Trozos Selectos

DE

Literatura

POR

Eduardo Wilde

TALLERES CASA JACOBO PEUSER

Buenos Aires ~ iQig

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TROZOS SELECTOS DE LITERATURA

TROZOS SELECTOS

DE

LITERfiTU

POR

EDUftRDO U7ILDE

288347 TALLERES CASA JACOBO PEUSER *Qf 1915

Universidad de Buenos Aires Secretaria General

Buenos Aires, Junio 18 de 1914.

El Consejo Superior de la Universidad Nacional de Bue- nos Aires.

Por cuanto: La señora Guillermina de O. C. de Wilde ha donado en favor de esta Universidad la totalidad de los derechos de autor que le corresponden como heredera de su esposo el Dr. Don Eduardo Wilde, sin otra condi- ción que la de aplicarse el producto de aquel derecho a costear un premio anual en la Facultad de Ciencias Mé- dicas.

En consideración al mérito de las obras, a los distin- guidos servicios que en la enseñanza de la Universidad y a la instrucción en general prestó el Dr. Wilde, como profesor y en los cargos públicos que desempeñó, en ho- menaje a su memoria y a la estimación que merece la generosidad de la señora donante,

resuelve:

Articulo Io Aceptar la donación bajo la condición ex- presada, y agradecerla.

Art. Comunicar esta resolución y sus anteceden- tes a la Facultad de Ciencias Médicas, para su cumpli- miento en la parte relativa al premio anual.

Art. 3o Inscribir esta resolución en la portada de los libros que se editaren con autorización del Rector de la Universidad.

Uballes, Rector de la Universidad.

R. Colón,

Secretario General.

Es copia.

M. Nirenstein,

Pro- Secretario General.

República Argentina

Consejo Nacional de Educación Secretaría

No 4L2

Buenos Aires, Noviembre 30 de 1914,

Señora Guillermina, de O. C. de Wilde.

Tengo el agrado de dirigirme a Vd., transcribiéndole para su conocimiento, la resolución adoptada en la fecha, que dice así:

"Manifestar a Doña Guillermina de O. C. de Wilde, que el H. Consejo permitirá él uso por las escuehis de su dependencia de los "Trozos Selectos de Literatura" del Dr. Eduardo Wilde que aparecen reunidos en el libro adjunto, y que formarán un manual según el formato de la muestra".

Saludo a Vd. con toda consideración.

P. N. Arata. Segundo M. Linares.

Consejo General de Educación de la

Provincia de Buenos Aires Nota Núm. 21

La Plata, Marzo 15 de 1915.

A la Señora G. O. C. de Wilde.

Buenos Aires.

Distinguida Señora :

Pláceme llevar a su conocimiento que el H. Consejo General por resolución de fecha 3 del corriente, ha re- suelto aprobar como texto de lectura para uso de los cursos complementarios (5o y 6o grado) de las escuelas oficiales de la Provincia, la obra del Dr. Eduardo Wilde cuyos originales se encuentran en esta Secretaría, a los efectos de su devolución, previa reposición del sello co- rrespondiente.

Asimismo, hágole saber que de acuerdo con lo dictami- nado por la Comisión de Asuntos Técnicos, el Honorable Consejo ha decretado la recomendación de la referida obra del Dr. Wilde para su empleo en las escuelas normales populares de la Provincia.

Saludo a Vd. con mi consideración más distinguida.

Julio D. Urdaniz.

PÁGINAS MUERTAS

BORRADOR DEL PREFACIO DE UNA PROYECTADA EDICIÓN

Lector amigo, (todo autor tieno al menos uno, so supone). ¿Quieres saber por qué doy a estos volú- menes el título de páginas muertas, y cuáles son las causas eficientes de su publicación? Espero una res- puesta afirmativa; de otra manera me veré obligado a privarte de un prólogo sin el cual tu vida sería un mar- tirio. Generalmente no lees el de ningún libro, me consta, pero cierro los ojos ante ese detalle insignifi- cante. Nosotros, los autores concienzudos, no admiti- mos talos hechos incompatibles con las exigencias de la rutina y yo, por lo tanto, me apresuro a satisfacer tu legítima y apremiante curiosidad.

Ahora ¡atención! ¡Comienzo!

ISD

Un día como a eso de las. . . . (te dispenso la hora) decidido a revisar mis papeles, abrí un cajón donde yacían varios manuscritos y recortes impresos que me anunciaron su lamentable estado con el olor a sepulcro de su humedad encerrada.

Algunas arañas literatas y flacas que se ocupaban en colgar cortinas y en otros trabajos de tapicería, ape-

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ñas levanté la tapa de su biblioteca, corrieron despa- voridas a los rincones, estirando ridiculamente sus largas patas ; dos o tres insectos disecados balancea- ban sus restos mortales en la tela tendida, como gim- nastas de circo en las redes impuestas por las ordenan- zas municipales; las hojas amarillentas con sus letras penumbradas parecían lápidas viejas con leyendas carcomidas.

En vista de tan deplorables incongruencias tomé un trapo y con una metódica sacudida, puse en fuga a los parásitos exóticos de mi prosa.

La atmósfera se pobló de mil generaciones micros- cópicas que son los átomos de polvo revenido, hicieron un torbellino semejante a la vía láctea, visible en la faja del sol que entraba al cuarto. Al remover los papeles hallé las hojas pegadas formando paquetes apelmazados; parecían restos cadavéricos amontona- dos en una fosa común y yo mismo me hice el efecto de estar practicando una exhumación.

¡Páginas muertas! dije, como leyendo un epitafio imaginario.

¡Muertas! sí. Unas tuvieron vida efímera ante el público en los periódicos; otras vivieron solas en mi conciencia mientras las pensaba y escribía, vaciando la impresión de cada día en el papel, blanco entonces, pálido y macilento ahora!

¡ Muertas! Lo anuncian los efluvios de su osamenta y lo dejan sentir el silencio y el olvido de su espíritu!

Muertas como los sedimentos de la vida mental fija- das en ellas, al desfilar sobre sus frases las gotas esen- ciales de cada hora, como quien exprime el tiempo para sacarle en extracto la pasión sustancial de sus momentos.

Leí ai acaso varios párrafos. Algunos encerraban

reminiscencias de la edad clorada y de placeres desva- necidos; otros retrataban los encantos de bellezas per- didas y de afectos recíprocos, lejanos, ya enterrados; y ano finalmente, contenía la corta y lamentable histo- ria de un pobre niño que pasó do la cuna a la tumba sin conocer la vida. ¡Todos en suma recordaban algo muerto !

En los libros ajenos (pensé luego) nos imaginamos encontrar la concepción real de los autores y el retrato fiel de sus íntimos sentimientos. Entre tanto, si los poetas y grandes pensadores representantes do la glo- ria humana, salieran vivos de sus tumbas y leyeran sus obras explicadas, volverían a morirse de sorpresa!

En todo trabajo literario hay un germen sentimental que inspira y determina las ideas, sin prestar asidero al comentario, y podemos pasar indiferentes en rápida lectura, relatos de episodios que harían llorar a sus autores.

¿ Acaso las palabras se transforman ?

No ciertamente ; pero sólo ellos conocen el secreto de su párrafo, la circunstancia que le dió vida; el sen- timiento generador de su estirpe, el alcance y el objeto de su forma; solamente para ellos tiene un alma ami- ga que se difunde entre líneas y huye ante los. ojos de un extraño, desprovisto de todo antecedente.

Ningún escritor debe pretender jamás ser compren- dido si no trata asuntos puramente intelectuales ; pues entre la nota real del sentimiento y la expresión helada de las letras, hay un abismo que el comentario no col- ma o sobrepasa. ¿ No vemos acaso muchas copias mal hechas de paisajes deliciosos y retratos exquisitos de fisonomías vulgares? Un criterio mediocre destruye la obra que comenta, así como la realza y la embellece quien con talento, bondad y gusto delicado, la analiza.

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Por estos mecanismos, muchos autores resultan pin- tando sublimes bellezas, cuando jamás las concibieron, descubriendo verdades etornas, cuando solo escribieron necias paradojas, y haciendo la anatomía del corazón humano, cuando apenas alcanzaron a citar refranes.

Siendo en mi opinión tan positivas las dificultades de todo juicio literario. ¿Cómo me atrevo yo a pu- blicar cosa alguna? Si se ha de creer en los prefacios, la edición de libros responde a uno de los siguientes propósitos y sus análogos :

Llenar una necesidad sentida.

Propagar sanos principios.

Ilustrar puntos controvertidos.

Destruir errores corrientes.

Sacar del olvido historias o cuentos interesantes.

Implantar sistemas sin los cuales la humanidad

no podrá ser feliz. Complacer al público, cuya buena acogida es la única aspiración del autor. Estos son los motores ostensibles. Los no confesados y más reales son: El interés propio. El amor propio. Yo no me propongo llenar ninguna necesidad sen- tida, ni propagar principios sanos o enfermos, ni ilus- trar puntos controvertidos, ni destruir errores, ni sacar cosa alguna del olvido, ni complacer a nadie, a sabien- das al menos; y por fin, no alimento siquiera la espe- ranza de vender la edición!

No tengo tampoco amor pro .... iba a decir una fal- sedad ! . . . Creo que el amor propio ha influido en mi decisión, pero ño de un modo fundamental !

Mi motivo preponderante es muy ridículo, no lo de- fiendo, lo expongo simplemente en honor a la exacti-

tud: tengo una verdadera manía por la simplificación y el orden, me fastidian los papeles sueltos; no podía ver los míos viajando do un lado a otro en manojos desiguales, y como por una razón o por otra, deseo conservar su contenido, he resuelto el conñicto alo- jando mis producciones en varios volúmenes bien invo- lucrados, provias las enmiendas indispensables, aun cuando sea para leerlos yo solo, imitando a muchos autores impopulares, entre cuyo número me cuento.

LA FORMA LITERARIA

Uno se muere sin llegar a la forma literaria defi- nitiva.

Boris no sabía lo que era arte, pero distinguía las cosas que le pertenecían y ponía bajo ese título, todo cuanto era bello : flores, música, montañas, tempesta- des, mujeres, ríos, funciones de iglesia, ejercicios acro- báticos .... y creo que no se equivocaba.

Lo artístico de lo que llamamos literatura, no en- traba de lleno y de golpe en su concepción, porque requiere un trabajo preliminar: leer, entender, apre- ciar, gustar, eso no era como una tormenta de rayos y truenos, por ejemplo, cuya belleza no requeriría exa- men. Para leer y entender lo que leyera, habría co- menzado por ser para él un tormento innecesario, pues para dar su lección le bastaba pronunciar las palabras. Cuando entendió lo que leía, solo tuvo ocasión de gus- tar de las formas al leer Robinson Crusoé, Pablo y Virginia, y las descripciones de animales que, con sus figuras respectivas, contenía un folletito adorable del cual recordaba esto: « El antílope o gacela es un ani- mal hermoso y delgado de cuerpo, que vive en gran- des tropas o manadas».

Después, a lo largo de la vida, ha leído mucho, mu- cho, mucho, y fueron cambiando sus aficiones hasta

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llegar a esta fórmula: «lo único que vale en literatura es lo original y lo que más seduce, es la narración, sin digresiones largas ni comentarios».

Ahora para él, lo exquisito de un libro está en la claridad de su forma, en la elegancia de las palabras, en la consonancia de sus sonidos y naturalmente, en la novedad del concepto que expresa.

LA LLUVIA

...Y la lluvia batiendo su compás comienza de nuevo fuerte, calmada, violenta, bulliciosa, alternativa- mente, acompañando con sus tonos dulcísimos las vi- braciones de dos corazones henchidos do amor y de zozobra.

La lluvia lenta y suave canta en tono menor sus tiernas declaraciones, formula esperanzas, prodiga consuelos y adormece los cuerpos con sus secretas vo- ces misteriosas.

La lluvia furiosa, torrencial, vertiginosa, relata ba- tallas, catástrofes, aparta la esperanza, despedaza el corazón y hace brotar en los ojos esferas de cristal que balanceándose en las pestañas parece que vacilan antes de soltarse para regar la tierra maldita.

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Mas allá, en la vieja ciudad, álzase un' convento sombrío, pesado, vetusto, como un elefante entro las casas; una ventana microscópica, trepada en la pared enorme da paso a la luz que penetra sigilosamente en la celda de un fraile, para insultar con la novedad de sus rayos, una cama vieja, una mesa vieja y una silla vieja también, tres muebles hermanos en flacura que instalaron allí su osamenta hace dos siglos y en los

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cuales mil generaciones de insectos han llegado en la mayor quietud a la edad senil. La bóveda amari- llenta da atadura a cortinas colosales do telarañas, donde yacen aprisionadas las momias do las moscas fundadoras y donde merodean silenciosas arañas cal- vas y sabandijas bíblicas enclaustradas, aun cuando no siguen las reglas do la orden. Allí se han enlo- quecido de hambre las pulgas más aventureras o in- geniosas y las polillas, después do haber roído todas las vidas de los santos, han entregado su alma al creador bajo los auspicios de la religión. Un libro con tapa do pergamino se aburro de mismo, entre las manos de un padre también de pergamino, que mira, desde la altura do sus ochenta años con ojos mortuorios de ágata deslustrada, las letras seculares do las hojas decrépitas o indiferentes.

En el patio del convento crecen los árboles sobre las tumbas de los religiosos y la lluvia que cao re- vuelve el olor a sepulcro de la tierra abandonada.

La mente del padre huida do su cerebro, vaga por no donde, mientras él, estúpido de puro santo y sordo do puro viejo, no oye los salmos que canta el agua desplomándose de los campanarios, y azotando los claustros.

Las pasiones han abandonado su corazón. Ahí está sobre su silla gastada, vogetando en vida, sensible solo al tañido do la campana, único motor de su cere- bro hecho a despertarse a su llamado por la costum- bre antigua y cotidiana; su cuerpo se ha secado y la estéril vejez sin dolores ni ontusiasmos, marchitando sus sentimientos y despojando do aguijón sus días es- casos, niega a su alma aislada en la oscuridad de sus sentidos, las dulzuras inefables de la lluvia quo ador- mece al desfalleciente y arrulla al moribundo.

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Y mientras el viejo duerme abandonado de mis- mo en su celda helada, la lluvia saltando sobre los tejados, apurada por las calles, chorreando por las rendijas, mandando su agua por los albañales o for- mando arco -iris en los horizontes, refresca, anima y vigoriza la naturaleza o enferma y destruye los gér- menes de la existencia humana.

Y mientras el viejo reposa sus órganos faltos de ac- ción en su silla fósil, la lluvia deslizándose por los muros grises, serpentea lentamente por las hendidu- ras, buscando su tumba al pie del edificio o chocando con los obstáculos, produce con sus gotas desarticula- das, un sonido de péndola que convida a morir.

La lluvia redobla en las bóvedas; en la iglesia de- sierta resuena la voz del religioso que dice sus rozos con murmullos nasales, teniendo la soledad por tes- tigo; las naves están frías, el piso yerto, los altares estáticos como decoraciones enterradas en el teatro de alguna ciudad ahogada por las cenizas do un volcán y las imágenes de los santos, con los ojos fijos en los brazos catalépticos, parecen aterrorizadas por la lluvia que asedia, embiste y golpea las dobles puertas cla- veteadas.

EL MAESTRO CESÁREO

No creo que exista un solo habitante de Buenos Aires que haya cometido la gravísima falta de no co- nocer a Cesáreo.

Pero conocerlo de lejos y de vista no es conocerlo.

A primera ojeada Cesáreo parece un anciano respe- table y nada más; pero examinando a fondo so llega a conocer que es todo lo contrario.

No hay un solo hombre en la tierra a quien le venga mejor el ser examinado a fondo que a Cesáreo.

De pie y sin florete Cesáreo es. una cosa; a fondo y con florete es otra muy diferente.

El conocido maestro visto a fondo no es un anciano agobiado por los años, sino un joven lleno de agilidad y de vida.

Su existencia es más original que la de un inglés, quizá porque siendo un inglés de hecho, no se atreve a serlo de veras.

Cesáreo es Gibraltarino, pero para él la cuestión de la nacionalidad se halla escondida tras de un asalto.

No un asalto de Gibraltar, sino de florete.

Su estandarte es un estoque, su carta de ciudadanía una careta.

Sus derechos y sus obligaciones están encarnados en un perro y varios gallos.

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No se sabe cuando ha nacido; su fe de bautismo no debe hallarse en los libros parroquiales sino en algún tratado de esgrima.

La primera vez que se le vió en el mundo estaba en guardia; la segunda a fondo y la tercera en un circo de gallos.

En estas tres situaciones el viejo maestro estaba in- variablemente acompañado de su perro.

Cesáreo ha viajado mucho; su perro y sus gallos han corrido largas caravanas.

Yo lo conocí en Entre Ríos, en una Sociedad de jó- venes alegres y en medio de un gallinero completo.

Allí como en todas partes, Cesáreo daba lecciones de florete a sus amigos y de comer a sus animales do- mésticos.

Llevaba una gran vida y su perro a todas partes.

Su existencia habría sido la del más feliz de los mortales, si con los años no se hubiese visto obligado a añadir a estos tres elementos que formaban su pa- tria, su costumbre y su religión, un par de anteojos.

Cualquiera pensará que los anteojos le fueron im- puesto a Cesáreo por las necesidades de la esgrima, pero se llevará un solemne chasco.

Su vista decaía y disminuía por consiguiente su inefable placer de contemplar su gallo, por medio del rey de los sentidos.

Entonces un par de anteojos vino a ser la tabla de salvación de un hombre que tiene parte de su vida comj3rometida en las riñas de aves domésticas.

Cesáreo ha ganado mucho dinero.

Debía ya ser rico, ¡)ero sus numerosos amigos y un pueblo entero do discípulos suyos, han llegado a saber con el más profundo sentimiento que el viejo maestro ha consumido todos sus haberes en la compra

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de granos para mantención de sus gallos y collares para la protección do sus perros.

En cualquier parte del mundo Cesáreo pasaría por un original, sino fuera indispensablemente necesario el que pasase por maestro de armas.

Otros hombres tienen cálculo, ambiciones y una vida más o menos semejante a la de los demás.

En Cesáreo no se verifica nada de esto. El tiene tres aficiones y nada más.

El es el prototipo del maestro de esgrima, identifi- cado con su profesión de tal manera, que donde quiera que se le ve se imagina uno estar viendo un asalto.

Ha sido, es y será el maestro de cuantos jóvenes han pasado, pasan o piensan pasar por la ópoca en la cual el deseo de aprender esgrima, se convierte en una manía.

En cada uno de estos discípulos el viejo ha dejado un amigo para siempre. Una generación de gallos y los funerales de algún perro, han marcado el pasaje de una generación de jóvenes.

Bien mirado este modo de ser es de un hombre ex- cepcional, y una lógica rigurosa preside todos los actos de su vida.

El educa jóvenes para que con las armas en las manos defiendan sus pasiones y su honor.

Pero al mismo tiempo educa gallos que diriman las cuestiones de su casta en la arena de los circos.

De modo que todos los jóvenes de Buenos Aires, sin pensarlo ni quererlo, han sido fatalmente condiscí- pulos de algún gallo.

Sarmiento, Mitre y Vélez Sarsfield, que han apren- dido florete con Cesáreo, han tenido por condiscípulos a gallos de varias nacionalidades y plumajes.

Mitre fué condiscípulo de un gallo giro, según me

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ha dicho Cesáreo, que cuenta las épocas por sus ga- llos y los grandes acontecimientos por sus perros.

Sarmiento recibía lecciones al mismo tiempo que un gallo de mala ralea y Vélez Sarsfield se educaba en esgrima junto con un gallo negro, criollo y salidor de buena casta.

La misión del hombre es vivir y amar a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a mismo, excepto la misión de Cesáreo que consiste en ser el sempiterno maestro de cuantos intentan aprender florete y un verdadero miembro de las sociedades protectoras do animales.

Pero la misión de cuidar gallos, de mantener pe- rros y de enseñar florete, no conduce por cierto a la fortuna y quiera Dios que el viejo que ha consumido su vida dedicándola a esos tres elementos, cuando ex- pire el último de sus perros y clave el pico el último de sus gallos, encuentre un apoyo en sus innumera- bles condiscípulos que le han dado su corazón en cambio de sus lecciones.

ILICA

Ilica no era tal Ilica; al bautizarla la habían inju- riado poniéndole por nombre Ildefonsa, pero el sen- tido común de las gentes y el espíritu de equidad la libraron de semejante nombre y la llamaron Ilica. Pertenecía a una distinguida familia de Tupiza, y en la época en que comienza a figurar tendría 12 años, y era mayor que Boris, lo que no impidió a éste concebir por ella una pasión vehemente; pensaba en ella mientras no dormía, le consagraba todos sus actos y todos sus propósitos, la veía mentalmente en todas partes, oía su voz, aunque no hablara y le son- reía respondiendo a su sonrisa imaginaria; cuando ella se hallaba ausente le escribía cartas amorosas con tinta simpática, es decir, con zumo de limón, inútil precaución porque las letras resaltaban con su color amarillo y no era necesario para leerlas exponer el pa- pel al lado de una vela o de una brasa. ¿Que le escri- bía? Las frases más amorosas de las obras de Lord Byron, traducidas por Mármol (un poeta argentino).

Ilica no contestaba jamás, sin duda temía cometer faltas de ortografía o no podía ponerse a la altura de los conceptos de su adorador, o tal vez no sabía que decirle.

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Entre tanto justo es decir que llica parecía ser amada en la forma más romanesca y exaltada, porque era una muchacha muy inteligente, burlona, alegre, mali- ciosa, de bellísimas formas y de un cutis blanco mate, labios un poco gruesos, sensuales, cabello negro, largo y abundante y carácter decidido, lo único que le fal- taba era cierta ternura, adorno casi esencial en la mu- jer; a pesar de eso era ante sus conocidos la novia oficial de Boris y ante él, su delicia y su tormento porque ella mezclaba a sus escasas palabras cariñosas, siempre una burla fina que les quitaba todo valor. Su novio para hacerse valer ante ella, se inventaba haza- ñas. Como era un tanto fantástico se imaginaba tener enemigos y luchar con ellos.

Un día, solo, en la huerta de su casa, armado de un cortaplumas, acometió a un enemigo invisible, y al tirarle una cuchillada, el cortaplumas fué a herir una de sus rodillas; el pobre niño levantó su calzoncito y vió un ojal abierto destilando sangre y antes de aten- der a restañarla, se puso a buscar el pedazo que según él le faltaba, sin sospechar que la retracción de la piel cortada, era causa de la aparente falta. Tomó un viejo pañuelito, hizo con él una venda, curó así su herida ; pero ésto le dejó por toda la vida una cicatriz, porque sus bordes no habían sido adosados. El enamorado y pequeño caballero contó a llica su combate, diciéndole que la riña había sido con un rival que la amaba, claro que llica no creyó una palabra de tal cosa.

En otra ocasión, mostrándole un pequeño ganglio infartado que tenía en el cuello, le dijo que era una bala; se había batido en duelo a causa de ella. Nunca llica se rió con más ganas y por muchos días su pri- mera jDregunta era esta; Cómo va la bala? Imagínese el lector la desazón del novio oficial cuyas hazañas

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eran tan poco apreciadas por la indiferente muchacha.

Ilica y su familia iban a pasar una parto del verano en Palala, un hermoso valle, por cuyo fondo corría un arroyo abundoso. La casa estaba situada a la vera de éste, medio oculta entre árboles muy grandes; por su parte la familia de Boris iba a una hacienda que distaba más de una legua do la de Ilica. Boris se escapó un día de su casa y se fué a pie a la de Ilica con el intento de verla. Llegado a la casa se puso a rondarla, sin atreverse a entrar, a pesar de los ruegos de la familia que lo descubrió. No puedo, dijo, he venido solamente a pasear por acá, nada más, muchas gracias, y se volvió a su casa. Han visto Vds. un tonto más grande? Hace un largo viaje por un objeto dado y luego por su misma voluntad no lo realiza! Lo peor del caso es que al volver a su casa, su mamá, doña Visitación, viéndole congestionado, asoleado, rojo co- mo una brasa, cayó como una tromba sobre él. « Sin vergüenza, bandolero, mal criado, atrevido, que ha- brán dicho esas gentes; habrán creído que ibas para que te convidaran a almorzar, como si te estuvieras muriendo de hambre!» pero si no he comido nada mamá, respondió Boris, no importa replicó ella, lo que has hecho merece un castigo y te lo impongo, y di- ciendo y haciendo lo tomó de un brazo, lo llevó a su cuarto y lo metió en la cama. Boris cuando se halló solo, exclamó suspirando: ¡Oh Ilica, cuanto me cues- tas! a pesar de que ella no tenía la menor culpa en la aventura.

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PÁGINA SUELTA

En todo pueblo chico cada vecino de cierta notorie- dad, padece de alguna excentricidad que lo caracte- riza y Tupiza no escapaba a la regla. Entre los re- cuerdos de Boris figuran los siguientes relativos al caso.

Un noble, muy rico, que habitaba un palacio, único del pueblo y poseía grandes extensiones de terreno a poca distancia, no tenía amor propio de su fortuna, ni de su alcurnia, pero una gran vanidad basada sobre la excelencia del cate que se tomaba en su casa.

En efecto, todos los días, después del almuerzo y de la comida, la calle entera, donde estaba el palacio, se perfumaba con el aroma de la sabrosa infusión.

Este mismo caballero criaba dromedarios llama- dos allí camellos; llegó a tener hasta 50 de ellos en un enorme galpón de Oploca, su estancia; y, era de ver cuando un grupo de estos animales entraba a Tupiza, con su carga de pasto, alfalfa o sacos de granos obs- truyendo las calles, el contento de las gentes al pre- senciar las descargas en las puertas del palacio, que se efectuaba obligando a los melancólicos y gigantes- cos cuadrúpedos a doblar las rodillas para facilitar la operación.

VARIACIONES SENTIMENTALES

A LA LUZ DE LA LUNA

La noche está triste!

La luna alumbra con verdadera gana los patios do mi casa y también lo supongo, los campos y calles.

Está en la faz que los almanaques llaman «luna llena» y presenta casi en todo su disco, una cara lim- pia, iluminada sin brillo en realidad.

Hay dos clases de belleza: la débil y la vigorosa.

Murillo y Rubens en lo tocante a la mujer, han dado las dos formas.

Si de pintar la luna se tratara, yo elegiría a Murillo para encargarle el cuadro.

Yo cuanto la luna hace en materia de movimien- tos, como gira en las vecindades de la tierra, como da vuelta alrededor de su propio eje y oscila para hacer sus libraciones; por fin, como se arregla para presen- tar siempre la misma cara a la curiosidad de los hu- manos.

Esto tan matemático y prosaico, nada importa cuando uno mira la luna, en todo piensa menos en libraciones, término que más parece de obstetricia que de astronomía.

Linterna de los cielos, cirio de plata, amante de los

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dioses, casta divinidad del firmamento, virgen desola- da, confidente de todas las ternuras y dolores!, repetía yo siempre en el colegio, encerrado entre las paredes del vasto edificio, donde no había linternas de los cie- los, ni cirios de plata, ni castas divinidades, ni vírge- nes desoladas.

No obstante, las expresiones triviales, nuevas para por mi ignorancia, tenían algo do suave y de anti- guo que me hacía gozar, y prescindiendo del recinto, de la campana metódica que llamaba al estudio y hasta de los profesores inflexibles, me escapaba de la realidad de escena o iba con mi fantasía al centro de la Arcadia a ver a los pastores, seguidos por su re- baño en las noches de luna.

Cuando entrábamos a clase de cosmografía y el pro- fesor erudito dictaba:

La luna, satélite de nuestro planeta, tiene la forma esférica; su volumen es cuarenta y nueve veces menor que el de la tierra, gira alrededor de ésta, describiendo una elipse que recorre en veintisiete días y un tercio, siendo su distancia media de treinta y ocho mil miriá- metros, yo escribía: «La luna cirio de plata, es una virgen desolada, de forma esférica, su volumen cua- renta y nueve veces amado de los dioses, gira alrede- dor de la tierra, describiendo una casta linterna que recorre los cielos en veintisiete días y un tercio, siendo su distancia media, confidente de las ternuras de treinta y ocho mil miriámetros de amantes desgra- ciados ».

ISD

En la clase siguiente, no sabía mi lección, de puro soñador e impresionable. Los años han pasado con sus noches obscuras y cía-

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ras y la luna visitando mensualmento nuestro hemis- ferio, ha reflejado en su disco de estaño los ardores atenuados del sol sobro la tierra, con la imperturba- bilidad de un globo seco, filosófico y desposeído.

¿Cuántas amarguras ha recogido, cuántas escenas de amor legítimo o clandestino ha presenciado y cuán- tos terrores y sorpresas ha causado con su salida im- prudente de entre las nubes mientras se pasea como una muía de noria por su elipse?

¿SO

Luna antigua, bola decrépita sin jugos y sin aire, enjuta, grietada, como si fueras de billar do aldea; que trepas sobre las pirámides de Egipto ¿ no te aver- güenzas de meterte por los fondos de las casas, disi- mulada y silenciosamente ?

¿Qué haces ahí parada en apariencia mientras las nubes corren sus velos negros o blancos sobre tus fac- ciones siempre iguales? ¿Vienes acaso a espiar a los sirvientes o a revelarles alguna correría de sus pa- trones? ¿ Dónde está tu marido, mientras anclas de- rramando la luz que le robaste, sola y vagabunda en la noche callada recorriendo los montes y los valles ?

¿Quieres contarnos la historia del mundo, las ba- tallas, los cataclismos, la caída de las naciones, las muertes, las inundaciones que has presenciado desdo tu fuga del hogar materno para contemplar de lejos sus miserias, o provocar las confidencias de los hom- bres, tú que miras a un tiempo los amantes separados y los bandoleros que preparan un golpe contra el ho- nor, la vida o la fortuna ?

... A propósito, clime, ¿qué piensa ella ahora, mirándote desde a bordo? ¿ Está triste, recuerda a sus

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amigos, llora, tiembla su corazón dentro su pecho cuando las olas golpean el barco en que navega?

¡Luna protectora de las nobles pasiones, mírala con ternura, envuélvela en la amplia cabellera de tus ful- gores y al tocar con tus hebras vaporosas sus labios entreabiertos, hazle sentir los besos do tu amorosa lumbre!

Guárdala mi secreto. . . etcétera, etcétera, etcétera.

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No se vaya el lector a imaginar que los tres párrafos anteriores son míos; los copio de un libro viejo, e in- fiero por su contenido, que desde largo tiempo la luna se ha entregado a un oficio impropio.

Por otra parte, cuanto el libro dice, bien puede ha- ber sucedido, estar sucediendo y por suceder, donde quiera que haya gente y buques. Ni es nuevo ni es raro que dos personas se quieran, que la una se em- barque y que la otra se quede mirando la luna de Valencia, o de otra capital encantadora, dándose a creer en la capacidad de nuestro mudo satélite para trasmitir sentimientos.

Pero la imaginación, que hace hablar a los muebles, a los paisajes y al silencio mismo, teniendo en cuenta la aptitud de los objetos para suscitar ideas, confía en su fidelidad para llevar mensajes.

De ahí esa fe ciega de todos los amantes en la luna y esa sublime inocencia con que la hacen confidente de sus locuras.

Yo bien que no hay nada en ella de cuanto nues- tra fantasía le supone. No hay tal doncella, ni tal tierna viajera, ni cosa parecida, sino un pedazo de ma- teria muerta, sin atmósfera, sin agua, sin calor y sin

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luz propia; un astro senil, poco hospitalario y nada agradecido que rebaja al éter luminoso del benéfico sol, treinta y seis mil grados de fuerza, dejándolo apartarse solamente en reflejos pálidos para caer mo- ribundo en la tierra; un trozo viejo, seco, rajado, hen- dido, lleno de antros sepulcrales en vez de valles, con la única, eso sí, grande ventaja de no tener habitantes.

No obstante, yo también, como todos, he confiado mis cuitas a la luna.

isa

Recuerdo que cuando era chico... pero a decir verdad, no tengo ahora ganas de contar eso: lo contaré a su tiempo; no lo he de escribir todo de una vez ! Los que ven un trabajo impreso o manuscrito con sus letras, sus sílabas y sus renglones siguiendo sin aparento in- terrupción piensan que el autor lo ha hecho de una pieza.

Nada menos exacto; cada producto necesita una gestación, desde los niños que comienzan su vida llo- rando, hasta las 'obras de arte, que salen del lienzo, del pincel, de la pluma, del instrumento musical, o de los ladrillos y del mármol.

Muchas veces un libro, una estatua, un cuadro, un simple artículo de diario, está en la cabeza del autor durante lustros sin revelarse afuera.

Obras sencillas en apariencia han necesitado una penosa incubación; así, en literatura por ejemplo: ciertos párrafos encierran, toda la vida intelectual de un hombre porque contiene las ideas constituyentes de su haber de conciencia, bagaje que sólo deposita en las paradas de su largo camino, cuando encuentra la expresión acabada de su pensamiento, la ocasión pro-

picia y el momento oportuno para darles vida en fór- mula verbal o escrita, pero eficiente, genuina efigie del concepto interno, clara, nítida, estética en sus formas, verdadera en su significado.

Nada de ello es aplicable a las presentes páginas; yo no encuentro aún la imagen filológica del sedimento quo han dejado en mi alma la visión de la naturaleza, la audición de sus ruidos, la sensación de sus perfumes, la resonancia do sus voces, la misteriosa significación de sus silencios en la nocho tranquila a la luz de la luna, siempre serena.

Pero como toda palabra es sugestiva, tal vez la mía, desaliñada e incoherente, suscite en el lector algún agradable y melancólico recuerdo de sus aventuras nocturnas en las plácidas horas de verano.

ISO

T'aimera le pilote

Hans son grand bátiment.

Qui flote Sur le clair firmament.

El buque daba cabezadas y metía la proa en el agua; no so veía la luna sino entro celajes negros, clara solo de tiempo en tiempo, cuando las nubes dejaban do pasarle por la cara su tul empapado, como a un niño a quien fuera necesario lavársela con una esponja.

Un inglés había muerto y se iba a echar su cuerpo al mar. Yo estaba sobro cubierta, cuando sacaron el cadáver en una tabla, envuelto en la bandera de la Gran Bretaña, la cara del muerto estaba visible ; todos los marineros formaron en dos filas ; los dos conduc- tores pusieron el cuerpo sobre la borda, hubo un mo-

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mentó de recogimiento, después, sin pronunciar una palabra, levantaron la tabla de un extremo y el difunto, con los pies hacia el mar, so deslizó de golpe y se fué a fondo.

Chumb ! . . . hizo el mar. . . el ruido de la colosal de- glución quedó por mucho tiempo sonando en nuestros oídos.

La luna, como un daguerrotipo, registró los detalles de la fúnebre ceremonia.

Cuando el destino cometió el cobarde crimen de per- mitir que muriera mi hermanita, era yo muy niño ; cada mañana al despertarme la buscaba; me parecía imposible no encontrarla, no verla, no hablarla . . . nunca he podido consolarme de semejante infamia de. . . quien sea!

Una noche me dormí pensando en ella, soñé que se acercaba, y me recordé sobresaltado; abrí los ojos y no vi sino la luna por la ventana entreabierta.

Me levanté tristísimo y miedoso para cerrarla, pero no pude hacerlo sin darme el placer mortificante de mirar un momento la plaza del pueblito desierta, las calles divergentes, solitarias, las montañas áridas a lo lejos y la luna serena, yéndose lentamente hacia el ocaso, seguida de una estrella, en el mayor si- lencio.

Nadie la veía, nadie la admiraba. ¡Había estado marchando así toda la noche! ¿ Para qué, para quién?.

En aquel espectáculo sin espectadores, la luna hacía el papel de un famoso gimnasta ejecutando proezas de equilibrio en un escenario sin comparsa, sin orquesta, sin público ni aplauso, delante del vacío. . .

Y contemplando la belleza estéril de ese viaje eterno sin motivo y sin objeto, que la plácida esfera conti-

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nuaba como simple tarea inconducente, el sentimiento de la inutilidad final de toda esta vida, se condensó en mi mente, y se incrustó para siempre en mi con- ciencia.

Mi fantasía, no obstante, voló al pobre cementerio de mi aldea y allí vió, netamente dibujados con líneas desiguales, los diminutos brazos de una cruz.

A PALERMO

Abre, Parque Tres de Febrero, tus anchas puertas, que millares de visitantes acuden a buscar en tu seno un momento de olvido y de descanso al trabajo.

Prepara tu verde césped fresco y húmedo, para ofrecer a tus huéspedes, mullida alfombra en que asienten su planta agitada.

Pide a las ondas que besan tu costa el vapor de sus aguas para que forme gotas cristalinas de rocío sus- pendidas en cada hoja de tus árboles.

Llama al viento de la Pampa para que destilándose entre las ramas de tus sauces añosos, se transforme en brisa que acaricie el rostro y derrame en él la felici- dad de su frescura y el perfume que recogió en tus yerbas.

Brinda tus curvas avenidas a los paseantes de todas las naciones, que van a verte en un día de gala y a saludar en ti, por primera vez, la obra del arte y los modestos cimientos de un pensamiento grandioso.

Encarga a los verdes tules de tus negligentes sau- ces,, que formen techo amigable a los que busquen su sombra.

Y deja por último que cada pensamiento lea en los diseños de tus grandes jardines, un epitafio para el

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antiguo Palermo y un pasaje a la vida del grandioso paseo.

A las sombras de tus árboles, ¡ cuanta libertad viene a albergarse! En las entrañas de tu suelo, ¡cuanta lá- grima a ido a perderse !

Allí, tras de aquellas paredes en ese edificio rectan- gular y sin gracia, se adivinaba hace veinte años la mirada sangrienta de un tirano; hoy, tras de las rejas separadas, se ve las fieras en sus jaulas comiendo hu- mildemente el pedazo de carne que le arrojamos; allí en aquel edificio se educan jóvenes distinguidos para la paz y para la guerra ; antes en esta planicie, los se- cuaces del tirano vagaban en libertad, sin que rejas de hierro impidieran los horrores de sus salvajes ins- tintos.

Hoy aquí, ¡cuanta alegría y bullicio ha nacido y se forma entre los diez mil visitantes que acudie- ron a la cita! Antes, ¡cuantos silencios en los labios y cuanta amargura en el corazón de aquellos que avan- zaban con paso cauteloso, en demanda de la vida de los suyos, hacia la morada del tirano !

Aquí fué Palermo, aquí es el Parque Tres de Febrero.

Tras de las altas montañas que forman la cordillera de los Andes, un hombre de grande corazón preparó con su pluma la caída del tirano ; hoy ese hombre, poniendo sus plantas sobre la tierra ensangrentada, ha cambiado el aspecto de esta lúgubre inorada y los obreros del progreso han removido la tierra con que llenaron los huecos donde se cavó sepultura para tan- tos argentinos.

¡Qué los espléndidos follajes de esta vegetación ad- mirable sirvan hoy de adorno en nuestras fiestas!

¡ Qué los dolorosos recuerdos se aparten de nuestra mente, ya que sobre la losa que cubre la tumba de la

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tiranía, hemos puesto la cuna adornada con flores, del naciente paseo !

Buenos Aires te reclama, Parque Tres de Febrero. Alrededor de la gran ciudad no había más que polvo y desierto, rayos de sol abrasadores, viento que- mante.

En el límite de su plantel ni un árbol, ni un jardín, ni un sitio desahogado, ni una ancha avenida; en sus pequeñas plazas, ni sombra, ni frescura, ni vegetación que cambiara su vida con el veneno de nuestros pul- mones.

Buenos Aires te recibe, Parque Tres de Febrero, como un beneficio de la Providencia, y cuando la gran ciudad sea víctima de epidemias a ti pedirán tus ha- bitantes aire puro, salud y fortaleza.

Buenos Aires se olvida, en tu cuna, de sus doloro- sos recuerdos y los hijos que perdieron sus padres muertos por el lúgubre morador de estos sitios, espe- ran que les devuelvas en caudales de salud y de vida, numerosos habitantes para la ciudad del porvenir.

Dentro de cien años tus árboles seculares desafiarán la electricidad de las nubes y el furor de los huraca- nes; dentro de cien años tus grandiosos bosques se mirarán en el agua de tus lagos; dentro de cien años tu suelo se hallará sembrado de pequeños graciosos edificios y de colosales monumentos; dentro de cien años todo habrá cambiado, excepto ese río embrave- cido que mandaba sus olas como una protesta cuando la tiranía ahogaba esta tierra, como un murmullo ar- monioso, cuando la libertad germina en su seno. Den- tro de cien años un piadoso olvido habrá sepultado en la nada el recuerdo de los que te combatieron en tu cuna, pero en cada una de tus avenidas, de tus fuentes, de tus cascadas, en cada piedra de tus edificios y en

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cada tronco de tus árboles añosos se leerá el nombre de los que te formaron.

