesto, la famosa Chanson triste, de Duparc, la que, sobre no estar tan vulgarizada como hoy por el ((snobismo» elegante, aparecía aquí refrescada su inspiración y restituida a su pri- mer estado de confidencia dolorosa e íntima que le diera el poeta, gracias al arte de la intérprete y, sobre todo, al carácter privado de la interpretación. Pero en el alma de Daniel ninguna página reper-

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cutió tan hondamente como la Derniére feuille, de Chausson, cuya penetrante melodía hacía revivir en su memoria aquella última noche del viaje in- olvidable, ya suscitado horas antes por la carta de Simón y la charla de Bloch. Y la emoción secreta duplicaba la estética, al modo de la tabla de armo- nía, que, por bajo de las cuerdas instrumentales, intensifica las vibraciones sonoras.

Al volver a su casa, pasadas las doce, Daniel no dejaba de convenir consigo mismo que, esta no- che, había tenido que ceder un tanto el general desapego que la vida de Buenos Aires le inspira- ba— si bien, en el caso actual, poco probaba la ex- cepción, no teniendo nada de local el episodio, ni por sus actores ni mucho menos por su materia sublime . Algo probaba, sin embargo, el ejemplo reciente, y era, si había de prolongarse su amargo destierro, la posibilidad y, por consiguiente, la con- veniencia, para no sucumbir al negro pesimismo, de crearse en este mar de calma tíhicha espiritual algu- nas isletas de noble esparcimiento.

Bajo estas impresiones lenificantes entró en su cuarto, donde encontró, sobre su escritorio, un libro envuelto y una carta, cuyo sobrescrito le cantaba a un metro la conocida letra de Tejada. Primero desenvolvió el libro con instintiva aprensión : era un ejemplar de Murmullos astrales, provisto de una sentida dedicatoria del autor a su ((distinguido ami- go», con quien había cambiado esta misma tarde el primer saludo en una acera. Venía adjunta una tarjeta, de forma altiva y fondo mendicante, solici-

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tando de Daniel, qwe nunca las había visto tan gordas, un «juicio imparcial» (el cual, a producir- se, hubiera bastado para que el fabricante de rítmi- cos adefesios pusiera al distinguido amigo cual di- gan dueñas). La carta de Tejada pedía al <(amigo Kergoét)) todos amigos !) que activara la traduc- ción de su ((Génesis», por tratarse de una obra tan importante y urgente que el editor Larose, de Pa- rís, la reclamaba a voz en grito. Agregaba el gene^ síaco escritor que, a pesar de la negativa de Daniel, insistía el editor parisiense (entiéndase : el autor) en que el nombre del traductor figurase en la cu- bierta... ¡ Eso no rugió sordamente el aludido, ras- gando la carta y tirándola al canasto ; acepto los azotes, pero no la exposición en la picota !

Habían bastado estos dos incidentes baladíes lloviendo sobre mojado para echar a volar, cual mariposas bajo una ráfaga, sus gratas impresiones de minutos antes. Asimismo no dejó de desazonar- le más (pues rara vez prevemos si un incidente fortuito nos viene para bien o para mal) el que al devestirse encontrara en un bolsillo su carta a Puech. Bastante contrariado, la puso sobre el es- critorio, bien a la vista, para reparar al día siguien- te su olvido. Se acostó malhumorado, y, según su <x>stumbre, para conjurar los diablos negros de las cavilaciones, recurrió a una lectura sedativa. Aque- lla noche creyó hallarla en cierto cuento de Bazin, que venía publicado en el último número de la Revue des Deux Mondes. Pero al rato se inter- ponían entre los ojos y el libro imágenes de la fan- tasía, borrando la letra impresa, y aquellas mis-

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mas, aiun después de apagada la luz y ahuyentado el sueño, volvían, persistentes, a destacarse más vi- vas e importunas en la obscuridad. Apenas es ne- cesario decir que, de todas las impresiones recibidas en el día, las que más tenaces y reincidentes le per- seguían eran las relativas a la lotería, ya por ser del todo nueva en él la preocupación, pues nunca había jugado, ya porque, en el estado de profundo desaliento a que había descendido, la más lejana posibilidad de un golpe de fortuna, que brusca- mente transformara su mísero destino, tenía que suscitar un enjambre de ilusiones en su cerebro ca- lenturiento. E neniado por el insomnio, acudió en vano, para combatirlo, a las varias y pueriles rece- tas por algunos recomendadas : desde la de mirar fijamente un mismo punto de la pared, hasta la de contar los números consecutivos desde i hasta... Felizmente, el recuerdo de los Murmullos astrales le sugirió una verdadera inspiración de que tal vez el libro carecía . Fué, pues, a tomar el volumen sobre su escritorio y, vuelto a la cama, dio, abrién- dolo por su mitad, con un poema titulado : Ro- sario magnético. Todo fué rezar a media voz al- gunas decenas de la sarta de versos zambicojos que dicho rosario componían, y sentir obrar en sus nervios apaciguados el narcótico magnetismo pro- metido por ed título. Y así se verificó, una vez más, aquel dicho de Plinio, sobre no haber libro tan malo que no contenga alguna cosa buena...

-niLa. mañana siguiente, a la hora habitual, estaba continuando, pegado a su escritorio, la condenada

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tarea cotidiana, sin <tejarse distraer por los rumo- res de la calle. Como ayer, rajaba el ordinario bu- llicio, el más que nunca terebrante «¡Para hoy!» de los muchachos loteros, cuyos chillidos llegaban a su paroxismo al acercarse el minuto fatal. De re- pente, a las nueve, cesó toda aquiella algazara : ha- bía dado principio el gran sorteo, que rápidamen- te— y salvo algún premio aleatorio iría reducien- do el valor de los billetes vendidos y no vendidos a la tarifa única de guiñapos de papel. El meritorio traductor no sucumbió a la tentación de hacer un paréntesis a su trabajo para meditar sobre el «es- tado de alma» ^si tal puede llamarse de los milla- res de ociosos que en estos momentos se apiña- ban en el vulgarísimo templo de la Fortuna ; mu- cho menos f>ensó en incorporarse por entonces al gregario concurso. Hasta las doce y media siguió vertiendo en buen francés el mal español de Te- jada, poniendo a esta hora dichoso fin al capítu- lo VI sin sospechar que jamás principiaría d VII , y, como de costumbre, salió a la calle para almorzar. Sólo después de terminar, sin la menor precipitación, siendo ya casi las dos la tarde (y tuvo su puntillo de vanidad al consignar ante mismo el pueril detalle), se dirigió, fumando su cigarro y con paso de digestión, hacia la calle de Belgrano.

t; Doblada la esquina de Perú, veíase hoy también, como la víspera, afluir la muchedumbre a las cer- canías de la Lotería, si bien no formada ahora en ordenada hilera, sino apiñada en grupos vocingle-

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ros que comentaban incidentes de la extracción. Pero desde la ancha puerta de entrada, que custo- diaba la policía, el alboroto callejero iba apagándo- se gradualmente, hasta convertirse, pasado el se- gundo zaguán, en un silencio religioso que, verda- deramente, prestaba al patio cubierto donde se ce- lebraba el oficio loteril el aspecto solemne de un templo, o por lo menos de una sucursal de Mam- món. Después de arrojar una ojeada al tablero negro, visible desde el primer patio, donde se apun- taban los premios gordos con siu' respectiva asig- nación, y comprobar que no había salido aún aquel «millón» casi fantástico, ni, de los números sor- teados, uno que siquiera correspondiese a su nove- no millar, logró Daniel penetrar en un ángulo del segundo recinto y asistir unos minutos al ceremo- nial. En apretadas filas paralelas sentábanse al- gunos centenares de espectadores de todas edades, sexos y condiciones notándose hasta dos oficiales de uniforme y un clérigo , todos inmóviles, silen- ciosos, clavando los ojos fascinados en el altar del oficio profano. Lx> formaba una tarima con dos grandes globos de cristal llenos de bolillas y que giraban lentamente, desprendiendo cada cual con un intervalo de segundos, señalado por un escape de la válvula una unidad del montón, con el nú- mero premiado, el globo de la derecha, y con el valor del premio, el de la izquierda. Luego, cada esferita de boj, bajando por el encurvado tubo de cristal, era recibida en la mano por un niño de diez o doce años que, a medida y por su turno, cantaba, ya el número sorteado, ya el valor del pre-

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mk), prestando con Sui fresca voz infantil un ca- rácter de honrada inocencia al acto pecaminoso. El público no solía pestañear ante los sorteos de menor cuantía ; pero, al salir uno de los mayores, sentíase un como sordo estremecimiento y acaso una exclamación, en algún punto de las filas. Y esto, sin hablar, por cierto, del lance supremo que, alborotando el cotarro, interrumpiría por unos minutos la función, para dejar que el empleado inscribiera en la pizarra el número triunfal y el fotógrafo sacara una vista del cuadro conmo- vedor.

Pero Daniel no presenció tan patéticas escenas, retirándose aburrido a los pocos minutos. Sin em- bargo, no volvió a su cuarto ; a despecho suyo, no- tábase algo nervioso, y, por el momento, incapaz de reanudar su interrumpida tarea. Metióse en un teatro de la avenida de Mayo, donde, para variar, asistió a unas cuantas tonadillas, con desfile de majas en mantón de Manila y mucho ¡ole I Cuan- do salió, después de las cinco, ya rebullían por esas aceras los vendedores de diarios de la tarde, gri- tando : ((¡ La cuarta edición, con el extracto de la grande I » Compró un número sin mUcha prisa ; y, junto con la primera ojeada, fué tal el pasmo de la sorpresa, que se le cortó la respiración, parecién- dole por un instante que la ancha avenida, llena dfe transeúntes y tumulto, se volvía toda tinieblas y silencio sepulcral: ¡en cifras gordas encabezaba la columna del extracto el número 9090!!!...

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A los pocos minutos, recobrada su sangre fría, se dirigió algo precipitadamente, hay que confe- sarlo— ^al otro teatro, o sea al del, por cierto, me^| morable suceso. Desde el umbral de la calle per- cibíase estar ya terminada la magna operación del día y del año. Daniel dio algunos pasos adelante : ,^llá en el fondo, dominando los grupos raleados, en la primera línea del cuadro negro, enfrente del i.ooo.ooo fatídico, impreso en grandes cifras blan- cas, resplandecía, escrito con tiza, el número 9090. Aunque a Daniel no podía quedarle duda alguna, no resistió al gesto pueril de sacar de su cartera los dos billetes para identificar repetidamente el número de uno de ellos, con el ganador inscrito en la pizarra. Ya con la completa certeza del hecho y sin el más leve asomo de cavilación acerca de sus consecuencias naturales , iba recuperando poco a poco su entera serenidad exterior, aunque no ab- soluta calma interna. Todavía, pues, notábase él mismo un ligero temblor en la voz al averiguar en la tesorería cuándo se pagaban los premios y qué formalidades se requerían. El empleado le contestó que los premios se pagaban desde la mañana si- guiente, a las nueve, efectuándose los pagos al por- tador del billete, sin ninguna formalidad ni averi- guación.

. ¿Ni aun para el premio mayor? preguntó Daniel.

Ni aun para el premio mayor contest4.elifim- pleado. aiifisr

Iba a retirarse, cuando un mocito despabilado, que (había interrumpido su conversación familiar

1LNUMERO9090 •?

con dicho empleado para seguir este diálogo, pidió permiso a Daniel para obtener sobre él algunos da- tos, dándose como repórter de un gran diario de la mañana. Y como el interpelado mostrara poca in- clinación a la «interview», el otro se abrió con toda llaneza y frescura :

¿ Es usted el poseedor del medio billete del millón, verdad? Ya me han informado en la Agen- cia. El otro medio se ha vendido por décimos en una colonia de Santa Fe. que es usted el señor Kergoét, amigo del «agenciero» Bloch ; pero como el dependiente no sabía más, le rogaría, si no tiene inconveniente...

Daniel se resignó, sabiendo que en caso de no ceder a la tiranía informativa, el repórter con su silencio forjaría cualquier historia. Además de su nombre, nacionalidad y empleo en la enseñanza, no se negó, pues, a suministrar dos o tres datos biográficos y detalles sobre la adquisición del bi- llete. Pero cuando quiso explicar al noticiero cómo no era él sino un intermediario, encargado por un amigo, etc., aquél le interrumpió con una mueca desdeñosa ;

Eso no nos importa y vendría a aguar la no- ticia, resultando repartirse el premio gordo entre puros chacareros. Usted es el comprador y cobrador del billete : eso nos basta ; lo demás es negocio pri- vado. . .

Daniel juzgó inútil insistir. Pero, antes de reti- rarse, pidió como especial favor al amable emplea- do que quisiera ver en el extracto oficial, que le ha- bían dicho estaba ya imprimiéndose, si el núme-

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ro 9099 no sacaba algún premio menor. Aquél, des- pués de desaparecer un instante, contestó luego que no había nada. En lugar de volver a su cuarto, Daniel, movido de curiosidad, pasó por la agencia de Bloch. El dependiente, que en ausencia de Mau- ricio Había quedado en el escritorio y apenas cono- cía al cliente, le avisó que de varios periódicos ha- -bían acudido o telefoneado por datos sobre el feliz comprador y que él se había limitado a dar su nombre y profesión, no sabiendo más... Daniel aprobó su discreción, agregando d^e pasada qu< para escabullirse de tanto moscardón, tenía peí sado salir esta misma noche a pasar en el cam] las fiestas de Navidad. Y se despidió sin entrar ej mayores explicaciones.

Lo indicado sobre su proyectada ausencia de la ciudad era casi del todo exacto, pues no sólo se inclinaba a partir al día siguiente para Huin- cul, sino que ahora mismo resolvió aprovechar la hermosa noche de verano yendo a comer en el Tigre, con lo que se substraía, según antes dijera, a las indagaciones importunas, que ya empeza- ban a irritarle los nervios. Tal hizo, en efecto, y a las ocho, después de una hora de tren, ocupaba en el comedor, bastante concurrido, del Tigre Ho- tel una mesa que miraba al río Lujan. Vio que en otra, vecina, estaba comiendo el doctor Tejada con algunos amigos. Hubo un momento en que sus miradas se cruzaron, y sólo entonces el ilustre pu- blicista se dignó dirigir a su traductor una mueca, más que saludo, de amistosa protección. Casi ter-

EL NUMERO 909O 6^

minaba la comida en las más de las mesas, cuan- do entró un vendedor de periódicos con la edi- ción de la noche. Daniel no la compró, presu- miendo cuan poco diferiría de la edición anterior. Pero Tejada, no bien recorrida la sección «Ecos del día», se levantó y corrió hacia Daniel, a quien abrazó, prodigándole las rituales palmadas en la espalda :

Mis cordiales felicitaciones, amigo exclama- ba, repitiendo a gritos la noticia del periódico , ¿conque se ha sacado la del millón? Bueno; esta vez la fortuna ciega ha resultado vidente y acer- tada...

Y eran ya tantos los extremos con que el bo- balicón convertía en héroe a un simple o supues- to— favorecido de la suerte, que Daniel, enervado, quiso darse el gusto malicioso de desinflarse él mismo a vista de su inflador:

r-Muchas gracias por sus buenos deseos, dcclor dijo, bajando modestamente los ojos ; pero es que no soy yo el verdadero ganador, sino un ami- go mío del campo; desgraciadamente, no tengo en el negocio sino el papel de intermediario...

Ya, ya ; conozco la treta para librarse de car- gosos y sablistas. Mis felicitaciones una vez más . Y al ganar su asiento se dio vuelta para agregar : ¡ Pero cuidado con abandonar mi traducción^ ahora que es usted millonario! ^'^

No eran solamente los comensales de Tejada los que habían notado el incidente ; no se le escapó- a Daniel que también en otras mesas varias per- sonas se daban vuelta a mirarlo, cambiando a

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media voz observaciones que, evidentemente, se enderezaban al feliz protagonista del suelto perio- dístico. ¡ Había bastado la chiripa de cierta bolilla escupida por aquel tubo de cristal o, mejor dicho, la interpretación errónea que de ella le aplica- ban— para transformarlo en ((hombre del día» I Algo humillado y molesto por este nuevo testimo- nio de la necedad humana, pagó su adición y, después de un frío saludo al de los calurosos abra- zos, fué a tomar el tren de vuelta a la ciudad. Por supuesto que durante el trayecto le sobró tiempo para enterarse de lo que acerca de ello publicaban las crónicas de la noche, y eran, con algunos por- menores de pura invención gacetillera, los mismos datos por él suministrados al repórter. Al día si- guiente se repetía la noticia, recargada de detalles fantásticos a su respecto en los grandes órganos de la mañana. No fué esto todo, sino que a las nueve entró el sirviente trayendo un puñado de tar- jetas congratulatorias (las había de colegas, de co- nocidos de la Bolsa, de abastecedores, hasta de co- legiales, discípulos suyos) ; felicitaciones estereo- típicas, a las que el fámulo bearnés no dejó de agregar las suyas. Tales proporciones iba tomando -el chasco público, que el primer gesto de Daniel, apenas levantado, fué dirigir algunas líneas a los dos periódicos de mayor circulación, explicando cómo no tenía más parte en el hecho que «(haber sido comprador del billete por orden y cuenta de un amigo suyo, chacarero en Pihué, quien era, por lo tanto, el único dueño y ganador del medio mi- llón». Pero al llegar a esta parte de la esquela

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le ocurrió que la rectificación sería más categó- rica si pudiera terminarla declarando que dicho premio había sido ya cobrado y remitido su im- porte al verdadero y único dueño. Resolvió, pues, suspender el envío de la rectificación hasta poder, horas más tarde, darla completa.

Eran ya cerca de las diez. Para concluir con este negocio, salió a la calle, teniendo en la mano su carta a Puech que esta vez no dejó de echar en el buzón , y se dirigió a la administración de la lotería. Después de comprobar, en el extracto oficial allí exhibido, que su triste número propio 9099 no figuraba en la columna del noveno mi- llar, presentó el feliz 9090 al tesorero, quien, a los pocos minutos, le entregó simplemente un cheque de 475.000 pesos (i) contra el Banco de la Na- ción, con las tres firmas administrativas presi- dente de la Comisión, gerente, tesorero y el sello de la institución. El empleado se limitó a pregun- tar a Daniel si quería dejar su firma en el registro ; pero como notara en éste una breve vacilación, añadió : «Es voluntario». Daniel firmó y, guardan- do en sai cartera el precioso papel blanco y rojo junto a otro pobre giro de 300 pesos sobre su pro- pio depósito en el Banco Francés, se retiró, algo mohíno, del ^para otros templo de la Fortuna.

Vuelto al barrio central, empezó por cobrar de pasada su chequecito de 300 pesos, vagamente des-

(i) Sabido es que del premio mayor se deduce el 5 por iGo para los números vecinos o «aproximaciones».

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tinados a gastos de un viaje todavía eventual. De ahí fué a almorzar en el pequeño «restaurant» de Esmeralda, donde a nadie conocía, exceptuando al simpático pianista Halévy, que estaba ya senta- do, y completó su fisonomía de distinción moral mostrando no saber palabra de loterías, y menos de premios gordos ni flacos. Gracias a que en la tem- porada de veraneo holgaban las lecciones de pia- no, pudo prolongarse bastante la sobremesa, de- dicada, por cierto, a temas artísticos. Se separaron, pasadas las dos, y de ahí se fué Daniel a la ofici- na de informes del ferrocarril del Sur, situada en- tonces en la calle Piedad. Por los diarios había sabido algo de las grandes lluvias e inundaciones ocurridas en la provincia, tan descomunales és- tas, que en algunas líneas habían causado la in- terrupción del tráfico... El empleado a quien se dirigió abundó en datos tranquilizadores. La línea a Bahía Blanca, en particular, por Las Flores, Olavarría y La Madrid, estaba restablecida ; cuan- do más, por unos días, la necesidad de reducir notablemente la velocidad en muchas partes del trayecto causaría un retardo de dos o tres horas en la llegada a Huincul, estación por la que Da- niel se interesaba...

¿ De suerte preguntó Daniel que la corres- pondencia de ayer para este punto habrá llegado ya a su destino?

Ayer no corrió tren por esta línea contestó el empleado ; es probable que esa valija vaya por el tren de esta noche... t^^? |^>

La noticia, si bien no del todo afirmativa, pro-

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dujo en Daniel tan profunda impresión que por ella decidió en el acto su viaje a Huincul. Así, des- pués de asegurarse, para estar solo saliendo de sus hábitos de economía , un departamento de dos camas en el tren que esa noche salía a las ocho y minutos, se dirigió a su alojamiento para esperar allí la hora de la partida, después de de- jar dicho en la portería que no estaba para nadie. Había escampado la lluvia de felicitaciones : ape- nas halló cinco o seis tarjetas tardías, tan expre- sivas como las anteriores. Sobre el pupitre estaba todavía la principiada rectificación j>ara la prensa. Ahora, resuelto ya el único punto que antes detu- viera a Daniel, nada faltaba para concluirla en la forma pensada y mandarla a los diarios. Tomó, pues, la pluma a este efecto ; pero, no bien escri- tas las primeras líneas complementarias, su mano se detuvo y el escritor, interrumpiéndose, se le- vantó y empezó a pasearse de un extremo a otro del cuarto, fruncido el entrecejo por el esfuerzo de la reflexión. Por más que, desde la víspera, su conciencia honrada rechazara, como una sugestión abominable, hasta la sombra de una vacilación ante el caso que no la admitía siendo así, como dijera Bloch, que había quedado resuelto en el ac- to de plantearse , ¿por qué volvía con persisten- cia a hostigarle aquel diabólico sofisma, suscitan- do dudas acerca de una solución que, a primerfi vista, aparecía tan clara como inatacable? ((Pi^ bien determinó Daniel , así como se desvane- cen los fantasmas ante nuestro solo ademán de correr tras ellos, quiero afrontar al mío, seguro

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de que me bastará examinar leal y fríamente la enojosa cavilación para demostrarme, una vez por todas, su poco o ningún fundamento.»

Se puso, pues, a recapitular la marcha de aquel asunto. Habíase presentado dos días antes en la agencia de Bloch para comprar un billete de lotería por encargo de Puech, pagándolo con dinero del mandante ; en esto había consistido la primera operación, según lo declarado al vendedor. En- tre los dos billetes ofrecidos, y puestos el uno al lado del otro sobre el mostrador, él había becho su libre elección, mediando algunas observacio- nes jocoserias de Blodh, y quedándose final- mente con el número 9090. Uno o dos minutos después, a sugestión del mismo vendedor, había adquirido para el billete restante, o sea el nú- mero 9099, y pagándolo con su dinero propio. Así no podía establecerse confusión entre dos actos tan distintos y separados por un intervalo de tiempo. Cierto que mientras quedaron los dos billetes sobre la mesa, y no existiendo razón pa- ra preferir el uno al otro, pudiera Daniel, sin es- crúpulo, cambiar su atribución. Pero esto no lo había hecho, ni siquiera intentado, puesto que horas más tarde escribía a Puech designándole como suyo el número 9090.

No cabía, por lo tanto, vacilación alguna acer- ca de quién era el legítimo y único dueño del nú- mero premiado y, por consiguiente, de la suma inscrita en el cheque cuya remisión constituía el principal objeto del proy**ctado viaje. ¡Atrás por siempre cualquier sofisma malsano que, sugerido

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por la codicia y el vano pesar de lo que «pudo haber sido», tendiera a obscurecer en la mente la noción clarísima, así del derecho ajeno como del deber propio, que dictaba su sanción imperativa I A raíz de este razonamiento interno y su rigurosa conclusión, experimentó Daniel un gran sosiego en su espíritu. Y, sin embargo, éste no venía acompañado de la plena satisfacción que suele dejar toda victoria de la ley moral sobre el egoís- mo y es su austera recompensa ; porque en esta alma, hondamente perturbada, la razón ya no reinaba sola, estando iniciado su tremendo con- flicto con la pasión...

A las siete y media metió en una maleta-nece- ser un traje de repuesto con alguna ropa blanca, y, después de guardar en cajón cerrado sus pape- les, bajó a la gerencia, donde entregó la llave del cuarto, dando aviso de su viaje al campo, por po- cos días. En seguida, llevando a la mano todo su equipaje y sin olvidar por cierto el precioso re- galo para la ahijada Nielita , subió en el coche de plaza que le condujo a la estación del Sur.

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nocturno. Mientras Daniel, por entre los gru- pos formados en la plataforma, seguía al portadoi^ de su ligerísimo equipaje hasta dar con el coche- dormitorio señalado en su billete, volvíale a la me- moria aquel cuadro análogo de diez años antes, ¡tan parecido y tan diverso!, en el mismo sitio¿ Aunque parecía que el escenario idéntico aproxi- mara las escenas, ¡qué lejos, en realidad, estaba aquello, resultando más distante aún por los Cambios obrados en la situación de los actores que por el tiempo transcurrido! Como entonces, solía destacarse de un marco de ventanillo abiéi*-' to alguna cabeza de mujer, joven y bella, dialo- gando con uno o varios acompañantes de pie en el andén ; pero, por las risas y alegres exclama- ciones que cruzaban, bien Se percibía que nin- guna de aquellas transitorias despedidas debía de ser, como aquella otra, el prólogo de una desga- rradora e íntima tragedia. ^-íiq^^ ?-^m nía Jusb

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Una vez instalado en su camarote y colocadas sus menudencias, había quedado Daniel en el pasadizo hasta el toque de salida. Se presentó el encargado del «restaurante, que hacía su distri- bución de asientos para el comedor. A su voz apareció en el umbral del camarote vecino un hombre de mediana edad, alto y fornido, con as- pecto de estanciero acaudalado, más burgués que campesino, y tras él asomó otro, mucho menor, aunque notablemente parecido (como que resul- taron hermanos), pero más afinado de facciones y modales, así como más elegante en el vestir. Al pedido que hicieron de comer solos en una mesa, el mozo o maitre aquel contestó que no queda- ba sino una, reservada para ellos y el señor (de- signando a Daniel), si aceptaba en ella un asien- to. Indirectamente interpelado, Daniel, que esta- ba a dos pasos, contestó que ocuparía dicho asiento si no había inconveniente. Esto, natural- mente, dio lugar, por la otra banda, a una incli- nación de aquiescencia y luego, en este país de confianza y llaneza, a una entrada en conversa- ción, que, previo canje «oral» de tarjetas, se con- tinuó en el comedor, haciéndose cada vez más abierta, sobre todo entre los dos jóvenes, que a primera vista habían simpatizado.

A pesar de su empaque muy criollo (por lo me- nos el mayor), ellos eran de origen francés. Fi- guraba su padre, Jean Laf argüe, entre aquellos centenares de labradores vascos o bearneses des- embarcados cuarenta años ha, de boina y blusa azul, sin más capital que sus brazos robustos y

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SU corazón enérgico. Difundidos en los campos del Sur, invirtieron allí sus primeras economías, ganadas en el esquileo de ovejas, comprando, por el año 80, a razón de 400 patacones la legua, tierras fronterizas que, bien elegidas, valían hoy cien veces más. Pedro Laf argüe, el mayor de los dos presentes, después de un paso rápido por un instituto comercial, había seguido trabajando en el campo, como su padre (aunque teniendo casa y familia en Buenos Aires) ; y a la muerte de éste, ya viudo, sucedídole en la mayor de sus estancias, mientras el segundón, José, diez años menor que Pedro, bachiller del Colegio Nacional y con algún barniz universitario, se aquerenciaba más y más en Europa, teniendo arrendadas, fue- ra de otras propiedades, las cuatro leguas de su hijuela, contiguas a las de su hermano, decidido como estaba a vivir de sus rentas en París. Por el lado de Daniel, las confidencias espontáneas habían sido mucho más breves. Pero dicho está que al mayor de los Lafargue, gran lector de dia- rios, no se le había escapado lo de la lotería. Da- niel, pues, recibió el chubasco congratulatorio de fórmula, pero juzgó inútil entrar en explicaciones con extraños, limitándose a aludir vagamente a un amigo suyo, copartícipe en la ganga.

El largo comedor estaba efectivamente repleto, no quedando libre sino la mesa que nuestros tres charladores ocuparon. Daniel, sentado enfrente de los dos hermanos, departía de cosas parisien- ses con José Lafargue, que se expresaba prefe- rentemente en francés. Éste, venido por unas se-

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manas al solo objeto de renovar sus contratos de arriendo, no veía la hora de retornar a su lujosa gargonniére de la calle Pierre-Charron. Entre- tanto, el criollazo Pedro, conocidísimo por todo el Sur, donde era más popular que el mate cimarrón, sacudía al vuelo repetidas manotadas de saludo hacia casi todas las mesas del ((restaurant», acom- pañadas de retumbantes «¿Qué tal, Fermín?», «¿Cómo te va, Manolo?», etc., que dominaban el rumor del tren en marcha, sin más variante que algún ((USted» entreverando la granizada de «vos» que es sabido representa el tuteo argentino. Se particularizó, no obstante, con una mesa vecina y frontera a Daniel, en la que se sentaban cua- tro caballeros algo más que maduros, a quienes Pedro Lafargue fué a dar sendos apretones de manos por su orden de importancia y méritos, que, Vuelto a su asiento, con orgullosa satisfacción, clasificó ante sus dos comensales en la forma si- guierfééí?^^ <^i3^ .29y9id ^km oríDJ/m obia üBÍéaá Son" cuatro categorías, cada cuál en su género* Aquel flacucho de enfrente, con anteojos montan dos en oro, es el famoso banquero Wedel : un lin* ce para ir al grano, aunque cegatón, y sin igual para husmear la presa gorda ; tan sin entrañas en lo bursátil como liberal en lo privado ; capaz de abrir en canal a su propio padre si se le cruzara ; en una especulación, sin perjuicio de erigirle des-^ ; pues un real mausoleo. En materia rentística no hlíy^iquien le mate el punto ; tenemos que sacarle el sombrero, y [vaya si se lo sacamos! ; Con . decir que en el último arreglo o conversión de

ELNÚMER09090 ^^

nuestros empréstitos se apañó, según cuentan, unos diez millones de pesos!... ¿Y no se diee quién los perdió? interrumpió

José. 1\ü:> ^ ,0^31^3 ; f089iv;

Déjate de majaderías y antiguallas idealistas. El país nada perdió si la operación mejoró nues- tra hacienda, y fué simplemente la casa bancaria la que dejó de embolsar esa comisión... ^ Bi¿íid ^i

El vecino de Wedel continuó Pedro^ Láfar-t gue con visible complacencia es precisamente el ex ministro de Hacienda que decretó la importan- te operación en que aquel otro intervino, la cual no sería menos salvadora de nuestro crédito si, como se corrió entonces, también éste hubiera sa- cado tajada del negocio por el solo hedho de po- ner el visto bueno a su tramitación. Fué muy ata- cado después de la crisis por haber resultado mii- .llonario sobre el descalabro universal. Pero al fin todo se olvida y acalla, y he aquí al vilipendiado de ayer ocupando hoy una banca en el honorífico Senado de la nación:.?. X odoib : -r-<^#dfiá oDh nu

refunfuñó José-^í todo pasa, y el prove- cho en casa...

Te concedo continuó Pedro que algo de eso podría aplicarse al tercer comensal que nos da la espalda. Éste que es un chanchullo profesio- nal, y de la clase mayor. Julián Decrés, descen- diente colateral, según afirma, del célebre marino y ministro del primer imperio algunos de cuyos vastagos degenerados arrastran hoy por el fango un apellido ilustre , desembarcó en Buenos Ai- res a raíz de no qué malandanzas en su país.

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Pronto apareció metido en veinte empresas, apro- vechando la célebre «crisis de progreso». Pero muy luego ocurrió la otra, la verdadera, que no era de progreso, sino de regreso, de cuyas resultas el pescador de río revuelto quedó en seco, quebra- das las costillas ; quiero decir, con una mala quie- bra a cuestas. Está visto, ¡gracias a Dios!, que no le basta a uno ser trápala para que todo le salga a pedir de boca... de tiburón. Sea lo que fuere, el tipo ha vuelto a levantar cabeza... o, como ustedes dicen, a ((montar en su bestia» ; tan es así que, re- cogido del suelo por un gran industrial, consiguió asociarse con él, concluyendo, muerto su bienhe- chor, por desalojar, o poco menos, a sus herede- ros. Y ahí lo tenéis pescando más que nunca en río revuelto, y no sólo en vías de edificar una se- gunda fortuna mayor que la primera, sino dando fiestas, a que acude nuestra gente de pro.

Ahora bien, amigos míos prosiguió Lafargue mayor, quien al servirse el café había encendido un rico habano : dicho y entendido lo que uste- des oyen, ¿ sabéis quién es el cuarto comensal de la mesa, aquel señor calvo y obeso que nos da la espalda ? Nada menos que el doctor Bermúdez, mi- nistro de la Suprema corte y uno de los hombres más respetables de la República. Su presencia y promiscuación entre los citados, así como el he- cho de ir todos juntos a la opulenta residencia campestre del primero en Ligh-Mahuida, donde, naturalmente, serán tratados por igual a cuerpo de rey, nos prueba bastante que el rigorismo mo- ral no es de nuestro tiempo, ni menos de núes-

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tra tkrra. Sin echar, pues, la piedra al prójimo, dejemos que cada cual se las arregle con su elás- tica o rígida conciencia, ; ni pretendamos desviar el curso de las cosas humanas, que, a intentarlo, no sacaríamos sino ser arrollados en su corriente !

Y, al terminar su resumen de filosofía prác- tica, el excelente producto franco-argentino de la inmigración simbolizó con una bocanada de su fragante monterrey esta legítima interpretación burguesa del laissez faire, laissez p as ser.

Durante dichos razonamientos Daniel había guardado silencio, como si no le interesaran esos juicios sobre personas y cosas muy exteriores a la órbita de su modesta existencia. No había tal, sin embargo ; lejos de serle indiferentes, aquellas sen- tencias de moralidad vulgar para no decir de in- genua desmoralización penetraban en su espíri- tu para ejercer acción disolvente y tal vez obrar a su tiempo como móviles de conducta. Alzó la vista al oír que el joven Lafargue le dirigía la pa- labra, mientras su hermano estaba pegando la he- bra con uno conocido suyo, sentado a su espalda, que le transmitía noticias poco halagadoras sobre inunidaciones y cosechas. Con la fácil confianza de la juventud, y sin hacer aprecio de lo que an- tes dijera Daniel acerca del verdadero poseedor del billete aquel, le preguntó amablemente :

Como vuelvo a París el mes que viene, y su- pongo que dentro de poco hará usted lo mismo, me interesaría, si no hay en esto indiscreción, sa- ber algo de sus proyectos ulteriores, pues, en caso de establecerse usted allá, me agradaría sobrema-

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ñera estrechar los vínculos de simpatía formad< esta noche, y que espero sean recíprocos... '>

"Y sin reparar en que Daniel, algo embarazado,! no le daba al pronto más respuesta que una son-* risa evasiva, el otro joven, poniendo, como di- jera en francés (pues conversaban en esta lengua), «los pies en el plato», se puso a trazarle un plan de existencia por el modelo de la suya propia.

Este plan consistía en colocar su capital a ré- dito, con hipoteca bien saneada, sobre tres o cua- tro fincas en Buenos Aires, que le darían fácil- mente el 6 por loo anual, o sea, sobre un capital de un millón de francos, una renta segura de 60.000...

Yo siguió explicando José gasto algo más ; pero los argentinos, aunque nos esforcemos por perderlo, algo conservamos siempre del ((rasta» fantasioso y manirroto ; usted, con aquella renta que digo, vivirá en París más confortablemente que nosotros con una doble... Habría otra solu- ción, que sería la compra de campos para arrien- do ; pero ello es más complicado, y si me consul- tara usted me permitiría disuadirle... afiBii di;

Pues de modo muy distinto pienso yo de- claró Pedro Lafargue, dándose vuelta e interrum- piendo su coloquio con el pasajero de las noticias tristes : en lugar del señor, yo haría dos partes de mi capital, invirtiendo, si se quiere, una mitad en renta urbana, pero empleando en buena tierr£^ ^ la otra mitad. Con disponer de doscientos cinsá cuenta mil pesos y no precipitarse, adquiriría fáli cilmente un par de leguas de rico campo para gá*

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nadería y agricultura, por la región comprendida entre Las Flores y Laprida o el Tandil, a 40 ó 50 pesos la hectárea. Supongamos 50 hectáreas arren- dadas a tres presos ; con el rédito urbano del ca- pital restante, que daría otro tanto, se alcanzan fá- cilmente los 60.000 francos de renta que calculaba José ; pero con esta diferencia : que el valor de los campos está todavía muy lejos de haber alcanza- do su máximo y seguirá creciendo por la sola ac- ción del «progreso», como dicen, y -que ^yo, senci- llamente, llamo la población. jjfílq p^f f^ifpinn r.-^" Daniel escuchaba con una sonrisa algo esfor- zada aquellos cálculos alegres, fundados en un quid pro quo, pareciéndole por momentos, co- .mo al estudiante del Fausto, que ((una rueda de molino le giraba en la cabeza». Se disponía a hacer cesar esta situación fantástica poniendo de una vez las cosas en su lugar, cuando se acercó un -mozo de comedor para advertirles que necesitaban ceder la mesa al segundo turno. Se dirigieron, pues, a su dormitorio, bamboleando en los pasadi- í^os Hie cinco o seis coches intermedios. Llegados a la puerta de su camarote, José, que había que- dado atrás conversando un segundo con los no- tables, avisó a Daniel que el banquero deseaba sinceranrente que le visitara en su estancia dle Ligih-Mahuida. Daniel esbozó un gesto que, en francés, se traduciría así, descortésmente : «tengo -otroís perros que azDtaíri) ;nr^. asiría no aceptara la invitación para continuar el palique, sabiendo que los Laf argüe tendrían que bajarse en Las Flores á las dos o tres de la mañana, allí fué la afee-

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tuosa despedida, quedando cada cual en su com- partimiento. Daniel dejó abierta la puerta del su- yo y, sentado en su cama baja, encendió un ci- garro, esperando llamar el sueño, que, seguramente te, a esta hora temprana apenas las diez no se apresuraría a venir.

Por otra causa, más poderosa que la de la hora, había de mostrársele rebelde esta noche el bálsamo bendecido y aliviador áe las humanas fatigas. Y era porque las pláticas recientes, agregando su in- flujo perturbador al de las insólitas impresiones acumuladas en los dos últimos días, tal conmoción nerviosa habían producido en el sobreexcitado or- ganismo que, hasta rendirse a su propio exceso, no conciliaria el descanso reparador. Por lo pron- to, seguro como estaba así creía, al menos de poder reivindicar en cualquier momento el domi- nio íntegro y refrenador de su razón sobre su fan- tasía, experimentó una acre fruición, como quien apura una copa embriagante, en propinarse por una hora la sensación intensa de soltar el vuelo a la ((loca de la casa», fingiendo realizado aquel cam- bio de fortuna, cuya visión, desde ayer, le perse- guía con su irritante espejismo. Y, entre supers- ticioso e irónico, para que se operara más eficaz el encantamiento, quiso, según se practica en las artes mágicas, ponerse en contacto real con la ma- teria del sortilegio. Sin plena conciencia del ve- neno sutil que acaso el contacto infiltrara en su ánimo, sacó, pues, de su cartera, y se puso a con- templar un minuto, el cheque del Banco de la

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Nación ; ¡ el simbólico papel rosado y blanco que contenía una fortuna !

Esta tira de papel pronunciaba a media voz, como si el trepidante rugido del tren le in- citara a materializar en sonido su pensamiento vale más de un millón de francos. Suponiéndola mía por un momento, representa la realización del dorado ensueño que vanamente perseguí diez años entre trabajos y decepciones. Viene tardte para mi primer ideal de felicidad, no así para mi ambición de gloria. Con esto entro de veras a vivir mi vida, abandonando, tirados a mi espalda, como repugnan- tes y sórdidos andrajos de miseria, esas faenas de- gradantes y mezquinas que representaron hasta ayer mi humillada existencia de desterrado. Vuelvo a mi patria con 60.000 francos de renta sólida, inmune contra todo accidente, y que, dejando bien invertido el capital, no puede sino crecer como planta arrai- gada en buen terruño. Llego a París joven aún, aunque experimentado ; sano y robusto, lleno de bríos ; poseedor, no de una fortuna yanqui de esas que avasallan o embrutecen a su dueño , sino de la que corresponde al amplio bienestar francés, la que, asegurando la independencia y permitiendo al biennacido la frecuentación social de su agrado, basta para la satisfacción de todos los gustos finos y nobles. El mundo me abre sus puertas, ¡ mío es el porvenir !

Y así continuaba desarrollando su plan de ima- ginada existencia, en ese estado de semialucinación consciente, que es el del artista, tan vivaz ahora pa- ra la ficción de lo futuro, como la vimos eficiente pa-

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ra la evocación de lo pasado. «Realizábase» mental- mente, ya instalado en un lujoso apartamento de la ribera izquierda, en pleno París universitario y tra- dicional, lejos del boulevardier y exótico, al que apenas se mezclaría para los intermedios de ((fiesta». Allá, por su caro barrio Latino y cerca del Luxem- burgoj incomparable jardín puramente parisiense (en que vaga, tal vez, el genio obscuro, desalentado y pobre, que a él le fuera soberanamente dulce des- cubrir y proteger), se crearía un interior de como- didad y moderna elegancia, donde recibiría a unos pocos amigos selectos, dedicando sois otras veladas al arte o al placer. Después de emplear el verano en viajes pintorescos, o mllégiatures, volvería a sus lares a fines del otoño, para consagrar al estudio y al esfuerzo mental las dos largas estaciones propi- cias, de noviembre a jumo. Pero en su amplia sala de trabajo, repleta de libros, con vista alegre a par- ques y monumentos, sería donde, toda la mañana, de ocho a doce, condensaría en la elaboración inte- lectual toda su voluntad y energía, destilando gota a gota a lo Flaubert las dos obras literarias una de historia crítica, otra de arte puro que de años atrás había venido incubando en esa América tan refractaria a la belleza. ¿ Alcanzarían sus fuerzas para realizar tan alta empresa? Se atrevía a creer- lo así. Confiaba en que durante estos años de plena edad viril, libre de toda vil atadura material y bar -nado en aquel ambiente fecundo, se sentiría con la inspiración y el heroico vigor que crean las obras -maestras. Entonces, quizá, vendría la gloria a ilu- ininar su madurez, ya que no la conoció su triste

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juventud... Y así envejecería, honrado, acaso aplau- dido, sin duda arrimado al tibio rescoldo de un fiel y último afecto casi olvidado, a tal distancia, del largo y doloroso error que hizo de su primavera un rudo invierno , para ir a terminar la pacificada existencia en su rescatado castillo de Bretaña y ce- rrar sus ojos donde primero los abrió...

Así fantaseaba Daniel, ahora acostado en su so- fá, convertido en estrecha y dura camilla, prosi- guiendo en las tinieblas su ilusorio devaneo ; el cual, a la postre, resultó tan sedante, con sus qui- méricos giros, que el soñador despierto acabó por quedar profundamente dormido al sordo rumor de las ruedas sobre los rieles. Cuando de veras des- pertó era ya de día. Quedábale el vago recuerdo de haber soñado sin duda en los últimos minutos que estaba todavía en la playa fueguina de San Se- bastián ; recogía a dos manos unas enormes pepi- tas de oro, con que llenaba incesantemente el mismo canasto que no acababa de vaciar en un carro, el cual venía a ser luego un barco que, así cargado, en pocos instantes arribaba al puerto de Burdeos...

No bien abrió los ojos miró la hora a su reloj : iban a ser las ocho ; así, el enervado organismo ha- bía exigido la noche entera, de un tirón, para des- canso y recobro de su íntegra tonicidad. Ahora, bien repuesto y dispuesto, sentíase en «forma» para mi- rar de frente y resolver con relativa serenidad su an- gustiosa situación moral, en la que no habían deja- do de ejercer inñuencia perturbadora y quizá más de lo que él pensara aquellos castillos en el aire de su reciente vigilia. Urgía adoptar la actitud definiti-

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va, no estando probablemente muy remota la lle- gada a Huincul. Para cerciorarse de ello llamó al camarero, que empezó por abrir el postigo, mos- trándole el cielo gris y el campo empapado : la llu- via, mansa y ensordecida por el tren, continuaba cayendo desde la víspera. A la pregunta de Daniel sobre el término de su viaje el sirviente soltó la risa.

Acabamos de salir del Tandil.

¿Cómo del Tandil? preguntó Daniel.

Sí, señor. Empezamos por llegar a Las Flores, donde bajaron sus amigos, con una hora de retar- do. Allí el jefe de estación nos previno que, ha- biendo los desbordes del río Azul destruido varios terraplenes de la vía y hecho intransitable el tra- yecto entre dicho punto y el Azul, tendríamos que desviarnos hacia el Tandil y por el empalme de Vela a Olavarría es el que estamos recorriendo en este momento ir a tomar la línea de La Madrid y Pihué a Bahía Blanca. La vuelta nos cuesta cinco horas hasta Tandil y cuatro largas a Olavarría, donde lle- garemos a las doce ; de ahí son otras cinco horas a Pihué, o a la estación Huincul, que tanto vale ; en cuanto a aquellos otros señores del departamento reservado, bajarán una hora después, a las seis de la tarde. Pero no se aflija el señor ; en el Tandil nos hemos provisto para el almuerzo...

Me bastará p>or ahora manifestó Daniel sin inm-utarse que se hayan provisto de café con le- che, y vea si pueden servírmelo aquí...

Mientras le traían lo pedido salió al balcón abier- to, que un cobertizo guarecía de la lluvia. Se ane- gaba el monótono paisaje de la pampa en un velo

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gris que, a una cuadra, esfumaba los objetos y es- casos accidentes del suelo. Apenas de trecho en trecho emergía del fondo algodonoso una tran- quera, un palenque contra el corral, un techo ne- gruzco, junto a un bosquecillo de duraznos o talas, en que hallaba escaso refugio algún ganado suel- to ; acá y allá, un hato de ovejas acurrucadas (ha- cían espalda al temporal, hinchando bajo la hume- dad sus esponjosos vellones. Y estos ínfimos deta- lles de un cuadro de tristeza, que entrevistos así, a rápidas ojeadas, sólo producían en Daniel la im- presión melancólica de toda naturaleza mustia y descolorida, eran los mismos que para algunos rurales experimentados, atentos, sin duda, a con- templarlos desde las ventanillas del tnen, contenían amenazas, si no indicios de parcial ruina. Esta im- presión fugaz, que le trajo a la memoria lo mismo que leyera tres días antes en la carta de Simón, devolvióle el sentimiento de su propio caso y fué como una punta de acicate en su carne viva. Des- pachado en cinco minutos su desayuno, mandó lle- var el servicio para no ser interrumpido en su me- ditación. Y por cierto que si volviese ahora el lo- cuaz camarero y fuera un tanto observador no reco- nocería en este rostro de facciones contraídas y casi trágicas al festivo y risueño de momentos antes : Daniel, en efecto, observaba como regla constante, propia de todos los enérgicos, el no revelar nada de su ser interior a las miradas indiferentes, mucho menos a las de subalternos.

Había cerrado su puerta, cual si previera que

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en lo intenso de su introspección se le escaparían, en forma de monólogo, algunos jirones del dis- curso interno, que sólo él debía oír. Corrió, pues, el pestillo para ((estar solo» ; luego, sentado en e\ sofá y conservando armada delante de la me- sita de desayuno, para acodar el brazo en que, a ratos, apoyaba la cabeza pensativa, se puso a es- tudiar, dolorosa y ahincadamente, el tremendo ca- so de conciencia que al principio se le presentara sencillísimo y que ahora, por efecto de satánicas sugestiones que él no había llamado ni sabía conjurar , le aparecía envuelto en tinieblas lle- nas de asechanzas. Y durante este patético debate interno de tres horas era tan profundo su ensi- mismamiento que apenas oía a intervalos el agu- do silbido de la máquina anunciando la llegada a una estación ; menos aún notaba el escaso mo- vimiento de viajeros, que en esta víspera de Na- vidad, fiesta de familia en cada hogar, casi no bajaban ni subían. . n orn.

Siendo cosa entendida y resuelta que no había tomado el tren sino para traer a Simón Puech el cheque correspondiente al billete premiado, adqui- rido con el dinero de aquél, y, por lo tanto, de su legítima y única pertenencia, primero se pre- guntó a mismo a qué se debía que tan clara noción hubiera venido obscureciéndose gradual- mente en su espíritu. ¿ Podía acaso atribuirse tal mudanza al carácter frágil o accidental del título de propiedad, o bien a la chocante desproporción existente entre ese ademán indeliberado, por no decir indiscernible, y las consecuencias enormes

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que ie prestara la casualidad? «No contestába- se una vez más y sin vacilación ; | fuera de aquí toda falacia vergonzante ! » De lo primero no ha- bía que volver a hablar. La propiedad del billete en cuestión no era más incierta que la de ouialquier otro, bien adquirido : pertenecía tan indiscutible^ mente a Simón como si éste lo hubiera pagado por su mano, o, después de pagado por mano de Da- niel, aquél hubiera entrado en ese instante en la agencia y recibídole del intermediario. No era, pues, en el espíritu donde la noción de la ver- dad se había perturbado, sino mucho más aden- tro, en la conciencia ; y aquí era donde correspon- día rastrear y sacar a la luz el espúreo concepto, para que su rechazo o siui aceptación definitiva fuera un acto consentido y no un vergonzante equívoco. Sí, evidentemente, en ese repentón del azar, que brutalmente le arrancaba una fortuna para regalarla a ese otro, se revelaba una cruel ceguera, si no monstruosa ironía del destino. Para hacerla resaltar bastaba contraponer el efec- to que en una y otra condición individual habría de producir el inesperado suceso. Dada la situa- ción de modesta pero creciente prosperidad en que se hallaban Puech y los suyos, este golpe de fortuna no hacía sino adelantarle algunos pasos en su carrera ; el colonizador se haría estanciero ; compraría una casa en la ciudad ; en lugar de lle- gar a ser rico en la edad madura, lo sería desde la juventud. No había de importar mucho más el cambio obrado por el dorado chaparrón, ni por su falta valdría mucho menos el ya bien acomodado

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rural... ¡Qué diferencia, entretanto, con el caso de Daniel ! Tal novedad significaría para él un contraste o vuelco tan brusco como el tránsito de la noche al día. Era una vida nueva la que empe- zaba ; el reintegro del expulso en ei estado de que le despojara el hado inicuo ; ¡ la subida desde la penuria, la humillación, la obscuridad a la abun- dancia, a la consideración, a la gloria!... Y de nuevo, en confuso tropel, volvían a porfía las vi- siones de la pasada vigilia, hoy más que nunca tentadoras, enseñando a Daniel, ya medio venci- do, las delicias futuras al alcance de su mano y sólo separadas de la realización inmediata por un gesto imperceptible menos aún, por una simple aquiescencia pasiva...

Llegado a este punto de su debate interno, pa- recióle a Daniel que se sentía opreso como si el aire faltara a sus pulmones. Abrió su puerta y, saliendo del coche, fué a apoyarse unos minutos en el balcón. El espectáculo nada había ganado en color pintoresco ni perdido en carácter tétrico, aunque empezaba a escampar el temporal. Pero él apenas miraba el monótono paisaje, absorto co- mo estaba en sus cavilaciones. Parecíale por mo- mentos hallarse en medio de una tabla tendida so- bre el abismo, vacilando entre retroceder o salvar el temeroso paso... Y fué en este trance cuando creyó escuchar, subiendo de ese fondo del ser in- terior que se llama conciencia, esta misteriosa ad- monición : Non furtum facies. No hurtarás... ¡La- drón! ¡Él, Daniel de Kergoét!... Sintió como un choque eléctrico, tan violento e inesperado, que

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retrocedió instintivamente, sintiendo necesidad de volver a su camorote para recobrar sus plenos senti- dos...

Intentó primero sutilizar consigo mismo sobre el carácter de la acción que cometería apropiándo- se aquel papel de Banco. La calificación del acto, en efecto, más que el acto en sí, secretamente con- sentido, era el simulacro contra el qule se suble- vaban a la par, así las raíces atávicas del caballe- ro, como las fibras íntimas de su idiosincrasia ; y todo lo que parecía subsistir del que hasta en- tonces pasara por un dechado de altiva probidad, era que todavía le horrorizase el nombre del deli- to, cuando ya se avenía con la idea de su ejecu- ción. Pugnaba por demostrarse a mismo que no podía haber robo, ni siquiera defraudación, allí donde faltaba el despojo de la cosa. Siendo así que el daño sufrido por Piiech se reducía a dejar de percibir una ganancia ignorada, toda la culpa de Daniel para con él, al no entregarle lo que en abs- tracto le pertenecía, jjero que en realidad nunca ha- bía poseído, no pasaba de una infracción a la ley moral y a los deberes de la amistad. El perjuicio positivo que con ello padecía el comprador, des- poseído sin saberlo, no superaba el valor de su bi- llete inutilizado... jOh!, a este respecto resulta- ría ((generosa» la compensación, siendo el ánimo de Daniel dotar a su ahijada con el pico de cuaren- ta y tantos mil francos, excedente del millón. En suma, apreciadas fríamente las circunstancias del hecho, se reconocía culpable, si éste se consuma- ra, de una falta vituperable contra el honor, de

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una deslealtad, pero no de un crimen... En estas argucias y otras semejantes se debatía el desgra- ciado, asido en el terrible engranaje y forcejeando en vano por atenuar con sofismas, ya que no co- honestar con razones de verdad, el atentado que en su corazón ya tenía cometido.

Con todo, esta postura de delincuente vergon- zante no había de persistir en él, ni cuadraba al descendiente de los jefes de clan, intrépidos cor- sarios bretones, que solían vivir desconociendo to- da ley, pero, al cabo, rescatando sus excesos con su audacia. Puesto que él se decidía, en tan grave coyuntura, por el atropello de cualquier barrera, no quería, ante su fuero interno, encubrir más tiempo su fechoría bajo el disfraz de una excusa hipócrita : se sentía capaz de cometer tal vez una piratería, nunca una ratería. Había llegado el momento de sancionar prácticamente sus teorías sobre amoralidad privada y omnitolerancia social, asumiendo, con franco y deliberado albedrío, la entera responsabilidad de su conducta. Reaccio- nando, pues, contra aquella pasajera debilidad, tributo pagado a las preocupaciones ambientes, no vaciló en repudiar formalmente, a esta hora, todo lo que él, de muy antes, consideraba como puro convencionalismo farisaico. Y ello era nada menos que la veneranda armazón de principios y sentimientos altruistas que, durante dos o tres mi- lenarios históricos, había servido para afirmar la victoria de la civilización sobre la barbarie, y man- tenido las conquistas del progreso humano con- tra las vueltas regresivas de la animalidad. Ahora

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bien : esta arca santa del decálogo social era la que, según el Daniel de ahora discípulo de Nietzsche y próximo a poner en acto la doctrina que el maestro sólo había puesto en frases , no re- presentaba sino un aparato de cartón pintado, cu- bierto en todas sus caras de máximas edificantes, que los ingenuos aprendían piadosamente, en tan- to que a los hábiles sólo servían contraseña para combinar a mansalva sus artimañas. No era cier- to, pues, que tales fórmulas correspondiesen efec- tivamente a reglas de conducta, ni que el mundo se rigiese por ellas, obedeciendo a preceptos de justicia y equidad ; mucho menos que los actos buenos merecieran, en general, la reverencia del público y los perversos su vituperio...

Juzgadas las cosas por el único criterio positi- vo, he aquí los dos grupos desiguales en que cada nación se dividía : el de arriba, compuesto de una minoría de poderosos y patricios ; el de abajo, for- mado p>or la innumerable multitud de trabajadores e ilotas dedicados al servicio de los primeros. Y cada grupo tenía su ley moral propia : la de los señores, que era un instrumento de gobierno ; la de los esclavos, que era un estatuto de sumisión. Los hombres no se repartían entre buenos y ma- los, sino entre ricos y pobres, o sea entre martillos y yunques del taller universal. Se educaba a los niños enseñándoles que la sociedad honraba a la virtud, o sea al bien, y castigaba al vicio, o sea al mal ; ¡ falacias y subterfugios I Salvo rara excep- ción, los únicos culpados a quienes alcanzara la ley son los pequeños o incautos que incurren en

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la torpeza de que se les sorprenda in fraganti o se asimilen a delitos pasibles del Código sus malos pasos. En realidad, criminales y delincuentes obs- truían todos los peldaños de la escala social, tanto más impunes sus atentados cuanto más valiosos fueran y más encumbrados sus autores, pudiendo comprobarse qiue nunca jamás hubo un millonario en nuestros presidios... Por lo demás, no había necesidad de buscar, fuera del lugar ni del tiempo actual, ejemplos demostrativos de la tesis : basta- ba abrir los ojos para encontrarlos patentes don- dequiera ; y, sin ir más lejos, en este mismo coche comedor, ¿ no era anoche la mesa mejor servida y de todos envidiada aquella en que se sentaba el delito impune y se ostentaba el vicio triunfante? ((Así las cosas concluía Daniel , de más está añadir que fuera desempeñar un papel de ((dupa» resignarme a pverder, en nombre de una siuipuesta ley moral universalmente burlada, la ocasión in- esp>erada que a la mano se me viene de fijar con clavo de oro la rueda de la fortuna.» A tal con- clusión arribaba su agitado examen de concien- cia ; y acaso, si pudiera |>enetrarlo, hubiera m^ere- cido la atención de un observador psicólogo, el que durante este largo debate interno, en que tan a menudo volvía el nombre o la persona de Simón Puech, no surgiera luna sola vez la imagen de Es- tela...