Serás eterno Parque Tres de Febrero y eterna fuente de vida serán tus auras balsámicas.

Los que hoy te visitan habrán desaparecido ya y quizá el melancólico ramaje de tus sauces caiga sobre la frente de los que vengan a perpetuar su recuerdo, en muestra de gratitud, por los esfuerzos de sus ante- pasados.

Los que hoy no te visitan no tendrán por esto tus enojos; les darás amante los beneficios de tu cariño y sus hijos y sus nietos, protestarán con su salud vi- gorosa, contra los sofismas de tus detractores y de los que pretenden herirte, privándose de alegría y de re- creo, de aire y de luz.

7F

JERUSALEM

Nos hallamos en la segunda mitad de Noviembre.

La noche está clara y helada; la luna comienza a anunciarse iluminando un punto del horizonte; el viento recién llegado de las montañas de Judea, sopla rumorosamente en los valles y en los patios, mandan- do sus tonos musicales a través de las puertas delga- das y de las ventanas indefensas.

La ciudad de David, de Salomón y de Jesucristo yace enterrada bajo las plantas de la modesta aldea, la moderna Jerusalem, durmiendo el sueño eterno, arrullada por el canto monótono de la historia, que repite su nombre en los más lejanos confines de la tierra.

La escena es triste y desolada. Los judíos en su barrio fangoso y obscuro celebran silenciosamente su sábado. Las campanas de las iglesias católicas, están calladas en tanto que los cristianos se preparan para oir su misa del domingo en el templo del santo sepul- cro, convertido en posada por unos cuantos peregrinos que duermen acostados en sus escaños o sobre la tumba de los cruzados, esperando la madrugada del nuevo día para asistir al oficio divino a las cinco de la mañana.

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Ni una alma en las calles, ni una luz en las casas, ni una voz que destruya el uniforme silencio. La población recogida guarda el secreto de su existencia.

Uno que otro camello fatigado, estirando el pes- cuezo pernocta en la vía pública, aplastado en la tierra sobre sus rodillas callosas y balanceando me- lancólicamente su largo labio pendiente, con el as- pecto de una inconsolable aflicción.

No hay río que corra, ni árboles que se muevan, ni aves que vuelen, ni hombres que caminen, ni siquiera perros que ahullen.

Imposible encontrar en el lúgubre espectáculo las impresiones que la historia y la leyenda sembraron en los corazones de todos los viajeros. Los ojos bus- can en vano donde saciar la sed de emociones alimen- tadas durante tantos años, y el oído espía los leves ruidos para darse el pretexto de avivar el recuerdo de la más fecunda tragedia que la humanidad relata.

El sentimiento de la desproporción invade y sin querer se compara los inolvidables estremecimientos de la infancia y de la juventud, forjados en la familia o en la escuela, a favor de la sagrada historia, con el efecto actual de un escenario mudo, despojado de toda poesía, pobre de formas que respondan a la esperanza fomentada y envuelto en una vulgaridad extraña com- puesta de elementos dislocados e incongruentes.

ISD

¡Jerusalem! ¡Jerusalem! Dónde está el Jerusalem de los sueños mezclados con el llanto de las vivas amarguras, de los eternos y dolorosos recuerdos? El Jerusalem visto en las noches largas del océano, a través de las bulliciosas ciudades, o sobre los trenes

Sacudidos que conducen al viajero de las apartadas tierras a visitar los monumentos y los sitios sagrados de las primeras partes habitadas.

Los siglos han pasado sobre los siglos, dejando como sedimento en los corazones de mil millones de cristianos, la pesadumbre de los grandes trastornos, traída por el relato de las luchas horrendas, de la ba- talla sin fin, de la crueldad impía, consecuencia del conflicto social suscitado alrededor de la Cruz.

La sangre derramada en toda la superficie de la tierra enrojecería los mares. Ninguna comarca ni nación alguna en el largo período de dieciocho siglos, ha dejado de sufrir la repercusión de la terrible con- tienda. Cien generaciones han nacido a la vida y han entrado en el sepulcro de los tiempos, mientras los hombres de todas las creencias y de todas las ra- zas, han mantenido la lucha secular en medio de la perenne matanza.

Los pueblos se han echado sobre los pueblos para despedazarse; los tronos han caído, los imperios se han destruido. Sembrados están los desiertos con los huesos de los misioneros; la atmósfera fué mil veces oscurecida por el humo de las hogueras en que se quemaba a los herejes.

La Europa ha sido un campo de batalla antes, du- rante y después de la Edad Media ; el Asia legendaria se ha despoblado; la América fué conquistada en nombre de la Cruz y sus primitivos habitantes pere- cieron ahogados en su propia sangre.

El Africa ha visto sucumbir el colosal poder de los egipcios y de la espantosa tragedia que ha llenado el mundo, engendrada por los acontecimientos de la pe- queña y pobre Judea, solo quedan como enseña en la cuna del cristianismo, unos cuantos montones de rui-

ñas, diseminadas en las soledades de Palestina y en- cerrada entre murallas ahora irrisorias, una aldea miserable, llamada Jerusalem, habitada por grupos destrozados, socialmente inorgánicos, desnudos de am- bición y de esperanzas, extraños los unos a los otros, ajenos al sentimiento de nacionalidad y en la cual cada individuo parece vivir de tránsito, huérfano de todo propósito, sin porvenir ni antecedente.

LO QUE DICEN LAS OLAS

Lo que dicen las olas !

Ellas también cuentan sus penurias y sus angustias, su eterno viaje por los mares, por los ríos, por las nubes, por las cumbres de las montañas, por los des- peñaderos y los arrecifes.

Agitadas, anhelantes, enloquecidas, corren como el hombre buscando su nivel, sin encontrarlo jamás y van desatinadas, un día al norte, otro al sud o siguen cualquier rumbo, alzando su cabeza blanca de canas para mirar en el horizonte si la jornada tiene término.

Y se atropellan desatadas, trepándose sobre sus ve- cinas inútil, estérilmente, hundiéndolas bajo su poso, en tanto que otras se levantan, y otras, y otras, y otras crecen más adelante en el infinito océano, renovando sus lomos hinchados y huyendo en curvas indolentes o espumosas de cólera hasta perderse en una confusión inacabable.

Las olas cantan en tono mortificante las leyendas de nuestros pesares, retirando la mente a los lejanos tiempos de la infancia, cuando una madre desvelada mecía nuestra cuna o a los menos remotos del romance de nuestra vida, cuando la voz temerosa del amor co- rrespondido nos murmuraba sus caricias en los oídos.

Traen los acentos de la patria abandonada, de la amistad insegura, del desengaño inmerecido, y se ale-

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jan llevándose nuestros suspiros y dejándonos en el pecho la amargura de sus entrañas saladas.

ISO

Allá lejos, las esperanzas como las aves blancas de los mares, aparecen en el tul de la espuma; avanzan, se acercan, y cuando les abrimos los brazos para es- trecharlas contra nuestro corazón, las ondas se desva- necen y las burbujas de su penacho vuelan en invisi- ble atmósfera hacia los cielos.

La historia de nuestra vida, con todos sus recuerdos confusos, anacrónicos, flota en las montañas que el viento subleva, se hunde en los valles fugaces que se forman, vuelve a subir en las olas siguientes y envol- viéndose en sus ondulaciones, se aparta y se obscu- rece, engendrando una vaga sensación de martirio, de remordimiento y de duda respecto al mérito de nues- tros actos pasados o al acierto de nuestra conducta en la sucesión de los años.

¿Por qué no fui más bueno? se pregunta el espí- ritu atribulado. ¿Por qué no fuiste? interrogan las olas a su turno, y nadando sobre sus flancos, se esca- pan palmoteando con sus vértices quebrados, como burlándose de nuestra miseria.

La sensación del ritmo vital se embota : las faculta- des embargadas por la suma de reminiscencias, lan- guidecen, y una melancólica y suave aspiración a morir se extiende como un sudario sobre el alma.

¡ Un sepulcro en el mar insondable, la caída sin sal- vación, sin amparo, la muerte sin remedio, y por todo consuelo la certeza de la imposibilidad calculada con- tra la cual toda lucha es una quimera! . . . Estas ideas indecisas, deslustradas, semi - dormidas, bullen y se cruzan en el cerebro mientras las olas pasan, golpean

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los costados del buque, juegan con su peso y se retiran encargando a otras olas su tarea! ¡ Un sepulcro en el mar !

En él se mecería mucho tiempo nuestro cuerpo ; sí, mucho tiempo, prolongando el simulacro de la vida, con su estéril movimiento; y la soledad prevista de la tumba en un cementerio cualquiera, sería reemplazada por el bullicio agreste de las aguas, en un mundo in- finito de atmósfera líquida verde o azul, con esmeral- das o zafiros disueltos!

Y tal vez llegado por la marea hasta la costa, cerca de la patria querida, al alcance de los amigos, de los parientes, de las gentes olvidadizas que alguna vez nos amaron, una lágrima de compasión cayera sobre nuestra frente macerada o sobre nuestros ojos cubier- tos por los párpados hinchados.

Un estremecimiento nos despierta en medio de la horrible fantasía; las olas continúan su viaje intermi- nable cantando su solemne romanza con acentos dolo- ridos, y entre sus tonos, el oído sobrexcitado percibe los nombres de las personas alojados en nuestro cora- zón, las melodías que aprendimos en tal o cual época de la vida, los pedazos de frase cariñosa, los repro- ches, las discusiones y, por fin, el silencio que. resulta del ruido uniforme, cuando el cerebro se cansa y el sueño empieza a batir sus alas.

El viento silba en el cordaje del buque y arreba- tando en las bocas de las chimeneas el humo negro, denso, como nube de tormenta, como aliento letal, lo lleva desmenuzándolo entre sus dedos, para dejarlo caer en copos lenta, perezosamente, disolviéndolo en los confines de la vista, sin conservar ni el fantasma de su existencia.

Así los pesares y los ensueños, dicen entre tanto las,

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olas, negros o teñidos por la luz de las ilusiones, serán llevados por el tiempo y sembrados en el camino de la vida, como migajas de los odios o los amores, cuando la edad, marchando sobre el cuerpo, llegue a enfriar el cerebro y a helar el corazón.

El sol descompone, es cierto, de tiempo en tiempo sus rayos en las aristas de las olas encontradas y los colores del arco iris, apareciendo un momento, renue- van la esperanza y vivifican el alma.

Los mares entonan a la vez alegres sonatas, como música de bailes aldeanos, y la aspiración a vivir renace.

Vivir en el bullicio del mundo, allá las grandes ciu- dades llenas de intrigas y de conflictos que acortan, disminuyen y destruyen el tiempo, envolviéndolo en los pliegues de su permanente variedad hasta dejarlo imperceptible. Vivir sintiéndolo todo, como un cu- rioso de las pasiones; dando valor a lo que no tiene o quitándolo a las graves y trascendentales contingen- cias! Vivir caminando hacia la tumba sin sospechar su proximidad y dejarse sorprender en medio de la despreocupación atolondrada, sin saber por donde va ni por donde se ha ido, como las olas, según el viento o el calor de las corrientes marinas. Vivir sufriendo las torturas como juguetes del infortunio y tomando hambrientos un pedazo de felicidad descompuesta, para roerla hasta el hueso sin dejarle un átomo de carne!. . .

¿SD

Las olas ¡Jasan por debajo del buque encorvando la espalda y levantándolo en alto para mostrarlo cabe- ceando o rolando sobre la superficie rugosa del océano. El mar está áspero según la expresión de a bordo.

¡Quien sabe lo que sucederá!

BAYREUTH, WAGNER Y O

Estoy en un cuarto alemán antiguo; siento la lluvia, antigua también; hace veinte mil años que cae lo mismo, triste, solemne, sobre todo cuando se la oye lejos de la propia tierra (Patria) estilo antiguo, por la cual se conserva un cariño irracional e indiscutible.

Hay en la pieza una chimenea monumental, el re- trato de un caballero antepasado, un sofá arcaico, me- sas, sillas y puertas antediluvianas. El olor del am- biente es viejísimo y lo más cercano al momento presente entre las fantasías sobre el pasado es el tiem- po en que Fausto anclaba por este mundo persiguiendo Margaritas y abusando de ellas como indio.

En vano trotarán por las calles caballos vivos, arras- trando coches modernos y pasearán francesas impor- tadas, con mangas y sombreros colosales, antes de ir al teatro a oir la música del porvenir, inventada recien- temente por el radical Wagner; todo ello no destruirá la sensación de vetustez que se acapara del extran- jero al instalarse en Bayreuth. Los caballos parecen fósiles, los coches babilónicos y las mujeres, pompeya- nas emigradas antes de la era cristiana.

Yo no sostengo que esa impresión responda a la realidad de las cosas, pero algo hay sin duda en los zaguanes largos de las casas, en el aspecto de algunas fachadas, en el laberinto de las calles y en la falta de

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aplomo de ciertos muros, que trae a la mente la idea de tiempos remotos.

Hasta un pollo con arroz que comí en el hotel Son- ne, por lo duro y otros accidentes, me pareció un gallo provecto contemporáneo del que cantó tres veces cuando el tímido San Pedro negó a su divino maestro. Qué me importa a todo esto? preguntará algún mal avisado lector. ¡Vaya! Si nadie leyera sino lo que le importa, no habría novelas, ni periódicos, ni literatura, ni poesía.

Además el lector curioso puede venir a Bayreuth y no le estará demás traer un anticipo de impresiones, por vía de estímulo, para exhumar recuerdos, enfilar fantasías y evocar la Edad Media, al ver las piedras en- vejecidas, los escudos de armas tallados en ellas mos- trando dragones alados y negros vestiglos, las entra- das estrechas preparadas para la defensa, las ventanas diminutas, las casas con ojos en los techos agudos, las viviendas sombrías y los retratos de los burgomaes- tres seculares, dignos gordos magistrados cuyas almas, si mal no calculo, hállanse ya, por toda una eternidad, sentadas a la diestra de Dios Padre, muy divertidas después de haber hecho un tiempo razonable de pur- gatorio, como lo manda nuestra Santa Madre Iglesia.

ISO

\ Cómo duran las cosas en Bayreuth y en otras par- tes !

Las generaciones pasan, las piedras quedan; no por siempre sin embargo; ahí están las pirámides de Egipto perdiendo sus aristas y derramándose en canto rodado; la esfinge ya no tiene narices y los templos hundidos en la arena, solo muestran un resto de sus cimientos. No obstante, por una contradicción de la

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naturaleza, siempre ilógica, algo menos tangible pa- rece destinado a vivir eternamente, a lo menos mien- tras halla tierra: la lluvia benéfica, esa que canta ahora mismo en la calle sus elegías goteando sus no- tas diamantinas en mi ventana, y los libros selectos que el criterio consagra, que el sentimiento admira, que los siglos respetan y el tiempo reproduce; siempre recientes, siempre nuevos, para refrescar la mente a par de la lluvia que riega y fertiliza la tierra.

Vivirá Homero mientras haya cerebros y lenguaje humano; vivirá Virgilio, el Dante, Goethe, Dickens y Lord Byron; vivirá Don Quijote con su fecunda iro- nía, su sarcasmo alegre y juguetón y su sabrosa paro- dia del valor heroico, vivirá para encanto de los hom- bres y extrañeza tenaz de las mujeres a quienes jamás gustó ni gustará. ¿Por qué Cervantes no escribiría para ellas?

EL TEATRO

El teatro, hecho expresamente para las óperas de Wagner, por el rey más loco y de mejor gusto que han visto los pueblos, se levanta en una colina fuera de la ciudad. Conduce a él una ancha Avenida cu- yas veredas flanqueadas por árboles elevados ofrecen un cómodo y agradable camino.

A la hora conveniente, la calle central se llena de carruajes ocupados por lujosas damas y caballeros, y corre en las márgenes un río de gente a pie, venidas de los cuatro puntos cardinales, ostentando los trajes y aspectos más variados.

Los habitantes de la ciudad, que ya han oído las óperas o que tienen otros intereses en vista, concurren solamente al desfile, pero contribuyen a dar al paraje una animación extraordinaria.

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Esa masa inmensa de gente se agrupa por último en explanada delante del teatro o se disemina en gru- pos en los jardines que lo rodean y no son los meno- res atractivos de la escena el bullicio de los comen- tadores, los encuentros inesperados y los contactos recientes de heterogéneos concurrentes, entre los cuales un príncipe y una modista se codean, o conversa un noble infinitamente pobre con un banquero vulgar inmensamente rico, o con una actriz en vacaciones, recordando las horas sazonadas de otra época.

En esto se presentan en el atrio cinco o seis músicos armados de instrumentos de cobre y tocan a los cuatro vientos, el motivo del próximo acto; unas cuantas no- tas sencillas pero admirablemente combinadas que se instalan y radican en el alma por toda la vida y re- petida más tarde en mil situaciones, infiltran un de- leite infinito.

Y aquí se inicia el trabajo complicado del cerebro. Las impresiones van a crecer en intensidad por la preparación orgánica y por la complicidad de sensa- ciones aferentes conexas o reflejas que determinan ex- citaciones de un carácter emocional superior al de las auditivas aisladas.

Cada concurrente se halla ya templado en un tono de hiperestesia cerebral que le permitirá registrar detalles musicales ínfimos, aumentar sus efectos y a favor de ellos llevar su propio sistema nervioso a un grado de tensión semi-morboso.

ISO

Las puertas del teatro se abren, y dejan penetrar la turba frenética. El espectador desde su asiento, es- tiende la vista sobre un mar de cabezas escalonadas

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en el anfiteatro somi-oscuro, limitado a los lados por pilares que dejan huecos vacíos, como depósitos de aire; atrás por palcos y adelante por el escenario, ochenta y cuatro bombas deslustradas de luz en lo alto de los pilares y veinte más abajo, constituyen todo el alumbrado antes de levantarse el telón. Las luces de arriba se apagan de golpe; es el anuncio pre- paratorio... Una conmoción inevitable recorre los cuerpos; se oye el ruido causado por el roce de las ropas, obedeciendo al estremecimiento nervioso de los músculos que se acomodan. Un segundo después las lámparas restantes se extinguen y la sala se sumerge en las tinieblas. La vista queda momentáneamente sin ocupación... el oído se aguza. Se oye los pri- meros acordes de la orquesta que llega al cerebro sobrexcitado como una primicia del placer, como una promesa de mayor deleite, trayendo los preludios ine- fables de un amor que nace.

Todas las funciones de relación en los espectadores parecen suspendidas; nadie respira, nadie ve, nadie se mueve. Hasta los actos involuntarios habituales en cualquier momento como un golpe de tos o una respiración forzada, obedecen de repente la consigna, En dos mil personas han quedado abolidas al mismo tiempo todas las necesidades perceptibles de la vida; y este fenómeno inconcebible dura hora y media, dos horas, sin revelaciones externas de cansancio. Ni un desmayo, ni un síncope, ningún accidente, en fin, viene a perturbar la excelsa gloria de sonido en que se acumulan, deslíen, esparcen y vuelven a juntar los tonos, los acordes, las aparentes disonancias, en for- midables turbiones, que producen el singular efecto de parecer variados cuando se quiere fijar su monotonía y monótonos cuando se intenta percibir su variedad.

INOLVIDABLE

Los xemplos famosos y los mausoleos de Niko (Japón) están situados en las «Montañas Sagradas», eminencia en forma de meseta rodeada casi en su to- talidad por un arco incompleto de montañas más altas a modo de circuito de anfiteatro.

Ningún recinto sagrado de la tierra se instaló en mejor paraje, ni ostentó mayores encantos. Ni jamás el instinto religioso y el culto de los muertos de pue- blo alguno, aprovechó con más suerte las bellezas na- turales, para crear en ellas obstáculos admirables, ejecutando maravillas de arte, a fin de retardar con múltiples visiones y dilaciones preparatorias, el má- gico espectáculo sin igual en su género en el orbe.

Ningún palacio encantado, morada de las hadas o los dioses, puede ostentar como estos templos un lujo cuyo simples enunciados se sustituyen a todos los elo- gios del lenguaje humano: ¡Una galería de treinta millas para llegar a sus puertas! . . ¡Diez leguas, más de cincuenta kilómetros ! . . . y cuatrocientos años de existencia.

Las columnas y la bóveda son los troncos y el ra- maje de árboles seculares! En la senda imponente estampan las sombras de sus ramas los viejos cedros robustos, cuya copa bebe el agua en las nubes y la

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derrama en lluvia sobre la tierra fecunda. Al lado de un ejemplar harto de la vida, pero todavía, fuerte y vigoroso, yace el tronco seco de su hermano, muerto prematuramente, a la edad do trescientos años; más allá otro joven, con solo un siglo de existencia, ha re- emplazado a su antecesor llenando un claro.

ISD

He leído hace poco una fantasía de Tolstoí, copiada sin duda de alguna realidad de su mente, que me ha hecho una verdadera impresión. El maestro de la li- teratura moderna describe el viaje y la muerte de un hombre y de un caballo en una noche de tormenta, en medio de un vendaval de nieve. Ei tópico es sencillo; el accidente, invariable; el sujeto en acción siempre el mismo : el viento haciendo volar en torbellino el agua en polvo congelado. . . y todo ello mezclado con las impresiones reales durante la vigilia, fantásticas durante el seudosueño del viajero medio ebrio y ador- mecido a más, por el intenso frío.

El pobre caballo delira también mientras tramita sus últimos momentos de vida después de haber ago- tado sus bríos en saltos y carreras, luchando con la borrasca.

Las variaciones tienen por nota dominante el viento y la nieve, y los párrafos nuevos los pasados y los futuros, por tema la nieve y el viento ; siempre la misma nieve y el mismo viento y otra vez y cada vez la nieve cayendo y girando impelida por el viento.

El autor llega así a determinar una obsesión in- tensa como la de una melodía deliciosa repetida al infinito !

Pues bien, para dar una idea de la calle sin tér-

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mino de Niko y despertar la impresión que ella en- gendra, necesitaría reproducir la misma obsesión en el lector.

El peregrino que se dirige a la santa montaña, va paso a paso por la senda húmeda, mojada, llena de huecos, atravesada por raíces visibles ahora, se detiene junto a los troncos a escuchar el ruido de las ramas; pasa el día sin reposo y llega la noche siempre en la misma avenida sin fin, siempre la fila de árboles en un más allá insondable, lleno de espantos y de terro- res; fatigado, asustado, aprensivo, desalentado, y des- pués., . otra vez la avenida comiéndose las leguas, sin acabar jamás de devorarlas, sucediéndose los cla- ros y las sombras, serpenteando las raíces descubier- tas a través de la huella despareja, llena de charcos; y arriba, perdurablemente la bóveda, verde durante todo el día, negra a la noche, sacudida por el viento y rociada por la lluvia. . . y finalmente. . . de nuevo la misma hilera de gigantes eternos en su uniforme desolación, incitando a implorar la muerte y concluir con el viajero ya que no se puede concluir con el viaje. . .

La falanje se corta en un trecho para dar campo a la ciudad de Niko, pero continúa después en filas compactas, ya en los dominios del local sagrado, for- mando calle a su entrada.

Las vecinas selvas por su parte, junto con el cristal corriente de sus aguas, han extendido el lujo de su ñora hasta el desmedido anfiteatro de montañas y ga- llardos destacamentos de sus lozanas plantas, se dis- persan en el área interna, colgando su follaje sobre las tejas doradas de los techos. . .

En el centro del anfiteatro están los templos.

EL NUEVO PARAÍSO TERRENAL

Se llama Korakoyen, y merece su nombre; es un jardín, un bosque, un sitio agreste transportado a la ciudad de Tokio, e incrustado en medio del enjambre de sus casas. Korakoyen significa « Jardín y placer en el futuro» e implica la idea de paraíso en la otra vida; literalmente traducida quiere decir «Jardín del placer futuro» pero dando a futuro el sentido de «Eterna- mente duradero». Tiene trescientos cincuenta años ; al- gunas de sus plantas provienen sin duda del Paraíso terrenal, donde a las sombra de su ramaje tropical, pecaron probablemente nuestros padres.

Perteneció durante siglos a la familia Tokugawa y en él vivieron varias generaciones de su noble estirpe, cuyo actual representante es el Marqués, nuestro amigo. Ahora está a cargo del departamento de la guerra, habiéndolo cedido al Gobierno sus legítimos dueños, cuando se destruyó el régimen feudal en el Japón. No le iguala en bellezas ningún pedazo de tierra co- nocido ; tiene cincuenta y tres puntos de vista clásicos y otros tantos paisajes diferentes. Las rocas, los vege- tales y las aguas se han dado la mano para formar sus delicias ; grandes y añosos árboles, enanos y flo- ridos arbustos, ramajes en forma de pagodas, monu- mentos de verdura, sabanas de heléchos, hojas grandes

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y chicas de mil colores, troncos mutilados, céspedes y jardines, selvas de bambúes, chozas, templos y ca- banas, rocas y vertientes de agua se confunden y se mezclan en la dilatada extensión, presentando los accidentes artificiales, tal semejanza con los naturales, que estos a su vez parecen copias de aquéllos.

Aquí una piedra grabada por un abuelo secular, y colocada en una abra al pasaje de un arroyo, lleva esta inscripción: «Fuente siempre duradera» como quien dice « de la vida eterna » y tras de ella comienza el bosque espeso destinado a la cacería, con sus cier- vos y jabalíes preparados para la aristocrática diver- sión.

Allí desde un puente de piedra, arco de líneas pu- rísimas, se oye el ruido del torrente que luego forma un estanque en el centro de un grupo de árboles lujo- sos, cuyas ramas han sido apartadas en obsequio del sol y de la luna, y de la tímida luz de las estrellas per- mitiendo a un sector del firmamento reflejarse en las aguas.

Y más lejos, desde un largo tirante de granito que apoya sus extremos en los bordes de un precipicio, se asiste a la salida de un arroyo por la hendidura trian- gular y subterránea de la roca vecina, inmutable y eterna; después sigue el pequeño río recién nacido serpenteando, para ir a simular en otros sitios, ma- nantiales primitivos de aguas presurosas que descien- den en cataratas sin espuma, como cortinas y filamen- tos de cristal, corriendo en adelante a saltos por las piedras hasta un gran lago que las recibe sereno y las somete a la ley del reposo en su profunda masa.

Sobre varias colinas se levantan templos y glorietas entre árboles inclinados hacia el valle. Uno de los santuarios conserva todavía sus decoraciones de dos

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siglos con el vivo color de las pinturas frescas, su piso de porcelana y sus Burlas impasibles desde el princi- pio del mundo. Otro contiene dos figuras humanas de madera hechas con arte maravilloso: allí están desde tiempo inmemorial sin un solo desgaste, sin una falla en sus fibras.

Afuera un extenso balcón se avanza en las alturas para mostrar un panorama de sueño y visiones.

Por fin, una de las casas señoriales, metida entre los bosques, y la vista de los lagos y praderas, nos abre sus puertas y nos ofrece en sus viviendas hospitala- rias, un sabroso que no requiere azúcar, servido con galantería y con afecto por los dueños descendientes de cien generaciones nobles y antiguas.

La casa es una joya de madera pulida, limpia, bru- ñida; las puertas o más bien las partes movibles, co- rren en sus ranuras al más ligero empuje; los techos lucen sus tirantes cortados y sujetados matemática- mente, su fondo de paja tejida entre los huecos o sus tablas brillantes en los cuadros.

Mil varillas finísimas cuyo conjunto hace el efecto real de los cristales, forman cortinas que dejan pasar la luz a través de sus mallas más o menos apretadas, según, en cambiantes opalinos o jaspes de claro oscuro, las mueve el viento.

ISD

Al dar la última mirada en señal de despedida al Paraíso perdido para la familia Tokugawa, indolente paisaje místico y triste despertando un extraño deleite, los árboles muertos se ofrecen a nuestra vista, como venerables antepasados protegiendo con su presencia a las nuevas generaciones, herederas del lujo de la

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vida ostentosas de verduras, frescas de brisas matina- les, jóvenes y alegres.

Los arbustos son los nietos y los árboles gigantes, los padres o los mayores sobrevivientes de la familia.

Los abuelos, con la sombra lineal, rígida y tiesa de su tronco ya inflexible, permanecen de pie como guar- dianes, inspirando respeto e imponiendo recogimiento.

No han querido sepultarse, nó, ni recostar sus flan- cos en la tierra; se sustentan erguidos sobre sus raíces muertas clavadas en el suelo, y su elevada estatura, resistiendo a los vientos sin doblarse ni troncharse, da ejemplo de fortaleza a su larga descendencia.

El hacha no ha osado tocarlo ni el fuego siquiera ennegrecerlo. ¡Son reliquias del antiguo parque!

ÑAPOLES

La excursión al Vesubio es el mayor atractivo de Nápoles.

¡Qué espléndido espectáculo ofrece esa constante amenaza !

Cuando la noche está clara y el Vesubio en función, se la inmensa hoguera avivándose por momentos en el lejano horizonte!

Cuando la noche está oscura, la luz roja de las lla- mas y proyectiles, aparece todavía más refulgente, ilu- minando una parte del cielo.

Durante el día los vapores blancos, cuando la erup- ción no es muy activa, forman continuamente nubes que se escapan corriendo en dirección del viento y van a flotar sobre las villas de la falda de la montaña. Si la presión superior es grande, bajan como un torrente de espuma a lo largo de la pendiente del cráter.

La ascensión puede hacerse en carruaje hasta cierta altura; más arriba se sube por un tren movido por cuerdas de alambre ligadas con una máquina a vapor.

Del extremo de la vía férrea se sigue la ascención a pie o en sillas de mano.

Nosotros tuvimos la suerte o la desgracia de hacer caminando nuestra subida en virtud de haberse rehu- sado a tirar uno de los caballos de nuestro coche y

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mientras fueron en busca del reemplazante, continua- mos nuestra ruta a pie, acompañados por una media docena de músicos ambulantes.

Por este suceso pudimos apreciar la magnitud y la clase de los accidentes de que la montaña es teatro.

La lava ha corrido desde el cráter casi hasta el lla- no y se ha enfriado o secado, según la materia de su formación, agrupándose en figuras fantásticas, repre- sentando gigantes acostados, serpientes, troncos de árboles añosos, elefantes amontonados, cadáveres en- trelazados, monstruos enormes de color pardo, enros- cados en mezcla inextricable; patas, cuellos, colas, brazos, cabezas de animales y cuanto de horrible y de confuso quieren ver los ojos.

Todas estas formaciones se explican fácilmente : la materia semilíquida, húmeda y caliente, ha corrido al salir del cráter y ha sido coagulada o enfriada en el estado en que se hallaba; no toda ha venido en forma de torrente, parte ha sido proyectada y ha llovido so- bre el resto ; además, la violencia de la corriente no fué uniforme y la coagulación tuvo lugar en diversos mo- mentos. Por último, sobre el producto de una erupción anterior ha caído lava y barro de otras posteriores.

De lejos estas masas a lo que más se asemejan es a una montaña de cadáveres monstruosos entrelazados.

La vía del ferrocarril funicular ha sido construida sobre la escoria de las erupciones ; el color de carbón del terreno contrasta con la blancura de la nieve acu- mulada a los lados de la vía.

Del extremo superior del funicular, como he dicho, se va a pie hasta el cráter, no sin alguna dificultad; el piso es esponjoso y caliente y deja escapar bajo la pre- sión de los pies, gases y vapores predominando los sulfurosos. Todo el terreno es permeable y sus poros

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están probablemente en comunicación con el interior del volcán.

Uno se da cuenta del peligro de anclar en tales pa- rajes y sin embargo sigue adelante.

Cuando llegamos a la boca del horno oíamos una serie de detonaciones subterráneas, siguiéndose a cada una de ellas, la proyección más o menos violenta de materias en ignición y la salida de llamas o gases in- flamados.

A pesar de todo, Lársen y yo inclinamos la cabeza y vimos el Infierno. Me alegro de haberlo visto en la tierra, porque después me faltará la ocasión; pienso irme al cielo sin pasar siquiera por el purgatorio.

El Infierno parecía el crisol de un horno de fundi- ción; un líquido con la apariencia de metal derretido, constituía un mar en el fondo ; de trecho en trecho, se levantaban grandes ampollas que reventaban, dando salida a gases o vapores coloreados; vetas negras o azuladas, serpenteaban como venas sobre la masa lí- quida y se desviaban lentamente cuando estallaba una ampolla. El calor no era insoportable.

La principal función en el fenómeno, correspondía a nuestro antiguo conocido el vapor de agua.

He leído cuanta teoría hay sobre los volcanes; nin- guna me ha satisfecho. Solo parece averiguando que la condición necesaria para la existencia de un volcán es la comunicación de un foco caliente con el mar, o con algún gran depósito de agua.

La fuerza impelente de las erupciones es por lo tanto el vapor.

Las observaciones conducen también a sancionar que dos volcanes vecinos y la vecindad entre volcanes se mide por cientos de leguas, no pueden funcionar al mismo tiempo.

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Así el Vesubio, cuando el Etna está en trabajo, no dice «esta boca es mía» y cuando el Etna se calla, el Vesubio hace de las suyas.

Estos caballeros no se limitan a echar llamas y lava ardiente; en sus ratos desocupados se entretienen tam- bién en producir temblores. Nápoles y las islas próxi- mas los sienten con frecuencia.

El Monte del Vesubio ha perdido algunos millones de metros cúbicos de su masa en la parte superior y en su interior. Cada erupción importa para él un gasto considerable. Su cráter no ocupa siempre el mismo sitio, generalmente después de una grande erupción la boca que funcionaba se cierra y otra nueva se abre. La cúspide es actualmente un panal y no sería ex- traño ver el día menos pensado hundirse medio cerro dando lugar a un lago en el sitio del promontorio y a otro volcán en la comarca en reemplazo del actual.

SUIZA

Son las diez y media de la noche y acabamos de ver uno de esos fenómenos maravillosos que en la na- turaleza y el arte se dan mano para producir sorpren- dentes efectos.

Estamos enfrente de la cascada del Rin, que no pasa de ser uno de los rápidos del Niágara. El río cuyas aguas son de un verde claro, viene rugiendo desde le- jos por las escabrosidades de su lecho.

Sus márgenes elevadas están pobladas y ostentan preciosas casas de campo. El hotel que nos aloja mira hacia los rápidos y a la cascada; tiene un terrado, un ancho corredor abajo donde se reúnen los trescientos o cuatrocientos viajeros, atraídos en esta época del año a las orillas del Rin.

Del corredor y terrado, lo mismo que de las venta- nas, se ve el panorama completo; a lo lejos el río que comienza ya a inquietarse; más cerca un puente de nueve arcos y más cerca aún las cascadas divididas en secciones por dos peñascos de forma cónica, milagro- samente subsistentes.

El agua se precipita rugiendo de una altura de cinco a siete metros, en apariencia, saltando por escalones hacia el lecho inferior.

Torbellino de vapor, nubes y polvo de agua se ele- van proyectados por el choque de la masa líquida,

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blanca ya como espuma de jabón. El ruido es horro- roso, y la nota uniforme, reforzada o disminuida sola- mente por las corrientes del viento.

La noche está oscura, una gran tormenta flota en el aire ; la lluvia cae a torrentes y los relámpagos sacan de las tinieblas el admirable escenario, cada dos o tres minutos.

Todos los viajeros se han retirado del terrado y con- templan los efectos de la tormenta desde las ventanas del hotel.

De pronto, sin cesar la borrasca, la cascada se ilumina con la luz del mediodía. Los rápidos, los ar- cos del puente, las casas de la orilla y las hirvientes olas del río aparecen en todo su bellísimo esplendor. Después, los peñascos del centro de la caída comienzan a lanzar fuego de diferente color como si fueran volca- nes. A los lados, nuevos incendios aparecen. Las ca- sas vecinas son consumidas por el fuego que por gra- dos y en diversos puntos se anima o se aplaca como si el incendio ganara en una sección y cesara en otra falto de alimento.

Todo el paisaje ha tomado un tinte rojizo como alumbrado por los edificios envueltos en llamas.

Luego, poco a poco, la luz va cambiando del rojo al verde, del verde al azul, del azul al blanco de luna.

La cascada representa plata fundida hirviendo al vaciarse en la concavidad del precipicio y el espec- táculo concluye, continuando solo el rumor pavoroso de las aguas.

Explicación.

Una poderosa instalación de aparatos de luz eléc- trica, combinadas con fuegos artificiales de la más científica excelencia, han producido el fenómeno.

Funcionan todas las noches para atraer a los viaje-

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ros y realmente el espectáculo que les ofrecen es por solo, un legítimo aliciente que compensa las inco- modidades del viaje hasta este sitio.

La tormenta ha completado la emoción causada por la bellísima escena constante y natural y su ornamen- tación artificial y adventicia.

Nuestro propósito era seguir viaje al día siguiente, pero hemos decidido quedarnos un día más, para ab- sorber con todas nuestras facultades estéticas las deli- cias de este paraje.

Ahora mismo mientras escribo estas líneas, la luz de los relámpagos invade nuestro cuarto, las gruesas gotas de lluvia golpean los vidrios de las ventanas y •el rumor de la cascada llena el ambiente tratando de grabarse para siempre en nuestros oídos. Así será.

ISD

Hemos paseado por los alrededores, mirando la cas- cada de todas partes pues a todas parece presentarse de frente.

La lluvia ha caído repetidas veces pero los árboles plantados en todas direcciones o nacidos espontánea- mente, nos han ofrecido el abrigo de su follaje, verde intenso, más oscuro que el verde blanquecino de las aguas del Rin. Anoche hemos visto otra vez la ilumi- nación y hemos tenido lástima a la pobre cascada, compelida a ostentarse a la vista de los curiosos aún después de la invasión de las sombras, por las fuerzas propias de su corriente que imprimen movimiento a las máquinas productoras de la luz eléctrica, encar- gada de exhibirla desnuda aun en los horas destina- das al sueño y al reposo y a seguirla hasta su lecho inferior, donde sus aguas van a buscar el descanso des- pués de su carrera de salto sobre los despeñaderos.

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ARTÍCULOS DE COSTUMBRES

LA CARTA DE RECOMENDACIÓN

Buenos Aires está enfermo.

Lo han dejado las epidemias del cólera y fiebre amarilla, pero lo aqueja otra enfermedad interna.

Este pueblo padece de una afección moral, de un trastorno funcional de las pasiones.

La causa de esta afección es la necesidad, pero no la necesidad imperiosa de vivir y de poder emplear los elementos necesarios para mantener en función los organismos.

Generalmente hablando, los habitantes de Buenos Aires tienen que comer, con que vestirse, aire para res- pirar, terreno en que caminar, luz para ver y todos los demás elementos que utilizan los órganos para mante- ner sus funciones.

Las necesidades estrictas de la vida pueden ser lle- nadas sin gran esfuerzo, en este pequeño centro de población.

Pero no sucede lo mismo con las necesidades ficti- cias que no por ser menos reales son menos apremian- tes.

Existe entre otras la necesidad imperiosa de apa- recer,

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Ningún hombre se contenta con tener con que cubrirse la cabeza; si hay que cubrirla os necesario hacerlo con un sombrero a la moda y perpetuamente nuevo.

Ninguna mujer usa su pañuelo para guardarse del aire frío de las noches y de la humedad de la atmós- fera; no señor, para obtener ese propósito se necesita una gorra y no una simple gorra, sino una gorra con flores. Si a más de esto la mencionada gorra tiene la sobresaliente cualidad de haber sido comprada en la calle de la Florida, la necesidad de cubrirse la cabeza queda enteramente satisfecha.

Para tener un sombrero siempre a la moda y siem- pre nuevo, es necesario comprar muchos sombreros y para poseer una gorra siempre servible, es necesario comprar gorra para iglesia, gorra para teatro, gorra para paseo, gorra para verano, gorra para invierno, gorra para levantarse, gorra para estar despierto, gorra para dormir, en fin, es necesario tener un cargamento de gorras de todas clases, tamaños, formas y colores.

Excusado es decir que para llenar la necesidad de no resfriarse, se necesita actualmente una pequeña renta de quinientos patacones al año.

No quiero irme de la cabeza a los pies por no dar un salto sobre los órganos intermedios, que tienen también sus necesidades esos órganos, porque ha de resultar que para vestir un hombre y satisfacer sus pasiones se emplearía sin desperdicios las rentas de una Aduana.

Felices tiempos aquellos en que comer sopa con to- cino los domingos constituía el supremo de los goces y en que cuidar las cabras a caballo era la más loca e increíble de las ambiciones !

De su peso cae aquí la reflexión de que para satis-

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facer las necesidades de un individuo de nuestros tiempos, se necesita mucha plata.

Trabajar y lucir son dos cosas que se excluyen.