El aviso del almuerzo interrumpió la cavilación, si no es que le ponía punto final, habiendo el cavi- lador tomado ya su partido definitivo. Después de empalmar en la importante estación de Olava-

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rría, donde bajaran los más de los pasajeros res- tantes, el tren se encaminaba a La Madrid, punto medio del trayecto a Pihué. Daniel, pues, encon- tró casi vacío el comedor y pudo elegir entre va- rias mesas disponibles. A los pocos minutos ocu- paron la mesa vecina el ((profeta» Wedel y sus tres anabaptistas. Saludos amables, seguidos de los previstos comentarios sobre el temporal ; la llu- via había cesado, pero las gotas oblicuas rayaban todavía el cristal de las ventanas. Como, no bien terminado el almuerzo, el obeso jurisconsul- to se hubiera retirado para proceder a su siesta ri- tual, Daniel aceptó la invitación de ocupar el sitio de aquél y tomar el café con los notables. Wedel se mostró interesado p>or la ganga loteril de Da- niel y le dirigió sentidas felicitaciones, que éste aceptó cortésmente y ya sin asomo de protesta. Con menos complacencia satisfizo a Decrés, que le preguntaba por su pariente, el general de Ker- goet, como si aquellos recuerdos de familia le fue*- ran por ahora importunos.

Volvió, al contrario, a escuchar con interés los consejos del banquero, quien, fuera de sus batidas financieras, conocía todas las formas posibles de emplear provechosamente el dinero en la Argen- tina, hallándose metido en estancias, colonias, fá- bricas, ingenios azucareros y diez empresas más. Con referencia al capital de Daniel, y siendo así que éste manifestaba la intención de establecerse tran- quilamente en París, no vacilaba Wedel en acon- sejarle desinteresadamente (aquello era para él un grano de anís), como hiciera Lafargue, la compra

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de campos bien elegidos, con cuyo arriendo vivi«4 ría cómodamente donde quisiera. Wedel prolon- gó gentilmente las explicaciones, instando de nue- vo a Daniel para que le hiciera <u:na visita en su residencia de Ligih-Mahuida...

Vuelto a su camarote, y faltando poco más die una hora para llegar a la estación de Huincul, se- gún acababa de decirle el empleado, cruzó por la mente de Daniel esta reflexión : puesto que «aque- llo)) estaba definitivamente resuelto, ¿ qué objeto tenía ya esta parada, así como su visita a Simón Puech? No sin marcada repugnancia miraba aho- ra la perspectiva de pasar allí varias horas, quizá un día, aceptando aquella hospitalidad, compar- tiendo los cordiales agasajos de la familia, multi- plicando las mentiras, eternizando, por fin, una actitud de traición que le vendría a ser un cruel -suplicio... ¿No valía más pasar de largo hasta Ba- hía Blanca, donde tomaría el tren de regreso a Buenos Aires? Desde aquí escribiría a Puech, re- mitiéndole su fingido billete, junto con los rega- lillos aquellos, y explicándole por qué hallaría un pretexto no había podido realizar su anunciado viaje... ¡De repente, por natural asociación, el pensamiento de esta segunda carta proyectada le trajo a la memoria la primera, que tenía olvidada I Quedó embargado, como ante un relámpago anun- ciador del rayo que venía a estremecer, si no a desmoronar, su frágil y recién edificado castillo. Acaso en aquella carta, ¿ no indicaba a Simón el verdadero número de su billete, el ganador? Y ahora estas cifras fatídicas 9090 creía verlas

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destacarse fulgurantes sobre el obscuro tabique del camarote, a manera de aquellos caracteres presa- giosos de la sentencia bíblica. ¿Cómo tergiversar un dato tan sencillo, y desmentirse a mismo, ale- gando un error tan poco creíble y hasta absurdo por lo extraño e inverosímil ? ¿ No era probable que, una vez despierta la desconfianza de Puech, y vista la imp>ortancia de la sospechada defrau- dación, éste procurase descubrir la verdad?... Fe- lizmente, así en la lotería como en los diarios y demás conversaciones, lan vagamente se había aludido a una participación anónima, que nadie había parado atención en ello, tomándose en ge- neral por un subterfugio del ganador presente... Pero ¡Mauricio Bloch!... Por más que Daniel se encarnizara en reproducir de memoria los térmi- nos de su carta, no conseguía recordar ahora si había en ella pronunciado el nombre del ((agen- ciero»... Ahí estaba el nudo obscuro de la cues- tión. Si él había nombrado a Bloch, todo se des- cubría : en presencia del lío aquel, el primer pa- so de Puech sería escribir a Bloch, quien, por cierto, recordaría haber él mismo insistido sobre la verdadera atribución del billete número 9090... En caso contrario, podía todavía salvarse aun ((mo- ralmente» la situación, siendo muy improbable que le ocurriera a Puech, sin motivo alguno de re- celo, entrar en averiguaciones y dirigirse para ello precisamente al judío, de quien apenas recordara... ¿ Cómo cerciorarse de este punto capital ? Brusca- mente, en esta bruma de perplejidades, resurgió en su memoria aquella observación del empleado del

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ferrocarril, relativa a la demora del correo. Sin que todavía atinara a precisar su alcance, esta simple eventualidad hizo vislumbrar un rayo de luz en su tenebrosa incertidumbre : reflejo siniestro, en todo *caso, pues el infeliz descarriado a tan crítico rebor- de había descendido en la resbalosa pendiente, que con cualquiera tentativa suya para salvar el paso se veía empujado al abismo...

Eran pasadas las seis de la tarde cuando el tren -llegó a Huincul. La lluvia había seguido raleando hasta parar del todo, a medida que se corría hacia ■el sudoeste, aunque permanecía cargado el cielo por el rumbo opuesto, en dirección al Salado y Buenos Aires, donde, sin duda, continuaba el tem- poral. Aquí mismo el último chaparrón sería muy reciente : en el aire y el suelo, húmedos, quedaban aún sin evaporar ni absorberse los charcos llovedi- zos, en las hojas de los arbustos temblaban to- davía algunas gotas centelleantes de líquido cristal. Daniel bajó solo, sin ser sentido, en el diminuto y desierto andén. A todo evento se decidía, como al principio lo tenía pensado, a parar aquí, una no- che o una hora, dejando por lo pronto en suspenso todo paso ulterior ; lógica resolución que, fatalmen- te, le arrastraba hacia el callejón sin salida en q^ie había de cumplirse su destino.

>.u.

IV

MÁS que estación, era Huincul una simple para- da, que luego fué suprimida cuando, a poco de abrirse el ramal de Saavedra a Alta Vista, deja- ron de fomentarla los principales agricultores de la región. Regentaba la microscópica sucursal, con el título de jefe, tin joven provinciano, de aspecto en- clenque y algo jorobado, quien, sobre sus funcio- nes propias, allí poco agobiadoras, acumulaba las de administrador de Correos, telegrafista, boletero, factor de cargas, etc. A todo atendía, asistido de un muchacho y dos o tres peones que solían ser ocho o diez durante estas semanas de cosecha, en que las bolsas de cereales se apilaban a lo largo de la línea . Enfrente de la estación, vía férrea p>or medio, formaban la población en cierne una fonda con posada, compuesta de cuatro o cinco viviendas ; una tienda-almacén-taberna (que todo ello implica el término «pulpería») ; una barraca y depósito de frutos ; por fin, algunos casuchos o ranchos disemi- nados— dos de éstos habitados, nombrándolos se-

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gún su orden de uitilidad : el uno, por dos gendar- mes, de uniformes más herrumbrados que sus ma- chetes ; el otro, por un par de mozas criollas de esas que Cervantes, sin propósito despectivo, llama- ba ((del partido». En total, un medio centenar de habitantes estables, comprendiendo una docena de matrimonios más o menos indisolubles.

No bien apeado, y apenas salido el tren, fué el primer acto de Daniel dejar su maleta en un banco de espera, contra la pared, y acercarse al jefe para informarse de Villa Estela y sus dueños, aunque no estaba todavía resuelta su visita.

Ahí tiene usted precisamente contestó el pre- guntado, enseñando a un mocetón parado a pocos pasos al mensajero de don Simón Puech, que está desde hoy esperando la correspondencia. . . ; Pancho I (llamando al peón, que se acercó y saludó con el sombrero). Francisco, el señor es relación de don Simón y quizá vaya con vos a Villa Estela...

Está bien manifestó Pancho, sin otra observa- ción— ; saldremos en cuantito el señor disponga, después de recibir la correspondencia...

El jefe entró en su oficina con el peón, a quien seguía Daniel, muy interesado en el escrutinio. El primero separó de la valija la correspondencia para Puech y sus agregados : una docena de diarios y cuatro o cinco cartas, cuyo número apuntó en una libreta, y entre las que Daniel, con un estremeci- miento que no pudo reprimir, reconoció la suya. Francisco hizo de todo un paquete, que metió en una cartera de cuero, pasándose al cuello la correa, en bandolera, después de cerrarla sen-

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cillamente con un broche central y dos ihebillas.

Y ahora consultó, volviéndose a Daniel cuando el señor guste... r

Pero, amigo objetó su improvisado patrón, con una sonrisa algo forzada , | no piensa en lo que me propone I Dos leguas así, de sopetón, con la obscuridad que se nos viene, el tiempo que amena- za, quizá los arroyos crecidos... ; y todo eso en Nochebuena... Desde luego, tengo que buscar ca- ballo y montura ; a más de que, se lo confieso a ustedes, si puedo librarme del galope, preferiría al- quilar un sulky o un dlburi, cualquier birlocho...

Eso podrá encontrarse— contestó el jefe , j>ero no para hoy, y menos con regreso obligado a media noche. Al cabo, ida y vuelta son cinco leguas por bañados y pantanos...

Se hizo visible que estas razones no dejaban de pesar en el ánimo de Francisco, además, quizá, de no desagradarle la variante. Dirigiéndose al jefe :

¡Ültimamente, don Ciríaco preguntó! indeci- so— , ¿ qué le parece que debo hacer ? Yo aquí, y los patrones esperando...

Hombre manifestó don Ciríaco , si el señor te garante y a vos no te disgusta la partida... Fue- ra de que en la chacra, por el colono Bautista, que volvió allá esta tarde, habrán sabido el retardo del tren... Y a propósito, ¿cómo sigue de la vista don Simón ?

Dicen que mejor, aunque tiene siempre pues- tos sus anteojos obscuros y no sale de su cuarto...

Así será, amigo Francisco concluyó Daniel, con un tono de aparente indiferencia que distaba

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mucho de tradiucir sus actuales impresiones ; pero por lo pronto lo que le pido es qii)e me ayude a lle- var mis cosas a la fonda, donde conversaremos... ¡Muchas gracias, don Ciriaco!... ¡Ah! Me hará el gusto de comer conmigo, ¿ verdad ? ¡ Hasta luego ! Y sobre una señal afirmativa y fórmula agradeci- da del modesto empleado, cuyos complacientes in- formes se proponía aprovechar, Daniel salió de la oficina acompañado del peón Francisco, que le lle- vaba la maleta. Cruzaron la vía y llegaron a la fon- da ((del Progreso» (por supuesto), que se alzaba a treinta pasos. Era una casa baja como todas las de la población , con su despacho de bebidas a la calle ; en seguida, el comedor, contiguo a las piezas de servicio ; por fin, cuadrando el patio, algunos cuartos para pasajeros, que solían estar todos ocu- pados en tiempo de cosecha y acopio de frutos. El posadero era un italiano coloradote, reluciente de grasa, que, sentado cerca del mostrador, en mangas de camisa ^y éstas remangadas , estaba a la sazón absorbido por una partida de brisca, que no inte- rrumpió, dejando que la patrona, morocha activa y no antip)ática, atendiese a los recién entrados. Da- niel tomó posesión del mejor cuarto, que amuebla- ban una cama de Ihierro, un lavatorio de hojalata esmaltada, con um espejo del ancho de la mano, una mesita central y dos sillas ; luego designó para Francisco la pieza contigua, algo más pequeña, y que comunicaba con ésta, fuera de su propia puerta al patio. El peón aceptaba estos arreglos con esa pasividad criolla, que le haría acostarse entre los cortinajes de un palacio con la misma indiferencia

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que sobre sus jergones en el galpón vecino. Puestas encima de sus respyectivas camas la maleta de Da- niel y la cartera de Francisco, aquél (habiéndose ase- gurado, sin atenerse a las protestas de la huéspeda, de que corrían las cerraduras de las puertas extfe- riores) llamó a conferencia a su improvisado escu- dero. Era éste un paisanito buen mozo y bien plan- tado, que no carecía de garbo agreste en sus cal- chas domingueras ; chaqueta obscura y bombadha igual, metida en la bota, al cuello el infaltable pa- ñuelo de seda punzó y ciñendo el talle el ancho ti- rador de cuero recamado :

Bueno, Francisco díjole, afectando jovialidad campechana y agregando al tuteo algunos giros locales para asimilárselo mejor ; estás franco hasta mañana temprano, en que a primera hora te larga- rás para Villa Estela, solo o conmigo, según que encuentre o no un carruaje de alquiler. Podes ce- nar aquí o donde quieras : yo pago . Y después, con sonrisa indulgente : No te faltará donde pa- sar el rato y hacer tu «Nochebuena», diablón...

Seguro que no falta dónde cuando hay con qué murmuró el bellaco con socarronería gauches- ca— ; ahí no más, en el negocio, hay ((runión» con baile ; pero en este fin de mes anda uno medio águila y no hay que pensar...

Toma, buena pieza dijo Daniel, sacando un billete de a diez ; que sea mi regalo de Navidad. Pero ¡ cuidado con emborracharte, y sobre todo pe- lar el cuchillo !...

- Ya iba volando Francisco hacia su farra ; pero Da- niel dejó pasar unos minutos, hasta asegurarse de

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que la marcha era de veras. Entonces entró en el cuarto del muchacho, vagamente alumbrado por reflejo crepuscular ; tomó la cartera de la correspon- dencia, que puso sobre la mesa, y después de des- prender las dos hebillas, apK)yó el dedo en la cabeza del broche que se abrió ; sacó las cartas de su divi- sión especial, aparte de los periódicos, y de una ojeada reconoció el sobre de la suya, con la direc- ción escrita de su mano. Sin más por el momento, volvió a poner las cosas en su lugar, cerrando la cartera y dejándola donde estaba : se había cercio- rado de lo que necesitaba saber para proceder opor- tunamente.

Hecha esta averiguación, salió luego a rondar por el ralo y chato rancherío, cuya prosaica miseria, hija de la vagancia y dejadez, aparecía, al caer de esa tarde de verano, más lúgubre cien veces que la tristeza de la pampa comarcana en su misterio de mielancólica monotonía y silenciosa inmensidad, Sentíase oprimido el corazón como bajo el peso de un grave infortunio, cuya causa se abstenía de inda- gar, temiendo quizá descubrirla en el primer res- quemor del acto premeditado. Para un alma noble, en efecto, tan contranatural resulta un ambiente de insólita ignominia, que pronto se le torna irrespi- rable. Así le pasaba a Daniel ; uniéndose ahora a su interno desamparo la tétrica correspondencia de las cosas, llegó a serle intolerable esta impresión de universal abandono. Y, sin confesarse a mismo que acaso tuviera la soledad menos parte en su angustia que la mala compañía de sus pensamien- tos, regresó maquinalmente hacia la embrionaria po-

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blación, deseoso de escuchar voces humanas, aun- que sólo profiriesen trivialidades.

Eran las ocho ; la noche había cerrado. Ya esta^ ba allí, esperándole delante de la fonda, su tímido y humilde convidado, a quien Daniel hizo fiestas como a un viejo amigo. Instantánea y provisio- nalmente, su nube negra se Había disipado. Se sen- taron a la mesa, bastante aseada, y en la quie, gra- cias a la buena calidad de la materia prima huevos, patatas y cordero asado y a su preparación natu- ral, comieron ((opíparamente», según (certificaba Ci- ríaco. Estando tan cerca la colonia de Pihué, era im- posible que, al amor del lejano terruño, algunas go- tas de legítima cepa francesa no se hubieran infil- trado alguna vez hasta Huincul. La huéspeda, en efecto, decididamente simpática, desenterró dos bo- tellas de Espalión (vinillo célebre en el Rouergue), con cuyo estímulo, tal se le alegró la pajarilla al en- teco ferroviario que, soltándosele la lengua, abun- dó en expansiones personales sin duda represadas durante meses de mutismo , de las que no pocas resultaron extrañamente interesantes para Daniel y, por cierto, bajo una faz inesperada. ijQ .oiiitrDO.ODe^TOfiup offi

Sencilla y descolorida era la breve historia de Ciríaco Jiménez, que él refirió con candor, contes- tando a las distraídas preguntas de Daniel. Naci- do en Córdoba, de madre indigente, sin haber co- nocido a su padre, y educado de gracia, hasta el ba- chillerato, en el colegio de Montserrat, había corta- do sus estudios a los veinte años para venir a Bue-

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nos Aires a correr la suerte literaria, la que para él, huérfano no desprovisto de talento, pero sin arri- mo extraño ni energía propia, consistió en una ne- gra campaña de bohemia famélica. Por un senador platense, a quien corrigió las pruebas y algo los originales de cierto folleto sobre los desagües de la provincia, había conseguido el empleo modestí- simo con que, de tres años a esta parte, conjuraba el espectro del hambre en esta recién habilitada es-: tación de Huincul. Y mientras el pobre narrador que, por otra parte, se expresaba con facilidad y casi elegante corrección desenvolvía así su cinta de calamidades, no dejaba Daniel de comprobar en. la melancólica biografía algunos aspectos de la suya propia, por cierto bajo formas y accidentes' mucho más infelices y lamentables.

Con todo, muy lejos estaba Daniel de sospechar lo que luego iba a descubrirse, a saber; que, por una extraña coincidencia, los destinos de ambos ^ malandantes presentaban, además de aquellas se- mejanzas superficiales, un punto de contacto real ei íntimo, si bien en el caso de Ciríaco no había pasa- do el amoroso achaque (de esto, en efecto, se trata- ba) más allá de! idealismo quijotesco. Ocurrió, pues, que a los postréis (carne de membrillo y queso del Moro), como Daniel, ya entrado en confianza, alu- diera, sonriendo, a las hambreadas sentimentales que, sin duda, el joven estaría pasando en estos^ yermos a la edad en que el corazón vibra de todo, hasta del viento, como arpa cólica , su convidado, algo encogido al pronto, bajó los ojos y guardó si-

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lencio unos segundos. Pero luego alzó la vista hacia Daniel y, no pudiendo, al parecer, resistir más la tensión interior, le preguntó con voz apagada y tré- mula :

¿Conoce usted personalmente a doña Estela?

Fué tal, a esta pregunta, la sorpresa de Daniel, que apenas logró disimularla ; movió negativamen- te la cabeza que era la mentira reducida a su míni- ma expresión , obedeciendo con ello, no tanto, qui- zá, a un instinto de prudencia, cuanto al deseo de no perturbar en su libre desahogo lajs confidencias qoie se anunciaban. Se desbordaron, en efecto, de aquel alma tímida y reconcentrada en misma todas las efusiones reprimidas durante dos años de culto se- creto y mudo : palabras de amor no pronunciadas, mensajes nunca recibidos por falta de mensajero, lágrimas ni una vez enjugadas por la mano de quien las hizo correr. . .

De más está decir que de esta adoración perf>e- tua o chifladura a distancia, tanto supo el objeto de ella si algo no adivinó, sin parar mientes en la nadería como de la de Don Quijote su Dulcinea. Saltó la primera chispa, según referencia de Ciría- co, dos años antes, en la estación, durante una me- dia hora en que estuvo la señora de Puech con su niñita esperando el tren de Bahía Blanca. No tuvo a menos conversar bondadosamente con el res{>e^ tuoso empleado, que había recogido para ella, y le brindó, en un ramo de dos o tres pesetas, todas las flores del vecindario, mereciendo en recompensa be- sar a Nielita en la pura y satinada frente. Pero el año pasado fué cuando estalló el voraz incendio.

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con ocasión de una quincena de convalecencia que, después de un accidente profesional, logró Ciriaco disfrutar horas inolvidables I) a pocas cuadras de Villa Estela, en casa de un colono amigo. Habíale doña Estela mandado cuidar con tanta solicitud, atendiéndole personalmente ella misma algunas ve- ces, que el agradecimiento del infeliz había tomado la forma y proporciones de un verdadero culto. Por lo demás, su libro de amorosas memorias apenas contenía en sus páginas escritas algo más que exal- tados monólogos, reduciéndose los diálogos o duetos (fuera de aquel único ((intermezzo») a las frases de amable cortesía cambiadas durante las espaciadas visitas de Ciriaco a la chacra, o en las, más raras y cortas aún, paradas de Estela en la estación. Y tam- poco le faltaba al místico ((suspirante» su escriño de recuerdos materiales en que guardaba, cual joyas preciosas, un guante de su ídolo, olvidado en un asiento, alguna flor caída del seno o del cabello, tarjetas en que Estela agradecía el envío de un li- bro o de una pieza de música para Niela, con fór- mulas más cumplimenteras que amistosas. Tales eran las inapreciables fruslerías que, según confe- sión ingenua del mismo amador platónico, consti- tuían su sagrado relicario, evocando cada cual ¡eterna y envidiable puerilidad de la pasión pro- funda I su circunstancia propia, a modo de una es- tación inolvidable del vía crucis sentimental. Y Da- niel, al escuchar, entre conmovido e irónico, aquel himno fervoroso alzado a la mujer que él había co- nocido y amado en el esplendor de su juventud, y teniendo muy presente, por otra parte, la desencan-

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íada impresión que de su aspecto recibiera Mauri- cio Bloch cuatro años antes, experimentaba un ex- traño sentimiento de curiosidad, que, afectando in- diferencia, expresó con esta pregunta ;

Pero, dígame, Don Ciríaco: sin que pretenda con esto marchitar una sola de sus ilusiones, ¿ no ■olvida usted un poco que se trata de una señora casi madura, pues habrá pasado de loís treinta años, siendo madre de una niña de ocho o nueve ? ¿ Será verdad tanta belleza, y no entrará por algo en su lírico entusiasmo lo que Stendhal llamaba la «cris- talización», o sea la deificación imaginativa?

Le afirmo a usted contestó el joven con un acento de convicción comunicativa, como nacida, no sólo de una absoluta sinceridad, sino die la más confiada exactitud en el juicio , le prometo desde ya, que si llega a conocer mañana a doña Estela compartirá mi admiración, sin que en ello necesite participar el sentimiento. La belleza de esa mujer adorable habrá sido, sin duda, más fresca y des- lumbrante en su brillo primaveral : jamás ha podi- do revestir un carácter de tan seductora e inefable serenidad como ahora la experiencia de la vida y acaso el dolor le han impreso ; es un diseño de in- comparable artista grabado en una lámina de oro. íY si alguien creyere que su perfección es la del pá- lido mármol y su pureza la del hielo cristalino, será porque nunca pasó una hora cerca de Estela y no pudo apreciar su gracia soberana, los rasgos de su talento y razón, los dulces reflejos de su nobleza y bondad, no si diga contrapuestos o armónicos a sus vehementes protestas contra toda injusticia... Y

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este incomparable conjunto continuó Ciríaco con voz más sorda, tras una breve pausa tanto más re- salta en ella, cuanto que forma un contraste cho- cante con la espesa vulgaridad intelectual y moral de su marido : esa sórdida avaricia e inhumana ra- pacidad que le han permitido apañar en menos de diez años, y dentro de su reducida esfera, una for- tuna que pasa ya de cien mil pesos, explotando a tantos colonos infelices o lanzándolos de sus lotes arrendados, aunque quedaran al campo raso sus familias...

¿ Cómo se explica esa unión ? prosiguió con exaltación creciente ; ¿cómo ha podido semejante tesoro ir a parar en manos tan indignas ? ¿ Acaso en el pasado de Estela habrá una tragedia íntima, al- gún supremo holocausto de sus sentimientos en aras del amor filial, que le hiciera sacrificar al bienestar ajeno la propia felicidad?... Sea de ello lo que fuera concluyó Ciríaco, después de cierta he- sitación repentina que le hizo bajar más la voz , amo a esa divina criatura, no digo sin esperanza, que, dados mi desgracia personal y este ínfimo esta- do mío, hasta decirlo parece absurdo y burlesco, pe- ro sin aspirar siquiera a que sospeche jamás mi pa- sión oculta : me basta tenerla de ideal, como un ser superior cuya vista es mi gloria, y cuyo aprecio, si algún día lo mereciera, sería el orgullo de mi exis- tencia y el rescate de mi poquedad... Perdóneme es- tas expansiones involuntarias, que a nadie nunca hice ni pensé hacer, y que hoy no qué secreta e irresistible simpatía me impele a confiar a un des- conocido. Pero, ya que he empezado, concluiré sin

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temor al ridículo. He consagrado a Estela mi exis- tencia obscura así en lo más pequeño como en la más grande , si algún día feliz se me brindara la ocasión. Tengo puesto entre mi ropa y papel de cartas un «sachet» de Ilang-Ilang, su perfume fa- vorito, para respirar siempre su recuerdo, y ello, sin duda, tiene mucho de pueril o afeminado ; pero también sabe Dios que estoy pronto a dar mi vida por ella ; y creo que eso sería una ofrenda viril...

Daniel había escuchado con cierta emoción estos acentos románticos, que le traían ecos de sus anti- guas adoraciones. Extendió su mano hacia Ciríaco y, sin reflexionar en que este impulso poco se ave- nía con las correctas doctrinas nietzschenianas, apretó la del joven con verdadero afecto, diciéndole r

Es usted un buen muchacho.

Y sobre esto, tomado el café y encendidos los cigarros, salieron al raso, a dar el paseo de diges- tión. No hablaron durante algunos minutos, tenien- do cada cual, según se expresa Dante, «bastante co- loquio consigo mismo». Para Daniel, dos impre- siones muy distintas, aiinque no contradictorias, subsistían dominantes, como desprendidas de las palabras recién oídas : la primera, que se refería a Estela, era un deseo ardiente (qué él tenía |x>r mera curiosidad) de volverla a ver, -aunque sólo fuera unos minutos; la segunda atañía a Simón. Combi- nándose para Daniel el juicio hostil que acababa de oír con un inextinguido, aunque no confesado ren- cor que en su alma dormía, resultaba borrarse en su espíritu prevenido los últimos escrúpulos que acaso le quedaran, como si por una inconsecuencia fla-

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grante, que sólo ante su extravío pasara inadverti- da— en la premeditada expoliación aquella, pudiera quedar el marido separado de su mujer, a quien igualmente despojaba. En cuanto a su otra incon- secuencia, o falta aparente de lógica, en la tocante a su gesto reciente con Ciriaco, bastaría, para expli- carlo, decir que Daniel no estaba todavía tan reñido con la pasión y el lirismo que un arranque genero- so y bello le dejara indiferente. Pero debe observar- se además que, por un fenómeno psicológico digno de estudio, no parecía sino que en esta compleja y rica idiosincrasia, se hubiera localizado la presen- te aberración moral en el solo punto atacado de co- dicia, quedando inmune de contaminación el restan- te caudal de ideas y sentimientos.

Habían andado dos o tres cuadras en el tibio am- biente de la noche de verano, todavía sin estrellas, pero cuya obscuridad algo palidecían ((dos marave- <iís)) diría Quevedo de luna menguante que se adivinaba tras el nublado menos opaco. Al revolver -sin rumbo por los alrededores, vinieron a encon- trarse delante del almacén y pulpería, de dondie se escapaban los rasgueos de una guitarra.

Ya debe de estar en pleno zapateo el baile de Nochebuena dijo Daniel . ¿ No quiere que eche- mos un vistazo?

Se acercaron a la casa hasta penetrar en el deS¿ pacho que daba al (( salón de baile», el cual no era sino la misma sala blanqueada a cal en que diaria- mente bebía, jugaba y fumaba la mezclada y gri- tona concurrencia de paisanos y colonos. Para la 'Circunstancia habíase habilitado el recinto, desocu-

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pando de miesas el espacio central y formándosele marco movible, a ambos lados, con dos docenas de sillas alineadas contra la pared y a la sazón ocupa- das por el bello sexo «huinculino», joven, maduro y estacionado. Los colores chillones de los vestidos y cintajos no cuadraban mal a ciertas caras moro- chas, con ojos y cabello de azabact^e; y parejas ha- bía, ya sueltas en el castañeteado y clásico gato, ya formando cuadrilla en un solemne pericón, que por su garbo en los pases o su gracia en el zapateado merecían de veras el jaleo con que las festejaba la mosquetería. Terminada cada pieza, moza y galán, graves como en misa y cual desconocidos el uno al otro, se daban la espalda en el mismo sitio, ella ganando sola su asiento, él, dirigiéndose al fondo^ donde le estaban llamando las mesas de juego y brebaje. Entretanto, el guitarrista, sentado en pri- mera fila, aprovechaba el descanso, durante el en- treacto, descruzando las piernas y dando un par de besos al frasco de ginebra o anisado. Al tiempo que se colaron en el baile nuestros dos mosquete- ros estaba precisamente Francisco empeñado en un cielito ((de mi flor», de cuya ((relación» salió tan airoso, que no bien echada, corrió en recomp>ensa a juntarse de nuevo a su grupo de jugadores de naipes, donde al rato se le vio enfrascado en una partida de truco. Daniel, que había seguido sus movimientos, se volvió hacia Ciriaco y, viendo la hora en su reloj eran las diez y media , le propuso retirarse, a lo que el otro accedió con gusto, pues sólo quedaba allí por cortesía. Salieron. Como iban acercándose a la posada, Daniel preguntó a su

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compañero si podría facilitarle un pliego de papel blanco, tamaño de carta, sin membrete ni cifra al-í ,guna. Ciriaco sólo le pidió un instante para ir hasta la estación ; volvió al punto, trayendo un cuader- nillo, y se separaron hasta la mañana siguiente.

Daniel se dirigió a su cuarto, después de pedir a la regocijada mesonera que le mandara allí una taza de bien caliente y una lámpara de i>etróleo, ade- más de pluma y tintero, pues tenía que escribir. A los cinco minutos estaba sobre su mesa lo pedido. Ya no había que deliberar : el tiempo urgía para efectuar sin estorbo posible la pequeña operación que tenía premeditada ; después ¡habría espacio pa- ra las últimas reflexiones, si se imponían. No bien hubo quedado solo, fué Daniel al cuarto de Fran- cisco, puso el pasador a la puerta del patio y, abriendo la cartera de la correspondencia, sacó su carta de Buenos Aires, sellada por el correo, y la llevó a su mesa. Allí, después de cerrar también su puerta, pero sólo con llave, destapó la tetera, expu- so con precaiulción el dorso del sobre, por su centro •engomado, al vapor del líquido. Al poco rato vio que se desprendía por solo el cierre ablandado; entonces retiró su carta, que desplegó y dejó sobre la mesa, junto al sobre abierto. Garantido ya el -éxito de su artimaña, podía ahora meditar unos mi- nutos sobre el mejor sesgo que debía darle. Casi seguro estaba de no ser perturbado, quedando Fran- cisco probablemente enredado por un buen rato en su holgorio y no pudiendo, en todo caso, entrar sin •que él le abriera.

Desde la hora en que, llegado a Huincul, adqui-

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rió Daniel la certeza de estar aquí su carta a Simón I Puech, con la seguridad de tenerla a su disposición cuando y como quisiera, e^uvo indeciso respecto del uso que de ella haría. A su vez, esta determina- ción se ligaba a su propósito, todavía vacilante, acerca de la visita a Villa Estela. Si ya no hacía cuestión para él la apropiación del billete premiado, ni quedaba en su espíritu la menor duda sobre la próxima realización de sus planes de vida parisien- se, sentía cnecer por momentos su desvío por una en- trevista con Puech. Hablando más claro : experi- mentaba una repugnancia invencible a encontrarse con aquél, en su propia casa y obligado a desempe- ñar, para su engaño y detrimento, un degradante papel de falso amigo e hipócrita. Ahora bien : si, como se dijo, las acusaciones recientes de Ciríaco contra la ruindad y la avaricia del chacarero eran parte a desvanecer cualquier vestigio de escrúpulos «n Daniel, no llegaban los extravíos de la pasión a ofuscar su lucido criterio hasta ocultarle que todos podían vituperar a Puech menos él, que le defrau- daba, haciéndose rico a sus exj>ensas.

Si, pues, dado el declive del camino a que había •descendido, nada p>odía moverle a desistir die su criminal empeño, ya consentido por su conciencia ; siquiera, novicio aún en la infamia, retrocedía an- te el colmo de cinismo y abyección que importara el recibir la hospitalidad del !hombre a quien vendía, y sentarse en su mesa después de darle el abrazo de traición. No iría, decididamente, a Villa Estela. Pa- saría de largo, sin necesidad de pretexto alguno, no •habiendo aquí dicho su nombre a nadie, no más

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a Ciríaco que al posadero, quie tampoco se lo había pedido.

Así, tomado su partido, que tenía por definitivo^ y siendo indispensable modificar su carta en lo que al billete premiado se refería, ¿ qué forma de en- mienda era la más eficaz, dado el caso de no ha- llarse él presente para completarla con el comenta- rio oral? Primero pensó ser suficiente una correc- ción de la cifra final en la misma carta, como la hizo, efectivamente, bastando añadir un rasgo o cola al o para hacer de él un 9 perfecto. Pero, vol- viendo a leer atentamente las dos frases esenciales,, hallábalas ahora insuficientes. Además de corregir el número del billete atribuido a Puech, que en lu- gar de 9090 debía ser 9099, consideró necesario in- dicar allí mismo que el primero era el de Daniel,, insinuando así lo fácil de la confusión con el hecho de precaverla. Por fin, también miró conveniente adjuntar a la carta el supuesto billete de Puech, o sea el número 9099. En conclusión, he aquí el texto de la carta que escribió en el papel de Ciríaco y resolvió substituir a la primera, también de su puño y letra, siendo ambas idénticas en su princi- pio y conclusión :

«Buenos Aires, 21 de diciembre de 189..

Mi querido Simón :

Esta mañana, tan pronto como recibí tu carta,, con el papel de $ 100 moneda nacional a ella ad- junto, fui a cumplir tu encargo, comprándote un medio billete de la lotería del millón que se juega mañana 22. Por la misma ocasión, aunque tampo-

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co cultivo el vicio, pero contagiado de tu mal ejem- plo, pequé en un medio billete de la decena ante- rior, pues de la misma ya no quedaba. Mi número es 9090 ; el tuyo, 9099. Me ha parecido más regu- lar, por varias razones que no se te escaparán, ade- más de comunicarte inmediatamente lo hecho, in- cluirte, como lo hago hoy mismo, víspera del sor- teo, el mismo billete tuyo. En caso de sacarte algo tienes tiempo sobrado para cobrar el premio por mismo o por un apoderado, pues la administra- ción concede para el pago hasta ocho meses de pla- zo. Con el sobrante de los 100 pesos (y una friole- ra más) he comprado el bonito bebé-Jumeau que también me encargabas para mi querida ahijadita, icuya belleza sólo conozco por retrato, así como me entero de su precoz inteligencia por la car- ta que me mandaste. Para que la muñeca no se .aburra y llore viajando sola le he puesto cerca unos confites.

No deja de tentarme tu invitación para ir a pasar 'Con ustedes las fiestas de Navidad ; y no sería di- Ifícil que fuera yo mismo el portador de la enco- mienda. Todo depende del sesgo que tome aquí entre hoy y mañana un pequeño asunto mío que (quizá me lleve a esos parajes.

Con afectuosos recuerdos para Estela y besos para Daniel ita, y deseando mejores de tus ojos, re- cibe un cordial abrazo de tu viejo camarajda

Daniel Kergoet.))

Escrita esta carta, quiso, antes de doblarla, vol- vver a pesar sus términos. La dejó, pues, sobre la

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mesa junto a la primera y cerca del sobre sellado por el correo, el cual, vuelto a cerrar, debía ser- vir hasta su destino. | Su «destino)) ! La palabra volvía a su oído con algo de fatídico. ¿ Acaso eit lo escrito bajo este mismo sobre, no estaba tam- bién marcado el destino del escritor ? Llegado el mo- mento del hecho irreparable, vacilaba todavía, por más que parecieran revelar lo contrario sus actos y palabras desde la víspera. Por última vez se detenía, angustioso y perplejo, ante el gesto decisivo que iba a cortar el vínculo que unía al hombre de ayer con el de mañana. Esta carta, llevada por el men- sajero y entregada a su destinatario, fijaba irrevo- cablemente la actitud futura de su autor : era el alea jacta est que le clasificaba sin vuelta ni remisión. No se percibía ruido alguno en la posada, estan- do, sin duda, recogidos o en holgorio de Nochebue- na sus pocos habitantes. En medio del silencio nocturno, aunque a tales horas nada tuviera de in- sólito, sentía Daniel destemplado su sistema ner- vioso bajo una impresión de angustia y pavor. Hubo un momento en que, habiéndose acercado a la jofaina para lavarse los dedos manchados con tinta, le horrorizó la expresión siniestra de su ros- tro visto en el espejo. Y nuevamente, con el alma presa de inquietud invencible, se puso a dar, en este cuarto de posada perdida en un despoblado pampeano, el mismo paseo agitado y febril que dos días antes en su vivienda de' la populosa ciudad. Finalmente, cansado de cavilar, tan avanzado como estaba en el fatal camino, después de todo lo dicho y hecho en los áltimos días, y mirando ya imposi-

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ble detenerse aunque quisietá, que no era él caso en el despeñadero, | cuánto métios repechar su peÁ diente!, prefirió abandonarse con inerte fatalismo y dejar que cualquier influjo externo surgiese a mo- ver su albedrío...

De repente, golpearon rudamente en la puerta del cuarto de Francisco, al mismo tiempo que de afuera forcejeaban también en la cerradura del de Daniel. Éste tal era su exaltación herviosa ^se estremeció, y alzándose tan bruscamente qué dio con la silla en el suelo, preguntó con voz alterada : ¿Quién es?

Yo soy, señor respondió desde el patio el peón Francisco, evidentemente atortelado por el estruen- do ; y seguidamente, como encontrando tras quien repararse, agregó ? Está también el mozo, que viene a buscar la tetera...

Un momento refunfuñó Daniel, más calma- do-^, ya voy a abrir. . .

Dobló precipitadamente su carta recién escrita y, juntándola con el billete, la introdujo en el so- bre, que volvió a cerrar después de humedecido con saliva. Cofrió luego a meterla en la cartera, que en la prisa dejó abrochada a medias ; de pasa- da había descorrido el pestillo de aquella puerta ; por fin, acercándose a la suya, la abrió, mostran- do cara de perro al mozo de la fonda, que se llevó -sus cachivaches. Entonces, ostentando enojo, más fingido que rea.1, la emprendió con el «farristal), que despedía tufos de alcohol a cuatro pasos y traía la oreja baja de quien ha de dejado^ eti el tsipet^ sus últimos centavos : 'ix'

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Aquí estás, perdido. Ya que te recoges tem- prano porque te han pelado en el monte. Bueno, ¡a la camal, y no me despiertes con tus ronqui- dos.

Francisco pasó a su cuarto ; pero, apenas entra- do, volvió a presentarse con aspecto cariacontecido :

Señor exclamó desde la puerta , alguien ha revuelto la cartera...

¡ Ah ! sí, ya dijo Daniel, con tono indife- rente— : yo saqué un diario para leer. Pero lo he vuelto a poner adentro ; podes darte cuenta de que no falta nada...

Al cuarto de hora, cerrada la puerta de comu- nicación, Francisco roncaba... como un «peón», mientras el atribulado Daniel, que había tenido la precaución de deslizar debajo de su almohada su revólver junto a su cartera ^como quien pone a la una el resguardo del otro , perseguía vanamente, en su bolsa de nueces bautizada colchón, el sueño, que volvió a mostrársele rebelde hasta las dos o tres de la mañana. Así y todo o por eso mismo , es- tuvo en pie a las siete, teniendo que recordar al remolón de su escudero. Vestido en un santiamén, se desayunó con un abundante café con leche, mientras arreglaba a puñetazos su valija ; luego se dirigió a la estación a renovar conocimiento con Don Ciriaco. Éste le tenía ya contratado un tílburi. allí presente no muy desvencijado, que iba tira- do por un cuartago de regular estampa y manejado por un muchachón criollo que vendía alegría y salud ; por diez pesos, las tres piezas, vehículo, ca- ballo y cochero, quedarían todo el día a su dis-

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posición. Daniel aceptó el arreglo, para el caso de realizar su visita, aunque no cerró trato por no te- nerla todavía resuelta. Con todo, pareciéndole, lo mismo que al jefe, poco justificada una nueva de- mora de la estafeta hasta la llegada, siempre incier- ta, del tren diurno (el cual, por otra parte, había de traer muy p>oca correspondencia), Daniel des- pachó a Francisco con los regalillos aquellos, pero sin agregarles ningún mensaje verbal para Villa Estela.

Poco antes de las nueve sonó el timbre de Pihué, avisando la llegada del tren que, veinte minutos despalés, paraba en Huincul y salía al poco rato, no habiendo traído pasajeros, y sólo algunos bul- tos comerciales con dos o tres cartas y otros tantos periódicos. Una de las cartas venía dirigida a Si- món Puech ; y Daniel, que por cierto asistía al es- crutinio de la corta valija, hecho sobre la mesa del jefe, no pudo contener un brusco movimiento al leer en el sobre este membrete : Mauricio Bloch, comisionista. Don Ciríaco, sin fijarse en ello, le preguntó sencillamente, como a persona de con- fianza :

En el caso de ir usted allá, ¿tendría inconve- niente en ser portador de esta carta? '^^^ ¿•Daniel guardó silencio unos segundos, como irre- soluto ; luego, habiendo tomado su partido :

Me decido por la visita contestó amablemen- te— , y transmitiré sus homenajes a la señora de Puech. En cuanto a la carta agregó con una son- risa, cuyo mefistofelismo sólo él podía medir , ten- dré verdadero gusto en llevarla ; como que, no sólo

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soy amigo dej que la envía, sino que casi pK>dría decir lo que contiene...

Se despidió de don Ciriaco : \ hasta la tarde I ^pues éste no podía a esta hora abandonar su ofi- cina— , y subió en su tílburi, dirigiéndose a la fon- da para recoger su maleta. Allí pidió otra vez una taza de y, encerrado en su cuarto, repitió en el sol?jne de Bloch la operación de la víspera y con igual éxito. Abierta la carta, que era visiblemente una copia en papel carbónico del ejemplar impreso a p)áquina, leyó estas líneas escritas en francés :

Mfifev ai obñ-

Buenos Aires, diciembre 24 de 1899.

Señor Simón Puech. Villa Estela (por Huincul).

Mi querido Simón ; En el Rosario, de donde aca- bo de llegar, he sabido con verdadero júbilo la suerte que te ha tocado. En mi agencia, y por j>ersonalmente, fué vendido el feliz billete, núme- ro 9090, premiado con el millón, cuya mitad adqui- rió Daniel Kergoet por cuenta tuya, mientras com- prat^a para el número 9099. Me avisa el depen- diente— y me lo confirman en casa de Daniel que éste tomó anoche el tren del Sur, sin duda con des- tino a Villa Estela, para llevarte la fausta nueva. Por él, pues, sabrás cómo yo fui quien, entre los dos únicos números que me quedaban, tuvo la ins- piración, tan dichosa para ti, de elegir el 9090, ga- nador de la grande. Al pobre Daniel le queda si- quiera el consuelo de que hayan sido favorecidos siís amigos más queridos. En la eventualidad de qiíe pon este motivo tengas que realizar algunas

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Operaciones, ya sea en esta plaza, ya en Europa, te ofrezco mis honrados y desinteresados servicios. En todo caso, te ruego me acuses recibo inmediato de estas líneas, diciéndome si tienes interés en que la agencia rectifique las noticias erróneas que sobre el particular han corrido en los diarios.

Recibe, mi querido Simón, mis sinceras felicita- ciones, que extiendo a tu distinguida señora, y or- dena a tp verdadero y viejo amigo i

M. Bloch.» j

Daniel volvió a meter la carta en su sobre, que luego quedó cerrado como antes, sin que la nueva infracción le causara ya el menor escrúpulo, ¡ tan presto se aveza al delito el delicuente ! Éste, por otra parte, no era sino un detalle complementario del principal que, hacía días, estaba perpetrando, y al lado del cual el presente no pasaba de ser un peca- dillo.

Desde el primer momento, como se ha visto, no se le había escapado la complicación que el nuevo incidente podía significar para el éxito de su tenie-r brosa trama. Lejos de ocultársele la posible grave- dad de aquella intervención, habíala probablemente exagerado. No necesitó más que algunos minutos, dedicados al frío examen de la situación, para ver- la diseñarse bajo su verdadero aspecto. El punto principal, que urgía resolver, era el de si convenía más interceptar ya que no destruir la misiva, o bien remitirla derechamente al destinatario. La se- gun<la alternativa, que de pronto parecía impru- dente y peligrosa, era la que, por el contrario, se

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presentaba a la reflexión como la más sensata e in- dicada.

Desde luego, lo de la interceptación era un sub- terfugio tan perjudicial como inútil : perjudicial, porque Ciríaco revelaría seguramente lo ocurrido ; inútil, por el hecho de ser la carta interceptada una simple copia a máquina, anunciaba existir otro ejemplar, probablemente dirigido a Puech, vía Pihué. En todo caso, ante el silencio de Puech, ten- dría Bloch interés en reiterar su aviso, y nada bue- no se habría sacado del absurdo escamoteo. Había, en cambio, cierta elegancia de actitud y, por lo tan- to, alguna ventaja moral, en ser el mismo Daniel quien se constituyese portador fiel de una carta con membrete de Bloch, que él, evidentemente, infe- riría relacionarse con lo de la lotería.

Ahora bien : resuelta en esta forma la disyuntiva, la inmediata consecuencia que de ello fluía ahora para Daniel era, contra todas sus repugnancias, la imprescindible necesidad de realizar la visita a Villa Estela para afrontar abiertamente la situación plan- teada fMDr este nuevo incidente. Nada ganaba con rehuir o aplazar la discusión inmediata, que por su parte tenía que importar un desmentido categórico, opuesto a las afirmaciones de Bloch, ya procedieran replicaría Daniel de confusión o de malicia. En caso contrario es decir, siguiendo él para Buenos Aires sin haberse explicado con Puech y estable- cido enérgicamente la tesis que en su boca repre- sentaba la expresión de la verdad , el resultado inevitable de su silencio sería que aquél promoviera allá, con ayuda e interesada incitación de Bloch

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(es muy sabido que en casos tales suele caerle a la agencia \'endedora un alboroque proporcional), una investigación que, sin duda, alcanzaría una es- candalosa publicidad. Cierto que no alcanzaría más. Por lo pronto, no bien regresado a la capital, Da- niel, a todo evento, procedería a cobrar el cheque para poner en seguro su importe. Pero esta precau- ción había de ser superflua : todas las reclamacio- nes y protestas de Puech, fundadas en una simple alegación de Bloch, resultarían vanas, no pudiendo prosperar ni tener efectos legales. Fuera de que las afirmaciones unilaterales del judío se neutralizaran con las contradictorias por lo menos equivalen- tes— de Daniel, éste tenía a su favor todas las pre- sunciones e indicios circunstanciales, además de las noticias de los diarios, hasta la carta, recién fragua- da por él y dirigida a Simón. Tal era la partida de- cisiva que el extraviado iba a jugar, y que, depues- to ya de todo recelo importuno, se jactaba de ganar, usando naipe floreado y trampas de tahúr.

Con todo, y aunque convencido, como estaba Daniel, de que, faltando toda prueba, el alboroto, siquiera se produjese en la forma más ruidosa, no entrañaba para él ningún riesgo material, era a to- das luces preferible evitarlo, y probablemente esto se conseguiría provocando hoy mismo en Villa Es- tela, a puertas cerradas, el estallido de la tormenta, si bien era de prever que sería a costa de disputas terribles y escenas violentas. Por último, pesado con todas sus incidencias posibles y encarado bajo sus fases más graves el conflicto personal que se le presentaba inevitable, Daniel optaba resueltamente

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por esta actitud de abierta y franca ofensiva, siendo la que más cuadraba a sus instintos de combatien- te. En su consecuencia, a las diez estaba pronto para su expedición, ¡habiendo mudado por otro me- jor, y casi elegante, su traje de viaje, como quien acude a una cita de honor... o de amor.

Después de dejar arreglada su cuenta en la posa- da, previendo, sin duda, la posibilidad de no vol- ver por Huincul, Daniel subió en su tílburi y se puso en camino, no sin enviar, al pasar por la es- tación, un expresivo saludo a su amigo Ciriaco, que estaba en el andén despachando una carga. Y al emprender la marcha, su otro yo, con sus hábi- tos de ironía literaria, tenía en los labios aquella palabra estoica del regicida Damiens, oyendo leer su sentencia con todos los detalles de sus próximos tormentos : La journée sera rude! Había de serlo, aunque en orden muy distinto del que se figuraba. Era un adversario mucho más formidable que Puech aunque previstos todos los excesos y posi- bles violencias de éste el que iba a alzarse en su camino para cerrarle el paso y oponerse a sus pla- nes criminales.

DESPUÉS de tanto día lluvioso, se desplegaba en una visión de gloria esta primera mañana de cristalina transparencia. Un sol radiante cruzaba el purísimo cielo azul, sobre el refrescado verdor de la pampa, en el tibio ambiente que, por esa región del Sur de Buenos Aires, todavía, a fines de di- ciembre, se respira con delicia, y los pulmones be- ben ávidamente como una copa de salud. Arru- gando apenas el suelo duro y liso, el camino nue- vo, trazado de primera intención por el solo trán- sito de caballerías y vehículos, atravesaba la llanu- ra abierta, en que prolonga sus últimas ondulacio- nes la sierra de Curumalán.

En las cercanías de Huincul, el campo se dilata- ba, todavía inculto e indiviso, con su aspecto tra- dicional de latifundio dedicado al pastoreo, sin otro indicio visible de apropiación humana que alguna majada o el ganado suelto esparcido en torno de un puesto rústico. Era la sabana casi intacta de la conquista reciente, ha poco frontera india, y en que

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ahora tal cual rancho techado de paja ocupaba el sitio de alguna antigua toldería. Al paso del via- jero, poco exigente en materia pintoresca bonaeren- se, el monótono paisaje ofrecía sus escasos acciden- tes de arroyos nominales, a que las lluvias de ayer prestaran efímera existencia efectiva, destinada a fenecer mañana, no quedando de ellos sino la zan- ja en que corrieron. Más permanentes, las lagunas, rellenadas por la crecida, extendían a la vista su. lí- quido espejo, poblado de gallaretas y teros chillo- nes, de Chajás cenicientos y rosados flamencos, al que formaban tupido marco los juncos y espadañas de sus orillas. Recreaban la vista las malezas en ñor ; embalsamaban la brisa las hierbas olorosas ; de los húmedos pastizales, cual bordados de color en obscuro tapiz, destacaban sus pétalos, en nota sor- da y suave, el geranio rosado, el naranjado alelí, el pensamiento silvestre de corola doblemente modes- ta, por lo pequeña y pálida. Así, matices apagados, débiles fragancias, chillidos de aves que no alcan- zaban al canto, plantas leñosas abortadas en arbus- tos : todas las galas humildes de esta naturaleza pobre y sin más esplendor que el de su cielo, brin- daban sus tímidos atractivos al distraído transeún- te, como inocentes aldeanas al paso de su señor. Y tal era, sin embargo, el encanto la hora casi matutina, en esta entrada de verano todavía pri- mavera ; tan eficaz y potente el inmenso efluvio pacífico, descendido de la luminosa altura y difun- dido en la eliseana atmósfera, que hasta el atribu- lado y tétrico viandante cedía a su influjo, tónico como un cordial y lenitivo como una caricia. ((| Oh fj

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¡ Sagrado refugio de la tierra materna ! murmura- ba en sus adentros ; ¡ fuente inagotable de pure- za y frescura I ¡ Quién pudiera regenerarse en tu seno y lavarse de sus manchas en tus ondas como en otra agua bautismal Y por cierto que estas pa- labras en lengua extraña, aunque fueran de veras •emitidas en sonido, no había de entenderlas el co- cherito que, sentado en el pescante, a la derecha de Daniel, no cesaba de estimular con sus chasqui- <dos la jaca trotadora, si bien puede que, al sen- tir los largos suspiros que a ratos soltaba su vecino de pescante, llegara el criollo ladino a sospechar cuan honda sería la pena que oprimía aquel pecho varonil...

Al comenzar la segunda legua del trayecto iba modificándose el aspecto del terreno a uno y otro lado del camino. A los eriales de pastos duros, apenas accidentados, de trecho en trecho, por los cañadones pantanosos o pajonales de totoras y pla- teadas cortaderas, sucedían los sembrados y culti- vos, formando chacras alambradas de ciento y más hectáreas, cada cual con su casa e instalaciones agrícolas que rodeaban las labranzas de cereales, los plantíos frutales y alfalfares. Pacía el ganado en los rastrojos de la avena, cortada pocos días an- tes, y cuya cosecha estaba ya trillada y embolsada en los galpones, o todavía en parvas expuestas a la intemperie. Por el gran día de fiesta, se habían interrumpido las faenas ; las máquinas cosechado- ras dormían bajo sus cobertizos, mientras los cose- cheros en huelga celebraban Navidad según su estado o humor, entre su familia, los que la te-

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nían ; los otros en las pulperías de Pihué o Huincul, cuando no en el vecino almacén campestre, que todo el año chupaba la mejor substancia del traba- jador. Se estaba en víspera de la cosecha más im- portante. Los trigales, maduros, aunque un tanto abatidos por el largo temporal, enderezaban ya, bajo los cálidos besos solares, las desmayadas es- pigas, salpicadas acá y allá por la roja nota exóti- ca de alguna centaura o amapK)la silvestre cuya semilla viniera, sin duda, entre el trigo europeo ; y mecidas por la brisa, las olas de oro ondulaban blandamente hasta el confín del horizonte.

Pero luego, casi a m.edia distancia entre t*ihué y Puán, una tranquera, que cerraba el camino, se- ñaló, según el codhero, la entrada en los dominios de Simón Puech, los que, por el aspecto desde allí visibles, se componían de chacras y lotes de colonos p>oco diversos de los recién cruzados. El mismo mocito, que mostraba estar al tanto de la crónica chacarera y sólo esperaba un pretexto para desem- bucharla, refirió (cosas que ya Daniel sabía a me- dias) cómo don Simón, después de estar empleado un par de años en la aCurumalán», había empveza- do a explotar terrenos propios adquiridos en las in- mediaciones, parte al contado, parte a crédito, en- sanchándose gradualmente, hasta poseer un millar de hectáreas en que fundara una colonia franco- italiana. Actualmente formaban el núcleo de la po- blación estable (fuera de los peones labradores) una docena de familias, además de ocho o diez colonos sueltos, establecidos en otros tantos lotes, cuya ex- tensión variaba entre 30 y 50 hectáreas. La coló-

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nia estaba basada en el arrendamiento, pues, lejos de pensar en ir cediendo por fracciones su propie- dad valorizada, Puech, con esa pasión de la tie- rra, arraigada en el rural francés, no perdía ocasión de asimilarse cualquier parcela contigua cuya venta se anunciara. El valor del arriendo no constituía (seguía contando el parlanchín, aunque al parecer verídico) sino una de las bocas con que el gringo chupaba la sangre a sus paisanos ; eran otras tan- tas : el alquiler de las máquinas agrícolas, moto- res, sembradoras, trilladoras, etc. ; la venta de se- millas, bolsas, hilos y demás accesorios ; los sumi- nistros de todas clases, apuntados en la terrible li- breta del almacén ((colonial» ; los adelantos y prés- tamos a interés usurario, reembolsables las más ve- oes con la cosecha, de antemano comprometida a bajo precio al propietario, en cuyo provecho úni- camente se extenuaban los infelices...

Alguno de los sacrificados concluyó el moci- to— han preferido echarlo todo a rodar, perdiendo su trabajo de años ; los más quedan aguantando, esperanzados en no qué Banco de pobres que hace años se nos promete fundar...

Todo eso observó Daniel me lo tenían refe- rido ya . Pero preguntó con cierta vacilación, temiendo oír algún despropósito ; ¿ no dicen que la señora es todo lo contrario, y toma el partido de los trabajadores?...

Cierto es ; pero ¿ qué puede saber la señora de cuentas e intereses? ¡ Ah I, ; por ella, seguramen- te, más de un necesitado a quien ha socorrido, o padre die quien salvó un niño, trayendo al médico

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de Pihué y sentándose ella misma a la cabecera del enfermo ; j por dona Estela es por quien algún co- lono desesperado ha desistido de prender fuego al campo que no paga con su mies el sudor del que la siembra y la cosecha ! . . .

Daniel guardó silencio, y el otro, por respeto, le imitó. A poco llegaban a otra tranquera, que el co- chero se bajó a abrir, anunciando : «Aquí estamos en la propia chacra de don Simón.»

El camino que desde este punto fueron siguien- do formaba un largo vial s^misombreado que, por moderada pendiente, subía en línea recta entre dos cortinas de álamos. Por los claros de la arboleda divisábase hacia un lado una pradera, donde pasta- ba una corta majada, y hacia el otro un alfalfar, en que vagaba algún ganado mayor, vacas lecheras de raza fina y caballos criollos de media sangre. El sulky subía al paso la cuesta casi insensible, no por mostrarse cansado el valiente rocín, sino por- que ya no lo apremiaban los viaj>eros, faltando sólo ocho o diez cuadras para llegar. Aunque el am- biente continuaba templado, no dejaba de picar el cutis el sol alto de este día de diciembre, sobre todo para Daniel, que sentía el ardor más que su curtido compafíiero. Por esto no se encontró sin admira- ción— en el doble sentido de la palabra ante el de- licioso cuadro infantil, digno de inspirar un artis- ta, que formaban dos niñitas de ocho a diez años, sentadas sobre el césped, a orillas del camino, y que recibían, tan frescas como en una alcoba, este resol del mediodía.

Saltaba a la vista que la mayor, morochita criolla

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tostada a la intemperie, era sirvienta o acompañan- te de la menor. Daniel no tuvo el mérito de adivinar a Niela, sacándola por el parecido materno ; tenía en brazos la muñeca mandada por él. Por lo de- más, aunque el lugar del encuentro no contuviera ya suficiente indicio, es probable que en cualquier parte, y sin un segundo de hesitación, la hubiera indentificado : era Estela a los nueve años, con todo el encanto y la seducción de la mujer, virtual- mente inclusos y modelados en la niñita, como la rosa en el botón. Al ver que Daniel p>onía pie a tierra e iba hacia ella, ya iluminado de simpatía el rostro risueño, se había levantado, también son- riente, y le miraba acercarse sin extrañeza ni ti- midez, como quien se había criado entre agasajos y caricias.

Ya que eres Danielita díjole el joven en francés, al tenderle los brazos. Y sin esperar su respuesta la alzaba del suelo y cubría de besos la frente y mejillas de la dulce criatura, jmrecién- dole que respiraba un oloroso ramillete recién cor- tado.

Y usted mi padrino Daniel, ¿verdad? pro- nunció a su vez en la misma lengua la vocecita de curruca, con el mismo dejo aveyronés de Es- tela— . Le a mamá que había de llegar usted esta mañana, y por eso, sin decir nada, vine a es- perarlo en la alameda, trayéndole a Nenita para sa- ludarlo. Y, ya bajada al suelo, le presentaba la muñeca. asHibói eug nWíVi

Sí, esta es tu nenita decía Daniel, siguien- do el diálogo infantil ; pero serás la mía...

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Y teniéndola puesta por delante, asida de las manos, no se cansaba su mirada de recorrerla toda entera, menudeando las perfecciones de la gentil personita, desde los rizas obscuros, que jugaban en su cara rosada y torneado cuello, algo quemados por el sol, hasta los piececitos de corza, calzados de sandalias, sin medias. Salvo que en Niela tira- ban a azulados los ojos glaucos de «Minerva», esta carita fresca reproducía con extraordinario parecido las líneas y facciones maternas, si bien fuera acaso menos sorprendente que la heredada elegancia en los movimientos y esa gracia armo- niosa de los gestos y actitudes que Daniel, de tantos años atrás, traía grabadas en su me- moria. Éste, con cierta extrañeza no exenta de secreta complacencia, comprobaba no presentar la delicada fisonomía el menor rasgo que recor- dara a Simón, revelándose únicamente el influ- jo paterno^ por la mayor robustez física, que en la dhica prometía reforzar la fina esbeltez de Estela.

Bueno pronunció Daniel cuando se avino a^ suspender, sin darlo por concluido, su encantado reconocimiento , ahora ya es tiempo de dirigirse a casa. Pero con este solazo no has de volver a pie ; mientras tu compañerita regresa sola, su- bes conmigo en el sulky.

Y así fué la vuelta, o, para él, la llegada. Pre- textando lo estrecho del pescante, había sentado s Niela en sus rodillas ; y le pareció corto el trayec- to, mientras escuchaba embelesado la chachara pueril, puntuando con un beso en la manecita d€

B L N Ú M B R o 9 o 9 ^ '39

alcorza cada frase de la criatura, ya itan entrada en confianza, que de repente, con ese secreto ins- tinto, también heredado, de ganar corazones, pre- guntó a su padrino : -^^ f'^^

¿Cierto que nos vamos a querer mucho?

Por mi parte ya está hecho el milagro con- testó él con infinita ternura y sintiéndose en ese momento a mil leguas del propósito criminal que le traía a la chacra, delante de cuyo patio paraba en este instante el tílburi.

La alameda desembocaba en una plazoleta no muy espaciosa, ocupando su fondo la habitación de los dueños, y sus costados un cortinaje de sau- ces y eucaliptos. Éstos, por un lado formaban cer- ca a una huerta y vergel de árboles frutales que dominaba el molino de viento, y por el otro a un reducido y descuidado jardín.

La casa, bastante amplia, de un solo piso, sin otro viso arquitectónico que el de la comodidad, se componía principalmente de un cuerpo central con ancha galería delantera sostenida por pila- res, y de dos alas o pabellones laterales con ven- tanas al frente y a los lados. Detrás, separados por un patio o corral, se extendían las dependen- cias : galpones, viviendas de peones, talleres, de- pósitos, etc. En suma, la usual habitación de un cíhacarero acomodado, bien puede que el amue- blado y arreglo interior de algunas piezas revelara la presencia de una señora joven y de gusto afi- nado. Cuando llegó nuestro viajero, que después de apearse recibió en sus brazos a su ahijada, se hallaba ya en el patio otro tílburi, que el cochero

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de Daniel dijo pertenecer al ((doctor Bernadou», médico de Pihué.

Nadie se mostraba en las puertas de la galería para recibir al forastero; pero Nielita, con empa- que de señora de casa, le hizo pasar adelante y sentarse en un sillón de estera. A los pocos minu- tos se presentó una sirvienta preguntándole si pre- fería esperar a la señora en la sala o pasar al cuarto del señor, que estaba enfermo. Daniel, na- turalmente, optó por lo segundo. La misma per- sona le llevó al pabellón más retirado de la en- trada y, después de hacerle cruzar un cuarto in- terior, abrióle el contiguo, que al principio le pa- reció sumido en completas tinieblas. Se alzó la voz de Simón, que le saludaba familiarmente ; luego otra, también varonil, que presentaba a su dueño: ((el doctor Bernadou». Por fin, escuchó la espera- da bienvenida femenina, de timbre un tanto vela- do, quizá, pero siempre musical, y cuyo acento in- olvidado él no pudo oír sin alguna emoción. A los pocos segundos, acostumbrándose gradual- mente a la obscuridad, vio ((revelarse» poco a po oo los bultos, luego las siluetas y últimamente las facciones, como en el desarrollo de una placa foto- gráfica. Empezó primero a distinguir, por estar más cerca, a un joven desconocido el médico que tenía apoyada la mano en un velador; reco- noció después, aunque más grueso y rústico, a Simón Puech recostado en un canapé, la cabeza sostenida en alto por almohadas y los ojos pro- tegidos por grandes anteojos de cristal ahumado.

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Al lado suyo estaba Estela, de pie, no bien des- prendidas aún de la penumbra las pálidas faccio- nes. Daniel esbozaba ya un movimiento hacia ella, cuando le detuvo la voz autoritaria de la fa- cultad, fundando la prohibición en esta forma doc- toral :

Aquí nadie de fuera da la mano, por temor al contagio; y mucho menos si ha de tocar luego a los niños. Si no, ¡a la antisepsia!... *>

Simón tomó la palabra para explicar su dolen^ cia, corregido cada dos frases por el joven doctor Bernadou, que concluyó por hablar solo, exponien- do el caso con un tecnicismo bastante pedantesco, a fuer de médico de aldea y recién diplomado. Era éste también aveyronés ; pero, desembarcado en Buenos Aires a la edad de diez o doce años, se desvivía como inmigrante hecho gente en la tie- rra— por aparecer «hijo del país», no usando sino en caso extremo su propio idioma (en lo que, por otra parte, no dejaba de asistirle algo de razón, dada la crueldad con que lo desollaba) y ha- ciendo gala aquí mismo de expresarse en caste- llano con más gasto de criollismos y quiebros lo- cales que los mismos nativos. Tratábase, según él, en el caso presente, de una conjuntivitis agu- da, bastante dolorosa e intensa durante una sema- na, pero ya en evolución curativa, ((gracias al tra- tamiento» ; sin embargo, persistía la inflamación con fotofobia y cefalalgia, exacerbadas por la luz más escasa. Bastaría, para la completa curación, continuar con los lavatorios detergentes, coadyu- vados por la intríxlucción de cierto colirio espe-

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cial entre los párpados. Asimismo era necesario, ante todo, alejar un poco de fiebre renuente, evi- tando toda agitación o contención mental. Por el momento, habiendo tomado el paciente su caldo de gallina, convenía dejarle descansar sin darle con- versación...

Después de cuya exposición médico-casera, el excelente facultativo, muy satisfecho de sí, pasó al cuarto vecino, a practicar, antes de marcharse a Pihué, sus abluciones antisépticas, mientras Es- tela, para hacer otro tanto, se dirigía al dormitorio que, desde la enfermedad de Simón, ocupaba con Niela en el pabellón opuesto. Daniel, que no que- ría echar en saco roto la prescripción del médico, se disponía también a salir, cuando Puech le de- tuvo dirigiéndole la palabra :

. Daniel di jóle con acento amistoso, pero bajo cuya afectada cordialidad percibíase algo como una reciente y disonante rajadura , siento reci- birte tan mal por causa de mi enfermedad ; pero ahí está Estela para suplirme . Y agregó con mar- cada intención : Por ella pues hace días que no escribo ni leo que llegó esta mañana una car- ta tuya notificándonos el resultado negativo, como era de esperarse, de nuestra viaraza loteril. Sin embargo, ella empezaba a referirme, cuando lle- gaste, cómo había recibido de Pihué, traída por el médico, una carta de Bloch con noticias muy diver- sas sobre el particular. Supongo que estás en con- dición de explicarnos mejor lo ocurrido...

A eso he venido replicó Daniel, disimulando el mal efecto que le causaba aquella novedad ,

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aunque te confieso que me hubiera gustado mucho más explicarme contigo que con Estela...

Lo mismo puedes tratar el asunto con ella so- la, sin mi intervención observó el enfermo ; hasta creemos los dos añadió recalcando la fra- se— que se arreglará mejor así ; ya sabes que tiene toda mi confianza y que la merece. Conque hasta luego, y no dejes de venir a referirme mismo el resultado de la conferencia; aunque seguramen- te ella lo ha de hacer. . .

Sí, ella te lo avisará todo— concluyó fríamente Daniel ; y sin agregar una palabra más salió del cuarto de Simón.

Estaba paseándose en la galería y discurriendo el modo mejor, no sólo de parar el golpe de la carta de Bloch, sino de aprovecharla en sus ale- gaciones, cuando se le acercó la misma sirvienta de marras a decirle que si quería pasar a la sala no tendría que esperar sino unos minutos a la señora. Daniel asintió con la cabeza ; pero antes llamó a su cochero, que había quedado allá es- perando órdenes :

No desate el sulky díjole, poniéndole un par de pesos en la mano , y vaya al «negocio» a al- morzar cualquier cosa ; pero estese aquí dentro de media hora... ,, ::hí;^n ó'o-íicqB

Tomada esta disposición, Daniel penetró en el aposento central, donde le habían indicado que es- perase a Estela. Era una pieza bastante espacio- sa, empapelada y alfombrada, que lucía un mobla- je de trivial elegancia, como era natural que lo adquiriera un Simón Puech en cualquier mueble-

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ría de Buenos Aires, si bien se revelaba el gusto personal de Estela en ciertos arreglos de adornos y chucherías menos vulgares. Así y todo, no de- jaba Daniel de confesarse en sus adentros que esta instalación, entre burguesa y campesina, signifi- caba más de lo que él hubiera podido ofrecer a una esposa. Pero representaban el verdadero lujo de la sala como que lo eran realmente entonces en aquellas alturas , un armario-biblioteca lleno de autores franceses y un piano perpendicular, arri- mado a la pared, con su teclado abierto, enfrente de puerta exterior. Daniel se puso a hojear el cuaderno de música que había quedado sobre el atril. El álbum contenía algunas piezas fáciles de Clementi, sonatinas de Mozart, etc. evidentemen- te, el material de estudio de Daniela , y esto le incitó a llamar a la niñita, que estaba jugando bajo un cobertizo. Vino corriendo, con su cara de perpetua alegría, y, sin melindre alguno, se sentó al piano para mostrar a su padrino lo que sabía. Nada tenía del ((niño prodigio», y, más que sor- prendente habilidad de ejecución, que tamp(x:o la poseía su maestra casera, revelaba, como único rasgo de precocidad, un instintivo sentimiento mu- sical. En ello estaban ejecutante y oyente, cuando apareció Estela en la puerta interior, desde donde mandó salir a su hija, con un acento tan desusa- damente imperioso y áspero, que la niñita quedó confusa, mirando a su mamá, y desapareciendo luego sin decir una palabra...

"^'?*or ve¿ primera, después de diez años de una

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separación tan llena de trabajos y peripecias, vol- vían a verse de cerca, en plena luz, sin ninguna presencia importuna. Sin duda que cualquier tes- tigo, aun conocedor de lo pasado, los creyera agi- tados de sentimientos muy diversos; y así fuera, en efecto, si el fondo correspondiera siempre a la superficie, y la apariencia a la realidad... Estela no prolongó el examen del que, habiendo sido todo para ella, ya no debía serle nada ; ni tampoco, a mirarle despacio, había de encontrar a Daniel muy cambiado : hase dicho que éste, a los treinta y dos años, aunque algo encanecido, conservaba todavía casi intactas las facciones y la apostura de su ju- ventud. Como Estela se hubiera detenido a dos pa- sos, ocupada (o quizá fingiendo estarlo, para dar- se tiempo a dominar su turbación interna) en leer una carta, que infirió Daniel ser el otro ejem- plar de la de Bloch, llegado por Pihué, pudo con- templar con honda emoción, por dos o tres mi- nutos, a la mujer en quien, durante aquellas sema- nas dulces y fugaces de la navegación, así como en los meses agitados o sombríos que siguie- ron, había cifrado todas sus esperanzas de feli- cidad.

Con singular agrado aunque, por cierto, no parecía que el momento solemne y crítico se pres- taba mucho para la consideración de atractivos fe- meniles— comprobó Daniel estar más cerca de la verdad el entusiasmo apasionado de Ciríaco que la impresión denigrativa del hebreo a quien, por varias causas más o menos confesables, venía co- brando, de horas atrás, marcada antipatía . Sin

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dejar de mostrarse muy visible la huella del tiem- po en la belleza de Estela, habíala, por decirlo así, espiritualizado sin marchitarla, compensando co- mo indicara el enamorado ferroviario con el ca- rácter más expresivo de las facciones mucho de lo que en frescura les había quitado. Un tanto más delgada de cuerpo y cara, descuidaba ella tam- bién, como Daniel, de que asomase una que otra cana que le fuera tan fácil disimular en su obs- cura y siempre opulenta cabellera ; pero ni una arruga marcaba su trazo en la comisura de los la- bios o de los párpados, y menos en la purísima frente. Conservaban en gran parte su brillantez los magnéticos ojos de aguamarina, si la mirada pro- funda y siempre pensativa se mostraba, más que antes, velada de tristeza. El cutis no había per- dido su tersa y apenas rosada palidez, ni su doble curva de arco armado la boca estrecha ; pero ésta debía ser más parca de sonrisas, reservándolas, según dijera Bloch, a la sola Nielita, para que no se criara sin conocerlas. Con todo, si la ondulante silueta muy poco había cedido de su prístina ele- gancia— visible aun bajo este sencillo vestido blan- co de linón , no así aquella deliciosa ligereza y gracia rítmica en los movimientos, que fueron an- tes encanto y gozo de la vista. Ahora, de toda la persona, por entre el exterior todavía airoso y ju- venil, se desprendía una secreta lasitud que, arran- cando, sin duda, de un alma burlada por la vida, había de traducirse en aquella celebrada caridad, acaso algo escéptica, con el prójimo, unida a una melancólica resignación al propio destino. Sin em-

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bargo, la intensa potencialidad nerviosa de otros años no estaba abolida, sino aletargada, y en este mismo instante iba a resurgir, tan vehemente y cargada de electricidad psíquica, que su brusco despertar tendría el efecto de un estallido.

Ambos habían quedado de pie, no acordándose Estela de tomar ni de ofrecer asiento ; choques ver- bales hay cuya violencia remeda la de un duelo sin cuartel, exigiendo de los contrarios la actitud erguida de combatientes. Ahora bien : en todo ha- bía pensado Daniel, al decidirse por esta borrasco- sa entrevista, menos en que no tendría enfrente al verdadero adversario, sino que habría de disputar aquella azarosa fortuna, y defender su propia suer- te contra otra Clorinda airada, en un encuentro que para él, de antemano, se anunciaba fatal, siéndole vedado, como a Tancredo, todo ataque y apenas tolerable la defensa.

Ella fué quien, valientemente, abrió el fuego, con este ex abrupto, enseñando los dos sobres de cartas que traía en las manos :

¿ Sabrá usted, Kergoét, o supondrá, por lo me- nos, qué cartas son éstas?...

Por una de las cubiertas contestó con toda calma Daniel reconozco mi carta de Buenos Aires ; en cuanto a la obra, por lo idéntico del sobre con éste, que el jefe de Huincul me ha confiado para ustedes (y sacó la carta del bolsillo, entregándola a Estela, quien, después de examinar el cierre engo- mado con injuriosa detención, apenas dio una mi- rada al contenido), me inclino a creer que proven- ga del amigo Bloch, agenciero vendedor de los fa-

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mosos billetes ; y hasta adivinaría a qué se re- fiere...

Yo también dijo Estela con indescriptible desprecio adivino de qué medios se vale para sus adivinaciones...

¿ Qué quiere usted decir, Estiela ? preguntó Daniel, aparentando escandalizarse por la indirecta.

Quiero decir contestó ella duramente y sin iha- cer caso del aspaviento que sospecho le haya pa- sado a la carta de Bloch algo semejante a lo suce- dido con la suya propia, que me llegó de Huincul con el cierre arrugado y medio abierto. Pero ven- gamos a lo importante continuó, desatendiendo el ademán de débil protesta que esbozaba el acusa- do— : lo que declara Bloch, formal y circunstan-i ciadamente, es que el billete perteneciente a Simón ^ es el número 9090, favorecido con el premio mayor de la lotería nacional, y no el 9099, según lo afir- ma usted en su carta, remitiéndonos el mismo bi- llete como supuesto comprobante de su afirmación. Antes de examinar y caracterizar esta última, ter- minemos con la otra. Desde luego, ¿qué motivo podríamos invocar usted ni yo (puesto que aquí re- presento a Simón impedido) en contra del absoluto desinterés de Bloch en este asunto ? ¿ Ni sobre qué presunción de parcialidad, en favor nuestro y en contra de usted, se basaría cualquier juez impar- cial para poner en duda la veracidad de aquel úni- co testigo? Nosotros apenas le hemos conocido a bordo, hace diez años ; desde entonces sólo una vez le vimos aquí, hace cuatro o cinco. En cambio, us- ted y él se han frecuentado y siguen tratándose en

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Buenos Aires. Por usted mismo que han sido algo así como socios en la Bolsa, y por Simón ten- go la idea de que Bloch ha seguido prestándole al- gunos servicios. Por fin sin hablar de la gratifi- cación con que cualquier ganador suele agasajar a la agencia vendedora , dado el caso de encontrar- se usted repentinamente rico y con un fuerte capi- tal disponible, lo natural, en un hombre de nego- cios como él, sería proyectar alguna asociación po- sible con usted, y no con Simón propietario rural, que sólo había de pensar en añadir a su chacra una buena estancia . ¿ Qué tiene usted que alegar con- tra estas palabras mías?

Nada tengo que alegar, Estela respondió sua- vemente Daniel, que había estado admirándola en silencio, sintiendo acaso revivir en su corazón algo de lo pasado ; mientras ella, la tez animada, la voz vibrante, los ojos llenos dfe relámpagos, le agredía despiadadamente, converftida la Minerva pensativa en Palas airada y guerrera ; sólo puedo celebrar una vez más su clara inteligencia y su talento. No tie prensado en acriminar a Mauricio, ni sospecho de su buena fe. Está y ha estado, desde el principio, en un error muy explicable. La mencionada escena, en la agencia, sólo duró unos segundos, pues las dos compras fueron simultáneas : de ahí la confu- sión. Sentí que Bloch se marchara al Rosario ese mismo día sin darme tiempo para borrar en su es- píritu aquella falsa interpretación, cuando, en vís- pera áe\ sorteo, la elección entre uno u otro núme- ro nos era a todos indiferente... Por eso mismo, y para dejar las cosas en su lugar, las consigné sin

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demora en mi carta a Simón, escrita la víspera de la extracción...

Jx ¿ Se refiere usted a ésta que me llegó de Hui cul esta mañana, y trae efectivamente la fecha de¡ 21, con el sello postal del día siguiente? preguntó^ Estela, enseñando la carta traída por Francisco, y encubriendo con la pregunta una intención sarcás- tica, cuyo alcance Daniel, por el pronto, no podía medir.

Esa misma contestó tranquilamente Da- niel— ; escrita, efectivamente, en la fecha que se- ñala, no fué echada en el buzón sino el día siguien- te. En cuanto a lo de haber llegado ayer y no la víspera, puede usted ver por el sello del sobre que el retardo sólo proviene del correo...

La franca rectitud de Estela no pudo contenerse por más tiempo ante esta forjadura de embustes ; so- focada de indignación y dando con su delicado puño un recio golpe como pudiera hacerlo el hombre a quien sustituía sobre la mesita laqueada en que se apoyaba, rasgó violentamente el astucioso enredo con este insultante apostrofe : oL* r

¡ Basta ya de engañifas y mentiras 1 Si hemos de ser despojados, seámoslo francamente, a cara descubierta, no con máscara de hipocresía que agre- ga al robo la perfidia, más odiosa que el mismo de- lito. He interrogado a Francisco y, juntando sus explicaciones con otros antecedentes, reconstituido la trama alevosa, del falso amigo que nos defrauda con toda premeditación. Existió, sin duda, una pri- mera carta suya, escrita realmente en Buenos Aires el día 21, o sea la víspera de la extracción. Es se-

^uro que en ella usted avisaría a Simón haber ad- quirido para él y con su dinero el medio billete nú- mero 9090. Esa carta tía sido destruida por usted, no quedando de ella sino el mismo sobre, sellado por el correo, que ha servido para sustituirle esta otra, escrita por usted dos o tres días después. Puedo afirmar, en efecto, que la presente ha sido fabricada anoche en Huincul, con la tinta azul de la fonda, muy distinta de la negra que aparece en la cubier- ta, y en el propio papel de Ciriaco Jiménez, harto conocido de por su rara filigrana (un «San Jorge combatiendo el dragón») y mejor aún por el inequívoco perfume de Ilang-Ilang que este infeliz ha dado en usar, creo que a imitación mía. Para poder introducir subrepticiamente esta segunda car- ta bajo la cubierta de la primera, que trae el sello <Íel correo, ha necesitado usted practicar las siguien- tes maniobras: i.°, detener a Francisco y hacerle ocupar en la posada un cuarto vecino del suyo ; 2.**, darle dinero para que pasara fuera una parte de la noche ; 3.°, abrir dolosamente dicho sobre, des- pegando el cierre. Pero cuando, consumada la ar- timaña, estaba usted reponiendo aparentemente las cosas en su primer estado, hubo de sorprenderle la repentina llegada de alguien presumo que sea del mismo peón Francisco , pues en el apuro, con tal precipitación volvió a pegar el sobre, que ha venido todo arrugado y medio abierto... Tal es, caballero de Kergoét, la serie de hazañas epistolares que ha debido realizar para asegurarse la posesión de una fortuna que únicamente por el fraude podría llegar 3. su poder...

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Pálido y demudado el semblante por los ultrajes que, uno tras otro, como con hierro candente, le im- primían en la frente estigmas infamantes, Daniel no había intentado una sola vez interrumpir la ful- minante acusación. Sólo entonces se decidió a ha- blar :

La felicito por sus aptitudes pesquisidoras pronunció Daniel con amarga ironía . Usted ha instruido admirablemente la causa criminal, y ape- nas podría completar el sumario con algunos por- menores que no harían al caso. Otra cosa es lo que voy a decir...

Hubo un largo intervalo de angustioso silen- cio, durante el cual, visiblemente, se estaba libran- do un combate en el fondo de aquel alma extra- "viada.

Y entonces, siempre de pie, la vista clavada en* el suelo, dirigiéndose, sin mirarla, a Estela, que se había sentado en el sofá, el culpable pronunció jcon voz sorda estas palabras, que encerraban toda una confesión :

Pues bien ; tiene usted razón, Estela. Basta de arterías vergonzosas. Cansado estoy de llevar esta máscara que hace tres días me quema la cara. Ya que soy criminal, tendré el valor de exhibirme de- lante de usted con mi padrón de infamia. He de- linquido : es cierto que de los dos billetes adquiri- dos en la agencia de Bloch, el primero comprado, el número 9090, es el qus pertenece a Simón Puedh. Así lo declaré al vendedor y lo escribí al compra- dor antes de la extracción. Esto mismo es lo que, después de salir premiado dicho billete, quise de-

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jar consignado en la Administración de la lotería pues, sépalo usted, he cobrado el premio y tengo el cheque aquí, en mi cartera ; hasta lo manifesté repetidamente, no sólo a un repórter de diario, sino a varias otras personas, en voz alta, en lugar pú- blico. Pero quiso la fatalidad que todos mis esfuer- zos para quedar en mi recto camino de antigua hon- radez, se estrellasen contra una influencia maligna que se encarnizaba para sacarme de él. ; Oh, créa- melo, no busco disculpas ni evasivas ! Pero es la verdad que todas las circunstancias parecían cons- pirar para arrastrarme al crimen. No las enumera- ré. A usted, tan inteligente, y que, además de co- nocer quién soy, ¡y cómo la perdí!, no ignora a qué ingratas y humillantes condiciones de vida me ha tenido, hace diez años, encadenado mi rriala es- trella, bástele calcular qué terrible efecto disolvente hubo de producir en mi desesperada situación moral aquella burla sangrienta de la suerte, cuyo fallo ha- cía espejear a mis ojos esa riqueza, que vanamente se había brindado a mí, pocas horas antes, en for- ima de esos dos billetes colocados juntos sobre el mostrador de una agencia, quedando a mi arbitrio la opción ciega por el que contenía una fortuna y no había sabido elegir. Entonces, involuntariamen- te, la idea de lo que ((hubiera sido» se transformó poco a poco en la sugestión de lo que aún ((podría ser». Y surgió, hostigadora, persistente, invenci- ble, la obsesión de mi existencia transformada, del brillante porvenir reconquistado, de aquel deslum- brante y glorioso París, de nuevo abierto a mi jus- ta ambición sin más que ceder al llamamiento se-

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ductor, con sólo dar mi asentimiento mudo a la voz general que me aturdía, designándome como gana- dor de aquel premio maldito . Cuando se me pre- sentaron, una tras otras, las condiciones oprobiosas a que, sucesivamente, iba condenándome la consu- mación de mi fatal designio, y venían a ser otros tantos delitos dentro del principal violación de co- rrespondencia, falsificación de cartas y demás ma- niobras fraudulentas , era muy tarde para volver atrás ; ya no gobernaba mi albedrío, ¡ estaba per- dido!... En este punto de mi confesión, Estela, creo que no pondrá usted en duda mi sinceridad si le afirmo que nunca vi su imagen alzarse delante de para interponerse, con virtud conjuradora, entre la tentación y la caída. Al contrario, alguna rara vez que surgiera su adorado recuerdo, sería quizá para disipar mis escrúpulos, rememorándome qu(é prenda infinitamente más valiosa me había qui- tado primero aquél contra quien yo ejercía ahora ínfima represalia. Ese hombre... ; Oh ! no es mi áni- mo deprimirle en presencia de usted y en ausencia suya se apresuró a decir ante un enérgico ademán de protesta de Estela ; no incurro en la injusticia de reprocharle su inesperada felicidad, en la que, en hora de desaliento, yo mismo he consentido ; pero ¿cómo olvidar que él es quien, diez años ha, me arrebató un tesoro inapreciable ? ¡ Si bien con- cluyó Daniel con una sarcástica ironía que no pudo reprimir es de temer que la íntima aleación haya quitado a la joya sublime algo de su antigua ley, para que Estela, en presencia de mi venida a menos o llámese naufragio de mi honra no haya mos-

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trado indignada actitud y hondo sentimiento sino por la pérdida de una fortuna !...

Ella se alzó como movida por resorte interior, y dando un paso hacia el desventurado que así la ofendía :

Usted me desconoce y me calumnia, Daniel exclamó con acento vibrante y dándole su nombre por primera vez ; tomo a Dios por testigo de que ningún aspecto de esta terrible aventura me afecta tanto como el que atañe a su degradación personal. La caída moral de usted, su monstruoso envileci- miento : tal es para la faz indeciblemente dolo- rosa de esta tragedia sin sangre, la que encierra su verdadera catástrofe. Es tan cruel el desengaño que, desde esta mañana, vengo sufriendo a solas : tan extremo, que temería no lograr contener su expre- sión en los límites trazados a la mujer por sus de- beres de esposa y madre, si éstos, ahora mismo, no se me representaran al vivo en esa puerta, que con- duce al cuarto de mi marido enfermo, y esta otra, que da al patio donde mi hija está jugando. Lo que en este momento estoy presenciando, es la profana- ción del santuario íntimo en que podía sin rubor rendir culto a un sentimiento, porque fué tan puro como sincero. Hace diez años que aquellas evoca- ciones de mi pasado eran mi refugio y consuelo en las realidades del presente ; y mi lejana ilusión se alimentaba de recuerdo, como la de otros se nutre de esperanza. Así he cuidado yo este relicario del al- ma, que me recomendaba en aquella triste y última carta del ((Páramo», que yo de memoria, (cde corazón», como tan bien lo dice nuestra lengua,

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y a la que yo, sin merma de mis sagrados afectos domésticos, he sido más ñel que usted. Tal era el tabernáculo que su abominable acción en un día ha destruido, al modo que la planta se desnuda de ho- jas y flores bajo una sola ráfaga del huracán. Y, puedo confesarlo sin rubor, hoy que se va llenando de canas esite pobre cabello mío (ni tampoco hay ofensa para otro en esta alusión a un amor difunto, que él no ignoraba al pedirme ser suya) : yo con- templaba aquel primer ensueño de juventud ilusión de acariciada y malograda felicidad, visible aún hasta hoy, entre las brumas de la distancia ^al mo- do que se mira la luz del astro inaccesible : como una prueba de que lo ideal existe, si no es posible reali-j zar en la tierra su acabada consecución. ¡ Y que aho-j ra usted, el que ante la imaginación de la niña in- genua, personificaba un tipo de nobleza caballeres-^ ca y dechado de honrosa altivez : el Daniel de Ker- goet, a quien yo, en cualquier apuro supremo, hu- biera recurrido, y cuyo nombre no sin algún es^z crúpulo yo quise dar a mi hija con candoroso or-^^ guUo, creyendo poner bajo una excelsa advocación a mi único tesoro, sea el mismo a quien cubro de vergüenza, echándole en cara el más innoble de loS- delitos : una defraudación apenas menos vil que un hurto doméstico, y cometida «¡oh! saints du. Ciel!)) (y aquí Estela, ahogando un sollozo y en urt, ademán de desesperada indignación, chocó ruido-; sámente sus manos encima de su cabeza) ; contra^ nosotros, en daño y despojo de esta criatura, a quien^icomo un segundo padre, debía ayuda y prcH tección !... Usted, hace un momento, se atrevía, re-^

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prochándome mi actitud severa, a gimotear, en son de remordimiento y pesar, sobre su honra perdida... ¿ Necesitaré acaso recordarle que el paso inicial del arrepentimiento y el primer gaje de su sinceridad es la restitución?...-/ o^-í/r^^*^ "

Antes que Daniel pudiera contestar, abrióse la puerta de la galería y entró de carrera Nielita, ja- deante y los rizos en pleno vuelo :

Dice el cochero gritó con su voz de cristal que ya ha almorzado y está a las órdenes del señor pasajero. . .

La niñita se había acercado a Daniel que la lla- maba con la mirada, buscando en vano una sonri- sa, cuando esta orden de Estela la detuvo:

¡ No te arrimes a ese mal hombre !...

La chica, sorprendida, tuvo un segundo de vaci- lación ; pero luego alzó hacia él sus ojos azules, y moviendo negativamente la cabecitá con adorable confianza : '^

¿No es cierto que no es usted malo? Y co- rrió hacia Daniel, que la tomó en siís rodillas. Y entonces, sacando de su cartera el cheque doblado y metido en un sobre, se lo dio, bajándola al suelo :

Sí, soy hombre malo, Danielita murmuró con emoción , pero seré un padrino bueno. Toma este papel y dalo a tu mamá para que te lo con- serve...

Estela había tenido un estremecimiento ante el gesto de Daniel. Volvió a guardar el cheque en su cubierta, después de echar en él una ojeada, y lo dejó sobre la mesa. Ahora quedaba inmóvil y mi- rando al suelo, muda de asombro, no tanto quizá

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por este vuelco manifiesto en la actitud del adversa- rio, que su fina sensibilidad femenil ya presentía, cuanto por lo radical e inmediato de la resolución. Pero se levantó vivamente al ver que Daniel toma- ba su sombrero para alejarse y, dirigiéndose a él en tono de súplica :

No es posible, Daniel balbuceó conmovida , que nos separemos así. Usted ha reparado noble- mente, como quien es, una hora de extravío. Qué- dese con nosotros algunos días. Todo está olvidado, mejor dicho, ignorado, pues sólo yo habré sabido y no conservaré siquiera el recuerdo de un ofusca- miento, sólo debido a una sugestión funesta, y cuyo intento culpable se disipó sin llegar a la ejecución. Me ha parecido siempre que, para ciertas resolu- ciones, dependemos, sin tener de ello conciencia, de móviles ocultos ; y segura estoy de que, al venir aquí, portador de aquella suma, obedecía usted, sin saberlo, a un impulso obscuro, cuya finalidad tenía que ser esta vuelta lógica a la norma de su vida entera. No se vaya todavía, Daniel ; llevemos juntos a Simón esta buena noticia ; no nos aban- done bajo tan ingrata impresión. No me deje a mí, sobre todo, con el pesar inmenso de haber pronun- ciado palabras que, como el estilete, suelen herir más hondamente que si sacaran sangre... Así ge- mía patética y dolorosa, dirigiéndose al que en se- creto, hasta de misma, amaba siempre, mientras éste, por su lado, se esforzaba, para no perder su entereza, en no ver aquellos ojos verdes, nunca más bellos y fascinadores que cuando, como aihora, mi- raban arrasados en lágrimas.

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Es imposible, Estela contestó Daniel, me- neando tristemente la cabeza ; aunque usted pu- diera olvidar, yo no podría nunca. El recuerdo de mi felonía, si bien frustrada y de pocas horas, me requema la sangre con un ardor intolerable. La con- templación de mi ser interior me causa una repug- nancia que llega hasta el horror ; paréceme tener el alma cubierta con una lepra inmunda, una mancha roedora que apenas lograrán lavar las ondas del océano. Me voy para siempre...

¡ Oh ! exclamó Estela, con voz desgarrado- ra— , entreveo su espantoso designio, y nunca me perdonaré mi dureza y falta de caridad, que tal vez tengan parte en aquella funesta resolución. Le pido .humildemente perdón, se lo pediré...

Había esbozado, en efecto, la humillada actitud, que Daniel, tomándola de las manos, le impidió completar, mientras la niñita miraba la escena con ojos azorados :

] No, jamás ! pronunció él con autoridad . ¡ Usted, inclinada ante un culpable que no es digno de besar la orla de su vestido!... Piense usted, Es- tela, que esíá en presencia de su hija... Y tampoco es cierto que haya usted cometido conmigo ninguna injusticia, ni siquiera incurrido en un exceso de se- veridad : sus palabras han sido crúceles porque eran justas . Y prosiguió con acento de ternura infini- ta : Serénese, sublime criatura ; usted no merece ahora ni mereció nunca el más leve reproche ; no tiene parte alguna en mi resolución ; voy adonde me lleva la fatalidad. ¡Adiós! Y acercó sus labios a la frente que sólo otra vez, diez años antes, había

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besado en aquella primera despedida. Nielita le ha- ^ bía tomado una mano entre las suyas, suaves y I frescas como corolas de rosa, y tuteándole por úni- ca vez, con la intuición ya femenina de ir así más adentro del corazón viril :

i Oh, quédate, padrinito, te vamos a querer tanto 1 . . .

rj^ntonces Daniel puso su mano sobre la encan- tadora cabeza de la niña, como bendiciéndola :

Buen corazoncito, escúchame : tienes, Nielita, memoria y talento bastantes para no olvidar jamás estas últimas palabras de tu padrino : la madre que Dios te ha dado es la más santa, noble e inteligen- te de las mujeres ; ten por la gloria más grande a que debas aspirar la de seguir su ejemplo. Serás bella, inteligente y rica ; | ojalá seas feliz ! Pero ien presente que de todas las prendas que has recibido con la vida, o puedas adquirir, la más alta y pre- ciada será parecerte a la que te dio el ser. | Adiósjj hijita mía!...

Daniel alzó en sus brazos a la dulce criatura, cu- briéndola de besos ; luego la dejó en el suelo, y, ahogando un sollozo que pareció destrozarle el pe- cho, tomó su sombrero y ganó la puerta. La nifíita vaciló un instante y tuvo un impulso para seguirlo ;| pero al punto corrió hacia Estela, que se había deja- do caer en el sofá, tapándose la cara con las manos ; y allí quedó, en el regazo materno, advertida por una voz secreta de que sólo ella poseía el lenitivo para tan insondable aflicción...

Daniel subió en el sulky, después de indicar al

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cochero : «Vamos a Pihué». Al ponerse en marcha, volvió dos o tres veces la cabeza hacia la casa, es^ perando en vano ver asomar a la galería uno de aquellos seres amados, para enviarle un supremo adiós. Nadie salió ; y aunque adivinaba la causa de tal ausencia, parecióle que con este primer síntoma de universal abandono caía la gota más acibarada en su ya desbordante cáliz de amargura.

El día seguía hermoso, si bien volvían a tenderse por el nordeste las nubes de tormenta. El guapo caballito criollo se había trotado bonitamente, en poco más de una hora, las dos leguas largas y de camino pesado que se cuentan hasta Pihué, donde llegaron a la una y media. Daniel no había pronun- ciado cuatro palabras durante el trayecto ; no por abatido o malhumorado, sino porque, desde la saH- da de Villa Estela, abismado en sus reflexiones, vi vía ajeno a toda realidad presente, como sonámbu- lo. Bajó en la estación, pagó y despidió a su coche- ro, y fué a depositar su valija en la oficina del jefe, donde supw que el tren para Buenos Aires pasaba a las tres y quince de la tarde. Era la una y media ; tenía más tiempo que el necesario para el almuer- zo. Quedó algunos minutos con el empleado, con- versando de lo que éste sabía y a Daniel le intere- saba : continuaban las lluvias en la provincia y las crecidas de los ríos y arroyos, particularmente del Salado, cuyo desborde, desde el Monte hasta Gue- rrero, formaba un lago de ocho o diez kilómetros de -ancho, midiendo, en la cuenca central, hasta ocho metros de profundidad. En el punto donde esta lí- nea (((vía» Olavarría y Las Flores) cruzaba el río,

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entre las estaciones Gorchs y Videla Dorna, las aguas habían cavado los terraplenes que, cerca del puente, se elevaban a más de tres metros. Pero el puente mismo había resistido, quedando los rieles a uno o dos pies arriba del nivel de las aguas. El ser- vicio de los trenes no se había interrumpido sino dos días ; y hoy seguía con relativa regularidad, sal- vo algún retardo, por la necesidad de atravesar con suma lentitud y precaución las zonas inundadas. Antes de alejarse, por el tiempo que faltaba hasta la salida, Daniel no dejó de averiguar a qué hora el tren cruzaba el Salado, que sería, según el jefe, salvo inconvenientes, hacia las tres de la mañana. Así noticiado, se dirigió a la fonda o restaurant que le habían indicado como el mejor de la pobla- ción, y donde, en efecto, no hubiera almorzado del todo mal, a poder el almorzante prestar alguna atención a lo que le servían y apenas probaba. Tres o cuatro mesas del amplio comedor estaban ocupa- das por chacareros o colonos franceses, que venti- laban en alta voz sus negocios de cereales, esgri- miendo alternativamente un castellano perverso y un francés algo peor cuando no volvían a su caro aveyronés, en que podía Daniel, por los solos gri- tos y manotadas, admirar sin reserva su elocuen- cia meridional, no entendiendo una jota de su «pa- tois» . Un muchacho vendía los diarios recién lle- gados de Buenos Aires, o sea aparecidos la víspe- ra. Compró uno, y al recorrer, tanto los telegramas de Europa como los hechos y anuncios locales, ex- perimentó la sensación del viajero que, al dejar una ciudad donde ha residido y nunca ha de vol-

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/er, reconoce, en el trayecto del hotel a la estación, nuestras de casas donde no entrará más y lee en a pared carteles anunciando espectáculos a que no isistirá... Sentíase tan ajeno de las cosas humanas, ;an lejano del movimiento mundanal y de cualquier nterés terrestre, como si ya no habitase este pla- neta. Había dimitido. Y por instantes, volvía a va- gar en sus labios aquella célebre divisa en que Va- lentina de Milán, la melancólica viuda del duque de Drleans, condensó su universal desapego a una vida que, aun pasada en las gradas del trono, no merece ser vivida :

Ríen ne m'est plus. Plus ne m'est ríen...

Antes de dirigirse a la estación, entró en una re- lojería, donde mandó acomodar en una caja su re- loj y cadena con una tarjeta suya a Ciriaco, en que lie rogaba aceptara ese recuerdo ; asimismo se hizo indicar una Sociedad filantrópica francesa, y de los 220 pesos que tenía en el bolsillo, entregó 200 como donativo anónimo. Después de lo cual fué a la estación para despachar su pequeña encomienda a Huincul.

Tenía reservado un camarote de dos camas ; así que, cuando llegó el tren de Bahía Blanca, no tuvo sino subir con su valija, que sabemos era todo su equipaje, y tomar posesión de su estrecha y pos- trera habitación, tan cómoda para cavilar a solas en el rumor del tren en marcha.

Esta celda, en que iba a vivir sus últimas doce (horas, era idéntica si no era la misma a la que

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(Xíupara a la venida ; pero ¡qué contraste de ante ayer a hoy en los pensamientos del ocupante ! En tonces venía tan poseído de sus dorados ensueños (][ue descontaba ya, y otros como él, su próxima rea- lización. El hecho de que sus planes de existencií^ parisiense tuviesen a su base una expoliación ñadí les quitaba de su positiva solidez. ¿ Acaso no teníf (ín el bolsillo el título de posesión legal, si no le- gítima, que representaba el capital suficiente para >:onvertir en realidad dichos ensueños? Reducida al silencio su conciencia, cual esclava sumisa, nada se interponía entre aquellos acariciados proyectos y su inminente principio de ejecución. Tan segura miraba la entrada en esa vida nueva, retorno ansia- do y tardío al destino de que se vio frustrado desde su juventud, que hace tres días había arrojado al desecho, como librea de humillación y miseria, las faenas subalternas a que le redujera la dura nece- sidad. I Y esos harapos repugnantes eran los que, otra vez, tendría que recoger del suelo y volver a vestir, si aceptara esta nueva decepción de la for- tuna! ¡ Jamás ! No se arrepentía de lo hecho ; ni guardaba rencor a Estela por haberle sorprendido, ejerciendo en él su irresistible imperio ; pero, al di- rigir a la conciencia entenebrecida el implacable ra- yo de luz que mostraba en toda su fealdad la culpa de Daniel, a la vez que el único medio de redimirla, ella misma había pronunciado su sentencia de muer- te. Derrumbado irreparablemente el castillo aéreo, en que durante algunos días su fantasía había ha- bitado, le sería tanto más intolerable su ínfima con- dición de antes, cuanto que ahora la rebajaría aún

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ú recuerdo indeleble de su frustrado delito. Eni :ausa sentenciada sin apelación : no llegaría vivo a Buenos Aires. Así lo pronunciaba y juraba, exten- diendo su mano derecha en ademán tan solemne» :omo si el juramento tuviera testigos. Y tan firmo Y fríamente estaba decidido a cumplir lo pactado :onsigo mismo, que ya no veía, en estos rieles de; \cero sobre los que su vagón corría a escape, sino il camino que, rápida y fatalmente, le conducía a a realización de su irrevocable designio.

Entretanto, y mientras cruzaba el tren el monóto no paisaje, al que Daniel no concedía una ojeada, jranscurrían las horas largas y llegaba la noche. iPrimero había pensado no ir al comedor, haciéndo- «íe servir cualquier cosa en el camarote. Pero pare- :ióle más elegante recibir con rostro impasible y lasta risueño a «la que venía», llamada por él. Op- io, pues, por despedirse del mundo, tomando en DÚblico su última cena : sólo que, a fin de hacer :iempo, se reservó para el segundo turno. Así, eran uas nueve y media cuando, en el comedor, como siempre repleto, ocupó el cuarto asiento de una mesa donde estaban ya sentados un clérigo rubicundo, oin joven oficial de bigote conquistador y un pai- sano barbudo que resultó ser el boticario del mis- mo pueblo donde el primero decía misas y el segun- do instruía reclutas . Los tres se mostraron ama- bles comensales ; y, a trueque de tal o cual detallo de color local (como la esgrima del cuchillo y del mondadientes desde la sopa), que al viajero Daniel ya no tomaba de sorpresa, le dieron, sin pretender- lío ni saberlo, una buena lección de filosofía prác-

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tica, mostrándose cada cual satisfecho con su condi ción modesta, o resignado con sus trabajos, sin pre tender alzarse en rebeldía contra el destino. Pen acaso a nuestro convidado de piedra le pareciera se: algo tarde para aprovechar la enseñanza la que por otra parte, equivaldría a pedir que el vuelo las águilas se ajustara al andar prudente de lo; bovinos.

Por más que Daniel, huyendo de la soledad, se in- geniase por estirar la sobremesa, hubo de disolverse a las diez y media la simpática compañía, después de cambiarse entre los amigos anónimos sendos apretones de manos y mutuos compromisos de in- variable amistad! Una vez en su camarote, Danie procedió a romper cuanto papel o tarjeta tenía en su valija y bolsillos, arrojando los pedazos por la ventanilla : quería desaparecer discretamente, bo- rrándose de la gran lista de los vivos sin dejar ras- tro. Luego llamó al camarero, y le recomendó que, sin falta, le golpeara la puerta momentos antes de llegar el tren a la estación Gorchs que, según el horario, sería a las tres y minutos- , pues tenía ne- cesidad de hablar con el jefe ; y para que el fámulo midiera la importancia de la recomendación cuyo principal objeto era simplemente estar despierto a dicha hora Daniel se la untó con los últimos pesos sueltos que le quedaban. En seguida se recostó ves- tido sobre la cama.

Las resoluciones extremas, propias de las almas bien templadas, tienen por consecuencia inmediata desprender al sujeto de cualquier cavilación emo- liente, para devolverle su completa serenidad, ce-

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rrando a su vista, como con bastidores opacos, todas las perspectivas hacia el pasado o el futuro, para hacerla converger al solo momento presente. Antes de quedar dormido y vino el sueño mucho más pronto de lo que se creyera sólo p>ensó en algunos pormenores conjeturales del acto supremo. Luego, entre los primeros crespones del adormecimiento, volvióle a la memoria aquella exhortación grandio- sa y sombría en que Lucrecio muestra al hombre sensato dispuesto a dejar la vida como un convi- dado deja el festín : ya satisfecho, si su carrera fué larga y feliz ; ya sin terminar el banquete, si amar- gó su breve existencia el infortunio... Le desperta- ron bruscamente algunos golpes en su puerta, y oyó la voz del camarero : «Llegamos a Gorchs». Se levantó al instante. Al poco rato, en efecto, el tren paraba en dicha estación, desierta a esta hora y dé- bilmente alumbrada por una lámpara de reflector en la pared. Se limitó a saber del jefe que el tren cru- zaría el Salado dentro de diez minutos : «se lo avi- sará el silbido de la locomotora» ; y siguió la mar- cha, cada vez más lenta, a medida que se penetraba en la zona imindada. Al verle entrar en su camaro- te, el camarero se había retirado. Todo estaba de- sierto ; volvió a salir con su maleta, dejando cerra- da la puerta tras él, y fué a sentarse en el estribo derecho del balcón.

Iban a ser las cuatro. Aunque en el cielo nublado no había luna ni estrellas, la noche no era ya del todo obscura : empezaba a palidecer el naciente al primer anuncio del alba ; y el inmenso lago que formaba el río desbordado, cubriendo todo el campo

Ldf t>AULGkOÜSSA<g

comarcano, despedía una vaga vislumbre que per- mitía divisar, de trecho en trecho, los postes cas: sumergidos del telégrafo, cuyos hilos paralelos, cua, pentagrama infinito, con notas dispersas de pájaros sentados, trazaban su negra renglonadura sobre el fondo gris. Un agudo silbido rasgó los aires, seña- lando la entrada de la locomotora en el puente, cu- yo piso no quedaría a dos pies del agua. El tren fué deteniendo más y más su marcha, hasta llegar a la mitad del puente, donde paró unos segundos. ¡Allons!, murmuró Daniel, poniendo los pies sobre la red de metal y ganando el parapeto que domi- naba lo bajo de la corriente y distaba apenas un metro de la vía.

El tren había vuelto a tomar su marcha lentísima, Cuando hubo desaparecido, Daniel empezó por tf^ rar su maleta por encima del parapeto ; luego se tn a éste, y allí quedó sentado algunos segundos,' colgando las piernas y mirando la corriente opaca que se aceleraba notablemente en esta faja céntrica del cauce normal. Llegado el último momento, ha- bí ásele vuelto de piedra el corazón, cual si, ya hela- do y yerto, no latiera en el pecho. Era tan abso- luta su anticipada sensación de la nada, que se iba sin pesar por su vida tronchada, sin rencor contra ella, por todo lo que contuvo de amargura y decep- ción. Alzóse en pie sobre el reborde plano y bastan- te andho. Evocó, en un relámpago de adiós, la su- prema visión de Estela, erguida enfrente de él, más bella aún en la protesta airada que en el per- dón, y se arrojó de cabeza al vacío. Su cuerpo, sin duda, produjo al zambullirse un ruido sordo que

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nadie percibió ; hubo tal vez, al reaparecer sobre el agua, algunas manotadas convulsivas del organis- mo agonizante, luchando inconsciente contra el no ser ; y nada más. Minutos después, el cadáver de este hombre, nacido quizá para ser grande, y a quien su destino dejó pequeño, iba llevado por la corriente hacia el océano, inmenso encubridor de to- dos los naufragios.

Buenos Aires, abril-mjayo de 1921.

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EL HOGAR DESIERTO

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23a\>ÍAOOH i 3

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ü ¿íi.

Egik setnea duke, ez ezaguke.

Haz duque a tu hijo ^ya no te conocerá.

(Refrán vascuence.)

AL tranco de nuestras muías, desde las doce del día, atravesábamos la garúa sorda, enervan- te, disolvente, parecida a una lenta submersión en una laguna. Caminante, ; líbrete Dios de lluvia mansa I El borrado horizonte confundía el telón gris del cielo con la franja de los montes descolo- ridos. Serían las cinco de la tarde y ya el indeciso crepúsculo bañaba en derredor las desmayadas arboledas, no permitiendo distinguir a diez pasos un algarrobo descarnado de un tupido laurel. La honda senda anegada remedaba un canal sin co- rriente, y nuestras muías, ya pesadas, porfiando por bordear en la resbalosa orilla, nos hacían azo- tar el rostro con ramas extraviadas. Un gran si- lencio en todo el campo, sin un chillido de loro ni una ráfaga de huracán.

Como se desatara la lluvia con traza de tormen- ta, habíamos quedado una hora de la siesta al abrigo de una ramada hasta que se volvió desahu- ciado temporal. Y este retraso, sumado con el de

174 PAULGROUSSAC

la marcha, cada vez más lenta, con bestias rendi- das por el mal camino, tenía que alejar bastante la pascana ; pues en esa región fronteriza de la provincia de Santiago se miden las jornadas for- zosas de seis u ocho leguas por las contadas ca- sas o rancheríos de las estancias.

La noche venía cerrando después de la larga oración de ese día nublado. Felizmente, mi peón Jerónimo, criado en la huella, era capaz de rum- bear, como él decía, «por donde el diablo perdió el poncho», y, después de diez años que no pasaba por allí, no había olvidado uno solo de los deshe- chos que, según él, acortaban el camino. De cuan-* do en cuando me dejaba alcanzar para ver y oír a un ser humano ; él llegaba, indiferente, silbotean- -do entre dos blandos rebencazos enderezados a su muía, con el pañuelo atado bajo el sombrero y pegado a las costillas el ponchito de mala muerte. Arrimadas las jacas, sin ánimo ya para las chan- zas habituales, yo murmuraba lúgubremente:

¡A ver un traguito, Jerucho! r ;^Y fraternalmente, igualadas las condiciones por el mal paso, yo primero y él después, volcábamos en los labios el frasco de caña tucumana que él traía en sus alforjas.

Al ponernos nuevamente en marcha el peón so- lía gritarme por vía de consuelo:, >.olx>i no oí:..i >

¡Ya falta cerca, Señóo! r -j, k-o.;1>- r

¡Pero hacía tres horas que la fórmula se había desvirtuado! píofru-.

Y seguía la etapa interminable en- las cabalga- duras aplastadas, con la perspectiva probable de

EL HOGAR DESIERTO C>75

una parada de noche en ese monte ralo pero satu- rado de humedad. Sentíamos el agua corrernos desde la nuca a los talones, dudando de si el primer calofrío no era el pródromo de un ataque de «chucho» fronterizo, ] y sin tener siquiera el con- suelo de echar al aire la tristeza envuelta en el humo de un cigarro I

Yo iba cabizbajo, novicio aún en las penurias de la vida, con las manos recogidas debajo del poncho, tieso como casulla, y el cuello envarado entre los hombros, envidiando la suerte de los hor- neritos ocultos en su nido de barro, bien enjuto, bajo la rama maestra de un quebracho, o la quietud de las vizcachas acurrucadas en los tibios reco- vecos de su guarida... ¡Oh I, ¡rudo escarmiento de la locura juvenil, castigo harto severo que ene- mista por siempre con la dicha 1 Y figurábame en- tonces la indecible felicidad de los que estaban viendo llegar la noche lluviosa, cubiertos por el alumbrado techo, delante de la mesa puesta, en esa alegre batahola de los niños que juegan con las sirvientas en los corredores de las estancias. Y el pensamiento después se volaba más allá, a lo que conocía mejor: a las ciudades confortablíís e iluminadas, donde se vive casi sin saber de la intemperie y las estaciones, hallando más dulce acaso la caricia del hogar cuando el frío y la hu- medad de la calle parece que estrecharan la fami- lia... "¡Qué valen (decía para mí), las distincio* nes de clase y educación I Ese peón es igual mío, es superior, porque soporta mejor que yo estos trabajos. La gran desigualdad de las condicionen

176 > H P A U L G R O U S S A C

humanas descansaba la fortuna material. Al rudo trabajar lo llaman ganarse la vida, es decir, recon- centrar y poner uno en batería todas sus fuerzas y aptitudes para conquistar lo que un rico tiene sin esfuerzo ni pesadumbre. Fuera de la riqueza, no hay independencia ni felicidad...»

Y así pasaba el tiempo en esta insulsa cavila- ción, interminable como el camino, descolorida como los montes de sus orillas, que me parecían gotear innumerables lágrimas de desconsuelo por la muerte del sol... jbíir>ib>

Tanto me había cansado de esperar el fin de la jornada, que ya me parecía natural que no termi- nara jamás. Iba dormitando a medias, cuando de repente un lejano ladrido me despertó. Luego la voz del peón :

¡Ya estamos I

I Santa palabra ! Me detuve para ponerme al ha- bla con Jerónimo.

¿Qué horas serán, Jerucho?

Y él, siempre fiel a la diplomacia criolla, que manda no comprometer opinión :

¿Qué horas serán, pues, señor?

Me decidí a sacar mi reloj, debajo del poncho, y encender un fósforo: iban a ser las ocho. Luego continué :

Y ¿ qué tal esa Cañada donde vamos a parar ? rffi^j Linda no más, señor! j Ahí verá qué sala! Y si está don Martín, no digo nada. En tres días nos deja ensillar...

Ya había oído nombrar a ese don Martín Bai- gorry, más conocido que la leña en las provincias

EL HOGAR DESIERTO 177

del Norte. Sabía que era un vasco francés, esta- blecido de muchos años en la frontera ; Curtidor, estanciero el más rico de la comarca , y que se lo pasaba en el campo, fuera de una que otra zam- bullida en la ciudad ; en fin, ¡ un crioUazo I Tenía no cuántos miles de vacas desparramadas en trein- ta leguas de campo : ganado alzado la mayor par- te, pero que vendía por puntas a los sanjuaninos que cada año caen por allí.

Ahí concluían mis averiguaciones. Por lo de- más, ignoraba absolutamente si el tal don Mar- tín era gordo o flaco, soltero o casado, blando o recio para la gente. Pero no era el momento muy a propósito para melindres, y enderecé hacia la luz que chispeaba entre las ramas, con esa con- fianza del viajero argentino que grita desde la tranquera: ¡Ave María!, seguro de escuchar el: ¡Sin pecado I, que significa: «¡Pase aidelante!»

Acostumbrado a nuestros ranchos de morondan- ga, sorprendióme el aspecto ((imponente» de la casa, que vislumbré en la obscuridad. Era un an- cho edificio regular, con corredores en contorno y columnata de ladrillo. Puertas de dos hojas, gra- derías de material, techo de teja, todo el frente blanqueado, \ hasta ventanas con cristales ! Vamos, i«n lujo asiático para esas alturas. ' Yo era enemigo de pedir hospitalidad a los rús- ticos ((decentes» ; prefería siempre parar en el ran- cho humilde, donde me hacía dueño de casa con cuatro ((chirolas» distribuidas con oportunidad. Así es que, bajada la tranquera, sin desmontarme, me dirigí al fogón, encendido bajo una ramada.

178 PAUL GROUSSAC

donde los peones hormigueaban alrededor de una olla de locro. El capataz se levantó, gritándome :

¿Por qué no se ápia, amigo?