El obrero que trabaja toda la semana, viste de blusa por el interés de conservar su paleto para el domingo.

¿Pero qué se diría de un hombre conocido que usara sombrero bajo los más de los días y de felpa y alto solamente los domingos y fiestas de guardar?

El qué dirán importa pues una nueva necesidad, la necesidad de trabajar poco.

Y si se pone esta necesidad al lado de la de ganar mucho, resulta lo que todos sabemos, es decir, que los más desean un buen acomodo.

Un buen acomodo quiere decir en castellano, un empleo en el cual se trabaje poco y se gane mucho.

De aquí la ingente suma de pretendientes que tiene cada puesto vacante.

Para alcanzar un empleo se necesitan empeños, bue- nas relaciones.

Cualquiera diría que para ocupar un puesto se nece- sita aptitud, pero esto que parece verdad a primera vista, es un sofisma en Buenos Aires.

Las aptitudes son las cualidades en que menos se piensa.

El favor, la recomendación y la condescendencia, germinan de un modo alarmante y han dejado enfer- miza a esta sociedad.

Verdaderamente, en Buenos Aires, el valor del mé- rito ha desaparecido o se ha desvirtuado.

Tener amigos. ( ¡ Quién no tiene amigos en un país en que todos somos iguales ! ) es la mayor de las ven- tajas.

Los puestos en que se gana dinero circulan en un núcleo de amigos.

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No se pregunta cual es el más apto sino cual es el mejor recomendado, de esto resulta que la vida de las entidades políticas, financieras, comerciales, literarias e industriales, es insoportable por los tiempos que co- rremos.

Ser ministro o capitalista es lo mismo que ser mártir y condenado en vida.

Cada entidad en este pueblo recibe diariamente veinte cartas de recomendación y escribe veinticinco.

Se necesita una renta para solo papel y pluma.

Como en todas las cosas, la necesidad de dar cartas de recomendación, ha traído el abuso.

Ya no son solo los hombres eminentes quienes las dan y las reciben.

Desde el presidente hasta el basurero, todos tienen a quien recomendar y quien les haya sido recomen- dado.

Yo también recibo cartas de recomendación y las escribo por docenas.

Felizmente he dado con la luminosa idea de contes- tar en los sobres, lo que me produce una pequeña eco- nomía.

A proceder de otro modo, la profesión no me daría para mis gastos.

La carta de recomendación se ha hecho una contri- bución, un tributo que todos pagamos por el solo de- recho de usar el nombre que nos pusieron en la pila.

Por esto las cartas de esta clase han perdido su valor y se necesitan muchas para que valgan como una.

A estas cartas les ha sucedido lo que al papel mo- neda.

Primero un peso valía ocho reales plata, ahora se necesita veinticinco pesos para hacer un patacón.

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El abuso ha traído el descrédito y la baratura de la mercancía.

Como todos recibimos cartas de recomendación todos las damos sin escrúpulo.

Todo el que tiene un oficio las da, todo el que usa un nombre que siquiera esté en algún almanaque, las da también.

Para este propósito las mujeres hacen un incalcula- ble consumo de papel timbrado y no son estos billetes los menos eficaces.

La belleza, la posición y el sexo, abren las puertas para todo.

Es muy difícil decir no a una mujer bonita que dice sí.

Mucho más, es muy difícil decir no a cualquier mu- jer que dice sí.

Todavía me acuerdo que tratándose de una solicitud en que yo tenía razón, el Gobernador Castro me dejó de una pieza diciéndome que había unas cuantas seño- ras que no querían la cosa.

Es incalculable el poder de las mujeres.

Una de las causas que me inducirían a quedarme soltero, sería el temor de que ostigaran a mi mujer para pedirle cartas de recomendación. Si ella era desairada el desairado era yo, y si era atendida ¿por qué atende- rían una recomendación de mi mujer, más bien que una mía?

Hay indudablemente peligrosas maneras de hacer el bien.

Pero por serio que sea el conflicto en que nos halla- mos y mientras salimos de él, no dejan de presentarse casos curiosísimos y ridículos en esta forma de distri- buir puestos; el siguiente por ejemplo:

Hace poco se presentó en casa, el señor don Pedro

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Romualdo Mosqueira que era el portador de una carta de recomendación para mí.

Atendiendo a ella, pregunté a don Romualdo en que podía serle útil.

Me han dicho señor, que Vd. es algo relacionado aquí y quería que me diera una cartita para alguno de sus amigos.

Perfectamente; ¿en qué desearía ocuparse?

En una empresa de diarios, por ejemplo.

Muy bien. ¿Sabe Vd. leer?

No señor.

Perfectamente ; tome Vd. asiento un instante. Dicho y hecho, tomo la pluma y escribo : Señor don

Eduardo Dimet director y propietario de El Nacional.

Estimado amigo:

Le presento a Vd. al señor don Pedro Romualdo Mosqueira que me ha sido calurosamente recomendado por nuestro común amigo don Héctor Várela. Desea ocuparse en su imprenta y yo creo que se contentará con un módico sueldo de ocho mil pesos, si Vd. lo pone al frente de la administración de su establecimiento.

Saluda a Vd. atentamente.

N. N.

Haría de esto un mes, cuando una mañana recibo una carta que decía:

Señor don N. N.

Querido amigo: Vd. que tiene tanta relación con Di- met, hágame el favor de darle al portador de ésta, don

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Rómulo Mezquita, una cartita de recomendación que le sirva a lo menos para presentarse.

Este señor desea ocuparse en algún diario y como me ha sido muy recomendado, no vacilo en pedirle a Vd. un servicio en favor de un extranjero necesitado.

Soy su afectísimo.

Juan A. Golfarini.

¿ Quién será este clon Rómulo Mezquita, decía yo, cuando alzando la vista percibí en el patio la simpá- tica figura de mi antiguo conocido don Pedro Ro- mualdo Mosqueira, que en sus tribulaciones por em- plearse en un diario, hasta su nombre había perdido?

La cosa era sencilla. El círculo de amigos se ce- rraba. El hombre volvía al punto de que había par- tido, después de haber andado a pie por las calles de Buenos Aires doscientas sesenta y cinco leguas en un mes, tras de una o más cartas de recomendación.

Cómo es esto, señor don Romualdo, exclamé, abriendo tamaña boca.

Como ha de ser, me contestó, todo el mundo me ha recibido bien pero cada cual me despedía con una carta y muchos ofrecimientos.

Como Vd. supondrá, llevé su carta a Dimet; Dimet me dijo que el puesto que yo pretendía estaba ocupado pero que en el empeño de servirme, me recomendaría a Luis Várela, como lo hizo; Várela me recomendó a Bilbao, Bilbao me recomendó a Walls, Walls me reco- mendó a Cordgein, Cordgein me recomendó a Gutié- rrez, Gutiérrez me recomendó a Cantilo, Cantilo a Man- silla, Mansilla a Ojeda, Ojeda a Choquet, Choquet a Quesada, Quesada a Balleto, Balleto a Del Valle, Del Valle a Goyena, Goyena a Paz, Paz a Mallo, Mallo a

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Golfarini, y Golfarini a Vd. y aquí me tiene otra voz al principio de mi carrera.

Excusado es decir que yo solemnizó tan original pere- grinación con toda la hilaridad de que pude disponer.

¿Y ese cambio de nombre señor don Romualdo?

Ese cambio de nombre, es que a fuerza de repetir « Pedro Romualdo Mosqueira» el nombre me parecía vulgar y largo y pensando que era más cómodo para las cartas de recomendación uno más corto, lo acorté llamándome Rómulo Mezquita.

Pues señor don Rómulo Mezquita, conforme ha cambiado de nombre, cambie también de aspiraciones y en lugar de buscar un empleo en diarios, acepte cual- quier trabajo, de cobrador por ejemplo.

Don Pedro Romualdo Mosqueira tiene actualmente una agencia de cobranzas, vive sin lujo, pero cómoda- mente y solo tiene una enfermedad que amarga su vida; sufre de epilepsia cuando ve una carta de reco- mendación.

EL PODER DE LA IMAGINACIÓN

En una aldea de España, había una señora, madre de un muchacho muy travieso y dueña de una imagi- nación que habría servido de modelo al .filósofo que llamó a esa facultad la loca de casa.

La señora de que habla el párrafo anterior, era me- dianamente feliz por todo lo que dependía de la ma- terialidad de la vida, pero se hallaba continuamente mortificada por las cavilosidades que la asaltaban y la grandísima facilidad que tenía, para llegar a las mayores exageraciones, partiendo de los sucesos más insignificantes.

Una vez, por ejemplo, su hijo, el muchacho travieso, se había comido un bollo, sin pedirlo a su mamá; esta lo advirtió y tomando una actitud trágica y al mucha- cho por un brazo lo llevó al rincón niás obscuro de la casa para reprenderlo.

¿Sabes lo que has hecho? le dijo, has cometido un robo insignificante es verdad, pero así se comienza; has cometido un robo y quizá ignoras que este crimen es penado severamente por las leyes de España.

El muchacho chiquilín de diez años a lo más, habría tamaños ojos y quizá en ese momento cruzó por su cabeza la idea que a su pobre mamá se le iban a que- dar definitivamente vacíos los aposentos del cerebro.

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Pero ella, que ya había dado toda la cuerda nece- saria a su imaginación, continuó su discurso en esta forma :

¡Un robo, un robo a tu edad! ¡Qué diría tu padre, él que era tan honrado y que te dejó en la orfandad, pobre, por sólo su honradez, qué diría él si supiera que tiene un hijo que desde tan tierna edad, comienza a cometer crímenes de esta especie !

Hoy es un bollo que tomaste de la alacena, aunque sea en tu propia casa; mañana será una gallina, que tomarás en corral ajeno; tendrás que saltar las pare- des ; te perseguirán como a ladrón ; si te alcanzan te llevarán preso; si consigues escaparte te sentirás alen- tado para proseguir tu carrera del crimen ; ya no te contentarás con robar pequeños objetos; te volverás ambicioso ; querrás fortuna e irás a buscarla en las casas de los ricos y como en las casas de los ricos no se entra sin dificultad tendrás que buscar el amparo de las sombras de la noche, para forzar las puertas y y perpetrar tu crimen.

Si hay quien se oponga a tus pasos, añadirás el asesinato al robo ; el puñal de que irás armado se cla- vará en el pecho de tus semejantes iudefensos; serás un asesino; un asesino ladrón; caerás en manos de la justicia y te meterán en un calabozo; allí te iré a ver, no me dejarán hablarte, lloraré a la puerta noche y día y cuando te saquen para ahorcarte en la plaza pública, yo correré como una loca por esas calles, gri- tando: matan a mi hijo y te veré subir al patíbulo y asistiré a tu agonía y a tu muerte, con el corazón des- trozado; los hombres malos dejarán tu cadáver tirado en el suelo y yo tendré que ir a pedir por caridad que te entierren y el cura no querrá dar licencia para que te entierren en sagrado, porque serás el cadáver de un

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ajusticiado y yo tendré que llorar, que suplicar y que desesperarme y nadie me hará caso y mi hijo será en- terrado como un perro, fuera del cementerio. . . ¡ Ayl mi hijo querido, hijo de mi corazón que ni en sagrado me lo quieren enterrar. . . Voy ahora mismo, voy que vuelo a la casa del cura, a pedir por la virgen por lo que más quiera en este mundo, que me una licen- cia para sepultar al hijo de mis entrañas al lado de su padre . . .

Y diciendo y haciendo, toda despavorida y con la angustia en el pecho y la desesperación en el alma, tomó su rebozo y salió a la calle como una loca, en busca de la licencia del cura para enterrar a su hijo en lugar sagrado, por haberse comido un bollo.

Ejemplos de esta señora tenemos a cada momento en Buenos Aires. La misma prensa nos los presenta casi todos los días.

Ella toma un hecho insignificante, lo borda, lo co- menta, lo resuelve y desfigura y cuando el lector acuerda, de adición en adición, de transformación en transformación, llega a encontrarse en el pináculo de las exageraciones más sorprendentes.

Algo más hace todavía. En muchas de sus elucu- braciones, ni el bollo que se comió el muchacho existe siquiera; no hay tal bollo.

JAPÓN

Podría llamarse el Japón el paraíso de los niños ; se les cuida, se les agasaja, se les regala y jamás se les castiga; las madres reprenden a sus hijos razonando y así la dulzura natural del carácter de éstos y la dosis de felicidad con que vienen al mundo las criaturas, no se altera. Ni las escuelas es para ellos un tormento ; en ella juegan, gozan y aprenden. La profesión de maestro, tan odiosa en todas partes, aquí está llena de satisfacción; los niños adoran a sus preceptores, los respetan y llevan su cortesía nativa y la aprendida en su corta experiencia, hasta el punto de no distraerse en las lecciones y prestar una obsequiosa atención. Cualquier signo de aburrimiento en un niño en clase lo desconceptúa en la opinión de sus compañeros, aun cuando no le procure penitencias ni reprimendas.

Pero el hecho más curioso observado por todos los viajeros y estampado en sus libros, es el siguiente: los niños en el Japón no lloran, no saben llorar; a lo menos no se les oye ni se les ve llorar jamás. Debe haber en esto excepciones individuales y de circuns- tancias porque el llanto por el dolor físico en la infan- cia siendo tan natural, ningún atavismo, creo, puede llegar a suprimirlo enteramente. Sin embargo, el he- cho visible es el apuntado. He estado en las escuelas

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infantiles donde hay quinientas o más criaturas; he visto a varias caerse, perder en sus juegos, golpearse, pero no he visto llorar a una sola de ellas. Lo único que se oye en los recreos o en cualquier reunión de niños, es la risa alegre, brillante, aguda y espontánea.

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Otra costumbre muestra tal delicadeza y ternura de sentimientos y tiene una influencia tan adorable en la educación, que el solo narrarla conmueve y entusiasma. A la puerta de los templos hay una vieja con una jaula llena de pequeños pájaros; un niño llega con su mamá o su hermanita, da un cobre a la vieja y pone en liber- tad uno de los pajaritos, dando gritos de alegría al verlo tomar el vuelo hacia los cielos. Esa es la ofren- da que los niños presentan a sus dioses.

Hay en la tierra delicadeza más exquisita de senti- mientos, acto alguno de más profunda, intensa, refina- da moralidad?

Qué pueblo civilizado presenta en sus códigos y há- bitos de educación un rasgo análogo?

ARTE COREOGRÁFICO

Cuentan las historias que un día, en un lugar cerca de Nara, reventó la tierra exhalando por sus grietas sin cesar un gas deletéreo cuya acción mortífera asoló la comarca. Los sacerdotes, hábiles aquí como en todas partes en materia de conjuros, organizaron dan- zas a modo de rogativas en las colinas próximas al sitio envenenado, para aplacar la ira de los dioses y el escape de gas terminó como por encanto, volviendo la comarca a ser salubre.

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Tal es el origen do las danzas actuales cuyo carác- ter místico y religioso se muestra en su forma solemne y mesurada.

De allí pasaron a los pórticos de los templos o capi- llas de los alrededores, en recuerdo del milagro y do los templos, a los teatros y a las chayas, entrando de lleno en las costumbres. Aun ahora mismo se hace preceder a ciertas representaciones dramáticas, una danza ejecutada por un actor vestido como los antiguos sacerdotes.

Análogas en sus lentitudes medido compás y ritmo cadencioso, fueron las danzas griegas de las cariátides cuyas nobles y elegantes actitudes ha conservado la estatuaria en los pórticos de los templos, representan- do bellas mujeres de cuerpo flexible, con una pierna doblada ligeramente y soportando en las cabezas la arquitrabe en compensada armonía.

Y todavía en los pueblos mediterráneos alejados de las turbulencias de la civilización se conserva en las costumbres, bailes primitivos cuyo carácter recuerda las danzas griegas y japonesas. Los bailecitos en Bo- livia, las rondas, los pasos y las venias ejecutadas el día de navidad en signo de adoración delante de los nacimientos (altares consagrados a la cuna de Jesús); las figuras de la zamacueca y otros ejercicios coreográ- ficos en el Perú y en Chile, tienen más de la índole religiosa que de la antipática rigidez e insignificante trote de las polcas y valses saltando de nuestros sa- lones, donde apenas las cuadrillas, aunque bailadas por tiesos peones de ajedrez, y más aun los rigodones y los minués fuera de moda, dicen algo al pensa- miento y traen a la memoria la poesía o la lej^enda puesta en acción.

Tal es el arte coreográfico en el Japón, si arte puede

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llamarse a este o a cualquier otro conjunto de reglas; notándose aquí como complemento de la actitud signi- ficativa y conceptuosa, la mímica diestra, oportuna, expresiva equivalente a la palabra que relata hasta las penumbras del sentimiento.

LAS ARTES EN EL JAPÓN

PINTURA

Refiere la leyenda que Kanaota renombrado pintor, llamado por algunos el rey de la pintura, allá por el año 700, pintó para el templo de Nimadzi un caballo tan perfectamente vivo que todas las noches se salía a galopar por la llanura. Unos campesinos cazadores lo espiaron y le dispararon una flecha. El cuadro se con- serva en el templo con la tela atravesada, el caballo herido y supongo escarmentado. El anterior relato recuerda el siguiente : Tcho-se- Yo pintor célebre chino, pintó cuatro dragones, pero no quiso terminarle los ojos. Uno de sus discípulos completó la obra en uno de los dragones y lo hizo con tal éxito que el dragón, dotado de vista, desplegó las alas y se escapó del cuadro por los aires. Los otros tres se conservaron sin pupilas y por lo tanto con una vida incompleta. Se cuenta ésto para mostrar en una forma indirecta la perfección de ciertas obras maestras y el poder de los artistas para dar los aspectos de la vida a sus crea- ciones; y cualquiera que haya visto el gato dormido, los monos, los aleones y otras esculturas pintadas de los templos de Niko, sea un ejemplo, no encontrará fuera de tono las hipérboles de la leyenda.

Tales relatos fundados en la insuperable belleza de algunas piezas artísticas, gozan de crédito en el pue-

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blo, él los cree verdaderos y sostiene como artículo de fe, entre otras historias, que los animales tallados por Hidari-Dique- Goro (debe ser Hidari-Diké-Goro ) salen del templo donde moran a tomar agua en la fuente vecina.

Los japoneses nacen dibujantes y con la facultad, muy general a lo menos, de reproducir la naturaleza a lo vivo, tal cual se la ve ; es de moderna data la inven- ción del kineidoscopio que fija y reproduce la sucesión de movimientos. El ojo humano viendo caer un objeto no percibe las diversas posiciones de sus partes durante ]a caída, que sin embargo un análisis ligero demuestra y se han hecho patentes ahora, gracias a la fotografía instantánea, aun cuando ya conocidas de tiempo atrás, en esas figuras del mismo sujeto representando en di- versas y aproximadas actitudes, que desfilando con rapidez dan la ilusión del movimiento. Pues bien, la aptitud para sorprender esas actitudes intermedias en- tre dos estados de reposo relativo, es propia de los japoneses, por la instantaneidad de sus percepciones, de donde nace su facultad de representar los animales y las plantas con los aspectos de la acción y de la vida. Van en seguida algunos datos para dar idea del mé- rito délos maestros de la pintura en el Japón. Uno de ellos se expresa así : « Desde la edad de seis años tuve la manía de copiar los objetos; cuando llegué a los cincuenta había ya hecho y publicado un número infi- nito de dibujos, pero de ninguno de los ejecutados antes de los setenta años estoy satisfecho. A los se- tenta y tres solamente comencé a comprender la ver- dadera forma y naturaleza de los pájaros, los pescados y las plantas. Por consiguiente, a los ochenta habré realizado algunos progresos; a los noventa habré to- cado la cima del arte y a los cien alcanzaré un estado

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superior indefinible ; a la edad de ciento diez años, un punto, una línea que mis manos hayan trazado, será un objeto viviente... Escrito a los setenta y cinco años por mí, antes Hakusai, hoy Gonakijo-Rodjin, el viejo chocho del dibujo ».

Las obras del exótico pintor, son en realidad maravi- llas de colorido, de dibujo y de expresión al decir de sus biógrafos. « Su pincel, añade un autor, se hacía inmaterial para seguir su voluptuoso deleite las formas de su pensamiento y sus imágenes salían por sus ma- nos revistiendo el carácter de la vida, ya se tratara de un templo o una flor, de un insecto o de un gesto de la fisonomía humana. Su talento era universal y pintaba con la misma excelencia templos, paisajes y animales que cuadros trágicos o cómicos de la leyenda o de la vida diaria. Su espíritu humorístico era inagotable, pero su calidad característica era su facilidad y su sa- gacidad para estampar la vida con su pincel y su pre- ferencia, retratar las expresiones cómicas de las faccio- nes del hombre y las de los sentimientos tristes y alegres » .

Uno de sus discípulos, Kiosay o Kiosai, sobresalió en la caricatura y con motivo de sus bromas vivía la mitad de su tiempo en la cárcel, sin corregirse por ello de su fecunda y admirable manía ni perder su jovial espíritu. Régamey lo conoció; en una de sus visitas a casa del artista vió entre otras composiciones una que describe así: «Representa una serpiente que ha toma- do un gorrión: está hecho con nada y cada cosa habla, el ojo velado, el pico medio abierto, el cuerpo desga- rrado y al mismo tiempo palpitando bajo el diente del reptil, y las plumas arrancadas volando. Y esto ocu- rre éntrelas plantas, entre las florecillas rojas donde pasan ligeras arañitas verdes pequeñísimas. No se

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sabe que admirar más, si la perfección do la obra o la intensa emoción que provoca ol pequeño drama. La segunda escena es una comedia: un gorrión asustado por la sorpresa repentina que le causa ver salir do la tierra a sus pies un topo, abre las alas y toma la mas cómica y expresiva de las actitudes. Sobre el pintor Isunénobu dice su crítico M. Gonso, hablando de dos de sus kakemonos (un cuadro mural en tela o papel bordado o pintado en una tira más o menos larga, se llama kakemono). «El uno representa un paisaje y el otro un pavo real desplegando su cola; estos dos cuadros del maestro japonés, colgados juntos con un dibujo de Durer, un bosquejo de Rubens y un admira- ble estudio de Rembrandt, mantenían la formidable competencia, a despecho de la diferencia de estilo y procedimiento, y solo se medían de igual a igual con el mejor de los otros tres, con el de Rembrandt».

Yo he visto retratos en los templos de Niko de pin- tores de hace dos siglos; los sujetos retratados salíanse del cuadro como personas vivientes, luciendo los colo- res frescos de sus ropas cual si en el momento las es- trenaran. Me han mostrado en las escuelas paisajes y bosquejos de animales hechos por los niños, con cuatro o cinco líneas, que provocaban no obstante, la sensación de los objetos reales. Las puertas de los teatros, los frentes de las casas vecinas, y los libros de ínfimo valor están plagados de dibujos grotescos en general, pero llenos de intención, de gracia y de verdad.

En esas hojas de papel de arroz con su apariencia de leche reducido a láminas sin espesor, derraman los artistas japoneses los tesoros de su talento en formas y colorido; cada figura habla, se mueve, vive, mien- tras uno la mira, y la escena representada en miniatura es un cuadro familiar, purificado de la grosería del

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tamaño y de las manchas del uso y puesto allí en lim- pio y en diminuto con los tintes vivos de los géneros nuevos, de las ñores recién abiertas y con las líneas de la expresión y del gesto en las fisonomías.

ESCULTURAS, GRABADOS Y BORDADOS

Sin embargo, las obras de pintura no me han admi- rado tanto como las de escultura en todas sus ramas, y los bordados. E incluyo entre las primeras esas com- posiciones hechas con cualquier cosa; madera, metal, piedra, cáscara de árbol, concha, grano, hojas, vidrio o todo ello junto, pintado o natural. He tenido en mis manos muchas veces, sin atreverme a dejarlas, figuras de madera tallada con tales perfecciones de detalle que eran una seducción para la vista y una voluptuo- sidad para el tacto. Recuerdo dos monos pequeños cuya piel mostraba aparte cada hebra de pelo; la acti- tud del cuerpo y la mímica del rostro les daban las apariencias de la vida y yo habría dicho que los sentía moverse entre mis dedos. Llevo a Buenos Aires una pieza anatómica, puedo decir escultura en madera pin- tada, con las adiciones necesarias para completar la copia. Representa la cabeza de un ajusticiado con admirable y horrorosa verdad; no he visto trasunto análogo de objeto real en ningún museo de la tierra y conozco casi todas las colecciones del mundo. Cual- quier médico en un anfiteatro la confundiría con la de un cadáver; los ojos muertos han sido copiados tan a lo vivo, perdónese el contrasentido, que hacen estreme- cer y asustan. La cabeza está en su caja y con sus bandas de género ensangrentadas, según se presenta a los jueces o magnates las cabezas de los ajusticiados

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por su orden, como prueba de la ejecución. El insigne escultor de esta obra se llama Nurnashimay, vive en Tokio. En los templos de Shiba y do la montaña sa- grada do Niko y en otros muchos del Japón, los talla- dos naturales o pintados son tesoros do escultura. Muchos paneles de frisos o balaustradas, llevan un dibujo en un lado y otro diferente en el opuesto, siendo de notar que las mismas perforaciones sirven para las formas en los dos lados, j Qué cálculo, qué serie de combinaciones artificiosas, qué visión anterior del con- junto y de los detalles se necesita para hacer coincidir los contornos de cada objeto, cuando el tallado debe dar al mismo tiempo un grupo de animales en una cara del cuadro y un ramo de flores en la otra!

Añádase á las aptitudes artísticas de los japoneses, su talento para elegir los materiales de sus obras, me- tales, pedazos de madera, conchas, perlas, partículas de cáscara de árbol, vidrios o porcelanas, adaptándolos a su dibujo como si hubieran sido hechos por la natu- raleza para ese solo fin.

Veo una tienda en Yokohama, una plancha de laca

blanca en su marco ; a corta distancia de los bordes

camina hacia el centro una araña de tamaño de un

grano de trigo. Ahí está todo el cuadro. Pero la

araña es un poema de vida que lo llena y obliga al espectador a quedarse una hora en muda contempla- ción. El cuerpo del pequeño insecto ha sido hecho con una perla y las patas con filamento de metal oxi- dado. La araña no se mueve, naturalmente, pero. . .

camina uno la ve correr a prisa por la inmensa

superficie blanca, alejarse del marco, huir hacia el otro borde; la sensación es irremediable, la ilusión com- pleta. ¿Cómo la obtuvo el artista? ¿Cómo se le ocu- rrió hacer un cuadro con tan mínimo asunto? ¿Cómo

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vió de antemano el resultado? Todo el secreto está para mí, en la actitud del animalito, en la disposición de los finos pedacitos de alambre que forman las patas, en la acción que marcan sus¡3endidas en el aire, dobla- das en las coyunturas y resueltas en esa figuración transitoria, lineal, de los miembros en movimiento, etc., etc.

La casa de un japonés muestra el carácter de la Nación, los hábitos y los gustos de sus habitantes. «Mi dueño nada tiene que ocultar», dice cada casa, o más bien «no quiero ocultar nada». Las paredes son livianas y corredizas; las aberturas están francas; son inútiles las cerraduras porque de un buen empujón se echa abajo la puerta y la pared en que se halla; la entrada del aire por toda resistencia, encuentra una hoja de papel. Ya he descrito en varias ocasiones al- gunas viviendas japonesas; mis lectores las conocen y deben recordar su limpieza, su pequeñez y al mismo tiempo su comodidad eficiente. No hay en ellas mobi- liario propiamente dicho; el suelo cubierto de estera es el gran recurso; sobre él se come y sobre él se duerme sin temor de caerse. Reemplazan a los arma- rios espacios dejados expresamente entre los tabiques; una parte de la seudo-pared corre y el armario queda abierto; allí están las almohadas, los colchones, las ropas y otros objetos. Las almohadas son unos peque- ños banquitos con un rollo de crin, lana o paja encima; los colchones son dobles mantas rellenadas, más o me- nos gruesas. Las frazadas son sustituidas por una bata colchada que se usa en vez de camisón o sobre él; las ropas de cama varían con las personas.

Como muebles hay en la generalidad de las casas,

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unas mesas muy bajas donde se pone el brasero y so sirve el té. El brasero es un utensilio infalible; uno lo ve en todas partes, hasta en las tiendas, sobre las ta- rimas. A su rededor se hace la conversación entre los concurrentes, que por turno o al mismo tiempo, se ca- lientan las manos en él. Las familias poseedoras de objetos de arte o de valer, los guardan en piezas aparte o en los nichos ya mencionados. Figuran en al- gunas casas entre los utensilios de mayor importancia, imágenes de los dioses y bustos o estatuas de los an- tecesores.

Las cocinas son sencillas y pequeñas; dos o más hornallas y algunas vasijas, sartenes o demás piezas indispensables, en reducido número, componen las ba- terías.

La vajilla es otra cosa; son incontables los plati- tos, tacitas, salseras, soperas y teteras que la forman.

El tenedor y el cuchillo están reemplazados por dos palitos; las viandas van cortadas al comedor. La cu- chara es inútil y por lo tanto no se la ve figurar en el bagaje; lo es porque las vasijas en que se sirve el caldo u otro líquido, son del tamaño de las cucharas y pue- de uno llevarlas a la boca. Hay sin embargo un cu- charón o sea una taza con mango largo.

Difícil es encontrar una casa japonesa sin jardín o sin plantas en macetas, a lo menos; este pueblo es muy aficionado a las flores.

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Antes de salir de Niko hicimos otro paseo por sus alrededores, al otro lado del río, el cual debía lla- marse de «piedras corrientes» Qué hacen ahí en el cauce y a dónde van? Se desgranan, se quiebran, se reducen, se pulen, se vuelven a partir y se convierten

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por fin en arena, yendo a formar el muro que detiene las aguas de los mares en las costas. La última ave- nida, tras de lluvias torrenciales, se ha llevado un puente ; nosotros pasamos por otro improvisado, casi tocando el agua; subimos al lado opuesto, la falda que encauza el río y entramos en una nueva selva. De las montañas bajaban aldeanos cargados con ramas de árboles llenas de ñores, como para pintarlos. Luego nos insinuamos en una lengua de tierra y de su alta planicie vimos con una delicia extraña, a pesar de es- tar ya cansados de paisajes, la luz rara de aquellas comarcas, hecha por los reflejos eléctricos de todas las cosas ; el verde con sus infinitos tonos y el rosa de las azaleas mitigado o exaltado, según la distancia; el color de la tierra, del agua y del cielo, diferente del común y diario. Yo siento la necesidad de empaparme en este fluido de la naturaleza, dejarme penetrar, sa- turarme de su belleza en la escena misma, hasta con- vertir mis fugaces sensaciones en marcas indelebles de estética crónica, constitucional, antigua, para no ol- vidarla jamás. Tengo enfrente las montañas vestidas como si les hubiera caído una lluvia de bosques y es- tuvieran derramando el exceso de sus árboles en el valle y a mis pies, el torrente, a escape sobre su lecho de piedras prontas a levantarse y seguirlo, metiendo un formidable ruido, apenas haya una fuerte lluvia. Entre tanto, sólo se oye la música del río, del viento y aquella resonancia interna, sugestiva en apariencia, compuesta por los atómicos estallidos del juego de la vida, en mil seres invisibles. Los pájaros a veces al- zan una gritería alegre, inmotivada, hablando en su idioma, pues los animales a diferencia de los hombres, en todas las comarcas, en igualdad de raza tienen la misma lengua; los veo volar de rama en rama, sin ob-

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jeto y alejarse algunos pasando sobre los techos de los templos y las tejas rojizas de la estación y del ho- tel, en dirección a la selva de la otra banda o al límite de los deshielos, donde nacen los arroyos. . . ! Nemoto no entiende como un hombre práctico puede perder su tiempo contemplando tales bagatelas!

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Tomamos rumbo a una cascada, bajamos una co- lina, atravesamos un puente echado sobre el río Niko, nos paramos en la opuesta banda para ver el otro puente, el de laca, célebre, paralelo al nuestro, de gra- ciosa forma y elegante figura y cuyo color, rojo in- tenso despulido, color de flor y no de pintura, junto con el brillo de suá abrazaderas de oro, resalta en el fondo verde oscuro del bosque plantado en la mon- taña. Sus pilares y travesanos de piedra forman en- castre, como si fueran de madera. Por debajo pasan las aguas del torrente, bulliciosas, espumosas, inútil- mente apuradas, pues van perseguidas por la grave- dad que no se cansa nunca, sobre piedras ovoides, es- féricas, conoides, todo, menos angulares, por haber perdido sus aristas jugando unas con otras, arreadas por la avenida, en los días de creciente.

No pasan habitualmente por el puente de laca le- gendario, sino los dioses en espíritu, pero cuando ne- cesitaran pasar en forma corporal, como son de palo o de piedra, lo hacen con ayuda de vecino, llevados por los devotos, en larga procesión, según es de uso en las ceremonias religiosas, vestidos de mil maneras, conduciendo andas con imágenes, cargando coleccio- nes de objetos alegóricos o de adorno, disfrazados de dragones, leones y leopardos ; y los sacerdotes y otros

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dignatarios, a caballo, con arneses de oro y seda, ro- jos, amarillos y plateados.

Seguimos costeando el torrente por su orilla iz- quierda un trecho, luego nos apartamos para volverlo a encontrar y así vamos por malos caminos mojados, enterrando nuestras rikshas, una cuarta en el suelo, y saliendo solo de la huella profunda gracias a la fuerza y resistencia admirable de estos hombrecitos de hierro. Las peñas derraman en el precipicio, jpor cuyo fondo corre el río metiendo una espantosa algazara, las aguas de sus cumbres en hilos, en sábanas, en tules, en cortinas, en perlas de cristal o simplemente en es- puma blanca, corno si una gigantesca lavandera es- tuviera lavando su ropa con jabón en lo alto y volcara su batea a cada momento.

No solo eso; la espuma de jabón y las gotas de cristal, ruedan por entre azaleas que dan un color ro- sado a la montaña, y abajo, a través de todas las cla- ses de verde imaginables, desde el negro hasta el amarillo o azul, o no que color, límite del verde claro.

Los mismos árboles amenazan desplomarse someti- dos al vértigo del precipicio y a la influencia eléctrica de la corriente de abajo, atronadora y sublime!

Llegamos a la cascada, una miniatura en compara- ción de otras, de la caída del Niágara, por ejemplo, pero con todo bella!

En su esencia, todas las cascadas son iguales; ésta sin embargo, tenía algunas particularidades de oca- sión el día de nuestro paseo y tiene otras permanen- tes; una de estas últimas es su casa de a veinte metros de la caída de agua, y su Dios del fuego sin narices. Los accesorios eran y fueron una lluvia to- rrencial y una musmé que se vistió a nuestra vista y

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paciencia, con aquella falta de pudor casto, caracte- rístico del Japón. Si alguna vez queda bien aplicado el verbo reflexivo vestirse, es en este caso; la joven estaba desnuda antes de ponerse los primeros trapitos de su tocado; a esto le llamo yo vestirse y no al he- cho de cambiar de ropa.

La senda hasta la cascada es muy pendiente y muy complicada; hay escaleras de piedra, puentes do ta- blas de pino, y laderas casi impracticables; poro yo apuré hasta las heces de aquel cáliz de granito resba- ladizo, por ser de raza anglosajona (yo, no el cáliz). ¡Los demás compañeros se quedaron; eran miserables latinos !

Al pasar por un codo peligroso, una de las lavan- deras de arriba me vació su batea en la cabeza; ro- bustas gotas me mojaron los labios y pude comprobar por su gusto, que el agua de su origen, no contenía ni potasa, ni sosa, bases habituales del jabón y que su blanca espuma era como el penacho de las odiosas hijas del océano, pero sin sal, líquido en polvo, lleno de aire: alias espuma!

Hay una cueva tras de la faja de agua debajo mismo del borde por el cual se derrama; en la cueva está un Dios de piedra con dos dagas, sostenidas por su brazo derecho y rodeado de tarjetas; yo también puse la mía en demanda de la protección del ídolo japonés, concebida así: «Eduardo Wilde y Señora al Dios Fudo Yo » o sea, en romance, al Dios inmóvil . . . ¡Siempre conviene estar en buenos términos con los dioses de todas las religiones por si a uno lo mandan a paraíso ajeno!

«Le llaman además el Dios del fuego», me dijo el guía. «¿Cómo, Dios del fuego, si está en una cas- cada?» le objeto. «Ah! me replica: al principio del

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mundo hubo dos elementos en lucha, el agua y el fuego», La razón no me pareció muy concluyente, pero muy parecida a las razones de las religiones más acreditadas.

La cascada tiene como quince metros de altura, aparente y en su fondo un mundo de piedras como elefantes que se disponen a marcharse aguas abajo, con el menor pretexto. El volumen de agua visto de cerca, es decir de la cueva a la cual forma una esplén- dida cortina, ofrece un ancho de dos a tres metros por un grueso mucho menor.

El escenario es por demás fantástico y grandioso, y si los ojos gozan con la feria de luz y de colores, el oído se estremece deliciosamente con el tronar con- tinuo del torrente y el fragor del entre-choque de las piedras que ruedan en su lecho.

Volvemos al hotel y ocupamos el entre acto de las excursiones, en comer y en dormir, tarea no menos interesante que la de ver cascadas y contemplar paisajes.

saionara!

Sobre una colina con vista a un valle está situada la casa; mirando al mar y al río por dos de sus lados y por el otro a la extensa y divina Tokio. Todos los niños han preguntado alguna vez ingenuamente porque no hacen las ciudades en el campo, sin pensar en que todas fueron comenzadas precisamente en el campo, borrándolo en seguida con el solo hecho de surgir en él. Pues bien, la única ciudad del mundo capaz de satisfacer el deseo de los niños, dando real- mente la idea, no como, de que está en el campo, es Tokio ! Es campo en todas partes y ciudad en cual-

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quiera; es el sueño infantil de la ciudad y del campo en estrecha unión. Pero hay escuelas, lo que destruye la ilusión, pues en el fondo do la ambición de los niños existe, a más del amor a la libertad en la naturaleza virgen, el anhelo do la supresión del maestro y de las aulas; a lo menos, para mí, campo quería decir todo eso.

De uno de los balcones veo bosques, selvas, parques, ríos, áreas despobladas, casas, templos, calles, cami- nos, aldeas, la campaña en fin, del brazo con la ciudad.

Hay en el interior de esta morada un lujo extra- ordinario, a pesar de la ausencia de muebles; da lás- tima pisar las esteras y tocar los objetos; los techos son de madera labrada, esculpida, pintada o natural; los muros o más bien los tabiques externos y divi- sorios, llevan incrustaciones o paneles de laca, de seda y marcos con tallados de un arte admirable; las ven- tanas y las puertas de riquísimas tablas, se mueven sobre sus correderas al impulso de un dedo. Vasos de porcelana, estatuas de bronce, braseros con incrus- taciones o cincelados, zahumadores y otras lujosas obras de arte, adornan las habitaciones y prestan en ellas su servicio, aumentando la comodidad y mos- trando el gusto estético.

Hay un cuarto consagrado a los dioses con mil ricas imágenes en pintura y escultura. Las salitas de re- cepción principalmente, son deliciosas; en una del piso inferior, nos sirvieron a la japonesa, en el suelo, dándonos por asiento almohadillas de paja suaves como guantes ; la sola musmé que nos lo ofrecía era un lujo de estilo por su belleza, su gracia, su juventud y su alegría, a más de su rico vestido de espumilla. En otra sala de arriba, con sillas y mesas, única incongruencia, pero perdonable en virtud de haber

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sido puestas allí solo por horas, en obsequio a los huéspedes y por estar no obstante en armonía de colores y finura de maderas, con los demás adornos, nos sirven frutas, dulce y vino.

Al salir, encontramos en el portal o vestíbulo la servidumbre reunida; yo hice mis cuentas; allí había maridos, mujeres, niños, mozos solteros y musmés delicadas; sin duda estábamos en una gran mansión. Todas las personas y personitas nos saludaron alegre- mente, deseándonos grata permanencia en el Japón; y los niños, a quienes dimos algunas monedas, nos hicieron las más graciosas, cómicas y respetuosas reverencias, gritando: «¡saionara, saionara! adiós, adiós!»