Y me apié, sin más cumplido, apretando la ma- no del capataz como si hubiéramos cursado juntos Filosofía.

Ya estaba arrimado al fogón, secándome la ro- pa, que humeaba como una estufa, cuando una chi- nita entró en la rueda y dirigiéndose a ;

Dice el patrón que cómo es su gracia...

Dile que no me ha de conocer, pero que soy paisano suyo...

A los dos minutos volvió la sirvienta con una invitación para pasar adelante. Y aunque más me gustara acabar de orearme, alargando mis botas hacia la llama alegre, no pude desairar a don Martín. Alcancé a distinguir un bulto parado en el corredor, al tiempo que una voz clara y jovial gritaba en la obscuridad :

¿Ñola zira, paisano?

Recordaba todavía la fórmula vascuence, tantas veces oída en los alrededores de Biarritz, y con- testé valientemente a don Martín, que me alar- gaba la mano, ancha como una raqueta :

¿Unza, eta su? (¿Bien, y usted?) i^ni^í^

Pero consideré más prudente explicarle desde luego que éramos paisanos hasta cierto punto, no por ser yo vasco, sino él francés. Parecióme al pronto que la declaración echaba una sordina a su entusiasmo ; con todo, se resolvió a aceptar la ane- xión, y hasta ensayó algunas frases francesas ; pero adoptando bruscamente el castellano, por «no

fíL HOGAR DESIERTO 179

tener la lengua suelta)), me hizo pasar al comedor.

Era una pieza espaciosa, blanqueada, alumbra- da por una vela de sebo plantada en candelero de latón ; por únicos muebles, un armario y algunas sillas de suela alrededor de la mesa central, sin mantel. En los rincones, algunas botellas, marcas de hierro con la punta embutida en un caracú a .guisa de mango y dos o tres caballetes con aperos chapeados, frenos y dos sillas de mujer en su fun- da. Don Martín acababa de comer solo, como lo indicaba la mesa servida en una punta. Volvió a sentarse, señalándome una silla al frente, encen- dió su larga pipa de barro, magistralmente curada, que colocó en el hueco del colmillo izquierdo ; ar- mé a mi vez un cigarrillo, y mientras cambiábamos nuestras filiaciones, pude examinar cómodamente a mi huésped de una noche.

Era don Martín un ejemplar de esa admirable raza éuskara, conservada pura por la montaña y criada intrépida por el mar. Otra no hay que hon- re más la familia humana : es bella, es noble, es valiente, y con razón se atribuye cada hijo libre de la sierra el derecho nato de hidalguía. No han degenerado de esos montañeses de hace mil años, cuyos cráneos de granito mellaron la espada de Roldan, ni de esos rudos navegantes del Golfo, que fueron los primeros en arponear ballenas y perseguirlas hasta las costas de Groenlandia. -i oMi huésped demostraba unos cincuenta años : •era alto, macizo, musculoso ; el ancho rostro, cur- tido por el sol, guardaba aún ese rasgo de fuerza bondadosa, tan general en ese pueblo ; los ojos

l8o PAUL GROUSSAí

azules miraban de frente, con ingenua serenidad la boca tenía un aspecto casi infantil, más acen tuado aún por la cara imberbe, con excepción d< la corta patilla, que es rasgo nacional. Sin corba ta ni chaleco, dejaba ver la faja tradicional poi entre el saco desprendido, y al hablar, su puño de recho, capaz de pulverizar una piedra, martillabc a compás la gruesa mesa de cedro.i Pero una visible lasitud, que no era efecto de los años, se traslucía debajo de ese aspecto formidable. El vie- jo atleta estaba seguramente roído por algún pe- sar secreto; y por momentos, entre una pregunta indiferente y una respuesta insignificante, dejaba caer con un fuerte suspiro la arrugada frente so- bre su mano abierta...

Entretanto yo había despachado lindamente el churrasco que me hiciera servir ; no había más pan que una diminuta galleta ; pero, ¡ cual el tiempo, tal el tiento! Y como llegase al término de esta comida un poco elemental, él me preguntó distraí- damente :

¿Tomará usted una copa de vino?

Don Martín ^repliquéle sencillamente , he nacido entre Cette y Burdeos...

Se sonrió débilmente y fué en persona a sacar de la despensa una botella, que destapó, sirvién- dome sin ceremonia; trajo luego otro vaso para él, y bebimos, después de trincar como dos cama- radas. Quedé asombrado ; era un grand cru legí- timo, y para honrarle no escatimé el chasquido de lengua que es el obligado homenaje de un perito. Una cosa, ¿verdad?, es una estancia de la fron-

L HOGAR DESIERTO l8l

:era santiagueña, y otra un comedor de diploma- neos...

Un segundo vaso de ese bendito vino produjo en mi humedad de todo el día el efecto de una sa- lida de sol : me volvió el alma al cuerpo. Mientras que, por el contrario, ¡ cosa extraña I, la frente de don Martín parecía nublarse más y más. Positi- vamente, la conversación languidecía, y ya pensa- H[)a en pedir la dirección de mi dormitorio, a pesar de la hora para gallinas, cuando se me ocurrió preguntarle, por decirle algo, en qué punto de los Pirineos había nacido. Me contestó con cierta tris- teza : f,9 olilibñí

Soy de Guétary. ¿Conoce usted esos parajes?

Por supuesto dije con satisfacción ; he pa- :sado algunos meses en Biarritz, y visitado uno por uno todos los puntos de la costa, desde el Adour hasta el Bidasoa. ¡ Guétary, aldea encan- tadora! Veo todavía la iglesia rodeada de casitas 'blancas que resbalan hasta la playa, en medio de los bosquecitos y trigales. ¡Vaya si conozco su tierra!...

Un rayo de alegría iluminó la cara de don Mar- tín, que me agarró del brazo y, sacudiéndome co- mo ciruelo, repitió alborozado ;

Conque, ¿ conoce la tierra ? ¡ Y bien, usted es un buen muchacho ! ¡ Ah ! ¡ No hay más : un buen muchacho !

Y luego agregó con marcado interés :

¿Y no recuerda usted de la Villa Graciana, entre Bidart y Guétary?

Francamente, confieso que no conservaba ideas

1 PAUL GROUSSAí

muy precisas acerca de la Villa Graciana ; pero i para darle gusto, arriesgué una contestación afir | mativa : esa u otra, en resumidas cuentas...

Villa Graciana... Me parece... Creo que h< estado de visita alguna vez... I

El vasco se levantó como herido por una des ' carga eléctrica y, mirándome en los ojos, exclamó :

¡ Pero, entonces, ha conocido usted a mi hija Graciana... ¡la dueña de casa!...

Y sin darme tiempo para contestarle corrió hacia una habitación interior, dejándome estupefactc ante este quinto acto de melodrama que se me ve- nía encima como ladrillo en la cabeza. ¡ Villa Gra- ciana... su hija! Al cabo tenía yo la culpa. ¿Cómc diantres concluiría todo esto?

Volvió al minuto, blandiendo en sus manos tré- mulas dos cuadritos que me enseñó como un triun- fador. Pero la vela humeante no arrojaba luz sufi- ciente ; golpeó las manos con estrépito, mandó encender una lámpara de petróleo que colocó en la mesa, mientras yo me preparaba para examinar con resignación aquellos dos retratos de familia. El primero representaba un muchacho de quince años, elegante y robusto, con uniforme de cole- gial. Pasé al segundo, |y quedé estupefacto I Pa- recióme en verdad que no era la lámpara, sino el retrato el que iluminaba súbitamente la habita- ción. Era una excelente fotografía hecha en Pa- rís, fina y artística como una miniatura. Después de algunos segundos de contemplación arrojé in- voluntariamente una mirada al rostro macizo y al cuerpo atlético de don Martín, procurando en

ELHOGARDBSIKRTO 183

vano dilucidar cómo de ese tronco de roble pudo alguna vez brotar esta azucena, y llegar hasta ahí, en la primera generación, los prodigios de la va- riación específica.

Figuraos un hada diez y siete años : una ru- bia cabeza de ondina surgiendo de no qué olea- das de blancos tules y encajes. El perfil, un tanto delgado y grácil aún, sin una sola redondez, se- guía desde la frente hasta el cuello una línea de armoniosa e infinita delicadeza. Cada facción ha- blaba, cantaba el himno inefable de la pureza, de la gracia, de la inmaculada primavera. Se adivi- naba la música de la voz que saldría de esos la- bios entreabiertos, el rayo de aurora que brillaría eternamente en esos grandes ojos de cielo, cuya ceja alargada recordaba la curva nítida de la cre- ciente luna. Era la flor virginal con su perturban- te misterio... Y, con pretexto de mirarla mejor, acercaba a mi rostro la fotografía, pareciéndome imposible que la imagen de cartón no hubiera con- servado un perfumado recuerdo, una sutil ema- nación de la deliciosa realidad...

El viejo seguía mirando el otro retrato, con sor- das exclamaciones de cariño; luego lo dejaba un instante para volver al de su Graciana y compro- bar punto por punto la semejanza de familia. Yo aprobaba con la cabeza ; pero confieso que las gra- cias adolescentes del muchacho me dejaban más frío...

En ese tiempo no tenía yo vicio redhibitorio que me prohibiese apreciar esas cosas. Pues bien : esta brusca aparición de la belleza mundana y refina-

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da, ese reflejo súbito de un foco de luz que irra- diaba desde tres mil leguas en este desierto, por entre las mudas tinieblas de un cielo sin estrellas, tenían un encanto indecible... Es siempre algo embarazoso manifestar ante un padre entusiasmo excesivo por su hija. Pero el orgullo paterno de don Martín tan ingenuamente resplandecía, que me atreví a decirle por fin :

De veras que la señorita Graciana es encan- tadora...

¡Vaya si lo es! dijo el buen viejo con con- vicción. Y ¿no recuerda usted haberla visto por allá?

Absolutamente... Pero, don Martín, ¿cómo puede usted vivir lejos de esa joya?

No bien había soltado aturdidamente estas pala- bras cuando me arrepentí. El padre se dejó caer sin contestar en su silla de suela, inerte y aplasta- do, como si inconscientemente le hubiera atravesa- do el corazón de una puñalada... Y así permane- ció en un silencio angustioso, con los crispados puños en los ojos, todo su cuerpo sacudido pK>r los suspiros que se le escapaban por intervalos. Al fin soltó un sordo sollozo y parecióme ver humedeci- dos sus dedos cuadrados...

Nada más conmovedor que la honda aflicción de un ser fuerte y varonil. No me atrevía a ha- blar, ni siquiera a moverme, dominado por el es- pectáculo trágico de ese insondable dolor.

Poco a poco se serenó; pero temiendo que se avergonzara por su emoción reciente, fingí quedar absorto en la contemplación de los retratos. Se le-

EL HOGAR DBSIBRTO 185

vantó; fué a la puerta del comedor, donde perma- neció algunos segundos, concluyendo por decirme en voz alta : ¡^^

Parece que el tiempo se compone... Podrá us- ted seguir viaje mañana, a no ser que prefiera acompañarme un par de días...

Volvió a sentarse, se escanció una copa de vino y, mirándome de hito en hito, me habló con no qué violencia sombría :

Tengo esos dos hijos y un millón de pesos, libres de polvo y paja, para que ellos se diviertan allá. Soy el más rico estanciero del Norte ; tengo salud ; he trabajado durante treinta años ,* creo que no cuento un enemigo en todas estas provincias, j Pues bien, amigo mío ; tiene usted por delante al hombre más desgraciado de la tierra!... Usted pa- rece buen muchacho..., y aunque no lo conozco sino de esta noche..., quiero desahogarme alguna vez... Yo soy un ignorante; pero no hay sino un modo de quejarse, como no hay sino un modo de sufrir. Tal vez le interese y pueda servirle más tarde esta lección si cría hijos y quiere educarlos lejos de usted...

Y entonces, sin giros rebuscados ni conciencia del efecto que sus palabras sencillas pudieran pro- ducir, el buen vasco me contó lo siguiente, en tan- to que yo miraba alternativamente su entristecida cara de viejo aldeano y el fino perfil de Graciana, cuya vaga sonrisa no se había apagado por estas /ágrimas paternas, que ignoraría siempre y no po- dría secar...

Pido al lector perdón por si alguna vez el hábi-

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to de «frasear» me hace transcribir mal el ingenuo relato, quitándole, sin advertirlo, lo que Chateau- briand llamara (no sin remilgo) «la gracia de la cabana» ; no en recordar fórmulas campestres con- siste la naturalidad, sino en hablar cada cual como asoma a su labio el pensamiento.

HACE diez años, amigo mío, en lugar de toda esta albafíilería vacía hubiera usted visto aquí una casita de adobe con techo de paja y co- rredores sostenidos por postes de quebracho: to- dos los materiales que necesitan las aves del mon- te para sus nidos. Y el rancho, ;a fe mía!, no pa- recía otra cosa con la continua algazara de los mu- chachos y las risas de mi mujer Teresa, que se oían desde la mañana hasta el anochecer. Aunque ella pasaba ya de los treinta años, no demostraba más de veinte por el aspecto y el buen humor. Al volver de los puestos o de la represa, a las doce, miraba yo desde allá lejos ese vestido de percal en el patio, con los dos bultitos menudos que re- bullían a su alrededor, y eso bastaba para que todo mi cansancio se volara como un fardo arro- jado del hombro. En aquel tiempo yo tenía ya el riñon algo cubierto ; pero quería enriquecerme de veras para que no supieran nunca esos tres seres míos lo que es la gran batalla del trabajo, j El

i

l88 PAUL GROUSSAC

trabajo! jAh! ¡Qué fácil y llevadero era enton- ces!... No me parecía que mojara la lluvia que lle- naba mis represas ni que quemara el sol que hacía crecer el pasto en los potreros de la estancia.

Eran los grandes tiempos de las curtiembres. Yo compraba cueros por la nada, remitía suelas a mi- llares, vendía ganado en pie; ¡vamos!, una for- tuna de doscientos mil pesos levantada en ocho o diez años, y que ya caminaba sola, sin más cui dado que dirigirla y dejarla criar. Pero también crecían a la par mis dos chiquillos : Manuelito lle- gaba a los doce años y Graciana pasaba de las trece. Ahora tenían en casa a una pobre maestri- ta española que les enseñaba a leer, escribir y no qué otras cosas, además de ayudar a Teresa en sus costuras. Todo eso me parecía suficiente ; nunca quería oír hablar de ponerlos en el colegio, lejos de mí. Pero entonces también era una moda o estribillo en todas partes esa historia de la edu- cación ! En todo se metía la dichosa palabra, lo mismo en religión que en política. Se repetía que la escuela enseña a ganar batallas, que se acaba- ba de descubrir recientemente el verdadero méto- do de educar a los hijos, que el Presidente era un maestro de escuela y también el que vendría des- pués... Teresa, gran lectora de diarios, me espe- raba todas las tardes con un nuevo sermón^ en que volvía siempre este San Agustín : <(; Tus hi- jos se crían como salvajes ! Graciana no sabe geo- grafía ni apenas la tabla de multiplicar. Manuelito no hace caso ; se lo pasa a caballo por el campo y el monte todo el santo día...»

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Yo me hacía el sordo cada vez que empezaba ía letanía. Cuando más apurado me veía decíale a Teresa : ((Haz venir a casa todos los maestros y maestras que quieras, págales lo que pidan ; pero no me hables de vivir lejos de mis hijos...»

Y parece que yo decía eso de cierto modo, pues al oírme algunas veces se le llenaban los ojos de lágrimas.

No vaya usted a juzgar de Teresa por lo que ve de ; yo soy un campesino, pero ella era una ver- dadera señora, fina y habilidosa. Seguramente yo no la merecía, y nunca creí posible que fuera mía cuando la veía pasar tan elegante y mona por )a plaza de Tucumán... Pero en un trastorno de la política salvé la vida a su padre, y como la santa muchacha sintiera que nunca me atrevería a pe- dirla, ella misma puso sus blancos dedos en esta ruda manaza de trabajador. Creo que no se arre- pintió del sacrificio, pues ¡ sabe Dios que hice cuanto pude por que fuera feliz!...

Así pasó algún tiempo más. Por consejo de Te- *tesa interesé en mis negocios a un paisano rr.ío, honrado como el pan y capaz de reemplazarme en todo este trajín. Sólo entonces ella descubrió sus baterías. ((Ya que no queríamos separarnos de nuestros hijos, podíamos dejar la estancia por un año... o dos y establecernos en Buenos Aires. Du- rante ese tiempo los muchachos se criarían en un medio decente, adquirirían modales e instrucción y se vería después...»

No tuve nada que contestarle. En resumidas cuentas, la proposición era sensata y hacedera.

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Me era fácil reducir mis negocios a sólo el cuida- do de la estancia ; tenía un socio de toda confian- za. Pedíle a Teresa algunas semanas para refle- xionar. Pero he aquí que mis cavilaciones me lle- varon no cómo a una idea singular, que ponía las cosas más en serio que el primer proyecto de mi mujer. Contaba ya veinte años de América, entre los cuales diez de trabajo personal y sacri- ficios ; nunca había podido pensar en volver a la tierra, donde no me quedaba más que una herma- na menor. Mientras estuve sepultado en la estan- cia, no queriendo siquiera establecerme en la ciu- dad vecina, parecióme un sueño irrealizable la vuelta a mi pobre aldea montañesa. Pero ya que se trataba de desarraigarnos por un tiempo bas- tante largo y vivir en una sociedad tan desconoci- da para nosotros como era Buenos Aires, ¿ no pa- recía mejor para los niños y nosotros mismos alar- gar el paseo hasta Europa?

Amigo mío, ¡ qué sabroso es eso de dar una sor- presa agradable a los seres queridos ! Cuando me abrí con Teresa sobre mi nuevo proyecto juntó las manos, dando un grito de alegría, y luego me saltó al cuello con tan franco arrebato que no hubo necesidad de más explicación. Gracias a su activi- dad de ardilla, todo quedó ordenado, arreglado, concluido en pocos meses ; tanto que, después de una travesía sin novedad, a fines del siguiente abril, en una fresca mañana de primavera, saltá- bamos en tierra los cuatro en el malecón de Bur- deos.

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Apocas cuadras de la choza donde nací y me crié estaba en venta una linda casa de cam- po— la Villa Graciana de hoy ; la compré, y allí nos instalamos para el verano, a media legua de Biarritz. Mi hermana Justina, viuda y sin hijos, antes maestra de escuela en Guétary, vino a vivir con nosotros. Era una verdadera vascongada, rei- dora y fresca como un arroyo de la sierra. Todos la adorábamos, grandes y chicos; entre chanzas enseñaba el francés a Teresa y a los niños y también a mí, como quien no hace la cosa . Por lo demás, encontré muy cambiado todo aquello; la gente moza de Bayona y aun de Biarritz no ha- blaba sino francés; había que trepar la montaña para escuchar la verdadera lengua de la tierra, tan alegre que a nosotros nos suena como una can- ción. ¡Más de la mitad de la población vasca se muere ya sin haber cruzado los Pirineos ni baila- do jamás un zorcico al pie del Guernicaco arbola! Pasamos el invierno en París, quedando los dos

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solos casi todo el día, con mi buena Teresa, pues me había convertido hasta consentir en que Gra- ciana y Manuelito se educaran en colegios particu- lares, que por las cuentas que pasaban tenían que ser de lo mejor ! Los dos chicos se estaban afrann cesando día a día. Llevábamos una vida de paseos que me cansaba más que todos mis galopes por la estancia. Pero Teresa parecía tan contenta con el adelanto de los niños, que yo aparentaba estarlo también. Con todo, no me olvidaba una hora de la Cañada. A veces, cuando Teresa estaba fuera con algunas de las argentinas que andan siempre de diversión en París, pedía a nuestra sirvienta Asun- ción que me cebara el mate prohibido. ¡ Esta si- quiera deseaba volver a la estancia tanto como yo ! Ella se quedaba de pie, cruzando los brazos, en tanto que yo chupaba la bombilla, asomado al bal- cón que dominaba las Tullerías; y allí era el eter- no platicar sobre las gentes y cosas de allá :

¡ Ay, Aschuna ! | Quién estuviera en la Caña- da a estas horas ! . . .

¡Amalhaya, señor!...

Y los dos juntos, patrón y sirvienta, dábamos el mismo suspiro hacia los rancheríos santiagueños y los montes de algarrobos, donde se vive en san- ta paz...

Se había cumplido un año de ausencia cuando recibí una carta de mi socio; me proponía un gran negocio de proveeduría con el gobierno del Perú ; pero que no podía resolverse sin estar yo presen- te. Era una ocasión para recuperar en pocos me-

EL HOGAR DBSIERTO H^

ses todo lo gastado en el viaje, y probablemente mucho más. Consulté a Teresa, que me suplicó prolongara por un año nuestra permanencia en Francia ; tenía siempre razones que me dejaban callado y convencido. No podía yo negar que Gra- ciana ganaba cada día en finura y gentileza ; el mismo muchacho, llamado quizá a ser hombre im- portante en su provincia, adquiriría, sin duda, con otro año de estada principios de educación más duraderos y que sería fácil conservar y desarrollar allá... Por otro lado, no me resolvía a rechazar la propuesta de mi socio... Entonces Teresa fué la primera en discurrir una solución que todo lo con- ciliaba. ¡Que Dios le perdone, como yo le he per- donado, la funesta aunque bien intencionada ins- piración ! H izóme notar que ya se acercaba la pri- mavera, es decir, el tiempo de establecernos en nuestra casa de Guétary. Allí podrían esperar mi vuelta con mi hermana, pues mi viaje no pasaría de cinco o seis meses. Justina, consultada, aplau- dió a gritos la idea ; todos los amigos también, y nada digo de los dos niños, que saltaban de gozo. En fin, parecía una conspiración... Tuve que ce^ der, y me embarqué en Burdeos, solo y triste, em- pezando a sufrir el duro aprendizaje de la sole- dad...

Al resolver mi viaje comprendía que mi familia no podría ya vivir contenta, aunque sólo fuese por temporadas, en la antigua y rústica casita donde antes habíamos sido tan felices. Tenía, pues, el pensamiento de levantar el edificio actual y, por lo pronto, traía conmigo encajonados los nuevos mué-

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bles y las innumerables chucherías que son, al pap recer, necesarias para la vida civilizada... La casa | se concluyó, amigo mío ; los muebles se colocaron I en su lugar allá dentro ; pero nadie los ha usadc I jamás ni se han pisado hasta ahora las alfombras flamantes.

Como para burlarse amargamente de mi desgra- cia venidera, la fortuna se mostró desde mi llega- da tan liberal conmigo que aquello parecía sueño. Pude derramar el dinero alegremente, preparando la casa de mis ausentes queridos ; mi caja se lle- naba con más facilidad cuanto más sacaba de ella. Todo salía mejor de lo que calculara ; subió el pre- cio del ganado, después vendí con tiempo y a pre- cios locos mis campos del litoral. Pero el negocio aquel con el gobierno del Perú de que me habla- ra mi socio y que él atendía allá personalmente me obligaba a prolongar la ausencia.

Felizmente, recibía cada quince días noticias consoladoras de Graciana, que crecía en talento y belleza ; de Manuel, que había recuperado el tiem- po perdido y cursaba no recuerdo qué clase en su colegio, cuyo nombre nunca he podido pronun- ciar algo así como Santa Bárbara: ; además, Teresa me anunciaba con grandes aspavientos que el muchacho revelaba extraordinaria vocación por la música, i La música ! | Vaya una profesión !... Yo íes contestaba como Dios me ayudara, pesándome la pluma en la mano más que la tranca del corral. Les daba también noticias, con mis letras torcidas, que parecían marcas de ganado. El potrillo de Ma- nuel estaba amansado; el jazmín de Graciana, cu-

IL HOGAR DESIERTO I95

bierto de flores, que se secaban en la planta por no haber quien las cortara...

Pero yo vivía muy triste ; ya nada me gustaba : ni la casa, ni el campo, ni la ciudad. Iba a cum- plirse el año de separación. Y cuando sólo espe- raba la vuelta de mi socio para volar a Francia y traerme a mi gente, él me escribió desde Lima su- plicándome que fuera allá inmediatamente y bien provisto de recomendaciones oficiales, pues las co- sas aquellas iban tomando mal cariz. El oro había subido a las nubes y pretendía el Gobierno pagar- nos con un miserable papel que nadie quería to- mar por la mitad de su valor...

Tuve que ponerme en marcha por el desierto de Atacama ; se trataba quizás de toda la fortuna de mis hijos. Llegué a Lima ; felizmente, pude arre- glarlo todo, sacrificando en untamientos una parte de la ganancia. Pero el negocio daba para todo, y después de otro año perdido mi socio y yo volvi- mos junto a la estancia. | Al cabo iba a poder mar- charme! Había anunciado a Teresa mi próxima partida para que dejase de escribirme a Lima. Lle- no de gusto con la vuelta al pago ¡ y se habla de presentimientos! no esperé a apearme en el pa- tio de la Cañada para gritar a la primera sirvien- ta que salió :

¿Hay cartas para mí?

Sí, señor; hay una sola. Está sobre la mesa.

Corrí al comedor, hambriento por saber algo de mis queridos... Amigo mío, en esta misma mesa, aquí donde pongo la mano, estaba una carta que traía sobre de luto. La iba a tomar cuando reco-

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nocí la letra de mi hermana ; me quedé helado, he cho una piedra, sintiendo un sudor frío en la raíí del pelo... No qué ideas locas me pasaron poi la cabeza... y tuve que afirmarme a la mesa para no caer...

Era un tibio día de mayo ^nunca lo olvidaré una dorada faja de sol entraba por la puerta en- treabierta ; en el gran silencio de la siesta escu- chaba estúpidamente el gorgoreo de una gallina que picoteaba en el patio ; todo era serenidad y quietud, a esa hora en que el ganado rumia tran- quilo bajo la sombra de los quebrachos. Parecía que toda la paz del cielo bajara a la tierra como una bendición. ((¡Vamos dije , soy una criatu- ra; no es posible que Dios me haya maldecido!» Y bruscamen'te, de un tirón, rompí el sobres- crito.

Principiaba la carta con estas palabras :

((Pido al cielo que te valor, mi pobre hermá¿ no, en la desgracia horrible que nos acaba de he*- rir...» Y desde ese instante seguí recorriendo ma- quinalmente la carta, repitiendo las palabras en alta voz, sin comprenderlas, hasta que llegué al último renglón. ((Piensa en tus hijos huérfanos, que te esperan aquí. Justina.))

En el aturdimiento de no qué idiotismo del momento fui al aparador y bebí un gran vaso de agua mientras murmuraba entre dientes, con la porfía de un alucinado : tus hijos te esperan, tus hijos te esperan...

De nada tenía conciencia clara sino de mi su- frimiento interior ; parecíame que mi cabeza tiue-

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ca sufría el choque incesante de un martillo que la hería sin descanso, como el badajo de una campa- na. Y quedé aletargado, perdido...

... Tiempo hacía que ya notaba obscuramente y por intervalos cuchicheo de voces apagadas y ru- mor de pasos a mi alrededor, cuando un dolor agu- do en el pliegue del brazo me hizo dar un grito y abrir los ojos. Rodeaban mi cama mi socio, una sirvienta y un curandero de la villa vecina. Tenía un gran peso en la cabera, y pedí que me alivia- ran ; comprendí que desataban unas vendas, y, sintiéndome mejor, miré mis brazos ligados a con- secuencia de las sangrías. Recobré en el acto la conciencia de cuanto había pasado; me di vuelta hacia la vieja india que viera nacer a mis hijitos y murmuré : / Teresa ha muerto I Ocultó su cabeza en su pañuelo de lana, y al oírla sollozar sentí que yo lloraba también con delicioso alivio. Estaba sal- vado, después de tres días de congestión.

Durante mi convalecencia me hice leer diez ve- ces la carta de mi hermana, hasta saberla de me- moria. Dios presta a los débiles cierta insensibili- dad que es una fuerza de resistencia. Poco a poco me familiaricé con la horrible realidad ; hasta llegué a consultar sobre la enfermedad de Tere- sa al humilde médico de Metan, como si hubie- ra aún esperanza de salvarla...

Los pormenores de la catástrofe eran para espantosos, aunque sin ningún aparato propio pa- ra picar la curiosidad indiferente. Bien sabe usted que hay en Biarritz una estación de invierno ; que- dan allí muchas familias para gozar del sol en las

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tibias arenas del mar. Cediendo a las instancias de una familia amiga, Teresa fué con Justina a una tertulia que se prolongó hasta la media noche. Era tan corta la distancia entre las dos casas que ha- bían ido y vuelto a pie ; el cielo estaba sereno, y aunque a la salida sintiérase llegar el cierzo de la montaña, las dos mujeres no quisieron esperar un carruaje. De repente se sintieron envueltas en uno de esos huracanes de nieve muy frecuentes de no- che en los Pirineos ; son imposibles de prever y tan rápidos que casi no dejan tiempo al arriero para buscar refugio y apenas al sorprendido pes- cador para aferrar su vela. Tanteando en las tinie^ blas, en medio del furor del torbellino, que hacía crujir los árboles y derrumbaba las piedras de la montaña, bajo la nieve que azotaba su cara y he- laba su sangre, las dos mujeres, tomadas del bra- zo, pudieron llegar hasta su casa. Justina, más robusta y hecha a las traiciones de la sierra, no había perdido su sangre fría ; pero Teresa parecía loca de terror. Era el delirio que comenzaba. Se declaró una pleuresía fulminante, que la llevó en ocho días. Había muerto bendiciendo a sus hijos y pidiéndome perdón... ¿Perdón de qué? ¡Ah, sí! En la lucidez de la agonía comprendía que jamás pudiera el más encarnizado enemigo destrozarme el alma como lo hizo ella con dejarme solo en la tierra.

III

No estuve sino un mes en cama; pero durante ese mes fué cuando de veras envejecí. Con- forme sentía volverme las fuerzas recobraba tam- bién capacidad para sufrir. Lo que dominaba en ani estado era una como postración moral que no •podía vencer, un desprendimiento general de cuan- to pudiera antes interesarme. El mismo recuerdo de los pobres huérfanos que quedaban allá no bas- taba al principio para vencer mi somnolencia. Me sentía concluido para siempre.

No obstante, la Naturaleza hizo su obra sin con- sultarme, y un día de julio me encontré en pie, muy débil aún, pero capaz de arrastrarme de cuar- to en cuarto. La primera vez que vi un vestido de Teresa en un ropero me sentí desfallecer. Y en- tonces empezó una horrible existencia de recuer- dos que se alzaban delante de a cada instante. No había un mueble, un objeto familiar, un punto •de la casa que no llevara adherida su imagen ; era iuna escena pasada, una palabra suya, una actitud.

200 PAUL GROUSSAC

De noche era siempre el mismo sueño engañoso que me la mostraba aquí en la estancia como hace muchos años ; y al despertarme de esta ilusión, que hacía más amarga la realidad, sufría como si cada día perdiera nuevamente a Teresa...

No me daba cuenta de que no curaría jamás si no abandonaba por un tiempo la Cañada. Volvía a ver el corral, la represa vecina, seguía solo las sendas del monte, sin encontrar un paraje aparta- do que no la resucitara en mi memoria ; los tristí- simos recuerdos alzaban de repente su vuelo en la noche del alma, como bandadas de aves noctur- nas sorprendidas ; y quedaba parado, siguiendo con los ojos maquinalmente esas alas obscuras, que me parecía dejaban la tierra para volar lejos, muy lejos, de donde no se vuelve jamás...

Un día, no obstante, me desperté con el senti- miento de la realidad. La imagen de mis hijos, abandonados a tres mil leguas, cruzó mi men- te como un relámpago. Sacudí esa debilitante y peligrosa persecución de mi querida muerta. Pedí a los que me rodeaban que no me dejasen solo una hora ; procuré arreglar mis negocios, interesarme en los negocios materiales. Logré tomar pie en la vida común. Y a las pocas semanas de esta reac- ción saludable me encontré bastante fuerte para emprender el viaje a Europa. Sin embargo, obe- deciendo a no qué preocupación enfermiza, qui- se esperar el arribo del mismo buque que nos lle- vara la primera vez ; a los pocos días leí el anun- cio de su llegada y fui a embarcarme en Buenos Aires. - i^ //:■

kLHOGARDESIERTO ¿01

bl capitán, algunos oficiales, casi toda la gen- te de a bordo, se acordaba de nosotros; sólo una vez me preguntaron por Teresa ; y esos hombres, hechos al sufrimiento, me ahorraron las fórmulas vulgares de condolencia. No quise bajar en punto alguno del trayecto. Me pasaba las horas largas de la travesía sentado en la toldilla, escuchando callado los proyectos y referencias de los pasaje- ros, pareciéndome que la vida era ya para un viaje sin fin por un mar sin orillas.

Con todo, el movimiento de ese pequeño mun- do indiferente y la obligación de mezclarme a él, pues el completo aislamiento no es posible a bor- do, suavizaron insensiblemente la acritud de mi pena. Ahora lo que sentía más y más era una sed ardiente de mis hijitos. Experimentaba por mo- mentos la sensación del que ha sido saqueado y ha creído perderlo todo, cuando descubre de repen- te que ha salvado parte de su tesoro.

En el mismo buque venía una viuda, de Monte- video, que había dejado allí, en las arenas del 'Uruguay, a su marido y a su hijo mayor, muer- tos en la misma semana. Había resistido valiente- mente y todavía encontraba fuerza para sonreírse alguna vez con su ünica niñita, de cuatro o cinco años. Pero ¡qué sonrisa! Me recordaba ese pálido -sol de invierno en nuestros Pirineos, que no alcan- za a derretir la nieve de la falda.

Y bien ; yo, que tenía a mis dos criaturas, que me esperaban con los brazos abiertos, prontas para volver conmigo y poblar mi soledad, no tenía de- recho para desechar la vida como se arroja al mar

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202 PAULGROUSSAC

una botella rajada y vacía. Había sufrido un golpe que nunca se curaría ; pero entre todos los que cruzan por el mundo, j cuántos seres ensangrenta- dos que viven con una mano puesta en la herida oculta I

Así pasaron los días de la travesía ; miré desde la cubierta del vapor, sin interés curioso, las rom- pientes de Pernambuco, las arenas del África, Lis- boa y sus torres blancas; por fin, las costas de Francia, que ya representaban para algo más que la patria : el suelo donde vivían mis hijos y descansaba mi mujer.

¡Al fin iba a verlos! Me los figuraba siempre como los había dejado : niños juguetones de doce a trece años. Todo el tiempo transcurrido no los cambiaba para mí. Los miraba ya corriendo atro- pelladamente, sentándose en mis rodillas, pidién- dome datos sobre la estancia ; mil preguntas a un tiempo, que no tendría tiempo de contestar por co- mérmelos a besos. Sin duda, estarían desespera- dos por volverse conmigo cuanto antes... ¿Quién sabe si no se resolvería también Justina ? | Ah I ¡ No serían largos los preparativos ! En un mes o dos lo dejaría todo vendido y nos embarcaríamos nara Buenos Aires. Viviríamos en la Cañada siem- pre, bien apretados unos contra otros, sin dejar; un claro por donde pudiera meterse la desgracia y herir a uno sin llevarse al montón...

Entre los centenares de buques anclados, que hacían una ciudad flotante en el Gironda desde Pauillac, el nuestro pasaba lentamente, como en una anchísima avenida de Burdeos que se desarro-

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KL HOGAR DESIERTO 203

liara a uno y otro lado. Al fin atracamos ; corrí a es- tribor, donde estaban colocando el puente levadi- zo... Vi en el extremo opuesto una joven pareja de luto que me saludaba con los pañuelos. Me costó trabajo reconocerlos... Y así, durante los cinco eter- nos minutos que duró el arreglo de la maldita ta- bla, estuve con los ojos clavados y alargando los labios hacia esos dos jóvenes hermosos, elegantes, casi desconocidos, que eran Graciana y Manuel : ¡ los dos muchachos que ayer saltaban, desgreña- dos y descalzos, por sobre la tranquera del corral I

Me abalancé, y ahí no más, en el tropel de los viajeros y changadores amontonados en el male- cón, los apreté en mi pecho, uno en cada brazo! ¡Qué se me daba a del público! Ni siquiera lo veía, tan ocupado me hallaba en refrescarme el alma contra esas dos cabezas queridas. Después le tocó el turno a mi hermana Justina, Yo no pensa- ba todavía en moverme de allí ; no me cansaba de examinarlos de pies a cabeza, tomando sus manos en las mías para verlos mejor. Manuel era ya hom- bre, casi tan alto como yo, pero fino y rosado como una muchacha. En cuanto a Graciana..., ya la co- noce usted por el retrato : un angelito de Dios, con sus ojos azules y el revoltillo de rizos de oro que no le cabían en el sombrero negro; toda su cara parecía una sola sonrisa, y al besarla me parecía oler un ramo de ñores...

Pero no bien me habían dejado despuntar el vi- cio, cuando se me entraron por el medio una se- ñora anciana y un joven de unos veinticinco años, buen mozo, pero prendido con treinta y cinco aifi-

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leres, como mujer. Justina me los presentó con grandes aspavientos : Madame Bosquet, su hijc Gabriel, íntimos amigos de la casa. Seguramente, así debía de ser ; pero ¿ qué necesidad tenía yo de encontrármelos allí desde el primer momento? Tuve ganas de mostrarles mala cara, pero vi que Graciana se ruborizaba, y me tragué la pildora, mandándolos por dentro a los quinientos mil dia- blos. ¡ Caramba con algunos que no conocen cuan- do estorban I...

En fin, nos fuimos al hotel para esperar el tren de Bayona. ((Recién» (i) allí me di cuenta del en- juague : esas gentes habían venido sólo por acom- pañar a los míos, y se volvían con nosotros a Bia- rritz en el mismo departamento reservado. Desde el primer momento de estar juntos fué todo un ha- blar francés ; Graciana y Manuel me contestaban en ese idioma cuando les dirigía la palabra en es- pañol, y hasta entre no se entendían ya en la lengua de su tierra.

Ahí fué mi primera decepción ; no sólo porque me costaba desenredarme en un idioma que nunca supe bien y había dejado de chapurrear durante veinticinco años, sino también porque me parecía que ellos, al olvidar su lengua, habían olvidado un poco a su madre y a la tierra donde nacieron. Callado, me puse a hacer la cuenta del tiempo transcurrido : ¡ cerca de cinco años ya, y a esa edad! ¡Ay!, ¡con razón no se apuraban para pre-

(i) Argentinismo de uso tan frecuente en el país que pa- rece irreemplazable, como si dijera más que «sólo entonces», ((únicamente», etc.

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EL HOGAR DESIERTO 20$

giintarme de la estancia ! j Muy lejos y muy borra- do estaba ya todo eso para ellos!...

Entonces me vino el recuerdo de Teresa, y por no entristecerlos con las preguntas que me subían a los labios, me puse a mirar por la ventana del coche : el tren atravesaba los bosques de pinos de las Landas, esas llanuras más tristes que nuestras travesías argentinas, donde siquiera el sol y el cie- lo azul alegran un poco el alma.

A la tarde llegamos a Bayona ; cruzamos el Adour, y no por qué me hizo impresión ver en- cadenados en ese río, sin olas ni corriente, una docena de buques de Ultramar. Algunos, sin duda, estaban cargando para América, tal vez para Bue- nos Aires ; y, apenas llegado, me venía un inmen- so deseo de volver a embarcarme con Manuel y Graciana, solos los tres, ¡aunque durara el viaje sesenta días!

Sin embargo, sentí un gran alivio cuando baja- mos delante de nuestra casa, que encontré muy embellecida y cambiada, y, sobre todo, cuando vi que se despedía la familia Bosquet... ¡Hasta la vista, señor Grabiel! Di un suspiro de satisfac- ción capaz de empujarlos hasta Bayona, tan gran- de era mi deseo de soltar la lengua con libertad. Al lado de la puerta estaba parado un bulto negro, que corrió hacia y se detuvo a dos pasos ; le grité: ¿Cómo te va, Aschuna?..., y di un buen apretón de manos a la chinita de Teresa, que se puso a sollozar... Bien conocía yo que ella tenía ganas de quedarse y preguntarme por la gente de allá ; pero Graciana le dijo a media voz : ¡Está

V

ao6 riT?iPAUL GROUSSAC

bien, Mercedes! Y apoyándose en mi brazo, me* llevó hacia el comedor. En el camino le pregunté :

¿ Por qué le has cambiado el nombre ?

Y ella, con cierto embarazo que procuraba disi- mular, me contestó:

Es un capricho de... Bosquet. Decía que no podía pronunciar ese nombre ridículo de aAschu- na»..., y como tanto vale para ella...

Yo quedaba callado ; se detuvo entonces con su sonrisa de niña mimada :

Y, a propósito de nombres, ¿por qué le lla- mas Grabiel?... Es Ga-bri-el...

Ya le contesté con cierto malhumor ; pero la costumbre... ¿No te acuerdas ya del peón Grabiel, que te traía siempre huevos de perdiz?...

\ Ah, ! dijo con distracción y arrastrando la voz ; pero todo eso está tan lejos, j tan lejos ! . . .

* oi^q ;

1

I

IV

AL día siguiente, muy temprano, Justina entró en cuarto y me encontró ya vestido. Me había adivinado la intención, y de veras le agrade- cí la corazonada. Me dijo con acento conmovido:

Los niños se levantan tarde. ¿ No te parece que vayamos solos la primera vez?

Le apreté la mano y murmuré con voz que des- fallecía :

Gracias, mi buena Justina; ¡vamos!...

Y fuimos al pequeño cementerio de Biarritz, si- tuado a poco más de un kilómetro. En el trayecto me contó los dolorosos detalles de mi gran desgra- cia. Teresa se había apagado casi sin sufrimiento, recobrando sólo en la agonía su entera razón para dictar las últimas recomendaciones. Volvía siem- pre a recordar de mí, como de la víctima más gra- vemente herida, encareciéndoles a los tres que la reemplazaran a mi alrededor.

Era una mañana de septiembre, llena de luz. La presencia de las ricas familias que frecuentan aque-

208 PAUL GROUSSAc

Ha playa se revelaba hasta en el campo de la muer- te. Elegantes y ricos monumentos se alzaban en ese cementerio de aldea, chapeando de mármol blanco el negro cortinaje de los tejos y cipreses. La estación balnearia estaba todavía en su princi- pio, y casi todos los sepulcros demostraban la au- sencia de los deudos, con sus coronas ennegreci- das, que habían sufrido el invierno sin renovarse.

Desde lejos reconocí la tumba por sus flores re- cientes y el piadoso cuidado del pequeño jardín que la rodeaba... Justina me dejó solo, arrodillán- dose en el extremo opuesto y colocando a la muer- ta entre ella y yo. Cuando pisé esa tierra que cu- bría los despojos de mi primero y único amor pa- recióme en verdad que repentinamente me ponía en comunicación con su alma, aproximada a la mía... Yo creo todavía en lo que creyeron mis padres, y en ese instante estuve convencido de que Teresa estaba cerca de mí, veía mi desesperación, que no quería ser curada, y me confiaba nuevamente la suerte de nuestros hijos. Y yo murmuraba, sin contener mis sollozos : ((Sí, ; te lo prometo, mi querida Teresa ; pensaré en ellos antes que en mismo, y serán felices aun a costa de mi felici- dad...))

Salimos !|!ustina y yo sin hablarnos hasta salvar el umbral del cementerio. La vida se esparcía, con la alegría de la mañana, en las quintas y los ca- minos. Los hortelanos, las ramilleteras, toda la gente de la sierra bajaba al pueblo con sus pinta- dos arreos campestres. Muchos conocían a mi her- mana y la saludaban familiarmente en el caro día-

BL HOGAR DESIERTO 209

lecto que no olvidamos jamás. El encuentro de aquellos aldeanos de existencia tan serena me aquietó gradualmente, y entonces nos pusimos a conversar de nuestros hijos.

Manuel, después de concluir sus estudios, esta- ba siguiendo las clases del Conservatorio de Pa- rís. Estaba recién llegado, acabando de rendir ■exámenes «brillantes» según me afirmaba Justi- na— . Había alcanzado un accésit de... de armo- nía— creo que dijo así y no era dudoso un éxito más feliz para el ano siguiente...

Tuve un sacudimiento y paré de golpe.

I El año próximo ! exclamé vivamente . Es- pero que antes de esa fecha estaremos en nuestra casa, en el pedazo de suelo donde ellos han nacido y yo quiero morir. Nos iremos todos, pues no creo que quieras abandonarnos. A Teresa también la llevaré. ¡Basta de destierros y separaciones!...

Justina me miró con asombro, como si no alcan- zara a comprenderme. Y entonces principió su ale- gato. Ya le dije a usted que había sido maestra de escuela. Conservaba de su antigua profesión cierta tendencia a regentar, a par que una afición decidida por la oratoria. Yo, que soy bastante me- dia lengua, sobre todo cuando hablo francés, me ayudaba como podía con el vascuence ; pero que- daba vencido, aunque no convencido...

Abrevio todas las razones que ella me dio para persuadirme. Con mi fortuna, decía, no podía pen- sar en enterrarme en una estancia ; mis hijos es- taban hechos a la vida civilizada. ¿ Cómo obligar- los a vivir en los montes?. Para Manuel se abría

SIO PAUL GROUSSAC

el más brillante porvenir"; entraría en la vida ar- tística con una situación material que le abría to- das las puertas... Y concluyó así:

Por fin, no debes tomar una resolución tan grave así, de sopetón, a la llegada. Pasarás el ve- rano con nosotros. Te acostumbrarás a nuestra existencia social ; verás las cosas por ti mismo, y entonces podrás resolver...

Sin duda, esperaré antes de decidirme con- testé con firmeza ; pero no creo que mi resolu- ción pueda cambiar. Manuel debe vivir donde ha nacido y se ha criado. ¿ Qué significa esa carrera de que me hablas ? j Ser mi^sico ! No conocemos allá otros músicos que los pobres diablos que to- can en las fiestas. Tenemos una gran fortuna, es decir, muchos negocios que atender. Yo me sien- to ya cansado; y aunque rico, Manuel trabajará como su padre... Por fin, si se empeñara por que- darse un año más, ya que te parece tan convenien- te, y bien, se quedaría. Tengo en París relaciones seguras. Pero lo iríamos a esperar allá Graciana y yo..., si no prefieres también venirte con nos- otros...

Justina se estremeció al oírme nomKrar a mi hija/ ;oi «jidoa .Bui>n^í .

I Graciana ! ; Querrías condenar a esta niña, acostumbrada a todos los refinamientos mundanos, a esa existencia de aislamientos v tristezas?

¿ Quién te habla de condenarla'? ¿ Tengo vo la cara de un Juez? ¿Por qué te figuras que no que- rrá volver a su patria para vivir tran^uMn y cómo- damente al lado de su viejo padre'?...

4

L HOGAR DESIERTO

Estábamos llegando a la puerta de la casa. Jus- tina se detuvo y, mirándome fijamente, dijo con voz pausada, que me dejó sin réplica :

Porque ama y es amada...

V

aaoq'^-i

A usted, que es viajero en nuestras provincias, le liabrá pasado cien veces lo que le voy a re- cordar. Volviendo a cruzar en tarde nublada por un sitio que atravesó un día de sol, parece ríe que todo estaba cambiado y entristecido : son los mismos montes tupidos, los mismos lapachos y tarcos en flor, con sus enredaderas que sujetan las ra- mas como torzales verdes, las mismas aguadas y enlamadas represas de antes ; pero, aunque nada falte hoy a la vista de ayer, | cuan distinta resulta la impresión!... Así me sucedió desde aquel momen- to con las cosas de Biarritz y sus gentes todas, principiando por Graciana y Manuel. Las palabras de mi hermana sonaban en mi oído para desencan- tarme de cuanto me rodeaba. Hasta creía sentir en los abrazos de aquellos hijos míos no qué floje- ra y tibieza, algo así como un vacío que yo no al- canzaba a llenar. Veía los ojos de Manuel que re- lampagueaban cuando recordaba a París ; recibía gacetas por cada tren y se engolfaba con Graciana

ál^ PAUL GROUSSAC

y Justina en discusiones acaloradas que me deja- ban en ayunas. Algunas veces, por tantearlo, so- lía decirle :

Y bien, Manuel, ¿ qué tal cuando estemos en la Cañada ? ¡ Qué lindos paseos por el monte, eh ! ¡Cómo vas a retozar de un puesto a otro I...

Generalmente no contestaba ni ni no. Y lue- go volvía a su tema de siempre : alzarse con un premio del Conservatorio y viajar por Italia y Ale- mania. Un día me preguntó, sobre poco más o me- nos, la cifra de nuestra fortuna. Y cuando le hube contestado, me observó :

Ya ves, no gastamos aquí ni la tercera parte de tus rentas. ¿ Para qué quieres enriquecerte más? .L/ ,in..^

Le contesté indignado: "^'"^^ ^^'^ ^'

¿Para qué? Para cumplir con lo que Dios manda. Todos debemos trabajar mientras tenga- mos fuerzas...

Y así seguí repitiendo las mismas cosas, sin ati- nar a convencerle.

Justina, que estaba presente, le daba la razón, como siempre. ¡ Ya lo creo ! ¡ Como que era ella quien lo había criado en esas ideas de ociosidades y grandezas! Mi muchacho se lo pasaba sentado horas enteras en el piano, y entonces su tía solía exclamar, muerta de gusto :

¡Cómo trabaja I t>tHÍ 'íutí^üpü-sb ¿jüsiíjuü ^oí

¡A eso llamaba trabajaf!...'

Felizmente, la actitud de Graciana se había vuel- to más satisfactoria para ; se deshacía por com- placerme en todo; me cuidaba, me mimaba cada

EL HOGAR DESIERTO 215

día más. Lo que me fastidiaba un poco era su afán por enseñarme los modales y las fórmulas de la gente fina. Tenía que obedecerle, porque me paga- ba con un beso lo que ella llamaba «mis adelan- tos». Por ejemplo: yo tenía costumbre desde cua- renta años atrás de cortar mi pan con el cuchillo, como siempre lo he visto hacer a la gente más en- copetada de Guétary. ¿Creerá usted que me por- fiaba porque lo desmenuzara con los dedos? Aho- ra lo de mostrar en la mesa un pedazo delicado a una señora con la punta del tenedor... ¡ ni por pien- so! ¡Cuando llegó hasta decirme que no debía brindar a los postres!... Vamos, parece que allá se tomasen a mal todas las demostraciones de la gen- te sana...

Sólo Bosquet me defendía. Comía con nosotros dos o tres veces por semana, sentándose al lado de Graciana, y cuando ella me hacía señas o murmu- raba una observación, él solía decirle con una son- risa amable :

No le incomode usted ; son costumbres patriar- cales...

Y no por qué Graciana se mordía los labios y se ponía colorada.

Yo, por supuesto, no dejaba de comprender el manejo del tal Gabriel ; bastaría ver sus ojos de farol fijos en Graciana para saber a qué atenerme, aunque mi hermana no me hubiera prevenido. Con toda su diplomacia parisiense el mocetón no era ca- paz de p>egármela. En cuanto a la muchacha, la notaba tan condescendiente, tan conforme cuando me resistía a que se realizara algún proyectado pa-

I

2f6 fj I : PAUL GROUSSAC

seo con los Bosquet, por la sierra o el mar, que a ra- tos me parecía imposible admitir lo que mi herma- na me había revelado. Acaso Justina, como todas las mujeres solas, se complaciera en tejer novelas sobre cualquier indicio vago... Además, tenía una veneración de aldeana por la gente importante, y la familia Bosquet estaba emparentada como lo de- cía el apellido con el «ilustre mariscal».

¡ Que le aproveche I decía yo para ; pero mientras Graciana esté tan serena y risueña, las co- sas marcharán bien. cÜiifi i

Entretanto pasaban las semanas y los meses. En Biarritz era un gentío de no entenderse sobre to- do con tantos ingleses . Pasaban desde el alba por delante de la casa con bastones de gancho, polainas y gorras o boinas de color. No se podía alzar los ojos hacia la montaña sin encontrar a al- guno de ellos parado en una cuchilla, con su ca- beza azul o roja, que servía de llamada a los de- más, como señuelo. Y por la noche principiaban^ los conciertos, los bailes en la Villa Eugenia quei es ahora el Casino, después de ser tantos años el palacio de la emperatriz . Yo iba allí algunas ve- ces para no contrariar a Graciana. Tenía que po- nerme guantes. ¡Hágame usted el favor! Que- daba con los cinco dedos abiertos, como ramas de cardón, y las manos tan tiesas que nunca podía en- contrar mi pañuelo en el bolsillo y no me atrevía a tomar un vaso de agua por miedo de no poder- lo apretar. ¡Y a eso llaman algunos descansar de sus fatigas!

Una noche, al retirarnos, iban adelante Graciana

EL HOGAR DESIERTO llf

y Gabriel ; después, mi muchacho con Justina, y yo, cerrando la marcha, dando el brazo a la seño- ra de Bosquet. Con ésta, felizmente, la conversa- ción era siempre fácil y agradable para mí. No hacía sino preguntarme por la estancia y las va- cas ; se sabía ya el precio de los novillos y de las suelas mejor que la mujer de mi capataz. Realmen- te daba gusto conversar con persona tan inteligeíi-¡- te y amiga de aprender...

Esa noche, sin embargo, el tema era distinto. Sin que yo le preguntase nada, se puso a explicar- me su situación, el valor de sus casas y propieda- des, la renta que le daban. ¡Vamos, un verdadero inventario! Gabriel era hijo único, relator en el Consejo de Estado, muy bien relacionado en el mundo parisiense, tanto por su parentesco con el mariscal como por su posición... snp otisia lo^

La luna alumbraba el camino que subía hacia Guétary, diseñando al grupo elegante de Gracia- na y Gabriel. Madame Bosquet se detuvo para en- señármelos, exclamando con entusiasmo:

i Qué linda pareja ! Mírelos usted, si no pare- cen hechos el uno para el otro...

Entonces comprendí... Además, no me dejó lu- gar para dudas : como decimos en la tierra, «se dejó caer» con todo su peso. De buenas a pi^i- meras me pidió resueltamente la mano de Gra- ciana. - eomíídá^sii ^oínsrni^íldTl .oim lab sírrjm^id

Sentt golpe en ei corazón 'y nd ^encontré -elft el momento una sola palabra que contestar... > ^

Comprendía \<[ixti: era necesario discurrir algo, una fórmula tx>rtés que, sin herirla, le manifestara

15

»lSJ PAUL GROUSSAC

mi resolución inqaiebrantabk. Al menos, así la juzgaba yo...

Pero nosotros, los vascos, no servimos para disi- mular el pensamiento. Por otra parte, la verdad era todavía la forma menos hiriente de mi rechazo, y se la revelé toda entera. Le expliqué cómo había venido con el solo propósito de llevarme a los míos. Nosotros, en realidad, éramos forasteros en Francia, y no podía pensar en separarme de mis hijos ni, por supuesto, en abandonar la Re- pública Argentina. Graciana era muy joven aún ; indudablemente el trato continuo y las atenciones de un joven tan distinguido como ((Grabiel» la habían halagado... Pero de eso a la pasión irre- sistible que acababa de pintárseme había gran trecho. . .

Por cierto que no soy hombre de recursos ; pero le aseguro a usted que en ese momento no me fal- taban las palabras ni las buenas razones. Se tra- taba para de defenderme contra los que querían arrebatarme a mi hija, y ese pensamiento me pres- taba elocuencia, como me hubiera prestado fuer- zas materiales contra diez bandoleros que me la quisieran robar.

Madame Bosquet era orgullosa ; tenía segura- mente la conciencia de hacernos un favor; no in- sistió, y sentí su brazo que se desprendía insensi- blemente del mío. Felizmente, llegábamos a casa, y la incómoda situación no se prolongó. El resto de la familia había quedado esperando en el vestí- bulo. Graciana estaba parada al lado de Gabriel, y cuando la luz de la lámpara nos alumbró de frente

EL HOGAR DESIERTO 219

sentí aquellas dos miradas ardientes que procura- ban leer su destino en nuestras caras.

Yo me sentía incómodo, como si hubiera cometi- do una mala acción. El aspecto de la señora no debía de ser menos expresivo. Noté que Graciana se llevaba involuntariamente las manos juntas al pecho, poniéndose pálida como el estuco de la pa- red...

Era la una de la mañana y muy natural que los Bosquet se retirasen inmediatamente. Se despidie- ron con cierta frialdad, en que ni Justina ni Manuel pudieron fijarse, y quedamos solos breves ins- tantes.

Yo me había sentado en un sillón del corredor. Mi hermana se dirigió a su cuarto. Manuel me dio las buenas noches al tiempo de encender un ciga- rro. Graciana, después de algunos segundos de un silencio que me desgarraba el corazón, se dirigió hacia para despedirse con el beso de costumbre. Me levanté y la estreché en mis brazos, buscando sus ojos llenos de luz ; pero desvió la mirada ; sen- tí que su cuerpo inerte se apartaba del mío, y al tocar con mis labios su frente pura me pareció de mármol. ¡Pobre hijita mía!

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VI

Los días que siguieron, después de la escena que he referido, figurarán siempre entre los más amargos de mi vida junto a los que pasé en la estancia cuando, repuesto de mi ataque, cobré la conciencia de mi desgracia. Una sola vez tuve que entrar en explicaciones respecto de mi conduc- ta, y fué, naturalmente, con mi hermana Justina. Por supuesto, que ella combatió mi determmación con todas' las razones que pudo discurrir y no eran pocas . Pero yo, sacando fuerzas de flaque- za, me di maña para contestarle y hasta demostré cierta ruda energía, que le impuso, porque no po- día ver la procesión que andaba por dentro ni adi- vinó que era el dolor, más que la ira, lo que hacía temblar mi voz...