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Abril 16. La noche es de luna, la atmósfera está tibia y la ciudad iluminada. Tomamos rumbo hacia el centro, recorremos calles llenas de gente, de faroles, de lámparas de gas y focos eléctricos, flanqueadas de mástiles con un enrejado rectangular hacia arriba, por cuyas mallas pasan miles de leguas de alambres tele- gráficos y telefónicos; pasamos puentes echados sobre cien canales, que forman en su líneas maestras, tres cinturas de mayor a menor en torno al palacio, jardi- nes y parques del mikado, y en cuyas aguas tranqui- las navegan pequeños barcos dando golpes de remo, mientras otros más grandes las cubren de trecho en trecho, con las manchas negras de su sombra o re- flejan sus velas blancas a la luz de la luna; desfila- mos por largas avenidas contorneando los nuevos edi- ficios públicos, que alargan su ancha proyección sobre el suelo; nos hundimos en la obscuridad de terrenos vagos, casi solitarios y vemos entre los árboles o en

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planicies vacías, en todas direcciones, cerca o Jejos, hasta perderse en los confines do la vista, las luces do las kurumas, como brasas viajeras, revoloteando a modo de fuegos fatuos o linternas aladas en danza fantástica.

Así vagamos tres horas, deteniéndonos solamente un instante frente al club de los extranjeros, donde entramos a inscribir mi nombre y adquirir el derecho de frecuentar la hermosa casa y sus distinguidos con- currentes durante tres meses.

Para convencerme de no estar soñando con escenas raras, me repito a cada instante « Estoy en el Japón, en Tokio, casi en las antípodas de Buenos Aires, y todo cuanto veo es real y positivo, propio y genuino de este delicioso pedazo del globo, que tanto deseaba conocer; asisto al acto de la transformación de un pueblo y llego en el momento supremo en que dos civi- lizaciones se tocan, para despedirse; la antigua sumer- giéndose en los recuerdos del pasado, abriéndose paso la moderna con el asentimiento de los hijos de la tie- rra, quienes, si no tuvieran más virtud que la de adap- tarse a cambios tan radicales, esa sola bastaría para levantarlos ante los ojos de la humanidad entera y señalarlos como modelos».

Mientras la luna hacía rieles en las calles navega- bles de esta singular Venecia y la brisa refrescaba nuestro rostro, mientras volábamos en nuestas rikshas, llevados a largo trote por sus casi enanos conductores, dotados no obstante de una fuerza y resistencia sor- prendentes, yo juntaba en mi mente las visiones ac- tuales, con los recursos de mi reciente excursión a Nagoya, a Kioto, a Nara, a Kobe; veía el Fujiyama encajando su cima de hielo en el firmamento y los montículos del camino, los árboles de imponente talla

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y las matas de casi rastreras ; los innumerables ríos anchos y formidables cuando crecen, y los arroyos como hilos de agua; los arbustos que apenas levan- tan un palmo sobre el suelo y las selvas de mástiles vivos, seculares; las montañas de granito y las coli- nas de tierra amontonada, deleznables, que las lluvias borran con el tiempo ; las leguas de terreno cultivado, los arrozales por fin, y las huertas microscópicas ; las mil aldeas diseminadas a lo largo de cañadas incon- tables constituyendo un conjunto de asombrosa mag- nitud, y las casitas pequeñas como habitaciones de muñecas, donde viven treinta millones de hombres; el trabajo sin descanso y sin fatiga y la exigua talla de una raza tan esforzada, tan enérgica y resistente ; el contraste palpitante en suma, visible, patente, cuya realidad se impone, por fuerza; de todo cuanto existe en el Japón, donde hasta las altas y las bajas tempe- raturas se turnan sin razón aparente, donde al viento de la tempestad sigue la quietud del aire, sin antece- dente, y al sol radiante la lluvia torrencial, sin motivo.

Volvimos al hotel con mil visiones en la mente y yo durante el sueño de la noche, continué barajando los contrastes de inacabables procesiones.

A la noche vamos a un teatro donde se daba una función característica. Cada año, durante 15 días, en el mes de Abril, cuando brotan los cerezos, celebran en Kioto el acontecimiento con representaciones teatrales, como reminiscencias peculiares de prácticas religiosas. Una leyenda es el argumento, y este se desarrolla en medio de cantos, pantomimas y música de orquesta. El teatro es un salón en forma rectancular; frente al escenario en alto, hay un solo palco de todo el ancho

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de la sala, provisto de escaños en su parto posterior y de mullida alfombra adelante, donde so sientan en el suelo las musmés más distinguidas, con sus papás y mamás ; abajo está la platea o patio, como una gran pileta de poco fondo rodeada en sus bordos anterior y laterales, por un camino de regular ancho, por el cual pasan los actores y los espectadores. En un nivel superior al de los pasajes y a lo largo de los dos laterales, figuran dos estrados, donde toman asiento para la fiesta diez y seis muchachas, ocho a la izquierda y ocho a la derecha, vestidas con todo lujo; cada una toca un instrumento de los que com- ponen la orquesta; a saber: varillas de madera dura, pífanos, triángulos, tambores y guitarras o su remedo. Apenas la música comienza, entran por los corredores de uno y otro lado, treinta y seis beldades jóvenes, luciendo en la cabeza adornos emblemáticos brillantes, con peinados reglamentarios y vestidos uniformes de telas riquísimas, adornados con cintas de vivos colores y de bordados de oro y plata. Su andar es mesurado y cadencioso, así corno sus movimientos de cuerpo y brazos, todo ello de acuerdo con la música. Las ocho de un lado van a juntarse frente al escenario con las ocho del otro; allí se entrecruzan, se saludan, hacen figuras de contradanza, en varios cuadros, usando sus abanicos, entrelazando cintas y manejando los pliegues de sus ropas. Luego desaparecen ; un telón se levanta y el escenario las exhibe de nuevo más adentro con- tinuando su baile; las decoraciones cambian a la vista del público, según las exigencias del argumento ; las bailarinas se dividen en grupos, unas bajan al pasaje delantero, otras siguen haciendo diversas figuras en la escena y cuadros indudablemente significativos y bellos, aun para quien no los entiende. Vuelve a

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cambiarse el paisaje en el fondo del teatro. Unos hombres enlutados, invisibles por convención, dirigen las maniobras haciendo desfilar decoraciones. Llega a su tiempo el cuadro final y el espectador maravillado ve un bosque, un prado, un jardín, una serranía, el mar, arroyos y caídas de agua, bien imitadas a pesar de los pobres medios, y puntos luminosos incontables y sin límite, convirtiendo el paisaje en una visión do sueños y perdiéndose a lo lejos como si aún con- tinuaran. El panorama desplegado a nuestros ojos era precioso y yo no me cansaba de mirarlo. En todo el juego escénico el brote de las plantas es el tema, y ramos de floridos cerezos caen sobre el pros- cenio formando barreras, cortinas y cenefas. Cada bailarina concluye su festejo llevando como premio un gajo del árbol predilecto, cargado de flores. La música, la pantomima y el espectáculo visiblo, traían ideas religiosas y yo me imaginaba ver en las figu- rantes, sacerdotisas del gran temjolo de la naturaleza dando gracias al cielo por la llegada de la primavera.

Abril 9. Comenzamos nuestras excursiones por una casa de bordados, la más famosa y cara de la ciudad; las dos cosas con razón. Allí vimos maravi- llas en materia de biombos y cuadros. Recordaré toda mi vida, un gato, de seda, blanco, con manchas negras en la cola, filósofo, pulcro y ocioso ; el bor- dado, mostraba todos estos caracteres. La lucha de un perro y un zorro, en la cual el último lleva la peor parte, pues el perro le tiene nada menos que el cuello entre sus mandíbulas, pero se ve en los ojos de sedas de diferentes colores del zorro, que no lo cree todo perdido y medita alguna diablura. Por fin un vena-

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do bebiendo agua en un arroyo; el cuadro es triste, desolado y sugestivo; no como han podido pintar eso con la aguja en la tela. El pelo do los animales en todos los cuadros estaba tan perfectamente imitado que incitaba a tocarlo. Siento mucho no haber po- dido comprar estos tres inimitables trabajos: eran muy caros, pero para mi consuelo, los conservo con toda claridad en mi cerebro y los evoco dándoles for- ma y colorido visibles, cuando quiero.

De ahí se nos conduce a una casa do abanicos; ne- cesitamos comprar uno bueno, de estilo puro japonés, para hacer un regalo ya anunciado: no hallamos sino mercaderías de pacotilla; nada había de característico ni de fino siquiera.

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A la Exposición,, en seguida, donde en grandes gal- pones y salas so exhibe todo el arte y la industria del Japón, representada en^muestras; allí vemos princi- palmente sedas y bordados ; obras en laca y marfil, muebles y utensilios, joyas e incrustaciones, y una buena colección de cuadros, como indicio de un arte que comienza o renace.

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Para continuar en el mismo estudio, vamos a una casa de objetos artísticos, siendo la misma casa uno de ellos. A los japoneses les gusta copiar en dimi- nuto ; en un metro cuadrado hacen un parque, ponen montañas, lagos y árboles colosales del tamaño de un dedo; así era el patio de la casa de negocio que vi- sitamos; medía a lo más seis metros por costado y contenía un lago, un puente, una gruta, dos monta- ñas, un jardín y tres kioscos. Me gustó sobre todo el camino construido en el arenal a orillas del lago :

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era de grandes piedras irregulares colocadas sólida- mente y entre cuyos intersticios corría el agua; el as- pecto rústico de esta disposición era la nota saliente. La casa propiamente parecía un gran juguete de ma- dera, lustrosa de puro nueva, limpia desde la estera hasta el techo, con todas sus aristas sin ninguna falla y conteniendo en sus armarios, vidrieras y estantes, tal cantidad de curiosidades y obras de arte escogidas, como no se ve ni en los museos; una colección de objetos, sobre los cuales se podía dar un curso de es- tética para formar el gusto, tibores como pagodas do grandes, lacas de alarmante valor, cajas de metal con incrustaciones, figuras de marfil, copas cinceladas con trabajo de años enteros, pues cada centímetro cua- drado de minucioso dibujo requiere una semana o más de labor; biombos con ñores y animales a lo vivo, pintados,, bordados o hechos con metal y nácar, con oro y plata, con marfil, esmeraldas y malaquita; en fin, bellezas y riquezas que mareaban.

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Los lectores se preguntarán como yo me pregun- taba, cual es la razón del valor excesivo de las lacas antiguas y aun modernas bien trabajadas. Doy la respuesta: las obras por mismas o por el precio de sus materiales, no son la causa del elevado costo ; el tiempo necesario para concluir la obra es la razón de su valor; entre una y otra capa de barniz dorado, co- brizo, bronceado o de otro tinte, debe mediar un se- mestre o más tiempo a veces; mientras tanto los in- tereses del capital empleado corren y los artistas o so cruzan de brazos o se ocupan como Dios les ayuda.

LA CORDILLERA

Está de Dios que no ha de haber un solo nombre bien puesto en la Cordillera. En las Vacas no hay una sola Vaca, y en Las Cuevas, paraje donde se pasa la noche, no existe la menor cueva. ¡ Qué señor, ni ratones hay! ¿cómo quiere que haya cueva? me contestó una moza bien mantenida a quien pedí datos acerca del origen del nombre. De Las Cuevas se emprende la subida de la Cordillera propiamente di- cha, a las cuatro de la mañana, y es un curioso es- pectáculo el de los viajeros, ataviados como lo per- miten sus recursos y en la forma más estrafalaria, andando de un lado para otro, precedidos de un farol, en busca de su montura; la confusión reinante, los reclamos, los sustos, los gritos de las mujeres, la or- ganización de la cabalgata y la marcha, en fin, en un orden admirable que no como consiguen establecer los arrieros. Luego se ve a lo largo de la pendiente una hilera de jinetes de diversos sexos, algunos sin apariencia definida de ninguno de éllos, gracias a sus atavíos; procesión compuesta de caballeros y señoras de todas las naciones del orbe, caminando en silencio, a tientas, sin más luz que las de las estrellas, más nu- merosas allí que en parte alguna, pues en realidad, según dicen las mujeres de la Argentina, no hay en

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toda la bóveda celeste donde poner la punta de un alfiler, la vía láctea ha desaparecido; todo el cielo es una vía láctea pero infinitamente más brillante que nuestra antigua conocida de las comarcas donde hay brumas y nubes. De tiempo en tiempo se oye la voz do los arrieros entonando un párrafo semicantado, di- rigido a las nubes para recomendarles compostura y prudencia, y las moles de granito repiten y devuelven con su eco la voz de mando. Primero no se ve sino bultos más o menos sombríos que avanzan, se mueven o están quietos ; las pisadas de las cabalgaduras ha- cen crujir las piedras, con un compás metódico. EL viajero se entrega a sus meditaciones, no debiendo preocuparse de la dirección de su muía, pues ella sabe más geografía que su jinete y se guarda bien de obe- decerle cuando intenta contrariarla; es imposible en- contrar animales más inteligentes quo estas muías de arriero, acostumbradas a tan peligroso camino; la mía se paraba cuando quería o so metía por donde le daba la gana; una vez quise inducirla en una senda oblicua, rechazó la oferta; le di un talonazo, so paró; le di otro, ella meneó la cabeza con tales muestras de energía que me desarmó; después de un momento emprendió de nuevo la marcha a su capricho ; tenía razón, el elegido por ella era el buen camino.

Entonces yo, obedeciendo a uno de esos impulsos de imparcialidad y de justicia que me son familiares, alzó las manos al cielo estrellado y exclamé: ¡Dios de las alturas, permite que algún día mi patria tenga un Congreso de muías y un Poder Ejecutivo com- puesto de machos, para que la República sea condu- cida por un buen camino!

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EL PUENTE DEL INCA

El puente del Inca es notable por esta singular circunstancia: No es puente ni lo ha sido jamás.

Había en tiempo de antaño, probablemente, una quebrada continua por cuyo fondo corría un poco de agua, con el nombre do río Mendoza. Por efecto de la temperatura, de los hielos, de los vientos o de las lluvias, las peñas se desmoronaron como sucede a cada momento, y las piedras y tierra cayeron al le- cho del río, pero no haciendo un conglomerado, sino dejando resquicios por los que continuó pasando el agua, la que con su tenacidad consiguió practicar un agujero, una especie de túnel en el fondo del re- lleno. Si a todo lo que hay encima de un agujero se le llama puente, el del Inca lo será, de otro modo, no. Pero conservémoslo su nombre, con el cual en verdad no hace mal a nadie, y te diré que uno do estos días nos vamos a quedar el Inca y nosotros sin puente; ya parte del terreno que lo forma se ha des- moronado reduciendo su ancho; si no salvan ]o res- tante, todo so irá al fondo de la quebrada.

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LIMA

Supongo que ahora llegarás a Lima.

Ya llegamos. El Callao es la antesala de Lima, y aunque merece una larga visita, nadie se detiene a hacerla, urgido por el deseo de entrar en la ciudad de los Virreyes, cuanto antes.

Hay dos Limas, la que uno lleva en la cabeza y la que se encuentra a orillas del Rimac. Sucede con Lima lo que con Jerusalem, la leyenda substituye a la realidad y no puede uno librarse de su primera fascinación aun en presencia de los hechos que la invalida. La fama altera el juicio.

Además, cada ciudad tiene su momento y la idea correspondiente a ella en una época, es totalmente diferente de la legendaria, de la referente a un período de apogeo o a una situación característica.

La Lima de ahora no es la de los Virreyes, sin haber cambiado de tipo ni de forma, pero continúa siendo la Patria de la Perichola.

Faltan los regidores y los magnates, y por lo tanto ya no hay Lima política, religiosa, conventual, mística, enamorada, romántica, seductora, caballeresca, faná- tica, pecadora, apasionada, inquisitorial, rica y en- chida de aventuras en que figuren como antes, grandes ojos negros, encierros en monasterios, caballeros ga- lantes, arriesgados y padres crueles.

Actualmente Lima es como cualquier capital de origen colonial, despoetizada por el comercio y la in- dustria.

¿Comprendes a la Lima antigua de los sueños

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juveniles, con fábricas do cerveza y galletitas norte- americanas, con ferrocarriles y teléfonos, agencias y compañías de seguros?

Quedan las casas con su forma antigua, los balcones cerrados, los grandes patios, las ventanas con rejas, las iglesias, las oficinas públicas, la universidad, la gobernación, y la plaza do toros, los conventos y monasterios, todo con su aire vetusto, secular y tra- dicional; pero en la casa solariega falta el padre autoritario, fanático y bruto; tras de las rejas, la don- cella hermosa apasionada, en penitencia por orden del confesor ; rondando la manzana, el galán infortunado; en las iglesias, el gentío inmenso ; en las plazas, los autos de fe y en la casa de gobierno el magistrado enjuto, con las cejas pobladas, calzón corto, medias hasta la rodilla y hebillas en los zapatos, parecidos a esos retratos que uno encuentra en la sacristía, con una leyenda de muchos renglones al pie, destinada a perpetrar la memoria de un señor con varios nombres, fundador de alguna capellanía. Lo único que sub- siste de la Lima de los Virreyes es la mujer, adaptada a la música moderna.

Las tapadas que no mostraban sino un ojo, han desaparecido para siempre. Ahora se encuentran des- tapadas, con dos ojos, negros y grandes, boca encan- tadora y labios rosados, donde cabrían millones de besos de quien los merezca.

UTILIDAD DE LA DESGRACIA

Abril, casi 29 de 1884; el cielo gris, lluvia, luz di- fusa, variable, con penumbras, parece enmohecida, pegajosa y aburrida de haber dejado el sol para caer sobre la tierra a través de una atmósfera hipocon- dríaca y tormentosa.

No es luz precisamente la que entra en mi cuarto, filtrándose por los vidrios en que la lluvia desliza sus lágrimas en gotas apuradas; es una sofisticación do la oscuridad; un billete falsificado de la lotería solar.

De reponto se obscurece y creo notar que mis pes- tañas pestañean. . . nada; es una gruesa nebulosa do agua que so intercepta, o alguna nube más densa ves- tida ele medio luto que arrastra su cola en el espacio.

i Qué bien sienta un día así cuando uno es des- graciado! Y ¡con qué íntimo placer suelta uno su alma a la desolación, para que experimente la dul- zura de su tristeza, en medio de la bruma moral de sentimientos! La desgracia tiene algo de sublime y de atractivo, de clásico y distinguido!

Hay en sufrir, una sensación voluptuosa y delicada que incita a morir.

Al fin y al cabo todo es lo mismo !

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Los placeres do la vida son transitorios, y dentro de cien años, a contar de cada actualidad, todas las situaciones son iguales.

¡ Hay dolores tan legítimos, tan naturales y tan ló- gicos, que uno al experimentarlos siente una especie de consuelo y se empeña en provocarlos con el re- cuerdo, en removerlos y ensangrentarlos con supre- ma delicia . . . !

¡Qué sensación agradable, la de un padecimiento pasivo !

La tristeza os culta, civilizada, suave, simpática como la luz penumbrada.

La felicidad y la alegría tienen algo de grotesco y de campesino, que no se aviene con los sentimien- tos delicados.

Y luego nada dura ¿cuándo hay motivo para estar alegre?

Tras de los grandes contentamientos de la vida está una tumba, y más tardo los detritus de los cuer- pos en que se encerraron tantas pasiones, tanta gloria o renombre, tanta juventud y tan celebradas bellezas; flotan por el aire unos grumos gaseosos o caminan ocultamente por los intersticios de la tierra, arrastra- dos en silencio por las gotas de agua que los recogie- ron y que filtrándose van a perderse en el mar.

Los hombres privados por su temperamento do estas melancolías, propias de un carácter enfermo, no cono- cen las dulzuras que existen fuera de los límites de la felicidad normal.

A decir verdad, en este momento melancólico no si es mejor ser feliz o desgraciado !

CHINA

CALLES Y CASAS DE CANTÓN, CONSTRUCCIÓN DE EDIFICIOS EN CHINA

Las ciudades chinas son un laberinto de calles tortuosas, sucias y estrechas; las habitaciones que dan a la calle son, en Cantón a lo menos, casi todas tiendas, pulperías, almacenes, puestos de frutas y otros alimentos, oficinas, talleres, locales de negocio, en fin, donde los dueños y empleados trabajan a la vista de los transeúntes. Están materialmente relle- nos de gente. Las calles muy angostas, lo parecen más por la cantidad de objetos depositados en las puertas, por la inmensa concurrencia, por los palanquines que apenas caben y por las bandas de telas pintadas, le- treros colgantes, grandes faroles, muestras y avisos de toda especie. Las casas de negocio parecen tener solo tres paredes; todo su frente es la puerta, cuyos mate- riales de clausura son insospechables durante el día; esta disposición es necesaria para aprovechar cuanto rayo de luz se pesca Bn tales estrechuras. Para ma- yor conflicto, las vías públicas están cubiertas arriba por enrejados de madera y toldos de paja o de tela, como si no bastara con los colgajos, y si las casas no fueran de un piso o bajas por lo común, no habría ni luz, ni el aire que hay ahora en cantidad limitada. Las plazas son casi totalmente desconocidas, aun

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cuando so encuentran algunos sitios abiertos de los templos y do ciertos edificios o en el interior de las manzanas o grupos de casas limitadas por calles.

En Pekín es cierto, hay calles anchas y plazas; yo necesitaría verlas para juzgar su valor higiénico, pero el viaje es ahora difícil; el río desde Tientzin hasta cerca de la capital, el Pei-ho, que lleva a Tong- tein, a veinte kilómetros de Pekín, está helado ; para ir necesitaría hacerlo en carro, por pésimos caminos, sin hoteles ni fondas, ni posadas en el trayecto, y aun en la buena estación, a fines de abril y en mayo, para llegar a esa ciudad se requiere navegar tres días por río en un bote movido por remos o botadores, alquilar el bote, contratar su tripulación, llevar provisiones y cocinero; aun así no se termina el viaje, pues del ex- tremo del río navegable, todavía queda el largo trecho ya indicado, que el viajero debe hacer en carro de dos ruedas por pésimas vías. Francamente, el sacrificio valdría la pena si en Pekín uno encontrara algo de muy característico, pero lo especialísimo y digno de verse, el palacio del emperador, es impenetrable para todo el mundo, excepto para los dignatarios, los no- bles y los miembros de la corte; y lo penetrable, lo accesible, es igual o inferior en su género a cuanto se ve en Cantón. Concluido mi paréntesis, continúo. Aquí no hay coches, ni caballos, ni siquiera esos ro- dados de mano tan cómodos que pupulan en Colombo, Singapore y Hong-Kong; solo hay palanquines y aun estos en número escaso. Las casas de negocio se cierran al anochecer, y en cada una de ellas, a un lado de la puerta, en una especie de nicho a nivel del umbral, como en los huecos reservados por nosotros para el contador del gas, pero en la parte exterior, se encienden unas varillas hechas con aserrín de sándalo

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o velas pequeñas, o candilejas delante de las inscripcio- nes o imágenes o reliquias que adornan el interior del nicho ; esta ofrenda os para honrar los dioses y ahu- yentar los espíritus enemigos de la casa. Algunas fa- milias no se contentan con esto y mandan a un sir- viente, generalmente una mujer vieja y fea, capaz do ahuyentarlos con su sola presencia, a espantarlos, con imprecaciones, gritos y golpes, colocándolos, virtual- mente se entiende, a veces dentro de una bolsa o en- volviéndolos en una tela y dándolos contra el suelo, como para matarlos. Cada casa y cada bote tiene su dios o sus dioses a quien so rinde culto, alumbrando su imagen comúnmente. Pero no a todos los dioses fa- miliares les va bien, pues si las desgracias se suceden con persistencia en una familia, ella toma medidas contra uno o más de ellos, desterrando, quemando o echando al agua su imagen, degradándola o depo- niendo al dios acusado, de su oficio, o sustituyéndolo con otro, como hacen algunos católicos con los santos. En las casas de negocio más serias, he visto peque- ños altares iluminados, con la imagen do los ídolos protectores del hogar de la clase de comercio o del taller. Los dioses aumentan en número según las necesidades, y hay uno para cada pasión, sentimiento o conveniencia, como entre nosotros; Santa Bárbara os la abogada de las tempestades y libra del rayo, San Antonio es responsable de los objetos perdidos y San Roque evita las pestes y protege a los perros, San Ramón es el mejor partero, y así por el estilo. El in- terior de las casas no ofrece comodidades, pero res- ponde a las necesidades de sus moradores poco exi- gentes. Por cierto, las instalaciones higiénicas son desconocidas. Aquí, en Cantón, en la City, no viven las familias sino por excepción, viven fuera. Las mu-

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jeres de cierta categoría no se muestran, y cuando sa- len, lo hacen en palanquines cerrados. En cambio, los sampanes están ocupados por más mujeres que hom- bres, y estas trabajan, cosen, cocinan, reman, trans- portan sus casas flotantes, dan vueltas a los tornique- tes sin fin de las dragas embrionarias, y todo lo hacen llevando a sus criaturas, si las tienen, colgadas a la espalda, como las indias de Bolivia. La guagua, se- gún se dice en Chile, el hijo de pecho o el hermanito, ocupa una especie de bolsa colgante en la espalda de la madre, hermana o cuidadora, mientras ésta trabaja.

En Cantón, al obscurecer se oye en las vecindades de los puentes una música extraña, discordante, afligente, seguida de un cañonazo, es la señal para suspender la comunicación entre la City y el Shameen, cerrando los puentes y también para aislar en el interior de la ciudad, unos barrios de otros, por medio de trancas o barreras. Es peligroso, dicen, ¡3ara los extranjeros, quedarse dentro de Cantón durante la noche. Los agentes de la policía china, después de obscurecer, cada cierto tiempo tocan, a lo menos a orillas del canal, cuatro campanadas, seguidas de tres golpes de tam- bor; los dos sonidos son fúnebres. Al romper el día, se oye otra música como la de la víspera, y la comu- nicación queda restablecida, comenzando el hormi- gueo de gente en cuantos sitios se puede asentar el pie.

En China no se tiene conocimientos científicos y artísticos de arquitectura; olla, bajo tales conceptos, no existe; tocias las casas intrínsecamente son iguales; los constructores solo se cuidan de los techos para darles formas livianas, encorvando hacia arriba los ángulos. En general, los edificios son bajos y do un piso; construidos sobre pilotes, y estos por aberración,

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no van clavados, sino puestos sobre pilares bajos de ladrillo o de piedra ; tales pilares a su vez no tienen cimientos, están sobre la superficie del suelo. Sin embargo, yo he visto en Cantón edificios en cons- trucción, de acuerdo con reglas racionales, con ci- mientos y paredes de ladrillo. El techo con su peso debe sostener los pilares que provisoriamente se liga con cuerdas o listones de madera; para dar peso a los techos conservándoles sus apariencias de liviani- dad, hacen dos, uno invisible y otro aparente. La forma de las casas recuerda las tiendas de campaña de los tártaros y parece tener ese origen. No hay en China templos monumentales ni antiguos; nada es antiguo sino la rutina, dice Douglas, con razón. La nobleza es transitoria y no hace cosas durables; además, a nadie se le ocurre innovar, y por lo tanto en arte y en sentimientos la imaginación está muerta; el pueblo es susceptible de adquirir, adoptar modos nuevos, pero no va más allá, acepta pero no extiende, y cuando acepta no es voluntariamente, sino por fuerza, siéndole más fácil aceptar lo absurdo como lo de raparse la cabeza o deformar los pies, aun cuando esto creo es de invención propia; pero en fin, se trasmite y continúa. Por mismos los chi- nos no imitan; ejemplo en arquitectura: tienen ala vista los palacios, los bancos, los edificios adaptados a su fin, cómodos y sólidos, y ellos continúan con sus casuchas de visera alzada. Kublai-Khan con- quistó el Mogol, construyó una ciudad célebre cerca de Pekín, con palacios y monumentos ; no queda de ella nada; el espíritu nómada dominante, lo deja des- truir todo, y esta tendencia se explica aún, debiendo considerarla gemela de la rutina. Se me dirá que la gran muralla y las pagodas son monumentos de ar-

quitectura; la gran muralla es una estupidez como defensa y una prueba de inocencia y de baratura do trabajo como concepción y ejecución; las pagodas son unos galpones o torreones con formas elegantes, vistas de lejos; su disposición interna es de lo más sencillo y primitivo, la ciencia nada tiene que ver con ellas y el arte muy poco, y solo en lo decorativo y no en su esencia, en su fundamento.

Así en las casas, por ejemplo, los pilares inseguros, bailando bajo su techo y sobre súbase, están, eso sí. decorados, pintados, tallados, y las cornisas llenas do arabescos y colores. El interior de las piezas es mal- sano, el piso húmedo; para evitar su influencia, idea muy china, en vez de poner algún tablado, dejando abajo hueco, se hacen y usan zapatos de suela muy gruesa, ponen cojines en el suelo y se sientan, y duermen en divanes. Una buena casa de las genera- les consta de un patio rodeado de cuartos, de una sala en el fondo, tras de ella otro patio y otros cuartos, de un tercer patio tras de otra sala a veces y de un jardín por fin; los chinos son muy aficionados a las flores, aun artificiales. Una muralla con las puertas puramente indispensables, rodea el edificio, dándole el aspecto de vacío y falto de vida, no obstante haber mucha y bulliciosa adentro, sobre todo en el departa- mento de los varones. El primer patio es accesible para todo el mundo, menos para los extranjeros, y éste y los demás se hallan adornados con arbustos y plantas en macetas.

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Siguiendo la materia de los alimentos, me parece oportuno describir un banquete en uno de los barcos

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o botes de flores, como complemento de informes. En Cantón debíamos devolver las atenciones reci- bidas y deseábamos conocer también por experiencia, los Flowr Boats y sus curiosas comidas. Estas dos razones, nos hicieron buscar el medio de obsequiar con una cena en uno de ellos a nuestros nuevos amigos. Un chino de distinción es nuestro supuesto invitante; los extranjeros no pueden por solos proporcionarse estas fiestas, y aunque ellos paguen los gastos, como en nuestro caso, por una ficción aceptada, el chino elegido recibe en su casa el bote, y hace los honores de ella presidiendo la mesa. La noche de nuestro banquete era fría y obscura, pero el río con las luces de sus mil embarcaciones y los faroles de sus barcos de flores, presentaban un as- pecto fantástico, novedoso, casi alegre, inolvidable. La navegación hasta el lugar del banquete fué corta y entretenida, por la novedad del espectáculo. Era- mos diez los ele la comitiva y once con el anfitrión. El barco estaba de gala, sus faroles con luz, sus ventanas de vidrios de colores semejando un incendio y no había sitio adecuado del cual no colgara una tira de papel con doradas y pintadas inscripciones. Nuestro chino, vestido con sus mejores sedas, nos recibió a bordo y nos presentó a las Flores, once chinitas, una para él y diez para nosotros; él era un hombre culto, corredor de sedas, hablaba inglés, buen mozo y joven y muy amable y simpático; las once Flores eran jovencitas, algunas casi criaturas, más o menos graciosas, chicas, de limpia tez, pelo negro abundante, cejas filiformes, hechas a navaja, lindos ojos brillantes, oblicuos, admirables dientes, boca grande, con labios pintados en el centro como de un pincelazo, manos pequeñísimas, bien cuidadas,

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pies diminutos, calzados do oro y soda; su vestido era lujoso, de colores vivos combinados; el peinado, según la condición o el papel do cada una. Todas parecían de buen carácter y estaban muy alegres; se reían de todo cuanto hablaban y cuanto oían, sin entender nada, ni ser entendidas; sus modales eran delicados. Permitían algunas ligeras libertades o se las tomaban, tales como recibir o ciar un abrazo culto, o un beso inocente, en la cabeza, en la frente, la mejilla y por descuido en la boca, frecuentemente en la mano; todo ello como simple muestra de ama- bilidad o gaje de amistad y sin ulterioridades, pues de ahí no se pasaba ni podía pasarse. Estas jóvenes son honradas, hablo de las Flores, salvo excepciones, con- curren a fiestas de hombres para buscar marido y suelen alcanzar el puesto de segundas mujeres. Nues- tras Flores preparaban las pipas de opio, ensayán- dolas con su boca fresca; una quiso enseñarme a fumar, yo no pude aprender, porque prefería mirarla en su empeño afanoso y contemplar su gracia china y su belleza, picante por lo extraña. Daban y reci- bían flores y en la mesa cada una atendía o simu- laba atender a su elegido, colocándose tras de su silla. Aceptaban tomar un poco de licor o de vino en tacitas como dedales, limpiándoles el borde y de- rramando unas gotas del líquido antes de probarlo, aun cuando nadie hubiera bebido en la tacita.

He aquí los nombres de los señores que se senta- ron a la mesa y los de las niñas Flores, que respec- tivamente los cuidaban: Mr. Cheon Zung, atendido por Dulce cantora. Doctor Wilde, por Bella com- plexión. — Mr. Yau Sun, por Fun Kin, sin traducción. Mr. Happiler, por Ah Cheong, sin traducción. Mr. Waker, por Ah Jack, sin traducción. Mr. Kat

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Cheong, por redonda y pulida como las perlas y las esmeraldas. Mr. Schubert, por Preciosa virgen (cum- plía 14 años la noche del banquete. Mr. Leuzman, por Tierna de corazón.

Además, estaban sin caballero adscripto, las Flores llamadas Reposada y agradable, Graciosa y amable y Angulo lindo de ojos.

También figuraba en la mesa la señora Guillermi- na, a quien no pudiendo colocar entre los caballeros por razones obvias, ni entre las Flores por modestia, colocaré simplemente entre las personas asistentes.

La comida fué de lo más original que yo haya visto en mi vida. Fn apariencia no había en el bote ni cocina, ni despensa, ni bodega, pero los manjares em- pezaron a brotar apenas nos sentamos a la mesa como por encanto; por de pronto la adornaban veinte y dos platitos (los conté) como para servicio de muñecas, colmados con veinte y dos substancias diferentes: dul- ces, caldos, mezclas amargas, frutas, semillas, almen- dras, encurtidos, filamentos raros, raspaduras de cuer- pos extraños, aceitunas encorvadas, granos verdes, rojos, negros y amarillos, vainas de ají, hojas, polvos, pastillas, gránulos, jaleas, trozos de coco, rebanadas de pescado crudo, carne picada, hongos y no que más. El aguardiente de arroz no estaba en botellas, sino en una especie de vinajeras o teteras rectangu- lares. La comida era compuesta de platos completa- mente desconocidos para nosotros, o de mezclas inu- sitadas. Hubo como ocho sopas diseminadas a lo largo de la cena, en las cuales se adivinaba, de vez en cuando, la presencia de substancias tratables, arroz, arvejas, pastas, carne picada y huevo. Entre sopa y sopa nos dieron, a estar a las apariencias de los manjares, jaleas, cartílagos de pescado frito, guiso de

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tiburón, ostras fritas con harina, a la milanesa, cres- tas de gallos, menudos de peces, piel de cabezas y cuellos de aves en salsa, tortuga hervida y salsa; dedos de patas do aves chicas con sus huesos, orejas y lenguas de lechón con dulce, algas marinas, pulpas, engrudos diversos, guindas con mostaza, tallarines con alcaparras, almendras y maní en almíbar, un mundo de incongruencias, en fin, que la imaginación más fértil de un europeo no podría inventar, todas servidas en platitos como la mano. . . me olvidaba de otros manjares: coles del tamaño de las nueces, re- llenas, estofado de faisán, con dulce de algo horrible y salsa de alquitrán, supongo, por el gusto y el olor. Uno se cree satisfecho sin haber comido nada, o come de todo sin darse por satisfecho, esperando la apari- ción de algún compuesto conocido entre gentes, con el nombre de alimento.

Sin embargo, algunos platos me parecían exquisitos aunque inesperados, otros de un gusto extraño, pero no malo, varios incomibles y todos juntos, capaces de satisfacer el apetito más caprichoso. Después de veinte ó más servicios, se toma un poco de dulce na- cional; por ejemplo, maní en almíbar, o una compota y los concurrentes se levantan para dar lugar a la preparación de la segunda mesa, es decir, de otra co- mida análoga, después de hora y media, siguiendo previo un nuevo intervalo, la última menos larga: total, tres cenas en la misma noche : esa es la regla. En los intermedios las niñas cantan con una voz ex- trañísima, gritona y dolorida, temas monótonos, inter- minables, al son de instrumentos curiosos y bailan también a veces. El auditorio se sienta alrededor de los músicos ; cada invitado con su chinita al lado o donde ella quiere (y suele antojársele sentarse infan-

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tilmente en las rodillas de su caballero ) a tomar café y fumar cigarrillos.

La Flor mía no hizo semejante acción, pero en cam- bio se apoderó de mis guantes, metió en ellos sus ma- nos microscópicas, y a pesar de sobrarle la mitad de cada cledo y otro tanto de la palma, se quedó con ellos, aceptándolos como un obsequio de mérito. A otra muy bonita quise darle una moneda, la moza en cambio acepta gustosa un pañuelo de seda rosado que por casualidad tenía yo en el bolsillo, como muestra de una sedería.

Vecino a nuestro bote había otro, y más allá otro y otros, todos con su respectiva comparsa de aficionados a las cenas, pues los chinos son muy amigos de di- vertirse y lo hacen en grande, prefiriendo en Cantón las cenas de los botes con accesorios, vedados a los extranjeros. Los instrumentos de música son dignos de una corta noticia. Tres había en nuestro ban- quete: el uno era compuesto de un plato semiesférico, puesto con su convexidad hacia arriba, entre tres palos cruzados y de un pedazo de madera dura fijado a uno de los palos, que golpeado daba un sonido me- tálico. Una niña tocaba plato y madera con dos pa- lillos de tambor. El segundo instrumento era una guitarra de caja circular muy pequeña y mango' muy largo con tres cuerdas. El tercero un violín muy raro, se componía de una tabla cuadrada con una regla imantada verticalmente en el medio ; en la tabla, a cierta distancia del pie de la regla, se atan dos cuer- das que van a fijarse arriba en el extremo libre, por medio de dos grandes clavijas; estas sirven para tem- plarlas; una varilla rígida metida entre las dos cuer- das completa el instrumento, y el arco del violín que las hace vibrar cuando el ejecutante lo pasa entre

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ellas. No hablaré del servicio do mesa por sor ya de todos conocido el género chino; el nuestro era liliputiense; teníamos una cuchara de porcelana para todo, ancha y petisa; ésta hacía excepción a las mi- niaturas, con su contenido so podía llenar dos platos ; un cuchillo y dos varitas de marfil, cuyo difícil ma- nejo nos fué ya familiar al fin de la comida. La lista de los manjares, que he dado antes como servidos en el banquete del Río de las Perlas, aparte de las me- nudas golosinas puestas en los numerosos platitos, ha sido un tanto fantástica, lo confieso, con relación al hecho real de ésa, aun cuando no con relación a las costumbres, pues pasaría por moderada y sencilla ante cualquier chino tunante. Y si alguien lo duda, aquí tiene para tranquilidad de su conciencia la lista auténtica de los componentes de nuestra cena, tra- ducida de los originales chinos que conservo, primero al inglés por nuestro anfitrión, y luego al castellano por mí:

Nidos de golondrina a lo Manda- rín.

Aletas de tiburón. Pescado fino seco y patos. Perca manchada (un pez de agua

dulce). Sopa de setas (hongos). Sopa de mollejas de oveja. Tortuga.

Pollo con arvejas tiernas. Morcilla de camarones, con carne

gorda de cangrejo. Pasta de almendra. Sopa de fideos. Bocadillos de harina. Masitas esponjadas. » en almíbar.

Masitas solas. Pasas de uva americana. Albóndigas de manzana silves- tre.

Pescado seco.

Ciruelas secas.

Castañas de agua del río Zin.

Toronjas.

Caña de azúcar.

Ostras.

Guiso de pescado. Camarones. Pollitos con hongos. Pato y vegetales. Pollo y vegetales. Huevecillos de pescado. Cangrejos secos.

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Servicio de limpieza. Esto es una hipérbole en China. Ya hemos visto como la pobreza insinúa y después establece, una perversión del gusto en mate- teria de alimentos; la misma pobreza hace posibles ciertas prácticas rudimentarias de higiene, siendo los infinitamente miserables los encargados de llevarlas a efecto: todos deben trabajar, he visto pocos men- digos en Cantón y aun estos pocos no eran incómo- dos ; no hay más ociosos en China, que los literatos, de quien hablaré a su tiempo. No existen casi en las ciudades arreglos sanitarios ni drenajes, permítase el indispensable anglicismo.