Mas poco a poco llegué a sentirme aislado y casi extraño en propia casa. Nada había cambiado en la apariencia ; no se oían palabras destempla- das ni discusiones entre nosotros ; nos sentábamos

222 PAUL GROUSSAC

como antes a la mesa de familia ; pero esos minu- tos de las comidas eran los únicos en que nos veía- mos reunidos, y en lugar de las charlas expansivas de otro tiempo, la conversación tomaba un giro no- ticioso e indiferente, como en el comedor de una casa de huéspedes. El único síntoma exterior que algo dejara ver del íntimo descalabro, era el tono desabrido que mi hermana gastaba con la sirvien- ta Aschuna. La pobre chinita no se atrevía a con- tarme sus cuitas ; pero dos o tres veces, estando ausente su terrible señora, se acercó a pedirme que la mandase con cualquier familia argentina, pues se sentía mala de salud... La consolaba como po- día, prometiéndole que no pasaría,;^, añp sin que volviéramos todos a la tierrat hw ^i^r ^ti ^..»i v : Por mi parte, no hacía mucho caso de los refun- fuños o viarazas de Justina. Tampoco me inquie- taba sobremanera la actitud algo fría de Manuel —gran partidario y admirador de Bosquet. No así la tristeza resignada de Graciana. Su aspecto de creciente abatimiento me oprimía el corazón. No podía yo dudar de que sufriera intensamente ; pero contaba con el tiempo para aliviar si no desvanecer su honda pena. Me repetía a mismo que la vida, cuanto más la juventud, tiene una como eficacia cicatrizadora. Después, haciendo a un tiempo de abogado y de juez, me demostraba con razones poderosas la justicia de mi proceder. «Esa gente —decía entre ha i>erseguido un buen negocio con este casamiento ; no es natural que un pari- siense envanecido solicite la mano de una mucha- cha de familia humilde, por encantadora que sea ;

-ÍUL HOGAR DESIERTO ^1^

ha de ser un cazador de dotes, como los hay en to- das partes y mucho más aquí.»

Pero estos mis razonamientos me convencían sin dejarme satisfecho. La casa ahora parecía robada. Las mujeres sah'an a caminar o se sentaban a leer en el corredor, en tanto que Manuel sacudía las te- clas de su piano, tocando no ;sé qué maldita músi- ca de entierro que me daba gana de llorar. ^¡^ <iiif»

Entonces yo salía a pasear por lo más deáiérto de la playa, no emprendiendo la vuelta hasta la oración. De noche solía llegar hasta la aldea de Guétary, donde tenía algunos viejos amigos. Allí encontraba también muchos refugiados carlistas, que me contaban por centésima vez las derrotas de Estella y San Sebastián. Uno de ellos había sido ordenanza del general Lizárraga y tenía siempre que referir alguna nueva hazaña de su jefe. No ha- bían perdido la fe. Ni las locuras del Pretendiente ni las penurias de esas campanas atroces habían entibiado el entusiasmo vascongado. ¡ Con decir que resistía a las mentiras y descaradas explotacio- nes de algunos farsantes, que yo veía en Bayona y otras partes viviendo cómodamente mientras los pobres capelac gorriac quedaban sembrados en la sierra ! A pesar de todo, la causa de su Rey y de sus fueros era siempre la causa de Dios. Los en- contraba prontos, como antes, para cruzar de nue- vo la frontera al llamamiento del que entretanto calavereaba en París o Venecia ; y en el corazón del más sosegado y manso vizcaíno, desde el rico Et- checojauna hasta el humilde pastor, se conservaba vivo el patriotismo montañés, como bajo el rescol-

924 r>. PAUL GROUSSAC

úo del hogar la brasa, que basta sacudir y soplar para que de nuevo eche llamas y chispas. Y no pasaba velada sin que soltasen al aire, contando con la complicidad de la población y de ks mis- mas autoridades, los viejos cantos vascongados, dirigidos contra los alfonsinos de hoy, y eran los mismos que lanzaron sus padres contra los cristi- nos de hace cincuenta años. i ^p oi;i9i|n9 el) ív i Yo, por supuesto, muy poco entendía de esaá po- -líticas, y no hubiera podido a punto fijo decidir si «ra Dorregaray o Martínez Campos quien defen- día de veras la causa del derecho y de la patria ; pero me sentía vasco ante todo y no dejaba de comprender que esos fueros tan peleados eran lo que quedaba en pie de nuestra antigua independen- 4:ia e historia popular. Además, con ese egoísmo del hombre que todo lo refiere a su propia situa- ción, me parecía que eran esos mismos forasteros de París, que llenaban nuestras playas, los que nos habían corrompido y moralmente arruinado. Y sir- viéndome de opinión política mi rencor contra los Bosquet, hacía coro con los que cantaban desafo- ¿radaijjewte :

i-í £15 íiObf ~ ^ ^^ francesa berha

^t A la francesa jhan

^ ^ , A la francesa jhantst,

-flí) -iO-í ^ i^ francesa edán... (i)

' '^ clamaba yo también por las boinas coloradas, aunque hacía treinta años que no las usaba de nin- gún color.

(i) «a la francesa hablamos, comemos, vestimos y be- bemos...» (Anchinarik ona ! , canto popular de Eusebio Azi' cuCj vizcaíno).

MíL HOGAR DBSIERTO 225

Pero, después de estas inocentes calaveradas y desahogos, volvíame más pensativo a mi casa por entre las villas, todavía iluminadas o llenas de mú- sica. Casi siempre encontraba a Graciana y a Jus- tina sentadas en la terraza. Ésta me preguntaba de dónde venía ; yo contestaba algunas palabras, que no encontraban eco prolongado, y a poco yo ga- naba mi cuarto, corrido por el silencio, que tenía traza de reproche o acusación. Ya no venían a vi- sitarnos los Bosquet ; y como muchas otras relacio- nes, noticiadas de lo sucedido, también espaciaban más y más las visitas de noche «por discreción», según decía Justina , la casa estaba sola la mayor parte del tiempo. En cuanto a Manuel, poco pa- raba después de comer. Estábamos a fines de sep- tiembre, que es el gran momento de la estación en Biarritz; y una noche a pretexto de una tertulia; otra, por un concierto en el Casino, el muchacho po- co se demoraba de sobremesa y desaparecía, yendo a refocilarse hasta las dos o las tres de la mañana.

Las noches en que, por el mal tiempo u otra causa, yo dejaba de salir, me quedaba en el corre- dor, abrumado por una tristeza inmensa, que algu- nas veces tomaba un carácter de sorda irritación ante la actitud insoportable de mi hermana. Pare- cíame que afectaba encogerse en presencia mía, contestando luego a mis preguntas familiares con una suerte de sumisión hipócrita y como tembloro- sa, que me ponía fuera de quicio. Exageraba el respeto cual ante un amo despótico y sin entra- -ñas, capaz de cualquier exceso : asentía a cuanto decía yo con un apresuramiento fingido que cho-

i

326 ai PAUL GROUSSAC

caba con su genio alborotado y me daba gana de romper algo a mi alrededor... ¡Las mujeres son el mismo diablo!...

Pero si en la actitud de Justina había muchc de postizo y aspaventero, no así en la de Gracia- na. Lejos de demostrar por fuera su abatimiento, mostraba conmigo estar dispuesta para todo. Sólo su fisonomía cada vez más pálida, sus mejillas en- flaquecidas y el círculo violado de sus párpados eran testimonio demasiado visible de su muda y se- creta desesperación. Había perdido el apetito; pero a todas mis preguntas contestaba sonriéndose: No tengo nada, papá, te lo aseguro; me siento muy bien...

Todas las mañanas salía sola o con Justina en dirección a la iglesia. Conocía bastante a mi hija para no tener siquiera el pensamiento remoto de observar su conducta. Un día que me había levan- tado más caviloso y descontento que de costumbre me encontré tan flojo y vacilante en mi propósito que cedí al deseo supersticioso de examinar nues- tra dolorosa situación allá, más cerca de ella. Me dirigí al cementerio y, aunque estuviera desierto por la hora matinal, fui a sentarme tras de la tum- ba de Teresa para evitar toda posible perturba- ción. Experimenté al pronto como un gran des- canso en este silencio, y me pareció que la quietud de los muertos apaciguaba poco a poco el tormen- to que me daban los vivos. No cuánto tiempo estuve así, absorto en un recogimiento tan pro- fundo que me quitó la conciencia de cuanto pasa- ba a mi alrededor, cuando un ruido ligero me es-

L HOGAR DESIERTO 99%

: remeció. Presté el oído, un tanto inquieto; des- pués de un intervalo de silencio percibí nuevamen- te algo como un lamento vago, un murmullo de Ahogados sollozos y de palabras entrecortadas en que volvía esta queja de agonía : ¡Mamá Teresa, mamita !. . .

Me levanté y di vuelta al sepulcro... De rodillas, «casi postrada en la tierra húmeda, asida con una ;mano en la reja de la tumba, estaba mi hija, mi Graciana, más blanca aun bajo sus velos negros y con los ojos bañados en lágrimas. Di un grito que la hizo incorporarse. La levanté del suelo, re- cordando el tiempo pasado, cuando tenía cinco años y la llevaba a mi boca como una flor bendita, y así la tuve en mi pecho cubriéndola de besos y mezclando con los suyos mis sollozos.

En seguida la hice sentar en un banco de la avenida, bajo un tejo frondoso donde recuerdo que pipiaba un gorrión. ¡ Ah, no fueron muy largas las explicaciones! El viejo corazón reventó al contac- to de ese corazoncito dolorido, y tomando la mano de Graciana entre las mías le dije :

¡ Estás sufriendo mucho, hijita del alma ! Per- dóname... He sido un egoísta: no quería perderte. ; Í-X) quieres mucho, verdad ? Debe ser digno de ti ; ¿ cómo habías de amar a quien no te merecie- ra? He consultado a Teresa y estamos confor- mes : te lo doy. Pero dime que me perdonas...

i Oh, padre mío! murmuró la dulce criatura arrojándome sus brazos al cuello.

Volvimos a casa saboreando paso a paso las de- licias de nuestra íntima felicidad recobrada. Me

138 o T. PAUL GROUSSAC

abrió púdicamente su alma virginal, donde no leía sino pensamientos de pureza y santidad como en un devocionario. A ella no le había venido la idea de la separación, y no podía explicarse mis angus- tiij^í^*^¿ Separarme de ti? murmuraba asombra- da— , ¿cómo has podido pensarlo? Gabriel es huérfano de padre, como yo de madre : y bien, nuestra familia se completará. Viviremos donde quieras ; ¿ qué importa donde vivamos siempre que estemos juntos?

Me convenció. No bien llegados a casa tomé aparte a Justina para consultar con ella sobre lo que habíamos de hacer. Yo temía ahora una re- pulsa como antes la hubiera deseado y comprado con mi sangre. Mi hermana me tranquilizó : Ga- briel y su madre no habían mudado de propósito ni perdido la esperanza de vencer mi resistencia. Pero era necesaria una visita mía. No hice ob- jeción alguna : fui a la casa de los Bosquet y llevé sencillamente a la madre la contestación que ha- bía diferido, es decir, mi consentimiento.

Las cuestiones de interés se arreglaron decente y prontamente. Prevenido por Justina, no hice ob- servación alguna respecto del dote de Graciana : lo fijé en doscientos mil francos. Graciana, que merecía un rey, aunque no tuviera más dote que su belleza y su alma de santa, ¡tuvo que presen- tarse ante el notario con un puñado de billetes en la mano! Así lo requería el honor de la fami- lia de Bosquet : son las costumbres de la civili- zación...

Se casaron a fines de octubre, en la iglesia á^'

EL HOGAR DESIERTO 229

Biarritz, con asistencia de toda la sociedad bal- nearia : un montón de gente desconocida para que me saludaba con cierto aire de protección ama- ble. |Ah, rayo de Dios I, ¡qué poco se me daba a de las monadas y morisquetas de todos aque- llos elegantes tísicos y j>erfumadas mundanas sin sangre ni pulmones, ni corazón ! Y si no hubiera sido por Graciana...

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DESPUÉS del corto paseo de moda por Italia ínterin madame Bosquet preparaba la insta- lación en París, donde habíamos de pasar el in- vierno juntos, los novios volvieron a Biarritz y >allí permanecimos hasta mediados de diciembre. Ni quería yo con mis cavilaciones remover los thechos consumados, ni me arrepentía de la cora- zonada que me hizo quebrantar en una hora la firme resolución de muchos meses. A decir ver- dad, tampoco tenía hasta entonces motivo para ■ello. Dicho se está que Graciana era feliz; así principian todos los matrimonios, hasta los que peor han de concluir; y, ccMiio dice un refrán de la tierra, a la luna de miel le toca siempre un cielo sin nubes. Pero otros indicios también me tranquilizaban : todos me daban a entender que, lejos de servir de estorbo, mi presencia comple- taba su felicidad. Graciana había cumplido su promesa de darme un hijo más : Gabriel me trata- ba realmente como a padre. Había aceptado sin

232 PAUL GROUSSAC

objeción lo que él llamaba la ((hospitalidad» en la Villa Graciana: así la bauticé al día siguiente del desposorio, para indicar que en adelante se- ría mi hija la verdadera dueña de casa.

Fuera de sus viajes a París, madame Bosquet pasaba con nosotros la mayor parte del tiempo. A veces, sentados los dos en la terraza, al buen sol del invierno, parecíamos compadres de veras cuando seguíamos con la misma mirada de ter- nura a la pareja alegre que se alejaba hacia el pueblo o bajaba a la playa entre risas y gritos que parecían cantos. Esa dicha andante, obra ex- clusiva nuestra, era como otro reflejo de sol y otra brisa marina que acariciaban nuestras almas sa- tisfechas,,* y yo, pobre viejo sin aspiraciones prcíí- pias, no pedía a Dios, en recompensa de mi tra- bajo, sino el derecho de vivir arrimado a este mis- mo hiogar, siempre, sin incomodar a nadie ni pe- dir cuenta de mi sacrificio. No me costaba querer al que mi hija quería, y por momentos mis ojos se detenían en él con tanto cariño real como los de madame Bosquet en mi Graciana. Mis preven- ciones respecto de aquella señora se iban desva- neciendo poco a poco; parecíame una buena mu- jer, a ratos tan sencilla y franca como Justina. Los ribetes presuntuosos, que antes me la mostra- ran poco simpática, se ocultaban y perdían en la sanidad del fondo..; ¡Así somos los montañeses sencillos : de una pieza para odiar o querer. El co- razón del vasco es como su tierra: todo picos o despeñaderos, pero de pura piedra y a la vista, siií nada 1 de pantanos ni tembladerales I'^inamiB^i i:

HOGAR DESIERTO Ifi

En resoimidas cuentas, todos estábamos encan- tados con la nueva existencia. Digo todos, pues nadie se ocupaba en averiguar la opinión de una sirvienta. Aschuna era la única que no se rendía, protestando con su alejamiento y su silencio. Ni antes ni después había aceptado a Gabriel yo lo sentía, lo adivinaba por su actitud más que por sus pocas palabras. Con todo, la víspera de mar- charnos a París la pobre chinita rompió el silencio para preguntarme, mirándome a la cara :

Y yo, señor, ¿cuándo me vuelvo a mi casa?

¡Tu casa! contéstele fingiendo indigna- ción— , ¿acaso quieres abandonar a Graciana?, ¿no estás bien con nosotros?

Vea usted, señor agregó con intención y meneando la cabeza ; sería mejor que usted me mandara ahora. ¿ Quién sabe si no tendrá que mandarme después, quiera o no quiera? j:i

' Esta observación de la sirvienta montaraz me disgustó bastante y le ordené rudamente que fuera a prepararse para acompañarnos.

Nuestra instalación en París fué cómoda y ((con- fortable»— creo que así decía Madame Bosquet; ella se había ocupado de todo con su sentido práctico y su actividad habitual. Hizo un último viaje a París mientras estábamos todos en Bia- rritz, y a su vuelta me comunicó que había sen- tido sobremanera no poder adquirir un inmueble admirablemente situado y bastante espacioso para la familia entera. Pero su antigua casita no valía sino ciento veinte mil fn.ncos, y le habían pedido doscientos mil por la nueva. Era una lástima, una

16

t%4 PAUL GROUS3AC

ocasión única ; pero le repugnaba hipotecar sus bienes..., y me mostraba los planos de la casa, del hotel, como decía ella con toda la boca llena.

Consulté a Manuel, que me.. contestó., sencilla- mente: (:^n^ijnií}*i^^ iiít im^'iibfiM^'^lf:

Pero la fortuna es tuya, y, además, se trata de todos nosotros. No necesitas de mi aprobación ; sin embargo, por mi parte aplaudo tu pensa- miento... ifb otdoq b1 ahfi^

Eran ochenta mil frándos añadidos a la dote matrimonial ; una yapa o pico no despreciable. Pero había recibido buenas noticias de la Caña- da ; por otra parte, ya que debía yo también vivir allí con Manuel y Justina que se había resuelto a dejar su Guétary , era muy natural que adelan- táramos algo por alquileres. Puse en manos de madame Bosquet un cheque de cien mil francos contra mi banquero, diciéndole : ara— Con el excedente le ruego a usted que nos haga arreglar el pequeño departamento que nece- sitamos Justina, Manuel y yo... -f 'Y agregué para : «j Bah ! Cien mil francos, en resumidas cuentas, no son sino veinte mil du- ros ; despacharé quinientos novillos más al Pe- rú...)) rí^T .r

Madame Bosquet volvió a marcharse definiti- vamente, precediéndonos por algunas semanas. Cuando llegamos estaba todo concluido e instala- do. La casa, situada rué Poncelet, cerca de los Campos Elíseos, tenía muy buena apariencia, con su jardincito al frente y su puerta de reja. Se <:omponía de un cuerpo central y dos pabellones

»5L HOGAR DESIERTO 235

contiguos. En uno de éstos estábamos alojados todos los Baigorry, ocupando el centro el joven matrimonio con la suegra de Graciana ; el segun- do pabellón estaba reservado para salas de reci- bo, estudio y biblioteca. Madame Bosquet nos dijo con satisfacción :

Los he colocado a ustedes los tres juntos pa- ra que estén con más independencia...

No contesté nada, pero la advertencia me sor- iprendió : independientes... ¿de quién, de Gra- ciana?

Por lo demás, ese pabellón, fuera de nuestras habitaciones, comprendía un comedor y un salon- cito: todo muy decentemente amueblado, y pron- to para constituir, el día que quisiéramos, un de- partamento completo y tan desligado del resto del hotel como la casa vecina.

No soy caviloso, pero sentí al punto una vaga inquietud, un anuncio indefinible de lo que estaba por venir. Y desde el día de la instalación, en me- dio de las exclamaciones alegres de Graciana, di- visé la primera nube que cruzaba rápidamente nuestro cielo sereno.

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VIII

MANUEL se mostraba encantado con esta com- binación. Colocó su piano en nuestra pe- queña salita para estudiar a su gusto, después de las lecciones del Conservatorio. Naturalmente, no hice observación alguna contra sus proyectos mu- sicales. Puesto que habíamos resuelto vivir en Francia, no podía oponerme a lo que Justina lla^ maba su «vocación». A la tal vocación no me de- cía gran cosa : pero el muchacho era juicioso, re- posado, cariñoso conmigo: yo sabía que, músico o no, sería un hombre honrado; tenía los medios de vivir sin trabajar, con sus gustos modestos. Los mil francos mensuales que le pasaba, para «dinero de bolsillo», le bastaban ampliamente, pues encontraba todavía cómo comprar con el ex- cedente libros y música. Por ese lado todo mar- chaba bien. : 'j^,:*

Graciana entró de lleno en <el movimiento del mundo parisiense : visitas, baile% conciertos, tea- tros, obras de beneficencia, en fin, esa existencia

238 PAUL GROUSSAC

artificial y febril que gasta las fuerzas mucho más rápidamente que los sufrimientos y las privacio- nes. Insensiblemente, llegamos a vernos con me- nos frecuencia. Por la mañana, ni Graciana ni su marido solían asistir al almuerzo, por no estar le- vantados aún. Después de un ligero desayuno, se vestían para visitar o pasear por el bosque. Al- gunas veces los acompañé ; pero como viera que no insistían mucho cuando pretextaba poco deseo de ir, me acostumbré a dejarlos salir solos. En los primeros tiempos, todavía nos encontrábamos reunidos para la comida; fuera de las noches de gala estábamos sin invitados, y esa hora de bue- na intimidad bastaba para llenar el vacío de todo el día. Pero comenzaron las comidas de etiqueta y recibos en el hotel; además del traje de ceremo- nia, que iñe pesaba en el cuerpo como una coraza, y las presentaciones de gente nueva a quien no encontraba nada que decir, venían las conversa- ciones sobre personas y cosas desconocidas... Y yo me quedaba inmóvil y callado, al lado de Jus- tina, más mortificada que yo.

Entonces comprendimos la utilidad del departa- mento independiente, y con mi hermana solíamos comer solos en nuestro pabellón, ocultando el uno al otro nuestros pensamientos y procurando con- versar de lo que no nos interesaba. Algunas ve- ces nos acompañaba Manuel ; pero Justina era la primera en aconsejarle que se fuera allá, para aprender los usos del mundo y adquirir relacio- nes, y, por supuesto, el muchacho no se hacía re- petir la invitación. ir

L HOGAR DESIERTO 239

La primera que puso el dedo en la llaga secreta fué la criada Aschuna. Una mañana se presentó jen mi cuarto, diciéndome que quería de una vez volverse a América, y como ella rompiera a llo- rar en el principio de sus explicaciones, esto no contribuyó para que fueran más claras. Pero yo no necesitaba mucho para comprender. Graciana había tomado una femme de chambre parisiense para reemplazarla ; la sirvienta que la vio nacer y la cargó en sus brazos en la estancia ya no era bastante elegante y entendida para servirla. Ade- más, tenía confianzas de nodriza criolla que no cuadraban a la nueva situación...

Comprendí que era inútil aplazar lo que era in- evitable. Me entendí con una familia argentina que volvía a Buenos Aires; aseguré la existencia de nuestra humilde compañera de tantos años, escri- biendo a mi socio para que eso fuera cumplido exactamente, y todo quedó concluido a mediados de marzo. A las ocho de la mañana Aschuna vino a despedirse de nosotros. Justina le puso en la mano un regalo que había comprado para ella, y otro tanto hizo Manuel, después de un abrazo que para la pobre valía mucho más. La sirvienta me miraba sin decir una palabra. Comprendí su pre- gunta callada, y le dije :

¿Cómo quieres irte sin verla? Éntrate por allá; si está durmiendo se despertará...

Y la empujé por el hombro hacia el aposento de Graciana, sintiendo una especie de sorda irri- tación. Entró en el tocador, pero volvió a salir a los pocos segundos. La sirvienta nueva tenfa or-

940 PAUL GROUSSAC

den de no entrar antes de ser llamada. En cambie el señor Bosquet le había hecho entregar una carta cerrada, que se sentía contener dinero, con esta dirección: Para Mercedes, Llamé a la mucama francesa y le tiré a la cara la carta de su amo, gri- tándole :

¡ Dígales a su señor y a su señora, que no hay aquí f>ersona de este nombre, y que Aschuna no pide limosna!

Y dándome vuelta hacia Justina, con los labios trémulos de indignación, agregué:

—Ya que Graciana se olvida de sus deberes, yo los cumpliré por ella. | Acompañaré a esta chinita hasta Burdeos, y que se rían de los tontos y los desalmados!...

Sívióteii^í

a

lOC

IX

PENSABA volver a París inmediatamente des- pués de embarcar a Aschuna ; pero en el ma- lecón di con un antiguo comerciante de Buenos Aires, que me acompañó hasta el centro ; luego hizo tantas instancias que me quedé con él en el Hotel de Bayonne tres o cuatro días.

¿Qué asunto urgente le llama a usted? me preguntaba cada vez que quería emprender la vuelta.

Y, ¡a fe mía!, no sabía qué contestarle. Tiem- po hacía ya que mis hijos caminaban solos y no podía contarle a un extraño las circunstancias poco gratas de mi salida de París. Por fin tuve que resolverme. Una noche, después de comer, tomé el rápido, despidiéndome de mi nuevo ami- go como de un compadre de veinte años. ¡ Qué bue- nas charlas sobre las gentes y las cosas argenti- nas!... ¡Parecíame que después de muchos años había dado al cabo con uii paisano mío!...

AI encontrarme solo en mi departamento del sa-

24* PAUL GROUSSAC

lón-dormitorio no pude dejar de reflexionar en la situación incómoda que me había creado con mi alborotada salida de la casa. No me arrepentía, por cierto, de mi buena acción con una pobre mu- jer envejecida a nuestro servicio y que después de diez años de destierro se separaba de nosotros poco menos que echada. Pero me confesaba tam- bién, que la violencia es pocas veces buena conse- jera. Era, por lo menos, inútil tratar duramente y delante de una mucama a mi hija y a mi yerno, culpables quizá de indolencia más que de mala vo- luntad. Iba a encontrarlos ahora probablemente resentidos conmigo. ¿ Quién sabe si la suegra^ siempre celosa de mi influencia sobre Graciana, no se habría valido de mi algarada para abultar las cosas y promover escenas penosas entre los dos jóvenes?...

Todo esto y mucho más iba repitiéndome a me- dida que el tren devoraba la distancia que me se- paraba de París. No había calculado que el rápido me llevaría al término de mi viaje antes del ama- necer. Me había quedado dormido, y la brusca in- terrupción del movimiento me despertó al tiempo que el empleado abría la portezuela. Estábamos en París. A la desteñida luz del alba reconocí la es- tación de Orleans. Me metí en un coche de alqui- 4er y empezamos a rodar a través de las calles in- terminables. Me sentía más solo en esta inmensa ciudad dormida que en mis trasnochadas por el desierto de Atacama. Atravesamos el Sena y en- tramos en los grandes bulevares, sin más transeún- tes a esta hora matinal que los jornaleros que iban

EL HOGAR DESIERTO 245

al trabajo y algunos grupos de elegantes y ajados trasnochadores que salían de una orgía. La masa de la población estaba todavía entregada al sueño, y lo que se divisaba al pálido reflejo del alba era el París vicioso o ese otro agobiado y miserable que arrastra por el asfalto de los bulevares de- siertos sus pies todavía mal descansados de la la- bor de la víspera. ; Ah ! ¿ Por qué muchos de aque- llos infelices no se resolvían a dejar el seno de esa patria que se volvía para ellos madrastra, con ser tantos los hijos que necesitaba criar? ¿Por qué no cruzaban los mares en busca de las tierras nue- vas y anchas donde el trabajo es fácil y bendeci- do, y hasta la pobreza pierde su aspecto irremedia- ble y desconsolador?

El trayecto por el bulevar Haussmann, que me anunciaba la próxima llegada, volvió mi pensa- miento a la realidad. Me contrariaba sobremanera volver a tales horas para encontrar cerrada la puer- ta y verme obligado a alborotar toda la casa. Hu- biera preferido no despertar a mi Graciana y verla entrar en mi cuarto como una bocanada de primavera cuando le dieran la noticia. Abriría mis brazos, y en dos besos, sin más explicaciones, irían pelillos a la mar. Y en resumidas cuentas, si ella quería reñirme por el mal rato que le cau- sara mi calaverada, pues bien, dejaría que me re- tara a su gusto, seguro de salir perdonado y ga- nancioso de la escena. ¡Pobre Graciana! ¡Qué ho- ras estaría pasando, sin duda, por culpa mía I

El carruaje dobló la esquina de la Avenue des Ternes v bruscamente me encontré embutido en

344 OT>; PAUL GROUSSAC

una fila de coches parados. Creía equivocarme ; pero la duda no era posible. A la vislumbre del amanecer, que empañaba ya las luces del gas, vi mi casa abierta, iluminada, llena de gentes que entraban y salían. Mi coche de alquiler tuvo que detenerse, y para no esperar más pagué al coche- ro y con mi valija en la mano salvé el umbral del jardín.

Mi aspecto de viajero estaba tan poco en la nota del momento que el conserje vaciló un segundo an- tes de reconocerme. Llamó a un sirviente que pa- saba— nuevo o alquilado para la noche y que me libró de mi maleta. En dos palabras el portero me puso al corriente : era un gran baile de fin de esta- ción, una fiesta magnífica, etc., etc. Magnífica o no, la fiesta estaba concluyendo, pues encontraba a cada paso parejas de pelliza y tapado de pieles, que ganaban sus carruajes. Fui derecho a mi pa- bellón, algo corrido con verme de sombrero ga- cho, y sobre todo de viaje, en medio de tanto enco- petado amigo de mi hija. Entré en mi cuarto con verdadera satisfacción y me dejé caer en mi sofá, lanzando al aire un gran suspiro de des- canso.

Mi dormitorio se encontraba entre el saloncito de que ya hablé y la salita de Justina. Al princi- pio creí que mi hermana estaba de recibo con la gente de casa, pues escuchaba un murmullo de conversaciones, cubierto a ratos por un chasquido seco que no me podía explicar. Pregunté al sir- viente y éste me avisó que se había convertido esa habitación en sala de juego para la circunstancia.

EL HOGAR DESIERTO 245

i En buena hora se llevaban alegremente el pesar de mi ausencia! En cuanto a Justina, según me dijo, no había querido dejarse ver en el baile, en- cerrándose muy temprano en su dormitorio. ó

Conocía los hábitos de mi hermana, y no dudé de que estaba ya despierta. Fui a la puerta de comunicación y la llamé en voz alta. A los cinco minutos la puerta se abrió y Justina vino corrien- do a abrazarme. Después de las preguntas y res- puestas de fórmula, me pareció notar en ella cier- to embarazo y como un deseo de no entrar en muchos pormenores respecto de la fiesta que con- cluía. Las últimas notas apagadas de la orques- ta llegaban hasta nosotros y, sonriéndome, le dije :

Esto tiene traza de durar hasta el almuerzo.

Me contestó, como distraída :

Ha de ser el cotillón, que se prolonga toda- vía ; pero está el baile para terminar. Debe haber sido espléndido.

Y ¿cómo no has ido tú, siquiera para reem- plazarme ?

Justina me contestó evasivamente; yo notaba en sus palabras un acento descontento y como trabado, muy distinto de su acostumbrada verbo- sidad. Como le reprochara cariñosamente tanta in- diferencia por Graciana y su marido, vi sus ojos hincharse de lágrimas, que al fin no pudo conte- ner, y entonces supe la verdad.

El día mismo de mi salida para Burdeos, este baile, de muy atrás preparado, se fijó para esta noche. Justina creyó que debía hacer notar a Gra-

«46 PAUL GROUSSAC

ciana la inoportunidad de una fiesta dada en au- sencia mía, mayormente teniendo yo que volver de un día para otro. Mi hija parecía convencida ; pero Gabriel y su madre intervinieron. «Creía compren- der hace tiempo confesó Justina que los Bos- quet evitaban más y más nuestro contacto con sus amigos. Esta vez me convencí de que, lejos de la- mentar tu ausencia, se felicitaban de la ocasión. No si hago mal en decírtelo, Martín ; pero no puedo fingir más. Esa gente se ruboriza de nos- otros. ¡Ah! Yo tengo la culpa y te pido perdón, pues tendrás mucho que sufrir... No quise asistir a ese baile y tampoco nadie me instó. Graciana €s buena; he visto sus ojos colorados después de conocer mi resolución. Pero al fin está de parte de su marido ; es su deber. Te digo que nos despre- cian. Ahora, si quieres saber cuándo me marcho a Guétary, te anuncio que estoy de viaje la sema- na próxima. ¡ Estoy muy vieja para sufrir desai- res!»

Sentí un golpe de sangre al corazón y debí po- nerme muy pálido, pues mi hermana me hizo una seña suplicante, indicándome el cuarto vecino, desde donde podían oírme. Me contuve y Justina aprovechó el momento de silencio para agregar en voz baja :

Sobre todo, hermano, guarda consideración por Graciana ; toda emoción violenta sería un pe- ligro en su estado...

Y al pensar que no sería ella quien recibiera en sus brazos al niño tan anhelado y querido de an- temano, Justina rompió nuevamente a sollozar.

BL HOGAR DESIERTO 247

En ese momento la puerta se abrió y entró viva- mente Graciana, dando un grito de alegría tan franco que al instante olvidé cuanto acababa de oír. A pesar de la hora matinal, que suele mar- chitar los colores más juveniles, ella estaba tan fresca y rosada como si se levantara de dormir. Después de despedir a sus últimos invitados, aca- baba de saber mi llegada y no había resistido al deseo de abrazarme antes de acostarse. Gabriel se había retirado ya... Pero en cuanto supiera...

Le rogué que no molestara a su marido; luego nos veríamos. Y la iba conduciendo a la puerta que comunicaba con el pasadizo, cuando reparó en la cara entristecida de su tía y corrió hacia ella con su antiguo ímpetu de corazón.

¿Qué tienes? No quiero verte triste cuando soy tan feliz... Te juro que ha sido mala inteli- gencia...

Y con esa volubilidad febril que produce el ex- ceso de fatiga nerviosa, Graciana habló de mil co- sas en cinco minutos : de su cariño por nosotros, de los sentimientos de los Bosquet, del éxito de la fiesta.

Había dos barones y un vizconde... El se- fíor X, ex colaborador del Fígaro y redactor en jefe de la Revista de los Salones, ihabía prometi- do un compte-rendu no en el Fígaro, desgracia- damente, sino en la Revista . En fin, ¡ un gran triunfo!...

Cuando Graciana se hubo retirado Justina me miró fijamente, meneando la cabeza. Comprendí el significado y le dije:

^48 PAUL GROUSSAC

^B A-Tienes razón ; comenzamos a estar de más en esta casa ; vizcondes, bailes, nuestro hogar exhi- bido en los diarios... Vuelve a Guétary, pobre her- mana ; creo que yo mismo no tardaré mucho en se- guirte...

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X

A pesar de todos nuestros empeños, muy since- ros por parte de Graciana y Manuel, se mar- chó Justina, como lo había anunciado ; la vasca testaruda nada quiso saber de pegamientos ni com- posturas. Por una extraña coincidencia, madame Bosquet tuvo que salir muy temprano ese mismo día, y Gabriel había anunciado desde la víspera que sentía no poder acompañar a «su tía» por te- mer entre manos un informe urgente. Fuimos, pues, mis hijos y yo hasta la estación. Prometi- mos a Justina volver a verla pronto en Biarritz, y se perdió a lo lejos el tren que llevaba a mi desen- gañada hermana...

Quedaba solo con mis hijos, y al notarios en apariencia tan conmovidos como yo, me vino un igran deseo de pasar con ellos el resto del día. Era una encantadora mañana de mayo ; los castaños de las avenidas estaban en flor y nos llegaban bo- «canadas de brisa tibia con olor de lilas y violetas.

17

250 PAUL GROUSSAC

Hice bajar la capota de nuestro lando y, ya er marcha por los bulevares, dije a Graciana :

Es necesario que me des este día de asueto Vamos a almorzar los tres a cualquier parte, a Bosque o a Vincennes. Quiero echar una cana a aire, ¿estamos?...

Pero mi proposición no fué recibida con el entu siasmo que esperaba. Después de una rápida mi rada a Manuel, Graciana rne tomó de la mano 3 con un gran acento de pesar me dijo :

Qué contratiempo ! Tenemos hoy el compro miso de ir los tres con Gabriel a visitar el talle; del gran pintor Dumarsais. Es una fatalidad. Ga briel nos espera y el artista está prevenido. Ade más, creo que aprovecharemos la circunstancií para escuchar la opinión del artista respecto de m retrato ; como él no pinta sino cabezas de carác ter... Ya comprendes lo importante de esta vi sita... ^^í> onBiqm^j

i.'— Sí; ya comprendo murmuré desalentado.

■■"*' Pero ¿por qué no vienes con nosotros ?r pre guntó Manuel:4iu smiob' AlñB 1

-úo-^^lQué entiendo yo :de cuadros ni de cabezas d<

carácter! contesté con malhumor...

Y no agregué una sola palabra hasta llegar i casa. ...Gnsímsri Bbfifir

r'í) Entonces volvieron a correr los malos ' día's di

íOtro tiempo, con algo más de abandono y tristez; incurable, que me los hacía más pesados que an

^tes. Los Bosquet resolvieron demorar la salida a 'C^mpo hasta después del Gran Premio ; pero en tohces el estado de Graciana impidió un viaje tai

I

EL HOGAR DESIERTO 25I

largo como el de Biarritz. Alquilaron una casita en Saint-Germain, la que era tan estrecha que no podíamos pensar en instalarnos allí todos nos- otros. Mi yerno resolvió alegremente la dificultad, diciendo : ijiojgg,

Manuel está más apurado que nunca con sus estudios en vísperas de los exámenes. Don Mar- tín quedará para acompañarle en París. Es cosa de un mes a lo más... Y Saint-Germain está a cuarenta minutos de ferrocarril... Quedarán los dos de caseros...

Tiempo hacía que evitaba toda discusión. Sen- tía de tiempo atrás fermentar en mi alma una le- vadura de discordia que ya nada podía disolver. .No hice objeción alguna y los dejé partir. Consi- deraba a Graciana como casi perdida para y apenas conservaba la esperanza de aprovechar la forzosa intimidad de la vida entre dos para re- conquistar a Manuel.

Pero aquí también me esperaba una nueva sor- presa. Mi hijo había tomado un profesor particu- lar, que, según él, le era indispensable para pre- parar sus exámenes, sobre todo al aproximarse el gran concurso para el premio de Roma. Salía por la mañana, almorzaba allá por el bulevar Pois- sonniére, cerca del Conservatorio; volvía para co- mer, y ganaba nuevamente la calle poco después fxon motivo de una sesión musical u otra ceremo- ífiiia por el estilo y que no me importaba averiguar. f I Ay! ¡Qué largas y tristes horas he pasado en *->se bullicioso París, tan mustio y desierto para mí! Tenía dos hijos ¡y me veía obligado a esperar

¿$2 " ' PAUL GROUSSAC

durante días enteros un momento de libre expan- sión Con ellos. Manuel parecía más preocupado y sombrío a medida que se acercaba la época de los concursos, de la «entrada en logia», como él de- cía. A veces lo encontraba tan descorazonado que ^e tenía lástima y le decía: ■- íí^->> ^^'■■

^ ¡No estés triste, Manolo! Si sales mal, nos volveremos a la Cañada. Te prometo llevar el me- jor piano de París... ^a* ntr sr ^ ¡Ah! ¡No hable usted así, padre mío t— con- testaba con acento desesperado.^ El pensamiento de un descalabro posible me pone fuera de mí. Sólo un competidor me inspira cuidado ; es un po- bre diablo, Pedro Mazolier, a quien veo almorzar todas las mañanas con un panecillo de dos cuartos, que trae en el bolsillo y desmenuza con los de- dos. Pero ¡tiene genio I Y el día en que se procla- me su nombre vencedor, me parecerá más rico y envidiable que todos los elegantes impotentes como yo... ^ :^

La primera semana fui a SaintéGermain casi diariamente. Pero me encontraba siempre con fa- milias de visita; eran nuevas relaciones aristocrá- ticas de los Bosquet, y noté que en estos casos casi nunca se me recibía en la sala, sino en un cuartito de huéspedes, donde se^^urnaban Graciana y los

^-Bosquet para hacerme compañía ; otras veces me invitaban para un paseo a la selva. Me volvía a veces sin haber cruzado cuatro palabras con mi hija. Y entonces dejé pasar semanas enteras sin riioverme de París. ¿Para qué incomodarlos más?

"Pertenecían a un mundo dónde no podía yo pene-

IL HOGAR DESIERTO «53

trar sin parecer ridículo o causar extrafíeza. Tal v€z más tarde me dejarían al nietecito para que- dar ellos más libres. Y esta sola idea me daba fuer- zas para aguantarlo todo. ; Ese al menos será mío, todo mío, siquiera durante cinco o seis años I...

XI

A principios de junio Manuel entró <(en logia», como decía, para el concurso tan anhelado y temido. A los pocos días salió de su reclusión, pálido y ojeroso y, por supuesto, sin impresión bien neta respecto de su concurso. Para que se despreocupara le propuse ir a Saint-Germain. Es- tábamos saliendo para ir a tomar el tren en la es- tación Saint-Lazare, cuando vi entrar a mi yerno con una cara entre satisfecha y preocupada. Me apretó la mano con menos frialdad que de costum- bre, exclamando :

¡Ya soy padre! Graciana está fuera de pe- ligro...

¡Cómo! exclamé con asombro y no poca in- dignación— . ¡Todo eso ha pasado y no me H^ prevenido!...

Se disculpó diciendo que había sido una sorpre- sa para todos. Felizmente, estaban su madre y la baronesa de no qué..., la cual se había portado

25^ PAUL GROUSSAC

con verdadera abnegación... En fin, tcxio había pasado con felicidad. Pero ¡era una niñita!...

No quise saber más, ni siquiera averiguar si él se volvía o no para allá. Dejándole con Manuel tomé el primer tren y caí a la casita que miraba al río. ¿Dónde está? grité desaforado al primer bulto con quien tropecé. Me llevaron al cuarto de Gra- ciana, que me abrazó toda llorosa. ¡ Ya se ve, la debilidad ! Entretanto, yo seguía repitiendo : ¿Dónde está?... Como que no me había referido sólo a la madre. Al fin me trajeron el montoncito rosado en un nido de encajes blancos.

Pero delante de aquellas sirvientas y personas extrañas no me sentía libre. Exigí que me lleva- ran la criatura al cuarto vecino, y sólo allí me des- ahogué besándola por sobre sus pañales y porfian- do por descubir en el pequeño ser delicado y to- davía sin facciones las que creía recordar de Gra- ciana recién nacida. Entonces, en ese chalet pari- siense adornado y pintado en los cuatro cantos, la imaginación voló a este lejano terruño argentino y a los años de franca alegría y robusta juven- tud, cuando, bajo el techo rústico de la primera Cañada, había recibido en mis manos a la criatu- ra que hoy era esposa y madre. La cara de Gracia- na se confundía en mi recuerdo con la de Teresa... Y sin saber por qué, me puse a llorar como una mujer, en tanto que devolvía la niña a su nodri- za...

Encontré a madame Bosquet en la galería, y es- taba tan conmovido que le di un buen apretón de manos, exclamando :

EL HOGAR DESIERTO 257

; Esta vez que vamos a ser compadres ! Us- ted es la madrina y yo el padrino, ¿verdad?

Me miró como asombrada, preguntándome :

¿ Cómo, no le ha dicho Gabriel... ? El señor ba- rón de Vernoy, consejero de Estado, nos ha hecho el honor de ofrecerse con su esposa. Usted com- prenderá que no podíamos...

La interrumpí rudamente, y con un acento de desprecio que acaso parecía mayor por el esfuer- zo que hacía para contenerme, al fin le arrojé a la cara, entre dos puertas, cuanto resentimiento venía amontonando en el corazón desde seis meses atrás :

Lo que comprendo es que ni su hijo ni usted tienen entrañas. Desde que han conseguido lo que querían mi hija con su dote y lo que vendrá des- pués— no piensan sino en la manera de deshacer- se de nosotros. \ Lo que Justina y yo hemos tra- gado de ultrajes sordos y de desaires ! ; Oh !, ¡ rayo de Dios, si no hubiera sido por Graciana!... Y ¿ qué son ustedes para despreciarnos a Justina y a mí? ¿Quién conoce el nombre de Gabriel, qué ha hecho, en qué fundan tanta vanidad? ¿En sus dos casitas minadas de hipotecas y su propiedad de Biarritz, a la que yo daría vuelta a la pata coja en tres minutos ? ; Han vuelto ustedes a saber lo que es dar recibos en su casa gracias a nosotros : ¡ lo que bailaba este invierno en el hotel de la rué de Poncelet era la dote de Graciana!... ¡Puede us- ted repetir mis palabras a su hijo, no me impor- ta!... ¡Ojalá quiera venir a pedirme más explica- ciones!...

Y salí como un huracán de aquella maldita ca-

Í5Í PAULGROUSSAC

sucha de cartón y papel pintado, parecida a sus dueños... A la noche le conté todo a Manuel, es- perando verle estallar en indignación. Pero se que- dó muy frío y hasta procuró disculpar a aquella gente. Eran las sujeciones, los sacrificios de la posición : Gabriel tendría en el barón a un protec- tor poderoso, etc. No pude contenerme y le grité como a la otra: ^mr'-fiJ.

¡También estás con los extraños contra tu padre ! ¡ Ah, maldita educación que seca y achata el corazón ! ] Anda, pues, a tocar tus teclitas y re- fregarte con los vizcondes y barones de pacotilla ! Olvídate que si te reciben allí es gracias a estas manos encallecidas en treinta años de trabajo cam- pestre. ¡Ah, miseria! \Y para eso he tenido yo hijos y querido ser rico ! Está bien, yo me voy : vuelve a tus musiquitas, muchacho, ; sabes que la pensión no ha de faltar !... éh obf

Pí!-'

^kiBii ^m Y

XII

BIEN se figurará usted que no pasé una noche muy tranquila después de las escenas que aca- bo de referir. Un padre que riñe con sus hijos se parece a aquel caballero herido de quien dice una leyenda de mi país que en una batalla se abrió una vena para beber su propia sangre : ¡ tanta jera la sed que le devoraba ! Nuestros hijos son parte de nuestra vida, son nuestra carne, y cuan- do los herimos sentimos su dolor más que ellos mismos.

Al día siguiente me levanté con el deseo de tra- tar mejor a Manuel. Después de mi estallido yo había salido bruscamente, dejándole entregado a sus remordimientos. Estaba persuadido de que mis palabras indignadas habían producido en su co- razón el efecto de un hierro candente. Lo había visto caer en el sofá, blanco como el yeso del cielo raso y cubriéndose la cara con las manos. ¡Va- mos ! el muchacho era disculpable ; al principio no se habría dado cuenta de la situación ; pero sin

26o PAUL GROUSSAC

duda mi andanada aquélla me lo había dado vuelta como un guante...

Con estas ideas entré en su cuarto. Estaba va- cío y la cama sin deshacer. Interrogué al sirviente ; me dijo que Manuel, después de haber llenado una maleta de ropa y papeles le había ordenado que la llevara a la estación de Saint-Lazare, donde le esperaría, Manuel, en efecto, había tomado el tren de las diez, con billete para Saint-Germain. Al escuchar esta noticia, sentí una opresión en el pecho, como si me faltara la respiración. ¡ Mi hijo me había dejado para irse a vivir con ellos ! Me puse a cavilar tristemente en los misterios de la vida. ¿ Cómo podía salir de y de Teresa, que era una santa, un hijo cobarde y sin corazón ? ¡ Oh !, éste era el resultado del abandono de la fa- milia. Lejos del hogar tranquilo y cariñoso, se había criado en los colegios y las aceras de París como esos arbustos trasplantados y que, creci- dos lejos de su clima y terruño propio, no dan sino flores vistosas sin semilla de provecho. Y él era hombre ya, sin más compostura posible que el es- carmiento de la existencia. Era muy tarde para que yo pudiera convencerle con mis palabras, y tem- prano aún para que él sacara enseñanza del expe- rimento en la propia carne.

Sin embargo, no había que desesperar todavía. ¿ Quién sabe si había ido a casa de Graciana im- pelido por un deseo de reconciliación"? Este pen- samiento me alivió y, hasta saber si estaba o no fundado, salí a la calle para buscar alguna dis- tracción en el movimiento de la gran ciudad. A las

ELHOGARDKSIERTO 26l

once entré en un caifé para almorzar. Estaba reco- rriendo maquinalmente un diario sin poder fijar mis ideas en lo que leía, cuando un encabezamien- to de artículo paró mi atención : Conservatorio DE MÚSICA. Era el resultado del concurso para el gran premio de Roma. Leía una serie de nombres desconocidos, y allá, en la cuarta o quinta fila, encontré a mi pobre Manuel brevemente mencio- nado por su composición...

No me daba cuenta de lo que pudiera importar el tal concurso. Si se trataba de dinero, Manuel tenía más del que pudiera regalarle el Gobierno. No obstante, me sentí como humillado en el primer momento. El resto del artículo se deshacía en elo- gios de un tal Mazolier, que había salido primero ¡Grana prix de Rome! , y me acordé entonces del pobre muchacho que almorzaba con un pan de dos cuartos. Era él : ya recordaba su nombre ; y me figuraba la felicidad de su anciano padre al ver que las gacetas saludaban este nombre ya cé- lebre, esa pobreza estudiosa, ese resultado de años de privaciones y valiente labor. Me venían ga- tias de conocerlo, de ii a brazarlo en su buhardi- lla y dejar en su mesita de trabajo un puñado de billetes azules para que no tuviera que sufrir más... ' Pero otro pensamiento más absorbente cruzó ipót mi cabeza : Manuel conocía ya el resultado. * Estaría desencantado de esa descabellada carrera xle músico ; se resolvería a dejar a París después de esta última decepción. Y, en mi egoísmo de pa- dre, confieso que me alegré de su derrota, que lo arrojaba nuevamente en mis 'brazos.- Volví a casa

263 "I PAULGROUSSAC

con el pensamiento de tener allí alguna novedad. Efectivamente, me entregaron una carta de Ma- nuel. ¡Ah!, ¡la leí tantas veces que la todavía de memoria ! Decía lo siguiente :

((Mi querido padre : Anoche comprendí que nc podíamos entendernos. Vine a casa de Graciana muy resuelto a tomar un partido que me diera los medios de vivir independiente. He tenido la suerte de alcanzar un puesto honorable en el concurso : el Jurado me ha acordado un accésit. Este resulta- do me decide a seguir mis estudios un año más. Estoy seguro del éxito para el año próximo. Creo que usted no se opondrá a mi resolución. Graciana y Gabriel me ofrecen su casa y sólo es- pero su consentimiento de usted para arreglar mi vida en el sentido que acabo de indicar. Mi voca- ción artística se ha afirmado con esta prueba, y nunca sería feliz en otra profesión. Le mando un abrazo. Su hijo, ;-:■ t;.^ Manuel.»

Ofli; '->.

-fi^ Volví a leer esta carta y la guardé en mi cartera. En seguida fui a la agencia de las Mensajerías ma- rítimas y tomé mi pasaje para la partida siguiente. Arreglé con mi banquero la pensión de Manuel para un año más, concluí con todo lo que tenía que iiacer en París y la víspera de dejar aquella casa, cuya atmósfera me sofocaba como si los techos se bajaran día a día, mandé estos renglones a Saint- Germain :

((Voy a pasar quince días en Biarritz. Me em- baTcaré en Burdeos el 20 de agosto, en el Équaieur.

EL HOGAR DESIERTO 263

Perdono a mis hijos lo que he sufrido por ellos y les deseo felicidad.»

Mandé esta carta por la mañana y, ¿por qué no confesar esta debilidad de padre?, me quedé todo ese día en casa con la esperanza de ver la puerta abrirse de golpe y presentarse Manuel con mi yer- ífio, ya que Graciana no podía salir. Pero na- die vino, y me parece que hasta hoy siento aquí dentro el amargor de este último desengaño.

Aquellas dos semanas en Biarritz fueron crue- les. La terquedad vascuence de Justina, que no quería perdonar a los ingratos, era para como una chaira en que diariamente se avivaba el filo de mi rencor. Aseguré la modesta existencia de mi hermana, dejándole además un depósito para algún caso imprevisto, algún revés de fortuna que ' no era imposible alcanzara a mis hijos. La víspera de marcharme fui al cementerio; díjele a Teresa en la tristeza del último adiós : «Te he obedecido : he procurado la felicidad de tus hijos a costa de la mía.» iiíañ ^fiéc^oo «áet Bía»^

^;...Y subí en el tren. Había recibido una carta de ^Graciana que me anunciaba su completo restable- cimiento, prometiéndome que iría a despedirme •toda la familia en Burdeos. Para no prolongar inútilmente esas horas dolorosas sólo les avisé mi salida de Biarritz la víspera de mi embarco, f Estaban Graciana, Manuel y mi yerno en la^ es- tación. Sentí una nueva opresión en el pecho al ; no encontrar allí a la niñita ; y aunque se explicó , su - ausencia por una indisposición, no" pude des- 'jBcíhar la idea de que esa mujer maldita había que-

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rido vengarse de haciéndola quedar con ella en París. Esos minutos de despedida eran incómodos para todos. Había demasiada cortesía y fingimien- to en nuestras palabras. Aprobé la resolución de Manuel : me prometió venir a la estancia el año siguiente! A Graciana nada tenía que decirle. Al fin nos abrazamos por última vez. Pero había entre nuestros corazones algo extraño que les impedía confundirse ; algo parecido al apretón de las manos enguantadas : no se tocaban las carnes.

Han transcurrido cinco años. Por lo que cono- ce usted ya no tengo necesidad de pintarle mi vida. Graciana me escribe con cierta regularidad, y Manuel, algunas veces. Mi muchacho es hombre ya, pero su vida es más inútil y vacía que cuando se pasaba los días corriendo por estos montes, bus- cando nidos o colmenas silvestres. En lugar del premio que esperaba, el año siguiente no alcanzó siquiera el accésit del concurso anterior. Ha entra- do en la Administración, después de hacer su ser- vicio militar. Le gusta más copiar notas o limarse las uñas delante de su escritorio que venir a tra- bajar a mi lado, fjjustina me lo pinta como un joven arreglado, económico, nada calavera, y que se es- pera ascienda a jefe de división, a los cuarenta años ! No he querido vivir con mi socio. Prefiero en- vejecer en esta existencia de perro, sin ver gente extraña. Él tiene su casa más adelante y la verá al pasar. Cuando me quedo unas horas allí, bajo- ese techo lleno de risas y gritería de muchachos ; cuando oigo a esa madre que charla con sus hijos, los riñe un minuto por una travesura y cuenta lúe-

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go el caso a mi socio, que hace bailar al delin- cuente en sus rodillas... ¡Ah, entonces maldigo la ambición y la vanidad paterna que han aca- rreado nuestra desgracia!... Me acuerdo de nues- tra lejana felicidad, cuando éramos todos jóvenes y vivíamos como campesinos acomodados. Me figuro que esa mujer de mi socio podría ser Gra- ciana, y suyos esos muchachos robustos y sueltos como cabritos, en lugar de su hebé delicada y me- nuda, criada entre algodones, y que nunca quizá conoceré... Después de estas visitas me parece más vacía mi casa, llena de cuartos sin huéspedes, y más frío que antes este hogar desierto. A fe mía^ no por qué le he contado todo eso. . . Usted no es un campesino como yo. Sin embargo, la experien- cia de un viejo puede tener para otros su enseñan- za. Sabe usted que cuando se viaja en caravana, no habiendo baqueanos del camino, los primeros que dan en un mal paso lanzan el grito de adver- tencia a los que vienen detrás : me pare que así debe suceder también en el viaje de la vida.

Agosto-septiembre, 1897.

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LA RUEDA LOCA

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Que s'esUil passé? Un mot, une phrase ont suffi pour dé- traquer ce mécanisme cerebral si parfait tout á Vheure et tout marchait si bien.

(H. Beaunis, Les Sensations internes, XXII.)

UNA plácida tarde de verano, en Mar del Plata ; lunes de carnaval.

En su pintoresco chalet de la Loma, el conocido especulador Fabián Linares acababa de sentarse a la mesa, con su mujer Balbina una de ((nues- tras aristocráticas beldades» y la interesante pa- reja de Moral, más conocida en la playa por el apodo de ((Los dos pingüinos».

Digamos en seguida que el mote ornitológico, lejos de tener alcance denigrante, envolvía cierta simpatía retozona por parte del centenar de ami- gos que el médico Moral contaba en el Bristol-H6- tel. Reventó la broma una mañana de enero, al tiempo que los inseparables cónyuges, tomados de

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la mano, se entregaban a la caricia de la ola que hamacaba blandamente su acolchada humanidad, a manera de boyas gemelas. De un grupo alegre que desde la Rambla saboreaba esta marina, par« tió la saeta indolente, que quedó clavada en tanto relieve tentador. Y es la verdad que semejaban dos hermosos pájaros niños eternamente enamorados, cuando, risueños y vendiendo salud, ceñidos al peinador de lana los soplados bracecitos de tem- blorosa gelatina, se arrastraban por la arena en demanda de la doble caseta matrimonial. Pero na- die recalcaba en el chiste inocente, y, por haberlo olvidado, pasóle a esa avispa de Fanny Lynch o Lunch, como le decíamos por su buen diente, que- darse corrida, una vez que quiso adaptar a la cir- cunstancia, en sus graciosas imitaciones de Sarah Bernhardt, la traída fábula de Adriana Lecou- vreur :

Deux pingouins s*aimaient d'atnour tendré,,,^ \

obSaturnino Moral era hijo de un estanciero del sud. Célebre desde el aula por sus excelentes pren- das físicas (y morales, naturalmente), había cru- zado el piélago estudiantil sin un desliz que me- reciera reparo. Fué el espejo (redondo) de los prac- ticantes, después de ser el alumno ejemplar : bebía agua, no jugaba ni casi fumaba, y su único recreo pastoril, si bien calamitoso para el vecindario, era estudiar la flauta con una paciencia de cautivo y un aliento de huracán. Descolgó la borla doctoral sin conocer más dispepsia o jaqueca que por el texto de Jaccoud. A poco llegaba la clientela, si

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atraída al principio por la fama universitaria, con- solidada luego por el trato jovial y el efluvio de sa- nidad que su personilla despedía. Rechoncho y movedizo como una bocha, prestábale aspecto for- midable el fenomenal desarrollo de su sistema ca- pilar. La cara toda era una selva obscura que in- vadía los ojos vivarachos, se extendía por las cejas de matorral, sin más picada limpia que el istmo estrecho de la frente, hasta juntarse con el cabello, tan recio y tupido que parecía gorra de pieles. Y para quien conociera su buena sombra y manse- dumbre, era un contraste irónico el que esta alma de Dios ostentara pelos y barbas bastantes para abastecer a diez feroces masnadieri áe ópera.

Casóse a los veintisiete años con su prima Ofelia, que soltaba la ñor de sus dieciséis, y dicho está que fué su primera y única pasión. ¡Aquí que vendría de molde aquella antigualla de la «media naranja» ! Ya era entonces Ofelia ^pues ha cam- biado muy poco la copiosa criatura que, ocho o diez años después, hemos admirado en la playa, m naturalibus. Un tanto más alta que su «Satur- no», como le llamaba en las circunstancias más graves de la vida, su cabeza rubia y frescas meji- llas remedaban una dorada mies matizada de ama- polas. Su exuberante y alegre persona había guar- dado cierto sello infantil : algo de una hermosa muñeca con ojos de turquesa, cuya rosada carne, como la de fragante albaricoque, incitaba al mor- disco ; al paso que la deslumbrante dentadura, aso- mando siempre por entre los rojos labios abiertos, daba idea de un teclado de carcajadas.

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La paz vegetativa de un hogar sin hijos no po- día sino desarrollar tan espléndidas primicias : cre- ció la doble obesidad, cual emulada por el cariño, y tan natural como la hinchazón de las olas al flu- jo de la marea. Aquello parecía ser la justa recom- pensa de su plácido egoísmo. Vivían en y para sí, pegados el uno al otro, dentro como fuera de casa ; y si por rara casualidad lograba separarlos alguna ráfaga mundana : baile, comida o excur- sión, era caso seguro volver, al breve rato, a en- contrarlos juntitos, semejantes a dos corchos que, de un extremo al otro de un estanque, se atraen irresistiblemente. Por cierto que su perpetua ale- gría no esquivaba el bullicio balneario; mas ellos no lo precisaban para dialogar sin tregua y feste- jarse sin fin sus gracias pueriles. Y los que había- mos conocido antes a Saturnino y le sabíamos in- teligente, acabábamos por hallar cierta grandeza filosófica en la serenidad inalterable con que escu- chaba sonriente las candideces estrepitosas y los tropezones gramaticales de esa gigantesca cotorra, cuyo especial afán, a pesar de los esfuerzos y pre- cauciones del marido, era pescarle algún termina- cho profesional para esgrimirlo a contrapelo. Al fin él se resignó a esto, lo mismo que a lo demás, escuchándolo todo sin un pestañeo y, según una expresión selecta de Ofelia, ((Como quien oye el or^ ganismo de la esquina».

Vivían felices, sin que desde fuera se divisara el menor punto negro en su inmutable cielo de porcelana azul. Con todo, un ojo perspicaz habría hallado en ese destino envidiable la raja secreta

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que a ninguna felicidad terrestre puede faltar : y era la sed tantálica del heredero que, por lo visto, no había de venir. Amaban exageradamente a Ce- cilita, la hija única de los Linares. Ofelia, sobre todo, a pretexto de un vago parentesco, se absor- bía ahora más y más en el culto de esta deliciosa criatura de siete años, con un arrebato excesivo que casi inspiraba inquietud. Día a día crecía el afecto, hasta tornarse una pasión celosa que tole- raba apenas la intervención de los mismos padres. Estando ella presente, no había sirvienta o ama que tocara a la infanta : Ofelia, y nadie más, era quien la cuidaba y acicalaba, sacándola a la playa y volviendo con ella hasta dejarla dormida. La au- sencia regular del padre le sabía a maravilla ; y no hay que decir si, después del condenado domin- go, miraba acercarse con fruición secreta la noche del lunes, en que Fabián volvía a Buenos Aires en el ((tren de los maridos», dejándola por una sema- na dueña de la situación.

Algo parientes las señoras, y sus maridos ami- gos del colegio, aunque por cierto bien descabala- dos de genio y hábitos, se había estrechado natu- ralmente la intimidad por la coexistencia balnea- ria, llegando a fundirse en una sola las dos fami- lias. Cada cual encontraba en ello su mejor bien, hasta Fabián que, amistades aparte, sabía a los suyos bien acompañados, mientras él pasaba en Buenos Aires la semana casi entera. Salvo rara excepción, comían juntos t(XÍas las tardes, y cuan- do, como hoy, no había invitados, cada cual se sentaba como quisiera, sin ceremonia, levantando-

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se a trechos para contemplar el mar por la ancha vidriera abierta o charlar con Cecilita, que, por esta vez, y a pesar de las protestas de Ofelia, co^ mía sólita en una pieza contigua. Por un resto de «pudor», la mamá postiza no había quedado allí haciendo merendita con su niña mimada, pero se desquitaba con no parar un minuto, levantándose a ratos con gran frou-frou de faldas y volantes. No faltaba quien acompañara con una cuchufleta amistosa las salidas de la imponente beldad, cuya plenitud de formas amoldaba su traje de seda Pompadour.

Rasgo curioso : Ofelia, que tenía en cualquier materia artística un mal gusto escandaloso, vestía con suprema elegancia y casi estética originalidad, si bien un tanto llamativa, achaque frecuente en las rubias florecientes y encendidas. Merced a su elevada estatura y al sabio artificio de su vestir, disimulaba los excesivos relieves del busto, ergui- do ((en ofrenda», no quedando aparente más que la majestad opulenta de la diosa agreste o heroína de Nibelungo. Por lo demás, era aquello pura ((au- tolatría» y mero interés artístico: para Ofelia, principiaba en Saturno y terminaba en Cecilia tcxia la escala sentimental. No era tan sólo blanca, sino también fría como el mármol y la nieve, y el pensamiento del pecado, o siquiera de la más ino- cente coquetería, hubiérale parecido tan absurdo como el de un hurto doméstico. Ello era muy sa- bido por los merodeadores de la playa, y, por otra parte, su bobería notoria era el primer baluarte de su virtud. M.:-

II

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LA luz crepuscular, penetrando profusamente por las ventanas laterales y la amplia vidrie- ra de colores que casi domina la barranca a pico, bastaba para acabar la. comida.. sin^ encender las lámparas. 'fidm pRt^níí'p ,oü*íiid ír n^OH ih r

Después de una siesta excepcionalmente caluro- sa, aspirábase con delicia la húmeda brisa del mar. A trechos refrescaba la virazón, y una ráfaga salu- bre, después de sacudir con violencia los flecos del cortinaje, llegaba detenida hasta la mesa, donde movía suavemente las flores en la bandeja central y los rizos sueltos en la frente de las mujeres. Un vasto bienestar flotaba en el ambiente.

La elegante sencillez del mueble roble encera- do con filete negro se avenía con el matiz clara de las paredes y cielo-raso, sobriamente pintados ; tres o cuatro cuadritos de paisaje o caza muerta que merecían la mirada ; poquísimas baratijas o- bibelots ; pero, acá y allá, la nota viva de una loza se destacaba sobre el fondo discreto. La fina vaji-

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ila y el servicio correcto, sin boato estrepitoso, re- velaba un gusto seguro, que no todos los millona- rios al minuto se acordaban entonces de importar, junto con sus facturas europeas.

Gracias a un oportuno paseo a Europa aconse- jado por su prudente mujer a raíz del desembala- je mundial de la Exposición, Fabián logró dejar a salvo, en el derrumbamiento financiero que siguió, buena parte de su fortuna, improvisada en aquel hervidero de papeles bancarios, acciones, traspa- sos de terrenos baldíos y demás agios y atropellos que representaron en aquellos años lo más vií-ible de la labor nacional. A su regreso estallaba el krach. Sin dejar de tocar llamada a los picos dis- persos— ¡del lobo, un pelo! , pudo convertir su reserva en sólidas adquisiciones, préstamos hipo- tecarios de soga al cuello, gangas urbanas o rura- les. Así, con quebrantos y todo, triplicó su fortu- na en el deshielo universal. Entonces se puso al pairo durante el largo chubasco, contentándose con pellizcar en la Bolsa algún corretaje pingüe y se- guro. Además, su arco tenía varias cuerdas : era abogado como casi todos los argentinos Cfue no son médicos , y, para ciertos asuntos es- cogidos, de más trastienda que doctrina, volvió a abrir su estudio, cerrado desde la epidemia agio- tista.

Con su inteligencia rápida y asimiladora de pla- ca fotográfica, bastábale a Fabián la lectura de los diarios, con una que otra revista, para alimentar el capital en giro de su información. Joven aún - treinta y nueve años bien peleados , sano y ror

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busto, con buena dentadura, cabello honorable y un resto de elegancia mantenida por su sastre lon- dinense— el genial artista de Regent-street , él podía lucir todavía por esas veredas su figura algo estereotipada de buen mozo porteño. En lo moral, no era por cierto ningún quijote no seamos anti- guos !) ; hasta se le atribuía en los negocios una frialdad de entrañas capaz de extraer médula de un adoquín ; pero se exageraba, sin duda. Por lo demás, era amigo leal, generoso y hombre de arriesgar el bulto en lo que se llama una ((cuestión de honor» : lo que constituye un caballero en estos tiempos sin caballería. En resumen, un buen ejem- plar, antes embellecido que deformado, de la gene- ración que t?empló en el Paraguay su fibra juvenil y hoy, en su madurez, c^upa el escenario argen- tino.

Al pisar la treintena, después de una juventud relativamente preservada por cierta delicadeza de paladar, Fabián conoció a la hermosa (con perdón del nombre) Balbina C, durante el viaje de vuelta de una primera jira por Europa ; el joven hagá- mosle justicia , se enamoró sinceramente, antes de saber que era la muchacha, además de exquisita, una rica heredera, huérfana de padre y sin más impedimenta que la madre, viuda impermeable que volvía de París algo más cursi que a la ida. La forzosa intimidad de a bordo suele abreviar térmi- nos y preparar sorpresas : cuando la señora de C. puso atención en este obsequioso compañero, de quien pensaba despedirse al fin del viaje, se en- contró con que su hija estaba comprometida ad re-

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ferendum. Para Balbina, seguramente el partido no •era deslumbrador: el novio no tenía fortuna ni porvenir visible. Pero se amaban y se casaron. El tiempo no se mostró cruel para la corazonada de la muchacha ; entre su frivolo marido y la adora- ble criatura que fué el fruto único del matrimonio, parecía feliz ; y lo fuera sin duda si los miramien*^ tos personales y las satisfacciones mundanas bas- taran a la felicidad.

Pasaron ocho años sin traer cambios profundos €n la situación inicial. Los esposos se querían ra- zonablemente, sin excesos ni arrebatos líricos, con arreglo al buen tono moderno: él, cada día más avenido con la tranquilidad de un hogar conforta- ble que le dejaba su libertad exterior ; ella, muy or- guUosa, para dejar que en los bellos ojos negros, cu- ya clara mirada iluminaba exquisitamente su puro y pálido perfil de griego camafeo, se leyera el rastro tle un secreto sufrimiento, por más que ella, en sus adentros, tuviera la sospecha de la traición. Cala- A^era profesional nunca lo fué Fabián, ni en sus años de relativa locura : había probado todas las frutas pecaminosas, no apegándose a ninguna. Ahora, sin querer confesarlo, sentía que cada nue- va y vulgar aventura le dejaba más hastiado que la anterior. La madurez le iba morigerando y redu- •ciendo este capítulo de su existencia a tal cual bre- ve enredo de bastidores o tropezón fortuito, tan efí- mero como superficial. Durante la presente tempo- rada veraniega quiso su mala estrella que una se- rie de trapisondas bursátiles le pusieran en contac- to con ese correntón y trasnochador de Manolo Ca>-;

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ro Don ¡Jjuan Tenorio para cafés cantantes , y esta aparcería comercial quizá fuera la causa de no haber Julián doblado la hoja clandestina. ¿Amaba de veras a su mujer? Es muy probable, en defi- nitiva, que sí, aunque, para hablar sin tapujos, sus ocupaciones por partida doble le dejaban poco vagar para un formal examen de conciencia. Quien se guíe de apariencias puede juzgar que el amor conyugal sigue la suerte de toda cosa huma- na, apagándose junto con la llama externa y lige- ra de su sobrefaz. Suele vivir, con todo, la brasa inextinguida en el rescoldo de la memoria, y bas- ta a las veces para reanimarla y hacerla cente- llear una ráfaga de tormenta, la amenaza de la pér- dida irreparable, la inminencia del cruel escar- miento.

Pero ¿ no sería ya tarde cuando la verdad eterna rasgara el velo del sofisma y apareciese la joya do- méstica como el más precioso y único bien?... Fa- bián no quería reparar en que desatendía a Bal- bina, precisamente cuando llegaba a la edad del ap>ogeo físico, que suele ser también la hora de las crisis secretas. No se fijaba en que eran muchos los que la hallaban bella y digna de inspirar una pasión vehemente y sincera ; los que, tal vez con vaga esperanza, compadecían a la reina desdeña- da; y, en la playa, en la Rambla, en los salones del Casino, seguían con mirada larga a este de- chado de gracia y perfección... Ahora bien: todo esto parecía ocultársele al legítimo dueño ; mejor dicho, con una tranquilidad completa, que en el fondo importaba un supremo homenaje, no en-

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treveía. peligro posible en quic Balbina quedarí sola cada semana y dueña absoluta de su libei tad.

Esta misma noche de carnaval había en el Ca- sino un baile de trajes, al que Balbina asistiría ro- deada por un círculo de ardientes admiradores y sola, puesto que, a pesar de haber llegado Fa- bián la víspera con declarada intención de pasar aquí los tres días de fiesta, manifestaba ahora te- ner que ausentarse ((por caso fortuito y, como él decía, de fuerza mayor». Por la mañana había re- cibido un telegrama de su socio Manuel Caro, que le llamaba con urgencia a la estación Maipú, «pira cerrar trato mañana mismo con el interesado». Y Fabián, esta vez, se había mostrado como nunca pródigo en explicaciones comerciales : tratábase de una compra de campo en el partido aquel, ((una verdadera pichincha» que había que cazar al vuelo antes que el vendedor ofuscado tuviera el tiempo de la reflexión. ;Y por cierto que este contratiem- po le desesperaba! Pero no permitiría que se cam- biara un tilde en el programa de la fiesta. Irían a distraerse, ¡sí, señor!, como si él estuviera: sus amigos Moral se encargarían de traer a Balbina... <(¡ Ah !, las exigencias de esta vida moderna, que- rido Saturnino !... | Condenado vendedor !...» Y du- rante la comida, por sobre la cabeza encantadora de su mujer, Fabián miraba el reloj de pared y calculaba que, dentro de seis horas, estaría en el comedor de campo de Manolo, cenando en partie carree con el referido vendedor, que a lo mejor re- sultaría ((Compradora», pues era nada menos que

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una salada cantadora flamenca, estrella de un tea- tro de candil, quien, después de una inconcebible resistencia de tres semanas largas, alzaba al pare- cer pendón de parlamento, anuncio certero de pró- xima rendición.

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AUNQUE se sintieran, debajo de la esforzada se- renidad de los dueños de la casa, indicios in- equívocos de temporal y ((mar de fondo», la comi- da no había estado triste, ni podía estarlo, hallán- dose presente la rolliza pareja Moral. Bastaban ellos para honrar el menú especialmente ((Satur- no», que era capaz de repetir la hazaña de su mitológico patrón, si no en aquello de devorar, jay!, a sus hijos, en lo de digerir piedras , al propio tiempo que se despachaban la crónica de la playa con brío incomparable. Hacían desfilar todo el highlife balneario, volviéndose la pelota sin hacer caso del silencio y encogimiento de los demás.

Aquel año señaló el apogeo de Mar del Plata en su primera y más sana época. Los hoteles, cha- lets y fondas de menor cuantía rebosaban de gen- te conocida ; y, ¡ síntoma elocuente de envidiable prosperidad !, hasta asomaron la cabeza llamativa algunas dudosas parejas de forasteros que, según

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las señoras escandalizadas, trascendían a ((medio mundo» internacional. Hacía una semana- ^con- taba Saturno que ponía al Bristol en revolución una bellísima y estrepitosa rumana, o cosa por el estilo, cuyas toilettes hacían sensación en la Ram- bla. Traía de esposo a un vago representante de «Sociedades europeas)), cuya suerte al buceará cau- saba tan contagiosa admiración que había concluí- do por no encontrar adversarios, fuera de tres o cuatro adoradores de su mujer, que se relevaban para aguantar el trasquilón. De todo ello, lo único bien demostrado era el hechizo de la ((baronesa» (¡naturalmente!) ; y no hay que decir si convergía a su rubia cabecita encrespada la puntería de nues- tros swells. La ((prójima», para usar el estilo teme- rario de Ofelia, cantaba ((divinamente» ; y como se hubiera admitido su concurso en un i-eciente concierto de caridad, era ya difícil afectar gazmo- ñerías, tanto más cuanto que hasta ahora parecía que los estragos no pasaban de galanteos platóni- cos. Citábase entre sus más rendidos suspirantes al flamante millonario Pepe Morcillo, que un gran malón de Bolsa acababa de remontar al pináculo de la aristocracia...

¿oí Sí, señores declamaba Saturnino con entu- siasmo— ,- Pepe Morcillo, el hombre-cifra, el autó- mata calculador que sería capaz de extraerle la raíz cuadrada, y hasta redonda, al lucero del alba, el único Pepito, está enamorado, apasionado de la cara baronesa, hasta el grado de apechugar con el carísimo marido, que en cada sentada le deja bizco... Tf ais^^i mb gsniiígií

I

LA RUEDA LOCA m§.

No te burles dijo Fabián— ; Pepe es un ^ran especulador... íninin . u>

¡Ya lo creo! ¡Un especulador de siete sue- las!... Pues bien ; ese gran hombre ha renegado de los preceptos más israelitas de su credo; padece de chifladura auténtica. Está tirando un dineral en flores raras, regalos discretos y demás argUr mentos cotizables... )Jhovfi}

Y esa quintita de que me ¡hablabas... inte- rrumpió Ofelia.

¿Quintita?... ¡Ahí Sí; ya caigo. Estreméce- te, Fabián. En el delirio de la pasión, ¡ Pepe Iha escrito versos! Tiene razón mi epigramática mi- tad ; en un abanico cuajado de brillantes, Pepe ha copiado esta quintilla, obra, sin duda, de algún ((ramblista» maleante, y que si fuera de él valdría, no digo una quinta, sino una chacra ccwi sus ane^ xos y dependencias : > '^ nu .oll.^fm f* ¿nnq : ob

Persigo un sueño, y no Si es ofensa el vano ahinco ; Mas, si al amante delinco...

:* ¡Inco! Atención, señoras, y estarse tiesas para

el final :

Delincuente moriré,

i Como tres y dos son cinco I...

Ofelia, que había desaparecido sin darse cuenta exacta de las risas que saludaban la «quintita», volvió al punto, algo perturbada, y gritó desde la puerta del comedor:

Cecilia parece indispuesta; no quiere comer ..

286 PAUL GROUSSAC

Todos se levantaron y pasaron al cuarto inme- diato, donde la niñita estaba sentada a una mesa de juguete, delante de un sofá cubierto de cin^^as y encajes. Se había tenido la graciosa idea de abrir el baile muy temprano, con una cuadrilla de niños vestidos a estilo Luis XVI : las cuatro parejas his- tóricas de Trianón que debían ejecutar el minué favorito de María Antonieta. Cecilia hacía de du- quesita de Polignac y había querido comer tenien- do a la vista el riquísimo vestido de Corte, regalo de Ofelia, que había de cuadrar a maravilla con la gracia delicada de la rubia criatura. Nada faltaba al lujoso traje, reconstituido por la célebre mada- me Machín : caracó de raso verde manzana y cha- leco de raso blanco con seis rosetas celestes por delante, mangas cortas de gasa y punto de Chan- tilly, falda de satín rosa con ancho falbalá floiea- do; para el cuello, un gran fichu-jabot de gasa de Italia, y, por fin, como calzado, unos como deda- les de droguet de seda azufre, con cinta negra a la Jeannette. Pero lo que era un ((sacrilegio», según Ofelia, era empolvar ese rizado cabello de oro y atarlo por detrás en catogan, sin dejar libres más que dos gruesos bucles que caían adelante...

¡Todo el pelo suelto en la espalda, hija, a la Consejera; para eso lo tenemos lindo!...

Entretanto estaba pálida y triste la duquesita de- lante de su plato lleno. Repetía que no sentía nada, sin perder de vista los trapos del sofá. Parecía un tanto resfriada ; pero Saturnino, que la examina- ba, no descubrió síntoma alguno ; nada de fiebre ni opresión ; cuando más, la piel algo caliente y

LA RUEDA LOCA ÍS^

la garganta un tanto roja, aunque sin rastro de falsa membrana. Con todo, como murmurase a media voz : ((Quizá mejor sería que no saliera ; el frío de la noche...», Ofelia dio un brinco de indig- nación.

I Déjate de tirap ¿uticos ^ Saturno ; la nena no tiene nada! Un poco de desgana... Pero ni eso. *¿ Verdad, hijita, que vas a comer?

Y, en efecto, el angelito, con los ojos llenos de lágrimas, se esforzó por mascar un bocado, des- plegando ya el precoz heroísmo nervioso de la mu- jer mundana, que con tal de no perder un baile se levanta de la cama y se mantiene en pie, risueña y fuerte, hasta el amanecer. Con todo, el médico se opuso a que comiera, si bien tranquilizó a Bal- bina afirmándole que se trataba de un leve res- friado.

Sirvieron el café en la terra2:a que domina el mar. Los hombres encendieron sus cigarros ; las señoras bajaron al jardín, y hubo unos segundos de silencio delante del vasto panorama, en esa bea- titud física que nace de una buena digestión de- lante de un reposado horizonte. ,vJ

No tiene Mar del Plata por el lado del Océano ni de la tierra el encanto de las grandes estaciones francesas sobre el Atlántico. Le falta el cuadro siempre nuevo de la puesta del sol sobre las olas resplandecientes y aquietadas. Tampoco posee el fondo grandioso de Biarritz ni las colinas pintores- cas de Trouville, con sus villas cubiertas de folla- je y dominadas por la linterna de Nuestra Se- ñora de las Victorias. Sin embargo, no carece de

«88 PAUL GROUSSAÍ

atractivo, si se contempla desde la Loma verde. I tornasolada por el crepúsculo y cortada a pico so- bre las canteras de arenisca, donde la resaca rom- pe con estruendo, alzando penachos de blanca es- puma, que irisa la rasante luz. El Océano vacío, color de pizarra, se despliega hasta lo infinito, cortando el cielo más claro en un arco de nitidez perfecta. El áspero acantilado del Nordeste con- trasta duramente con la colina ondulada, donde se levantan cinco o seis chalets, alrededor de la igle- sia de aldea. Hacia el Sur, después del encajonado arroyo del molino, cuya esclusa alcanzan a llenar las grandes marejadas, la playa desarrolla en sua- ve declive su semicírculo arenoso, cubierto de ca- sillas flamantes, a lo largo de la Rambla, ahora casi desierta (i). A la izquierda de la población, las masas blancas del hotel Bristol y del Casino yerguen sus fachadas cuadriculadas, feliz combi- nación arquitectónica de la estación ferrocarrilera y de la garita. Más allá, por fin, coronando el otro extremo de la media luna, se suceden otras colinas verdes, con otras villas pintorescas y alegres, so- bre una segunda playa invisible y de atrayente so- ledad...

Los dos hombres contemplaron en silencio y por centésima vez la grandiosa escena apacible ; luego, el médico sacó su reloj.

Las siete y media ; tienes todavía cuarenta mi- nutos.

Y agregó con intención :

(i) Se describe el Mar del Plata de hace veinte y tantos años.

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Si es que te vas, decididamente.

Fabián le miró de soslayo y, después de seguir la espiral de humo de su cigarro, contestó con im- perceptible ironía :

¿ A que tampoco crees en mi negocio urgente ?

Y ya comenzaba a repetir la historieta aquella; pero el otro se encogió de hombros.

¿Para qué te cansas? No nos pueden oír... v

Pues bien soltó Fabián al pronto, cual si al hablar saborease el gusto anticipado de la fruta prohibida ; sábelo todo, patriarcal Saturno, y ¡tiembla de horror! Es cierto. El negocio es de broma. Se trata de una fiesta con faldas en la es- tancia de Manolo, j Ah, soy un criminal ! Ya que tienes tu sermón en la punta de la lengua : la paz de la familia, el deber, la ley divina, la Cons- titución... Déjate de papel de barba. Bien sabes que no soy un calavera ; nunca he tenido ni tendré querida de remache. Pero es ésta una ((ocasión», como dicen en los baratillos. Uno de esos saleros de Triana, irresistibles durante dos horas y reven- tativas poco después. No hay cuidado ; es una sim- ple escapada. Concluida la función, me verás vol- ver mañana tan tranquilo... Tanto más cuanto que tengo una confianza en la hidalguía de Manolo al volver yo la espalda... ¿Estás escandalizado? Te parezco criminal, infame, digno de...

Me pareces grotesco sencillamente contestó Moral con tu ocasión de baratillo y tu papel de edecán galante de Manolo. A él le comprendo ; está en su función profesional de conquistador de bastidores o casas amuebladas, y asaltante de puer-

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tas abiertas ; si él no fuera eso no sería nada. Don- de otros se marchitan él engorda y florece ; vive en la crápula como el cerdo en el cieno. ¡Chancha Panza! Pero él no engaña, no miente, y esto le presta una como soltura y elegancia en el vicio. a su lado estás desorientado y zurdo. Te pare- ces al colegial que fuma en pipa... Dices que vol- verás mañana tan tranquilo... Volverás avergon- zado y triste... La mirada de tu mujer, el beso de tu hijita... No, basta; me parece que las ultrajo con sólo mentarlas ahora en tu presencia, y es tu primer castigo...

Saturnino se había expresado con inusitada ve- hemencia ; se detuvo bruscamente al ver a Balbina, que volvía con Ofelia, teniendo de la mano a la niñita, ya juguetona y risueña. Se oía la voz de la segunda, sosteniendo una acalorada discusión, en que, según su costumbre, ella misma se contes- taba.

¿ Me dirás que tanto vale lo uno como lo otro ? y el corpino blusa hay toda la distancia de lo cursi a lo más chic I...

Las señoras quedaron de pi'e, en el extremo opuesto de la terraza, y mientras Ofelia proseguía su apasionado monólogo, Balbina contemplaba el paisaje, pensativa, arrollando en su índice un rizo de su hija. Fabián la miraba y el médico observa- ba a Fabián. Con esa estatura mediana que encie- rra la perfección del tipo, Balbina parecía alta : tal era la armonía de su cuerpo escultural y el ritmo perfecto de sus movimientos. Su mate palidez, la

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pureza de sus facciones tranquilas, sus grandes ojos pardos estriados de oro, que parecían verdes o negros, según la hora y el reflejo; el ondulado pelo castaño, que la luz crepuscular matizaba de leonados cambiantes, todo prestaba a su hermosu- ra un sello de extrafíeza e incesante novedad. Su elegancia suprema consistía en un refinamiento en la sencillez. Por momentos vibraba la música de su voz grave, diciendo cosas muy llanas que parecían profundas ; y en el menor ademán de sus manos exangües, de dedos ahuesados ; len el gesto fami- liar de estirar la manga corta sobre el brazo des- nudo o de asegurar rápidamente una horquilla de su peinado, encerraba, inconsciente, un poema de agracia y seducción...

La noche descendía lentamente ; oyóse un pro- llongado silbido, primer llamada del tren ; Fabián vaciló un instante, miró la hora a su reloj y dijo a su mujer con voz suave, casi tímida :

¿Quieres echar una ojeada a mi valija?

Ya está pronta contestó ella con voz breve.

Y al punto se dirigió hacia el interior. Fabián la miró alejarse y, pasados unos segundos, se fué tras ella. Saturnino miró a Ofelia con maliciosa sonrisa y murmuró :

I Que se nos queda!...

Pero esta perspectiva no fué del agrado de Ofe- lia. ¿ Por qué empeñarse en contrariar a Fabián, tal vez para perjudicarle?

No te metas. Saturno ; más sabe el cuerdo en su casa que el loco en casa ajena...

¡Gran verdad, aun puesta de revés!...

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Seguían cambiando razones a media voz; ella, porfiando por el viaje que la dejaba libre y dueña de casa ; él, argumentando por la morigeración, cuando reapareció Fabián con su valija en la ma- no. Su cara revelaba marcada contrariedad. Besó a su hija, dio la mano a Ofelia.

Hasta mañana. ¡Cuídenmelas bien!

Y seguido de Saturnino subió en el carruaje que esperaba delante de la puerta de reja. Entonces apareció Balbina en la ventana del piso alto; si- guió con la mirada el coche que se alejaba, y cuyo farol rayaba la obscuridad; dejando entonces caer su cabeza en sus manos abiertas, rompió a so- llozar...

Mamá, ¿qué tienes? gritó Cecilia desde la terraza . ¿Por qué...?

Bruscamente ahogó su vocecita cristalina un vio lento acceso de tos.

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IV

POQUÍSIMA gente en la estación. Naturalmente, bañistas y viajeros de la víspera se queda- ban en Mar del Plata hasta después de las fiestas. Era menester un caso excepcional, un quehacer urgente ¡ como el de Fabián ! para regresar a Buenos Aires en los propios días que otros apro- vechan para escapar a las llamas de este infierno veraniego. Sobraba sitio, y pudo instalarse solo en un departamento extremo del sleepíng-car. Dejó allí su valija, y como faltara aún un cuarto de hora, los dos amigos pusiéronse a pasear por el andén. El tren había absorbido ya a sus escasos habitan- tes ; los empleados conversaban por grupos ; nada de la batahola acosada y febril de las grandes sali- das maritales, los otros lunes. Fabián se sentía ner- vioso, impaciente, y es posible que naciera en par- te su malhumor del descontento de propio. En una de tantas idas y venidas Saturnino se apartó del andén cubierto para observar el estrellado cié-

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lo. La luna rojiza y apenas menguante emergía del horizonte sobre el mar invisible. Murmuró :

; Hermosa noche ! Estará hecho una delicia el terraplén del Casino...

A propósito dijo Fabián ; ¿ no ves impru- dencia en que vaya Cecilia a ese baile?

Cecilia no tiene nada. Además, su minué ha- brá concluido a las diez; volveremos a ponerla en cama Ofelia y yo, que somos pobres bailarines.

Me parece natural que la traiga Balbina re- funfuñó Fabián.

¿Qué necesidad? Balbina gusta del baile, y sus compromisos la estorbarán salir. A no ser que lo natural agregó el médico, deteniéndose para mirar a su amigo , para completar tu programa, sea que tu mujer quede en casa mientras tú...

Pero al fin interrumpió el otro con cierta vio- lencia— ^vienes metiendo mucho estruendo por una de esas aventuras vulgares que todos los maridos se permiten, y que tal vez sean más provechosas que nocivas a la armonía doméstica. ¡Dejémonos de convencionalismos ! Tú, hombre de ciencia, ¿ cómo te empeñas en combatir una ley antropoló- gica con argumentos de tendero retirado? ¡¡Venir- nos hoy con un reglamento de buena policía matri- monial ! ¿ Negarás que la Naturaleza, adormecida j>or el hábito, el sempiterno diálogo entre los mis- mos personajes, se despierte electrizada al contacto de la novedad ? Si nuestro organismo protesta fatal- mente contra esos mandamientos sociales, tan im- posibles de cumplir como el famoso voto religioso. ^ qué prueba ello sino que...? jlwii» í_

LA RUEDA LOCA^ 295

No te exaltes repuso tranquilamente Satur- nino— . Saludo con respeto lo que a tuerto o a derecho llamas «antropología», aunque poco iné- dita. Pero dime : ¿ hay algo más «antropológico» que el hecho de apoderarse de lo ajeno por la vio- lencia, de despedazar la presa viva y comerla cru- da ? Somos carniceros ; lo prueban nuestras garras y colmillos. Puesto que la ira nos hace rechinar los dientes, ¿ no es indicio antropológico de que de- bemos dirimir a mordiscos nuestros litigios? De- fiendes el merodeo galante ; pero éste no significa únicamente el amor libre para el hombre, sino para la mujer también. Poligamia y poliandria son correlativas... Ya que pedías ciencia, estás ser- vido.

¡ Poliandria ! gruñó Fabián con malhumor . Estás absurdo. ¿ Cómo equiparar el desliz momen- táneo del hombre con la falta irreparable de la mu- jer? La sociedad...

¡ Ah ! ¡ Ya salimos de la antropología para vol- ver al convencionalismo social I ¡Mira, Fabián, cómo la lógica te arrastra a pesar tuyo! Es que con demostrar que la ley social o la civilización es mera convención y artificio no damos un paso fuera de esta atmósfera moral que nos contiene y aprisiona. Si no tenemos un sentimiento, alegría o dolor, que no sea del civilizado, perdemos nuestro tiempo con discutir sobre si la herencia presente fué orgánica o adquirida por algún descendiente de los abuelos trogloditas...

Oyóse la campana que anunciaba la salida. Fal- taban aún pocos minutos; pero Fabián, contra su

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costumbre, no quiso aguardar el último momento ; alargó su mano para despedirse. El médico la apre- tó con fuerza, guardándola en la suya y mirando fijamente a su amigo, "gis x^'" S ; íJfíuo oií?4 .«.i

Escucha, Fabián : Balbiita es tina noble cfia- tuira ; pero es mujer, bella y altiva. Tiene diez años menos que tú. La observo hace algún tiempo; se siente abandonada. Su afán reciente por concurrir a las fiestas en ausencia tuya obedece, sin duda, a un deseo natural de distracción..., quizá de olvido. Con todo, su hermosura se vuelve en cualquier reunión el centro de todas las admiraciones, de to- das las codicias ; no falta quien espere conquistar la joya, al parecer, sin dueño. No te irrites ; te ha- blo como hermano. Esta noche más que nunca la encontré nerviosa, excitada, herida. La mejor brú- jula se pone loca en la tormenta. No te vayas; quédate para borrar en su alma la indignación pe- ligrosa..., tal vez la tentación...

Fabián soltó una carcajada muy ruidosa para ser natural, y despidiéndose de veras : ' **? *

I Ya quemaste el último cartucho : la tfentáfción de santa Balbina ! ¡ Hasta mañana ! Cuídame a Ce- cilia...

Desapareció en su coche. El silbido de la loco- motora rasgó el aire ; crujieron las amarras de ace- ro de los vagones al ponerse en marcha, como ar- ticuladas vértebras de reptil monstruoso, y jadean- te, acelerando poco a poco su carrera, perdióse el tren en la vaga obscuridad.

Como lo había previsto, Fabián ocupaba solo el departamento de dos camas. Allí dentro el calor

LA RUEDA LOCA í^

aumentaba al paso que el tren se alejaba del mar. Fabián encendió un cigarro y salió al balcón ; apo- yado en la barandilla, sin tener la vista un punto en qué fijarse en ese despliegue monótono de la Pampa, dejó que su pensamiento vagara en liber- tad, como el humo de la locomotora que en el aire se disipaba.

Desde su salida de Buenos Aires había esperado ansioso esta noche de fiesta y orgía. En el centro del vasto desierto silencioso que rodea a la estan- cia óe. Manolo, veinte veces desde ayer había evo- cado el comedor lleno de luces y ñores, la prolon- gada cena sin interrupción posible, lejos de cual- quier mirada inoportuna ; el perfume de las muje- res notando como otro efluvio más embriagador so- bre las copas llenas ; por fin, el previsto desenlace, saboreado sin apuro, como la fruta más exquisita del íntimo banquete... ¿Qué le pasaba ahora, qué sucedía para que la ardiente visión acariciada se esfumara apenas sugerida, para que se sintiera perseguido por una extraña obsesión que arrastra- ba su mente hacia atrás, en sentido contrario al áe la marcha del tren, deteniéndole entre el Casino iluminado y el tranquilo hogar? A pesar suyo, y con irritación creciente, le era fuerza confesar que las palabras de ese «Juan Lanas» (así le insultaba ahora) habían quedado en su memoria, sueltas y fragmentarias, pero dotadas de insoportable efica- cia. Habían bastado para dar impulso inicial a es- ta rueda loca de la imaginación, que seguía ahora moviéndose en el vacío. Porque era un absurdo evidente el sermón del «pingüino» aquel. ¡ Balbi-

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na coqueta y vengativa ! Esa madre, absorta en su única hija, ¡buscando a deshora triunfos munda- nos y consuelo a supuestas melancolías ! Vamos ; sólo la espesa fantasía de ese burgués pudo discu- Frir tal dislate... Y, no obstante, tan delicado es este cristal del alma que el hálito de una alusión amiga había bastado para empañar al pronto su nítida transparencia. Como los vasos del altar, las prendas de la dicha íntima no deben ser tocadas por el profano.

Parecióle que la velocidad y el rudo sacudimien- to acrecían su desazón ; entró en su departamento y se recostó en la tendida cama. A poco un prolon- gado silbido anunció la llegada a Camet. A medi- da que iba decreciendo el rumor del tren en mar- cha se hacía más perceptible un ruido de voces varoniles que del vecino departamento le llegaba por entre la ranura de la mal cerrada puerta corre- diza. El tren paró, y entonces, en el silencio de la estación desierta, no se perdió una sílaba del diálo- go que, tabique por medio, sostenían allí dos vo- ces jóvenes y sonoras. Como antes Fabián, los via- jeros, sin duda, se creían solos. Tratábase, al pa- recer, de un chisme de la playa : el caso muy tri- vial por cierto de un marido de comedia cuya mu- jer utilizaba la ausencia semanal con el héroe in- evitable. El relato tocaba a su término, quedando, por lo tanto, algo confuso el sentido, aunque al desabrochado estilo le sobrase claridad.

Sonó la campana para la marcha, y Fabián, algo enervado por el estúpido cuento, esperaba impa- ciente que el ruido del tren volviera a cubrir la plá-

LA RUEDA LOCA ^^y

tica impertinente. De súbito dio un salto en su cama, cual herido por una descarga eléctrica j ¡ ha- bía sonado el nombre de su mujer!... Como un re- lámpago cruzó por su mente la esperanza de estax delirante o alucinado... ¡ Ayl Ni la duda pudo que- darle. Entre los jirones de una frase destrozada por groseras carcajadas el mismo nombre tremendo ¡ Balbina ! acababa de retumbar a dos pasos de Fabián, que quedaba pálido como un espectro, pe- trificado por el horror...

Pronto reaccionó, y, como una fiera herida, se lanzaba ya sobre la puerta de comunicación, sin saber en qué garganta infame se iba a prender su garra de acero, cuando rasgó el espacio la señal de la salida. Volvió atrás y se precipitó hacia afuera, desnuda la cabeza y la frente bañada de sudor. Pero su mano trémula se encarnizaba en vano con- tra la puerta ; al fin logró abrirla y al arrojarse ade- lante su cuerpo dio en la baranda lateral, que le cerró el paso. Ya el tren volaba sobre los rieles. Soltarse sobre el borde de la vía, rodar como bulto informe en la zanja llena de agua, fué su primer impulso; el peligro no le arredraba. Pero ¿cómo emprender la vuelta y realizar su obscuro de- signio?

Entró y se dejó caer en un asiento ; había des- aparecido por ensalmo su reciente furor contra los desconocidos. ¿ Qué valían esas palabras incons- cientes ante lo atroz de la realidad? ¡Sería cierto! I Las recientes insinuaciones de Moral no eran en- tonces sino otra forma amistosa y entristecida de la misma revelación I Como el niño que cierra los

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ojos para ahuyentar al fantasma, fué a ajustar la puerta de comunicación. Y así, anonadado, aplas- tado en la estrecha cama, oprimiéndose la frente con las crispadas manos, dejó correr los minutos sin tener conciencia de su velocidad. Se estremeció al sentir que le tocaban ligeramente el hombro; el inspector, creyéndole dormido, le pedía el billete. Le dijo al devolvérselo:

Maipú ; le avisaré si está usted dormido.

Fabián balbució :

¡Ahí Sí. Maipú. ¿Cuál es la próxima esta- ción ?

Vivoratá.

¿A qué distancia de Mar del Plata?

Treinta y tantos kilómetros.

Y el empleado siguió su camino.

Fabián abrió su valija, sacó su revólver y, des- pués de cerciorarse de que estaba cargado, lo hun- dió en el bolsillo trasero de su pantalón. Volvió a cerrar con llave su valija y esperó de pie que el tren llegase a la estación ya señalada. Enfrente de él el tablero de la puerta tenía un espejo; quedó examinando su rostro pálido, sus inyectados ojos, meneando la cabeza con tristeza infinita.

El tren se detenía apenas un minuto en la esta- ción Vivoratá, tan desierta como la anterior. Fa- bián bajó rápidamente, sin darse cuenta exacta de su resolución. Debajo de un reverbero fijado en la pared dos o tres hombres gesticulaban ; uno de ellos tocó la campana, y el tren se puso en mar- cha. Fabián esbozó un movimiento instintivo para alcanzarle ; pero se contuvo. En cuanto la larga

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masa se hubo perdido en las tinieblas se acercó al jefe de estación, a quien conocía vagamente des- pués de tanto viaje. Como todas las naturalezas enérgicas, Fabián recobraba aparente serenidad en las situaciones extremas. Su explicación fué breve y precisa : acababa de notar que dejaba olvidado en su casa el documento que motivara su viaje a Maipú ; tenía que volver a Mar del Plata esta mis- ma noche para tomar el primer tren de la mañana siguiente. Necesitaba un caballo ensillado para dar este galope de seis o siete leguas. Pagaría lo que se pidiera. La explicación era tan verosímil y tan conocido el nombre de Fabián que el mismo jefe le sacó de apuros. Media hora después, al galope tendido de un buen caballo criollo, volaba en di- rección de Mar del Plata por el antiguo camino carretero.

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LA luna casi llena alzaba el blanco disco en el estrellado cielo. El galope del caballo retum- baba en el silencio universal, acentuado a inter- valos por un grito de ave nocturna, un balido le- jano, un tropel de caballos que disparaba en la lla- nura. Delante de él la carretera se esfumaba en angosta faja lívida. De trecho en trecho un punto rojo horadaba la niebla, un ladrido lejano señala- ba una habitación, acrecentando para Fabián la sensación de soledad y abandono. Y perdida la noción del tiempo y la distancia, seguía su arre- batada carrera, con el ímpetu del fantástico jinete de la balada. De pronto, un reverbero, alumbran- do una masa blanquizca, le recordó que pasaba delante de la estación Camet. ¡Ya ! Consultó su re- loj al claro de luna ; iba a marcar las doce ; faltaban poco más de dos leguas para llegar a su destino. ¡ Su destino ! Esta palabra extraña, que sólo fué pensada, retumbó en su alma con toque de agonía. Bien seguro entonces de llegar a tiempo, contuvo

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el ardor del caballo y se puso a meditar. El aire fresco había aplacado su fiebre ; sentía su cabeza bastante despejada para sostener sin vértigo el peso de la reflexión. A ratos, como un derrame de su cerebro lleno hasta desbordar, saltaba de sus labios un jirón de frase, una exclamación an- gustiosa, y se sorprendía al escuchar su propia voz.

Una imagen, una sola, le perseguía con su ob- sesión, aunque pugnaba en vano por evocar a Bal- bina en actitud envilecida, manchada la pura fren- te por el ultraje anónimo. Por un extraño fenóme- no, con esforzarse más y más en su mórbida por- fía, no lograba sino borrar la divina aparición o transformarla insensiblemente, hasta darle el aho- ra repelente aspecto de esa criatura venal de Mai- pú, por quien aventurara estúpidamente la dicha de su vida.

Entonces quiso examinar fríamente la situación para no arrojarse obcecado al desenlace. Contuvo algunos minutos la furiosa carrera y, poniendo su caballo al paso de camino, se puso a cavilar. Se hallaba cruzando la Pampa a media noche, camino de su casa, porque una voz desconocida había pro- ferido contra su mujer la más clara y tremenda acusación. ¿Era esto posible? ¿Aceptaríase de plano que Balbina, absorta en su hija idolatrada y viviendo en estrechísima relación con los Moral, hubiera incurrido bruscamente en la caída irrepa- rable, en la indeleble traición?... No era dudoso que ella se sentía ofendida. ((Admitamos que fue- ra simulada la explosión indignada de la despedí-

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da y que hubiera él perdido el amor de Balbina; sea ; pero no se vuela así a la perdición en busca de represalias...» Tamaña caída no podía ser un acto inicial, sino el término, el último peldaño de un largo descenso. Un ser noble y altivo no se deja arrebatar al abismo por la primera ráfaga de tempestad. A falta de virtud, bastaría el orgullo para no sucumbir en una aventura vulgar... Aho- ra bien : ¿ qué sentimiento sincero y profundo, cria- do en el conflicto de la pasión y del deber, podía haber nacido y triunfado en los pocos días de su ausencia, en esta atmósfera artificial de exteriori- dad elegante y frivola murmuración, sin que Sa- turnino y Ofelia ¡la misma honestidad! para- sen atención en cualquier asiduidad insólita? Esta idea le trajo a la memoria aquellas singulares in- sinuaciones de Moral ; pero ¿ acaso tenían otro al- cance que el buen deseo de conservar la paz en la familia y devolver a Balbina la perdida quietud? A ser verdad la especie infame, el médico no la ignorara, y ni el amigo fraternal se hubiera limita- do a consejos tan vagos ni toleraría el hombre de honor tan íntimo contacto entre su mujer y Balbi- na. Luego todo aquello era imposible, absurdo. Había sido víctima de alguna monstruosa e inex- plicable confusión...

En este momento parecióle la conclusión tan ló- gica y precisa que sintió su pecho súbitamente aliviado y dio un gran suspiro, como recién des- pierto de espantosa pesadilla. Encendió un cigarro y tomó de nuevo el galope, sereno y confortado. El camino orillaba la vía férrea ; el resplandor de

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la luna, casi en el cénit, escarchaba los pastos hú- medos ; espejeaban acá y allá algunos charcos de la lluvia reciente. Se divisaban ya las primeras quintas de Mar del Plata. ¡Qué grata le parecía la muda acogida de la tranquila población ! El sordo rumor del mar comenzaba a espesar el silen- cio. I Oh ! ¡ Cómo iba a envolverse con delicia y para siempre en el tibio ambiente del hogar, acol- chado de indulgencia y cariño ! | Bielí sabría él re- conquistar aquel noble corazón!... De repente, sin saber cómo, volvió a sufrir el mismo choque ner- vioso que horas antes le había derribado; tiró tan rudamente de las riendas que el caballo se enca- britó. Cual en la negra pared bíblica, fulguraba en el campo de su imaginación la palabra fatal que esos malditos pronunciaran. Y de súbito sin- tióse arrebatado por el mismo huracán de antes, vuelto ahora más violento y furioso al acercarse a su origen.

Se alzaba la realidad desapiadada y terrible ; vano sería cualquier subterfugio para obscurecer la evidencia. No acaecen sino en comedias quid pro quo tan inverosímiles. Las circunstancias pre- cisas, los hechos mencionadots, las reticencias de Moral, el nombre de Balbina, único en el grupo social de Mar del Plata ; todo confirmaba la horri- ble presunción. En presencia de datos tan positi- vos disipábanse como humo las consideraciones que poco antes bastaran a persuadirle, a ofuscar- le. ¡Los virtuosos antecedentes! ¿Acaso no retum- ban hace tres mil años en la poesía y la historia las sentencias condenatorias sobre la fragilidad y í>er-

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fidia de la mujer, ((falsa como el ag^a», ((más amarga que la muerte», etc.? ¿No ha cruzado los siglos la prolongada y monótona protesta acusado- ra del ser varonil, eternamente traicionado por esa compañera funesta, de corazón tan inseguro cuan- to indomable en su carnal perversidad?

¿Y qué necesidad tampoco de recurrir a la ex- periencia ajena? Basta la propia a cualquier hom- bre que haya vivido... Y Fabián, en su delirio re- naciente, exhumaba sus recuerdos de juventud: arrojaba al viento ncKturno las cenizas de sus cul- pables amoríos, comprobando en la fúnebre revis- ta la eterna aptitud nativa de la hija de Eva para engañar y mentir, la fatal unidad del tipo primiti- vo, debajo de las variedades externas y los acci- dentes del medio social. ¿No eran altivas y des- deñosas en la apariencia las que se alzaban ahora en su memoria calenturienta : la que a media no- che atravesaba las alcobas dormidas para llegar hasta él, o la que le esperaba en la puerta de un parque, sin sentir el frío o la lluvia, para introdu- cirle como ladrón nocturno?... Y otras más todavía surgían en fantástica ronda, viniendo cada cual a clavarle en el pecho un recuerdo punzante como es- tilete vengador...

En su demencia, el desgraciado llegaba hasta profanar el santuario de su dicha pasada. Aplica- ba en Balbina su inexorable análisis, acriminando sus tiernas confianzas del primer tiempo. Consu- maba él mismo su propio martirio con evocar a la amante esposa en actitudes idénticas a esas otras. I Acaso no conocía ella también los secretos de la

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pasión, y que no es el amor (um deshojar de marga- ritas ni un diálogo de almas palpitantes bajo el trémulo centelleo de las estrellas?...

Era la una de la mañana cuando Fabián llegó a la vista de su casa.

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VI

EL chalet de la familia Linares se levanta, como dijimos, en el extremo de la loma que domina la playa por el Norte. Era una construcción ele- gante y sencilla, sin recargo ostentoso. Fabián quiso tomar como modelo la casita que ocupara en Trouville durante la estación de 1889. Se com- ponía el edificio de dos pisos y subsuelo, forman- do un pabellón central con dos alas salientes; en el piso bajo, el comedor, un gran salón con reci- bimiento contiguo y a uno y otro lado del peristi- lo un gabinete de estudio y un billar; arriba, los dormitorios y dependencias. Hacia el mar, una te- rraza con gradería, que bajaba al jardín, cercado por una pared llena, bastante alta para romper la violencia de la virazón. La puerta exterior una verja de hierro labrado , mirando al Sur, daba sobre el camino de carruaje que atraviesa el arro- yo por un puente rústico y conduce a la playa.

Llegado que hubo a la meseta, Fabián arrojó una mirada hacia la Rambla ; salvo el Casino ilu-

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minado, reinaba completa obscuridad en las casas centrales, así como en las más vecinas de la loma. Algunas nubes invadían el cielo, ocultando por minutos la luna declinante. Después de desensi- llar su caballo detrás de la casa, lo dejó suelto para que se juntara con otros que suelen pacer allí la hierba salada de la cumbre. La silla quedó ti- rada en el suelo. Se acercó lentamente a la cerca del jardín por el lado del barranco; todo dormía en apariencia ; tan sólo el cuarto de Balbina, en el piso superior, estaba alumbrado y sus dos venta- nas sobre el mar semejaban dos ojos abiertos en la fachada sombría. Ningún murmullo insólito se percibía por entre el monótono y sordo ronquido del oleaje ; como de costumbre, la puerta de reja estaba cerrada. ¿ Qué isignificaba, a tales horas, la luz del dormitorio? Balbina no solía conser- var encendida sino una mariposa en el cuarto de Cecilia : a no ser que estuviera recién llegada de la calle, o acaso no hubiera entrado aún... Fa- bián, indeciso, quedó observando, arrimado a un resalto de la ladera, a unos cuantos pasos del ca- mino. A medida que los minutos pasaban, se iba convenciendo más y más de que Balbina estaba dentro. A las dos, las lámparas eléctricas se apa» garon en el Casino : la fiesta concluía, y la misma sala de juego quedó en tinieblas.

Poco a poco, penetraba en su alma atribulada la vasta paz nocturna, volviéndole a la apreciación serena de la realidad. Si tuviera algún fundamen^ to la horrible pesadilla que hace horas le tor- turaba, era llegado el caso de saberlo; no debía

LARUEDALOCA 3II

prolongar por más tiempo este ridículo papel de rondador nocturno de su propia morada ; tocaría la campanilla que despertara al jardinero, y en- traría derechamente. Era lo más probable que en- contraría a Balbina dormida, cerca de Cecilia, y allí acabaría para siempre la insoportable aluci- nación. En cuanto a la explicación de su vuelta a estas horas, |oh, confesaría a Balbina una parte de la verdad! Lo esencial, lo único importante al presente, era concluir con esta agonía que le estru- jaba el corazón, volver a la vida normal, a la con- fianza, a la calma recobrada...

En este momento se acordó de la silla dejada tras de la casa y fué a buscarla para pKDnerla en cobro una vez adentro. Estaba ocupado en reunir las piezas del arreo, cuando oyó sonar distinta- mente la campanilla de la calle, y, a los pocos segundos, siguió el ruido de la puerta que se vol- vía a cerrar. Quedó petrificado, literalmente para- lizado durante algunos instantes ; pero pronto re- accionó y se arrojó hacia la verja. El camino esta- ba vacío : no habían isalido de la casa, sino entra- do en ella. Asomó la cabeza por la reja : no se divisaba bulto alguno en la galería ni en el jar- dín. ¡Alguien, evidentemente, después de salvar la puerta exterior, acababa de penetrar en las habitaciones!...

Nuestro mezquino organismo posee susceptibili- dad muy limitada para las sensaciones extremas, ya sean de gozo o de dolor ; llegado a cierto grado de tensión, la irritabilidad se embota, y por algún tiempo queda tan reducido su poder de reacción

31* PAUL GROUSSAC

que casi equivale a relativa indiferencia. Fabián estaba ya saturado de emociones. Las últimas cuatro o cinco horas de angustias habían agotado momentáneamente su sensibilidad, y su corazón, como una esponja embebida que ya no admite una gota de líquido, no podía sufrir nuevas congo- jas. El choque de la realidad, lejos de anonadar- le, acabó de restituirle su completa sangre fría. Palpó el revólver en su bolsillo, para cerciorarse de que no había caído en la desenfrenada carre- ra, y, lentamente, con su mirada fija en la ven- tana iluminada, retrocedió a su escondite, para re- flexionar y tomar un partido.

Alguien acababa de entrar en su casa a las dos de la mañana, abriendo la puerta de reja; lo que había oído no era la campanilla de llamada, sino una esquila de aviso que el girar de la puerta ponía en vibración. ¿Sería un... extraño (su es- píritu retrocedió ante la palabra precisa) el que así procedía? ¿Tanto había descendido Balbi- na, que desdeñara todo disimulo, no guardando al marido ultrajado un resto de consideración hipó- crita y a misma un vestigio de decoro exterior? Escuchó en su ser interno un grito de protesta I Jamás, jamás! Lo enorme del incidente traía su explicación. Era, sin duda, algún sirviente retar- dado que volvía del pueblo, después de festejar el carnaval. Ello parecía evidente; y lo aparente- mente insólito de un hecho tan vulgar provenía,, no del hecho mismo, sino de estar él, Fabián, acechando a tales horas las idas y venidas de sus criados. ¡Bastaba ya de visiones y pesadillas!

LA RUEDA LOCA JIJ

Todo estaba tranquilo; esa misma luz en la alco- ba de Balbina... De repente, un rugido sordo le saltó del pecho : ¡ allá arriba, sobre la cortina blanca, haciendo pantalla, dos siluetas obscuras se proyectaban, tan netamente, que podía seguir- se el contorno de las cabezas y de los bustos : un hombre y una mujer dialogaban con visible inti- midad!...

Fabián quedó inmóvil, con la boca abierta, los ojos dilatados por el estupor. Al querer precipitar- se hacia la puerta, sintió que le flaqueaban las piernas, y tuvo que sentarse en el talud que cir- cunda el jardín para no caer al suelo. ¿ Cuántos minutos pasó así, presa de un estúpido aniquila- miento, semejante al letargo que sigue a la caída en un precipicio? Poco a poco volvió en sí; antes que el juicio, renació la actividad sensorial : tuvo la percepción del viento helado que le azotaba el rostro, y notó vagamente el aclaramiento del pai- saje por la luna que emergía de una nube. En un movimiento que hizo sintió la estrujadura de un cuerpo duro que magullaba sus carnes : el contacto del arma en su bolsillo le devolvió súbitamente su energía y voluntad. Se puso en pie, con la re- solución ya imperturbable del soldado que marcha al asalto. Se dirigió hacia la verja para emprender el fácil escalamiento. Entonces oyó distintamente una voz que murmuraba a su oído: «Y bien, es asunto arreglado : tu mujer está con un amante, y los vas a matar...» Él mismo había proferido estas palabras inconscientes. Permaneció inmóvil, durante algunas segundos, mirando la ventana

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ahora vacía. Luego se alejó paso a paso, hasta el borde de la barranca a pico. Allí dejó caer su mirada en el mar sombrío que rompía con estruen- do en las rocas verticales, sacudiendo jirones de espumas ; volvió de nuevo hacia la casa, y así continuó largo rato su tétrico paseo de centinela a la vista del enemigo. Tan intenso era su medi- tar, que, por instantes, su pensamiento se coagu- laba en palabras sueltas que el viento arrebataba... ((Sí ; es seguro que los voy a matar : él pri- mero, y ella después...» Y al pronto se le repre- sentó la sangrienta escena. Escalada la reja, se di- rigía al vestíbulo, cuya puerta sin duda quedara abierta ; subía con tiento la escalera, apagados sus pasos por la alfombra... Los sorprendía brusca- mente, como el rayo \ oh, espantoso momento ! , heriría sin piedad, a tres pasos, con el acierto infa- lible de un pulso tranquilo. Y lanzó en el silencio un ahogado grito de rabia y furor. A la luz de un relámpago lo había visto todo: los cómplices bañados en sangre, alzando sus manos desespe- radas al caer en la alfombra... Tan patente era la alucinación, que percibió los gritos de los cri- minales, en la atmósfera tibia y el silencio del aposento ; las detonaciones del revólver que apre- taba en su crispada mano. De repente ; horror supremo, que le hizo cerrar los ojos instintiva- mente ! parecióle escuchar otro grito más terri- ble que el de las víctimas : una adorada voz infan- til aguzada por el terror... Fué tan atroz esta sen- sación de estilete en su oído, que desvaneció al punto el cuadro de su delirio... Extraviado, miró

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LA RUEDA LOCA |I5

a SU alrededor : reinaba el mismo silencio, sorda- mente acompañado por el lamento profundo del Océano ; al pasar su mano por la frente, la sintió húmeda, y de nuevo, tambaleando, como ebrio, fué a caer sentado en una roca del barranco.