En Cantón y peor será en otra parte, los gabinetes indispensables de las casas, constan de un cajón so- bre un pozo o conteniendo una vasija removible; el cajón, naturalmente, está provisto en su tabla supe- rior de una abertura circular. El contenido de la va- sija después de uno o más días de servicios, es tras- vasada a otra mayor y ésta a su vez, a la de los que han de transportarla al campo o al río. Lo mismo se hace con las basuras. Los líquidos impuros, aguas ser- vidas y otros, son simplemente derramados en la vía pública ; los propietarios muy escrupulosos los echan en los pozos domiciliares. Indudablemente hay una providencia aparte para los chinos, y nadie es capaz de creer hasta qué punto ella los favorece! Las epi- demias de cólera, de viruela, de peste bubónica, tifus y otras, entran y salen en las ciudades y aldeas muy pobladas y muy sucias, cuando quieren y como quie- ren ; la autoridad no se entromete en el asunto y el pueblo menos; ni hacen, ni pueden hacer cosa al-

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gana para evitarlas ni para desterrarlas. ¡ Expliquen esto los médicos, pero de buena fe y sin recurrir a bromas! Una epidemia en Cantón, según el criterio científico, no debía concluir sino con la vida del últi- mo de sus moradores, y sin embargo esta ciudad tiene cerca de 2.000.000 de habitantes y ha sufrido cien pestes de todas las enfermedades infecciosas más mor- tíferas. Las fuertes epidemias duran un tiempo, y un buen día se van sin darse lugar ni para decir adiós. Explique quien quiera el fenómeno ; para mí, la única explicación racional es la siguiente : los microbios de la incuria habitual, son más fuertes que los de las epidemias y derrotan a sus enemigos al fin en la lu- cha a sangre y fuego.

FRAGMENTO CRIOLLO

Sopla viento de furia en su cabeza abatida. Manda tu música traída de los confines del mundo, tus ecos recogidos en los bosques lejanos o en las montañas nevadas y solitarias, donde huyen las gamas espan- tadas, cuando te quiebras en los desfiladeros y reniegas de tu suerte, obligado a viajar eternamente, sufriendo el frío, el sol y la lluvia en tu tránsito por los hemisferios.

Sopla viento de furia sobre la cruz de las cúpulas o sobre las veletas que gimen gritando a mis oídos en la noche callada, todos los tonos del sentimiento que me domina.

Arrebata en tus alas mi amor y llévalo hacia su lecho, donde suspira inquieta y devorada por los celos; dile que llevas mi mensaje tierno y pídele que cambie tu ímpetu al mezclarse con su aliento, en brisa tibia y suave.

Vuela viento, del polo, del ecuador o de los desier- tos inexplorados y roba entre las hojas de las flores el llanto de la atmósfera coagulado en lágrimas dispersas.

Pasa viento de las pasiones, arrastrando las inquie- tudes de la vida y deja mi espíritu sereno como los altos espacios siderales.

OTRO FRAGMENTO

Y mientras meditas alojada del mundo, sobro incertidumbres de la vida, yo tengo lástima de mi mismo por el tiempo que paso sin contemplar ta belleza, ni oir los secretos de tu alma. Oigo la lluvia que comienza y que ha venido a despertarme, tocando con sus dedos de cristal los cristales de mi ventana.

Las gotas han viajado por los cielos y vienen a deshacer sus esferas aplanándose sobre los vidrios y corriendo sigilosamente en surcos tortuosos, detenién- dose, amontonándose en obstáculos invisibles y apre- surándose después, para ganar el tiempo perdido en su caída.

Oigo el viento que silba y los gritos que lanzan las veletas de los edificios vecinos; ¿serán lamentos do almas torturadas por el ciego poder que las impele? Su quejido es lastimero, uniforme, entrecortado, sin tregua ni reposo, durante el día y durante las noches.

Se quejan al sur, al norte, al este, a todos los rumbos, oscilando sin objeto y rechinando en sus articulaciones con voces metálicas y martirizadas.

Ahí están, llamando desde los altos tejados sin variar de tono, conversando entre ellas con sus notas chillonas y melancólicas.

Imágenes de las tribulaciones de la vida, solo en- contrarán quietud y guardarán silencio cuando sus alas se inutilicen gastadas por el agua, el sol y el viento.

Pero mientras tanto ¡cómo llegan sus ecos triste- mente a mi oído y cuántas aflicciones cuentan a mi alma !

Ellas relatan la historia de los padecimientos hu- manos, y mi pensamiento pone en las vibraciones de sus láminas herrumbradas, la traducción de tus pesares y las secretas palabras misteriosas con que tu boca me llama en el silencio de la noche.

La esencia de mi ser vuela por los aires, a la par de los ruidos que ellos propagan ; busca el camino de tu morada y transformada en esas resonancias vagas que pueblan el espacio en la noche dormida, va temblorosa a reposar en tu oído, anidándose allí tiernamente.

La lluvia continúa cayendo y sus esferas de cristal se laminan al tocar los vidrios, para comenzar en seguida su camino incierto, como lágrimas que ruedan por las mejillas. Las veletas enferman con sus ruidos estridentes, inacabables, lastimeros como los de un niño castigado, y se quejan del viento que las tiene de nochey día mirando al sur, mirando al norte, sin tregua y sin reposo.

NOTAS ALEGRES

Noviembre 6. Me cuentan estas tres anécdotas: Ia Un original se viste por orden alfabético; mien- tras solo se trata de camisa, chaleco, corbata, levita, saco o frac, calzoncillo y pantalón, todo va bien; cuando se llega a la camiseta, a las medias y a los botines o botas, que por su letra inicial deben ocupar determinados sitios en orden adoptado, se tropieza con las dificultades prácticas, pues nadie se pone los botines antes que las medias. Respecto a la cami- seta, el conflicto se salvó llamándole almilla y el de las medias con relación a los botines, resolviéndose, el caballero metódico, a no usar botines ni botas sino zapatos que comienzan con la última letra y dejan muy atrás a la c de calcetines y a la m de medias. 2a Un poeta tonto, hizo unos versos destinados a suavizar los enojos de su dama, pero la tal dama no había soñado en enojarse, el poeta, desconcertado, le dió entonces un gran disgusto para no dejar sus versos sin efecto. - 3a Un niño de cinco años, gordito y de buen diente, comía una tostada de pan con manteca y azúcar en polvo ; alguien se pone a contar en su pre- sencia una historia sencilla, pero muy interesante, el niño se absorbe en el relato sin dejar de comer su

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tostada; concluida la historia y la tostada, suelta el más amargo y ruidoso de los llantos: ¿qué tienes hijito? le ¡pregunta la madre afligida, ah! ah! aaah! sigue llorando, aah! he comido mi tostada sin aper- cibirme. (Así gastan muchos los mejores años de su vida).

NUREMBERG

Ningún viajero deja de ver el castillo viejo en Nuremberg. Los patios, corredores y habitaciones de su recinto, no ofrecen nada de particular con rela- ción a los de la misma época y del mismo país. El gusto alemán de los remotos tiempos, tiene allí su símbolo: grandes chimeneas forradas de azulejos, muebles antiguos, feos y pesados, espejos hechos de dos o más piezas, salas chicas o extensas, pasadizos y antros incongruentes, pisos de diverso nivel, puertas y ventanas de todos los tamaños. . . . pero tai vez se ha vivido allí confortablemente, a pesar de hallarse las cocinas en otro barrio respecto al comedor y no per- cibirse el menor síntoma de la existencia de otras oficinas indispensables. Como singularidad, sin em- bargo, el castillo ofrece su departamento de tortura y su pozo. Horroriza ver los aparatos con que se destro- zaba el cuerpo de los acusados. No mencionaré si no uno de ellos, la virgen hueca revestida en su interior de largos y macizos clavos cuyas puntas se tocan ; la estatua es de hierro y se abre como un armario, los condenados eran colocados adentro y atravesados por cien punzones al cerrarse el aparato; los clavos entra- ban al mismo tiempo en el pecho, el vientre, en la frente, en los ojos... que bárbaros!

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Vecino al departamento de la tortura, hay un cuarto donde está el pozo del cual todos hablan; yo no puedo decir de él, sino que es muy hondo, pero la leyenda dice otras cosas ; para unos el pozo servía de sepulcro a los muertos en la tortura, para otros era una vía de comunicación entre el castillo, situado en la mon- taña y la ciudad que se extiende en el valle. A pesar de estos interesantes atributos, tal vez el pozo no servía si no para proveer de agua y yo tengo para que era su única e inocente función.

LA FIESTA DEL PÁJARO

A la conclusión de un semestre y antes de comenzar las vacaciones, los estudiantes, por subscripción en dinero y dádivas de objetos, forman una colección de premios, para distribuirlos entre los merecedores en la debida oportunidad.

Con estos premios consistentes en instrumentos y libros generalmente, se adorna una armazón de ma- dera en forma de pájaro (muy difícil de reconocer, sea dicho de paso); cuando el objeto no puede ser colocado, una cifra puesta en la varilla correspondiente del aparato lo representa.

Entre los premios figura uno más valioso, para el Rey de la fiesta, que es siempre un profesor.

El pájaro y sus premios, en día dado se colocan en un lugar elegido de antemano, un jardín público ú otro sitio apropósito. Los profesores y estudiantes se reúnen allí. Por turno, según lo establece el regla- mento, cada uno tira un flechazo al pájaro, y si acierta a tocarlo en algún punto, una pluma figurada, digamos, gana el premio respectivo.

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Cuando todos han tirado con mayor o monor suerte, lo toca al profesor Rey arrojar su flecha. El pájaro cae herido en la cabeza ( haya sido o no certero el tiro, la convención no permite dudarlo) y el profesor gana su premio.

A este juego sigue un banquete, en el cual se celebra la habilidad de los tiradores; hay discursos alusivos al caso, controversias y muchísima cerveza. Los más juiciosos se retiran del lugar de la fiesta, terminando el banquete, y los menos, que son los más, se quedan para el baile, un baile preparado en el mismo estable- cimiento, en un salón adecuado, con tablado para la orquesta, gran espacio central y mesas alrededor del recinto, pero separadas de él por una baranda.

LOS BAILES POR CUOTA

El baile posterior a la fiesta del pájaro no es sólo para los estudiantes, cualquiera puede asistir a él, pues aun cuando en esa noche tione su especialidad, es en el hecho, uno de tantos que se da en ese u otro establecimiento, el domingo de cada semana, un día de fiesta o cuando se le antoja al empresario.

No se exige vestido de etiqueta para estas reunio- nes; cada uno va como quiere, lo mismo los caballe- ros que las niñas. Yo asistí a una de ellas, no de las niñas, como médico, sino de las reuniones, como cu- rioso y me divertí mucho observando las costumbres originales del conjunto.

Para entrar en el establecimiento se toma un boleto y se adquiere el derecho de asistir como espectador al baile y como parte activa al jardín, que es un inmenso

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restaurant, donde se sirve pan duro, jamón, queso, mostaza, manteca, arenques y cerveza de la mejor ca- lidad.

Los bailarines están sometidos a reglas especiales. Cuando la orquesta comienza sus acordes, dos o más caballeros se presentan en el salón, son los bastone- ros. Las parejas entran al recinto y se colocan en fila; entonces cada bastonero toma una sección y cobra a los caballeros de las parejas una pequeña cuota. Igual ceremonia y cobro se requiere para cada pieza.

Pagadas las cuotas las parejas pueden bailar. La música comienza y dura a lo más diez minutos, du- rante los cuales el salón presenta el aspecto de un remolino. La animación es inmensa; las niñas y los caballeros bailan furiosamente, sin hablarse; muchas veces ni se conocen, se han unido sólo para saltar y dar vueltas, y saltan y dan vueltas como unos desafo- rados, algunos bailan muy bien.

Cuando menos lo esperan y en lo mejor de la danza, los bastoneros dan tres o cuatro palmadas, la música continúa aún, en honor a los entusiastas, pero las pa- rejas están obligadas a detenerse, y si no lo hacen, el bastonero las detiene. Entonces todos salen del re- cinto, las parejas se deshacen o el caballero lleva a su dama a una mesa a tomar algo, continuando con ella en la próxima pieza o no, según el caso.

Hay indudablemente parejas que no se deshacen en toda la noche y niñas que acompañan a sus caballeros hasta sus casas, pero eso no es tan frecuente como pa- reciera ; muchas de ellas son niñas decentes, honradas, que trabajan durante la semana y sólo tienen un día de holgura, el domingo, y una diversión, el baile.

Uno ve sin duda actos incompatibles con la moral en acción : besos fugaces, no bien disimulados, abrazos

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y otros signos cristianos de amor al prójimo, pero en realidad destituidos de todo carácter escandaloso. Los amables danzantes ejecutan con tal seriedad estas irre- verencias, que el espectador tiende a mirarlas como actos concomitantes con la ceremonia.

FABER

Aun cuando el nombre «Faber» significa en todo el mundo fabricación de lápices, yo solo tengo noticia de la existencia de dos fábricas pertenecientes a miem- bros de la familia Faber, siendo una de ellas la de esta ciudad. El Faber de Nuremberg tuvo la complacencia de mostrarnos su establecimiento y explicarnos, con la obra a la vista, los detalles de la fabricación. Por suerte, a más de hablar francés, este amabilísimo y dis- tinguido caballero, uno de sus empleados hablaba es- pañol, y los dos, rivalizando en cortesía y colmándonos de obsequios, convirtieron nuestra inspección en una visita de placer.

No si a todos les sucede lo mismo; yo experi- mento un verdadero contento cuando veo como se hace un instrumento u objeto familiar de uso diario, un lápiz, por ejemplo. Me era muy conocido el nombre de Faber y tenía gratitud a los que lo llevan, por haber puesto al servicio de la humanidad y al mío propio sus excelentes lápices, famosos en todo el mundo; por esto, con sumo interés y verdadero entusiasmo, con cariño más bien, me acerqué al señor Faber, autor, pa- dre, productor de los abnegados utensilios que con el sacrificio de su vida, dejándose cortar los flancos y afi- lar las puntas hasta consumir su cuerpo entero, me

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han ayudado en mis trabajos de redacción. Gracias a ellos puedo escribir acostado, de pie, caminando y de cualquier manera; borrar, corregir, reponer, alterar las palabras sobre el mismo papel, sin echar borrones ni ensuciarme los dedos con tinta, ni necesitar papel se- cante, ni pluma, sin suspender la tarea para soplarlo, sin tener que mojarlo siquiera para marcar las letras.

Alguien dudará ahora de la inmensa ternura con que fui a visitar la cuna de mis lápices, a sorprender- los en gérmenes, luego en embrión; a contemplar su desarrollo observando los mecanismos que los engen- dran y les dan forma; a ver los recién nacidos, por fin, antes de su primer salida en falange, por docena.

Veo primero en un patio una montaña de madera olorosa, escogida, en gruesos tirantes; en otra parte ya está en listones, luego en varillas más finas, después en otras aún más delgadas y con una canaleta. Entré en seguida en un salón donde todo es negro; allí se cocina el grafito; primero está amontonado como car- bón, más tarde en polvo y tras de eso en una masa ca- liente; la masase vuelve hilos gruesos, blandos, enros- cados unos sobre otros ; más allá, en una mesa, se los ve estirados en líneas rectas paralelas; así entran a los hornos, cuando salen están duros y se meten como en un sarcófago en las canaletas de las varillas de ma- dera. A la sazón vienen unos listones finos untados con cola y cubren las canaletas encerrando el grafito. El lápiz ya está hecho, pero no educado ; falta pulirlo, vestirlo, acomodarlo. Una máquina toma los listones rellenos y solo los suelta cuando están transformados en cilindros o en tallos de sección exagonal. Unos van a los talleres de pintura y de barniz, otros se quedan con el propio color de su madera, pero bien pulidos. La oficina de expedición los recoge, los cuenta, los cía-

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sifica, los agrupa, los empaqueta, los pone en cajas y los deja listos para emprender el viaje alrededor del mundo, con su precio marcado por todo pasaporte.

Pero lo dicho no es sino un extracto sumario de las mil operaciones necesarias, para convertir un árbol en un trozo de carbón, en este universal y útilísimo ins- trumento, indispensable ahora en la vida del hombre civilizado.

La fábrica hace toda clase de lápices, naturales y mecánicos, baratos y de lujo; manufactura también otros objetos de escritorio en armonía con su indus- tria principal.

Una buena colección de diversos ejemplares de sus productos, fué el regalo de despedida con que nos ob- sequió el señor Faber.

NIZA Y SUS ENCANTOS

Estamos en esta animada y alegre ciudad hace mu- chos días. Hemos pasado aquí el carnaval, la fiesta famosa de Niza y hemos podido apreciar la atracción que ejerce sobre todo el continente. De Londres, de Berlín, de París, de Viena y hasta de San Petersbur- go, vienen caravanas a establecerse aquí mientras du- ran las fiestas.

Consisten estas en bailes de máscaras en los clubs o salones públicos, en cabalgatas, en corsos de flores y en procesiones de gentes disfrazadas, presididas por bandas de música.

Nadie puede hacerse una idea de la animación del carnaval en Niza, ni del monto de las sumas emplea- das en disfraces y adornos.

Los comerciantes, naturalmente, aprovechan de este movimiento, pero debe decirse en verdad, que tampoco economizan su 'dinero con tal de dar a conocer sus ne- gocios, por medio de las figuras más originales, exhi- bidas en las calles durante el carnaval.

La alegría, sin embargo, en la gente culta es una alegría convencional; en realidad, más es una muestra de vanidad que una animación espontánea. La gente de alto tono lucha a quien llame más la atención por su lujo y no a quien se divierte más; pero esto es en

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todas partes lo mismo. El placer tiene su domicilio entre la gente sencilla y sube cuando más hasta la mediana condición, sin alcanzar a la alta y aburrida- mente colocada.

Niza como París, Londres, los pueblos de baños y otros sitios de moda, son simplemente ferias de vani- dades.

Cuando los viajeros, los curiosos, los desocupados, los aventureros y los busca vidas de tendencias aris- tocráticas, se cansan de exhibirse en una parte o por cualquier causa, el medio o el sujeto se hace desfavo- rable, buscan otro escenario para satisfacer su pasión del momento.

Así, no hay gente más superficial que la agrupada en cada paraje a la moda, durante la época designada por cualquier capricho.

Y hasta la parte ilustrada, en tales ocasiones, cree de su deber hacerse insustancial y consigue llegar a la más alta insignificancia.

«Dicen que es divertido hablar necedades todo el día y no ocuparse si no de trajes y paseos ». Así será, pero a me parece que debe darles vergüenza de ser hombro a todos los tontos que adoptan ese modo de pasar sus temporadas.

Tras de este aparato de lujo y de sociedad conven- cional, no hay nada en la mayor parte de los casos o cuando más llega a ver intrigas amorosas que se caen de fáciles y no tienen, por lo mismo, el menor en- canto.

ISD

Niza es una ciudad preciosa. Está construida en la planicie de un anfiteatro, rodeado de colinas; el valle continúa hacia el interior, verde, fértil y florido; hace

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frente al anfiteatro el mar. un mar para baños y no para buques, y en su margen, casi en toda la exten- sión de la playa, corre una ancha avenida con lujosos edificios o pintorescas residencias, siendo casi todas ellas hoteles para extranjeros, a los cuales debe esta ciudad casi todas sus entradas.

Hay aquí dos clases de población : la estable y la flotante. Vive la primera de su trabajo y de su in- dustria, obteniendo grandes beneficios, pues los con- sumidores, es decir la población flotante, gasta sin preocuparse y sin objetar. Los hábitos son idénticos a los de las grandes ciudades europeas, francesas prin- cipalmente.

Niza hace por parecerse a París y cuando uno dice a alguno de los habitantes : « Niza es un pequeño Pa- rís», la cara del interlecutor se ilumina y se llena de satisfacción.

Es la residencia obligada de todos los pedantes de Europa, durante el invierno, so pretexto de su clima.

Otra ventaja más tiene esta ciudad; no hay en ella antigüedades ni museos, sin que por ello le falte si- tios de interés y de recreo. Toda ella es, puede de- cirse, un paseo, siendo el barrio más agradable el ve- cino al mar; hay un paseo construido en una pequeña montaña, se llama, creo, el Castello; un pequeño cas- tello ubicado en el camino hacia la cumbre sirve de pretexto al hombre. De esta altura y desde una pla- taforma formada en la cima, se ve la ciudad con sus tres partes: los barrios viejos, los del puerto y la par- te llamada « el barrio de la Cruz », porque en él fué puesta, en conmemoración de la reconciliación entre Carlos V y Francisco I, una cruz. Ahora bien, yo no como una cruz puede ser símbolo de reconcilia- ción.

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De uno do los bordes del paseo se desploma, una cascada artificial hecha con agua, elevada por medio de cañería. Esta cascada, visible desde la ciudad, presenta un aspecto bellísimo.

Concurren al otro paseo, al de los ingleses, es decir, el formado a orillas del mar, todas las familias que vienen a pasar aquí la estación. Las mujeres de peso moderado hacen de él la escena de sus galanteos, sin que a nadie llame la atención semejante uso.

Los hombres solteros o casados, viejos o jóvenes, suelen encontrarse allí del brazo con las bellas aven- tureras, antes de ir a comer con ellas en los casinos u otros sitios de recreo.

Ponderan mucho a Niza por su clima; la bondad de éste depende enteramente del abrigo que le pres- tan las montañas ; no es igual, por lo tanto, en todos los barrios de la ciudad y no puede gozarse sin pre- caución de sus mentadas ventajas. El clima aquí es un pretexto más que un beneficio real.

VENECIA

Llegamos a media noche a esta ciudad.

Hemos hecho lo posible por venir durante la luna, para ver si tenía razón Lord Byron, pero no había luna, jjor dos razones: Ia porque había pasado el

tiempo; 2a habiendo dado la primera, pienso que

la segunda está demás.

No solo no había luna, sino tampoco luz; una niebla espesa envolvía la ciudad. La estación del tren quedó desierta en un segundo; no habían llegado si no unos cuantos pasajeros y de primera clase solo dos, nosotros. La sala de equipajes estaba fría y parecía más grande por las sombras y por lo vacía; estuve observándola mientras despachaban nuestros baúles, cuyos golpes sobre el mostrador de madera resonaban lúgubremente en aquel recinto desnudo.

Tres o cuatro pobres diablos trasnochadores tomaron los bultos y alumbrando el andén con una linterna nos condujeron a una góndola que se hallaba amarrada a la escalera.

Ni una luz en la gran extensión de los canales, ni un solo ruido en el espacio; todo negro, sombrío, triste, helado y húmedo.

La escena me hizo recordar una igual en el Tigre, a las tres de la mañana, una vez que fuimos con Dardo Rocha a ver a su padre enfermo.

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Yo tengo una desgracia o una felicidad, Vds. lo dirán, reproduzco con una fidelidad increíble situacio- nes remotas ya y siento hasta materialmente las im- presiones : el frío, la humedad, el viento, los efectos de la luz sobre los sitios y demás accidentes que experi- menté.

Una ley bárbara o de mal gusto, prescribió que las góndolas todas fueran pintadas de negro y así se las pinta hasta ahora; de día, el tinte es tolerable, pero de nocfíe, sobre todo tras de nueve horas de tren y des- pués de haber atravesado veinticinco socabones, al pasar los Apeninos, las góndolas como fantasmas de luto acostadas en un lecho de tinta, infunden cierto pavor superticioso.

Los golpes cadenciosos de los remos en el agua y en la borda de la embarcación; la ruta invisible; las sombras agrandadas de los edificios obscuros y silen- ciosos y la soledad absoluta en medio de las aguas, han sido los elementos con que se formó nuestra pri- mera impresión sobre Venecia.

Para completarla, añadióse la forma de la casilla de nuestra góndola; una especie de caja mortuoria forrada en una tela negra, por dentro, y por fuera, un verda- dero túmulo como lo llevan todas, con moños y ador- nos de luto para que la semejanza sea más completa.

El hotel estaba lejos; durante el trayecto otra re- miniscencia me vino al pensamiento: la escena con que comienza Dickens uno de sus preciosos romances, la pesca de cadáveres en el Támesis.

La descripción es un cuadro que encanta y horroriza al mismo tiempo, principalmente cuando pinta los afanes de la barquera, una pobre muchacha, hija del fúnebre pescador.

Nosotros como la joven íbamos también fijándonos

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en los puntos salientes sobre la superficie del agua y nuestra imaginación daba forma de cadáveres boyan- tes hasta a las proyecciones de los pilotos en las orillas de los canales.

Una vez en nuestro hotel, nos asomamos a la ven- tana y solo vimos sobre las aguas raras luces lejanas.

El silencio era absoluto. La ciudad parecía un ce- menterio flotante, con sepulcros de piedra quemada.

No hay en Venecia carros, carruajes, caballos, ni perros ; están desprovistas sus calles de cuanto puede hacer ruido y es, por lo tanto, la ciudad por excelencia para dormir.

M I LÁN

Las costillas a la milanesa, han hecho de esta ciu- dad una de las más populares y nombradas en el mundo. Algunos pretenden que debe su celebridad a su magnífica Catedral, pero incurren en un error.

Pocos son, en efecto, los habitantes de las diversas naciones de la tierra que conocen el admirable Duomo, y mientras tanto no se encuentra en toda la extensión civilizada de nuestro globo, una sola persona sensata que no conozca, aun cuando sea sólo de vista, esas fa- mosas costillas, envueltas primero en pan rallado y huevo y fritas después en aceite o en manteca, según los gustos.

El arroz a la milanesa tiene también su parte de gloria, como propagandista de los méritos de su ciu- dad natal, pero su popularidad no alcanza a la de las costillas.

Hemos discutido largamente el punto con el profe- sor Rosetti, a quien por suerte nuestra tenemos aquí, complaciéndonos mucho su agradable compañía, y hemos convenido por fin en que por lo menos, antes de visitar la Catedral, sobre todo si se ha de subir a las torres, debe tomarse un par de costillas y un plato de rissoto, sazonado el todo con queso parmesano, ra- llado y favoreciendo la digestión de estos ingredientes con un buen vino de Chianti, ligero y perfumado.

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Rosetti es un erudito, no sólo como profesor de física y mecánica, si no también como cocinero y anticuario.

Conoce la historia de su patria como pocos, habla de ella con claridad y método, intercalando anécdotas interesantes, y narra la biografía de cada monumento y de cada piedra de Milán.

Nos ha mostrado la Catedral o Duomo, de una ma- nera perfecta por dentro, por fuera y por encima, ex- plicándonos cada cosa y eligiendo los puntos de vista. Esta magna iglesia, a primera percepción, parece un bosque de agujas de marfil, haciendo emergencia de un montón de encajes. Se trabaja en ella desde mu- chísimos años sin poder concluirla, a pesar de la cons- tancia, de la laboriosidad 3^ de los capitales disponi- bles. La Catedral tiene sus rentas y fondos acumula- dos. Cada hendidura aloja una estatua y los nichos se cuentan por millares; ya no hay santos en la corte celestial para tanto pedestal y los milaneses no po- drán completar su portentosa construcción, si el papa no se apresura a canonizar por lo menos mil muertos en lo restante de este siglo. El Duomo tiene arriba escaleras, balaustradas, ¡Datios y corredores y en cada parte hay un enjambre de esculturas.

Todo el edificio parece tallado en una inmensa mon- taña de mármol, con la delicadeza, arte y la paciencia con que los chinos hacen sus increíbles esculturas en marfil. Según el plan primitivo, la Catedral debe con- tener 4.500 estatuas. El frontis es una infinita colec- ción de figuras primorosamente cortadas en la piedra y todavía los milaneses no están contentos e intentan cambiar el frontis, por no corresponder a la pureza del estilo.

Sus torres son tan ligeras, tan aéreas y tan delicada- mente esculpidas, como si fueran hechas con espuma.

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El interior corresponde al aspecto externo: cincuen- ta y dos columnas cuajadas de estatuas, en sus chapi- teles, sostienen la bóveda y dividen el recinto en cinco naves que alojan preciosas e innumerables obras de arte. Se ve marcado el meridiano en el piso de mo- saico. Las ventanas son colosales y cerradas por vi- drios pintados. Una placa que lleva la fecha 1386, indica la época de los primeros trabajos en la iglesia actual.

Como si todo esto no fuera bastante, hay debajo del templo, otro subterráneo.

Aun cuando solo hubiera que mirar en Milán la Ca- tedral, valdría la pena hacer el viaje, para conocerla.

DE FRANKFORT

De Frankfort fuimos a Heidelberg, ciudad o aldea, o las dos cosas.

Heidelberg es un poema; he oído uno y mil veces su nombre, y ninguna persona medianamente ilus- trada deja de alimentar por ella una curiosidad mez- clada de afecciones.

¡Tanta aventura de estudiantes, real o inventada, escrita en los libros y leída en la juventud, predispone en favor de este paraje!

El conjunto de casas pintorescas por su construcción y sus jardines, rodea una alta colina o montaña, asentándose en su falda; el valle es recorrido por un río, el Neckar, habitualmente poco caudaloso. Del cen- tro de los puentes que unen las dos márgenes del río, se goza de una vista encantadora, cuyo principal paisa- je es constituido por el famoso y antiguo castillo.

Heidelberg es un paraíso; las montañas, el, río, los árboles y las casas están acomodados como por la mano de un artista, expresamente para producir efectos.

Se ve en las calles y jardines bastante gente, ge- neralmente formando parejas y éstas son en su ma- yoría de jóvenes, hombres y mujeres. Nosotros veíamos en cada joven un estudiante y en cada muchacha una novia o su equivalente corregido y aumentado.

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El tipo del estudiante descripto por Dumas padre, ha casi desaparecido. Ya no se ve por las calles perfumadas y bajo los árboles frondosos, esos grupos desastrados de estudiantes pobres y desalmadamente despreocupados. Los jóvenes están vestidos a la úl- tima moda; hay más anteojos y monóculos que pipas, y el amor clásico, destituido de bienes de fortuna, ha llegado a convertirse en una curiosidad excep- cional.

La misma Universidad ha perdido su importancia; la ciencia moderna ha barrido la teología, la metafí- sica y las ciencias morales; los grandes estudios y los sorprendentes descubrimientos, han elegido otro esce- nario en Alemania, Berlín lo absorbe todo. Hasta los más célebres profesores vegetan ahora en Heidelberg y esperan con una paciencia tranquila la hora de la muerte, tramitando obscuramente su vida científica, en un cuerpo decaído y sin reacción.

Hemos tenido la ocasión de conversar con el pro- fesor Bunsen, el famoso autor de la pila eléctrica de su nombre ¡pobre profesor Bunsen! ya no tiene gana de vivir; es un despojo, una tradición, una antigüedad arqueológica.

Ni hablando de su pila se conmueve, no recuerda ni cómo, ni cuando, ni dónde la descubrió. Habitual- mente está callado, quizá por ser sordo, y cuando uno le habla, hace un esfuerzo para contestar, como un moribundo importunamente perturbado en su viaje hacia el otro mundo. He ahí el fin de toda celebri- dad y de toda gloria en la tierra, cuando la muerte no se apresura a tomar su presa.

Viendo uno de estos ejemplares de la sabiduría humana, hundido en la indiferencia, por la muerte de todas las pasiones, da gana de acostarse a dormir

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y no empeñarse por nada más mientras llega la quietud eterna.

Y sin embargo, qué bueno es vivir en plena salud, en contacto con la naturaleza, que no discute, ni ges- tiona, ni reprocha, ni atormenta! Vivir, aun cuando sólo sea unas horas en Heidelberg, por ejemplo, un «Tigre» sin mosquitos, lleno de árboles olorosos, por entre cuyas hojas ve uno la montaña invariable con su vestido de verdura, la vieja Universidad por cuyas grietas se escapan la tradición de la ciencia y de las leyendas sabrosas, el viejo castillo con su vieja his- toria y su fecunda biografía.

Hemos salido a vagar a pie, pesándonos sentir la delicia del escenario, mientras en nuestra tierra se están matando en las calles y mandan en hojas ate- rradoras las noticias de sus grandes angustias, hasta, el cerebro desalojado del profesor Bunsen, quien habla también de nuestra revolución, con palabras de ultra- tumba, obscuras y sin timbre.

Pero bastante he sufrido yo también en esta vida, tras de mi cortina de indiferencia o de indolente descreimiento, para no darme un momento de reposo, donde lo encuentre, hablando con los árboles que no contestan, pero tampoco procuro desengañaros, ni ratificar las tristes verdades del pensamiento, acerca de la índole humana tan llena de dolorosos variantes.

LA MADONA SIXTINA

La madona Sixtina es otra cosa; no necesita biogra- fías ni considerandos. Se puede hacer un viaje largo por solo verla. Rafael no pudo calcular al pintarla, cuanto dinero obligaría a gastar a las futuras y curio- sas generaciones, sin contar los caudales empleados por los propietarios sucesivos en adquirir la imagen, i Quién sabe si con el andar del tiempo no va a parar a Bahía Blanca, cuando esa aldea sea la más grande ciudad del mundo y de Dresde no quede ya sino el recuerdo, perpetuado por una noticia en letra gótica, de un idioma muerto !

Pero hoy por hoy, los dresdenenses no se despren- den de su joya. Es necesario ver la admiración que por ella tienen. Cada habitante podrá prescindir de su jamón con pan y cerveza a la tarde, antes que de su madona Sixtina. En todas las casas se la consi- dera como parte de la familia y los niños en la mesa apartan de su plato, asado y compota para su virgen- cita. Ninguna vidriera deja de exhibirla; figura en los almacenes de comestibles, en las zapaterías y hasta en las fábricas de cerveza, con Sixto el papa o sin él, con Santa Bárbara o sin ella, con ángeles gordos o sin ellos, pero siempre con el niño.

Se sabe el culto que los alemanes tributan a su rey difunto. El retrato de Guillermo es una institución

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en Alemania, no es un objeto. En nuestro hotel, magnífico, nuevo y bien decorado, Europaischer Hof, ocupa una de las cabeceras del comedor, un colosal cuadro al óleo representando al rey Guillermo de gran uniforme; alrededor del cuadro los globos de luz eléc- trica de diversos colores y las hojas de laurel, forman una guarda; abajo hay macetas con plantas y flores; todos los días a la hora de almorzar y de comer, las mil bombitas de luz eléctrica lo iluminan y Guillermo memorable como imagen de altar, preside una de las más altas y dignas funciones de la raza humana : la comida.

Pues bien, a pesar de este culto, ha ocurrido casos de encontrarse un alemán en Dresde, sin el retrato del rey, pero jamás sin una madona Sixtina pintada, gra- bada, fotografiada, dibujada, bordada o estampada en madera, papel, cobre, zinc, piedra, latón, cuero, lienzo o porcelana!

Para la Bolsa, el precio corriente de una madona en Guillermos, es de cincuenta por ciento ; es decir, dos Guillermos por una Sixtina. Bien entendido, siendo los dos retratos del mismo mérito relativo.

Ya, ni la consideran extranjera; en su fuero interno creen que habla en alemán, que mira en alemán y que el pedazo de tierra visible entre Sixto y Bárbaro es Dresde. En cuanto a los ángeles de abajo no hay la menor duda, son alemanes y a juzgar por el buen estado de sus carnes, no se privan de un buen jarro de cerveza, de tiempo en tiempo.

SIRACUSA

Diciembre 30. La ciudad de Siracusa en el tiempo de su apogeo, se componía de cinco partes: Ia la lengua de tierra llamada Ortijia, (que entra en el mar, dejando a sus dos lados puertos cómodos, uno grande y otro chico, sitio de la actual ciudad) separada del resto del territorio, por un brazo de mar o canal, so- bre el cual hay ahora un puente ancho y sólido. 2a Nápoli. 3a Tica. 4a Terracote. 5a Acradinia. Estas cuatro últimas debieron ser más bien barrios de una misma ciudad; no las divide el mar, ni se ve otros canales que los construidos durante la dominación española, vecinos al canal que aisla a Ortijia y hechos parece más bien, para comodidad de la circulación fluvial. En la actualidad, estas partes constituyen los suburbios de la ciudad, propiamente dicha, y comienzan a poblarse rápidamente, habiendo desaparecido el obstáculo de las murallas.

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Las verdaderas curiosidades de Siracusa están a corta distancia de Ortijia y tocándose con lo llamado suburbios, son: El Teatro griego - La Necrópolis La Latomía del Paraíso La Oreja de Dionisio La La- tomía de los cordeleros —La Gruta, supuesta tumba

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de Arquímedes El Anfiteatro romano— El Ara— La Piscina. Y las catacumbas de San Juan.

El teatro da una idea clarísima délas costumbres griegas, en lo relativo a las diversiones públicas. Muy semejante a los de Atenas, me ha parecido sin embargo más inteligible. Situado en la pendiente de una co- lina que mira al mar, a la llanura y a las montañas re- tiradas, ofrece con el espéctaculo delicioso visible, una de las más vivas satisfacciones. Cómo cuidaban sus gustos los griegos ! Ha sido casi totalmente tallado en la roca; en ella se han labrado los escalones o asientos del anfiteatro semicircular, las galerías y los corredores de acceso y salida para la concurrencia, el escenario y las dos tribunas para los músicos, situadas a uno y otro lado de este. No calculo la suma en miles de es- pectadores que admitiría cómodamente, pudiendo cada uno de ellos ser visto, oir y ver todo; pero me doy cuenta de las delicias que gozaban con un conjunto de impresiones tan vivas, en medio de una naturaleza privilegiada, con cierta libertad de costumbres, en una sociedad relativamente culta y con el encanto de la be- lleza humana, representada por hechiceras mujeres, rivales de la luz de los cielos, las esmeraldas de los mares y la frescura de las flores. Tras del teatro está el Ninfeo, especie de Templo, al cual acudían los espec- tadores después de la fiesta, a dar gracias a los dioses bajo los auspicios de las ninfas, a quienes supongo vírgenes y hermosas. El Ninfeo está representado ahora por unas cuantas grutas enfrente del teatro; la central tiene una pequeña cascada de agua clara y todas muestran sus muros a límites de roca, tapi- zados por una planta verde y fina llamada cabello de Venus, de olor suave y agradabilísimo. El mismo adorno natural tienen algunas tumbas vecinas y son

éstas las únicas perfumadas de que yo haya tenido noticia.

Casi contigua al teatro se abre en la roca viva una ancha zanja o calle; en sus costados, a uno y otro lado, a modo de aposentos, nichos o cuevas, existen excavaciones más o menos grandes; el sitio ha sido la necrópolis de la gente rica; las cuevas eran las tumbas de las familias. Siguiendo la vía, se llega a una alta planicie donde se encuentran hoyos practi- cados en la roca; la planicie era la necrópolis común y los hoyos los sepulcros. Como se ve, hasta los pobres tenían sus tumbas de granito labradas a cincel y martillo.

Del Ninfeo, se va al sitio del ¡palacio de Dionisio, donde se penetra o baja más bien, a la parte superior de una excavación inmensa llamada la « Oreja de Dio- nisio» porque, según la leyenda, por ahí oía el tirano cuanta palabra se pronunciaba en la parte inferior, convertida en prisión. En efecto, se oye el ruido del menor roce: el de un papel al romperse, el frote de una mano con otra y todo esto a pesar de la gran distancia entre el plano de la gruta y el conducto superior. Pero debo decir con verdad, algunos ruidos llegan sumamente desfigurados, entre otros los sonidos articulados, razón por la cual la oreja de Dionisio, le debió servir de poca ayuda para descubrir los secretos de sus prisioneros. Vista la abertura superior vamos a la inferior: a ella se penetra bajando a un sitio llamado Paraíso, jardín y huerto formado a manera de invernáculo, en una inmensa depresión de la roca que, en cierta porción, la correspondiente a los lados contiguos del Paraíso, se halla ahora cortada a pique y presenta varias cuevas, una de las cuales corres- ponde a la oreja. Dice la leyenda que parte del

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jardín estaba cubierto por una lámina de la misma roca, siendo por lo tanto un colosal conservatorio de plantas; y realmente, en lo alto se ve una proyección como si fuera el resto de la grandiosa bóveda, des- truida por algún terremoto y por el tiempo. El Paraíso debió merecer su nombre; plantas raras, ñores exqui- sitas, claras corrientes de agua y la luz viva del sol o mitigada en la sombra de las grutas frescas, han debido crear una escena encantadora (salvo la prisión, si el tirano tuvo la mala idea de hacerla contemporánea del Paraíso). La cueva de la oreja estaba llena de agua ; no pude entrar, pero si verla ; tiene una forma conoidea irregular y su plano infe- rior representa una S; su configuración vertical, es la de un cartucho invertido con prominencias cónicas longitudinales internas; hacia el vértice se abre una ventana cuyo borde superior presenta un apéndice en forma de crisol, adherido hacia arriba por su base; este apéndice es, según el cuidador, el tímpano de la oreja. Dejo al sabio lector resolver estos tres puntos: Io Si el conjunto reseñado representa una oreja. 2o Si en caso afirmativo, la oreja es de hombre o de mujer. 3o Si en caso negativo de la segunda propo- sición, la oreja es de asno, de caballo o de otro animal.

Yo sostengo como verdad, sin embargo, que la cueva con sus reparticiones, es la oreja de Dionisio, porque así se llama como Dios es Dios y cada uno por la misma razón, el sujeto que su nombre indica. A un lado de la caverna se ve otra, la llamada de los Cordeleros, porque allí unos industriales hacían cables y cuerdas, no cuando; es también muy grande; los restos de su bóveda están sostenidos por pilares tallados en la roca; está caverna ha sido hecha,

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dicen, sacando piedra para edificar y cortando en la masa unida, paralelepípedos para columnas, obeliscos y otros adminículos. En realidad todas esas maravillas no son sino viejas canteras. La presunta tumba do Arquímedes, es otra cueva como hay muchas.

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DE LONDRES

Londres puede encontrar similares en todos Iqs de- talles de la vida de la gente que lo habita, como del carácter de sus edificios, disposición de las calles, índole de sus instituciones y demás enumerados, que cualquiera comprenderá; pero en lo que Londres se diferencia de todas las capitales del mundo y en lo que es superior a todas ellas, es en sus admirables parques, principalmente en esa maravilla sin ejemplo llamada Hyde Park. He visitado todas las capitales de Europa, las más grandes de Norte y Sud Amé- rica, varias de Asia y Africa; pues bien, no he visto en ninguna de ellas nada parecido a Hyde Park.

Lo que este representa en lujo, en costo, en valor, en sensaciones, en previsión urbana, en salud, en grandeza, en sorpresa, en economía de vidas, en exhi- bición, en deleite, en comodidad, en satisfacción moral y reposo físico, en halagos de toda especie, es inapre- ciable. Sale uno dePicadilly dondela confusión humana lo aturde, da un solo paso y está en el campo, ente- ramente en el campo, sin ver una sola casa, está en Hyde Park, con cien mil compañeros de paseo, debajo de árboles espesos, limpios, frescos, sin saberse siquiera que ahí a la puerta está el colosal enjambre de palacios, de hombres, de vehículos y de miserias.

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La facilidad de pasar de lo microscópico a lo gigan- tesco, en ninguna parte se encuentra como en Londres. Un individuo que sabe silbar bien, hace una fortuna, y si se llega a saber, que en una fonda miserable hay un cocinero especialista en la confección de sopa de tortuga, la fonda y el fondero llegan en una semana al apogeo de la fama.

Los tránsitos son violentos para ciertas cosas: ¡de nada a todo!

Hablan mucho de la miseria de Londres; será tan grande y tan desesperante como se quiera, pero más grande y más añigente para quien medita, es el lujo. No hay idea de los límites que alcanza en este emporio del mundo, ni se puede concebir adonde irá a parar. Lo que cuesta a algunos de sus habitantes una hora de tiempo pasada, dándose lo que llaman un poco de confort en la alta vida, basta en algunos casos para mantener un mes en otras ciudades a una familia. La desproporción asusta.

Todas las fastuosidades de la historia son miserias ante esto.

Corren ríos de oro en algunas clases y en deter- minados gremios, sin que ninguna exageración les alarme. Los mercaderes de las calles centrales, tienen un aplomo que solo iguala a su descaro, para pedir precios salvajes por cualquier objeto; pero los ingleses están habituados a esas diferencias y crueldades fi- nancieras.

Yo atribuyo el prurito de elevar las cifras a la unidad de moneda. Es sabido hasta por los que nada saben, como algunos altos funcionarios de nuestra tierra, que existe en todas las naciones, más bien dicho, en todos los hombres, la tendencia a calcular con relación a la unidad habitual. Así, en general, lo que vale en

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Francia un franco, vale en Italia una lira, en Ale- mania un marco, en Inglaterra un chelín, en España una peseta. Pero desgraciadamente en Inglaterra no se toma como unidad el chelín, sino la libra y lo más curioso aún. ni siquiera la libra, sino la guinea, una moneda que existe solo para los fines de aumentar un chelín más a los veinte de la libra, probablemente para no desairar a esa unidad secundaria llamada chelín y hacerla entrar en la unidad imaginaria com- puesta de una libra más un chelín.

¿Vd. cree que hemos concluido?, no señor: todavía falta prestar el debido acatamiento al penique y ha- cerlo entrar en el precio de las cosas; un objeto vale siempre tanto y seis peniques, nunca chelines o libras o guineas solas. Cualquier inglés o habitante de Lon- dres que vende algo, se cree deshonrado si no añade al precio los legendarios seis peniques, los cuales hacen a veces un triste papel al lado de sumas cuantio- sas, mil libras o más bien mil guineas and six pence, por ejemplo. Nadie se ¡3uede jactar jamás de haber recibido una cuenta de su sastre, o de su zapatero o de su cualquier cosa, expresando una suma re- donda.

A tal punto llega la rutina y la obsesión que está costumbre ridicula produce en los extranjeros, que uno está tentado de añadir six pence a todas sus frases y decir como solía hacerlo yo con ingleses amigos de confianza, cuya susceptibilidad no se picaba por tan ligeras críticas: buen día and six pence; tomará Vd. café and six pence? ; recibí su tarjeta and six pence; haw you my dear friend and six pence.

En Buenos Aires cuando destruyeron el antiguo y comodísimo peso papel, ya pudo calcularse lo que iba a suceder y ha sucedido; la vida se iba a encarecer

en la proporción de la diferencia en el valor do la moneda. Verdad que hay excepciones a la regla.

Así, por ejemplo, en el Brasil que cuentan los ca- ballos por patas y tienen por unidad el reis, la pe- quenez de la unidad no implica baratura, porque un cigarro, supongamos, vale doscientos millones de reis, es decir, un peso and six pence,

¿SO

Hay un verdadero furor en Inglaterra por las carreras y cada hipódromo tiene sus peculiaridades: el Derby, la gran masa del pueblo; Ascot, el nivel elevado de la concurrencia; San Down, su clientela especial de gente que va en carruajes desde Londres.

Las carreras en Ascot, son una exhibición de lujo, de belleza y de aristocracia. Hay tres sitios principales para la concurrencia. El Royal Enclosure, para los privilegiados y los extranjeros distinguidos; el gran Stand, para el común de los mortales de alta estatura social, y otro, no como se llama, para la gente menor o con poca plata.

Estos recintos son los que nosotros llamamos palcos o tribunas, pero mejor dispuestos: la parte en esca- lones, por ejemplo, es la menos socorrida; del pie de los últimos asientos nace una planicie pendiente con verde césped por alfombra, en la cual las Ladyes, como dice Plaza, ponen su silla y hacen grupos con sus amigas, conservando la libertad de pararse, ca- minar o sentarse. En nuestros hipódromos no hay como hacer semejante cosa, no tenemos sino estos dos extremos: o tierra abajo o tablas arribas; pero en cambio tenemos tirantes en todas partes Tras de estos recintos hay jardines, parques más bien dicho, con árboles grandes o pequeños, con flores, con fuentes,

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con luz y con sombra, donde la inmensa concurrencia acude en los intermedios a tomar refrescos o comer, si se le antoja. Con motivo de esta observación el siguiente diálogo :

Supongo que los hi¡3Ódromos en la Argentina son como este, dice un inglés.

No, contesta un argentino, son mucho mejores. -Ah!

Sí, mucho mejores, no tienen adelante esa des- agradable pendiente verde, que puede hacer daño con su humedad, ni árboles que quiten la vista.

Pero aquí los árboles están atrás y no impiden ver las carreras.

Atrás o adelante poco importa, no tenemos ár- boles!

¿Y dónde van los concurrentes en los intervalos?

Abajo, al sol, o a la tierra, o se quedan en su asiento, principalmente las señoras y niñas, porque allá es muy mal visto que una niña se mueva.

Y no van en coches, no hacen pic-nic, lunchs ! . . .

Antes bien: ahora hemos abolido esa costumbre por ser poco seria y no avenirse con nuestro alto ca- rácter nacional.

¡Son Vd. admirables! dijo el inglés, cerrando la conversación.

He mencionado los coches; hay que citarlos entre los recintos o sitios desde los cuales los con- currentes ven las carreras y contarlos con mención honrosa. Describiré no más que el mailcoach de nuestro reciente huésped señor Drucker.

Llegó ágil como una golondrina y después de des- enganchados los caballos, cuatro mozos de librea lo

pusieron en la fila do los otros cien coches del Club (para todo hay club en Londres) en el sitio llamado Coaching Club Enclosuro, enfrento de los palcos ; ágil venía y sin embargo, cuatro doncellas preciosas, dos señoras buenas mozas y distinguidas y seis sujetos más o menos titulados del sexo desagradable, coro- naban su cumbre; más abajo iban lacayos y sirvientes, y en sus entrañas moraban, como se vió después, sal- mones, conservas, pollos y pavos asados, espárragos, verdes arvejas, perdices en escabeche encantadoras, helados, frutas y vinos de varias clases, haciéndose notar el solícito champagne; todo ello acompañado de fuentes, platos y cajas de plata, cubiertos y vasos apropiados, blanca servilleta y finos manteles, desti- nados a extenderse en una mesa que no de dónde salió y debajo de una tienda de campaña, que vino al sitio como llovida.

Todos estos preparativos abajo, eran para los ca- balleros; a las damas se les servía arriba, en tablas afortunadas que ellas colocaban sobre sus faldas y era un primor ver, protegidos por quitasoles, pues daba el caso de haber sol en la circunstancia, rostros divinos, de mujeres encantadoras, comiendo con unas bocas deliciosas, sobre nubes de encajes y bebiendo a su gusto en copas de plata, menos blanca que el cutis de sus frentes (no hablo de las mejillas, porque estaban tantalizantemente rosadas). Mientras tanto, en la tien- da, Mr. Drucker parecía un repartidor de felicidades y llamo tales a las pechugas de pavo, a las rebanadas de jamón y a las lenguas inocentes de animales muertos, en gracia de Dios, por no haber hablado nunca mal de sus semejantes; todo ello bautizado con sendos tragos de espumosos vinos o respetables añejos.

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Sospecho que eso de las carreras es una invención ; no he visto a nadie preocuparse de los caballos, ni de cosa alguna hípica.

Antes del lunch, la concurrencia se entretenía en pasear y en admirarse recíproca y reflexivamente; durante el lunch, lo dicho basta, y después, vuelta ala inspección de aquellas plantas accidentales, nacidas en la pradera y ostentando un lujo de colores, y una feria de trajes, un sueño de tules y unos atrevimientos británicos de belleza incomparable, quizá aumentados por los efectos de un buen almuerzo, cosa que, como se sabe, es un consuelo en la vida y un elemento fa- vorecedor de las sensaciones optimistas.

Verdad es también, que la familia real hace una terrible competencia a los caballos y a todo espectáculo; donde está la familia, aun que sólo sea representada por el príncipe de Gales, el hombre más simpático de Inglaterra, o un alemán adquirido por parentesco po- lítico, ya el público no venada. Pero esto se explica sobretodo, cuando está la duquesa de York, que es muy bonita.

DE MOSCOW

A SAN PETERSBURGO

De la ciudad santa a la capital rusa debe irse en vagón dormitorio, si se quiere ir en buenas condi- ciones y debe tomarse el tren de noche, porque así se tiene dos ventajas: no ver los letreros ininteligibles de las estaciones y soñar durante el viaje.

1 Qué deleite dormir a razón de sesenta kilómetros por hora, interrumpiendo el sueño metódicamente, des- pachándolo por entregas, distribuidas en las estaciones de la vía, con derecho de suspender la edición ; des- pertándose en cada parada, como los molineros cuando cesa de andar el molino, o como los poseedores de relojes mete-bulla, norte-americanos, cuando el pén-. dulo deja de entonar apuradamente su tictac.

Dormir soñando, adormecido a medias por el soplo ruidoso de la máquina y el fragor de los rieles, sor- prendidos en su quietud por el brusco atropello de los vagones; dormir vareando las distancias, como si uno las recorriera en un desmayo atado al lomo de un ca- ballo furioso ; pasar la noche en ese estado de percep- ción obscura, no sabiendo quien es uno mismo y viendo desfilar los amigos de la patria lejana ylos objetos confusos de los países recorridos, juntando tiempos se- parados y ajustando hechos sin posible ensambladura.

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Las caras de las gentes aparecen y se borran risue- ñas, adustas, enojadas, indiferentes, sin saberse porqué. Unos dan vuelta la espalda y se van sin motivo, otros hablan, entran, salen, llevan y traen muebles, papeles, bastones, paraguas y el tren se detiene otra vez, la falange desaparece, se oye pasos y voces en el andén; algún pasajero que sube o baja; uno se da vuelta en su cama, girando sobre su propio eje para no caerse, recoge la frazada roja, transparente e inútil para el abrigo y cuando vuelve el tren a estremecerse, antes de soltarse como un loco a través de esos campos de Dios, revolcándose en las cintas de hierro intermina- bles, uno se acomoda para emitir otra serie de sueño hipotecario.

Y vuelven los personajes a pasar con la misma cara de antes, haciendo las mismas cosas sin motivo, sin razón y sin propósito, como fantasmas que son.

Si no fuera por los sueños mientras se duerme y por las fantasías del cerebro mientras cree estar despierto ¡qué pronto se olvidaría uno de todos! Las noticias de las personas queridas no bastan para mantenerlas vivas en nuestra mente; es necesario evocarlas, verlas o soñarlas.

La prueba fisiológica resulta de la observación si- guiente: Hace diez años que usted no ha visto a un amigo suyo, con quien mantiene correspondencia.

Las cartas lo instruyen a Vd. del estado de los ne- gocios, de los asuntos de la familia, de los chismes acreditados y de mil otros hechos importantes; le dejan ver también la decadencia de las afecciones, en la disminución del texto y la conformidad con su ausencia, en la elección de las expresiones ya más frías y reglamentarias. Todo esto es noticia, noticia pura, incapaz de darle la sensación del amigo, y en prueba

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de ello cuando usted piensa en él, no lo ve a través de los datos trasmitidos en diez años, sino exactamente como lo dejó, de la misma edad, con el mismo vestido y la misma fisonomía.

Por eso no son buenas las ausencias largas; uno conserva en la mente la última visión y mientras tanto los años han trabajado y el amigo que usted dejó joven, amable y feliz, es ahora otro hombre, casi un extraño. La primer entrevista de dos ¡personas que no se han visto en mucho tiempo, es siempre agresiva; las dos se encuentran chocantes y desagradables.

Donde se puede ver este fenómeno, con vidrio de aumento, es en un corral de gallos, pollos y gallinas. Si imitando a los muchachos, uno les pinta la cabeza con agua y carbón a dos pollos hermanos, antes muy ami- gos, y los pone en frente así pintados, los dos se aco- meten y el combate se empeña, sembrando plumas inocentes en la arena.

Una vez encontré en la calle a un médico joven todavía y no mal parecido, con la fisonomía descom- puesta y aire huraño.

Qué hay le pregunté? Ves aquella mujer, me contestó. Si la veo, pero no es una mujer; es una vieja gorda, le dije— Pues oye. . . ¡fué mi novia hace ocho años y estoy espantado y temblando de miedo retrospectivo, al pensar que si me hubiera casado, eso sería ahora mi mujer,. . . y te digo: era bonita y yo la quería mucho, estuve loco por ella. . . mira si me caso!

Ahí concluyó la conversación.

SAN PETERSBURGO

La ciudad de San Petersburgo, fué fundada por - Pedro el Grande, en un sitio endiablado, donde no había ni tierra, ni piedra, ni madera, ni cosa alguna para edificar. Las inundaciones causadas por el Neva, ya por crecientes, ya por retención de sus aguas a su entrada al golfo cuando el mar las rechazaba, acre- centaban enormemente las dificultades de la construc- ción. Pero todo el mundo sabe lo testarudo que era el amigo Pedro el Grande y no extrañará su insistencia. Durante muchos años tuvo un ejército de cuarenta mil peones metidos en el barro haciendo el suelo de la fu- tura ciudad y no dejó llegar al sitio elegido, buque, carro, animal o persona sin que fuera cargado con piedras, tierra, cal, madera, ladrillo u otro material para la construcción. Catalina II, la gran emperatriz a quien ninguno de nosotros querría para esposa, continuó la obra, y después los gobernantes que le su- cedieron la completaron. Así San Petersburgo ha nacido entre las aguas, gracias a uno de aquellos es- fuerzos colosales del hombre, sometido al más rudo y penoso trabajo durante largos años por una férrea tiranía.

Sus monumentos y edificios son admirables y sus riquezas incalculables. No intentaré por cierto descri-

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birlos, contentándome con mencionar algunos y apun- tar ciertos detalles.

Va de suyo que una parte principal corresponde a las iglesias ; los rusos, ya lo he dicho, son muy reli- giosos y es deber del viajero comenzar su inspección por los monumentos consagrados al culto.

Nuestra primera visita fué a la iglesia de San Isaac donde presenciamos un casamiento, cuyos trámites en- contrarán ustedes en lugar oportuno. Entre tanto, si quieren hacerse una idea de este magnífico templo, figúrense ustedes unas cuantas docenas de cilindros de granito pulido, de 18 metros más o menos de largo, treinta o más toneladas de bronce primorosamente labrado ; tanto pórfiro como para cubrir una plaza ; media montaña del mármol más rico y más variado en colores, perfectamente trabajado; dos mástiles gruesos de lápiz lázuli; diez o doce árboles corpulen- tos de malaquita; un centenar de cuadros preciosos que parezcan pintados por célebres artistas y que sean, sin embargo, de mosaico ; setecientos u ochocientos me- tros cuadrados de láminas de oro; ídem, ídem de plata; treinta o cuarenta barricas medianas, llenas de perlas, esmeraldas, rubíes, brillantes, topacios y otras piedras preciosas, algunas de tamaño alarmante; una docena de puertas colosales, compuestas de bajo- relieves; muchos cuadros pintados con gusto exqui- sito, representando ángeles, santos, santas y vírgenes; personajes todos de la mejor belleza propia de su sexo ; agreguen a esto, imágenes, muebles y utensilios en cantidad variada, cuanto ornamento se les ocurra y por fin todos los materiales de construcción de uso común ; añadan, además, un Espíritu Santo, de plata, de dimensiones mayores que las del cóndor más grande de los Andes, y con este acopio, tengan la

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bondad de construir en su fantasía una buena iglesia, distribuyendo los objetos convenientemente, es decir, parando los grandes monolitos de granito, poniéndo- les por base y chapitel los bronces labrados, cubriendo el piso de pórfiro, revistiendo los zócalos de mármol, adornando los altares con las columnas de lápiz lá- zuli, colocando los mosaicos en su sitio, recortando las láminas de oro y plata como para formar vestidos y coronas a los cuadros de santos, de tal manera, que sólo dejen ver de ellos las manos y la cara, a la usanza rusa; incrustando las piedras preciosas y las perlas, en los arriba mencionados ropajes metálicos, distribuyendo las pinturas, los útiles y los muebles, ajustando las puertas y por fin, suspendiendo en lo alto de la cúpula, al Espíritu Santo de plata, y fecho lo enumerado, tendrán ustedes el facsímil de la Igle- sia de San Isaac, cuyo edificio, sin su contenido, ha costado veinticinco millones de rublos, es decir, igual suma de nuestra moneda, su depreciación no ha pa- sado aún de 200 por ciento.

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De los numerosos palacios o locales cuya inspec- ción es importante, situados en las cercanías de la capital, sólo visitamos el palacio de Tzarcoe Selo, em- bellecido principalmente por Catalina II. Está en la aldea del mismo nombre, donde hay casas dispuestas para alojar a las familias de la corte durante el ve- rano. La Gran Catalina prefería esta residencia y la había embellecido con cuanto puede soñar la fanta- sía. Sus salones son inmensos y de un lujo realmente maravilloso. El número de estatuas, cuadros y demás obra de arte, es incalculable. Puede decirse que de todos los hombres célebres del mundo, guerreros, poe-

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tas o artistas, hay un busto o una estatua. Sus colum- nas son del más rico material ; algunas de ellas tuvieron, en otro tiempo, un revestimiento en la base y chapitel de metal dorado ; como se deteriorara, so trató de reparar el desgaste y los artistas llamados para el caso, no llegando a concertar las condiciones, ofrecie- ron por los restos una suma fabulosa. Catalina con- testó que aun no estaba en el caso de vender sus andrajos. Juzgúese por esta anéctoda del valor del palacio.

Admírase en él, la distribución científica y sabia, su inmensa comodidad y su lujo. El salón llamado ama- rillo, está cubierto de incrustaciones de ámbar, el blan- co, de plata, y el de lápiz lázuli, de placa de esta piedra. No hay un adorno que no sea una joya ; todo es oro, mármol, plata, pórfiro, malaquita, lápiz lázuli, ámbar, jaspe, alabastro, estuco, pinturas finas, frescos, porce- lanas, seda, terciopelo, nácar y cuanto producto valioso hay en la naturaleza. Las habitaciones íntimas, ofre- cen la más lujosa disposición ; todo en ellas está pre- visto, no sólo para, una familia sino para una corte, pues el palacio es muy grande. Los salones de baile y los comedores pueden contener cientos de individuos.

Hay un comedor particular en un pabellón especial, capaz de suscitar mil ideas románticas y un tanto comprometedoras, es el comedor de Catalina para sus reuniones íntimas ; ocupa el primer alto del pa- bellón, su decoración corresponde al resto del pala- cio, en cada ángulo de la pieza hay un saloncito de confianza, con muy pocos muebles, apenas los necesa- rios para dos personas. La mesa ocupa el centro y es una mesa inteligente ; se mueve y se sirve sola, a lo menos así parece a los convidados, quienes no ven ningún sirviente indiscreto ni discreto. Por medio de

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un mecanismo, el centro y un redondel debajo de cada plato, bajan al piso inferior y suben con las viandas. Además hay otras mesitas mecánicas, también para dos y cuatro personas. Los invitados por la señora Catalina eran, pues, gentes tratadas como cuerpo de rey ; durante la comida y después de ella, podían ha- blar y otras yerbas sin temor de ser oídos ni vistos por la servidumbre, compuesta generalmente de gentes muy murmuradoras y parlanchínas. Para comple- mento, este comedor tiene escaleras excusadas que con- ducen al parque, por caminos inaccesibles a la curio- sidad de los extraños.

Indudablemente la señora Catalina y sus amigas, se daban muy buena vida en aquellos tiempos, que Dios bendiga.

El comedor de los banquetes es de un gusto exqui- sito y de un lujo fabuloso.

Las piezas privadas de Catalina son, como se com- prende, las más esmeradas ; una de ellas está reves- tida de porcelana de Sevres.

Rodea el palacio un parque inmenso, lleno de sorpresas y caprichos, en el cual los árboles y las plantas más bellas se han dado cita ; lo adornan a más, puentes, grutas, construcciones imitando ruinas, glorietas, columnas, puentes de mármol, pabellones chinos, jardines y pequeñas cascadas. Debajo de un obelisco egipcio está el sepulcro de los tres perros fa- voritos de Catalina II, descansando en paz.

Pero aun falta algo. Por una escalinata amplia se baja del palacio hasta la orilla de un lago, cuya mar- gen opuesta se pierde para la vista a la distancia ; sus aguas son tranquilas y limpias, ni una hoja seca destruye la pulidez de su cara plana, su fondo está alfombrado con plantas marinas, visibles en la mayor

profundidad; bandadas de cisnes blancos y negros navegan a lo lejos y hacia un lado se balancean em- barcaciones de bonita forma, en las que los visitantes pueden pasear.

En las inmediaciones del lago se encuentra un mu- seo de buques, representando la forma de todos los aparatos flotantes conocidos.

Alejandro I habitaba con frecuencia este palacio encantado ; allí están sus piezas acomodadas como cuando él vivía; en uua de ellas se ven sus objetos do uso, peines, tijeras, navajas de barba, su cartera, su espejo de mano, su pañuelo, sus vestidos y hasta sus botas; todo conservado como reliquia.

DE STOKOLMO A COPENHAGUE

Puede irse de Stokolmo a Copenhague por mar o por tierra y mar. Aquí también nosotros preferimos hacer el viaje mixto; fuimos hasta Malmoe por el tren y de allí en dos horas nos pusimos en la Capital de Dinamarca, a bordo de un vapor bastante rápido. Esta ciudad tiene un puerto muy cómodo. Como en casi todos los pueblos de los Países Bajos, la bahía se con- funde con los barrios edificados; el mar entra en las calles y los buques siguen el ejemplo.

Un paseo por el interior y las orillas de Copenhague, es de regla y si el viajero lo hace, no le pesará, pues irá viendo nuevos paisajes a cada paso, encontrando jardines, puentes, estatuas y monumentos, sin dejar de tomar, de tiempo en tiempo, el mar su parte en el panorama.

Las vías públicas están llenas de pájaros libres, cuya vida está garantida por las costumbres. En las plazoletas hay instalaciones para la venta de frutas y flores y por los canales circulan barcos con pescados vivos, mantenidos en recipientes especiales, hasta el momento de venderlos. Los copenhaguenses son, pa- rece, muy desconfiados respecto a la frescura de los pescados y hacen bien.

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Dignas son de mencionarse las ruinas de un palacio. No hace mucho éste se quemó, salvándose sólo las caballerizas. No se trata aún de reedificarlo por eco- nomía. El gobierno ha descubierto que se puede vivir sin el palacio.

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El mejor tiempo do un viajero debe dedicarse al Museo Thorwaldsen; un museo llenado por un hombre. El autor de los maravillosos trabajos de este instituto, era dinamarqués; hizo sus estudios en Roma y allí modeló la casi totalidad de sus obras, cuyos originales, en su mayor parte, fueron adquiridos por el gobierno de su patria. Las esculturas de Thorwaldsen son las más populares; muchas fotografías de ellas son cono- cidas en el mundo entero ; algunas he visto en Buenos Aires, sin saber que correspondían a las obras del cé- lebre escultor.

Mencionaré unas cuantas: La estatua de Pío V El Amor y Psiché El mismo tema en bajo relieve Ge- nios cantando Edades del amor Las musas Las tres gracias La Venus de la manzana La noche y el día La muerte y el sueño Mercurio Los doce apóstoles y Jesucristo, que ocupan un salón. Un pastor, magnífica estatua Las tres gracias y el Amor y Adonis Las cuatro edacjes Hilas arrastrado por las ninfas, hombre feliz— Otro Hilas, igualmente arras- trado por las mismas tenaces ninfas Una pastora. El nido de amores, y cien esculturas más.

La mayor parte de estos trabajos son bajo-relieves de una belleza sobrehumana, de una sencillez antigua y de una gracia exquisita. Thorwaldsen, es hasta hoy, inimitable; hay algo de sublime y de ideal en sus con- cepciones y tal arte en la ejecución, que los entendidos

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comparan al célebre escultor con los maestros de la antigua Grecia. Sus bajo -relieves están dotados de una serena y elevada hermosura. Su tema favorito era el amor y lo ha tratado con una delicadeza encantadora.

En la parte alta del edificio hay una regular colec- ción de cuadros; pero nada existe en Copenhague, superior ni igual a la colección de esculturas Thor- waldsen. Muchos viajeros van a la capital de Dina- marca, por solo ver las obras de este hombre inmortal.

La ciudad posee también una galería de pinturas digna de ser vista, y un museo de antigüedades bas- tante bueno, aunque inferior al de igual clase de Stokolmo.

De Copenhague hicimos el viaje en tren hasta Kor- sor; allí nos embarcamos, junto con nuestro tren, en un buque con rieles, siguiendo en el doble y curioso vehículo hasta Niborg, 'puerto de una isla muy linda, poblada e industriosa. El buque metió su proa entre dos muelles; un puente con rieles bajó hasta el nivel de la cubierta del navio; el tren embarcado se puso en movimiento, tomó los rieles del puente y siguió por tierra a través de la isla, hasta un punto llamado Stribe, pasando por una. villa cuyo nombre es Odense. En Stribe el tren se embarcó de nuevo, junto con nosotros, para desembarcar en Fredericia y seguir por tierra hasta Hamburgo.

Este viaje en tren por el mar, es por demás curioso, agradable y lleno de novedad.

LOS CASTILLOS DEL

REY DE BAVIERA

La planicie que se extiende al pie de las montañas sobre las cuales se. hallan trepados los dos castillos, ocupa un alto nivel; varias villitas se muestran dise- minadas en ella; un arroyo nacido de un lago, formado al pie de Hohenschwangau, la recorre serpenteando en su superficie; a lo lejos se ve los diversos promonto- rios y picos de los Alpes, y en las vecindades de las pendientes próximas, bosques de pinos y otros árboles elevados, siempre verdes.

De la planicie, los castillos parecen trepados en la roca y manteniéndose apenas en equilibrio. Neusch- wanstein, que descompuesto en palabras quiere decir Nuevo-cisne-piedra, parece en realidad un cisne blanco parado en las escarpadas rocas.

¡Qué lujo de imaginación el de Luis II! Su cisne blanco en la piedra domina el inmenso y grandioso panorama. Hacia un lado, un corte en la montaña, joor el cual baja un torrente de agua formando una cascada, que canta su música imponente, hora por hora, du- rante siglos; sobre la cascada un airoso puente de fierro ligando las dos peñas; más allá los lagos a cuyos bordes reposan pequeños grupos de casas, y domi- nando lagos y aldeas, el viejo castillo de Hohensch-

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wangau, como un cisne negro, pronto a desprenderse y rodar en la pendiente. De lejos Neuschwanstein parece colocado en una entalladura de las rocas, mientras que está en una sección destacada de la montaña mayor y separada de ella por una grande hendidura, lecho del río, caído de setenta metros, altura de la cascada.

Contra todas las probabilidades, un cómodo camino de carruaje ha sido practicado desde el llano hasta el castillo.

La naturaleza había hecho casi inaccesible el sitio. Luis II lo puso al alcance de los rodados; la vía tallada en la montaña, está protegida por calzadas y para- petos en algunas partes. Grandes árboles le dan su sombra y de trecho en trecho aparece una vertiente, una fuente o un pico de agua corriente. Un puente levadizo tendido sobre un foso, permite la entrada al castillo.

El edificio es de cinco pisos sin contar desvanes, su techo es de cobre, tiene varias torres, una de ellas muy alta. Desde las piezas de los sirvientes y la cocina, comienza el lujo. Todos los departamentos están provistos de aire caliente y agua. Los muebles son de una riqueza imponderable; los tapices, las sederías y los recamados de oro, no van en zaga a los mejores de la tierra. Junto al gabinete de trabajo o escritorio, hay una gruta excavada en la misma roca, con piedras giratorias por puertas, adornada original y caprichosamente; su salida conduce a una galería que es otra gruta abierta, de la cual, como de todos los balcones del castillo, se goza de un panorama ideal.

El dormitorio, el oratorio y comedor no desmienten el gusto y lujo ya señalados; el dormitorio, sobre todo, es de una gran delicadeza de estilo. Un cisne de plata

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surte de agua estas piezas. Los cisnes esculpidos en los muebles, hechos en porcelana, fundidos en metal o pintados en los muros, están profusamente distribuidos en todas las habitaciones.

Decoran los muros varios frescos, historiando leyen- das o poemas ; al pie de cada cuadro se lee un nombre sino célebre, muy conocido al menos.

La sala del trono, espaciosa, rodeada de columnas que soportan una galería dividida en compartimentos, ofrece en sus muros cuadros alegóricos a las relaciones de la Religión con el Real Poder. Su piso es de mosaico italiano.

Por fin hay en el castillo un teatro regio, lujoso y de buen gusto y una serie de habitaciones aun no con- cluidas, dedicadas por el rey a la mujer y a la familia que no tuvo sino en la mente.

Los cuadros, solo pintados en las paredes, si fueran transportados a la tela, formarían cuatro fortunas.

BUDA-PESTH

Pesth hace recordar a La Plata; no se por que, pues no se parece en nada. Quizá una serie de mag- níficos edificios en una semidespoblación, sea la causa de esa impresión.

A lo largo del Danubio, en cuyas dos orillas se han construido las dos ciudades, Buda y Pesth, reunidas después, hay una calle alta y otra más baja, verda- dero muelle, donde se hace la descarga de los nume- rosos buques del puerto. La calle alta es destinada a la gente de a pie; los carruajes no tienen acceso; se halla adornada con varias estatuas y muy buenos edificios, entre ellos la Academia de Bellas Artes, donde se exhibe una excelente y valiosa colección de cua- dros antiguos y modernos, de todas las escuelas cono- cidas, figurando en el número ocho cuadros de Murillo y varios de los célebres maestros españoles, italianos, flamencos, alemanes, holandeses, franceses y hasta criollos. De los ocho Murillos, solo uno o dos resisten la comparación con los de otras escuelas, pues bueno es recordar que no todo lo pintado por los grandes maestros, es obra maestra.

En otros barrios están: el Museo, magnífico edificio, un Banco grandioso; el Teatro elegante y cómodo, tiene un pórtico con dos entradas para los coches, cosa

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desconocida 'en Buenos Aires y aun en París, excep- tuándose el de la Opera, si mal no recuerdo; una sina- goga; la Redoute, especie de casino do bolla arquitec- tura y varias construcciones más.

La Iglesia griega y otros edificios públicos, son vi- sibles desde el río y mejor aún de las alturas de Buda.

Más llama la atención, sin embargo, el conjunto de las casas de la calle Andrassy, y la misma avenida, ancha, perfectamente adoquinada, llena de palacios particulares y muy animada; es el paseo aristocrático en la buena estación. En cierta altura, las líneas se abren, forman un círculo completo y de allí en adelante, hacia un bosque situado en un extremo de la ciudad, la disposición de las casas cambia de aspecto ; están aisladas, rodeadas de jardines y deben ser deliciosas para sus moradores, quienes gozan de las inmensas ventajas de vivir en medio de una ciudad, sin vecinos. Ello continúa así hasta el Parque, donde se encuentra el Jardín Zoológico, el Palacio de la Exposición y va- rios cafés, jardines y hoteles de verano. Tiene también el Parque su lago, donde se patina en invierno y se pasea embarcado en verano.

Dos puentes perfectamente construidos ligan Pesth a Buda; uno de ellos insiste sobre seis o siete arcos ; el otro, colgante, es tenido por el más artístico de Europa. No si su fama es merecida, pero puedo de- cir que es el más hermoso de cuantos he visto hasta ahora ; presenta el aspecto de dos cintas tendidas ga- llardamente sobre el Danubio ; cualquiera, al verlo, di- ría que no resiste el peso de un carruaje y, sin em- bargo, no puede darse uno más seguro y al mismo tiempo más airoso. Cuatro leones, dos en cada extremo, guardan sus entradas.

Contigua al otro puente, se ve la isla llamada Mar-

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garita, sitio de recreo de un millonario. El arreglarla le ha costado sumas colosales.

Buda está situada en un elevado promontorio, a cuya cima se llega ya sea por escaleras situadas en las ca- lles, ya por un camino hecho para carruajes.

Encima de este promontorio, a más de las casas particulares, se hallan un inmenso palacio y un edifi- cio ocupado por oficinas públicas, chato y feo, pintado de amarillo y que ha tenido la desvergüenza de ador- nar una faja de sus paredes, a la altura de la cornisa de su único piso, con bajo-relieves destinados a poner de manifiesto su fealdad.

La vista desde Buda es encantadora; el Danubio, cuajado de buques, una ciudad nueva en sus orillas, los puentes tendidos sobre sus aguas, mil grupos de casa y árboles, en las depresiones del terreno, los rie- les estirados en diversas direcciones y cien accidentes más, forman un paisaje delicioso.

De la plaza contigua al edificio amarillo, con bajos relieves y al palacio, se baja a la parte inferior de la ciudad en la cual el panorama cambia. Para volver a Pesth, o bien se rodea el promontorio por las calles del valle, o bien se le atraviesa por un hermoso túnel, que, como el puente, ha sido hecho por ingleses. La parte del palacio que da a las calles bajas es pintoresca; ofrece a la vista jardines suspendidos, plataformas, galerías y graciosos ornamentos en todo su frente.

En una colina vecina se hallan los célebres estable- cimientos de baño.

CONSTANTI NOPLA

Curiosidades para ver en Constantinopla, como dicen las guías :

Constantinopla : esto no dicen las guías, sin embargo de ser la mayor curiosidad.

Vista del mar, es sin igual en el mundo; la mezcla de colores y de sombras, de reflejos y de absorciones de luz, ofrece contrastes sorprendentes. Mil edificios alzados en gradación sobre montañas, caprichosas construcciones, minaretes, cúpulas, jardines, cemen- terios, espacios vacíos, árboles y quioscos, forman un conjunto caleidoscópico inolvidable.

Y al pie de todo esto, el Bosforo y el Mármara, pro- fundos, azules, solemnes en su magnitud, capaces de tragarse todas las flotas de los mares, para pasarlas al estómago de la inmensa bahía, y a pesar de esto, alegres y bulliciosos, con mil embarcaciones chicas y grandes, ligeras, y pesadas ; las más, quietas sobre su quilla a plomo, las otras jugando sobre las ondas sin peligro, al amparo de las costas elevadas.

Pero si de la síntesis se pasa al análisis, ya es otra cosa.

Comprometiéndose en el iuterior déla ciudad, la reti- na que no recibió sino brillantes reflejos y colores subi- dos, queda ofendida por los cuadros repelentes, las casas

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ciegas, las calles sucias y estrechas, el desorden, la ruina y el desparpajo.

Constantinopla es la ciudad de los contrastes; nin- guna más bella de lejos y más fea de cerca. La mayor parte de sus barrios parecen habitados de improviso, tras de un largo abandono y próximos a ser desalojados. Todo, muebles, mercaderías y animales, suscita la idea de una instalación reciente y de un inminente traslado, excepto lo estable, que por lo descuidado tiende a quedarse en el olvido.

El antiguo Serrallo, es una construcción desordenada, hecha a pedazos en diferentes épocas ; departamentos de palacio, mezquitas, jardines y sitios vacíos, lo consti- tuyen, junto y seguido. La parte abierta al público ofrece el espectáculo de la desolación. Puede entrarse a ella por la Sublime Puerta, un gran arco de célebre recuerdo para los condenados por delitos políticos, si por ventura recuerdan algo en la otra vida.

Allí se ve el Palacio donde moran las viudas del último sultán, los patios enormes y las demás depen- dencias; como curiosidad, un plátano secular de algu- nos metros de diámetro en su tronco.

Santa Irene contiene nueve tumbas bizantinas, dignas de una detenida inspección.

La Mezquita de Santa Sofía es una obra maestra. Justiniano pagó a los cientos de arquitectos y miles de obreros, cinco mil y tantos quintales de oro por la sola construcción de los cimientos. La forma actual del edificio es semejante a la de muchas mezquitas, pero su magnitud no es comparable sino a la de la Mezquita de Solimán el Magnífico. Está constituida por una cúpula grandiosa, rodeada de semicúpulas de diverso tamaño ; adornan su exterior varios mina- retes. Enfrente de la entrada hay una ancha, larga

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y alta galería, cuyas puertas do bronce con bajo- relieves, son preciosas, o más bien dicho, eran, pues, según noticias, los cruzados se llevaron una de ellas y las chapas de la otra, creyéndolas láminas do oro. La gran cúpula tiene de diámetro cuarenta y cinco pasos, de los míos; medida en su proyección, como cuarenta varas, supongo; su alto es de sesenta, más o menos.

Ocho de sus ciento setenta columnas de mármol, granito o pórfido, son del templo del Sol de Balbec, otras ocho del templo de Diana de Efeso y algunas por fin de los templos de Heliópolis. Como se vé, esta Mezquita tiene sus pergaminos.

La belleza del templo se degrada por los colgajos de lámparas, globos de cristal y colas de caballo con que los turcos la han adornado.

Para entrar en él, se necesita descalzarse o ponerse unas zapatillas suministradas por los cuidadores, pre- caución extraña en presencia de este hecho : los más inmundos pordioseros, peones y mujeres de la última clase, toman como vivienda el templo, se acuestan so- bre la estera de su piso o en rotos y sucios colcho- nes trasportados allí, y pasan el día durmiendo o gri- tando. Cuando nosotros hicimos nuestra visita, había varios de estos extraños personajes, nadie los incomo- daba. En los púlpitos u otros sitios, se veía también algunos muchachos sentados sobre sus piernas, con el Corán delante, cantando sus renglones con monótona voz ; eran estudiantes y futuros sacerdotes ; el estudio se suspendía al menor pretexto y luego continuaba como si se tratara de un mecanismo ; mientras estu- dian estos libres alumnos, balancean constantemente la cabeza y el cuerpo al compás de su canto.

La Mezquita de Solimán el Magnífico, es parecida

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a Santa Sofía y según algunos, más grandiosa; su cúpula es de igual diámetro, pero más alta ; el número de sus semicúpulas es mayor. En esta Mezquita he visto las velas más grandes del mundo ; dos tremen- das campanas colgantes de sendas roldanas, sirven para apagarlas.

Las tumbas de los sultanes en número de ocho, llenan otra Mezquita, son magníficas. Delante de algunas de ellas, en atriles adecuados, reposan va- rios ejemplares del Corán, en pergamino, primorosa- mente escritos.

Lo sorprendente en todos estos sitios de valor his- tórico, es su estado de abandono, nadie parece ocu- parse de ellos.