Entonces examinó las consecuencias del acto, como si estuviera realizado. Con esa extraña po- tencia evocadora de la agonía mental, percibía netamente, encerrados en un pequeño espacio, lar- gos f>eríodos sucesivos de su existencia ulterior.

Todo había concluido: estaba vengado. ¿Y después? Huía de este lugar maldito, llevando de la mano a su único tesoro ; se desterraba de su propio país ; viajaba por el mundo o se esta- blecía con Cecilia en algún punto de Europa, don- de nadie los conociera y no pudiera reabrirse la iierida medio cicatrizada. ¿ Lograría el tiempo l)orrar en este alma infantil el recuerdo de la ca- tástrofe? Era vano esperarlo: su memoria, te- rriblemente fiel, no olvidaría a la muerta, de quien no le era dable hablar. Se criaría triste, como planta en eterna sombra, abandonada a manos mercenarias, ajena a las únicas y verdaderas ca- ricias, que son las recibidas en el materno rega- zo ; pues las paternas (bien lo presentía él con indecible amargura) nunca lograrían mover com- pleta y recíproca efusión. Con todo, los años cum- plirían su obra de apaciguamiento, y ambos sen- tirían la nostalgia de la patria. Volverían, y Ce- cilia completaría su dolorosa y lenta iniciación en la tragedia lejana, siempre presente : una pala- bra indiscreta, la alusión injuriosa de alguna

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compañera de colegio, un retrato descubierto en alguna casa amiga tal vez, la terrible sensación del aislamiento y la reserva de las familias res- pecto de ella ; otros mil incidentes sucesivos se juntarían para marchitar su vida ; y la víctima más inocente sufriría el castigo más cruel...

Todo eso y mucho más se desenvolvía ante la vista del desgraciado, con el vivido aspecto de la realidad. Sí, aquello era inevitable, fatal. ¿Cómo puede contentarse la necedad de los hombres con- gregados, con esos supuestos desenlaces del tea- tro que muestran al drama concluido con la ven- ganza del marido y el castigo de los culpables? I Ay, la catástrofe violenta no es sino el principio del inmerecido sufrimiento y de la dolorosa ex- piación ! El verdadero drama es el que empieza con la caída del telón. Ahora bien : para que la lógica inflexible de la vida impusiera conclusión tan inicua, ¿ no era fuerza que se ocultara algún vicio monstruoso en los antecedentes? Remontán- dose entonces a las premisas, se puso a examinar si era realmente justa en su caso personal esa sentencia de muerte que el honor le dictara y que la ley humana no se atrevía a discutir. Para ve- nir a sorprender a su esposa infiel había interrum- pido un viaje que le llevaba a los brazos abiertos de una prostituta. ¿Por qué era venial su propio perjurio y sólo el otro mortal ? '¿ En qué principio absoluto estribaba tan capital diferencia? ¿O se- ría que la frecuencia del delito y la indignidad del objeto atenuaban su gravedad? "¿Qué juramentos sagrados había violado la una, que el otro no hu-

LA RUEDA LOCA 317

biese pronunciado el mismo día y con igual so- lemnidad?... Y al llegar a este punto de su examen de conciencia, imparcial y severo, creía oír una voz interna que le repetía el antiguo precepto de la ley divina, pugnando por sustituirse a esa hipó- crita tolerancia de la ley humana, que deja por esta única vez la espada de la justicia convertirse en la misma cuchilla de la venganza...

Entonces escuchaba otra voz exterior la voz farisaica del mundo y de la preocupación social , y ésta decía : «Si dejas sin castigo la falta inexpia- ble, te convertirás en ludibrio y escarnio de la so- ciedad. Tu mujer nada había perdido ante el mun- do con tus deslices ; quedarás envilecido, infa- mado, acaso sospechado de complacencia, si no de complicidad. Y sólo con esa mancha en la fren- te podrás seguir viviendo en una atmósfera de to- lerancia y de velado desprecio general... No puedes substraerte a las leyes comunes : con el silencio, abdicas tu honra varonil ; con el olvido, lo que pide tu cobardía es un pretexto para aceptar la vergüenza en tu hogar...»

Pero aquí la voz interna se alzaba otra vez más imperiosa y vibrante : ((Ni el silencio ni el olvido imposible; mas el mutuo perdón. Ya no seréis felices : habéis matado la confianza y la fe. Pero Cecilia podrá crecer ignorante y pura sin necesidad de explicarse vuestras reservas y tristezas ; y algún día, cuando ella ponga su mano en otra mano ama- da, el sentimiento del deber cumplido será vuestra recompensa y el anuncio de la completa repara- ción...»

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VII

ERÍAN las tres de la mañana; el cielo gris en- <J capotado cubría de tinieblas la tierra y el mar. Fabián dio algunos pasos hacia el borde del abismo que se abría a sus pies. La pleamar rom- pía con violencia contra el acantilado; se inclinó sobre el vacío, y pareció como que se dejara atraer por el vértigo de la sima. Pero tuvo un brusco movimiento hacia atrás ; en seguida su brazo de- recho describió una curva como si arrojara una piedra. Su revólver se hundió en las olas.

Sólo entonces cedió al peso abrumador de esta noche terrible. Una fatiga enorme se apoderó de su cuerpo aterido por el aire glacial. El rendido organismo apenas p>ercibía ahora dolores morales ni angustias : no se acordaba de mirar la ventana funesta. Ya no sobrevivían en él más que las sen- saciones y sufrimientos de los seres primitivos : el frío, el sueño, el malestar físico. Tiritando bajo el nocturno vendaval envidió un segundo a los pescadores cuyas abrigadas casillas se alzan en la

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playa. Y, a diez pasos de su tibio y regalado ho- gar, se refugió en un hueco del barranco, al repa- ro del viento ; y allí cayó como una masa inerte, vencido por esa agonía de cinco horas que le la- braron más que otros tantos años...

¿ Cuánto tiempo duró este letargo reparador, tributo del ser postrado a la tiranía de la carne? Despertó sobresaltado al ruido de su puerta exte- rior, que se abría. Se enderezó y se precipitó ade- lante, nuevamente empujado por un ciego instinto de destrucción. A la vislumbre pálida del alba, divisó dos bultos humanos que se alejaban : un hombre y una mujer. Como corriera tras ellos, se detuvieron, y él oyó una voz conocida que le lla- maba : i Fabián ! Era la pareja Moral, que se reti- raba, en traje de baile debajo de sus abrigos.

No se asombraron al encontrarle allí, demacra- do y lívido ; antes se sorprendieron de que no hu- biese llegado algunas horas antes, en algún tren expreso. Poco después de las nueve explicó Sa- turnino— , momentos antes de salir para el Casi- no, Cecilia había sufrido un ataque fulminante de «laringitis estridulosa» : opresión, fiebre, ronquera y disnea angustiosa... Aunque yo no veía conti- nuaba Moral síntomas de crup, confieso que al pronto estuve un poco inquieto. Te telegrafié a to- das las estaciones del trayecto desde Piran a Mai- pú. No dudaba que hallarías medio de volver esta misma noche.

¿Y ahora? preguntó ansiosamente Fabián.

Completamente sana ; se ha dormido como un angelito, después de tomar el revulsivo que tuve

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que ir yo mismo a prepararle, a la una... Estos accidentes son puro aparato, no dejan rastro al- guno, y mañana la niñita jugará como si tal cosa... Pero ¡cómo te habrás afligido I ¿Verdad?

murmuró Fabián ; he sufrido mucho. Y después de un segundo de silencio, como si algo reservara que quería preguntar a Moral, se sepa- raba ya de sus amigos, cuando Ofelia le detuvo:

¿ No sabrá usted el notición de la noche ? Pues reventó aquello : j Pepe Morcillo desapareció del baile con Malvina I...

¡Balbina...! tartamudeó Fabián sin enten- der...

¡Malvina, la famosa baronesa!...

Fabián no escuchó más ; se golpeó la frente con una sorda exclamación y corrió hacia su casa.

El criado, que había reconocido las voces, le es- peraba en el umbral de la puerta abierta. Fabián subió con precaución para no despertar a Ceci- lia ; la encontró durmiendo en su camita, algo pálida todavía, pero con la respiración tranquila y rítmica de la salud. En la alcoba inmediata, cuya puerta quedara abierta, Balbina estaba adorme- cida en un sillón : su hermosa cabeza se reclinaba hacia atrás ; una larga trenza suelta caía sobre el brazo apoyado ; y él contempló un minuto ese ros- tro encantador y puro, esa tersa frente que nunca abrigara un mal pensamiento, esa boca infantil que no se abrió jamás para el engaño y la trai- ción. Entonces se desplomó a sus pies y hundió la cabeza entre sus rodillas. Balbina tuvo un lige- ro sobresalto y abrió los ojos. Sin interrogar al

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desventurado, que sollozaba perdidamente al opri- mir el cuerpo amado, ella tuvo al punto el presen- timiento vago de la verdad ; le puso en la frente pecadora y arrepentida la mano suave, llena de caricia y perdón, murmurando: «¡Pobre Fabián!» Y fué la hora más patética y dlilce de su vida : de más intensa delicia aun para Fabián que aque^ lia misma del misterio nupcial que resplandece eternamente en el pasado ; porque él ahora sabía de veras el alto precio del paraíso reconquistado, y era del fondo del abismo desde donde se remonta- ba a la divina luz.

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LA HERENCIA

AQUELLA mañana (mayo de 189...) el célebre doctor Broda, profesor ordinario de Patología mental en la Universidad de Praga, según reza el programa semestral Psychiatriam bis p, h. h. IX docebit , alcanzó un verdadero triunfo académico ante los numerosos estudiantes que rodeaban su cátedra.

No por esto se imaginen mis lectores latinos que se tratara de arranques oratorios a lo Castelar ni de variaciones retóricas parecidas a la filosofía para damas de nuestro Caro, en la Sorbona, ense- ñanza espumante que en una hora llena la copa cerebral de cada oyente y se disipa en tres minutos sin dejar en el fondo una gota de substancioso lí- quido. El doctor Broda era muy amante y respe- tuoso de la ciencia para sacrificarla en aras de la fraseología elocuente y teatral. También es proba- ble que, aunque quisiera, no habría sabido cor- tejar a las Gracias. Realmente, su aspecto no reve- laba a un parroquiano de Corinto. Era un viejecito seco y nervioso, cuyo cuerpo retorcido como cepa

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de vid flotaba en una inmensa levita negra. El rostro arrugado y lampiño, de larga nariz inquisi- dora, parecía que hubiera reconcentrado todo su capital piloso en las cejas enormes, donde se en- redaban los anteojos inamovibles formando doble claraboya a la frente baja, en que se erizaba el cor- to cabello gris. Y de esa cara acorchada, de esa mi- rada aguda que brillaba tras el cristal, de esas ma- nos nudosas y ágiles, de todo ese magro conjunto, que recordaba a un lobo de los Cárpatos, se des- prendía— uniéndose al timbre armonioso de la voz una impresión de nobleza intelectual y de profunda simpatía humana.

Habíale tocado esa mañana concluir su estudio de la locura hereditaria con un cuadro conmovedor de las impulsiones casi gemelas al suicidio y al ho- micidio. Según su método habitual, el sabio maes- tro había dado lectura de cuantos documentos y extractos de publicaciones trajera de su casa en la voluminosa cartera que toda la población de Praga conocía de años atrás. Luego se puso a enumerar delante del auditorio estudiantil, que taquigrafiaba sus palabras, las observaciones comentadas, pro- pias y ajenas, fruto las unas de su clínica antigua o nueva, resumen las otras de su innumerable co- rrespondencia con el universo científico.

No tengo que analizar aquí esa doctrina psico- patológica, que ha sido desarrollada por su autor en Memorias compactas, presentadas a todas las Academias europeas y escritas en otras tantas len- guas vivas o muertas, que el ilustre profesor bohe- mio desollaba con imparcial intrepidez. Básteme

LA HERENCIA 3*7

decir que su conclusión teórica respecto de aque- llas terribles diátesis hereditarias había dejado en- trever la perspectiva consolante de una posible curación. Sin negar la tremenda influencia nativa, sin desconocer que las anomalías cerebrales son en muchísimos casos la lúgubre herencia de los antepasados, él había levantado, enfrente de esa fuerza ciega de la fatalidad, el arma defensiva de la ((autodinamia», resultante de la educación, de las costumbres y del tratamiento científico. En una pa- labra, había enseñado al hombre relativamente li- bre y capaz, con la propia energía, de reaccionar contra la pendiente atávica, labrándose con el tiempo su propio destino.

En aquellos o parecidos términos había el doc- tor Broda resumido su teoría ; y su conclusión, marcadamente espiritualista, fué saludada con sen- dos aplausos y salvas de pataleos, según el hábito tudesco y eslavo. Después de inclinarse, con la sincera modestia del verdadero saber, el Herr Pro- fessor abrió y desplegó sobre la mesa un diario, que esparció en el ambiente un violento olor de fumigación, y se puso a leer lo siguiente, que, verbum pro verbo, traducimos del original :

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HA llegado la hora, memorable para nuestra ciencia, si bien aciaga para el actor princi- pal, de comunicaros uno de los casos más curiosos y decisivos que registran los anales neuropáticos. Acaba de morir, lejos de la patria austriaca, el último representante de una gran familia magiar, no menos célebre por su gloria pasada que por la índole singular y el trágico fin de sus individuos principales.

Entre mis oyentes no habrá quien no conozca algún hecho dramático referente a la familia pa- tricia de Lisznyai. Gracias a mis relaciones cien- tíficas, he podido apuntar en mis registros de Tes- timonia las observaciones relativas a cinco miem- bros de dicha familia, todos descendientes direc- tos de aquel famoso conde Miklos Lisznyai, que hizo heroicamente la campaña de Francia contra Napoleón y se suicidó más tarde en Budapest ha- ciendo brincar su caballo por sobre el parapeto del Danubio. De los dos hijos que dejó, el menor con-

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cluyó también por el suicidio. En cuanto al mayor, después de una existencia harto agitada, se cas(í con una mujer adorable y adorada, a quien mat(í involuntariamente, según se dijo, en una partids de caza. Desesperado, no quiso sobrevivir a su desgracia y se ahorcó en un roble de su parque. No tengo que recordaros el drama íntimo que tuve a la vez por actor y víctima al conde Mor, padre del magnate actual, y por teatro el castillo seño- rial de la familia. Todos los diarios reprodujeron hace veinte años los pormenores más o menos auténticos del lúgubre suceso. La condesa Dors estaba durmiendo en su cuarto matrimonial ; se dice que despertó sobresaltada al ruido de una detonación y halló el cadáver de su marido al pie de la propia cama. Cuando acudieron los criador encontraron a la condesa presa de una risa incoer- cible : había perdido la razón, y nadie supo de cierto qué preámbulo había tenido tan espantóse desenlace.

El único heredero del nombre y de la fortune era un niño de diez años, el conde Károli, que fué mandado a Inglaterra para educarse allá, fue- ra de su país, lejos de toda influencia y memoric que pudiera recordarle la tradición funesta de si raza. Yo ejercía entonces la medicina en Buda- pest ; fui consultado por los tutores y aconsejé que se realizaran al punto todos los bienes territoria- les de la familia y se solicitase del emperador le transferencia de un apellido noble extinguido parí el heredero incx:ente de tantos «Atridas». •nSupe que todo ello se había cumplido ; el titule ss

LaHerbnciA i^l

bohemio de conde Tsanadi fué atribuido con ca- rácter perpetuo al joven Károli, quien continuó sus estudios en el colegio de Harrow, gastando el fausto y adquiriendo los gustos de un noble huér- fano inglés. Algunos años más tarde volví a ser consultado respecto de la carrera más adecuada para Károli. Dijéronme que era entonces un mu- chacho robusto y alegre, apasionado de juegos y sports atléticos, como toda la juventud aristocráti- ca de aquel país. Me decidí por la Marina la ma- rina inglesa, naturalmente : parecíame excelente, indispensable, todo lo que pudiera alejarle de la atmósfera originaria y contribuir a transformar su idiosincrasia.

Ya me había dedicado entonces casi por com- pleto a nuestros caros estudios psiquiátricos, que encierran, a mi ver, la filosofía y la sociología del porvenir. Era para indudable que ese pobre muchacho estaba colocado bajo la influencia pode- rosa, aunque no invencible, de una herencia mór- bida acumulada en tres o cuatro generaciones. Te- nía yo la convicción íntima de que las supuestas extravagancias o desgracias de sus padres no eran sino accesos fulminantes de locura impulsiva, sui- cida u homicida. Era, pues, necesario a todo tran- ce defender a este predestinado : fortificar y com- pletar la obra comenzada, dándole una patria nue- va, otro nombre, otros hábitos, otra alma, en fin, para que doblara ese cabo funesto de los treinta años, en que casi todos sus ascendientes habían sucumbido. Pasaron algunos años ; supe que él navegaba en

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mares lejanos; me le pintaban como un valiente alférez de la Marina inglesa. Se había distinguido en la India y en Egiprto ; estaba hecho ya todo un fiel subdito de Her Graciows Majesty. Aunque en plena posesión^ de SjU enorme fortuna patrimo- nial, nunca había manifestado el deseo de volver a su tierra nativa, cuyo recuerdo parecía comple- tamente borrado de su memoria. Yo tenía su nom- bre apuntado en mi registro de observaciones, a continuación del de sus ascendientes. Cada año que pasaba era un argumento más en favor de mi doctrina científica; pero confieso que no veía lle- gar sin aprensión la fecha climatérica en que ha- bría de librarse en el organismo la gran batalla decisiva.

Hace tres años casi exactamente, en este mismo mes de mayo, hallábame en mi cuarto de estudio, cuando mi fiel y excelente Gertrudis disimulad esta alusión doméstica ^me entregó la tarjeta de un desconocido que «quería hablarme a solas». Tuve un estremecimiento al leer este ^uQinbre : Conde Károli Tsanadi. r ^.r .

Ya serenado, me levanté, coloqué un sillón en- frente de la ventana, muy cerca del mío, y mandé que hicieran entrar al «desconocido». Con cierta desenvoltura cordial presentóse un joven alto y ro- busto, muy rubio, de semblante alegre y simpáti- co ; me disgustó desde luego encontrar en su rosr tro la belleza proverbial y característica de su ism milia paterna. Con extrañeza escuché sus prime- ras palabras. Hablaba el magyar con cierta lenti- tud, pero con el más genuino acento danubiano.

LA HBRBNCIA 3S3

Me sentí algo contrariado, y le contesté en fran- cés, pretextando mi escasa práctica de la lengua húngara. En tanto que se cruzaban los primeros cumplimientos, le seguía observando sin afectación ; no notaba ningún movimiento brusco en su perso- na, ninguna contracción nerviosa en su cara risue- ña ; parecía perfectamente equilibrado y dueño de sí.

El único rasgo particular que detuvo mi aten- ción fué la desigualdad de las orejas; la derecha era pequeña y perfecta de forma, pero casi sin ló- bulo y muy adherida ; la izquierda, más ancha y apartada del cráneo, presentaba la punta simiesca muy visible. También noté con cierta sorpresa que mi ((oficial inglés» llevaba en el ojal de su levita negra la cinta roja y verde de la cruz austríaca de San Esteban.

Refirióme algo de su vida pasada, de sus viajes y expediciones por el Asia y el África. Acababa de dejar el servicio para establecerse en su patria, en sus dominios señoriales, que quería recuperar...

I Oh ! No todos rectificó prestamente al notar mi expresión asombrada ; tan sólo la tierra y el castillo de Tsanadi.

Di un suspiro de alivio al ver que ignoraba su verdadero apellido. Por lo demás, no era su inten- ción sepultarse para siempre en la existencia apa- cible del genüeman jarmer ; pensaba solicitar un puesto en la diplomacia ; pero antes de tomar una resolución definitiva había venido a visitarme por consejo de su antiguo tutor.

Seguramente prosiguió el joven soy mayor de edad y dueño absoluto de mis acciones'; pero,

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no teniendo pariente alguno a quien arrimarme, confieso, señor doctor, que he consagrado a este honrado tutor mío todos los sentimientos de un hijo adoptivo... Él me ha dirigido a usted... ¡A fe que no estoy enfermo ! Sin embargo, me dicen que usted me ha salvado de una enfermedad nerviosa en mis primeros años y que debo seguir sus con- sejos. Yo he venido sobre todo agregó con un sa- ludo amable para expresarle mi agradecimiento...

Estas últimas palabras de Károli fueron para un rayo de luz. Desde su entrada estaba yo dis- curriendo el mejor medio de arrojarle de esta tie- rra, para él funesta, donde las misteriosas influen- cias hereditarias, unidas quizá a ciertas revelacio- nes indiscretas, tenían que envolverle de nuevo en su red malsana. Era tiempo aún ; podíamos arran- carle del círculo de atracción inconsciente que le había llamado con su mórbido magnetismo... Me acerqué a él y afecté examinarle minuciosamente, auscultando su corazón y pulmones como si no conociera yo de memoria ese organismo de dege- nerado superior. Concluido el examen, volví a sen- tarme delante de él y le hablé así :

No hay nada que merezca cuidado. Pero le aconsejo a usted que vuelva a navegar un par de años. Estoy seguro de que su robustez actual es debida a su vida de marino, al aire tónico del mar...

Así continué largo rato, procurando llevar la convicción a su espíritu. Parecióme que se iba per- suadiendo poco a poco, como que mis consejos se ajustaban del todo a los de su anciano tutor. Se

LA HERENCIA 335

había levantado ya, en actitud de despedirse, cuan- do-volvió a sentarse, como después de tomar una solemne resolución.

«Señor doctor y al hablar mirábame con acen- to suplicante , le ruego a usted que me diga la verdad como a un hombre dispuesto a oírla, por dolorosa que ella sea. Hace un año quise casarme con una joven de mi clase ; todo estaba arreglado con ella y con los padres, cuando sentí instintiva- mente que se alzaba contra mi matrimonio un obs- táculo oculto, pero invencible...

tTíiai noche, por fin, quise arrancar la verdad a mi prometida; estábamos solos en su salón. Ella callaba, en tanto que corrían las lágrimas por sus mejillas; entonces, en un rapto de pasión frenéti- ca, la tomé de la mano con súplica... ¡Oh! ¡Bien sabe Dios que mi violencia aparente era prueba de ternura ! Ella dio un grito tan desgarrador, desasiéndose de con terror tan inexplicable, que quedé petrificado, como si la tierra hubiera abierto un abismo a mis pies... No volví a verla... Pues bien, señor ; si es cierto que usted conoce la historia de mi pasado y de mis ascendientes, dí- game : ¿ por qué esa familia despreció mi nombre ilustre? ¿Por qué esa mujer, que me amaba, re- chazó mi amor? ¿Qué misterio hay en mi des- tino?»

Entonces comprendí que era necesario cauteri- zar sin piedad esa llaga profunda. Ante aquel do- lor varonil hablé varonilmente. No revelé toda la verdad en su horrible desnudez; no pronuncié la palabra que arranca al hombre su alma misma y

SS^ PAUL GROUSSAC

le quita el derecho de vivir entre sus semejantes... Pero le confesé sin efugios que una coinciden- cia misteriosa, un brusco ataque de epilepsia lar- vada, había fulminado a varios de sus anteceso- res; que, sin duda, ésta era la causa del terror que había inspirado a su futura familia... Y con- cluí con estas palabras, alargando hacia él mi mano derecha:

Le juro a usted que si escucha mis consejos, si se aleja por dos años más, acometiendo nueva- mente la vida azarosa y variada del viajero, habrá usted salvado la época crítica de su vida. Le doy a usted mi palabra de honor que de allá volverá sano y salvo. Déme usted la suya de que no pa- sará una semana más en esta ciudad.

Me estrechó la mano con energía y leí en su mi- rada la firme resolución de cumplir el juramento.

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II

EN efecto, el conde Károli cumplió valiente- mente la palabra empeñada. Habían transcurrido más de dos años. Cada tres o cuatro meses solía recibir una carta suya, datada de algún paraje lejano: unas veces, del Tonkín, donde peleó con los franceses contra los «pabellones negros» ; otras, de Australia, de la costa del Pacífico, de Venezuela. La última reci- bida, hace cinco o seis meses, venía de los Esta- dos Unidos ; me anunciaba su proyecto de ir al Brasil, como segundo secretario de la Legación austríaca, agregando estas palabras algo singula- res y cuyo sentido al pronto se me escapó : «No piense usted que desisto de lo que le prometí. Pero he notado que circulan en esta América muchos caballeros de industria, exhibiendo algunos títu- los de nobleza desconocidos en el libro heráldico, y para evitar confusiones y desagrados he pedido un puesto ad honorem que me permita circular así

338 PAUL GROUSSAC

bajo la garantía oficial del representante austro- húngaro...»

Gracias a los datos suplementarios que me su- ministrara el tutor, no me costó vislumbrar la ra- zón de la repentina susceptibilidad nobiliaria de mi joven amigo : esta causa no era otra que la hija del ministro brasileño en Washington, quien es- taba en vísperas de volver a su país para tomar un asiento en el Senado de la nación. La noticia me llenó de júbilo, pues, además de ver así reali- zado mi deseo de una larga ausencia del conde, yo consideraba como un factor de primordial impor- tancia, en mi lucha empeñada contra el mal here- ditario, el hecho de un casamiento con una mujer de raza diferente.

Por otra parte, parecíame que había pasado ya la hora más crítica. No sólo Károli me describía alegremente su estado satisfactorio, sino que de cada renglón suyo se desprendía la salud moral, la esperanza cantante y gozosa, la embriaguez de la vida. Supe hace quince días, por la vía diplomá- tica, su embarco a bordo del Potomac, paquete de la carrera entre Nueva York y Río de Janeiro. Esperaba recibir por momentos el anuncio de su feliz llegada a aquella ciudad ; extrañaba que hu- biese tardado más que de costumbre en darme cuenta de su situación, pues nuestra relación, a pe- sar de la diferencia de clase y edad, se había es- tretíhado hasta ser una amistad confiada y cordial. Creía que muy en breve me hablaría de esa en- cantadora hija de los trópicos, de esa niña brasi- leña, a quien amaba, Eilí, como le decía en re-

LA HBRBNCIA 339

cuerdo de la heroína de nuestro poeta nacional, Petcefy...

He aquí (os la traduzco del portugués) la noti- cia que acabo de encontrar en este diario de Río, el Jornal do Commercio, bajo la fecha del 25 de abril :

«HUM HÉROE ! !

» Después de la siniestra noticia que publicamos ayer lamentando la desgracia que ha enlutado el hogar del señor conselheiro Baráo de Maranháo, tenemos el consuelo de consignar un rasgo de su- blime abnegación que honra a la humanidad en- tera y rodea al nombre de su autor con una aureo- la de gloria inmarcesible.

))Saben nuestros lectores que Adela, la hija úni- ca del noble consejero, hallábase sobre la toldilla del vapor en la noche del 23, contemplando las pri- meras luces de la tierra natal, en compañía de su señora madre y del señor conde Károli S., recien- temente designado para el puesto importante de segundo secretario de la Legación austríaca en este país. Parece que durante una corta ausencia de la señora un pasajero vio a la desgraciada Adela de pie en el banquillo de estribor y saludando los fa- ros de la bahía ; a su lado estaba el joven conde, quien, al parecer, la sostenía de la mano y demos- traba su deseo de que no se inclinase fuera de la barandilla. Eran las once de Ta noche; no queda- ba ya pasajero alguno en la toldilla ; la luna llena alumbraba el mar tranquilo... ¿^ué sucedió en- tonces? ¿Perdió el equilibrio la pobre Adela en

54© PAUL GROUSSAC

SUS ademanes de entusiasmo al divisar la patria querida?... ¿Sufrió en ese instante un vértigo re- pentino que la impelió hacia el abismo? Deus o sabe!... Ningún 'testigo ha quedado para esclare- cer el horrible misterio... De repente se oyó un grito desgarrador en el silencio de la noche : ¡ Hombre al agua ! Un oficial vio una sombra que arrojaba al mar una boya de salvamento y se pre- cipitaba tras ella... A pesar de no caminar el va- por sino a media velocidad, no pudo detenerse y largar embarcaciones sino después de una media hora. ¡ Cuando se volvió al punto mismo de la ca- tástrofe el líquido sepulcro cubría, sin una arruga reveladora, los cadáveres de los desposados en la vida y unidos en la muerte!

^if#Al día siguiente los buzos de la bahía encontra- ron los dos cadáveres enlazados en un supremo abrazo. ¿ Había sido el joven víctima de su abne- gación o será que no quiso sobrevivir a la que amaba ?

))| Sublime y heroico sacrificio ! La desconsolada familia del barón de Maranháo tiene en su pro- funda amargura el consuelo de saber que la bella niña ha sido amada cual merecía. Ha comprendi- do toda la grandeza del sentimiento que lanzó a la muerte al noble extranjero que no ha conocido nuestras playas sino en su última mirada. Ha or- denado que los novios fúnebres sean sepultados juntos en el sepulcro de la familia. ¡Consuelo al hogar enlutado! j Honor eterno al héroe!...»

Después de concluir esta lectura con alterada voz el profesor bajó la cabeza y guardó silencio

LAHBRENCIA M

por algunos segundos. Al fin, dirigiéndose al au- ditorio, agregó estas palabras sencillas, sin levan- tar los ojos :

«Sí; para todo esto es muy triste; quería yo a este noble joven ; y, a pesar de estar acos- tumbrado a la muerte, siento conmovido mi viejo corazón... Pero alcemos nuestro pensamiento muy arriba del accidente personal ; contemplemos la ciencia eterna y fecunda. Y bien, señores : la cien- cia ha ganado una victoria decisiva. El conde Ká- roli había destruido el funesto legado de sus as- cendientes. Había salvado hace más de un año el término fatal de la ley hereditaria. La prueba más evidente de su rehabilitación orgánica, la encuentro en el rasgo sublime de su última hora. El mons- truoso egoísmo, que es el síntoma infalible de toda demencia emotiva, ha sido reemplazado por la ab- negación en grado heroico. El alma había venci- do al cuerpo. ¡ La herencia mórbida no es la ley ineluctable!»

El profesor Broda levantó la cabeza y, sin escu- char los aplausos que saludaban su peroración, sa- lió inmediatamente de la vieja Universidad Caro- lina, con sus cuadernos y diarios debajo de su bra- zo izquierdo; por primera vez se olvidó de devol- ver su saludo al bedel parado en el vestíbulo. Al atravesar el Karlsbrücke, el gran puente del UI- tawa que separa a la moderna Praga de la antigua, se detuvo un momento y, apoyado en el parapeto, contempló las blancas colinas de la Bila-Hora, el pintoresco panorama de la ciudad de «las mil to- rres» con su dominante palacio de Hradschin. El

S42 PAUL GROUSSAC

Moldau, ensanchado como un lago, rodeaba blan- damente las islas de esmeralda ; la primavera can- taba en la tierra verdeciente y en el cielo azul... Entonces murmuró : ¡ Pobre Károli ! Y siguió ca- mino hasta su casa, situada en la ribera izquierda.

Al entrar en su cuarto-biblioteca del segundo piso, cuyo ambiente se mantenía exactamente a 15 grados Celsixis, merced a la encendida estufa, recorrió con una mirada rápida todo el interior, mi- nuciosamente arreglado por su cocinera Gertrudis. El ancho escritorio de nogal, con su tintero hacia el ángulo derecho de la carpeta ; los muebles seve- ros, las mesas y sillas, todo relumbraba al sol que penetraba por las dos ventanas abiertas sobre el plácido río.

Estaban puestos en metódico montón los perió- dicos }' revistas de las cinco partes del mundo ; so- bre la carpeta obscura, cuatro o cinco cartas cerra- das atraían la vista. El sabio dejó su sobretodo y su sombrero sobre la única silla que quedara libre de libros o cartapacios, se introdujo en la bata que halló doblada sobre el respaldo y, después de en- casquetarse el gorro doctoral, que halló en la me- sita de la izquierda, debajo de un retrato de Juan Huss, se sepultó con fruición en un sillón de cuero.

Abrió y recorrió rápidamente las cartas que es- taban en su escritorio, reservando para lo último una de sobre mayor y bastante voluminosa. Tomó- la entonces con su calma habitual ; pero tuvo un gran estremecimiento al reconocer la letra del so- brescrito. Desdoblado el pliego, el profesor leyó

LA HERENCIA ^45

lo siguiente en el papel que temblaba en sus ma- nos de septuagenario :

«Bahía, 20 de abril de 189...

Mi querido doctor : Desde que me embarqué es- peraba con ansiedad nuestra llegada a Bahía para escribirle. No preveía, por cierto, que habría de hacerlo en la forma que va usted a conocer. Sólo a usted puedo abrir mi alma sin temor de que re- troceda horrorizado. La ciencia es misericordiosa, porque es «clarividente».

Por nuestro viejo amigo de Budapest sabrá us- ted qué fundadas esperanzas de felicidad me guia- ban en este último viaje. Cerca de mí, durante to- das las horas de cada día, contemplaba embelesa- do a la que me conducía a su patria como al puer- to seguro de mi salvación. Nos amábamos. ¿ Por- qué surge irresistiblemente bajo mi pluma esta forma extraña, que aleja ya nuestro amor a un pa- sado irrevocable? Edificábamos en paz divina el aéreo castillo del porvenir, sin divisar una nube en el cielo ni una sombra en torno nuestro. Nin- guno de los dos pensaba siquiera en cuál de nues- tras tierras natales levantaríamos nuestro hogar ; cada uno decía al otro: «Mi patria eres tú...» I Cuántas veces, sobre cubierta, le pedí que soltara al viento tibio del trópico una melancólica ende- cha de su país, que yo repetía con emoción, como si me trajera un eco de mis selvas magyares :

Minha térra tetft pálmeiras Onde canta o sabia 1...

344 PAUL GROUSSAC

Así pasaron los días más bellos de mi vida. El sueño ha sido tan delicioso cuanto fugaz. Escuche usted ahora qué despertar tuve anteanoche. Ha- bíamos subido a la toldilla, lejos del tumulto, Ade- la, su madre y yo. El medio disco de la luna pasa- ba por lo alto del ciclo derramando su líquida plata en las olas tranquilas ; mientras la madre dormitaba reclinada en un sillón, nosotros, incli- nados en la baranda de popa, seguíamos con pla- cer indecible, como maravillados niños, los mil festones fosforescentes que dejaba la estela del buque. Nos hallábamos tan felices con sólo mirar este fantástico espectáculo, sintiendo nuestras ma- nos unidas en la sombra, que apenas turbábamos con sílabas cuchicheadas el divino silencio... ¿Pa- ra qué hablar de la dicha, cuando la bebíamos en nuestras miradas, la aspirábamos en el puro am- biente que bajaba del estrellado nocturno? Poco a poco, sin saber cómo, inconscientemente, nues- tras cabezas se acercaron y mis labios por vez pri- mera encontraron los suyos...

Experimenté una conmoción eléctrica que me llenó de angustia y terror. No era la brusca in- vasión de la felicidad suprema, sino algo repenti- no y tremendo, como el vértigo de un abismo súbitamente abierto a mis pies. Un largo estre- mecimiento sacudió mi cuerpo todo, sentí una oleada de fuego que me subía al cerebro, con una horrible contracción de la garganta, ¡y se apoderó de mí, instantáneamente, el deseo monstruoso, in- fernal, invencible, de tomar en mis brazos a esta virgen adorada y arrojarla al mar!... No qué

LA HERENCIA 34$

ademán esbocé, qué mirada siniestra se escapó de mi órbita, qué sacrilega palabra murmuré en mi delirio, pues ella se escapó de mis brazos sin poder reprimir un grito de terror... La madre estaba ya oerca de nosotros ; no recuerdo qué pretexto discurrió Adela y nos separamos, des- pués de acompañarlas yo hasta «la escalera del salón.

Quedé solo en la toldilla y entonces me apareció en todo su horror la espantosa realidad. A la luz de ese relámpago todo lo vi, todo lo comprendí. Era éste el estigma hereditario de mi desconocida familia... ¡Oh!, ¡esa noche de agonía, pasada toda entera en mi paseo de sonámbulo sobre la desierta toldilla!... ¡Cómo envidiaba a los mise- rables marineros, a los pobres inmigrantes que podían dormir!... Porque no me hago ilusión res- pecto de mi estado. No ha sido una alucinación, un delirio pasajero que acaso no se repetirá... Tengo mi plena conciencia. Mido la profundidad de mi desgracia ; siento que en otra noche de luna, en que tenga cerca de a la mujer amada, irresistiblemente sucumbiré... Estoy condenado a matarla. Fulgura a mi vista la visión de ese mo- mento de dicha satánica en que tomaré en mis brazos aquel cuerpo fresco y flexible y lo mira- ré caer como una flor arrojada al abismo. No pue- do continuar... ¡Estoy perdido!... Mañana llega- mos a Bahía... Buscaré en mi alma la fuerza nece- saria para quedarme en tierra o pedir al capitán que me amarre y me enjaule como una fiera... Si no recibe usted carta de Río ni oye referir una es-

23

$4^ PAUL GROUSSAC

pantosa catástrofe, es que habré sabido morir. I Adiós I

m-r. ¿u^üivl ¿i- KÁROLi.»

El doctor Broda volvió a doblar la carta y per- maneció inmóvil algunos minutos, como abismado en sus reflexiones : estaba muy pálido, y sus dedos secos tabaleaban febrilmente en la tabla de su es- critorio. De pronto se levantó, fué a su ancho arma- rio, sacó de él un gran registro de cantoneras me- tálicas y lo abrió en una página encabezada con el apellido de Lisznyai. Leyó una docena de renglo- nes, recientemente escritos debajo de este nombre, y entonces, tomando la pluma tachó la página con dos enormes rayas cruzadas ; luego, con la trémula mano y la ira terrible del soldado que fir- ma una capitulación, escribió en letras gordas :

I La herencia es la ley !

Chicago, octubre de 1393.

t<jr> üfífíiq ÍÍIf

Zlíi

H ...r.

LA MONJA

A MI HIJA Taita

PERSONAJES

El conde Pedro de Laroche, capitán de navio, cincuenta años.

Gastón de Laroche (Alain Juhel), treinta y cin- co años.

Clara Bresson, cuñada del conde, veintisiete años.

Germán, criado, sesenta años.

Tony, marinero, asistente del comandante, cuaren- ta años.

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im ,BÍliüpi«um ira £¿í>¡12b1 ao oa¿Bisv sG s

La escena en el castillo de Saint-André, señorío de Laroche, entre Tours y Chinón. Mañana de otoño.

ÉPOCA PRESENTE (1885)

SALA de campo estilo Luis XVI. En el foro, ancha vidriera de cristal («glace sans tain») sobre el vestíbulo abierto, que do- mina el parque. Ángulos cortados: en el de la izquierda, una pequeña puerta con mampara; en primer término, otra puerta que comunica con el interior. A la derecha, segundo término, una pe- queña biblioteca giratoria con cuadernos de música; en primer término, un piano con su taburete. Mesa central tallada con ador- nos de cobre y porcelana ; encima, libros, revistas, álbumes y re- cado de escribir; a un lado, un sofá con respaldo hacia la izquier- da. Una mesita volante. Entre las dos puertas de la izquierda, una vidriera con medallas, vasos, cacharros. Consolas, veladores, bron- ces, jardineras, etc. En el ángulo cortado de la derecha, un retrato en pie de Laroche con uniforme de capitán de navio. Encima del piano, una ancha capota de batista y una sombrilla japonesa. Un canastillo sobre un velador.

ESCENA PRIMERA

CLARA j LAROCHE ; después, GERMÁN

CLARA canta a media voz, acompañándose en el piano, el final del preludio de Bach (Ave María de Gounod). Vesti- do corto de foulard, conjunto de elegante sencillez. LARO- CHE entra por la izquierda y se detiene, siguiendo con la cabeza y los ademanes el ritmo del canto ; viste a lo caballero campesino, ip PÁni

LAROCHE, aplaudiendo.

I Bravo, magnífico ! No me canso de escuchar tus romanzas : ¡ cantas como Van Zandt I

350 PAUL GROUSSAC

CLARA, levantándose.

I Pobre Van Zandt I ¡ Buenos días, comandante I ¿ De veras no os fastidia mi musiquilla, mi «ro- manza», como decís? Temía que os perturbara este continuo tecleo desde el amanecer... (Le da la mano.) Es un preludio de Badh azucarado por Gounod... «^ Bft&Dic

LAROCHE, que trae un diario en la mano.

Preludio o romanza, para mí... ¡hazte cargo t Y esas palabras italianas o... ¡qué yol, ¿son del susodicho Bach?

CLARA, sonriendo,

¡Famoso anticuario! No son del susodicho... ni tampoco italianas, sino... rusas... Así empiezan: Ave Maria, gratia plena...

Y te las traduciré al vuelo para que no te burles de mi saber: ¡Salve, Clarita, llena de gr acial.. ¿ Quieres que siga ?

CLARA

Inútil. Si así traducís vuestras inscripciones ga- lo-romanas, está de parabienes la Academia. Era simplemente para advertiros que en la iglesia de Saint-André no cantamos romanzas todavía. No faltaría más que se os escapara en público la he- rejía... .nV)!

LAROCHE

¡Una herejía de cuatro tiempos y en tono ma-

L A M o N J A 351

f yor, quizá... caramba! Haces bien en prevenirme. ¿ Conque cantas en él coro ahora ?

CLARA

¡ Tanto se empeñó el cura ! Sabréis que pasado mañana es nuestra fiesta patronal... Él pretende que mi gorjeo realzará la solemnidad... Yo me negaba, naturalmente ; pero como no me dejara a sol ni a sombra, aparenté ceder, confieso que con buena fe... púnica. Constábame que al obispo le saben mal estas exhibiciones... Pues bien; ¿cree- réis que ayer tarde se me presenta una autoriza- ción del diocesano : «en vista de la circunstancia especial», etc.?

LAROCHE

¡Vaya una novedad! (Deja el diario.) Ya me figuro que era capaz de negarte algo el obispo... tienes hechizado a todo el departamento. Nadie se te resiste : obispo, prefecto, autoridades civiles, militares, marítimas..., ¡éstas sobre todo! ¿De suerte que tocarás el órgano el domingo? ¡Enton- ces sí que no faltaré a misa ! (Corrigiéndose ante un movimiento de Clara.) ...Quiero decir c[ue, además del gusto..., de la obligación. Aunque más no fuera. (Estallando.) ¡Vamos, monjita, con mil troneras, no me hagas chapotear ! ¿ No te basta remolcarme allá cuantas veces quieres y hacer do- blar la herrumbrada rodilla de este viejo lobo de mar, sin que todavía...?

3ÍJ2 PAUL GROUSSAC

. íí mii na víítcf a^ ñ'Md ze

CLARA (ha sacado una rosa de un florero y prendí" dola en el ojal de Lar oche).

\ Chubasco tenemos ; a la maniobra ! (Remedan- do la voz de mando,) ¡A cargar juanetes...; arría gavias...; pronto! (Laroche se sonríe y la besa en la frente.) Pues, no, señor ; no me basta que seáis el más cumplido marino de la armada y el más za- lamero de los cuñados ; pretendo que os tornéis un frailóte tan intolerante y fanático como esta mon- jita.

"''^' LAROCHE, meneando la cabeza.

Éso... no lo has de ver en esta campaña...

CLARA, afectando terquedad.

Será en la otra... Pues no es nada la pretensión del comandante Pedro : ¡ resistirse sólo a la ((hechi- cera» patentada de la Turena ! Sería cosa de ver... (Seriamente y acercándose a Laroche,) ¿Cuándo acabaréis de conocerme ? ¿ Acaso me suelo meter a preíiicadora y propagandista? Dejo que cada cual sea bueno a su modo ; no pido sino honradez y ca- ridad. Por mi parte, creo que la irreligión es fla- queza de que tarde o temprano se curan solas las almas nobles lo mismo que los cuerpos sanos se curan de sus dolencias : sin recetas éstos ni ser- mones aquéllas, por la sola virtud de la Natura- leza... medicatriz, como dice el doctor. Pero ¡ nada de imponer mis argumentos de ignorante a los que saben más que yo ! No exijo sino lo que nunca me habéis negado : libertad completa para

[

4 .■>¥ o N j A 353

mi oficio de solterona creyente : es dfecir, ir a la iglesia, arreglar altares, rezar novenas, como per- sonera de tanta mujer buena que tiene más debe- res que yo en su casa... Y bien, ¿por qué no? Los tontos se ríen porque visto santos ; ¡ vaya eso por lo que visto también una docena de huérfanos!... En los primeros tiempos, cuando dejé el convento para venir aquí, iba sola a misa ; poco a poco se acostumbró mi hermana Berta a ir conmigo. Des- pués, vos mismo, condescendisteis en hacer, entre dos viajes, una que otra visita de buena vecindad al otro Señor de Saint-André..., y, por lo pronto, yo os agradezco la cortesía. Pero muy bien sabe Dios lo que le pido a solas, sin necesidad de pregonarlo en las esquinas...

LAROCHE

Está bien, beata insufrible ; te acompañaremos el domingo, y de tiros largos, con mis cruces y mi uniforme de parada, si te empeñas..., como para una visita al almirante. ¡ Habráse visto despotismo de muchacha ! . . .

CLARA, alegremente.

Estaréis magnífico, comandante... Yo, de veras, en lugar de Berta...

LAROCHE

Sí, estaré peligroso. (Se sienta en el sofá.) A propósito, Clarita : ¿ no te parece, si Berta no vuel- ve de Tours hasta las doce, que atemos el break y demos un trote hasta allá?

35^ PAUL GROUSSAC

£f R 11 Ah'^ '"^ : r>í novato Rr-^T^tío^ 'ib obño i CLARA, sin entusiasmo.

Seguramente... Buena idea... Pero corremos el riesgo de cruzarnos... Acaso vuelva por el tren hasta Amboise... Entretanto... (Al criado, qiue abre la puerta,) ¿Qué hay, Germán? uj<íív t.

- -■••'q.go: 1 GERMÁN rtAv ei

Es un telegrama para el señor conde. (Se lo entrega,)

,, LAROCHE, tomando vivamente el despacho.

¡Un telegrama!... ; Si fuera de Gastón!... (Le- yendo,) Es de Berta : anuncia su vuelta para las doce... La esperaremos ; darás tus órdenes para que retarden el almuerzo. (Se levanta,) j Ah, es un so- bresalto ahora cada telegrama que recibo, desde que me anunció Gastón su próxima vuelta a Euro- pa! ¡Diez años que no nos vemos!... Diez años sin más noticias que tres o cuatro cartas en el primer tiempo, datadas de California, de Méjico, del Perú... Siempre prometía volver... No le fal- taba sino realizar su fortuna. ¡ Las fortunas de allá I ¡ Un castillo de naipes alzado en un año y de- rrumbado en un día ! ¡ Ah, rico o pobre, que vuel- va a descansar en la casa paterna donde nació, donde pasó la infancia feliz ! . . .

j W^ Jlii CLARA

¡ Cuánto anhelaréis verle ! Más que hermano^ ¿será un hijo para vos?...

LA MONJA 35S^

LAROCHE

Piensa, pues ; le llevo cerca de quince años y él tenía diez cuando perdimos a nuestro padre. Yo^ era alférez de navio ; dejé de navegar por algúrt tiempo, ingresando en el Ministerio de Marina para poder educar al huérfano en París, cerca de mí. Vino la guerra ; quiso sentar plaza en mi ba- tallón de marinos. Estuvimos juntos en ese terri- ble sitio de París ; juntos en Chátillon, juntos en el Bourget..., donde ambos caímos heridos... ¡Oh, aquella lúgubre tarde de diciembre, en ese cemen- terio de aldea, bajo la metralla alemana que nos barría junto con las hojas secas, hacinando los ca- dáveres recientes sobre las tumbas viejas ! Tuvi- mos que retirarnos, como siempre..., y encerrar- nos los treinta que quedábamos en un caserón rui- noso, donde nos parapetamos, para dar tiempo al refuerzo pedido antes de evacuar la posición... ¡Allí estuvimos tres horas, cayendo a pedazos hombres y muros! Vieras al muchacho de^ veinte años, rubio y rosado, risueño y terrible a la vez: un airado arcángel... con blusa de ma- rinero... Los dos estábamos ilesos aún ; no era nuestra la sangre de que estábamos salpicados!... Ante nuestra resistencia, el enemigo había traído artillería. Cuando vino un obús a abrir en nuestra pared una brecha ancha como ventana, matándo- nos tres hombres, comprendí que comenzaba lo último... Miré a Gastón, que apuntaba con su fu- sil por la brecha abierta..., y me vino un desfalleci- miento de entrañas. Grité : «¡ Un hombre listo-

356 PAUL GROUSSAC

para llevar comunicaciones al almirante La Ron- ciére!» Nadie contestó, nadie quería escapar... <(]• Sargento Laroche ! » exclamé por entre la es- pesa humareda... una voz baja y anhelante cerca de : «Pedro, si me mandas, no obedezco ; quedaremos todos aquí...»

CLARA, alzándose conmovida. ¡Oh, valiente corazón I Buena sangre no mien-

te..,

LAROCHE

Caímos ambos heridos entre los escombros, y no cómo escapamos con vida... (Una pausa.) Des- graciadamente, lo que sigue es menos ejemplar. Junto con la guerra concluyó mi tutela : entregué a Gastón su parte de herencia y volví a embar- carme. Estuve ausente dos o tres años ; cuando regresé supe su triste historia. Arruinado, sin ca- rrera abierta, pero recto y altivo siempre, prefirió arrojarse a lo desconocido antes que sufrir la de- cadencia social y moral en París. Se embarcó para América. Supe que hizo un viaje a Francia por el año 79, después de la Exposición. Tampoco pude verle entonces : yo estaba navegando para recuperar el tiempo perdido, y también porque amaba el mar como una patria. Le escribí anun- ciándole mi casamiento; seguramente no recibió mi carta, pues nada me contestó. Yo ausente de Francia, recorriendo los mares la mitad del tiem- po, y él cruzando de un confín al otro el Conti- nente nuevo, no era difícil que se enfriara el co-

LA MONJA $it

mercio epistolar... Pero nuestros corazones si juzgo por el mío no han cambiado, y has vista cómo al anuncio de su próxima venida se estremece mi fibra nunca envejecida. ¡Muchacho querido!... No quiera Dios que esta vez tampoco me halle aquí...

CLARA

¿ Decidido estáis a navegar todavía ?

LAROCHE . .-

I Ah !, esa perspectiva me infunde ahora casi tristeza... Pero se baten por allá, en el Tonkín, y no quiero deber a la antigüedad mis estrellas de contralmirante. Es fuerza, hija mía... Se ha- bla de los peligros de la carrera ; lo que debiera recordarse son sus sacrificios, su continua abne- gación ; aquéllos acaso destrozan el cuerpo, pero ésta estruja el alma... Con todo, si coincidiera mi viaje con su venida, vosotras recibiríais como quien es a mi hermano, ¿verdad? Tan dulce y tibio le haríais el hogar paterno que no notaría mi ausencia, y esta vez me esperaría aquí...

CLARA

No dudéis de ello, Pedro. A presentarse Gas- tón en vuestra ausencia, será tratado como herma- no y dueño de casa. Pero ¿vendrá esta vez? Le hemos esperado tanto tiempo...

LAROCHE

Esta vez creo que es verdad ; no se rompe un silencio tan largo sin fundada resolución. Ha de

55$ PAUL GROUSSAC

<€star en viaje. Además, tiene ya treinta y cinco ^fíos, la edad en que retoñan en el alma del deste- rrado los recuerdos de la niñez. A medida que se estrecha y palidece el horizonte delantero, brilla más y se dilata el que dejamos atrás. ; Ah, la ju- ventud irradia luz a su alrededor! Poco importa que sea estrecha la senda y desolado el desierto -en que camina ; a todo presta ella la poesía que le sobra... Pero, más tarde, el corazón empobre- cido necesita recibir de los seres y cosas ambientes ^J, calor que le falta, y pide a la patria, al hogar, aria familia, a las reliquias domésticas, impregna- das de cariño y recuerdos, el necesario suplemento -de savia cordial. (Levantándose.) Vendrá, te digo. ¡ Verás qué talento y qué alegría I . . . Parecía do- tado para todo ; hasta creo que le han sobrado ap- titudes y que por eso ha emprendido todos los estudios, pasándoselo en andar y desandar cami- mitPX>lQ^^ bien estaremos aquí. los cuatro juntos (con intención)... siempre!... Dime, monjita, ¿qué •^ad tienes exactamente, veintitrés...?

CLARA, sonrojándose ligeramente.

Y cuatro más, con permiso vuestro... Le llevo dos años a Berta...

LAROCHE

¿Será posible? A fe que es preciso saberlo... ¡¡Cuál conserva la san...idad! ¿Quieres que te diga? Es un pecado que no te cases... Sí, s.efíor, un pecado... capital, de esos que sólo con las bendiciones se absuelven...

LA MONJA 359

ab fifldoob fiib

..iT: >>". 70[' CLARA ^í,,.j,,pi^ £[ ^7in .ílíii'Jl

Será mejor que volvamos la hoja. . . (Tema la toca

sobre el piano y se la coloca delante del espejo; toma luego la sombrilla y el canasto.) ¿No os diri- gís hacia vuestros hoyos? Yo tengo ^ue ir h^sta Ja granja por ese niño enfermo... '

(Entra Germán,)

'^^'^ ESCENA II LOS MISMOS, GERMÁN, después TONY

GERMÁN, desde la puerta. Tony pide hablar con el señor conde...

LAROCHE

¿Tony? Que entre... ¿qué noticias me traerá de las excavaciones?... Siempre que no sean como las últimas, cuando hizo pedazos un admirable ja- rrón merovingio para saber lo que había dentro... Ya se ve: ;de primer gaviero a director de cáteos arqueológicos I... (Dirigiéndose a Clara.) La cerá- mica antigua, muchacha: no puedes imaginarte cuánta poesía se encuentra amalgamada a esos roídos y descarteados cacharros. | Pensar que se tiene en la mano un objeto que recibió la forma, la impresión de seres desaparecidos mil años ha ! Te aseguro que por poco que se le alcance a uno de historia, de filología, de antropología y una me-

5^ PAUL GROUSSAC

dia docena de ciencias conexas, se convence de que realmente la arqueología es la mejor historia de la humanidad...

CLARA, sonriéndose. o^

Por supuesto. ¿Y no habéis notado, comandan- te, cómo todos los sabios dicen lo mismo de su ciencia especial ?

LAROCHE

Cierto es... Quizá provenga ello de que cada hombre no alcanza a mirar sino una faceta del prisma universal...

CLARA

o, tal vez, de que todas las facetas son iguales y convergen hacia el mismo...

LAROCHE

Sí, ¡ya asomó San Agustín !... (A Tony.) ¿Qué ocurre, Tony?

TONY (traje de marinero; se cuadra en la puerta;^

aspecto desmañado y tímido de un loho marina

fuera del agua).

Mi comandante, hemos dado con una mole de bronce... Una migaja más pesada que un ancla de amarras...

.;n 'fíí (Ui ^tn# LAROCHE, ya interesado. -

\ Gran noticia ! Pero ¿ qué forma tiene : tinajaij armadura, baúl...? f

LA MONJA %éM

TOKY

Mi comandante..., es algo así como un 'figurón

de proa... Una cara negruzca...

)Joiodifi no 'i^i t)9Vorn

'LAROCHE, entusiasmado.

I Una estatua ! . . . Veamos eso (da un paso hacia la puerta y vuelve)... ¿No decías, Clara, que ibas a la granja? Te acompañaré hasta la encrucijada... (A Tony.) Quédate para tender el toldo del ves- tíbulo... (A Germán.) ¡ Ah, Germán: puede que venga un señor..., el tapicero! Déjale que mida y revuelva los muebles en tu presencia... ¡Vamos! (Saliendo con Clara.) Figúrate que hemos dado con un hallazgo admirable : un túmulo merovin- gio... (Salen ambos y él sigv^ accionando hasta desaparecer en el foro.)

ESCENA III

GERMÁN, TONY

GERMÁN, siguiendo a la pareja que se aleja. ¡Qué linda pareja, Tony! ¡Ah, si el señor con- de se hubiera casado con ésta!...

TONY

¿ Qué, no navegan en conserva el comandante y la condesa ? on

24

$6M PAUL GROUSSAC

GERMÁN, con tono protector.

í' Hay ciertas cosas, gaviero... Seguramente, la condesa no es mala ni reparona... Pero demasiado movediza para el caso : siempre con alborotos, fiestas y cabalgatas... Se fué ayer a Tours..., vol- verá hoy, y esta tarde tendremos ya un programa de excursión o cacería para mañana... El señor conde no se queja, se contiene... delante de mí... ; pero bien yo dónde le aprieta el zapato... (Se acerca a la mesa y busca entre los diarios el Petit Journal.) Voy a aprovechar el rato leyendo mi in- teresante folletín... ¡Ahí Helo aquí: «Los Piratas de la Pampa». (A Tony, que se alejaba hacia el ves- tíbulo,) A propósito, Tony: vo3 que habéis nave- gado tanto, ¿estuvisteis alguna vez en las Pam- pas? >¿;*,i^^. TONY, reflexionando.

¿Las Pampas?... Nunca crucé por esas aguas... Ha de ser por el Polo Norte...

GERMÁN, desdeñoso.

Entonces ¿no conocéis el Brasil, Buenos Ai- res?... rw^:i

TONY

'¿Buenos Aires? Mucho que sí... Recuerdo per- fectamente... Estuve diez meses en estación.

GERMÁN

j Ah, dichosos de vosotros, los marinos, que co- nocéis el teatro de tantas escenas dramáticas como

LAMONJA * 363

refieren las novelas!... Esta que estoy leyendo ahora pasa allá... ¿Será cierto lo que el autor re- fiere de esas costumbres extraordinarias?...