Un ¡3obre diablo cualquiera sin autoridad ni traza decente, es el único agente encargado de mendigar dos o tres cobres a cada uno de los escasos visitantes.

A propósito de las tumbas, el guía nos contó una historia de envenenamientos horrorosa. Según él, nin- gún sultán ha muerto de muerte natural. Nos re- firió también la anécdota de Rosolana y de la Inglesa. Si alguien se interesa por este relato, se lo haré cuando nos veamos: bástele por ahora saber que el padre de nuestro guía, fué sastre de un sultán !

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La situación moral de Constantinopla y de toda la Turquía es dolorosa. Todos parecen estar esperando el día del juicio. Hay cierto abandono de muerte en los espíritus; tanto en lo referente á la vida privada, cuanto en lo ligado con los intereses públicos.

La Turquía es hoy día una nación inorgánica; no es nación, no tiene ninguno de los tributos de la naciona-

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liclad. Aquí no hay, propiamente hablando, un sistema de gobierno. Hasta la misma tradición es ya débil e impotente. Nadie al ver esto pueblo lo sospecharía emergente de aquel salvaje y terrible conquistador, que se apoderaba con actos do heroísmos de naciones ente- ras, para no dejar en ellas piedra sobre piedra. Los actos de legendario, valor y de espantosa crueldad, fue- ron, sin duda, hijos del fanatismo, pero mostraban una virilidad poderosa y un temple admirable, a pesar do sus horrores. Había tras de esa ferocidad sin rival, una idea capaz de sustituir a la de la nacionalidad : la de la unidad religiosa. Ahora no hay nada sino des- aliento, pesadumbre, quizás remordimiento, en presen- cia del cambio de los tiempos. Dios y su Profeta han olvidado al valeroso pueblo.

Hay una palabra que no como se escribe, pero cuyo sonido es igual o muy semejante al de estas sila- ban en nuestro idioma: iabasch. Esta palabra signi- fica « despacio, tenga calma, ¿por qué se apura? », o análogas expresiones. Pues bien, iabach es ahora la palabra turca por excelencia. No se afane Vd. por nada en este mundo, es la divisa musulmana. Todo sucederá como Dios quiera, y Dios quiere ver al pue- blo indolente, mirando pasar los días con una indife- rencia melancólica e impotente.

Las tierras permanecen estériles ; apenas se cultiva lo indispensable parala vida; las casas descuidadas; si se abre una grieta en las paredes o se cae un techo, la grieta se queda abierta y el techo caído.

Ahora destruyen con la indiferencia como antes des- truían con el fuego y el acero.

Donde pone la planta un turco, no nace la yerba, dicen ellos mismos, y es la verdad. Talan los campos para vivir y son capaces de cocinar usando como

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leña las maderas perfumadas de los templos antiguos.

Todo ha caído al empuje de su furor guerrero en los pasados siglos ; en Asia, en Africa, en la parte de Euro- pa ocupada por ellos, las ruinas son el rastro de su paso. Ningún pueblo ha sido más destructor, pues lo que no despedazaba en la guerra, lo hundía en la paz, con la ayuda del tiempo. Turquía es una nación mo- ribunda. Vive en fuerza de la codicia de las naciones extrañas, mantenidas en equilibrio por la tensión de sus ambiciones opuestas. El día en que se decida el re- parto, o una potencia poderosa rompa el equilibrio, se acabó Turquía.

Gobierno y pueblo turco, parecen estar esperando este acontecimiento. Hay todavía un Imperio Otomano porque las naciones de Europa no quieren que una de ellas se agrande con los territorios de este Imperio ; y los turcos en posesión temporaria del suelo de su pa- tria, lo tratan como cosa ajena. Hacen fuego con las ramas y los troncos de los árboles y no se cuidan de plantar nuevos !

El desaliento ha entrado hasta en los palacios y en las familias. Ya no hay odaliscas rodeadas de la poesía y riquezas délas leyendas. Los serrallos están despoblados, los harems desiertos. El mismo fana- tismo se ha debilitado.

Los peregrinos de La Meca que formaban caravanas de cien millares de hombres, van ahora en grupos pe- queños al santuario. En una palabra, ya no hay sitio en el mundo para este pueblo en decadencia, ni tiene colocación en el concierto humano una civilización en- vejecida y cuyo fermento y motor, la religión, no es ya una fuerza capaz de dirigir los intereses de las colecti- vidades inteligentes.

El Imperio Otomano está ocupado en morirse.

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He dicho que no tiene ninguno de los atributos do la nacionalidad y voy a mostrarlo.

En Turquía no existe el sentimiento de la integridad nacional ; los restos de sus conquistas están pegados débilmente y no amalgamados con la entidad repre- sentante de la soberanía.

Esta misma es ilusoria o imperceptible.

No hay cámaras legislativas, no hay constitución, no hay poder judicial, con formas civilizadas; no hay universidad, no hay moneda uniforme, no hay correo del Estado, no hay derecho público, no hay leyes codi- ficadas, no hay instrucción sistemada, ni normalidad de impuestos ; no hay régimen matrimonial, ni familia propiamente hablando y por tanto, no hay nación!

En el ejército no gozan de sueldo sino los individuos de cierta categoría. La administración no tiene base; es la resultante de un conjunto de costumbres o tradi- ciones.

Lo concerniente a la correspondencia es en extremo curioso y podrá verse mejor con un ejemplo.

Eche usted esta carta al correo, dije al mozo del hotel donde me alojaba.

A qué correo? me contestó.

Al correo, pues, a la posta central.

No hay posta central, señor.

Y, qué hay entonces ?

Tenemos la posta francesa, la posta inglesa, la posta austríaca, la rusa. . .

Después hablando con mi amigo el turco, supe que no había una oficina central bajo la dirección del Es- tado, porque las postas extranjeras no se avenían a abandonar sus emolumentos, a pesar de las repetidas gestiones del ministerio respectivo, para proceder según su derecho.

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Una soberanía que no puede ni reglamentar el transporte de la correspondencia en su propio territo- rio, no es tal soberanía.

Considerando estos diversos elementos, un senti- miento de compasión se suscita en el ánimo a favor de esta nacionalidad agonizante y pronta a ser absorbida, y ese sentimiento se acrecienta si se piensa en que los hijos de este pueblo, antes tan poderoso, no tendrán cabida en el mundo, sino a trueque de renegar su reli- gión, sus creencias y sus costumbres tan diferentes de las nuestras y con un arraigo tan profundo, que antes de ser abandonadas, impulsarán a quienes las obser- van a perderse en los desiertos y concluir en ellos su vida, huyendo de las leyes civilizadas.

"'(3 h'"

ARMONÍA DE LAS PALABRAS

CON LAS IDEAS DE LAS COSAS

El más lejano recuerdo que tenía de su propia exis- tencia, se refiere a la época en que podía tener a lo más cinco años, y a un episodio cómico y doloroso de su infancia.

La más viva imagen de ese recuerdo, es aquella en que se ve a mismo llorando junto a una puerta pin- tada de verde, reventando con sus dedos las ampollas de la pintura mal hecha, y observando sin dejar de llorar, que debajo de la capa verde había una roja.

En los mayores dolores, ya se sabe, la mente se complace en coleccionar trivialidades. Boris, no podía estar más afligido y sin embargo, su cerebro anotaba las puerilidades de su trabajo mecánico.

Y por qué estaba afligido y por qué lloraba?

ISD

Su padre tenía minas en Choroma (buscar Cho roma en el mapa) pasaba allí toda la semana y venía á Tupiza, el domingo por la mañana, a caballo, tra- yendo siempre en las alforjas, a más de muestras de minerales y otros objetos, algo para el chico: frutas, capias, dulces o algún juguete (Boris era un tanto mimado en la familia).

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El día del episodio, apenas se desmontó su padre, Boris se acercó al caballo, que era amigo suyo, abrazó su cabeza inclinada, sintió aquel olor de sudor normal que él llamaba olor a viaje, y concluidas sus caricias al noble animal, preguntó a su padre qué le había traído. Qué te he de traer, criatura, le respondió, ¡desdichas!

Magnífico, pensó para sus adentros, nunca me ha traído eso, y ya saboreando de antemano el gusto del manjar, se hizo el distraído por no parecer ansioso.

Pero después de haber pasado un tiempo razonable, sin que su padre se ocupara de darle el regalo, se di- rigió a las alforjas, revolvió todo en ellas, y no encon- tró ni señas de desdichas.

Aun tuvo paciencia y supuso que su padre las ha- bía sacado: se lo hizo presente varias veces, inútil- mente, y cansado de esperar, interpeló : « Dónde están las desdichas?» Su padre lo miró entre triste y burlón y no le contestó.

Entonces, con los fueros que le daba su derecho de niño mimado, comenzó esta letanía, llorando:

Denme desdichas; quiedo desdichas; ¿ dónde están las desdichas?

Todos se reían y él se irritaba y gritaba cada vez más: « denme desdichas».

Vino el cura Rendón, su padrino, y él también se puso a reir; pero, convencido de la sinceridad de la aflicción del niño, hizo cuanto pudo por distraerlo. Le dió una moneda, le prometió llevarlo a pasear a caballo y por fin, visto lo inútil de su empeño, trató de saber lo que él entendía por desdichas.

Qué son pues? le preguntó. Son unas cosas lad- gas y negdas (otra risa).

Son juguetes o cosas de comer o de ponerse?

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De comed contestó irritado. (La hilaridad conti- nuaba).

Frutas entonces?

No son f datas.

Y qué son?

Unas cosas negdas, asadas, que hace todos los jue- ves la negda Madia.

Desdichas asadas ! . . . ya entonces la diversión no tuvo límite, y se marcó por una estrepitosa algazara.

Boris lastimado por la burla sangrienta, salió al patio para ocultar su derrota y fué a parar junto a la puerta verde.

Rotas todas las ampollas, se consoló reflexionando en la falta de entendimiento de su padre, de su madre, de sus hermanos, de su padrino el cura y el resto de la asamblea. Tenía razón, pues, era fácil caer en la cuenta, después de tantos detalles, de que desdichas, debía ser algo de comer, de nombre parecido al de salchichas, por ejemplo, y de que Boris llamaba sal- chichas a las morcillas; por donde morcillas y desdi- chas eran para él la misma cosa.

ASTRONOMÍA— M ETEREO LOGÍ A LIGERA RESEÑA DEL CIELO, DEL INFIERNO Y DE SUS HABITANTES.

Cuando veía salir la luna detrás de los cerros de- seaba subirlos para tomarla con sus manos a su paso por las cumbres, y si estaba ya un poco elevada, pre- sumía que Don Lorenzo Sastre (el hombre más alto de la comarca) armado de una caña y parado en la cima, podría voltearla de un cañazo.

Todos los niños han tenido, es de crecerse, ante un espectáculo análogo, la misma idea.

Parecidas sensaciones le sugerían las nubes flotan- tes sobre las montañas, como capullo de algodón si eran blancas, o como vellones de lana negra, si eran obscuras.

En ambos casos, Don Lorenzo Sastre, su candidato perpetuo para las grandes empresas, podía, con un rastrillo, traerse a casa una buena provisión de lana o de algodón.

Los relámpagos eran rayas hechas por un gigante con un tizón encendido ; los truenos, el fragor de cue- ros secos, arrastrados por las escabrosidades de los cielos.

La tierra era plana, salvo algunas rugosidades como las montañas y quebradas y estaba cubierta de una

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bóveda de tules, densa por trechos y salpicada do pe- dacitos de vidrio más o menos brillantes.

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En el relleno de la cabeza de Boris había, además, ciertos espíritus más o menos entrometidos en las co- sas de este mundo.

Los fantasmas y los aparecidos, que lo aterrorizaban con lo indefinido de su forma y de su personalidad, así como las Almas que salían á dar vueltas en las noches obscuras alrededor del cementerio, con aparen- cias de venir a reclamar algo de los vivos.

Los Duendes, unos enanos con grandes sombreros y una mano de lana y otra de hierro, según la tradi- ción, lo perturbaban en extremo ; el detalle del con- traste entre las manos de estos extraños sujetos no siendo explicable, pero debiendo responder á algo muy terrible, debía tomarse muy en cuenta.

Las Brujas, para él, eran más bien simpáticas, po- bres mujeres tan perseguidas por todos.

Las Hadas, unas señoras de cierta edad, vestidas ricamente, frescas todavía algunas, no le gustaban : según la leyenda concurrían al acto del nacimiento de cada niño ; unas otorgaban al recién nacido un don que lo hiciera feliz, pero nunca faltaba alguna vieja resentida que ponía una cortapisa para paliar o anular los dones recibidos.

Más que con el proceder de las Hadas, armonizaba con sus gustos el de los Encantadores, cuyos hechos se manifestaban en los cuentos conocidos del pájaro Pipao, la Bella y la Fiera y otras ; pero observaba que las Hadas tomaban a veces el papel de los En- cantadores, y no sabía, en ciertos casos, distinguir en

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materia de encantamientos lo que era obra de varón o de mujer, si bien tenía una idea por guía; si la cali- dad del hecho era muy malo, él lo atribuía a una Hada ; si era bueno o no muy malo, a un Encanta- dor, pues en esto pensaba lo que los sirvientes pien- san de sus amos, es decir : que el Señor es siempre más bueno que la Señora.

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El sol, era una rueda de fuego, que salía por la ma- ñana de una orilla del disco de la tierra, giraba sobre él e iba a esconderse en la orilla de enfrente; siem- pre conservando su tamaño, más o menos, pero cam- biando de color según el estado de la atmósfera.

La luna, nacía en forma de un hilo de plata encor- vado, también en una orilla de la tierra, pasaba sobre ella y descendía al otro lado, seguida por una pequeña estrella, pero su tamaño variaba cada noche, crecía hasta llegar a ser un círculo y mermaba hasta perderse en forma de otro hilo de plata, menos brillante en el extremo opuesto al de su nacimiento.

Probablemente el sol daba vuelta por debajo de la tierra, conservando su integridad, pero la luna moría en su ocaso, cada tantos días, y otra luna nacía de nuevo.

Ya se ha dicho algo sobre la tierra, falta sólo saber el origen de sus enseres.

El de estos comprendía dos categorías, en la primera figuraban dos objetos que él había visto fabricar o nacer del suelo ; aquí entran las ropas, los sombreros, el calzado, los utensilios de barro, las mesas, las sillas y demás artefactos de carpintería, cerraduras, cerrojos, y artefactos de herrería, los árboles, las flores, las

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frutas, las legumbres, los matorrales, las calabazas, los melones, sandías, guisantes, trigo, maíz, judías, garbanzos y los productos enterrados, como las pata- tas, ajipas, nabos y otras especies.

Todo lo que no entraba en estas colecciones debía encontrarse en otra parte ya hecho, y para obtenerlo no había más que ir a recogerlo del suelo o de sus capas inferiores, y eso hacían sin duda, los tenderos, los vendedores, y otros negociantes que traían todo ello a Tupiza.

El no encontraba ninguna dificultad en que las cosas pasaran así. La tierra, por el mismo procedimiento con que hacía flores maravillosas, árboles gigantescos, frutas sabrosas, metales en bruto y en barra, azogue, (plata líquida) y aceites en las minas, como el petró- leo, piedras preciosas y objetos verdaderamente mara- villosos, podía hacer relojes, platos de porcelana, tete- ras de metal, frascos de vidrio y todo aquello que no fuera de fabricación manual.

Lo que da la nota sobre las concepciones de Boris respecto al origen de los objetos que conocía, es su idea por demás extravagante, relativa a las cajas de sardinas, que consideraba frutas de estación.

Tal absurdo no debe provocar la risa, ni inducir a juicios contra la sanidad intelectual del muchacho, porque emana de razones bien fundadas, alguna de las cuales enumero.

Primera: las cajas de sardinas no circulaban en Tupiza sino en una estación, en cuaresma y semana santa; jamás fuera de esta época se comía sardinas.

Segunda: la cáscara de las sardinas era metálica y dura, éstas se hallaban acomodadas en el interior en buen orden, pero había también otros productos de cáscara dura : las nueces, las avellanas, las armen-

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dras, las granadas, los cocos y otros de cáscara blanda (lo que solo implica una diferencia de grado), tales como los guisantes, lentejas, las habas, etc.

Tercero: las cajas de sardinas blancas y brillantes contenían piezas blancas y brillantes, cubiertas de un envoltorio de la misma especie, seguramente me- tálico.

En esto las sardinas no se diferenciaban de las nue- ces, almendras, avellanas, etc., que también tienen una cubierta interna (hollejo) de un color análogo al de la cáscara.

Cuarta: ¿Cómo podía la naturaleza encerrarlas en las cajas cuando no se veía rendija alguna por la cual se hubiera podido introducirlas? La objeción es seria, pero también lo es esta otra: ¿cómo puede la naturaleza encerrar en algunas frutas, carozos, semillas, pulpas, secciones geométricas, tabiques de división, como en los cascos de naranja, y figuras de variadas formas y con- sistencia, sin que el envoltorio exterior de estos pro- ductos muestre señal de haber estado abierto y haber sido cerrado?

Confiésese, pues, que si la existencia de las sardinas dentro de sus cajas, no se entiende, tampoco se en- tiende la del contenido interior de las frutas, de los cucurbitáceos y de las vainas con granos.

Quinto: los árboles nacían de entre las piedras, de entre las peñas, de entre los trozos de minerales, a veces, lo que no les impedía florecer y dar frutas.

Las flores eran olorosas, las frutas sabrosas y perfu- madas, la forma de las primeras era de un arte exqui- sito, la de las segundas variadísima e inexplicable; y nadie negará que hacer una flor del aire, una orquídea, cien pensamientos todos diferentes, variedad infinita de crisantemos, dalias, rosas, claveles, todo ello del

más artístico dibujo, do olor y colorido diferente, es mucho más difícil que hacer una caja de sardinas.

Por otra parte so presenta una cuestión de equi- dad: las peñas, las rocas, las piedras, los trozos de metal, dejaban brotar de su seno árboles y arbustos; ¿por qué los árboles y matorrales no darían a su vez piedras, rocas y metales ?

Nadie había demostrado a Boris la imposibilidad de que una planta diera productos metálicos; ¡todos los sabios de la tierra, no son tampoco capaces de probar la imposibilidad de tal fenómeno!

Y, por último, ¿sabía acaso Boris que la hoja de lata era metal ?

¿No vemos nacer minerales de la boca de un ele- fante, sus colmillos; dientes duros, de las encías de los animales; cuernos, uñas y pelo de partes blandas del organismo? Pues explicarse todo esto es tan di- fícil como admitir la posibilidad de que los vegetales y la tierra produzcan vasijas minerales, llenas de co- mestibles, y por tanto cajas do sardinas.

Boris queda justificado.

ANTICIPO A CUENTA

DE SENTIMIENTOS

La sensibilidad más exquisita y el espíritu de pro- tección a los débiles y la cortesía, fueron la caracte- rística de su constitución psíquica.

En Tupiza recogía a orillas del río las piedrecitas más chicas, aquéllas que habían tomado la forma de almendras o de lentejas a consecuencia del frote recí- proco en los torrentes, porque le daban lástima; las consideraba indefensas y las creía ateridas de frío en las noches de invierno, pero su piedad no podía am- parar a todas y era por eso deficiente y parcial, pues él solo recogía las muy bonitas (ya desde entonces tenía predilección por la belleza).

Una vez, encontró en la calle un precioso ratoncito, lo tomó, lo llevó a casa, le hizo una casilla de barro en el patio, lo alojó en ella y le puso queso y agua para su alimento durante la noche.

Al día siguiente, cuando fué a verlo encontró la ca- silla vacía y con un agujero en la puerta. . . ese fué el primer ejemplo de ingratitud que se le presentó: des- pués ¡ cuántos de cientos de ratoncitos ha encontrado en el mundo!

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Criaba conejos: un domingo su mamá, sus hermanas y hermanos, se fueron a misa: él aunque muy religioso no fué por estar enfermo ; tenía un panadizo muy do- loroso en un dedo del pie y apenas podía caminar, no sólo por el dolor, sino por una especie de almohada con que se lo habían colchado.

Los conejos comenzaron a gritar por falta de ali- mento y él a desesperarse y a llorar al oírlos; su madre no volvía; los chillidos no cesaban y le traspa- saban el alma. En un momento dado ya no pudo más: salió a la calle con su almohada en el pie y so fué a rogar al panadero (no había sino uno) algún socorro por el amor de Dios. El panadero, buen padre de fa- milia, a pesar de creer que los irracionales no sufrían, le dió unos cuantos puñados de afrecho; y todo entró en su quicio.

Entre tanto, observó a través de sus edades, que jamás sociedad de beneficencia humana en apuros, ni club político alguno falto de fondos, le había causado igual ni mayor impresión que el hambre de la comu- nidad de sus conejos, recuerdo más penoso para él, que el de la historia leída o contada de las miserias de le- janos pueblos, por la ruina de sus sementeras.

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Un día Boris callejeando vió pasar un perro, tomó una piedra y se la arrojó: nunca pudo saber porqué; la piedra dió al pobre animal en la cabeza y parece que fué en un punto sumamente sensible, porque el perro aullando y gritando lastimeramente, salió a todo escape. Boris se quedó yerto. La conciencia de su crimen lo espantó; él tan compasivo siempre, había lastimado a un pobre animal que no le había hecho

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nada, en virtud de ese sentimiento de ferocidad, que todos los hombres tienen, pero que en él era una anomalía.

Desde ese momento no tuvo paz consigo mismo, y día y noche, veía al perro huyendo y oía sus gritos estridentes.

No pudiendo al fin de cierto tiempo dominar sus remordimientos, decidió confesarse. Buscó entre los pecados mortales, si figuraba el de apedrear perros; no encontró tal prohibición, pero debía estar involu- crada en cualquier otro pecado capital.

Faltaba aún que salvar otra dificultad. ¿ Con quien so confesaba? ¿con su padrino el cura Rondón? no; ¿con el padre Aronis? sí; a él le tenía menos ver- güenza, e hizo en esta circunstancia, lo mismo que las más puras almas cristianas de damas encumbradas, cuando eligen sus confesores entre los más tolerantes y menos relacionados.

Fué, pues, a lo del padre Aronis, y le dijo a boca de jarro:

Vengo a confesarme.

¿Tú? y ¿de que vienes a confesarte?

He apedreado a un perro.

Has hecho muy mal, pero en fin no es para tanto.

Sí, es ; porque el perro se ha ido aullando y gri- tando.

Bien, no lo vuelvas a hacer.

No lo volveré a hacer, pero eso es poco; yo quiero una penitencia.

Qué penitencia muchacho. No hay para ello.

Si debe haber porque yo que es un pecado.

Bueno, reza tres padres nuestros.

Bah, los rezo todos los días sin penitencia.

Dale con la porfía!

Le haré decir una misa a San Hoque.

Eso nunca hace mal.

Y ¿como so la hago decir? no tengo con que pagarla.

Yo te la diré de balde, niño.

Entonces, no es penitencia.

¡Peste con el lógico!, vote de aquí, yo te diré la misa y hazte devoto do San Roque.

Si pudiera curarle la herida que tiene en la pierna.

Como se la vas a curar si ya se ha muerto . . .

Boris salió de la casa del padre algo más conso- lado, pero el grito del perro y la visión de su fuga le quedaron; fueron para él una obsesión.

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Años más tarde, en un pueblecito de la provincia do Jujuy llamado Yaví, en una de sus ambulancias por las orillas, en compañía de un muchacho callejero, gran perseguidor de nidos, entró conducido por él a un terreno baldío encerrado en un cerco de piedra.

Aquí hay muchos nidos, dijo el muchacho; el otro día tapé uno de rabia por no poderlo sacar; estaba muy hondo; voy a ver si lo encuentro.

Buscó un rato, dió con el sitio, retiró una piedra del hueco, y vió detrás de ella un pajarito, parado, muerto, ya seco... teníala cabeza caída y los ojos abiertos. Boris reconstruyó en su mente, ante el tris- tísimo espectáculo, la tragedia que ocurrió en el nido; vió los pichones con sus picos abiertos en escuadra, piando, muñéndose do hambre y a la madre yendo y viniendo, de sus polluelos, a la puerta del nido cerrado; calculó sus angustias, su desesperación ante ese terri- ble conflicto, su padecimiento, sintiéndose ella misma

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desfallecer; su resignación, en fin, al situarse en la puerta y morir do pie como ningún héroe lo ha hecho hasta ahora!. . . Echó una mirada de cólera y de re- proche al muchacho, bandido cruel, destituido de todo sentimiento humano, que le pareció un monstruo ho- rrible y, sin decir palabra, huyó de su lado corriendo y llorando para no verlo más.

A Boris le gustaban esos ruidos que llamaré imper- sonales, anónimos, indefinidos, sin sujeto determinado que los produzca, y también los ligeros rumores del frote de las hojas de los árboles, de las ramas que se cimbran, de los estremecimientos fibrilares de la hier- ba, perceptible cuando uno se acuesta sobre ella . . otros más precisos, como los del agua que corre o se despeña, el del viento que silba pasando por una rendija de puerta estropeada; ciertos aullidos de pe- rros, o el grito de otros animales ; el erróneamente llamado canto de los pájaros, el arrullo de las torca- zas... se admiraba que todas esas dulzuras no hi- cieran parte de la música.

En las canciones, sonatas, toques de instrumentos, no percibía nada de los enumerados, pero ni siquiera la voz humana.

¿Por qué no estaba allí, se preguntaba, el extraño, suave, impresionante y blando metal de la voz de su amiguita Ilica ?

¿ Por qué no estaba allí el ruido, que sin duda pro- duce el pestañear de las estrellas en el cielo, el romper del alba, la caída del sol en el ocaso, la elegante y aristocrática salida de la luna, el pasaje de las nubes; por fin la vibración de sus propios pensamientos y sen-

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timientos, y el latido de su corazón. . . por qué no es- taban los ruidos del choque de los objetos, de las piedras que ruedan, quebrada abajo ?

Nada de eso había, ni en la música clásica, ni en la que no lo es, ni en los cantos populares, ni en los de la iglesia, ni en los acompañamientos del ór- gano, ni en los de las flautas, los clarinetes, los vio- lines, las harpas y las guitarras, cuyo número de notas es miserablemente reducido. Toda la orquesta de la naturaleza quedaba aparte.

Había cerca de Tupiza una aldeita que se llama Remedios ; para ir a ella, es necesario atravesar un río de poca agua en tiempos normales, y que baja de las abruptas peñas ; el paisaje es divino y prepa- ratorio para las emociones posteriores ; de cada ran- cho o cocina se levanta un humo blanco que se disuelve en la atmósfera, como si ella tuviera dedos para que lo desmenuzaran y esparcieran hasta ha- cerlo invisible.

Remedios tiene una iglesia triste, pobre, sola, como dolorida de algún abandono muy lejano. El silencio la rodea todos los días, excepto los domingos, cuando el sacristán abre con ruido las puertas tambaleantes y prosigue; llamando a misa con una cuerda lustrosa abajo, por el frote de las manos no siempre limpias y atada arriba al badajo de una campana asmática.

Cuando Boris entraba en ella sentía frío húmedo, y no se admiraba de que los santos parecieran he- lados y poco dispuestos a recibir visitas ; no había bancos ni sillas, ni alfombras ; Boris echaba a tierra su pañuelo y se arrodillaba sobre él, y lleno de emo- ción y de fantasías extrañas esperaba las melodías en tono menor, que iba a tocar en el órgano un ciego decrépito.

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Cuando ellas comenzaban miraba al altar, o más bien los restos que de él habían quedado después de un incendio en época remota.

Había dos ángeles gordos como todos los ángeles cuando son niños ; estos estaban en parte carbonizados y producían una impresión penosa; uno de ellos te- nía el ojo derecho negro, y el izquierdo color nogal, porque solo la mitad de la cara había sido quemada ; la cabeza del otro estaba hecha un carbón.

El siniestro que sufrieron era, según Boris, una ini- quidad, tratándose de personajes divinos, y para más, niños.

La impresión de la sonata del órgano se unía a la idea del incendio, para aumentar su melancolía.

En cualquier época de su vida, toda .tristeza o ma- lestar, evocaba aquella escena : su mente cantaba el aire del ciego, y veía el altar medio consumido. Estas observaciones embrionarias, fueron la base de las teo- rías que años más tarde sostenía sobre la música.

INSTINTO MECÁNICO

AFICIÓN A LOS TRABAJOS MANUALES ARTESANO ARQUITECTO E INGENIERO HIDRÁULICO

Sabía mucho de mecánica, por instinto, y poseía habilidades manuales para verificar sus concepciones teóricas en el límite de las materias primas y de las herramientas que poseía. Como materiales: trozos de madera, pedazos de hierro, de alambre, clavos, tachue- las, tornillos, pinturas varias, cera, botones, hilo y cuantos objetos utilizables caían en sus manos.

Como herramientas: una sierra vieja, un formón sin cabo, un martillo, un taladro, un cortaplumas (adorado), pinceles, una lima que no mordía, agujas, una lezna y varios pequeños instrumentos sin nombre propio: con ello componía todo cuanto se desarreglaba en la casa; puertas, sillas, mesas, armarios, baúles; ponía cabos a los cuchillos viejos, asas a las teteras, jarros y vasijas de toda especie; remaches en las tijeras que se desarticulaban; hacía horquillas, broches, cadenas y lo demás que so verá.

Boris os y ha sido un buen carpintero: teniendo los elementos hace, más o menos bien, cuanto con- cierne al oficio.

Dedicábase, en su niñez, principalmente a la fabri- cación de juguetes: molinos, cajas de sorpresa, aves, cuadrúpedos, hombres y niños.

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Algunos de sus tallados y mecanismos, figuraron con honor en los nacimientos (ya se dirá lo que son los nacimientos). Construía pequeños instrumentos de música: guitarras, violines y arpas de mera apariencia; flautas y quenas, que daban tonos musicales eficientes, como también esos aparatitos que constan de varios tubos ordenados en serie de mayor a menor y do diferente calibre, de los cuales soplando con arte, se puede obtener sonatas agradables.

La quena es un instrumento que tocan los indios en Bolivia, hecho de un tubo como de 30 centímetros, abierto en sus extremos; uno de los cuales tiene un portillo cortado a bisel en el fondo y lleva a lo largo una serie de agujeros como las flautas; soplando en él de cierto modo, se obtiene notas de una dulzura extrema, impregnadas de tristeza.

En el ramo de encuademación de libros, no tenía rival en su pueblo, ni en el arte de hacer con papel y cañas cometas, pandorgas, barriletes y estrellas, que se elevaban con soltura en la atmósfera en la estación de los vientos, consagrada en todas partes a la uni - versal diversión de remontar en los aires todos esos artefactos, algunos de los cuales llevan cuchillos, na- vajas o pedazos de vidrio en 1 la cola, para romper la armazón de los otros voladores (todo el mundo sabe como, por medio de un hilo, se imprime dirección al aparato volante).

Muchos años más tarde hizo, en los hospitales, uso de su competencia mecánica, para idear y hacer cons- truir varios instrumentos de cirujía; algunos do ellos figuran con su nombre; ejemplo de uno: el que hizo para la fractura de la rótula, tan difícil de remediar.

Amaba mucho los bosques, las praderas, montañas y colinas. El administrador de una hacienda llama-

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da Palala, lo solía llevar á ella cuando iba a cazar palomas (nadie puede imaginarse la felicidad del niño en tales excursiones). Cincuenta años después todavía veía en su monte los árboles, los paisajes, los arroyos, las peñas, y evocaba la sensación qüe el arrullo de las palomas o el grito de otras aves producía en sus oídos, y se deleitaba con la música melancólica, suave, sin ritmo, ni tonalidad precisa, do los rumores en- gendrados en la naturaleza, por las cosas que so mueven, rozándose unas con otras a favor del viento o del agua corriente. ¡ Quién le diera entonces, al re- vivir estos recuerdos, la dicha de volver a Palala, con la aptitud de sus sentidos infantiles, para gozar con todos ellos de los dones de una escena virgen inmode- lada primitiva, aun no contrahecha por la civilización que quita a todas las cosas de este mundo su encanto poético, empezando por privar al espectador de sus gestos sencillos y de sus aptitudes orgánicas, para saborear las frutas, sentir intensamente los olores, respirar el aire puro, bañarse en la luz de los cielos y beber con ansia el agua clara de las vertientes, tras de una fatiga sana, hija joven de la marcha por prados, montes y llanuras; por los bosques donde la impresión del ambiente es de paz y de quietud. Los árboles estáticos dan la idea de la concordia; no se apartan de su sitio, no se meten en los asuntos de sus vecinos; nacen, crecen, viven y mueren, y los accidentes de su vida, son el viento que los sacude cantando entre las hojas suaves idilios, la lluvia que los limpia y anima, el rayo que a veces les visita, la luz del alba, del día, del crepúsculo y las sombras de la noche; tintes que transforman su apariencia y dan variedad a su encanto. Y todo eso dura hasta que la extrema vejez llega o la dureza del hombre

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cruel, agresivo, hunde su hacha en el tronco indefenso.

Alguna tristeza fluye del espectáculo en un esce- nario agreste, a favor de la cual todo deseo concreto desaparece y el ánimo no aspira ni aun a los goces llamados encantos de la vida. Esta tristeza so acentúa cuando algún elemento morboso anda trotando en el organismo, sin haber elegido aún su ubicación, pues toda situación moral depende del bien o malestar físico.

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Boris había llegado a saber que las ramas de los árboles cortadas y calentadas a cierto grado, se dejan doblar y conservan enfriadas su nueva forma.

Este conocimiento le servía para fabricar bastones, arcos de flechas, canastillas y aun cabos de reemplazo, que adaptaba a los paraguas viejos.

Para proveerse de la materia prima, propia para tales fabricaciones, no había mejor sitio que la falda de una montaña, vecina del cementerio, donde crecían unos arbustos de ramas rectas y delgadas.

Allí iba, pues, Boris en pleno día y hacía su provi- sión mirando de reojo las tumbas, las cruces y la capi- lla del camposanto, por sobre el muro blanqueado que lo encerraba y lleno de pavor se preguntaba si había en la tierra algún valiente que se atreviera a ir de no- che a aquel paraje, a la hora en que las almas salían a rezar sus rosarios, girando alrededor de los sepulcros y recordaba con pena la muerte de un viajero que lle- gando enfermo a Tupiza, al ver el cementerio, casi ale- gre a la luz del día, con su cerca blanqueada y sus plantas floridas tras de ella, dijo al mozo que lo acom- pañaba: «Aquí querría ser enterrado » sin sospechar

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quo su deseo se cumpliría como so cumplió al poco tiempo.

Ya se ha visto que Boris era arquitecto; recuérdese la edificación de su iglesia; ahora cabe añadir que en verano se convertía en ingeniero hidráulico.

No había en la capital donde bañarse a gusto; exis- tía es cierto el cubo de un molino de que hablaré a su tiempo, la poza verde en la quinta de don Antonio Valle, especie de laguna cuya agua proveniente de un manantial, cortaba de puro fría.

Flotaban en su superficie discos verdes de vegetales desconocidos y venenosos según las gentes, quienes aseguraban también que no tenía fondo y que des- aguaba en el otro lado de la tierra. Por último, pasaba por verdad que varios nadadores, habiéndose arriesga- do a cruzarlo, se hundieron en el trayecto y desapare- cieron para siempre.

No se podía, pues, contar con ese recurso, pero era necesario bañarse En tal conflicto, Boris, consultó el caso con sus amigos, y se decidió hacer en el río que llevaba habitualmente poco caudal, un tajamar o repa- ro a través de la corriente, con champas ( adobes de cés- ped). La obra se llevó a cabo y hubo por varios días un baño aceptable. Pero apenas llovió fuerte en los cerros no lejanos, bajaron de ellos torrentes que rom- pieron el muro de champas, con lo cual recibió un golpe rudo la reputación de los constructores, y quedó demostrado que el baño debió ser hecho en una de las márgenes del río, y no en su cauce. Para excusar en cierto modo el fracaso, justo es decir que Boris y Ca, no conocían a fondo las leyes de la hidráulica.

Quedaba como recurso el cubo del molino, de nom- bre impropio, pues no era cúbico, sino cónico. Se pidió permiso para bañarse en él, a su dueño, un francés

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llamado La Rose. Este hizo algunas objeciones, y se- ñaló los peligros del intento ; pero como al fin y al cabo la revolución francesa había costado la vida a cientos de miles de sus compatriotas, poco importaba que unos cuantos muchachos bolivianos perecieran en la guillotina formada por el estrecho que franqueaba el agua, para caer sobre la rueda del molino.

Ya todo en regla, un día en que Boris estaba senta- do en la orilla del presunto baño, sin atreverse a nada, el más leal de sus amigos, muchacho modelo de afectos tiernos, lo empujó y lo echó cordialmente al agua. Boris no sabía nadar, pudo ahogarse, pero salió nadando ( por lo cual se prueba que la amistad sirve para algo) y de allí en adelante nadó siempre y ahora es un nadador tal que no se asusta ante el Uruguay ni el Paraná; ríos de cuya anchura no tiene idea, quien no los conoce.

ISD

No obstante, al empezar en el colegio del Uruguay el curso de matemáticas, que comprendía: aritmética razonada, álgebra, geometría y trigonometría, en lle- gando al álgebra se salió del aula y se puso a llorar sentado en la puerta. Concluida la clase el profesor al verlo le preguntó por qué lloraba.

Porque no entiendo nada, contestó.

Eso les pasa a todos al principio, observó el pro- fesor, ya irá Vd. entendiendo.

Boris meneó la cabeza como quien niega, y en verdad negaba con toda convicción, pues no entraba en su mente que una letra pudiera representar caal- quier cantidad; eso le parecía absurdo. Todo ello, sin embargo, no le impidió sustituir al año siguiente al profesor, cuando faltaba a su clase de álgebra.

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En el curso de sus estudios dió, no obstanto, alguna vez prueba de una gran inhabilidad por un lado, y de sutil ingenio por otro. Ejemplo: siendo estudiante de geometría, el profesor pidió la demostración do un teo- rema, presentándolo como difícil cuando era sensillísi- mo. Boris creyó que lo era, lo trató como tal y lo re- solvió llenando con figuras y fórmulas, páginas tras páginas. El profesor examinó el trabajo y dijo: el señor Boris merece una mención honrosa por la inútil sutileza de sus cálculos; ha resuelto el caso, pero ha procedido como lo haría un viajero que para ir de aquí a Guale- guaychú, pasara por París, sin objeto.

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GIMNASIA HIGIÉNICA

A LAS MADRES DE FAMILIA

Era en los tiempos antiguos en que los hombres tenían el más profundo respeto por la fuerza.

Era más aún, era en aquellos tiempos en que las mujeres de todas las edades, encontraban que la cua- lidad más seductora, era la fuerza. Milon de Croto- na fué un estrafalario, un personaje ridículo con una cabeza chica y unos hombros enormes, con la frente chata y con unos brazos que hubieran parecido piernas de otra persona robusta. Pues bien, estoy seguro de que Milon de Crotona tuvo su partido entre las señoras do aquella época amantes del circo, del pugilato y de la lucha, porque no era cosa de despreciarse el ver con que presteza y maestría, Milon de Crotona sujetaba a un toro o arrojaba a un metro de distancia a cualquiera de sus prójimos.

Conforme la civilización, el hambre y la debilidad han ido ganando terreno en nuestras sociedades, el res- peto y la admiración por la fuerza individual han ido perdiéndose poco a poco, por aquella tendencia innoble que tienen todos los hombres, y es bueno advertir que ésta es la única especie de animales en que tal tenden- cia existe, a despreciar todo aquello de que son in- capaces.

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Actualmente se aprecia más a un ministro que produce un buen proyecto financiero, que al que tiene un biceps capaz de levantar cuatro quintales. Las mo- das cambian con los tiempos y es necesario aceptar las cosas como vienen.

Sin embargo, una pequeña reacción es permitida, sobre todo cuando no se tiene el propósito de hacer de un magistrado un luchador, sino de una criatura enfer- miza, un soldado o una mujer fuerte. En todos los países de la tierra se preocupan ahora los higienistas, estos grandes economistas de la salud individual y pú- blica, de formar pueblos sanos, es decir, fuertes, traba- jadores y felices. Este es un desiderátum político mejor que muchos otros.

¿ Y como se hará esto ?

Educando moral y físicamente a cada individuo.

Dejemos a un lado la educación moral que está a cargo de gremios determinados. Hablemos de la edu- cación física.

No se hace impunemente con órganos y con funcio- nes, con músculos, con huesos y con nervios. Estos utensilios sirven para algo. La naturaleza no nos ha hecho estos regalos para que nos quedemos como las momias de Egipto.