TOhíY

Ha de ser cierto, no más, si está escrito... Yo nunca bajé a tierra... Quedamos fondeados a doce

millas... ■-^^^^■

GERMÁN, asombrado. ¿ Durante diez meses ? ^ t

TONY, tranquilamente.

Durante diez meses...; pero ¡qué lindo país I Unos dorados, señor Germán, tan largos como ver- gas de velacho...

GERMÁN

¿ Y así habéis recorrido las cinco partes del mundo?

/[^^ ?,rA n'> oby:\

TONY

¡Ahí, no, seguramente... Verbigracia: en Ma- dras pasé todo un día en tierra; ¡magnífica ciu- dad!... Entré a las ocho de la mañana con los gavieros de mesana en una taberna del malecón. ¡Qué día aquel y qué aguada, mil carroñadas!... Unas bailarinas chinas, olorosas y pintadas hasta la línea de agua, con dedales de oro en las diez uñas... ¡Hermosa fiesta! Me desperté amarrado en la bodega. Pero voy a halar el toldo del alcá- zar... ¡Hasta luego, señor Germán! (Sale.)

3*4 ' PAULGROUSSAC

ESCENA IV

GERMÁN. Se instala en un sillón de bambú del vestíbulo con el diario y se calza las gafas para leer.

Pues, señor, si así viajan tcxios, prefiero todavía mi folletín... ¡Qué lindo es saber escribir así!... Lo que me fastidia es que pierdo la memoria : nunca recuerdo en qué quedé... Veamos... «Los Piratas de la Pampa...» Aquí es... (Leyendo.) «Don Bermúdez colocó su mano helada en el co- razón de la^ joven desconocida... ¡Vivía aún! Pero este síncope, ¿ no era más peligroso que la muerte ? Al instante levantó en sus brazos de atleta a la hermosa mucíhadha y comenzó a caminar en las tinieblas ; en seguida sacó su frasco de elixir, ela- borado en las selvas pampeanas, y se puso a re- fregarle las sienes... La obscuridad era profunda como un abismo... Entonces cruzó su mente el re- cuerdo de la carta de sello rojo... Sin interrumpir sus fricciones, abrió la carta con su mano libre, mientras con la otra encendía un fósforo..., y se puso a leer... (Empieza a cabeóear.) De repente..., un relámpago... infernal... convulso su cárdena mirada... ¡Corpo di Bacco!..., exclamó en el más... puro castellano... (Queda dormido.)

I. A MONJA 365

ESCENA V

GERMÁN, dormido, GASTÓN DE LAROCHE. Entra

despacio, como reconociendo las cosas de otro tiempo.

Traje gris, de viajero. Ha dejado sombrero, guantes y

bastón en el vestíbulo.

GASTÓN, mirando a su alrededor.

¡Tampoco nadie aquí! Confianza patriarcal. Se entra en casa como en un molino. Se ve que no temen a los cambrioleurs... ¡Qué paz profunda, qué quietud! He podido contemplarlo todo a solas sin intervención importuna : desde las viejas en- cinas del parque, que me vieron nacer, hasta el húmedo césped en que me revolcaba, hace treinta años, bajo la mirada materna. Siento una impre- sión extraña y confusa : paréceme por instantes que no soy yo quien entra aquí ; luego, me figuro que nunca he dejado de vivir en esta casa, que no he envejecido y que van a entrar por alguna puer- ta... los que ya no pueden entrar... ¡Oh, vida tan agitada y estéril ! Haber rodado durante diez años, cual hoja arrancada del árbol, por los mares y continentes, para volver aquí marchito y envejeci- do. ¿ No era mejor haberlos disfrutado bajo este techo de mis padres, en el ambiente que ellos res- piraron y donde vaga, sin duda, su sombra tute- lar? ; ¿ no valía más dejar correr aquí los días apacibles, sin sobresaltos ni decepciones, siguien-

366 PAUL GROUSSAC

do hasta la vejez el camino aplanado por los abue- los?... ¡Pobre alucinado! ¿Qué traes de tu larga correría en pos de la ilusión, de la novedad, de la aventura ? (Se sienta y gira su mirada por la sala,) Nada ha cambiado en la apariencia : los años se han sucedido sin traer sensible mudanza, como se renueva la naturaleza, repitiéndose eternamente : i Hermano querido ! Ha conservado intacto el culto del pasado, noble, valiente y sano como él... ¡ Ah, qué serenidad se respira aquí !... (Reflexionando .) Experimento como una transformación en mis senti- mientos. ¿ Será que el hogar paterno ejerce en su sedante y tónica influencia? Desde allá sólo me impelía el deseo de volver a ver a una mujer ; el llamado de su última carta fulguraba en mi sole- dad con letras de fuego... ¡Al cabo iba a ser del todo mía ! Me tendía sus brazos abiertos ; me en- señaba la felicidad conquistada, tanto más durade- ra cuanto más furtiva, en el tumulto encubridor de este inmenso París... ¡ Pobre sacrificada ! Me es- |>era, sin duda ; me habrá escrito indicándome ya el día y la hora del anhelado encuentro ; nunca sos- pechará que, al pisar la tierra en que vive, mi pri- mer impulso no me llevó a sus pies!... ¡Extraña aventura en mi pasado!... Nos amamos unos me- ses ; la vida nos separó. Años después me anunció que se casaba, haciéndome jurar que nunca le pre- guntaría su nuevo nombre. Ella tampoco me cono- ce sino por mi seudónimo de Juhel, mi apellido californiano... Y heme aquí ahora, próximo a caer como aerolito sobre un hogar extraño, sin saber qué seres inocentes aplastará mi caída... ¡Basta!

LA MONJA 367

¡Vce victis!... Y ahora que he pagado el tributo a la flaca tiumanidad (se levanta, con acento sarcás- tico), volvamos a ser lo que me han hecho diez años de batallas con la naturaleza sin entrañas y los hombres sin fe I... (Enciende un cigarro,) Pero ¿qué significa este castillo de los siete durmientes? (Toca el timbre; Germán despierta sobresaltado.)

GERMÁN, acudiendo medio dormido aún.

Ordene el señor conde... (Aparte,) Calla, si es el tapicero. Pasad adelante, señor...

GASTÓN, tranquilamente.

No me equivoco: es mi viejo Germán. ¿Cómo va esa salud, Germán?

GERMÁN , refunfuñan do .

¡Viejo Germán! No recuerdo, señor... tapicero, en qué tapicería hemos trabajado juntos. (Aparte,) Estos parisienses se creen que todo el campo es orégano... (A Gastón.) Fuera de que hay un fu- madero... para las visitas.

GASTÓN sigu£ fumando, recostado en el sofá con una pierna al aire.

Gracias, no lo usaré. ¡Ah!, no, Germán, no empieces a amargarme la vida con tus regaños, como cuando me pillabas sacando nidos en los ár- boles... ¡Me encuentro tan bien acá, después de tantos años!...

J6S PAUL GROUS3AC

GERMÁN, acercándose

Esa voz. . . ¡ Pero si es el señor Gastón ! i Ay, vista de viejo ! Además de que esto de leer a la re- solana... Señor Gastón, ¡es posible!; y yo que os tomaba por. . . ; Qué dicha, santo Dios ! (Se ade- lanta como para tomarle la mano y se detiene.)

GASTÓN, alargando la mano.

Dame esa mano, Germán, y aprieta fuerte. Eres mi primer encuentro con la familia. Hace años que no he dado sino apretones de cumplimiento o compromiso, ¡y a cuántos que no te valían !...

GERMÁN, con enternecimiento senil.

¡Virgen santa!, señor Gastón, ¡y qué hombre estáis y qué guapo ! . . .

GASTÓN

Hombrecito, eso sí, casi por demás... Pero bas- tante asoleado y curtido, ¿verdad? ;Bah!, la caja es buena...

GERMÁN, extasiado.

¡Qué, señor! Estáis soberbio, parecido al señor conde cuando más joven... Días pasados le decía yo a Tony..., pero no conocéis a Tony, el asis- tente...

GASTÓN

Tengo este pesar, Germán...

LA MONJA l^^

GERMÁN, continuando.

Le decía yo : ¿ creeríais que le planté encima del primer poney en que paseó?... Eso sí, ¡que no pensaba que os llevaría tan lejos, eh, eh!... Yo no quería fastidiar al señor conde con mis pregun- tas incesantes, pero siempre os recordábamos, y yo nunca perdí la esperanza de veros antes de mo- rir... Hace un momento, no más, el señor conde recibió un telegrama de la señora condesa, y antes de abrirlo gritó a la señorita Clara : «¡ Si fuera de Gastón A fe que no sospecha la nueva que le espera... Se ha ido al estanque, donde están ca- vando y abriendo zanjas hace un mes...

GASTÓN

Siempre su pasión de anticuario... Pero ¿tam- poco está en casa mi cuñada?...

GERMÁN, indiferente.

Fué ayer a Tours, como todas las semanas..., para visitar a su tía enferma... Volverá esta tarde. Pero (con solicitud) estará dentro de un rato la señorita Clara..., la hermana de la señora condesa...

GASTÓN

¡ Hola ! Y dime : ¿ es hermana mayor ?

GERMÁN

Seguramente, señor. Aunque..., p>ero mayor, se- guramente.

370 PAUL GROUSSAC

GASTÓN, a media voz.

Mayor que la mujer de mi hermano, que pisa los cincuenta... ¡Huml La señorita Clara será persona respetable.

GERMÁN, ingenuamente. ''''^>

¿ Respetable ? Ya lo creo, señor, y muy res- petable. _

GASTÓN, insistiendo. -f

¡ Muy respetable ! ¿ Qué edad, pues, Germán >

GERMÁN

Eso que no lo podría decir exactamente... No ha envejecido un día desde que la conocí.

GASTÓN, alarmado.

Pero, vamos a ver, por más años que tenga, ¿será menor que tú?

GERMÁN, con una risita entre candorosa e irónica. ¿Menor que yo? ¡Ah!, sí, señor... Ciertamente, es menor que yo... ./sieíO «ih, ñ

GASTÓN, con resignación. ¡En fin! ¿Y soltera, por lo visto?

GERMÁN

¡Soltera, pues, ya lo creo! Salió del convento para venir a vivir acá ; como que en la familia la suelen llamar «la monja». Estaba a punto de pro-

LAMONjA ^71

f«sar en Beauvais, cuando tuvo que embarcarse para la India el señor conde, y tanto la suplicaron que desistió... Vino, y se ha quedado.

GASTÓN, con mal humor (aparte).

Ya me figuro a la santurrona : una mojigata ma- dura, con cara de cuaresma, conservada en su devoción como pepinos en vinagre, repleta de gazmoñerías y aspavientos... Veo el cuadro desde aquí. (A Germán.) A otra cosa... Y muchachos, ¿cuántos? (Germán hace un ademán expresivo.) ¿Nada? Y yo que traigo un cargamento de jugue- tes y chucherías, soñando con la algazara de los chiquillos en mi cuarto, de mañana. (Paseándose, algo nervioso.) Un muchachón de seis años em- badurnado y asolador... o una sobrinita rubia, con su carnecita de leche y azúcar, que cabalgara en mi rodilla... En lugar de eso, una cuñada... res- petable, beata, ama de gobierno... Pues no hay que preguntarlo, Germán : ¿ la señorita Clarísima será la que manda y lo maneja todo?

GERMÁN, satisfecho.

Todo, pues ; en casa y fuera de ella, en la es- cuela, en la iglesia, en todo el distrito; tan lista para arreglar una tertulia como para organizar una procesión... ¡Ah, no os aburriréis con ella!...

GASTÓN

No. ¡Ahí es nada!... Y de noche ¿qué se hace en este beaterío?, ¿alguna lectura moral, eh?, con

37* PAUL GROUSSAC

intermedio de lotería, y un whist a diez céntimos los domingos...

GERMÁN

Sí, señor, y algo más. Fuera de los grandes re- cibos, tenemos el te del jueves, con los amigos ín- timos : el vizconde de Preval, el señor cura, el vi- cario, la señora canonesa... *rf? ii.^¿.^ n'

GASTÓN, continuando .

El sacristán... Ya estoy: ¡un te... Deuml... (Despidiéndole.) Está bien, Germán...

GERMÁN, antes de retirarse. ¿El señor Gastón no desea pasar a su cuarto?

GASTÓN

... No, esperaré, Germán, aquí... ¡Ah!, dime : ¿sería posible tomar un grog (aparte) ^ aprove- chando la ausencia de la señorita Clara? (Germán se inclina.) Tráete ron, azúcar, limón y agua... No me mandes caras nuevas : hazme el gusto de servirme mismo... (Sale Germán.)

Bm: n¿íí

ESCENA VI GASTÓN, después CLARA

GASTÓN, paseándose con agitación. I Y haga uno programas ! Bien que no tengo derechos aquí ; pero estos descubrimientos son

LA MONJA 373

siempre desagradables... Me ha venido de golpe un desgano increíble... (Contempla un retrato de su hermano en la pared.) ¡ Pobre Pedro, ya te veo subyugado, domado, encapuchado, pertiguero pro- bable de la parroquia y suscriptor seguro del Mun- do Católico!... Paréceme respirar aquí como un vaho de sacristía... (Mira a su alrededor y encuen- tra sobre la mesa un guante de Suecia, que toma y aspira dos o tres veces con placer visible.) No, no es esto... (Llega delante del piano abierto, en cuyo atril ha quedado la música anterior.) ¿ Qué músi- ca es ésta ? Un Ave Marta, naturalmente : estaba indicado... Veamos un poco lo que cuenta esta an- tífona... (Se pone a tocar los últimos compases, y a poco sigue el canto a media voz.)

CLARA, llega por el vestíbulo con su canastillo lleno

de flores y puesta su toca bloftica; el piano abierto

le impide ver al ejecutante.

¡La natural, vizconde ! (Canta.) In hora mo...or- tis nostrce... Amén...

GASTÓN, absorto, aprueba con la cabeza, sin mirar. Amén... (Se levanta: estupefacción de dfmbos.)

CLARA, entre risueña y confusa. Perdonad, señor... ; os tomé por mi viejo amigo el vizconde de Preval...

GASTÓN, saludando respetuosamente.

Señora condesa... (Aparte, mientras Clara va a dejar el canasto y la toca sobre un velador.) En-

374 PAUL GROUSSAC

cantadora, mi cuñada, con su canasta a lo Prome- tida de Greuze. (A Clara, que ha quedado mirán- dolo curiosamente.) Señora, tendré forzosamente que presentarme yo mismo : soy Gastón de La- roche...

CLARA, dándole la mano con gracia afectuosa.

Señor, sois para más que un antiguo cono- cido... Vuestro hermano... Pero advierto que me confundís con la condesa de Laroche... Soy su hermana.

GASTÓN, asombrado.

¿La señorita Clara? (Clara se inclina,) ¿Es po- sible? (A media voz.) Y el simplón de Germán que me hablaba de una persona respetable, de cierta edad...

CLARA, risueña.

Y os encontráis, por el contrario, con una per- sona de edad incierta...

GASTÓN, indeciso.

Dios mío, me encuentro... con vos... así, ines- peradamente..., y no extrañaréis del todo mi sor- presa..., mi embarazo en el primer momento... Es- peraba que la presencia de mi hermano facilita- ría la natural... tirantez de la primera entrevista.

CLARA, con naturalidad. Sin duda, sería mejor... Pero está ya salvado el paso más difícil... Yo os aseguro que no me cues- ta haceros los honores de vuestra casa. Al con-

LA MONJA 375

trario... (Indica una silla a Gastón, que queda en pie ; ella, antes de sentarse en el sofá, ha llamado a Germán y dádole una orden.)

GASTÓN, tanteando el terreno. Mil gracias. (Aparte.) ¿Será coquetería? (A Clara.) Ya que os dignáis í>ermitirme que descuen- te por adelantado el cuasi parentesco que nos une, no os disimularé que al veros he experimentado... Ya sabéis, cuando uno se ha figurado otra cosa, y así, bruscamente, se recibe en los ojos un...

CLARA, interrumpiendo a Gastón, que queda un tanto cortado.

Vuestro hermano me hablaba de vos hace un cuarto de hora... Me figuro vuestra impaciencia por verle. Le he hecho avisar... Su corazón parece que le anunciara vuestra llegada ; hasta contaba ya con vos... para acompañarnos... algunos días, cuando tenga que ausentarse. Eso lo arreglaréis con él; lo importante es que haya vuelto el.. {Sonriendo se.) hijo pródigo... Cito sus palabras...

GASTÓN

¡ Ay I, el hijo pródigo o el judío errante, como queráis decir regresa al hogar paterno muy de- seoso de paz y sosiego. Pero ¿quién puede res- ponder de sus impresiones venideras? Los hábi- tos contraídos se asemejan a las lianas de nuestros bosques tropicales : se adhieren al árbol joven para no soltarlo más y, hasta viejo, tenerlo amarrado, viviendo de su substancia... Actualmente me es- tremece la idea de volver a seguir aquella exis-

376 PAULGROUSSAC

tencia tan agitada y vacía del viajero perpetuo... Y con todo, ¿queréis que os lo confiese?, me ho- rroriza más aún la aprensión de no poder estar sin ella y de sentir en mi propio país la nostal- gia del destierro... Pero, en verdad, señorita, estoy abusando del crédito que me abristeis sobre nuestra amistad futura...

CLARA

¿Porque me habláis con franqueza y seriedad? Tengo la suerte de que me interese todo lo que es sincero y recto. No siento aversión sino por las actitudes hipócritas o teatrales... La vida de retiro que he llevado, y que sigo llevando aquí, me ha per- mitido estudiar algo y reflexionar mucho... Pues bien ; ¿ queráis que corresponda a vuestra confian- za con la mía?... Me parece que el rasgo funda- mental de la vida, del arte, del mundo contempo- ráneo es la falta de sinceridad. No hay bastante belleza artística ni grandeza moral en la humani- dad, porque escasea la verdad y se ha debilitado la fe. .

GASTÓN, sonriendo con cierta ironía.

Seguramente, señorita, la tesis puede defender- se. Pero me permitiréis entonces que haga mi pro- vecho inmediato de vuestra noble declaración... Tenéis la pasión de la verdad y deploráis la ca- rencia de fe,.. (Deteniéndose.) De veras, que temo ser indiscreto...

CLARA

' Os aseguro que no lo seréis...

LA MONJA 377

GASTÓN

Pues bien : esa fe a que os referís, y es sin duda la católica, que por cierto profesáis con sinceridad absoluta, ¿será también para vos la que, sobre considerarse como la más pura y excelente en esen- cia, lo que concedo, se abroga el derecho y, según ella, el deber de proscribir por absurdas o falsas a todas las demás? En este caso, tendría el sen- timiento de negarme respetuosamente a toda dis- cusión...

CLARA, con un asomo de malicia.

¿Porque sois... libre pensador? (Entra Germán, trayendo una bandeja con botellas, vasos, etc.)

GASTÓN vivamente, le hace señas que se retire .

Ahora no, Germán... Os pido mil perdones, se- ñorita... ; como estaba solo..., me permití...

CLARA indica a Germán que deje la bandeja en la mesa volante y se retire.

¿ Esas tenemos ahora ? ¿ Y los hábitos adqui- ridos, señor psicólogo ; y la sinceridad completa, señor moralista? Desde luego, me opongo a que uséis fórmulas conmigo, en vuestra propia casa ; si no, creería que intentáis recordarme que soy aquí la forastera. Veo que es un grog lo que ha- bíais pedido ; ¿ no queréis que os lo prepare con mi blanca mano? (Se pone >en obra, sin esperar I0 contestación.) .«iMnxj x-j .:c

25

§78 PAUL GROUSSAC

GASTÓN, en pie, continuando la conversación.

En principio, señorita, no ataco ninguna creen- cia religiosa... Pero precisamente en el catolicis- mo practicante y oficial, cuyos preceptos son los vuestros, si no me equivoco... ^

CLARA, tranquilamente. No os equivocáis... ¿Con poco azúcar, ¡ehl, <:omo el comandante? .^^ sb üih3i;;r

GASTÓN, con una inclinación afirmativa.

...En esa religión establecida y dominadora, que se ha tornado, permitidme decirlo sin ofensa, para algunos un simple rito externo y para otros una mera elegancia social ; en ese culto que miro petrificado por fuera y vacío por dentro, como re- presentado fielmente por sus grandes templos impo- nentes,* sólo concurridos durante los oficios, es don- de encuentro más evidente la falta de convicción que deploráis como nota del mundo moderno. En resumen, señorita, si toda la religión descansa en la fe y si, como dicen, su coronamiento es la caridad, la tolerancia, la virtud, mucho temo por ia seguridad del grupo de fieles sinceros como vos que van a orar todavía en el edificio vacilante y sin techumbre^..

CLARA, ofreciendo el ((grogn.

Ante todo, decidme si es de vuestro agrado mi mezcolanza. (Gastón se inclina.) ¿Sí? Pues bien : os confieso que lo he preparado sin mucha fe ni,

LA MONJA 379

menos aún, con esa convicción que me atribuís... Me teníais perturbada con esos edificios sin pun- tales ni techumbre... (Se sienta,) En el fondo, si he comprendido bien el sentido de toda aquella... arquitectura, lo que combatís, en general, es la creencia de los que no creen lo que vos.

GASTÓN, protestando. ^ Permitid...

CLARA, con gracia.

Y bien, vos, que habéis vivido diez años entre protestantes, cuáqueros, israelitas y mormones, si habéis pasado vuestro tiempo derribando templos y falsos ídolos, como Poliuto, ¡ comprendo que ven- gáis un tanto cansado y lánguido !

GASTÓN, algo incomodado por la burla, ^Yo no he derribado nada!...

CLARA

¿ No ? ¿ Reservabais vuestras iras para este po- bre catolicismo? Agradezco la preferencia. Pero, en fin, si habéis podido pasar tantos años entre pueblos civilizados o bárbaros, cuyas tradiciones }'' creencias no eran las vuestras, sin alcanzar la palma del martirio... librepensador, será, proba- blemente, porque las tolerabais, reconociendo en la tradición una fuerza que no se destruye con argumentos, y en la fe religiosa un sentimiento excelso que no es permitido despreciar... Y así

38o PAUL GROUSSAC

las cosas, ¿ qué es entonces lo que nos repro- cháis ?

^'^ GASTÓN, fríamente.

Siento infinito, señorita, haberme dejado llevar a esta suerte de controversia, algo impertinente por parte mía ; pero, ya que he cometido la impruden- cia de aceptarla, la cerraré con dos palabras : lo que reprocho al catolicismo corriente es precisamen- te su escasez de convicciones propias, su falta de verdadero sentimiento religioso, que entiendo de- biera ser un acto de elevación del alma hacia Dios... ¡ Oh !, no pretendo que sea imposible encontrar una minoría de creyentes parecidos a vos, de fe cons- ciente y con esa caridad activa cuyo rumor ya lle- gó hasta ; pero digo que vuestra religión sólo subsiste, en la mayoría, y desde luego en sus mi- nistros, como un culto exterior, un conjunto de prácticas maquinales y fórmulas pomposas, que na- da valen como regla de conducta o estímulo al me- joramiento individual, siendo la única, por fin, que no exija de sus adeptos un esfuerzo moral, ni de sus predicantes un ejemplo de virtud. En cuanto a la intolerancia que combatíais hace un momento..., sa- béis mejor que yo que ella es el rasgo histórico del catolicismo y hasta un artículo... (Se detiene un segundo.), casi he dicho un auto de fe...

CLARA, con gravedad triste en que se percibe el de^ seo de no chocar. Señor, no he intentado provocar desde vuestra llegada esta discusión, pues es de las que nunca se

L A M o N J A 381

promueven en esta casa... No tanta historia como vos ni he necesitado robustecer mi fe con hondas lecturas. Creo y practico ingenuamente. Y bien, os declaro que ningún precepto de nuestra iglesia, y los acepto todos, deja de ensalzar una virtud o combatir un vicio humano : lo que llamáis el bien y el mal, lo llamamos nosotros la gracia y el pecado ; lo que exigís de la razón o el honor, lo pedimos a Dios... No veo otra diferencia... En cuanto a esa intolerancia que llena, según decís, nuestra historia de quince siglos, creo, en mi es- caso entender, que ninguna institución antigua ni moderna dejó de padecerla : es la sombra terrestre de toda luz... Pero nadie me la ha impuesto como un dogma ni la he oído celebrar como un mérito a mi alrededor...

GASTÓN, suat) emente.

De ello estoy persuadido, señorita ; habréis te- nido la dicha de vivir entre gente digna de vos... Pero escuchad : antes de vuestra venida aquí, hace diez años, que en esta misma aldea de Saint- André se produjo un hecho inaudito, salvaje, cuyo recuerdo me horroriza aún... En una choza misera- ble vivía un labrador judío, ruso o polaco, con una pálida criatura de ocho años... Eran dos pobres se- res indefensos, desarraigados sin duda por algún huracán político o social... Estalló en la comarca no qué epidemia... Alguien, que no era un ig- norante, persuadió a estos aldeanos, naturalezas crédulas y sugestionables, de qué el flagelo era un castigo del Señor por la presencia de los ré-

$S2 PAUL GROUSSAC

probos... Eso fué predicado desde el pulpito de la iglesia... Aquella noche la choza maldita fué asaltada e incendiada. Al día siguiente, mi her- mano, avisado muy tarde, recogió a la niñita llo- rando sobre el cadáver de su padre... Pedro tenía que embarcarse ; confió la criatura a su intenden- te... Me refirieron por entonces que el cura, con- denado a presidio, no había sido suspendido por el diocesano. En cuanto a la muchadha..., conver- tida, por supuesto, ha de rogar hoy por su padre... al Dios de los cristianos, que no es el Dios de los judíos...

CLARA, levantándose con vehemencia.

Estáis mal informado, señor Gastón... El cura fué arrojado de la iglesia por indigno antes que de la sociedad por criminal... Y en cuanto a la muchacha..., no ha abandonado su religión: es costurera en esta casa, y mañana, como todos los sábados, podréis verla tomar el tren de Tours para asistir a los oficios de su sinagoga...

GASTÓN, espontáneamente.

¿Es posible? ¡Ah!, señorita, os pido perdón humildemente... (Se inclina muy bajo con respe- tuosa emoción.)

ibíú ^*' CLARA le da la m^ano cordialmente. ,, ,,

¿ Conque, primera y última disputa, no es ver- dad? Entre los tres que aquí vivimos, nos encar- gamos de haceros olvidar muy pronto vuestras minas de California...

L A M o N J A 383

GASTÓN, contemplando con admiración a Clara sentada.

Francamente, así lo creo... y... lo espero... (Silencio.) ¿Hablabais de California? Yo dejé aquel país hace ocho años para ir a establecerme en el Perú, donde he vivido hasta ayer, con resi- dencia más o menos íija en Lima... (Movimiento de Clara.) ío oh

CLARA

¿En Lima? ¡Qué casualidad! (Corrigiéndose.) Pero ¿sin duda habrá muchos franceses en Li- ma?...

GASTÓN

Franceses... ¿Cómo lo entendéis?, ¿franceses a quienes se frecuenta? ¡Oh!, muy pocos, algunas docenas... Todos nos conocemos.

CLARA, afectando indiferencia.

En el convento..., una amiga mía tenía a su hermano en Lima y solía escribirle... Pero, pro- bablemente, no habéis de conocerle... Se llamn- ba Juhel, Alan Juhel...

GASTÓN, con viva sorpresa.

¡Una hermana de Alan Juhel! Es extraordi- nario... (Mirando a Clara, qiie algo se perturba.) Juhel era amigo mío, íntimo, inseparable... ¿Po- dríais decirme el nombre de esa hermana?...

384 PAUL GROUSSAC

CLARA, vagamente inquieta.

¿Su nombre?... Pero... Juhel, naturalmente... Ya sabéis, en los colegios nos llaman por el ape- llido...

GASTÓN, muy interesado, la mira fijamente,

' ¡Qué mala memoria tenéis! Pero yo la tengo excelente, y no he olvidado que Juhel solía recibir algunas cartas de Francia, declina herma- na menor... (Fingiendo buscar.) Esperad... ¿no se llamaba Berta?...

CLARA, sobrecogida y balbuciente.

¡Berta!... No, señor... Ahora recuerdo que no era así..., se llamaba...

GERMÁN, desde la puerta del vestíbulo.

Señor Gastón, ya viene corriendo el señor con- de...

GASTÓN, dirigiéndose al vestíbulo.

Os pido permiso, señorita... ¡Mi viejo Pedro!. . (Sale apresuradamente.)

ESCENA VII

CLkRk, muy agitada.

¡Qué imprudencia la mía! Estoy trémula de emoción. Oír pronunciar el nombre de mi herma-

f

t A MONJA 3*5

na... Pero ¿qué significa esto? Si no existe, como que es invención mía, la hermana de Juhel..., y mucho menos bajo ese nombre, ¿cómo ha podido conocerlo Gastón ? ¿ Lo habrá oído de labios de su amigo?... ¡Oh I, me infunden inquietud estas coin- cidencias... Si llegara a pronunciarlo delante de ella, ¿ no puede la brusca sorpresa arrancarle un grito involuntario, un ademán revelador?... Gas- tón es caballero; le hablaré... disimulando la fu- nesta verdad... Ya vienen. Estaré sobre aviso...

!ob«ü«. i ESCENA VIII

€l3tíRAi CAROCHE y GASTÓN (éstos entran abrazados).

LAROCHE, radiante.

\ Al cabo volvió al nido, como el pichón de I.a Fontaine, aunque no podemos decir : trémulo, mo- ribundo, medio cojo. Monjita, es necesario ahora no dejarle salir más... ; Nada I, te haremos los tres un círculo de acero... (A Clara.) Me dice Gastón que ya habéis estrechado relaciones...

GASTÓN

Por mi parte, al menos, hay algo más que rela- ción: una simpatía... respetuosa que espero ver correspondida... (Clara se inclina.)

LAROCHE ')b£í2Bm9Í>

I Excelente principio ! Pero déjate de respetos y fórmulas: os habéis de querer como... hermanos,

3^6 PAUL GROUSSAC

antes de cuatro días. (Se sienta en el sofá; Gastón, enfrente; Clara arregla las flores de su canasto en un florero.) Eso es, siéntate aquí. (Mirándole con ternura,) \ Mi chiquillo ! ¡ Cómo estás de tostado y curtido por el viento y el sol ! Cuando recuerdo que tenias una tez de colegiala... Me contarás des- pacio tus peripecias y aventuras. ¡ Ay, cuántos años desperdiciados para el corazón ! Toda la ju- ventud arrojada al aire, perdida para la familia y la patria...

GASTÓN, vivamente.

Para la familia, es cierto, Pedro; pero no para mi país. Tú, que también has recorrido el mundo, sabes cuánto propenden a la grandeza y prosperi- dad de la Francia esas colonias anónimas disemi- nadas por el universo. Otros muchos han hecho más que yo, sin duda ; pero he procurado cumplir con mi deber y acaso hacer amar un poco más en mi persona el nombre francés... Ignoro lo que me hubiera tocado hacer en mi país ; pero te aseguro que algunos de nosotros, aventureros o pioneers del Nuevo Mundo, hemos sido más útiles que tan- tos ociosos como arrastran por los bulevares su enervado escepticismo...

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Acaso tengas razón... Nuestro país se condensa demasiado, no dejando salir de su masa sino las partículas sueltas y estériles que la fuerza... cen- trífuga arroja en su movimiento... rR:6V

I

LA MONJA j8^

GASTÓN, sonriendo y mirando a Clara,

¡Cáspital ¡Y qué científicos estamos, hermana- Pedro !... La señorita Clara no se estará divirtien-r do con exceso. . .

CLARA, siguiendo en su tarea. Hay tiempo de divertirse y tiempo de aprender...,

como dijo el otro. . * , cr

■' . nv^ sb índnJBH ;

LAROCHE p ^nÓJSsO

¿Y este último tiempo es el que niás aprove- chas, verdad? ¡Ah!, muchacho, cuando la conoz- cas mejor...

CLARA, interrumpiéndole.

Ya he terminado mi jardinería, y os dejo que converséis a todas anchas... ¡Tanto tendréis que deciros!... (Aparte, concluyendo su arreglo.) Es necesario que oiga y pueda intervenir : siento un peligro en el aire. (Acercándose en ademán de despedirse.) Conque...

GASTÓN, procurando detenerla.

< Pero nada reservado tenemos que contarnos... Y, además, ¿ no hemos dicho ya que somos pa- rientes? aí^idfiíí ,/ iidííDSO nía obr

CLARA, alejándose.

Por hoy, no sois sino el hijo pródigo, y voy a^ dar un vistazo al ((ternero» del feliz retorno. (Sa^ le por el vest{bulo.)

^88 PAUL GROUSSAC

ESCENA IX LAROCHE, GASTÓN

LAROCHE

¡Palabra de evangelio!... No puedes figurarte 'Gastón, qué tesoro de mujer es esta monjita... Modesta, instruida, alegre como un rayo de sol, un corazón de oro y con eso... lo que has visto. La bendicen en los alrededores, en las cabanas que recorre como un hada de las migajas... Dime, a propósito : ¿ vienes soltero, absolutamente libre, por supuesto? ífn^jj

GASTÓN

Soltero, seguramente... No he pensado cinco minutos en el matrimonio...

LAROCHE

i Estabas tan ocupado ! Y, además, esa vida nó- mada y vagabunda, de ceca en meca... ¡Pues has -debido recorrer campo en los ocho años que hemos estado sin escribirnos más ! Y, hablando de matri- monio, ¿por qué no contestaste al aviso que te di del mío?... Estabas ya por establecerte en Lima, si bien recuerdo...

GASTÓN í».^ i* 'fe^í^ >

¿ Me escribiste a Lima, y sin duda dirigiéndote a Gastón de Laroche ? De más está decir que nun-

LA MONJA 389

ca recibí tu carta... ¿Acaso no te avisaba en la úl- tima mía que había resuelto dejar mi noble ape- llido para volver a tomar el que primero llevaroa nuestros abuelos? Allá nadie conoce a Laroche- Saint-André.

LAROCHE, con reproche cariñoso, ¿Abandonaste nuestro nombre, Gastón?

GASTÓN

I Ah I No sabes en qué extraños compromisos y oficios hubiera tenido que arrastrar nuestro títu- lo nobiliario. ¡ Un título en las minas y tráficos de aquellas tierras I Sería algo así como una armadu- ra medieval, pesada e incómoda..., acaso peligro- sa... (Se ve a Clara arreglando los floreros del ves- tíbulo, desde donde puede oír.) Al llegar a Cali- fornia en busca de una profesión, acepté como pri- mer recurso un puesto en la prensa local... Sabía ya el inglés con mi lengua nativa ; pero tuve re- celo de entregar a ese público nuestro nombre de familia, y acudiendo a nuestro antiguo patroní- mico, firmé Alan Juhel mis bambochadas litera- rias. (Movimiento de horror de Clara.)

LAROCHE

Alan Juhel... i Ah I, sí, el apellido de nuestro pri- mer antepasado histórico : el que fué armado ca- ballero en el combate de los Treinta... Es decir, que en rigor no has hecho sino volver al nombre originario.

390 PAUL GROUSSAC

GASTÓN, continuando.

Lo que es hoy, sobre todo en América, no tengo otro. Había principiado firmando así mis artículos, continué suscribiendo del mismo modo mis letras de cambio: pues te aseguro que Juhel goza allá más crédito que Laroche-Saint-André, con perdón de nuestros pergaminos... ¿Quieres que me abra de par en par ? Pues bien : comencé a usar el seu- dónimo sólo por salvar nuestro nombre de todo sospechoso contacto o salpicadura, y lo conservé por orgullo..., si cabe, en mis diez años de encarni- zada lucha e ímproba labor...

LAROCHE, con caloT.

Has cumplido tu deber, hermano : estabas en la verdadera tradición de la nobleza. Otros vuelven a dorar su blasón con oro ajeno, lo has restau- rado remontándote al origen. Como decía aquel mariscal de Napoleón, eres también un ((ante- pasado». Tienes, te lo repito, mi aprobación. Pero, hete aquí vuelto otra vez un Laroche-Saint- André ; estás libre, soltero, ¿ para qué volver allá?...

GASTÓN

A fe que no me faltan deseos de quedarme para siempre..., si bien tendría, en todo caso, que hacer un último viaje para el arreglo definitivo.

.íiS l-^IiJ LAROCHE

Quédate con nosotros, Gastón. Para la juventud, toda la tierra es patria. Pero llega una hora pron-

I

LA MONJA 391

to te llegará en que el cuerpo y el alma necesitan refugiarse en el suelo nativo, a la sombra del pa- terno hogar. Quédate aquí, hijo mío ; no tendrás que buscar muy lejos la santa compañera de tu vida, la mujer fuerte y dulce que te hará feliz. {Con emoción.) Serás dos veces mi hermano ; sólo así podremos desquitarnos de los perdidos años de separación.

)b oiduion GASTÓN, sencillamente.

¿Clara? (Después de la seña afirmativa de La- roche, queda un instante pensativo.) ¡Ahí, no he necesitado una hora para apreciarla en lo que va- le ; para adivinar qué alma noble se encubre deba- jo de tanta gracia y belleza... Sí, Pedro, era la es- posa soñada... Pero no estoy libre... No puedo dis- poner de mi suerte...

£ LAROCHE

^ ¡ Ah ! ¡ Miserables lazos tendidos al hombre por ti tedio y la soledad! ¿Tienes una querida... con ella vives allá?...

GASTÓN, vivamente.

De ningún modo... Es una antigua aventura, que se arraigó en mi vida sin que pudiera preverlo.

LAROCHE

Estamos solos, Gastón ; cuéntamelo todo... Aca- so mi experiencia te pueda ayudar... (Se sientan, dando Laroche la espalda al vestíbulo y Gastón enfrente.)

39* PAUL GROUSSAC

GASTÓN, con ademán de resignación.

No tengo inconveniente ; por otra parte, la aven- tura es tan llana como trivial. Sabes que volví por primera vez a Europa el año 8o, seguindo de la gue- rra del Pacífico, con una comisión secreta del go- bierno peruano, cuya causa había abrazado, como oficial de marina. Con pasaporte y poderes a mi nombre de Alan Juhel, traía la misión de activar la terminación de un monitor construido en los as- tilleros de Ansaldo, en Genova, para reemplazar al Huáscar perdido. estabas ausente, en cru- cero por los mares de China. Esta circunstancia, unida a la necesidad de guardar reserva sobre mis gestiones, abrevió mi estada en Francia, con ex- cepción de Niza, donde pasé los meses de ese in- vierno bastante crudo. Entre los enfermos que pe- dían al clima tibio de la costa azul la prolongación de una vida precaria, estaba una señora viuda, a quien acompañaba una joven pariente... (Laroche sigue con interés creciente la relación de Gastón.) La anciana se estaba muriendo de tuberculosis... Trabamos relación ; yo había venido por ocho días ; quedé tres meses. La joven era bella, entre- gada al solo cuidado de su enferma ; logré pres- tarles esos pequeños servicios que las mujeres so- las, por ricas que sean, tienen que agradecer... Nos amamos, y creció nuestro amor a medida que declinaban las fuerzas de la enferma. Llegó el fin de la moribunda al mismo tiempo que la conclu- sión de la guerra funesta para el Perú, que ponía término a mi encargo. Te ahorro los tristes por-

LA MONJA 393

menores de mis últimos días, al lado de la desgra- ciada joven a quien me era fuerza abandonar...

LAROCHE, apretando con angustia febril el brazo de su hermano.

¿ Murió la señora en Niza, hace seis años, de una tisis pulmonar?...

GASTÓN, sorprendido.

Sin duda, murió allí... ; fué una desgracia ; pero ¿qué tienes, Pedro?...

.:yhi"i«^a .VíÓT?.Aí LAROCHE, con VOZ alterada qv£ procura asegurar.

Nada ; son tantos los enfermos que se extinguen en Niza... Pero, dime, Gastón: ¿cómo se llamaba esa joven... que te amó? Te suplico que me la nombres...

GASTÓN

No tengo inconveniente, puesto que te empeñas. (En este momento alza los ojos y ve a Clara que, desde el vestíbulo, le intima silencio con su dedo en los labios y la expresión terrible de su rostro.) Te diré el nombre de esa persona (buscando sus palabras y afectando jocosidad), ya que te inspira tanta curiosidad: se llamaba Eva... Rogers, ame- ricana del Norte. Venían a Francia por primera vez. Era una preciosa muchacha la hija, natu- ralmente— rubia como un trigal, alta, arrogante. (Compréndese que junta rasgos adespistadores)).) ¡Hablaba inglés con una gracia... yanqui! ¿Quie- res que complete la filiación?...

26

394 PAULGftOUSSAC

LAROCHE, súbitamente serenado y respirando con alivio .

¡Oh!, es inútil... ; te explicaré. (Llena un vaso de agua, que sorbe de un trago.) La mujer de uno de mis oficiales murió también en Niza por ese tiempo...; ya ves la coincidencia... ¿Conque tu- viste allí tus amorcillos, pequeño Lovelace ? Y bien, ¿qué? Me hablabas de un vínculo subsistente... ; me asusté con tu preámbulo...

GASTÓN, aparte. ¡Gracias a Dios! Parece que salvé la situación.

LAROCHE

Pero, dime : ¿y ella, te amó... del todo?

GASTÓN, después de mirar hacia el vestíbulo, con^ testa con una seña evasiva.

Para concluir en pocas palabras... Tuve que embarcarme, después de dejar a... Eva en poder de un tío suyo, nombrado tutor... Nos juramos fi- delidad eterna... ; prometí, sinceramente, volver a los pocos meses... Pero, no bien desembarcado en Lima, me encontré con mi fortuna por los suelos : todos mis bienes, embargados; mis haciendas y minas, saqueadas por los chilenos ; en fin, la rui- na completa, aunque no irreparable... Escribí a... Eva. explicándole el desastre, pidiéndole que no me esperara más, pues no respondía de mi porve- nir... Total: que se casó en Francia un año des- pués ; ella misma me dio la fatal noticia, sin decir-

L A M o N J A 3^5

me con quién... Le contesté como debía, con ente- reza... y resignación. Sin embargo, hemos seguido con la costumbre de escribirnos, una vez al año, en recuerdo de nuestro finado compromiso: ella dirige sus cartas a Lima, bajo mi nombre califor- niano, el único que me conoce, y yo, también con dirección convencional, mando las mías a París, Poste restante,

LAROCHE

Perfectamente. Pero como vuelves a ser desde hoy Gastón de Laroche, dejando en tu saco de via- je tu pasaporte de Alan Juhel, queda todo arregla- do y concluido... sin perjuicio de tercero...

GASTÓN, animándose poco a poco.

¡Ayl No sabes cómo, a medida que pasaba el tiempo y venía la edad, trayéndome sus melan- colías y decepciones, sentía renacer, cada día más fuerte, esta primera y única pasión de mi juventud. Ella tampoco me olvidaba : sin decirme jamás el nombre de su marido, me pintaba su tristeza al lado de un hombre a quien respetaba, pero no po- día amar... Hace un año le anuncié mi vuelta, y recibí en contestación un grito de amor tan ardien- te y vibrante que palpitaba aún en el papel... No sabes qué amuleto, qué mágico talismán pueden tornarse ciertas palabras escritas a tres mil le- guas... Al fin venció el que lo vence todo: en un rapto de protesta contra mi traqueteado destino, no quise envejecer en tierra extraña sin que, por vez última, brotara una llama en este yerto cora-

3^ PAUL GROUSSAC

zón... Quise ser feliz aún: un año, un mes, un día. . . , y he llegado ayer. . .

LAROCHE, gravemente.

] Y para reanudar esa vieja aventura es por lo que quieres cerrar la puerta a la próxima y sana felicidad! Una mujer novelesca que procura sazo- nar su prosa matrimonial con la pimienta de un amor exótico. ¿ Crees acaso en la virtud relativi ? Quien bebió, beberá. Lo que sucedió una vez, fa- talmente se ha repetido, o se repetirá...

GASTÓN

Veamos, Pedro ; la juzgas injustamente porque no la conoces.

LAROCHE

La conozco: se llama legión. ¿Acaso no tene- mos todos en nuestro pasado una media docena de casos análogos? Estos amores de lance prohibido, siempre idénticos, son los mojones triviales de nuestra juventud. Vamos, hombre: ya es tiem- po. Vuelve a la sana evidencia, a la eterna verdad. ¡ Cuentas treinta y cinco años : no tienes que per- der tiempo si quieres todavía ser feliz, hermano mío. (Le pone con cariño la mano en el hombro.) Ahora te entrego a tus reflexiones... Voy hasta los trabajos y vuelvo a escuchar tu resolución. Te comprometerás, ¿oyes?, a pasar aquí una se- mana, nada más que odho días... ; veremos enton- ces si te quedan fuerzas para escaparte de la que- rencia. (Se va.)

LA MONJA 397

GASTÓN le ofompaña algunos pasos, repitiendo maquinalmente :

Eso es, paso aquí una semana, y después, vere- mos...

ESCENA X

GASTÓN, después CLARA

GASTÓN queda un instante pensativo, y luego murmura :

¿ Qué significó ese ademán de Clara, su expre- sión terrible y el nombre mío de allá, que antes pronunciara con incomprensible interés?... ¿A qué, por fin, esa inquietud de mi hermano al escu- char el principio de mi relación ? ¡ Santo Dios ! No me atrevo a seguir mi pensamiento. Sería la catás- trofe irreparable, el rayo que redujera a cenizas mi presente y mi porvenir... ¡Clara!

CLARA, pálida, febril, con voz rápida y sorda.

Señor, esa fingida Eva Rogers, de quien ha- blabais hace un momento, ¿se llama Berta Bres- son, no es cierto?

GASTÓN, aterrado. Os juro que os equivocáis... Os explicaré...

CLARA, con agitación creciente.

Pero comprended que no tenemos un minuto que perder... Ignoro si sois más desgraciados que

398 PAUL GROUSSAC

culpables... Ahorremos razones y mentiras. (Indi- cándole la puerta de la izquierda.) En ese cuarto hay un retrato de la condesa de Laroche... ; podéis entrar : el conde está lejos ya.

GASTÓN, después de un momento de estupor.

¡Dios mío! Quiera el cielo que no sea cierto. (Entra precipitadamente.)

CLARA, con energía sombría.

I Vamos, resolución y serenidad ! Lo que urge es salvarnos del abismo : después habrá tiempo para sufrir y llorar. Pobre Clara, olvida ya tu ig- norancia del mal ; rechaza lejos de ti, como una ignominia y una cobardía, toda mentida ilusión. No te acuerdes sino de esa infeliz extraviada y de su noble víctima. ¡Oh! ¡Señor, en quien creo y confío : dame la fuerza de ser inexorable y cruel !

GASTÓN, vuelve con semblante desencajado.

No hay duda posible. ¡ Es la catástrofe ! ¡ Oh, hermano mío!... (Se deja caer en el sillón, ocul- tando él rostro en sus manos.)

CLARA, después de un silencio. Comprendo vuestro dolor, vuestro, remordimien- to... Pero en esta hora suprema es fuerza negar- nos hasta el alivio de la queja... Señor de Laro- che: mi hermana va a llegar... antes de media hora. (Estremecimiento de Gastón.) ¿ Creéis po- sible que estéis juntos aquí un solo instante, bajo

LA MONJA 399

el techo deshonrado y la mirada de vuestro her- mano, de su marido?...

GASTÓN levanta la cabeza y procura recobrar alguna serenidad.

Haré lo que queráis, señorita. Pretextaré una in- disposición para quedar en mi cuarto... Vos la ve- réis. Os concertaréis con ella... Dejo en vuestras manos mi suerte presente y futura... Dicen que sois el ángel bueno de la familia : cumplid vuestra misión...

CLARA, con un esfuerzo para afirmar su voz.

Pues bien : la cumplo, diciéndoos que es menes- ter partir...

r GASTÓN, como síu comprender,

¡Partir! ¿Para dónde?

< ■■

CLARA, con trágica energía. o

-• Partir, hoy mismo, para siempre... No podéis -vivir una hora más en esta casa... ¿ No habéis sen- tido el vago despertar de la sospecha en el acento de vuestro hermano?... Por más que supierais di- simular, una mirada, un temblor, un silencio os vendería. Y entonces sería lo terrible... No quiero ver ese momento ; no quiero vivir con esa amenaza sobre nuestras cabezas... (Bajando ¡a voz.) No quiero rozarme diariamente con la deshonra y la vergüenza...

400 PAUL GROUSSAC

GASTÓN, mirándola con súplica.

¿ Pensáis acaso que yo, en vuestra presencia, bajo vuestra mirada de juez, tanto más inexorable cuanto más puro...? ¿Creéis por un momento que sería yo tan miserable que pensase en algo más que en el arrepentimiento y la expiación?...

CLARA, con voz sorda. hsL expiación no está aquí... ¡Partid!

GASTÓN, con una explosión de amargura.

¡Oh! ¡Corazones helados por el claustro y la devoción ; almas endurecidas por el orgullo de vuestra impecabilidad! ¡Con cuánta altivez juz- gáis a quienes fueron tal vez más débiles que cul- pables ; a la que sucumbiera un día, más por la fa- talidad de su ignorancia que por su libre albedrío! Aunque sepáis que la falta no fué deliberada, sino obra de un ciego destino, como en las trágicas le- yendas, echáis al platillo de la balanza vuestro horror por el pecado, compuesto de ignorancia y frigidez. ¿ Qué os importan las lágrimas de fuego que el culpable vierte sobre su culpa, la desespe- ración de la víctima, más cruel que cualquier cas- tigo del vengador? Lo que perseguís es la satis- facción abstracta de no qué vindicta superior. Discípulos de los que arrojaban a la hoguera al niño contaminado por el delito de sus padres ; san- tos sin tentaciones y héroes sin combates : si exis- tiera un Dios clemente y justo, os echaría de su presencia; si imperara esa ley del Galileo que hi- pócritamente invocáis, seríais condenados por El

LA MONJA 401

que perdonó a la pecadora arrepentida... ¡Sí! La forma implacable de vuestra sentencia es más ini- cua que el mismo delito. Vos no podéis dudar de nuestro dolor, de nuestro remordimiento ; sabéis que jamás pudimos sospechar pues entonces no existía lo que hoy aparece como la faz más ho- rrible de nuestra falta. Con todo, declaráis sin va- cUación que yo debo volver ahora mismo al destie- rro, desalentado y envejecido. Más aún : infligís a mi hermano la amargura de mi aparente indife- rencia, el dolor de llamarme ingrato o sosj>echar- me criminal. | Sentenciáis, por fin, a esa pobre mu- jer extraviada a sufrir la vergüenza de vuestro re- proche o el rubor de vuestro perdón ! Pues bien : sí, me voy, pero llevando la sospecha de que quizá tanto rigor justiciero no esté reñido con vuestro in- terés o ambición personal en esta casa...

CLARA, que apenas se ha contenido y cuya indigna- ción va creciendo hasta el fin de la réplica.

Señor, ¿estáis extraviado, o no sois digno de comprender qué móvil superior me impele a mez- clarme en vuestra triste historia ? ; No pienso aho- ra en vos, ni siquiera en ella : me acuerdo tan sólo de aquel noble corazón a quien mataría el crimen, descubierto o sospechado, de los que amó I Sabed- lo, pues : ha dudado un instante, y la duda, en es- tas almas honradas, es como una rajadura incura- ble en el cristal. ¿No hablabais de mi fácil altivez? El cumplimiento del deber nunca es tan fácil como su desconocimiento. Lo que me parece muy llano y cómodo es invocar no qué fatalidad irre-

40Í PAUL GROUSSAC

sistible que ahorra el trabajo de resistir. No me ocupo de vuestro destino : id adonde queráis. Pero la Providencia me designa como su instrumento para salvar a dos seres queridos de la desgracia irreparable, y acepto la misión... Berta no ha de entrar aquí mientras estéis presente : respondo de ella, porque respondo de mí... En cuanto a vues- tros últimos insultos... Señor Alan Juhel : hicisteis bien en trocar por éste vuestro verdadero nombre. En vuestras correrías por aquellas tierras de aven- tura, ¡ habéis olvidado cómo un Laroche-Saint-An- dré habla a una mujer! Sabíais que el único hom- bre que podría protegerme, es el único ante quien no me puedo quejar, y os habéis propasado. Que- dáis dueño de vuestra última decisión... (Da un paso para retirarse,)

GASTÓN, con un grito de desesperación.

¡Clara! ¡En nombre de vuestro Dios!... Espe- rad un momento... Estaba delirando... Os suplico que no me dejéis así... Dejadme la fuerza necesa- ria para salvar este paso terrible. (Clara queda de pie, indecisa.) Voy a cumplir con todo mi deber, siquiera esta vez. (Toca el timbre ; entra Germán.) Mi buen Germán, ¿hay algún carruaje disponible para llevarme a la estación ?

^^ ^ GERMÁN

¿El señor va a Tours?

GASTÓN, después de consultar a Clara con la mira- da, contesta para desorientar a Germán.

No, a Chinón ; tomo el tren de Burdeos.

LA MONJA 403

GERMÁN

Hay el tílburi del señor conde...

GASTÓN

Bastará, voy solo; haz atar inmediatamente y ven a avisarme. (Sale Germán. Gastón se acerca a la mesa y escribe algunos renglones, que lee en alta voz.) «Querido hermano : un telegrama ur- gente me llama a Burdeos. De allí te escribiré. No dudes jamás de mi cariño. Gastón.» (Se acerca a Clara con timidez.) Ahora, Clara, me voy para no volver jamás... Consumaré el sacrificio y com- pletaré la expiación... Dejadme deciros esta última palabra : no me neguéis el adiós que perdona e inicia el rescate. Os suplico que no toméis a ultraje esta última confesión sin esperanza : indigno y manchado como estoy, no pude contemplar insen- sible tanta nobleza unida a tanta seducción... Tesoro de gracia y fuente de consuelo, os he en- trevisto en mi camino como un premio que no po- día merecer. (Clara cierra los ojos y se apoya en la mesa, vencida por la emoción.) Una aureola ro- dea vuestra frente, y es vuestro dorado cabello el que remeda en su contorno encantador un nimbo de santidad. ; Qué ritmo secreto en vuestros pasos, qué oculta virtud en la menor acción de esa blanca mano, hecha para curar heridas y enseñar el cie- lo!... I Oh, sueño supremo de mi declinante ju- ventud I... Refugio de paz profunda, una hora go- zado, y cuya pérdida me va a dejar una fatiga in- decible que nada aliviará... (Con voz baja, apenas

404 PAUL GROUSSAC

perceptible.) ¡ Ay !, no era ya por Berta por quien quería quedarme... (Cae a sus pies, llevando a los labios la mano de Clara,)

CLARA, desfalleciendo. Gastón..., os suplico...

GERMÁN, desde la puerta del vestíbulo. Está listo el tílburi del señor Gastón.

GASTÓN da un paso y se vuelve. Adiós para siempre...

CLARA, bajando la cabeza, murmura. Para siempre, adiós... (Sale Gastón.)

. ñor ;')f;b'*B Éj- ESCENA XI

CLARA cae en el sofá y rompe a llorar con la cabeza ocul- ta entre sus manos. LAROCHE entra por el vestíbulo con una vasija negruzca en la mano.

LAROCHE, desde la puerta.

Este es el día de las grandes felicidades... Una pieza única, maravillosa. (Mira con sorpresa a Cla- ra, se acerca, le levanta la cabeza con una mano y la mira fijamente.) ¿Qué sucede, f>or qué lloras?... (Clara le indica la carta abierta sobre la mesa, qu£ Lar oche recorre rápidamente.) ¿ Qué es esto? ¡ Gas- tón se ha marchado sin verme, sin consultarme ! ¿Qué ha pasado aquí, Clara? Quiero saberlo...

LA MONJA 405

¿Qué misterio es este?... ¿No contestas? Corro a alcanzarle..., y te juro que lo he de saber... (Da un paso hacia la puerta,) i^.nu!

CLARA ha seguido con ansiedad los movimientos de Lar oche, y corre a detenerle. No, no vayáis... Es inútil... Voy a deciros... Una discusión penosa... Pero volverá... más tar- de...

LAROCHE, exasperado, ;Ah! ¡Lo he temido desde el primer momento! Y le has dejado partir por no humillarte. Tu into- lerancia de fanática arroja de su casa a mi herma- no, el día que vuelve, después de diez años de au- sencia... ¡Has hecho eso, tú! ¡Ah, rayo de Dios! (Tiene un ademán terrible ^ pero se reprime y es- trella la vasija contra el suelo,)

CLARA cae de rodillas,

I Laroche, en nombre del cielo !... No podéis me- dir hasta qué punto estáis injusto conmigo.

LAROCHE, amargamente,

Y le conozco: nunca volverá... (A Clara.) Y para esto es para lo que os sirve la religión !...

CLARA, resignada.

Sí, para esto sirve. (Se levanta,) Laroche, com- prendo que mi lugar no es éste ya... Pero no ago- biéis a una infeliz : no me lo digáis. Mañana vol- veré al convento. (Con una sonrisa dolorosa,) La

406 PAUL GROUSSAC

monja ; al monasterio!... Me retiro; no puedo más... (Se aleja lentamente. Lar oche cae abisma- do £n un sillón.) v-»^*í^H ^* íw>m-!;í y¿v.<

¿oiítaVm! GERMÁN, en la puerta del foro. La señora condesa. ^-^ ^

Diciembre 24 de 1886.

(.obwz b í>t$«-

'Jl- ' ,-

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NDICE

Páginas

Breve excusa V

El Número 9090 5

El Hogar desierto 173

La Rueda loca 269

La Herencia...^ 325

La Monja 349

^0

JtlNDING SECT. APR 151975.

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PQ Groussac, Paul

7797 Relatos argentinos

G65R^

1922