A las mujeres sobre todo a quienes la naturaleza ha dado un sistema nervioso tan eminentemente excitable y a quienes la educación, el pudor y otros frenos limitan en el desarrollo funcional, es a las que principalmente debe dirigirse cierta categoría de reflexiones.

Las mujeres primitivas no eran melancólicas ni pá- lidas.

Corrían por los campos, montaban en cuadrúpedos o trepaban a los árboles.

A favor de estas influencias cada mujer tenía los

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brazos duros, los músculos firmes y un busto como el de la Venus de Milo: es la Venus más guapa que se conoce. Gada mujer tenía, además, unos colores que daban envidia a la aurora y sus ojos brillaban preña- dos de luz líquida, tras de la tenue membrana que lo limita.

Con tales mujeres la población del mundo ora empre- sa fácil. El nacimiento de los niños no requería la in- tervención del médico y se verificaba con toda facilidad en constituciones bien desarrolladas.

Pero la civilización mal entendida lo invade todo. Los hombres, con su legislación y sus costumbres, re- dujeron a las mujeres a un papel pasivo y el tipo de las meláncolicas, de las vaporosas, de las delicadas y de las histéricas, apareció en el interior de los hogares.

Ese era un tipo peligroso, porque era simpático. Había en el aire de cada una de éstas, no que de atractivos y de indolente; una blandura morbosa y triste, un as- pecto lánguido, flexibilidades incalculables y a pesar, y a través de todo esto, un torbellino de pasiones hirvien- do calladamente como en virtud de un color rojo somb río- Las jóvenes robustas y rosadas, otro género de belleza que tiene también sus aficionadas, aspiraron a la melancolía y los ayunos, el insomnio y los devaneos artificiales, arruinaron bien pronto muchas constitu- ciones.

Pero no se necesitaba de esto para conseguir tales objetos.

Ahí estaba la educación que las preparaba y las costumbres que mantenían malas influencias.

El sol dañaba la tez blanca y delicada del rostro, el aire puro que so afilaba en las crestas de las montañas o recogía el olor y la frescura de las flores, irritaba el cutis; el ejercicio hacía vulgares las formas.

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Las niñas debían estar encerradas, cubiertas y quietas. No se necesitaba más para enfermarse, para destruirse, para momificarse. Apenas hay quien ignore estos hechos fisiológicos.

El insomnio y la falta de luz solar, engendran la anemia de las capilares; la palidez morbosa que se nota en los presidiarios y en los que tienen costum- bre de velar, es en mucho debido a esto.

Por otra parte, la falta de luz y de ejercicio son la causa de la blandura y poca resistencia de los tejidos.

Luego la educación que se les da a nuestras niñas y las costumbres que se les impone, son contrarias a los fines de la naturaleza.

Ella quiso hacer mujeres que gozaran de salud y dispusieran de un caudal de vida, y nosotros o las ne- cesidades o las preocupaciones, hacemos o hacen mu- jeres tísicas, escrofulosas, mal conformadas, histéricas o catalépticas.

Preparamos unas famosas madres de familia, que pasan enfermas la mitad de la vida y renegando la otra mitad.

La felicidad modifica el carácter, pero mucho más lo modifica el ejercicio. La sangre ocupada en correr activamente por las venas, no tiene tiempo para que- darse en el cerebro y engendrar pasiones.

La estadística muestra que los crímenes rodeados de las circunstancias más atroces, son debidos a cul- pables que adolecen de un defecto general o parcial de desarrollo.

Un hipocondríaco es una maldición para su casa y sus amigos.

Una histérica es peor que una epidemia para una población.

Los consumos del cuerpo sin reposición de sustan-

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cía, no se verifican sino con pingües ganancias de irri- tabilidad para el sistema nervioso y con aumento de actividad dañina en el cerebro.

De esta manera, la gimnasia es más moralizadora que todos los códigos penales de la tierra.

Y para las mujeres que deben la mayor parte de sus desgracias a las influencias de su carácter y al poder de sus pasiones, la gimnasia es el primer ele- mento de felicidad.

Cuando oigáis afirmar de una niña que es incorre- gible, aconsejad a sus padres que la cansen.

Jugar al volante una hora, la corregirá más que un mes de penitencia; saltar la soga o montar a caballo, serán más eficaces para destruir una mala inclinación, que todas las reflexiones y todas las oposiciones juntas.

Nuestras jóvenes modernas mujeres, son delicadas y enfermizas, porque las criamos quietas y en la sombra.

Luz, movimiento y pan, es lo que necesita el orga- nismo humano para ser feliz y estos tres elementos son de tal manera correlativos, que uno suscita la ne- cesidad del otro.

i Cuánto más vale para una joven ser virtuosa, sin que nada le cueste, porque su organismo no la soli- cita en mal sentido, que pasar luchando toda su vida para enfrenar un sistema nervioso que ha ganado pre- dominio sobre los otros sistemas !

En el primero la virtud es fácil, en el otro es un tormento, una lucha de todos los momentos, que no se aquieta ni aun durante el sueño.

Lo primero se consigue con la educación secundaria, diremos, del organismo humano, que nace a la vida con el germen de todas las aptitudes.

Pero no debemos entender por educación, pura-

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mente la modelación do las ideas. Las buenas ideas nacen de las buenas funciones, cuando además hay ejemplos vivos que imitar. La principal educación en la primera edad, es la educación física.

Es una necesidad formar los órganos antes de po- nerlos a la obra del trabajo diario.

El instrumento es anterior al acto que él debe verificar.

Los habitantes de los campos o los que forman las sociedades, que no son muy numerosas ni muy nece- sitadas, tienen menos desarrollo intelectual, pero más cantidad de vida que los habitantes de las grandes capitales.

En la misma sociedad de Buenos Aires, son nota- bles los ejemplos de longevidad y de salud que pre- sentan algunos hombres y muchas mujeres, pues si so entra en el estudio de las causas de este fenómeno, se encuentra que en los tiempos en que esos individuos eran jóvenes, se montaba a caballo en Buenos Aires, se viajaba, se corría y que la gente se movía, no con el movimiento total de las masas, como el de aquél que recorre una línea en un tren, sino con el movimiento compuesto, en que cada músculo y cada hueso, es a la vez activo y pasivo.

Los casos de distosia (busquen las madres en el diccionario esta palabra) eran menos frecuentes y las generaciones más robustas.

Nuestras costumbres van reduciendo a la inacción a las mujeres de nuestras ciudades, y ya que muchas de ellas no pueden remediar este daño, aquéllas que tie- nen hijas, deben proveer a su educación, hoy que se les presenta la oportunidad de hacerlo.

Los ejercicios gimnásticos han sido, hace poco, solo permitidos a los varones, cuando en realidad son las

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mujeres las que más los necesitan. Este hecho era mo- tivado por el supuesto peligro de estos ejercicios, pero para que tal motivo subsista, se necesita no tener la menor idea de lo que es la gimnasia higiénica, es decir, aquella serie de movimientos que se hace ejecutar al cuerpo con completo conocimiento de sus partes y de las funciones de cada órgano.

Bajo el imperio de estos ejercicios sabiamente diri- gidos, la nutrición se hace mejor, las secreciones por completo, la piel se pone suave, blanda, de color uni- forme y se desprende de depósitos sebáceos, gra- nos, etc., los músculos se desarrollan, los huesos ad- quieren su dirección normal, la respiración se verifica espléndidamente, el pecho de las jóvenes se levanta y a lo hermoso del busto se añade entonces la sanidad y la amplitud de los pulmones ; la circulación activa de la sangre derrama abundantemente la vida en todos los órganos, los capilares se llenan y coloran agrada- blemente el rostro, el organismo se convierte en un foco de calor suave, ligeramente húmedo, el apetito se despierta y el sueño profundo, reparador, se apodera del cerebro a horas oportunas, procurando al cuerpo un descanso completo.

Las niñas crecen bajo estas influencias, sin pasiones, sin nerviosidad y ganan cada día en belleza, prepa- rando así la felicidad del hogar futuro, ya que la na- turaleza las ha destinado a ser esposas y madres.

Nuestras matronas tienen oportunidad de educar físicamente a sus hijas, decía, porque, con que grande agrado he visto (en la calle Piedad 262) establecido bajo la dirección del doctor Lawsen, un gimnasio para señoritas, a cargo de dos jóvenes extranjeras, muy há- biles en este ramo de higiene y educación.

Pensando hacer un bien a muchas familias, he

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creído de mi deber propender, por medio de estas líneas, a que se sepa la existencia de este útil establecimiento, al cual preciso ayudar de un modo eficaz.

Pero no considero llena la pequeña tarea que me he impuesto. Debo decir también, que ese establecimiento ha sido instalado, no solo para ejercicios de gimnasia higiénica, sino también para fines curativos.

Una de las jóvenes mencionadas, muy práctica en este ramo de la terapéutica, aplica sus conocimientos a la curación de enfermedades que resisten a otros tra- tamientos. Pero como este asunto requiere cierta ex- tensión, prefiero dar a conocer a las familias las ventajas de la gimnasia curativa, en otro artículo, po- niendo en conocimiento de muchos enfermos que quizá han perdido ya toda esperanza, que aun les queda un recurso que tocar.

NORTE AMÉRICA

No sólo en el paraíso terrenal han ocurrido desgra- cias que llora todavía la humanidad, deplorando la in- vitación de Eva y la aceptación de Adán a comer la manzana, hecho que, a pesar de las desagradables consecuencias trasmitidas por la historia, no ha en- señado a los hombres a privarse de manzanas, con lo cual queda demostrado que la historia no sirve para nada.

Aquí también en este paraíso los habitantes se atre- ven a comer manzanas y muchos jóvenes de ambos sexos, como consecuencia de su predilección por la fruta prohibida, han ido a sepultar su cuerpo y su amor en las aguas del torrente.

Otros, sin comerlo ni beberlo, han tenido la misma tumba.

Era costumbre entre los indios echar a las Cascadas, una o más doncellas por año, para impedir las elec- ciones inopinadas del río, quien a veces se llevaba un padre de familia, una viuda con muchos hijos o el único carpintero o herrero de la tribu.

Tales accidentes repetidos, hicieron creer a los in- dios, que el padre de las aguas así era llamado el Niágara necesitaba ahogar algunas víctimas cada

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año y más valía ofrecérselas voluntariamente, que espe- rar su elección.

La ceremonia era tierna y sublime.

Elegida la doncella destinada al sacrificio, se la ves- tía de blanco el día designado, se le ponía una corona de flores del aire y se le colocaba en una canoa blanca, llena de rosas, jazmines, diamelas y azahares.

La canoa, con su preciosa carga, era lanzada en los rápidos arriba de la Cascada, y un pueblo entero ento- naba un himno de júbilo cuando la doncella caía en el precipicio.

Tocó una vez la suerte a la hija única de un gue- rrero distinguido en la tribu, huérfana de madre, la que había sido muerta por otra tribu enemiga.

La joven era el consuelo y la sola esperanza de su padre, como también el único vínculo que lo ataba a la tierra.

Cuando le fué comunicado al anciano la noticia de la honra que le cabía a su hija, de ser sacrificada al es- píritu de la Cascada, no protestó ni mostró la menor alteración.

Llegado el día de la ceremonia, la doncella lanzada en su blanca canoa iba ya cerca de la catarata, cuando se vió hender las aguas de los rápidos a otra canoa, blanca también, donde iba un anciano ; era el padre de la doncella, que alcanzó a fundir en una sola mi- rada, la de su hija, de despedida y la suya, propia del sacrificio.

Las dos canoas cayeron en la cuenca insondable y se perdieron en el torbellino.

Por esta vez el espíritu de la Cascada debió quedar satisfecho, lo que no le ocurría con frecuencia, pues algunos años no contento con una doncella, mostraba su mal humor comiéndose la roca de su propio lecho,

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o haciendo otros destrozos y era necesario ofrecerle nuevas víctimas.

Los novios de las doncellas tan mal aprovechadas, no quedaban contentos, como se comprende, y celosos del río iban a buscar en sus corrientes, las vírgenes prometidas con una abnegación digna de mejor suerte.

ISO

El tren sale de Cincinati como un ventarrón y llega a Chicago como un huracán.

Para que la comparación sea más exacta; la locomo- tora de nuestro tren silba con unos tonos idénticos a los del viento, cuando sopla al través de una selva; la nota es quejumbrosa, lastimera, dolorida y repetida cada 5 minutos, probablemente para advertir a las po- blaciones de uno y de otro lado del camino, el pasaje de la enorme masa de vagones.

Es admirable la rapidez con que andan estos trenes, a pesar de su trocha angosta : ni las paradas los per- judica, ni las curvas los retardan. El efecto de las cur- vas combinados con la rapidez del movimiento, es de- sastroso, el vagón parece un buque y la mayor parte de los viajeros se marean, a pesar de los limones, al- canfor, clavos de olor y otras sustancias que llevan y usan como antídotos.

Silba la locomotora como el viento, se queja y se lamenta, pero sigue comiéndose el camino, pasando los puentes, salvando las colinas y dejando sembradas las poblaciones, como puntos diseminados en la infi- nita extensión.

A pesar de las largas distancias, no hay dos cuadras sin una casa, fábrica, sementera o indicio de habitación humana. Todo el camino recorrido de New York hasta

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aquí es, puede decirse, una senda abierta en el bosque. Las colinas se suceden en algunas partos sin interrup- ción; bajas, medianas o elevadas como montañas y todas cubiertas de árboles, arbustos y flores.

La línea de los trenes sigue las faldas de estas emi- nencias, rodeándolas en curvas atrevidas o costeando los ríos que corren entre ellas.

Raro es pasar media hora sin encontrar un tren rá- pido como un relámpago y de cuya precipitada fuga, solo se tiene noticia por la proyección de una sombra instantánea y por el ruido de un latigazo formidable.

Y las locomotoras siguen su trayecto como perse- guidas por un ser infernal, jadeantes y sudorosas, be- biendo el agua apurada y fumando su polvo de carbón en las boquillas de sus negras chimeneas.

Fábricas, talleres, sembrados, grupos de casas, bos- ques, montañas y colinas todo va quedando hacia atrás, viniendo de frente y apartándose a los lados para librar el paso al monstruo infatigable.

El viajero no conserva en su mente sino una vaga impresión del conjunto, que acaba por adormecer las sensaciones, mientras la imaginación recorre el pasa- do, recuerda rápidamente las personas conocidas y se pierde en una fantasía aisladora, triste y dulce, al mismo tiempo, surgiendo de un escenario remoto es- condido en la penumbra.

¿SO

No somos tan pobres.

No si por el desarrollo a la distancia de una de las formas del patriotismo o por otra causa, me he dado a reflexionar hoy, recorriendo los sitios atractivos de es- ta ciudad, en que si nosotros quisiéramos darnos un

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poco de trabajo, mirando por nuestros intereses y nos propusiéramos imitar a los europeos y norteamericanos en su afán de mostrarlo y ponderarlo todo, nuestras figuras como personas poseedoras de cosas dignas de verse, no serían de las últimas.

El conjunto de edificios, bombas, aparatos y demás enseres de Chicago para la provisión de agua, es pobre en comparación de nuestras instalaciones; aquí no hay ni filtros ni depósitos ; todo se reduce a alzar y repartir el agua como se encuentra en el lago.

Nuestra biblioteca pública es tan rica y tan curiosa como muchas de las muy ponderadas en Europa y en este país.

Nuestro museo sino tiene obras de arte, tiene obras de la naturaleza, de fama universal. En diversos mu- seos, el bagaje se compone de pocas piezas originales, otras iguales a las de los demás y reproducciones en yeso, de las obras célebres: las Venus, los Luchadores, el Gladiador muriendo, el Apolo, el Antinoo, Ariadna, Laocoonte, Hércules, y Toro de Farnesio, Endimión, Mercurio, y cuantas obras de arte conocidas. Cada vez que entro a un museo, me da gana de dirigirme a las reproducciones, darles la mano y preguntarles como les ha ido desde nuestro último encuentro. De la puerta ya veo a Laocoonte retorciéndose de dolor, a un Apolo con su cara de mujer y a la Venus de Milo amputada, mirando a sus compañeros de yeso, con sus ojos sere- nos y orgullosos.

¡ Fácil nos sería tener todo esto, aun cuando mucho de ello no sea de mérito !

La galería de bellas artes de esta ciudad solo contie- ne reproducciones.

Siguiendo mis reflexiones me he puesto a enumerar lo que nosotros podríamos mostrar a los extranjeros,

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con tanto más derecho que aquel con el cual ellos nos muestran sus curiosidades, y he formado así do impro- viso, una pequeña lista tan numerosa como otra cual- quiera de ciudades norteamericanas o europeas.

Por ejemplo yo diría: «Los sitios, monumentos y particularidades que ningún viajero debe dejar de ver en Buenos Aires, son los siguientes:

« El museo rico en ejemplares de animales antedilu- vianos.

« Las obras del puerto.

« El establecimiento de bombas, depósitos y filtros de agua de la Recoleta.

« La torre de toma enfrente de Belgrano.

« La torre de distribución de aguas filtradas.

« El sistema de cloacas y conductos de desagües, el más perfecto y completo del mundo.

« La Casa de Gobierno, un espléndido palacio a pe- sar de sus defectos.

« La Catedral, las iglesias de San Francisco, Santo Domingo, La Merced, San Ignacio, etc.

« La estación del Ferrocarril del Sud.

« El Cementerio de la Recoleta, con algunos buenos monumentos y otros de valor histórico.

« El Parque de Palermo.

« La colección zoológica del parque.

« Los invernáculos y criaderos de plantas.

« El departamento de agricultura.

« Los hipódromos.

« Las estaciones de tranways.

« Los teatros, más cómodos, más lujosos y más gran- des que los de la inmensa mayoría de las ciudades europeas.

« La Penitenciaría, una de las mejores cárceles cono- cidas.

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« La casa de la corte de justicia y tribunales fede- rales.

« La estatua de San Martín.

« Las plazas, a las que sólo les falta algunos árbo- les para llamarse parque como en Europa.

« La casa de policía.

« La Escuela Normal de Mujeres.

« La casa de la Facultad de Medicina.

« El Hospital de Clínicas.

« El nuevo Hospital de Mujeres.

« Los monumentales edificios de las escuelas pri- marias.

« La casa de la Facultad de Derecho. « Los bancos.

« Varias casas particulares con derecho a ser lla- madas palacios.

« Las calles Callao, Florida y Santa Fe.

« Y mil otros edificios, objetos y sitios de interés ».

Lo enumerado, sin embargo, basta para sostener la comparación con los edificios, paseos, monumentos e institutos análogos de ciudades reputadas, señalados con gran aparato a los viajeros.

A más, después de haber recorrido casi toda Eu- ropa y gran parte de América del Norte, afirmo que antes de un siglo, Buenos Aires será, salvo un cata- clismo, la más grande ciudad de la tierra y una de las más célebres por su comercio, su industria, su rique- za, su lujo y sus elementos de instrucción y de cul- tura, consistente en colecciones científicas y artísticas modernas.

En cuanto a establecimientos industriales estamos, en verdad, en los principios; no obstante, algunos pue- den ser señalados como muy dignos de recibir la visita de los extranjeros y merecer un justo elogio ; por ejem-

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pío: las fábricas de carne helada, los saladeros, las carpinterías mecánicas, las cervecerías y varias ma- nufacturas de merecida reputación.

Desgraciadamente ni la más insignificante guía existe para dirigir al extranjero en sus excursiones.

En cuanto a instituciones, estamos a un siglo ade- lante de Europa.

Si alguna vez en la práctica se falta a la letra y espíritu de nuestras leyes y principios fundamentales, ello no invalida nuestro adelanto en la materia.

Error es propio del hombre; pero cuando yo veo la absoluta ceguedad de los europeos respeto a nuestra forma de gobierno y su aplomo para hablar de Re- pública, sin darse cuenta aun de aquello más vulgar y más común entre nosotros, me reconcilio hasta con nuestras más lamentables faltas.

Respecto a los caracteres de nuestra población, opino ahora de un modo muy favorable para nosotros.

Los argentinos son cultos y elegantes por natura- leza; generosos y desprendidos, caballeros en el fondo y en las formas, altruistas, benéficos y entusiastas ; un poco rumbosos y precipitados, es cierto, pero nobles en general.

La inteligencia media es superior a la de cualquier otra nación de la tierra.

Nuestros hombres públicos serían verdaderas no- tabilidades en un escenario más grande, nosotros nos insultamos y deprimimos sin escrúpulo y solamente cuando viajamos hacemos comparaciones cuyos re- sultados nos reaniman.

Hay, sin embargo, un punto delicado en nuestro modo de ser como Nación, que se presta a los más se- rios ataques, dejándonos en la imposibilidad de hacer honradamente la mejor defensa. Este punto es la

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administración de justicia en lo criminal. La impu- nidad de los hechos más horrorosos, espanta a los extranjeros.

En realidad, las penas de nuestro código para los asesinos no existen sino escritas. La lentitud de los procesos, por un lado, y las sociedades de señoras por otro, con sus pedidos de clemencia en favor de los más grandes bandidos, mantienen viva esa llaga social, favoreciendo y alentando a los criminales.

Cuando me han hablado en varias partes sobre este punto, me he visto obligado a confesar el hecho inexcusable, y a recurrir a una sofisma para expli- car tal monstruoso proceder.

« Los sentimientos también se enferman, he dicho^ y la impunidad de los asesinos en la República Ar- gentina, es una enfermedad de la beneficencia ».

Pero si bien las mujeres entre nosotros echan a perder la justicia criminal, con su conmiseración mal entendida y su solicitud peor aplicada, mucho debe perdonárselas, por haber tanto amado como dicen los evangelios y por su distinción, su gracia y su her- mosura.

ISO

Pasando ¡3or una calle he visto este letrero: «Al zapatero del sentido común » He entrado a su taller a ver esa curiosidad, un zapatero con sentido común y he debido reconocer la exactitud del título.

« Necesito un par de botines », he dicho al maestro. Sin mirarme la cara, el hombre ha clavado sus ojos en mis pies. Después con el aire del más soberano desprecio, ha exclamado : « espanish boots » y se ha dirigido a un armario del cual ha sacado una caja.

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Mientras mo probaba los nuevos botines, el hombre ha tomado uno de los míos y mirándolos con una có- lera no disimulada ha dicho «stupid», y tenía razón. Los botines que me ha dado tienen taco bajo, ancho y largo, terminan en lo que llamamos punta, por una línea curva tan extensa como el ancho del pie, y son horribles ! »

Pero, que bien se camina con ellos.

Hágame Vd. el favor, Señor Director, si tiene al- guna señora conocida capaz de mostrarle sus pies des- calzos, sin faltar a la ley de la moral, de pedirle que se los muestre. Si la señora o mujer se calza a la moda y tiene ya de 25 a 30 años, es decir, si su infame cal- zado ha tenido tiempo de deformarle los pies, Vd. verá unos dedos cabezones, como muchachos hidrocéfalos, montados unos sobre otros, oprimidos, contrahechos, martirizados, con las uñas aplastadas, paralíticos y sin articulaciones.

Vea en seguida el pie de un niño y compare.

Y advierto que el pie de un niño de nuestra época, aun recién nacido, ya no es normal, ya ha sido alterado cumpliendo las leyes de la herencia. ,

Si se le corta la cola a un perro y luego a sus hijos, nietos y tataranietos y así por algunas generaciones, por fin se consigue tener un perro sin cola desde su nacimiento. Yo le digo a Vd. que al paso que vamos, si el zapatero del sentido común de Filadelíia no im- pone por siempre su calzado, la humanidad concluirá por no tener dedos en los pies.

Los norteamericanos no corren este peligro sino a medias. Ellos en su mayor parte usan unos botines como chatas. Donde un norteamericano ponga la suela de sus zapatos, no crecerán las plantas, pero él conser- vará sus dedos y caminará por el mundo sin martirio.

A las niñas, sobre todo, quisiera hacejles entender esto: el calzado ajustado y de forma inadecuada, lejos de componer los pies, concluye por hacerlos monstruo- sos.

Tal vez esta digresión inesperada y quizá impropia en una correspondencia, sirva para remediar más . de una dolencia: yo no dejo de ejercer mi profesión aun cuando a la distancia solo puedo dar consejos.

VISITA A WATERLOO

Waterloo está a menos de dos horas de Bruselas, haciendo el viaje en coche. Ningún extranjero que llega a la capital belga deja de ir a Waterloo; si el extranjero es un inglés, va inmediatamente aunque se esté muriendo.

La curiosidad por ver el campo de batalla, no es un defecto, es una institución legislada, reglamentada, prevista y sujeta a impuestos perfectamente estable- cidos por la costumbre.

Así, al pie del monumento que consiste en un mon- to artificial, hecho con tierra, en cuya cima hay un león con su pedestal, existe un hotel expresamente para servir a los curiosos, y alrededor del hotel fun- cionan pequeñas industrias, cuyos dependientes via- jeros (comis voyageurs ) rodean a los recién llegados, ofreciéndoles bastones, flores, reliquias y otras yerbas.

El cuidador del monumento recibe un tanto para el león, y los explicadores de la batalla tienen también su estipendio de costumbre. Nuestro profesor era digno del nombre que le doy. Antes de comenzar su narración, miraba la cara del que le parecía más im- portante en la comitiva y, según el resultado de su exa- men, los actos heroicos de la batalla, pertenecían a los franceses o a los ingleses. A nosotros nos tocó una

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batalla enteramente inglesa, en que Wellington era un héroe y Napoleón un pobre diablo ; no vimos el árbol en cuyo tronco se apoyó Wellington, porque según el profesor, un inglés lo compró y lo llevó a Inglaterra. En un pequeño museo dependiente del hotel hay en venta libros, fotografías, balas, espuelas, sables, si- llas de montar y hasta cráneos de soldados muertos en Waterloo ; todo ello es referente a la batalla.

Los restos de armas, los huesos y demás objetos, han sido, según dicen los propietarios, encontrados en el campo. Según esto, el número de lanzas, carabi- nas, espuelas, machetes y pistolas que hubo en Wa- terloo era infinito, pues cada tantas semanas el museo se vacía y se llena de nuevo, gracias a la credulidad de los viajeros. Un cráneo con el frontal agujereado, es, se dice, de un valiente soldado francés, bello como un ángel, joven y enamorado, quien según deduzco, tenía la inmensa ventaja de poseer una notable co- lección de cabezas, pues su cráneo perforado por una bala enemiga, ha sido vendido ya más de cien veces y figura en diversos museos particulares del extran- jero. Si el mozo tenía tantos corazones como cabe- zas, el número de sus novias debió haber sido con- siderable.

Al acercarse el viajero al campo de batalla, expe- rimenta una sensación compleja, mezcla de curiosidad y de tristeza. El pueblito que se atraviesa para lle- gar al campo, es solitario y silencioso; algunos de sus sitios y de sus edificios son mencionados por la historia y parecen estar allí como testigos mudos de una gran catástrofe.

Por más indiferente que uno sea respecto a los acon- tecimientos históricos lejanos, la caída de un hombre grande, admirado y temido, interesa y conmueve.

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Yo tengo respeto de Napoleón I, la idea inglesa y no puedo prescindir de recordar su figura, de traer a mi memoria los ^hechos que empañan su gloria, las crueldades, los asesinatos de prisioneros, las matan- zas inútiles, la despoblación de Francia para satis- facer una ambición vanidosa y casi demente, la per- turbación de toda Europa durante tantos años y los sacrificios horrendos impuestos por él solo, a una gran parte de la humanidad.

No creo que ha sido el capitán mas valiente, ni el general más táctico. Antes para está en la his- toria la colosal figura de Aníbal y como represen- tante del valor temerario, un soldado obscuro y vulgar que llevó a cabo en un rincón de la América, en la ciudad de La Paz de Bolivia, el acto de la mayor audacia, sangre fría y valor que consignan las cróni- cas de la guerra. Me refiero a la toma de La Paz por Melgarejo, hecho extraordinario cuyo relato le hace a uno dudar de si Melgarejo era un hombre o una máquina inconsciente.

Además, no tengo gran estimación por el valor fí- sico : que un hombre cuando quiere decididamente hacer una cosa, no deja de hacerla por razones de miedo.

No creo tampoco loable poner mucho empeño en tener entre las altas cualidades, una que jamás el hombre llega a poseer en grado supremo, siendo en eso infinitamente inferior a muchos animales. El ca- pitán más valiente, no lo es tanto como un gallo, un perro, un tom, un tigre, un león y es mil veces me- nos arriesgado, estoico y pertinaz que millones de insectos a los cuales se puede mutilar, destrozar y matar sin obligarlos a soltar su presa.

Napoleón, pues, ni guerrero alguno, me inspira ad-

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miración por su valor físico. Con todo ello, no dejo de reconocer en él la encarnación de una de las al- tas personalidades dirigentes en el mundo.

La Europa entera, más que la Europa, la huma- nidad se sintió aliviada con la caída de Napoleón; por eso Waterloo figura entre las batallas que han resuelto una cuestión humana, en la cual la población de toda la tierra estaba interesada; por eso todas las naciones actuales se creen partícipes de la victoria de Wellington y miran al campo de Waterloo como la escena en que sus hijos lucharon por su propia patria.

Waterloo será por siglos la batalla clásica, la gran batalla, y la narración de los desastres y tragedias que ocurrieron en el campo memorable, será leída con emoción por mil generaciones.

¡Waterloo! resonará como un suspiro de alivio en los oídos de la Francia dolorida, que hace ochenta años veía diezmar su población y mandaba lo más joven y selecto de ella a sepultar su osamenta, en campos desconocidos y lejanos!

¡Waterloo! repetirán Inglaterra, Rusia, Alemania, Europa entera, y Waterloo querrá decir, la libertad, el descanso, la paz y el trabajo.

Pasarán los cientos de los años y Waterloo seguirá siendo un sentimiento, sin llegar en muchos siglos a tomar la forma fría de un episodio histórico, narra- do entre leyendas antiguas.

ISD

Cerca del campo de batalla hay una iglesia, in- significante por misma, cuidada por un viejo mal humorado, que repite maquinalmente a los viajeros el mismo cuento, sin variar ni el tono de su voz.

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Según este viejo y las inscripciones y bustos que se ve en el recinto pequeño, frío y triste de la iglesia, allí se hallan depositados los restos de muchos ofi- ciales y jefes ingleses que cayeron con heroísmo en el campo de batalla.

Yo, como soy curioso, mientras la comitiva se en- tretenía en copiar los epitafios, di vuelta por tras del altar, entré en una sacristía que parecía tumba, en- contré una escalera, subí hasta un cuarto alto donde funcionaba melancólicamente un reloj, que con su pén- dola parecía decir en cada oscilación ¡Waterloo! ¡Wa- terloo! Puse el dedo en la varilla, el reloj se paró: era el fin de la batalla: todo quedó en silencio. En los ángulos del cuarto había muchas imágenes des- calabradas de santos y vírgenes fuera de uso ; atriles, candeleros y otros aparatos usados en las ceremonias religiosas. Todo tenía tal aire de vejez, de tristeza y de abandono, que impresionaba. Los santos desco- yuntados habían estado seguramente en la batalla de Waterloo. Un Cristo, sobre todo, colgado sola- mente de una mano al brazo de una cruz decrépita, parecía haber tomado una parte activa en el sangrien- to combate.

Sobre una especie de mostrador, al lado de un mi- sal fósil, se hallaba un tintero de plomo, en cuya tinta tomaba tranquilamente su baño una pluma de ave; saqué la pluma, sacudí el exceso de tinta que la em- papaba, le miré los puntos y en el margen del misal escribí una fecha manía de viajero pero la fecha no era la de ese día.

ESPAÑA

A las cinco de la mañana de un día granadino, sali- mos de los Siete Suelos, de la Alhambra, para tomar el tren y trasladarnos a Sevilla. Nunca olvidaré la deli- ciosa impresión que en esta madrugada me hizo el paisaje, al bajar de las verdes colinas a través de los bosques. Cuando un viajero no puede quedarse en su cama durante la madrugada, lo mejor para él, es verla como si se hubiera levantado voluntariamente a gozar de sus encantos ; nosotros procedimos como prudentes viajeros y desde las ventanillas del tren, vimos levan- tarse el blanco tul de las primeras horas del día y lue- go un sol español, grande y encendido, chamuscando con sus rayos ardientes las barbas despeinadas del horizonte montañoso (recomiendo estas figuras de retó- rica a los jóvenes aprendices de literato).

UD

En Sevilla, toda la gente había salido de su casa, cuando recorrimos la ciudad siguiendo nuestra cos- tumbre, digo todas habían salido, porque nos fué casi imposible andar por las calles sin voltear algún sevi- llano o ser volteado por él; la calle de la Sierpe prin- cipalmente, estaba cubierta de transeúntes y de men-

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digos, a tal punto, que no pudo ver si había vereda, ni descubrir un palmo de suelo.

La calle de la Sierpe, llamaráse así por lo enreda- da, pero si tal es la razón de su nombre, todas las otras debían tener el mismo. Me atrevo a andar en Londres, con menos probabilidad de extraviarme que en la pe- queña ciudad de Sevilla. Todo es aquí tortuoso o in- trincado; las vías públicas son estrechas y llenas de curvas, de modo que nadie sabe si un pedazo de cuadra corresponde a una calle o a otra. ¡ Sea todo por el amor de Dios! Los sevillanos no se aperciben del laberinto, y usan como expresiones de significado práctico las pala- bras «recta, derecha, directamente», cuando hablan de trasladarse de un punto a otro de la ciudad. La anima- ción es sorprendente; todos gesticulan como si fueran italianos y hablan con ese tono peculiar andaluz que parece de burla, comiéndose la mitad de las palabras de una manera improbable, como si no hablaran por su cuenta y solo remedaran a otros o refirieran un trozo de conversación jocosa, entre personas bro- mistas.

Cuando el mozo del hotel me decía: «Zi eñó o no eñó » su contestación me era indiferente por su senti- do, solo notaba que se había comido con suma gracia una s y una r.

Lo difícil en las calles es distinguir las gentes ino- fensivas, de las que piden limosna, pero se puede llegar a una clasificación razonable, ateniéndose a esta regla : de siete transeúntes probablemente dos no son men- digos.

Adviértase que la mendicidad es más que una exi- gencia de la vida, un vicio en algunas poblaciones ; ciertas personas creen ofender a los extranjeros si no les piden limosna y se imaginan llenar un deber y

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hacerles casi un obsequio, proporcionándoles la ocasión de distribuir caritativamente su dinero.

No obstante estas pequeñas incomodidades, la vida en Sevilla os de las más agradables y atractivas; ni los mendigos incomodan después de algún tiempo; cuando ya la cara del viajero le es familiar, más bien lo pro- tegen contra las agresiones do los pedidores tenaces, apartando a éstos con un ademán cuyo significado es « déjenlo en paz, ya es de la ciudad o ya ha dado bas- tante»; hasta son capaces de darle un cobre al pasa- jero, siles parece muy necesitado.

A pesar de la animación de las calles, los hoteles estaban desiertos en la época de nuestra permanencia.

Los diarios españoles, siguiendo la costumbre hispa- no americana de denigrarse o perjudicarse a mismos, se habían inventado para el año corriente una epidemia de cólera y otra muy fuerte de viruela; no había tales enfermedades, pero todas las publicaciones de la Pe- nínsula daban el grito de alarma e impedían el aflujo de extranjeros.

Nosotros pasamos de París a Madrid a pesar de las malas noticias, porque no las creímos y estuvimos en lo justo, conocíamos las exageraciones andaluzas de nuestros dignos padres.

Cuán diferente es la conducta de los suizos, por ejem- plo; estos hacen cuanto es humanamente posible por exagerar las bellezas de su país y las ventajas de una excursión por él, llegando a convertir en atractivos nunca vistos los accidentes más insignificantes con tal de atraer huéspedes.

ISO

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España mo ha hecho la impresión de un pueblo que renace. He visto en todas partes cierto afán, cierto movimiento, como si estuviera por revelarse ia decisión de actuar, al despertarse después de un sueño reparador.

Hay todavía en los campos y ciudades una actitud es- tática, cuya contemplación, sin embargo, no induce a pensar en la indolencia, sino en la preparación para la lucha y la conquista de un bienestar ambicionado. Las industrias viejas se animan, otras nuevas aparecen, y aun cuando no se note todavía en ellas una grande energía, se adivina la decisión de no abandonarla.

La paz, la estabilidad política transformarán la Es- paña en medio siglo. Barcelona se parecerá a Liverpool y Madrid a cualquier ciudad industrial de la Europa; Toledo saldrá de su silencio dejando que se caigan cien de sus iglesias desiertas y quedando todavía muy bien dotada; Sevilla y Cádiz serán un emporio, y Málaga y Granada un mercado de ricos productos. Las minas mejor trabajadas, darán mayores rendimientos; todos los metales serán manufacturados en el territorio, sin salir a mendigar en otra parte su transformación en útiles de industrias, en buques, en armas o en rieles. Los ferrocarriles, cuyas redes comienzan a extenderse, activarán la metamorfosis ya lo están haciendo y su administración, criticada cruelmente y con singu- lar injusticia por los extranjeros, salvará sus actua- les deficiencias.

Todo esto se siente palpitar y anunciarse viajando por España.

Tal vez mi deseo, instigado por mis simpatías hacia este pueblo, hagan nacer en esperanzas demasiado optimistas, pero disminuyase cuanto se quiera el cuadro, siempre quedará patente este raciocinio cuya verdad quisiera trasmitir al lector; si mis augurios e impresio-

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nes no tuvieran un fondo de realidad, el espectáculo de la España actual, no me habría sugerido semejantes pensamientos; yo creo en las ideas sin antecedentes y una cosa para emerger en la mente, necesita estar antes en la naturaleza, en todo o en parte.

ISO

He dicho en algún párrafo de mi correspondencia que dej aba a España para postre ; creo que le llamé la Madre Patria. Tengo algunos resentimientos con Pizarro y los otros conquistadores, por haber dado muerte estos caballeros a muchos de mis antepasados, los indios primeros habitantes de América, Emperadores, Reyes, Caciques, Curacas, y simples particulares, cuya sangre corre por mis venas, como se dice vulgarmente, aun cuando la sangre de persona alguna corra por sus venas a causa de tener éstas, válvulas que se oponen a las carreras; cuya sangre, decía, circula en mi cuerpo, diré ahora, caracterizando mi personalidad india y muy india, como se revela en mi color y en el apellido de mi padre y mío, Wilde, que en araucano quiere decir (guanaco salvaje) y el de mi madre, García, que en Quichua significa (gracia) un simple anagrama (reco- miendo estas traducciones a los sabios, descifradores de geroglíficos, que mienten a mansalva) pero el tener particular ojeriza a los conquistadores crueles, no me impide estar vinculado a España por la tradición, por la lengua, por los amigos españoles que tengo, por la admiración de algunas de sus altas calidades de índole nacional y porque me dala gana, suprema razón.

ÍNDICE

Página

Nota de la Universidad .... 5

Nota del Consejo Nacional de Educación 7

Páginas muertas (Prefacio) 9

La forma literaria 14

La lluvia 16

El maestro Cesáreo 19

Ilica 23

Variaciones sentimentales 27

A Palermo 35

Jerusalem 39

Lo que dicen las olas 43

Bayreuth, Wagner y Cía 47

Inolvidable 52

El nuevo Paraíso Terrenal 55

Nápoles 59

Suiza 63

Artículos de costumbres La carta de recomendación.., 66

El poder de la Imaginación 74

Japón 77

Arte coreográfico 78

Las artes en el Japón 80

La Cordillera 101

El puente del Inca 103

Lima 104

Utilidad de la desgracia. . . 106

China 108

Fragmento criollo. 122

Otro fragmento 123

Notas alegres 125

Nuremberg 127

La fiesta del pájaro 128

Los bailes por cuota 129

Faber 131

240

Página

Niza y sus encantos 134

Venecia 138

Milán 141

De Frankfort 144

La Madona Sixtina 147

Siracusa 149

De Londres 154 .

De Moscow a San Petersburgo 161

San Petersburgo 164

De Stokolmo a Copenhague 170

Los castillos del rey de Baviera 173

Buda-Pesth 176

Constantino pía 179

Be «Aguas Abajo »: Armonía de las palabras con

las ideas de las cosas 187

Astronomía Meteorología Reseña del Cielo, del

Infierno y de sus habitantes 190

Anticipo a cuenta de sentimientos 196

Instinto mecánico Trabajos manuales Artesano

Arquitecto e Ingeniero hidráulico 203

Gimnasia higiénica 210

Norte América 218

Visita a Waterloo 229

España 234

Los fragmentos han sido tomados de los libros siguientes del Dr. Wilde, cuyas ediciones están agotadas, salvo Prometeo y Cía.

Tiempo perdido.

Viajes y observaciones.

Por mares y por tierras.

Prometeo y Cía.

Y el libro postumo: Aguas Abajo.

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